02-031-168 -- 56 copias (F) Materia: Estética Cátedra:
Schwarzböck
Carrera: Filosofía Teórico: N° Profesora:
7 – Miérc. 14 de Septiembre de 2016
Silvia Schwarzböck
Tema: Unidad
II: Gusto, arte y política en la Teoría crítica. Las estéticas materialistas de Benjamin y Adorno. 1. Gusto, arte y política según Benjamin.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-. Vamos a comenzar con la Unidad II del Programa 2016, dedicada a la relación entre gusto, arte y política en la Teoría crítica. Esa relación, en la clase de hoy, la analizaremos en la estética materialista de Benjamin y, en la clase próxima, en la estética materialista de Adorno. Enfatizo el término “materialista”, para referirme a estas dos estéticas, porque trataremos de pensarlas, en el marco de esta materia, como parte de un giro: el giro del punto de vista idealista al punto de vista materialista. El punto de partida de las estéticas materialistas son las obras de arte, y no el sujeto autocentrado, sea el que las recepta o sea el que las produce. El sujeto autocentrado de la estética idealista era el receptor –en Kant- o el crítico-artista -en Schlegel-, aquel que funda la artisticidad de la obra de arte con su juicio estético (por lo cual es, al mismo tiempo, un artista sin obra –un “alma bella”, en léxico hegeliano- y un filósofo sin sistema) Sin embargo, el giro de la estética hacia la obra de arte ya se había dado, dentro de la estética idealista, con Schelling. Es decir, el giro hacia la obra de arte aconteció en la estética idealista antes que en las estéticas materialistas. Ese giro hacia la obra de arte, que inicia Schelling, Hegel lo continúa con su estética idealista objetivista. La diferencia con las estéticas materialistas es que en las estéticas de Schelling y Hegel la obra de arte se explica como obra de arte bella (lo cual significa también “verdadera”) por su relación con lo absoluto, con lo cual la obra de arte, para ser obra de arte (es decir, bella en el sentido de verdadera), tiene que subordinarse al sistema. El giro hacia a la obra de arte, en el marco del idealismo absoluto, sigue manteniendo la primacía
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del sujeto, sólo que este sujeto es ahora un sujeto absoluto, capaz de fundar un sistema filosófico. Ahora bien, el materialismo estético de la teoría crítica no es el mismo tipo de materialismo estético del marxismo ortodoxo. Para analizar qué sería el materialismo estético dentro de los límites del marxismo ortodoxo (¿qué es marxismo ortodoxo? es una pregunta que se hace Lukács en uno de los ensayos de Historia y conciencia de clase) lo justo es usar un ejemplo virtuoso (no un ejemplo malo, como podrían serlos los análisis hechos desde la perspectiva del Diamat –abreviatura de “materialismo dialéctico”- la vulgata del marxismo difundida por el Partido Comunista soviético –estaliniano y posestaliniano- a todos los PCs del mundo alineados con él). Un ejemplo virtuoso de materialismo es el de Lunacharsky, crítico literario y funcionario. La primera definición que él da (en la tesis 3) de lo que “no puede no ser” la crítica marxista es la que nos permite trazar la primera diferencia con Benjamin y Adorno. La crítica marxista […] no puede ser sino de de índole sociológica. [Lunacharsky, A. V.,
“Tesis sobre los problemas de la crítica marxista” (1928), en: Sobre la literatura y el arte, trad. Ariel Bignami, Buenos Aires, Axioma, 1974, p. 12]
Este es un núcleo duro de la ortodoxia, respecto del cual los materialismos de Benjamin y Adorno son heterodoxos: la crítica marxista de obras de arte debe ser una crítica sociológica. En la página siguiente, dentro de la misma tesis (la tesis 3), dice Lunacharsky: En un análisis general de una época, por ejemplo, el crítico marxista debe esforzarse por ofrecer un cuadro completo de todo el desarrollo social de esa época. Cuando se examina un solo autor, o una sola obra, no hay necesidad esencial de analizar las condiciones económicas básicas, ya que aquí el principio de permanente validez, al que se podría denominar principio de Plejánov, se afirma con especial vigor.
Plejánov es sí la figura que, dentro de los límites del marxismo ortodoxo, marca cómo hay que encuadrarse en la línea oficial del PC de la Unión Soviética.
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Dicho principio establece que sólo en medida sumamente insignificante las obras de arte dependen directamente de las formas de producción en una sociedad determinada. Dependen de ellas a través de eslabones intermedios, tales como la estructura de clases de la sociedad y la psicología de clases que se ha formado como resultado de los intereses de clase. Una obra literaria refleja siempre, consciente o inconscientemente, la psicología de la clase que el escritor representa; o bien, como suele ocurrir, refleja una mezcla de elementos donde se revela la influencia de diversas clases sobre el escritor. Esto debe ser sometido a un análisis más minucioso.
Lunacharsky enseña cómo usar “el principio de Plejánov” de una manera no determinista, porque es insignificante la cantidad de obras de arte que expresan de manera directa su relación con la estructura social. Si esa relación fuera tan directa y explícita, el análisis literario marxista sería redundante e innecesario. Lo que tiene que estudiar el crítico literario son, precisamente, las mediaciones que hay entre la estructura social y la obra literaria. Ahora bien, estos eslabones intermedios, como él los llama, o mediaciones, como las acabo de llamar yo, tienen que estar pensados en términos de intereses de clase. De alguna manera, la obra de arte traduce las distintas mediaciones que puede haber entre la estructura social y ella y lo hace a través de los intereses de clase y la psicología de clase, respecto de los cuales el escritor hace de mediador. La figura del escritor, incluso en las repúblicas que han instaurado el socialismo, es una figura burguesa. Es decir, decir, lo que se coagula en la obra de arte, a través de la psicología y el interés de clase, es un residuo burgués, en la medida en que la figura del escritor es irremediablemente una figura burguesa, es decir, una representación liberal del individuo; lo verdaderamente característico de lo burgués es, precisamente, una primacía del yo en la que se hacen valer, incluso contra la voluntad del escritor, las mediaciones sociales: la psicología de clase y el interés de clase. Como no es directa ni mecánica la relación de la obra con la sociedad, hace falta la crítica marxista como crítica sociológica. Si esa relación fuera directa y mecánica, la obra no merecería un análisis. Al comienzo de la tesis 5, Lunacharsky dice: La literatura, el arte de la palabra, el arte que más se acerca al pensamiento [noten lo
hegeliana que es esta tesis] se diferencia de otras formas de arte por la mayor importancia
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del contenido en comparación con la forma
En esta tesis tenemos otro de los elementos característicos de la crítica marxista entendida en sentido ortodoxo, aun en una versión virtuosa: el contenido prima por sobre la forma. Y en la literatura, por tener como material artístico la misma materia que el pensamiento: la palabra, ese es e primado del contenido sobre la forma es todavía más explícito. Este primado del contenido sobre la forma es otro elemento marxista canónico -aun virtuosamente aplicado, porque Lunacharsky era un gran crítico literario- del que Benjamin y Adorno se van a alejar: en la forma, para ellos, van a sedimentarse, de manera compleja, las distintas capas del contenido (las mediaciones sociales). Así, el crítico c rítico marxista toma antes que nada, como objeto de su análisis, el contenido de la obra, la esencia social que ésta encarna. Determina su conexión con uno u otro grupo social, y la influencia que el impacto de la obra puede tener en la vida social. Luego pasa a la forma, primordialmente, en cuanto a explicar cómo esta forma cumple sus finalidades, vale decir, en qué medida sirve para que la obra sea lo más expresiva y convincente posible. [p. 14]
Es decir, el crítico marxista analiza el contenido para poder descifrar el sistema de mediaciones que hay entre la estructura social y la obra, y finalmente la forma aparece. No es que la forma no sea analizada -de hecho, este texto tiene un sentido propedéutico-, pero se la analiza en función de su aptitud comunicativa, es decir, cuál puede ser su efecto, su impacto social, según cómo está escrita. En este sentido, para que la obra de arte en la sociedad de masas pueda ser el punto de partida de una estética materialista heterodoxa, hay que pensarla dentro de la relación arte-política, que se extiende a su vez a la relación arte-industria: en lugar de pensar el residuo burgués que queda en la obra por la figura del autor (la psicología de clase y el interés de clase, a través de los cual se filtra en ella la estructura social), como podría hacerse en un análisis marxista ortodoxo, pensar lo no burgués de la obra: la reproductibilidad técnica (en Benjamin) o la negatividad (en Adorno). En este sentido, es Baudelaire el primero en pensar cuál es la nueva belleza que impera en la sociedad de masas. Esta nueva belleza (la belleza moderna) revela un
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componente de la belleza que en las épocas anteriores estaba oculto: lo circunstancial y contingente, cuya otra mitad es lo eterno; es decir, lo que toda belleza tiene de moda. Lo que se hace evidente hacia mediados del siglo XIX (la época de Las flores del mal y la época de nacimiento de la fotografía) es la relación de la belleza con la propia época. Esta es una relación que siempre existió, pero que en el contexto de la modernidad avanzada es imposible no ver. Se ha hecho visible, evidente, tangible, algo que siempre había existido: la belleza no está relacionada sólo con lo eterno, con un ideal, sino también con lo contingente. Para Baudelaire, todos los siglos y todos los pueblos han tenido su belleza. Y aclara: “nosotros tenemos la nuestra”. nuestra”. Hay belleza moderna y hay sublimidad moderna (“la modernidad no está exenta de motivos sublimes”). La vida antigua tenía su belleza; la vida moderna tiene su otra belleza. La vida moderna, a pesar de todos estos venenos que se aspiran en la gran ciudad, no es fea, sino que tiene otra belleza. No obstante, obstante, la belleza belleza moderna muestra una dualidad dualidad que es propia de la belleza belleza en todas las épocas. Todas las bellezas de todas las épocas son duales: tienen un componente invariante y un componente transitorio. No sólo la belleza moderna tiene un componente invariante y uno transitorio: en realidad, las bellezas de todos los tiempos tienen esos dos componentes, sólo que recién en la belleza moderna es imposible no advertirlos. Así describe Baudelaire la belleza de la vida antigua: ¿Qué era esta gran tradición, sino la idealización ordinaria y acostumbrada de la vida antigua?; vida robusta y guerrera, estado defensivo de cada individuo que le daba el hábito de los movimientos serios, las actitudes majestuosas o violentas. Agreguen a eso la pompa pompa pública pública que se refleja reflejaba ba en la vida vida privada. privada. La vida vida antigua antigua representa representaba ba mucho. Estaba hecha sobre todo para el placer de los ojos y este paganismo cotidiano ha servido maravillosamente a las artes. [Baudelaire, Charles, “Del heroísmo de la vida moderna”, modernidad d , trad. Lucía Vogelfang, Jorge L. Caputo y Marcelo G. Burello, en: Arte y modernida
Buenos Aires, Prometeo, 2009, p. 23]
Ciertos rasgos contingentes de la vida antigua (que tenían que ver, por un lado, con la la vida guerrera y con la seriedad asociada a ella, y por el otro, con la majestuosidad propia de la pompa y la permanente representación representación ante los ojos de los demás) favorecían las artes. Esos
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rasgos contingentes decantan, finalmente, como lo eterno/abstracto de esa belleza, porque son los que se aplican a la producción de las obras. Ahora bien, había también un nivel transitorio en esa belleza: el modo particular en que los hombres incorporaban a su vida esas formas exteriores, asociadas a la guerra, por un lado, y la representación ante los demás, por el otro. Si la vida guerrera era exaltada en los poemas épicos, quizás los hombres evaluaban sus cuerpos (sus físicos), sus modos de vestirse, sus modos de hablar a partir de esos modelos. Pero, a su vez, esos modelos se constituían a partir de hábitos que, entre los antiguos, en la vida cotidiana, se copiaban entre sí. No es que en la antigüedad no existía este componente transitorio de la belleza, que para Baudelaire se hace tan patente en la modernidad: la moda. Algo que se cultiva en un momento, porque todos lo cultivan (y eso quiere decir que está vigente) y se deja de cultivar en otro momento (porque se lo considera caduco). En todo caso, el hecho de que un modo de vida comunitario-guerrero tuviera cierta pasión por la representación y todo sucediera en el modo de la exterioridad o de la pompa, hacía quizás más fácil establecer una convención y compartirla de lo que resulta en la modernidad. Pero no se trata de que en el modo en el cual la vida antigua tenía incorporada la belleza no hubiera algún componente que fuera transitorio. Todas las bellezas contienen, como todos los fenómenos posibles, algo de eterno y algo de transitorio, algo de absoluto y algo de particular. La belleza absoluta y eterna no existe o, más bien, no es sino una abstracción obtenida de la superficie general de las diversas bellezas. El elemento particular de cada belleza proviene de las pasiones y, como nosotros tenemos nuestras pasiones particulares, tenemos nuestra belleza. [Baudelaire,
Charles, “Del heroísmo de la vida moderna”, en: Arte y modernidad , op. cit., pp. 23-24]
Siempre, en todas las épocas, la belleza tuvo algo de transitorio y no hay un concepto de belleza que se pueda considerar eterno si no es por abstracción. Todas las bellezas particulares, contingentes, tienen un elemento eterno y otro transitorio. Generalmente, lo que estudiamos de ellas es su elemento eterno, dejando de lado el transitorio. En la belleza moderna, por el contrario, podemos advertir los dos. No obstante, siempre hubo los dos componentes. En la modernidad también se hace visible un nuevo concepto de belleza pública. Ya no se trata de la belleza pública asociada con la pompa (el concepto vigente en la vida antigua),
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sino de una belleza pública asociada con el igualitarismo. En ese sentido, Baudelaire habla del color negro (no sin ironía) como el color asociado al igualitarismo. Observen bien que el traje negro y la levita tienen no solamente su belleza política, que es la expresión de la igualdad universal, sino incluso su belleza poética, que es la expresión del alma pública; un inmenso desfile de sepultureros: sepultureros políticos, sepultureros enamorados, sepultureros burgueses. Todos nosotros celebramos algún entierro .
[Baudelaire, Charles, “Del heroísmo de la vida moderna”, en: Arte y modernidad , op. cit., p. 24]
Es decir, el negro es el color post-revolucionario, muy asociado a lo que despectivamente se llamó las levitas negras. Hay una mención a Blanqui en “El París del Segundo Imperio en Baudelaire”, de Benjamin, en la que se dice que sus contemporáneos lo consideraban un levita negra, para indicar que tenía el aspecto exterior de los hombres letrados (mientras que la imagen de los conservadores era la de hombres ligeros, frecuentadores del teatro de revistas). La figura del dandi aparece como una figura enteramente moderna, vinculada a la una nueva forma de urbanidad. En relación a ella, Baudelaire se pregunta cuáles son los temas modernos públicos y oficiales, en el sentido de los temas por los cuales se les paga a los artistas para que los traten en sus obras. Para volver a la cuestión principal y esencial, que es la de saber si nosotros poseemos una belleza particular, inherente a las pasiones nuevas, señalo que la mayor parte de los artistas que han abordado los temas modernos se han contentado con los temas públicos y oficiales, con nuestras victorias y nuestro heroísmo político. E, incluso, lo han hecho refunfuñando y porque se los ordenó el gobierno que les paga. Sin embargo, hay temas privados que son muy heroicos de otro modo. [Baudelaire, Charles, “Del heroísmo de la
vida moderna”, en: Arte y modernidad , op. cit., p. 25]
Lo heroico se convierte en tema público. Hay un arte público que inevitablemente tiende a ser épico, en la medida que construye el heroísmo de la propia época. Pero para Baudelaire hay un heroísmo de lo público y un heroísmo de lo privado. El heroísmo político (o de lo
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público) está vinculado, en general, a la gesta común, a las grandes batallas del respectivo tiempo. Ahora bien, hay otra forma de heroísmo que tiene que ver con temas privados y también sigue siendo una forma de heroísmo. En ese sentido, dice que por la gran ciudad circulan, no en lo más exterior sino por debajo de ella, criminales y prostitutas que no hace falta más que abrir los ojos para reconocerlos como héroes (héroes del día, que es como los reconocen los periódicos, cuando los llevar a los titulares, para después olvidarlos). En la gran ciudad se podría identificar otra forma de heroísmo: se trata de un heroísmo que está a la vista, pero que hay que saber verlo de un modo nuevo. Hay que “sociologizar la mirada”. El de los criminales y las prostitutas es un heroísmo que está a la vista pero que requiere ser mirado en el modo en que lo muestran los periódicos. El tema de cómo transmiten la información los periódicos (haciendo del “informar” lo contrario del “narrar”) es el tema de la segunda parte de “El París del Segundo Imperio en Baudelaire” y de “Sobre algunos temas en Baudelaire” (los fragmentos que leímos la clase pasada). Esos héroes de la modernidad que son los criminales y las prostitutas adquieren su protagonismo, justamente, en los periódicos. El periódico popular es el que se nutre de la mala suerte de este tipo de personajes. La idea de que la noticia policial, la noticia catastrófica, el chisme, el rumor, o la noticia negativa es la noticia del periódico aparece junto con el periódico. No es una tendencia que se construyó
lentamente, sino que le periódico siempre se nutrió de la mala noticia y el chisme. El heroísmo de la vida moderna está relacionado con esos antihéroes que se convierten en las figuras heroicas del periódico. Son quienes le dan contenido al periódico durante un par de días y luego pasan a ser sustituidas por otros: de eso se trata. Esta es, de algún modo, una forma moderna del suicidio: levantar una figura y hacerla desaparecer tres días después por otra. La prostituta y el criminal son figuras heroicas de la modernidad, pues son utilidades/transitoriedades en sí mismas: placer momentáneo, una, e interés momentáneo
como noticia, el otro. Por lo tanto, la belleza y el heroísmo moderno están intrínsecamente unidos para el concepto de modernidad estética de Baudelaire. En ese sentido hay una belleza nueva y particular que ya no es aquella de Aquiles ni de Agamenón, dice Baudelaire. Hay un elemento nuevo en esta belleza moderna. Este elemento nuevo es el que, para él, hay que teorizar. Ese elemento lo teoriza en otro de los ensayos incluidos dentro del libro Arte y modernidad (una recopilación de ensayos tomados de las obras completas). Este otro ensayo es “El pintor de la
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vida moderna”. Del primer punto, que trata sobre qué es lo bello, la moda y la felicidad, me interesa ver cómo analiza el doble componente de toda belleza. Acá sí, a diferencia de lo que vimos antes, va a analizar los dos componentes. Recordemos todos los conceptos de belleza por los que pasó Baudelaire en “Del heroísmo de la vida moderna”: belleza pública, política, privada, antigua y moderna. En “El pintor de la vida moderna” habla de belleza del pasado y de belleza del presente. Veamos ahora de qué manera introduce la figura de la moda en relación a la belleza. El pasado es interesante no sólo por la belleza que han sabido extraer de él los artistas para quienes era el presente, sino también como pasado por su valor histórico. Con el presente pasa lo mismo: el placer que obtenemos de la representación del presente no obedece exclusivamente a la belleza de la que puede estar revestido, sino también a su cualidad esencial de presente.
[Baudelaire, Charles, “El pintor de la vida moderna”, en: Arte y modernidad , op. cit., pp. 28] El presente es interesante por ser presente, de la misma manera que el pasado puede ser interesante, justamente, por ser pasado (antes que por ser belleza, por ser pasado). Es como si hubiera un placer específico en referirse a algo como sido o a algo como en curso por esa condición en sí misma y no por lo que se pueda extrapolar de ese pasado o de ese presente como belleza. Como cuando alguien se viste de un color porque ese color está de moda y si le preguntan, aclara que se viste de ese color porque le gusta (eso que se suele llamar afán de novedades, un término heideggeriano, en sentido despectivo, tendría aquí un reconocimiento
en términos estéticos). Pero también a alguien podría gustarle algo por demodé, por viejo, por vintage. Tanto lo actual como lo vintage son conceptos asociados a la moda.
Lo que encontramos en el concepto moderno de belleza es una muy fuerte actitud antirromántica. El pasado place por pasado y el presente place por presente, más allá de que todos tendemos a extrapolar, tanto del pasado como del presente, ciertas formas artísticas con las cuales lo identificamos y que, en tanto extrapoladas, nos parecen que son eternas. Por ejemplo, de la vida antigua extrapolamos la tragedia o la épica y, en ese sentido, entendemos la antigüedad a partir de esas formas artísticas vinculadas a lo noble como si expresaran la
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vida tal como era vivida en su totalidad (podríamos agregar a esas formas la de la comedia, para los caracteres no nobles). Sin embargo, hay algo del orden de lo que podríamos llamar las costumbres que, para Baudelaire, es justamente aquello a lo que no le prestamos atención, en
la medida en que subordinamos lo que esa belleza podría tener de transitoria al componente de lo eterno. Lo que pudiera haber de epocal en Homero lo subordinamos, por ejemplo, a lo que hay en Homero de forma perfecta, lograda, atemporal. Al hacer esa operación, nos quedamos siempre con uno de los dos componentes de la belleza: el componente eterno contra el transitorio. Pero siempre hay esos dos componentes en todas las bellezas. La idea que el hombre se hace de lo bello se imprime en todo su atavío, arruga o endurece su ropa, redondea o alinea su gesto, hasta penetra sutilmente, a la larga, los rasgos de su rostro. El hombre termina pareciéndose a lo que querría ser. Se puede traducir esos grabados a lo bello y a lo feo. En lo feo se vuelven caricaturas, en lo bello, estatuas antiguas. [Baudelaire, Charles, “El pintor de la vida moderna”, en: Arte y modernidad , op. cit., pp. 28]
Es difícil, en cualquier época, que los hombres no se representen a sí mismos (en la forma de lo que querrían ser) a partir de esa belleza que es doble, pero que no puede quedar, por eso mismo, estrictamente plasmada en el arte. De alguna manera, hay algo de esa dualidad de la belleza que es lo que se plasma también en los cuerpos de los contemporáneos: si redondean o alinean el gesto, si arrugan o almidonan la ropa, si se atan o se sueltan el pelo, etc… Esa relación que lo bello tiene con el cuerpo es lo que hace que, dice Baudelaire, cuando lo vemos como pasado nos riamos de lo que tiene de transitorio, mientras que, en otro momento, por eso mismo, podemos traerlo al presente (la moda hace eso: trae al presente lo pasado). Ninguna belleza, entonces, puede ser sólo del orden de lo eterno. Ésa es la lección de la modernidad, “la lección del presente para el resto de los tiempos” (en términos de Kluge). Nunca hubo bellezas unívocas, todas las bellezas -o todos los conceptos de belleza- eran duales, incluso los de la vida antigua. Las personas, además, incorporaban a sus vidas elementos de esa belleza: la belleza no podía quedar solamente en los libros, solamente en los cuadros, solamente en las estatuas. Y tampoco la belleza de las obras podía no provenir de la
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vida cotidiana (de hecho, la corporalidad de los dioses era una tomada de una corporalidad cuyo modelo de belleza era transitorio). Uno de estos días quizá aparecerá un drama en un teatro cualquiera en el que veremos la resurrección de estos trajes bajos los cuales nuestros padres se veían tan encantadores como nosotros con nuestras pobres vestimentas (que también tienen su gracia, es cierto, pero de una naturaleza más bien moral y espiritual); [recuerden que nos vestimos todos
de negro por el igualitarismo] y si los llevan y animan a comediantes, y comediantes inteligentes, nos asombraremos de habernos reído con tanta ligereza. El pasado, aun conservando lo punzante del fantasma, cobrará la luz y el movimiento de la vida y se hará presente. [Baudelaire, Charles, “El pintor de la vida moderna”, en: Arte y modernidad , op.
cit., pp. 28-29]
Aparece en Baudelaire, ligada a la modernidad estética (y ligada de una manera no crítica, distinta de la manera crítica en que aparecía en F. Schlegel), la figura de la moda, es decir un relativismo que no es extrínseco sino intrínseco a la belleza. Pero, por otro lado, este relativismo no aparece en la forma de lo que podríamos llamar una serie abierta (como quien dice: hay una renovación permanente e incesante de los hábitos, de las costumbres, de los criterios de belleza), sino de la circularidad. En relación a la belleza (en lo que la belleza tiene de transitorio), no hay infinitud, sino circularidad. Esta idea de la circularidad, dice Benjamin, aparece en Baudelaire antes que en Nietzsche. La moda es un fenómeno asociado a la belleza y a la cultura. Es la circularidad del tiempo cultural, no del tiempo natural. La temporalidad de la cultura es circular; siempre están volviendo las cosas del pasado como presente; no hay permanentes invenciones de la belleza, sino permanentes reinvenciones de la belleza trayendo al presente el pasado (trayendo al presente pasados olvidados). En Baudelaire aparece justamente esta idea de que no hay una permanente invención de belleza en el universo cultural, sino un reciclado de la belleza y, en este sentido, una circularidad del tiempo de la cultura. Como si dijéramos que hay un principio casi de rueda de la fortuna en la historia de la cultura en la medida en que lo que en determinado momento alcanza el éxito porque es reconocido por su época tiene que pasar al olvido, para que después, terminado el círculo, vuelva a ser rescatado, releído, reinterpretado, revalorizado.
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Lo que hay en la cultura, asociado a la modernidad estética, es una circularidad, no un progreso que tiende al infinito. El hecho de que una novedad desplace a la otra no significa que haya progreso, sino moda. Y la moda está asociada a la circularidad, no al progreso. El principio de la novedad es siempre un principio relativo, y no un principio absoluto. El tema de la circularidad en Baudelaire (así como la comparación con el eterno retorno de Nietzsche) está en el ensayo de Benjamin “Zentralpark” (incluido dentro del libro: El París de Baudelaire, traducción de Mariana Dimópulos, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2012, pp.
243-286). Tomemos tres citas en las que Benjamin, hablando de Baudelaire, se refiere a su concepción de la moda. La primera cita que seleccióné pertenece al #29: La moda es el eterno retorno de lo nuevo. ¿Habrá sin embargo, precisamente en la moda, temas de la salvación? [Benjamin, W., “Zentralpark”, en: El París de Baudelaire, traducción de
Mariana Dimópulos, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2012, p. 269]
La segunda cita pertenece al #35: El eterno retorno es un intento de unir los dos principios antinómicos de la felicidad: es decir, aquel de la eternidad y aquel del “otra vez”. La idea del eterno retorno produce por encanto, a partir de la miseria del tiempo, la idea especulativa (o la fantasmagoría) de la felicidad. El heroísmo de Nietzsche es la contraparte del heroísmo de Baudelaire, que de la miseria del filisteísmo produce por encanto la fantasmagoría de la modernidad [Benjamin, W.,
“Zentralpark”, en: El París de Baudelaire, op. cit., p. 276]
La tercera cita está extraída del # 40: Es muy importante que lo “nuevo” en Baudelaire no aporte ningún tipo de colaboración con el progreso. Además, apenas si puede encontrarse en Baudelaire algún intento de lidiar realmente con la representación del progreso. Es ante todo la “fe en el progreso” lo que él persigue con su odio, como una herejía, una doctrina errada, no como un error común. [Benjamin, W.,
“Zentralpark”, en: El París de Baudelaire, op. cit., 2012, p. 281]
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Moda, en el sentido baudelairiano que la ata a la belleza, es eterno retorno, es decir, un no aporte a la idea de progreso. La historia de la belleza no es una historia del progreso de las ideas de la belleza. No hay un relato lineal. En el punto I el ensayo “El pintor de la vida moderna”, titulado “Lo bello, la moda y la felicidad”, Baudelaire propone establecer una teoría racional e histórica de lo bello, por oposición a lo bello único y absoluto. Lo bello, entonces, siempre tiene una doble composición (retoma aquí el problema que trató brevemente en “Del heroísmo de la vida moderna”). Lo bello está hecho de un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es excesivamente difícil de determinar, y de un elemento relativo, circunstancial, que se plasma en la época, la moda, la moral y la pasión (y a veces, en todos estos factores a la vez). Sin este segundo elemento, que es como la envoltura divertida, brillante, de lo bello (“el aperitivo del pastel divino”), el primer elemento sería indigerible, inapreciable: no resultaría ni adaptado ni apropiado a la naturaleza humana. Es decir, el aperitivo, que sería lo que tiene de circunstancial la belleza (lo que se plasma no en el arte, sino en la época, la moda, la moral y la pasión y a veces en todo esto a la vez) no es, como quien dice, la parte abyecta, la parte menor, la parte desgraciada y pobre de la belleza, sino la parte brillante, reluciente, atractiva, placentera, lucrativa, etc., de la belleza. Y esto no es un mal, sino un bien para la belleza: lo eterno, en materia de belleza, no se puede consumir sin la ayuda de lo transitorio. No hay formas artísticas que entren en la lógica de lo eterno y no en la de lo transitorio. Podríamos pensar, a partir de esta idea, que la forma que tenemos de relacionarnos con la cultura a través del consumo, que es criticada por considerársela una forma de manipulación, es también un modo transitorio de relacionarse con la parte eterna de la belleza. Porque, en realidad, de parte de los hombres, no hay un modo eterno de relacionarse con lo eterno de la belleza: siempre hay un modo transitorio de relacionarse con lo eterno de la belleza. Sobre todo cuando lo eterno de esa belleza no es todavía eterno, sino presente. Lo que tiene de nuevo la belleza moderna lo tiene en la medida en que es consciente del componente transitorio de toda belleza, de la propia, de la belleza moderna pero también de todas bellezas de todos los tiempos posibles. Y para cerrar el primer punto del ensayo “El pintor de la vida moderna”, Baudelaire da definición de lo bello:
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La dualidad del arte es una consecuencia fatal de la dualidad del hombre [p. 30]
Y cita a Stendhal, que define lo bello como promesa de felicidad, para hacerle una crítica. Esta misma cita de Stendhal la vamos a encontrar en el primer capítulo de Teoría Estética de Adorno, para referirse, no a la belleza, sino a la obra de arte como promesa de
felicidad: toda obra de arte encierra una promesa de felicidad incumplida (“incumplida” lo va a agregar Adorno). Quien más se ha acercado a la verdad para definir a lo bello es Stendhal al decir que lo bello no es sino la promesa de felicidad, sin duda esta definición excede el fin. Somete demasiado a lo bello al ideal infinitamente variable de la felicidad . [p. 30]
El hecho de someter lo bello a la felicidad es de algún modo lo que lo convierte en algo que está sometido a los fines humanos: es algo que, en última instancia, no está puesto bajo el signo de lo eterno, sino que está puesto bajo el signo de lo transitorio, por el uso que los hombres hacen de él. Pero a la vez, al hacer esta salvedad, Baudelaire despoja muy prestamente a lo bello de su carácter aristocrático. El concepto de lo bello, entendido en el sentido moderno a partir de la definición de Stendhal, resulta un concepto democrático, en la medida en que es promesa de felicidad, y no un concepto aristocrático, que es como se lo puede entender cuando está bajo el signo de lo eterno (cuando se lo entiende de manera clasicista, por lo que tiene de eterno y no por lo que tiene de transitorio). [La definición stendhaliana] posee el enorme mérito de alejarse decididamente del error de los académicos [p. 30]
¿A que tienden los académicos? A eternizar lo que es la belleza buscando una definición de ella. Para eso, deben ceñirse al componente de lo eterno y deshacerse de todo aquello que liga a ese componente con los hombres en términos de felicidad. Como quien dice, ¿hasta qué punto el arte no está relacionado justamente con esa promesa de felicidad que la sociedad ha dejado incumplida y que el arte de alguna manera mantiene en estado de latencia, con todo lo que esa dualidad tiene de ideología? Que todo lo que pueda existir en el arte sea lo que no
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puede existir en la sociedad es, obviamente, lo que lo lleva a funcionar socialmente como ideología. Pero más allá de esta condición ideológica que tiene el arte por dejar intacto, en una esfera donde no se realizar, a aquello no está realizado en la sociedad, uno podría decir que ése es el modo en que el arte se relaciona con los hombres en el modo de la felicidad. También sucede lo mismo con la belleza: si quieren ustedes, en los modos felices de la moda, en los modos felices de peinarse, de vestirse, de almidonar o arrugar la ropa -que dice Baudelairehay un contacto humano con lo que la belleza tiene de transitorio (pero no por transitorio deja de ser auténtico ese aspecto de la belleza). Esa relación que la belleza tiene con el cuerpo también responde a la sociologización de la mirada que encontramos como rasgo central de la modernidad. Y con esto cerramos la lectura de los ensayos de Baudelaire. Los antiguos, según Baudelaire, tenían una belleza que no podía estar sólo conectada con lo eterno sino también con lo circunstancial. De todas maneras, no es eso lo que se estudia de ellos. Lo que se estudia de una época, cuando se convierte en clásica, o mejor dicho, en tradición -porque incluso el romanticismo, del cual Baudelaire es crítico, se ha convertido en algo canónico y, en este sentido, en un clasicismo- es lo que de la belleza (que siempre fue dual: una parte eterna y otra transitoria) se ha “eternizado”. Cuando un determinado ismo entra en la tradición, lo que queda sedimentado de él es precisamente todo lo que tiene relación con lo eterno, con lo invariante, y por lo tanto, se convierte en modelo. Ahora bien, cuando esa belleza estaba viva, cuando estaba –como diría Schellingen su momento de florecimiento, estaba profundamente enraizada en las costumbres, en los hábitos, en pocas palabras, en la moda: en lo que estaba vigente e iba a dejar de estarlo. No es que la moda sea un fenómeno moderno en relación al gusto y a la belleza, sino que es un fenómeno que la modernidad revela de las épocas anteriores. Esta es la audacia de Baudelaire que le interesa a Benjamin para pensar la modernidad: que diga que la época moderna permite ver lo que las épocas anteriores ocultaban. Por eso, lo característico de la modernidad estética para Baudelaire es la figura del suicidio: todo está destinado a desaparecer rápidamente, por lo tanto, todo movimiento artístico se presenta a sí mismo bajo el signo de la vida breve. Y por eso toda belleza –aquí invirtiendo el argumento- y no sólo la belleza antigua, está relacionada con lo público. Recuerden que para Schlegel solamente la belleza antigua estaba relacionada con un gusto
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público, entendido como un gusto unificado, que hacía que toda la pólis estuviera imbuida de belleza, desde las instituciones hasta las leyes y los edificios públicos. Ahora, lo que hace Baudelaire, como teórico de la belleza moderna, es invertir esta lectura romántica o protorromántica de Schlegel, y plantear que en realidad no puede haber gusto que sea privado en ninguna época: todo gusto siempre está conectado con lo público (Hice hincapié sólo en las partes del texto que violentan la lectura romántica del gusto; no es que el texto sea sólo esto: la mía es una lectura sesgada). La cita de Stendhal (que Baudelaire toma de Del amor ): “toda belleza encierra una promesa de felicidad” es lo que conecta el concepto de belleza con la idea de futuro. Ahora bien, lo que descubre Baudelaire es que siempre hay una belleza en el presente, aun cuando la belleza no puede no contener algo relacionado con el futuro: ser una promesa de felicidad. La idea de que hay una promesa de felicidad en la belleza es lo que augura un futuro a la obra de arte en la cual esa belleza está inscripta. Pero, por otro lado, hay una dimensión de caducidad en esa belleza, porque está atada a la moda. El problema es que la misma belleza que está conectada con el futuro no puede no estar a su vez conectada con el presente; no puede no tener algo que la inscriba en todo lo que es parte de la moda, es decir, en lo que inevitablemente va a girar, lo que, por estar de moda, va a dejar de estarlo. En este sentido, lo que le reconoce Baudelaire a la frase de Stendhal es algo que después se le reconocerá a él: a pesar de que la obra de arte, en tanto portadora de belleza, está relacionada con el futuro, no puede no estar a su vez relacionada con el presente. Y es precisamente lo que la obra de arte tiene de conexión con el presente lo que se pierde, y lo que hace que las obras del pasado siempre estén siendo juzgadas por lo que tenían de futuro, es decir, por lo que tenían de eterno. Lo que se inscribe dentro de la perspectiva de lo eterno en una obra de arte bella es precisamente esa conexión con el futuro que, vuelta tradición, se convierte en conexión con lo eterno o, en términos de los sistemas idealistas, en conexión con lo absoluto: es lo arquetípico de la obra de arte, en términos de Schelling. Ahora bien, lo que descubre Baudelaire es que esas obras que son estudiadas por su conexión con lo arquetípico, con lo eterno, tienen ese componente por haber tenido una promesa de felicidad, una conexión con el futuro, a la vez que una conexión con el presente. La conexión con el presente que tenía la obra de arte es la que se pierde. La
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conexión con el futuro es la que se eterniza. En las obras de arte del respectivo presente –el siglo XIX- es inocultable la relación que la obra tiene con el presente; prácticamente, parecen obras hechas para ser siempre puro presente y no tener en sí mismas ninguna promesa de felicidad, ninguna conexión con el futuro. Son casi obras suicidas: obras para no quedar en el tiempo; obras para producir un shock y desaparecer: obras intrínsecamente efímeras. La efimericidad se vuelve algo que no es un déficit de la obra de arte moderna sino una propiedad de ella. Los sujetos de la modernidad estética son entonces sujetos heroicos como los personajes de La comedia humana de Balzac; el heroísmo es proviene de que todo artista se tiene que pensar a sí mismo como alguien destinado a la corta fama, al olvido pronto, al estar de moda y dejar de estar de moda. La comparación del artista con la prostituta (la idea de que el artista se prostituye, porque vende un placer pasajero) es al mismo tiempo una caracterización de la modernidad. El problema del gusto, como problema del juicio, se transforma, en la sociedad de masas, en el problema de la experiencia. Este problema afecta, a su vez, la concepción del arte y de la política. Por lo tanto, la relación gusto-arte-política, en el marco de la sociedad de masas, aparece como una relación que ya no puede plantearse en términos idealistas (ni como problema del juicio, en sentido kantiano y protorromántico, ni como problema de la relación del arte bello con lo Absoluto, en el sentido de los sistemas de Schelling y Hegel), sino que debe plantearse en términos materialistas. Incluso para las posturas no materialistas, como pueden ser las de las así llamadas estéticas ontológicas (como la estética heideggeriana), el punto de vista idealista, después de Hegel, está agotado. La estética, como disciplina ilustrada, aparece, frente al presente de la sociedad de masas (me refiero a las décadas del treinta y del cuarenta del siglo XX), como una disciplina burguesa, atada al idealismo por ese mismo carácter burgués. Su metafísica –la metafísica que arrastra y no puede superar- es la metafísica del sujeto, del sujeto devenido absoluto. El problema de la experiencia, para ser comprendido de una manera no sólo no idealista, sino materialista benjaminiana, requiere de establecer la relación entre tres fenómenos propios de la sociedad de masas: 1) la atrofia de la experiencia (en el sujeto) y el ocaso de la narración (oral); la narración es desplazada a favor de otras formas de comunicación: la novela (que tenía su
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pasado en la era burguesa) y la información, propia de los periódicos (la información, a su vez, afecta también al desarrollo de la novela); 2) el shock o la apertura de ese sujeto, cuya experiencia (junto con su capacidad de narrarla) está atrofiada, a los estímulos externos. Así como la ironía se relacionaba, para F. Schlegel, con una forma de urbanidad burguesa (la conversación / la cultura de los salones), el shock va a estar relacionado con la urbanidad masiva, con la urbanidad propia de la vida en las grandes ciudades: se trabaja en la gran urbe, aun cuando se viva en el suburbio; 3) la pérdida del aura: con la aparición de las artes no auráticas (la fotografía y el cine) se descubre el concepto de aura, propio de las artes a las que la reproductibilidad técnica les era extrínseca, no intrínseca. Para analizar el primero de estos tres fenómenos que dan cuenta del problema de la experiencia, es necesario comprender la figura del narrador. Ahora bien, para comprender la figura del narrador, lo primero que hay que tener en cuenta es la distancia que separa de él a la sociedad de masas. En su ensayo “El narrador. Consideraciones sobre la obra de Nicolai Leskov”, Benjamin dice que el narrador es una figura que está no sólo alejada del presente (el de las primeras décadas del siglo XX), sino que tiende a alejarse de él cada vez más: Cada vez es más raro encontrar gente que sepa contar bien algo. Es cada vez más frecuente que se vacile cuando se pide que se narre algo en voz alta. Es como si una capacidad, que nos parecía inextinguible, la más segura entre las más seguras, de pronto nos fuera sustraída. A saber, la capacidad de intercambiar experiencias. Una causa de ese fenómeno es evidente: la experiencia está en trance de desaparecer. (…) Con la guerra mundial empezó a manifestarse un movimiento que hasta ahora nunca se ha detenido. ¿No se advirtió, durante la guerra, que la gente volvía muda del campo de batalla? No más rica en experiencias transmisibles, sino más pobre. Lo que, diez años después, se vertió en el caudal de libros de guerra, era una cosa muy distinta a experiencia que pasa de boca en boca. [Benjamin, Walter, “El narrador. Consideraciones sobre la obra de Nicolai Leskov”,
en: Sobre el programa de la filosofía futura y otros ensayos, trad. R. Vernengo, Barcelona, Planeta-Agostini, 1986, pp. 189-190]
La relación entre narración y oralidad es clave para entender su pérdida. Una cosa
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son los libros de guerra y otra, la narración oral, el contarle a otros, que no son lectores, lo vivido. La mudez equivale a no poder contar oralmente. La oralidad es lo contrapuesto a la novelización de los hechos, a su puesta por escrito en la forma de libro y de libro donde cobra centralidad la subjetividad del autor. El narrador oral, a diferencia del narrador de una novela, siempre es un narrador anónimo: La experiencia que corre de boca en boca es la fuente en la que han abrevado todos los narradores. Y entre ellos, los que han escrito relatos, los más grandes son aquellos cuyos textos se distinguen menos del lenguaje de muchos narradores anónimos [Ídem, p. 190]
Hay dos tipos de narradores anónimos, pensados ambos, siempre, dentro de una tipología arcaica: el agricultor sedentario y el marino mercante. El agricultor sedentario es el equivalente del lugareño, del que merece ser escuchado porque siempre ha vivido en el mismo lugar y conoce con lujo de detalles a todos sus habitantes, a los hábitos que los caracterizan y a las historias que ha vivido cada uno. El marino mercante, en cambio, merece ser escuchado con tanto derecho como el agricultor sedentario por poseer la cualidad contraria: ha viajado, tiene mundo, conoce personajes, hábitos e historias de lugares lejanos, a los que nadie que lo escuche ha tenido acceso. La pérdida de estas dos figuras, como las dos mitades de un arte oral de narrar, Benjamin la relaciona con el avance de la modernidad. Son figuras no modernas (o antimodernas) del arte de narrar, básicamente, porque son figuras medievales. Así se narraba cuando se vivía bajo un modo de producción artesanal. La oralidad era el instrumento con el que el maestro, en su taller, le transmitía su saber al aprendiz. Si los aldeanos y marinos han sido los antiguos maestros de la narración, el taller medieval fue su escuela secundaria. Allí se encontraba la noticia lejana, que el peregrino traía a su hogar, con las noticias del pasado, que conserva con amor el sedentario. [Ídem, p. 191]
Esta ubicación de la práctica de narrar en el contexto del taller medieval es clave, porque es a partir de ella que se entiende su carácter arcaico, no moderno y hasta antimoderno: la narración tenía una utilidad. No se narraba por el mero gusto de narrar. La utilidad de la narración era la de transmitirle al oyente un consejo. Y “ser consejero” –dice
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Benjamin- es algo “pasado de moda”, porque nadie sabe dar ni recibir consejos. El consejo, entretejido en la tela de la vida vivida, es sabiduría. El arte de narrar se acerca a su fin, porque el lado épico de la verdad, la sabiduría, está en transe de desaparecer. Se trata de algo que proviene de muy lejos. Y nada sería más tonto que ver en ello un “fenómeno de decadencia”, pasando por alto que se lo pretenda un “fenómeno moderno”. Más bien es un fenómeno accesorio de fuerzas de producción históricas seculares que han ido reducido progresivamente la narración al campo de la lengua hablada, haciendo así perceptible, con su desaparición, una nueva hermosura. [Ídem, p. 192]
Al igual que el aura de las obras plásticas, que se descubre cuando aparecen las obras fotográficas y cinematográficas, que son intrínsecamente seriadas y, por lo tanto, no auráticas, la hermosura de la narración, unida a su didactismo, se descubre con su pérdida, que no debe ser interpretada, por eso, desde el punto de vista moderno, como decadencia. Lo contrario de la narración oral, en el contexto de la modernidad estética burguesa, es la novela. La novela –aclara Benjamin- ni proviene ni se dirige a una tradición oral. Nace del individuo en su soledad. Escribir una novela ( Don Quijote , de Cervantes, o Los años de peregrinación de Wilhelm Meister , de Goethe, dos ejemplos benjaminianos) equivale a
exponer lo inconmensurable en su forma extrema: lo que se expone no es un camino de orientación para el lector –un sucedáneo del consejo-, sino la profunda desorientación en la que se encuentran todos los seres humanos entendidos, modernamente, como individuos aislados. Tampoco la novela de formación ( Bildungsroman), como es el caso de Los años de peregrinación de Wilhelm Meister , de Goethe, transmite al lector algún tipo de sabiduría
que se empariente con la de la narración oral. La novela también tiene un comienzo en la antigüedad –reconoce Benjamin-, pero recién el ascenso de la burguesía aporta los elementos materiales para que se convierta en una forma hegemónica de comunicación. Esa hegemonía de la novela, que era parte de la hegemonía burguesa, la trastoca, en tiempos del alto capitalismo, la prensa. No obstante, la forma de comunicación que la prensa instaura como hegemónica, la información, afecta más a la narración que a la novela, porque a la narración la destruye, mientras que a la novela, podría decirse, le permite darse el lujo de la experimentación.
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Si el arte de narrar se ha hecho raro, la extensión de la información ha tenido una participación decisiva en ese resultado. Cada mañana se nos informa sobe las novedades de toda la tierra. Y sin embargo somos notablemente pobres en historias extraordinarias. Eso se debe a que ya no se nos distribuye ninguna novedad sin acompañarla con explicaciones. [Ídem, p. 194].
El lugar que en la narración lo ocupaba el consejo (lo que constituía su utilidad), en la información lo ocupa la explicación. El suceso, convertido por la prensa en noticia, no es nunca un hecho extraordinario, sino un hecho ordinario, explicable o, mejor dicho, que requiere ser explicado. Y requiere ser explicado porque aparece en una total desconexión con el resto de los hechos de los que el periódico da cuenta. La información que transmite una noticia no tiene ninguna conexión con la que transmite otra. De hecho, aunque el periódico está dividido en secciones, las noticias de una misma sección rara vez tienen conexión entre sí. Ahora bien, el problema de la experiencia, en Benjamin, tiene que entenderse, por un lado, como el problema de la atrofia de la experiencia y, por otro lado, como el problema de la necesidad de una reconstrucción de la experiencia. La atrofia de la experiencia, en Sobre algunos temas en Baudelaire, está relacionada con el efecto de los periódicos o,
podríamos decir, con el efecto social de lo periódico, lo diario, lo instantáneo, lo actual nacido bajo el signo de lo inactual –como en la frase “nada más viejo que el periódico de ayer”-. Es la idea de la periodicidad como instantaneidad; la idea de instante como permanente presente la que Benjamin asocia con la atrofia de la experiencia. Así, la atrofia de la experiencia está relacionada con formas de comunicación que tienen el signo de la instantaneidad y de la caducidad explícita. Pero estos rasgos son rasgos propios de la modernidad, por eso no pueden ser leídos en clave de decadencia. El que primero lo advierte es Baudelaire. Lo que Baudelaire teoriza en sus ensayos es la presencia explícita, en la belleza moderna, de ese componente que estaba implícito en toda belleza: la caducidad. La belleza moderna no puede ocultar su componente de presente, que es lo que la caracteriza socialmente, aun cuando también tenga un componente de futuro; su característica es nacer para morir; la vida breve, propia del artista héroe, es una vida suicida: todo nace como obra de arte bajo el signo del suicidio. Ahora bien, la atrofia de la experiencia, que Benjamin relaciona con una forma de
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comunicación, la periódica, tiene como contraparte la necesidad de una reconstrucción de la experiencia bajo la figura del narrador. Aquí es donde, al aparecer la figura del narrador, aparece, no la figura de Baudelaire sino la de Proust, porque la figura del narrador está vinculada con la memoria. Proust como el narrador de En busca del tiempo perdido es también él un narrador, es decir, es el autor de una construcción de un yo narrador en la novela. Benjamin entiende esta reconstrucción de la figura del narrador como un intento de re-construcción de la experiencia. También Adorno en el tercer modelo de la tercera parte de Dialéctica negativa se refiere a la reconstrucción de la experiencia –en su caso, como experiencia de la infancia- en la figura del narrador. La figura del narrador proustiana va a contramano de la tendencia a la instantaneidad propia de lo periódico. El relato es lo contrario de la información, en la medida en que lo que hace el narrador es conectar lo colectivo con lo individual; conectar lo subjetivo con lo social; convertir todo aquello que en la lógica del periódico es extraño, lejano y absolutamente desconectado de la propia experiencia –el puro presente como presente ajeno- con la propia experiencia. Es como si se lograra efectivamente convertir lo que es presente perpetuo en memoria. En este sentido, se puede convertir en pasado de un sujeto aquello que está destinado a morir sin que nadie se lo apropie. La información tiene precisamente esa característica: no ser recordada por nadie, porque es puro dato. La información se publica para ser leída y, una vez leída, olvidada. Por eso se lee rápido (y debe ser escrita para ser leída de esa manera). Lo que se lee rápido, se olvida rápido. Donde reina la experiencia en sentido estricto aparecen conjugados en la memoria ciertos contenidos del pasado individual, junto con aquellos del pasado colectivo. [Benjamin, W.,
“Sobre algunos temas en Baudelaire”, en: El París de Baudelaire, traducción de Mariana Dimópulos, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2012, p. 190]
Benjamin pone ejemplos: Los cultos con su ceremonial, sus fiestas -aunque ningún lugar en Proust nos hace pensar en esto- llevaron siempre a cabo, renovándola, la fusión entre estas dos materias de la memoria.
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Estas dos materias de la memoria son el pasado individual y el pasado colectivo. La articulación entre ambos es lo que permite reconstruir el concepto de experiencia, en tanto tiene un narrador. La información, en cambio, está hecha de datos sin narrador. A esos hechos ningún yo puede hacerlos pasar por su propio pasado. Es como si lo colectivo no formara parte del pasado de ningún sujeto individual; como si lo colectivo fuera siempre el destino ajeno y nunca el destino propio. La instantaneidad de la información hace que sea inapropiable por parte de un yo. Noten ahora cómo aparece, en el comienzo del primer tomo de En busca del tiempo perdido, la figura del narrador: Durante mucho tiempo me acosté temprano. A veces, apenas había apagado la bujía, los ojos se me cerraban tan pronto que no tenía tiempo de decirme “me estoy durmiendo”, y una media hora después, la idea de que ya era tiempo de dormir me despertaba. Trataba de dejar el libro que creía tener aún entre mis manos y soplar la llama. Mientras dormía, no había cesado de reflexionar sobre lo que acababa de leer, pero estas reflexiones habían tomado un sesgo un poco peculiar: me parecía que yo mismo era lo que la obra decía: una iglesia, un cuarteto, la rivalidad de Francisco I y Carlos V. Esta creencia sobrevivía algunos segundos a mi despertar. No chocaba a mi razón, pero pesaba como una membrana sobre mis ojos y les impedía darse cuenta que la vela ya no estaba encendida.
[Proust, Marcel, En busca del tiempo perdido. Tomo 1: Del lado de Swann, trad. Estela Canto, Buenos Aires, Losada, 2000]
Interrumpo aquí, aunque falta bastante, en el texto, para el primer punto y aparte. Lo que me interesa de este comienzo de En busca del tiempo perdido es cómo aparece la figura del narrador como lo contrario de la tendencia instantaneísta de lo periódico: cuando se le cerraban los ojos mientras leía un libro en la cama –dice el narrador en primera persona: yo lo parafraseo en tercera-, ya no podía discernir si lo que sucedía entre Francisco I y Carlos V le había sucedido a él o no. Esto es quizás lo paradigmático de lo que podríamos entender por experiencia: que aun lo lejano en el tiempo, como la rivalidad entre esos dos personajes históricos, pueda ser algo subjetivizable, si pasa por el tamiz del narrador. Lo que está leyendo el narrador-niño (que es narrado en la forma del recuerdo de un narrador maduro) es como si le estuviera sucediendo a él, y el síntoma de que lo leído se ha incorporado a su
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subjetividad como recuerdo es que en esa duermevela no puede discernir si lo leído son recuerdos propios o son recuerdos extraños. Esta idea de que hay una indiscernibilidad entre algo del orden de lo colectivo y algo del orden de lo individual, entre las dos materias del recuerdo, es lo que permite reconstruir, por obra del narrador, la experiencia. La memoria no puede estar hecha sólo de lo individual, sino que necesita apropiarse de lo colectivo, para que lo que se acumula en ella sea del orden de experiencia. Lo que pertenece a la temporalidad histórica tiene que haber pasado por la biografía del sujeto para que ese sujeto tenga “experiencia”. El colmo de la experiencia sería que, como sucede al comienzo del primer tomo de En busca del tiempo perdido, hasta los sucesos de un libro de historia se puedan convertir en restos diurnos de un sujeto que está –no se sabe bien- adormecido porque recién se despierta o
desvelado porque no logra dormirse. Esta oposición entre experiencia e información se presenta como el contexto de la obra de arte en la sociedad de masas. La obra de arte tiene que hacer, o bien un esfuerzo por sostenerse a contramano de la tendencia instantaneísta que impone la información o bien entregarse a ella. Esto no significa que las obras de arte de la modernidad de masas sean –todas ellasreconstrucciones de la figura del narrador en el sentido proustiano, sino que las obras de arte de comienzos del siglo XX son también y fundamentalmente obras que no pueden ignorar el instantaneísmo de la sociedad de masas, aun cuando reaccionen negativamente ante este fenómeno. Entre la experiencia reconstruida y la experiencia atrofiada están las obras de arte. Ambas materias de la experiencia son polos: la experiencia atrofiada se liga al instantaneísmo de la información, y la experiencia reconstruida, al narrador y a la temporalidad extendida de En busca del tiempo perdido. La obra de arte, en la sociedad de masas, tiene, como los extremos entre los cuales sucede, la experiencia atrofiada (el instantaneísmo de la información: los periódicos) y, en el otro extremo, la experiencia reconstruida (la construcción de la figura del narrador para que la memoria colectiva y la memoria individual se puedan volver a articular). Entre estos dos extremos puede haber obras de arte que se acerquen más a un polo que a otro. No todas las obras de arte son como En busca del tiempo perdido, ni tampoco todas las obras de arte son emulaciones instantaneístas hechas a propósito de la experiencia atrofiada, es decir,
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obras productoras de shock . Ahora vamos a pasar a analizar el segundo fenómeno relacionado con el problema de la experiencia (de acuerdo con la enumeración que hicimos hace un rato): el shock . Pero, antes, adelantemos que esta caducidad propia de la información –ser leída para ser olvidada, no entrar en la memoria- es a la vez la caducidad de todo lo que existe en las grandes ciudades. Los periódicos transmiten la información internacional, nacional, provincial o local –con esa lógica de lo más lejano a lo más cercano- pero siempre en el modo de lo que al día siguiente quizás no tenga ninguna importancia. Por eso los héroes de los periódicos son los protagonistas de los hechos de sangre, sobre todo. En El París del Segundo Imperio en Baudelaire , todo en el segundo punto, dedicado al flâneur , Benjamin hace mucho hincapié en la forma rápida en que se leen los periódicos en los cafés: muy pocas personas, en el siglo XIX, pagaban por la suscripción a un periódico. El periódico se leía en los bares y cafés del centro de la ciudad. Las masas obreras viajaban de los suburbios a la ciudad para trabajar y, cuando salían de la fábrica, volvían a los suburbios. El quedarse en un café, antes de volver a sus casas, les permitía leer el periódico. Hoy también existe esta lectura rápida del periódico (de varios periódicos, inclusive, a través de Internet), pero cualquiera sea el periódico, se lo lee para olvidarlo: los periódicos se regalan, en el subte y en el tren, como para que alguien se informe rápidamente mientras viaja y lo tire cuando baja del vagón (no para que lo atesore en su memoria y lo coleccione). Lo que más se leía del periódico –también lo señala Benjamin en El París del Segundo Imperio en Baudelaire-, más allá de la fugacidad de las noticias, era el folletín o la
novela semanal, es decir, la novela periódica. Esta lectura por entregas era la que incitaba a la suscripción: el hecho de que alguien relatara un largo folletín podía justificar que alguien pagara por leer el diario. Eran muy populares los escritores de folletines. El folletín tenía continuidad; no era información que aparecía y desaparecía instantáneamente. De todos modos, siempre se trataba de algo que se tenía que leer rápido. Estudiante: E incentivaba la lectura. Los que no podían acceder a un libro, accedían a un folletín. Profesora: Después se independiza del formato diario y se convierte en la pulp fiction, tal como Tarantino la rescata en la película homónima. Se trataba de historias de
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mafiosos o historias de alto impacto emotivo, y eran textos que se publicaban en el papel más barato de todos, el papel de pulpa con que se hacían los diarios. La llamada “novela de [papel de] pulpa” era la continuación por otros medios del folletín diario o semanal. La idea del continuará, que van a tener, también, los primeros seriales cinematográficos (y que hoy tienen prácticamente todas la películas industriales, no sólo las de los superhéroes de Marvel Comics). Lo que se publicaba en papel barato tenía que ser leído rápidamente. No era para leerlo con detenimiento, con frases largas y complejas, llenas de subordinadas, para ser leídas varias veces, por la extensión y la complejidad, pero también por el placer que produce la construcción cerrada, como la de las frases de una página de En busca del tiempo perdido.
La cultura de la instantaneidad establece, dentro de los límites de la estética, la diferencia entre contemplación y distracción. Estamos ante un nuevo tipo de recepción estética, la que Benjamin llama recepción táctil; una recepción fundada en la costumbre, en el hábito, que se caracteriza por una relación con el objeto basada en la distracción, y no en la concentración. La recepción táctil, que tiene su antecedente en el tipo de recepción que demanda la arquitectura, se va a desarrollar en su plenitud con el cine. No es que Benjamin desdeñe o desprecie esta cultura del periódico, como sí lo hace Simmel en Filosofía del dinero, una obra de principios del siglo XX que siempre es estudiada en comparación con
Benjamin, por su posible influencia en cuanto al modo de entender las grandes ciudades en los ensayos sobre Baudelaire (El París del Segundo Imperio en Baudelaire , en Sobre algunos temas en Baudelaire y en París, capital del siglo XIX ) y por las diferencias de
valoración que uno y otro hacen de la Modernidad estética. En esa obra de Simmel aparece una lectura muy crítica de los periódicos. Simmel relaciona la cultura de los periódicos con lo que él llama cultura objetiva, la cultura propia del siglo XIX, y la opone a la cultura subjetiva, que es el concepto de cultura propio de la Ilustración del siglo XVIII. La desconexión entre cultura subjetiva y cultura objetiva a comienzos del siglo XX – Filosofía del dinero se publica en 1907- es ya completa. Las masas tienen cultura objetiva, que es la cultura de los periódicos, o cultura de la instantaneidad, mientras que las elites tienen cultura subjetiva, es decir, cultura libresca, cultura en el modo de la cultura ilustrada del siglo XVIII. Filosofía del dinero de Simmel pone este problema de la constante y cada vez más profunda separación entre el siglo XVIII
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y el siglo XX: entre la cultura subjetiva (la de la autoilustración) y la cultura objetiva (la cultura pensada para educar a las masas). No se incluye a las masas –sostiene Simmel- en el mismo nivel letrado de la cultura en el que se había incluido a sí misma la burguesía en el siglo XVIII: a las masas se les crea “una cultura especial”, basada en la lectura rápida. De ahí que yo les dijera en las primeras clases de este curso que la aspiración a la universalización del juicio estético, propia de la burguesía en el siglo XVIII, se da en el preciso momento histórico en que ella no puede aspirar a compartirlo más que con la clase superior, y no con la inferior, porque no hay una clase sin acceso a la cultura que esté en condiciones de reclamar su inclusión en el juicio estético y, cuando esa clase esté en posición de reclamarla, se le creará una cultura especialmente para ella. Las clases populares no accederán a la cultura en el modo de la cultura libresca dieciochesca (la cultura ilustrada de la autoilustración), sino en el modo de la cultura del papel de pulpa: la pulp fiction , la novela semanal, la historieta, el cine, es decir, en el modo de la cultura de la
instantaneidad. Al creárseles a las masas una forma de cultura “para ellas”, no sólo no se socializa la alta cultura, sino que no se aspira, siquiera, a democratizarla, a garantizar las condiciones materiales para todos (varones y mujeres de todas las clases sociales) tengan acceso a ella. Lo que ve Simmel –desde su pesimismo de mandarín cultural- es que la separación entre la cultura objetiva y la cultura subjetiva siempre hará que la cultura subjetiva sea una cultura de elite, mientras que la cultura que se difunde por medio de los periódicos no es esa cultura, sino la cultura objetiva, la cultura de masas: las grandes tiradas de los best-sellers no son las mismas tiradas de En busca del tiempo perdido . Pero tampoco cuando se difunda En busca del tiempo perdido se lo va a difundir como una invitación a que todos lean la
novela, sino, por ejemplo, en forma de historieta: Proust para principiantes. Con lo cual se da a entender, indirectamente, que no es para todos. Estudiante: Porque, en realidad, se piensa a las masas como consumidores de cultura. Profesora: Sí, pero los burgueses ilustrados también son consumidores. El punto es que en el caso de las masas es la propia burguesía la que cuida que el acervo cultural del que ha participado en el momento más progresivo para ella, la época ilustrada, no quede accesible en el momento en el que se forja la sociedad de masas; es más, cuida que ese
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acervo cultural quede completamente disociado de la cultura de masas. Y lo hace de la manera más perversa: poniéndolo como objeto elevado (difícil, necesitado de educación cultural, aburrido, incluso, y por eso, no deseable) respecto de los objetos accesibles (de rápida satisfacción, no exigentes en cuanto al saber previo, portadores de entretenimiento). Estudiante: La burguesía, en el siglo XX, juega a la propia distinción. Profesora: Sí, en el sentido de que los objetos culturales que consume la elite requieren de cierto nivel de atención que no lo requieren los objetos de la cultura del instantaneísmo. Pero una misma persona, si tiene la predisposición de hacerlo, puede consumir los dos tipos de objeto: ésa es la trampa. La culpa no es del objeto, sino del que le da de comer (risas). La distancia que hay entre leer periódicos y leer En busca del tiempo perdido es sideral, no porque la novela de Proust tenga algo que la haga ilegible, sino
porque demanda una paciencia que no es propia de la instantaneidad en la lectura que fomenta la cultura de masas “para las masas”. Estudiante: Con eso tiene que ver la semblanza que vos hiciste en la primera clase, cuando leíste parte de la novela en que se veía cómo esa burguesía trata de apropiarse del lugar de la aristocracia. Profesora: En la novela, los aristócratas son los duques de Guermantes, y no Swann, que es un burgués cultivado, y por eso tiene acceso a lo que el narrador llama “el mundo de los Guermantes. El de los Guermantes es un mundo aristocrático al que la burguesía accede en tanto burguesía profesional, es decir, en tanto tiene un saber específico. Swann conoce y escribe sobre arte, ha asesorado en sus compras de obras de arte a muchas personas adineradas y es por eso se le da acceso al mundo de los Guermantes, de la misma manera que se le da acceso, por sus respectivos saberes, a un médico, a un notario o a un abogado. Los profesionales liberales son las que les permiten a los burgueses acceder al mundo de la aristocracia y a la burocracia de Estado, porque -como muestra bien Proust y como también teoriza Bataille- la aristocracia –en lo que tiene de nobleza- se caracteriza por no saber hacer nada. El saber profesional es plebeyo. Son los burgueses y los pequeñoburgueses los que estudian y se forman en las profesiones liberales para ascender socialmente. La burguesía se esfuerza porque quiere ascender socialmente: de ese modo, terminan siendo los empleados de la aristocracia, que los contrata porque necesita de sus saberes. Esta concepción de que el noble tiene un estado de gracia propio del que no hace (ni sabe hacer)
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nada –que no se forma técnicamente, porque por apellido no lo necesita- es precisamente lo que convierte a la burguesía en la clase en ascenso en el siglo XVIII, que reclama primero por su derecho a la distinción y después, por sus derechos políticos. La burguesía también cree –a diferencia de la aristocracia- que todos, en la escala social, deben ocupar sus posiciones en base a los méritos. La cultura del mérito es burguesa, no nobiliaria. A su vez, a lo largo del siglo XX, estos valores meritocráticos son transmitidos cada vez más por el Estado a todas las clases sociales. Pero quienes mejor aprovechan, en el siglo XX, las políticas públicas igualitaristas en materia de educación y cultura son siempre las personas que, por su clase de nacimiento, no las necesitan. Simmel explica de manera anticipada lo que después Pierre Bourdieu va a investigar y teorizar en Los herederos: La accesibilidad y posibilidad de reflexión interna de los conocimientos teóricos que, en principio, no se pueden negar a nadie, como sucede con ciertos sentimientos y voliciones, provoca una consecuencia que invierte su resultado práctico. Aquella accesibilidad general hace que las circunstancias que trascienden la cualificación personal decidan sobre su aprovechamiento real, lo que conduce a la preponderancia del estúpido “educado” sobre el proletario más inteligente. La aparente igualdad con que toda materia de enseñanza se ofrece a cualquiera que desea aprehenderla es, en realidad, una ironía sangrienta, como todas las otras libertades del liberalismo que no impiden al individuo beneficiarse de los bienes de todo tipo, pero olvidan que solamente quien tiene ventaja por alguna circunstancia podrá apropiárselos. Como el contenido de la educación –a pesar o, quizá, debido a su ofrecimiento universal- únicamente se puede apropiar a través de una actividad individual, da lugar a la aristocracia más inaccesible porque es la más intocable, esto es, una distinción entre alto y bajo que, a diferencia de la de carácter económico-social, no se puede remediar mediante un decreto o revolución y tampoco mediante la buena voluntad de los interesados; […] no hay ninguna ventaja que parezca tan molesta al que se encuentra en una situación inferior y frente a la cual se sienta internamente tan disminuido e indefenso como la ventaja de la educación; éste es el motivo por el que los esfuerzos que buscan la igualdad práctica suelen despreciar de muchas maneras la educación intelectual;
[Simmel, Georg, Filosofía del dinero, trad. Ramón García Cotarelo, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1977, p. 551]
Ahora bien, lo que afecta inevitablemente a la obra de arte, en la sociedad de masas,
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es el hecho de que se desarrolla entre esos dos extremos que antes mencioné: la experiencia atrofiada y la experiencia reconstruida. Pero se trata siempre de una obra que no puede ponerse de espaldas al hecho de que la multitud está ahí. La multitud, dice Benjamin, es el telón de fondo de la poesía de Baudelaire. No es que Baudelaire sea un poeta social, sino que la multitud aparece como escenario, como el contexto en el cual no se puede sino desarrollar la actividad poética como esgrima solitaria. En este sentido, podríamos poner entre la atrofia de la experiencia –la cultura de la instantaneidad, propia de los periódicos- y la experiencia reconstruida –la cultura de la narración- lo que es característico de la cultura de la gran ciudad: el shock (el segundo fenómeno, de acuerdo con nuestra enumeración, que se relaciona con el problema de la experiencia). La figura del shock aparece sobre todo en Sobre algunos temas en Baudelaire, y en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. En el apartado 14 de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, en la Nota 72, dice Benjamin: Antes de que el cine tuviera importancia, los dadaístas, por medio de sus manifestaciones, buscaban producir en el público el mismo movimiento que Chaplin provocó de manera más natural en el público. [Benjamin, Walter, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad
técnica”, en: Estética y política, trad. Tomás J. Bartoletti y Julián Fava, Buenos Aires, Las Cuarenta, 2009, p.120]
Que el dadaísmo buscara a propósito lo que el cine tenía sin proponérselo no es puesto por Benjamin como una crítica a los esfuerzos del dadaísmo por provocar al público, sino todo lo contrario. Desde un principio, una de las tareas más importantes del arte fue provocar una demanda para cuya plena satisfacción aún no ha llegado la hora. [Ídem, p. 120]
Es decir, es característico del arte estar desfasado de la propia época, no estar instalado en ella. Esto, en la teorización benjaminiana, explica la relación entre dadaísmo y cine. No es que el dadaísmo hace mal lo que el cine hace bien, sino que es propio del arte provocar una demanda que no puede ser satisfecha en el mismo momento en que se la realiza.
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Estudiante: Todo arte es vanguardia. Profesora: Peor aún, podríamos decir que, en el siglo XX, todo arte tiene que ser vanguardista. Es decir, está condenado a la lógica de lo nuevo de una manera exponencialmente peor que como podía estarlo en el contexto de finales del XVIII que describía tan bien Schlegel en Sobre el estudio de la poesía griega . Esa situación de inadecuación tiene que ver con que todo arte, si es arte, tiene que tener una promesa de felicidad, y la promesa de felicidad está siempre dirigida al futuro. En la promesa, por definición, la satisfacción está diferida respecto del presente. No hay promesas de felicidad que se cumplan en el mismo instante en que son formuladas. Eso sería magia o, más frecuentemente, consumo puro y duro: querer algo y que aparezca o querer algo y poder comprarlo. La promesa es todo lo contrario de un acto de instaurar en la realidad la palabra dicha. Es más bien dar la palabra y esperar a que se cumpla, como en los contratos. Pero, justamente, hay un diferimiento entre la obra de arte, que contiene una promesa, y cuándo esa promesa podría llegar a cumplirse. Aquí estamos jugando, no ya con el primer capítulo de Teoría estética, donde Adorno le atribuye a toda obra de arte la promesa de felicidad stendhaliana, sino entendiéndola en el sentido baudelaireano: la belleza de la obra de arte (no la obra de arte) es una promesa de felicidad. El punto de vista del consumo, en relación a lo que la obra de arte tendría de puro presente, sería el punto de vista del esnob (del esnob pensado no como una aberración dentro del sistema de costumbres de los aficionados al arte, sino como un nuevo estándar de esteta). La actitud de esnob no es sino la observación consecuente, organizada y firme, de la existencia desde el punto de vista, químicamente puro, del consumidor. […] El consumidor puro es un ave de presa en su pureza. [Benjamin, Walter, “Sobre Proust”, en: Sobre el programa de la filosofía futura, trad. Roberto Vernengo, Barcelona, Planeta-Agostini,
1986, p. 247]
Al mismo tiempo que la belleza de toda obra de arte está conectada con algo que es eminentemente presente y que la somete a lógica la moda (es decir, al olvido, primero, y a volver a estar de moda, en otro momento: porque la lógica de la moda es circular), hay un tipo de receptor que la capta en el momento mismo en que “todavía no está de moda”, es
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decir, antes de que esté de moda. No hay obras inolvidables para siempre ni olvidables para siempre. El sistema de la moda compete a todas las obras de arte. Las que hayan dejado de ser actuales van a volver a ser actuales cuando sean releídas, reivindicadas, reconsideradas, revaluadas, o endiosadas, precisamente porque estuvieron durante un tiempo bajo un cono de sombra. El dadaísmo intentó, con los medios de la pintura o de la literatura, producir los efectos que el público busca hoy -1936- en el cine. [Benjamin, Walter, “La obra de arte en la época
de su reproductibilidad técnica”, en: Estética y política, op. cit., p.120]
Sobre el momento del que habla Benjamin –el momento en que los dadaístas tratan de producir artificialmente, con los medios de las artes auráticas, los efectos que las artes no auráticas logran naturalemente, voy a leerles cómo lo evoca uno de los artistas Dadá del Cabaret Voltaire, Hans Richter, quien escribe en los años sesenta una Historia del dadaísmo. Para Richter, Dadá ha tenido distintos momentos entre las décadas del veinte y
del sesenta, en el sentido de que siempre el arte, cuando intenta ser vanguardia, es, para él, una vuelta al momento fundante de Dadá, el Dadá del Cabaret Voltaire. Pero independientemente de que esta hipótesis pueda ser discutible por parte de los historiadores del arte del siglo XX, lo que me interesa, ahora, de su Historia del dadaísmo es una pregunta que él se hace en el capítulo 1 respecto de dónde se establece la diferencia entre la hazaña de Heróstrato, es decir, destruir el templo de Artemisa en Éfeso para provocar la atención de sus contemporáneos, y lo que hacen los artistas Dadá en el Cabaret Voltaire. Es decir, ¿por qué, si bien en todas las épocas hubo acciones por las cuales alguien buscó simplemente llamar la atención de sus contemporáneos con actos escandalosos, aberrantes, perversos o espectaculares, el modo en el cual Dadá lo hace en el siglo XX tiene rango artístico, a diferencia de cualquier otro intento? ¿Por qué sería tan distinto lo que hace un artista como Arthur Cravan de lo que hizo Heróstrato? La editorial Caja Negra hizo hace unos años una selección de textos de Maintenant , la revista de Arthur Cravan. También Iñaqui Lacuesta filmó una película, Cravan vs Cravan (que se puede ver vía Internet), sobre esta figura de culto dadá: la del artista boxeador. Una de las acciones más famosas de Cravan es la de retar al campeón mundial de peso pesado a una pelea entre ambos, a sabiendas (y a propósito) de que no puede sino ser noqueado por
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él en el primer round. Este es un tipo de acción Dadá. Pongo ese ejemplo de Cravan porque es de las acciones que más gloriosamente se inscribieron en la historia mítica de Dadá. El propio Richter dice que es Dadá el que construye el mito de Dadá. Entonces, ¿por qué sería distinto retar a una pelea al campeón mundial de peso pesado (para ser noqueado por él en el primer round) de la acción de Heróstrato, la de quemar el templo de Artemisa en Éfeso para llamar la atención de sus contemporáneos? Richter pone el nacimiento del movimiento Dadá en Zurich, en el Cabaret Voltaire, a principios de 1916 (reconoce, no obstante, que hay extensísimas discusiones acerca de cuándo nace Dadá, porque parece que todo, una vez que nace Dadá, era ya Dadá). Es importante la fecha y el lugar porque se sabe que en ese momento Lenin estaba exiliado en Suiza, y que en ese momento, los aledaños de Cabaret Voltaire eran una zona de ebullición cultural. La del Cabaret Voltaire era la bulliciosa y efervescente Suiza y, al mismo tiempo, la siempre reaccionaria y tradicional Suiza. En la Historia del dadaísmo, para explicar qué era lo que hacía Dadá en el Cabaret Voltaire para romper los límites entre música y poesía (además de los conceptos de música y poesía), Richter describe qué era para ellos el ruidismo. Se refiere, fundamentalmente, a la acción de la figura cohesionante del momento suizo de Dadá: Hugo Ball, el poeta. Repiques de campanas y campanillas, tambores, golpes sobre mesas o cajones vacios, vitalizaban en forma inédita el violento llamado del nuevo lenguaje poético, excitando así, por medios puramente físicos, a un público que al principio permanecía totalmente postrado ante sus jarros de cerveza. Pero aquello acabaría por arrancarlo de su estado de embotamiento, a tal punto que un verdadero frenesí de participación se apoderaba de la gente: eso era el arte, eso era la vida, y eso era lo que ellos necesitaban. [Richter, Hans, Historia del dadaísmo, trad. E. Molina, Buenos
Aires, Nueva Visión, 1973, p. 21]
Lo que le sorprende a Richter es que el público, lejos de salir corriendo y no volver más ante es esa forma de provocación con la cual Dadá intenta que participe de su acción, vuelve. Lejos de asustarse frente al lema épater le bourgeois, se fascina. El público entra en un frenesí de participación tal que rompe el límite entre lo que sería el escenario y las mesas. En una situación de café-concert, como la del Cabaret Voltaire, donde, aunque no haya estrictamente un escenario, el escenario está planteado simbólicamente, el público se
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entusiasma con participar. Lo que le sorprende a Richter, como protagonista de esa época es que el público estaba listo para ser provocado; estaba incluso ansioso de ser provocado; se iba a acostumbrar muy rápidamente al ruidismo, más rápidamente de lo que Dadá se había imaginado. En verdad, los futuristas ya habían introducido en el arte y sus manifestaciones el concepto y la técnica de la batahola. Como arte, lo llamaban ruidismo, y fue elevado más tarde a la categoría musical por Edgar Varese, quien a su vez siguió a Russolo, que había descubierto la música de ruidos, uno de los aportes fundamentales del futurismo a la música moderna. En 1911, Russolo construyó un órgano ruidista gracias al cual podían evocarse todos los sonidos indeseables de la vida cotidiana, los mismos que Varese utilizaría más tarde como elementos musicales . [Richter,
Hans, Historia del dadaísmo, op. cit., pp. 21-22]
El programa de que la obra poética se convirtiera en ruido era no sólo que el público escuchara algo que no era –de acuerdo con sus conceptos- ni música ni poesía, sino que revisara esos conceptos. En las primeras décadas del siglo XX, aquellos ruidos a los cuales los oyentes no estaban acostumbrados no eran todavía un material artístico (aunque con los dadaístas empiezan a serlo). Piensen que la forma en la cual se podría conectar con el ruidismo un aficionado al arte de comienzos del siglo XXI no es la misma en que se podía conectar un oyente de comienzos del siglo XX: posiblemente, alguien que iba al Cabaret Voltaire ya estaba avisado de que se lo iba a molestar y si volvía era porque le gustaba, pero por otro lado, el tipo de ruidos a los que los dadaístas apelaban no eran audibles aún como parte del arte. Es decir, aparecían todavía como un material artistizable y no como un material artístico. Del ruidismo a la música contemporánea del siglo XXI han pasado varias generaciones de oyentes, no sólo de compositores. En este sentido, a nadie le llamaría la atención, hoy, que se utilizaran golpes sobre la mesa como partes de una obra de arte (más bien lo contrario: le parecía algo “ya escuchado”). De todos modos, recordemos la clase pasada, como para ubicarnos en las razones del rápido acostumbramiento que los receptores muestran frente al “ruidismo”: la poesía era cada vez menos lírica. La poesía de Baudelaire ya no era lírica. No obstante, aun cuando el público estuviera avisado de que ya la poesía no era consonante sino disonante, que ya no era poética sino prosaica (poema en prosa),
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que ya no tenía por tema lo parnásico sino la mugre de la ciudad, el hastío, el Ennui, aun estando el público bien predispuesto para ser molestado …, aun así, no obstante, a los propios dadaístas les asombra con qué velocidad el público incorpora todo aquello que ellos le ofrecen en el modo de la metafísica de la provocación. La metafísica de la provocación es una figura que introduce Benjamin en El París del Segundo Imperio en Baudelaire para referirse a aquello que tiene todavía de romántico
pero al mismo tiempo de moderno y de antirromántico Baudelaire. Es decir, Baudelaire también busca provocar, pero el único acervo en el cual encuentra elementos para esa provocación es el demonismo, y ese es, precisamente, el componente arcaico de la poesía baudelaireana, no el componente moderno. Decir “me acuesto con el diablo” era eminentemente romántico. Los poetas románticos eran los que estaban constantemente apelando a las formas del mal, lo diabólico, lo sobrenatural. En lo modernísimo y antirromántico de Baudelaire hay todavía un lastre romántico, como si buscara todavía en un vocabulario viejo lo nuevo. Hablar de la almohada de Satán, en el siglo XIX, era un tópico romántico. Pensemos, por ejemplo, en el William Blake de Las bodas del cielo y el infierno. La idea de que el poeta, como vate, era un iniciado en el conocimiento del mal, de
lo demoníaco, era parte de la tradición (romántica). Los experimentos para traer a los muertos a la vida, la brujería, el ocultismo, los autómatas, eran tópicos románticos, al igual que lo eran la podredumbre del cuerpo, la prostituta tuberculosa, la carne reblandecida, la carne enferma, la carne podrida, carcomida por la enfermedad: nada de esto era lo verdaderamente moderno de la forma de provocar de Baudelaire. La metafísica de la herejía era lo no moderno dentro de lo moderno baudalairiano. Lo moderno era todo lo que se conectaba con la caducidad propia de la vida en las grandes urbes, sin necesidad de describirlo en términos de la poesía costumbrista ni de denunciarlo en términos de la poesía social. La recurrencia a tópicos oscuros, nocturnos, que eran patrimonio del romanticismo, no desmerece en absoluto a Baudelaire. Es su parte menos moderna en el sentido del siglo XX (es moderna en el sentido del siglo XIX). Pero la lectura que hace Benjamin, para relacionar a Baudelaire con la gran ciudad capitalista, es la de todo lo que tiene de eminentemente moderno, no lo que tiene de eminentemente romántico. Entonces, en la metafísica de la provocación baudelaireana hay todavía, para Benjamin, algo de la época, es decir, de conexión con el respectivo presente; quizás, lo que
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Baudelaire tenía de presente, y no de futuro. En cambio, en todo lo que estaría vinculado a la gran ciudad como escenario de la cultura de masas está lo avanzado, lo progresivo. Todas las referencias al satanismo son las que ponen a la obra de Baudelaire en el respectivo presente. Son los elementos que hacen que se lo inscriba en el simbolismo, como a Verlaine o Rimbaud. Lo que le interesa a Benjamin no es todo eso, sino cómo hay una belleza que es consciente de la caducidad de lo urbano, una caducidad que inscribe lo urbano en la lógica circular de la moda (el eterno retorno, el reciclaje), y no en la lógica del progreso (la novedad como superación de lo ya existente). La figura del ruidismo, en principio, busca que el público se movilice, en tanto tiende a ser apático. Dadá advierte que el suyo es un público muy instalado en la cultura del shock, y en ese sentido, difícil de conmocionar. El ruidismo consiste en hacerle escuchar lo que permanentemente escucha: golpes, bocinazos, ruidos molestos, murmullo –en el sentido de algo inentendible-; esto es lo que Richter dice que inventaron los futuristas, y que consiste en una especie de culto de la batahola, del ruido como confusión. Retomamos ahora, para aproximarnos al fenómeno del shock, la relación entre Dadá y cine. Los dadaístas dieron menos importancia a la utilidad mercantil de sus obras que a su inutilidad como objetos de ensimismamiento contemplativo. Intentaron alcanzar esta inutilidad por medio de una degradación de sus materiales. Sus poemas son sopas de letras, contienen giros obscenos y todo el desecho imaginable del lenguaje; sus cuadros no son otra cosa que botones o boletos de tren amontonados sobre la tela. Lo que consiguen con tales medios es una destrucción despiadada del aura de su producción, y con tales medios de producción imprimen en ellos la marca de una reproducción. Ante un cuadro de Arp o un poema de August Stramm, es imposible tomarse un tiempo para la concentración y formarse una opinión, tal como lo haríamos ante un cuadro de Derain o un poema de Rilke. El ensimismamiento, que en la degeneración de la burguesía se convirtió en una escuela de comportamiento asocial, se enfrenta a la distracción como una variante de comportamiento social. [Benjamin, Walter, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en: Estética y política, op. cit. p.121]
Cuando los dadaístas ponen como material de sus cuadros los boletos de tren o los
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botones, o cuando utilizan el principio de la sopa de letras para hacer un poema, producen con su operación artística una degradación del material tradicional de la pintura. De hecho, la referencia de los dadaístas a sus materiales es en términos de basura. Las obras dadaístas se hacen de basura, su material artístico es la basura, el desecho de la sociedad. El boleto de tren se tira, los botones que han quedado sueltos es porque se le han caído a alguna camisa (si se los guardara, sería sólo porque podría servir para otra camisa, pero básicamente los botones sueltos son material de desecho). De lo que se trata es de degradar el material: de convertir el material artístico en un material no artístico, que es un modo de convertir materiales no artísticos en materiales artísticos. Pero, a diferencia de lo que ocurría en el romanticismo con la artistización de algo que no era artístico, por ejemplo, lo feo, lo enfermo, lo horripilante, etc., de lo que se trata, en el caso de los dadaístas, es de usar un material no artístico para que se vea como un material no artístico, de manera que quien está frente a la obra no puede decir “esto es bello”. La visión de la basura pegada en el cuadro no necesita de una concentración, de un ensimismamiento, para poder emitir un juicio sobre ella. La obra de arte, en este sentido, no tiene secreto. Es pura superficie. Estudiante: Por eso la destrucción del aura. Profesora: Claro. Después vamos a desarrollar el concepto de aura, pero en principio podemos decir que esa obra no tiene nada por lo cual podamos considerar su aquí y ahora como producto de un ritual de origen en el cual un artista puso en práctica una
técnica artística excelsa. Es como si en la obra dadaísta no hubiera técnica: cualquiera podría hacerla sin haber estudiado arte o sin ser artista. Siempre piensen en la época: quien ve una obra donde se pegan boletos, botones, etc., dirá rápidamente que se trata de una superposición de objetos de la vida cotidiana (nosotros ya sabemos de antemano que es una obra de arte). Si es un collage, es lo que hacen los niños en la escuela; es algo que puede hacerlo cualquiera. De hecho, la operación Copy&Paste que las máquinas hoy convierten en sinónimo de “montaje” de textos, hecho de manera automática y sin siquiera el esfuerzo del copismo –y en ese sentido tampoco sería una copia propiamente dicha, sino un ensamblaje de materiales- tiene, en esta operación, su antecedente remoto. Este montaje de materiales sin ninguna cualidad artística degrada los materiales con los cuales la obra está hecha, es decir, desauratiza la obra de arte.
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Ahora bien, fíjense cuánto esfuerzo tiene que hacer un dadaísta para desauratizar lo que es aurático: es un esfuerzo de intervención artística sobre el material. El material hay que ponerlo de manera descalificatoria en la obra de arte: pegarlo sin hacer nada más que eso. En el acto de ponerle un adhesivo a los boletos y a los botones hay, de todos modos, un trabajo artístico. El cine, en cambio, rompe el aura de la obra de arte sin necesidad de la intervención de un sujeto artístico de la misma manera central en que que interviene en la obra de arte dadaísta. Estudiante: Los conceptos de obra de arte y de lo artístico siguen funcionando con su sesgo original; no es que se relativizan y todo puede ser artístico. Profesora: Está muy bien lo que vos señalás. Los conceptos sobre los que operan los dadaístas (y con los que operan) son los conceptos estéticos tal como se transmiten desde la tradición romántica –la tradición a la que se oponen Baudelaire y, más radicalmente, los dadaístas-. Lo que hacen los dadaístas es, precisamente, una obra de arte, es decir, un cuadro, o una obra ruidista como obra poético-musical. Pero se trata siempre de una operación por la cual lo que se instituye, con un ritual de origen heterodoxo, es una obra de arte, ahora compuesta de materiales degradados, pero obra de arte al fin. El concepto de obra de arte todavía está indemne. De hecho, el ensayo de Benjamin se llama La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. No hay todavía un desasimiento completo
del concepto de obra de arte; no es que todo puede ser obra de arte, y que cada uno es un artista. Esto es algo que verán en la Unidad 3, con el profesor Fernández Vega, a partir de Duchamp, Warhol y Beuys. En el arte contemporáneo, la figura del artista y de la obra de arte se descualifican. El ready-made, la obra seriada y el principio “todo hombre es un artista” son tres momentos de una escalada del arte contemporáneo. En cambio aquí, con lo que estamos viendo, todavía estamos dentro de las coordenadas del arte moderno. En este sentido, las vanguardias son también momentos del arte moderno. Está muy bien tu observación, porque el arte moderno todavía no ha hecho ese corrimiento que hará el arte contemporáneo. Si bien la basura, como material, entra a la obra de arte y destroza el aura –en tanto los botones y los boletos son materiales no auráticos-, si bien hay un esfuerzo sobrehumano y sobreartístico por presentar la obra como no aurática, sin embargo, esa basura entra a un ritual de origen que la auratiza. Este es el problema de los dadaístas. Benjamin no está
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diciendo que los dadaístas no produjeron la revolución artística a la aspiraban porque tuvieran algún déficit. No es eso: hay un desfasaje estructural entre lo que el dadaísmo quería hacer con el aura y lo que se podía hacer. El cine, en cambio, no va a tener ese problema. Va a destrozar el aura porque no puede tener aura. El esfuerzo dadaísta por destruir el aura es el esfuerzo de un grupo de artistas que hacen obras de arte auráticas. Los dadaístas hacen obras antiauráticas, contraauráticas, no auráticas, pero siempre están en el canon de lo aurático. En cambio el cine no puede hacer obras auráticas: las películas son intrínsecamente obras no auráticas. Estudiante: Eso que decías del dadaísmo como degradando los materiales que utiliza, a mí me suena más bien a lo contrario. Si utilizan, por ejemplo, un boleto de colectivo o un botón, algo que en sí mismo es efímero, como decíamos hace un rato, ellos le quitan ese carácter de efímero, y lo utilizan como material de su obra; entonces, más que degradar los materiales me parece que los ensalzan, los revisten de un aura para la cual inicialmente no estaban pensados, los despojan de ese carácter de efímero y los ponen como foco de la mirada en la obra de arte. Profesora: Es que, efectivamente, viendo las operaciones dadaístas en perspectiva, eso es lo que terminan siendo: auratizaciones de materiales no auráticos. El modo en el cual la futuridad de ese arte efímero se inscribe en la historia de las vanguardias históricas y en la historia del arte del siglo XX es ese: lo que hacen es redimir, en realidad, materiales artísticos degradados. Pero el problema es que ése no era el programa Dadá: no era la voluntad de los dadaístas auratizar materiales no artísticos sino desauratizar el arte (la institución arte, si querés). Vos señalás bien cómo la vanguardia queda presa de la lógica del sistema del arte, que valoriza, precisamente, los esfuerzos que van en contra del concepto de arte. Estudiante: ¿Lo que el compañero mencionó en su pregunta sería una actitud romántica? Profesora: Sería una actitud romántica residual e involuntaria, de la cual no se puede desasir la obra de arte vanguardista en aquel momento. Las vanguardias enfrentan lo que hoy llamaríamos el concepto de institución: la institución arte y la institución obra de arte. Y lo que hace fracasar tan rápidamente esta pretensión de destituir la institución arte es que las vanguardias aparecen como el momento más avanzado, más progresivo, del arte.
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Terminan redimiendo –como decía el compañero- los materiales no artísticos que incorporan a la obra de arte. Hay así una paradoja en el arte de vanguardia; por eso es tan breve la vanguardia (los artistas mismos lo saben). La vanguardia descubre que no puede evitar la rápida captura por parte del sistema y se autodisuelve. En los Siete manifiestos Dadá, de Tristan Tzara, aparece muy claro el deseo del artista Dadá de no ser considerado un artista y de que Dadá, como movimiento, sea verdaderamente antiarte, para no entrar en el sistema del arte. Dentro de los Siete manifiestos, hay uno que se llama “Manifiesto Dada (1918)”, en el que se explica en qué
consiste el Asco dadaísta: Todo producto del asco susceptible de convertirse en una negación de la familia, es dada -
vean que no es sólo pegar boletos: es negación de la familia-; protesta con todas las fuerzas del ser en acción destructiva: DADA; conocimiento de todos los medios hasta ahora rechazados por el sexo púdico del compromiso cómodo y la cortesía: DADA; abolición de la lógica, danza de los impotentes de la creación: DADA; de toda jerarquía y ecuación social instalada para los valores por nuestros lacayos: DADA; cada objeto, todos los objetos, los sentimientos y las oscuridades, las apariciones y el choque preciso de las líneas paralelas, son medios para el combate: DADA; abolición de la memoria: DADA; abolición de la arqueología: DADA; abolición de los profetas: DADA; abolición del futuro: DADA; creencia absoluta indiscutible en cada dios producto inmediato de la espontaneidad: DADA; salto elegante y sin perjuicio de una armonía a la otra esfera; trayectoria de una palabra lanzada como un disco sonoro grito; respetar todas las individualidades en su locura del momento: seria, temerosa, tímida, ardiente, vigorosa, decidida, entusiasta; pelar su iglesia de todo accesorio inútil y pesado; escupir como una cascada luminosa el pensamiento chocante o amoroso, o mimarlo -con la viva satisfacción de que da igual -con la misma intensidad en el zarzal, puro de insectos para la sangre bien nacida, y dorada de cuerpos de arcángeles, de su alma. Libertad: DADA DADA DADA , aullido de los dolores crispados, entrelazamiento de los contrarios y de todas las contradicciones, de los grotescos, de las inconsecuencias: LA VIDA. [Tzara, Tristan, Siete manifiestos Dada, trad. H. Haltter, Barcelona, Tusquets, 1972]
Este manifiesto está muy lejos del principio “todo hombre es un artista”, o “cualquier objeto que el artista dice que es una obra de arte es una obra de arte”, porque
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aquí hay un canto al asco, a la revulsión. Este elemento es el que conecta a las primeras vanguardias, sobre todo a Dadá, con un concepto de la vida verdadera. LA VIDA es eso, es decir, el arte no tiene que ser el arte artificial de los románticos: algo que no está en la sociedad y se le agrega, esto es, belleza artificial, extravagancia, algo que sorprende porque no tiene nada que ver con nada, sino justamente algo que es la vida, en su forma no procesada por las instituciones. Pero no sólo por la institución artística sino por la familia, el sexo púbico, las formas de la contención o control social. Aquí hay una idea de que lo que se grita, ese ruido del que está hecha la obra –lo mismo que el pegote del collage- es una transformación de la vida en arte y del arte en vida. Esto es lo que tiene de extremo este programa, pero incluso extremo en su creencia en la verdad. Las vanguardias van a tener todavía un apego a la promesa de felicidad entendida como “belleza del futuro”. No es que Dadá es arte efímero como el del happening en los años sesenta. Este texto de Tzara sobre el “Asco Dadaísta” apuesta no sólo a una transformación del arte, sino a una transformación de la sociedad. No es una provocación sólo contra la institución artística: esto es lo que lo pone tan lejos del presente. Dadá apuesta a estar fuera de la institución artística. Pero, como decía el compañero recién, finalmente termina dignificado el material asqueroso, la basura, y termina donde está: en el museo. Al fin y al cabo, los de Dadá eran poemas y se podían publicar. Tenían distintos tamaños de letra, en todo caso, y molestaban un poco tipográficamente, pero no eran nada que no pudiera hoy estar en cualquier biblioteca; los cuadros con botones y boletos, al fin y al cabo, eran cuadros, y pueden verse en los museos que tienen arte de las vanguardias de la década del diez y del veinte. Los cuadros eran guardables. En cambio lo efímero contemporáneo tiene un componente verdaderamente más desestabilizador de lo institucional del arte, y si hay un programa, como podría ser el caso de un Víctor Grippo, será casi como instrucciones o como recetas. No obstante, todas las formas de lo efímero entran en la lógica del registro. Toda acción directa en el arte contemporáneo va a quedar en ese modo del registro. Podríamos decir: está destinada a la televisión, en lugar del museo, pero en todo caso, es un registro fílmico de una experiencia efímera, por ejemplo, una performance. E insisto, la diferencia entre un programa a modo de receta y un programa a modo de manifiesto como el de Dadá es que aparece una relación del arte con la idea de futuro entendida en términos de verdad. Es decir, cuando después de todas las definiciones que les
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leí de Dadá la última, más larga, dice que lo que se define no es Dadá sino La VIDA, uno podría decir que ya entre Dadá y la vida, en ese momento, no hay diferencia. Ahí no se trata de desafiar a la institución artística, que es lo más común en el arte contemporáneo y se lo conoce directamente como crítica institucional, sino de una vida nueva. Dadá es vanguardia estético-política. Estudiante: El manifiesto es una obra de arte en sí. Profesora: O, más exactamente, lo que hace de cada obra de arte dadaísta un mero ejemplar de ese manifiesto: el manifiesto puesto en obra. De acuerdo con los manifiestos, se podrían hacer múltiples obras de arte; pero después de leer los manifiestos radicales de Tzara, uno ve los cuadros de Hans Arp y se da cuenta de que son casi perfectamente museizables. Volvemos entonces a lo que comentaba el compañero: sigue vigente en Dadá el concepto de arte y el concepto de obra de arte. No se ha derribado a la institución, y la institución devora a aquello que quiere derribarla y no la derriba. De todos modos, ¿qué sería un artista que se sale de los límites del arte? Podríamos pensar que los dadaístas son menos cínicos que los artistas postbeuysianos. Pero, en todo caso, son menos cínicos en la medida en que creen en la posibilidad de transformar la sociedad, en volver verdadera a la vida. Si recuerdan, cuando hablamos del gusto público en Sobre el estudio de la poesía griega , de Schlegel, yo les decía que esta idea iba a volver con las vanguardias. Pensemos, por ejemplo, después de la Revolución de Octubre, en Rusia, en la luchas entre las vanguardias por encarnar el ismo verdadero, el ismo con el que tenía que identificarse la Revolución: esas luchas eran verdaderamente luchas políticas. Los futuristas, sobre todo Marinetti, aspiran a convertirse en la vanguardia del fascismo italiano, y buena parte de las vanguardias constructivistas y suprematistas y también futuristas rusas se identifican con la Revolución de Octubre, específicamente con la etapa leninista de la Revolución. Después, a partir de 1934, cuando tiene lugar el congreso en el cual se discute lo que se dio a conocer como realismo socialista, es el Partido el que decide cuál es el arte oficial. Pero hasta ese momento había una discusión sobre cuál de los ismos, cuál de las vanguardias rusas, era aquella con la cual tenía que identificarse el gusto público, es decir, cómo tenía que ser el arte oficial de la Revolución. No es que inmediatamente después de la Revolución se impone el realismo socialista, sino que aparece tras todas estas luchas, prácticamente, como su solución, como la asunción por parte del Estado de la función
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cultural: la cultura no estará a partir de allí dirigida por ninguna vanguardia, sino por el Partido. El Partido, identificado con el Estado estalinista, va a decidir qué es lo que se exhibe y qué no, qué se proscribe y qué es lo que se permite. En este giro hay una idea de que los ismos tienen una conexión con las revoluciones político-sociales del siglo XX, en tanto tienen una voluntad de incidir en la manera de entender el arte para el nuevo hombre. Vuelvo al texto de Benjamin donde lo había dejado: El ensimismamiento, que en la degeneración de la burguesía se convirtió en una escuela de comportamiento asocial, se enfrenta a la distracción como una variante del comportamiento social. [Benjamin, Walter, “La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica”, en: Estética y política, op. cit. p.121]
En el momento histórico en el que surge Dadá, hay dos comportamientos básicos en relación al arte: el ensimismamiento y la distracción; es decir, la contemplación tal como la vimos en las estéticas idealistas, aparece leída por Benjamin como una forma de ensimismamiento; la conducta frente al arte no es dialógica, en términos de compartir el juicio, sino de concentración frente a la obra de arte. Las obras de los dadaístas, en cambio, no requieren de esta concentración. Se proponen lograr lo que el cine logra sin proponérselo y sin vanguardismo: triturar el aura. Entonces, por degradados que sean los materiales que la obra de arte, sin intentar redimirlos, redima, se trata siempre de una obra de arte. Es aurática. La obra dadaísta es una obra aurática que busca no ser aurática; una obra aurática que busca triturar su propia aura, pero, en ese esfuerzo, entra en el canon modernista del arte y de la obra de arte. Hay dos tipos de comportamiento social frente a las obras de arte (el ensimismamiento o la distracción) porque hay, en realidad, dos tipos de obras de arte: con aura y sin aura. Este modo de la distracción es el que caracteriza a la obra que nace sin aura, y no a la obra que busca triturar su aura, como lo es la obra dadaísta. De hecho, las declaraciones dadaístas en la medida en que hacían de la obra de arte el centro de un escándalo, proporcionaban una muy vehemente distracción. Sobre todo, tenían que satisfacer una exigencia: provocar irritación pública. [Benjamin, Walter, “La obra de
arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en: Estética y política, op. cit. pp.121-122]
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En el programa dadaísta, el escándalo era aquello por lo que se concitaba la recepción en la distracción. Es decir, para que la obra se pudiera receptar en un modo que no fuera el de la concentración sino el de la distracción, la obra tenía que presentarse bajo el modo de lo escandaloso. Es ahí donde la obra queda subordinada al principio de tener que provocar irritación pública. Hay una paradoja en la obra que busca el escándalo; para nosotros, receptores del siglo XXI, el escándalo es lo propio de los medios de comunicación masivos. Estamos en una época en la cual lo que buscaba hacer Dadá nos resulta completamente naïf, serio, solemne y aburrido respecto de lo que entendemos por provocar escándalo en el siglo XXI. Pasado ya un siglo, provocar escándalo es lo más difícil del universo, porque, justamente, es lo que se busca provocar a cada instante. Los medios de comunicación masivos industrializan la lógica del escándalo: sólo una caída de la Bolsa, una inundación, un incendio con víctimas, un asalto, un asesinato, una violación, un culto satánico, una secta que se come niños crudos, un pastor que viola a sus ovejas, un sacerdote que comete pedofilia, etc., es una noticia. En este contexto, provocar algún escándalo es ya casi imposible para un artista. Además, como si fuera poco, el Papa Francisco les dijo a los jóvenes, cuando estuvo en Brasil hace un par de años: “Hagan lío en las diócesis” (risas). Querer hacer escándalo es algo que, prácticamente, forma ya parte de la burocracia del arte. Por eso también, cuando se vuelve una obligación de trabajo para los artistas, pierde su efecto. Aquella voluntad dadaísta de provocar escándalo subiéndose a la mesa y haciendo ruido con las manos puede llegar a producir, hoy, un ataque de ternura. Pero lo que a Benjamin le interesa de esa actitud es que buscaba satisfacer una exigencia del público. El público exigía del arte algo que estuviera más acorde al shock propio de la ciudad y a la novedad permanente en los periódicos. El problema, para los dadaístas, es que venían a escandalizar a un público que estaba rogando ser escandalizado. Ni bien los artistas provocaran escándalo, iba a venir un empresario a contratarlos. Esto es lo que cuenta Richter de su época del Cabaret Voltaire: lejos de terminar presos, los dadaístas terminaron disolviéndose como grupo para evitar volverse millonarios. Terminaron huyendo del propio éxito, igual que los surrealistas. Este es parte del problema de las vanguardias en general, un problema que, para
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Benjamin, se anticipa en Baudelaire, sin que lo afecte de la misma manera que a ellas (porque el éxito de Baudelaire es póstumo: en vida sufre censura, igual que Flaubert). Pero, pasados cincuenta años, el público ya había aprendido. El público se educa mucho más rápidamente, en materia de escándalo, que lo que piensan los artistas. Así, cada vez resulta más difícil que un artista, cuando logra provocar escándalo, no termine contratado (y con un contrato que lo ata a producir escándalo de manera cuasi industrial, ya fuera con una novela, una obra pictórica o una composición musical). Los dadaístas descubren que causando escándalo pueden ser demasiado exitosos. Es decir, que rápidamente pueden volverse aburridos. Dadá se atiene a una lógica que es la lógica de la gran ciudad. Los receptores están permanentemente estimulados, permanentemente en estado de ansiedad por la búsqueda de lo nuevo. Hay una categoría, la de shock, que Benjamin la desarrolló no en este ensayo que estamos leyendo ( La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica), sino en Sobre algunos temas en Baudelaire. El shock es la ruptura de la protección que un
organismo viviente tiene ante los estímulos. La protección ante los estímulos es, para un organismo viviente, una tarea más importante -y que le demanda más energía- que la recepción de estímulos. Este concepto de shock, que acabo de presentarles, Benjamin lo toma del psicoanalista Theodor Reik, un discípulo de Freud (Benjamin aclara que, si bien esta idea está en Más allá del principio del placer , de Freud, el que la desarrolla es Theodor Reik). Si los organismos vivientes, en tanto dotados de energía, tienen que hacer un esfuerzo más importante para protegerse de los estímulos que para recibirlos, eso significa que construir memoria -construir pasado- es mucho más difícil que olvidar –vivir el presente-, es decir, abrirse a los estímulos, dejar pasar cualquier estímulo. De todas maneras, aunque esta concepción del shock sea muy biologicista (como sucede con buena parte de los conceptos psicoanalíticos de comienzos del siglo XX), es la concepción que a Benjamin le interesa para pensar la memoria: la memoria es conservadora. Precisamente, construir pasado, construir experiencia, es para el sujeto de las grandes ciudades un trabajo más sisífico, más titánico, que dejarse llevar de shock en shock, ser permeable a los estímulos. El sujeto de la modernidad avanzada está permanentemente sometido a los estímulos. Así, devenir narrador, ensamblar la memoria individual con la colectiva, es un esfuerzo cuyo tamaño y desmesura es equivalente a En
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busca del tiempo perdido, en contraste con la facilidad del pegar boletos o botones o hacer
ruido. Requiere concentración, y no distracción. Por eso les decía, hace un rato, que Proust, en el esfuerzo por remediar la atrofia de la experiencia y construir experiencia a través de la figura del narrador, está yendo a contramano de la tendencia estética de comienzos del siglo XX, en la que se inscribe Dadá. Y quizás también a eso se debe su lugar en la historia de la literatura, en tanto Proust no estaba haciendo lo que podía esperar el lector de periódicos, lo que podía esperar el ciudadano agitado, cansado, necesitado de una estimulación rápida, de las grandes ciudades. Ahora bien, también se trata de una obra inusual, eminentemente moderna en su desmesura. Pensemos que el primer tomo de En busca del tiempo perdido –el que casi nadie puede dejar de leer si estudia literatura del siglo XX-, Por el camino de Swann, es una edición de autor. No es que las editoriales se peleaban por su manuscrito para publicarlo. En una gran ciudad, el sujeto sabe todo lo que sucede en cualquier parte del planeta a través de la lectura cotidiana de los periódicos. Este sujeto es un receptor que está esperando que suceda algo inaudito, más inaudito que lo de ayer, aun cuando después exclame ¡Hay que irse a vivir al campo (para no enterarse de nada)! Pero aun si dijera e hiciera eso, se trataría de un receptor que tiene bajas sus defensas ante los estímulos que provienen, precisamente, de la información instantaneizada. El dadaísmo, en este punto, compite con el instantaneísmo de los periódicos; la obra dadaísta es un tipo de obra de arte que puede ser receptada en el modo de la distracción y sin embargo, quede todavía atada al concepto de obra de arte. Ésa es su paradoja: lo que busca Dadá (tanto cuando busca triturar el aura de la obra de arte como cuando busca que sea receptada en la distracción y no en la concentración) es lo que el cine logra sin esfuerzo y sin paradoja. La obra de arte se convirtió, para los dadaístas, en un proyectil;… [Benjamin, Walter, “La
obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en: Estética y política, op. cit., p.122]
Esta palabra la habrán escuchado cientos de veces referida a la cámara: la cámara es un arma, es un proyectil, la cámara fotográfica dispara (shoot ), siempre se habla del disparo de la cámara. Ahora vean que ya los dadaístas pensaban la obra de arte como un proyectil.
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Podemos decir que lo que buscaban de la obra de arte lo hará con creces la cámara: la cámara fotográfica y la cinematográfica. Recuerden la famosa frase de Glauber Rocha, refiriendo a todo lo que se necesita para hacer cine: “una idea en la cabeza, una cámara en la mano”. Sigo con la cita: …[la obra de arte] impactaba al espectador; ganaba una cualidad táctil. [Ídem, p. 122]
Aquí aparece un concepto central del texto: lo táctil. La recepción táctil es lo opuesto de la recepción óptica. Si en esta última primaba el ensimismamiento propio de la contemplación, lo que prima en la recepción táctil es la distracción- ahora vamos a ver en qué consiste esta nueva forma de relacionarse con las obras de arte que el dadaísmo descubre, y el cine explota –no sólo en el sentido de aprovechar comercialmente, sino también en el sentido revolucionario de hacer explotar-. De esta manera, favoreció la demanda por el cine, cuyo elemento de distracción igualmente es, en primer lugar, táctil, es decir, consiste en el cambio de escenarios y de posiciones que penetran a golpes en el espectador. [Ídem, p. 122]
La forma de experiencia –que podríamos considerar una forma de no experienciaen que consiste la experiencia estética de ver una película es la de la distracción (recién el cine moderno rompe con esta expectativa). Pero ¿por qué el cine puede hacer con una facilidad propia de lo automático lo que los dadaístas hacían con el esfuerzo del trabajo artístico?: precisamente porque la cámara no puede no triturar el aura que no tiene (ni puede crear aura, si lo quisiera). Compárese el lienzo sobre el que se desarrolla una película con el lienzo en el que se encuentra una pintura. [Ídem, p. 122]
A esto quería llegar, a la idea del proyector y el lienzo, para poder pasar a la exposición del tercer fenómeno relacionado con el problema de la experiencia: la pérdida del aura. La película no existe mientras no es proyectada. La película –noten que el objeto película se llama igual que el material del que está hecha- existe en la medida en que se lo
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pro-yecta. Piensen que este texto de Benjamin es de 1936: la reproductibilidad técnica piensa el objeto-película como un rollo de película o, mejor dicho, como una película enrollada. De todos modos, la cámara digital haría películas aun menos auráticas que la cámara fílmica. Pero, haciendo esta salvedad, lo que tiene de no aurático el cine lo tiene en la medida en que no hay aquí y ahora, en términos de ritual de origen, como sí lo hay en la obra de arte. La película no está ahí, como sí está el cuadro, que permanece, una vez realizado, como un objeto de este mundo, y si fuera destruido desaparecería totalmente. El aquí y ahora de la película no existe. La ausencia de aura por parte de la obra de arte fotográfica y cinematográfica, que tienen a la reproductibilidad técnica como una cualidad intrínseca –en lugar de extrínseca, como en el caso de las artes plásticas- revoluciona retroactivamente el concepto de arte. Es decir, a partir de la fotografía y el cine, cuyas obras no tienen aura, las obras plásticas (del respectivo presente y del pasado) pasan a tenerla. El aura no existía antes de que la fotografía y el cine nacieran como artes sin aura. La fotografía y el cine crean el concepto de aura al nacer sin ella. La pérdida del aura, en el caso de la fotografía y el cine, es la pérdida de lo que nunca se ha tenido (risas). Al contrario de la obra dadaísta, que busca perder el aura, la obra fotográfica y la obra cinematográfica nunca la tuvieron. De este modo, con las artes sin aura cambia para siempre el concepto de arte: había artes auráticas porque hay artes no auráticas. La diferencia entre artes auráticas y no auráticas la introducen las artes que son de suyo técnicamente reproductibles, es decir, para las cuales no puede establecerse la diferencia entre copia y original, porque no existe la figura del “original” asociada al ritual de origen. Esto lo aclara Benjamin en una nota al pie del # IV de “La obra de arte en la época en la época de su reproductibilidad técnica”. En las obras cinematográficas, la reproductibilidad técnica no es, como en las obras de literatura o de la pintura, una condición extrínseca a su difusión masiva. La reproductibilidad técnica se funda directamente en la técnica de su reproducción. Ésta no sólo posibilita de manera directa la difusión masiva de la obra de arte, sino, más bien, la fuerza [Benjamin,
Walter, “La obra de arte en la época en la época de su reproductibilidad técnica”, en: Estética y política, op. cit., # IV (nota 52), p. 95]
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Las notas al pie de este ensayo suelen ser los lugares en los que Benjamin hace las definiciones y aclaraciones terminológicas. En ésta en particular, aclara que la reproductibilidad técnica, en el caso de la obra cinematográfica, es tan intrínseca a la técnica misma de la producción de la obra que fuerza su masividad. Para entender este concepto –el del carácter intrínseco de la reproductibilidad técnica en el caso de la obra cinematográficahay que tener en cuenta que Benjamin está hablando de la obra de arte cinematográfica en términos de objeto material. Como objeto material, una obra cinematográfica es una película (un rollo de película), del mismo modo que una obra literaria, como objeto material, es un libro y una obra plástica, un cuadro o una escultura (para la década de 1930, las obras plásticas, aún las de vanguardia, eran básicamente cuadros o esculturas). Benjamin no se refiere al que podría considerarse el momento aurático de una película: el rodaje (para el cine moderno, sobre todo para la nouvelle vague, el rodaje va a ser más importante que el guión: es más, el guión va a poder llegar a ser tan abierto hasta el punto de poder no existir o poder modificarse totalmente en el momento del rodaje). Si como objeto material, como objeto “de este mundo”, la obra cinematográfica es un rollo de película, la cantidad de rollos que “se tiren” de cada obra –como suele decirse en la jerga del ambiente cinematográfico- estará relacionada con la expectativa de masividad que se tenga de ella (es decir, de en cuántas salas de un país, de un continente, o del planeta, se planifica estrenar esa obra). La reproductibilidad técnica fuerza, prácticamente, la masividad. La obra de arte intrínsecamente reproductible es intrínsecamente masificable. Si de una pintura se hace una reproducción idéntica (una falsificación), la falsificación es una copia del original, por más que sea idéntica. El original se hizo en un momento, y la copia, en otro. El original es el objeto que inicia la serie de copias idénticas y a las copias idénticas al original, falsificaciones (por más que sean indiscernibles de él y hasta pueda llegar a no saberse ya – supongamos- cuál es el original o incluso el original puede destruirse, directamente). Con el caso de la fotografía sucede lo mismo. La obra fotográfica, como obra de arte, es también serial. Por eso, [si] de la placa fotográfica es posible realizar numerosas copias, la pregunta por la autenticidad de la copia no tiene ningún sentido. Pero en el momento en que falla el modelo de autenticidad en la producción artística se ha revolucionado toda la función social del arte. Su fundamento no aparece en el ritual, sino en una praxis diferente: a saber, su fundamento
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aparece en la política. [Benjamin, Walter, “La obra de arte en la época en la época de su
reproductibilidad técnica”, en: Estética y política, op. cit., # IV, p. 96]
Que la fotografía y el cine hayan revolucionado también la función social del arte implica que por ser ellas artes “sin ritual de origen”, las artes que las preceden pasan a tener “ritual de origen”. Ahora bien, la falta de ritual de origen, por parte de la fotografía y el cine, hace que su fundamento se halle en una praxis distinta de la praxis artística: la política. Este problema, que aparece justo al final del # IV de “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, se conecta directamente con el epílogo del ensayo. El cine -aún más que la fotografía- es el arte por antonomasia para que la humanidad se contemple a sí misma en el espectáculo de la guerra. Y el fascismo estetiza la política en esa dirección. El esteticismo político fascista culmina en la guerra. El “Epílogo” se cierra con esta referencia a la guerra, y a su consecuencia: La humanidad, que antiguamente, en Homero, era un objeto de contemplación para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en objeto de contemplación de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado tal grado que le permite vivenciar su propia aniquilación como goce estético de primer orden. Así es la estetización de la política que el fascismo practica. El comunismo le responde con la politización del arte. [Benjamin, Walter, “La obra de arte en la época en la
época de su reproductibilidad técnica”, en: Estética y política, op. cit., “Epílogo”, p. 128]
En una de las 120 historias del cine, de Alexander Kluge, el autor revisa la conclusión de este Epílogo. La “historia del cine” –de las 120- a la que me refiero se titula “Una observación de Walter Benjamin” (pp. 129-131). En esa historia, Kluge imagina a una doctoranda de la New School for Social Research de Nueva York, que está investigando las diferencias entre las tres versiones de “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, y quiere encontrar, en el archivo Benjamin, una cuarta versión –que finalmente no encuentra- en la que la última frase diga lo que debería decir en lugar de lo que dice. En lugar de con la frase: El comunismo le responde [al fascismo] con la politización del arte.
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Ella quiere que el Epílogo se cierre con la frase: El comunismo le responde [al fascismo] con la politización de las condiciones reales, politización que el arte debe ser capaz de lograr. [Kluge, Alexander, “Una observación de
Walter Benjamin”, en: 120 historias del cine, ed. Carla Imbrogno, trad. Nicolás Gelormini, Buenos Aires, Caja negra, 2010, p. 131]
De algún modo, la doctoranda neoyorkina de izquierda querría “un final de izquierda”. O acorde a lo que habría necesitado la historia del siglo XX para ser de otro modo (un modo que no podemos imaginar). Benjamin –señala muy bien Kluge, dentro de esta (im)posible “historia del cine”, contada a partir de cambiarle el final a “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”- quería que el cine fuera […] inútil para los fascistas, útil exclusivamente para los comunistas [Ídem, p. 130]
Que el cine fuera “inútil para los fascistas, útil exclusivamente para los comunistas” – como dice Kluge que querría Benjamin- era materialmente imposible: la reproductibilidad técnica, por lo mismo que relaciona al cine intrínsecamente con la masividad, imposibilita, que sea solamente un instrumento de emancipación de las masas. Que el fundamento de la obra de arte cinematográfica esté en la praxis política –no en la praxis artística- la convierte en un “arma de doble filo”, apta para el comunismo tanto como para el fascismo. Y con la posibilidad de que el fascismo –por su estetización de la política- pueda implementarla mejor que el comunismo –con su politización del arte-. Veamos mejor el concepto metafísico de aura benjaminiano: Benjamin no está hablando de Napoleón, de Abel Gance, por nombrar una película que él también menciona en el ensayo, sino que está hablando de los rollos de película en los que consiste el Napoleón de Abel Gance. Cuando dice que el objeto es no aurático está diciendo, en última
instancia, el objeto es masivo, es decir, sólo hay copias de una película. Una película consiste en ser copia sin original. En esto consiste tener una existencia no aurática: en no tener original. Estudiante: Es una representación pura. Profesora: El nitrato de plata guarda lo que ha sucedido frente a una cámara, y en
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ese sentido, lo registra; Ahora bien, el nitrato de plata museifica lo sucedido frente a la cámara, la representación, pero de todas maneras, si de una película existiera un solo rollo (porque todos los demás se han destruido o perdido) no por eso sería un original. La película necesita proyectarse para ser una obra: existe en la pantalla. Por eso (porque está destina a ser vista a la vez por cientos, miles o millones de personas) es que no se hace la película para que sea única y por eso la copia de una película es exactamente igual a otra, sin que exista un original. No habría entonces un privilegio de la primera cinta respecto de la cinta 223, por ejemplo. Para que la película exista hay que exhibirla en un lienzo que va a estar colgado en una sala donde hay personas. La masividad del cine está implícita en el hecho de que no haya original de una película. Estudiante: Pero la literatura es también reproductiva, en la medida en que yo puedo hacer cien mil ejemplares iguales de una novela. Profesora: Pero en algún momento el escritor escribe la novela, y se la da a un editor que la manda a la imprenta después de haber hecho su trabajo de editor. Los ejemplares son todos iguales, pero hay ritual de origen. La novela no es un objeto intrínsecamente seriado. De hecho, podría no publicarse y existir de ella sólo el manuscrito. El manuscrito sería, pensado benjaminianamente, un original del que pueden hacerse copias. De una película no habría original. Aunque se hiciera una sola copia, sería una copia, no un original. La concepción del cine como arte no aurática, desde ya, es insostenible, salvo que se la interprete en términos ontológicos: él está hablando del objeto-película como un objeto intrínsecamente seriado, aun cuando no hubiera serie. Toda película es una copia. Ninguna película es un original. Y esto es así porque Benjamin está hablando de la película como un rollo (o varios) de película. Es cierto que en el cine también hay ritual de origen: es el rodaje. Pero esto lo va señalar recién el cine moderno, con Godard y los integrantes de la Nouvelle Vague. No lo va a decir Benjamin, ni ningún cineasta de las décadas del veinte o del treinta, porque es el momento de masividad del cine -aun cuando existe un cine de vanguardia en el veinte, y además, todas las vanguardias incursionan en el cine. Pero cuando uno ve las películas de Duchamp, ve que son experimentos vanguardistas que se hacen con la cámara como soporte, no son, propiamente, obras cinematográficas para ser vistas, en una sala de cine, como obras cinematográficas. Igualmente los experimentos radicales que se hacen con la cámara, en la década del veinte, por parte de las vanguardias,
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no son estrictamente películas para ser exhibidas ante un público masivo. No obstante, podrían serlo si se tirara la cantidad de copias que se tiran de una película con dimensión industrial. Lo que hace revolucionario al procedimiento de producción de una película es que es al mismo tiempo un procedimiento de reproducción: una cinta es igual a la otra. No tendría sentido viajar a otro país para ver una obra cinematográfica, cuando se manda en barco una copia que es idéntica a otra. La posibilidad de tirar “N” cantidad de copias de acuerdo con la expectativa de masividad que se tenga respecto de una película es lo que hace del cine un arte que no tienen precedentes, ni siquiera en su antecesor más directo: la fotografía, que también es un arte de la reproductibilidad técnica. Benjamin contempla esta última posibilidad respecto de las fotografías antiguas: en la medida en que se pierde el rollo y queda sólo la copia, esta copia deviene aurática. Si uno tiene una foto de principios de siglo de un antepasado, no tiene manera de reproducirla, por lo tanto, deviene aurática. Ahora bien, uno puede decir que es circunstancial que eso suceda, porque con las técnicas de escaneo eso ya no sucede más. La lógica de la técnica hace que prácticamente no haya posibilidad de que quede residuo alguno de lo aurático en todo lo que sea reproductible técnicamente. Esto se verá en el curso de los siglos XX y XXI, y seguiremos viéndolo. No existe ya siquiera el revelado en la fotografía digital, la cotidiana e instantaneizada, aunque sí siga haciéndose fotografía en celuloide. Ahora bien, el hecho de que el procedimiento de la reproducción sea al mismo tiempo el de producción hace que el destino de una película no pueda no ser la masividad. Cuando alguien hace una película y considera que la cantidad de espectadores que puede tener es baja, tira una cantidad baja de copias, porque hacer copias también implica una inversión. Pero en el caso contemporáneo, lo aurático estaría aun más triturado porque uno podría perfectamente con una cámara HD filmar una película, subirla a Internet y hacer una campaña de promoción para que todo el mundo la vea. De hecho, muchos cineastas actuales hacen esto. Entonces, no hay posibilidad de que, si algo puede masivizarse, no tenga una relación intrínseca con la política. Estudiante: Podría pensarse que, así como según Benjamin con el cine el original se diluye en la copia, o en el hecho de que todo es copia, tal vez se pierde esa injerencia del original pero aparece la importancia de legislar, por ejemplo, la cantidad de copias o quién puede copiar, o dónde se pueden reproducir esas copias. Y asimismo disminuye el poder
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que el autor tiene sobre su obra. Por ejemplo, un pintor decide destruir su pintura, y desaparece la pintura. Pero un director de cine, si se masifica su obra, ya pierde el poder de decidir, y ya queda del lado del consumidor. Ahora que mencionás la política, tal vez se pueda pensar en ese sentido: ya no existe el original, pero sí existen los medios para decir dónde, cómo, de qué forma se tramitan las copias. Estudiante: Pero también en el cine se vuelve a generar lo aurático en torno a los actores, que pasan a ser “estrellas”, y todo el mundo quiere acercarse a ellas. Hollywood terminó siendo eso. Y allí también está la política: en la construcción de esos mitos primeros. Profesora: Uno puede decir que donde no hay aura hay una voluntad de aura. Por eso el cine moderno demuestra que sí hay ritual de origen: el momento del rodaje, que puede contradecir, incluso, el momento del guión. De hecho, el cine moderno tiende a eliminar la figura del guión, o a permitir que el rodaje la contradiga. Precisamente cuando todo lo que tiene de residuo industrial la forma de hacer cine en la década del cincuenta y comienzos de la del sesenta, entra en crisis, y entra a su vez en crisis total el sistema de estudios de Hollywood, aparece la idea de que el aquí y ahora es el rodaje: que en ese momento puede suceder algo que amerita filmar una escena de una manera que no es la que el guión prescribe, e incluso trabajar con los actores sin un guión y con indicaciones sobre cómo son los personajes, y elaborar los personajes en el proceso mismo del rodaje. Esta es una de las formas en que aparece lo aurático en un arte que, desde el punto de vista del objeto que es, no puede ser aurático. El arte cinematográfico no es aurático porque es una película, es un rollo que se proyecta delante de un lienzo, y se pueden hacer de ese rollo la cantidad de copias que se quiera, según un cálculo económico de asistencia del público. Ahora bien, lo que tiene el cine de lógica mítica también lo tiene porque no se filma, en un comienzo, cualquier cosa. Al respecto, Benjamin menciona que toda la historia va a ser reversionada cinematográficamente: prevé que casi todas las obras literarias, todas las teatrales, toda la historia va a ser vuelta a contar a través del cine. Pensemos en las películas de Griffith, como El nacimiento de una nación , o los westerns de John Ford, y de qué manera un país construye una épica -a la manera homérica-, porque eso es lo que permite conectar después con el epílogo de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica: la relación entre el cine y la guerra. La relación entre el cine y la política va ser
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finalmente, por el triunfo del fascismo, la relación entre el cine y la guerra: el cine se va a mostrar como el arte más apto para narrar la más intensa de las experiencias humanas, la guerra. Ahora bien, el vínculo del cine con la política es intrínseco por el hecho de que no hay razón para hacer más de una copia de una película que no sea la expectativa de que esa película sea vista por muchas personas, es decir, que sea masiva. La técnica reproductiva del cine es a la vez su técnica productiva. Y si la técnica de producción es a la vez una técnica de reproducción, la obra cinematográfica va a tender a ser reproducida, y no a ser retaceada, es decir, los atentados contra la reproductibilidad técnica de Straub y Huillet, por ejemplo, no van a ser lo normal dentro de la historia del cine. Justamente, cuando artistas de extrema modernidad, como Straub y Huillet, hacían cuatro películas distintas entre sí con el mismo material de rodaje (es decir, cuatro montajes de la misma obra), la institución a la cual desafiaban era la institución cine. No querían que las películas se proyectaran en las salas de cine sino que se dieran por televisión y en el prime time (es decir, que alguien viera, por ejemplo, la Antígona de Hölderlin realizada según las indicaciones de Brecht en el horario central de la televisión) porque –decían- los obreros ven televisión, no van al cine. Ellos les dedican una obra a los obreros de la Renault que están en huelga y aspiran a que la pasen por televisión, no a que tengan que pagar una entrada para verla en el cine, y que la dé la televisión pública en el horario central, y no a la madrugada. Volviendo al ensayo de Benjamin, para entender la relación entre artes sin aura y política como una relación propia de la sociedad de masas (e intransferible a otro tipo de sociedad anterior), hay que tener en cuenta que esa relación está dada, fundamentalmente, por el hecho de que la obra de arte técnicamente reproductible no tiene ritual de origen; por lo tanto, el fundamento de su existencia está en la praxis política, no en la praxis artística. Al no tener un fundamento ontológico, el fundamento de la obra de arte técnicamente reproductible es político: la masividad. Si una obra es intrínsecamente reproductible, porque su técnica de producción es una técnica de reproducción (e incluso podemos decirlo al revés: la técnica de reproducción es la técnica de su producción), resulta, al mismo tiempo, intrínsecamente masivizable. El arte técnicamente reproductible –y mucho más si tiene esa cualidad como intrínseca- es el arte por antonomasia de la sociedad de masas, en la medida en que puede satisfacer a un número gigantesco de personas al mismo tiempo.
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