La doncella dorada
Valerie Sherwood
Ésta es la historia de una encantadora joven inglesa del siglo XVIII, Charlotte Vayle, que ha de soportar un matrimonio que se ha llevado a cabo contra su voluntad y a renunciar al hombre al que ama. Las vengativas sospechas del marido provocan el exilio de Charlotte en la ciudad de Lisboa, al tiempo que sus hijas Cassandra y Phoebe, viven una intensa vida social en Londres, creyendo que su madre ha fallecido. Charlotte no tiene más remedio que convertirse en cantante callejera para sobrevivir en la capital portuguesa. La doncella dorada es una trepidante novela de amor y de aventuras donde el amor apasionado, la venganza, el torbellino de escenas emocionantes e inesperadas dan vida a un relato lleno de tensión y de calor humano.
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PROLOGO En la borrosa distancia del pasado, cuando gruesas capas de hielo se deslizaban por Europa y las frías brumas del norte oscurecían el continente, de cara al ancho Atlántico había una tierra de sol y flores. Y desde tiempos inmemoriales existían seres humanos que habitaban cerca de la desembocadura del gran río que bajaba de los Pirineos, rumbo al suroeste, hacia el mar. Desde las moradas cavernícolas de los pueblos de la Edad de Piedra hasta las fortalezas de montaña de los lusitanos, los hombres ansiaban llegar a esas tierras y a ese puerto. Guerreros de muchos lugares las pretendieron, lucharon por ellas, murieron por ellas. Los romanos dejaron allí su sangre... y sus hijos. Allí impusieron su Pax Romana hasta que las tierras fueron arrancadas de sus manos. Vándalos, visigodos, íberos: todos dominaron allí. Los invasores moros de África las retuvieron durante casi quinientos años, y dejaron tras de si sus obras hidráulicas y sus mezquitas. Después pasaron los cruzados, camino a otros lugares, y el dominio cristiano volvió a la antigua ciudad. Cuando se descubrieron nuevas tierras más allá del océano del oeste, audaces comerciantes portugueses desarrollaron un extenso imperio y construyeron una deslumbrante capital cerca de la desembocadura del río. Ese río era el Tajo y la ciudad Lisboa, un opulento paraíso de la civilización occidental. Pero había una serpiente en su Edén- Frente a ese paraíso terrenal, las azules profundidades del océano escondían a un monstruo dormido que quienes habían surcado esas aguas en los negros barcos fenicios de velas latinas o en las largas galeras romanas o en los magníficos navíos del comercio de las Indias Orientales nunca
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supieron que existiese. Muy abajo, frente a la costa, estaba el banco Gorringue, una enorme falla, un profundo desgarramiento de la costra terrestre, que extendía su lengua a lo largo del oscuro suelo del mar, desde la boca del Mediterráneo hasta el salvaje Atlántico. A lo largo de esa falla se habían formado gigantescas montañas submarinas en el punto en que las masas continentales de África y Europa se empujaban, trabadas en una lucha titánica, escondidas de la mirada de los hombres por las azules profundidades del Atlántico. En verdad, si el banco Gorringue hubiese ascendido desde el nivel del mar, en lugar de atravesar el fango y el sedimento del fondo del océano, desde sus raíces se habría elevado a más de once kilómetros de altura... más de un kilómetro y medio por encima del Everest. Y sin embargo esa tremenda grieta yacía invisible debajo de las aguas, y los barcos de madera pasaban por encima sin sospechar, sin saber que en el fondo se agazapaban fuerzas que podían desencadenar la destrucción del puerto del cual zarpaban. Erguidos frente a la ciudad, más allá de la costa, adormecidos, esos riscos montañosos a pesar de su inmensa masa dormitaban inquietos a lo largo de la traicionera línea de la falla. Era inevitable que algún día, empujados por la arrolladora presión del choque de los continentes, una porción de esa falla se moviera... y cuando lo hiciera haría desmoronarse la ciudad de Lisboa. Nada perdura eternamente. Esta es la historia de Lisboa en los luminosos días postreros de su Edad Dorada, cuando se erguía majestuosa por su riqueza y su belleza... y es la historia de la hermosa muchacha inglesa cuyo destino se entrelazó de manera extraña con la suerte de la ciudad condenada. Su historia comenzó entre los riscos y los páramos y las brumas del norte de
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Inglaterra, pero la veremos en Lisboa, donde se encuentra desde hace menos de un par de semanas...
LIBRO PRIMERO CHARLOTTE
CAPITULO I
Lisboa, Portugal, Verano de 1759 Dentro de un rato el sol de la mañana se derramará en una lluvia de oro sobre los rosados palacios de Lisboa y las mansiones con tejados de mosaicos y las magníficas iglesias... en una lluvia dorada más extravagante y chispeante que la reciente lluvia de oro y diamantes que había llegado desde la colonia portuguesa de Brasil, para llenar las arcas de Lisboa y enriquecer, más allá de todo sueño de avaricia, a esta reluciente ciudad de luz, engastada como una joya en la costa occidental de Europa. Pero el alba todavía no había nacido en las lujosas casas de la elegante Portas del Sol, en lo alto de la ciudad. En la puerta principal de una de las más nuevas, una mansión de desnuda fachada de piedra, un adormilado criado sostenía una antorcha, y bajo su resplandor dos caballos salieron de la oscuridad, conducidos por otro criado. ― ¡Pero yo pensé que habías dicho que habría una carroza! ―dijo una cálida voz
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femenina desde el interior; después la llamativa joven que estaba hablando pasó por la alta puerta de roble. Charlotte habría sido considerada una belleza excepcional en cualquier país ―y en especial en Portugal, donde tantos invasores de piel oscura habían dejado impreso, a lo largo de los siglos, un tono aceitunado en las facciones de la gente― con su brillante cabello dorado, de un rojo encendido a la luz de la antorcha, y con su clara tez de flor de durazno que hablaba de ciertos ingleses. Tenía veinticuatro años, era de mediana estatura y había vivacidad y elegancia en cada línea de su esbelto cuerpo. Mientras caminaba, se calzaba un par de guantes de cuero de cabritilla, cuyo color combinaba con el bello vestido de ceñido jubón y amplias faldas, de seda de color melocotón, que ondulaba alrededor de su flexible cuerpo de huesos menudos. ―He cambiado de idea ―dijo el hombre alto y moreno que ahora pasaba junto a ella, rozándola. Iba calzado con botas y vestido de viaje, con un traje oscuro, adornado con botones y trencillas de oro. ― ¡Pero Rowan, tú sabes que yo no cabalgo! ―En la voz de ella se había insinuado una nota de desesperación. Destacándose su silueta bajo la luz de la antorcha, él se volvió bruscamente hacia ella. ―Sí, ya sé que temes a los caballos ―respondió lenta y pesadamente. Y también conozco la razón ―agregó, perezoso. Un temblor recorrió el menudo cuerpo de Charlotte. ¡Cuan poco amable por parte de Rowan al recordarle que de muy pequeña había visto a su padre morir pisoteado por un par de caballos desbocados y enloquecidos! Era verdad que desde entonces nunca había podido librarse de su miedo hacia ellos. ―Entonces, ya que eres consciente de eso, Rowan... ―comenzó a decir. ―Ahórrame los detalles ―interrumpió él―. He decidido no llevarte conmigo, a
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fin de cuentas. Charlotte miró con incredulidad la alta figura de su esposo. ―Pero... hace menos de una hora me despertaste de un sueño profundo y me dijiste que me vistiera, ¡que saldríamos en el acto rumbo a Évora! Dijiste... ―Olvida lo que dije. ―Su tono era seco―. He cambiado de idea. Llevaré conmigo a Joao y dejaré a Vasco para que te cuide. ―Frunció el entrecejo―. Esta misión es demasiado importante como para llevar a una mujer conmigo. Mientras iba hacia el caballo ensillado, la luz de la antorcha parpadeó sobre su rostro moreno mientras ella le miraba. Tratando de entender. Sus estados de ánimo siempre habían sido variables, pero le parecía que desde la llegada de ambos a Lisboa, Rowan se había comportado como un demente, que cambiaba de idea bruscamente según el viento que soplara, que salía a todas horas pero insistía en que ella se quedara en casa. Sabía ―pues él se lo había dicho casi una hora antes, cuando la despertó en la oscuridad de su alcoba― lo urgente que era la reunión que proyectaba realizar. Mientras se vestía, supuso que esa debía de ser la razón de los cambios en el estado de ánimo de Rowan... y en verdad, el motivo de su apresurado viaje a Portugal. Rowan pasaba mucho tiempo en Londres, lejos de ella. ¿Cómo podía saber en qué asunto andaba mezclado? De pronto detrás de ella, en el amplio portal, apareció una nueva cara, redonda e indignada, coronada con la cofia típica de una criada. Estaba refunfuñando en un tono que todos podían oírla, y su palabras pasaron por encima del hombro de Charlotte. ― ¿Por qué ha despertado a la señora Charlotte, si no la va a llevar con usted? Charlotte trató de evitar un enfrentamiento entre Rowan y la criada con un rápido «cállate, Wend». Después se volvió bruscamente hacia su esposo, quien una hora antes se había mostrado bastante dispuesto a «llevar a una mujer consigo».
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―Yo me pregunto lo mismo, Rowan. ¿Por qué has cambiado de idea respecto a llevarme contigo? El hombre de elevada estatura la miró durante unos momentos antes de hablar. Después se echó a reír. ―Tal vez haya decidido que no deseaba tu compañía, en definitiva, Charlotte. Pero por lo menos tendrás el privilegio de ver cómo me alejo a caballo. ―Saltó a la silla, moviéndose con la naturalidad de un jinete experimentado―. Te dejo que imagines por qué. Vivas manchas de color se encendieron en las mejillas de Charlotte. ― ¡No, no sé por qué! ―replicó―. ¡Y te suplico que antes de irte tengas la bondad de decírmelo! Pero los pesados párpados se habían entrecerrado como persianas sobre sus ojos oscuros. ―No reñiremos delante de los criados, Charlotte -le advirtió con voz sedosa―, Y ahora que has tenido la amabilidad de vestirte para verme partir al alba, puedes decirme adiós. -Adiós, Rowan. La voz de Charlotte era inexpresiva. Tenía momentos de gran ternura, el hombre con quien se había casado, pero normalmente se ensombrecían detrás de momentos como ése. Y peores. -Ah, una cosa más. ―había hecho una señal a Joao, pero frenó su cabalgadura en el instante de partir-. No debes bajar por Lisboa, Charlotte. Espero que permanezcas en la casa hasta que regrese. Charlotte sintió que le rechinaban los dientes -¿Y cuándo será eso?
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Él se encogió de hombros. -Por lo menos dentro de una semana. No me esperes antes de eso... puede que me retrase más. ―Sin esperar una respuesta de su esposa, que había palidecido de ira, se alejó, con el ruido de los cascos sobre los guijarros. Joao, ahora montado, le siguió. Charlotte se habría quedado asombrada si hubiera sabido lo que su esposo estaba pensando: « ¡La maldita embustera! Me sonríe con inocencia, con esos penetrantes ojos que siempre hacen tambalear mis decisiones. ¿Cómo sé que ha escuchado? ¿Qué puede estar planeando en este momento? ¡Bien, me encontrará preparado!» Y entonces pensó en lo atractiva que la había visto en la cama, cuando la despertó, apenas una hora antes en que estuvo a punto de retrasar su viaje para poder compartir con ella el lecho y sentir su suavidad maravillosa contra su recio cuerpo, y saborear su dulzura. ¡Era una bruja, le tenía hechizado! Sufría en la oscuridad y detrás de él, Joao, que no hablaba el inglés, se preguntaba por el motivo del altercado, cabalgando en silencio. Desde la puerta, Charlotte los vio desaparecer a ambos en la oscuridad. Esperó hasta que se desvaneció el ruido de los cascos de los caballos. Luego se volvió hacia Wend, que le tiraba de la manga, instándola a entrar de nuevo y dormir un poco. ― ¡No sé si reír o llorar! ―estalló Charlotte, exasperada―. ¡Parece que Rowan sólo me ha despertado para insultarme! ―Se comporta de una forma extraña, es cierto ―admitió Wend, mientras atraía a su ama hacia dentro y cerraba la puerta con firmeza, detrás de ella. Y como Charlotte no hizo ningún comentario―: Quiero decir, peor que de costumbre. ―Suspiró.
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En la oscuridad, Charlotte se mordía los labios, y su espíritu ardía en pensamientos rebeldes. ― ¡Wend, no seguiré siendo dominada por él! ―estalló―. ¡Me dejó sola durante meses enteros y luego, de repente, apareció, y entonces me dijo que hiciera las maletas, que viajábamos a Portugal! ―Lo recuerdo bien- ―La voz triste de Wend encerraba el recuerdo de cómo, después de hacer las maletas a una velocidad vertiginosa y dejarse la mitad de las cosas que necesitaban, partieron en el acto hacia la costa, para embarcarse en el primer barco que zarpaba rumbo a Lisboa. Esa no era la primera visita de Charlotte a Portugal, Pero había pasado mucho tiempo desde que el hombre moreno, dominante, con quien se había casado, se dignara llevarla consigo a alguna parte. Y en los últimos tiempos se había sentido muy sola, teniendo que soportar los rigores del invierno en el norte de Inglaterra. ―No entiendo por qué Rowan me ha traído ―gimió― ¡Hace casi quince días que estamos aquí, y ayer fue la primera vez que me dejó salir de la casa! Wend hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, compadeciéndola, y la cofia se le cayó hacia el otro lado. Tenía la firme opinión de que el amo estaba totalmente loco. ¡La bondadosa y discreta señora Charlotte no merecía semejante esposo! Wend siempre había sido inflexiblemente fiel a su joven ama. ― ¡Y ayer, durante la cena! ―La voz de Charlotte se apagó. No debía hablar de su esposo con Wend, aunque ambas se mostraran tanto apego. Pero lo sucedido durante la cena la había alarmado. Cuando llegaron a Lisboa, Rowan les encontró alojamiento en una posada de las afueras. Charlotte se sentía impaciente por ir a la ciudad, pero Rowan se mostró inflexible y ella no deseaba irritarle. Y a fin de cuentas, suponiendo que fuese a la
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ciudad sola ¿y si alguien la insultaba? Lo más probable era que Rowan buscara al sujeto y le atravesara con su espada... y en ese caso las autoridades podían recordar la última vez que Rowan Keynes y su joven esposa habían visitado Lisboa, y lo que había ocurrido entonces... No, no podía correr ese riesgo Pero una semana más tarde, cuando Rowan la trasladó a esa hermosa casa de Portas del Sol, Charlotte recorrió las grandes habitaciones de techos altos, y lo hizo casi saltando. Y, cuando la había sacado con pompa, en un carruaje alquilado, para visitar sus lugares favoritos y comprarle cosas, esforzándose por mostrarse encantador, ella abrigó esperanzas de que Lisboa hubiese ejercido su magia y las cosas pudieran volver a estar bien entre ellos. Pero entonces, en la plaza principal, Rowan se encontró con uno de sus amigos de Londres... uno de los amigos de los garitos de juego, sospechaba Charlotte, porque no le conocía. Al principio Rowan exhibió sus injustificados celos hacia cualquiera que le prestara atención, y dedicó miradas agrias a su amigo. Sólo cuando Charlotte mostró desagrado por el hombre Rowan se relajó un poco. Y después, durante la cena, ella dijo algo que le disgustó y él anunció que se la llevaba a casa... como a una niña mala caída en desgracia. No hablaron durante todo el trayecto a Portas del Sol. Todavía enfadada cuando llegaron a su alcoba, Charlotte dijo a Rowan con sequedad que tenia Jaqueca. Rowan la hizo volverse hacia él. ―Todavía no he recibido una disculpa, Charlotte ―dijo él con severidad. ― ¡Ni la recibirás! ―exclamó ella―. ¡Porque no te debo ninguna! Durante un momento pensó que él le pegaría, pero no lo hizo. Siguió allí, encorvado, mirándola con furia. Luego, con una rapidez asombrosa, la levantó y cayó
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con ella en el lecho, y mientras ella forcejeaba, le arrancó todas las ropas de su cuerpo. Jadeante y desnuda, ella quedó tendida debajo de él, rodeada por las ruinas de su vestido color dorado y de los encajes y batistas de su ropa interior. -Rowan... -protestó, pero la boca de él aplastó la suya en un beso asfixiante que le impedía hablar. Sintió que el largo cuerpo de él se movía y desplazaba sobre el suyo, sintió que su fuerte masculinidad la penetraba como una lanza... y quiso llorar. «Así no es como debería ser esto entre un hombre y una mujer -pensó, confundida-, esta violenta manera de hacer el amor, sin ternura.» Como con desprecio, el cuerpo de él pareció restregarse contra el suyo, haciéndola estremecerse mientras, contra su voluntad, las inexorables embestidas despertaban en ella profundas pasiones. Desgarrada por emociones en pugna, sintió que su flexible feminidad respondía con un estremecimiento al tumultuoso ataque de él, Eso era lujuria, se dijo, atontada, y sintió vergüenza ante la traición de su cuerpo, mientras sus sentidos se elevaban y se arremolinaban y se hundían en un mar insensato de estremecido placer culpable. Culpable porque se sentía destrozada por la brutal violación. «Nunca lo llames amor ―pensó con amargura, tratando de ahogar los gemidos que le subían a la garganta―. Porque no hay amor entre nosotros. Sólo esta pasión animal que parece encenderse y devorarnos en su llama ardiente.» Y entonces llegó la culminación de sus propias pasiones, que estuvo a punto de lanzarla por encima del mundo, hasta caer agotada, extenuada. Tenia las mejillas empapadas de lágrimas cuando por fin Rowan la dejó, irguiéndose, apoyado en los brazos y mirando fijamente su cara triste, sus mejillas brillantes de lágrimas, a la luz de la vela. ―Charlotte, Charlotte, ¿por qué me provocas de esa manera? -preguntó él con voz ronca-. ¿No ves que hace salir el demonio que hay dentro de mí?
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-No te provoco -respondió ella, ahogándose-, ¡Me tomas como si me odiaras! ―No, eso nunca. ―Inclinó su morena cabeza y le rozo con; los labios el surco de entre los pechos, dejó que su boca recorriera la redondez de éstos, probó con los dientes los rosados pezones, los sintió temblar―- Nunca podría odiarte, Charlotte. »0h, pero me odias ―pensó ella, aunque en su extenuación era lo bastante prudente como para no decirlo―. Me odias por algo que ocurrió hace mucho tiempo y que ninguno de los dos podrá cambiar nunca. Me amas y sin embargo al mismo tiempo también me odias, y ese odio te recorre en oleadas cuando menos lo esperas...» Sin embargo, la noche anterior había sido un amante tierno, la cortejó con su cuerpo como si se tratara de una canción de amor. Dolorida y confundida, volvió la cabeza hacia otro lado. ―Estoy muy cansada, Rowan. ―Se movió, inquieta, cuando los labios de él se posaron en su vientre y lo recorrieron. «Estoy cansada de tus incomprensibles cambios de humor, de tus furias repentinas. Si las cosas iban a ser así entre nosotros, habría deseado que me hubieras dejado en Londres...» No dijo nada de eso, por supuesto... sólo habría provocado otro estallido y recriminaciones, y entonces tal vez su cuerpo magullado habría debido soportar otra sesión de amor frenético―. Muy cansada ―murmuró―. Sólo quiero que se me permita dormir. El se irguió ante el tono con que lo dijo, dándose cuenta de que había sido rechazado. ―Eres una zorra de corazón helado ―dijo él con amargura, apartándose de ella. Charlotte le oyó cruzar la habitación y cerrar de un portazo, al salir de su alcoba. Esperó tensa, pero él no regresó. Se relajó cuando escuchó el estrépito, abajo, de la puerta de la calle cerrándose con violencia.
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«Después de haber obtenido de ella lo que quería, su esposo salía a disfrutar de la noche de Lisboa sin ella», pensó Charlotte con amargura. Se revolcó, se revolvió, y al cabo de un rato cayó en un pesado sueno... del cual la había despertado Rowan para decirle que se vistiera, que viajarían a Évora en una hora. A su lado, ahora, sintió el leve estremecimiento de Wend. ―Ojalá no hubiéramos venido con él a este lugar extraño ―murmuró ella―. Ojalá nos hubiéramos quedado en casa, en Aldershot Grange. ―OH, pero, ¿cómo podíamos quedarnos, Wend? ¿Qué excusa habría podido dar a Rowan cuando fue al norte específicamente para traerme a Portugal? ―No fue al norte para eso ―objetó Wend con terquedad―. Se encontró con Livesay en el camino cuando viajaba hacia allí, y le dijo que pensaba quedarse un mes en Aldershot Grange y después regresar a Londres. A Charlotte se te cortó el aliento. ― ¿Livesay te dijo eso, Wend? ―Livesay era el mayordomo de Aldershot Grange. ―Sí. Creía que también te lo había dicho a ti. ―No, no lo hizo. ―Los pensamientos volaban en la cabeza de Charlotte. ¿Qué había hecho que Rowan cambiara de pronto de idea? De repente recordó algo que en su momento le había parecido extraño: estaba mirando por la ventana y vio a Rowan, a lo lejos, cabalgando hacia la casa. Y entonces, en el momento en que estaba apartándose de la ventana, con la intención de cambiarse el vestido de casa que llevaba puesto por algo más elegante para recibir a su esposo, a quien no veía desde hacía seis meses, vio que otro hombre cabalgaba a galope tendido sobre la cima de la colina, en un sudoroso caballo... aun desde esa distancia pudo ver la estela del sudor. Reconoció en el Jinete al viejo Conway, de Carlisle, un hombre que de cuando en
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cuando se ocupaba de algunos negocios de Rowan. Los dos estuvieron conversando durante un rato y después Rowan espoleó a su caballo para dirigirse a la casa y casi chocó contra su esposa, que se encontraba en la puerta, ordenándole con brusquedad que hiciera las maletas para ir a Portugal. La miraba con una ira inexpresable. ¿Qué había ocurrido entre el momento en que habló con Livesay y aquél en que irrumpió en el vestíbulo de Aldershot Grange, sin siquiera un saludo, para exigirle que hiciera las maletas en el acto? ¿Era posible que el viejo Conway, con su caballo cubierto de sudor, hubiera galopado para decirle algo a Rowan? Y en ese caso, ¿de qué se trataba? ¿Qué podía haber ocurrido para que de repente decidiera llevarla a! extranjero? A Charlotte le pareció que averiguarlo tenía una gran importancia. Había habido algo tan amenazador en los modales de Rowan hacia ella durante la cena de esa noche... Y en algunas ocasiones, en esa semana –alternando con períodos de, viniendo de él, extraordinaria ternura-, él la había mirado con ira, sin motivo alguno, y ella había tenido la extraña sensación de que estaba a punto de estallar con alguna injustificada acusación contra ella... ¿Qué podía ser? ¿Qué representaba ella en verdad para Rowan?, se preguntó preocupada. A veces, cuando él mostraba una buena conducta, incluso estaba convencida de que él la amaba. ¿O acaso se había casado con ella sólo por su cuerpo esbelto, que le había cautivado, y por su rostro, que hacia que los hombres contuvieran el aliento y se volviesen para mirarla, adondequiera que fuese? Rowan coleccionaba cosas bellas... y a veces, en sus furias incontroladas, las hacía trizas. Su esposo era un hombre formidable y en algunas ocasiones aterrador. Ahora se volvió hacia Wend y suspiró. ―No podré volver a dormirme, y no siento apetito. ―Esto lo dijo para contener a
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Wend, quien, como se había criado cerca del hambre, pensaba que la comida era la solución para todas las cosas-. Creo que iré caminando hasta el mercado de pescado. A esta hora debe de estar repleto. ― ¿Cómo, caminar sola? -Wend se escandalizó-. ¡Te puede asaltar algún desaprensivo! ―No, no será así. Está naciendo el alba, la ciudad despierta. Y tal vez encuentre una silla de mano y me haga llevar hasta el muelle. Wend se mostró alarmada. ― ¡Espera a que me vista! Iré contigo. ―No hace falta. Vuelve a la cama, Wend. Tú también necesitas dormir. Dejó a Wend ceñuda, con la vela chorreante que había bajado consigo, y salió de nuevo, apretando un fino chal bordado que le cubría los delgados hombros. Fuera encontró a Vasco, el criado que portaba la antorcha, todavía recostado, adormilado, contra la pared, al lado de la puerta. Aunque hablaba un inglés bastante bueno, prefirió fingir que no entendía, y ella se encontró con que no podía apartarlo. Obstinado, insistió en ir con ella, para alumbrarle el camino con la antorcha, y a ella se le ocurrió que tal vez Wend tenía razón, que podía haber desaprensivos merodeando en la noche de Lisboa. No se veía ninguna silla de mano. Al bajar desde las alturas de la Portas del Sol, con los altos baluartes del Gástelo de Sao Jorge irguiéndose sobre ella, había en el aire matinal una dulzura que recordó a Charlotte, intensamente, su infancia en las Scillies, las afortunadas islas soleadas frente a la costa meridional de Inglaterra, a unas veinticinco millas de Land's End. De pronto sintió una dolorosa nostalgia de su vida allí y de su madre, la frágil y encantadora Cymbcline, a la que siempre podía ver a través de las ventanas abiertas, moviéndose
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con gracia y alegría en el interior de la pequeña casa de granito que había comprado en las afueras de Hugh Town, en la isla de St. Mary, un año después de la muerte accidental de su esposo. Charlotte pasó ante la catedral románica del siglo XII y se dio cuenta de que ahora estaba recorriendo las empinadas calles tortuosas de la Aifama, donde el día anterior había paseado con Rowan y lord Claypool. Y allí estaban, una vez más, los sonidos siempre presentes en su infancia, las voces estridentes de las aves marinas que desgarraban el aire matinal, el batir de las alas de las gavias y los alcatraces y cormoranes y los pájaros bobos y las gaviotas que revoloteaban sobre ella. Hasta el terreno empinado le recordaba las veces que había trepado sobre las rocas de las Scillies Pero esa vida ya no existía, había desaparecido para siempre. Fue reemplazada hacia tiempo por la vida con el imprevisible Rowan, quien se levantaba de la cama por la noche para pasear se inquieto. Ella le oía caminar de un lado a otro en la habitación contigua. « ¿Por qué?», se preguntó a bocajarro. Era una pregunta que nunca se atrevía a hacerle a Rowan. Estaban casados, pero jamás habían tenido verdadera confianza. Su matrimonio era como una tregua entre ellos. Siempre lo había sido. Con Rowan mirándola con sus penetrantes ojos a través de la mesa del desayuno, como para introducirse en su mente y descubrir si le había sido infiel en sus sueños. Como en verdad lo había sido. El pensarlo ya no hacía asomar un rubor a las mejillas de Charlotte, pues el de ellos no era un matrimonio hecho en el cielo, sino, a veces lo pensaba, tramado en el infierno. Aun así, habían durado juntos hasta ese momento ―las parejas de su clase se divorciaban muy pocas veces-, aunque Rowan no podía ignorar que ella nunca le había
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amado y había encontrado amantes, muchas, porque los chismorrees sobre sus locuras y derroches en Londres llegaban incluso hasta la lejana Cumberland. Charlotte había hecho oídos sordos. Nunca se sentía del todo cómoda en presencia de Rowan, de modo que era bueno que estuviese lejos de ella, aunque siempre cuidaba de ocultar sus sentimientos y hacer el papel de esposa abnegada, cuando él regresaba. El aire salado que soplaba del Atlántico por la boca del río Tajo onduló el rubio cabello de Charlotte... ese cabello rubio en el cual Rowan había parecido encontrar tanto placer en los primeros tiempos de su matrimonio, y nunca le permitió que cortase siquiera un mechón. Concentrada en no pisar en falso en esa lóbrega calle de angostos balcones, tan empinada que parecía hecha principalmente de escalones, que bajaba por la Aifama hacia el muelle, Charlotte, intrigada, trataba de entender todo aquello. ¿Por qué cuando Rowan hizo el amor, después de hacerlo en forma tan descuidada e inconstante, en ocasiones casi condescendiente, durante este último año antes de su salida de Inglaterra, se había mostrado de pronto tan feroz? En la primera noche de Lisboa la había tomado entre sus brazos como si quisiera destruirla, asediándola con una pasión que la dejó débil, magullada y temblorosa. En el barco no se había comportado así. El viaje produjo un cambio maravilloso en él. Parecía alegre, como si hubiese desaparecido un gran peso que llevaba sobre sus hombros. Y su manera de hacer el amor fue de nuevo tierna y moderada. Cuando por fin se establecieron en su casa de las Portas del Sol, su modo de hacer el amor se volvió en todo sentido imprevisible... una noche era un amante tierno, a día siguiente un animal feroz. Lo que impulsaba a Rowan no era el amor, y desde luego tampoco el cariño, sino otra cosa, algo que le hacia aullar en sueños, gritar palabras furiosas, incomprensibles, que degeneraban en murmullos inquietos. Algo siniestro.
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En este momento, ella sintió algo así como un cosquilleo en la columna vertebral cuando se levantó las faldas para esquivar un pesado macetón. Ese hormigueo del miedo era lo que la había impulsado a salir al alba, para pensar. Ahora, en los tortuosos recovecos de la estrecha calleja, un gato, uno de esos rayados que abundaban en Lisboa, se precipitó entre los pies de Charlotte y huyó con un maullido, cuando ella saltó para no pisarlo; luego se agazapó en los escalones de piedra cercanos y la miró; sus sabios ojos verdes parpadearon bajo la luz de la antorcha. A cierta distancia se oían chillidos de unos gatos alborotados que hacían el amor y tal vez la guerra, y el gato rayado se sentó, alerta. ―Gatito ―murmuró Charlotte con tristeza―, espero que tu amante no te trate tan mal. Como si encontrase insoportable el sonido, el gato se alejo escalones abajo y luego se echó a andar en forma más decorosa, meneando la cola. Charlotte lo miró. ¿Quién sabía cómo había pasado ese gato la noche anterior? Tal vez, al igual que ella, el animalito necesitaba alejarse y pensar sobre su vida. Desde luego, ella había tenido necesidad de salir esa mañana para despejar su cabeza, pues el cuerpo todavía le dolía por la brutalidad de Rowan al hacer el amor la noche anterior. Pasó ante una fuente de piedra cubierta por azulejos blancos y azules que describían escenas de jardines. Cerca de ella, dos mujeres corpulentas ―firmes madrugadoras en la pálida mañana portuguesa― llenaban jarros de agua. Niños harapientos, semivestidos, les tiraban de las faldas, y los gatos se escurrían a su alrededor, frotándose contra sus robustas piernas. Charlotte sintió la tentación de sentarse al borde de la fuente y contemplar ese pequeño panorama de la vida en una ciudad exótica.
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Pero resolvió no hacerlo. Con la antorcha ahora apagada a la luz del día, Vasco todavía vagaba detrás de ella, aunque ahora caminaba a una respetuosa distancia. ¿Y si se le ocurría apartar a esa gente de la adinerada señora? Decidió no correr el riesgo, porque lo era, se dijo con tristeza, y siguió caminando hacia el concurrido muelle. Ah, eso era lo que necesitaba: una animada multitud indiferente, y un saludable griterío. Alrededor de ella, en el mercado, pescadores de aspecto curtido vendían su mercadería a las aceitunadas varinas, las pescaderas que lo apilarían en grandes banastas para vocearlo con energía por todas las partes de la ciudad que despertaba. Cómo ondulaban sus amplias faldas negras sobre los guijarros, qué brillantes sonrisas dedicaban a sus parroquianos, mientras los aretes de oro se balanceaban en sus orejas y los pescados chorreantes que llevaban en esas cestas chatas, sobre la cabeza, goteaban y salpicaban un collar de oro o una cruz suspendida entre los amplios pechos... Allí, entre las varínas y los hombres con sus camisas rojas de pespunte en cruz, inadvertida en medio del estrépito, trataría de afrontar sus problemas y entender por fin por qué su esposo le hacia el amor como si la flagelara. En el muelle del mercado de pescado, mientras lo atravesaba al azar, el agua brillaba y las gaviotas de blancas alas se volvían de color rosado o espliego, en el cielo de la mañana temprana. En el puerto había ancladas multitud de embarcaciones: lanchas de palos inclinados, de color rojo y pardo; hermosas barcazas de velas latinas, llamadas fragatas, todos los tipos de veleros parecían estar representados. Un enorme y ventrudo barco mercante atrajo su mirada, porque enarbolaba una bandera inglesa. Los pasajeros de la nave estaban a punto de desembarcar, y una oleada de nostalgia empujó a Charlotte hacia ellos. De pronto, en medio de esa multitud le sobresaltó el ver un rostro familiar... una cara de hombre, bronceada y curtida, de cabello tan rubio que parecía blanco como el
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de los vikingos bajo el pálido sol que asomaba. El rostro desapareció casi antes de que lo hubiera visto, perdido en un mar de pasajeros que desembarcaban, pero la visión momentánea hizo que el corazón le diera un violento vuelco en el pecho. Y esa breve imagen le hizo correr la sangre en viejos ritmos salvajes, que atravesaron su cuerpo con una sensación semejante al pánico. Porque el hombre a quien acababa de ver ―y sin duda debía de estar equivocada, porque había muerto hacia tiempo― había significado para Charlotte Vayle más que ninguna otra persona en este mundo. Su amor por él era profundo y tormentoso, y la había perseguido hasta ese día. En verdad, la sola visión de un hombre que únicamente se te parecía llenaba de una intensa excitación el recuerdo de aquellos ojos verdes que le habían sonreído, de aquellas manos de largos y suaves dedos que la habían acariciado, de aquellos labios que se habían fundido tiernamente contra los suyos. Era... ¡no, no podía ser Tom Westing! Pero aun en su incredulidad, Charlotte se sorprendió corriendo alocadamente, porque debía saberlo, debía saberlo. Ciega, tropezó con un carro y se desolló los tobillos. Casi no sintió el dolor. Una varína de faldas negras que llevaba una carga de pescado en una cesta, sobre la cabeza, la maldijo cuando se apartó del carro, abriéndose paso a la fuerza hacia los pasajeros que desembarcaban. Pues la visión del rubio desconocido ―y sin duda tenía que ser un desconocido― había llevado a Charlotte hasta un intenso pasado que con tanta desesperación trataba de olvidar. Se vio arrastrada a un torbellino de recuerdos de un amor que había tenido sus tiernos inicios entre los riscos y los lagos de Cumberland, más abajo de la frontera escocesa, para estallar en, un desastre en el dorado verano de 1732.
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CAPITULO II
Cumberland, Inglaterra. V, Verano de 1750 Charlotte Vayle no olvidaría nunca en la vida su primer encuentro con Tom Westing. En verdad fue, recordó más tarde mirando hacia atrás, el día en que se dio cuenta por primera vez cómo podían ser las cosas entre un hombre y una mujer, el día en que empezó a pensar en serio en los cálidos brazos de un hombre rodeándole el cuerpo desnudo y dejar que su fervor la transportara a otro mundo, y en otros placeres ni siquiera soñados... Pero eso fue más tarde. En aquel momento, su apasionamiento juvenil no conocía límites. Charlotte tenía quince años... unos quince años delgados y desgarbados, con grandes y expresivos ojos que parecían desmesurados para su delicado rostro en forma de corazón. Ella y Wend, la nueva criada joven (una ineficiente derrochadora de su tiempo, según la cocinera), habían salido de la cocina e ido, ociosas, en busca de nidos de aves. Caminaban descalzas (para no estropear sus gastados zapatos) por piedras calientes y suaves hierbas, en dirección al Risco del Fraile, un profundo promontorio arbolado que se elevaba por encima de la costa oriental del antiguo lago glacial, una reluciente extensión que los hombres llamaban Aguas del Derwent. Wend contaba a Charlotte cómo en su casa ―y señalaba con vaguedad en la dirección del Greta― siempre colgaban sobre la puerta marchitas ramas de abeto para ahuyentar a las brujas. Aunque se había criado entre los dólmenes y las piedras verticales de las lejanas Scillies, Charlotte no creía de veras en las brujas, y en aquella ocasión rió.
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―Entonces, ¿os preocupa que haya muchas? ―preguntó, Y Wend, que era dos años mayor, de huesos grandes y pasos seguros, se dio la vuelta para responder con un bufido: ―Nunca se sabe qué nos espera ―advirtió―. ¡Eso es lo que siempre dice mi madre! Desde luego así había sido su propia vida hasta entonces, sintió deseos de decir Charlotte. ¡Si hubiese sabido, en las Scillies, qué le esperaba en el norte de Inglaterra, habría llorado! Mientras miraba las musculosas y desnudas piernas morenas de Wend, que se movían delante de ella, Charlotte no pudo dejar de pensar, caprichosamente, que dada la vestimenta de ambas, nadie habría podido adivinar que Charlotte era el ama y Wend la criada. En general, la pelirroja Wend era la mejor vestida, porque Charlotte, infantilmente menuda para su edad cuando llego a Cumberland tres años antes, había crecido como un arbusto en ese último ano, y sus ropas de ahora, a pesar de su buena tela de hilo y su excelente costura, habían sido muchas veces ensanchadas y estaban raídas desde hacia tiempo. Allí, en lo más alto de Inglaterra, donde dormitaban volcanes olvidados hacía tiempo, con sus pizarras verdes desgastadas por la escarcha y el hielo, se encontraba el gran macizo central de la región de los lagos, que se elevaba, majestuoso, al sur del agradable valle de Carlisle. En torno a las plateadas aguas del lago, las cimas de las montañas, semejantes a catedrales, desaparecían misteriosamente en la bruma de las nubes arrastradas por el viento de ese día, que componían un cambiante dibujo de sombras sobre las antiguas cumbres. Ambas jóvenes sintieron ese expectante silencio que se había asentado sobre el lago plateado y sus contornos. Habían iniciado la caminata riendo, alegres, pero la
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quietud de esa tarde de verano había acallado sus voces, y ahora casi caminaban de puntillas entre los árboles. ― ¿Por qué no visitamos Fox Elve? ―sugirió Wend, que tenía un travieso sentido del humor que combinaba bien con su cabello rojizo―. ¡Tal vez el fantasma del Señor vikingo se ponga de pie y nos agarre de los tobillos! Charlotte, sumergida en la somnolencia de la campiña, asintió y siguió a Wend por la senda empinada que llevaba al diminuto hoyo aislado conocido como Fox Elve. En los alrededores, todos conocían la leyenda del Señor vikingo, quien en una remota incursión había sido dado por muerto por sus hombres, y su nave partió hacia los lejanos fiordos. Una joven del lugar le encontró, decía la leyenda, y que cuidó hasta devolverle la salud, allí, junto al manantial de Fox Elve. Pero no se trataba de una joven corriente. Su cabello era de oro puro y montaba en un caballo blanco, y llevaba una larga espada mágica, que sabia manejar tan bien como un hombre. Tal vez se apiadó de él, esa Doncella Dorada. Y cuando estuvo bien otra vez, ella le besó en los labios y le pidió que regresara a los profundos fiordos del norte, de los cuales procedía. Pero el Señor vikingo había estado entre sus brazos y sentido su hechizo, y se negó a irse... a no ser que ella le acompañara. ― ¿Por qué no puedes venir conmigo? ―le preguntó él. La Doncella, que era fuerte y hermosa, clavó en el suelo la punta de su espada de doble filo y se apoyó sobre la empuñadura. ―Porque yo fui quien te derribó ―respondió con sencillez―, aunque es posible que en el calor de la batalla no te hayas dado cuenta de que era yo. Y como eras el trofeo de mi espada, nadie se opuso cuando elegí devolverte la vida. Pero si me fuera de este lugar contigo, seríamos perseguidos, porque yo y mi espada mágica somos portadores de buena suerte en las batallas, y en mi aldea se me considera un gran
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tesoro. Además, estoy prometida a nuestro caudillo. El no me dejaría ir. Haría que un grupo de guerreros nos siguiera, y te derribarían. ―Eso no me importa ―se burló el Señor vikingo, que había recobrado sus fuerzas y con ellas su jactancia―, ¡Robaremos una nave y zarparemos con el viento a favor! ―No -suspiró la Doncella-. Pero esta noche te traeré vino y me acostaré contigo una vez más. Esta noche, pero mañana te irás. Eso no le gustó mucho al Señor vikingo, y esa tarde encontró algunas hierbas en el bosque, y cuando la Doncella Dorada llegó con su bota de vino y su triste y decidido semblante, logró deslizar algunas de las hierbas en el vino, a raíz de lo cual ella cayó al suelo, sumida en un sueño profundo. Y mientras dormía, él la levantó, la depositó sobre su caballo blanco y galopó con ella hacia el mar. Y mientras cabalgaban, por el cielo comenzaban a desplazarse nubes oscuras. No llegaron a la costa. El jefe de la aldea había enviado espías tras ellos, y él y un grupo de sus hombres aguardaban para caer sobre ellos antes que llegaran al extremo más septentrional del lago. Con el camino bloqueado, el Señor vikingo hizo volver a su caballo por donde habían venido. Galopó a una tremenda velocidad, llevando consigo su carga de cabello dorado y largo vestido blanco, basta que por fin se detuvo en Fox Elve, donde había caído la primera vez y donde se le había devuelto la vida. Allí, bajo la tormenta que se preparaba, con los truenos retumbando en las montañas, se apeó con su preciosa carga. Y allí, rodeado, el Señor vikingo llamó, ronco, a sus dioses nórdicos pidiendo ayuda. Pidió a Odín, el Dios de la Guerra, una victoria, y a Thor, el Dios del Trueno, que hiciera caer su poderoso martillo sobre sus enemigos. Cuando los atacantes que le cercaban se lanzaron contra él, blandió sobre su cabeza la mágica espada de doble filo de la Doncella Dorada, y Thor no hizo esperar su
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atronadora respuesta. Un rayo atravesó el cielo oscuro, pero no contra el enemigo: el rayo cayó sobre la espada levantada en alto. El círculo de guerreros atacantes retrocedió y observó, aterrorizado, cómo la espada se volvió de un rojo ígneo y se derritió, y el propio Señor vikingo quedó consumido por la llama y convertido en cenizas. Había varios finales para la leyenda, que se había transmitido, contada ante los fuegos de campamentos y frente a los crujientes hogares durante el invierno, y todos esos finales eran muy tristes. Pero Charlotte, que quería un final feliz para los amantes perdidos, elaboró uno propio. En su versión, la Doncella Dorada se ponía de pie sobre sus largas piernas y alejaba a su jefe con un gesto, reclamando como propias las cenizas del Señor vikingo, ya que su espada era la que le había derribado. Era suyo. Le pertenecía para siempre. Con su rival convertido en cenizas, el caudillo aceptaba de buena gana y se marchaba, negándose a soportar el dolor que se leía en los ojos de su Doncella Dorada. Y después... Después de eso, ella devolvía de nuevo la vida al Señor vikingo, y cabalgaban juntos, por un camino, hacia las estrellas... Así lo soñaba Charlotte. Las dos jóvenes habían llegado casi a Fox Elve, silenciosas y sin aliento. Charlotte había estado allí muchas veces. Sabía que en Fox Elve no había nada, aparte de un bosquecillo que rodeaba a un manantial, la pequeña corriente que nacía en éste y las piedras que algunos afirmaban que habían sido apiladas en memoria de la Doncella Dorada, quien había tomado la espada de su Jefe en su desesperación para hundírsela en el corazón hasta la empuñadura. Y cerca, una tumba que tal vez contenía el cadáver del caudillo, que había tomado la misma daga, todavía caliente por la sangre de su amada, y ―para unirse con ella en algún paraíso infernal― se dio muerte con la misma hoja. O, decían algunos -y la supersticiosa Wend era una―, la «tumba hundida» no era
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una tumba verdadera sino un hoyo que lo parecía, quemado en el suelo cuando el rayo inmoló al Señor vikingo.. un hoyo desde el cual sus manos fantasmales podían salir, y agarrar los tobillos de los incautos, para arrastrarlos al infierno. A Charlotte nunca le habían agradado las supersticiones y se negaba a creer en ellas. Prefería pensar que el montículo de piedras era un recuerdo levantado para conmemorar un amor que había desafiado al tiempo y a la muerte, y que la tumba hundida había sido cavada por alguien, mucho tiempo más tarde. La historia del Señor vikingo y la Doncella Dorada siempre había obsesionado a Charlotte, y ahora que ella y Wend caminaban en silencio hacia el bosquecillo en el cual, según la leyenda, había ocurrido el drama hacía tiempo, una vez más imaginaba fantásticos sueños al respecto. Ahora estaban bajo los árboles, sombreados por las ramas, y sus pies descalzos no producían ruido alguno en las suaves hierbas, en este mundo irreal. El montículo embrujado de toscas piedras apiladas se encontraba delante de ellas, sobre una pequeña elevación, y detrás de él la tumba hundida se hallaba semioculta, cubierta de hiedra y mirtos azules. Wend se dirigió hacia la tumba cubierta de hiedra con Charlotte a la zaga, cuando al unísono, sus cuerpos juveniles se detuvieron en seco, tan de repente, que estuvieron a punto de caer adelante. Allí, ante ellas, una larga y esbelta pierna desnuda de mujer se elevaba desde la tumba abierta. « ¡La Doncella Dorada! - fue el primer pensamiento alocado de Charlotte―. ¡Ha vuelto!» Desde luego que allí había vida. Esa sola pierna sin cuerpo se arqueaba hacia arriba con un espléndido y lujurioso movimiento. Impúdica & indecorosa, se agitó ante
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ellas. Mientras miraban, fascinadas, el pie desnudo giró, los dedos se curvaron con el acompañamiento de una aguda risita femenina y la risa grave de un hombre. Las dos jóvenes intercambiaron miradas de sobresalto. Charlotte abrió la boca para hablar, para susurrar «vámonos, Wend»... y la cerró inmediatamente cuando otra voz, un tanto confusa y femenina, llenó el aire ―OH, Tom-, ―murmuró esa voz somnolienta. Después, con mayor ansia―; ¡Ohhh, Tom! ―con inflexión ascendente. Y luego un gemido extático. Charlotte propinó un tirón al brazo de Wend, pero ésta no quería moverse. Con los ojos brillantes y abrumada por la curiosidad de ver quién estaba ahí, gimiendo con tanto alborozo, Wend se inclinó un poco más, y para hacerlo dio un paso. Una ramita se quebró bajo su pie. ― ¡Vámonos! ―suplicó Charlotte. Con su palabra, la blanca pierna bajó bruscamente. Cuando desapareció de la vista, asomaron la cabeza y los hombros desnudos de un hombre, con expresión de sobresalto e indescriptiblemente colérico. Charlotte nunca olvidaría su aspecto, los intensos ojos verdes, que resaltaban en su rostro bronceado y el mechón de cabellos rubios que brillaban, casi blancos, con el sol que caía sobre ellos, en una luz salpicada, por entre las ramas. Al lado de él se asomaron los revueltos rizos de color amarillo manteca de una joven, y después, cuando ésta se esforzó por levantarse aún más, quedó al descubierto su torso, dejando ver un jubón desatado y unos redondos, plenos, desnudos pechos, asomándose sueltos. Al ver a Wend y Charlotte allí, con expresiones ridículas, estalló en una cascada de locas carcajadas. ―Cállate, Maisey ―murmuró el hombre, mirando con furia, ceñudo, a las dos jóvenes intrusas. Charlotte vio, por el movimiento del hombre, que agarraba algo... muy posiblemente sus pantalones. Agitó un brazo imperioso―. ¡Váyanse!
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―Si, vete, Wend ―intervino Maisey, irresistiblemente―, Y llévate a esa mocosa contigo. ¡y no le digas a mi James que me viste aquí! Profundamente turbada, sintiendo la cara lo bastante ardiente como para freír huevos en ella, Charlotte propinó a Wend un buen empujón. ―OH, vamos, Wend ―exclamó, desesperada―. ¿No ves que quieren estar solos? Así instada, Wend se apartó un paso, con desgana, y Charlotte tuvo una última desagradable visión del semblante convulso de Maisey y de la irritada mirada del joven; entonces las dos muchachas se alejaron, tambaleándose. Wend habló sólo cuando estuvieron a unos cien metros de Fox El ve. ― ¿Sabes quién era ése? ―preguntó con voz entrecortada. ―No ―respondió Charlotte suplicante, deseando de todo corazón, fuese quien fuese, no volver a verle nunca más... Seria demasiado embarazoso. ¡A fin de cuentas, ella y Wend le habían pescado... haciéndolo! ―Era Tom Westing ―informó Wend dándose importancia. (Wend se enorgullecía de saberlo todo acerca de todos.)―. Viene de algún lugar cercano a Carlisle, dicen. Atractivo, ¿no? ―Dirigió a Charlotte una mirada picara―. No me habría importado llevar los zapatos de Maisey. ―Estaba sin zapatos -señaló Charlotte con una voz ahogada. Todavía estaba enrojecida de vergüenza, pero en el fondo del corazón admitía que Tom Westing -a pesar de todas las miradas coléricas que les había dirigido― era, desde luego, atractivo. ―Y tal vez sin muchas cosas más ―comentó Wend. Lanzó una mirada hacia el lugar del cual venían―, Y eso de que estén juntos en esa tumba vacía. Es una cama buena y estrecha, ¿no? Tendré que recordarlo, ―Ahogó una risita.
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― ¡Wend! ―dijo Charlotte en tono de reproche. Wend dio un par de pasos más. ― ¡El James de Maisey reñirá con Tom Westing si se entera de esto! ―Los ojos le chispearon de ilusión. ―OH, Wend, ¿no irás a contárselo? ―protestó Charlotte. Wend se encogió de hombros con ligereza. ―Bien, puede que no lo haga... y puede que sí ―admitió, sacudiendo la cabeza―. Lo pensaré. En ese momento tenían la casa a la vista. Habían estado caminando cuesta abajo, hacia el lago. Ahora, delante de ellas, oscuras contra el espejo plateado de Aguas del Derwent, se elevaban las empinadas tejas del tejado de Aldershot Grange, que había sido el hogar de Charlotte en los últimos tres de sus quince veranos. La casa era una sólida construcción de piedra, grande... aunque no tan grande como el medieval Castillo Stroud, que se encontraba fuera de la vista a través de los árboles, al norte, a lo largo de la costa del lago. Ni era Blade's End, ubicada en la otra dirección. Pero Aldershot Grange era cómoda. Charlotte tenía una gran alcoba en el segundo piso, y la casa contaba con un personal mínimo de criados... Pero Charlotte nunca la consideraría su hogar. El hogar estaba lejos, muy al sur, más allá de Land's End, en las Scillies... y lo había perdido para siempre. Aldershot Grange era el hogar del tío Russ. Charlotte no había visto nunca a su tío hasta que llegó un día, desde Londres, para llevar a un pretendiente a visitar a su madre. ―Cymbcline ―insistió el tío Russ cuando el pretendiente no podía oír (aunque Charlotte, agazapada cerca, lo oyó) ―, John Foster es el hombre adecuado para ti.
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Todavía es joven y a ti no te queda mucha juventud. ― ¿Y...? ―preguntó su madre. ―Y tiene una casa en Londres y un bonito patrimonio en Hampshire ―agregó él malhumorado. ―De modo que podrás pedirle dinero prestado, si me caso con él -supuso su bonita madre con astucia. El tío Russ refunfuñó un poco por eso, y su madre rió, sabiendo que había dado en el clavo. Pero a Cymbcline le agradó el atrayente John Foster de cabello rojizo, y al final aceptó casarse con él. Corría el año 1727. Charlotte, que entonces tenia doce años, se dio cuenta, excitada, de que ese nuevo casamiento de su madre produciría grandes cambios en su vida. Para empezar, tendrían que dejar la solitaria belleza estival de las Scillies, para pasar al ajetreo y la excitación de Londres. ¡Londres! La idea la emocionó. Además habría jóvenes a su alrededor, porque John Foster, viudo, tenia un hijo y una hija de edades parecidas a la de Charlotte. Pero la encantadora y frágil Cymbcline se estaba quedando muy débil en ese verano de 1727. Aunque nunca se quejaba, Charlotte la había visto llevarse la mano al corazón y detenerse para apoyarse en las tibias piedras del muro del jardín. La excitación de los preparativos para la boda fue demasiado para ella, y lanzó su último suspiro casi en vísperas de ésta. Con cuánta claridad recordaba Charlotte ese último día... Estaba en la espaciosa alcoba de su madre, ayudándola a elegir un vestido para la boda; toda la cama de plumas, con su colcha de encaje, se encontraba cubierta de ropas. Las contraventanas se hallaban abiertas, era un día soleado de cielo azul y suaves nubes blancas que flotaban en él como bellos cisnes en un lago.
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― ¡Tenía tantos deseos de usar algo ligero y festivo para la ceremonia... como esto! ―Ansiosa, su madre levantó un precioso vestido de color amarillo pálido, con miriñaque y volantes, y adornado con delicadas perlas cultivadas, cosidas en rosetas de raso de tono marfil―. Con guantes de cabritilla de color marfil, bordados en seda amarilla pálida. Y una guirnalda de rosas amarillas para mi cabello. ― ¿Y por qué no te lo pones? ―preguntó Charlotte. Su madre suspiró. ―La hermana de John me ha escrito ―y, John, sin duda llegará mañana y lo desaprobará todo― que debo recordar que soy una viuda y no una joven virgen, ¡y que le parece que lo más adecuado será el negro! ―Cymbcline parecía indignada―. Le dije a John que sencillamente me niego a casarme de luto, a pesar de lo que piense su hermana, y él sugirió un pardo oscuro o un añil, o quizá un púrpura intenso. -Suspiró de nuevo. ―Ponte uno de éstos y hazle frente ―sugirió Charlotte, la irresistible rebelde, indicando alegremente un sencillo vestido blanco, de ondulante seda transparente―. Estarás maravillosa con él. ― ¡OH, entonces se produciría un escándalo, parecerá que «me caso con mis enaguas»! ―La risa de Cymbcline resonó en el acto. La Charlotte de doce años conocía bien la creencia popular de que si una novia usaba sólo una larga prenda blanca para casarse, su esposo siempre podría ser hecho responsable de sus pecados. ― ¿Tal vez deberías huir y casarte? ―sugirió, embelesada―. Entonces podrías ponerte lo que quisieras. ―OH, eso seria divertido y sé que es la moda, pero en verdad, ¿adonde podría huir? ― Replicó su madre con ligereza―. Gretna Green está muy lejos, ¡y también la
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calle Fleet! No, debo tratar de empezar bien con mis parientes políticos... me pondré esto. ―Tomó una crujiente seda de color añil, con borlas de azabache, la sostuvo contra su cuerpo y se miró, pensativa, en el espejo. Y entonces, de repente, su semblante perdió su color y sus labios se pusieron azules. ―No... No me siento muy bien ―jadeó. Antes del anochecer estaba muerta y la crujiente seda de colores añil se había convertido en su vestido funerario. El tío Russ pareció no experimentar tristeza alguna ante la pérdida de su joven hermana. Sólo Charlotte sintió una pena abrumadora por su sonriente y joven madre. Despojado de su futura esposa, John Foster desapareció muy pronto de la vida de Charlotte. Y el tío Russ, el hermano soltero de su madre, llegó del norte y se hizo cargo de todo. Fue nombrado tutor de Charlotte, desmanteló la casa de St Mary y lo vendió todo, y llevó a Charlotte de doce años y sus pertenencias personales al norte, a su propia casa de Aldershot Grange, cerca de la frontera escocesa. El primer invierno de Charlotte allí fue muy crudo. Con ropas demasiado finas para el intenso frió, se lo pasó temblando en la casona llena de corrientes, envuelta en chales y acurrucada cerca de la chimenea. Desesperada, vio la lluvia helada y la escarcha que sacudían el tejado y la nieve y las tormentas que oscurecían aún más el paisaje gris. Como su madre, era una hija del sol, y esa región de frías brumas grises y aire helado la deprimía. En ocasiones, en ese invierno, sintió que se moría en Aldershot Grange, sola y sin nadie que la quisiera, pues su tío la había llevado a su casa, y después de dejarla se fue a Londres; ella quedó con un guardarropa inadecuado, en compañía de los criados.
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Recordando el calor y la casa rodeada de palmeras de las islas Scillies, Charlotte lloraba noche tras noche, hasta quedar dormida. Durante los tres años siguientes se enteraría de que su tío residía muy pocas veces en Aldershot Grange, que pasaba casi todo su tiempo divirtiéndose en Londres. Y en las pocas ocasiones en que estaba en casa, se mostraba duro y frío, y en general no le hacia ningún caso. Parecía pensar que ella no necesitaba otra cosa más que comida y vivienda, y le daba una asignación tan escasa que sólo podía comprar alfileres con ese dinero. Por fortuna había aprendido a leer y escribir y hacer sumas en las Scillies, porque ahora no se podía ni hablar de una escuela. Las ropas de Charlotte fueron gastándose poco a poco, y se hubiera vestido de harapos si ella y Wend no hubieran decidido, un día lluvioso, explorar los grandes desvanes de Aldershot Grange. Oculto en un rincón polvoriento, cubierto de telas de araña, encontraron un viejo baúl olvidado, y cuando Wend abrió su tapa curva, ambas ahogaron una exclamación. Allí, cuidadosamente guardados con saquitos de espliego, había algunos vestidos que la madre de Charlotte usaba de joven... y que se quedaron allí cuando se casó y se mudó. ― ¡No los encontramos demasiado pronto! ―Rió Wend, levantando un delantal de tafetán de color rosa con una mano ―: ¡Mira esto! Charlotte, que revolvía, encantada, el tesoro, dijo: ―Puedes quedarte con el delantal, Wend, ―Y se detuvo cuando encontró un pequeño abanico roto, con una imagen pintada de nubes y cupidos- El abanico era de su madre, sin duda alguna, pues a ésta siempre le habían encantado los cupidos. Los ojos de Charlotte se llenaron de lágrimas cuando se llevó el diminuto abanico a la mejilla. Bajó con él, sobre un montón de ropas perfumadas de espliego, y lo sacaba y lo miraba cada vez que se sentía alicaída, porque de alguna manera el pequeño abanico roto parecía acercarla más a su madre... y a esa vida perdida de las Scillies.
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Las prendas del baúl impidieron que Charlotte anduviese vestida de harapos, pero estaban inevitablemente pasadas de moda, con sus grandes mangas abullonadas, y a Charlotte, que era más alta que su menuda madre, le quedaron pequeñas muy pronto. Y a la larga también esa ropa estuvo raída. Cuando preguntó a su tío si no podría recibir una parte de su herencia para comprarse ropa nueva, él ladró que su hermana Cymbcline había dejado muchas deudas de las cuales Charlotte nada sabia, y que con la herencia apenas había podido pagarlas. Charlotte dudaba de esto último, pero no se hallaba en condiciones de averiguarlo... sencillamente tendría que esperar hasta llegar a la mayoría de edad. O hasta que se casara. Cosa que parecía desesperadamente lejana. Y entonces Wend ―la sonriente, la bromista, la supersticiosa Wend― apareció en su vida, tomada para reemplazar a la anciana Glynis en la cocina. Wend era ruidosa y afable, y llegó como un espíritu luminoso a ese nuevo mundo de la pálida niña desdichada de las Scillies. Sola y desconsolada, y segura de que nunca se habituaría a la vida entre esos temibles riscos del norte, Charlotte se pasaba el tiempo convenciendo a Wend ―quien no necesitaba que le insistieran demasiado― de que se escabullera con ella para ir a explorar algún nuevo sendero pocas veces pisado. Como por ejemplo ese día, en que encontraron a los amantes tendidos en la tumba hundida... Las dos jóvenes habían salido hacía tiempo, y regresaron a la casa a hurtadillas y por caminos distintos... Wend porque esperaba que la cocinera no hubiera advertido su ausencia, y Charlotte porque había visto un caballo desconocido, amarrado cerca de la casa, y se preguntaba quién podía ser el visitante.
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No tardó en saberlo. Un caballero moreno, de facciones marcadas, se encontraba cómodamente sentado en un largo banco de madera, en el vestíbulo, como si se hubiera aposentado allí para impedir que nadie entrase sin ser visto por él. ― ¿Dónde está la señorita Charlotte, muchacha? ―preguntó a Charlotte con áspera e impaciente voz cuando ésta entró―. Hace dos horas que la espero. Humillada porque él la había tomado por una criada, Charlotte se detuvo ante él y se irguió en toda su altura... que no era mucha. ―Yo soy Charlotte Vayle ―anunció con voz amenazadora, cuyo efecto quedó un tanto reducido cuando advirtió de pronto que había un nuevo desgarro en sus faldas y trató, de prisa, de cubrirlo. Sobresaltado o no, el caballero de duras facciones se puso de pie con rapidez. ―Le pido perdón, señorita Charlotte ―dijo con suavidad―. Este vestíbulo está tan oscuro... ―Que me confundió con una criada ―agregó Charlotte con amargura. ― ¡OH, nada de eso! ―Le hizo una galante reverencia―. Arthur Brodie, a su servicio. ―Se enderezó, y la boca de Charlotte se apretó, con rebeldía, cuando un par de cínicos ojos pardos recorrieron de arriba abajo su delgado cuerpo, todavía infantil. « ¡Está examinando mis ropas!», pensó acalorada, y sus dedos tomaron la gastada tela descolorida de sus faldas rasgadas. Pero parecía que no era eso precisamente lo que Arthur Brodie estaba observando. Durante la cena, servida deprisa en el polvoriento y largo comedor ―el señor Brodie se había negado a tomar siquiera un bocado hasta que la dueña de la casa no hubiese llegado-, le dijo que «la visitaba» por petición de su tío de Londres.
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― ¿E! tío Russ está demasiado ocupado para venir al norte este año? ―adivinó Charlotte, dirigiendo a su visitante una mirada fría. ―En efecto ―asintió Brodie con afabilidad. Estudió la carita de ella, que parecía delgada y pálida bajo el gorro de algodón, de volantes almidonados, que ocultaba por completo su abundante cabellera rubia―. No será hasta dentro de un par de años, me imagino ―suspiró, mirándola. ― ¿Por qué? ¿Por qué dijo eso? ―preguntó Charlotte a Wend con ferocidad, cuando Arthur Brodie se hubo ido―. ¿Cómo sabia qué haría el tío Russ? ―Pues había habido algo, en los modales de Brodie, que la alarmaba e inquietaba, algo que no podía definir. Wend, que había servido la apresurada cena, dirigió una mirada pensativa hacia la puerta por la cual había salido Arthur Brodie ―Te miraba como si fueras un caballo que quisiera comprar ―razonó con perspicacia. Charlotte se estremeció. ―Tal vez tu tío envió a Brodie para ver si estabas lo bastante madura como para casarte ―sugirió Wend. Charlotte le lanzó una mirada escandalizada. ― ¡Pero si tengo apenas quince años! ―Si, pero... ―Pero ella era de la clase de los criados y Charlotte pertenecía a la aristocracia. Charlotte no se animaba a decirlo, pero Wend lo adivinó y su semblante juvenil se endureció. ―Los aristócratas venden a sus hijas ―dijo, ásperamente―. Sólo que no lo llaman de ese modo. Charlotte tragó saliva. Quizá Wend estaba en lo cierto. Tal vez Brodie la había
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examinado pensando en eso. Tuvo un estremecimiento involuntario. ―No te preocupes -dijo Wend con más afabilidad―. Quizás encuentres a alguien por tu cuenta antes que tu tío tome una decisión. ¡Tal vez lo hayas encontrado hoy! ¡Tom Westing te miraba a ti más que a Maisey! ― ¡Wend! ―Balbuceó Charlotte―, ¡Eso no es cierto! ― ¿No? ―Wend se fue, riendo a carcajadas. Pero eso le dio a Charlotte mucho que pensar, y esa noche, en su gran alcoba cuadrada, Charlotte soñó que ella era la Doncella Dorada y Tom Westing su Señor vikingo Soñó que era más alta, más rellena, que llevaba puesto un vestido blanco, un sinuoso vestido de la mejor seda, que se movía como ella se movería, y que se habían internado juntos en las sombras del bosquecillo. El hermoso rostro de él estaba muy próximo, su cálido aliento le rozaba la mejilla. Sintió que sus fuertes manos le acariciaban la blanca piel, oyó su risa grave. Y despertó con el corazón palpitándole con fuerza, para darse cuenta de que ya era la mañana siguiente y que quien la había despertado era Ivy, la doncella que reía con Wend al otro lado de la puerta. Wend, que siempre buscaba alguna manera de rehuir el trabajo, entró en la habitación mientras Charlotte se vestía. ―Wend, deberías llamar -le reprochó Charlotte-. Habría podido estar desnuda, y si alguien pasa por el corredor... ―Arriba no hay nadie más que nosotras, las mujeres ―corrigió Wend, airosa. Se dejó caer en la cama deshecha y durante un momento observó en silencio mientras Charlotte se vestía. Luego dijo ―: ¿No parecían graciosos? ―preguntó. ― ¿Quiénes? ―interrogó Charlotte, pero lo sabía. ―Esa pareja a la cual interrumpimos haciendo el amor, ayer ―respondió Wend,
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con paciencia―. Pero, ¿no parecían graciosos, interrumpidos de ese modo? ¡Maisey quitándose el vestido y con ese cabello de color amarillo manteca todo enmarañado! ¡Y Tom Westing furioso como una avispa! Si hubiese tenido los pantalones puestos, es probable que se levantara de un salto y nos persiguiera. ¡Estoy segura de que no los tenía! ―Le chispearon los ojos de color avellana. Charlotte levantó la vista ocupada en ponerse las enaguas sobre la camisa. ―Wend, no puedes hablar de ellos ―dijo con decisión―. Sería demasiado violento para las dos decir lo que hacían cuando los encontramos. Además ―interrogó―, ¿por qué habríamos de crearles problemas? Wend se puso de pie y miró desde su altura superior a Charlotte―En efecto ―admitió―. ¿Por qué habríamos de crearles problemas? ―Luego sonrió―. ¿Tal vez te gustó lo que viste? ―Sugirió maliciosa― ¿Y no quieres ver que la hermosa imagen de Tom Westing quede dañada? Un rubor ardiente corrió por las mejillas de Charlotte. ―Eso es ridículo, Wend ―replicó con sequedad―. Espero no volver a ver nunca a Tom Westing... ¡De verdad, creo que me moriría de vergüenza si le viera! ―OH, le verás de nuevo, ―Wend rió―. ¡Más tal vez no sin pantalones! Pero en realidad así ocurrió. Ella le vio. Al día siguiente.
CAPITULO III El día era caluroso y bello, con blancas nubes esponjosas flotando en un azul interminable. Charlotte había ido sola a lo que llamaba su «lugar secreto». Aunque en realidad no estaba lejos de la casa, cerca de Fox Elve, sólo se podía entrar en él por una grieta entre las rocas, y su entrada quedaba oculta por las ramas de un roble antiguo y
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retorcido. Charlotte lo había hallado por accidente, durante su desdichado primer año en Aldershot Grange, luego se habituó a ir allí cuando quería estar sola... o cuando la vida en la casona gris se volvía insoportable. Nunca había llevado consigo a Wend. Ese día no tenía acompañante alguno. La cocinera había dicho que Wend era una muchacha perezosa y la había amenazado con darle con una escoba en las nalgas si volvía a desaparecer cuando había trabajo que hacer. Sin Wend como compañía, el «lugar secreto» había parecido el sitio perfecto para pasar una lánguida tarde de verano. Charlotte llevaba consigo un libro encuadernado en cuero (en realidad era una novela picante titulada La venganza del cornudo), y para señalar el lugar en que dejó la lectura había deslizado, con negligencia, un folleto leído muchas veces, que Daniel Defoe había escrito seis años antes, en 1724. El folleto llevaba el provocativo titulo de «Lujuria conyugal: un tratado relacionado con el uso y abuso del lecho matrimonial de los casados», y trataba en detalle un tema que Charlotte encontraba enormemente fascinante: el delito de raptar a herederas y casarse con ellas, contra su voluntad (tal vez con el estímulo de armas apoyadas sobre su pecho), para lograr el dominio de sus fortunas. Charlotte había leído el folleto con los ojos muy abiertos, y se imaginó arrancada de su lecho por un secuestrador, metida en un carruaje y desapareciendo de repente para casarse, al llegar a Escocia, a punta de pistola. Se imaginó en semejante noche de bodas... no acurrucada, medrosa, en su cama, sino saltando espectacularmente y teniendo a raya a su raptor con su propia pistola, que se la habría quitado, pensaba, antes de lanzarse hacia la puerta y la libertad. Pero, por supuesto, Charlotte se daba cuenta, con pesar, de que era improbable que la buscara un secuestrador, ya que no era una heredera, ni abrigaba esperanzas de llegar a serlo. Lo más que podía esperar era que su tío encontrase algún pretendiente prosaico y le dijera que debía conformarse con él. Sus ojos de color violeta brillaron
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rebeldes. Ella elegiría por sí misma a su pretendiente. ¡Claro que sí! No permitiría que la obligaran a casarse en contra de su voluntad, como ocurría con tantas jóvenes aristocráticas. Haría... Lo que haría quedó en nada cuando se enredó las faldas en una planta trepadora y se detuvo, con una leve exclamación, para liberarlas- Había un tramo muy breve hasta una abertura rocosa existente detrás del viejo roble, de donde llegaba un tenue ruido de agua que caía ―en verdad, la curiosidad acerca de ese sonido musical era lo primero que habla llevado a Charlotte a descubrir ese lugar protegido, rodeado por todos lados de muros de roca, donde un salto de agua alimentado por un manantial caía tintineando en un pequeño estanque circular―, un estanque que relucía y se alejaba a través de una hendidura entre las rocas para aparecer unos metros más adelante, como uno de los tantos arroyuelos que adornaban aquel paisaje escabroso. Habituada al lugar, apenas miró alrededor y se sentó con comodidad en una roca plana, al lado del estanque. Enseguida abrió el libro y se puso a leer. Olvidada de todo lo que no fuese lo que ocurría en las páginas, removía los pies descalzos en el estanque; había llegado a un pasaje incitante, en el cual el protagonista descubría la infidelidad de su esposa, cuando otro tenue sonido la interrumpió. Levantó la vista con calma... y su mirada se paralizó. Una alta figura masculina acababa de salir de detrás de la cascada. Una figura coronada por una mata de cabello mojado, rubio como el cáñamo, que en ese momento se echaba hacia atrás... ese gesto dejó caer una lluvia de gotitas sobre sus anchos y musculosos hombros. Su hermoso rostro, con una expresión de asombro total, le era familiar, así como también su ancho pecho desnudo. Era Tom Westing. Chorreaba agua y se hallaba totalmente desnudo.
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La emocionada exclamación de Charlotte fue interrumpida por la voz de él... no el rugido imperioso que había escuchado cuando ella y Wend interrumpieron su actividad amorosa en Fox Elve, sino un repiqueteo de pura diversión que parecía brotar en lo más hondo de su ser. ―Bien, bien ―dijo en tono de conversación, en apariencia nada turbado por su osada exhibición de masculinidad, cuando se inclinó detrás de una roca para tomar su ropa interior―. La chiquilla de Fox Elve. ¡Parece que conoces la manera de encontrarme sin los pantalones puestos! Charlotte se puso roja como un ladrillo, y habría dado cualquier cosa por desaparecer. Murmuró algo incoherente mientras se ponía de pie a toda prisa y se precipitaba hacia la entrada. Había cubierto casi todo el trayecto hasta Aldershot Grange, antes de darse cuenta de que había dejado su precioso libro junto al estanque de las truchas. Nada habría podido llevarla a recuperarlo. A fin de cuentas, ¿y si le encontraba allí agachado, a! natural, leyendo los pasajes que a ella le resultaban más atrayentes? En especial la parte en que el protagonista imponía su voluntad a la tempestuosa lady Augusta. ¡OH, se moriría si se encontraba otra vez con Tom Westing! Temiendo encontrarse de verdad con él, pues se veía claramente que rondaba por las cercanías ―tal vez para encontrarse con Maisey―, Charlotte se quedó todo el día en la casa y se pasó la mañana siguiente vagando por el jardincillo amurallado, cubierto de malezas desde hacía tiempo. De cuando en cuando lanzaba una mirada ansiosa en la dirección de Fox Elve, preguntándose si ahora podría ir a recuperar su libro. Cerca del mediodía la cocinera le comentó que se decía que la anciana que ocupaba una diminuta choza al sur del Circulo de Piedra Castierigg guardaba cama
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otra vez, con reumatismo, y señaló que era una pena que no pudiera prescindir de Wend, para que le llevara un poco de caldo y algunos panecillos, ya que ése era el día en que se lavaba la ropa de todo el mes. Un tanto aliviada porque al fin tenia algo que hacer, Charlotte entendió la insinuación y partió muy pronto con un cubo de sopa y una docena de panecillos envueltos en un trapo de hilo. Conocía bien el camino a la casa de la anciana. Subía y bajaba por el risco rocoso que se elevaba por encima de un arroyo que en primavera se convertía en un torrente arremolinado, Allí la senda era muy angosta, y Charlotte siempre había caminado por ella con suma cautela, porque el arroyo corría blanco y espumoso sobre la base de un risco que caía en pico, muy abajo. Ese día pisaba con cuidado, cuando al levantar la mirada vio, un poco más arriba, la figura insolente de Tom Westing. Una oleada de turbación al verle de nuevo, al ver a ese hombre con quien siempre parecía tropezar cuando se hallaba desnudo ―y la idea de tener que pasar junto a él tan cerca, literalmente pegada a él, rozando su cuerpo― invadieron el buen sentido de Charlotte. Giró, presa de pánico, para regresar, metió el pie en un nacimiento rocoso y con un grito alocado se precipitó por el borde, agarrándose a lo único que tenía al alcance de la mano: un vástago que había echado precarias raíces en una grieta de entre las piedras. Un vástago que se dobló bajo su peso, y que apenas la sostenía. ― ¡Sujétate! ―gritó la fuerte voz de Tom. Ella oyó el ruido del cuero de sus zapatos cuando corrió hacia ella, sendero abajo. Levantó su cuerpo estremecido, sobre el borde, en el momento mismo en que las raíces del vástago comenzaban a desprenderse, y la hizo volverse hacia él. Abrumada por el terror ―pues había visto la cara sonriente de la muerte en las blancas aguas de abajo, donde habían caído hacía rato el trapo de hilo y el cubo de sopa―, Charlotte sintió que le faltaba el aliento, y se aferró al sólido cuerpo de Tom
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como si estuviera a punto de ahogarse. ―Vaya, vaya ―dijo él, tranquilizador, mientras la sostenía contra su pecho, dejando que temblara―. No estás muerta, pero, ¿qué te hizo volverte de esa manera? ¿No sabes que este sendero es demasiado estrecho para girar donde lo hiciste, sin el menor cuidado? Charlotte no pudo decirle a Tom por qué había girado, como tampoco podía dominar sus temblores. De repente se dio cuenta de que estaba siendo consolada entre los brazos de un hombre fuerte, y que la masculinidad de él la buscaba. Percibió, con una especie de estremecimiento confuso, que le gustaba ser apretada, que le agradaría permanecer allí siempre, en el círculo de esos largos brazos protectores. Alarmada ante semejante pensamiento que le cruzaba la cabeza, trató de apartarse de él. ― ¡Eh, un momento! ―exclamó él―. ¡Estás a punto de hacerlo de nuevo... y esta vez podrías hacernos caer a los dos! Charlotte se paralizó, con vergüenza, y cuando pudo hacerle frente otra vez le dirigió una mirada implorante. ―Lo siento ―dijo con voz débil-. Me salvaste la vida ―agregó, con una nota de asombro. ―Si, creo que si ―admitió él con tono distraído―. ¡Y no cabe duda de que habré de salvarte muy a menudo si sigues comportándole de este modo! ―Su tono era de broma, pero le llamó la atención el impacto que los grandes ojos suplicantes de color violeta ejercían sobre él, y la excitación que bruscamente había crecido en él cuando apretó contra su pecho aquel delgado cuerpo femenino. Era una niña; se recriminó con severidad, y la apartó... con sumo cuidado―. Ven ―dijo, tomándole la mano―. Te
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acompañaré adonde ibas... para asegurarme de que llegues sana y salva. ―Ya no tiene sentido que vaya ―admitió ella, un tanto temblorosa―. Llevaba un cubo de sopa y un poco de pan a la anciana señora Meggs, que vive en el valle, más allá, y ahora ―miró sobre el borde del risco, con un estremecimiento, y vio el agua blanca que caía en cascada― la sopa y los panecillos vuelan corriente abajo. ―Entonces te llevaré de regreso por donde viniste ―dijo él con firmeza. ―OH, no hace falta. De veras. ―Ella se daba perfecta cuenta de la existencia de un aleteo en su pecho y de la cálida y firme presión de la enorme mano de él, que envolvía la suya, pequeña. ―Sin embargo... ―Su tono era seco. La condujo por el angosto sendero sin hablar, deteniéndose cuando había un trecho peligroso para ayudarla a pasar, y Charlotte se sentía turbada, porque había pasado muchas veces por allí, siempre sin tropiezos. ―He estado leyendo tu libro, Charlotte dio un traspié ante ese repentino anuncio, y él la sostuvo, con una mirada de curiosidad. ― ¿Lo... lo leíste? ―Preguntó ella con voz débil ―Sí. Me resulta difícil conseguir libros Entonces era pobre. Lo había adivinado por el aspecto gastado de su casaca bermeja, aunque era de un corte y una tela decentes. También sus botas parecían haber visto tiempos mejores. Pero podía leer. ― ¿Qué te parece? ―arriesgó ella. ―Está bastante bien ―respondió él!, inquieto―- Hubiera preferido que dedicara más tiempo a las empresas de navegación del protagonista y menos a brindar por las cejas de Sady Augusta. ―Tenía unas cejas muy poco comunes ―la defendió Charlotte―. Eran...
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―Lo sé. Altas y sublimes. ―Parecía divertido. Se volvió de pronto y le escudriñó el rostro con una sonrisa―. Caramba, ¿quién lo hubiera creído? ¡Aquí tenemos un par de cejas sublimes! A pesar de su irritación, Charlotte rió y Tom rió con ella. Tenía un rostro sonriente, decidió ella, risueño. ―En realidad ―admitió él con tono serio―, lo que más me interesó fue el folleto. ―OH, ¿el folleto del señor Defoe sobre secuestros? El asintió. ―Lo he encontrado curioso. ― ¿De modo que ahora piensas raptar a una joven heredera y casarte con ella a punta de pistola? -conjeturó Charlotte, alegre. El le dirigió una mirada extraña. ―Es posible ―dijo distraído. Ella contuvo el aliento, y el rubor cubrió sus mejillas juveniles. « ¡Pero yo soy una heredera de nada! ―recordó enseguida. Y luego surgió el pensamiento fugaz―: Está claro, Tom no lo sabe.-» La mirada de reojo que le dirigió entre las pestañas fue de pronto picara. ―A los hombres tos ahorcan por un rapto, Tom. ―Ah, pero podría valer la pena ―suspiró él, y repentinamente miró a lo lejos. Volvió a mirar a la encantadora y delicada jovencita que tenía a su lado... y encontró que ella no le miraba, sino que observaba las rosas con atención. Aunque él había hablado en tono de broma cuando dijo que «podría valer la pena», había habido algo, en la manera en que lo dijo, que hizo que el corazón de ella palpitase más rápidamente. Charlotte estaba creciendo.
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Cuando llegaron a la vista de Aldershot Grange eran muy amigos. Y al menos por parte de Charlotte, un poco más que eso... había decidido que le adoraba. Su sonrisa traviesa la acompañó mucho después de que se hubiera ido. Cuando Charlotte entró en la cocina para decir a la cocinera que había perdido su cubo de sopa y los panecillos en el despeñadero, encontró a Wend sentada ante la puerta abierta, esperándola. ―Bien ―dijo Wend, apoyándose en su escoba y mirando a Charlotte con admiración―, ¡veo que saliste y le encontraste! ― ¡NO hice nada de eso! ―Protestó Charlotte―. Casi caí al barranco y él me salvó. ―Muy inteligente de tu parte ―dijo Wend, admirada- Charlotte enrojeció. ―No trataba de ser lista ―dijo a Wend con tono ofendido―. Quería volverme porque pensé que no podría pasar junto a él donde el sendero es tan estrecho, y... ―Caíste naturalmente en sus brazos. ―Wend ahogó una risita―. Debo acordarme de hacer eso algún día. ―No seas tonta. Es probable que no le vuelva a ver más Wend se rió burlonamente. Al día siguiente Charlotte cerraba las gastadas colgaduras de la ventana de su alcoba cuando vio que Tom bajaba a zancadas por la cuesta, en dirección a Aldershot Grange. Mientras caminaba, hojeaba distraído un libro; ella adivinó que se trataba de la novela que había abandonado tan de prisa. Tenía una hermosa estampa, pensó con estremecimiento mientras lo veía caminar a lo lejos, con su raída casaca bermeja y el estropeado sombrero puesto con estilo, sobre su brillante cabeza rubia. Cuando estuvo más cerca levantó la vista, y Charlotte
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retrocedió de forma instintiva, sin aliento ante la posibilidad de que él la viese observando su llegada- Cuando se atrevió a mirar de nuevo, había desaparecido... tal vez había entrado en la cocina, calculó ella, por el ángulo por donde se había acercado a la casa. Bajó a la carrera, alarmada de pronto ante la posibilidad de que la coqueta de Wend ya le hubiera sentado ante la mesa de la cocina, a beber un jarro de sidra. Pero él había ido a ver a Charlotte. ―Señorita Charlotte, te devuelvo su libro ―dijo con una reverencia cortés, y Charlotte pensó: «Es un caballero, a pesar de sus ropas gastadas. Esa reverencia parecía desenvuelta y habitual», ―Espero que lo haya disfrutado ―dijo ella con sequedad, consciente de que la cocinera y Wend miraban, con los ojos brillantes. Y luego, para escapar a la vigilancia de ellas―; ¿Querría ver nuestro jardín? ―interrogó. ―Está bien. Salieron juntos al terreno de paredes bajas, con malezas, pero ninguno de los dos tuvo conciencia de lo que les rodeaba. En el aire suave, una abeja zumbaba en torno a la cabeza de él, pero pareció no prestarle atención. Ella le dirigía una mirada luminosa. El corazón de Charlotte habría palpitado más de prisa, si hubiera podido saber qué pensaba Tom cuando se encaminaba a la casa; se había preguntado acerca del extraño movimiento de las fibras de su corazón que le inspiraba esa delgada niña, para luego censurarse con energía por interesarse en una persona tan joven. Ahora, en el Jardín ahogado por las malezas, estaba pendiente de las palabras de ella. ―En las Scillies teníamos hermosas flores ―le decía ella, anhelante―. No puedo habituarme del todo a esta región del norte, a sus duros inviernos, a toda la nieve...
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Creo que siempre amaré demasiado el verano. ―Yo me crié en las Bahamas ―dijo él, asombrosamente―. De modo que sé lo que quieres decir. ― ¿Si? Me pareció que Wend decía que eras de Carlisle. ―Sólo desde los diecisiete años. Mi padre... murió y mi madre volvió a casarse, con un constructor de barcos. El y yo no nos llevamos bien. Ella lanzó una repentina mirada de compasión a sus ropas gastadas, que en modo alguno parecían las del hijastro de un arquitecto naval. De modo que por eso había vagado hacia esos lugares... Problemas en el hogar. ― ¿Es por eso que estás aquí, y no en Carlisle? ―preguntó con voz serena. El le lanzó una rápida mirada cautelosa. En realidad había llegado en busca de una muchacha, Maisey, a quien había conocido en Carlisle, un día de mercado. Pero el brillo de aquella relación de poca monta iba disipándose, y de todos modos no sentía deseos de contarle eso a esa niña demasiado delgada, de ojos grandes, que ejercía en él un atractivo tan extraño. ― ¿Qué haces? ―preguntó ella. El miró hacia el otro lado de la pared del jardín antes de responder, y su mirada pareció rozar la superficie reluciente del lago, hacia el mar azul, más allá del alcance de la vista. ―De profesión soy piloto ―repuso. No hacía falta hablarle de los rápidos barcos furtivos en los cuales había aprendido ese oficio. ― ¿Empezaste a navegar muy joven? ―preguntó Charlotte con avidez. ―Cuando tenía diez años ―admitió él―. Era grumete. ―Debe de haber sido un puesto muy difícil para alguien tan pequeño ―dijo ella admirada― Quiero decir, muchos jóvenes de las ciudades de la costa deben de
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ambicionarlo. ―No fue muy difícil ―dijo él, mirando todavía a la lejanía―, Mi padre era el capitán del barco. ―No había por qué decirle que era el hijo del «Demonio Ben» Westing, o que el barco de su padre, el Tiburón, era el terror de los mares. ― ¿Qué rutas hacía él? ―preguntó la joven de las Scillies, que algo sabia del mar. ― ¿Rutas? ―Entonces se volvió para mirarla―. Pues casi todo el Lejano Oliente, África, India. ―Eso era verdad. El Tiburón había navegado con otros filibusteros, principalmente desde Madagascar. ― ¡Las rutas de las especias! -Sus ojos de color violeta chispearon―. ¡Cuan emocionante! La mirada serena de él consiguió no darle muestra alguna de «cuan emocionante» había sido aquello. Todavía ostentaba las cicatrices de la diversión. ―Sí, fue emocionante ―admitió, y había ironía en su voz. Ella no lo advirtió. ―Siempre he querido conocer las Islas de las Especias ―dijo. «No como las vi yo ―pensó él, inexorable―. ¡Con muertos colgando del peñón de la vela, la mitad de las velas rasgadas y un motín abajo!» ―Son muy hermosas. ―Debe de haber sido maravilloso crecer al lado de tu padre. ―Suspiró con envidia―. El mío murió cuando yo era muy pequeña. No había sido maravilloso. Fue un verdadero infierno. Tom podía admirar la fuerza y la valentía de su padre, pero había muy poco más que admirar. El mundo de su padre no era el de los bucaneros, con galantería para con las mujeres y lealtad a la patria... Era en realidad el de los corsarios, cuyo único enemigo era España. Tom había aprendido su oficio en un mundo malévolo, un mundo de piratería, donde cualquier barco era una presa, si contaban con las fuerzas suficientes para capturarlo. Había
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odiado ese mundo, y cuando tenia diecisiete años lo abandonó, dejó el barco y no regresó nunca más. No sabía dónde estaba su padre ahora... ni le importaba. No le cabía la más mínima duda de que el «Demonio Ben» terminaría su vida en el extremo de la cuerda de una horca. Y Tom no tenía la menor intención de acompañarle allí. Cuando miró los confiados ojos de color violeta, la verdad es que le temblaron los labios. Deseaba confiar a Charlotte todo lo relativo a aquello: el sinvergüenza que había sido su padre, aunque procedía de una buena familia; de cómo su padre no se había casado nunca, en verdad, con su madre. De cómo, una vez que se ausentó en uno de sus largos viajes, del cual era posible que no regresara, ella conoció a un armador, se casó con él y se fue a vivir a Carlisle Tom descubrió dónde había ido y viajó a Carlisle. Allí fue objeto de una fría recepción. Por lo tanto se embarcó y ahora estaba de vuelta... y la recepción fue tan fría como antes. Su madre tenía tres hijos con el armador, y quería olvidar el pasado... y Tom formaba parte de ese pasado. -Es cierto que soy piloto de profesión, pero en verdad prefiero la tierra firme ―dijo- Y hablaba en serio. Aunque había crecido en los mares encrespados, lo que en realidad te atraía era la tierra, los bosques y las minas. Abrigaba la esperanza de convertirse algún día en un plantador, en cualquier lugar, lejos de Carlisle. De pronto quiso decirle todo eso a la muchachita, compartir con ella todos sus sueños. Se maldijo por ser tan tonto. Era una niña, un capullo, todavía no una flor. Pero tampoco se decidía a irse. Se sentaron en el muro del jardín, con los altos arbustos agitándose alrededor de ellos y la reluciente extensión del lago detrás, y él le contó sus historias ―muy expurgadas― del mar y de las extrañas tierras tropicales del sur. Le habló con seriedad, como si fuese una mujer mayor.
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Charlotte estaba hechizada. Cuando Tom se fue ese día, se llevó el corazón de ella consigo. Pasó una vez más, dos días más tarde, y la encontró sentada en el muro del jardín, mirando soñadora hacia el lago. Se volvió y lo miró embelesada cuando se acercaba, a pesar de que estaba polvoriento y cansado. ―Zarparé pasado mañana ―dijo él con brusquedad―. En el Mary Constant. He firmado para un viaje largo. Y Charlotte no sabia que después de aquella larga conversación con ella en el jardín, él se había pasado toda la noche sentado en la campiña sobre Aldershot Grange, mirando los oscuros dibujos de sus chimeneas contra el lago plateado por la tuna, y librando una gran batalla consigo mismo. Si se quedaba haría lo que nunca en su vida había hecho: seducir a una niña. Porque veía una brillante confianza en esos ojos de color violeta y en el fondo del corazón sabía que sería una presa fácil. Le avergonzaban los pensamientos que tenía respecto de ella... pensamientos de llevarla a la cama... y los apartó de sí con un esfuerzo. Y entonces recordó su encantadora sonrisa, como el sol atravesando las brumas que coronaban los riscos de Helvellyn, y su decisión se hizo más débil. No, se dijo, no lo haría. Dejaría a Charlotte tal como la había encontrado. Intacta. Merecía crecer dulce, pura y soñadora. Y la única manera en que Tom Westing lo lograría consistía en poner distancia entre ella y él mismo. Irse. Al mar, preferiblemente, desde el cual no le resultaría fácil regresar si le flaqueaba la voluntad. Al mar, y a un viaje largo. Porque esa niña adolescente, ese duendecillo, con sus ojos de color violeta y su maravillosa sonrisa, se había apoderado de tal modo de él, que no resultaría fácil. En la mañana siguiente a su vigilia en la campiña sobre Aldershot Grange, fue a Carlisle y firmó para embarcarse en la primera nave que necesitara un piloto.
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Y ahora ella le miraba como si su mundo se hubiera derrumbado. ―Te... echaré de menos ―balbuceó. ―Y yo a ti, Charlotte. ― ¡Ella nunca sabría cuánto! Y de pronto la tomó entre sus brazos y depositó un beso en los labios trémulos que respondían con tanta suavidad, tan vibrantes al contacto. Decidido, la apartó de sí. La miró a los ojos y durante un instante se perdió en las profundidades de color violeta. Se recordó con severidad, una vez más, la juventud e inexperiencia de ella. ―Te traje algo de Carlisle ―dijo, y sacó del bolsillo de su raída casaca un pequeño medallón de oro, pendiente de una delicada cadena, y se lo colgó en derredor del cuello. ―Para que me recuerdes ―dijo. ¡Como si ella pudiera olvidarlo! ―OH, ¿ya tienes que irte? -exclamó ella, acongojada, cuando vio que en realidad se disponía a irse. El le dirigió una sonrisa anhelante. ―Sí me quedo -dijo con tristeza-, haré algo que los dos lamentaremos. Ella le siguió unos pocos pasos a través del jardín. ― ¿Regresarás? ―preguntó ansiosa. El se volvió hacia ella, y su ansiedad llegó hasta Charlotte como un cálido viento suave. ―OH, si, pequeña Charlotte ―dijo con una voz profunda que pareció deslizarse en los sentidos de ella―. Volveré. Y se fue, caminando con pasos elegantes, yendo hacia el norte, por la costa del lago, hacia Carlisle.
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Wend lo vio todo desde la ventana. ―Está enamorado de ti ―susurró cuando Charlotte entró―. ¡Cualquier tonto puede darse cuenta! Vamos, déjame ver, ¿qué te dio? Charlotte le tendió el medallón y dedicó a Wend una mirada empañada. ―Se va muy lejos, en un largo viaje, a bordo del Mary Constant. OH, Wend, ¿le parece que volveré a verle? ―preguntó, con voz un tanto entrecortada. Wend sostenía el medallón, encantada. ―OH, le verás de nuevo ―dijo a Charlotte con una risita confiada-, Pero, ¿quién sabe cuándo? CAPITULO IV Invierno de 1730 En la gran cocina cavernosa de Aldershot Grange, la cocinera acababa de quemar el venado y el humo de la gran sartén de hierro subía por encima de las ollas de cobre que pendían de las vigas ennegrecidas. Encaramada en un banquillo de tres patas, al lado del enorme hogar de piedra donde crepitaba un fuego intenso, Charlotte había estado escuchando, con la misma fascinación que la cocinera y los demás, la historia que relataba Wend. Haciendo caso omiso de la masa humeante que debía ser la cena, Wend hablaba aún, apoyada con los nudillos en la tosca mesa de madera, con los ojos muy abiertos y redondos. ― Y cuando bajé caminando junto al lago, después de visitar a mi madre, ahí estaba de nuevo, El blanco brazo de una mujer, atravesando el hielo de las Aguas del
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Derwent y haciéndome señas... ¡Llamándome! yo me pregunté: « ¿adonde querrá que vaya?». La voz sepulcral de Wend fue acompañada por un repentino aullido del viento que bajaba de los riscos y trataba de arrancar las pizarras del tejado y Charlotte se estremeció de placer. Aunque en realidad no creía en los fascinantes relatos de Wend, siempre le divertía oírle hablar de demonios y duendes que merodeaban en la noche. -¿Adonde iba a querer que fueras? ¡Pues al otro lado del lago, hacia ese muchacho con quien siempre amenazas fugarte! ―dijo Livesay, el mayordomo, sentado a sus anchas en la cabecera de la mesa de la cocina, fumando su larga pipa de arcilla. Hizo un guiño amistoso a Wend. Esta le dirigió una mirada ofendida. ―Ya te he dicho dos veces que he roto con él. ¿Por qué no quieres creerme? ―Pero, ¿qué ocurrió entonces, Wend? ―instó Ivy, la joven doncella. ― ¡Pues que una especie de luz blanca brilló sobre el lago y estuvo a punto de cegarme! ―El sol sobre el hielo ―sugirió Livesay con una sonrisa―. Le ciega siempre a uno. Una lámina compacta de escarcha se estrelló contra los vidrios de la ventana, y las últimas palabras de Livesay se perdieron en otro amenazante aullido del ventarrón. ―Pero, ¿y después, Wend? ―Preguntó Ivy―. ¿Qué sucedió después? ―Cuando pude volver a mirar, el brazo había desaparecido ―dijo Wend, enfurruñada, con una sombría mirada hacia Livesay, que le había arruinado el relato―. Y entré en la casa. Con ésta van dos veces que lo he visto ―agregó, desafiante. ―Wend, terminarás matándome ―suspiró la cocinera, clavando un largo tenedor
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en el venado quemado―. ¡Tú y tus cuentos! ―No ha sido un cuento ―dijo Wend con vivacidad―. ¡Yo lo vi! Los delgados brazos de Charlotte envolvían sus rodillas, mientras escuchaba con entusiasmo. Las historias inverosímiles de Wend eran siempre un placer. La semana anterior afirmaba que había visto a un animal sin cabeza que galopaba hacia Cat Bells, y la anterior a ésa que había visto tremendas luces azules del diablo ardiendo frente al Risco del Fraile. Valía la pena comer una cena quemada, nada más que por escucharla. Las anticuadas ropas de Charlotte habían desaparecido, porque en las largas noches de la cocina, mientras la cocinera dormitaba junto al ruego que crepitaba en et hogar de piedra, Charlotte, inclinada con gran concentración sobre su aguja, había aprendido a coser. No lo bastante para ganarse la vida con eso, como lo había hecho en su tiempo la madre de Wend, pero lo suficiente como para coser el sencillo vestido casero de hilo que ahora usaba. Ella misma había teñido la tela con corteza de roble... La cocinera le había enseñado a hacerlo. Y aunque el sol lo había decolorado hasta dejarlo de un color de ante más bien indefinido, esperaba que el año próximo lograría reunir suficientes capullos de azafrán como para teñir el vestido de amarillo azafranado, de modo que combinara con su cabello dorado rojizo. Pero existía otra diferencia entre la joven sentada a la mesa en esa noche de Diciembre y la niña que corría, temeraria, por entre los riachuelos y lagunas, a comienzos del verano. Ahora los ojos de color violeta de Charlotte soñaban, y una sonrisa le curvaba las comisuras de su suave boca. Pues llevaba en el corazón el recuerdo del beso de un enamorado... Por lo menos, en su espíritu, había sido el beso de un enamorado, y su recuerdo la calentaba en las duras noches del invierno, cuando el fuego se apagaba en el hogar y de los aleros pendían carámbanos y se podía ver el
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propio aliento, no sólo fuera de la casa, sino también dentro. ―Pronto llegará la Navidad ―dijo Ivy de pronto―. ¿No es hora de que echemos a suertes quién se quedará con la señorita Charlotte? Una expresión de tristeza se extendió por el rostro juvenil de Charlotte, pues sabia que la cocinera y los demás criados vivían todos al suroeste, en las cercanías de Cat Bells o Buttermere. Para no dejarla sola en la casona, alguno tendría que perderse la Navidad con su familia y sus amigos. Charlotte se alborozó cuando habló Wend. ― ¿Por qué no vienes a casa conmigo, para las fiestas? ―le preguntó―. Nos sentiríamos más que felices de recibirte. La casa de Wend se encontraba en la costa sur del Greta, y llegarían en vísperas de Navidad. Comenzó a nevar poco antes de que salieran, pero eso no las amedrentó. Llevaban puestos gorros de lana y mitones abrigados; la cocinera les había preparado un abundante almuerzo de carne fría y gruesas rebanadas de pan, que comerían durante el trayecto. Se detuvo en la puerta de la cocina y agitó la mano en señal de saludo cuando Livesay, que en esa casa hacia algo más que las tareas de mayordomo, las llevó en el carro, la primera etapa del viaje. Las dejó de prisa cuando el tiempo empeoró, y masculló que sería mejor que regresara antes que la nieve creciera, porque de lo contrario jamás llegaría a Cat Bells esa noche. Impávidas y con buen ánimo, las dos jóvenes avanzaron con decisión a través de la nieve e hicieron una parada, cuando estuvieron sin aliento, en el Circulo de Piedra de Castierigg, que Wend declaró que estaba hechizado, aunque enseguida apartó la nieve de una de las piedras y se sentó en ella para devorar su almuerzo.
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Charlotte hizo lo propio, y miró alrededor con interés el círculo exterior de treinta y ocho piedras coronadas de nieve, que rodeaba el círculo interior de diez. En torno, reinaban las montañas. Había estado allí en verano, por supuesto, cuando suaves hierbas crecían alrededor de las piedras cubiertas de líquenes, pero ahora, en invierno, parecían diferentes. Frías, implacables... como lápidas. Se preguntó, dolorida, si Tom regresaría alguna vez. Tantos hombres no volvían... Se perdían en el mar. No en vano los grandes barcos eran llamados «hacedores de viudas». De pronto los pasteles rellenos de pasas perdieron su sabor y los pensamientos de Charlotte se hicieron más grises que el cielo invernal. ―Será mejor que sigamos ―decidió Wend, poniéndose de pie de un brinco, con la boca llena―- La nieve se está haciendo espesa. Y así era. Caminaron con pasos lentos hacia la choza de Wend, y llegaron extenuadas y agradecidas al ver que el humo de su única chimenea de piedra aparecía como una mancha a través del vuelo de los blancos copos. Era una casa de una sola habitación, con una alcoba separada por una cortina, donde dormían los padres de Wend, y cuando Charlotte y ésta entraron apresuradamente trayendo consigo una lluvia de nieve, la habitación pareció demasiado pequeña para contener a toda la gente que se encontraba en ella. Hubo gritos de bienvenida de los chicos, quienes se apiñaron en torno a sus faldas para quitarles la nieve. Y la madre de Wend, inclinada sobre el hogar, agitando el fuego con un atizador, se volvió para sonreírles. El padre de Wend, tullido a consecuencia de una caída mientras conducía a un grupo para trepar a las alturas de Helvellyn, trató de levantarse de su silla... y cayó de nuevo sobre ella con una mueca de dolor, Pero sus ojos, de color avellana como los de Wend, chispearon a través del humo de su larga pipa de arcilla cuando Wend les abrazó saludándoles como si hubieran estado viviendo
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en China, y no en las cercanías de Aldershot Grange, camino abajo. ―Y tú debes de ser la señorita Charlotte ―dijo la madre de Wend, bonachona―. Le dije a Wend que te trajera para Navidad. La mujer le gustó en el acto a Charlotte; parecía una edición antigua de Wend. Ella le dijo a su anfitriona, con timidez, cuánto había deseado esa visita. La madre de Wend parecía encantada... Era la primera vez que recibía una visita de «la aristocracia», y tomó los mitones y el gorro de Charlotte, con cuidado, y los colgó para que se secaran, cerca del hogar. Charlotte sintió una profunda simpatía por la madre de Wend, abrumada por todas esas boquitas que alimentar, tratando de sobrevivir en un pequeño terreno, en ese lugar solitario, con un hombre que no podía ayudarla. En la víspera de Navidad, cuando cantaron los villancicos navideños, Charlotte recordó, apenada, sus Navidades en las Scillies, con su madre tocando alegremente la espineta y todos cantando, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Si su madre estuviera allí... Pero su madre ya no vivía, la antigua vida feliz en las Scillies ya no existía, y nunca volvería a renacer parte alguna de ella. Tal como jamás regresarían los dos hermanos de Wend, que se habían marchado para navegar. Los cantos se apagaron, los platos de la cena fueron levantados de la mesa y todos se acostaron, envueltos en gruesas mantas de lana, con la nieve que caía silbando por la chimenea, sobre el fuego agonizante. Despertaron en la mañana de Navidad, con abrazos y besos, y con la entrega de regalitos caseros..., y la nieve acumulada fuera, que les caía sobre los pies cada vez que abrían la puerta. Estuvieron toda la semana cercados por la nieve.
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Luego, antes de la víspera de Reyes, hubo un breve deshielo que convirtió todas las superficies blancas en traicionero hielo resbaladizo. Y al día siguiente de un día de Reyes, celebrado principalmente con caldo caliente y cánticos, Charlotte y Wend se pusieron sus gorros y sus mitones, y se dispusieron a regresar a Aldershot Grange. En el momento en que la madre de Wend, que había salido con un chal que le envolvía los delgados hombros para dar un último abrazo de despedida a su hija, les advertía que debían tener cuidado, resbaló en el hielo y cayó, sin poder ponerse de pie. La llevaron dentro, la acostaron y decidieron retrasar su despedida hasta el día siguiente. Pero al día siguiente la madre de Wend no había mejorado; todavía sólo podía arrastrarse de un lado a otro, encorvada y gimiendo. En la puerta, con el aliento que formaba una nube en el aire frío, Wend se despidió de Charlotte. ―Tengo que quedarme con mamá ―dijo―. De lo contrario, ¿quién se ocupará de las cosas aquí? ―Abrazó a su amiga y la observó mientras caminaba en dirección a Aldershot Grange. Livesay meneó la cabeza cuando escuchó el plan de Charlotte, de ocupar el lugar de Wend. ―No servirá ―insistió, empecinado―. El amo... ― ¡El tío Russ no necesita enterarse de eso! ―Pero señorita Charlotte, no es correcto que tenga que llevar y traer como una... ― ¡Wend necesita nuestra ayuda, Livesay! Volverá en primavera. Tal vez antes. Y el tío Russ ni siquiera sabrá que se ha ido, porque seguirás pagándole su salario, y lo llevarás y se lo entregarás. ―Cuando él continuó vacilando, ella le lanzó una mirada desafiante―. ¡No crees que yo sea lo bastante fuerte para realizar las tareas de Wend, pero lo soy!... ¡Ya lo verás!
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Livesay sacudió la cabeza, perplejo, y conversó con la cocinera... como lo hacía a menudo, cuando las cosas le desbordaban. ―La señorita Charlotte tiene buen corazón ―suspiró la cocinera― Vio cómo estaban las cosas para Wend, en su casa. ―Buen corazón, pero poca sensatez ―replicó Livesay―. Si el amo se entera de que yo consentí esa idea... ―No hace falta que se entere ―dijo la cocinera con vivacidad-. No lo sabrá, si todos juramos no decírselo. Livesay gruñó, pero a la larga aceptó que Wend recibiera sus jornales, aunque se mantuvo inflexible en lo referente a permitir que Charlotte ocupara el lugar de ésta. A pesar de lo joven que era, recordó a la cocinera con acritud, la señorita Charlotte seguía siendo la dueña de la casa. Ese invierno y esa primavera señalaron una etapa de desarrollo para Charlotte. Antes había sido una niña bonita, casi como un duendecillo. Ahora estaba a punto de convertirse en una belleza esplendorosa. Lo advirtieron incluso los criados que la conocían desde hacia tanto tiempo, que casi ya no la miraban. Y cuando Wend regresó, a principios del verano, un día de cielo azul, nubes algodonosas y cantos de aves, miró a Charlotte y dio un paso atrás, asombrada. ― ¡Bueno, te! ―se asombró Las dos jóvenes se observaron con renovado placer, pero Charlotte también había crecido en otros aspectos. Ya no incitaba a Wend para que abandonase sus tareas horas enteras, pues se daba cuenta de que el sustento de ella dependía de eso. Ahora sola, aunque Wend había vuelto, Charlotte vagaba por las calles o trepaba por los empinados senderos rocosos... Y en ocasiones, como lo había hecho siempre, desde que lo encontró, tomaba un libro e iba a su «lugar secreto», junto a la cascada,
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para leer y holgazanear durante los días de verano. Sólo que ahora, a menudo, se sorprendía dejando el libro a un lado para soñar. Soñaba con un joven alto, de rostro sonriente y ojos tan verdes como el mar de más allá de las Scillies. Un hombre de físico magnífico y el aspecto de un vagabundo. Un hombre con quien sabía, en el fondo del corazón, que podría contar a lo largo de toda su vida. «Te echaré de menos», le había dicho ella, desolada. «Y yo a ti, Charlotte.» El fervor con que dijo eso, la nota vibrante de su voz, la repentina intensidad de su mirada... ¡Ah, jamás lo olvidaría! Palpó el medallón de oro que le había dado... y soñó con días maravillosos. El otoño llegó con sus días secos, y el invierno con sus brumas, sus nieves y sus aulladores vientos. Cuando las tormentas de nieve azotaban las Aguas del Derwent y ráfagas de viento helado casi derribaban las chimeneas de Aldershot Grange, cuando los criados se acurrucaban junto al hogar de la cocina, Charlotte daba largas caminatas y regresaba con las mejillas rojas, sacudiéndose la nieve de las botas. Charlotte se pasó los doce días de Navidad, ese año una vez más, con Wend, pero en esa ocasión salieron con algo más que un refrigerio liviano para comer en el círculo de piedras verticales. Llegaron cargadas con todo un ganso relleno y pan de trigo y dulces de damasco y todas las manzanas que pudieron tomar de los profundos recipientes de los sótanos de la Grange... Charlotte se sintió complacida al ver que la madre de Wend se había recuperado por completo. El invierno pasó silbando, un crudo invierno que heló los lagos y cubrió de nieve los valles. Luego estalló la primavera y Charlotte pudo volver a caminar por sus lugares favoritos, liberados ahora de la garra del invierno, para soñar con Tom. Al regresar de una de esas caminatas volvió a ver otra vez a Arthur Brodie Había
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pasado por Aldershot Grange y visitado la casa «para verla». Caminando con un descolorido vestido de tela casera, con la dorada cabeza erguida, orgullosa, su porte era tan gracioso como el de una cervatilla de suaves pisadas. Al verla, Brodie se asombró. Era posible que ésa fuese la delgada personita, entre niña y mujer, sobre la cual había informado a su tío con un encogimiento de hombros: «Todavía no está lista... No impresionaría a hombre alguno» Y ahora, viéndola descender por la ladera, Brodie se dio cuenta de que él mismo se sentía impresionado. ―La muchacha camina como si su cabeza llevara una corona -murmuró para si―, aunque más bien iba vestida como una criada. ―Frunció el entrecejo; sus pensamientos volaban. Sombrero en mano, fue hacia la puerta y la abrió para dejar pasar a esa joven belleza de dulce rostro. Charlotte se detuvo al verle. Saludó con cautela al moreno Brodie El la recordaba frágil, pero había fuerza en su delgadez, una confianza que le sorprendió. «Regia», pensó de nuevo. ―Señor Brodie ―Charlotte hizo una elegante reverencia, con una gracia encantadora. Luego levantó la cabeza y los hermosos ojos de color violeta se entrecerraron―, ¿A qué debo el honor de su visita, señor? «Bien dicho ―pensó él con distraída admiración-. Me está desafiando.» ―Me he detenido sólo para preguntar por su salud, para poder informar al respecto a su tío, la próxima vez que le vea ―respondió con serenidad. ―Puede decirle a mi tío que estoy muy bien, pero que necesito ropa nueva ―dijo Charlotte con sequedad. La mirada experimentada de Brodie recorrió el descolorido vestido de tela casera,
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mal cortado, que Charlotte usaba ahora. ― ¿Está diciéndome que no tiene mejores prendas que ésta? ―preguntó, sorprendido. ―Eso es exactamente lo que digo. Y tengo la certeza de que ésa es la razón de que no haya recibido nunca una invitación para asistir a un baile... ¡No estoy presentable! ― ¿Hay muchos bailes en estos lugares? ―preguntó Brodie, con las negras cejas arqueadas en expresión divertida. Charlotte se ruborizó, los ojos le chispearon. ¡No permitía que se burlaran de ella por eso! ―Admito que no hay muchos dignos de mención. ―Ninguno en absoluto, habría podido decir, porque a ambos lados de Aldershot Grange había dueños que estaban ausentes y pocas veces aparecían por allí, y no abrían nunca sus grandes casas para recibir―- ¡Pero debería tener vestimenta adecuada, si se ofreciera uno por casualidad! Se la veía tan bonita al decir eso, con el semblante juvenil ruborizado y sincero, que Brodie sintió la tentación de reír. ―Por cierto que sí, señorita Charlotte; estoy seguro que adornaría cualquier baile. Le prometo insistir en eso ante su tío ―agregó con desenvoltura―. Es posible que mi opinión tenga algún peso. ―Así lo espero. ―Ahora le miró con expresión más amable―. ¿No quiere quedarse a cenar? ―preguntó con cortesía. ―No, debo seguir mientras haya luz. ―Le hizo otra reverencia cortés. Pero al irse lanzó una última mirada prolongada hacia atrás. «Esta vez tendré algo que decirle a Russ ―pensaba―. ¡La muchacha está lista!» El vestido llegó a Aldershot Grange poco después, llevado por un criado que dijo que no podía esperar.
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Charlotte recibió la gran caja con sorpresa. Lo más que esperaba de Brodie era que mencionara al tío Russ su necesidad de ropa... Pero como la caja había llegado con tanta rapidez, era evidente que Brodie se había ocupado por su cuenta de ello. Se reprochó por haber juzgado mal al moreno amigo de su tío... sin adivinar que Brodie pensaba cobrar a Russ el doble de lo que había pagado. El vestido que contenía la caja fue un milagro para Charlotte. Era de un suave lino blanco, y muy a la moda, con unas faldas que revoloteaban alrededor de sus graciosas piernas jóvenes con tanta ligereza como las alas de una mariposa. Una ancha franja de grueso encaje blanco en la base de las mangas, de tres cuartos de largo, terminaba en una espuma de blancos volantes de lino, de la cual surgían sus delgados antebrazos. Debajo del ceñido jubón, notablemente escotado (en verdad, Brodie había pedido el escote más bajo aún, mientras que la costurera apretaba los labios y murmuraba que algo «saltaría fuera»), las largas faldas del vestido blanco se abrían como lo dictaba la moda, divididas en el centro y adornadas a ambos lados con un grueso encaje blanco que caía, en diez centímetros de ancho, a todo lo largo de la falda, sobre unas enaguas de hilo blanco acampanadas, bordadas en seda blanca y con adornos de encaje. Charlotte ahogó una exclamación al ver el ancho miriñaque de estructura de ballenas, que otorgaban tanta elegancia a las amplias faldas. No había visto nada así desde que vivió en las Scillies. Y aparte había un gorrito de encaje blanco, bordeado de cintas blancas que le caían por el largo cabello rubio, hasta más abajo de los hombros. Y un par de blancos zapatos suaves que le iba bien (cálculo afortunado de Brodie), guantes blancos y un abanico pintado de blanco. En efecto, a pesar del tentador escote, ante el cual Livesay parpadeó e Ivy suspiró embelesada, era notablemente virginal y en todo sentido cautivador.
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Charlotte se sentía tan excitada, que estuvo a punto de llorar. Se probó el vestido y revoloteó en torno a la cavernosa cocina donde había trabajado tanto durante todo el invierno y la primavera. Se lanzó a un baile que su madre le había enseñado cuando era pequeña. Los pasos podían estar fuera de moda ahora, pero su cuerpo juvenil era tan gracioso, sus pies, con sus suaves zapatos nuevos, pisaban tan airosamente sobre el suelo de piedra, que los criados ―y aun la cocinera, que tanto había desaprobado la exhibición del busto de Charlotte― la animaron a continuar, palmeteando hasta que por fin, ruborizada y riendo, se dejó caer en uno de los largos bancos delante de la tosca mesa de caballetes. ― ¡Creo que nunca he sido tan feliz! ―prorrumpió, con una exclamación ahogada. Wend, que había ido de visita a casa de su madre, a lo largo del Greta, llegó saltando mientras Charlotte bailaba y permaneció de pie, mirando, cuando Charlotte se desplomó, riendo, ante la mesa de la cocina. ― ¡0h, Wend! ¿No es un vestido hermoso? ―Exclamó, alisando las ondulantes faldas―. Me lo envió el amigo de mi tío. ¡OH, Wend, creo que nunca me he sentido mejor! ―Pienso que podrías ser mucho más dichosa ―fue el desganado comentario de Wend. Charlotte le lanzó una mirada. ― ¿Qué quieres decir? ―Quiero decir ―dijo Wend con enorme indiferencia― que de camino hacia aquí me topé con Will el Buhonero. Acababa de llegar de Carlisle, donde estuvo comprando mercancías en el muelle. Me dijo que se había avistado un barco que llegaba, y alguien que tenía un catalejo dijo que era el ¡Mary Constan! Todavía se encontraba muy lejos,
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pero amarraría en la próxima marea. ¡El Mary Constant..., el barco de Tom! La expresión del rostro juvenil de Charlotte deslumbró inclusive a Wend. ¡Tom Westing había regresado! CAPITULO V
Principios del verano de 1752 Ese día de comienzos de junio amaneció luminoso, y Charlotte, que la noche anterior se había sentido demasiado excitada para dormir, se levantó al alba y preguntó a la adormilada Wend cuánto le parecía que le llevaría a un hombre llegar a Aldershot desde Carlisle. - Depende de si va a pie o a caballo ―bostezó Wend. ―Bien, dudo que venga a caballo ―dijo Charlotte, con desgana―. A fin de cuentas es navegante, y no tiene uno. ―Entonces no le esperes antes de mañana, por lo menos. Pero estaba claro que podía alquilar un caballo o conseguir que alguien le acercara en carro... Charlotte se pasó toda la tarde vestida a medias, mirando desde su ventana, preparada para ponerse su espléndido vestido nuevo en cuanto viese en la distancia la familiar figura de Tom. El sol se puso sin que él llegara. Al día siguiente ella tenía la certeza de que vendría, de modo que se puso el vestido blanco y se sentó en el muro del jardín, disponiendo sus faldas de modo que
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formasen una bonita imagen para él, desde lejos. Al cabo de un rato el sol se volvió demasiado intenso para continuar en el muro ―a fin de cuentas sólo quería verse fresca y serena cuando él llegara―, de manera que esperó debajo de las protectoras ramas de un árbol cercano. Por último, el hambre la hizo entrar. -Existen multitud de razones para que no haya llegado todavía ―trató de consolarla Wend―. Quizás hubo algunos problemas para entrar en puerto con el barco, o algo relacionado con la carga. ― ¿Pero eso haría que se quedase a bordo? ―se preguntó Charlotte. ― ¿Quién sabe? ―Wend, que nada sabía acerca del mar, se encogió de hombros―. Puede se. Charlotte se animó un poco, entonces, pero la cocinera se dio cuenta que apenas tocaba su comida. Al día siguiente, cuando Tom seguía sin aparecer, Charlotte tampoco comió. Sacudió el encantador vestido nuevo y lo guardó cuidadosamente. Para esperar algún gran baile, se dijo... Y entonces los ojos se le llenaron de lágrimas. Fuera, como para acompañar su estado de ánimo, el tiempo cambió. Días nublados reemplazaron a los soleados. Nubes grises se arremolinaban arriba, y en el aire había una humedad de lluvia. Charlotte, ahora de nuevo con su vestido casero de hilo, de color ante, vagaba por fuera sin prestar atención al mal tiempo. Caminó sin rumbo fijo, hacia el norte, por la costa oriental de Aguas del Derwent, sintiendo la humedad en el cabello y que las ropas le colgaban, mojadas. Tom no había llegado, en definitiva. Sin duda había sido una tonta por esperarle, se reprochó Charlotte. Había transcurrido más de un año y medio desde que Tom se fue de Inglaterra... Quizás había encontrado otra chica en otra parte.
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El pensamiento la hirió muy en lo hondo. Delante se elevaba un promontorio bajo, pero Charlotte no se sintió con ánimos para trepar. Se sentó en una roca y arrancó una brizna de hierba cercana; la probó con los dientes. Sabía a primavera, y era ácida... Pero no más que sus pensamientos. Porque hasta entonces Charlotte había tenido un amante, aunque sólo fuese en sus sueñosAhora no lo tenía. Siguió sentada allí, con la cabeza gacha, durante largo rato. Por último resolvió que no tenía sentido entrar empapada, y arrojó la brizna de hierba que había estado retorciendo entre los dedos. Se puso de pie y echó hacia atrás su rubio cabello húmedo. Al hacerlo vio una figura dibujada en silueta contra el cielo gris, una figura de tricornio. ¡Tom! El corazón le dio un brinco tan grande dentro del pecho, que sintió que sin duda le estallaría a través del jubón. Ante ella, la figura del promontorio la vio a su vez y saludó con la mano. Ahora corría cuesta abajo, moviéndose con torpeza, según vio, porque caminaba con la ayuda de un grueso bastón. ¡Por eso no había llegado antes, estaba lesionado! Charlotte se recogió las faldas y corrió como un cervatillo hacia él. Y se detuvo en la mitad de la cuesta, invadida súbitamente por la timidez. No así Tom. Al verla lanzó un alarido y se echó a correr cuesta abajo, arrojando a un lado el bastón mientras lo hacia. Y se detuvo delante de ella, radiante. ―De modo que todavía estás aquí ―dijo―. Temí que no estuvieras. Charlotte perdió el habla. ―OH, si, Tom... Aún estoy aquí. Y entonces ―ninguno de los dos supo después cómo había ocurrido o quién se
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movió primero― se abrazaron. Tom la apretaba tanto, que los botones de la casaca se incrustaban en su carne y Charlotte decía: ―Sabia que tu barco había entrado en puerto, y Tom, ¡Tenia tanto miedo de que no vinieras! El apretón de Tom se hizo más intenso y sus labios estaban pegados al cabello mojado de ella, y su voz era ahogada: ― ¡No existía la menor posibilidad de eso! Ahora llovía con más intensidad, pero ninguno de los dos se dio cuenta de ello. ― ¡Cuando te vi pensé que estabas herido! -exclamó ella. ―No, es mi zapato -replicó él, alegre―. Tiene un agujero por el cual podría pasar el puño. Le había pegado un trozo de cuero, pero lo perdí. ― ¿Tu... zapato? ―preguntó ella, asombrada―. ¿Pero por qué no lo hiciste remendar? ―No quería tomarme ese tiempo. ―Rió―, Porque había una muchacha que me esperaba en Aldershot Grange, ― ¡Pero regresaste hace una semana, o más! ―He estado en Escocia. Ella le miró, boquiabierta y sintió el sabor de la lluvia que caía. ― ¿En Escocia? ―Sí -respondió él malhumorado―. Y fue una tontería. ―Explicó que habían echado anclas en el puerto de Carlisle por la noche, y que bajó a tierra con los demás, con la intención de dormir bien y alquilar un caballo para ir a la Grange. Había bebido apenas dos rondas de cerveza con sus compañeros del barco antes de abandonar la juerga y encaminarse hacia la posada, ―Cayeron sobre mí en una callejuela oscura. Cinco hombres que me hablan
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estado esperando. Habría podido hacer frente a los cuatro que se lanzaron contra mí abiertamente y de costado, pero el de atrás casi me partió el cráneo, y más tarde mis amigos me encontraron inconsciente y despojado de todos mis jornales del barco. ― ¡OH, Tom! -musitó Charlotte―. ¡Cuan espantoso! ―Fue espantoso ―convino él con sequedad-. Y sólo debo culpar de ello a mi propia estupidez. ―OH, pero no podías saber... ―Podía... ―dijo él con tono decidido―. Estoy habituado a las ciudades rudas ―y a los hombres más rudos aún», habría podido agregar, pero no lo hizo―, y no me cuidé como debía cuando entré en esa calleja. Pensaba en una muchacha. ―Le dirigió una sonrisa caprichosa que le hizo saltar el corazón de dicha. ― ¿Encontraron a los hombres? El negó con la cabeza. ―Uno de mis amigos me halló y me hizo volver en mí con un cubo de agua y un poco de coñac. Tenía un espantoso dolor de cabeza. Y entonces registramos la ciudad en busca de los ladrones que me habían robado. La mañana estaba avanzada cuando nos enteramos que un grupo de cinco que respondía a la descripción de los hombres había sido visto al alba, de camino hacia el norte. Les seguimos la pista hasta el otro lado de la frontera, y allí perdimos las huellas. ―Su voz se hizo melancólica―. Aparte de las pocas monedas que me prestaron mis amigos ―todas gastadas en los caballos alquilados y en alojamiento a lo largo del trayecto―, estoy tan pobre como el día en que me encontraste. ―No tiene importancia ―le dijo Charlotte con ternura―. El dinero no me interesa. Tom lanzó un bufido.
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― ¡Eso muestra cuan joven eres! El dinero es lo que te pone un techo sobre la cabeza e impide que penetre la lluvia... ¡Nunca digas que no te interesa el dinero, Charlotte! ―Bien, ya sabes lo que quiero decir. ―De pronto se dio cuenta del agua que le corría por la frente y le llenaba los ojos―. Llueve ―dijo, sorprendida. Tom rió y la abrazó. ― ¡Al parecer no nos dimos cuenta! Pero la dejó que recuperase su bastón y le hiciera bajar hacia Aldershot Grange, donde, le dijo. Jubilosa: ―Colgaremos nuestras ropas y nos secaremos. El arqueó las cejas ante lo que ella dijo, pero la idea resultaba tan atrayente, que la acompañó de buena gana. Ella lo hizo pasar a la cocina con grandes aspavientos. ―Esta noche agasajo a un caballero ―les dijo con majestuosidad―. Queremos una cena servida para dos en el comedor, si les parece. La cocinera hizo un guiño a Wend, e Ivy ahogó una exclamación, pero Livesay se mostró a la altura de las circunstancias. Se puso de pie y recibió la orden de su ama con un asentimiento deferente. ―Si, señorita Charlotte ―dijo con gravedad. ―Ah, y, los dos estamos empapados. ―Ya lo vemos ―masculló Wend, mirando el charquito sobre el cual se encontraban de pie. ―Voy arriba a cambiarme, y necesitaré un baño caliente, Wend, ¿quieres subirlo? Y Tom también necesitará un baño caliente. En la alcoba verde, pienso. Y una bata una de las de mi tío mientras su ropa se seca junto al hogar. ¿Quieres ocuparte de eso, Livesay?
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Otra vez el asentimiento cortés. Todos los criados adoraban a la joven sobrina de su amo, y si ella quería hacer de anfitriona, harían lo posible por ayudarla. Tom cojeó cautelosamente hasta el hogar y se sentó en un taburete de tres patas. ―Tom se hizo un agujero en el zapato mientras perseguía al grupo de ladrones que le robaron el dinero y huyeron a Escocia ―anunció ella con pena― Me temo que no podemos hacer nada al respecto. Mi tío no dejó zapatos aquí cuando se fue a Londres. Livesay carraspeó. ―En mi juventud fui aprendiz de un remendón ―explicó―. Era un oficio que me desagradaba, y por eso no he hablado de ello. Pero hay cuero en la caballeriza, y todavía puedo remendar un zapato. Si me da el zapato esta noche, joven señor, le garantizo que quedará remendado para la mañana. Los ojos de Tom se iluminaron y Charlotte suspiró. ―OH, Livesay, eso sería maravilloso. Quiero mostrarle a Tom la campiña, pero, ¿cómo puedo hacerlo si cojea? En la cocina, todos sonrieron. Charlotte los dejó y subió a bañarse en el agua caliente que le llevó Wend... junto con la información de que la cocinera e Ivy estaban alborotadas con la llegada de Tom. Salió a la carrera, llevando el vestido blanco de Charlotte para que lo planchase Ivy, que era experta en esas cosas. Charlotte se remojó, perezosa, en la bañera metálica, y luego se secó con toallas de hilo. Pensó que no le habría dado tiempo a Tom para secar sus ropas y volver a ponérselas, pero cuando Wend llegó, llevando el vestido blanco minuciosamente planchado, puso los ojos en blanco y previno a Charlotte: ― ¡Tom Westing está paseándose por el vestíbulo, esperando a que bajes por esas escaleras, y será mejor que te des prisa, pues creo que Ivy se ha enamorado de él!
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Charlotte rió y Wend la ayudó a vestirse, entre ambas peinaron el largo cabello ―que se había mojado con el baño― y lo ataron hacia atrás con una cinta. ―Y si no bajas rápido ―advirtió Wend, dando una última palmadita al cabello de Charlotte―, a la cocinera le dará un ataque, porque ha retrasado la cena para ti. Así alertada, Charlotte corrió por el vestíbulo sin hacer ruido con sus suaves zapatos blancos, y se detuvo en el arranque de la escalera, para absorber la visión del hombre de anchos hombros que se paseaba, inquieto, abajo. En la loca excitación de verle de nuevo no se había dado cuenta hasta ese momento de que él vestía ropas nuevas. Los pantalones bermejos que envolvían sus fuertes piernas musculosas hacían juego ahora con una casaca bermeja que exhibía botones de bronce, no de madera. Y la casaca tenía puños más anchos y era de mejor corte que la que había usado cuando se embarcó (ella se habría ruborizado de placer si hubiese sabido que había adquirido ambas prendas, para impresionarla, en su último puerto). Pero con ropa nueva o sin ella, Tom no había cambiado, de verdad, pensó ella con afecto, mirando la cabellera rubia y el porte airoso. Sin embargo..., había algo diferente en él. Pensó dónde estaba la diferencia, y se le ocurrió que se trataba de una presencia indefinible. El joven salvaje se había convertido en un hombre, ya no era el mancebo alto que se había ido a la aventura, sino un hombre fuerte, digno de ser tenido en cuenta. Y de ser amado. Y los ojos verdes que miraron hacia arriba y la sorprendieron allí de pie, eran ojos de hombre, llenos de pasión, pero también firmes. Con el corazón desbordante, ataviada con su encantador vestido blanco, Charlotte flotó hacia abajo, por la ancha escalinata principal, para encontrarse con su amado. De pie, en calcetines, en el vestíbulo de abajo ―porque había entregado sus zapatos a Livesay―, Tom Westing pensó que nunca había visto nada más hermoso.
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Charlotte se había secado el cabello mojado antes de peinarlo, y ahora le caía en cascada, desde la cinta, por la espalda, en una lluvia de seda rubia. Las deformes ropas en que él la recordaba marcaban muy poco la belleza de su esbelta silueta, al igual que la húmeda y manchada tela de hechura doméstica en la cual le bahía recibido ese día, pero ahora sus encantos juveniles eran revelados con acierto por el vestido blanco. Había dejado tras de si a una niña, pero encontraba una mujer a su regreso. Se irguió aún más e hizo una profunda inspiración. Le pareció que todo lo que un hombre podía desear en el mundo iba hacia él, escaleras abajo. ―Charlotte ―dijo, asombrado―, te has convertido en una belleza. En su vida no habría otro elogio que Charlotte atesorase más que ése. Entraron en el comedor, que, bajo la dirección de Livesay, se encontraba dispuesto en forma tan majestuosa como si el amo recibiera a lord Pimmerston, del cercano Castillo Stroud. La mesa estaba cargada de platería... la mayor parte de ella empañada, porque no había habido tiempo de limpiarla y pulirla. Había un pan de azúcar y un gran mantel de hilo blanco... limpio pero remendado, pues al amo te importaban poco esas cosas. Y en realidad no tenían importancia. Esa noche, ni Tom ni Charlotte veían nada, salvo el uno al otro. Tom la miraba ávidamente a través de la larga mesa. Había pensado llevar su jornal del barco y arrojarlo ―junto con su corazón― a los pies de ella. Había pensado en proponerle casamiento y pedirle que huyera con él, pues no era tan tonto como para suponer que el tío aceptaría un matrimonio entre un hombre como él y la sobrina del amo de Aldershot Grange. A bordo, durante todas esas noches en que estuvo alejado de ella, le había parecido posible, y hasta razonable. El regresaría, ella estaría esperándolo...
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Y ahora había vuelto y ella esperaba, y nada de aquello era posible, porque había sido lo bastante tonto como para dejarse robar en una oscura callejuela, en Carlisle. Y ahora no tenía nada para ofrecerle, nada... Mirándose a los ojos, comieron la mejor cena rápida de la cocinera... y después nunca supieron qué habían comido. Sentados a la mesa durante mucho tiempo, rieron y conversaron, y cuando por fin terminaron, Charlotte se puso de pie y habló a Livesay, que rondaba cerca. ―El señor Tom y yo vamos a dar un paseo por el jardín, si ha dejado de llover -le dijo―. Por favor, haz que Ivy le prepare la alcoba verde para cuando regresemos. Livesay frunció el entrecejo, y cuando Charlotte corrió arriba, para buscar un chal fino con el cual protegerse de la humedad, él se dirigió hacia Tom, que esperaba junto a la puerta del jardín. Livesay podía no usar librea en esos días, pero sabía cómo tenia que ser la vida en la casa de un caballero... En verdad, cómo había sido en vida del abuelo de Charlotte. ―Lamento tener que hablar de esta manera, señorito -comenzó a decir―. Pero como no hay una acompañante adecuada en este lugar para la señorita Charlotte... ―Entiendo lo que quieres decir, Livesay ―interrumpió Tom―. Muy elogiable por tu parte que lo menciones. No dormiré en la casa esta noche, ni ninguna otra noche, pero utilizaré un espacio en las caballerizas, si eso resulta conveniente... ―OH, muy conveniente. ―Livesay pareció aliviado―. Y habrá sábanas limpias sobre la paja, y una almohada esperándole en el desván. Timmy, el palafrenero, le mostrará dónde están. Y por la mañana habrá una jofaina y toallas para lavarse. Tom ahogó una risita. ―Me maleducarás, Livesay, ya verás. Y puedes quedarte tranquilo en lo que se refiere a la señorita Charlotte. Prometo no traspasar los límites, con o sin acompañante.
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Entonces apareció Charlotte y Livesay pasó, servilmente, a segundo plano, mientras ella llevaba a Tom al jardín. Caminaron junto a los rosales mojados, liberados por fin de las malezas, pues Charlotte había estado preparando el Jardín para ese paseo, desde hacía un año y medio. Los pies de ambos pisaban las piedras empapadas del estrecho sendero del jardín, y Charlotte tuvo que girar sus faldas levantadas hacia la rodilla de Tom, para que no se mojaran con los goteantes arbustos. ―Dios, cómo te he echado de menos ―murmuró él, y ella cayó, sin palabras, entre sus brazos; sintió que las rodillas le flojeaban cuando se apoyó contra el ancho pecho y escuchó el fuerte y regular latido de su corazón. Quiso decirle cuánto le había echado de menos, a su vez, pero en ese momento tenia el corazón demasiado henchido para hablar. La magia del mundo la rodeaba... y entonces él inclinó los labios hacia los suyos, lentamente, con ternura, con gracia, y el mundo desapareció y sólo quedó Tom. Tom, su enamorado. Sintió que la boca de él cambiaba de posición sobre la de ella, que la lengua de él ahora le hurgaba en los labios con delicadeza, penetraba con suavidad, exigente, entre ellos, y sintió su cuerpo juvenil echado hacia atrás, hasta que pareció quedar tumbada sobre la fuerte mano extendida de él, y le envolvió el cuello con los brazos y se entregó a lo que hubiese por delante. Nada había por delante. Tom la apartó de golpe, y su voz resonó con rudeza, a causa del sentimiento. ―Esta noche eres demasiado para mi, Charlotte. Te deseo buenas noches. Charlotte abrió los ojos y contempló su triste semblante. Durante un momento se sintió confundida, indignada; luego pensó que no la rechazaba... A su manera, la protegía. Y con ese pensamiento llegó una maravillosa sensación nueva, la de ser
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preciosa para alguien, y todas las alegrías de ser una mujer la invadieron. Todavía recostada sobre su brazo estirado, esbozó su encantadora sonrisa y deslizó sus brazos que rodeaban el cuello de él para tomar su cara entre las manos. ― ¿Por qué, Tom? ―Preguntó con inocente brujería―. Dime por qué. El suspiró. ―Tú sabes por qué, Charlotte ―respondió él con firmeza, y la enderezó y retiró el brazo de golpe―. Buenas noches. Se estaba alejando antes que Charlotte dijese: ―Vas por el camino equivocado. La casa está allí. Tom se volvió. ―Si, así es. Durante un momento espantoso, ella pensó que él se iba de Aldershot Grange, y la luna dejó de brillar. ― ¿No te gustó la alcoba verde? ―preguntó, alicaída―. Es la que preparé para ti. El profundo suspiro de Tom le llegó sobre el aroma de las rosas. ―Me gustó, Charlotte. Pero no dormiré en ella. Ya he dicho a Livesay que dormiré en las caballerizas. ― ¡No dormirás en las caballerizas! ―estalló ella. ―Sí ―dijo él―, Y eso es definitivo. Me importa tu reputación, aunque a ti no- No tienes una dama de compañía aquí, y tu tío no reside en la casa. ¿Quieres que circule el rumor de que recibes a un visitante ―y por añadidura uno que sería considerado indigno― durante toda una noche, en la alcoba verde? Su irónica visión de la situación hizo asomar una chispa de respuesta en sus ojos de color violeta, pero estaba dispuesta a insistir. ―No obstante ―dijo―, eres mi invitado, y...
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―Y por lo tanto el honor me obliga a mostrar buena conducta ―dijo él con rapidez-. Si tu tío llegara por la noche, no me agradaría que te sorprendiese agasajando a un invitado en la casa. Supón que llegase por la mañana, Charlotte... ¿Qué piensas que haría? ―Si no le convenciera tu explicación, es probable que te diese de latigazos ―admitió Charlotte con un suspiro. ―En efecto ―coincidió él, jovial―- Y estaría en su derecho. No, estaré mejor en las caballerizas, en el desván, y tú te sentirás mejor si me dejas que obre a mi manera en este asunto. Charlotte hizo un mohín, pero le deseó las buenas noches. Desde la puerta del jardín, le vio encaminarse hacia las caballerizas. A fin de cuentas, se dijo con severidad, a pesar de que estaban enamorados, casi no se conocían... Pero todos sus reproches a si misma se disiparon cuando regresó a la cocina y encontró que la cocinera y Livesay se habían ido... y que tas sábanas de Tom se hallaban apiladas con pulcritud en la mesa de la cocina, sobre una almohada. ― ¡Bueno, vean esto! ―Se asombró Wend, al entrar en ese momento―. Ivy debe de haberse olvidado de llevar esas sábanas a las caballerizas cuando derramó la grasa de la sartén y la cocinera la echó de la cocina. ―La sonrisa que dirigió a Charlotte era dulce―, ¿Quieres que se las lleve a Tom? ―OH, no, has estado trabajando desde que él llegó ―dijo Charlotte, de prisa. No me molesta hacerlo, Wend. En verdad, resplandecía cuando se abalanzó sobre la mesa y recogió las ropas de cama. Porque eso significaba que te vería una vez más, antes de acostarse. Giró con tanta rapidez, que sus faldas se arremolinaron, y marchó, bajo la luz de la luna, hacia
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las caballerizas de piedra. ― ¿Ves? ―Susurró Wend, observando el avance de Charlotte a través de una grieta de la puerta de la cocina―. Hice bien en decirle al palafrenero que desapareciera por un cato... ¡Tal como tú hiciste bien en «olvidarte» de esas sábanas, Ivy! ¿Viste cuan dichosa parecía cuando salió corriendo por esa puerta? Ivy, que por insistencia de Wend se había escondido en la despensa, apareció en ese momento. ― ¿Qué dirá Livesay? ―murmuró, con los ojos en blanco. ―No se enterará ―repuso Wend con frialdad―. Ha ido a echar la llave a la puerta principal, y la cocinera salió para mantenerle entretenido quejándose de la carne que había comprado. Wend poseía un gran talento para la intriga. Cuando abrió la puerta de la caballeriza en lo que parecía una oscuridad total, Charlotte deseó haber llevado un farol consigo. ―Tom ―dijo en un casi susurro, pues sabia que el palafrenero dormía allí... en alguna parte, pensó, en un extremo del enorme desván. ― ¿Sí? ―respondió él en el acto, casi como si hubiera estado esperándola. ―Te he traído las sábanas y una almohada. Ivy se olvidó de traerlas. Tom bajó por la escalerilla. Ahora que los ojos de ella se habían habituado a la oscuridad, le vio vagamente, y cuando él cruzó el haz de luna ella se adelantó y depositó en sus brazos la ropa de cama. ―Gracias ―dijo él con gravedad, y con ellas bajo el brazo subió por la escalerilla, silbando. Charlotte le siguió. ―Alguien tiene que hacerte la cama ―declaró, ansiosa―. Y como Ivy lo olvidó... Le hizo la cama bajo un rayo de luna que entraba por las grietas del techo, grietas
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que el palafrenero se había quejado de que era preciso reparar. Tom la contempló en silencio. Parecía tan delicada y hacendosa allí, extendiendo con cuidado tas sábanas sobre el heno, arreglando la almohada, alisándola. Todos los huesos del cuerpo le dolieron por su necesidad de atraerla hacia si. -Vaya, tiéndete, a ver si sirve. - Extendió un brazo, indicando que debía probar la cama. A desgana, Tom se quitó los zapatos y se tendió. ―Bien ―dijo ella―. Perfecto. ―Y de pronto se arrodilló junto a el―. OH, Tom, ¿no quieres pensar mejor lo de la alcoba verde? No quiero que duermas en la caballeriza mientras yo... La voz se le apagó; su cara estaba muy cerca, él podía percibir el tenue perfume de su cabello, como de flores silvestres, y su aliento era suave y dulce sobre su rostro. Sus brazos parecieron moverse por sí mismos, para atraerla hacia si y recostarla sobre su ancho pecho. Su mejilla rozó la de ella cuando depositó ardientes besos en sus labios. Sus manos le acariciaron la espalda, los brazos y de pronto le bajaron el ceñido jubón. Charlotte sintió que la invadía una locura de verano. Esa noche no le importaba lo que él hiciera... en verdad, lo que hiciese estaría bien, tenia que estar bien. Se amaban, siempre sentirían exactamente lo que sentían en ese momento, y alrededor de ellos la caballeriza oscura, la luz de la luna a través de las rendijas del techo, y sólo el sonido de un adormilado mochuelo de granero moviéndose en su nido y los inquietos cascos de los caballos revolviendo la paja, abajo, convinieron de pronto el lugar en el más romántico del mundo. El hombro derecho de ella estaba libre ahora de su vestido, y los dos broches de
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arriba de su jubón se habían abierto bajo la presión de los dedos de él. La cálida mano de Tom le acariciaba el pecho a través de la delgada tela de hilo de su camisa, y Charlotte gimió cuando él tiró de la cinta que sujetaba ésta y la tela se abrió, dejándole el pecho desnudo bajo los labios de él, que encontraron y juguetearon con los pezones rosados. Estos se endurecieron, tensos, bajo el contacto de su boca, y ella sintió que su aliento brotaba cada vez más de prisa. Se hallaba tendida entre las caderas de él, y sintió la dureza de su masculinidad contra el muslo. Se removió, inquieta, arrebatada por nuevos sentimientos que le abrumaban. Jubilosos, dulces. Y de repente se encontró tendida de espaldas sobre la sábana de hilo, oyendo el suave crujido del heno cuando las rodillas de Tom, una a cada lado de ella, cayeron bajo el peso de éste. Le miraba con los brazos abiertos, los labios entreabiertos, los ojos encendidos, cuando él se apartó con un gruñido y se irguió, resollando, mirándola. ―Levántate ―dijo, y su-.voz era desigual, ronca de deseo―. Levántate y vete. ¡Ahora! Charlotte le dirigió una mirada dolorida y se incorporó. Tiró de su jubón para pasarlo de nuevo sobre el hombro... cosa que fue un tormento para Tom, al ver la ondulación de sus carnes juveniles. Y ella vaciló deliberada, dejó que sus dedos aletearan sobre los broches que él había abierto, de modo que la parte superior de sus firmes pechos jóvenes todavía quedaba expuesta a la mirada ávida de él. ―Baja por la escalerilla ―dijo él con sequedad, y la tomó de la mano y la puso de pie. ¡La echaba! Con la cabeza erguida, bajó por la escala, agradeciendo el fuerte apretón de él sobre su mano cuando buscó con el pie el escalón de arriba. No le dijo una palabra más. ¡A fin de cuentas, tenía su orgullo! Cuando regresó a la cocina, todavía ardiendo de indignación ante el súbito
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rechazo de Tom, se había olvidado de los corchetes de arriba. Se alegró al ver que no había nadie más, aparte de Wend. ―Bien ―dijo ésta, viendo los broches y el heno del cabello desgreñado de Charlotte―. Veo que luchaste... y ganaste, qué pena. Charlotte se ruborizó y su mano se dirigió hacia los corchetes abiertos, para cubrirlos. ―Es posible que nunca vuelva a dirigirle la palabra ―advirtió, pesarosa. La risita ahogada de Wend la siguió mientras salía acalorada. CAPITULO VI A la mañana siguiente Charlotte intuyó un cambio en Tom, una repentina reserva, como si durante la noche se hubiera levantado una pared entre ellos. Desayunaron con deliciosas salchichas galesas en el largo comedor, y Wend encontraba a cada instante razones para entrar, muy atareada, aunque eran servidos por Livesay. Y de cuando en cuando, a través de una hendidura de la puerta, Charlotte veía la cara curiosa de Ivy, atisbando. La hacía sentirse torpe, toda esa vigilancia, y después del desayuno resolvió alejar a Tom de ellos. ―Hoy te mostraré el Castillo Stroud... si tus ampollas te lo permiten ―sugirió. ―Estoy en condiciones de hacer cualquier cosa ―le aseguró Tom, jovial. Pero mientras caminaban por el borde del lago ella advirtió que él trataba de no acercársele demasiado, de no tocarla... y se preguntó por qué. ¿Podía ser que la noche anterior le hubiera ofendido? El hecho de que pudiera pensar siquiera semejante cosa revelaba su juventud y su
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inexperiencia respecto de los hombres. En verdad, Tom comenzaba a tener miedo de sí mismo, de lo que podía hacer si Charlotte se acercaba demasiado. La leve fragancia de flores silvestres de su cabello hacía que quisiera hundir la cara en su cascada dorada, y el roce más leve de sus manos hacía que sus carnes se estremecieran y la ansiaran. Es cierto que había pasado mucho tiempo en el mar, pero nunca había sentido ese deseo abrumador por mujer alguna, y el sentimiento de que podía perder el dominio de si le asustó. ― ¿Hay gente viviendo en el Castillo Stroud? -preguntó, ya que había pasado por el gran montículo de piedra, en sus viajes de ida y vuelta a Carlisle―. Yo creía que se encontraba abandonado. ―Livesay dice que en realidad nadie lo ha habitado desde 1700 - le respondió Charlotte-. Dice que el último lord Pimmerston quiso volver a vivir en él, pero murió, y el actual lord Pimmerston distribuye su tiempo entre Londres y una gran finca próxima a Sheffield. Nunca viene aquí, pero hay un guardián. Es muy amable, nos dijo a Wend y a mí que podíamos recorrer el lugar cuando quisiéramos, siempre que no rompiéramos nada, pues entonces se le haría responsable a él. Tom sonrió ante la seriedad de ella. ― ¿Y venís aquí con frecuencia? ―En invierno, nunca ―dijo ella―. El lo cierra a cal y canto. Pero en verano si. OH, Tom, ¡es la casa más hermosa del mundo! ― ¿El lugar en el cual elegirías vivir si pudieras? –murmuró él, y algo se nubló en sus ojos verdes, pues sabia que el nunca podría darle una casa como ésa. ―OH, si ―musitó ella―. ¡La casa, sí! Pero ―agregó, con tono provocativo― querría que todo fuese trasladado a algún cálido lugar agradable como las Scillies. Tom echó la cabeza hacia atrás y rió.
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― ¡Charlotte, Charlotte, siempre descontenta! ¿De modo que ni siquiera te basta el gran montón de piedras del Castillo Stroud... a no ser que lo trasladen entero? Ella también rió, y su semblante reflejó la alegría de caminar al lado de él, como lo había deseado durante tanto tiempo. ― ¡OH, por supuesto que me bastaría! -Le apretó un poco la mano―. ¡Recorramos un poco las habitaciones y finjamos que es nuestro, Tom! Sin quererlo, ella le había clavado una espina en el corazón. Su dama era ambiciosa, ahora podía verlo... algo que antes había pasado por alto. A pesar de todo su desprecio por el dinero, Charlotte quería lo que se podía adquirir con éste... quería mas. Cuando se elevaron ante él las torres y las almenas medievales, con aspilleras en las paredes de piedra gris, del Castillo Stroud, la expresión de Tom era lúgubre. El guardián del castillo, un anciano encorvado, saludó a Charlotte con cariño, miró a Tom con chispeante curiosidad y comunicó sus grandes noticias: que un desconocido se había detenido para decirle que era posible que lord Pimmerston viniese muy pronto al norte, en una visita, y que si bien algunos criados acompañarían al grupo de su señoría, era mejor que estuviese preparado para conseguir otros servidores en la localidad, con muy poca antelación. ― ¿No es esto maravilloso, Tom? -Charlotte condujo a éste, casi bailando, por el primero de los dos patios divididos por la cocina, el salón de banquetes y el comedor. ―Maravilloso ―repitió él sin entusiasmo. ― ¡Y eso significa que el castillo estará lleno de gente, porque traerá invitados de Londres, o por lo menos de Sheffield, y que tendremos vecinos, Tom, por lo menos por un tiempo! No hemos tenido vecinos desde que estoy aquí, porque Blade's End, al sur, forma parte de cierta herencia que el tío Russ dijo una vez que probablemente no se
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solucionaría nunca. ¡Piénsalo, vecinos! ―Vecinos ―repitió Tom, pétreo. Toda su vida había sido acosado por vecinos que vivían demasiado cerca y arrojaban sus aguas sucias a la calle, donde uno debía pisar con cuidado; vecinos que mantenían animada la noche con sus discordias matrimoniales, niños chillones y en ocasiones riñas de gente bebida. Suspiró y la siguió cuando entró en el gran comedor. ―Adoro esta habitación ―musitó ella―. Mucho más bonita que nada de lo que tengamos en la Grange. OH, Tom, ¡ojalá pudiera recibirte aquí! La melancólica mirada de Tom recorrió el hermoso artesonado del comedor, los medallones tallados de la alcoba y se perdió en el laberinto de pinturas heráldicas del techo. Ella hizo un gesto. ―Y encima de esto está el gran dormitorio... tiene exactamente la misma forma. Ven, ¡te lo mostraré! Silencioso, Tom se dejó guiar. Ella le llevó a la gran alcoba con grandes aspavientos. ― ¡Mira, Tom! Tom miró. Vio una espléndida estancia con un friso isabelino y bellas vigas en el techo, Al igual que Charlotte, la imaginó llena, de pronto, de señores y damas, elegantemente vestidos de rasos y sedas; los hombres tomaban minuciosamente polvos de rapé de cajitas de oro, las mujeres agitaban delicados abanicos de marfil... y todos ellos se apartaban del vulgar Tom Westing, que no poseía fortunas ni antecedentes que justificaran su existencia. Charlotte, encantada con el ambiente, no advirtió la expresión de su rostro. ―No cabe duda de que lord Pimmerston ofrecerá un gran baile, y todo el mundo
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será invitado. ¿No seria maravilloso bailar aquí, Tom, en esta misma habitación? ―Se apartó de él e hizo graciosas piruetas por el salón, con el vestido de fino lino blanco acampanándose en torno a sus pies que volaban. Tom sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Pensó que ella debía bailar allí... y agitar su abanicó entre la elegante concurrencia que imaginaba llenando el salón. Y eso era algo que él no podía ofrecerle... De pronto, Charlotte le abrazó con euforia, y él conoció una tortura exquisita, pues con cada palabra que pronunciaba el mundo se derrumbaba sobre su cabeza. ―Charlotte, el guardián puede vernos -dijo con voz ronca. ― ¿Dónde? No le veo. ―Charlotte atisbo a través de uno de los cristales verticales. ―Estaba ahí ―suspiró Tom, y se alejó por el largo corredor, Livesay había hecho un buen trabajo al remendarle el zapato, pero Tom había perdido la agilidad en los pasos que tenia cuando partieron. Charlotte lo advirtió. ― ¡0h, Tom, te he hecho caminar todo el día! -exclamó, pesarosa. Me olvidé de tus ampollas. ―No importa ―dijo él―. Podemos sentarnos afuera, entre esas flores y arbustos que tanto amas, y así yo haré reposar el pie, Charlotte se sentía encantada de acompañarle a cualquier parte del castillo, por dentro o por fuera... Le adoraba. En cuanto a Tom, sentarse al lado de ella en el bajo muro de piedra del jardín terraza que miraba hacia la brillante extensión de las Aguas del Derwent, con las montañas azules irguiéndose en la distancia, era un deleite al cual no podía resistirse. Suspiró cuando se pusieron de pie para irse, y Charlotte entendió que eso significaba que la acompañaba en su estado de ánimo. ―OH, Tom, siempre me duele tener que irme de este lugar -le dijo con ansiedad-.
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Y veo que a ti también te pasa lo mismo. -Miró alrededor, absorbiéndolo todo. Tom pensó que ella no debía irse... su lugar estaba ahí, en el marco de un castillo. ¿Por qué no se había dado cuenta? Sus pasos les llevaron a Aldershot Grange, y él miró hacia atrás y vio los grises muros de piedra con sus aspilleras y sus torres, y las enormes ventanas con muchos cristales y parteluces de piedra..., nunca en su vida había vivido Tom cerca de una casa de ventanas con parteluces. Cuando toda esa majestuosidad se fue alejando detrás de ellos, la amargura penetró en su alma. A su lado caminaba una [oven aristócrata. Antes sólo la había mirado como a una jovencita, pero ahora, después de verla en su ambiente natural, sabía quién era... demasiado importante para hombres como él. Ahora lo entendía. Miró a Charlotte, que hablaba con vivacidad. Absorbió el brillo de su cabello dorado, escuchó la música de su voz, y se preguntó cómo se había atrevido a soñar que se conformaría con compartir la vida sencilla que él podía ofrecerle. Y cuando lord Pimmerston llegara al norte, con sus invitados de Londres y Sheffield, habría más de un caballero que descubriría la fresca belleza juvenil de Charlotte, y le ofrecería el tipo de vida que quería, en una casa como ésa, al lado de otro joven aristócrata que la tomaría por esposa. Un mundo diferente... Su mirada era gélida. ―Veo que te dolería tener que dejarlo ―fue lo único que dijo. Y entonces ella le mostró la hilera de aulaga dorada, a lo largo del camino, y admiraron el paisaje lejano del otro lado del lago, riendo cuando un conejo asustado brincó y partió a la carrera, casi debajo de sus pies, y ella bailoteó por el sendero, en su excitación de pasar, no ya una o dos horas con él, sino todo un día. Y no se dio cuenta de que su euforia, su parloteo Juvenil, que en realidad habían sido provocados por la presencia de él, le habían conducido a la desesperación.
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Esa noche, durante la cena, Tom estuvo muy callado, escuchó el sonido musical de la voz de Charlotte, antes que sus palabras, admiró la forma en que la luz de las velas parecía encenderle el cabello, y se perdió en las profundidades de esos luminosos ojos de color violeta que le sonreían tan seductoramente a través de la larga mesa. Dichosa y excitada, Charlotte no advirtió de verdad la ansiedad de él... ya elaboraba planes para lo que harían al día siguiente. Visitar Blade's End, pensó, así Tom podría ver lo que había al otro lado de Aldershot Grange, en la orilla del lago. Pero cuando Tom te dijo con firmeza, en la cocina, que esa noche regresaría solo a las caballerizas, «porque comienza a llover», Charlotte encontró muchas razones para protestar. ― ¡No soy un terrón de azúcar... no me derretiré! ―Ella rió, disponiéndose a acompañarle de cualquier manera. ―No, no permitiré que te mojes ―dijo él, con tanta firmeza, que la cocinera y Livesay intercambiaron miradas. Desairada, Charlotte retrocedió. ―Buenas noches, entonces ―dijo, desconcertada. ―Buenas noches, Charlotte. ―Tom le dirigió una última mirada prolongada y se fue bajo la llovizna. ― ¿Piensas que ya no le veremos más? ―Preguntó la cocinera a Livesay, cuando Charlotte subió a su alcoba―. Si me lo preguntas, te diría que tenía una expresión de despedida en el rostro. Livesay menó la cabeza. ―No, ese joven adora que le castiguen. Sabe que no puede tener a nadie como la señorita Charlotte, pero revolotea alrededor de la llama como una mariposa. ―Y se chamusca ―dijo la cocinera con acritud.
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―Pero no creo que se vaya con un pie ampollado, en una noche lluviosa ―dijo Livesay. Charlotte también había visto la «expresión de despedida» en el rostro de Tom, y sí bien no la entendió de verdad, la puso inquieta y la hizo dormir mal. Soñó que ella y Tom caminaban hacia el Castillo Stroud y bajo una oscuridad fantástica, seguida por un gimiente viento negro que temblaba por entre los árboles, arrancaba las hojas y las ramas, y los arrastraba y separaba. Soñó que volaba entre las copas de los árboles, llamándole y oyendo su voz que le llamaba, cada vez más difícil de oír a medida que se alejaba. Despertó con el corazón latiéndole con fuerza, con el ruido de un postigo que golpeaba, y se sentó en la cama, acurrucada, temblando, todavía envuelta por el terror de su sueño. Era como si el espíritu de Tom la llamara, diciéndole que algo andaba mal. Esa noche no volvió a dormirse, pero esperó a que naciera el alba, antes de vestirse y correr escaleras abajo. En la enorme cocina, la cocinera le dirigió una mirada preocupada, y Wend pareció indignada. En apariencia, Tom ya había desayunado y estaba a punto de viajar a Carlisle. ― ¡Pero no puedes hacerlo! ―gimió ella―. Apenas acabas de llegar. Tom parecía cansado. Y no era extraño... se había pasado la noche luchando consigo mismo. Por lo menos su sensatez luchaba contra el resto de él, que le consideraba un tonto de remate. Vaciló. ―Acompáñame hasta el Risco del Fraile, Charlotte. ―Por supuesto, pero... ―Por la expresión inquieta que él exhibía, ella no se animó a continuar discutiendo. ¡Podía irse sin ella! Aunque trató de iniciar una conversación, las respuestas de Tom fueron breves y
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secas durante todo el trayecto hasta el bajo promontorio boscoso del Risco del Fraile. Tenía el semblante muy hosco, pues había permitido que Charlotte creyese que era lo que no era. Le había dejado extraer la conclusión apresurada de que su pasado era intachable, que se había dedicado al comercio de especias. Y ahora le diría la verdad y ella se alejaría de él. Mejor ahora que más tarde. ―Charlotte, siéntate ―le ordenó con brusquedad-. Tengo que decirte algo. Charlotte se sentó. El no lo hizo, sino que continuó de pie, con el rostro vuelto hacia la boca del valle de Borrowdale, donde un puente de piedra cruzaba el Derwent en un punto llamado las Fauces de Borrowdale. Sintió que esas fauces le devoraban. ―Nunca te he dicho la verdad respecto a mí ―dijo en voz baja―. La escucharás ahora. Charlotte escuchó en silencio, dolorida al oír la historia del chiquillo nacido fuera del matrimonio, en una lengua de arena de las Bahamas. Criado al azar, sobreviviendo como mejor podía y luego llevado como grumete por su padre pirata en el Tiburón, a Madagascar. Tom no se guardó nada en el relato, que hizo con voz desapasionada... en verdad habría podido estar hablando de otra persona, de alguien que le importaba muy poco. Pero toda la fuerza de su carácter llegaba hasta Charlotte mientras hablaba, y veía ante si a un hombre que había odiado el mundo de la piratería, que había usado el oro que ganó para ayudar a cautivos a huir de su sórdido destino y llegar a sus casas, y que en la primera oportunidad que se le presentó huyó del barco y regresó a Inglaterra, para buscar un trabajo honrado en un barco honesto. Cuando terminó de hablar, había lágrimas en sus ojos, pero se sintió tan orgullosa de él, que resplandeció. ―De manera que ya ves que no soy un hombre para ti ―dijo él con serenidad―.
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Te engañé, te hice pensar que me dedicaba al comercio de especias, tal vez incluso te dejé pensar que tenía futuro. No lo tengo. Mereces algo mejor que un hombre como yo, y ahora saldré de tu vida. Después de haberle dicho lo peor, no soportó mirarla a los ojos. Se volvió para alejarse. ―Tom ―dijo Charlotte con voz dulce―. Ven. No me importa lo que hayas sido... me importa lo que eres ahora. Y ningún hombre seria Mejor para mí. Su voz era tan resonante cuando dijo eso, que Tom se volvió de golpe para mirarla. Su garganta se le contrajo cuando vio todo el amor y la confianza que brillaban en su rostro juvenil... una confianza que sin duda no merecía. ―He dejado de lado el machete ―dijo con gravedad-. Como ves, no llevo arma alguna. Y esta vez, cuando regresé a Inglaterra pensaba pedirte como esposa. Charlotte tragó saliva, mirándole, inquieta, consciente de que ahora hablaba en tiempo pasado. ―Pensaba dejar a tus pies mi corazón y todo lo que había ganado en el viaje. ―Suspiró. ― ¿Y ahora? ―preguntó ella, temerosa. ―Ahora me voy a Carlisle, donde un barco llamado el Annie Charette zarpa hacia Norteamérica pasado mañana. Me ofrecieron un puesto en él, y ahora lo aceptaré. Me ausentaré por seis meses... tal vez más. ―Pero... ¿tienes que partir? ―protestó ella―. ¿No puedes buscar algún otro trabajo, Tom? Algo aquí, en tierra. ―En Carlisle no -dijo él con aspereza―. Mi padrastro ha envenenado las mentes, contra mí, de todos los posibles patrones. Y además Carlisle está demasiado cerca; si me quedara en Carlisle, no podría apartarme de ti.
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― ¿Liverpool, entonces? ¿O Leeds? La mandíbula de él se estremeció. ―Habrá problemas con las amonestaciones, Charlotte... sabes que los habrá, porque no contamos con el permiso de tu tío, ni es probable que lo obtengamos. Aunque lo intentáramos, sin duda alguien le escribiría y se lo diría, y él vendría a buscarte. Eres demasiado joven, haría anular el matrimonio. Y entonces encontraría algún otro para ti... enseguida. Y yo no tengo dinero para llevarte. ¡Lo más probable es que terminara en la cárcel por secuestro! ―Pero yo he esperado todo este tiempo ―dijo ella, quejumbrosa-. ¡Y ahora me dejas otra vez! No es justo. ―La vida no es justa. ―Los labios de él se curvaron en una sonrisa. No se habían movido; sólo la conversación en voz baja había perturbado el silencio. Las aves cantoras, acalladas cuando ellos se acercaron, habían comenzado a cantar otra vez, con suaves trinos. Entre los árboles, las aguas del lago relucían, serenas, bajo et sol del verano, y cerca de allí una abeja zumbaba, perezosa, probando el néctar de las flores silvestres. Charlotte se había tumbado sobre el pasto, con los brazos detrás de la cabeza. Allí tendida, de espaldas, con el fino vestido blanco, era como una invitación interminable. ―Si piensas dejarme ―dijo con ansiedad―, por lo menos podrías darme un beso de despedida. Tom hizo una profunda inspiración entrecortada. ―No trates de cambiar mi decisión, Charlotte ―previno, hincando una rodilla al lado de ella―. Ya es bastante débil. ―Pero su largo cuerpo se inclinó sobre el de ella y depositó un suave beso en los labios dirigidos hacia él.
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Charlotte tendió los brazos hacia arriba, le envolvió el cuello y lo atrajo hacia si, ―OH, Tom -susurró―, Quédate... y si no puedes quedarte otra noche, por lo menos quédate junto a mí un rato. En opinión de Tom, ya estaba bastante cerca de ella. Su delgado cuerpo ya se había encendido en el contacto con el de ella, y sentía de nuevo, en los lugares, el doloroso deseo de apretarla contra sí y hacerla suya para siempre. Charlotte se pegaba cada vez más a él, conforme con ser abrazada, alborozada con la proximidad de él, tratando de no pensar en el futuro. La sola cercanía de ella ―a pesar de toda su inocencia― abrumaba sus sentidos. El se apartó y se puso de pie, con la voz ahogada de sentimiento. ―No te considero una mujer ligera, Charlotte, ―Ah, pero estamos prometidos, Tom ―protestó ella con voz dolorida―, ¿Cómo puede importar que...? El habló con rudeza. ―Todos los viajes son inseguros... la vida es una cosa incierta en el mar. Podría caer de las jarcias, romperme el cuello, ahogarme. ¿Te parece que quiero dejarte con un regalito... tal vez un niño? -Un pequeño a quien tendrás que criar sola, después que tu tío te desprecie por haberte unido a mí y te eche ¿Crees que quiero esa imagen ante mí en las noches de tormenta en el mar, Charlotte? ¡No, quiero pensar que estás a salvo y abrigada y cuidada, aunque el barco en el cual navego se esté ya hundiendo o incendiándose hasta la línea de flotación! Tom se separó de su lado y se puso de pie, huyendo tanto de sí mismo como de las suaves manos que le acariciaban el cabello. ― ¡Eso es ridículo! -gritó ella, incorporándose. Alarmadas, las aves que les rodeaban volaron con un chirrido de alas.
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―No es ridículo ―dijo él con sequedad―. Así es como será. ¡Y no lo considerarías ridículo si algo me ocurriera en este viaje! ― ¡Entonces vete y no vuelvas más! ―estalló ella. ―No lo dices en serio, ¿verdad, Charlotte? ―No ―respondió ella con amargura―. No lo digo en serio. Que tengas un buen viaje, Tom, con buenos vientos para guiarte a casa. ―Pero apartó la cara de él. ―Esperaba que dijeras eso- ―Se inclinó y le revolvió el brillante cabello. ―Si me amaras de verdad... ―murmuró ella, resentida. ―No te dejaría embarazada ―dijo él con aspereza-. Yo he sufrido demasiado, y no quiero eso para ti- -¡Por lo menos, si el barco se hunde, no encontraré algo así esperándome en el infierno! Y se fue, alejándose de ella entre los árboles. Ella se puso en pie de un salto, con la intención momentánea de seguirle, de hacer que la llevase consigo. Entonces cayó sobre ella la inutilidad de ese gesto. La rígida espalda de él le decía que nunca cedería. Y Charlotte no podía saber que en ese mismo instante Tom luchaba contra sí con todas sus fuerzas, y que si ella le hubiera seguido en ese instante, si hubiera corrido tras él y le hubiese echado los brazos al cuello, él habría arrojado al viento todas sus buenas intenciones para hacerse dueño de ella en ese mismo lugar. Y con ello habrían cambiado sus vidas.
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CAPITULO VII Tantas cosas habrían podido ocurrir esa mañana, cuando Tom siguió el camino de Carlisle... Pero Charlotte era demasiado joven, y estaba muy confundida, y no conocía con certeza los pensamientos de los hombres, y menos aún los de Tom. Se quedó donde estaba, girando sobre sí misma, golpeando con los puños en la hierba, y sollozando. Cuando por fin se sentó y se quitó las lágrimas de los ojos, él había desaparecido de la vista, Al cabo de un largo rato, se puso de pie, examinó su vestido para ver si tenía manchas de hierba ―por fortuna no las había― y caminó hacia casa, con pasos lentos y pesados. Sus pasos se apresuraron cuando vio los caballos enganchados al lado de la puerta principal de Aldershot Grange, y su mirada los recorrió con rapidez. Había varios carruajes a la vista y estaba el gran caballo bayo del tío Russ, al cual habría reconocido en cualquier parte, por sus ojos versátiles y los belfos recogidos sobre los dientes. Lo cual significaba que el tío Russ, después de estar ausente durante más de dos años de la Grange, había regresado. Y había un caballito pardo... sin ninguna particularidad. Podía pertenecer a cualquiera. La mayoría de los otros caballos también eran anónimos... supuso que pertenecían a los criados, quienes sin duda se encontraban en ese mismo momento en la cocina, apagando su sed con sidra. Pero, ¿de quién era el hermoso semental ruano? ¿Y quién había montado en el bello zaino de pelaje tan suave y brillante como madera de sándalo lustrada, que ahora piafaba con suavidad, con las patas delanteras? Si alguno de los criados hubiese estado presente, sin duda se lo habría preguntado. Y entonces vio otro carruaje que llegaba en ese momento, su conductor usaba la librea castaña y dorada que había oído describir como perteneciente al dueño del
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Castillo Stroud. El corazón se le aceleró. ¡De modo que lord Pimmerston había viajado al norte, por fin, para visitar la antigua sede de su familia! Era posible, en verdad, que ofreciese un gran baile e invitara a todo el mundo de los alrededores. Aparcó a un lado la idea de los grandes bailes y de los desconocidos montados en airosos caballos. Era importante que llevase a un lado al tío Russ y le hablara de Tom. Si le decía al tío Russ cuan desesperadamente amaba a Tom... tal vez la ayudaría. ¡OH, debía ayudarla! Quizá pensaría en algún amigo que podía emplear a Tom, y tal vez no seria demasiado tarde para alcanzarle e impedir que se embarcase en el Annie Charette y se fuera para siempre. Entró de prisa por una puerta delantera que ahora se hallaba abierta de par en par, bajo el sol de la tarde, y de pronto se dio cuenta de que tenía el cabello revuelco por el viento y que tal vez estaba un tanto enrojecida por el sol. Por fortuna no había nadie en el gran vestíbulo, y caminó con suavidad por instinto, casi esperando que su tío y los amigos de éste ― ¡tal vez había llevado a una dama consigo!― aparecieran por una puerta y la encontrasen con el cabello despeinado. Debía ir arriba a peinarlo, antes de bajar para ser presentada... Ese día su aspecto no debía avergonzar a su tío. Pensando en eso, pasaba de puntillas ante la puerta de la sala, que se encontraba apenas entreabierta, cuando oyó mencionar su nombre... en una forma que la hizo detenerse en seco. ―Vamos, Russ, si me voy a casar con esa sobrina tuya, ¿dónde está ella? ―resonó una voz desconocida, al otro lado de la puerta. Charlotte se detuvo tan de golpe, que pareció que sus pies habían quedado clavados en el suelo, y oyó la conocida voz de su tío que decía: ―Ya llegará, Pimmerston, ya llegará. Ha salido a pasear, según Livesay. ¡Pulimenten! Esa voz que retumbaba, entonces, tenía que ser la de lord
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Pimmerston, del Castillo Stroud. Había oído decir que era un libertino y un vanidoso. De alguna manera, su tío había logrado concertar una unión entre ella y lord Pimmerston, a quien sin duda consideraba un gran partido. ¡Bien, podía quitarse esa idea de la cabeza ya mismo, pues no se casaría con él! Casi no podía esperar a decírselo así a su tío, y su mano ya estaba a punto de abrir la puerta cuando la hicieron detenerse las palabras siguientes de lord Pimmerston. ― ¿Estás seguro de que la joven es virgen? ―Otra vez ese retumbo, que sonaba irritado. Charlotte sintió una rápida oleada de rubor en las mejillas y retiró la mano, como si la puerta ardiera. ¿Cómo se atrevía? ―Absolutamente seguro ―fue la respuesta del tío Russ, muy solemne―. Charlotte es virgen, te doy mi palabra. ― ¡No podría ser otra cosa, encerrada aquí, en estos lugares perdidos! -Ella se dio cuenta de que era la voz de Arthur Brodie, y se sobresaltó. Charlotte deseó abrir la puerta de un puntapié, y pensaba hacer exactamente eso, fuesen cuales fueren las consecuencias, cuando las siguientes palabras la llenaron de horror. ―Es absolutamente esencial que sea virgen. ―Una vez más ese retumbo gruñón―. Pues el único motivo por el cual me casaría con ella es para librarme de esa enfermedad de galanes que he contraído, y Brodie, aquí presente, insiste en que el casamiento con una virgen joven eliminará de mi cuerpo dicha enfermedad. ― ¿Y no pudiste encontrar vírgenes en Londres o en Sheffield? ―preguntó una cuarta voz, atrayente y bien modulada, una voz que Charlotte no reconoció. ― ¡Ninguna digna de mención! ―fue el rápido comentario de Brodie, y hubo una carcajada general.
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Al otro lado de la puerta de la sala, la cara de Charlotte se había puesto blanca como el pergamino. ¡Su tío había viajado al norte para llevarle... eso! Se sintió enferma. Desde luego habría huido en ese momento si la cuarta voz, que poseía un extraño atractivo, no hubiera preguntado con curiosidad: ―Pero, ¿y qué hay de la niña, lord Pimmerston? A fin de cuentas estamos hablando de la sobrina de Russ, no de una muchacha de la calle. Ansiará casarse con un hombre de tu altura, no cabe duda. Pero, ¿no le contagiarás la enfermedad de los galanes? Charlotte se estremeció al oír la dura respuesta de su señoría. ― ¿No han sido puestas las mujeres en esta tierra para obedecer las órdenes de los hombres y curar las enfermedades de éstos? ―rugió―. -¿Para qué otra cosa sirven? La joven me vendrá bien para mis planes... a fin de cuentas, Russ habla en favor de ella, y tiene antecedentes decentes. Por Dios, ¿por qué se retrasa esa muchacha? ―Se fugará en cuanto se entere de lo que han planeado para ella -predijo la cuarta voz con indiferencia. Por cierto, Charlotte estaba a punto de huir cuando oyó la voz de Brodie: ―Ah, nos hemos ocupado de eso, ¿no es cierto, Russ? ―Y a continuación se oyó una risita desagradable. Charlotte había escapado por el camino por el que había llegado, y salido por la puerta principal, abierta, pero cuando giró vio a Livesay y al caballerizo que en ese momento se tambaleaban bajo el peso del arcón de su tío y de una caja grande. Al aparecer en ese instante, le cerraban el paso. ― ¡Ah, hete aquí, señorita Charlotte! ―La voz de Livesay tenía una inflexión ascendente. Ella vio que se había despojado de la casaca de campesino que usaba por lo general, y llevaba puesta la antigua chaqueta de terciopelo pardo, manchada, una de
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las prendas desechadas por su lió, que consideraba el uniforme de su oficio―. Tu tío ha preguntado dónde estabas. ―La miraba con expresión un tanto acusadora―. Y yo le dije que habías salido a pasear por alguna parte. Charlotte sabia que por medio de ese método sólo trataba de avisarle que no había mencionado a Tom, pero su gratitud por ello fue superada por el hecho de que su voz había sido lo bastante alta y penetrante para atraer la atención de quienes se hallaban en la sala, y oyó que su tío decía: ―Ah, ahí está ahora, Pimmerston. Por fin podrás verla. Charlotte no quería que los ocupantes de esa habitación supieran que había escuchado su conversación, de modo que corrió por el gran vestíbulo, hacia Livesay, diciendo, sin aliento: ― ¿Esa caja es para mí, Livesay? ―No, señorita Charlotte. ―Livesay parpadeó y pasó junto a ella arrastrando los pies. Charlotte giró y por lo tanto pareció llegar por la puerta de afuera cuando su tío asomó en el vestíbulo su cabeza espeluzada y su cara rubicunda. ― ¿Charlotte? ―Pareció sobresaltarse ante el cambio producido en ella. Su mirada la recorrió de arriba abajo y una expresión complacida pareció extenderse por sus facciones. Su pecho se ensanchó bajo su casaca de raso pardo―. Ven a saludar a nuestros invitados. ―La llamó con un ademán. Con la cabeza erguida, aunque un tanto pálida, Charlotte pasó con frialdad junto a su tío, a quien dedicó el más breve de los saludos, para enfrentarse a tos tres hombres que éste había traído al norte consigo. Nunca podría olvidar la escena que vio allí, en la familiar sala de Aldershot
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Grange. A su derecha reconoció a Arthur Brodie, vestido de franela, no tan bien trajeado como los otros y un tanto patizambo. El la recorrió con sus ojos castaños, complacido con el vestido que le había enviado, y su mirada sonriente se encontró un instante con la de Charlotte que parecía querer morderle. Charlotte no podía contener la expresión de odio que le cruzó el semblante como una sombra, y la sonrisa de Brodie se disipó. Vio que los otros dos iban vestidos a la última moda. El delgado y lánguido caballero de su izquierda no podía ser otro que lord Pimmerston. Su peluca cubierta de pomada estaba rizada de manera elegante, era enormemente moderna y de un increíble tono dorado, y el gran lazo de raso verde oscuro de la nuca hacía juego con uno similar en la parte delantera, debajo de su mandíbula puntiaguda. Su rostro cetrino tenía un aspecto enfermizo, y llevaba un lunar negro que parecía destacar la leve sonrisa burlona que por lo común ostentaba su boca. El esplendor de su atavío superaba con mucho la expresión de su semblante, porque llevaba una casaca de raso de color verde botella, con relucientes botones de oro esmaltados en verde, que iban desde el cuello hasta el borde de los faldones rígidos, acampanados. El resto de la casaca estaba dominado por los anchos puños de terciopelo verde claro, de enormes dimensiones, que le cubrían los codos y en verdad gran parte de los brazos también, pero que permitían que una opulenta cascada de encaje le cayera sobre las muñecas, para destacar sus manos enjoyadas. Un largo chaleco de brocado color marfil exhibía una línea similar de botones un tanto más pequeños, que hacían juego con los de la casaca, y sus pantalones eran del mismo raso verde botella que ésta. Como los demás, usaba botas de montar. Su señoría se encontraba a punto de tomar unos polvos de rapé, y cuando Charlotte entró fruncía la nariz. Pero fruncida o no, para los curiosos la suya era una
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figura intimidatorio, se había puesto de pie y dado un menudo pasito hacia delante, esperando ser reconocido y admirado en el acto. Charlotte no le hizo caso y dirigió su amplia reverencia al caballero alto, vestido más sobriamente, del centro. A la izquierda de ella, lord Pimmerston pareció ofendido. Cerró de golpe su tabaquera de oro esmaltada de verde y adoptó esa postura que le abría paso en los salones de Londres. Cuando Charlotte siguió sin prestarle atención, su mueca burlona se acentuó, en tanto que sus ojillos la observaban con desganada admiración por su belleza, y con descontento al carecer de gracia hasta el punto de que ella le pasara por alto. El alto caballero del centro, que ocupaba por entero la atención de Charlotte, era, sin duda, la cuarta voz que había escuchado en esa habitación soleada, y por cierto que la única que había expresado algún interés por su bienestar. Charlotte le miró, sin aliento. Era un hombre digno de ser mirado... y habituado a ello, supuso ella, por la expresión sarcástica que ahora le cruzaba el rostro. Era de tez morena, delgado y alto, de cabello muy negro y un rostro que Charlotte supuso que debía ser considerado hermoso; no se sentía dispuesta a considerarlo así, porque entendía que, en pequeña escala, era uno de los que conspiraban contra ella, y sólo le dedicó su atención para molestar a lord Pimmerston, cuyo semblante se encontraba cubierto ahora de un intenso rubor. Pero el efecto que producía ese sujeto alto que tenía ante sí era en verdad impresionante. Llevaba con elegancia su corbata de hilo blanco, de Steinkirk, con mucho estilo, pasada floja por un ojal de la oscura casaca de montar, que hacía juego con sus pantalones. A través de la casaca, que estaba abierta, se podía ver un chaleco de brocado gris claro, con botones de plata.
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― ¿Y quién es usted, señor? ―le preguntó ella―. Ya que mi tío ha decidido no presentarnos. Los ojos oscuros de él se habían abierto mucho al verla entrar flotando en la habitación, como una graciosa mariposa blanca. Consciente de que contaba con toda la atención de la joven, le dedicó una elegante reverencia, barriendo el suelo con su tricornio oscuro, adornado de trencilla de plata. Ante las palabras de ella, una mueca divertida alteró la expresión de lo que Charlotte consideraba una boca severa, y lanzó una rápida mirada a lord Pimmerston, que hervía de cólera junto a él, pero su respuesta fue bastante grave. ―Rowan Keynes, a su servicio. ―Lord Pimmerston. ―Un tanto desconcertado por el hecho de que hasta entonces Charlotte no hubiera hecho caso del pájaro de plumaje de raso verde con incrustaciones de oro, que se esponjaba, perplejo a la izquierda de ella, su tío tomó rápidamente a Charlotte del codo y la hizo girar para ponerla frente a su señoría―. Mí sobrina, Charlotte. La fría mirada violeta de Charlotte pasó sobre su señoría con el mayor desinterés, y le dedicó apenas la sombra de una reverencia antes de darse vuelta de nuevo hacia el alto caballero del centro. Ante ese desaire, el rostro de su señoría palideció, aparte de dos manchas que persistieron en sus mejillas cetrinas, como señal de la humillación que sentía estar padeciendo por culpa de esa muchacha. La muchacha ya parecía haberlo olvidado, ― ¿Ha viajado mucho, señor? ―Charlotte se dirigió de nuevo a Rowan Keynes. 99 ―Desde la finca de lord Pimmerston, al norte de Sheffield ―fue su distraída respuesta.
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―Y Arthur Brodie ―dijo su tío, haciendo girar de nuevo a Charlotte para que no pudiera prescindir de su otro invitado―. Creo que ya conoces a mi sobrina Charlotte. Ante la mirada de ella, que negaba el reconocimiento, los ojos pardos de Brodie se entornaron. ―Creo que yo elegí ese vestido que usas ―dijo con voz un tanto amenazante. ― ¿De veras? ―Charlotte logró parecer tan totalmente indiferente, que una chispa de diversión cruzó otra vez por las morenas facciones de Rowan Keynes―, Yo ya había elegido antes el mío, ―Vamos, Charlotte ―farfulló su río― Brodie eligió bien, ¡admítelo! ―No se te pasó por alto el hecho de que los tres caballeros ―aunque la actitud del alto, de cabello oscuro, no era tan evidente en ese sentido― mantenían sus miradas, prolongadamente, en el blanco busto de Charlotte y en las partes superiores de sus pechos nacarados, que el vestido escotado dejaba a la vista. Charlotte también se había dado cuenta de ello, y con el pretexto de juguetear con su cabello levantó el brazo para ocultar esa pálida extensión de los tres pares de ojos escudriñadores. ―Hemos estado esperando su regreso ―le dijo su tío con jovialidad―. Lord Pimmerston abrirá el Castillo Stroud para una breve estancia, y como la noticia de su llegada ya se ha difundido por aquí, espera visitantes esta noche. Nos ha pedido que seamos sus invitados para la cena, y después habrá baile. ―Qué bien ―dijo Charlotte hablando con claridad―. Por desgracia no podré acudir. ― ¿Eh, cómo es eso? ―Lord Pimmerston se inclinó hacia adelante, perplejo. ―Sí, ¿qué quieres decir, muchacha? -interrogó su tío. ―Quiero decir que éste es mi único vestido decente. ―Charlotte indicó su nuevo
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vestido de lino blanco―. Y me temo que la espalda se me ha ensuciado mucho..., de recostarme en la hierba. ―Arrastró las últimas palabras y dirigió a los presentes una mirada desafiante. Esperaba que les diesen la peor interpretación posible. ¡Que pensaran que había estado tendida en una orilla cubierta de hierba con algún cortejante encontrado por casualidad! Rowan Keynes era la única persona de la habitación que parecía divertida, pero su tío no aceptó, con brusquedad, su explicación. ― ¡Tonterías, por supuesto que irás! Vuélvete. ―Y cuando ella dio media vuelta, con desgana―: ¡Vaya, el vestido no tiene nada! Déjate de esas chiquilladas, ¡me acompañarás al Castillo Stroud! ―Bien, por lo menos tengo que peinarme antes ―insistió Charlotte, terca―. ¡Por supuesto que no puedo salir con esta traza! ―Sacudió el cabello dorado, y tres pares de ojos siguieron su áureo brillo. ―Puedes peinarte, pero volverás a bajar y estarás preparada para acompañarnos dentro de quince minutos ―le dijo su tío amenazadoramente. ―Muy bien. ―Charlotte salió de la habitación, dejando la puerta un poco entreabierta, y durante un momento se apoyó en la jamba, en el vestíbulo desierto. Se sentía débil por efecto del choque. Detrás de ella oyó a su tío, complaciente: ―Pues bien, lord Pimmerston, ¿Charlotte no es todo lo que te dijo Brodie.. y más? Y la réplica engreída de su señoría: ―Sí, es una cosa hermosa... aunque resulta evidente que necesita que la domestiquen. ―Ah, disfrutarás con eso, ¿verdad? ―La voz de Brodie, acompañada de una risita malévola.
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Pero su señoría no se ablandaba con facilidad. La muchacha lo había desairado en público, ¡y pagaría caro por ello! ― ¿A qué viene eso de las manchas de hierba en la espalda? ―agregó con voz enfadada―. Parecía querer decir algo. Te prevengo, Russ, si cuando me case con ella resulta que no es virgen... ―Pues entonces yo mismo te convertiré en viudo... con mi propia mano ―prometió su tío con una voz tan fría, que Charlotte se estremeció. ¡Ah, eran ruines, ruines! ¡Ahí sentados, hablando de la perdición de su joven vida, como si ella no tuviese ninguna importancia! La puerta principal estaba cerrada ahora, y le cabían muy pocas dudas de que si trataba de huir sería perseguida y arrastrada por la fuerza a la cena de lord Pimmerston. ¡OH, si pudiera cabalgar! Entonces podría montarse en el mejor caballo que hubiera y alejarse al galope. Pero era probable que los caballerizos hubieran estado disfrutando de uno o dos jarros de vino en la cocina, y ahora se reunieran delante para esperar a sus amos. No existían posibilidades de una fuga inmediata; tendría que hacer planes para más tarde. Debía hacer llegar unas palabras a Tom. Pensando en eso, se apartó de la escalinata, con la intención de ir hacia la cocina, donde una mujer corpulenta, de vestido de hilo de color añil que pareció salida de la nada, interrumpió su avance. La mujer debía de tener un metro ochenta, con sus medias rayadas, y tenia la contextura de un luchador. Su amplio busto y su cabello teñido a la alheña se balancearon hacia Charlotte. -¿Señorita Charlotte? ―preguntó la mujer con una sonrisa afectada―. Yo soy Semple, su nueva doncella, traída por su tío para servirle. ―Bien, entonces sírveme arriba ―dijo Charlotte con vivacidad, señalando la
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escalinata con la cabeza―. Enseguida subiré. -No, señorita Charlotte. -La enorme recién llegada no cedió terreno―. Se me ha dicho que está a mi cuidado y que no debo quitarle la vista de encima. De modo que eso era lo que había querido decir Brodie cuando dijo a Rowan Keynes que «se habían hecho cargo» de cualquier intento de fuga que pudiera hacer. Semple debía llevaría a la fuerza. Charlotte dirigió una mirada sin esperanzas a la gigantesca mujer. ―Muy bien, Semple. Necesitaré una jofaina de agua para lavarme la cara y las manos. Semple no se movió. Su expresión era de suspicacia. ―No hace falta que la traigas tú misma, Semple. ―Charlotte suspiró-. Puede traerla Wend. ¡Wend! -llamó en voz alta, sobre el hombro de Semple, con la esperanza de que la joven estuviera cerca―. ¡Wend, lleva una jofaina de agua a mi alcoba... enseguida! También abrigaba la esperanza, mientras precedía a Semple escaleras arriba, como un animal arreado, que Wend no se ofendiera ante su tono autoritario, que sólo había tenido la intención de impresionar a Semple, y que no se quedase en la cocina, hosca, y enviara a Ivy... pues el llevar el agua habría sido en realidad tarea de Ivy y no de Wend. Para gran alivio suyo, Wend apareció poco después con un jarro de agua, que volcó, furiosa, en el lavabo de porcelana de la alcoba de Charlotte. ― ¿Nada más, mi señora? ―preguntó Wend con cargada deferencia. Charlotte casi esperaba que saliese de la habitación retrocediendo, con reverencias idiotas. ―Semple ―dijo Charlotte con sequedad―, tráeme una pastilla de jabón... encontrarás la que quiero en la cómoda, allí. ―Y cuando Semple volvió la espalda, tendió la mano y agarró la falda de Wend, en el momento en que la joven estaba a
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punto de salir, y la hizo volver. Wend giró con una mirada colérica y Charlotte se llevó un dedo a los labios. Wend entendió enseguida. Se acercó un poco más. ―Busca a Tom, va camino de Carlisle. ―El susurro de Charlotte era apenas un soplo en el oído de Wend-. Me casan con lord Pimmerston para «limpiarle» de la enfermedad de los galanes, y Semple está aquí para vigilarme, por si intento escapar. Wend le dirigió una mirada conmovida, y mientras Semple revolvía en busca de un jabón inexistente, Charlotte se quejó, irritada, de que el agua estaba demasiado fría. ―Traeré más agua ―prometió Wend, a punto de salir de prisa de la habitación. ―No, no hay tiempo. ―La voz de Charlotte la siguió―. Debo darme prisa, así que la usaré tal como está. Dentro de diez minutos salimos hacia el Castillo Stroud. Bien, no te quedes ahí, Wend. Vete, estoy segura de que la cocinera necesita tus servicios en la cocina. Wend salió con vivacidad... pero no fue a la cocina. Corrió a la puerta del jardín y partió a la carrera por el camino del lago, para buscar a Tom. Más tarde, cuando lord Pimmerston y su grupo, que ahora incluía a Charlotte, pasaron junto a ella, se ocultó entre los arbustos. Al enterarse de que Charlotte temía a los caballos y nunca había aprendido a montar, Rowan Keynes sugirió que era una pena que tuviera que traquetear en un carruaje durante todo el trayecto hasta el Castillo Stroud. Se ofreció a llevarla delante de él en su hermoso caballo zaino, y antes que Charlotte pudiera negarse su tío había aceptado en lugar de ella... sin duda, pensó Charlotte con amargura, para impedir que saltara del carruaje en cualquier lugar adecuado y tratara de huir. Mientras su tío empujaba hacia arriba su rebelde cuerpo, ella se encontró subida delante de Rowan Keynes; su espalda rozaba la tela oscura de la elegante casaca de
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montar de él, con sus faldones rígidos, divididos en la espalda y en los costados, para adaptarse mejor a la montura. Cuando el grupo partió en dirección del Castillo Stroud, Charlotte se recostó contra su dura figura masculina para evitar el roce ocasional del brazo del hombre contra sus pechos ―el brazo que sostenía las bridas―, aunque a veces, cuando el camino era agreste, la andadura del caballo la echaba hacia delante, contra el brazo o la mano de él. También se encontró en contacto íntimo con sus musculosos muslos. Se sintió avergonzada y trató de moverse para adoptar una posición menos intima, pero eso sólo logró empeorar las cosas. Sintió que el brazo que la sostenía se afirmaba de repente, y detrás de ella la respiración del hombre pareció cambiar, volverse más intensa. ― ¿Siempre viviste aquí, en la región del norte? ―preguntó él mientras su caballo, que había estado bailoteando de costado, para desconcierto de Charlotte, porque se balanceaba de un lado a otro entre los brazos de él!, cambió de paso y avanzó con serenidad detrás de su tío, de lord Pimmerston y Brodie, quienes cabalgaban delante en grupo. -No, soy de St. Mary. -Charlotte estaba un tanto falta de aliento. -¿En las Scillies? Una flor del sur, entonces. -Y querría estar de nuevo allí -agregó Charlotte con amargura, -¿No te agradan los inviernos fríos? -aventuró él-. Admito que a mí tampoco me gustan. Paso la mayor parte de mi tiempo en Londres, donde tengo una casa, pero prefiero el Continente... en especial Portugal, en invierno. A Charlotte no le interesaba saber dónde pasaba sus inviernos... ni sus veranos. Entre uno y otro intento de no sentarse demasiado cerca de ese desconocido inquietante, deseaba con desesperación que Wend encontrase a Tom. Este hallaría una manera de rescatarla, de eso no le cabía duda alguna. Casi no tuvo conciencia de lo que
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la rodeaba cuando los impresionantes muros almenados del Castillo Stroud se elevaron ante ellos. -Por la descripción de Pimmerston, no esperaba que este lugar fuese tan bello ―murmuró Rowan con agrado. -¡Está demasiado lejos de la ciudad para que él lo aprecie! ―fue la ácida respuesta de ella, -No cabe duda. ―El había percibido la nota protectora de su voz cuando hablaba de eso-, ¿Conoces bien el castillo? -Muy bien... y creo que lord Pimmerston está en lo cierto. ¡No tiene nada que hacer aquí! -OH, dudo de que Pimmerston piense vivir aquí ―fue el comentario de Rowan. « ¡Sólo se casará aquí!», fue la respuesta de Charlotte, no pronunciada. CAPITULO 8 Aunque los criados habían realizado maravillas en el poco tiempo que hacia desde que se encontraban allí, no se podía decir que el Castillo Stroud hubiese sido «abierto» de verdad. Es cierto que habían hecho habitable el comedor, con blancos manteles de hilo, nuevos, y platería lustrada. Y una cocinera y sus ayudantes habían preparado deprisa una cena aceptable. Pero la cena se sirvió tarde, y el anochecer caía sobre ellos cuando por fin se sentaron ante la larga mesa. A Charlotte le pareció interminable. Sólo podía pensar en Tom y en si Wend, corriendo por la orilla del lago, hacia Carlisle, había podido llegar hasta él. Ofrecía respuestas inconexas cuando se le hablaba, y a veces no respondía en modo alguno.
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Después de haber sido desairado rotundamente por ella en Aldershot Grange, lord Pimmerston había preferido no sentar a Charlotte junto a él, sino que se sentó con Russ a su derecha y Brodie a su izquierda. En el otro extremo de la mesa, Charlotte se hallaba sentada frente a Rowan Keynes, que la miraba con simpatía. Mientras la interminable cena avanzaba de plato en plato, comenzaron a llegar algunos invitados sueltos ―alertados por el camino de la inminente llegada de su señoría―, y Charlotte fue debidamente presentada. Se dio cuenta de que para la región se trataba de un gran acontecimiento ―la llegada de lord Pimmerston a su finca del norte―, y se consideraba necesario rendirle pleitesía. Con los pensamientos, Charlotte consiguió devolver los saludos, pero en realidad no oía lo que le decían. Debido a lo tardío de la hora, las pocas damas no se retiraron a la sala, pero su señoría anunció que pronto habría baile en el gran salón de arriba, pues había traído consigo unos músicos de Sheffield. Hubo un regocijado revoloteo entre las damas, ante ese anuncio, pues no había ninguna entre ellas que hubiera bailado un solo compás en el Castillo Stroud. Entonces, el tío de Charlotte habló con rapidez a lord Pimmerston, quien ordenó que volviesen a llenar todos su copa de vino ―Charlotte pensó que su tío estaba a punto de proponer un brindis por el anfitrión, cuando para su horror hizo el resonante anuncio de que su pupila se uniría en matrimonio con el dueño de la casa y las proclamas se harían el domingo siguiente―, cosa que provocó un clamor de voces, sobre las cuales la voz de su tío se elevó en un rugido: ― ¡Bebamos a la salud de la feliz pareja! ¡La feliz pareja! Charlotte se atragantó y dejó caer su copa con un leve ruido. Parte del vino se derramó en su vestido, y lo secó con una servilleta de hilo. Cuando se levantaron de la mesa, un remolino de personas la rodeó. Charlotte
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sintió de pronto que estaba a punto de desvanecerse. Con el pretexto de que debía lavar la mancha de vino, se alejó del grupo y corrió, ciega, hacia la puerta. Su tío la vio y cruzó el salón a la carrera para llevarla al cuarto almohadillado, donde las gruesas colgaduras de terciopelo ahogarían sus voces. La agarró y casi la arrastró hasta allí. Charlotte había perdido por completo su sentido de la diplomacia. ― ¿Cómo te atreviste a hacer semejante anuncio? ―jadeó―. ¿Y sin preguntarme cuáles eran mis sentimientos al respecto? El pareció confundido. ― ¡No tenia necesidad de pedirte permiso! Harás lo que a mi me parezca mejor. ―El apretón de su brazo se acentuó con crueldad. ― ¡Me estás haciendo daño en el brazo! ―Forcejeó con él, y sintió que sus pies resbalaban por el suelo con los lirones de él-. Y no tiene sentido que me arrastres de un lado a otro. ¡No me casaré con ese papagayo enfermo! ―Pálida de furia, hablaba entre dientes. -Te casarás con él o yo quedaré arruinado ―bufó―. ¡Y si no quieres ser atada a una piedra y hundida en las Aguas del Derwent, te casarás con una sonrisa! A Charlotte le dolía el brazo por ese trato a que estaba siendo sometida, y el dolor le llenó la voz de desesperación. ― ¿Quieres decir que gastaste todo el dinero de mi madre, así como el tuyo? ―Exclamó con amargura―. ¡No dudo de que existan magistrados que se interesen por eso! Su tío se volvió hacia ella con una expresión tal de amenaza, que ella se sintió helada, como tocada por una fría hoja de metal. ― ¡Trata de hablar con un poco de cortesía ―previno―, o te dejaré algunas marcas en esa delicada espalda, donde no queden a la vista!
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-¡Lord Pimmerston se molestará si estropeas mi belleza! ―replicó ella, sarcástica. El la miró con cólera. ―No me cabe duda de que te la marcará él mismo ―dijo con suavidad― ¡Es muy probable que lo haga en la misma noche de bodas! Se volvió hacia Semple, quien había presenciado ese choque y que ahora se erguía sobre ellos como una gigantesca sombra contra la luz de las velas. -Semple, no apartes tu vista de esta muchacha ―ordenó con sequedad―. Haz lo que te dijo Brodie.. usa la fuerza que debas usar, pero no la pierdas de vista, salvo cuando esté con uno de nosotros. ―Frase que Charlotte y Semple entendieron que incluía a Rowan Keynes. Giró y las dejó, a Charlotte apoyada contra la pared para recuperar el aliento, furiosa, y a Semple rondando cerca, vigilante. En el otro extremo del salón, Rowan Keynes también había presenciado la escena. Frunciendo el entrecejo, se apartó con rapidez de la aglomeración y fue detrás de Charlotte hacia la alcoba. Camino de ésta, se topó con Pimmerston, quien ante la violenta reacción del anuncio de los esponsales había derramado vino en su corbata y regresado junto a sus invitados llevando puesta una milagrosa creación decorada con cuentas en forma de campanillas. ―OH, muy bonito, Pimmerston ―elogió Rowan el buen gusto de su señoría con voz aburrida. Lord Pimmerston no hizo caso de Charlotte, enfadada en la alcoba, y se tocó la elegante corbata con una caricia. ―Dejé en Sheffield la que me gustaba ―masculló con tono de pena― Tengo ganas de apalear a Crouch por su descuido al olvidarla. Una visión del delgado y elegante Pimmerston apaleando a Crouch, el robusto
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lacayo de su señoría, cruzó fugaz por la mente de Rowan- Si a Crouch se le ocurría, podía volverse contra su patrón y partir en dos a su enclenque señoría. ―Tu prometida parecía muy solitaria al otro lado del salón, Pimmerston ―comentó―. Ahora que ha comenzado la música, ¿te molestaría si le pido el primer baile? ―Por lo que a mi respecta, puedes pedir el primer baile y todos los demás. No tengo intención de sacarla - Rowan Keynes arqueó expresivamente una ceja hacia lord Pimmerston. ―No me digas que ya no estás enamorado... ― ¿Hablas de amor? ―Bufó lord Pimmerston, y abrió su tabaquera de oro esmaltada en verde y tomó una delicada pizca de rapé―. Aquí no se trata de amor, como bien sabes. La mirada de Rowan se dirigió hacia Charlotte, tal vez con un poco de pena; la veía recostada contra la pared de la alcoba. ― ¿Gracia, entonces? No me digas que semejante belleza puede caer en desgracia -bromeó. Lord Pimmerston se había sentido furioso con los desaires de Charlotte desde que se encontró con ella, esa tarde. En esos momentos no se encontraba siquiera de humor para aceptar que era hermosa. ― ¿Belleza? No me había dado cuenta. Testaruda, eso si. ―A través de su salón ancestral dirigió a la obstinada Charlotte una mirada colérica―. Si, baila con ella, por supuesto, Keynes. Que no se meta en problemas. ―Había una nota malévola en la voz de su señoría. ―Ya la domesticaré a mis anchas. Después de la ceremonia. ―No me cabe duda de que lo harás ―asintió Rowan Keynes con desenvoltura. Su mirada sonriente se posó en lord Pimmerston casi con afecto.
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En la alcoba, el dolor del brazo de Charlotte había disminuido, y se revolvió. Casi encima de ella, Semple pareció ponerse en tensión. ―Bueno, ven, Semple. ―Charlotte dirigió una mirada colérica a lo largo de la férrea línea de la mandíbula de Semple. ―Sé útil. A ver si puedes encontrarme algún abanico... olvide traer el mío. Semple continuó clavada en su sitio, dominando a Charlotte, de más baja estatura. ―No puedo dejarte ―dijo con tono rotundo―. Salvo en compañía de uno de los cuatro hombres que me trajera aquí. ― ¡Bien, déjame con ése, entonces! ―Charlotte indicó a Rowan Keynes, quien se encaminaba con decisión hacia ellas―. Y ve a buscarme un abanico. Arriba, en la galería de los cantores ―porque ésa había sido antes una fortaleza medieval―, un trío de músicos empezó a tocar instrumentos de cuerda. Cuando la música flotó hacia abajo, Rowan Keynes preguntó a Charlotte si podía sacarla a bailar los primeros compases. ―No conozco los nuevos pasos ―le previno Charlotte. Ahora que Semple se encontraba por el momento lejos de ella, buscaba una vía de escape. ―Entonces tendré el placer de enseñártelos ―fue la firme respuesta de Rowan, mientras la conducía hacia la pista de baile. A Charlotte le importaba un rábano que todos la mirasen y que murmurasen en relación con esos esponsales tan apresurados. Tampoco le importaba si pisaba el pie de su compañero o si tropezaba con él. Todo su ser se hallaba concentrado en la huida... ¡OH, sin duda Wend habría podido alcanzar a Tom! De lo contrario... ―No quieres casarte con Pimmerston, ¿verdad? ―Preguntó Rowan en voz baja-. Es muy adinerado, ¿sabes? ―La miró a la cara para ver en qué forma la afectaría esta última información, pues era posible que no entendiera la gran dama que llegaría a ser
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gracias a ese matrimonio. Por toda respuesta, Charlotte le pisó el pie de forma deliberada y lanzó una mirada resentida a su moreno rostro sonriente. ― ¡No tengo la intención de casarme con él! ― ¿De veras? ―El evitó con destreza volver a ser pisado, aunque tuvo que mover los pies con rapidez―. ¿Y cómo lo harás, ya que tu tío parece tan decidido? Los ojos de color violeta, de Charlotte se entornaron. Se acercaban a la puerta. ―En la ceremonia de la boda, cuando se me pregunte si acepto a ese hombre, gritaré: « ¡No, no, no acepto, y no lo aceptaré nunca!»... y saldré corriendo. ―Ese será un espectáculo excitante ―dijo él con cortesía―. ¡Me aseguraré de estar presente en tus nupcias! ― ¡OH, no te burles de mi! ―Trató de liberarse del abrazo de él. Para llegar a la puerta sólo necesitaba correr un breve trecho. Pero él continuó agarrándola. ―Yo te aconsejaría que no se lo digas a tu tío, antes de la ceremonia, tu intención de rechazar a tu prometido en la iglesia ―fue su frío consejo. Había un brillo en sus ojos oscuros... aunque ella no pudo determinar si era de ironía o de simpatía. ― ¿Por qué no? -preguntó ásperamente. ―Porque existen pócimas que hacen que una persona se vuelva más flexible, más dócil. Ella le miró. ― ¿Crees que él podría? ―OH, no me cabe duda de ello ―fue la serena contestación de él. ― ¡Es un monstruo! ― estalló ella―. ¡Ahí sentado, en Sheffield, urdiendo todos esos terribles planes para mí!
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―Calla, no hables tan alto ―aconsejó Rowan―. Nadie puede oír tus palabras desde donde estamos, pero la expresión de tu semblante está despertando curiosidad. Charlotte volvió enseguida la cabeza de las otras parejas que bailaban reposadamente. ―Sabes que soy una prisionera ―acusó―, Brodie y mi tío han traído a esa horrible mujer para que me vigile hasta que haya terminado la ceremonia... aunque desde luego no sé por qué Brodie está interesado en ello. ―No cabe duda de que Brodie recibe un tanto por ciento de lo que tu tío obtendrá de Pimmerston por haber arreglado la unión ―sugirió Rowan. Y cuando Charlotte le dirigió una mirada de asombro―: Las jóvenes vírgenes que poseen una belleza como la tuya se pagan a alto precio. ―Aquí hace mucho calor ―se quejó ella. ―Tienes razón ―aceptó él, con tranquilidad―, ¿Quieres que salgamos al jardín y provoquemos un escándalo? ¡Es posible que entonces no tengas que casarte con Pimmerston! Molesta porque él adoptaba un tono de broma ante algo tan desesperadamente importante para su futuro, Charlotte permitió, sin embargo, que Rowan la condujese fuera, al aire fresco nocturno de los jardines escalonados que bajaban hacia el lago. Los jardines estaban invadidos por la maleza ―los criados de lord Pimmerston no habían podido hacer nada respecto a eso en el corto tiempo que hacia que estaban allí―, y los senderos herbosos eran blandos y chispeaban de rocío bajo sus pies, de manera que se levantó las faldas para impedir que se mojaran. En torno a ellos se respiraba el aroma embriagador de las enmarañadas enredaderas de rosas de musgo, que caían sobre un muro próximo- Del lago subía una neblina que oscurecía la línea de la orilla- Todo parecía estar sumido en el silencio.
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De pronto vio a Tom, cuando un remolino de bruma se abrió para mostrarlo de pie, inmóvil, junto a un árbol de la orilla del lago. Debía de haber estado examinando el castillo, para decidir cuál era la mejor manera de entrar sin llamar la atención. Charlotte lanzó una rápida mirada hacia el rostro moreno dibujado sobre ella, a la luz de la luna, pero si Rowan había visto la figura hundida entre las sombras, no dio señales de ello. ― ¿Te molestaría mucho ir adentro y traerme un chal? ―Preguntó ella con un repentino estremecimiento―. Hay tanta humedad aquí fuera, que me estoy quedando helada. Rowan pareció no encontrar extraño que después de declarar que tenia calor, afirmase ahora que sentía frío. ― ¿Estás segura de que no quieres entrar de nuevo conmigo? ―preguntó. No, las rosas huelen tan bien, y... ¡y no creo que pueda hacer frente ahora a toda esa gente, que parlotea acerca de lo maravilloso que es que esté a punto de casarme con lord Pimmerston! El ahogó una risita. ―Puedo entender eso ―dijo. Y desde luego podía, pues acababa de ser rechazado por una joven de fortuna y de espléndida belleza, y salido de Londres encolerizado, con la esperanza de calmar su furia en la región del norte. Cuando se encontraba en Sheffield, fue invitado a acompañar a lord Pimmerston, a quien había conocido recientemente, a su boda con una joven a quien nunca había visto, y la situación le picó la curiosidad y vino para ver qué ocurriría. Además, aquello quedaba en su camino hacia la costa, pues estaba metido en asuntos acerca de los cuales su anfitrión nada sabía... porque se habría quedado atónito si lo hubiera sabido. Pero Rowan tenía una vista más aguda que la de Charlotte; no había pasado por
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alto a la silenciosa figura agazapada junto al árbol; fue, obediente, hacia la puerta del jardín, que se encontraba convenientemente fuera de la vista, detrás de unos altos arbustos, y la abrió y cerró con ruido... pero se quedó fuera, para mirar por entre las malezas. En cuanto Charlotte oyó que se cerraba la puerta del jardín, se recogió las faldas y corrió hacia Tom por los senderos herbosos. En medio de la bruma arremolinada, Rowan la vio arrojarse hacia un par de brazos que se cerraron alrededor de ella, tranquilizadores. Desde las sombras, Rowan observó esta cita. Un amante, sin duda... recordaba la tranquila observación de ella, antes, sobre las manchas de hierba en la espalda de su vestido, y sintió un sorprendente pinchazo de celos. Deseó poder escuchar lo que decían. ―OH, Tom, gracias a Dios que Wend te encontró –musitó Charlotte―. ¡Tenemos que irnos de aquí! ―Así me lo dijo Wend. No tengo caballo, de manera que... ― ¡Aquí hay caballos de sobra! ¡Elige el que quieras! Eso le convertiría en un ladrón de caballos, expuesto a ser ahorcado. Vaciló, pero sólo un momento. ―Tendremos que llevarnos el mejor que podamos encontrar, de entre los de los invitados que no piensan quedarse por la noche y los han dejado amarrados fuera. La condujo hacia ellos, demostrando así que ya había buscado el lugar en el cual se hallaban amarrados, precisamente con ese objetivo. ―Pon tu pie en mis manos ―ordenó Tom a Charlotte―, Te izaré. ―Pero no se montar ―protestó ella, presa de pánico. ―Entonces montaremos juntos ―resolvió él, y la levantó, colocándola detrás de
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él―. Agárrate ―le dijo―, y agáchate cuando yo lo haga, porque iremos por el bosque y no quiero que te golpee alguna rama baja. Rowan, que los había seguido en silencio por entre las sombras, lo vio todo. Había una extraña expresión melancólica en su semblante, permaneció donde estaba hasta que el caballo «tomado en préstamo» y montado por los dos se alejó por entre las hierbas mojadas y desapareció en la oscuridad. Le pasaban por la mente gran cantidad de cosas en apariencia sin relación alguna entre si. Esa joven, aun con su peinado pasado de moda y ropas apenas aceptables, era mucho más atractiva de lo que había sido Katherine Olney... y esta era la favorita de Londres. Dolorosos recuerdos golpearon sus sentimientos lacerados viendo cómo la morena belleza le había despreciado... la encantadora Katherine, con su oscura mata de pelo, sus ojos burlones, y sus suaves modales conquistadores. Katherine, que lo había traicionado, sin molestarse siquiera en devolverle el anillo de esponsales antes de fugarse con el joven Talybont, a Gales. El hermoso rostro de Rowan se ensombreció ante la afrenta, y se acentuaron las crueles líneas de su boca. Había pensado en seguirla y convertirla en viuda... pero se interpusieron otros asuntos demasiado importantes como para no hacer caso de ellos, y le hicieron viajar al norte. Sus pensamientos volvieron a Charlotte. No se trataba sólo de su belleza. ¿Que había en ella? Cierta cualidad... no podía determinar cuál, pero existía. Un espíritu como una hoja de Toledo... sí, era eso, una magnífica resistencia a la destrucción. Sonrió ante la adecuada comparación. Durante un instante permitió que sus pensamientos imaginaran a Charlotte arrebatadoramente vestida, haciendo su reverencia ante la sociedad londinense, presentada ante la Corte... Y entonces sus pensamientos volvieron a su propia situación. Pronto debería estar en Portugal. Esa visita sorpresa a Sheffield y el viaje
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posterior a Cumberland habrían convencido sin duda al oscuro sujeto furtivo que le pisaba los talones desde que salió de Londres ―y que sin duda alguna era un agente del rey español enviado a frustrar su misión de que sólo se tomaba unas vacacionesNo podía darse el lujo de quedarse allí mucho tiempo, y sin embargo... esa muchacha de la región del lago azul era bella de verdad. Sus pensamientos volvían con insistencia hacia ella. ¿Adonde iría la pareja que se fugaba del Castillo Stroud? Tal vez a Carlisle, o a los eriales de Northumberland, pero casi con seguridad a Escocia... al otro lado de la frontera, donde las ceremonias del matrimonio podían ser realizadas por cualquiera, en presencia de testigos. No se le pasó por alto la forma instintiva en que Charlotte había corrido a los brazos de aquel sujeto. Ahora pensativo, bajo el fresco aire húmedo, se imaginó paseando por el parque de St. James, con Charlotte tomada de su brazo, y encontrándose con la morena y encantadora Katherine Olney... ahora Talybont. Imaginaba el semblante de Katherine, asombrada, ofendida, si se enfrentaba con él de esa manera, pues el había recibido un mensaje suyo antes de partir, entregado mientras ella viajaba para casarse con el joven Talybont, y ese mensaje le había enfurecido más que ninguna otra cosa en el mundo. A causa de las estrecheces de su padre y de su escasa dote (Katherine le había escrito con una dulzura que chorreaba de la pluma de ganso con que lo hacia) se veía obligada a desposar a Eustace Talybont, que era enormemente rico, pero pronto regresarían a Londres ―él podía contar con eso, ella se ocuparía de que así fuera―, y el querido Rowan debía estar allí cuando ella volviera. Ese repentino matrimonio de conveniencia no tenía por qué representar diferencia alguna para ellos, todavía podían disfrutar de buenos momentos juntos, como antes. « ¡Maldita Katherine!», pensó con violencia, y sus dedos se cerraron hasta que los nudillos se pusieron blancos. ¡Imaginaba que podía
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tenerlos a los dos! ¡OH, como le agradaría devolverle el golpe! Tenía la mirada clavada en la oscuridad, en el lugar exacto en el cual habían desaparecido Charlotte y Tom, mientras pensaba eso. Entornó los ojos y sacó su reloj de oro del bolsillo, miró la hora a la luz de la luna. Les daría veinte minutos de ventaja... Cuando hubieron pasado los veinte minutos, regresó a la casa y la encontró alborotada: todos buscaban a Charlotte. ― ¿Dónde está? ―Preguntó lord Pimmerston, casi lívido de cólera-. ¡Te vieron bailar con ella! ― ¡Y si has dañado la mercancía...!, era la amenaza no formulada que contenían las palabras. ―Yo también la buscaba ―fue la aburrida respuesta de Rowan―, Me pidió que le buscara el chal Iba a hacerlo cuando me di cuenta de que no debía dejarla sola. Me volví y descubrí que había desaparecido. He estado registrando los jardines en su busca, pensando que quizá se había desvanecido y caído entre los arbustos... o que tal vez sufriera un ataque. ―Se volvió con serenidad hacia Russ, que estaba colérico―, ¿Por casualidad tu sobrina tiene propensión a los ataques? Russ respiraba con esfuerzo. ―Charlotte no tiene propensión a ataques de ningún tipo. Esta noche, tuvimos un enfrentamiento. ―Sí, me di cuenta de que parecía molesta. ―Rowan se divertía-. Se hallaba junto al lago cuando la dejé. No crees que pueda haberse ahogado en el lago, ¿verdad? Russ palideció. ― ¡Por supuesto que rió! Ni que se haya arrojado, ni que haya caído en él... es una muchacha demasiado sensata. Y nuestra pelea no fue tan importante. Apenas se trató de una discusión acerca de su dote...
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― ¿Ella la quería? ―interrumpió Rowan con tono de simpatía. Russ casi se ahogó. ― ¡No nos poníamos de acuerdo en eso! ―rugió―. ¡Y no lo discutiré contigo, Keynes! ―Se volvió, ansioso, hacia su anfitrión―. Es posible que haya regresado a Aldershot Grange, con algún berrinche. ―Si, es muy capaz de ello―dijo con sequedad lord Pimmerston, casi fuera de si de ira por verse humillado de esa manera, en público, ante la repentina desaparición de su prometida―. En el acto enviaré a alguien a la Grange, para verificarlo. ― ¡Falta mi caballo! ―Uno de los invitados se acercó de prisa en ese momento, para informar a su anfitrión de la desaparición―. Norah y yo vinimos montados y dejamos nuestros caballos amarrados fuera, ya que no pensábamos quedarnos mucho tiempo, ¡y cuando he salido ahora, mi caballo ya no estaba! Pregunté entre las criadas, y una de ellas creyó haber visto a un hombre y una mujer que se alejaban en un caballo que coincidía con la descripción del mío. ―Ahí tienes tu respuesta, entonces. ―Rowan se volvió alegremente hacia su anfitrión―. Pimmerston, creo que tu pájaro ha volado. CAPITULO 9
La frontera escocesa, cuarenta y ocho horas más tarde. La noche había caído otra vez sobre la frontera. Por detrás de las nubes bajas, la luna se asomaba y se ocultaba de nuevo,
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resbalando sobre una mágica campiña de altos picos, corrientes rápidas, cataratas, tojo y helechos. Cuando partieron del Castillo Stroud, Tom sintió el hormigueo que le producían los brazos de Charlotte en torno a su cintura, mientras cabalgaban, y tuvo que luchar contra un deseo repentino de encontrar algún lugar adecuado, desmontar y poseerla allí mismo. Ahora, unas cuarenta y ocho horas más tarde, todavía sentía que la sangre se le alborotaba cada vez que el ritmo del paso del caballo sobre ese terreno desigual ponía los juveniles y firmes pechos de ella en contacto con su espalda. Ahora estaba cansada, y apoyaba lodo su peso contra él, de modo que los suaves montículos se aplastaban, confiados, contra su duro cuerpo. Y a pesar de lo fatigado que se sentía, después de dos días de eludir la empecinada persecución que los había acosado casi desde el principio, su espalda todavía se ponía en tensión cuando sus músculos notaban la proximidad de ella. En los bosques, en esa misma etapa desde el Castillo Stroud, habían pensado adonde ir. Tom era partidario de dirigirse al norte, a lo largo de la orilla del lago, pasando al sur de Keswick y buscando la costa, donde podrían encontrar algún esquife y trabajar para pagarse el viaje al sur. Pero Charlotte había señalado que podían casarse en Escocia sin una licencia... además Wend le había dicho que Maisey, con quien se había encontrado Tom, aquel día, en Fox Elve, había abandonado a su James y huido a Escocia con un marinero. Se casó en una herrería de Gretna Green, el herrero fue el encargado de la ceremonia, algunos desconocidos como testigos y un yunque haciendo las veces de altar. Esos matrimonios eran perfectamente legales, afirmaba, y cuando ella y Tom estuviesen legalmente casados, su tío no tendría más remedio que aceptarlo. Tom opinaba que su tío, al llegar, por la fuerza intentaría convertirla en viuda. ―No, si ya hemos... ―Charlotte estaba a punto de decirle «dormido juntos», pero
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se ruborizó y dejó que la voz se le apagara―. Quiero decir que lord Pimmerston no me querrá entonces. Tom había sonreído, sin quedar convencido. ―La venganza siempre es dulce ―replicó. La venganza era un placer por el cual había visto morir a muchos hombres. ―No creo que al tío Russ le interese vengarse... sólo nos consideraría una causa perdida. ―Suspiró―. Creo que ha perdido su fortuna en el juego, y también la de mi madre, y el único motivo de que trate de imponerme a lord Pimmerston es el de que necesita dinero desesperadamente. Me dijo que quedaría arruinado si yo no seguía adelante con ese matrimonio. ―Le había dicho mucho más, pero prefirió no explicarlo―. Y si nuestro matrimonio ya está... ―Consumado ―concluyó Tom con sequedad. ―Consumado ―balbuceó ella al pronunciar la palabra con timidez―, cuando nos descubra, ¡bien, regresará a casa, derrotado y se dispondrá a vender Aldershot Grange para saldar sus deudas, en vez de venderme a mi para lo mismo! ―De modo que tendrá que ser Escocia. ―Tom estaba tan dispuesto como cualquiera a correr sus riesgos. Se habían apartado de Keswick, que se encontraba en la boca de las Aguas del Derwent, y pasado al norte de Penriht, con la intención de dar un rodeo en Carlisle, hacia el esté, y cruzar la frontera en las Tierras Bajas de Escocia, al norte de Kingstown, pero después de cabalgar todo el día por terreno escabroso, Charlotte estaba tan cansada, y los dos tan hambrientos, que cuando bajaron de una cuesta empinada y vieron abajo una pequeña posada, con un letrero colgando fuera, Tom decidió arriesgarse. El caballo estaba casi extenuado... a fin de cuentas el animal no se encontraba descansado cuando salieron.
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―No digas nada―previno a Charlotte―. Aquí sigue mi juego. Cabalgó con audacia para internarse en el angosto valle, desmontó e hizo pasar a Charlotte a «El Ciervo y el Cuerno», como anunciaba la descascarada pintura del letrero que colgaba sobre la puerta. En el salón de techo bajo eran los únicos clientes, y se sentaron ante la larga mesa en donde comían todos los viajeros. El posadero, un sujeto bajo, de mejillas rosadas y cabello rojizo con mechones grises, apareció de prisa con su delantal de cuero y se disculpó porque no había tiempo para «preparar un ave»; una carne de venado, fría, era lo único que su Annie había dejado cuando se llevó a toda la familia al mercado, dejándole al frente de la posada. ― ¿Entonces no hay huéspedes? ―preguntó Tom cortésmente. El posadero meneó la cabeza. ―“Pero esta noche, más tarde” llegarán unos cuantos muchachos para beber algo de cerveza. ¡El tiempo está demasiado bueno para hacerles entrar antes! De manera que la posada se hallaba desierta, sin contar con el tipo sonriente que tenían delante... Los ojos de Tom brillaron al darse cuenta de su buena suerte. Dejó a un lado sus preguntas y se mostró elocuente en cuanto a ellos mismos; explicó que Charlotte era su hermana y que habían llegado de Carlisle, de camino para visitar a su tía, que vivía cerca de Cross Fell, pero que se habían extraviado. ― ¿Cross Fell? Ah, pero entonces van en una dirección equivocada ―le dijo el posadero. ―Después que hayamos comido, quizá tenga la bondad de indicarnos el camino, ―Desde luego, joven señor, eso haré. ―Entretanto, le daré pienso y agua a mi caballo, ya que hoy usted está falto de ayuda, y puede ponerlo en mi cuenta.
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El mesonero asintió y se alejó de prisa para traerles la cena. Charlotte dirigió a Tom una mirada inquieta y susurró; -¡No tenemos dinero! ¿Cómo pagaremos? ―No pagaremos ―murmuró Tom. Miraba alrededor, con la esperanza de localizar un arma, tal vez un mosquete, pero no las había a la vista―. Y además necesitaremos un caballo descansado. Cierra los ojos y finge que dormitas, por si entra alguien. Enseguida regresaré. En la caballeriza, mientras daba de comer y de beber a su caballo robado, examinó la situación. El posadero poseía un par de buenos caballos; de los dos, la yegua rucia moteada parecía ser más resistente. Les llevaron platos de madera, les llenaron los jarros de sidra, les sirvieron tarta de carne y un buen pan moreno. Tom preguntó si había manzanas que llevar en su viaje a Cross Fell, y el posadero les complació, llevándoles un cuadrado de hilo, anudado, lleno de deliciosas camuesas. La comida fría nunca tuvo buen sabor. Comieron su pastel de venado y su pan moreno, y aceptaron una repetición. Bebieron la fuerte sidra, y Charlotte, que había estado nerviosa ante la posibilidad de que entrase alguien, se relajó y sonrió a Tom, soñadora, a través de la mesa, e imaginó cómo seria todo después que un herrero golpeara en su yunque y anunciara que estaban casados. «Será maravilloso», resolvió, dichosa. El mesonero explicó con timidez que su esposa sólo había dejado, de una gran tarta, apenas lo suficiente para una ración (que estaba destinada a él, pero se abstuvo de decirlo), y Tom le dijo enseguida que le diese la tarta de bayas a la dama. Y mientras ésta la comía, ¿quería el posadero salir e indicarle el camino a Cross Fell? El posadero quiso. Condujo a Tom afuera, por el terreno herboso que había
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delante de la posada ―que por sí solo mostraba que ese lugar no era muy frecuentado-, y señaló hacia una montaña cercana, explicando que si doblaba allí hacia la derecha. No terminó la explicación, porque el puño de Tom le dio de lleno en la mandíbula y lo tendió en la hierba, desvanecido. Tom estuvo junto a él durante un momento. Le habían molestado hacer eso a un hombre tan bondadoso, pero tenía que sacar a Charlotte de allí. ―Te pagaré cuando pueda ―murmuró a la figura yaciente, de delantal de cuero, que no podía oírle―. Y también por el caballo. ―Se volvió y llamó a Charlotte, que miraba por la ventana, horrorizada. ―Todavía no se mueve ―informó Charlotte, temerosa, mientras Tom ensillaba la yegua rucia moteada―. OH, no crees que esté muerto, ¿verdad? ―Por supuesto que no. ―Tom suspiró―. Pero deseo que se quede tranquilamente donde está hasta que nos perdamos de vista. ―Deseaba haber tenido tiempo para registrar la posada en busca de un arma, pero «algunos de los muchachos de los alrededores» podían llegar en cualquier momento, y no se arriesgó a retrasarse. Cuando subieron la cuesta cercana, oyeron que de abajo, desde la posada, llegaba un rugido furioso. ―Ahí tienes tu respuesta ―dijo a Charlotte, irónico―. Está despierto. Y entonces se oyó el estampido de un mosquete. ―Muy despierto. ―Tom siguió un rumbo serpenteante, por si el enfurecido posadero resolvía montar el otro caballo de su establo y seguirlos. ―Con todo ese ruido alertara a todos, en los alrededores ―se inquietó Charlotte, cuando oyeron otra vez el fuego del mosquete, en la distancia. ―Debemos correr ese riesgo. Por lo menos hemos comido, tenemos un caballo
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descansado y manzanas para mantener. Pero Charlotte miraba hacia atrás, todavía preocupada. -Volveremos y le pagaremos cuando podamos- Regresaremos, ¿verdad, Tom? ―Cuando podamos ―respondió éste, abstraído con los pensamientos más ocupados en el agradable descubrimiento de que la yegua rucia moteada iba cuesta abajo como si le agradara correr. ― ¿Qué te parece que debemos hacer una vez que nos hayamos casado en Gretna Green, Tom, quedarnos en Escocia o regresar a Inglaterra? Tom había pensado mucho en eso. Respondió en el acto. ―Iremos hacia Dumfries y venderemos el caballo en el mercado, después bajaremos por la costa hasta Liverpool. Y allí, si quieres, sacaremos los pasajes para viajar a Norteamérica. ¿Te parece bien? ―OH, si ―musitó ella mientras continuaban cabalgando bajo el anochecer. Las gaitas de Escocia ya entonaban un loco estribillo en su corazón. Delante estaban las Tierras Bajas de Escocia... ¡y la libertad! Hicieron un rodeo en Carlisle... y fue allí donde el primer grupo de perseguidores se cruzó en su camino. Tom frenó su cabalgadura ante un grito delante y una exclamación: ― ¡Ahí están, muchachos! ¡Atrapémoslos! La yegua era retozona, pero veloz. Tom siempre se mostraría agradecido por la forma en que respondió cuando la hizo girar. Obedeció en el acto y se lanzó por un sendero que atravesaba unos bosques bajos, corriendo como un ciervo. Allí Tom viró en seco hacia el este, bajando por una garganta, y luego hacia el sur, por terrenos más escabrosos, hasta dejar atrás a sus perseguidores. Los grupos de hombres que les perseguían, se dio cuenta Tom con amargura,
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tendrían caballos de refresco a su disposición, a todo lo largo del camino, pero él y Charlotte se les habrían adelantado si sólo hubieran pasado por el mesón y partido con la yegua- La cena les había costado el paso seguro y fácil a las Tierras Bajas de Escocia. Después de eso, fue el juego del escondite en las montañas. Dormitaron un rato junto a un arroyo y dejaron que la yegua pastara. Era una suave y agradable tarde, y Tom ansiaba tener a Charlotte entre sus brazos, pero temía tocarla porque si lo hacía sabía que seguiría hasta el final con ella, y sentía que eso seria injusto. Se merecía una mejor «primera noche», no apresurada y en plena huida... y la tendría. Comieron sus manzanas y continuaron cabalgando, fortalecidos. Pero al alba, cuando hicieron Otra vez el intento de orientarse hacia el norte de Carlisle, fueron empujados de nuevo hacia atrás y corrieron todo el día. Y ahora era otra vez de noche. Habían comido todas las manzanas y estaban hambrientos de nuevo, ya casi habían llegado a la frontera, cuando tuvieron que retroceder, una vez más, en esa ocasión en la oscuridad. Le preocupó a Tom el hecho de que sus perseguidores parecieran crecer en número a medida que avanzaba el día... y en apariencia llegaban de todas partes. Abrigaba la esperanza de llegar a Escocia antes que se agotase la resistencia de la yegua, pero ahora se daba cuenta de que no podría ser así. Estaban tratando de rodear una alta montaña cuando Tom vio delante unos faroles... y se desvió. En esas circunstancias parecía no haber más alternativa que atravesar esa montaña o regresar por donde habían venido, de modo que guió a la yegua montaña arriba. Trepando sin cesar, el pobre animal se mostraba cada vez más lento, se tambaleaba en la ladera herbosa. El caballo necesitaba descanso... y también Charlotte.
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Ella se agarraba a él, valiente, envolviéndole la cintura con los brazos, los dedos cerrados alrededor de uno de los botones de madera de su casaca. No se había quejado ―su Charlotte no se quejaba―, pero ahora su cabeza caía sobre la espalda de él, y su cabello brillante, suelto a raíz del largo viaje, rozaba la cara de él, a causa de la brisa que se acentuaba. Esa brisa traía consigo la promesa de lluvia, y Tom no sabía si la lluvia sería un factor beneficioso o no. Significaría que dejarían huellas de cascos en la hierba cortada, o en cualquier terreno cenagoso que atravesaran... huellas frescas y fáciles de seguir. Y cuando comenzara a llover, los caminos pedregosos se volverían resbaladizos y peligrosos. Pero la lluvia también encubriría el ruido y la visión, y podría permitirles pasar entre los grupos que les habían hecho retroceder en tres ocasiones, para llegar por fin a Escocia. La yegua tropezó de nuevo y Tom echó el brazo hacia atrás de manera instintiva, para asegurar a Charlotte, que podía haberse dormido en la silla. En efecto, se había dormido, y despertó con un sobresalto, y se deslizó en sus brazos cuando él desmontó y se los tendió para ayudarla a bajar. ― ¿Dónde... dónde estamos? ―susurró, temerosa de que su voz se escuchara en la oscuridad. ―Si no me equivoco, éste es el Risco Kenlock –respondió Tom―. Y Escocia está ahí. ―Hizo un amplio movimiento con el brazo. Se asomó la luna y la mirada de Charlotte recorrió los alrededores, examinando los picos que se erguían en torno a ella, en plateado silencio. Con la enorme masa de la montaña obstaculizándoles la visión a esa altura, no se veía siquiera la débil luz de una vela en la ventana de un campesino o un granjero, habrían podido estar solos en el mundo.
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―No oigo a nadie ―dijo ella al cabo de un rato. ―No, había algunos faroles, pero creo que los hemos dejado atrás, en el último valle. ―Esperaba estar en lo cierto. ―Tom, si éste es el Risco Kenlock, entonces, ahí arriba, cerca de la cumbre, hay un lugar en el cual podríamos descansar... y ocultarnos. El padre de Wend me habló de él en las Navidades pasadas. Solía hacer de guía de partidas de caza que trepaban por esos empinados riscos... así tuvo un accidente, guiando a unos cazadores en Helvellyn. ― ¿Te dijo cómo encontrarlo? ―Tom parecía dudar. ―Sólo que existía ese angosto desfiladero que llevaba hasta la cima, y que de él partía otra grieta estrecha, y si seguías esa grieta llegarías allá. Tom miró hacia arriba. ―Parece haber un lugar así ahí delante ―dijo, dudando. ―Entonces tiene que ser ése ―contestó Charlotte―. Dijo que era en realidad el único camino hasta la cumbre. Lo cual significaba que sería un buen lugar para defenderse... si ello era necesario. ― ¿Subimos a ver? Charlotte asintió. Ahora estaba despierta del todo y dispuesta a todo... tenía la certeza de que podía confiar en cualquier cosa que hubiese dicho el padre de Wend, de ojos chispeantes. Caminó al lado de Tom, quien guiaba a la yegua en el trayecto hacia arriba. El desfiladero se hallaba más lejos de lo que había parecido desde abajo, y cuando llegaron se dejaron caer, para descansar antes de intentar una ascensión más difícil aún, a la cima. Junto a ellos, la yegua moteada apenas se movía, con la cabeza caída. Tom estudió el desfiladero, que se angostaba a medida que ascendía. No veía la
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bifurcación que había descrito el padre de Wend, pero era posible que existiera una allí arriba. Era un riesgo que debían correr, pues no podían permitir que la luz del día los sorprendiese en la ladera de la montaña. Miró al caballo. Los cascos de éste resonarían en las rocas, y el sonido se escucharía a lo lejos; Recordó los faroles. Era posible que estuvieran fuera del alcance del oído de los hombres que llevaban los faroles... o quizá no. De todos modos, allí se separarían del caballo. Se puso de pie. ―Ha sido una monta valiente, esta yegua, y nos ha salvado más de una vez. ―Tom acarició la crin del desalentado animal― Pero necesita encontrar agua y hierbas, y no los hallará en este tramo pedregoso, ni tendrá tiempo para ello cuando nos lancemos a la frontera. Tendremos que continuar a pie a partir de aquí, Charlotte. Tomó las bridas de la yegua y la hizo girar con suavidad, para después darle una palmada de despedida en las ancas. Obediente ―agradecida, le pareció-, la yegua partió, resbalando un poco en los pastos cortos, pero bajando por la cuesta. Guardaron silencio mientras miraban alejarse a la yegua, porque sin ella habían perdido buena parte de su capacidad de maniobra. Debían encarar la montaña. Se miraron durante un largo rato y luego empezaron el ascenso, trepando sin descanso, hasta que por fin Tom pensó que Charlotte ya no podía más y le pidió que se pararan. ―Quédate aquí ―dijo él―. Iré a explorar. Si puedo hallar ese lugar que mencionó el padre de Wend, será bastante buena suerte para nosotros. Charlotte se alegró de poder descansar y esperar. Cuando Tom regresó, parecía complacido.
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―Es un poco difícil ―dijo―, pero está ahí arriba, como él te dijo. La condujo a un lugar donde el desfiladero se bifurcaba. Tomó el camino de la derecha y ella trepó tras él, hasta un lugar tan próximo a la cima, que cortaba el aliento. Era en verdad un lugar oculto, vio ella, cuando miró sobre un muro bajo formado por un peñasco caído en un lugar ahuecado que debía de haberse creado cuando las lluvias desgastaron un grupo de rocas menos firmes. En tres de los lados, las paredes rocosas se elevaban en pico, fuera de un saliente natural, a un costado de un «suelo» de piedra casi llano, casi alisado por las lluvias. A un lado del desfiladero principal que iba hasta la cresta del escabroso pico, esa pequeña terraza natural era tan recoleta ―aparte de la entrada hendida a través de la cual miraba ella ahora― como si se hallasen en un patio pequeño, rodeado por tas paredes de la casa por tres lados, una terraza sobre cuya baja y desigual valla de entrada Tom ya había saltado y en la cual se encontraba ahora de pie. ―Cuidado, no vayas demasiado lejos por allí. ―Señaló con la mano el cuarto lado, donde parecía desaparecer la pared de la terraza―. Hay una caída en pico que baja eternamente, con una cascada al fondo. ―La oigo ―dijo ella. Y en verdad podía oírla. El ruido le hizo sentir sed, pero allí arriba no había agua. A menos que lloviera. Sin esperar a que la ayudase, Charlotte saltó sobre el bajo peñasco, para unirse a él. Su falda se enganchó en un afloramiento de la roca, dentado, tal vez producido por las últimas heladas del invierno. La tomó por sorpresa y la hizo resbalar hacia un lado, de modo que aterrizó en un revuelo de amplias faldas, en un montículo de piedras sueltas, y no en el suelo de la terraza, desgastado por la lluvia. En el acto Tom se inclinó, solicito, hacia ella. ― ¿Te has lastimado? ―preguntó con aspereza, porque una lesión en ese
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momento podía ser algo desesperante. ―No. ―En la vacilante luz de la luna, le dirigió una mirada desvaída y trató de ponerse de pie, con esfuerzo, para volver a caer con un grito-. Mi tobillo ―rectificó con amargura―. Me parece que lo he dislocado al caer. Erguido sobre ella, Tom se mordió el labio inferior y frunció el entrecejo. Se inclinó y la levantó. No le haría reproches, pues había sido tan valiente como la yegua, y animosa en esa loca cabalgada hacia lo desconocido- La llevó a un lugar protegido, excavado en las rocas que sobresalían por encima de ellos, y la depositó con cuidado. ―Si llueve, esto servirá de amparo -le explicó. ―OH, Tom. ―La voz de Charlotte se escuchaba vacilante y llena de ansiedad―. He arruinado nuestras posibilidades, ¿no?... al lastimarme. ―Por supuesto que no ―respondió él, tranquilizador. Pero de todos modos tenia sensación de abatimiento. Sólo por la mañana podrían saber hasta qué puntó era seria la dislocación del tobillo- Entretanto... ―Trepare a la cima y echaré un vistazo ―le dijo, inquieto. Subió por el bajo peñasco que se parecía al muro de una terraza y descendió por el camino por el cual habían llegado, en ese sendero abrupto, hasta la bifurcación del desfiladero, y luego ascendió por el desfiladero principal hasta llegar a la cumbre. Allí, encima de las peñas más altas, contempló un panorama que parecía comprender las Islas Británicas enteras. El viento de la noche le agitó el cabello, y la luna se ocultaba detrás de una nube, de modo que todo el salvaje paisaje estaba envuelto en una oscuridad demoníaca, misteriosa, remota. Desde su alto mirador, que parecía el techo del mundo, veía los faroles de sus perseguidores que se movían de un lado a otro, como luciérnagas en la oscuridad, muy abajo.
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Eran tantos... Oscilaban en una línea irregular, de este a oeste, cerrando el camino a Escocia. Era peor de lo que había pensado. Exhaló un profundo y lento suspiro. Resultaría bastante difícil penetrar en esa barrera, para un hombre fuerte. Para una joven extenuada, con el tobillo dislocado, sería imposible. Pero tal vez podrían ocultarse allí durante un tiempo, hasta que los hombres decidieran que de alguna manera se habían escurrido a través de la red; quizás entonces los perseguidores se precipitarían en una loca carrera hacia Escocia; quizás... Entonces fue cuando oyó a los perros. Un leve ladrido distante resonó en más de un lugar. Primero lo escuchó débil y lejano, hacia el oeste. Aguzó el oído y esperó, en tensión. El sonido tuvo su eco en un ladrido lejano, muy hacia el oeste. Entonces supo que estaban perdidos. No habría tiempo para que el tobillo de Charlotte se restableciera, ni huida a Escocia. No había futuro. Abajo, sus perseguidores eran hombres decididos. Con la ayuda de los perros rastrearían esas montañas, las barrerían como la lluvia. Los perros encontrarían a la yegua que había dejado en libertad, demasiado cansada para estar muy lejos, y después los hallarían a ellos. El pensamiento sobre su propia muerte no le conmovió mucho... le había hecho frente con valor en muchos y resbaladizos puentes de barcos. Pero, ¿y Charlotte? Tuvo una repentina y horrible visión de Charlotte atacada y destrozada por los perros y luego llevada a su lecho de bodas con un hombre que sólo deseaba usar su inocencia juvenil para purificarse de las consecuencias de su libertinaje. Como para borrar la imagen, cerró los ojos. Y los abrió con un brillo salvaje.
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¡Lucharía! Cuando oyera ruido de espadas o jinetes subiendo por el estrecho desfiladero ―y sin duda los oiría, porque los cascos de los caballos resonarían en la superficie rocosa y le alertarían―, lanzaría piedras sobre ellos, soltaría peñas, ¡precipitaría a hombres y animales montaña abajo, hacia su muerte! La sensatez volvió, y la tristeza. Lucharía ―sí, lo haría, dejaría caer las piedras, correría de un lado a otro, tratando de esquivar las balas de los mosquetes que le dispararían―, lucharía, pero a la postre le vencerían por la superioridad numérica. Y si no le mataban en el acto, cosa que era probable, le llevarían ante un Juez, para ser ahorcado simple y llanamente por cuatrero, o más probablemente por secuestrador, pues no cabía duda de que el tío de ella juraría que había raptado a Charlotte con la intención de casarse con ella a la fuerza... y la pena por secuestro era la muerte. Al mirar hacia abajo, hacia las luces que parpadeaban, tuvo la horrible sensación de que ya estaba muerto, que el mismo destino malévolo que lo había llevado, quieras que no, a bordo del Tiburón, había logrado llevarle allí, al Risco Kenlock, de modo que los dioses se pudieran reír al verle luchar en desventaja. Le atraparían... nada podía hacer al respecto. ¡Pero no tendría a Charlotte! CAPITULO 10
El risco Kenlock Tom bajó la corta distancia que mediaba a partir de la cumbre, ya decidido. ― ¿Qué viste? ―preguntó ella, en el momento en que él saltaba sobre el bajo
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muro. ― Faroles. Ella contuvo el aliento. ― ¿Muchos faroles? El asintió. Ella le miraba con temor en los ojos. ― ¿Los suficientes como para impedirnos pasar a Escocia? ―Me temo que si. ―Suspiró. Ambos guardaron silencio durante un rato. El la miraba, de pie, pensando en lo encantadora que era, cuan pura y cuan vulnerable, ―Entonces, si no podemos intentar ir hacia Escocia, ¿qué te parece que debemos hacer? ―Preguntó ella en voz baja―. ¿Probar una vez más dar la vuelta por la base de esta montaña y encaminarnos hacia Carlisle? El asintió de nuevo. ―Es posible. ―Y lo era, si todavía existían los milagros. ―Podemos embarcarnos en Carlisle ― dijo ella con ansiedad. ―No tenemos dinero para el pasaje ―se sintió obligado él a señalar-. Y ahora carecemos de un caballo para cambiarlo por el pasaje. ―Si, pero tu madre vive en Carlisle, Tom. Sin duda nos ayudará, en un momento como éste. No lo haría, pero ¿por qué habría él de arruinarle la diversión? Que Charlotte soñara un poco. El sueño concluiría muy pronto. ―Sí, iremos a Carlisle. ―Trató de parecer convencido―. A casa de mi madre. ― ¿No deberíamos partir ya? ―preguntó ella con voz tenue. ―Todavía no, tenemos tiempo de sobra antes de la mañana. El temor se insinuó
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en la voz de ella ante su tono descuidado. ―Y si mi pie está mejor, podríamos llegar a Carlisle mañana por la noche ―dijo ella, vacilante. Y luego―: ¡OH, Tom, abrázame! El se dejó caer junto a ella. Eso mismo era lo que había pensado. Existía una sola manera de salvarla cuando terminaran con él, y consistía en hacer que dejara de ser virgen. Ello alejaría al malévolo caballero que pretendía usarla para sus repugnantes objetivos; y otros hombres de fortuna y poderío se ocuparían de ella como él no podía hacerlo, la codiciarían por su belleza y por todo lo que era. Ese sujeto alto que había salido con ella al jardín del Castillo Stroud, por ejemplo... y habría otros. El no era el único hombre que se enamoraría de una joven como Charlotte. En el Castillo Stroud había visto los grandes candelabros iluminados por velas, escuchado la música que flotaba hacia fuera, y él sabia qué significaba eso. La aristocracia de Cumberland había descubierto a Charlotte, y la de ella era una cara que no olvidarían. Podría escapar de su tío y de hombres tales como lord Pimmerston, y encontrar un futuro luminoso... con su ayuda. Había tiempo... tiempo suficiente para sus propósitos, por lo menos. Pues existían otras montañas, y los perseguidores podían derrochar su tiempo trepando primero aquéllas. Y aunque eligiesen ese risco, era posible que buscaran largo rato antes de hallar el angosto desfiladero que él había seguido... y de todos modos era probable que no intentaran la ascensión antes de la mañana. Charlotte se había apartado un poco, para dejarle sitio en la lisa superficie de piedra. Un ardiente deseo le invadía cada vez que la tocaba ―hasta el roce de sus faldas podía hacerle enrojecer las mejillas―, y ahora... Le tendió los brazos con suavidad para tomarla entre ellos, y ella fue hacia él, se hundió contra él, como para buscar protección. Tom le acarició con ternura el cabello
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dorado. Hacerla suya -aunque sólo fuese por una noche,- Valdría la pena morir por eso, pensó, y sintió que ella se estremecía cuando se inclinó y pasó sus labios por los de Charlotte, le trazó una cálida línea en sus suaves mejillas, en su barbilla y por la palpitante garganta blanca, para hundir la cara ardiente dentro de la deliciosa zona situada entre sus pechos jóvenes. Charlotte tembló bajo ese dulce ataque. Tímida, frotó la mejilla contra el oscuro cabello de Tom y movió un poco su cuerpo, para adaptarlo mejor al de él. Ahora Tom le abría los cierres del jubón, y ella no se lo impidió. Esa noche había en él una firme decisión, y de pronto la razón de ello la atravesó como un puñal. ―Tom ―susurró―. Crees que vamos a morir, ¿verdad? El levantó la cabeza y miró sus ojos inquietos, iluminados por la luna, que había salido de detrás de las nubes para bañar la región de la frontera con su pálida luz. No debía seguir mintiéndole. ―No quiero que me capturen vivo ―dijo en voz baja. Un estremecimiento recorrió el delgado cuerpo de ella. ―Entonces iré contigo, Tom ―dijo, levantando el mentón, desafiante―. Podemos quedarnos aquí durante la noche, y cuando les veamos, por la mañana, nos arrojaremos sobre el borde, al abismo, ―Señaló con la cabeza el sonido lejano del agua espumosa que caía en cascada, mucho más abajo, en la base del risco. Sobre el borde, hacia el olvido, su adorable muchacha quería morir con él. Los ojos de Tom se empañaron. ―No tengo la intención de arrojarme sobre éste o ningún otro abismo ―dijo con severidad―. Pienso luchar por mi vida. Ella se agarraba a su casaca con verdadera desesperación.
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―Te prometo que no te sobreviviré, Tom ―dijo, ahogándose. Su abrazo se hacía más tenso, llena de terror, mientras hablaba. Ese súbito deseo de unirse a él en el infierno no formaba parte de la intención de Tom. Tomó a Charlotte con firmeza de los hombros, sacudiéndola un poco. ―Pero debes sobrevivirme, Charlotte ―dijo con la mayor severidad―. De lo contrario todo habrá sido inútil, y moriré sabiendo que te he decepcionado. La mandíbula de ella estaba apretada, con rebeldía. El probó otra dirección. ―Tienes una larga vida por vivir, y muy pronto olvidarás al tipo que robó un caballo y trató de llevarte a Escocia. Encontrarás a un hombre mejor... y serás feliz. ― ¡Dios, cuánto deseaba que fuese feliz! La feroz sacudida de la cabeza de ella le hizo saber cuál era su opinión al respecto. ―Por lo menos prométeme que no harás nada imprudente... por el momento ―dijo él con voz ronca―. Prométeme que le darás una oportunidad a tu vida. ―No haré nada precipitado enseguida ―prometió ella―. ¡Pero ―le brillaron los ojos― más tarde me reuniré contigo dondequiera que estés! El debía abrigar la esperanza de que antes que ocurriera eso aparecería el hombre que le convenía... para reemplazarle en su corazón. Hizo otro intento. ―En alguna parte hay una casa como el Castillo Stroud, esperándote... con el hombre adecuado dentro. Habrá hijos, bailes, ropas elegantes, viajes a Londres... y tú quieres todo eso ¿verdad? ―OH, sí ―dijo ella con tristeza―. Quiero todo eso. Pero lo quiero contigo, Tom. Durante todo este tiempo que estuvimos en el Castillo Stroud imaginaba cómo seria vivir allí, contigo a mi lado. ―Le dirigió una mirada triste, casi irónica―. Podría tener el Castillo Stroud, Tom... desde luego que casi me lo imponen. Pero a qué precio.
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―El hombre que necesitas te encontrará, Charlotte, si le dejas hacerlo. El semblante de ella pareció desencajarse. ―No los quiero, Tom. Sólo te quiero a ti, ―Había lágrimas en su voz, y se agarraba a él como una niña herida. Sus palabras le emocionaron, le cantaron en el cerebro. Durante un vertiginoso momento, sintió que podría sobrevivir a todo. ―No llores ―murmuró, acariciándole la garganta, los hombros, dejando que sus manos se deslizaran sobre la suave piel de su busto―. He querido hacer esto desde la primera vez que te vi. Piensa que me estás haciendo un gran regalo, un regalo por el cual moriría de buena gana. Y de todos modos ―agregó con temeridad, pues no quería que la «primera noche» de ella se gastara en suspiros y lágrimas―, veámoslo desde el lado más optimista. Podemos salir de esto con vida... antes que nosotros, otros han sobrevivido a cosas peores. ¡Por supuesto que si... y ella y Tom también sobrevivirían! ― ¡OH, Tom, lo lograremos... nos esconderemos, escaparemos de ellos! ―La confianza comenzó a crecer en Charlotte, mientras los exploradores dedos de Tom buscaban de nuevo sus jóvenes pechos, los liberaban de la tela que los ceñía, los acariciaban, de modo que la recorrían pequeños y cálidos temblores. ―Viviremos juntos para siempre, Tom, tendremos hijos, nuestra propia casa... ―El le había quitado el jubón, y sus manos libias que le producían cierto hormigueo en la espalda, resbalaban por su suave piel, mientras sus labios, contra los pechos, besaban primero un pezón rosado y luego el otro―. OH, Tom ―la voz se le quebró―, ¡dime que crees que podemos! ―Creo que podemos ―mintió él con voz confusa, y el cuerpo de ella se desplomó sobre el suyo, en silenciosa entrega, cuando, tranquilizada por sus palabras, la
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abandonó una parte de su tensión. « ¡Pero suceda lo que suceda, tendré esta noche!», fue su pensamiento y el de él, cuando sus faldas fueron levantadas y Charlotte sintió que los largos dedos de él se deslizaban por sus suaves muslos, hurgando con ternura en sus lugares más secretos, llevando a sus labios un suave y profundo gemido de deseo. Tom se tomó su tiempo. Ocurriera lo que ocurriese mañana, Charlotte no sería desflorada de prisa y con rudeza, o con falta de ternura y cuidado. Quería que esos momentos fuesen momentos mágicos... tanto para ella como para él. Y si bien no lo pensó de manera consciente, en la oleada del deseo que le había apresado entre sus garras y que pronto seria excesivo para contenerlo, ansiaba ser recordado. Quería que Charlotte dedicase un pensamiento sonriente a Tom Westing, de cuando en cuando, aunque él ya se hubiera ido hacía tiempo. Y así, si bien debía romper el sello de su feminidad, trataría de hacerlo conduciéndola a placeres nunca imaginados. Y para ello le acarició el dulce cuerpo Juvenil, los pechos, le mordisqueó los pezones hasta endurecerlos, pasó sus cálidos labios por la piel de su suave y sensible vientre, cosquilleó con dedos ligeros, acariciadores, el montículo sedoso de encima de sus muslos y exploró sus rincones aterciopelados. -Charlotte, Charlotte ―suspiró―, cualquier hombre podría llenar su vida contigo. -OH, Tom, deberíamos tenerla para siempre ―se atragantó ella-. No una sola noche. -Calla -murmuró él. « ¡Sí, calla! ―Pensó ella, rebelde―- ¡Calla, no sea que el Destino te oiga... pues es el Destino quien decide lo que ha de ser!» Pero no lo dijo. En cambio se agarró a él con todo su amor.
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Locos sentimientos nuevos asaltaban sus sentidos, agitados sentimientos más profundos que el mar, más fuertes que los vientos tormentosos que soplaban en los altos riscos, sentimientos a la vez extraños y maravillosos. Repentinamente percibió que él la incitaba, la acariciaba, la tentaba, la preparaba para su primera penetración. Y cuando llegó, ella se estremeció con un súbito escalofrió, ahogó una exclamación y durante un momento permaneció tan inmóvil, que él temió haberla lastimado demasiado. Y entonces, como para decirle que no era así y para permitirle silenciosamente continuar, se agitó entre sus brazos y trató de apretar aún más su cálida feminidad contra él, en absoluta confianza. A él le conmovió el inocente ardor de ese leve y expresivo gesto, y se dedicó a su tarea con cuidado y destreza... y con fuerza. Largos y palpitantes momentos más tarde, ella ya no era doncella, y su mundo desaparecía alrededor, en locos ritmos invertidos y en deslumbrantes deleites nuevos, que la hacían subir y subir, mientras su espalda se arqueaba hacia arriba para recibirle, y la hacían caer de nuevo, en alegría, cuando él se retiraba preparándose para una nueva embestida. Y Charlotte regresó al mundo, contenta, sintiéndose, de algún modo, mágicamente renacida; ya no era Charlotte “la Solitaria ", sino Charlotte “Amada por Tom “. Era un sentimiento maravilloso. Y en el esplendor cegador del amor juvenil, de pronto no pudo imaginar que nada malo fuera a ocurrirles. Todo el mundo ya era de ellos, y sin duda se les permitiría que lo retuvieran. ―OH, Tom ―murmuró―. Ganaremos. Siento en el corazón que así será. Tom se apoyó en un codo y le sonrió. Su optimismo era contagioso. ―Tal vez. Dicen que el demonio protege a los suyos. ¡Y por cierto que yo pertenezco al demonio! ― ¡No, no es cierto! -Los brazos de ella le rodeaban el cuello de nuevo-. Eres un
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hombre magnífico, bueno, que ha tenido mala suene, ¡eso es todo! Y tu suerte cambiará, Tom, lo siento así. ¿Ves? ―Levantó el pie en el aire-. Mi tobillo ya parece estar bien. Estoy segura de que mañana podré caminar- Y después... ¡OH, Tom, nos libraremos de ellos, estoy segura de que sí! Se acurrucó contra él en el dorado y efímero optimismo de la sensación de bienestar, confiada en que el mundo se arreglaría. Y Tom, que había visto los faroles, la tomó de nuevo... la tomó con todo el fuego, el ardor y el tormento de quien sabe que vive bajo la sombra de la espada. Fue una noche como ninguna otra. CAPITULO 11 Tom despertó al alba y revisó el tobillo de Charlotte. Estaba enrojecido e hinchado, y le palpitaba cuando se movía... ni hablar de que anduviera. El agua fría para mojarlo ayudaría, y ambos estaban sedientos. Tendría que correr el riesgo de que le vieran buscando agua, pues más tarde podía resultar imposible, si esas montañas se llenaban de perseguidores que querían su sangre. A poca distancia, montaña abajo, encontró un pequeño salto burbujeante, que caía sobre las rocas. Bebió, sediento, y llevó agua a Charlotte en su sombrero. Cuando ella había bebido toda la que podía, él le bañó el tobillo con el resto, y ella se dejó caer, insistiendo en que el dolor había cesado. ―Descansaremos hasta que la persecución se desplace en alguna otra dirección ―le dijo él con voz confiada, continuando con la charada a la cual jugaban entre los dos―. Para entonces tu tobillo estará mejor. ―Sí ―dijo ella, estirándose y tocando con cautela su tobillo hinchado―. La gente
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puede vivir mucho tiempo sin comida ―agregó―. Siempre que tenga agua... y nosotros tenemos agua. Su alegre valentía le apuñaló, y se dio la vuelta para que ella no pudiese verle la cara y saber lo que pensaba. Tom ―dijo Charlotte, recostándose y doblando los brazos debajo de la cabeza―. Háblame de cuando eras pequeño... quiero saber todo lo que se refiere a ti. Y Tom, para entretenerla y hacer que no pensara en el hambre y el peligro, se encontró narrando a esa joven callada de mirada solemne, cosas que nunca antes había contado a nadie, le habló de sus fracasos y sus triunfos, de lo que había pensado cuando parecía inminente su muerte, y de todas sus esperanzas y sus tan acariciados sueños. Cuando terminó de hablar, los ojos de Charlotte estaban llenos de lágrimas, y se sentó y le tomó entre sus brazos, apretándole contra ella como a un niño. ―Nunca supe que fuese posible amar tanto a nadie -le dijo con voz sofocada. Tom no sabía qué había podido decir que causara una reacción tan honda. Sabia, sencillamente, que quería ser digno de esa muchacha y salvarla... lo quería más que ninguna otra cosa en el mundo. Y en aras de tales sentimientos sus cuerpos jóvenes se unieron en una silenciosa canción de amor, que no conocía momento ni lugar, sino sólo una vasta ternura y un amor que curaba heridas antiguas y hacía que la vida pareciera algo espléndido, vibrante. Cuando todo terminó, Tom se desprendió con suavidad de los brazos y piernas de Charlotte, que le envolvían. ―Espero no haberte lastimado el tobillo ―dijo bruscamente. En efecto, le había dolido, pero Charlotte prefería morir antes que admitirlo.
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― ¡Si hubiera sido así ―le dijo con una risa breve―, no creo que me hubiera dado cuenta! ― Se desperezó con enorme placer―, OH, Tom, dime que no nos encontrarán, Dime que se irán y nos dejarán en paz, y que podremos llegar a Escocia y seremos olvidados... ―Se irán ―le dijo él, malhumorado, «Pero no hasta que tengan lo que han venido a buscar», se burlaron sus propios pensamientos. Y sin embargo, allí tendido junto a ella, en ese lugar protegido, con el cálido sol cayendo sobre ellos y algún que otro pájaro pasando por encima, resultaba fácil imaginar que vencerían. A despecho de lo que le decía la sensatez, se sorprendió creyéndolo a medias. Volvió a apoyar el pie de Charlotte sobre una piedra, más cómoda porque tenía su sombrero debajo del tobillo, y observó cómo ella se dormía, acurrucándose en ese refugio al cual la había llevado. Y en contra de su buen sentido, también él soñó... Había pasado ya mucho tiempo, y no se veían señales de vida en ninguna dirección. Le recorrió una oleada de esperanza. ¡Por la luz del cielo! ¡Si esos hombres armados, que merodeaban por abajo, se hubieran dispersado, sacaría a Charlotte de allí! La llevaría a alguna parte, a un lecho de plumas, donde se recuperaría a sus anchas. No sabía con certeza cómo lo lograría, pero se juró interiormente que así sería. Y luego dejó de pensar en eso. Era demasiado pronto para soñar. Mientras el anochecer se condensaba, se deslizó hacia abajo y llevó más agua a Charlotte... y deseó poder llevarle también algún alimento. El rostro pálido de ella sonreía con valor cuando terminó de beber el agua. ―Hemos vivido otro día, Tom ―dijo con suavidad.
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Ante esas palabras sencillas, él sintió que el corazón se le iba a partir. Incapaz de hablar, la tomó entre sus brazos y la estrechó con fuerza, con mucha fuerza. Por lo menos, pensó él con energía, pasarían otra noche juncos. Y fue una noche de esplendor, una noche creada para el recuerdo mientras se divertían juntos, saboreando todas las alegrías del amor. Parecían hechos físicamente el uno para el otro, formaban una unión perfecta, y existía entre ellos una ternura no expresada, que iba más allá del deseo. Charlotte conoció una profunda y rica satisfacción, y Tom un ansia agridulce y un doloroso pesar. Sabía demasiado bien que esos momentos dorados en que ella le apretaba contra sí podían ser lo único que tuviese de ella. Le harían resistir el resto de su vida... Pensaba vigilar cuando por fin se tendieron juntos, agotados pero todavía encendidos; pensaba hacerlo, pero la fatiga le venció, sus ojos se cerraron poco a poco y se quedó dormido. Toda la campiña había sido sacudida por el «rapto de Charlotte por un secuestrador», pues Brodie se había ocupado de que circulase el rumor de que la prometida de lord Pimmerston era una joven de vasta fortuna que había sido arrebatada de los jardines del Castillo Stroud por un cuatrero, con una pistola apuntando contra su cabeza. Ese sujeto, se decía, pretendía llevarse a la desdichada heredera al otro lado de la frontera, casarse con ella a toda prisa y regresar para reclamar su fortuna y librarse de su robo por medio de sobornos. Semejante versión tenía por objeto despertar la furia del condado, y por todas partes torvos hombres armados de mosquetes se lanzaron en el acto a patrullar la región de la frontera, no fuese que el canalla se deslizara a través de ella con su víctima. El caballo que Tom había robado de su amarradero, en Castillo Stroud, había regresado ya; pero cuando un sujeto que frecuentaba El Ciervo y el Cuerno tropezó por
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casualidad con el caballo del posadero, que pastaba pacíficamente junto a un arroyuelo, cabalgó de prisa en la oscuridad para llevar la noticia al tío de Charlotte, que había cabalgado junto con Rowan Keynes y un pequeño grupo de rastreo, mientras lord Pimmerston y Brodie corrían hacia la costa, por si el «canalla», como se llamaba ahora a Tom, trataba de escapar con ella por el mar. Cuando el hombre que había encontrado el caballo se acercó con su noticia, se desarrollaba una acalorada conversación entre el lió de Charlotte, montado en su caballo bayo, y Rowan Keynes, sentado con desenvoltura en su semental zaino. ―La joven aspira a algo mejor que un hombre de la edad de Pimmerston... ¡corroído por la «enfermedad de los galanes y ansioso de infectarla! ―Insistía Rowan―. Si cualquiera de nosotros se hubiera encontrado en su situación, también habría huido. ―No somos mujeres ―fue la malhumorada respuesta―. Una muchacha no debe decidir. ―Pero dirigió a Rowan una mirada de extrañeza, pues era la veta de crueldad en el carácter de Rowan, junto con su bravura, lo que llamaba la atención de hombres como él y lord Pimmerston y Brodie y otros de su clase. El Rowan Keynes a quien había conocido montaba a sus caballos sin piedad, en una ocasión había dado de latigazos a su lacayo hasta dejarlo desvanecido, por olvidarse de transmitirle un mensaje de una dama, y se afirmaba que había golpeado tanto a una prostituta, en Londres, que ésta no pudo trabajar durante un mes. Cuando se le preguntó respecto de la prostituta, Rowan dijo con franqueza que ella le había abordado sabiendo muy bien que padecía la «enfermedad de los galanes» ―que él se habría contagiado, si la hubiera aceptado, cosa que no hizo―, pero cuando se enteró de ello la buscó y la castigó. Las malas lenguas se desataron durante un tiempo, pero tas prostitutas tenían poca importancia, y la mayoría de quienes lo supieron sintieron que ella había recibido su
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merecido. ― ¿Qué es eso, Rowan? ―Preguntó Russ con súbito interés―. ¿Por qué adoptas esa actitud? ¿Acaso te has enamorado de la muchacha? Rowan le miró, ceñudo. ¿Se había enamorado de la muchacha? Por su mente pasaron imágenes de Charlotte bailando con su vestido blanco, y la nublaron. ― ¡Desde luego que no! ―Cerró la boca con un ruido seco. Pero había decidido una cosa: ¡Pimmerston» no la tendría! Cualquier otra cosa que hubiese podido decir en ese momento hubiera sido interrumpida por la llegada del amigo del posadero de El Ciervo y el Cuerno, quien les dijo que había encontrado el caballo robado. ―De manera que tienen que estar por aquí cerca ―terminó diciendo el hombre―. Porque a pie no pueden haber ido muy lejos. ― ¡Nos abriremos en abanico y recorreremos el valle! ―exclamó Russ enseguida―. ¡Hagan correr la voz! Pero cuando el mensajero se alejó al galope, la mirada pensativa de Rowan se dirigió hacia las alturas. ―Si yo hubiese estado huyendo y mi caballo hubiera quedado extenuado ―caviló―, buscaría un terreno alto y una nueva posición defensiva... no andaría corriendo como un conejo asustado, por los prados de abajo. Russ frunció el entrecejo. ― ¿Qué estás diciendo, Rowan? ―Digo que están ahí arriba. ―Rowan señaló con la cabeza el picacho. -¿En el risco Kenlock? ¡No puede ser! Les habríamos visto trepar, ¿verdad? ―Si lo hicieron por la noche, en la oscuridad, no. -Pero el caballo no pudo llegar, aquello está demasiado empinado.
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―Quizá no. Alguien de por aquí puede decirnos si existe algún camino para subir. ―Se alejó, a caballo. -¡Espérame! -gritó Russ- Si existe la posibilidad de que caigamos sobre la pareja... Adelante, cabalgando en la creciente oscuridad, Rowan no respondió. Eso era exactamente lo que pensaba. Encontraron a un par de hombres de la localidad ―ambos buenos montañistas-, que conocían el desfiladero que llevaba a la cima de la montaña. Sí, podían guiarlos hacia allí, de noche o de día. -¡Perros! ―Tronó el tío de Charlotte con una nota de triunfo en la voz―. Enviaremos primero a los perros. ¡Harán salir a Westing como si fuera un zorro! ―Lo de Westing está bien, pero ahí arriba está tu sobrina ―señaló Rowan-. Ya has visto cómo despedazaron los perros a los zorros, ¿Y si la atacan? ¿Piensas entregar la muchacha a Pimmerston mordida y ensangrentada? Russ se calmó protestando. Complacido de haber ganado la discusión, Rowan entornó sus ojos oscuros. ―Iremos a pie... con la ayuda de estos buenos amigos ―dijo señalando con la cabeza a los montañistas. ―Muy bien ―asintió Russ con un suspiro―. Partiremos al alba. -Partiremos ahora ―corrigió Rowan, afable―. Haremos la ascensión de noche, cuando no nos esperan. Después de todo, no queremos que cometan alguna tontería... como me dijiste que la cometieron el año pasado un par de enamorados fugitivos, allí, en esa montaña. Su observación hizo callar al tío de Charlotte, recordándole que el año anterior un padre enfurecido había perseguido a su hija fugitiva y al amante hasta ese mismo risco. Acorralados y desesperados, se tomaron de la mano y saltaron a una muerte segura en
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las cataratas de abajo. Muerta, Charlotte no te serviría de nada. ― ¿Cuántos hombres deberíamos llevar? -preguntó con voz alterada―. Cerca de aquí hay una docena que se alegrarían de ofrecerse voluntarios. ―Los cuatro seremos más que suficientes ―fue la fría respuesta de Rowan. Le habría agradado decir «los tres», y dejar a Russ en la base del risco, pero sabía que éste nunca lo permitiría, y no tenía sentido provocar su ira. Pero cuando Russ buscó un farol, Rowan dijo con sequedad: ―Deja eso. La luz de la luna será muy pronto más que suficiente para iluminarnos el camino. Con cautela, moviéndose como sombras, con los experimentados montañistas abriendo la marcha e indicando la ruta a seguir. Los dos hombres se pusieron en camino. Les llevó un tiempo penosamente largo subir al desfiladero. En la bifurcación, sus guías los dejaron y se adelantaron hacia la cima, moviéndose como fantasmas dibujados en silueta contra el cielo oscuro. Y entonces, desde arriba, tendidos sobre el afloramiento saliente que formaba el nicho que cubría en parte los cuerpos dormidos de Charlotte y Tom, un punto de mira que podía ser visto por los dos hombres que aguardaban en la bifurcación, los experimentados montañistas llamaron a Rowan y Russ hacia la baja pared de la terraza en la cual Tom había levantado su pequeño montículo de piedras para que sirviese de señal. Silenciosos y sin aliento, Rowan y Russ llegaron al punto simultáneamente, y sus dos cabezas se asomaron sobre el muro de la terraza, examinando el escondrijo de los amantes. La escena que encontraron a la luz de la luna era muy tranquila. Charlotte yacía
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sobre la casaca extendida de Tom. Tenía la cabeza apoyada en el hombro de éste. Tom se había sacado la camisa fuera de la parte superior de los pantalones y una mano delicada todavía tocaba con los dedos el jubón desprendido de Charlotte, como si hubiera resbalado de allí después de acariciar los montículos de sus firmes pechos juveniles, que se erguían, desnudos y pálidos, con las puntas acariciadas por la luna. Mientras se removía, inquieta, sobre la dura superficie de piedra, las ligeras faldas de Charlotte se habían subido, y Rowan Keynes se vio ante el más bello par de piernas a pesar de la leve inflamación y el enrojecimiento de un tobillo que hubiese tenido el privilegio de contemplar. El luminoso cabello estaba extendido en una brillante masa que la luna hacia plateada. Era una escena muy íntima, una escena con la cual ningún hombre habría debido tropezar, y durante un momento, atrapado por la belleza de la joven y por un deseo repentino de ser él, el alto sujeto allí tendido, dormido, Rowan contuvo la respiración. Junto a él, el tío de Charlotte no tenía sentimientos tan delicados. Lanzó un rugido que habría despertado a los muertos, resbaló y se agarró a la casaca de Rowan para salvarse. El hechizo quedó roto. Despertado por el ruido, Tom se puso de pie de un brinco y saltó hacia adelante. Eso te puso al alcance de los hombres de arriba, quienes se dejaron caer sobre él en el preciso momento en que Rowan, tomando la piedra de encima del montículo de Tom, la lanzaba con fuerza, haciéndola estrellarse en un costado de la cabeza de Tom, de modo que éste se tambaleó hacia un lado y cayó como una piedra al borde del risco. En ese instante, Rowan se encontraba ocupado impidiendo que el peso de Russ tirase de él hacia atrás, porque Russ había tropezado, perdido el equilibrio, y hubiera
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caído al empinado desfiladero que se abría a su espalda, a no ser porque se agarraba con desesperación a la casaca de Rowan. Ame el ruido, también Charlotte se despertó y vio, aterrada, que Tom se ponía en pie de un salto y era golpeado por una piedra salida de la nada, en el mismo momento en que dos cuerpos se precipitaban sobre él desde arriba. Con un grito de pánico al ver que Tom yacía tan inmóvil, al borde del risco, por el cual podía caer por cualquier movimiento, Charlotte se puso de pie y, sin prestar atención a su tobillo lastimado, se lanzó hacia él. Desde arriba, uno de los montañistas, al ver que trataba de abalanzarse hacia él, y temeroso de que su impetuoso salto la hiciera traspasar el borde, logró tomarla de las faldas. Su tobillo lesionado cedió, y ella cayó. Todo esto fue acompañado por un ruidoso desgarrón, cuando sus faldas se separaron de su jubón, por la espalda. El otro montañista que había guiado al grupo en su ascenso tomó a Charlotte del brazo y la puso de pie de un tirón, pero habría caído de nuevo a no ser por el primer guía, que en el acto la agarró del otro brazo. Entre los dos, la llevaron de nuevo hasta el muro de rocas, donde permaneció erguida, pisando con el pie sano, y gritando a Tom que se pusiera de pie y se salvara, que se apartase del borde o caería. Con su rasgado vestido blanco, el cabello enmarañado y desgreñado, y la cara enrojecida, se parecía curiosamente a una novia acosada... e infinitamente seductora. En ese momento Rowan resolvió casarse con ella Rowan, que se había perdido la primera parte de la escena cuando fue llevado bruscamente hacia atrás por el peso del cuerpo de Russ, mientras éste se esforzaba por recobrar el equilibrio en el empinado desfiladero, había logrado volver a la terraza, arrastrando a Russ consigo. Se quitó de encima al otro hombre y saltó sobre la pared de la terraza, derribando, al hacerlo, el montículo de piedras de Tom.
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Russ le siguió, tropezó con una piedra y fue ayudado por Rowan, que estiró el brazo y le agarró Russ estaba tan furioso, que casi echaba espuma por la boca. -Pimmerston ya no la querrá ahora... ya no es virgen –le dijo Rowan con suavidad. Los ojos oscuros le brillaban. ― ¡Eso no lo sabemos! ―Bramó Russ―. Puede ser que él no haya llegado tan lejos. ¡Por Dios, le levantaremos las faldas y lo averiguaremos! ―Se precipitó sobre Charlotte, que se hallaba de pie, precariamente, sobre una sola pierna, aplastada contra la pared de roca por los dos montañistas, uno a cada lado, que le apretaban los brazos contra el empinado muro del risco. El largo brazo de Rowan le cerró el paso. ―Pregúntaselo ―sugirió con tono amable. -¿Ese canalla perforó tu virginidad? -rugió el tío de ella. -Sí, así fue―gritó Charlotte a su vez―. ¡Y me alegro de ello! ¡Es mejor de lo que tú tenías pensado para mí! ― ¡Quiero pruebas de ello! ―Russ forcejeó contra el brazo de Rowan, que le retenía, La cara de Charlotte estaba blanca cuando Rowan, que tenia dificultades para contener a Russ, dijo de pronto: -Ahí tienes tu prueba. ―Y Russ siguió el gesto de su cabeza y vio lo que quería decir Rowan. Bajo la viva luz de la luna, la parte rasgada de la espalda de la fina camisa de Charlotte, que había caído de su cuerpo y ahora yacía a sus pies, extendida, quedaba iluminada, y su delicada superficie blanca revelaba una pálida mancha de sangre diluida. Con el pecho agitado de cólera por haber sido burlado de tal manera, Russ se liberó del apretón de Rowan, y éste, ahora que Russ no se abalanzaba contra Charlotte,
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le soltó al mismo tiempo. Todas las miradas se clavaban en Charlotte, temblorosa, cuando de pronto Russ se dio la vuelta para descargar su furia sobre Tom, -¡Canalla! ―sollozó casi, y al mismo tiempo que pronunciaba la palabra, y con el acompañamiento de un grito de Charlotte, lanzó un puntapié tan tremendo contra el cuerpo de Tom, que la fuerza misma del impulso hizo que Russ cayera de espaldas. El efecto producido sobre Tom fue peor aún. Alcanzado por un puntapié tan enorme, rodó sobre sí mismo y su cuerpo inerte se detuvo un instante, quedando la mitad sobre el borde del risco y la otra mitad fuera de éste, y luego, lentamente, cayó por el borde, haciendo volar una lluvia de piedras, y desapareció en la oscuridad de abajo. Durante un largo momento, con los ecos del grito de Charlotte todavía en el aire, todo el grupo quedó paralizado. Nadie habló, asombrados tal vez por ese repentino ataque contra un hombre inconsciente, que no podía defenderse. Hasta el tío de Charlotte, inmovilizado en el instante en que hacía un esfuerzo por ponerse de pie, permaneció mudo, como aterrorizado por lo que había hecho. Pero Charlotte, al escuchar el repiqueteo de las piedras, que pareció continuar interminablemente mientras ―lo mismo que Tom, sin duda- caían hacia abajo, para perderse en las blancas aguas de la cascada, no oyó caer la última piedra. Abrumada por el terror, se desvaneció, y su joven cuerpo semivestido cayó contra el muro de piedra, sólo sostenido por los hombres que la asían de los brazos.
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CAPITULO 12 En ese momento, cuando Charlotte se derrumbó, inconsciente, contra la pared de piedra y su tutor todavía continuaba sentado, mudo, sólo Rowan Keynes parecía saber qué hacer. Pasó por encima del cuerpo caído de Russ y se encaminó hacia el borde por el cual se había precipitado el de Tom; allí permaneció en silencio, mirando hacia abajo. -¿Qué ves? -preguntó la ronca voz de Russ, detrás de él. -Nada. ―Rowan se volvió a tiempo de ver cómo Russ se mordía el labio. Advirtió que el rostro de éste había palidecido. El ver a Russ allí sentado, tan blanco y asustado, hizo que una mueca de desprecio cruzara por la dura boca de Rowan. En el acto tomó el mando. -¿Pueden arreglárselas con la muchacha, entre los dos? -Hablaba a los guías, uno a cada lado de la figura derrumbada de Charlotte―. Estará más segura si la llevan montaña abajo, ya que conocen el camino. Russ y yo les seguiremos. ¡Ah! y recuerden que no deben soltarla, para que no se haga daño... pues está claro que se ha encariñado con ese secuestrador que ha caído del risco por accidente en este momento. Su voz era suave, y los dos hombres se miraron inquietos. Así no era como habían visto las cosas, pero ambos se oponían con firmeza a los secuestros, y los dos imaginaban que Charlotte era una joven heredera tonta, arrebatada a su prometido y seducida por un astuto cazador de fortunas. Sus ojos preocupados se encontraron y ambos mantuvieron la mirada durante un momento. Luego se volvieron hacia Rowan y asintieron, en silencioso acuerdo.
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Rowan entendió los asentimientos; los dos harían la vista gorda. Sería un «accidente». Russ no habló hasta que los dos, llevando el cuerpo desvanecido de Charlotte, estuvieron fuera del alcance de su voz. Luego lanzó un profundo suspiro. ―Tengo mucho que agradecerte, Rowan. ―En efecto, así es ―aceptó Rowan, amable-. Y te diré cómo puedes agradecérmelo. Tengo intención de quedarme con la chica. Los hombros del de más edad cayeron. ―Si no dejo que sea para Pimmerston, estoy arruinado, eso ya lo sabes. ― ¿De modo que piensas endosársela como virgen, después de todo? El encogimiento de hombros de Russ fue una respuesta más que suficiente. ― ¿Cuánto te paga Pimmerston? ―le dijo Rowan. ― ¿Pagarme? ―Russ estaba dispuesto a contestar con una fanfarronada, pero la repentina amenaza que leyó en los ojos del otro hombre le hizo cambiar de idea, y murmuró una cifra que hizo que las cejas de Rowan se arquearan. ― ¿Tanto? ―murmuró―. Bueno, bueno-. Yo pagaré el mismo precio por ella, sólo que tendrás que esperar. Primero tengo que ir a cierto lugar. ―-Esperar, Keynes? ―Masculló Russ con suspicacia―. ¿Cuánto tiempo? ―No mucho. ―Mejor que no sea mucho, porque de lo contrario mis acreedores caerán sobre mi como una jauría de perros. ―Tus acreedores... sí, no querríamos que te quitaran tus tierras, ¿verdad? Russ no respondió, pero los ojos le ardían, ―No te aceptará, ¿sabes? ―Dijo con amargura-. No quiso aceptar a Pimmerston y
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no te aceptará a ti, ¡esa maldita muchacha! ―OH, me aceptará ―fue su serena respuesta―. Y ni siquiera sabrá que ha sido comprada. Pero no me propongo entregar una pequeña fortuna por nada. Te compraré Aldershot Grange, con todas sus posesiones. Una vez que Charlotte sea mía, te daré un pagaré y podrás hacer que redacten la escritura. ―Como respuesta a la expresión rebelde de Russ, agregó con suavidad―: Y cuando levante el pagaré y reciba la escritura, te arrendaré Aldershot Grange, de por vida, al precio de la risa inundó su voz― una rosa de color rojo sangre, anual, en la Pascua de Pentecostés. Russ hizo una profunda inspiración y sus hombros caídos se enderezaron un poco. ―Estoy de acuerdo ―dijo con cautela―, pero mis acreedores deben de estar viniendo en este mismo momento hacia el norte... ―Al demonio con tus acreedores ―dijo, impaciente, el más joven de los dos-. ¡Desaparece, hombre, desaparece! Hasta que yo vuelva. ― ¿Y adonde irás? Sus ojos oscuros adoptaron una expresión opaca. ―A Edimburgo -respondió rápidamente-. Allí hay un hombre que me debe dinero, y voy a cobrarlo. ―Muy bien, te acompañaré. ―No lo harás. Escúchame. He aquí mi plan. Antes que hubieran llegado a la cuarta parte del camino de descenso de la montaña, siguiendo las figuras distantes de sus guías, a la luz de la luna, Russ conocía el papel que debía representar. Ahogó una risita. Debajo de ellos podían oír a Charlotte, peleando y forcejeando ahora con los
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guías, y exigiendo con desesperación que la llevaran otra vez al risco, donde podría ver el cuerpo de Tom abajo. ¿Por qué no podía todavía estar vivo? Oían a los guías que le aseguraban con aspereza que ningún hombre podría sobrevivir a semejante caída, y además uno de los «caballeros» había mirado al borde y había dicho que no se le veía. ―No estoy seguro de que tu plan funcione ―previno Russ, de pronto sombrío. ―Por supuesto que funcionará ―fue la fría respuesta―. Mis planes siempre funcionan. Cuando llegaron a la base de la montaña, donde habían dejado amarrados los caballos, encontraron a Charlotte sentada en el suelo... con uno de los guías tomándola del brazo. Clavó una mirada venenosa en su tío. ― ¡Asesino! ―Dijo entre dientes―. ¡Haré que te ahorquen por tu acción de esta noche! Los guías se removieron inquietos. De repente la noche pareció más oscura. ―Tu amante era quien debía ser ahorcado por secuestro ―le dijo su tío con tono rotundo―. De modo que su muerte por accidente fue piadosa. Con un movimiento convulsivo, Charlotte se liberó de sus guías. Sin prestar atención a su tobillo lesionado, trató de abalanzarse contra su tío, pero Rowan se lo impidió. ―Tranquila ―murmuró, y la oyó lanzar una exclamación de dolor cuando apoyó el peso en ese tobillo. Se dio la vuelta hacia los dos hombres que la habían llevado montaña abajo. ― Nosotros podemos hacernos cargo a partir de aquí ―les dijo―. Les agradecemos que hayan devuelto a esta dama a su tutor. ― ¿Devuelta? -exclamó Charlotte-, ¡No he sido «devuelta»! -Se volvió tratando de hablar con los guías-. He sido llevada a ese hombre contra mi voluntad... ya no lo
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acepto como mi tutor. Es un asesino, ha asesinado a Tom, ha... ―Vaya, vaya. ―Rowan le aplastó la cara contra su pecho, en una forma que ahogó eficazmente sus palabras, convirtiendo las en un murmullo ininteligible. La sostuvo así mientras los guías se alejaban de prisa, murmurando―. Hagan circular la información, ¿quieren?, de que la dama ha sido encontrada y que quienes la estaban buscando pueden dispersarse ―gritó. ― ¿Cómo te atreves? ―exclamó Charlotte cuando Rowan la soltó lo suficiente como para poder hablar. Le dirigió un golpe contra la cara, pero él lo esquivó-, ¡Suéltame, enseguida! ―Sí, suéltala, Rowan ―le llegó la voz burlona de su tío―. Dámela a mi, pues debo entregársela a Pimmerston. El rostro acusador de Charlotte se volvió hacia él. ― ¿Pimmerston? ―dijo con voz amarga―. He oído a Pimmerston decirte que sólo me quería porque era virgen... ¡y ya no lo soy! ―Ha cambiado de idea ―le aseguró su tío con serenidad―. Parece que el hecho de que hayas huido le enardeció. Te espera con el aliento entrecortado. ―Había ironía en su tono. ― ¡No te creo! ―le gritó ella. ―Me creerás muy pronto ―respondió él con acritud―. Vamos, dámela, Rowan. Enseñaré un poco de sensatez a esta muchacha antes de entregársela a Pimmerston. ―No ―dijo Rowan. Charlotte y su tío le prestaron toda su atención. ― ¿Qué quieres decir? ―Vociferó su tío―. ¡Yo soy el tutor de la muchacha! ¡Entrégamela enseguida, hombre! Otra vez el sereno «No». Charlotte miraba a Rowan con asombro.
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―No te dejaré que la golpees, seas o no su tutor. Y tampoco que se la des a Pimmerston. ―Sintió que el cuerpo de Charlotte se ponía tenso. ―Si piensas quedarte con la muchacha... ―Russ saltó hacia Rowan .y fue derribado por el largo brazo de éste. ― ¡Por aquí, mi señora! -Rowan tomó las riendas, subió a Charlotte a su semental zaino y saltó a la silla tras ella―. Los muchachos que te han estado buscando se van ahora a casa, ¡y si Russ quiere que regreses tendrá que venir él mismo a llevarte! ―Hizo girar su caballo en redondo en el momento en que Russ, con un grito ronco, se precipitaba con gran estruendo en dirección a Escocia. ―Pero yo no puedo ir contigo ―exclamó Charlotte, presa de pánico―. Es posible que Tom no esté muerto. ¡Debo volver! ―Señora. ―Rowan siguió rodeándole firmemente la cintura con el brazo―. Tom Westing está muerto. Yo mismo me asomé por el borde y vi su cuerpo tendido sobre las rocas de abajo, casi a través del arroyo. La luz de la luna lo revelaba con claridad. Resultaba evidente que tenia partido el cuello. Y mientras miraba, el torrente le arrastró. Si no estaba muerto ya, las aguas agitadas de la cascada lo habrían destrozado contra las tocas. La esperanza de que por algún milagro Tom estuviera vivo aún había sostenido a Charlotte durante el largo viaje de descenso de la montaña, y ahora, con esas palabras pronunciadas por un hombre que acababa de demostrarle que era un amigo, la esperanza desaparecía. Un gran sollozo sacudió su cuerpo juvenil, y se derrumbó, llorando, contra el pecho del hombre fuerte que la sostenía. Rowan la dejó llorar durante un rato, mientras el caballo avanzaba a un paso más calmado. Cuando los sollozos de ella se atenuaron un tanto, él dijo, con voz tranquilizadora;
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-No temas, Charlotte. Pimmerston no te tendrá. Ni yo te devolveré a tu tío, le lo aseguro. Ella se removió inquieta, viendo el mundo a través de un borrón de lágrimas. -Pero, ¿adonde me llevas? -pronunció sofocada. Pues de pronto había comprendido que cabalgaban en la noche hacia un destino desconocido. -A Escocia, al otro lado de la frontera -dijo Rowan con serenidad. -¿A Escocia? -Se enjugó las lágrimas y giró para mirarle a la cara―. ¿Por qué a Escocia? ―Porque nos casaremos allí. En Gretna Green. -¡Pero eso es una locura! -exclamó Charlotte-. No puedo casarme contigo. ¡No puedo casarme con nadie! ¡OH, bájame y déjame, que yo encontraré el camino! ¡Escaparé de mi tío por mi cuenta! La respuesta de Rowan a ese rechazo fue inflexible. ―No te dejaré vagar por esas colinas y valles, sola. No te abandonaré a los lobos y a las aves carroñeras. Ni te dejaré aquí para que Russ te encuentre y te arrastre, protestando, hasta Pimmerston. Irás a Escocia, y allí nos casaremos. -¡No, no será así! -Se puso a forcejear con ferocidad. Rowan tiró de las bridas y detuvo la cabalgadura. ― ¿Quieres que te obliguen a caer en manos de Pimmerston? ―interrogó. ― ¡No, jamás moriré! ―exclamó Charlotte, furiosa. ―Terminar con la propia vida es más difícil de lo que crees ―dijo él con suavidad. ― ¡Para mí no lo será! -gritó ella. Ahora él la miraba con una extraña intensidad. Ella no sabía el efecto que sus encantos salvajes producían en él, en ese momento, a la luz de la luna. De pronto
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resonó su risa sarcástica, que repercutió en la cañada. ―Debía haberlo sabido -le dijo con tristeza-. ¡Después de todo el esfuerzo de esta noche, moriré por nada! Charlotte quedó anonadada. Ella era quien debía morir, no Rowan, ― ¿De qué hablas? ¿Por qué habrías de morir fu? ― ¿Crees que tu tío no está reuniendo ya a los hombres para seguirnos? ¿Te parece que no me acusará de secuestrarte? ―Pero yo les diré lo que sucedió ―protestó ella―. Acusaré a mi tío del asesinato de Tom y explicaré que tú me salvaste. ― ¿Quién te prestará atención? ―Interrumpió él con brusquedad―. En la montaña me pareció que lo mejor para todos era decir que la muerte de Tom era un accidente, para evitar un juicio que te avergonzaría, y ahora los guías ya habrán difundido por todas partes la noticia de que murió por una desgracia, que cayó del risco por sí mismo. ¿Piensas que volverán atrás sobre eso? ― ¡Pero tú sabes cuál es la verdad! ―exclamó ella―. Tú les dirás lo que sucedió en realidad. ― ¿Quien me escuchará? Soy el hombre que se libró de los guías y que luego te secuestró delante de las narices de tu tío. Me ahorcarán por tratar de salvarte. Charlotte le miraba horrorizada. Era verdad; su tío era lo bastante malévolo para presentar acusaciones contra Rowan, ¿y quién podía decir qué decidiría un tribunal? ―La única posibilidad que tengo ahora ―le dijo él con voz tranquila― es casarme contigo en Escocia. Una vez hecho eso, hasta tu tío tendrá que ceder. Y de esa manera Pimmerston nunca podrá tenerte. La cabeza parecía darle vueltas en la oscuridad. Los acontecimientos de la noche
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habían sido excesivos. Tom ya no estaba, y muy pronto ella le seguiría... pero Rowan había tratado de salvarla, al menos sus intenciones habían sido buenas... ¡No podía conducirle a la muerte! La miraba con atención, fornido a la luz de la luna, con su cara morena cerca de la suya. Esperaba una respuesta. Charlotte salió de la oscuridad con un esfuerzo. -Sabias que ponías en peligro tu vida cuando me sacaste de entre las manos de mi tío ―dijo con lentitud-. ¿Por qué lo hiciste? El suspiró. -Me parece que es evidente -dijo con voz acariciante-. Me importa lo que te ocurra, Charlotte. -Su voz se hizo profunda, y contenía un cierto toque de ansiedad-. En verdad, desde que comenzó esta cacería he deseado ser Westing Lo dijo con sencillez, y su sinceridad la conmovió. Le miró durante largo rato, el rostro pálido y mojado por las lágrimas. Después dijo con voz alterada: -No puedo dejar que te hagan daño por mi culpa. -Entonces, ¿te casarás conmigo? ―Su tono era dulce. Ella no respondió. Los latidos del corazón palpitaron con más fuerza... tanto que él comenzó a sentir una profunda inquietud. ¿Era posible que Russ estuviera en lo cierto? ¿Era tan terca la muchacha, que no quería casarse con nadie, porque se creía unida para siempre a un muerto? -Sé que es mucho pedir ―dijo a tientas―. Pero... Como avergonzada de su vacilación por ayudar al hombre que la había ayudado con un riesgo tan grande para sí, su voz se apresuró. -Te acompañaré en la ceremonia. -Y luego, para que él no interpretase mal lo que quería decir, agregó en voz baja-: Pero no puedo ser tu esposa de verdad, eso es pedir
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demasiado. Una multitud de emociones pasó durante un instante por el rostro de Rowan, pero fueron rápidamente dominadas. Tenía la mandíbula apretada. - Aceptaré las migajas que caigan de tu mesa -fue su respuesta irónica-, Y ahora, mi dama, si quieres apoyarte en mi y tratar de dormir, pronto estaremos en Escocia. Pero Charlotte no podía dormir. El recuerdo de Tom, de todo lo que había perdido, la presionaba. Se irguió, con el viento, cada vez más fuerte, soplando su cabello contra el hombro de Rowan. Cada vez que un mechón le daba en la cara, parecía quemarle como una tea, pero se contuvo y se las arregló para no ceñir más el flojo pero firme apretón con que sostenía su carga. Durante todo el resto del trayecto a Gretna Green, no hablaron. El viento secaba las lágrimas de las pálidas mejillas de Charlotte, en el mismo momento en que las derramaba. Lágrimas silenciosas, por todo lo que habría podido ser. En Gretna Green la herrería tenia sus fuegos encendidos y las llamas se elevaban hacia el resplandor de color rojo cereza de una herradura que el herrero de gruesos músculos modelaba. Levantó la vista cuando les oyó llegar, suponiendo que los fatigados jinetes serían exactamente lo que parecían ser: enamorados que huían. Floja de fatiga, Charlotte sintió que la bajaban del caballo y la apoyaban contra Rowan, mientras la sonriente esposa del herrero salía de la casa, limpiándose las manos enharinadas en un delantal de algodón. Era una mujer grande, rolliza, y se detuvo ante Charlotte, ansiosa al ver el rostro sombrío, los ojos trágicos y las ropas desgarradas de la joven. ― ¿La muchacha está bien? ―preguntó, dirigiendo una mirada de inquietud al futuro esposo de Charlotte.
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Como de costumbre, Rowan estuvo a la altura de la situación. ―El tutor de mi chica juro que no la casaría con ningún hombre que fuese medio escocés ―dijo al herrero y a su esposa con un asombroso acento escocés―. Nos sorprendió cuando nos íbamos -indicó el vestido rasgado de Charlotte que ella sostenía con ambas manos― y la atacó. Por lo cual le derribé ―añadió, sombrío―. De modo que he traído a la muchacha a casa, a la tierra de mi madre ―mi madre era una MacAldie de Edimburgo―, y hacia allí vamos, a estar con mi gente. Pero el tutor de mi muchacha cruzará la frontera en febril persecución, de modo que abrigamos la esperanza de que pueda casamos, y de prisa. ― ¡0h, por supuesto que lo haremos! ―exclamó la esposa del herrero, encolerizada porque un buen escocés era rechazado por un tutor inglés. Casi aplaudió cuando Rowan agregó, con jactancia: ―Por cierto, si me deja una pluma y un pergamino, le escribiré una nota a su tutor informándole de ello. Si tuviera la bondad de entregársela... porque no cabe duda de que vendrá por estos lugares en busca de ella. ―Sí, así se hace ―dijo ella, aprobadora, y los condujo al interior, hasta una sólida mesa, donde Rowan hundió una pluma de ganso afilada en un oscuro líquido que esperaba que fuese tinta, redactando con rapidez un pagaré para Aldershot Grange... canjeable en el momento en que se le entregase la escritura de ésta. La selló con cera de vela, le puso el sello de su anillo y se la entregó a la esposa del herrero, que la guardó con cuidado―. Pero, ¿y qué hay de las ropas de la pobre muchacha? ―preguntó, ansiosa. La mirada de Rowan se dirigió hacia Charlotte, que se apoyaba, extenuada, en la pared, sosteniendo el jubón con una mano y las faldas con la otra. ―No tengo tiempo para comprar ninguna, pero si cuentas con un vestido de
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sobra y una capa, te los pagaré bien. ―No tengo nada que le siente bien ―suspiró la esposa del herrero. Sintiéndose aturdida, Charlotte oyó la conversación sin prestar atención. La pluma de ganso que rascaba el pergamino no le había interesado, y tampoco eso. ¿Qué importaban los insultos que Rowan escribiese al tío Russ? Su vida había terminado... ¿Qué importaba lo que llevase puesto? Pero se sometió a las atenciones de la amable esposa del herrero, que le dio un par de puntadas rápidas en el jubón y prendió las faldas de Charlotte y la camisa a aquél, lo mejor que pudo, para cubrir en parte, luego, su labor con un limpio delantal de tela casera, teñido con zumo de avellana. Charlotte se veía extrañamente ataviada con sus galas desgarradas y sus telas caseras, cuando salió a la oscuridad creciente para pronunciar sus promesas. Con los ojos bajos, mirando sin ver las oscuras hierbas pisoteadas que rodeaban la herrería, ocupó su lugar al lado de Rowan, ante el yunque-altar y escuchó las palabras leídas con voz sonora. Para mérito suyo, pasó la ceremonia con los ojos secos... salvo en un momento, cuando tuvo repentinamente la conciencia de que por fin se hallaba en Escocia, donde Tom había prometido llevarla, donde se casaba tal como habían planeado ellos, sólo que a su lado se encontraba un hombre que no le correspondía, recibiendo sus promesas. Tom estaba muerto, y su cadáver destrozado era arrastrado muy lejos por las retumbantes aguas blancas de la cascada. Sus ojos de color violeta se llenaron de lágrimas que se derramaron, pero logró mantener la voz casi firme cuando murmuró en voz baja que aceptaría a ese hombre por esposo. ―Mi muchacha sentía afecto por su tutor -masculló Rowan a la esposa del herrero, a modo de explicación por las lágrimas de Charlotte. Se dirigieron, bajo el aguacero, a Dumfries, y durante esa cabalgata ella dijo:
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―No sabía que tu madre era escocesa. ―Y no lo era -fue su jovial respuesta-. Pero me resultó útil decir que lo era. Fue la primera indicación que recibió de que en realidad Rowan era un embustero consumado. ― ¿Entonces no vamos a Edimburgo? ―preguntó, sondeándole, apartándose de la cara el cabello empapado. El rió. ―No, vamos a Portugal ―dijo distraídamente. Perpleja, con regueros de lluvia cayéndole por las suaves mejillas, Charlotte se volvió para mirarle. ― ¡A Portugal! -exclamó con incredulidad. Había júbilo en la mirada que él le dirigió, ¿acaso no había salido todo tal y como lo había planeado? ―A Portugal ―afirmó―. Donde ninguno de ellos nos encontrará nunca. Charlotte volvió la cabeza mojada, sin hacer ningún comentario. Después del primer estallido de sorpresa parecía haber perdido interés por el tema, advirtió él con pena. Se habría alarmado si hubiera conocido la profundidad de su tristeza, si hubiera adivinado lo que pensaba: «Perdida en el mar... una noche oscura... sobre la baranda del barco, hacia la nada. OH, Tom, Tom, dondequiera que estés, espérame...»
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CAPITULO 13
En alta mar Quitarse la vida habla resultado menos fácil de lo que Charlotte supuso que seria. En Dumfries, Rowan había reservado pasaje en un barco que hacia el servicio de costa. La dejó esperándole en “Sweetheat Abbeyw”, y cuando regresó, caminando con energía, habiendo arreglado todo lo referente al pasaje, llevaba un vestido en un paquete, bajo el brazo. -Es lo mejor que pude encontrar, en tan poco tiempo ―le dijo―. Ten, buscaremos un lugar donde puedas ponértelo. ¡No puedes ir por ahí con las ropas desgarradas, ocultas por un delantal! ―Miró su atavío actual con el entrecejo fruncido. Charlotte se hallaba demasiado fatigada y desanimada para que le importase lo que pudiera pensar la gente. Pero estaba lo bastante sumisa para dejar que Rowan le buscara un lugar y montara guardia mientras se quitaba el maltrecho vestido y se ponía el sencillo percal verde y amarillo, adornado modestamente con franjas de cinta verde musgo, que él le había conseguido. No le iba demasiado bien. La joven para quien había sido hecho era más baja y mucho más regordeta, de modo que el vestido le quedaba a Charlotte muy poco elegante sobre sus delgados tobillos y le colgaba de modo deprimente en el corpiño. Rowan hizo una mueca al verla, cuando salió y giró, desganada, para que diera su opinión. -Bien, ahora no hay tiempo para hacer ningún arreglo, pues debemos darnos prisa en subir a bordo -murmuró él, con voz atormentada―. Tenemos la buena suerte de
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haber encontrado un barco que estaba a punto de zarpar. -La miró, ceñudo―, A bordo veremos qué se puede hacer para arreglarlo. ¡Por lo menos te libraremos de esto! -Arrebató el rasgado vestido de entre los dedos de Charlotte y lo arrojó sobre el delantal, en un rincón. Indiferente a su aspecto, Charlotte se volvió para echar una última mirada al montoncito de seda blanca que yacía allí, olvidado. Tragó saliva. Ese había sido su vestido de bodas. Cerró los ojos y dejó que Rowan la tomara del brazo y la llevase al barco. Navegaron por el rió Nith, hasta el Firth de Solway... con un tiempo horrible. El ligero barco costero en el cual navegaban se balanceaba como un corcho en el mar agitado e hizo que todo el mundo se marease. El escaso alojamiento que poseía el barco había sido ocupado por una familia, y ella se vio encerrada en el minúsculo camarote con tres de las hijas... cada una de ellas tan mareada como la propia Charlotte por las sacudidas a las cuales las sometía el océano. Cuando llegaron a Liverpool, estaba pálida y bajó a tierra, tambaleándose, sólo para descubrir con horror que Rowan, que nunca se mareaba y que había pasado la mitad de la noche en cubierta, gozando del ventarrón, había tenido de nuevo buena suerte»; un barco que viajaba a Lisboa zarparía con la marea de la noche. Y en consecuencia una Charlotte extenuada se encontró, una vez desembarcada, subiendo a bordo de otra nave, esta vez un inmenso mercante llamado Ellen K, pero en su propio camarote. Rowan había logrado eso, explicando al capitán cuánto se había mareado su joven esposa y teniendo a mano, cosa conveniente, el dinero que hacía falta para ello. Charlotte se veía pálida cuando subieron a bordo. ― ¿Cómo fue que tenias el dinero para el pasaje para un viaje tan largo?
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―preguntó cuando subían al barco. Rowan dirigió a su esposa una mirada irónica. ―Por lo general estoy preparado ―le dijo con voz burlona. Ella llegaría a saber que Rowan siempre llevaba oro encima, en ocasiones mucho, y que parecía siempre preparado para cualquier cosa. En ese momento, aturdida, extenuada y acongojada por Tom, no le dio la impresión de que eso fuese muy raro. Permanecieron en la cubierta mientras el barco salía del Mersey hacia el mar de Irlanda, y avanzaba a toda velocidad impulsado por un viento intenso, que le hinchaba las velas. Ya no se sentía enferma, sino sólo débil y cansada. ―La cena te dará fuerzas. ―Rowan examinó su estado con una sonrisa―. La servirán en cuanto nos hayamos internado en el mar, y seremos los invitados del capitán en su camarote. ―OH, no, no creo que yo... ―Sería muy grosero de nuestra parte no aceptar su hospitalidad -dijo Rowan con firmeza-. A fin de cuentas se tomó muchas molestias al trasladar a otra gente para que pudieras tener tu propio camarote. Charlotte asintió, quebrantada. Cenaría con el capitán. El capitán Scaleby resultó ser un nativo de Cornualles, afable, franco, repleto de interesantes relatos respecto al mar. Se mostró encantado al enterarse de que Charlotte era de las islas Scillies, y le dijo con tono caluroso que se alegraba de tener a una mujer bonita a bordo, durante el viaje. Allí sentada, en el camarote amplio, pero nada presuntuoso, del capitán, escuchando a Rowan, que conversaba con desenvoltura con éste, como si fuera un viejo «lobo de mar», Charlotte sintió que le volvían las fuerzas. Se sorprendió saboreando una excelente cena completa, con frutas y hortalizas frescas, que el anfitrión les aseguró que «habían sido traídas a bordo ese mismo día».
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Todavía era temprano cuando se pusieron de pie, y el capitán Scaleby, que había hecho un último brindis por la «hermosa novia», les dio de pronto una información que llamó la atención de Rowan. ―Hay a bordo un caballero llamado Flint -dijo-, que acaba de volver de Portugal. El puede decirles cómo están las cosas allá. ―Gracias. Hablaré con él mañana. ―Mejor hágalo esta noche. Mañana desembarcará en Angle Sey. No nos acompañará en el viaje. Pero podrá encontrarle cenando con los demás. Rowan asintió. ―Así lo haré. Agradecieron al capitán Scaleby la magnifica cena y Rowan ya había acompañado a Charlotte hasta la cubierta cuando el capitán les llamó de nuevo. Aunque la conversación de ambos se hizo en voz baja, la noche estaba serena, los pasajeros aún no habían terminado de cenar para salir a cubierta, y Charlotte pudo oír con claridad la voz nasal del capitán. -Lamento tener que decirte esto, pero la gota de Morrison le tiene a mal traer y se ha negado a abandonar su camarote y a ir al de Werherbee, como había prometido. De manera que me temo que, en definitiva, tu esposa no podrá tener un camarote para sí. Pero el tiempo está despejado y no creo que se maree... durante la cena se la veía bien. Charlotte no escuchó la respuesta de Rowan, pronunciada en voz baja, pero dio unos pasos para alejarse del camarote, no fuera que él se diera cuenta de que había escuchado. El corazón le palpitaba con fuerza. A fin de cuentas compartirían un camarote... Esperó a que Rowan se lo dijera, pero él no lo hizo así. La acompañó hasta la puerta de su camarote y le dijo que deseaba conversar unas palabras con ese tipo, Flint,
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que poseía las últimas noticias acerca de cómo estaban las cosas en Portugal. A Charlotte no le interesaba cómo estuvieran las cosas en Portugal. Lo que sí le interesó fue la visión de la larga litera única que ocupaba la mayor parte del espacio en el pequeño camarote. Se acercó a ella con cautela. Y de pronto le pareció que era el símbolo de todo lo que estaba mal en ese poco meditado matrimonio en el cual se había metido. Casarse con Rowan Keynes había parecido lo único que se podía hacer en aquel momento. Ahora, de pronto, todo daba la impresión de estar mal. Con el semblante duro, silenciosa, contempló la cama... una como la que ella y Tom habrían podido ocupar en la dicha de estar juntos, si las cosas hubieran sido distintas. Se puso a pasear por el lugar, de un lado a otro, pensando en todo lo que habría podido ser, en todo aquello de lo cual la había despojado el repentino puntapié malévolo de su tío en la cima del risco Kenlock. Recordó el contacto de los brazos de Tom, tan fuertes y cálidos y afectuosos. Recordó la ternura con que la había abrazado, la profundidad de esos claros ojos verdes, que penetraban tan profundamente los suyos. Pensó, con un ramalazo de dolor, cuan rápidamente había vuelto Tom para salvarla, cuando supo qué escasas posibilidades tenían, habiéndole resultado muy fácil seguir su camino y olvidar a una muchacha que sólo podría llevarle a la ruina. Por cierto que habría podido dejaría en cualquier momento, en esa loca cabalgada hacia la libertad, y huir. El amarla le había costado la vida a Tom. Se le escapó un gran sollozo y se llevó a la boca las manos temblorosas. Ella había sido la perdición de Tom, sólo ella. Y ahora, esa noche, compartiría el lecho con un hombre que ―con o sin un falso matrimonio― era en verdad un desconocido. Se estremeció ante el pensamiento. Al otro lado de su puerta oyó ruido de pasos. Los pasajeros regresaban de la cena. Pero Rowan no se encontraba entre ellos... sin duda estaba todavía con Flint, pidiendo
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información sobre el estado de cosas en Portugal, aunque sólo Dios sabía por qué le interesaba eso. Charlotte se retorció las manos y su semblante encantador tenia ahora una expresión de acoso. Pertenecía a Tom, y sólo a Tom. Y en alguna parte, en algún lugar Tom la esperaba ahora. Tenia que creer en eso. Y fuera estaba el mar, interminable y profundo, aguardando para recibirla. Abrió la puerta. Como un fantasma, fue hacia la baranda del barco, atraída como por un imán. Apoyó las manos en la pulida y sólida madera y miró el pálido resplandor de la luna en las aguas oscuras. A su alrededor, la noche estaba muy silenciosa. ¿Quién podía decir que el espíritu de Tom no la esperaba en alguna parte? Quizá la llamaba en esos mismos momentos y sus oídos terrenales no le oían. Tal vez le encontraría de nuevo si tomaba su valentía con ambas manos y se hundía en las profundidades de las oscuras aguas que lamían los flancos del barco. Atrapada por esos pensamientos destructivos, se inclinó un poco más sobre la baranda, fascinada por la visión de abajo. Un poco más, y todo habría terminado, la suerte habría sido echada, sus penas terrenales habrían concluido y podría elevarse con sus propias alas, en busca de Tom... Solo un poco más... Levantó una pierna, la pasó por sobre la baranda y se dispuso a efectuar la zambullida. Y fue arrancada de pronto de la baranda, tirada hacia atrás con tanta rudeza, que perdió el equilibrio y se desplomó contra un cuerpo sólido. Oyó la voz de Rowan, baja y furiosa: ― ¿Estás loca, quieres tirarte del barco? ― ¡Suéltame! ―gritó ella.
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Creyó escuchar el rechinar de los dientes de él, pero su propia voz quedó callada, ahogada cuando él la hizo volverse y la aplastó contra su casaca. Aturdida por lo que había estado a punto de hacer, confundida por la repentina aparición de él, pues, perdida en su concentración en esas aguas oscuras, no le había oído llegar por detrás, se dejó arrastrar de nuevo hacia el camarote, le vio cerrar la puerta detrás de ellos. A la luz de la lámpara vio que la cara de Rowan estaba blanca, y sintió, en el feroz apretón que aún ejercía sobre ella, que temblaba. ― ¿Qué es ese deseo de destrucción que tienes? ―interrogó él. ―Oí lo que te dijo el capitán -jadeó ella―. Que compartiríamos este camarote. ― ¿Y pensaste...? Charlotte se estremeció. ―Sí, hay una sola cama. Le pareció que los hombros de él se contraían, pero sólo leyó ira en los oscuros ojos clavados en ella con tanta intensidad. ― ¿Y por lo tanto pensaste en terminar con tu vida, no fuese que me impusiera sobre ti? ―Su voz la atravesó con un tajante sarcasmo―. Dime, ¿te he hecho algún daño? ¿Te toqué con un dedo siquiera desde que te arranqué de las maquinaciones de tu tío? ¡Dios del cielo, tengo el castigo a mi propia locura! ¿Por qué sientes tantos deseos de acabar con mi vida? Ella retrocedió, sobresaltada― ¿Acabar con tu vida? ―preguntó, incrédula. ―Sí, ¿creíste que morirías sola y que yo seguiría alegremente adelante? En Cumberland casi me dejaste ir al patíbulo por secuestro, y ahora... ¡ahora dejarías que el mundo pensara que te he asesinado! ― Pero no seria posible pensar en eso ― ¿No? -La mano que la agarraba era cruelmente dura, sus ojos oscuros
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llamearon en los desconcertados de ella, de color violeta-. El vigía de cubierta te oyó gritar: “¡Suéltame!”. Le vi volverse hacia nosotros. Y ahora no tengo ninguna duda, por tu expresión rebelde, de que piensas volver a intentarlo en cuanto me aparte de ti. Todos pensarán que te he hecho algún daño, recordarán que en Escocia eras una joven novia triste y llorosa, el vigía de cubierta recordará que me gritaste ante la baranda que te soltara... habrán oído decir que eres una heredera, porque Brodie difundió el rumor de que lo eras, y creerán que me casé contigo por tu fortuna, ¡por la fortuna que no posees, y que te maté cuando descubrí que no la tenías! Charlotte sintió que le tendía una trampa. ― ¡Te dije que no puedo ser tu esposa! ―gritó con desesperación. ― ¡No, y la de ningún hombre! ―Dijo él, con aspereza―. Pero antes que me envíes al infierno tendré alguna recompensa por la locura de haberme molestado en salvarte. Con estas palabras, la arrojó bruscamente en la litera y la siguió allí, despojándose de sus ropas mientras tanto. Su intento de gritar fue silenciado en el acto por una boca dura que le cubrió los labios y casi le cortó la respiración. Charlotte luchó contra él con todas sus fuerzas, sintió las muñecas apretadas con crueldad y sus faldas levantadas sin ceremonia. Oyó que el percal se desgarraba y que le era arrancada su ropa interior. Forcejeó de nuevo, mientras él le abría las piernas, y con creciente pánico trató de deslizarse de lado, debajo de él. Rowan lo impidió arrojándose sobre ella, de modo que resbalaron Juntos hacia el costado de la litera y chocaron con fuerza contra la pared del camarote. Atrapada y luchando, Charlotte trató de levantar la rodilla, pero ésta fue aplastada triunfalmente hacia abajo, y oyó la breve carcajada colérica de Rowan cuando la hundió en el colchón. Un momento más tarde, todo su cuerpo juvenil se estremecía cuando sintió que la
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dura masculinidad de Rowan se clavaba en ella, y le pareció que era movida de un lado a otro, para satisfacerse mejor. Y entonces, tan rápida como había surgido, la furia de Rowan pareció aplacarse, y aunque su opresión continuaba siendo firme, su actitud con ella cambió. Sus labios ya no le lastimaban la boca, sino que la recorrían con suavidad, permitiendo que sus pulmones tensos hicieran una respiración jadeante. Su largo cuerpo, que la había aplastado contra el colchón de la litera, se apoyaba ahora en un codo, y ella sintió con una sacudida la placentera sensación de su pecho cubierto de pelo oscuro que se movía con ligereza sobre los suaves montículos de sus pechos, rozando sus tiernos pezones, endureciéndolos. Sus estrechas caderas ―de asombrosa esbeltez― se frotaron como un grueso raso contra la piel hormigueante de ella mientras se movía con injuria, perezosamente, dentro de ella. Y para su vergüenza, Charlotte sintió que su flexible cuerpo juvenil le respondía. Aunque hizo lo posible por mantenerse rígida, con todo su ser convertido en una protesta, sintió que se volvía dócil entre sus brazos y se estremecía contra él. Si él sintió ese cambio, no le prestó atención, continuó como si ella fuese suya por derecho propio -como en verdad lo era, por ley―, dejó que su mano libre se deslizara por debajo de las redondas nalgas y la levantó contra él, mientras se movía dentro de ella con largos y lentos golpes, que la atormentaban, que hicieron subir una exclamación a sus labios y un bajo gemido a su garganta. La naturaleza de Charlotte era apasionada. Estaba hecha para el amor... como lo sabían todos los hombres que la miraban. Y esa noche su frágil cuerpo venció a su espíritu indomable, y se derritió en un calor envolvente, que avivó todos sus sentidos, encendiéndolos. Entre los brazos de Rowan, Charlotte lo olvidó todo, se convirtió en otra persona,
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una mujer que se movía como él se movía, respiraba como respiraba él, quería lo que él quería, quería más. En alguna parte se había despojado de su controlado y auto castigado ser exterior, para quedar sólo la mujer que había dentro de ella, un espíritu temerario que se encontraba con ese loco amante a más de la mitad de camino, devolviéndole alegría por alegría, esforzándose entre sus brazos y saboreando cada momento. La pasión de ambos llegó con rapidez a su culminación, pero él la retuvo en ese último y gran momento de estallido, elevándola aún más consigo, hasta que le pareció que no podría soportarlo... sólo para subir a la cima de una ola más alta. Ahora estaba enloquecida entre los brazos de él, jadeaba, gemía, buscaba con desesperación. Sus manos ya no necesitaban ser sujetadas para que no tratasen de hacerle algún daño. Al igual que su cuerpo, ahora parecían pertenecerle a él, se aferraban a la vida, se agarraban a él, tratando de acercar aún más su largo cuerpo. Había olvidado en qué brazos yacía. La devoraban embriagadoras pasiones que le nublaban su visión de la vida y dejaban el mundo fuera de lugar, en alguna parte, más allá de las paredes de ese camarote. Le pertenecía a él. Por completo. Al menos por el momento. Con un último esfuerzo frenético, sus cuerpos parecieron estrellarse uno contra el otro en un loco crescendo que arrancó un grito de los labios de ella y un gemido de los de Rowan. El mundo de ella estalló y se encontró perdida en un salvaje esplendor que parecía seguir y seguir, llena de un trémulo éxtasis que le cegaba la visión y nublaba su cerebro. Por último quedó tendida debajo de él, extenuada y resplandeciente. Y a medida que el sentimiento de vivo placer retrocedía un poco y el mundo
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volvía a ella, se dio cuenta de lo que había hecho. Había sido infiel a Tom. Había dejado que otro hombre hiciera lo que quisiese con ella. Peor aún. ¡Había disfrutado, la emocionó! Una vergüenza como nunca había sentido invadió a Charlotte y sus ojos se llenaron de lágrimas calientes, que corrieron en silencio por sus suaves mejillas juveniles. Con la cara apretada contra la mejilla de ella, Rowan sintió esas lágrimas y se incorporó poco a poco, mirándola. En toda su vida, nunca había experimentado nada parecido al franco fervor de esa jovencita. Le había hecho sentir triunfante, un ser superior, divino. Y ahora yacía llorando entre sus brazos. Se apartó de ella con una maldición, con el rostro pálido y duro. ―Te dejaré dormir sola ―dijo con amargura― Y si piensas matarte, puedes olvidarte, ¡porque me llevaré todos los objetos cortantes que hay en esta habitación! ―Mientras hablaba iba de un lado a otro, tomando objetos. Charlotte todavía tenía los ojos cerrados con fuerza, pero oía el leve choque de los objetos metálicos. Giró sobre sí misma y hundió la cara en la almohada. ¿Matarse? ¿Qué necesidad tenía ahora de hacer eso? Había deshonrado a Tom. Y en su fatiga y su vergüenza, sintió que ya estaba muerta. Durante toda la larga noche, permaneció allí tendida, acongojada, hasta que por la mañana la vencieron el sueño y el agotamiento. Cuando despertó vio a Rowan, vestido, de pie, observándola. No entendió la expresión de su semblante, pero de pronto se dio cuenta de que su ropa había desaparecido y que yacía completamente desnuda bajo la mirada de él. Con una rápida exclamación contenida, tomó la colcha para cubrirse con ella. Y entonces el recuerdo de la locura compartida la noche anterior la inundó, y el rostro se
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le puso de color carmesí y se hundió debajo de la colcha. Rowan vio el repentino oscurecimiento de sus expresivos ojos color violeta. ―He venido a decir lo que nunca dije hasta ahora a una mujer ―dijo con lentitud―. Me avergüenzo de mi acción de esta noche, y te diría que lo siento de todo corazón. Charlotte tragó saliva. Le miró con desconfianza. Le temía; se temía a sí misma, pues la noche anterior había percibido cuan traicionero podía ser su cuerpo. ―Cuando vi que estabas a punto de arrojarte al mar... ―Se pasó una mano por la cara, como para borrar el recuerdo―. Yo. Algo se apoderó de mí. ―Se inclinó―. Tengo la intención de llevarte a salvo a tierra firme, y no te ofreceré afrenta alguna, ni una repetición de los hechos de esta noche. Con Dios como testigo, Charlotte, te llevaré de nuevo a la tierra de los seres vivientes. Y cuando haya hecho eso, puedes alejarte de mí... no haré nada para impedírtelo. Solo quiero que vivas. Era una muy bella declaración, ella se dio cuenca, y no podía hacerle una parecida, porque tal vez él esperaba, a esa altura, que ella le asegurase que todo estaba bien y que podían comenzar de nuevo como marido y mujer. Pero no podían empezar de nuevo, no podían ser marido y mujer... el recuerdo de Tom se interponía, rotundo, entre ellos. La voz de Charlotte era apenas un susurro, una brizna de sonido. Rowan se inclinó para escucharla. ―No puedo ser una esposa para ti, Rowan. Como si le hubiera abofeteado, él se enderezó. ―Eso está claro -dijo con aspereza―- Tampoco te lo he pedido. Sólo pido que hagamos una tregua. ¿Puedes ablandarte hasta ese punto? ― ¿Dónde... dónde dormiste esta noche? ―le preguntó ella.
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―En el suelo ―dijo señalando con la cabeza hacia la puerta. ―Yo... yo dormiré en el suelo ―ofreció ella. Esta vez tuvo la certeza de que los dientes de él habían rechinado. ― ¡No lo harás! -estalló él-. ¡Dormirás en la cama en la cual estás acostada ahora! Y te quedarás en ella hasta que pueda encontrarte una aguja e hilo, pues parecería que te he rasgado tu vestido por la espalda. ―Suspiró―. Volveré enseguida, Charlotte, por lo menos con algunos alfileres. Salió, cerrando tras de sí la puerta del camarote con cierta energía. A solas, Charlotte se cubrió la cara con manos temblorosas y sintió que lágrimas ardientes le corrían entre los dedos. Había amado tanto a Tom, y le había traicionado. Peor aún, bajo el hechizo del fuerte atractivo físico de Rowan, ¡había disfrutado con su traición! Dios podía perdonarla, el mundo podía perdonarla, pero ella sabía que nunca se perdonaría. CAPITULO 14
Risco Kenlock, Cumberland, Inglaterra Cuando el tutor de Charlotte empujó con el pie el cuerpo inerte de Tom Westing sobre el borde del risco Kenlock, no fue personalmente a mirar desde ese borde dónde había caído el cuerpo de Tom Westing. Rowan Keynes lo hizo en su lugar... y eligió no informar sobre lo que había visto allí. A la luz de la luna había visto el cuerpo de Tom Westing, no como se lo dijo más
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tarde a Charlotte, tendido, con el cuello partido, en el fondo, «a través del arroyo», sino caído en un angosto saliente, unos seis metros más abajo. Incluso abrió la boca para decirle a Russ que se quedara tranquilo, que en definitiva Westing no estaba muerto. Después, de golpe, cerró la boca de nuevo. La joven no resultaría tratable si creía que Westing se encontraba con vida. Y si de alguna manera lograban subirle ―aunque dudaba de que pudiesen hacerlo sin cuerdas―, lucharía por él como una tigresa. Era mejor para todos que ella creyese muerto a Westing. Por lo tanto se había ido con los demás, insensibles, dejando a Tom para que muriese. Y en verdad, Tom durante muchas horas permaneció como muerto, donde había caído. Al rato su largo cuerpo se agitó. Los rayos del caliente sol de la tarde parecían a punto de hacerle ampollas en la espalda, mientras se hallaba allí tendido, de bruces, sobre el cálido suelo de piedra saliente. Sin saber dónde estaba, trató de incorporarse... y se dejó caer de nuevo con un gemido, cuando el dolor, como una cimitarra, pareció partirle el cráneo. En el mismo momento de sentarse estuvo a punto de caer del angosto saliente, y su visión, vacilante y borrosa a causa del dolor en la cabeza, se aclaró poco a poco y le mostró la rugiente catarata, muy abajo. Se agarró la cabeza como si fuera a caérsele, retrocedió de golpe de esa visión de muerte inminente, abajo... y sintió que su hombro golpeaba la dura pared de roca que se elevaba empinada sobre él. Recordó algo, un peso... no, alguien que caía sobre él desde arriba, y tuvo el recuerdo repentino de dos hombres ―el tutor de Charlotte y el hombre alto que había salido al jardín con ella, en la noche en que huyó con él del Castillo Stroud-, vio el brazo del tutor de ella extendido hacia atrás para tomar la piedra que lo derribó, pero después de eso no recordaba nada.
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Charlotte, ¿qué habían hecho con ella? Ese pensamiento le hizo ponerse de pie, tambaleándose, débil, flojo, contra el liso muro de roca del cual salía la angosta losa sobre la cual se hallaba. Al cabo de un momento sus sentidos comenzaron a funcionar. Escuchó con atención. No llegaba sonido alguno desde arriba, ni un solo murmullo de voces rompía el silencio absoluto. Se la habían llevada... Tenia que encontrar a Charlotte, salvarla. Otra vez intentó ponerse de pie, y le abrumó una gran oscuridad. Su cuerpo se derrumbó en el suelo y permaneció allí, inmóvil, mientras las sombras se alargaban y la luna crecía y se hacía más pequeña. Con el alba despertó de nuevo, y esa vez tenia más fuerzas y estaba sediento. Ahora de pie y moviéndose con un hombro dolorido donde Russ le habla asestado un puntapié, estudió su situación. Encima de él, seis metros de roca desnuda se burlaban de cualquier esfuerzo para ascender. A ambos lados estaba la nada, porque el saliente era apenas un reborde creado cuando el hielo del invierno anterior se acumuló en una larga grieta y se quebró en la primavera. Ahora quedaba una minúscula grieta donde se unía a la cara de la roca, que le decía que parte del reborde, o aun todo él, podían no existir ya en la primavera siguiente. No existía manera alguna de trepar, eso estaba claro, ni de salir por ninguno de los dos lados. Pensó tratar de descender, pero la roca, abajo, caía en pico, lisa como el cristal... y en las profundidades de abajo se precipitaba el torrente, lanzando penachos de espuma blanca cuando caía en cascada por la estrecha abertura entre las paredes de piedra. Su situación era desesperada, y no tenía sentido tratar de esconderlo. Mejor
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pudrirse en una cárcel, donde por lo menos tendría alguna posibilidad de escapar, que quedarse allí, inmovilizado. Acopó las manos y lanzó una larga llamada a través del valle. Sólo le respondió el eco, que repercutió y fue disminuyendo hasta que el sonido murió y todo volvió a quedar en silencio. Se quitó la camisa y trató de atarla a su cinturón, para hacer una especie de bandera que ondeara en la brisa... pero no servía, El viento la lanzaba de nuevo contra las rocas, En sus bolsillos encontró algo mejor; un trocito de metal bruñido, brillante, que a veces usaba como espejo para afeitarse, o como cuchillo para cortarse el cabello cuando lo tenía demasiado largo. Una vez había naufragado en el océano del sur, con ese trozo de metal en el bolsillo, y le resultó útil: lo usó como señal para llamar la atención a un barco que pasaba. Quizá le sería de la misma utilidad allí. Estuvo sentado medio día, haciendo señales con el pequeño faro en los espacios vacíos de abajo, y gritando de cuando en cuando. Nada ocurrió. Al día siguiente tenía la voz quebrada de tanto rugir y los brazos cansados de sostener su trocito de metal brillante y hacerlo girar durante horas enteras. La sed le atenazaba y la garganta se le estaba poniendo demasiado seca para producir un grito respetable. Miró hacia la distancia azul y pensó, tristemente, que tendría que morir allí, en ese risco solitario, aislado del mundo, y se preguntó si quienes le hablan derribado tenían esa intención. Era probable, razonó, pues su muerte allí los salvaría del escándalo de un juicio. Comenzó a pensar en la muerte con más tranquilidad, recordando las veces que la
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había eludido: en las Bahamas, en Madagascar, a bordo del Tiburón, donde decían que el hijo del «Demonio Ben» tenía una vida encantada, y más tarde allí, en Inglaterra. Trató de apartar los pensamientos de las visiones atormentadas de Charlotte luchando entre los brazos de lord Pimmerston, imágenes que le hicieron apretar los puños y rugirle la sangre en las venas. Esperaba que la desfloración de ella la hubiera salvado de eso, pero no le habría ahorrado la ira de su tutor. Sólo al pensar en la forma que podía haber adoptado esa furia, las manos se le pusieron pegajosas de sudor. Tal vez se había ido. ¡OH Señor, esperaba que así fuera, que su valiente y delicada muchacha hubiera huido! Merecía algo mejor que Pimmerston, algo mejor que él, por supuesto. Se sintió un tanto mareado sólo de pensar en ello. En la noche del tercer día llovió, y Tom aprovechó la lluvia a fondo, empapó su camisa, agradecido, bebió con avidez de un arroyito que corría desde el borde del risco, de arriba. Le invadió el hambre. Mascó el cuero de su cinturón, pero no le sirvió de mucho. Se debilitaba, y lo sabía. Continuó obligándose a hacer chispear el trocito de metal pulido alrededor, hacia las montanas cercanas, y de vez en cuando emitía un grito quebrado. Ahora, encima de él, grandes pájaros describían círculos perezosos contra el sol, aprovechando las corrientes de aire con sus anchas alas poderosas. Buitres, probablemente, que esperaban a que lanzara su último suspiro. Tal vez ni siquiera esperaban eso. Uno de ellos descendió y aterrizó de pronto en el reborde, mirándole con ojos rojos y huyendo al vuelo cuando se lanzó sobre él, tratando con desesperación de atraparlo, porque hasta un buitre era comida. Ese salto casi lo arrojó por el borde, y se quedó tendido, jadeando y desalentado. Sacó el trocito de metal y probó de nuevo, haciéndolo chispear hacia todos lados. Y
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luego, cansado de mirar el sol, se quedó dormido. Nunca supo con certeza qué lo despertó. Cuando abrió los ojos, los buitres aún seguían allí, volando en círculos contra el azul del cielo, pero también había algo más, arriba. Encima de él, asomadas al borde del risco, se veían las caras de tres ovejas, que le miraban con lanuda dignidad impasible. Donde había ovejas tenia que haber un pastor, Tom hizo una profunda inspiración y logró un « ¡Hooola!» respetable, Recibió una respuesta más bien falta de aliento. Y luego, en medio de un ruido de piedras ―resolvió que debía haber sido eso lo que le despertó, el ascenso del pastor―, apareció la cara de éste. Una cara amistosa, bronceada por la intemperie. ―Te has caído, ¿no? ―fue su alegre comentario desde la cima del risco. Y ame el asentimiento de Tom-: Yo mismo estuve a punto de caer en el mismo lugar, una vez. No habría estado cerca en esta ocasión, sólo que buscaba a mi oveja. ¿Te has hecho daño? ―Y cuando Tom negó con la cabeza―; Tienes buena suerte. Aquí tengo una cuerda.-, la necesito para las ovejas. A veces se caen o quedan atrapadas entre las piedras y debo bajar y llevarlas arriba. Mientras hablaba, soltaba un rollo de cuerda asegurado a un peñasco. Como marino que era, Tom no tuvo dificultades en amarrarse con el cabo, y reunió las fuerzas que le restaban para el ascenso. Se derrumbó sobre la cima, extenuado, y quedó tendido. ― ¡Agua! ―jadeó. El pastor le tendió una bota de agua y vio que Tom bebía, sediento. ―Debes de haber integrado el grupo de búsqueda que quería encontrar a esa heredera y su secuestrador, para quedarte atrapado aquí arriba ―comentó. ―Me retrasé ―reconoció Tom, bebiendo otro largo trago.
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―Es extraño lo de esa pareja ―dijo el pastor, que no había conocido tanto movimiento, en muchos años, en esas pacíficas montañas―. En cuanto hallaron a la heredera y su secuestrador cayó del risco, matándose, ella se unió a otro, uno de los invitados de lord Pimmerston, me han dicho, y huyó a caballo con él. ¡Ahí tenía su posibilidad de enterarse de lo que le había ocurrido a Charlotte! ―Me dejaron atrás cuando se la llevaban ―improvisó, ronco-. Me golpeé la cabeza en la caída, y cuando volví en mi se habían ido todos. No deben de haberme echado de menos. ¿Dices que se fue a caballo con otro? -agregó, incrédulo. El pastor asintió con energía. ―Se fue con él y se casaron, dicen, en Escocia. ¡Casados! La garganta se le contrajo a Tom, y tuvo arcadas. ―Sabia que te pasaría eso, por beber el agua con tanta rapidez como lo hiciste ―fue el jovial comentario del pastor. Tom no creía que Charlotte estuviera casada- No lo creyó ni por un momento. El sujeto estaba equivocado. Cuando se hubo separado del pastor se encaminó hacia Escocia... y encontró una pequeña posada, apartada, en algún punto del camino. Con la esperanza de saber noticias acerca de Charlotte, corrió a la puerta de la posada, pero la encontró desierta, salvo el posadero. Dijo a éste que llegaba de una visita a Edimburgo, donde le habían robado la bolsa, y que nunca volvería a un lugar tan maligno; para él, Que se quedaría en Inglaterra para siempre. Con la rápida simpatía de un habitante de la frontera en relación con su propio lado de ésta, el posadero asintió, con aprobación. ―Eso te enseñará ―dijo con vivacidad― de qué lado de la frontera debes quedarte. ―Sirvió un poco de cerveza y depositó un jarro de peltre ante Tom, con un
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ademán garboso―. Robado o no, no se niega un trago a un hombre sediento, en esta posada ―dijo cordial. Tom se lo agradeció, levantó su jarro con una sonrisa y preguntó cuáles eran las novedades por esos lugares. El posadero no se hizo rogar. ―Casi todo gira en torno al cuatrero que huyó con la prometida de lord Pimmerston ―dijo, y vació de un solo trago la mitad de su propio jarro. ― ¿Y lo atraparon? ―le preguntó Tom con suavidad. ―Sí, pero no antes que violara a la joven. ―El posadero se enjugó la boca con la manga―. Le dieron una buena. Algunos de los del grupo de búsqueda pasaron por aquí, de vuelta a casa, y me lo contaron todo. Dicen que se resistió el cuatrero, pero que fue herido por una piedra y que cayó por el borde, en el risco Kenlock, y que sus restos fueron arrastrados torrente abajo. Tom lo meditó, se llevó la cerveza a los labios y bebió un largo trago, sediento. De modo que le consideraban muerto ― ¿eh? Dejó el jarro. ― ¿Y rescataron a la prometida de lord Pimmerston? ―preguntó con voz indiferente. ―Que yo sepa, no. ―El posadero terminó su propio jarro de un solo trago―. Ella huyó con alguien, rumbo a Escocia. Tom se dirigió también hacia allá, y llegó a Gretna Green con la luz del día. Buscó con angustia, hizo averiguaciones en la primera herrería que encontró. La rolliza esposa del herrero le contó con avidez lo del matrimonio. ―Era un magnífico caballero, y alto ―recordó―. Pero la novia estaba triste, según me pareció, y tenía toda la ropa desgarrada. La rubia cabeza de Tom se irguió, alerta.
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― ¿El la obligaba a casarse? ―No, ella estaba pálida, pero dispuesta. Dijo sus votos con claridad, y se fueron juntos. Estas palabras atravesaron a Tom, le corroyeron hasta el alma. ― ¿Y así terminó todo? -preguntó con voz opaca. ―Bueno, no tanto ―masculló la esposa del herrero-. El tutor de ella vino a buscarla después, y nos dijo que el lord inglés ―su prometido― había sufrido un ataque al corazón cuando se enteró que ella había huido por segunda vez, y con uno de los invitados. Dijo que no se esperaba que el lord inglés sobreviviese. La siguió a Dumfries... ― ¿Quién la siguió? ―interrumpió Tom, ronco. ―Su tutor. Regresó por aquí y nos dijo que ella había desaparecido, y su esposo con ella, nadie sabía en qué dirección. Tom se lo agradeció y se alejó, apenado. Un magnífico caballero, hermoso y alto... Invitado de lord Pimmerston... No cabía duda de que se trataba del hombre alto a quien había visto inclinado tan solícito sobre Charlotte, en el jardín, aquella noche, en el Castillo Stroud... y otra vez con el tutor de Charlotte, en el risco Kenlock, antes que la piedra le derribase. Por lo menos el tipo había tenido la sensatez de arrancar a Charlotte de entre las garras de lord Pimmerston. Charlotte, se dijo aturdido, había seguido el único camino cuerdo. Se encontró un protector y se casó. Nadie podía culparla por eso. Pero le dolía el corazón, y si hubiera sabido dónde estaba en ese momento, habría partido a reunirse con ella, como una flecha disparada por un arco. A pesar de Dios y los alguaciles. Pero... era demasiado tarde. Charlotte había elegido, y aunque esa elección le
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había sido impuesta en aquel momento, no cabía duda de que ahora se alegraba de haberlo hecho. No necesitaba que un muerto resucitara y tratara de reclamarla. Ante todo, no necesitaba que Tom Westing volviese a cruzarse en su vida. Con una herida más profunda que las que había recibido en las batallas, Tom, sabiendo que Inglaterra era peligrosa para él en esos instantes, partió más hacia el norte para entrar en Escocia. En la ciudad marinera de Glasgow tomó el primer trabajo que se le ofreció. En el Heron que viajaba a Curaçao y -ostensiblemente- para comerciar un poco con los holandeses. Tom dudaba de que ese fuera en verdad el objetivo, porque el Heron era esbelto y veloz, construido para rápidos golpes y rápidas huidas. Se dijo que no le importaba. Había pensado en convertirse en un honesto y gran sujeto, digno de una muchacha como Charlotte. Ahora que ella no estaba, ¿qué importaba qué fuera de él? Dejaría que el destino, que tanto le había zarandeado, le llevara donde quisiera". "Charlotte se habr僘 sentido estupefacta al saber que Tom habría sobrevivido, y que su barco siguió incluso sus huellas, durante un tiempo, por el mar de Irlanda, antes que sus caminos se separasen y la nave de él se lanzase rumbo al oeste, hacia las Azores, en tanto que el sentido mercante de ella, con todo el velamen desplegado, avanzaba con serenidad hacia el sur, hacia la Península Iberica... hacia Lisboa" CAPITULO 15
Lisboa, Portugal, verano de 1752 Como una joya de muchas caras, ubicada en la boca del río Tajo, Lisboa ―la
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capital más occidental de la Europa continental―, brillaba al sol de la mañana. Aunque era temprano, la ciudad vieja, con su influencia morisca todavía visible, ya era un torbellino de actividad. En el Mar de Pala, las velas latinas de gallardas fragatas llameaban, rojas, pardas y anaranjadas, mientras aprovechaban la viva brisa que llegaba del estuario, con la marea del Atlántico, que allí parecía sólo una braza de distancia. Coloridas muchedumbres se empujaban a lo largo de los muelles. Varínas descalzas, de faldas negras, voceando el contenido de sus cestas de pescado, que llevaban sobre la cabeza, serpenteaban por entre los pasajeros de los barcos que arribaban. Estudiantes universitarios de Coimbra, envueltos en negras capas, sobre sus levitas negras, empujaban a rameras llamativamente pintarrajeadas, quienes se esforzaban por atraer a marinos extranjeros. «Frailes Negros» dominicos pasaban por entre el gentío, con sus hábitos de capucha negra sobre blancas vestiduras de lana; carros tirados por asnos, cargados de hortalizas y frutas, mujeres de velo blanco, del sur ―recordatorio viviente de que los moros habían dejado su sello en la ciudad―, se codeaban con ancianos vendedores de flores, que arrastraban los pies con gigantescos cestos repletos de grandes flores rojas, rosadas y amarillas. Por encima de la ciudad, en las alturas, las historiadas almenas del Gástelo de Sao Jorge miraban hacia la multitud de iglesias de la Aifama, o Barrio Viejo. Allí, tortuosas callejuelas, algunas tan angostas que sólo dos asnos podían atravesarlas a la vez, se encontraban adornadas de ondeante ropa lavada y de balcones de hierro que pendían sobre la calle, dejando caer enredaderas y flores desde grandes macetones Ésa era la gran ciudad portuaria de Lisboa, donde el Ellen K había anclado por la noche.
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Hundida en su desazón por la pérdida de Tom, y todavía aplastada por su «traición» contra él, Charlotte apenas había dedicado un pensamiento a Portugal durante el viaje. Charlotte no tenía muy buen aspecto cuando desembarcó, pues su vestido, remendado de prisa durante el viaje, le sentaba mal y estaba pasado de moda. Eso, combinado con sus modales decididamente alicaídos, hizo que muchas cejas se arquearan cuando desembarcaron, y Rowan los miró a su vez con ferocidad, como haciendo frente a la opinión de sus compañeros de viaje. Como no quería exhibir a Charlotte en el salón de uno de los alojamientos más elegantes de Lisboa, hasta que tuviera mejores ropas, y sin la molestia del equipaje porque a diferencia de la mayor parte de los pasajeros del Ellen K, él y Charlotte habían viajado casi turbadora mente ligeros de maletas y no necesitaban esperar a que carretones o carros transportasen sus pertenencias-, Rowan cargó con las alforjas y condujo a Charlotte a una posada cercana, encalada, de techo bajo, donde tomó habitaciones para los dos. Pero cuando Charlotte se dejó caer enseguida en la cama y anunció, con voz helada, que no tenía hambre y que se acostaría sin más, Rowan perdió la paciencia. -¡Comerás algo aunque tenga que meterte por la fuerza cada bocado en esa blanca garganta! -exclamó con sequedad. -Pero no quiero bajar -protestó Charlotte-. ¿No ves que estoy demasiado cansada? ―agregó, a la defensiva. -Muy bien, comerás aquí... ¡pero comerás! Charlotte suspiró y miró sin entusiasmo el tazón de caláeirada, una especie de bouillabaisse portuguesa, que olía a cebolla y pimiento rojo, cuando se lo llevaron. -¿No me acompañarás? ―preguntó.
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-No, buscaré compañía más animada -fue la fría respuesta de él. Pero permaneció junto a ella, implacable, mientras consumía la última cucharada de caldeirada. Insistió incluso en que apurase la copa de vino que le sirvió. Charlotte no podía saber que él le había añadido una suave poción para ayudarla a dormir, porque no estaba habituada al vino y no se dio cuenta de que el sabor estaba un tanto alterado. Rowan la miró mientras lo bebía, sabiendo que supondría que el vino, y no la poción, era lo que la haría dormir durante la noche y hasta muy avanzada la mañana siguiente. Luego echó llave a la puerta y la dejó. Y fue a recorrer la ciudad, en busca de noticias del hombre con quien debía encontrarse en Lisboa. No le halló. Disgustado por el contratiempo, regresó después de pasarse toda la noche fuera, y encontró a Charlotte levantándose, adormilada. Bruscamente decidió que, presentable o no, la sacaría a ver la ciudad. ¡Tal vez eso pondría un poco de vida en esa criatura inerte! Cuando Charlotte salió de entre las paredes encaladas de la posada y subió a un carruaje abierto, se asombró. Había llegado de la oscuridad a una ciudad llena de luz. Las calles estaban limpias, el cielo era de un azul intenso, el aire del Atlántico húmedo y picante. La rodeaban edificios de estuco de colores suaves, rosados pastel, verdes aguados y azules borrosos. Y dispersos entre ellos, orgullosos –algunos todavía en construcción-, había palacios de mármol construidos en espléndido estilo rococó, con ventanas que relucían al sol. En verdad, mientras recorrían la gran plaza central, los edificios mismos parecían llamear alrededor de ella, cada uno más magnifico que el anterior. Después entraron en una ancha avenida cuyo tránsito consistía, predominantemente, en coches y carruajes, con uno que otro jinete bellamente trajeado, algunos de resplandeciente sombrero de ala ancha, otros pasaban montados en caballos
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danzarines, con espuelas tintineantes y sillas de montar tachonadas de plata. Pero eligió los carruajes para dar solaz a sus ojos... ¡eran asombrosamente numerosos! Había uno azul, con la portezuela adornada con un escudo de armas con leopardos rugientes, otro con incrustaciones de delicadas guirnaldas de marfil y oro, pintadas, con más cristales de los que nunca había imaginado que pudiera tener un carruaje, y ruedas de color amarillo intenso, y delante... OH, delante había un carruaje en verdad magnífico, adornado de sirenas doradas, que resplandecían al sol. ― ¡Pero si es una ciudad de carruajes! ―exclamó, con el aliento entrecortado. ―Y de oirás maravillas ―asintió Rowan con voz un tanto sarcástica, pues la actitud decididamente abatida de su esposa- que-no- le-quería había causado una expresión divertida en los ojos entonados de una prostituta a quien él despreció cuando entraban en la posada. Todavía le escocían los epítetos que ésta le dirigió. Charlotte, sumergida en las maravillas que tenía a la vista, no se dio cuenta del tono de él. ―Y también es una ciudad de palacios -agregó, impresionada―. Y muchos de ellos parecen nuevos. Mira ése... y el de allá. ¡Los están construyendo en estos momentos! ―Todos construidos con el oro que afluye desde las minas de Brasil ―le dijo él distraídamente. ―Es glorioso―suspiró ella, hundiéndose en su satisfacción. Rowan dirigió una mirada divertida a su esposa, y ese giro de la cabeza puso a la vista otro carruaje que pasaba en ese instante. En él viajaba una pareja opulenta, el caballero con sedas azul espliego, bordadas en oro, la dama con un notable vestido de tafetán carmesí, adornado de gro negro, y con un sombrero espectacular que destacaba a la perfección su nube de cabello negro como el ala del cuervo. Ambos tenían la cabeza
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vuelta hacia el otro lado, pues el caballero parecía señalar algo en la calle, pero en el breve instante en que pasaron, el hermoso perfil de la dama quedó a plena vista, y Rowan contuvo la respiración. Katherine. Sintió un golpe doloroso. Katherine, la mujer que le había hecho a un lado en cuanto se le cruzó por el camino un ofrecimiento mejor. Recordó con amargura las imaginadas muecas burlonas de sus amigos y conocidos de Londres, todos los cuales, no le cabía duda ninguna, habrían reído cuando se enteraron de ello. Ah, Katherine le había convertido en blanco de las burlas en Londres, y ahora se paseaba alegremente por Lisboa en un carruaje, ricamente ataviada, y su belleza morena llamaba la atención como quería que lo hiciera. Y holgazaneando junto a ella, su joven esposo, el gracioso petimetre Eustace Talybont. ¡Desde luego podía holgazanear, sabiendo con seguridad que los extensos terrenos de su familia algún día serian suyos! Rowan no había sido uno de los pocos afortunados que contaban con la bendición de una finca solariega y no necesitaban ganarse la vida. Recordó que Talybont había intentado hacer un chiste respecto al pretendiente rechazado por Katherine. El «avaro», le había llamado Talybont, refiriéndose al periodo en que Rowan fue administrador de la finca de un anciano lord... puesto del cual fue despedido rápidamente por los hijos, cuando murió el viejo señor. Las manos de éste se apretaron ante el aguijonazo del comentario. ¡En verdad, si Talybont hubiera estado en Londres cuando Rowan se enteró de cómo le había calificado, le habría buscado en el acto y probado con su hoja el color de la sangre azul de ese arrogante! Jugueteó con la idea de hacerlo ahora, de ordenar al cochero que se acercada al costado del carruaje que acababa de pasar, para luego erguirse en el asiento y abofetear con su guante la cara complacida de Talybont. La tentación era grande, pero la sensatez le detuvo la mano, aunque nada hizo
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para calmarle los ánimos. No se atrevió a hacerlo... en ese momento, allí. Un duelo con Talybont ―y más si lo mataba― llamaría demasiado la atención de las autoridades hacia Rowan Keynes. Podía verse encarcelado, o peor aún desde su punto de vista, pues sentía desprecio por las prisiones ya que había escapado de varias de ellas, era posible que fuese expulsado de Portugal, y resultaba más difícil conseguir que el capitán de un barco hiciera virar su nave, de lo que era ofrecer sobornos para dejar atrás las rejas de una prisión. De pronto le brillaron los ojos oscuros y lanzó una rápida mirada a la excitada joven que tenia a su lado. Estaba creando un plan en su mente, y se completó cuando vio la elegante posada ante la cual se detenía el carruaje de Talybont. Enseguida ordenó a su conductor que siguiera adelante. ―Charlotte ―dijo. Charlotte, que había estado asomándose fuera del coche para ver mejor, en la más alta montaña que se erguía sobre ella, los grandes bastiones exteriores que rodeaban el gigantesco Gástelo de Sao Jorge, se volvió con desgana. Sus ojos de color violeta relucían, advirtió Rowan con aprobación ―Charlotte ―dijo con gravedad-, tengo que pedirte algo. La mujer que desciende en esa posada... no, no mires ahora, se está dando la vuelta ―agachó la cabeza hasta que pudo ver de nuevo la parte de atrás del peinado de la dama―, quiero que quede humillada. Charlotte se volvió con esfuerzo de su fascinada contemplación de la ciudad. ― ¿Qué significa «humillada»? La boca de Rowan formó una línea torva. ―Esa mujer es Katherine Talybont. Rompió nuestro compromiso, se quedó con mi anillo de esponsales y se casó con ese petimetre ―señaló con la cabeza a Eustace Talybont, que ayudaba a su esposa a apearse―, y me convirtió en el hazmerreír de
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Londres. ―Hizo una pausa―. La quiero humillada. ― ¿Cómo? ―preguntó Charlotte. ―Te lo diré más tarde -respondió él, y se respaldó en el asiento. Charlotte le miró de reojo, entre las largas pestañas. Rowan era en verdad un hombre muy hermoso, y le asombraba oírle hablar con tanta amargura del hecho de haber sido rechazado. Era tan erguido, tan vital, tan varonil... ¿Cómo podía ninguna mujer dejarle por otro?, se preguntó. Es decir, una mujer que lo amase. Echó una rápida mirada hacia atrás, a la mujer, que ahora había dejado su carruaje y entraba en la posada con la mano apoyada apenas en un brazo de seda de color azul espliego. Aun con ese breve vistazo advirtió que Katherine era muy bella. ― ¿La amabas mucho? ―preguntó con avidez. La respuesta fue contenida, burlona. ―Yo creía que si. ― ¿Y ella te amaba a ti? ―OH, así lo declaraba siempre. -Lanzó una breve carcajada dura―. Pero Talybont ―señaló la posada con la cabeza― era más rico. Charlotte comprendió eso. Le examinó el rostro, ahora de perfil, y parecía tallado en granito... el rostro de ese hombre con quien había hecho un apresurado matrimonio de conveniencia. Después de abrumarla con no deseadas atenciones, aquella primera noche, a bordo del Ellen K, Rowan había cumplido con su palabra. Había dormido al otro lado de la puerta... y ella sabía que la razón para ello era impedirle que saliera corriendo, en un paroxismo de dolor, para arrojarse por la borda... y no le había hecho daño alguno. En realidad, aparte de insistir con cierta ferocidad en que comiera su cena y bebiera su vino, la noche anterior, se mostró siempre cortés.
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Ahora que ella lo pensaba, la había salvado de lord Pimmerston y de su lió... cosa que hizo con riesgo de su propia vida. Ella aceptó todo eso de él, sin darle nada a cambio ―es decir, si se descontaba el breve desenfreno en el camarote del Ellen K―, y ahora se daba cuenta de que debía de haberle asustado mortalmente al pasar casi por encima de la baranda del barco. Le había incitado demasiado y el dominio de sí mismo se rompió, pero más tarde pareció en verdad apenado y avergonzado, y a partir de entonces se comportó como un perfecto caballero. ¿Acaso no había pedido habitaciones separadas para ambos, la noche anterior, en la posada? Rowan había sido mal recompensado después de estar a punto de perder la vida por ella, y ahora le pedía un favor... aunque no entendiera con claridad de qué se trataba. ―Haré todo lo que pueda para ayudarte ―dijo con tal fervor, que los ojos de él se iluminaron―. ¿Qué quieres que haga? Casi esperaba que le dijera: «Ve a la posada de Katherine y finge que eres una criada, y busca mi anillo de esponsales y tráemelo». Pero él la sorprendió. ―Primero ―le dijo con tono más suave― te llevaré de compras. Rowan era un hombre extravagante. Ella lo descubrió enseguida, en la primera tienda a la cual la llevó: una zapatería, de la que salió espléndidamente calzada. Después, a comprar finas ropas interiores, medias de seda, una delicada camisa de encaje, tan elegante como cualquiera de las que hubiera poseído su madre. Y a una sombrerería, donde eligió varios sombreros, que les exhibieron y retuvieron hasta que supieran qué tipo de vestidos usaría ella. El sombrerero, advirtió Charlotte, se mostró muy respetuoso y prometió que los sombreros serían reservados hasta el día siguiente. Pero la compra de los vestidos... ésa fue la revelación. Las damas de la isla St,
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Mary se ataviaban espléndidamente para sus bailes y reuniones, pero en general eran conservadoras en lo referente a su vestimenta. No era ése el caso de Rowan. En una tienda en la cual, cosa asombrosa, la dueña era inglesa, le eligió la ropa y Charlotte no pudo dar crédito a lo que veía. Para que eligieran les ofreció una vasta exhibición de las «últimas creaciones de moda» de París, porque Francia era ahora la guía reconocida del mundo de la moda, tal como lo había sido España en el siglo anterior, y los estilos franceses y los encajes franceses eran arrebatados con tanta avidez en Lisboa como en Londres. El interés de Charlotte se acentuó cuando Rowan eligió un vestido de cintura estrecha y faldas amplias, de color dorado oscuro, que hacia juego deliciosamente con su dorado cabello. Estaba hecho con destreza, ceñido cuando se lo veía de costado, pero con una falda muy amplia, sostenida por un ligero miriñaque en las caderas. Era muy elegante, su esbelta hechura le daba el aspecto de un vestido de montar, a la vez que destacaba los encantos femeninos de Charlotte. ― ¿Dónde lo usaré? -preguntó Charlotte. ―Pues lo usarás para cabalgar y para todos los días ―le respondió distraído―. Quedará muy bien con el tricornio bronceado que elegí para ti en la otra tienda, y con los zapatos de cuero de color bronce que llevas puestos. Charlotte miró, aturdida, cuando Rowan añadió a las compras un bolso de seda, algunos delicados pañuelos, y le pidió que le recordara que también necesitarían cremas, perfumes, un peine para su cabello, algunas horquillas para que «no cayera en esa forma tan desagradable», y quizás un poco de maquillaje oscuro que pusiera cieno énfasis en la blancura de su tez. Muda mientras las maniquíes con vestidos de baile desfilaban ante ella, Charlotte
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recogió la parte de su cabello que caía en «forma desagradable». ― ¿Qué vestido te gusta? ―preguntó Rowan. ―Creo que el de brocado rosa -dijo ella, a tientas. ―No, llevarás el de raso color espliego con encaje de plata. Su tono hace juego con tus ojos de color violeta y―su repentina carcajada la sacudió― combinará con los azules de Talybont. Me han dicho que sus amigos le han apodado «Azul» porque nunca usa otro color que no sea el azul o el espliego. ― ¿Para hacer juego con su sangre azul? -bromeó Charlotte. Rowan le dirige una extraña mirada. Ella habla abandonando su expresión lúgubre, estaba entrando en el juego. La oscura mirada de él se encendió. ―Exactamente ―dijo con suavidad. Se volvió hacia la dueña de la tienda―, ¿Cuándo estarán listos éstos? ―Bien, estamos muy atareados, señor ―fue la nerviosa respuesta―. Digamos, ¿dentro de quince días? ―No, no digamos dentro de quince días. El vestido de diario debe estar listo para mañana por la mañana, y en cuanto al de raso espliego, mi esposa necesita el vestido para usarlo esta noche. -Se puso de pie y clavó su mirada severa en la dueña de la tienda―. Veo que tendremos que ir a alguna otra parte, Charlotte. A algún otro lugar en el cual puedan satisfacer nuestras necesidades. ― ¡Pero, señor! ―La dueña de la tienda se sintió confundida ante la pérdida de semejantes clientes―. Supongo que podemos tener listo para mañana por la mañana el vestido de diario ―admitió, dudando. Su cerebro trabajaba a toda velocidad. Si llamaba a las dos hermanas menores de su ayudante... sí, podrían hacerlo―. Pero el de raso de color espliego tiene complicadas rosetas... llevará más tiempo. ―Lo dijo en
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tono muy rotundo. ―Entonces tendremos que olvidarnos del de raso espliego ―le dijo Rowan, implacable. Ella se mordió el labio. ―Tal vez ―pareció decirlo con desgana―, quizá tenga la solución, señor. ―Dio unas palmadas y apareció su ayudante―, Celeste, tráeme el vestido azul que acabamos de terminar. Pero ese vestido es para madame Montserrat protestó escandalizada su ayudante. Lo hicimos según un modelo que ella misma nos envió desde París! ―Lo sé, lo sé, pero madame Montserrat no pagó su cuenta de la última vez. ―La voz de la dueña de la tienda se endureció―. Y el caballero paga al contado, ¿no es verdad? ―Su mirada interrogante buscó la de Rowan, que asintió―. Y ya hemos reservado el vestido durante dos semanas, porque madame Montserrat ha viajado a Oporto. Haremos frente al tema cuando ella regrese. ¡De prisa Celeste, no hay que hacer esperar al caballero! El vestido que llevó Celeste era de un azul delicado que la madre de Charlotte llamaba azul de Prusia», pero que Rowan denominó «azul de Copenhague». Le recordó a Charlotte los cielos de las Scillies. La tela era casi un papel de seda. ―Verdadera seda italiana ―les aseguró con orgullo la dueña de la tienda―. Y -estudió la delgada silueta de Charlotte― con algunos arreglos le sentará bien. ―Pruébatelo ―ordenó Rowan, y Charlotte se retiró a un pequeño vestidor y le prendieron el vestido, porque madame Montserrat no tenía la diminuta cintura de Charlotte y era un poco más alta... Lo hizo la propia dueña, que apareció mágicamente desde una habitación de atrás, con la boca llena de alfileres. El amplio escote del vestido apenas llegaba a los hombros de Charlotte. Tenía forma de escudo y dibujaba
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uno por encima de los jóvenes pechos salientes. En verdad, era tan audazmente bajo, que en opinión de Charlotte revelaba más de lo que ocultaba. Audaz o no, el efecto era devastador. Charlotte nunca había imaginado un vestido como ese. ―Y con el cabello peinado hacia arriba... así ―dijo la dueña, levantando el cabello de Charlotte, impaciente, cuando, salieron para que la viera Rowan―. Y con... ¿qué te parece, Ada, una pequeña toca? ―Y cuando la costurera con la boca llena de alfileres negó con la cabeza―: No, supongo que no. ¿Tal vez con algunos volantes de encajes para su cabello? ―sugirió esta vez a Rowan. Este miraba con orgullo a su deslumbrante esposa. ―No ―dijo con decisión―. Una simple cinta de raso azul para adornar su cabello, lo bastante larga para permitir que caiga sobre su hombro. Y guantes de cabritilla azul... con brillantes, si tiene algunos. Y después tenemos que correr de nuevo a ver al zapatero, Charlotte, porque ahora necesitarás zapatos de raso celeste, con tacones muy altos. ― ¡Ah, perfecto! ―Exclamó la dueña de la tienda, juntando las manos como en oración―. Los arreglos quedarán terminados esta noche... puede que un poco tarde ―agregó, ansiosa. Rowan calló y frunció el entrecejo. ―No, tiene que estar listos para esta tarde, para que mi esposa pueda vestirse para la cena ―dijo. Porque ¿quién sabía cuándo se irían los Talybont de Lisboa? ¡Quizá tenían pasajes para zarpar al día siguiente! ― ¡OH, pero, señor! ―Exclamó la aturdida dueña de la tienda―. Mis damas... ―indicó a las costureras, quienes se miraban a su vez con resignación― tendrían que dejar todos sus otros trabajos, prometidos para esta tarde...
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―Aun así ―interrumpió Rowan encogiendo los hombros―, Si no puede tener terminado este vestido en menos de dos horas, tendré que buscar otra tienda. ―Estará terminado para usted, señor ―dijo la dueña con una exclamación ahogada, y se volvió hacia una de sus costureras―, Deja todo lo que estés haciendo, Ada, y ven conmigo. Tú también, Rowena. Antes que terminasen las compras, Charlotte se vio cargada de más zapatos, un abanico de plumas celestes, cintas, cremas y diversos cosméticos... ―Que espero que sepas usar ―fue el comentario de Rowan―. Porque necesitas muy pocos, si es que necesitas algunos. Tal vez un toque de color en los labios, y puedes pellizcarle las mejillas para enrojecerlas. Charlotte se ruborizó. ― ¡Te aseguro que puedo hacer algo por mi misma! Rowan decidió no hacer caso de su explosión. ―Observa la peluca de este escaparate ―dijo, haciéndola detenerse en el empedrado―. ¿Te parece que puedes lograr ese peinado, o necesitarás ayuda? ―Creo que puedo hacerlo ―dijo Charlotte, dudando. ―Conseguiremos ayuda ―resolvió Rowan, advirtiendo su vacilación―. Observa la forma en que está hecho, para que puedas copiar el estilo cuando ya no contemos con ayuda. Y así, empolvada, abrillantada y con el reluciente cabello dorado peinado de una forma increíblemente difícil pero en todo sentido encantador, Charlotte bajó con sus zapatos de raso celeste, de tacones altos, al lado de Rowan, que sólo se había comprado una corbata nueva, otra camisa, y un nuevo par de medias de seda blanca para exhibir las pantorrillas por debajo de sus elegantes calzas oscuras, que le llegaban hasta las rodillas.
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―La buena costura lleva tiempo ―explicó―. No tengo la intención de comprar nada que lleve menos de una semana para confeccionarlo. Charlotte le miró con asombro. Nunca había oído a hombre alguno hablar de ese modo. Decidió que Rowan era mitad guerrero y mitad petimetre. ―Y ahora, acerca de lo que harás ―dijo él cuando subieron al carruaje, después de salir de la posada―. Quiero que humilles a Katherine llamando la atención de su esposo ―sí, y si es posible, la de todos―, alejándolo de ella para que así vaya hacia ti. ― ¿Quieres que coquetee con él? ―preguntó Charlotte, asombrada. Rowan observó los claros ojos de color violeta que lo interrogaban, ―Si, quiero que coquetees con él ―gruñó―. Sabes coquetear, ¿no? ―Supongo que si. ―Charlotte se mordió el labio. ―Con una cara y un cuerpo como los que posees, deberías tener pocas dificultades para ello ―agregó con una voz casi tétrica. Charlotte no sabría nunca que su talante sombrío era producido por la imagen de verla juguetear con otro hombre―, Gira de un lado hacia el otro, a cada instante ―aconsejó―. No cabe duda de que la mirada de Talybont te seguirá. Charlotte le observó, dudosa. Nunca se había considerado una gran belleza, pero el verse con ese vestido azul en el espejo había constituido una revelación para ella. Tal vez Rowan tenía razón, quizá podía llamar la atención de un hombre en su viaje de bodas al lado de una espléndida esposa... pero no estaba segura. De todas maneras, pronto lo confirmaría. -Y -le dijo él- cambiaremos de posada. Nos alojaremos en el Frango Real... eso quiere decir Pollo Real -agregó, distraídamente. -¿Donde se alojan los Talybont? -supuso ella. -En efecto. -El asintió... y en ese momento ella no tuvo la certeza de que le
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agradase la expresión de sus ojos oscuros. CAPITULO 16
Rowan y Charlotte llegaron en coche al elegante Pollo Real, donde se hospedaban los Talybont. La posada tenía tres plantas, estaba encalada, y contaba con una puerta lateral que daba a una calleja enguijarrada. Los postigos estaban pintados de un azul encantador, y azulejos del mismo color adornaban la amplia entrada. Se apearon en un patio bullicioso, y sus cajas fueron arrebatadas en el acto por un criado de tez morena, que usaba una camisa de punto de cruz rojo y que las llevó al vestíbulo, las dejó allí y permaneció inmóvil, esperando. La gente salía a borbotones, las conversaciones en diversos idiomas se mezclaban. Cerca de allí pudieron ver a un acosado posadero que explicaba a una pareja que parecía tener no menos de quince hijos que la posada estaba en realidad colmada. ―Espera aquí. ―Rowan abrió paso a Charlotte entre el gentío y la sentó en un largo banco de madera pintada, cerca de la entrada. Una mujer de vestimenta más bien sencilla ya se encontraba sentada allí, y se apartó con rapidez para dejar sitio a la elegante recién llegada, cuyas amplias faldas amenazaban con ocupar todo el banco. Charlotte le sonrió en agradecimiento y la mujer, que parecía no hablar inglés, levantó la vista y vio que Rowan iba a chocar irremediablemente con una mujer alta, delgada, vestida de negro, que avanzaba a toda velocidad por entre la gente y llevaba dos grandes cajas, una sobre la otra, que le tapaban en parte la visión. Antes de que Charlotte pudiera llamarle, chocaron, y las cajas cayeron al suelo. Las dos se abrieron, dejando ver un sombrero femenino de color rosado y un distintivo tricornio de caballero, de azul y oro intensos. La mujer pareció sobresaltarse y habló a Rowan con
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tono alterado, mientras éste se inclinaba para recuperar los sombreros y guardarlos de nuevo en sus cajas. Aunque en medio del alboroto Charlotte no distinguió qué decía la mujer, vio que ésta sonreía en agradecimiento a Rowan y luego, cajas en mano, subía a la carrera por la amplia escalera. Charlotte perdió su interés por la mujer y giró para mirar a Rowan, que ahora hablaba con rapidez al posadero, un hombre bajo, membrudo, que meneaba la cabeza y hacia movimientos desesperados con las manos. En una de éstas, Rowan dejó caer unas monedas, y la cabeza del posadero dejó de moverse negativamente. Le hizo una seña y Rowan, con el criado siguiéndole con sus cajas, fue tras el posadero, escaleras arriba. Apenas unos momentos después -así pareció- estuvo de regreso, cruzando entre el gentío hacia ella. -No tendremos muchas comodidades -le dijo-. Pero contaremos con una habitación lateral en el segundo piso, que es lo mejor que podíamos esperar en esta aglomeración. Dije a nuestro posadero que estas cajas son apenas el fruto de las compras del día, y que nuestro equipaje llegará más tarde ―agregó con una sonrisa. Charlotte se sintió un tanto molesta cuando vio que Rowan ocupaba una sola habitación. Pero la expresión de él era serena. -Debemos darnos prisa -dijo antes que ella pudiera hablar― El comedor estará llenándose. ―La guió con destreza hacia un gran salón con pinturas al fresco, en el cual ella pudo ver numerosas mesas―- Bien, deja caer tu abanico ―murmuró cuando llegaron a la puerta del comedor-. Quiero asegurarme de que todos te vean. Charlotte supuso que con «todos» se refería a los Talybont. Dejó que el abanico nuevo resbalara con distracción entre sus dedos, con la esperanza de que no se dañara al caer. ― ¡Ah, espera, Charlotte, has dejado caer el abanico! ―dijo Rowan con una voz
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tan resonante, que hizo girar las cabezas cercanas para mirarle. Recogió el abanico con un gran ademán y Charlotte le sonrió y le hizo una semireverencia como agradecimiento- Para entonces la mayor parte de los comensales se habían dado cuenta de que una joven hermosa había entrado en el salón, en compañía de un caballero alto, un tanto áspero, que llevaba su espada como si supiera usarla. Un criado apareció para conducirles a su mesa. -No, no creo que esta mesa sirva para la señora Charlotte ―objetó Rowan en voz alta―. Pienso que hay demasiada corriente. ―La mesa siguiente estaba muy mal iluminada... ni siquiera podrían ver su comida. Por último encontraron una mesa adecuada―... Es decir, si la pones un poco más hacia acá, para que la señora Charlotte tenga una mejor vista del salón. Para entonces había sonrisas disimuladas por todos lados, mientras los comensales miraban a Rowan revolotear alrededor de la bella joven que agitaba el abanico con languidez y hacía todo lo posible por mirarle con expresión de adoración. Katherine y Eustace Talybont, que comían tarde, como siempre, no habían llegado todavía cuando Rowan y Charlotte hicieron su entrada. Llegaron cuando Rowan retiraba la silla de ésta en la última mesa. Charlotte sintió que Rowan se ponía en tensión, pues la silla pareció vacilar debajo de ella, y levantó la vista para contemplar una imagen de belleza morena que bastó para hacer temblar su confianza en sí misma. Katherine Talybont era una belleza clásica, un tanto fría, tal vez, pero su hermosura era de un tipo muy admirado. Su cutis era un raso cremoso, sus grandes ojos oscuros de un atractivo interminable, sus labios con colorete esbozaban un mohín desafiante y su porte sugería apenas un movimiento que hacia que pareciera ondular bajo su vestido de seda. Este vestido era de un tono carmesí intenso, sus faldas amplias como las de Charlotte y con grandes adornos de
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opulento encaje negro, que parecían aumentar la belleza de las negras trenzas satinadas de Katherine. Llevaba un collar de pesado azabache, y largos aretes de azabache pendían de sus orejas. ―Usa demasiadas joyas, ¿verdad? ―murmuró Charlotte, observando la gran exhibición, que, le pareció, arruinaba el efecto del vestido escotado de Katherine. ―Todavía no tiene los rubíes de Talybont ―murmuró Rowan- ¡Ni es probable que los tenga! ― ¿Por qué? ―Porque a los padres de Talybont no les gustó mucho el casamiento... tenían otra mujer en vista para Eustace. Charlotte estudió los largos aretes de azabache -que algún día podían convertirse mágicamente en rubíes― que colgaban de las orejas de Katherine; los chispeantes anillos que adornaban sus dedos (quizás eran de pasta, ¿quién podía saberlo?), los brillantes aplicados con destreza, que iluminaban el lustroso cabello oscuro. Y Rowan deseaba que ella brillara más que eso. Bien, haría todo lo posible. Charlotte, sin joyas, sino sólo con una larga cinta de raso azul, la hizo girar con languidez, de modo que su brillo sedoso revoloteara por su cabello dorado, y esperó a que esa maravilla se acercara a ellos. La maravilla no se acercó. La maravilla, concentrada sólo en sí misma y confiada en que su belleza espectacular la convertiría en el centro de atención, indicaba en ese momento una mesa en una ubicación ventajosa para exhibirse. Y el hombre alto que bailoteaba alrededor de ella, un hombre que a primera vista se parecía bastante a Rowan, con su cabello oscuro y su porte casi militar, estaba concentrado por completo en la tarea de ayudarla en su designación. ― ¡Katherine! ―La enérgica voz de Rowan resonó a través del salón... y la
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maravilla se detuvo en seco y giró para mirarlo, asombrada. A su lado, Talybont, vestido de celeste, frunció el entrecejo. Un momento más tarde Rowan iba hacia ellos con grandes pasos―- Katherine, me alegro de verte, y... Talybont, ¿verdad? Sí, me pareció. Pero deben cenar con nosotros, por supuesto. Acabamos de llegar. ―Los empujaba hacia Charlotte mientras hablaba, y se vieron ante la mesa de ella. Desde ese ángulo de visión más cercano, Charlotte pudo ver que la semejanza de Eustace Talybont con Rowan era apenas superficial. Tenía cabello oscuro, y más o menos la misma estatura y peso -y tal vez, pensó, eso era en parte lo que había atraído a Katherine hacia él―, pero su boca era un tanto floja, y había una expresión vacía en sus acuosos ojos azules. No poseía la estatura de Rowan, pensó con orgullo. ―Charlotte, te presento a Katherine Talybont y a su esposo, Eustace Talybont. Esta es mi esposa, Charlotte. Charlotte nunca supo con certeza qué otra cosa se dijo en ese momento. Tuvo conciencia de una expresión de aturdimiento en las facciones clásicas de Katherine, y de un admirado « ¡Bueno, caramba!» de parte de Eustace. La boca de Katherine se abrió y se cerró de nuevo, y se dejó caer bruscamente en la silla que Rowan había separado para ella. Eustace se sentó, agradecido, en la otra. ―Bueno, qué suerte es ésta ―dijo Rowan con mayor cordialidad aún―, ¡Qué mejor fortuna que encontrarlos a los dos de esta manera! Supongo que han prolongado su viaje de bodas desde que los encontramos aquí, en Lisboa. Katherine no se sintió obligada a contestar. En cambio se lanzó a la pregunta principal. ― ¿Hace mucho que se han casado? Rowan rió―No mucho. Charlotte era la prometida de lord Pimmerston, pero en cuanto
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posé mí vista en ella supe que tenía que ser mía. Huimos y nos casamos en Gretna Green. ― ¿En Escocia? ―Murmuró Katherine con incredulidad―. Qué romántico, Rowan. ―Su voz estaba cargada de ironía. ¿Cuánto tiempo hacía, se preguntó, resentida, que había tenido a ese hombre en la palma de la mano, y que lo hacía bailar al son que tocaba, como si fuera un títere? Charlotte sintió que tenía que hacer algo. Se removió, inquieta, haciendo que las diminutas cuentas claras que pendían sobre su jubón se agitaran y ondularan. Eustace Talybont advirtió enseguida los pechos que ondulaban, y su mirada no se apartó de ellos. Respondió distraído a una seca pregunta de Katherine. ―He dicho, Eustace, que qué piensas pedir para cenar ―repitió con tono irritado. ― ¿Cenar? OH, sí... este... lo que nuestro posadero recomiende ―dijo con vaguedad. ―Pero primero bebamos, hagamos un brindis ―propuso Rowan, levantando su copa―. Por la amistad. Al levantar su copa, las cuentas de Charlotte ondularon magníficamente. En otras circunstancias habría puesto su abanico entre los pálidos y desnudos montículos y la mirada devoradora de Eustace Talybont, pero esa noche se había comprometido a hechizarle. Movió su abanico, coqueta, y lanzó una leve y susurrante carcajada, y luego se inclinó un tanto hacia adelante, para interceptar la mirada de él y le dirigió una brillante sonrisa. Toda la fuerza de esa hermosa sonrisa, de los chispeantes ojos de color violeta, de los parejos dientes blancos, fue como un golpe para Talybont. Pareció excitado. ―Por Dios, -¿dónde te encontró Keynes? ―murmuró, ronco. Su esposa se molestó mucho.
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― ¡De veras, Eustace! La «encontró» en alguna parte del norte, hay que suponer. ¿O fue ―interrogó a Rowan― en Londres? Divertido por el hecho de que la taimada Katherine estaba casi convencida de que tenia relaciones con Charlotte aun mientras la cortejaba a ella, Rowan repuso con sencillez. ―En Cumberland. –Y agregó―; Donde la belleza del paisaje es el marco adecuado para alguien como mi resplandeciente esposa. ―Perdónenme ―dijo Rowan de repente―. Veo a un hombre con quien necesito hablar. Volveré enseguida. ―Dirigió una sonrisa benévola a Katherine― Espero que mantendrás entretenida a mi esposa durante mi ausencia. Los blancos dientecillos de Katherine rechinaron apenas. ―Haremos lo posible ―dijo con voz dura. A solas con los Talybont, Charlotte estuvo a punto de sucumbir al pánico. Pero la ardiente furia que se leía en el semblante de Katherine fortaleció su decisión. Dedicó toda su atención a Eustace. ―Sin duda tú nunca fuiste a Cumberland ―dijo con dulzura―. Porque de lo contrario te habría recordado. Eustace hinchó el pecho. ―Me han dicho que la gente se acuerda de mí -admitió- Por debajo de la mesa, su esposa le propinó un puntapié con la punta del zapato, y él le dirigió una mirada de confusión. La mirada de advertencia de ella no le dijo nada nuevo... Katherine siempre le lanzaba miradas de advertencia. Charlotte movió otra vez sus deliciosos hombros, las diminutas cuentas relucientes ondularon, sus pechos parecieron temblar y él volvió a su fascinado examen de éstos, mirándolos por encima de su copa. ¡Ah, qué magnífica obra era! ¿Cómo la había encontrado Keynes... y tan pronto? Recordó que Keynes
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también había encontrado a Katherine... y antes que él. Comenzó a respetarlo. ―Pero, ¿cómo has podido no ir a Cumberland? ―reprochaba Charlotte a Eustace con un pequeño mohín seductor. ―Porque Eustace prefiere los bailes y los garitos a los lagos helados y las ovejas ―respondió Katherine con desfachatez, en su lugar. Charlotte parpadeó hacia Katherine, mientras contemplaba a Eustace, mostrando toda la gloria de sus largas pestañas. ―Pero tenemos mucho mas en Cumberland ―declaró, y su voz era un ronroneo―. El aire es seco y claro, y toda la campiña es tan intima que en verano las chicas a veces se quitan la ropa y bailan desnudas, al sol, en los riscos. La respiración de Eustace Talybont se hizo más apresurada ahora. ― ¿Y tu bailas desnuda en los riscos? ―preguntó, fascinado, Charlotte lanzó una risita y retorció la larga cinta azul del cabello. La cinta se deslizó, obediente, sobre su busto, y quedó entre los pechos. Frente a ella, Eustace Talybont se lamió los labios, imaginándola desnuda, bailando arriba, en un risco, llamándole para que se uniera a ella. ―OH, por supuesto que no podría hacer tal cosa ―dijo Charlotte con una risita que desmentía sus palabras―- Mi tutor siempre me enseñó que las herederas deben tener sumo cuidado, porque el mundo está repleto de secuestradores que les pondrían una pistola al pecho y se las llevarían. ― ¿Entonces eres una heredera? ―La voz de Katherine era seca. Charlotte dirigió hacia ella su mirada violeta. ―Pero por supuesto ―dijo con suavidad―. ¡Me parecía que todo el mundo lo sabía! ―Amplió el tema, mencionando con vaguedad lo bien que había administrado su tío sus fincas de Cumberland y Westmoreland, sus intereses navieros, algunas
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empresas de la industria de la lana. Casi se le habían agotado las cosas para deslumbrar a Katherine, cuando Rowan regresó por fin a la mesa. ―No pude pescar al tipo ―les dijo con tono airoso―. ¡Le perseguí hasta la mitad de la calle! Ocupó de nuevo su asiento al lado de Charlotte, y por debajo de la mesa le tomó la mano y ella sintió que le deslizaban un anillo en el dedo. Le dirigió una mirada de confusión, a la cual él no hizo ningún caso. Conservó la manita de ella encerrada en la larga y fuerte de él mientras hablaba. De pronto sugirió como por descuido: ―Muéstrales tu anillo de esponsales, Charlotte. ―Levantó la mano de ella, sonriendo a Katherine a los ojos―. Creo que los dos lo reconocerán. Es muy amable de tu parte que me lo hayas devuelto, Kate. Al ver el anillo, que era un zafiro engastado en una gruesa banda de oro, Katherine lanzó un gritito de congoja y se puso de pie de un brinco, en tanto Eustace Talybont enrojecía y tartamudeaba. ―Oye, - ¿cómo hiciste? ― ¡Ladrón! ―prorrumpió Katherine, tendiendo el brazo para tomar el anillo. La mano de Charlotte fue retirada con rapidez. ―Ladrón, no, Kate... Ex pretendiente ―la corrigió Rowan. ― ¡Quiero que me devuelvas ese anillo! ―Exclamó Katherine, levantando la voz―. ¡Eustace, llama al posadero y dile que he sido robada! Rowan se levantó a medias. Se inclinó sobre la mesa, tomó a Katherine del brazo y la hizo sentarse de nuevo. ―No, a menos que quieras que todo el mundo se entere de tu perfidia ―dijo a Katherine con voz afable―. ¡Rechazar a un prometido y luego quedarse con su anillo
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de esponsales, por Dios! ¿Qué pensará la gente de ti, Kate? ―La agarraba con fuerza mientras hablaba, y ella trató de liberarse. ― ¡Oye, suelta a mi esposa! ―Bramó Eustace Talybont, poniéndose de pie― ¡Te retaré! ¡Por Dios, lo haré! Rowan miró a su adversario con desprecio. ―Necesitas tranquilizarte -dijo, y arrojó su vino a la cara de Talybont, con copa y codo. Y luego, mientras éste le miraba boquiabierto, furioso, con el vino tinto chorreándole por la cara y manchándole las costosas sedas celestes, Rowan, con desdén, le dio un consejo―: Soy mejor tirador que tú, Talybont, y mejor espada. Te sugiero que lo pienses antes de tratar de recuperar lo que es mío- En cuanto a ti, Kate ―retorció con crueldad la muñeca de Katherine, que todavía apretaba, cosa que le hizo dar un respingo―, sugiero que recuerdes que la fortuna de este joven todavía no es de él. Tiene un hermano menor, y si te convierto en viuda, no serás una viuda adinerada, ¡deberás apresurarte a buscar otro desdichado a quien engañar! ― ¡Maldito seas! ―rugió Talybont, con el semblante ahora purpúreo. Se habría arrojado sobre Rowan, pero varios caballeros que se habían puesto de pie y gritaban que el comedor no era un lugar para una reyerta, se interpusieron entre ellos. Y Katherine Talybont, que para entonces había sido liberada del salvaje apretón de Rowan, y cuya pálida cara mostraba que había entendido todo el sentido de sus palabras, se lanzó sobre su joven esposo, presa de pánico. ―OH, Eustace, déjalo. Por favor, no te mezcles en esto. ¿Qué nos importa lo que diga? Eustace, por amor hacia mí... Para entonces el posadero y varios camareros se habían interpuesto entre los combatientes. Echándose a un lado, Rowan dijo con sequedad: ―Vámonos, Charlotte.
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Esta se puso de pie con vivacidad, feliz de irse de ese lugar en el cual todos les miraban, y donde la mayor parte de los hombres se encontraban de pie, y dándose cuenta de que ese intercambio de palabras podía terminar en una lucha a espada. Aun por encima del alboroto, la voz penetrante de Katherine Talybont llegó hasta ella, cuando aseguró a Eustace, con tono quejumbroso, que no habría riña por culpa de ella, que por cierto ella era la más dulce, amable e indulgente de las mujeres, aunque se había abusado de ella con crueldad... Sus palabras eran borradas a veces por los juramentos de su esposo mientras el personal y los comensales se precipitaban a contenerle. La cara de Charlotte se encontraba teñida de rubor, pero mantenía la cabeza erguida y fue acompañada a la salida del comedor por un Rowan sonriente, que caminaba con jactancia a su lado, encantado con el estrépito que había provocado. De nuevo en la habitación de arriba -y por el momento Charlotte había olvidado que era la habitación de ellos―, se sentó en la cama y examinó, a la luz de una vela, el anillo que Rowan le había quitado a Katherine. Rowan la contempló durante un momento. Luego se sentó en la cama, al lado de ella, y la abrazó, levantándole la mano hacia la luz. ―Es demasiado grande... tus dedos son mucho más delgados que los de Kate ―señaló, y Charlotte casi esperaba que dijese: «Mañana haré que te lo ajusten a tu tamaño». Pero no lo hizo. En cambio se lo sacó del dedo con suavidad―. No tienes por qué usar el anillo de esponsales de otra mujer, Charlotte. ―No. Yo.-, Por supuesto que no. ―Pero miró con cierta ansiedad el anillo de oro con su hermosa piedra azul. ―Más adelante te conseguiré uno mejor. Este me resulta útil en este momento. ― ¿Útil? ―Sus altas cejas se arquearon, interrogantes.
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―Sí ―le dijo él con serenidad―. Mañana por la mañana tengo la intención de convertirlo en dinero, que usaré para pagar todo lo que te he comprado hoy. Entonces ella recordó. Rowan había dicho que pagaría en efectivo, pero en realidad no lo hizo. ¡Y el anillo de esponsales de Katherine pagaría todas las galas de ella! Charlotte estalló en carcajadas. ― ¡OH, Rowan, nunca he pasado una noche como ésta! ―exclamó. ―Parece que disfrutabas incitando a Talybont señaló, mirándola con atención. ― ¿A Eustace Talybont? ¿A ese pobre diablo? ―Charlotte prorrumpió otra vez en carcajadas ―. Pero si no es otra cosa que un maniquí francés ―se burló―. No entiendo por qué Katherine se casó con él. ―Por el dinero ―señaló Rowan con sequedad―. Eustace es el hijo mayor de los Talybont, y la mayor parte de lo que éstos poseen será de él algún día. Mi cazadora de fortunas, Kate, le ha clavado las garras y no lo soltará. Charlotte contuvo la risa. Creyó haber percibido cierto toque de dolor en su voz. ―El dinero no es suficiente. ―Desde el círculo del brazo de él, ella le asestó una mirada muy directa. El pareció retajarse. ―No, no creo que lo sea para ti ―señaló, y su voz se suavizó―. Alguna vez pensé eso de Kate, pero me demostró que me equivocaba... Y ahora agradezco a Dios haber escapado de ella, ¡y que sea Talybont quien tenga que bailar al compás de su música y no yo! ―Su cabeza morena se inclinaba hacia ella mientras hablaba, y de pronto su otro brazo la rodeó también, abrazándola con fuerza. ―Charlotte, Charlotte ―murmuró contra el cabello de ella, su aliento cálido le removió algunos mechones, haciendo que pequeños hormigueos de pasión le bajaran por la nuca―. Eres todo lo que creía que era Kate-, y que descubrí que no era. Gracias a
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Dios te encontré a ti. Era hermoso ser abrazada por él de ese modo, escuchar palabras como ésas. Su voz era suave, tierna, sincera. Y Charlotte sintió una oleada de simpatía hacia él, una afinidad, esa noche, porque en cierto modo también Rowan tenía un amor perdido. Y además le estaba agradecida... por haberla salvado en Inglaterra, por llevarla a Lisboa, por hacer que quisiera volver a vivir. En el resplandor de esos sentimientos, le pasó los suaves labios por la mejilla y durante un momento de vacilación sintió deseos de él. Rowan no necesitó una segunda invitación. Sus brazos la apretaron con ferocidad, y cuando ella se removió y quiso reprochárselo, él oprimió su boca sobre la de ella y acalló toda conversación. También pareció silenciar su resistencia, porque el mundo de ella pareció ladearse y sintió que el muro que había tratado de levantar entre ellos se derrumbaba... se derrumbaba... Rowan la besó, y durante largos momentos retozaron juntos sobre la gran cama. Luego sus defensas parecieron caer de golpe. Se agarró a él y murmuró su nombre. Casi no tuvo conciencia de cómo su vestido azul abandonó su cuerpo. Lo hizo con suavidad, poco a poco, resbalando en pequeños y sedosos tirones. Rowan era un maestro en el manejo de telas delicadas... y un maestro para tocar una piel delicada. Esa vez no hubo prisa alguna. La levantó con una mano mientras le quitaba la tela. Le sacó la ropa del esbelto cuerpo, como habría podido hacerlo con los pétalos de una rosa... y donde hablan estado sus manos, las siguió con los labios, hurgando, saboreando, tentando. Y después fue ferozmente exigente, de modo que cuando la depositó con suavidad sobre la ligera colcha, la pasión de ella ya se había convertido en un ardor febril. Pero ni siquiera eso fue suficiente para él. Jugueteó con ella, le enseñó algunos de
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los malévolos caminos laterales del amor, y le atacó los sentidos, de modo que ella temblaba y estaba a punto de gritar bajo sus caricias antes que la penetrase; y todo su cuerpo era un ardiente y oscilante junco, frágil entre las manos de él. Parecía nacido para ese momento. Charlotte nunca había conocido una noche como ésa. La mañana llegó demasiado pronto. Allí, en la gran cama cuadrada, Charlotte había dormido pacifica, maravillosamente. Tendría que hacer frente a sus demonios por la mañana, pero esa noche durmió como la joven esposa que era, acurrucada contra el largo cuerpo desnudo de su marido. Despertó poco a poco, consciente de que Rowan no estaba ya a su lado. Cuando consiguió abrir los ojos, vio su alta figura, ya vestido y de pie ante la ventana, con el sol que se derramaba hacia adentro y doraba toda su silueta. Supuso que había estado desprendiéndose del anillo. ― ¿Rowan? ―dijo, interrogante, y se apoyó en un codo. El no se volvió, pero su voz llegó hasta ella. ―Charlotte ―dijo―, te he tomado por esposa y lo que nos haya sucedido antes, a cada uno de los dos, ya no es posible deshacerlo. He decidido olvidar que hubo un hombre antes que yo, tal como tú debes olvidar que antes de ti hubo otras mujeres. Comenzamos de nuevo. ¿De acuerdo? Charlotte observó el largo cuerpo dibujado en silueta contra la luz de la mañana ya avanzada. ―De acuerdo, Rowan ―dijo con suavidad. Y lo decía en serio. Había hecho sus votos a ese hombre, no en Escocia... aquellos fueron votos engañosos, impuestos por la desesperación del momento. Ya no contaban. Eran votos silenciosos aquellos de acuerdo con los cuales viviría. No sentía necesidad
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de decirlo, pero le había ofrecido sus votos la noche anterior, en la culminación de su ardor. Y esa mañana sabía que cumpliría con su promesa. Tom ya no estaba, lo había perdido para siempre. Siempre mantendría una vela encendida por él en su corazón, pero Rowan estaba ahí y la amaba. Sentía que el cuerpo de él le había dado razones para no dudarlo. Pero él no se volvió aún. Su voz era casi desapasionada. ―Pero si bien aceptaré lo que ha ocurrido antes, no toleraré futuros deslices. ¿Queda entendido? ―Por supuesto. -Charlotte pareció ofendida. El giró. ― ¿Queda entendido? ―Preguntó con tanta violencia, que ella se estremeció ante la desnuda intensidad de su mirada―. Ahora estamos iguales, somos un hombre y una mujer. Has elegido ser mía seguirás siendo mía. ¿Queda entendido? Cruzó la habitación a zancadas y Charlotte le miró, azorada. De repente, se sintió acosada. ―Por supuesto, Rowan ―dijo, apaciguadora. Sintió que debía decir algo más, porque ahora él se inclinaba, mirándole a la cara como para leer algo allí... quizás algún secreto―. Has sido sincero conmigo y yo también seré sincera contigo ―dijo, levantando la barbilla y devolviéndole mirada por mirada. El largo cuerpo de él se relajó y se dejó caer en un lado de la cama. ―Hermosa Charlotte ―murmuró, y estiró la mano para acariciar sus suaves pechos juveniles, que se encontraban a la vista, apoyada como estaba en un codo―. Eres un milagro, ¿sabes? ―Su cabeza se inclinó para besar los pezones rosados, para hacerla estremecerse y dejarse llevar, envolviéndole el cuello con el brazo―. Una mujer perfecta... una pura perfección... si te hubiera encontrado antes...
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Charlotte no se sentía perfecta, y por cierto que no era un «milagro». Pero no tuvo tiempo de pensar en las últimas palabras de él ―«si te hubiera encontrado antes»―, porque Rowan ya la incitaba y la empujaba hacia el deseo. Ahora tenía abiertos los pantalones. Sus fuertes manos le cubrían las nalgas; la levantaron y la atrajeron con fuerza hacia su masculinidad. Sus labios la acariciaron, su cuerpo se puso tenso contra el de ella. Charlotte se dijo que eso era el amor. CAPITULO 17 Los momentos de hacer el amor fueron preciosos, pero Charlotte descubrió que la sensación de bienestar posterior era interrumpida, porque Rowan se levantó casi enseguida. ―Ven, levántate para hacer frente al día... es tarde. ―Pero parecía dichoso, su voz era juguetona. ― ¿Y qué nos reserva el día, por favor? ―Charlotte ahogó un gran bostezo mientras pasaba los pies por el borde de la cama. ―Esta mañana te llevaré de compras. Charlotte se interrumpió, con los pies a mitad de camino hacia el suelo. ― ¡Otra vez!―preguntó con incredulidad. Rowan sonreía. ―No a comprar ropa... sino vajilla. Charlotte comenzó a vestirse de prisa, con sus elegantes ropas nuevas de seda. ―No sabía que te interesaba la vajilla, Rowan. Rowan se encogió de hombros.
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―Me han hablado de una tienda interesante. Confundida, porque no lograba imaginar a Rowan muy interesado por la alfarería ―por la plata, si; por el oro, si; por las joyas o las espadas de buena artesanía, si, pero no por la alfarería―, Charlotte casi no tocó la impresionante exhibición de frutas que le habían llevado para el desayuno, y pronto se encontró acompañando a Rowan a una tienda cuya baja puerta de entrada desdecía su amplio interior. Circularon entre las altas estanterías de madera que exhibían mercancías de distintas regiones. El producto terminado difería en su color según la arcilla con la cual estaba hecho, explicó un empleado en portugués, que Rowan tradujo al inglés para Charlotte. Esos jarros de color gris perla, por ejemplo, eran hechos en el campo, en los alrededores, pero los de barro rojo provenían de Alentejo... hay que ver la forma romana que tienen, en canto que los de arcilla negra eran de Nisa y los de verde intenso y los blanquecinos procedían de... Charlotte nunca se enteró de dónde eran, porque la voz de Rowan bajó de repente y su tono se hizo apremiante. ―Vuélvete, con tu mejor sonrisa. Charlotte hizo lo que se le pedía, entreabriendo los labios de modo que sus blancos dientes chispearon, pero lo hizo con un sentimiento de zozobra. Al otro lado de la estantería, en ese mismo momento, llegaban los Talybont, Katherine elegantemente ataviada con una cascada de sedas de color ciruela, que conjuntaba con el traje celeste de su esposo, con adornos de plata. Eustace Talybont se detuvo en seco al verlos, haciendo que a su lado se detuviera Katherine, que le tomaba del brazo. Recibió de pleno el impacto de la sonrisa de Charlotte, cuando ésta giró, y el electo fue tan deslumbrante, que contuvo el aliento contra su voluntad. Junto a él, la cara de Katherine se puso encarnada, de un intenso rojo oscuro, Rowan dedicó a su ex
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enamorada una reverencia burlona, que no fue correspondida. ―Parece que tenemos los mismos gustos, Katherine ―bromeó― ¡De pie, temprano, con los cacharros! A Katherine le temblaron los labios, pero resolvió no contestar. ― ¡Ven, Eustace, nos vamos! ―Katherine giró con tanta rapidez, que su codo enganchó uno de los grandes jarros de barro, el cual en su caída derribó dos esbeltos cántaros, que se estrellaron en el suelo― ¡OH! ―exclamó, enfurecida, y dio un puntapié a los restos esparcidos, de bordes afilados, que ahora rodeaban sus zapatos de finas suelas. ―De veras, deberías tener un poco más de cuidado ―dijo lenta y pesadamente Rowan―. Y contener ese temperamento que tienes. Eustace tendrá que pagar por esos cacharros, ¿sabes? Charlotte y Rowan salieron en el momento en que el tendero se dirigía de prisa hacia los enfurecidos Talybont para cobrar los cacharros rotos. ― ¿No querías comprar algo? ―Charlotte volvió la cabeza hacia Rowan cuando llegaron a la calle-. En verdad no tenías intenciones de comprar nada, ¿no es así? ―Mi interés por la alfarería nunca fue muy fuerte ―admitió él―, y ahora se ha disipado por entero. Pero ―se volvió hacia ella para dedicarle una mirada malévola, pues el incidente le había complacido― me dijeron que la madre de Talybont colecciona alfarería, y que él tiene que visitar las tiendas para aumentar la colección de ella. ―Siento curiosidad por saber cómo te enteraste de eso. ―Charlotte se apartó para dejar paso a dos mujeres que llevaban jarras de agua de una fuente cercana―. Tenía la impresión de que no conocías a Eustace Talybont. ―Y no le conozco ―admitió él-. Pero es muy popular. Charlotte tuvo que conformarse con eso, aunque le pareció inverosímil.
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Ahora se hallaban a cierta distancia, dando vueltas a la fuente, de manera que Charlotte pudiera estudiar las escenas de personajes míticos descritas en los gastados azulejos. Charlotte levantó la mirada y vio que los Talybont salían de la tienda, discutiendo. Katherine se detuvo en seco y golpeó con el pie en el suelo, y cuando su esposo ―muy lejos como para que ellos oyesen lo que decía― pareció discutir con ella, Katherine le golpeó la cara con el abanico, momento en el cual un carruaje se acercó y los recogió y se alejaron, enfurecidos. Rowan se apoyó contra la fuente y rió. Charlotte no estaba segura de que aquello fuese gracioso. Habría preferido olvidar a los Talybont y continuar sus propias vidas. ― ¿Querrías comer algo? ―Preguntó Rowan, y agregó, expansivo―: Te llevaré a una posada donde el cocinero está especializado en mariscos... ¡y no cabe duda alguna que Portugal tiene los mejores mariscos de todo el mundo! Charlotte dijo que eso le encantaba. En verdad, después del encuentro de esa mañana, sentía que seria bueno ir a cualquier parte donde no estuvieran los Talybont. Charlotte se encontró comiendo santolai, que pronto reconoció como cangrejos rellenos, aunque no pudo identificar los diminutos mariscos que Rowan llamó almejas. Tomó su primer bocado del delicioso cangrejo portugués cocido al vapor, conocido como langosta suada, y levantó la vista para decirle a Rowan que era delicioso... y ahí estaban los Talybont, ambos con aspecto más bien furioso, como si acabaran de tener una pelea; en ese momento atravesaban la puerta. ―Parece que tenemos compañía ―señaló Rowan. ―Sabias que vendrían aquí ―acusó Charlotte. ―Una suposición fundada. -Rió entre dientes-. Katherine es muy aficionada a los mariscos. En ese momento ésta les descubrió. Vaciló, mirando a Rowan con cólera. Luego,
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bruscamente, giró sobre sus talones, chocando contra su esposo, que retrocedió un paso, tambaleándose y luego giró con ira hacia ellos. Se inclinó como para recriminar a su esposa, que siguió de largo, pasando a su lado, y él la siguió impotente, restaurante afuera. ―Qué pena ―meditó Rowan-. Tenía la esperanza de que se quedaran el tiempo suficiente para que Talybont pudiese admirar tu belleza y comparar tu dulce sonrisa y tus modales encantadores con la arrogancia y los malos modales de Katherine. ―Rowan -preguntó Charlotte a boca de jarro, dejando el tenedor―, ¿qué es lo que quieres de mí? Él se volvió y sus ojos oscuros ya no parecían juguetones. Había en ellos ciertas chispas diabólicas. ―Quiero que hagas que Eustace Talybont se enamore de ti ―dijo con voz fría― Quiero que te quiera, y quiero que Katherine vea que te quiere y que se sienta humillada por ello. Charlotte dio un respingo. ―Pero sin duda ya ha ocurrido lo suficiente como para que... ―Quiero que ella sufra ―interrumpió él con su voz de seda―. Como me hizo sufrir a mí. Para sus adentros, Charlotte dudaba de la posibilidad de que un hombre que siempre parecía ir camino de otra parte se enamorase alguna vez de ella, pero no lo dijo. En cierto modo, el cangrejo había perdido algo de su sabor... Charlotte y Rowan llegaron de nuevo al Pollo Real bastante tarde, y Rowan te dijo que debía darse prisa y vestirse, si querían obtener una mesa. Cuando subieron, Charlotte vio a una mujer alta y delgada rondando al final de la escalera. Era la misma que en la víspera había chocado contra Rowan, con sus cajas.
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Ahora bajaba corriendo, junto a ellos, en el mismo momento en que varios jovencitos subían a la carrera. Se precipitaron contra sus faldas, y ella habría caído si Rowan no le hubiera tendido el brazo para sostenerla. Ella le sonrió a los ojos, y la sonrisa iluminó momentáneamente sus ásperas y pronunciadas facciones, y se puso a agradecerle con un verdadero borbotón de palabras en francés, en voz baja. Charlotte no hablaba el francés, pero le pareció que la mujer protestaba en exceso. Sus ojos negros también tuvieron un suave resplandor cuando miró a Rowan..., pero las mujeres miraban a Rowan de esa manera, con frecuencia, incluso las que no le conocían. Charlotte comenzó a impacientarse. -Vamos, dijiste que debíamos darnos prisa ―interrumpió. Rowan se encogió de hombros y se detuvo un momento más, escuchando otra larga ráfaga de palabras. Luego corrió, junto a Charlotte, escaleras arriba. Llegaron tarde para la cena, pero los Talybont se presentaron más tarde aún. Charlotte la vio hacer su aparición: una Katherine pálida de tafetán de seda de un intenso color verde esmeralda, casi arrastrada al interior del salón por su airado y joven esposo, de semblante enrojecido y aspecto muy colérico. No miraron ni a izquierda, ni a derecha, sino que ocuparon la primera mesa que se les ofreció y mantuvieron la vista clavada en el plato, mientras comían. ―La mano le tiembla a ella de ira -murmuró Rowan―, Me asombra que pueda llevarse la comida a la boca sin derramarla. ―Estaba sentado en graciosa y descansada actitud, bebiendo un vino oporto de color rojo rubí, mientras lo decía, pues él y Charlotte habían concluido con su cena y se retrasaban con el vino-. Es una pena que Talybont tenga la espalda vuelta hacia ti ―agregó, lamentándose. Charlotte se alegraba. Le había avergonzado un tanto su exhibicionismo de la
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víspera, y llevaba puesto de nuevo el vestido azul que hacía que sus pechos parecieran milagrosamente en movimiento aunque estuviese inmóvil en el asiento, la más leve respiración hacía que las cuentas colgantes se balancearan y brillaran. ―Ah, bueno ―suspiró Rowan-. Supongo que tendremos que procurarnos nuestra propia diversión. Llamó a un par de guitarristas que brindaban discretas serenatas a los clientes con su música, por las monedas que pudiesen recibir, y los músicos acudieron en el acto a su mesa. Rowan les indicó que se ubicaran al otro lado. «Los ha hecho colocarse de modo que se interpongan si los Talybont miran hacia este lado», pensó Charlotte, resignada. Bebió un rápido sorbo de su malvasía, que era denso y dulce. ―Qué extrañas guitarras ―murmuró, advirtiendo la forma de los instrumentos. Rowan les dirigió una mirada distraída. ―Si, son guitarras portuguesas. Es probable que sólo hayas visto las españolas, que tienen seis cuerdas- Estas tienen ocho o ―miró con más detención― doce, según cuento, y la forma es un tanto diferente. Charlotte se asombró ante la amplitud de sus conocimientos... siempre la asombrarían. Rowan parecía tener en las yemas de los dedos la sabiduría del mundo. Esa noche Rowan salió de nuevo, a recorrer las tabernas, solo, en busca del hombre con quien tenía que encontrarse en Lisboa. Charlotte nada sabía acerca de esa reunión... sólo sabía que su esposo salía todas las noches, y que a menudo la despertaba al regresar y le hacía el amor. Descubrió que Rowan podía arreglárselas durmiendo muy poco. Durante toda esa semana continuó con su implacable persecución a los Talybont.
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Y si bien para entonces éstos volvían enseguida la espalda o huían cuando aparecían Charlotte y Rowan, resultaba evidente que a Katherine le costaba un gran esfuerzo contener a Eustace. Una tarde se encontraron cara a cara en la corrida de toros, donde durante un espantoso momento Charlotte pensó que Eustace, con la cara contraída por la cólera, atacaría a Rowan de frente. Fue evidente que Katherine también lo pensó así, porque palideció y cayó hacia adelante, desvanecida, sobre su esposo, de modo que éste tuvo que sostenerla, y así perdió de vista a Rowan y Charlotte entre el gentío. Habría que hacer algo respecto a esa situación, y pronto, resolvió Charlotte, pues Katherine no siempre fingiría desvanecerse y Eustace parecía estar siempre, ahora, de pésimo humor, preparado para retar a Rowan, aunque le costara la vida. Ella tenía la intención de hablar con Rowan de ello cuando regresaran a su habitación en el Pollo Real. Rowan debió de haber visto algo en su semblante, porque antes que ella pudiera hablar le dijo: ―Será mejor que baje y le pague algo a cuenta a nuestro posadero... No quiero que comience a preocuparse por nosotros. Charlotte le miró salir y decidió que podía hablar con él más tarde. De pronto recordó que la costura del puño de Rowan se había desgarrado en medio de la muchedumbre, en la corrida de toros. Abrió la puerta para llamarle y pedirle que hiciera que le llevasen hilo y aguja, pues quería coser ella misma el desgarrón cuando él regresara, y le vio en el arranque de la escalera, en animada conversación con la mujer de negro. Charlotte se detuvo, desconcertada. Había algo demasiado amistoso en la forma en que estaban allí, juntos, como si se conocieran bien. Se olvidó del puño roto.
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Cuando Rowan regresó, Charlotte preguntó con cautela: ― ¿Quién era esa mujer, y qué le decías? Rowan arqueó las cejas, pero le respondió con franqueza. ―Se llama Annette Flambord. Es francesa. Y me detuve a preguntarte si ya había encontrado un esposo. Charlotte no se dejó convencer. ―Es la doncella personal de Katherine Talybont, ¿verdad? Y por eso sabemos tanto acerca de los movimientos de los Talybont. Le preguntabas dónde estarán mañana, y al día siguiente y al otro. ―OH, no tenía necesidad de preguntárselo―dijo él descuidadamente―. Annette me ofrece esa información de modo voluntario, y de buena gana. Charlotte contuvo la respiración. A veces la conducta de su esposo la exasperaba. ― ¿No temes hacerle perder su trabajo? ―le disparó. El rió. ―Es probable que en toda Europa no haya una mejor peinadora que ella. ¿Crees que Katherine la dejaría irse por una simple indiscreción? ¡Por cierto, me asombra que Katherine haya podido tenerla tanto tiempo! Charlotte escudriñó a Rowan. Hermoso, gallardo, un rostro atractivo y unos modales que arrasaban con todo. Un hombre peligroso, dominante ―Tal vez tú tuviste algo que ver con eso ―sugirió. ― ¿Y qué quieres decir con ello? ―preguntó divertido. ―Tal vez esa peinadora está enamorada de ti ―comentó dubitativa. Rowan se acercó un paso más hacia ella, y ahora había en su rostro verdadera diversión. ―Annette ―comenzó a decir― está enamorada del oro.
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Nunca ha podido obtener lo suficiente para sentirse satisfecha. Hay entre nosotros una broma permanente en el sentido de que cuando logre bastante dinero para su dote―quiere decir dote, Charlotte―, regresará a Francia y se casará con el hombre que la sedujo y la abandonó en Marsella, y le hará desdichado para coda la vida. Y creo que debería hacerlo. Charlotte se sintió un tanto abrumada por esa concepción mundana que compartían Rowan y la francesa. ― ¿En Marsella aprendió su oficio? -interrogó. ―Sí, era ayudante de una mujer que confeccionaba pelucas, y se convirtió en una experta en el rizado y peinado de pelucas. Le dijo que su especialidad la haría famosa si encontrase alguna gran protectora. ―Pero ya tiene a Katherine Talybont ―protestó Charlotte- Rowan no hizo caso del irónico tono de su esposa. ―Alguna de mucha más categoría que Katherine ―dijo con ligereza―. Por lo menos una marquesa... tal vez una duquesa pero sin duda habrás advertido la destreza de Annette en la elegancia de los peinados de Katherine. ―Dirigió una rápida mirada al cabello dorado de Charlotte―. Quizá pueda convencer a Annette para que algún día te peine a ti, cuando Katherine haya salido. Dolorida por la sugerencia de que su peinado no era tan elegante como el de Katherine, Charlotte se puso un tanto tensa ―Tal vez tú debas buscarle a mademoiselle Annette la gran protectora que necesita -dijo con voz dura―, ¿O encuentras que los otros servicios que te presta mademoiselle Annette le llevan demasiado tiempo? Ahora Rowan parecía furioso―Ten cuidado, Charlotte, o dirás algo que después lamentarás. Annette nada tiene que ver conmigo. ―OH, ya sé que no ―suspiró Charlotte―, Sólo que esta... esta interminable
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persecución de los Talybont me está poniendo nerviosa. Y Annette forma parte de eso. Ojalá se fuese... ¡ojalá se fueran los tres! ―Vamos a cenar -sugirió él con simpatía―. Y quédate tranquila. Acaban de decirme que los Talybont no bajarán. Katherine está enfurruñada y Eustace se pasea de un lado a Otro, dirigiéndole reproches. Charlotte disfrutó de esa cena más que de ninguna otra que hubiera comido en el Pollo Real. Pero después de la cena, como era su costumbre, Rowan salió una vez más. Charlotte se preguntó en voz alta por qué no la llevaba consigo. Lisboa de noche, le respondió él, era una ciudad de hombres. Pocas mujeres salían. Si la conducta de Rowan era típica de eso, ella podía creerlo. Apenas había salido, cuando se escuchó un golpecito suave en la puerta y una voz de acento francés murmuró en inglés: ―Madame, ¿está ahí? Charlotte abrió la puerta para dejar pasar a Annette, que se deslizó junto a ella como una sombra y cerró la puerta a sus espaldas. ―No sé qué hacer ―dijo con rapidez, en un inglés muy bueno, y Charlotte tuvo la sensación de observar su rostro a la luz de las velas. La luz dorada sobre las aguzadas facciones cetrinas hacía que la boca de Annette pareciera astuta, sus ojos negros demasiado vigilantes. Y «delgada» no era la palabra que le sentaba... «flexible» parecía más apropiada; sus pasos eran ligeros, se movía con la gracia y desenvoltura de una hoja de Toledo. ―Desde la ventana vi que Rowan salía ―explicó Annette― Pero desapareció en la callejuela, y en la oscuridad supe que seria difícil alcanzarle.
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―No cabe duda alguna ―admitió Charlotte―. ¿Pero por qué necesitas alcanzarle? La voz de Annette era apremiante. ―Los Talybont han estado riñendo todo el día. Discutieron durante la cena y él terminó volcando la mesa y toda la comida que había en ella. ―No me digas ―dijo Charlotte con ironía―. Mi esposo está más interesado que yo en las actividades de los Talybont. Pero advierto que llamas a Rowan por su nombre de pila. ¿Sois amigos desde hace mucho tiempo? La otra mujer la observó, pensativa. ―Si... somos viejos amigos ―dijo―. Una vez me salvó la vida en Marsella. «Como salvó la mía en Escocia y también a bordo del barco ―pensó Charlotte de repente―, Annette y yo tenemos algo en común.» Hubo un chispazo, quizá de diversión, en los penetrantes ojos negros que la miraban- La voz de Annette tenia un tono picaresco. ―Y yo le salvé la vida a él en París. Charlotte se desconcertó. Por algún motivo, no se le ocurrió no dar crédito a tal afirmación. Había sido lanzada en forma casi de burla, como diciendo: «Puedes creer que soy una criada, pero somos iguales, Rowan y yo. Siempre hemos sido iguales». La francesa todavía la observaba, como si esperase que dijera algo. Charlotte la complació. ―Cuéntame cómo llegaste a conocer a mi esposo. Annette se encogió de hombros. ―Tendrá que decírselo él mismo, madame. Pero he sido amiga suya desde hace mucho tiempo. La mujer de Talybont desea hablar con usted. Me envió a buscarla. No creo que a Rowan le agrade eso. Charlotte frunció el entrecejo. Tampoco creía que le
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agradase a ella misma- No sentía deseos de un enfrenta miento con Katherine Talybont; desde luego nada se ganaría con eso. Al advertir la vacilación de Charlotte, Annette dijo: ―Tal vez pueda decir que ha salido, que no contestó cuando llamé a la puerta... ―No, no me esconderé de ella ―resolvió Charlotte―. Pero tampoco iré a verla. Dile a tu ama, Annette, que si quiere hablar conmigo tiene que venir aquí. No me retirare hasta dentro de una hora. ¿Hubo un chispazo de admiración en los ojos de Annette? Charlotte no estaba segura. ―Muy bien, madame, se lo diré. ―Annette salió como una sombra. Momentos más tarde dieron un golpe seco en la puerta. Katherine Talybont, sin duda. Charlotte se puso de pie con un suspiro, para salir al encuentro de su enemiga. Katherine entró con el aire de una duquesa ofendida. Llevaba puesto un vestido de fino damasco rosa, que le caía desde los hombros para terminar en una pequeña cola. Apartó ésta a un lado, con el pie, al pasar por la puerta, y se detuvo en el centro de la habitación, observando a Charlotte; su jubón de damasco rosa ascendía y descendía; estaba disgustada. ―Creo que sabes por qué he venido ―dijo con tono regio. ―No tengo la menor idea -fue la gallarda respuesta de Charlotte. Katherine se sintió un tanto desconcertada ante el aplomo de Charlotte, y por el hecho de ser recibida así, como si fuese una mujer cualquiera en presencia de una reina, pero fue al grano. ―Rowan no puede perdonarme por haber roto nuestro compromiso en el último minuto y...
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―Si, ¿por qué hiciste eso? ―interrumpió Charlotte con desenvoltura. Katherine pareció molesta, pero respondió, ―Eustace me persiguió, y me dejé arrastrar ―dijo―. Y tú deberías alegrarte de que haya sido así ―agregó de forma aplastante―. De lo contrario, jamás habrías tenido la menor posibilidad con Rowan. Charlotte permitió que una expresión de amable diversión le cruzara por el rostro, para ser reemplazada enseguida por su misma mirada interrogadora, fría. Katherine se inclinó hacia adelante, concentrada en su adversaria. ―Vine a pedirte que te lleves a Rowan... que te lo lleves a cualquier parte, de regreso a Inglaterra, pero lejos. ― ¿Y por qué habría de hacer eso? ―se asombró Charlotte. ― ¿No resulta evidente? ―Estalló Katherine―. ¿No te das cuenta de que tu esposo trata de incitar a Eustace a que le desafíe a un duelo para poder matarle? Charlotte se puso de pie. ― ¡Rowan no haría eso! ― ¿No? ―La cara de Katherine se puso macilenta, y durante un momento Charlotte sintió pena por ella―. No sabes nada de Rowan ―dijo con amargura―. ¡No lo conoces a fondo! ―Creo que conozco a Rowan más que tú ―replicó Charlotte―. A fin de cuentas soy su esposa. Y te digo que Rowan no haría semejante cosa. ― ¡OH, lo haría, lo haría! ―Katherine tenía las manos apretadas. ―Entonces, si crees que lo haría ―replicó Charlotte con ferocidad―, ¿por qué no convences a tu esposo de que se vaya de Portugal? Las manos de Katherine encontraron el respaldo de una silla. Se apoyó con un gemido.
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― ¿Crees que no lo he intentado? ¡Todos los días le ruego que salga de esta condenada ciudad! Eustace considera que la presencia de Rowan aquí, en Lisboa, es una constante afrenta... y en especial por la forma en que nos habéis estado persiguiendo. Hoy estuvo a punto de atacar a Rowan... y está claro que eso habría provocado un duelo, lo cual es exactamente lo que quiere Rowan; quiere estar seguro de que Eustace le desafié a él, quiere que todo el mundo crea que Eustace es el agresor. ¡OH, conozco cómo funciona la mente de Rowan! ―Lo dudo ―dijo Charlotte distante. Katherine no estaba dispuesta a discutirlo. Continuó. ―Eustace no se irá porque considera que si se fuese a esta altura sería un acto de cobardía, ¡de modo que es Rowan quien tiene que irse! ―No creo que Rowan quiera irse de Lisboa sólo porque ello te convenga ―dijo Charlotte con frialdad. Katherine se irguió y le dirigió una mirada de exasperación. ―Sí no lo haces -previno-, tendré que buscar alguna otra manera de solucionar el asunto. ―Antes que Charlotte pudiera preguntar « ¿Qué quieres decir con eso?», Katherine había girado sobre sus talones y llegado a la puerta. Se volvió para lanzar sobre el hombro―: Y una cosa más. Te agradecería que abandonaras esos ridículos intentos de seducir a mi esposo haciéndole ojitos y dirigiéndole sonrisas bobas... ¡nos estás poniendo en ridículo a todos! Salió con esa última frase, y Charlotte se precipitó a cerrar con un portazo, y luego se apoyó en la puerta, respirando con esfuerzo. Katherine era malévola, era egoísta, tenía un corazón helado... pero en ese caso estaba en lo cierto: Charlotte y Rowan debían salir de Lisboa ―o por lo menos de esa posada― antes que el conflicto entre los dos hombres empeorase hasta tal punto, que
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ninguno de los dos pudiera hacerse a un lado de forma honorable. Y Charlotte sentía que había estado comportándose como una tonta al sonreír a Eustace a hurtadillas cuando se encontraban, y al agitar el abanico con coquetería. Sólo lo había hecho para complacer a Rowan, pero ya servía de poco. No cabía duda de que ese asunto con los Talybont había ido demasiado lejos. Fingió estar dormida cuando Rowan volvió a casa, pues no tenía deseos de ser abrazada por él y que le dijera, con el aliento impregnado de coñac, que lo que hubiese entre él y los Talybont no le concernía. Quería hablar con él de la visita de Katherine a la luz del día, y a la mañana siguiente, a la luz del día, sacó el tema. Era otro día hermoso en Lisboa, con gaviotas y cormoranes revoloteando en un cielo sin nubes, y una fresca brisa salina que llegaba del Atlántico. Después del desayuno Rowan pidió un carruaje abierto, que les condujo lentamente a lo largo del muelle- Rowan tenía la costumbre de recorrer los muelles con calma, cuando subía la marea, tomando nota de los pasajeros que llegaban de los barcos anclados en el puerto. ― ¿Quién sabe? ―Decía con ligereza―. Podría llegar algún conocido... cal vez tu tío. ―Y reía entre dientes. Charlotte no te acompañaba en esa broma personal. Abrigaba la sincera esperanza de no ver nunca más a su tío. Ese día había otras cosas que ocupaban sus pensamientos. Habló con audacia. ―Creo que estás llevando demasiado lejos a Eustace Talybont en tu esfuerzo por vengarte de Katherine; Una sombra de macabra diversión pasó por la boca de su esposo. ― ¿De veras? ―Sí. Katherine me visitó ayer por la noche para implorarme que te hiciera entrar
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en razón, y para que nos fuéramos de Lisboa. ― ¿De verdad? ―Si- No te burles de mi, Rowan. Todo esto ha ido ya demasiado lejos. ―Charlotte se sentía irritada con su irónico esposo, que parecía mirarla con oculta diversión, con los ojos entornados―. Provocar en público a Eustace Talybont en la forma que deseas me hace sentir como una... como una... ―Buscó la palabra y no la encontró. ― ¿Como una ramera? ―sugirió con suavidad. Charlotte se ruborizó. ―No bromees. Katherine me acusó de seducirlo en público, y me avergüenza decir que hay algo de verdad en eso. Insiste en que de ese modo estoy poniendo en ridículo a todos. ― ¿Lo dices en serio? Tu deseo de no lanzarte sobre Talybont es digno de ti. ¿Qué más te dijo Katherine? ―Sólo que debemos irnos de Lisboa, ya que su esposo no quiere hacerlo porque le parece que eso seria ceder, y el no quiere parecer un cobarde. Presiente que si nos quedamos, todo terminará en un duelo. ― ¿Y teme por su esposo, debo entender? ―fue el comentario sarcástico de Rowan. ―Si, tiene miedo de que le obligues a desafiarte, y que entonces le mates. Le dije que tú no harías tal cosa. ― ¡Tú le dijiste eso! ―Rowan pareció un tanto sorprendido. ― ¡Por supuesto! No tienes nada contra él, aparte del hecho de que se casó con Katherine. ―Y que se burló de mí en Londres ―agregó él con voz dura-. A mis espaldas, por
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supuesto. Había en los modales de Rowan cierta actitud helada que hizo que Charlotte sintiera de pronto temor por Eustace Talybont, Se dio cuenta de que, en definitiva, la afirmación de Katherine podía tener alguna base. ―No lo macarás, ¿verdad? ―preguntó con ansiedad, y se dio cuenta de que él ya no la miraba, sino que su visión se concentraba con súbita ansiedad en un sujeto menudo cuyas ropas pardas, manchadas por el viaje, destacaban sobre las camisas blancas, limpias, o de intensos puntos de cruz rojos, de los hombres que le rodeaban. Se veía a las claras que no era uno de ellos, y sus rápidos ojos escudriñaban al gentío por debajo de una mata de indómito cabello negro, coronada con un tricornio pardo, sucio. La mirada de Rowan se clavó en él durante un momento. El hombre estaba ahí, le había seguido, ese sujeto había seguido su pista atravesando la mitad de Inglaterra. En definitiva, Rowan no le había esquivado en Escocia... ― ¿Conoces a ese hombre? ―preguntó Charlotte, impulsada por el recrudecimiento de la mirada de Rowan. ―No. ―Pero esos inestables ojos le encontrarían muy pronto a él, y el sujeto, sucio por el viaje, seguiría su carruaje, acompasaría su ritmo al de ellos. Porque no era un perseguidor corriente; ese hombre tenía que ser un asesino especializado. Y aunque no atacara ahora, su presencia misma pondría en peligro la misión de Rowan. En ese momento pasaban ante un vendedor que llevaba una gran cesta de flores rojas y amarillas. De pronto Rowan se asomó fuera del carruaje y tomó un enorme ramo, dejó caer una generosa cantidad de monedas en una húmeda palma morena y levantó las flores a tiempo para ocultar su rostro y el de Charlotte de los ojos del hombre. Sobresaltada porque de pronto le endosaba lo que parecía una pared de flores,
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Charlotte sintió que de alguna manera la sobornaba con ese truco, para que cortase la discusión. Pero no pudo dejar de exclamar: « ¡OH, Rowan, son preciosas!», y hundió el rostro en los pétalos y absorbió la fragancia embriagadora. A su lado, la cara morena de Rowan también se hallaba semihundida en las flores, oculta a la vista del hombre moreno, membrudo, cuya cabeza giraba con tanta vivacidad. El carruaje continuó su marcha. Un carro pesado, que transportaba barriles de vino, les impidió ver hacia atrás. Rowan apartó las flores a un lado y se respaldó en el asiento. ―Te has quejado de que nuestra habitación, que tiene una sola ventana, es asfixiante ―señaló―. Ahora tendrás algo para perfumar el aire. Charlotte levantó la vista. ― ¿Y prometes que no...? El carro había sido reemplazado ahora por un carruaje cuyo conductor gritaba impaciente. Se alejaban de los muelles. Rowan echó una rápida mirada hacia atrás. El membrudo hombre moreno, vestido de pardo, no estaba a la vista. ―No, no mataré a Talybont, Charlotte, ya que la idea te produce tanto dolor ―dijo él con voz absorta― Y sin duda te alegrarás de enterarte de que los Talybont no están cerca de nosotros en este momento. Se encuentran en el Tajo, viendo la Torre de Belem y otras cosas destacadas, y no se espera que regresen hasta esta noche. ― ¿Annette te dijo eso? El se dio la vuelta para dirigirle una mirada irónica. ― ¿Te importa mucho cómo lo sé? No pienso llevarte al río hoy, si ésa es tu preocupación, Charlotte sintió que la invadía un cierto alivio. Por un momento había pensado... Pero por supuesto, eso era ridículo. Rowan no pensaba matar a Eustace Talybont, nunca había tenido la intención de
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hacerlo. Sólo su poderosa imaginación era la que le hacia creer que... Se volvió de nuevo hacia Rowan, y sus palabras brotaron, impetuosas. -Y cambiaremos de posada, ¿verdad? De modo que no estemos rozándonos continuamente con los Talybont. Era una imagen deliciosa, allí sentada, con los ojos de color violeta henchidos de una súplica muda, el cabello dorado convertido en llama, bajo el sol caliente que caía sobre Lisboa. Rowan le sonrió. ―Eso lo haré esta misma tarde ―declaró. En ese momento ella se sintió al mismo tiempo amada y apreciada. CAPITULO 18 Regresaron rápidamente al Pollo Real; Rowan se inclinaba hacia adelante, instando al cochero a ir más rápido. Pero no pagó enseguida al posadero para llevarse a Charlotte a otra posada. La condujo arriba y le dijo que con la ciudad tan atestada tenia que caminar un poco y ver qué alojamiento conseguía. Ella debía esperarle allí, no abajo, en el vestíbulo... se mostró muy específico en ese sentido. Charlotte, con los brazos cargados de flores rojas y amarillas, asintió feliz. Pasó el tiempo. En el calor de la tarde, Charlotte se aflojó el jubón y dormitó en la cama. Despertó sobresaltada. Fuera anochecía con una larga luz azulada. ¿Cuánto tiempo había dormido? Se levantó de un salto y se dio cuenta que había sido despertada por unos insistentes golpes en la puerta. -¿Madame? ―era la voz de Annette, que llegaba a través de la puerta. Charlotte abrió ésta de par en par y Annette entró con rapidez, sin haber sido
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invitada, y cerró detrás de sí. ―Rowan me ha pedido que la acompañe a su nueva posada. ―Habló con un suave tono apremiante―. Por favor, no haga preguntas... venga conmigo. ―Y cuando Charlotte vaciló―: Es deseo de él. En cierto modo, esa frase serena tenia la fuerza de una orden. Charlotte miró a la ágil francesa de facciones acusadas y amargos ojos oscuros, y se preguntó qué era ella para Rowan... en realidad. ¿Tal vez una amante de su pasado? No, no era lo bastante bonita. A Rowan le gustaban las mujeres hermosas. Charlotte suspiró y capituló. ―Muy bien, Annette, recogeré mis capas. ―No, las traeré yo, madame. ―Annette se adelantó―. Rowan todavía no ha pagado la cuenta -explicó-. Puede que haya preguntas si parece que se va de la posada con todas sus pertenencias. Pero a mi siempre se me ve llevando cajas para la mujer de Talybont, que se pasa la mitad del tiempo de compras. Nadie me prestará atención. Charlotte entendió la sensata explicación. Lo que no podía entender era esa prisa injustificada, esa prisa por irse antes de pagar siquiera la cuenta, y ante todo no podía entender que el propio Rowan no fuese a buscarla. Annette ya tenía consigo las cajas de Charlotte, junto con los guantes de color bronce que había tomado de la cama, y le señalaba la puerta. ―Bajaremos por separado, madame. Por favor, utilice las escaleras del costado y salga por la puerta lateral, a la callejuela de abajo... la puede ver desde su ventana. Allí le espera un carruaje- Suba a él y yo me uniré a usted, Charlotte frunció el entrecejo. Una cosa era ser acompañada en su salida por una mujer que era una antigua amiga de Rowan... y otra muy distinta escurrirse del hotel como una ladrona. Aun así, ése tenía que ser el deseo de Rowan, ¡pues esa mujer parecía gozar de su confianza en mayor
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medida que su propia esposa! ― ¿Katherine Talybont no te echará de menos? ―Preguntó―, Suponte que mira por la ventana y nos ve juntas en un carruaje. ¿No perderás tu trabajo? Annette negó con la cabeza, irritada. ―Los Talybont cenan afuera y no regresarán hasta tarde por favor, ¡dése prisa, madame! Así instada, Charlotte fue por la escalera del costado, llevando sus flores. Fuera, en la calleja, la esperaba, en verdad, un carruaje, y después de un momento de vacilación trepó a él. Vio que Annette doblaba de prisa la esquina del edificio, con sus cajas, y un momento más tarde se unía a ella. Cuando dieron la vuelta a la esquina, para entrar en la ancha avenida a la cual daba el Pollo Real, Charlotte miró hacia atrás... y quedó paralizada. Allí, entrando en la posada, vio a Eustace Talybont... ¡no, era Rowan! ¡Y parecía llevar puesto uno de los trajes de Eustace Talybont! Iba vestido con el mismo azul cielo que por lo general solía ponerse Talybont, y hasta llevaba el distintivo tricornio azul y oro que era habitual en Talybont... sombrero que era evidente que había copiado, porque sin duda era el mismo, o muy parecido, que el que había caído de su caja, de entre los brazos de Annette, el primer día en que Rowan tropezó con ella en el vestíbulo. ― ¡Es Rowan! ―exclamó, azorada. Trató de levantarse para llamarle antes que su alta silueta desapareciera dentro de la posada, pero Annette, con una energía sorprendente, la hizo sentarse de nuevo. ―Estou com pressal ―gritó Annette, para que el cochero se apresurase. Y luego, a Charlotte, más apremiante―: Por favor, no me haga preguntas, madame. ―Bajó la voz―. No podemos estar seguras en lo que se refiere al cochero.
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Charlotte hervía en interrogantes. ― ¿Adonde me lleva, Annette? ―preguntó. Eso, por lo menos, Annette estaba dispuesta a decírselo―A Pico de Hierro, madame. Es una posada muy buena. ―Sonrió a Charlotte, tranquilizadora. Charlotte no quería dejarse engañar. En inflexible silencio, dejó que Annette llevara sus cajas a la habitación del Pico de Hierro, que, aunque era peor que el Pollo Real y carecía de los extravagantes azulejos azules en la entrada, en su opinión era una hermosa posada... y allí contaban con una amplia habitación principal!, que Rowan debió de haber pagado muy cara. Tal vez, pensó de pronto, quería tener una buena vista para saber quién llegaba y se iba... y estaba dispuesto a pagar por el privilegio. La idea la enervó. Se volvió de repente para preguntar a Annette... y descubrió que ésta se había ido. Pasó algún tiempo antes de que llegara Rowan, y ella vio con sorpresa que volvía a llevar su propia ropa. ― ¡Pero... yo te vi con un sombrero azul y un traje azul, entrando en el Pollo Real! ―exclamó cuando él entró―. ¿Cómo es posible-..? De pronto los ojos de él le ofrecieron una mirada fría. ―Te equivocaste, Charlotte. No he estado cerca del Pollo Real. ― ¡Claro que si! Te vi allí. ―En el ocaso, la mirada le juega malas pasadas a uno ―le dijo él con firmeza. Su mirada se desvió hacia las flores, que ahora reposaban en un jarrón de barro que había llevado una criada―. Tampoco he saldado todavía nuestra cuenta en el Pollo Real. Decías que la habitación anterior tenía mala ventilación; es posible que la prefieras a ésta que con las ventanas abiertas puede oler a pescado, ya que está más cerca del muelle y las varinas desfilan constantemente por delante. Puede que prefieras regresar
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al Pollo Real. ― ¡OH, no, por supuesto que no! Y no entiendo... ―Empezaba a dudar de que hubiese visto a Rowan. Había sido apenas un vistazo; ¿no podía tratarse de algún otro que se pareciera a él notablemente?―. No entiendo por qué le pediste a Annette que me trajese aquí, y por qué.-, Se interrumpió cuando él levantó la mano. ―Charlotte ―dijo―, ahórrame todo esto. He recibido un mensaje del hombre con quien debía encontrarme aquí. Parece que sus planes han cambiado, y puede que deba viajar―tal vez mañana― a Évora ―Y entonces, ¿por qué cambiar de posada? ―Charlotte estaba desconcertada. ―Si nos vamos tan pronto de Lisboa, ¿por qué...? ―Ya había hecho las reservas aquí cuando me enteré ―cortó él-, Y al buscar comodidades aquí, me encontré con algunos ingleses que me pareció podían agradarte. Se alojan aquí ―un poco más allá, en este corredor―, y nos reuniremos con ellos abajo, para cenar ―consultó su reloj de oro―, dentro de cinco minutos. ― ¿Qué? ―Exclamó Charlotte, encantada con la idea de conocer a personas que ―era de esperar― nunca hubiesen oído hablar de los Talybont. Tal vez, se dijo, mientras se apresuraba a alisarse el cabello y a prenderse todos los corchetes debidamente, el episodio había terminado por fin, y los Talybont y Annette desaparecerían de la vida de ambos. ― ¿Estás lista? ―preguntó él, impaciente. ―Si... no, no encuentro mis guantes. Vi que Annette los recogía, y pensé que los había puesto en la cama, aquí, pero hay uno solo. ―No importa, Charlotte, no debemos hacer esperar a nuestros nuevos amigos- Si perdiste uno de tus guantes, lo buscaremos mañana... primero en esta habitación y después, si es necesario, en el Pollo Real.
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Así censurada, Charlotte salió corriendo de la habitación, después de lanzar una última mirada desesperada al guante que reposaba en la cama. Los ingleses se llamaban Milord. Eran de Lincoinshire, y ése era el primer viaje que hacían a Europa. Formaban un grupo de nueve personas, pero Charlotte sólo conoció a tres, porque la doncella y los cinco niños cenaban arriba, en su habitación. Pero Presión Milroyd, su rolliza esposa, Alice, y la hermana de él, Mary, se mostraron muy agradables y cordiales, aunque un tanto apagados. A pesar de su bigote caído y su expresión adormilada, Presten Milroyd podía considerarse un gran personaje, y después de la cena aceptó de buena gana la proposición de Rowan, de «recorrer el centro» mientras las damas «sorben vino y descansan aquí, en la posada». ― ¡Tal vez las damas también quieran «recorrer el centro»! ―dijo Charlotte con acidez, y se sintió desilusionada cuando las dos damas Milroyd rieron entre dientes, tomando su frase como una broma. Presten Milroyd se atusó el bigote y miró a Charlotte con tolerancia. ―Tú esposa vuela alto ―dijo a Rowan con voz jovial―. ¡Bien, no nos esperen levantadas, señoras! ―No, no esperen levantadas ―dijo Rowan a Charlotte con una mirada apaciguadora, que fue recibida con un movimiento brusco de la cabeza-¿Por qué siempre se iba a alguna parte?, se preguntó. ¿Adonde iba todas las noches? Se sobresaltó al darse cuenta de que una de las damas Milroyd estaba hablando, y trató de volver en si. ― ¿Prefieres el punto de cruz? ¿O quizá te agrada el ganchillo? Por mi parte, encuentro más satisfactorio el bordado, ¿no es verdad, Alice? Comenzaba una velada muy aburrida, pero eran los primeros ingleses que conocía allí, exceptuados los Talybont, y Charlotte hizo un sincero esfuerzo por
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simpatizar con ellos. Se despidieron calurosamente ante su habitación, emitieron leves cloqueos referidos a «poner a salvo a la novia en su cuarto» y se encaminaron hacia sus propias habitaciones, que, según entendió ella, eran de ellos las de todo un lado del piso en la posada. Charlotte registró todos los rincones de la habitación, pero en su búsqueda no halló el guante que faltaba. Por último se acostó, pero no a dormir. De cuando en cuando se levantaba e iba hacia la ventana, y veía grupos de alborotadores, abajo, en la calle, tambaleándose en dirección a sus respectivas posadas. Rowan tenía razón, pensó con amargura: de noche, Lisboa era una ciudad de hombres. Las únicas mujeres que había visto esa noche en las calles eran evidentemente prostitutas. Rowan llegó al alba y la encontró Todavía despierta. ― ¿Qué diablos habéis hecho tú y Preston Milroyd todo este tiempo? ―preguntó, y Rowan rió. ―Bebimos, contamos historias, recorrimos las tabernas. Preston Milroyd es un hombre de grandes dotes. No podía parar de contarme historias temerarias de sus aventuras juveniles en Lancashire. ―Ahogó una risita. ―No pude encontrar mi guante ―dijo Charlotte, hosca. ― ¿No? Entonces debemos correr al Pollo Real, enseguida, y buscarlo. Milroyd está abajo, en el vestíbulo... no logró subir por la escalera. ¡Te acompañaremos, mi dama! ― ¿A esta hora? ―Charlotte se preguntó si estaría un tanto bebido. ―Por supuesto que a esta hora. Pagaré mi cuenta antes que la camarera descubra que la habitación está desocupada y el posadero considere que me he ido a la francesa; encontrarás tu guante y regresaremos a tiempo para desayunar con las damas Milroyd;
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¡según me dice Preston, las dos se levantan temprano, con el canto del gallo! Charlotte casi no podía creer que saldrían al alba en busca de un guante. Se vistió deprisa y fue arrastrada al Pollo Real por un Milroyd semidespierto y tambaleante, y por Rowan, que con el aire de fuera pareció estar tan fresco como la mañana misma, a no ser por un cierto brillo excesivo en los ojos. En el Pollo Real irrumpieron ante una escena asombrosa. Katherine Talybont, en bata de raso rojo, con las largas trenzas oscuras cayéndole sobre los hombros, se encontraba en el centro de la habitación. Estaba de espaldas a ellos cuando entraron en el salón, y emitía un agudo gemido. Alrededor de ella, muchos hombres removían los pies y parecían turbados... entre ellos el posadero, varios lacayos, algunos que parecían clientes de la posada y dos que daban la impresión de ser miembros de la policía local. ― ¿Qué ha sucedido? ―exclamó Charlotte. ―El caballero inglés, Eustace Talybont, está muerto ―dijo con gravedad el posadero, que al verlos entrar se había dirigido con rapidez hacia ellos―. Asesinado por un asaltante, ante mi puerta principal, lamento tener que decirlo, aunque no quedó claro si entraba o salía, y la dama parece demasiado histérica para ayudarnos en ese sentido. Su cadáver está arriba, pero su esposa se niega a subir. Ya viene un médico hacia aquí, y abrigamos la esperanza de que pueda convencerla. ― ¿Y atraparon a ese asaltante? -preguntó Rowan. ―OH, no hizo falta. Parece que el propio Talybont lo mató. Los encontraron fuera tendidos juntos. Hemos llevado arriba el cuerpo de Talybont y depositado el del asaltante fuera. Resultará terrible para los huéspedes mirar por la ventana y verlo ahí. Esperamos que las autoridades vengan y se lo lleven. ―Terrible ―hipó Milroyd-. Terrible.
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―He venido a pagar mi cuenta, pues nos reunimos con algunos amigos en otra posada ―dijo Rowan al posadero. ―Me temo que en el día de hoy habrá muchos que buscarán otra posada. ―El posadero suspiró―. Después de lo que ha sucedido aquí. ― ¿Cuándo pasó eso? ―Hacia el alba, suponemos. Los Talybont habían tenido alguna discusión en el lugar en el cual cenaron, y la esposa ―señaló la espalda de raso rojo de Katherine― dejó a Talybont y volvió a la posada en un coche, con algunos otros miembros de su grupo, que se fueron temprano- Talybont regresó mucho más tarde... y parece que no llegó a entrar. Pensamos que ese asaltante debía de haber estado acechando para lanzarse sobre alguien en la oscuridad. ― ¿Oscuridad? ―Preguntó Rowan con aspereza―. Pero hay un farol fuera, en la posada. El posadero suspiró. ―Se había apagado ―o bien el asaltante logró apagarlo―, porque había mucha oscuridad afuera, y el cuerpo de Talybont fue hallado cuando uno de los criados, al ver que la lámpara de fuera no estaba encendida, salió y tropezó con los cadáveres. Suponemos que el asaltante, al ver que Talybont se acercaba a la puerta, le agarró por detrás y le clavó una daga en el pecho. Pero como Talybont era rápido, sacó su propia daga mientras agonizaba, la clavó en el costado del atacante y la empujó hacia arriba. Todo ocurrió en silencio. Nadie oyó nada en el vestíbulo. Nos llevó mucho trabajo quitar la sangre. Eso... Charlotte se estremeció. ―He perdido mi guante ―interrumpió, deseando irse del lugar lo antes posible―. Mientras pagas la cuenta, Rowan, subiré a buscarlo. -Ya se iba cuando
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Rowan la llamó. ―No, espera, Charlotte ―dijo con voz áspera―. Te acompañaré en cuanto haya pagado. Su apremiante llamada a Charlotte llegó en apariencia hasta Katherine, como no había ocurrido en el caso de la conversación en voz baja con el posadero. Su agudo gemido se cortó de modo tan brusco, que el salón quedó sumido de pronto en un silencio profundo. Ella pareció erguirse, y apartó a un lado un objeto que le tendían. ―Esta no es la daga de mi esposo. ¡Mi esposo no tenia una daga! ―Empujó el hombro del hombre que le cerraba el paso- Este se apartó de prisa y Katherine cruzó el salón y se detuvo delante de Rowan. No veía a nadie más. ― ¡Tú lo has hecho! ―Jadeó―, ¡No podías soportar el verme feliz! ―Echó el brazo hacia atrás y le asestó una bofetada en el rostro. Rowan ni siquiera dio un respingo. ―Kate, estás histérica ―dijo con sequedad―. Con hacer una escena no harás que Eustace vuelva a la vida. Durante un momento dio la impresión de que ella se desvanecería. Vaciló sobre sus pies. Luego giró y llamó al grupo, ― ¡Este es el hombre! ―Exclamó―, ¡Este es el hombre que mató a mi esposo... no el lacayo de fuera! ¡Vaya, asaltante! ¿Fue robado mi esposo? ¡No! ¡Les digo que los dos fueron asesinados... por Rowan Keynes! ―Señaló a Rowan con un gesto dramático. Inquietos, los hombres se dirigieron hacia Rowan. Charlotte recuperó el habla. Rowan no se defendía... ¡Ella debía defenderlo! ― ¡Esta mujer está loca! ―gritó―. Mi esposo y yo pasamos toda la noche con este caballero y su familia en el Pico de Hierro. ―Tomó a Milroyd del brazo, como para
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presentarle―. Y después que las damas se retiraron, los dos salieron hasta el alba... hasta que vinimos aquí, en realidad. ―Es cierto. ―Milroyd asentía―. Hay muchísimos testigos. Katherine le miró. De pronto pareció derrumbarse. ―Asesino ―susurró, mirando a Rowan con furia―. ¡Arderás en el infierno por lo que hiciste esta noche! ―No cabe duda de que el demonio nos encontrará a los dos, Kate. Pero si alguien me acusa de haber asesinado a Talybont... ―su voz resonó con fuerza y su cabeza morena giró alrededor, desafiando a los presentes―, encontrará a decenas de personas que nos recordarán en las tabernas que estuvimos hasta el alba cuando vinimos aquí. ― ¡Y yo te diré dónde encontrar a esas decenas ―hipó Milroyd―, porque a cada uno de ellos les pagué un trago! ―Agitó un dedo hacia la oficialidad y se puso a enumerar las tabernas que habían visitado y los nombres de algunos de los hombres con quienes habían conversado. Rowan, satisfecho porque no podía ser acusado de nada, a despecho del estallido de Katherine, contaba el dinero en la mano del posadero. Cuando terminó dijo a Milroyd: ―Nos encontraremos delante. Debo llevar a Charlotte arriba, para buscar su guante perdido- Una camarera les salió al encuentro delante de la puerta de su dormitorio. ― ¿Es verdad, señor, que la gente de este corredor fue asesinada esta noche y que la doncella de la dama ha huido? ―preguntó, con los ojos muy abiertos. ―No, sólo el caballero fue asesinado ―respondió Rowan irritado―, ¿Y cómo saben que la doncella huyó? ¡Es temprano, tal vez encontró una cama más mullida en otro lugar de la posada y no quiere abandonarla!
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La camarera contuvo una risita y Charlotte le dirigió una mirada de desagrado. Ella estaba todavía impresionada por lo que había sucedido abajo. ―Abre la puerta, por favor, Rowan ―dijo con sequedad―-No tengo la llave. El guante bronceado yacía en la cama, donde en apariencia lo había dejado Annette. Charlotte lo miró, confundida. Tenía el claro recuerdo de que la colcha había quedado alisada y sin nada encima cuando se fue el día anterior. Recogió el guante. Uno de los dedos parecía estar rígido, relleno de algo. Antes que pudiese investigar, Rowan tomó con suavidad el guante de entre sus manos. ―Me encargaré de esto hasta que regresemos al Pico de Hierro ―le dijo con serenidad―. No podemos permitir que se pierda de nuevo- ¡Dios sabe qué nuevas emociones nos están reservadas! ―No entiendo por qué te acusó Katherine ―dijo Charlotte, insegura―. Quiero decir, habrías podido matarle en un duelo, pero no... no de esa manera. Fue espantoso, por su parte. ―Si, Katherine ha tenido sus momentos espantosos ―asintió él, alegre―. Ven, saldremos por la puerta lateral y evitaremos otra escena con ella. Charlotte le siguió con desgana, porque de ese lado había un cadáver. Un criado de aspecto torvo estaba de guardia junto a él. Ella trató de pasar con rapidez, pero se vio detenida cuando Rowan se puso a mirar el cadáver. Yacía, inmóvil, con su vestimenta parda manchada por el viaje, con un gastado tricornio sobre la cara, para ocultarla de la vista de quienes pasaban. Con movimientos deliberados, Rowan se inclinó y apartó el tricornio, para mirar el rostro muerto. Cuando quedó a la vista, Charlotte pensó por un instante que estaba a punto de
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desvanecerse. El hombre allí tendido era el mismo a quien Rowan había mirado con tanta atención en los muelles, antes de comprarle a ella el enorme ramo de flores que ahora adornaba su nueva habitación. En ese instante Milroyd dio la vuelta a la esquina de la posada y se unió a ellos. Bajo el claro aire de la mañana recuperaba la sobriedad. Contempló con curiosidad el cuerpo del atacante. ―Un tipo de aspecto de malvado, ¿no? ―comentó, alegre. Rowan asintió y dejó caer de nuevo el sombrero, para tapar la cara del muerto. ―Malvado -asintió. ―Espantoso, lo de esa mujer, de acusarte del asesinato de su esposo ―dijo Milroyd mientras viajaban hacia la posada del Pico de Hierro― Pobre criatura histérica, no debía de saber lo que decía. ―Katherine estaba abrumada -dijo Rowan-. Éramos prometidos, y ella tiene un carácter vengativo. Me temo que su estallido ha sido muy penoso para Charlotte. -Miró a su pálida y joven esposa, sentada en silencio junto a él. Cuando por fin quedaron solos, de nuevo en la gran alcoba delantera del Pico de Hierro, Charlotte dirigió a su esposo una mirada penetrante. ―Rowan ―dijo-, ¿qué hiciste? ¿Qué te he ayudado a hacer? El la contemplaba con una expresión poco definida. ―Charlotte ―dijo, y había sinceridad en su voz―, no he hecho nada. Te juro que no conocía a ese atacante que tendió una emboscada a Eustace Talybont. Su voz tenía tal acento de veracidad, que Charlotte no pudo dejar de creerle. ― ¿Me juras ante Dios que nunca habías visto a ese hombre? ― interrogó. ― ¿Que si lo vi antes? Claro que lo vi. Lo vi ayer por la mañana, en los muelles...
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y tú también, creo. Se encontraba allí, en medio de esa abigarrada muchedumbre, como un extraño en un país desconocido, y durante un momento pensé que le conocía de antes. Pero no era así. ―Pareció casi apenado―Ahora le eché una buena mirada, y es un desconocido para mí. ―Y Annette no está ―agregó ella con amargura. ―Eso no lo sabemos. ―Parecía impaciente―. Pero dadas las circunstancias, creo que me mantendré alejado del Pollo Real. No quiero que parezca que conspiro con la doncella de Katherine Talybont. Charlotte cerró los ojos. Tenía que creerle. Debía hacerlo, o enloquecería. Pero el recuerdo de la imagen de Rowan ―o de un hombre que se le asemejaba muchísimo― con traje azul y sombrero, exactamente iguales a los de Eustace Talybont, entrando el día anterior en el Polio Real, no la abandonaba. Palpó el guante dorado que Rowan le había devuelto. Todos los dedos estaban flexibles ahora... vaciados de lo que había contenido el guante. Contra su voluntad, empezó a sentir miedo. ―Charlotte -Rowan interrumpió sus pensamientos―. Me alegro de que hayamos trabado amistad con los Milroyd, porque me tranquiliza dejarte al cuidado de ellos. ― ¿Dejarme? ―Sintió vértigos. ―Sí. Ya te dije que debo ir a Évora El viaje resultaría arduo para ti, y como no cabalgas, arduo para mi también. Regresaré dentro de una semana, quizá dos. He pagado el alojamiento por anticipado, y te dejaré dinero- Milroyd ha prometido cuidarte. ― ¿Cuándo te vas? ―Esta tarde... pero no te preocupes, primero te llevaré a comer, y después de eso Milroyd quiere que le aconseje sobre unos azulejos que desea enviar a su finca de
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Lincoinshire. El almuerzo no parecía ser el problema... el mundo giraba a demasiada velocidad para el gusto de ella. ― ¿Que les diré a los Milroyd? ―preguntó―. ¿En cuanto al motivo de que te vayas de manera tan repentina? ―OH, diles que tiene que ver con una herencia, y que me preocupé al enterarme y no te dije nada porque todavía no puedo creerlo yo mismo, y que si resulta cierto quiero darte una sorpresa. Era tan desenvuelto, pensó ella, azorada. Las mentiras le brotaban con tanta facilidad. Pero acompañar a su esposa durante el almuerzo y ayudar a Milroyd a elegir azulejos no era lo único que Rowan había decidido hacer ese día. En verdad, Charlotte y él lo pasaron a la vista de todos, yendo a todas partes. Charlotte tenía la incómoda sensación de que el motivo de que Rowan la acompañase a tantos lugares era el de que deseaba... ser visto. Tal vez para parecer un hombre ajeno a todo reproche, con la conciencia limpia. Y el día fue avanzando hacia el ocaso... Los faroles ya estaban encendidos y las velas parpadeaban en candelabros cuando Rowan, que miraba lúgubre por la ventana de la alcoba, hacia el patio de abajo, anunció que a pesar de lo avanzado de la hora, debía ponerse en marcha. -¿Qué? ―Charlotte se sobresaltó―, ¡No irás a viajar de noche! -En su mundo, los viajeros partían al alba. Nunca a la luz de la luna. -Cuanto antes me vaya, antes regresaré ―replicó él. Y casi al terminar de hablar, salió; ella oyó sus pasos que repercutían en el corredor y desaparecían escaleras abajo. Permaneció ante la ventana del Pico de Hierro y le vio salir al patio. Un vago círculo de luz de las ventanas le reveló montado en un caballo que parecía recién
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llevado hasta allí. Mientras ella miraba, él se alejó calle abajo, y antes de desaparecer de su vista otro jinete salió de las sombras más densas y se unió a él. Charlotte se asomó por la ventana, tratando de ver. Los dos caballos, que avanzaban con vivacidad, pasaron ante un farol que brillaba frente a una taberna, y durante un momento los dos jinetes resultaron visibles. Había algo de familiar en la otra figura. Charlotte contuvo el aliento. Aunque el jinete iba vestido como un hombre, era una mujer. Una mujer ágil, que montaba casi como lo habría hecho un pilluelo. Annette. Charlotte cerró los ojos. Lo que existía entre Rowan y la francesa se remontaba a mucho tiempo atrás... y llegaba hasta el presente y quizá se prolongaría en el futuro. Y ellos, juntos -Annette y Rowan-. ¿Habrían matado a un hombre la noche anterior? Cuando abrió los ojos, el mundo pareció haberse oscurecido. CAPITULO 19 En los días que siguieron a la partida de Rowan, Charlotte se interrogó a fondo... y no llegó a conclusión alguna. Rowan era un hombre misterioso... y tal vez mortífero, Pero le había salvado la vida dos veces, ejercía sobre ella una poderosa atracción física, y en el fondo del corazón estaba segura de que la amaba. Los Milroyd la ayudaron mucho. Siempre estaban ahí, instándola a salir con ellos a dar algún paseo. Feliz de alejarse de sus pensamientos obsesivos, Charlotte les acompañaba de buena gana. Los Milroyd nunca se cansaban. Sus ávidos pies recorrieron las que a Charlotte le parecieron por lo menos cien iglesias
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resplandecientes, de elegante arquitectura manuelina. Y el tiempo no les arredraba. Impávidos frente a las neblinas, tomaban el musgoso camino de Sintra. En dos ocasiones se extraviaron en la bruma cada vez más densa y en una oportunidad las damas se apearon de un gran carruaje alquilado, que Presten Milroyd había insistido, imperioso, en conducir sin un guía, y lanzaron chillidos cuando varios lagartos corretearon de pronto por sus pies. Encontraron de nuevo el rumbo en una residencia real del camino, al ver de pronto que el palacio rococó de Queluz se erguía en medio del silencio blanco. Y al final, cuando aspiraban la fragancia de las magnolias ―un aroma un tanto apagado por el olor húmedo del musgo y de la corteza mojada―, un repentino cambio de los vientos desgarró la bruma y les mostró las losas húmedas y las calles tortuosas de Sintra, y erguidas en las alturas las ruinas del castillo de piedra del siglo VI que los moros también habían considerado inexpugnable... hasta que cayó en 1147 junto con los demás, Charlotte trepó por el camino de los centinelas, con su amplia vista del mar martilleando contra la costa. En la cima, sin aliento, trajinaron por entre zarzas y enredaderas, y ahuyentaron a los pájaros que anidaban en sus almenas. Los propios Milroyd, tan exuberantes, guardaron silencio ante la vasta soledad del lugar, y se estremecieron ante el sonido del viento que gemía a través de las cisternas vacías. Para Charlotte, que miraba la llanura de abajo, con los pies posados en una piedra en la cual una lejana muchacha morisca habría debido ponerse de puntillas para besar a su amante, las ruinas eran algo más que un simple recordatorio de que los conquistadores aparecían y desaparecían. Era un recordatorio de que el pasado no volvía. Su mirada pensativa encontró lejano el brillo azul del mar. En alguna parte, ese mar lamía otras playas, en algún lugar bañaba las de la costa
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inglesa donde había dejado a un amante que no regresaría. Los ojos se le empañaron y le dolió el corazón por Tom. -¡Charlotte, estás soñando! -exclamó Alice Milroyd, cerca―. Presten dice que si nos damos prisa podríamos tener tiempo de ver el monasterio abandonado sobre el que nos habló... el que tiene las celdas tapizadas de corcho para que no penetre la humedad. Siempre se podía contar con que los Milroyd la devolviesen al presente de todos los días... y en ese momento Charlotte se sintió muy agradecida. Había dedicado mucho tiempo, en esos días, a pensar en Tom, y lo sabía. Quizás era su defensa contra sus temores respecto de Rowan, se dijo. Escuchaba a medias cuando, al bajar del Gástelo dos Mouros, Alice Milroyd le dijo con alegría que Sintra era el lugar donde el rey Joao había sido sorprendido, hacía tiempo, besando a una de las damas de compañía de la reina y juró con desenfado que el beso era por bem, lo cual significaba «sin consecuencias»... y esas palabras se incorporaron al idioma. -Ojalá algunos de los besos de Presten fueran «sin consecuencias» ― susurró a Charlotte, riendo, inclinada hacia adelante-. ¡Parece como si todas las veces que Preston se digna a acompañarme en la enorme cama de casa, vaya a tener otro hijo! Ah, pero pronto tendrás tus propios hijos, y sabrás de qué hablo ―agregó con tono de conspiración. Charlotte la acompañó en su risa, pero la de ella era tibia. En los últimos tiempos se interrogaba acerca de las «consecuencias» de sus propias actividades a altas horas de la noche. En los últimos días sentía náuseas, y se preguntaba si eso significaba algo. Pero los Milroyd debían partir pronto, y llevaron a Charlotte consigo en su
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«último viaje», como lo llamaron, a recorrer la costa rocosa del oeste de la ciudad, dejando atrás la estructura de cuento de hadas de la poderosa Torre de Belem, lamida por las aguas del Tajo, con rumbo a Estoril y Boca do Inferno, deteniéndose a pasar la noche en el camino. Charlotte no se sentía bien la mañana en que despertó en la pequeña posada de postigos verdes del camino a Estoril, y el zarandeo del viaje con el coche duro, salvo cuando avanzaron por las blancas arenas de la playa, no la hizo sentirse mejor. Y cuando, entre las exclamaciones de los impresionables Milroyd, miró, presa de vértigo, el aterrador abismo que llamaban Boca do Inferno, viendo abajo un horrible remolino donde las aguas del mar se convertían en un torrente cremoso, cuando eran succionadas, sintió que la invadía una súbita oscuridad, y cayó al suelo. Los Milroyd se reunieron alrededor de ella, solícitos. Insistieron en que era preciso encontrar sombra y sales aromáticas, y aflojarle los cierres del vestido y buscar agua para mojar un pañuelo con el cual cubrirle la frente. Y Alice Milroyd susurró con picardía, mientras el mundo volvía otra vez a ella, aunque todavía era presa de la negra náusea: -¡Ah, éste es tu primer hijo... ya te habituarás, como me pasó a mí! Reza para que no sean mellizos... ¡mi hermana mayor los tuvo por partida doble, unos detrás de los otros, sin contar que ya tenia once! ¡Su casa es un constante bullicio! Charlotte se irguió, asombrada de que la náusea que la había invadido tan de repente hubiera desaparecido con la misma rapidez. ―OH, no creo que haya sido eso ―dijo con un suspiro. Porque en el fondo del corazón pensaba que era la imagen de esas aguas que caían en cascada, rocas abajo, que le había recordado al Risco Kenlock y a la blanca cascada de muerte que había hecho pedazos el cuerpo de Tom en alguna parte, fuera
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del alcance de su visión. Cerró los ojos ante el penoso recuerdo. -Está bien -dijo Alice Milroyd, confortándola-. Recuéstate contra esas rocas y descansa un rato. Pronto te sentirás mejor. Pero el verano terminaba y los Milroyd debían volver a casa, a Linconshire, y según le dijo Alice Milroyd en forma confidencial, temía estar embarazada de nuevo, y no quería que sucediera nada que la obligase a guardar cama y terminar teniendo el último hijo en un país extranjero. Se despidieron con cariño de Charlotte, en el barco, y desaparecieron de su vida para siempre. Y Charlotte, ahora sola, pues no había conocido a nadie por intermedio de los Milroyd, hacía largas caminatas y cenaba en silencio, en la posada, y hacía frente a la verdad: Estaba embarazada. Existían todas las señales. Y el candente interrogante: ¿El hijo era de Rowan? ¿O de Tom? Y si el niño se parecía a Tom, ¿lo aceptaría Rowan? Los días pasaban volando, y ahora había algo más de frió en las brisas que llegaban del Atlántico. El otoño se presentaba en Lisboa, y Rowan no había regresado aún. Comenzó a interrogarse y a preocuparse porque tal vez no volvería, O quizá le había ocurrido algo. ¿Y entonces, qué? Empezó a lamentarse por no haber pedido a los Milroyd que la dejaran acompañarlos a Inglaterra, quizá como institutriz... aunque dudaba de que lo hubieran hecho; sin duda se habrían reído de la idea de que Rowan no regresara a ella. Pero no fue Rowan quien volvió al Pico de Hierro... sino Annette. Annette esperaba en la habitación de Charlotte, un día, cuando ésta regresó de una de sus caminatas solitarias por las angostas y retorcidas calles con balcones de hierro de la Alfama. Charlotte abrió la puerta y se detuvo en seco al ver a Annette sentada en la cama. Por cierto que debía de haber estado reclinada un momento antes,
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porque la almohada, que estaba esponjada cuando Charlotte salió, se veía ahora arrugada y con la huella de la cabeza que reposó en ella. ― ¿Qué...? -comenzó a decir Charlotte, cuando Annette la interrumpió con un gesto imperioso hacia la puerta. ―Primero cierre la puerta, madame. Charlotte cerró la puerta y avanzó hacia Annette. ― ¿Dónde está mi esposo? ―preguntó con voz tensa. ―Por desgracia no pudo venir por usted, madame. Me envió a mí en su lugar. Había estado en lo cierto en relación con ellos... estaban confabulados en alguna cosa sucia. Charlotte sintió vértigos. ― ¿Por qué? Dime por qué ―logró decir. Annette suspiró. ―Tiene derecho a preguntar por qué, madame, Y estoy segura de que sospecha cosas terribles de mi... Rowan me lo dijo. ― ¡Sospecho que tienes algo que ver con el asesinato de Eustace Talybont! ―Ah, ahí tiene. Pero por eso huí... Por lo que había ocurrido antes. El tono de Annette era convincente, Charlotte se dejó caer en una butaca. ―Qué te parece si me lo cuentas todo. ―Después que la mujer de Talybont salió de su habitación esa noche, volvió hecha una furia y armó un alboroto... pude oírla a través de la pared. Y luego entró en mi habitación y me dijo que sabía que yo había vivido en otro tiempo en el bosque, en Francia, y se puso a preguntarme acerca de los hongos venenosos... si podía distinguir los buenos de los malos. Creo que tenía la intención de matarles a los dos. La rápida exclamación entrecortada de Charlotte resonó con fuerza en el súbito silencio.
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―Pero sin duda estás equivocada ―exclamó―. ¿Por qué tendría que haber llegado a esos extremos? ―No se volvía más joven con el tiempo. Si Eustace Talybont reñía con ella, la abandonaba, quedaría sin fondos, pues no poseía dinero propio y los padres de él no le habían dado nada. El usaba una pequeña herencia que le había dejado un tío. Y ella temía un duelo que le dejaría muerto y a ella sin dinero. ―Si, Katherine había mencionado eso. Su temor por un duelo era muy real. ―Fue más lejos, madame. Después que se fue, al día siguiente, encontré una nota en la cual me preguntaba si podía procurarle los elementos de los cuales habíamos hablado la noche anterior... se refería a si podía conseguirle los hongos venenosos. ―Annette contaba ahora con la atención total de Charlotte―. A esa altura me di cuenta de que no se detendría ante nada y que de alguna manera lograría complicarme, tal vez como chivo expiatorio, y supe que tenía que irme, regresar a Francia. Descubrí la nota después de dejar a Rowan, y quería prevenirle... ― ¿Por qué no me lo dijiste a mi? ―Interrumpió Charlotte―. ¡Yo estaba allí, en el carruaje, contigo, y no me dijiste ni una palabra! ―Temía que se pusiera histérica y armara tal alboroto, que no pudiera huir -admitió Annette-. Por eso dejé una nota para Rowan en su guante. ¡El guante que había bailado en la posada, con un dedo rígido, relleno! En aquel momento Charlotte había estado segura de que contenía un mensaje. ―Ya tenía un caballo esperándome cuando la dejé. Me dirigí enseguida hacia el norte, pero mi caballo era mediocre. Rowan me alcanzó en Coimbra... me sorprendí al verlo. ―Pero él iba a Évora, y Évora está al este ―dijo Charlotte con sequedad.
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―Lo sé, madame ―suspiró Annette―. Pero el hombre con quien debía encontrarse en Évora había muerto cuando él llegó, y cabalgó hacia el norte muy de prisa. Fue una gran suerte que nuestros caminos se cruzaran, porque nos deslizamos juntos a España y yo pude ayudarle allí. ― ¿Y dónde está Rowan ahora? ―En algún lugar del mar, madame. Tuvo que volver rápidamente a Inglaterra, y se embarcó en Oporto. Me envió a Lisboa con dinero para su pasaje. Dilo que debía ponerla en el primer barco que viajara a Londres, y que debe preguntar por él en la Posada del Ganso Verde, en Southwark. La esperará en Londres. De modo que si era posible creer a Annette, ella y Rowan eran inocentes del asesinato de Eustace Talybont. Charlotte se había equivocado en cuanto al jinete de negro, en cuanto a que el hombre del traje azul y el distintivo tricornio azul era Rowan. Todo quedaba explicado... ―Annette ―dijo en voz baja―. ¿Por qué haces todo esto por Rowan? Annette se tomó un largo tiempo para responder. Una sonrisita triste le curvaba la dura boca. Luego: ―Me parecía que lo había adivinado, madame. Amo a Rowan. Lo amé desde el momento en que le conocí, desde el día en que me salvó la vida en Marsella. Charlotte lanzó un largo suspiro. Suponía que lo había sabido desde siempre, pero ahora estaba ahí... a cara descubierta. ―No tiene por qué preocuparse, madame- Todo terminó, hace mucho tiempo, entre Rowan y yo. ―Una sombra de avidez pasó en ese momento por sus ojos, con tal intensidad, que Charlotte pensó, con súbita compasión; «Pero para ti nunca terminará, ¿no es cierto, Annette?». ―Harías cualquier cosa por él, ¿no es verdad, Annette? ―preguntó con suavidad.
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―He hecho toda clase de cosas por él, madame ―fue la triste admisión de Annette. Y si, volvería a hacerlas. ―Eres una amiga fiel, Annette. ―Charlotte se inclinó hacia adelante―. Rowan todavía no lo sabe, por supuesto, pero vamos a tener un hijo. En el semblante de Annette se dibujó una expresión de repentina y desnuda envidia. Desapareció enseguida. ―Me alegro por los dos, madame. Pero en cuanto a mí, no puedo quedarme en Lisboa. He reservado su pasaje, madame, en el Corworant, y le traje una capa, para que pueda salir de la posada por la noche y subir a bordo. Rowan no querría que la siguieran. Otra vez la sombra del peligro que parecía seguir a Rowan adondequiera que ella iba. -Gracias, Annette -dijo Charlotte. Y esa noche, cuando, envuelta en una larga capa negra, en los muelles de Lisboa, estaba a punto de subir a bordo del mercante que viajaba a Londres, el Cormorán!, se volvió hacia Annette, impulsiva―, ¿Te veremos en Londres? Siempre serás bienvenida. Annette negó con la cabeza- No, madame ―dijo en voz baja-. Creo que ahora saldré de la vida de Rowan. Seguiremos nuestros caminos por separado. Viajo a París, donde probablemente abriré un establecimiento de sombrerería, porque estoy cansada de peinar a mujeres. Y es posible que ahora que va a tener una familia, la vida de Rowan siga otra dirección. Le deseo lo mejor, madame. -Y yo a ti, Annette -dijo Charlotte con cariño-. Te agradezco todo lo que hiciste por Rowan... todo lo que hiciste por nosotros. -Una sola cosa. -La voz de Annette cambió un poco, y Charlotte, a punto de salir, regresó-. Hágalo feliz. -Había una nota de advertencia en sus palabras.
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-Lo intentaré. ―Charlotte le sonrió. Entonces Annette se fue, en la oscuridad. Charlotte se quedó mirándola, con un viento intenso agitándole el cabello dorado... el mismo viento vivo que hincharía las velas del Cormorán y la conduciría de regreso a Inglaterra. Dudaba volver a ver alguna vez a Annette Flambord. CAPITULO 20
Londres, Inglaterra, otoño de 1752
Londres no era todo lo que esperaba Charlotte. El viaje de vuelta a Inglaterra había parecido interminable, sólo animado por la alegre conversación de un cuarteto de estudiantes de Cambridge que habían sido turistas veraniegos en Portugal y ahora regresaban a sus hogares, tarde, bronceados por el intenso sol portugués y estallando en deseos de contarle a ella ―y a quien quisiera escucharlos― lo relacionado con su viaje, el primero que hacían al exterior. En su preocupación respecto de Rowan y de su embarazo ― ¡gracias a Dios, todavía no se notaba!―, Charlotte había pensado muy poco acerca de cómo seria la capital de su país, y Londres cayó sobre ella como una sorpresa total. Después de Lisboa, con sus palacios rosados y sus casas pintadas al pastel y sus fuentes de alegres azulejos, era como pasar directamente del verano al invierno, y Charlotte sintió el cambio mucho antes que la Torre de Londres o las Cámaras del Parlamento se elevasen ante ella. Había ahí una fría y gris ciudad mercantil, envuelta en la neblina, barrida por los
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vientos del otoño... un centro de intercambio comercial. No existía un gran aflujo de diamantes y oro de ricas colonias de ultramar. Allí los aprendices se apiñaban y los hombres iban a sus negocios con movimientos y actitudes prácticas. Tampoco el Támesis era como el Tajo, con sus fragatas de velas latinas de colores; allí sobrias barcazas fluviales y majestuosos barcos anclaban o navegaban río arriba, cruzando las peligrosas corrientes del Puente de Londres. Si Lisboa era una ciudad de carruajes, Londres era una ciudad de coches de alquiler, y Charlotte ―en medio de las cordiales despedidas vociferadas por los estudiantes de Cambridge- tomó un simón para ir a la Posada del Ganso Verde, en Southwark, la posada que según Annette le había designado Rowan. Aunque no esperaba que se la recibiese al bajar del barco, dado que las fechas de llegada eran inciertas y el Cormorán había llegado con un anticipo inesperado, resultaba amedrentador apearse de su coche de alquiler ante la Posada del Ganso Verde y no encontrar mensaje alguno para ella. -¿Quién dijo que la esperaba? -preguntó el posadero, un hombre un tanto moreno, cuyos ojos fríos no le gustaron del todo a Charlotte. ―Rowan Keynes ―respondió Charlotte con ansiedad―. ¿Lo conoce? El posadero moreno gruñó. Charlotte no supo si ese gruñido significaba «si» o «no». ―Aguarde aquí ―le dijo él, indicando con un movimiento del brazo el salón-. Veré qué puedo averiguar. Con su equipaje amontonado a su alrededor, Charlotte permaneció sentada casi dos horas antes que el posadero llegara, afanoso, con un gigante de semblante duro, vestido con ropas de color pardo herrumbroso, de quien dijo que era Yates, el criado del señor Keynes.
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Yates nada tenía que decir. Miró a Charlotte de arriba abajo, con pálidos e inexpresivos ojos, y llevó afuera, silencioso, el equipaje, hasta un cochecito de cuero oscuro, Y en ese coche viajaron hasta Grosvenor Square y se detuvieron en el número cuarenta y tres. La fachada lisa no le dijo nada, y Rowan no estaba en casa. -¿Cuándo vendrá mi esposo? -preguntó a Yates. Este se encogió de hombros―Llega antes de lo esperado ―gruñó, como si eso lo explicara todo, y depositó el equipaje cerca de la puerta de delante, como si no fuese a estar allí mucho tiempo. Charlotte hizo una profunda inspiración. -Yates ―dijo autoritariamente―, puedes llevar mis maletas arriba- Estoy segura de que Rowan debe de haber preparado una alcoba para mí. Si no es así, yo elegiré una. Yates le dirigió una mirada penetrante pero, sin comentarios, llevó las maletas arriba y abrió la puerta de uno de los dormitorios principales, dejó el equipaje en el suelo y se fue. Charlotte miró alrededor. Lo que había visto de la planta baja tenía un aspecto opulento, lujoso, y de muy buen gusto: paredes y entrepaños de tonos suaves, alfombras de Oriente, hermosos cuadros. Esa habitación daba la sensación de haber sido decorada hacia poco, y de esperar a su ocupante. No había pertenencias de poco tamaño, ningún objeto personal. Incluso las paredes estaban desnudas de fotos, como si también eso fuese a ser traído después. El ropero del tocador verde, contiguo, se hallaba vacío de ropas. Y los colores la hicieron sobresaltarse: las colgaduras y las colchas del dormitorio, evidentemente nuevas, eran de un carmesí intenso, la alfombra oriental de un carmesí más vivo aún... de ningún modo eran sus colores. Entonces vio algo que había pasado por alto al recorrer sus nuevos dominios: una gran K bordada en la alcoba de raso rojo y una Katherine más pequeña en las esquinas
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de las ricas colgaduras de damasco que llegaban hasta el suelo. Eran los colores de Katherine, ese cuarto rojo flamígero y ese tocador verde intenso. Era probable que Katherine hubiera elegido todo lo que había allí. Charlotte se sentó en la cama, sintiéndose deprimida de golpe. Rowan la había decorado para su prometida, pero no se había molestado en redecorarla para su esposa. Quizá no quería ni siquiera entrar en esa alcoba a la cual había pensado llevar a Katherine. Le recordó, con mucha fuerza, los últimos días de Lisboa, antes que Rowan se alejase, en la noche, hacía Évora Bien, no tenía sentido quedarse allí, abatida. Se puso de pie con vivacidad y merodeó, inspeccionando la casa. Los muebles eran bellos y elegantes... todos elegidos por Rowan, no le cabían dudas, porque el gusto de él era impecable. No vio la alcoba de él, porque su puerta estaba cerrada con llave, lo mismo que el escritorio y la mayor parte de los armarios de abajo. Encontró una temible serie de bastones esloques en un rincón oscuro, que hacían juego con las pistolas para duelo de un cajón de la mesa de la biblioteca... pero eran bastante comprensibles en una época en que los caballeros luchaban por su honor entre sí y apaleaban a los salteadores, salidos de las más oscuras callejuelas. Le habría gustado interrogar a los criados, pero todos ellos parecían haber salido, aunque había una sabrosa olla de guisado calentándose en la cocina. Se preguntó si lo habría preparado el taciturno Yates. Se preguntaba, insegura, si debía comer un tazón del guiso casi parecido a una sopa, cuando oyó que se abría la puerta de la calle. Corrió hacia allí y se encontró con Rowan, polvoriento por el viaje y de aspecto fatigado, que entraba en ese momento. El se detuvo, sorprendido al verla. ― ¡Charlotte! ¡Pero tú no debías venir hasta la semana próxima!
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―Lo sé, pero tuvimos vientos favorables. ―De pronto se sintió tímida ame él; hacía mucho tiempo que no le veía. ― ¿Ya has comido? -Y cuando ella negó con la cabeza-: Bien, te llevaré a cenar y podrás contármelo todo. ―Espera, iré a buscar mi sombrero ―dijo Charlotte, sin aliento. Cuando bajó de nuevo, se dio cuenta de que estaba penetrando de nuevo en su vida, como si nunca se hubiese apartado de ella- Su saludo había sido sencillo, casi descuidado, como si se hubieran separado por unas pocas horas, y no durante semanas enteras. ― ¿Por qué me dijo Annette que me encontrase contigo en la Posada del Ganso Verde, y no en tu casa de Grosvenor Square? ―le preguntó Charlotte, cuando disfrutaban de la cena, a la luz de las velas, en una de las tabernas de moda cerca de Drury Lañe. Rowan, que entre uno y otro bocado había mantenido una conversación ininterrumpida sobre temas triviales, vaciló durante un segundo, y unos postigos parecieron cerrarse en sus ojos oscuros, pero su respuesta fue bastante desenvuelta. ―Había prometido sus vacaciones a los criados en estos días, y pensé que tú y yo podríamos hacer un viaje... para mostrarte el sur de Inglaterra a medida que se aproxima el invierno. Por desgracia -agregó, con la adecuada nota de pena en la voz-, ahora me encuentro demasiado ocupado para eso. Charlotte no podía encontrar peros en su respuesta, aunque tuvo la profunda sensación de que no decía la verdad. Más tarde, cuando la llevó a casa y ella abrió la puerta de la alcoba que tan evidentemente había sido preparada para Katherine, Rowan hizo una áspera inspiración.
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-Pensaba hacer que sacaran todo esto ―dijo con franqueza-. Y lo habría hecho antes que llegaras, si tu barco no hubiera anclado en el puerto con anticipación. Elige tú misma las colgaduras y muebles para esta habitación. Tal vez ése era el momento oportuno. Charlotte le dirigió la sonrisa más atractiva. -Sería fabuloso realizar mi propia elección -admitió. Y después, con tristeza-. Habría podido quedarme aquí con todas estas cosas, sin quejas, ¡pero sería tener a mi hijo debajo de una colcha adornada con la inicial de otra mujer! ¡Ahora tenía la atención total de Rowan! -¿Un hijo? ―murmuró, casi con incredulidad, -Sí, Rowan. Nuestro hijo. En la primavera. -Pues fuese el niño de Tom o de Rowan, Charlotte sentía que debía conseguir que su hijo contara con la certeza de ser aceptado, para que tuviera el amor y la protección de un padre. -Nuestro hijo... ―Ella no supo si él estaba contento o no. De pronto Rowan rió-. Seré sincero contigo. Nunca he dedicado demasiadas reflexiones al hecho de ser padre. ―Miró alrededor con desagrado―. No pasarás tu primera noche aquí, en una habitación que ostenta et sello de otra mujer. Dormirás en mi cuarto, conmigo. Habían dejado atrás ese obstáculo; Rowan no había preguntado cuándo en la primavera- Charlotte se sintió casi aturdida por el alivio. Acompañó a Rowan a su dormitorio, que era una habitación desconcertante. Ya le demostró que la mantenía cerrada, porque tuvo que introducir la llave en la cerradura para abrirla. Los muebles eran bellos, pero si bien los de abajo eran exquisitos, con su elegancia francesa, los de ahí eran más pesados, más robustos, la cama de cuatro postes tenía dosel y era de roble macizo, las cómodas y armarios parecían fortísimos, y... ¿era posible que eso que había
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en una de las ventanas de delante fuese una escala de cuerdas, pendiente de un sólido anillo metálico? ¿Para qué podía servir, a menos que... a menos que Rowan pensara que algún día entraran a su casa, a la carrera, hombres armados, intentaran derribar la puerta de su dormitorio, y necesitase una salida rápida hacia la calle? Apartó la vista de la escala de cuerdas y miró en torno, las paredes cubiertas de mapas. ―Veo que prefieres los mapas a los retratos de familia ―dijo, sonriente. ―Los retratos de familia son para quienes tienen antepasados ―fue la ligera respuesta―. Yo tengo una notable falta de antepasados. Esa noche le hizo el amor con una dulzura que ella no sabía que él poseyese. ―Mi mujer perfecta... ―murmuró, aspirando el perfume de su cabello rubio cuando hundió su cara en él―. Y ahora me darás un hijo... «O tal vez una hija», pensó Charlotte, pero no lo dilo, porque la nueva suavidad de Rowan había otorgado al amor que hicieron esa noche una maravillosa cualidad de ensueño, y no quería romper el hechizo. Pero sólo durmió tres noches en la habitación de Rowan, porque a la mañana siguiente Rowan hizo desnudar la alcoba roja y el tocador verde. El damasco rojo de las paredes fue reemplazado por un delicado empapelado azul y blanco, francés, el artesonado fue pintado de un azul suave, y Charlotte se asombró al descubrir que no sólo se introducía enseguida el frágil mobiliario francés que había elegido en un barco del puerto, sino que hasta las colgaduras de seda azul celeste y la colcha de seda azul se encontraban en sus lugares antes del fin de semana, y que ahora sus pies pisaban una alfombra china azul-violeta, con dibujos de colores, y tan mullida, que sus pies se hundían en ella. No sabía adonde fueron a parar la alfombra carmesí y los muebles que antes había en la habitación. Supuso que habían sido vendidos. De todos modos, lo
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mismo que Katherine, habían desaparecido, y era de esperar que para siempre. Charlotte contaba a Rowan seductores relatos sobre sus exploraciones, con los Milroyd, en los alrededores de Lisboa, cosa que le devolvía a él! el buen humor. ―Fueron muy buenos conmigo. Me agradaría escribirles para invitarlos a que nos visiten ―terminó diciendo ella. Para su sorpresa, Rowan negó con la cabeza. ―Fueron bastante buenos en Portugal ―dijo con un encogimiento de hombros― Y eran personas con quienes podía dejarte. Pero aquí, en Londres, no sirven. «Utiliza a la gente», pensó ella. Y se dio cuenta, con un sentimiento de culpa, que ella también lo usaba a él, pues el hijo que llevaba en su seno podía no ser de Rowan. ¿Y si se parecía? Pensando en eso, inició una cuidadosa campaña. ―Nunca me ha gustado mi aspecto ―le dijo cuando salieron a comprar ropa para ella... pues la necesitaría pronto, con cinturas que pudieran ampliarse. ―Yo pienso que tu aspecto es perfecto ―replicó él, arqueando una ceja hacia ella―. ¿En qué sentido quieres cambiarlo? ―El cabello de mi madre era mucho más claro... blanco como los rayos de la luna, y brillaba al sol. Solía desear que mí cabello fuera como el de ella. -Suspiró―. Mi padre tenía maravillosos ojos verdes, tan claros... Mientras que yo terminé con esta especie de violeta lúgubre. ―Violeta claro ―corrigió él. ―Muy bien, violeta claro... pero habría preferido tenerlos verdes. -Se iluminó―. Quizá el bebé los tenga. En honor a la verdad, el cabello de su madre había sido más oscuro que el de ella,
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y los ojos de su padre eran de un azul intenso... pero no quedaban retratos de ellos. El tío Russ los había vendido con el resto del mobiliario, tiempo atrás, en las Scillies, de manera que Rowan no tendría manera de saberlo. Se sintió tranquilizada cuando éste dijo, con serenidad: ―Si es una niña, espero que se parezca a ti, pero aceptaremos lo que venga. ―Sonrió―. ¡Siempre que no se parezca a Russ! -¡Dios quiera que nunca vuelva a ver su cara! –exclamó Charlotte con violencia. Pero la vio..., la noche siguiente. Fue un mal día para los dos. Las náuseas de la mañana atacaron a Charlotte durante el desayuno y la dejaron temblorosa. Pero el tiempo era perfecto, vivo y soleado, y Rowan insistió en que dieran un paseo por el parque, en un coche abierto, «porque un poco de aire te sentará bien, y además quiero exhibirte con ese nuevo vestido de color verde lechuga que acabo de comprarte». Como lo dijo de esa manera, Charlotte sólo pudo dirigirle una pálida sonrisa y aceptar. A fin de cuentas, pronto estaría tan gruesa, que a Rowan no le interesaría sacarla para «exhibirla». Apenas habían recorrido tres calles cuando fueron saludados por tres jóvenes que zigzagueaban excitados, por entre el tránsito para acercarse al carruaje de ellos. Riendo, Charlotte presentó a dos de los estudiantes de Cambridge que habían animado su viaje de regreso. Cuando se inclinó hacía atrás para despedirse de ellos, Rowan habló con los labios apretados. ―Parece que aprovechaste muy bien tu viaje desde Portugal. Las palabras le llegaron a Charlotte como una bofetada, y una mirada a la dura expresión de él le dijo que imaginaba lo peor.
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―Fue un viaje muy solitario -suspiró-. Me sentí agradecida a ellos por hacerlo soportable. Eran alegres y siempre estaban bromeando. ―Y muy atractivos ―agregó él, tajante. ― ¿De veras? ―Charlotte se hundió aún más en su talante sombrío―. No me había dado cuenta, Rowan le dirigió una mirada penetrante y ella le miró de frente. ―Rowan -dijo-, no he hecho nada para... -De pronto se le apagó la voz, pues pasaba una mujer en un carruaje, una mujer de pelo negro, vestida de terciopelo carmesí―. OH, caramba, ¿no es? Rowan siguió su mirada y la observó luego, interrogante. Pero Charlotte vio entonces que la mujer era desconocida. ―Lo siento ―dijo―. Creí que era otra persona. ―Pensaste que era Katherine. -Parecía divertido. ―Si. ―Bien, puedo tranquilizarte. Katherine no está aquí. Me han dicho que está en los eriales de Dorset, con sus ropas de duelo y tratando de convencer a sus parientes políticos para que le pasen una asignación. Charlotte se estremeció ante la fría diversión de él. ¿Rowan nunca perdonaba a nadie? Sin duda ―fuese lo que fuere lo que había hecho― Katherine había sufrido bastante. El no debía complacerse por ello. Los dos incidentes, a pesar de lo menudos que eran, le arruinaron el día. Cuando regresaron, después de cenar en uno de los lugares favoritos de Rowan, ella le dijo que no se sentían bien y que se acostaría enseguida. Rowan dijo que subiría pronto. Ella se había puesto una bata de terciopelo azul oscuro, y atizaba el fuego, porque la noche era fría, cuando oyó el repiqueteo metálico del llamador de la puerta de la calle. Era tarde para recibir visitas. Curiosa, fue por el corredor hasta el arranque de la
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escalera, con el atizador todavía en la mano. Lo que vio abajo hizo que apretara la empuñadura de bronce del atizador hasta que los nudillos se le pusieron blancos. En el corredor, abajo, frente a Rowan, que había ido a la puerta, y con el aspecto de haber sido empujado por el viento en esa dura noche de otoño, se encontraba su tutor- Con las piernas abiertas, estaba ahí, con una chaqueta parda y un aspecto hosco... también parecía un tanto desarreglado, pero con la sacudida que experimentó al verlo, Charlotte no prestó atención a ello. Sus palabras fueron las que la paralizaron. ―Es hora de que vuelvas ―vociferaba a Rowan―. ¡He estado ocultándome de mis acreedores, esperando que saldaras este pagaré que firmaste! ―Agitó un papel ante el rostro de Rowan-. Levántalo, hombre... ¿o piensas que no lo usaré contra ti ante un tribunal de justicia? ―No dudo que lo harás ―fue la fría respuesta de Rowan―. Pero desde entonces he hecho investigar los intereses de Charlotte, y parece que su madre le dejó una buena suma... ¡Dinero que tú derrochaste! Aun desde la parte superior de la escalera, Charlotte pudo oír la inspiración sibilante de su tío. ―Te atreves... -comenzó a decir éste. ―OH, si, me atrevo ―interrumpió la voz monótona de Rowan-. Pero soy hombre razonable. Ahí te prometí una gruesa suma. ―Inclinó brevemente la cabeza hacia el pergamino que su adversario tenía en la mano―. Como no quieres que presenten contra ti acusaciones de malversación de fondos de tu pupila, estoy dispuesto a saldar la mitad... lo bastante para poder pagar tus deudas de juego. Y el resto del trato continúa en pie. ― ¡Y un demonio! ¡Cobraré esto en su totalidad o mañana estaré aquí con el alguacil!
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―Y descubrirás que me he ido. ―Rowan sonrió―, Y tus acreedores te encontrarán, porque yo me ocuparé de eso. Y habrá acusaciones y contracusaciones, mientras tú languideces en la cárcel por insolvente. ― ¡La acusación debería ser de asesinato! ―La voz de Charlotte resonó desde el final de la escalera. Debajo de ella, y mirando hacia arriba, asombrado, estaba el asesino de Tom. ¡Un hombre que le había robado su fortuna, matado a su enamorado y tratado de venderla en matrimonio! Sin intención consciente, sin siquiera darse cuenta de lo que hacía, arrojó el atizador como una lanza. Pasó silbando junto al candelabro para atravesar las camisas almidonadas que su tío llevaba debajo de la chaqueta e inmovilizarlo ―indemne pero asustado― contra los pesados tableros de la puerta de la calle. Rowan dirigió una mirada hacia arriba, a su dama. Esta se erguía como un ángel vengador, pensó, asomándose sobre la barandilla de la escalera, como si quisiera bajar volando con oscuras alas de terciopelo y lacerar a Russ con sus garras. Una expresión anhelante cruzó fugaz por sus duras facciones: deseaba que la actitud violenta de ella hubiera sido en defensa de él, y no de otro hombre. Aun así, se volvió, divertido, hacia Russ, pálido (puesto que había escapado por un pelo) y forcejeando para quitarse el atizador de la chaqueta. ―Sabiendo qué siente ella respecto de ti, ¿quieres tenerla contigo? ―se burló. -¡Es un demonio, como lo fue su madre! -aulló Russ, con la voz quebrada por la ira y el miedo. -¿Entonces hacemos un trato? ¿No quieres tenerla de nuevo? Mañana me encontraré contigo en la calle Fleet... en Child. ―Rowan vio que Russ se había quitado el atizador de la chaqueta y lo arrojaba al suelo, y abrió la puerta para dejarle salir-. Alégrate de que la puntería de ella no haya sido tan buena como sus intenciones ―dijo
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con una risita. ― ¡Pero si te veo de nuevo en esta casa ―Charlotte se inclinó sobre la barandilla del segundo piso para prevenir a Russ-, mi puntería será mejor! Russ huyó refunfuñando, y Rowan cerró la puerta con llave, tras de si. Miró hacia arriba, pero Charlotte había desaparecido, estaba otra vez en su habitación... quizá llorando, tal vez estremecida porque había estado a punto de matar a un hombre, tal vez paseándose a zancadas porque su puntería no había sido mejor, porque el atizador no había encontrado las carnes de Russ. Rowan no estaba seguro de cuál sería el estado de ánimo de su salvaje muchacha de la Región de los Lagos, pero entendía la violencia, y su corazón había albergado cierta simpatía cuando ella arrojó el atizador como una lanza. Por quién sabe qué extraña razón, se sentía más unido a ella, en ese momento, de lo que nunca se había sentido, Y como respetaba su actitud y lo que debía de sentir, la dejó a solas y se fue a su habitación sin molestarla esa noche. En su alcoba, Charlotte estaba de pie ante la ventana, en la oscuridad. Temblaba. En aquel momento, cuando su tutor miró hacia arriba, ella lo vio, no tal como estaba, discutiendo con Rowan, sino como cuando mató a Tom. Y arrojó el atizador en el acto. Esa noche había estado a punto de matar a un hombre. El pensamiento hizo que de pronto se sintiera débil. En los días que siguieron, Charlotte se enteró de muchas de las cosas -mayormente por deducciones― que ocupaban a su esposo con distintos visitantes y a distintas horas. Roben Walpole, que había vuelto a ocupar el puesto de Primer Lord del Tesoro, en 1721, y cuyo poder superaba con mucho al del rey, estaba decidido a llevar a Inglaterra por un camino de paz y prosperidad... y se encontraba dispuesto a satisfacer las exigencias de los corrompidos políticos parlamentarios para lograrlo. «Todos los hombres tienen su precio», era la cínica y franca creencia de Walpole, y empleaba los
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servicios –al precio que fuere― de quienes eran lo bastante hábiles y capaces para poner en práctica sus nuevos designios, que incluían complicadas intrigas en Europa, donde continuamente estallaban guerras. Rowan ―que no poseía una gran fortuna, como para entonces ya sabia ella, a pesar de su modo de vida extravagante― era uno de esos hombres. Se le enviaba en misteriosas misiones, a veces a Europa... y regresaba enriquecido. Charlotte aprendió a no preguntar por qué, o qué había hecho para obtener su nueva fortuna. La única vez que se lo preguntó fue una noche, en el comedor. Rowan tenía en la mano una copa de oporto de color rubí y miró con expresión deliberada a su sincera y joven esposa antes de responderle, mientras escudriñaba con los intensos ojos oscuros. ―Podrías decir que soy un colaborador del Primer Lord –le dijo con voz desapasionada-. Walpole me considera un loco... pero extraordinariamente útil- En verdad, supongo que soy un Organizador... organizo las cosas de modo que se encuentren quienes no pueden y tal vez no deberían encontrarse, organizo conversaciones y negociaciones secretas en las cuales no deben participar los embajadores. Encuentro a personas que no pueden ser halladas. Llevo mensajes y recibo informaciones y a veces entrego sumas de dinero―Eres un espía. El suspiró. ―No, soy mucho más. A veces hago incluso que sucedan cosas. ―Tocó su espada significativamente. Charlotte miró la espada. ― ¿Eres un asesino? ―musitó. ―Fea palabra. ―Bebió su trago y agitó la mano con distracción. -Digamos que cuando el Primer Lord me encarga un problema, analizo qué es lo mejor que se puede
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hacer para resolver la situación. ―Eres un estadista ―corrigió ella, fascinada. El le dirigió una mirada burlona. ―De vez en cuando... y más. Cuando he decidido cuál es la mejor manera de lograr un objetivo, lo hago de prisa. -Resultaba tentador jactarse ante esa hermosa mujer, cuya clara y sincera mirada parecía tan desconcertada-. Las recompensas son enormes ―agregó él con sequedad, y entonces su mirada se endureció―. Nunca menciones a nadie esta conversación entre nosotros. ―No, nunca ―murmuró ella, mirando su copa. ―Olvida lo que he dicho. Es un aspecto de mi vida respecto del cual no tienes por qué saber nada- No debe preocuparte. Y ella hubo de conformarse con eso. Pero cuando veía que una parpadeante luz de velas penetraba en su alcoba desde el oscuro corredor de fuera, oía pasos, y después volvía a ver que la luz se disipaba, sabía perfectamente que Yates ya había corrido arriba, para despertar a Rowan, en la habitación contigua, y que éste se había deslizado escaleras abajo para encontrarse con algún furtivo mensajero, o quizá para acompañarle por las oscuras callejas de Londres. En ocasiones faltaba toda la noche, y en otras mucho más- Nunca mencionaba dónde había estado o que se hubiera ido. Se esperaba que ella aceptara sus idas y venidas sin curiosidad, como normales. Y eso le resultaba muy difícil. «Amé a un hombre que llegaba de una vida tortuosa y buscaba una honesta ―pensó, irónicamente-. Y ahora estoy semienamorada de un hombre que venia de una vida honesta y prefiere buscar una malévola.» Era una extraña percepción para una joven alegre que llegaba de las floridas islas Scillies. Y pensó en ello con serenidad, como en el deseo de Tom de ayudar a otra persona -en una oportunidad se había quejado de una antigua lesión en una pierna, y le dijo que la había sufrido por tratar de
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salvar a otro hombre que caía de las jarcias, y ambos se estrellaron juntos contra la cubierta―; ¿no fue por ayudar a otro que se habría lastimado la pierna al caer de las jarcias? ¿No fue por tratar de salvarla a ella que había sido empujado a puntapiés por el borde de un risco? Así como las brillantes cualidades que había visto en Tom le llevaron a su muerte, así la terca violencia de Rowan ―a pesar de su indudable capacidad- le haría caer algún día. Suponía que no existía forma alguna de impedirlo. Ni Tom, ni ella, ni Rowan: ninguno podía ser salvado de la embestida de los vientos del destino. De pronto se preguntó cuál sería su destino... y no halló ninguna respuesta. CAPITULO 21 Antes de Navidad tuvieron noticias de la muerte de Russ. Había salido de un garito semiebrio y empapado, cayó de su caballo en la oscuridad y murió de frío en una helada calleja. A la mañana siguiente, cuando lo hallaron, le habían despojado del bolso, junto con el sombrero, la casaca y las botas- Los ladrones que lo dejaron sin protección contra el intenso frió se habían escapado hacía tiempo. Yates les comunicó la noticia cuando se encontraban sentados a la mesa del desayuno. Charlotte llevaba puesto un chal, porque a pesar del fuego entraban corrientes de aire desde el frío corredor, y la habitación estaba helada. Fuera, podían ver por las ventanas, la escarcha caía en las calles Todavía frías y resbaladizas por la tormenta de la semana anterior. Era el tipo de tiempo ante el cual los hombres temblaban... y a veces morían. ―No le lloraré -dijo Charlotte entre dientes cuando se enteró―. No me pondré luto, ni anillo de duelo. ¡y no modificaré en absoluto un ápice nuestros festejos de
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Navidad! Rowan se mostró divertido. ―Por lo menos no eres una hipócrita ―fue su comentario―. Aunque sería más cortés hacerlo. Los amigos de Russ se escandalizarán al enterarse de la dureza de tu corazón. ―Era un malvado. Tú lo conociste. Le dijiste a la cara que me había robado mi fortuna. ―Era nada más que una suposición ―le dijo él intentando calmarla―. En ese momento yo no tenía suficiente dinero para recuperar el pagaré que traía. Por fortuna, mi golpe a ciegas dio en el blanco. Charlotte contuvo la respiración. Rowan siempre la asombraba. ― ¡Lo vi cometer un asesinato con mis propios ojos! ―Exclamó―, Me hacía ir vestida de harapos, trató de obligarme a hacer un matrimonio espantoso. No fingiré estar apenada.., ¡en verdad debería festejarlo! En su furia, se puso de pie y casi derribó su silla. Y entonces Rowan dio la vuelta a la mesa y tomó a su esposa de los brazos, riendo. ―No importa ―dijo―. Haremos que el cuerpo sea enviado a Aldershot Grange, para que lo entierren en el terreno de la familia. Anunciaré que ése era el deseo de Russ. No se espera que tú hagas un viaje tan largo, en tu estado. ― ¡Ni me pondré luto, ni pondré colgaduras negras en la casa! El se encogió de hombros. ―Yo diré que el luto te asusta por tu parto inminente. Yo llevaré un brazal negro en la manga, para mostrar el respeto que corresponde. ― ¡Ja! -prorrumpió Charlotte con amargura. Se apartó de Rowan y caminó de un lado a otro por la habitación, resoplando al recordar la perfidia de su tío.
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―También diré que te ha dejado Aldershot Grange. ― ¿A mi? ―Charlotte dejó de pasearse indignada, ante las tranquilas palabras de su esposo―. ¡Por cierto que no lo haría! Estoy convencida de que me odiaba, o que por lo menos me despreciaba y consideraba que no merecía que me prestaran atención. ―Yo le compré Aldershot Grange a Russ ―explicó Rowan―. Y después se lo arrendé de por vida. ―Rió, sarcástico―. Que no esperaba que fuese de tan breve duración. ― ¿Por qué... por qué hiciste eso? ―balbuceó ella―. ¿Por qué compraste Aldershot Grange? Su mirada oscura era insondable. ―Fue una condición para nuestro matrimonio. ― ¿Entonces... entonces no tenias necesidad de temer que nos persiguieran cuando huimos a Escocia y nos casamos en la herrería? ―Ninguna necesidad -fue la fría respuesta de él-. Todo había sido arreglado mientras tú yacías desvanecida. Charlotte retrocedió un paso en forma involuntaria- ¡Rowan la había traicionado! ¡Su «pagaré» no había sido entregado a Russ por alguna deuda de juego, como creía, sino por ella! ¡Rowan la había comprado a su tío tal como iba a hacerlo Pimmerston! Le invadió la ira. ― ¡Entonces me mentiste! ―acusó―. Porque entonces dijiste... ―Mentí para ganar una esposa -interrumpió él-. Una bella esposa a quien adoro. Si no hubiese hecho el trato aquella noche, en el risco Kenlock, Russ habría tratado de entregarte a Pimmerston. ¿Habrías preferido eso, Charlotte? -Su voz se hizo más seca,
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Charlotte casi no le escuchó. La sangre le golpeaba en los oídos le abrumaba un loco deseo de arrojarle algo a ese hombre que la había engañado para casarse con ella, y después de irse de su casa para siempre. Estaba ya a punto de girar para dirigirse a la puerta cuando recobró la cordura. Fría e implacable. Las cosas eran distintas ahora. Estaba embarazada... debía pensar en su hijo aún no nacido. Cerró los ojos para borrar la imagen de Rowan, de pie ante ella. Pero todavía escuchaba su voz. ― ¿Habrías preferido a Pimmerston, Charlotte? ―preguntó con voz salvaje. Temblorosa, Charlotte recordó la fría promesa de Russ a Pimmerston, de que si ella resultaba no ser virgen, él mismo convertiría a Pimmerston en viudo. Un estremecimiento recorrió su delgado cuerpo. Era muy posible que Rowan, «el organizador», como se denominaba a si mismo, le hubiera salvado la vida al adquirir Aldershot Grange- Entendía que Rowan pudiera preferir que ese hecho no se conociera... le convertiría en la comidilla de Londres y haría dudar de la «herencia» de ella. ―No ―admitió con voz apagada―, no habría preferido a Pimmerston. ―Mírame cuando me hables. Charlotte abrió los ojos. Rowan la observaba con expresión pétrea. Se dio cuenta, presa de pánico, que no debía ser expulsada, que tenía que entenderse con ese hombre... pensase ahora lo que pensara de él. -Lo siento, Rowan ―murmuró, tratando de poner sinceridad en las palabras-. No lo pensé. Yo... me había olvidado de Pimmerston. -No, no lo pensaste. ―La voz de él se volvió de pronto tierna, indulgente-. Quizá sea eso lo que me encanta en ti, Charlotte. Te lanzas con ferocidad a la pelea, sea cual
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fuere el coste. Eso es encomiable, pero -suspiró- tal vez se trate de un defecto de tu carácter, y espero que no se lo transmitas a tu hijo, Charlotte se sintió extenuada. -¿Cómo sabes que será un hijo? -preguntó, aturdida. -Hablé en broma. Por cierto no me importa si me das un hijo o una hija... recibiré de buena gana uno u otro. Y tiene que seguir pensando así... Con un esfuerzo, Charlotte consiguió esbozar una tímida sonrisa. -Por lo menos permaneceré en la casa ―prometió―, y de esa manera no te avergonzaré por mi falta de respeto ante el fallecimiento de mi tío. -Será conveniente que lo hagas así, en este tiempo, tan crudo ―aconsejó él―. Quienes salen se arriesgan a quedar congelados. De modo que su Navidad fue celebrada allí, al abrigo de la casa de Grosvenor Square que alguna vez había alojado a la amante de un rey. Comieron pavo asado, relleno de castañas, y un budín de ciruelas flambeado, y brindaron el uno por el otro con ponche de huevo y coñac de contrabando... porque Inglaterra todavía gemía bajo la pesada carga de los impuestos. Nadie fue a visitarles, y Charlotte no se extrañó, porque ya se había dado cuenta de que en la «profesión» de Rowan, si se la podía llamar así, no encajaba con el tipo de amistades cálidas que la gente entrase y saliera corriendo de la casa a toda hora. Salieron durante la Epifanía de Navidad... a lugares donde se bailaba, a ver obras, a cenar en tabernas. Participaron de la alegría de los establecimientos públicos, rieron con desconocidos... Pero Charlotte no pudo dejar de sentirse dolorida cuando vio a grupos de jaraneros que reían y se llamaban unos a otros, mientras caminaban vacilante mente o pasaban de prisa en trineos. Y una o dos veces los ojos violetas se le
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llenaron de lágrimas, cuando escuchó a los cantores de villancicos y recordó que en las Scillies su acogedora madre siempre les invitaba a pasar para beber té o chocolate caliente... costumbre que Rowan deploraba. ―No llenaremos la casa de desconocidos ―le dijo con firmeza, interponiéndose cuando estaba a punto de abrir la puerta de la calle―Pero Rowan, los cantores de villancicos están afuera, y hace frío. Ellos... ―No. No sabemos quiénes son. ―Corrió el pasador con tanta furia, que hizo un ruido que a los cantores debió de sorprenderles, Charlotte se apartó, confundida y deprimida. ―Anímate ―dijo él―. Iremos a ver una obra para Epifanía. Charlotte se abstuvo de decirle que habría preferido abrir las puertas e invitar a los cantores a entrar, y a todo el mundo. Como Rowan nunca le presentaba a nadie (ella había decidido que el circulo de personas al cual pertenecía en Londres debía de estar compuesto únicamente por jugadores a quienes no quería que su esposa conociera), se encontró sometida a él en todo sentido, en lo referente a compañía, y fue un golpe para ella cuando Rowan le dijo que haría un viaje inmediatamente después de Epifanía. ― ¿Estarás ausente mucho tiempo? -preguntó ella, desolada, pues sabía que en esos tres últimos meses de su embarazo podría moverse mucho menos, y todo resultaría muy deprimente sin él―No lo sé ―repuso―. Pero estarás bien. Yates se ocupará de ti. Si te preguntan, di que me he ido al norte... a Aldershot Grange. Ella le miró. ― ¿Venderás la finca ahora? ―No ―contestó él sorprendentemente―. Pienso quedarme con ella.
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Pero era posible que eso también entrara en los planes de alguien que hacía apresurados viajes en secreto, fuera de Londres, en cualquier momento, con el pretexto de visitar su «propiedad de la región del norte», ¿y quién habría hecho ese largo viaje para confirmarlo y averiguar si eso era verdad? Desde luego que podía ir a Aldershot Grange y hacer que Livesay anunciara a todos que se encontraba enfermo, encerrado en su habitación... y en verdad viajar al continente, en alguna misión para el Primer Lord. De pronto se preguntó si alguna vez volvería a ver la región del norte. Rowan partió en un frío día gris, al alba, después de Epifanía, y Charlotte quedó sola para arreglárselas. Y no era fácil. Por cierto, la casa de Rowan la desconcertaba por completo... tanto por su opulencia como por todas las cosas que en apariencia ella no debía cambiar. De entre los criados, sólo Yates, el mayordomo, y Clover, la cocinera, vivían en ella. Clover era una mujer pintoresca, rolliza y rubicunda, de cabello de color miel y una sonrisa cálida y radiante. Era muda, como consecuencia de algún accidente infantil, y no sabia leer ni escribir, pero era rápida y lista, y entendía bien todas las órdenes. Sabía que nunca le agradaría el gigantesco Yates. Le encontraba taciturno, respondía a las preguntas con monosílabos, y no le gustaba la manera en que la miraba, como si no aprobase la elección de esposa por parte de su amo. Yates siempre era igual, y las relaciones entre ellos no mejoraron nunca. Sólo era fiel a Rowan... Charlotte no estaba incluida en ello. Yates contrataba a los criados... Rowan le había dicho que ella no debía intervenir. Y los tenía aterrorizados. Merodeaba en torno a las doncellas y las criadas del fregadero, servicio externo que sólo aparecía durante el día. Y si encontraba a alguna de ellas conversando con la dueña de la casa, era despedida en el acto.
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A Charlotte le resultaba difícil vivir allí, en Grosvenor Square, porque en la práctica carecía de toda comunicación con otros seres humanos. La cocinera no podía hablar. Yates no quería hablar, y las criadas temían hacerlo. En las ocasiones en que trató de entablar alguna conversación con ellas, se mostraron muy apocadas y se esfumaban en cuanto se acercaba Yates. ―Yates atemoriza a la gente -se quejó una vez a Rowan-. Es tan enorme, y sus modales tan amenazadores... Rowan le dirigió una mirada irónica. ―También eso tiene su utilidad ―le dijo, enigmático, Pero útil o no, Charlotte encontraba insoportable la vida de encierro en una casa que enmudecía cuando ella se aproximaba, y a veces -a pesar del tiempo y de su avanzado embarazo - se arriesgaba a dar heladores paseos por la plaza, abofeteada por el viento. Un día de finales de febrero, desesperada después de haber permanecido durante dos semanas encerrada en la casa, a causa del tiempo espantoso, decidió ir más allá. ―Yates. ―Se encontró con el gigante en el vestíbulo de abajo-. Por favor, haz que traigan el coche. Iré de compras. Puedes llevarme hasta Cheapside, y yo tomaré un simón para regresar, cuando haya terminado, Yates pareció a punto de decir que no. Miró con desconfianza su cuerpo cada vez más grueso. ―El tiempo es muy frío ―dijo―, El amo no querría... ―El amo no está aquí. Yates. Yo me encuentro al frente de esto. ―Y como él continuaba dudando―; Sí no traes el carruaje enseguida, haré que una de las criadas me busque un simón. Yates se encogió de hombros, y muy pronto el coche viajaba a buen ritmo hacia Cheapside, si se tenían en cuenta los caminos helados, el tránsito y los insolentes hombres de las sillas de mano, que supuestamente debían mantenerse en el
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centro del camino, pero que lo hacían muy pocas veces. Charlotte oyó que uno de ellos maldecía a Yates con furioso acento irlandés, cuando dieron la vuelta al imponente edificio, con su cúpula, de la Catedral de San Pablo. Se asombró cuando él la dejó bajar sin un murmullo. El tiempo se había vuelto más tibio, y a pesar de los riesgos del hielo que se derretía bajo sus pies, Charlotte disfrutaba de su paseo y del gentío. En realidad nunca había tenido la intención de salir de compras... por cierto que no sentía deseos de llevar paquetes, ya se sentía lo bastante pesada sin eso, pero quería estar fuera, bajo el aire vigorizante. Se paseó, admirando los grandes letreros con marcos de hierro que asomaban en las calles sobre largos soportes. Disfrutó más aún con las maderas o los hierros tallados que identificaban a las tiendas: tres sombreros hablaban de una sombrerería, tres pilones de azúcar designaban una tienda de comestibles, tres bolas doradas identificaban a un orfebre- A medida que avanzaba la tarde, también el viento arreció, barriendo las calles atestadas de gente, desprendiendo las tejas de los tejados, una de las cuales cayó sobre los helados guijarros, cerca, haciendo que los transeúntes dieran ágiles saltos para no ser alcanzados por ella. Charlotte estaba a punto de llamar a un simón para que la llevara de regreso a Grosvenor Square, cuando hubo un ruido restallante, luego un grito de « ¡Cuidado!», y fue agarrada por detrás con brusquedad y echada hacia atrás por un fuerte brazo... en el momento en que un letrero con marco de hierro de una chocolatería se estrellaba en la calle, en el lugar mismo donde ella había estado un instante antes. La gente se apiñó en el acto, algunos afirmaron haber sido heridos por los fragmentos, cuando el letrero se partió contra los helados guijarros, y el dueño de la tienda de chocolate salió corriendo para examinar los daños producidos. Pero
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Charlotte, jadeante ante su milagrosa escapada, tuvo conciencia, de repente, de que si bien el viento le soplaba por debajo de las faldas y hacía lo posible por arrancarle de la cabeza el sombrero de terciopelo, descansaba sobre un muy tranquilizador par de brazos y contra un agradable rostro masculino, de líneas marcadas, iluminado por inteligentes ojos pardos que la miraban con inquietud. ― ¿Está herida? ―preguntó. Y cuando Charlotte negó con la cabeza-: No habría debido salir con este tiempo, en su estado. ―Creo que tiene razón ―dijo Charlotte, temblorosa, irguiéndose de nuevo sobre sus pies, con ayuda de él―. Me ha salvado la vida, señor, y se lo agradezco. ―Está muy pálida ―señaló él―. Creo que una taza de chocolate caliente podría hacer que se recuperase. La condujo a la tienda ahora desierta, pues la curiosidad había lanzado a los clientes a la calle. Pero el viento frío les hizo entrar de nuevo, y Charlotte, sentada frente a su salvador de elevada estatura, se alegró de encontrarse en un lugar lleno de gente, bullicioso de conversaciones. Cuando sintió que el calor del chocolate caliente devolvía la vida a sus miembros helados, le sonrió, y pensó que te parecía vagamente familiar. ―Me alegro de que apareciera cuando lo hizo, porque de lo contrario podría estar aplastada bajo ese gran letrero de afuera ―le dijo ella, pesarosa. Le examinó mientras él hablaba: fuerte, dominante, más o menos de la edad de Rowan, y vestido como un caballero, de terciopelo de color oliva, apenas adornado con bordados y botones de oro. Desde el otro lado de la mesa, él la examinaba con atención. ―Creo que la conozco ―murmuró―. Es usted la esposa de Rowan Keynes. ―Sí. ―Charlotte le observó con interés― ¿Conoce a mi esposo? El asintió. ―Claro que sí. ¿En qué piensa Keynes, cuando la deja salir con este
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tiempo, sin ningún acompañante? ―OH, él no lo sabe. ―Charlotte se lanzó en el acto en defensa de Rowan. ―Si fuera mía ―dijo él! con suavidad―, en todo momento sabría dónde se encuentra... pues es usted una dama que podría serle robada a un hombre. Charlotte contuvo el aliento. Eran las primeras palabras afectuosas que escuchaba de un caballero que no fuese su esposo, desde que su embarazo comenzó a ser perceptible. ―Dígame, ¿nos conocemos? ―preguntó ella―. Me pareció familiar. Estaba segura de que no se habían visto antes, y él meneó la cabeza, apenado. ―Apenas la he admirado desde lejos, me temo. Se sabe que su esposo tiene mal carácter y es celoso. En verdad, tiene a sus damas tan próximas a él como si estuvieran en un serrallo ―agregó, humorístico. -¡Estoy segura de que a Katherine no la tenía tanto a su lado! -dijo ella con voz ácida, porque le resultaba ridícula la idea de Katherine en un harén... ¡se habría fugado! -No, a Katherine no ―caviló él. De manera que había habido otras «damas» en la vida de Rowan, muy próximas a él. Por un instante se preguntó quiénes eran, ¿Artistas de Drury Lañe?, ¿quizá bailarinas de los espectáculos musicales? -La he visto pasearse por Grosvenor Square -dijo él-. Me alojo no muy lejos de allí. -Así que entonces fue allí donde le vi, caminando por la plaza. No parece muy londinense. ¿A su esposa le agrada Londres? Él sonrió ame la pregunta. -No tengo esposa, y usted tiene un oído muy agudo. Creía haber perdido mi acento del Oeste, después de tantos años en Londres. Pero mi estancia aquí puede ser fugaz. Tengo una hermana en Kent, que insiste en que me reúna allí con ella, hasta que
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nazca su primer hijo, y una hermana en Cornwail, que insiste en que vaya para su boda, y una hermana en Lincoln que insiste en que vaya y establezca la paz entre ella y su esposo. ¡Como hombre aquejado de esto de tener tantas hermanas, y temeroso de elegir, me quedo en Londres, enfadado! Charlotte se sorprendió riendo con ganas por primera vez en varias semanas. Cuando terminaron su segunda taza de chocolate, eran buenos amigos, ella se había enterado de que se llamaba Francis Tremont y le había invitado a tomar el té al día siguiente. Él la acompañó a casa en un simón, le hizo una gran reverencia ante la puerta y se fue. Al día siguiente llegó temprano para el té, con la vestimenta embellecida por una corbata más lujosa y un bastón con puño de oro... y le llevó un libro para leer. Charlotte lo recibió con placer; era La amante afortunada, de Daniel Defoe, que había muerto un año atrás en su residencia de Londres; sus últimos días habían estado rodeados de misterio. Dos días más tarde, cuando una sonriente Charlotte dijo a Francis Tremont cuánto había disfrutado con los enredos románticos de su protagonista, Roxana, su nuevo amigo regresó muy pronto con otra novela picaresca de Defoe, La buena suerte y la desgracia de Molí Fianden. Al enterarse de que Rowan se encontraba en «la finca de la región del norte», Francis Tremont se puso con cortesía al servicio de Charlotte, «para llevarla a donde quisiera ir». Con la llegada del bebé a apenas dos semanas de distancia, Charlotte no ansiaba ir a ninguna parte, sino que deseaba permanecer en cama y terminar con eso, pero se abstuvo de decirlo. Francis se mostró interesado por la casa y ella se la hizo recorrer en la planta baja, mientras le decía que la duquesa de Kendal había vivido allí en otros tiempos. Era muy agradable, pensó ella, rebosante de bromas ligeras.
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De cuando en cuando le hacia preguntas sobre Rowan, pero no demasiadas, pensó ella. Su conducta con ella era impecable, aunque sus ojos alegres le decían que si no hubiera estado tan avanzada en su embarazo, si él no fuese amigo de Rowan, habría podido muy bien hacerle la corte. Encontraba estimulante su compañía, porque era inteligente, culto, y sabía muchas pequeñas historias divertidas relacionadas con personajes de Londres acerca de quienes Charlotte había oído hablar. Se dio cuenta de que Francis Tremont podía convertirse con suma facilidad en una costumbre. No le preocupaba qué diría Rowan sobre el hecho de que invitara con tanta frecuencia a uno de sus amigos a tomar el té, en su ausencia. Tampoco hizo caso de los murmullos y los ojos en blanco de las criadas, ni de las expresiones sombrías de Yates. Su momento estaba ya muy cercano. Iba de un lado a otro, con pasos pesados, desanimada, deseando que todo terminara. Pero cuando Francis Tremont fue a tomar el té, decidió hacerlo abajo... una vez más. Ese día él se presentó con su mejor aspecto para tomar el té. Resplandeciente con una nueva casaca de terciopelo mostaza, que combinaba bien con sus pantalones de tono oliva, insistió en enseñarle un nuevo juego de salón... y por accidente volcó su taza de té. Cuando una de las doncellas llegó para sacar el té de la alfombra, él dijo a Charlotte, con cierta majestuosidad, que la taza siguiente se la serviría él mismo... como reparación. Y lo hizo, mientras Charlotte se inclinaba hacia adelante y daba órdenes a la criada sobre la limpieza, porque estaba segura de que Rowan tenía gran aprecio por esa alfombra. Bebió lentamente su nueva taza, escuchando con fascinación algunos detalles de un escándalo en la Corte, y de pronto sintió vértigos. "¡Es el bebé que viene!», pensó, asustada, y se puso de pie.
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―Debo ir a mi habitación ―dijo―. No me siento bien. Francis se levantó de un salto, solícito. Charlotte dio un paso inseguro, el mundo se oscureció y cayó en brazos de él. Francis estaba a mitad de la escalera, llevándola con pasos vivos, cuando Yates, que se hallaba arriba, se precipitó hacia abajo con un rugido y llamó a gritos a la cocinera. Esta acudió y sostuvo a la inconsciente Charlotte apoyada contra ella, mientras Yates, que en apariencia estaba enloquecido, casi hacia salir a Francis Tremont, a empujones, por la puerta principal. Luego la llevó arriba y dos camareras la acostaron. Pero resultó ser una falsa alarma. Charlotte despertó aturdida, aunque sus dolores de parto no comenzaron hasta el día siguiente. Se iniciaron de manera insistente, avanzaron hasta hacerle rechinar los dientes y pasaron a ser un negro tormento que parecía no terminar nunca. Por último, Charlotte trajo al mundo una hija... un delicioso atadito revoltoso, con la cara roja, que lloraba con energía y a quien Charlotte apretó, débil, contra su seno, en una especie de alegría que desconocía hasta ese momento. Ese fue un día durante el cual Francis Tremont no fue recibido para el té. Por cierto. Yates le cerró la puerta en la cara y le informó que la dueña de casa se encontraba arriba, dando a luz un heredero. ―No deberías tener más hijos ―le aconsejó el médico severamente―, Es peligroso para ti. Tienes que pasar en cama las tres semanas próximas.,- quizá más. Charlotte, absorta con esa nueva y encantadora criatura que tenía en sus brazos, sólo asintió. No experimentó desilusión alguna cuando le dijeron que no podría tener más hijos. Esa deliciosa niña era suficiente para cualquiera. ―Te daré el nombre de Cassandra, y espero que sepas más que yo respecto del futuro ―susurró contra la suave mejilla de la pequeña.
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Rowan regresó a finales de marzo. Charlotte, todavía en cama por orden del médico, le oyó subir a la carrera, con ciertos temblores, pues para entonces ya conocería la noticia. Los ojos de la niña tenían algo más que una insinuación de verde, y la pelusa de la cabeza era casi tan blanca como las plumas de ganso: Cassandra era hija de Tom, no de Rowan. Charlotte se alegró de que en ese primer encuentro una nodriza estuviera amamantando a la pequeña en el cuarto de ésta. Se recostó contra las almohadas, ofreciendo allí una hermosa imagen. El intenso resplandor del fuego ponía un brillo anaranjado en su bata de terciopelo de color melocotón y hacia que ardientes luces le recorrieran el cabello dorado. ―Yates me dice que le pusiste Cassandra a nuestra hija. ―Rowan, con muy buen aspecto, se quitaba los guanteletes de montar, mientras hablaba. Había entrado en la habitación a lo loco, pasando sin duda junto a Yates, y ahora le brillaban los ojos oscuros al mirar a Charlotte, tan encantadora, allí tendida, entre las almohadas―. ¿Entiendo que es por la mujer que predijo la caída de Troya y no la creyeron? ―Sí ―respondió Charlotte con gravedad―. Y espero que mi hija lea el futuro mejor de lo que lo hice yo. ¿Cómo estás, Rowan? Este lanzó una carcajada Juvenil. ―Nunca me he sentido mejor. ¿Dónde está? Querría verla. ―La están amamantando... he contratado a una nodriza―Ah, muy bien hecho. ―Se inclinó y depositó un beso en la parte superior del blanco pecho de ella, bajándole la bata de terciopelo al hacerlo―. Podremos movernos con mayor facilidad, si no tienes el problema de amamantar a la niña. ―Sí, pensé que eso te agradaría. ―Habló maquinalmente, porque había temido
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ese momento; de noche no dormía, pensando en eso. Ahora oyó los pesados pasos de la nodriza fuera, y se preparó. La regordeta nodriza ―en verdad una joven campesina― entró con la niña, sonriendo, y se la tendió a Rowan para que la viera. Éste miró a Cassandra con aprobación, le tocó la carita a tientas, con un dedo... y fue recompensado con un enérgico aullido. -Pulmones fuertes y pésimo carácter. ―Rió entre dientes. -Si, en eso se parece a ti -dijo Charlotte, asombrada ante la facilidad con que las mentiras almibaradas brotaban de su boca para proteger al pequeño bulto indefenso, acurrucado en los brazos de la joven nodriza. -¿Y cómo estás tú? -preguntó él, alegre. Resultaba evidente que no había visto nada extraño en el aspecto de la pequeña. -Me han ordenado que guarde cama una semana más. El médico me previno que no puedo tener otro hijo. Dijo... -OH, al demonio con los médicos. ―Rowan se encogió de hombros-. Se equivocan tantas veces como aciertan. ―Miró con aprobación la forma en que ella recibía a la niña de la nodriza, el resplandor de felicidad que embellecía aún más su rostro encantador. No podía saber que ella daba gracias a Dios en ese momento. Sus oraciones habían sido escuchadas: Rowan no había encontrado nada raro. Éste permaneció con ella toda la noche, no prestando atención de los ruidos que hacia Yates al merodear abajo. Su última empresa ―no dijo de qué se trataba― había tenido éxito, mucho éxito. Podían permitirse tener una casa más grande, si ella quería una. Charlotte negó con la cabeza. -Me basta con que hayas regresado, sano y salvo -dijo... y era verdad. Rowan le sonrió a los ojos.
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-¿Otra semana en cama? -murmuró. -Sí, y el médico me dijo... -Que no debes tener más hijos. ―Sonrió―. Bien, entonces te dejaré dormir- -La dejó, y ella le oyó silbar mientras abría la puerta de su alcoba. En apariencia. Yates se había rendido e ido a acostarse. Después del desayuno, Rowan entró ruidosamente en su habitación. ―Tengo entendido que has estado recibiendo a Francis Tremont. ―Le clavó una mirada dura. ―Me parecía que era tu amigo ―dijo ella, a la defensiva―. Y me salvó la vida en Cheapside, cuando un enorme letrero cayó a la calle, directamente en el lugar donde yo había estado un momento antes, ofrecerle té me pareció lo menos que podía hacer. ― ¿Qué hacías, paseando sola por la ciudad? ―interrogó él. ―No soportaba estar encerrada aquí, sola, con criados que no me dirigen la palabra -exclamó ella, desesperada. Y tú te ocupaste de que no tuviéramos amigos... por lo menos ninguno que viniera a casa. Abajo resonó el timbre de la puerta de calle. Rowan pareció pensativo. ―Tiene que ser... ―No terminó de decir quién podía ser―. Debo salir, y es posible que regrese más bien tarde, de modo que puedes cenar sin mí. Hablaremos de esto más tarde -agregó, hosco. Charlotte se levantó y fue hacia la ventana. A través de los cristales pudo ver cómo se iba Rowan... con Yates y otro hombre. Alarmada por lo que pensó que eran los celos de él, decidió vestirse y bajar. Ese día se sentía más fuerte, y como todavía no podían hacer el amor, podría reconquistarlo mejor si le recibía en la puerta con su mejor aspecto. A Rowan le encantaba la belleza... en su casa, todo le decía eso a ella. Y por cierto que no podía verse hermosa con el cabello revuelto, acostada todo el día.
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Después que nació la niña, Charlotte había usado un truco que le enseñó su madre, en las Scillies: tomó una cantidad de cuadrados de tela de hilo y se los colocó sobre el vientre, para luego atarlos con fuerza a su cuerpo... a pesar del entrecejo del médico y de sus protestas respecto de la vanidad. ¡Un vientre caído no era para ella! Ahora, mientras se vestía, se alegró de haberlo hecho, porque su silueta era tan esbelta como cuando Rowan la llevó al norte, a Escocia. Se había vestido con rapidez, de manera que si Rowan regresaba en busca de algo, la encontraría vestida y hermosísima. Apenas había llegado al pie de la escalera cuando sonó el timbre de la puerta. Yates ya no estaba, y no apareció ninguna de las doncellas. Charlotte abrió la puerta de calle. Francis Tremont se hallaba allí, sonriente- Tenía un libro en la mano. -Pensé que te gustaría éste. -Le tendió el libro-. Está de moda... todos lo leen. Charlotte se vio atrapada en un dilema. Todos sus instintos le decían que tomara el libro, mascullara su agradecimiento y retrocediese, cerrándole la puerta en la cara. Pero se trataba de un hombre que no le había hecho nada malo, y que en verdad le había salvado la vida... a la vez que la había ayudado a pasar tardes que de otro modo habrían podido ser muy aburridas. Siempre osada, Charlotte eligió el camino peligroso. Saludó a Francis Tremont calurosamente. A fin de cuentas, ¿qué daño hacía Rowan no estaba, podía explicar, diplomáticamente, que la niña le ocupaba todo el tiempo...? Francis entendería. Y desaparecería con tranquilidad, por desgracia, de su vida, y buscaría a alguna otra dama resplandeciente y, era de esperar, soltera. -Pasa, Francis -dijo-. ¿Puedo ofrecerte una taza de té? Él aceptó con vivacidad, y Charlotte le hizo pasar a la sala y llamó para pedir el té. Se lo llevaron en el acto, y Charlotte sirvió una taza a cada uno.
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―Cuando entré me pareció ver uno de los carruajes reales dando la vuelta a la esquina de la plaza ―dijo él, para iniciar la conversación―. En estos momentos debe de haber llegado. -OH, ¿de veras? -Charlotte se puso de pie- Nunca había visto el carruaje real ni a nadie de la familia monárquica. Corrió a la ventana, miró hacia afuera, mientras Tremont se quedaba ante las tazas de té-. No lo veo ―informó desilusionada. ―Entonces debe de haber ido hacia el otro lado ―respondió él con ligereza-. Pero estoy seguro de haberlo visto. Ven, tu té se está enfriando. Así solicitada, Charlotte regresó a la mesa del té y se sentó. Francis levantó su laza. ―Haremos un brindis con té ―dijo, humorístico-. Por las carrozas reales... ¡Incluso por las que desaparecen! Charlotte rió, Francis era siempre una buena compañía para ella. Desde la puerta una voz fría dijo: ― ¡No bebas eso! ―Y Charlotte se volvió, sorprendida, y vio a Rowan en la puerta con Yates detrás de él. No podían haber entrado por la puerta principal... ella los habría oído. ¡Sin duda dieron la vuelta y entraron por atrás! Frente a ella, Francis Tremont se había puesto de pie. ―Cambia tu taza por la de Tremont ―sugirió su esposo, sarcástico―. Y después brinda por las carrozas reales. Charlotte miró su taza de té intacta. Sin hablar, se la tendió a Francis, Pero éste no la aceptó. En verdad, ya depositaba la suya en la mesa. ―Creo que será mejor que me despida ―dijo, airado―. Me alegro de volver a verte, Keynes.
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― ¿De veras? ¡Bien, ya que has estado disfrutando de mi hospitalidad en estas últimas semanas, lo menos que puedes hacer es beber el té que te ofrece mi esposa! ―Gracias ―fue la amable respuesta―. Pero mi presencia aquí parece estar causando discordias matrimoniales. Me iré, si le parece... ―No me parece. ―El alto cuerpo de Rowan le cerró el paso. Tenía la mano apoyada en la espada. Su aspecto era formidable. ―Rowan ―exclamó Charlotte―. ¡Deja que se vaya! Pero mientras hablaba, la espada de Francis Tremont salía de su vaina. ―Estás asustando a tu esposa, Keynes -dijo con serenidad. ―Quizá merezca un pequeño susto ―fue la fría réplica. ― ¡Basta! ―gimió Charlotte. ―Yates ―ordenó Rowan―, pasa por detrás de mí y saca a mi dama de aquí. Y luego, déjanos espacio. Yates hizo lo que se le ordenaba y Charlotte, en su nerviosismo, dejó caer la taza y el platillo. El ruido no produjo atención alguna por parte de los dos hombres, que ahora describían círculos, uno alrededor del otro. Ya se encontraba en el vestíbulo cuando oyó el choque de las espadas. Habría regresado de prisa, pero Yates la agarraba, maldiciendo entre dientes. Dentro del salón no se escuchaba ninguna conversación... sólo el choque del acero contra el acero, el estrépito de las butacas al caer, de las mesas derribadas, y alguna que otra lámpara, cuando uno o el otro saltaban sobre un objeto caído. Los minutos pasados en el vestíbulo con Yates fueron los más largos de la vida de Charlotte. Todo terminó muy pronto. ―Yates ―se escuchó la voz tranquila de Rowan―. Manda a alguien que limpie
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esto. ―Salió limpiando la sangre de su espada en un pañuelo. ―OH, no has... no has., ―la voz le tembló a Charlotte. ―No, no lo he matado ―dijo Rowan, sálvale―. Pero sólo porque te salvó de un letrero que caía. Véndalo, Yates, y después busca una silla de mano y envíalo a su alojamiento. ― ¿Qué... qué había en la taza? -susurró Charlotte―. ¿Veneno? Su esposo le dirigió una mirada colérica, mientras introducía su espada en la vaina. ―La misma poción somnífera que te dio antes, probablemente. Vigiló y nos vio salir, e iba a hacerte dormir mientras registraba la casa. ―Pero, ¿por qué? Rowan se pasó la mano por el oscuro cabello. ― ¿No sabes quién es el hombre a quien has estado recibiendo? -preguntó, exasperado―. Francis Tremont es un muy conocido agente de los enemigos del Primer Lord. Te usaba para lograr entrar en esta casa, para enterarse de mis movimientos. Dios mío, ¿me he casado con una tonta? Charlotte se sintió demasiado anonadada para responder. Un momento más tarde, Rowan salía con un portazo... sin duda para encontrarse con el hombre que antes había llegado hasta la puerta, y con quien partieron él y Yates. Sintió que debía ir a ayudar a Yates, pero se sentía muy vacilante, con las piernas flojas. Por supuesto, Francis Tremont le había parecido conocido, debía de haber pasado mucha» veces ante la casa... acechándola. La caída del letrero había sido nada más que un golpe de buena suerte que le permitió entablar relaciones. Y ese día pudo salvarle la vida porque había estado siguiéndola. Ahora recordaba sus preguntas descuidadas respecto de Rowan... cuan insidiosas parecían ahora. ¡Y había tratado de subir al piso
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de arriba... quería que le mostrara la habitación del Poste de Mayo! ¡La recorrió un escalofrío por haber llegado a pensar que podía habérsela mostrado! OH, parecía tan agradable, tan convincente, tan amistoso. Ahora se daba cuenta de por qué Rowan nunca llevaba a nadie a casa consigo, por qué no le presentaba a personas que pudieran ir a visitarla. Necesitaba un agujero en el cual ocultarse, un lugar para recobrar el aliento entre una y otra de sus peligrosas misiones. La casa de Grosvenor Square no era un hogar en el sentido corriente del término: era una guarida. Y eso era algo que ella no había llegado a entender bien. Extenuada, subió trabajosamente y se dejó caer en la cama. Al cabo de un rato se levantó y buscó a la pequeña, la abrazó durante mucho tiempo, antes de devolvérsela a la joven nodriza, para que la alimentara. Regresó a su alcoba y se sentó mientras anochecía. Una camarera llamó a la puerta. Charlotte rechazó la comida. Tenía que pensar en su vida, en cómo sería. Se daba cuenta de que habría otros días como ése. Cometía errores; el mundo estaba lleno de trampas para ella. Y Rowan, experimentado y endurecido por su modo de vida, no entendería. Nunca encendería. Ella veía todo lo que la esperaba, las casas silenciosas, la soledad, las dudas, cada vez que Rowan saliera, las preguntas de si regresaría... No era una mujer para ese tipo de vida. La luna había salido, pero Charlotte tenía la cabeza hundida entre las manos, y lágrimas calientes se derramaban por su rostro juvenil. -¿Qué, lloras por Francis Tremont? ―dijo Rowan con aspereza. Charlotte se volvió bajo la intensa luz de la luna. No había escuchado el ruido de la puerta al, abrirse... ¿Dónde había aprendido él a caminar con tanto sigilo? -No -exclamó―. Lloraba por mí, por nosotros, por esta vida que tenemos que
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hacer. -Esta es la vida que nos da el vestido que llevas puesto. ―Se había aproximado a ella y ahora se encontraba erguido, implacable, examinando el pálido rostro que brillaba por las lágrimas, bajo la luz de la luna―. Esta es la vida que nos da criados, una casa espléndida y libertad para viajar. ¿Crees que ese maldito sujeto con quien huiste habría podido darte un coche con seis caballos? ―No quiero un coche con seis caballos ―dijo Charlotte con amargura―. Sólo quiero una vida corriente. ― ¿Con alguna cuchara de plata añadida? ¿es por eso por lo que estás sentada ahí, soñando despierta? Sin duda habrías preferido a uno más joven, como Tremont, que algún día puede recibir una baronía, si los dados se dan bien. ―No, yo... El rostro moreno de él estaba muy próximo al suyo. ―Tuviste una buena oportunidad. ¡Por qué no aceptaste a Pimmerston! ― ¡OH, maldito seas! -gimió Charlotte―, ¿Por qué no te quedaste con Katherine? ¡Te habrías entendido mejor con ella! Oyó que sus dientes rechinaban. ―Hoy estuviste a punto de arruinarnos. En mi habitación había documentos que habrían... ―La tomó de los hombros―. ¡Mírame cuando te hablo! ― ¡No quiero mirarte! ¡Tengo miedo de lo que veo! El la hizo girar, con una maldición. ― ¡Quizás prefieres a Tremont! ―vociferó, y la arrojó sobre la cama. Un momento más tarde, se echaba sobre ella. ― ¡No! ―Exclamó Charlotte―. El médico dijo... ―Malditos sean todos los médicos ―dijo él con voz grave―. He estado ausente
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mucho tiempo.-, merezco una buena recepción cuando regreso. ―Y hundió la cara en la suave columna de su garganta. Ella sintió que la aspereza de la barba de él le rascaba la piel, pues Rowan tenía la línea de la mandíbula oscura y no se había afeitado desde la mañana. ― ¡No! ―exclamó―. No quiero. ―Y luchó contra él con todas sus fuerzas, arañándole el rostro, forcejeando, volviendo la cabeza hacia un lado, tratando de asestarle puntapiés. Su resistencia pareció enloquecer a Rowan. Su mano se estrelló contra su cara, aturdiéndola por un momento, mientras él luchaba con sus pantalones. Charlotte trató de escurrirse de él, hacia el otro lado de la cama. ― ¡Es demasiado pronto, Rowan! -gimió. Pero él pareció no escucharla. Estaba enloquecido en su deseo de ella, ávido de su cuerpo, sordo a sus súplicas. No hizo esfuerzo alguno por enardecerla... se clavó en ella sin rodeos. Charlotte todavía forcejeaba, débil, pero de nada servía, él se saldría con la suya esa noche, no importaba qué dijera o hiciese. El duro cuerpo masculino saboreaba su dulzura... pero de manera vengativa, le pareció a ella, sin amor. Cuando lanzó una exclamación de dolor ante la rudeza de su trato, a él pareció no importarle. No prestó atención a los estremecimientos que sacudían su cuerpo, pues ella era demasiado orgullosa para gritar. En verdad, parecía complacerle el dolor que le causaba, y luego de un último estallido de dolor que la dejó débil, se apartó de ella sin una palabra, y Charlotte oyó que cerraba la puerta de su propia habitación con un portazo. Permaneció tendida en la cama, sollozando, demasiado cansada y magullada para esforzarse siquiera por ver a la pequeña. La mañana trajo una nueva sacudida.
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Rowan apareció en su puerta. Se le veía con los ojos hundidos, temible. ―Levántate ―ordenó-. Irás al norte. A Aldershot Grange. Apenas tienes tiempo para desayunar. Charlotte se incorporó. Tenía oscuras ojeras bajo los ojos, pero su actitud era desafiante. ― ¡No haré tal cosa! ― ¡Si es necesario, te arrancaré de esa cama y te enviaré al norte vestida con tu ropa de dormir! ―Sus palabras chirriaron-, Vamos, levántate y prepárate para el viaje. ―La niña es demasiado pequeña para viajar. Ella... ―Se quedará aquí. La nodriza puede ocuparse de ella, y la cocinera ha aceptado ayudar. Charlotte lo miró, muda. Saltó de la cama y trató de esquivarle y salir corriendo de la habitación. Rowan le cerró el paso. -Me he enterado de que debo salir otra vez de Londres -dijo, amenazador-. Y no te dejaré aquí para que andes con tipos como Francis Tremont. -OH, pero Rowan... -La niña y yo iremos en junio... o en julio, a más tardar. ¡Y ahora vístete! ―La apartó de sí. Y de esta manera, en un resplandeciente día de abril, Charlotte se encontró volando hacia el norte, en un carruaje cerrado, del cual no podía escapar. Había tratado de gritar mientras la introducían en él sin ceremonias, y Rowan le cubrió la boca con una mano, y luego la maniató y amordazó. Bajó las cortinillas de cuero de las ventanillas del carruaje, y ella le oyó decirle a Yates que sus ataduras y mordaza debían serle quitadas en cuanto hubiesen salido de Londres y estuvieran a campo abierto. -Mi dama se mostrará sensata entonces -dijo, amenazador, volviéndose para mirar
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a Charlotte. Como no podía hablar, ésta lo miró con furia desde el oscuro interior de la carroza, y forcejeó con sus ligaduras. Yates se rió.
CAPITULO 22
Aldershot Grange, verano de 1734 Aldershot Grange parecía igual que siempre. Charlotte miró a su alrededor, la gran casa de piedra gris, con sus empinadas pizarras del tejado reflejadas en las plateadas Aguas del Derwent, y tuvo la fantástica sensación de que nunca se había ido de allí. Livesay todavía estaba ahí, y la cocinera... y Wend salió corriendo cuando vio quién asomaba fuera del coche oscuro y saludaba con la mano. La saludaron con lágrimas de alegría, ―Creíamos que no volverías nunca ―le dijo Wend, confidencialmente, inclinando la cabeza y agregando―: Te ves horrible. ―Desde luego que sí, Wend. ―Charlotte suspiró. Apenas había dormido en el viaje al norte, zarandeada y magullada y preocupada por su niña que había quedado en Londres, y por todo lo que nunca podría ser. Yates había mantenido un ritmo demoledor, y ahora descendió del asiento del conductor y dirigió una mirada obscena a Wend, que se apartó de él. ―Este es Yates -les dijo Charlotte con aspereza―. Es el criado de mi esposo y también hace de mayordomo en nuestra casa de Londres, Pero no te reemplazará, Livesay. Yo me voy a ocupar de ello ―añadió, con una mirada rencorosa hacia Yates.
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Nunca la habían oído hablar de ese modo a un servidor, y hubo un intercambio de miradas inquietas. Pero Yates no se quedaría. Partió a la mañana siguiente. Charlotte se sintió muy satisfecha con ello. Esperaba no volver a ver nunca a ese gigante taciturno. Otras cosas habían cambiado en Aguas del Derwent: lord Pimmerston había fallecido... a fin de cuentas no le afectó la enfermedad de los galanes, sucumbió de un ataque al corazón. Su sobrino, que había heredado sus tierras y su titulo, nunca iba al Castillo Stroud, le dijo Wend. Las articulaciones del guarda estaban demasiado viejas y crujientes para permitirle ocuparse del lugar como correspondía. Tal vez, al pasar, Wend había visto murciélagos que sallan volando de una ventana rota de arriba. Charlotte pensó que era una pena, porque el Castillo Stroud era la casa más encantadora que había visto jamás. La familia de Wend ya no estaba. Su padre y los hijos menores habían sido arrebatados por la fiebre en la primavera, y su hermana apareció de pronto, salida de la nada, y se llevó a la madre de Wend a vivir con ella en Lincoinshire, donde se casó con un pañero. Charlotte nunca perdonó del todo a Rowan por enviarla al norte como lo hizo, y en junio, cuando se dio cuenta, con enojo, de que estaba embarazada de nuevo, se dijo con ferocidad que si sobrevivía, siempre consideraría al nuevo hijo como el producto de una violación. Rowan llegó al norte en julio y llevó consigo a Cassandra y a una nueva nodriza, que parecía adorar a la pequeña, Charlotte tomó a la niña en sus brazos, pero lanzó una mirada iracunda a Rowan y se apartó de él. Había meditado larga e intensamente, en
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esos últimos meses... y no le agradó nada de lo que veía en su futuro. Tuvo un comienzo tormentoso la vida de ambos en el norte de Inglaterra- Rowan la había echado de menos. Había hecho por fin las paces con la juventud e inexperiencia de ella, y ansiaba resarcirla. ―Fui duro contigo, Charlotte ―admitió, cuando por último estuvieron a solas en el gran dormitorio cuadrado en el cual ella había pasado gran parte de su juventud. ―Sí, lo fuiste. ―Pero te lo compensaré. ― ¿Cómo? ―preguntó ella, inexpresiva―. Estoy embarazada otra vez, Rowan. Un recuerdo de nuestra despedida. El quedó desconcertado, y por primera vez un rubor de culpa se extendió por sus duras facciones. ―No pensé que una noche... ―No, ¿eh? Mi madre me dijo que era más fácil concebir un bebé después de un parto, y que ésos eran los momentos de mayor cuidado. ¿Pero te cuidaste tú? ¡No! ―Es demasiado tarde para decir que lo lamento ―dijo él con gravedad―. Pero por lo menos puedo hacer un hogar mejor para ti y Cassandra.- Cassandra... la hija de Tom. Charlotte se dio cuenta de repente cuan peligrosamente delgado era el hielo sobre el cual patinaba. Si Rowan se volvía contra Cassandra-. ―Si ―dijo, apañándose―. Estoy muy cansada, Rowan ―explicó por encima del hombro―- No había recuperado mis fuerzas antes que me enviaras a toda prisa al norte. Y ahora esta nueva vida que llevo dentro de mí necesita todo lo que pueda darle. Tengo que descansar. Te veré durante la cena. Ceñudo, él dejó que se fuera. Pero en los días que siguieron demostró que había hablado en serio. Contrató a trabajadores, hizo realizar reparaciones, Aldershot Grange
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fue pintada y repulida, hasta tal punto, que el propio Livesay pareció asombrado ante el cambio que se producía en el lugar. Compró a Livesay una librea nueva, y a Wend un bonito vestido de color añil, con un delantal y un gorro blancos, y la nombró doncella de Charlotte. Wend estaba extasiada. ― ¡Yo con estas ropas nuevas... y tú con sedas y rasos! ―se maravilló―. Es un cambio espléndido, ¿verdad? Charlotte le sonrió y se guardó los comentarios para sí. Habría cambiado sus sedas y rasos por las telas tejidas en casa, si hubiese podido atrasar el reloj. El verano dejó paso al otoño y Rowan desapareció otra vez, sin que ella supiera adonde iba. De regreso a Londres, dijo a todos. De vuelta a la casa de Grosvenor Square, donde Yates gobernaba sobre la cocinera y las camareras... y en Aldershot se celebró otra Pascua de Navidad, tranquila, pues Charlotte esperaba dar a luz antes de la víspera de Reyes. Así fue. En el último día de diciembre comenzó a nevar, y con los primeros copos comenzó el parto de Charlotte. Al principio fue como si el dolor sólo la tentara, poniéndola a prueba,.. y luego, a medida que la nieve de fuera se hacia más densa, el dolor llegó en ráfagas arremolinadas, como el viento que bajaba chillando por la chimenea- Un gran ventarrón del frío Atlántico Norte pasó por la Región de los Lagos, arrancando ramas de árboles, tejas de los tejados, en un torrente blanco. Y en la gran cama cuadrada de Aldershot Grange donde Charlotte luchaba por la vida, un dolor espantoso lo borró todo, hasta que el mundo se convirtió para ella en un largo grito interminable. ―Está a punto... ―murmuró el sudoroso médico―. No puedo agarrarle. Y ella se debilita. ―A ver, déjeme a mí. ―Con una fuerza asombrosa, Wend le apartó a un lado―. Charlotte. ―Tomó las manos de ésta, y su voz ansiosa penetró en el rojo mar de
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sufrimiento que hervía en la cabeza de Charlotte-, Toma fuerzas de mí ―susurró Wend―. Las tengo de sobra. Inténtalo. Y de alguna manera Charlotte pareció encontrar fuerzas en Wend. Más tarde el médico dijo que había sido un milagro. Estaba seguro de que sus energías cada vez más debilitadas no bastaban para dar a luz. Pero bastaron. Así nació la pequeña Phoebe, así llamada en recuerdo de la abuela de Charlotte, el primer día de enero. ―No creo que nunca puedas volver a dar a luz otro niño ―dijo el médico a Charlotte mientras ésta yacía, débil, con los ojos cerrados, pálida y empapada en sudor a causa de sus esfuerzos―. Ni debes intentarlo ―dijo con severidad, Nadie necesitaba decirle a Charlotte que la muerte la había rozado con sus negras alas. Se sentía agradecida por vivir para ver un nuevo día... y por abrazar a su nueva hija. Una hija tan morena como Cassandra era rubia. Rowan regresó un helado día de febrero. Nunca escribía, de modo que siempre aparecía por sorpresa. En esa ocasión Charlotte pudo recibirle con una niña que era realmente hija de él. ―Tiene tu mismo aspecto ―dijo―. Creo que se parece a ti. ― ¡Que Dios la ayude, entonces! ―Sonrió. Pero levantó a la pequeña y la examinó con aprobación, y los ojos oscuros le relucían cuando se la devolvió a Charlotte. Le había llevado un regalo, un hermoso chal blanco, bordado de rojo, cuidadosamente plegado en el morral de su silla de montar. ― ¿Te gustaría regresar a Londres conmigo? ―Preguntó- Charlotte pensó en la lúgubre y silenciosa casa de Grosvenor Square. ―Todavía no. El médico cree que aún estoy muy débil. Por lo tanto Rowan
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regresó solo. En los años que siguieron, Charlotte sólo se aventuró a viajar a Londres en dos ocasiones... y las dos terminaron en desastre. La primera vez, cuando salían de un espectáculo musical, el famoso mujeriego lord Kentridge, más que un poco bebido, se separó de un grupo de alborotadores y se detuvo, tambaleante, delante de Charlotte. Hechizado por su belleza, se volvió hacia Rowan e hipó: ―Tú eres Keynes, ¿verdad? ¡Había oído decir que tu esposa es deslumbrante... y lo es! Rowan aprovechó enseguida la oportunidad para trabar relación con Kentridge, y Charlotte y él acompañaron al vacilante aristócrata a su casa de la calle George, donde les dijo que «hacía vida de soltero» mientras su esposa vivía en Bath. Rowan se mostró interesado por la biblioteca de su señoría, y dijo a Charlotte, en voz baja, que tratase de llevar a Kentridge hacia la sala de música, y mantenerlo entretenido allí. Aturdida y confundida por la extraña petición, Charlotte se las arregló, sin embargo, para satisfacerle. Lo logró demasiado bien. Rowan volvió ―después de registrar el escritorio de Kentridge en busca de algunos papeles que interesaban a Walpole― para descubrir que Kentridge tenía a Charlotte, de mejillas ardientes, acorralada contra la espineta y trataba de bajarle el jubón por la fuerza. Rowan, que no había hallado los documentos y estaba de muy mal talante, tiró de Kentridge con tanta rudeza, que la bella casaca de seda de color malva del aristócrata quedó rasgada en la espalda. En verdad, le apartó de Charlotte con tanta fuerza, que el enamoradizo tropezó, cayó a través de los ventanales de cristal abiertos de la sala de música, para acabar en los brazos espinosos de un rosal del jardín, abajo.
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Su excelencia, calmado por la caída y demasiado consciente de la reputación de espadachín de Rowan, se liberó con prudencia de las espinas, se desempolvó y volvió, sin pronunciar una palabra, para ponerse otra casaca. De regreso a Grosvenor Square, el incidente provocó en Rowan un cólera descomunal. ― ¡Te dije que distrajeras a Kentridge, no que lo sedujeras! ―Me dijiste que lo mantuviera entretenido –prorrumpió Charlotte―. ¡Y lo hice! Me persiguió por todo el salón y por último me acorraló contra la espineta. Estaba a punto de abofetearle y huir cuando llegaste. Rowan gruñó ―Te llevaré al norte ―dijo inflexible―. A un lugar que parece más adecuado para ti. ―Tal vez eso sea lo mejor ―suspiró Charlotte―. Porque parece que no me adapto a Londres. La siguiente estancia de Charlotte en Londres fue igualmente desastrosa. El joven lord Stamford, a quien conocieron en una reunión realizada en uno de los caserones de estilo alemán de la elegante Hanover Square, se enamoró enseguida locamente de Charlotte, y la siguió de un lado a otro, dirigiéndole miradas ardientes. Ello irritó a Rowan más allá de todo límite. Como lord Stamford era de edad más similar a Charlotte que a Rowan ―tenía apenas veinte años y era singularmente hermoso, en forma melancólica, poética―, Rowan no podía justificar el retarlo a duelo, pero el desesperado enamoramiento del joven lord de Charlotte, que producía risitas en todas partes, se convirtió en un motivo de trifulcas entre ellos. ― ¿Es necesario que ese joven nos siga siempre a todas partes? -preguntó Rowan, irritado. ―No he hecho nada para alentarle ―insistió Charlotte.
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― ¡Escribe odas a tus pestañas, tus labios, tus rizos, los lóbulos de tus orejas! ― ¡Oh, no seas anatómico, Rowan! Cree ser un poeta. ―Envía copias a sus amigos. En las tabernas las lee y provoca grandes carcajadas. ―Si es así, la culpa no es mía. Pero llegó la noche que Londres no olvidaría nunca. En un gran baile de Burlington House, el palazzo de estilo italiano de lord Burlington, recién construido en Picadilly, en el momento en que Charlotte descendía por la gran escalinata, el joven lord Stamford, enardecido por el vino y frenético ante el último rechazo de Charlotte, se tambaleó hacia adelante, separándose del gentío, cayó de rodillas y besó, reverente, el borde de la falda de ella, mientras le imploraba en voz alta que se apiadara de él. Charlotte, enrojecida de vergüenza, le apartó la falda de entre las manos y ordenó a lord Stamford que se pusiera de pie en el acto. Pero el incidente proporcionó una sabrosa lectura en la Gazette y conmovió a Londres. Era demasiado para Rowan. Una vez más, viajaron al norte. No volvió a llevarla a Londres. En general, Charlotte se alegraba. Sus hijitas le ocupaban todo el tiempo ―Cassandra vivaz, chispeante y aventurera, con su densa cabellera de luminoso cabello claro, y sus brillantes ojos verdes, y la pequeña Phoebe, morena, tempestuosa y astuta como su padre―, y Charlotte se sentía más bien aliviada al verse libre de discusiones con Rowan, quien, si bien chocheaba con las niñas, pasaba cada vez menos tiempo con su familia. A medida que transcurría el tiempo, fueron llegando relatos vinculados con las amantes de Rowan y sus relaciones ocasionales, pero Charlotte no hacía caso de ellas, y se decía que Rowan era un hombre con muchos enemigos. Y así estaban las cosas en la primavera de 1739, cuando Cassandra tenía apenas seis años y Phoebe no llegaba a los cinco.
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Había sido un crudo invierno en Cumberland, y quienes vivían a lo largo de las Aguas del Derwent lo pasaron temblando, pegados a los hogares llameantes mientras el viento bajaba aullando por las chimeneas. Ahora la primavera estallaba como una gran bendición verde para la tierra, y ésta, húmeda y fragante, parecía dulce, fresca, y henchida de promesas. Y a esa tierra de noches frías y claros días secos y aves cantoras llegó Rowan, cabalgando desde Londres, para visitar a su familia a la cual no veía desde hacía seis meses. Apenas se detuvo a saludar a Charlotte. Le ordenó con brusquedad que preparase las maletas. Partirían enseguida rumbo a Portugal. Aquello era tan repentino que a Charlotte se le cortó la respiración. Pero tras las inclemencias del tiempo del invierno anterior, ansiaba estar en un país que le parecía de sol perpetuo, y de flores. Wend y ella se dieron prisa en preparar el equipaje, y con las niñas a la zaga partieron de Aldershot Grange... tan de prisa, que Charlotte sintió la tentación de preguntar a Rowan si ese súbito viaje significaba que huía de Inglaterra, quizá para salvar la vida. Pero ya a bordo, su estado de ánimo irritable cambió de repente. Rowan pareció relajarse. De pronto se convirtió casi en el enamorado que había sido en los primeros días dorados de Lisboa: bromista, atrayente y siempre con una veta dramática que seducía los sentidos de ella. Un hombre de quien una mujer nunca podía cansarse, porque siempre había algo nuevo en la forma en que la miraba. Era el Rowan de antes, el hombre que había sido. Charlotte sintió como si se encontrase otra vez con alguien que había estado ausente mucho tiempo, alguien con quien no esperaba reunirse otra vez. Pero en los siete tormentosos años de su matrimonio, recordó, nada había durado. A pesar de las interminables treguas, siempre
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volvían a reñir. Como un gran pájaro blanco, la alta nave voló sobre las extensiones verdes del Atlántico Norte, y Charlotte se apoyaba, silenciosa, en la baranda, viendo cómo cortaba el agua la proa. El viento salino le azotaba las amplias faldas y el cabello dorado, mientras trataba de apartar a un lado los oscuros recuerdos y afrontar el futuro. Tal vez en Lisboa, esa ciudad de luz, ella y Rowan podrían recuperar ―y en esta ocasión retener― la magia que habían conocido allí durante tan poco tiempo... antes que la morena belleza de Katherine Talybont apareciera en sus vidas y todo cambiara. Tal vez... Pero Charlotte tenía una fuerte veta de fatalismo. Lo que tuviese que ser, sería. Y fuese cual fuere su destino, para ella todos los caminos habrían llevado a Lisboa. CAPITULO 23
Lisboa, Portugal, verano de 1739 En un día glorioso, con las aves marinas chillando y zambulléndose desde la interminable bóveda azul de encima de las velas blancas, el barco navegaba, majestuoso, para internarse en el río Tajo, más allá de la gris estructura rococó de la Torre de Belem, que se erguía en la almenada belleza para proteger la entrada a la ciudad. Wend puso los ojos en blanco cuando el horizonte de Lisboa, coronado por las altas murallas grises del Gástelo de Sao Jorge, se elevó ante ellos. -¡Recuerda, te dije que te asombrarías! -murmuró Charlotte.
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En torno a ellos, los pasajeros de la nave se apiñaban delante, ávidos por desembarcar. Rowan puso de pie a la pequeña Phoebe, de cabello oscuro, sobre la baranda del barco, y rodeándola con el brazo le señaló las magníficas iglesias, cuyas torres y campanarios se erguían por encima de los palacios y las casas pintadas con tonos pastel. Cassandra, de vestido amarillo, alborotó para que la subieran también a la baranda, pero Rowan no le prestó atención. Charlotte se preguntó cuándo se había convertido Phoebe en su favorita; no lo había advertido hasta entonces. Aun así, suponía que era natural, pues Phoebe era en verdad de su sangre... y muy parecida a él, vivaz y hechicera, y a menudo irritante. Ella y Wend subieron a Cassandra, y las cintas amarillas de su cabello revolotearon sobre su cabello rubio, mientras la acomodaban para que pudiese ver mejor la ciudad portuaria que se acercaba con rapidez. -Nos perderemos allí -predijo Wend, sombría, y Charlotte rió. En verdad, el solo hecho de ver esa ciudad de luz reanimaba su espíritu. Había dado por supuesto que desembarcarían con los otros pasajeros, pero Rowan no lo permitió. Dijo que la ciudad podía estar atestada, y que no arrastraría a las niñas, bajo el sol ardiente, de posada en posada, mientras hacia averiguaciones. No pidió a Charlotte que le acompañara, y si bien ella se sintió desilusionada, no insistió. Regresó al anochecer, y les dijo que había encontrado un lugar para ellos en una posada, pero que esa noche debían pasarla en el barco. El grupo inglés que dejaba las habitaciones no se iría hasta el día siguiente. Ansiosa, Charlotte miró las luces de Lisboa, que brillaban, doradas, contra la aterciopelada oscuridad, porque después de la cena Rowan fue de nuevo a la ciudad...
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solo. Mientras subían con todo su equipaje a la carroza, a la mañana siguiente, Rowan señaló que la posada se hallaba ubicada más bien lejos. ― ¡Más bien lejos, ya lo creo! ―Dijo Charlotte, cuando por último el coche pareció dejar atrás del todo la ciudad, y se internó en la campiña―. Cielos, Rowan, ¿estamos en el camino a Évora? ―Los únicos alojamientos que pude encontrar en la ciudad no eran adecuados para las niñas ―explicó él-. Creo que te agradará el lugar que hallé... es muy pintoresco. Por cierto que era pintoresco. Y aislado. El bajo edificio encalado, con postigos pintados de un azul opaco, se encontraba casi oculto por un bosquecillo de eucaliptos. Pero era escrupulosamente limpio, y él aseguró que la comida era buena... Ya había almorzado allí. Charlotte no quería quejarse ante Wend y las niñas. ―Pero está tan lejos, Rowan ―protestó cuando estuvieron a solas―, ¡Las niñas querrán verlo todo, y nos llevará una eternidad llegar a la ciudad! ―Los paseos pueden esperar. Todas vosotras necesitáis un descanso después de nuestro largo viaje. Yo alquilaré un caballo y lo usaré para ir y venir, pero vosotras os quedaréis aquí. ―Bien, las niñas pueden permanecer aquí, pero desde luego yo prefiero pasar mis días de compras o de paseo. ―Charlotte, déjame. ―Levantó la mano―. Encontraré una casa, y pronto. Entretanto, por favor, recuerda que Wend es una joven inexperta, en un país extranjero cuyo idioma no conoce. Tienes que quedarte con ella, por supuesto. ¿Y si alguna de las niñas se enferma o se lastima? Wend no sabría cómo encontrar a un médico.
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―Tienes razón, por supuesto -murmuró Charlotte, mordiéndose el labio. Pero miró por la ventana con ansiedad mientras Rowan se alejaba, a caballo, rumbo a la ciudad. Las niñas estaban encantadas. Jugaban entre los eucaliptos, hacían que Wend las persiguiera cuando salían a campo abierto y corrían hacia uno de los molinos bajos, redondos, que salpicaban la campiña. Al tercer día de esa vida campestre en una posada en la cual parecían ser los únicos clientes, Rowan informó que todavía estaba buscando una casa. ¡Cómo habría disfrutado ella ayudándole a hacerlo! ―Wend y las pequeñas ya están adaptadas ―le dijo―. Puedo ir contigo, RowanDesde luego me agradaría hacerlo. ―No. ―Lo dijo con suma firmeza. Charlotte le dirigió una mirada rebelde. ―No sé para qué me has traído ―murmuró. ―El poder de Walpole se tambalea―le dijo él, lúgubre―. Ha hecho un tratado con España para indemnizar a nuestros marinos ingleses que han sido hostigados en alta mar, pero su oposición ―Bolingbroke y los demás― se burla de eso. Si viene la guerra ―y puede llegar antes de lo que creemos―, podría verse obligado a abandonar el cargo. Si él se va, yo también me iré, por supuesto. ― ¿Te irás... adonde? ―dijo ella, preguntándose si pensaba seguir a Walpole en otra empresa. ―A la perdición, supongo, porque no trabajaré para Bolingbroke y sus secuaces. ―La sombra de una sonrisa le cruzó por el rostro―. Tampoco es que vayan a pedírmelo. ― ¿Y qué será de nosotros, entonces?
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―Nada, espero- Tengo algún dinero guardado, y con esta misión ganaré un poco más. ¿Misión? Eso daba un color diferente a las cosas. ― ¡Pero nunca me llevas contigo a tus misiones! -Le miró―. Temías dejarme en Inglaterra ―dijo con voz alterada. El frunció el entrecejo. ―Si llegaran al poder los hombres inconvenientes y yo me encontrase ausente en ese momento... Ellos podrían ir al norte a buscarme, y al no hallarme en Cumberland podrían llevarte a ti para interrogarte. ―Habló como resistiéndose a hacerlo. « ¡Llevarme para interrogarme!» Charlotte casi pudo oír el tintineo de las cadenas. ―Pero... pero yo no sé nada, Rowan ―protestó. ―Ellos no saben eso ―repuso él con sequedad―. Y lord Kentridge, que una vez trató de imponerte sus atenciones, es uno de ellos. Para no hablar del abuelo del joven lord Stamford, un hombre poderoso. ― ¡Pero yo nunca les he hecho daño a ninguno de ellos! ―Exclamó ella, desconcertada―, ¡No tengo la culpa de que ese joven tonto se enamorase de mi! ―Nosotros lo sabemos, pero la madre viuda de ese «joven tonto» prefiere no creerlo. Les dice a todos los que quieran escucharla que llevaste a su hijo por un mal camino. Como es una mujer, no puedo enfrentarme con ella... y el joven Stamford ha sido desterrado a Oxford, de manera que no puede refutar eso. ― ¿Estás diciendo -Charlotte se humedeció los labios― que no podemos regresar a casa, Rowan? ―No ―contestó él-, estoy diciendo que no deseo dejarte sola en Londres―Parecía tan trastornada, que le habló con más dulzura―. He oído hablar de una casa en Portas del Sol, que podría ser arrendada. Pienso ir a verla mañana.
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Cuatro días más tarde se mudaron. Era una casa impresionante, bastante nueva... y Portas del Sol era un barrio de moda que daba al laberinto escalonado de la Alfama. Charlotte contuvo el aliento cuando se detuvieron ante la mansión de piedra, de fachada lisa, y sintió un leve escalofrío cuando la maciza puerta de roble fue abierta por un sujeto moreno, membrudo. ―Este es Vasco ―le dijo Rowan―, Nuestro otro lacayo se llama Joao. Le conocerás pronto; ha ido a traer nuestro equipaje. Aparte había una cocinera, una encargada del fregadero y dos camareras. Rowan había estado ocupado de verdad, pensó ella... ya había contratado todo el personal. Wend se sintió molesta al enterarse de que sólo hablaban el portugués, pero Charlotte sabia lo bastante del idioma como para dar órdenes sencillas. Las relaciones entre ella y Rowan estaban tensas en esos días, porque al llegar a Lisboa parecía haberse convertido en un hombre diferente. A bordo había sido siempre un enamorado suave, pero ahora cuando hacía el amor mostraba una ferocidad que la asustaba. Parecía haber dentro de él un tigre enjaulado, pugnando por salir. Charlotte había tratado de convencerse que tenía los nervios destrozados por los problemas de Inglaterra que le inquietaban; por la probable pérdida de poder de Walpole, por su misión ―sin duda importante―, y porque debía de resultarle irritante recorrer tan largas distancias todos los días. Ahora, mientras vagaba por las aireadas habitaciones de altos cielos rasos, ansiosa de verlo todo y complacida con lo que veía, se sentía llena de esperanza. Burbujeante de entusiasmo, se volvió para decir a Rowan: ― ¡Deberíamos salir a cenar esta noche, para celebrar el hallazgo de esta casa maravillosa!,- ―y descubrió que él se había ido.
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No regresó hasta mucho después de haber sido retirados los platos de la cena. Y volvió lleno de cólera interior, y la castigó con su cuerpo después de acostarse. Su cuerpo aplastó el de ella con una fiebre de deseo... pero fue un acto rudo, doloroso, que terminó rápido y con el cual Charlotte no disfrutó. Continuó tendida en la oscuridad, con el cuerpo palpitante e insatisfecho, y sus esperanzas, tan grandes, se empequeñecieron dentro de ella. Ahora que tenían una casa propia, Charlotte esperaba, confiada, verse viajando al día siguiente para conocer Lisboa, mientras Wend vigilaba a la servidumbre que acomodaba las cosas. En apariencia, Rowan tenía otros planes para ella. Insistió en que la casa necesitaba su toque personal, y Charlotte, sintiendo que tenía derecho a exigírselo, se pasó los días siguientes dirigiendo a su pequeño personal para llevar al colmo de la perfección los agradables cuartos soleados. Rowan continuó mostrándose imprevisible; entraba y salía, inquieto... en verdad, si la idea no hubiera parecido tan ridícula, Charlotte casi se habría convencido de que la vigilaba. Con la casa, por fin, en perfecto orden, se sentaron a cenar ante una mesa reluciente, y Charlotte habló con ansiedad de todos los lugares que quería visitar... de pronto se interrumpió, porque frente a ella las cejas de Rowan se habían unido en una línea recta, se removía, y al final acabó volcando su copa de vino, ―Hay tiempo de sobra para eso cuando nos hayamos asentado ―masculló. ― ¿Asentado? -Charlotte lo miró―. Rowan, yo diría que ya estamos bastante asentados. ―Ya lo veremos ―dijo él, inquieto, recorriendo con la mirada los óleos de pesados marcos que habían dejado los dueños, de aspecto un tanto sombrío contra las paredes de color amarillo cromo―. Entretanto, Charlotte, he ordenado a los pañeros
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que vinieran mañana, y no sé con certeza a qué hora llegarán. ― ¿Pañeros? ―Charlotte se asombró-. Rowan, estas colgaduras están bien. A fin de cuentas no esperamos vivir aquí años y años. ¡Sólo estamos de visita en Lisboa! Pero los pañeros no llegaron. Rowan sugirió con indiferencia que aparecerían al día siguiente, y entonces, al otro día, dijo que se había olvidado de informarle que había dicho a los esperados pañeros que no fueran, que había hablado con otros. Tampoco éstos aparecieron. Y después se trató de la colocación de nuevos postigos para la alcoba de ella... los actuales eran espantosos, y Charlotte debía ocuparse de eso, porque era bien sabido que los obreros nunca hacían nada bien si no se los vigilaba. Todos los días, alguna nueva excusa para tenerla allí. Por último, el día anterior, ella estalló. ―Estoy cansada de permanecer sentada en esta casa, mirando el mundo desde fuera ―le dijo, desesperada―. Por cierto que no me importa si los pañeros no vienen nunca, o si tenemos postigos nuevos o antiguos. Si no quieres que salgamos, saldré sola. ¡Ahora! De humor asombrosamente dócil, Rowan aceptó enseguida. Y juntos, en un coche de alquiler -Rowan siempre era así de extravagante―, recorrieron la ciudad, volviendo a visitar las partes que a ella más le agradaban, antiguos palacios adornados de oro y magnificas casas que debían su existencia al comercio de especias y a las grandes carabelas tripuladas por marinos portugueses que habían hecho el largo viaje traicionero a la India. Y cuando por fin, en una esquina, Charlotte, encantada una vez más por la belleza de Lisboa, abrió la portezuela del coche y saltó al empedrado, recordó los buenos momentos de los primeros tiempos de su matrimonio, cuando él parecía un hombre distinto, alegre, casi juvenil, enamorado.
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― ¡Quiero verlo todo de nuevo! ―Exclamó, con un ademán que abarcaba incluso las colinas que dominaban la ciudad―. ¡Oh, Rowan, había olvidado cuánto me gustaba esto! La sonrisa de Rowan se acentuó ante el placer de ella- Despidió el coche y se pasearon juntos por las calles cubiertas de arcadas y por las plazas donde las fuentes tintineaban, musicales, bajo la cálida luz del sol. Se dirigieron a uno de los tantos joyeros de la Rúa do Ouro, compró para ella un anillo con una alejandrita, “para que haga juego con tus ojos violeta”. Riendo, le compró un par de vasos de plata de extraña forma, «vasos de enamorados», los llamó el platero, en una de las tiendas que exhibían artículos por el estilo en la Rúa de Prata. Y en la Rúa dos Douradores, ella admiró un par de espléndidos marcos de oro batido, que Rowan ordenó en el acto que enviasen a la casa para reemplazar a los otros, gruesos, del comedor, que tanto le desagradaban. Y después, en la plaza central, en el puesto de un anciano vendedor de flores, vestido de negro, le llenó los brazos con un fragante ramo de rosas blancas y amarillas, para que conjuntarán con la seda china, de color oro pálido, de su vestido, y en ese momento oyeron un grito del otro lado de la plaza, y una voz llamó: ― ¡Eh, Rowan, hola! Charlotte, que tenía la cara hundida, extasiada en los fragantes pétalos de rosa, levantó la cabeza y vio a un hombre rubicundo, rollizo, vestido de raso verde botella y una peluca rojiza, que iba hacia ellos. Palmeó a Rowan en el hombro y le estrechó la mano. Charlotte le sonrió por encima de sus flores e hizo una leve reverencia cuando Rowan le presentó a su viejo amigo lord Claypool, a quien llamó Ned. -¿Cómo, estás en Lisboa desde hace quince días y no me lo hiciste saber? -preguntó Claypool, en tono de broma. -No sabía que estabas aquí, Ned -protestó Rowan- Supuse que todavía te
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encontrabas en Sussex. -Hemos estado tan atareados acomodándonos ―agregó Charlotte, en defensa de su esposo- Pero ahora ya estamos asentados, y dispuestos a recibir invitados. La mirada de lord Claypool se posó en ella con aprobación. En el acto se colocó al otro lado de Charlotte e insistió en acompañarles en su paseo. ¡El les mostraría la ciudad! Fueron a los barrios más elegantes, donde Charlotte admiró los dibujos en blanco y negro de los mosaicos del pavimento, y en las fachadas de las casas, y en las fuentes públicas, los azulejos pintados a mano, azules y blancos, por los cuales era famosa Lisboa, Lord Claypool los llevó por todos lados, mientras hablaba sin interrupción. Y no pudieron dejar de cenar con él en su posada, donde servían una comida maravillosa... -De modo que esta vez trajiste a tu esposa, ¿eh, Rowan? -Pero lord Claypool no miraba a su delgado y moreno amigo, sino a la encantadora mujer flexible, vestida de suave seda china dorada, que sorbía su vino frente a él. -¡Juro que si hubiera sabido que tenías una esposa tan espléndida, te habría preguntado dónde la tenías metida! -¿Y cómo está tu esposa, Ned? -fue la suave respuesta de Rowan. -Oh, Maggie está bien, muy bien. ―Pero contestó distraído, con la vista todavía clavada en Charlotte. -¿Y dónde la tienes tú a ella? -preguntó Charlotte, mirando alrededor, como si esperase ver a lady Claypool presentándose de repente. Frente a ella, las cejas rojizas de lord Claypool se arquearon de sorpresa. -Oh, en Sussex -repuso de prisa-. Nunca sale de Sussex.
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¡De modo que lord Claypool ―un hombre enloquecido por las faldas, como nunca había conocido a ninguno― mantenía a su esposa, también él, recluida en el campo! La ternura que sentía hacia lord Claypool se enfrió de golpe. -¿Ella nunca quiere acompañarte? -Oh, a veces lo menciona, algunas veces. -¿Pero nunca la llevas contigo? -insistió Charlotte. Los hombros de lord Claypool se movieron dentro de su ceñida casaca. -Lo pasa bastante bien en Sussex ―murmuró. La mirada de Charlotte se clavó de lleno en él. -¡Qué triste para ella! -fue su comentario. Para entonces el semblante de lord Claypool había adquirido una expresión de acoso. Giró hacia Rowan en busca de ayuda, -¿Qué te trae a Portugal, Rowan? -Un descanso, -Rowan se encogió de hombros. La mirada insignificante de su amigo se volvió hacia Charlotte y de nuevo a Rowan, con cierta compasión. « ¡Con esa mirada indica su condolencia por el hecho de que Rowan haya tenido que traerme!», pensó Charlotte, acalorada, y su sentimiento iba dirigido hacia lady Claypool, recluida en Sussex, y hacia todas las otras esposas desatendidas. Al intuir la hostilidad de ella hacia su amigo, Rowan pareció relajarse. Charlotte suspiró interiormente. Siempre era lo mismo, con Rowan. Sentía unos celos feroces de ella, casi rayando en la manía. Charlotte había comenzado a darse cuenta de que, si bien lord Claypool ―que ahora admiraba a una dama de cabello negro como el ala de un cuervo, de la mesa vecina, como si fuese una golosina que devorar como postre― podía dejar a su esposa en casa, en Sussex, para continuar sin problemas en la
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persecución de otras mujeres, en el caso de Rowan las cosas eran distintas. «Me tiene aislada en el norte de Inglaterra para que no vea a nadie ―se dio cuenta de pronto―. Si no me presenta a hombre alguno, no puedo enamorarme de uno de ellos, y por lo tanto serle infiel a él- Si viviéramos en el Cercano Oriente, me tendría encerrada en un harén, supongo.» Cuando Charlotte, que era golosa, comía su tarta de chocolate, los dos hombres, que habían rechazado el postre, bebían una segunda botella de vino color rojo rubí, que procedía de Oporto, al norte de Lisboa. Y cuanto más bebía, más sombrío se volvía el estado de ánimo de Rowan. ― ¡Deberíamos hacer un brindis por el rey de Portugal! ―exclamó Claypool, irreflexivo-. ¡Un tipo tan estúpido como lo fue Jorge I de Inglaterra! La mayoría de los ingleses habrían coincidido con Claypool en cuanto al alemán Jorge I, que llegó a desgana desde Hanover para gobernar al pueblo inglés... y que pronto fue victima del ridículo con sus extrañas costumbres, como la de tener criados turcos, de turbante, en lugar de los ingleses, corrientes, y la de preguntarse en voz alta si no podría cerrar al público el parque de St. James y plantar nabos en él. La mayoría de los ingleses... pero no Rowan. Frente a Claypool, su cara morena enrojeció. ―Haré un brindis por su gloriosa majestad, nuestro ex rey Jorge I, tan lamentado. ―El tono de Rowan era amenazador. «Oh, caramba ―pensó Charlotte―- ¡Este tonto vestido de raso ha ofendido a uno de los héroes de Rowan, y la velada quedará arruinada!» ―Como quieras ―dijo Claypool, Demasiado bebido, se encogió de hombros, tartamudeando―. Sólo que, maldición, Rowan, no puedo entender cómo tú ―que tomaste por esposa a esta belleza― puedes defender a un rey que sólo quería a las mujeres feas. Y que se pasaba las noches con una de sus amantes, recortando figuritas
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de papel. El ceño de Rowan se acentuó, y Charlotte intervino con rapidez. ―Oh, vamos, Rowan ―reprochó, razonablemente―. ¡Todos hablaban de esas mujeres en aquella época, eso lo sabes! Y cortar figuritas de papel es una ocupación bastante inofensiva ―agregó―, aunque no sea muy propia de reyes. Había apartado la cólera de Rowan del embriagado lord Claypool, que se acomodó en su asiento con una expresión de desconcierto en la cara de facciones caídas, pero esa cólera se volvió entonces contra ella. ―Es de suponer que te compadeciste escuchando relatos divertidos que ridiculizaban a nuestra difunta majestad -dijo, duro. Su tono la irritó. ―Algunas de las versiones no eran tan bonitas ―dijo con sequedad―. ¡Y por cierto que no eran tan divertidas! ― ¿Como por ejemplo? ―acució Rowan, ― ¡Como por ejemplo lo de hacer despedazar al amante de su esposa y enterrarlo bajo las tablas del suelo del castillo! -replicó Charlotte, osada. Los intensos ojos oscuros de Rowan estaban clavados en ella. ―Sophie Dorothea le traicionó ―repuso―, ¡estuvo bien! ; Lo que hizo ― ¿Bien? ¿Cómo puedes decir eso, Rowan? Divorciarse de su esposa, separarla de sus hijos para siempre y mantenerla encerrada en el castillo de Ahiden hasta que murió. ―Ella le traicionó con un coronel sueco del cuerpo de dragones. ¡Ambos merecían su suerte! Charlotte se estremeció. Recordó que en las Scillies, cuando era muy pequeña, había oído decir que el joven príncipe de Gales había estallado y dicho con amargura
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que anhelaba que su padre muriese para que su madre pudiera quedar libre de su largo encierro. Y más tarde Charlotte afirmó que coincidía con el príncipe... y con ello se ganó la enemistad de uno de los cortejantes de su madre, un caballero de Cornwail con quien su madre pensaba casarse por entonces. ―Tu hija habla a tontas y a locas ―dijo, indignado, el caballero de Cornwail a Cymbcline Vavie. ―Charlotte sólo dice lo que piensa ―le respondió su madre con su dulce voz-, Y ahora te diré que yo la animo a que así lo haga. ―No deberías alentarla, Cymbcline ―fue la seca observación de su pretendiente―. Algún día se verá en problemas por culpa de su lengua. ―Me los creará a mí ―fue la viva respuesta de su dama, y ese desacuerdo introdujo una cuna entre ellos, que les tendría enfadados durante muchos meses, mientras Cymbcline dejaba de sentirse enamorada de él. No había sido una mala persona, ese caballero de Cornwail, y Charlotte siempre se había sentido culpable por el hecho de que su aversión al Jorge alemán se hubiera interpuesto entre ellos. Como ahora se interponía entre ella y Rowan. Pero el desagrado que sentía por el difunto rey era algo que en apariencia no podía evitar. -No creo que ninguna mujer merezca ser encerrada durante treinta y dos años, ¡sólo porque da la casualidad de que mira a otro hombre! ―protestó. -iSólo! -Rowan pareció meditarlo. Entornó los ojos- Sophie Dorothea violó sus votos matrimoniales, ¿y sin embargo la defiendes? -Oh, ¿cómo sabes que violó los votos matrimoniales? -exclamó Charlotte, exasperada-. ¿Estabas ahí? La pobre tenía un esposo cruel, celoso, y es posible que él hubiera imaginado todas esas cosas respecto de ella. ¿Y si no eran ciertas? –Se estremeció ante la idea de que la pobre Sophie hubiese estado encerrada todos esos
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años por un malentendido. -Oh, había pruebas suficientes acerca de su adulterio –dijo Rowan. -Pero, ¿treinta y dos años, Rowan? -A Charlotte le pareció increíble. ¡No cabía duda de que el castigo no tenía relación con el delito!-. ¿Y qué hay de Jorge I, él era tan puro...? Demasiado tarde, se dio cuenta de lo excesivamente que se había comprometido en esa conversación, convirtiéndose de alguna manera en una adversaria, en opinión de Rowan, del difunto rey. La voz de Rowan estaba tensa. -Ponerla en libertad habría sido una señal de debilidad por parte de él. Charlotte no cedió terreno. -No creo que la piedad se pueda considerar como una muestra de debilidad, Rowan. -¿No? ―se burló él―. ¡Me escandaliza que defiendas a la adúltera! ―Oh, ¿cómo puedes llamarla así? ―Charlotte no hizo caso de la prudencia. ―Has insultado el buen nombre de su difunta majestad... ― ¡Oh, nada de eso! Sólo repetí lo que otros han dicho acerca de él. ― ¡Y si no recibo tu disculpa aquí y ahora por esa afrenta, te llevaré a casa! ―terminó él, amenazador. ― ¡Pues llévame a casa! ―Suspiró Charlotte―, Porque no elogiaré a un hombre a quien siempre consideré nada menos que un monstruo. Enfurecido por la actitud de ella, Rowan se puso de pie con tanta rapidez, que derribó su silla, y Claypool, demasiado ebrio, pues había estado bebiendo a lo largo de toda la discusión, le dirigió una mirada azorada ―¿Qué, ya te vas? ―preguntó con voz espesa-. ¡Por Dios, hombre, la velada apenas ha comenzado!
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―Para mi esposa no ―fue la réplica de Rowan―. Para ella acaba de terminar. Vamos, Charlotte. ―Y cuando ella no respondió enseguida a su helada orden, estiró una mano y la puso de pie de un tirón. Sus crueles dedos le entumecieron la muñeca hasta que la sacó a la calle y la puso en una silla de mano que pasaba. Después caminó a su lado, bajo el aire de la noche, sin hablar. Llevaba a casa a su mujer descarriada. No hablaron en todo el trayecto hasta Portas del Sol. Charlotte se sentía humillada. Ansiaba vengarse, aunque la sensatez lo prohibía. La vida con Rowan era increíblemente difícil en ocasiones, llena de aristas y de aguas lóbregas, y la frase más insignificante podía provocar problemas. No le habló cuando descendió de la silla. Subió a la carrera y se desnudó en furioso silencio, para acostarse; volvió la espalda cuando Rowan apareció en la puerta y se quedó mirándola. ―Me has dado dolor de cabeza ―le dijo ella por encima del hombro―. Te agradecería que esta noche te quedaras en tu cuarto. ― ¿Dolor de cabeza, dices? ―Como si ése fuera el resorte que le ponía en movimiento, cruzó la habitación con una rápida zancada y la hizo volverse hacia él-. Todavía no he recibido una disculpa, Charlotte ―dijo con severidad. -¡Ni la recibirás! -exclamó ella-. ¡Porque no te debo ninguna! Conocía demasiado bien la expresión del rostro de él. Durante un momento se sintió presa de pánico, pero se mantuvo firme, y le miró a su vez con furia. Y ése fue el acabóse. Rowan se lanzó sobre ella, le desgarró las ropas en jirones y la poseyó con una violencia que la dejó aturdida. ¿Cómo era posible que un hombre tratara a su esposa en un momento como a una amante adorada, y al siguiente como a una despreciada ramera de los muelles? Rowan no se había molestado siquiera en quitarse las botas cuando se arrojó sobre ella... y Charlotte tenía las magulladuras que
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lo demostraban. Y todo eso cuando pensaba que de algún modo la magia de Lisboa cerraría antiguas heridas y los uniría de nuevo... Después que él se marchó a su propia habitación. Charlotte permaneció tendida, trastornada y temblorosa, dejando que la suave brisa del Tajo le secara las lágrimas que le brillaban en las mejillas. Y entonces oyó el estrépito de la puerta de abajo que se cerraba. Rowan salía... Ásperos pensamientos se arremolinaron dentro de ella. Se irguió ante ella el recuerdo de un gigantesco semental negro. Rowan había traído consigo el gran animal, de un viaje a Irlanda -otro de sus vagabundeos en el cual ella no le había acompañado-, y el caballo era su alegría y su orgullo. Se jactaba de Medianoche -porque ése era el nombre que le había dado al caballo- por todas partes. El animal era de temperamento muy vivo, pero Rowan era un excelente jinete y le agradaba demostrar su dominio sobre él. Y entonces, ante una multitud, un día de mercado en la pequeña aldea de Cat Bells, Rowan lo montó, dispuesto a cabalgar a Aldershot Grange. Sin previo aviso, el caballo le derribó. Y Rowan cayó de espaldas en el fango. Unas risitas divertidas ondularon entre el gentío cuando Rowan se desprendió del lodo que tenía pegado a su traje nuevo... y el rostro se le ensombreció. Charlotte lo sabía porque Livesay había estado allí y se lo había contado. Rowan lanzó una maldición y de pronto extrajo la pistola de duelo que llevaba y le disparó al caballo entre los ojos. El hermoso animal, erguido, tembloroso, cayó como una piedra... muerto. Sólo más tarde encontraron el erizo que algún bromista desaprensivo había deslizado debajo de la silla de montar de Medianoche. Ese día Rowan regresó a casa con el rostro ceniciento, sin hablar con nadie, y se
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encerró en su habitación. Al pasar ante su puerta, Charlotte pensó haber oído un llanto apagado, pero de las colinas llegaba un retumbo de truenos constantes, y no podía estar segura. Y cuando Rowan salió de su cuarto, salió con semblante inexpresivo y vestido para viajar, y se alejó a caballo bajo una tormenta de lluvia, sin pronunciar una palabra. Ella se enteró más tarde de que se había ido a Londres. Nunca volvió a hablar de Medianoche. Las pertenencias de Rowan no le duraban mucho, si no lograban complacerlo. Y sus animales favoritos tenían corta vida si mostraban alguna visible preferencia por otro. Su perro de caza favorito, Ciase, se apartaba a cada rato de su lado y prefería la compañía de Livesay, que constantemente le daba bocaditos que quedaban en la mesa. Un día, cuando el perro pasaba corriendo junto a Rowan e iba hacia Livesay, meneando la cola, Rowan gruñó que el perro era un asesino de ovejas, lo colgó allí mismo y le cortó la garganta. En la casa, todos lloraron, porque todos adoraban a Chase, que era muy cariñoso. También entonces Rowan huyó a Londres. «A menudo lamenta lo que ha hecho, cuando ya es demasiado tarde para que eso sirva de algo», fue el último pensamiento desdichado de Charlotte, antes de caer en un sueño intranquilo, del cual sintió que la arrancaban sacudiéndola con brusquedad. ― ¡Arriba, arriba! ―Decía Rowan―, Vístete. Salimos dentro de una hora. -¡Pero... pero si apenas estamos en mitad de la noche! ―Protestó Charlotte, parpadeando bajo la luz de la única vela encendida en la oscuridad―. ¿Por qué tengo que levantarme? ¿Adonde vamos? Rowan, que por cierto nunca le había hecho confidencias respecto a sus misiones, eligió ese momento para informarle acerca de ellas. Todavía agarrada a las mantas, Charlotte escuchó, adormilada, mientras Rowan le decía que viajarían a Évora, una
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ciudad del Alentejo, donde tenía una cita con un emisario del embajador de Inglaterra en España, quien en esos mismos momentos cabalgaba hacia allí desde Madrid, llevando consigo un mensaje de la mayor importancia de Su Excelencia, que Rowan debía asegurarse que llegase a Inglaterra. Para entonces, Charlotte estaba despierta del todo. Dado que había vivido en los rincones más inaccesibles del norte de Inglaterra, le resultaba difícil seguir las intrigas políticas de la época, pero conocía, como todos, el gran alboroto producido el año anterior, cuando un inglés llamado capitán Jenidns había llevado una de sus orejas, en una caja, a la Cámara de los Comunes... una oreja que afirmaba le había sido cortada por españoles que abordaron ilegalmente, y registraron, su barco, ¡para luego pedirle, despectivamente, que llevara su oreja cortada y sus quejas al rey inglés! Mientras se vestía, ella se dio cuenta, con un leve estremecimiento de emoción, que Rowan, ausente de noche y solo, se había enterado de algo... recibido algún mensaje, tal vez de España. Y actuaba en consecuencia con su rapidez característica. Cuan poco común en él, el habérselo contado. Y cuan doblemente poco común el llevarla consigo en semejante misión. Sus dedos se detuvieron por un instante en el acto de abrocharse su vestido de seda color albaricoque. ¿Era posible que Rowan lamentara la forma en que la había tratado, y esa repentina confianza y el hecho de llevarla consigo, fuese una rama de olivo que le tendía? Animada por ese pensamiento, Charlotte corrió escaleras abajo. Sus sentimientos lacerados ansiaban la reconciliación iniciada por él. Hacía tiempo había pensado que podía convertir ese matrimonio en un éxito... con el tiempo, con esfuerzo. Últimamente ―y en especial la noche anterior― había empezado a desesperar. Pero ahora, cosa increíble, parecía que existía alguna posibilidad,.. Había llegado a la puerta de calle y se hallaba a punto de calzarse los guantes de
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cabritilla color melocotón, cuando se detuvo... no la esperaba coche alguno. Y Rowan apareció para decirle, irónico, que al final no la llevaría consigo. ¡Había cambiado de idea! Enmudecida, Charlotte miró a su desconcertante esposo. Y entonces, desde atrás, escuchó la protesta de Wend. -¿Por qué ha despertado a la señora Charlotte si no la llevaba con usted? Los ojos oscuros de esa cara satánica se volcaron hacia la que hablaba, con tal intensidad, que el gorro de volantes de Wend retrocedió hacia la oscuridad de la puerta. -¡Si vuelves a levantarme la voz, Wend ―dijo la voz de advertencia de Rowan-, te despediré sin previo aviso! -Guarda silencio, Wend. -Charlotte habló con sequedad, pues tenía plena conciencia de que Rowan, con sus estados de ánimo cambiantes y sus repentinas tempestades locas, era muy capaz de hacer eso: despedir en el acto a Wend, nacida en Cumberland, y abandonarla para que se las arreglase en una ciudad desconocida―- Yo me pregunto lo mismo, Rowan. ¿Por qué cambiaste de idea en lo referente a llevarme contigo? La amedrentadora mirada de Rowan se paseó durante un instante por el cuerpo de Charlotte, antes de hablar. Luego lanzó una brusca carcajada, -Quizá decidí que en definitiva no deseaba tu compañía, Charlotte. ―Y agregó, con descuido― Dejaré que tú imagines por qué. Cuando Charlotte respondió que no sabía por qué, él la censuró por pelearse delante de los criados. Y a continuación le dijo que estaría ausente durante una semana, tal vez más, y que no debía vagar por Lisboa, sino quedarse en casa hasta que él volviera.
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Pálida de furia, Charlotte le vio alejarse por la calle empedrada, seguido por el criado Joao, montado, e internarse en la oscuridad. Charlotte y Wend conversaron durante un rato... pero eso no solucionó nada. Y Charlotte estaba demasiado tensa para acostarse de nuevo, como había sugerido Wend. -Creo que caminaré hasta el mercado de pescado ―dijo de repente, al ver que comenzaba a alborear. Y agregó que quizá podría encontrar una silla de mano y hacerse llevar. No hizo caso de las protestas sobre que podía haber ladrones merodeando, se envolvió en su ligero chal bordado y salió. Allí encontró a Vasco, todavía con su antorcha, recostado, adormilado contra la pared de al lado de la puerta principal. Como buen criado que era. Vasco insistió en seguirla, iluminándole el camino con la antorcha, mientras ella bajaba de las alturas de Portas del Sol. Todavía confundida y desconcertada mientras descendía, Charlotte trataba de aclarar sus pensamientos, se preguntaba qué otra cosa habría podido hacer, cómo hubiera podido conseguir que funcionara ese matrimonio imposible. Rowan había sido un amante tan tierno a bordo del barco, que ella se dejó atrapar por un falso sentimiento de seguridad. No se hallaba en modo alguno preparada para el cambio que se produjo en él en tierra firme, porque al llegar a la posada la había arrastrado a la cama enseguida después de la cena, todas las noches, para precipitarse sobre ella casi antes que pudiera ponerse su camisón, empujando su cuerpo hacia la cama apelmazada y maltratándola-.- si, esa era la palabra, la maltrataba. ¡Y la noche anterior...! ¿No existía un terreno neutral en el cual encontrarse con Rowan? ¿Tenía que dejarle siempre esas heridas en el corazón?
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Oh, de buena gana prescindiría de todas las cosas materiales que le daba Rowan, pensó, enloquecida, si él cambiara, si sólo... Pero en su fuero interno sabía que no sería así. Rowan no podía cambiar, tal como ella tampoco podía. Ambos serían siempre lo que eran hoy... y la brecha que existía entre ellos se ampliaría, se ensancharía, hasta convertirse en un abismo que nadie podría atravesar. Caminó hacia el bullicioso mercado de pescado, pensando inquieta, preguntándose qué debía hacer... si en verdad era posible hacer algo. Sus sentimientos estaban al rojo vivo y doloridos, y necesitaba ser otra vez una mujer entera. Si en ese momento hubiera existido una brizna de esperanza, se habría agarrado a ella. Y entonces, entre esa multitud de desconocidos que desembarcaban de una nave amarrada en el puerto, vio una cara que nunca había esperado ver otra vez a este lado del paraíso. La cara de Tom. Apareció durante un instante y luego se perdió en el gentío. Pero Charlotte ya corría, ciega, hacia el lugar en el cual había estado, tropezando con la gente. ¡Descuípe-me!, exclamaba sin cesar, mientras avanzaba frenética, apartando a la gente a uno y otro lado. Y entonces su mirada le encontró de nuevo. Un hombre alto, de casaca de anchos puños escarlata, con adornos de trencilla de oro y botones de bronce. Su perfil estaba vuelto ahora hacia ella, a la vez que se abría paso por entre la muchedumbre, y ella vio que tenía la cara muy bronceada, en fuerte contraste con la cabellera rubia que brillaba en la luz de la mañana. Se veía en él el sello del aventurero... Charlotte no necesitaba ver la útil espada que pendía contra sus delgados muslos para saber que la tenía allí. Y ahora él se separaba de la muchedumbre, con sus largas zancadas habitualesCharlotte, envuelta en un remolino de gente, creyó que nunca le alcanzaría. Un minuto más tarde desaparecería de la vista, tal como en los sueños de ella desaparecía con las primeras luces del día...
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Por supuesto que no podía ser Tom. Tom estaba muerto. Se trataba sólo de alguien muy semejante a él, hermoso, pero el parecido era tan increíble, y el efecto que ello produjo en su corazón fue tan devastador, que... ― ¡Tom! ―Gritó, desesperada, con una mano enguantada tendida en súplica muda―. ¡Tom Westing!. La alta figura se dio la vuelta, su despierta mirada recorrió el gentío. Y ahí estaba, mirándola con esa querida cara familiar, los verdes ojos brillantes de alegre reconocimiento. -¡Charlotte! La sangre abandonó el rostro de Charlotte de un solo golpe, sintió que las rodillas le flojeaban, y mientras él corría hacia ella, se derrumbó en una espuma de seda de color albaricoque, contra un puesto de naranjas cuyo dueño, asombrado, la sujetó cuando caía. CAPITULO 24 Cuando Charlotte recobró el conocimiento, la cara de Tom se encontraba sobre ella. Tom le oprimía contra los labios un frasco de un líquido ardiente, que ella identificó como coñac. -No lo creo -susurró-. ¡Me dijeron que habías muerto! Él se encogió de hombros. -Sólo me dieron por muerto. Charlotte tragó saliva. -¿Cómo es posible eso? -protestó-. Rowan me dijo que vio tu cuerpo abajo, en las rocas, y que tenías el cuello partido.
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-¿Parezco tener el cuello partido? De manera que Rowan le había mentido ya entonces... -Todavía no puedo creer que seas tú, en verdad ―dijo, asombrada. -¿Por qué, he cambiado tanto? -replicó él, sonriendo. -Oh, no -dijo ella, de prisa-. No has cambiado nada. -Tampoco tú. ―Sus palabras eran una caricia. -¿No, Tom? -La mirada de Charlotte era ansiosa. Se sentía tan azotada por la vida. Tom la ayudó a levantarse, y ella alisó sus faldas de color albaricoque-. Oh, debo haber cambiado ―suspiró. -Para mí, no -dijo él con voz sonora. Y era verdad. Estaba más encantadora de lo que mujer alguna tenía derecho a estarlo, pensó. Tan encantadora, que le dolió el corazón. -Ven, Charlotte. -Trató de encubrir la voz súbitamente ronca con animada alegría-- Si te sientes bien, podemos caminar por el mercado y contarme cómo te ha ido desde la última vez que nos vimos. ―Con lo que esperaba que pareciera una galantería superficial, le ofreció el brazo y Charlotte lo tomó sin vacilar. Se pasearon juntos por el gran mercado abierto. La cabeza rubia de Charlotte estaba echada hacia atrás, mirando a Tom a la cara, y no podía velar la suave luz de sus ojos de color violeta. Por su parte, él la miraba encantado, envuelto, como siempre lo había estado, por su proximidad, por todo lo que era y había sido siempre así, con la vista clavada el uno en el otro, pasaron por entre los atareados puestos sin ver, como atrapados en un sueño, y quienes los observaban imaginaban que eran recién casados o amantes. Desde luego habían retrocedido en el tiempo. Y entre ellos crecía y crecía la tensión de una intensa conciencia física.
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Charlotte nunca se había sentido tan vibrante, tan viva. Cuando una apresurada pescadera pasó corriendo, de modo que Charlotte tuvo que dar un paso rápido hacia Tom para no ser rozada por la bandeja de pescado, y su delgada cadera entró en repentino contacto con el muslo de Tom, sintió que se sobresaltaba con violencia. ― ¿Ya has desayunado, Tom? ―preguntó de prisa, para disimular el repentino sobresalto, y el hecho de que sus nervios estaban tensos, a punto de romperse, pues se apresuraba a recordar que mientras ella había permanecido visible, Tom era quien había desaparecido, permitido que la gente le considerase muerto, Tom quien había omitido hacerle saber, durante todos esos años, que se encontraba con vida. ―No, todavía no he desayunado... estaba cansado de la comida de a bordo. ―Ah, entonces tienes que probar uno de estos higos... son del Algarve, al sur. ―Le dirigió una mirada de dolor-. ¿Por qué no me hiciste saber que estabas con vida, Tom? ―Porque me dijeron que te habías casado. ―Mordió un higo-. Y no tenía nada que ofrecerte, Charlotte. ― ¡Nada que ofrecerme! ―Le miró con ansiedad―. Podías ofrecerte tú mismo ―señaló ella. El rió. ― ¡Eso es muy poco! ―Le dirigió una mirada aguda―. El hombre con quien te casaste, ¿era ese sujeto con quien te vi aquella noche en el jardín del Castillo Stroud? Ella asintió. ―Se llama Rowan Keynes... tenemos dos hijas. -Ese no era el momento de decir ¡una de ellas es suya, Tom!―. ¿Te has casado? ―No. ―Y luego, quizá porque todavía abrigaba cierto resentimiento contra ella por haberle olvidado tan pronto, en brazos de otro hombre-: Mí situación nunca me lo
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permitió. Su fría respuesta la enmudeció por un momento. Apartó la vista, en dirección a uno de los puestos. ―Ah, hay algunos melocotones de Alcobaca... tienes que probar uno, Tom, son deliciosos. Con su vestido de color albaricoque y sus mejillas de flor de melocotón, le parecía a Tom más deliciosa que cualquier fruta, pero mordió uno de los melocotones de Alcobaca, para darle gusto. ― ¿Has sido feliz, Charlotte? -preguntó con suavidad. Ella desvió la mirada. ―A veces. ―Apartó los pensamientos de su vida desdichada con Rowan―. Pero, ¿y tú, Tom? ¿Dónde estuviste todo este tiempo? ―Casi todo el tiempo en las Bahamas. Volví al oficio de mi padre. Tiene sus altibajos. «El oficio de pirata de su padre... debe haber aborrecido eso.» El corazón le dolió por él. ―Llévame a alguna parte y háblame de eso ―le dijo con serenidad. Con rapidez, Tom encontró una taberna próxima y Charlotte le examinó, frente a una taza de café en el extremo del salón de techo bajo. Ahora, al verlo más de cerca, advertía que si bien su casaca escarlata era elegante, la costura de uno de los puños estaba deshaciéndose, la valiente trencilla de oro se veía un tanto opaca, y le faltaba uno de los botones de bronce. Resultaba evidente que ninguna mujer le cuidaba, pensó con el corazón contraído. Le estudió anhelante, mientras revolvía su café. La luz caía sobre él desde una
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ventana de pequeños cristales que había junto a ella, y mostraba que tenía los hombros más anchos de lo que recordaba, al igual que su pecho. Pero sus ojos seguían siendo los mismos, firmes, brillantes como esmeraldas, y se destacaban tanto contra el moreno de su bronceado como el repentino relámpago blanco de sus dientes blancos, parejos, cuando sonreía. Todavía se apegaba a él el estilo descuidado que ella recordaba tan bien. Pero ahora había en él algo de licencioso, una mundanalidad cínica que lo hacia parecer mayor que la edad que tenía. Se veía una nueva cicatriz en su mejilla... y Charlotte no necesitaba que le dijeran que había sido hecha por una espada o una daga. Se resistió al deseo de rozar su breve extensión con dedos afectuosos. ― ¿Cómo te hiciste esa cicatriz, Tom? El se encogió de hombros. -Creo que te dije que no estaba hecho para ese oficio, Charlotte. Navegábamos por aguas de las Bahamas, sin ninguna buena suerte, cuando nos cruzamos con un pequeño mercante que se hundía frente a la costa oriental de la isla Cat. Llevamos a bordo a sus tripulantes y su carga antes que se hundiera del todo, y al caer la noche nuestra tripulación se había embriagado con el ron robado. Uno de los pasajeros a quienes rescatamos era una muchacha hermosa. –Charlotte sintió que la recorría un ramalazo de celos―. A pesar de la promesa de nuestro capitán de devolverla por un rescate, sin que sufriera daño alguno, cerca de la medianoche nuestro primer oficial ―su voz sombría denunciaba las dimensiones de ese enorme y estúpido animal― decidió llevaría a su lecho. ―Apretó la mandíbula- Por la fuerza. Yo se lo impedí, perforándole el corazón con veinte centímetros de acero. Pero no antes de que me hiriese con su cuchillo. ― ¿Qué pasó con la chica? -Yo la protegía cuando por la noche estalló una tormenta. Como dije, nuestra
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tripulación estaba ebria, y encallamos en un arrecife, frente a Eleuthera. Todos se ahogaron... fue un milagro que la joven y yo nos salváramos. ―No un milagro de verdad... recordaba que estuvo a punto de ahogarse mientras nadaba en el oleaje, arrastrando consigo el cuerpo desvanecido de ella. Recordaba haberse hundido con ella, zarandeado y casi muerto, haber sido arrojado a las arenas húmedas de una playa desconocida .., recordaba el oro que encontró a la mañana siguiente, lanzado a la costa en una caja de madera, rota, y que dejó relucientes monedas en la arena. Y ése era el oro que le había llevado a Inglaterra, y que ahora lo llevaba a ese lugar... Pero a Charlotte sólo le interesaba la joven, a solas con Tom en un paraíso tropical. ―La chica a quien salvaste, ¿se mostró... agradecida, Tom? -preguntó, irónica. Tom le dirigió una mirada divertida. ―No mucho. La señorita Prudence era una colegiala que regresaba a Jamaica, donde su padre era plantador. Me culpó de todo... de la tormenta, del mar, del naufragio de los dos barcos. ―Se echó a reír―. Había logrado salvar algunos de los alimentos de entre los restos de la nave, y armé una especie de bote con las maderas lanzadas a la playa, con el cual navegamos a un puerto desde el cual pudiera enviarla de regreso a casa de su padre. ―Parte de las monedas de oro habían sido destinadas a eso―... Y entonces me di cuenta de que el oficio no era para mí, que nunca lo había sido. De manera que no quise volver. ¡A fin de cuentas no le había interesado la joven! Charlotte se sintió irrazonablemente reanimada. ―Puede que hayas abandonado el oficio. ―Ella sonrió― ¡Pero con esa cicatriz, Tom, sigues pareciendo un bandido! La respuesta de él fue ligera. ―Llámame más bien oportunista.
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No... Charlotte se había casado con uno de ellos. Y ahora conocía mejor a los hombres. Ese sujeto de aspecto peligroso que tenia frente a si no era nada de eso. Le miró con la cabeza inclinada. ―Tal vez un calavera ―sugirió, humorística. Tom rió. Fue una carcajada que había perdido su tono amargo, que de pronto era juvenil y alegre. Tal como su corazón había saltado de gozo al verla otra vez. Ella se inclinó hacia él, seria de nuevo. ―Pero no entiendo cómo escapaste, Tom. Vi que Russ te arrojaba con un puntapié por el borde del risco, mientras yacías inconsciente. El vio que la cara de ella palidecía cuando le contó que había permanecido tendido en un saliente, a unos seis metros debajo del borde, y que gritó hasta enronquecer, y se debilitó y desesperó de poder salir alguna vez de la trampa en la cual había caído. -¡Oh, Tom! ―La voz de Charlotte surgió en una suave bocanada triste―, ¡Me estás diciendo que te abandoné a tu suerte! -Tú no -dijo él enseguida, y su mano se cerró, cálida, sobre la de ella―. Porque no lo sabias. -Parecía tan conmovida, que él temió que se desvaneciera. Cuando Charlotte se enteró de la verdad de lo que había sucedido aquella noche en el risco Kenlock, le aterrorizó la profundidad de la trampa en la cual se había visto encerrada. Rowan le había mentido, manejándola a cada paso. El «arreglador» que era había arreglado las cosas de modo que cayese de buena gana en sus brazos. En ese momento se odió por ser tan tonta y ciega, juguete de la trama de él... y la invadió una oleada de furia impotente contra Rowan, por su frío engaño. Para Tom, aunque le preocupaba el efecto que todo eso tenia sobre Charlotte, ése
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era un momento de triunfo. Le había herido muy hondamente que ella olvidara tan pronto, pero ahora sabía por qué se había casado con tanta rapidez. ¡La habían engañado, haciéndole creer que estaba muerto! En definitiva, su dama no le había olvidado. El pensamiento flotó iluminándolo todo. Ahora resultaba fácil hablarle de los días en que no le importaba qué fuese de él, de las largas noches en el mar, sin ella. Mientras le escuchaba, cautivada por él, por su cercanía, por el amor que siempre le había tenido, Charlotte trató de obligarse a recordar que ahora tenía otra vida que no incluía a Tom... y descubrió que no podía- Tom era su vida. Se humedeció los labios, trató de dominar las emociones que la recorrían, -¿Qué te trae a Portugal, Tom? El la miró al fondo de los ojos y le dijo la verdad. ―Vine a buscar a una dama ―dijo―. Una dama que había salido de Inglaterra, según parece, en el momento mismo en que yo llegaba. Charlotte le miró. ¡Por eso la había llevado Rowan a Portugal en forma tan repentina! Oh, era muy posible que tuviera una misión... ¿Quién sabía nunca nada acerca de Rowan? ¡Pero la había llevado a Lisboa para que no se encontrase con Tom! ¡Ésa era la noticia que el anciano Conway le había dado en Aldershot Grange, y que le hizo cambiar de idea! Y también eso explicaba el extraño comportamiento de Rowan, su dura violencia cuando le hacia el amor... ¡estaba celoso de Tom! El dolor debió haberle contraído el rostro en ese momento, porque Tom se inclinó hacia adelante. ― ¿Qué ocurre, Charlotte? ―Nada. ―Hizo un leve ademán, como para apartar una tela de araña―. Me siento honrada, Tom, de que hayas venido a buscarme. ―«Pero es tarde, demasiado tarde.»
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―Y te he encontrado, más deseable que nunca. Rowan Keynes es un hombre afortunado, Charlotte. Tú llenarías la vida de cualquier hombre. ―La de Rowan no ―dijo ella con amargura, revolviendo su café. ― ¿No? ―Tom levantó la vista, alerta―. ¿Entonces no eres feliz? Ella pensó en la forma dolorosa en que le hizo el amor la noche anterior, en esa mañana, en los insultos. ―No, no soy feliz ―admitió con voz ronca. La manaza de él todavía seguía cubriendo la mano de ella, cálida y protectora. ―Yo nunca he dejado de amarte, Charlotte, ni por un momento. Y llegó el día en que tenía que verte de nuevo, saber cómo estabas, asegurarme de que te encontrabas bien- Ese día viajé a Inglaterra. ―Oh, Tom. ―La voz de ella era ahogada. ―Sé que ahora tienes otra vida. ―Habló con gravedad―. Y no quiero quitártela. Pero si alguna vez hay algo que pueda hacer... «Oh, lo hay, lo hay. ¡Puedes tomarme entre tus brazos, puedes hacer que mi corazón vuelva a palpitar!» ―No puedo invitarte a mi casa ―dijo―. Rowan se enteraría, y está locamente celoso por mí. Apenas puedo hablar con un hombre, sin que me lleve de prisa a alguna parte. Estoy segura de que el motivo de que me haya traído a Portugal fue que se enteró de que habías vuelto a Inglaterra. ―Entonces estoy poniéndote en peligro... algo que no quiero hacer. Parecía a punto de ponerse de pie y alejarse otra vez de su vida... « ¡Oh, todavía no, todavía no!» ―Rowan ha salido de la ciudad ―escuchó decir―. Estará ausente una semana o más.
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Vio que los ojos de él se encendían, y su mano apretó la de ella. ― ¿Entonces podemos... podemos vernos? Charlotte le miró. El mundo se alejó volando. ―Alquila un coche ―dijo su voz era casi áspera―. Nos detendremos en casa y se lo diré a Wend... ¡Oh!, no sé qué le diré, pero algo. Iremos al sur, Tom, a través del Tajo, hacia Sotúbal, Es una región de dunas de arena y naranjales y pequeñas aldeas coronadas de castillos antiguos. ―Una región para enamorados... Los ojos de él estaban encendidos y su mano apretaba la de ella de una manera que casi le causaba dolor, ―Es más de lo que esperaba ―dijo con voz ronca. «Y más de lo que yo debería atreverme a hacer...» Pero ese día había una locura en ella, una inquieta ansiedad que no podía contener. El regreso de Tom era un sueño hecho realidad, un sueno maravillosamente imposible. Tom tomó un coche y fueron directamente a la casa de Portas del Sol. Charlotte entró corriendo, radiante. Mientras arrojaba en un bolso unas ropas para la noche y una muda, entró Wend. ― ¿Le abandonas? ―preguntó Wend con aspereza. ―No ―respondió Charlotte. « ¡Aunque Dios sabe que me gustaría hacerlo!»―. Me he encontrado con unos antiguos amigos, los Milroyd. Me invitaron a pasar un tiempo en Casa de Dios. -Y en respuesta a la expresión desconcertada de Wend-: Me iré sólo por un par de días, Wend. La mirada extraña de ésta la siguió mientras salía, corriendo escaleras abajo para introducirse en el coche, con Tom. -¿Todo fue bien? -Se te veía preocupado. -Sí. -«He cubierto mis huellas, Tom. Estoy a punto de hacer lo que nunca pensé que haría: violar mis votos matrimoniales.»
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Se hizo un gran silencio en el coche. Demasiado conmovido para hablar, Tom la abrazó. El mundo se alejó volando, y Charlotte volvió a tener diecisiete años y a estar profundamente enamorada... En el río Tajo despidieron al coche, por ser demasiado molesto. Cruzaron el Tajo en trasbordador, contrataron un carro y vagaron, sin trabas, por la campiña virgen. Cuando encontraron a una pescadera cocinando salmonetes en una cazuela de barro, manteniendo el fuego de carbón encendido con un abanico de paja, se detuvieron a mirar y luego le compraron algunos, junto con un pan moreno y un odre de vino verde. Y almorzaron en la fina arena de una playa desierta, observando a los pequeños pesqueros distantes que se balanceaban a lo largo del horizonte. Hablaron de la vez en que Charlotte sorprendió a Tom junto a la cascada y rieron, y recordaron... Después del almuerzo, su carro se internó en los pinares y se apartaron del camino y encontraron un lugar solitario donde el colchón de pinochas era denso bajo los pies y las ramas bajas descendían, graciosas, como una cortina. Tom se inclinó y apiló las pinochas. -¿Quieres sentarte, mi dama? ―preguntó. Charlotte sonrió y se dejó caer, con sus faldas de color albaricoque alrededor. -¿Por qué la vida no pudo ser más bondadosa con nosotros, Tom? ―murmuró. -Ahora lo es -dijo él, ronco, y se quitó la casaca. -Oh, Tom... -Le tendió los brazos, ansiosa, y él fue hacia ellos, y apoyó la cabeza de ella en su mano y la empujaba con suavidad hacia atrás, sobre la cama natural que había formado. El aire era fragante por el aroma de los pinos. Le acarició el cabello con una ternura que no conocía desde hacia tiempo... porque Rowan se mostraba tierno muy pocas veces. Le besó las mejillas, los ojos, los labios,
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como si no pudiera creer en su buena suerte. ―Charlotte, Charlotte, cuánto te he echado de menos... ―Su voz era dulce, suave. Charlotte cerró los ojos. También ella lo había echado de menos. ¡Cuánto! Sintió que la mano de él, que se movía con delicadeza entre los ganchos de la parte delantera de su jubón, le dejaba sueltos tos pechos, y ahogó una leve exclamación cuando la mano izquierda de él le tomó el pecho derecho y se inclinó para rozarle con los labios la cresta rosada. Dulces pasiones la recorrieron con las caricias de él, y sintió que sus ropas eran apartadas a un lado. El largo cuerpo de Tom se adaptó al de ella como hecho a su medida, y ella se movió con gracia para recibirlo. Balanceándose sobre el blando lecho de pinochas, él se introdujo en ella con suavidad, con ternura. Ese era un amante... Charlotte tuvo estremecida conciencia del respeto con que la tomaba, el amor que sentía en cada una de sus caricias. Había cierta cualidad soñadora, irreal, en ese amor que volvieron a encontrar allí, entre los fragantes pinares, y una hormigueante sensación de destino, como si la vida entera de ambos se hubiera canalizado en ese momento. Entonces la pasión los arrebató y les hizo volar. Allí, en la aromática cama de pino, eran como criaturas salvajes, aladas. Con cada empujón, ella le acercaba más y más, como si no quisiera soltarle nunca. Con cada retroceso, le temblaba el cuerpo, esperándole, necesitándole. Con cada regreso, llegaba a nuevas y lejanas alturas, inalcanzables. Vagaban por un mundo mágico, un mundo que había conocido Eva, y Adán. Se encontraban perdidos allí, hombre y mujer, arrebatados más allá de sí mismos a un éxtasis que parecía no tener final. Hasta que por último, en una loca acometida final, fueron lanzados al infinito, en
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una última dulzura demencial, palpitante, y descendieron con suavidad, henchidos, para yacer fundidos sobre las pinochas y aspirar el aire fragante. ―Tom. ―Charlotte yacía de espaldas, contemplando las chispas de sol que caían a través de las oscuras ramas emplumadas―. Quiero que sepas que si hubiese sabido que estabas con vida... ―Se le quebró la voz. -Lo sé -dijo él, conmovido, y le acarició la sedosa piel de los pechos―. Nunca creí otra cosa. Ella se giró hacia él con un pequeño sollozo y oprimió su cuerpo desnudo contra el suyo; sintió el fuerte palpitar de su corazón. -Oh, Tom, ¿qué nos ha hecho la vida? ¿Por qué tuve que dislocarme el tobillo ese día? ¿Por qué no pudimos deslizamos a través de la frontera, a Escocia? Me casé en Gretna Green, ¿sabes? Rowan había derribado a mi tío y me llevó y me dijo que debía casarme con él o le ahorcarían por... ¡pensé que le estaba salvando la vida! Sintió que los músculos de él ondulaban, y la abrazó con más fuerza. ―Quería arrojarme al mar ―dijo, ahogándose― No deseaba vivir sin ti. Y casi lo hice... Pero Rowan me lo impidió. Y después, en Lisboa, tan lejos de todo lo que conocía, descubrí que quería vivir de nuevo. Apretado contra ella, Tom entendió- Era joven, había querido vivir. En ese momento dio gracias a Dios por Rowan, que la había salvado del mar... La había salvado para que él, Tom, pudiera tenerla de nuevo entre sus brazos. ―Y después, cuando me enteré de que estaba embarazada... -Pero no pudo decirle que Cassandra era su hija, habría sido demasiado duro despedirle ―y debía despedirle- con el conocimiento de que dejaba... que no sólo la dejaba a ella, sino también a su hija, en manos de otro hombre. ―Calla ―murmuró él, para facilitarle las cosas-. Entiendo. Nadie habría podido
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pedirte que hicieras más de lo que hiciste. -Oh, Tom. -Se estrechó contra él, sintiendo que lágrimas calientes le saltaban de los ojos porque él no la culpaba. Su Tom, su maravilloso Tom... Se quedaron allí, durante la larga tarde de verano, y en el ocaso color de espliego encontraron una minúscula posada. Allí, en un crujiente jergón relleno de paja, con el aroma embriagador de los capullos, que entraba por la ventana abierta, hicieron el amor bajo una blanca luna creciente, con las ranas que croaban en los arrozales cercanos. Había pasado tanto tiempo, tanto, desde que fueron separados, desde que su mundo fue hecho trizas. No se cansaban el uno del otro. La luna se desvaneció y surgió la mañana, luminosa y clara. Tom despertó antes que Charlotte y se inclinó y la despertó besándola. ―Sonreías en sueños ―le dijo. Charlotte se desperezó entre sus brazos, su cuerpo se movió, lujurioso, contra el de Tom. ―Soñaba, Tom. Soñaba que tú y yo, de alguna manera, entrábamos en posesión del Castillo Stroud. ―Su voz le acarició―. Y éramos la pareja más feliz de la región, y vivíamos en el lugar más delicioso. ―Resplandecía con el recuerdo. La cara de Tom se ensombreció, porque en su futuro no había castillos. En verdad, ni siquiera podía darle a Charlotte nada igual a lo que tenía ahora, la magnífica casa de Portas del Sol. Charlotte vio su expresión y le rodeó rápidamente el cuello con tos brazos. ―Oh, Tom, fue nada más que un sueño. La realidad es mejor. El solo tenerte a ti es mejor. Tom emitió un suave sonido con la garganta. Su maravillosa Charlotte nunca
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cambiaría. En una ocasión quiso desprenderse de su mundo por él. No le permitiría que lo hiciera ahora. Pero era infinitamente seductora. Hundió la cara en el hueco de su suave cuello, saboreando como siempre la delicada textura de su piel, asombrado de estar allí con ella. ¡Sin duda no merecía semejantes honores! Perdidamente enamorados, Tom y Charlotte permanecieron, cómodamente, en la diminuta posada, cerca de los arrozales, durante otros dos maravillosos días. Luego fueron hasta la aldea de Azeitao. Allí, al lado de una bella fuente de piedra por la cual era renombrado el lugar, comieron queso de leche de oveja y bebieron moscatel. El aire era suave y pesado. Sin deseos de irse, pasaron en coche ante casas antiguas y giraron hacia Pálmela, viendo, en el camino soleado, que una cigüeña se lanzaba sobre las ranas que croaban. Estaban contentos, felices el uno en compañía del otro. En Pálmela, la posada se encontraba repleta, pero encontraron una habitación en una de las bajas casas encaladas que flanqueaban las calles empedradas. Era pequeña y no muy cómoda, y olía un poco a aceite de oliva y fruta demasiado madura, fermentada. Pero habían llevado su magia consigo, y les duró toda una noche estrellada, hasta el día siguiente en que treparon hacia el enorme castillo medieval de los Caballeros Templarios, que coronaba las alturas, y se detuvieron a recobrar el aliento, mirando hacia Lisboa, donde el Mar de Paja captaba y reflejaba la luz. Lisboa... La visión recordó a Charlotte que no podía quedarse allí para siempre, que debía regresar a la casa de Portas del Sol. Pero todavía no, desde luego, todavía no... Un vago presagio la invadió al pensar en el regreso. De pronto se estremeció, como si la brisa se hubiera vuelto helada. -¿Tienes frío? ―preguntó Tom, sorprendido.
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-No... ¡Oh, no! -¿Qué era lo que Wend decía a menudo, en Inglaterra? «Cuando sientes un viento frío y no sopla viento alguno, significa que pronto habrá una muerte.» Ah, pero eso era ridículo, y no se trataba de un pensamiento en el cual detenerse en un día tan bello. De pronto Tom se incorporó y se apoyó en un codo. -¿Cuándo dijiste que regresaría tu esposo? -Habló de una semana, quizá más. Pero... -No debo arruinar tu vida, Charlotte. Tengo que llevarte de regreso a Lisboa. -Se puso de pie, con una expresión de acoso en el semblante―. Dios sabe ―dijo lentamente― que no quiero en este mundo otra cosa que llevarte conmigo, Charlotte, y vivir contigo hasta el final de mis días. Pero, ¿qué puedo ofrecerte a ti y a tus hijas? Se me está acabando el dinero...apenas tenía lo suficiente para llegar a Portugal. Debo tomar el primer trabajo a bordo que me ofrezcan. Ella le miró con grandes ojos llenos de reproche. El se volvió con un gesto salvaje. -¿Qué puedo hacer, Charlotte? No puedo llevarte conmigo a mi guarida de las Bahamas. Aquello no es adecuado para una mujer. Y el negocio de la piratería no florece... ni florecerá, pues la ley caerá algún día sobre el último de esos asesinos y terminará con ellos. ―Hablaba con amargura, y su tono le decía cuánto odiaba el oficio en el cual había crecido―. De modo que tengo que hacerte regresar, Charlotte, y dejarte con ese hombre que te salvó de tu tutor cuando yo no podía hacerlo, ―Mañana ―susurró ella―. Antes no, mañana. ―Hoy -dijo él con firmeza. Se pasó una mano por el cabello rubio blanquecino y su voz enronqueció―. Porque si me quedo otro día contigo, Charlotte, creo que no te dejaré nunca.
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Ella se emocionó con sus palabras, con el timbre de su voz mientras las pronunciaba. Le abrió los brazos. ―No pienses en eso. ―No. ―El negó con la cabeza―. Ya estoy bastante comprometido. Tu esposo podría regresar antes, Charlotte. ¿Quieres que descubra que te has ido? Charlotte le miró con ansiedad. Estuvo a punto de decir «Si, quiero que descubra que me he ido. Llévame contigo, Tom... adondequiera que vayas». Pero estaba claro que eso no era posible. Tom no podría encontrar ocupación allí, en Lisboa... ni podrían quedarse los dos en Portugal, si ella abandonaba a Rowan. Conocía muy bien el carácter implacable de él; encontraría alguna manera de destruirlos. Y no quería que Tom fuese destruido. Ni podía ir con él cuando se fuese, porque se iría como oficial de un barco, pero no de categoría lo bastante elevada como para llevar consigo a una esposa. Y además debía tener en cuenta a las niñas- A las pequeñas, que estaban habituadas a las nodrizas y a los cuidados delicados. ¿Cómo podía imaginar siquiera destrozarles el futuro? No era posible permitir que el aroma de los naranjales o el de los fragantes pinares la hechizaran. Vería el futuro con tanta claridad como Tom, y le haría frente con tanta valentía como él. ―Tienes razón ―dijo, y se levantó y se sacudió las faldas―. El destino nos concedió su gracia durante un breve instante, Tom. Y ahora tenemos que volver. ―Su voz era monótona, sus ojos estaban bajos. Tom la abrazó, la apretó contra si. ―Dudo de que alguna vez pueda darte la vida que te da Keynes, Charlotte, pero si llego a poder, volveré a buscarte.
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Sus sentidos vacilaron. Habría sido tan fácil decir: «Iré contigo a cualquier parte. Ahora. Podemos ir hacia el sur, tal vez a España. Rowan nunca nos encontrará. Encontraremos una manera de vivir... como sea. “¡Oh, debemos aprovechar ahora nuestra oportunidad, Tom!”. No lo dijo. Los rostros de las niñas surgieron ante ella. Imaginaba cómo serian las cosas si las tomaba y se iba con Tom ahora. Las veía cansadas, hambrientas, ocultándose, esperando a que él volviese de un viaje del cual podía no regresar nunca. Jamás tendrían privilegios, ni se casarían bien. Con Rowan tendrían una educación, ropas finas, un futuro brillante. Notó la garganta seca. ―Tienes razón ―susurró―. Debemos regresar. Todavía sin deseos de separarse, vagaron por los naranjales, respirando su aroma embriagador, pasando por entre las hojas de color verde oscuro, envueltos aún por el hechizo que pronto perderían. Sólo al anochecer volvieron a Lisboa, deteniéndose en el trayecto, de modo que la luna había salido y las antorchas llameaban y proyectaban su luz vacilante cuando por fin llegaron a la mansión de fachada lisa de Portas del Sol. Habían dejado su carruaje calle abajo, porque, como señalaba Tom, los cascos de los caballos resonaban con fuerza en el empedrado, a esa hora de la noche, y no hacía falta llamar la atención. Charlotte aceptó. Imaginaba a la criada de algún vecino atisbando entre los postigos, para verlos entonces allí y contárselo a Vasco, quien sin duda se lo diría a Rowan. A pie ―y ahora en silencio―, se aproximaron a la casa- Charlotte descubrió que tenía las manos apretadas cuando llegaron a la puerta. Durante todo el viaje en el coche había luchado consigo misma, negándose a afrontar la necesidad de perder a Tom y sabiendo que era preciso. Y ahora ―sin querer― contemplaba los largos años que tenía
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por delante con Rowan. Un hombre en todo sentido imprevisible, violento y abrumado por unos celos devoradores. Enfrentarse a su futuro al lado de semejante hombre la llenaba de temores. Se sentía atrapada, desesperanzada. Se habían despedido en el carruaje, pero ahora se detuvo en la puerta, presa de un repentino sentimiento de pánico, sin deseos de entrar. Se contuvo. De nada servia esperar. Debía entrar. La casa estaba muy oscura. No habían encendido la antorcha de afuera; debería hablar con Vasco al respecto. Wend se había acostado temprano, sin duda, porque de lo contrario lo habría advertido. Dirigió la vista hacia las ventanas del segundo piso. Su habitación estaba oscura y también, por fortuna, la de Rowan. De modo que no había regresado, como temía Tom. Wend y las niñas ocupaban habitaciones en la parte de atrás de la casa, de modo que no podría ver las luces de ellas desde allí. Tom fruncía el entrecejo. ―Está demasiado oscuro. ―Lo dijo en forma determinante―. Entraré contigo. ―No, no, no debes hacerlo. -Le detuvo con su ligera mano en el brazo de él―. No quiero que te vea Wend, como podría ocurrir. Ni los otros criados, que te describirían más tarde. –Se sentía avergonzada de hablar así, pero era la verdad. Si quería quedarse allí, no debía permitir que llegasen chismorrees a oídos de Rowan. ―Entonces me quedaré aquí hasta que piense que estás a salvo ―dijo él, gruñendo. Charlotte tomó el pesado llamador de hierro... y al hacerlo sintió que la puerta cedía. ¡No estaba cerrada con llave! Wend debía de haber dejado esa tarea a Vasco. Comenzó a sentirse inquieta. Abrió la puerta, vio sólo la escalera que subía en la penumbra, iluminada sólo por un haz de luna que caía desde una ventana alta.
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―No hay nadie aquí ―dijo, con una profunda sensación de alivio. ―Cuando hayas encendido una vela arriba, ve a la ventana y hazme una señal ―dijo Tom con sequedad―. Entonces sabré que estás bien. ―Sí. ―Ella casi había comenzado a ponerse en movimiento cuando de pronto se le ocurrió que ésa podía ser la última vez que oiría su voz o vería su cara- Casi había entrado cuando se volvió y corrió, presa de pánico, a abrazarle―, ¡Oh Tom! No puedo dejar que te vayas ―dijo con voz quebrada. Él la abrazó con fuerza durante un momento, y cuando ella levantó la vista vio que su cara, a la luz de la luna, estaba muy blanca. ―Ve, Charlotte ―dijo él, con voz ronca, y la apartó de sí. Ella caminó hacia atrás, viéndolo a través de un velo de lágrimas, y llegó de nuevo a la puerta y entró. No le echó la llave, no la tenía, pero hubo algo de definitivo en el hecho de cerrarla, que la hizo detenerse durante un instante y apoyarse contra ella. Con esa puerta se cerraba también un capítulo de su vida... No había muchos muebles en el gran vestíbulo, y Charlotte avanzó con pasos seguros hacia la escalera, bañada por la luz de la luna que llegaba desde la alta ventana. Se obligó a subir de prisa, temiendo que su decisión se rompiera y la hiciese correr de nuevo hacia Tom. Había llegado a la cima... y se detuvo bruscamente- Se había abierto una puerta, y Rowan estaba dibujado en silueta contra la luz de la vela, alto y amenazador. Charlotte vaciló durante un momento, sus ligeras faldas de seda de color albaricoque se arremolinaron con indecisión. detenida, como una mariposa, en el último peldaño. Rowan... se hallaba de regreso. Y avanzaba hacia ella. Charlotte reunió todo su valor. ―He estado fuera todo el día ―dijo, tratando de hablar con indiferencia―
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¿Cuándo volviste? ―No salí ―respondió él con voz impasible, Entonces ella se dio cuenta de su error y giró, presa de pánico, para correr. El largo brazo de Rowan se extendió y tomó el borde de su falda. La delgada tela era lo bastante larga para que él la hiciera volverse, antes de desgarrarse. ―He recorrido coda la ciudad, buscándote―chirrió―. ¿Dónde estuviste? Desesperada, trató de salir al paso con descaro. ―Con los Milroyd. Se lo dije a Wend, ¿no te lo comunicó? ― ¡Embustera! -La mano de Rowan se cerró en el brazo de ella― ¡Salí apenas un par de horas después regrese! ¡No hay tales Milroyd! Estuviste con Westing. ¡Admítelo! Dios mío, ¿cuánto hace que venías planeándolo? Los ojos de Charlotte eran grandes charcos oscuros, Rowan le había tendido una trampa. Y ella había caído en ésta. ―Yo no soy la única mentirosa ―dijo entre sus labios blancos―. Me dijiste que Tom había muerto. ¡Le dejaste allí para que muriese! El echó a un lado la afirmación con un encogimiento de hombros. ―Eso no tiene importancia. Eres mi esposa. Te dije hace mucho tiempo que no me detendría en lo que hubieras hecho antes de casarte conmigo, pero que no te perdonaría un nuevo desliz. ―Se irguió sobre ella. Charlotte contuvo el aliento. ¡0h, Tom, vete pronto! ―Dijo en silenciosa oración-. ¡Vete ahora, cuando todavía puedes hacerlo! ¡Habrá otros días para ti, pero este hombre quiere matarme!» De pronto Rowan ladró una orden y cuatro hombres salieron por una puerta de abajo y se pusieron a cada lado de la puerta principal, cerrada.
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Charlotte sintió que el aliento le abandonaba el cuerpo cuando los vio, porque la presencia de ellos allí sólo podía significar una cosa. ―Déjalo ir ―susurró―. Deja que se vaya, Rowan, y te prometo... ―Malditas sean tus promesas ―interrumpió él, con amargura―. Eres una embustera infiel, y yo estaba loco cuando te tomé por esposa. Llama a Westing ―agregó con brutalidad. Abre la boca y llámalo. ― ¡Tom! ―gritó ella. Pero antes que pudiera pronunciar sus siguientes palabras, que habrían sido « ¡Huye, es una trampa!», la manaza de Rowan le cerró la boca, ahogando las palabras. Abajo, en la calle, Tom oyó que le llamaba. Atravesó la puerta con precipitación... y fue atacado por ambos lados. Sus atacantes no usaron armas, sino sus puños y botas, pero los golpes que asestaron fueron rápidos y duros. Superado por el número, Tom no tenía posibilidad alguna. Cayó al suelo, gimiendo, y recibió puntapiés hasta quedar inconsciente. ―Oh, detenles, detenles ―gimió Charlotte, retorciéndose bajo el férreo puño de Rowan―. ¿No ves que le están matando? ―Y luego, para que Rowan recuperase la sensatez―: ¡Serás considerado un asesino... yo misma te acusaré! Ante las palabras de ella, una expresión tan desagradable cruzó por su semblante, que en cualquier otro momento ella habría palidecido. ―No tengo la intención de matar a tu amante, Charlotte -dijo, arrastrando las palabras, y ordenó a sus hombres, con sequedad, que desistieran en su ataque. ― ¿Qué piensas hacer, entonces? -exclamó ella, aterrorizada. ―Pienso ponerlo en un barco, cargado de grilletes, y enviarlo muy lejos ―dijo el con frialdad, y ella se dio cuenta, con un hormigueo en la piel, que había madurado la
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idea, que mientras ella yacía entre los brazos de Tom, en la aterciopelada oscuridad, Rowan debía de haberse paseado de un lado a otro, por la noche, forjando sus planes. Cerró los ojos, tratando de no ver el futuro... y los abrió de nuevo ante el ruido de botas, y les vio arrastrar el cuerpo inmóvil de Tom a la puerta. La voz de Rowan estaba impregnada de una demoníaca diversión. ―Despertará en alta mar, sin dinero, encadenado y con el cuerpo lacerado. -Pareció complacerse con el estremecimiento que recorrió el cuerpo de ella-- Se preguntará qué ha sido de ti. -También eso la hirió, pues de pronto se vio presa de la certeza de que no volvería a ver a Tom. El amor había abandonado su vida. No regresaría. ―No mataré a tu amante, Charlotte... lo harán otros. ―Su voz era como un látigo que cayese sobre una herida abierta, y Charlotte le miró con horror. ― ¿Qué... quieres decir? ―balbuceó. Rowan se mostró encantado de explicar. ―Las instrucciones del capitán consisten en llevar a Westing a cinco días de navegación mar adentro, y después arrojarlo por la borda, metido en un saco cosido. Es uno de esos piratas de Madagascar, y le he pagado bien, no dudes que lo hará. Charlotte se apartó de él. ―Mientes ―dijo por último, pero sin convicción-. ¡Dime que estás mintiendo, Rowan! Su breve carcajada fue respuesta suficiente. ―El barco zarpa dentro de una hora. ¿No quieres creerme? Ven, te acompañaré hasta los muelles, para que puedas verlo partir. Charlotte fue arrastrada escaleras abajo, gritando. En la puerta de la calle, Rowan le metió el pañuelo en la boca, le envolvió las muñecas con una bufanda, atándola
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cruelmente. La llevó él mismo a un coche que aguardaba, y que parecía haber brotado de la nada, la arrojó con desprecio en los cojines y permaneció sentado, mirándola, durante todo el camino a los muelles. Allí apartó a un lado la cortina para que ella pudiese ver, a la pálida luz del alba, el alto barco que navegaba, majestuoso, por el Tajo, hacia el mar. Estaba demasiado lejos para leer su nombre, pero sus blancas velas se hincharon con la fuerte brisa. Sólo entonces le soltó Rowan las manos y le quitó la mordaza de la boca. ― ¿No tienes nada que decir, Charlotte? ―Preguntó con aspereza―. ¿No quieres llorar, suplicar? Desesperada, Charlotte se inclinó hacia adelante. Temblaba y había lágrimas en su voz. ― ¡Busca un esquife veloz, alcanza al barco, trae a Tom de vuelta! ¡Devuélvele su vida, Rowan, y haré cualquier cosa, cualquier cosa, te lo juro! La mueca burlona que pasó por las facciones morenas de él no fue agradable. ―Es demasiado tarde para pedirme que salve a Westing ―le dijo brutalmente―. Me pareció que querrías pedir piedad por ti. Demasiado larde... demasiado tarde... Las palabras sonaron en sus oídos como un lamento funerario. ― ¡Asesino! ―le gritó―. ¡Asesino! ―Jadeante, se lanzó contra Rowan, le arañó la cara, le golpeó el pecho con los puños. Cuando la tomó de las muñecas, ella le clavó los dientes, con fuerza, en la mano. Con un aullido de dolor, la apartó de sí con tal fuerza, que golpeó la cabeza contra el costado del coche y se derrumbó, inconsciente, en el asiento almohadillado.
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CAPITULO 25
La prisionera de la Alfama, verano de 1759 Charlotte fue mantenida a bordo de un barco, en e! puerto, durante varios días, maniatada y amordazada, tendida en la oscuridad, oyendo a las ratas que correteabanDurante esos días estuvo a punto de enloquecer, pero la sostuvo el pensamiento de que si en verdad se encontraba en una nave ―y el roce de las guindalezas y los ruidos que llegaban hasta abajo le aseguraban que en verdad se hallaba en un barco―, debía de estar yendo a alguna parte, y el viaje tendría su fin en algún momento. Y cuando el viaje concluyera, se dijo con los dientes apretados, tratando de aferrarse a su cordura mientras una rata curiosa le roía la punta del zapato, se liberaría de alguna manera y encontraría a sus hijas y se las llevaría. Se dirigiría al cónsul inglés y le diría cómo había sido tratada... conquistaría su simpatía e iniciaría trámites de divorcio contra Rowan. Sin duda, aunque la gente la considerara una adúltera, todo el mundo se daría cuenta de que había sido engañada y tratada con crueldad inhumana... ¡las ratas eran la prueba de ello! Pero el capitán de la pequeña embarcación entró para visitarla con un farol, vio la rata y en el acto envió a un grumete a sentarse junto a ella y ahuyentar a las ratas. Cuando el grumete le quitó la mordaza para darle agua -nadie le ofrecía alimentos―, ella trató de interrogarle, con los labios resecos, de preguntarle hacia dónde se dirigía la nave. Pero él hablaba un idioma desconocido para ella, y no le fue posible entenderle. Al fin, cuando sintió que sin duda moriría de hambre, arrojaron sobre ella una tosca manta, que olía a galletas marineras y queso rancio, y la transportaron en la
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oscuridad. La subieron le pareció que a un carruaje, porque había cojines debajo de ella, y el vehículo se zarandeó sobre los guijarros y oyó el ruido de los cascos del caballo. Sabia que pasaban por calles de una ciudad, pero no sabía cuál era ésta... tal vez alguna aldea costera, de pescadores, de la cual podría huir. Por ultimo el coche se detuvo, y la llevaron a un edificio, pues oyó que se abrían y cerraban puertas, y subieron con ella por un tramo de escaleras. La piel le hormigueaba de miedo. ¿Era posible que la encerrasen en una torre... en alguna parte? Y entonces la dejaron caer bruscamente. Fue una sacudida terrible que le quitaran la manta y se viese sentada en una silla, en su propio dormitorio de la casa de Portas del Sol; a la luz de una vela vio a Rowan allí de pie, con las piernas abiertas y una expresión de malevolencia en el semblante moreno, mirándola. ―Bien, veo que no estás muy mal a pesar de tus noches a bordo del barco ―dijo, con un tono normal de conversación, a la vez que le quitaba la mordaza. ¿Que no estaba mal? ¿Sucia, desarreglada y hambrienta, con el cabello apelmazado, desgreñada? Charlotte le miró, sorprendida. ¿Pensaba comportarse como si nada hubiera ocurrido? ―Estoy agotada -dijo ella lacónicamente―. Y ansiosa de ver a las niñas. ―De pronto se le ocurrió que la casa estaba muy silenciosa. Demasiado silenciosa―. ¿Dónde están las pequeñas? ―preguntó repentinamente alarmada. Rowan se encogió de hombros, y ella vio que estaba vestido como para viajar. En verdad, se dio cuenta de que las puertas del gran armario estaban abiertas, y el mueble vació… ¡sus ropas ya no se encontraban en él! Y había un gran arcón, de tapa curva, cerca de la puerta, como esperando a ser sacado de allí. ― ¿Dónde está Wend? ―interrogó.
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―Wend y las niñas ya se encuentran a bordo. ― ¿Entonces regresamos a Inglaterra? ―preguntó con tanta serenidad como le fue posible. ―Yo regreso a Inglaterra, Tú te quedarás aquí. Una esposa loca no me servirla de nada allí. A pesar de lo aturdida que estaba, le recorrieron nuevos hormigueos de alarma. ― ¡No estoy loca! ―protestó, ―No, estás muerta ―dijo él con suavidad―. Tu funeral se llevó a cabo anteayer, y ahora la casa quedará cerrada. Representó un problema el qué hacer contigo, porque el alojamiento que ocuparás en adelante no está terminado aún. Pero no temas, han prometido terminarlo para mañana. Te llevarán allí mañana por la noche, y después mi llave le será devuelta al dueño de esta casa. En cuanto a mi, zarparé dentro de una hora. Entretanto, te dejaré aquí, al cuidado de esta buena gente. ―Señaló con la cabeza hacia la puerta cerrada―. Se llaman Bilbao. El cerebro de Charlotte comenzó a funcionar. ― ¡La gente dirá que me has asesinado! ―previno. La peligrosa sonrisa de él se acentuó. Parecía disfrutar. ―El funeral fue rápido, porque el médico certificó que habías enloquecido y que era posible que alguna enfermedad peligrosa hubiera causado tu estado... parecía mejor enterrarte enseguida. Por lo tanto enterré un ataúd vacío, e incluso levanté una lápida. Eso tranquilizará a quienes quieran venir a hacer averiguaciones. Ned pasó a ofrecer su condolencia... y se fue de prisa cuando le dije que existía el riesgo de un contagio. ―El tono de Rowan era sarcástico―. Le dije que volvía a Inglaterra, con el corazón destrozado, para recuperarme allí. Y él será testigo de que me encontró de
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gran luto por mi amada esposa... ¡como me ves ahora! ―Abrió los brazos, y Charlotte vio que llevaba puestas ropas negras, de duelo; aun su sombrero de tres picos era tan negro como sus botas. ―Te burlas de mí -dijo ella con amargura― Suéltame enseguida. El arqueó las cejas ante esa muestra de energía. ―Pensé que me preguntarías por qué no puse en ese ataúd vació tu cuerpo de ramera. ―Muy bien ―replicó ella―. Te lo pregunto. ―Porque, querida mía ―siempre se comportaba peor cuando la llamaba «querida mía»―, no quiero ser acusado de tu asesinato. Tú me solucionarás ese problema cuando analices tu situación y decidas quitarte la vida. El método lo dejo a tu cargo... tienes una gran inventiva, de modo que estoy seguro de que hallarás una manera de ponerle fin de modo competente. ― ¡Nunca me quitaré la vida! -prorrumpió ella-, ¡Suéltame enseguida o gritaré hasta que la casa se venga abajo! La mirada de él era casi afectuosa, ―Estoy seguro de que te encantaría hacer eso -dijo- Porque resulta evidente que tu ánimo no está quebrantado aún, Pero lo estará, te lo aseguro, aunque por desgracia no estaré aquí para verlo. Si gritas, volverás a ser amordazada. Estoy seguro de que ya has tenido suficiente experiencia en ese aspecto, como para aprender un poco de prudencia. El pánico creció en ella. ― ¡Rowan, esto es monstruoso! No puedo creer que tú... Él interrumpió sus protestas con voz sedosa ―En el desgraciado caso de que seas descubierta aquí, en Lisboa, después de haberme ido, mi único delito consistirá en que
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organicé un funeral ficticio y dejé a mi esposa al cuidado de bondadosos servidores, para ahorrarme la humillación de llevarla de vuelta a Inglaterra y ser blanco de burlas. Tengo declaraciones juradas del médico y de otros dos testigos, en el sentido de que estabas loca de remate antes de «morir». ―Se detuvo en la puerta, y los oscuros ojos brillantes devoraron la atónita expresión de su pálido rostro. Charlotte vio en ellos la misma mirada ― ¿de triunfo?― que había exhibido cuando Katherine Talybont se volvió hacia él aquella noche, en la posada, para acusarle de haber asesinado a su esposo. Y por supuesto, Rowan habló de ella―. Yo creía que Katherine era mala, Charlotte, pero tú eres peor. Al fin y al cabo Katherine sólo violó su promesa de casarse. Tú violaste tus votos matrimoniales. ―He vuelto a ti ―señaló ella, con voz apagada. ― ¿Vuelto a mi? ―Rechazó tal afirmación con desprecio―, ¡Pero sólo cuando Westing te despidió otra vez! Era verdad, era verdad. Si Tom hubiera podido llevarla consigo, ella habría ido... y de buena gana. Guardó silencio. ―Te busqué por toda la ciudad. ¡Dios, estuve ausente apenas un par de horas! Debías haberlo arreglado todo con él, antes, tenías que haber estado esperando el momento en que yo me fuera. ―No, fue un encuentro casual- -Pero ella sabía que él no se lo creería. Rowan pareció no haber escuchado. ―Y entonces se me ocurrió que no necesitaba recorrer la campiña para encontrarte. Volverías a buscar a las niñas. Sólo debía esperar. Ella le miró, desesperanzada. ―Me había despedido de Tom. No esperaba verlo de nuevo. ― ¡Oh, ahórrame tus mentiras, Charlotte! ―dijo él, impaciente. Se volvió para
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salir. Charlotte hizo otro intento desesperado. ―Katherine Talybont dirá que me has eliminado ―previno―, Aunque sólo sea para reforzar su afirmación de que instigaste el asesinato de Talybont. ―Entornó los ojos― Cosa que sé que hiciste. Eso pareció afectarle. Ni siquiera se molestó en negarlo. Retrocedió y se irguió sobre ella. ― ¡Cuántos embustes he tenido que urdir para hacer que te sintieras cómoda en este matrimonio! ―se asombró―. ¡Tú, la adúltera! ¡Tú, a quien puse sobre un pedestal y te adoré, echado a tus pies! ―Sus dientes rechinaron―. ¡Eres otra Sophie Dorothea, mereces la misma suerte! ¡Y la tendrás! Charlotte se inclinó hacia adelante. ―Eres un demonio ―dijo, con los dientes apretados―. Un demonio salido del infierno. Se miraron con los ojos llameantes, durante un momento, como si fuesen las espadas de hombres en duelo, trabadas empuñadura con empuñadura. Luego él se apartó de ella y su risa desdeñosa flotó por encima de su hombro, mientras salía de la habitación. Sólo cuando ella oyó que sus botas repiqueteaban escalera abajo y que la puerta de la calle se cerraba tras él, le subió un sollozo a la garganta. Como ante una señal, cuando la puerta de abajo se cerró, una mujer corpulenta entró con un tazón de caldo. ―Soy Alta Bilbao ―declaró. ― ¡Ese monstruo se lleva a mis hijas! ―Gritó Charlotte, llorosa― ¡Desátame, debo ir a impedírselo! ―En su ansiedad, había hablado en inglés, y cuando la mujer dejó el caldo y le desató las muñecas, trató de repetir sus palabras en portugués.
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La mujer parecía inquieta. Habló en portugués con tanta rapidez, que Charlotte apenas entendió alguna que otra palabra, pero comprendió que la senhora no debía preocuparse, que era sólo por un tiempo... ¡Hasta que su salud mejorase! Desesperada por llegar al barco antes que Rowan partiera con Cassandra y Phoebe, Charlotte intentó desatarse los tobillos. En ese momento fue empujada hacia atrás, con firmeza, hacia el respaldo de su asiento, y se le ofreció el caldo. Cuando Charlotte lo rechazó con un movimiento brusco. Alta suspiró y le tomó las muñecas, y a pesar de los forcejeos de aquélla las amarró de nuevo. Cuando la mujer se fue, Charlotte se desplomó en la pesada butaca, y hondos sollozos le sacudieron el cuerpo. Rowan partiría en una hora... con las niñas... su encantadora y pequeña Cassandra, su diminuta Phoebe. Dentro de una hora... dentro de una hora... A la mañana siguiente. Alta Bilbao le llevó otra vez el caldo, y junto a él una gran rebanada de pan. En esa ocasión, Charlotte comió. Esa noche, amordazada y envuelta en mantas fue llevada a otro lugar... un punto montañoso, consideró, por el zarandeo del asno, o lo que fuese, que transportaba su cuerpo. Envarada y casi asfixiada, fue como si hubiese sido encerrada dentro de un saco... y eso le hizo pensar de nuevo en Tom. ¿Habían pasado cinco días?, se preguntó, aturdida. ¿En ese mismo momento Tom se hundía en las verdes profundidades, ahogándose dentro de un saco? Era, por cierto, el quinto día. Tom había despertado con un gemido y la cabeza palpitante de dolor, en la oscuridad y el hedor de una mugrienta letrina.
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Estaba a bordo de un barco... su nariz conocía demasiado bien el olor del pescado podrido, las galletas marineras y el queso rancio; sus oídos percibían muy bien el crujido de las maderas y el aletear de las velas. Durante un momento se sintió desorientado, en apariencia suspendido en el espacio y el tiempo. Luego, una voz en la oscuridad, cerca de él, dijo: ―Ah, has despertado. Estaba aquí cuando te trajeron... «te arrojaron», debería decir. Yo soy Sebastiao da Severa. ―Tom Westing. ―Cuando pronunció su nombre, todo volvió a Tom... todo, el grito de Charlotte, su carrera hacia la casa de fachada desnuda, el ataque desde todas partes, y después el mundo que estallaba y su caída en un pozo insondable. Trató de sentarse y descubrió que hacía tintinear cadenas... desde luego se encontraba firmemente encadenado por el pie a un enorme anillo de hierro- Tiró del anillo y se puso a maldecir. ―Ah, así me sentí yo cuando me trajeron aquí ―observó la misma voz portuguesa que había hablado antes―. Ahora estoy más tranquilo, amigo mío. Si hay que morir, es mejor aceptarlo con serenidad. ― ¿Por qué estás aquí? ―preguntó Tom con aspereza, con voz entrecortada, porque el repentino esfuerzo y la herida de la cabeza le habían hecho sentir náuseas. Casi pudo sentir el encogimiento de hombros del otro prisionero. ―Tengo enemigos -fue la respuesta―. Enemigos que me atrajeron a Lisboa para poder eliminarme y luego encontrar la manera de apoderarse de mis tierras de Brasil. ―La voz era irónica-. Podría decirse que me metí en una trampa, ―También yo ―Tom pensaba en Charlotte. Su grito desesperado todavía le resonaba en la mente. Dios, ¿qué le habrían hecho?―. ¿Has pensado en salir de aquí? ―preguntó.
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―No he pensado en ninguna otra cosa. En verdad, parece que estoy en este oscuro agujero desde siempre. De cuando en cuando me han traído agua y pan. Pero el marinero que los trae es mudo, y no puede contestar a mis preguntas. Las maderas crujieron de nuevo, y hubo un fuerte aletazo de las velas, arriba. ― ¿Cuánto hace que zarpamos? ―interrogó Tom. ―Hace unas horas. Creo que nuestro capitán piensa llevarnos a alta mar y eliminarnos allí. Si, eso parecía probable. Los pensamientos de Tom volaban. ―Dices que tienes tierras en Brasil, senhor da Severa. ¿Intentaste algún soborno? ―Lo haría ―suspiró Da Severa―, si pudiera hablar con alguien- A medida que transcurría el tiempo, los dos desdichados llegaron a conocerse bastante bien, mientras comían su tosco pan negro, y a apreciarse el uno al otro. Da Severa era un terrateniente adinerado... no dijo cuan adinerado, pero Tom entendió que su fortuna era considerable. Era un viudo sin hijos, que había decidido no casarse de nuevo. En Lisboa, su sobrino ―que había rechazado todos los ofrecimientos de ir a Brasil, ya que era obvio que eso implicaría que tendría que trabajar― conspiró contra él con un hombre llamado Cortinas. Y una noche Da Severa fue atacado y llevado a bordo de ese barco. Si se podía convencer al capitán de que fuese rumbo a Brasil, y no hacia el punto al cual se dirigía. Da Severa podía pagarle más que cualquier suma que hubiese recibido de Cortinas. Tom tomó nota de ello. Al quinto día, el mudo desapareció y un grumete llevó un cubo de agua y un cucharón, y un trozo de pan moreno, que los prisioneros podían compartir. ―Está arreciando el viento ―dijo-. Parece un ventarrón. ― ¿Qué barco es éste? ―preguntó Tom.
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―Desde que estoy a bordo ha tenido una docena de nombres -fue la alegre respuesta del joven―. Raspar y pintar, raspar y pintar. En este momento se llama el Doure. El nombre de un río portugués. ― ¿Cuál era antes? ―interrogó Tom. ―La Lune. ―Rió. La Lune. Eso no significaba nada para Tom. ― ¿Y antes? ―La Golondrina. Y antes la Alegre Ramera. Ah, ese nombre si despertaba un recuerdo en la mente de Tom. ―Ha sido la Alegre Ramera más de una vez, apostaría ―dijo con suavidad. ― ¿Cómo lo sabe? ―Porque así se llamaba hacía tiempo, cuando surcaba las aguas de los alrededores de Madagascar. ―Eso de nada le servirá ―dijo el joven, inseguro-. Porque ahora que hemos navegado cinco días, le arrojarán por la borda. Esta noche. El capitán les hace llegar sus saludos y les dice a los dos que deberían rezar sus oraciones. ― ¿De veras? ―La voz de Tom era irónica, pero el corazón le palpitaba con fuerza-. Dile a tu capitán... ― ¿Dile qué a tu capitán? ―rugió una voz ruda, y Tom se encontró parpadeando bajo otro círculo de luz. En el resplandor del farol, un hombre canoso, con la contextura de un tonel, entró y le miró―. Se me ha encargado que los deje caer por la borda en aguas profundas, cosidos dentro de un saco -dijo el hombre con brusquedad―. Y antes de hacerlo siento curiosidad por conocer el motivo. ¿Cuál es tu delito, muchacho? Parpadeando bajo la luz del farol, Tom miró con desconfianza a su captor.
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―No hay tal delito ―dijo―. Amaba a una mujer... y su esposo se opuso. ―Ah, así son las cosas- ―La áspera voz se había vuelto humorística―. ¡A algunos esposos no les parecen bien los coqueteos de sus mujeres! ―Ella era mía antes de ser de él -gruñó Tom―. El y una pandilla de asesinos me atacaron y me empujaron por el borde de un risco. Creyeron haberme eliminado, y le dijeron a ella que estaba muerto. El la consiguió con engaño. ―Muy hábil por su parte ―fue la fría observación. Y luego, más reflexivo―. Me pareció un hombre listo. ―Vine a buscarla ―le dijo Tom, sombrío―. Y ahora te encomienda que me elimines, y Dios sabe qué hará con ella. ―Quién sabe ―fue la respuesta. La brusca voz indiferente, el cuello robusto, esa manera de erguirse... unas cuantas cicatrices más, quizá, pero el mismo hombre. ― ¿No serás el capitán Yarbrough? ―preguntó Tom. ―Sí, me habrás visto por ahí. ―En efecto ―admitió Tom―. Pero no aquí. En Madagascar. ― ¿Qué sabes de Madagascar? ―preguntó el capitán con sequedad. Ahora observaba a su cautivo con mayor interés. ―He cenado contigo allí y compartido unas botellas de ron, cuando este barco se llamaba la Alegre Ramera. ¿No me recuerdas? Soy Tom Westing, el hijo del capitán Ben Westing. Navegué a Madagascar con él, a bordo del Tiburón. ― ¿El hijo del «Demonio Ben»? No puedo creerlo. Ben Westing me dijo que te habías escapado del barco en alguna parte, y que desde entonces no te veía. ―Sí, perseguía a unas faldas ―mintió Tom.
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Erguido sobre él, el capitán Yarbrough maldijo con suavidad. Señaló a Sebastiao da Severa con un dedo. ―Tienes un aplazamiento por el momento, portugués. ¡Quiero hablar con este joven! Una hora más tarde, bañado y afeitado, Tom se encontraba sentado frente al capitán Yarbrough, en el gran camarote de éste, y el capitán le servía una copa de madeira. ― ¿Cuándo viste a mi padre por última vez? ―preguntó Tom, sorbiendo el vino. ―Antes que su barco zozobrara con él a bordo. Se partió en un arrecife de coral, cerca de la isla de Nosy Be. No se salvó nadie, ni uno. Tom sintió que le recorría un estremecimiento de desdicha. Su padre y él nunca se habían entendido, pero era un golpe el enterarse de que el «Demonio Ben» había muerto. Perdido en el océano Indico... ―La verdad es que lamento tener que ser quien te lo diga ―dijo el capitán Yarbrough, lúgubre―. Bebe un poco más de vino, muchacho. ― ¿Cuánto te pagó Keynes para llevarme al mar y arrojarme por la borda? Frente a él, con los pies cómodamente apoyados en la pesada mesa de teca, el viejo pirata rió. ―Suficiente -dijo―. Suficiente. Y por supuesto ―agregó con indiferencia―, mi honor me obliga a hacerlo. Tom tuvo una sensación de hormigueo en la nuca. Ese sujeto imperturbable que tenía delante era muy capaz de ello. ―Por supuesto, perderías a un buen navegante ―murmuró―, Mi padre trató de enseñarme todo lo que sabia acerca de la navegación. ―Es cierto, nunca está de más tener a otro piloto a bordo ―caviló Yarbrough―.
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Sin embargo, como te digo, mi honor me impone que te arroje por la borda. Hubo un silencio entre ellos mientras Tom miraba el par de pistolas que colgaban de un clavo en la pared, detrás de la robusta espalda del capitán Yarbrough, Se preguntó si estarían cargadas, se dijo que cualquier arma que hubiese en el camarote de ese viejo pirata tenía que estar siempre cargada. Pensaba en la posibilidad de levantar por su extremo la pesada mesa de madera, derribar a su anfitrión y tomar de la pared una de las pistolas, cuando el capitán Yarbrough volvió a hablar. ―Por supuesto, sólo le prometí a Keynes que lo haría... no le dije con exactitud cuándo. El pensaba en cinco días, pero me parece que no hay prisa. Podría ser dentro de varios años, a contar desde hoy... veinte, treinta, cuarenta. ―Rió ante la expresión de Tom, bajó la pesada mano y golpeó la mesa con una palmada que sonó como un pistoletazo-. Conmigo estás seguro, muchacho. El hijo del «Demonio Ben», nada menos. Me alegro de que navegues conmigo, como piloto o no Tom se relajó. Era la primera vez que se alegraba de su estancia en los mares del sur, atravesados por el Trópico de Capricornio. En silencioso reconocimiento por el hecho de que se le devolvía la vida, levantó su copa por el capitán. ― ¿Hacia dónde vamos? ―interrogó. El capitán Yarbrough se encogió de hombros. ―A Madagascar... donde un hombre todavía puede practicar su profesión. Por supuesto, siempre que no aparezca algo mejor. Tom le dirigió una mirada especulativa. Desesperado como estaba por regresar junto a Charlotte, tenía la seguridad de que cualquier intento de escapar del Doure en cualquier puerto que tocara podía hacer que el anciano pirata cambiase de idea para peor. Había oído decir muchas cosas acerca del capitán Yarbrough, y sabía que era un
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enemigo temible. ―Creo―dijo pensativo― que podría presentarse algo mejor. Esbozó su plan al capitán Yarbrough, quien asintió, aprobándolo. ―Eres hijo del «Demonio Ben», en efecto. ―Giró para llamar a gritos al grumete, que rondaba afuera―. ¡Trae al portugués, muchacho! Y Sebastiao da Severa fue llevado al camarote, con su aspecto elegante y aristocrático a pesar de sus días de encierro en la sentina de la nave. Tom no pudo dejar de admirar la serena conducta de Da Severa, pues por su palidez resultaba evidente que el portugués esperaba ser arrojado en el acto al mar, dentro de un saco. ―Quédate tranquilo, senhor Da Severa ―dijo al hombre con afecto―. Esta noche no alimentarás a los peces. He estado hablando de ti al capitán, y él quiere hacerte algunas preguntas. La cabeza canosa de Da Severa se inclinó con cortesía hacia el capitán, que lo miraba desde su silla, pero la mirada que dirigió a Tom fue agradecida, en reconocimiento por haberle salvado la vida. El gran barco volaba hacia el sur. Dejando atrás riscos rocosos y las tierras de viñedos de las Madeiras portuguesas; también los espectaculares volcanes de las Canarias españolas, que iban quedando atrás, a babor; al sur, cruzaba el Trópico de Cáncer. Antes de que se presentara la visión de las islas de Cabo Verde, en el Doure se había llegado a una decisión, adoptada con un triple apretón de manos y sellada con vino. Allí, en los pasos de aguas profundas que serpenteaban por entre esas islas, con la calurosa estación de las lluvias que empapaban los puentes y las velas del Doure, se modificó el derrotero. En lugar de seguir la línea de la costa de África Occidental y dar
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la vuelta al Cabo de Buena Esperanza, para volver de nuevo al norte, a través del enloquecido oleaje y los violentos monzones del cálido Océano Indico más allá de Durban, y entrar por último en el canal de Mozambique hasta Madagascar, la proa del Doure viró hacia el suroeste, a través del Ecuador, hacia Sudamérica y los lujuriosos y verdes bosques lluviosos de la vasta y rica colonia portuguesa de Brasil. Pasarían dos años antes que Tom Westing volviese a ver Lisboa. En cuanto Charlotte terminó su desayuno en su nuevo aposento, le desataron los pies, la puerta se cerró con discreción y quedó a solas en esa desconocida y lóbrega habitación. Trató de ponerse de pie, se dejó caer otra vez, y luego consiguió erguirse con dificultad, pues hacía varios días que no caminaba. Ese lugar al cual la habían llevado era una habitación inhóspita. Cuadrada y bastante grande; de pintura descascarillada de color indefinido en las paredes; una cama, dos sillas de madera, un lavabo con una jofaina y un jarro blancos ordinarios y un aparador en un rincón. Un espejo grande, bastante bonito, alto, fuera de lugar. Charlotte lo reconoció como procedente de la casa de Portas del Sol, y se preguntó por qué lo habría llevado Rowan allí. Se tambaleó hacia las ventanas y trató de abrir los postigos de madera. Estaban clavados. Giró e intentó correr hacia la puerta. Un sujeto moreno, apostado allí, fuera, la agarró cuando salía y la empujó de nuevo al interior. Giró con una cojera pronunciada y dijo más, que Charlotte sabía que significaba «madre». En ese momento la mujer robusta, de anchas caderas, que había dicho llamarse Alta Bilbao, entró de prisa, pasando junto a él. Agitó un dedo ante la cara de Charlotte y la riñó en un portugués veloz. En ese torrente de palabras dio a entender a Charlotte que la locura no lo explicaba todo... la senhora debía permanecer allí, allí en esa habitación, ¿quedaba eso
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claro? Había otra ventana, más pequeña, en la habitación de techo alto, que dejaba pasar la poca luz que había, y la mirada de Charlotte voló hacia ella cuando Alta Bilbao salió de la habitación, Sus postigos estaban abiertos de par en par, pero estaba muy alta, muy lejos de su alcance, y tenia un apretado enrejado de hierro. Pudo ver, atisbando por una hendidura de los postigos, que fuera de su gran habitación cuadrada había un pequeño balcón, con un enrejado de hierro similar, que sobresalía hacia la calle, pero las puertas con postigos que daban a él también estaban clavadas, y todo ello era demasiado sólido para ser derribado usando una silla. Su mirada se dirigió de nuevo hacia la pesada ―y bien vigilada― puerta de roble, inútil. Nunca saldría por allí, a no ser mediante una treta. Y las tretas resultaban difíciles con quienes no usaban el idioma de una... en especial si una era torpe en lo referente al de ellos. Con desesperada prisa, Charlotte trató de perfeccionar su portugués... con la mujer que la servia y, de cuando en cuando, con el moreno hombre silencioso que abría y cerraba la puerta a ésta. Lo que averiguó resultó ser bastante desalentador. La familia Bilbao no era de allí; provenía de Coimbra, sobre el río Mondego, al norte. En una época habían poseído propiedades, pero un accidente de carro en Coimbra había dejado cojo a Jorge Bilbao, y con un hijo tullido que mantener se convirtieron en criados. La calle en la cual habían vivido en Coimbra, le dijo Alta, era tan estrecha, que se llamaba Quebra Coastas, «quiebra-costillas». Alta esperaba que Charlotte riese ante eso, pero ésta sólo experimentó una sensación de zozobra, cuando se dio cuenta del cuidado con que Rowan debió de haber elegido a esa familia- Eran adecuados como criados, si no intentaba nada, fuertes y adecuados como guardianes, si lo hacía. Y había caído con tanta facilidad en su trampa. Había subestimado a Rowan...
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Los Bilbao vigilaban a Charlotte. Ella intentó el soborno, pero no poseía nada con qué hacerlo. Les prometió ricas recompensas si la dejaban irse. Tenía dinero en Inglaterra, les dijo, mintiendo desvergonzadamente. Pero Alta y su esposo, que lo habían perdido todo y casi se vieron obligados a mendigar por las calles, se mostraban cautelosos. Ahora se les pagaba muy bien, explicaron. Porque todos los meses un mensajero ―a quien Charlotte nunca veía― les llevaba un saquito de monedas. ¿Qué más podían pedir? Desesperada, Charlotte trató de pedirles piedad. Les contó cómo había tratado Rowan de matar a su amante tiempo atrás y luego la engañó para casarse con ella. Todo era muy trágico, admitió Alta con voz tranquilizadora, pero, senhora, eso era antiguo, y era mejor olvidarlo. Y cuando la locura de la Senhora se atenuara, su esposo regresaría... él mismo lo había prometido antes de partir. Y no, había dicho que no se le debía dar objetos para escribir. El senhor se había mostrado muy firme al respecto. De ese modo, Charlotte se veía frustrada a cada paso, y su espíritu vivaz se hundió poco a poco en la oscuridad, cada vez más a fondo en la penumbra en la cual vivía. Un día seguía a otro, monótono, en la gran habitación cuadrada ―carente de ventanas en lo que se refería a su posibilidad de ver el mundo― que se había convertido en su prisión- Le desgarraba la ira contra Rowan. Deformaba sus días, los retorcía en cólera, y no podía comer; se paseaba en lo que ahora le parecía una jaula, como un animal encerrado, nerviosa y alerta ante el menor sonido. Por la noche se hundía, destrozada, en la cama, para temblar y odiarlo hasta que el sueño, piadoso, la invadía. Pero sólo para tener horribles pesadillas, sueños locos en los cuales lograba matar a Rowan... y despertaba con su propia risa áspera reseñándole en los oídos. Y entonces se dormía otra vez, y quizá tenía sueños agridulces de Tom... y despertaba sollozando.
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La luna se escondió y el alba llegó poco a poco, pero la llegada del nuevo día tenía poco sentido para Charlotte. Allí, en la semioscuridad de su celda ―como ahora definía su gran dormitorio cuadrado―, no podía hacer otra cosa que pensar en todo lo que había perdido- Y en Rowan, y en lo mucho que le odiaba. Medianoche, habían matado al gran semental negro por humillar en público a Rowan. Habían destruido a Chase, el perro de caza, por no quererlo lo suficiente. Y ella, la esposa extraviada, quedaría encerrada para siempre. Rowan nunca volvería a buscarla, nunca. Permanecería allí hasta el final de los tiempos- Tom había desaparecido de su vida, nunca vería otra vez a sus hijas, ¿y qué le quedaba? En cuanto a Tom y su destino, no se atrevía a pensar, porque se habría derrumbado por completo. En víspera de Año Nuevo, Alta dio a Charlotte una tajada de la redonda torta de frutas que llamaba «la torta del rey», y explicó que tenían que encerrarla temprano, pues querían ir a la ciudad para la celebración de la víspera de Año Nuevo. Aunque Inglaterra se había negado con terquedad a seguir el ejemplo del resto de Europa, y todavía celebraba el Año Nuevo el mes de abril, como lo había hecho a lo largo de tantos siglos, Charlotte ―que adoraba la luz y la vida― se sintió abrumada por el hecho de verse excluida de la poca alegría existente. Le brillaron las lágrimas en las pestañas cuando oyó que en toda la ciudad resonaban las campanas que anunciaban el Ano Nuevo. El desfile de antorchas de la Fiesta de San Antonio le llegó en uno que otro atisbo, a través de los postigos. Y en la víspera del Día de Reyes se realizaría la famosa batalla de flores en Loule, en el Algarve... recordaba haber oído que Rowan le decía a alguien que si todavía se encontraban en Portugal en enero, irían a Loule para verla... El ánimo de Charlotte decayó aún más cuando las Pascuas la encontraron todavía encerrada en su oscura habitación. Las fiestas eran siempre lo peor, porque a Alta le
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encantaban y nunca dejaba de informar, resplandeciente, sobre los desfiles y las frivolidades... placeres que a Charlotte nunca se le permitía compartir. La familia Bilbao sabía de quién dependían para su existencia. Se solidarizaban con la mala suerte de ella, pero tenían sus órdenes y eran fieles respecto de las monedas que les llegaban todos los meses, su paga por tener cautiva a una demente. El domingo de Pentecostés Charlotte permaneció en cama y se negó a levantarse. Se volvió de cara a la pared y rechazó la comida. Los Bilbao celebraron a toda prisa un consejo de guerra. Si la senhora moría, se interrumpirían sus ingresos. Alta explicó eso con cuidado a Charlotte, y fue recompensada con una breve carcajada amarga. Alta le previno que la obligarían a comer. ―No tiene importancia ―replicó Charlotte, encogiéndose de hombros- Porque sin duda alguna moriré si no se me permite tomar el sol. Después de mucho debate, Charlotte se mantuvo inflexible, y sus guardianes fueron ayudados en su decisión por la naturaleza. Una gran tormenta cayó sobre Lisboa, y una teja desprendida del techo partió algunas celosías de los postigos de la habitación de Charlotte. Con esa excusa, los Bilbao, padre e hijo, extrajeron enseguida los clavos y abrieron las puertas del balcón, y Charlotte, parpadeando bajo el resplandor del sol, después de su prolongado encierro, fue llevada ―porque ahora se encontraba demasiado débil para moverse sola― a un camastro, en su balcón del tercer piso. En ese balcón comió su primer alimento sólido en una semana. Miró los carros y a la gente que pasaban, abajo, por la calle angosta, y pensó en arrojarse de cabeza, a los adoquines, para matarse. Pero eso era exactamente lo que quería Rowan: que se suicidara. ¡Lo había dicho!
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Por deseable que pareciera la muerte, no lo haría. Además, el sol produjo una especie de hechizo en sus sentimientos. De pronto no deseó morir, sino vivir... vivir y encontrar a sus hijas, donde estuviesen, y si por casualidad él se había salvado de la muerte, ver de nuevo a Tom, de algún modo, en alguna parte, aunque eso le llevase mucho tiempo. En un momento dado, ese día, le pareció ver a alguien a quien conocía: el rubicundo lord Claypool, a quien Rowan llamaba Ned, caminando por el empedrado de abajo, con su peluca rojiza y sus rasos de color verde botella. Antes que se diese cuenta de que el hombre de abajo era un desconocido, se había incorporado sobre un codo para llamarle... instante en que Alta la tomó y la llevó otra vez al interior, y cerró las puertas con postigos, impidiendo la entrada del sol. Charlotte estaba demasiado débil para ofrecer resistencia, pero deseaba estar fuera, al sol. Para recuperar sus fuerzas. Para escapar de ese lugar. ―Si prometo no llamar a nadie, ¿abrirás las puertas? ―preguntó a Alta. Furiosa, ésta apretó los labios y negó con la cabeza. ―Entonces no comeré. Moriré, y dejarás de recibir tu dinero. Se arrojó boca abajo, sobre la cama. Alta se mordió los labios, observando a la senhora loca, permaneció así durante mucho tiempo, de pie. Pero cuando Charlotte oyó que las puertas del balcón se abrían con un crujido y el sol penetraba a raudales, supo que había ganado. CAPITULO 26
Verano de 1741
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Dos años después de haber sido llevado como prisionero a bordo del Doure, Tom Westing regresó a Lisboa, Para él, todas las cosas habían cambiado. El capitán Yarbrough, conforme con un rescate a cambio de su acaudalado prisionero portugués, había navegado hasta más allá del horizonte, tal vez a Madagascar. Pero Tom acompañó a Sebastiao da Severa hasta el corazón del verde interior de Brasil, a las ricas minas que eran la fuente principal de la fortuna de Da Severa. Y allí reprimió un levantamiento y de nuevo salvó la vida del hombre mayor. Y fue recompensado por su esfuerzo con una flecha emponzoñada en la pierna. Estuvo al borde de la muerte, y aun con las comodidades de la hermosa plantación de Sebastiao, le llevó mucho tiempo recuperarse. Cuando por fin se embarcó, Sebastiao le dio una palmada en el hombro y le dijo, con voz emocionada, que si decidía volver a Brasil lo haría como su hijo y heredero. Era una expectativa deslumbrante. ―Primero tengo que encontrar a una dama ―le respondió Tom, apretando la mano de su amigo, con el rostro bronceado y sonriente bajo la cabellera rubia, casi blanca. ―Encuéntrala y tráela contigo ―dijo Sebastiao, sincero. ―Si, eso es exactamente lo que pienso hacer ―fue la enérgica respuesta de Tom. Su barco cruzó el Ecuador, viajó al noroeste a través de la hoya de Cabo Verde, en el Atlántico, siguió por encima del monte sumergido del Gran Meteoro, con las Canarias y Madeira a estribor, y por último navegó sobre el peligroso bajío submarino de Gorringue, donde se acumulaban increíbles presiones, ya que en las profundidades la plataforma europea empujaba contra la africana. Ni Tom ni los demás marinos sabían que existiera ese vasto mundo submarino. Para Tom el océano estaba compuesto de sondeos que le decían que no encallarían, tal como la noche era de estrellas que le indicaban su camino y los vientos... ¡los vientos le empujaban de nuevo hacia ella! Su
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corazón cantaba con el gemido de los vientos en las jarcias. ¡Charlotte, Charlotte una vez más! Temblaba con el deseo de que ella estuviese bien... ¡pero por supuesto, estaba claro que lo estaría! ¿No les había hecho ya el destino lo suficiente? Le esperaría, todavía enamorada, y ahora que él tenía dinero podría llevársela con sus hijas, y darles a todas una buena vida... en Brasil. Y si Keynes se interponía en su camino... la mandíbula cuadrada de Tom se endureció. Si Keynes se cruzaba en su camino, esa vez le mataría. Y así fue como Tom bajó a tierra, en Portugal, con pasos ágiles. Sólo para encontrar que la gran mansión de fachada desnuda de Portas del Sol tenía sus puertas y postigos cerrados. A la larga encontró al dueño. ¿Keynes? Sí, recordaba haberla alquilado a un hombre llamado Keynes. Un inglés. Le había anulado el arriendo porque quería volver a casa, a Inglaterra. Su joven esposa había muerto y su país se preparaba para la guerra. ― ¿Muerto? ―Preguntó Tom, incrédulo―. ¿Muerto, ha dicho? El dueño pareció perplejo. ―Si, algo relacionado con unas fiebres, creo. Recuerdo que hubo una hermosa procesión fúnebre. Eso no le gustaba a Tom. ¡Charlotte no podía estar muerta! Los registros tampoco le servían. Encontró al médico que había certificado su fallecimiento, esperando descubrir que se trataba de un error, de un nombre equivocado, el de una criada... quizás el de Wend. El anciano médico ―que a pesar de tener la cara de un santo de yeso era un jugador empedernido que había dilapidado tres fortunas y era capaz de hacer cualquier cosa por dinero― miró con inquietud al inglés de mandíbula cuadrada.
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Nervioso, confirmó que Charlotte había fallecido de verdad. «Keynes la asesinó», fue el primer pensamiento de Tom. Una oleada de sangre le inundó la cabeza. Despavorido, agarró al médico por la garganta. ― ¿Cómo la mató él? ―dijo, violento―. Dime, ¿cómo? El anciano médico había visto la muerte en los ojos de otros hombres, y sabia que estaba viéndola ahora, cuando observó el semblante pálido de Tom. ―Te lo juro ―jadeó―. Keynes no la mató. ― ¿Quién, entonces? ―Tom lo sacudió con tanta fuerza, que los dientes le castañearon. ― ¡Nadie! ¡Nadie! ―Tuvo miedo de añadir «Sé que Keynes no la mató porque estaba viva y sana cuando atestigüé su muerte». En cambio balbuceó, bajo los férreos dedos de Tom―: Murió de una enfermedad... ¡Me está ahogando, joven señor!... de una fiebre repentina que se llevó a muchos. ― ¡Era mejor no mencionar la locura a ese peligroso sujeto! De puro terror, agregó―: Puedo decirte que su esposo quedó muy apenado. Se derrumbó por completo. Su mentira tuvo éxito. Tom había supuesto que Keynes amaba a su joven y bella esposa-, sólo que no conocía la manera tortuosa en que funcionaba el cerebro de aquél. Sus dedos aflojaron su apretón en la garganta del médico. ― ¿Estaba usted presente cuando ella murió? ― ¡Oh, sí, sí! -fue la ansiosa respuesta―. Una joven encantadora, su muerte fue muy trágica. Encantadora, en verdad... Y más que trágica... esa confirmación de su desaparición había destrozado el mundo de Tom. ― ¿Dónde yace ahora? ―preguntó con voz apagada.
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― ¿Dónde yace? ―Una expresión de alarma invadió las facciones del médico―. Ah, ¿quiere saber dónde está enterrada? No me lo informaron, pero puedo indicarle el lugar más probable. ―Indicó a Tom la ubicación de un cementerio, y el corazón se le estremeció... Esperaba que el inglés Keynes hubiera colocado una lápida. En efecto, así era. Tom la halló; era una piedra sencilla, que sólo contenía el nombre de ella y las fechas. Tom se hincó de rodillas ante la piedra y dio rienda suelta a su dolor. Sintió como si le arrancaran el corazón del cuerpo. Al final, con la cara pálida, se puso de pie y buscó a un picapedrero. La sencilla piedra no era suficiente para señalar el lugar en el cual reposaba su maravillosa Charlotte. Encargó al hombre que preparase otra lápida, un pedestal de mármol más blanco, una delicada columna que apuntara hacia el cielo, cuyas puertas, estaba seguro, se habrían abierto de par en par para recibirla. Y ordenó que se tallara ―no importaba lo que pensase Keynes, cuando la viese más Tarde― un epitafio que le brotaba del fondo del corazón: «Aquí yace Charlotte, amada de Thomas, ate o fia do mundo». Hasta el fin del mundo. Mientras la piedra era tallada y colocada, Tom vagó por el sur, por la campiña en la cual Charlotte y él habían sido dichosos durante tan poco tiempo. Durmió en la pequeña posada en la cual ella había estado entre sus brazos bajo una luna en cuarto creciente... y lloró por ella. Vagó hasta la aldea de Azekao y reposó al lado de la fuente de piedra Junio a la cual habían compartido queso de leche de oveja y moscatel, y siguió a Pálmela. Allí trepó hasta las almenas del antiguo Castillo de los Caballeros Templarios, que coronaba las alturas, donde Charlotte y él habían adoptado la trascendente decisión de regresar a Lisboa, y contempló el brillo del Mar de Paja. Si se la hubiera llevado consigo -por la fuerza, si hubiese sido preciso―, ahora todavía
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estaría viva. Bajo el dulce aroma de los naranjales, volvió al Tajo y lo cruzó hasta Lisboa. Pero para él las luces de la ciudad eran más pálidas. Sombrío, vagó por las calles, viendo lo que también ella debía de haber visto... como si eso lo acercara a ella. Sus pies lo llevaron por las empinadas calles serpenteantes de la Alfama, El caminar por allí le hacia sentirse más próximo a ella; no entendía bien por qué. A fin de cuentas, Charlotte había vivido en la hermosa Portas del Sol, no en el viejo vecindario morisco. En un momento dado se desorientó, preguntó y le dijeron que estaba en la Calle Ninguna Parte..., Calle Ninguna Parte... Una torva sonrisa le cruzó el semblante contraído por el dolor. Tal vez ése era el lugar que le correspondía. A mitad de camino se detuvo y sin motivo alguno levantó la mirada hada un balcón del tercer piso. En ese momento daría todo lo que tenía o lo que poseyera alguna vez, y todas las esperanzas de llegar al cielo, por verla una sola vez más... El balcón se hallaba desierto. Jorge Bilbao había cojeado a casa de prisa y ordenado a su esposa que retirara a Charlotte del balcón, porque acababa de ver al mensajero al final de la calle. Las órdenes del mensajero habían sido estrictas: si los Bilbao deseaban continuar recibiendo sus monedas mensuales, la senhora loca no debía ver al mensajero. Si Tom hubiera pasado unos minutos antes ―o unos cuantos después-, habría visto a Charlotte, pensativa, en el balcón, y todo el futuro de ambos habría cambiado. En cambio Tom contempló el balcón desierto, sintió un estremecimiento en el fondo de su ser y luego fue empujado por un burro que pasaba con una carga de naranjas. Continuó su marcha. Esa tarde se embarcó a Brasil. Después de una breve pero alegre reunión con
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Sebastiao da Severa, quien ahora le veía como a un hijo, se internó en el interior. Recorrió la selva de Minas Gerais en busca de oro. Sin embargo, encontró diamantes. Charlotte había abandonado por último toda esperanza respecto de Tom, Estaba muerto, tenía que estar muerto, porque de lo contrario la habría hallado. Por la noche sonaba con él, por supuesto, y de día ansiaba su presencia. Tal como anhelaba la de sus hijas y temblaba por el bienestar de ellas. Pero ya no depositaba sus esperanzas en un milagro: el de que Tom la salvara. Las depositaba, en cambio, en el mensajero que llevaba su dinero a los Bilbao todos los meses... Si pudiera hablar con ese hombre, conquistarle, ¡hacerle entender! Y tal vez los Bilbao temían precisamente eso, porque ella había escuchado sus conversaciones murmuradas en el corredor, cuando Jorge le decía a Alta que Charlotte tenía que ser retirada de la vista... Llegaba el mensajero. Por último, el día en que éste debía llegar, logró quitarse uno de los zapatos cuando Alta la metía adentro de prisa, de modo que los postigos que Alta cerró antes de salir de la habitación no quedaron cerrados del todo. Charlotte prestó atención a la puerta de la calle, la oyó abrirse y cerrarse detrás de alguien... ¡el mensajero! Se precipitó al balcón, cerró los postigos tras de sí y se inclinó sobre la baranda, mirando hacia abajo para ver quién salía. Al cabo de un rato su impaciencia tuvo su recompensa. Un hombre ―o tal vez un joven― salió por la baja puerta delantera. Salió encorvado, porque, aunque delgado, era flexible y alto. Fuese quien fuese, usaba la larga capa tradicional de los pescadores portugueses, una camisa informe y pantalones abombados sobre los pies descalzos, bronceados por el sol. Había algo vagamente familiar en su figura, que intrigó a Charlotte. ¿Conocía a
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algún pescador? No importaba... ¡tenía que intentarlo! ― ¡Espera! -gritó en portugués- Abajo, la figura levantó la vista. Con el gorro tejido echado hacia atrás, la cara que miró en dirección al balcón era bien conocida por ella. Era Annette. El rostro burlón de Annette, que la observaba con una mezcla de odio y júbilo. El «organizador» no lo había hecho solo. Había encargado a la fiel Annette que eligiera a la familia Bilbao y les pagase su estipendio mensual. Annette era el mensajero. Charlotte supo que estaba perdida. Nunca podría escapar de los dos. Pero ése fue el día en que Tom pasó por allí y se detuvo para mirar hacia arriba. Y ella no le había visto, por un escaso margen de tiempo... Pero de alguna manera, la visión de Annette endureció la decisión de Charlotte, Escaparía, regresaría al mundo real, lejos de esa vida a medias de balcones y puertas cerradas con llave; ¡volvería a ver a sus hijas! ¡Tendría su oportunidad, y cuando la tuviera estaría preparada para aprovecharía! Decidida a recuperar sus fuerzas y a mantener su silueta después de eso, se ejercitó; todos los días recorría la gran habitación cuadrada, en círculo, varias veces. ¡Trazaría un sendero en el suelo, se dijo, apesadumbrada, antes que entregarse! Y se esforzó con desesperación en perfeccionar su portugués, con Alta Bilbao, de modo que cuando llegase la ocasión pudiera confundirse entre el gentío de Lisboa y desaparecer. Alta Bilbao se sintió tan halagada por el repentino interés que Charlotte mostraba en ella y en su idioma, que llegó a prestar a ésta un peine de madera, y así venció el espíritu indomable de la mujer perdida en la Calle Ninguna Parte.
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Charlotte esperó, esperó el Día D. El de Annette no sería el único rostro conocido que vería Charlotte. Porque al quinto año de su encierro Rowan llegó a Lisboa. ¡Qué batalla había librado consigo mismo en Londres! En las noches de invierno veía la cara de Charlotte en el fuego. En los días de verano, la fragancia de las flores le devolvía la presencia de ella. Cuando veía cierto tono de cabello rubio, el corazón le daba un brinco- Pero no admitía para sus adentros que ella le importara. Para tratar de liberarse del hechizo de Charlotte, se sumergió en el trabajo con furia, y en la creciente actividad que se arremolinaba en corno al poderoso Walpole encontró al comienzo un amplio horizonte para sus capacidades. Contra los deseos de Walpole, Inglaterra había ido a la guerra contra España... y al principio esa guerra fue bien, a despecho del cínico comentario de Walpole, cuando las campanas de las iglesias anunciaron esa declaración de guerra: «Puede que ahora hagan repicar las campanas... pero antes que pase mucho tiempo se estrujarán las manos». Nadie le prestó atención, A fin de cuentas, ¿el almirante Anson no había navegado alrededor del mundo, saqueado un puerto español en Perú y capturado el galeón de Manila que realizaba el comercio con Acapulco? Y al otro lado del istmo de Panamá, ¿no había capturado el almirante Vernon ―como lo hizo el bucanero Henry Morgan mucho antes que él― la ciudad fortaleza española de Porto Bello? Y cuando el almirante Vernon fracasó en sus esfuerzos por invadir Cartagena y Santiago, fue culpado Walpole, no el almirante. En definitiva, ¿quién había dejado que la armada inglesa se deteriorase durante esos años de paz? ¡Walpole! En medio del furor, en 1742 Walpole se vio obligado a renunciar. Se le otorgó el título de conde de Oxford, que le ubicaba en la Cámara de los Lores y le excluía para siempre del gran poder que había ejercido en los Comunes. El poder de Walpole fue
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distribuido entre dos Secretarías de Estado, y aunque muchos -entre ellos Rowan― pudieran burlarse del incompetente duque de Newcasile, de quien se decía que todas las mañanas perdía media hora y se pasaba el resto del día corriendo tras ella, nadie podía poner en duda la capacidad del otro Secretario de Estado, lord Carteret, que rebosaba de energía y que muy pronto conquistó el favor del rey. La estrella de Walpole, que tanto había brillado durante tantos años, se había disipado... y con ella la de Rowan. Desde la Cámara de los Lores, Walpole todavía encargaba alguna misión al hombre a quien llamaban el Organizador, pero se trataba de cosas de poca monta... y mucho menos lucrativas. Pero Rowan Keynes seguía siendo un hombre adinerado... Podía permitirse el lujo de ese retiro forzoso, aunque resultaba un trago amargo el ver que su mundo se partía en pedazos y darse cuenta de que el mundo que lo había sustituido no tenía ningún lugar para él. Porque si se había pasado al campo enemigo, ¿cómo podía esperar otra cosa que una traición? Había entre ellos quienes decían que lo harían ahorcar. Resolvió no darles oportunidad alguna de hacerlo. Durante un tiempo se entregó al placer. Decidido a apartar a Charlotte de sus pensamientos, se pasaba las horas en los garitos, y su lecho era ocupado por una sucesión de actrices y mujeres fáciles, pero cuando su largo cuerpo se relajaba y soñaba, sus sueños versaban sobre Charlotte, y despertaba avergonzado y furioso por el hecho de que el recuerdo del cuerpo embrujado y los claros ojos sinceros pudiera continuar atormentando sus sueños. Sabía que Annette se ocuparía de que Charlotte no se fugara. Las cartas de aquélla, escritas en un mal francés, le tranquilizaban en ese sentido. Pero le impulsaba un deseo abrumador de volver a verla, y por último consiguió convencerse de que
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Charlotte no había sido castigada lo suficiente. Haría una visita a Lisboa y―le brillaron los ojos oscuros― se dedicaría a un juego sádico con ella. Y así, en el quinto año del encierro de Charlotte en la Alfama, Rowan navegó a Portugal y conversó con Annette, quien en el acto se dirigió hacia la baja puerta principal de la casa de la Calle Ninguna Parte, para dar órdenes explícitas a los Bilbao. El día siguiente amaneció caluroso, un día de sol implacable. Y en la parte más calurosa de ese cálido día, cuando la gente se quedaba en sus casas para evitar ese calor enervante, aun los perros y los gatos se protegían a la sombra de las callejas y dormían, Alta Bilbao dejó entreabierta, distraídamente, la puerta de la habitación de Charlotte. Desde su balcón, ésta ya había visto que los dos hombres Bilbao, padre e hijo, se iban por la estrecha calle empedrada, hacía una taberna que visitaban casi todos los días... lo sabia porque Alta se quejaba al respecto. Pero cuando no oyó cerrarse la puerta del corredor, ni que la llave de Alta girase en la cerradura, saltó de su lánguida posición, reclinada en el balcón, y entró. La puerta de su prisión se hallaba abierta. Con pasos silenciosos, Charlotte se aproximó a ella. Abajo, en la parte trasera de la casa, oyó que Alta cantaba y hacia ruido con los platos. Charlotte no conocía la disposición de las habitaciones de abajo, pero parecía probable que desde la parte trasera Alta no pudiese ver el vestíbulo de delante. Caminando con suavidad, conteniendo casi el aliento, Charlotte bajó de puntillas. Hacía una mueca cada vez que crujía un peldaño, pero siempre, en esos momentos, el canto de Alta parecía resonar con más fuerza. Abajo miró hacia la parte de atrás, pero no se veía a Alta. La baja puerta principal se encontraba delante.
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Rezando para que no estuviese cerrada con llave, Charlotte se deslizó hacia ella. El corazón se le paralizó antes de que la puerta girase sobre sus goznes bien aceitados. Un momento más tarde la había cerrado, a su espalda, sin un solo ruido. Por primera vez en cinco años se encontró de pie en el empedrado... ¡Libre! La calle se hallaba desierta, recalentada por el sol. Arriba, alguna ropa lavada ondeaba perezosamente. Pero en el extremo más lejano de la cuesta arriba vio algo que la paralizó Jorge Bilbao holgazaneaba allí, apoyado contra un edificio, conversando con un desconocido. Estaba vuelto de espaldas hacia ella, no la había visto, pero su presencia significaba que ese camino le estaba vedado... ¡no podía pasar junto a Jorge! Miró en la otra dirección. En toda la angosta calle curva no se veía a nadie. Sólo un par de perros dormían bajo el sol del mediodía. Hizo una profunda inspiración y caminó de prisa. En ese extremo, la Calle Ninguna Parte se curvaba, y había un laberinto de callejuelas, una de las cuales conducía a la plaza principal. Se preguntaba qué camino seguir cuando de pronto, desde una puerta umbría, se adelantó una figura alta. Una figura familiar. ―Rowan ―dijo ella, mirando alrededor, con cautela, para ver hacia dónde podía correr. El cuerpo de él le cerraba el paso, y tuvo la sensación de que se lanzaría sobre ella si intentaba siquiera un movimiento. Había estado a punto de dar un paso, y depositó el pie en el suelo con cautela. El la miraba de arriba abajo. A ella no le pareció que hubiese envejecido ni un solo día: iba vestido a la moda y usaba un bastón- Pero no pudo penetrar en su expresión. Sobre esos párpados caídos había postigos cerrados. No sabía que la sola visión de ella le había conmovido. Por eso se había
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mantenido alejado todo ese tiempo; una voz interior le advertía que si la veía de nuevo olvidaría su juramento de castigarla y la tomaría entre sus brazos. La lucha contra ese deseo le hacía adoptar modales ásperos, despectivos. ―Tu aspecto parece haberse deteriorado, Charlotte ―dijo con indiferencia, tocando las raídas faldas con su bastón. ―Estoy como hiciste que estuviera ―dijo ella con voz inexpresiva. ―así es. ―Pareció divertido―. Bien, me sorprende que ese vestido haya durado tanto tiempo. Yo creía que tus carnes habrían quedado desnudas mucho antes. ―Desganado, introdujo el bastón por un desgarro recién remendado de las gastadas faldas, y lo bajó con limpieza a través de la tela deshilachada, dejando una larga rotura. Charlotte contuvo una exclamación ante esa nueva humillación. ― ¿Piensas desnudarme aquí, en público? ―interrumpió―. Porque si lo haces, le gritaré a todo el mundo que soy tu esposa, y te mirarán con mayor horror de lo que yo lo hago ahora. Una sonrisa carente de alegría pasó, fugaz, por la cara morena de Rowan. ―Si me levantas siquiera la voz, te romperé los dientes con esto. -Movió con negligencia el bastón. ―No lo dudo ―dijo ella con calma, dirigiéndole una mirada firme―. Ya que me encuentro indefensa ante ti. Su valentía, la cabeza apenas levantada, eran tan características de su espíritu indómito, que él quedó desconcertado. Había esperado que al cabo de cinco años se amedrentaría ante él. En cambio descubrió que era él el que se encogía interiormente ante esos claros ojos violeta, esa boca dura. La bruja todavía era capaz de conmoverle, y la odió más por ello. ―Dime, Rowan -dijo ella con los labios secos―, ¿Cómo están mis hijas? ¿Están
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bien? ¿Me echan de menos? ―Están bastante bien ―respondió él lacónicamente―. O lo estaban, cuando las dejé en Inglaterra. ― ¿Las dos? ―insistió ella. El pareció pensarlo. Luego sonrió, ―Phoebe es el deleite de todos ―dijo. ― ¿Y Cassandra? -Casi temió preguntarlo. ¿Y si Rowan se había dado cuenta de que Cassandra era la hija de Tom?― ¿Pregunta por mí? ―Nunca. ― ¿Por qué... por qué no? ―balbuceó, anonadada, ―Cree que estás muerta ―le dijo él con brutalidad―. Las dos. Organicé tu funeral, ¿recuerdas? Incluso les permití presenciar la procesión. Hasta entonces Charlotte había creído que lo de su «funeral» era una mentira que Rowan había inventado para torturarla. Ahora la sacudió la atrocidad de lo que había hecho. ― ¿Cómo pudiste ser tan cruel? ―Sintió que temblaba de repugnancia- Son tan pequeñas, ¿qué te han hecho para que las hagas pagar por mis pecados? ―Oh, no sufren ―dijo con desenvoltura. ― ¡Sí... tienen que estar apenadas por su madre! ―Desde luego son muy alegres. -Le dedicó un encogimiento de hombros indiferente―. Es como si nunca hubieses existido. Ella quiso pegarle, golpearle el pecho, darle de puntapiés en esos tobillos cubiertos de medias de seda y arrancar un grito de dolor de esa hermosa boca cruel. De alguna manera, consiguió contenerse. Incluso mantuvo firme la voz. ― ¿No me has hecho ya bastante? ―interrogó-. Me encerraste, me tuviste aislada,
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me volviste frenética de preocupación por mis niñas. ―De golpe, todas las lágrimas que había derramado en su prolongado cautiverio se acumularon en su voz ansiosa―. Oh, Rowan ―dijo, ahogándose―. ¿No puedes encontrar dentro de ti la compasión suficiente para dejar que las visite? Te prometo que no volvería a molestarte, si pudiese verlas una vez más... La voz se le apagó ante la oscura llamarada de ira que saltó de los ojos de él. Ira por el hecho de que durante un momento hubiera sentido una verdadera compasión por ella, sola y sin amigos, lejos del hogar. ―En Inglaterra todos creen que has muerto, Charlotte. ¡Y seguirás muerta! Ella dio un paso hacia atrás, ante la furia que impregnaba esa voz. El pánico creció en ella. ― ¿Pero no hay manera...? ― ¡Ninguna! ―Una puerta se había cerrado ante su cara. Para siempre―. La última vez que nos vimos te dije que no volverías a ver a tus hijas. Ahora te digo, poniendo a Dios por testigo, que si alguna vez consigues ponerte en contacto con ellas o te dieras a conocer a ellas de cualquier manera que fuere, las arrojaré a la calle sin otra cosa que lo que lleven puesto. Las excluiré de mi testamento. Les volveré la espalda y podrán vivir o morir como lo quiera el destino, ¡porque no me importará lo más mínimo lo que les ocurra! Charlotte retrocedió, temblorosa. ― ¡Oh, Dios, no! ¡Rowan, son también tus hijas! ―Y mientras sean sólo mías, recibirán buen trato- Pero no tienen que saber que su madre vive... ni ahora, ni nunca. Y lo haría, desde luego. Ella recordaba el gran semental al cual adoraba... muerto de un disparo. Una imagen de Medianoche surgió ante ella, can bello y
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resplandeciente. Charlotte había sentido siempre que a su manera, tan extraña, Rowan la amaba. Pero también había amado al caballo. No podía esperar bondad de ese hombre implacable que tenía ante sí. Rowan no era de los que perdonan. Se humedeció los labios secos. ―Entonces no tengo alternativa ―dijo, desesperanzada―. No trataré de regresar a Inglaterra. Me quedaré aquí. Quiero que mis hijas tengan un futuro. El asintió. ―Muy prudente. ―Lanzó un bufido. Y luego, como si se le hubiera ocurrido en ese momento―: ¿Cómo vivirás? Charlotte quedó helada. ¡Parecía que él no pensaba continuar manteniéndola encerrada! ―Tú me darás dinero suficiente para existir, supongo... ya que quieres mantenerme fuera de tu paso. ―Te equivocas. Te he dado la última moneda que recibirás de mí. ―Entonces... ¿qué le importa a ti? ―Vociferó―, ¡Apártate! Seguiré mi propio camino. ¡No te interesa cómo viviré! ―Es verdad. ―Estaba muy sereno, pero no se movió para dejarla pasar―. Aun así, quiero que tú lo pienses, y... tengo un regalo para ti. Lo sacó del bolsillo y ella vio el repentino brillo del oro. Durante un loco instante pensó que él había cambiado de idea, que sólo se burlaba de ella. ―Preguntaste por las niñas ―dijo él―. Pensé que te gustaría tener estos retratos de ellas. Entonces Charlotte vio que balanceaba dos miniaturas del tamaño de medallones,
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de una cinta de gro negra. Con una exclamación de alegría, se las arrebató y las miró con avidez. Allí estaba la pequeña Phoebe, con cintas amarillas en su cabello oscuro, rizado, parecida a Rowan, y un tanto hosca. Y Cassandra, la hermosa Cassandra, de facciones tan semejantes a las de Charlotte y el deslumbrante aspecto de Tom. ―Fueron pintadas antes que saliera de Inglaterra ―le dijo Rowan. Charlotte levantó la vista, con los ojos brillantes de lágrimas. ―Las dos son tan bellas ―dijo con voz ronca. Rowan la miró con una mezcla de emociones en pugna en su semblante intenso. Ella era hermosa, pensó. A pesar de su vestimenta desastrosa, parecía brillar ante él, como una visión de seductor encanto. Deseó tocarla, acariciar su dulce y suave cuerpo, sentirla estremecerse contra él, como otras veces. Quiso que las cosas fueran como habían sido. La quería de nuevo. Durante un terrible momento, que le desgarraba el alma, luchó contra eso, contra el ansia de perdonarla. Abrió la boca para decírselo, y luego sus dientes apretados mordieron las palabras, pero no antes que su voz estrangulada pronunciase su nombre: ― Charlotte. Charlotte percibió ese sonido de su voz, ese tono quebrado que equivalía a indecisión, y la esperanza renació dentro de ella. Tal vez, a fin de cuentas, se ablandaría y le dejaría ver a las niñas... ―Charlotte ―dijo él de nuevo, más ronco, y no pudo creer que en verdad estuviera pronunciando las palabras―, ¿no podemos encontrar en nuestros corazones la manera de perdonarnos? Había una triste burla en la desvaída sonrisa que cruzó por el semblante de Charlotte. ―Después de todo lo que ha ocurrido, ¿de veras crees que puedo perdonarte,
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Rowan? El había perdido la batalla consigo mismo. Todos sus nervios temblaban de deseo por ella. Sintió de nuevo el antiguo dolor familiar en la ingle, y todos sus sentidos ansiaron abrazarla, envolverla, hacerla suya una vez más. Ella apartó la mirada, miró a lo lejos, más allá de los estrechos pasajes de la Alfama, hacia otros días, otros brazos. ―Habría podido perdonarte alguna vez, Rowan. -Había un estremecimiento de dolor en su voz-. Incluso te habría perdonado por este largo encarcelamiento. Por el bien de las niñas. Pero ―su cabeza se volvió hacia él de lleno, y su voz resonó con dureza―, ¿de veras crees que puedo perdonarte por el asesinato de Tom? Rowan respiraba con esfuerzo. Tenía el rostro blanco. ― ¿De manera que Westing todavía se interpone entre nosotros? ― ¡Dime ―le llamearon los ojos de color violeta― que no lo mataste! El se había humillado- ¡él, que no había hecho nada malo! Y sin embargo, ahí estaba ella, esa encantadora y recalcitrante mujer que era su esposa, -¡admitiendo que todavía amaba a otro hombre! Era demasiado. El orgullo y la sed de venganza chocaron entre sí, la sangre se le agolpó en la cabeza, cayeron las compuertas de su pasión. ― ¡Maldita seas! ―Dijo con voz espesa, y las palabras parecieron brotar del infierno- Su mano se cerró en el brazo de ella, y la hizo girar hacia la calleja cercana. Charlotte no habría ido con él si hubiera podido decidir, pero el apretón de él era duro como el acero, amenazaba con destrozarle el brazo. Y si armaba algún alboroto, suponía que le arrebataría las miniaturas que ahora eran su único y tenue lazo de unión con sus hijas... y por ellas habría luchado.
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La calleja se encontraba desierta, no tenía salida y terminaba en un patio de altos muros. A ambos lados habla edificios desnudos, encalados, con postigos cerrados. A su izquierda se veía un montículo de cajones de madera y una retorcida escalera de piedra que llevaba hacia arriba. El balcón estaba desierto, la puerta de madera cerrada. El calor del día caía llameante y los de adentro trataban de impedir el paso del sol. Rowan apartó los cajones a puntapiés, y antes que ella supiera lo que estaba haciendo, la empujó hacia delante, bajo la escalera, y cayó sobre ella, levantándole las gastadas faldas. Charlotte habría gritado, sólo que trataba de recuperarse de la respiración que se le había cortado al ser derribada sobre los guijarros, con Rowan encima de ella. Y después no tuvo ocasión de gritar, pues la dura boca de éste buscó la de ella, furiosa. Le quitaba el aire de los pulmones. Forcejeó contra él en un terrible y jadeante silencio, pero él era mucho más fuerte. Sus manos crueles le lastimaban las tiernas carnes, sus zapatos le herían sin miramientos las pantorrillas que agitaba. Y luego penetró en ella, y Charlotte sintió una repugnancia como nunca la había conocido, y le desgarró con las uñas, arrancándole sangre de las mejillas morenas. El pareció no sentir nada. El pánico la inundó. Rowan iba a matarla... ¡y a hacerle el amor mientras moría! Pero ésa no era su intención. En su furia y desilusión asesinas, se dijo que sólo aplacaba sus pasiones, que la usaba como habría usado una loción calmante para lavar una herida. Se dijo que nada le importaba la mujer misma, mientras entraba profundamente dentro de ella. Ansiaba su maravilloso cuerpo, la delicia de sus carnes que había anhelado tanto... así se dijo mientras atacaba su pequeña fortaleza y trataba deliberadamente de lastimarla como ella ―pensó vengativo― le había herido a él. Pero cuando todo terminó, en forma tormentosa, se dio cuenta, alarmado, de que
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yacía inerte entre sus brazos. Durante un segundo aterrador temió haberla matado. Y desesperado, se puso a soplarle aire en los pulmones, ahora que se había salido con la suya. Un estremecimiento de alivio le invadió cuando ella se agitó. Pero entonces su cólera contra la joven hizo presa en él una vez más. -Levántate ―ordenó. Y como ella estaba tan débil que aun no podía tenerse en pie, él tiró de su cuerpo hacia arriba y la mantuvo de pie, aturdida, y la abofeteó con suavidad. ―Vaya ―dijo, inexorable―. Esto devolverá el color a esas mejillas pálidas― ソC o pudiste...? ―susurr�ella-. ソA tu propia esposa, y aqu �en una calleja
sucia...? -Su inefable conducta la hab 僘 dejado sin palabras, porque todav 僘 trataba de inhalar el aire suficiente para mantenerse con vida mientras le temblaban los miembros. ¡Y ahora se atrevía a reprochárselo, ella, que le había empujado a eso! ¡Bien, le mostraría un aspecto más sombrío del inundo! ― ¡0h, he aprendido mucho de ti! ―dijo, arrastrando las palabras. ― ¡Nunca! ¡Te lo enseñó el demonio! ―La voz de ella era temblorosa, pero su ánimo se encontraba intacto. ―Tú me enseñaste los caminos del infierno ―dijo él con rudeza. Y luego, mirándola con más serenidad cuando ella se recostaba, temblorosa, contra la pared del edificio, mientras él se cerraba los pantalones y se limpiaba el polvo―; Parece que has dejado caer algo. Espera, lo recogeré. La mirada de Charlotte se dirigió hacia abajo- ¡Las miniaturas! Debía de haberlas dejado caer de los flojos dedos, ¡mientras luchaba contra él sobre el empedrado! Trató de tomarlas, pero él las apartó con una sonrisa malévola, las mantuvo, incitante, fuera
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de su alcance. Sus palabras fueron brutales. ―Acabo de mostrarte cómo te ganarás la vida -dijo pesadamente. ― ¡Nunca! -exclamó ella. La fría carcajada de él la sacudió. ―Aquí y en lugares peores que éste... y con peores hombres ―se burló, pero la dejó que le arrebatara las miniaturas con su cinta de gro. Charlotte miró a la cara del torturador. ―No existen hombres peores ―dijo con voz serena. El rostro de él se contrajo cuando le dirigió un leve golpe a la cara que le desvió la cabeza hacia un lado. Estuvo a punto de perder pie cuando se tambaleó hacia un costado, y otro golpe la enderezó. Se irguió ante él, la espalda contra la pared encalada. Tenía la cara muy pálida y sus ojos de color violeta eran oscuros estanques de ira y reproche. Él la había empujado hacia un punto del cual no es posible regresar, pero el rechazo de ella continuaba impulsándole. -Tendrás que habituarte a ser abofeteada -le aconsejó, acosándola―. Las mujeres callejeras son golpeadas y abofeteadas a menudo por sus clientes. Debes aprender a soportar ese rudo trato con una sonrisa. Esperó, pero ella no ofreció respuesta alguna; sólo le miró, inexpresiva. ―Advertirás que el reverso de las miniaturas está hecho de oro ―señaló. Un levísimo parpadeo de ella le indicó que, en efecto, se había dado cuenta de ello. ―Hice que la miniatura de porcelana fuese colocada de tal manera, que se quebraría, casi con seguridad, si el respaldo de oro fuese retirado ―agregó, con tono de
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conversación. -Serán conservadas intactas -le dijo ella con tono opaco. -Oh, me pregunto si será así- -Ahora le dirigía una sonrisa terrible―. No tienes dinero, no comiste desde el desayuno, pronto sentirás un hambre tremenda... ¿y mañana? Si esta noche algún asaltante no te atrapa y quizá te clava un cuchillo en las costillas por despreciarle, te sentirás más hambrienta aún. Me pregunto cuánto tiempo te llevará hasta que lo estés lo bastante para separar el oro de la parte de atrás de las miniaturas... Charlotte hizo una profunda inspiración, y levantó la delicada barbilla. ―Puedes contar con ello, Rowan ―dijo, vacilante-. ¡Nunca estaré tan hambrienta! La carcajada de él resonó brutal, pero había en sus ojos una renuente admiración hacia esa mujer a quien había engañado y degradado. Otro hombre, un hombre normal, habría sentido contraérsele el corazón ante su valentía frente a problemas tan abrumadores, y se hubiera solidarizado con su situación- Pero no Rowan: la forma en que lo había humillado exigía venganza. La examinó durante un largo y ardiente momento, como si memorizara sus facciones. Luego se dio la vuelta y se fue. Primero, para caminar hasta que le pasara la furia, y luego para buscar una taberna y beber hasta olvidar, Charlotte esperó, con la espalda rígida de orgullo, hasta ver desaparecer a Rowan. Luego el cuerpo dolorido pareció marchitársele, y se dejó caer en los guijarros, como sin fuerzas, apoyada contra la pared de la casa, los ojos cerrados y el cuerpo tembloroso. Hizo una profunda inspiración entrecortada. Su legítimo esposo se había salido con la suya, respecto de ella, y se sentía deshonrada. En ese momento agradeció a Dios porque ya no podía tener más hijos. Haber
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llevado al hijo de Rowan como recuerdo de esos odiosos momentos en una sucia callejuela habría resultado insoportable. Permaneció sentada allí mucho tiempo, mientras las sombras se alargaban. Miró el cielo entre las pestañas, y se dio cuenta de que muy pronto la gente saldría de sus casas. Comenzarían las festividades nocturnas; pronto la noche resonaría con las canciones y los gemidos de los instrumentos de cuerdas. No podía enfrentarse a nada de eso, esa noche no podía. Allí, a la sombra de la escalera, se rodeó de las cajas de madera de tal modo, que quedaba oculta, y se acurrucó para pasar la noche. Al otro lado de la ciudad, Rowan encontró una taberna. Se sentó en un banco de madera y bebió sin parar a lo largo de la noche, hasta quedar ebrio. Al darse cuenta de que era una persona importante ―un hombre como él podía hacer caer la ley contra una casa que permitiera que le sucediese algún daño―, el tabernero le dejó quedarse, caído sobre una mesa, hasta muy avanzado el día siguiente, en que levantó su cabeza dolorida, con un gruñido, y pidió más vino. Fortalecido por ese trago, salió del lugar, tambaleándose, y se encaminó a ciegas hacia el muelle. Allí el vivo aire salino, los gritos de las varinas que vendían pescado, toda la escena cotidiana, le hicieron volver a la normalidad. Su furia se disipó y afrontó por fin sus verdaderos sentimientos respecto de Charlotte: Ella le había engañado, había abusado de su confianza, se dijo, y sin embargo... sin embargo... Y sin embargo era un fuego en su sangre, y ahora sabía que ese fuego nunca se extinguiría. Pálido y macilento, volvió sobre sus pasos. No importaba lo que hubiese hecho, la perdonaría. No porque mereciera el perdón, sino porque su deseo de ella le consumía cuando se encontraba lejos de su persona.
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Caminó más de prisa, buscando un vehículo que le llevase de nuevo a la calleja donde la había dejado- Como no halló ninguno, casi echó a correr. La recogería, le enjugaría las lágrimas con sus besos, la llevaría de regreso a Inglaterra, ¡le devolvería a su hijas! ¡Oh, Dios, cualquier cosa era mejor que vivir sin ella! Ya había Tenido bastante, por cierto. Pero cuando volvió a la calleja donde la había dejado entre los cajones apilados, Charlotte no se encontraba allí. Buscó en la casa de la Calle Ninguna Parte, pensando que habría podido retirarse a ese refugio seguro, pero los Bilbao no la habían visto. Recorrió las angostas callejuelas de la Alfama, pero no halló rastros de ella. Alarmado, inició una búsqueda intensiva. No la encontraba. Hubo varios que dijeron que una mujer rubia, de harapos de color melocotón, había sido vista bailando por monedas en la plaza pública. Al escuchar eso, Rowan hizo una mueca... él la habla empujado a eso. La boca se le cerró en una línea torva cuando preguntó qué había sido de ella. Nadie lo sabía. Se había reunido un gentío, un oficial de la ley llegó a la escena de los hechos, estaba a punto de llevársela, pero estalló una riña entre la gente y él se volvió para restablecer la calma. Cuando los combatientes fueron separados y él regresó, la mujer se había ido. Todos se mostraban muy imprecisos en cuanto a lo que había sido de ella. Un hombre opinaba que se había escurrido durante el altercado. Otro creía que una mujer corpulenta, una muy conocida doncella loca, podía habérsela llevado de prisa. Un mendigo creía que la había sacado de allí un carruaje negro y dorado. Nadie sabía nada con certera. Casi enloquecido de miedo, de que algo terrible le hubiera sucedido a Charlotte, Rowan continuó buscándola. No hubo un solo lugar sospechoso de Lisboa que no
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visitara. Pero al cabo, nada. Nadie había visto a la bella mujer rubia de ojos de color violeta y harapiento vestido de seda de color melocotón. Habría recurrido a las autoridades, pero, ¿cómo podía hacer eso? ¿Podía decir que buscaba a una mujer cuyo funeral había dispuesto hacía cinco años? ¿Se atrevería a admitir, en ese país desconocido, que había encerrado a su esposa, por la fuerza, manteniéndola, contra su voluntad, en una casa de la Alfama? El médico que había firmado su certificado de defunción no admitiría el hecho... era mucho más probable que dijese que Rowan estaba loco, ¡y que se ofreciera a certificar ese hecho! Los Bilbao lo negarían, y huirían, aterrorizados ante la ley. Estaba preso en una trampa ideada por él mismo. Extendió sus pesquisas hasta la campiña. Estaba convencido de que Charlotte había salido de Lisboa, pero, ¿adonde podía haber ido? Buscó por el norte hasta Oporto, y en los pinares y en las colinas cubiertas de tojo y de azules setos de hortensias. Vagó por el fresco interior del bosque Bucaco, recorrido por arroyos, y en los amplios prados en los cuales se criaban toros bravos. Fue por el sur hasta el lozano Algarve, en su busca, a través de aldeas de aspecto morisco, hasta llegar por fin a Lagos, donde las grandes carabelas del siglo XVI habían iniciado sus largos viajes a la India. Pasó ante riscos de rocas rojizas, hacia la punta meridional de Portugal: Sagres, batida por los chubascos, donde, en la salvaje campiña, el príncipe Enrique el Navegante había iniciado los viajes que edificaron un Imperio. Y Rowan se rindió, por último, en la salvaje grandeza de esos promontorios azotados por las tormentas. Miró sin esperanzas el promontorio bifurcado y peñascoso que parecía apuntar con una flecha hacia el Atlántico, y se sintió helado ante la certeza de haber recorrido todo Portugal, a lo largo y a lo ancho, sin hallarla.
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El, el hombre que había amasado una fortuna, encontrando lo que no se podía hallar, que había encontrado las huellas de quienes habían organizado su fuga y tapizado de oro sus escondrijos muchos meses antes, había sido derrotado por una muchacha fatigada, desgreñada, sin dinero, que acababa de salir de un encierro de cinco años, abandonada de pronto en una ciudad donde no contaba con un solo amigo. Imposible... pero era así. Para él era una pesadilla convertida en realidad. Se le ocurrió un pensamiento escalofriante. Charlotte podía estar muerta... y por su propia mano. Tal vez, después de la manera brutal en que la habla tratado la última vez ―y admitió que había sido brutal, y sintió remordimientos―, podía haber preferido la muerte antes que permitir que la encontrase de nuevo, esa mujer a quien había maltratado y despreciado y encerrado. La idea le quemó. Sólo entonces, mientras observaba, desolado, las estrellas que brillaban sobre Portugal, se dio cuenta de que la amaba. La amaba de verdad. La había amado todo el tiempo, sin darse cuenta de ello. Y ahora se había ido. Había desaparecido para siempre. En las oscuras callejuelas de Lisboa...
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LIBRO SEGUNDO CASSANDRA
CAPITULO 27
Londres, Inglaterra, 8 de febrero de 1750 Había una amenaza de nieve en el viento punzante que bajaba del mar del Norte, sacudiendo la diligencia pintada de verde que se zarandeaba por la Gran Carretera de Essex, en el trayecto de Colchester a Londres. En Cheimsford, donde cambiaron de caballos en una posada, mientras los pasajeros comían, la amenaza se convirtió en realidad. Pero a pesar del repentino remolino de nieve azotada por el viento, que casi oscureció la torre cuadrada de la iglesia de la parroquia, mientras los pasajeros trepaban de nuevo a la diligencia, el alegre conductor de nariz roja rugió: ―Llegaremos a Londres dentro del horario previsto, señoras y caballeros, ―Así lo espero ―masculló una anciana, con voz ofendida―. ¡Ya estoy amoratada! Y en verdad tenía motivos para quejarse. Carente de muelles, la diligencia corría por el antiguo camino construido por los romanos unos dieciséis siglos antes, zarandeándose y traqueteando de un lado a otro, de tal manera, que hacia que los pasajeros cayesen amontonados unos sobre otros, y contra los costados del vehículo. Cuando se acercaban a Londres, la nieve se volvió más densa, el camino más
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traicionero, y el conductor se vio obligado a hacer más lema su marcha, en el ocaso gris, mientras los cascos de los caballos buscaban donde apoyarse, en los traicioneros surcos que el hielo endurecido volvía resbaladizos. Pero dentro del coche había una joven pasajera que casi no sentía los saltos. Ajena a las protestas de los demás pasajeros, Cassandra Keynes, que cumpliría los diecisiete años en marzo y que a su edad no debería viajar sola, le decía la mirada de desaprobación de la dama anciana, levantó la cortinilla de cuero destinada a no dejar pasar el viento. Sosteniendo con la otra mano enguantada el sombrero, miró los grandes árboles que crecían peligrosamente cerca del camino y a los seis atronadores caballos de la diligencia. Temía lo que pudiera acarrearle ese viaje, pues le hacia recordar todo: el accidente, todo. OH, ¿por qué no pudieron quedarse en Aldershot Grange, donde ella y Phoebe habían pasado la mayor parte de su infancia?, se preguntó, nostálgica. En realidad, Rowan Keynes había llevado a sus hijas a Aldershot Grange en 1739, cuando dejó a Charlotte encerrada en la Alfama y navegó de regreso a Inglaterra. Allí las dejó al cuidado de Wend y volvió solo a Londres, para meditar y jaranear alternativamente. Pero la guerra de Inglaterra contra España ―o «La guerra de la oreja de Jenkins», como se la llamaba popularmente― había iniciado una conflagración que poco a poco se extendió para abarcar la mayor parte de Europa, Y en julio de 1745, cuando Carlos Eduardo, el Joven Pretendiente, desembarcó en Escocia y en agosto enarboló el pendón real en Glenfinnan, Rowan Keynes cabalgó desde Londres. Llegó en un caballo cubierto de espuma y le dijo a Wend, con brusquedad, que Aldershot Grange podía encontrarse en el camino al sur de un ejército escocés invasor, y que se llevaría consigo a Cassandra,
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de doce años, y a Phoebe, de once, a Cambridge, para inscribirlas allí en la Escuela para Damas Jóvenes de la señorita Endicott. Debía prepararlas enseguida para el viaje. Wend se sintió desolada- Cassandra y Phoebe eran como hijas propias, y las despidió llorando. Por cierto, ella y Livesay habían tenido que ser padres adoptivos para ambas niñas, salvo en las raras visitas que hacían a Londres y en las más escasas visitas de su padre a Aldershot Grange. Llevar a sus hijas a Cambridge había sido un error. Pensando sólo en la seguridad de ellas y en su necesidad de una educación de categoría ―y como no quería hacerlas ingresar en una escuela de Londres, desde la cual podían llegar de improviso al número cuarenta y tres de Grosvenor Square, para encontrarlo dedicado a una orgía contraproducente para su tierna edad―, y pasando por alto el hecho de que Cambridge era una ciudad universitaria, que desbordaba de jóvenes muchachos viriles, muchos de ellos en busca de las faldas más fáciles de levantar, y todos boquiabiertos ante una muchacha bonita. Era difícil que la esbelta y joven Cassandra, con su cabello rubio de reflejos lunares y ojos color esmeralda y su belleza que paralizaba el corazón... pasara inadvertida. ―Los chicos han estado merodeando por esta escuela como garos subidos a una cerca, desde que esa Keynes de cabello color paja llegó a este lugar ―gruñó la cocinera―. ¡Las cosas han llegado a tal punto, que cada vez que Maud arroja afuera el agua sucia contengo la respiración, esperando un aullido de alguien que la recibe en la cara! Dot, la nueva y descarada camarera de diecisiete años, intervino a su vez: ― ¡Con las propinas que recibo de los chicos que quieren que le haga llegar alguna misiva, podré retirarme a los veintitrés años!
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Estalló una carcajada general en la amplia cocina de la escuela. El hecho de que Cassandra, con su elegante hermosura, fuera el centro de todo ese alboroto había logrado que su hermana menor se sintiera molesta. Porque Phoebe, con una sabiduría que iba más allá de su edad, se daba cuenta de que nunca sena la belleza deslumbrante que era su hermana. Había heredado el aspecto de su padre... y las facciones de él se acomodaban mejor a un hombre que a una mujer- Por ejemplo, consideraba que su nariz era demasiado larga, demasiado estrecha, sus cejas oscuras demasiado rectas, sus labios un tanto delgados. Ni siquiera en su primera floración tendría el encanto paralizante de Cassandra, su maravillosa sonrisa seductora. «Picante» era la palabra que usarían para ella, pero nunca «hermosa», pronunciada con un largo suspiro contenido. Todos amaban a la serena y sonriente Cassandra, todos, menos Phoebe. Esta sólo se amaba a sí misma. Totalmente egoísta y dedicada a sus cosas, Phoebe se decía, despectiva, que no necesitaba la belleza de Cassandra, que tenía algo mejor; era lista. La impresión de Cassandra respecto de Cambridge y sus estudiantes fue muy superficial al principio, sólo misivas, sonrisas y saludos con la mano, y a veces besos soplados con un ademán. Pero en la escuela de la señorita Endicott las chicas crecían. Cuando Cassandra tenia quince años, Jim Deveney, un estudiante universitario cuya familia vivía en la ciudad, consiguió ser presentado a Cassandra gracias a la larga amistad de su madre con la señorita Endicott, Y en ocasiones, los sábados, Cassandra se encontraba tomando el té con la madre y las hermanas de Jim, mientras éste se sentaba en un segundo plano, dedicándole su irreprimible sonrisa. Jim era directo y franco. Cassandra tenía plena conciencia de su adoración, - en verdad, toda la escuela estallaba en risitas cuando Jim llegaba con el aspecto de un perrito ansioso, para llevársela a tomar el té,-, y ella pensaba, frívolamente, que
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algún día podría casarse con Jim... o con alguien como él- Existían muchos candidatos a ese honor, incluido el alocado y bello primo lejano de Jim, Tony Dunn, que había caído sobre Cambridge ―ya expulsado de Oxford y de otras dos escuelas― cuando Cassandra tenia quince años. Tony también se enamoró locamente de ella. Phoebe, ahora de catorce años y con el peinado más elegante de la escuela ―era esbelta y muy elegante, aunque nunca sería bonita―, se había cansado de vivir a la sombra de su bella hermana. Resolvió hacer algo al respecto. Con regalos de ungüentos y perfumes y cintas, logró corromper a Dot para que se quedara despierta y la dejara entrar y salir, por la noche, por la puerca lateral de la escuela. Cassandra y Phoebe compartían una habitación, pero resultaba bastante fácil esperar hasta que aquélla se quedase dormida y escurrirse a alguna taberna, y allí beber vino con los estudiantes universitarios, ansiosos de pagar unos tragos a cualquiera de las muy vigiladas jóvenes de la señorita Endicott... y en especial a la hermana de la bella y rubia Cassandra. Esta se enteró cuando despertó un día y encontró a Phoebe, vestida, a las cuatro de la mañana, tambaleándose y cayendo, ebria, en una silla, y luego en la cama. ― ¿Dónde has estado? ―preguntó, todavía medio dormida. ―En La Rosa y la Espina. ―La Rosa y la... ―Cassandra se sentó de golpe en la cama, y miró a Phoebe, bajo la luz de la luna―. ¡Phoebe, eso es una taberna! ―En efecto. ―La voz de Phoebe era confusa. Se tendió, sin hacer ningún esfuerzo para desnudarse. ― ¡Y tú estás bebida! ―Eso también es posible ―admitió Phoebe, alegre. ― ¿Cómo saliste? ― ¿Por qué? ¿Quieres acompañarme la próxima vez?
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―No, no quiero. Habría podido sucederte cualquier cosa, vagando por las calles oscuras, sola, de noche, ¡Phoebe, tienes apenas catorce años! Phoebe la miró con los ojos muy abiertos. ―Estoy creciendo de prisa, ―Phoebe, ¿has hecho esto otras veces? ―Y cuando Phoebe rió entre dientes―: ¡Bien, pues no lo harás de nuevo! ―Cassandra era más alta, más fuerte- Tomó de los hombros a su hermana menor y la sacudió para subrayar lo que decía―, ¡No lo harás de nuevo! ―Ve a dormir -dijo Phoebe, con la voz más confusa aún―. Pronto será hora de levantarse. -Su cabeza morena se tambaleó, y se puso a roncar. Alarmada de veras por la posibilidad de que pudiera ocurrirle algo a su hermanita, Cassandra permaneció allí, observando a Phoebe. Por cierto que se había redondeado en ese último año, aunque los chicos casi no le prestaran atención. Tal vez si le ofrecía a Phoebe un trato... ―Haré que la madre de Jim te invite a tomar el té, y que haga ir a algunos de los amigos de él, si prometes no escaparte otra vez -dijo a Phoebe al día siguiente. Esta, que la noche anterior había conocido la ginebra y tuvo que ser llevada a su casa, padecía los efectos de la bebida, y gimió; ―No lo digas en voz alta. -。Phoebe! Phoebe se estremeció -Prometo no visitar las tabernas. Prometo beber té... ¡vete! Durante todo el resto de esa semana, Cassandra trató, aturdida, de permanecer despierta para asegurarse de que Phoebe cumplía su promesa, pero a la semana siguiente descubrió que tenía demasiado sueño para mantenerse despierta. Y la primera noche que se durmió ―aunque Cassandra nunca lo supo―, Phoebe volvió a
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salir. Y esa vez encontró al hombre que seria el amor de su vida: Clive Houghton, que había sido expulsado de más escuelas aún que Tony Dunn. Clive era hijo menor de la marquesa viuda de Greensea, y estaba deslumbradoramente por encima de Phoebe en la escala social. Tenía el cabello negro resplandeciente, un mechón del cual caía en forma atractiva sobre un rostro relajado, y una mirada ardiente que hacía que las jovencitas rieran, nerviosas. Sus ropas eran impecables... al igual que sus modales, cuando no estaba bebido, cosa no muy frecuente. Casi desde su llegada a Cambridge fue el jefe de la manada. Ni siquiera se dio cuenta de la existencia de Phoebe. Pero no en vano ésta era la hija de Rowan. Ella le vio, le quiso y se dedicó a conseguirle. Primero debía librarse de Cassandra. No sólo porque ésta tenía la plena intención de contener la marea de las locuras de su hermana, sino, además, porque Cassandra era hermosa... distraía los pensamientos de los hombres; les apartaba, por ejemplo, de otras jóvenes. Así razonaba Phoebe. Y resultaría notablemente fácil lograrlo- Sólo necesitaba pensar en la independencia de Cassandra, en su naturaleza cálida y generosa, y en lo que haría ésta en un momento de crisis. Y entonces crear esa crisis. Esa misma noche se dispuso a ello. -Estoy muy harta de la escuela ―dijo a Cassandra, después que ambas se acostaron―. Estoy cansada de ser una colegiala, estoy harta de Cambridge... Deberíamos estar en Londres, Cassandra. ―Bien, lo estaremos ―bostezó Cassandra―. Cuando tengamos nuestra temporada social de Londres. ―No creo que nunca vayamos a tener una temporada social de Londres ―se burló Phoebe-. ¡Y de todos modos, faltarían años para eso! ―Rió con picardía-. No
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pienso esperar. Después de enterarse de que su hermana de catorce años salía de noche, a embriagarse en las tabernas, Cassandra encontraba alarmante ese comentario. Levantó la cabeza, se apoyó en un codo y miró a Phoebe. ― ¿Qué quieres decir con eso? Phoebe suspiró. ―Creo que estoy enamorada. ― ¿Quién es él? ¿De quién estás enamorada? ―OH, tú no le conoces. Es un estudiante universitario que conocí en una de mis noches de salida. ―Bien, duérmete ―dijo Cassandra, implacable-. Todavía continuará en su lugar por la mañana. Hubo un dejo de risa en la voz de Phoebe ―Pero es posible que lo no lo esté... ― ¡OH, Phoebe, lo prometiste!, ―gimió Cassandra. ―Sólo prometí no visitar las tabernas ―insistió Phoebe―. No prometí no convertirme en una novia de la calle Pleet. ― ¡Una novia de la calle Fleet! ―Cassandra miró el rostro apenas visible de su hermana en la oscuridad casi total de la habitación―. ¿No sabes que esos casamientos no son legales? ¿Quieres que te case algún sucio convicto de la Cárcel de Fleet? ¿Y que te den algún papel que no tiene valor alguno? ―Bien, no es la temporada del año para Gretna ―dijo Phoebe, hosca-. Parece que podría nevar en cualquier momento. ― ¡Claro que sí! ¡Da la casualidad de que en invierno nieva! Vamos, Phoebe ―continuó―. No está lejos el día de Reyes, y es posible que entonces vayamos a
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Londres. ―No, papá ya nos habría escrito. Pasaremos las Navidades aquí, en la escuela. ―Hablaba con amargura. Cassandra suspiró. ―Tal vez espera hasta el último momento. ―No. ―Phoebe se mostró muy categórica―. Estamos clavadas aquí... por lo menos tú. Pero yo tengo la intención de tomar la diligencia para Londres y casarme. ¿Sabias que las mujeres casadas tienen mucha más.-? ―Buscó la palabra. ―Quieres decir «libertad», supongo ―dijo Cassandra, enérgica―, Pero ya que estás pensando en relaciones maritales aun antes de la ceremonia, permíteme recordarte que un esposo está autorizado a castigar a su mujer con una vara no más grande que su pulgar... y que la mayor parte de los hombres tienen pulgares grandes. ―OH, él nunca me castigaría -declaró Phoebe, confiada―. Ni en mil años. ―No puedes saberlo ―previno Cassandra, sombría―, ¡Los novios se convierten en esposos con mucha rapidez! ― ¿Me echarás de menos cuando me haya ido, Cassandra? -preguntó Phoebe. ―Si dices una palabra más, amontonaré todo lo que poseemos contra la puerta, y se caerá y me despertará si tratas de abrirla. Phoebe guardó silencio en el acto. Ya se había ido cuando Cassandra despertó. Pero eso no era desacostumbrado... la profesora de francés de Phoebe se levantaba temprano e insistía en iniciar sus clases a primera hora, antes del desayuno. Aturdida, porque no había dormido lo suficiente, Cassandra se vistió y se dispuso a afrontar el día. Tendría que hacer algo en relación con Phoebe, resolvió. Toda esa conversación sobre los casamientos de la calle Pleet y la fuga a Londres empezaba a
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ponerla nerviosa. Sus clases eran diferentes, de modo que no esperaba ver a Phoebe hasta la hora del almuerzo. En el momento en que las jóvenes se dirigían a almorzar, Dot, la camarera, llevó a Cassandra a un lado. ―No sé qué hacer. ―Dot casi se retorcía las manos―. La señorita Phoebe me hizo prometer que no lo contaría, me previno que si le decía algo a alguien le hablaría a la señorita Endicott acerca de todas las veces en que la dejé salir de noche, y que entonces me despedirían. La alarma hizo presa en Cassandra. ― ¿Qué ha hecho Phoebe ahora? ―Me hizo decirte a su profesora de francés que tenía un fuerte dolor de cabeza y que no iría a clase. Pero no se quedó en su habitación... la vi escurrirse en dirección a la posada de las diligencias, y llevaba una de sus cajas. ―La voz de Dot se había elevado hasta alcanzar un gemido muy convincente―, OH, ¿crees que ella...? ¡La diligencia de Cambridge a Londres! Salía temprano. Cassandra miró el reloj de oro que llevaba en el bolsillo. Había salido hacía dos horas, con mayor exactitud. ―Sí, Dot, creo que es muy posible que haya tomado la diligencia ―dijo con gravedad―. Pero no lo cuentes todavía en la escuela. Es posible que aún logremos alcanzarla. Dot pareció muy aliviada, pero no por el motivo que creía Cassandra. Dot sólo se alegraba de que su parte en el juego hubiera terminado. Pues Phoebe, lo sabía muy bien, estaba oculta en el frío desván, en ese momento, envuelta en chales y mantas, y comiendo una manzana. ―Si te lo preguntan, esta mañana no me viste ―dijo Cassandra a Dot―. Pero, ¿te
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parece que podrías llevarle un mensaje a Jim Deveney de mi parte? No creo que él tenga clases hoy. Debe de estar en casa de su madre, durmiendo hasta tarde. ―Sí, creo que puedo ―dijo Dot, dudando. Deseaba no haber conocido nunca a las hermanas Keynes. Cassandra garabateó una nota. Y después contó su dinero y se vistió para viajar. En el peor de los casos, contaba con dinero suficiente para el viaje a Londres en la diligencia. Preparó un bolsito. Después permaneció de pie frente a la ventana, hasta que vio a Jim llegando calle abajo, a grandes zancadas. Se detuvo debajo de la ventana y ella le arrojó el bolso, su sombrero y su pesada capa. Luego bajó por la escalera con gran despreocupación, en el momento en que las niñas subían para el almuerzo. Una o dos de ellas la miraron con curiosidad, una susurró que seria castigada, ¡la señorita Endicott advertiría su ausencia durante el almuerzo! En ese momento, un castigo escolar era lo más alejado de los pensamientos de Cassandra. Y lo menos importante. Corrió hacia fuera, y Jim y ella corrieron juntos por la calle. Cassandra se ponía la capa mientras lo hacía. ―Debemos detenerlos -dijo-. ¡Phoebe podría arruinarse la vida! Jim Deveney sabía muy bien qué era un casamiento de la calle Fleet: lo ubicaba a uno en el limbo, no casado del todo, no soltero del todo. Y aunque los certificados de tales matrimonios habían sido usados en los tribunales, todos sabían que no eran legales. ―Podríamos alquilar caballos y tratar de alcanzarlos ―sugirió Jim. Cassandra pensó en la idea de cabalgar enloquecidos por la carretera, tal vez bajo
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una tormenta de nieve. ―Tendrán que detenerse -dijo-. A la hora del almuerzo, para cambiar de caballos, y también por la noche. Si Tomamos a diligencia -la próxima que viaje a Londres- y luego, cuando se detenga por la noche, alquilamos caballos y los alcanzamos en la posada donde pasen la noche... ―Espléndido ―interrumpió Jim, exuberante- Le resultaba fabulosa la idea de una cabalgata a la luz de la luna, con Cassandra a su lado. Pero la diligencia de la tarde se retrasó. A fin de cuentas, era una agregada, de servicio sólo en esa época del año, cuando tantas personas viajaban a Londres para las festividades de Navidad. Tres horas de retraso. Cassandra y Jim se miraron, consternados. ―Los alcanzaremos mañana por la noche ―dijo Jim, inquieto- Pero para entonces habrán pasado la noche el uno en los brazos del otro...» Aun así, en ese momento parecía la mejor solución. ¡No era conveniente tratar de hacer grandes distancias a caballo, en ese camino, de noche, con tantos salteadores como había por ahí! Pero al día siguiente la diligencia tuvo una avería en mitad de cualquier parle, y los pasajeros debieron esperar hasta que se consiguió una rueda. A esa altura Cassandra y Jim celebraron un consejo de guerra. Resolvieron que a despecho den tiempo perdido, Jim alquilaría un caballo y se adelantaría. ¡Detendría a la diligencia, gritando a viva voz que un secuestrador viajaba en ella! Y de alguna manera la detendría hasta que llegara Cassandra. En ese momento les pareció una idea espléndida. La noche estaba despejada y fría, pero los caminos se hallaban cubiertos de hielo. Cuando llegaron a las afueras de Londres, Cassandra se preparaba a hacer frente a lo que fuese. Si Jim no había podido detener a la diligencia, decidió que iría en el acto
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a la casa de Grosvenor Square. Papá adoraba a Phoebe; él sabría qué hacer. Casi en ese momento oyeron un gran estrépito y la diligencia se detuvo después de un largo resbalón que estuvo a punto de volcarla, y que hizo que los pasajeros sentados frente a Cassandra gritaran al unísono. Cassandra abrió la cortinilla de cuero y miró hacia fuera. Delante, un pesado carretón había patinado en una curva helada y volcado. Los caballos habían caído, y pataleaban y relinchaban en medio de una maraña de riendas; el colérico carretero maldecía su suerte y blandía el puño hacia el cielo. El carretón había tomado una curva con demasiada velocidad, en el hielo. El cuerpo del vehículo se tambaleó y giró y se volcó y se estrelló en el camino, encima de un jinete que debió de verse atrapado entre el carro y el grueso tronco de un roble. Yacía inmóvil debajo de un extremo del carretón caído. Era Jim, y se veía claramente que estaba muerto. Aplastado por el carretón. Cassandra oyó sus propios gritos alocados cuando saltó de la diligencia y fue tambaleándose hasta llegar a él. Todo se supo más tarde. Jim había alcanzado la diligencia cuando ésta llegaba a la posada de parada en Londres... y Phoebe no se hallaba a bordo. Regresaba a caballo para decírselo a Cassandra. Para asombro de ésta, su padre y Yates salieron a su encuentro cuando se apeó de la diligencia, y la llevaron enseguida a casa, donde recibió la sorpresa de su vida. ―Tenemos que encontrar a Phoebe ―protestó―. Puede arruinar su vida. Ella... -¡Basta! ―Rugió Rowan―, No más mentiras... ―Pensaba en cómo se parecía Cassandra a Charlotte... y también ella le había mentido―. Querías cubrir tu fuga haciendo que ese joven de Cambridge cabalgara al lado de la diligencia. Resulta claro que... -No resulta claro. Phoebe huía y Jim y yo la seguíamos, tratando de detenerla.
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Rowan agitó un pergamino ante la cara de Cassandra. -Aquí tengo una carta de tu hermana, en la cual me dice que huiste de la escuela en la diligencia de la tarde. Pensaba que te encontrarías con algún joven... no sabía con certeza si él estaría contigo. La entregó al conductor de la diligencia de la mañana, de Colchester. Cassandra sintió que su cara quedaba sin sangre. Phoebe la había engañadoSabía que dijese lo que dijese ahora, no sería creída- Levantó la barbilla. -De modo que decides creer a Phoebe y no a mi -dijo con amargura, con un tono de ¡Haz lo que quieras! « ¡Tan poco arrepentida como su madre!», Rowan hizo una profunda inspiración. -Ya he decidido qué haré contigo -dijo, placentero-. ¡Te he encontrado otra escuela... la más estricta que existe en esta isla! A Cassandra no se le permitió siquiera quedarse en Londres para Navidad. Se la despachó con rapidez y al día siguiente viajaba en una diligencia cerrada, a Colchester. La escuela de la señora Effingham era muy diferente del libérrimo establecimiento de la señorita Endicott, en Cambridge, La habitación de Cassandra miraba hacia lo alto del castillo normando que dominaba esa antigua ciudad romana, y en ocasiones pensaba que la vida debía de ser más agradable en la lúgubre fortaleza que en la escuela, donde las niñas debían mantener la vista baja y rezar mucho. Nada incómoda por su traición ― ¡a fin de cuentas todo había salido como quería!―, Phoebe le escribió: «La familia de Jim no cree que no te fugabas con él; te hacen responsable de su muerte. Yo traté de verlos y explicarles, pero no quisieron recibirme. Y la criada me hizo saber que la madre de él había quemado tu carta sin leerla. No le he dicho a nadie dónde estás, porque uno de ellos ―tal vez Tony Dunn― podría ser lo bastante loco
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como para buscarte, ¡y ni imagino qué haría papá contigo, entonces!» Probablemente la encerraría en una mazmorra, a esas alturas, pensó Cassandra con un suspiro. «La próxima vez que nos encontremos, tienes que llamarme lady Houghton. Pues el título de Clive es lord Houghton- Su madre es la marquesa viuda de Greensea. Todavía no me ha recibido... ¡pero lo hará! Nos hemos casado en la calle Fleet. Papá no lo sabe todavía... ¡y tanto mejor, porque se enfurecería!» A principios de febrero de 1750, cuando la señora Effingham sufrió un ataque y murió, su auxiliar y la siguiente en el cargo, la señora Peterson, no se sintió a la altura de la tarea de dirigir la escuela. Hizo que todos hicieran su equipaje y los envió a sus respectivas casas. Y fue así que un 8 de febrero Cassandra Keynes se encontró trepando de nuevo a una diligencia y entrando en Londres, esta vez en medio de una intensa nevada. Y aunque nunca olvidaría lo que había ocurrido la última vez, cuando los edificios de la ciudad se elevaron ante ella, divisados a través de la nieve, no pudo dejar de sentir que su ánimo se fortalecía. De pronto, cuando la diligencia recorría los guijarros cubiertos de nieve, dio una sacudida. Cassandra pensó más tarde que había sentido que los caballos tropezaban. Al mismo tiempo hubo un retumbo apagado que parecía llegar de abajo. A esa altura, las cortinillas de la diligencia fueron vueltas del revés, dejando entrar, no sólo la lluvia de copos de nieve, sino permitiendo ver cómo una chimenea cercana se derrumbaba y se estrellaba en la calle, abajo. ― ¡Es un terremoto! ―chilló una anciana dama, por debajo de su gruesa caperuza de terciopelo francés oscuro―. ¡Un juicio contra nosotros! -Miró alrededor a los otros ocupantes de la diligencia, todos pecadores, no le cabía duda alguna, y los vio tan inquietos como ella misma, porque era creencia general que los terremotos eran la
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firme mano de Dios que sacudía a los pecadores y derribaba sus casas sobre sus malévolas cabezas. Arriba de la diligencia, el terremoto había sacudido incluso al conductor. ― ¿Todos están bien? ―rugió. Había habido un solo movimiento en ondulación, la tierra se asentó y Cassandra sintió que alguien debía responder. ― ¡Tú nos sacudiste mucho más a lo largo de todo el trayecto! ―Y entonces se dio cuenta de que la anciana la señalaba con un dedo tembloroso. ―No me cabe duda de que eres una joven ramera con una gran cantidad de pecados encima ―acusó―. ¡Una muchacha como tú, viajando sola! ―Soy una colegiala que regresa a casa porque la directora del colegió murió y los estudiantes fueron dispersados ―fue la rígida respuesta de Cassandra. ―Vamos, vamos ―murmuró alguien, impaciente―. Estamos todos asustados, pero no discutamos. Todos sabemos que Londres es una ciudad pecadora que ya ha sido sacudida antes., ¡No hace falta culpar de ello a uno de nosotros! La anciana dama se calmó, pero continuaba mirando a Cassandra con suspicacia. Y así siguió hasta llegar a la tibieza de la posada de parada de las diligencias. Tal vez, pensó Cassandra, inquieta, se merecía esa mirada. ¿Acaso no había llevado a un hombre a su muerte en las afueras de Londres? ¡Y ahora, a su retorno a la ciudad, era saludada por un terremoto! Terminó su chocolate caliente, llamó a un coche de alquiler y viajó a Grosvenor Square y al enfrenta miento con su padre, que temía. Descubrió que no estaba en casa. Yates la hizo pasar y le dijo, lúgubre, que el amo había salido en una de sus alocadas búsquedas de la joven Phoebe, que había sido vista
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en Oxford. Cassandra se asombró de que su hermana hubiera podido esquivar a su padre durante tanto tiempo. ―Salta de un lado a otro como una pulga ―fue la irritada explicación de Yates. De modo que Cassandra sería la dueña de casa... por lo menos hasta que volviera su padre. ¿Y después? Hizo una mueca. No pensaría en lo que ocurriría después. Ni siquiera habían subido los bolsos de Cassandra cuando resonó el pesado llamador de hierro. ―Debe de ser el tipo que ha venido todos los días, durante una semana ―predijo Yares mientras se dirigía hacia la puerta. Curiosa, Cassandra esperó con un pie posado en la escalera. ― ¿Ha regresado ya Rowan Keynes de su viaje? ―preguntó una voz cortés, de claro acento escocés. ―Todavía no, señor. ―Yates estaba a punto de cerrar la puerta en la cara del hombre, cuando Cassandra dijo: ―Espera- Pídele al caballero que entre, Yates. Asombrado, Yates abrió la puerta y un hombre fornido, canoso, pataleó para sacudirse la nieve de las botas y entró en el vestíbulo. La luz de las velas parpadeó en sus mejillas rosadas, sus ojos vivaces y su muy alegre sonrisa. ―Tu servidor, muchacha. ―Le dedicó una reverencia tan airosa, que ella juzgó que debió de haber sido un calavera en su juventud. ―Afuera hace mucho frío -dijo Cassandra―. ¿No quiere beber una taza de té... o algo más fuerte... antes de volver a salir bajo la nieve? El visitante quería. Mientras ella bebía el té y él sorbía el coñac, se enteró de que era Roben Dunlawton, un escocés de las montañas Cheviot, y que lo que quería tratar
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con su padre era que, al haberse enterado de que Rowan Keynes era un terrateniente ausentista, deseaba adquirir Aldershot Grange. ―OH, puedes pedírselo, pero no te la venderá -dijo Cassandra, segura. ― ¿Y por qué no? ―preguntó el sonriente caballero a quien ella ya llamaba «Robbie». ―Porque hace tiempo prometió que Aldershot Grange sería mi dote, pues yo la quería mucho, mientras que Phoebe deseaba tener su dote en forma de dinero, porque no le agradaba y siempre anhelaba vivir en la ciudad. ― ¿Te molestará si se lo pregunto? ―No, por supuesto que no. -En verdad, si Aldershot Grange no iba a ser de ella, no podía pensar en un mejor propietario que el hombre que tenía sentado enfrente. Y se lo dijo. Al otro lado de la mesa, los ojos de Robbie Dunlawton se iluminaron. ―Como acabas de llegar, supongo que no sabías que el baile de lady Merryfield está organizado para esta noche, a pesar de la nieve. ―No, no lo sabía. -Cassandra se sintió visiblemente desilusionada, porque Lady Merryfield era una de las pocas personas a quienes había conocido en su visita anterior a Londres, y estaba segura de que habría sido invitada. Se lo dijo a Robbie, con tono alicaído. ―No hay por qué apenarse, muchacha ―le dijo él, firme―. Lady Merryfield es también una de las pocas personas a quienes conozco en Londres, y me ha invitado a su baile de esta noche. Corre arriba, muchacha, y ponte un vestido de baile... me sentiré honrado de acompañarte. ¿Y por qué no habría de hacerlo ella? ¡Allí no había nadie que se lo discutiera! Apareció en su rostro una sonrisa tan brillante, que el escocés quedó deslumbrado. Ella
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dejó su taza de té y se puso de pie. ―Sírvete otro trago... bajaré enseguida ―le dijo, y le sopló un beso desde la puerta. El escocés rió entre dientes. Dejó de reír cuando su dama bajó por la escalera. Su casto vestido de baile, de terciopelo blanco ―en verdad era el único vestido de baile que poseía-, había sido comprado en Cambridge, para que Jim pudiese acompañarla a un baile que ofrecía una de sus hermanas, para anunciar su compromiso. Pero en la misma noche en que debía usarlo, Cassandra resbaló misteriosamente en el primer peldaño de la escalinata principal de la escuela y cayó hasta abajo. Nunca sabría que Phoebe, aburrida y disgustada por no haber sido invitada a la fiesta, había untado a escondidas el escalón con manteca... y mientras sus brillantes ojos oscuros observaban la caída de Cassandra, se inclinaba rápidamente para limpiar la prueba con su pañuelo. Con la intensa mirada de Phoebe clavada en ella, Cassandra aterrizó abajo, en el suelo. Su tacón alto se había enganchado en el vestido, rasgándolo. El desgarrón fue remendado, pero no el tobillo dislocado que fue el resultado de la caída. Cassandra se perdió el baile y guardó cama durante una semana. Pero Phoebe no se perdió el baile. Preguntó a Cassandra, con voz entrecortada, si Jim podía acompañarla a ella en cambio, y Cassandra le hizo pedir a él que por favor lo hiciera. El vestido nunca fue usado, Pero ahora lo llevaba puesto, por fin... y por un motivo más interesante que la fiesta de compromiso en Cambridge. El baile estaba en su apogeo cuando llegaron el fornido escocés y la chispeante jovencita. Lady Merryfield, que antes de casarse con un vizconde era la simple Jane Lañe, había sonreído una vez, bondadosa, a un apuesto y siniestro Rowan Keynes, Ahora era una tolerante y graciosa anfitriona cuyas reuniones cosmopolitas eran
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grandes acontecimientos en la temporada londinense, y les dio la bienvenida calurosamente. ― ¡Pero cómo has crecido! ―Exclamó, retrocediendo para mirar a Cassandra―. ¡Cielos, eso hace que me sienta vieja! Qué bien que la hayas traído, Robbie. No sabía que estuviera en la ciudad. Debes acompañarme a bailar unos compases mientras uno de estos ansiosos galanes jóvenes acompaña a Cassandra. Indicó, con un negligente movimiento del brazo, a los cinco jóvenes que habían aparecido mágicamente al ver a la hermosa rubia vestida de terciopelo blanco. Ante esta orden de la anfitriona, Robbie no tuvo más remedio que entregar a Cassandra a la manada. Condujo al centro del salón a la robusta y burbujeante lady Merryfield. Cassandra se encontró rodeada de pronto por lo que parecía un mar de sonrientes caras masculinas, todos ansiando acompañarla en el baile. Esa noche, la «hermosa rubia de terciopelo blanco», como la llamaban en el articulo de la Gazette sobre el baile de Lady Merryfield, conquistó a todo Londres. Otro periódico la llamaba "La rubia doncella de Cumberland». Su carnet de baile quedó lleno instantáneamente. La gente se apiñaba para conocerla. Conoció a tantas personas, que no podía recordar sus nombres. Fue invitada a todas partes. Hubo un solo defecto en la velada. Una dama morena, de terciopelo de color vino, cuya belleza, aunque grande, se veía un tanto gastada en los bordes, se detuvo y la miró, y luego pidió que la presentaran. ―De modo que tú eres la hija de Rowan ―murmuró con una mirada penetrante-. No te pareces a tu padre. ―Me dicen que me parezco a mi madre. ―En efecto, así es. A no ser por tu aspecto, habría creído que eras Charlotte. Me dicen que llegaste con el terremoto. Dime, ¿lo trajiste contigo?
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Hubo un leve estremecimiento en el aire ante la frase, y Cassandra se puso rígida. Pero Robbie, cerca de ella, alivió la tensión con una carcajada. ― ¡Si las muchachas de dieciséis años traen terremotos a Londres, me temo que las matronas maduras como tú nos traigan inundaciones! Katherine Talybont ―ahora lady Scopes, esposa de un oscuro caballero de la región occidental― se mordió el labio al ser llamada «matrona madura», pero logró esbozar una débil sonrisa, pues la gente acompañaba a Robbie con afables carcajadas. Robbie apartó a Cassandra enseguida. Sólo él vio la expresión amenazadora de la mirada de Katherine, cuando siguió a Cassandra con la vista, y ello le produjo un profundo sentimiento de inquietud. Los Talybont nunca habían aceptado a su nuera viuda. Por último, a causa de las deudas cada vez mayores, Katherine se vio obligada a casarse con sir Wilfred Scopes, que sólo podía llevarla a Londres una vez al año.,, y en una visita breve. Ella hacia responsable de todo eso a Rowan. Su hija menor se había visto en problemas... Katherine había experimentado una gran satisfacción al enterarse de que él se había pasado meses enteros buscando a Phoebe en el campo. Pero ahora esta hija mayor, de belleza deslumbrante, heredada de Charlotte, amenazaba con eclipsar a todas las «incomparables» de la temporada... como los periódicos londinenses llamaban a las principales debutantes. Tal vez Cassandra también podría ser derribada. Una sonrisa temible cruzó por las bellas facciones de Katherine. Sólo necesitaba una oportunidad... Entretanto Cassandra preguntaba a Robbie con voz temerosa: -¿Te parece que los pecadores provocan terremotos? -En modo alguno ―fue la firme respuesta―. Creo que la tierra tiembla a nuestro
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alrededor cuando le place, ¡y ni Dios ni el hombre pueden hacer gran cosa al respecto! Esta cínica observación fue interrumpida por una dama corpulenta, de vestido color ciruela casi cubierta de metros y metros de encaje de blonda, quien apareció, impetuosa, en compañía de lady Merryfield, que la presentó como lady Stanhope. Robbie se alejó. Lady Stanhope, que tenía cinco hijas que todavía no habían hecho su presentación en sociedad y la mayor de las cuales, Mavis, era examinada esos días por los mejores candidatos de Londres, cayó sobre Cassandra con un revuelo de cloqueos maternales. Cómo, ¿su escuela había cerrado y ella había viajado a Londres sola? ¿Y ahora estaba sin una acompañante, en Grosvenor Square? ¡Pero eso no podía ser! ¡Cassandra debía ir a alojarse con ella, a Mavis le encantaría su compañía! Y Cassandra tenía que llevar a ese hombre tan agradable, el escocés que la había acompañado... no estaba casado, ¿verdad? Los hombres con esposa son unos invitados tan molestos... ¡Qué pena que la gente simpática se viera obligada a alojarse en posadas durante la temporada de Londres! Cassandra miró a lady Merryfield, que asintió en forma imperceptible, y enseguida dijo que le encantaría. Por cierto que no deseaba quedarse en la solitaria casa de Grosvenor Square, con la sola compañía de los criados. Yates fue enviado en el acto a recoger su equipaje y llevarlo a casa de lady Stanhope. Robbie también se alegró de aceptar. Había sido viudo a lo largo de los últimos diez años, y sus dos hijos habían fallecido en el mar. Quería un lugar agradable para retirarse y criar ovejas... o por lo menos así se lo decía él mismo. Ahora, con esa mariposa dorada, de dieciséis años, que entraba en su vida, aleteando, no sabía con certeza qué quería. A la mañana siguiente dejó de nevar, y lady Stanhope llevó a Cassandra y a su
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hija mayor, Mavis, de compras. Al enterarse de que Cassandra no había hecho compras desde hacía más de un ano, le compró un juego completo para la mañana y otro para la larde... y los cargó en la cuenta de Rowan Keynes, junto con algunas cosas para ella misma. Robbie se encontró con ellas y las llevó a tomar el té. Resultaba evidente que lady Stanhope, viuda a su vez, tenía su mirada clavada en Robbie. Su risa estallaba a cada palabra que pronunciaba éste. Divertida, Cassandra lanzó una rápida mirada a Mavis, nada bonita y más bien silenciosa. Mavis contuvo una sonrisa, pero sus ojos pálidos chispearon. Ello convirtió a las jóvenes en amigas, en el acto, y salieron cogidas del brazo, mientras Robbie, galante, cerraba la marcha, al lado de lady Stanhope. La vida en casa de lady Stanhope, para Cassandra ―y para Mavis, ahora que había llegado aquélla―, era una constante ronda de fiestas. En la segunda noche Tony Dunn apareció en una reunión y trató de monopolizar a Cassandra. Al principio ella se apartó de él, pues le traía recuerdos de Cambridge y Jim. Pero Tony disipó su actitud con rapidez. Le dijo alegremente que ella y Jim nunca habrían congeniado, que no tenían nada en común, Jim era demasiado pesado para ella, ¡necesitaba un hombre como él! Adoptó una postura que le hizo reír, y se sintió mejor respecto de Jim. Respecto de todo. Esa semana había sido una continua ronda de fiestas, bailes, reuniones y paseos en trineo. En uno de estos paseos, ocultos detrás de un gran árbol frondoso. Tony la besó, y el cuerpo juvenil de ella respondió, vibrante. El la abrazó entonces más en serio, y habría podido ir más lejos... pero de pronto el enorme árbol intervino, sacudió sus ramas con el viento e hizo caer sobre ellos un montón de nieve. El incidente dejó conmovida a Cassandra.
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-Tendrías que casarte conmigo y convertirme en un hombre honrado ―dijo Tony cuando se encontraron de nuevo -, pues la sensación de Cassandra en sus brazos había despertado dentro de él un hambre que sólo podía saciarse llegando hasta el final con ella... y era consciente de que con una damita de moda y tan famosa como Cassandra eso equivaldría al matrimonio. Cassandra estaba casi enamorada de Tony... pero sólo casi. Aun así, en la excitación de esa primera semana deslumbrante ―nunca estuvo muy segura de cómo sucedió―, se encontró comprometida con Tony Dunn. Por lo menos en una especie de compromiso a mitad de camino, que Tony anunció y ella no negó. Dos semanas más tarde Rowan volvió a Londres. Fue Tony quien le llevó la noticia. Un amigo de él había visto a Rowan cabalgando desde el oeste. ―Tengo que ir a casa ―dijo Cassandra― Debo hacerle frente, Tony quiso acompañarla, pero ella no se lo permitió. ―Me llevará Robbie ―dijo―. Será mucho mejor de esa manera, -Y en el viaje en coche de alquiler a Grosvenor Square, ella habló a Robbie de Phoebe, de Jim... de todoNo sé qué hará mi padre ―dijo, retorciendo nerviosa un guante que acababa de quitarse―. En especial cuando se entere de lo de Tony. En realidad no tenía la intención de comprometerme, Robbie. Por cierto que no recuerdo haber dado el si. Pero Tony le dijo a todo el mundo que yo le había aceptado, y cuando yo afirmé que no estaba decidida, todos se rieron y dijeron que Tony me convencería. Y quizá lo haría y se la llevaría a Yorshire, pensó Robbie, y el corazón le dolió por la pérdida de esa maravillosa belleza juvenil, que le había hecho sentirse joven de nuevo. ―Cuéntaselo a tu padre tal como me lo contaste a mí ―aconsejó él―. Entenderá
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que el muchacho te está presionando. Y no necesitas casarte con Tony sólo porque él lo diga. ―Sí, pero creo que quiero casarme con él- ―Cassandra dirigió a Robbie una mirada sombría―. Me parece que estoy enamorada de él. No estoy segura. «Si no estás segura no es amor», pensó Robbie con cierta satisfacción. No pronunció esas palabras en voz alta. Rowan Keynes los recibió en la sala, todavía vestido con su ropa de montar y con aspecto fatigado. No había encontrado a Phoebe. Ni rastro de ella, esa vez. ¡Por Dios, la chica era como él! Capaz de esconderse a plena luz del día, ¡y pasearse por Inglaterra como un fuego fatuo! Y Phoebe era la hija a quien adoraba. Se le estrujaba el corazón cada vez que miraba a Cassandra, porque tenía la cara de Charlotte. Casi sin hacer caso de Cassandra, Rowan estrechó la mano a Robbie. ―Me he enterado que has estado acompañando a mi hija, ocupándote de que no se metiera en problemas ―dijo a bocajarro. La sombra de una sonrisa cruzó por el semblante sincero de Robbie. ―Por lo menos lo he intentado. ―Muy bien por tu parte, ―Todavía sin prestar atención a Cassandra, Rowan sirvió vino-. ¿Madeira? Robbie aceptó una copa de su anfitrión. ―Resultó que tu hija y yo teníamos una amiga en común... lady Merryfield. ―Así lo oí decir. Ella me saludó desde su coche en el momento en que yo entraba en la ciudad, y me lo contó todo. Y eso significaba que también sabía ya lo de Tony. Cassandra sintió frío en las manos. Se quitó el otro guante y se calentó las manos ante el fuego. Su padre no le había ofrecido vino... ¡Tal vez pensaba condenarla a pan y agua!
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―Me sentiría honrado si consintieras en ser nuestro invitado..., es decir, si no te incomoda dejar a lady Stanhope. ―El tono de Rowan era irónico... todos sabían que lady Stanhope andaba a la caza de un esposo―Creo que puedo salir de allí. -Robbie sonrió. Vació su copa―, ¿Quieres hablar a solas con tu hija? ―No hace falta. ―Rowan apuró su propia copa-, Cassandra, ¿qué tienes que decir? ―Bien, la escuela cerró y… ―Eso lo sé. Lady Merryfield me ha dicho que te las has arreglado muy bien y que eres la favorita de la ciudad ―Su voz era seca. Cassandra se ruborizó. No estaba segura de que en el tono de su padre no hubiera algo de burla. ―Bien, no sabía con certeza cómo lo tomarías... ― ¿Lo del joven Tony Dunn? Ella también me habló de eso. Todavía debo pensarlo. Cuando estés dispuesta a aceptarle, envíale a que me vea- Pero no hasta entonces ―La miraba con sombría diversión, al ver su asombro, sus ojos muy abiertos―. Bien, ¿qué creías que haría? ¿Pensaste que te descuartizaría? ―No sabía qué harías ―admitió Cassandra con franqueza. Robbie rió. ― ¡Los jóvenes! -comentó, con una chispa brillante en los ojos. Eso dio en el punto justo. Rowan se volvió hacia él con una sonrisa. ―Estoy muerto de cansancio ―dijo―. He estado cabalgando desde la mañana, ¿Te parece que puedes reunir las cosas de Cassandra y traerlas aquí, de casa de lady Stanhope? Prefiero tener a mi hija viviendo bajo mi techo, cuando estoy en Londres. ―Encantado. ―Los ojos le brillaron a Robbie-. Pero no estoy seguro de que lady
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Stanhope sienta lo mismo. Se ha habituado a todas las idas y venidas que rodean a Cassandra. ―Tendrá que aprender a vivir sin esa excitación ―fue el seco comentario de Rowan. Miró de nuevo a su hija―. Lady Merryfield me ha hecho saber que lady Stanhope te ha llevado de compras. ―Sí, así es ―dijo Cassandra, culpable― Y compró bastantes cosas. ―Dile que me envíe las cuentas... y también dale mis agradecimientos. Cassandra salió con Robbie, con aspecto un tanto aturdido. No había esperado que su padre lo tomara todo tan bien. Mientras los miraba salir, Rowan sintió que se había comportado magníficamente. Estaba cansado, pero no era la fatiga lo que le había impedido acompañar a su hija y al escocés en su misión. Era la visión de Cassandra, con las facciones de Charlotte. Aparte de su aspecto, era tan parecida. Eso lo desgarraba. Se preguntó si alguna vez podría mirar a Cassandra sin pensar en Charlotte, sin desearla. Por cierto, Cassandra estaba ansiosa por salir. Había adorado a su madre, la había llorado, acongojada... pero no confiaba en su padre. Tenía antiguos recuerdos que la perturbaban. Le habían dicho que sólo eran pesadillas, pero nunca tuvo la certeza de que así fuera. De todas maneras, era difícil amar a un hombre como Rowan Keynes. Y su hija nunca le había perdonado del todo el hecho de que hubiera aceptado la palabra de Phoebe antes que la de ella misma, y que la exiliara en el acto a Colchester. Eso ensanchó la brecha que existía entre ellos.
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CAPITULO 28
8 de marzo de 1750 El ocho de marzo, exactamente un mes después del terremoto que había recibido a Cassandra en Londres, otro terremoto sacudió la ciudad. Y ése encontró a Cassandra en una sombrerería a la cual había ido con lady Stanhope y Mavis para comprar un sombrero a ésta. Sin embargo, con tanta rapidez como había comenzado, todo terminó. El salón dejó de sacudirse, y se vieron en medio de un mar de sombreros y soportes caídos. La sombrerera se mordía un labio tembloroso, para contener las lágrimas, y recogía sombreros que volvía a colocar en los estantes, y Cassandra reprochaba a Mavis: ― ¡Mavis, me estás tirando del pelo! ―Ven, Cassandra. ―Lady Stanhope trataba de recuperar su dignidad―. ¡No creo que a Mavis le interese probarse sombreros que han sido derribados al suelo y pisoteados! ―Estaba a punto de conducir a las dos jóvenes a la calle cuando la voz maliciosa de lady Scopes, la ex Katherine Talybont, les llegó a través de la tienda: ―He oído decir que Rowan Keynes está de nuevo en la ciudad, y no dudo de que es él quien ha atraído sobre nosotros este terremoto. Recuerda, lady Crispin, que te dije que Rowan causó la muerte de mi ex esposo en Portugal. El... Cassandra nunca escucharía las últimas palabras de Katherine, pues lady Stanhope la empujó literalmente hacia el otro lado de la puerta. ―No debes escuchar semejantes tonterías ―dijo a Cassandra, con un bufido―.
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Katherine Olney ―ahora lady Scopes― era la prometida de cu padre antes de casarse con Eustace Talybont. Eustace fue atacado y muerto en Lisboa, y creo que eso tiene que haber afectado el cerebro de Katherine, porque regresó jurando que tu padre había organizado de alguna manera su muerte... y sin embargo todos los informes dicen que tu padre no estaba cerca de la posada de Eustace Talybont cuando éste fue atacado ante la puerta por algún bandido. A despecho de esta explicación tan razonable, Cassandra sintió que un leve estremecimiento se insinuaba en su cuerpo. Lady Scopes era quien le había preguntado, en el baile de lady Merryfield, si había llevado el terremoto consigo. Resultaba evidente que era una enemiga. Un joven salió de prisa de una tabaquería, en la acera de enfrente. Tenía un cabello tan rubio como el trigo y una casaca de raso que hacía juego con los pantalones de color ante. Se detuvo, sin aliento, delante de las damas, hizo una reverencia y preguntó; -Lady Stanhope, ¿está bien? ¿Y las damas que la acompañan? El terremoto destruyó casi la tabaquería. Latas que caían de los estantes y la mitad de las tapas que se desprendían, ¡y el tabaco esparcido por todas partes! ¡Puedo decirles que los caballeros que guardan sus mezclas especiales en el establecimiento se llevarán una gran sorpresa! ―Parecía muy alegre; tenía la mirada clavada en Cassandra, y ésta pudo ver que sus ojos eran de un azul intenso, -Pues si, gracias, estamos bien ―dijo lady Stanhope, en apariencia confusa, por primera vez―. ¿Le conozco, joven? La sonrisa de él era muy atractiva. ―Tal vez no me recuerde- Nos conocimos el año pasado, en Bath. En casa de la tía
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Abigail. ―De la tía... OH, si, lady Dorsey. ¿Cómo está ella? ¿Y tú eres...? ―Su sobrino. Lance Riverton. Está muy bien, gracias. ¿Puedo conseguirle una silla de mano, lady Stanhope? Parece un tanto pálida. -¿Una silla? No, supón que se produce otro gran temblor del suelo. No deseo que quienes transporten una silla desvencijada me dejen caer sobre el empedrado. Pero puedes llamar un coche de alquiler, joven... ¡es decir, si se puede encontrar alguno en medio de todo esto! ―Señaló con un gesto calle abajo, donde los ladrillos de una chimenea caída habían levantado una gran polvareda. ―Tengo que ir a casa ―dijo Cassandra―. Estoy segura de que todos estos temblores habrán roto las fuentes y tal vez derribado algunas cosas de mi mesa de tocador. Lance Riverton se volvió después de retener un coche de alquiler, que en ese momento se paraba en seco. ―Me alegraré de acompañarte ―dijo calurosamente. Cassandra sonrió y saludó con la mano a lady Stanhope, quien se asomó por la ventanilla y gritó: ―Debes visitarnos pronto, tal vez mañana, para el té... ― Retiró la cabeza de la ventanilla y habló con sequedad a su hija―. Tenías una oportunidad, Mavis, ¿y qué hiciste? Te quedaste ahí, ¡como la niña inexperta que eres, y dejaste que Cassandra Keynes te lo arrebatara! ¡Y puedo decirte que Lace Riverton es un buen candidato! En ese mismo momento Lance Riverton trataba de hacer conocer ese hecho a Cassandra, cuya belleza le había hecho cruzar la calle a la carrera. Acababa de llegar a Londres al final, por decirlo así, de la temporada, y pensaba aprovechar el tiempo al máximo.
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Cassandra se daba cuenta de que Lance se «esforzaba» con ella. Por instancia de él, le dejó acompañarla a la casa, «por si se ha caído alguna viga, o alguna arana». Encontraron algunos libros caídos, atizadores del fuego volcados, uno o dos cuadros en el suelo, y a la cocinera gruñendo en la cocina, frente a un par de cazuelas rotas, pero los danos no eran graves. Cassandra, riendo, rechazó el ofrecimiento de él, de «examinar hasta el ultimo centímetro del edificio» con ella. Pensó que Lance era encantador y muy persuasivo, y que Tony se sentiría muy celoso. Y así fue, en verdad. Los dos la persiguieron, implacables, y como para castigar a Tony por su intención de precipitarla al matrimonio, resolvió no mostrar favoritismo alguno entre ellos. ― ¡Cosa que provocará problemas, recuérdalo! ―Le previno su amiga Dolly Ellerby cuando, a mediados de marzo, Cassandra celebró su diecisiete cumpleaños―. Porque Tony te considera su prometida. Dolly era astuta, y sus predicciones casi siempre eran ciertas, pero Cassandra, joven y audaz, no hizo caso de todas sus advertencias. Estaba desbordada de compromisos sociales, por que a medida que concluía la temporada de Londres, las reuniones y bailes y fiestas brotaban por todas panes mientras las anfitrionas, desesperadas por retribuir en el acto todas sus obligaciones sociales, planeaban agasajos y diversiones. Por cierto, Cassandra echó la cabeza hacia atrás y rió cuando, en mitad del atestado baile de lady Haverford, tres días más tarde, le hablaron por primera vez del duelo que se llevaría a cabo al alba del día siguiente, ―No lo harán―se burló, y la luz de las velas de las arañas de cristal chispeó en los brillantes que llevaba en el rubio cabello―. A ninguno de ellos les agrada mucho la agitación de las espadas. La madre de Lance hizo que tirasen todas las espadas que
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había en la casa, después que su hermano fue muerto en el extranjero... ¡y Tony apenas puede trinchar un ganso! Además ―se encogió de hombros―, ¿por qué habrían de luchar por mí? Apenas estoy comprometida a medias con Tony, y sólo bailé tres danzas con Lance, ayer por la noche, en el baile de lady Vanderley. A Cassandra le parecía ridículo que siquiera pensaran en batirse en duelo por ella. Sin embargo... Tenía tiempo de sobra, se dijo. Disuadiría a Tony. Quizá le prometería casarse con él, si anulaba el duelo. Jugueteó con la idea, y sus expresivos ojos verdes pasaron a un tono esmeralda más intenso mientras lo pensaba. Tony sería un esposo delicioso ― ¡y también Lance!-, pero estaba claro que ella todavía no se sentía dispuesta a casarse, lo pasaba muy bien tal como estaba. Sin embargo, en el peor de los casos, si Tony se quejaba, quizá se mostrase dispuesto a aceptar un largo compromiso... Pensaba en ello todo el tiempo, mientras Robbie la llevaba a casa. Contestaba distraída a las frases enunciadas cuidadosamente por él, sin darse cuenta de cuan penetrante era la mirada de sus ojos azules, ni percibir la ternura de una voz más habituada a las órdenes imperiosas. Robbie deseaba volver a tener veintitantos años, para perseguir a esa muchacha deliciosa, con sus miradas directas y su asombrosa belleza. Tenía una belleza escocesa, se dijo... y trató de poner freno a su imaginación, porque se estaba enamorando a toda velocidad de la muchacha a quien se suponía que «acompañaba». Su padre no estaba en casa cuando regresó. No podía pensar que eso fuese deliberado, porque si bien él podía soportar mirarla de día, por la noche, cuando la luz de las velas daba un tono dorado más profundo a su cabello y parecía cambiar el color de sus ojos, sentía, fantásticamente, que era Charlotte a quien observaba, y las manos se
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le humedecían y le asaltaba la congoja. Si no la hubiera dejado en la Alfama... Como no sabía nada de eso, Cassandra entró de prisa y ya se encontraba en el descansillo de la escalera cuando se volvió hacia Robbie y dijo: ―Creo que bajaré a buscar un libro a la biblioteca. Abajo esperó hasta oír que su puerta se cerraba; luego fue a la biblioteca, y encontró una pistola de duelo de su padre, se aseguró de que estuviese cargada, por si había asaltantes o cualquier otra cosa agazapada en las oscuras calles que debía recorrer sola... pero se detuvo ante la puerta de la calle. La doncella de arriba tenia la costumbre de dejar las puertas abiertas después de haber limpiado las habitaciones. Sería en verdad una desgracia que su padre pasara y viera su puerta abierta y su cama sin deshacer, porque no había dormido en ella. Subió de nuevo, haciendo mucho ruido por si Robbie estuviera escuchando. Su puerta estaba cerrada. Estaba a puntó de bajar de nuevo, pero la detuvo un ruidito del interior. Frunció el entrecejo, y con la pistola oculta entre los pliegues de su amplia falda de terciopelo blanco, abrió la puerta. Phoebe estaba allí. Cassandra hizo una profunda inspiración y cerró la puerta a su espalda. ― ¿Papá sabe que estás aquí? ―No. La cocinera me dejó entrar. ―Ha estado recorriendo la región entera, buscándote por todas partes. ―Lo sé. ―Phoebe parecía muy serena―. Pero yo no estaba preparada todavía para verlo. -¿Y ahora si? -El tono de Cassandra era irónico. Advirtió que Phoebe ya no parecía tan joven. Y a los dieciséis años, había en ella cierto aire mundano, como si hubiese
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visto muchas cosas. -OH, si ―fue la perezosa respuesta. Cassandra parpadeó ante la desenvoltura con que esa nueva Phoebe, más madura, lo había dicho. Vio que Phoebe parecía muy elegante. Su vestido de terciopelo de color verde oscuro era de corte moderno, adornado con gro negro. Y su cabello negro estaba coronado por un muy elegante sombrerito de tricornio. -Eres una novia de la calle Fleet -dijo Cassandra, tranquila―. Creo que eso debería frenarte. -OH, en modo alguno -rió Phoebe-. Nunca pensé que la calle Fleet fuese otra cosa que un primer pasó. -¿Quieres decir que su madre te recibirá ahora? ―No pudo impedir que la incredulidad se asomara en su voz. Phoebe hizo una mueca. ―Es difícil ―admitió. ―Y entonces, ¿por qué la calle Fleet se convierte en un primer paso? Phoebe hizo un pequeño gesto de indiferencia. Al igual que Rowan, poseía una gracia cortesana... se movía como una duquesa. -Bien, admito que Clive nunca tuvo la intención de casarse conmigo. Por supuesto, a no ser que mis títulos de derecho a la riqueza resultaran ser ciertos. ―Cosa que, por supuesto, no lo son. ―De manera que para conseguir que fuera su amante, me prometió un casamiento de la calle Fleet... y cumplió con su palabra ―agregó casi con orgullo. -¡Cuan magnifico por su parte! -Cassandra apenas pudo contener el sarcasmo de su voz. Un hombre había seducido a una niña de catorce años, ¡y esa misma jovencita descarriada estaba orgulloso de que él le hubiera entregado un papel sin valor alguno,
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como recuerdo del hecho! ―Bien... hemos cambiado nuestros nombres, por supuesto, y recorrido la región como lora y lady Cambridge... porque allí fue donde nos conocimos. Y yo no hacia más que pensar en la maravillosa forma en que podíamos gastar cantidades de dinero y vivir con nada, cosa que encantaba a Clive, por supuesto... y en todas partes me presentaba como su esposa. Muy orgulloso de ello, me parecía. Cassandra cerró los ojos. Habían dejado tras de si un reguero de acreedores estafados y furiosos, no le cabía duda alguna de ello... deudas por todas partes. La prisión por deudas se abría ante ellos. ―Y pasaba el tiempo mientras corríamos de un lado a otro, porque no nos atrevíamos, por supuesto, a dejar que papá nos alcanzara... Clive le tiene mucho miedo. «Y con motivos de sobra», pensó Cassandra. ―Y ahora hemos pasado todo un año, viviendo juntos, con Clive declarando que soy su esposa con el nombre que fuere. De manera que ahora el matrimonio es legal -agregó con frialdad. Cassandra abrió la boca... y la cerró de nuevo. Phoebe tenía razón. Si bien era posible impugnarlo en los tribunales, Cassandra no tenía duda alguna de que Phoebe y Clive estaban legalmente casados en esos momentos. ―Por supuesto, eso no se le ha ocurrido todavía a Clive. ―Phoebe se examinaba los dedos, pensativa, uno por uno-. Pero papá se lo explicará muy pronto. ―Levantó la cara, con una sonrisa. ―A papá no le agradará tener una hija que sea una esposa por su propia ley ―previno Cassandra. La maligna sonrisa de Phoebe se acentuó. ―No, yo ya contaba con eso ―dijo con suavidad- cuando lo pensé todo, en
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Cambridge. Papá le ofrecerá a Clive una opción; puede casarse conmigo en una iglesia, o le despedazará en el campo de honor. ¡Clive se desvanecería sólo de pensar en un duelo con papá! ―Veo que lo tienes todo previsto, pero, ¿y si Clive prefiere huir? ―OH, no lo hará, ―Phoebe se mostró muy confiada―. Porque también se le explicará que de todos modos está atado a mi. Clive trotará con toda amabilidad hasta la iglesia, pensando que tanto da que llegue hasta el final. «Perdido por perdido, tanto da», pensó Cassandra, lúgubre. ―Eso ―anunció Phoebe con satisfacción― abrirá el camino para que la madre de Clive me reciba..., por fin. Si, la marquesa viuda de Greensea podía hacer eso, se dio cuenta Cassandra. Sería muy incierto, pero era posible que su tortuosa hermana menor tuviera éxito. ―Es decir, siempre que papá se muestre generoso con mi dote, ―Phoebe se examinaba de nuevo las manos, distraídamente―. Y está claro que yo le explicaré la necesidad de eso. ―Primero engañaste a Clive y ahora piensas comprarle... con una dote -murmuró Cassandra―. Te deseo que seas feliz con él... pero, ¿y si papá saca a Clive de aquí a punta de pistola y le obliga a casarse contigo en una iglesia? ¿Y si no te da dote alguna? ― ¿Por qué no habría de dármela? ―Preguntó Phoebe indignada―, Y si la mía no basta para impresionar a la madre de Clive, ¿por qué no habría de darme tu dote también? ―Y cuando Cassandra la miró, muda―: A fin de cuentas, ¡quien te haya mirado una vez sabe que no necesitas una dote! ― ¿Y por qué no? ―Cassandra comenzaba a enfurecerse ante las allanaras suposiciones de Phoebe. ― ¡Tu cara es tu dote! ―Fue la réplica instantánea de ésta―, Yo tenía que sacarte
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de Cambridge... ¡contigo cerca, Clive nunca me habría mirado siquiera! ―Y ante la expresión de desconcierto de Cassandra―: OH, lo siento, Cassandra ―En el acto se mostró arrepentida―. Vi a Clive y le quise más que a ninguna otra cosa en el mundo... y todavía sigue siendo así. Para Phoebe, supuso Cassandra, el amor era así. Era capaz de mentir, robar, engañar, hacer que encerraran a su hermana, cualquier cosa, con tal de tener a Clive junto a sí. «Aunque viva cien anos ―pensó― nunca podré ser como Phoebe. -¡OH, deja de mirarme de esa manera! -Phoebe parecía ofendida-. Deberías querer que tenga tu dote. En definitiva, todos te han querido siempre... y nunca me han querido a mí. El argumento no parecía merecer una respuesta. De pronto se le ocurrió a Cassandra que la pistola de duelo le pesaba en la mano. La levantó. -¡Cassandra!-Phoebe palideció y dio un paso hacia atrás. -OH, no pienso dispararte, Phoebe. -La voz de Cassandra era irónica-. Y en cuanto a que nadie te quisiera, no puedes haber olvidado que siempre fuiste la favorita de papá... Dudo de que él pueda negarte nada. -OH, así lo espero -dijo Phoebe con afán. Había recobrado su aplomo, y adoptó una postura-. ¿Te agrada este vestido? -preguntó-. Me lo hice hacer en Bath. Y sin duda le debía todavía el trabajo a la costurera. -Te ves espléndida. -Cassandra dirigió a su hermana una mirada cínica-. Y no cabe duda alguna de que te quedará mejor salpicado con tus lágrimas, cuando defiendas tu actitud ante papá. -Se volvió hacia la puerta-. Voy a impedir un duelo. No le digas a papá que he salido... deja que crea que estoy durmiendo. Los oscuros ojos de Phoebe la siguieron con asombro, cuando abrió la puerta y salió.
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CAPITULO 29
Los robles de duelos, 19 de marzo de 1750 Una helada bruma matinal envolvía el parque de lord Cloperton y hacía que las figuras de los jóvenes vestidos con elegancia, con sus largas pistolas de duelo en la mano, parecieran un tanto irreales contra los gigantescos troncos de los robles y los abedules antiguos, cuyas extendidas ramas parecían desvanecerse en medio de la neblina gris. Difuminadas las firmes siluetas de los segundos, quienes esperaban, con las pistolas amartilladas... porque el código de los duelos decretaba que si cualquiera de los dos altos y resueltos hombres que recoman la distancia que los separaba, antes de girar para hacer fuego, violaba las reglas y trataba de derribar a su contrincante antes del momento fijado, la obligación de los segundos era la de disparar contra el culpable. La opinión no expresada de los segundos era que ni Lance Riverton ni Tony Dunn querían matarse; la lucha había sido causada por el vacilante amor a una dama, y muy pronto quedaría atrás. En verdad, los segundos no se habrían asombrado si los dos hombres, que habían tenido toda la noche para pensarlo, disparaban al aire y no contra el rival. Sea como fuere, se haría un solo disparo por persona, y cuando mucho cada uno de los hombres dispararía cerca de su contrincante... tal vez lo bastante cerca para herirlo en el brazo o la pierna, se derramaría un poco de sangre, el honor quedaría satisfecho y ahí terminaría todo. Todos saldrían de esa maldita humedad y regresarían para un desayuno temprano en alguna posada... ¡y muy pronto volverían a ser los mejores amigos!
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Al contemplar esa escena mientras se apeaba de su coche de alquiler, Cassandra no estaba tan segura. Había probado en el alojamiento de Tony en la calle Dorchester, en los garitos, recorrió la ciudad sin hallar a Tony ni a Lance. Desesperada, ordenó al conductor del coche que la llevase al parque de lord Cloperton y se pasó la mitad del tiempo asomando la cabeza por la ventanilla, pidiéndole que se diera prisa. Ya se encontraba al borde del agotamiento cuando el coche entró en el largo camino para vehículos que serpenteaba a través del «parque», o terrenos, de la hermosa finca de lord Cloperton, pero estaba tan tensa, que al ver los robles de los duelos ―y los conocía, porque había concurrido a una fiesta en la mansión de lord Cloperton y se los mostraron en aquella ocasión― casi se dejó caer fuera del coche antes que el conductor se detuviera después de su orden, emitida con voz entrecortada. Había querido llegar temprano, disuadir a Lance y Tony en el mismo momento. Y sin embargo ya estaban allí, ya daban los quince pasos antes de girar y hacer fuego. Durante el viaje se le había ocurrido la loca idea de apuntar con la pistola que todavía llevaba en su seno y advertirles a los dos que como ella era la causa de la reyerta se daría muerte si no desistían de su duelo en el acto. Sabía que de nada serviría gritarles a estas alturas. Los dos jóvenes y los auxiliares, en ángulo recto, unos frente a otros, se hallaban demasiado concentrados en lo que hacían. Se recogió las faldas de terciopelo con la mano derecha y corrió como un cervatillo, por encima de los pastos húmedos, debajo de los viejos árboles. Los combatientes habían recorrido toda la distancia. En el alba gris, los segundos, jóvenes y saboreando la dramaticidad del momento, les permitieron permanecer erguidos, pistola en mano, todavía de espaldas el uno del otro. Cassandra perdía las horquillas del cabello mientras corría, pero ¿qué importaba eso? ¡Debía detenerles antes que fueran más allá! Corrió, con todos los nervios en
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tensión. La respiración le provocaba sollozos en la garganta. ― ¡Volverse y disparar! En ese mismo momento, Cassandra, sin ser vista por los auxiliares ni por los combatientes, llegó al tramo herboso en el cual elevarían sus silbidos las balas cuando hablaran ambas armas. Llegó a un punto ubicado entre los dos rivales. Tony giró y vio, a lo largo del caño de su arma, no a Lance Riverton detrás de la boca de una pistola, sino a Cassandra pálida, que se había detenido, con el cabello rubio revuelto. Había aparecido como un fantasma, con su vestido de baile de terciopelo blanco. Los nervios de Tony eran excelentes. Con una maldición, levantó el caño de su arma. No había disparado. Por otro lado Lance estaba excitado. Nunca había tenido un duelo hasta entonces; alguien le había dicho (erróneamente) que Tony había participado en tres, y algún otro le había dicho (en forma maliciosa) que Tony se jactaba, no sólo de que mataría a Lance, sino también a cualquier otro hombre que osara cortejar a Cassandra. Aunque Lance parecía frío y tranquilo, el corazón le palpitaba con fuerza, y rezaba para que no le temblara la mano cuando giraba para hacer frente a su oponente. Y entonces vio, sobre el cañón de su arma... a Cassandra. Su mentón descendió y también el cañón de su pistola. Pero la sacudida, combinada con la agitación de sus nervios, hizo que su dedo oprimiese en forma imperceptible el disparador. Como las pistolas de duelo eran «celosas», la de él se disparó. E hirió a Cassandra. Esta no sintió dolor alguno. Oyó el estampido y le pareció que un gran viento la arrebataba. Sin emitir un solo sonido, cayó sobre la hierba y quedó allí tendida, en un
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amontonamiento de terciopelo blanco. Uno de los segundos, quien lo relató más tarde, dijo que Lance había dado un grito de congoja y corrido a inclinarse sobre el cuerpo caído de Cassandra. Describió de manera gráfica cuan inmóvil se hallaba ésta, con su brillante cabello rubio extendido como el de una sirena sobre el césped y una mancha roja que se difundía lentamente sobre el terciopelo blanco de su jubón, encima del pecho izquierdo. Dijo que Lance se había acuclillado allí como un animal acosado, gimiendo, mientras los otros tres hombres convergían hacia él, a la carrera. Dijo que Tony se precipitó, con el infierno en los ojos, y que disparó a quemarropa contra Lance, acertándole en la cabeza, y que éste cayó hacia atrás, muerto. A esa altura, en medio de la confusión, uno de los segundos, más horrorizado aún por esa infracción de reglas que por la herida de Cassandra, pues un duelista debe disparar desde donde está, y tío adelantarse para destrozar la cabeza a su contrincante, levantó el arma y disparó a Tony en el pecho. Tony cayó hacia adelante, sobre el cuerpo de Cassandra, y los segundos quedaron con sus armas apuntadas el uno hacia el otro, tensos sobre los cuerpos de los otros tres. El conductor del coche de alquiler, que había presenciado, asombrado, esa escenita de los aristócratas, informó de eso. Hasta ese momento, a nadie se le había ocurrido averiguar si a herida de Cassandra era mortal. Ambos combatientes murieron ese día, pero no Cassandra. La bala apenas la había rozado, aunque la herida sangró copiosamente. Su loca carrera por entre la hierba, su excitación que le paralizaba el corazón, el repentino golpe de la bala que la hirió... todo se combinó: se había desvanecido. El cochero, que también corrió hacia delante, tuvo la sensación de detener la
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hemorragia de la herida. Los cuatro jóvenes habían llegado a caballo, y los segundos cargaron los cuerpos de Lance y Tony sobre sus respectivas cabalgaduras, y el coche de alquiler transportando a Cassandra, detrás de ellos, regresaron, lúgubres, a Londres. Ya era de día, y estaba a punto de comenzar el tercer y más grande de los seis terremotos que sacudirían Londres entre febrero y junio de ese año. Cassandra, sentada en el coche, con la cabeza baja y las manos apretadas, mientras trataba de asimilar el golpe de ese encuentro al alba, sintió primero una violenta sacudida que pareció volver el vehículo de costado y que la lanzó dolorosamente hacia un lado. Junto con eso llegó un profundo y colérico retumbo de la tierra, un amenazador y hondo gruñido de su interior. Pero ese creciente retumbo fue eclipsado muy pronto por el estrepitoso derrumbamiento de una tienda próxima, cuya fachada cayó a la calle, haciendo llover ladrillos sobre peatones y tránsito. La cascada de ladrillos hizo que los caballos se encabritaran, los ladrillos rodaran bajo las ruedas y el coche se cayó de costado. Cuando esto ocurrió, ella oyó que la gente gritaba por encima del rugido estrepitoso. ― ¿Se siente bien, señorita? -El preocupado conductor había abierto con esfuerzo la portezuela y se veía su silueta dibujada contra el cielo, encima de ella, caída a su pies. El se inclinó hacia abajo, le tendió una mano. ―Vaya, déjeme ayudarla a salir. Enderezaremos el coche en un minuto. ―Hizo una mueca y se ahogó en el polvo que había levantado la fachada caída―. ¡Ayúdenme un poco! ―rugió. Cassandra fue arrastrada hacia afuera, a una escena terrorífica. Arriba, otro edificio se había derrumbado, y en el alboroto habían chocado dos carros y un carromato. Las bridas de los caballos estaban enredadas, relinchaban y pateaban, tratando de liberarse, sus conductores se gritaban el uno al otro. La gente corría de un
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lado a otro, frenética. Y delante de ella, ahora nerviosos y bailoteando mientras los segundos trataban de tranquilizarlos, estaban las cabalgaduras de los jóvenes que habían reñido y muerto por ella ese día. Volvió a ver sus cuerpos. Sintió que la recorría un gran estremecimiento. Su mano buscó la parte delantera de su jubón, y la retiró mojada. El vuelco del coche había hecho que su herida sangrase de nuevo. ― ¡Vamos! ―Gritó alguien―. ¡Esta pobre joven ha sido herida por el terremoto! ―No ―Jadeó Cassandra―. No. Pero fue inútil protestar. Fue agarrada con rapidez por manos bien intencionadas, y la apoyaron contra la puerta de un tendero. Pusieron de pie el coche de alquiler e introdujeron a Cassandra en él, y siguieron su marcha. Pero por todas partes habían caído chimeneas a consecuencia de la intensa y violenta sacudida de Londres, y aquí y allá se habían derrumbado casas, haciendo llover ladrillos y vigas a la calle. El conductor tuvo que buscar el camino con cautela, y en ocasiones retroceder cuando veía que resultaba imposible pasar. Llevó mucho tiempo llegar a Grosvenor Square. Desde la ventana por la cual esperaba verla, Robbie vio que Cassandra era ayudada a salir del coche de alquiler por el solícito conductor. Vio la sangre en el vestido de ella. Nunca se había movido con tanta rapidez. Bajó y salió a la calle, y recibió a Cassandra del angustiado conductor del coche, quien dijo con voz fatigada: ―La joven señorita no tenía monedas suficientes para pagarme- Robbie tenía monedas suficientes para pagarle. Recogió a Cassandra en sus brazos y la llevó,
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semidesvanecida, a la casa. ―Nos preguntábamos qué te habría sucedido ―dijo―. ¿Fuiste herida por el terremoto? -No ―respondió ella―, ¡OH, Robbie, no! ―Y cuando él, sin preguntar si podía, le rasgó la parte delantera del jubón de terciopelo blanco para ver la herida, Cassandra, olvidada su vergüenza en alguna otra parte, narró, ahogándose, toda la terrible historia. -La herida no es tan profunda ―dijo él con satisfacción―. Y te enseñará ―agregó con voz más severa― a no interponerte entre hombres que se disparan el uno contra el otro. -OH, Robbie. ―El semblante apesadumbrado con que lo miró tenía los ojos bañados en lágrimas―. Ojalá hubiera recibido yo los tres disparos. Y entonces ellos estarían vivos. «Todos menos tú», pensó Robbie, y sintió un nudo en la garganta. ―Ahora vamos a vendar la herida ―gruñó, y llamó a gritos a la cocinera. Se preguntó si debía decirle que esa mañana Rowan Keynes había ido a verle para decirle que necesitaba oro para una dote y aceptado su proposición de comprar Aldershot Grange. Había entregado a Rowan un giro contra su banco, y el acta fue firmada y ya la tenía en el bolsillo. Le dijo que Rowan había salido de la casa un momento antes del terremoto, para llevar a su hermana a la iglesia «con el fin de que se casara». ―Si, lo sabía -le dijo ella―. Phoebe me lo dijo ayer por la noche. Pero no podía concentrarme en los problemas de Phoebe... en esos momentos. No puedo quedarme aquí, Robbie, dada la forma en que estarán las cosas. Estoy segura de que seré
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expulsada del funeral de Tony y del de Lance... y sin embargo, ¿cómo puedo dejar de ir? Iría de luto por los dos, pero no tengo ropa de duelo, y estoy segura de que mi padre no me dejaría comprarla para un hombre con quien nunca estuve comprometida oficialmente y por otro para quien no era nada en absoluto. -Y tendría razón. No deberías llevar luto -dijo Robbie con sequedad. Cassandra ni siquiera le escuchaba. ―Y esa rencorosa lady No Sé Cuántos ―la que antes era Katherine Talybont- me preguntó si yo no había traído el terremoto que se produjo cuando llegué a Londres. Le oí decir que la llegada de mi padre había provocado el que se produjo un mes más tarde. ¡Sin duda les dirá a todos los que quieran escucharla que mi malevolencia al provocar ese duelo fue lo que hizo que la tierra se sacudiese y las casas de Londres cayeran! ―Su voz se elevó hasta convertirse en un gemido―. Y mi padre me encerró durante un año porque creyó que yo me fugaba. ¡Cuando se entere de este escándalo, me encerrará para siempre en algún agujero oscuro! Robbie estaba a punto de burlarse de cualquier cosa que pudiera decir lady No Sé Cuántos, pero la última frase de ella le hizo guardar silencio. Rowan era un padre severo. ¿Quién sabía qué haría cuando se enterase de lo acontecido? Se le ocurrió una maravillosa idea. Se volvió y llamó a la cocinera con un rugido; ésta llegó a la carrera. -Esta herida es peor de lo que creía ―dijo―. La muchacha necesita un médico. Y no puede ir a verlo semivestida. En verdad, es posible que quiera cambiarse de ropa antes de volver. Tráeme una caja, mujer, ¡una grande! Y luego corre y búscame un coche de alquiler, y detenlo ante la puerta de la calle. La cocinera palideció, pero regresó de prisa con una caja grande. ―Pensé que habías dicho... ―comenzó a decir Cassandra.
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-Calla. No prestes atención a lo que digo -dijo Robbie-, Quédate donde estás y guarda silencio. Volveré enseguida. -Corrió escaleras arriba y se dedicó a meter en la caja las cosas de Cassandra. Ésta tenía un bolso, y él introdujo en éste el contenido de su mesa de tocador. Con la capa de ella al brazo y llevando la caja, el bolso y un sombrero que había encontrado, llegó abajo. Para entonces la cocinera había regresado con el coche de alquiler, y discutía con Robbie. -¡Pero la señorita Cassandra no necesitará todas esas cosas! No la lleva a un hospital, ¿verdad? Porque su padre... -¡Calla, mujer! -rugió Robbie-. ¿Cómo sé qué necesitará una muchacha joven? ¡Es importante que no se preocupe! Vamos, pon estas cosas en el coche. -Mientras ella lo hacía, él garabateó de prisa una nota y la dejó para Rowan en un lugar visible, en el escritorio de éste. A Cassandra la levantó y depositó su adorada persona en el asiento, al lado de él, donde podía sostenerla. Cuando el coche de alquiler partió, con el acompañamiento de una leve sacudida final del terremoto, que hizo que el conductor lanzara una maldición, Robbie dijo: -No es tu herida lo que me preocupa, muchacha. Sino tu futuro. -No tengo futuro -suspiró Cassandra-. Lance me habría hecho un favor si hubiera apuntado un poco más alto, a mi corazón. -Había lágrimas en su voz-. OH, si pudiera irme de Londres, Robbie. Si pudiera volver a casa... a Aldershot Grange, que es donde debo estar... Sin quererlo, le había dado la idea perfecta. Hizo una profunda inspiración. -Y puedes hacerlo, muchacha, y yo soy quien te llevará allí. No necesitas volver a ver a ninguno de ellos. Te llevaré a casa, a Aldershot Grange, pues la compré esta
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mañana... y ahora es mía. Cassandra le dirigió una mirada de estupor. -¿Tu compraste Aldershot Grange? -Sí, muchacha. Tu padre necesitaba una gran suma de oro para una dote. De modo que la intrigante y pequeña Phoebe se había salido con la suya. La noche anterior había dicho, implacable, que tendría las dotes de ambas, y ahora eso era cierto. OH, pero, ¿qué importancia tenía? Su propia vida estaba terminada. Dos buenos hombres habían muerto por su culpa. ―Pero para que tu padre no me persiga con pólvora y balas y me deje muerto en mi propio hogar, tienes que casarte conmigo, muchacha, ¡Huiremos a Escocia y nos casaremos en Gretna Green! Cassandra le dirigió una mirada de desesperanza. ―OH, Robbie, querido Robbie, te quiero, pero no..., no de esa manera. ―Ni hace falta. ―La voz de él era ronca―. No te pido que seas una esposa de verdad para mi, pequeña Cassandra. Sólo pido que me dejes cuidarte y protegerte de todo daño. Aldershot Grange, el hogar de su infancia... Una visión de las plateadas Aguas del Derwent, con los árboles adornados de bruma y las aves cantando con suavidad envolvió a Cassandra... Una vida más luminosa, más dichosa. El atractivo era irresistible. ―Entonces, en esas condiciones, me casaré contigo, Robbie ―dijo, ahogándose. El pecho del escocés se ensanchó y su voz se hizo más profunda. ―Te prometo, muchacha, que nunca lo lamentarás. Así se lo había prometido otro hombre a la madre de Cassandra, casi con las mismas palabras, cuando se la llevó a ella a Gretna.
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Pero eso era diferente. Robbie Dunlawton, como honrado escocés que era, hablaba en serio. Durante un lúgubre momento se preguntó qué diría Rowan Keynes cuando abriese la cana de Robbie, escrita un tanto prematuramente, por cierto, pero ahora convertida en realidad: «Parto con tu hija a Escocia, para casarme allí. Y ese día la estableceré en Aldershot Grange. Sé que no cuento con tu bendición, ni la espero. Si decides ir en mi busca, te encontraré con espadas o pistolas en el lugar que elijas. Sea como fuere, Cassandra tendrá el hogar que ama.» (La había firmado con letras muy grandes) Robert Dunlawton, Caballero -Habría podido decir «Sea como fuere, Cassandra se liberará de ti» ―musitó Rowan Keynes cuando leyó la carta―. Si enviudara, (¿debo seguir a Dunlawton a Escocia y convertirla en una viuda?), tendría muy poco dominio sobre ella, -Hizo una mueca. Su visión había sido distorsionada por la multitud de jóvenes pretendientes de Cassandra., se le había pasado por alto la posibilidad de que el canoso escocés pudiera ser uno de ellos. Decidió no perseguir a Escocia a la pareja fugitiva. Le pareció que ese día había perdido a sus dos hijas... y ambas por hombres que él no habría elegido para ellas. En apariencia, así pasaban las cosas en el mundo... Pero Cassandra y su improvisado pretendiente no llegaron a Gretna incólumes. Habían llegado casi a Kendal cuando un puente de madera, sobre un pequeño tributario convertido en un torrente rugiente por la crecida de primavera, se hundió debajo de ellos, sumergiéndolos, con sus cabalgaduras, en las aguas heladas. La herida de Cassandra se encontraba ahora lo bastante cerrada para no crearle problemas, pero si se los produjeron sus amplias faldas, y se habría ahogado si Robbie no la hubiera agarrado cuando éstas estaban a punto de hundirla, para luego ponerla a salvo.
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Ambos estaban helados hasta los huesos cuando se quitaron la ropa mojada y encontraron sus caballos, que se sacudían, habiendo nadado, corriente abajo, una orilla a la cual trepar. Cassandra no quedó con señales del contratiempo, pero Robbie adquirió una tos desgarrante, que se acentuó cuando llegaron a la frontera con Escocia. Cassandra, mirando siempre hacia el sur, pues temía ser perseguida por su padre, se sentía impaciente por casarse y de ese modo verse libre del dominio de él. Y así, como antes su madre, pronunció los votos de un matrimonio sin amor, ante el yunque de un herrero de Gretna Green. CAPITULO 30
Aldershot Grange Con el pretexto de que necesitaba comprar ropa, Cassandra convenció a Robbie de que pasaran tres noches en Carlisle... en realidad, esperaba que el descanso le devolviera las fuerzas, y en efecto, pareció ayudar. Era de noche cuando por fin llegaron al Aldershot Grange e hicieron resonar el gran llamador de hierro. Fue Livesay quien abrió la puerta, y los miró, vestido con un largo camisón, y con un candelero en la mano. Al ver a Cassandra, con el cabello cubierto por un gran pañuelo de seda para protegerse de la humedad, el color de sus ojos indefinido bajo la luz vacilante, retrocedió, pálido. ― ¡Señora Charlotte! ―exclamó. ―Lo sé, me parezco a ella, Livesay -le saludó ella, con tristeza― Pero soy
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Cassandra. ―OH, señorita Cassandra. ―Livesay pareció sacudido, pero aliviado. ―Robbie, éste es Livesay, que ha sido nuestro mayordomo desde siempre. Livesay, tienes ante ti a mi esposo y el nuevo dueño de Aldershot Grange: Robert Dunlawton. Livesay pareció anonadado- Se repuso. ―Wend está con nosotros de nuevo, señora Cassandra... pero por el momento pasa la noche en Cat Bells. ― ¿De veras? ―Cassandra se mostró alborozada―, OH, ¿cómo está ella, Livesay? ―Está bien. -Vaciló-. Pero a Wend le pasaron muchas cosas desde que te fuiste. Se casó y nos dejó, eso lo sabe. ―No, no lo sabía. ―Y entonces él la dejó a ella después que el niño nació muerto. Trabajó en alguna parte durante un tiempo, pero el mes pasado volvió con nosotros. ―Entonces somos afortunados. Creo que necesitaremos que se encienda un fuego, Livesay, porque no me gusta cómo suena la tos de mi esposo. Tampoco le agradó al médico, cuando fue llamado, al final de la semana. Recetó varias pociones y dijo a Cassandra que aplicara cataplasmas en el pecho de Robbie, pero nada dio resultado. Wend y ella alborotaron en torno de él, pero cualquiera podía ver que su estado empeoraba. Y a medida que pasaba el tiempo, sus mejillas ya no estaban rosadas, sino muy encarnadas, aunque en general su piel parecía pálida y como de papel. Había bajado de peso a Navidad en Aldershot Grange. ―No llegará a ver otra Navidad ―dijo el médico a Cassandra, con solemnidad. ―OH no, no lo diga ―dijo Cassandra con la voz quebrada. Y pensó: «Otra
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muerte en mi conciencia. Pues Robbie se agotó tratando de salvarme del torrente, y estaba extenuado y tembloroso cuando me subió a la orilla. Si muere, la culpa será mía». La primavera llegó con una lluvia de brezo azul que hacia juego con el azul del cielo que se veía entre las nubes, porque fue una primavera húmeda, lluviosa, que hizo brotar las flores y terminó con la enfermedad. Un día Robbie la llamó junto a su lecho. ―Lamento tener que dejarte, muchacha ―le dijo con suavidad―, Pero no hay más remedio... y muy pronto. Mándame a Livesay. Tomaré mis propias medidas, y así por lo menos te ahorraré eso. Murió el domingo siguiente, y fue enterrado con la lluvia repiqueteando como lágrimas sobre su ataúd y sobre las antiguas piedras gastadas de esa vieja región. Robbie había ordenado su propio servicio fúnebre, y al final se cantó una canción escocesa de las Tierras Bajas que había dicho a Livesay que era «sólo para ella, para decirle qué significa ella para mí». Cassandra escuchó cuando una dulce cantante de Buttermere entonó; Y seguiré amándote, mi querida, Hasta que todos los mares queden secos. Escuchó, y sus lágrimas se mezclaron con la lluvia que le corría por la cara. En toda su vida no encontraría a otro hombre como Robbie, quien no le pedía nada, nada... Le lloró en el fondo del corazón, porque le había querido como a un padre. Y llevó por él la ropa de duelo que no había podido usar por aquellos a quienes quizás habría desposado. ― ¿Ahora regresarás a Londres? -le preguntó Wend, ansiosa, cuando terminó el funeral.
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Se asombró ante el estremecimiento de Cassandra, ante su áspero « ¡Nunca volveré allá, nunca!». Además, sus recuerdos de lo que había sucedido allí estaban demasiado frescos. Habían muerto varios hombres por amarla. No permitiría que hombre alguno la amara... nunca. Pero sólo se lo dijo a Wend, en forma confidencial. Durante mucho tiempo Cassandra trató de concentrarse en el trabajo. En los últimos años, Rowan habla dejado que la casa y las dependencias se deteriorasen, y Robbie le había dejado muy poco dinero. Se ocupó durante meses de reparar la mampostería, y de colocar un techo nuevo- Pero eso no podía durar eternamente. Aun así, Aldershot Grange era una finca que funcionaba; Robbie había planeado criar ovejas allí. Muy bien, ella criaría ovejas. La belleza rubia de ojos verdes se convirtió en una figura familiar en los mercados y ferias de ganado. Tomó a un pastor. Pero eso no le llenaba la vida. El gran gato persa de color crema le resultó útil. Lo encontró cojeando en una de sus largas caminatas inquietas. Se le había clavado una espina en una pata y estaba flaco, con más espinas apiñadas en su sucio pelambre enmarañado. Atrajo al gato a su casa, hizo que Wend lo sostuviera mientras le quitaba la espina, le sacó con cautela todas las zarzas y lo alimentó –el gato ahora se llamaba Trébol― hasta convertirlo en una ronroneante belleza. A veces, pensaba Wend, al mirarlos ―a Cassandra sentada en la ventana, mirando el sol poniente, cuyos últimos rasgos rozaban su cabello rubio claro, mientras acariciaba al gran gato de color crema, en su regazo―, parecían hermanos de sangre: una mujer rubia clara y un gato rubio claro. El caballo también ayudó. Era una yegua de color crema, a la que había bautizado Meg, y que la llevaba en largas cabalgadas locas, por los valles bajos y los altos pasos de más allá de Fox Elve, y a galope por el lago, hasta Buttermere y Cat Bells. A veces cabalgaba más allá del Castillo Stroud, que era una colmena de actividad, pues había sido vendido y el agente del nuevo dueño tenía un grupo de enyesadores y
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carpinteros y albañiles, ocupados en devolverle su antigua belleza. Y a veces los galopes la llevaban más allá de la vecina Blade's End, una antigua propiedad que llevaba el nombre de un formidable guerrero; éste gozaba de la reputación ―como Ricardo Corazón de León― de haber partido en dos a hombres y caballos, de un solo golpe, en el campo de batalla, y la posesión era dominada ahora por una mansión de hermosas proporciones, construida en tiempos de la Vieja Reina, en el siglo anterior. Blade's End se encontraba ocupada ahora, después de haber estado vacante durante mucho tiempo. En una de esas cabalgadas se encontró con el sobrino que después de muchos litigios había heredado la finca. Cassandra le había visto dos veces en el mercado de ganado ―en una ocasión él pujó contra ella y ganó―, de modo que sabía quién era cuando salió de la casona de piedra y la saludó cuando ella pasaba a caballo. Entonces, como ahora, ella había admirado la desenvuelta gracia de su alto cuerpo atlético... y entonces, como ahora, deploró el estado de abandono de su ropa, tanto de la chaqueta de color gris suave, de terciopelo, como de los pantalones de tela gris más oscura, desgarrados aquí y allá, y remendados con negligencia. ¡Se veía claramente que no había una mujer en su vida! Tiró de las bridas y le sonrió cuando él se acercaba. ―Te he visto pasar a caballo ―dijo él―. Y deseé que el mío no cojeara, ¡para poder galopar tras de ti! Me llamo Drew Marsden. Y tú tienes que ser la belleza de Aldershot Grange, Cassandra Dunlawton. ¿No me acompañas en un trago para el camino? Te dará fuerzas para tu viaje, te lo aseguro, ¡vayas a donde fueres! A Cassandra le agradó en el acto. Le agradó su semblante vehemente, aunque no hermoso. Le gustaron sus modales amistosos. ― ¡Cromwell! ¡Iretoft! Quietos ―ordenó él con voz profunda, y los perros,
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obedientes, se tendieron. Se volvió hacia Cassandra―. Los he llamado Cromwell e Iretoft por los dos grandes dormitorios de arriba ―le explicó con una sonrisa―, que mi padre bautizó con los nombres de nuestros dos grandes generales de la Guerra Civil, que se supone que se han alojado aquí. Cassandra llegaría a saber que eso era típico de su irreverente naturaleza. ―Podría prestarte un caballo -ofreció ella cuando se dejó caer en el cojín de terciopelo rojo, con borlas, que cubría un largo banco tallado, y le miró mientras él servía el vino, de pie ante el hogar. ― ¿Podrías, de verdad? ―Los ojos grises se le iluminaron cuando le tendió un vaso de oporto de color rubí―. Te quedaría muy agradecido, por cierto, porque el Obispo ―ése era el nombre que le di a mi caballo porque cada vez que se muestra perverso, cosa que ocurre a menudo, me dirige una mirada muy sincera, inocente...― necesita dar descanso a su pata otras dos semanas, me parece. ― ¿El Obispo? ―Cassandra estalló en carcajadas―. ¡Y pensar que yo he llamado Meg a mi yegua! ¿Siempre usas nombres tan imaginativos? ―Sí. Eso de los nombres es un hábito de la familia. Incluso te he puesto uno a ti... antes de conocerte, por supuesto. A ti te he llamado el Fantasma de las Aguas del Derwent, porque nunca estabas cuando iba de visita. Cassandra contuvo el aliento. Había dado a Livesay órdenes estrictas de ahuyentar a todos los caballeros que llegasen de visita... pero sin pensar en incluir en dicha orden a su vecino del sur. ―El Fantasma estará en casa la próxima vez -prometió, penitente- Después de conversar un rato, le hizo recorrer la casa, mostrándole las reformas que llevaba a cabo, y sonrió cuando ella dijo, impulsiva, «OH, no cambies nada de esto», cuando él le señaló las dos alcobas con sus colgaduras de tapices, Cromwell e Iretoft, y sus oscuros
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muebles jacobinos de roble. Eran espíritus afines. Y muy pronto Meg y el gran padrillo gris moteado que Drew llamaba el Obispo galopaban por entre los brezales azules y trepaban juntos a las altas montañas. A Cassandra le resultó fácil relajarse con Drew, ya fuese en Aldershot Grange o en la sala artesonada de Blade's End, con sus retratos y doradas figuras alegóricas. No se dio cuenta de ello, pero estaba enamorándose, Lo que él sentía por ella resultó evidente el día en que Meg tropezó con una piedra y Cassandra cayó entre los helechos. Drew se apeó de su caballo en el acto y se inclinó sobre ella, pálido. ― ¿Te has hecho daño? ―preguntó, tenso. ―No ―jadeó Cassandra―. Creo que no. ―Gracias a Dios ―dijo él, y la envolvió con sus brazos, hundiendo su rostro en la densa cabellera rubia reluciente. Fue inesperado y conmovedor, y Cassandra olvidó por el momento su juramento de no dejar que otro hombre la amase. Se recostó y dejó que Drew la besara y la acariciase, y encontró que la vida era inexpresablemente dulce. Hasta que recordó. Y entonces se puso de pie sin ceremonias e insistió en que siguieran cabalgando. Vio que Drew estaba desconcertado, pero no le dio explicaciones. Después de eso trató de apartarse de él, interesarse en otras cosas. Intentó mantenerse alejada de la casona de piedra en forma de E, que se elevaba hacia el sur, con sus empinados tejados y sus lumbreras y altas chimeneas- Y en especial trató de alejarse del hombre alto, de ojos grises, que vivía allí...
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CAPITULO 31
Londres, Inglaterra, 1755 En la hermosa casa georgiana de lady Sotherby se celebraba un gran baile, y las velas brillaban detrás de las ventanas salpicadas por la lluvia cuando un aguacero repentino envolvió Londres. El baile era el acontecimiento social de la temporada, y se encontraban presentes todos los que importaban. Lacayos de librea circulaban atendiendo a las menores necesidades de los invitados. Fluía el vino, y en el salón de baile espejado, de alto techo, las faldas de seda revoloteaban en torno a pantalones de raso que llegaban hasta las rodillas, y las risas y la música ahogaban el repiqueteo de la lluvia de afuera. En alguna parte del resplandeciente gentío se encontraba Tom Westing... un hombre en situación muy diferente al que era cuando había visto por última vez su país natal. Su mirada cínica recorría la muchedumbre que le rodeaba. ¿Quién habría pensado que él ―que parecía más destinado a ser ahorcado que a cualquier otra cosa― se hallaría hoy allí, entre diplomáticos y duques, bebiendo vino con los mejores de ellos? Alguien le tomó del brazo, algún vizconde a quien había conocido antes pero cuyo nombre no podía recordar, Travers, o algo por el estilo. ―Bien, Westing ―preguntó ese notable con un hablar gangoso, un tanto nasal―, ¿te diviertes? En honor a la verdad, Tom no lo pasaba ni bien ni mal, pues para él todos eran desconocidos, dedicados a sus propias ocupaciones. Pero había aprendido a disimular.
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―Mucho ―dijo con vigor―. Travers, ¿verdad? La voz nasal se enfrió un poco ante la vaguedad de la mención de su nombre por Tom. ―Si, Travers- Lady Sotherby nos presentó hace un rato, antes que se iniciara esta maldita lluvia. Nos empapará a todos, pero supongo que a ti no te molestará... me dicen que estás habituado a las lluvias en la selva. ―Y a otras delicias de los trópicos. ―La réplica de Tom fue un tanto irónica. No pensaba sólo en los continuos aguaceros de la estación de las lluvias, sino en la hirviente vida que se arrastraba y resbalaba y se deslizaba por el suelo de la selva, en las serpientes que se envolvían en los árboles chorreantes, o en las garras y feroces mandíbulas abiertas que acechaban en la maleza. Se preguntó si Travers -o cualquiera de ellos, en verdad- tenia alguna idea aproximada acerca del Amazonas inundado, o lo que era atravesar las aguas lechosas del Orinoco, preguntándose si alguna flecha envenenada le perforaría a uno la espalda sudorosa, lanzada por una de las figuras oscuras que acechaban en el alto muro verde de los densos matorrales frente a la costa... ―Hay una dama que querría conocerte ―dijo Travers ― ¿Una dama? ―Toen se volvió―. ¿Que dama? ―Lady Scopes. ―Travers señaló con la cabeza―. Está ahí, la de vestido de tafetán negro, que agita su abanico. La mirada de curiosidad de Tom se dirigió hacia la dama. Tenía un abundante cabello negro y un cutis de vivo color, a esa distancia parecía dueña de una considerable belleza. También parecía llevar luto, pues iba toda vestida de negro. Llamó la atención de Travers hacia ese hecho. ―OH, si, en efecto. ―Travers se encogió de hombros―. Es decir, antes- Ahora
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está dejando el luto. Es amiga de lady Sotherby, y Blanche ―es decir, lady Sotherby― puede sacar el crespón de la manga de cualquiera. Tom lo dudaba. Nadie habría podido quitar el crespón de su manga, aunque nunca lo había llevado. El crespón negro que llevaba por Charlotte estaba envuelto en su corazón, demasiado apretado como para perderlo nunca, pensaba. Si hubiera sido un hombre religioso, habría podido abrigar la esperanza de encontrarla en el más allá. Pero no lo era. Sólo tenía recuerdos, dorados y apreciados, de una joven esbelta, seductora, a quien había amado y que se fue para siempre. Sólo tenia el sentimiento de una pérdida profunda. Al principio, durante los días de desesperación en Portugal, cuando visitaba la tumba de Charlotte, Tom se había prometido que regresaría a Inglaterra y buscaría a Rowan Keynes y le haría pedazos: por haberle dejado para que muriese en el risco Kenlock, por hacerle secuestrar a bordo de un barco, con órdenes de meterle en un saco y arrojarle por la borda. Mientras esperaba con impaciencia que tallaran el gran pedestal que había encargado para la tumba de Charlotte, planeaba buscar a Rowan y terminar con él. Incluso había hecho averiguaciones acerca de los barcos que partían, con rumbo a esa parte del mundo. Pero luego, en el mismo día en que quedó terminado el hermoso pedestal, e instalado, se quedó mirando la piedra y preguntándose: ¿Qué querría Charlotte? ¿Querría venganza o... alguna otra cosa? Recordó de pronto que Charlotte tenía dos hijas pequeñas, niñas a quienes nunca había visto, y que le había dicho que Rowan las adoraba, que era bueno con ellas. Ese día se sintió muy próximo a Charlotte, casi como si ella lo mirara desde algún lugar, más allá de las nubes, aprobando lo que hacia, pero, ¿aprobaría que despojara a sus hijas de un padre, que las dejase huérfanas y solas en el mundo?
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Le brotó un sudor frío en la frente, pensando lo que había estado a punto de hacer. En efecto, Keynes le había hecho daño, los había perjudicado a los dos. Pero... no, al final se puso en el lugar de Keynes y trató de ver las cosas desde el punto de vista de éste. Keynes había amado a una mujer y ella se descarrió, y no era extraño que se hubiera vengado de Tom. Pero no se había vengado de Charlotte hasta donde Westing sabía. Charlotte había muerto de una fiebre; se lo había dicho el médico que la atendió, y en verdad le dijo que toda la casa la había florado, le habló del lujoso funeral- Y de cómo Keynes regresó con sus hijas pequeñas a Londres. ¿Debía Tom seguirlas allá y convertirlas en el acto en huérfanas? Se había apoyado contra el pedestal levantado para Charlotte, y se sintió abatido. Porque el destino había sido tan cruel con Charlotte, y ahora él que la había amado más que a su propia vida, estaba a punto de ocasionarle otro daño, a punto de dejar huérfanas a sus hijas. Charlotte habría querido que sus hijas tuvieran un padre, un hogar estable, una vida feliz. ¿Pondría él su ansiada venganza personal por encima de los deseos de ella? ¡No lo haría! Ni volvería a Inglaterra, donde algún día podía cruzarse con Rowan y sentirse tentado a eliminarlo. Regresó a Brasil y allí se lanzó al trabajo con renovado esfuerzo. Don Sebastiao, de salud debilitada, le miraba con orgullo. Su mirada al inglés alto, potente, era afectuosa. Tom era el hijo que nunca había tenido, y que algún día le reemplazaría. No podía pedir nada mejor. Aparte de una cosa: deseaba que Tom tomara una esposa. Cuando mencionó el tema, Tom lanzó una breve carcajada amarga. ―Creo que no tengo mucho que ofrecer a una mujer ―dijo, para sorpresa de don
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Sebastiao Y cuando le presionó, se negó a hablar del tema. No era varonil admitir que no podía ir a un lecho matrimonial con el corazón entero- Y no ofrecería menos a una mujer... a una mujer a quien pudiera darle su apellido. Había mujeres, por supuesto, pues Tom no era un célibe. Había muchachas nativas de ojos brillantes, que aceptaban sus atenciones con ligereza; había breves relaciones peligrosas con peligrosas mujeres casadas, en Río de Janeiro o Sao Paulo, quienes le aceptaban durante un tiempo, pero nada duraba, nada perduraba. Siempre estaba ese encantador y perdido rostro que invadía sus sueños. En Río, las damas jóvenes casaderas suspiraban detrás de sus abanicos y susurraban que don Tomás era hermoso, sí, ¡pero tenia un corazón de piedra! Y ahora, en un salón de baile de Londres, una atractiva dama vestida de negro quería conocerle. ― ¿Quién es ella? ―preguntó a Travers, con curiosidad. ―Bien, era Katherine Olney, antes de casarse con Talybont. Y después ese esposo murió de manera misteriosa en Portugal, hace unos años, y ella regresó y se casó con un oscuro caballero del oeste, llamado Scopes, de quien nadie había oído hablar, y ahora ha vuelto a Londres... en busca de esposo ―le dijo Travers alegremente- Pero la palabra «Portugal» había atraído repentinamente el interés de Tom. -Me agradaría conocer a la dama ―dijo a Travers. Y así fue que Tom se encontró conversando con la archienemiga de Charlotte, la ex Katherine Talybont. Y más de cerca, aun a la luz de las velas, que es bondadosa para el cutis, vio que la rosa había perdido su frescura. El cuerpo de Katherine era magnífico, pero su tez de vivo color era estrictamente atribuible a los cosméticos, y de cerca su semblante tenía una expresión dura. ―Me dicen que has estado viviendo en Brasil. ―Katherine coqueteó con su
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abanico―. Dime, ¿cómo es aquello? Brasil era un tema del cual Tom jamás se cansaba de hablar. Se lanzó a él, viendo que el interés de Katherine se evaporaba cada vez que la conversación se alejaba de las ciudades y la civilización. No era mujer para recorrer la selva... El le pidió que bailaran. Katherine era una espléndida bailarina, y Tom tenía una gran figura. Las miradas los seguían mientras iban girando por el salón. Katherine abandonó la pista y anunció que el baile siempre le daba sed. Se puso a beber vino. Demasiado vino. Tom sospechaba que por la noche debería ser llevada a la cama, sin sentido, por criados jadeantes. Aun así, la noche resultó mucho mejor gracias a su compañía. Le preguntó con ligereza por Portugal. ¿Había pasado mucho tiempo allí? -¡No estuve mucho tiempo, pero fue la peor época de mi vida! ―Los ojos hermosos de Katherine llamearon―. Mi esposo fue asesinado allí. «Murió de manera misteriosa», había dicho Travers. Era evidente que la viuda lo decía con una palabra más fuerte. ― ¡Y ahí está el hombre que lo mató! ―La seca voz de Katherine se elevó mientras cerraba su abanico. La mirada de Tom siguió en la dirección que señalaba el abanico de Katherine, y enmudeció. Ni siquiera movió una pestaña. Allí, discutiendo con un anciano caballero que movía la cabeza con vehemencia, y visible con claridad entre el gentío, estaba Rowan Keynes. ― ¿Rowan Keynes mató a su esposo?―preguntó, asombrado. ― ¿Conoces a Rowan? ―exclamó Katherine, sobresaltada. ―Le conocí una vez. ― ¡Una vez es más que suficiente! -dijo Katherine con sequedad―. Yo fui lo
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bastante tonta como para comprometerme con él, y cuando rompí el compromiso y me casé con Eustace Talybont, Rowan tomó una novia y me siguió a Portugal, y allí asesinó a mi esposo. OH, nunca pude probarlo, pero Rowan lo hizo. ― ¿Dices que había tomado una novia cuando hizo eso? ―preguntó Tom con voz pausada. ―Sí. Una muchacha rubia del País de los Lagos. Charlotte. ¡Esa mujer debió de haber conocido a Charlotte! ― ¿La conociste? ―se oyó preguntar; su mirada fría no se apartaba de Rowan. ― ¿A su esposa? OH, sí, la conocí. ―Me dicen que tuvo dos hijos. ―Dos niñas. Ambas tuvieron mala vida... ¡pero eso era de esperar con semejante padre! ― ¿Mala en qué sentido? ―La mayor provocó una multitud de duelos, y en medio del escándalo huyó y se casó con un escocés, y vive en la finca de él, en algún lugar del norte. La menor se casó con lord Houghton y ambos se comportan en forma tan escandalosa, que la familia de él no quiere aceptarlos, según me dicen, Tom dejó de lado los duelos y los escándalos. Lo que obtuvo de la respuesta de Katherine fue que una de las hijas vivía en la finca de su esposo, en la región del norte, y que la otra se había casado con un lord. Era evidente que las dos hijas de Charlotte habían abandonado el hogar, y que vivían bien. Lo cual dejaba a Román sin su escudo... Irritada porque el interés de Tom se alejaba de ella, y se concentraba en un hombre a quien odiaba, Katherine agregó, rencorosa: ―Blanche me dijo que no mucho después de casarse con ella, Rowan sintió grandes celos contra su esposa, aquí, en Londres, y de pronto ella desapareció de
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Londres. Más tarde nos enteramos de que la había llevado a Portugal otra vez, y vuelto sin ella, diciendo a todo el mundo que había muerto. ¡no me cabe duda de que también la mató a ella! La mirada verde de Tom giró hacia Katherine con tal intensidad, que ésta parpadeó. ― ¿Qué te hace pensar que Keynes la asesinó? ―preguntó. ―El hecho de que es un hombre rencoroso, que nunca perdona a nadie. Organiza cosas tortuosas. Compra a la gente, compra sus mentiras. Compra sus mentiras. El anciano médico había sido muy convincente, pero quizás era un embustero convincente... comprado por Rowan Keynes. La mandíbula de Tom se endureció. Averiguaría la verdad, la obtendría del hombre que mejor la conocía. Katherine se sorprendió ante la rapidez con que Tom se disculpó y la dejó, cruzando el salón a grandes zancadas, tras Rowan Keynes, que ya salía por la puerta. Tom salió a la lluvia, que ahora amainaba, y vio que Rowan trepaba en ese momento a un coche de alquiler y se alejaba por la calle sembrada de charcos. Detuvo otro coche y le siguió a un sucio barrio próximo al río, pues las interminables peticiones de dinero de Phoebe habían sepultado a Rowan bajo una montaña de deudas, debido a lo cual tuvo que vender la casa de Grosvenor Square y mudarse a una vivienda más barata. Esa noche había concurrido al baile de lady Sotherby con la esperanza de lograr algún puesto por medio de un amigo de Walpole, pero la velada terminó con una desilusión para él. Se encontraba de muy mal humor cuando pagó al conductor, y prestó muy poca atención al alto caballero de gris que se había apeado de otro coche, cerca. Ambos vehículos se alejaron, con las ruedas girando detrás del repiqueteo de los
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cascos de los caballos, y Rowan estaba a punto de introducir una llave en la cerradura de la puerta cuando le detuvo una voz fría. ―Quiero hablar contigo, Keynes. Rowan era perceptivo respecto a las voces de los hombres y lo que significaban algunos sonidos. Esa voz que resonaba detrás de él estaba preñada de muerte. Dejó caer la llave en el umbral y giró, mientras su mano buscaba la espada. Reinaba demasiada oscuridad para que Rowan viese quién era, pero no reconoció la voz, de manera que consideró que se trataba de un extraño. Cosa más importante, un repentino chispazo en la oscuridad le dijo que la espada del desconocido había salido ya de su vaina. No había nadie a la vista, la calle se encontraba desierta. En esa noche lluviosa, los postigos estaban cerrados, las cortinas corridas. Todos se habían acostado. ― ¿Quien eres, un asaltante, que te acercas por detrás de uno en la oscuridad? ―bufó Rowan, extrayendo su propia hoja. ―No ―fue la respuesta imperturbable, pero el tono seguía siendo mortífero―He venido a preguntarte por Charlotte. Quiero saber como murió. La lluvia había cesado, pero un súbito relámpago iluminó la alta silueta vestida de gris de Tom, la mata de cabello claro. Rowan reconoció a su adversario. ― ¡Westing! ―gruñó-. ¡Tienes más vidas que un gato! ―Echó la cabeza hacia atrás-. ¡Yates! ―rugió. Arriba se abrió enseguida una ventana y se asomó una cabeza grande. Tom vio que estaban a punto de llegar refuerzos. ―Me dirás cómo murió. ―Avanzó hacia Rowan con la espada extendida. Para entonces Yates volaba escaleras abajo- Rowan retrocedía con cautela por
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encima de los guijarros. Tom sintió un repentino deseo de contar con una pistola, pero por lo general uno no pensaba en la necesidad de llevar encima armas de fuego a reuniones como la de lady Sotherby, y no tenía una consigo. Al escuchar la estrepitosa aproximación de Yates, buscó alrededor un arma que no fuese su corla espada... y el relámpago siguiente le mostró una. Se fue acercando a ésta en el momento mismo en que Rowan saltaba, lanzando una estocada. Tom la paró. Ambas hojas resbalaron, una sobre la otra, Tom apartó a Rowan de un empujón―Dime cómo murió, Yates se encontraba ahora en la puerta, blandiendo una pistola. Tom se precipitó sobre el ladrillo, lo recogió con la mano izquierda en el instante en que Rowan se apartaba bailoteando para dejar a Yates en libertad de disparar. Pero ahora reinaba una gran oscuridad, y Yates se paralizó, apuntando con cuidado a su victima. Su corpachón estaba dibujado en silueta contra la luz de la puerta. Con rodas las fuerzas de su brazo izquierdo, Tom arrojó el ladrillo. Le dio a Yates de lleno en la frente y le derribó. Habituado a combatir en cubiertas resbaladizas, Tom saltó con agilidad por encima del empedrado, para acercarse de nuevo a Rowan, quien maldecía mientras recibía ese repentino ataque. Como esgrimistas, eran parejos. Ambos eran fuertes y musculosos, y ambos estaban habituados a las peleas callejeras. Cuando se acercaron de nuevo, Rowan trató de aplicar un rodillazo a Tom en la ingle, y recibió la empuñadura de la espada de éste, lanzada hacia arriba, contra su mentón, con suficiente fuerza para hacerle castañear los dientes. Rowan emitió un sonido inarticulado, y entonces Tom pensó, sombrío, que Rowan se había cortado con los dientes el extremo de la lengua. Los duelistas rebotaron una vez más, el uno contra el otro.
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Describieron un círculo con cautela, ambos jadeando por sus violentos esfuerzos. Chocaron de nuevo, estocada y parada, parada y estocada. Una vez más, Tom tuvo la ventaja cuando el pie de Rowan resbaló en los traicioneros guijarros resbaladizos. En un santiamén arrojó de la mano de Rowan la hoja de éste y empujó el largo cuerpo de él contra la pared de ladrillos mojados de una casa, con la punta de la espada apoyada en el pecho de Rowan. - Ahora me dirás cómo murió Charlotte ―dijo con suavidad. Rowan le miró con furia. Ese era el hombre a quien Charlotte había amado, el sujeto de siete vidas que se negaba a morir, que regresaba siempre. ¿Le diría que Charlotte vivía aún? ¡No! De todos modos era hombre muerto, razonó Rowan, con la punta de esa espada atravesándole la pechera de la camisa... pero todavía podía asestar otro golpe a su enemigo. Adelantó la mandíbula, despectivo. - ¿Cómo crees que murió? ―ladró―. ¡Yo maté a la embustera! Terrible, lentamente, las palabras se hundieron en Tom, dejándole el rostro exangüe, pálido. Y al mismo tiempo anularon toda piedad que hubiese podido quedar en él. -Entonces acepta esto de parte de Charlotte -dijo entre dientes... y hundió su hoja. En el corazón de Rowan. Este continuó en pie durante un momento, empalado pero burlón, en apariencia intacto. Luego su largo cuerpo se derrumbó a lo largo de la mojada pared de ladrillo. Con el aliento silbándole en la garganta, Tom se irguió sobre ese contrincante caído- Charlotte había muerto por la mano de ese hombre... ¿no lo había dicho así el sujeto? Con lentos movimientos deliberados, extrajo la hoja mojada y limpió la sangre de Rowan en el puño de la camisa de éste. Luego, de golpe, envainó la espada y se
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alejó, dejando a sus enemigos caídos como carroña que debía ser recogida por quien quisiera hacerlo. Nadie había visto la lucha. Tom no contó nada, Rowan y su fiel secuaz Yates fueron declarados muertos por persona o personas desconocidas. Y Tom, terminadas sus ocupaciones en Inglaterra, se alejó por mar. Por lo menos la había vengado, se dijo mientras miraba, con rostro macilento, por encima de la baranda del barco. CAPITULO 32
Aldershot Grange Hacia años que Cassandra no pensaba en su madre, desaparecida como un sueño de la niñez. Pero ahora, allí, en Aldershot Grange, donde había pasado su primera infancia ―y en especial mientras trataba de mantener apartados sus pensamientos de Drew y del atractivo que sentía por él―, pensaba de nuevo en ella y en lo que la vida de ella debió de haber sido allí, de joven. Allí, en esos salones, su madre había vivido su alocada juventud, se había enamorado, se había casado... y sin duda contra los deseos de su tutor, ¿por qué sino le había dicho su madre que se casó «al otro lado de la frontera», en Gretna Green? Cassandra comenzó a hacer preguntas sobre su madre, al principio de forma ociosa y luego con mayor interés, cuando intuyó que la gente le ocultaba algo. Fue Livesay quien le contó ―a desgana― lo de los jóvenes amantes y la caída de Tom en el risco Kenlock, y de cómo, para sorpresa de todos, su madre se casó
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enseguida con Rowan Keynes. Era un relato que Cassandra no habla oído hasta entonces. Y después de escucharlo, se sintió en cierto modo insatisfecha. Irritantes chispazos de recuerdos se encendían en su mente, como sombras divisadas a medias, que pasaban volando, sin decirle nada. Pero después de escuchar el relato, no pudo dejarlo así. Encontró a uno de los montañistas que habían guiado al tutor de Charlotte y a Rowan Keynes, aquella noche, por el risco Kenlock, y le convenció de que la llevara allí. Era una tarde extraña. Un fuerte viento soplaba del norte y abajo se extendía un valle encantador... el mismo valle que su madre debía haber recorrido camino de Escocia y de Gretna Green. Lúgubre, Cassandra se paseó por alrededor de la «alcoba» donde se habían encontrado los amantes abrazados. ―Y aquí fue donde Tom Westing cayó al otro lado del borde ―dijo él con voz indiferente. Cassandra miró en la dirección hacia la cual apuntaba el hombre. ― ¿Y entonces? ―murmuró. ― ¿Entonces? ―Las hirsutas cejas se arquearon―. Pues entonces la joven gritó. -Todavía podía escuchar ese grito, a veces, en sus pesadillas-. Y se desvaneció. Cassandra se estremeció. Se acercó con desgana al borde, miró hacia abajo y vio, seis metros más abajo, el saliente donde un cuerpo podía haber sido detenido, salvándolo de una vertiginosa caída por la roca lisa, hasta las atorbellinadas aguas blancas de la cascada. ― ¿Pero y si cayó aquí? ―Se volvió hacia el montañista, que ahora se había sentado en una piedra de la baja «pared de la terraza» sobre la cual habían llegado a ese lugar, y la contemplaba fijamente―. Era de noche, dices. ¿Nadie miró?
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El frunció el entrecejo. ― Yo no miré, y tampoco Waddy. Los dos agarrábamos a la joven, para que cuando volviese en sí no tratara de arrojarse iras él. ―Pero alguien debió de haber mirado. Dijiste que había luz de luna. ―Ese tipo con quien nos dijeron que se casó más tarde, él miró y dijo que Tom Westing había desaparecido. -Su tono era definitivo―. Eso es lo que puedo decirle, joven señora. Cassandra intuyó que aunque hubiese sabido más, no se lo habría dicho. Sin hablar, volvió a su silenciosa contemplación del saliente de abajo, ¿Cómo era posible que un cuerpo que caía no quedase allí, en vez de hacer el largo recorrido mortal por la pared del risco? Casi podía oír, mentalmente, las piedras que repiqueteaban al caer en las profundidades... Su mirada se dirigió hacia arriba, al cielo sin nubes. Los halcones volaban allí... ¿o eran buitres? Parecían dirigirse hacia algo que había más allá de la altura próxima. Una terrible certidumbre la invadió, la frente y las palmas de las manos se le humedecieron y la respiración se le entrecortó. Rowan Keynes había querido a su madre. Y cuando ésta huyó con Tom Westing, Rowan acompañó a su tutor en su persecución. Y cuando el cuerpo de Tom cayó por encima del borde, hacia una muerte presuntamente segura, Rowan se asomó para asegurarse... y miró y vio a su rival, sin sentido, en el saliente de abajo- Y se volvió hacia los demás y les dijo que Tom Westing había desaparecido. ¡Y lo dejó allí, para que muriese! Porque la pared del risco, en ese tramo de seis metros, era lisa. Se arrodilló y atisbo por el borde, para examinarla- Nadie habría podido encontrar un punto al cual aferrarse. Si había sobrevivido a la caída, Tom Westing se habría visto atrapado en ese lugar solitario, donde nadie le oiría gritar.
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Levantó otra vez la vista, hacia las aves que volaban en círculo, y se estremeció, pensando en sus agudos picos y sus afiladas garras. Sus manos húmedas se cerraron. ¡Allí se había cometido un asesinato! ¡Y lo había hecho su padre, Rowan Keynes! Y luego, su madre, sin duda sacada de allí inconsciente, se había casado enseguida con Rowan... ¿Por qué? Pálida e insatisfecha, se volvió y acompañó al guía a la base del Risco Kenlock. Pero en Aldershot Grange le resultó difícil dormir. Fugaces recuerdos pasaban por su mente, imágenes de una noche en Portugal, cuando la luz de las velas vacilaba en la escalera y oyó gritar a su madre. La había despertado algo, un sonido, un grito, algo que la acosaba en la memoria. Y habla oído las voces en el corredor, fuera. Había ido hasta la puerta, descalza, la abrió apenas y espió. Y vio las velas parpadeantes y oyó el loco alarido de su madre, ahogado de pronto... y luego un ruido de forcejeos y pasos en la escalera. Todo aquello la había asustado y corrió de nuevo a la cama, y se cubrió la cabeza con las mantas. A la mañana siguiente Wend le dijo que debía haber tenido una pesadilla. Y después le dijeron que su madre había muerto y que no volverla jamás, y ella y Phoebe lloraron. Ahora, al recordar, Cassandra se sentó en la cama. El agudo y repentino ruido que la había despertado aquella noche... ¿había sido la voz de su madre? ¿Y su madre no había pronunciado un nombre? ¿Qué era lo que se encontraba oculto, que ella no podía recordar? ¡Sí! Su madre había pronunciado una sola palabra: « ¡Tom!». Y después las voces, y luego los gritos que sonaban ahogados, y los forcejeos en la escalera. Allí, en la oscuridad de su alcoba de Aldershot Grange, con las rodillas recogidas entre los brazos, Cassandra contempló la verdad:
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Le habían dicho que todo era un sueño, pero no se trataba de un sueño. ¡La noche en que su madre desapareció había estado llamando a su amante! Y eso significaba... que todavía estaba con vida. O por lo menos lo estaba entonces. Y su madre, ¿como había muerto? Mujer de decisiones rápidas y de acciones arriesgadas, Cassandra apartó las mantas y bajó de la cama a la luz grisácea del alba. Iría a Londres, haría frente a su padre, ¡le obligaría a que se lo contase! Su yegua ya estaba ensillada y Cassandra tomaba el desayuno, antes de partir, cuando llegó el mensajero. Rowan Keynes había muerto. Sacudida, pero con los ojos secos, Cassandra deshizo su equipaje. El padre que nunca la había querido de verdad ―ya quien ella no había podido querer― se había ido con todos sus secretos. Nunca sabría qué había sido de su bella y joven madre. ¿En verdad había muerto de la enfermedad verde, como le dijo su padre? O... ¿a manos de éste? La idea la estremeció. Y de pronto necesitó que la rodearan los fuertes brazos de Drew. Ni siquiera se detuvo a ponerse un sombrero o a calzarse un par de guantes de montar- No esperó a que ensillaran a Meg. Se arrojó sobre el reluciente lomo de color crema de la yegua y cabalgó, veloz como el viento mismo, a Blade's End. Drew estaba afuera, explicando lo que quería a los hombres que reparaban una brecha en la pared del jardín. Oyó los cascos del caballo que tamborileaban sobre la hierba y se adelantó a la carrera para recibir a Cassandra en sus brazos cuando se deslizó del lomo de Meg―Cassandra, ¿qué...? ― ¡OH, no me hagas preguntas, Drew! Mi padre ha muerto.
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El la abrazó con compasión. Ella se dio cuenta de que la consolaba por razones equivocadas... Drew suponía que lo que la hacía temblar era la pena por el fallecimiento de su padre, y no el temor por lo que él podía haber hecho mientras vivía. Pero fuese lo que fuere, ya era demasiado tarde para cambiarlo, se dijo, aturdida. Sólo los brazos de Drew eran consoladores y reales. Hacían desaparecer el mundo. Podía perderse en ellos. ―OH, Drew ―dijo, ahogándose―, Drew, sujétame. Y él lo hizo durante toda la noche. Y aunque ansiaba hacerle el amor, no lo hizo. Se contuvo, pues sentía que habría sido injusto para Cassandra aprovechar un momento en que la tenía junto a sí con todas las defensas bajas. Quería que fuese hacia sus brazos en forma voluntaria, profundamente enamorada. Y Cassandra, sollozando entre sus brazos, dejó que Drew la consolara y por último se quedó dormida, agotada, como una niña. A la mañana siguiente él la llevó a casa, a Aldershot Grange, y con una fría expresión desafío a cualquiera de los criados a parpadear siquiera. ―Te veré esta noche, Cassandra. ―Se inclinó para besarle la mano, y cuando levantó la cabeza la mirada que le dirigió fue tan acariciadora, que ella se conmovió. «OH, Drew ―pensó, presa de pánico―. No te enamores de mí. No puedo dejar que lo hagas. No podría soportar que te ocurriera algo.» Había un dolor extraño en su corazón, y tenia la garganta seca cuando susurró: ―Esta noche no, Drew, es demasiado pronto. Mañana... ―Mañana, entonces. ―Su cálida sonrisa relampagueó, y ella lo vio alejarse montado en el Obispo. «Se aleja de mi vida ―pensó, desolada―. Sólo que no lo sabe... todavía no.» Un velo de lágrimas le nubló la visión.
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Se volvió, cegada, para buscar a Wend. ―Wend ―dijo, con voz pensativa―, quiero que me digas la verdad - ¿Qué le pasó a mi madre? ¿Cómo murió realmente? Ahora que Rowan Keynes estaba muerto, Wend no temía contestar la pregunta. ―No murió ―dijo con lentitud―- Por lo menos no lo creo. Sé que hubo un coche fúnebre y un ataúd, pero nunca pensé que hubiera muerto. ―Pero yo... la oí gritar esa noche, Wend. En la escalera. Tú me dijiste que no era otra cosa que una pesadilla. ―Y puede que lo fuese ―asintió Wend―, Pero días antes de eso la vi viajar en un coche. Con él. ― ¿Con... quién viajó, Wend? ―Con Tom Westing. Cassandra hizo una brusca inspiración. Como si esperase que ésta pusiera en duda esa afirmación, Wend dijo, a la defensiva: ―Amaba a Tom aún antes de conocer a Rowan Keynes. El era el hombre con quien se habría casado, si hubiera podido, Sé que se suponía que Tom estaba muerto, pero la mañana en que Rowan Keynes dijo que viajaría a Évora, ella bajó al pueblo. Regresó en un coche y me dijo: Wend, me he encontrado con unos antiguos amigos, los Milroyd. Me invitaron a pasar un tiempo en casa de ellos». Y llenó un bolso. Y cuando miré por la ventana, vi a Tom Westing en el coche que se la llevaba. Lo habría reconocido en cualquier parte. No podía equivocarme. Y cuando el coche se alejó, supe que Rowan Keynes la había perdido. Huía con Tom Westing, nada más. OH, sé que hubo una procesión fúnebre y todo eso, ¡pero fue porque él era demasiado orgulloso para admitir que su
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esposa había huido con otro hombre, y que no regresaría! ― ¿No puede ser que te equivocaras? Quizá no era Tom Westing. ―La voz de Cassandra era tensa. Wend sacudió la cabeza con energía. ―Supe que no me había equivocado cuando regresamos de Portugal y Livesay me dijo que Tom Westing no había muerto, como todos creíamos, que había ido a Aldershot Grange cuando nos fuimos, y pidió ver a la señorita Charlotte, y cuando Livesay le dijo que había viajado a Lisboa, Tom partió como una flecha. ― ¿Por qué Livesay no me dijo que Tom Westing había vuelto? ―Cassandra estaba desconcertada. Wend vaciló. Sin duda Livesay habla visco el cabello rubio, casi blanco, de Cassandra, y sus ojos verdes ―el colorido exacto de los de Tom-, y temió que le arrancara lo que él y Wend ya habían adivinado, a saber, que Cassandra era hija de Tom. Pero, ¿para que servía decírselo ahora? ―Es probable que Livesay temiera por su puesto -murmuró― Tuvo miedo de que le dijeras algo a Rowan Keynes. ― ¿De manera que crees que ella está todavía con vida? –dijo Cassandra lentamente. Wend asintió con vigor. ―Creo que está allí, en alguna parte... con él. Era una historia maravillosamente romántica, y explicaba muchas cosas. Pero quién sabe por qué, Cassandra no podía creerla. Lo pensó, pero a medida que pasaba el día algo más apremiante ocupaba sus pensamientos. Drew Marsden había dicho que volvería al día siguiente... y ella sabía que
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cumpliría con su promesa. Su semblante se volvió ansioso al pensar en él, necesitándole aunque trataba de alejar sus pensamientos de ello. Wend le había preguntado si regresaría a Londres. Tal vez ésa era la solución, quizá debía ir a Londres ahora, ese día, romper con todo lo que deseaba con tanto ardor. Porque si se quedaba allí, sabia que antes que se hubiera ocultado la luna del día siguiente estaría en los brazos de Drew, olvidaría sus temores y sólo conocería sus sueños... Se vería demasiado involucrada para retroceder. ¡Le conduciría al desastre! Bajó la cabeza rubia, vencida, y se oprimió las mejillas y los ojos ardientes con las manos, tratando de pensar, con desesperación. ¡Un momento! Había un camino, una manera honorable de dejarle, de darle tiempo. Tiempo para olvidarla. Fue al piso de abajo. ―Wend ―dijo, decidida―, sube, debemos hacer mi equipaje. Me iré a Portugal. Wend abrió la boca para protestar. -Y antes que digas lo que estás a punto de decir ―agregó Cassandra con sequedad, frenando el estallido esperado de Wend, en el sentido de que era indecente que una dama viajara sola―, te llevaré conmigo. Iría a Lisboa. Averiguaría por su cuenta lo que había ocurrido con su joven y voluntariosa madre. Y así la joven Cassandra, cuya belleza había hecho que la Gazette de Londres la llamara «La rubia doncella de Cumberland», de veintidós años y todavía virgen, viajó a Portugal y a la ciudad que provocó la caída de su madre.
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LIBRO TERCERO CARLOTTA
CAPITULO 33
Lisboa, Portugal, otoño de 1755 Un viento intenso soplaba Tajo arriba, hinchando las velas del mercante Orgullo de Glasgow, que había llevado a Cassandra de Carlisle, por el mar de Irlanda, por encima de la gran cuenca submarina de Europa occidental, hasta la desembocadura del Tajo. Se encontraba con Wend entre los excitados pasajeros parlanchines de cubierta, ansiosos de desembarcar, y las palpitaciones de su corazón se aceleraron ante la visión que tenía delante. Desde allí, Lisboa era una ciudad blanca, extendida en un gran valle entre dos montañas... coronada a un lado por la poderosa fortaleza del Gástelo de Sao Jorge y al otro por el Barrio Alto. En derredor se alzaban otras montañas. Tensa ante el pensamiento de lo que podía encontrar allí, Cassandra prestó poca atención a las veloces fragatas de velas latinas, los altos barcos de distintos países, anclados en el gran puerto. El clamor del afanoso tramo del puerto pasó ante ella casi como en un sueño cuando tomó un carruaje, con Wend, a Ilha Verde, una posada que les había recomendado uno de los otros pasajeros como buena y razonable, y cuyo dueño hablaba el inglés.
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Durante todo el viaje se había visto asaltada por pensamientos relacionados con Drew Marsden y con lo que el debía de haber pensado cuando descubrió que ella no estaba. ¿Fue a su casa, sereno, a contemplar el fuego y añorarla? ¿O sólo se encogió de hombros y se fue? ¿O viajó a Carlisle y encontró otra chica? Este último pensamiento le produjo tanto dolor, que sintió la tentación de tomar el primer barco que regresara a casa, pero se contuvo. Y cuando dejó a Wend en la posada pues Wend no había soportado muy bien el viaje, enfermó de alguna dolencia del estómago antes de llegar al puerto, y Cassandra le decretó varios días de reposo en cama-, preguntó al dueño cómo haría para llegar a Portas del Sol y partió a pie. ¡Ésa era la manera de apartar sus pensamientos de Drew Marsden: iniciar la búsqueda! Resultó más difícil de hallar de lo que había creído, pero continuó subiendo como le había indicado el posadero, a través de lo que parecía un confuso laberinto de calles y callejuelas, hasta que al final, a punto de abandonar, tropezó con la casa que su familia había ocupado por tan poco tiempo. Parecía cerrada y desocupada, y las ventanas tenían los postigos también cerrados. Un par de ojos interesados ―y muy fríos- habían estado observando el recorrido de Cassandra casi desde su llegada a Lisboa. La persona la siguió a una distancia discreta mientras se encaminaba, decidida, a Portas del Sol y observaba pensativa, durante mucho tiempo, la gran mansión de fachada desnuda, como si de alguna manera pudiera darle alguna clave de lo que ansiaba conocer con tanta desesperación. Vio que Cassandra golpeaba el pesado llamador de hierro y esperaba, golpeaba de nuevo y a la larga cedía y se alejaba. Se interrogó al respecto, pues resultaba evidente que la casa se hallaba desocupada desde hacia mucho tiempo.
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Cassandra estaba preocupada y ceñuda mientras regresaba por los laberintos de la Alfama, se perdió dos veces y encontró de nuevo su camino, desconcertada, pasando por entre perros adormilados y gatos que saltaban desde las paredes de los jardines, junio a burros cargados y varinas descalzas que voceaban sus mercancías, y ruidosos chicos que jugaban. Caminó por calles tan angostas, que le pareció que las paredes de cada lado se tocaban, como la Calleja del Espíritu Santo. El hombre que la seguía ―y era un individuo notablemente hermoso, una figura atezada que se destacaba con sus sedas de color damasco y espada corta, engastada en plata, colgada al costado―, nada hizo para ayudarla. Por el contrario, se detenía en las sombras de diversos portales y la dejaba parpadear al sol, atisbando más allá de la ropa colgada arriba, entre los edificios, tratando de entender dónde se había orientado mal. La estudiaba. Continuó siguiéndola mientras ella hacia averiguaciones ―cosa difícil, ya que no hablaba el portugués―, dirigiéndose a un conductor de un coche de alquiler en la plaza central. Se encontraba lo bastante cerca para oír lo que dijo, y su pregunta le asombró... ¿la dama iba a ver un cementerio? Su propio carruaje alquilado la seguía a cierta distancia, mientras ella recorría varios, buscando aquél en el cual se hallaba enterrada su madre, pues Wend había recabado los datos correctos, pero no los suficientes para contar con todos. ¿Y si su madre había muerto de verdad? Podía haber huido y sufrido un accidente, era posible que Rowan Keynes no hubiera tenido nada que ver con eso. O, como creía Wend, Rowan podía haber ordenado que se hiciera un funeral para salvar las apariencias, e incluso haber enterrado un ataúd vacío. Pero si le había puesto una lápida, no cabía duda de que su madre estaba muerta, pues Cassandra no podía creer que su padre hubiera ido tan lejos. Había comenzado a perder la esperanza de recorrer todos los cementerios de
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Lisboa y encontrarla, cuando le atrajo una tumba que parecía hallarse más atrás que las otras, en su fila, con un pedestal más alto que su lápida. El «observador» la miró desde lejos, fingiendo visitar otra tumba, y una mano delicada, que exhibía un grueso anillo de oro con un rubí, acarició, pensativa, una mandíbula fuerte, cuando la vio inclinarse para leer la inscripción. Advirtió que de pronto se ponía en tensión, y luego caía de rodillas ante la tumba y se cubría el rostro con las manos, pues Cassandra acababa de leer estas conmovedoras palabras: «Aquí yace Charlotte, amada de Thomas, ate o fim do mundo.» Entonces Wend se equivocaba... Charlotte estaba muerta... no había huido. Pero su Thomas la había hallado y levantado esa lápida. Cassandra sintió que calientes lágrimas le llenaban los ojos ante la idea de que esos enamorados separados desde hacía tanto tiempo no hubieran podido volver a encontrarse. Estuvo arrodillada largos momentos, deseando poder devolver a su madre la vida... Después que se puso de pie y se alejó, el «observador» se aproximó, curioso, y leyó la inscripción a su vez. Como no sacó ninguna conclusión, trepó de nuevo a su carruaje y la siguió otra vez, ahora a la posada pintada de verde, la Ilha Verde. Allí se mezcló con el gentío y sus ojos, duros como el cristal, se entornaron cuando vio el efecto que la dama producía en un caballero de cabello oscuro, que en ese momento bajaba por la escalera y que se detuvo en seco al verla, la miró pasmado, y luego se volvió y regresó. La dama, pensó el «observador», había resultado ser muy interesante. Sacó su bello reloj de oro, de bolsillo, y frunció el entrecejo. Era mejor no llegar tarde a su cita... al príncipe no le agradaría. Podía reanudar al día siguiente su vigilancia de la belleza
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inglesa. Se movió con la desenvoltura y seguridad de su clase por entre el gentío de Ilha Verde, y permaneció en los alrededores, ceñudo, impaciente. Unos momentos más tarde un lujoso vehículo tirado por caballos blancos se detuvo junto a él. Los recién llegados a Ilha Verde se asomaron para ver quién partía en una carroza real. Se habrían sorprendido al enterarse de que el alto caballero que subía al vehículo dándose tantos aires no contaba con medios visibles de subsistencia, ni tenía sangre real... a no ser que se pudiera contar como tal una rama que provenía de los juguetees de Juan de Gante, desaparecido hacia tiempo y detentador ilegitimo de poder en Inglaterra. Ese joven era un espadachín aventurero ―había sido expulsado por jugar con naipes marcados o con dados cargados, por acostarse con damas ya comprometidas con hombres de fortuna y poderío de más de la mitad de las capitales de Europa. Y expulsado de Oxford, dado de baja en el ejército, rechazado por su familia, con la advertencia de que no debía regresar a Londres, había viajado bajo diversos nombres- El más reciente ―y el que usaba allí― era Leeds Birmingham. Ninguno de los nombres le pertenecía. Los había elegido, con irónico sentido del humor, de entre los de muchas ciudades de las cuales había salido montado en un caballo veloz, perseguido de cerca. Su cara, que habría sido demasiado atractiva a no ser por el siniestro agregado de un par de cicatrices de duelos, sonreía, pensativamente. Apoyó el codo en la ventanilla abierta de la carroza, satisfecho con la brisa que soplaba contra su frente bronceada y su cabello oscuro, mientras era transportado a través de Lisboa, hacia una conocida taberna. El príncipe quedaría muy complacido, pensó, con su labor de ése día. Cassandra, preocupada con la búsqueda de su madre, y alicaída al encontrar la
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tumba, pues había alimentado la esperanza de que aún estuviese con vida, ni siquiera advirtió que Leeds Birmingham merodeaba en segundo plano. Y al regresar a Ilha Verde no observó el comportamiento del caballero de cabello oscuro que subió corriendo al verla y que en ese momento ardía de inquietud. Se paseaba de un lado a otro. ¡Sin duda ella no le había reconocido! No, por supuesto que no, eso era ridículo. El la había visto a ella cuando iba a la escuela en Cambridge... ¡y nadie hubiera podido olvidar esa cara! En verdad, era ésta la que le había hecho mostrar interés por su hermana menor, con la esperanza de obtener una presentación ante la Belleza, como los estudiantes de Cambridge habían bautizado a Cassandra. Pero ―se mordió el labio y recordó―, ella había huido de la escuela antes que él hubiera tenido oportunidad de conocerla. Phoebe habría podido muy bien describírselo con detalle, pero esa descripción podía adecuarse a un millar de hombres. Cassandra no tendría manera de recordarle, a no ser que, por alguna casualidad infortunada, alguien se lo hubiera señalado. De todos modos, era un riesgo que no se atrevía a correr. Salió de prisa y se golpeó con una puerta del corredor... la puerta de una habitación más lujosa que la suya. La doncella de la dama le atendió y le hizo pasar. Una joven de aspecto más bien tímido, a pesar de la elegancia de su vestido, le saludó, y al ver su expresión preguntó, ansiosa: ―Clive, ¿qué ocurre? ―He oído un rumor, Della ―murmuró Clive, mirando alrededor, como si las paredes tuvieran oídos-, sobre que podría haber un caso de peste aquí, en Ilha Verde. -¿Qué? -Della se puso de pie de un brinco-. ¡Pero entonces debemos salir de Lisboa enseguida! ¡Correré al lado y le diré a mamá que debemos hacer el equipaje para viajar a Inglaterra!
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-Eso no hace falta todavía, Della. Es posible que ni siquiera sea cierto. ―Con un gesto imperioso, Clive, el Clive de Phoebe, lord Houghton, le impidió que se precipitara hacia la puerta- Tengo una solución mucho mejor. Hay un lugar que me han dicho que debemos visitar, y se encuentra a cierta distancia de Lisboa, cerca de la aldea pesquera de Cascáis. Podemos recoger nuestras cosas, salir de esta posada enseguida y viajar allá. Podemos hacerlo sin prisa, y si nos enteramos de que la peste se extiende en Lisboa no regresaremos; seguiremos viaje a Oporto, y allí tomaremos el barco a casa. -¡0h, Clive, todas tus ideas son espléndidas! -La mirada de la joven Della era de adoración―. Correré a decírselo a mamá. Si siquiera se piensa en la peste aquí, en la posada, estoy segura de que querrá viajar en el acto. -Se detuvo en la puerta-. ¿Adonde dijiste que iríamos? ¡Bueno, había salido muy bien del paso! Clive sonrió. -Está en Estoril, y se llama Boca do Inferno... Della le dirigió una mirada de duda. Luego apareció otra vez su sonrisa de confianza. -Estaremos listas dentro de una hora, Clive. De regreso a su habitación, Clive se enjugó la frente. Había vivido una mentira en esas últimas semanas, y no tenía la intención de permitir que se derrumbase sobre su cabeza. Las damas con quienes viajaba ―lady Harrington, su hija Della y sus respectivas doncellas- lo consideraban un soltero muy apreciado, aunque un tanto deslucido. La intención de él era que conservasen esa creencia. Clive había hecho una carrera de la mentira. Poseedor de una buena posición social, de familia adinerada, con una madre que chocheaba con él, y de cierta gracia juvenil (sus amigos le decían que tenia el aire melancólico de un poeta), el joven lord
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Houghton se había abierto paso en Inglaterra. Luego surgieron varias desgracias ―pendencias con mujeres, deudas de juego no cubiertas, la expulsión de ciertos clubes de Londres― que ni siquiera su tolerante madre, la marquesa viuda de Greensea, pudo aceptar. Con la intención de «hacer de él un hombre», le cortó los fondos mientras estaba en Cambridge. Phoebe se enteró de ello. Y había hecho circular el rumor de que era una gran heredera. Clive no mordió del todo el anzuelo. Sedujo a Phoebe -o más bien pensó que la había seducido, aunque en verdad fue al revés-, y la encontró emprendedora e ingeniosa en la cama. Le asombró semejante talento, y su edad. Y con eso como cebo, aceptó llevarla a Londres y concretar un matrimonio de la calle Fleet. Razonó que si Phoebe no era una heredera, no estaría peor que antes, porque los casamientos de la calle Fleet no eran legales, y si las afirmaciones de ella resultaban ser ciertas y era en verdad una heredera de grandes posesiones en las colonias, pregonaría el hecho de que la había seducido, y el padre de ella le obligaría enseguida a casarse. En Londres, después de la ceremonia de la calle Fleet, se enteró de la destreza de Rowan Keynes con la espada, y modificó un tanto sus planes. Se conformó con huir con Phoebe al campo y esperar los acontecimientos. Y durante un tiempo, la inventiva de ella ante los terratenientes y los comerciantes, su habilidad para organizar huidas -no en vano era la hija de Rowan―, le mantuvieron cautivado. Pero no llegaba dinero alguno, y cuando volvieron a Londres él tenía todas las intenciones de abandonarla y tratar de hacer las paces con su madre, quien se había negado a verle desde que se unió a la rebelde Phoebe. Había pasado por alto una sola cosa: el correr del tiempo. Rowan Keynes cayó sobre él y le explicó las cosas a punta de estoque. Obligado a casarse con Phoebe -y lo hizo con bastante docilidad, cuando se dio cuenta de que ya era su esposa según el
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derecho ordinario y que si satisfacía a su padre con una boda por iglesia, habría una gran dote-, intentó reconciliarse con su madre. Pero la marquesa viuda consideraba escandalosa la conducta de Phoebe, y no mucho menos la de su hijo. Lloró, pero se negó con firmeza a recibirles. Rompió las cartas de él, sin siquiera leerlas, y por lo tanto no se enteró de que su hijo se había casado con su querida por la iglesia. Abandonada a sus propios recursos, la pareja se estableció durante un tiempo en Kent, pero muy pronto la afición de Clive al juego y las extravagancias de Phoebe devoraron la generosa dote de ella, y debieron huir, una vez más, de los acreedores. Los años que siguieron fueron tormentosos. Cuando contaban con fondos, vivían en grande. Cuando no, se peleaban. En ocasiones Clive amenazaba con dejarla... y una o dos veces lo hizo. Ella le encontraba siempre, y con dinero ―sonsacado a Rowan Keynes, quien hallaba difícil negarle lo que le pedía―, se reconciliaban. A la larga, Phoebe llevó a la bancarrota a su padre, y después de eso perdió todo contacto con él. Clive se entusiasmó ante la noticia de la muerte de su suegro, pero parecía que Phoebe nada recibiría de la herencia. La casa de Grosvenor Square había sido vendida hacía tiempo para pagar deudas. Phoebe no tenía expectativas de futuro; estaba alejada de su hermana mayor, que vivía en algún lugar imprevisible... Cumberland, le parecía a él. Su situación era desesperada, cuando Clive la analizó. Dejó a Phoebe en Liverpool, diciéndole que haría un esfuerzo más -esta vez él solo- para lograr que su madre los aceptara. Phoebe se alegró de esperar. Pero el método de él para conseguir que la marquesa lo recibiera habría hecho dudar incluso el robusto corazón de Phoebe, Hizo saber que su «amante» había huido con un capitán de barco, a Norteamérica, y que lamentaba muchísimo todos los
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problemas que había causado. Fue recibido como un penitente. Y a fin de cuentas, por qué no, razonó su madre. La reputación de Clive estaba un tanto empañada, pero todavía podría hacer un buen matrimonio. Se dedicó a ello en el acto. Dos de sus buenas amigas, lady Rhoads y la condesa de Scattersby, se encontraban a punto de viajar a Portugal, con la esperanza de que el clima más benigno de Lisboa curase a la condesa de su doloroso reumatismo. Y llevaban consigo a lady Harrington y a Della, la hija de ésta, quien, si bien era una joven apocada que había producido muy escaso impacto durante su primera temporada en Londres, se convertiría ahora en la heredera de una gran finca, pues su medio hermano Roger había muerto en primavera y su anciano abuelo, que tenia la intención de legar su fortuna a Roger, ahora pensaba dejárselo todo a la joven Della. Ah, Della causaría una gran impresión en Londres, en esa temporada, profetizó lady Rhoads, ¡pues para entonces habría circulado la noticia de su nueva fortuna! ¡No, no lo haría!, juró en silencio la marquesa. ¡Porque para entonces su hijo Clive ―un bribón muy apreciado― habría arrancado del árbol la manzana de oro! ―Lady Rhoads te ha invitado amablemente a su viaje ―dijo a su hijo―. Sé que Della no es bonita, pero heredará la mitad de Northumberland. -(La marquesa tenía tendencia a la exageración, pero su hijo entendió bien.)― ¡Espero ―se inclinó hacia adelante, frunciendo el entrecejo para subrayar sus siguientes palabras― que regreses de Lisboa como prometido de la hija de lady Harrington! Y con ese fin financió el viaje de Clive y le envió a su ex sastre para que lo dejara «presentable». ¡Había sido tan maravilloso estar de nuevo con su propio grupo, gastando dinero otra vez, sin otra preocupación en el mundo, aparte de que la ropa le sentara bien! Y se mostró tan amable e hizo la corte de manera tan ardiente a la
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susceptible Della, durante todo el viaje a Portugal, que cuando se enteraron en Lisboa que el esposo de lady Rhoads había fallecido y que ella y la condesa se embarcaban de prisa hacia Inglaterra, lady Harrington resolvió permanecer en la capital portuguesa, «ya que Clive y Della se entienden tan bien». Ocupado en el disfrute de los placeres de Lisboa, Clive llegó a olvidar a Phoebe por un tiempo, aunque ella lo aguardaba en Liverpool. Pero la visión de Cassandra, que entraba, algo increíble, en su posada de Lisboa, puso enseguida a Phoebe en su memoria. Y lo hizo partir con su grupo a visitar la Boca del Infierno. Pues Cassandra tenía que saber que Clive y Phoebe estaban por fin casados legalmente, y no debía encontrarse con lady Harrington o con Della. De lo contrario, era inevitable que se supiera toda la verdad, y las posibilidades de él resultarían arruinadas. Cassandra no tenía conciencia del alboroto que provocaba. De vuelta en la posada, después de comunicar a Wend la lúgubre noticia de que había, hallado la tumba de su madre, sus pensamientos volvieron a Cumberland... y a Drew, y a Aldershot Grange. Se preguntó, ansiosa, si Meg se ejercitaría lo suficiente, sí Trébol recibiría bastante crema. Por supuesto que sí, la regañó Wend, ¿pues no había prometido Livesay que se ocuparía de ambos animales? Y Cassandra suspiró y aceptó, porque, al igual que Wend, Livesay era más que un criado fiel: era un antiguo amigo de confianza. Aun así, a la luz de la mañana, al día siguiente de visitar el cementerio y la casa de Portas del Sol, Cassandra lamentaba a medias ese viaje apresurado a Portugal. Al adoptar su irreflexiva decisión ―y era una mujer dada a las decisiones irreflexivas―, no había pensado para nada en lo difícil que seria realizar averiguaciones en un país
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extranjero, cuyo idioma no hablaba. En verdad, tuvo dificultades para entender qué significaban las palabras « Ate o fim do mundo », del pedestal de la tumba de su madre. «Hasta el fin del mundo.» Esto puso un nudo en la garganta de Cassandra. E hizo que se diera cuenta otra vez cuan difícil resultaría averiguar algo más respecto a su madre, Tal vez había hecho mal en ir... Inquieta, después del desayuno salió a caminar. Y era seguida con discreción por Leeds Birmingham, quien ese día también vagaba por las tiendas, después de haber recibido, la noche anterior, el reconocimiento del príncipe, por su esfuerzo. Caminando, Cassandra se detuvo ante una sombrerería. Abrió la puerta y miró hacia el interior, pero luego se dijo con severidad que no necesitaba otro sombrero, y la cerró de nuevo. Leeds Birmingham había observado esa maniobra, y estaba a punto de pasar de largo ante la sombrerería cuando la puerta se abrió de golpe y una mujer vestida de negro salió a la calle, de un salto. Era alta y morena, y delgada como un junco. Tenía facciones acusadas y un rostro muy duro... una cara que Leeds Birmingham conocía muy bien. Se colocó detrás de dos caballeros que discutían, tratando de convencerse, el uno al otro, de ir en distintas direcciones, y observó. La mujer de negro dio un paso adelante, hacia Cassandra, y de repente se volvió y entró de nuevo en la tienda. Un momento más tarde un joven salió de ésta a la carrera, casi alcanzó a Cassandra, y luego continuó detrás de ésta, con menos prisa. De manera que había más de un observador siguiendo a la inglesita. Los duros ojos de Birmingham se entornaron. Quizá la hermosa Cassandra no era, en definitiva, una elección tan prudente. Y si no, ¿por qué madame de Marcean, la sombrerera más
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cara de Lisboa ―y conocida agente del marqués de Pombal―, había corrido a la calle al verla, para luego enviar a alguien a que la siguiese? A fin de cuentas, todos sabían que el marqués de Pombal, que procedía de cerca de Coimbra y que cinco años antes había sido nombrado secretario de Relaciones Exteriores, surgía rápidamente como el hombre fuerte de Portugal, Hombre de enorme energía, Pombal era también un maestro en la intriga... y Leeds Birmingham tenia buenas razones para saberlo. Leeds sabía además ―porque por sugerencia del príncipe Damiáo tenia vigilado el lugar― que varios de los agentes de Pombal visitaban el exclusivo establecimiento de sombrerería de madame de Marceau a distintas horas, y a menudo llegaban o se iban por la puerta trasera. A Leeds le resultaba claro que Pombal había reclutado ― ¡sólo Dios sabía cómo!― a esa irritante francesa cuyo pasado parecía resistirse a toda investigación, y que sin duda la utilizaba para espiar a las aristocráticas damas que frecuentaban la tienda y cuyos comentarios irreflexivos podían cuando menos proporcionar informaciones útiles y en el mejor de los casos complicar a sus esposos y amigos en conspiraciones contra la Corona... pues Pombal era la celosa mano derecha del rey. En verdad le resultaba extraño que la joven inglesa hubiera producido un efecto tan asombroso sobre la misteriosa madame de Marceau. Todo muy raro... y muy desconcertante. Leeds Birmingham resolvió que era hora de conocer a la dama. Se inclinó y sostuvo una conversación susurrada con un pilluelo de la calle descalzo. Una moneda cambió de manos. El chico asintió, arrojó calle arriba el palo que llevaba y se lanzó a la carrera a recogerlo, tropezando por detrás con Cassandra, de modo que una de las piernas de ella se dobló... retrocedió tambaleándose y casi cayó entre los brazos del caballero de sedas de color damasco que había corrido a sostenerla.
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― ¡Por Dios, ese chico se estrelló contra mi! ―exclamó ella, tratando de enderezarse. En la confusión del momento, no se dio cuenta de que un joven, cerca de allí, se había detenido y miraba fijamente a Leeds, pero éste sí lo advirtió. Su semblante exhibía una sonrisa divertida cuando vio que el joven se volvía y regresaba con rapidez a la sombrerería... sin duda para informar acerca de ese encuentro de la dama a quien seguía con el amigo del príncipe Damiáo. Leeds dedicó toda su atención a Cassandra, que le sonreía. ―Gracias por sujetarme, señor. Leeds Birmingham agarraba con firmeza a la dama. ― ¡Cuando tienen menos de diez años -rió-, los niños son un peligro en la calle! ―Enderezó con cuidado a Cassandra, la observó con súbito interés- ¡Vaya, es usted la dama a quien vi ayer! ―exclamó―. ¡En el cementerio, al lado de ese pedestal excepcionalmente alto, con la maravillosa inscripción! ―Sí. ―Cassandra se sintió encantada de que el hombre que acababa de salvarla de una caída hablase el inglés-. ¿La conoce? ―En Portugal todos conocen esa inscripción. Ella le miró, fascinada. ― ¿Cómo puede ser? ―Porque es la misma que figura en la tumba de Inés de Castro. Una inscripción famosa y una historia trágica... ¿quiere conocerla, señora...? ―Cassandra Dunlawton - ¡Y me agradaría mucho escucharla! -Leeds Birmingham, a su servicio. ―Hizo una reverencia―. Pero como el sol está tan ardiente y la historia es tan larga, preferiría no contársela en la calle. El Pollo Real está cerca, y sirven un excelente gazpacho. ¿Quiere acompañarme? –Le ofreció el brazo. Por lo general, Cassandra no habría ido a ningún lugar con alguien conocido por
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casualidad en la calle. Pero ése era un país extranjero y resultaba evidente que ese caballero tan bien vestido y que hablaba tan bien era inglés, el sol quemaba y se sabia que el Pollo Real era la mejor posada de Lisboa. Aceptó el brazo que se le ofrecía. En un rincón poco iluminado del gran comedor, frente al gazpacho, Leeds Birmingham le sonrió a los ojos y comenzó a hablar. -Inés de Castro era doncella de la joven Constanza, esposa de Pedro, príncipe de la Corona... y muy bella. El príncipe se enamoró locamente de esa doncella, quien se convirtió en su amante. Después que Constanza murió de parto, él se casó con InésPero ésta tenía enemigos. Convencieron al padre de Pedro, el rey Alfonso IV, de que el príncipe estaría mejor sin Inés... y luego la asesinaron. Cassandra ahogó una exclamación. «Corazón tierno», pensó Birmingham, feliz. -El príncipe Pedro estaba destrozado por la pena. Juró vengarse. Dos años más tarde ascendió al trono... y la vengó. Siguió hasta Castilla a los cortesanos que la habían matado y... ―Se interrumpió, sonriendo―. No creo que quiera escuchar lo que les hizo. Digamos que entre otras cosas les hizo arrancar el corazón... algunos afirman que lo hizo él mismo. Cassandra se estremeció. -Y después ―su agradable voz masculina se hizo más profunda― ordenó que desenterrasen a Inés, la vistió con un traje real, la sentó en su trono y la coronó como su reina. Todos los cortesanos fueron obligados a besarte la mano y a jurarle fidelidad, para luego llevarla en su litera a una gran tumba que mandó construir para ella en la Abadía de Alcobaca, una tumba colocada lado a lado con la suya, de manera que ―éstas son palabras de él- la de ella fuese la primera que viese el Día de la Resurrección. E hizo tallar en ella: “Ate o fim do mundo”
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-«Hasta el fin del mundo» -musitó Cassandra, con los ojos brillantes de lágrimas. Leeds Birmingham observó esas lágrimas con satisfacción. Ah, a fin de cuentas había hecho la elección correcta. Ella debía pasar una prueba más... Conversaron largo rato ante el gazpacho, y cuando ella salió sintió que conocía todo lo relacionado con él. Tenía una mansión en las afueras de Southampton, su fortuna provenía de actividades navieras, había sido rechazado por su prometida y sus hermanas sugirieron un viaje por mar como la mejor manera de olvidar un amor no correspondido. De manera que ella no era la única que huía de un amor que nunca podría ser. Cassandra sintió una oleada de simpatía por Leeds Birmingham. Su ofrecimiento de cenar juntos fue aceptado calurosamente. A la mañana siguiente se encontraron de nuevo, en apariencia por casualidad ―aunque en secreto Cassandra estaba segura de que la casualidad nada tenía que ver en ello―, delante de la posada de ella. -¿Y dónde vamos hoy? ―se preguntó él―. Porque Lisboa tiene muchas cosas que ver, y me agradaría mostrártelas todas, ¡y mostrarte a ti ante ellas! -agregó, galante. -Bien, me encantaría, pero primero debo arreglar algo. ―Cassandra agitó una hoja de papel que le habían entregado junto con el desayuno―. Aquí tengo una nota de la sombrerería de madame de Marceau, que me dice que debo recoger un sombrero. No sé nada al respecto, pero creo que debería ir a explicar que se han equivocado de persona. El propio Leeds había enviado la nota... para ver si ella se lo diría o si correría en secreto a la tienda de la agente de Pombal, la sombrerera madame de Marceau. Le dedicó una amplia sonrisa. -Bien, solucionemos primero ese asunto del sombrero ―sugirió, encantado de que
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Cassandra pareciera no conocer a madame y curioso por averiguar por qué la dama había hecho seguir a Cassandra. Entraron juntos en la tienda. Les anunció la campanilla de encima de la puerta. Una empleada sonriente se les acercó. ―Soy Cassandra Dunlawton ―anunció Cassandra―, y tengo aquí una nota de madame de Marceau. ―La agitó, airosa. ― ¿Una nota? ―La joven pareció dudar―. Ah, aquí está madame. Una alta figura fúnebre, vestida de negro, entró en el salón. Desde la parte de atrás, madame de Marceau había oído que la joven y clara voz de Cassandra pronunciaba su nombre. ―Se me dice que hay un sombrero para mí aquí, madame. Tiene que haber algún error. Yo no he comprado ningún sombrero. ―Déjeme ver la nota. ―Madame la leyó―. Yo no escribí esto, madame Dunlawton. ― ¿No? ―Cassandra se mostró perpleja. ―Pero me alegro de que la haya traído aquí. ―La mirada de la francesa la escudriñaba―. ¿El nombre de Annette significa algo para usted, madame Dunlawton? Desconcertada, Cassandra examinó sus recuerdos. ―No, no me... oh, sí, ahora recuerdo. Conocí a una Annette Farraway en la escuela. Pero no la he vuelto a ver desde entonces. Se casó y se trasladó a Dorset. De manera que Rowan no había considerado conveniente hablar de ella a su hija... Annette sintió un aguijonazo de pena. Había visto a Rowan una sola vez desde que él se fue de Lisboa, y fue una entrevista breve, en Londres. Entonces él le dijo que su hija mayor, Cassandra, se había casado con un escocés llamado Dunlawton. Ahora, entre atraída y hostil, Annette
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examinó a la deslumbrante rubia que tenía ante si... la hija de Rowan tenía la misma cara de Charlotte. En verdad, Annette había salido corriendo a la calle, el día anterior, en la creencia de que era Charlotte quien había abierto la puerta de su tienda. En el acto envió a un joven a seguirla, pero se dio cuenta, aun antes de que éste regresara para informar acerca del encuentro con Leeds Birmingham, que Charlotte no podía ser esa joven, que debía tratarse de la hija. ―No, no hablamos de la misma persona, madame Dunlawton -dijo por último. Annette dirigió entonces a Leeds Birmingham una mirada fría, que significaba: ¡A pesar de las compañías que eliges! Leeds le sonrió con afabilidad. ¡Se daba perfecta cuenta de que a los agentes de Pombal no les agradaría ningún amigo del príncipe Damiáo! Annette se volvió hacia la desconcertada joven- Yo conocí a su padre Rowan Keynes. ― ¿Sí? Pero, ¿cómo...? Perdón, pero creía que mi padre había hecho un solo viaje breve a Portugal -confesó Cassandra. ―Le conocí en París... y en otros lugares. -Los penetrantes ojos oscuros continuaban examinándola―. No se parece en nada a su padre, madame Dunlawton -fue el apenado comentario de Annette. ―Así me lo han dicho. -Cassandra rió-. Pero mi hermana menor, Phoebe, es su propia imagen. ― ¿De veras? Me agradaría conocer a Phoebe. ―Bueno, dudo que eso sea posible. Está en Inglaterra. -Cassandra se puso seria-. Mi padre falleció hace un tiempo, en Londres. ―Si, lo sé. ―Por Rowan, usaba Annette, y la usaría siempre, la ropa de luto. Para recordarlo-. Lamento su pérdida, madame Dunlawton. Fue el mejor amigo que tuve
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nunca... y el mejor hombre que conocí. Bien, esa francesa era la primera persona que decía eso acerca de su padre. Cassandra se sintió impresionada. ― ¿Conoció también a mi madre? Algo ― ¿podía ser desprecio?― pasó fugazmente por la oscura mirada pensativa clavada en ella, ―Si, la conocí. ― ¿Puede decirme algo acerca de su vida aquí, en Lisboa? ―Interrogó Cassandra―. ¿Cómo murió? ―Hablamos de la mujer cuyo pedestal es más alto que su lápida ―intervino Leeds, con tono de conversación normal. Madame le dirigió otra fría mirada. ―Nada sé respecto a pedestales. -¡Aunque desde luego que iría a verlo!―. ¡Pero sí sé que tuvo una hermosa procesión fúnebre! ―Pensé que quizá pudiera decirme cómo murió, ¡De manera que era eso! La joven había ido a investigar. ―Lo siento. ―Madame se puso cortésmente distante―. En verdad no lo sé. ―Gracias. ―Cassandra se sintió desanimada. Había abrigado la esperanza de que esa antigua amiga de su padre supiera algo más respecto a su díscola y joven madre. Leeds Birmingham descubría que también él deseaba saber cómo había muerto la madre de Cassandra. Cuando salieron a la calle, sugirió que trataran de examinar registros, buscar al médico que la había atendido. ―OH, ¿podemos hacerlo? -Cassandra se mostró tan agradecida, que él se sintió casi avergonzado. ―Claro que si. -Marchó por la atestada calle, al lado de ella, caminando por el
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lado exterior de la acera para protegerla de los vehículos o jinetes que pasaban. De pronto el sombrero de Leeds fue derribado de su cabeza, y hubo un sonido como el bufido de un gato. Cassandra nunca había visto a un hombre moverse con tanta rapidez. Con un súbito y ágil gesto, Leeds Birmingham se había vuelto, desenvainado la espada... para hacer frente a una imperiosa joven pelinegra, magníficamente vestida, sentada en un reluciente caballo negro, con el semblante cubierto por un sombrero negro, amplio, tachonado de plata. Cassandra vio que en una manó enguantada sostenía una pequeña fusta. Era ella quien había lanzado el bufido, ella quien derribó con su fusta el sombrero de Leeds Birmingham. Y ahora lo miraba con furia, rodeada de sus acompañantes, dos jinetes... no sentados en sillas de montar tachonadas como la de ella, pero con aspecto bastante competente y preparados para luchar. Y detrás de ella, en un carruaje, una mujer de más edad, vestida de negro, agitó un pañuelo y suplicó: « ¡Constanza! ¡Constanza!». Y luego siguió un torrente de gemidos en portugués, que Cassandra no entendió. Toda la conducta de Leeds Birmingham se modificó en un instante. ― ¡Doña Constanza! ―Le dirigió una profunda reverencia mientras recogía su sombrero, y le sonrió-. ¡Cuan agradable volver a verla! Doña Constanza hizo girar la cabeza del caballo y lo espoleó, embistiendo casi a un grupo de peatones que saltaron fuera de su paso. El carruaje continuó rodando hacia adelante, sus acompañantes la siguieron con rapidez... todos desaparecieron, como si nunca hubieran estado allí. Y Leeds limpió su sombrero. ―Una mujer peligrosa. Doña Constanza ―caviló―. Por sus venas corre la sangre ardiente del Alentejo. ―Se volvió hacia Cassandra―. Es una tierra seca, dura, muy
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parecida a la de Castilla. Una región desolada, donde los jabalíes negros desentierran bellotas bajo los alcornoques y se crían toros bravos. «Y también mujeres bravas», pensó Cassandra, irónica. ― ¿Por qué te odia tanto? ―preguntó con curiosidad. Los amplios hombros cubiertos de seda de color melocotón se encogieron. ―Doña Constanza Varváez, que vive en uno de los palacios rosados que pronto veremos, es la prometida de uno de los hijos menores del rey, el príncipe Damiáo. Le molesta la influencia que tengo sobre él. Cassandra sintió que la recorría un estremecimiento... ¡Un príncipe real! ― ¿Y tienes mucha influencia sobre él? ―interrogó. ―Espero que sí. ―Lo dijo con gran firmeza, mientras envainaba su espada y volvía a calarse el sombrero. Dos días más tarde se enteraron de que el médico que afirmaba haber atendido a Charlotte en su lecho de muerte había fallecido. Leeds Birmingham pensó que era mejor no revelarle que había sido ahorcado por envenenar a un paciente... era algo que él investigaría más adelante. Entretanto, estaba a punto de tenderle una trampa dorada. Decidió tenderla en lo que consideraba el lugar más romántico de Lisboa: la historiada Torre de Belem. Se detuvieron en uno de los balcones de piedra calada, con el agua verde que lamía, abajo, los muros de piedra. ―Este lugar ha visto muchas cosas ―dijo, refiriéndose a la torre almenada, con sus alegres diseños manuelinos de conchas, cuerdas y corales, labrados en la piedra―. Vasco de Gama zarpó de aquí y encontró la ruta marítima a las Indias. Regresó con la mitad de sus hombres muertos y una bodega repleta de riquezas: especias, joyas. ―Su voz se hizo soñadora―. Y se convirtió en Virrey de la India. ―Levantó la mano en un
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saludo silencioso al gran descubridor. -¿Te gustaría ser virrey? -preguntó ella. -Me agradaría convertirme en un hacedor de reyes. ―Su tono era melancólico― Pero más que eso, me gustaría conseguir que los reyes y los príncipes lograsen la felicidad, como la consiguen otros hombres. ― ¿Qué quieres decir? ―Cassandra se sintió desconcertada. El se volvió hacia ella. ―Has visto a Constanza. El joven príncipe no la ama, pero la familia de ella es muy poderosa. Poseen enormes pertenencias en Alentejo, y su padre le obligará a casarse con ella. Cassandra suspiró. Suponía que ése era el destino de los reyes, entrar en matrimonios sin amor. ―El príncipe Damiáo se encuentra en serios problemas ―suspiró―. Un hombre nunca estuvo más necesitado de amigos ―agregó, lúgubre. Cassandra sabía que no debía hurgar en los asuntos del joven príncipe, pero no pudo evitarlo. ― ¿Que clase de problemas? -Te lo diré en forma estrictamente confidencial ―dijo él, y añadió, pensativo―: ¿Puedo confiar en ti, Cassandra? Pues está en juego la vida de una mujer. Los ojos verdes que lo miraron eran firmes y valientes. ―Puedes confiar en mí, Leeds. -El príncipe Damiáo ha tenido la desdicha de enamorarse de una muchacha de Nazaré... la hija de un pescador. Si el príncipe hubiera sido su abuelo, el rey Joao V, habría podido llevarla al monasterio de Odivelas y divertirse allí con ella. ― ¿Divertirse en un monasterio? ―dijo Cassandra, incrédula.
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El se encogió de hombros. -¿Por qué no? Es un lugar famoso por los escándalos. A fin de cuentas, en el patio del convento lidió el rey Alfonso VI con toros e hizo un torneo en honor de Ana de Mouros, a quien había prometido convertir en su reina. ¡Extraño mundo, de veras! ―Pero, ¿y qué pasa con el pobre príncipe Damiáo? ―preguntó Cassandra. ¡Ah, la nota de pena de su tono era precisamente lo que había estado buscando Leeds! ―El príncipe Damiáo es irreflexivo y romántico. Se ha casado en secreto con la hija del pescador, y ahora, a medida que se aproxima la fecha de su boda con Doña Constanza, se encuentra en una situación desesperada. No se atreve a llevar a su esposa Inés a Lisboa... no sea que su padre les encarcele a ambos, o que los agentes del primer ministro de su padre, el marqués de Pombal, se la lleven a alguna parte, o que Doña Constanza la mate con un estilete. ―Suspiró otra vez―. Son momentos terribles para el príncipe Damiáo No sabe qué hacer. A Cassandra le dolió el corazón por la hija del pescador de Nazaré. El amor del príncipe tenía incluso el mismo nombre ―Inés― que la trágica mujer cuyo epitafio coincidía con el de su madre. Otra Constanza, otra Inés... ―Es terrible que no puedan estar juntos ―dijo inquieta. ―Si. Terrible. ¿Sabes?, el padre del príncipe Damiáo hubiera aceptado de buena gana a una amante. El joven príncipe habría podido instalarla en un hermoso aposento propio, y visitarla a voluntad... antes y después del matrimonio. ¡Pero casarse con una doncella deseaba! ¡Nunca! ―Podría buscar a una actriz o cantante de espectáculos musicales e instalarla a ella como tapadera, en algún buen establecimiento, ¡y luego llevar a Inés como su «doncella» y visitarla allí, de todos modos! -dijo Cassandra, en una repentina
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inspiración, pues, al igual que su madre, Cassandra sentía con fuerza que nadie debía ser obligado a casarse sin amor. Los ojos como de cristal que la miraban se encendieron. ¡Leeds no podía imaginar su buena suerte ante el hecho de que ella lo hubiera sugerido! ―Sí, seria una buena solución... por lo menos por ahora ―dijo, sombrío―, ¿Pero dónde encontrar a semejante mujer? ― ¡OH, tiene que haber muchas donde elegir! El negó con la cabeza. ―Los agentes del marqués de Pombal están por todas partes, y la gente teme a éste... por buenos motivos. Si alguna vez llega al poder total que busca, en este país rodarán muchas cabezas. No, es demasiado peligroso. ¿En quién se puede confiar? Pues la mujer tendría que conocer la verdad, saber que no era la verdadera amante del príncipe, sino que lo era otra mujer de la casa. ― ¡Debe de haber multitud de mujeres que sean dignas de confianza! ―Replicó Cassandra―. - ¿Me estás diciendo que no existe en Lisboa una en la cual ese príncipe pueda confiar? ―OH, hay varias. ―Otra vez se encogió de hombros―. Pero ninguna que sea una belleza que la haga verosímil como amante del joven príncipe. Se sabe que prefiere a las bellezas. ¿Llevaría ahora a su lecho ―al menos en apariencia― a una tímida ratita cuya única virtud fuese la de que se puede confiar en ella? Entiende, Cassandra: si esa criatura no es en verdad deslumbrante, Pombal tramará una conspiración y lanzará a sus espías contra ella, y los descubrirá, y eso representaría un desastre para los dos.
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―Tiene que haber alguna ―insistió Cassandra con terquedad. Una luz repentina dio la impresión de aparecer en el bello rostro de Leeds Birmingham, con sus cicatrices de duelo. ―Hay una ―susurró, mirando a Cassandra―. Tú puedes hacerlo. Eres bella, eres extranjera, no tienes familiares en Lisboa, de modo que no se te puede extorsionar utilizándoles a ellos, y cualquier hombre que te viese creería que el príncipe pudo enamorarse de ti... ¡Tú puedes hacerlo, Cassandra! Ella retrocedía, y su brazo rozó con una de las columnas de piedra. ― ¡OH, no, eso es ridículo... ni siquiera conozco al príncipe! ― ¡Vamos, le conocerás! ― ¡No, Leeds, no puedo! ― ¿Por qué no? ―Los ojos de cristal de él chispearon al sol― Sería una maravillosa aventura, ¡algo para recordar toda la vida! ¡Vivirías en un palacio, viajarías en una carroza dorada, las cabezas se volverían para mirarte, murmurarían que eres la amante del príncipe! ¿Dónde está tu sangre alocada? ¿Esto no te atrae, Cassandra? Lo malo era que la atraía. Todas las fuerzas de su naturaleza romántica habían saltado para ayudar a la acosada pareja. ―No, yo... ―Cassandra. -Él la tomó del brazo con ligereza y ella sintió otra vez su dominante presencia masculina. Su piel pareció ondular ante el contacto. ―El príncipe me pide un gran favor en una ocasión. Cuando llegué a Portugal por primera vez, me sentía muy desanimado, vagando sin rumbo, nada me interesaba. En una pequeña aldea, la muchacha que me servía el vino se enteró de que yo iba a Évora ―no lejos de allí-, y me preguntó si podía acompañarme, pues temía hacer el viaje sola. Era muy bonita, y la monté en mi caballo, conmigo. Nos vieron salir juntos.
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Antes de llegar a Évora fuimos atacados por unos bandidos. Nos habíamos detenido ante una pequeña fuente, para beber. Me atacaron por detrás y perdí el sentido. Cuando volví en mí, vi que la joven estaba muerta... había sido violada y apuñalada. Supongo que los bandidos también me habrían matado, pero alguien que se acercaba los ahuyentó, y huyeron. En cuanto me puse en pie, tambaleándome, llegó un carro que llevaba a varias personas. Conocían a la muchacha muerta, eran de su aldea, y no quisieron creer mi relato. Yo mismo había violado a la pequeña Conchita, dijeron, y cuando ella me propinó el golpe que se veía claramente en mi cabeza, me enfurecí y la maté. Me llevaron al pueblo más cercano, y allí la gente se encolerizó de tal manera, que creo que habría sido ahorcado enseguida si el príncipe Damiáo no hubiera llegado en su caballo en ese momento, observado el bullicio, interrogado a la gente, escuchado mi historia..., y creído en ella. Ordenó que me soltaran y me llevó consigo a Lisboa. Más tarde los bandidos fueron hallados y ahorcados. Pero debo mi vida al príncipe Damiáo, y desde entonces nos hemos hecho buenos amigos y confía en mí. Esta es la única forma en que puedo pagarle. Antes que digas «no», Cassandra, ¡por favor, ven a conocer al príncipe Damiáo! El relato de él la había conmovido, y Cassandra, todavía sin desearlo del todo, pero queriendo ayudar a su nuevo amigo, aceptó conocer al príncipe Damiáo Los ojos de Leeds brillaron, triunfantes. ¡Hasta entonces había creído en sus mentiras! Ahora, si sólo pudiera llevarla un poco más lejos... ―Puedes conocerle ahora -declaró-. Sé dónde almuerza. De modo que Cassandra partió a ver al príncipe. Le encontraron comiendo a solas en el fresco patio de una posada que miraba hacia el mar. Cassandra nunca había conocido a un príncipe hasta entonces, pero le pareció que bastaba con una reverencia. Resultó tremendo descubrir que no hablaba el inglés. Durante el almuerzo, Leeds llevó
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la conversación ―y casi toda en portugués, con el príncipe―, de modo que Cassandra tuvo tiempo para observar a éste. No le pareció muy principesco. Moreno, menudo, muy cuidado y ataviado en forma afectada, de seda rosada, muy bordada en un tono rosa intenso. Habría considerado temible su expresión si no hubiese entendido el motivo de su desánimo, y mientras Leeds hablaba de su decaimiento pareció acentuarse, hasta parecer realmente trágico. ¿Cómo podía saber Cassandra que Leeds le alentaba, en portugués, a que se mostrase «condenado»? Después del almuerzo el príncipe se disculpó y los dejó. ―Bien, ¿qué te ha parecido? ―suspiró Leeds. ―No sé ―dijo Cassandra con sinceridad―. Pero siento pena por él, Leeds. ¿Qué ocurrirá cuando se conozca su matrimonio secreto con Inés? Leeds frunció el entrecejo. ―Bueno, no tengo dudas en cuanto a lo que será de Inés. Desaparecerá, los registros del matrimonio desaparecerán y Damiáo quedará libre para casarse con Constanza. ¡El destino de una joven descalza que había tenido la temeridad de casarse con un príncipe! Cassandra se estremeció. ― ¿Y el príncipe Damiáo? ―preguntó ella, inquieta―. ¿Qué será de él? Leeds se puso de pie. ―Ven, no debes preocuparte ―dijo―. Hice mal en pedírtelo. No sé qué me pasó. No tengo derecho a pedirte que corras semejantes riesgos. Sígueme, te llevaré de vuelta a la posada. ―No, quiero hacerlo, Leeds. ¿Qué será de él? ―Lo hemos hablado, Damiáo y yo. Me dijo que en el caso de ser descubierto, si separan a Inés de él -y por cierto que lo harán-, acabará con su vida. Traté de
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disuadirle, pero se muestra inflexible. Ya ves por qué me vi empujado a pedirte que hicieras eso, pero ahora que he tenido tiempo para pensarlo ―y el príncipe opinó lo mismo, se lo he preguntado hace un momento―, no podemos pedírtelo, Cassandra. Todo terminaría en un desastre, ella lo veía con claridad. A no ser que ella echase una mano. Ella, que había sido la responsable de la muerte de tantos hombres, tenía ahora la posibilidad de salvar a uno. ¡Pero la sola idea era una locura! ¡Hacer de amante de un príncipe! Parecía absurdo... y sin embargo... Tuvo la impresión de que el mundo daba vueltas alrededor de ella. Lisboa no era como Inglaterra. Era un lugar de cuento de hadas, fabuloso, irreal. Allí los sueños podían convertirse en realidad y los amores perdidos reaparecer. El buen sentido se reafirmó. ―Pero aunque su casamiento con Inés no sea descubierto, se verá obligado igualmente a casarse con Constanza ―señaló―. ¡Se convertirá en bígamo! ¿Y entonces? ―El príncipe abriga la esperanza de organizar su fuga con Inés mucho antes de eso- Ha estado enviando fondos en secreto fuera del país, según me dijo. Pero necesita un lugar donde puedan tomarse todas las medidas para la fuga, donde se pueda alojar Inés sin que recaigan sospechas sobre ella. Necesita... ―Necesita a alguien que finja que es su amante –suspiró Cassandra―. Alguien que pueda encubrir todas esas misteriosas idas y venidas. ―Y tú no eres quien tiene que hacerlo ―le dijo Leeds con decisión-. Debo de haber estado loco al sugerirlo. A fin de cuentas, ¿por qué habrías de mezclarle tú en los asuntos del príncipe? ¿Por qué, en verdad? Pero la antigua irreflexividad de Cassandra la dominó, y adoptó otra decisión no meditada. ― ¿Qué... qué tendría que hacer yo, si resuelvo intervenir? ―preguntó con
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incertidumbre. Leeds supo entonces que había triunfado. Tomó la mano de Cassandra y la besó. ―Muy poco ―le aseguró, con risa en su voz. Y era verdad. Cosa increíble, esa misma tarde Cassandra se vio -ante las asombradas protestas de Wend, porque a Wend había decidido no hablarle sobre Leeds Birmingham, salvo para decirle que había conocido a un inglés encantador, que la acompañaba a todas partes- llevada de Ilha Verde a un palacete rococó, rosado, cuya fachada principal daba a la plaza central. E instalada en otra parte del mismo palacio estaba Inés, una joven de piel dorada que caminaba descalza, con las tradicionales faldas amplias de Nazaré sostenidas por siete capas de enaguas plegadas. Una joven que sólo hablaba el portugués y que inclinaba la cabeza y hacia una reverencia cada vez que veía a Cassandra. ―Me gustaría que Inés no hiciera eso ―dijo Cassandra a Leeds, sintiéndose desgraciada, después que ella y Wend estuvieron allí unos días―. En definitiva, ella es la princesa, y yo sólo soy una impostora. ―No agregó que Wend, quien ahora iba de un lado a otro, y miraba a los criados portugueses con suspicacia, había observado, apenas esa mañana, que la descalza Inés parecía considerarla una reina. ―Inés sabe que aun aquí puede ser espiada ―dijo Leeds, cuyo repentino entrecejo fruncido hizo que Inés se alejara corriendo―. Y yo agregaría que incluso aquí nosotros podemos ser escuchados. Debemos vigilar nuestra lengua. ― ¿Y qué hay de esos hombres que se reúnen aquí? ―preguntó Cassandra, impaciente―. Yo estoy arriba, pero escucho sus botas paseándose por la noche. Sólo llegan al anochecer, y he estado espiando y los vi desaparecer por la parte trasera de la casa. A veces me ha parecido escuchar la voz del príncipe entre ellos. ¿Qué está ocurriendo?
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Durante un loco momento, Leeds deseó decírselo, pero contuvo las palabras. ―Ayudan a organizar la fuga del príncipe con Inés ―le dijo, imperturbable―. Y cuanto menos sepas al respecto, tanto mejor, Cassandra. Cassandra se mordió el labio. ―Yo... Este juego no puede seguir eternamente, Leeds. ―Está claro que no. ―Brotó una chispeante sonrisa en él― Pero puede seguir hasta el Día de Todos los Santos..., y falta apenas una semana para eso. Puedes soportar hasta entonces, ¿verdad? ― ¿Y qué sucederá en el Día de Todos los Santos? -interrogó Cassandra― Porque tengo entendido que el príncipe se casará con Constanza a la semana siguiente. ―En el Día de Todos los Santos el príncipe huirá del país, con Inés. Lo habría hecho antes, pero resulta difícil organizarlo. No debe dejar huellas que puedan seguir los agentes de Pombal. Y te quedarás llorando, diciendo que reñiste y que no sabes adonde ha ido. Y volverás a hundirte en la oscuridad, yéndote de aquí por un tiempo, pero siguiendo más tarde tu camino con las finas ropas y joyas que él te ha dado. ―OH, no pienso quedarme con... ―Tonterías ―le interrumpió él con rudeza―. Lo que él te da es poca cosa comparado con el servicio que tú le estás haciendo. Te quedarás con todo. Sus modales eran tan impetuosos, que Cassandra se sintió como si hubiera soplado un viento muy fuerte y barrido con su decisión. Pero a pesar de las seguridades de Leeds, después que éste se fue Cassandra se sintió acosada por un sentimiento de malos presagios. Wend lo advirtió y le preguntó qué ocurría. ―Nada ―le aseguró ella―. Sólo que pronto nos iremos. ― ¡Muy bien! ―dijo Wend con energía. Nunca había creído de veras en el relato
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de Cassandra, de que le habían ofrecido la casa por una pequeñez y que el ofrecimiento le había resultado irresistible. Cassandra estaba mezclada en algo, Wend no sabía en qué, pero deseaba que ambas estuvieran de vuelta a casa, en Aldershot Grange. En esos momentos, Cassandra deseaba lo mismo. Durante un tiempo había sucumbido al hechizo de la romántica Lisboa y al deslumbrante papel de la ayuda al príncipe, pero últimamente ―y tal vez debido al ruido de esas botas que iban de un lado a otro, abajo, por la noche― las sombras de ese palacio rosado parecían volverse más densas, y ahora entendía, por fin, cuan peligroso era el juego en que andaba. En Estoril; Clive, lord Houghton, disfrutaba de su propio juego. Pero a diferencia de Cassandra, desechaba la idea de que llegaría a su fin. Deseaba con desesperación verse libre de Phoebe, libre para casarse con la tímida hija de lady Harrington, libre para disfrutar de la rica vida que ofrecía semejante matrimonio. En un momento de debilidad había propuesto casamiento a Della... y esto fue aceptado con júbilo. Le prometió un anillo de compromiso en cuanto regresaran a Inglaterra. Lo que le daría en cambio seria el rudo golpe de enterarse de que no podía casarse con ella, que había mentido durante todo el tiempo. Pues no le cabía duda alguna de que en cuanto se publicaran las amonestaciones, Phoebe se enteraría... y caería sobre él como una arpía. Y lady Harrington se había negado en forma rotunda a permitir que Della se casara con él en Portugal. Quería una gran boda pública para exhibir lo que había pescado Della. Apresado en su propia trampa, Clive miraba la Boca del Infierno, como buscando ayuda en algún lugar del terrible abismo. Lo único que se interponía entre él y ese casamiento deslumbrante era Phoebe, su esposa. Y si eliminara esa barrera... Pensó larga e intensamente, mientras miraba el espumoso remolino lechoso absorbido por el mar, y llegó a lo que le pareció una decisión inevitable. No debía permitir que Phoebe se interpusiera en su camino. Tenía
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que eliminarla. La idea le hizo pugnar brevemente con su conciencia... eso no le resultaba muy difícil. Aunque a veces sus fechorías volvían a él para obsesionarle, Clive era capaz de doblegar su conciencia a su voluntad. Se puso a pensar en cómo hacerlo. Miró el espumeante caldero y supo que había encontrado el lugar perfecto para librarse de Phoebe. La atraería a Lisboa. Pondría a un hombre para vigilar su llegada. Y cuando llegase, deslizaría algo en la comida de lady Harrington, y en la de Della. No algo mortífero, sino algo que las dejara tan mal, que permanecieran encerradas en sus habitaciones durante dos o tres días. Y mientras estaban en sus cuartos, recibiría a Phoebe... en otra posada, por supuesto. Daría la impresión, en público, de estar en excelentes relaciones con ella. La llevaría allí, a Estéril. Y en la Boca del Infierno, cuando no hubiese nadie cerca, la atraería hacia el borde del abismo. ¡Un empujoncito, y se libraría de ella para siempre! Y pronto a lanzarse a la nueva y maravillosa vida que merecía. De pronto dejó de tener miedo de Cassandra. En verdad se sintió ansioso de regresar a Lisboa… ¡volverían al día siguiente! Se alojarían en otra posada, lejos de la Ilha Verde; no había nada que temer. Su vigilante del muelle le avisaría cuando Phoebe desembarcase. Se la llevaría con rapidez a alguna posada de las afueras, diciéndole que era lo mejor que podía permitirse..., y la eliminaría en Estoril. Las autoridades no tenían por qué relacionar a Phoebe con Cassandra..., el apellido de ésta ya no era Keynes. Cielos, habría debido darse cuenta antes de eso. Phoebe desaparecería, y Cassandra no se enteraría de ello. Así alentado por el pensamiento de liberarse de Phoebe, se sentó en el acto para escribirle una carta a Liverpool. «Reúnete conmigo en Lisboa -le escribió―. Me alojaré en Pico de Herró. Estoy
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ansioso por verte.» Se habría sentido sacudido al enterarse de que Phoebe ya sabía que estaba en Portugal. Se había topado con un orfebre a quien le empeñaba a menudo sus joyas... cuando tenía alguna que empeñar. Y el orfebre estaba en medio del gentío del muelle, despedía a su hija, y había visto a Clive subir a bordo de la nave, rumbo a Lisboa. Sin que Clive lo supiera, Phoebe ya se encontraba en camino. Y aunque las llegadas de los barcos eran siempre imprevisibles, el capitán del Castillo de Tormenta estaba en ése mismo momento en la oscilante cubierta, bajo la intensa luz del sol, diciendo a un grupo de pasajeros, entre ellos Phoebe, que tocarían puerto en Lisboa en una semana, si el tiempo los acompañaba. Phoebe no era la única persona interesada en estar en alta mar en ese momento. En Aldershot Grange, Drew Marsden había llegado a caballo, y Livesay, quien lo había discutido durante mucho tiempo con Wend, le informó a boca de jarro del motivo real por el cual Cassandra se había embarcado con rumbo a Portugal. ― ¿Me tiene miedo a mi? ―Drew se mostró desconcertado. ―No, la muchacha teme por ti -te corrigió Livesay―. La señorita Cassandra cree ser una mensajera de la muerte. Y no quiere añadirte a su lista. ― ¡Pero eso es ridículo! ―estalló Drew. ―Ello no obstante, eso es lo que ella cree. ―Livesay meneó la cabeza, como si nunca pudiera entender a las mujeres-. Cree haber llevado a cuatro hombres a su muerte... y todo por el amor hacia ella. Y le dijo a Wend que te ama demasiado para verte morir. De modo que ése es el motivo verdadero de que haya huido a Portugal, Drew no pareció tan inquieto como esperaba Livesay. Las palabras “te ama demasiado” eran las que le habían encendido el corazón. Cielos, él temía que Cassandra no le amara, lo temió cuando descubrió que había huido.
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Montó en su caballo y dirigió a Livesay una sonrisa confiada. ― ¡Bien, iré a Lisboa a traer a mi dama de vuelta! -dijo a Livesay, jubiloso, y partió en busca de un barco que lo llevara hasta allí. En rigor, aunque partió mucho antes que Phoebe, no pudo encontrar un barco…, todos parecían ir a otra parte, pero no a Portugal. Y cuando por último halló uno, las tormentas desviaron de su rumbo a la nave. Aunque Phoebe se había embarcado mucho después, su barco era más veloz y no tuvo que capear las tormentas que retrasaron a Drew. De modo que realmente Drew y Phoebe llegarían a Lisboa con sólo dos días de diferencia... y Drew antes que ella. Así estaban las cosas, y el Día de Todos los Santos que se acercaba con rapidez. Y entonces... Un coche negro y dorado entró en Lisboa. CAPITULO 34 El coche negro y dorado, a pesar de lo bello que era, y con las armas de una de las familias más orgullosas de España, estaba polvoriento y mostraba arañazos, pues había viajado por tierra desde Castilla. Sus dos ocupantes, un hombre y una mujer, eran elegantes en extremo. El hombre iba vestido de terciopelo negro... y exhibía una expresión melancólica en sus pálidas facciones. Sus largos dedos, en uno de los cuales se veía un anillo de sello con las armas de la familia, se curvaban en torno a un bastón de ébano y oro. Cuando la mujer hablaba, cosa que hizo muy pocas veces, pues pasó la mayor parte del tiempo en silencio, mirando por las ventanillas del coche, él le dedicaba toda su atención, y había una gran alegría en sus ojos oscuros cuando la miraba.
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La mujer ―en contraste con el hombre, desparramado a sus anchas al lado de ella― se mantenía erguida en el asiento, rígida. Su magnífico cuerpo estaba envuelto en ricas sedas negras, que susurraban con suavidad cuando se movía. No usaba joyas -aunque el maletín de cuero marroquí que tenía a sus pies se hallaba lleno de collares, aretes y anillos de oro y diamantes, y de varios hilos de perlas-, a no ser que se contase la delicada cadenita de oro que desaparecía en un medallón de oro, debajo de su jubón, o el sencillo anillo de duelo, de ónix negro, que nunca abandonaba su dedo. Ese anillo era un misterio para su doncella, quien viajaba en el carro de atrás y que llevaba el equipaje de la elegante pareja, porque por lo que podía saber la doncella, nadie había muerto. Se apearon en la mejor posada de Lisboa, el Pollo Real. Los esperaban, y las mejores habitaciones de la posada habían sido reservadas para don Carlos y su gente. Con esfuerzo y con la ayuda de su bastón, don Carlos subió por la escalera hasta su alcoba, contigua a la de la dama. Tropezó apenas al llegar a una butaca, y la dama se precipitó para ayudarlo, pero él la apartó. -No alborotes, Carlotta -le dijo, fatigado-. Manda a José a decirle al médico que he llegado a Lisboa y quiero verle ahora. ―Se inclinó en un súbito espasmo de dolor. Doña Carlotta se mordió el labio al verlo sufrir tanto, pero fue con rapidez hacia la puerta y ordenó al lacayo, quien esperaba allí en silencio, que buscara al médico -que, en definitiva, era el motivo del largo y difícil viaje que habían hecho― enseguida y lo trajera consigo. El médico llegó y hubo una conversación en voz baja que dona Carlotta, que esperaba, tensa, en su alcoba, no pudo oír. Nunca se le habla permitido estar presente, aunque don Carlos había tenido muchas sesiones con sus doctores en España... ni le
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permitió asistir a ésa. Don Carlos creía que un hombre debía soportar solo los golpes de la vida. Su dama, que ya volaba hacia la puerta cuando oyó los pesados pasos del médico que se alejaban por el corredor, se detuvo cuando su doncella -una bella inglesa a quien había encontrado en Barcelona, cuando Carlos buscó ayuda médica allí, el año anterior- le preguntó en inglés dónde debía poner su cofre de joyas. ―OH, ponlo en cualquier parte, Peggy -le contestó doña Carlotta en un inglés impecable: doña Carlotta hablaba tres idiomas. A Peggy se le formó un nudo en la garganta cuando vio salir a su ama. Tenía una enorme fidelidad a la dama española, que casi con certeza la había salvado de la cárcel y que prometió que después de ese viaje a Portugal ayudaría a Peggy a regresar a Inglaterra. Luego en un momento de vacilación, Peggy se echó hacia atrás el opaco cabello rubio rojizo y guardó el cofre de las joyas en el fondo de un baúl de tapa curva. En la habitación vecina, ya acompañaban al médico a la puerta. Oyeron que la puerta se cerraba tras él. Al entrar, doña Carlotta encontró a don Carlos mirando casi fijamente un crucifijo de oro que su criado, Esteban, había colgado en la pared. ― ¿Qué dijo el doctor? ―preguntó ella. Don Carlos se volvió y le sonrió. ―Dice que hay esperanzas ―le respondió, alegre― Vendrá todos los días para el tratamiento. ― ¿Será doloroso? ―preguntó ella en voz baja. Don Carlos se encogió de hombros con indiferencia. ―Habrá algún dolor, sí, pero abriga grandes esperanzas respecto de una mejoría. Era tan valiente... El corazón de ella sangraba por él. Habían buscado ayuda de tantos médicos, y ninguno de ellos le resultó útil. Era apenas una sombra del hombre
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con quien se había casado en Castilla, varios años atrás. El tratamiento era en verdad doloroso. Desde la habitación contigua, doña Carlotta podía oír a su esposo gemir... y lloraba al escucharle. Esa desdichada situación continuó día tras día, el médico llegaba y doña Carlotta tomaba sus comidas en su habitación y sólo la abandonaba para pasar a la habitación de al lado, para animar a su esposo. No aceptaba ninguna de las invitaciones que -por deferencia a la posición de don Carlos como hombre de poder e influencia en Castilla― eran llevadas por mensajeros al Pollo Real. Y entonces, de pronto, un día antes de la víspera de Todos tos Santos, don Carlos se puso de pie, inseguro, y anunció con alegría a su esposa, que el tratamiento de ese nuevo médico, de quien se decía que hacia milagros, estaba funcionando. Doña Carlotta le dirigió una mirada de preocupación. Ya había abrigado antes otras falsas esperanzas. ―No, es verdad ―insistió él, jubiloso―. Estoy mucho mejor. Te lo probaré. ¡Esta noche te llevaré a la ópera!, y mañana por la noche hay una recepción, ¿no es verdad? ―Si ―contestó ella maquinalmente―. En la casa de los Varváez. Para lord Derwent... sea quien fuere éste. ―Lanzó a don Carlos una mirada interrogante―. Jorge Varváez comunicó que quizá le recordaras los viejos tiempos. ― ¡Desde luego que así es! Jorge Varváez y yo hemos disfrutado de muchos galopes por las resecas llanuras del Alentejo, donde se crían los toros de lidia. Eso fue antes de que te conociera a ti, querida mía. Jorge te agradará. No sé nada de su esposa... es la segunda. Doña Carlotta se estremeció por dentro. También ella era una segunda esposa... y en su opinión, nada digna de un hombre como don Carlos. -Muy bien ―dijo con tono de duda―. Ya he mandado a decir que lo
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lamentábamos, pero haré saber a los Varváez que a fin de cuentas podremos asistir a la recepción de lord Derwent. -Bueno. -Él le sonrió. Durante un momento pareció el de siempre. Había otros que también pensaban asistir a la ópera esa misma noche. Clive se había aburrido muy pronto de Estoril y Cascáis. Se dijo que Cassandra había podido trasladarse para entonces a otra ciudad de Portugal... y en caso contrario podían eludirla con facilidad. Por lo tanto anunció que el pánico de la peste había sido una falsa alarma y llevó a lady Harrington y a su hija de nuevo a Lisboa... pero no a la misma posada. Esa vez eligió una ubicación menos adecuada, más arriba, un lugar llamado Sete Cidades. Sus damas no se mostraron muy complacidas, pero se apaciguaron un tanto cuando él anunció que esa noche irían a la ópera. La ópera tendría otro asistente inesperado, que llegó en barco esa mañana. Drew Marsden, angustiado porque la lenta bañera que por fin había logrado abordar fue atacada por tormentas y en consecuencia llegó tan retrasada a Lisboa, se alojó de prisa en la primera posada disponible y salió en busca de Cassandra. No la encontró. En su ansia por hallarla enseguida, anunció a todo el mundo que era su prometida y que había llegado a llevársela de vuelta a Inglaterra. Los portugueses son gente tolerante pero compasiva... no encontró a uno solo que no le dijese que Cassandra Dunlawton era conocida ahora como la amante del príncipe Damiáo. Pero en liria Verde, adonde fue por último, el propietario, que hablaba el inglés, se apiadó del alto joven, de firmes ojos grises. ―Deber僘s buscarla en la era, esta noche ―sugiri―. La mayor僘 de los ingleses de por aqu�son aficionados. Después de un largo y frustrante día de búsqueda, Drew decidió seguir su consejo.
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Cassandra asistiría, en efecto, a la ópera de esa noche. El propio Leeds Birmingham había hecho el viaje al palacio rosado de la plaza para asegurarse de ello. Encontró a Cassandra paseándose, un tanto desconsolada, por el enorme espacio, de suelo de mármol, casi cuadrado, del primer piso, que constituía el «vestíbulo» y en cuyo extremo se elevaba una hermosa escalinata. Al principio había resultado divertido viajar por Lisboa en una carroza dorada, adornada con las armas reales, y pasar los días como Leeds le había dicho que debía hacerlo una amante de reyes, con modistas y gente por el estilo, comprando abanicos de marfil y otras pequeñeces... porque el príncipe, especialmente ahora que la familia real monopolizaba los diamantes de Brasil, disponía de una bolsa casi sin fondo. Pero a Cassandra se le indicó que no debía hacer amistades («demasiado peligrosas», había advertido Leeds), y los criados de la casa no hablaban el inglés. En verdad, puesto que el príncipe mismo sólo hablaba el portugués, a no ser que Leeds los acompañara, Cassandra encontraba que sus veladas juntos ― ¡y eran muy pocas!― resultaban aburridas en alto grado. Además, al conocerlo más de cerca le resultó muy difícil sentir agrado por el príncipe; había algo en él, quizás una expresión huidiza en los ojos, algo despectivo en sus labios- Se había preguntado cómo pudo Inés enamorarse de él... por cierto que habría podido preguntárselo, pero Inés parecía rehuir todo contacto con ella. Y de todos modos, no habría servido de nada: también Inés hablaba sólo el portugués. Cassandra no podía saber hasta qué punto su vida era similar a la de su joven y encantadora madre: ambas criadas en las costas de las cristalinas Aguas del Derwent, ambas destinadas a la desdicha; lejos del hogar, una y otra se habían visto encerradas en una jaula dorada: Cassandra en un palacio rosado, tal como Charlotte se había visto encerrada alguna vez en una mansión de fachada desnuda, en Portas del Sol. En realidad, a Cassandra le inquietaba pensar en las reuniones secretas que se
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llevaban a cabo en la casa, por la noche... y en la participación del príncipe en ellas. ¿Cómo podía haber tantas cosas que organizar? ¿O trataba de trasladar el contenido del tesoro nacional fuera de Portugal, para que la descalza Inés caminara de verdad «sobre diamantes», como le agradaba decir a Leeds? La idea la hizo sonreír. Al saludarla en el gran vestíbulo de abajo, Leeds Birmingham se sintió muy impresionado, una vez más, por la sorprendente belleza de Cassandra, pero captó la expresión rebelde de sus ojos verdes. ― ¡Salud! ―dijo-. ¿Sabias que escriben canciones acerca de ti y las cantan en las tabernas? ― ¡No lo dudo! ―Cassandra hizo una mueca―, ¡Y nada elogiosas, desde luego! El rió entre dientes. ―Te llaman la más bella de entre las bellas... ¡y por cierto que tienen razón! ―No salí en todo el día ―dijo―. Ayer una mujer arrojó una piedra contra mi carroza. Atravesó la ventanilla y salió por el otro lado. Me gritó algo y blandió el puño. Recuerdo las palabras. ―Se las repitió a Leeds―. ¿Qué significan? ―Quieren decir «¡Nunca serás nuestra reina!”: dijo, con desgana. ― ¡Pero yo no quiero ser su reina! ―exclamó Cassandra. ―Resulta evidente que la mujer no lo sabia. ―Pero es ridículo. Damiáo no es siquiera el príncipe heredero. Está mucho más abajo, en la línea de sucesión... ¡es el hijo menor! No es probable que herede el trono. ―Lo sé, ― Leeds frunció el entrecejo. Circulaba por toda la ciudad el rumor de que la bella joven inglesa que el príncipe Damiáo había elegido como su amante no se conformaría con nada menos que el matrimonio... estaba claro que ansiaba el trono mismo. Leeds no podía imaginar cómo se había iniciado el rumor. Cuando habló acerca del tema con el príncipe Damiáo, recibió una respuesta evasiva.
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―Trato de aplacar ese rumor prestando más atención a Constanza ―respondió el príncipe con vaguedad. Cuando Leeds frunció el entrecejo ante la contestación, el príncipe añadió enseguida; ―Dale esto a la joven inglesa ―tendió una caja a Leeds― y dile que lo use cuando la lleve a la ópera, esta noche. Leeds tuvo la extraña sensación de que el regalo había sido hecho más bien para calmarle a el que para complacer a Cassandra. Ahora, de pie sobre el suelo de mármol del palacio rosado, con Cassandra frente a él, su voz se suavizó. ―Te traigo una invitación y un pequeño presente del príncipe, para que lo uses esta noche, cuando te lleve a la ópera, ―De una caja de terciopelo carmesí extrajo un collar que relucía como el agua y se lo puso en torno al delgado cuello―. Quiere exhibirte, Cassandra. Y satisfacer la curiosidad real, podría agregar, porque ninguno de los miembros de la familia monárquica te ha visto todavía. ―Retrocedió, la observó―. ¡Y por lo menos se verán obligados a reconocer que el príncipe Damiáo tiene buen gusto en lo que se refiere a mujeres! Cassandra examinó el pesado collar en el espejo, con asombro. Sus enormes piedras parecían cubrirle todo el busto. ―Pero no debería usar esto ―exclamó―. ¡Tendría que ponérselo Inés! ―Inés caminará sobre diamantes en el lugar al cual se va ―le dijo Leeds con indiferencia, usando su frase favorita―. Póntelo Cassandra, pero cuídalo ―previno―, porque vale lo mismo que el rescate de un rey. No necesitaba decírselo.
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Las comisuras de los labios de él se contrajeron. ―OH, y asegúrate de mirar al príncipe con adoración. Dice que no lo haces. Cassandra arqueó las cejas y dirigió a Leeds una mirada interrogante. Leeds rió entre dientes. ―Yo tampoco encuentro adorable a Damiáo, pero recuerda que es un príncipe, y que a los principitos se los cría como a niñitos consentidos. Usa el collar, Cassandra, brilla en la ópera... ¡y recuerda que te dije que disfrutarías con eso! Esa noche se sentaría en un palco, en la ópera, al lado de un príncipe real ―aunque éste no le interesaba mucho―, y usaría el maravilloso collar. ¡Vivía en un sueño! Cassandra sonrió a Leeds y admitió para sus adentros que en ese momento disfrutaba del juego. En especial ahora, cuando sabia que pronto terminaría. Porque mañana era la víspera de Todos los Santos, que en Inglaterra celebrarían con hogueras, y al día siguiente era el de Todos los Santos, e Inés se fugaría con un príncipe y Cassandra olvidaría esa historia de ser la amante de un príncipe y volvería a ser lo que siempre había sido. ¡Pero esa noche jugaría hasta el final! Se vistió para la ópera con gran cuidado. Wend la ayudó, aunque no lo aprobaba. Para la ocasión, Cassandra había resuelto ponerse su vestido más espectacular... ¡esa presentación en público con un príncipe no era momento para timideces! El vestido era escotado, de terciopelo carmesí, muy brillante, y se adhería con sutileza a su cuerpo, y el jubón le ceñía los firmes pechos juveniles como una segunda piel. Sus mangas de tres cuartos terminaban en los codos, con una espuma de encaje incrustada de brillantes. Una ancha cinta de terciopelo carmesí caía hacia abajo, junto con un móvil mechón rubio, de su peinado, que se movía perezosamente, sobre un hombro casi desnudo. Cuando se puso el collar de diamantes, no pudo dar crédito al efecto. ¡Faldas amplias, elegantes... nunca había usado un vestido igual en Inglaterra!
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Bajó sonriente, para unirse al príncipe y a Leeds. Su sonrisa no habría sido tan brillante si hubiese podido escuchar la conversación que acababa de desarrollarse entre ellos. ―Seria bueno que prestaras más atención a Ana ―habla aconsejado Leeds Birmingham al príncipe―. No sé cuánto atisba Cassandra desde su habitación ―señaló el piso de arriba con la cabeza―, pero sin duda se le ocurre que no estás aquí con gran frecuencia. Y resultaría útil que recordaras llamar «Inés» a Ana. ― ¿Por qué demonios tuviste que darle otro nombre a la muchacha? ¡La verdad es que bastaba con «Ana»! ―En Cassandra tenemos a una romántica ―chirrió Leeds, perdiendo la paciencia―. Estaba invadida por la tragedia de Inés de Castro... ¡yo jugué con eso, y te di a ti una Inés a la vez que una Constanza! El príncipe bufó. ― ¿Ya desembarcaste la pólvora? ―Sí, la saqué del barco y está en el depósito. ―Bien. Pereira me dice que mañana habrá más. ― ¿Y por qué demonios no la descarga Pereira, entonces? Me has dicho que tiene hombres de sobra. ―El tono de Leeds era irónico―, Y podrías decirme si Pereira realiza reuniones secretas aquí. Me han informado que hay hombres que rondan abajo, por la noche. El príncipe se mordió el labio. ¡De modo que la joven inglesa tenía oídos! ―Sólo una o dos veces ―se defendió―. Me preguntó si podía hacerlo. Ceñudo, Leeds observó al joven príncipe, y advirtió otra vez su mirada huidiza. En rigor, la casualidad era lo que había reunido a Damiáo y Leeds. Sin recursos en Madrid, Leeds había ido a Portugal, encontrando al príncipe Damiáo jactándose a voz
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en grito en uno de los garitos más locos de Lisboa... y aquello llevó a esto. El cínico Leeds no era un desconocedor de los juegos de los príncipes por el poder... en sus vagabundeos había visto desarrollarse esos juegos en las capitales más brillantes de Europa. Al intuir en ese ambicioso principito su propio camino hacia la fortuna y el poder, el endurecido aventurero cultivó la amistad del joven petimetre. Hizo insinuaciones acerca de sus proezas, mintió respecto de su participación en planes de política exterior... e impresionó a Damiáo Y le incitó. De modo que el joven Damiáo quería ser rey. Bien, las revueltas de palacio eran cosa corriente, y con suficiente apoyo ―que Damiáo siempre había insistido que tenía―, podía llegar a rey. Y si Damiáo se convertía en rey, Leeds Birmingham se veía surgiendo como el hombre fuerte de Portugal, un sustituto del enérgico ―y atrincherado― Pombal. Primero sería Secretario de Relaciones Exteriores y después Primer Ministro, porque una vez que el joven e implacable Damiáo estuviera en el trono, Leeds creía que sucumbiría a la pompa y la vida extravagante, y dejaría, negligente, las riendas del gobierno en otras manos... las manos de él. Él, Leeds Birmingham, sería el verdadero gobernante de Portugal, él sería el dueño del poder. Hasta los aventureros cínicos soñaban... El príncipe Damiáo fue quien insistió en que se introdujese una mujer en los planes, una mujer que estuviese siempre cerca para proporcionar una coartada para los momentos en que Damiáo se ausentaba de la Corte, de modo que quedara en libertad para reunirse con los otros conspiradores y tramar y sopesar planes secretos. Pero había rechazado a todas las mujeres que sugirió Leeds. Eran portuguesas, objetaba, tenían familias, podían ser extorsionadas... eran demasiado viejas o demasiado jóvenes,
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nadie creería que una de ellas podía ser la amante de Damiáo. Y entonces Leeds encontró a la joven inglesa, y fue perfecta. El príncipe Damiáo aprobó el aspecto de Cassandra, su falta de conocimiento del país, el hecho de que no hablaba el idioma. Y luego, para sorpresa de Leeds, frecuentó muy poco el palacio rosado de la plaza... en verdad parecía acercarse más a Constanza. Y hasta un Tonto como Damiáo tenía que saber que Cassandra no debía conocer que su papel era una ficción, una pantalla de humo que ocultaba la verdad. Todo resultaba muy desconcertante para Leeds, y además muy irritante. Por supuesto, se daba cuenta de que debía tratar con míseros aristócratas que se habían vuelto contra la Corona, como Pereira, pero su propio papel en todo aquello empezaba a molestarle. Tal vez era hora de despejar el ambiente... Entornó los ojos. ―Esperaba que no fuese quien tuviese reuniones secretas aquí, para instruir a mis hombres ―dijo al príncipe Damiáo con voz sedosa―. Pero no he visto a hombre alguno, aunque tú me dices siempre que Pereira tiene cientos de ellos. Mi papel parece consistir en desembarcar pólvora... ¡y ya tenemos la suficiente para hacer volar a toda Lisboa! El príncipe, incómodo, desplazó el peso de su cuerpo de un pie delicadamente calzado al otro. ―Es mejor que lo hagas tú. Pereira sabe que le vigilan. ―Un hombre no puede reunir un ejército sin ser observado ―replicó Leeds, impaciente―. Es probable que también me vigilen a mí. ¿No se te ha ocurrido eso? En efecto, se le había ocurrido. El príncipe miró, ceñudo, a ese advenedizo. ―Pereira quiere que lo hagas tú -dijo, enfadado. ―Muy bien, vigilaré el barco. Pero tú podrías decirle a Pereira que no sólo
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necesitaremos pólvora, sino también armas, si queremos llevar a cabo una rebelión. El príncipe miró alrededor, inquieto. ―Cuida tu lengua... ¡los agentes de Pombal están por todas partes, y ya conoces la influencia que ejerce sobre mi padre! ―Te he dicho que me alegraría desafiar a un duelo a Pombal, y eliminarlo. Por cieno que seria un placer... me ha ofendido dos veces. ―De nada serviría que le desafiaras. No haría caso de tu desafió y te mandaría arrestar y arrojarte a una mazmorra, o te expulsaría de Portugal. ―Tu padre podría impedirlo. ―Si, pero no lo hará. ―El príncipe Damiáo suspiró―. Está completamente dominado por Pombal- No, amigo mío. Más tarde nos ocuparemos de éste. Pereira dice... ―Calla ―murmuró Leeds―. Ella está bajando. Y por las escaleras, Cassandra, una imagen encantadora con su escotado vestido de terciopelo, bajó, feliz, a saludarles. El teatro de la ópera estaba atestado y mal ventilado; la compañía era italiana, y la diva que cantaba, en el escenario, con energía, a voz en grito, era obesa y de mediana edad. Pero Cassandra ―a punto de derretirse dentro de su vestido de terciopelo― disfrutó hasta el último minuto. Sentada en un palco, al lado del príncipe Damiáo, con el busto encendido por los diamantes, hacia girar su abanico de plumas de avestruz, carmesíes, y disfrutaba con su reciente e inmerecida popularidad. Clive no había podido conseguir un palco para lady Harrington y la hija de ésta. Padecían el calor en la platea, observando a los ricos y majestuosos, sentados con más comodidad en los palcos, encima de ellos. Él examinaba esa reunión de riqueza y poderío, y deseaba encontrarse entre ellos, cuando de pronto su mirada cayó sobre
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Cassandra, magnifica, allí arriba. Una expresión de consternación le cruzó por el rostro, para convertirse luego en otra de indignada envidia. Le habían dicho que Cassandra era una recién llegada a Portugal... ¿cómo había logrado adquirir el favor de un príncipe en tan poco tiempo? Resultaba irritante. Se hundió en el asiento, seguro de que ella no le vería desde arriba, y estuvo sombrío toda la noche. Las damas que le acompañaban se sintieron desconcertadas por ese cambio repentino que se había producido en él. Drew Marsden no hizo esfuerzo alguno para obtener un asiento en un palco. La verdad es que no lo quería; tenía la intención de ponerse de pie en los intervalos, mirar a quienes lo rodeaban... y buscar a Cassandra. Fue un enorme golpe el que recibió cuando levantó la vista y la vio sentada arriba, en un palco, con un joven petimetre bellamente trajeado... ¡y en ese mismo instante miraba al joven pisaverde con toda la adoración que le era posible! A punto de ponerse de pie, Drew se dejó caer de nuevo en su asiento, como si hubiera sido derribado en él. Ahora entendía, con amargura, por qué la gente se había mostrado tan evasiva cuando preguntaba por Cassandra Dunlawton, ¡cuando insistía y les decía que era su prometida y la describía! Sintió que lo recorría una extraña mezcla de dolor y vergüenza. Cassandra no era su prometida... nunca lo había sido, había dado por entendidas demasiadas cosas. Livesay se había equivocado; ¡Cassandra había cruzado el mar en busca de un cambio... y ya lo tenía! Mientras la diva, en escena, chillaba en su nota más alta, electrizando a su sudoroso público, Drew Marsden se dirigió a ciegas hacia la puerta y salió al aire de la noche, más fresco. Cassandra, moviendo su abanico, no vio a Drew ni a Clive... ni advirtió la atención de ambos, que había atraído.
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En un palco, enfrente de Cassandra, en el calor del teatro, los gemelos de madreperla de Doña Carlotta giraban, ociosos, recorriendo la sala... y se detuvieron en Cassandra. ― ¿Quién es la joven que esta enfrente de nosotros, la que lleva esos diamantes tan espléndidos? -preguntó a su anfitriona-. Parece ser alguien a quien conocí en alguna ocasión. Su anfitriona rió. ―Ah, es la amante del príncipe Damiáo, una joven inglesa. ¡Observa cómo la familia real casi no puede apartar la vista de ella! ― ¿Cómo se llama? -fue la siguiente pregunta, formulada con indiferencia. ―Cassandra no sé cuanto... ah, sí, Cassandra Dunlawton. Me dicen que es una viuda. Una viuda alegre, ¿no te parece? Hubo un prolongado silencio a su lado. Después Doña Carlotta pareció despertar. Llamó a un lacayo. ― ¿Quieres preguntar a Doña Cassandra Dunlawton si puedo visitarla en su casa mañana por la mañana? Ah, y averigua dónde está la casa de ella. Dile... dile que conocí a su madre. Cassandra se sintió excitada al recibir el mensaje, aunque en medio del gentío no pudo ubicar quién lo había enviado. Le había parecido injusto que no tuviese amigos ―aparte de Leeds, por supuestoen Lisboa. Aunque el príncipe Damiáo se hallaba sentado junto a ella, espléndido y aburrido, y tan cubierto de trencilla de oro, que parecía hecho de ese metal, sólo los caballeros presentes habían considerado adecuado pasar por el palco de ellos... Las damas, aunque examinaban a Cassandra con interés, con sus gemelos, la rehuían. Fuera de la ópera, aunque Drew Marsden ya no soportaba ver a Cassandra tan
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radiante al lado de otro hombre, no se animó a alejarse. En lucha consigo mismo, se paseó de un lado a otro. Se dijo que era posible que existiera algún error, que Cassandra podía estar en ese palco por algún otro motivo... pero no, imposible no ver la mirada de absoluta adoración que había dedicado a su acompañante. De modo que continuó paseándose, furioso. Cuando concluyó el espectáculo y el público fue saliendo, Drew se mezcló entre el gentío y observó con asombro cuando Cassandra y su pisaverde treparon a una carroza dorada, inconfundiblemente real... pero para tener la certeza absoluta, preguntó y le dijeron que se trataba de la carroza del príncipe Damiáo, y que la joven que viajaba en ella era la amante inglesa del príncipe. Al sentir que la vida le había asestado un golpe terrible, inesperado, Drew se vio corriendo tras la carroza, a pie, y descubrió que no había ido muy lejos. Desde lejos vio cómo Cassandra y su príncipe descendían ante el palacio rosado de la plaza central, y entraban en él. Entonces, por fin, Drew lo creyó, y le invadió una desazón tal como no la había conocido nunca. Se alejó, con los hombros encorvados, y se encaminó hacia la taberna más cercana, para beber, lúgubre, hasta muy entrada la noche, la había perdido para siempre... ahora tenia un príncipe. Bebió y bebió, hasta caer hacia adelante, sobre la mesa, embriagado. CAPITULO 35
Víspera de Todos los Santos, 1 de octubre de 1755
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A la mañana siguiente de la ópera, vestida con un nuevo traje de tafetán amarillo, que producía reflejos dorados en su cabello de color rubio claro, Cassandra recibió a doña Carlotta en el salón con frescos de su palacio de la plaza y preguntó con avidez, a la elegante dama española, cuya mantilla de encaje negro le ocultaba casi todas las facciones, cómo había conocido a Charlotte Keynes. ―La conocí aquí, en Lisboa ―dijo doña Carlotta con un español impecable, si bien con un leve acento inglés―. Fue hace mucho tiempo, pero nunca he olvidado su cara, y tú te pareces notablemente a ella. ―Si -suspiró Cassandra. Deseó que Wend estuviese allí, para escuchar a la elegante dama que hablaba de Charlotte, pero Wend se sentía ahora muy bien, y había salido por su cuenta a investigar el mercado de pescado―. Te agradeceré cualquier cosa que puedas decirme acerca de mi madre ―dijo Cassandra a doña Carlotta―. Porque murió cuando yo era pequeña, y sólo pude encontrar aquí sus lápidas. ― ¿Lápidas? ―La mujer de la mantilla se sobresaltó―. ¿Quieres decir que hay más de una? ―Sí, una lápida y un pedestal. ―OH. Entiendo. ―Porque eso era muy corriente. ―Sí, pero en este caso la lápida no es más alta y hermosa que el pedestal... y me dijeron que habían sido puestos en distintas épocas y por distintos hombres. Esperaba que tú pudieras hablarme de eso. ―Me agradaría ver todo eso ―murmuró su invitada. ― ¿Sí? No es muy lejos- Llamaré a mi carruaje. Doña Carlotta sonrió. La joven amante del príncipe estaba bien provista, en apariencia. Cassandra se sorprendió cuando su nueva amiga española preguntó si podían
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detenerse ante una de las estrechas callejuelas de la Alfama y se apeó. ―Tengo que ver un lugar ―dijo a Cassandra―. Queda a muy corta distancia de aquí, ―Mientras hablaba, reordenaba su gruesa mantilla de encaje negro, para que le cubriera por completo el rostro. ― ¿Puedes ver a través de ese velo de encaje? ―preguntó Cassandra. ―OH, si. En España aprendemos a mirar a través de balcones de hierros calados... o de mantillas de encaje. Y en la Corte se aprende a caminar con pasitos breves, moviendo los pies de un lado a otro, de manera que una parece flotar. ―Demostró el movimiento, que pareció hacerla deslizarse sobre los guijarros. ― ¿Has sido presentada en la Corte? ―Cassandra se sintió impresionada. ―OH, si. ―Y allí había conocido al embajador inglés y durante la conversación se las arregló para preguntarle si conocía a Rowan Keynes, un viudo con dos hijas. El embajador había contestado sin entusiasmo que creía que Keynes era uno de los partidarios de Walpole. Intrépida, ella continuó diciendo que uno de sus amigos había conocido a las hijas pequeñas de Keynes. Entonces el embajador sonrió y le dijo que las hijas de Keynes eran dos niñas encantadoras, y que durante un tiempo habían acudido a la escuela con su propia hija menor. Durante años llevó ella esas palabras junto a su corazón... niñas encantadoras, que asistían a una escuela elegante. Ahora, con el corazón palpitándole más de prisa mientras pisaba con firmeza sobre el empedrado, se internó en el centro de la Alfama. Y se detuvo delante de un edificio de puerta de calle baja, y de balcón de hierro enrejado, en el tercer piso, que ella conocía demasiado bien. ― ¿Qué es este lugar? ―preguntó Cassandra, a su lado. ―Se llama la Calle Ninguna Parte -dijo Charlotte, advirtiendo que el lugar parecía
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desierto, con los postigos cerrados y clavados-. Tu madre -su voz se endureció- la conocía muy bien. Se volvió con un movimiento brusco y regresaron al carruaje, para ir en busca del cementerio. Era evidente que la lápida era un trabajo de Rowan, pensó Charlotte. Muy lacónica. Sólo su nombre y las fechas. Pero el pedestal... Estudió la delicada columna de mármol blanco. ―«Aquí yace Charlotte, amada de Thomas ―leyó con voz suave, ahogada, que había perdido su acento extranjero―. Ate o fim do mundo.» ―Quiere decir «Hasta el fin del mundo» ―agregó Cassandra, solícita. «Quiere decir que Rowan no logró matar a Tom, a fin de cuentas ―pensó Charlotte, cerrando los ojos ante la luz que de pronto resultaba cegadoramente intensa―. ¡OH, Tom, volviste por mí, volviste!» ―Se llamaba Tom Westing. -Cassandra miraba la piedra-. Y era el amante de ella. ¡Tom... vivía! Hubo una esperanza en los ojos de Charlotte. Su voz resonó como un canto. ―En verdad fue mi amante, Cassandra... y tu padre –con un gesto repentino, «doña Carlotta» apartó la mantilla y la peluca negra que le cubría el cabello, y dejó que su cabello rubio cayese en cascada―. ¿He cambiado tanto, Cassandra, que no me reconoces? Anonadada, Cassandra miró a la mujer esbelta, hermosa, que tenía ante sí. Como si fuese una imagen que surgiera del pasado... ―Por eso me sentía tan apegada a ti -exclamó―. Desde que bajé y te vi. Pero nunca lo supuse, sólo pensé que me recordabas a... OH, madre, ¡te he encontrado por
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fin! Y se lanzó a ciegas hacia un par de brazos tendidos. Al cabo de un largo rato, durante el cual se abrazaron y lloraron un poco, Cassandra retrocedió y examinó a su madre con mirada crítica. ―Te ves tan joven... creo que en parte puede ser por eso que no supuse que fueras mi madre ―admitió―. Pero, ¿por qué no me lo dijiste enseguida? Había abandonado mi tonta esperanza de que todavía pudieras estar con vida. ―Me preguntaba si debía decírtelo ―fue la sincera respuesta de Charlotte―. La vida me ha enseñado a ser paciente, Cassandra. Y ahora dime, ¿qué sabes de Phoebe? Cassandra pensó que era mejor no decirle toda la verdad respecto a Phoebe... por lo menos todavía. ―Phoebe se casó con lord Houghton, hijo de la marquesa viuda de Greensea., oh, debe de hacer ya seis años. Ella y Clive residen en Inglaterra. ―«A no ser que hayan huido a las colonias o a alguna otra parte.» Pero no lo dijo, por supuesto―. Pero, ¿y tú, madre? ¿Dónde estuviste en todos estos años? ¿Qué podía decirle Charlotte a esa hija de sus sueños, que le había sido arrancada tanto tiempo atrás? ¿Qué podía decir de los años pasados en España? Ahora, en ese cementerio soleado de Lisboa, miró los ojos verdes de su hija, los ojos de Tom que la miraban desde la bella cara juvenil de Cassandra, e hizo un intento desesperado. ―Rowan me llevó al matrimonio con engaños. A su manera, me amaba, y creo que yo también a él le amé... alguna vez. Pero Tom regresó, y no pude resistirme a pasar varios días con él. La naturaleza celosa de Rowan no pudo perdonarlo. Me tuvo encerrada durante años en esa casa de la Calle Ninguna Parte. Cuando por fin escapé, encontré otra vida. No miré hacia atrás.
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Había mirado hacia atrás, pero su orgullo no le permitía decirlo. ―Mi padre... ―Cassandra se interrumpió, confusa―. Quiero decir, Rowan Keynes... está muerto, madre. ― ¿Si? ―A Charlotte ya no le quedaban emociones, en lo referente a Rowan―. ¿Cómo murió? Cassandra se estremeció. ―El y Yates fueron hallados fuera de su alojamiento, una noche lluviosa... víctimas de asaltantes, dijo la gente. «Victimas de su modo de vida ―pensó Charlotte con amargura―. Quienes viven por la espada...» Cassandra se humedeció los labios, -¿No te importaba lo que fuera de nosotras, madre? ¿De Phoebe y de mí? ―Su voz era ansiosa... no acusadora, sino ansiosa. Charlotte había podido escuchar con ecuanimidad lo relacionado con la muerte de Rowan, pero esa nota de ansiedad de la voz de su hija le desgarró el corazón. ― ¡Por supuesto que me importaba! ―Dijo con voz ronca―. Pero Rowan me previno que si alguna vez trataba de ponerme en comunicación con cualquiera de las dos, de cualquier manera que fuere, ¡os arrojaría a la calle, como a mendigas! Yo no podía correr ese riesgo. ― ¡Habría valido la pena ―dijo Cassandra, impulsiva―, si eso nos hubiera dado una madre! “Pero, ¿habrías pensado eso cuando tuvieras hambre y frío, sin un techo sobre la cabeza?" Los ojos de Charlotte se llenaron de lágrimas. ―No podía dejar que os destruyera, Cassandra -dijo, ahogada―, tal como me destruyó a mi.
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Cassandra examinó a la elegante mujer que tenía delante. No parecía destruida. ―Ese español con quien te casaste... ―comenzó a decir. ―Carlos me salvó de la ley cuando estaba a punto de ser arrestada en la calle, por bailar para reunir unas monedas. Había sido muy mal tratada en Lisboa, y caí enferma... estuve enferma mucho tiempo. Carlos me cuidó hasta que recuperé la salud, y tuvimos unas breves relaciones. Después... ―La voz se le apagó. Podía oír a Carlos hablándole de nuevo, sin mirarla, aquel día, en el Algarve, después que el médico se fue. Se inclinaba, encorvado, sobre la barandilla del balcón, en la creciente oscuridad, contemplando los almendros en flor que eran como una nevada bajo una delicada luna blanca. Parecía joven e indefenso, allí de pie, ese hombre que le había devuelto la vida con su bondad. Agitada por una repentina inquietud, ella le había preguntado qué ocurría. El se enderezó de golpe, como sorprendido. Le respondió que no sucedía nada, que no se preocupara. Pero había en su voz algo que le dijo a ella que mentía. Esperó, y cuando él habló de nuevo su voz era ansiosa. Sus palabras resonaban en la memoria de ella, diciéndole que viajaría a España al día siguiente, y que quería que fuese con él... como su esposa. Charlotte había contenido la respiración. Era la primera vez que Carlos hablaba de matrimonio. Antes de poder formular una respuesta, antes de poder decirle que tenía responsabilidades en Inglaterra, él habló otra vez, con un tono de amargura... y le dijo que no sería por mucho tiempo, que el médico se lo había asegurado. Eso la conmovió. Quiso saber qué le había dicho éste. Y escuchó en silencio cuando Carlos le explicó con frialdad que el médico había
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confirmado lo que él mismo sospechaba: que la misma enfermedad que había matado a su padre ahora hacía presa de él. Casi como si hablara de otra persona, le dijo que todavía tenía algo de tiempo. Y después se sentiría extenuado. Y se debilitaría más y más, y luego ―hizo una mueca, a esa altura― moriría en medio de grandes dolores. Ella le preguntó, insegura, cuánto tiempo le había dado el médico. Carlos meneó la cabeza y dijo que éste no lo sabía con certeza. Pero su médico había atendido a su padre en una época, y confirmó que el estado de Carlos era la repetición del de éste. Se sintió profundamente conmovida. Le dijo que la honraba demasiado, y que quería decirle algo. Lo que deseaba decirle era que en Inglaterra tenía un esposo con vida, y dos hijas pequeñas, que su corazón anhelaba tener. Pero Carlos se negó a escuchar. La hizo callar, tocándole los labios con dedos suaves. Había dignidad en él cuando le rogó que le permitiera tener sus sueños, que dejase que lo que estaba en el pasado siguiese en el pasado. Acongojada, ella recordó sus palabras: «Nos conocimos por casualidad y nos enamoramos. “ Dios fue piadoso con un tonto, y yo no podía esperar nada más». El recordarlas le hizo daño en el corazón. Sin embargo, sentía que debía decírselo, y él la hizo callar de nuevo, insistiendo en que antes de hablar debía escuchar su propio relato. Se había casado joven, con una muchacha a quien apenas conocía. Una muchacha que se sentaba con él, en pensativo silencio, con su dueña al lado, debajo de los alcornoques, en el patio soleado de la finca de la familia de ella, arrancando los pétalos de las rosas rojas que él le había llevado como prueba de su amor. Aunque parecía burlarse de él, el padre le había asegurado a Carlos que se trataba sólo de la manera de ser alocada, briosa, de su hija, y Carlos le creyó. El padre le aseguró que después que se casara Jimena aprendería a amarle.
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Carlos también creyó eso, OH, sabía que Jimena había tenido otros pretendientes, que le dedicaban serenatas a lo largo de toda la noche, debajo del balcón de rejas de hierro, pero nunca sospechó que Jimena fuese obligada a casarse con él. Ante las palabras «obligada a casarse», el corazón le dio un brinco a Charlotte. Recordaba demasiado bien cómo era eso, el verse llevada por la fuerza al matrimonio. Jimena guardó silencio, y estuvo pálida durante toda la ceremonia, y cuando se supo que su hermano mayor había matado a uno de sus anteriores pretendientes en un duelo, se desvaneció. Para entonces Carlos estaba semiebrio... de vino, de vida, de la alegría de haberse casado con la joven más bella de Castilla. Al contarlo, su voz era tan hosca, que Charlotte se inclinó hacia adelante, pendiente de sus palabras. Le habían dicho que Jimena le aguardaba en la alcoba, y él fue dando traspiés escaleras arriba, gozoso, para ir a su encuentro. ¡Con cuánta ansiedad separó las colgaduras de la cama con dosel, para ver, a la luz de la luna, a su maravillosa esposa! Detrás de esas colgaduras encontró en cambio a una mujer con una daga clavada en el pecho hasta la empuñadura, una mujer cuya sangre fluía roja como las rosas, sobre el encaje blanco de su vestido de bodas. Más tarde se enteró de que su amante había amenazado con impedir la boda y raptarla. A esa altura su hermano le desafió a un duelo y lo mató. Después, Jimena ya no quiso vivir. Y durante mucho tiempo, Carlos tampoco lo deseó- Mientras escuchaba, Charlotte hizo una inspiración temblorosa. El miró más allá, en la distancia, mientras le decía que durante mucho tiempo había rechazado a las mujeres, que había jurado no volver a casarse. Lo único que veía ante si, cuando se mencionaba el matrimonio, era a Jimena, tendida, pálida, muerta, con su roja sangre manchando el lecho matrimonial. Los años habían huido para él mientras jugaba al amor y se resistía ante todo lo que fuese más profundo que eso, ante cualquier compromiso verdadero, porque se sentía maldito por el cielo.
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Y entonces ella apareció en su vida, y produjo un milagro en él- El tono de su voz se hizo más rico, más profundo, mientras le decía que ella había borrado su pasado. Para que no le contase nada, no escucharía confesiones. No le quedaba mucho tiempo de vida, y lo único que pedía de ésta era que le hiciera el honor de ser su esposa. ¿Cómo podía negarse? Unos meses más... y sus niñas estaban bien cuidadas- las miniaturas pintadas se lo mostraron, ¡Carlos le había devuelto la vida! Se quedaría con él, haría dichosos sus últimos meses. No tenía por qué conocer nunca su pasado... Se humedeció los labios y le dijo a Carlos que se sentiría honrada de casarse con él, se lo dijo con una sinceridad tan resplandeciente, que él la envolvió en sus brazos con un gemido, y la sostuvo como si fuera el tesoro más precioso de todo el universo. ―Carlos me llevó a Barcelona, y allí me enseñó el español. Incluso me compró un apellido. Un amigo de él se encontraba en grandes aprietos. Por determinado precio, el hombre estaba dispuesto a jurar, por escrito, que yo era la hija de su hermana muerta, nacida a bordo, en viaje a Cartagena. ― ¿Eso no era un delito? ―preguntó Cassandra. ―No cabe duda. Carlos me dio un nuevo pasado. Creó en mí a Carlotta del Valle. Yo elegí el nombre como el más parecido a mi nombre de soltera, de Vayle. Con su ayuda, fingí tener una religión que no era la mía, y se casó conmigo en una catedral de enorme bóveda, y me sacó al sol. Aunque no podía verlo en la distancia, se iban formando nubes en mi vida. Era una bígama y una traidora, y me había metido en una trampa armada por mí misma. Carlos me había hecho prometer que no le diría nada... y cumplí con la promesa. Pero no podía volverme atrás. Si trataba de ponerme en contacto con mis hijas ―si sólo mostraba mi cara en Inglaterra―, Rowan podía declarar inválido mi matrimonio de entonces y hacerme regresar. Los tribunales permitirían eso. Pero aún podía cumplir con su amenaza de arrojar a mis niñas a la
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calle, para que mendigasen su pan. Y yo siempre abrigaba la esperanza de que algún día las volvería a ver, a ti y a Phoebe. Su voz era melancólica. ―Supongo que es demasiado tarde para pedirte que me perdones por haberte abandonado tantos años... Cassandra había heredado de sus padres una naturaleza generosa. ―No hay nada que perdonar ―dijo― Y hablaba en serio. ―Pero ¿y el príncipe Damiáo? ¿No estás enamorada de él? ―No, hay otro... otro que está en nuestro país. ―Cassandra pensó en Drew y su semblante juvenil se entristeció. ― ¿Y entonces por qué,..? ―comenzó a decir Charlotte, perpleja. ―OH, no es lo que piensas, madre. ―Era maravilloso poder usar de nuevo esa palabra... ¡le hizo cantar el corazón!―. Es todo un juego. ―Se lo contó todo a Charlotte. Esta escuchó, ceñuda. ―Es un juego peligroso -previno, cuando Cassandra terminó de hablar. ―Lo sé, pero sólo será hasta el Día de Todos los Santos. Leeds dice que así será, Tú le viste en la ópera. Estaba sentado en nuestro palco. ― ¿El caballero moreno? ―Sí... el atractivo. ―Te ha conducido a un peligro mortal ―señaló Charlotte. ―Pero sólo hasta pasado mañana. Y además he hecho lo mío, en lo que se refiere a llevar a hombres a un peligro mortal -suspiró Cassandra-. Y de pasada, en hacerles morir. -Rápidamente contó a Charlotte lo relacionado con Jim, el terrible duelo de Londres, y lo de Robbie... y lo de Drew―. De modo que ya ves, debería llevar una advertencia bordada en mi jubón ―terminó, con amargura―. « ¡Aléjense, porque es
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peligroso amarme!» ―Tonterías ―dijo Charlotte con vivacidad―. Los hombres siempre han luchado... y han sido heridos al cabalgar, y pescado resfriados y fiebres que los mataron. ¡No puedes hacerte responsable por todo el mundo, Cassandra! ―Se le ocurrió que esa hija de ella necesitaba ser guiada... ¡y que ella podía intentarlo, aunque fuese tan tarde! ¿Pero como? Pasearon juntas, lentamente. Cassandra no quería que esa tarde terminara; estaba ávida de pasar más tiempo con su madre encontrada de nuevo. ―Recorre las tiendas ―dijo al conductor. Y cuando llegaron al exclusivo establecimiento de sombrerería de madame de Marceau, le ordenó que se detuviera y pidió a su madre que se apease. ―Aquí hay alguien que dice conocerte ―dijo cuando llegaron a la puerta de la tienda. Charlotte habría podido retroceder, pero era demasiado tarde. Su impetuosa hija ya había abierto la puerta de la tienda, y la campanilla de encima de la entrada ya anunciaba ruidosamente la llegada de ambas. Madame de Marceau apareció de repente desde la trastienda, alta y temible con su vestimenta negra. Las dos mujeres se miraron en un súbito reconocimiento. El fantasma de una amarga sonrisa cruzo por los labios de Charlotte. ― ¿Cómo estás, Annette? ―dijo, Charlotte pudo no parecer muy conmovida por el encuentro, pero el efecto que éste produjo en Annette fue instantáneo y violento. ― ¿De modo que has regresado? ―bufó. ―Es evidente. ―Charlotte la observó―- Parecería que estás de duelo ―señaló. Y luego, con suavidad―; ¿Murió alguien?
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― ¡OH, puedes decirlo así! ―El semblante de Annette se había cubierto de manchas rojas, y jadeaba de cólera―. ¡Llevo luto por Rowan... y es obvio que tú no! ―No, yo no ―dijo Charlotte con frialdad―. Pero está claro que tú siempre fuiste su criatura... es justo que le llores. –Giró sobre si misma―. Ven, Cassandra. Con una última mirada desconcertada a Annette, Cassandra siguió a Charlotte al carruaje y continuaron su marcha. ― ¿Cuál era la relación de mi padre ―de Rowan― con madame de Marceau? ―Interrogó―, ¿Y por qué ella te odia tanto? ―Puede llamarse madame de Marceau o de cualquier otra manera, pero es Annette Flambord, a quien Rowan sacó de los barrios bajos de Marsella y convirtió en su cómplice. Ella fue quien me tuvo encerrada en la Alfama todos esos años. ― ¡Qué horrible! ―Cassandra se volvió, indignada, para mirar la tienda de nuevo― ¿Cómo puede nadie hacer algo así? ―OH, a Annette le resultó muy fácil, te lo aseguro. Cassandra le dirigió una mirada de perplejidad ― ¿Por qué? ―Por amor, supongo... al menos así lo afirmaba ella. ―Debe de haber amado mucho a mi pa... a Rowan. ―Cassandra estaba asombrada, ―Lo bastante para matar por él... y más de una vez no he dudado que lo hiciera. Cassandra se estremeció. ―No me agradó la forma en que te miró, madre. Quizá deberíamos pedir a las autoridades que... ―A Annette le resultará difícil hacerme daño... estoy bien protegida ―interrumpió Charlotte con un encogimiento de hombros. De repente se le ocurrió que no era ése el caso de Cassandra―. Olvida ese juego con el príncipe ―instó―. Ven
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conmigo a mi posada. Le explicaré a Carlos que eres la hija de mi amiga más íntima... o tal vez de mi prima, y que corres cierto peligro. Te recibirá bien, Cassandra. Sólo te pido que recuerdes que está agonizando ―agregó con ansiedad―. A no ser por eso le diría quién eres... y con gran alegría. ―No, madre, no puedo hacer eso. ―Cassandra suspiró―. Debo seguir con este juego hasta el final... le di mi palabra a Leeds. Y a fin de cuentas, sólo es hasta pasado mañana. Entonces el príncipe Damiáo e Inés habrán huido del país, y todo habrá terminado. Charlotte deseó creerlo, pero en la mirada de Annette había visto una malevolencia que la heló. Annette no tendría manera de hurgar en su pasado, no sabría que Charlotte Keynes se había convertido de pronto en Carlotta del Valle, ¡y que de verdad contaba con documentos que probaban su identidad! No, podía tener a raya a Annette, si hacia falta, pero Cassandra era otra cosa. En la sombrerería, Annette pensaba más o menos lo mismo. La elegante dama española que había sido casi empujada a su tienda no podría ser vulnerada con facilidad... y en verdad era posible que se fuese muy pronto de Lisboa. Por pura curiosidad, Annette había visitado la «tumba» de Charlotte y visto el hermoso pedestal, que le había reafirmado, con más claridad que ninguna palabra, que Charlotte había tenido un amante, Y hoy, mirando los ojos verdes de Cassandra y viendo otra vez su pálido cabello de luz de luna, se había dado cuenta de que ―aunque Rowan nunca se lo había dicho― Cassandra no era hija de éste. Era la hija de Charlotte -cualquiera podía verlo―, pero no se veía en ella rastro alguno de las facciones morenas de Rowan. Charlotte había dado a luz a Cassandra, pero su padre era otro, no Rowan. Annette estaba segura de ello. Apretó con fuerza las dos manos temblorosas. ¡Cuánto
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había soportado en silencio, todos esos años, su pobre Rowan!, pensó. ¡Y nunca se lo había dicho, nunca había compartido con ella su dolor! ¡Bien, ella le vengaría! La madre podía ser un blanco imposible, pero la hija no lo era. Para Annette, el pensamiento era el padre de la acción. En cuanto resolvió eliminar a Cassandra, envió a un joven de los muelles para buscar a cierto personaje de mala fama, a quien utilizaba de cuando en cuando. Mantuvieron una conversación apresurada, allí, en la trastienda de la sombrerería, un dinero pasó de mano en mano, y Annette le despidió de prisa con un: ― ¡Y tiene que hacerse esta noche! Charlotte y Cassandra no tenían el menor conocimiento de ese pacto endemoniado tramado entre Annette y su secuaz. Charlotte sólo pensaba en una forma de mantener segura a Cassandra bajo su protección. ―Cassandra ―dijo de repente―, esta noche mí esposo y yo asistimos a una recepción en honor de lord Derwent, quien, según tengo entendido, viajará desde Oporto para ello. ¿Te veré allí? ― ¡Lo dudo! ―Rió Cassandra―, ¡Nadie invita a la amante del príncipe a recepciones importantes! ―Bien, ésta es una recepción a la cual asistirás ―dijo Charlotte con sequedad. Sus palabras fueron interrumpidas por un alarido proveniente de la casa, y Wend, que había estado mirando por la ventana, voló desde la puerta y corrió al carruaje con los brazos abiertos. Charlotte saltó del vehículo, y las dos se abrazaron con todo el fervor de antiguas amigas. ―Andas con una peluca negra, ¿verdad? ―Reprochó Wend― ¿Y qué dice de ello el amo Tom?
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―Wend... oh Wend, es una historia muy larga. No puedo contártelo ahora. Ven conmigo a la posada... hablaremos mientras me visto para la recepción, y puedes dormir en un camastro, en mi habitación. ¿Te parece bien, Cassandra? Esta asintió. Tenía los ojos húmedos ante la visión de las dos mujeres que volvían a verse. Miró el carruaje hasta que dio la vuelta a la esquina y desapareció de la vista, y luego fue a tomar un bocado y a vestirse para el baile, y a pensar en la manera en que los sucesos de ese día le habían cambiado la vida. ¡Había ganado una madre! Y mañana, cuando el príncipe Damiáo desapareciera de su vida, podría ordenarlo todo. Estuvo lista antes de lo necesario. Llevaba puesto un suntuoso vestido de seda italiana color crema, relumbrante de bordados de oro, un vestido que fluía sobre sus pechos redondos, hasta su diminuta cintura y se abría en unas faldas maravillosamente amplias... y todo ello cubierto de gasa de color marfil, iluminada por brillantes. También llevaba brillantes en el claro cabello reluciente... y, por supuesto, el collar de diamantes. Estaba espléndida. ―Veo que vas a salir ―dijo Leeds Birmingham, que entró en el vestíbulo en el momento en que Cassandra descendía por la escalinata. ―Si. Voy a la recepción del inglés, lord Derwent. Leeds quedó inmóvil. ― ¿El príncipe te lleva allí? ―No. ―Cassandra vaciló―. Una dama española. Doña Carlotta. Leeds abrió la boca... y la volvió a cerrar. Cuando habló, lo hizo con una nota de diversión. ―Por supuesto, sabes que el príncipe estará allí. ―He dado por entendido que estaría... no se molestó en decírmelo ―fue el airoso comentario de Cassandra―. Y después de mañana ya no tendrá derecho alguno sobre
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mí... ¡tú me lo prometiste! Y se fue, dejando que Leeds meditase acerca de los caminos del destino. Sólo Charlotte esperaba a Cassandra en la carroza. Don Carlos se sentía demasiado mal como para acompañarla, en definitiva. Pero cuando Cassandra vio dónde se detenía el vehículo, fue presa de pánico. ― ¡Pero... pero éste es el palacio de los Varváez! -protestó. Charlotte dirigió a su hija una mirada perpleja. ―Si, ¿no lo sabías? ―El príncipe Damiáo es el prometido de Constanza, su hija. ¡No me recibirá muy bien! ― ¿Eh? ―Charlotte frunció el entrecejo―. Bueno, es demasiado tarde para pensar en eso, ya hemos llegado. ―Descendió con porte de reina y Cassandra la siguió con el corazón palpitante. ―Puede que decida no quedarme, madre ―previno Cassandra, entre dientes. ―Si quieres irte después que seamos presentadas, explicaré que mi joven amiga se ha sentido indispuesta y que debo irme con ella ―dijo Charlotte a su hija con serenidad... ¡porque no tenía la intención de dejar que Cassandra se apartase de su lado esa noche! Cassandra no respondió, porque ya eran empujadas por otros invitados, que irrumpían al mismo tiempo. Había una fila de recepción, con la familia Varváez lujosamente ataviada y Constanza, la hija, con su vestido blanco y su mantilla de encaje blanco, más semejante a una flor que a la mujer peligrosa que era. Cuando su mirada se posó en Cassandra, sus ojos se abrieron aún más... y desnudó los dientes. Vista en ese momento, Constanza se parecía un tanto a una tigresa, pensó Cassandra, nerviosa. ¡Era mejor que se confundiese con el gentío lo antes posible, para que Constanza no pudiera
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atacarla! Sus pensamientos fueron interrumpidos por la voz de su madre, pues Charlotte era presentada en ese instante. ―Y gracias a mi buena suerte, he encontrado a la hija de la amiga más antigua, más querida, que tengo aquí, en Lisboa... y por supuesto, la traje conmigo, pues sabia que querrías conocerla. Cassandra Dunlawton. Sus anfitriones enmudecieron, pero volvieron en sí y recibieron a las recién llegadas con voces que parecían algo temblorosas. Charlotte había seguido los pasos de su hija, con la mirada, y ni siquiera miró a los integrantes de la línea de recepción. Al ver que Cassandra parecía haber encontrado a un admirador interesado, que se la llevó en un santiamén, lanzó un suspiro de alivio. Avanzó con aplomo, usando su andar flotante de la Corte española, con el vestido de terciopelo negro acentuado por un largo hilo doble de perlas y con la mantilla de encaje negro cayendo, airoso, desde su peineta de carey. Ni siquiera levantó la vista para ver la cara del alto invitado de honor, a quien ahora tendía una graciosa mano enguantada de negro... Por el momento él no era otra cosa que un chaleco de color blanco nacarado y una casaca gris de buen corte. ―... Lord Derwent ―terminó su huésped la presentación. Charlotte levantó la vista y su cara quedó exangüe. El invitado de honor también tenía un color ceniciento, ―Tom ―susurró ella, como si no pudiera creerlo. ―Charlotte -dijo él, ronco-. ¿Eres tú, de verdad? La conversación se realizaba en inglés y ninguno de los que se encontraba cerca hablaba el idioma. Charlotte nunca había fingido un desvanecimiento, en toda su vida. Esta vez lo hizo, se derrumbó de pronto, con gracia, y cayó al suelo lustrado. El invitado de honor la tomó en sus brazos, y para incomodidad colectiva de la familia
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Varváez la sacó de allí en el acto. ―Charlotte ―musitó―. Charlotte. ―Ponme en pie ―ordenó su dama―. Presentaré mis excusas y te esperaré en mi coche. ¡No tardes! Pero en cuanto terminó de hablar apareció una multitud de personas y rodeó al invitado de honor, y varios de ellos trabaron conversación con Charlotte. El tiempo pasaba, lento, y por último Charlotte consiguió escurrirse. En cuanto se fue, el invitado de honor experimentó de pronto una jaqueca a consecuencia de su fatigoso viaje desde Oporto ―lo sentía mucho, pero por supuesto, su huésped entendería―, y se fue a su vez. En general, para la familia Varváez la velada no fue un éxito. Tuvieron un pequeño consuelo; el príncipe Damiáo, que habría debido estar junto a ellos en la fila de recepción, llegó muy tarde... ¡cuando apareciera arreglaría cuentas con su impertinente amante inglesa! ¡Y si no lo hacia él, lo haría Constanza!; eso se leía con claridad en el rostro de la hija de los Varváez, la tigresa disfrazada de flor. Después que Cassandra partió para asistir a la recepción, Leeds Birmingham había ido en busca del príncipe Damiáo, pero no lo encontró en ninguno de sus lugares habituales. Creyó que habría podido ir al palacio rosado por algún motivo y ordenó que su carruaje fuese allá, pero en el momento en que el vehículo doblaba en la plaza dijo a su conductor que se detuviera y lo dejara salir... y lo esperase. Pues había visto algo. Algo que no parecía estar bien. En la oscuridad, un carro se había detenido ante el palacete rosado de la plaza central. Como ante una señal, se abrió una puerta y dos hombres -hombres que trabajaban con mayor intensidad y rapidez que los peones habituales― descargaron el carro de prisa, llevando barrilillos a la casa y regresando a buscar otro, y oteo, y... ¡Barrilillos! Leeds, que miraba desde las sombras, se enfurecía
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cada vez más. Tenía una buena idea acerca de lo que contenían los barrilillos... ¡pólvora! ¿Pero qué locura era ésa? ¿Por qué permitía e! príncipe Damiáo que la pólvora fuese llevada allí, a una casa que él mismo había ocupado con frecuencia? Por supuesto, a menos de que alguien tratara de matar al príncipe. Leeds atravesó la plaza a la carrera. La descarga estaba a punto de terminar, el conductor ya se encontraba en su lugar y otro hombre, más bajo y fornido, trepaba a su lado. El conductor lanzó su látigo contra Leeds, para alejarle. Leeds le esquivó y su espada hendió el aire y atravesó el pecho del conductor. Como si sus pulmones hubieran quedado de pronto sin aire, el conductor se derrumbó de pronto hacia adelante, enredado entre las bridas, y se estrelló contra la grupa del caballo delantero. Asustado, el animal se encabritó y se precipitó, arrastrando consigo, en su carrera, al caballo que lo acompañaba. Con gran estrépito, el carro corrió calle abajo, y debido a lo repentino de su arranque precipitado derribó al hombre fornido casi recuperado de su asiento. Cayó en la calle y Leeds se lanzó sobre él. No era un cortés luchador callejero, había sido atacado en muchas callejuelas oscuras. En el momento mismo en que su contrincante buscaba su espada, Leeds atravesó el brazo que la habría blandido. La hoja se clavó, y con un gemido el otro hombre abandonó su búsqueda del arma y se tambaleó hacia atrás, con el brazo de la espada colgando, flojo, y et otro levantado para contener el golpe que sabia que llegaría. ― ¡No, Birmingham... soy yo, Pereira! ― ¡Pereira! ―Asombrado, Leeds dejó caer su espada y miró en la oscuridad―, ¿Qué haces aquí? ―Sólo obedezco las órdenes del príncipe, y estoy a punto de desangrarme con el tajo que me hiciste.
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―Ven adentro. ―Leeds agitó su espada hacia él―. Curaremos tu herida. ―No, prefiero ir a casa. Yo... ― ¡Adentro! ―bramó Leeds, y tomó a Pereira de la hombrera de su casaca. Le arrastró hacia dentro con rudeza y cerró la puerta con el pie. El portazo resonó en toda la casa. ― ¡Galváo! ―llamó―. ¡Lopo! ―Es inútil ―suspiró Pereira―. Todos los criados se han ido. Leeds miró alrededor, enfadado. En un soporte de la pared ardía una antorcha, y lanzaba su luz parpadeante sobre el gran vestíbulo desierto. Hizo ir a Pereira a la cocina, observando, mientras caminaba, el delgado hilo de pólvora negra que partía de la puerta de la calle, donde un barrilillo había dejado caer su contenido. En la cocina arrojó a Pereira unos trapos limpios, alcanzó a su reciente adversario una jofaina de agua y le vio cerrar y vendar su herida, que en definitiva no era muy profunda. ― ¿Cuáles fueron las órdenes del príncipe? ―preguntó a Pereira a boca de jarro. ―Creo que será mejor que te lo diga el propio príncipe Damiáo ―suspiró Pereira. La mandíbula de Leeds se endureció. ―Quiero oírlo de ti, ―Yo soy un combatiente ―se quejó Pereira―. No me agradan estas intrigas. ―Habla. ―Esta noche el príncipe Damiáo me ordenó que sacara toda la pólvora del depósito y la trajera aquí así lo hice- Tú interceptaste la última carga. Leeds maldijo en voz baja. ― ¿Y las armas? ¿También las trajiste aquí? ―No hay armas.
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Eso detuvo a Leeds. ¿No había armas? ¿Organizar una rebelión sin armas? Se acercó de golpe a Pereira. ― ¡Mientes! ¿Dónde están las armas? Con esa cara feroz pegada a la suya, Pereira sintió que el corazón le temblaba en el pecho. ― ¡Te juro por lo más sagrado que no hay armas! Furioso, Leeds le agarró por la garganta. ― ¡El príncipe Damiáo nos dijo que no harían falta armas! ―jadeó Pereira. El mortal apretón aflojó poco a poco. ― ¿No hacen falta armas? ―preguntó, sin entender. ―Dijo que lo único que necesitaríamos sería la pólvora. De modo que la rebelión habla sido una ficción. El príncipe pensaba hacer volar algo... o a alguien. ¿A Pombal? No, Pombal era un enemigo, por supuesto, pero el príncipe había rechazado la idea de matarlo. Una terrible sospecha se iba formando en el espíritu de Leeds. ―Pereira ―dijo, y su voz era ahora casi afable, aunque su mirada continuaba siendo peligrosa―. Creo que será mejor que me lo digas todo. ―Eso es todo lo que sé ―murmuró Pereira. ―No lo creo. Pereira miró esos ojos y vio la muerte en ellos. ― ¿Qué podía hacer yo? ―estalló―. ¡Pombal ha dicho que lo mejor que podía hacer la Corona era librarse de mí! La familia real no hace caso de mí... de mí que tengo un apellido casi tan antiguo como Portugal. Sólo el príncipe Damiáo me ha ofrecido progreso, y de él recibo mis órdenes. ¡No las discuto, las obedezco! Pereira sabía más de lo que decía; Leeds estaba seguro de ello. Pero había una
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veta de obstinación en ese mísero aristócrata. Llevaría mucho tiempo demolerla a golpes. ―Aceptaré tu consejo, Pereira ―dijo con suavidad―. Le pediré al príncipe que me lo explique todo. ―Muy bien, ―Pereira pareció muy aliviado. ―Y te dejaré aquí para que pienses en tus pecados. ―Tomó a Pereira del brazo sano y lo introdujo en una antecocina repleta de barrilillos, para luego hacer girar la llave en la pesada puerta. ― ¡No, no, no me dejes aquí! ―gritaba Pereira mientras Leeds se iba. En la posada en la cual había entrado tambaleándose a primera hora del alba, Drew Marsden padecía la peor resaca de su vida. Se había dejado caer en su cama con un gemido y permaneció allí mientras la mañana y la tarde pasaban volando. Por la noche despertó y pidió que le subieran la cena, y luego pensó con serenidad en ese momento de su vida. Por supuesto, podía tomar el primer barco que regresara a Inglaterra, y sentía la tentación de hacerlo. Pero eso equivalía a dejar a Cassandra en brazos de otro hombre... cosa muy enojosa. Cassandra... En Inglaterra había llenado su mundo con ella. ¿La dejaría sin ni siquiera presentar batalla? Las horas pasaban, y su cara delgada se volvía cada vez más torva, de minuto en minuto. Por último, salió de su posada. ¡Hablaría unas últimas palabras con la joven, antes de desaparecer de su vida! En la recepción de los Varváez, su «muchacha» tenía sus propios problemas. Enardecido por el vino, y sin duda, por su propia reputación, su nuevo admirador le hacia requerimientos cada vez menos delicados. Cassandra los eludía, revoloteaba con destreza de un lado a otro y agitaba su abanico en la cara de él, pero cuando pasó cerca de ella un criado que hablaba un poco de inglés, le pidió que dijera a Dona Carlotta que
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se había ido a su casa. En verdad, era lo que pensaba hacer... daría a uno de los cocheros que esperaban afuera una moneda de oro, y él recorrería la corta distancia que había hasta su casa y estaría de regreso antes que el dueño del coche advirtiera su ausencia. Pero antes de poder hacer eso, un caballero moreno, vestido de terciopelo verde casi totalmente cubierto de bordados de oro, empujó hacia atrás a su admirador, y ella se vio ante el rostro enfurecido del príncipe Damiáo. La tomó de un brazo y lanzó un borbotón de palabras en portugués, que Cassandra interpretó que era formulado en un lenguaje demasiado colorido, ― ¿Qué estás haciendo aquí? Ella trató de liberar su brazo, pero él ya la arrastraba fuera del balcón para conducirla, por último, a la atestada sala principal de recepción, donde la gente interrumpió su parloteo y retrocedió para observar la agitada escena entre el príncipe y su descarada amante. La voz de él era dura, le lanzaba palabras como piedras. En el fondo del corazón, Cassandra sintió que la maldecía, y la indignación cobró vida dentro de ella. ―Pero yo no sabia que vendrías, Damiáo ―protestó con clara voz resonante, que se escuchó en todo el salón e hizo que Constanza palideciera. Las palabras de él brotaron con mayor movilidad aún, y la mano que le apretaba el brazo lo hizo con más crueldad. Con un fuego de color cobre fundido ardiéndole en los ojos verdes, Cassandra echó el otro brazo hacia atrás y golpeó al príncipe, en la cara, con todas sus fuerzas. Este dio un traspié hacia atrás; la soltó. De pronto el salón quedó en silencio, todas las respiraciones contenidas, esperando a ver qué ocurría a continuación. ― ¡Desapareceré de tu vida en una hora! ―gritó Cassandra, y giró sobre sus altos
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tacones y corrió hacia la puerta, con las grandes faldas sostenidas a un lado. Constanza había corrido a sujetar al príncipe, que iba detrás de Cassandra. El príncipe abandonó su persecución. Humillada, furiosa, Cassandra descubrió que tenía lágrimas en los ojos mientras salía, ciega, por las grandes puertas del frente. Miró alrededor. La noche era muy oscura, en verdad, pero delante del palacio de los Varváez ardían grandes antorchas. El carruaje de su madre se había ido hacía tiempo, pero las antorchas le mostraron un carruaje abierto, desocupado. Sin pensar a quién podía pertenecer el vehículo, Cassandra corrió hacia él, trepó y tomó las riendas. Podía devolverlo más tarde. O hacer que lo devolvieran, pues tenia la firme intención, a pesar de lo que le había prometido a Leeds, de ir al palacio de la plaza, recoger sus pertenencias y buscar una habitación en una posada. Los criados del posadero podían devolver ese carruaje antes que terminara la recepción. Ni siquiera llegarían a echarlo de menos. Tales eran sus pensamientos mientras recorría la corta distancia. Se detuvo en seco ante el palacio rosado, bajó del carruaje, de un salto, recogió sus largas faldas y se dirigió hacia la puerta principal. Tomó el gran llamador de hierro, pero antes de poder hacerlo resonar, la pesada puerta se abrió desde dentro. Se le ocurrió que los criados la habían dejado sin llave por el príncipe. ― ¡Inés! ―llamó, imperiosa. Pero los amplios espacios del gran vestíbulo iluminado por antorchas se hallaban desiertos. -¡Inés! ―Estaba a punto de subir corriendo por las escalinatas, cuando se detuvo. Había una sensación de soledad en la casa. Si hubiese llegado unos momentos antes, habría oído a Pereira, en la parte de atrás, gritando y golpeando en la puerta de la
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antecocina, pero en sus violentos esfuerzos por derribarla, se había vuelto a abrir su herida y se desvaneció por un momento, por falta de sangre. De modo que la parte de atrás de la casa se encontraba tan silenciosa como el resto del edificio―. ¡Inés! ―gritó de nuevo, más dubitativa. Y dejó de llamar- ¿Por eso se había mostrado tan furioso el príncipe Damiáo? ¿Inés ya se había ido y él! trataba de decirle que en cierta forma ella estaba arruinando sus planes? Y entonces, en el suelo lustrado vio lo que no había advertido antes. Un charquito de sangre, reluciente, roja, sobre la brillante superficie de mármol. Las huellas iban hacia los dos lados: hacia la puerta de entrada y a la parte trasera de la casa. « ¡Sangre! ―pensó―. ¿Inés había sido asesinada y sacada de allí?» Giró, por instinto, para volver a la carrera a su coche. Pero ese camino era impracticable ahora. La puerta de delante se abría en silencio. Había llegado el mensajero de Annette. Y el mensajero de Annette llevaba un cuchillo. Cassandra gritó. Después, todo ocurrió a gran velocidad. Cassandra se volvió para huir; el delgado hombre moreno que había aparecido en la puerta saltó hacia adelante, para detenerla. Estaba casi sobre ella, con el cuchillo levantado, cuando de repente se escuchó un grito en la puerta y él cayó a sus pies. Y allí, milagrosamente, estaba Drew, saltando y derribando al sujeto cuando trataba de ponerse en pie. Esta vez continuó tendido. Cassandra no se preguntó cómo habría llegado Drew hasta allí. Eligió el camino práctico. ― ¿Con que le golpeaste? ―preguntó―. Desde la puerta, quiero decir. ―Con mi zapato ―dijo Drew, sombrío―. Me lo quité y logré acertarle en la nuca
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cuando lo arrojé. ―Mientras hablaba volvía a calzarse el zapato adornado con una hebilla―. ¿En qué clase de locura vives con ese príncipe, Cassandra? ―No vivo con ese príncipe, Drew. Todo ha sido un juego para ayudar... Oh, no importa. ¿Cómo me has encontrado? ―Levanté la vista y te vi en la ópera ―dijo él, torvo―. Al principio pensaba irme de Lisboa... después, esta noche, decidí dejar que me dijeras cómo había ocurrido todo esto- Vi tu carruaje dando la vuelta a la esquina, y luego saltaste de él y te precipitaste al interior. Cuando vi a ese tipo agazapado allí y deslizándose tras de ti, vine a la carrera. ― ¡Gracias a Dios que lo hiciste! ―Cassandra todavía temblaba. ―Saldrás de aquí ahora mismo. ―Oh, no puedo. Mis cosas... ―Las enviaremos a buscar. ¡No te dejaré en ningún lugar donde traten de matarte! Drew era maravilloso cuando se ponía dominante, pensó Cassandra, soñadora. ― ¿Adonde me llevas? ―preguntó cuando él la llevó afuera y la levantó para sentarla en el carruaje. ―A mi posada ―repuso él, y trepó al asiento del conductor― Y después al primer barco que zarpe a Inglaterra. Cassandra se inclinó hacia delante, sonriente. ―Este carruaje no es mío. Me subí a él después de abofetear al príncipe Damiáo y salir de la recepción de los Varváez. Drew le lanzó una mirada. ―Lo devolveremos desde la posada, Cassandra. ¿Hay algo más que has olvidado decirme?
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«Sí. Que te amo.» Pero más tarde habría tiempo de sobra para eso... ¡después que llegaran a la posada! Recordó las palabras de Charlotte: «Los hombres siempre han luchado... y han sido heridos al cabalgar, y pescado resfriados y fiebres que los mataron». Amaba a Drew, y sabía que seguiría amándole. ¿Y qué podía ocurrir ahora que estropeara eso? El posadero se asombró al ver que la amante inglesa del príncipe Damiáo acompañaba a su «prometido» escaleras arriba, a la habitación de él... pero en el fondo del corazón era un romántico, de modo que prefirió mirar hacia otro lado. ―Cassandra ―dijo Drew cuando por fin estuvieron solos―. Wend me contó cómo te sentías. ―La atrajo hacia sus brazos―Quiero que sepas que aceptaría el peligro de morir, sólo por tenerte a mi lado para siempre. -Oh, yo ya no tengo miedo ―le dijo ella, confiada. El abrazo de él se hizo más fuerte. ―Y fuese lo que haya sido ese príncipe para ti ―dijo con voz ronca―, quiero que sepas que no importa. Deseo que seas mi esposa. -Oh, Drew, el príncipe Damiáo no significa nada para mí. Entre risas y lágrimas, se lo contó todo, y de alguna manera, mientras hablaba se iba quitando la ropa, hasta que por último, cuando terminó su relato se encontró en la cama con Drew, besándole y sintiendo intensas oleadas de ternura y de profunda pasión que la recorrían. Ella, que nunca se había entregado a un hombre ―que había temido hacerlo―, se abandonaba a la alegría, y en los fuertes brazos de Drew encontraba el verdadero sentido de ser una mujer. Y después, cuando sus pasiones quedaron agotadas, Drew la miró y murmuró, como si no pudiera creerlo: -¡Eras virgen!
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―Sí. ―Ella rió y jugó con la oreja de él, la mordisqueó―. ¡De manera que ahora sabes que nunca hubo nada entre el príncipe Damiáo y yo! El asesino que había tratado de matar a Cassandra se había levantado hacía tiempo del suelo y regresado, con la cabeza dolorida, a contarle a Annette que había fracasado esa noche. ― ¡Tonto! ―vociferó ella―. ¡Canaille! ¡Ni siquiera pudiste matar a una chiquilla! ―Ya te lo dije, apareció un hombre... no sé de dónde salió, pero me derribó. ― ¡Te derribó, vaya! ―Los dientes de Annette chirriaron―, Bien, olvídate de ella. Yo misma me ocuparé... mañana. ¡Oh, vete, vete! ―Se puso a gritar, enfurecida. Leeds habla ido directamente a la mansión Varváez, y encontró que un criado le cerraba el paso. ―Tengo órdenes estrictas de no dejarte pasar ―explicó el hombre, ceñudo. ― Tengo un mensaje para el príncipe Damiáo ―dijo Leeds, sombrío. ―Me encargaré de entregárselo, señor. ―No lo harás. Pídele al príncipe que salga. El criado le dirigió una mirada de duda. ―No creo que lo haga. ―Dile que el mensaje se refiere a las actividades de Pereira esta noche ―dijo Leeds, torvo―. ¡Saldrá! La mención del nombre de Pereira hizo salir al príncipe en el acto. Miró a Leeds. ―Me pareció que el hombre me decía que Pereira quería verme. ―No, soy yo quien desea verte. ―Leeds se inclinó hacia delante, sonriente, hablando confidencialmente al oído del príncipe―. Hay un cuchillo en tus costillas, Damiáo. Y si parpadeas siquiera, te lo hundiré hasta la empuñadura. Te alejarás conmigo en forma amistosa. Dirás por encima del hombro que regresarás enseguida.
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Pálido y sacudido, Damiáo hizo lo que le ordenaba. ― ¿Adonde vamos? ―preguntó cuando estuvieron lejos de la mansión. ―Cállate ―dijo Leeds con sequedad―. Tengo algo que mostrarte. El príncipe se resistió a entrar en el palacio rosado. ―Podemos hablar fuera ―dijo, hosco. ―Lo que quiero mostrarte se encuentra dentro. ―Leeds le empujó con el cuchillo. El príncipe Damiáo entró. ― ¿Ves ese delgado hilo de pólvora negra, Damiáo? ―Veo sangre en el suelo ―El príncipe Damiáo comenzaba a sudar. ―La sangre de Pereira. ― ¡Mae de Deui! ―Exclamó el príncipe―. ¡Lo mataste! ― ¡Desde luego que no! Sólo utilicé un poco de persuasión para hacer que me explicara tu pequeña conspiración, ¡por qué no necesitarás armas mañana, sino sólo pólvora! ― ¡El miente! ―gritó Damiáo Leeds rió. No fue un sonido agradable. ― ¿Y cómo lo sabes, Damiáo? ¡No sabes qué dijo! ―De repente asestó un fuerte golpe al príncipe, a un lado de la cabeza, que lo hizo caer al suelo-. Ahora debería matarte ―dijo―, pues todo me resulta evidente. Nunca pretendiste organizar un levantamiento, los hombres que se reunían aquí no formaban parte de un ejército... ¡estaban en una trama contigo, es cierto, pero el ejército de Pereira no era otra cosa que un sueño! ―No ―susurró el príncipe―, ¡No! ¡NO es verdad! ¡Pereira te dirá que no es verdad! ―Íbamos a ser tus señuelos, la joven inglesa y yo ―dijo Leeds, propinando a
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Damiáo un golpe con el puño cuando no caminó con suficiente rapidez―. ¿Como pensabas atraer a la familia real hasta aquí, Damiáo, para hacerla volar? ― ¡no lo planeé! ―Gimió el príncipe, en un estado de pánico ciego-. ¡La idea fue de Pereira, lo juro! ―Esa es la manera sencilla de convertirte en rey, ¿verdad? ¿A quién le hace falta una rebelión, cuando cuenta con un asesino? Sin duda le habrían dicho al rey que estabas en tu lecho de muerte, en la casa de tu amante inglesa- Y tal vez habría dado resultado... habrían venido aquí de prisa, creyendo que agonizabas, y los habrías matado a todos. ¿Qué clase de hombre eres, que atacas en la oscuridad? ―Dio otro duro golpe al infortunado príncipe. ― ¡Funcionará, tiene que funcionar! ―El príncipe casi gimoteaba―. Sólo necesitas soltarme y no decir nada. ¡Mañana por la tarde seré rey! ¡Entonces podré darte lo que quieras! ―Entonces me darías el último regalo... el de mi muerte. ―La breve carcajada de Leeds fue casi un gruñido-. Tu plan era casi perfecto, Damiáo Hiciste circular el rumor de que Cassandra era ambiciosa, y quería ser reina. ¿Quién no habría creído que yo la ayudé a organizarlo? ¡Me daría un gran placer hacerte pedazos, aquí y ahora, con mi espada! ―Ya la había desenvainado, y ahora hizo un gesto con ella. Con la otra mano abría la puerta de la antecocina―. Retrocede, Pereira. Tu príncipe te hará compañía- Abrió la puerta con fuerza y lanzó al príncipe Damiáo a través de ella, derribando a Pereira, quien se había adelantado. Mientras los dos se lanzaban hacia delante, la puerta fue cerrada con llave. ― ¡Déjame salir! ―Gimió el príncipe-. ¡Haré cualquier cosa! ―Ya lo has demostrado ―dijo Leeds con sequedad―. Tienes la suerte de que te haya perdonado la vida. A la larga te encontrarán aquí- Pero para entonces yo estaré
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lejos. Y sugiero que ninguno de los dos trate de encender una vela... ¡eso os haría votar hasta el cielo! ―Su risa burlona resonó mientras salía. Tom no había hecho preguntas cuando se unió a Charlotte en su carroza negra y dorada, fuera de la mansión Varváez. La abrazó como si pudiera escapársele. Fue Charlotte, sumida en su felicidad, quien hizo las preguntas, acurrucada contra la casaca de él. ―Tom, ¿de verdad eres lord Derwent? ―le preguntó. ―Sí. ―La voz de él sonaba un tanto apagada, pues había hundido la cara en el cabello oscuro de ella―. ¿Qué es esto, Charlotte, una peluca? ―Si. Y mi nuevo cutis cremoso lo debo a trasquiles y polvos, ¡pues era demasiado sonrosada y blanca para parecer española! Pero por debajo soy la misma mujer de siempre. ―Mi mujer ―dijo él, seguro de sí. Charlotte miró la cara amada y él sintió una oleada de júbilo. En verdad era su mujer... siempre lo había sido, siempre lo sería. ¡Y ocurriese lo que ocurriese, ningún poder de la tierra podría volver a separarlos nunca! Ella lo juró, desde el fondo de su corazón. Pero de repente recordó a Carlos, que no merecía ser abandonado - Oh, no, no podía dejarlo morir solo, después de tantos años que él la había amado... ― ¿Cómo obtuviste el título? ―preguntó, tratando de encubrir sus confusos pensamientos. ―Le hice un pequeño servicio a Su Majestad en Brasil ―fue la respuesta indiferente de Tom―, No me costó gran cosa, pero; tuvo gran importancia para el comercio inglés. ¡Tal vez ―dijo, riendo― la Corona ha querido recordarme que soy
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inglés! ―Entonces, ¿ahora vives en Brasil? ―Sí. ―Prefirió no decirle que era el hombre más acaudalado de Brasil, pero así era. La vida le había endurecido, y había corrido muchos riesgos en Sudamérica, pues se suponía que los diamantes eran monopolio de la casa real, y Tom había hallado diamantes allí. Había sacado las piedras de contrabando, para venderlas de forma clandestina en Amsterdam, donde fueron talladas, e invertido su nueva fortuna en tierras. El año anterior había fallecido Sebastiao da Severa, dejando sus fincas a Tom. Junto con sus propias tierras, le convertían en el más grande terrateniente de Brasil―. Te llevaré a casa conmigo ―le dijo con voz acariciadora, A casa con Tom., ¡era un pensamiento embriagador! ―Mi finca tenía otro nombre, pero ahora que te he vuelto a encontrar la rebautizaré: «El Fin del Mundo». La noche y Lisboa corrían al otro lado de la ventanilla del coche. Charlotte cerró los ojos. ―De paso ―dijo él, como conversando―, ¿adonde nos lleva este coche? Charlotte se despabiló. Había tenido miedo de llevar a Tom a alguna de las famosas posadas de Lisboa. Ella se destacaba demasiado y él era muy conocido. No quería que a Carlos le llegaran chismorreos. Lo que hubiera que decirle, se lo diría ella misma... y no podía afrontar ese problema por el momento. ¡Sólo podía pensar que nunca permitiría que Tom la dejara, nunca! Pero en cuanto adonde decirle al conductor que los llevara esa anoche, recordó de pronto que cuando preguntó a Cassandra qué pensaba hacer si !as cosas salían mal, ésta le había dicho que Leeds le había aconsejado que, en caso de que surgiera algún problema, se encontrase con él en una capillita en ruinas, debajo del sombrío Castelo de
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Sao Jorge... y que si él no llegaba enseguida tenía que alojarse en la minúscula posada cercana, en la aldea medieval que se refugiaba debajo de la poderosa fortaleza. La posada ―tal vez en forma burlona, tal vez por admiración- también se llamaba el Gástelo. ―A una posada retirada ―dijo―. Donde no nos encontrarán. El se irguió. ―Has vuelto a casarte ―supuso. ―Oh Tom. -La voz de Charlotte contenía una nota de alocada súplica―. Rowan me tuvo encerrada durante años, y cuando escapé fue Carlos quien me salvó y me llevó a España. Sí, me casé con él... me dio toda una vida nueva, habría muerto a no ser por ese hombre. ¡Oh Tom, por favor, trata de entender! Tom apartó la mirada. Charlotte era su único amor, y le parecía que a lo largo de toda su vida la habían tenido otros hombres. Sus fuertes manos se cerraron, pero logró dominar su voz. ―Aceptaremos lo que nos dan los dioses, Charlotte. ¿Cuánto tiempo tienes para pasar conmigo? Ella quiso decir « ¡Toda la vida, Tom!». Carlos se había sentido demasiado mal para acudir a la recepción de los Varváez, e insistió en que ella fuese sola. Le había dicho que no le molestara cuando regresase, y que él la dejaría dormir hasta tarde, almorzaría con ella después de haber ido a misa, pues mañana era el Día de Todos los Santos. Ella se humedeció los labios. ―Tenemos hasta las diez de la mañana, Tom. ―Entonces será hasta las diez, Charlotte. ―Había un toque de amargura en su voz―. Porque no tengo derecho alguno sobre ti. « ¡Oh, pero lo tienes, lo tienes!»
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―Nunca he dejado de amarte, Tom ―dijo con voz quebrada―, ni un solo instante... «Y mañana ―se dijo él―, ¡encontraré una forma de llevarte conmigo, no importa quién se interponga!» En cambio dijo: ―He comprado una casa en Inglaterra, Charlotte. Es la casa más hermosa del mundo... o por lo menos así me lo dijo una vez una joven. Charlotte contuvo el aliento. ― ¿Compraste el Castillo Stroud? ―preguntó con voz entrecortada―. ¿Por qué hiciste eso? ―Recuerdos ―dijo él, tocándole la mejilla con la mano-. Recordé que una niña lo adoraba, una joven a quien creía muerta hacía tiempo, y me dije que si podía ir allá de cuando en cuando, me sentiría más cerca de ella. Podría contemplar el fuego e imaginarla a mi lado. Charlotte le tomó la mano y se la frotó contra la mejilla. Sus ojos estaban luminosos de verdad cuando contempló al hombre allí sentado a su lado. ―Tom -susurró-. No te merezco. Habían llegado a su punto de destino y el conductor («Puedo confiar en él, Tom, me es fiel») golpeaba en la puerta del pequeño edificio de una planta. El adormilado posadero abrió por fin y el cochero pidió un cuarto. En silencio, con la mantilla de encaje negro ocultando las facciones de Charlotte, Tom y ella entraron y encontraron su diminuta habitación, que miraba hacia la ciudad y era asombrosamente cómoda. Charlotte apenas dedicó una mirada al cuarto, revelado a la luz de una única vela. Echó a un lado su mantilla, se quitó la peluca y dejó que su cabello dorado le cayese en cascada sobre los hombros. Su voz era ansiosa.
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―La vida es una trampa, Tom -dijo lentamente-. Sus mandíbulas se cierran sobre nosotros, y antes que nos demos cuenta la trampa nos tiene presos- No dejaré a Carlos y no lo heriré; no importa adonde me lleve mi caprichoso corazón. Sólo tenemos esta noche... La mirada de Tom Cambien era ansiosa. Siempre había pensado que su bella Charlotte era flexible, que se balanceaba al viento como una flor. Nunca había creído que estuviera hecha de acero. ―No haré nada que te ponga en peligro ―dijo con voz ronca. ―De modo que cuando el coche pase a buscarme mañana por la mañana, eso será el final de lo nuestro, Tom. ―Su voz era desigual. ―Que así sea. Lo que ocurrió entonces era inevitable. El apagó la vela y se lanzaron el uno a los brazos del otro, como si nunca hubieran estado separados. Los labios de Tom recorrieron los de ella como una canción, y la retuvo como si fuese el tesoro más valioso que podía poseer un hombre. Charlotte se adhirió a él en un torrente de emoción. Se había producido un milagro. Tom estaba de vuelta, había sido arrebatado de entre los muertos, era otra vez suyo... Casi no se dio cuenta cuando él la llevó al lecho. Sintió que sus ropas la abandonaban, sintió su piel desnuda, y regresó de nuevo, fue joven otra vez, y fuera no había una ciudad extranjera, sino el brillo plateado de las Aguas del Derwent y las nieves de Cumberland. Creía que su cuerpo se había enfriado, porque hacía más de dos años que Carlos no podía hacerle el amor, pero ahora, de golpe, todos los sentidos despertaban, vivían y hormigueaban bajo las suaves caricias insistentes de Tom. Todo su ser vibró como un tambor con las palpitaciones de su corazón, con el rítmico movimiento de sus caderas, cuando, como un hombre a punto de ahogarse que busca la salvación, se hundió cada vez más hondo, más tiernamente,
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dentro de ella. El había vuelto, había vuelto, su mundo era perfecto otra vez, su mundo era perfecto otra vez. Sus sentidos cantaron, y se estremeció cuando la fuerte masculinidad de él se movió, vibrante, dentro de ella, prometiendo, prometiendo... «Oh, que esto no termine nunca», se encontró deseando, mientras sentía que su cuerpo palpitaba con un ritmo antiquísimo, creando una tormenta de deseo que le recorrió todo el ser, sumergiendo todos sus anhelos. ―Tom ―susurró―. Oh Tom, cuánto te he echado de menos... Y el mundo se alejó mientras los amantes daban y recibían interminables deleites. Para ellos la magia continuaba estando allí, envolviéndoles, cuando Tom se apartó por último y quedaron tendidos, tocándose, acariciándose con cariño el cuerpo desnudo, bajo el dorado éxtasis posterior a la pasión. No existían palabras para expresar lo que sentían... y no les hacían falta. Lo de ellos dos era una silenciosa comunión del corazón, una honda compasión y unas ansias que no tendrían fin. Eran uno para el otro, los dos, y lo sabían. Y por el momento ambos habían apartado la verdad corrompida... y también eso tocaría a su fin. Hicieron el amor de nuevo. Y otra vez. Por último, extenuados, se deslizaron al sueño, y durmieron hasta que brilló el sol. Y fueron despertados violentamente, por un gran rugido, un sonido semejante al final del mundo.
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CAPITULO 35
Día de Todos los Santos, 9.30, 1 de noviembre de 1755 El terrible rugido retumbante hizo que Tom y Charlotte se levantasen y fuesen a la ventana. Miraron hacia fuera y tuvieron una visión increíble. Aunque en su cama apenas temblaban, los edificios de la ciudad, abajo, bailoteaban y se estremecían y se derrumbaban. Campanarios y chimeneas se partían y caían a las calles, tejas rojas se rompían, las paredes se desplomaban. La primera y terrible sacudida había puesto de rodillas a Lisboa. Hubo una pausa repentina, como si la tierra misma hiciera una profunda inspiración... y en la pausa, de pronto, en toda la ciudad, brotaron llamas. El terremoto había estallado durante la primera misa, y en las atestadas iglesias millares de velas cayeron... sin hablar de los braseros en los cuales los pobres cocían su comida, al aire libre, en las calles y callejuelas tortuosas. Cientos de incendios brotaron en un instante. La ciudad había comenzado a arder. De golpe, los temblores se reanudaron. Pero esta vez no era una sola sacudida grande... esta vez era un violento movimiento de vaivén que destrozaba los edificios, los zarandeaba de un lado a otro mientras el suelo, abajo, se hinchaba y ondulaba, se erguía y se hundía de nuevo, derribando palacios e iglesias y casas modestas, en un estruendo ensordecedor, aterrador. Se produjo una nueva pausa, durante la cual la tierra pareció contener el aliento. ― ¡Oh, Dios! ―Susurró Charlotte-. ¡Carlos... Cassandra... Wend! -Se precipitó en busca de sus ropas.
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Pero antes que pudiera ponérselas, las violentas sacudidas se reanudaron, junto con un gruñido espantoso, profundo, un rugido que retumbaba desde lo que tenía que ser el centro mismo de la tierra. Y ahora cambiaba el aspecto mismo de Lisboa. Tantos grandes edificios se habían derrumbado y una tormenta de polvo tan enorme se elevaba de las ruinas, que una noche irreal caía sobre la ciudad... una oscuridad perforada por relámpagos que iluminaban la escena, por un instante, con un resplandor fantasmal. Paralizados por un momento, Charlotte y Tom miraron la creciente oscuridad y escucharon todos los sonidos del Infierno que brotaban de la ciudad agonizante de debajo: edificios que caían, vidrios rotos, gritos humanos, paredes que se derrumbaban, mampostería desmoronada. Lo que oían era la sacudida agónica en el momento en que chocaban los continentes. Pero continuaron de pie, contemplando, despavoridos, la oscuridad que se arremolinaba en dirección de ellos. Parecía haber transcurrido toda una vida desde la primera gran sacudida. En conjunto, la violenta conmoción no había durado más de diez minutos... pero había derribado la ciudad. Las zonas de la ciudad que se apoyaban en lo hondo de la arcilla azul ―y eran la mayor parte de la ciudad central y de los muelles- se encontraban destruidas por completo, en tanto que las zonas apoyadas en el basalto o en la piedra caliza ―como la cima del Castelo de Sao Jorge― se encontraban intactas, en apariencia por un milagro. La Posada Sete Cidades, a la cual Clive había llevado a lady Harrington y su hija, se hallaba en tal ubicación... y sobrevivió, y también las damas. Pero Clive había ido esa mañana a la ciudad. No volvieron a verle. El palacio rosado de la plaza se sostuvo milagrosamente durante la primera sacudida violenta. Y cuando llegó la pausa del sacudimiento, el príncipe Damiáo y Pereira, gritando a voz en cuello y golpeando la pesada puerta con los puños, tenían la
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certeza de que serían rescatados. Pero la sacudida había derribado la antorcha aún encendida de su soporte de la pared, y rodó por la larga línea de pólvora negra, encendiéndola. Había pólvora negra dispersa por todas partes, debajo de los pies de la pareja que aullaba mientras iban tropezando de un lado a otro, derribando algunos de los barrilillos de pólvora apilados en la antecocina oscura. Vieron que las llamas silbaban hacía ellos por debajo de la puerta, pero no podían detenerlas. El palacio rosado voló como un depósito de pólvora, llevándose consigo al príncipe y a Pereira. El príncipe había buscado un trono... y habría podido llegar a él. Su macabra muerte fue una de tantas ironías de las cuales seria víctima Lisboa en ese día. Y una de esas ironías le llegó a don Carlos... en la iglesia. Aunque hacía mucho tiempo que no asistía a Misa. Allí sentado, en la vaga penumbra de la alta iglesia, con la luz de las velas parpadeando ante él y la sonora voz del sacerdote entonando la misa, don Carlos recordó su infancia... y la fe de ésta, olvidada tanto tiempo atrás. Había pecado. Ante Dios había pecado... y nunca se arrepintió hasta regresar a Lisboa en ese último y difícil viaje, esperanzado en restablecer su salud. Había amado a una mujer, y aunque ella no lo sabía, y no lo sabría nunca, había descubierto todo lo relacionado con ella. Con su esposo, sus hijas. Y la atrajo a un matrimonio bígamo con él, diciéndole que muy pronto moriría. Cosa que no era verdad entonces; sabía que le quedaban muchos anos de vida. Habría podido ayudar a Charlotte, devolverle la hija a quien amaba, hablarle de la suerte corrida por el amante a quien perdió... pues también se había enterado de eso. Pero hacer todas esas cosas habría equivalido a perderla, y quería tenerla a su lado, más de lo que quería cualquier otra cosa en el mundo. Las manos de don Carlos se cerraron con una pequeña parte de lo que era su fuerza de antes, y durante un momento sus ojos llamearon con su antiguo fuego
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ambarino. Podía sentir que la muerte se insinuaba ante él, aunque sólo Dios sabía cuánto tiempo más tardaría hasta que por fin pudiera descansar; por el momento todos sus pensamientos eran para su amada Carlotta. Habían llegado a Lisboa, buscando una cura para él. Y entonces había regresado su enamorado, el hombre de quien tanto la había oído hablar, en su delirio de los tiempos en que la conoció, los días en que la vida de ella le retenía con un hilo fino. Tom Westing, ahora un caballero con titulo, lord Derwent, y el hombre más rico de Brasil... Don Carlos no necesitaba verles juntos. El sólo hecho de saber que Tom se encontraba en la ciudad le había helado el corazón. Pero podía imaginarlos juntos, como lo estarían cuando se encontrasen, pues contaba con una descripción muy completa de Tom. Serían una magnífica pareja, con sus semblantes plenos de esplendor mientras se miraran a los ojos, hechos el uno para el otro. Entonces supo que no podría continuar con ese juego. Ni se animaba a decírselo. No podría soportar el observar la cálida expresión que tanto atesoraba, convertida en un rostro helado. No podría soportar su desprecio, su odio. De manera que había escogido otro camino. Había enviado a Charlotte a la recepción de Varváez para lord Derwent, sabiendo muy bien que ella no podría dejar de encontrarse con el invitado de honor. Y le dijo a Charlotte que no le molestara, que iría temprano a misa, que no regresaría hasta después de las diez. Le dio una noche con su amante. Y aun ahora, los celos le comprimían el corazón. Había pensado hacerlo en forma diferente. Había querido quedarse con ella tanto como pudiera, confesar y recibir la extremaunción, deseaba hacer las paces con el Dios de sus padres e irse de esta vida atesorando la esperanza de un cielo donde quizá
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volvería a verla algún día. Ahora, sentado en la gran iglesia barrida por corrientes de aire, escuchando la resonante voz del sacerdote, supo que no sería así. Había mantenido a Charlotte separada de su amante, a lo largo de todos esos años- Ahora, en un último gesto amable, se la devolvería,-, y de una manera que no la avergonzará. Olvidaría la confesión, él, que tenía tanto que confesar, porque al salir de esa iglesia pensaba ir a casa y echar llave a la puerta y gritar que el dolor era demasiado para soportarlo... y entonces caería sobre su espada y moriría como un suicida. Y Charlotte podría volver al hombre a quien nunca había dejado de amar. Sería su regalo para ella. Tal vez lo mejor que había hecho en una malgastada vida. Y sólo le costaría su alma inmortal, porque desde su primera y rígida educación en la Santa Madre Iglesia sabia, en lo más hondo de su ser, que morir por su propia mano como pecador inconfeso y ser enterrado en terreno no consagrado le arrojaría para siempre a un infierno ardiente. Soportaría las llamas por ella. El semblante de don Carlos estaba muy serio en ese Día de Todos los Santos, y de pronto, entre sus oscuros pensamientos penetró un terrible ruido retumbante, que habría podido proceder del infierno que imaginaba. Y al mismo tiempo el suelo, debajo de él, se hundió y se balanceó. En torno de él, la gente se ponía de pie, vacilante, empujándose unos a otros, frenéticos, tratando de escapar mientras las paredes se resquebrajaban y caían las estatuas sagradas. Don Carlos miró hacia arriba. El techo exhibía una larga grieta, una grieta que se abría en abanico, convirtiéndose en otras cien. El alto techo de la iglesia se derrumbaba sobre quienes se hallaban en su interior. La mirada de don Carlos se mantuvo vuelta hacia arriba durante esos momentos en los cuales, desprendido por la furia del temblor de tierra, el techo se desplomó sobre
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la apiñada multitud de abajo. El aire se llenó de gritos... pero entre quienes gritaban había uno que reía. Dios había sido bondadoso con él... a fin de cuentas no tendría que quitarse la vida. Y era posible que en algún cielo piadoso volviese a encontrarla... algún día. Fue el último pensamiento de don Carlos, cuando el pesado techo se desplomó, aplastando a los fíeles debajo. Para Clive, lord Houghton, que había ido al centro, la situación era diferente. Se encontraba cerca de los Cayos Depreda, el nuevo muelle de piedra que se había construido en la costa, cuando se produjo el primer temblor. Ni siquiera se le había ocurrido regresar para buscar a lady Harrington o a su hija. Se acurrucó en el muelle, junto con miles de otros que también buscaban esa seguridad, y contempló, amedrentado, cómo la ciudad en ruinas se convertía ahora en un infierno rugiente, con sus centenares de incendios unidos en una vasta conflagración por los fuertes vientos. Cuando llegó el segundo gran temblor de tierra, se sacudieron los cimientos de los Cayos Depreda y todo el muelle de piedra se precipitó al rió, arrastrando a Clive y a millares de hombres, mujeres y niños que gritaban. Nadie supo nunca qué sucedió en las oscuras y agitadas aguas, pero no se halló a ninguno de ellos. No todos los que murieron ese día en Lisboa se encontraban en tierra. Algunos estaban en el río, otros en el mar. Y ninguno de los altos barcos atrapados de modo irresistible por el holocausto fue el Castillo de Tormenta... el mercante de blancas velas en el cual viajaba Phoebe. En el mar oyeron un ruido como el de un trueno distante, que llegaba del este. Los pasajeros, apiñados en cubierta con sus pertenencias, se miraron con inquietud. Una gran tormenta, sin duda. Mientras veía la distante nube oscura que se elevaba de la tierra, Phoebe, como los
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demás, no sabia con certeza qué significaba aquella primera elevación perceptible de las aguas. Observaba esa nube baja, sombría, con deleite, porque debajo de ella le habían dicho que vería por primera vez el lejano horizonte de Lisboa. Se apoyó en la barandilla, en la proa, sin prestar atención a la espuma salada que podía dañar el brillante terciopelo verde oscuro de su vestido, que -como todo lo demás en su vida actual ―no había sido pagado. ¡0h, sería tan bueno encontrar otra vez a Clive! Su amor valía todas las humillaciones. En su desesperación por encontrarse con él, Phoebe se había hundido más que nunca. En el momento mismo en que percibía el hecho, un terrible torrente sonoro la envolvió, un profundo rugido que en su terror le pareció proceder de la lejana ciudad incendiada... un enorme y aterrador estallido que le rugió en los oídos, sin principio ni final. Sus manos enguantadas de verde se agarraron de la barandilla. Para Phoebe fue como si el barco fuera levantado por unas manos gigantes, arriba, más arriba, y lanzado hacia adelante. A su alrededor, hombres y mujeres gritaban, y sus voces se perdían en el tumulto general. Ahora no era el viento que hinchaba las velas el que los impulsaba hacia adelante. Era una fuerza de abajo que los empujaba de manera inexorable hacia la boca del Tajo, que crecía más y más a medida que toneladas de aguas hirvientes que penetraban desde el océano desbordaban el río, cada vez más angosto, que ahora se había convertido en un cuello de botella. El Castillo de Tormenta ―y Phoebe con él― navegaba en la cresta de un gigante que caería sobre Lisboa- Frente a esa ola, indefensa y condenada, la ciudad esperaba. Por cierto, el destino mostró una extraña piedad ese día... al menos para Phoebe-
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Murió sin saber que el hombre a quien amaba tan desesperadamente tenía la intención de matarla. Wend esperaba en la habitación de Charlotte, en el Pollo Real, a que ésta volviera de la recepción. Extenuada por las emociones del día, se había quedado dormida, y no despertó hasta la mañana. Aunque parecía lógico que Charlotte hubiera vuelto a dormir por la noche, para luego vestirse sin despertarla e irse con don Carlos, quien ya había partido hacia la iglesia, la visión de la cama sin deshacer inquietó a Wend, y salió y vagó por tos alrededores, con la esperanza de encontrar a Charlotte. Y fue así como la primera y terrible sacudida que redujo al Pollo Real a un montón de escombros, mató a todos los que se encontraban en el interior y tembló a lo largo de toda la calle, haciendo llover piedras y tejas y mampostería sobre el empedrado, en un mortífero aguacero, pilló a Wend en el centro de la calle, mirando, a lo lejos, a una mujer bien vestida que abrigaba la esperanza de que fuese Charlotte. Su instinto de buscar las tierras altas era correcto, y mientras iba tropezando sobre los escombros caídos gritaba, en realidad gemía, afirmando que no habrían debido salir de Inglaterra... ¡allí nunca había sucedido nada como eso! Annette sólo logró salir arrastrándose de entre las ruinas de su sombrerería cuando la primera ola, que se acercó a una velocidad increíble, subió rugiendo por el Tajo. Oyó el zumbido distante y se puso de pie con dificultad, entre la mampostería caída, que la había dejado magullada y ensangrentada. Su único pensamiento, mientras se liberaba de los escombros, era: « ¡Ojalá que este terremoto haya terminado con las dos... con Charlotte y la hija que tuvo con ese otro hombre!». Se puso de pie a tiempo para ver la gran ola descomunal que llegaba, le pareció, a treinta metros de altura, sobre ella. Como superviviente que había sido siempre, Annette echó a correr, pero era tarde, La oía se desplomó sobre la ciudad, y una
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muralla de agua se estrelló en las ruinas humeantes, arrastrando barcos y botes y los escombros de las calles y los edificios tierra adentro, y luego retrocediendo hacia el mar, con todos los fragmentos de una civilización... y cubriendo con los muertos el mar cercano. En la posada, con el brazo rodeando a Cassandra, Drew había despertado temprano esa mañana. Siguió acostado, preocupado. Lo que Cassandra le había contado la noche anterior era una locura, pero había algo indudable: no estaba segura allí. La sensación de que los enemigos del príncipe la buscarían era tan intensa, que se levantó de un salto y dijo a Cassandra que se irían de Lisboa. En el acto. No, no se detendrían a desayunar, eso lo harían en el camino. No tratarían de salir de Lisboa por barco... el príncipe o cualquier otro podían extender sus largos brazos para detenerlos. Viajarían al norte, por tierra, a Oporto, y se embarcarían allí. A Cassandra le habría gustado despedirse de su madre, pero Drew le respondió con rudeza que no había tiempo para ello. Tenía razón, pero no por los motivos que creía tener. Salían de la ciudad y pasaban ante una bonita casa, con una larga galería, cuando se produjo el primer gran temblor de tierra. Cassandra, que en ese momento daba un paso, tropezó con las piedras y se tambaleó contra Drew, quien, como no lo esperaba y perdió pie a su vez, cedió. Alrededor de ellos, el mundo se derrumbaba. La larga galería cayó en el acto, y el resto de la casa tras ella, salpicando de piedras, columnas y tejas toda la calle. Las calles que les rodeaban quedaron cubiertas en forma instantánea de escombros, y asimismo se volvieron peligrosas a raíz de los fuegos repentinos que brotaron, para lamer las ruinas. -¡La posada de mi madre! -gritó Cassandra-. ¡Ella y Wend están allí! Queda para ese lado. ―Agitó la mano en dirección al Pollo Real―. Tenemos que ir a tratar de
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salvarlas. Drew miró alrededor, lúgubre, las calles intransitables, los grandes montículos de escombros cubiertos de polvo. ―Seremos muy afortunados si podemos trepar por encima de todo esto, hacia un lugar seguro, antes que nos alcancen los incendios ―previno... y mientras hablaba, las llamas brotaban de la estructura caída junto a ellos―. No entiendo cómo escapamos a la primera lluvia de piedras, cuando cayeron esas paredes. Ah, si... acababas de empujarme. Allí donde estábamos, las piedras son pesadas. Si no te hubieras apoyado en mi, ambos estaríamos muertos. ―Dirigió una mirada irónica a esa mujer que había huido por temor de llevarle al desastre―. ¡De manera que parece que me has traído buena suerte! Los verdes ojos de Cassandra se agrandaron. Cuando se produjo el terremoto, había pensado durante un momento terrible: « ¡He traído a Drew a Lisboa y ahora le acarreo la muerte!». ¡Pero ahora él le decía que le había salvado, que le había dado buena suerte! A pesar del horror de la situación, a despecho de todo lo que tenía que hacer, un temerario sentimiento de alegría creció en Cassandra. ¡Estaba en libertad de amarle, libre para amarle, por fin! Pero junto con ese pensamiento, la realidad se impuso de nuevo, y tiró del brazo de Drew. ―No puedo huir, Drew. Acabo de encontrar a mi madre. No puedo dejarla aquí, para que muera... y además... también está Wend. A mitad de camino hallaron a Wend, cojeando con rapidez hacia ellos, sucia y magullada y pronunciando, gimiente, el nombre de Cassandra. ―Oh, Wend, ¿dónde está mi madre? ―Exclamó Cassandra― ¿Por qué no está contigo?
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―No creo que llegase a casa ayer por la noche ―respondió Wend, quien ahora que encontraba amigos iba recuperando su aplomo―. Por lo menos no durmió en su cama. ―Entonces creo que sé con quién está... pero no dónde ―dijo Cassandra lentamente―. ¡Oh, Wend, no es posible que la haya encontrado sólo para perderla otra vez! ―La hallaremos ―dijo Wend, firme, pero parecía asustada. ―Sigamos hacia el castillo. ―La voz de Drew las instó mientras una oleada de humo acre los envolvía, ahogándoles―. Si nos quedamos aquí, no podremos salir. Obedientes, partieron, deteniéndose de cuando en cuando a ayudar a la gente a salir de entre las ruinas de las casas en las cuales habían pasado su vida. De pronto se les ocurrió la razón de por qué se escuchaban tan pocos gritos de ayuda en el infierno de abajo. Era el Día de Todos los Santos, y casi todos habían ido a la iglesia. Y muerto allí. En el mismo momento en que subían por la montaña, Charlotte y Tom corrieron hacia abajo, abriéndose paso por entre los escombros de las paredes, rumbo a la iglesia. Pero un muro de llamas les hizo retroceder y se vieron obligados a subir a la montaña coronada por el Gástelo de Sao Jorge, sabiendo que de nada habría servido. Entre las danzarinas llamas anaranjadas y las oleadas de humo polvoriento, podían ver que la iglesia era apenas un montón de escombros, en el cual nada podía quedar con vida. Al lado de Tom, Charlotte sollozaba con suavidad por un hombre que la había amado hasta el día en que murió. Pero Tom, que no había conocido a Don Carlos, a pesar de toda su gravedad y simpatía, caminaba con pasos más airosos mientras guiaba a Charlotte entre los montículos de mampostería que antes habían sido casas y pozos y paredes de jardines.
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Cuando se detuvieron a descansar en su esfuerzo por ascender hacia el gran castillo adusto y miraron hacia atrás, espantados, la ciudad condenada, vieron a Cassandra y Drew y Wend subiendo hacia ellos... y las lágrimas de Charlotte se convirtieron en lágrimas de alegría porque su hija había salvado la vida. Llamó a Charlotte, haciéndole señas, pero su voz se perdió en un nuevo trueno que llegaba del lado del mar, cuando la segunda de las tres gigantescas «marejadas» que inundarían Lisboa ese día penetró para devastar aún más a la ciudad arrasada, donde, entre los millares de casas destruidas, más de cincuenta palacios y más de treinta magníficas iglesias ya se habían derrumbado. Pero aunque no la oyeron llamarles, Cassandra la vio, y muy pronto ella y Drew y Wend treparon y se unieron a ellos. ―Tom. ―Charlotte agitó el brazo, airosa―. ¡Permíteme que te presente a tu hija, Cassandra! Tom, que acababa de enderezarse después de levantar una pesada viga, para liberar a un perro atrapado en lo que quedaba de una casa de postigos rotos, se sobresaltó de tal modo, que pisó mal en el empedrado y estuvo a punto de caer sobre el perro, que huyó, ladrando. ― ¿Mi hija? ―Dijo, casi con incredulidad- Pero su mirada sólo necesitó recorrer el aspecto de Cassandra, tan semejante al suyo―. Charlotte ―dijo con un murmullo―, eres asombrosa. ―Y abrazó a Cassandra y conoció a Drew. ―Por supuesto, vendrás con nosotros a Brasil, Cassandra. -Tom era ahora la figura paterna. ― ¡Oh, sí, hazlo! ―exclamó Charlotte. Drew Marsden removió los pies, inquieto. Cassandra pudo adivinar lo que
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pensaba. « ¿Dejar Blade's End? ¡Nunca!» En cuanto a ella, las tierras del sol perpetuo no la complacían. Amaba los salvajes riscos elevados y los cielos plateados del norte de Inglaterra, adoraba ver el repentino estallido de la primavera y beber, con las manos acopadas, las claras aguas frías que caían de los picos coronados de nieve. En Inglaterra esperaba su yegua de color crema, Meg, ansiosa de llevarla en locas cabalgadas por entre los altos valles, al lado del pardillo moteado de Drew, el Obispo. En Aldershot Grange, una gata de pelo largo, de sabios ojos verdes, se lamía ahora las patas y aguardaba el día del regreso de Cassandra, para poder saltar a su regazo y que la acariciara. En verdad, Trébol ya tendría sus gatitos... estaría ansiosa de mostrárselos. Y habría largas noches junto al fuego del invierno, mientras el viento silbaba en las chimeneas. ―Drew y yo queremos casarnos en Inglaterra ―les dijo. Tom pasó por encima de los hombros de Charlotte un brazo de propietario absoluto. ―Me casaré con esta dama dondequiera que ella me acepte ―dijo - Pero había esperado que mi hija nos acompañara. ―No... no puedo ir a Brasil ―dijo Cassandra―. Drew y yo ya hemos pasado demasiado tiempo lejos de casa. Debemos volver y reanudar nuestra vida. El semblante de Charlotte se nubló de desilusión. ―Tal vez ―dijo, insegura― podamos no ir a Brasil ahora mismo, Tom. Todavía no he visto a Phoebe. ―Ella y Clive estaban ocupados huyendo de los alguaciles, la última vez que tuve noticias de ellos ―advirtió Cassandra a su madre con tristeza―. ¡Resultará difícil encontrar a Phoebe! ―Tengo que regresar ―dijo Tom en voz baja.
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―Bueno, pues entonces... ―Charlotte dirigió a Tom una mirada de ansiedad. Tenía tantos deseos de acompañarte, de ir adonde iba él, fuese donde fuere... para siempre. Y las tierras soleadas del sur eran sus tierras, donde le correspondía estar. La hija de las soleadas Scillies disfrutaría a sus anchas entre las flores de vivos colores y las susurrantes palmeras del lejano Brasil. Se imaginó en la casa de larga galería que le había descrito Tom, paseándose bajo sus frescos salones de altos techos, escuchando el rumor de la fuente... por cierto que casi podía sentir las baldosas recalentadas por el sol, bajo los pies, en ese momento. Dirigió una última mirada al ígneo infierno de la ciudad condenada, que ardía como una gran pira funeraria. Carlos estaría ahora allí para siempre, habría desaparecido por fin su dolor, podía dejarle con la conciencia limpia, sabiendo que había hecho todo lo posible. Y ―durante un instante una expresión de leve desagrado cruzó por su hermoso rostro― los codiciosos sobrinos de Don Carlos se sentirían encantados de creer que también ella había perecido en el holocausto de Lisboa. Sería una ruptura limpia. Carlotta del Valle desaparecía para siempre y Charlotte Keynes renacería. Como Charlotte Westing, por fin esposa del hombre que había conquistado su corazón tantos años atrás. ―Tal vez no debamos insistir, Tom ―dijo con suavidad―, A fin de cuentas visitaremos el Castillo Stroud... ―El Fin del Mundo ―le corrigió Tom sonriente, ―Y ellos pueden ir a Brasil, a visitarnos... ¿quizás el año que viene? ―Oh, sí. ―La voz de Cassandra era cálida―. ¡Eso me gustaría mucho! Tom parecía desconcertado- Después de descubrir que tenía una hija, quería llevarla a casa consigo enseguida, mostrarle la riqueza y grandezas que ahora poseía, exhibir su belleza y sus encantos ante todas las familias destacadas de Río de Janeiro. ―Abrigaba la esperanza de cubrirte de joyas. ―Sonrió con tristeza―. Y mostrar a
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mi hija al mundo. ―Puedes enviarle regalos a Cassandra ―dijo Charlotte, rápidamente―. ¡Y cubrirme a mí de joyas! ―Rió, porque ninguna gema de este mundo significaría tanto para ella como los ojos de color esmeralda de Tom, que la miraban con tanto amor y confianza. ―Así lo haré ―suspiró TomCassandra echó una ojeada a la ciudad humeante, y se preguntó qué habría sido de Leeds Birmingham. Sintió que la recorría un leve escalofrío. Le había parecido tan indestructible, había pensado que seguiría eternamente su camino, riendo. ¿Era posible que también él, como tantos otros, estuviera aplastado debajo de las piedras caídas de los palacios de Lisboa, con las llamas lamiéndole los huesos? Su mirada sombría escudriñó las enormes nubes de humo. Como en respuesta a su llamada silenciosa una figura salía de ese humo, una figura de carne ennegrecida por el hollín, de ropas sucias, con un puño de la camisa chamuscado. ― ¡Leeds! -gritó ella. El se aproximó con todo su antiguo aplomo. ―Subí a ver si te habías salvado ―dijo a Cassandra, señalando con la cabeza la pequeña iglesia en ruinas―. Recordé haberte dicho que fueras allá, si sucedía algo. No tenía ni idea de que estarías rodeada de los tuyos, ―Miró alrededor- Cassandra le presentó enseguida. ― ¿Cómo está la ciudad? ―preguntó Tom, sabiendo que Leeds acababa de llegar de allí. ―Como puedes verlo. ―Leeds se encogió de hombros y señaló el humo que ascendía, amenazador, cada vez más alto―. El rey ha dejado todo en manos de Pombal y éste se llevará todo lo que queda antes de usar a los grupos de bomberos. ―Como
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para subrayar sus palabras, hubo una andanada esporádica de disparos, desde el seno de la gran conflagración de abajo. ― ¿Entonces la familia real se encuentra a salvo? ―Todos, menos el príncipe Damiáo ―dijo Leeds con ligereza―. Parece que no pueden hallarlo. Los demás iban camino de la Torre de Belem cuando se produjo el terremoto, por lo cual no sufrieron daño. Si alguno de ustedes piensa en bajar a la ciudad para ayudar, abandonen la idea. No les dejarán pasar. Pombal ya ha apostado a sus hombres para buscar a los saqueadores y matarlos. En un día nervioso como éste, es probable que también a ustedes les disparen. ―No pensábamos bajar ―repuso Tom, mirando el holocausto, ceñudo. ―Pombal también cerró los puertos ―agregó Leeds. En ese momento sacudió a la ciudad el tercero de los grandes temblores de tierra que martillearían ese día sobre Lisboa. El grupo la vio estremecerse bajo las llamas. Les cubrió el terrible sonido ensordecedor, dejándolos aturdidos. ―Tengo mi propio barco en Oporto ―dijo Tom-. Lo dejé allí para que le limpiaran la quilla, y si no ha resultado demasiado dañado por estas grandes olas que se desplomaron sobre la costa, todos ustedes pueden viajar conmigo... a Inglaterra, o a Brasil, o a cualquier otro lugar del trayecto. ―Gracias. Puede que me una a ustedes en Oporto. ―Después de convencerse de que Cassandra estaba bien, Leeds se desperezó y dio un paso para volver por donde había llegado. ― ¡0h, no vas a regresar a eso! ―exclamó Cassandra compungida. El pareció asombrado. ―Está claro que iré, ¿Quién sabe qué se puede encontrar allí en un día como hoy? ―Te dispararán como a un saqueador ―advirtió Tom.
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―A mi no. ―Leeds le sonrió con afabilidad. Tom reconocía a un filibustero cuando lo veía. No insistió. ―Pero una última palabra- ―Leeds se detuvo y sonrió a Cassandra. Había algo muy cálido en su sonrisa―. Si descubres que te cansas de este hombre tan grande ―señaló a Drew con la cabeza―, sólo tienes que hacerme saber dónde estás, en cualquier parte del mundo que fuere. ¡Te encontraré y te llevaré conmigo! ―Reía mientras bajaba a grandes zancadas. La mirada de Cassandra le siguió con ansiedad. Era el tipo de hombre que siempre volvería al fuego... en busca de lo que pudiera hallar allí. Y lo más probable era que saliera con el pellejo intacto. Le envió, en silencio, sus mejores deseos. Cassandra sonrió a Drew. A pesar de todo lo ocurrido, la puesta de sol del día siguiente estaría orlada de oro. Tal vez ella y Drew no esperarían hasta llegar a Inglaterra para casarse. Quizás harían lo que se proponían hacer Charlotte y Tom: que el capitán del barco de éste pronunciase las palabras que los unirían legalmente, aunque no existían lazos más fuertes que el amor que ya sentían el uno hacia el otro. Esa noche dormiría entre los brazos de Drew, esa noche y todas las demás. ¡Diez mil futuras puestas de sol dejarían caer su luz radiante, dorada, sobre ellos, y recorrerían eternamente los riscos! El Bajío Gorringue ya había concluido con su tarea mortífera, África y Europa habían chocado por debajo del mar, destrozando pedazos de la cáscara exterior de dos gigantescas bases continentales. Y Lisboa, la gloriosa Lisboa en su Edad de Oro, nunca volvería a ser la misma. Pero para esos viajeros acosados por tantas tormentas, para Drew y Cassandra, la pareja de enamorados que se habían hallado de nuevo, y para Tom y Charlotte, los enamorados que habían vuelto a encontrarse, esa hora de peligro y holocausto señalaba
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un nuevo comienzo, y el amor que perduraría, según las palabras de la canción escocesa: «Hasta que todos los mares queden secos». En la misma habitación en que se habían abrazado la noche anterior, Tom tomó otra vez a Charlotte entre sus brazos. ―Y de este modo la rueda del destino da toda su vuelta, Charlotte ―murmuró él contra la dulce fragancia de limón de su cabello dorado―. Y otra vez estamos juntos, porque hemos sobrevivido a todo. Y allí, por encima de las ardientes ruinas atormentadas de Lisboa, era así. Para ellos, como para la joven Cassandra y su Drew, el aire marino soplaría fresco y libre, los llevaría a mundos que estaban más allá del horizonte, siempre felices, siempre jóvenes...
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NOTA DE LA AUTORA
La destrucción de Lisboa el Día de Todos los Santos de 1755 ―por terremotos, incendios y «marejadas»― fue la más grande catástrofe del siglo XV III. Tres grandes terremotos sacudieron a la ciudad ese día... los dos últimos sólo removieron los escombros dejados por el primero. Las grandes sacudidas se abrieron en abanico, hacia todos los rumbos, a lo largo de mil quinientos kilómetros. Hicieron vibrar a la tercera parte de Europa. El famoso Loch Lomond de Escocia se elevó bruscamente, en un día sin viento, más de medio metro, y de la misma manera súbita descendió más de uno. En Holanda, barcos y boyas se soltaron de sus amarres, cuando los canales y los ríos fueron golpeados por la turbulencia. En Inglaterra cayó el enyesado y se abrió una grieta en un campo. Los lagos de Suecia se agitaron, ominosos. En toda Europa vibraron las arañas de cristal y tintinearon, y fuentes y manantiales se sacudieron... algunas se elevaron, otras dejaron de manar, algunas vomitaron aguas rojas o fango, hasta en Checoslovaquia, a más de dos mil doscientos kilómetros del epicentro. África tampoco quedó indemne. Las grandes olas producidas por el choque submarino de las bases continentales y el desplazamiento del Bajío Gorringue llegaron hasta África del Norte y rompieron en la costa, arrastrando al mar a unas diez mil personas, nada más que en la costa de Marruecos. Las mismas olas llegaron a Inglaterra cinco horas más tarde, y a las Indias Occidentales por la noche, pero para entonces su furia se había aplacado en gran medida. La Tierra había hablado...
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Cincuenta mil personas, por lo menos, murieron en Lisboa. El terremoto modificó el aspecto de Portugal y fue sentido en más de medio millón de kilómetros cuadrados; en Inglaterra provocó el súbito abandono de las mascaradas, inspiró un repentino apiñamiento en las iglesias de toda Europa, durante un año, inició el estudio de la sismología e impulsó al cínico Voltaire a escribir su Cándido. Los terremotos de Londres, en 1750 se desarrollaron en las fechas que he descrito... en verdad, el fuerte temblor del 19 de marzo de ese año fue el más enérgico de los seis que sacudieron a Londres entre febrero y junio; sembró el pánico entre animales y peces, derribó muchas casas y numerosas chimeneas, así como desprendió piedras del nuevo campanario de la Abadía de Westminster. Aunque los personajes y las situaciones de esta narración son por entero de mi invención, y no existió tal príncipe Damiáo, la mayor parte de los escenarios son reales, y no cabe duda de que los lectores reconocerán muchos de ellos. Grosvenor Square se desarrolló tal como lo he mostrado, y la amante alemana de Jorge I, de tan elevada estatura, residió en verdad en el número 43. El edificio en el cual ubiqué la escuela de la señora Effingham, en Colchester, será reconocido, por supuesto, como la famosa y Antigua Casa Siege, de Colchester. La Leyenda de Fox Elve, con su Doncella Dorada, es una fantasía ideada por mí, como la gran montaña del Risco Kenlock, en la cual Tom es derribado; pero Buttermere y Cat Bells, el Risco del Fraile, las Fauces de Borrowdale y el Círculo de Piedra de Castierigg son tan reales como las plateadas Aguas del Derwent. El Castillo Stroud es el encantador Haddon Hall, casi idéntico, aunque lo trasladé completo, con Jardines escalonados, de Derbyshire, y lo deposité en la orilla oriental de las Aguas del Derwent, en Cumberland. Elegí Haddon, no sólo por su belleza, sino también por sus paralelos con mi narración: la
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romántica fuga de Dorothy Vernon con su amante John Manners, en 1.558, así como por el hecho de que Haddon, al igual que el Castillo Stroud de mi relato, fue abandonado por sus dueños en 1700 y dejado para que cayese en ruinas... en el caso de Haddon a lo largo de más de dos siglos. Yo fui más bondadosa; ¡permití que el Castillo Stroud se deteriorase durante poco más de cincuenta años! Blade's End, donde vive el enamorado de Cassandra, si bien más arruinado, se basa muy de cerca en el Chavenage isabelino: he transportado parte de su mobiliario y sus interesantes tapices denominados Cromvelle: Iréis a las orillas de las Aguas del Derwent. Aunque Gretna Green no se convirtió en un lugar popular para que se casaran los amantes ingleses que se fugaban, hasta qué después que el mercado de casamientos de la calle Fleet, aceptado a medias, quedó cerrado para ellos, todavía continuaba siendo ley en Escocia que cualquiera podía ejecutar una ceremonia matrimonial, ante testigos, y por lo menos en la región del norte de Escocia era bastante corriente que los amantes fugitivos cruzaran la frontera y se casaran allí, por ejemplo ante un herrero de aldea, con un yunque como altar. El príncipe Damiáo no existió, y la Lisboa que conocemos hoy no es la de los tiempos de Charlotte. Fue reconstruida en gran parte por Pombal (por Sebastiao José de Carvallo e Meló, marqués de Pombal). En total, tres enormes olas, que se veían más altas que montañas desde la ciudad condenada, se precipitaron Tajo arriba, desde el Atlántico, y cayeron ese día sobre Lisboa. Al volver al mar, se llevaron consigo los restos de una civilización ―Ollas y vajilla, destruyeron cuadros de maestros como Rubens y Tiziano, rompieron muebles dorados, cruces y cubiletes, sedas y tapices, coches y caballos, barcos― y a los muertos. Siempre a los muertos. Y con la destrucción de la fabulosa Lisboa terminó para siempre la Edad de Oro de Portugal, nacida de diamantes y oro y barcos y las especias de la India. Nunca volveremos a
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conocer nada igual. La mano del Demonio sacudió la ciudad de Lisboa e hizo que las casas se desplomaran, lanzó grandes olas rugientes desde el mar, para cumplir con su destino prefijada... el Demonio eligió ese día los peones humanos con les cuales jugar, a los que vivirían a quienes morirían bajo un cielo atronador, cubierto de humo...
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