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PAUL TILLICH
TEOLOGIA SISTEMATICA
1 LA,RAZON Y LA REYELACION EL SER 'Y DIOS
VERDAD E IMAGEN
La nuestra es una época de profunda y caótica dispersión espiritual. La razón humana que antaño supo reivindicar su plena .y legítima autonomía, no ha sabido ni ha podido evitar la pérdida de su dimensión de profundidad y se ha extraviado en unos logros superficiales. Paul Tillich nos ofrece una totalidad en forma de una vasta construcción sistemáticamente desarrollada, en la que, primero, se procede al análisis ontológico de la existencia humana para así determinar las cuestiones decisivas en ella implícitas y, luego, se examinan las respuestas que el mensaje cristiano aporta a tales cuestiones existenciales. Este «método de correlación», como lo llama Tillich, es de una extraordinaria fecundidad, puesto que los contenidos culturales y religiosos del hombre pasan a ser unas fuentes de la teología tan auténticas como la Biblia y la historia de la iglesia. Y así es como Tillich logra inscribir el mensaje cristiano en las últimas hondonadas del ser: constituye su más íntima culminación y su más profunda plenitud.
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PAUL TILLICH Nació en Starzeddel en 1886. Doctor en filosofía (Breslau 1910) y licenciado en teología (Halle 1912). Capellán militar durante la primera guerra mundial. Profesor de teología y filosofía en Alemania hasta 1933, fecha en que se traslada a Estados Unidos. Allí enseña en el Union Theological Seminary, en Harvard y Chicago, donde murió en 1965. Obras: Recogidas en catorce volúmenes de: Gesammelte Werke, Stuttgart 1959-1975; Amor, poder y justicia, 1969; El coraje de existir, 31973; Teología de la cultura y otros ensayos, 1974; Teología sistemática 1-11, 2 1981.
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COLECCION 88.
VERDAD E IMAGEN
La iglesia, ¿institución o carisma? por J . A. Estrada
87.
El discernimiento cristiano por J. M. Castillo
86.
Las buen'a s ideas no caen del cielo por G. Casalis
85.
Jesús y el despertar de los oprimidos por J. Ratftos-Regidor
84.
El hombre y sus problemas a la luz de Cristo por R. Latourelle
83.
Dios como misterio del mundo por E. Jüngel
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TEOLOGIA SISTEMATICA 1
VERDAD E IMAGEN 73
PAUL TILLICH
TEOLOGIA SISTEMATICA 1 LA RAZON Y LA REVELACION EL SER Y DIOS TERCERA BDICION
EDICIONES SIG UEME SALAMANCA
1982
Título original: Systemalic theology Tradujo: Damián Sánchez-Bustamante Páez © The University of Chicago Press, Chicago 1963 © Ediciones Sígueme, S. A., 1981 Apart3do 332-Salamanca (España) ISBN: 84-301-0826-2 (Obra completa) ISBN: 84-301-0827-0 Depósito legal: S. 47 4-1982 Printed in Spain Imprime: Gráficas Ortega, S. A. Polígono El Montalvo-Salamanca 1982
A los que fueron mis alumnos aquí y fuera de aquí
PREFACIO Durante un cuarto de siglo he deseado escribir una teología sistemática. Nunca he podido pensar teológicamente sin hacerlo de un modo sistemático. El menor probl.ema, si lo planteaba serla y radicalmente, suscitaba en mí todos los demás y me inducía a anticipar una totalidad en la que pudieran hallar su soluci6n. Pero los acontecimientos mundiales, mi destino personal y algunos problemas particulares me han impedido llevar a cabo esta tarea que yo mismo me había señalado. En cierto modo, los esquemas mimeografiados que yo había utilizado en mis cl&es se convirtieron, para mis alumnos y amigos, en un sustituto del sistema. El presente volumen trata de los temas apuntados en la introducci6n y en las dos primeras partes de tales esquemas. Su contenido ha sido mantenido y ampUado, aunque su presentaci6n en forma de proposiciones la he cambiado y sustituido por un texto continuo. La amplitud de un sistema teol6gico puede ser casi ilimitada, como lo demuestratt las Summae · de la escolástica y· de la ortodoxia protestante. Limitaciones prácticas, de orden personal, e.tí como la necesidad de no conferir una extensi6n desmesurada a esta obrd, me han impedido incluso que le diera la orientación de una Summa. No he podido tratar todos los problema., que tradicionalmente aborda un sistema teológico. Ha sido preciso omitir los que carecen de una importancia decisiva para la estruct11ra del sistema, mientras que me 11e limitado a mencionar tan sólo otros problemas, porque ya los habfa debatido en ottos escritos míos. Además, me ha sido imposible prodigar las referencias a la Biblia o a los teówgos clásicos. La elaboraci6n de la línea de pensamiento ha exigido que le consagrara todo mi esfuerzo y todo el espacio disponible. No será difícil reconocer el carácter bíblico y eclesiástico, más bien implícito que ex111í-
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TEOLOGIA SISTEMATICA
cito, de Tas soluciones que propugno para los problemas teológicos presentados en este volumen. Finalmente, no me ha sido posible entrar en una ·discusión abierta con los distintos representantes de la teología y de la filosofía contemporáneas, aunque una discusión "subterránea" con ellos esté subyacente en casi todas Tas páginas de este libro. Mi propósito, y creo que está fustificado, ha sido presentar el método y la estructura de un sistema teológico, escrito desde un punto de vista apologético y llevado a cabo en correlación constante con la filosofía. El tema de todas Tas partes de este sistema es el método de correlación, y he ilustrado sus consecuencias sistemáticas con la discusión de los principales problemas teológicos. Si logro evidenciar así la adecuación· apologética y la fecundidad sistemática de este método, no lamentaré Tas limitaciones de mi sistema. No habría podido escribir este volumen sin la ayuda de algunos de mis amigos más fóvenes, quienes me demostraTon realmente su amistad pot' la desinteresada Cf'Ítíca a la que sometieron el primero y el segundo borTadot' de esta obra, tanto desde el punto de vista teológico como estilístico. En primer lugaT, quieTo mencionaT al profesor A. T. Mollegen, catedTático de ética cTistiana en el SeminaTio de Alexandria, Virginia, que me formuló importantes críticas, tanto materiales como formales, acerca de amplias secciones del primer borTador. Pero la mayor carga correspondió a mi antiguo ayudante, ]ohn Dillenberger, del Departamento de Religión de la Universidad de Columbia, y a mi actual ayudante, Cornelius Loew; ambos, en reuniones regulares, establecieron el texto definitivo de mi obra y se ocuparon de todo el aspecto técnico de la preparación del manuscrito. Deseo mencionar asimismo a mi antigua secretaria, la difunta señora Hilde Frankel, quien con gran denuedo mecanografió mis manuscritos, haciéndolos así accesibles a todos los que me han ayudado. También estoy agradecido a los editores, The University of Chicago Press, que pacientemente han aguardado durante varios años a que yo diera por concluso mi manuscrito. Dedico este libro a mis alumnos, de aquí y de Alemania, quienes año tt'as año me han urgido a que publicara el sistema teológico con el que llegaron a familiarizarse en mis cursos. Su deseo de veT impreso lo que oían en clase, constituyó la más
PREFACIO
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fuerte incitación psicológica a que superase mis dudas, mi afán de perfeccionamiento y la conciencia de mis limitaciones. Es mi ardiente deseo que encuentren en estas páginas algo de lo que esperan: una ayuda para responder a las preguntas que les son formuladas dentro y fuera de sus Iglesias. Una ayuda para responder a las preguntas: tal es, exactamente, la finalidad que persigue este sistema teológico. NEw Yonx CITY
20 agosto 1950
INTRODUCCIÓN
A. EL PUNTO DE VISTA
l. EL
MENSAJE Y LA SITUACIÓN
La teología, como función de la Iglesia cristiana, debe servir las necesidades de esa Iglesia. Un sistema teológico, en principio, debería satisfacer dos nec~sidades fundamentales: la afirmación de la verdad del mensaje cristiano y la interpretación de esta verdad para cada nueva generación. La teología oscila entre dos polos: la verdad eterna de su fundamento y la situación temporal en la que esa verdad eterna debe ser recibida. No abundan los sistemas teológicos que hayan sabido combinar perfectamente ambas exigencias. La mayoría, o bien sacrifican elementos de la verdad, o bien no son capaces de hablar al momento actual. Algunos de ellos adolecen de ambas deficiencias. Temerosos de perder la verdad eterna, la identifican con alguna teología del pasado, con conceptos y soluciones tradicionales, y tratan de imponerlos a una situación nueva y distinta. Confunden la verdad eterna con la expresión temporal de tal verdad. Esto resulta evidente en la ortodoxia teológica europea, conocida en América con el nombre de fundamentalismo. Cuando el fundamentalismo se combina con algún prejuicio antiteológico -como ocurre, por ejemplo, en su forma bíblico-evangélica-, entonces defiende la verdad teológica de ayer como si fuese un mensaje inmutable y opuesto a la verdad teológica de hoy y de mañana. El fundamentalismo falla al entrar en contacto con la situación actual, no porque hable desde más allá de toda situación, sino porque habla desde una situación del pasado. Eleva algo que és finito y transitorio a una validez infinita y eterna. En este sentido, el fundamentalismo posee rasgos demoníacos. Destruye la humilde sinceridad de la bósqueda de la verdad, crea en sus seguidores una crisis de ciencia y conciencia, y los convierte
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TEOLOGIA SISTEAIATICA
en fanáticos porque se ven forzados a suprimir ciertos elementos de verdad que apenas perciben. Los fundamentalistas en América y los teólogos ortodoxos en Europa pueden alegar que su teología es ávidamente aceptada y profesada por numerosas personas, debido precisamente a Ja situación histórica o personal en la que muchos hombres se encuentran en la actualidad. El hecho es obvio, pero su interpretación es errónea. La "situación", como uno de los polos de toda labor teológica, no se refiere al estado psicológico o sociológico en que viven los individuos o los grupos humanos, sino a las formas científicas y artísticas, económicas, políticas y éticas en las que expresan su interpretación de la existencia. La "situación", a la que de manera especial debe referirse la teología, no es la situación del individuo como individuo, ni la del grupo como grupo. La teología no tiene por objeto ni el predicar ni el aconsejar; de ahí que el buen resultado de una teolo'gia, cuando se aplica a la predicación o a la pastoral, no sea necesariamente un criterio de su verdad. El hecho de que las ideas fundamentalistas sean ávidamente acogidas en una época de desintegración personal o comunitaria no prueba su validez teológica, del mismo modo que el éxito logrado por una teología liberal en una época de integración personal o comunitaria tampoco constituye una demostración de su verdad. La "situación", a la que debe referirse la teología, es la interpretación creadora de la existencia tal como se realiza en cada época histórica bajo toda clase de condicionamientos psicológicos y sociológicos. Cierto es que la "situación" no es independiente de estos factores. Pero la teología se ocupa de la expresión cultural que el conjunto de todos esos elementos ha encontrado tanto práctica como teóricamente, y no de los factores condicionantes como tales. Así, la teología no se interesa por la ruptura política entre Este y Oeste, pero sí se interesa por la interpretación política de esta ruptura. La teología no se interesa par el aumento de las enfermedades mentales o la acrecentada conciencia que de elló tenemos, pero sí se interesa por la interpretación psiquiátrica que damos a este hecho. La "situación", a la que la teología debe responder, es la totalidad de la autointerpretación creadora del hombre en una época determinada. El fundamentalismo y la ortodoxia
INTRODUCCIÓN
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rc0hazan este cometido y, al hacerlo, malogran el sentido de la teología. La teología "kerigmática" coincide con el fundamentalismo y lá ortodoxia en cuanto acentúa la verdad inmutable del mensaje (kerigma) en contraposición a las exigencias cambiantes de la situación. Trata de obviar las insuficiencias del fundamentalismo sometiendo toda teología, incluso la ortodoxa, al criterio del mensaje cristiano. Este mensaje está contenido en la Biblia, pero no se identifica con ella. Está expresado en la tradición clásica de la teología cristiana, pero no se identifica con ninguna forma particular de esta tradición. La teología de la Reforma y, en nuestros mismos días, la teología de la neoReforma de Barth y su escuela, son ejemplos destacados de teología kerigmática. Lutero, en su tiempo, fue atacado por los pensadores ortodoxos; ahora, Barth y sus seguidores sufren los duros ataques de los fundamentalistas. Eso significa que no es enteramente exacto llamar a Lutero "ortodoxo" o a Barth "neo-ortodoxo". Lutero estuvo en peligro de convertirse en ortodoxo y lo mismo le ocurre a Barth; pero no era ésta su intención. Ambos efectuaron un serio intento para redescubrir el mensaje eterno en el interior de la Biblia y de la tradición, y en oposición a una tradición deformada y a una Biblia utilizada en forma errónea y mecánica. La crítica de Lutero contra el sistema romano de las mediaciones y de los grados de santidad en nombre de las decisivas categorías bíblicas tlel juicio y la gracia, su redescubrimiento del mensaje paulino y, al mismo tiempo, su audaz afirmación del valor espiritual de los libros bíblicos, fueron una genuina teología kerigmática. La crítica de Barth contra la síntesis burguesa y neo-protestante realizada por la teología liberal, su redescubrimiento de la paradoja cristiana y, al mismo tiempo, la libertad de su exégesis espiritual de la Epístola a los Romanos y su aceptación de la crítica radical histórica, han sido asimismo una genuina t~logía kerigmática. En ambos casos, se· acentuó la verdad eterna eri contraposición a la situación humana y sus exigencias. En ambos casos, tal acento tuvo una fuerza profética, conmocionante y transformadora. Sin tales reacciones kerigmáticas, la teología se perdería en las relatividades de la "situación" y acabaría convirtiéndose en un elemento más de la "situación" -tal es el caso, por ejemplo, del nacionalismo 2.
TEOLOGlA SISTEMÁTICA
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religioso de los llamados "cristianos alemanes" y del progresismo "religioso" de los llamados "humanistas" en América. Sin embargo, no es posible excluir del trabajo teológico a la "situación". Lutero estaba lo bastante libre de prejuicios para utilizar su propia formación nominalista y la educación humanista de Melanchton pat'a la formulación de las doctrinas teológicas. Pero no fue lo bastante consciente del problema de la "situación" para evitar el deslizamiento hacia actitudes ortodoxas, preparando así el camino que luego conduciría al período de la ortodoxia protestante. La grandeza de Barth estriba en que se corrige a sí mismo una y otra vez a la luz de la "situación" y se esfuerza denodadamente en no convertirse en su propio discípulo. Sin embargo, -no se da cuenta de que al obrar así deja de ser un teólogo puramente kerigmático. Al intentar deducir directamente de la verdad última cada una de sus afirmaciones -deduciendo, por ejemplo, de la resurrección de Cristo la obligación de luchar contra Hitler 1- , cae en la utilización de un método que podríamos llamar "neo-ortodoxo'', método que ha reforzado en Europa la tendencia hacia una "teología de la restauración". No es posible descuidar en teología el polo llamado "situación" sin arriesgarse a peligrosas consecuencias. Tan sólo una audaz participación en la "situación", es decir, en todas las formas culturales que expresan la interpretación de la existencia por parte del hombre moderno, puede superar la actual oscilación de la teología kerigmática entre la libertad implícita en el kerigma genuino y su fijación ortodoxa. En otras pálabras, para ser completa la teología kerigmática necesita a la teología apologética. 2. LA
TEOLOGÍA APOLOGÉTICA Y EL KERIGMA
La teología apologética es una "teología que responde". Responde a las preguntas implícitas en la "situación'" con la fuerza del mensaje eterno y con los medios que le proporciona la situación a cuyas preguntas responde. El término "apologética", que gozó de tan alta reputación en la Iglesia primitiva, ha caído ahora en descrédito a causa l.
Karl Barth, "A Letter to Great Britain from Switzeiland", en This
Chridian Cawe, Nueva York, Macmillan Co., 1941.
INTRODUCCIÓN
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de los métodos empleados en sus malogrados intentos ·de defender el cristianismo contra los ataques del humanismo, del naturalismo y del historicismo modernos. Una forma particularmente endeble y desagradable de apologética empleaba el argumentum ex ignorantia: intentaba descubrir los fallos de nuestro conocimiento científico e histórico a fin de hallar un lugar para Dios y sus acciones en el seno de un mundo enteramente calculable e "inmanente". Cada vez que nuestro conocimiento avanzaba, la apologética tenía que abandonar una nueva posición defensiva; pero esta constante retirada no lograba disuadir a los celosos apologistas en su empeño de encontrar, en los más recientes descubrimientos de la física y de la historiografía, nuevas ocasiones para situar la actividad de Dios en nuevos huecos del conocimiento científico. Este proceder indigno ha desprestigiado todo cuanto se entiende por "apologética·. Sin embargo, existe una razón más profunda para desconfiar
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TEOLOGIA SISTEMATICA
historia de la teología, entonces la única teología verdadera es la teología kerigmática. La "situación" es impenetrable; no puede darse ninguna respuesta a las· cuestiones en ella implícitas, por lo menos en términos que puedan ser aceptados como una respuesta. El mensaje debe lanzarse, como una piedra, a quienes se hallan en la "situación". ll:ste puede ser, ciertamente, un método eficaz de predicación en determinadas condiciones psicológicas, por ejemplo, en los retiros; incluso puede ser eficaz si se expresa en términos teológicos polémicos; pero no presta ningún servicio a la función teológica de la Iglesia. Más aún, resulta imposible. Incluso la teología kerigmática se ve obligada a usar los instrumentos conceptuales de su época. No puede limitarse a repetir los pasajes bíblicos. Incluso cuando lo hace, no puede eludir la situación conceptual de los distintos escritores bíblicos. Siendo el lenguaje la expresión fundamental y omnienglobante de cada situación, la teología no puede eludir el problema de la "situación". La teología kerigmática debe abandonar su trascendencia exclusiva y tomarse en serio el intento de la teología apologética por responder a las preguntas que la situación contemporánea le plantea. Por otra parte, la teología apologética debe prestar atención a la advertencia que implica la existencia y la reivindicación de la teología kerigmática. Se pierde a sí misma si no encuentra en el kerigma la substancia y el criterio de cada una de sus afirmaciones. Durante más de dos siglos, el trabajo teológico se ha visto determinado por el problema apologético. "El mensaje cristiano y la mentalidad moderna.. ha sido el tema dominante desde el final de la ortodoxia clásica. La pregunta perenne ha sido: ¿Puede aceptar la mentalidad moderna el mensaje cristiano sin que éste pierda su carácter esencial y úriico? La mayoría de los teólogos lo han creído posible; algunos lo han juzgado imposible, ya sea en nombre del mensaje cristiano, ya sea en nombre de la mentalidad moderna. Las voces de quienes han acentuado el contraste, la diastasis, han sido sin duda las más fuertes e impresionantes -los hombres, normalmente, se muestran más fuertes en las. negaciones que en las afirmaciones. Pero el esfuerzo constante de quienes han intentado encontrar una unión, una "síntesis", ha mantenido viva la teología. Sin ellos, el cristianismo tradicional se habría hecho angos.to y supersticioso, y el movimiento cultural general
INTRODUCCIÓN
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habría proseguido su curso sin el "aguijón en la carne" que necesitaba, es decir, sin una auténtica teología de alto nivel cultural. Las condenaciones masivas, propias de los grupos tradicionalistas y neo-ortodoxos, a que se ha visto sometido el trabajo teológico durante estos dos últimos siglos, son profundamente erróneas (como el mismo Barth lo ha reconocido en su Die protestantische Theologie im neunzeh11ten Jahrhundert). Con todo, es ciertamente necesario preguntarse en cada caso si la tendencia apologética ha diluido realmente el mensaje cristiano. Y es necesario, además·, buscar un método teológico en que el mensaje y la situación se relacionen de tal manera que no se eliminen entre sí. Si se cuenta con tal método, será posible acometer con mayor éxito la pregunta dos veces centenaria acerca del "cristianismo y la mentalidad moderna•. El sistema que a continuación expongo, intenta utilizar el "método de correlación" como una manera de unir el mensaje y la situación. Trata de establecer una correlación entre las preguntas implícitas en la situación y las respuestas implícitas en el mensaje. No deduce las respuestas de las preguntas, como lo hace una teología apologética autosuficiente. Pero tampaco elabora sus respuestas sin relacionarlas con las preguntas, como lo hace una teología kerigmática asimismo autosuficiente. Establece una correlación entre preguntas y respuestas, situación y mensaje, existencia humana y autorrevelación divina. Como es obvio, tal método no constituye un instrumento que podamos manejar caprichosamente. No se trata tampaco de un ardid ni de un instrumento mecánico. Es una aserción teológica y, como toda aserción teológica, está hecha de pasión y riesgo; en última instancia, no es distinta del sistema que sobre ella se construye. Sistema y método se pertenecen mutu~ mente y deben ser juzgados el uno por el otro. Tal juicio será positivo si los pensadores -teólogos y no teólogos- de las generaciones venideras reconocen que les ha ayudado a entender el mensaje cristiano como la respuesta a las cuestiones implícitas en toda situación humana. y en su propia situación.
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1'EOLOGlA SISTEMATICA
B. LA NATIJRALEZA DE LA TEOLOG1A SISTEMÁTICA 3. EL
CÍRCULO TEOLÓGICO
Los intentos realizados para elaborar una teología c.'Omo una "ciencia" empírico-inductiva o metafísico-deductiva, o como una combinación de ambas, han puesto en evidencia que ningún esfuerzo de esta índole logra alcanzar el fin perseguido. En toda teología que pretenda ser científica hay un punto en que la experiencia individual, la valoración tradicional y el compromiso personal juegan un papel decisivo. Estas opciones, a menudo ignoradas por los mismos autores de tales teologías, son obvias para aquellos que las consideran partiendo de otras experiencias y otros compromisos. Si el método utilizado es el empírico-inductivo, debemos preguntar por la dirección en la que el autor busca su material. Si la respuesta es que lo busca en todas direcciones y en toda experiencia, debemos preguntar entonces qué concepto de la realidad o de la experiencia está en la base empírica de su teología. Cualquiera que sea la respuesta, siempre existe, implícito, un a priori de experiencia y de valoración. Lo mismo ocurre si el método empleado es el deductivo, como en el idealismo clásico. En la teología idealista, los principios últimos son la expresión racional de una preocupación última; como todas las ultimidades metafísicas, tales principios son asimismo ultimidades religiosas. Un sistema que de ellos se derive, se halla determinado, pues, por la teología en ellos implícita. En ambos métodos, el empírico y el metafísico, lo mismo que en los intentos mucho más numerosos que combinan ambos métodos, podemos observar que el a priori que dirige la inducción y la deducción es un tipo de experiencia mística. Ya sea el "ser mismo" (escolásticos) o la "substancia universal" (Spinoza), ya sea el "más allá de la subjetividad y de la objetividad" (James) o la "identidad de espíritu y naturaleza" (Schelling), ya sea el "universo" (Schleiermacher) o el '"todo cósmico" (Hocking), ya sea el "proceso creador de valores" (Whitehead) o la "integración progresiva" (Wieman), ya sea el
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"espíritu absoluto" (Hegel) o la "persona cósmica" (Brightman) --cada uno de estos conceptos se fundamenta en una experiencia inmediata de un ser y un sentido últimos, de los que podemos Hegar a ..ier C9nscientes intuitivamente. En su punto de partida, el idealismo y el naturalismo difieren muy poco entre sí cuando desarrollan conceptos teológicos. Ambos dependen de un punto en el que se identifican el sujeto que vive la experiencia y lo incondicionado que aparece en la experiencia religiosa o en la experiencia del mundo. Los conceptos teológicos, tanto de los idealistas como de los naturalistas, están enraizados en un "a priori místico", en una toma de conciencia de algo que trasciende la separación entre sujeto y objeto. Y si en el curso de un proceso "científico" descubrimos este a priori, tal descubrimiento sólo es posible porque el a priori ya estaba presente desde el mismo inicio. Tal es el círculo del que no puede escapar ningún filósofo religioso. Y no se trata en modo alguno de un círculo vicioso. Toda comprensión de las cosas espirituales (Geisteswissenschaft) es circular. Pero el círculo en cuyo interior trabaja el teólogo es más reducido que el del filósofo de la religión, puesto que añade al "a priori místico" el criterio del mensaje cristiano. Mientras el filósofo de la religión procura permanecer general y abstracto en sus conceptos --como indica el mismo concepto de "religión"-, el teólogo es consciente e intencionadamente específico y concreto. La diferencia, desde luego, no es absoluta. Dado que la base experimental de toda filosofía de la religión está parcialmente determinada por la tradición cultural a la que pertenece -incluso el misticismo está condicionado por la cultura-, incluye inevitablemente algunos elementos con-cretos y particulares. Sin embargo, el filósofo, en cuanto filósofo, procura hacer abstracción de estos elementos y crear unos conceptos acerca de la religión que tengan una validez general. Por otra parte, el teólogo reivindica la validez universal del mensaje cristiano a pesar de su carácter concreto y particular. No justifica esta reivindicación haciendo abstracción del carácter concreto del mensaje, sino acentuando su irrepetible unici• dad. Entra en el círculo teológico con un compromiso concreto. Entra en él como miembro de la Iglesia cristiana para realizar una de las funciones esenciales de la Iglesia: su autointerpretación teológica.
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1'EOLOGIA SISTEMÁTICA
El teólogo "científico" quiere ser más que un filósofo de la religión. Quiere interpretar válida y universahnente el mensaje cristiano con la ayuda de su método. Esto lo sitúa ante una alternativa. O bien incluye el' mensaje cristiano en su concepto de religión, y entonces considera el cristianismo como un ejemplo más, entre otros, de vida religiosa, como la religión más elevada, ciertamente, pero no como la religión final y única. Una tal teología no entra en el circulo teológico. Permanece en el interior del círculo religioso-filosófico y de sus horizontes indefinidos -unos horizontes que se abren sobre un futuro de nuevas y quizá más elevadas formas de religión. Así, el teólogo científico, no obstante su deseo de ser teólogo, no deja de ser un filósofo de la religión. O bien se convierte realmente en teólogo, en intérprete de su Iglesia y de su reivindicación de unicidad y validez universal. En este caso, entra reahnente en el círculo teológico y así ha de admitirlo: debe dejar de justificar su decisión tanto por caminos empírico-inductivos, como por caminos metafísico-deductivos. Pero incluso el hombre que ha entrado consciente y abiertamente en el círculo teológico, se enfrenta con otro problema fundamental. Si está en el interior del círculo, es que ha tomado una decisión existencial, es que está en la situación de fe. Pero nadie puede decir de sí mismo que esté en la situación de fe. Nadíe puede llamarse a sí mismo teólogo, ni siquiera en el caso de que esté llamado a profesar una docencia de teología. Todo teólogo está comprometido y alienado; siempre está en la fe y en la duda; siempre está dentro y fuera del círculo teológico. Unas veces predomina en él un aspecto; otras veces, otro;. pero nunca sabe con certeza cuál de los dos prevalece reahnente. De ahí que sólo pueda aplicarse un criterio: una persona puede ser teólogo siempre que acepte el contenido del círculo teológico como su preocupación última. Que esto sea verdad no depende de su estado intelectual, moral o emocional; no depende tampoco de la intensidad y certeza de su fe; no depende siquiera de su fuerza de regeneración o de su grado de santificación. Más bien depende de que su ser se sienta embargado últimamente por el mensaje cristiano, aunque a veces se sienta inclinado a atacarlo y rechazarlo. Esta comprensión de la "existencia teológica" resuelve el conflicto abierto entre los teólogos ortodoxos y los pietistas
INTRODVCCióN
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acerca de la theologia irregenitorum ("teología de los no regc· nerados"). Los pietistas sabían que no se puede ser teólogo sin fe, sin decisión, sin compromiso, sin pertenecer al círculo teológico. Pero identificaban la existencia teológica con una experiencia de regeneración. Los ortodoxos protestaban contra seme· jante doctrina arguyendo que nadie puede estar seguro de su regeneración y, además, que la teología no se ocupa de unos materiales objetivos que puede manejar cualquier pensador, dentro o fuera del círculo religioso, siempre que reúna las condiciones intelectuales requeridas. Hoy, los teólogos pietistas y ortodoxos se han aliado contra los teólogos críticos, supuestamente no creyentes, mientras la herencia del objetivismo ortodoxo ha sido recogida por el programa (no por las realizaciones) de la teología empírica. A la vista de esta renacida discusión, debemos afirmar de nuevo que el teólogo está dentro del círculo teológico, pero el criterio de su pertenencia al mismo es únicamente la aceptación del mensaje cristiano como su preocupación última. La doctrina del círculo teológico entraña una consecuencia metodológica: ni la introducción ni cualquier otra parte del sistema teológico constituye la base lógica de las demás partes. Cada parte depende de las otras. La introducción presupone tanto la cristología como la doctrina de la Iglesia, y viceversa. La distribución temática depende tan sólo de consideraciones prácticas. 4. Los
DOS CRITERIOS FORMALES DE TODA TEOLOGÍA
La última advertencia se aplica de un modo harto significativo a esta introducción, que trata de establecer los criterios por los que se ha de regir toda empresa teológica. Tales criterios son formales, puesto que se han abstraído de los materiales concretos del sistema teológico. Se infieren, no obstante, del conjunto del mensaje cristiano. La forma y el contenido es posible distinguirlos, pero no separarlos (ésta es la razón por la que incluso la lógica formal no puede escapar del círculo :6:losófico). La forma y el contenido no constituyen la base de un sistema deductivo, sino que son los guardianes metodológicos que se alzan en la linea fronteriza de la teología.
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TEOLOGL\ SISTEMÁTICA
Hemos utilizado el término "preocupación última" 2 sin ninguna explicación. Preocupación última es la traducción abstracta del gran mandamiento: "El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con toda tu fuerza". 3 La preocupación religiosa es última; despoja a todas las demás preocupaciones de una significación última; las convierte en preliminares. Lo que nos preocupa últimamente es incondicional e independiente de todos los condicionamientos de carácter, deseo o circunstancia. La preocupación incondicional es total: no hay parte alguna de nosotros mismos o de nuestro mundo que quede excluida de ella; no hay ningún "lugar" donde podamos escondemos de ella.4 La preocupación total es infinita: en ningún momento es posible la indiferencia o el olvido ante una preocupación religiosa que sea última, incondicional, total e infinita. La palabra "preocupación" indica el carácter "existencial" de la experiencia religiosa. No podemos hablar adecuadamente del "objeto de la religión" sin negarle al mismo tiempo su carácter de "objeto". Lo que es último se da a sí mismo únicamente en el estado de "ser concernido incondicionalmente". Lo último es el correlativo de una preocupación incondicional y no "una cosa muy elevada", llamada "lo absoluto" o "lo incondicionado", acerca de la cual podríamos discutir con imparcial objetividad. Lo que es último es objeto de una entrega total, que asimismo exige la entrega de nuestra subjetividad. Suscita una ..pasión y un interés infinitos" (Kierkegaard), y hace de nosotros su objeto siempre que intentemos convertirlo en nuestro objeto. Por esta razón, hemos evitado ciertos términos, como "lo último", "lo incondicional", "lo universal", "lo infinitO.. , y hemos hablado de la preocupación última, incondicional, total, infinita. Por supuesto, en toda preocupación hay algo acerca 2. La expresión inglesa ultimate concem significa interés, preocupación, incluso incumbencia, fundamental, esencial, última. En lo que sigue la hemos traducido siempre por "preocupación última", en el sentido de •io que nos concierne incondicionabnente". - N. del T. 3. Marcos 12, 29-30. [En el texto original, todas las citas bíblicas proceden de la Riwised Standard Version, sobre la cual hemos establecido la traducción castellana de las mimas. - N. del T.) 4. Salmo 139.
INTRODUCCIÓN
de lo cual estamos preocupados; pero este "algo" no tiene que aparecer como un objeto separado que podríamos conocer y manejar con fría objetividad. Tal es, pues, el primer criterio formal de la teología: El objeto de la teología es aquello que nos preocupa últimamente. S6lo son teol6gicas las proposiciones que tratan de un objeto en cuanto puede convertirse para nosotros en objeto de preocu.paci6n última. El significado negativo de esta proposición es obvio. La teología no debería abandonar nunca el ámbito de la preocupación última y, en cambio, debería renunciar a jugar un papel en el palenque de las preocupaciones preliminares. La teología no puede ni debe emitir juicios acerca del valor estético de una creación artística, acerca del valor científico de una teoría física o de una interpretación histórica, acerca de los métodos de curación médica o de reconstrucción social, acerca de la solución de los conflictos políticos o internacionales. El teólogo como teólogo no es un experto en ninguna cuestión de preocupación preliminar. Y a la inversa, quienes son expertos en tales materias no deben, como tales, abrigar la pretensión de ser expertos en teología. El primer principio formal de teología, que guarda la línea fronteriza entre la preocupación última y las preocupaciones preliminares, protege tanto a la teología de los asaltos de los "campos culturales" como a éstos de los asaltos de aquélla. Pero no es ésta la entera significación de este principio. Aunque no indica el contenido de la preocupación última y su relación con las preocupaciones preliminares, tiene implicaciones en ambos aspectos. Caben tres relaciones distintas entre las preocupaciones preliminares y lo que constituye nuestra preo~ cupación última. La primera es una mutua indiferencia, la segunda es una relación en la que una preocupación preliminar se eleva a la categoría de ultimidad, y la tercera es aquella en que una preocupación preliminar se convierte en el vehículo de la preocupación última, sin pretender la ultimidad para .sí misma. La primera relación es la que predomina en la vida ordinaria, la cual oscila siempre entre las situaciones condicionadas, parciales, finitas y las experiencias y momentos en los que nos embarga el problema del significado último de la existencia. Sin embargo, esa separación contradice el· carácter inc..'Ondicional, total e infinito de la preocupación religiosa. Sitúa
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TEOLOG1A SISTEMÁTICA
nuestra preocupación última junto a las demás preocupaciones y la despoja de su ultimidad. Esta actitud rehúye la ultimidad de los mandamientos bíblicos y la del primer criterio teológico. La segunda relación es idolátrica en su misma naturaleza. La idolatría es la elevación de una preocupación preliminar al estatuto de preocupación última. Algo esencialmente condicionado se toma como incondicional, algo esencialmente parcial se eleva a la universalidad, y a algo que es. esencialmente finito se le da una significación infinita (su mejor ejemplo es la idolatría contemporánea del nacionalismo religioso). El conflicto entre la base finita de una tal preocupación y su pretensión infinita se traduce en un conflicto de ultimidades; contradice radicalmente los mandamientos bíblicos y el primer criterio teológico. La tercera relación entre la preocupación última y las preocupaciones preliminares convierte a estas últimas en portadoras y vehículos de las primeras. Lo que es una preocupación finita no se eleva a una significación infinita, ni se sitúa junto a lo infinito, sino que en ella y a través de ella se hace real lo infinito. Nada queda excluido de esta función. En y a través de toda preocupación preliminar, puede actualizarse la preocupación última. Cuando esto ocurre, la preocupación preliminar se convierte en posible objeto de la teología. Pero la teología lo trata únicamente como un medio, como un vehículo, que apunta más allá de sí mismo. Imágenes, poemas y música pueden convertirse en objetos de la teología, no. desde el punto de vista de su forma estética, sino desde el punto de vista de su capacidad de expresar, en y a través de su forma estética, ciertos aspectos de lo qtJe nos preocupa últimamente. Concepciones físicas, históricas o psicológicas pueden convertirse en objetos de la teología, no desde el punto de vista de su forma cognoscitiva, sino desde el punto de vista de su capacidad de revelar, en y a través de su forma cognoscitiva, ciertos aspectos de lo que nos preocupa últimamente. Ideas y acciones sociales, proyectos y procedimientos legales, programas y decisiones políticas pueden convertirse en objetos de la teología, no desde el punto de vista de su forma social, legal o política, sino desde el punto de vista de su capacidad de actualizar, en y a través de sus formas sociales, legales o políticas, ciertos aspectos de lo que nos preocupa últimamente. Los problemas y el desarrollo de la personalidad, las metas
INTRODUCCIÓN
y métodos educacionales, la salud corporal y espiritual pueden
convertirse en objeto de Ja teología, no desde el punto de vista de sus formas éticas o técnicas, sino desde el punto de vista de su capacidad para proporcionamos, en y a través de sus formas éticas o técnicas, ciertos aspectos de lo que nos preocupa últimamente. Pero ahora surge Ja pregunta: ¿Cuál es el contenido de nuestra preocupación última? ¿A qué se debe en realidad que algo nos preocupe incondicionalmente? Es obvio que la respuesta no puede ser un objeto particular, ni siquiera Dios, ya que el primer criterio de Ja teología deb~ ser siempre formal y genera]. Si hemos de decir algo más acerca de la naturaleza de nuestra preocupación última, tenemos que deducirlo de un análisis del concepto de "preocupación última". Nuestra preocupación última es aquello que determina nuestro ser o no ser. Só~o son teológicas las proposiciones que tratan de un ob¡eto en cuanto puede convertirse para nosotros en una cuesti6n de ser o no ser. J!:ste es el segundo criterio formal de la teología. N~da que no tenga el poder de amenazar y salvar nuestro ser puede ser para nosotros objeto de preocupación última. En este contexto, el término "ser" no designa la existencia en el espacio y el tiempo. La existencia está continuamente amenazada y salvada por cosas y acontecimientos que no suponen para nosotros una preocupación última. Lo que significa el término •ser" es el conjunto de la realidad humana, la estructura, la significación y la finalidad de la existencia. Todo esto está amenazado, puede perderse o salvarse. El hombre está preocupado t'dtimamente por su ser y por su significado. En este sentido, "ser o no ser" es objeto de preocupación última, incondicional, total e infinita. El hombre está infinitamente preocupado por la infinitud a la que pertenece, de la que está separado y por la que suspira. El hombre está totalmente preocupado por la totalidad que es su ser verdadero y que se halla truncada en el tiempo y el espacio. El hombre está incondicionalmente preocupado por lo que condiciona su ser más allá de todos los condicionamientos que existen en él y a su alrededor. El hombre está últimamente preocupado por lo que determina su destino último más allá de todas las necesidades y accidentes preliminares. El segundo criterio formal de Ja teología no apunta a nin-
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TEOLOGIA SISTEMATICA
gún contenido, símbolo o doctrina particular. Es únicamente formal y, por consiguiente, abierto a los contenidos que son capaces de expresar "aquello que determina nuestro ser o no ser... Al mismo tiempo, excluye del dominio teológico todos los contenidos que carecen de esa capacidad. Tanto si es un dios concebido como un ser al lado de los demás seres (aunque sea el más alto), como si es un ángel que habita en un reino celestial (llamado el reino de los "espíritus.. ), o un hombre que posee poderes supranaturales (aunque se le· llame el dios-hombre) -ninguno de· esos contenidos es objeto de la teología si no resiste la crítica de su segundo criterio formal, es decir, si no constituye para nosotros una cuestión de ser o no ser. 5. TEOLOGÍA
Y CRISTIANISMO
La teología es la interpretación metódica de los contenidos de la fe cristiana. Esto se halla implícito en las anteriores afirmaciones acerca del círculo teológico y acerca de la teología como función de la Iglesia cristiana. Pero . tropezamos ahora con esta otra pregunta: ¿Existe una teología fuera del cristianismo? Y, si es así, ¿en realidad la idea de teología queda plena y finalmente realizada en la teología cristiana? De hecho, eso es lo que pretende la teología cristiana; pero, tal convencimiento, ¿es algo más que una pretensión, una expresión natural del hecho de que el teólogo trabaja en el interior del círculo teológico? ¿Tiene alguna validez la teología cristiana más allá de la periferia de este círculo? Corresponde a la teología apologética demostrar que la pretensión cristiana es asimismo válida desde el punto de vista de quienes se hallan fuera del círculo teológico. La teología apologética debe mostrar que las tendencias inmanentes a todas las religiones y culturas se orientan hacia la respuesta cristiana. Y al hablar así, nos referimos tanto a las doctrinas como a la interpretación teológica de la teología. Considerada en su más amplio sentido, la teología, el logos o el discurso razonado acerca del theos (Dios y las cosas divinas), es tan antigua como la religión. El pensamiento impregna todas las actividades espirituales del hombre. El hombre no serla espiritual sin palabras, pensamientos, conceptos. Y eso es cierto sobre todo en la religión, esa función omnienglobante de
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la vida espiritual del hombre. 11 Que los sucesores de Schleiermacher situasen la religión en el ámbito de la sentimentalidad, como una función psicológica más entre otras, no sólo fue w1a mala interpretación del concepto schleiermaohiano de religión ("el sentimiento de la absoluta dependencia") sino también un síntoma de debilidad 11eligiosa. Relegar la religión a la zona no racional de las emociones subjetivas para así liberar de toda interferencia religiosa los dominios del pensamiento y de la acción, era un expediente fácil para rehuir los conflictos que oponen la tradición religiosa al pensamiento moderno. Pero era asimismo una sentencia de muerte contra la religión, y la religión ni la aceptó ni podía aceptarla. Todo mito entraña un pensamiento teológico que pueJe y que a menudo ha sido explicitado. Las armonizaciones sacerdotales de diferentes mitos revelan a veces profundas intuiciones teológicas. Las especulaciones místicas, como las del hinduismo de los Vedanta, unen la elevación meditativa a la penetración teológica. Las especulaciones metafísicas, como las de la filosofía griega clásica, unen el análisis racional a la visión teológica. Las interpretaciones éticas, legales y rituales de la ley divina crean una forma distinta de teología en el ámbito del monoteísmo profético. Todo esto es "teo-logía'", logos del theos, interpretación racional de la substancia· religiosa de los ritos, símbolos y mitos. La teología' cristiana no constituye ninguna excepción. Hace eso mismo, pero lo hace con la pretensión implícita de ser ella, simplemente, la teología.. Esta pretensión descansa sobre la doctrina cristiana de que el Logos se hizo carne; de que el principio de la autorrevelación divina se hizo manifiesto en el acontecimiento "Jesús como el Cristo". Si este mensaje es verdadero, la teología cristiana ha recibido un fundamento que trasciende el fundamento de cualquier otra teología, sin que, a su vez, pueda ser trascendido. La teología cristiana ha recibido algo que es absolutamente concreto y, al mismo tiempo, absolutamente universal. Ningún mito, ninguna visión mística, ningún principio metafísico, ninguna ley sagrada, tiene la concreción 5. El término "espiritual" (con e minúscula) dehe distinguirse claramente de "Espiritual" (con E mayúscula). Este último hace referencia a las actividades del Espíritu divino en el hombre; el primero, a la naturaleza dinámico-creadora de la vida personal y comunitaria del hombre.
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de una vida personal. En comparación con una vida personal, todo lo demás es relativamente abstracto. Y ninguno de estos fundamentos relativamente abstractos de la teología posee la universalidad del Logos, porque el Logos es el principio de la universalidad. En comparación con el Logos, todo lo demás es relativamente particular. La teología cristiana es la teología en cuanto se alza sobre la tensión que existe entre lo absolutamente concreto y lo ahsolutamente universal. Las teologías sacerdotales y proféticas pueden ser muy concretas, pero carecen de universalidad. Las teologías místicas y metafísicas pueden ser muy universales, pero carecen de concreción. Parece paradójico decir que sólo lo que es absolutamente concreto puede ser asimismo absolutamente universal y vice\'ersa, pero eso describe adecuadamente la situación. Lo que es meramente abstracto posee ·una universalidad limitada, porque queda restringido a las realidades de las que ha sido abstraído. Lo que es meramente particular posee una concreción limitada, porque debe excluir otras realidades particulares para afirmarse como concreto. Sólo lo que tiene el poder de representar todo lo particular es absolutamente concreto. Y sólo lo que tiene el poder de representar todo lo abstracto es absolutamente universal. Esto conduce a un punto en el que lo absolutamente concreto y lo absolutamente universal son idénticos. Y éste es el punto en que emerge la teología cristiana, el punto que se ha descrito como el "Logos que se hizo carne''. 6 La doctrina del Logos como doctrina de la identidad de lo absolutamente concreto y de lo absolutamente universal no es una doctrina teológica más, sino el único fundamento posible de una teología cristiana que pretende ser la teología. No es necesario llamar logos a lo absolutamente universal; otras palabras, procedentes de tradiciones distintas, podrían sustituirlo. Lo mismo podemos decir del término "carne" con sus connotaciones helenísticas. Pero es necesario aceptar la visión del 6. Se entiende mal la doctrina del Logos si la tensión existente entre Jo universal y lo concreto se interpreta como una tensión entre Jo abstracto y lo particular. La abstracción niega ciertas partes de aquello cuya abstracción es. ·La universalidad incluye todas las partes porque incluye la concreción. La particularidad excluye toda particularidad de cada otro particular. La concreción representa todo otro concreto, porque incluye la universalidad. La teo. log{a cristiana se mueve entre Jos polos de Jo universal y de lo coucreto, pero no entre los polos de lo abstracto y de lo particular.
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cristianismo primitivo, según la cual, si Jesús es llamado el Cristo, ha de representar todo lo que es particular y ha de ser el punto en que se identifican lo absolutamente concreto y lo absolutamente universal. En cuanto es absolutamente concreto, la relación con él puede constituir una preocupación enteramente existencial. En cuanto es absolutamente universa], la relación con él incluye potencialmente todas las relaciones posibles y, por consiguiente, puede ser incondicional e infinita. Una referencia bíblica al primer aspecto la ha:llamos en las epístolas de Pablo, cuando el apóstol habla de "estar en Cristo"." No podemos estar en nada particular, porque lo particular se recluye en sí mismo, oponiéndose a todo otro particular. Podemos estar tan sólo en aquello que, al mismo tiempo, es absolutamente concreto y absolutamente universal. La referencia bíblica a este segundo aspecto la hallamos también en los escritos de Pablo, cuando el ap6stol habla de la sujeción de los poderes cósmicos a Cristo. 8 Sólo aquello que es absolutamente universal y, al mismo tiempo, absolutamente concreto, puede vencer el pluralismo cósmico. No fue un interés. cosmológico (Harnack), sino una cuestión de vida o muerte para la primitiva Iglesia lo que la indujo a utilizar la doctrina estoico-filónica del logos para expresar la significación universal del acontecimiento "Jesús el Cristo". Al hacerlo así, la Iglesia proclamaba su fe en la victoria de Cristo sobre los poderes demoniaco-naturales que constituyen el politeísmo e impiden la salvación. Por esta razón, la Iglesia luchó desesperadamente contra el arrianismo que intentaba convertir a Cristo en uno de los poderes cósmicos, aunque fuese el más alto, y así le despojaba tanto de su absoluta universalidad (es menos que Dios) como de su absoluta concreción (es más que hombre). El Jesús semidiós de la teología arriana no es ni lo bastante universal ni lo bastante concreto para ser el fundamento de la teología cristiana. Es obvio que estos argumentos no prueban la afirmación de fe segón la cual el Lagos se hizo carne en Jesucristo. Pero muestran que, si se la acepta, la teología cristiana posee un fundamento que trasciende infinitamente los fundamentos de 7. 8. J.
2 Cor 5, 17. Romanos 8.
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todo lo que, en la historia de la religión, pudiera considerarse como una "teología". 6.
TEOLOGÍA Y FILOSOFÍA; UNA CUESTIÓN
La teología pretende ser un ~ª!!l.Fº- particular de eonocimieilto, someter a ~t!Jdio un objeto también partjcular y hacer uso, para ello, de un 11létodo asimismo particuJar. Tal pretensión sitúa al teólogo en la obligación de dar cuenta ·de cómo relaciona la teología con las otras formas de conocimiento. Ha de responder, pues, a dos preguntas: ¿Qué relación guarda la teología con las ciencias particulares (Wissenschaften) por una parte, y con la filosofía por la otra? Ya hemos respondido aunque implícitamente, a la primera cuestión, al establecer los criterios formales de la teología. Si el único objeto de la. teología es lo que nos preocupa últimamente, eso significa que a la ~eología no le interesan los procesos y resultados científicos, y viceversa. La teología _no tieQe ningún derecho ni obligaciQn alguna de prejuzgar una investigación física o histórica, sociológica o psicológica. Y ningún resultado de tales investigaciones puede ser directamente beneficioso o desastroso para ella. El punto de contacto entre la investigación científica y la teología se sitúa en el elemento filosófico que ambas entrañan. Por consiguiente, la cuestión acerca de la relación que guarda la teología con las ciencias particulares se confunde con la cuestión acerca de la relación que existe entre la teología y la filosofía. En parte, la dificultad de este problema radica en el hecho de que no existe una definición de la filosofía que cuente con una aceptación general. Cada filosofía propone una definición que concuerda con el interés, el objetivo y el método del filósofo. En tales circunstancias, el teólogo sólo puede sugerir una definición de la filosofía que sea lo suficientemente amplia para abarcar la mayoría de las grandes filosofías que se han dado en lo que habituahnente se llama la historia de la filosofía. Proponemos, pues, qué se entienda aquí por filosofía aquella actitud CO@!Jscitiva frente a la realidad en la que la realidad como tal es el _ob¡~o de conocimiento. La realidad como· tal o la realidad como un todo, no es toda la realidad; es la estructura la que hace de la realidad un todo y, en consecuencia, un objeto potencial de conocimiento. Indagar la
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naturaleza de la realidad como tal significa indagar las estructuras, las categorías y los conceptos que se dan por supuestos en el encuentro cognoscitivo con cualquier sector de la realidad. Desde este punto de vista, la filosofía es, por definici6n, crítica. Opera una separaci6n entre los diversos materiales de la experiencia y las estruct\ll'as que hacen posible la experiencia. No existe ninguna diferencia, a este respecto, entre el idealismo deductivo y el realismo empírico. La interrogación acerca del carácter de las estructuras generales que hacen posible la experiencia es siempre la misma. Es la interrogaci6n filosófica. La definición crítica de la filosofía es, pues, más modesta que aquellas vastas construcciones filos6ficas que intentaban presentar un sistema completo de la realidad, un sistema que incluía tanto los resultados de todas las ciencias particulares como las estructuras generales de la experiencia precientffica. Una tentativa así puede acometerse partiendo de "arriba" o partiendo de "abajo". Hegel trabajó desde "arriba" cuando introdujo en las formas categoriales de su L6gica el material disponible del conocimiento científico de su tiempo y adapt6 este material a las categorías. Wundt trabaj6 desde "abajo" cuando, del material científico disponible de su tiempo, abstrajo unos principios generales y metafísicos con cuya ayuda pudo ordenar la suma total del conocimiento empírica. Arist6teles trabajó desde "arriba" y desde "abajo" cuando llev6 a cabo sus estudios metafísicos y científicos en una mutua interdependencia. :este fue asimismo el ideal de Leibniz cuando esbozó un cálculo universal capaz de someter toda la realidad al análisis y a la síntesis matemáticos. Pero todas esas tentativas pusieron de manifiesto los límites de la mente humana, la finitud que le impide aprehender el todo. Apenas se daba por concluso un sistema, cuando ya la investigación científica rompía sus fronteras y las rebasaba en todas direcciones. Sólo quedabanlos principios generales, siempre discutidos, puestos en duda, cambiados, pero nunca destruidos, resplandecientes a través de los siglos, reinterpretados por cada generación, inagotables, jamás anticuados o envejecidos. Tales principios constituyen el objeto de la filosofía. Esta comprensión de la filosofía es, pues, menos modesta que el intento de reducirla a la· epistemología y a la ética, meta del neo-kantismo y escuelas afines en el siglo XIX, y menos
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modesta también que el intento de reducirla al cálculo lógico, meta del positivismo lógico y escuelas afines en el siglo xx. Ambos intentos por evitar el problema ontológico han resultado infructuosos. Los últimos partidarios de la filosofía neo-kantiana reconocieron que toda epistemología contiene una ontología implícita. No puede ser de otra manera. Siendo el conocer un acto que participa del ser o, más precisamente, de una ·relación óntica", todo análisis del acto de conocer debe hacer referencia a una interpretación del ser (cf. Nicolai Hartmann). Al mismo tiempo, el problema de los valores apuntaba hacia un fundamento ontológico de la validez de los juicios de valor. Si los valores carecen de todo fundamentum in re (cf. la identificación platónica del bien con las estructuras esenciales, con las ideas del ser), flotan en el aire de una validez trascendente o bien quedan sometidos a unos tests pragmáticos que son arbitrarios y accidentales, a no ser que se introduzca subrepticiamente una ontología de las esencias. No es necesario discutir la línea pragmático-naturalista del pensamiento filos66co, ya que, a pesar de las a6rmaciones antimetafísicas de algunos de sus partidarios, se ha expresado en términos decididamente ontológicos tales como vida, crecimiento, proceso, experiencia, ser (entendido en un sentido que lo abarca todo), etc. Pero es necesario comparar la definición ontológica de la filosofía, que antes hemos sugerido, con los intentos radicales de reducir la Blosofía a la lógica científica. La cuestión estriba en saber si, con la eliminación de casi todos los problemas filosóficos tradicionales por parte del positivismo lógico, éste logra zafarse de la ontología. Al punto nos asalta la impresión de que esa actitud paga un precio demasiado elevado: despojar a la filosofía de toda su importancia. Pero, prescindiendo de esta impresión, podemos adelantar el siguiente argumento: Si la reducción de la filosofía a la lógica de las ciencias es una cuestión de gusto, no es preciso que nos la tomemos en serio. Si descansa en un análisis de los límites del conocimiento humano, entonces descansa, como toda epistemología, en unos postulados ontológicos. Siempre hay un problema, por lo . menos, acerca del cual el positivismo lógico, como todas las filosofías semánticas, ha de adoptar una decisión: ¿Qué relación guardan con la realidad los signos, los símbolos o las operaciones lógicas? Toda respuesta a esta pregunta nos dice algo acerca de la
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estructura del ser. Es una respuesta ontológica. Y una filosofía que somete a una crítica tan radical todas las demás filosofías, debería poseer la suficiente autocrítica para discernir y manifestar sus propios postulados ontológicos. -· La filosofía plantea la cuestión de la realidad como un todo; formula el problema de la estructura del ser. Y responde en términos de categorías, de leyes estructurales y de conceptos universales. Debe responder en términos ontológicos. La ontología no es un intento especulativo-fantástico para establecer un mundo detrás del mundo; es un análisis de aquellas estructuras del ser que encontramos en todo contacto con la realidad. ltste fue también el significado original de la metafísica; pero la preposición meta posee ahora la inevitable connotación de designar una reproducción de este mundo en un reino trascendente de seres. Por tal razón, es quizá menos desorientador hablar de ontología en lugar de metafísica. La filosofía formula necesariamente la cuestión de la realidad como un todo, la cuestión de la estructura del ser. La teología formula necesariamente la misma cuestión, ya que lo que nos preocupa últimamente debe pertenecer a la realidad en su conjunto, debe pertenecer al ser. De lo contrario, no podríamos encontrarlo y no podría concernimos. Desde luego, no puede ser un ser entre otros seres; en este caso, no nos preocuparía infinitamente. Debe ser el fondo de nuestro ser, el poder último e inoondiciOnal del ser, aquello que determina nuestro ser o no ser. Pero el poder del ser, su fondo infinito o el "ser en sí" se expresa en y a través de la estructura del ser. En consecuencia, podemos encontrarlo, sentirnos embargados por él, conocerlo y encaminamos hacia él. Cuando la teología trata de nuestra preocupación última, presupone en cada proposición la estructura del ser, sus categorías, sus leyes y sus conceptos. Por consiguiente, la teología no puede eludir el problema del ser con mayor facilidad que la filosofía. El intento del biblicismo de evitar los términos ontológicos no bíblicos está condenado al fracaso con la misma seguridad que los correspondientes intentos filosóficos. La misma Biblia utiliza constantemente las categorías y los conceptos que describen la estructura de la experiencia. En cada página de todo texto religioso o teológico aparecen los conceptos de tiempo, espacio, causa, cosa, sujeto, naturaleza, movimiento, libertad, necesidad, vida,
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valor, conocimiento, experiencia, ser y no ser. El biblicismo puede intentar salvaguardar el sentido popular de tales conceptos, pero entonces deja de ser teología. Ha de pasar por alto el hecho de que una comprensión filosófica de estas categorías ha influido el lenguaje ordinario durante muchos siglos. Es sorprendente la despreocupación con que ciertos biblistas teólogos usan un término como "historia" cuando hablan del cristianismo como de una religión histórica o de Dios como del "Señor de la historia''. Olvidan que el significado que ellos confieren a la palabra "historia" se ha formado durante miles de años de historiografía y de filosofía de la historia. Olvidan que el ser histórico es una clase de ser junto a las demás clases, y que para distinguirlo de la palabra "naturaleza", por ejemplo, se precisa una previa visión general de la estructura del ser. Olvidan que el problema de la historia está íntimamente unido a los problemas del tiempo, de la libertad, de la casualidad, de la finalidad, etc., y que cada uno de estos conceptos ha sufrido un desarrollo similar al que ha sufrido el concepto de historia. El teólogo debe considerar con toda seriedad el significado de los términos que emplea. Deben serle conocidos en la total profundidad y amplitud de su significado. Por· eso, en la comprensión crítica, aunque no en el poder creador, el teólogo sistemático ha de ser un filósofo. La estructura del ser y las categorías y conceptos que d~ criben esta estructura constituyen una preocupación implícita o explícita de todo filósofo y de todo teólogo. Ni uno ni otro pueden rehuir el problema ontológico. Las tentativas que por ambas partes se han realizado para soslayarlo, siempre han abortado. Si tal es la situación, el problema que plantea es de la mayor urgencia: ¿Qué relación existe entre el problema ontológico suscitado por el filósofo y el problema ontológico suscitado por el teólogo? 7.
TEOLOGÍA Y FILOSOFÍA: UNA RESPUESTA
La filosofía y la teología se plantean la cuestión del ser. Pero la formulan desde distintas perspectivas. La filosofía se ocupa de la e¿¡tJ:1.!~t~1!:~-~!'.Ll!er en sí mismo; la teología, en cambio, se ocupa de lo que _significa el ser para nosotros. A partir
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de esta diferencia se dan tendencias convergentes y divergentes en Ja relación que media entre la teología y la filosofía. El primer punto de divergencia radica en la diferente actitud cognoscitiva que adoptan el filósofo y el teólogo. Aunque guiado por el eros filosófico, el filósofo intenta mantenerse objetivan:i_!lnte_clistanciado del· ser y sus estructuras. Intenta hacer abstracción de las condiciones personales, sociales e históricas que podrían deformar su visión objetiva de la realidad. Su pasión es 1a pasión por una verdad universalmente accesible a toda actitud cognoscitiva, sujeta a una crítica general, modificable a tenor de toda nueva intuición, abierta y comunicable. En todos estos aspectos, no se siente distinto del científico, del historiador, del psicólogo, etc. Colabora con ellos. El material para su análisis crítico se lo proporciona abundantemente la investigación empírica. Aunque todas las ciencias tuvieron su origen en la filosofía, ahora son ellas, a su vez, las que contribuyen al quehacer filosófico, proporcionando al filósofo un material nuevo y exactamente definido, muy superior a todo lo que podría obtener de un estudio precientíflco de la realidad. Por supuesto, el filósofo en cuanto filósofo no critica ni acrecienta el conocimiento que nos proporciona cada una de las ciencias. Este conocimiento forma la base de su descripción de las categorías, de las leyes estructurales y de los conceptos que constituyen la estructura del ser. En este punto, la dependencia en que se halla el filósofo con respecto al científico no es menor -a menudo es incluso mayor- que su dependencia de su propia observación precientífica de 1a realidad. Esta relación con las ciencias (en el sentido amplio de Wissenschaften) fortalece la actitud distante y objetiva del filósofo. Incluso en el aspecto intuitivo-sintético de su reflexión, trata de eliminar las influencias que no están puramente determinadas por su objeto. 9 De un modo absolutamente distinto, el teólogo no se halla distanciado de su objeto, sino vinculado por-·entero a él. Consid~i:;,i_jn_1 objeto (que trasciende el carácter de ser un "objeto") con pasión, temor y amor. No le mueve, pues, el eros del filósofo o su pasión por la verdad objetiva, sino el amor que acepta 9. Desde este punto de vista parece discutible el concepto de una "fe filosófica" (véase Karl Jaspers, The Perennlal Sco¡ie of Philosophy, Nueva York, Philosophical Library, 1949).
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una verdad salvadora y, por ende; personal. La actitud básica del teólogo es la de hallarse comprometido con el contenido de lo que él expone. Todo distanciamiento suyo sería una_ negación de la naturaleza misma de este contenido. La actitud del teólogo es "existencial". Está implicado en el objeto de su conocimiento -y lo está con toda su existencia, con su finitud y su congoja, con sus conti:adicciones internas y su desespero, con las fuerzas de curación que actúan en él y en su situación social. La seriedad de toda afirmación teológica dimana de estos elementos existenciales. En suma, el teólogo está determinado por su fe. Toda teología presupone que el teólogo está en el círculo teológico. Y eso no sólo contradice el carácter abierto, ilimitado y mudable de la verdad filosófica, sino que difiere asimismo de la dependencia en que se halla el filósofo con respecto a la investigación científica. El teólogo carece de toda relación directa con el científico (considerando como tal al historiador, al sociólogo y al psicólogo). Sólo lo tiene en cuenta cuando están en juego unas implicaciones filosóficas. Si abandona la actitud existencial, como han hecho algunos teólogos "empíricos", acaba formulando unas afirmaciones cuya realidad no será reconocida por nadie que no comparta los presupuestos existenciales del teólogo supuestamente empírico. La teología es necesariamente existencial, y ninguna teología puede escapar del círculo teológico. El segundo punto de divergencia entre el teólogo y el filósofo estriba en la diferencia de sus fuentes. El filósofo considera la totalidad de la realidad para descubrir en ella la estructura de la realidad en su conjunto. Intenta penetrar en las estructuras del ser mediante el poder y las estructuras de su función cognoscitiva. Postula -y la ciencia confirma continuamente tal postulado- que existe una identidad o, por lo menos. una analogía entre la razón objetiva y la razón subjetiva, entre el logos de la realidad en su conjunto y el logos que actúa en el filósofo. Por consiguiente, este logos es común; todo ser razonable participa de él, lo utiliza al formular preguntas y al criticar las respuestas recibidas. No existe un lugar especial donde descubrir la estructura del ser; no existe un lugar privilegiado donde descubrir las categorías de la experiencia. El lugar desde el que se ha de considerar la realidad
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es "cualquier lugar"; el lugar donde se ha de situar el filósofo no es ningún lugar, en absoluto; es la pura razón. El teólogo, por el contrario, debe descubrir dónde se manifiesta aquello que le preocupa últimamente, y debe situarse allí donde esta manifestación le alcanza y le embarga. La fuente de su oonocimiento no es el logos universal, sino el Logos "que se hizo came", es decir, el logos que se manifiesta en un acontecimiento histórico particular. Y el medio a través del cual recibe la manifestación del logos no es la racionalidad común, sino la Iglesia, sus tradiciones y su realidad presente. El teólogo habla en la Iglesia acerca del fundamento de la Iglesia. Y habla porque se siente embargado por el poder de este fundamento y por la comunidad construida sobre él. El logos concreto, que él ve, lo recibe a través de un compromiso creyente, y no, como el logos universal que ye el filósofo, a través de un distanciamiento racional. El tercer punto de divergencia entre la filosofía y la teología 'es~á_ ~n la diferencia de su contenido. Incluso cuando hablan der'ínismo objeto, hablan de algo distinto. El filósofo se ocupa de las categorías del ser en relación al material por ellas estructurado. Se ocupa de la causalidad tal como ésta se presenta en la física o en la psicología; analiza el tiempo biológico o histórico; discurre acerca del espacio tanto astronómico como microscópico. Describe el sujeto epistemológico y la relación que existe entre la persona y la comunidad. Presenta las características de la vida y del espíritu en su recíproca dependencia e independencia. Define la naturaleza y la historia en sus mutuos límites y trata de penetrar en la ontología y en la lógica del ser y del no ser. Podríamos citar un número incalculable de otros ejemplos. Todos ellos reflejan la estructura cosmológica de las aserciones filosóficas. El teólogo, por el contrario, relaciona §as mismas categorías y conceptos con la búsqueda de u~~!!~Yº sér... Sus aserciones son de carácter soteriológico. Se ocupa de la causalidad, pero en relación con una prima causa, que es el substrato de toda la serie de causas y efectos; se ocupa del tiempo, pero en relación con la eternidad, y del espacio, pero en relación con el exilio existencial del hombre. Habla de la autoalienación del sujeto, del centro espiritual de la vida personal y de la comunidad como posible corporización del "Nuevo Ser". Relaciona las estructuras de la vida con el
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fondo creador de la vida, y las estructul'as del espíritu con el Espíritu divino. Habla de la participación de la naturaleza en la "historia de la salvación", y de la victoria del ser sobre el no ser. También aquí podríamos multiplicar indefinidamente los ejemplos; todos ellos muestran la acusada diferencia que existe entre la teología y la filosofía en lo que hace referencia a su contenido. Pero la divergencia existente entre la filosofía y la teología está compensada por una convergencia igualmente obvia. En ambas actt'tan unas tendencias convergentes. El filósofo, como el teólogo, "existe", y no puede desasirse del carácter concreto de su existencia ni de su teología implícita. Está condicionado por su situación psicológica, sociológica e histórica. Y, como todo ser humano, vive sujeto al poder de una preocupación última, sea o no sea plenamente consciente de tal poder, lo admita o no lo admita para sí y pal'a los demás. No existe ninguna razón para que incluso el más científico de los filósofos no tenga que admitirlo, ya que sin una preocupación última su filosofía carecel'Ía de pasión, seriedad y creatividad. Dondequiera que miremos en la historia de la filosofía, encontramos ideas y sistemas que pretenden tener una significación última para la existencia humana. Ocasionalmente, la filosofía de la religión expresa abiertamente la preocupación última que se oculta detrás de un sistema. Más a menudo, es el carácter de los principios ontológicos o una pw:te especial de un sistema, como la epistemología, la filosofía de la naturaleza, la política y la ética, la filosofía de la historia, etc., lo que mejor nos revela la preocupación última del autor y la teología subyacente en aquel sistema. Todo filósofo creador es un teólogo latente (a veces incluso un teólogo declarado). Es un teólogo en la medida en que su situación existencial y su preocupación última modelan su visión filosófica. Es un teólogo en la medida en que su intuición del logos universal, que alienta en la estructura de la realidad en su conjunto, está formada por un logos particular que se le manifiesta en su lugar particular y le revela la significación del todo. Y es un teólogo en la medida en que el 'legos particular es objeto de compromiso activo en el seno de una comunidad particular. Apenas si existe un filósofo históricamente importante que no presente estos rasgos de teólogo. Pero el filósofo no intenta ser un teólogo. Quiere servir el logos
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univers.al. Trata de distanciarse de su situación existencial, incluso de su preocupación última, para encaminarse a un lugar que está por encima de todos los lugares particulares, para alcanzar la realidad pura. El conflicto entre la intención de llegar a ser universal y el destino de no dejar de ser particular caracteriza toda existencia filosófica. Tal es su servidumbre y su grandeza. El teólogo soporta una carga análoga: en lugar de distanciarse de su situación existencial, incluso de su preocupación última, hacia ella se encamina. Pero no va a· su encuentro para confesarla públicamente, sino para poner de relieve la v,alidez universal, Ja estructura de logos de aquello que le preocupa últimamente. Y eso sólo puede hacerlo si adopta una actitud desasida de su situación existencial y obediente al logos -universal, actitud que le obliga a ejercer una severa crítica de toda expresión particular de su preocupación última. No puede afirmar ninguna tradición ni ninguna autoridad, excepto si lo hace por un "no" y un "sí... Y siempre es posible que no sea capaz de recorrer el largo camino que va del "no" al "sí". No puede unirse al coro de quienes viven global e ininterrumpidamente en Ja afirmación. Debe correr el riesgo de que un día se vea llevado hasta más allá de la línea fronteriza del círculo teológico. Por eso inspira recelo a la gente piadosa y a los poderosos de la Iglesia, aunque éstos vivan en realidad del trabajo realizado por anteriores teólogos que se hallaban en esa misma situación. Dado que la teología está al servicio tanto del wgos concreto como del logos universal, puede convertirse en una piedra de escándalo para la Iglesia y en una tentación demoníaca para el teólogo. El desasimiento que requiere todo trabajo teológico honesto puede destruir el necesario compromiso de la fe. Esta tensión constituye la servidumbre y la grandeza de todo quehacer teológico. La dualidad de divergencia y convergencia que se da entre la teología y la filosofía, suscita una doble cuestión: ¿Es inevitable el conflicto entre ambas, o bien es posible una síntesis de ellas? Hemos de dar una respuesta negativa a esas dos preguntas: no es inevitable el conflicto entre la teología y la filosofía, pero tampoco es posible una síntesis de ambas. Un conflicto presupone una base común sobre la que se pueda luchar. Pero no existe tal base común entre la teología
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y la filosofía. Si el teólogo y el filósofo se combaten, lo hacen o bien sobre una base filosófica o bien sobre una base teológica. La base filosófica es el análisis ontológico de la estructura del ser. Si el teólogo necesita este análisis, o lo ha de tomar de un filósofo o ha de convertirse él mismo en filósofo. Normalmente, hace ambas cosas. Si pisa la arena filosófica, son inevitables tanto los conflictos como las alianzas con otros filósofos. Pero todo esto ocurre a nivel filosófico. Al teólogo no le asiste ningún derecho para pronunciarse a favor de una decisión filosófica en nombre de su preocupación última o sobre la base del círculo teológico. Está obligado a argumentar a favor de una decisión filosófica en nombre del 'logos universal y desde el lugar que no es ningún lugar: la razón pura. Es una deshonra para el teólogo y una intromisión intolerable para el filósofo que, en una discusión filosófica, el teólogo reivindique de pronto una autoridad que no sea la razón pura. Los conflictos a nivel filosófico son conflictos entre dos filósofos, de los que, en tal caso, uno es teólogo; pero no son conflictos entre la teología y la filosofía. Sin embargo, el conflicto estalla a menudo a nivel teológico. El teólogo subyacente en el filósofo lucha contra el teólogo declarado. Esta situación es más frecuente de lo que suponen la mayoría de los filósofos. Como éstos han desarrollado sus conceptos con la sincera intención de obedecer al 'logos universal, son reacios a reconocer los elementos existencialmente condicionados de sus· sistemas. Creen que tales elementos, si por una parte colorean e imprimen una orientación a su labor creadora, disminuyen por otra parte su valor de verdad. En tal situación, el teólogo tiene que romper la resistencia que el filósofo opone a un análisis teológico de sus ideas. Puede lograrlo recurriendo a la historia de la filosofía, pues ésta nos descubre que, en todo filósofo significativo, la pasión existencial (preocupación última) va unida al poder racional (obediencia al wgos universal), y que el valor de verdad de una filosofía depende de la amalgama de estos dos elementos en cada concepto. Darse cuenta de esta situación es, al mismo tiempo, darse cuenta del hecho de que dos filósofos, uno de los cuales es asimismo teólogo, pueden combatirse mutuamente, y dos teólogos, uno de los cuales es asimismo filósofo, pueden combatirse mutuainente; pero es totalmente imposible que surja un conflicto entre la
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teología y la filosofía, porque no ·existe una base común que dé pie a tal conflicto. El filósofo puede o no puede convencer al filósofo-teólogo. Y el teólogo puede o no puede convencer al teólogo-filósofo. Lo que en ningún caso puede ocurrir es que el teólogo como tal se oponga al filósofo como tal, y viceversa. Así pues, no existe ningún conflicto entre la teología y la filosofía, y, exactamente por la misma razón, tampoco existe una síntesis de ambas. Falta una base común. La idea de que era posible una síntesis de teología y filosofía ha hecho soñar en una '"filosofía cristiana". El término es ambiguo. Puede significar una filosofía cuya base existencial sea el cristianismo histórico. En este sentido, toda la filosofía moderna es cristiana, aunque sea humanista, atea e intencionalmente anticristiana. Ningún filósofo que viva en la cultura occidental cristiana, puede negar su dependencia de la misma, como ningún filósofo griego habría podido ocultar su dependencia de la cultura apolino-dionisíaca, aunque fuese un crítico radical de los dioses homéricos. Tanto si se halla como si no se halla existencialmente determinada por el Dios del monte Sinaí y el Cristo del Gólgota, Ja moderna visión de la realidad, y su análisis filosófico, difiere de Ja que se daba en la época precristiana. Nuestro encuentro con la realidad es ahora distinto; la experiencia posee unas dimensiones y unas direcciones diferentes de las que poseía en el clima cultural de Grecia. Nadie es capaz de salirse de este círculo "mágico". Nietzsche, que intentó hacerlo, anunció la venida del Anticristo. Pero el Anticristo está en íntima dependencia del Cristo contra el que se yergue. Los primeros griegos, por cuya cultura suspiraba Nietzsche, no tuvieron que combatir a Cristo; de hecho, prepararon inconscientemente su venida al formular las cuestiones a las que Cristo dio una respuesta, y al elaborar las categorías en las que tal respuesta podría expresarse. La filosofía moderna no es pagana. El ateísmo y el anticristianismo no son paganos. Son anticristianos que se expresan en términos cristianos. Las huellas de la tradición cristiana son imborrables; tienen un character indel.ebilis. Ni siquiera el ·paganismo nazi fue realmente un retomo al paganismo (como tampoco la bestialidad es un retomo a la bestia). Pero Ja expresión "filosofía cristiana" entraña con frecuencia un sentido distinto. Se usa para designar una filosofía que no considera el logos universal, sino las exigencias supuestas o
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reales de una teología cristiana. Esto puede. hacerse de dos maneras: o bien las autoridades eclesiásticas o sus intérpretes teológicos designan a uno de sus filósofos de antaño como su ··santo filosófico", o bien exigen que los filósofos contemporáneos desarrollen una filosofía bajo unas condiciones particulares y con una finalidad particular. En ambos casos se mata el eros filosófico. Si a Tomás de Aquino se le nombra oficialmente el filósofo de la Iglesia católica romana, para los filósofos cat-Olicos deja de ser un auténtico colega en el diálogo filosófico que se prosigue a lo largo de los siglos. Y si se exige de los filósofos protestantes de nuestros días que acepten la idea de personalidad como su más elevado principio ontológico porque es el principio más afín al espíritu de la Reforma, se mutila el trabajo de estos filósofos. Nada hay en el cielo, en la tierra, ni allende cielo y tierra, a lo que el filósofo deba someterse, excepto el logos universal del ser tal como se le presenta en la experiencia. Por consiguiente, hemos de rechazar la idea de una "filosofía cristiana" en el sentido más restringido de una filosofía que es programá.ticamente cristiana. El hecho de que toda la filosofía moderna haya crecido sobre suelo cristiano y muestre los rasgos de la cultura cristiana en la que vive, nada tiene de común con el contradictorio ideal de una "filosofía cristiana•. El cristianismo no necesita una "filosofía cristiana.. en el sentido más restringido de esta expresión. La convicción cristiana de que el logos, que se hizo concreto en Jesús como el Cristo, es al mismo tiempo el logos universal, incluye la convicción de que dondequiera que el logos actúa, concuerda con el mensaje cristiano. Ninguna filosofía, pues, que sea fiel al logos universal puede contradecir el logos concreto, el Logos "que se hizo carne".
C. LA ORGANIZAClóN DE LA TEOLOGlA La teología es la exposición metódica de los contenidos de la fe cristiana. Esta definición es válida para todas las disciplinas teológicas. Por consiguiente, sería desastroso que se diese tan sólo el nombre de "teologia" a la teología sistemá-
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tíca. La exégesis y la homilética son tan teológicas como la sistemática. Y la sistemática puede dejar de ser teológica con tanta prontitud como las demás disciplinas. El criterio de toda disciplina teológica radica en el hecho de tratar el mensaje cristiano como expresión de lo . que nos concierne en última instancia. En la fe cristiana, la tensión entre sus polos universal y concreto acarrea la división del quehacer teológico en dos grupos de disciplinas: el grupo histórico y el grupo deductivo. Que el Nuevo Testamento esté integrado por evangelios (incluyendo en ellos los Hechos de los Apóstoles) y epístolas, ya deja prever esta división. Es significativo, no obstante, que en el cuarto evangelio se dé una amalgama total de los elementos históricos y de los elementos deductivos. Esto nos advierte que, en el mensaje cristiano, la historia es teológica y la teología es histórica. Con todo, por razones de oportunidad resulta inevitable la división en disciplinas históricas y disciplinas deductivas, ya que cada una de ellas posee un elemento no teológico distinto. La teología histórica incluye la investigación histórica; la teología sistemática incluye la discusión filosófica. El historiador y el filósofo, miembros los dos de una facultad de teología, deben unirse en la labor teológica de interpretar el mensaje cristiano, utilizando cada uno de ellos los instrumentos cognoscitivos de su especialidad. Pero es más aún lo que implica su cooperación. En cada momento de su trabajo, el teólogo histórico presupone un punto de vista sistemático; de lo contrario, sería un historiador de la religión, no un teólogo histórico. Esta mutua inmanencia de los elementos histórico y deductivo constituye una característica decisiva de la teología cristiana. La téología histórica puede subdividirse en disciplinas bíblicas, historia de la Iglesia e historia de la religión y de la cultura. Los teólogos bíblicos suelen conceder tan sólo al primer grupo la plena categoría teológica y negarla por completo al tercer grupo. Incluso Barth considera que la historia de la Iglesia es únicamente una Hilfswissenschaft (una ciencia auxiliar). Claro está que ésta es una aserción teológico-sistemática que, a la luz de los principios críticos, resulta errónea, porque los tres grupos conjugan un elemento no teológico con otro teológico. Existe mucha investigación no teológica en las disci-
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plinas bíblicas; puede darse una interpretación radicalmente teológica de la historia de la religión y de la cultura, cuando consideramos esta historia desde el punto de vista de nuestra preocupación última; y estas dos aserciones son asimismo verdaderas respecto a la historia .de la Iglesia. A pesar de la significación fundamental que poseen las disciplinas bíblicas, nada justifica que neguemos a los otros dos grupos una categoría plenamente teológica. La considerable interdependencia de los tres grupos lo confirma. En algunos aspectos, la literatura bíblica constituye una parte, no sólo de la historia de la Iglesia, !>ino también de la historia de la religión y de la cultura. La influencia que las religiones y las culturas no bíblicas ejercieron sobre la Biblia y la historia de la Iglesia es demasiado evidente para que podamos negarla (cf., por ejemplo, el período intertestamentario). El criterio para discernir el carácter teológico de una disciplina no estriba en su origen supuestamente supranatural sino en su significación para la interpretación de nuestra preocupación última. Entraña una mayor dificultad organizar la teología sistemática que la teología histórica, porque antes de que sea posible una organización adecuada, es preciso dar una respuesta a las cuestiones previas acerca de su verdad y su utilidad. El primer problema lo suscita el hecho de que la antigua reflexión sobre la "teología natural" en la tradición clásica ha siclo sustituida (definitivamente desde Schleiermacher) por una filosofía general y autónoma de la religión. Pero mientras la "teología natural" era, por así decirlo, un preámbulo a la teología de la revelación, desarrollada en función de esta última y bajo su C.'Ontrol, la filosofía de la religión es una disciplina filosófica independiente. O, más exactamente, la filosofía de la religión es una parte dependiente de un todo filosófico y en modo alguno constituye una disciplina teológica. Schleiermacher era consciente de esta situación y hablaba de ciertas proposiciones que la teología había tomado prestadas de la "ética" l
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teológica. Si la verdad filosófica está situada fuera del círculo teológico, ¿cómo puede determinar el método teológico? Y si se encuentra dentro del círculo teológico, no es autónoma y la teología no necesita tomarla de prestado. Este problema ha atormentado a todos los teólogos modernos que ni se han adherido a la tradicional y precrítica teología natural (como han hecho los católicos y los protestantes ortodoxos), ni han abandonado la teología natural y la filosofía de la religión con objeto de afirmar la exclusividad de una teología de la revelación (como han hecho los teólogos neo-ortodoxos). La solución que fundamenta el presente sistema y que sólo queda plenamente explicada a través de todo él, acepta la crítica filosófica y teológica de la teología natural en su sentido tradicional, y acepta asimismo la crítica neo-ortodoxa de una filosofía general de la religión como base de la teología sistemática. Al mismo tiempo, intenta hacer justicia a los motivos teológicos que se ocultan tras la teología natural y la filosofía de la religión. Introduce, en la estructura misma del sistema, el elemento filosófico, utilizándolo como material para formular sus cuestiones. Sin embargo, la respuesta a tales cuestiones es teológica. La disyuntiva: "¿Teología natural o filosofía de la religión?", se resuelve mediante una terc~ra opción: el "método de correlación" (véase más adelante, pág. 86). En lo que se refiere a la organización de la teología sistemática, esto significa que ninguna disciplina particular llamada "filosofía de la religión" pertenece al dominio de la teología sistemática. Pero esta opción no significa, sin embargo, que deban excluirse del programa de estudios teológicos los problemas habitualmente tratados en lo que se llama "filosofía de la religión". Un segundo problema que se presenta en la organización de la teología sistemática es el del lugar que le corresponde ocupar a la apologética. Los teólogos modernos suelen identificarla con la filosofía de la religión, mientras que en la teología tradicional la parte que se ocupaba de la teología natural contenía mucho material apologético. La exclusión de estos dos métodos hace necesaria una solución distinta. En el segundo apartado de esta introducción, "la teología apologética y el kerigma", ya hemos esbozado esta otra solución. Hemos subrayado allí el hecho de que la teología sistemática es una "teología que responde": debe responder a las cuestiones implícitas 4.
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en la situación humana general y en la situación histórica particular. La apologética, pues, es -un elemento omnipresente y no una sección particular de la teología sistemática. El "método de correlación" utilizado en el presente sistema da una clara expresión del carácter decisivo que detenta el elemento apologético en la teología sistemática. Esta solución es también válida para el elemento ético que entraña la teología sistemática. Sólo fue al finalizar la época ortodoxa cuando, bajo la influencia de la filosofía moderna, se separó la ética de la dogmática. El resultado positivo fue un desarrollo mucho más pleno de la ética teológica; el resultado negativo fue un conflicto no solventado con la ética filosófica. Hoy, a pesar de que algunas facultades de teología poseen excelentes departamentos de ética cristiana, podemos observar la tendencia a situar de nuevo la ética teológica dentro de la unidad del sistema. Esta tendencia se ha visto fortalecida por el movimiento neo-ortodoxo, que rechaza toda ética teológica independiente. Una teolog.ía que, como el presente sistema, acentúa el carácter existencial de la teología, debe seguir esta tendencia hasta el fin. El elemento ético es un elemento necesario -y a menudo predominante- en toda afirmación teológica. Incluso unas afirmaciones tan formales como los principios críticos apuntan a la decisión del hombre ético acerca de su "ser o no ser". Las doctrinas de la finitud y de la existencia, o de la congoja y de la culpa, tienen un carácter a la vez ontológico y ético, y en la reflexión acerca de "la Iglesia" y "el cristiano" el elemento ético (social y personal) es predominante. Todos esos ejemplos nos muestran que una teología "existencial" implica de tal modo cierto tipo de ética, que hace superflua una sección especial que trate de la teología ética. Razones de conveniencia pueden, no obstante, justificar la conservación de los departamentos de ética cristiana eil las facultades de teología. El tercer y más significativo elemento de la teología sistemática es el elemento dogmático. Durante mucho tiempo dio nombre al conjunto de la teología sistemática. La "dogmática" es la formulación de la tradición doctrinal para nuestra situación actual. La palabra "dogmática" acentúa la importancia que reviste, para la obra del teólogo sistemático, el dogma formulado y oficialmente reconocido. Y en este sentido, la ter-
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minología está justificada, ya que el teólogo ejerce una función de la Iglesia en el seno de la Iglesia y para la Iglesia. Y la Iglesia está basada en un fundamento cuya formulación nos viene dada· en las confesiones de fe que, al mismo tiempo, lo protegen. La misma palabra "dogma" expresaba originariamente esta función. En las comunidades filosóficas tardías de Grecia, designaba las doctrinas particulares aceptadas como la tradición de una escuela particular. Las dogmata eran unas doctrinas filosóficas distintivas. En este sentido, la comunidad cristiana poseía también sus dogmata. Pero esta palabra adquirió un sentido distinto en la historia del pensamiento cristiano. La aceptación de los credos, de los símbolos de la fe, debido a su función protectora contra las herejías destructoras, se convirtió en una cuestión de vida o muerte para el cristianismo. Se consideraba al hereje como un enemigo demoníaco del mensaje de CrMo. Con la total unión de la Iglesia y el Estado bajo el reinado de Constantino, las leyes doctrinales de la Iglesia pasaron a ser asimismo leyes civiles del Estado, y se consideró al hereje como un criminal. Las consecuencias destructoras de esta situación, las actividades demoníacas de los Estados y de las Iglesias, tanto de la católica como de las protestantes; contra la integridad teológica y la autonomía científica, han desacreditado las palabras "dogma" y "dogmática" hasta tal punto que apenas es posible restablecer ahora su verdadera significación. Esto no altera el significado real que poseen, para la teología sistemática, las dogma.ta formuladas, pero hace imposible el empleo del término "dogmática". La expresión "teología sistemática", que abarca la apologética, la dogmática y la moral, parece ser la más adecuada. La organización del trabajo teológico no queda completa si de ella se excluye lo que suele llamarse "teología práctica". Aunque Schleiermacher la valoraba como la culminación de la teología, no es una tercera parte a añadir a las partes histórica y sistemática. Es la "teoría técnica" mediante la cual es posible aplicar estas dos partes de la teología a la vida de la Iglesia. Una teoría técnica describe los medios adecuados para alcanzar un fin determinado. El fin de la teología práctica es la vida de la Iglesia. Mientras la doctrina acerca de la naturaleza y las funciones de la Iglesia constituye el objeto de la teología sistemática, la teología práctica se ocupa de las instituciones en las
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que se actualiza la naturaleza de la Iglesia y a través de las cuales se ejercen su$ funciones. No las estudia desde un punto de vista histórico, determinando lo que han sido y continúan siendo en la Iglesia, sino que las considera desde un punto de vista técnico, investigando sus medios de actuaci6n más eficaces. Si el teólogo práctico procede a un estudio de la historia del canto coral protestante, trabaja en el campo de la teología histórica. Y si escribe un ensayo acerca de la funci6n estética de la Iglesia, trabaja en el campo de la teología sistemática. Pero si utiliza el material y los principios adquiridos en sus estudios hist6ricos o sistemáticos para formular sugerencias sobre el uso del canto coral o la construcci6n de templos, trabaja en el campo de la teología práctica. Lo que distingue a la teología práctica de la teología te6rica es el punto de vista técnico. Como ocurre en toda actitud cognoscitiva frente a la realidad, también en la teología se da una bifurcación entre la ciencia pura y la ciencia aplicada. Y puesto que, para la sensibilidad moderna, a diferencia de la antigua, las ciencias puras no poseen una mayor dignidad que las ciencias técnicas, la teología práctica no tiene un valor inferior al de la teología te6rica. En fin, del mismo modo que existe un continuo intercambio de conocimientos entre la investigación pura y la investigación técnica en todos los dominios científicos, también la teología práctica y la teología teórica son interdependientes. Aunque esto se colige igualmente del carácter existencial de la teología, ya que, en el estado de preocupación última, se esfuma toda diferencia entre teoría y práctica. La organización de la teología práctica está implícita en la doctrina de las funciones de la Iglesia. Cada función es una consecuencia necesaria de la naturaleza de la Iglesia y, por ende, es un fin para cuyo logro existen medios institucionales, por escasamente. desarrollados que puedan estar: Cada función necesita una disciplina práctica para interpretar, criticar y transformar las instituciones existentes y para sugerir, si es necesario, otras nuevas. La misma teología es una de tales funciones, y su realización institucional en el seno ·de la vida de la Iglesia constituye una de las numerosas preocupaciones de la teología práctica. Al igual que las teologías histórica y sistemática; la teología práctica entraña un aspecto no teológico. Para discurrir acerca
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de las expresiones institucionales de la vida de la Iglesia, el teólogo práctico debe usar: 1) nuestro actual conocimiento de las estructuras generales psicológicas y sociológicas del hombre y de Ja sociedad; 2) una comprensión práctica y teórica de la situación psicológica y sociológica de los grupos particulares; y 3) un conocimiento de las realizaciones y de Jos problemas culturales en los dominios que particularmente le interesan: educación, artes, música, medicina, política, economía, trabajo social, comunicaciones públicas, etc. De esta manera, la teología práctica puede convertirse en el puente que enlace el mensaje cristiano y la situación humana en general y en particular. Puede plantear nuevas cuestiones al teólogo sistemático, cuestiones que surgen de la vida cultural de la época, y puede inducir al teólogo histórico a que emprenda nuevas investigaciones a partir de los puntos de vista que sugieren las necesidades reales de sus contemporáneos. Puede preservar a la Iglesia del tradicionalismo y del dogmatismo, y puede inducir a la sociedad a que se tome en serio la Iglesia. Pero sólo puede hacer todo eso si, trabajando en unión de la teología histórica y sistemática, está guiada par la preocupación última, que es al mismo tiempo concreta y universal
D. EL M:E:TODO Y LA ESTRUCTURA DE LA TEOLOGIA SISTEMATI CA 8. LAs
FUENTES DE LA TEOLOGÍA SISTEMÁTICA
Toda reflexión metodológica constituye una abstracción del trabajo cognoscitivo en el que ya estamos realmente empeñados. La conciencia metodológica siempre es posterior a la aplicación de un método; nunca la precede. Se ha olvidado a menudo este hecho en las recientes discusiones acerca del empleo del método empírico en la teología. Los partidarios de este método lo convirtieron en una especie de fetiche, confiando que ..funcionaría" en todos los dominios y en todas las tareas cognoscitivas. De hecho, habían dado con la estructura básica de su teología antes de que reflexionasen sobre el método que debían seguir. Y sólo con mucha dificultad y artifi-
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ciosidad podía calificarse de "empírico" el método que preconizaban. Las. consideraciones metodológicas que siguen, describen el método que he utilizado en este sistema. Como que el método procede de una comprensión previa del objeto de la teología, es decir, del mensaje cristiano, anticipa las afirmaciones decisivas del sistema. Es éste un círculo inevitable. Que el "método de correlación" (nombre que simplemente sugiero, sin ninguna particular insistencia) sea empírico, deductivo o de otro tipo cualquiera, no tiene importancia: basta con que sea adecuado a su objeto. Si la teología sistemática se propone exponer los contenidos de la fe cristiana, tres cuestiones se suscitan inmediatamente: ¿Cuáles son las fuentes de la teología sistemática? ¿Cuál es el medio de su recepción? ¿Cuál es la norma que determina la utilización de tales fuentes? La primera respuesta a estas tres interrogaciones podría ser la Biblia. La Biblia es el documento original que refiere los acontecimientos sobre los que descansa el cristianismo. Aunque esto sea innegable, la respuesta es insuficiente. Al estudiar el problema de las fuentes de la teología sistemática, debemos rechazar la afirmación del biblicismo neo-ortodoxo según el cual la Biblia es la única fuente de Ja teología. No es posible entender, ni habría sido posible recibir el mensaje bíblico, sin la preparación de la religión y de la cultura humanas. Y el mensaje bíblico no habría sido un mensaje para nadie, ni siquiera para el mismo teólogo, sin la participación vivida de la Iglesia y de cada cristiano. Si se considera la "palabra de Dios" o el "acto de revelación" como la fuente de la teología sistemática, debe subrayarse que la "palabra de Dios" no está limitada a las palabras de un libro, y que el "acto de revelación" no se identifica con la "inspiración" de un "libro de revelaciones", aunque tal libro sea el documento de la decisiva "palabra de Dios", la plenitud y el criterio de todas las revelaciones. El mensaje bíblico abarca más (y también menos) que los libros bíblicos. Por consiguiente, la teología sistemática cuenta con otras fuentes adicionales además de la Biblia. La Biblia, sin embargo, es la fuente fundamental de la teología sistemática, porque es el documento original que nos relata los acontecimientos sobre los que se ftindamenta la Iglesia cristial)a. Pero el empleo de la palabra "documento" para
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referirnos a la Biblia, ha de excluir las connotaciones jurídicas de tal término. La Biblia no es un registro jurídicamente concebido, formulado y sellado acerca de las "estipulaciones" divinas sobre cuya base podrían erigirse ciertos derechos. El carácter documental de la Biblia descansa en el hecho de que contiene el testimonio origina! de quienes participaron en los acontecimientos reveladores. Tal participación consistió en su respuesta a los sucesos que, gracias a esta respuesta, se convirtieron en acontecimientos reveladores. La inspiración de los escritores bíblicos radica en su respuesta, receptiva y creadora, a unos hechos potencialmente reveladores. La inspiración de los escritores del Nuevo Testamento es su aceptación de Jesús como el Cristo y, con él, del Nuevo Ser, del que se convirtieron en testigos. Como no hay revelación sin alguien que la reciba como tal revelación, el acto de recepción forma parte del acontecimiento mismo. La Biblia es ambas cosas a la vez: acontecimiento original y documento original; testifica aquello de lo que forma parte. El teólogo histórico presenta, de manera metodológica, el material bíblico como fuente de la teología sistemática. La teología bíblica, en colaboración con las demás disciplinas de la teología histórica, considera la Biblia como la fuente fundamental de la teología sistemática. Pero su manera de hacerlo no es evidente de por sí. El teólogo bíblico, en la medida en que es teólogo (lo cual implica un punto de vista sistemático), no nos presenta únicamente unos hechos puros; nos ofrece asimismo unos hechos teológicamente interpretados. Su exégesis es pneumática (espiritual) o, como la llamaríamos hoy, "existencial". Habla de los resultados de su interpretación científicofilológica como objeto de su preocupación última. Une filología y devoción cuando trata de los textos bíblicos. No es fácil hacer esto y ser al mismo tiempo justo con ambos puntos de vista. Si comparamos algunos comentarios científicos recientes de la Epístola a los Romanos (por ejemplo, el de C. H. Dodd o el de Sanday y Headlam) con la interpretación pneumáticoexistencial que de la misma nos da Barth, observaremos el abismo insalvable que se abre entre ambos métodos. Todos los teólogos, pero sobre todo los teólogos sistemáticos, sufren a causa de esta situación. La teología sistemática necesita una teología bíblica que sea histórico-crítica sin la menor restric-
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ción, pero que al mismo tiempo sea interpretativo-existencial, es decir, que tenga siempre presente el hecho de que se ocupa de algo que es objeto de preocupación última para nosotros. Es posible satisfacer esta exigencia, ya que lo que nos preocupa últimamente no está vinculado a ninguna conclusión particular de la investigación histórica y filológica. Una teología que dependa de unos resultados predeterminados de la investigación histórica, está amarrada a algo condicionado que pretende ser incondicionado, es decir, a algo demoníaco. Y el carácter demoníaco de toda exigencia que impone al historiador unos resultados definidos, se hace patente en el hecho de que destruye su integridad científica. Estar últimamente preocupado por lo que es realmente último, libera al teólogo de todo "'fraude sagrado" y lo sensibiliza a la crítica histórica tanto conservadora como revolucionaria. únicamente esta investigación histórica libre, unida a una actitud de "preocupación última", puede hacer de la Biblia la fuente fundamental del teólogo · sistemático. La génesis de la Biblia es un acontecimiento de la historia de la Iglesia -un acontecimiento que se produjo en una etapa relativamente tardía de la historia de la Iglesia primitiva. Por consiguiente, al utilizar la Biblia como fuente de su teología, el teólogo sistemático utiliza ithplícitamente como tal fuente una creación de la historia de la Iglesia. Esto, no obstante, debe hacerlo explícita y conscientemente. La teología sistemática posee una relación directa y definida con la historia de la Iglesia. En este punto existe una real diferencia entre la actitud católica y la actitud protestante, y ningún teólogo sistemático puede evitar una decisión a este respecto. La decisión es fácil para quienes están sujetos a la autoridad de la Iglesia romana. Es también fácil para quienes creen que el protestantismo significa un biblicismo radical y suponen que el biblicismo radical es una posición teológica posible. Pero la mayor parte de los teólogos que no pertenecen a la Iglesia romana, no están dispuestos a aceptar esta alternativa. Para ellos es obvio que el biblicismo radical es una actitud en la que uno se engaña a sí mismo. Nadie es capaz de saltar.sobre dos mil años de historia de la Iglesia y hacerse contemporáneo de los escritores del Nuevo Testamento, salvo en el sentido espiritual de aceptar a Jesús como el Cristo. Toda persona que se enfrenta con un
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texto bíblico está guiada, en su comprensión religiosa del mismo, por la comprensión de todas las generaciones que la han precedido. Incluso los reformadores dependían de la tradición romana contra la que se alzaron. Opusieron ciertos elementos de la tradición eclesiástica a otros elementos para así combatir la distorsión que había dañado a toda la tradición; pero lo que no hicieron ni podían hacer era saltar por encima de la tradición y colocarse en la situación de Mateo y Pablo. Los reformadores eran conscientes de esta limitación, y sus sistematizadores ortodoxos tampoco dejaron de serlo. Pero el biblicismo evangélico, tanto el de antaño como el actual, lo ha olvidado por completo y elabora una teología "bíblica" que depende efectivamente de los desarrollos dogmáticos que definió la época de la post-Reforma. La erudición histórica puede mostrar fácilmente la diferencia que media entre la enseñanza dogmática de la mayoría de las Iglesias evangélicas americanas y el significado original de los textos bíblicos. No podemos prescindir de la historia de la Iglesia y, en consecuencia, es una necesidad, tanto religiosa como científica, afirmar franca y explícitamente la relación que existe entre la teología sistemática y la tradición eclesiástica. · Otra posición inaceptable para la mayoría de los teólogos no romanos es la sujeción de la teología sistemática a las decisiones de los concilios y de los papas. La dogmática católica romana utiliza tales tradiciones doctrinales, a las que se ha dado fuerza legal (de fide), como la verdadera fuente de la teología sistemática. Presupone dogmáticamente, con o sin pruebas a posteriori, que esas doctrinas, cuya validez está garantizada por el derecho canónico, concuerdan esencialmente con el mensaje bíblico. La labor del teólogo sistemático consiste, pues, en elaborar una interpretación exacta, y al mismo tiempo polémica, de las proposiciones de fide. Tal es la razón de la esterilidad dogmática de la teología católica, que contrasta con su creatividad litúrgica y ética, y con la copiosa erudición de que hace gala en los dominios de la historia de la Iglesia, libres de prohibiciones dogmáticas. Para el carácter ecuménico de la teología sistemática es importante el hecho de que los teólogos ortodoxos griegos, aunque acepten la autoridad de la tradición, niegan su legalización por la autoridad papal. Esto les confiere unas posibHidades creadoras de las que
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TEOLOGIA SISTEMATICA
carecen los teólogos romanos. La teología protestante, en nombre del principio protestante (véase parte V, sección 11), protesta contra la identificación. de aquello. que nos preocupa últimamente con cualquier creación de la Iglesia, incluso sus textos bíblicos, puesto que su testimonio acerca de lo que realmente constituye la ·preocupación última es también una expresión condicionada de su propia espiritualidad. Puede, pues, utilizar todos fos materiales que le proporciona la historia de la Iglesia. Puede utilizar los conceptos griegos, romanos, alemanes y modernos para interpretar el mensaje bíblico; puede utilizar las decisiones de las protestas sectarias contra la teología oficial; pero no está sujeta a ninguno de estos conceptos y decisiones. Se suscita aquí un problema especial por el hecho de. que en realidad nadie es capaz de manejar todos estos materiales, puesto que las estructuras confesionales actúan como un principio de selección, consciente o inconsciente. Esto es inevitable, pero posee un aspecto positivo. El clima eclesiástico y teológico, en que el teólogo crece o por el que más tarde adopta una decisión personal, crea en él una comprensión a través de la connaturalidad así formada. Sin esa connaturalidad no es posible ninguna utilización existencial del material de la historia de la Iglesia. El teólogo sistemático encuentra en la vida concreta de su confesión, en su liturgia y en sus himnos, en sus sermones y en sus sacramentos, aquello que le preocupa últimamente: el Nuevo Ser en Jesús como el Cristo. En consecuencia, la tradición confesional constituye una fuente decisiva para el teólogo sistemático, por muy ecuménicamente que pueda utilizarla. La fuente bíblica se hace accesible al teólogo sistemático gracias a una teología bíblica crítica y que esté marcada por la preocupación última. De la misma manera, la historia de la Iglesia se hace accesible al teólogo sistemático gracias a una historia del pensamiento cristiano que utilice la crítica histórica y esté marcada por la preocupación última, historia que antaño se denominaba "historia del dogma". El término tradicional "dogmática" implica una preocupación que ya no expresa el término más moderno. La "historia del pensamiento cristiano" puede significar una fría descripción de las ideas de los pensadores teológicos a través de los siglos. Algunas historias críti-
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cas del pensamiento cristiano no andan muy alejadas de tal actitud. Pero el teólogo histórico debe mostrar que, en todas las épocas, el pensamiento cristiano se ha movido en tomo del objeto de preocupación última y que, en consecuencia, este mismo pensamiento es objeto de preocupación última. La teología sistemática necesita una historia del pensamiento cristiano que esté escrita desde un punto de vista radicalmente crítico y, al mismo tiempo, existencialmente orientado. El material que nos ofrece la historia de la religión y de la cultura constituye una fuente de la teología sistemática más amplia que todas las que hasta ahora hemos mencionado. La incidencia de este material sobre el teólogo sistemático comienza con el lenguaje que éste emplea y la educación cultural que ha recibido. Su vida espiritual está modelada por su encuentro social e individual con la realidad. Tal encuentro se expresa en el lenguaje, la poesía, la filosofía, la religión, etc., de la tradición cultural en la que ha crecido y de la que se nutre en todos los momentos de su vida, tanto en su quehacer teológico como fuera de él. Más allá de este contacto inmediato e inevitable con su cultura y su religión, el teólogo sistemático se ocupa directamente de ellas de muy variadas maneras. Utiliza intencionadamente la cultura y la religión como medios de expresión, las cita como confirmación de sus afirmaciones, lucha contra ellas como contradicciones del mensaje cristiano y, por encima de todo, formula las cuestiones existenciales en ellas implicadas y a las que su teología intenta responder. Esta incesante e inacabable utilización de los contenidos culturales y religiosos como fuente de la teología sistemática suscita otra cuestión: ¿Cómo lograr que esos contenidos estén disponibles para su uso según un método paralelo al que utiliza el teólogo bíblico para disponer de los materiales bíblicos, y al que utiliza el historiador del pensamiento cristiano para disponer de los materiales doctrinales? No existe ninguna respuesta a esta pregunta, puesto que aún no se ha concebido teóricamente y no se ha elaborado en la práctica ni una historia teológica de la religión ni una historia teológica de la cultura. Una historia teológica de la religión debería interpretar teológicamente el material producido por la investigación y el anál5sis de la vida prerreligiosa y religiosa de la humanidad. Debería elaborar los tipos de expresión religiosa y sus motiva-
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clones, mostrando de qué modo se siguen de la naturaleza de la preocupación religiosa y, en consecuencia, aparecen necesariamente en todas las ·religiones, incluso en el cristianismo en cuanto es una religión. Una historia teológica de la religión debería señalar asimismo las distorsiones demoníacas y las nuevas tendencias que aparecen en las religiones del mundo, tendencias que apuntan hacia la solución cristiana y preparan el camino para la aceptación del mensaje cristiano por parte de los seguidores de las religiones no cristianas. Podríamos decir incluso que una historia teológica de la religión debería elaborarse a la luz del principio misionero según el cual el Nuevo Ser en Jesús como el Cristo es la respuesta a la pregunta que, implícita y explícitamente, formulan las religiones de la humanidad. Algunos materiales procedentes de una historia teológica de la religión aparecen en el presente sistema teológico. Una historia teológica de la cultura no puede ser un relato histórico continuo (y lo mismo podríamos decir de la historia teológica de la religión). Sólo puede ser lo que yo he denominado una "teología de la cultura",11 es decir, la que intenta analizar la teología subyacente en todas las expresiones cultu· rales y descubrir la preocupación última que late en el fondo de una filosofía, de un sistema político, de un estilo artístico, de un conjunto de principios éticos o sociales. Esta labor es más analítica que sintética, más histórica que sistemática, y constituye una preparación para el trabajo del teólogo sistemático. En nuestros días no deja de construirse continuamente una teología de la cultura en los ámbitos no teológicos; y también, aunque con menos vigor, en el ámbito teológico. Ha llegado a constituir una parte importante de numerosos análisis críticos de la situación actual del mundo, del declive cultural de Occidente, del progreso logrado en algunos dominios particul~res. Se ha elaborado un análisis teológico en íntima conexión con la historia del pensamiento moderno, del arte, de la ciencia, de los movimientos sociales (en alemán Geistesgeschichte, historia de la vida espiritual). Pero los teólogos deberían trabajar en este análisis de un modo más organizado. Y, en todas las 11. Paul Tillich, "Ueber die Idee einer Theologie der Kultur", en Kantatudien, Berlín, Pan-Verlag, Rolf Heise, 1920; véase asimismo mi obra, The Rellgloua Situatlon, Nueva York, Henry Holt & Co., 1932.
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instituciones de enseñanza teológica, debería profesarse como "teología de la cultura", es decir, como historia teológica de la filosofía, del arte, etc. Por lo que respecta al método que debería utilizar este análisis teológico de la cultura, podríamos decir lo siguiente. La clave para la comprensión teológica de una creación cultural es su estilo. El estilo es un término que procede del campo de las artes, pero puede aplicarse a todos Jos dominios de la cultura. Existe un estilo en el pensamiento, en la política, en la vida social, etc. El estilo de una época se expresa en sus formas culturales, en los objetos que prefiere, en las actitudes de sus personalidades creadoras, en sus instituciones y en sus costumbres. "Leer el estilo" es tanto un arte como una ciencia, y se requiere una intuición religiosa, embebida de preocupación última, para penetrar en las profundidades del estilo, para llegar hasta aquel nivel en que la preocupación última ejerce su poder director. Pero, esto precisamente es Jo que se pide al historiador teológico de la cultura, quien, al cumplir esta función, hace accesible una fuente creadora de Ja teología sistemática. Este examen de las fuentes de la teología sistemática nos ha mostrado su riqueza casi ilimitada: la Biblia, la historia de la Iglesia, la historia de la religión y de la cultura. Nos ha mostrado además que existen diversos grados ele importancia en esa fuente inmensa de material, según esté más o menos ·directamente relacionada con el acontecimiento central en el que se fundamenta la fe cristiana: la aparición del Nuevo Ser en Jesús como el Cristo. Pero quedan aún por dilucidar, e incluso por formular, dos cuestiones decisivas: la cuestión del medio a través del cual el teólogo sistemático recibe este material, y la cuestión de la norma que debe utilizar para valorar las fuentes. 9. LA
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Las fuentes de la teología sistemática sólo pueden ser tales fuentes para quien participa en ellas, es decir, para quien tiene de ellas una experiencia propia. La experiencia es el medio a través del cual las fuentes nos "hablan" y nosotros podernos recihirlas. La cuestión de la experiencia, pues, ha sido una cuestión
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central siempre que la naturaleza y el método de la teología han sido objeto de discusión. Los teólogos de la antigua escuela franciscana tenían plena conciencia de lo que hoy día se llama una relación "existencial" con la verdad. Para ellos, la teología era un conocimiento práctico, basado en la participación del sujeto cognoscente en las realidades espirituales, un "tocar y gustar.. (tactus y gustus) aquello de lo que se ocupa la teología. Alejandro de Hales y Buenaventura fueron unos teólogos "experimentales" en el estricto sentido de esta palabra. Consagraron su mayor esfuerzo a analizar la naturaleza de la experiencia específicamente religiosa en aquello que es distinta de las otras formas de experiencia. Subyacente a esta actitud, se hallaba· el principio místico y agustiniano de la conciencia inmediata que tenemos del "ser en sí", el cual es, al mismo tiempo, "la verdad en sí.. ( esse ipsum - verum ipsum). Aunque la teología que llegó a ser predominante bajo la inHuencia de Tomás de Aquino y Duns Scoto sustituía la inmediatez mística de los primeros franciscanos por el distanciamiento analítico, la tradición agustiniana y franciscana nunca perdió su fuerza. El principio de la experiencia fue afirmado por los movimientos sectarios (poderosamente influidos por el entusiasmo 12 de los franciscanos radicales) antes y durante la Reforma. Un entusiasta 12 evangélico como Thomas Muenzer poseía casi todos los rasgos característicos de lo que hoy se llama una "experiencia existencial", incluso los elementos de congoja y desespero, "situación límite" y experiencia de lo "absurdo .. ; pero, por otra parte, poseía asimismo la experiencia extática de un poder espiritual que le conducía y guiaba en las decisiones prácticas de su vida personal y social. Aunque la victoria de la autoridad eclesiástica o bíblica en todas las Iglesias europeas y el auge de la ortodoxia clásica suprimieron el principio .de la experiencia, éste jamás desapareció por completo. Reapareció más tarde con toda su fuerza en el pietismo europeo y el independentismo anglo-americano, en el metodiSmo y el evangelismo. Bajo estas formas, sobrevivió a la época de las 12. En la nota al pie de la pfigina 151, Paul Tillich nos dice: Durante el periodo .de la Reforma, se daba el nombre de "entusiastas" a los grupos que pretendían hallarse bajo la guia de unas revelaciones espirituales particulares. N. del T.
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luces y encontró su expresión teológica clásica en el método teológico de Schleiermacher. Ninguna teología actual debería evitar su confrontación con el método experimental de Schleiermacher, independientemente de que esté de acuerdo o no con él. Una de las causas del perturbador efecto que produjo la teología neo-ortodoxa fue su total ruptura con el método de Schleiermacher, con lo que así negó todos los progresos teol6gicos de los dos últimos siglos (cien años antes y cien años después de Schleiermacher). La cuestión crucial con la que se enfrenta la teología de nuestros días es la de saber si está o no está justificada e5ta recusaci6n, o hasta qué punto lo está. No estaría ciertamente justificada si su único fundamento fuese una interpretación errónea de Schleiermacher. Pero el juieio neo-ortodoxo implica algo más que eso. Una interpretación psicológica de la famosa definición de Schleiermacher acerca de la religión es errónea e incluso injusta, máxime cuando puede . evitarse fácilmente. Cuando Schleiermacher definía la religión como el "sentimiento de la absoluta dependencia", "sentimiento" significaba la conciencia inmediata de algo incondicional, en el sentido de la tradición agustiniana y franciscana. Tuvo conocimiento de esta tradición, en el ámbito religioso, por su educación morava 1 ª y, en el filosófico, por Spinoza y Schelling. El término "'sentimiento.. no hacía referencia, en esta tradición, a una función psicológica, sino a la conciencia de lo que trasciende el entendimiento y la voluntad, el sujeto y el objeto. Y, en la definición de Schleiermacher, "dependencia" era, a nivel cristiano, una dependencia "teleológica" --es decir, una dependencia de carácter moral, una dependencia que implica la libertad y excluye toda interpretación panteísta y determinista de la experiencia de lo incondicional. El "sentimiento de absoluta dependencia" de Schleiermacher estaba más cerca de lo que en el presente sistema denomino la "preocupación última por lo quEt constituye el fondo y el sentido de nuestro ser". Así enten13. La secta de los llamados "hermanos moravos" fue fundada en Bohemia a mediados del siglo xv por los emigrados moravos que profesaban las doctrinas husitas. Más tarde se extendió este secta e Sajonia, Prusia Y Polonill, sobre todo cuando arraigó en Alemania la Reforma luterana, con la que tenía numerosas similitudes doctrinales. - N. del T.
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dido, no le atañen ya la mayoría de las críticas que se le suelen dirigir. 14 En cambio, lo que debemos criticar es el método que siguió Schleiermacher en su Glaubens"lehre ("Doctrina de la fe cristiana"). En esta obra inténtÓ deducir todos los contenidos de Ja fe cristiana de lo que él llamaba la "conciencia religiosa" del cristiano. De un modo similar, sus seguidores, sobre todo la luterana "escuela de Erlangen", a la que pertenecían los teólogos Hofmann y Frank, intentaron establecer un sistema completo de teología cuyo contenido procedería de la experiencia del cristiano regenerado. Esto era una ilusión, como lo prueba claramente el sistema de Frank. El acontecimiento (al que Frank llamaba "Jesús de Nazaret") sobre el que se fundamenta el cristianismo no procede de la experiencia; se da en la historia. La experiencia no es la fuente de la que proceden los contenidos de Ja teología sistemática, sino el medio a través de) cual los recibimos existencialmente. La tradición evangélica del cristianismo americano ha generado una forma distinta de teología de la experiencia, que no está expuesta a esta crítica. Se distingue de la teología europea de Ja experiencia por su vinculación al empirismo y al pragmatismo filosóficos. Intenta crear una "teología empírica" partiendo de Ja simple experiencia, a la manera de los filósofos empiristas. Pero, según el método de la teología sistemática, todo depende del sentido que se dé al término "experiencia". Un cuidadoso análisis de la actual discusión filosófica y teológica nos muestra que este ténnino se usa en tres sentidos distintos: ontológico, científico y místico. El sentido ontológico de la experiencia es una consecuencia del positivismo filosófico. Según e~ta teoría, la única realidad de la que podemos hablar con pleno sentido es la que nos es dada positivamente. Y "dado positivamente" significa "dado en la experiencia". La .realidad es idéntica a la experiencia. El pragmatismo, tal como 'ha sido desarrollado por William James y en parte por John Dewey, revela la motivación filosófica que se oculta tras esta elevación de la expe1iencia al más alto rango ontológico. Y esa motivación no es otra que la de negar toda separación entre el sujeto 14. Es una suerte que, por esta misma razón, Barlh haya rechazado ,.¡ libro de Brunner sobre Schll'icrmacher, Die My.,lik iwd das Wc>rt, Tubinga, J. C. B. Muhr, 1!124.
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ontológico y el objeto ontológico, pues en cuanto se ha establecido, esta separación resulta insalvable, la posibilidad del conocimiento no puede ser ya explicada, y la unidad de la vida y de sus procesos sigue siendo un misterio. El naturalismo dinámico de la filosofía reciente implica un concepto ontológico de la experiencia, independientemente de que ese naturalismo tenga una tendencia más bien realista, más bien idealista o más bien mística. Si la experiencia así concebida constituye la fuente de la teología sistemática, entonces nada puede aparecer en el sistema teológico que trascienda el conjunto de la experiencia. ·un ser divino, en el sentido tradicional, queda excluido de tal teología. Por otra parte, puesto que el conjunto de la experiencia no puede ser objeto de una preocupación última, la fuente de la teología sistemática ha de ser una experiencia especial o una cualidad especial del conjunto de la experiencia. Por ejemplo, los procesos creadores de valores (Whitehead), los procesos unificadores (Wieman) o el carácter de totalidad (Hocking) pueden considerarse como la experiencia específicamente religiosa. Pero, para ello, es preciso poseer un concepto de lo que es una experiencia religiosa. De lo contrario, sería imposible reconocerla en medio del conjunto de la experiencia. Esto significa que tiene que existir una experiencia distinta, una participación inmediata en la realidad religiosa, que preceda a todo análisis teológico de la realidad como un todo. Y ésta es la situación real. Los teólogos empíricos que utilizan el concepto ontológico de experiencia no deducen su teología de esta experiencia. La deducen de su participación en una realidad religiosa concreta, de su experiencia religiosa en el sentido místico de experiencia, e intentan descubrir los elementos correspondientes en el conjunto de la experiencia: buscan una confirmación cosmológica de su vida religiosa personal. A pesar de su argumentación circular, este tipo de teología empírica ha significado una importante contribución a la teología sistemática. Ha mostrado que los objetos religiosos no son unos objetos más entre los otros objetos, sino expresiones de una cualidad o de una dimensión de nuestra experiencia general. En este punto, la teología empírica americana concuerda con la teología fenomenológica europea (por ejemplo, Rudolph Otto y Max Scheler). Siempre que formulamos la pregunta: "¿Qué
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significa lo 'sagrado'?", en lugar de preguntar: "¿Existe Dios?", nos situamos en una línea de pensamiento en la que coinciden el pragmatismo y la fenomenología. 111 El segundo sentido en que se usa el término experiencia procede de la experiencia sometida a la verificaci6n experimental propia de las ciencias de la naturaleza. La experiencia en este sentido constituye un mundo articulado. No designa lo dado como tal, sino lo dado en su estructura cognoscible. Combina elementos racionales y perceptivos, y es el resultado de un proceso jamás acabado de experimentaci6n y verificaci6n. Algunos te6logos empíricos intentaron aplicar a la teología el método experimental científico, pero nunca lo lograron ni podían lograrlo por dos razones. En primer lugar, el objeto de la teología (es decir, nuestra preocupaci6n última y sus expresiones concretas) no es un objeto dentro del conjunto de la experiencia científica. No podemos descubrirlo por medio de una observaci6n distanciada o por las conclusiones que deduzcamos de tal observaci6n. S6lo podemos descubrirlo en los actos de entrega y participaci6n. En segundo lugar, no podemos verificarlo por los métodos científicos de verificaci6n, puesto que en tales métodos el sujeto verificador se mantiene fuera del proceso de verificaci6n. Y en los casos en que esto es parcialmente imposible, como ocurre, por ejemplo, en la microfísica, el científico incorpora a sus cálculos los efectos de esta variante. Por el contrario, el objeto de la teología s6lo puede verificarse por una participaci6n en la que el te6logo que realiza la verificaci6n se arriesga personalmente en -el sentido último de "ser o no ser". Esta verificaci6n no acaba nunca, ni siquiera a lo largo de toda una vida de experiencia. Siempre perdura un elemento de riesgo, que imposibilita la verificaci6n experimen~ tal en el tiempo y el espacio. Todo esto nos viene confirmado por los resultados de la teología científico-experimental. Incluso en -el caso de que un análisis epistemol6gico de la experiencia conduzca a conceptos tan amplios como "persona c6smica" (Brightman), "mente c6smica" (Boodin) o "proceso creador" (Wieman), estos conceptos no son ni científicos ni teológicos. En primer lugar, no son cien15. Cf. también mi propia "Religionsphilosophie", en Lehrbuch der Philoaophie de Max Dessoir, Berlín, Ullstein, 1925.
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tíficos, sino ontol6gicos, porque no describen un ser al lado de otros seres, sino que señalan una cualidad del ser en sí. Y esto no se alcanza por la experiencia científica, sino por una visi6n en la que se conjugan elementos científicos y elementos no científicos. Pero, además, estos conceptos no son teol6gicos. Cierto es que pueden y deben utilizarse en la teología sistemática. Pero la "persona c6smica" y el "proceso creador.. no son en sí mismos objetos de preocupaci6n última. Son posibilidades filos6fi.cas, y nada más. No son .necesidades religiosas. Son te6ricos, no existenciales. Si, no obstante, reivindican una significaci6n religiosa -lo cual constituye una auténtica posibilidad de todo concepto ontol6gico-, entonces desaparece su funci6n científica y deben ser discutidos en términos teológicos como expresiones simb6licas de nuestra preocupaci6n última. En ningún caso, la experiencia científica como tal puede proporcionar un fundamento a la teología sistemática y ser una de sus fuentes. La experiencia mística, o experiencia por participación, constituye el verdadero problema de la teología de la experiencia. Tanto el concepto ontológico como el concepto científico de experiencia presuponen secretamente esa experiencia por participaci6n. Sin ella, nada nos revelarían acerca de nuestra preocupaci6n última ni el conjunto de la experiencia: ni una experiencia concreta y articulada. Pero ahora la cuesti6n es: ¿Qué revela la experiencia por participaci6n? Para los reformadores, la experiencia no era una fuente de revelaci6n. El Espíritu divino da testimonio en nosotros del mensaje bíblico. Ninguna nueva revelaci6n nos es dada por el Espíritu. Nada nuevo nos es transmitido por la experiencia del poder del Espíritu en nosotros. En cambio, el "entusiasmo" evangélico infería nuevas revelaciones de la presencia del Espíritu. La experiencia del hombre que posee el Espíritu, es la fuente de la verdad religiosa y, en consecuencia, de la teología sistemática. La letra de la Biblia y las doctrinas de la Iglesia no dejan de ser letra y ley si el Espíritu no las interpreta en el individuo cristiano. La experiencia como presencia inspiradora del Espíritu es la fuente última de la teología. Los ..entusiastas" de la época de la Reforma no tenían en consideraci6n las experiencias espirituales que trascendiesen el mensaje cristiano. Aun en el caso de que, siguiendo a Joa-
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chim de Fiore, esperasen un "tercer período" en la historia de la revelación, el período del Espíritu, no Jo describían como un período postcristiano. El Espíritu es el Espíritu del Hijo que rige el segundo período y el del Padre que gobierna el primer período. El tercer período es una transformación del segundo sin un cambio substancial del mismo. Tal era todavía la concepción de Schleiermacher, pero ya no ha sido la de la reciente teología de la experiencia. El encuentro con las grandes religiones no cristianas, el esquema del pensamiento evolucionista, la abertura a lo nuevo que caracteriza el método pragmático, todó eso ha provocado como consecuencia que la experiencia se haya convertido no sólo en la principal fuente de la teología sistemática, sino en una fuente inagotable de la que continuamente pueden sacarse nuevas verdades. Estar abierto a nuevas experiencias, que incluso pueden rebasar los límites de la experiencia cristiana, es ahora la actitud idónea del teólogo, que ya no está confinado en un círculo cuyo centro es el acontecimiento de Jesús como el Cristo. Sin duda, como teólogo, trabaja asimismo en un círculo, pero en un círculo cuya periferia es extensible y cuyo centro es móvil. La "experiencia abierta" es la fuente de la teología sistemática. Contra esta concepción, la neo-ortodoxia retoma a los reformadores y el biblicismo evangélico a las sectas de la Reforma. Ambos niegan que una experiencia religiosa que rebase el círculo cristiano pueda ser una fuente de la teología sistemática; y la neo-ortodoxia niega además que la mera experiencia pueda convertirse en una fuente de la teología sistemática. Si se considera a la experiencia como el elemento mediador gracias al cual son recibidas las fuentes objetivas, se elimina la confianza del te6logo en una posible experiencia postcristiana. Pero se niega asimismo la aserción de que la experiencia sea una fuente teológica. Y, finalmente, se rechaza la creencia de que ciertas experiencias, aun permaneciendo en el círculo cristiano, añadan un material nuevo a las otras fuentes. La teología cristiana se fundamenta en el acontecimiento {mico de Jesús el Cristo, acontecimiento que, a pesar de su significación infinita, sigue siendo este acontecimiento y, como tal, constituye el criterio de toda experiencia religiosa. Este acontecimiento es previo a la experiencia y no derivado de ella. Por consiguiente, la experiencia lo recibe, pero no lo crea. La fuerza de la expe-
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riencia queda reducida a la transformacUm de lo que le es dado. Pero no es esta transformación el objetivo que se persigue. El acto de recepción está destinado a recibir y {micamente a recibir. Si se busca la transformación, se falsea la recepción. El teólogo sistemático está atado al mensaje cristiano, mensaje que él, sometiéndose al criterio de la norma (véase el próximo apartado), ha de discernir a partir de fuentes que no son su experiencia. Esto excluye toda subjetividad intencional, aunque no por ello la subjetividad del teólogo deja de ejercer la inHuencia que detenta todo mediador sobre el objeto de su mediación. El mediador colorea la presentación y determina la interpretación de lo que recibe. Deben evitarse dos extremos en este proceso: la inHuencia del mediador, es decir, la experiencia del teólogo no debería ser tan menguada que diera por resultado una mera repetición en lugar de una transformación, y no debería ser tan vigorosa que diera por resultado una nueva producción en lugar de una transformación. Mientras el primer fallo fue predominante en anteriores épocas de la historia del pensamiento cristiano, el segundo fallo ha cobrado mayor relieve en la época moderna. La razón última de este cambio está en el cambio operado en la doctrina teológica del hombre. La experiencia religiosa del hombre sólo podría convertirse en una fuente independiente de la teología sistemática, si el hombre estuviese unido a la fuente de toda experiencia religiosa, es decir, al poder del Espíritu que en él habita. Su experiencia sólo podría tener un carácter revelador si su propio espíritu y el Espíritu divino que en él habita fuesen un solo espíritu. Esta w1idad está implícita en la doctrina moderna del hombre. Pero, como los reformadores ya subrayaron con energía y realismo frente a los "entusiastas", esta unidad no es un hecho. Incluso el santo debe escuchar lo que el Espíritu dice a su espíritu, porque el santo es también tm pecador. Puede darse una revelación a través de él, como la hubo a través de los profetas y de los apóstoles. Pero esta revelación viene contra él y a él -no procede de él. Una mirada penetrante a la condición humana destruye toda teología que haga de la experiencia una fuente independiente de la teología sistemática en lugar de un elemento mediador que depende de ella.
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TEOI.OGIA SlS'fE,\IATICA
LA NOHMA DE LA TEOLOGÍA SlSTEl\lÁTlCA
La discusión de las fuentes y del elemento mediador de la teología sistemática ha dejado sin respuesta una cuestión decisiva -la cuestión del criterio al que deben someterse tanto las fuentes como la experiencia mediadora. La necesidad de tal criterio se impone ante la amplitud y la variedad del material y ante la indeterminación de la función mediadora de la experiencia. Las fuentes y el elemento mediador sólo pueden producir un sistema teológico si su empleo está sujeto a una norma. La cuestión de la norma de la doctrina cristiana se suscit6 muy pronto en la historia de la Iglesia, y recibió una respuesta material y otra formal. En el aspecto material, la Iglesia creó una fórmula de fe que, teniendo la confesión bautismal de Jesús como el Cristo por centro, se consideraba que contenía la norma doctrinal. En el aspecto formal, la Iglesia estableció una jerarquía de autoridades --obispos, concilios, papa- que debían proteger la norma contra las deformaciones heréticas. En las Iglesias católicas (romana, griega, anglicana), la segunda respuesta se hizo tan predominante que desapareció la necesidad de una norma material. En ellas, es doctrina cristiana lo que la Iglesia declara como tal a través de sus autoridades legales. :f;sta es la razón de la ausencia de un principio organizador incluso en los sistemas escolásticos, por otra parte tan radicalmente organizados. :f;sta es la razón de la identificación final de la tradición con las decisiones papales (concilio de Trento). Y ésta es la razón que explica la escasa influencia que ha ejercido la Biblia en el ulterior desarrollo dogmático de las Iglesias griega y romana. La cuestión de la norma se hizo de nuevo crucial en el protestantismo en cuanto las autoridades eclesiásticas perdieron su situación privilegiada. Se estableció entonces una norma formal y una norma material, no por una decisión deliberada; sino, como en los inicios del cristianismo, porque las circunstancias lo exigían. Lutero arremetió contra el sistema romano con la fuerza de. la norma material a la que, siguiendo a Pablo, denominaba "la justificación por la fe", y con la autoridad del mensaje bíl;>lico (en especial, el paulino). La justificación y la Biblia, en mutua interdependencia, fueron las normas de la Re-
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forma luterana. En el calvinismo, la justificación fue progresivamente sustituida· por la predestinación, y la interdependencia de las normas material y formal quedó debilitada por una comprensión más literal de la autoridad bíblica. Pero el problema y la línea de solución fueron los mismos. Si consideramos el conjunto de la historia de la Iglesia a la luz de la formulación explícita de la norma material por parte de los reformadores, encontramos en todas las épocas unas normas análogas aunque no fueran explicitadas. Mientras para la primitiva Iglesia griega la norma fye la liberación del hombre finito de la muerte y del error por la encarnación de la vida inmortal y de la verdad eterna, para la Iglesia romana fue la redención del pecado y de la división por el sacrificio real y sacramental del hombre-Dios. Para el protestantismo moderno la norma era la imagen del Jesús "sinóptico", como representa~i6n del ideal personal y social de la existencia humana; y para el protestantismo reciente ha sido el mensaje profético del reino de Dios en el Antiguo y el Nuevo Testamento. Estos símbolos fueron los criterios conscientes o inconscientes con alTeglo a los cualeS' la teología sistemática trató sus fuentes y juzgó la experiencia mediadora del teólogo. La proliferación de estas normas es un proceso histórico que, a. pesar de las numerosas decisiones conscientes que lo han impulsado, se desarrolJa en conjunto de un modo inconsciente. Se genera en y a través del encuentro de la Iglesia con el mensaje cristiano. Este encuentro es diferente en cada generación, y tal diferencia queda plasmada en las sucesivas etapas de la historia de la Iglesia. La norma crece; no se produce deliberadamente; su aparición no es obra de la reflexión teológica sino de la vida espiritual de la Iglesia, ya que ésta es el "hogar" de la teología sistemática. Sólo en la Iglesia tienen una existencia real las fuentes y las normas de la teología. Sólo en este lugar puede convertirse la experiencia en el mediador de la teología sistemática. El lector solitario de la Biblia no está situado en modo alguno fuera de la Iglesia. Ha recibido la Biblia, tal como ha sido recopilada y salvaguardada por la Iglesia a través de los siglos; la ha r,ecibido gracias a la actividad de la Iglesia o de algunos de sus miembros; la ha recibido tal como la Iglesia la interpreta, incluso si esta interpretación le llega simplemente en forma de una traducción aceptada por la Iglesia.
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TEOWGIA SISTEM.A7'1CA
La experiencia del teólogo sistemático está modelada por las fuentes de las que ella es mediadora. Y la más concreta y cercana de estas fuentes estructurantes es la Iglesia y su experiencia colectiva. En ella vive y en ella está su "lugar de trabajo" como teólogo sistemático. No tiene otro hogar, aunque viva y trabaje protestando contra la Iglesia. La protesta es una forma de comunión. · La norma utilizada como criterio en el presente sistema sólo puede afirmarse con reservas. Para que constituya una auténtica norma, no deb~ ser una opinión privada del teólogo sino la expresión del encuentro de la Iglesia con el mensaje cristiano. Y no podemos saber, ya desde ahora, si tal es el caso del presente sistema. La norma de la teología sistemática no es idéntica al "principio crítico de toda teología". Este último es negativo y protector; la norma debe ser positiva y constructiva. El principio crítico es abstracto; la norma debe ser concreta. El principio crítico ha sido formulado bajo la presión de una situación apologética, a fin de prevenir una mutua interferencia entre la teología y las otras formas de conocimiento. La norma debe ser formulada bajo la presión de la situación dogmática en el protestantismo moderno, situación que se caracteriza por la falta de una autoridad formal y la búsqueda de un principio material. Las normas de la teología sistemática que han estado en vigor en la historia de la Iglesia no se excluían entre sí por su contenido; se excluían por lo que subrayaban. La norma que va a establecerse aquí entraña una diferencia de énfasis con respecto a la norma de los reformadores y a la norma de la moderna teología liberal, pero pretende salvaguardar la misma substancia y presentarla bajo una forma más adecuada a la situación actual y a la fuente bíblica. No es exagerado decir que hoy el hombre experimenta su· situación actual en términos de ruptura, de conflicto, de autodestrucción, de absurdidad y de desespero en todos los sectores de la vida. Esta experiencia se expresa en las artes y en la literatura, se conceptualiza en la filosofía existencial, se actualiza en las divisiones políticas de todas clases, y es analizada por la psicología del inconsciente. Ha dado a la teología una nueva comprensión de las estructuras trágico-demoníacas de la
INTRODUCCIÓN
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vida individual y social. La cuestión que surge
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TEOLOGIA SISTEMATICA
La cuestión más importante es ahora la siguiente: ¿Qué relación guarda esta norma con la fuente fundamental, con la Biblia? Si decimos que la misma Biblia es la norma de la teología sistemática, en realidad no decimos nada en concreto, ya que la Biblia es una: antología de literatura religiosa, escrita, compilada y publicada a través de los siglos. La conciencia que tenía Lutero de esta situación le coloca muy por encima de la mayor parte de los teólogos protestantes. Lutero dio una norma material con arreglo a la cual se debían interpretar y valorar los libros bíblicos, y esta norma es el mensaje de Cristo o Ja justificación por la fe. A la luz de esta norma, interpretó y juzgó todos los libros bíblicos. El valor normativo de estos libros depende del distinto grado en que expresan la norma, aunque, a su vez, Ja norma se infiere de ellos. Sólo porque la norma de la teología sistemática se infiere de la Biblia, podemos decir que ésta constituye la norma de aquélla. · Pero la norma se infiere de la Biblia en un encuentro de la Iglesia con el mensaje bíblico. Y así, la norma inferida de la Biblia es, al mismo tiempo, el criterio para la utilización de la Biblia por parte de la teología sistemática. En la práctica, ésta ha sido siempre la actitud de la teología. El Antiguo Testamento nunca fue directamente normativo: siempre estuvo condicionado por el Nuevo Testamento. Y nunca todas las partes del Nuevo Testamento ejercieron la misma influencia. La influencia de Pablo desapareció casi por completo en la época postapostólica. Juan ocupó su lugar. Cuanto más se entendía el evangelio como la "nueva ley", tanta mayor importancia cobraban las epístolas católicas y los correspondientes pasajes sinópticos. Las concepciones paulinas volvían a imponerse una y otra vez, de un modo conservador en Agustín y de un modo revolucionario en los reformadores. El predominio de los evangelios sinópticos en oposición a Pablo y a Juan caracteriza el protestantismo moderno; y, en nuestros días, una interpretación profética del Antiguo Testamento ha eclipsado incluso al Nuevo Testamento.16 La Biblia como un todo no ha sido nunca 16. El fundamento bfblico del presente sistema lo insinúa ya la formulación de la norma material: "El Nuevo Ser en .Jesús como el Cristo", que hace referencia sobre todo a la doctrina paulina del Espfritu. Mientras la protesta paulina de Barth contra la teología liberal coindde con Ja de Jos reformadores y dimana de la doctrina de Pablo sobre Ja justificación por la fe,
·INTRODUCCIÓN
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la norma de la teología sistemática. La norma ha sido un principio derivado de la Biblia en un encuentro entre la Biblia y la Iglesia. Esto nos permite echar una ojeada al problema de la canonicidad de los libros bíblicos. La Iglesia dio por cerrado el canon en una época ya tardía, sin que hasta ahora las Iglesias cristianas se hayan puesto plenamente de acuerdo acerca del número de libros que integran el canon bíblico. Cuando la Iglesia romana aceptó y las Iglesias protestantes rechazaron los libros apócrifos del Antiguo Testamento como libros canónicos, la razón que determinó ambas decisiones fue la respectiva norma de sus teologías sistemáticas. Lutero incluso quiso excluir otros libros además de los apócrifos. Esta circunstancia muestra la existencia de un elemento de indeterminación en la composición del canon bíblico y· conBrma vigorosamente la distinción entre la norma teológica y la Biblia como fuente fundamental de la que se infiere la norma. La norma decide la canonicidad de los libros. Sitúa algunos de ellos en la línea fronteriza (antilegomena, en la primitiva Iglesia). Es el Espíritu quien ha creado el canon y, como todas las cosas espirituales, no podemos dar al canon una forma legal y definitiva. La abertura parcial del canon es una salvaguardia para la siempre posible irrupción del Espíritu en la Iglesia cristiana. Este nexo entre la Biblia, como fuente fundamental de la teología sistemática, y la norma de ella inferida sugiere una nueva actitud ante el problema del carácter normativo de la historia de la Iglesia. Hemos de encontrar una posición intermedia entre la práctica católico-romana que convierte las decisiones eclesiásticas no sólo en una fuente sino también en la verdadera norma de la teología sistemática, y la práctica radi~ cal protestante que despoja a la historia de la Iglesia no sólo de su carácter normativo sino incluso de su función como fuente. Esta (1ltima actitud ya la hemos discutido. El carácter normativo de la historia de la Iglesia está implícito en el hecho de que la norma, aunque derivada de la Biblia, surge de un encuentro entre la Iglesia y el mensaje bíblico. Y así, por su situación particular, cada período de la historia de la Iglesia el paulinismo del presente sistema procede de la doctrina de Pablo scbre la "nueva creaci6n" en Cristo, doctrina que entrañaba el inensaje pwf6tico y escatol6gico del "nuevo e6n".
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TEOLOG1A SISTEMÁTICA
contribuye consciente o inconscientemente al establecimiento de una norma teológica. Dicho esto, no obstante, las decisiones de la Iglesia carecen de todo carácter directamente normativo. El teólogo sistemático no puede reivindicar la validez de la norma que él emplea invocando a los Padres de la Iglesia, concilios, credos, etc. La posibilidad de que todos ellos hayan caído en el error debe sustentarla la teología protestante con la misma radicalidad con que Roma sostiene lo contrario en su doctrina de la infalibilidad papal. Lo que confiere un carácter indirectamente normativo a las decisiones eclesiásticas es su función de poste indicador de los peligros que amenazan el mensaje cristiano y que ya han sido superados en tales decisiones. Las decisiones eclesiásticas constituyen una seria advertencia y una ayuda constructiva para el teólogo. Pero no determinan autoritariamente la dirección de su trabajo. El teólogo aplica su norma al material de la historia de la Iglesia, sin preguntarse si tal cosa ha sido afirmada por las autoridades más importantes o por las autoridades menos importantes. Aún es más indirecta la contribución de la historia de la religión y de la cultura a la norma de la teología sistemática. La influencia que la religión y la cultura han ejercido sobre la norma de la teología sistemática sólo cabe señalarla en el hecho de que el encuentro de la Iglesia con el mensaje bíblico se halla parcialmente condicionado por la situación religiosa y cultural en la que vive la Iglesia. No hay ninguna razón para negar o rechazar tal influencia. La teología sistemática no es el mensaje mismo; y mientras el mensaje mismo siempre se halla fuera de nuestro alcance y jamás está a nuestra disposición (aunque él, por su parte, siempre pueda embargamos y disponer de nosotros), su interpretación teológica es un acto de la Iglesia y de los individuos en el seno de la Iglesia. Por consiguiente, la interpretación teológica está religiosa y culturalmente condicionada, e incluso su norma y su criterio no pueden abrigar la pretensión de ser independientes de la situación existencial del hombre. Los intentos del biblicismo y de la ortodoxia para crear una teología "incondicionada" están en contradicción con el justo e indispensable primer principio del movimiento neo-ortodoxo según el cual "Dios está en el cielo y el hombre sobre la tierra" -incluso en el caso de que el hombre sea un teólogo sistemático. Y "estar sobre la tierra"
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lNTRODUCCióN
no significa únicamente adolecer de limitaciones personales; significa asimismo estar históricamente condicionado. El intento de Jos teólogos neo-ortodoxos de zafarse de este asomo de finitud es un síntoma de esa arrogancia religiosa contra la que precisamente luchan esos mismos teólogos. Ya que la norma de la teología sistemática es el resultado de un encuentro de la Iglesia con el mensaje bíblico, podemos considerarla como un producto de la experiencia colectiva de la Iglesia. Pero, dicho así, esta aserción resulta peligrosamente ambigua. Cabría· entenderla como si la experiencia colectiva produjera el contenido de la norma, cuando tal contenido es el mensaje bíblico. Las experiencias tanto colectivas como individuales son los medios a través de los cuales el mensaje es recibido, coloreado e interpretado. La norma crece en el seno de la experiencia. Pero es al mismo tiempo el criterio de toda experiencia. La norma juzga el medio en el que crece; juzga el carácter débil, fragmentado, deformado de toda experiencia religiosa; aunque, por otra parte, sólo a través de este débil medio es como una norma puede tener acceso a la existencia. 11.
EL CARÁCTER RACIONAL DE LA TEOLOGÍA SISTEMÁTICA
Los problemas de la fuente, del elemento mediador y de la norma de la teología sistemática están relacionados con su fundamento concreto e histórico. Pero la teología sistemática no es una disciplina histórica (como erróneamente afirmó Schleiermacher 17 ); es una labor constructiva. No nos dice lo que los hombres han pensado acerca del mensaje cristiano en el pasado; más bien intenta damos una interpretación del mensaje cristiano que sea signiflcativa para la actual situación. Esto suscita Ja siguiente pregunta: "¿Hasta qué punto la teología sistemática tiene un carácter racional?" Sin duda hemos de utilizar la razón en forma deductiva para construir un sistema teológico. Pero ello no es óbice para que se dieran y se den todavía numerosas dudas y controversias acerca del papel que desempeña la razón en la teología sistemática. El primer problema radica en dar con una definición adecua17. Kurtze Darstellung des theologischen St11dfo111s Vorle$w1gen, 2.ª edici6n, 1830.
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Gebrauclie fiir
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TEOLOGfA SISTEMÁTICA
da del término "racional" en el contexto teológico. Pero ofrecer tal definición requeriría una extensa discusión sobre las diversas estructuras y funciones de la razón (parte I, sección 1). Y como semejante discusión no es posible desarrollarla en esta introducción, hemos de limitamos ahora a las siguientes afirmaciones previas. La fe implica un tipo de conocimiento que es cualitativamente distinto del conocimiento que implica la labor técnica y científica del teólogo. Este conocimiento se caracteriza por ser completamente existencial, por determinarse y someterse a sí mismo, y por pertenecer a la fe de todo creyente, incluso del que intelectuahnente es más primitivo. Quienquiera que participe en el Nuevo Ser participa asimismo en su verdad. Pero al teólogo se le exige además, no sólo que participe en el Nuevo Ser, sino también que exprese su verdad de un modo metódico. Al órgano por el que recibimos los contenidos de la fe, lo llamaremos razón "autotrascendente" o extática, y al órgano del teólogo científico, lo llamaremos razón "técnica" o formal. En ambos casos, la razón no es una fuente de la teología. No produce sus contenidos. La razón extática es la razón embargada por una preocupación última. La razón está subyugada, invadida, conmocionada por la preocupación última. La razón no crea un objeto de preocupación última por procedimientos lógicos, como una teología errónea intentó hacer en sus "pruebas de la existencia de Dios". Son los contenidos de la fe los que embargan a la razón. Y la razón técnica. o formal del teólogo tampoco produce su contenido, como ya hemos visto en la discusión de sus fuentes y de su elemento mediador. Pero la situación no es tan simple como lo sería si el acto de recepción fuese simplemente un acto formal sin ninguna influencia sobre lo que se recibe. No es éste el caso. El contenido y la forma, el dar y el recibir se hallan en una relación -más dialéctica de lo que las palabras parecen indicar. Al llegar a este punto surge una dificultad. Ya la encontramos en la formulación de la norma teológica. Esta formulación es una cuestión de experiencia religiosa personal y comunitaria y, al mismo tiempo, una cuestión de juicio metodológico para el teólogo. Es simultáneamente recibida por la razón extática y concebida por la razón técnica. Las teologías tradicional y neo-ortodoxa no difieren en este punto. No es posible evitar la ambigüedad míen-
INTRODUCCIÓN
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tras exista una teología: éste es uno de los factores que hacen de la teología un cometido "problemático,.. El problema sólo se resolvería si la razón formal del hombre estuviese en completa armonía con su razón extática, si el hombre viviese en una completa teonomía, es decir, en la plenitud del reino de Dios. Una de las verdades cristianas fundamentales de las que la teología tiene que dar testimonio es que la misma teología, como toda actividad humana, está sometida a las contradicciones de la situación existencial del hombre. Aunque el problema del carácter racional de la teología sistemática deba quedar en última instancia sin solución, pueden establecerse algunos principios directivos. El primer principio que determina el carácter racional de la teología sistemática es un principio semántico. Hay palabras que se usan tanto en el lenguaje filosófico y científico como en el popular. Si el teólogo utiliza tales palabras, a menudo puede suponer que su contenido indica la zona lingüística de la que proceden. Pero no siempre es éste el caso. Hay términos que la teología ha adoptado durante siglos, aunque al mismo tiempo han conservado sus antiguas significaciones religiosas, filosóficas, etc. En tal situación, el teólogo debe aplicar una racionalidad semántica. Uno de los méritos de la escolástica fue el que se convirtiese en centro de clarificación semántica para el vocabulario tanto teológico como 6los6fico. Y es un fallo frecuente -y a veces una vergüenza- de la teología· moderna el que utilice conceptos no clarificados y ambiguos. Podemos añadir, no obstante, que el estado caótico de 1as terminologías :filosófica y científica hace poco menos que inevitable esta situación. No hemos de confundir el principio de racionalidad semántica con el intento de construir un formalismo panmatemático. En el ámbito de la vida del espíritu, las palabras no pueden reducirse a signos matemáticos, ni las proposiciones a ecuaciones matematicas. La fuerza de las palabras que designan unas realidades espirituales está en sus connotaciones. Eliminar tales connotaciones equivale a quedarse con un esqueleto carente de toda significación en todos los ámbitos. En tal caso, los positivistas lógicos tienen razón al rechazar estas palabras. Cuando la teología emplea un término como "Espíritu", está en presencia de unas connotaciones que apuntan a los conceptos :filosóficos y psicológicos de espíritu, a la visión mágica del mundo en la que
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TEOLOGIA SISTEAIJ.TICA
aliento y espíritu son idénticos, a la experiencia mística y ascética del Espíritu en oposición a la materia o a la carne, a la experiencia religiosa del poder divino embargando la inteligenc:ia humana. El principio de racionalidad semántica no exige la exclusión de estas connotaciones, sino la elaboración del contenido principal de los té11ninos en relación con sus diversas connotaciones. Así, por ejemplo, debe relacionarse "Espíritu" con "espíritu" (con e minúscula), excluir su sentido mágico primitivo y discutir sus connotaciones místicas en relación con las connotaciones personalistas, etc. Otro ejemplo es el concepto de "Nuevo Ser". La noción de Ser está cargada de connotaciones de carácter metafísico y lógico, y tiene implicaciones místicas cuando se usa en relación con Dios como el "Ser en sí." "Nuevo" en conexión con "Ser" posee connotaciones de creatividad, de regeneración y de escatología. Estos elementos de significación están siempre presentes cuando se utiliza un tém1ino como "Nuevo Ser... El principio de racionalidad semántica exige que se relacionen unas con otras todas las connotaciones de una palabra y que se eentren sobre una significación primordial. En el empleo de la palabra "historia", los diferentes niveles de su signi6cación científica aún son más evidentes que en los dos ejemplos anteriores. Pero el énfasis específicamente moderno con que se subraya el carácter progresivo de la historia, el énfasis específicamente profético con que ·se insiste acerca de la acción de Dios a través de la historia, y el énfasis específicamente cristiano con que se acentúa el carácter histórico de la revelación, van mezclados con las significaciones científicas siempre que se habla de "historia" en un contexto teológico. Estos ejemplos ilustran la importancia inmensa que reviste el principio de racionalidad semántica para el teólogo sistemático. Pero indican asimismo lo difícil que es aplicar este principio -dificultad enraizada en el hecho de que todo término teológico significativo incide en varios niveles de significación y que todos ellos contribuyen de distinta manera a la formación de una signi6cación teológica integral. La situación semántica hace evidente que el lenguaje del teológo no puede ser un lenguaje sagrado o revelado. El teólogo no puede limitarse a la terminología bíblica ni al lenguaje
INTRODUCCióN
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aunque utilizase tan sólo palabras bíblicas; y menos aún podría evitarlos si empleara únicamente los términos que usaron los reformadores. Por consiguiente, debe emplear términos .filosóficos y científicos siempre qu6 los juzgue útiles para su cometido de explicar los contenidos de la fe cristiana. Debe velar entonces por dos cosas: la claridad semántica y la pureza existencial. Debe evitar la ambigüedad conceptual y la posible distorsión del mensaje cristiano por la intromisión de ideas anticristianas so pretexto de usar una terminología filosófica, científica o poética. El segundo principio que determina el carácter racional de la teología en su racionalidad lógica. Este principio se refiere ante todo a las estructuras que determinan todo discurso significativo y <1ue se formulan en la disciplina de la lógica. La teología depende tanto e.orno cualquier otra ciencia de la lógica formal. Por consiguiente, debe mantenerse este principio a pesar de las protestas que contra el mismo han formulado tanto la filosofía oomo la teología. La filosofía ha protestado, en nombre del pensamiento dialéctico, contra la pretensión de Ja lógica formal a controlarlo todo. En la dialéctica, el sí y el no, la afirmación y la negación, se exigen una a otra. Pero en la lógica formal, se excluyen entre sí. Sin embargo, no existe un conflicto real entre la dialéctica y la lógica formal. La dialéctica sigue el movimiento del pensamiento o el movimiento de la realidad a través del sí y del no, pero describe este movimiento en términos lógicamente correctos. Siempre utiliza el mismo concepto en el mismo sentido; y si la significación del concepto cambia, el dialéctico describe, de manera lógicamente correcta, la necesidad intrínseca que suscita lo nuevo a partir de lo viejo. Hegel no contradice la lógica formal cuando describe la identidad del ser y del no ser al mostrar el vacío absoluto del ser puro en el pensamiento reflexivo. Tampoco se contradice la lógica formal cuando, en el dogma de la Trinidad, se describe la vida divina como una trinidad en el seno de una unidad. La doctrina de la Trinidad no afirma el desatino lógico de que tres sean uno y uno sea tres; describe en términos dialécticos el movimiento interno de la vida divina como una eterna separación de si misma y un eterno retomo a si misma. Nadie espera que la teología acepte unas combinaciones de palabras carentes de sentido o unas au-
8.2
TEOLOGIA SISTEMATICA
ténticas contradicciones lógicas. El pensamiento dialéctico no está en conflicto con la estructura del pensamiento. Transforma la ontología estática subyacente en el sistema lógico de Aristóteles y sus seguidores en una ontología dinámica, ampliamente influida por las motivaciones voluntaristas e históricas enraizadas en la interpretación cristiana de la existencia. Este cambio en la ontología abre nuevas perspectivas al cometido de la lógica cuando describe e interpreta la estructura del pensamiento, pues plantea de una forma nueva la cuestión de la relación existente entre la estructura del pensamiento y la estructura del ser. La dialéctica teológica no viola el principio de racionalidad lógica. Y eso es igualmente cierto de las afirmaciones paradójicas de la religión y de la teología. Cuando Pablo describe su situación de apóstol y la situación de los cristianos en general como una serie de paradoxa (2 Corintios), no intenta decir algo que sea ilógico; intenta dar una expresión adecuada, comprensible y por tanto lógica a las inflnitas tensiones de la existencia cristiana. Cuando habla de la paradoja de la justificación del pecador (según la fórmula de Lutero, simul peccator et imtus), y cuando Juan habla del Logos que se hizo carne (lo cual se expresó más tarde en las paradoxa del credo de Calcedonia), ninguno de los dos quiere caer en contradicciones Iógicas.18 Ambos quieren expresar la convicción de que la acción de Dios trasciende todas las posibles esperanzas humanas y todas sus necesarias preparaciones. Trasciende, . pero no destruye, la razón finita, ya que Dios actúa a través del Logos, fuente trascendental y trascendente de . la estructura de logoa del pensamiento y del ser. Dios no aniquila las expresiones de su propio Logos. El término "paradoja" debería definirse cuidadosamente, y el lenguaje paradójico debería usarse con discriminación. Paradójico significa "contra la opinión", es decir, contra la opinión de la razón :finita. La paradoja indica que, en la actuación de Dios, la razón :finita queda sobrepasada pero no aniquilada; expresa este hecho en términos que no son lógicamente contradictorios, sino que apuntan más allá del ámbito en el que es aplicable la razón finita. Esto se pone de manifiesto por el estado extático en que se presentan todas las paradoxa de la Biblia y de la 18. ltste es el error que comete Brunner en The Mediator: convierte en una ofensa para la racionálidad lógica el criterio de la verdad cristiana. Pero esta "ofensa" no es la de· lcierkegaard ni la del Nuevo Testamento.
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teología clásica. La confusión empieza cuando se reducen estas paradoxa al nivel de fas auténticas contradicciones lógicas y cuando se pide a los hombres que sacrifiquen la razón para aceptar como sabiduría divina unas combinaciones de palabras que carecen de todo sentido. Pero el cristianismo no exige de nadie tales "buenas obras" intelectuales, como tampoco pide ·obras.. artificiales de ascetismo práctico. En último análisis, sólo existe una verdadera paradoja en el mensaje cristiano: la aparición de aquello que conquista la existencia bajo las condiciones de la existencia. La encamación, Ja redención, la justificación, etc., están implícitas en este acontecimiento paradójico. No es una contradicción lógica lo que lo convierte en paradoja, sino el hecho de que trasciende todas las esperanzas y posibilidades humanas. Irrumpe en el contexto de fa experiencia o de la realidad, pero no puede inferirse de ellas. La aceptación de esta paradoja no es la aceptación de lo absurdo, sino la aceptación de un estado en que "somos embargados" por el poder de aquello que irrumpe en nuestra experiencia viniendo de más allá de ella. En religión y en teología, la paradoja no está en conflicto con el principio de racionalidad ·lógica. La paradoja tiene en ellas su lugar lógico. El tercer principio que determina el carácter racional de la teología sistemática es el principio de racionalidad metodol6gica. Tal principio implica que la teología sigue un método, es decir, una manera definida de deducir y establecer sus proposiciones. El carácter de este método depende de muchos factores no racionales (véase el apartado 1), pero una vez establecido, debemos seguirlo de un modo racional y coherente. La expresión final de la coherencia en la aplicación de la racionalidad metodológica es el sistema teológico. Si el título de "teología sistemática" tiene alguna justificación, el teólogo sistemático no debe temer el sistema. La forma sistemática cumple la función de garantizar la coherencia de las aserciones cognoscitivas en todos los dominios del saber metodológico. En este sentido, algunos de los más apasionados detractores del sistema son los más sistemáticos en la totalidad de sus enunciados. Y no es raro que quienes atacan la forma sistemática se impacienten sobremanera cuando descubren alguna incoherencia en el pensamiento de los demás. Por otra parte, es fácil descubrir fallos en el sistema más equilibrado, porque la vida no deja de irrumpir
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TEOLOGtA SISTEMATICA
continuamente a través del caparazón sistemático. Podríamos decir que en todo sistema hallamos un fragmento de vida y de visión del mundo que lo informa, incluso cuando se trata de dominios de los que está ausente la vida y la visión del mundo. Y a la inversa, que ert todo fragmento de vida está implícito un sistema que aún no ha sido desarrollado. El impo· nente sistema de Hegel, e incluso su dialéctica de la religión y del Estado, se construyeron a partir de sus fragmentarios escritos de juventud acerca de la dialéctica de la vida. El "nervio" de su sistema, así como sus inmensas consecuencias his~óricas, hundía sus raíces en esa visión fragmentaria de la existencia. Lo que escribió más tarde con la ayuda de su lógica pronto resultó anticuado. Numerosos fragmentos de Nietzsche parecen ser permanentemente contradictorios. Pero en todo ellos está implícito un sistema, cuya fuerza demoníaca se ha puesto de manifiesto en el siglo xx. Un fragmento es un sistema implícito; un sistema es un fragmento explícito. Se ha atacado a menudo la forma sistemática desde tres puntos de vista. El primer ataque se apoya en una confusión entre "sistema" y "sistema deductivo". La historia de la ciencia, de la filosofía y de la teología nos muestra que raras veces se ha intentado construir un sistema deductivo salvo en el campo de las matemáticas. Spinoza lo intentó realmente en su :ttica, a la que elaboró more geometrico; Leibniz pensaba en ello -aunque nunca llegó a realizarlo-, cuando sugirió una math~is universa/is que describiera el cosmos en términos matemáticos. Los físicos clásicos, tras alcanzar sus principios por inducción, intentaron una deducción sistemática, pero lo hicieron asimismo en términos matemáticos. Con la excepción de Raimundo Lulio, la teología nunca ha intentado construir un sistema deductivo ae la verdad cristiana. Debido al carácter existencial de la verdad cristiana, tal intento habría sido una contradicción en los términos. Un sistema es una totalidad formada por aserciones coherentes, pero no deducidas unas de otras. La segunda crítica que se formula al sistema parte de que todo sistema parece cerrar las puertas a una investigación ulterior. Tras esta sospecha yace la violenta reacción con que, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, la ciencia se opuso a la filosofía romántica de fa naturaleza. Esta reacción ha perdido
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ya su virulencia y no debería determinar nuestra actitud ante Jos ]ogros científicos de la filosofía de la naturaleza (por ejemplo, en la doctrina del hombre y la psicología del inconsciente) ni ante cualquier forma sistemática en todos los dominios del conocimiento. Es un hecho histórico que los grandes sistemas han estimulado la investigación por lo menos tanto como la han obstaculizado. El sistema confiere una significación a un conjunto de aflrmaciones fácticas o racionales, mostrando sus implicaciones y consecuencias. A partir de tal visión global y de ]as diflcultades que implica, surgen nuevas cuestiones. El balance de las consecuencias positivas que ha acarreado "el sistema" en la investigación empírica es por lo menos equivalente al de sus consecuencias negativas. La tercera razón de la hostilidad contra el sistema es en gran parte emocional. El sistema. se presenta como una prisión en la que se ahoga la creatividad de la vida espiritual. La aceptación de un sistema parece prohibir toda suerte de "aventuras en las ideas". La historia muestra sin embargo lo contrario. Las grandes escuelas de la filosofía griega suscitaron gran número de discípulos creadores que permanecieron vinculados a la escuela, aceptaron el sistema sobre el que ésta se basaba y, al mismo tiempo, transformaron las ideas del fundador. Lo mismo podemos decir de las escuelas teológicas del siglo XIX. La historia del pensamiento humano ha sido y todavía sigue siendo idéntica a la historia de los grandes sistemas. Podemos poner fin a la discusión del carácter sistemático de la teología sistemática y de su racionalidad metodológica, efectuando una cuidadosa distinción entre tres términos. El sistema se si~a entre la summa y el ensayo. La summa trata explícitamente todos los problemas 1·eales y muchos problemas potenciales. El ensayo trata explícitamente un solo problema real. El sistema trata un grupo de problemas reales que exigen una solución en una situación particular. En la Edad Media predominaba la summa, aunque no de un modo exclusivo. A principios de la época moderna se hizo predominante el ensayo, aunque la tendencia sistemática nunca dejó de existir. En la actualidad, el caos de nuestra vida espiritual y la imposibilidad de crear una aumma han hecho que surgiera la necesidad de la forma sistemática.
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12. EL
TEOLOGIA SISTEMÁTICA
MÉTODO DE CORRELACIÓN
El principio de racionalidad metodológica implica que la teología sistemática, como todo conocimiento científico de la realidad, siga un método. Un método es un instrumento (literalmente, "un camino alrededor de"), que debe adecuarse a su objeto. No se puede decidir a priori si un método es o no es adecuado; eso se decide continuamente en el proceso cognoscitivo mismo. Método y sistema se determinan mutuamente. Por ende, ningún método puede pretender que es adecuado para todo objeto. El imperialismo metodológico es tan peligroso como el imperialismo político y, como este último, se derrumba en cuanto los elementos independientes de la realidad se rebelan contra él. Un método no es una "red indiferente" con la que se apresa la realidad, sino un elemento de la realidad misma. Por lo menos en un sentido, la descripción de un método es la descripción de un aspecto decisivo del objeto al cual se aplica. La relación cognoscitiva misma, independientemente de todo acto particular de conocimiento, revela algo tanto del objeto como del sujeto de esta relación. En física, la relación cognoscitiva revela el carácter matemático de los objetos en el espacio (y en el tiempo). En biología, revela la estructura (Gestalt) y el carácter espontáneo de los objetos en el espacio y en el tiempo. En historiografía, revela el carácter individual y valuoso de los objetos en el tiempo (y en el espacio). En teología, revela el carácter existencial y trascendente del fundamento de los objetos en el tiempo y en el espacio. Por consiguiente, no puede desarrollarse ningún método sin un conocimiento previo del objeto al que va a aplicarse. Para la teología sistemática, esto significa que su método se deduce de un conocimiento previo del sistema que va a construirse con ese mismo método. La teología sistemática usa el método de correlación. Más o menos conscientemente, siempre lo ha utilizado; pero ahora debe hacerlo consciente y abiertamente, sobre todo si ha de prevalecer el punto de vista apologético. El método de correlación explica los contenidos de la fe cristiana a través de la mutua interdependencia de las cuestiones existenciales y de las respuestas teológicas. El término "correlación" puede usarse de tres maneras dis-
INTRODUCCIÓN
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tintas. Puede designar la correspondencia de diferentes series de datos, como en las gráficas estadísticas; puede designar la interdependencia lógica de los conceptos, como en las relaciones de polaridad; y puede designar la interdependencia real de cosas o acontecimientos en conjuntos estructurales. Cuando se usa este término en teología, los tres significados tienen aplicaciones importantes. Existe una correlación en el sentido de correspondencia entre los símbolos religiosos y lo que ellos simbolizan. Existe una correlación en el sentido lógico entre los conceptos que designan lo humano y los que designan lo divino. Existe una correlación en el sentido fáctico entre la preocupación última del hombre y aquello por lo que se preocupa últimamente. El primer significado de correlación hace referencia al problema central del conocimiento religioso (parte 1, sección I). El segundo significado de correlación determina las afirmaciones acerca de Dios y del mundo; por ejemplo, la correlación de lo infinito y lo finito (parte 11, sección 1). El tercer significado de correlación cualifica la relación divino-humana en el seno de la experiencia religiosa. 111 La tercera utilización del pensamiento correlativo en la teología ha provocado la protesta de ciertos teólogos como Karl Barth, porque temen que cualquier clase de correlación divino-humana haga a Dios parcialmente dependiente del hombre. Pero aunque Dios, en su naturaleza abismal,20 no depende en modo alguno del hombre, en su automanifestación al hombre depende de la manera cómo el hombre recibe su manifestación. Esto sigue siendo verdad incluso en el caso de que se reitere la doctrina de la predestinación, es decir, la doctrina según la cual este modo de recibir el hombre la automanifestación: divina esté predeterminado por Dios y, por ende, sea enteramente independiente de la libertad humana. La relación divino-humana -y, en consecuencia, tanto Dios como el hombre en el seno de su mutua relación-' cambia en fas sucesivas etapas de la historia de la revelación y de todo desarrollo personal. Existe una mutua interdependencia entre •Dios para nosotros" y "nosotros para Dios". La ira de Dios y la gracia de Dios no son cual contrastes en el "corazón" de Dios (Lutero), en la profundidad de su ser; pero sí lo son 19. ·Lutero: "Tal como lo crees as{ lo tienes". 20. Calvino: "En su esencia".
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TEOLOGIA SISTEMÁTICA
en la relación divino-humana. La relación divino-humana es una correlación. El "encuentro divino-humano" (Emil Bnmner) significa algo real por ambos lados. Es una correlación real, en el tercer significado de este término. La relación divino-humana es también una oorrelación en su aspecto cognoscitivo. Simbólicamente hablando, Dios responde a las interrogaciones del hombre y, bajo el impacto de las respuestas de Dios, el hombre plantea sus interrogaciones. La teología formula las cuestiones implícitas en la existencia humana, y ofrece las respuestas implícitas en la automanifestación divina, guiándose para ello en las cuestiones implícitas eµ la existencia humana. Es un círculo que conduce al hombre a un punto en que pregunta y respuesta no están ya separadas. Este punto, sin embargo, no es un momento en el tiempo. Pertenece al ser esencial del hombre, a la unidad de su finitud y de la infinitud en la que fue creado (véase parte II) y de la cual está separado (véase parte 111). Un síntoma tanto de la unidad esencial como de la separación existencial del hombre finito con respecto a su infinitud es su capacidad de formular preguntas acerca del infinito al que pertenece: el hecho de que deba preguntar acerca del infinito indica que está separado de él. Las respuestas implícitas en el acontecimiento de la revelación s6lo son significativas en cuanto están en correlación con las cuestiones que conciernen a la totalidad de nuestra existencia, es decir, con las cuestiones existeJ:?-ciales. Sólo quienes han experimentado la sacudida de la transitoriedad, la congoja en la que son conscientes de su finitud, la amenaza del no ser, pueden comprender lo que significa la noción de Dios. Sólo quienes han experimentado las ambigüedades trágicas de nuestra existencia histórica y se han planteado en su totalidad la cuestión acerca del sentido de la existencia, pueden comprender lo que significa el símbolo del reino de· Dios. La revelación responde a las interrogaciones que se han formulado y que siempre se formularán porque tales interrogaciones son "nosotros mismos". El hombre es la pregunta que se hace acerca de sí mismo, antes de que se haya formulado ninguna otra pregunta. No es, pues, sorprendente que las cuestiones fundamentales se formularan muy pronto en la historia de la huma-
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nidad. Todo análisis del material mitológico nos lo muestra.!1 Tampoco es sorprendente que esas mismas cuestiones aparezcan ya en la primera infancia, como nos lo muestra todo estudio de los niños. Ser hombre significa interrogarse acerca del propio ser y vivir bajo el impacto de las respuestas dadas a esta pregunta. E inversamente, ser hombre significa recibir las respuestas dadas a la pregunta acerca del propio ser y formular nuevas interrogaciones bajo el impacto de tales respuestas. Al utilizar el método de correlación, la teología sistemática procede de la siguiente manera: realiza un análisis de la situación humana del que surgen las cuestiones existenciales, y demuestra luego que los símbolos utilizados en el mensaje cristiano son las respuestas a tales cuestiones. El análisis de la situación humana lo realiza en términos que hoy llamamos "existenciales". Tales análisis son mucho más antiguos que el existencialismo; son tan antiguos como la reflexión del hombre sobre sí mismo, y ~ han expresado en distintas formas de conceptualización desde el inicio de la filosofía. Siempre que el hombre ha considerado al mundo, se ha visto a sí mismo como una parte de este mundo. Pero ha comprobado asimismo que es un extraño 1m el mundd de los objetos, incapaz de penetrarlo más allá de un cierto nivel de análisis científico. Y entonces ha cobrado conciencia de que él mismo es la puerta de acceso a los niveles más profundos de la realidad, de que en su propia existencia tiene la única posibilidad de penetrar hasta la existencia misma.u Eso no significa que el hombre, como material de investigación científica, sea más accesible que los otros objetos. ¡Muy al contrario! Eso sólo significa que la experiencia inmediata de su propio existir revela algo de la naturaleza de la existencia en general. Quienquiera que haya penetrado en la naturaleza de su propia finitud puede hallar vestigios de finitud en todo lo que existe. Y puede formular la pregunta implícita en su propia finitud como la pregunta universalmente implícita en toda 21. Cf. H. Gunkel, The Legench of Genesis, Chicago, Open Court Publilhing Co., 1901. 22. Cf. la doctrina agustiniana de la verdad que habita en el alma y al mismo tiempo la trasciende; la identificación mística del fondo del ser con el fondo de uno mismo; la utilización de las categorías psicológicas para fines ontológicos en Paracelso, Bohme, Schelling y en la "filosofía de la vidaN desde Schopenhauer a Bergson; la noción heideggeriana del Dasein (estar ahl) como la forma de la existencia humana y el acceso a la ontología.
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6nitud. Al hacer eso, no formula una doctrina del.hombre; expresa una doctrina de la existencia tal como él la ha experimentado en sí mismo como hombre. Cuando Calvino, en las primeras líneas de su Institución, establece una correlación entre nuestro conocimiento de Dios y nuestro conocimiento del hombre, no habla de la doctrina del hombre como tal y de ·la doctrina de Dios como tal. Habla de la miseria del hombre, que proporciona Ja base existencial para su comprensión de la gloria de Dios, y de la gloria de Dios, que proporciona .Ja base esencial para la comprensión que tiene el hombre de ~u miseria. El hombre en cuanto existe, en cuanto representa la existencia en general y en cuanto formula la cuestión implícita en su existencia, es una parte de la correlación cognoscitiva de la que habla Calvino, mientras que la otra parte es la majestad divina. En las primeras líneas de su sistema teológico, Calvino expresa la esencia del método de correlación.123 El análisis de la situación humana utiliza los materiales que pone a su disposición la autointerpretación creadora del hombre en todos los dominios de la cultura. La filosofía contribuye a ello, pero también la poesía, el drama, la novela, la psicología, la terapéutica y la sociología. El teólogo organiza estos materiales en relación a la respuesta dada por el mensaje cristiano. A la luz de este mensaje, puede efectuar un análisis de la existencia más penetrante que el de la mayoría de los filósofos. Con todo, sigue siendo un análisis filosófico. El análisis de la existencia, junto con el desarrollo de las cuestiones implícitas en ella, es una labor filosófica, incluso en el caso de que la realice un teólogo, e incluso en el caso de que el teólogo sea un reformador como Calvino. La única diferencia que existe entre el filósofo que no es teólogo y el teólogo que trabaja como filósofo al analizar la existencia humana estriba en que el primero intenta dar un análisis que formará parte de un trabajo filosófico más amplio, mientras que el segundo intenta establecer una correlación entre el material de su análisis y los conceptos teológicos que deduce de la fe cristiana. Esto no convierte en heterónomo 23.
MEl conocimiento de nosotros mismos no s6lo es una incitación para a Dios, sino que es una gran ayuda para encontrarlo. Por otra parte, es evidente que nadie llega al verdadero conocimiento de sí mismo sin haber contemplado primero el carácter divino y haber descendido después a su propia consideración" (Calvino, lmtltuc16n, I, 48). b~ar
INTRODUCCIÓN
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el trabajo filosófico del teólogo. Como teólogo, no determina Jo que es ·filosóficamente verdadero. Como filósofo, no determina lo que es teológicamente verdadero. Pero no puede dejar de considerar la existencia humana y la existencia en general de tal modo que los símbolos cristianos le parezcan significativos y comprensibles. Su mirada está parcialmente centrada en su preocupación última -lo cual es cierto de todo filósofo. Pero su "acto de ver" es autónomo, ya que está determinado únicamente por el objeto tal como le es dado en su experiencia. Si ve algo que no esperaba ver a la luz de su respuesta teológica, agarra firmemente eso que ha visto y formula de nuevo la respuesta teológica. Está seguro de que nada de lo que ve puede cambiar la substancia de su respuesta, porque esta substancia es el logos del ser manifestado en Jesús como el Cristo. Si no fuera éste su presupuesto, tendría que sacrificar o bien su integridad filosófica o bien su preocupación teológica. El mensaje cristiano nos proporciona las respuestas a las preguntas que se hallan implícitas en la existencia humana. Tales respuestas están contenidas en los acontecimientos reveladores sobre los que se fundamenta el cristianismo, y la teológía sistemática los toma de las fuentes, a tra'Oés del elemento mediador y según la norma. Su contenido no puede deducirse de las preguntas, es decir, de un análisis de la existencia humana. Las respuestas son "dichas" a la existencia humana desde más allá de ella. De lo contrario, no serían respuestas, ya que la pregunta es la misma existencia humana. Pero la relación es más profunda aún, ya que se trata de una correlación. Existe una mutua dependencia entre pregunta y respuesta. Con relación al contenido, las respuestas cristianas dependen de los acontecimientos reveladores en los que aparecen; con relación a la forma, dependen de la estructura de las preguntas a las que responden. Dios es la respuesta a la pregunta implícita en la finitud humana. Esta respuesta no puede deducirse del análisis de la existencia. Con todo, si la noción de Dios aparece en la teología sistemática en correlación con la amenaza del no ser que va implicada en la existencia, a Dios debemos llamarlo el poder infinito del ser que resiste la amenaza del no ser. En la teología clásica es el ser en sí. Si definimos la congoja como la conciencia de ser finito, a Dios debemos llamarlo el fundamento infinito del coraje. En la teología clásica es la providen-
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TEOLOGIA SISTEMÁTICA
cía universal. Si la noción del reino de Dios aparece en correlación con el enigma de nuestra existencia histórica, debemos llamarlo el sentido, la plenitud y Ja unidad de la historia. De esta manera, logramos una interpretación de los símbolos tradicionales del cristianismo, que salvaguarda el pader de estos símbolos y los abre a las preguntas elaboradas por nuestro análisis de la existencia humana. El método de correlación sustituye a tres métodos inadecuados para relacionar los contenidos de la fe cristiana con la existencia espiritual del hombre'. El primer método puede llamarse supranaturalista, puesto que considera el mensaje cristiano como una suma de verdades reveladas que han caído en la situación humana como cuerpos extraños procedentes de un extraño mundo. No es posible ninguna mediación para llegar a la situación humana. Estas mismas verdades crean una situación nueva antes de que puedan ser recibidas. El hombre debe convertirse en algo que sea más que humano para que pueda recibir la divinidad. En términos de las herejías clásicas, podríamos decir que el método supranaturalista posee rasgos docetomonofisitas, especialmente en su valoración de la Biblia como libro de "oráculos" supranaturales en el que para nada se tiene en cuenta la receptividad humana. Pero el hombre no puede recibir respuestas a preguntas que él nunca ha formulado. Es más, el hombre ha formulado y formula, en su misma existencia y en cada una de sus creaciones espirituales, ciertas preguntas a las que el cristianismo responde. El segundo método que hemos de rechazar puede llamarse "naturalista" o "humanista". Deduce el mensaje cristiano del estado natural del hombre. Desarrolla sus respuestas a partir de la existencia humana, sin darse cuenta de que la misma existencia humana es la pregunta. Gran parte de la teología liberal de los dos últimos siglos ha sido "humanista.. en este sentido. Identificaba el estado existencial del hombre con su estado esencial, sin reparar en la solución de continuidad que existe entre ambos estados y que se refleja en la condición humana universal de autoalienación y de autocontradicción. Teológicamente, esto significa que los contenidos de la fe cristiana se explicaban como creaciones de la autorrealización religiosa del hombre en el proceso progresivo de la historia religiosa. Preguntas y respuestas se situaban al mismo nivel de la creatividad
INTRODUCCION
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humana. Todo era dicho por el hombre; pero nada al hombre. Sin embargo, la revelación es "dicha" al hombre, aunque no por el hombre a sí mismo. El tercer método que hemos de rechazar puede llamarse "dualista", por cuanto construye una estructura supranatural sobre una subestructura natural. Este método es más consciente que los otros del problema con el que trata de enfrentarse el método de correlación. Se da cuenta de que, a pesar de la distancia infinita que media entre el espíritu del hombre y el espíritu de Dios, debe existir una relación positiva entre ambos. Intenta expresar esta relación mediante la construcción de un cuerpo de verdades teológicas que el hombre puede alcan7.ar por sus propios esfuerzos o, en términos de una expresión autocontradictoria, a través de una "revelación natural". Las llamadas ·pruebas de "la existencia de Dios" -expresión asimismo autooontradictoria- constituyen la parte más importante de la teología natural. Estas pruebas son verdaderas (véase parte II, sección 1) en cuanto analizan la finitud humana y la pregunta en ella implícita. Son falsas en cuanto infieren una respuesta de la forma de la pregunta. Esta mezcla de verdad y falsedad en la teología natural explica por qué hubo siempre grandes filósofos y teólogos que atacaron la teología natural, especialmente las pruebas de la existencia de Dios, y por qué hubo otros, igualmente grandes, que la defendieron. El método de correlación resuelve este enigma histórico y sistemático limitando la teología natural al análisis de la existencia y la teologia supranatural a las respuestas dadas a las preguntas implicitas en la. existencia. 13.
EL SISTEMA TEOLÓGICO
La estructura del sistema teológico viene determinada por el método de correlación. Este método requiere que cada parte del sistema incluya una primera sección en la que· se desarrolla la pregunta mediante un análisis de la existencia humana y de la existencia en general, y una segunda sección en la que se da la respuesta teológica· sobre la base de las fuentes, del elemento mediador y de la norma de la teología sistemática. Es preciso mantener siempre esta división, que constituye la espina dorsal de la estructura del presente sistema.
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TEOLOGlA SISTEMÁTICA
Se podría pensar en una sección que terciara entre las dos secciones principales interpretando los materiales históricos, so· ciológicos y psicológicos a la luz tanto de las preguntas existenciales como de las respuestas teológicas.24 Pero como estos materiales proporcionados por las fuentes de la teología sistemática no se utilizan tal como aparecen en su contexto histórico, sociológico o psicológico, sino según la significación que entrañan para la solución sistemática, pertenecen a la respuesta teológica y no constituyen una sección independiente. · En cada una de las cinco partes del sistema que determina la estructura de la existencia en correlación con la estructura del mensaje cristiano, la correlación entre ambas ~ecciones toma la siguiente forma. En la medida en que la existencia humana tiene el carácter de autocontradicción o de alienación, se hace precisa una doble consideración: una que trata del hombre tal como es esencialmente (y tal como debería ser) y la otra que trata de lo que el hombre es (y lo que debería set) en su existencia autoalienada. Tales consideraciones corresponden a la distinción cristiana entre el reino de la creación y el reino de la salvación. Por consiguiente, una parte del sistema debe proporcionarnos un análisis de la naturaleza esencial del hombre (junto con la naturaleza esencial de todo lo que tiene ser) y de la cuestión implícita en la finitud del hombre y en la finitud en general; y debe darnos la respuesta que es Dios. Esta parte se titula, pues: "El ser y Dios". Una segunda parte del sistema debe proporcionarnos un análisis de la autoalienación existencial del hombre (junto con los aspectos autodestructivos de la existencia en general) y de la cuestión implícita en esta situación; y debe darnos la respuesta que es el Cristo. Esta parte se titula, pues: "La existencia y Cristo". Una tercera parte se basa en el hecho de que las características tanto esenciales como existenciales son abstracciones y que, en realidad, se nos presentan formando la unidad compleja y dinámica a la que llamamos "vida". El poder del ser esencial está ambiguamente presente en todas las distorsiones existenciales. La vida, o sea, el ser en su realidad concreta, manifiesta este carácter en todos sus procesos. Esta parte del sistema debe proporcionarnos, pues, un 24. Los primeros esbozos de mi sistema, especialmente las "proposiciones" que preparaba para mis clases, siempre llevaban inserta esta sección.
INTRODUCCióN
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análisis del hombre como ser vivo (junto con la vida en general) y de la cuestión implícita en las ambigüedades de la vida; ·y debe damos la respuesta que es el Espíritu. Esta parte se titula, pues: "La vida y el Espíritu". Estas tres partes representan el cuerpo principal de la teología sistemática. Contienen las respuestas cristianas a las cuestiones de la existencia. Pero por razones prácticas, es necesario "arrancar" algún material de cada parte y combinarlo para formar una parte epistemológica. Esta parte del sistema debe proporcionamos un análisis de la razón humana, en especial de su razón cognoscitiva (junto con la estructura racional de la realidad como un todo) y de las cuestiones .implícitas en la finitud, en la autoalienaci6n y en las ambigüedades de la razón; y debe darnos la respuesta que es la revelación. Esta parte se titula, pues: "La razón y la revelación". Finalmente, la vida posee una dimensión que se llama "historia". Y es útil separar, de la parte que habla de la vida en general, el material que trata del aspecto histórico de la vida. Esto corresponde al hecho de que el símbolo "reino de Dios" es independiente de la estructura trinitaria que determina las partes centrales. Esta parte del sistema debe proporcionarnos un análisis de la existencia histórica del hombre (junto con la naturaleza de lo histórico en general) y de las cuestiones implícitas en las ambigüedades de la historia; y debe damos la respuesta que es el reino de Dios. Esta parte se titula, pues: "La historia y el reino de Dios". Sería más lógico empezar por la parte titulada: "El ser y Dios", porque bosqueja la estructura fundamental del ser y da respuesta a las cuestiones implícitas en esta estructura -respuesta que determina todas las demás respuestas-, ya que la teología es ante todo una doctrina sobre Dios. Pero por varias razones es necesario oomenzar por la parte epistemológica: "La razón y la revelación". Ell; primer lugar, a todo teólogo se le pregunta: · "¿En qué basas tus afirmaciones; qué criterio, qué pruebas tienes de ellas?" Esto hace necesaria desde el primer momento una respuesta epistemológica. En segundo lugar, es preciso clarificar el concepto de razón (y de Razón) antes de afirmar que la razón se trasciende a si misma. En tercer lugar, se debe abordar ya desde el principio la doctrina de la revelación, porque en todas las partes del sistema se da por supuesto
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TEOLOGIA SISTEMA.TICA
que la revelación constituye la fuente última de los contenidos de la fe cristiana. Por estos motivos, "La razón y la revelación" debe iniciar el sistema, de la misma manera que por motivos obvios debe cerrarlo "La historia y el reino de Dios". Es inevitable qut: en cada parte se anticipen o repitan elementos de las otras partes. En cierta manera, cada parte contiene el todo aunque desde una perspectiva distinta, ya que el presente sistema en modo alguno es deductivo. El mismo hecho de que en cada parte se desarrolle de nuevo la cuestión hace imposible toda continuidad deductiva. La revelación no nos es dada como un sistema. Pero tampoco es incoherente. El teólogo sistemático puede, pues, interpretar bajo una forma sistemática lo que trasciende todos los posibles sistemas, la automanifestación del misterio divino.
Primera parte LA RAZóN Y LA REVELACióN
Sección 1
LA RAZóN Y LA BúSQUEDA DE LA REVELACIÓN A. LA ESTRUCTURA DE LA RAZúN 1. Los
DOS CONCEPTOS DE LA RAZÓN
La epistemología, el. "conocimiento" del conocimiento, es una parte de la ontología, la ciencia del ser, ya que el cooocimiento es un acontecimiento en el seno de la tota1idad del acontecer. Toda aserción epistemológica es implícitamente ontológica. Sería, pues, preferible que iniciásemos el análisis de la existencia por la cuestión del ser cri lugar de hacerlo por el problema del conocimiento. Con ello, nos situaríamos además en la línea de la tradición cJásica más notoria. Pero existen situaciones en las que se debe seguir el orden contrario, sobre todo cuando una tradición ontológica se ha hecho tan dudosa que ha dado pie para sospechar que los instnunentos utilizados en la creación de aquella tradición son responsables de su fracaso. Ésta fue la situación del antiguo probabilismo y del escepticismo en la lucha entablada entre las diversas escuelas filosóficas. Ésta fue la situación de Descartes frente a las tradiciones medievales en desintegración. Ésta fue la situación de Hume y Kant con respecto a la metafísica tradicional. Y ésta es la eterna situación de la teología, que siempre debe justificar sus vías de acceso al conocimiento porque parecen radicalmente divergentes de todas las vías ordinarias que nos conducen al mismo. Aunque, en estos ejemplos, la epistemología precede a la ontología, es un error suponer que la epistemología sea capaz de proporcionarnos el fundamento sobre el cual construir un sistema filosófico o teológico. Aun en el caso de que preceda a las
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TEOLOGlA SISTEMÁTICA
otras partes del sistema, depende de ellas de tal modo que sólo puede ser elaborada si explícita e implícitamente las da por supuestas. Los 616sofos neo-kantianos recientes reconocieron la dependencia en que se halla la epistemología con respecto a la ontología y contribuyeron a reducir la inflación epistemológica que se produjo en la segunda mitad del siglo XIX. La teología clásica siempre ha sido consciente de que una doctrina de la revelación presupone las doctrinas acerca de Dios, del hombre, de Cristo, etc. Siempre ha sabido que el "preámbulo" epistemológico depende de la totalidad del sistema teológico. Las recientes tentativas por convertir las consideraciones epistemológicas y metodológicas en una base independiente de la labor teológica han resultado inútiles. 1 Es, pues, necesario que el teólogo sistemático, cuando empieza por la parte epistemológica (la doctrina de la razón y de la revelación), indique claramente todo lo que da por supuesto tanto acerca de la razón como acerca de la revelación. Una de las mayores debilidades de numerosos escritos teológicos y de muchas pláticas religiosas estriba en la indeterminación y vaguedad con que en ellos se emplea la palabra "'razón", que así resulta a veces realzada, pero que habitualmente tiende de este modo a adocenarse. Aunque tal imprecisión sea excusable en el lenguaje popular (a pesar de los riesgos religiosos que entraña), es inexcusable que el teólogo utilice ciertos términos sin antes haberlos definido o circunscrito con toda exactitud. Es preciso, pues, que definamos desde el primer momento el sentido en que vamos a utilizar el término "razón". Podemos distinguir entre un concepto ontológico y un concepto técnico de la razón. El primero es el que predomina en la tradición clásica, desde Parménides a Hegel; el segundo, aunque siempre estuvo presente en el pensamiento prefilosófico y filosófico, sólo se ha hecho predominante tras la caída del idealismo clásico alemán y con el despertar del empirismo inglés.3 Según la tradición filosófica clásica, la razón es la estructura de la mente 3 que capacita a ésta para aprehender y transformar la l. Véase la Introducción. 2. Véase Max Horkheimer, The Eclipse of Reason, Nueva York y Oxford, Oxford University Press, 1947. 3. · Aquí y en lo que sigue, hemos traducido el término inglés mind por "mente", en el sentido de intelecto o entendimiento. - N. del T.
LA RAZÓN Y LA BúSQVEDA DE LA REVELACIÓN
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realidad, y se manifiesta activamente en las funciones cognoscitivas, estéticas, prácticas y ·técnicas de la mente humana. Ni siquiera la vida emocional es irracional en sí misma. El eros conduce el espíritu hacia la verdad (Platón). El amor a la forma perfecta mueve todas las cosas (Aristóteles). En la "apatía" del alma, el logos manifiesta su presencia (estoicos). La nostalgia de su origen eleva el alma y el espíritu hacia la fuente inefable de todo sentido (Plotino). El appetitus de todo lo finito conduce el alma hacia el bien en sí (Tomás de Aquino). El ~amor intelectual'" une el intelecto y la emoción en el estado más racional de la mente (Spinoza). La filosofía es "servicio de Dios", es una reflexión que al mismo tiempo es vida y gozo en la "verdad absoluta• (Hegel), etc. La razón clásica es Logos, tanto si se entiende a éste de un modo preferentemente intuitivo como si la comprensión del mismo es preferentemente crítica. La naturaleza cognoscitiva de la razón es un elemento añadido a los otros, puesto que la razón es cognoscitiva y estética, teórica y práctica, fría y apasionada, subjetiva y objetiva. Y la negación de la razón en el sentido clásico es antihumana porque es antidivina. Pero este concepto ontológico de la razón va siempre acompañado y a veces es incluso sustituido por su concepto técnico. La razón entonces se ve reducida a la capacidad de "razonar": sólo perdura el aspecto cognoscitivo del concepto clásico de razón y, de ese aspecto cognoscitivo, sólo perduran aquellos actos cognoscitivos que se ocupan de descubrir los medios adecuados a la consecución de unos fines. Mientras la razón en el ~entido de Logos determina los fines y sólo en segundo lugar los medios, la razón en el sentido técnico determina los medios y se limita a aceptar los fines que le vienen dados desde "fuera de ella misma". No entraña ningún peligro esta situación, siempre que la razón técnica acompañe a la razón ontológica y se utilice el "razonamiento" para cumplir las exigencias de la razón ontológica. Esta situación es la que prevaleció en la mayor parte de los períodos prefilosóficos y filosóficos de la historia humana, aunque en ellos estaba siempre latente la amenaza de que el "razonamiento" pudiera escindirse de la razón ontológica. Pero, a partir de mediados del siglo XIX, esta amenaza se ha convertido en una realidad patente. La consecuencia ha sido que los fines nos son ahora suministrados por fuerzas no racionales, ya sean
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TEOLOGIA SISTEMATICA
éstas ciertas tradiciones positivas, ya sean unas decisiones arbitrarias al servicio de la voluntad de poder. La razón crítica ha dejado de ejercer su función fiscalizadora sobre las normas y los fines. Al mismo tiempo, los aspectos no cognoscitivos de la razón han sido relegados a la irrelevancia de la pura subjetividad. En ciertas formas del positivismo lógico, el filósofo se niega incTuso a "comprender" todo aquello que trascienda la razón técnica, incapacitando así a su filosofía para ocuparse de las cuestiones de significación existencial. La razón técnica, por ,muy sutil que pueda ser en sus dimensiones lógicas y metodológicas, deshumaniza al hombre si está escindida de la razón ontológica. Y ella misma se empobrece y se corrompe si no se nutre continuamente de la razón ontológica. Incluso en la estructura medios-fines del "razonamiento", se dan por supuestas, acerca de la naturaleza de las cosas, ciertas aserciones cuyo fundamento no se sitúa en la razón técnica. Sin la razón ontológica, no es posible aprehender ni las estructuras, ni los procesos Gestalt, ni los valores, ni siquiera la significación de las cosas. La razón técnica puede reducirlos todos ellos a algo muy inferior·a su verdadera realidad. Pero, al hacerlo, se priva a sí misma de las intuiciones que son decisivas para la relación medios-fines. Sin duda conocemos numerosos aspectos de la naturaleza humana por el análisis de sus procesos fisiológicos y psicológicos, y la ulterior utilización de los elementos proporcionados por tal análisis en la oonsecución de unos objetivos fisicotécnicos o psicotécnicos. Pero si de este modo se pretende conocer al hombre, la verdad es que se pasa por alto no sólo la naturaleza humana sino incluso ciertas verdades decisivas acerca del hombre situado en esa relación medios-fines. Y esto es igualmente válido en todos los dominios de la realidad. La razón técnica siempre tiene una importante función a desempeñar, incluso en la teología sistemática. Pero sólo resulta adecuada y significativa cuando es la expresión y la compañera de la razón ontológica. La teología no necesita adoptar ninguna decisión a favor o en contra de m10 de estos dos conceptos de la razón. Utiliza los métodos de la razón técnica, de la relación medios-fines, cuando establece un órgano de pensamiento coherente y lógico. Acepta asimismo las sutilezas de los métodos cognoscitivos aplicados por la razón técnica. Pero rechaza toda confusión entre la razón técnica y la razón ontológica. Por ejemplo, la teología no puede aceptar la ayuda de la
LA RAZÓN Y LA BÚSQUEDA DE LA REVELACIÓN
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razón técnica para "razonar" la existencia de Dios. Un Dios así pertenecería a la relación medios-fines. Sería menos que Dios. Por otra parte, a la teología no le perturban los ataques que la razón técnica dirige contra el mensaje cristiano, ya que tales ataques no alcanzan el nivel en que vive la religión. Pueden destruir las supersticiones, pero ni siquiera rozan la fe. La teología está (o debería estar) agradecida a la función técnica que ejerce la razón técnica, porque de esta manera demuestra que en el contexto de la relación medios-fines "nada" ·existe que sea como un Dios. Los objetos religiosos, tal como el discurso de la razón técnica los sitúa en su universo, son objetos de superstición y se hallan sujetos. a una crítica destructora. Dondequiera que domine la razón técnica, la religión es mera superstición, tanto si neciamente la soporta la razón como si justamente la rechaza. Aunque la teología utilice invariablemente la razón técnica en su labor sistemática, oo puede eludir la cuestión de la relación que media entre ella y la razón ontológica. Pero el problema tradicional de la relación existente entre la razón y la revelación no debería discutirse al nivel de la razón técnica, donde no constituye ningún auténtico problema, sino al nivel
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TEOLOGIA SISTEMATICA
guir entre la razón ontológica y la razón técnica, sino que debe hacerse asimismo una neta distinción entre la razón ontológica en su perfección esencial y esa misma razón en sus diferentes fases de actualización en la existencia, en la vida y en la historia. El juicio religioso de que la razón es "ciega", por ejemplo, no se refiere ni a la razón técnica, que puede ver con toda perfección la mayor parte de las cosas en su dominio propio, ni a la razón ontológica en su perfección esencial, es decir, en la unidad con el ser en sí.4 El juicio de que la razón es ciega se refiere a la razón que se halla bajo las condiciones de la existencia; y el juicio de que la razón es débil -liberada en parte de su ceguera y sometida aún en parte a ella- se refiere a la razón situada en el seno de la vida y de la historia. Si no hacemos estas distinciones, toda afirmación acerca de la razón resulta incorrecta o peligrosamente ambigua. 2.
LA RAZÓN SUBJETIVA y LA RAZÓN OBJETIVA
Se puede definir la razón ontológica como la estructura de la mente que capacita a ésta para aprehender y modelar la realidad. Desde los tiempos de Parménides ha sido una convicción común de todos los filósofos que el logos, la palabra que aprehende y modela la realidad, sólo puede hacer tal cosa porque la realidad misma tiene el carácter de logos. Se han dado muchas y muy distintas explicaciones de la relación que existe entre la estructura de logos del yo-que-aprehende-y-modela y la estructura de logos del mundo-aprehendido-y-modelado. Pero la necesidad de tal explicación ha sido admitida casi unánimemente. Las descripciones clásicas del modo como se relacionan la razón subjetiva y la razón objetiva -la estructura racional de la mente y la estructura racional de la realidad- se agrupan en cuatro grandes tipos. El primero considera la razón subjetiva como un efecto del conjunto de la realidad sobre una parte de ella, es decir, sobre la mente. Presupone que la realidad detenta el poder de generar una mente razonable por cuya mediación puede aprehenderse y modelarse a sí misma. El realismo, ya sea ingenuo, crítico o dogmático (materialismo), adopta esta posición, aunque a menudo sin reconocer su presupuesto básico. El se4. Cf. el mito platénico del alma que, en su estado original, contempla las "ideas" o esencias eterna5.
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gundo tipo considera la razón objetiva como una creación de la razón subjetiva que actúa sobre una materia no estructurada en la que se actualiza a sí misma. El idealismo, tanto en las formas restringidas de la filosofía antigua como en las formas no restringidas de la filosofía moderna, sostiene esta aserción, aunque a menudo sin ofrecer ninguna explicación acerca de la receptividad de la materia con respecto al poder estructural de la razón. El tercer tipo afirma la independencia ontológica y la interdependencia funcional de la razón subjetiva y de la razón objetiva, que apunta a la realización mutua de la una en la otra. El dualismo o el pluralismo, tanto metafísico como epistemológico, adopta esta posición, aunque a menudo sin plantearse la cuestión de una unidad subyacente a ambas razones, subjetiva y objetiva. El cuarto tipo afirma una identidad subyacente que se expresa en la estructura racional de la realidad. El monismo, tanto si describe la identidad en términos de ser como si lo hace en términos de experiencia (pragmatismo),· adopta esta posición, aunque a menudo sin explicar la diferencia que media entre la razón subjetiva y la razón objetiva. El teólogo no está obligado a tomar una decisión acerca del grado de verdad que implican estos cuatro tipos. Sin embargo, debe tomar en consideración sus presuposiciones comunes cuando utiliza el concepto de razón. Implícitamente, los teólogos siempre lo han hecho así. Han hablado de la creación por el Logos o de la presencia espirihlal de Dios en todo lo real. Han dicho que el hombre era la imagen de Dios debido a su estructura racional, y le han encomendado la tarea de aprehender y modelar el mundo. La razón subjetiva es la estructura de la mente que capacita a ésta para aprehender y modelar la realidad apoyándose en la estructura correspondiente de la realidad (independientemente de la explicación que se dé de esta correspondencia). En esta definición, la mención de "aprehender" y de "modelar" se basa en el hecho de que la razón subjetiva está siempre actualizada en un yo individual, cuya referencia a su "en-torno" y a su mundo se establece en términos de "recibir" y de "reaccionar". La mente recibe y reacciona. Al recibir razonablemente, la mente aprehende su mundo, y.; reaccionando razonablemente, modela este mundo. En este contexto, "aprehender" entraña la connotación de penetrar en la profundidad, en la naturaleza esencial de
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una cosa o de un acontecimiento, de comprenderlo y expresarlo. En este contexto, "modelar" entraña la connotación de transformar un material dado en una Gestalt, en una estructura viva que tiene el poder de ser. El "aprehender" y el "modelar" de la razón no se excluyen entre sí. Todo acto de recepción razonable implica un acto de modelación, y todo acto de reacción razonable implica un acto de aprehensión. Transformamos la realidad según sea nuestra manera de verla, y vemos la realidad según sea nuestra manera de transformarla. Aprehender y modelar el inundo son dos actos interdependientes. En el ámbito cognoscitivo,· esto lo ha dicho claramente el cuarto evangelio cuando habla de conocer la verdad obrando la verdad.6 Sólo en la realización activa de la verdad se manifiesta la verdad. De un modo similar, a toda teoría que no esté basada en la voluntad de transformar la realidad, Karl Marx- la .Jlamó "ideología", es decir, un intento de preservar los males existentes gracias a una construcción teórica que los justifique. La tremenda sacudida que el pensamiento instrumentalista ha causado a nuestros contemporáneos se debe en parte a su insistencia sobre la unidad de la acción y el conocimiento. Mientras el aspecto cognoscitivo de la "racionalidad receptora" requiere una discusión particular, lo que ya llevamos dicho hace posible un examen de todo el ámbito de la razón ontológica. En ambos tipos de actos racionales, en el acto de aprehender y en el acto de modelar, podemos discernir una polaridad fundamental,. que ·se debe a la presencia de un elemento emocional en todo acto racional. En el lado receptivo de la razón, encontramos una polaridad entre los elementos cog~oscitivos y los elementos estéticos. En el lado reactivo de la razón, encontramos una polaridad entre los elementos de organización y los elementos orgánicos. Pero esta descripción del "ámbito de la razón" es únicamente preliminar. Cada una de las cuatro funciones mencionadas incluye diversos grados de transición en el camino que conduce a su polo opuesto. La música. está más alejada de la función cognoscitiva que la novela, y la ciencia técnica está más alejada del dominio estético qu~ la biografía o la ontología. La comunión personal está más alejada de la organización que la comunidad nacional, y el derecho mercantil está S.
Juan 3, 21.
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más alejado del mundo orgánico que el gobierno. No se debería intentar la construcción de un sistema estático de las funciones racionales de la mente humana. No existe ningún límite preciso entre ellas, y se han dado por el contrario muchos cambios históri006 en su crecimiento y en sus relaciones. Pero todas ellas son funciones de la razón ontológica, y el'hecho de que en algunas el elemento emocional sea más decisivo que en otras no las hace ser menos racionales. La música no es menos racional que las matemáticas. El elemento emocional de la música abre sin embargo una dimensión de la realidad que está cerrada a las matemáticas. La comunión no es menos racional que el derecho. El elemento emocional de la comunión abre sin embargo una dimensión de· la realidad que está cerrada al derecho. Existe, desde luego, una cualidad matemática implícita en la música y una cualidad jurídica potencial en todas las relaciones comunitarias. Pero no es ésta su esencia. Todas poseen su propia estructura racional. Tal es el sentido de aquella frase de Pascal acerca de "las razones del corazón que la razón no conoce".8 Aquí se emplea el término "razón" en un doble sentido. Las "razones del corazón" son las estructuras de la experiencia estética y comunitaria (belleza y amor); la razón "que no conoce" es la razón técnica. La razón subjetiva es la estructura racional de la mente, mientras la razón objetiva es la estructura racional de la realidad que la mente puede aprehender y según la cual puede modelar la realidad. La razón del :filósofo aprehende la razón de la naturaleza. La razón del artista aprehende la significación de las cosas. La razón del legislador modela la sociedad según las estructuras del equilibrio social. La razón de quienes rigen una comunidad modela la vida comunitaria según la estructura de la interdependencia orgánica. La razón subjetiva es racional si, en el doble proceso de recepción y reacción, expresa la estructura racional de la realidad. Esta relación, tanto si se describe en· términos ontológicos como epistemológicos, no es estática. Como el ser mismo, la razón une un elemento dinámico a ún elemento estático en una amalgama indisoluble. Esto no ocurre tan sólo con la razón subjetiva sino también con la razón objetiva. Tanto la estructura racional de la realidad como la 6.
Blaise Pascal, Pen11ée11, fragmento 277.
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estructura racional de la mente entrañan una duración en el cambio y un cambio en la duración. En consecuencia, el problema de la razón concreta no estriba únicamente en evitar los errores y fallos en la aprehensión y modelación. de la realidad, sino también en lograr que actúe la dinámica de la razón efectiva en todo acto de razón subjetiva y en todo momento de razón objetiva. El peligro que implica esta situación es que la dinámica de la creatividad racional pueda confundirse con las distorsiones de la razón en la existencia. El elemento dinámico de la razón fuerza a la mente a que asuma este riesgo. En todo acto racional se dan tres elementos: el elemento estático de la razón, el elemento dinámico de la razón y la distorsión existencial de ambos. Es, pues, posible que la mente defienda algo como un elemento estático de la razón y no sea más que una distorsión suya, o que ataque algo como una distorsión y no sea más que un elemento dinámico de la razón. El arte académico, por ejemplo, defiende el elemento estático de la razón estética, pero en gran parte del arte académico existe una distorsión de algo que fue creativo y nuevo, pero que al surgir por vez primera fue atacado como una distorsión de los antiguos ideales académicos. El conservadurismo social es una distorsión de algo que antaño fue una creación dinámica y que en el momento de su aparición fue atacado como una distorsión de los antiguos ideales conservadores. Estos riesgos son inevitables en todos los procesos de la razón concreta, tanto en el espíritu como en la realidad. Debemos preguntarnos ahora lo que significa ese elemento dinámico en la razón objetiva. Es difícil saber si podemos hablar de un elemento mutable en el seno de la estructura de la realidad. Nadie duda de que la realidad cambia, pero mut!1os creen que el cambio sólo es posible porque la estructura de la realidad es inmutable. Si fuera así, la estructura racional de la misma mente sería inmutable, y el proceso racional tendría tan sólo dos elementos -el elemento estático y el fracaso en su aprehensión y modelamiento. Tendríamos que abandonar asimismo el elemento dinámico de la razón en conjunto, si sólo la razón subjetiva fuese dinámica. La realidad misma crea posibilidades estructurales en su propio seno. La vida es creadora -lo mismo que la mente. únicamente pueden vivir las cosas que encaman una estructura racional. Los seres vivien-
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tes son los intentos logrados de la naturaleza para actualizarse según las exigencias de la razón objetiva. Si la naturaleza no sigue estas exigencias, todos sus intentos se malogran. Y esto es igualmente cierto de las formas jurídicas y de las relaciones sociales. Las nuevas creaciones del proceso histórico son intentos que sólo pueden tener éxito si se atienen a las exigencias de la razón objetiva. Ni la naturaleza ni la historia pueden crear nada que contradiga la razón. Lo nuevo y lo viejo en la historia y en la naturaleza están amarrados entre sí formando una formidable unidad racional que es estática y dinámica al mismo tiempo. Lo nuevo no rompe esta unidad; no puede romperla, porque la razón objetiva es la posibilidad estructural, el logos del ser. 3.
LA PROFUNDIDAD DE LA llAZÓN
La profundidad de la razón es la expresión de algo que no es la razón, sino que la precede y se manifiesta a través de ella. La razón, tanto en su estructura objetiva como en su estructura subjetiva, apunta hacia algo que aparece en estas estructuras, pero que las trasciende en poder y significación. No se trata de otro ámbito de la razón que podría ser progresivamente descubierto y expresado, sino de lo que se expresa a través de toda expresión racional. Podríamos llamarlo la "substancia" que aparece en Ja estructura racional, .o el "ser en sí" que se manifiesta en el l.ogos del ser, o el "fondo" creador de toda creación racional, o el "abismo'"' al que no puede agotar ninguna creación ni ninguna totalidad de creaciones, o la "infinita potencialidad del ser y del significado" que se derrama en las estructuras racionales de la mente y de la realidad, actualizándolas y transformándolas. Todos estos términos que apuntan a lo que "precede" a la razón, tienen un carácter metafórico. "Preceder" es asimismo un término metafórico. Y ha de ser necesariamente así, porque si tales términos se usaran en su sentido propio, pertenecerían a la razón y no la precederían. Aunque sólo sea posible una descripción metafOrica de la profundidad de la razón, estas metáforas pueden aplicarse a los distintos ámbitos en los que la razón se actualiza. En el dominio cognoscitivo, la profundidad de la razón es la cualidad por la que apunta a la verdad en sí, es decir, al poder infinito del ser y de lo que es últimamente real, a través de las verdades
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relativas de todos los campos del conocimiento. En el dominio estético; la profundidad de la razón es la cualidad por la que apunta a la "belleza en sí", es decir, a una significación in.finita y a un sentido último, a través de las creaciones en todos los campos de ·la intuición estética. En el dominio jurídico, la profundidad de la razón es la cualidad por la que apunta a la "justicia en sí", es decir, a una seriedad infinita y a una dignidad última, a través de toda estructura de la justicia actualizada. En el dominio comunitario, la profundidad de la razón es la cualidad por la que apunta al "amor en s.f", es decir, a una riqueza infinita y a una unidad última, a través de toda forma de amor actualizado. Esta dimensión de la razón, la dimensión de profundidad, es una cualidad esencial de todas las funciones racionales. Es su propia profundidad, la que las hace inagotables y .Jes confiere su grandeza. La profundidad de la razón es aquella característica suya que. explica dos funciones de la mente humana, el mito y el culto, cuyo carácter racional no es posible afirmar ni negar, porque presentan una estructura independiente que no puede reducirse a las otras funciones de la razón ni deducirse de los elementos psicológicos o sociológicos prerracionales. El mito no es una ciencia primitiva, ni el culto una moralidad primitiva. Su contenido, así como la actitud que los hombres adoptan frente a ellos, revela unos elementos que trascienden tanto la ciencia como la morali4ad -unos elementos de infinitud que expresan una p~eocupación última. Estos elementos se hallan. esencialmente bl)plícitos en todo acto y en todo proceso racional, de tal forma que, en. principio, no requieren una expresión separada o especial. En todo acto de aprehensión de la verdad, se aprehende. implícitamente la verdad en sí, y en todo acto de. amor transformador, se transforma implícitamente el amor en sí, etc. La. profundidad de la razón es esencialmente manifiesta en la razón .. Pero está oculta en la razón situada bajo las condiciones de la existencia. A causa de estas condiciones, la razón en la existencia se expresa en el mito y en el culto lo mismo ,que en sus funciones propias. No tendrían que existir ni mito ni culto. Contradicen la razón esencial; por su misma existencia revelan el estado "caído" de una razón que ha perdido la unión inmediata con su propia profundidad. La razón se ha hecho. ·superficial", cercenándose a sí misma de su propio fondo y abismo.
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El cristianismo y la Aufkliirung coinciden en la idea de que no debería existir ni mito ni culto, pero parten de unos presupuestos distintos. El cristianismo imagina un estado sin mito ni culto, situado potencialmente en el "principio" y realmente en el "fin", presente de un modo fragmentario y por anticipación en el flujo del tiempo. La Aufklarung ve el fin del mito y del culto en un nuevo futuro, cuando el conocimiento racional haya vencido el mito y la moral racional haya conquistado el culto. La Aufkliirung y el racionalismo confunden la naturaleza esencial de la razón con su angosta situación en la existencia. Esencialmep.te, la razón es transparente en profundidad en cada uno de sus actos y procesos. En la existencia, esta transparencia se ha hecho opaca y ha sido sustituida por el mito y el culto. Desde el punto de vista de la razón existencial, mito y culto son, pues, profundamente ambiguos. Las innumerables teorías que los definen, los explican y con sus explicaciones los eliminan, constituyen una prueba de esta situación. Si prescindimos de las teorías meramente negativas, la mayor parte de las cuales se fundamentan en explicaciones psicológicas y sociológicas y son consecuencia de la comprensión racionalista de la razón, nos vemos conducidos a la siguiente alternativa: o bien el mito y el culto son dominios particulares de la razón junto a sus otros dominios, o bien representan la profundidad de la razón en una forma simbólica. Si los consideramos como unas funciones racionales particulares que se añaden· a las otras funciones, entonces entran en un conflicto inacabable e insoluble con esas otras funciones: son tragadas por ellas, relegadas a la categoría de los sentimientos irracionales o toleradas como cuerpos extraños, heterónomos y destructores en el interior de la estructura de la raz6n. Si, por el contrario, consideramos el mito y el culto como expresiones de la profundidad de la razón en forma simbólica, se sitúan en una dimensión en la que ya no es posible ninguna intederencia con las funciones propias de la razón. Dondequiera que se acepte el concepto ontológico de la razón y se comprenda su profundidad, los conflictos entre el mito y la ciencia, entre el culto y la moral dejan de ser inevitables. La revelación no destruye la razón: es la razón la que suscita la cuestión de la revelación. 7 7.
Para una más extensa discusi6n de las formas simb61icas, véanse las
pp. 306-318.
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B. LA RAZóN EN LA EXISTENCIA 4.
LA FINITUD Y LAS AMBIGÜEDADES DE LA RAZÓN CONCRETA
La razón, oomo estructura de la mente y de la realidad, se hace concreta en los procesos del ser, de la existencia y de la vida. El ser es finito , la existencia es autocontradictoria y la vida es ambigua (véanse las partes II-IV). La razón ooncreta participa de estas características de la realidad. La razón ooncreta actúa a través de las categorías finitas, de los conflictos autodestructores, de las ambigüedades y de la búsqueda de lo que no es ambiguo más allá del conflicto y de la servidumbre de las categorías. La naturaleza de la razón finita ha sido descrita en forma clásica por Nicolás de Cusa y Kant. El primero habla de la docta ignorantia, que reconoce la finitud de la razón cognoscitiva del hombre y su incapacidad para aprehender su propio fondo infinito. Pero, al reconocer esta situación, el hombre es consciente al mismo tiempo de lo infinito ·que está presente en toda cosa finita, aunque trascendiéndola infinitamente. A esta presencia del fondo inagotable de todos los seres, Nicolás de Cusa la llama la "coincidencia de los oontrarios". A pesar de su finitud, la razón es consciente de su infinita profundidad. No la puede expresar en términos de conocimiento racional (ignorancia), pero el conocimiento de esta imposibilidad es un conocimiento real (docto). La finitud de la razón no radica en su fálta de perfección cuando aprehende y modela la realidad. Tal imperfección es accidental a la razón. La finitud, en cambio, le es esencial, como Jo es a todo cuanto participa del ser en el espacio y el tiempo. La estructura de esta finitud está descrita del modo más profundo y completo en las Críticas de Kant. 8 Las catego8. Es lástima que, a menudo, se interprete a Kant únicamente como un idealista epistemológico y un formalista ético - y que, en consecuencia, se le rechace. Kant es más que esto. Su doctrina de las categorías es una doctrina de la 6.nitud humana. Su doctrina del imperativo categórico es una doctrina del elemento incondicional en la profundidad de la razón práctica. Su doctrina del principio teleológico en el arte y en la naturaleza amplfa el concepto de razón hasta más allá de su sentido cognoscitivo-técnico y apunta a lo que nosotros hemos llamado "la razón ontológica".
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rías de la experiencia son categorías de la finitud. No capacitan a la razón humana para aprehender la realidad-en-sí; pero capacitan al hombre para aprehender su mundo, la totalidad de los fenómenos que se le presentan y que constituyen su experiencia real. La principal categoría de la finitud es el tiempo. Ser finito significa ser temporal. La razón no puede romper los límites de la temporalidad y alcanzar lo eterno, como tampoco puede romper los límites de la causalidad, del espacio, de la substancia, para alcanzar la causa primera, el espacio absoluto, la substancia universal. Hasta aquí, la situación es exactamente la misma que describe Nicolás de Cusa: al analizar la estructura categorial de la razón, el hombre descubre la finitud en la que está encarcelado. Descubre asimismo que su razón no acepta esta servidumbre y trata de aprehender lo infinito con las categorías de la finitud, lo que es realmente real con las categorías de la experiencia -y descubre que necesariamente ha de fracasar en este empeño. El único punto en que la cárcel de la finitud está abierta es el dominio de la experiencia moral, porque, en él, algo que es incondicional irrumpe en el conjunto de las condiciones temporales y causales. Pero este punto que alcanza Kant, no es más que un punto, una exigencia incondicio..: nal, una simple conciencia de la profundidad de la razón. La .. ignorancia crítica" de Kant describe la finitud de la razón con tanta claridad como la "docta ignorancia" de Nicolás de Cusa. La diferencia, sin embargo, estriba en que el misticismo católico de Nicolás de Cusa apunta a una unión intuitiva con el fondo y el abismo de la razón, mientras la crítica protestante de Kant restringe la razón a la aceptación del imperativo incondicional como única aproximación a la realidad en sí. La metafísica postkantiana se olvidó de la servidumbre a las .categorías de la finitud a que se halla sujeta la razón. Pero esta elevación de la razón a la dignidad divina condujo al destronamiento y al desprecio de la razón, e hizo posible la victoria de una de sus funciones sobre todas las demás. Después de Hegel, la caída de la razón deificada contribuyó decisivamente a la entronización de la razón técnica en nuestro tiempo y a la pérdida de la universalidad y la profundidad de la razón ontológica. Pero la razón no es meramente fin.ita Cierto es que, como todas las cosas y todos los acontecimientos, la razón está sujeta
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a las condiciones de la existencia. Se contradice a sí misma y está. amenazada de ruptura y autodestrucción. Sus elementos se yerguen unos contra otros. Pero ésta no es más que una cara de la medalla. En su vida concreta, la razón no pierde nunca del todo su estructura básica. Si la perdiera, la mente habría sido destruida, lo mismo que la reaJidad, en el preciso momento de su venida a la existencia. En la vida concreta de la razón, las fuerzas esenciales y existenciales, las fuerzas de creación y de destrucción están unidas y al mismo tiempo desunidas. Estos conflictos de la razón concreta proporcionan el contenido para una crítica teológica de la razón perfectamente justificable. Pero una acusación contra la razón como tal es un síntoma o de ignorancia teológica o de arrogancia teológica. Y un ataque a la teología como tal en nombre de la. razón es un síntoma de superficialidad racionalista o de hybris racionalista. Una descripción adecuada de los conflictos internos de la razón ontológica debería sustituir a las lamentaciones populares de la religión y a las semipopulares de la teología acerca de la razón como tal. Y al mismo tiempo debería inducir a la razón a que reconociese su propia situación existencial a partir de la cual surge la búsqueda de la revelación.
5. EL
CONFLICTO EN EL SENO DE LA RAZÓN CONCRETA Y LA BÚS•
QUEDA DE LA
REVELACI6N
a) Autonomía contra heteronomía. - Bajo las condiciones de la existencia, los elementos estructurales de la razón se oponen unos a otros. Aunque nunca enteramente separados, inciden en conflictos autodestructores que no ,pueden resolverse sobre la base de la razón concreta. Una descripción de estos conflictos debe sustituir a los ataques populares de la religión o de la teología contra la debilidad o la ceguera de la razón. La autoerítica de la razón a la luz de la revelación penetra a una mayor profundidad y es mucho más racional que estos ataques inarticulados y a menudo meramente emocionales. La polaridad de estructura y profundidad en el seno de la razón da lugar a un conflicto entre la razón autónoma y la razón heterónoma bajo las condiciones de la existencia. De este conflicto surge la búsqueda de la teonomía. La polaridad de los elementos estático y dinámico de la razón da lugar a un conflicto entre el absolu-
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tismo y el relativismo de la razón bajo las condiciones de la eJCistencia. Este conflicto conduce a la búsqueda de lo concretoabsoluto. La polaridad de los elementos formal y emocional de la razón da lugar al conflicto entre el formalismo y el irracionalismo de la razón bajo las condiciones de la existencia. De este conflicto surge la búsqueda de la unión de la forma y el misterio. En los tres casos, la razón es inducida a una búsqueda de la revelación. La razón, que afirma y actualiza su estructura sin tener en cuenta su profundidad, es autónoma. Autonomía no significa la libertad del hombre para constituirse· en su propia ley, como han afirmado con frecuencia los teólogos -erigiendo así una fácil víctima propiciatoria para sus ataques CQntra una cultura independiente. Autonomía significa la obediencia del hombre a la ley de la razón, ley que el hombre encuentra en sí mismo como ser racional. El nomos (ley) del autos (sí mismo) no es la ley de la estructura de la propia persona. Es la ley de la razón subjetivo-objetiva; es la ley implícita en la estructura de logos de la mente y de la realidad. La razón autónoma, al afirmarse a si misma en sus diferentes funciones y en ·las exigencias estructurales de tales funciones, utiliza o rechaza lo que es simplemente una expresión de la situaeión interior y exterior. de un individuo. Lucha contra el peligro de verse condicionada por la situación del yo y del mundo en la existencia. Considera estas condiciones como el material que la razón tiene que aprehender y modelar según sus leyes estructurales. En consecuencia, la razón autónoma intenta conservarse libre de "impresiones no aprehendidas" y de "forcejeos no modelados", Su independencia es lo opuesto a la obstinación; es la obediencia a su propia estructura esencial, a la ley de la razón que es la ley.de la naturaleza en la mente y en la realidad, y que es la ley divina, enraizada en el fondo del ser mismo. Esto es verdad de. todas las. funciones de la razón ontológica. Históricamente, la razón autónoma se ha liberado y ha sostenido una lucha sin fin con la heteronomía.. La heteronomía impone una ley (nomos) extraña (heteros) a una o a todas las funciones de la razón. Dicta órdenes desde "fuera" acerca de cómo la razón debería aprehender y modelar la realidad. Pero este ..desde fuera" no significa simplemente "desde el exterior". Representa, al mismo tiempo, un elemento de la razón misma,
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es decir, la profundidad de la razón. De ahí que se convierta en peligrosa y trágica la lucha entre la autonomía y la heteronomía. Se trata, en definitiva, de un conflicto en el seno de la misma razón. Mientras la razón ha sido prerracional, mientras ha constituido. una masa .confusa de impresiones sensibles, una masa caótica de instintos, de luchas y de compulsiones, no ha aparecido ninguna auténtica heteronomía. Todo esto Má fuera de la razón, pero no constituye una ley a la que tenga que someterse la razón; no es ley en un sentido racional. El problema de la heteronomía es el problema de una autoridad que pretende representar la razón, es decir, la profundidad de la razón, contra su actualización autónoma. La base de tal pretensión no es la superioridad en poder racional que obviamente poseen numerosas tradiciones, instituciones o personalidades. La base de una auténtica heteronomía es la pretensión de hablar en nombre del fondo del ser y, por ende, de un modo incondicional y último. Una autoridad heterónoma se expresa habitualmente en términos de mito y culto, porque ambos son las expresiones directas e intencionales de la profundidad de la razón. También es posible que ciertas formas no míticas y no rituales logren tener un ascendiente sobre el espíritu (por ejemplo, las ideas políticas). En este sentido, la heteronomía suele ser una reacción contra una autonomía que ha perdido su profundidad y se ha vaciado de todo poder. Pero como reacción, es destructora, puesto que niega a la razón su derecho a la autonomía y destruye desde fuera sus leyes estructurales. La autonomía y la heteronomía están enraizadas en la teonomía y cada una de ellas se extravía cuando se quiebra su unidad teónoma La teonomía no significa la aceptación de una ley divina impuesta a la razón por una muy alta autoridad; significa la ratón autónoma unida a su propia profundidad. En una situación teónoma, la razón se actualiza en la obediencia a sus leyes estructurales y arraigando en el poder de su propio fondo inagotable. Siendo Dios (theos) la ley (nomos} tanto de la estructura como del fondo de la razón, ambos, estructura y fondo, están unidos en Dios, y su unidad se manifiesta en una situación teónoma. Pero no existe ninguna teonomía completa bajo las condiciones de la · existencia. Ambos elementos, que están esencialmente unidos en ella, luchan uno contra otro bajo las condiciones de la existencia y tratan de destruirse mutua-
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mente. En esta lucha, intentan destruir la razón misma. De ahí que la búsqueda de la reunión de lo que está siempre separado en el tiempo y el espacio, surja de la razón y no en oposición a ella. Esta búsqueda es la búsqueda de la revelación. El conflicto entre la autonomía y la heteronomia, visto en una perspectiva histórica mundial, es la clave de toda comprensión teológica del desarrollo del pensamiento, tanto griego como moderno, y de muchos otros problemas de la historia espiritual de la humanidad. Podemos escribir la historia de la :filosofía griega, por ejemplo, como una curva que se inicia en el período prefllosófico todavía teónomo (mitología y cosmología), que luego va cobrando mayor vuelo al pasar por la lenta elaboración de las estructuras autónomas de la razón (período presocrático), la síntesis clásica de estructura y profundidad (Platón), la racionalización de esta síntesis en las distintas escuelas (después de Aristóteles), el desespero de la razón en su tentativa autónoma de crear un mundo donde poder vivir (escepti· cismo), la trascendencia mística de la razón (neo-platonismo) la duda acerca de las autoridades del pasado y del presente (escuelas fllosóficas y sectas religiosas), y que finalmente se extingue con la creación de una nueva teonomía bajo la influencia cristiana (Clemente y Orígenes) y la intrusión de elementos heterónomos (Atanasio y Agustín). Durante la alta Edad Media, se llevó a cabo una nueva teonomía (Buenaventura) bajo la preponderancia de los elementos heterónomos (Tomás de Aquino). Hacia. el final del período medieval, la heteronomia llegó a ser omnipotente (Inquisición), en parte como reacción con'tra las tendencias autónomas que surgían en la cultura y en la religión (nominalismo) y destruían la teonomía medieval. En el perfodo del Renacimiento y la Reforma, el conflicto adquirió una nueva intensidad. El Renacimiento, que presentaba un carácter teónomo en sus inicios neoplatónicos (Nicolás de Cúsa, Ficino), se hizo cada vez más autónomo en su ulterior desarrollo (Erasmo, Galileo). Por el contrario, la Reforma, que en sus primeros años aunaba la insistencia religiosa y la insistencia cultural en pro de la autonomía (la confianza de Lutero en su conciencia y la afinidad de Lutero y Zwingli con los humanistas), desarrolló muy pronto una nueva heteronomía que sobrepasó incluso en algunos aspectos la de la baja Edad Media (ortodoxia protestante). En los siglos xvm y XIX, a pesar de
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algunos vestigios y de algunas reacciones heterónomas, la autonomía logró una victoria casi absoluta. La ortodoxia y el fundamentalismo, estériles e ineficaces, quedaron arrinconados en la vida cultural. Las tentativas clásicas y románticas para restablecer la teonomía con medios autónomos (Hegel, Schelling) no lograron su objetivo y suscitaron enconadas reacciones tanto en pro de una autonomía radical (posthegelianos), como en pro de· una fuerte heteronomía (pietismo). Guiada por la· razón técnica, la autonomía venció todas las ·reacciones heterónomas, pero perdió por completo la dimensión de profundidad. Se hizo supefficial, vacía, se despojó de toda significación última, y dio paso a un terrible desespero consciente o inconsciente, En esta situación, poderosas heteronomfas de carácter casi político llenaron el vacío creado por una autonomía que carecía de la dimensión de profundidad. La doble lucha contra una autonomía vacía y una heterenomía destructora imprime hoy a la búsqueda de una nueva teonomía la misma urgencia que revistió a finales del mundo antiguo. La catástrofe de la razón autónoma es completa. Ni la autonomía ni la heteronomía, aisladas y en conflicto, pueden damos una respuesta válida. b) Relativismo contra absolutismo. -Esencialmente, la razón une dos elementos, tino estático y otro dinámico. El elemento estático evita que la razón pierda su identidad en el proceso de la vida. El elemento dinámico es el poder de la razón para actualizarse racionalmente en el proceso de la vid~, aunque sin el elemento estático no podría ser la estructura de la vida. Bajo las. condiciones de la existencia, los dos ·elementos son desgajados uno del otro y se. yerguen entonces uno contra otro. El elemento estático de la razón aparece en dos formas de ah~ solutismo: el absolutismo de la tradición y el absolutismo de la revolución. El elemento dinámico de la razón aparece en dos formas de relativismo: el relativismo positivista y el relativismo cínico. El absolutismo de la tradición identifica el elemento estático de la razón con ciertas tradiciones particulares, como son la moral socialmente aceptada, las formas políticas establecidas, el arte "académico" y los·principios filosóficos indiscutidos. A esta actitud se la suele llamar "consei;vadora". Pero el conserva-Purismo puede significar qos cosasi Puede significar la ;disposición a defender la parte estática ,de la razón contra una
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acentuación exclusiva de la parte dinámica, y puede significar asimismo el fanatismo que considera las estructuras dinámicas de la razón como estáticas y las eleva a una validez absoluta. Sin embargo, en· cada caso particular es imposible separar el elemento estático del elemento dinámico, y todo intento de realizarlo conduce finalmente a la destrucción de las formas absolutizadas por el ataque de otras formas que emergen en el proceso de la razón concreta. Tales ataques proceden de otro tipo de absolutismo, el revolucionario. Pero tras la destrucción de un absolutismo por un ataque revolucionario, el vencedor se consolida en términos igualmente absolutos. Esto es casi inevitable, porque el ataque resultó victorioso en virtud de una pretensión absoluta, a menudo de carácter utópico. La razón revolucionaria cree, tan profundamente como el tradicionalismo, que ella representa la verdad inmutable, pero es menos coherente en esta creencia. El absolutismo de la tradición puede invocar el pasado para que confirme su pretensión de que está diciendo lo que siempre se ha dicho. El absolutismo revolucionario, en cambio, ha experimentado la inanidad de tal pretensión por lo menos en un caso, es decir, cuando ha logrado abrir una brecha en la tradición con su propia victoria; por eso debería prever la posibilidad de su propio fin. Pero no lo hace.9 Esto nos uemuestra que los dos tipos de absolutismo no son exclusivos: se suscitan redprocamente uno al otro. Distintas formas de relativismo impugnan ambos absolutismos. El relativismo niega la existencia de un elemento estático en la estructura de la razón o acentúa de tal modo la importancia del elemento dinámico que no deja ningún lugar definido para la razón concreta. El relativismo puede ser positivista o cínico; el primero es paralelo al absolutismo de la tradición; el 9. El absolutismo ortodoxo protestante es menos coherente que el absolutismo eclesiástico católico. La afirmación de Schleiermacher de que "la Reforma continúa" constituye la única actitud protestante coherente. Es un hecho pasmoso, aunque antropológicamente harto revelador, que en América 101 grupos que representan el más radical absolutismo de la tradición se llamen a sí mismos "hijas" o "hijos" de la ·revolución americana. El comunismo ruso no sólo ha mantenido el absolutismo de su ataque revolucionario, sino que lo ha desarrollado integrándolo hasta cierto punto en un absolutismo de la tradición, puesto que conscientemente se considera vinculado a las tradiciones del pasado prerrevolucionario~ En este sentido, el mismo Marx era mucho más coherente cuando insistía en el carácter transitorio de todas las etapas del proceso revolucionario. También él podría haber dicho: "La revolución continúa".
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segundo, al absolutismo de la revolución. El relativismo pasitivista toma lo "dado" sin valorarlo con ningún criterio absoluto. Por consiguiente, en Ja práctica puede ser tan conservador como cualquier absolutismo de la tradición, aunque lo sea sobre una base distinta y con otras consecuencias. Por ejemplo, el positivismo jurídico que se dio a mediados del siglo XIX, fue una reacción contra el absolutismo revolucionario del siglo XVIII. Pero, por su parte, no fue absolutista. Aceptó el derecho positivo de distintas naciones y períodos como "simplemente dado .. , y no permitió que fuera atacado críticamente en nombre del derecho natural, ni consideró la ley positiva entonces vigente como ley eterna. De un modo similar, el relativismo estético de aquel período colocó todos los estilos anteriores a un mismo nivel, sin otorgar a ninguno de ellos la preferencia en términos de un ideal clásico. En la esfera de la~ relaciones sociales. se ensalzaron las tradiciones locales y se aceptaron sus divergentes desarrollos sin someterlos a una norma critica. Más importante que todos estos positivismos es el positivismo filosófico que, desde la época de David Hume, se ha desarrollado en varias direcciones y ha sustituido las normas y criterios absolutos en todos los dominios de la vida por unos juicios pragmáticos. La verdad es relativa a un grupo, a una situación concreta o a una fonna de vida. En este sentido, las recientes formas del existencialismo coinciden de modo asombroso con los principios del relativismo pragmático y con algunos formas de la Lebensphflosophíe (filosofía de la vida) europea. La tragedia de este positivismo estriba en que acaba transformándose o en un absolutiSmo conservador o en la forma cínica del relativismo. únicamente dejan de manifestarse tales implicaciones autodestructoras del positivismo en aquellos países en los que los antiguos absolutismos conservan todavía la suficiente fuerza para demorar tales desarrollos (Inglaterra, Estados Unidos). El relativismo cínico suele ser el resultado de la decepción ocasionada por el absolutismo utópico. Este relativismo ataca los principios absolutos con argumentos escépticos, pero no llega a ninguna de las dos posibles consecuencias del escepticismo radical. Ni se revuelve contra la revelación, ni abandona por completo el dominio del pensamiento y de la acción, como hiro a menudo el antiguo escepticismo. El cinismo en una actitud de superioridad o de indiferencia ante toda estructura racional,
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tanto estática como dinámica. El relativismo cínico utiliza únicamente la raz6n para negar la razón -autocontradicción que es "cínicamente" aceptada. La crítica de la raz6n, que presupone algunas estructuras válidas, no constituye la base del relativismo cínico. Su base es su creencia negativa en la validez de todo acto racional, aunque sea meramente crítico. El relativismo cínico no se destruye por sus propias contradicciones. Desemboca en el espacio vacío que él ha creado, en el vacío absoluto del que surgen nuevos absolutismos. El •criticismo" es un intento de superar el conflcto entre el absolutismo y el relativismo. Es una actitud que no es exclusiva de la filosofía llamada "crítica". La hallamos a lo largo de toda la historia de la filosofía, pero tampoco es exclusiva de la filosofía. :&tá presente en todas las esferas de la razón ontológica. Es el intento de unir los elementos estático y dinámico de la razóµ despojando al elemento estático de su contenido y reduciéndolo a una pura forma. Un ejemplo de esta actitud es el "imperativo categórico" kantiano, que niega toda exigencia particular y subordina los detalles singulares a las contingencias de la situación. El criticismo combina un elemento positivista con un elemento revolucionario, y así excluye el tradicionalismo lo mismo que el cinismo. Sócrates y Kant son representativos de la actitud crítica en filosofía. Pero el desarrollo de las escuelas socrática y kantiana muestra que la actitud crítica es más una exigencia que una posibilidad. En ambas escuelas predominó de hecho ya el elemento estático ya el elemento dinámico, malográndose de este modo la tentativa critica. Aunque los primeros diálogos de Platón eran críticos, el platonismo creció en la dirección del absolutismo. A pesar de aceptar el racionalismo de Sócrates, el hedonismo y el cinismo crecieron en la dirección del relativismo. Los discípulos clásicos de Kant se convirtieron en puros absolutistas, mientras la escuela neo-kantiana insistió en el relativismo de un proceso infinito. Esto no es accidental. La actitud crítica, al establecer unos criterios absolutos aunque presumiblemente vacíos, se engañaba a sí misma acerca de su vaciedad. Estos criterios siempre eran el reflejo de una situación particular, por ejemplo, la situación de Atenas en la gue1Ta del Peloponeso o la victoria de la mentalidad burguesa en la Europa occidental. Los principios establecidos por la filosofía crítica eran demasiado concretos y, por ende, demasiado relati-
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vos para su pretensión absoluta. Pero su aplicación fue demasiado absolutista, puesto que esta aplicación representaba una cierta forma de vida que reivindicaba algo más que una validez relativa. Por consiguiente, en el mundo antiguo lo mismo que en el moderno, el criticismo fue incapaz de superar el conflicto entre el absolutismo y el relativismo. Sólo aquello que es al mismo tiempo absoluto y concreto puede superar este conflicto. Sólo la revelación puede hacerlo. c) Formalisnw contra emocionalismo. -En su estructura esencial, la razón une un elemento formal y un elemento emocional. El elemento formal predomina en las funciones cognoscitivas y. jurídicas de la razón y el elemento emocional en sus funciones estéticas y comunitarias. Pero, en todas sus actividades, la razón esencial une ambos elementos. Bajo las condiciones de la existencia, se rompe la unidad. Sus elementos entonces se oponen mutuamente y generan unos conflictos tan profundos y destructores como los que basta ahora hemos debatido. El formalismo aparece cuando se carga exclusivamente el acento en el aspecto formal de cada función racional y. se separan unas funciones de otras. El conocimiento controlador y la lógica formal correspondiente, si los consideramos como el modelo de todo conocimiento, representan el formalismo en el dominio cognoscitivo. El conocimiento ·controlador es un aspecto de la razón cognoscitiva y un elemento esencial de todo acto cognoscitivo. Pero su intento de monopolizar la totalidad de la función cognoscitiva y de negar a cualquier otra vía su carácter cognoscitivo y su capacidad de alcanzar la verdad, pone de manifiesto la ruptura existencial a que da origen. Impide a la razón cognoscitiva que ahonde en esas profundidades de las cosas y de los acontecimientos que sólo se pueden aprehender con amor intellectualis. El formalismo en el dominio cognoscitivo es intelectualismo, es decir, el uso del intelecto cognoscitivo sin el eros. Las reacciones emocionales contra el intelectualismo olvidan la obligación de un pensamiento estricto, serio y técnicamente correcto en todas las cuestiones del conocimiento. Pero tienen razón cuando reclaman un conocimiento que no sólo controle sino que también una.10 10.
Véanse las secciones siguientes.
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En el dominio estético, el formalismo es una actitud que se expresa en la fórmula "el arte por el arte" y descuida el contenido y la significación de las creaciones artísticas en aras de su fonna pura. El esteticismo despoja al arte de su carácter existencial al sustituir la unión emocional por los juicios objetivos y las sutilezas del crítico. Ninguna expresión artística es posible sin la fonna racional creadora, pero la forma, incluso en sumayor perfección, es enteramente vacía si no expresa una substancia espiritual. Aun la creación artística más plena y más profunda puede ser destructora de ·la vida ,espiritual si es recibida en términos de formalismo y esteticismo. 11 Las reacciones emocionales de la mayor parte de los hombres contra el estetici'>mo son erróneas en su jui_cio estético, pero acertadas en su intención fundamental. En el dominio de la razón jurídica, 'el formalismo acentúa exclusivamente las necesidades estructurales de la justicia, sin plantearse el problema de la adecuación de la forma jurídica a la realidad humana que debe modelar. La trágica ruptura entre la ley y la vida, motivo de amargas lamentaciones en todos los tiempos, no se debe a una mala voluntad -específica de quienes promulgan y aplican la ley; es una consecuencia de la separación que existe entre la forma y la participación emocional. El legalismo, en el sentido de formalismo legal, puede convertirse, como ciertos tipos de lógica, en una especie de juego de puras formas, juego que es coherente en sí mismo, pero que está enteramente disociado de la vida. Si se aplica a la vida, este juego puede trocarse en una realidad destructora. Cuando la forma, en un grupo social, está armada de poder, puede convi:rtirse en un órgano terrible de supresión. Desde nuestro punto de vista, el formalismo legal y la supresión totalitaria están íntil!lamente relacionados entre· si. Las reacciones emocionales contra el formalismo legal son desatinadas en lo que se refiere a las necesidades estructurales de la ley, pero comprenden instintivamente la inadecuación del formalismo legal para dar satisfacción a las exigencias de la vida. En la función comunitaria de la razón, el formalismo salva11. Toda interpretación pública de la PQ.fiÓn según san Mateo de Bach comporta el riesgo de que baga menos significativa la narración evangélica para qui~nes admiran el gran ·arte de la música de Bach, pero no se sienten embargados por su significación infinita.
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guarda, ap1ica y defiende las formas convencionales que han modelado la vida social y personal. El convencionalismo, como puede llamarse a esta actitud, no debe confundirse con el tradiciona1ismo. Este último reivindica absolutamente ciertas tradiciones o convenciones particulares a causa de su contenido y de su significación. El convencionalismo, en cambio, no formula ninguna reivindicación absoluta de las convenciones que defiende, ni las valora por su contenido y significación. El convencionalismo afirma las formas sociales y personales como formas. El formalismo convencional exige una obediencia automática a los tipos de comportamiento aceptados. El tremendo poder que ejerce sobre las relaciones sociales, la educación y la autodisciplina lo convierte en una fuerza trágica a lo largo de toda la historia humana. Tiende a destruir la vitalidad y creatividad innatas de cada nuevo ser y de cada nueva generación. Paraliza la vida y sustituye el amor por la regla. Modela las persona1idades y las comunidades suprimiendo la substancia espiritual y emocional que debería modelar. La forma destruye el sentido. Las reacciones emocionales contra el formalismo convencional revisten un carácter particularmente explosivo y catastrófico. Son absolutamente "ciegas" en lo que se refiere al poderoso sostén, salvaguardia y orientación que nos presta la convención y el hábito; pero tienen razón cuando se oponen arriesgada y apasionadamente a su distorsión fonpalista. El formalismo no sólo aparece en cada función de la razón ontológica sino también en la relación de las funciones entre sí. La unidad de la razón está rota por su división en compartimentos, cada uno de los cuales se halla controlado por una serie particular de formas estructurales. Esto hace referencia tanto a las funciones de la razón que aprehenden y modelan como a sus interrelaciones. La función cognoscitiva, despojada de sú elemento estético, está separada de la función estética, despojada de su elemento cognoscitivo. En la razón esencial, estos dos elementos poseen diversos grados de unión, como así se refleja, por un lado, en funciones .como la intuición histórica y ontológica, y por el otro, en las novelas psicológicas y la poesía metafísica. La unión de las funciones cognoscitiva y estética halla su plena expresión en la mitología, que constituye el seno materno donde ambas nacieron, donde conquistaron su independencia y a donde tienden a retornar. Los filósofos y artistas
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románticos de principios del siglo xix intentaron restablecer la unidad de las funciones cognoscitiva y estética (esta tendencia Ja han proseguido luego numerosos artistas y .filósofos recientes -el expresionismo, el neo-realismo, el existencialismo). Rechazaron el formalismo cognoscitivo y estético .y, en consecuencia, rechazaron asimismo la separación de esas dos funciones. Incluso intentaron unirlas en un nuevo mito. Pero en esto fracasaron. No puede crearse ningún mito, ni puede alcanzarse ninguna unidad de las funciones racionales partiendo de una razón en conflicto. Un nuevo mito es la expresión del poder de reunión de una nueva revelación, no un producto de la razón formalizada. También las funciones de modelamiento de la razón están separadas unas de otras por la formalización de la razón y su separación del elemento emocional. La función de organización, despojada de una base orgánica, está separada de la función orgánica, despojada de una estructura de organización. En la razón esencial, estos dos elementos poseen diversos grados de unión y de transición, de un modo análogo a la vida de las organizaciones libres en el seno de una amplia estructura legal. La unión de las funciones jurídica y comunitaria halla su plena expresión en la comunidad de culto, que es la madre de ambas y a la que ambas tienden a retornar. Los antiguos y los nuevos románticos aspiran a un Estado que represente el "cuerpo" cristiano de una Edad Media idealizada o, si esto no es posible, aspiran al establecimiento de unos cuerpos nacionales o. raciales, o al •cuerpo~ de la humanidad. Anhelan un organismo que pueda ser portador de un derecho no formalista. 12 Pero ni la humanidad como organismo ni un culto común como función de una comunidad religiosa mundial pueden operar la unión en sí de la ley y de la comunión. Esta unidad no puede ser creada ni por una constitución formalista ni por simpatías, deseos y movimientos desorganizados. La búsqueda de una comunión nueva y universal, en la que estén unidos la organización y el organismo, es la búsqueda de la revelación. Finalmente, la formalización de la razón separa sus funciones de aprehensión y de modelación. Este conflicto suele descri1.2. :!ste es el verdadero problema que plantea la organización mundial hacia la que hoy tiende la humanidad y que es prematuramente anticipada por el movimiento en favor de un gobierno mundial.
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birse como el conflicto entre la teoría y la práctica. Una aprehensión que haya perdido el elemento de modelación, y una modelación que haya perdido el elemento de aprehensión, están en conflicto entre sí. En la razón esencial, ambos elementos están unidos. Una palabra, de la que se ha abusado mucho, la palabra "experiencia", posee una connotación que indica esta unidad: la experiencia une la intuición a la acción. En la relación existente entre el mito y el culto, ni siquiera es imaginable la menor separación. El culto incluye el mito sobre cuya base representa el drama divino-humano, y el mito incluye el culto del que es la expresión imaginaria. Es, pues, comprensible que exista una lucha continua para efectuar la reunión de la teoría y la práctica. En su descripción de la "pobreza de la filosofía", Marx abominaba de una filosofía que interpreta el mundo sin cambiarlo. Nietzsche, en su ataque al historicismo, execraba una historiografía que no está en función de nuestra existencia histórica. El socialismo religioso asumió la intuición del cuarto evangelio según la cual la verdad debe ser hecha, y asumió asimismo la intuición de toda la tradición bíblica según la cual no se puede conocer la naturaleza de la "nueva realidad" sin participar activamente en ella. El instrumentalismo, aunque se mantiene predominantemente en el nivel de la razón técnica, subraya la intima relación que existe entre la acción y el conocimiento. No obstante, los conflictos continúan. La práctica desdeña a la teoría, porque la considera inferior a sí misma; reclama un activismo que renuncie tajantemente a toda investigación técnica antes de que haya alcanzado su fin. En la práctica, no se puede obrar de otra manera, ya que hay que actuar antes de haber acabado de pensar. Por otra parte, los horizontes infinitos del pensamiento no pueden proporcionar con certe-za la base de toda decisión concreta. Salvo en el dominio técnico, que no implica una decisión existencial, todas las demás decisiones deben tomarse partiendo de intuiciones limitadas, deformadas o incompletas. Ni la teoría ni la práctica aisladamente pueden resolver su mutuo confficto. Sólo una verdad que esté presente a pesar de la infinidad de posibilidades teóricas y sólo un bien 'que esté presente a pesar del riesgo infinito implícito en cada acción, pueden superar la ruptura entre la función de aprehender y la función de modelar de la razón. La búsqueda de esta verdad y de este bien es la búsqueda de la revelación.
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Las divisiones funcionales de la razón son consecuencia
y el emocionalismo. Las consecuencias que acarrea la formalización de la razón son m-anifiestas. La emoción reacciona contra ellas y contra la razón formal en todos los dominios. Pero esta reacción es fútil porque es meramente "emocional", es decir, porque carece de elementos estructurales. Si la emoción no deja de ser pura emoción, resulta impotente para luchar contra el intelectualismo y el esteticismo, contra el legalismo y el convencionalismo. Pero, aunque carezca de todo poder sobre la razón, puede ejercer un gran poder destructor sobre el espíritu en su dimensión personal y social. La emoción desprovista de estructura racional (en el sentido, por supuesto, de la razón ontológica) se convierte en irracionalismo. Y el irracionalismo es destructor bajo dos aspectos. Si ataca a la razón formalista, debe tener algún contenido racional. ~ste contenido, sin embargo, no está sujeto a la crítica racional y todo su poder le viene de la fuerza emotiva que lo impulsa. Se trata todavía de la razón, pero de una razón impulsada irracionalmente y, por ende, ciega y fanática. Posee todas las cualidades de lo demoníaco, aunque lo exprese en términos religiosos o seculares. Si, por otra parte, el irracionalismo se vacía a sí mismo de todo contenido y se convierte en mero sentimiento subjetivo, se crea un vacío en el que la razón deformada puede irrumpir sin un control racional. 13 Si la razón sacrifica sus estructuras formales y, con ellas, su poder crítico, el resultado no es una sentimentalidad vacía sino la ascensión demoníaca de las fuerzas antirracionales, que a menudo están apoyadas por todos los instrumentos de la razón técnica. Esta experiencia induce a los hombres a la búsqueda de la reunión de la forma y de la emoción. Es la búsqueda de la revelación. La razón no se opone a la revelación. Requiere la revelación, ya que la revelación significa la reintegración de la razón.
13. B1 vacío irracionalismo del movimiento juvenil alemán fue un terreno fértil para que en él arraigara el irracionalismo racional de loa nat:is.
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C.
6. LA
TEOLOGIA SISTEMÁTICA
LA FUNCióN COGNOSCITIVA DE LA RAZóN Y LA BúSQUEDA DE LA REVELACIÓN FSTl\UCI'URA ONTOLÓGICA DEL CONOCIMIENTO
La teología sistemática, al desarrollar el concepto de revelación, debe prestar una atención particular a la función cognoscitiva de la razón ontológica, ya que la revelación es la manifestaci6n del fondo del ser para el conocimiento humano. Pero como la teología como tal no puede crear por sí misma una epistemología, tiene que referirse a aquellas características de Ja razón cognoscitiva que guardan relación con el carácter cognoscitivo de la revelación. En particular, la teología debe ofrecer una descripción de la ra~ón cognoscitiva bajo las condiciones de la existencia. Pero una descripción de los conflictos de la cognición existencial presupone una comprensión de su estructura ontológica, ya que la estructura polar de la razón cognoscitiva es la que hace posible sus conflictos existenciales y la encamina a la búsqueda de la revelación. El conocimiento es una forma de unión. En todo acto de conocimiento, el que conoce y lo que es conocido están unidos; el abismo que separa a sujeto y objeto es superado. El sujeto "aprehende" el objeto, se lo adapta y, al mismo tiempo, se adapta a su vez al objeto. Pero la unión del conocimiento es una unión peculiar; es una unión a través de la separación. El distanciamiento es la condición de la unión cognoscitiva. Para conocer \lna cosa, debemos "mirarla", y, para mirarla, debemos estar •a cierta distancia" de ella. La distancia cognoscitiva constituye el presupuesto de la unión cognoscitiva. La mayor parte de los filósofos han visto ambos aspectos del conocimiento. La vieja disputa para saber si lo igual reconoce a lo igual o si lo desigual reconoce a lo desigual, es la expresión clásica de la intuición según la cual la unión (que presupone una cierta igualdad) y la distancia (que presupone una cierta desigualdad) son elementos polares en el proceso del conocimiento. La unidad de la distancia y de la unión constituye el problema ontológico del conocimiento. Y esto condujo a Platón al mito de la unión original del alma con las esencias (ideas), la separación del
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alma con respecto a lo que es verdaderamente real en la existencia temporal, el recuerdo de las esencias y la reunión con ellas a través de los diferentes grados de la elevación del alma por el conocimiento. La unidad nunca está completamente destruida; pero existe asimismo una alienación. El objeto particular es extraño como tal, pero contiene estructuras esenciales con las que el sujeto cognoscente está esencialmente unido y a las que puede recordar cuando mira las cosas. Este tema se perpetúa a lo largo de toda la historia de la filosofía. Explica los titánicos esfuerzos realizados por el pensamiento humano en todas las épocas para hacer comprensible la relación cognoscitiva -lo extraños que son entre sí el sujeto y el objeto, y, a pesar de ello, su unión cognoscitiva. Mientras el escepticismo desesperaba de la posibilidad de unir el objeto y el sujeto, el criticismo retiraba del ámbito del conocimiento real al objeto como cosa-en-sí, sin dar razón de cómo el conocimiento puede aprehender la realidad y no tan sólo la apariencia. Mientras el positivismo eliminaba completamente la diferencia entre sujeto y objeto, y el idealismo decretaba la identidad de ambos, ninguno de los dos lograba explicar la mutua alienación del sujeto y del objeto y la posibilidad del error. El dualismo postulaba una unidad trascendente de sujeto y objeto en una mente o substanci!l divina, pero sin que explicara la participación del hombre en ella. Con todo, cada una de estas tentativas era consciente del problema ontológico del conocimiento: la unidad de la separación y de la unión. La situación epistemológica viene confirmada existencialmente por ciertos aspectos de la vida personal y social cuando se los relaciona con el conocimiento. La pasión de conocer por conocer, que frecuentemente podemos encontrar tanto bajo formas primitivas como refinadas, indica que una necesidad, un vacío queda colmado por el conocimiento que logra aprehender su objeto. Algo que era extraño, pero que sin embargo nos pertenece, se nos ha hecho familiar, se ha convertido en una parte de nosotros mismos. Según Platón, el eros cognoscitivo ha nacido de la pobreza y de la abundancia. Nos conduce a la reunión con aquello a lo que pertenecemos y que nos pertenece. En todo acto de conocimiento, la necesidad y la alienación son vencidas. Pero el conocimiento es más que una realización; también
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transforma y cura; esto sería imposible si el sujeto cognoscente no fuera sino un espejo del objeto, del que permaneciera a una distancia no vencida por él. Sócrates era consciente de esta situación cuando afirmaba que, del conocimiento del bien, se sigue la realización del bien. Desde luego, es tan fácil como poco costoso afirmar que podemos conocer el bien sin hacerlo, sin ser capaces de hacerlo. Nunca deberíamos cotejar ~ Sócrates con Pablo para mostrar hasta qué punto era más realista Pablo que Sócrates. Por lo menos es probable que Sócrates supiera lo que todo colegial sabe -que algunas personas actúan contra aquello que mejor conocen. Pero también sabía algo que ignoran incluso ciertos filósofos y teólogos -que el verdadero conocimiento incluye la unión y, por tanto, la abertura para recibir aquello con lo que uno se une. ll:ste es el conocimiento del que también nos habla Pablo, la gnosis, que en el griego neotestamentario significa a la vez la unión cognoscitiva, sexual y mística. En este sentido, no existe el menor contraste entre Sócrates y Pablo. Quien conoce a Dios o a Cristo en el sentido de sentirse embargado por 11:1 y unido a :€1, hace el bien. Quien conoce la estructura esencial de las cosas en el sentido de haber recibido su significación y su fuerza, actúa de conformidad con ellas: hace el bien, aunque le cueste la vida. Recientemente, al término "visión"(insight) se le han conferido ciertas connotaciones de gnosis, es decir, de un conocimiento que transforma y cura. La psicología de las profundidades atribuye poderes terapéuticos a la visión, aludiendo así, no a a un conocimiento independiente de la teoría psicoanalítica o del pasado de uno mismo a la luz de esta teoría, sino a la repetición de sus experiencias reales con todos los dolores y horrores que entraña semejante repetición. En este sentido, la visión es una reunión con el propio pasado y especialmente con los momentos de ese pasado que ejercen una influencia destructura sobre el presente. Esta unión cognoscitiva produce una transformación tan radical y tan difícil como la que presuponían y exigían Sócrates y Pablo. Para la mayoría de las filosofías y religiones asiáticas, el poder unificante, terapéutico y transformador del conocimiento es incuestionable. El problema -nunca enteramente resuelto- que les acucia es el problema que suscita el elemento de distancia, no el de unión.
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Otra confirmación existencial de la interpretación del conocimiento como una unidad entre distancia y unión es la valoración social del conocimiento por parte de todos los grupos humanos integrados. La intuición y aceptación de los principios sobre los que descansa la vida del grupo, se considera como una precondición absoluta para la vida del grupo. A este respecto, no existe ninguna diferencia entre los grupos religiosos y seculares, democráticos y totalitarios. Es imposible comprender la insistencia con que todos los grupos sociales destacan la importancia que reviste el conocimiento de sus principios dominantes, si se desconoce el carácter unificador del conocimiento. Muchas de las críticas dirigidas contra ese mal llamado dogmatismo, críticas formuladas a menudo por personas que no son éOnscientes de sus propios postulados dogmáticos, están enraizadas en la falsa interpretación del conocimiento como una fría cognición de unos objetos separados del sujeto. El dogmatismo con respecto a ese conocimiento carece en realidad de sentido. Pero si el conocimiento une, cobra una importancia extraordinaria el objeto con el que se une. El error resulta peligroso si significa la unión con elementos desfigurados y engañosos de la realidad, con aquello que no es realmente real sino que sólo pretende serlo. La congoja ante la posibilidad de caer en el error o la congoja ante el error en el que otros podrían caer o han caído, las formidables reacciones contra el error que experimentan todos los grupos sociales coherentes, la interpretación del error como una posesión demoníaca -todo esto es comprensible únicamente si el conocimiento implica la unión. El liberalismo, la protesta contra el dogmatismo, se fundamenta en el auténtico elemento de distanciamiento que forma parte del conocimiento y que exige la abertura a las cuestiones, a las investigaciones y a las nuevas respuestas, aun en el caso de que esto pudiera acarrear la desintegración de un grupo social. Bajo las condiciones de la existencia, no es posible encontrar ninguna solución definitiva para este conflicto. Así como la razón en general se ve arrastrada al conflicto entre el absolutismo y el relativismo, también la razón cognoscitiva está sujeta al conflicto existente entre unión y distanciamiento en todo acto de conocimiento. De este conflicto surge la búsqueda de un conocimiento que una la certeza de la unión existencial a la abertura del distan-
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ciamiento cognoscitivo. Esta búsqueda es la búsqueda del conocimiento de revelción.
7.
US RELACIONF.S COGNOSCITIVAS
El elemento de unión y el elemento de distanciamiento existen siempre, en diferentes grados, en los distintos dominios del conocimiento. Pero no existe conocimiento alguno sin la presencia de ambos elementos. Los datos estadísticos constituyen un material para el conocimiento físico o sociológico, pero en sí mismos no son conocimiento. Las meditaciones piadosas implican ciertos elementos cognoscitivos, pero en sí mismas no son conocimiento. El tipo de conocimiento que está predominantemente determinado por el elemento de .separación podemos llamarlo '"conocimiento controlador" .14 Este conocimiento es el principal ejemplo, aunque no el único,' de la razón técnica. Une sujeto y objeto para establecer el control del objeto por parte del sujeto. Transforma el objeto en una "cosa" enteramente condicionada y calculable. Lo despoja de toda cualidad subjetiva. El conocimiento controlador mira a su objeto como algo que no puede devolverle la mirada. Cierto es que en todo tipo de conocimiento se distingue lógicamente el sujeto y el objeto. Siempre hay un objeto, incluso en nuestro conocimiento de Dios. Pero el conocimiento controlador es "objetivante.., no sólo lógicamente (lo cual ~ inevitable), sino también ontológica y éticamente. Ninguna cosa, sin embargo, es meramente una cosa. Como que todo lo que es participa en la estructura yo-mundo del ser, no se da nada que no esté referido a sí mismo. Esto hace posible la unión con cualquier cosa. Nada es absolutamente extraño. Hablando de manera metafórica, podríamos decir que así como nosotros miramos las cosas, así nos miran las cosas con la esperanza de ser acogidas por nosotros y con el ofrecimiento de enriquecernos en la unión cognoscitiva. Las cosas nos dicen que podrfan ser "interesantes" si penetrásemos hasta sus niveles más profundos y experimentásemos su particular poder de ser. 111 Al mismo 14. Cf. Max Scheler, Vera11che z11 einer Soziologle des Wlssens, Munich, 1924. 15. Goetbe nos pide que consideremos de qué modo las cosas son "siendo" (seiend), indicando así la estructurn única que es su poder de ser.
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_tiempo, esto no excluye el hecho de que sean objetos en el sentido técnico, cosas para ser utilizadas y trabajadas, medios para alcanzar unos fines que son extraños a su significación interna (telos). Un metal es "interesante"; posee elementos de subjetividad y de autoreforencia. Pero, por otra parte, es el material para innumerables instrumentos y fines. Mientras la naturaleza de los metales admite una suma abrumadora de conocimiento objetivante y de utilización técnica, no ocurre lo mismo con la naturaleza humana. El hombre se resiste a la objetivación, y si su resistencia se quiebra, se quiebra el mismo hombre. Una relación verdaderamente objetiva con el hombre está determinada por el elemento de unión; el elemento de distanciamiento es secundario. No está ausente; hay niveles en la constitución corporal, psíquica y mental del hombre que pueden y deben ser aprehendidos por el conocimiento controlador. Pero ésta no es la manera de conocer ninguna personalidad individual del pasado o del presente, incluido uno mismo. Sin unión, no se da ninguna actitud cognoscitiva del hombre. En contraste con el conocimiento controlador, a esta actitud cognoscitiva podemos llamarla "conocimiento receptivo". Ni real ni potencialmente está determinado par la relación medios-fines. El conocimiento receptivo toma el objeto en si mismo, en su unión con el sujeto. Incluye, pues, el elemento emocional, del que el conocimiento controlador procura distanciarse todo lo posible. La emoción es el vehículo del conocimiento receptivo. Pero el vehículo está lejos de convertir en emocional el contenido mismo del conocimiento. El contenido es racional, es algo sometido a verificación, algo que hay que considerar con una prudencia crítica. Sin embargo, nada puede ser recibido cognoscitivamente sin emoción. No es posible ninguna unión de sujeto y objeto sin participación emocional. La unidad de unión y distanciamiento la describe con precisión el ténilino "comprensión" (understanding). Su significación literal en inglés -estar bajo el lugar donde está el objeto del conocimiento- implica una participación íntima. En el sentido ordinario, designa la capacidad de aprehender el significado lógioo de algo. Comprender a otra persona o a una figura histórica, la vida de un animal o un texto religioso, comporta una amalgama de conocimiento controlador y de conocimiento recep-
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tivo, de unión y de distanciamiento, de participación y de análisis. La mayor parte de las distorsiones cognoscitivas hunden sus raíces en el desdén con que deja de prestarse atención a la polaridad de la razón cognoscitiva. Este desdén no sólo es un error evitable; es un auténtico conflicto bajo las condiciones de la existencia. Un aspecto de este conflicto lo constituye la tensión entre dogmatismo y criticismo en el seno de los grupos sociales. Pero existen otros aspectos. El conocimiento controlador pretende controlar todos los niveles de la realidad. La vida, el espíritu, la personalidad, la comunidad, las significaciones, los valores, incluso la preocupación última del hombre deberían ser tratados en términos de distanciamiento, de análisis, de cálculo, de utilización técnica. Lo que constituye la fuerza de esta reivindicación es la precisión, el carácter verificable, la accesibilidad pública del conocimiento controlador y, sobre todo, el formidable éxito alcanzado por su aplicación a ciertos niveles de la realidad. Es imposible desatender y ni siquiera reprimir esta reivindicación. La mentalidad pública está tan impregnada de sus exigencias metodológicas y de sus resultados asombrosos, que toda tentativa cognoscitiva que presuponga la recepción y la unión suscita una desconfianza total. Esta actitud acarrea un rápido declive de la vida espiritual (no únicamente de la vida Espiritual), una alienación de la naturaleza y, la más peligrosa de todas sus consecuencias, el hecho de que se trate a los seres humanos como cosas. En psicología y sociología, en medicina y filosofía, se ha descompuesto al hombre en los elementos que lo componen y que lo determinan. De este modo, se han acumulado verdaderos tesoros de conocimiento empírico, y nuevos proyectos de investigación acrecientan diariamente tales tesoros. Pero se ha perdido al hombre en esta empresa. Ahora se desdeña lo que sólo podemos conocer por participación y unión, lo que constituye el objeto del conocimiento receptivo. De hecho, el hombre s.e ha convertido en lo que el conocimiento controlador considera que es, una cosa entre las cosas, un engranaje en la máquina tiránica de la producción y el consumo, un objeto deshumanizado de tiranía o un objeto normalizado de las comunicaciones públicas. La deshumanización cognoscitiva ha generado la deshumanización real del hombre. Los tres movimientos principales que han intentado oponer-
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se a la marea ascendente del conocimiento controlador son: el romanticismo, la filosofía de la vida y el existencialismo. Todos ellos alcanzaron un éxito momentáneo, pero a la larga fracasaron porque no pudieron resolver el problema del criterio con que determinar lo falso y lo verdadero. La filosofía romántica de la naturaleza confundió la poesía y la intuición simbólica con el conocimiento. Ignoró la "extranjería" del mundo de los objetos, la "extranjería" para el hombre, no sólo de los niveles más bajos de la naturaleza, sino también de sus niveles superiores. Cuando Hegel llamaba a la naturaleza "espíritu alienado", no cargaba el acento en "alienación", sino en "espíritu", y eso le dio la posibilidad de aproximarse a la naturaleza con un conocimiento receptivo y con el intento de participar en ella y de unirse a ella. Pero la filosofía de la naturaleza de Hegel fue un fracaso de significado mundial. Ninguna filosofía romántica de la naturaleza puede eludir esta derrota. Como tampoco puede evitarla una 6losofia de la vida que intenta crear una unión cognoscitiva con el proceso dinámico de la vida. Esa filosofía reconoce que la vida no es un objeto del conocimiento controlador; que es preciso matar primero a la vida para someterla a la estructura medios-fines; que la vida en su creatividad dinámica, en su élan vital (Bergson), sólo está abierta al conocimiento receptivo, a la participación intuitiva y a la unión mística. Esto, sin embargo, suscita la pregunta que la filosofía de la vida nunca pudo contestar: ¿Cómo podemos verificar la unión intuitiva en la que la vida es consciente de si misma? Si esta unión intuitiva es inexpresable, no es conocimiento. Si es expresable, cae bajo el criterio de la razón cognoscitiva, y la aplicación de este criterio exige distanciamiento, análisis y objetivación. La relación existente entre el conocimiento receptivo y el conocimiento controlador no la explica ni Bergson ni ningún otro filósofo de la vida. El existencialismo trata de salvar la libertad del yo individual del dominio del conocimiento controlador. Pero describe esta libertad en términos que, no sólo carecen de todo criterio, sino también de todo contenido. El existencialismo es el intento más desesperado por escapar del poder del conocimiento controlador y del mundo objetivado que ha generado la razón técnica. Dice "no" a este mundo; pero, para decir "sí" a alguna otra cosa, tiene que utilizar el conocimiento controlador o abrirse a la revelación. El existencialismo, como el romanticismo y la
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filosofía de la vida, o ha de capitular ante la razón técnica o ha de formular la pregunta acerca de la revelación. La revelación pretende crear una completa unión con lo que en ella se manifiesta. Es el conocimiento receptivo en su plenitud. Pero al propio tiempo, pretende satisfacer las exigencias del conocimiento controlador, del distanciamiento y del análisis. 8.
VERDAD Y VERIFICACIÓN
Todo acto cognoscitivo se esfuerza por alcanzar la verdad. Dado que la teología pretende ser verdadera, debe desentrañar el sentido del término "verdad", la naturaleza de la verdad revelada y su relación con las demás formas de verdad. Si no lo hace, podemos desechar la pretensión teológica por un simple expediente semántico, al que frecuentemente recurren los naturalistas y Jos positivistas. Según ellos, el uso del término "verdad" está reservado a las afirmaciones empíric~ente verificables. El predicado "verdadero" debería asignarse únicamente a los enunciados analíticos o a las proposiciones experimentalmente confirmadas. Tal limitación terminológica de los términos "verdadero" y "verdad" siempre es· posible; es una cuestión de convención. Pero, si se acepta, significa una ruptura oon la totalidad de la tradición occidental y requiere la creación de un nuevo término para designar lo que se ha llamado alethes o -verum en la literatura clásica, antigua, medieval y moderna. ¿Es necesaria esa ruptura? La respuesta depende en última instancia, no de razones de conveniencia, sino de la naturaleza de la razón cognoscitiva. La filosofía moderna suele hablar de lo verdadero y de lo falso como cualidades de los juicios. Los juicios pueden alcanzar la aprehensión de la realidad o pueden fracasar en su intento y, en consecuencia, pueden ser verdaderos o falsos. Pero la realidad en sí es lo que es, y no puede ser ni verdadera ni falsa. Ciertamente, ésta es una posible línea de argumentación; pero también es posible rebasarla. Si se formula la pregunta: "¿A qué se debe que un juicio sea verdadero?", la respuesta habrá de decir algo acerca de la realidad misma. Debe haber una explicación que nos aclare por qué la realidad puede darse al acto cognoscitivo de tal forma que haga posible un juicio falso y que se precisen numerosos procesos de observación y de pensamiento
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para llegar a unos juicios verdaderos. La razón de ello estriba en que las rosas ocultan su verdadero ser; es necesario descubrirlo bajo la superficie de las impresiones sensibles, de las apariencias cambiantes y" de las opiniones infundadas. Este descubrimiento se realiza mediante un proceso de afirmaciones previas, de negaciones consecuentes y de afirmaciones finales. Se realiza por el "sí y no'', o sea, dialécticamente. Es necesario atravesar la superficie, ir más allá de la apariencia, alcanzar la "profundidad", es decir, la ousia, la "esencia" de las cosas, aquello que les da el poder de ser. ~sta es su verdad, lo "realmente real", a diferencia de lo aparentemente real. Sin embargo, no se le llamaría "verdadero", si no fuese verdadero para alguien, en particular para la mente que, por el poder de la palabra racional, del logos, aprehende el nivel de la realidad en el que "habita" lo realmente real. Esta noción de la verdad no está vinculada a su lugar de nacimiento socrático-platónico. Independientemente de cómo pueda cambiarse la terminología, de cómo pueda describirse la relación entre lo verdadero y la realidad aparente, de cómo pueda entenderse la relación entre la mente y la realidad, el problema de lo "verdaderamente real" no puede eludirse. Lo aparentemente real no es irreal; pero es engañoso si se toma por lo realmente real. Podríamos decir que el concepto de ser verdadero es el resultado de esperanzas frustradas en nuestro encuentro con la realidad. Por ejemplo, encontramos a una persona, y la impresión que de ella recibimos nos hace concebir ciertas esperanzas acerca de su comportamiento futuro. Algunas de estas esperanzas resultan luego ilusorias y suscitan el deseo de una "más profunda" comprensión de su personalidad, en comparación con la cual nuestra primera comprensión fue "superficial". Surgen así nuevas esperanzas, que de nuevo resultan ser parcialmente ilusorias y que nos inducen a pensar en un -nivel todavía más profundo de su personalidad. Finalmente, logramos descubrir la estructura de su personalidad real, verdadera, la esencia y el poder de su ser, y ya no volvemos a sentirnos decepcionados por ella. Quizá nos dé alguna sorpresa todavía; pero tales sorpresas ya son de esperar si el objeto de nuestro conocimiento es una persona. La verdad de una cosa es aquel nivel de su ser cuyo conocimiento nos impide concebir falsas esperanzas y experimentar luego el consiguiente desengaño. La verdad es,
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pues, tanto la esencia de las cosas como el acto cognoscitivo por el que aprehendemos esta esencia suya. El término ·verdad", Jo mismo que el término "razón'', es subjetivo-objetivo. Un juicio es verdadero porque aprehende y expresa el ser verdadero; y lo realmente real se hace verdad si es aprehendido y expresado en un juicio verdadero. La resistencia que la reciente filosofía opone al uso ontológico del término "verdad" ha sido provocada por el postulado según el cual sólo es posible verificar la verdad en el dominio de la ciencia empírica. Se consideran meras tautologías, autoexpresiones emocionales o proposiciones carentes de sentido, las afirmaciones que no pueden verificarse experimentalmente. Entraña una verdad importante esta actitud. Las afirmaciones que no poseen ni una evidencia intrínseca ni posibilid~d alguna de verificación, carecen de todo valor cognoscitivo. Por "verificación" se entiende un método que nos permita decidir acerca de la verdad o la falsedad de un juicio. Sin tal método, los juicios son expresiones del estado subjetivo de una persona, pero no actos de la razón cognoscitiva. El test de verificación pertenece a la naturaleza de la verdad; en esto, el positivismo tiene razón. Todo postulado cognoscitivo (hipótesis) debe ser sometido a comprobación. La comprobación más segura es el experimento repetible. Un dominio cognoscitivo en el que esto sea posible cuenta con la ventaja del rigor metodológico y la posibilidad de oomprobar en cualquier momento la exactitud de una afirmación. Pero no es permisible convertir el método experimental de verificación en el modelo exclusivo de toda verificación. La verificación puede darse en el seno del mismo proceso vital. Este tipo de verificación (que se cumple más bien por la experiencia que por la experimentación) tiene la ventaja de que no necesita detener el proceso vital ni romper su totalidad para extraer de ella por destilación unos elementos calculables (lo que sí ha de hacer la verificación experimental). Esta verificación de carácter no experimental es más fiel a la vida, aunque menos exacta y definida; pero es, con mucho, la parte más importante de toda la verificación cognoscitiva. En algunos casos, actúan de consuno ambas verificaciones, la que procede por experimentación y la que procede por experiencia. En otros casos, falta por compl~to el elemento experimeñtal. Es obvio que estos ~s métodos de verificación correspon-
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den a dos actitudes cognoscitivas, la controladora y la receptiva. El conocimiento controlador queda verificado por el éxito logrado por las acciones controladoras. La utilización técnica del conocimiento científico constituye su mayor y más impresionante verificación. Toda máquina que funciona es un test constantemente repetido de la verdad de los postulados científicos sobre cuya base ha sido construida. En cambio, el conocimiento receptivo queda verificado por la unión creadora de dos naturalezas, la naturaleza del que conoce y la naturaleza de la cosa conocida. Claro está que este test no es repetible, ni preciso, ni definitivo en ning{m momento. Es el mismo proceso vital el que lo somete a prueba. La prueba es, pues, indefinida y previa, e implica un elemento de riesgo. Futuras etapas del mismo proceso vital pueden probar que lo que parecía ser un riesgo aventurado, en realidad no lo fue, y viceversa. No obstante, hemos de correr este riesgo, hemos de utilizar el conocimiento receptivo, hemos de proseguir continuamente la verificación por la experiencia, tanto si se apoya además en pruebas experimentales como si éstas faltan. Los procesos vitales constituyen el objeto de la investigación biológica, psicológica y sociológica. En estas disciplinas, es posible y se ha logrado realmente la acumulación de una impresionante suma de conocimiento controlador y de verificación experimental; y los científicos tienen razón cuando, en su estudio de los procesos vitales, procuran extender los métodos experimentales tanto como les es posible. Pero tales tentativas tienen unos límites, que no les son impuestos por la impotencia, sino por definición. Los procesos vitales se caracterizan por su totalidad, espontaneidad e individualidad. La experimentación, en cambio, presupone el aislamiento, la regularidad, la generalidad. En consecuencia, sólo los elementos separ~bles de Jos procesos vitales son susceptibles de verificación por experimentación, mientras que los procesos mismos han de se~ recibidos en una unión creadora para ser conocidos. Los médicos, los psicoterapeutas, los educadores, los reformadores sociales y los dirigentes políticos se ocupan de ese aspecto del proceso vital, que es su aspecto individual, espontáneo y total. Sólo pueden trabajar sobre la base de un conocimiento que une los elementos controladores y los elementos receptivos. La verdad de su conocimiento está verificada en parte por la prueba experimen-
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tal y en parte por una participación en la vida individual de la que se ocupan. Si llamamos "intuición" a este "conocimiento por participación", la actitud cogno~citiva ante todo proceso vital individual es intuitiva. La intuición así entendida no es irracional, y no nos exime de tener plena conciencia del conocimiento experimentalmente verificado. La verificación en el dominio del conocimiento }Jistórico une también un elemento de experimentación y un elemento d.e experiencia. El lado fáctico de la investigación histórica se fundamenta en el estudio de las fuentes, tradiciones y documentos que se atestiguan unos a otros de un modo comparable a los métodos experimentales (aunque ningún acontecimiento histórico sea repetible). No obstante, el lado selectivo e interpretativo, sin el cual no se habría escrito nunca niriguna historiografía, se fundamenta en una participación en términos de comprensión y explicación. Sin una unión de la naturaleza del historiador con la de su objeto, no es posible nfuguna historia realmente significativa. Pero con esta unión, el mismo período y la misma figura histórica han recibido, a partir del mismo material verificado, muchas y muy distintas interpretaciones, todas ellas históricamente significativas. A este respecto, verificar significa iluminar, hacer comprensible, dar una imagen significativa y coherente. La labor del historiador consiste en "dar vida.. a lo que "se esfumó en el pasado". La prueba de su éxito cognoscitivo, de la verdad de su descripción histórica, es que haya sido capaz de llevarla a feliz término. Esta prueba no es def4iitiva, y todo trabajo histórico comporta un riesgo. Pero es una prueba, una verificación por la experiencia, aunque no sea una verificación por experimentación. . Los principos y las normas, que constituyen la estructura de la razón subjetiva y de la razón objetiva, son el objeto cognos-' citivo de la filosofía. El racionalismo y el pragmatismo discuten la cuestión de su verificación de tal modo que ambos se olvidan del elemento constituido por la unión cognoscitiva y el conocimiento receptivo. El racionalismo intenta desarrollar los· principios y las normas en términos de autoevidencia, universalidad y necesidad. Las categorías del ser y del pensamiento, los principios de la expresión estética, las normas de la ley y de la comunión son susceptibles de un análisis crítico y de un conocimiento a priori. La analogía ·de la evidencia matemática, que
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no necesita ni las pruebas del conocimiento controlador ni las del conocimiento receptivo, se utiliza para la deducción de los principios racionales, de las categorías y de las normas. El pensamiento analítico puede tomar decisiones acerca de la estructura racional de la mente y de la realidad. El pragmatismo afirma exactamente lo contrario. Considera los llamados principios de la razón, las categorías y las normas como los resultados de una experiencia acumulada y probada, pero susceptible de experimentar cambios radicales por efecto de la experiencia futura y sometida a pruebas siempre repetidas. Tales principios, categorías y normas han de acreditar su poder de explicar y juzgar un material dado de conocimiento empírico, de expresión estética, de estructuras legales y de formas comunitarias. Si son capaces de hacerlo, están verificados pragmáticamente. Ni el racionalismo ni el pragmatismo ven el elemento de participación del conocimiento. Ninguno de ellos distingue el conocimiento receptivo del conocimiento controlador. Ambos están ampliamente determinados por la actitud del conocimiento controlador y atados a las alternativas que éste implica. Contra uno y otro, hemos de decir que la verificación de los principios de la raz6n ontológica no tiene el carácter ni de la autoevidencia racional, ni de una prueba pragmática. La autoevidencia racional no puede atribuirse a un principio que contenga algo más que la pura forma de la racionalidad, como ocurre, por ejemplo, con el imperativo categórico de Kant. Todo principio concreto, toda categoría y norma, que expresa más que la pura racionalidad está sujeto a la verificación por la experimentación o por la experiencia. No es autoevidente, aunque contiene un elemento autoevidente (que, sin embargo, no puede abstraerse del conjunto). El pragmatismo no está en una posición mejor. Le falta un criterio. Si se considera como tal "criterio" la fecundidad de los principios, entonces se suscita la pregunta: "¿Cuál es el criterio de la fecundidad?" No se puede responder de nuevo a esta pregunta en términos de fecundidad, es decir, pragmáticamente. Ni puede responderse a ella racionalmente, excepto si se hace de modo enteramente formalista. La forma en que los sistemas filosóficos han sido aceptados, experimentados y verificados, insinúa un método de verificación situado más allá del racionalismo y del pragmatismo. Estos sis-
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temas se han impuesto a la mentalidad de muchos hombres en términos de conocimiento receptivo y unión cognosc1i:iva. Por el contrario, en términos de conocimiento controlador, de crítica racional o de pruebas pragmáticas, han sido refutados innumerables veces. Pero siguen vivos. Su verificación es su eficac;a en el proceso vital de la humanidad. Demuestran ser inagotables en significación y en fuerza creadora. Este método de verificación no es preciso ni definido, pero es permanente y efectivo. Excluye del proceso histórico lo que está agotado y sin fuerza, y lo que no puede soportar la luz de la pura racionalidad. En cierto modo, combina el elemento pragmático y el elemento racional sin caer en los errores del pragmatismo o del racionalismo. Sin embargo, incluso esta suerte de verificación está amenazada por la posibilidad de una ausencia de significación final. Es más fiel a la vida que todos los otros métodos. Pero entraña el riesgo radical de la vida. Es significativa en lo que intenta verificar, pero no es segura en su verificación. Esta situación constituye el reflejo de un conflicto fundamental en la razón cognoscitiva. El conocimiento se enfrenta a un dilema: el conocimiento controlador es seguro pero no últimamente significativo, el conocimiento receptivo puede ser últimamente significativo, pero no puede proporcionar la certeza. El carácter amenazador de este dilema, raras veces es subrayado y comprendido. Pero si se tiene clara conciencia del mismo y no se disimula con verificaciones preliminares e incompletas, ha de conducir o a una resignación desesperada con respecto a la verdad o a la búsqueda de la revelación, puesto que la revelación pretende ofrecemos una verdad que es a la vez cierta y objeto de preocupación última -una verdad que incluye y acepta el riesgo y la incertidumbre de todo acto cognoscitivo significativo, pero que lo trasciende al aceptarlo.
Sección 11 LA REALIDAD DE LA REVELACIÓN A. EL SIGNIFICADO DE LA REVELACION l. LAS
SEÑALES DE LA REVELACI6N
a} Advertencias metodol6gicas. - La finalidad del método Uamado fenomenológico consiste en describir "los significados", dejando de lado por cierto tiempo la cuestión de la realidad a la que tales significados se refieren. 1 La impartancia de est.\ actitud metodológica radica en su exigencia de que el significado de una noción sea aclarado y circunscrito antes de que se determine su validez, antes de que se acepte o se rechace tal noción. En demasiados casos, especialmente en el dominio religioso, se ha tomado una idea en su sentido no purificado, vago o popular, y así se la ha hecho víctima de una fácil e injusta recusación. La teología debe adoptar la actitud fenomenológica frente a todos sus conceptos básicos, forzandQ a sus críticos a ver ante todo lo que los conceptos criticados significan y obligándose a sí misma a describir con esmero sus conceptos y a utilizarlos con coherencia lógica, evitando así el peligro de intentar rellenar las lagunas lógicas con material piadoso. Por consiguiente, el presente sistema inicia cada una de sus cinco partes con una descripción del significado de las ideas determinantes, antes de afirmar y discutir su verdad y realidad concreta. El test de una descripción fenomenológica consiste en su capacidad de· ofrecemos una imagen que sea convincente, de l. Cf. Edmund Husserl, Ideas, trad. inglesa de Boyce Gibson, Nueva York, Macmillan Co., 1931.
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hacerla visible por quienquiera que desee mirar en la misma dirección, de iluminar con ella otras ideas que le están relacionadas, y de hacer comprensible la realidad que estas ideas tienen por misión reflejar. La fenomenología es una manera de considerar los fenómenos tal como ellos "se presentan", sin la interferencia de prejuicios y explicaciones positivas o negativas. No obstante, el método fenomenológico deja sin respuesta una cuestión que es decisiva para su validez: ¿Dónde y a quién se revela una idea? El fenomenólogo contesta: Tome usted como ejemplo un acontecimiento revelador típico y vea en él y a través de él la significación universal de la revelación. Esta respuesta resulta insuficiente en cuanto la intuición fenomenológica encuentra distintos y tal vez contradictorios ejemplos de revelación. ¿Qué criterio debe regir entonces la elección de un ejemplo? La fenomenología no puede responder a esta pregunta. Esto indica que mientras la fenomenología es competente en el ámbito de las significaciones lógicas -objeto de las investigaciones originales de Husserl, inventor del método fenomenológico-, sólo es parcialmente competente en el ámbito de las realidades espirituales como la religión.2 La pregunta acerca del criterio que debe determinar la elección de un ejemplo, sólo puede contestarse si se introduce un elemento crítico en la fenomenología "pura". No se puede dejar al azar la elección del ejemplo. Si éste no fuese más que un ejemplar de una especie, como ocurre en el reino de Ja naturaleza, ne habría ningún problema. Pero la vida espiritual crea algo más que meros ejemplares; crea encarnaciones únicas de algo universal. En consecuencia, reviste una importancia extrema la decisión acerca del ejemplo a utilizar para una descripción fenomenológica del significado de un concepto como· revelación. Tal decisión es critica en la forma y existencial en la materia. En realidad, depende de una revelación que ha sido recibida y considerada romo final, y que es critica con respecto a otras revelaciones. A pesar de todo, se salvaguarda de este modo la actitud fenomenológica. Se trata de una "fenomenología crítica", que une un elemento intuitivo-descriptivo a un elemento existencial-crítico. 2. Cf. la justlflcaci6n fenomenológica que Max Scheler nos ofrece de todo el sistema católico romano en su libro, Vom Ewigen tm Menac11en, Leipzi«, Neue Geist, 1923. Husserl rechnz6, con razón, este intento.
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El elemento existencial-crítico es el criterio según el cual se selecciona el ejemplo; el elemento intuitivo-descriptivo es la técnica por medio de la cual se describe la significación que se manifiesta en el ejemplo. El carácter concreto y único del ejemplo (por ejemplo, la visión reveladora de Isaías) está en tensión con la pretensión universal de la descripción fenomenológica según la cual el significado de este ejemplo es válido para todos los ejemplos. Tal tensión es inevitable. Puede disminuirse de dos maneras: comparando varios ejemplos distintos o bien eligiendo un ejemplo en el que estén unidas la absoluta ooncreción y la absoluta universalidad. El primer camino, no obstante, conduce al método de abstracción, que despoja a los ejemplos de su concreción y reduce su significado a una generalización· vacía (por ejemplo, una revelación que no es ni judía ni cristiana, ni profética ni mística). Esto precisamente es lo que la fenomeno;ogía quiere superar. El segundo camino descansa en la convicción de que una revelación particular (por ejemplo, la aceptación de Jesús como el Cristo por Pedro) es la revelación final y, en consecuencia, es universalmente válida. La significación de la revelación ha sido inferida del ejemplo "clásico", pero la idea inferida de esta manera es válida para toda revelación, por impe1·fecto y deformado que pueda ser en realidad el acontecimiento revelador. Cada ejemplo de revelación se juzga según los términos de este concepto fenomenológico. Y se puede utilizar este concepto como un criterio, porque expresa la naturaleza esencial de toda revelación. La fenomenología crítica es el método más adecuado para proporcionarnos una descripción normativa de los significados espirituales (y también Espirituales). La teología debe utilizarla cuando se ocupa de cada uno de sus conceptos fundamentales. b) Revelación y misterio. -Tradicionalmente se ha usado la palabra "revelación" (quitar el velo) para significar la manifestacion de algo oculto que no se puede alcanzar por las vías ordinarias de conocimiento. En el lenguaje cotidiano, se utiliza esta palabra en un sentido más amplio, pero más indeterminado: alguien revela un pensamiento oculto a un amigo, un testigo revela las circunstancias de un crimen, un científico revela un nuevo método que ha estado experimentando durante mucho tiempo, una intuición le llega a alguien "como una revelaCión" JO.
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En todos estos casos, sin embargo, la fuerza de las palabras "revelar" o "revelación" procede de su sentido más propio y estricto. Una revelación es una manifestación especial y extraordinaria que levanta el velo de algo que está oculto de una manera especial y extraordinaria. Con frecuencia, a este carácter oculto se le llama "misterio", palabra que asimismo posee un sentido estricto y un sentido amplio. En el sentido amplio, abarca tanto los relatos de misterios como el misterio de las matemáticas superiores y el misterio del "éxito". En el sentido estricto, que es el que confiere el carácter incisivo a estas expresiones, designa algo que es esencialmente un misterio, algo que perdería su verdadera naturaleza si perdiera su carácter misterioso. "Misterio" en este sentido propio, procede de muein, "cerrar los ojos" o "cerrar la boca", Para alcanzar un conocimiento ordinario, es necesario abrir los ojos a fin de aprehender el objeto y abrir la boca a fin de comunicarse con otras personas y poner a prueba las propias intuiciones. En cambio, .la experiencia de un verdadero misterio se cumple en una actitud que contradice la actitud requerida por el conocimiento ordinario. Los ojos están "cerrados" porque el verdadero misterio trasciende el acto de ver, de confrontar objetos cuyas estructuras y relaciones se presentan a un sujeto para que las conozca. El misterio caracteriza una dimensión que "precede" a la relación sujeto-objeto. Esta misma dimensión es la que indica el hecho de "cerrar la boca". Es imposible expresar la experiencia del misterio en el lenguaje ordinario, porque este lenguaje ha crecido a partir del esquema sujeto-objeto y está vinculado a él. Si se expresa el misterio en lenguaje ordinario, necesariamente se le entiende mal, se ve reducido a otra dimensión, es profanado. Por esta razón, la violación del contenido de los cultos mistéricos era una blasfemia que tenía que expiarse con la muerte. Todo lo que es esencialmente misterioso no puede perder su carácter de misterio, ni siquiera cuando es revelado. De lo contrario, nos sería revelado algo que s6lo aparentemente era un misterio, y no aquello que es esencialmente misterioso. Pero, ¿acaso no es una contradicción en los términos hablar de revelación de algo que sigue siendo un misterio en su misma revelación? Esta aparente paradoja es precisamente la que afirman la religión y la teología. Siempre que se afirman las dos proposiciones: que Dios se ha revelado y que Dios es un misterio infi-
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nito para aquellos a quienes se ha revelado, se afirma implícitamente esta paradoja. Pero no se trata de una paradoja real, puesto que la revelación incluye ciertos elementos cognoscitivos. La revelación de aquello que es esencial y necesariamente misterioso significa la manifestación, en el contexto de la experiencia ordinaria, de algo que trasciende el contexto habitual de la experiencia. Sabemos algo más del misterio después que ha empezado a manifestarse en la revelación. En primer lugar, su realidad se ha convertido en un hecho de experiencia. En segundo lugar, nuestra relación con el misterio se ha convertido asimismo en un hecho de experiencia. Ambos elementos son elementos cognoscitivos. Pero no por ello la revelación disuelve el misterio en conocimiento. Y tampoco añade nada directamente a la totalidad de nuestro conocimiento ordinario, es decir, a nuestro conocimiento acerca de la estructura sujeto-objeto de la realidad. Para salvaguardar el sentido propio de la palabra "misterio", hemos de evitar sus usos incorrectos o engañosos. No deberíamos llamar "misterio" a lo que deja de serlo tras haber sido revelado, ni a nada que pudiéramos descubrir mediante una actitud cognoscitiva metódica. Lo que hoy no conocemos, pero que posiblemente se conocerá mañana, no es un misterio. Otro uso inexacto y engañoso de esta palabra se refiere a. la diferencia que existe entre los conocimientos controlador y receptivo. Decimos que son "misteriosos" aquellos elementos de la realidad que no podemos alcanzar por el conocimiento controlador, como las cualidades, las Gestalten, las significaciones, las ideas, los valores. Pero el hecho de que requieran una distinta actitud cognoscitiva no significa que sean "misteriosos". La cualidad de un color, el significado de una idea o la naturaleza de un ser viviente sólo son un misterio si el método del análisis cuantitativo constituye el modelo de todo conocimiento. Absolutamente nada justifica esa reducción del poder cognoscitivo de la razón. El conocimiento de estos elementos de la realidad es racional, aunque no sea un conocimiento controlador. El verdadero misterio aparece cuando la razón se ve conducida, más allá de sí misma, a su "fondo y abismo", a lo que "precede" a la razón, al hecho de que el "ser es y el no ser no es" (Parménides), al hecho original (Urtatsache) de que liay algo y no nada. Podemos llamar a esto la "faz negativa .. del
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misterio. Esta faz del misterio está pr-csente en todas las funciones de la razón; se hace manifiesta en la razón subjetiva así como en la razón objetiva. El "estigma" de la finitud (véanse pp. 246 ss.), que aparece en todas las cosas y en el conjunto de la realidad, y la desazón que embarga el entendimiento cuando tropieza con la amenaza del no ser (véanse pp. 242 ss.) revelan la faz negativa del misterio, el elemento abismal en el fondo del ser. Este lado negativo está siempre potencialmente presente, y podemos reconocerlo en las experiencias tanto cognoscitivas como comunitarias. Es un elemento necesario de la revelación. Sin él, el misterio no sería misterio. Sin el "estoy perdido" de Isaías en su visión inicial, no es posible ninguna experiencia de Dios (Is. 6, 5). Sin la "noche oscura del alma", el místico no puede cumplir ninguna experiencia del misterio del fondo del ser. La faz positiva del misterio -que incluye su faz negativase manifiesta en la revelación concreta. Aquí, el misterio se presenta como el fondo, y no únicamente como el abismo del ser. Se presenta como el poder de ser, que conquista al no ser. Se presenta como nuestra preocupación última. Y se expresa en símbolos y mitos, que apuntan a la profundidad de la razón y a su misterio. La revelación es la manifestación de lo que nos preocupa últimamente. El misterio que nos es revelado es nuestra preocupación última, porque es el fondo de nuestro ser. En la historia de la religión, los acontecimientos reveladores siempre han sido descritos como acontecimientos que conmocionan, que transforman, que exigen, que son últimamente significativos. Proceden de unas fuentes divinas, del poder de lo que es santo y que, por ende, posee una pretensión incondicional sobre nosotros. Sólo aquel misterio que es objeto de preocupación última para nosotros aparece en la revelación. Gran parte de las ideas que proceden de supuestas revelaciones y que se refieren a objetos y acontecimientos situados en la estructura sujeto-objeto de la realidad, ni son verdaderos misterios ni se apoyan en ninguna auténtica revelación. El conocimiento de la naturaleza y de la historia, de los individuos, de su futuro y de su pasado, de cosas y acontecimientos ocultos -todo eso no es material de revelación sino objeto de observaciones, intuiciones y conclusiones. Si un conocimiento así pretende dimanar de una revelación, es
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preciso que lo sometamos a las pmebas de verificación establecidas por los métodos científicos, y que lo aceptemos o rechacemos a tenor del resultado de tales pruebas. Pero todo eso per· manece al margen de la revelación, porque ni es objeto de nuestra preocupación última, ni constituye un misterio esencial. La revelación, como revelación del misterio que es nuestra preocupación última, es invariablemente una revelación para alguien que se halla en una situación concreta de preocupación. Esto se halla claramente indicado en todos los acontecimientos que tradicionalmente han sido considerados como reveladores. No existe ninguna revelación "en general" (Offenbarung ueberhaupt). La revelación embarga a un individuo o a un grupo, por lo general a un grupo a través de un individuo; únicamente en esta correlación tiene poder revelador. Sólo es posible aprehender las revelaciones recibidas al margen de la situación concreta como relatos acerca de las revelaciones que otros grupos afirman haber recibido. El conocimiento de tales relatos, e incluso una sagaz comprensión de los mismos, no los convierte en reveladores para quien no pertenezca al grupo que es embargado por la revelación. No hay revelación si no hay nadie que la reciba como su preocupación última. La revelación siempre es un acontecimiento subjetivo y un acontecimiento objetivo en estricta interdependencia. Alguien se siente embargado por la manifestación del misterio; éste es el lado subjetivo del acontecimiento. Algo ocurre a través de lo cual el misterio de la revelación embarga a alguien; éste es el lado objetivo del acontecimiento. Es imposible separar estos dos aspectos. Si nada ocurre objetivamente, tampoco nada se revela. Si nadie recibe subjetivamente lo que ocurre, nada puede revelar el acontecimiento. El suceso objetivo y la recepción subjetiva pertenecen al acontecimiento total de la revelación. La revelación no es real sin el aspecto receptivo, pero tampoco es real sin el aspecto fáctico. El misterio aparece objetivamente en términos de lo que tradicionalmente se ha llamado "milagro". Y aparece subjetivamente en términos de lo que a veces se ha llamado •éxtasis". A ambos términos hemos de darles una reinterpretación radical. e) Revelación y éxtasis. - Utilizar la palabra "éxtasis" en una explicación teológica implica un mayor riesgo todavía que
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el uso de la palabra "misterio", ya que, a pesar de las numero· sas deformaciones sufridas por el significado de este término, muy pocas personas dudarían de hablar del misterio divino -por lo menos, si quieren hablar de Dios. No ocurre lo mismo con la palabra "éxtasis". Los llamados movimientos ·extáticos" han cargado este ténnino de connotaciones desafortunadas, a pesar de que los profetas y los apóstoles hablaron reiteradamente de sus experiencias extáticas utilizando una gran variedad de términos. Hemos de liberar a la palabra "éxtasis.. de sus connotaciones defom1adas y rehabilitarla para el desempeño de una sobria función teológica. Si esto resulta imposible, la realidad que esta palabra designa desaparecerá de nuestra vista, a no ser que podamos hallar otro término que la sustituya. ·~xtasis" (estar fu'era de uno mismo) indica un estado de espíritu que es extraordinario en el sentido de que la mente trasciende su situación habitual. El éxtasis no es una negación de la razón; es un estado mental en el que la razón .está más allá de sí misma, es decir, más allá de su estructura sujetoobjeto. Al estar más allá de sí misma, la razón no se niega a sí misma. La "raz6n extática" sigue siendo la razón; no se incorpora nada que sea irracional o antirracional -lo que no podría hacer sin destruirse a sí misma-, sino que trasciende la condición fundamental de la racionalidad finita, la estructura sujeto-objeto. ~ste es el estado que los místicos intentan alcanzar mediante sus actividades ascéticas y meditativas. Pero los místicos saben que estas actividades són únicamente preparatorias y que la experiencia del éxtasis se debe exclusivamente a la manifestación del misterio en una situación reveladora. El éxtasis sólo se produce si la mente se siente embargada por el misterio, es decir, por el fondo del ser y del sentido. E inversamente, no hay revelación sin éxtasis. En el mejor de los casos, se da una información que puede ser científicamente probada. El •éxtasis del profeta", que canta el himno y del que está llena la literatura profética, indica que la experiencia del éxtasis posee una significación universal. Se ha confundido frecuentemente el "éxtasis., con el entusiasmo. Y se entiende fácilmente tal confusión. La palabra "'entusiasmo" significa tener a Dios en el interior de uno mismo o estar en el seno de Dios. En ambos sentidos, el estado de espíritu entusiasta posee cualidades extáticas, y no existe una dife-
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rencia fundamental en el significado original de estas dos palabras.8 Pero el término "entusiasmo" ha perdido estas connotaciones religiosas y se ha usado para designar la lucha apasionada por una idea, un valor, una tendencia, un ser humano, etc. El "entusiasmo'' ya no entraña la connotación de una relación con ló divino, mientras que el "éxtasis" posee todavía esta connotación, por lo menos hasta cierto punto. Hoy, el significado de "éxtasis" está ampliamente determinado por aquellos grupos religiosos que pretenden tener experiencias religiosas especiales, inspiraciones personales, dones espirituales extraordinarios, revelaciones individuales y el conocimiento de misterios esotéricos. Tales pretensiones son tan antiguas como la religión y siempre han sido un motivo de asombro y de valoración crítica. Sería erróneo rechazar a priori tales pretcnsiofles y negar que estos grupos hayan experimentado un auténtico éxtasis. Pero no se les debería permitir que se arrogaran este término. "l!:xtasis" tiene un uso legítimo en teología, especialmente en la teología apologética. Los llamados movimientos extáticos se hallan continuamente expuestos al peligro -al que las más de las veces sucumbende confundir una sobreexcitación religiosa con la presencia del Espíritu divino o con la emergencia de la revelación. En toda auténtica manifestación del misterio, algo ocurre tanto objetiva como subjetivamente. Pero en un estado de sobreexcitación religiosa, a menudo artificialmente provocado, sólo ocurre algo subjetivo. Carece, pues, de todo poder revelador. De tales experiencias subjetivas no puede inferirse ninguna nueva interpretación, teórica o práctica, de lo que nos preocupa últimamente. La sobreexcitación religiosa es un estado de espíritu susceptible de ser enteramente explicado en términos psicoíógicos. En cambio, el éxtasis trasciende el nivel psicológico, aunque no deje de poseer asimismo un cariz psicológico. Revela algo que es válido acerca de la relación entre el misterio de nuestro ser y nosotros mismos. El éxtasis es la forma según la cual lo que nos preocupa incondicionalmente se manifiesta en el seno del oonjunto de nuestras condiciones psicológicas. Aparece a través de ellas. Pero no puede inferirse de ellas. 3. Durante el pt'ríodo de In Reforma, se daba el nombre de "entusiastas" a los grupos que pretendían hallarse bajo la guía dt' unas rcvelacion<>s espirituales particulares.
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La amenaza del no ser, cuando embarga la mente, provoca la "conmoción ontológica" en la que se cumple la experiencia del aspecto negativo del misterio del ser -su elemento abismal. El término "conmoción" indica un estado de espíritu en el que éste se ve arrancado de su equilibrio normal y fuertemente sacudido en su estructura. La razón alcanza su último límite, es allí rechazada sobre sí misma y de nuevo conducida a su situación extrema. Esta experiencia de la conmoción ontológica se expresa en la función cognoscitiva por la cuestión filosófica fundamental, la cuestión del ser y del no ser. Desde luego, es engañoso preguntar con algunos filósofos: "¿Por qué hay algo? ¿Por qué no hay nada?", ya que la forma de esta pregunta apunta a algo que precede al ser, a algo del que puede derivarse el ser. Pero el ser sólo puede derivarse del ser. La significación de esta pregunta puede expresarse a6rmando que el ser es el hecho original que no puede derivarse de ninguna otra cosa. Tomada en este sentido, la anterior pregunta constituye una expresión paradójica de la conmoción ontológica y, como tal, el inicio de toda verdadera filosofía. La conmoción ontológica queda salvaguardada y al mismo tiempo superada en la revelación y en la experiencia extática que la recibe. Queda salvaguardada en el poder aniquilador de la presencia divina (mysterium tremendum) y. queda superada en el poder elevador de la presencia divina (mysterium fascinosum). El éxtasis une la experiencia del abismo, al que. es conducida la razón en todas sus funciones, y la experiencia del fondo, en la que la razón se siente embargada por el misterio de su propia profundidad y de la profundidad del ser en general. El estado extático en el que se da la revelación no destruye la estructura racional de la mente. Los relatos de las experiencias extáticas en la literatura clásica de las grandes religiones coinciden en este punto: mientras la posesión demoníaca destruye la estructura racional de la mente, el éxtasis divino la salvaguarda y la eleva, aunque trascendiéndola. La posesión demoníaca destruye los principios éticos y lógicos de la razón; el éxtasis divino los afirma. En numerosas fuentes religiosas, especialmente en el Antiguo Testamento, hallamos expuestas y rechazadas algunas "revelaciones" demoníacas. 'Una supuesta revelación en la que la justicia, como principio de la razón práctica, esté violada, es antidivina y, por consiguiente, es juzgada como
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mentira. Lo demoníaco ciega; no revela. En el estado de posesión demoníaca, la mente no está realmente "fuera de sí misma'°, sino más bien sujeta al poder de algunos de sus elementos, que aspiran a ser toda la mente, se apoderan del centro del yo racional y lo destruyen. Existe, sin embargo, un punto de identidad entre el éxtasis y la posesión. En ambos casos, la estructura ordinaria sujeto~bjeto de la mente queda fuera de juego. Pero el éxtasis divino no viola el conjunto de la mente racional, mientras la posesión demoníaca la debilita o la destruye. Esto indica que, si bien el éxtasis no es un producto de la razón, no destruye a la razón. Es obvio que el éxtasis comporta un poderoso elemel'lto emocional. Pero sería un error reducir el éxtasis a la emoción. En cualquier experiencia extática, todas las funciones de aprehensión y modelamiento de la razón son conducidas más allá de sí mismas, y lo mismo le ocurre a la emoción. En modo alguno el sentimiento está más próximo al misterio de la revelación y a su recepción extática, de lo que lo están las funciones cognoscitivas y éticas. Con respecto a su elemento cognoscitivo, al éxtasis se le llama frecuentemente "inspiración". Esta palabra, derivada de spirare, "respirar", destaca la pura receptividad de la razón cognoscitiva en una experiencia extática. Las confusiones y las deformaciones han convertido el término "inspiración• en casi tan inútil como las palabras "éxtasis" y "milagro". El uso incierto de este término para describir actos de conocimiento no discursivo es parcialmente responsable de esta situación. En este empleo de la palabra, estar inspirado significa estar en una actitud creadora, o sentirse embargado por una idea, o alcanzar h comprensión de algo por una intuición repentina. El .abuso opuesto del término está vinculado a ciertas formas de la do~ trina de la inspiración de los textos bíblicos. Se concibe la inspiración como un acto mecánico de dictado o, de manera más sutil, como un acto de comunicación de información. En el contexto de esas ideas acerca de la inspiración, la razón se ve invadida por un cuerpo extraño de conocimiento con el que no puede unirse, un cuerpo que destruiría la estructura racional de la mente si permaneciera en ella. En último análisis, una doctrina mecánica o cualquier otra forma de doctrina no extática de la inspiración es demoníaca. Destruye la estructura racional
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que debe acoger a la inspiración. Es obvio que la inspiración, si con este nombre se designa la cualidad cognoscitiva de la experiencia extática, no puede. proporcionar el conocimiento de objetos o relaciones finitas. Nada añade al complejo del conocimiento que está determinado por la estructura sujeto-objeto de la razón. La inspiración abre una nueva dimensión del conocimiento, la dimensión de comprensión en relación con nuestra preocupación última y con el misterio del ser. d) Revelaci6n y mflagro. - Según su definición habitual, la palabra "milagro" designa un acontecimiento que contr41dice las leyes de la naturaleza. Esta definición, junto con las innumerables y no comprobadas historias de milagros acaecidos en todas las religiones, ha falseado este término y ha hecho peligroso su empleo por parte de la teología. Pero no se puede abandonar una palabra que expresa una genuina experiencia, si no se dispone de otra que la sustituya, y no parece que se haya encontrado tal sustituto. El Nuevo Testamento emplea con frecuencia la palabra griega semeion (signo, señal) para designar la significación religiosa de los milagros. Pero la palabra "signo", sin ninguna otra cualificación, no puede expresar esta significación religiosa. Sería más acertado añadir la palabra "acontecimiento" a "signo" y hablar de acontecimientos-signos. El significado original de milagro, "lo que asombra", es plenamente adecuado para describir el aspecto objetivo de una experiencia reveladora. Pero esta connotación ha sido absorbida por la desafortunada connotación de una interferencia supranatural que destruye la estructura natural de los acontecimientos. Esta desventurada connotación queda descartada en la palabra "signo" y en la expresión "acontecimiento-signo". Mientras la conciencia religiosa primitiva, en su ingenuidad original, acepta que unos relatos asombrosos le hablen de las manifestaciones divinas, pero no elabora una teoría supranaturalista de los milagros, los períodos racionalistas posteriores convierten la negación de las leyes naturales en el punto principal de los relatos milagrosos. Se desarrolla una especie de racionalismo irracionalista en el cual el grado de absurdidad de una narración milagrosa se convierte en la medida de su valor religioso. ¡Cuánto más imposible, más reveladora! Ya en el Nuevo Testamento podemos observar que, cuanto más reciente es
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la tradición, tanto más se acentúa el elemento antinatural en oposición al elemento significativo. En el período postapostólico, cuando se escribieron los evangelios apócrifos, ya no hubo freno alguno frente a lo absurdo. Los paganos, lo mismo que los cristianos, no estaban tan interesados en la presencia de lo divino en los acontecimientos transtomadores y significativos como en la sensación que producían en sus espíritus racionalistas los acontecimientos antirracionales. Este antirracionalismo racionalista infectó el cristianismo primitivo y todavía constituye una pesada carga para la vida de la Iglesia y para la teología. La manifestación del misterio del ser no destruye la estructura del ser en la que el misterio se manifiesta. El éxtasis, en el que el misterio es acogido, no destruye la estructura racional de la mente que acoge el misterio. El acontecimiento-signo, que mediatiza el misterio de la revelación, no destruye la estructura racional de la realidad en la que aparece. Si se aplican estos criterios, se puede establecer una doctrina significativa de los acontecimientos-signos o milagros. No debería utilizarse la palabra "milagro" para designar los acontecimientos que suscitan nuestro asombro durante algún tiempo, tales como los descubrimientos científicos, las creaciones técnicas, las obras impresionantes de arte o de política, las realizaciones personales, etc. Todos dejan de suscitar nuestro asombro en cuanto nos hemos acostumbrado a ellos, aunque sigamos admirándolos e incluso aunque siga acrecentándose nuestra admiración por ellos. No son milagros las estructuras de la realidad, las Gestalten, las cualidades, las finalidades (teloi) internas ~e las cosas, aunque nunca dejen de ser objetos de admiración. Hay un elemento de asombro en la admiración, pero no es un asombro numinoso: no indica un milagro. Así como el éxtasis presupone la conmoción producida por el no ser en la mente, también los acontecimientos-signos presuponen el estigma del no ser en la realidad. En esta conmoción y en este estigma, que se hallan en una estricta correlación, aparece el aspecto negativo del misterio del ser. La palabra "estigma" indica las señales de la infamia, por ejemplo, en el caso de un criminal, y las señales de la gracia, por ejemplo, en el caso de un santo; en ambos ejemplos, sin embargo, indica algo negativo. Hay un estigma que aparece en todas las cosas, el estigma de la finitud, o del implícito e inevitable no ser. Es sor-
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prendente que, en numerosas narraciones de milagros, hallemos una descripción del espanto "numinoso" que embarga a quienes participan en los acontecimientos milagrosos. Experimentan la sensación de que se hunde "bajo" sus pies el suelo firme de la realidad cotidiana. La experiencia correlativa del estigma del no ser en la realidad y de la conmoción del no ~er en la mente produce esta sensación que, a pesar de no ser reveladora en sí misma, acompaña a toda experiencia de auténtica revelación. No es posible interpretar los milagros como una interferencia supranatural en los procesos naturales. Si tal interpretación fuese verdadera, la manifestación del fondo del ser destruiría la estructura del ser; Dios se dividiría en sí mismo, como ha afirmado el dualismo religioso. Sería más pertinente que llamásemos "demoníaco" a este milagro, no porque estaría producido por los "demonios", sino porque revelaría una "estructura de destrucción" (véase parte IV, sección 1). Corresponde al estado de ·posesión demoníaca" de la mente, y podríamos llamarlo "hechicería". La teoría supranaturalista de los milagros convierte a Dios en un hechicero y en la causa de la "posesión demoníaca"; confunde a Dios con las estructuras demoníacas de la mente y de la realidad. Tales estructuras existen, y se fundamentan en una deformación de las genuinas manifestaciones del misterio del ser. Resulta ciertamente intolerable una teología supranaturalista que utilice modelos derivados de la estructura de la posesión demoníaca y de la hechicería para describir la naturaleza de la revelación en términos de destrucción de la razón tanto subjetiva como objetiva. Los acontecimientos-signos, en los que el misterio del ser se manifiesta, son constelaciones particulares de elementos de la realidad en correlación con constelaciones particulares de elementos de la mente. Un auténtico milagro es ante todo un acontecimiento asombroso, insólito, transtornador, pero que no contradice la estructura racional de la realidad. En segundo lugar, es un acontecimiento que nos remite al misterio del ser, porque expresa de un modo concreto la relación que media entre el ser y nosotros. En tercer lugar, es un hecho que acogemos como un acontecimiento-signo en una experiencia extática. Sólo si se cumplen estas tres condiciones se puede hablar de auténtico milagro. Lo que no nos conmociona y sólo nos asom-
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bra, carece de todo poder revelador. Lo que nos conmociona sin remitirnos al misterio del ser, no es milagro sino hechicería. Lo que no acogemos en un estado de éxtasis, es un relato acer· ca de la creencia en un milagro, pero no un milagro real. Los relatos sinópticos de los milagros de Jesús subrayan esta triple condición. Los milagros se dan tan sólo a aquellos para quienes constituyen unos acontecimientos·signos, para aquellos que los reciben con fe. Jesús se niega a realizar milagros "objetivos". Tales milagros son una contradicción en los ténninos. Esta es· tricta correlación hace posible el intercambio de las palabras que describen los milagros por las que describen el éxtasis. Se puede decir que el éxtasis es el milagro de la mente y que el milagro es el éxtasis de la realidad. Puesto que ni el éxtasis ni el milagro destruyen la estructura de la razón cognoscitiva, el análisis científico, la investigación psicológica, física e histórica son posibles y necesarias. La inves· tigación puede y debe proceder sin la menor restricción. Puede socavar las supersticiones y las interpretaciones demoníacas de la revelación, del éxtasis y del milagro. La ciencia, la psicología y la historia son aliadas de la teología en la lucha contra las distorsiones supranaturalistas de la verdadera revelación. La ex· plicación científica y la critica histórica protegen a la revelación; no pueden aventarla, ya que la revelación pertenece a una dimensión de la realidad en la que resultan inoperantes tanto el análisis científico como el análisis histórico. La revelación es la manifestación de la profundidad de la razón y del fondo del ser. Nos encamina hacia el misterio de la existencia y hacia nuestra preocupación última. Es independiente de lo que la ciencia y la historia nos dicen acerca de las condiciones en las que aparece; y no puede hacer que la ciencia y la historia dependan de ella. Ningún conflicto es posible entre dimensiones diferentes de la realidad. La razón recibe a la revelación en el éxtasis y en los milagros; pero la revelación no destruye a la razón, como trun· poco la razón no vacía de su contenido a la revelación. 2. Los
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a) La naturaleza como medio de revelación. -No existe realidad, cosa o acontecimiento alguno que no pueda ser portador del misterio del ser y entrar en una correlación revefadora. En
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principio, nada está excluido de la revelación, porque nada está incluido en ella debido a sus cualidades particulares. Ni persona ni oosa alguna es digna en sí misma de representar nuestra preocupación última. Por otra parte, toda persona y toda cosa participa en el ser en sí, es decir, en el fondo y en la significación del ser. Sin tal participación, carecería del poder de ser. :€sta es la razón por la que casi todos los tipos de realidad han llegado a ser en un momento u otro un medio de revelación. Aunque nada se ha convertido en portador de la revelación por sus cualidades excepcionales, estas cualidades determinan la dirección en la que ·una cosa o un acontecimiento expresa nuestra preocupación última y nuestra relación con el misterio del ser. No existe la menor diferencia entre una piedra y una persona en su respectiva potencialidad de convertirse en portadores de revelación por su entrada en una constelación reveladora. Pero existe una gran diferencia entre ellas en lo que se refiere a la significación y a la veracidad de las revelaciones transmitidas por su mediación. La piedra representa un número más bien limitado de cualidades capaces de encaminamos hacia el fondo del ser y de la significación. La persona representa las cualidades centrales y, por implicación, todas las cualidades que pueden encaminarnos hacia el misterio de la existencia. No obstante, se dan en la piedra ciertas cualidades para las que la persona no es explícitamente representativa (el poder de durar, de resistir, etc.). Tales cualidades pueden hacer de la piedra un elemento sustentador de la revelación que surge a través de una persona, por ejemplo, la metáfora "roca de los tiempos" aplicada a Dios. Los elementos sacramentales (agua, vino, aceite, etc.) hemos de verlos bajo este luz. Su carácter original como portadores independientes de la revelación ha sido transformado en una función de sostén. Pero incluso en esta función, es aún perceptible su poder original independiente. Los medios de revelación procedentes de la naturaleza son tan innumerables como los objetos naturales. El océano y las estrellas, las plantas y los animales, las almas y los cuerpos humanos, todos son medios naturales de revelación. Igualmente numerosos son los acontecimientos naturales que pueden entrar en una constelación reveladora: los movimientos del cielo, el cambio del día y de la noche, el crecimiento y la decrepitud, el nacimiento y la muerte, las catástrofes naturales, las experien-
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cías psicosomáticas tales como la vejez, la enfermedad, el sexo, el peligro. En todos estos casos, no es la cosa o el acontecimiento como tal el que posee un carácter revelador; revelan aquello que los utiliza como medios y portadores de revelación.4 Mientras la vida cotidiana es una mezcla ambigua de lo regular y de lo irregular, en las constelaciones reveladoras cumplimos la experiencia de lo uno o de lo otro en su forma radical. Si lo "extraordinariamente regular" es el medio de revelación, el misterio del ser se manifiesta en su relación con el carácter racional de la mente y de la realidad; lo divino descubre su cualidad de logos sin dejar de ser el misterio divino. Si lo "extraordinariamente irregular" es el medio de revelación, el misterio del ser se manifiesta en su relación con el carácter prerracional de la mente y de la realidad; lo divino muestra su carácter abismal sin dejar de ser el misterio divino. Lo extraordinariamente regular como medio de revelación determina el tipo social y ético de religión. La coordinación kantiana de la ley moral con el cielo estrellado como expresión de lo incondicionalmente sublime, constituye la formulación clásica de la interdependencia mutua en que se hallan la experiencia de la ley social y de la ley natural y la relación de ambas con la significación última de la existencia. Lo extraordinariamente irregular como medio de revelación determina el tipo individualista y paradójico de religión. El símbolo con el que Kierkegaard hablaba de la situación siempre flotante del creyente como la del hombre que está nadando sobre las profundidades del océano, y su insistencia acerca del "salto" que deja atrás todas las cosas regulares y tradicionales, constituyen las expresiones clásicas de este tipo de religión. Esta misma diferencia es la que da pie al 4. Al juzgar los ritos y los símbolos sexuales de diversas religiou1•s, deberíamo1 recordar que uo es lo sexual en sí mismo lo que en ellos se re· vela, sino el misterio del ser que, por medio de lo sexual, manifiesta su rola· ci6u con nosotros de uu modo particular. Esto explica y justi.6ca la profusa utilización de los símbolos sexuales en el cristianismo clásico. El prot55tantismo, certeramente consciente del peligro de una demoniznci6n do estos símbolos, ha generado una extremada descon.6am:a a su respecto, olvidando a menudo el carácter mediador del sexo en las experiencias reveladoras. Poro las diosas del amor son en primer lugar diosas, revestidas de una dignidad y un poder divinos, y s6!o en segundo lugar representan la esfera de lo sexual en su sign!Hcaci6n última. El protestantismo, al rechazar el simbolismo se· xual, no s61o se arriesga a perder mucha riqueza simbólica, sino también a seccionar la esfera sexual del fondo del ser y de la significación en que está enraizada y del que procede su consagración.
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actual conflicto entre la teología de Ritschl y la teología neoortodoxa. La revelación por medios naturales no es una revelación natural. La "revelación natural", si se la considera distinta de la revelación por la naturaleza, es una contradicción en los términos, ya que si es un CQnocimiento natural no es una revelación, y si es una revelación convierte en extática y milagrosa a la naturaleza. El conocimiento natural de uno mismo y del mundo no puede conducir a la revelación del fondo del ser. Puede conducir a la cuestión del fondo del ser, y esto es lo que la llamada teología natural puede y debe hacer. Pero esta cuestión no Ja plantea ni una revelación natural ni una teología natural. Es la cuestión que formula la razón acerca de su propio fondo y abismo. La razón la formula, pero no puede contestarla. La i·evelación puede contestarla. Y esta respuesta no se fundamenta ni en la llamada revelación natural ni en la llamada teología natural. Se fundamenta en la revelación real, en el éxtasis y en Jos acontecimientos-signos. La teología natural y, de un modo más definido aún, la revelación natural no son sino los nombres erróneos que se han dado a la faz negativa de la revelación del misterio y a una interpretación de la conmoción y el estigma del no ser. La razón cognoscitiva puede ir tan lejos como esto. Puede profundizar la cuestión del misterio que yace en el fondo de ]a razón. Pero todo paso que dé más allá del análisis de esta situación es, o una argumentación vana, o un resto de creencias tradicionales, o ·ambas cosas a la vez. Cuando Pablo habla de la perversión idolátrica de un posible conocimiento de Dios a través de la naturaleza, no acusa a los pueblos idólatras por su discutible argumentación, sino por las distorsiones con las que han deformado la revelación a través de la naturaleza. La naturaleza en sectores particulares o la naturaleza en conjunto puede ser un medio de revelación en una experiencia extática. Pero la naturaleza no puede ser la base de una argumentación concluyente acerca del misterio del ser .. Aun cuando pudiera serlo, no se la debería llamar teología natural y, aún menos, revelación natural. b) La historia, los grupos y los individuos co11w medios de revelación. - Los acontecimientos históricos, los grupos o los
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individuos como tales no son medios de revelación. Es la constelación reveladora en la que entran bajo unas condiciones particulares la que los hace reveladores; no su signi6cación histórica o su dimensión social o personal. Si la historia se trasciende a sí misma en una correlación de éxtasis y de acontecimientosigno, la revelación se produce. Si unos grup,os de personas se hacen transparentes al fondo del ser y de la significación, la revelación se produce. Pero su incidencia no puede ser prevista o deducida de las cualidades de las personas, de los grupos y de los acontecimientos. Tal incidencia es el destino histórico, social y personal. Y se sitúa bajo la "creatividad' directora" de la vida divina (véase más adelante, pp. 338 ss.). La revelación histórica no es la revelación en la historia sino a través de la historia. Siendo el hombre esencialmente histórico, toda revelación, incluso cuando nos llega a través de una roca o de un árbol, se da en la historia. Pero la historia misma sólo es reveladora cuando un acontecimiento particular, o una serie de acontecimientos, es experimentado extáticamente como milagro. Tales experiencias pueden estar vinculadas a grandes aoontecimientos creadores o destructores de una historia nacional. Los acontecimientos políticos se interpretan entonces como dones, juicios y promesas divinos y, por consiguiente, como objetos de preocupación última y manifestación del misterio del ser. La historia es la historia de unos grupos, representados e interpretados por algunas personalidades. Ambos, grupos y personalidades, en conexión con los acontecimientos históricos que poseen un carácter revelador, pueden convertirse en medios de revelación. El grupo que posea una experiencia extática en relación con su destino histórico, puede convertirse en un medio de revelación .para los otros grupos. Eso es lo que el profetismo judío anticipaba cuando incluía a todas las naciones en la bendición de Abraham y las veía anticipadamente acudiendo al monte Sión para adorar al Dios de Israel. La Iglesia cristiana ha sido siempre consciente de su vocación de ser portadora de la revelación para las nacio~es e individuos. De la misma manera, las personalidades vinculadas a los acontecimientos reveladores pueden convertirse en medios de revelación, ya como representantes ya como intérpretes de estos acontecimientos, y a veces como ambas oosas a la vez. Moisés, David y Pedro nos son des11.
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critos como representantes y como intérpretes de unos acontecimientos reveladores. Ciro representa un suceso revelador, pero el segundo Isaías lo interpreta. Pablo, el misionero, representa un acontecimiento revelador, mientras Pablo, el teólogo, lo interpreta. En ambas funciones, todos estos hombres son medios de revelación histórica. Y todos ellos, así como los acontecimientos mismos, apuntan hacia algo que los trasciende infinitamente, hacia la automanifestación de lo que nos preocupll últimamente. La revelación a través de las personalidades no queda restringida a quienes representan o interpretan la historia. La revelación puede darse a través· de toda personalidad que sea transparente al fondo del ser. El profeta, aunque sea un medio de revelación histórica, no excluye otros medios personales de revelación. El sacerdote, que administra la esfera de lo sagrado; el santo, que encarna la santidad misma; el creyente ordinario, que se siente embargado por el Espíritu divino -todos pueden ser medios de revelación para los demás y para un grupo entero. Sin embargo, no es la función sacerdotal como tal la que posee un carácter revelador. Una administración mecanizada de los ritos religiosos puede excluir toda presencia reveladora de Ja realidad sagrada que pretende transmitir. Sólo bajo unas oondiciones especiales revela la función sacerdotal el misterio del ser. Y eso es igualmente cierto del santo. El término "santo" ha sido mal entendido y deformado; se ha identificado la santidad con la perfección religiosa o moral. Por esta razón, el protestantismo ha eliminado finalmente de lá teología el concepto de santidad, y de la religión la realidad del santo. Pero la santidad no es una perfección personal. Los santos son personas transparentes al fondo del ser que se revela a través de ellos y capaces de· entrar como medios en una constelación reveladora. Su ser puede convertirse en un acontecimiento-signo para los demás. :f:sta es la verdad que se oculta tras la práctica católica dé exigir milagros de cada santo. El protestantismo no admite ninguna diferencia entre el santo y el creyente ordinario. Todo creyente es un santo en cuanto pertenece a la comunión de los sautos, a la realidad nueva que es santa en su fundamento; y cada santo es un creyente ordinario en cuanto pertenece al grupo de quienes necesitan el perdón de los pecados. Sobre esta base, sin embargo, el creyente puede llegar a ser un medio de revelación para los demás y, en este sentido, puede convertirse en un :;anto. Su
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fe y su amor pueden llegar a ser unos acontecimientos-signos para quienes se sienten embargados por su poder y creatividad. Es ciertamente necesario que Ja teología protestante vuelva a plantearse el problema de Ja santidad. La revelaci6n hist6rica puede ir y habitualmente va acompañada y asistida por la revelaci6n a través de la naturaleza, puesto que la naturaleza es la base sobre la que se desarrolla la historia y sin la cual la historia carecería de toda realidad. Por eso, el mito y la leyenda sagrada nos hablan de la particjpaci6n de las constelaciones naturales de carácter revelador en la revelaci6n hist6rica. Los evangelios sin6pticos están llenos de relatos en los que Ja presencia del reino de Dios en Jesús como el Cristo está atestiguada por los acontecimientos naturales que entran en correlaci6n con la revelación. c) La palabra C011W medio de revelaci6n y la cuesti6n de la "palabra interior". - La importancia que reviste la "palabra", no s6lo para la idea de revelaci6n, sino también para casi toda doctrina teol6gica, es tan enorme que hace urgentemente necesaria una "semántica teol6gica". En el interior del sistema teol6gico son varios los lugares en los que hay que formular algunas cuestiones semánticas y darles luego una respuesta. No es posible comprender la estructura racional del hombre sin la palabra con la que el hombre ·aprehende la estructura, racional de la realidad. No es posible comprender la revelación sin la palabra como medio de revelaci6n. No es posible describir el conocimiento de Dios si no es a través de un análisis semántico de la palabra simb6Iica. No es posible comprender en sus diversos significados los símbolos "palabra de Dios" y "Logos" sin una intuición de la naturaleza general de la palabra. No es posible interpretar el mensaje bíblico sin unos principios semánticos y hermenéuticos. La predicación de la Iglesia presupone una comprensión de las funciones expresiva y denotativa de la palabra, además de su función comunicativa. En estas circunstancias, no es sorprendente que se haya intentado reducir la totalidad de la teología a una doctrina ampliada de la "palabra de Dios" (Barth). Mas, para hacer esto, o bien hay que identificar la "palabra" con la revelaci6n y e~p1ear el término "palabra" en un sentido tan amplio que toda automanifestación divina quede incluida en ella, o bien hay que restringir la revelación a la pa-
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labra hablada y entender la locución "palabra de Dios" en un sentido literal, no simbólico. En el primer caso, se pierde el sentido específico del término "palabra"; en el segundo caso, este sentido específico queda salvado, pero se impide a Dios toda automanifestación que no sea hablada. Esto contradice, sin embargo, no sólo el sentido del poder de Dios, sino también el simbolismo religioso, bíblico y no bíblico, que utiliza la vista, el tacto y el gusto con la misma frecuencia que el oído para describir la experiencia de la presencia divina. En consecuencia, sólÓ puede hacerse de la "palabra" el símbolo que engloba toda automanifestación divina, si la "Palabra" divina tanto puede verse y gustarse como oírse. La doctrina cristiana de la encarnación del Logos incluye la paradoja de que la Palabra se ha convertido en .un objeto de visión y de tacto (véase más adelante, pp. 206 ss.). No hemos de confundir la revelación por medio de las palabras con las "palabras reveladas". Las palabras humanas, tanto en el lenguaje sagrado como en el lenguaje secular, se generan en el proceso de la historia humana y se fundamentan en la experiencia de la correlación existente entre la mente humana y la realidad. La experiencia extática de la revelación, como cualquier otra experiencia, puede contribuir a la. formación y transformación de un lenguaje. Pero no puede crear su propio lenguaje, que sería preciso aprender como hay que aprender una lengua extranjera. La revelación utiliza el lenguaje ordinaro, lo mismo que utiliza la naturaleza y la historia, la vida psíquica y la vida espiritual del hombre como medios de revelación. El lenguaje ordinario, que expresa y denota la experiencia ordinaria de la mente y de la realidad en su estructura categorial, se convierte en un vehículo para expresar y denotar la experiencia extraordinaria de la mente y de la realidad en el éxtasis y en el acontecimiento-signo. La experiencia, referida a sí mismo y en realidad incognoscible, de un sujeto, la palabra la transmite a otro sujeto de dos maneras distintas: por expresión y por denotación. Estas dos maneras están ampliamente unidas, pero existe un polo de la expresión del que casi está ausente la denotación, y existe un polo de la denotación del que casi está ausente la expresión. El poder denotativo del lenguaje es su capacidad para aprehender y comunicar las significaciones generales. El poder ex-
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presivo del lenguaje es su capacidad para discernir y comunicar los estados personales. Una ecuación algebraica tiene un carácter casi exclusivamente denotativo, un alarido tiene un carácter casi exclusivamente expresivo. Pero incluso en el caso de un alarido, quien Jo profiere indica un contenido definido de sentimiento, e incluso en el caso de una ecuación matemática, puede expresarse la satisfacción experimentada ante la evidencia del resultado y la adecuación del método seguido. En su mayor parte, el lenguaje se mueve entre estos dos polos: cuanto más científico y técnico, tanto más cercano al polo denotativo; cuanto más poético y comunitario, tanto más cercano al polo expresivo. La palabra como medio de revelación apunta hacia más allá de su sentido ordinario tanto en la denotación como en la expresión. En la situación de revelación, el lenguaje posee un poder denotativo que, a través de la significación ordinaria de las palabras, apunta a la relación que éstas tienen con nosotros. En la situación de revelación, el lenguaje posee un poder expresivo que, a través de las posibilidades de expresión ordinarias del lenguaje, apunta a lo inexpresable y a la relación que éste tiene ron nosotros. Esto no significa que la estructura lógica del lenguaje ordinario quede destruida cuando la palabra se convierte en un medio de revelación. Las combinaciones de palabras desatinadas no indican la presencia de lo divino, aunque puedan tener un poder expresivo sin ninguna función denotativa. El lenguaje corriente, por otra parte, incluso cuando trata de cuestiones de preocupación última, no es un medio de revelación. No posee el "sonido" y la "voz" que hacen perceptible lo incondicionalmente último. Cuando se habla de lo último, del ser y de la significación, el lenguaje corriente lo retrotrae al nivel de lo previo, de lo condicionado, de lo finito, amortiguando 8,SÍ su poder revelador. Por el contrario, el lenguaje como medio de revelación posee el "sonido" y la "voz" del misterio divino en y a través del sonido y de la voz de la expresión y de la denotación humanas. El lenguaje dotado de este poder es la "palabra de Dios". Utilizando una metáfora óptica para caracterizar el lenguaje, podríamos decir que la palabra de Dios como palabra de la revelación es un lenguaje transparente. A través del lenguaje corriente, algo resplandece (o, con más e:iractitud, algo
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suena) y este algo es la automanifestación de la profundidad del ser y del sentido. Es obvio que la palabra como medio de revelación, la "palabra de Dios", no es una palabra de información acerca de una verdad que, de otro modo, permanecería oculta. Si fuese así, si la revelación fuese una información, no sería necesaria ninguna "transparencia" del lenguaje. El lenguaje corriente, aunque sin transmitirnos ningún "sonido" de ultimidad, podría darnos una información acerca de las "cuestiones divinas". Tal información poseería un interés cognoscitivo y quizás ético, pero carecería de todas las características de la revelación. No tendría el poder de embargar, conmocionar y transformar, este poder que se atribuye a la "palabra de Dios". Si la palabra como. medio de revelación no es información, no puede ser pronunciada separadamente de los acontecimientos reveladores en la naturaleza, en la historia y en el hombre. La palabra. no es un medio de revelación además de los otros medios; es un elemento necesario en todas las formas de revelación. Puesto que el hombre es hombre por el poder de la palabra, nada realmente humano puede ser tal sin la palabra, ya sea hablada o silenciosa. Cuando los profetas hablaban, hablaban de las "grandes hazañas de Dios", de los acontecimientos reveladores en la historia de Israel. Cuando los apóstoles hablaban, hablaban de la única gran hazaña de Dios, del acontecimiento revel:ldor que se llama Jesús, el Cristo. Cuando los sacerdotes, los videntes y los místicos del paganismo pronunciaban oráculos sagrados y creaban escritos sagrados, ofrecían una in~ terpretación de una realidad Espiritual en la que habían penetrado después de abandonar la realidad ordinaria. El ser precede a la palabra, y la realidad reveladora precede a la p¡úbra reveladora y la determina. Una recopilación de supuestas revelaciones divinas acerca de "la fe y la moral" sin un acontecimiento revelador que las interprete es un libro de la ley con autorización divina, pero no es la palabra de Dios, y carece de todo poder revelador. Ni los diez mandamientos veterotestamentarios, ni el gran mandamiento evangélico son reveladores si están separados de la alianza divina con Israel o de la presencia del reino de Dios en el Cristo. Estos mandamientos significaban y debemos considerarlos éomo interpretaciones de una realidad nueva, y no como órdenes dirigidas contra la vieja realidad. Son
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descripciones y no leyes. Lo mismo es cierto en lo que respecta a las doctrinas. No existen doctrinas reveladas, sino que éxisten situaciones y acontecimientos reveladores que pueden ser descritos en términos doctrinales. Las doctrinas eclesiásticas no tienen sentido si se las separa de la situación reveladora de la que han surgido. La "palabra de Dios" no contiene ni mandamientos revelados ni doctrinas reveladas; acompaña e interpreta unas situaciones reveladoras. La expresión "palabra interior" es harto desafortunada. Las palabras son medios de comunicación. La "palabra interior" sería una especie de autocomunicación, un monólogo del alma consigo misma. Pero se utiliza la expresión "palabra interior" para describir la palabra de Dios en la profundidad del alma individual. Cierto es que algo se le dice al alma, pero no se trata ni de palabras habladas ni de palabras silenciosas. No se trata en absoluto de palabras. Es un movimiento del alma en sí misma. La "palabra interior" es una expresión de la negación de la palabra oomo medio de revelación. Una palabra se dice a alguien; la "palabra interior" es la conciencia de lo que ya está presente y no necesita ser dicho. Eso es asimismo cierto en lo que respe!'.,!ta a la expresión "revelación interior". Una revelación interior debe revelar algo que todavía no forma parte del hombre interior. De lo contrario, no sería revelación sino recuerdo; algo potencialmente presente se haría real y consciente. De hecho, ésta es l~ posición de los místicos, de los idealistas y de los espiritualistas,6 sean o no conscientes de ella. Pero el hombre en el estado de alienación existencial no puede alcanzar el mensaje del Nuevo Ser por el recuerdo. El mensaje tiene que venir a él, tiene que serle dicho: es objeto de revelación. Esta· crítica de la doctrina de la palabra interior tiene su confirmación histórica en la gran facilidad con que se pasa del espiritualismo al racionalismo. La palabra interior se identificó cada vez más con las no~as lógicas y éticas que constituyen la estructura racional de la mente y de la realidad. La voz de la revelación fue sustituida por la voz de nuestra conciencia moral, que nos recuerda lo que esencialmente ya sabemos. Con5. No deberla utilizarse la palabra "espiritualistas", que ha adqnirirlo unas connotaciones ocultistas, para designar a los llamados "entusiastas" del periodo de la Reforma y de inicios del siglo xvm. Su característica era la creencia en la palabra interior o en la revelacion interior que surge en la intimidad del alma del cristiano individual.
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tra la doctrina de la palabra interior, la teología cristiana debe mantener la doctrina de la palabra como medio de revebci<Ín o, simbólicamente, la doctrina de la palabra de Dios. 3, LA
DINÁMICA DE LA REVELACIÓN: REVELACIÓN ORIGINAL Y RE\'E· LACIÓN .DEPENDIENTE
La historia de la revelación indica que existe una diferenci.t entre las revelaciones originales y las revelaciones dependientes. Esta diferencia es una consecuencia del carácter correlativo de la revelación. Una revelación original es una revelación que se da en una constelación que antes no existía. Por primera vez cshín unidos este milagro y este éxtasis. Ambos son originales. Por el contrario, en una revelación dependiente, el milagro y su recepción original forman juntos el elemento dado, mientras el elemento receptor cambia cuando nuevos individuos y nuevos grupos entran en la misma correlación de revelación. Jesús es el Cristo, tanto porque podía convertirse en el Cristo como porque fue recibido como el Cristo. Sin ambas cosas a la vez. no habría sido el Cristo. Y esto no sólo fue verdad de aquellos que primero le recibieron, sino que es igualmente verdad de todas las generaciones posteriores que han entrado en una correlaci.ón reveladora con :€1. Existe, sin embargo, una diferencia entre la revelación original y la revelación dependiente. Mientras Pedro encontró al hombre Jesús, al que llamó el Cristo, en un éxtasis revelador original, las generaciones posteriores encontraron al Jesús que había sido recibido como el Cristo por Pedro y los demás apóstoles. Se da una revelación continua en la historia de la Iglesia, pero es una revelación dependiente. El milagro original, junto con su recepción original, es el punto de referencia permanente, mientras la recepción espiritual por parte de las generaciones posteriores cambia continuamente. Pero si se cambia un elemento de la correlación, toda la correlación queda transformada. Verdad es que "Jesucristo ... el mismo ayer, hoy y siempre" es el punto de referencia inamovible en todos los períodos de la historia de la Iglesia. Pero el acto de referirse a él nunca es el mismo, puesto que nuevas generaciones con nuevas potencialidades de recepción entran en la correlación y la transforman. Ningún tradicionalismo eclesiástico y ningún biblicismo ortodoxo pueden eludir esta situación de "revelación de-
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pendiente". Y esto es una respuesta a la debatida cuestión del poder revelador de la historia de la Iglesia. La historia de la Iglesia no es un lugar de revelaciones originales que se sobreañadan a la revelación única en la que se fundamenta la Iglesia (cf. el apartado sobre la experiencia, pp. 61 ss.). Más bien es el lugar de las continuadas revelaciones dependientes que constituyen un aspecto de la acción del Espíritu divino en la Iglesia. A este aspecto, referido a la Iglesia en su conjunto y a sus miembros individuales, suele dársele el nombre de "iluminación". El término "iluminación" designa el elemento cognoscitivo en el proceso de actualización del Nuevo Ser. Es el lado cognoscitivo del éxtasis. Mientras que tradicionalmente se ha usado el término "inspiración" para designar una revelación original, el término "iluminación" ha servido para expresar lo que nosotros llamamos "revelación dependiente". El Espíritu divino, que ilumina a los creyentes como individuos y como grupo, establece una correlación reveladora entre la razón cognoscitiva de los creyentes y el acontecimiento sobre el que se basa el cristianismo. Esto nos conduce a una visión más amplia de la revelación en la vida del cristiano. Existe una situación reveladora dependiente siempre que el Espíritu divino embarga, conmociona y mueve el espíritu humano. Toda plegaria y toda meditación, si realiza lo que significa, es decir, si reúne a la creatura con su fondo creador, es reveladora en este sentido. Los signos de la revelación -misterio, milagro y éxtasis- están presentes en toda verdadera plegaria. Hablar a Dios y recibir una respuesta es una experiencia extática y milagrosa; trasciende todas las estructuras ordinarias de la razón subjetiva y objetiva. Es la presencia del misterio del ser y una actualización de nuestra preocupación última. Si es rebajada al nivel de una conversación entre dos seres, es blasfema y ridícula. Pero si se la entiende como la "elevación del corazón", es decir, como la elevación del centro de la persona a Dios, es un acontecimiento revelador. Esta consideración excluye radicalmente todo concepto no existencial de la revelación. Las proposiciones acerca de una revelación pasada nos dan una información teórica acerca de la misma; pero carecen de poder revelador. Solamente por una utilización autónoma del intelecto o por una sujeción heterónoma de la voluntad se podrían aceptar como verdad. Pero esa
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aceptación sería una obra humana, un acto meritorio del talante de aquellos contra los que la Reforma entabló una lucha a vida o muerte. La revelación, sea original o dependiente, posee un poder revelador únicamente para quienes participan en ella, para quienes entran en la correlación reveladora. La revelación original le es dada a un grupo a través de un individuo. Originariamente, la revelación sólo puede ser recibida en la profundidad de una vida personal, con sus luchas, sus decisiones y sus cobardías. Ningún individuo recibe la revelación para sí mismo. La recibe para su grupo, e implícitamente para todos los grupos, para la humanidad entera. Esto es obvio en la revelación profética, que siempre es vocacional. El profeta es el mediador de fa revelación para el grupo que le sigue -a menudo tras haberlo rechazado en el primer momento. Y esto no queda restringido al profetismo clásico. Encontramos la misma situación en la mayor parte de religiones, e incluso en los grupos místicos. Un profeta, un fundador religioso, un sacerdote, un místico -tales son los individuos en quienes bucean la revelación original los grupos que entran en la misma correlación de revelación aunque de un modo dependiente. Puesto que la correlación de revelación es transformada por cada nuevo grupo y, de una manera infinitesimal, por cada nuevo individuo que entra en ella, hemos de preguntamos ahora si esta transformación puede llegar a un punto en el que la revelación original quede agotada y suplantada. Suscitamos así la cuestión del posible fin de una correlación revelador-a, ya sea por la total desaparición del punto inmutable de referencia, ya sea por la pérdida completa de su poder para crear nuevas correlaciones. Ambas posibilidade,s se han dado innumerables veces en la historia de la religión. Los movimientos sectarios y protestantes de todas las grandes religiones han atacado las instituciones religiosas entonces vigentes tachándolas de ser una completa traición al significado de la revelación original, aunque tales instituciones conservasen todavía esta revelación como su punto de referencia. Además, la mayor parte de los dioses de antaño han perdido incluso este poder; se han convertido en símbolos poéticos y han dejado de crear una situación reveladora. Apolo carece de toda significación reveladora para los cristianos; la Virgen María no revela nada a los protestantes. La revelación a través de estas dos figuras se ha terminado. Podría-
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mos preguntamos, sin embargo, cómo es posible que se acabe una revelación real. Si es Dios quien está tras cada revelación, ¿cómo es posible que algo divino llegue a su fin? Y si no es Dios quien se revela, ¿por qué hemos de usar la palabra "revelación"? Pero esta alternativa es inexistente. Toda revelación nos es transmitida por uno o varios medios de revelación. Ninguno de estos meilios posee en sí mismo un poder revelador; pero bajo las condiciones de la existencia, estos medios pretenden poseerlo. Tal pretensión los convierte en ídolos, y el derrumbamiento de esta pretensión los despoja de su poder. El aspecto revelador no se pierde si una revelación se acaba; pero su aspecto idolátrico queda destruido. Lo que en ella había de revelador es conservado como un elemento en las nuevas revelaciones más complejas y más purificadas; y todo lo que es revelador se halla potencialmente presente en la revelación final, que no puede llegar a su fin porque el portador de la misma nada pretende para sí mismo. 4. EL
CONOCIMIENTO DE REVELACIÓN
La revelación es la manifestación del misterio del ser para la función cognoscitiva de la razón humana. Transmite un conocimiento -un conocimiento, no obstante, ·que .sólo puede recibirse en una situación reveladora por el éxtasis y el milagro. Esta correlación indica el carácter particular que posee el "conocimiento de revelación".6 Y como este conocimiento de revelación no puede separarse de la situación de revelación, tampoco puede introducirse en el contexto del conocimiento ordinario como si se le añadiera, independientemente de la manera peculiar según la cual ha sido obtenido y recibido. El conocimiento de revelación no acrecienta nuestro conocimiento acerca de las estructuras de la naturaleza, de la historia y del hombre. Cuando se reivindique un conocimiento a este nivel, debe 6. No se debería hablar de conocimiento i·evelado, po1·que este término da la impresión de que los conte11idos ordinarios del conocimiento nos son comunicados de un modo extraordinario, y asl separa el conocimiento revelado ele Ja situación reveladora. Tal es la falacia fundamental que hallamos en la mayor parte de las interpretaciones impulares y en numerosas interpretaciones teológicas de la revelación y del conocimiento que ella trnnsmite. El término "conoclmi<,nlo de revelación" (o conocimiento revelador) ncentÍla la unidad inseparable del conocimiento y de la situación.
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sometérsele a las pruebas experimentales a través de Ja<; cuales se establece la verdad. Si esa reivindicación se formula en nombre de la revelación o de cualquier otra autoridad, hay que desecharla y aplicar los métodos ordinarios de investigación y verificación. Para el físico, el conocimiento revelador de la creación ni añade ni sustrae nada a su descripción científica de la estructura natural de las cosas. Para el historiador, fa interpretación reveladora de la historia como historia de la revelación ni confuma ni invalida ninguna de sus afirmaciones acerca de los documentos, las tradiciones y la interdependencia de lo.~ aoontecimientos históricos. Para el psicólogo, ninguna verdad reveladora acerca del destino del hombre puede influir en su análisis de la dinámica del alma humana. Si el conocimiento revelado interfiriera el conocimiento ordinario, destruiría la integridad científica y la humildad metodológica. Evidenciaría una posesión demoníaca, no una revelación divina. EI conocimiento de revelación es un conocimiento acerca de la revelación que nos es hecha del misterio del ser, no una información acerca de la naturaleza de los seres y de sus mutuas relaciones. En consecuencia, sólo se puede recibir el conocimiento de revelación en la situación de revelación, y sólo puede comunicarse -()()ntrariamente al conocimiento ordinario- a quienes participan en esta situación. ~ara quienes están fuera de ella, las mismas palabras poseen un sonido distinto. Un lector del Nuevo Testamento, por ejemplo, un filólogo para quien los oontenidos neotestamentarios no constituyen un objeto de preocupación última, podrá ser capaz de interpretar el texto bíblico con exactitud y corrección; pero no percibirá la significación extático-reveladora de sus palabras y de sus locuciones. Podrá hablar de ellas con precisión científica, como si fuesen relatos de una supuesta revelación, pero no podrá hablar de ellas como testimonios de una revelación real. Su conocimiento de los documentos de la revelación no es existencial. Como tal, puede contribuir poderosamente a la comprensión histórica y filosófica de los documentos. Pero no puede contribuir en nada al conocimiento de la revelación transmitida a través de esos documentos. El conocimiento de revelación no puede interferir el conocimiento ordinario. Como tampoco el conocimiento ordinario puede interferir el conocimiento de revelación. Ninguna teoría científica es más favorable que otra a la verdad de Li revela-
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ción. Es un desastre para la teología que, por razones teológicas, los teólogos prefieran una visión científica a otra, y fue una humillación para la teología que, por razones religiosas, los teólogos se amedrentaran ante las nuevas teorías, intentaran ofrecerles resistencia mientras ello fue posible, y las aceptaran finalmente cuando toda resistencia se hizo imposible. Esta resistencia enfermiza de los teólogos, desde la época de Galileo a la de Darwin, fue una de las causas de la ruptura operada entre la reJigión y Ja cultura secuJar en estos últimos siglos. La misma situación reina en lo que se refiere a la investigación histórica. Los teólogos no deben temer ninguna conjetura histórica, porque la verdad revelada yace en una dimensión que no puede ser confirmada ni invalidada por la historiografía. Por consiguiente, los teólogos no deberían preferir, por razones teológicas, unos resultados de la investigación histórica a otros, y no deberían ofrecer resistencia a unos resultados que finalmente han de ser aceptados si no se quiere destruir la integridad científica, inc1uso en el caso de que tales resultados parezcan socavar eJ oonocimiento de revelación. Las investigaciones históricas nunca deberían reconfortar ni angustiar a los teólogos. Aunque el conocimiento de revelación nos sea transmitido primordialmente por ciertos acontecimientos históricos, no implica aserciones fácticas y, por consiguiente, no está expuesto al análisis crítico de la investigación histórica. Su verdad debe juzgarse por los criterios que yacen en el seno de la dimensión del conocimiento revelador. La psic0logía, incluyendo en ella la psicología de las profundidades, Ja psicosomática y la psicología social, es igualmente incapaz de interferir el conocimiento de revelación. En la revelación existen numerosas intuiciones acerca de la naturaleza del hombre. Pero- todas ellas hacen referencia a la relación que media entre el hombre y lo que le concierne últimamente, es decir, el fondo y la significación de su ser. No existe ninguna psicología revelada, como no existe ninguna historiografía ni ninguna física reveladas. No entra en el cometido del teólogo proteger la verdad de la revelación atacando por razones religiosas las doctrinas freudianas de la libido, de la represión y de la sub1imación, o defendiendo ea nombre del conocimiento revelador la doctrina del hombre de Jung. Existe, sin embargo, un límite a la indiferencia que siente
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el conocimiento de revelación por todas las formas del conocimiento ordinario, y este límite está constituido por la presencia de elementos reveladores en el seno de las afirmaciones del conocimiento' ordinario. Si, pretextando que se trata de un conocimiento ordinario, se debaten cuestiones de preocupación última, la teología debe proteger la verdad de la revelación contra los 'ltaques que le dirigen unas revelaciones deformadas, ya se presenten como auténticas religiones o como ideas metafísicamente transformadas. De todas formas, ésta es una lucha religiosa en el seno del conocimiento revelador y no un conflicto entre el conocimiento de revelación y el conocimiento ordinario. La verdad de la revelación no depende de unos criterios que, a su vez, no son reveladores. El conocimiento de revelación, como el conocimiento ordinario, debe ser juzgado por sus propios criterios implícitos. Explicitar tales criterios es el cometido específico de la doctrina de la revelación final (véanse los apartados que siguen a continuación). Directa o indirectamente, el conocimiento de revelación es un conocimiento de Dios y, por ende, o es analógico o simbólico. La naturaleza de esta clase de conocimiento depende de la naturaleza de la relación que media entre Dios y el mundo, y sólo puede ser debatida en el contexto de la doctrina de Dios. Pero podemos mencionar y descartar dos posibles errores. Si decimos que el conocimiento de revelación es "analógico", aludimos con ello a la doctrina clásica de la analogía entis entre lo finito y lo infinito. Sin esa analogía, nada se podría decir acerca de Dios. Pero la analogia entis es absolutamente•· incapaz de crear una teología natural. No es un método para descubrir la verdad sobre Dios; es la forma en la que debe expresarse todo conocimiento de revelación. En este sentido, la analogía entis, como "símbolo religioso", señala la necesidad de utilizar un material tomado de la realidad finita para dar un contenido a la función cognoscitiva en la revelación -aunque esta necesidad no disminuye el valor cognoscitivo del conocimiento revelador. Debería evitarse la locución "únicamente un símbolo", porque el conocimiento no analógico o no simbólico de Dios tiene menos verdad que el conocimiento analógico o simbólico. La utilización de materiales finitos en su sentido ordinario para el conocimiento de revelación destruye el significado de la reve1ación y despoja a Dios de su divinidad.
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B. LA REVELACióN CONCRETA 7 5. LA
REVELACIÓN CONCRETA Y FINAL
Hemos descrito el sentido de la revelaci6n a la luz de los criterios de aquello que el cristianismo considera como revelación. Esta descripción del sentido de la revelación debería abarcar todas las ·revelaciones posibles y concretas, pero todavía no hemos explicitado el criterio de la revelación. Retomemos, pues, ahora a la afirmaci6n cristiana, pero no ya indirectamente como en los capítulos anteriores, sino directa y dogmáticamente, entendiendo el dogma en su verdadero sentido de base doctrinal sobre la que se asienta una determinada escuela filosófica o una comunidad religiosa. Desde el· punto de vista del círculo teológico, la revelación concreta es necesariamente la revelación final, pues la persona que se siente embargada por una experiencia reveladora cree que ésta es la verdad con respecto al misterio del ser y a su relación con él. Si es sensible a otras revelaciones originales, ha abandonado ya la situación reveladora y la considera de un modo distante. Su punto de referencia ha dejado de ser la revelación original por medio de la cual había entrado en una correlación original o, más frecuentemente, en una correlación dependiente. Es posible asimismo que una persona pueda creer que ninguna revelación concreta le afecta últimamente, que lo últimamente real está más allá de toda concreción. En el hinduismo, la experiencia extática del poder de Brahmanes lo último; en el humanismo, lo es la sujeción heroica al principio moral. En ambos casos, una revelación concreta, por ejemplo, una manifestación de Vishnú en el hinduismo o la imagen de Jesús como el ideal moral en el protestantismo, no tienen un carácter final. Para el hindú, la revelación final es la experiencia mística, y para el humanista no existe revelación alguna, ni concreta ni 7. También aqul, como en los correspondientes apnrfailos ele la sección· 1 de esta primera parte, hemos traducido el adjetivo in¡:lés actual p11r "concreto" en el sentido de real, positivo, verdadero. - N. del T.
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final, sino tan sólo una autonomía moral, que se apoya en la figura del ] esús sinóptico. El cristianismo pretende tener su fundamento en la revelación de Jesús como el Cristo como la revelación final. Esta pretensión genera a la Iglesia cristiana, y donde ya no existe tal pretensión, el cristianismo ha dejado de existir -por lo menos de un modo manifiesto, aunque no siempre· de un modo latente (véase parte IV, sección II). La palabra "final" de la locución "revelación final" significa más que última. El cristianismo ha afirmado a menudo, y debería a6rmado siempre, que existe una revelación continua en la historia de la Iglesia. Eµ este sentido, la revelación final no es la revelación última. Sólo en el caso de que última signifique la última revelación verdadera, puede interpretarse la revelación final como la revelación última. No puede haber revelación alguna en la historia de la Iglesia cuyo punto de referencia no sea Jesús como el Cristo. Si se busca o acepta otro punto de referencia, .Ja Iglesia cristiana pierde su fundamento. Pero "revelación final" significa más que última revelación verdadera. Significa la revelación decisiva, culminante, insuperable, aquella que es el criterio de todas las demás revelaciones. ~sta es la pretensión c;ristfana, y ésta es la base de una teología cristiana. El problema estriba, sin embargo, en saber cómo podemos justificar tal pretensión y si en la revelación de Jesús como el Cristo existen criterios que la determinan como revelación final. Tales criterios no pueden deducirse de nada que esté fuera de la situación reveladora. Pero es posible descubrirlos en el seno de esta situación, y esto precisamente es lo que debe hacer la teología.. . La primera y fundamental respuesta que la teología debe dar a la cuestión del carácter final de la revelación en Jesús como el Cristo es la siguiente: una revelación es final si tiene el poder de negarse a sí misma sin por ello perderse. Esta paradoja se basa en el hecho de que toda revelación está condicionada por el medio en el cual y a través del cual aparece. La cuestión de la revelación final es la cuestión de un medio de revelación que sobrepase sus propias condiciones finitas sacrificándolas y sacrificándose a sí mismo con ellas. Aquel que es el portador de la revelación final debe renunciar a su finitud -no sólo a su vida, sino también a su poder, a su conocimiento
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y a su perfección finitos. Al hacerlo así, se afirma como portador de la revelación flnal (como "Hijo de Dios", en la terminología clásica). Llega a ser completamente transparente al misterio que revela. Pero para poderse dar por entero, debe poseerse a sí mismo también por entero. Y sólo puede poseerse -y, por ende, sólo puede darse- a sí mismo por entero aquel que está unido con el fondo y la signiflcación de su ser, sin separación ni rotura alguna. La descripción de Jesús como el Cristo nos ofrece la imagen de un hombre que posee estas cualidades; de un hombre, pues, al que podemos llamar el medio de la revelación final. En las descripciones bíblicas de Jesús como el Cristo (no existen otras descripciones que las del Nuevo Testamento), Jesús llega a ser el Cristo por su victoria sobre las fuerzas demoníacas q:ue intentaban hacerlo demoníaco sometiendolo a la tentación de reivindicar la ultimidad para su naturaleza finita. Estas fuerzas, representadas a menudo por sus mismos discípulos, intentaban inducirle a que rehuyera su propio sacriflcio como medio de revelación. Querían que evitara la cruz (cf. Mateo 16). Intentaban convertirlo en un objeto de idolatría. La idolatría es la perversión de una verdadera revelación; es la elevación del medio de revelación a la dignidad de la revelación misma. En Israel, los verdaderos profetas lucharon continuamente contra esta idolatría, que sostenían los falsos profetas y sus secuaces sacerdotales. Esta lucha es el poder dinámico de la historia de la revelación. El documento clásico que da fe de ella es el Antiguo Testamento, y precisamente por esta razón el Antiguo Testamento constituye una parte inseparable de la revelación de Jesús como el Cristo. Pero el Nuevo Testamento y la historia de la Iglesia maniflestan el mismo conflicto. En la Reforma, el espíritu profético atacó un sistema sacerdotal demoníacamente pervertido y ocasionó la más profunda ruptura de cuantas se han producido en el desarrollo del cristianismo. Según Pablo, los poqeres demoníaco-idólatras que rigen el mundo y desflguran la religión fueron vencidos en la cruz de Cristo. En su cruz, Jesús sacriflcó aquel medio de revelación que se manifestó a sus seguidores como mesiánico en poder y significación. Para nosotros, esto significa que, al seguirlo, somos liberados de la autoridad de todo lo que en ~l era finito, de sus tradiciones particulares, de su piedad individual, de su visión 12.
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del mundo harto condicionada, de toda comprensión legalista de su ética. Sólo como crucificado, Jesús es "gracia y verdad", y no ley. Sólo como aquel que ha sacrificado su carne, es decir, su existencia histórica, es el Espíritu o la Nueva Creatura. tstas son las para®xa en las que se hace manifiesto el criterio de la revelación 6nal. Incluso el Cristo es Cristo únicamente porque no se aferró a su igualdad con Dios, sino que renunció a ella como posesión personal (Filipenses, 2). únicamente sobre esta base puede afirmar la teología cristiana el carácter 6nal de la revelación en Jesús como el Cristo. Es demoníaca la pretensión que abriga toda cosa finita a ser final por derecho propio. Jesús rechazó esta posibilidad como una tentación satánica y, según nos dice el cuarto evangelio, subrayó que nada tenía por sí mismo, sino que todo lo había recibido de su Padre. Permaneció transparente al misterio divino hasta su muerte, que fue la manifestación 6nal de su transparencia. Esto condena una religión y una teología centradas en Jesús. Jesús como el Cristo, y únicamente como el Cristo, es el que constituye el objeto de la religión y de la teología. Y Jesús es el Cristo en cuanto sacrifica lo que en él es meramente "Jesús". Su rasgo decisivo es la continua autorrendición del Jesús que es Jesús al Jesús que es el Cristo. La revelación final es, pues, universal sin ser heterónoma. Ningún ser finito se impone en nombre de Dios a los demás seres 6nitos. La pretensión incoµdicional y universal del cristianismo no se fundamenta en su propia superioridad sobre las demás religiones. El cristianismo, sin ser final en sí mismo, da testimonio de la revelación final. El cristianismo como cristianismo no es. ni final ni universal. Pero aquello de lo que el cristianismo da testimonio es 6nal y universal. No debe olvidarse esta profunda dialéctica del cristianismo para abundar en las autoafirmaciones eclesiásticas u ortodoxas. Contra tales afirmaciones, la llamada teología liberal tiene razón cuando se opone a que una religión pretenda ser final -y ni siquiera superior a las demás. Un cristianismo que no afirme que Jesús de Nazaret fue sacrificado a Jesús como el Cristo, no deja de ser sino una religión entre otras muchas religiones. Es totalmente imposible de justificar su pretensión de ser final.
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6.
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LA REVELACJÓ:-.¡ FINAL EN JESÚS COMO EL CRISTO
Según el carácter circular de la teología sistemática, el criterio de la revelación final dimana de lo que el cristianismo considera como la revelación final: la aparición de Jesús como el Cristo. Los teólogos no deberían alannarse por la admisión de este círculo. No es una deficiencia; es más bien la expresión necesaria del carácter existencial de la teología. Nos ofrece una doble manera de describir la revelación final: primero, en ténninos de un principio abstracto, que constituye el criterio de toda revelación supuesta o real, y, después, en términos de una imagen concreta que refleja la incidencia de la revelación final. En el apartado anterior hemos elaborado el principio abstracto teniendo a la vista la imagen concreta; en este apartado vamos a describir la actualización del principio abstracto en lo concreto. Todas las descripciones e interpretaciones neotestamentarias de Jesús como el Cristo poseen dos caracteristicas destacadas: el mantenimiento de su unidad con Dios y el sacrificio de todas las ventajas que habría podido reportarle esta unidad. La primera característica es patente en Jos relatos evangélioos que nos hablan de la inquebrantable unidad de su ser con el fondo de todo ser, a pesar de su participación en las ambigüedades de la vida humana. El ser de Jesús coino el Cristo está determinado en todo momento por Dios. En todas sus manifestaciones, palabras, acciones y sufrimientos, es de una total transparencia a lo que él representa como el Cristo: el misterio divino. Mientras los evangelios sinópticos subrayan la salvaguarda activa de esta unidad contra los ataques demoníacos, el cuarto evangelio subraya la unidad fundamental que existe entre Jesús y el "Padre". En las epístolas, se presupone la :victoria de esta unidad sobre los poderes de separación, aunque a veces se aluda al agobio y la fatiga que ocasiona esta batalla. Sin embargo, nunca es una cualidad moral, intelectual o emocional la que hace de Jesús el portador de la revelación final. Según el testimonio de todo el Nuevo Testamento y asimismo, aunque anticipadamente, de numerosos pasajes del Antiguo Testamento, es la presencia de Dios en Jesús la que hace de él el Cristo. Sus palabras, sus acciones y sus sufrimientos no son sino las consecuencias de esta presencia divina: expresiones del Nuevo Ser que es su ser.
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El mantenimiento por Jesús de su unidad con Dios implica lo que los escritores bíblicos destacan en segundo lugar: su victoria sobre toda tentación de explotar su unidad con Dios para obtener alguna prerrogativa para sí mismo. No sucumbe a fa tentación que le acecha cuando lo señalan como el Mesías, tentación que, de haber triunfado, le habría despojado de su función mesiánica. La aceptación de la cruz, a lo largo de toda su vicla y al final de la misma, es la prueba decisiva de su unidad con Dios, de su entera transparencia al fondo del ser. Tan sólo ante la inminente cruci.6.xión puede hacerle decir el cuarto evangelio que "'el que cree en mí no cree en mí" (Juan 12, 44). Tan sólo a través de su continua aceptación de la cruz ha llegado a ser el "Espíritu" que se ha entregado como carne, es decir, como individuo histórico (2 Corintios). Este sacrificio es el final de todas las tentativas para imponerlo, como ser finito, sobre los demás seres finitos. Es el final de la "Jesuslogía". Jesús de Nazaret es el medio de la revelación final porque se sacrifica completamente al Jesús como el Cristo. No sólo sacrifica su vida, como hicieron muchos mártires y muchos hombres corrientes, sino que sacrifica asimismo todo lo que en él podría atraer a los hombres hacia él como hacia una "'personalidad irresistible", en lugar de atraerlos hacia aquello que en él es más grande que él y que ellos. l!:sta es la significación del símbolo "Hijo de Dios" (véanse los capítulos cristológicos en la parte 111, sección JI). Como toda revelación, la revelación final se produce en una correlación de éxtasis y de milagro. El acontecimiento revelador es Jesús como el Cristo. Jesús es el milagro de la revelación final, y su recepción es el éxtasis de la revelación final. Su aparición constituye la constelación decisiva de las fuerzas históricas (y, por participación, de las fuerzas naturales). Es el momento extático de la historia humana y, por consiguiente, su centro, el centro que confiere un sentido a toda la historia posible y real. El kairós (véase parte V, sección II) que en él se cumplió es la constelación de la revelación final. Pero lo es tatt sólo para quienes lo recibieron como revelación final, es decir, como el Mesías, el Cristo, el Hombre-de-lo-alto, el Hijo de Dios, el Espíritu, el Logos-que-se-hizo-came -el Nuevo Ser. Todos estos términos no son sino variaciones simbólicas del tema. que Pedro proclamó por vez primera cuando dijo a Jesús: "Tú eres el Cristo". Con estas palabras, Pedro lo aceptó como
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rnndio de la revelación final. Esta aceptación, sin embargo, constituye una parte de la revelación misma. Es un milagro de la mente que corresponde al éxtasis de la historia o, en la terminología opuesta (los términos son intercambiables; véase más arriba, p. 157), es un éxtasis de la mente que corresponde al milagro de la historia. Jesús como el Cristo, el milagro de la revelación final, y la Iglesia, recibiéndole como el Cristo o como la revelación final, se pertenecen mutuamente. El Cristo no es el Cristo sin la Iglesia, y la Iglesia no es la Iglesia sin el Cristo; La revelación final, como toda revelación, es correlativa. La revelación final, la revelación en Jesús como el Cristo, es universalmente válida, porque implica el criterio de toda revelación y es el finis o tews (finalidad intrínseca) de todas ellas. La revelación final es el criterio de toda revelación que le precede o que le sigue. Es el criterio de toda religión y de toda cultura, no sólo de la cultura y de la religión en las cuales y a través de las cuales apareció. Es válida para la existencia social de todo grupo humano y para la existencia personal de todo individuo humano. Es válida pa:i:a la humanidad como tal y, de un modo indescriptible, tiene asimismo un sentido para el universo. Nada menos que todo esto debería afirmarlo la teología cristiana. Si de la validez universal del mensaje de Jesús como el Cristo se cercena algún elemento, y si se sitúa a Jesús únicamente en la esfera de la realización personal, o únicamente en fa esfera de la historia, entonces Jesús queda reducido a menos que la revelación final y ya no es ni el Cristo ni el Nuevo Ser. Pero la teología cristiana afirma que Jesús es todo esto, porque resiste la doble prueba del carácter final: su unidad ininterrumpida con el fondo de su ser y su continuo sacrificio del Jesús como Jes(1s al Jesús como el Cristo.
7. LA
HISTORIA DE LA REVELACIÓN
El acontecimiento al que damos el nombre de "revelación final" no fue un acontecimiento aislado. Presuponía una historia reveladora, que constituía su preparación y en la cua-1 fue recibido. No habría podido producirse de no haber sido esperado, y su espera no habría sido posible de no haberlo precedido otras revelaciones, a pesar de las deformaciones que éstas habían sufrido. No habría sido la revelación final de no haber sido
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recibida como tal, y perdería su carácter de revelación final si no fuese capaz de hallarse a disposición de todo grupo humano y en todo lugar. A la historia de la preparación y de la recepción de la revelación final podemos llamarla la "historia de la revelación". La historia de la revelación no es la historia de la religión, ni siquiera la historia de las religiones judía y cristiana. Exíste revelación fuera de la esfera religiosa, y existen grandes sectores en la. religión que no son revelación. La revelación juzga por un igual la religión y la no religión. La historia de la revelación tampoco es la historia de todas las revelaciones que han tenido lugar. No existe tal historia, ya que sólo se puede hablar de un acontecimiento revelador si se está en relación existencial con el mismo. El "historiador de todas las revelaciones" sería simplemente un historiador de todos los relatos acerca de las revelaciones. La historia de la revelación es la historia interpretada a la luz de la revelación final. El acontecimiento de la revelación final se erige como centro, meta y origen de los acontecimientos reveladores que se producen en el período de preparación y en el período de recepción. Desde luego, esto sólo .es verdad para la persona que participa existencialmente en la revelación final. Pero para ella constituye una verdadera e· inevitable implicación de su experiencia reveladora. Mientras la teología humanista tiende a identificar la historia de la revelación con la historia de la religión y de la cultura, arrumbando de este modo el concepto de revelación final,. la teología neo-ortodoxa y cierta teología liberal aliada suya (por ejemplo, la teología de Ritschl) intentan eliminar la historia de la revelación al identificar la revelación con la revelación final. Este último grupo afirma que únicamente existe una revelación, la revelación que se dio en Jesús el Cristo; el primer grupo le replica diciendo que existen revelaciones por doquier y que ninguna de ellas es última. Nosotros hemos de rechazar ambas posiciones. La revelación que, en una situación reveladora concreta, no es aceptada como final, se limita ser una fría reflexión y no una experiencia personal comprometida. Por otra parte, si se niega el carácter final de la preparación histórica de una revelación, la necesidad de su recepción histórica convierte el acontecimiento revelador único en un cuerpo extraño que carece de toda relación con la existencia humana y la historia. Por consiguiente, no puede ser
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asimilado por la vida espiritual del hombre. O destruye esta vida o es rechazado por ella. La "historia de la revelación" constituye una correlación necesaria de la revelación final. No debería ser situada, pues, al nivel de una historia de la religión, ni ser eliminada por un supranaturalismo destructor. La revelación final divide la historia de la revelación en un período de preparación y un período de recepción, La revelación que tiene lugar en el período de preparación es universal. Se dan tres interpretaciones erróneas de la palabra "universal". Puede confundirse con "general", en el sentido de una ley general y necesaria, inferida por abstracción de todos los acontecimientos reveladores particulares. Pero es inexistente esa ley general. La revelación tiene lugar o no tiene lugar; pero ciertamente no tiene lugar "en general". No es un elemento estructural de la realidad. Cuando se le distingue de "general", el término "universal" significa (o puede significar) un acontecimiento particular que pretende abarcarlo todo. En este sentido, la Iglesia cristiana es universal ("católica" o para todo el mundo), pero no general (abstraída de todo el mundo). La segunda interpretación errónea de la "revelación universal" estriba en confundirla con la revelación natural. Como ya hemos visto, no existe ninguna revelación natural. únicamente podemos hablar de la revelación a través de la naturaleza. Y la revelación a través de la naturaleza es particular y concreta. La tercera interpretación errónea del término "universal" consiste en postular con dicho término que la revelación se está dando siempre y en todas partes. No podemos hacer ninguna afirmación de este tenor si consideramos los signos de la revelación y su carácter existencial. Pero es igualmente imposible excluir la posibilidad universal de la revelación. Semejante exclusión negaría asimismo su carácter existencial e incluso haría imposible la revelación final. Sólo sobre la amplia base de una revelación universal podía producirse y ser recibida la revelación final. Sin los símbolos creados por la revelación universal en su período de preparación, no sería comprensible la revelación final. Sin las experiencias religiosas creadas por la revelación universal en dicho período, no existiría ninguna categoría ni ninguna forma para recibir .Ja revelación final. La terminología bíblica está llena de palabras cuya significación y connotaciones serían completamen-
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te extrañas a los oyentes y a los Iectores de no haber existido unas revelaciones anteriores en el judaísmo lo mismo que en el paganismo. Las misiones no habrían sido fecundas para nadie de no haber existido una preparaci6n para el mensaje cristiano en la revelaci6n universal. No habría sido posible formular fa cuesti6n de la revelaci6n final; por consiguiente, no habría sido posible recibir la respuesta a' tal cuesti6n. Si alguien, por ejemplo un te6logo neo-ortodoxo, afirmara que con Dios todo es posible y que Dios en su revelaci6n no depende de las etapas de la madurez humana, deberíamos replicarle que Dios actúa a través de los hombres de acuerdo con la naturaleza y la receptividad de éstos. No sustituye al hombre por otra creatura, ni sustituye la infancia por la madurez para que así le sea posible revelarse. Se revela al hombre y salva al hombre y, al hacerlo, no sustituye el hombre por alguna otra cosa creada a este prop6sito. Tal habría sido el método seguido por un demonio, pero no por Dios. Aflrmar que una revelaci6n es la revelaci6n final, sin señalar una historia de la revelaci6n en la que se produjo una preparaci6n para la misma, equivale a deshumanizar al hombre y a demonizar a Dios. La preparaci6n para .Ja revelaci6n final en la historia de la revelaci6n es triple, puesto que dicha preparaci6n se lleva a cabo por conservaci6n, por crítica y por anticipaci6n. Toda experiencia reveladora transforma el medio de revelaci6n en un objeto sacramental, ya sea un objeto de la naturaleza, un ser humano, un acontecimiento hist6rico o un texto sagrado. Es funci6n del sacerdote conservar el objeto sacramental y mantener vivo el poder de su revelaci6n original haciendo que nuevos individuos, nuevos grupos y nuevas generaciones entren en la situaci6n reveladora. El material simb6lico utilizado, transformado e incrementado por cada revelaci6n posterior y, asimismo, por la revelaci6n final, se acrecienta a partir de la conservaci6n y de la continuaci6n sacerdotal de los acontecimientos reveladores. Ningún profeta podría hablar según el poder de una nueva revelaci6n, ningún místico podría contemplar la profundidad del fondo divino, ninguna significaci6n podría ser conferida a la aparici6n del Cristo, si no existiera esta substancia sacramental-sacerdotal. Pero el elemento sacramental-sacerdotal de la revelaci6n universal tiende a confundir el !medio y el contenido de la revelaci6n. Tiende a transformar el medio y sus excelencias en
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contenido. Tiendé a hacerse demoníaco, ya que lo demoníaco es la elevación de algo condicional a una significación incondicional. Contra esta tendencia se alza la segunda etapa de la revelación preparatoria, la actitud crítica. Tal actitud se ha presentado en tres formas distintas: la mística, la racional y la profétiea. El misticismo ha criticado la substancia sacramental-sace~otal, demoníacamente deformada, devaluando todo medio de revelación e intentando unir directamente el alma con el fondo del ser, hacerla penetrar en el misterio de la existenci,a sin la ayuda de un medio finito. La revelación se produce en la profundidad del alma; su aspecto objetivo es accidental. La impresión causada sobre amplios sectores de la humanidad por la lucha antidemoníaca del misticismo ha sido y sigue siendo aún extraordinaria. Pero su eficacia como preparador de la revelación final no deja de sér ambigua. El misticismo libera al hombre de la esfera concreta sacramental y de sus deformaciones demoníacas, pero el precio que ha de pagar por ello es la destrucción del carácter concreto de la revelación y el hacerla irrelevante para la situación humana concreta. Eleva al hombre por encima de todo lo que realmente le preocupa, e implica una negación última de su existencia en el espacio y el tiempo. A pesar de tales ambigüedades, la función permanente· que ejerce el misticismo es la de subrayar vigorosamente el carácter abismal del fondo del ser y rechazar la identificación demoníaca de todo lo que es finito con lo que trasciende a todo lo finito. Es lamentable que los discípulos de Kant y de Ritschl y los representantes de las escuelas neo-ortodoxas en teología se hayan limitado a denunciar los abusos posibles y reales de la actitud mística· sin reconocer la función histórica que ha desempeñado, a escala mundial, al trascender los medios concretos de revelación en la visión del misterio que por ellos nos es transmitido. Incluso la revelación final necesita el correctivo del misticismo para trascender sus propios símbolos finitos. La actitud racional parece que está al margen de la situación reveladora y qne carece de toda función reveladora. En realidad, la razón no es reveladora. Pero en toda creación de la razón está presente y se hace sentir la profundidad de la razón tanto en la forma como en el contenido. Los elementos que contribuyen a la historia de la revelación se hallan. implícita o explícitamente presentes en el estilo de una creación cultural,
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en sus principios fundamentales, en sus críticas y sus exigencias. Presuponen unos acontecimientos reveladores, puesto que los expresan, ya en términos de creaciones racionales, ya en términos de criticas racionales directas a las revelaciones deformadas. Las críticas de Jen6fanes y de Heráclito a los dioses homéricos y la interpretación filosófica. con que Platón enjuició la substancia apolino-dionisíaca de la cultura griega, son eje~plos de la influencia ejercida por una creación racional sobre la situación reveladora. En hombres como Plotino, Eckhart, Nicolás de Cusa, Spínoza y Bohme, aparecen unidos los elementos místicos y los elementos racionales con los que criticaban y transformaban las tradiciOnes sacramentales y suscitaban la búsqueda de nuevas constelaciones reveladoras. Pero no es únicamente la elevación mística sobre el reino de los símbolos concretos la que puede andar unida con la crítica racional; también la crítica profética de .un sistema sacramental-sacerdotal puede aliarse con la crítica racional. Los elementos sociales y políticos andaban inseparablemente amalgamados en los profetas, los reformadores y los revolucionarios sectarios con la experiencia reveladora que les guiaba. Y, al contrario, la espera de una nueva situación reveladora muy a menudo constituye el poder oculto que dirige los movimientos seculares en pro de la libertad política y la justicia social. La revelación universal no sólo implica las reacciones místicas . (y proféticas) contra las formas y los sistemas sacramentales deformados. Implica asimismo las reacciones racionales, independientes del misticismo y del profetismo o unidas a ellos. A la luz de esta situación, debemos rechazar toda teología que, en t.énninos de una proposición general, excluya de una participación directa en la historia de la revelación a las creaciones de la razón, es decir, a la vida cultural del hombre. Sin embargo, para el desarrollo de la revelación universal preparatoria, resulta decisivo el ataque profético contra ehacramentalismo deformado. Nada, puede justificar que se restrinja el profetismo a los profetas del Antiguo Testamento o al Espíritu profético que está presente en la mayor parte de los pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento. La critica y la promesa profética :son activas en toda la historia de la Iglesia, especialmente en los movimientos del monaquismo, O.e la Reforma y del radicalismo evangélico. Y son asimismo ac':ivas en las revoluciones y fundaciones religiosas fuera del cristianismo,
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como lo son en la religión de Zoroastro, en algunos misterios griegos, en el Islam y en numerosos movimientos reformadores más reducidos. El denominador común de todos ellos que los distingue del misticismo, es el fundamento concreto de su ataque contra un sistema sacramental dado. No lo devalúan; no se elevan por encima de él; no exigen la unión con el fondo del ser. Someten los medios concretos de revelación, los símbolos sacramentales concretos y los sistemas sacerdotales al juicio de la ley divina, al juicio de lo que debería ser porque es la ley de ·Dios. El profetismo intenta modelar la realidad según el poder de la forma divina. No trasciende la realidad para alcanzar el abismo divino. Promete una plenitud en el futuro (por trascendente que pueda ser la concepción de ese futuro), aunque no encamina al hombre hacia una eternidad que está a igual distancia de todos los momentos del tiempo, como hace el misticismo. Existe, no obstante, algo que es único en los profetas de Israel, desde Moisés, el más grande de los profetas, a Juan el Bautista, el mayor profeta del antiguo eón. La revelación acaecida por mediación de los profetas de Israel constituye la preparación concreta y directa de la revelación final, y no podemos separarla. de ella. La revelación universal como tal no es la preparación inmediata de la revelación final; sólo lo es la revelación universal criticada y transformada por el profetismo veterotestamentario. La revelación universal como tal no habría podido preparar la revelación final. Dado que esta última es concreta, sólo un desarrollo concreto podia constituir su preparación inmediata. Y dado que la revelación final es el criterio de toda revelación, este criterio se tuvo sin duda en cuenta y se aplicó, aunque fragmentariamente y por anticipación. Cuando la primitiva Iglesia aceptó a Jesús como el Cristo, estuvo guiada por unos criterios similares a los que formula el segundo Isaías. Sin un grupo de personas, profundamente imbuídas de las paradojas del profetismo judío, la paradoja de la cruz no habría podido ser entendida y aceptada. No es, pues, sorprendente que quienes separaron el Nuevo del Antiguo Testamento -desde el primitivo gnosticismo al reciente nazismo- perdieran la paradoja cristo. lógica, centro del Nuevo Testamento. Consideraron la revelación final como uno de los ejemplos de la revelación universal, y denunciaron la religión del Antiguo Testamento como una de
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las formas más bajas de paganismo. La entendieron como una expresión del nacionalismo religioso de los judíos. Pero esta interpretación es absolutamente errónea. El Antiguo Testamento se halla ciertamente embebido de nacionalismo judío, pero éste se presenta una y otra vez como aquello contra lo que lucha el Antiguo Testamento. El nacionalismo religioso es la marca distintiva de los falsos profetas. Los verdaderos profetas amenazan a Israel en no.robre del Dios de justicia, que es capaz de rechazar a su pueblo a causa de su injusticia, sin que por ello pierda Dios su poder, lo cual no ocurre en el politeísmo. Como Dios de justicia es universal y, si es violada la justicia, rechaza toda pretensión que invoque una relación particular con su pueblo. El término "pueblo elegido" no es en modo alguno una expresión de arrogancia nacional. Ser elegido implica la permanente amenaza de ser rechazado y destruido, así como la obligación de aceptar la destrucción para salvar la alianza de elección. Elección y destrucción están unidas de tal suerte que ningún ser, grupo o individuo finito puede considerarse a si mismo como un mediador del misterio del ser. Pero si un grupo o unos individuos aislados soportan esta tensión, su destrucción constituye la plenitud de su realización, Tal es la significación de la promesa profética que trasciende la amenaza profética. Esta promesa no es una cuestión de "final feliz". Empíricamente hablando, no existe un "final feliz" para el pueblo elegido --<> para el pueblo elegido de la revelación final. Pero "hablar empíricamente" no es la manera profética de hablar. Los profetas hablan en términos que expresan la "profundidad de la razón" y su experiencia extática. A lo largo de la lucha entablada por los profetas contra el sacramentalismo deformado, los elementos reveladores de la revelación universal son recibidos, desarrollados y transformados, mientras sus expresiones deformadas son rechazadas o purificadas. Este proceso se da en todos los períodos de la historia de Israel y no se detiene en el Nuevo Testamento ni en la historia de la Iglesia. Este proceso es la recepción, la recusación y la transformación dinámicas de la revelación preparatoria por parte de la revelación final., A la luz de este proceso es imposible separar el Antiguo Testamento de la revelación universal, como es asimismo imposible y absurdo interpretar el Antiguo Testamento, no como la preparación concreta y única de la reve-
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}ación fina], sino como un documento de Ja misma revelación fina], como una especie de Nuevo Testamento anticipado. Recepción, recusación y transformación -ese es el movimiento que parte del Antiguo Testamento hacia la revelación universal, y que parte también del Nuevo Testamento hacia la revelación universal y el Antiguo Testamento. La dinámica de la historia de la revelación excluye las teorías mecanicistas y supranaturales de la revelación y de la inspiración. Ni la totalidad del pueblo judío, ni los pequeños grupos del "resto", a los que a menudo se refirieron los profetas, fueron capaces de superar la identificación del medio con el contenido de Ja revelación. La historia de Israel nos muestra que riingún grupo puede ser el portador de la revelación final, que ningún grupo puede llevar a cabo el sacrificio total de sí mismo. La victoria sobre las condiciones existenciales y la perfecta entrega de sí mismo deben producirse en una vida personal, o no pueden producirse nunca. El cristianismo pretende que eso se ha producido y que el momento en que se produjo es el centro de la historia de la revelación e indirectamente el centro de toda la historia. El centro de la historia de la revelación divide el proceso entero en revelación preparatoria y revelación receptora. La portadora de la reve]~ción receptora es la Iglesia cristiana. El período de la revelación receptora empezó con el inicio de la Iglesia. Según el juicio cristiano, todas las religiones y todas las culturas que se haHan fuera de la Iglesia están todavía en el período de preparación. Y más aún, existen numerosos grupos e individuos en el seno de los pueblos y de las Iglesias cristianas que, en definitiva, están en la etapa de preparación. Nunca han recibido el mensaje de la revelación final en su significación y su poder. Y las mismas Iglesias cristianas, en sus instituciones y en sus acciones, están en permanente peligro de reincidir en la etapa preparatoria -peligro que reiteradamente se ha hecho realidad. No obstante, la Iglesia cristiana está fundamentada en Ja revelación final, y se da por supuesto que está recibiendo esta revelación final en un proceso continuo de recepción, de interpretación y de actualización -proceso revelador que posee todas las marcas de la revelación. La presencia del Espíritu divino en la Iglesia es reveladora. Pero es una revelación dependiente, que posee todas las señales de las revelacio-
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nes dependientes. Depende del acontecimiento de la revelación final, del que obtiene su significación y su poder para todas las generaciones, aunque la forma en que es recibida, interpretada y transformada crea nuevas correlaciones en todos los períodos, grupos e individuos. La revelación receptora es revelación, aunque el Espíritu a través del cual la revelación se produce, siempre es el Espíritu de Jesús como el Cristo. La Iglesia cristiana carga con el "riesgo de la fe" cuando afirma, práctica y teóricamente, que esta revelación no puede acabar, que en sí misma tiene el poder de reformarse, y que ninguna nueva revelación original podría sobrepasar el acontecimiento de la revelación final. Sobre la base de esta fe, el cristianismo afirma qué la historia de la revelación original se ha terminado en principio, aunque todavía pueda continuar indefinidamente allí donde no se ha reconocido aún el centro de la historia de la revelación. Pero si la revelación final ha sido aceptada, no por ello se ha detenido el proceso revelador; este proceso va a proseguir hasta el fin de la historia. 8.
REVELACIÓN Y SALVACIÓN
La historia de la revelación y la historia de la salvación son la misma historia. La revelación sólo puede recibirse en presencia de la salvación, y la salvación sólo puede producirse en el seno de una correlación de revelación. Pueden impugnarse estas afirmaciones partiendo de un concepto intelectual, no existencial de la revelación o partiendo de un concepto individualista, no dinámico de la salvación; pero la teología sistemática debe rechazar radicalmente tales conceptos y, con ellos, todos los intentos por separar la revelación de la salvación. Si se entiende la revelación como una información acerca de las "cosas divinas'', información que hay que aceptar en parte por unas operaciones intelectuales y en parte por la sujeción de la voluntad a unas autoridades, puede existir revelación sin salvación. Se da una información, y ésta puede ser recibida sin que suscite una transformación de la existencia de quien la recibe. Ni el éxtasis ni el milagro encajan en esta noción de la situación reveladora. El· Espíritu divino, o es innecesario o pasa a ser un informador supranatural y un maestro de verdades objetivas, no existenciales. Las narraciones bíblicas acerca de las
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situaciones reveladoras contradicen directamente esta noción; corroboran sin la menor ambigüedad la afirmación segón la cual la revelación y la salvación son inseparables. Moisés tiene que quitarse las sandalias antes de que pueda caminar sobre la tierra sagrada de una situación reveladora; Isaías tiene que ser tocado con un carbón ardiente como expiación antes de que pueda recibir la revelación de su vocación; Pedro tiene que abandonar a sus allegados y seguir a Jesús antes de que pueda formular la afirmación extática de que Jesús es el Cristo; Pablo tiene que experimentar una revolución de todo su ser cuando recibe la revelación que le convierte en cristiano y apóstol. Pero cabría la objeción de que esto sólo es verdad si se re• fiere a las grandes personalidades religiosas que conducen a los otros a una situación reveladora después de la irrupción ocurrida en ellas. Para estas otras personas, la revelación es un depósito de verdades que ellos reciben y que pueden o no pueden entrañar para ellos unas consecuencias salvadoras. Si se acepta esta interpretación, la verdad reveladora es independiente de su aspecto receptivo, y las consecuencias salvadoras para el individuo son una cuestión de su destino personal; carecen de toda significación para la revelación misma. Obviamente, tal argumentación resulta muy favorable a los sistemas autoritarios, tanto eclesiásticos como doctrinales; ·que manipulan los contenidos de la revelación como si fuesen de su propiedad. En tales sistemas, las verdades reveladas son administradas por las autoríades, que las presentan al pueblo como "verdades hechas" para que éste las acepte. Inevitablemente, los sistemas autoritarios intelectualizan y voluntarizan la revelación: desarticulan la correlación existencial entre el acontecimiento revelador y· aquellos que deben recibirlo. En consecuencia, se oponen vigorosamente a la identificación de la revelación y de la salvación, identificación que implica una comprensión existencial de la revelación, es decir, una participación creadora y transformadora de todo creyente en la co~relación de revelación. Otro argumento contra la identificación de la revelación y la salvación se apoya en un concepto de la salvación que la independiza por completo de la revelación. Si se entiende la salvación como la plena realización final del individuo más allá del tiempo y de fa historia, no es posible identificarla con la revelación que se da en la historia. En esta perspectiva, la salvación
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o es completa o no es salvación. Siendo siempre fragmentaria la recepción de la revelación bajo las condiciones de la existencia, la revelación carece de toda fuerza salvadora en sí misma, aunque pueda llegar a ser un instrumento de salvación. Hemos de rechazar tan rotundamente este concepto de salvación como el anterior concepto intelectualista de la revelación. La palabra salvación procede de sal'IJ'US, "sano, que goza de buena salud" o "entero, íntegro", y puede aplicarse a todo acto terapéutico: a la curación de la enfermedad, de la posesión demoníaca, de la esclavitud del pecado y del poder último de la mullrte. La salvación, en este sentido, tiene lugar en el tiempo y en la historia, exactamente igual que la revelación. La revelación posee un fundamento objetivo inconmovible en el acontecimiento de Jesús como el Cristo, y la salvación se fundamenta en el mismo acontecimiento, ya que este acontecimiento une el poder final de Ja -salvación con la verdad final de la revelación. La revelación, tal como _es recibida por el hombre que vive bajo las condiciones de la existencia, es siempre fragmentaria; y lo mismo le ocurre a la salvación. La revelación y la salvación son finales, completas e incambiables con respecto al acontecimiento revelador y salvador; pero son previas, fragmentarias y cambiables con respecto a las personas que reciben la verdad reveladora y el poder salvador. En términos de la teología clásica, podríamos decir que nadie puede recibir la salvación si no es a través del Espíritu divino y que, si alguien se siente embargado por el Espíritu divino, el centro de su personalidad queda transformado: ha recibido el poder salvador. Nos falta discutir todavía un nuevo argumento contra esta ecuación. Cabe preguntarse si una per8ona que ha perdido el poder salvador del Nuevo Ser en Cristo, puede aceptar aún su verdad reveladora, si puede sentir la revelación en su propia condenación. En tal situación, la salvación y la revelación parecen estar netamente separadas una de otra. Pero no es así. Como a menudo subrayaba Lutero, el sentimiento de ser rechazado es el primer paso y el, paso decisivo que nos encamina a la salvación; constituye la etapa fundamental del proceso de salvación. Nunca falta por completo este elemento. Y nunca debería faltar, ni siquiera cuando es más fuerte el sentimiento de estar salvados. Mientras somos sensibles a la función condenatoria de la revelación, su poder salvador se mantiene activo. ·Ni el
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pecado ni la desesperación, como tales, acreditan la ausencia del poder salvador. Esta ausencia del poder salvador se manifiesta en el abandono de toda preocupación última y en aquella suerte de complacencia que resiste tanto la experiencia conmocionante de la revelación como experiencia transformadora de la salvación. La identidad de revelación y salvación nos conduce a una nueva consideración. En el proceso del tiempo y de la historia, la salvación y la revelación son ambiguas. El mensaje cristiano apunta, pues, a una salvación última que no podemos perder porque es la reunión con el fondo del ser. Esta salvación última es asimismo la revelación última, que frecuentemente se describe como la "visión de Dios", El misterio del ser yace más allá de las paradoxa de cada revelación en el tiempo y en el espacio, y más allá de todo lo que es fragmentario y previo. No hace referencia a los individuos aislados. La plenitud de realización es universal. Una realización limitada de individuos separados no sería una realización plenaria, ni siquiera para estos individuos, porque ninguna persona está separada de las otras personas y del conjunto de la realidad de tal manera que pueda salvarse independientemente de la salvación de toda persona y de toda cosa. Sólo podemos salvamos en el reino de Dios, que abarca el universo entero. Pero el reino de Dios es asimismo el lugar donde todo es transparente para que lo divino resplandezca a través de todo cuanto es. En su reino plenamente realizado, Dios lo es todo en todo. Tal es el símbolo de la revelación última y de la salvación última en una unidad total. El reconocimiento o el no reconocimiento de esta unidad constituye una prueba decisiva del carácter de una teología.
C. LA RAZON EN LA REVELACIÓN FINAL 9. LA.
REVELACIÓN FINAL SUPERA EL CONFLICTO ENTRE LA AUTONO·
MÍA Y LA HETERONOMÍA
La revelación es la respuesta a las cuestiones implícitas en los conflictos existenciales de la razón. Después de describir el significado y la realidad de la revelación en general y de la 13.
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revelación final en particular, hemos de mostrar ahora cómo responde la revelación final a las cuestiones suscitadas y cómo supera los conflictos que atosigan a la razón en la existencia. La revelación supera el conflicto entre la autonomía y la heteronomía restableciendo su unidad esencial. Ya discutimos anteriormente el significado de estos tres oonceptos -autonomía, heteronomía y teonomía. La cuestión estriba ahora en saber cómo la revelación final crea la teonomía. La revelación final incluye dos elementos decisivos para operar· la reunión de la autonomía y la heteronomía: la completa transparencia del fondo del ser en aquel que es el portador de la revelación final, y el completo sacrificio del mediador al contenido de la revelación. El primer elemento impide que la razón autónoma pierda su profundidad y se quede vacía y abierta a las intrusiones demoníacas. La presencia del fondo divino, tal como se manifiesta en Jesús como el Cristo, confiere una substancia espiritual a todas las formas de la creatividad racional. Les confiere la dimensión de profundidad y las une bajo los símbolos que expresan esta profundidad en los ritos y mitos. El otro elemento de la revelación final, el autosacrificio del mediador finito, impide que la razón heterónoma se yerga contra la autonomía racional. La heteronomía es la autoridad reivindicada o ejercida por un ser finito en nombre de lo infinito. La revelación final no abriga tal reivindicación, ni puede ejercer tal poder. Si lo hiciera, se convertiría en demoníaca y dejaría de ser la revelación flnal. Lejos de ser heterónoma y autoritaria, la revelación final es liberadora. "El que cree en mí no cree en mí", dice Jesús en el cuarto evangelio,8 destruyendo así toda interpretación heterónoma de su autoridad divina. La Iglesia, como comunidad del Nuevo Ser, es el lugar donde la nueva teonomía es real. Pero desde ella se derrama sobre el conjunto de la vida cultural humana y confiere un centro Espiritual a la vida espiritual del hombre. En la Iglesia, tal como ésta debería ser, no existe oposición alguna entre heteronomía y autonomía. Y tal oposición tampoco existe en la vida espiritual del hombre, siempre que la vida espiritual del hombre posea una integración última. Pero no es ésta la situación humana. La Iglesia no es únicamente la comunidad del Nuevo Ser; 8.
Juan 12, 44.
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también es un grupo sociológico inmerso en los conflictos de la existencia. Por consiguiente, se halla sujeta a la tentación casi irresistible de convertirse en heterónoma y suprimir la crítica autónoma, suscitando precisamente de este modo las reacciones autónomas que con frecuencia son lo bastante fuertes para secularizar, no sólo la cultura, sino incluso a la misma Iglesia. Una marea ascendente de heteronomía puede iniciar entonces de nuevo el círculo vicioso. Pero la Iglesia nunca se halla completamente despojada de fuerzas teónomas. Hubo ciertos períodos en la historia de la Iglesia en los que la teonomía, aunque limitada y destructible, estuvo más plenamente realizada que en otros períodos. Esto no significa que aquellos períodos fuesen moralmente mejores, o intelectualmente más profundos, o más radicalmente imbuidos de una preocupación última. Significa que eran más conscientes de la "profundidad de la razón", del fondo de la autonomía y del centro unificador, sin el cual la vida espiritual se hace superficial, se desintegra y da lugar a un vacío en el que pueden precipitarse las fuerzas demoníacas. Los períodos teónomos son períodos en los que la autonomía racional está salvaguardada en el derecho y el conocimiento, en la comunidad y en el arte. Donde existe teonomía, no se sacrifica nada que se considere verdadero y justo. Los períodos teónomos no se sienten resquebrajados, sino íntegros y centrados. Su centro no lo constituye ni su libertad autónoma ni su autoridad heterónoma, sino la profundidad de la razón extáticamente experimentada y simbólicamente expresada. El mito y el culto les confiere una unidad en la que quedan centradas todas las funciones espirituales. La cultura no es controlada desde el exterior por la Iglesia, ni es abandonada a sí misma de tal modo que la comunidad del Nuevo Ser quede al margen de ella. La cultura, en la medida en que es creadora, recibe su substancia y su poder integrador de la comunidad del Nuevo Ser, de sus símbolos y de su vida. Donde la teonomía determina una situación religiosa y cultural -aunque sea de un modo harto fragmentario y ambiguo, como ocurría, por ejemplo, en la baja y alta Edad Media-, la razón ni está sujeta a la revelación ni es independiente de ella. La razón estética no obedece las prescripciones eclesiásticas o políticas, pero tampoco crea un arte secular totalmente;desvinculado de la profundidad de la razón estética; a través de sus for-
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mas artísticas autónomas, apunta hacia el Nuevo Ser que ha aparecido en la revelación final. En la teonomía, la razón cognoscitiva· no desarrolla unas doctrinas autoritariamente impuestas a los hombres, ni va en pos del conocimiento por el conocimiento, sino que en todo lo que es verdadero busca una expresión de la verdad que constituye el objeto de preocupación última, la verdad del ser en cuanto ser, la verdad que está presente en la revelación final. La razón jurídica no establece un sistema de leyes sagradas e intangibles, ni interpreta el sentido de la ley en términos técnico-utilitarios, sino que relaciona las leyes particulares y las leyes fundamentales de una sociedad con la "justicia del reino de Dios" y con el Logos del ser tal como se manifiesta en la revelación final. La razón social no acepta las formas comunitarias dictadas por las autoridades sagradas, eclesiásticas o políticas, ni abandona las relaciones humanas a su propio crecimiento y declive, según la voluntad de poder y la líbido, sino que las relaciona con la comunidad última y universal, la comunidad de amor, transformando la voluntad de poder en creatividad y la líbido en ágape. Tal es, en términos muy generales, el significado de la teonomía. Y la labor de una teología deductiva de la cultura consiste en aplicar estos principios a los problemas concretos de nuestra existencia cultural. La teología sistemática debe limitarse a una afirmación de principios. En el romanticismo se dieron numerosas descripciones de la teonomía y numerosos intentos de restablecer una teonomía según el modelo de una Edad Media idealizada. El catolicismo también reclama una nueva teonomía, pero lo que realmente quiere es el restablecimiento de la heteronomía eclesiástica. El protestantismo no puede aceptar el modelo medieval ni en términos románticos ni en términos romanos. Debe andar a la búsqueda de una nueva toonomía. Pero, para hacerlo, debe saber lo que significa la teonomía, y esto puede aprenderlo en la Edad Media. No obstante, contrariamente al romanticismo, el protestantismo es consciente de que una nueva teonomía no puede ser creada intencionadamente por la razón autónoma. La razón autónoma es un aspecto del conflicto entre autonomía y heteronomía y, por sí sola, no puede superar este conflicto. Así, pues, la búsqueda romántica de la teonomía no puede alcanzar su meta, salvo en el caso de que lo haga a través de la revelación
LA REALIDAD DE LA REVELAClóN
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final y en unidad con la Iglesia. El derrumbamiento del arte y de la filosofía, de la ética y de la política románticas (de un modo particularmente evidente a mediados del siglo XIX), nos muestra que el establecimiento de una nueva teonomía no depende ni de la intención ni de la buena voluntad humana, sino del destino histórico y de la gracia divina. Es una consecuencia de la revelación final, que ninguna autonomía puede crear, pero que tampoco ninguna heteronomía puede impedir. 10.
LA REVELAr:JÓN FINAL SUPERA EL CONFLICTO ENTRE EL ABSOLU'flSMO Y EL RELATIVISMO
La revelación final no destruye la razón; es la plenitud de la razón. Libera a la razón del conflicto entre la heteronomía y la autonomía ofreciendo la base de una nueva teonomía, y libera a la razón del conflicto entre el absolutismo y el relativismo presentándose bajo la forma de un absoluto concreto. En el Nuevo Ser que se manifiesta en Jesús como el Cristo, una vida personal, la más concreta de todas las formas posibles de lo concreto, es la portadora de. aquello que es absoluto sin condición ni restricción alguna. Esta vida personal concreta ha logrado lo que ni el criticismo ni el pragmatismo son capaces de realizar, es decir, unir los polos en conflicto de la razón existencial. Así como el criticismo, con su insistencia acerca del carácter meramente formal de sus principios, se engaña a sí mismo en lo que respecta a su pretendida carencia de elementos absolutos, también el pragmatismo, con su insistencia acerca de su completa abertura a todo, se engaña a sí mismo en lo que respecta a su pretendida carenciu de elementos absolutos. Ninguno de los dos afronta el problema oon la suficiente radicalidad, porque ni uno ni otro puede ofrecernos su solución. La solución sólo puede venir de la profundidad de la razón, no de su estructura. Sólo puede venir de la revelación final. La forma lógica en la que están unidos lo perfectamente concreto y lo perfectamente absoluto, c.onstituye una paradoja. Todas las aserciones bíblicas y eclesiásticas acerca de la revelaci6n final poseen un carácter paradójico. Trascienden la opinión ordinaria, no ya transitoria sino definitivamente; no pueden expresarse en términos de la estructura de la razón, sino que deben expresarse en términos de la profundidad de la
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razón. Si se expresan en términos ordinarios, aparecen inmediatamente unas afirmaciones lógicamente contradictorias. Pero estas contradicciones no constituyen la paradoja, y nadie está obligado a "tragárselas" como tales contradicciones. Esto no sólo es imposible, sino destructor. La paradoja es la realidad hacia la que apunta la forma contradictoria; es la manera sorprendente, milagrosa y extática, según la cual aquello que es universalmente el misterio del ser se manifiesta en el tiempo, en el espacio y bajo las condiciones de la existencia como un acontecimiento histórico absolutamente concreto. La revelación final no es un absurdo lógico; es un acontecimiento concreto que, al nivel de la racionalidad, debe expresarse en términos contradictorios.ll El aspecto concreto de la revelación final aparece en la únagen de Jesús como el Cristo. La pretensión paradójica cristiana afirma que esta imagen posee una validez incondicional y universal; que no está sujeta a los ataques del relativismo positivisb o cínico; que no es absolutista, ni en sentido tradicional ni en sentido revolucionario; y que no puede realizarse por el compromiso crítico ni por el compromiso pragmático. Es única y está más allá de todos los elementos y de todos los métodos conflictivos de la razón existencial. Eso implica sobre todo que no se puede utilizar ningún rasgo particular de esta imagen como una ley absoluta. La revelación final no nos proporciona una ética absoluta, ni unas doctrinas absolutas, ni siquiera un ideal absoluto :le vida personal y comunitaria. Nos ofrece unos ejemplos que apuntan hacia lo que es absoluto; pero, en sí mismos, los ejemplos no son absolutos. Constituye una manifestación del carácter trágico de toda vida el que la Iglesia, aunque esté fundamentada en lo absoluto concreto, tienda continuamente a deformar su significado paradójico y a transformar la paradoja en absolutismos de carácter cognoscitivo y moral. Esta tendencia provoca necesariamente unas reacciones relativistas. Si se concibe a Jesús como el maestro divino de la verdad absoluta, 9. No se debe tan sólo n una mala teología, sino también a una especie de arrogancia ascética, el que algunos teólogos - a partir de Tertulianose permitan ciertas combinaciones desatinadas de palabras y exijan de todo verdadero cristiano que, en un acto de autodestrucción intelectual, acepte el desatino corno "sentido común divino". La "locura" de la cruz (Pablo) no tiene nada que ver con la "obra" pretendidamente buena, pero en realidad demoníaca, del sacrificio de la razón.
LA REALIDAD DE LA REVELACIÓN
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teórica y práctica, resulta incomprensible la naturaleza paradójica dl' ~u aparición. Si, por el contrario, se le concibe como un fundador religioso, condicionado por la situación de su tiempo y por la estructura de su personalidad, igualmente resulta incomprensible. En el primer caso, se sacrifica su carácter concreto; en el segundo caso, su carácter absoluto. En ambos casos, la paradoja ha desaparecido. El Nuevo Ser en Jesús como el Cristo es la paradoja de la revelación final. Las palabras de J'esús y de los apóstoles apuntan hacia este Nuevo Ser; lo hacen visible a través de las narraciones, parábolas, símbolos, descripciones paradójicas e interpretaciones teológicas. Pero ninguna de estas expresiones de la experiencia de la revelación final es final y absoluta en sí misma. Todas son condicionadas, relativas, susceptibles
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de un supuesto absoluto, unos elementos finitos a una existencia .finita. El absolutismo del amor..es el poder que detenta para penetrar en la situación concreta, para descubrir las exigencias que entraña la situación concreta a la que se refiere. Por esto, el amor nunca puede hacerse fanático cuando lucha para alcanzar lo absoluto, ni tampoco puede convertirse en cínico bajo el peso de lo relativo. Y esto es igualmente válido en todos los ámbitos de la creatividad racional. Dondequiera que esté presente la paradoja de la revelación .final, ningún absoluto puede subsistir, ni el absoluto cognoscitivo ni el estético, ni el absoluto legal ni el comunitario. El amor los vence, sin que por elle> dé paso al escepticismo cognoscitivo, al caos estético, a la ausencia de ley o a la alienación. La revelación .final hace posible la acción. Toda acción tiene algo de paradójica; siempre entraña cierto conflicto entre el absolutismo y el relativismo. La acción se fundamenta en la decisión; pero decidirse por algo que juzgamos verdadero o bueno, significa excluir otras innumerables posibilidades. En cierto sentido, toda decisión es absolutista, puesto que vence la tentación escéptica de la epoche (ausencia de juicio y de acción). Es un riesgo, que se enraíza en el coraje de ser, que se ve amenazado por las posibilidades excluidas, muchas de las cuales hubieran podido ser mejores y más verdaderas que las elegidas. Estas posibilidades se cobran luego su venganza, causando a menudo grandes destrozos; y refugiarse en la inacción constituye entonces una tentación seductora. La revelación final vence el conflicto que enfrenta el carácter absolutista y el destino relativista de toda decisión y de toda acción. Muestra que la decisión justa debe sacrificar su pretensión de ser la decisión justa. No existen decisiones justas; sólo existen tentativas, derrotas y éxitos. Pero existen decisiones que están enraizadas en el amor, y estas decisiones no inciden en lo relativo al renunciar a lo absoluto. No están expuestas a la venganza de las posibilidades excluidas, porque estuvieron y aún están abiertas a ellas. Ninguna decisión puede ser suprimida; ninguna acción puede ser revocada. Pero el amor confiere un sentido incluso a aquellas decisiones y a aquellas acciones que demostraron ser un fracaso. Los fracasos del amor no conducen a la resignación, sino que incitan a tomar nuevas decisiones más allá del absolutismo y del relativismo. La revelación final supera el con-
L.\ REALIDAD DE LA REVELACió.V
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flicto entre el absolutismo y el relativismo en las decisiones activas. El amor desbarata' la venganza de las posibilidades excluidas: es absoluto como amor y es relativo en toda relación de amor. 11.
LA REVELACIÓN FINAL SUPERA El. COlll'FLICTO ENTRE EL FOHM.-\LISMO Y EL EMOCIONALISMO
Cuando el misterio del ser aparece en una experiencia reveladora, la totalidad de la vida personal parti~ipa del misterio. Y esto significa que es la profundidad de la razón la que está presente, tanto estructural como emocionalmente, y significa asimismo que no existe ningún conflicto entre estos dos elementos. Lo que constituye el misterio del ser y del sentido es, al mismo tiempo, el fondo de su estructura racional y el peder de nuestra participación emocional. Aunque esto es válido par~ todas las funciones de la razón, aquí lo aplicaremos {1nicamente a la función cognoscitiva. El problema de la razón cognoscitiva radica en el conflicto que media entre el elemento de unión y el elemento de distanciamiento en todo acto cognoscitivo. La razón técnica ha dado una preponderancia extraordinaria al aspecto de distanciamiento. Lo que no puede ser aprehendido por el razonamiento analítico es relegado al ámbito de la emoción. Todos los problemas importantes de la existencia son arrojados fuera del dominio del conocimiento y arrumbados en el dominio informe de la emoción. Las aserciones aeerca del sentido de la vida y la profundidad de la razón se ven despojadas de todo valor de verdad. No sólo el mito y el culto, sino también las intuiciones estéticas y las relaciones comunitarias son excluidas de la razón y de la cognición, considerándolas como meras efusiones emocionales desprovistas de validez y de criterios de verdad. Ciertos teólogos protestantes aceptan esta separación entre la forma y la emoción; siguiendo una falsa interpretación de Schleiermacher, sitúan la religión en el ámbito de la simple emoción. Pero así niegan el poder que detenta la revelación final para i:uperar la ruptura entre forma y emoción, distanciamiento cognoscitivo y unión cognoscitiva. Los más antiguos teólogos clásicos creían en el poder de la revelación final para superar esta ruptura. Utilizaban el concepto de gnosis, que significa a la vez la unión cognoscitiva, mística
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y sexual. La gnosis no contradice a la episteme, al conocimiento científico. No puede existir ningún conflicto entre ambas, porque el mismo Logos que instruía a los filósofos y a los legisladores es la fuente de la revelación final e instruye a los teólogos cristianos. A veces más o menos transformada, a veces vigorosamente atacada, esta solución de la escuela alejandrina aparece reiteradamente a lo largo de la historia del pensamiento cristiano. Pero siempre que es aceptada en una u otra de sus múltiples variaciones, se considera que la revelación final es lo que resuelve el conflicto entre el conocimiento teológico y el conocimiento científico, y asimismo, aunque implícitamente, el conflicto entre la emoción y la forma. En cambio, siempre que se rechaza la solución alejandrina, el conflicto entre ambos elementos se hace más profundo y permanente. Así ocurrió en el pensamiento medieval desde Duns Scoto a Ockham, en algunas expresiones de la teología de la Reforma, en Pascal y Kierkegaard, en la teología neo-ortodoxa, y -por el lado opuesto- en el naturalismo y el empirismo. Los teólogos ortodoxos y los teólogos racionalistas, en una sorprendente alianza, niegan la reunión de la forma y de la emoción en la revelación final. Niegan el poder curativo de la revelación en los conflictos 9e la razón cognoscitiva. Pero si la revelación final es incapaz de curar los desgarramientos de la razón cognoscitiva, ¿cómo podría curar los desgarramientos de la razón en cualquiera de sus funciones? No puede darse simultáneamente un "corazón" reunido y una mente eternamente desgarrada. O bien la curación se ejerce asimismo en la función cognoscitiva, o bien nada es curado por la revelación final. Uno de los méritos de la filosofía "exi'l~ tencial" se cifra en que trata de reunir el distanciamiento y la unión. Cierto es que carga el acento en la unión y la participación; pero no excluye el distanciamiento. De lo contrario, el existencialismo no sería una filosofía sino tan sólo una serie de exclamaciones emocionales. La emoción en el dominio cognoscitivo no deforma una estructura dada; le .da abertura. Pero hemos de admitir asimismo que no dejan de producirse sin cesar las distorsiones emocionales de la verdad. La pasión, la libido, la voluntad de poder, la racionalización y la ideología son los más persistentes enemigos de la verdad. Es, pues, comprensible que la emoción como tal haya sido denunciada como el mayor enemigo del conocí-
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miento. De esto se sigue que, para proteger el conocimient~ mismo, sea preciso eliminar el conocimiento significativo. Pe~o la revelación final pretende que el conocimiento últimamente significativo está más allá de esta alternativa: que aquello que sólo podemos aprehendn con una "pasión infinita" (Kierkegaard) es idéntico a lo que se nos presenta como el criterio de todo acto de conocimiento racional. Si el cristianismo no pudiera abrigar esta pretensión, o tendría que abdicar o se convertiría en un instnimento de la supresión de la verdad. La preocupación última ·acerc•t de la revelación final es tan radicalmente racional eomo radicalmente emocional, y no es posible eliminar ninguno de ambos aspectos sin provocar unas consecuencias destrnctoras. La rnperación
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hoy, quizá con mayor adecuación, denominamos conocimiento "existencial". Es lamentable que, desde la época de Tomás de Aquino, se haya acrecentado progresivamente el olvido de esta noción (junto con la pérdida general de la teonomía en todos los dominios de la vida) y que los reformadores uniesen su redescubrimiento del carácter existencial de la teología con una recusación poco fundamentada de la razón. Pero si se comprende que la razón recibe la revelación y que es objeto de salvación como cualquier otro elemento de la realidad, puede ser nuevamente posible una teología que utilice la razón teónoma.
D. EL FONDO DE LA REVELACIÓN 12. Dms
y
EL MISTERIO DE LA REVELACIÓN
Una consecuencia del método utilizado por la teología apologética es que así se determina el concepto de revelación desde "abajo", desde el hombre en la situación de revelación, y no desde "arriba", desde el fondo divino de la revelación. Pero después de hablar del sentido y de la realidad concreta de la revelación, surge ahora la cuestión del fondo de la revelación. El fondo de la revelación no es su "causa", en el sentido categorial de la palabra "causa". Es el "fondo del ser.. manifestado en la existencia. La relación entre el fondo del ser y sus manifestaciones reveladoras sólo puede expresarse simbólicamente, es decir, en forma de acciones finitas que tienen su origen en un ser muy alto y que transforman el curso de los acontecimientos finitos. Esto es inevitable. Del mismo modo, 1a relación entre el fondo de la revelación y aquellos que la reciben sólo puede concebirse en forma de categorías personales, puesto que aquello que constituye la preocupación última de una persona no puede ser menos que una persona, aunque pueda y deba ser más que una persona. En estas circunstancias, el teólogo debe subrayar el carácter simbólico de todos los conceptos utilizados para describir el acto divino de autorrevelación, y debe intentar utilizar unos términos cuyo significado sea palpablemente no categorial. "Fondo" es uno de estos términos. Os-
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cila entre causa y substancia, y las trasciende a las dos. Indica que el fondo de la revelaci6n no es ni una causa que se mantiene a distancia del efecto revelador ni una substancia que se derrama en su efecto, sino más bien el misterio que aparece en Ja revelaci6n y que sigue siendo un misterio en su aparición. La palabra religiosa que designa lo que nosotros llamamos el fondo del ser es Dios. Una de las mayores dificultades con que tropieza toda teología sistemática es que presupone todas sus otras partes en cada una de ellas. Una doctrina de Dios como fondo de la revelación presupone la doctrina del Ser y de Dios, la cual depende a su vez de la doctrina de la revelación. Es, pues, necesario que ahora anticipemos algunos conceptos que sólo pueden ser plenamente desarrollados en el contexto de la doctrina de Dios. Si utilizamos el símbolo "vida divina", como ciertamente hemos de hacer, damos por supuesto que existe una analogía entre la estructura fundamental de la vida que nosotros vivimos y el fondo del ser en el que la vida está enraizada. Esta analogía nos conduce al reconocimiento de tres elementos que aparecen de distinta manera en todas las secciones de la teología sistemática y que constituyen la base para la interpretación trinitaria de la revelación final. La vida divina es la unidad dinámica de la profundidad y de la forma. En el lenguaje místico, la profundidad de la vida divina, su carácter inagotable e inefable, se llama "abismo ... En el lenguaje filosófico, la forma, el elemento de significado y de estructura de la vida divina, se llama "Logos". En el lenguaje religioso, la unidad dinámica de ambos elementos se llama "Espíritu". Los teólogos han de usar los tres términos para designar el fondo de la revelación. Es el carácter abismal de la vida divina lo que hace misteriosa a la revelación; es el carácter lógico de la vida divina lo que hace posible la revelación del misterio; y es el carácter espiritual de la vida divina lo que crea la correlación de milagro y éxtasis en la que puede recibirse Ja revelación. Es preciso utilizar todos y cada uno de estos tres conceptos que designan el fondo de la revelación. Si olvidamos el carácter abismal de la vida divina, un deísmo racionalista transforma la revelación en información. Si/olvidamos el carácter lógico de la vida divina, un teísmo irraclonalista transforma la revelación en sumisión heterónóma. Si olvidamos
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el carácter espiritual de la vida divina, resulta impo~ible una historia de la revelación. La doctrina de la revelación se fundamenta en una interpretación trinitaria de la vida divina y de su automanifestación. La revelación y la salvación son elementos de la creatividad directora de Dios. Dios dirige los procesos de la vida individual, social y universal hacia su plenitud en el reino de Dios. Las experiencias reveladoras están empotradas en la experiencia general. Son distintas de ella, perci no están separadas de la misma. La historia del mundo es la base de la historia de la rev~lación, y en la historia de la revelación la historia del mundo revela su misterio. 13.
LA REVELACIÓN FINAL y LA PALABRA DE
Dms
Tradicionalmente, la doctrina de la revelación ha sido desarrollada como una doctrina de la "Palabra de Dios". Esto es posible siempre que se interprete la Palabra como el elemento de logos en el fondo del ser, interpretación que le dio la doctrina clásica del Logos. Pero la Palabra de Dios suele entenderse -de un modo literal y de un modo simbólico, ambos a medias- como una palabra hablada, y así surge una "teología de la Palabra" que es una teología de la palabra hablada. Esta intelectualización de la revelación es opuesta al sentido de la cristología del Logos. La cristología del Logos no fue excesivamente intelectualizada; de hecho, era un arma contra este peligro. Si se dice que Jesús como el Cristo es el Logos, el Logos designa entonces una realidad reveladora, DI) unas palabras reveladoras. Considerada en serio, la doctrina del Logos evita la elaboración de una teología de la palabra hablada o escrita, teología que constituye el peligro que acecha al _protestantismo. 10 10. Esta afirmación es diametralmente opuesta a la doctrina de la escuela de Ritschl, según la cual la recepción del cristianismo por la mentalidad griega significó una intelectualización del cristianismo. Pero a la mentalidad griega sólo podemos llamarla "intelectualista" en ciertas manifestaciones suyas, limitadas y deformadas, pero no en su totalidad. Desde el principio al fin, conocimiento significa "unión con lo inmutable", con lo "realmente rear. El conocimiento metafísico es existencial; incluso en un empirista y un lógico como Aristóteles, el conocimiento posee un elemento místico. La reducción del conocimiento a la observación distanciada en pro del control, no es griega, sino moderna. Esta comprensión de la filosofía griega exige una reorientación de aquel tipo de interpretación de la historia del dogma cuyo representante clásico fue Harnack.
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El término "Palabra de Dios" posee seis significaciones distintas. Ante todo, la "Palabral' es el principio de la automanifestaci6n divina en el fondo del ser mismo. El fondo no es únicamente un abismo en el que desaparece toda forma; es a~i mismo la fuente de la que emerge toda fonna. El fondo del ser tiene el carácter de automanifestación; tiene el carácter de logoa. Esto no es algo que se sobreañada a la vida divina; es la vida divina misma. A pesar de su carácter abismal, el fondo del ser es "lógico"; incluye su propio logos. En segundo lugar, la Palabra es el medio de la creación, Ja palabra espiritual dinámica que media entre el misterio silencioso del abismo del ser y Ja plenitud de Jos seres concretos, individualizados, autorrelacionados. La creación por la Palabra, en oposición a un proceso de emanación tal como lo elaboró el neo-platonismo, designa simbólicamente tanto Ja libertad de la creación como la libertad de lo creado. La manifestación del fondo del ser es espiritual, no mecánica (como lo es, por ejemplo, en Spinoza). En tercer lugar, la Palabra es la manifestación de la vida divina en la historia de la revelación. Es la palabra recibida por todos aquellos que están en una correlación reveladora. Si a la revelación se la llama "Palabra de Dios", se subraya así el hecho de que toda revelación, por subpersonal que pueda ser su medio, se dirige al centro del yo y debe tener un carácter de logos para que éste pueda recibirla. El éxtasis de la revelación no es a-logos (irracional), aunque no sea producido por la razón humana. Es inspirado, espiritual; une el elemento abismal y el elemento de logoa en la manifestación del misterio. En cuarto lugar, la Palabra es la manifestación de .la vida divina en la revelación final. La Palabra es uno de los nombres que designan a Jesús como el Cristo. El Logos, el principio de toda manifestación divina, se convierte en un ser histórico en las condiciones de la existencia, revelando bajo esta forma la relación fundamental y determinante que existe entre el fondo del ser y nosotros, o, simbólicamente hablando, el "corazón de la vida divina". La Palabra no es la suma de las palabras pronunciadas por Jesós. Es el ser de Cristo, ser del que son una expresión las palabras y los hechos de Cristo. La imposibilidad de identificar la Palabra con las palabras dichas es tan obvi;1
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que resulta difícil entender cómo pueden mantener tal confusión los teólogos que aceptan las doctrinas de la encarnación. En quinto lugar, el término Palabra se aplica al documento de la revelación final y de su particular preparación, es decir, a la Biblia. Pero si a la Biblia se la llama "Palabra de Dios", la confusión teológica es casi imposible de evitar, y de ella se siguen unas consecuencias tan notorias como son la teoría del dictado de la inspiración, la falta de honradez al estudiar los textos bíblioos, el dogma "monofisita" acerca de la infalibilidad de un libro, etc. La Biblia es la Palabra de Dios en dos sentidos: es el documento de la revelación final y participa en la revelación final de la que es el documento. Probablemente nada ha contribuido tanto a la falsa interpretación de la doctrina bíblica de la Palabra como la identifi~ación de la Palabra con la Biblia. En sexto lugar, se llama Palabra al mensaje de la Iglesia tal como ésta Jo proclama en su predicación y su enseñanza. En la medida en que la Palabra signifique aquí el mensaje objetivo que le es dado a la Iglesia y que debería serle proclamado, significa lo mismo que la revelación bíblica o cualquier otra revelación. Pero en la medida en que la Palabra signifique la predicación concreta de la Iglesia, podría ser tan sólo las palabras y en modo alguno la "Palabra", es decir, podría ser tan sólo el discurso humano carente de toda manifestación divina. La Palabra no sólo depende del significado de las palabras de la predicación, sino también del poder con que tales palabras son pronunciadas. Y no sólo depende de la comprensión del oyente solo, sino también de la recepción existencial con que acoja su contenido. La Palabra ni depende únicamente del predicador, ni únicamente del oyente, sino de ambos en correlación. Estos cuatro factores y su interdependencia constituyen la ·constelación" en la que las palabras humanas pueden convertirse en la Palabra, en la automailifestación divina. Tanto pueden como no pueden llegar a ser la Palabra. Por consiguiente, no puede llevarse a cabo ninguna actividad de la Iglesia con la certeza de que expresa la Palabra. Ningón ministro, cuando predica, puede reivindicar otra cosa, a Jo sumo, que su intención de proclamar la Palabra. Nunca debería pretender que la ha proclamado o que será capaz de proclamarla en el futuro, ya que, al no detentar ningún poder sobre la constelación reveladora, no po-
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see ningún poder para predicar la "Palabra''. Quizá no proclame sino simples palabras, por muy correctas que teológicamente puedan ser. Y quizá proclame la Palabra, aunque sus formulaciones sean teológicamente incorrectas. Finalmente, el mediador de la revelación quizá no sea en absoluto un predicador o un maestro religioso, sino simplemente alguien al que encontramos y cuyas palabras se convierten en la Palabra para nosotros en una constelación particular. Los numerosos y distintos significados del término "Palabra" están todos unidos en uno solo, es decir, en "Dios manifiesto" -manifiesto en sí mismo, en la creación, en la historia de la revelación, en la revelación final, en la Biblia, en las palabras de la Iglesia y de sus miembros. "Dios manifiesto" -el misterio del abismo divino expresándose en el Logos divino-, tal es el significado del símbolo la "Palabra ele Dios".
Segunda parte
EL SER Y DIOS
Sección 1 EL SER Y LA CUESTIÓN DE DIOS JNTl\ODUCCIÓN: LA CUESTIÓN DEL SER
La cuestión teológica fundamental es la cuestión de Dios. Dios es la respuesta a la cuestión implicita en el ser. El problema de la razón y de la revelación, aunque lo hayamos tratado en primer lugar, es secundario con respecto al problema del ser y de Dios. Como todo lo demás, la razón tiene ser, participa en el ser y está lógicamente subordinada al ser. Por eso, en el análisis de la razón y de las cuestiones implícitas en sus conftictos existenciales, nos ha sido forzoso anticipar conceptos que se derivan de un análisis del ser. Ahora, al pasar, de la correlalaci6n de la razón y la revelación a la del ser y Dios, entramos en una consideración más fundamental; en términos tradicionales, pasamos de la cuestión epistemológica a la cuestión ontológica. Y la cuestión ontológica se formula diciendo: ¿Qué es el ser en sí? ¿Qué es lo que no es un ser particular o un grupo de seres, ni algo concreto o abstracto, sino aquello en lo que siempre pensamos implícitamente, y a veces explícitamente, cuando decimos que una cosa es? La filosofía plantea la cuestión del ser en cuanto ser. Investiga el carácter de todo lo que es en la medida en que es. l1:ste es su cometido fundamental, y la respuesta que formula determina el análisis de todas las formas particulares del ser. tsta es la "filosofía primera" o, si aún pudiera usarse el término, Ja "metafísica". Pero como las connotaciones del término "metafísica" hacen ambiguo su uso_,- es preferible servirnos de la palabra "ontología". La cuestión ontoló gica, la cuestión del ser en sí, surge de lo· que podríamos llamar la .. conmoción metafísica" -la conmoción que nos causa el posible
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no ser. A menudo esta conmoción ha encontrado su expresión en la pregunta: "¿Por qué existe algo, por qué no existe nada?" Pero, formulada de este modo, la cuestión está desprovista de sentido, porque toda posible respuesta estaría sometida a la misma pregunta en una regresión infinita. El pensamiento debe partir del ser; no puede llegar hasta más allá del ser, como nos lo indica la forma misma de la pregunta. Si preguntamos por qué no e:dste nada, atribuimos el ser incluso a la nada. El pensamiento está fundamentado en el ser, y no puede prescindir de este fundamento; pero el pensamiento puede imaginar la negación de todo lo que es, y puede describir la naturaleza y la estructura del ser que, a todo lo que es, le confiere el poder de resistir al no ser. La mitología, la cosmogonía y la metafísica han formulado la cuestión del ser, tanto implícita como explícitamente, y han intentado darle una respuesta. Es la cuestión última, aunque fundamentalmente. sea en mucha mayor medida la expresión de un estado de existencia que la formulación de un problema. Siempre que se experimenta este estado y se formula esta pregunta, todo desaparece en el abismo del no ser posible; incluso un dios desaparecería en tal abismo,· si dios no fuera el ser mismo. Pero si todo lo particular y definido desaparece a la luz de la cuestión última, debemos preguntamos cómo es posible una respuesta. ¿No significa todo esto que 'la ontología se reduce a la vacía tautología de que el ser es el ser? Y la Jocución .. estructura del ser", ¿no es una contradicción en los términos, al decir que lo que está más allá de toda estructura posee a su vez una estructura? La ontología es posible porque existen conceptos que son menos universales que el ser, pero más universales que todo concepto óntico, es decir, más universales que todo ooncepto que designe una esfera de seres. A tales conceptos se les ha dado el nombre de "principios", "categorías" o "nociones últimas". Durante miles de años, el intelecto humano se ha afanado en su descubrimiento, elaboración y organización. Pero no se ha logrado ningún acuerdo, aunque ciertos conceptos reaparezcan en casi todas las ontologías. La teología sistemática no puede y no debe terciar en la discusión ontológica como tal. Pero puede y debe considerar estos conceptos centrales desde el punto de vista de su significación teológica. Tal consideración, que resulta imprescindible en cada parte del sistema teológico,
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indirectamente puede ejercer una fuerte influencia sobre el análisis ontológico. Pero el palenque de la discusión ontológica no es el palenque teológico, aunque deba ser familiar al teólogo. Podemos distinguir cuatro niveles de conceptos ontológicos: 1) la estructura ontológica fundamental, que es la condición implícita de la cuestión ontológica; 2) los elementos que constituyen la estructura ontológica; 3) las características del ser, que son las c.ondiciones de existencia; y 4) las categorías del ser y del conocimiento. Cada uno de estos niveles requiere un análisis particular. Acerca de su carácter ontológico general, ahora sólo son necesarias unas pocas advertencias. La cuestión ontológica presupone un sujeto que la formula y un objeto acerca del cual es formulada; presupone la estructura sujeto-objeto del ser, que a su vez presupone la estructura yo-mundo como articulación fundamental del ser. El yo, al tener un mundo al que pertenece -esta estructura altamente dialéctica-, precede lógica y experimentalmente a todas las otras estructuras. Su análisis debería ser el primer paso en toda labor ontológica. El segundo nivel del análisis ontológico se ocupa de los elementos que constituyen la estructura fundamental del ser. Estos elementos comparten el carácter polar de la estructura fundamental, y es precisamente esta polaridad suya la que los hace ser principios, al impedirles que se conviertan en con(:!eptos altamente genéricos. Es posible imaginar un reino de la naturaleza que esté al lado o fuera del reino de la historia, pero no existe ningún reino de la dinámica que carezca de forma, ni ningún reino de la individualidad que carezca de universalidad. Lo inverso es igualmente cierto. Cada polo sólo tiene sentido en cuanto hace referencia, por implicación, al polo opuesto. Son tres los principales pares de elementos que constituyen la estructura ontológica fundamental: la individualidad y la universalidad, la dinámica y la forma, la libertad y el destino. En estas tres polaridades, el primer elemento expresa la autorrelación del ser, su poder de ser algo para sí mismo, mientras que el segundo expresa la pertenencia del ser, su carácter de ser una parte de un universo del ser. El tercer nivel de conceptos ontológicos expresa el poder del ser para existir y la diferencia que media entre el ser esencial y el ser existencial. Tanto en la experiencia como en el análisis, el ser manifiesta la dualidad del ser esencial y del ser existen-
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cial. Ninguna ontología puede dejar de prestar atención a estos dos aspectos, ya estén hipostasiados en dos dominios (Platón), o combinados en la relación polar de potencialidad y realidad (Aristóteles), o contrastados entre sí (Schelling II, Kierkcgaard, Heidegger), o derivados uno de otro, tanto si es la existencia de la esencia (Spinoza, Hegel) como si es la esencia de la existencia (Dewey, Sartre). En todas estas ontologías, aparece la dualidad del ser esencial y del ser existencial, y se plantea la cuestión de la relación que existe entre uno y otro y de ambos con el ser en sí. La respuesta viene ya condicionada por la polaridad de libertad y destino en el segundo nivel del análisis ontológico. Pero, la libertad como tal no es la base de la existencia, sino la libertad unida a la finitud. La libertad finita es el punto decisivo en el camino que va del ser a la existencia. Por consiguiente, el cometido de la ontología en este tercer nivel es el análisis de la finitud en su polaridad con la infinitud y en su relación con la libertad y el destino, con el ser y el no ser, con la esencia y la existencia. El cuarto nivel se ocupa de aquellos conceptos que tradicionalmente han sido llamados categorías, és decir, las formas fundamentales del pensamiento y del ser. Estos conceptos participan de la naturaleza de la finitud y podemos llamarlos las estructuras del pensamiento del ser finito. Determinar su número y organización es una de las tareas infinitas de la filosofía. Desde el punto de vista teológico, es preciso analizar cuatro categorías principales: el tiempo, el espacio, la causalidad y la substancia.1 Algunas categorías, como la cantidad y la cualidad, carecen de una significación teológica directa, y no las hemos hecho objeto de una discusión particular. Otros conceptos, que a menudo han sido llamados "categorías'', como el movimiento y el reposo o la unidad y la multiplicidad, son tratados implícitamente en el segundo nivel del análisis: el movimiento y el reposo en conexión con la dinámica y la forma; la unidad y la multiplicidad en conexión con la individualidad y la universalidad. El carácter polar de estos conceptos los sitúa al nivel de l. Llamar ..categorías" al espacio y al tiempo es apartarse de la terminología kantiana, que considera el tiempo y el e~pacio corno formas de la intuición. Pero, en general, se ha aceptado este sentido más amplio de categoría, incluso por parte de las escuelas postkantianus.
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Jos elementos de la estructura ontológica fundamental y no al nivel de las categorías. Finalmente, hemos de dejar sentado que dos de las transcendentalia de la filosofía escolástica, lo verdadero y lo bueno (verum, bonum), habitualmente combinados con el ser y lo uno (esse, unum), no pertenecen a la pura ontología, porque sólo tienen pleno sentido en relación con el sujeto que juzga. No obstante, la discusión de su fundamento ontológico se efectúa en conexión con la dualidad de esencia y existencia. ~orno esta sección del sistema teológico se propone desarrollar la cuestión de Dios como la cuestión implícita en el ser, el concepto de finitud ocupa el centro del análisis que viene a continuación, ya que la finitud del ser es lo que nos conduce a la cuestión de Dios. Sin embargo, es preciso que primero digamos algunas palabras acerca del carácter epistemológico de todos los conceptos ontológicos. Los conceptos ontológicos son a priori en el estricto sentido de esta palabra. Determinan la natualeza de la experiencia. Están presentes dondequiera que se cumpla la experiencia de algo. A priori no significa que los conceptos ontológicos sean conocidos con anterioridad a la experiencia. No se los debería atacar como si éste fuese su significado. Muy al contrario, son producto de un análisis crítico de la experiencia. Y a priori tampoco significa que los conceptos ontológioos constituyan una estructura estática e inmutable que, una vez descubierta, sería siempre válida. La estructura de la experiencia puede haber cambiado en el pasado y puede cambiar en el fu. turo, pero, si bien no podemos excluir esta posibilidad, tampoco existe ninguna razón para utilizarla como un argumento contra el carácter a priori de los conceptos ontológicos. Son a priori aquellos conceptos que se dan por supuestos en toda experiencia concreta, puesto que constituyen la estructura misma de la experiencia. Las oondiciones de la experiencia son a priori. Si estas condiciones cambian -y, con ellas, la estructura de la experiencia-, será otra serie distinta de condiciones la que hará posible la experiencia. Esta situación persistirá mientras tenga un sentido hablar de experiencia. Mientras haya experiencia en un sentido definido de la palabra, habrá uila estructura de la experiencia que podrá ser reconocida en el proceso por el que se cumple la experiencia y que podrá ser
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elaborada críticamente. La filosofía del devenir 2 está plenamente justificada en su intento de disolver en devenir todo cuanto parece estático. Pero resultaría absurda si intentara disolver en un devenir la estructura misma del devenir. Esto significaría simplemente que lo que nosotros conocemos como un devenir ha sido suplantado por alguna otra cosa cuya naturaleia nos es desconocida por ahora. De momento, toda filosofía del devenir posee una ontología explícita o implícita que es de carácter apriorístioo. , Esta misma respuesta es la que hemos de dar al relativismo histórioo, que niega la posibilidad de una doctrina ontológica o teológica del hombre esgrimiendo los siguientes argumentos: puesto que la naturaleza del hombre cambia a lo largo del proceso histórico, nada ontológicamente definido o teológicamente significativo. puede afirmarse a su respecto; y puesto que la doctrina del hombre (es decir, su libertad, su finitud, su alienación existencial, su creatividad histórica) constituye el principal acceso a la ontología y el punto de referencia más importante de la teología, ni la Oiitologia ni la teología son realmente posibles. Tal crítica sería incontrovertible si las doctrinas ontológicas y teológicas del hombre pretendiesen tratar de una estructura inmutable llamada naturaleza humana. Pero aunque ·con harta frecuencia se ha abrigado esta pretensión, no es evidente. La naturaleza humana cambia en la historia. La filosofía del devenir tiene razón en este punto. Pero la naturaleza humana cambia en la historia. La estructura de un ser que tiene una historia es subyacente a todos los cambios históricos. Esta estructura es el objeto de una doctrina ontológica y teológica del hombre. El hombre histórico es el descendiente de unos seres que carecían de historia, y quizá surjan unos descendientes del hombre histórico que carezcan de historia. Esto significa simplemente que ni los animales ni los superhombres son objeto de una doctrina del hombre. La ontología y la teología se ocupan del hombre histórico tal como nos es dado en la experiencia presente y en la memoria histórica. Una antropología que trascienda estos límites, empíricamente hacia el pasado o especulativamente hacia el futuro, no es una doctrina 2. Aquí y en los apartados que siguen, hemos traducido proceaa philoaophy por "filosofía del devenir", denominación más habitual en nuestra terminología fl!osófica que la de "filosofía del proceso". - N. del T.
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del hombre. Es una doctrina de la preparación o de la continuación biológicas de lo que, en una etapa particular del desarrollo universal, fue, es y quizá será el hombre histórico. En este caso, como en todos los demás casos, la ontología y la teología establecen un a priori, no absolutamente, sino relativamente estático, superando así las alternativas del absolutismo y del relativismo que amenazan con destruir a los dos. Esta posición coincide con una püderosa tradición, en la ontología y en la teología clásicas, representada por el voluntarismo y el nominalismo. Incluso antes de Duns Scoto, algunos teólogos rechazaron los intentos "realistas,. de atar a Dios a: una estructura estática del ser. En Duns Scoto y en toda la ontología y la teología que se desarrollaron bajo su influencia -hasta Bergson y Heidegger-, hallamos un elemento de indeterminación última en el fondo del ser. La potestas absoluta de Dios constituye una constante amenaza para toda estructura dada de las cosas. Socava todo apriorismo absoluto, pero no elimina la ontología ni las estructuras relativamente a priori que interesan a la ontología.
A. LA ESTRUCTURA ONTOLóGICA FUNDAMENTAL: EL YO Y EL MUNDO l. EJ..
HOMBRE, EL YO Y EL MUNDO
Todo ser participa en la estructura del ser, pero sólo el hombre es inmediatamente consciente de esta estructura. Pertenece al carácter de la existencia el que el hombre esté alienado de la naturaleza, que sea incapaz de comprenderla de la manera que puede comprender al hombre. Puede describir el comportamiento de todos Jos seres, pero no conoce. directamente lo que este comportamiento significa para ellos. Tal es la verdad del método behaviorista -en última instancia, una verdad trágica. Expresa el hecho de que todos los seres son extraños entre sí. Podemos aproximarnos a Jos otros seres, pero únicamente en términos de analogía y, por ende, únicamente de un modo indirecto e incierto. El mito y la poesía han intentado superar esta limitación de nuestra función cognoscitiva. El conocimiento o
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se ha resignado a sus fallos o ha transformado el mundo, prescindiendo del sujeto cognoscente, en una enorme máquina de la que todos los seres vivos, incluso el cuerpo del hombre, son simples partes (cartesianos). Existe, no obstante, una tercera posibilidad, fundamentada en una comprensión del hombre como el ser en quien están unidos y son accesibles todos los niveles del ser. Consciente o inconscientemente, la ontología en todas sus formas ha utilizado esta posibilidad. El hombre ocupa una posición preeminente en la ontología, no como un objeto excepcional entre los otros objetos, sino como el ser que formula la cuestión ontológica y en cuya autoconciencia se puede hallar la respuesta ontol6gica. La antigua tradición -que expresaron tanto la mitología y la mística, como la poesía y la metafísica- según la cual hemos de buscar en el hombre los principios que constituyen el universo, está indirecta e involuntariamente confirmada incluso por la autorrestricción del método behaviorista. Los "filósofos de la vida,. y los "existencialistas" nos han recordado, en nuestros días, esta verdad de la que depende la ontología. Es característico a este respecto el método de Heidegger en Sein und Zeit. Heidegger denomina Dasein ("estar ahí") el lugar donde se manüiesta la estructura del ser. Pero el Dasein es dado al hombre en el interior de sí mismo. El hombre es capaz de dar una respuesta a la cuestión ontológica porque posee una experiencia directa e inmediata de la estructura del ser y de sus elementos. Sin embargo, es preciso defender esta actitud de un error interpretativo fundamental. En modo alguno supone que el hombre, como objeto de conocimiento físico o psicológico, sea más fácihnente accesible que los objetos no humanos. Lo que precisamente afirma es todo lo contrario. El hombre es el objeto más difícil de cuantos acomete el proceso cognoscitivo. Y esto se debe a que el hombre es consciente de las estructuras que hacen posible la cognición. Vive en ellas y actúa por mediación de ellas. Le son inmediatamente presentes. Son el hombre mismo. Toda confusión sobre este punto entraña unas consecuencias destructoras. La estructura fundamental del ser y todos sus elementos, así como las condiciones de la existencia, pierden su significación y su verdad si las consideramos como unos objetos entre los demás objetos. Si consideramos que el yo es una cosa entre las cosas, su existencia se hace dudosa; si pensa-
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mos que la libertad es una cosa entre las cosas, su existencia se hace asimismo dudosa; si pensamos que la libertad es una cualidad de la voluntad, la libertad queda despojada de toda su necesidad; si entendemos la finitud en términos de medida, la finitud deja de tener relación con el infinito. La verdad de todos los conceptos ontológicos es su poder de expresar lo que hace posible la estructura sujeto-objeto. Constituyen esta estructura; no están, pues, controlados por ella. El hombre se experimenta a sí mismo como poseyendo un mundo al que pertenece. La estructura ontológica fundamental dimana del análisis de esta relación dialéctica compleja. La autorrelación está implícita en toda experiencia. Hay algo que "posee" y algo que es "poseído", y los dos son uno. La cuestión no estriba en saber si los yo existen. La cuestión consiste en saber si somos conscientes de nuestra autorrelación. Y esta concienda sólo puede ser negada en una afirmación en la que la autorrelación esté implícitamente afirmada, ya que experimentamos nuestra autorrelación tanto en los actos de negación como en los actos de afirmación. Un yo no es una cosa que pueda existir o no existir; es un fenómeno original que precede lógicamente a todas las cuestiones acerca de la existencia. El término "yo" es más eng1obante que el término "ego". Incluye tanto las "bases" subconsciente e inconsciente del ego autoconsciente, como la autoconciencia (cogitatio, en el sentido cartesiano). Por consiguiente, la "yoidad" o el hecho de estar centrado sobre sí mismo, hay que atribuirla en más o en menos a todos los seres vivos y, por analogía, a todas las Ge.stalten individuales, incluso en el reino inorgánico. Se puede hablar de autocentración en Jos átomos lo mismo que en los animales, dondequiera que la reacción a un estímulo dependa de un todo estructural. El hombre es un yo plenamente desarrollado y completamente centrado sobre sí mismo. Se "posee" a sí mismo en la forma de autoconciencia. Tiene un ego-yo. Ser un yo significa estar separado de alguna manera de todo lo demás, tener todo lo demás frente a sí mismo, ser capaz de mirarlo y de actuar sobre él. Al mismo tiempo, sin embargo, este yo es consciente de que pertenece a lo que mira. El yo está "en" lo que mira. Todo yo tiene un medio ambiente en el que vive, y el ego-yo tiene un mundo en el que vive. Todos los seres tienen un medio ambiente que es su medio ambiente. No todo
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lo que se puede hallar en el espacio donde vive un animal pertenece a su medio ambiente. Su medio ambiente consiste en aquellas cosas con las que mantiene una interrelación activa. Diferentes seres dentro del mismo espacio limitado tienen ·medios ambientes diferentes. Cada ser tiene un medio ambiente, aunque pertenece a su medio ambiente. El error de todas las teorías que explican el comportamiento de un ser únicamente en términos de medio ambiente, consiste en que no logran explicar el carácter particular del medio ambiente en relación con el· carácter particular del ser que tiene tal medio ambiente. El yo y el medio ambiente se determinan muhiamente. El hombre trasciende todo posible medio ambiente porque posee un ego-yo. El hombre tiene un mundo. Como el medio ambiente, el mundo es un concepto correlativo. El hombre tiene un mundo, aunque al mismo tiempo está en el mundo. El "mundo" no es la suma total de todos los seres - éste es un concepto inconcebible. Como mdica el término griego kosmos y el latino unioersum, el "mundo" es la estructura o la unidad de una multiplicidad. Si decimos que el hombre tiene un mundo al que mira, del que está separado y al que pertenece, pensamos en un todo estructurado aun cuando podamos describir este mundo en términos pluralistas. El todo frente al hombre es uno por lo menos en el sentido de que está relacionado con nosotros en la perspectiva que poseemos sobre él, por muy discontinuo que pueda ser en sí mismo. Todo filósofo pluralista habla del carácter pluralista del mundo, rechazando así implícitamente un pluralismo absoluto. El mundo es el todo estructural que incluye y trasciende todos los medios ambientes, no sólo los de los seres que están desprovistos de un yo plenamente desarrollado, sino también los medios ambientes en los que el hombre vive parcialmente. Mientras es humano, es decir, mientras no ha "caído" de su humanidad (debido, por ejemplo, a intoxicación o locura), el hombre nunca está completamente sujeto a un medio ambiente. Siempre lo trasciende al aprehenderlo y modelarlo según normas e ideas universales. Incluso en el medio ambiente más limitado, el hombre posee el universo entero; tiene un mundo. El lenguaje, como poder de los universales, es la expresión fundamental de la capacidad del hombre de trascender su medio ambiente, de tener un mundo. El ego-
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yo es el yo que puede hablar y que al hablar traspasa las fronteras de toda situación dada. Cuando el hombre mira a su mundo, se ve a sí mismo oomo una parte infinitamente pequeña de este mundo suyo. Aunque es el centro-de-perspectiva, se convierte en una partícula de lo que está centrado en él, una partícula del universo. Esta estructura capacita al hombre para enoontrarse a sí mismo. Sin su mundo, el yo sería una forma vacía. La autoconciencia carecería de contenido, ya que todo contenido, lo mismo psíquico qu~ corporal, se halla en el interior del universo. No existe autoconciencia sin una conciencia del mundo, pero lo inverso también es verdad. Una conciencia del mundo sólo es posible sobre la base de una autoconciencia plenamente desarrollada. El hombre tiene que estar completamente separado de su mundo para mirarlo como un mundo. De lo contrario, permanecería vinculado al mero medio ambiente. La interdependencia del ego-yo y del mundo es la estructura ontol6gica fundamental e implica todas las demás. Ambos aspectos de la polaridad se pierden si se pierde uno de ellos. El yo sin un mundo es vacío; el mundo sin un yo es muerto. El idealismo subjetivo de ciertos filósofos como Fichte es ipcapaz de alcanzar el mundo de los oontenidos, a no ser que el ego dé un salto irracional a su contrario, el nonego. El realismo objetivo de ciertos fil6sofos oomo Hobbes es incapaz de alcanzar la forma de la autorrelación sin un salto irracional desde el movimiento de las cosas al ego. Descartes intentó desesperada e infructuosamente reunir la cogitatio vacía del puro ego con el movimiento mecánico de los cuerpos muertos. Siempre que se interrumpe la correlación yo-mundo, ninguna reunión es ya posible. Por el contrario, si se afirma la estructura fundamental de la relación yo-mundo, es posible mostrar. c6mo esta estructura podría desaparecer de la perspectiva cognoscitiva a causa de la estructura sujeto-objeto de la razón, que está enraizada en la correlaci6n yo-mundo y se desarrolla a partir de ella. 2. EL
OBJETO LÓGICO Y EL OBJETO ONTOLÓGICO
La polaridad yo-mundo es la base de la estructura sujetoobjeto de la razón. Salvo por anticipación, no fue posible discu-
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tir esta estructura en la primera parte, habiendo hablado previamente de la polaridad yo-mundo. Ahora, hemos de explicar, pues, la relación que existe entre la polaridad yo-mundo y la estructura sujeto-objeto de la razón. Hemos descrito el mundo como un todo estructurado, y a esa estructura suya la hemos llamado "razón objetiva". Hemos descrito el yo como una estructura de centralidad, y a esa estructura suya la hemos llamado "razón subjetiva". Y hemos afirmado que estas razones se corresponden mutuamente, aunque no hemos expuesto una interpretación particular de esta correspondencia. La razón hace del yo un yo, es decir, una estructura centrada; y la razón hace del mundo un mundo, es decir, un todo estructurado. Sin la razón, sin el logos del ser, el ser sería el caos, es decir, no sería el ser sino ímicamente la posibilidad de ser (me on). Pero donde hay razón, hay un yo y un mundo en interdependencia. La función del yo, en la que el yo actualiza su estructura racional, es la mente, el portador de la razón subjetiva. Considerado por la mente, el mundo es la realidad, el portador de la razón objetiva. Los términos "sujeto" y "objeto" cuentan con una extensa historia a lo largo de la cual, prácticamente, han intercambiado sus respectivos significados. Originariamente, subjetivo significaba lo que tiene un ser independiente, una hipóstasis propia. Objetivo significaba lo que está en la mente como un contenido. Hoy, sobre todo bajo la influencia de los grandes empiristas ingleses, de lo que es real se dice que tiene un ser objetivo, mientras que de lo que está en la mente se dice que tiene un ser subjetivo. Nosotros hemos de atenemos a la terminología actual, pero rebasándola. En el dominio cognoscitivo, se considera como un objeto todo aquello hacia lo que se dirige el acto cognoscitivo, tanto si se trata de Dios como de una piedra, tanto si es el propio yo como una definición matemática. En el sentido lógico, todo cuanto está afectado por un predicado es, por este mismo hecho, un objeto. El teólogo no puede dejar de convertir a Dios en un objeto en el sentido lógico de esta palabra, como tampoco el amante puede dejar de convertir a su amada en un objeto de conocimiento y de acción. El peligro que entraña la objetivación lógica es que nunca se limita a ser meramente lógica. Comporta presupuestos e implicacion~s ontológicas. Si se sitúa
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a Dios en la estructura sujeto-objeto del ser, deja de ser el fondo del ser y se convierte en. un ser entre los otros seres (ante todo, en un ser a la vera del sujeto, quien lo considera como un objeto). Deja de ser el Dios que es realmente Dios. La religión y la teología son conscientes del peligro que entraña Ja objetivación religiosa. De diversas maneras intentan evitar la blasfemia involuntaria que implica esta situación. La religión profética niega que se pueda "ver" a Dios, ya que la vista es el sentido más objetivante. Si existe un conocimient.J de Dios, es Dios quien se conoce a sí mismo a través del hombre. Dios sigue siendo siempre el sujeto, aunque se convierta ea un objeto lógico (cf. 1 Cor 13, 12). El misticismo intenta superar el esquema objetivante por una unión extática del hombre y Dios, análoga a la relación erótica que implica un impulso hacia un momento en el que desaparece la diferencia entre el amante y la amada. La teología debe recordar siempre que, al hablar de Dios, convierte en un objeto aquello que precede a la estructura sujeto-objeto y que, por consiguiente, debe incluir, en su discurso acerca de Dios, el reconocimiento explícito de que no puede hacer de Dios un objeto. Pero el esquema objetivante todavía se utiliza en un tercer sentido. Convertir una realidad en un objeto puede significar privarla de sus elementos subjetivos, reducirla a algo que es un objeto y nada más que un objeto. Tal objeto es una "cosa", en alemán una Ding, algo que al mismo tiempo está bedingt {"condicionado"). La palabra "cosa" no posee necesariamente esta connotación; puede significar todo lo que es. Pero es contrario a nuestro sentido lingüístico llamar "cosas" a los seres humanos. Son más que cosas y más que simples objetos. Son "yo" y, por ende, son portadores de subjetividad. Las teorías metafísicas así como las instituciones sociales que transforman los "yo" en cosas, contradicen la verdad y la justicia, porque contradicen la estructura ontológica fundamental del ser, la polaridad yo-mundo de la que todo ser participa según los diversos grados de aproximación a uno u a otro polo. La personalidad humana plenamente desarrollada representa un polo, el utensilio mecánico representa el otro polo. El término "cosa" se aplica más adecuadamente al utensilio. El utensilio casi está desprovisto de subjetividad. Pero no por completo. Sus elementos constitutivos, procedentes de la naturaleza inorgánica, po15.
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seen unas estructuras únicas que no podemos ignorar, y el utensilio mismo posee -o debería poseer- una forma artística, que expresase visiblemente su designio. Ni siquiera los utensilios cotidianos son meras cosas. Todo se resiste a la fatalidad de ser considerado o tratado como una simple cosa, como un objeto que carece de subjetividad. Jtsta es la razón en cuya virtud la ontología no puede empezar por las cosas e intentar derivar de ellas la estructura de la realidad. Lo que está completamente condicionado, lo que carece por completo de yo y de subjetividad, no puede explicar el yo y el sujeto. Quien intente razonar de este modo, tiene que introducir subrepticiamente ~n la naturaleza de la objetividad la misma subjetividad que quiere derivar de ella. Según Parménides, la estructura ontológica fundamental no es el ser sino la unidad del ser y de la palabra, el logos en el que el ser es aprehendido. La subjetividad no es un epifcn6meno, una apariencia derivada. Es un fenómeno original. aunque siempre y únicamente en una relación polar con la objetividad. La manera según la cual el naturalismo reciente ha desautorizado sus antiguos métodos reduccionistas, que todo lo reducían, por ejemplo, a los objetos físicos y a sus movimientos, denota una creciente intuición de la imposibilidad de derivar la subjetividad de la objetividad. En el dominio práctico, la amplia resistencia opuesta a las tendencias objetivadoras de la sociedad industrial, primero en su formas capitalistas y luego en sus formas totalitarias, denota una creciente comprensión de que convertir al hombre en una parte de una máquina, incluso de la más útil, significa deshumanizar al hombre, destruir su subjetividad esencial. El existencialismo de antaño y de ahora, en todas sus variantes, está unido a la protesta contra todas las formas teóricas y prácticas de sometimiento del sujeto al objeto, del yo a la cosa. Una ontología que parta de la estructura yo-mundo del ser y de la estructura sujeto-objeto de la razón, está protegida contra el peligro de someter el sujeto al objeto. Pero se halla igualmente protegida contra el peligro contrario. Es tan imposible derivar el objeto del sujeto como el sujeto del objeto. El idealismo, en todas sus formas, ha descubierto que no existe via alguna para pasar del "ego absoluto" al nonego, de lo consciente absoluto a lo inconsciente, del yo absoluto al mundo, del sujeto puro a la estructura objetiva de la realidad.
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En cada caso, lo que se supone derivado ha sido subrepticiamente deslizado en aquello de lo que después será derivado. Este ardid del idealismo deductivo es la exacta contrapartida del ardid del naturalismo reductivo. El móvil oculto que determinaba las distintas formas de la filosofía de la identidad era una intuición de la situación. Pero esta intuición no era lo bastante perspicaz. La relación que media entre el sujeto y el objeto no es la de una i~entidad de la que no pueda derivarse ni la subjetividad ni la objetividad. Es una relación de polaridad. La estructura ontológica fundamental no puede derivarse de nada. Debe ser aceptada. La pregunta: "¿Qué precede a la dualidad de yo y mundo, de sujeto y objeto?". es una pregunta en la que la razón considera su propio abismo -un abismo en el que la distinción y la derivación desaparecen. Sólo la revelación puede responder a esta pregunta.
B. LOS ELEMENTOS ONTOLóGICOS 3.
INDIVIDUALIZACIÓN Y PARTICIPACIÓN
Según Platón, la idea de diferencia está "esparcida sobre todas las cosas ... Aristóteles podía decir que los seres individuales son el te'los, la finalidad interior del proceso de actualización. Según Leibniz, no pueden existir cosas absolutamente iguales, puesto que es precisamente su diferenciación recíproca lo que hace posible su existencia independiente. En los relatos bíblicos de la creación, Dios produce seres individuales y no universales, crea a Adán y Eva y no las ideas de masculinidad y feminidad. Incluso el neo-platonismo, a pesar de su "realismo.. ontológico. aceptó la doctrina de que existen ideas (arquetipos eternos) no sólo de las especies sino también de los individuos. La individualización no es una característica de una esfera particular de seres; es un elemento ontológico y, por ende, una cualidad de todas las cosas. Es implícita y constitutiva de todo yo, lo cual significa que, por lo menos de un modo análogo, es implícita y constitutiva de todo ser. El mismo término "individuo" indica la interdependencia que existe entre la autorrelación y la individualización. No puede ser dividido un ser autocentrado.
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No puede ser destruido, ni puede ser despojado de ciertas partes de las que emerjan nuevos seres autocentrados (por ejemplo, la regeneración de la estructura en algunos animales inferiores). En este último caso, o bien el antiguo yo ha dejado de existir y es sustituido por nuevos yo, o bien el antiguo yo sigue existiendo, aunque disminuido en extensión y poder a causa de los nuevos yo. Pero en ningún caso se ha dividido el centro mismo. Esto es tan imposible como la partición de un punto matemático. El yo y la individualización son conceptualmente distintos, pero, de hecho, son inseparables. El hombre no sólo es completamente autocentrado; también es completamente individualizado. Y es lo uno porque es lo otro. La especie es dominante en todos los seres no humanos, incluso en los animales más altamente desarrollados; esencialmente, el individuo es un ejemplar, el ser que representa de un modo individual las características universales de la especie. Aunque la individualización de una planta o de un animal se expresa incluso en la parte más pequeña de su todo centrado, sólo adquiere una signi6cación si va unida a las personas individuales o a los acontecimientos únicos de la historia. La individualidad de un ser no humano cobra significación cuando es introducido en los procesos de la vida humana. Pero sólo entonces. El hombre, en cambio, es distinto. Incluso en las sociedades colectivistas, lo que tiene una significación no es la especie, sino el individuo como portador y, en último análisis, como meta de la colectividad. Incluso el Estado más despótico pretende existir para suscitar el bienestar de sus súbditos individuales. Por su misma naturaleza, la ley se fundamenta en el valor conferido al individuo como ser único, insustituible, inviolable, al que, por eso, se ha de proteger y al mismo tiempo responsabilizar. A los ojos de la ley, el individuo es una persona. El significado original de la palabra "persona" (persona, prosopon) designa la máscara que daba un carácter definido al actor. Históricamente, este valor del individuo no siempre ha sido admitido por los sistem~ jurídicos. En numerosas culturas, la ley no ha reconocido que cada individuo es una persona. La igualdad anatómica no ha sido considerada como una base suficiente para valorar a cada hombre como una persona. El estatuto personal ha sido negado a los esclavos, a los niños, a las mujeres. J!:stos, en muchas culturas, no han alcanzado una ple-
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na individualización porque han sido incapaces de una plena participación; y, a la inversa, han sido incapaces de una plena participación porque no se han individualizado plenamente. No se inició ningún proceso de emancipación hasta que los filósofos estoicos lograron que triunfase la doctrina según la cual todo ser humano participa en el logos universal. La unicidad de cada persona no quedó establecida hasta que la Iglesia cristiana reconoció la universalidad de la salvación y la potencialidad de todo ser humano para participar en ella. Este proceso histórico ilustra la estricta interdependencia que existe entre la individualidad y la participación al nivel de la plena individualización, nivel que, al mismo tiempo, es el nivel de la plena participación. El yo individual participa en su medio ambiente o, en el caso de la individualización completa, participa en su mundo. Una vida individual participa en las estructuras y las fuerzas naturales que actúan sobre ella y sobre las cuales ella, a su vez, actúa. J;:sta es la razón por la que ciertos filósofos, como Nicolás de Cusa y Leibniz, han afirmado que el universo entero está presente en todo individuo, aunque limitado por sus limitaciones individuales. Hay cualidades microcósmicas en todo ser, pero sólo el hombre es un microcosmos. El mundo está presente en el hombre, no sólo indirecta e inconscientemente, sino directamente y en un encuentro consciente. El hombre participa en el universo por la estructura racional de su mente y de la realidad. Considerado con respecto a su medio ambiente, participa en un sector muy reducido de la realidad; en algunos aspectos, lo superan los animales migratorios. Considerado con respecto al cosmos, participa en el universo porque las estructuras, las formas y las leyes universales le están abiertas y, con ·ellas, todo cuanto puede ser aprehendido y modelado por medio de ellas. De hecho, la participación del hombre es siempre limitada. Potencialmente, no hay límite que no pueda trascender. Los universales hacen universal al hombre; el lenguaje demuestra que el hombre es un microcosmos. Por los universales, el hombre participa en las más lejanas estrellas y en el más remoto pasado. J;:sta es la base ontológica por la que podemos afirmar que el conocimiento es unión y está enraizado en el eros -en el eros que reúne unos elementos que esencialmente se pertenecen unos a otros.
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Cuando la individualización alcanza la forma perfecta que Jlamamos "persona", la participación alcanza asimismo la forma perfecta que llamamos "comunión". El hombre participa en todos los niveles de la vida, pero sólo participa plenamente en aquel nivel de la vida que es él mismo -no establece una comunión sino con otras personas. La comunión es la participación en otro yo completamente centrado y completamente individual. En este sentido, la comunión no es algo que un individuo pueda tener o dejar de tener. La participación no es accidental para el individuo; es esencial. No existe ningún individuo sin participación, y no existe ningún ser personal sin un ser comunitario. La persona, como yo individual plenamente desarrollado, es imposible sin otros yo plenamente desarrollados. Si . no encontrara la resistencia de otros yG, cada yo intentaría hacerse absoluto. Pero la resistencia de los otros yo es incondicional. Un individuo puede oonquistar el mundo entero de los objetos, pero no puede conquistar a otra persona sin destruirla como persona. El individuo se descubre a. sí mismo a través de esta resistencia. Si no quiere destruir a la otra persona, debe entrar en comunión con ella. En la resistencia de la otra persona, nace la persona. Por. consiguiente, no existe ninguna persona sin un encuentro con otras personas. La persona sólo puede crecer en la comunión del encuentro personal. La individualización y la participación son interdependientes en todos los niveles del ser. El concepto de participación cumple uumerosas funciones. Un símbolo participa en la realidad que simboliza; quien conoce participa en lo conocido; el amante participa en la amada; lo existente participa en las esencias que le hacen ser lo que es en la condición de la existencia; el individuo participa en el destino de separación y de culpabilidad; el cristiano participa en el Nuevo Ser que se manifiesta en Jesús el Cristo. En polaridad C.'On la individualización, la participación es subyacente a la categoría de relación como su elemento ontológico fundamental. Sin la individualización, nada existiría que pudiera ser relacionado. Sin la participación, la categoría de relación carecería de todo fundamento en la realidad. Toda relación implica un tipo de participación. Y esto incluso es verdad de la indiferencia o de la hostilidad. Nada puede lograr que seamos hostiles a aquello en Jo que de una u otra manera no participamos, aunque
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quizá sólo sea en forma de exclusión. Y nada puede suscitar nuestra actitud de indiferencia, si su existencia no ha entrañado ya una cierta diferencia para nosotros. El elemento de participación garantiza la unidad de un mundo roto y hace posible un sistema universal de relaciones. La polaridad de la individualización y de la participación resuelve el problema del nominalismo y del realismo que sacudió y casi desgarró la civilización occidental. Según el nominalismo, sólo el individuo posee una realidad ontológica; los universales son signos verbales que indican las similitudes existentes entre las cosas individuales. El conocimiento, pues, no es participación. Es un acto externo de aprehensión y control de las cosas. El conocimiento controlador es la expresión epistemológica de una ontología nominalista; el empirismo y el positivismo son sus (,'Onsecuencias lógicas. Pero el nominalismo puro es insostenible. Incluso el empirista debe reconocer que todo lo alcanzable por el conocimiento debe tener la estructura de "ser cognoscible". Y esta estructura implica por definición una participación mutua del que conoce y de lo conocido. El nominalismo radical es incapaz de hacer comprensible el proceso del conocimiento. Es preciso someter el "realismo" al mismo concienzudo sondeo. La palabra "realismo" indica que los universales, las estructuras esenciales de las cosas, son lo realmente real en ellas.3 El "realismo místico" subraya la participación en oposición a la individualización, la participación del individuo en lo universal y la participación de quien conoce en lo conocido. En este sentido, el realismo es correcto y capaz de hacer comprensible el conocimiento. Pero se equivoca si establece una segunda realidad tras la realidad empírica y hace de la estructura de participación un nivel del ser en el que desaparecen la individualidad y la personalidad.
3. La palabra "realismo" significa en la actu11lidad casi lo mismo que significaba el término "nominalismo" en la Edad Media, mientras que el "realismo" de la Edad Media tenía un significado casi idéntico a lo que hoy llamamos "idealismo". Se podría sugerir que, cuando se hable d1;l realismo clásico, se Je denomine "realismo místico".
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TEOLOGIA SlSTEMATlCA DINÁMICA y FORMA
El ser es inseparable de la lógica del ser, de la estructura que le hace ser lo que es y que confiere a la razón el poder de aprehenderlo y modelarlo. "Ser algo" significa tener una forma. Según la polaridad de individualización y participación, existen formas generales y formas particulares, aunque en el ser concreto unas y otras nunca estén separadas. Por su unión, cada ser s~ convierte en un ser definido. Todo lo que pierde su forma pierde su ser. Nunca debería opanerse la forma al contenido. La forma que hace de una cosa lo que es, es su eontenido, su essentia, su determinado poder de ser. La forma de un árbol es lo que le hace ser un árbol, lo que le
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el poder expresivo de la forma y no su pertenencia a un estilo particular. Estas consideraciones apuntan al otro elemento de la polaridad de forma y dinámica. Toda forma conforma algo. Se trata, pues, de saber: ¿Qué es este "algo"? Nosotros Jo hemos llamado "dinámica", y éste es un concepto muy complejo que posee una larga historia y numerosas connotaciones e implicaciones. El carácter problemático de este concepto, y de todos los conceptos con él relacionados, se debe a que todo lo que puede ser conceptualizado ha de tener ser, y a que no existe ningún ser que carezca de forma. Por consiguiente, no se puede pensar la dinámica como algo que es; ni tampoco se puede pensar como algo que no es. Es el me on, la potencialidad del ser, que es no ser por contraste con las cosas que tienen una forma, y que es el poder de ser por contraste con el puro no ser. Este concepto altamente dialéctico no es una invención de los filósofos. Es subyacente a la mayor parte de las mitologías y es propio del caos, del tohu-va-bohu, de la noche, del vacío, que preceden a la creación. Aparece en las especulaciones metafísicas como el Ungrund (Bohme), la voluntad (Schopenhauer), la voluntad de poder (Nietzsche), el inconsciente (Hartmann, Freud), el élan vital (Bergson}, la lucha (Scheler, Jung). No hemos de considerar a ninguno de estos conceptos como tales conceptos. Cada uno de el1os indica simb6licamente aquello que no podemos nombrar. Si pudiéramos darle un nombre propio, sería un ser junto a los otros seres, en lugar de ser un elemento ontológico en contraste polar con el elemento de la pura forma. Es, pues, injusto criticar estos conceptos a partir de su significaci6n literal. La ..voluntad" de Schopenhauer no es la función psicológica llamada "voluntad". Y el "inconsciente" de Hartmann y de Freud no es un "lugar'" que podamos describir como si fuese un s6tano donde se han amontonado las cosas que antes estaban en las habitaciones de los pisos superiores, en las que brilla el sol de la conciencia. El inconsciente es simple potencialidad, y no deberíamos representarlo a imagen de lo que es real. Del mismo modo, es decir, analógicamente, hemos ·de interpretar las otras descripciones de "lo que todavía no tiene ser". En la filosofía griega, el no ser, o la materia, era un principio último -el principio de la resistencia a la forma. Sin
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embargo, la teología cristiana se vio en la precisión de intentar despojarlo de su independencia y buscarle un lugar en la profundidad de la vida divina. La doctrina de Dios como actus purus impidió que el tomismo solucionase este problema, pero el misticismo protestante, utilizando los temas de Duns Scoto y de Lutero, trató de introducir un elemento dinámico en la visión de la vida divina. El romanticismo tardío, así como las filosofías de la vida y del devenir, ha seguido esta línea, aunque arriesgándose constantemente a perder la divinidad de lo divino en sus intentos de transformar al Dios estático del cictus pums en el Dios vivo. Es obvio, no obstante, que toda ontología que suprima el elemento dinámico de la estructura del ser será incapaz de explicar la naturaleza de un proceso vital y de hablar de un modo significativo de la vida divina. La polaridad de dinámica y forma aparece en la experiencia inmcdita del hombre como la estructura polar de la vitalidad y la intencionalidad. Ambos términos necesitan justificación y explicación. La vitalidad es el poder que mantiene en vida y crecimiento a un ser vivo. El élan vital de la substancia viva es el impulso creador de nuevas formas en todo lo que vive. Pero se suele usar este término en un sentido más restringido. Habitualmente se habla de la vitalidad de los hombres, pero· no de la vitalidad de los animales o de las plantas. El significado de la palabra está coloreado por su contraste polar. En el pleno sentido de la palabra, la vitalidad es humana, porque el hombre posee intencionalidacl. En el hombre, el elemento dinámico está abierto en todas direcciones; no está sujeto a ninguna estructura limitadora a priori. El hombre es capaz de crear un mundo más allá del mundo real, y crea efectivamente los dominios técnico y espiritual. En cambio, la dinámica de la vida subhumana no traspasa los límites de la necesidad natural, a pesar de las infinitas variaciones que en su seno produce y a pesar de las nuevas formas creadas por el proceso evolutivo. Sólo en el hombre la dinámica va más allá de la naturaleza. :Bsta es la vitalidad humana, y por esta razón, el hombre es el único ser que posee vitalidad en el pleno sentido de la palabra. La vitalidad del hombre contrasta con su intencionalidad y está condicionada por ella. A nivel humano, la forma es la estructura racional de la razón subjetiva actualizada en un pro-
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ceso vital. Podríamos llamar "racionalidad" a este polo, pero racionalidad signi:flca estar dotado de razón, no actualizar la razón. Podríamos llamarlo "espiritualidad", pero espiritualidad significa la unidad de la dinámica y de la forma en los actos morales y culturales de los hombres. Proponemos, pues, el uso del término "intencionalidad", que significa estar relacionado con las estructuras significativas, vivir en los universales, aprehender y modelar la realidad. En este contexto, el término "intención" no significa la voluntad de actuar para el lógro de un fin; significa vivir en tensión con (y hacia) algo objetivamente válido. La dinámica del hombre, su vitalidad creadora, no es una actividad sin dirección, caótica, autosuficiente. Es una actividad dirigida, con-formada; se trasciende a sí misma hacia unos contenidos significativos. La vitalidad como tal y la intencionalidad como tal no existen. Son interdependientes, como los otros elementos polares. El carácter dinámico del ser implica la tendencia de toda cosa a trascenderse y a crear nuevas form~s. Al mismo tiempo, toda cosa tiende a conservar su propia forma como la base de su autotrascendencia. Tiende a unir identidad y diferencia, reposo y movimiento, conservación y cambio. Es, pues, imposible hablar del ser sin hablar asimismo del devenir. El devenir es· tan auténtico en la estructura del ser como lo que permanece incambiado en el proceso del devenir. Y, viceversa, el devenir sería imposible si en él no se conservara . nada como medida del cambio. Una filosofía del devenir, que sacrifique la persistente identidad de lo que está en trance de devenir, sacrifica el devenir mismo, su continuidad, la relación de lo que está condicionado a sus condiciones, la finalidad interior (telos) que hace del proceso un todo. Bergson tenía razón cuando combinaba el ·élan vital, la tendencia universal hacia la autotrascendencia, 0011 la dtiración, la continuidad y la autoconservación en el flujo temporal. El crecimiento del individuo es el ejemplo más obvio de la autotrascendencia fundamentada en la autoconservación. Muestra con toda claridad la interdependencia simultánea de ambos polos. Todo obstáculo que impida el crecimiento acaba destruyendo finalmente al ser que no crece. Un crecimiento mal dirigido se destruye a sí mismo y otro tanto le ocurre a lo que se trasciende sin una base de autoconservación. Un ejemplo de
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mucho mayor alcance lo constituye la evolución biológica desde las formas inferiores y menos complejas de la vida a sus formas más elevadas y más complejas -y este ejemplo, en mayor medida que ninguna otra consideración, es el que ha inspirado la filosofía del devenir y de la evolución creadora. La autotrascendencia y la autoconservación las experimenta el hombre de un modo inmediato en el hombre mismo. Así como el yo, a nivel subhumano, es imperfecto y esfá en correlación eon un medio ambiente, mientras que, a nivel humano, es perfecto y está en correlación con un mundo, así también la autotrascendencia, a nivel subhumano, está limitada por una constelación de condiciones, mientras que, a nivel humano, está limitada únicamente por la estructura que hace ser al hombre lo que es -un yo completo que posee un mundo. Partiendo del pleno logro de su autoconservación (la preservación de su humanidad), el hombre puede trascender toda situación dada. Puede trascenderse a sí mismo sin limitación alguna y en todas direcciones precisamente porque parte de este su logro. Su creatividad irrumpe fuera del reino biológico al que el hombre pertenece, y establece nuevos dominios que siempre habrían sido inalcanzables a un nivel no humano. El hombre es capaz de crear un nuevo mundo de utensilios técnicos y todo un mundo de formas culturales. En ambos casos, algo nuevo viene a la existencia gracias a la actividad de aprehensión y modelación del hombre. El hombre utiliza el material que la naturaleza le ofrece y crea formas técnicas que trascienden la naturaleza y formas culturales que poseen validez y significación. Al vivir entre estas formas, se trasciende a sí mismo al tiempo de generarlas. No sólo es un instrumento para su creación, sino que al mismo tiempo es su portador y el resultado operado en él por el impulso transformador de estas formas. Su autotrascendencia en esta dirección es ilimitada, mientras que la autotrascendencia biol?gica ha alcanzado en él sus límites. Todo paso más allá de esa estructura biológica, que hace posible la intencionalidad y la historicidad, sería un retroceso, un falso crecimiento y una destrucción del poder de autotrascendencia cultural ilimitada que posee el hombre. El "superhombre", en un sentido biológico, sería menos que el hombre, porque el hombre tiene libertad, y no es posible rebasar los límites biológicos de la libertad.
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La tercera polaridad ontológica es la que se da entre libertad y destino, y en ella la descripción de la estructura ontológica fundamental y sus elementos alcanza tanto su plenitud como su punto decisivo. La libertad en polaridad con el, destino constituye el elemento estructural que hace posible la existencia, porque trasciende la necesidad esencial del ser sin destruirlo. Si consideramos la inmensa importancia que siempre ha revestido el problema de la libertad en la historia de la teología, resulta ahora sorprendente la escasa atención que los teólogos modernos han prestado a la investigación ontológica acerca del sentido y la naturaleza de la libertad, e incluso Jo poco que han utilizado los resultados de las investigaciones anteriores. Y, no obstante, el concepto de libertad es tan importante para la teología como el concepto de razón, puesto que no es posible entender la revelación sin un concepto de libertad. El hombre es hombre porque tiene libertad, pero sólo tiene libertad en una interdependencia polar con el destino. El término ·destino" es insólito en este contexto. Habitualmente se habla de libertad y necesidad. Sin embargo, la: necesidad es una categoría y no un elemento. Se opone a la posibilidad y no a la libertad. Siempre que la libertad y la necesidad se yerguen tma frente a otra, se entiende la necesidad en términos de determinación mecanicista y se concibe la libertad en términos de contingencia indeterminista. Pero ninguna de ambas interpretaciones acierta a ver la estructura del ser tal como la ve en una experiencia inmediata el único ser que cuenta con la posibilidad de realizar esta experiencia porque es libre, es decir, el hombre. El hombre conoce por experiencia la estructura del individuo como portador de la libertad en el seno de las estructuras más amplias a las que pertenece la estructura individual. El destino indica esta situación en la que el hombre se halla, la situación de estar frente al mundo y, al mismo tiempo, formar parte del mundo.• 4. lante.
Para nna m1\s amplia exposición, véase lo que dedmos más ade-
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La perversión metodológica de numerosas investigaciones ontológicas es más patente en la doctrina de la libertad que en cualquier otra cuestión. La discusión tradicional acerca del determinismo y del indeterminismo es necesariamente incapaz de desembocar en ninguna conclusión, porque se desarrolla a un nivel secundario con respecto al nivel en el que yace la polaridad de libertad y destino. Ambas partes en coflicto presuponen que, entre otras cosas, existe una cosa llamada voluntad, que puede tener o no tener la cualidad de libertad. Pero, por definición, una cosa es un objeto tan completamente determinado que carece de libertad. La libertad de una cosa es una contradicción en los términos. Por consiguiente, el determinismo siempre tiene razón en este tipo de discusión; pero tiene ra7.Ón porque, en último análisis, expresa la tautología de que una cosa es una cosa. El indeterminista protesta contra la tesis determinista, subrayando el hecho de que tanto la conciencia moral como la conciencia cognoscitiva presuponen la posibilidad de adoptar unas decisiones responsables. Sin embargo, cuando deduce las consecuencias de este hecho y atribuye la libertad a un objeto o a una función llamada "voluntad'', el indeterminismo cae en una contradicción e inevitablemente sucumb~ a la tautología determinista. La libertad indeterminista es la negación de la necesidad determinista. Pero la negación de la necesidad nunca constituye la libertad tal como nosotrt>s la experimentamos. Esta negación afirma algo absolutamente contingente, una decisión sin motivación, un azar ininteligible que en modo alguno es capaz de dar razón de la conciencia moral y cognoscitiva para la cual se ha inventado. Ambos, el determinismo y el indeterminismo, son teóricamente imposibles porque niegan por implicación su pretensión de expresar la verdad. La verdad presupone una decisión a favor de lo verdadero contra lo falso. Pero ambos, el determinismo y el indeterminismo, hacen ininteligible esa decisión. La libertad no es la libertad de una función (la "voluntad") sino del hombre, es decir, de ese ser que no es una cosa sino un yo completo y una persona racional. Es posible, por supuesto, considerar a la "voluntad" como el centro personal, y substituir por ella la totalidad del yo. Las psicologías voluntaristas apoyarían tal proceder. Pero esta solución ha resultado ser falsa, como lo demuestra el callejón sin salida en el que se encuentra atasca-
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da la controversia tradicional acerca de la libertad. Se debería hablar de la libertad del 1wmbre, indicando que todas las partes y todas las funciones que constituyen al hombre como un yo personal participan de su libertad. Esto incluye incluso las células de su cuerpo, en cuanto participan en la constitución de su centro personal. Lo que no está centrado, lo que está aislado del proceso total del yo, ya sea por una separación natural o por una separación artificial (enfermedad o situaciones de laboratorio, por ejemplo), se halla determinado por el mecanismo ,de estímulo y reacción o por el dinamismo de la relación entre el inoonsciente y el consciente. Pero, de ese absoluto determinismo que rige las partes aisladas, no es posible deducir ningún determinismo del todo y ni siquiera de sus partes no separadas. Ontológicamente, el todo precede a las partes y les confiere su carácter como partes de este todo particular. A la luz de la libertad del todo, es posible entender el determinismo de las partes aisladas -es decir, como una desintegración parcial del todo--, pero no a la inversa. La libertad se experimenta como deliberación, decisión y responsabilidad. La etimología de cada una: de estas palabras resulta harto reveladora. La deliberación indica el acto de sopesar (librare) los argumentos y los motivos. La persona que Jos sopesa está por encima d.e los motivos; mientras los sopesa, no se identifica con ninguno de ellos, sino que está libre de todos. Decir que el motivo más fuerte prevalece siempre, es una tautología vada, puesto que la prueba por la que un motivo demuestra ser el más fuerte es simplemente que prevalece. La persona autocentrada sopesa los motivos y, gracias a su centro personal, reacciona como un todo frente a la lucha de estos motivos. Esta reacción se llama "decisión". La palabra "decisión", lo mismo que el término "incisión", implica la imagen de cortar. Una decisión corta posibilidades, unas posibilidades verdaderamente reales; de lo contrarió, no habría sido necesario ningún corte.11 La persona que "corta" o "excluye" debe estar situada más allá de lo que ella corta o excluye. Su centro personal tiene posibilidades, pero no es idéntico a ninguna de ellas. La palabra "responsabilidad" designa la obligación de la persona que 5, La palabra alemana Ent-Scheidung implica la imagen de scheiden ("5eParar.. ), indicando así ol hecho de que en toda decisión quedan excluidas Varias posibilidades - ausgeschieden.
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tiene la libertad de responder de sus decisiones si es interrogada acerca de ellas. No puede pedir a nadie más que responda por ella. Ella sola debe responder, pues sus actos no están determinados ni por algo exterior a ella, ni por ninguna parte de ella, sino por la totalidad centrada de su ser. Cada uno de nosotros es responsable de lo que ha ocurrido gracias al centro de su yo, sede y órgano de su libertad. A la luz de este análisis de la libertad, se hace comprensible el significado del destino. Nuestro destino es aquello de donde surgen nuestras decisiones; es la base ilimitadamente extensa de ntiestro yo autocentrado; es el carácter concreto de nuestro ser, que convierte todas nuestras decisiones en decisiones nuestras. Cuando tomo una decisión, es la totalidad concreta de todo lo que constituye mi ser quien decide, no un sujeto epistemológico. A esta totalidad pertenecen la estructura corporal, las luchas psíquicas y el carácter espiritual. Incluye las comunidades a las que pertenezco, el pasado que recuerdo y el que no recuerdo, el medio ambiente que me ha modelado y el mundo que me ha configurado. Hace referencia a todas mis decisiones pasadas. El destino no es un poder extraño que determina lo que va a sucederme. Es yo mismo en cuanto dado, formado por la naturaleza, por la historia y por mí mismo. Mi destino es la base de mi libertad; pero mi libertad participa en la configuración de mi destino. Sólo quien tiene libertad tiene un destino. Las cosas carecen de todo destino, porque carecen de toda libertad. Dios no tiene destino alguno, porque Dios es libertad. La palabra "destino" designa algo que va a ocurrirle a alguien; posee una connotación escatológica. Esto lo cualifica para estar en polaridad con la libertad. No designa lo contrario de la libertad, sino más bien sus condiciones y sus límites. F atum ("aquello que se prevé") o Schicksal ("aquello que se envía") y el término inglés correspondiente fate ("hado, sino") designan más bien una simple contradicción de la libertad que una correlación polar con ella, y por consiguiente, es difícil que podamos utilizar estos términos en conexión con la polaridad ontológica de la que ahora estamos hablando. Pero incluso su empleo determinista suele dejar un resquicio para la libertad; existe la posibilidad de aceptar nuestro sino o de rebelamos contra él. Estrictamente
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hablando, esto significa que sólo quien tiene esta alternativa tiene un sino. Y tener esta alternativa significa ser libre. Puesto que la libertad y el destino constituyen una polaridad ontológica, todo lo que participa en el ser debe participar en esta polaridad. Pero el hombre, que posee un yo completo y un mundo, es el único ser que es libre en el sentido de deliberación, decisión y responsabilidad. La libertad y el destino no pueden aplicarse, pues, a la naturaleza subhumana sino por vía de analogía, siendo paralela esta situación a la que se da entre la estructura ontológica fundamental y las otras polaridades ontológicas. En términos de analogía, podemos hablar de la polaridad en que se hallan la espontaneidad y la ley, de la cual la polaridad de libertad y destino no sólo es el ejemplo más notorio sino también la vía de acceso cognoscitivo. Un acto, que tiene su origen en el yo actuante, es espontáneo. Una reacción a un estímulo es espontánea si procede de la totalidad centrada y autorrelacionada de un ser. Esto es válido no sólo para los seres vivos, sino también para las Gestalten inorgánicas que reaccionan según su estructura individual. La espontaneidad es interdependiente con respecto a la ley. La ley hace posible la espontaneidad, y la ley sólo es ley porque determina las reacciones espontáneas. El término "ley" es muy revelador a este respecto. Procede de la esfera social y designa una norma que se puede imponer y por la que se ordena y controla a un grupo social. Las leyes naturales se fundamentan en la estructura racional del hombre y de la sociedad; son, pues, incondicionalmente válidas, aunque puedan contradecirlas las leyes positivas de los grupos sociales. Si el concepto de ley natural se aplica universalmente a la naturaleza, designa el carácter estructuralmente determinado de las cosas y de los acontecimientos. La naturaleza no obedece -o desobedece- a las leyes de la misma manera que los hombres; en la naturaleza, la espontaneidad está unida a la ley como la libertad está unida al destino en el hombre. La ley de la naturaleza no elimina las reacciones de las Gestalten autocentradas, pero determina los límites que las Gestalten no pueden franquear. Cada ser actúa y reacciona según la ley de su estructura autocentrada y según las leyes de las unidades más amplias en las que está incluido. Sin embargo, no está determinado de tal modo que su autorrelación y, por ende, su 16.
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espontaneidad quede destruida. Excepto en el caso de las ecuaciones abstractas de la macrofísica, el cálculo se ocupa de la eventualidad, no de unos mecanismos determinados. Las probabilidades de acierto pueden ser abrumadoramente grandes, pero no absolutas. La presencia analógica de la libertad en todos los seres hace imposible un determinismo absoluto. Las leyes de la naturaleza son leyes para unidades autocentradas con reacciones espontáneas. La polaridad de libertad y destino es válida pará todo cuanto es.
C. EL SER Y LA FINITUD 6. EL
SER y EL NON-SER
La cuestión del ser es suscitada por la "conmoción del nonser" .6 Sólo el hombre puede formular la cuestión ontológica, porque sólo él es capaz de ver más allá de los límites de su propio ser y de todo otro ser. Considerado desde el punto de vista del non-ser posible, el ser es un misterio. El hombre es capaz de situarse en este punto de vista porque es libre de trascender toda realidad dada. No está sujeto al "ser que es"; puede columbrar la nada; puede formular la cuestión ontológica. Al hacerlo, sin embargo, debe formular la cuestión acerca de quién crea el misterio del ser, y debe considerar asimismo el misterio del non-ser. Ambas cuestiones han ido siempre unidas desde el inicio del pensamiento humano, primero en términos mitológicos, después en términos cosmogónicos y finalmente en términos filosóficos. La manera como los primeros filósc:>fos. griegos, y sobre todo Parménides, afrontaron la pregunta del nonser, es de una singular grandeza. Parménides se dio cuenta de que al hablar del non-ser le conferimos un cierto tipo de ser que contradice su carácter de negación del ser. Lo excluyó, pues, del pensamiento racional. Pero, de este modo, hizo. ininteligible 6. El término "non-ser" ( nonbelng), tal como lo utilizamos en los sig¡dentes apartados, contiene la palabra latina non, que para noaotros ha perdido la fuerza que detenta la palabra inglesa not. La conmoción producida por el non-ser es la conmoción del no ser en el sentido de una negación radical, en el sentido de "no ser en absoluto".
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el dominio del devenir y suscitó la solución atomística que identifica el non-ser con el espacio vacío, dándole así una cierta suerte de ser. ¿Qué clase de ser hemos de atribuir al non-ser? Esta pregunta nunca ha dejado de fascinar y de irritar a la inteligencia filosófica. Pueden seguirse dos caminos distintos, uno lógico y otro ontológico, cuando se intenta rehuir la cuestión del non-ser. Cabe preguntar si el non-ser es algo más "que el mero contenido de un juicio lógico -el juicio en el que se niega una aserción posible· o real. Cabe afirmar que el non-ser es un juicio negativo desprovisto de significación ontológica. A esto hemos de replicar que toda estructura lógica -que es algo más que un simple juego con relaciones posibles- está enraizada en una estructura ontológica. El mismo hecho de la negación lógica presupone un tipo de ser que puede trascender la situación inmediatamente dada por medio de unas esperanzas que pueden quedar defraudadas. Un acontecimiento previsto no se produce. Esto significa que el juicio acerca de aquella situación ha sido erróneo, que las condiciones necesarias para la aparición del acontecimiento esperado no se han presentado. Así defraudada, la espera crea la distinción entre el ser y el non-ser. Pero, en primer lugar, ¿cómo es pósible tal espera? ¿Cuál es la estructura de este ser que es capaz de trascender la situación dada y caer en el error? La respuesta es la siguiente: el hombre, que es este ser, de tal manera está separado de su ser que es capaz de mirarlo como algo extraño y problemático. Y esta separación es real, porque el hombre no sólo participa del ser sino también del non-ser. Por consiguiente, la misma estructura que hace posibles los juicios negativos demuestra el carácter ontológico del non-ser. Si el hombre no participase en el non-ser, ningún juicio negativo seria posible; de hecho, ningún juicio de ninguna clase sería posible. No puede resolverse el misterio del non-ser transformándolo en un tipo de juicio lógico. La tentativa ontológica de rehuir el misterio del non-ser adopta la estrategia de intentar despojarlo de su carácter dialéctico. Si se sitúa el ser y la nada en un contraste absoluto, el non-ser queda excluido del ser bajo todos los aspectos; todo queda excluido, excepto el ser en sí (es decir, el mundo entero queda excluido). No puede haber mundo alguno, si no hay una participación dialéctica del non-ser en el ser. No se debe a un mero azar el hecho de que,
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históricamente, el reciente redescubrimiento de la cuestión ontológica se haya efectuado bajo la guía de la filosofía presocrática, y que luego, sistemáticamente, se haya insistido de un modo tan abrumador en el problema del non-ser. 7 El misterio del non-ser exige que lo tratemos con una actitud dialéctica. El genio de la lengua griega nos ha proporcionado la posibilidad de distinguir el concepto dialéctico y el concepto no dialéctico del non-ser, llamando al primero me on y al segundo ouk on. El ouk on es la "nada" que carece de toda relación con el ser; el me on, en cambio, es la "nada" que tiene una relación dialéctica con el ser. La escuela platónica identificaba el me on con aquello que todavía no tiene ser, pero que puede llegar a tenerlo si se une a las esencias o ideas. No se eliminó, sin embargo, el misterio del non-ser, ya que, a pesar de su "nada", se atribuyó al non-ser el poder de ofrecer resistencia a su unión completa con las ideas. La materia me-6ntica del platonismo representa el elemento dualista que está subyacente en todo el paganismo y que constituye el fondo último de la interpretación trágica de la vida. El cristianismo ha rechazado el concepto de la materia meóntica apoyándose en la doctrina de la creatio ex nihilo. La materia no es un segundo principio que se sobreañada a Dios. El nihil a partir del cual Dios crea, es ouk on, negación no dialéctica del ser. Pero los teólogos cristianos tuvieron que enfrentarse en varios puntos con el problema dialéctico del non-ser. Cuando Agustín y numerosos teólogos y místicos que le siguieron llamaron "non-ser" al pecado, estaban perpetuando un resto de la tradición platónica. No querían significar con esta aserción que el pecado careciera de toda realidad o que fuera una falta de realización perfecta, como a menudo han pensado los críticos interpretando erróneamente esta doctrina. Lo que sí querían decir es que el pecado carece de estatuto ontológico positivo, interpretando al mismo tiempo el non-ser en términos de resistencia al ser y de perversión del ser. La doctrina de la "creaturalidad" del hombre es otro punto de la doctrina del hombre donde el non-ser tiene un carácter dialéctico. Ser creado de la nada significa tener que retomar a la nada. El estigma de haber sur7. Véase la relación de Heidegger con Parménides y la importanc'a que reviste el non-ser tanto en su filosofía como en la de sus seguidores existencíalistas.
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gido de la nada está impreso en toda creatura. Por esta razón, el cristianismo tuvo que rechazar la doctrina arriana que consideraba al Logos como la más alta de las creaturas. Como tal creatura, el Logos no podía aportar la vida etema. Y también por esta razón, el cristianismo ha de rechazar la doctrina de la inmortalidad natural y afirmar en su lugar la doctrina de la vida eterna dada por Dios como aquel que posee el poder del ser en sí. El tercer punto en el que los teólogos tuvieron que enfrentarse al problema dialéctico del non-ser es la doctrina de Dios. De inmediato hemos de decir aquí que, históricamente, no fue la teología de la vía negativa la que condujo a los pensadores cristianos a la cuestión de Dios y del non-ser. El non-ser de la teología negativa significa "no ser alguna cosa particular", es decir, ser más allá de todo predicado concreto. Este non-ser lo abarca todo; significa serlo todo; es el ser en sí. La cuestión dialéctica del non-ser era y es un problema de teología afirmativa. Si a Dios le llamamos el Dios vivo, si Dios es el fondo de los procesos cr(:!adores de la vida, si la historia tiene una significación para Dios, si no existe ningún principio negativo que se sobreañada a Dios y que podría dar cuenta del mal y del pecado, ¿cómo es posible evitar que se sitúe una negatividad dialéctica en el mismo Dios? Tales cuestiones han obligado a los teólogos a relacionar dialécticamente el non-ser. con el ser ~ si y, consiguientemente, con Dios. El Ungrund de BOhme, la "primera potencia" de Schelling, la "antítesis" de Hegel, lo "contingente" y lo "dado" en Dios del teísmo reciente, la •libertad meónica" de Berdiaev -todos son ejemplos de la influencia que ejerce el problema del non-ser dialéctico sobre la doctrina cristiana de Dios. El existencialismo reciente ha "encontrado la nada" (Kuhn) de una manera profunda y radical. Ha sustituido en cierto modo el ser en si por el non-ser, confiriendo a este último una positividad y un poder que contradice la significación inmediata de la palabra "non-ser". La "nada aniquiladora" de Heidegger d~s cribe la situación del hombre amenazado por el non-ser últimamente inevitable, es decir, por la muerte. La anticipación de la nada de la muerte confiere a la existencia humana su carácter existencial. Sartre no sólo incluye en el non-ser la amenaza de la nada sino también la amenaza de lo absurdo (es decir, la
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destrucción de la estructura del ser). En el existencialismo no existe ningún medio de vencer esta amenaza. La única solución consiste en tener el coraje de asumirla: ¡el coraje! Como nos muestra este análisis, el problema dialéctico del non-ser es inevitable. Es el problema de la finitud. La finitud une el ser oon el non-ser dialéctico. La finitud del hombre, o su condición de creatura, es ininteligible sin el concepto del non-ser dialéctico.
7. Lo
FINITO Y LO INFINITO
El ser, limitado por el non-ser, es la finitud. El non-ser se nos presenta como el "todavía no" y el "nunca más" del ser. Enfrenta lo que es con un .fin terminante del ser (jinis). Esto es verdad de todas las cosas, excepto del ser en sí -que no es u11a "cosa". Como poder del ser, el ser en sí no puede tener ni principio ni fin. De lo contrario, habría surgido del non-ser. Pero el non-ser es literalmente la nada, excepto en relación con el ser. El ser precede al non-ser en validez ontológica, oomo la misma palabra "non-ser" indica. El ser es el principio sin principio, el fin sin fin. Es su propio principio y fin, el poder inicial de todo cuando es. Sin embargo, todo lo que participa del poder del ser está "mezclado" de non-ser. Es el ser en el proceso de venir del non-ser y retornar al non-ser: es finito. Ambas, la estructura ontológica fundamental y los elementos ontológicos, implican finitud. El yo, la individualidad, la dinámica y la libertad incluyen todos ellos la multiplicidad, la determinación, la diferenciación y la limitación. Ser alguna cosa es no ser alguna otra cosa. Estar aquí y ahora en el proceso del devenir es no estar allí y luego. Todas las categorías del pensamiento y de la realidad expresan esta situación. Ser alguna cosa es ser finito. La finitud la experimentamos a nivel humano; el non-ser lo experimentamos como la amenaza al ser. Anticipadamente sentimos el fin. El proceso de autotrascendencia comporta un doble significado en cada uno de sus momentos. En todos ellos es, simultáneamente, un acrecentamiento y una disminución del poder de ser. Para experimentar su finitud, el hombre tiene que mirarse a sí mismo desde el punto de vista de una infinitud potencial. Para ser consciente de que se encamina hacia la muerte, el hombre no ha de detener su mirada en su ser finito
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como un todo, sino que ha de mirar por encima de él; en cierto modo, tiene que estar más allá de su propio ser finito. Pero asimismo tiene que ser capaz de imaginar la infinitud -y es capaz de hacerlo, aunque no en términos concretos, sino tan sólo como una posibilidad abstracta. El yo finito se enfrenta a un mundo; el individuo finito detenta el poder de una participación universal; la vitalidad del hombre está unida a una intencionalidad esencialmente ilimitada; como libertad finita, el hombre está implicado en un destino que todo lo abarca. Todas las e~tructuras de finitud obligan al ser finito a que se trascienda a sí mismo y, precisamente por esta razón, a que cobre conciencia de s{ mismo como ser finito. Según este análisis, la relación que media entre la infinitud y la finitud es distinta de la que existe entre los elementos polares. Como indica el carácter negativo de la palabra infinitud, ésta es concebida como la autotrascendencia dinámica y libre del ser finito. La infinitud es un concepto director, no un concepto constitutivo. Dirige la mente para que ésta eche de ver sus propias potencialidades ilimitadas, pero no fundamenta la existencia de un ser infinito. Así es posible entender las antinomias dásicas con respecto al carácter finito e infinito del mundo. Incluso una doctrina física de la finitud del espacio no puede impedir que el intelecto pregunte por lo que hay tras el espacio finito. Y aunque esta pregunta es autocontradictoria, no por ello deja de ser inevitable. Por otra parte, es imposible decir que el mundo es infinito, porque la infinitud nunca se da como un objeto. La infinitud es una exigencia, no una cosa. Tal es el rigor de la solución kantiana al problema de las antinomias entre el carácter finito y el carácter infinito del tiempo y del espacio. Dado que el tiempo y el espacio no son cosas, sino formas de las cosas, es posible trascender sin excepción alguna todo tiempo y todo espacio finitos. Pero esto no fundamenta la existencia de una cosa infinita en un tiempo y en un espacio infinitos. El intelecto humano puede seguir trascendiendo perpetuamente las realidades finitas en la dirección de lo macrocósmico o de lo microcósmico. Pero el intelecto mismo permanece sujeto a la finitud de su portador individual. La infinitud es la finitud trascendiéndose a sí misma sin nigún límite a priori. El poder de autotrascendencia infinita hace manifiesto el hecho de que el hombre pertenece a aquello que está más allá
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del non-ser, es decir, al ser en sí. La presencia potencial de lo infinito (como autotrascendencia ilimitada) es la negación del elemento negativo de la finitud. Es la negación del non-ser. El hecho de que el hombre no se sienta nunca satisfecho de ninguna etapa de su desarrollo finito, el hecho de que nada finito le pueda detener, aunque la finitud sea su destino, indica la indisoluble vinculación de todo lo finito al ser en sí. El ser en sí no es la infinitud; es lo que se halla más allá de la polaridad de finitud y autotrascendencia infinita. El ser en sí se manifiesta al ser finito en el impulso infinito de lo finito por trascenderse a sí mismo. Pero no podemos identificar el ser en sí con la infinitud, es decir, con la negación de la finitud. El ser en sí precede a lo finito y precede a la negación infinita de lo finito. La conciencia de la finitud es la congoja. Como la :finitud, la congoja es una cualidad ontológica. No podemos deducirla de ninguna otra cosa; sólo podemos verla y describirla. Hemos de distinguir entre las coyunturas que nos acongojan y la congoja en sí misma. Como cualidad ontológica, la congoja es tan omnipresente como la finitud. La congoja es independiente de todo objeto particular que pueda suscitarla; sólo es dependiente de la amenaza del non-ser -que es idéntica a la finitud. En este sentido, se ha dicho con acierto que el objeto de la congoja es la "nada" -y la nada no es un "objeto". A los objetos se les teme. Se puede temer un peligro, un dolor, un enemigo, pero es posible vencer el temor por la acción. No así la congoja, porque ningún ser :finito puede vencer su finitud. La congoja está siempre presente, aunque a menudo no sea sino latente. Puede manifestarse, pues, en todo momento, incluso en las situaciones en las que nada es de temer.8 El redescubrimiento del significado de la congoja gracias a los esfuerzos combinados de la filosofía existencial, de la psicología de la profundidad, de la neurología y de las artes, constituye uno de los logros del siglo xx. Se ha hecho así evidente que el temor, en cuanto se refiere a un objeto definido, y la congoja, en cuanto conciencia de la finitud, son dos conceptos 8. La psicoterapia no puede extirpar la congoja ontológica, porque no puede cambiar la estructura de finitud. Pero puede extirpar sus formas compulsivas y disminuir la frecuencia e intensidad de los temores. Puede situar, pues, a la congoja "en su verdadero lugar".
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radicahnente distintos. La congoja es ontol6gica; el temor es psicológico.11 La congoja es un concepto ontol6gico porque expresa la finitud desde "dentro". Hemos de aclarar en este punto que no existe ninguna raz6n para preferir los conceptos tomados desde "fuera" a los tomados desde "dentro". Según la estructura yo-mundo, ambos tipos de conceptos son igualmente válidos. El yo que es consciente de sí mismo, y el yo que mira a su mundo (en el que va incluido él mismo), son iguahnente significativos para ]a descripci6n de la estructura ontológica. La congoja es la conciencia que el yo finito tiene de sí mismo como ser finito. El hecho de que posea un carácter fuertemente emocional no elimina su poder revelador. El elemento emocional indica simplemente que la totalidad del ser finito participa de la finitud y vive la amenaza de la nada. Sería, pues, conveniente que ahora describiésemos la finitud tanto desde fuera como desde dentro, señalando al mismo tiempo la forma particular de la conciencia acongojada que corresponde a la forma particular de finitud que consideremos. 8. LA
FINITUD Y LAS CATEGORÍAS
Las categorías son las formas con las que la mente aprehende y modela la realidad. Hablar razonablemente de algo es hablar de ello mediante formas categoriales, es decir, mediante unas "maneras de hablar" que son asimismo las formas del ser. Hay que distinguir las categorías de las formas lógicas que determinan el discurso, pero que s6lo indirectamente tienen relación con la realidad misma. Las formas 16gicas son formales por cuanto proceden por abstracción del contenido al que el discurso se refiere. En cambio, las categorías son formas que determinan el contenido. Las categorías son ontol6gicas, y por consiguiente están presentes en todas las cosas. La mente no es capaz de experimentar la realidad si no es a través de las 9. La palabra inglesa anxlety (congoja) no ha adquirido la connotación de Anp (angustia) hasta la última dlicada. Ambos términos, Angat y anxiet11 -lo mismo que los términos castellanos "angustia" y "congoja"-, procodc:>n de la palabra latina anguatiae, que significa "angostura, desfiladero, paso estrecho o angosto", Y, así, sentimos congoja en la angostura de la nada amenazadora. Por consiguiente, no se deberla sustituir la palabra congoja por el tt\rmfno dread (miedo, espanto), que indica una s(1bita reacción ante un peligro, pero no la situación ontoló¡ica de quien arrostra el non-ser.
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formas categoriales. Utilizamos estas formas en el lenguaje tanto religioso como secular. Aparecen implícita o explícitamente en todo pensamiento acerca de Dios y del mundo, del hombre y de la naturaleza. Son omnipresentes, incluso en ese dominio del que están excluidas por definición, es decir, en el dominio de lo "incondicional". Así, pues, la teología sistemática debe ocuparse de ellas, no desde luego en forma de un sistema desarrollado de categorías, sino de tal modo que haga patente la significación que entrañan para la cuestión de Dios, cuestión en la que finalmente desemboca todo el análisis ontológico. Las categorías revelan su carácter ontológico en su doble relación con el ser y con el non-ser. Expresan el ser, pero al mismo tiempo expresan el non-ser al que está sujeto todo cuanto es. Las categorías son formas de la finitud; como tales, unen un elemento afirmativo y un elemento negativo. La labor ontológica que prepara el camino para la cuestión teológica, para la cuestión de Dios, es un análisis de esta dualidad. Al estudiar las cuatro principales categorías ,--tiempo, espacio, causalidad y substancia- hemos de considerar en cada caso sus elementos positivo y negativo no sólo desde "fuera", es decir, en relación con el mundo, sino también desde "dentro", es decir, en relación con el yo. Cada categoría no expresa únicamente una unión del ser y el non-ser, sino también una· unión de la congoja y el coraje. El tiempo es la categoría central de la finitud. Todo filósofo se ha sentido fascinado y desconcertado por su carácter misterioso .. Algunos filósofos subrayan su elemento negativo; otros, su elemento positivo. Los primeros señalan la transitoriedad de todo lo temporal y la imposibilidad de fijar el momento presente en el flujo del tiempo que nunca se detiene. Señalan el movimiento del tiempo desde un pasado que ya no existe, hacia un futuro que todavía no es, a través de un presente que no es sino una frontera móvil entre el pasado y el futuro. Ser significa estar presente. Pero si el presente es ilusorio, el ser es vencido por el non-ser. Quienes acentúan el elemento positivo del tiempo, destacan el carácter creador del proceso temporal, su rectitud e irreversibilidad, lo nuevo que se genera en su seno. Pero ninguna escuela filosófica ha sido capaz de mantener un solo aspecto del tiempo. Es imposible calificar de ilusorio el presente, pues sólo
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en virtud de una experiencia del presente se puede medir el pasado y el futuro, así como el movimiento que va del uno al otro. Por otra parte, es imposible cerrar los ojos ante el hecho de que el tiempo "se traga" lo que ha creado, de que lo nuevo se hace viejo y se esfuma, de que la evolución creadora nunca deja de ir acompañada de una desintegración destructora. La ontología sólo puede afirmar el equilibrio entre el carácter positivo y el carácter negativo del tiempo. Pero un análisis del tiempo no da pie para formular un juicio decisivo acerca de su significación. Tal como se siente en la conciencia inmediata de uno mismo, el tiempo une la congoja de la transitoriedad y el coraje de un presente que se afirma a si mismo. La conciencia melancólica del movimiento que lleva el ser hacia el non-ser, tema que llena la literatura de todos los pueblos, alcanza su máxima concreción en la anticipación de la propia muerte. Lo que en ella es significativo no es el miedo a la muerte, es decir, al momento de morir. Es la congoja del tener que morir lo que revela el carácter ontológico del tiempo. En la congoja del tener que morir se siente el non-ser desde "dentro", Esta congoja se halla potencialmente presente en todos los momentos. Impregna la totalidad del ser del hombre; modela el alma y el cuerpo, y determina la vida espiritual; pertenece al carácter creado del ser, sin ser una consecuencia de su alienación y pecado. Se actualiza en "Adán" (es decir, en la naturaleza esencial del hombre) lo mismo que en "Cristo" (es decir, en la nueva realidad del hombre). La narración bíblica nos .revela la profunda congoja de tener que morir que embargó a aquel que fue Hamado el Cristo. La congoja ante la transitoriedad -repetimos-, la congoja ante nuestra inerme entrega al aspecto negativo de la temporalidad, está enraizada en la estructura del ser y .~10 en una distorsión de esta estructura. Esta congoja que suscita la existencia temporal sólo es posible soportarla porque se halla equilibrada par un coraje que afirma la temporalidad. Sin este coraje, el hombre se rendiría al carácter aniquilador del tiempo; renunciaría a tener un presente. Pero, aunque analíticamente le parezca irreal, el hombre afirma el momento presente y lo defiende contra la congoja que genera en él la transitoriedad. Afirma el presente gracias a un coraje ontológico que es tan auténtico como su congoja ante el devenir
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del tiempo. Este coraje es efectivo en todos los seres, pero sólo es radical y conscientemente efectivo en el hombre, que es capaz de prever su propio fin. Por eso el hombre necesita el mayor coraje para poder asumir su congoja. De entre todos los seres es el que posee un mayor coraje, porque tiene que vencer la más profunda congoja. Experimenta la más ardua dificultad para afirmar el presente, porque es capaz de imaginar un futuro que todavía no es su propio futuro y de recordar un pasado que ya no es su propio pasado. Tiene que defender su presente contra la visión de un pasado infinito y de un futuro igualmente infinito, pero está excluido de ambos. El hombre no puede rehuir la cuestión del.fundamento último de su coraje ontológico. El presente siempre implica la presencia en él del hombre, y en este caso, presencia significa tener algo presente y opuesto a uno mismo (en alemán, gegenwaertig). El presente implica el espacio. El tiempo crea el presente en su unión con el espacio. En esta unión, el tiempo entra en una pausa porque hay algo sobre lo que sostenerse. Como el tiempo, el espacio une el ser y el non-ser, la congoja y el coraje. Como el tiempo, el espacio está sujeto a valoraciones contradictorias, porque es una categoría de finitud. Ser significa tener un espacio. Todo ser lucha por conseguir y defender un espacio propio. Esto significa ante todo tener un lugar físico -el cuerpo, un tem1ño, un hogar, una ciudad, un país, el mundo. Significa asimismo tener un "espacio" social -una profesión, una esfera de influencia, un grupo, un período histórico, un lugar en el recuerdo y en la previsión, un lugar en el seno de una estructura de valores y significados. No tener espacio es no ser. Así, pues, en todos los dominios de la vida, la lucha por el espacio es una necesidad ontológica. Es una consecuencia del carácter espacial del ser finito y una cualidad de la bondad creada. Es finitud, no culpabilidad. Pero ser espacial significa asimismo estar sujeto al non-ser. Ningún ser finito posee 'Un espacio que sea definitivamente su propio espacio. Ningún ser finito puede cifrar su confianza en el espacio, ya que no sólo debe hacer frente a la pérdida de este o aquel espacio, porque es un "peregrino sobre la tierra", sino que eventualmente debe hacer frente a la pérdida de todo lugar que haya poseído o hubiera podido poseer, como expresa el po-
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deroso símbolo usado por Job y el salmista: "Nunca más conocerá su lugar". No existe ninguna relación necesaria entre un lugar y el ser que se ha apropiado de tal lugar. La finitud significa carecer de todo lugar preciso; significa tener que perder finalmente todo lugar y, con él, tener que perder su ser. No es posible tehuir esta amenaza del non-ser refugiándose en un tiempo sin espacio. Sin espacio, no existe ni presencia ni presente. E inversamente, la pérdida del espacio implica la pérdida de la presencia temporal, la pérdida del presente, la pérdida del ser. Carecer de todo espacio preciso y final equivale a una inseguridad última. Ser finito es vivir en la inseguridad. Así lo siente el hombre cuando le embarga la congoja ante el mafiana y así lo expresa en sus acongojadas tentativas por procurarse un espacio física y socialmente seguro. Todo poceso vital posee este carácter. El deseo de seguridad se hace dominante en ciertos períodos y en algunas situaciones sociales y psicológicas. Los hombres crean sistemas de seguridad para proteger su espacio. Pero sólo logran reprimir su congoja; no pueden ahuyentarla, porque esta congoja anticipa "la ausencia de espacio" final que implica Ja finitud. No obstante, la congoja del hombre ante la inevitable pérdida de su espacio está equilibrada por el coraje' con el que afirma el presente y, con él, el espacio. Todo ser afirma el espacio <¡ue posee en el seno del universo. Mientras vive, logra soportar felizmente la congoja de no-tener-un-lugar. Arrostra con denuedo las ocasiones en las que no-tener-un-lugar se convierte en una amenaza concreta. Acepta su inseguridad ontológica y logra agenciarse una seguridad en esta aceptación suya. Pero no puede rehuir la cuestión de saber cómo es posible este coraje. Un ser que no puede existir sin espacio, ¿cómo es posible que acepte la ausencia, tanto preliminar como final, de espacio? También la causalidad se halla direct:lmente relacionada con el simbolismo religioso y la interpretación teológica. Es ambigua, lo mismo que el tiempo y el esp.:icio. Expresa tanto el ser como el non-ser. Afirma el poder del ser, por cuanto apunta a lo que precede a una cosa o un acontecimiento como su origen. Si se explica algo de un modo causal, se afirma su realidad y se hace comprensible la resistencia que opone al non-ser. La causa confiere carácter real a su efecto, tanto en el pensa-
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miento oomo en la realidad. Buscar las causas significa buscar el poder del ser de una cosa. Este sentido afirmativo de la causalidad es, empero, el reverso de su sentido negativo. Preguntar por la causa de una cosa o de un acontecimiento presupone que éstos no detentan el poder de su propio acceso a la existencia. Las cosas y los acontecimientos carecen de aseidad, que sólo es característica de Dios. Las cosas finitas no constituyen su propia causa; han sido "arrojadas" en el ser (Heidegger). La pregunta acerca del origen es universal. La formulan tanto los niños como los filósofos. Pero no hay respuesta para ella, ya que toda respuesta, toda afirmación acerca de la causa de alguna cosa suscita la misma pregunta en una regresión sin fin. Y esta regresión no puede detenerla ni siquiera un dios -que, no obstante, debería ser la respuesta a la serie entera de preguntas-, puesto que este dios tendría que preguntarse a sí mismo: "¿Cuál es mi origen?" (Kant). Incluso un ser supremo tiene que formular la pregunta acerca de su propia causa, evidenciando con ella su non-ser parcial. La causalidad expresa por implicación la incapacidad de que adolece toda cosa para descansar en sí misma. Todas las cosas se ven conducidas más allá de sí mismas hacia su causa, y las causas a su vez hacia sus propias causas, y así indefinidamente. La causalidad expresa con singular intensidad' el abismo del non-ser en toda cosa. El esquema causal no debe identificarse con un esquema determinista. Ni la indeterminación de los procesos subatómicos ni el carácter creador de los procesos biológicos y psicológicos eliminan la causalidad. Nada se produce en estos dominios que no vaya precedido por una situación o ;ma constelación que constitllye su causa. Nada tiene el poder de depender de sí mismo y carecer de un nexo causal; nada es "absoluto". Ni siquiera la creatividad finita puede eludir esa forma del non-ser que aparece en la causalidad. Si contemplamos una cosa y preguntamos qué es, tendremos que dirigir nuestra mirada más allá de ella y preguntar cuáles son sus causas. La congoja que nos embarga cuando reparamos en la causalidad es la congoja por no ser en, de y por nosotros mismos, la congoja por no poseer la "aseidad" que tradicionalmente la teología atribuye a Dios. El hombre es una creatura. Su ser es oontingente; por sí mismo, este su ser no necesita ser; de ahí
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que el hombre caiga en la cuenta de que es víctima del non-ser. La misma contingencia que ha arrojado al hombre a la existencia puede empujarlo fuera de ella. A este respecto, la causalidad y el ser contingente son lo mismo. El hecho de que el hombre esté causalmente determinado hace que su ser sea contingente con respecto a sí mismo. La congoja en la que es consciente de esta situación es la congoja ante el hecho de que su ser no necesita ser. ¡Podría no ser! Entonces, ¿por qué es? Y ¿por qué tiene que seguir siendo? No existe ninguna respuesta razonable a esta pregunta. Tal es exactamente la congoja implícita en la conciencia de la causalidad como una categoría de finitud. El coraje acepta la contingencia, acepta el hecho de que el ser del hombre proceda de allende el hombre. Quien posee este coraje no mira más allá de sí mismo hacia allí de donde le viene el ser, sino que reposa en sí mismo. El coraje ignora la congoja suscitada por la dependencia causal de toda cos.1 finita. Sin este coraje, ninguna vida sería posible; pero perdura no obstante fa cuestión de saber cómo es posible este coraje. Un ser que depende del nexo causal y de sus contingencias, ¿cómo puede aceptar esta dependencia y, al mismo tiempo, atribuirse a sí mismo una necesidad de ser y una confianza en sí mismo que están en contradicción con esta dependencia? La cuarta categoría que describe la unión del ser y del nonser en todo lo .finito es la substancia. Contrariamente a la causalidad, la substancia designa algo que está subyacente al flujo de las apariencias, algo que es relativamente estático y completo en sí mismo. No existe ninguna substancia sin accidentes. El poder ontológico de los accidentes procede de la substancia a la que pertenecen. Pero la substancia no es nada más allá de los accidentes en los que se expresa. Así, pues, tanto en la substancia como en los accidentes el elemento positivo queda equilibrado por el elemento negativo. Los filósofos de la función o del devenir no evitan el problema de la substancia, porque no pueden silenciar las cuestiones sobre aquello que e;erce las funciones o sobre aquello que está en proceso de devenir. La sustitución de unas nociones estáticas por otras dinámicas no suprime la cuestión acerca de aquello que hace posible el cambio porque él mismo no cambia (relativamente). La substancia como categoría es efectiva en
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todo encuentro de la ~ente humana con la realidad, y está presente siempre que se habla de alguna cosa. Así, pues, en todo lo finito es innata la congoja por la posible pérdida de su substancia, tanto en el continuo cambio de la existencia como en su desaparición final. Todo cambio revela el non-ser relativo de lo que cambia. La realidad cambiante carece de substancialidad, de poder del ser, de resistencia contra el non-ser. Esta congoja es la que indujo a los griegos a que una y otra vez formulasen insistentemente la cuestión de lo inmutable. Nada justificaría que se desechase esta cuestión alegando que lo estático no detenta ninguna prioridad, ni lógica ni ontológica, sobre lo dinámico -aunque esta aserción es correcta en sí misma-, porque la congoja suscitada por el cambio es la congoja ante la amenaza del non-ser implícita en el cambio. Tal amenaza es patente en todos los grandes cambios de la vida personal y social, cambios cuya secuela es una especie de vértigo individual o social, es decir, la sensación de que está desapareciendo el fondo sobre el que hasta entonces se asentaba la persona o el grupo, y de que va siendo destruida la identidad personal o la del grupo. Esta congoja alcanza su forma más radical en la anticipación de la pérdida final de la substancia -así como de los accidentes. La experiencia humana de tener que morir anticipa la pérdida completa de la identidad con uno mismo. Las cuestiones acerca de una substancia inmortal del alma expresan la profunda congoja que suscita esta anticipación. La cuestión acerca de lo que es inmutable en nuestro ser y en el ser en sí, constituye una expresión de la congoja que nos embarga ante la pérdida de la substancia y de la identidad. Nada justifica que se deseche esta cuestión alegando ---'aunque tal aserción sea correcta en sí misma- la falsedad de los argumentos a favor de la llamada inmortalidad del alma, los cuales sólo son tentativas para rehuir la seriedad de la cuestión de la substancialidad estableciendo una interminable continuación de lo que es esencial~ente finito. Es imposible silenciar la cuestión de la substancia inmutable. Expresa la congoja implícita en la constante amenaza de una pérdida de la substancia, es decir, de la identidad con uno mismo y con el poder de mantener el propio yo. El coraje acepta la amenaza de perder la substancia indi-
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vidual y la substancia del ser en general. El hombre atribuye substancialidad a lo que luego demuestra ser últimamente accidental -una obra creadora, una relación de amor, una situación concreta, uno mismo. Pero esta actitud no es una autoelevación de lo finito, sino más bien el coraje de afirmar lo finito, de asumir la propia congoja. La cuestión estriba en saber cómo es posible tal coraje. Un ser finito, que es consciente de la inevitable pérdida de su substancia, ¿cómo puede aceptar esta pérdida? Estas cuatro categorías son cuatro aspectos de la finitud en sus elementos positivo y negativo: expresan la unión del ser y del non-ser en toda cosa finita y muestran el coraje que acepta la congoja del non-ser. Pero la cuestión de la posibilidad de este coraje es la cuestión de Dios. 9. LA
FINITUD y LOS FJ...EMENTOS ONTOLÓGICOS
La finitud se actualiza no sólo en Jas categorías sino también en los elementos ontológicos. El carácter polar de estos elementos Jos hace vulnerables a la amenaza del non-ser. En cada polaridad, cada uno de sus polos está limitado, pero asimismo sostenido por el otro polo. Un completo equilibrio entre ellos presupone un conjunto equilibrado. Pero tal conjunto no se da. Hay estructuras particulares en las cuales, bajo el impacto de la finitud, Ja polaridad se convierte en tensión. La tensión remite a la tendencia que tienen los elementos, en el seno de una unidad, a separarse uno de otro, a intentar moverse en direcciones opuestas. Para HerácJito, todo está sujeto a una tensión interna parecida a la de un arco curvado, ya que en todas las cosas existe una tendencia hacia abajo (tierra) equilibrada por una tendencia hacia arriba (fuego). Según su concepción, absolutamente nada es el resultado de un proceso que se mueve en una sola dirección; todo es una unidad englobante, aunque transitoria, de dos procesos opuestos. Las cosas son tensiones hipostasiadas. Nuestra tensión ontológica se hace consciente en la congoja que sentimos por la pérdida de nuestra estructura ontológica a consecuencia de la pérdida de uno de sus elementos polares y, por ende, a consecuencia de la pérdida de la polaridad a la que este elemento pertenece. Esta congoja no es la misma que la que antes hemos mencionado en conexión con las categorías, es 17.
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decir, la congoja pura y simple del non-ser. Ahora se trata de la congoja de no ser lo que esencialmente somos. Es, pues, la congoja que nos embarga ante la desintegración y caída en el non-ser a través de la ruptura existencial. Es la congoja ante la ruptura de las tensiones ontológicas y la consiguiente destrucción de la estructura ontológica. Podemos verla en lo que respecta a cada uno de los elementos polares. La individualización finita da lugar a una tensión dinámica con la participación finita -y siempre es posible la ruptura de su unidad. La autorrelación da lugar a la amenaza de un aislamiento en el que se pierdan el mundo y la comunión. Por otra parte, estar en el mundo y participar en él da lugar a la amenaza de una colectivización completa, de una pérdida de individualidad y de subjetividad en la que el yo pierde su autorrelación y se transforma en una simple parte de un todo englobante. El hombre, como ser finito, es acongojadamente consciente de esta doble amenaza. Y con infinita congoja se siente inclinado a zafarse del posible aislamiento refugiándose en la colectividad, y a zafarse de la posible colectivizaci6n refugiándose en el aislamiento. Oscila acongojadamente entre la individualización y la participación, consciente de que dejará de ser si pierde uno de los polos, porque la pérdida de uno u otro de los dos polos significa la pérdida'. de ambos. La tensión entre la individualización y la participación finitas es la base de numerosos problemas psicológicos y sociológicos, y de ahí que constituya un importante objeto de investigación para la psicología y la sociología de las profundidades. A menudo la filosofía no ha prestado atención a la cuestión de la soledad esencial y su relación con el aislamiento existencial y el retraimiento personal. Tampoco ha estudiado la cuestión de la pertenencia esencial y su relación con el sometimiento existencial del individuo a la colectividad. El mérito del pensamiento existencial en todos los siglos, pero sobre todo a partir de Pascal, radica en haber descubierto de nuevo la base ontológica de la tensión entre aislamiento y pertenencia. La finitud transforma asimismo la polaridad de dinámica y forma en una tensión que da lugar a la amenaza de una posible ruptura y a la congoja que suscita tal amenaza. La dinámica tiende hacia la forma, en la que el ser se hace concreto y donde posee el poder de resistir al non-ser. Pero, al mismo tiempo, la
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dinámica se siente amenazada porque ella misma puede perderse en unas formas rígidas y, si trata de irrumpir fuera de ellas, el resultado puede ser el caos, que es la pérdida tanto de la dinámica como de la forma. La vitalidad humana tiende a encarnarse en creaciones, formas e instituciones culturales mediante el ejercicio de la intencionalidad creadora. Pero cada encamación pone en peligro el poder vital precisamente porque le da un ser concreto. El hombre se siente acongojado por la amenaza de una forma flnal en la que su vitalidad se perderla, y se siente asimismo acongojado por la amenaza de un caos informe en el que también se perdería tanto su vitalidad como su intencionalidad. La literatura universal, desde la tragedia griega hasta nuestro9 días, nos ofrece abundantes testimonios de esta tensión, pero no se les ha prestado la suficiente atención ni por parte de la filosofía, excepto la "filosofía de la vida'', ni por parte de la teología, excepto algunos místicos protestantes. La filosofía ha insistido en la estructura racional de las cosas, pero ha desatendido el proceso creador por cuya mediación las cosas y los acontecimientos vienen al ser. La teología ha insistido en la ..ley• divina, pero ha confundido la vitalidad creadora con los d~tructores efectos que acarrea una .vitalidad separada de la intencionalidad. El racionalismo filosófico y el legalismo teológioo han impedido el pleno reconocimiento de la tensión existente entre la dinámica y Ja forma. Finalmente, la finitud transforma la polaridad de libertad y destino en una tensión que da lugar a la amenaza de una posible ruptura y a Ja congoja que tal amenaza suscita. El hombre ~lente la amenaza de una posible pérdida de su libertad a causa de las necesidades implícitas en su destino, y siente igualmente la amenaza de una posible pérdida de su destino a causa de las contingencias implícitas en su libertad. De este modo, se arriesga continuamente a que intente salvaguardar su libertad desafiando arbitrariamente su destino y a que intente salvaguardar su destino renunciando a su libertad. Le desconcierta la apremiante necesidad de adoptar las decisiones que su libertad implica, porque comprende que le falta aquella completa unidad cognoscitiva y activa con su destino que debería ser el fundamento de sus decisiones. Y teme aceptar sin reservas su destino, porque no se Je oculta que su decisión será parcial,
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que s6lo aceptará una parte de su destino y que caerá bajo una determinaci6n particular que no es idéntica a su destino real. Así intenta salvar su libertad por la arbitrariedad, y entonces se arriesga a perder tanto su libertad como su destino. La discusi6n tradicional entre el determinismo y el indeterminismo acerca de la "libertad de la voluntad" es una forma "objetivada" de la tensi6n ontológica entre libertad y destino. Ambos contendientes defienden en esta discusión un elemento ontol6gico sin el cual sería inconcebible el ser. Por consiguiente, ambos tienen razón en lo que afirman, pero se equivocan en lo que niegan. El determinista no ve que dar por verdadera su afirmación determinista presupone la libertad de decisión entre lo verdadero y lo falso, y el indeterminista no ve que la misma posibilidad de adoptar decisiones presupone una estructura de la personalidad que incluye el destino. Pragmáticamente hablando, los hombres actúan siempre corno si recíprocamente se considerasen libres y, al mismo tiempo, poseedores de un destino. Nadie trata jamás a un hombre ni como el mero lugar donde se da una serie de acciones contingentes, ni como un mecanismo en el que unos resultados calculables se siguen indefectiblemente de unas causas calculadas. El hombre siempre considera al hombre -y, por ende, también a sí mismo- como una unidad de libertad y destino. El hecho de que el hombre finito esté amenazado por la pérdida de un elemento de la polaridad -y, en consecuencia, por· la pérdida del otro, puesto que la pérdida de uno u otro destruye el conjunto de la polaridad- no hace sino confirmar el carácter esencin.l de la estructura ontológica. Perder su destino es perder el sentido de su ser. El destino no es un hado absurdo. Es una necesidad unida a un sentido. La amenaza de una posible absurdidad es una realidad tanto social como individual. Hay períodos en la vida social, lo mismo que en la vida personal, durante los cuales esta amenaza es especialmente aguda. Nuestra situaci6n actual se caracteriza por una profunda y desesperada sensación de absurdidad. Los individuos y los grupos humanos han perdido toda la fe que habían podido cifrar en su destino y todo el amor que por él habían sentido. Y rechazan cínicamente la pregunta: "¿Por qué?" La congoja esencial del hombre ante la posible pérdida de su destino se ha transformado ahora en un desespero exis-
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tencial acerca del destino como tal. En consecuencia, se ha proclamado que la libertad es un absoluto y se la ha separado del destino (Sartre). Pero la libertad absoluta en un s~r finito se convierte en arbitrariedad y cae bajo el imperio de las necesidades biológicas y psicológicas. La pérdida de un destino significativo implica asimismo la pérdida de la libertad. La finitud es la posibilidad de perder Ja propia estructura ontológica y, con ella, el propio yo. Pero es una posibilidad, no una necesidad. Ser finito es estar amenazado. Pero una amenaza es una posibilidad, no una realidad. La oongoja de la finitud no es el desespero de la autodestrucción. El cristianismo ve en la imagen de Jesús como el Cristo una vida humana en la que están presentes todas las formas de la congoja, pero de la que están ausentes todas las formas del desespero. A la luz de esta imagen, es posible distinguir la finitud "esencial" de la ruptura •existencial", la congoja ontológica de la congoja de la culpabilidad, que es desespero.1º
10. Er.
SER ESENCIAL Y EL SER EXISTENCIAL
La finitud, en correlación con la infinitud, es una cualidad del ser, en el mismo sentido que la estructura fundamental y los elementos polares. Caracteriza el ser en su naturaleza esencial. El ser está esencialmente relacionado con el non-ser, como así lo indican las categorías de la finitud. Y el ser está esencialmente amenazado de ruptura y autodestrucción, como así lo indican las tensiones de los elementos ontológioos bajo la oondici6n de finitud. Pero, esencialmente, el ser no está en un estado de ruptura y autodestrucción. La tensión entre los elementos ontológicos no conduce necesariamente a la temida ruptura. Dado que la estructura ontológica del ser incluye la polaridad de libertad y destino, nada ontol6gicamente importante puede acaecerle al ser que no esté mediatizado por esta unidad de libertad y destino. Desde luego, la ruptura de las ten10. La materia discutida en este capítulo dista mucho de ser oompleta. Las psicologías poética, cientlllca y religiosa han puesto a nuestra disposición una cantidad tan enorme de material acerca de la finitud y la congoja que ahora resulta de casi imposible manejo. El único objetivo que persegufamos con este análisis era ofrecer una descripción ontológica de las estructuras subyacentes en todos estos hechos e indicar algunos de Jos puntos principales que el· análisis ha confirmado.
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siones ontológicas no es accidental, sino que es universal y depende del destino. Pero tampooo es una necesidad estructural, sino que se halla mediatizada por la libertad. Así, pues, el pensamiento filosófico y teológico no pu~n dejar de establecer una distinción entre el ser esencial y el ser existencial. En toda filosofía hallamos una indicación, a veces sólo implícita, de que es consciente de esta distinción. Siempre que se defiende lo ideal contra lo real, la verdad contra el error, el bien contra el mal, se presupone la existencia de una deformación del ser esencial y se la juzga con arreglo a este ser esencial. No importa cómo se explique en términos de causalidad la aparición de tal deformación. Si se la reconoce como deformación -e incluso el determinista más radical acusa a su adversario de deformar (inconscientemente) la verdad que él mismo defiende-, se suscita en términos ontológicos la cuestión de la posibilidad de tal deformación. El ser, que incluye en sí la totalidad de su concreta realidad, ¿cómo puede contener su propia deformación? Esta cuestión no deja de estar siempre presente, aunque no siempre se formule. Pero, si se formula, toda respuesta que se le pueda dar indica abierta o encubiertamente la distinción clásica entre lo esencial y lo existencial. Ambos términos son muy ambiguos. La palabra esencia puede significar la naturaleza de una cosa sin ninguna valoración de la misma; puede significar los universales que caracterizan una cosa; puede significar las ideas en las que participan las cosas existentes; puede significar la norma por la que una cosa debe ser juzgada; puede significar la bondad original de todo lo creado; y puede significar los modelos de todas las cosas en la mente divina. Pero la ambigüedad fundamental radica en la oscilación de su significado entre el sentido empírico y el sentido valorativo. La esencia como naturaleza de una cosa, como cualidad en la que una cosa participa o oomo universal, tiene un carácter muy definido. La esencia como aquello de lo que ha "caído" el ser, como la naturaleza verdadera y no deformada de las cosas, tiene otro carácter. En el segundo caso, la esencia es el fundamento de los juicios de valor, mientras que en el primer caso, la esenc~a es un ideal lógico al que hay que llegar por abstracción o intuición sin la intederencia de valoraciones. ¿Cómo puede poseer la misma palabra ambos significados? ¿Por qué, desde Platón hasta nuestros días, ha persistido esta ambi-
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güedad en la filosofía? La respuesta a ambas preguntas se sitúa en el carácter ambiguo de la existencia, que expresa el ser y al mismo tiempo lo contradice -la esencia, como aquello que hace de una cosa lo que es (ousia), tiene un carácter puramente lógico; la esencia, como aquello que aparece de un modo imperfecto y deformado en una cosa, entraña la marca del valor. La esencia. posibilita y juzga lo que existe. Le confiere su poder de ser y, al mismo tiempo, se le opone como una ley imperativa. Allí donde están unidas esencia y existencia, no existe ni ley ni juicio. Pero la existencia no está unida a la esencia; por eso la ley se opone a todas las cosas, y el juicio se actualiza en la autodestrucción. También la palabra existencia reviste distintos significados. Puede significar la posibilidad de encontrar una cosa en el seno del conjunto del ser; puede significar la actualización de lo que es potencial en el dominio de las esencias; puede significar el "mundo caído"; y puede significar un tipo de pensamiento que es consciente de sus condiciones existenciales o que rechaza enteramente la esencia. De nuevo aquí, una inevitable ambigüedad justifica el uso de esta sola palabra en tan distintos sentidos. Todo cuanto existe, es decir, todo cuanto "está fuera" de la pura potencialidad, es más de lo que es en el estado de pura potencialidad y menos de lo que podría ser en la pujanza de su naturaleza esencial. En algunos filósofos, sobre todo en Platón, el juicio negativo sobre la existencia es el que prevaléce. El bien se identifica con lo esencial, y el hecho de existir no constituye ningún acrecentamiento de bien. En otros filósofos, sobre todo en Ockham, el juicio positivo es el que prevalece. Toda realidad existe, y lo esencial no es más que el reflejo de la existencia en la mente humana. El bien es la autoexpresión del má-; alto de los existentes -Dios- y se impone desde el exterior a los demás existentes. En un tercer grupo de filósofos, sobre todo en Aristóteles, una actitud intermedia es la que prevalece. Lo actualizado es lo real, pero lo esencial le proporciona su poder de ser y, en la más alta esencia, la potencialidad v la actualización son una sola cosa. ' La teología cristiana siempre ha utilizado la distinción entre el ser esencial y el ser existencial, pero las más de las veces lo ha hecho en un sentido más próximo al de Aristóteles que al de Platón o de Ockham. Y no es de extrañar. Contrariamente a
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Platón, el cristianismo insiste en que la existencia ~ una creación de Dios, no de un demiurgo. La existencia es la plena realización de la creación; la existencia confiere a la creación su carácter positivo. Contrariamente a Ockham, el cristianismo ha subrayado la ruptura que existe entre la bondad creada de las cosas y su existencia deformada. Pero no considera que el bien sea un mandamiento arbitrario impuesto por un existente todopoderoso a los otros existentes. El bien es la estructura esencial de la realidad. El cristianismo debe tomar la vía media siempre que se ocupa del problema del ser. Y debe ocuparse del problema del bien, porque si bien la esencia y la existencia son términos filosóficos, la experiencia y la visión que alienta tras ellos son anteriores a la filosofía. Esta experiencia y esta visión aparecieron en la mitología y en la poesía mucho antes de que la filosofía se ocupase racionalmente de ellas. Por consiguiente, la teología no renuncia a su independencia cuando utiliza ciertos términos .filosóficos, que son análogos a los que la religión ha utilizado durante siglos en su lenguaje prerracional e imaginativo. Las anteriores consideraciones son previas y no pretenden sino sentar algunas definiciones; sólo por implicación rebasan quizás este propósito. Discutir a fondo y por completo la relación que media entre la esencia y la existencia significa exactamente desarrollar la totalidad del sistema teológico. La distinción entre esencia y existencia que, religiosamente hablando, es la distinción entre el mundo creado y el mundo real, constituye la espina dorsal de todo el cuerpo del pensamiento teológico. Por consiguiente, ha de ser elaborada en cada parte del sistema teológico.
D. LA FINITUD HUMANA Y LA CUESTIÓN DE DIOS 11. U
POSIBILIDAD DE LA CUESTIÓN DE DIOS Y EL LLAMADO ARGU-
MENTO ONTOLÓGICO
No deja de ser significativo el que, durante largos siglos, los teólogos y filósofos más notorios se hayan dividido casi p<>r partes iguales entre los que atacaban y los que defendían los argu-
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26.5
mentas en pro de la existencia de Dios. Ninguno de ambos grupos triunfó definitivamente sobre el otro grupo. Esta situación sólo admite una explicación: un grupo no atacaba lo que el otro grupo defendía. No estaban divididos por una disparídad de pareceres acerca de la misma cuestión. Luchaban por unas cuestiones distintas, pero unos y otros ]as expresaban en los mismos términos. Quienes atacaban los argumentos a favor de la existencia de Dios, criticaban su forma de argumentación lógica; quienes los defendían, aceptaban su significación únplícita. Caben pocas dudas de que tales argumentos fracasan en su pretensión de ser argumentos. Tanto el concepto de existencia como el método de argumentar en vista de una conclusión, resultan inadecuados para la idea de Dios. Se defina como se defina, la ..existencia de Dios" contradice la idea de un fondo creador de esencia y existencia. El fondo del ser no puede formar parte de la totalidad de los seres, ni el fondo dt: esencia y existencia puede participar en las'tensiones y rupturas características de la transición desde la esencia a la existencia. Los escolásticos tenían razón al afirmar que en Dios no hay diferencia alguna entre la esencia y la existencia. Pero falsearon su intuición cuando, a pesar de lo que habían afirmado, hablaron de la existencia de Dios y quisieron argumentar en su favor. En realidad, no querían hablar de la "existencia", sino de la realidad, la validez, la verdad de la idea de Dios, idea que no 11evaba aparejada la condición de algo o de alguien que puede o no puede existir. No obstante, ésta es la forma en que se entiende hoy día la idea de Dios tanto en los debates eruditos como en las discusiones populares sobre la "existencia de Dios". Sería un gran triunfo para la apologética cristiana si lograba separar definitivamente las palabras "Dios" y "existencia", excepto en la paradoja del Dios que se hace manifiesto bajo las condiciones de la existencia, es decir, en la paradoja cristológica. Dios no existe. Dios es el ser mismo más allá de la esencia y la existencia. Así, querer demostrar que Dios existe es negarlo. El método por el que se establece una argumentación para llegar a una conclusión determinada, contradice asimismo la idea de Dios. Toda argumentación parte de algo dado para deducir unas conclusiones acerca de lo que pretende probar. En los argumentos a favor de la existencia de Dios, el mundo es lo
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dado y Dios es lo que se pretende probar. Algunas características del mundo hacen necesaria la conclusión "Dios". Dios es, pues, deducido del mundo. Esto no significa que Dios dependa del mundo. Tomás de Aquino tiene razón cuando rechaza tal interpretación y afirma que lo que es primero en sí mismo puede ser lo último para nuestro conocimiento. Pero, si deducimos a Dios del mundo, Dios ya no puede ser Jo que trasciende infinitamente al mundo. Entonces, Dios es el "eslabón que falta", eslabón que hemos descubierto por unas conclusiones correctas. Es la fuerza unificante entre la res cogitans y la res erlensa (Descartes), o el final de la regresión causal en respuesta a la pregunta: "¿De dónde procedo?" (Tomás de Aquino), o la inteligencia teleológica que dirige los procesos significativos de la reaJidad -si no es idéntico a estos procesos (Whitehead). En todos estos casos, Dios es el "mundo'', es decir, una parte ignorada de aquello del que lo hemos deducido corno una conclusión. Esto contradice tan por completo la idea de Dios romo el concepto de existencia. Los argumentos a favor de la existencia de Dios ni son argumentos ni constituyen la prueba de la existencia de Dios. Son expresiones de la cuestión de Dios, que está implícita en la finitud humana. Esta cuestión es la verdad de tales argumentos; todas las respuestas que éstos puedan ofrecernos son falsas. Así es corno la teología tiene que ocuparse de estos argumentos, que oonstituyen el cuerpo sólido de toda teología natural. Debe despojarlos de su carácter demostrativo, y tiene que suprimir la combinación de las palabras "existencia" y "Dios". Si así lo hace, la teología natural se convierte en la elaboración de la cuestión de Dios y deja de ser la respuesta a esta cuestión. Las interpretaciones que siguen han de entenderse en este sentido. Los argumentos a favor de la existencia de Dios analizan de tal modo la situación humana que hacen posible e incluso necesaria la cuestión de Dios. La cuestión de Dios es posible porque entraña una conciencia de Dios. Esta conciencia es anterior a la cuestión. No es el resultado del argumento, sino su presupuesto. Eso significa que el "argumento" no es ningún argumento, en absoluto. El llamado argumento "ontológico"' apunta a la estructura ontológica de la finitud. Muestra que, en el hombre, la conciencia de la finitud entraña una oonciencia del infinito. El hombre sabe que es finito, que está excluido de una infinitud que sin embargo le
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pertenece. Es consciente de su potencial infinitud al tiempo de ser consciente de su real finitud. Si fuese en la realidad lo que es esencialmente, si su 'potencialidad fuese idéntica a su realidad, no surgiría la cuestión del infinito. Mitológicamente hablando, antes de la caída Adán vivía en una unidad esencial, aunque inverificada e indecisa, con Dios. Pero no es ésta la situación del hombre ni la situación de nada de cuanto existe. El hombre ha de preguntar por el infinito, del que está alienado, aunque a él pertenezca; ha de preguntar por aquello que le da el coraje de asumir su congoja. Y puede formular esta doble pregunta, porque la conciencia de su finitud entraña, la conciencia de su potencial infinitud. En sus diversas formas, el argumento ontológico nos ofrece una descripción de la manera según la cual la infinitud potencial está presente en la finitud real. En la medida en que es descripción, es decir, en la medida en que es análisis y no argumento, es válido. Tanto teórica como prácticamente, experimentamos 1a presencia en el seno de la finitud de un elemento que la trasciende. Agustín elaboró el aspecto teórico, Kant desarrolló el aspecto práctico, y tras ambos se halla Platón. Ninguno de los dos aspectos se ha erigido en argumento a favor de la realidad de Dios, sino que todas sus elaboraciones han puesto de manifiesto la presencia de algo incondicional en el seno del yo y del mundo. Sin la presencia de este elemento, nunca se habría podido formular la cuestión de Dios, y ésta nunca habría podido recibir una respuesta, ni siquiera la respuesta de la revelación. El elemento inoondicional aparece en las funciones teóricas (receptivas) de la razón como el verum iprum, lo verdadero en sí, y es la norma de todas las aproximaciones de la verdad. El elemento incondicional aparece en las funciones prácticas (modeladoras) de la razón como el bonum ipsum, lo bueno en sí, y es la norma de todas las aproximaciones de la bondad. Ambos son manifestaciones del esse ipsum, del ser en sí, como fondo y abismo de todo lo que es. En su refutación del escepticismo, Agustín puso de manifiesto que el escéptico reconoce y subraya el elemento absoluto de la verdad euando niega la posibilidad de un juicio verdadero. Se hace escéptico precisamente porque lucha por un absoluto del que está excluido. Nadie reconoce y nadie anda en busca
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de la veritas ipsa con tanto apasionamiento como el escéptico. De modo análogo nos ha mostrado Kant que el· relativismo acerca del contenido ético presupone un respeto absoluto de la forma ética, o imperativo categórico, y un reconocimiento de la validez incondicional del mandamiento ético. El bonum lpsum es independiente de todo juicio acerca de las bona. Hasta aquí, ni Agustín ni Kant pueden ser refutados, puesto que no argumentan; sólo hablan del elemento incondicional que se da en todo encuentro con la realidad. Pero tanto Agustín como Kant van más allá de este análisis. Deducen de él un concepto de Dios que es más que el esse ipsum, el verum ipsum y el bonum ipsum, más que una dimensión analítica en la estructura de la realidad. Agustín identifica simplemente el verum ipsum con el Dios de la Iglesia, y Kant intenta deducir del carácter incondicional del mandamiento ético un legislador y un garante de fa coordinación entre la moralidad y la felicidad. En ambos casos, es correcto el punto de partida, pero es falsa la conclusión. En ambos casos, se utiliza la experiencia de un elemento incondicional en el encuentro del hombre con la realidad para erigir un ser incondicional (lo que constituye una contradicción en los términos) en el seno de la realidad. Anselmo afirma que Dios es un pensamiento necesario y que, en oonsecuencia, esta idea ha de tener una realidad tanto objetiva oomo subjetiva. Esta afirmación es válida en la medida en que el pensamiento implica, por su misma naturaleza, un elemento incondicional que trasciende la subjetividad y la objetividad, es decir, un punto de identidad que hace posible la idea de verdad. Pero no es válida si se entiende este elemento incondicional como un ser supremo llamado Dios. La existencia de tal ser supremo no está implicada en la idea de verdad. Lo mismo hemos de decir de las numerosas forma! que adopta el argumento moral. Son válidas en la medida en que son análisis (no argumentos) ontológicos bajo un disfraz moral, es decir, análisis ontológicos del elemento incondicional en el imperativo moral. El concepto del orden del mundo moral, que a menudo ha sido invocado en este contexto, intenta expresar el carácter incondicional del mandamiento moral frente a los procesos de la naturaleza y de la historia que parecen contradecirlo. Se refiere al enraizamiento de los principios morales en el fondo del ser, en el ser mismo. Pero de este modo no es
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posible deducir la existencia de ningún "coordinador divino". No puede echarse mano del fundamento ontológico de lo.:; principios morales y de su carácter incondicional para la erección de un ser supremo. El bonum ipsum no implica la existencia de un ser supremo. Los límites del argumento ontológico son obvios. Pero nada reviste una mayor importancia para la filosofía y la teologfa que la verdad que contiene: el reconocimiento del elemento incondicional en la estructura de la razón y de la realidad. La idea de una cultura teónoma y, con ella, la posibilidad de una filosofía de la religión, depende de esta intuición. Una filosofía de la religión que no parte de algo incondicional jamás alcanza a Dios. El secularismo moderno se halla profusamente enraizado en el hecho de que se había dejado de ver el elemento incondicional de la estructura de la razón y de la realidad y que, en consecuencia, se había impuesto a la mente humana la idea de Dios como un "cuerpo extraño". Esto dio origen, primero, a la sumisión heterónoma y, luego, a la recusación autónoma. No es peligrosa la destrucción del argumento ontológico. Lo peligroso es la destrucción de una actitud que posibilita la cuestión de Dios. Esta actitud es el sentido y la verdad que detenta el argumento ontológico. 12. LA
NECESIDAD DE LA CUFSTIÓN DE
Dms y
LOS LLAMADOS ARGU-
MEN'rOS COSMOLÓGICOS
Se puede formular la cuestión de Dios, porque se da un elemento incondicional en el acto mismo de plantear una pregunta. Se debe formular la cuestión de Dios, porque la amenaza del non-ser, que el hombre experimenta como congoja, lo conduce a la cuestión del ser que vence al non-ser y del coraje que vence a la congoja. Y ésta es la cuestión cosmológica de Dios. Los llamados argumentos cosmológicos y teleológicos en pro de la existencia de Dios son la forma tradicional e inadecuada que ha revestido esta cuestión. En todas sus variaciones, estos argumentos parten de las características particulares del mundo para desembocar en la existencia de un ser supremo. Son válidos en la medida en que nos proporcionan un análisis de la realidad según el cúal es inevitable la cuestión cosmológica de
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Dios. Pero no son válidos en la medida en que pretenden establecer la existencia de un ser supremo como la conclusión lógica de sus análisis, lo cual es lógicamente tan imposible como lo es existencialmente deducir el coraje de la congoja. La argumentación cosmológica en pro de la existencia de Dios ha seguido, metodológicamente, dos caminos principales. Ha partido de la finitud para desembocar en un ser infinito (argumento cosmológico en el sentido más estricto), o ha partido de la finitud del sentido para desembocar en un portador de sentido infinito (argumento teleológico en el sentido tradicional). En ambos casos, la cuestión cosmológica viene suscitada por el elemento del non-ser que hallamos en el ser y las significaciones. No surgiría ninguna cuestión de Dios si no existiera ninguna amenaza lógica y noológica (respecto a la signüicación) del nonser, ya que entonces el ser estaría a salvo; religiosamente hablando, Dios estaría presente en el ser. La primera forma del argumento cosmológico está determinada por la estructura categorial de la finitud. Partiendo de la cadena sin fin de causas y efectos, llega a la conclusión de que hay una causa primera, y partiendo de la contingencia de todas las substancias, concluye que existe una substancia necesaria. Pero causa y substancia son categorías de la finitud. La "causa primera" es una cuestión hipostasiada, no una afirmación acerca de un ser que inicia la cadena causal. Tal ser sería a su vez un eslabón de la cadena causal y suscitaría de nuevo la cuestión de su causa. De la misma manera, una "substancia necesaria'" es una cuestión hipostasiada, no una afirmación acerca de un ser que confiere substancialidad a todas las substancias. Tal ser sería a su vez una substancia con accidentes y suscitaría de nuevo la cuestión de la substancialidad en sí. Cuando se las utiliza como materia para forjar "argumentos", ambas categorías pierden su carácter categorial. La causa primera y la substancia necesaria son símbolos que expresan la cuestión implícita en el ser finito, la cuestión de aquello que trasciende la finitud y las categorías, la cuestión del ser en sí que engloba y vence el non-ser, la cuestión de Dios. La cuestión cosmológica de Dios es la cuestión acerca de lo que últimamente hace posible el coraje, un coraje que acepta y supera la congoja de la finitud categorial. Hemos analizado el equilibrio inestable entre congoja y coraje en relación con el
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tiempo. el espacio, la causalidad y la substancia. En cada caso nos hemos encontrado finalmente frente a la cuestión de saher cómo es posible el coraje que resiste la amenaza del non-ser implicita en estas categorías. El ser finito incluye el coraje, pero no puede mantener este coraje contra la amenaza última del non-ser. Necesita una base para el coraje último. El ser finito es un interrogante. Formula la cuestión del "ahora eterno·, en el que son aceptados y simultáneamente superados lo temporal y lo espacial. Formula la cuestión del "fondo del ser·, en el que son confirmados y simultáneamente negados lo causal y lo substancial. La actitud cosmológica no puede dar una l'espuesta a tales cuestiones, pero puede y debe analizar sus raíces en la estructura de la finitud. La base para el llamado argumento teleológico en pro de la existencia de Dios es la amenaza dirigida contra la estructura finita del ser, esto es, contra la unidad de sus elementos polares. El telos, del que este argumento ha recibido el nombre, es la "finalidad interna", la estructura significativa, comprensible de la realidad. Se utiliza esta estructura como trampolín para establecer la conclusión de que los teloi finitos implican una causa infinita de teleología, de que las significaciones finitas y amenazadas implican una causa infinita y no amenazada de toda signifiatción. En términos de argumento lógico, esta conclusión es tan inválida como la de los demás "argumentos" cosmológicos. Como planteamiento de una cuestión, no sólo es válida sino inevitable y, como ló muestra la historia, la más impresionante. La congoja que suscita la absurdidad es, de un modo característico, la forma humana de la congoja ontológica. Es la forma de la congoja que sólo puede experimentar un ser cuya naturaleza entraña la unión de libertad y destino. La amenaza de perder esta unidad condúce al hombre a la cuestión de un fondo infinito, no amenazado, de sentido; lo conduce a la cuestión de' Dios. El argumento teleológico formula la cuestión del fondo del sentido, del mismo modo que el argumento cosmológico formula la cuestión del fondo del ser. Pero, contrariamente al argumento ontológico, ambos son cosmológicos en el más amplio sentido de la palabra y ambos se yerguen contra aquél. El cometido de la teología con respecto a los argumentos tradicionales en pro de la existencia de Dios es doble: desarro-
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TEOLOG1A SISTEMÁTICA
llar la cuestión de Dios que ellos expresan y poner de manifiesto la impotencia de tales "argumentos", su incapacidad para dar una respuesta a la cuestión de Dios. Estos argumentos, al hacer patente que la cuestión de Dios está implícita en la estructura finita del ser, conducen el análisis ontológico a una conclusión. Pero, al desempeñar esta función, en parte aceptan y en parte asimismo rechazan la teología natural tradicional, y con ello inducen a la razón a la búsqueda de la revelación.
Sección II LA REALIDAD DE DIOS A. LA SIGNIFICACIÓN DE "DIOS" l.
UNA DESCfilPCIÓN FENOMENOI.ÓCICA
a) Dios y la preocupación última del hombre. - "Dios" es la respuesta a la cuestión implícita en la finitud del hombre; es el nombre de aquello que preocupa últimamente al hombre. Eso no significa que primero haya un ser llamado Dios y luego la exigencia de que el hombre esté últimamente preocupado por este ser. Significa que todo cuanto preocupa últimamente al hombre se convierte ·en dios para él y, al revés, que uñ hombre sólo puede preocuparse últimamente por aquello que, para él, es dios. La expresión "estar últimamente preocupado" indica la existencia de una tensión en la experiencia humana. Por un lado, es imposible estar preocupado por algo que no podemos encontrar en concreto, tanto en el ámbito de la realidad como en el ámbito de la imaginación. Los universales sólo pueden convertirse en objetos de preocupación última por el poder que detentan de representar unas experiencias concretas. Cuanto más conGreta es una oosa, tanto mayor es la posibilidad de que nos preocupemos por ella. El ser enteramente concreto, la persona individual, es objeto de nuestra preocupación más radical -la preocupación del ámor. Por otro lado, la preocupación última debe trascender toda preocupación previa, finita y concreta. Debe trascender el ámbito entero de la finitud para que pueda ser la respuesta a la pregunta implícita en la finitud. Pero, al trascender lo finito, la preocupación religiosa pierde la concreción de una relación entre ser y ser. Tiende a con:. vertirse, no sólo en absoluta, sino también en abstracta, provo18.
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cando así las reacciones del elemento concreto. Jl:sta es la inevitable tensión interna de la idea de Dios. El conflicto entre la concreción y la ultimidad de la preocupación religiosa es real dondequiera que se sienta a Dios y se manifieste luego esta experiencia, ya sea en la plegaria más primitiva o en el sistema teológico más elaborado. Este conflicto constituye la clave que nos permite comprender la dinámica de la historia de la religión y es el problema fundamental de toda doctrina de Dios, desde la más primitiva sabiduría sacerdotal a las más sutiles discusiones sobre el dogma trinitario. Una descripción fenomenológica de la significación de "Dios" en todas las religiones, incluso en la religión cristiana, nos ofrece la siguiente definición del significado del término "dios". Los dioses son seres que trascienden en poder y significación el dominio de la experiencia ordinaria, y con los ·cuales los hombres mantienen unas relaciones que sobrepasan en intensidad y alcance las relaciones ordinarias. La discusión
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rales y humanos. Pero estas teorías no tienen en cuenta que la proyección siempre es una proyección sobre algo -un muro, una pantalla, otro ser, otro ámbito. Obviamente, es absurdo asociar aquello sobre lo que se realiza la proyección con la proyección misma. Una pantalla no es proyectada; recibe la proyección. El ámbito sobre el que se proyectan las imágenes divinas no es una proyección. Es la ultimidad del ser y del sentido, ultimidad de la que los hombres tienen una experiencia. Es el ámbito de la preocupación última. Por consiguiente, no es que las imágenes de los dioses se limiten a asumir todas las características de la :finitud -esto es lo que las hace ser imágenes y les confiere concreción-, sino que poseen asimismo ciertas características en las que la finitud categorial es radicalmente trascendida. A pesar de que el nombre propio les confiere una identidad consigo mismos, su identidad como substancias finitas queda negada por toda clase de transmutaciones y expansiones substanciales. A pesar de que se da por descontada tanto su aparición como su desaparición en el tiempo, sus limitaciones temporales quedan anuladas y se les llama "inmortales". Aunque se los sitúa en un lugar particular con el que se hallan íntimamente vinculados, su carácter espacial de:6nido queda desmentido cuando actúan como multipresentes u omnipresentes. Aunque se afirma su dependencia con respecto a otros poderes divinos y la influencia que sobre ellos ejercen los seres finitos, su subordinación a la cadena de causas y efectos queda negada, por cuanto se les atribuye un poder abrumador o absoluto. A pesar de las luchas y traiciones que se suceden entre ellos mismos, en casos concretos dan pruebas de omnisciencia y perfección. Trascienden, pues, su propia finitud por su poder del ser y por su encarnación del sentido. En ellos, la tendencia á la ultimidad lucha constantemen-· te contra la tendencia a lo concreto. La historia de la religión está cuajada de tentativas humanas para participar en el poder divino y utilizarlo con :fines humanos. Éste es el punto en que la visión mágica del mundo se inserta en la práctica religiosa y le ofrece utensilios técnicos para un empleo eficaz del poder divino. La misma magia constituye una teoría y una práctica acerca de la relación que une los seres finitos entre sí; presupone que entre los seres se dan unas simpatías e influencias directas, sin intermediario físico,
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situadas a nivel "psíquico", es decir, a aquel nivel que comprende lo vital, lo subconsciente y lo emocional. En la medida en que los dioses son seres, resultan posibles las relaciones mágicas en ambas direcciones -del hombre. a los dioses y de Jos dioses al hombre-- y constituyen la base de una participación humana en el poder divino. Las concepciones del mundo no mágicas, personalistas, conducen a una relación de persona a persona con el poder divino, al que los hombres se hacen propicio por la plegaria, es decir, por una llamada al centro personal del ser divino. Y dios responde a esta llamada por una decisión libre: puede o no puede hacer uso de su poder para dar cumplimiento al contenido de la plegaria. En todo caso, es perfectamente libre, y se consideran como mágicas las tentativas para forzarle a actuar de una manera determinada. En este contexto, toda plegaria de súplica manifiesta la tensión que existe entre'el elemento concreto y el elemento último en la idea de Dios. Algunos teólogos han sugerido que, para evitar las connotaciones mágicas, se sustituya este tipo de plegaria por la acción de gracias (Ritschl). Pero la vida religiosa concreta reacciona violentamente contra tal exigencia. Los hombres siguen haciendo uso del poder de su dios pidiéndole favores. Exigen un dios concreto, un dios con el que el hombre pueda tratar. Una tercera manera de intentar utilizar el poder divino es la participación mística en este poder, participación que no es ni mágica ni personalista. Su principal característica estriba en la desvalorización de Jos seres divinos y de su poder frente al poder último, el abismo del ser en sí. La doctrina hindú según la cual los dioses tiemblan cuando un santo practica un ascetismo radical, constituye otra manifestación de la tensión existente entre los dioses como seres dotados de un poder elevado, aunque limitado, y el poder último que los dioses expresan y al mismo tiempo ocultan. El conflicto entre el poder Brahma y el dios Brahmán como objeto· de una relación concreta con el hombre, indica la misma tensión, de la que ya antes hemos hablado, en el seno de la estructura de la preocupación última del hombre. Los dioses son superiores, no sólo en poder, sino también en significación. Encaman lo verdadero y lo bueno. Encaman valores concretos y, como dioses, reivindican para ellos el ca-
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rácter absoluto. El imperialismo de los dioses que se sigue de esta situación, constituye la base de todos los demás imperialismos. El imperialismo nunca es la expresión de la voluntad de poder como tal. Siempre es una lucha para la victoria absoluta de un valor particular o un sistema particular de valores, representado por un dios particular o por una jerarquía de dioses. La ultimidad de la preocupación religiosa conduce a la universalidad en valor y significación; la concreción de la preocupación religiosa conduce a significaciones y valores particulares. Esta tensión es insoluble. La coordinación de todos los valores concretos arrumba la ultimidad de la preocupación religiosa. La subordinación de los valores concretos a uno u otro de ellos provoca las reacciones antiimperialistas de los demás. El anegamiento de todos los valores concretos en un abismo de significación y de valor suscita las reacciones antimísticas del elemento concreto en Ja preocupación última del hombre. El conflicto entre estos elementos está presente en todo acto de confesión de fe, en toda labor misionera, en toda pretensión de poseer la revelación final. La naturaleza de Jos dioses es la que crea estos conflictos, y la preocupación última del hombre es la que queda reflejada en la naturaleza de los dioses. Hemos hablado de la significación de "dios" en términos de relación del hombre con lo divino, y hemos hallado esta relación en la descripción fenomenológica de la naturaleza de los dioses. Esto subraya el hecho de que los dioses no son objetos en el contexto del universo. Son expresiones de la preocupación última, preocupación que trasciende la hendidura entre la subjetividad y la objetividad. Nos queda por decir que una preocupación última no es "subjetiva". La ultimidad se opone a todo cuanto podamos deducir de la mera subjetividad, y no podemos hallar lo incondicional en el catálogo entero de los objetos finitos que mutuamente se con~icionan. Si la palabra "existencial" designa una participación que trasciende tanto la subjetividad como la objetividad, entonces es correcto que llamemos "existencial" a la relación del hombre con los dioses. El hombre no puede hablar de los dioses con indiferencia. En el momento en que intenta hacerlo, ha perdido al dios y ha colocado un objeto más en el mundo de los objetos. El hombre sólo puede hablar de los dioses a partir de la rela• ción que le une a ellos. Esta relación oscila entre el carácter
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concreto de una actitud de toma y daca, en la que los seres divinos fácilmente se convierten en objetos e instrumentos para los propósitos humanos, y el carácter absoluto de una total entrega por parte del hombre. El elemento absoluto de la preocupación última del hombre exige una intensidad absoluta, una pasión infinita (Kierkegaard) en la relación religiosa. El elemento concreto induce a los hombres a una cantidad. ilimitada de acciones y emociones relativas tanto en el culto, en el que la preocupación última se encarna y actualiza, como fuera de él. El sistema católico de relatividades represen~a con la mayor plenitud el elemento concreto, mientras el radicalismo protestante subraya sobre todo el elemento absoluto. La tensión en la naturaleza de los dioses, que es. la tensión en la estructura de la preocupación última del hombre (y que, en último análisis, es la tensión de la situación humana), determina los aspectos más importantes de las religiones de la humanidad. b) Dins y la idea de lo santo. - La esfera de los dioses es la esfera de la santidad. Un ámbito sagrado se establece allí donde se manifiesta lo divino. Todo lo que se inserta en la esfera divina queda consagrado. Lo divino es lo santo. La santidad es un fenómeno del que tenemos experiencia; es susceptible de una descripción fenomenológica. Por consiguiente, es una "puerta de acceso" cognoscitiva muy importante para la comprensión de la naturaleza de la religión, porque es la base más adecuada de que disponemos para una comprensión de lo divino. Lo santo y lo divino debemos interpretarlos en correlación. Una doctrina de Dios que no incluya Ja categoría de santidad, no sólo es impía, sino también falsa. Tal doctrina transforma a los dioses en objetos seculares, cuya existencia es negada con razón por el naturalismo. Por otra parte, una doctrina de lo santo que no lo interprete como la esfera de lo divino, transforma lo santo en algo estético-emocional -y éste es el peligro que acecha a ciertas teologías, como las de Schleiermacher y Rudolf Otto. Pero es posible evitar ambos errores con una doctrina de Dios que analice el significado de la preocupación última y que deduzca de ella tanto el significado de Dios como el significado de lo santo. Lo santo es la cualidad de lo que preocupa últimamente al hombre. Sólo lo que es santo puede conferir al hombre una
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preocupación última, y sólo lo que confiere al hombre una preocupación última posee la cualidad de la· santidad. La descripción fenomenológica de lo ·santo en el libro santo, demuestra la clásico de Rudolf Otto, La idea de interdependencia entre el significado de lo santo y el de lo divino, y su común dependencia de la naturaleza de la preocupación última. Cuando Otto llama "numinosa" a la experiencia de lo santo, interpreta lo santo como la presencia de lo divino. Cuando señala el carácter misterioso de la santidad, indica que lo santo trasciende la estructura sujeto-objeto de la realidad. Cuando describe el misterio de lo santo como tremendum y fascihosum, expresa la experiencia de "lo último" en el doble sentido de lo que es el abismo y el fondo del ser del hombre. Esto no lo afirma directamente el análisis puramente fenomenológico de Otto que, dicho sea de paso, nunca debería ser llamado "psicológico". Pero está implícito en este análisis suyo, y debería hacerse explícito independientemente de la intención propia de Otto. Este concepto de lo santo abre amplias secciones de la .historia de la religión a la comprensión teológica, al explicar lá. ambigüedad del concepto de santidad en cada nivel religioso. La santidad sólo puede hacerse concreta a través de unos "objetos" sagrados. Pero los objetos sagrados no son santos en sí y por sí mismos. únicamente son santos al negarse a sí mismos para apuntar a lo divino del que son los medios de expresión. Si se afirman a sí mismos como santos, se convierten en demoníacos. Todavía son "santos", pero su santidad es antidivina. Una nación que se considera a sí misma como santa está en lo cierto en la medida en que todo puede llegar a ser un vehículo de la .preocupación última del hombre, pero está equivocada en fa medida en que se considera como intrínsecamente santa. Innumerables cosas y, en cierto sentido, todas las cosas tienen el poder de convertirse en santas de ·un modo mediato. Pueden apuntar a algo que las sobrepasa. Pero, si se llega a considerar su santidad como inherente, pasa a ser demoníaca. Y esto es lo que continuamente ocurre en la vida concreta de la mayor parte de las religiones. Las representaciones de la preocupación última del hombre -los objetos sagrados- tienden a convertirse en su preocupación última. Se transforman en ídolos. La santidad provoca la idolatría.
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La justicia es el criterio que juzga la santidad idolátrica. En nombre de la justicia, los profetas atacaron las formas demoníacas de la santidad. En nombre de la Diké, los filósofos griegos criticaron un culto demoníacamente deformado. En nombre de la justicia que Dios da a los creyentes, los reformadores destruyeron un sistema de cosas y de actos sagrados que reivindicaban su propia santidad. En· nombre de la justicia social, los movimientos revolucionarios modernos desafían las instituciones sagradas que protegen la injusticia social. En todos estos casos, es la santidad demoníaca, no la santidad como tal, la que es objeto de los más enconados ataques. Por lo que respecta a todos estos casos, hemos de decir, no obstante, que el significado de la santidad se transformó en la medida en que la lucha antidemoníaca fue históricamente victoriosa. Lo santo se convirtió en lo justo, en lo moralmente bueno, habitualmente con algunas connotaciones ascéticas. El manda· miento divino de ser santos como Dios es santo, se interpretó como una exigencia de perfección moral. Y puesto que la perfección moral es un ideal y no una realidad, la noción de santidad concreta desapareció, tanto dentro como fuera de la esfera religiosa. El hecho de que, en el sentido clásico, no existan "santos" en el protestantismo, alentó esta evolución en el mundo moderno. Una de las características de nuestra situación actual es el redescubrimiento del sentido de la santidad tanto en la práctica litúrgica como en la teoría teológica, aunque el lenguaje popular siga identificando todavía la santidad con la perfección moral. El concepto de lo santo se contrapone a otros dos conceptos, el de lo impuro y el de lo secular. En el clásico capítulo sexto de Isaías, el profeta ha de ser purificado con un carbón en ascuas antes de que pueda soportar la manifestación de lo santo. Lo santo y lo impuro parecen excluirse mutuamente. Sin embargo, su contraste no deja de ser ambiguo. Antes de que lo impuro significara lo inmoral, designaba algo demoníaco, algo que suscitaba tabús y un terror numinoso. No se distinguió la santidad divina de la santidad demoníaca hasta que el contraste se hizo exclusivo bajo el impacto de la crítica profética. Pero si se identifica plenamente lo santo con lo puro y -se rechaza por completo el.elemento demoníaco, lo santo se aproxima entonces a lo secular. La ley moral substituye lo tremendum y lo fascino-
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sum de la santidad. Lo santo pierde su profundidad, su misterio, su carácter numinoso. Esto no se puede decir de Lutero y de muchos de sus seguidores. Los elementos demoníacos en la doctrina de Lutero sobre Dios, su identificación ocasional de la ira de Dios con Satanás, la imagen, divina y demoníaca a medias, que nos da del actuar de Dios en la naturaleza y en la historia -todo eso constituye la grandeza y el peligro de la comprensión luterana de lo santo. La experiencia que describe es ciertamente numinosa, tremenda y fascinante, pero no entraña ninguna salvaguarda contra la deformación demoníaca ni contra el resurgimiento de lo impuro en el seno de lo santo. En Calvino y sus seguidores, prevalece la tendencia opuesta. El temor de lo demoníaco impregna la doctrina calvinista de la santidad divina. Y en el calvinismo posterior se desarrolla una congoja casi neurótica por lo impuro. La palabra "puritano" es la que mejor designa esta tendencia. Lo santo es lo puro; la pureza se convierte en santidad. Esto significa el fin del carácter numinoso de lo santo. Lo tremendum se convierte en temor a la ley y al juicio; lo fascinosum pasa a ser el orgullo del autocontrol y de la represión. Numerosos problemas teológicos e incontables fenómenos psicoterapéuticos están enraizados en la ambigüedad de la oposición entre lo santo y lo impuro. La segunda oposición a lo santo está constituida por lo secular. La palabra "secular" es menos expresiva que la palabra "profano", que significa "ante las puertas" -de lo santo. Pero profano ha adquirido la connotación de "impuro", mientras el término "secular" ha seguido siendo neutral. Permanecer ante las puertas del santuario no implica, en sí mismo, el estado de impure-za. Lo profano puede ser invadido por los espíritus impuros, pero no necesariamente. La palabra alemana profa.n conserva esta idea de neutralidad. Lo secular es el ámbito de las preocupaciones previas. Carece de una preocupación última; carece de santidad. Todas las relaciones finitas son seculares en sí mismas. Ninguna de ellas es santa. Lo santo y lo secular parecen excluirse mutuamente. Pero también aquí el contraste entre ambos es ambiguo. Lo santo abarca a sí mismo y a lo secular, exactamente del mismo modo que lo divino abarca a sí mismo y a lo demoníaco. Todo lo secular está implícitamente relacionado con lo santo. Puede convertirse en portador
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de lo santo. Lo divino puede manifestarse en lo secular. Nada es esencial e inevitablemente secular. Todo tiene la dimensión de profundidad, y en el momento en que esta tercera dimensión se actualiza, aparece la santidad. Todo lo secular es potencialmente sagrado, susceptible de consagración. Además, lo santo necesita ser expresado y sólo puede ser expresado a través de lo secular, ya que únicamente a través de lo finito es como lo infinito puede expresarse. A través de "objetos" santos es como la santidad ha de hacerse concreta. Lo santo no puede aparecer si no es a través de aquello que en otro aspecto es secular. En su naturaleza esencial, lo santo no constituye un reino particular que se sobreañada a lo secular. El hecho de que en las condiciones de la existencia se erija a sí mismo en un reino particular, constituye la más sorprendente expresión de la ruptura existencial El corazón mismo de lo que el cristianismo clásico ha llamado "pecado" es la irreconciliable dualidad de la preocupación última y de las preocupaciones previas, de lo finito y de lo que transciende a la finitud, de fo seculai: y de lo santo. El ·pecado es un estado de cosas en el que lo santo y lo secular están separados, luchan entre sí y tratan de conquistarse uno al otro. Es el estado en el que Dios lo es "todo en todo", el estado en el que Dios se "sobreañade" a todas las demás cosas. La historia de la religión y de la cultura es una continua confirmación de este análisis del significado de la santidad y de su relación con lo impuro y con lo secular. 2.
CONSIDERACIONES TIPOLÓGICAS
a) Tipología e historia de la religi6n. - Lo último sólo puede hacerse real a través de lo concreto, a través de lo que es previo y transitorio. Por esta razón, la idea de Dios tiene una historia y esta historia constituye el elemento básico de la historia de la religión, a la que determina y por la que a su vez es determinada. Para comprender la idea de Dios, el teólogo ha de examinar su historia, aun en el caso de que el teólogo deduzca su doctrina de Dios de fo que él considera como la revelación final, ya que ésta presupone algunas intuiciones del significado de "Dios" por parte de quienes la reciben. El teólogo debe clarificar e interpretar este significado a la luz de la
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revelación final, pero al mismo tiempo debe interpretarlo asimismo a partir del material que le proporciona la historia de la religión -incluyendo en ella el cristianismo por lo que tiene de religión- y la historia de la cultura humana en la medida en que ésta posee una substancia religiosa. La teología sistemática no puede proceder a una revisión de la historia de la religión. Ni tampoco puede esbozar una línea general del progreso religioso en la historia humana. No existe tal línea. En la historia de la religión, como en la historia de la cultura, todo logro en una perspectiva va acompañado de una pérdida en otra. perspectiva. Cuando habla de la revelación final, es natural que el teólogo considere su aparición como un progreso real sobre la revelación preparatoria; pero no considera (o no debería considerar) la revelación receptora en la que personalmente vive como un progreso respecto a la revelación final, ya que ésta es un acontecimiento que está· preparado por la historia y es recibido en la historia, pero no puede derivarse de la historia. La revelación final es opuesta al progreso y al retroceso, juzgando al uno con tanta severidad como al otro. Por consiguiente, si el teólogo habla de elementos de progreso en la historia de la religión, debe referirse a aquellas corrientes de pensamiento en las que se halla fragmentariamente superada la contradicción entre el elemento último y el elemento concreto de la idea de Dios. Tales corrientes se dan siempre y en todas partes, y de ellas surgen los diferentes tipos de expresión con los que se aprehende e interpreta la significación de Dios. Pero como tales corrientes son fragmentarias y en ellas andan tan ambiguamente mezclados el progreso y el re• troceso, no es posible deducir ninguna interpretación progresista de la historia de la religión. Lo único que cabe hacer es una descripción de los procesos y de las estructuras típicas .. Los tipos son estructuras ideales, que las cosas o acontecimientos concretos nunca pueden alcanzar, pero a las que pueden aproximarse. Nada ·histórico representa completamente un tipo particular, pero toda realidad histórica está más o menos cerca de un tipo particular. Todo acontecimiento particular es susceptible de ser comprendido por nosotros gracias al tipo al que pertenece. La comprensión histórica oscila entre la intuición de lo particular y el análisis de lo típico. No es posible describir lo particular
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sin una referencia al tipo. Y el tipo es irreal sin el acoritecimiento particular en el que aparece. La tipología no puede sustituir a la historiografía, pero fa historiografía no puede describir nada sin la tipología. El desarrollo de la significación de Dios tiene dos causas interdependientes: la tensión en el interior mismo de la idea de Dios y los factores generales que determinan el movimiento de la historia (por ejemplo, fos factores económicos, políticos y culturales). El desarrollo de la idea de Dios nd constituye una trama dialéctica que hayan ido tejiendo las implicaciones de la preocupación última, con independencia de la historia universal. Pero, por otra parte, ni fa aparición ni el desarrollo de la· idea de Dios no son explicables en términos de factores sociales y culturales, independientes de una estructura dada de "preocupación última" que precede lógicamente a cada una de sus manifestaciones históricas y a cada noción particular de Dios. Las fuerzas históricas determinan la existencia de la idea de Dios, no su esencia; determinan sus manifestaciones variables, no su naturaleza invariable. La situación social de un período condiciona la idea de Dios, pero no la genera. Un orden feudal de la sociedad, por ejemplo, condiciona jerárquicamente la experiencia, la adoración y la doctrina de Dios. Pero la idea de Dios está presente en la historia antes y después del período feudal. Está presente en todos los períodos, trascendiéndolos en su esencia, aunque siendo determinada por ellos en su existencia. El teólogo cristiano no se halla exento de esta regla. Por mucho que se esfuerce en trascender su época histórica, el concepto que tiene de Dios lleva la im· pronta de aquella época. Pero el hecho de que se sienta embargado por la idea de Dios no es característico de ninguna época. Este hecho trasciende todas las épocas. Hace falta un concepto de Dios para delimitar el debate acerca de la historia y la tipología de la idea de Dios. Si este concepto es demasiado angosto, surge la cuestión de si existen religiones que carecen de dios; y si pensamos en el budismo original, por ejemplo, resulta difícil no responder afirmativamente a esta pregunta. Si el concepto de Dios es demasiado amplio, surge la cuestión de si existe un Dios que no sea el punto central de ninguna religión; y si pensamos en ciertos conceptos morales o lógicos de Dios, resulta difícil no res-
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ponder afirmativamente a esta pregunta. En ambos casos, sin embargo, es inadecuado el concepto de Dios. Si se concibe a Dios como lo que preocupa últimamente al hombre, el budismo primitivo tiene un concepto de Dios del mismo modo que lo tiene el hinduismo de los Vedanta. Y si se concibe a Dios como lo que preocupa últimamente al hombre, los conceptos morales o lógicos de Dios sólo pueden considerarse válidos en cuanto expresan una preocupación última. De lo contrario, son posibilidades filosóficas, pero no son el Dios de la religión. Las interpretaciones teológicas de la historia de la religión suelen estar mal guiadas por la imagen única que presenta cada religión -imagen que es fácilmente criticable a la luz de la revelación final. La crítica es mucho más difícil y mucho más seria si se elaboran las estructuras típicas contenidas en la forma única de una religión histórica no cristiana y se las compara con las estructuras típicas que aparecen en el cristianismo como religión histórica. ~sta es la única manera honesta y metodológicamente adecuada de estudiar sistemáticamente la historia de la religión. Tras esto, puede darse el último paso: se puede y se debe someter el cristianismo y las religiones no cristianas al· criterio de la revelación final. Es lamentable y, al mismo tiempo, todo lo contrario de conveniente el que la apologética cristiana empiece por una crítica de las religiones históricas, sin intentar comprender las analogías tipológicas existentes entre ellas y el cristianismo, y sin subrayar el elemento de la revelación preparatoria universal que aquellas entrañan. 1 La línea general que ha de seguir el análisis tipológico de la historia de la religión viene determinada por la tensión de los elementos que hallamos en la idea de Dios. El carácter concreto de la preocupación última del hombre lo encamina hacia unas estructuras politeístas; la reacción del elemento absoluto contra estas estructuras lo encamina hacia unas estrucl. Cf., por ejemplo, de qué modo habla Brunner de la historia de la religión en su libro, Revelation and Reason, Philadelphia, Westminster Press, 1946. Desde luego, puede pretender que asi se sitúa en la linea del DeuteroIsaias y de Calvino. Pero la situación . extremadamente polémica en la que estos dos hombres hablaban, los convierte en guias harto discutibles para una comprensión teológica de la revelación universal y de la historia de la religión. Para esto, Pablo y la primitiva Iglesia son mejores guías.
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turas monoteístas; y la necesidad de un equilibrio entre lo concreto y lo absoluto lo encamina hacia unas estructuras trinitarias. Pero existe todavía otro factor que determina las estructuras tipológicas de la idea de Dios, y este factor es la diferencia entre lo santo y lo secular. Hemos visto que todo lo secular puede entrar en el reino de lo santo y que Jo santo puede ser secularizado. Esto significa, por un lado, que las cosas, los acontecimientos y los ámbitos seculares pueden convertirse en materias de preocupación última, en poderes divinos; y, por otro lado, que es posible reducir los poderes divinos a objetos seculares, es decir, hacerles perder su carácter religioso. Podemos observar ambos tipos de movimiento en toda la historia de la religión y de la cultura, y eso indica que existe una unidad esencial de lo santo y de lo secular, a pesar de su separación existencial. Esto significa que las ultimidades seculares (los conceptos ontol6gicos) y las ultimidades sagradas (las concepciones de Dios) son interdependientes. Todo concepto ontológico entraña en su trasfondo una manifestación típica de la preocupación última del hombre, aunque haya sido transformada en un concepto definido. Y toda concepción de Dios descubre unos postulados ontológicos particulares en el material categorial que utiliza. Por consiguiente, los teólogos sistemáticos hari de analizar la substancia religiosa de Jos conceptos ontológicos fundamentales y las implicaciones seculares de los diferentes tipos de la idea de Dios. Es preciso proseguir la tipología religiosa en sus transformaciones e implicaciones seculares. b) Tipos de politeísmo. - El politeísmo es un concepto cualitativo y no cuantitativo. Lo que determina su carácter no es la creencia en una pluralidad de dioses, sino más bien la falta· de algo último unificador y trascendente. Cada uno de los poderes divinos politeístas reivindica la ultimidad en. la situación concreta en que aparece. No tiene en cuenta las reivindicaciones similares que formulan otros poderes divinos en otras situaciones. Y así se llega a un conflicto de reivindicaciones contradictorias, que amenaza con romper fa unidad del yo y del mundo. El elemento demoníaco del politeísmo está enraizado en la pretensión que abriga cada uno de los poderes divinos por ser lo último, aunque ninguno de ellos posee la base universal que daría pie a tal pretensión. Un politeísmo
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absoluf:9 es imposible. El principio de ultimidad reacciona siempre contra el principio de concreción. El politeísmo "se nutre" del poder restrictivo de los elementos monoteístas. Esto es obvio en cada uno de los principales tipos de politeísmo -el universalista, el mitológico y el dualista. En el tipo universalista, los seres divinos particulares, como las divinidades de los lugares y de los países o las fuerzas numinosas de las cosas y de las personas, son encarnaciones de un poder sagrado, universal y omnipenetrante (mana), que se oculta tras todas las cosas y se manifiesta al mismo tiempo a través de ellas ..Esa unidad substancial impide que aparezca un politeísmo completo. Pero esa unidad no es una unidad real. No trasciende la multiplicidad en la que está dividida, y no puede controlar sus innumerables manifestaciones. Está dispersa en tales manifestaciones y se contradice a sí misma en ellas. Algunas formas de pansacramentalismo, de romanticismo y de panteísmo son Jos descendientes de este tipo cniversalista de politeísmo, que ilumina la tensión entre lo concreto y lo último, pero que ni logra descender hasta la plena concreción ni elevarse hasta alcanzar la plena ultimidad. · En el tipo mitológico de politeísmo, el poder divino se concentra en deidades individuales de carácter relativamente fijo, que representan el amplio campo del ser y del valor. Los dioses mitológicos son autocentrados, trascienden el dominio que controlan, y se hallan relacionados con los otros dioses de su misma índole por lazos de parentesco, hostilidad, amor y lucha. La expresión más característica de este tipo de politeísmo la constituyen las grandes mitolQgías a las ·que es el único que proporciona las presuposiciones adecuadas. En el tipo universalista,. los seres divinos no son lo bastante estables e individualizados para convertirse en sujetos de narraciones, mientras en el tipo dualista, el mito se transforma en una interpretación dramática de la historia. En todos los tipos monoteístas, el mito queda roto por el énfasis ·radical con que se acentúa el elemento de ultimidad de la idea de Dios. Cierto es que el mito roto sigue siendo un mito, y no deja de ser cierto asimismo que no hay manera de hablar de Dios si no es en términos mitológicos; pero lo mítico como categoría de la intuición religiosa es distinto de la mitología aún no rota de un tipo particular de la idea de Dios.
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La tensión que entraña la idea de Dios se refleja en las Mimaginaciones" mitológicas acerca de la naturaleza de los dioses, especialmente de aquellos que responden. al tipo mitológico. Las preocupaciones concretas inducen la imaginación religiosa a personificar los poderes divinos, ya que al hombre sólo le preocupa radicalmente aquello que puede encontrar de igual a igual. En consecuencia, la relación de persona a persona entre Dios y el hombre es constitutiva de la experiencia relig\osa. El hombre no puede estar últimamente preocupado por algo que sea menos que él, por algo impersonal. De ahí que todos los poderes divinos -las piedras y las estrellas, las plantas y los animales, Jos espíritus y los ángeles, y cada uno de los grandes dioses mitológicos- posean un carácter personal. Y de ahí que en todas las religiones exista realmente una lucha por un Dios personal, lucha que resiste todos los ataques filosóficos. Un Dios personal: tal es el reflejo del carácter concreto de la preocupación última del hombre. Pero esta preocupación última no es únicamente concreta sino también última, y esto aporta un nuevo elemento a las imágenes mitológicas. Los dioses son a la vez subpersonales y suprapersonales. Los dioses animales no son brutos deificados; son expresiones de la preocupación última del hombre, simbolizada en varias formas de la vitalidad animal. Esta vitalidad animal representa una vitalidad transhumana, divino-demoníaca. Las estrellas, cuando son consideradas como dioses, no son cuerpos astrales deificados; son expresiones de la preocupación última del hombre, simbolizada en el orden de las estrellas y su poder creador y destructor. El carácter subhumano-suprahumano de los dioses mitológicos es una protesta contra la reducción del poder divino a la medida humana. En cuanto éste protesta pierde su efectividad, los dioses dejan de ser dioses para convertirse más bien en hombres glorificados. Pasan a ser personas individuales que no poseen ninguna ultimidad divina. Podemos estudiar esta evolución tanto en la religión homérica como en el teísmo humanista moderno. Los dioses enteramente humanizados son irreales. Son hombres idealizados. Carecen de fodo poder numinoso. Lo fascinosum y lo tremendum han desaparecido. Por consiguiente, la religión imagina unas personalidades divinas cuyas cualidades rompen y trascienden su forma personal en todos los aspectos. Son personas subpersonales o transperso-
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nales, una paradójica combinación de palabras que refleja la tensión entre lo concreto y lo último en la preocupación última del hombre y en todo tipo de idea de Dios. Los profetas y los filósofos han atacado la inmoralidad de muchos mitos. Tales ataques sólo están parcialmente justificados. Las relaciones de los dioses mitológicos son transmorales; son ontológicas; remiten a las estructuras del ser y no a los conflictos de los valores. Los conflictos entre los dioses proceden de las reivindicaciones incondicionales de cada uno de ellos. Son demoníaoos, pero no son inmorales. El tipo mitológico de politeísmo no podría vivir sin ciertas restricciones monoteístas. Una de estas restricciones se manifiesta en el hecho de que el dios invocado en una situación concreta recibe todas las características de la ultimidad. .En el momento de la plegaria, el dios al que el hombre reza es lo último, el señor de cielo y tierra. Y esto no deja de ser verdad a pesar de que en la próxima plegaria otro dios asuma el mismo papel. La posibilidad de experimentar esta clase de exclusividad denota que el hombre posee un atisbo de la identidad de lo divino a pesar de la multiplicidad de los dioses y de las diferencias entre ellos. El otro camino para superar los conflictos de los dioses mitológicos consiste en la organización jerárquica del reino divino, organización de la que suelen cuidar los sacerdotes movidos por un interés político-religioso o político-nacional. Este procedimiento resulta inadecuado, pero prepara el camino al tipo monárquico del monoteísmo. Finalmente, hemos de señalar el hecho de que en un politeísmo plenamente desarrollado, como el de Grecia, los mismos dioses están sujetos a un principio superior, el hado, del que son mediadores, pero frente al cual son impotentes. De este modo, la arbitrariedad de su naturaleza individual queda limitada y, al mismo tiempo, se prepara el camino para el tipo abstracto de monoteísmo. El tercer tipo de politeísmo es el dualista, que se fundamenta en la ambigüedad del concepto de lo santo y en el conflicto que enfrenta la santidad divina y la santidad demoníaca. En el tipo universalista, el peligro que implica la proximidad de lo santo, desvela la conciencia de un elemento de destructividad en la naturaleza de lo divino. No obstante, lo tremendum, igual que lo fascinosum, puede indicar tanto la creatividad como la destructividad. El "fuego" divino genera la vida lo
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mismo que las cenizas. Cuando la conciencia religiosa distingue entre espíritus buenos y espíritus malos, inserta en la esfera de lo santo un dualismo con el que intenta superar la ambigüedad de los seres numinosos. Pero, como portadores del poder divino, los espíritus malos no son simplemente malos, y, como individuos con una pretensi6n divina, los espíritus buenos no son simplemente buenos. El tipo universalista de politeísmo advierte la ambigüedad en la esfera de lo santo, pero no la supera. Esto es igualmente cierto en lo que respecta al tipo mit0'16gico. Los dioses que rigen el mundo deponen a los otros seres divinos. Las fuerzas demoníacas del pasado han sido subyugadas. Pero los mismos dioses victoriosos se sienten amenazados por los antiguos o por los nuevos poderes divinos. No son incondicionales y, por ende, son parcialmente demoníacos. Las grandes mitologías tampoco superan, pues, la ambigüedad en la esfera de fo santo. La tentativa más radical de separar lo divino de lo demoníaco es el dualismo religioso. Aunque su expresión clásica es la religión de Zoroastro y, en una forma derivada y racionalizada, el maniqueísmo, las estructuras dualistas aparecen en muchas otras religiones, incluso en el cristianismo. El dualismo religioso concentra la santidad divina en un reino y la santidad demoníaca en otro reino. Ambos dioses son creadores, y distintas secciones de la realidad pertenecen a uno u otro reino. Ciertas oosas son malas en su naturaleza esencial, porque son creadas por el dios malo o porque dependen de un principio último del mal. La ambigüedad en el dominio de la santidad se ha convertido en una ruptura radical. Sin embargo, este tipo de politeísmo aún es menos capaz que los otros de existir sin elementos monoteístas. El mismo hecho de llamar "bueno" a un dios confiere a este dios un carácter divino superior al del dios malo, ya que dios como expresión de la preocupación última del hombre es supremo, no sólo en poder, sino también en valor. El dios malo es dios únicamente por una mitad de la naturaleza divina, e incluso esa mitad es limitada. El dualismo columbra la victoria última de la santidad divina sobre la santidad demoníaca. Pero tal victoria presupone que la santidad divina es esencialmente superior o, como enseñaban los antiguos parsis, que existe un
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principio último por encima de los reinos en lucha, es decir, el bien que engloba a sí mismo y a su contrario. En esta forma, el politeísmo dualista ha prefigurado al Dios de la historia, al Dios del monoteísmo exclusivo y trinitario. c) Tipos de morwteísmo. - El politeísmo no podría existir si no incluyera algunos elementos monoteístas. Pero en todos los tipos de politeísmo, el elemento concreto de la idea de Dios prevalece sobre el elemento de ultimidad. En el monoteísmo, en cambio, ocurre lo contrario. Los poderes divinos del politeísmo están sujetos a un poder divino superior. Pero, del mismo modo que no existe un politeísmo absoluto, tampoco existe un monoteísmo absoluto. No es posible destruir el elemento concreto de la idea de Dios. El monoteísmo monárquico se sitúa en la línea fronteriza que separa el politeísmo y el monoteísmo. El dios-monarca impera sobre la jerarquía de los dioses inferiores y sobre los seres con rasgos divinos. Representa el poder y el valor de la jerarquía. Su fin sería el fin de todos aquellos a quienes gobierna. Los conflictos entre los dioses son resueltos por su poder, y es él quien determina la escala de los valores. Por consiguiente, puede ser fácilmente identificado con lo último en ser y valor, y esto es precisamente lo que hicieron los estoicos, por ejemplo, cuando identificaron a Zeus con lo ontológicamente último. Por otra parte, este dios no está seguro contra los ataques de otros poderes divinos. Como todo monarca, se siente amenazado por una revolución o por un ataque del exterior. El monoteísmo monárquico se halla tan profundamente implicado en el politeísmo que no es posible liberarlo del mismo. Sin embargo, no sólo subsisten ciertos elementos de monoteísmo monárquico en varias religiones no cristianas, sino también en el mismo cristianismo. El "Señor de los ejércitos'°, del que hablan con frecuencia el Antiguo Testamento y la literatura cristiana, es un monarca que gobierna a los seres celestes, a los ángeles y a los espíritus. M~s de una vez a lo largo de la historia cristiana, ciertos miembros de estos· ejércitos han llegado a ser peligrosos para la soberanía del 'Dios supremo.2 !. Cf. la advertencia contra el culto de los ángeles en el Nuevo Testamento.
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El segundo tipo de monoteísmo es el tipo místico. El monoteísmo místico trasciende todos los dominios del ser y del valor, lo mismo que sus representantes divinos, para encaminarse al fondo y abismo divinos del que éstos proceden y en el que desaparecen. Todos los conflictos entre los dioses, entre lo divino y lo demoníaco, entre los dioses y las cosas, quedan superados en lo último que los trasciende a todos. El elemento de ultimidad devora al elemento de concreción. La estructura ontológica, oon sus polaridades que se aplican a los dioses en todas las formas del politeísmo, carece de toda validez para lo Uno trascendente, principio del· monoteísmo místico. El imperialismo de los dioses mitológicos se derrumba; nada que sea finito puede abrigar la menor pretensión demoníaca. El poder del ser en su plenitud y la suma entera de las significaciones y valores se sitúan sin diferenciación ni conflicto en el fondo del ser y del sentido, en la fuente de todos los valores. Pero ni siquiera esta negación, la más radical de cuantas niegan el elemento concreto en la idea de Dios, es capaz de suprimir la búsqueda de lo concreto. El monoteísmo místioo no excluye los poderes divinos en los que lo último se encama en el tiempo. Y, una vez admitidos, los dioses pueden recobrar su significación perdida, sobre todo para los hombres que son incapaces de aprehender lo último en su pureza y haciendo abstracción de todo lo concreto. La historia del monoteísmo místico en la India y en Europa ha mostrado que está "ampliamente abierto" al politeísmo y que es fácilmente vencido por éste al nivel de las masas populares. El monoteísmo· sólo es capaz de resistir radicalmente al politeísmo en la forma de monoteísmo exclusivo, el cual surge por la elevación de un dios concreto a la ultimidad y universalidad, sin pérdida de su concreción y sin afirmación de una pretensión demoníaca. Esa posibilidad oontradice todo cuanto cabe esperar de la historia de la religión, y es el resultado de una sorprendente constelaCión de factores objetivos y subjetivos en Israel, especialmente en la línea profética de su religión. Teológicamente hablando, el monoteísmo exclusivo pertenece a la revelación final, ya que constituye su preparación directa. El Dios de Israel es el Dios concreto que ha conducido a su pueblo fuera de Egipto, "el Dios de Abraham, de Isaac y
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de Jacob". Al mismo tiempo, pretende ser el Dios que juzga a los otros dioses y ante el cual las naciones del mundo son .. como una gota en un pozal". Este Dios, que es concreto y al mismo tiempo absoluto, es un "Dios celoso": no puede tolerar ninguna pretensión divina junto a la suya. Desde luego, tal pretensión podría ser lo que nosotros hemos Jlamado "demoníaco.., es decir, la pretensión de incondicionalidad que abriga una cosa condicionada. Pero no es éste el caso de Israel. Yahvé no reivindica la universalidad en nombre de una cualidad particular o en nombre de su pueblo y de las cualidades particulares de este pueblo. Su pretensión no es imperialista, ya que la formula en nombre de aquel principio que implica ultimidad y universalidad -el principio de justicia. La relación que sostiene el Dios de Israel con su pueblo se fundamenta en una alianza. La alianza exige justicia, es decir, la observancia de los mandamientos, y amenaza con repudiar y destruir al pueblo de Israel si éste viola la justicia. Esta amenaza significa que Dios es independiente de su pueblo y de su propia naturaleza individual. Si su pueblo rompe la alianza, Dios no pierde por ello el poder. Demuestra su universalidad destruyendo a su pueblo en nombre de unos principios que son válidos para todos los pueblos -los principios de justicia. Esto socava la base del politeísmo. El profetismo quiebra las implicaciones demoníacas de la idea de Dios y es el guardián critico que protege lo santo contra la tentación en la que pueden caer los detentadores de lo santo de reivindicar para sí el carácter de absoluto. El principio protestante es la reafirmaci6n del principio profético en su ataque contra una Iglesia que se consideraba a si misma como absoluta y que, por eso, se hallaba demoníacamente deformada. Ambos, los profetas y los reformadores, proclamaron las implicaciones radicales que entraña el monoteísmo exclusivo. Como el Dios del monoteísmo místico, el Dios del monoteísmo exclusivo está en peligro de perder el elemento concreto de la idea de Dios. Su ultimidad y universalidad tienden a devorar su carácter de Dios vivo. Los rasgos personales de su imagen son eliminados como antropomorfismos que contradicen su ultimidad, y fos rasgos históricos de su carácter son olvidados como factores accidentales que contradicen su universalidad. Puede tener rasgos comunes con el Dios del monoteísmo místico o con la transformación de este Dios en el absoluto filo-
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sófico. Pero una cosa no puede ocurrir. No es posible ninguna reincidencia en el politeísmo. Mientras el monoteísmo místico y sus transformaciones filosóficas engloban todo lo finito, porque lo elevan y trascienden para alcanzar a Dios, el monoteísmo exclusivo excluye lo finito, porque se ha alzado contra sus reivindicaciones demoníacas. No obstante, el monoteísmo exclusivo necesita una expresión del elemento concreto de la preocupación última del hombre. Y esta necesidad es la que suscita el problema trinitario. El monoteísmo trinitario no es una elucubración acerca del número tres. Es una caracterización cualitativa y no cuantitativa de Dios. Es un intento de hablar del Dios vivo, del Dios en el que están unidos lo último y lo concreto. El número tres carece de toda significación ~specífica en sí mismo, aunque es el que más se aproxima a una descripción adecuada de los procesos vitales. Incluso en la historia de la doctrina cristiana de la Trinidad, se vaciló a veces entre lo trinitario y lo binario (la discusión acerca de cuál era el lugar del Espíritu Santo) y entre la trinidad y la cuaternidad (el problema de la relación del Padre con la substancia divina común a las tres personae). El problema trinitario no tiene nada que ver con el acertijo de preguntar cómo uno puede ser tres y cómo tres pueden ser uno. La respuesta a esta cuestión nos es dada en todo proceso vital. El problema trinitario es el problema de la unidad entre la ultimidad y la concreción en el Dios vivo. El monoteísmo trinitario es un monoteísmo concreto, la afirmación del Dios vivo. El problema trinitario es un problema eterno en la historia de la religión. Cada tipo de monoteísmo es consciente de este problema y trata de resolverlo de un modo implícito o explícito. En el monoteísmo monárquico, el dios supremo se hace concreto en sus múltiples encamaciones, en el envío de divinidades inferiores y en la procreación de semidioses. Todo esto nada tiene de paradójico, ya que los dioses superiores del monoteísmo ·monárquico no son últimos. En algunos casos, el monoteísmo monárquico llega a unas formulaciones cuasitrinitarias; una divinidad-padre, una divinidad-madre y una divinidad-hijo están unidas en el mismo mito y en el mismo culto. Pero una preparación más profunda para una reflexión auténticamente trinitaria la hallamos en la participación de un dios
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en el destino, el sufrimiento y la muerte humanos, a pesar de la ultimidad del poder que ese dios detenta y gracias al cual vence Ja culpabilidad y la muerte. Este mito inicia el advenimiento de los dioses de los cultos mistéricos más primitivos, en los que un dios, cuya ultimidad es notoria, pasa a ser radicalmente concreto para. los iniciados. Estos cultos ejercieron una poderosa influencia sobre la Iglesia primitiva, no sólo por sus formas rituales, sino también por st.i esbozo del problema trinitario, que le llegó a la Iglesia por mediación del monoteísmo exclusivo. El monoteísmo místico nos ofrece una expresión clásica de la tendencia hacia el monoteísmo trinitario en la díferenciacíón que establece entre el dios Brahma y el principio Brahmán. Este último representa de la manera más radical el elemento de ultimidad, mientras el primero es un dios concreto, unido a Shiva y Vishnú en una tríada divina. Tampoco aquí es importante el número tres. Lo decisivo es la relación entre el Brahmán-Atmán, el absoluto, y los dioses concretos de la piedad hindú. La cuestión del estatuto ontológico de Brahma y de los otros dioses en relación con Brahmán, el principio del ser en sí, es una cuestión auténticamente trinitaria, análoga a la que suscitó Orígenes acerca del estatuo ontológico del Logos y del Espíritu en relación con el abismo de -la naturaleza divina. Con todo, existe una diferencia decisiva entre ellas -la presencia del monoteísmo exclusivo en el cristianismo. En el monoteísmo exclusivo se desarrolla una trascendencia abstracta de lo divino. No es la trascendencia del abismo infinito en el que desaparece todo lo concreto, como en el monoteísmo místico; más bien es la trascendencia del mandamiento absoluto que vacía todas las manifestaciones concretas de lo divino. Pero, como el elemento concreto reivindica sus derechos, los poderes mediadores de carácter triple aparecen y plantean el problema trinitario. El pritÍler grupo de estos mediadores está constituido por ciertas cualidades divinas hipostasiadas, como la Sabiduría, la Palabra, la Gloria. El segundo grupo lo forman los ángeles, los mensajeros divinos que representan unas funciones divinas especiales. El tercer grupo es el Mesías, la figura divino-humana a través de la cual Dios opera la plenitud de la historia. En todos ellos, el Dios que se había convertido en absolutamente trascendente e inalcanzable, se hace
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ahora ooncreto y presente en el tiempo y el espacio. La significación de estos mediadores va en aumento cuando la distancia entre Dios y los hombres se acrecienta, y, a medida que va cobrando una mayor signiflcación, el problema trinitario se hace más agudo, más urgente. Cuando el cristianismo primitivo llama Mesías a Jesús de Nazaret y lo identifica con el Logos divino, el problema trinitario se convierte en el problema central de la existencia religiosa. El tema fundamental y las diferentes formas del monoteísmo trinitario cobran efectividad en el dogma trinitario de la Iglesia cristiana. Pero la solución cristiana se funda en la paradoja de que el Mesías, el mediador entre Dios y el hombre, es idéntico a una vida humana personal, cuyo nombre es Jesús de Nazaret. Con esta afirmación, el problema trinitario se convierte en una parte del problema cristológioo. d) Transformaciones faosóficas. - En nuestra afirmación fundamental acerca de la relación que guarda la teología con la filosofía,3 hemos hecho la siguiente distinción entre la actitud religiosa y la actitud filosófica: la religión se ocupa existencialmente de la significación del ser; la filosofía se ocupa teóricamente de la estructura del ser. Pero la religión sólo puede expresarse por las categorías y los elementos ontológicos de los que se ocupa la filosofía, y la filosofía sólo puede descubrir la estructura del ser en la medida en que el ser en sí mismo se hace manifiesto en una experiencia existencial. Básicamente, esto nos remite a la idea de Dios. Ciertas aserciones fundamentales acerca de la naturaleza del ser están implícitas en las distintas simbolizaciones con las que el hombre expresa su preocupación última, y estas aserciones puede o no puede hacerlas explícitas el análisis filosófico. Si efectivamente la filosofía las hace explícitas, guardan entonces una taxativa analogía con el tipo particular de idea de Dios que las implicaba y, por ende, podemos considerarlas como las transformaciones teóricas sufridas por las concepciones existenciales de lo que preocupa últimamente al hombre. Si esto es realmente así, la teología puede ocuparse de estas aserciones de dos maneras distintas. Puede discutir su verdad filosófica partiendo de su funda3.
Cf. Introducci6n, apartados 6 y 7.
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mentación puramente Blosóflca, y puede impugnarlas como expresiones de la preocupación última del hombre partiendo de su fundamentación religiosa. En el primer caso, sólo los argumentos Blosófloos son válidos; en el segundo caso, sólo. el testimonio existencial es adecuado. El siguiente análisis desarrolla esta distinción, que reviste una importancia apologética fundamental. Como hemos mostrado en el apartado sobre los criterios formales
Cf. Introducción, apartado 4.
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sólo es susceptible de ser abordado por las funciones no cognoscitivas de la mente. Pero estas funciones no pueden proporcionarnos el conocimiento. Por consiguiente, el ser es de tal índole que convierte al positivismo lógico en el mejor o en el único método de acceso cognoscitivo. Si los positivistas lógicos se dignaran considerar sus tácitos postulados ontológicos oon una mirada tan inquisitiva como la que dirigen a las ontologías ·públicas" de los filósofos clásicos, no podrían rehuir por más tiempo el problema del ser en sí. La tensión en la idea de Dios se transforma en la cuestión filosófica fundamental de saber cómo el ser en sí, considerado en un sentido absoluto, puede dar cuenta de las relatividades de la realidad. El poder del ser debe trascender todo ser que participe en él. :E:ste es el móvil que lanza al pensamiento filosófico a lo absoluto, a la negación de todo contenido, al Uno transnumérico, a la pura identidad. Por otra parte, el poder del ser es el poder de todo lo que es, en la medida en la que es. :E:ste es el móvil que encamina el pensamiento filosófico a los principios pluralistas, a las descripciones del ser por relaciones o por procesos, a la idea de diferencia. El doble movimiento del pensamiento fllosófioo desde lo relativo a lo absoluto y desde lo absoluto a lo relativo, y las numerosas tentativas por encontrar un equilibrio entre ambos movimientos, determinan gran parte del pensamiento filosófico a lo largo de la historia. Representan una transformación teórica de la tensión en el seno de la idea de Dios y en el seno de la preocupación última del hombre. Y, en último análisis, esta tensión es la expresión de la situación fundamental del hombre: el hombre es finito, pero trasciende al mismo tiempo su finitud. En su transformación filosófica, el tipo universalista de politeísmo se presenta como naturalismo monista. Deus sive natura es una expresión del sentimiento universalista de la presencia de lo divino en todas las c.'Osas. Pero es una expresión en la que el carácter numinoso de la idea universalista de Dios ha quedado sustituida por el carácter secular de la idea monista de naturaleza. De todos modos, el hecho mismo de que las palabras "Dios" y "naturaleza" puedan ser intercambiables revela el trasfondo religioso del naturalismo monista. En su transformación filosófica, el tipo mitológico de politeísmo se presenta como naturalismo pluralista. El pluralismo
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de Jos principios últimos por el que lucha esta filosofía -ya sea en forma de filosofía de la vida, de pragmatismo o de filosofía del devenir- rechaza la tendencia monista, tanto del politeísmo universalista como del naturalismo monista. Es un naturalismo, que corre parejas con el hecho de que los dioses de tipo mitológico no trascienden radicalmente la naturaleza. Pero es un naturalismo abierto a lo contingente y a lo nuevo, del mismo modo que los dioses del politeísmo mitológico actúan de manera irracional y producen nuevas figuras divinas· en inacabable sucesión. Pero si, como hemos visto, no es posible ningún politeísmo absoluto, tampoco es posible ningún pluralismo absolu~o. La unidad del ser en sí y la unidad de lo divino acosan a la conciencia filosófica con tanta fuerza como acosan a la conciencia religiosa hacia una última realidad monista y monoteísta. El mundo supuestamente pluralista es uno por lo menos en este sentido: que es posible comprenderlo como un mundo, como una unidad ordenada, aunque posea características plu1:alistas. En su transformación filosófica, el tipo dualista de politeísmo se presenta como dualismo metafísico. La doctrina griega de una materia (el me on, o non-ser) que ofrece resistencia a la forma, establece dos principios ontológicos últimos, au~ cuando se describa el segundo como aquello que carece de un estatuto ontológioo último. Lo que ofrece resistencia a la estructura del ser no puede estar desprovisto de poder ontológico. Esta transformación del dualismo religioso en la filosofía griega corresponde a la interpretación trágica de la existencia en el arte y en la poesía griega. Consciente o inconscientemente, la filosofía. moderna depende de la doctrina cristiana de la creación, y ésta rechaza radicalmente todo dualismo religioso. Pero, incluso en el período cristiano, el tipo dualista de politeísmo se ha transformado en filosofía. La dualidad no se da ya eritre forma y materia sino entre naturaleza y libertad (kantismo), o entre voluntad irracion~l e idea racional (BOhme, Schelling, Schopenhauer), o entre lo "dado" y lo personal (teísmo filosófico) o entre lo mecánico y lo creador (Nietzsche, Bergson, Berdiaev). El motivo que se oculta tras estos dualismos es el problema del mal -y esto nos indica claramente que tras estas formas metafísicas de dualismo yace la misma ruptura en lo santo que caracteriza al dualismo religioso.
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En su transformación filosófica, el monoteísmo monárquico se presenta como metafísica gradualista. La jerarquía religiosa se transforma en una jerarquía de poderes del ser ("la gran cadena del ser"). Desde que Platón escribió su Banquete y Aristóteles su Metafísica, este tipo de pensamiento ha ejercido u.D.a poderosa y variada influencia sobre el mundo occidental. Lo absoluto es lo supremo en una escala de grados relativos del ser (Plotino, Dionisio, los escolásticos). Cuanto más próxima se halla una cosa o una esfera de la realidad a lo absoluto, tanto más ser está encarnado en ella. Dios es el ser supremo. Las expresiones "grados del ser", "más ser", "menos ser·, sólo tienen sentido si el ser no es el predicado de un juicio existencial, sino que más bien significa "el poder del ser". La monadología de Leibniz constituye un ejemplo eminente del pensamiento jerárquico en la filosofía moderna. El grado de percepción consciente determina el estatuto ontológico de una mónada, desde la forma inferior del ser hasta Dios como la mónada central. La filosofía romántica de la naturaleza aplica el principio jerárquico a los diferentes niveles del mundo natural y espiritual. Y constituye un triunfo del pensamiento jerárquico el hecho de que, después de Hegel, los filósofos evolucioniStas hayan empleado los grados antes estáticos del ser como referencia para medir el progreso en sus esquemas de desarrollo dinámico. ·En su transformación filosófica, el monismo místico se presenta como monismo idealista. El mismo nexo que existe entre el politeísmo universalista y el monoteísmo místico se repite ahora entre el monismo natur~lista y el monismo idealista. La diferencia estriba en el hecho de que el monismo idealista ve la unidad del ser en el fondo del Ser, en la identidad fundamental en la que desaparece toda multiplicidad, mientras el monismo naturalista considera como unidad última el devenir mismo en toda su variedad. Podríamos decir que el monismo naturalista no alcanza nunca realmente lo absoluto, porque n~ es posible encontrar lo absdluto en la naturaleza, mientras el monismo idealista no alcanza nunca realmente la mnltiplicidad, porque no es posible deducir la multiplicidad de nada que sea exterior a la naturaleza. En términos de filosofía de la religión, a ambas formas de monismo se las llama ·panteístas". Panteísta se ha convertido en una "etiqueta de herejía" de
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la peor especie. Debería definirse este ténnino antes de esgrimirlo polémicamente. El panteísmo no significa, nunca ha signiñcado y nunca debería significar que todo cuanto es, es Dios. Si se identifica a Dios con la naturaleza (deus sive natura), no es a la totalidad de los objetos naturales a la que se llama Dios, sino más bien al poder creador y a la unidad de la naturaleza, a la substancia absoluta que está presente en todo. Y si se identifica a Dios con lo absoluto del monismo idealista, es a la estructura esencial del ser, a la esencia de todas las esencias, a la que se llama Dios. El panteísmo es la doctrina según la cual Dios es la substancia o la esencia de todas las cosas, no la afirmación absurda de que Dios es la totalidad de las cosas. El elemento panteísta de la doctrina clásica según la cual Dios es ipaum esse, el ser en sí, es tan necesario para una doctrina cristiana de Dios como el elemento místico de la presencia divina. El peligro que entrañan estos elementos de misticismo y de panteísmo queda superado por el monoteísmo exclusivo y las formas filosóficas que éste adopta. En su transformación filosófica, el monoteísmo exclusivo se ·presenta como realismo metafísico. El realismo ha pasado a ser un distintivo de honor en filosofía y teología, en la misma medida en que el idealismo se ha convertido en un distintivo de deshonor. Pero pocos realistas son conscientes de que el pathos del realismo hunde en definitiva sus raíces en el pathos profético que arrancó lo divino de su "mezcla" con lo real, liberando así lo real para que- pudiera ser considerado en sí mismo. La razón por la que la filosofía realista no es consciente de su trasfondo religioso radica en el hecho de que, al transformarse en filosofía, el monoteísmo exclusivo deja de ser teísmo, precisamente porque Dios está separado de la realidad de la que se ocupa el realismo filosófico. Esto no significa que niegue a Dios; igual que el deísmo, lo arrincona simplemente al borde de la realidad como un concepto fronterizo. Lo arroja de lo real, al que el hombre ha de consagrar sus esfuerzos -y ésta es la forma más eficaz de negación. El realismo no niega el reino de las esencias del que parte el idealismo, pero las considera como simples instrumentos para manejar realísticamente la realidad en el pensamiento y en la acc\ón. No les atribuye ningún poder del ser y, en consecuencia, les niega el poder de juzgar lo real. El realismo evoluciona inevitablemente hacia el
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positivismo y el pragmatismo si no logra convertirse en realismo dialéctico, que constituye la forma filosófica que adopta el monoteísmo trinitario. En su transformación filosófica, el monoteísmo trinitario se presenta, como acabamos de decir, bajo la forma de realismo dialéctico. En cierto modo, todo pensamiento es dialéctico. Pasa del "sí" al "no" y retoma luego al "sí". Siempre es un diálogo, ya sea entre diversos sujetos o en un mismo sujeto. Pero el método dialéctico va más allá de esto. Presupone que la realidad misma pasa del "sí" al "no", de lo positivo a lo negativo, para retomar luego a lo positivo. El método dialéctico intenta reflejar el movimiento de la realidad. Es la expresión lógica de una filosofía de la vida, ya que la vida parte de la autoafinnación para salir de sí misma y retomar luego sobre sí misma. Nadie puede comprender el método dialéctico de Hegel, si no percibe sus raíces en el análisis de la "vida" de los primeros escritos de Hegel, desde los Primeros escritos teológicos a la Fenomenología del espfritu. El realismo dialéctico trata de unir la singularidad estructural que posee toda cosa en el seno de lo absoluto con la multiplicidad indeterminada y sin fin de lo real. Intenta mostrar que lo concreto está presente en la profundidad de lo último. Estas breves indicaciones se proponían evidenciar el hecho de que la tensión inherente a la preocupación última del hombre y las distintas ideas de Dios· en las que esta preocupación se expresa, constituyen el trasfondo permanente (manifiesto o velado) de la manera según la cual se concibe el absoluto en la filosofía. El término "transformación" no significa unos actos conscientes que efectúan la transmutación de los símbolos religiosos en conceptos filosóficos. Significa que la abertura del ser en sí, que nos es dada en la experiencia religiosa fundamental, oonstituye la base para la aprehensión filosófica de la estructura del ser. Este origen de las nociones filosóficas últimas explica el hecho de que éstas hayan ejercido y sigan ejerciendo una influencia extraordinaria sobre el desarrollo de las ideas religiosas de Dios -tanto por el apoyo que a veces les prestan oomo por los ataques de que otras veces les hacen objeto- y de que así repercutan en la experiencia religiosa y en la conceptualización teológica. Constituyen un elemento de la historia de la religión, porque su propio fundamento es religioso.
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La teología debe ocuparse de los absolutos filosóficos bajo ambas perspectivas. Debe cerciorarse de su validez teórica, lo cual es una cuestión filosófica, y debe indagar su significación existencial, lo cual es una cuestión religiosa.
B. LA REALIDAD CONCRETA DE DIOS 11
3. D10s cot.to
SER
a) Dios como ser y el ser finito. - El ser de Dios es el ser en sí. No puede entenderse el ser de Dios como la existencia de un ser junto a otros seres o por encima de ellos. Si Dios es un ser, está sujeto a las categorías de la finitud, sobre todo al espacio y a la substancia. Aun cuando se le llame "ser supremo" en el sentido de "más perfecto" y "más poderoso'', la situación no cambia. Cuando se aplican a Dios, los superlativos se convierten en diminutivos. Al elevar a Dios por encima de todos los demás seres, lo sitúan al mismo nivel de esos otros seres. Numerosos teólogos que se han servido del término "ser supremo .. , en el fondo lo concebían de mejor forma que esa. En realidad, han descrito al Altísimo como lo absoluto, como aquello que está a un nivel cualitativamente distinto del nivel de todo ser -incluso del ser supremo. Siempre que se ha atribuido un poder y una significación infinita o incondicional al ser supremo, éste ha dejado de ser un ser y se ha convertido en el ser en sí. Podrían evitarse muchas confusiones en la doctrina de Dios y muchas endebleces apologéticas, si ante todo se concibiera -a Dios como el ser en sí o como el fondo del ser. El poder del ser es otra manera de expresar eso mismo en una locución reducida. Desde la época de Platón se ha sabido -aunque a menudo se ha echado en el olvido, sobre todo por S. También aquí tropezamos con la dificultad que entraña una correcta traducción del término inglés actuality, que no suele implicar una connotación temporal, como le ocurre a nuestro término "actualidad", sino que más bien significa "la realidad de un acto", "la realidad de un actuar o de un poner en acción", es decir, la existencia en acto y no en la mera potencialidad. Por' eso, y a semejanza de la solución dada anteriormente al adjetivo actual, aquí y en lo que sigue hemos traducido actuality por "realid,)d" a secas o por "realidad concreta". - N. del T.
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parte de los nominalistas y sus discípulos modernos- que el concepto del ser como ser, o el ser en sí, designa el poder inherente a todas las cosas, el poder de resistir al non-ser. Así, pues, en lugar de decir que Dios es ante todo el ser en sí, podemos decir que es el poder del ser en todo y por encima de todo, el poder infinito del ser. Una teología que no se atreva a identificar a Dios con el poder del ser como primer paso para la formulación de una doctrina de Oios, reincide en el monoteísmo monárquico, ya que si Dios no es el ser en sí, está subordinado a éste, del mismo modo que Zeus est·aba subordinado al hado en la religión griega. La estructura del ser en sí es su hado, como es el hado de todos los demás seres. Pero Dios es su propio hado; es "por sí mismo"; posee la "aseidad•. Esto sólo puede decirse de Dios, si Dios es el poder del ser, si es el ser en sí. Como ser en sí, Dios está más allá de la oposición entre el ser esencial y el ser existencial. Hemos hablado de la transición del ser a la existencia, transición que implica la posibilidad de que el ser se contradiga y se pierda a si mismo. Esta transición está excluida del ser en sí (excepto en términos de la paradoja cristológica), ya que el ser en sí no participa en el non-ser. En esto contradice a todo ser. Como lo ha acentuado 1e teología clásica, Dios está más allá de la esencia y de la existencia. Lógicamente, el ser en sí es "antes", es "anterior" a la ruptura que caracteriza el ser finito. Por esta razón, hablar de Dios como esencia universal es tan falso como hablar de 1!:1 diciendo que es el existente. Si concebimos a Dios como la esencia universal, como la forma de todas las formas, lo identificamos con la unidad y totalidad de las potencialidades finitas; pero entonces ha dejado de ser el poder del fondo del ser en todas ellas y, por ende, ha dejado de trascenderlas. Ha desparramado todo su poder creador en un sistema de formas, y ha quedado atado a estas fonnas. Esto es lo que significa el panteísmo. Por otra parte, graves dificultades acechan al intento de hablar de Dios como existencia. Para mantener la verdad de que Dios está allende la esencia y la existencia, aunque arguyendo simultáneamente en pro de la existencia de Dios, Tomás de Aquino se vio obligado a distinguir entre dos clases de existencia divina: la que es idéntica a la esencia y la que no lo es.
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Pero una existencia de Dios que no esté unida a su esencia es una contradicción en los términos. Convierte a Dios en un ser cuya existencia no realiza sus potencialidades esenciales; el ser y el todavía-no-ser están "mezclados" en ltl, como lo están en todo lo que es finito. Dios deja de ser Dios, es decir, el fondo del ser y del sen.U.do. Lo que en realidad ocurrió fue que Tomás de Aquino tuvo que unir dos tradiciones distintas: la tradición agustiniana, en la que la existencia divina está incluida en su esencia, y la tradición aristotélica, que deduce Ja existencia de Dios de la existencia del mundo y que luego afirma, en una segunda etapa, que su existencia es idéntica a su esencia. Así, pues, la cuestión de la existencia de Dios no puede ser ni formulada ni contestada. Si es formulada, en realidad se trata de una cuestión acerca de aquello que por su misma naturaleza está por encima de la existencia, y la respuesta -tanto si es negativa como afirmativa- niega, pues, implícitamente la naturaleza de Dios. Es tan ateo afirmar la existencia de Dios como negarla. Dios es el ser en sí, no un ser. Sobre esta base se puede dar un primer paso hacia la solución del problema de la inmanencia y la trascendencia de Dios. Como poder del ser, Dios trasciende todo ser y también la. totalidad de los seres --el mundo. El ser en sí está más allá de la finitud y de la infinitud; de Jo contrario, estaría condicionado por otra cosa distinta de sí mismo, y el poder real del ser se situaría a la vez más allá de él y de aquello que lo condiciona. El ser en sí trascfonde infinitamente todo ser finito. No existe ninguna proporción o gradación entre lo finito y lo infinito. Existe una ruptura absoluta, un "salto" infinito. Por otra parte, todo lo finito participa del ser en sí y de su infinitud. De lo contrario, no tendría el poder del ser. Sería engullido por el non-ser, o no emergería nunca del non-ser. Esta doble relación de todos los seres con el ser en sí oonfiere a éste una doble característica. Al llamarlo creador, apuntamos al hecho de que todo participa del poder infinito del ser. Al llamarlo abismal, apuntamos al hecho de que todo participa en el poder del ser de una manera finita, que todos los seres son infinitamente trascendidos por su fondo creador. El hombre está sujeto a las categorías de la finitud. Utiliza las dos categorías de Ja relación -causalidad y substanciapara expresar la relación existente entre el ser en sí y los seres 20.
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finitos. Podemos interpretar el término "fondo" de ambas maneras, como la causa de los seres finitos y como su substancia. La primera ha sido elaborada por Leibniz, en la linea de la tradición tomista, y la segunda por Spinoza, en la línea de la tradición mística. Ambas son imposibles. Spinoza establece un panteísmo naturalista, opuesto al pensamiento idealista, que identifica a Dios con la esencia universal del ser, niega la libertad finita, y así niega la libertad de Dios. Necesariamente se fusiona a Dios con los seres finitos, y el ser de éstos es el ser de Dios. De nuevo hemos de s11brayar aquí que el panteísmo no afirma que Dios lo sea todo. Dice que Dios es la substancia de todo y que no existe ninguna independencia ni libertad substancial en todo lo que es finito. Por eso, el cristianismo, que afirma la libertad finita en el hombre y la espontaneidad en el reino no humano, ha rechazado la categoría de substancia a favor de la categoría de causalidad, intentando expresar con ella la relación existente entre el poder del ser y los seres que de él participan. La causalidad parece hacer al mundo dependiente de Dios y, al mismo tiempo, separar a Dios del mundo de la misma manera que una causa está separada de su efecto. Pero la categoría de causalidad no puede "reunir los requisitos" exigidos, ya que la causa y el efecto no están separados; se incluyen mutuamente y forman una serie sin fin en ambas direcciones. Lo que es causa en un punto de esta serie es efecto en otro punto, y a la inversa. Dios como causa queda incluido en esta serie, y esto le obliga a buscar su propia causa más allá de sí mismo. Para soltar la causa divina de la serie de causas y efectos, se le llama la causa primera, el principio absoluto. Pero esto significa que se niega la categoría de la causalidad en el mismo momento en que se la utiliza. En otras palabras, se utiliza la causalidad, no como un categoría, sino como un símbolo. Y si se procede de esta forma y se concibe así la causalidad, desaparece toda diferencia entre substancia y causalidad, ya que si Dios es la causa de la serie entera de causas y efectos, entonces es la substancia subyacente a la totalidad del proceso del devenir. Pero este "subyacer" no tiene el carácter de una substancia subyacente a sus accidentes y que es enteramente expresada por ellos. Es un subyacer en el que la substancia y los accidentes conservan su libertad. En otras palabras, es la substancia, no como categoría,
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sino como símbolo. Y si las consideramos simbólicamente, no existe niguna diferencia entre prima causa y ultima substantia. Ambas significan lo que podríamos llamar en términos más directamente simbólicos "el fondo creador y abismal del ser". Asf queda superado tanto el panteísmo naturalista, basado en la categoría de substancia, como el teísmo racionalista, basado en la categoría de causalidad. Puesto que Dios es el fondo del ser, es asimismo el fondo de la estructura del ser. No está sujeto a esta estructura; es la estructura la que se apoya en él. Dios es esta estructura, y es imposible hablar acerca de :e:1 si no es en términos de esta estructura. Dios ha de ser aprehendido cognoscitivamente a través de los elementos estructurales del ser en sí. Estos elementos lo convierten en un Dios vivo, un Dios que puede ser la preocupación concreta del hombre, y nos hacen capaces de usar unos símbolos de Jos que sabemos que apuntan al fondo de la realidad. b) Dios como ser y el conocimiento de Dios. -La afirmación de que Dios es el ser en sí no es una afirmación simbólica. No apunta más allá de sí misma. Significa lo que dice directa y limpiamente; si hablamos de la realidad de Dios, afirmamos ante todo que Dios no es Dios si no es el ser en sí. Sólo sobre esta base, pueden hacerse teológicamente otras afirmaciones acerca de Dios. Desde luego, las afirmaciones religiosas no requieren tal fundamento para lo que dicen acerca de Dios; pero este fundamento está implícito en todo pensamiento religioso acerca de Dios. Los teólogos deben hacer explícito lo que está implícito en el pensamiento y en la expresión religiosa; y, para ello, deben empezar por la afirmación más abstracta y menos enteramente simbólica posible, es decir, por la afirmación de que Dios es el ser en sí o lo absoluto. Sin embargo, después de esta afirmación, nada se puede decir ya acerca de Dios como Dios que no sea simbólioo. Ya hemos visto que Dios como ser en sí es el fondo de la estructura ontológica del ser, sin que :e:1 mismo esté sujeto a esta estructura. Dios es la estructura, es decir, posee el poder de determinar la estructura de todo lo que tiene ser. Por consiguiente, si se dice alguna cosa acerca de Dios que sobrepase esta pura aserción, ya no es una afirmación directa y simple, ya
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no es un concepto. Es una afirmación indirecta y apunta a algo que la sobrepasa. En una palabra, es una afirmación simb6lica. Ya hemos descrito el carácter general del símbolo. Pero hemos de subrayar con particular insistencia la intuición de que el símbolo y el signo son distintos: mientras el signo no comporta una relación necesaria con aquello a lo que apunta, el símbolo participa en la realidad de aquello que representa. El signo puede ser arbitrariamente cambiado según las exigencias del momento, mientras el símbolo crece y muere a la par de la correlación existente entre lo que el símbolo simboliza y las personas que lo reciben como símbolo. Así, pues, el símbolo religioso, el símbolo que apunta a lo divino, sólo puede ser un verdadero símbolo si participa en el poder de lo divino hacia el que apunta. No puede existir ninguna duda de que toda aserción concreta acerca de Dios ha de ser simbólica, ya que una aserción concreta es la que utiliza un segmento de la experiencia :finita para decir algo acerca de Dios. Trasciende el contenido de este segmento, aunque también lo incluye. El segmento de la realidad finita que se convierte en vehículo de una aserción concreta acerca de Dios, queda afirmado y al mismo tiempo negado. Se convierte en un símbolo, ya que una expresión simbólica es aquella cuya significación propia es negada por aquello hacia lo que apunta. Pero asimismo es afirmada por él, y esta afirmación es la que confiere a la expresión simbólica una base adecuada para apuntar hacia más allá de sí misma. Ahora hemos de enfrentamos con la cuestión decisiva: ¿Puede convertirse un segmento de la realidad finita en la base para una aserción acerca de aquello que es infinito? La respuesta es afirmativa, porque lo que es infinito es el ser en sí, y porque todo participa en el ser en sí. La analogía entis no es propiedad de una problemática teología natural, que intenta lograr un conocimiento de Dios deduciendo de lo finito ciertas conclusiones acerca qe lo infinito. La analogía entis es lo único que justifica nuestras palabras acerca de Dios, porque se fundamenta en el hecho de que Dios ha de ser concebido como el ser en sí. La verdad de un símbolo religioso nada tiene que ver con la verdad de las aserciones empíricas en él implicadas, tanto si éstas son físicas como psicológicas o históricas. Un símbolo
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religioso posee una cierta verdad si expresa adecuadamente la c'Orrelación de revelación en la que una persona se halla. Un símbolo religioso es verdadero si expresa adecuadamente la correlación de una persona con la revelación final. Un símbolo religioso sólo puede morir si muere la correlación de la que él es una expresión adecuada. Esto ocurre siempre que la situación reveladora cambia y los antiguos símbolos se hacen caducos. La historia de la religión, hasta nuestros mismos días, está cuajada de símbolos muertos que han sido destruidos, no por una crítica científlca que los ha tachado de supersticiosos, sino por una crítica religiosa de la religión. El juicio según el cual un símbolo religioso es verdadero, es idéntico al juicio según el cual es verdadera la revelación de la que el símbolo es la expresión adecuada. No hemos de perder de vista este doble sentido de la verdad de un símbolo. Un símbolo tiene verdad: es adecuado a la revelación que expresa. Un símbolo es verdadero: es la expresión de una revelación verdadera. La teología como tal no tiene ni el deber ni el poder de confinnar o negar los símbolos religiosos. Su cometido consiste en interpretarlos según los principios y métodos teológicos. Pero, en el proceso de interpretación pueden ocurrir dos cosas: la teología puede descubrir ciertas contradicciones entre los símbolos situados en el interior del círculo teológico, y la teologfa puede hablar no sólo como teología sino también como religión. En el primer caso, la teología puede denunciar los peligros re1igiosos y los errores teológicos que entraña el uso de ciertos símbolos; en el segundo caso, la teología puede convertirse en profecía y, en este cometido, puede contribuir a un cambio en la situación reveladora. Los símbolos religiosos son de doble filo. Se hallan orientados hacia lo infinito, al que simbolizan, y hacia lo finito, a través del cual simbolizan· el infinito. Obligan al infinito a descender al nivel de la finitud y a lo finito a elevarse al nivel de lo infinito. Abren lo divino a lo humano, y lo humano a lo divino. Por ejemplo, si se simboliza a Dios como "Padre", se le hace descender a la relaci6n de padre e hijo. Pero, al mismo tiempo, esta relación humana es consagrada como un modelo de la relación divino-humana. Si se emplea el término "Padre" como símbolo de Dios, se ve la paternidad en su profundidad te6nomn, sacramental. No se puede "fabricar" arbitrariamente
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un símbolo religioso a partir de un segmento de la realidad secular. Ni siquiera puede hacerlo el inconsciente colectivo, ese gran manantial creador de símbolos. Si se utiliza un segmento de la realidad como símbolo de Dios, el ámbito de la realidad de donde procede el símbolo es, por decirlo así, elevado al reino de lo santo. Deja de ser secular. Ahora es teónomo. Si se llama "rey.. a Dios, se dice algo, no sólo de Dios, sino tam-, bién del carácter sagrado de la realeza. Si se califica de "integradora .. o de "salutífera" la obra de Dios, con eso no sólo se dice algo acerca de Dios, sino que asimismo se subraya el carácter teónomo de toda curación. Si se llama "Palabra.. a la automanifestación de Dios, no sólo se simboliza así la relación de Dios con el hombre, sino que asimismo se subraya la santidad de todas las palabras como expresión del espíritu. Y así sucesivamente. No es, pues, sorprendente que, en tina cultura secular, desaparezcan a la vez tanto los símbolos de Dios como el carácter teónomo del material del que los símbolos proceden. Para terminar, hemos de añadir una breve advertencia ante el hecho de que, para muchos hombres, el mismo término ·simbólico.. comporta la connotación de irreal Esto se debe, en parte, a que se ha confundido el signo con el símbolo y, en parte, a que se ha identificado la realidad con lá realidad empírica, es decir, con el reino de las cosas y los acontecimientos objetivos. Ambas razones las hemos invalidado explícita e implícitamente en los anteriores capítulos. Pero queda todavía otra razón: el hecho de que ciertos movimientos teológicos, como el hegelianismo protestante y el modernismo católico, hayan interpretado simbólicamente el lenguaje religioso para anular su significación realista y debilitar su seriedad, su poder y su penetración espiritual. No era éste el objetivo que perseguían los ensayos clásicos sobre los "nombres divinos", en los que se acentuaba con fuerza y se explicaba en términos religiosos el carácter simbólico de todas las afirmaciones acerca de Dios -y tampoco fue una consecuencia de tales ensayos. La intención que los guiaba y el resultado que obtuvieron no fue otro que el de conferir Dios y a todas sus relaciones con el hombre más realidad y poder de los que podía conferirles una interpretación no simbólica y, por ende, fácilmente supersticiosa. En este sentido, una iuterpr~taci6n simbólica es corree-
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ta y necesaria; más bien acrecienta que disminuye la reaüdad y el poder del lenguaje religioso y, de este modo, cumple una función importante.
4. Dios
COMO VIVIENTE
a) 'Dios como ser y Dios como viviente. - La vida es el proceso en virtud del cual el ser potencial se hace real. Es la actualización de los elementos estructurales del ser en su unidad y en su tensión. En todo proceso vital, el movimiento de estos elementos es de divergencia y de convergencia; simultáneamente. se separan y se reúnen. La vida cesa en el momento en que hay separación sin unión o unión sin separación. Tanto la identidad completa oomo la completa separación niegan la vida. Si decimos que Dios es el "Dios vivo", negamos que Dios sea una pura identidad del ser como ser; y negamos asimismo que haya en Jtl una separación terminante entre el ser y el ser. Pero afirmamos que Dios es el proceso eterno en cuya virtud se cumple la separación y ésta se supera por la reunión. En este sentido, Dios vive. Pocas cosas acerca de Dios se hallan tan acentuadas en la Biblia, sobre todo en el Antiguo Testamento, corno la afirmación de que Dios es un Dios vivo. La mayor parte de los llamados antropomorfismos de la imagen bíblica de Dios son expresiones de su índole de Dios vivo. Sus acciones, sus pasiones, sus recuerdos y anticipaciones, su sufrimiento y su gozo, sus relaciones personales y sus planes -todo esto le convierten en un Dios vivo y le distinguen del puro absoluto, del ser en sí. La vida es la realidad del ser o, más exactamente, es el proceso en cuya virtud el ser potencial se hace ser real. Pero en Dios, en cuanto Dios, no existe ninguna distinción entre potencialidad y realidad. Por consiguiente, no podemos hablar de Dios como viviente en el sentido propio o no simbólico de la palabra "vida". Tenemos que hablar de Dios como viviente en términos simbólicos. Pero todo verdadero símbolo participa en la realidad que simboliza. Dios vive en la medida que es el fondo de la vida.6 L-Os símbolos antropomórficos son adecuados para hablar religiosamente de Dios. Sólo de esta manera puede 6.
HE! que formó el ojo, ¿no va a ver?" (Salmo 94, 9).
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ser el Dios vivo para el hombre. Pero incluso en la intuición más primitiva de lo divino debería estar presente -y habitualmente lo está- la impresión de que los nombres divinos entrañan un misterio que los hace impropios, autotrascendentes, simbólicos. La educación religiosa debería ahondar esta impresión sin despojar a los nombres divinos de su realidad y su poder. Una de las cualidades más sorprendentes de las elocuciones proféticas veterotestamentarias estriba en que, no por ser siempre concretas y antropomórficas, dejan de entrañar el misterio del fondo divino. Nunca se ocupan del ser en cuanto ser ni del absoluto en cuanto absoluto; pero tampoco nunca convierten a Dios en un ser junto a los demás seres, en una cierta cosa condicionada por alguna otra cosa igualmente condicionada. Nada es más inadecuado y desagradable que el intento de traducir Jos símbolos concretos de la Biblia en símbolos menos concretos y menos poderosos. La teología no debería debilitar los símbolos concretos, sino que debería analizarlos e interpretarlos en términos ontológicos abstractos. Nada es más inadecuado y engañoso que el intento de restringir el trabajo teolé1gico a unos términos que tienen tanto de abstracto como de concreto, ambos a medias, y que no hacen justicia ni a la intuición existencial ni al análisis cognoscitivo. La estuctura ontológica del ser proporciona el material de los símbolos que apuntan a la vida divina. Pero esto no significa que de un sistema ontológico se pue~a deducir una doctrina de Dios. El carácter de la vida divina se hace manifiesto en la revelación. La teología sólo puede explicar y sistematizar en términos teóricos el conocimiento existencial de la revelación, interpretando la significación simbólica de los elementos y de las categorías ontológicas. Mientras el poder simbólico de las categorías aparece en la relación de Dios con la creatura, los elementos confieren una expresión simbólica a la naturaleza de la vida divina misma. El carácter polar de los elementos ontológicos está enraizado en la vida divina, pero la vida divina no está sujeta a esta pólaridad. En el seno de la vida divina, cada elemento ontológico incluye plenamente su elemento polar, sin tensión entre ambos y sin la amenaza de disolución, ya que Dios es el ser en sf. Existe no obstante wia diferencia entre el primer y el segundo elemento de cada polaridad en lo que se refiere a su poder de
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simbolizar la vida divina. Los elementos de individualización, dinámica y libertad representan el yo o el aspecto subjetivo de la estructura ontológica fundamental en la polaridad a la que pertenecen. Los elementos de participación, forma y destino representan el mundo o el aspecto objetivo de la estructura ontológica fundamental en la polaridad a la que pertenecen. Ambos aspectos están enraizados en la vida divina. Pero el primer aspecto determina la relación existencial entre Dios y el hombre, relación que constituye el manantial de toda simbolización. El hombre es un yo que tiene un mundo. Como tal yo, es una persona individual dotada de participación. universal, es un agente dinámico autotrascendente dentro de una forma particular y de una forma general, y es una libertad que posee un destino particular y participa en un destino general. Por consiguiente, el hombre simboliza en términos tomados de su propio ser aquello que constituye su preocupación última. Toma -o, más exactamente, recibe-- del lado subjetivo de las polaridades el material con el que simboliza la vida divina. Ve la vida divina como vida personal, dinámica y libre. No puede verla de ninguna otra manera, ya que Dios es la preocupación última del hombre y, por consiguiente, guarda analogía con aquello que es el hombre mismo. Pero la mente religiosa -teológicamente hablando, el hombre en la correlación de revelación- siempre se da cuenta implícitamente, cuando no explícitamente, de que el otro asp.ecto de las polaridades se halla asimismo plenamente presente en el aspecto que él utiliza como material simbólico. Decimos que Dios es una persona, pero es una persona, no en una separación finita, sino en una participación absoluta e incondicional con todo. Decimos que Dios es dinámico, pero es dinámico, no en tensión con la forma, sino en una unidad absoluta e incondicional con la forma, de modo que su autotrascendencia nunca está en tensión con su autopreservación, y siempre· sigue siendo Dios. Decimos que Dios es "libre•, pero es libre, no en la arbitrariedad, sino en una identidad absoluta e incondicional con su destino, de modo que él mismo es su destino, y las estructuras esenciales del ser no son extrañas a su libertad sino que constituyen la realidad de su libertad. De esta manera, aunque los símbolos utilizados para la vida divina procedan de la situación concreta de la relación del hombre con Dios, implican asimismo la ulti-
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midad de Dios, la ultimidad en la que las polaridades del ser desaparecen en el fondo del ser, en el ser en sí. La estructura ontológica fundamental de yo y mundo e~ trascendida en la vida divina sin que nos proporcione ningún material simbólico. No podemos decir que Dios es un yo, porque el ooncepto "yo" implica una separación y un contraste con respecto a todo lo que no es yo. No podemos decir que Dios es el "mundo'', ni siquiera por implicación. Ambos, el yo y el mundo, están enraizados en la vida divina, pero no pueden convertirse en símbolos de ella. En cambio, los elementos que constituyen la estructura ontológica fundamental pueden convertirse en símbolos, porque no hablan de clases de ser (yo y el mundo) sino de cualidades del ser que son válidas en su !lentido propio cuando se aplican a todos los seres y que son asimismo válidas en su sentido simbólico cuando se aplican al ser en sí. b) La vida divina y los elementos ontol6gicos. - Los símbolos proporcionados por los elementos ontológicos suscitan gran número de problemas a la doctrina de Dios. En cada caso particular, es preciso distinguir entre el sentido propio de los conceptos y su sentido simbólico. Y es igualmente preciso equilibrar ambos aspectos de la polaridad ontológica sin disminuir asi el poder simbólico de ninguno de los dos. La historia del pensamientO teológico es una evidencia continua de la dificultad, la creatividad y el peligro que entraña esta situación. Y esto es obvio si consideramos el poder simbólico de la polaridad de individualización y participación. El símbolo •Dios personal" es absolutamente fundamental, porque una relación existencial es una relación de persona a persona. El hombre no puede estar últimamente preocupado por nada que sea menos que personal; pero, como que la personalidad (persona, prosopon) incluye la individualidad, surge así la cuestión de saber en qué sentido podemos decir que Dios es individual. ¿Tiene algún sentido llamarle el "individuo absoluto"? La respuesta debe ser que esto sólo tiene sentido en cuanto podemos llamarle el "participante absoluto". No podemos aplicarle un término sin el otro. Esto sólo puede significar que tanto la individualización como la participación están enraizadas en el fon-
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do de la vida divina y que Dios está igualmente "cerca.. de cada una de ellas, aunque trascendiéndolas a ambas. La solución de las dificultades que suscita la locución ªDios personal" nos viene dada por esta observación. "Dios personal" no significa que Dios sea una persona. Significa que Dios es el fondo de todo lo personal y que entraña el poder ontológico de la personalidad. No es una persona, pero no es menos que personal. No deberíamos olvidar que la teología cl~sica empleaba el término persona para las hipóstasis trinitarias, pero no para el mismo Dios. Dios no se convirtió en "una persona" hasta el siglo XIX, a raíz de la separación que Kant estableció entre la naturaleza regida por la ley física y la personalidad regida por la ley moral. El teísmo habitual ha convertido a Dios en una persona celeste, completamente perfecta, que reside encima del mundo y de la humanidad. La protesta del ateísmo contra una tan alta persona así es correcta. No existe ninguna evidencia a favor de su existencia, ni ésta es una cuestión de preocupación última. Dios no es Dios si carece de una participación universal. El "Dios personal" es un símbolo desorientador. Dios es el principio de la participación y el principio de la individualización. La vida divina participa en toda vida como su fondo y su meta. Dios participa en todo lo que es; forma una comunidad con todo lo que es; comparte su destino. Sin duda, tales afirmaciones son altamente simbólicas. Pueden comportar la lógica, aunque infausta interpretación de que existe, junto a Dios, una realidad en la que ,J;:l participa desde fuera. Pero la participación divina crea aquello en lo que participa. Platón utiliza la palabra parousia para designar la presencia de las esencias en la existencia temporal. Más tarde, esta palabra sirvió para designar la presencia previa y final del Cristo trascendente en la Iglesia y en el mundo. Par-ousia significa "estar por .. , "'estar con" -pero sobre la base de estar ausente, de estar separado; De la misma manera, la participación de Dios no es una presencia espacial ·o temporal. No la concebimos de un modo categorial, sino de un modo simbólico. La participación de Dios es la parusía, el "estar con" de aquello que no está ni aquí ni allí. Si se aplican a Dios, la participación y la comunidad no son menos simbólicas que la individualización y la personalidad. Mientras la comunicación religiosa activa entre Dios y e1 hombre depende del símbolo del Dios personal, el símbolo
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de la participación universal expresa la experiencia pasiva de la parusía divina en ténninos de la omnipresencia divina. La polaridad de dinámica y forma proporciona la base material a un grupo de símbolos que son centrales en toda doctrina contemporánea de Dios. El término "dinámica.. incluye la potencialidad, la vitalidad y la autotrascendencia, mientras el término "fonna" abarca la realidad concreta, la intencionalidad y la autopreservación. La potencialidad y la realidad aparecen en la teología clásica en la famosa fórmula de que Dios es actus purus, la pura forma en la que todo lo potencial es real, la autointuición eterna de la plenitud divina (pleroma). En esta fórmula, el aspecto dinámico de la polaridad dim\mica-forma queda absorbido por el aspecto formal. La realidad pura, es decir, la realidad libre de todo elemento de potencialidad es un resultado estable: no está viva. La vida incluye la separación entre la potencialidad y la realidad. La naturaleza de la vida es actualización, no realidad. El Dios que es actus purus no es el Dios vivo. Resulta interesante observar que, incluso los teólogos que han usado el concepto de actus purus, hablan normalmente de Dios sirviéndose de los símbolos dinámicos del Antiguo Testamento y de la experiencia cristiana. Esta situación ha inducido a algunos pensadores ~n parte, bajo la influencia de la concepción dinámica que de Dios tenía Lutero y, en parte, bajo el impacto del problema del mal- a subrayar la dinámica de Dios y a no parar mientes en la estabilización de la dinámica en pura realidad concreta. Tratan de establecer una distinción en Dios entre esos dos elementos, y afirman que, en la medida en que Dios es un Dios vivo, estos dos elementos tienen que permanecer en tensión. No importa que a ese primer elemento ·se le llame el Ungrund, la "naturaleza en Dios" (Bohme), o la primera potencia (Schelling), o la voluntad (Schopenhauer), o lo "dado" en Dios (Brightman), o la libertad me-6nica (Berdiaev), o lo contingente (Hartshome) -siempre es una expresión de lo que hemos llamado "dinámica" y constituye un intento de evitar la transformación en pura realidad concreta de esa dinámica divina. La crítica teológica de tales intentos es fácil si tomamos estos conceptos en su sentido propio, ya que entonces hacen a Dios finito, dependiente de un hado o de un accidente que no
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es :€1 mismo. El Dios finito, si lo entendemos literalmente, es un dios finito, un dios politeísta. Pero no es así como deberían interpretarse estos conceptos, puesto que apuntan simbólicamente a una cualidad de la vida divina que es análoga a la que aparece como dinámica en la estructura ontológica. La creatividad divina, la participación de Dios en la historia, su carácter exteriorizado, se basan en este elemento dinámico. Y este elemento dinámico incluye un "todavía no" que, sin embargo, está siempre equilibrado en la vida divina por un "ya". No es un "todavía no" absoluto, que lo convertiría en un poder divinodemoníaco, ni el "ya" es un ya absoluto. Puede expresarse eso mismo diciendo que es el elemento negativo en el fondo del ser y que ese eleme11to negativo es superado en el devenir del ser en sí. Como tal, es la base del elemento negativo de la creatura, en la que no es superado sino que en ella constituye una amenaza y una ruptura potencial. Estas afirmaciones implican la recusación de toda doctrina ontológica no simbólica de Dios como proceso del devenir. Si decimos que el ser es real como vida, el elemento de autotrascendencia queda obvia y acentuadamente integrado en el ser. Pero Je está integrado como elemento simbólico equilibrado por la forma. El ser no está equilibrado por el devenir. El ser incluye el devenir y el reposo, el devenir como; una implicación de la dinámica y el reposo como una implicación de la forma. Si decimos que Dios es el ser en sí, esto incluye tanto el reposo como el devenir, tanto el elemento estático como el elemento dinámico. Sin embargo, hablar de un Dios "que deviene" rompe el equilibrio entre la dinámica y la forma, y somete a Dios a un proceso que tiene la índole de un hado o que está enteramente abierto al futuro y es cual accidente absoluto. En ambos casos, se socava la divinidad de Dios. El error fundamental de que adolecen estas doctrinas es su carácter metafísico-deductivo. Aplican a Dios de una manera no simbólica los elementos ontológicos y luego deducen de ellos unas consecuencias religiosamente inaceptables y teológicamente insostenibles. Si e] elemento de forma en la polaridad dinámica-forma se aplica simbólicamente a la vida divina, expresa la actualización de sus potencialidades. La vida divina une inevitablemente posibilidad y realización. Ningún elemento amenaza al otro ni existe una amenaza de ruptura. En términos de autopreservación,
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podríamos decir que Dios no puede dejar de ser Dios. Su salir de sí mismo no disminuye ni destruye su divinidad, sino que está unido con el eterno "reposo en si mismo" de Dios. Hemos de concebir la forma divina en analogía con lo que, a nivel humano, hemos llamado "intencionalidad". Está equilibrada por la vitalidad, que es el elemento dinámico a nivel humano. En esta formulación, la polaridad aparece en la teología clásica como la polaridad de la voluntad y del intelecto en Dios. Es coherente que Tomás de Aquino tuviera que subordinar la voluntad de Dios a Su intelecto cuando aceptó el actus puros aristotélico como el carácter fundamental de Dios. Y hemos de recordar que la línea de pensamiento teológico que intenta salvaguardar el elemento dinámico en Dios comienza en realidad con Duns Scoto, que elevó la voluntad de Dios por encima de Su intelecto. Desde luego, referidos a Dios, los términos de voluntad e intelecto expresan infinitamente más que los actos mentales de querer y comprender tal como éstos aparecen en la experiencia humana. Son símbolos de la dinámica en todas sus ramificaciones y de la forma como estructura significativa del ser en sí. Por consiguiente, no es una cuestión de psicología metafísica el que sea Tomás de Aquino o Duns Sooto quien tenga razón. La cuestión estriba en saber de qué modo deberían utilizarse los conceptos psicológicos como símbolos de la vida divina. Y a ese respecto, es obvio que durante más de un siglo la decisión adoptada ha sido favorable al elemento dinámico. La filosofía de la vida, la filosofía existencial y la filosofía del devenir coinciden en este punto. El protestantismo ha contribuido con poderosos motivos a esta decisión, pero la teología debe equilibrar la insistencia nueva con la insistencia antigua (predominantemente católica) sobre el carácter formal de la vida divina. Si consideramos la polaridad de libertad y destino en su valor simbólico, vemos que difícilmente hay una palabra acerca de Dios en la Biblia que no apunte directa o indirectamente a su libertad. Libérrimamente crea Dios, libérrimamente se ocupa del mundo y del hombre, libérrimamente los salva y los encamina a la plenitud. La libertad de Dios es libertad frente a todo lo que le es anterior o está a su vera. El caos no puede impedirle que pronuncie la palabra que hace surgir la luz de las tinieblas; las malas obras de los hombres no pueden im-
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pedirle que lleve a término sus planes; las buenas obras de los hombres no pueden obligarle a que los recompense; la estructura del ser no puede impedirle que se revele, etc. La teología clásica ha hablado en términos más abstractos de la aseidad de Dios, de su ser a se, de su ser surgido de sí mismo. No existe ningún fondo anterior a Dios que pueda condicionar su libertad; ni el caos ni el non-ser detentan el poder de limitarle o de ofrecerle resistencia. Pero la aseidad significa asimismo que nada dado hay en Dios que al mismo tiempo no sea afirmado por su libertad. Si esto se concibe de un modo no simbólico, suscita naturalmente una pregunta de imposible respuesta: gacaso la estructura de la libertad, por ser Su libertad, es ya algo dado frente a lo cual Dios carece de toda libertad? Sólo una respuesta cabe: que la libertad, como los demás conceptos ontológicos, debemos entenderla simbólicamente y en términos de la correlación existencial entre el hombre y Dios. Si la concebimos de esta manera, la libertad significa qu,~ lo que con5tituye la preocupación última del hombre no depende ·en modo alguno del hombre, de ningún ser finito, ni de ninguna preocupación finita. Sólo lo que es incondicional puede ser la expresión de la preocupación incondicional. Un Dios condicionado no es Dios. ¿Puede aplicarse simbólicamente a la vida divina el término "destino"? Los dioses del politeísmo tienen un destino --<>, más correctamente, un hado-, porque no son últimos. Pero, ¿podemos decir que aquel que es incondicional y absoluto posee un destino de la misma manera que tiene libertad? ¿Es posible atribuir un destino al ser en sí? Sí, es posible, siempre que se evite la connotación de un poder superior a Dios y determinante del destino, y siempre que se añada que Dios es su propio destino y que, en Dios, libertad y destino son lo mismo. Se puede argüir que se expresa más adecuadamente esta verdad si se sustituye el destino por la necesidad, no desde luego por una necesidad mecánica, sino por la necesidad estructural, o si se dice que Dios es su propia ley. Tales locuciones son importantes como interpretaciones, pero carecen de dos elementos de significación que están presentes, en cambio, en la palabra "destino". Carecen del misterio de lo que precede a toda estructura y a toda ley, el ser en sí; y carecen asimismo de la relación oon la historia que está implícita en el término
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"destino". Si decimos que Dios es su propio destino, sugerimos tanto el misterio infinito del ser como la participación de Dios en el devenir y en la historia. c) Dios conw espíritu y los principios trinitarios. -El espíritu es la unidad de los elementos ontológicos y del telos de la vida. Actualizado como vida, el ser en sí halla su plenitud como espíritu. La palabra telos expresa la relación entre la vida y ·el espíritu con mayor precisión que las palabras ".finalidad" o "'meta". Expresa la índole de la vida que interiormente la encamina al espíritu, la urgencia que siente la vida para convertirse en espíritu, para realizarse como espíritu. T elos representa la finalidad interior, esencial, necesaria, aquello en lo que un ser cumple su propia naturaleza. Dios como viviente es Dios realizado en sí mismo y, por ende, espíritu. Dios es espíritu. tste es el símbolo más englobante, más directo y menos limitado de la vida divina. No precisa que se le equilibre con otro símbolo, porque incluye todos los elementos ontológicos. Al llegar a este punto, hemos de hacer algunas advertencias previas acerca del espíritu, aunque la doctrina del espíritu constituya el tema de una parte separada de la teología sistemática. La palabra "espíritu" (con una~ minúscula) ha desaparecido casi por completo de la lengua inglesa como término filosófico significativo, a diferencia de las lenguas alemana, francesa e italiana donde las palabras Geist, esprit y espirito han conservado su estatuto filosófico. Esto se debe probablemente a la separación radical que se ha establecido entre la función cognoscitiva de la mente, por una parte, y la emoción y la voluntad, por la otra parte, separación de la que tenemos un ejemplo típico en el empirismo inglés. En todo caso, la palabra "espíritu" aparece sobre todo en un contexto religioso y entonces se escribe con una E mayúscula. Pero es imposible comprender la significación de Espíritu si no se comprende la significación de espíritu, ya que el Espíritu es la aplicación simbólica del espíritu a la vida divina. El significado de espíritu está formado por el significado de los elementos ontológicos y de su unión. En términos de ambos aspectos de las tres polaridades, podemos decir que el espíritu es la unidad del poder y de la significación. En el aspecto de
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pader, incluye la personalidad centrada, la vitalidad autotrascendente y la libertad de autodeterminación. En el aspecto de significación, incluye la participación universal, las formas y las estructuras de la realidad, y un destino que limita y dirige. La vida realizada como espíritu abarca tanto la pasión como la verdad, tanto la libido como la sumisión, tanto la voluntad de poder como la justicia. Si uno de estos elementos absorbe a su elemento correlativo, la vida queda reducida a una ley abstracta o a un movimiento caótico. El espíritu no se yergue en oposición al cuerpo. La vida como espíritu trasciende la dualidad de cuerpo y mente. Y trasciende asimismo la triplicidad de cuerpo, alma y mente, en la que el alma es el poder v.ital concreto y la mente y el cuerpo son sus funciones. La vida como espíritu es la vida del alma, que incluye la mente y el cuerpo, pero no como realidades junto a la realidad del alma. El espíritu no es una "parte", ni es una función particular. Es la función que lo abarca todo y en la que participan todos los elementos de la estructura del ser. Sólo en el hombre y por el hombre es posible hallar la vida como espíritu, porque sólo en él está plenamente realizada la estructura del ser. La afirmación de que Dios es Espíritu significa que la vida como espíritu es el símbolo inclusivo de la vida divina. Contiene todos los elementos ontológicos. Dios no está más próximo a una "parte" o a una función particular del ser que a otra "parte"' o a otra función del ser. Como Espíritu, está tan próximo a la oscuridad creadora del subconsciente como a la luz critica de la razón cognoscitiva. El Espíritu es el pader en el que vive la significación, y es la significación que confiere dirección al poder. Dios como Espíritu es la unidad última de ambos, del poder y de la significación. Contrariamente a Nietzsche, que identificaba las dos afirmaciones: "Dios es Espíritu" y "Dios ha muerto", nosotros hemos de afirmar que Dios es el Dios vivo porque es Espíritu. . Toda discusión de la doctrina cristiana de la Trinidad debe empezar con la afirmación cristológica de que Jesús es el Cristo. La doctrina cristiana de la Trinidad corrobora el dogma cristológico. Pero la situación es muy distinta si, en lugar de formular la cuestión de las doctrinas cristianas, planteamos la cuestión de las presuposiciones de tales doctrinas en la idea de Dios. Entonces tenemos que hablar de los principios trinita21.
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ríos, y empezar por el Espíritu en lugar de empezar por el Logos. Dios es Espíritu, y toda afirmación trinitaria debe deducirse de esta aserción fundamental. La vida de Dios es vida como espíritu. y los principios trinitarios son momentos en el proceso de la vida divina. La intuición humana de lo divino ha distinguido siempre entre el abismo de lo divino (el elemento de poder) y la plenitud de su contenido (el elemento de significación), entre la profundidad divina y el 'logos divino. El primer principio es la base de ·la divinidad, lo que hace que Dios sea Dios. Es la raíz de su majestad, la intensidad inalcanzable de su ser, el fondo inagotable del ser en el que todo tiene su origen. Es el poder del ser que opone una resistencia infinita al non-ser y confiere el poder de ser a todo lo que es. En los pasados siglos, el racionalismo teológico y filosófico ha despojado a la idea de Dios de este primer principio y, con él, le ha arrebatado su divinidad. Dios se convirtió entonces en un ideal moral o en otro nombre cualquiera que indicase la unidad estructural de la realidad. El poder de la divinidad desapareció, pues, por completo. El término clásico 'logos es el más adecuado para designar el segundo principio, el de significación y estructura: une la estructura significativa con la creatividad. Mucho antes de la era cristiana -en cierto modo, ya en Heráclito-, el 'logos adquirió ciertas connotaciones de ultimidad junto con la significación del ser como ser. Según Parménides, el ser y el 'logos del ser son inseparables. El logos abre el fondo divino, su infinitud y su oscuridad, y convierte su plenitud en discernible, definida, finita. El 'logos ha sido llamado el espejo de la profundidad divina, el principio de la autoobjetivación de Dios. En el 'logos, Dios pronuncia su palabra, tanto en sí mismo como más allá de sí mismo. Sin el segundo principio, el primero sería el caos y un fuego abrasador, pero no sería el fondo creador. Sin el segundo principio, Dios es demoníaco, está caracterizado por la soledad absoluta, es el "absoluto en su desnudez" (Lutero). Como actualización de los otros dos principos, el Espíritu es el tercer principio. Tanto el poder como la significación están contenidos y unidos en él. El Espíritu los hace creadores. El tercer principio es, en cierto modo, la totalidad (Dios es Espíritu) y, en cierto modo, es un principio particular (Dios posee el Espíritu como posee el logos)
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"sale" de sí mismo: el Espíritu procede del fondo divino/Con• fiere una realidad concreta a lo que es potencial en el fondo divino y "declarado" en el logos divino. A través del Espíritu, la plenitud divina queda situada en la vida divina como algo definido y, al mismo tiempo, está reunida con el fondo divino. Lo finito está situado como finito en el seno del proceso de la vida divina, pero está reunido con lo infinito en el seno del mismo proceso. Es distinto de lo infinito, pero no está separado de él. La vida divina es un misterio infinito, pero no es un vacío infinito. Es el fondo de toda. abundancia, y ella misma es abundante. La consideración de los principios trinitarios no es la doctrina cristiana de .la Trinidad. Es una preparación para ella, nada más. S6lo es posible discutir el dogma de la Trinidad después de elaborar el dogma cristol6gico. Pero los principios trinitarios aparecen siempre que se habla significativamente del Dios vivo. La vida divina es infinita, pero en el sentido de que lo finito está situado en ella de tal modo que trasciende la potencialidad y la realidad. No es, pues, exacto identificar a Dios con lo infinito. Esto s6lo puede hacerse a ciertos niveles de análisis. Si se describe como finitos al hombre y su mundo, entonces, contrariamente a ellos, Dios es infinito. Pero el análisis debe rebasar este nivel en ambas direcciones. El hombre es consciente de su finitud, porque detenta el poder de trascenderla y considerarla. Sin esta conciencia, no podría decir de sí mismo que es mortal. Por otra parte, lo que es infinito no sería infinito .si estuviese limitado por lo finito. Dios es infinito porque tiene lo finito (y, con él, aquel elemento de non-ser que pertenece a la finitud) en sí mismo, unido a su infinitud. Una de las funciones que cumple el símbolo de la "vida divina" es la de remitirnos a esta situación. 5. Dms
COMO CREADOR
Introduccíón: creación y. finitud . ..-- La vida divina es creadora: se actualiza en una abundancia inagotable. La vida divina y la creatividad divina no son distintas. Dios es creador porque es Dios. Carece, pues, de sentido preguntar si la creación es un acto necesario o un acto contingente de Dios. Nada es necesa-
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rio a Dios, en el sentido de que Dios dependa de una necesidad que sea más alta que 1!:1. Su aseidad implica que todo cuanto ll:l es, lo es por sí mismo. Eternamente Dios "se crea a sí mismo", frase paradójica que a~a la libertad de Dios. Ni siquiera la creación es contingente:\_La creación no "le acaece" a Dios, ya que es idéntica a su vida. La creación no sólo es la libertad de Dios, sino también su destino)Pero no es un hado; no es ni una necesidad ni un accidente que determine a Dios. La doctrina de la creación no es el relato de un acontecimiento que tuvo lugar "antaño". Es la descripción fundamental de la relación existente entre Dios y el mundo. Es lo correlativo al análisis de la finitud del hombre. Responde a la cuestión implícita en la finitud del hombre y en la finitud en general. Al dar esta respuesta, descubre que la significación de la finitud es la creaturalidad. La doctrina de la creación es la respuesta a la cuestión implícita en la creatura como creatura. Esta cuestión es continuamente formulada y siempre recibe su respuesta en la naturaleza esencial del hombre: la cuestión y la respuesta, como todas las cosas en el proceso de la vida divina, se sitúan allende la potencialidad y la realidad concreta. Pero, de hecho, la cuestión es formulada y no es contestada en la situación existencial del hombre. Tal es la índole de la existencia: que el hombre formula la cuestión de su finitud, pero no recibe ninguna respuesta a ella. Por consiguiente, incluso en el caso de que existiera algo así como una teología natural, ésta no podría dar razón de la verdad de la creatividad de Dios y de la creaturalidad del hombre. La doctrina de la creación no describe un acontecimiento. Indica la situación de creaturalidad, e indica que la creaturalidad es correlativa a la creatividad divina. Y puesto que la vida divina es esencialmente creadora, hemos de utilizar los tres modos del tiempo para simbolizarla. Dios ha creado el mundo, Dios es creador en el momento actual, y Dios plenificará creativamente su telos. Tenemos que hablar, pues, de creación originante, de creación sustentante y de creación dirigente. Esto significa que
La creatividacZ originadora de Dios. -1) Creación y
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non-ser. -La doctrina cristiana clásica de la creación utiliza la expresión creatio ex nihilo. La primera labor que debe acometer la teología es la interpretación de estas palabras. Su significación obvia es una negación crítica. Dios no encuentra nada ya "dado", nada que lo influya en su creatividad o que oponga resistencia a su telos creador. La doctrina de la creatio ex nihtlo es lo que protege al cristianismo de toda suerte de dualismo último. Lo que preocupa últimamente al hombre sólo puede ser aquello de lo que el hombre últimamente depende. Dos realidades últimas destruyen la ultimidad de la preocupación. Esta significación negativa de la creotio ex nihilo es evidente y decisiva en toda experiencia y toda afirmación cristianas. Constituye la marca distintiva que separa el paganismo, incluso en su forma más sutil, y el cristianismo, incluso en su forma más primitiva. Se suscita, empero, la cuestión de si la locución ex nihilo indica algo más que la recusación del dualismo. La palabra ex parece referirse al origen de la creatura. "Nada" es la cosa (o el lugar) de donde la creatura procede. Ahora bien, "nada" puede significar dos cosas. Puede significar la negación absoluta del ser (ouk on), o puede significar la negación relativa del ser (me on). Si ex nihilo tuviese esta última significación, sería una rea6rmación de la doctrina griega acerca de la materia y la forma contra la que está dirigida. Si ex nihilo significase la negación absoluta del ser, no podría ser el origen de la creatura. Sin embargo, el término ex nihilo dice algo fundamentalmente importante acerca de la creatura, a saber, que debe asumir lo que podríamos llamar "la herencia del non-ser". La creaturalidad implica el nonser, pero es más que el non-ser. Entraña el poder del ser, y este poder del ser es su participación en el ser en sf, en el fondo creador del ser. Ser una creatura implica ambas cosas, la herencia del non-ser (la congoja) y la herencia del ser (el coraje). Pero no incluye una herencia extraña, surgida de un poder semidivino, que estaría en conflicto con el poder del ser en sí. La doctrina de la creación a partir de la nada expresa dos verdades fundamentales. La primera es la verdad de que el carácter trágico de la existencia no está enr·aizado en el fondo creador del ser y, por ende, no pertenece a la naturaleza
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esencial de las cosas. En sí misma, la finitud no es trágica. es decir, no está condenada por su misma grandeza a la autodestrucción. Así, pues, no se vence lo trágico de la existencia evitando lo finito tanto como nos sea posible, es decir, por el ascetismo ontológico. Lo trágico se vence por la presencia del ser mismo en el seno de lo finito. 7 La segunda verdad expresada en esta doctrina es la verdad de que existe un elemento de non-ser en la creaturalidad, y esto nos permite comprender la necesidad natural de la muerte y la potencialidad, pero no la necesidad de lo trágico. Dos doctrinas teológicas centrales. se fundamentan ·en la doctrina de la creación: la encamación y la escatología. Dios sólo puede :aparecer en la finitud, si lo finito como tal no está en conflicto con ~l. Y la historia sólo puede alcanzar su plenitud ·en el eschaton, si la salvación no presupone el elevarse sobre la finitud. La fórmula creatio ex nihilo no es el título de un relato. Es la fórmula clásica que expresa la relación existente entre Dios y el mundo. 2) Creación, esencia y existencia. -En el .credo de Nicea, a Dios se le llama creador de "todo lo visible e invisible". Como la fórmula que acabamos de discutir, también esta expresión ejerce ante todo una función protectora. Se opone directamente a la doctrina platónica según la cual el dios creador depende de las esencias o ideas eternas, de los poderes . del ser que hacen que una cosa sea lo que es. En oposición o, por lo menos, a la par de la adoración debida únicamente a Dios, podría atribuirse a estos poderes eternos del ser una especie de honor divino. Se los podría identificar con los ángeles de la tradición del Oriente Medio (que a menudo son dioses destituidos) y hacerlos objeto de un culto. Esto se produjo incluso en el cristianismo, como nos lo muestra el Nuevo Testamento. El neo-platonismo, y con él gran parte de la teología cristiana, profesó que las esencias son ideas en la mente divina. Son los JllOdelos según los cuales Dios crea. Son dependientes de la creatividad interna de Dios; no son independientes de ~l. sino que se hallan situados en alguna hornacina celeste como modelos para la acti7. La ascética cristiana es más funcional que ontológica; está al servicio de la autodisciplina y de la autosumisi6n; no busca la manera de escapar de la finitud.
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vidad creadora de Dios. Los poderes esenciales del ser pertenecen a la vida divina en la que están enraizados, y son creados por aquel que es todo lo que es "por sí mismo". No existe ninguna diferencia en la vida divina entre potencialidad y realidad. Esto resuelve uno de los problemas más difíciles que suscita la ontología de las esencias, es decir, el ·problema de cómo se relacionan las esencias con los universales, por un lado, y con los individuos, por el otro. Cuanto más individualizada es la concepción de las esencias, tanto más constituyen éstas un duplicado de la realidad. Esto es lo que implica de un modo radical la enseñanza de los pla.tónicos tardíos, según los cuales existe una idea de todas las cosas individuales en la mente divina. En esta doctrina, las ideas pierden la función que poseían en la concepción origina], es decir, la función de describir lo que es eternamente verdadero en el flujo de la realidad. Resulta perfectamente comprensible que más adelante el nominalismo aboliera esta duplicidad del mundo y que atribuyera el ser únicamente a las cosas individuales, aunque el nominalismo no puede negar el poder de los universales que reaparecen en cada ejemplar individual y que determinan su naturaleza y su crecimiento. E incluso existe en el individuo, sobre todo en el hombre individual, un tel.os interior que trasciende los diversos momentos del proceso de su vida. El proceso creador de la vida divina precede a la diferenciación entre las esencias y los existentes. En la visión creadora de Dios, el individuo está presente como un todo en su ser esencial y en su tel.os interior y, al mismo tiempo, en la inf:lnidad de los momentos particulares de su proceso vital. Desde luego, esto lo decimos simbólicamente, puesto que no somos capaces de percibir y ni siquiera de imaginar lo que pertenece a la vida divina. El misterio del ser, más allá de la esencia y la existencia, queda oculto en el misterio de la creatividad de la vida divina. Pero el ser del hombre no sólo está oculto en el fondo creador de la vida divina; también es manifiesto para si mismo y para los demás seres vivos en el conjunto de la reaf;idad. El hombre existe, pero su existencia dífiere de su esencia. El hombre y el resto de la realidad no sólo se hallan "dentro" del proceso de la vida divina, sino también "fuera" de él.
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El hombre hunde sus raíces en la vida divina, pero ne está retenido en el interior de esa vida divina. El hombre ha dejado ese fondo divino para "erguirse sobre sí mismo", para actualizar lo que él es esencialmente, para ser una libertad finita. f:ste es el punto en el que se aúnan la doctrina de la creación y la doctrina de la caída. Pero es el punto más difícil y más dialéctico de la doctrina de la creación. Y, como nos lo muestra todo análisis existencial de la situación humana, es asimismo el punto más misterioso de la experiencia humana. La creaturalidad plenamente desarrollada es la creaturalidad caída. La creatura ha actualizado su libertad en la medida en que está fuera del fondo creador de la vida divina. ll:sta es la diferencia que media entre estar dentro y estar fuéra de la vida divina. "Dentro" y "fuera" son símbolos espaciales~ pero lo que tales símbolos expresan no es espacial. Nos remiten a una realidad más cualitativa que cuantitativa. Estar fuera de la vida divina significa estar en una libertad actualizada, en una existencia que ya no está unida a la esencia. Visto desde un lado, éste es el fin de la creación. Visto desde el otro lado, éste es el principio de la caída. Libertad y destino son correlativos. El punto en que coinciden creación y caída es mucho más una cuestión de destino que una cuestión de libertad. El hecho de que se trate de una situación universal demuestra que este punto no es una cuestión de contingencia individual, ni en "Adán" ni en nadie. El hecho de que este punto separe la existencia de su unidad con la esencia indica que no es úna cuestión de necesidad estructural. Es la actualización de la libertad ontológica unida al destino ontológico. Todo teólogo, que posea el suficiente coraje para enfrentarse con la doble verdad de que nada puede ocurrirle a Dios accidentalmente y de que el estado de existencia es un estado caído, debe aceptar el punto de coincidencia entre el fin de la creación y el inicio de la caída. Los teólogos que no están dispuestos a interpretar los relatos bíblicos de la creación y de la caída como informaciones acerca de dos acontecimientos reales, deberían sacar la consecuencia de su posición y situar el misterio donde éste se halla -en la unidad de libertad y destino en el fondo del ser. Los calvinistas supralapsarios, que afirmaban que Adán cayó por decreto divino, tuvieron el coraje de hacer frente a esta situación. Pero no tuvieron la cordura de formular su
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intuición de tal modo que eludiera el carácter aparentemente demoníaco de este decreto divino. Resumiendo: ser una creatura significa estar enraizado en el fondo creador de la vida divina y, a la vez, actualizar el propio yo a través de la libertad. La creación se plenifica en la autorrealizaci6n de la creatura, que es simultáneamente libertad y destino. Pero esta plenificación se cumple por su separación del fondo creador, por la ruptura entre la existencia y la esencia. La libertad de la creatura es el punto en que coinciden creación y caída. Tal es el trasfondo de lo que ll.amamos la "creatividad humana". Si creatividad significa "conducir al ser algo nuev~"· el hombre es creador en todas direcciones -ron respecto a sí mismo y a su mundo, con respecto al ser y al significado. Pero si creatividad significa "conducfr al ser lo que no tiene ningún ser", entonces la más aguda diferencia separa la creatividad divina y la creatividad humana. El hombre crea nuevas síntesis a partir de un material dado. Su creación es, en realidad, una transformación. Dios, en cambio, crea el material a partir del cual pueden desarrollarse las nuevas síntesis. Dios crea al hombre; otorga al hombre el poder de transformarse a sí mismo y de transformar su mundo. El lwmbre sólo puede transformar lo que le es dado. Dios es creador de un modo primario y esencial; el hombre es creador de un modo secundario y existencial. Y, además, en todo acto de creatividad humana es efectivo el elemento de separación del fondo creador. La creación humana es ambigua.8 3) La creación y las categorías. - La primacía del tiempo como categoría de finitud se expresa en el hecho de que habitualmente suele discutirse la cuestión de la creación y las categorías como la cuestión de la relación entre la creación y el tiempo. Si se simboliza la creación como un acontecimiento pasado, es natural que se pregunte por lo que aconteció antes de que tuviera lugar este acontecimiento. No cabe duda de que esa pregunta es absurda; ha sido rechazada tanto en el terreno filosófico como en el terreno religioso, con argumentos y con "santa cólera" (Lutero). Pero la absurdidad no radica en la pregunta como tal, sino en lo que la pregunta 1presupone: la crea8.
Véase parte IV, sección l.
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ción es un acontecimiento de antaño. Este presupuesto somete Ja creación al tiempo, y el tiempo implica inevitablemente un "antes" y un "después". Desde Agustín hasta nuestros días, la fórmula teológica tradicional ha consistido en afumar que el tiempo fue creado con el mundo, del que constituye la forma categorial básica. Algunas veces, sin embargo, los teólogos han sospechado que esta fórmula supone una creación eterna, que la creación es coeterna con Dios aunque sea temporal en su contenido. Afirman una creación en el tiempo, pero rechazan un tiempo de precreación. Sin embargo, esta posición teológica, de la que Karl Barth constituye un ejemplo contemporáneo, parece diferir de la de Agustín únicamente en el vocabulario, no en la substancia. La respuesta a la cuestión de la creación y el tiempo hay que deducirla del carácter creador de la vida divina. Si se sitúa Jo finito en el seno del proceso de la vida divina, también las formas de finitud (las categorías) están presentes en ella; La vida divina incluye la temporalidad, pero no le está sujeta. La eternidad divina incluye el tiempo, pero lo trasciende. El tiempo de la vida divina no está determinado por el elemento negativo del tiempo de la creatura, sino por el presente: no es el "nunca más" y el "todavía no" de nuestro tiempo el que lo determina. Nuestro tiempo, el tiempo que está determinado por el non-ser, es el tiempo de la existencia. Presupone la separación entre la existencia y la esencia, y la ruptura existencial de los momentos del tiempo que están esencialmente unidos en el seno de la vida divina. El tiempo posee, pues, un doble carácter con respecto a la creación. Pertenece por un igual al proceso creador de la vida divina y al punto de la creación que coincide con la caída. El tiempo participa del destino de todo lo creado: está enraizado en el fondo divino allende la esencia y la existencia, y está separado de ese fondo divino por la libertad y el destino de la creatura. En consecuencia, si se habla del tiempo antes
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tiempo, porque el tiempo es la forma de la finitud tanto en el fondo creador de la vida divina como en la existencia de la creatura. Podemos formular unas afirmaciones análogas por lo que respecta a las otras categorías. Todas ellas están presentes en el seno del fondo creador de la vida divina de un modo que sólo cabe indicar simbólicamente. Y todas ellas están asimismo presentes en la manera cómo las experimentamos en la existencia de la libertad actualizada, en la plenitud y en la autoalienación del ser de la creatura. 4) La creatura. - Al afirmar que la plenitud de la creación es la actualización de la libertad finita, afirmamos implícitamente que el hombre es el telos de la creación. De ningún otro ser conocido podemos decir que constituye la actualización de la libertad finita. En otros seres existen ciertas preformaciones de la libertad, como la Gestalt y la espontaneidad, pero estos otros seres carecen por completo del poder de trascender la cadena de estímulos y respuestas por medio de la deliberación y la decisión. Ningún otro ser posee un yo completo y un mundo completo; ningún otro ser es consciente de la finitud a partir de la oonciencia de una infinitud potencial. Si se diese otro ser que, a pesar de ciertas diferencias biológicas, poseyese estas cualidades, sería un ser humano. Y si entre los hombres se diese un ser que, a pesar de poseer una naturaleza biológica semejante, careciera de las cualidades que acabamos de mencionar, no lo llamaríamos "hombre". Pero ambos casos son imaginarios, puesto que la estructura biológica y el carácter ontológico son inseparables. El hombre como creatura ha sido llamado la "imagen de Dios". Esta expresión bíblica ha sido tan diversamente interpretada como la doctrina cristiana del hombre. Pero, en este caso, ha venido a complicar la discusión el hecho de que la narración bíblica utiliza dos términos para expresar esta idea, términos que se tradujeron por imago y similitudo. Tales términos eran distintos en su significación (Ireneo). Imago debía indicar el estado natural del hombre; similitudo, el don divino especial, el donum superadditum, que confería a Adán el poder de adherirse a Dios. El protestantismo, al negar el dualismo ontológico de naturaleza y supranaturaleza, rechazó el donum superadditum y, con él, la distinción entre imago y similitudo. El hombre
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en su pura naturaleza no es únicamente la imagen de Dios; posee asimismo el poder de comunión con Dios y, por consiguiente, el poder de obrar con rectitud respecto a las demás creaturas y con respecto a sí mismo (justitia originalis). Con la caída, se perdi6 este poder. El hombre está separado de Dios y carece de toda libertad de retomar a :€1. Para la doctrina cat6lica romana, el poder de comuni6n con Dios se halla únicamente debilitado en el hombre, quien conserva cierta libertad de retomar a Dios. La diferencia entre el protestantismo y el catolicismo romano depende aquí de todo un conjunto de decisiones, pero fundamentalmente de la interpretación de la gracia. Si la gracia es de substancia supranatural, la posición católica es consistente. Pero si la gracia es el perdón recibido en el centro de la propia personalidad, entonces se impone la posición protestante. Nuestra crítica de un supranaturalismo ontológico en los capítulos anteriores implica la recusación de la doctrina católica. Pero, a pesar de las numerosas discusiones habidas en el campo protestante, subsisten todavía dos problemas, a saber, el significado exacto de "imagen de Dios" y la naturaleza de la bondad creada del hombre. Una atenta consideración del primer problema exige que se evite toda confusión entre la imagen de Dios y la relación con Dios. Cierto es que el hombre no puede entrar en comunión con Dios sino porque ha sido creado a su imagen, pero esto no significa que se pueda definir la imagen por la comunión con Dios. El hombre e.5 la imagen de Dios por cuanto difiere de todas las demás creaturas, es decir, por su estructura racional. Desde luego, el término "racional" está sujeto a numerosas interpretaciones erróneas. Cabe definir lo racional como razón técnica, en el sentido de capacidad de argumentar y calcular. En este caso, la definición aristotélica del hombre como animal racional es tan falsa como la descripción de la imagen de Dios en el hombre en términos de naturaleza racional. Pero la razón es la estructura de la libertad, y ello implica una infinitud p0tencial. El hombre es la imagen de Dios porque, en él, los elementos ontológicos son completos y están unidos sobre la base de su creaturalidad, del mismo modo que son completos y están unidos en Dios como su fondo creador. El hombre es la imagen de Dios porque su logos es
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análogo al logos divino, de suerte que el logos divino puede presentarse como hombre sin destruir la humanidad del hombre. La segunda cuestión, que con tanta frecuencia ha sido discutida en la teología protestante y que tan diversas respuestas ha recibido en ella, es la cuestión de la bondad creada del hombre. Los primeros teólogos atribuían a Adán, como representante de la naturaleza esencial del hombre, todas las perfecciones que, por otra· parte, reservaban exclusivamente para el Cristo o el hombre en su plenitud escatológica. Tal descripción hizo enteramente ininteligible la caída. Así, pues, la teología posterior atribuyó con razón a Adán una especie de inocencia soñadora, una fase infantil antes de que alcanzara la etapa de pugna y decisión. Esta interpretación del "estado original" del hombre hizo comprensible la caída y existencialmente inevitable su eventualidad. Posee mucha más verdad simbólica que el "enaltecimiento del Adán" anterior' a la caída. La bondad de la naturaleza creada del hombre consiste en que le es dada la posibilidad y la necesidad de actualizarse y de llegar a ser independiente por esta actualización suya, pese a la inevitable alienación que entraña tal actualización. Por consiguiente, son inadecuadas todas las cuestiones acerca del estado real de Adán antes de la caída como, por ejemplo, si era mortal o inmortal, si estaba en comunión con Dios, si vivía en un estado de rectitud moral, etc. Los verbos "era", "estaba", "vivía",- presuponen una actualización en el tiempo. Pero esto es exactamente lo que no podemos afirmar del estado que trasciende la potencialidad y la realidad, tanto si para referimos a este estado nos servimos de un símbolo psicol6gico y hablamos del estado de inocencia soñadora, como si utilizamos un símbolo teológico y hablamos del estado en que se está inmerso en el fondo de la vida divina. Sólo se puede hablar de un "era", de un "estaba", después del momento en el que la orden divina lanzó a Adán en la autoactualización por la libertad y el destino. El hombre es la creatura en la que son completos los elementos ontológicos. Son incompletos en todas las creaturas, que (precisamente por esta razón) se llaman "subhumanas". Lo subhumano no implica menos perfección que lo humano. Muy al contrario, el hombre como creatura esencialmente amenazada no puede compararse con la perfección natural de las creaturas subhumanas. Lo subhumano indica un nivel ontológico
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distinto, no un grado de perfección distinto. La cuestión que hemos de formular es si existen seres sobrehumanos en un sentido ontológico. Desde el punto de vista tanto de la imaginación religiosa como de la construcción filosófica (neoplatonismo, Leibniz), la respuesta ha de ser afirmativa. Estas concepciones religiosas y filosóficas describen el universo como si se hallara habitado por espíritus, ángeles, mónadas superiores. Que tales seres, si existen, hayan de ser llamados "sobrehumanos"·, depende de la consideración que nos merezca el significado último de la libertad y de la historia. Si, según Pablo, los ángeles desean contemplar el misterio de la salvación, no son ciertamente superiores a los seres que experimentan este misterio en su propia salvación. La solución más pertinente a esta cuestión nos la da Tomás de Aquino, cuando declara que los ángeles trascienden la polaridad de individualidad y universalidad. En nuestra terminología, podríamos decir que los ángeles son símbolos poéticamente concretos de las estructuras· o poderes del ser. No son seres, sino que participan en todo lo que es. Su "epifanía" es una experiencia reveladora que determina la historia de la religión y de la cultura. Son subyacentes a las figuras de los grandes dioses mitológicos, lo mismo que al simbolismo cultural decisivo anterior a la era cristiana y a lo largo de ella. Están sometidos al Cristo. Deben servirle, aunque a menudo se rebelen contra él. Son tan efectivos como cuando aparecieron por primera vez. Y aparecen reiteradamente con distintos rostros, pero dotados de la misma substancia y del mismo poder.9 Hemos de suscitar aún una última cuestión: ¿cómo participa el hombre en la creatura subhumana y viceversa? La respuesta clásica es que el hombre constituye un microcosmos, porque en él están presentes todos los niveles de la realidad. En los mitos del "hombre original", del "hombre de lo alto", de "el Hombre" (cf. sobre todo la tradición persa y 1 Corintios, 15) y en las doctrinas filosóficas similares (cf. Paracelso, BOhme, Schelling), se expresa simbólicamente la participación mutua del hombre y de la naturaleza. El mito de la maldición lanzada 9. Su redescubrimiento en el dominio psicológico como arquetipos del inconsciente colectivo y la nueva interpretación de lo demoníaco en la teología y en la literatura, han contribuido eficazmente a la comprensión de estos poderes del ser, que no son seres, sino estructuras.
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sobre la naturaleza y la participación potencial de ésta en la salvación, apunta en la misma dirección. Todo esto resulta de difícil comprensión en una cultura que se halla determinada por el nominalismo y el individualismo. Pero forma parte de una herencia que el espíritu occidental está a punto de recobrar. El problema cobra una mayor urgencia cuando la teología cristiana se ocupa de la caída y de la salvación del mundo. El término "mundo", ¿hace referencia a la sola raza humana? Y si es así, ¿acaso se puede separar la raza humana de los demás seres? ¿Dónde se halla la línea divisoria en'el desarrollo biológico general, y dónde en el desarrollo del hombre invidual? ¿Es posible separar de la naturaleza universal la naturaleza que pertenece al hombre por su propio cuerpo? ¿A quién pertenece el ámbito inconsciente de la personalidad del hombre, a la naturaleza o al hombre? ¿El inconsciente colectivo permite que el individuo se aísle de los otros individuos y del conjunto de la substancia viviente? Todas estas cuestiones ponen de manifiesto que se ha de considerar con mucha mayor atención el elemento de participación de la polaridad de invidualización y participación, por lo que se refiere a la participación mutua de la naturaleza y del hombre. La teología debería aprender aquí del naturalismo moderno que, en este punto, puede servir de introducción a una verdad teológica semiolvidada. Lo que acaece en el microcosmos acaece por la participación mutua en el macrocosmos, ya que el ser en sí sólo es uno. b) La creatividad sustentadora de Dios. - El hombre actualiza su libertad finita en unidad con el conjunto de la realidad. Esta actualización incluye la independencia estructural, el poder de erguirse sobre el propio yo, y la ¡>Qsibilidad de ofrecer resistencia al retomo al fondo del ser. Al mismo tiempo, la libertad actualizada sigue siendo continuamente dependiente de su fondo creador. Sólo en el poder del ser en sí es capaz la creatura de resistir al non-ser. La existencia creatural supone una doble resistencia: la resistencia al non-ser y la resistencia al fondo del ser en el que está enraizada y del que depende. Tradicionalmente, a la relación de Dios con la creatura en su libertad actualizada se le ha dado el nombre de conservación del mundo. El símbolo de la conservación implica la existencia independiente de aquello que es conservado y la necesidad de
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su protección contra las amenazas de destrucción. La doctrina de la conservación del mundo es la puerta por la que los conceptos deístas se introducen fácilmente en el sistema teológico. Se concibe el mundo como una estructura independiente que se mueve según sus propias leyes. Dios creó ciertamente el mundo "en el principio" y le dio las leyes de la naturaleza. Pero después de aquel primer momento, o bien deja de intervenir por completo en el mundo (deísmo coherente), o bien su intervención es tan sólo ocasional y ejercida .por los milagros y la revelación (deísmo teísta), o bien actúa por una interrelación continua (teísmo coherente). En estos tres casos, sería impropio hablar de creación sustentadora. Desde el tiempo de Agustín, se da otra interpretación de la conservación del mundo. La conservación es la creatividad continua, en la que Dios, desde toda la eternidad, crea a la par las cosas y el tiempo. Tal es la única comprensión adecuada de la conservación del mundo. Los reformadores la aceptaron: Lutero la expresó con singular fuerza y Calvino la elaboró radicalmente, añadiéndole una advertencia contra el peligro deísta que ya preveía. Hemos de seguir esta línea de pensamiento y convertirla en una línea de defensa contra la concepción contemporánea de Dios, concepción que es deísta y teísta a medias y considera a Dios como un ser al lado del mundo. Dios es esencialmente creador y, por consiguiente, es creador en todos los momentos de la existencia temporal dando el poder del ser a todo lo que tiene ser a partir del foµdo creador de la vida divina. Existe, no obstante, una diferencia decisiva entre la creatividad originadora y la creatividad sustentadora. Esta última se refiere a las estructuras dadas de la realidad, a lo que perdura a través del cambio, a lo que es regular y calculable en las cosas. Sin el elemento estático, el ser finito no sería capaz de identificarse consigo ·mismo ni de identificar cosa alguna. Sin él, no. sería posible ni la espera, ni la acción para el futuro, ni siquiera un lugar donde estar; ·no sería, pues, posible el ser. La fe en la creatividad sustentadora de Dios es la fe en la continuidad de la estructura de la realidad como la base del ser y de la acción. La principal corriente de la concepción moderna del mundo excluía por completo la conciencia. de la creatividad sustentadora de Dios. ·Consideraba a la naturaleza como un sistema de
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leyes mensurables y calculables, descansando sobre sí mismas, sin principio ni fin. La "tierra de sólidos fundamentos" era un lugar seguro en un universo segtiro. Aunque nadie negaba que cada cosa singular estuviese amenazada por el non-ser, la estructura del conjunto parecía invulnerable a tal amenaza. En consecuencia, se podía hablar de deus sive natura, expresi6n que indica que el nombre de "Dios" no añade nada a lo que ya está involucrado en el nombre "naturaleza", Podríamos llamar "panteístas" a tales ideas; pero entonces deberíamos observar que no son muy distintas de un deísmo que arrincona a Dios al borde de la realidad y atribuye al mundo la: misma independencia que posee en el panteísmo naturalista. El símbolo de la creatividad sustentadora de Dios ha desaparecido en ambos casos. Hoy, la tendencia principal de la concepción moderna del mundo ha sido invertida. Los fundamentos de un universo autosuficiente han sufrido una tremenda sacudida. Las cuestiones de su principio y de su fin son ahora teóricamente válidas y apuntan al elemento del non-ser subyacente al universo como un todo. Al mismo tiempo, la impresión de vivir en un mundo últimamente seguro ha sido destruida por las catástrofes del siglo xx y por la filosofía y la literatura existencialistas que corresponden a tales catástrofes. De ahí que el símbolo de la creatividad sustentadora de Dios haya adquirido una nueva significación y u.n nuevo poder. El problema de si la relación entre Dios y el mundo se ha de expresar en términos de inmanencia o de trascendencia suele atajarse diciendo: "tanto de un modo como de otro". Una respuesta de esta índole, aunque sea correcta, no resuelve ningún problema. La inmanencia y la trascendencia son símbolos espaciales. Dios está en el mundo o por encima del mundo -o ambas cosas a la vez. La cuestión estriba en saber lo que eso significa en términos no espaciales. Sin duda alguna, Dios no está ni en otro espacio ni en el mismo espacio que el mundo. Dios es el fondo creador de la estructura espacial del mundo, pero ni positiva ni negativamente está sujeto a esta estructura. El símbolo espacial nos remite a una relación cualitativa: Dios es inmanente al mundo como su fondo creador permanente, y es trascendente al mundo por la libertad. Ambas, la divinidad infinita y la libertad humana finita, hacen al mundo trascendente a Dios y a Dios trascendente al mundo. No se da satis22.
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facción al interés religioso por la trascendencia divina cuando se a.6rma certeramente la trascendencia infinita de lo infinito sobre lo fu:i.ito. Esta trascendencia no contradice, sino que más bien confirma la coincidencia de los contrarios. Lo infinito está presente en todo lo finito, lo mismo en la piedra que en el genio. En cambio, la trascendencia exigida por la experiencia religiosa es la relación de libertad a libertad que se da en todo encuentro personal. Sin duda, lo santo es lo "totalmente otro", Pero su alteridad no se concibe realmente como alteridad si queda conflnada en el ámbito estético-cognoscitivo y nó la experimento como la alteridad del "Tú" divino, cuya libertad puede entrar en conflicto con mi libertad. Lo que significan los símbolos espaciales de la trascendencia divina es el conflicto posible y la posible reconciliación de la libertad infinita y la libertad flnita. c) La creatividad directora de Dios. -1) Creación y finalidad. - •r..a finalidad de la creación" es un concepto tan ambiguo que deberíamos evitarlo. La creación carece de toda flnalidad más allá de si misma. Desde el punto de vista de la creatura, la finalidad de la creación es la creatura misma y la actualización de sus potencialidad,es. Desde el punto de vista del creador, la flnalidad de la creación es el ejercicio de su creatividad, la cual carece de toda otra finalidad más allá de si misma, porque la vida divina es esencialmente creadora. Si se dice que '"la gloria de Dios" constituye la finalidad de la creación, como afuman las teologías calvinistas, es necesario comprender ante todo el carácter altamente simbólico de tal afirmación. Ningún teólogo calvinista admitirá que a Dios le falte algo y que ese algo Dios ~enga que procurárselo en la creatura que ltl ha creado. Todos rechazan esta idea como pagana. Al crear el mundo, Dios es la única causa de la gloria que :€1 desea procurarse a través de su creación. Pero si Dios es la única causa de su gloria, no necesita el mundo para que se la dé. La posee eternamente en sí mismo. Según las teologías luteranas, la finalidad de Dios es entrar en una comunión de amor con sus creaturas. Dios crea el mundo porque el amor divino desea tener un objeto de amor añadido a sí mismo. También aquí se afirma implícitamente que Dios necesita algo que no podría tener sin la creación. El amor recíproco es un amor interde-
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pendiente. Y sin embargo, según la teología luterana, no existe nada que el mundo creado pueda ofrecer a Dios. Dios es el único que da. Sería conveniente sustituir el concepto de ·1a Bnalidad de la creación" por el concepto de "el telos de la creatividad'" -el designio interno de llevar a la plenitud en la realidad concreta lo que, en la vida divina, se halla más allá de la potencialldad y de la realidad. Una función de la creatividad divina es la de encaminar toda creatura hacia esa plenitud. Así hemos de afiadir la creatividad directora a ·la creación Qriginadora y sustentadora. Constituye el aspecto de la creatividad divina que está en relación con el futuro. El término tradicional para designar la creatividad directora es ·providencia" . .2) Hado y providencia. - La providencia es un concepto paradójico. La fe en la providencia es la fe .. a pesar de• -a pesar de la oscuridad del hado y a pesar de lo absurdo de la existencia. El término pronola ("'providencia") aparece en Platón en el contexto de una filosofía que ha superado la oscuridad del hado transhumano y transdivino por medio de la idea del bien como poder último del ser y del conocimiento. La fe en la providencia histórica es el triunfo de la interpretación profética de la historia -una interpretación que da sentido a la existencia histórica a pesar de las experiencias incesantemente reiteradas de lo absurdo. En el mundo antiguo, el hado venció a la providencia y estableció un reino de terror entre las masas; pero el cristianismo acentuó la victoria lograda por Cristo sobre las fuerzas del hado y del miedo, precisamente cuando éstas parecían haberlo anodado en la cruz. Y así quedó definitivamente establecida la fe en la providencia. En la era cristiana, no obstante, se dio una evolución que tendía a transformar la providencia en un principio racional a expensas de su carácter paradójico. Aunque el hombre desconocía las razones que determinan la actividad providencial de Dios, se insistió en que exi8ten tales razones, conocidas por Dios, y en que el hombre es capaz de participar en este conocimiento por lo menos de un modo fragmentario. En la filosofía moderna, la evolución ha rebasado este punto. Esta filosofía ha intentado sentarse en el trono de Dios y establecer una descripción terminante de las razones que determinan la actividad providencial de Dios. Tales razones se han expresado en tres
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formas distintas: la forma teleológica, la forma armónica y la forma dialéctica. La forma teleológica es un intento de demostrar que todas las cosas están construidas y ordenadas de tal modo que coadyuvan a la finalidad de la acción de Dios, siendo esta finalidad la felicidad humana. Un cuidadoso análisis de todo lo que es teleológico en la naturaleza y en el hombre suscita innumerables argumentos en pro de la providencia divina. Sin embargo, puesto que la felicidad del hombre constituye el criterio último, todo acontecimiento natural que se manifieste contrario a la felicidad humana tiene repercusiones catastróficas para este optimismo teleológico. La segunda manera de hablar de la providencia en términos racionales es la forma armónica. La mayor parte de los filósofos de la Ilustración utilizaron implícita o explícitamente este método. En su pensamiento, armonía no significa que todo sea "dulzura y luz". Significa que una ley de armonía actúa .. entre bastidores" a pesar de los hombres y de sus intenciones egoístas. Las leyes de mercado, tal como las desarrollaron los economistas clásicos, constituyen el modelo de este tipo de providencia secularizada. Pero el principio de armonía ha sido afirmado en todos los ámbitos de la vida. El liberalismo, o doctrina de la libertad individual, es un sistema racional de providencia. La ley de la armonía regula, sin interferencia humana, las innumerables tendencias, objetivos y actividades conflictivas de todos los individuos. Incluso el protestantismo utiliza el principio de armonía cuando abre la Biblia a todos los cristianos y niega a las autoridades eclesiásticas el derecho de intervención. Tras la doctrina protestante según la cual la Biblia se interpreta a sí misma (scriptura suae ipsius interpretatio) yace una antigua creencia liberal en la armonía, creencia que a su vez es -una forma racionalizada de la fe en la providencia. Y el optimismo progresista del siglo XIX xw es más que una consecuencia directa de la aceptación general del principio de armonía. La tercera forma que. reviste la idea racional de providencia, forma ·que es más profunda y al mismo tiempo más pesimista que las dos primeras, es la dialéctica histórica. Esta dialéctica, tanto en su expresión idealista como en su manifestación realista, es consciente de la profunda negatividad que en-
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traña el ser y la existencia. Hegel introduce el non-ser y el conflicto en el proceso de autorrealización divina. Marx ve en la deshumanización y la autoalienaoión de la existencia histórica una refutación de la creencia liberal en una armonfa automática. El hado empieza a surgir de nuevo como el trasfondo oscuro de una providencia racionalizada y como su eterna amenaza. Pero la dialéctica conduce a una síntesis, tanto lógicamente como en la realidad. La providencia triunfa aún, según Hegel y según Marx. Para Hegel, triunfa en su propia era; para Marx, triunfará en un futuro indeterminado. Para ninguno de los dos, empero, la providencia no ofrece el menor consuelo al individuo. Marx no columbra ninguna plenitud del destino individual, excepto en la plena realización colectiva, mientras Hegel no considera en absoluto a la historia como el lugar donde se da la felicidad individual ni en el pasado, ni en el presente, ni en el futuro. Las catástrofes del siglo xx'han destrozado incluso esta creencia limitada en la providencia racional. El hado cubre ahora de sombras el mundo cristiano, como dos mil aiios atrás ensombreci6 el mundo antiguo. El hombre individual anhela apasionadamente que le sea permitido creer en una plenitud personal a pesar de la negatividad de su existencia histórica. Y. la cuestión de la existencia histórica se ha convertido de nuevo en una lucha contra la oscuridad del hado; es la misma lucha en la que antaño el cristianismo logró alzarse con la victoria. 3) La significación de la providencia. - Providencia significa pre-ver (pro-videre), que es asimismo un pre-ordinar (un "disponer para algo"). Esta ambigüedad de significación denota una actitud ambigua con respecto a la providencia y corresponde a las distintas interpretaciones que se dan de este concepto. Si se acentúa el elemento de previsión, Dios se convierte en el espectador omnisciente que sabe lo que va a ocurrir, pero que no obstaculiza la libertad de sus creaturas. Si se acentúa el elemento de preordinación, Dios se convierte en un planificador que, •desde antes de la creación del mundo", ha ordenado todo lo que luego ocurrirá y, así, la totalidad de los procesos naturales e históricos se reduce a ser la ejecución de este plan divino supratemporal. En la primera interpretación, las creaturas construyen su mundo, y Dios se limita a ser un espectador; en la segunda interpretación, las creaturas son engranajes de
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un mecanismo universal, y Dios es el único agente activo. Pero hay que desechar ambas interpretaciones de la providencia. La providencia es una actividad permanente de Dios. Dios nunca es un espectador; siempre lo encamina todo hacia la plenitud. La creatividad directora de Dios está creando continuamente a través de la libertad del hombre y a través de la espontaneidad e integridad estructural de todas las creaturas. La providencia actúa a través de los elementos polares del ser. Actúa a través de las condiciones de la existencia individual, social y universal, a través de la finitud, del non-ser y de la congoja, a través de la interdependencia de todos los seres finitos, a través de la resistencia que éstos oponen a la actividad divina y a través de las consecuencias destructoras de esta resistencia. Todas las condiciones existenciales se hallan englobadas en la creatividad directora de Dios. No están acrecentadas o disminuidas en su poder, ni tampoco anuladas. La providencia no es un obstáculo; es creaci6n. Utiliza todos los factores, tanto los que proceden de la libertad como los que proceden del destino, cuando encamina creadoramente todos los seres hacia su plenitud. La providencia es una cualidad de toda constelación de condiciones, una cualidad que "encamina" o "atrae" hacia la plenitud. La providencia es "la condici6n divina" que está presente en todo grupo de condiciones finitas y en la totalidad de las condiciones finitas. No es un factor adicional, una injerencia física o mental milagrosa en términos de supranaturalismo. Es la cualidad de la orientaci6n interior, siempre presente en toda situaci6n. El hombre que cree en la providencia no cree que una actividad divina especial vaya a alterar las condiciones de su finitud y de su alienaci6n. Cree y afirma, con el coraje de la fe, que ninguna- situaci6n, sea la que sea, puede impedir la plena realizaci6n de su destino último, que nada puede separarle del amor de Dios que está en Cristo Jesús (Romanos, 8). Lo que es válido para el individuo, es válido asimismo para la historia en su conjunto. La fe en la providencia histórica significa la certeza de que la historia en cada uno de sus momentos, tanto en las épocas de progreso como en_ los períodos catastr6ficos, contribuye a la plenitud última de la existencia creatural, aunque esta plenitud no se sitúe en un eventual futuro en el tiempo y el espacio. La creatividad directora de Dios es la respuesta a la cues-
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tión del sentido de la plegaria, sobre todo de las plegarias de súplica e intercesión. Ningún tipo de plegaria puede significar la espera de que Dios le dé satisfacción inmiscuyéndose en las condiciones existenciales. Ambas plegarias significan un ruego dirigido a Dios para que encamine una situación dada a su plenitud. Las plegarias constituyen un elemento, un factor muy poderoso. de esta situación, si son .verdaderas plegarias. Como elemento de la situación, una plegaria es una condición de la creatividad directora de Dios, pero la forma adoptada por esta creatividad puede ser la repudiación total del contenido manifiesto de la plegaria. Sin embargo, es posible que la plegaria sea acogida en su contenido oculto, que es la sumisión a Dios de UJl fragmento de la existencia. Este contenido oculto es siempre decisivo. Es el elemento de la situación del que se sirve la creatividad directora de Dios. Toda· auténtica plegaria está cargada de poder, no por la intensidad del deseo expresado en ella, sino por la fe con que se cree en la actividad directora de Dios -una fe que transforma la situación existencial. 4) La providencia individual y la providencia histórica.- La providencia se refiere tanto al individuo como a la historia. La providencia particular (provídentia &pecialis) confiere al individuo la certeza de que en todas las circunstancias, en toda serie de condiciones, es activo el "factor" divino y, por con-. siguiente, está expedito el camino hacia su plenitud última. En el mundo antigoo, la providencia particular constituía el significado práctico de la providencia. En un período en que la historia individual se hallaba exclusivamente determinada por la fortuna y el hado (tyche y haimarmene), es decir, por un poder superior al hombre que éste no podía cambiar y al que en nada podía oontribuir, la fe en una providencia particular constituía una fe liberadora que era cultivada por la mayoría de las escuelas filosóficas. Lo único que le era dable hacer a mi hombre era aceptar su situación y, en virtud de esa aceptación, trascenderla en forma de coraje estoico, de resignación escéptica o de elevación. mística. En el cristianismo, la providencia es un elemento en la relación de persona a persona entre Dios y el hombre, y entraña el fervor de la creencia en la protección amorosa y la conducta personal. Confiere al individuo la sensación de una seguridad trascendente en el torbellino de las necesidades de la naturaleza y de la historia. Es la con-
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fianza en "la condición divina", siempre presente en el seno de todo conjunto de oondiciones finitas. Tal es su grandeza, pero tal es asimismo su riesgo. La confianza 'en el gobierno divino puede trocarse en la convicción de que Dios ha de cambiar las condiciones de una situación para hacer efectiva su propia condición. Y si esto no acaece, la confianza y la fe se derrumban. Pero la paradoja de la creencia en la providencia estriba en que, precisamente cuando las condiciones de una situación. están destruyendo al creyente, la condición divina le da una certeza que trasciende toda destrucción. El cristianismo ha hecho algo más que cambiar el significado de la providencia particular. Siguiendo al judaísmo, ha añadido a la providencia particular la fe en la providencia histórica. Al mundo antiguo le era impasible abrigar esta fe, que no obstante era real para el profetismo judío y es necesaria en el cristianismo, ya que Dios establece su reino a través de la historia. La dolorosa experiencia de los grandes imperios y de su funesto poder, no empece la confianza judía y cristiana en la providencia histórica de Dios. Los imperios son etapas en el proceso histórico del mundo, cuya plenitud la constituye el reino de Dios que se instaurará a través de Israel o a través de Cristo. Sin duda, esta fe no es menos paradójica que la fe d~ la persona individual en la creatividad directora de Dios en su vida. Y siempre que se olvida el carácter paradójico de la providencia histórica, siempre que se vincula la providencia histórica a unos acontecimientos o a unas expectativas particulares, tanto si son formuladas en términos religiosos como en términos seculares, las subsiguientes decepciones resultan tan inevitables como en la vida individual. La errónea comprensión de la providencia histórica, que busca la plenitud de la historia en la misma historia, es utópica. Pero aquello que plenifica la historia trasciende la historia, del mismo modo que aquello que plenifica la vida del individuo trasciende al individuo. La fe en la providencia es paradójica. Es un "a pesar de". Si no se comprende así, la fe en la 'providencia se derrumba, arrastrando consigo la fe en Dios y en el sentido de la vida y de la historia. Gran parte del cinismo no es sino el resultado de una confianza errónea y, por ende, desengañada en la providencia individual o histórica. 5) La teodicea. - El carácter paradójico de la fe en la pro-
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videncia es la respuesta a la cuestión que formula la teodicea. La fe en la creatividad directora de Dios es constantemente
impugnada por la experiencia de un mundo donde las condiciones de la situación humana parecen excluir a tantos seres humanos de una plenitud incluso provisional y fragmentaria. La muerte prematura, las condiciones sociales destructoras, la debilidad mental y la demencia, los horrores nunca atenuados de la existencia histórica -todo eso parece confirmar la creencia en el hado, pero no la fe en la providencia. ¿Cómo es posible justificar (theos-dike) a un Dios todopoderoso viendo unas realidades en las que no cabe descubrir la menor significación, sea la que sea? La cuestión que formula la teodicea no es el problema del mal físioo, el dolor, la muerte, etc., ni es tampoco el problema que suscita el mal moral, el pecado, la autodestrucción, etc. El mal físico es la implicación natural de la finitud de la creatura. El mal moral es la implicación trágica de la libertad de la creatura. La creación es la creación de la libertad finita; es la creación de la vida con su grandeza y sus peligros. Dios vive y su vida es creadora. Si Dios es creador en sí mismo, no- puede crear lo que le es opuesto; no puede crear lo muerto, el objeto que es meramente objeto. Tiene que crear lo que une subjetividad y objetividad -la vida; y la vida entraña la libertad y, con ella, los peligros de la libertad. La creación de la libertad finita es el riesgo que la creatividad divina acepta. l!ste es el primer paso para hallar una respuesta a la cuestión de la teodicea. Sin embargo, esto no responde a la cuestión de por qué parece que ciertos seres están excluidos de toda clase de plenitud, incluso de la libertad de oponer resistencia a la realización de su plenitud. Indagaremos primero por quién y bajo qué condiciones puede ser formulada esta cuestión central de la teodicea. Todas las afirmaciones teológicas son existenciales: implican al hombre que hace la aflrmación o que plantea. la pregunta. La existencia creatural, de la que habla la teología, es "mi,. existencia creatural, y sólo sobre esta base suele tener pleno sentido la reflexión acerca de la creaturalidad. Se abandona esta correlación existencial si se suscita la cuestión de la teodicea respecto a otras personas distintas del que la formula. Nos hallamos aquí ante la misma situación que se produce
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cuando la cuestión de la predestinación se refiere a unas personas distintas de quien ha suscitado la cuestión. También esta cuestión irrumpe de la correlación existencial, y esa circunstancia es la que hace cuestionable toda afirmación teológica sobre esta cuestión. Un hombre puede decir con la confianza paradójica de la fe: "Nada me puede separar del amor de Dios" (Romanos, 8), pero no puede decir con ninguna confianza que otras personas están o no están separadas del amor de Dios o de la plenitud última. Ningún hombre puede formular un juicio general o individual sobre esta cuestión, cuando cae fuera de la correlación de la fe. Si queremos responder a la cuestión de la realización plenaria de otras personas y, con ella, a las cuestiones de la teodicea y de la predestinación, hemos de buscar el punto en que el destino de los demás se convierte en nuestro propio destino. Y este punto no es difícil de hallar. Es la participación de su ser en nuestro ser. El principio de participación supone que toda cuestión acerca de la realización plenaria del individuo ha de ser al mismo tiempo una cuestión acerca de la realiza-. ción plenaria universal. No es posible separarlas una de otra. El destino del individuo es inseparable del destino del conjunto en el que participa. En cierto modo, se podrí!i hablar de una plenitud y de una implenitud representativas, pero, fuera de esto, hemos de remitirnos a la unidad creadora de individualización y participación en la profundidad de la vida divina. La cuestión de la teodicea halla su respuesta final en el misterio del fondo creador. Esta respuesta, sin embargo, entraña una decisión terminante. La división de la humanidad en individuos plenamente realizados e individuos no plenamente realizados, o en sujetos predestinados a la salvación y sujetos predestinados a Ja condenación es existencialmente y, por ende, teol6gicamente imposible. Tal división contradice la unidad última de individualización y participación en el fondo creador de la vida divina. , El principio de participación nos hace dar un paso más: Dios ~ismo participa en las negatividades de la existencia creatural. Tanto el pensamiento místico como el cristológico abogan por esta idea. Pero nosotros hemos de acogerla con reservas. El genuino patripasianismo (la doctrina según la cual Dios Padre sufrió en Cristo) fue rechazado con razón por la Iglesia
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primitiva. Dios como ser en sí trasciende absolutamente el nonser. Pero Dios como vida creadora incluye lo finito y, con él, incluye el non-ser, aunque el non-ser sea eternamente vencido y lo finito sea eternamente reunido en lo infinito de la vida divina. Así, pues, tiene sentido hablar de una participación de la vida divina en las negatividades de la vida de la creatura. J;:sta es Ja respuesta última a la cuestión de la teodicea. La certeza acerca de la creatividad directora de Dios se basa en la certeza de que Dios es en el fondo del ser y del sentido. La confianza de toda creatura, su coraje de ser, está enraizado en la fe en Dioll como su fondo creador. 6. Dms
COMO RELACIÓN
a) La santidad dioina y la creatura. - La "relación" es una categoría ontológica fundamental. Es válida tanto en la correlación de los elementos ontológicos como en las interrelaciones de todo lo finito. La cuestión distintivamente teológica es: "¿Puede estar Dios en relación y, en caso afirmativo, en qué sentido lo está?" Dios como ser en sí es el fondo de toda relación; en su vida están presentes todas las relaciones situadas allende la distinción entre potencialidad y realidad. Pero éstas no son las relaciones de Dios con una cosa cualquiera. Son las relaciones internas de la vida divina. Y, desde luego, las relaciones internas no están condicionadas por la actualización de la libertad finita. Pero la cuestión que ahora examinamos es la de saber si existen relaciones externas entre Dios y la creatura. La doctrina de la creación afirma que Dios es el fondo creador de todo en todos los momentos. En este sentido, no existe ninguna independencia creatural de la que pudiéramos deducir una relación externa entre Dios y la creatura. Si decimos que Dios está en relación, esta afirmación es tan simbólica como la afirmación de que Dios es un Dios vivo. Y toda relación particular participa de este carácter simbólico. Hemos, pues, de afirmar y negar al mismo tiempo toda relación en la que Dios pasa a ser un objeto para un sujeto, tanto en el ámbito del conocimiento como en el ámbito de la acción. Hemos de afirmarla, porque el hombre es un yo centrado para el cual toda relación entraña un objeto. Hemos de negarla, porque Dios nunca puede convertirse en un objeto para el conocimiento o la acción
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del hombre. Por eso, sea o no sea cristiana, la teología mística habla del. Dios que se reconoce y se ama a sí mismo a través del hombre. Y esto significa que si Dios se convierte en un objeto, no por ello deja de ser un sujeto. El carácter inaccesible de Dios, o la imposibilidad de establecer con ~l una relación en el sentido propio de la palabra, se expresa en el término "santidad". Dios es esencialmente santo, y toda relación con ~l supone la conciencia de que es paradójico estar en relación con lo que es santo. Dios no puede convertirse en un objeto de nuestro conocimiento o en un compañero de nuestra acción. Si hablamos, como ciertamente debemos hacerlo, de la relación yo-tú entre Dios y el hombre, el tú engloba al yo y, por consiguiente, a la relación entera. Si no fuese así, si la relación yo-tú con Dios fuese más propia que simbólica, el yo podría sustraerse a la relación. Pero no existe ningún lugar en el que el hombre pueda sustraerse al tú divino, porque éste incluye al yo y está más cerca del yo que el yo de sí mismo. En términos últimos, constituye un ultraje a la santidad divina hablar de Dios como lo hacemos de los objetos cuya existencia o inexistencia es discutible. Constituye un ultraje a la santidad divina tratar a Dios como un compafiero con el que colaboramos o como un poder superior al que influimos con nuestros ritos y plegarias. La santidad de Dios hace imposible su inserción en el contexto de las correlaciones yo-mundo y sujeto-objeto. Dios mismo es el fondo y el sentido de esta correlación, no un elemento suyo. La santidad de Dios requiere que, en relación con ~l, abandonemos la totalidad de las relaciones finitas y entremos en una relación que, en el sentido categorial de la palabra, no es en modo alguno una relación. Podemos introducir todas nuestras relaciones en la esfera de lo santo; podemos consagrar lo finito, con todas sus relaciones internas y externas, a través de la experiencia de lo santo; pero, para hacerlo, hemos de trascender primero todas estas relaciones. La teología, que por su naturaleza está siempre en peligro de insertar a Dios en la relación cognoscitiva de la estructura sujeto-objeto del ser, cuando se juzga a si misma debería acentuar vigorosamente la santidad de Dios y su índole inaccesible. Los símbolos de la santidad "omnitrascendente.. de Dios son la "majestad" y la "gloria". Donde tales símbolos son ma-
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yormente visibles es en el monoteísmo exclusivo del Antiguo Testamento y del calvinismo. Para Calvino y sus seguidores, la gloria de Dios constituye la finalidad de la creación y la caída, de la condenación y la salvación. La majestad de Dios excluye la libertad de la creatura y oscurece el amor divino. Tal doctrina fue y sigue siendo un correctivo frente a la imagen sentimental de un Dios que cuida de dar satisfacción a los deseos humanos. Pero al mismo tiempo fue y sigue siendo objeto de justificables críticas. Una afirmación de la gloria de Dios a expensas de la eliminación del amor divino no tiene nada de gl
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eternamente yugulada en la vida divina. El símbolo de la omnipotencia constituye la primera y fundamental respuesta a la cuestión implícita en la finitud. Por eso, la mayor parte de las plegarias litúrgicas y personales empiezan con la invocación "Dios todopoderoso". Tal es el significado religioso de la omnipotencia; pero, ¿cómo puede expresarse teológicamente este significado? En el lenguaje popular, el concepto de "omnipotencia" supone un ser supremo que es capaz de hacer todo cuanto se le antoje. Hemos de rechazar esta noción, tanto en el ámbito religioso como en el ámbito teológico. Convierte a Dios en un ser junto a los otros sere5, un ser que se pregunta qué posibilidad va a actualizar entre las innumerables posibilidades que se le ofrecen. Somete a Dios a la ruptura entre potencialidad y realidad -ruptura que, de hecho, es la herencia de la finitud. Desemboca en cuestiones acerca del poder de Dios, que son absurdas en términos de posibilidades lógicamente contradictorias. Al alzarse oontra esa caricatura de la omnipotencia de Dios, Lutero, Calvino y demás reformadores interpretaron la omnipotencia como el poder divino por el que Dios es creador en todo momento, en todas las cosas y a través de todas ellas: el Dios todopoderoso es el Dios omniactivo. Sin embargo, tal interpretación presenta una dificultad. Tiende a identificar el poder divino con los acontecimientos concretos en el tiempo y el espacio, y así suprime el elemento trascendente de la .omnipotencia de Dios. Es más adecuado definir la omnipotencia divina como el poder del ser que resiste el non-ser en todas sus expresiones y que se manifiesta en el proceso creador bajo todas sus formas. La fe en el Dios todopoderoso es la respuesta a la búsqueda de un coraje que nos permita vencer la congoja de la finitud. El coraje último se fundamenta en nuestra participación en el poder último del ser. Cuando invocamos con toda seriedad al "Dios todopoderoso", experimentamos el triunfo sobre la amenaza del non-ser, y formulamos con todo coraje una afirmación última de la existencia. No desaparecen ni la finitud ni la congoja, pero son asumidas en la infinitud y el coraje. Sólo en esta correlación debería interpretarse el símbolo de la omnipotencia, porque es absurdo y de índole mágica si se le entiende como la cualidad de un ser supremo que es capaz de hacer todo cuanto se le antoje.
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Con respecto al tiempo, la omnipotencia es eternidad; con respecto al espacio, es omnipresencia; y con respecto a la estructura sujeto-objeto del ser, es omnisciencia. Pero tales símbolos requieren ahora una interpretación. Ya nos ocupamos .de la causalidad y la substancia en relación con el ser en sí. cuando hablamos del símbolo de Dios como el "fondo creador'" del ser, símbolo cuyo término "creador" contenía y trascendía la causalidad. mientras su otro término ·fondo" contenía y trascendía la substancia. Aquella interpretación precedió a la interpretación de los otros tres símbolos, porque la creatividad divir;ia precede lógicamente a la relación de Dios con lo creado. 2) La significación de la eternidad. - "Eternidad'" es una palabra genuinamente religiosa. Viene a ser como el sustituto de un vocablo inexistente, ·omnitemporalidad", el cual 1erla análogo a omnipotencia, omnipresencia, etc. Quizás a. ésta una consecuencia del carácter eminente del tiempo como categoría de finitud. Sólo es divino aquello que nos da el coraje suficiente para soportar la congoja de la existencia temporal. Dondequiera que la invocación "Dios eterno" signifique la participación en lo que vence el non-ser de la temporalidad, se cumple la experiencia de la eternidad. Es preciso proteger el concepto de eternidad oontra dos falsas interpretaciones. La eternidad no es ni la ausencia de tiempo ni la ausencia de fin en el tiempo. La significación de oUm en hebreo y de aiones en griego no indica la ausencia de tiempo; más bien significa el poder de abarcar todos los períodos del tiempo. Como que el tiempo es creado en el fondo de la vida divina, Dios está esencialmente relacionado con él. Si todo lo divino ·trasciende la hendidura que existe entre potencialidad y realidad, lo mismo cabe decir del tiempo como elemento de la vida divina. Los momentos particulares del tiempo no están separados unos de otros; la presencia no es devorada por el pasado y el futuro; no obstante, lo eterno contiene en su seno lo temporal. La eternidad es ·la unidad trascendente de los momentos desgarrados del tiempo existencial. No es peitinente identificar la simultaneidad con la eternidad. La simultaneidad borraría los diferentes modos del tiempo; pero el tiempo sin modos es la ausencia de tiempo. Equivaldría a la validez intemporal de una proposición matemática. Si decimos que Dios es un Dios vivo, afirmamos que Dios entraña la tero-
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poralidad y, con ella, una relación con los modos del tiempo. Ni siquiera Platón pudo excluir la temporalidad de la eternidad; afumaba que el tiempo es la imagen en movimiento de la etefnidad. Habría sido una locura suponer que el tiempo es la imagen de la ausencia de tiempo. Para Platón, la eternidad contiene el tiempo, aunque fuese el tiempo del movimiento circular. Hegel fue criticado en el terreno lógico por Trendelenburg y en el terreno religioso por Kierkegaard, porque introducía el movimiento en el reino de las formas lógicas. Pero, para Hegel, las formas lógicas de las que describía el movimiento eran los poderes del ser, situados más allá de la realidad en el seno de la vida del "espíritu absoluto" (que desdichadamente suele traducirse por "mente absoluta"), pero actualizados en la naturaleza y en la historia. Hegel señalaba una temporalidad en el seno de lo Absoluto, de la cual el tiempo, tal como nosotros lo conocemos, es a la vez una imagen y una deformación. No obstante, la crítica de Kierkegaard estaba justificada, por cuanto Hegel no se daba cuenta de que la situación humana, que incluye una temporalidad deformada, invalida su intento de dar una interpretación final y completa de la historia. Pero su idea de un movimiento dialéctico en el seno de lo Absoluto concuerda con la signiñcación auténtica de la eternidad. La eternidad no es, pues, la ausencia de tiempo. Y la eternidad tampoco es la ausencia de fin en el tiempo. El tiempo sin fin, correctamente llamado "mala infinitud" por Hegel, es la reiteración sin fin de la temporalidad. Elevar los momentos desgarrados del tiempo a una significación infinita exigiendo su repetición sin fin, es una idolatría en el sentido más sutil de la palabra. Para todo ser finito, la eternidad en este sentido sería idéntica a la condenación, cualquiera que fuese el contenido de un tiempo sin término final (cf. el mito del judío eterno). Para Dios, significaría su sujeción a un poder superior, es decir, a la estructura de una temporalidad desgarrada. Lo despojaría de su eternidad y lo convertiría en una entidad imperecedera de carácter subdivino. La eternidad tampoco es, pues, la ausencia de fin en el tiempo. Partiendo de estas consideraciones y de la aserción de que la eternidad incluye la temporalidad, hemos de plantear aún la siguiente cuestión: "¿Qué relación guarda la eternidad con los modos del tiempo?" Para esbozar una respuesta, tendremos que
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utilizar Ja única analogía con Ja eternidad que nos ofrece Ja experiencia humana, es decir, la unidad del pasado que recordamos y del futuro que anticipamos en un presente que estamos viviendo. Tal analogía supone un acceso simbólico al significado de la eternidad. De acuerdo con el predominio de que goza el presente en la experiencia temporal, hemos de simbolizar ante todo la eternidad como un presente eterno (nunc aetenwm). Pero este nunc aetemum no es la simultaneidad ni es la negación de que el pasado y el futuro posean un sentido propio e independiente. El presente eterno se mueve del pasado al futuro, pero sin dejar de ser presente. El futuro sólo es un auténtico futuro si permanece abierto, es decir, si lo nuevo puede producirse y si puede ser anticipado. Esta razón es la qu,e indujo a Bergson a insistir en la absoluta abertura del futuro, hasta el punto de hacer a Dios dependiente de lo imprevisto que podría producirse. Pero al proclamar la abertura absoluta del futuro, Bergson devaluó el presente, puesto que neg6 la posibilidad de su anticipación. Un Dios que no es capaz de anticipar todo futuro posible, queda a merced de un accidente absoluto y no puede ser el fundamento de un coraje último. Este Dios estaría sujeto a la congoja de lo desconocido. No sería el ser en sí. Así, pues, una relativa aunque no absoluta abertura al futuro es la característica de la eternidad. En la vida divina, lo nuevo está más allá de la potencialidad y de la realidad, y se hace real como nuevo en el tiempo y la historia. Sin el elemento de la abertura, la historia carecería de creatividad. Dejaría de ser historia. Pero, sin aquello que limita la abertura, la historia carecería de dirección. Dejaría asimismo de ser historia. Además, la eternidad de Dios tampoco depende de un pasado concluso. Para Dios, el pasado no está nunca concluso, porque a través de él, Dios crea el futuro; y al crear el futuro, re-crea el pasado. Si el pasado fuese tan sólo la suma total de lo ya acaecido, esta aserción sería absurda. Pero el pasado entrafia sus propias potencialidades. Las potencialidades, que llegarán a ser reales en el futuro, no determinan tan sólo el futuro sino también el pasado. El pasado va haciéndose algo diferente a raíz de todo lo nuevo que acaece. Sus aspectos cambian -y este hecho es el que da sentido a la interpretación histórica del pasado. Sin embargo, las potencialidades latentes 23.
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en el pasado no son manifiestas antes de que determinen el futuro. Pueden determinarlo por una nueva interpretación que formule la evocación histórica, o por ciertos desarrollos que actualicen algunas potencialidades ocultas. Desde el punto de vista de la eternidad, tanto el pasado como el futuro están abiertos. La creatividad que conduce al futuro también transforma el pasado.· Si se concibe la eternidad en términos de creatividad, lo eterno incluye el pasado y el futuro sin despojarlos de su cai:ácter particular como modos del tiempo. La fe en el Dios eterno constituye el. fundamento de un coraje que vence las negatividades del proceso temporal. -En ella, no perduran ni la congoja por el pasado ni la congoja ante el futuro. La congoja del pasado es vencida por la libertad de Dios frente al pasado y sus potencialidades. La congoja del futuro es vencida por la dependencia en que se halla lo nuevo con respecto a la unidad de la vida divina. Los momentos desgarrados del tiempo están unidos en la eternidad. Aquí, y no en una doctrina del alma humana, está enraizada· la certeza de la participación del hombre en la vida eterna. La esperanza de la vida eterna no se fundamenta en una cualidad substancial del alma humana, sino en su participación en la eternidad de la vida divina. 3) El significado de la omnipresencia. - Hemos de interpretar la relación que guarda Dios con el espacio en términos cualitativos, tal como acabamos de interpretar su relación con el tiempo. Dios no está extendido inacabablemente en el espacio, ni está limitado a un espacio concreto, ni tampoco· está desprovisto de espacio, Una teología propensa a una formulaciónpanteísta prefiere la primera alternativa, mientras una teología con tendencias deístas opta por la segunda alternativa. Puede interpretarse la omnipresencia como una extensión de la substancia divina a través de todos los espacios. Pero esto somete a Dios a una espacialidad desgarrada y, por decirlo así, lo sitúa junto a sí mismo, sacrificando el centro personal de la vida divina. Hemos de rechazar esta interpretación, como antes· hemos rechazado el intento de someter a Dios a una temporalidad. desgarrada en términos de una reiteración sin fin. También ·puede interpretarse la omnipresencia como significando que Dios está presente "personalmente" en un lugar circunscrito (arriba, en el cielo), pero que simultáneamente se halla asimismo presonte
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con su poder en todo lugar (aquí abajo, en la tierra). Esta descripción es igualmente inadecuada. Los símbolos espaciales de arriba y abajo en modo alguno deberían entenderse literalmente. Cuando Lutero decía que la "diestra de Dios" no está en un locus circumscriptus sino por doquier, puesto que el poder y la creatividad de Dios actúan en todas partes, destruía la interpretación tradicional de la omnipresencia de Dios y manifestaba la doctrina de Nicolás de Cusa según la cual Dios está en todas las cosas, tanto en lo que es céntrico como, en lo que es periférico. En una concepción del universo como la actual, que no ofrece el menor asidero para una visión tripartita del espacio cósmico en términos de tierra, cielo y mundo inferior, la teología debe acentuar el carácter simpólico de los símbolos espaciales, a pesar de que la Biblia y el culto los utilicen en un sentido preferentemente literal. Casi toda la doctrina cristiana ha sido modelada por estos símbolos y ahora necesita que sea formulada de nuevo a la luz de un universo espacialmente monista. La expresión "Dios está en el cielo" significa que Su vida es cualitativamente distinta de la existencia de la creatura. Pero no significa que "viva en" un lugar especial o que de él "descienda"' a la tierra. Finalmente, la omnipresencia no es la ausencia de espacio. Hemos de rechazar toda estrictez en la vida divina, lo mismo que la simultaneidad y la ausencia de tiempo. Dios crea la extensión en el fondo de su vida, allf donde arraiga todo lo que es espacial. Pero Dios no está sometido a la extensión; la trasciende y en ella participa. La omnipresencia de Dios es su participación creadora en la existencia espacial de sus creaturas. Se ha sugerido que, debido a su espiritualidad, Dios posee una relación con el tiempo pero no con el espacio. Se ha afirmado que la extensión caracteriza la existencia corporal, existencia que no puede afirmarse de Dios, ni siquiera simbólicamente. Pero este argumento se apoya en una ontología impropia. No podemos decir, eiertamente, que Dios es un cuerpo. Pero si decimos que es Espíritu, los elementos ontológicos de la vitalidad y la personalidad quedan incluidos en Dios y, con ellos, la participación de la existencia corporal en la vida divina. Ambos elementos, la vitalidad y la personalidad, tienen una base corporal. Por eso, al arte cristiano le es lícito incluir en la
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Trinidad al Cristo oorporahnente resucitado; por eso, el cristianismo prefiere el símbolo de la resurrecci6n a los demás símbolos de la vida eterna; por eso, ciertos místicos y filósofos cristianos han subrayado que la "corporalidad es el fin de los caminos de Dios" (Otinger). ltsta es una consecuencia necesaria de la doctrina cristiana de la creación y su recusación de la doctrina griega que consideraba la materia como principio antiespiritual. S6lo sobre esta base es posible afirmar la presencia eterna de Dios, ya que la presencia integra el tiempo con el espacio. 10 La omnipresencia de Dios supera la congoja de no poseer un espacio propio y nos confiere el coraje preciso para aceptar las inseguridades y las congojas de la ~xistencia espacial. En la certeza del Dios omnipresente, nos sentimos siempre a cubierto y a la intemperie, arraigados y desarraigados, sedentarios y errantes, situados y desplazados, conocidos en un único lugar y desconocidos en todos los lugares. Y en la certeza del Dios omnipresente, moramos siempre en el santuario. Moramos en un lugar santo cuando nos hallamos en el lugar más secular, y el lugar más santo es aún secular comparado con nuestro lugar en el fondo de la vida divina. Siempre que somos sensibles a la omnipresencia divina, se quiebra toda diferencia entre lo sagrado y lo profano. La presencia sacramental de Dios es una consecuencia y una manifestación real de su omnipresencia --consecuencia y manifestaci6n que, por supuesto, están condicionadas por la historia de la revelaci6n y por los símbolos concretos que por ella han sido creados. Su presencia sacramental no es la aparición de alguien que habitualmente está ausente y sólo viene ocasionalmente. Si siempre fuésemos sensibles a la presencia divina, no existiría diferencia alguna entre lugares sagrados y lugares seculares -pues no existe tal diferencia en la vida divina. 4) El significado de la omnisciencia. - El símbolo de la omnisciencia expresa el carácter espiritual de la omnipotenda y de la omnipresencia divinas. Está relacionado con la estructura sujeto-objeto de la realidad e indica la participación y la trascendencia divinas respecto a esta estructura. 10. ge111carl,
La palabra latina prncae11lla, Jo mismo que el vocablo alemán Gecontien~ Ullil buagl"n e~t1acial: "Una cosa que está ante uno".
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Ante todo, la teología tiene que eliminar las absurdidades en que abunda su interpretación. La omnisciencia no es la facultad que posee un ser supremo, a quien se supone conocedor de todos los objetos pasados, presentes y futuros, y, además, de todo cuanto habría podido acaecer si lo que ha acaecido no hubiese acaecido. Lo absurdo de tal imagen se debe a la imposibilidad de insertar a Dios en el esquema sujeto-objeto, aunque esta estructura tiene su fundamento en la vida divina. Así, pues, si hablamos del conocimiento divino y de su carácter incondicional, lo hacemos simbólicamente, indicando con ello que Dios no está presente de un modo que todo lo penetre, sino que su presencia es espiritual. Nada está fuera de la unidad centrada de su vida; nada le es extraño, oscuro, oculto, aislado, inalcanzable. Nada cae fuera de la estructura de logos del ser. El elemento dinámico no puede romper la unidad de la forma; la cualidad abismal no puede devorar la cualidad racional de la vida divina. Esta certeza entraña ciertas implicaciones para la existencia personal y cultural del hombre. En la vida personal, esta certeza significa que no existe una oscuridad absoluta en el ser de una persona. No existe nada que esté absolutamente oculto en su interior. Lo oculto, lo oscuro, lo inconsciente, está presente en la vida espiritual de Dios. Es imposible evadimos de ella. Pero, por otra parte, la congoja de lo oscuro y de lo ocufto queda superada en la fe en la omnisciencia divina. Esto excluye toda dualidad última. No excluye el pluralismo de los poderes y de las formas; pero excluye la hendidura del ser que hace a las cosas extrañas entre si y sin una mutua relación. Así, pues, la omnisciencia divina es el fundamento lógico (aunque no siempre consciente) de la creencia en la abertura de la realidad al conocimiento humano. Nosotros conocemos porque participamos del conocimiento divino. La verdad no es absolutamente inalcanzable por nuestras mentes finitas, puesto que la vida divina en la que estamos enraizados encama toda la verdad. A la luz del símbolo de la omnisciencia divina, percibimos el carácter fragmentario de todo conocimiento finito, pero no como una amenaza contra nuestra participación en la verdad; y percibimos asimismo el carácter quebrado de todo significado finito, pero no como la causa de una absurdidad última. La duda acerca de la verdad y del significado, que es la herencia
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de la finitud, queda incorporada a la fe por el símbolo de la omnisciencia divina. e) El amor divino y la creatura. 11 -1) La significación del amor divino. - El amor es un concepto ontológico. Su elemento emocional es una consecuencia de su naturaleza ontoló~ gica. Es falso definir el amor por su elemento emocional, porque así se desemboca necesariamente en unas interpretaciones sentimentales del significado del amor y se hace problemática su aplicación simbólica a la vida divina. Pero Dios es amor. Y puesto que Dios es el ser en sí, hemos de decir que el ser en sí es amor. Todo esto, no obstante, sólo es comprensible porque la realidad concreta del ser es la vida. La índole del proceso de la vida divina es la índole del amor. Según la polaridad ontológica de individualización y participación, todo proceso vital une una tendencia hacia la separación con una tendencia hacia la reunión. La unidad inviolada de estas dos tendencias constituye la naturaleza ontológica del amor. Su conciencia como plenitud de la vida constituye la naturaleza emocional del amor. La reunión presupone la separación. El amor está ausente allí donde ~ existe la menor individualización, y el amor sólo puede realizarse plenamente allí donde existe una plena individualización, es decir, en el hombre. Pero también el individuo anhela retornar a la unidad a la que pertenece y en la que participa por su naturaleza ontológica. Este anhelo por la reunión constituye un elemento de todo amor, y su realización, por fragmentaria que sea, la vivimos como una bendición. Si decimos que Dios es amor, aplicamos a la vida divina nuestra experiencia de la separación y de la reunión. Como en el caso de la vida y del espíritu, hablamos simbólicamente de Dios cuando lo consideramos como amor. Dios es amor -y esto significa que la vida divina posee la índole del amor, pero de un amor situado más allá de la distinción entre potencialidad y realidad. Significa,. pues, que es un misterio para el entendimiento finito. El Nuevo Testamento utiliza el término ágape para hablar del amor divino. Pero también se sirve de 11. Cf. la obra del mismo1 Paul Tillich, Amor, pocler y justicia, trad. de Helena Calsamiglia, Barcelona,, LtRuos DEL NoPAL, 1970. - N. del T.
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este término para designar tanto el amor del hombre por el hombre como el amor del hombre por Dios. Algo de común tiene que existir en esas tres relaciones de amor. Para descubrirlo, hemos de comparar el tipo ágape del amor .con los otros tipos. En pocas palabras, podemos decir: el amor C9mo libido es el movimiento de quien está en la necesidad hacia aquello que satisface su necesidad. El amor como philia es el movimiento del igual hacia su unión con el igual. El amor como eros es el movimiento de lo que es inferior en poder y significación hacia lo que es superior. Es obvio que en los tres tipos de amor está presente el elemento del deseo, sin que esto contradiga la bondad creada del ser, puesto que la separación y el anhelo por la reunión pertenecen a la naturaleza esencial de la vida de la creatura. Pero existe una forma de amor que trasciende a las otras formas: el deseo de que se cumpla plenamente el anhelo del otro ser, el anhelo de su plenitud última. Todo amor, excepto el ágape, depende de ciertas características contingentes que cambian y son fragmentarias. Depende de la repulsión y de la atracción, de l.a pasión y de la simpatía. El ágape, en cambio, es independiente de tales estados. Afirma al otro incondicionalmente, es decir, con independencia de que sus cualidades sean mejores o peores, agradables o desagradables. El ágape une al amante y al amado en la imagen de la plenitud que Dios tiene de ambos. Por eso, el ágape es universal; nadie con quien sea técnicamente posible una relación concreta ("el prójimo") queda excluido del ágape; y tampoco nadie es objeto de preferencia alguna. El ágape acepta al otro a pesar de su resistencia. Sufre y perdona. Busca la plenitud personal del otro. Caritas es la traducción latina de ágape; de ella procede la palabra inglesa charity (caridad), que se ha ido deteriorando .con el tiempo hasta quedar reducida al nivel de "empresas caritatívas". Pero, incluso en este sentido equivoco, nos. remite al tipo ágape del amor, el cual va en busca del otro a causa de la unidad última del ser con el ser en el seno del fondo divino. Por lo que hemos dicho acerca de la creatividad providencial de Dios, es obvio que este tipo de amor constituye la base para formular la aserción de que Dios es amor. Dios labora para lograr la plenitud de toda creatura y la reunión en la unidad de Su vida de todo lo que está separado y roto. Como que
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el ágape se halla habitualmente (aunque no siempre ni necesariamente) vinculado a los otros tipos de amor, es natural que el simbolismo cristiano haya utilizado estos tipos para hacer concreto el amor divino. Cuando el lenguaje piadoso habla del anhelo que Dios siente por su creatura y cuando el lenguaje místico habla de la necesidad que Dios tiene del hombre, se introduce el elemento libido en la noción del amor divino, aunque sea bajo la forma del simbolismo poético-religioso, porque Dios nada necesita. Cuando el lenguaje 'bíblico y el lenguaje piad.oso sugieren que los discípulos son los "amigos de Dios" (o de Cristo), se introduce el elemento philia en la noción del amor divino, aunque de manera metafórica y simbólica, porque ninguna igualdad existe entre Dios y el hombre. Si en lenguaje religioso y teológico se describe a Dios como el que encamina el universo entero hacia el escltaton, es decir, hacia la realización última en la que Dios lo es "todo en todo", esta actitud puede compararse con el tipo eros del amor, con la lucha para lograr el summum bonum; pero sólo puede compararse, no equipararse, con el eros, porque Dios en su eternidad trasciende tanto la plenitud como la implenitud de la realidad. Los tres tipos de amor contribuyen, pues, a la simbolización del amor divino, pero el símbolo fundamental y el único adecuado es el ágape. El ágape entre los hombres y el ágape de Dios por el hombre se corresponden entre sí, puesto que este último constituye el fondo del primero. Pero el ágape del hombre por Dios queda fuera de esta estricta correlación. Afirmar la significación última de Dios y anhelar su plenitud última no es amor en el mismo sentido que lo es el ágape. Aquí no se ama a Dios "a pesar de" o en el perdón, como ocurre en el ágape por el hombre. Por consiguiente, esta palabra sólo puede utilizarse aquí en el sentido general de amor y acentuando la unión voluntaria del hombre con la voluntad divina. La palabra latina dilectio, que indica el elemento de opción en el acto de amor, describe mejor esta situación. Sin embargo, el amor que el hombre siente por Dios es fundamentalmente un amor de tipo eros. Implica la elevación de lo inferior a lo superior, de los bienes inferiores al summum bonum. Admitir la existencia de un conflicto irreductible entre el eros y el ágape no es 6bice para que los teólogos afirmen que el hombre alcanza su bien
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supremo en Dios y que anhela su plena realización en Dios. Si el eros y el ágape no pueden estar unidos, el ágape por Dios es imposible. Se ha dicho que el amor con el que el hombre ama a Dios es el amor con el que Dios se ama a sí mismo. Nos hall.amos aquí ante una afirmación que expresa simplemente la verdad de que Dios es un sujeto incluso allí donde parece ser un objeto, y que apunta, directamente, a un amor de sí divino e, indirectamente, por analogía, a un amor de sí humano que constituye una exigencia divina. Cuando la relación que media entre las personae trinitarias se describe en términos de amor (amana, amatus, amor- Agustín), nos hallamos entonces ante una afirmación acerca del Dios que se ama a sí mismo. Las diferencias trinitarias (separación y reunión) nos permiten hablar del amor de Dios por sí mismo. Sin la separación de sí mismo, es imposible el amor de sí. Esto es aún más evidente, si la diferencia en el seno de Dios incluye la infinitud de las formas finitas, que están separadas y reunidas en el proceso eterno de la vida divina. La vida divina es el amor de Dios por sí mismo. Por la separación en si mismo, Dios se ama a sí mismo. Y por la separación de sí mismo (en la libertad de la creatura) Dios realiza su amor de sí mismo -ante todo porque Dios ama lo que está alienado de sí mismo. Así es posible aplicar el término ágape al amor con que el hombre se ama a sí mismo, es decir, a sí mismo como imagen eterna de la vida divina. El hombre puede tener para consigo mismo las otras formas de amor, como son la simple autoa6rmación, la libido, la amistad y el eros. Ninguna de estas formas es mala como tal. Pero se convierten en malas cuando no se hallan sujetas al criterio del amor de sí en el sentido del ágape. Donde falta este criterio, el auténtico amor de sí se convierte en un falso amor de sí, es decir, en un egoísmo que está siempre vinculado al desprecio y odio por uno mismo. La distinción entre estas dos formas contradictorias de amor de sí reviste una importancia extrema. Una de ellas es una imagen del amor de sí divino; la otra se alza contra este amor de sí divino. El amor de sí divino incluye a todas las creaturas; y el verdadero amor de sí humano incluye todo aquello con lo que el hombre está existencialmente unido. 2) El amor y la justicia divinos. - La justicia es aquel as-
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pecto del amor que afirma el derecho independiente del objeto y del sujeto en la relación de amor. El amor no destruye la libertad del amado, ni viola las estructuras de su existencia individual y social. Y el amor tampoco subyuga la libertad del que ama, ni viola las estructuras de su existencia individual y social. El amor, como reunión de quienes están separados, no los deforma ni los destruye en su unión. Existe un amor, sin embargo, que es una sumisión caótica de sí mismo .o una imposición caótica del otro; no es un amor real, sino un amor "simbiótico" (Erich Fromm). Gran parte del amor romántico es de esta índole. Nietzsche tenía razón cuando insistía en que una relación de amor sólo es creadora si por ambas partes entra en la relación de amor un yo independiente. El amor divino incluye la justicia que reconoce y salvaguarda la libertad y el carácter único del amado. Hace justicia al hombre mientras lo encamina a su plenitud. No lo fuerza ni lo abandona; lo llama y lo atrae a la reunión. Pero en este proceso, la justicia no sólo afirma y atrae; también resiste y condena. Este hecho ha suscitado la teoría según la. cual existe un conflicto en Dios entre el amor y la justicia. A menudo los diálogos entre judíos y cristianos han sufrido las consecuencias de tal postulado. Los ataques políticos contra la idea cristiana del amor no son conscientes de la relación que existe entre el amor y la justicia en Dios y en el hombre. Y lo mismo podríamos decir de gran parte del pacifismo. cristiano cuando ataca las luchas políticas en pro de la justicia.. Con frecuencia se han preguntado los hombres qué relación guarda el amor divino con el poder divino, sobre todo con el poder que satisface las· exigencias de la justicia. Y han advertido la existencia de un conflicto entre el amor divino, por una parte, y la ira divina contra los que violan la justicia, por la otra parte. En principio, todas estas cuestiones reciben su respuesta en la interpretación del amor en términos ontológicos y del· amor divino en términos simbólicos. Pero a la teología sistemática se le exigen unas respuestas concretas y, aunque esta teología no puede terciar. en la discusión de los problemas específicos de la ética social, es de su incumbencia mostrar que toda respuesta ética se fundamenta en una aserción implícita o explicita acerca de Dios. Hemos de subrayar que no es el poder divino como tal el
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que se halla en conflicto con el amor divino. El poder divino es el poder del ser en sí, y el ser en sí es concretamente real en la vida divina cuya naturaleza es el amor. Sólo es imaginable un conflicto en relación con la creatura que viola la estructura de la justicia y así viola el amor mismo. Cuando esto ocurre -y es propio de la índole de la existencia creatural que esto ocurra universalmente--, suscita el juicio y la condenación. Pero no los suscita por un acto particular de cólera o de sanción divinas, sino por la reacción del poder amoroso de Dios oontra aquel que viola el amor. La condenación no es la negación del amor, sino la negación de la negación del amor. Es un acto de amor sin el cual el non-ser triunfaría sobre el ser. Es la manera según la cual lo que ofrece resistencia al amor, es decir, a la reunión en la vida divina de lo que está separado, es abandonado a la separación y a la inevitable destrucción que la separación acarrea. El carácter ontológico del amor resuelve el problema de la relación entre el amor y la justicia distributiva. El juicio es un acto de amor que entrega a la autodestrucción lo que se resiste al amor. Esto es lo que de nuevo hace posible que la teología se sirva del símbolo de "la ira de Dios". Desde muy antiguo se ha caído en la cuenta de que tal símbolo equivalía a atribuir a Dios unos sentimientos humanos, a la· manera de las leyendas paganas que hablan del "furor de los dioses". Pero lo que resulta imposible en una comprensión literal, es perfectamente posible y a menudo necesario en un símbolo metafórico~ La ira de Dios no es ni un sentimiento divino paralelo a su amor, ni un motivo de acción a la par de su providencia; es un símbolo emocional para designar la acción del amor que rechaza y abandona a la autodestrucción lo que se le resiste. La experiencia de la ira de Dios es la conciencia de la naturaleza autodestructóra del mal, es decir, de los actos ·y actitudes en los que la creatura finita se mantiene separada· del fondo del ser y se resiste al amor reunificador de Dios. Tal experiencia es real, y por ello resulta inevitable el símbolo metafórico de "la ira de Dios". El juicio, que entraña la condenación y la ira de Dios, posee ciertas connotaciones escatológicas y suscita la cuestión de un posible límite· del amor divino. La amenaza del juicio final y los símbolos de la condenación o de la muerte eterna indican
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ese límite. Pero es necesario establecer una distinción entre eterno y perdurable. La eternidad, oomo cualidad de la vida divina, no puede ser atribuida a un ser que, oomo condenado, está separado de la vida divina. Donde termina el amor divino, termina el ser; de ahí que la condenación sólo pueda significar que la creatura es abandonada al non-ser por el que ella ha optado. El símbolo de la "muerte eterna" es incluso más expresivo, cuando se interpreta como la autoexclusi6n de la vida eterna y, por ende, del ser. Pero si se habla de una condenación perdurable o sin fin, se afirma una duración temporal que no e.s temporal. Tal concepto es contradictorio por naturaleza. Un individuo, dotado de una autoconciencia concreta, es temporal por naturaleza. La autoconciencia, como posibilidad de experimentar la felicidad o el sufrimiento, incluye la temporalidad. En la unidad de la vida divina, la temporalidad está unida a la eternidad. Si la temporalidad se halla completamente separada de la eternidad, es un mero non-ser y, por consiguiente, es incapaz de dar forma a la experiencia, ni siquiera a la experiencia del sufrimiento y del desespero. Cierto es que no se puede obligar a la libertad finita a que se una con Dios, porque ésta es una unión de amor. Un ser finito puede estar separado de Dios y puede resistirse indefinidamente a su reunión con Dios; puede verse arrojado a la autodestrucción y al desespero absoluto; pero incluso esta situación es obra del amor divino, como con tanto acierto nos recuerda la inscripción que Dante vio grabada a la entrada del infierno (canto III). El infierno sólo tiene ser en la medida en que está unido al amor divino. No es el límite de este amor divino. El único limite lo constituye la resistencia de la creatura finita. La expresión final de la unidad del amor y de la justicia en Dios es el símbolo de la justificación. Este símbolo indica la validez incondicional de las estructuras de la justicia, pero al mismo tiempo el acto divino por el que el amor desbarata las consecuencias inmanentes de la violación de la justicia. La unidad ontológica del amor y la justicia se .manifiesta en la revelación final como la justificación del pecador. El amor divino en relación con la creatura injusta es la gracia. 3) El amor divino como gracia y predestinación. - El término "gracia" (gratia, charis) cualifica todas las relaciones entre Dios y el hombre de tal manera que éstas son libremente ini·
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ciadas por Dios y en modo alguno son tributarias de nada de cuanto haga o desee la creatura. Podemos distinguir dos formas fundamentales de gracia: la gracia que caracteriza la creatividad triple de Dios y la gracia que caracteriza la actividad salvífica de Dios. La primera forma de gracia es simple y directa; a todo cuanto es le procura la part.i~ipa~i?n ~n el ser, y a todo ser individual le confiere una parhc1pac10n unica. La segunda forma de gracia es paradójica; confiere plenitud a lo que está separado de la fuente de la plenitud, y acepta lo que es inaceptable. Es posible distinguir una tercera. fonna de gracia, que sirve de intermediaria entre las dos antenores y une los elementos de ambas, es decir, la gracia providencial de Dios. Esta gracia pertenece, por un lado, a la gracia creadora y, por el otro lado, a Ja gracia salvífica, puesto que la finalidad perseguida por la creatividad directora o providencial de Dios es la realización plenaria de la creatura a pesar de su resistencia. El término clásico para designar esta clase de gracia es gratia praevenieM ("gracia preveniente"), y es la que prepara para la aceptación de la gracia salvífica a través de los procesos de la naturaleza y de la historia. No todos están preparados para aceptar la gracia salvadora. Y esto suscita el problema de la relación que media entre el amor divino y el destino último del hombre: la cuestión de la predestinación. Ahora, no podemos discutir a fondo esta cuestión, porque presupone la doctrina de la justificación por la fe, concepto que constituye una protección afinnativa contra la incertidumbre y contra la arrogancia humanas. Pero como posee implicaciones directas para la doctrina del amor divino, hemos de discutirla parcialmente. Ante todo, no es posible entenderla como una doble predestinación, puesto que así violaría tanto el amor divino como el poder divino. Ontológicamente, la eondenación eterna es una contradicción en los términos. Establece una hendidura eterna en el seno del ser en sí. Lo demoniaco, cuya característica es exactamente esta hendidura, habría alcanzado entonces la coeternidad con Dios -y el non-ser se habría instalado en el mismo corazón del ser y del amor. La doble predestinación no e~ un auténtico símbólo religioso; es una consecuencia lógica de la idea religiosa de la predestinación. Pero es una falsa consecuencia, como lo son en teología todas las consecuencias lógicas que no están enraizadas en
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una participación existencial. No tenemos ninguna participación existencial en la condenación eterna de los demás. Sólo poseemos la experiencia existencial de la amenaza de la propia autoexclusión de la vida eterna. Y esta .experiencia oonstituye la base del símbolo de la condenación. La predestinación, como correlativo religioso de la "justificación por la sola fe", hemos de considerarla, lo mismo que la providencia, a la luz de la polaridad ontológica entre libertad y destino. La predestinación es la providencia con respecto al destino último de uno mismo. Nada tiene que ver con la detenninación en términos de una metafísica detenninista, cuyo carácter inadecuado y obsoleto ya hemos demostrado. Pero. la noción de predestinación tampoco hace referencia al indetenninismo. Más bien nos indica que hemos de interpretar en términos simbólicos la relación de Dios con su creatura. Aquí se nos exige que pensemos a dos niveles. Al nivel de la creatura, los elementos ontológicos y las categorías pueden ser aplicados en su sentido propio y Jiteral. Al nivel de la relación de Dios con la creatura, las categorías son afirmadas y al mismo tiempo negadas. En su sentido literal, la palabra "predestinación" entraña la causalidad y la determinación. Cuando se entiende de este modo, Dios es concebido como una causa física o psicológica de índole determinista. Es, pues, preciso que consideremos la predestinación en su sentido simbólico; entonces esta palabra nos remite a la experiencia existencial de que, en relación a Dios, el acto de Dios siempre es lo que abre la marcha, y de que, para estar seguros de la propia realización plenaria, podemos y debemos mirar únicamente la actividad de Dios. Entendida de esta manera, la predestinación es la más alta afinnación del amor divino, y no su negación. El amor divino es la respuesta final a las cuestiones implícitas en la existencia humana, incluso la finitud, la amenaza de ruptura y la alienación. De hecho, esta respuesta nos es dada t'micamente en la manifestación del amor divino bajo las condiciones de la existencia. Es la respuesta cristológica, a la que la doctrina del amor divino. confiere un fundamento sistemático, aunque no podríamos hablar de este fundamento si antes no hubiésemos recibido la respuesta cristológica. Pero lo que es existencialmente prim'ero, puede ser sistemáticamente se~ gundo, y viceversa. Y esto es igualmente verdadero con respecto
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a la doctrina de la Trinidad. Hemos discutido su fundamento lógico en la estructura de la vida, pero no hemos discutido su fundamento existencial, es decir, la aparición de Jesús como el Cristo. Sólo después de tal discusión padremos presentar una doctrina de la Trinidad plenamente desarrollada. d) Dios como Señor y como Padre. - Cuando los símbolos de "vida", "espíritu", "poder", "amor", "gracia", etc., se apli~ can a Dios en la vida piadosa, constituyen los elementos de los dos principales símbolos de nuestra relación personal con Dios, es decir, Dios como Señor y Dios como Padre. Los demás símbolos que presentan este carácter de yo-tú quedari representados por estos dos. Los símbolos de "Rey", "Juez", "Altísimo", etc'., pertenecen al ámbito simbólico de Dios como Señor, mientras los símbolos de "Creador'', "Ayuda", ."Salvador", etc., pertenecen al ámbito simbólico de Dios como Padre. No existe ningún conflicto entre estos dos símbolos o ámbitos de símbolos. Si invocamos a Dios como "Señor mío", esta invocación entraña asimismo el elemento paternal. Si invocamos a Dios como "Padre celeste", esta invocación entraña asimismo el elemento de señorío. Son inseparables ambos elementos; el mero intento de acentuar uno de ellos frente al otro destruye la significación de ambos. El Señor, que no es el Padre, es demoníaco; el Padre, que no es el Señor, es sentimental. La teología se ha equivocado tanto en una. como en otra dirección. Dios como Señor y los demás símbolos con él relacionados, expresan el poder santo de Dios. "Señor" es ante todo un símbolo que manifiesta la inasequible majestad de Dios, la. distancia infinita que media entre Dios y la creatura, la gloria eterna de Dios. "Señor" es, en segundo lugar, un símbolo que representa el Logos . del ser, la estructura de la realidad, que se presenta en la alienación existencial del hombre como ley divma y expresión de la voluntad divina. En tercer lugar, "Señor" es un símbolo del gobierno ejercido por Dios sobre el conjunto de la realidad según el. te los interior de la creación, la realización última de la creatura. Bajo estos tres aspectos, Dios es Ilamadb el "Señor". Ciertos teólogos utilizan el símbolo "Señor" y excluyen todos aquellos que expresan el amor unificante de Dios. Pero el Dios que sólo es el Señor se convierte fácilmente en un déspota que dicta sus leyes a sus súbditos y les
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exige una obediencia heterónoma y una aceptación indiscutida de sus órdenes. La obediencia a Dios cobra entonces una mayor importancia que el amor a Dios. El hombre se siente quebrantado por juicios y amenazas antes de sentirse aceptado. Y así se rompen tanto su autonomía racional como su voluntad. El Seíior que sólo es Señor destruye la naturaleza creada de sus súbditos para salvarlos. Tal es la deformación autoritaria que acarrea el símbolo de Dios como Señor; pero es una deformación prácticamente inevitable, si a Dios no se le concibe también como Padre. Mientras "Señor" constituye fundamentalmente la expresión de la relación que une al hombre con el Dios que es poder santo1 "Padre" constituye fundamentalmente la expresión de la relación que media entre el hombre y el Dios que es amor santo. El concepto de "Señor" expresa la distancia; el concepto de •Padre" expresa la unidad. En primer lugar, "Padre" es un símbolo de Dios como fondo creador del ser, del ser del hombre, Dios como Padre es el origen del que el hombre continuamente depende, porque se halla eternamente énraizado en el fondo divino. En segundo lugar, "Padre" es un símbolo de Dios en cuanto Dios salvaguarda al hombre por su creatividad sustentadora y lo encamina hacia su plenitud por su creatividad directora. En tercer lugar, "Padre" es un símbolo de Dios en cuanto Dios justifica al hombre poda gracia y lo acepta aunque sea inaceptable. Existen teologías que, junto con la mayor parte del pensamiento popular, tienden a acentuar con tanto vigor el símbolo de "Padre", que se olvidan de que es Dios el Señor quien es el Padre. Pero si. se descuida este aspecto, se concibe entonces a Dios como un Padre amistoso que da a los hombres todo cuanto éstos quieren que les dé y que perdona a todos cuantos quieren ser perdonados. Dios mantiene así con el hombre una relación familiar. El pecado pasa a ser un acto privado por el que se hiere a alguien que fácilmente perdona, como perdonan los padres humanos que también tienen necesidad de ser a su vez perdonados. Pero Dios no está en una relación privada con el hombre, tanto si es una relación familiar como una relación pedagógica. Dios representa el orden universal del ser y no puede actuar como si fuese un padre "amistoso", es decir, manifestando un amor sentimental por sus hijos. La justicia y el juicio no pueden ser abrogados en su
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perdón. La interpretación sentimental del amor divino es responsable de la aserción según la cual la interpretación que nos da Pablo de la cruz de Cristo y su doctrina de la expiación contradicen el simple ruego del perdón de nuestros pecados que formulamos en el padrenuestro. Esta aserción es falsa. La conciencia de culpabilidad no puede ser superada por la simple seguridad de que el hombre es perdonado. El hombre sólo puede creer en el perdón, si la justicia queda a salvo y la culpa es confirmada. Dios tiene que seguir siendo Señor y Juez, a pesar del poder reunificador de su amor. Los símbolos de ..Señor" y de "Padre" se completan mutuamente, tanto teológica como psicológicamente. Quien es únicamente Señor no puede ser la preocupación última del hombre. El Señor que sólo es Señor suscita una resistencia revolucionaria, perfectamente justificada, que sólo puede ser quebrantada por las amenazas. Y si realmente queda rota, la represión genera un tipo de humildad que contradice la dignidad y la libertad del hombre. En cambio, el Padre que sólo es Padre suscita un respeto que fácilmente se convierte en deseo de independencia, una gratitud que fácilmente se convierte en indiferencia, un amor sentimental que fácilmente se convierte en desdén, y una confianza ingenua que fácilmente se convierte en decepción. Los teólogos deben considerar con profunda seriedad la critica con que la psicología y la sociología atacan los símbolos personalistas de la relación del hombre con Dios. Hemos de reoonocer que los dos símbolos centrales, Señor y Padre, resultan escandalosos para mucha gente, porque los teólogos y los predicadores no han querido discernir las consecuencias psicológicas, a menudo desconcertantes, que implica el uso tradicional de estos símbolos. De ahí la necesidad que subrayemos la doble faz que presentan estos símbolos y demás descripciones simbólicas de la vida divina y de nuestra relación con ella. Por una parte, están determinac;los por la realidad trascendente que expresan; por la otra parte, están influidos por la situación de aquellos a quienes señalan esta realidad. La teología debe considerar ambos aspectos e interpretar los símbolos de tal modo que pueda establecerse entre ellos una correlación concreta. "Señor" y "Padre" son los símbolos centrales de nuestra relación yo-tú con Dios. Pero la relación yo-tú, aunque sea la relación central y más dinámica, no es la única, ya que Dios es 24.
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el ser en sí. En ciertas invocaciones como "Dios todopoderoso", se manifiesta el irresistible poder de la creatividad de Dios; en la de "Dios eterno,., se hace patente el fondo inmutable de toda vida. Además de estos símbolos invocatorios, existen los símbolos usados en la meditación, en los que la relación yo"tú es menos explícita, aunque nunca deja de ser implícita en ellos. Contemplar el misterio del fondo divino, considerar la infinitud de la vida divina, intuir la maravilla de la creatividad divina, adorar la inagotable significación de la automanifestación divina -todas estas experiencias nos remiten a Dios sin que entrañen una explícita relación yo-tú. A menudo, una plegaria que se inicia invocando a Dios como Señor o como Padre, se eleva luego a la contemplación del misterio del fondo divino. Y tma meditación del misterio divino puede acabar en una plegaria a Dios como Señor o como Padre. De nuevo hemos de insistir ahora en que la posibilidad de usar los símbolos de "Señor" y de "Padre", sin que susciten ni un sentimiento de rebeldía ni una humillante sumisión, sin que acarreen ni una decepción ideológica ni un dudoso sentimentalismo, sólo nos la proporciona la manifestación del Señor y Padre como Hijo y Hermano en las condiciones de la exiStencia. La cuestión con la que concluye la doctrina de Dios es la búsqueda de una doctrina de la existencia y del Cristo.
INDICE DE AUTORES Y MATERIAS
abismo, 109, 147 s., 152, 159 s., 205, 207-9, 214, 227, 279, 292 absolutismo, 114 s., 118-22, 131, 197200, 218 absoluto, 199 s., 278 abstracción, 145 absurdo, 245, 260, 271 accidentes, 255 s. acontecimiento-signo, 154-7, 164 actu.s purus, 234, 316, 318 Adán, 227, 251, 267, 328, 331-3 ágape, 359-61 Agustln, 74, 89, 117, 224, 267 F., 330, 336, 361 agustiniano, 62, 305 ahora eterno, 271 aislamiento, 258 Alejandro de Hales, 62, 203 alianza, 166, 188, 293 alienaci6n, 73, 92, 94, 128 s., 134, 267, 361, 366 alma, 256, 321 América, 119 amor, 199-201, 358-67; divino, 348 s., 358-66; - simbiótico, 362; - a si mismo, 361 · amor lntellectualis, 122 analogía, 233 analogia entú, 174; 308 ángeles, 295, 334 Angst, 249 Anselmo, 268 Anticristo, 45 Antiguo Testamento, 74, 177, 179, 186-9, 291 antilcgomena, 75 antinomia, 24 7 antropomorfismo, 293, 311 apÓcrifos, 75, 155 apolino-dionisíaca, cultura, 45, 1&'3 Apolo, 170 apologética, 18-21, 49 s. a pricwl, 217-9 argumento: cosmológico, 269-72; moral, 268 s.; - ontol6gico, 264-9; - telcol6gico, 269-71 argumentum ex lgnoruntla, 19 Aristóte!es, 19, 35, 82, 101, 117. 206, 216, 227, 232, 263, 300, 305
:un1•>1iismo, 340 arquetipo, 227, 334 arrianismo, 33, 245 arte académico, 108 ascetismo, 276, 326 aseidad, 254, 304, 319, 324 Atanasio, 117 ateísmo, 45, 305, 315 Atenas, 121 autoalíenación, 73, 92, 94, 341 autocentridad, 239 s., 241 s. autoconciencia, 223 autoconservaci6n, 235 s. autonomía, 91, 114-8, 169, 194-6, 269 autoridad, 70, 72, 76, 116 s., 171, 177, 190 •.• 194-6, 368 autonelaci6n, 215, 220 s., 228, 241 autotrascendencia, 235 s., 247 a. Bach, J. S., 123 Bartb, Karl, 17 s., 21, 47, 55, 64, 74, 87, 163, 330 behavlorlamo, 219 s. Berdiaev, Nicolai, 245, 299, 316 Bergson, Henrl, 89, 135, 219, 233, 235, 299, 353 Biblia, 54-7, 71, 74, 208 s., 340; disciplinas blblicas, 47 s.; descripciones bíblicas, 177 hiblicismo, 37 s., 54, 56 1., 76, .168 Bohme, Jakob, 89, 186, 233, 245, 299, 316, 334 bondad, 267 Boodin, John E., 66 Braluna, 276, 295 Brahmán, 175, 276, 295 Brightman, Edgar, 23, 66, 316 Brunner, Emil, 64, 82, 88, 285 budismo, 284 s. Buenaventura, 62, 117 calda, doctrina de la, 328 s. calvinismo, 71, 328, 349 Calvino, 87, 90, 281, 285, 336, 349, 350 cambio, 255 s.
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Calcedonia, ·credo de, 82 canon, 75 caos, 233, 259, 318 s., 321 1. carttaa, 359 cartesianos, 220 categorías, 112, 214-7, 249 s., 270, 306 s., 329-31, 366 catolicismo, 17, 46, 57 s., 119, 196,
332 cau•e (causalidad), 253 s., 270, 305-
307 cuwa prima, .41 causa primera, 270, 30'6 centro de la historia, 189 cielo, 354 s. ciencia, 34, 39 s., 297 cinismo, 120 s., 344 circulo teol6gico, 19, 22-5, 30, 40,
43
!.
Ciro, 162 clasicismo, 118 Clemente de Alejandría, 117 cogitatlo, 221, 223 cognfci6n, 106 s. colectivismo, 228, 258 comprensi6n (underatanding), 133
140 s.
creatura, 254, 329, 347 crcaturalidad, 244, 324 s., 328 crecimiento,. 235; falso - , 236 cristianos alemanes, 18 Cristo, 94, 251; véase asimismo Je1ú1 como el Cristo. cristología, 187, 265, 321, 366 criterios fonnales, 24-30 cl'Ítlca: hist6rlca, 17; profética, 186 s.; - racional, 186 s. criticismo, 121, 129, 134, 142, 197 1. cruz, 180, 187, 369 cuarto evangelio, 106, 126, 178 1.,
180, 194
cuerpo, 321, 355' culpabilidad, 261 culto, 110 s., 116, 125, 195 cultos mistéricos, 146, 187, 295 cultura, 196
character llldelebllia, 45
s.,
compromiso, 40 comuni6n, 230 conciencia religiosa, 64 concreto, concreci6n, 31-3, 274, 276278, 283, 286 s., 289-91, 293, 303 condenaci6n, 346, 363-6 congoja, 248-61, 267-71, 325, 350, 354, 356 s. conmocl6n: del non-ser, 147 s., 152, 154 s., 242; - metafísica, 213 s.; - ontol6gica, 152 conocimiento, 35, 128-31, 147, 171174, 202, 206, 231, 357; - controlador, 122, 132-5, 138-42, 147, 231; - de Dios, 307-10; - de revelaci6n, 171-4; - divino, 357; receptivo, 133-6, 139, 141; uni6n cognoscitiva, 201-3, 205 s. conservadurismo, 108, 118-20 contingencia, 238, 254-6, 270, 328 convencionalismo, 124, 127 coraje, 200, 246, 250-7, 267-71, 325,
347, 350-4, 356 cosa, 225 s., 238, 246 cosmogonla, 214 cosmos, 33 creación, 172, 207, 264, 323-30, 347; dirigente, 206, 324; !.__ originante, 324; sustentante, 324; finalidad de la - , 338 s.; relatos de la - , 227, 328 creatio er níhUo, 244, 325 s. creatividad, 323 s., 329, 359; - directora, 207, 338, 342; - origim1dnrn, 324 s., 336; - sustentadora, 335-8
Dante, 364 Darwin, Charles, 173 Da86ln, 89, 220 David, 161 decisión, 200, 239-41, 259 s. delsmo, 206, 301, 336 1., 3S4 deliberación, 239-41 demiurgo, 264 demoníaco, 72 s., 152 s., 156, 172,
177 S., 184 S;, 194, 279-81, 286, 288, 290, 292 s., 317, 322, 365, 367 denotaci6n, 164 s. Descartes, René, 99, 223, 266 desespero, 261, 364 deshumanizaci6n, 134, 226 destino, 172, 237, 240 s., 259-62, 271, 318-20, 324, 328 s., 346 determinismo, 238 s., 242, 254, 260, 262, 366 deus slvc natura, 298, 301, 337 Dewey, John, 64, 216 dialéctica, 81 s., 137; histórica, 340 dlaataÑ, 20 diferencia, 235 Dike, 280 dllectio, 360 difiámica, 108, 232-4, 258 s., 316 1. dinámico, elemento, 107-9, 118-21, 234, 313, 318 Dlng, 225 Dionisia Aeropagita, 300 DiOR, 91 S., 94, 205' 224 S., 234, 245, 265-7, 274-9, 320 s., 323 s., 351; - celoso, 293; - como decomo Padre, 309, venir, 317; 367-70; - como rey, 241, 367; como Señor, 367-70; - como
ÍNDICE DE AUTORES Y MATERIAS
Señor de los ejércitos, 291; oomo viviente, 293 s., 311 a., 316, 323 1.; finito, 316; - personal, 228, 314 s.; cuestión de - , 213, 217, 250 s., 257, 264-6, 269271; gloria de - , 338, 348 s., 367; intelecto y voluntad de - , 318; fra de - , 87, 281, 363; majestad de - , 348 s.; nombres de - , 312; visión de - , 193 diosea, 274-7, 288, 291; furor de los - . 363 distanciamiento e im11licaclón, 40, 43, 202 docta ignorantla, 112 s. Dodd, C. H., 55 dogma, 51, 175 dogmAtica, 50 s. dogmatismo, 131-4 donum superaddltum, 331 dualismo, 93, 105, 129, 156, 289-91, 299, 325 duda, 24 Duns Sooto, 62, 202, 219, 234, 318 durack\n, 235 Eckhart, Maestro, 186 Edad Media, 85, 117, 125, 196, 231 ego, 221-3, 226 egofsmo, 361 llan oltal, 135, 233-5 emanación, 207 emoción, 106 s., 133, 153, 202 emoclonalismo, 114, 122-5, 127, 201, 358 eniplrismo, 100, 202, 224, 231; inglás, 320 encarnación, 208, 326 encuentro, 71, 75 ensayo, 85 entusiasmo, 150 s., 167; - ev:mgélico, 62, 67, 69, 167 f'pifanfa, 334 epúteme, 202 epistemologla, 35 s., 95, 99 s., 217 Erasmo, 117 Erlangen, escuela de, 64 eroa, 39, 46, 101, 122, 129, 229, 359-61 error, 131 e11C11tologla, 326, 360 escepticismo, 99; 117, 120, 1.29, 267 e&colasticlsmo, 22, 79, 217, 285, 300 escuela alejandrina, 19, 202 esencia, 137, 215 s., 261-4, 304, 3~ 328
espacio, 216, 247, 252 s., 354-6; ausencia de - , 355 especie, 228 espíritu (espiritual), 30, 41, 67-9, 79 ••• 915, 194 s., 205, 320-3, 3!55-70 'Espfrftu Santo, 294
373
eNpírltus, 290 espiritualistas 167 espontaneidad, 241, 306, 331 essentia, 232 estático, 107-10, 118-21, 317 estética, 28, 106 esteticismo, 123, 127 estigma, 148, 155, 244 estilo, 61, 232 s. estímulo y reacción, 239 estoicos, 33, 101, 229, 291, 343 eternidad, 330, 351-4, 364 ética, 50 evolución, 300 existencia, 42, 90-2, 1921 26~-4, 265 s., 326-8, 330; ae Dios, 93, 103, 265-72, 304 s.; - histórica, 345 uistenclal, 40, 42 s., 88 s., 204, 261, 277, 304 existencialismo, 120, 125, 135, .226, 244-6 experiencia, 61-9, 126, 138-41, 217219; -abierta, 68; - mística, 67; - moral, 113; - religiosa, 77 experimento, 138-41, 171 expiación, 369 ""'presión, 164-6 l'xpresionlsmo, 125 t.xtasis, 149-55, 164, 168-70, 172, 180 fanatismo, 16 fatum, 240 fe, 24, 30; - filosófica, 39 fenomenologla, 66, 143-5, 274, .279 Flclno, Marslllo, 117 Flchte, J. G., 223 6losoffa, 34-9, 41, 43 s., 213 1.; cristiana, 45 s.; del devenir, 218, 234-6, 255, 299, 318¡ - de la religión, 48 1.¡ 269¡ - de la vida, 135, 220, 234, M9, 299, 302, 318; - existencial, 202, 318, 337; - griega, 31, 117, 206, 233, 242; - primera, 213 filósofo, 39-46 fin en el tiempo, 351, 1., 355, 364 finito, 246-9, 305 s., 323 1., 337, 347 finitud, 89-93, 112-4, 148, 216, 246253, 257-9, 260 •.• 264-7, 270-2 . Flore, Joachim de, 67 s. fondo, 147 s., 152, 204 s., 279, 292, 305; - de la razón, 160; - de la revelación, .204 s.; - del •~•. 150, 156 •.• 185, 194, 204-8, 21fü, 271, 303, 307, 314, 317, 363 forma, 202, 232-4, 258 s., 315 1. formalismo, 114 s., 122-5, 127, .201 s., 232-4 fragmento y 8i~tema, 84 franciscanos, 62 s., 203
374
TEOLOGlA SlSTEMATICA
Frank, F. H. R., 64 Freud, Sigmund, 173, 233 Fromm, Erich, 362 fundamentalismo, 15-7, 118 futuro, 250-2, 353 1. Galileo, 117, 173 Geistesgeschichte, 60 Gelsteswissenschaft, 23 . Gestalt, 86, 102, 106, 147, 155, 221, 241, 331 gnosi8, 130, 201 s. gnosticismo, 187 Goethe, J. W., 132 gracia, 87, 332, 364-6 gradualismo, 300 g1'atia praeveniens, 365 Gunkel, H., 89 hado, 240, 260, 289, 304, 319, 339, 341, 343 Harnack Adolf von, 33, 206 Hartmann, Eduard, 233 Hartmann, Nicolai, 36 Hartshorne, Charles, 316 Headlam, A. C., 55 hechicería, 156 s. Hegel, G. W. F., 23, 35, 81, 84, 100, 101, 113, 118, 135, 216, 245, 300, 302, 341, 352 hegelianos, 19, 118, 310 Heidegger, ·Martin, 89, 216, 219, 220, 244 s., .254 Heráclito, 186, 257, 322 herejía, 51 heteronomía, 90 s., 114-8, 169, 178, 193-7, 269 . . hinduismo, 31, 175, 285, 295; -·· de los Vedanta, 31, 285 hip6stasis, 295 . historia, 38, 80, 95, 160, .218, 353; centro de la-, 189; - de la cultura, 47, 59, 60, 76, 283; ~ del dogma, 58; - de la religión, 47 s., 59 s., 76, 92, 182, 274 s., 282, 292; - de la revelación, 182-4, 186, 189, 207; - de la salvación, 190; Señor de la - , 38; investigación histórica, 173 historicismo, 19 historiografía, 140 Hitler, Adolf, 18 Hobbes, Thomas, 223 Hocking, W. E., 22, 65 Hofmann, J. C. C., 64 hombre; 228-34, 236-44, 266 s., 331, 333 s.; doctrina del - , 218; de lo alto, 334; naturaleza csa'lcial del-, 94 Homero, 45, 186, 288 Horkheimer, Max, 100
humanismo, 18 s., 92, 117, 175 Hume, David, 99, 120 Husserl, Edmund, 143 s. hybris, 114 idea, 326-8; - de Dios, ·.283-9, 296, 298, 302, 321 idealismo, 22 s., 100, 103, 105, 129, 167, 223, 231, 301, 306; - de· ductivo, 226 s. identidad, 105, 227·, 235, 256 ideología, 106 idolatría, 28, 160 ,171, 177, 279, 352 Iglesia, 15, 24, 30, 41-3, 52, 71 1., 169, 176, 181, 189 s., 194 '·· 208; historfa de la-, 47, 56-8, 75 ilumínaci6n, 169 Ilustración, 19, 111, 340 imagen de Dios, 331-3 imperativo categórico, 1.21, 268 imperialismo: de los dioses, 277, 292 1.; - metodológico, 86 implicación y distanciamiento, 40, 43, 202 impuro, 280-2 incondicional, 267-9 inconsciente, 233, 335, 357 independentismo, 62 indeterminismo, 238, 254, .260, 366 individualización, .227 s., 230 s., 258, 314-6, 346, 358 individuo, 227-30, 327 s. infalibilidad, 76, 208 infierno, 364 infinito, 246-8, 2137, 270, 305, 323, 337 s., 350 infinitud, 216, 246-9, 261, 350 inmanencia, 305, 337 inmortalidad, 245, 256, 27f'inmutable, 256 inocencia, 333 Inquisición, 117 inseguridad, 253 inspiración, 54, 153, 169, 208 lnstituci6n, 90 instrumentalismo, 126 intelectualismo, 122, 127 intencionalidad, 235, 259 intuici6n, 140 Ireneo, 331 irracionalismo, 127, 154, 205 irreversibilidad, 250 Isaías, 145, 148; 162, 191, 280; segundo - , 187 Islam, 187 Israel, 161, 166, 187, 293, 344 James, William, 22, 64 Jaspers, Karl, 39 Jenófanes, 186 jerarquía, 291, 300
ÍNDICE DE AUTORF.S Y MATERIAS Jesí1~,
175, 180, 296; como el Cristo, 31-3, 68, 73, 91, 168, 176182, 187, 190, s., 194, 197-9, 203, 206 s., 261; - como Hijo de Dios, 180; milagros "de - , 157 Job, 253 Juan el Bautista, 187 Juan Evangelista, 74, 82 judaísmo, 184, 344 juicio, 363, 369; - final, 363 Jung, C. l., 173, 233 justicia, 123, 280, 293, 361-4, 369 justificación, 70, 7 4, 82 s., 364 s. justitio originalis, 332
kairós, 180 Kant, lmmanuel, 99, 112 s., 121, 1'41, 159, 185, 247, 254, 267, 315 kantismo, 19, 216, 299 Kierkegaard, Sfüen, 26, 82, 159, 202 s;, 216, 278, 352 konnoa, 222 Kuhn, Helmut, 245 Lebe~philoaophie, 120 legalismo, 123, 127, 259 Leibniz, G. W., 35, 84, 227, 229, 300, 306, 334 lenguaje, 165, 222 ley, 241, 263, 321; - de mercado, 340; - de la naturaleza, 336; natural, 241; - positiva, 241 liberalismo, 131, 340 libertad, 237-42, 259-61, 271, 318 s., 328; - de Dios, 313 s., 354; de la voluntad, 260; - finita, 216, 247, 306, 328, 337 libido, 173, 202, 359-61 locus circumscriptus, 355 lagos, 30-4, 40-6, 82, 91, 101-4, 115, 137, 159, 163 s., 196, 202, 20.5-9, 224 s., 229, 245, 295, 322 s., 332 s., 357, 367 Lulio, Raimundo, 84 luteranismo, 338 Lutero, Martín, 17 s., 70, 7 4 s., 82, 87, 117, 192, 234, 281, 316, 322, 329, 336, 350, 355
macrocosmos, 335 magia, 275 s., 350 _mana, 287 mandamientos, los diez, 166; el gran mandamiento, 26, 166 maniqueísmo, 203, 290 Marx, Karl, 106, 119, 126, 341 Mateo apóstol, 57 mediador, 295 medio ambiente, 221-3
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meditación, 169 Melanchthon, 18 mente, 100-8, 151-3, 224, 321 me on, 224, 233, 244, 299, 025 Mesías, 180, 295 s. metafísica, 37, 213 s., 220; - gradualista, 300 metodismo, 62 método, 21, 53, 83 s.; - de correlación, 10, 21, 49, 54, 86-9, 92-4; - deductivo, 226 s.; - empírico, 53 microcosmos, 229, 334 s. milagro, 149, 154-7, 168-70, 180; - de Jesús, 157 misiones, 60, 184 misterio, 145-57, 169, 171 s., 194, 242-4, 279-81, 322 s., 346, 358 misticismo, 23, 31 s., 67; 185, 187, 225, 234, 276, 301 místicos, 148, 150, 166; - protestantes, 259 mito, 31, 110 s., 116, 125 1., 1-1~. 194 s., 287-90 mitología, 124, 287-9, 290 s., 298 s. modernismo católico, 310 Moisés, 161, 187, 191 mónada, 300 monaquismo, 186 monismo, 105, 300 monofisita, 92, 208 monoteísmo, 286 s., 289-91; - exclusivo, 292-4, 349 s.; -místico, 292, 295, 300; monárquico, 291, 294, 300, 304; - trinitario, 294-6, 302 moravo, 63 movimiento juvenil alemán, 127 Muenzer, Thomas, 62 muerte, 246, 251; - eterna, 363 s. mundo, 215, 221-3, 243, 266, 299; 335 mundo caído, 263 s. nacionalismo religioso, 17 s., 28, 188 naturaleza, 298 naturalismo, 19, 23, 92, 136, 202, 278; - monista, 298 s.; - pluralista, 298 s.; - reductivo, 227 nazismo, 45, 127, 187 necesidad, 237, 328 neo-kantismo, 35 s., 100, 121 neo-ortodoxia, 18, 76, 160, 184 s., 202 neo-platonismo, 117, 207, 227, 3213, 334 Nicea, credo de, ·326 Nicolás de Cusa, 112 s., 117, 186, 229, 355 Nietzsche, F. W., 45, 84, 126, 233, 299, 321, 362
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TEOLOGIA SISTEMÁTICA
persona, 46, · 228 s., 230, 313-5 11hilia, 359-61 pietismo, 24 s., 62, 118 Platón, 36, 101, 104, 117, 121, 128 s., 186, 216, 227, 262-4, 267, 30U, 303, 315, 339, 352 platónicos, 244, 327 plegaria, 168, 276, 289, 343, 370 Plotino, 101, 186, 300 pluralismo, 105, 222, 298 poder: de ser, 246, 254, 263, 297 s., 300, 303-5, 322 s., 349 ... - divino, 362 s. polaridad, 215 s., 257, 259 politeísmo, 285-91, 298 s. posesión demoníaca, 152 s., 156, 172 obediencia, 368 positivismo, 64, 118-22, 129, 136, objétividad, 225 s. 138, 231, 301 s.; - jurídico, 120; objeto, 215, 223-6, 356 - lógico, 36, 79, 102, 297 1. Ockham, · William de, 202, 26.'3 s. postkantismo, 113, 216 omnipotencia, 349-51 omnipresencia, 275, 316, 351, 354-6. potencialidad, 316 s., 350, 358 potestaa absoluta, 219 omnisciencia, 275, 351, 356-8 ontología, 37, 213-7, 219, 286; cues- pragmatismo, 36, 64, 66, 105, 120, 140-2, 197 s., 299, 302 tión ontológica, 213 s.; t>lementos predestinación, 346, 365 s. ontológicos, 215 s., 227, 257 preocupación última, 24, 2'7-9. 37, optimismo, 340 42, 47, 56, 63, 73, 78, 148-50, orden del mundo moral, 268 154, 158, 161 s., 165, 169, 173, Orígenes, 117, 295 193, 195, 204, 273, 276-9, 281-8, ortodoxia, 15-8, 24 s., 76; - griega, 296, 349 57; - protestante, 117 preparación, 181-3 ttlinger, F. C., 356 presente, 250-2, 353 s. Otto, Rudolf, 65, 278 s. presocráticos, 117, 244 ouk on, 244, 325 probabilismo, 99 profano, 281 s. profetas, 161 s., 166, 170, 177, 186Pablo a[IÓstnl, 33, 57, 70, 73 s., 82, 189, 225, 293,. 339; - falsos, 188 130, rno, rn2, 177, 191, 198, progreso, progresismo, 18, 283, 340 285, 334, 369 prójimo, 359 · pacillsmo, 362 protestanfismo, 46, 75, 280, 331 s.; padrenuestro, 369 principio protestante, 58, 293 paganismo, 184, 188, 244, 325 patab1·a, 163-5, 209. 310. 322 s.; providencia, 339-44, 359; - histórica, 342-4; - particular, 343 1. - de Dios, 54, 163-7, 206-9; proyección, teorías de, 27 4 s. interior, 167 panteísmo, 300 s., 304 s., 337, 354; psicoanálisis, 130 psicologia, 173, 279, 369; - de las - naturalista, 306 profundidades, 130, 248, 258 Paracelso, 89, 334 psicoterapia, 248, 281 paradoja, 82 s., 178, 197 s. pueblo elegido, 188 s. Parménides, 100, 104, 147, 226, 242, puritano, 281 244, 322 parousla, 315 parsls, 290 participación, 66 s., 169, 226-31, racionalidad: lógica, 81 s.; - metodológica, 83 s.; - semántica, 79 s. 258, 313-5, 346, 357 s. racionalismo, 111, 140-2, 154, 167, pasado, 250-2, 353 s. 185 s., 259, 322 Pascal, Blaise, 107, 202, 258 pasión, 26, 42, 44 radicalismo evangélico, 62, 186 pntripasianismo, 346 razón, 95, 99 s., 104, 152 s., 332 s.; pecado, 244, 282, 368 s. profundidad de la - , 109-11, 116Pedro apóstol, 145, 161, 168, 180, 118, 147 s., 152, 157, 185, 188, 191 194, 197; - crítica, 102; - t>xperdón, 368 tática, 78 s.; existencial, 194; persa, 334 objetiva, 104 s., 107-9, 224; nominalismo, 117, 219, 231, 297, 304, 327, 335 non-ser y no ser, 29 s., 91, 147 s., 214, 232, 242-58, 261, 269-71, 305, 319, 322, 325, 335, 346 s., 349, 363 s. noológica, amenaza, 270 nuevo, 250, 353 Nuevo Ser, 41, 73, 78, 80, 103, 126, 167-9, 180 s., 192, 194-6, 203 Nuevo Testamento, 7 4, 82, 154, 172, 177, 179, 186-9 numinoso, 279 s., 288
ÍNDICE DE AUTORES Y MATERIAS
- entol6gica, 100 s., 104 106; salvada. 203; subjetiva, 104, 224; - t6cnica, 78 s., 100-4, 118, 132, 201; - y revelaci6n, 95 realidad, 107, 136 s., 164 realidad concreta ( actuality), 316, 350 •. realismo, 104, 231, 301; - dialéctimetafísico, 30 l; co, 302; místico, 231; - nuevo, 125 recepci6n, 180-3 recuerdo, 167 Reforma, 117, 119, 167, 169, 177, 202 reformadores, 57, 69, 81, 186, 204, 280, 336 reino de Dios, 88, 92, 95, 166, 193, 206 relaci6n, 230, 347-9; - interna, 347; - yo-tú, 348, 370 relativismo, 115, 118-22, 131, 197201, 218, 268 religi6n, 23 s., 30 s., 62 s. Renacimiento, 117 reposo y movimiento, 235 responsabilidad, 239-41 resurrecci6n, 356 revelaci6n, 95, 144, 145-52, 155, 157, 165, 172 s., 191-3; búsqueda de la-, 114 s.; medio de-, 157162, 165, 170, 187-9, 194 s., 198 s.; dependiente, 168, 189 s.; - final, 175, 181-3, 187-9, 193200, 283 285 s., 293; - general, 183; hist6rica, 160-3, 168 s.; - interior, 167; - natural, 160, 163, 183; - original, 168-70, 190; - preparatoria, 189 s., 2.85; - receptora, 189 s., - universal, 183 s., 187 revolur16n, 118 s. Ritscbl, Albrecht, 160, 182, 185, 206, 276 romanticismo, 19, 84, 118, 125 s., 135, 196 a., 234, 287, 300 Rusia, llQ sacerdote, 162, 177, 184, 187 sacramentalismo, 184-7, 188 s., 356 sacramento, 187 sagrado, 66, .978 "salto", 159 salvaci6n, 191-3, 346; historia de la - . 190 Sanday, William, 55 santo, 278-82, 286, 289, 310, 347-9, 356 santo (santidad), 69, 162 s., 2.80 s. Sartre, Jean-Paul, 216, 245, 261 Satanb, 281 Scheler, Max, 65, 132; 144, 233
377
Schelling, F. W. J. von, 22, 63, 89, 118, 216, 245, 299, 316, 334 Schkksal, 240 Schleiermacher, F. E. D., 22, 31, 48, 51, 63 s., 68, 77, 119, 201, 278 Schopenhauer, Arthur, 89, 233, 299, 316 sectario, 186 secular, 173, 195, 269, 280-2, 286, 310, 356 . semántica, 36, 79-81; teol6gica, 163 sentimentalismo, 358, .'.367 sentimiento, 31, 63, 153 ser, 29, 242, 249, 252 s., 255, 261 s.; elementos del - , 21.5; estructura del - , 37-40, 44, 214, 219221; nuevo - , 41, 73-5, 78, 80, 103, 126, 167-9, 179-81, 19.2, 194199, 203; profundidad del - , 152, 165 ser en sí, 214 s., 244 s., 248, 270, 296 s., 301-6, 311-3, 317 s., 335, 346-8, 350, 353, 358, 363, 365, 370 Ser supremo, 268, 303, 351 seres subhumanos, 333 1. Shiva, 295 significaci6n, 22, 260 s., 210 1. signo, 154, 308, 310 símbolo, 148, 159, 163-5, 174, 187, 204 s., 230, 270, 306-18, 321, 327 s., 347 s., 355, 360, 362 s., 366; - moribundos, 309; - religiosos, 307-9; - sexuales, 159 sistema, 10, 21, 25, 83-7, 93 s.; deductivo, 84, 96; fragmento y - , 84 situaci6n, 15-19, 21, 24 socialismo religioso, 126 sociedad: burguesa, 121; - cole<:tivista, 228, 258; - industrial, 226 sociología de las profundidades, 258 S6crates, 121, 130 Spinoza, Ban1ch, 22, 63, 84, 101, 186, 207, 216, 306 substancia, 255-7, 270, 305 &. 5ujeto, 215, 220 s., 223-7, 356 s. aumma, 9, 85 superstici6n, 103, 157, 309 supralapsarios, 328 supranaturalismo, 92, 154-7, 189 &., 331 s., 342 teísmo, 288, 315, 336 teleología, 340 telas, 133, 155, 181, 227, 235, ~71, 320, 3215, 327, 331, 339, 361 temor, 248 s. temporalidad, 329 s., 351-4, 364 tensi6n, 357-9, 261 s. teodicea, 344-7
378
TEOLOGlA SISTEMATICA
teologfa, 15-18, 30-3, 36-8, 61,. 78. s., 203 s., 309; - apologética, 18-20, 30; bíblica, 55; - científica, 22-5; - de la cultura, 59-61 0 195_ s.; de la restauración, 18; - empírica, .22, 40, 64-8; - histórica, 47 s.; - kerigmática, 17-21; - liberal, 16 s., 178; - mística, 348; natural, 48, 160, 266, 272, 324; - negativa, 245; - práctica, 51· 53; - sistemática, 46-52, 214; y filosofía, 34-45 teólogo, 39 s., 41, 42-5 teonomía, 79, 114 s., 116-8, 193-7, 203, 269 teoría y práctica, 52, 126 Tertuliano, 198 theologia irregenitorom, 25 tiempo, 113, 216, 250-3, 329-31, 853, 356; ausencia de - , 351-3; fln en el - , 351 s., 355, 364 tierra, 355 tipologla, 282-6 todo y partes, 239 Tomás de Aquino, 19, 46, 62, 101, 117, 204, 234, 266, 304 s., 318, 334 totalitarismo, 123 tradición, 118-24 tradicionalismo, 119, 124, 168 trágico, 244, 299, 325 1. transcendentaUa, 217 transparente, 162, 165 trascendencia, 305, · 337 s. ff'emendum et fascinosum, 152, 279281, 288 s. Trendelenburg, ·Adolf, 352 Trento, concilio de, 70 Trinidad, 81, 206, 286, 294-6,. 321-3, 367
'ultimidad, 274-7, 282 1., 2_86-93, 303 Ungrond, 233, 245, 316 unicidad, 229 . unión cognoscitiva, 201-3, 205 s. universal, 32 s• universales, 297, 327 s. universalismo, 287, 298 universo, 222 s. utensilio, 225 s. utopía, 120, 344 valor, 36 verdad, 106, 136-42, 171 1., 190 s., 202 s., 267' 357 verificación, 66, 134-42, l!i4, 241, 297 s. vida, 94, 311, 316, 320 s.; - divina, 205, 234, 312-4, 318 •.• 321-3, 327, 330, 347; eterna, 245, 256 Virgen María, 170 Vishnu, 175, 295 visión ( insight), 130 vitalidad, 234 s., 259 voluntad de poder, 202, 233 voluntarismo, 219, 238 Wieman, Henry N., 22, 615, s. Whitehead, A. N., 22, 65, 266 Wundt, Mu:, 35 yo, 215, 220-4, 230 s., 249 yo-mundo, correlación, 215, 226 Zeus, 291, 304 Zoroastro, 187, 290 Zwingli, Huldreich, 117
INDICE GENERAL
Prefacio .
9
.•
INTRODUCCIÓN A. El punto de vista l. El mensaje y la situación 2. La teología apologética y el kerigma B. La naturaleza de la teología sistemática . 3. El circulo teológico, . 4. Los dos criterios formales de toda teología 5. Teología y cristianismo . 6. Teología y filosofía: una cuestión . 7. Teología y filosofía: una respuesta . C. La organización de la teología . D. El método y la estructura de la teología sistemática 8. Las fuentes de la teología sistemática . 9. La e~eriencia y la teología sistemática . 10. La norma de la teología sistemática . 11. El carácter racional de la teología sistemática 12. El método de correlación 13. El sistema teológico
15 15 18 22 22 25 30 34 38 46 53 53 61 70 77 86 93
Primera parte - LA RAZóN Y LA REVELACIÓN Sección l - LA RAZÓN y LA !IÚSQUEDA DE LA REVELACIÓN A. La estructura de la razón . 1. Los dos conceptos de la razón . 2. La razón subjetiva y la razón objetiva . 3. La profundidad de la razón
•
99 99 99 104 109
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TEOLOGIA SISTEMATICA
B. La razón en la existencia . 4. La finitud y las ambigüedades de la razón concreta 5. El conflicto en el seno de la razón concreta y la búsqueda de la revelación . C. La función cognoscitiva de la razón y la búsqueda de la revelación 6. La estructura ontológica del conocimiento 7. Las relaciones cognoscitivas . 8. Verdad y verificación
Sección lI - LA REALIDAD DE LA REVELACIÓN • A. El significado de la revelación . l. Las señales de la revelación . 2. Los medios de la revelación . 3. La dinámica de la revelación: revelación original y revelación dependiente 4. El conocimiento de revelación B. La revelación concreta 5. La revelación concreta y final 6. La revelación final en Jesús como el Cl'isto 7. La historia de la revelación 8. Revelación y salvación . C. La razón en la revelación final . 9. La revelación final supera el conflicto entre la autonomía y la heteronomía . 10. La revelación final supera el conflicto entre el absolutismo y el relativismo . 11. La revelación final supera el conflicto entre el formalismo y el emocionalismo D. El fondo de la revelación . 12. Dios y el misterio de la revelación . 13. La revelación final y la palabra de Dios .
Segunda parte -
112 112 114 128 128 132 136 143 143 143
157 168 171 175 175 179 181 190 193 193
197
!01 204 204 206
EL SER Y DIOS
Secci-On I - EL SER Y LA CUESTIÓN DE Dxos . Introducción: La cuestión del ser . A. La estructura ontológica fundamental: el yo y el mundo l. El hombre, el yo y el mundo . 2. El objeto lógico y el objeto ontológico
213 213 219 .219 223
ÍNDICE GENERAL
B. Los elementos ontológicos . 3. lndividualizadón y participación 4. Dinámica y forma 5. Libertad y destino . C. El ser y la finitud . 6. El ser y el non-ser . 1. Lo finito y Jo infinito 8. La finitud y las categorías 9. La finitud y los elementos ontológicos 10. El ser esencial y el ser existencial . D. La finitud humana y la cuestión de Dios . 11. La posibilidad de la cuestión de Dios y el llamado argumento ontológico . 12. La necesidad de la cuestión de Dios y los llamados argumentos cosmológicos . Seccián 11 -
LA m·:ALIDAD DE
Dms .
A. La significación de "Dios" 1. U na descripción fenomenológica . a) Dios y la preocupación última del hombre b) Dios y la idea de lo santo . 2. Consideraciones tipológicas a) Tipología e historia de la religión b) Tipos de politeísmo . c) Tipos de monoteísmo d) Transformaciones filosóficas B. La realidad concreta de Dios . 3. Dios como ser . a) Dios como ser v el ser finito . h) Dios como ser' y el conocimiento de Dios 4. Dios como viviente . a) Dios como ser y Dios como viviente . h) La vida divina y los elementos ontológicos e) Dios como espíritu y los principios trinitarios 5. Dios como creador . Introducción: creación y finitud . a) La creatividad originadora de Dios b) La creatividad sustentadora de Dios . e) La creatividad directora ele Dios .
381 227 227 232
237 242 242 246 249
257 261 264 264
269 273 273 273 273
278 282 282 286 291 296 303
303 303
307 311 311 314 320 323 323 324
335 338
382
TEOLOG1A SISTEMÁTICA
6. Dios come relación . a) La santidad divina y la creatura . b) El poder divino y la creatura . e) El amor divino y la creatura d) Dios como Señor y como Padre .
Indice de autores y materias .
347 347 349 358 367 371
-
PAULTILLICH ·.
TEOLOGIA SISTEMATICA J
-
11
'
LA EXISTENCIA Y CRISTO
YEIDAD · E
· IMAGEN ·
La nuestra es una época de profunda y caótica dispersión espiritual. La razón humana que antaño supo reivindicar su plena y legítima autonomía, no ha sabido ni ha podido evitar la pérdida de su dimensión de profundidad y se ha extraviado en unos logros superficiales. Paul Tillich nos ofrece una totalidad en forma de una vasta construcción sistemáticamente desarrollada, en la que, primero, se procede al análisis ontológico de la existencia humana para así determinar las cuestiones decisivas en ella implícitas y, luego, se examinan las respuestas que el mensaje cristiano aporta- a tales cuestiones existenciales. Este «método de correlación», como lo llama Tillich, es de una extraordinaria fecundidad, puesto que los contenidos culturales y religiosos del hombre pasan a ser unas fuentes de la teología tan auténticas como la Biblia y la historia de la iglesia. Y así es como Tillich logra inscribir el mensaje cristiano en las últimas hondonadas del ser: constituye su más íntima culminación y su más profunda plenitud. "j
PAUL TILLICH Nació en Starzeddel en 1886. Doctor en filosofía (Breslau 1910) y licenciado en teología (Halle 1912). Capellán militar durante la primera guerra mundial. Profesor de teología y filosofía en Alemania hasta 1933, fecha en que se traslada a Estados Unidos. Allí enseña en el Union Theological $eminary, en Harvard y Chicago, donde murió en 1965. Obras: Recogidas en catorce volúmenes de: Gesammelte Werke, Stuttgart 1959 - 1975; Die religiose Lage der Gegenwart, Berlin 1926; The interpretation of history, New York 1936; Dynamics of faith, New York 1958; Theology of culture, New York 1959; The eternal now, 1963. EDICIONES SIGUEME
COLECCION VERDAD E IMAGEN 73.
Teología sistemática 1 por P. Tillich
64.
La mujer y la salvación del mundo por P. Evdokimov
63.
Símbolos de libertad por J. M. Castillo
62.
Sociología de la iglesia por D. Bonhoeffer
61.
Teología de lo político por C. Boff
EDICIONES
SIGUEME
TEOLOGIA SISTEMATICA 11
VERDAD E IMAGEN 74
PAUL TILLICH
TEOLOGIA SISTEMATICA II LA EXISTENCIA ·y CRISTO TERCERA BDICION
EDICIONES SIG UEME SALAMANCA
1982
Título original : Sy1lematic theology Tradujo: Damián Sánchez-Bustamante Páez © The 'University of Chicago Press, Chicago 1963 ©Ediciones Sígueme, S. A., 1981 Apartado 332-Salamanca (España) ISBN: 84-301-0826-2 (Obra completa) ISBN: 84-301-0828-9 Depósito legal: S. 474-1982 Printed iri Spain Imprime: Gráficas Ortega, S. A. Polígono El Montalvo-Salamanca 1982
A la Facultad de Teología del Unwn Theological Seminary de Nueva York
PREFACIO Son tantos los que han pedido y urgido la pronta publicación del segundo volumen de la Teología sistemática, que me temo que su aparición ahora va a causarles cierto desaliento. Se sentirán ciertamente decepcionados quienes esperan encontrar en él las otras tres partes del sistema teológico. Durante algún tiempo, también yo abrigué esta esperanza. Pero en cuan.to inicié la redacci6n del presente texto, se me hizo evidente que la realización de aquel proyecto diferiría indefinidamente la aparición del libro y que su misma extensión haría este volumen de dlfíca manefo. Convine, pues, con el editor en que la tercera parte del sistema, "La existencia y Cristo•, const(· tuiría el segundo volumen de la obra, y que las partes cuarta y quinta, "La vida y el Espíritu" y "La historia del reino de Dios.., se publicarían más tarde .......en un futuro que, conflo, no será excesivamente lefano. Los problemas debatidos en este volumen -el ~oncepto de la alienaci6n del hombre y la doctrina de Cristo- constituyen el corazón de toda teología cristiana. Así se #Jstifica que les consagremos un volumen especial, situado en el centro del sistema. Este volumen es más reducido que el primero y que el tercero, ahora sólo esbozado, pero contiene la más extensa de las cinco partes del sistema teológico. El contenido de este libro, cuyo sesgo peculiar se había for· fado a lo largo de numerosos años de docencia, lo di a conocer en la Facultad de Teología de la Universidad de Aberdeen, en Escocia, desarrollando su temática en el primer año de mis con.ferencias Gifford, y consagré el segundo año de las mismas a la exposición de la cuarta parte del sistema teol6gico. La preparaci6n de tales conferencias significó dar un gran paso adelante en la formulaci6n definitiva de los problemas teológicos
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TEOLOGIA SISTEMA.TICA
y sus soluciones. Quiero expresar a~ora -por primera vez en letra impres
PREFACIO
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llegué a este país como refugiado alemán; no -sól.o porque su claustro de profesores y su administración me brindaron abundantes ocasiones para enseñar, escribir y, sobre todo, aprender; no sól.o por la cooperación extremadamente amistosa que allí encontré a lo largo de más de veintidós años de relación académica y personal; sino también porque, durante todos aquellos años, el contenido de este volumen constituyó un centro de los debates teológicos sostenidos con los estudiantes y los profesores. Quienes participaron en aquellos debates descubrirán ahora la influencia que han ejercido en las formulaciones de este libro.
INTRODUCCION
A. RELAClúN QUE GUARDA ESTE SEGUNDO VOLUMEN DE LA TEOLOG1A SISTEMATICA CON EL PRIMERO Y CON LA TOTALIDAD DEL SISTEMA
Un sistema exige coherencia, pero cabe preguntarse· si pueden ser mutuamente· coherentes dos volúmenes escritos con un intervalo de siete años. Mientras perdure incambiada la estructura sistemática de su contenido, pueden poseer tal coherencia, por muy distintas que sean las soluciones dadas a ciertos problemas específicos. Las numerosas críticas que se le han formulado y los nuevos pensamientos que se han desarrollado en este lapso de tiempo no han alterado la estructura básica del sistema, pero han ejercido una indudable influencia en muchos aspectos de su forma y contenido. Si el sistema teol6gico fuese deductivo, como lo es todo sistema matemático en el que una aserci6n se deduce racional y necesariamente de otra aserci6n anterior, los cambios acaecidos en ciertas ideas y conceptos afectarían al conjunto del sistema. Pero la teología no tiene este carácter, y la formulaci6n del presente sistema trata de evitar expresamente este peligro. Después de dar la respuesta teol6gica central a una cuesti6n cualquiera, siempre es posible volver a la cuesti6n existencial situada en un contexto determinado que requiera una nueva respuesta teol6gica. Por consiguiente, unas respuestas nuevas a ciertas cuestiones nuevas o antiguas no destruyen necesariamente la unidad entre las primeras y las posteriores partes del sistema, porque la unidad de éste es dinámica, abierta a nuevas intuiciones, incluso después de formulada la te. ;.alidad del sistema. La tercera parte del sistema, que hemos desarrollado en este segundo volumen, muestra con claridad tal característica. Aunque el título de la segunda parte, "El ser y Dios", es seguido en este volumen por el título de "La existencia y Cristo", no por ello existe un paso 16gicamente necesario o deductivo del
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ser a la existencia o de Dios a Cristo. El paso del ser a la existencia es •irracional•, y el paso de Dios a Cristo es ':'paradójico". Más adelante discutiremos el sentido exacto de estos términos; por el momento nos bastan para confirmar el carácter abierto del presente sistema teológico. No podemos entender en términos de necesidad la transición del ser esencial al ser existencial. Pero, según la teología clásica y la totalidad de los filósofos, artistas y escritores que consideran seriamente los conflictos en que se halla· sumida la situación existencial del hombre, la realidad implica este paso. Así pues, el salto desde el primer al segundo volumen de esta obra refleja el brinco dado desde la naturaleza esencial del hombre a su distorsión en la existencia. Pero para comprender la distorsión de algo es necesario conocer antes su naturaleza no distorsionada o esencial· Por consiguiente, la alienación de la existencia (y la ambigüedad de la vida) tal como queda descrita en este volumen, sólo puede entenderse si antes se conoce la naturaleza de la finitud tal como la hemos desarrollado en la parte titulada "El ser y Dios" del primer volumen. Además, para comprender las respuestas que damos a las cuestiones implícitas en la alienación y la ambigüedad, es preciso conocer no sólo la respuesta que dimos a la cuestión implícita en la finitud, sino también el método teológico por el que relacionamos entre sí la cuestión y la respuesta dada a ella. Esto no significa que una-lectura inteligente de este segundo volumen dependa enteramente de la lectura del primero; porque, como ya indiqué en la introducción, en cada parte del sistema se desarrollan de nuevo las cuestiones y se relacionan con ellas las respuestas de un modo particular. Pero facilitaremos asimismo esa. lectura directa del presente volumen si recapitulamos parcialmente y formulamos de nuevo las ideas ya debatidas en el primer volumen. La cuarta parte del sistema teológico, "La vida y el Espíritu", seguirá a esta tercera parte, "La existencia y Cristo", como descripción de la unidad concreta que existe en las ambigüedades de la vida entre la finitud esencial y la alienación existencial La respuesta que nos dará esta cuarta parte es el Espíritu. Pero tal respuesta es incompleta. La vida, mientras sea vida, sigue siendo ambigua. La cuestión implícita en las ambigüedades de la vida nos conduce a una nueva cuestión,
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es d,ecir, a la cuestión de la djreocf6n según la cual se mueve la vida. Y ésta es la cuestión de la historia. Sistemáticamente hablando, la historia, caracterizada por su dirección hacia el futuro, constituye la dimensión dinámica de la vtda. Así pues, el "enigma de la historia" forma parte del problema de la vida. Pero, por múltiples razones prácticas, la reflexión sobre la historia es aconsejable separarla de la reflexión sobre la vida en general y relacionar en cambio la respuestá final, la "vida eterna", con las ambigüedades y cuestiones implícitas en la existencia histórica del hombre. Por estos motivos, hemos añadido una quinta parte titulada "La historia y el reino de Dios", aunque, estrictamente hablando, ese material pertenece a las categorías de la vida. Esta decisión es análoga a la que, asimismo por razones prácticas, nos indujo a incluir en una primera parte, ªLa razón y la revelación", el material que, sistemáticamente hablando, pertenece a todas las demás partes. Y esta decisión pone· de manifiesto una vez más la naturaleza no deductiva de todo nuestro sistema. Pese a las desventajas de que adolece· desde un punto de vista estrictamente sistemático, éstas quedan ampliamente superadas por sus ventajas prácticas. La inclusión de elementos no sistemáticos en la sistemática teológica da por resultado la interdependencia de todas las partes del sistema y de los tres volúmenes de esta obra. El segundo volumen no sólo depende del primero, sino que posibilita una comprensión más cabal del mismo. En las primeras partes se anticipan muchos de los problemas que sólo serán plenamente discutidos en las ulteriores partes. Como los procesos orgánicos de la vida, todo sistema es de carácter circular. Quienes se hallan situados en el interior del círculo de la vida cristiana, lo entenderán así sin la menor dificultad. Pero. quienes se sienten ajenos a dicho círculo, tal vez encuentren algo confusa nuestra presentación debido a esos elementos no sistemáticos. De todos modos, "no sistemático" no equivale a incoherente: sólo significa no deductivo. Y la vida, eJl toda su creatividad y eventualidad, no es nunca deductiva.
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TEOWGIA SISTEMATICA
B. NUEVA EXPOSICióN DE LAS RESPUESTAS DADAS EN EL PRIMER VOLUMEN l.
MÁS ALLÁ DEL NATURALISMO Y DEL SUPRANATURALISMO
Dedicaremos las restantes páginas de esta introducci6n a formular de nuevo y con mayor claridad aquellos conceptos del primer volumen que resultan particularmente fundamentales para las ideas que vamos a desarrollar en este segundo volumen. Podríamos ahorrarnos este trabajo si pudiéramos remitirnos directamente a lo que dijimos en las dos primeras partes del sistema teológico. Pero esto no es posible sin que previamente demos una respuesta a las cuestiones que se han suscitado en los debates póblicos y privados. En ninguno de tales casos ha cambiado lo fundamental de mi pensamiento, pero sus formulaciones han demostrado ser inadecuadas por falta de claridad, elaboración y énfasis. Se han alzado numerosas críticas contra la doctrina de Dios tal como se halla desarrollada en la segunda parte del sistema, "El ser y Dios". Y como la idea de Dios constituye el fundamento y el centro sobre el que gravita todo pensamiento teológico, tales críticas revisten la mayor importancia y hemos de acogerlas con fervor. Para muchos ha sido una piedra de escándalo la utilización del término "ser" referido a Dios, sobre todo cuando afirmo que lo primero que hemos de decir acerca de Dios es que Dios es el ser en sí o el ser como ser. Antes de hablar directamente de este problema, quisiera explicar con una terminología distinta la intención fundamental que persigue mi doctrina acerca de Dios, intención que expresa con mayor simplicidad el título de este apartado: "Más allá del naturalismo y del supranatui:alismo". Podríamos llamar "autotrascendente" o "extática" una idea de Dios que superase el conflicto existente entre el naturalismo y el supranaturalismo. Para hacer comprensible la elección {aproximativa y preliminar) de estos términos, podemos distinguir tres interpretaciones distintas del significado del vocablo "Dios". La primera separa a Dios como un ser, el ser supremo, de todos los demás seres, junto y por
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encima de los cuales posee su existencia propia. Según esta interpretación, Dios ha dado el ser al universo en un momento determinado (hace cinco mil o cinco billones de años), lo gobierna de acuerdo con un plan, lo dirige hacia un fin, se interfiere en su proceso ordinario para vencer la resistencia que le opone y llevar a cumplimiento su designio, y lo conducirá a la consumación por medio de una catástrofe final. El drama divino-humano hemos de concebirlo en su totalidad con arreglo a este esquema. Sin duda se trata de una forma primitiva de supranaturalismo, pero esta forma es más decisiva para la vida religiosa y su. expresión simbólica que todas las elaboraciones teológicamente más sutiles de esta posición. El principal argumento que puede oponérsele es señalar que esta interpretación transforma la infinitud de Dios en la limitación que supone la mera extensión de las categorías de la finitud. Así sucede con respecto al espacio, al establecer un mundo divino supranatural junto al mundo humano natural; con respecto al tiempo, al determinar un principio y un fin de la creatividad de Dios; con respecto a la causalidad, al convertir a Dios en una causa junto a las demás causas; y con respecto a la substancia, al atribuir a Dios una substancia individual. Contra este tipo de supranaturalismo son válidos los argumentos del naturalismo y, como tales, manifiestan la verdadera preocupación religiosa: la infinitud de lo infinito y la inviolabilidad de las estructuras creadas de lo finito. Por consiguiente, la teología tiene que aceptar la crítica antisupranatural del naturalismo. La segunda interpretación del significado del término "Dios", identifica a Dios con el universo, con su esencia o con ciertos poderes especiales que yacen en su seno. Dios es el nombre con que se designa el poder y el sentido de lo real. No se identifica con la totalidad de las cosas. Ningún mito ni filosofía alguna han afirmado jamás tal absurdo. Dios es un símbolo de la unidad, la armonía y el poder de ser;, es el centro dinámico y creador de la realidad. La frase deus sive natura, usada por personas como Scoto Erígena y Spinoza, no dice que Dios sea idéntico a la naturaleza, sino que es idéntico a la natura naturans, a la naturaleza creadora, al fondo creador de todos los objetos naturales. En el naturalismo moderno, la calidad religiosa de tales afirmaciones ha desaparecido casi por completo, espe-
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cialmente entre los hombres de ciencia que, al filosofar, comprenden la naturaleza en términos de materialismo y mecanismo. Pero en la filosofía propiamente dicha, a medida que se hizo positivista y pragmática, necesitó de tales afirmaciones sobre la naturaleza como un todo. Y a medida que se desarrolló toda una filosofía de la vida que implicaba unos procesos dinámicos, se acercó de nuevo a las formas religiosas del naturalismo. El argumento principal que puede a~ucirse contra el naturalismo en cualquiera de sus versiones, destaca el hecho de que el naturalismo niega la distancia infinita que media entre el conjunto de las cosas finitas y su fondo infinito, con la consecuencia de que el término "Djos" llega a ser intercambiable con el término "universo" y, por ende, es semánticamente superfluo. Esta situación semántica hace patente el fracaso experimentado por el naturalismo cuando trata de comprender uno de los elementos decisivos en la experiencia de lo sagrado, es decir, la distancia que separa al hombre finito, por un lado, y lo sagrado en sus múltiples manifestaciones, por el otro. El naturalismo no puedfil dar cuenta de tal separación. Semejante crítica de la interpretación tanto naturalista como supranaturalista del significado de "Dios", hace necesario un tercer camino que libere a la discusión de estar fluctuando entre esas dos soluciones insuficientes· y religiosamente peligrosas. Este tercer camino no es nuevo. Algunos teólogos como Agustín, Tomás de Aquino, Lutero, Zwingli, Calvino y Schleiermacher ya lo acometieron, aunque de un modo limitado. Coincidiendo con la visión naturalista, este tercer camino ·afirma que Dios no sería Dios si no fuese el fondo creador de todo lo que tiene ser, es decir, que en realidad Dios es el poder incondicional e infinito del ·ser o, utilizando la abstracción más radical, que Dios es el ser en sí. Por consiguiente, Dios no está junto a las cosas ni "poi: encima" de ellas, sino que está más cerca de las cosas que éstas de si mismas. Es su fondo creador aquí y ahora, siempre y en todo lugar. Hasta aquí, ciertas formas de naturalismo podrían aceptar esta tercera concepción. Pero es ahora cuando surgen las divergencias. En este punto se hacen plenamente significativos los términos "autotrascendente" y "extático" de los que yo me sirvo para expresar este tercer modo de entender la palabra "Dios".
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El término "autotrascendente• está formado por dos elementos: "trascendente" y "auto". Dios como fondo del ser trasciende infinitamente aquello de lo que 11:1 es el fondo. Está contra el mundo, en cuanto el mundo se yergue contra 11:1, y está en pro del mundo, siendo así la causa de que el mundo esté en pro de J!;l. Esta mutua libertad de Dios y del mundo -libertad tanto del uno con respecto al otro como del uno en pro del otro-- es la única razón plenamente significativa por la que puede usarse la partícula "supra" en "supranaturalismo". Sólo en este sentido podemos calificar de "trascendente" la relación que media entre Dios y el mundo. Decir que Dios es trascendente en este sentido no significa que debamos establecer un "supermundo" de objetos divinos. Sino que significa que, en sí mismo, el mundo finito tiende al más allá de sí mismo. En otras palabras, que el mundo es autotrascendente. Ahora se comprende asimismo la necesidad de prefijo "auto" en el término "autotrascendente": la realidad única de nuestro entorno la experimentamos según sus distintas dimensiones, que SP. suscitan mutuamente unas a otras. La finitud de lo finito suscita la infinitud de lo infinito: va más allá de sí misma para retomar luego a sí misma en una nueva dimensión. Esto es lo que significa "autotrascendencia". En términos de nuestra experiencia inmediata, la autotrascendencia es el encuentro con lo sagrado, un encuentro de carácter extático. En la frase "idea extática de Dios", el término "extático" indica la experiencia de lo sagrado, experiencia que trasciende la experiencia ordinaria sin anularla. El éxtasis como estado de la mente es el correlativo exacto de la auto~ trascendencia como estado de la realidad. Esta comprensión de la idea de Dios no es naturalista ni supranaturalista, y es la que informa la totalidad del presente sistema teológico. Si sobre la base de esta idea de Dios nos preguntamos: "¿Qué significa que Dios, ·el fondo de todo lo que es, pueda estar contra el mundo y en pro del mundo?'', tendremos que referimos a aquella cualidad del mundo que se manifiesta en la libertad finita, cualidad que experimentamos en nosotros mismos. En la polémica tradicional que enfrenta. la idea naturalista y la idea supranaturalista de Dios, se emplean respectivamente las preposiciones "en" y "sobre". Ambas proceden del dominio espacial y por consiguiente son incapaces de ex-
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presar la verdadera relación existente entre Dios y el mundo -que, ciertamente, nada tiene de espacial. La concepción "autotrascendente" de Dios sustituye -en el pensamiento teológico cuando menos- las imágenes espaciales por el concepto de libertad finita. La trascendencia divina es idéntica a la libertad que posee lo creado para alejarse de la unidad esencial con el fondo creador de su ser. Tal libertad presupone dos cualidades en Io creado: primero, que lo creado es substancialmente independiente del fondo divino; segundo, que lo creado permanece en su unidad substancial con dicho fondo divino, porque sin esta unidad última, la creatura carecería del poder de ser. Esta libertad finita en el seno de lo creado es lo que invalida al panteísmo, y no 1a noción de un ser supremo a la vera del mundo, tanto si se concibe su relación con el mundo en términos deístas como en términos teístas. Las consecuencias que la concepción autotrascendente de Dios entraña para ciertos conceptos como los de revelación y milagro (de una importancia decisiva en el problema cristológico ), fueron plenamente desarrolladas en la parte titulada "La razón y la revelación" del primer volumen. No es preciso que ahora volvamos sobre ellas, pero sí lo es que mostremos el vasto alcance que posee la interpretación extática de la relación Dios-mundo. Existe sin embargo un problema que, desde la aparición de nuestro primer volumen, ha pasado a ocupar el centro del interés filosófico por la religión: el problema del conocimiento simbólico de Dios. Dos consecuenc:ias se siguen de que Dios, como fondo del ser, trascienda infinitamente todo lo que es: primero, que todo cuanto sabemos acerca de una cosa finita, lo sabemos acerca de Dios, puesto que todas las cosas finitas están enraizadas en Dios como en su propio fondo; segundo, que nada de cuanto sabemos acerca de una cosa finita podemos aplicarlo a Dios, porque Dios es lo "absolutamente otro" o, si se quiere, lo "extáticamente trascendente". La unidad de estas dos consecuencias divergentes constituye el conocimiento analógico o simbólico de Dios. Un símbolo religioso utiliza el material de la experiencia ordinaria para hablar de Dios, pero lo hace de tal forma que simultáneamente afirma y niega el significado ordinario del material que utiliza. Todo símbolo religioso se niega a si mismo en su sentido literal,
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pero se a.firma en su sentido autotrascendente. No es un signo que apunte a algo con lo que no tiene ninguna relación íntima, sino que representa el poder y el significado de lo que simboliza gracias a su participación en él. El símbolo participa en la rea.lidad de lo que simboliza. Por consiguiente, nunca podemos decir de algo que es "tan sólo un símbolo". Esto sería confundir un símbolo con un signo. De ahí que posea un carácter simbólico todo lo que la religión ha de decir acerca de Dios, incluso sus cualidades, acciones y manifestaciones, y de ahí también que se pierda por completo el significado de "Dios" si se interpreta el lenguaje simbólico según su sentido literal. Pero, una vez sentado todo esto, surge la cuestión (y ya se ha suscitado en algunas discusiones públicas) de si existe un punto en el que nos vemos .precisados a formular una afirmación no simbólica acerca de Dios. Efectivamente tal momento existe: cuando afirmamos que todo lo que decimos de Dios es simbólico. Esta afirmación es una aserción acerca de Dios que, en sí misma, no es simbólica. De lo contrario, caeríamos en un círculo vicioso. Pero, por otra parte, si hacemos una sola aserción no simbólica acerca de Dios, parece que ponemos en peligro su carácter extático-trascendente. Esta dificultad dialéctica refleja la situación humana con respecto al fondo divino del ser. Aunque el hombre está realmente separado del infinito, no podría ser consciente de esta separación suya si no participara potencialmente del infinito. Esto es lo que denota el estado de hallarse últimamente preocupado, estado que es universalmente humano por mucho que pueda variar el contenido de la preocupación. Al llegar a este punto, no tenemos que hablar de Dios en forma simbólica, sino en términos de búsqueda. Sin embargo, en el preciso momento en que describimos las características de este punto o en que tratamos de formular aquello por lo que preguntamos, aparece una combinación de elementos simbólicos y elementos no simbólicos. Si decimos que Dios es lo infinito, o lo ~condicional, o el ser en sí, estamos hablando al mismo tiempo en forma racional y en forma extática. Porque estos términos designan precisamente la línea divisoria en la que coinciden lo simbólico y lo no simbólico. Hasta llegar a este punto, toda afirmación es no simbólica (en el sentido de símbolo religioso). A partir de este punto, toda afirmación es simbólica (en el sentido de símbolo religioso}. El
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punto mismo es, a la vez, simbólico y no simbólico. Esta situación dialéctica constituye la expresión conceptual de la situación existencial del hombre. Es la condición que hace posible su existencia religiosa y lo capacita para recibir la revelación. Es otra vertiente de la concepción autotrascendente o extática de Dios, la concepción que se sitúa más allá del naturalismo y del supranaturalismo.
2.
LA UTILIZACIÓN DEL CONCEPTO DEL SER EN LA TEOLOGÍA SISTEMÁTICA
Cu¡i.ndo se comienza la doctrina de Dios definiendo a Dios como el ser en sí, se introduce el concepto filosófico del ser en la teología sistemática. Así se hizo en el período inicial de la teología cristiana y así se ha hecho luego a lo largo de toda la historia del pensamiento cristiano. En el presente sistema, este concepto aparece en tres lugares distintos: en la doctrina de Dios, donde decimos que Dios es el ser en cuanto ser o el fondo y el poder de ser; en la doctrina del hombre, donde establecemos la distinción entre lo esencial del hombre y su ser existencial; y, finalmente, en la doctrina de Cristo, donde afirmamos que Cristo es la manifestación del Nuevo Ser, cuya actualización es obra del Espíritu divino. A pesar de que la teología clásica ha utilizado siempre el concepto del "ser", tanto la filosofía nominalista como la teología personalista han criticado este término desde sus respectivos puntos de vista. Pero teniendo en cuenta el destacado cometido que desempeña este concepto en el sistema teológico, creemos necesario replicar a tales críticas y, al mismo tiempo, esclarecer de qué modo utilizamos este término en sus diversas aplicaciones. La crítica de los antiguos nominalistas y de sus actuales descendientes, los positivistas, se fundamenta en el supuesto de que el concepto del ser representa la más alta abstracción posible. Por lo que se refiere a la universidad y al grado de abstracción, los nominalistas consideran este concepto como el género al que se subordinan todos los demás géneros. Si éste fuese el camino por el que llegamos al concepto del ser, el nominalismo podría interpretarlo como interpreta los demás univer-
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sales, es decir, como nociones comunicativas que apuntan a los particulares, pero que carecen de toda realidad propia. Para el nominalismo sólo tiene realidad lo que es completamente particular, la cosa que existe ahora y aquí. Los universales son medios de comunicación, pero sin nigún poder de ser. Por consiguiente, el ser como tal ser no designa ninguna cosa real. En cuanto a Dios, si existe, existe como particular y podríamos llamarlo el más individual de todos los seres. La respuesta a este argumento alega que el concepto del ser no tiene el carácter que le atribuyó el nominalismo. No constituye la más alta abstracción, aunque requiere que se sea capaz de efectuar una abstracción radical. Es la expresión de la experiencia del ser que se yergue contra el non-ser. Por ende, podemos describirlo como el poder de ser que resiste al nonser. Por eso decían los filósofos medievales que el ser era el transcendentale fundamental, más allá de lo universal y de lo particular. Igualmente en este sentido entendieron la noción del ser algunos pensadores como Parménides en Grecia y Shankara en la India. Y en este sentido redescubrieron su importancia los existencialistas contemporáneos como Heidegger y Gabriel Marce!. Tal idea del ser se sitúa más allá del conflicto que enfrenta el nominalismo y el realismo. La misma palabra, que expresa el más vacío de todos los conceptos cuando la consideramos como una abstracción, pasa a ser el más significativo de todos los conceptos cuando la entendemos como el poder de ser en todo lo que tiene ser. Ninguna filosofía puede suprimir la noción del ser en este último sentido. Tal noción puede quedar oculta bajo diversas presuposiciones y fórmulas reductivas, pero sigue presente en el fondo de los conceptos básicos de todo filosofar, puesto que el "ser" no deja de constituir el oontenido, el misterio y la eterna aporía del pensamiento. Ninguna teología puede suprimir la noción del ser como el poder de ser. No es posible separar ambas nociones. En el mismo momento en que decimos que Dios es o que tiene ser, surge la cuestión de cómo hemos de entender su relación con el ser. Y la única respuesta posible parece ser la de que Dios es el ser en sí, en el sentido de que es el poder de ser o el poder de conquistar el non-ser. El principal argumento que aduce la teología personalista para oponerse al uso del concepto del ser, procede del perso-
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nalismo que informa la experiencia humana de lo sagrado y que se expresa en las figuras personales de los dioses y en la relación de persona a persona que el hombre establece con Dios cuando está animado de una piedad viva. Donde este personalismo aparece más acusado es en la religión bíblica. A diferencia de numerosas religiones asiáticas y del misticismo cristiano, en ella no se formula nunca la cuestión del ser. Para una más extensa discusión de este problema me remito a mi pequeño libro, La religi6n bíblica y la búsqueda de la realidad última. 1 El contraste radical que existe entre el personalismo bíblico y la ontología filosófica no queda atenuado por ningún compromiso. Por un lado, se recalca la imposibilidad de encontrar la menor investigación ontológica en toda la literatura bíblica, pero al mismo tiempo y con igual firmeza se subraya por el otro lado la necesidad de formular la cuestión ontológica. En la religión bíblica no existe ningún pensamiento ontológico; pero tampoco se da en ella ningún símbolo ni concepto teológico que carezca de implicaciones ontológicas. únicamente unas barreras artificiales pueden impedir que la mente investigadora formule la cuestión del ser de Dios, la cuestión del abismo que separa lo esencial del hombre y su ser existencial, y la cuestión del Nuevo Ser en Cristo. Lo que mayormente preocupa a algunos es la resonancia ldl · impersona e a palab ra" ser"P . ero que el " ser" sea suprapersonal no significa que sea impersonal, y por mi parte, a los que temen trascender el simbolismo personalista del lenguaje religioso, yo les pediría que pensasen, aunque sólo fuese por unos instantes, en aquellas palabras de Jesús en las que nos dice que están contados los cabellos de nuestra cabeza -y, podríamos añadir, los átomos y los electrones que constituyen el universo. Existe por lo menos tanta ontología potencial en estas palabras como ontología real en todo el sistema de Spinoza. De prohibir la transformación de la ontología potencial en ontología real -desde luego, dentro del círculo teológico-, la teología. quedaría reducida a la mera repetición y organización de los pasajes bíblicos. De este modo sería imposible decir que el Cristo es "el Logos". l. Paul Tillicb, Blbllcal Rellgion and the Search for Ultlmate 1leallt11, Chicago. University of Chicago Press, 1955.
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En el último capítulo de mi libro El corafe de ser,2 he hablado del Dios que se halla por encima del Dios del teísmo, y mis palabras han sido erróneamente interpretadas como una afirmación dogmática de carácter panteísta o místico. Ante todo, no se trata de una afirmación dogmática, sin.o apologética, porque considera con toda seriedad la duda radical que embarga a muchos hombres y les confiere el coraje de autoafirmarse incluso en el estado extremo de la duda radical. En tal estado desaparece tanto el Dios del lenguaje religioso como el Dios del lenguaje teológico. Pero algo perdura, y este algo es la seriedad de la duda, en la cual se afirma un sentido en medio de la ausencia de sentido. La fuente de la que mana esta afirmación de un sentido en medio de la ausencia de sentido, de una certeza en medio de la duda, no está en el Dios del teísmo tradicional sino en el "Dios que se halla por encima del Dios del teísmo", en el poder de ser, que actúa a través de aquellos que no poseen ningún nombre para designarlo, ni siquiera el nombre de Dios. Tal es la respuesta para quienes andan en busca de un mensaje en la nada de su situación y en los últimos límites de su coraje de ser. Pero ese punto extremo no es un lugar en el que se pueda vivir. La dialéctica de una situación extrema es un criterio de verdad, pero no la base sobre la que se pueda construir toda una estructura de verdad. 3.
INDEPENDENCIA E INTERDEPENDENCIA DÉ LAS CUESTIONES
EX~TENCIALES Y LAS RESPUESTAS TEOLÓGICAS
El método que hemos utilizado en la teología sistemática y que describimos en la introducción metodológica del primer volumen se llama "método de correlación", es decir, el que se sirve de la correlación existente entre las cuestiones existenciales y las respuestas teológicas. Entendemos por "correlación". palabra de múltiples significados en el lenguaje científico, la "interdependencia de dos factores independientes", no en el sentido lógico de una coordinación cuantitativa o cuali2. Paul Tillich, The Courage To Be, New Haven, Yale Unfversity Press, 1952. {Existe una traducción castellana publicada por Estela, S. A., de Barcelona. - N. deZ T.]
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tativa de unos elementos que carecen de relación causal, sino como la unidad de dependencia e independencia de dos factores. Y como este tipo de relación se ha convertido abofa en objeto de discusión, intentaré aclarar en qué sentido hablamos de la independencia y la interdependencia de las cuestiones existenciales y las respuestas teológicas en el método de correlación. ' En este método, preguntas y respuestas son independientes entre sí, ya que es imposible deducir la respuesta de la pregunta o la pregunta de la respuesta. La cuestión existencial, es decir, el hombre mismo sumido en los conflictos de su situación existencial, no es la fuente de la respuesta reveladora que formula la teología. La automanifestación divina no es posíble deducirla de un análisis de la condición humana. Dios habla a la situación humana, y habla contra ella y a favor de ella. El supranaturalismo teológico, tal como lo profesa, por ejemplo, la teología neo-ortodoxa contemporánea, está en lo cierto cuando habla de la incapacidad del hombre para alcanzar a Dios por su propio poder. El hombre es la pregunta, pero no la respuesta. Igualmente erróneo es deducir de la respuesta reveladora la cuestión implícita en la existencia humana. Tal deducción es imposible, porque la respuesta reveladora carece de sentido si no existe una pregunta previa de la que ella sea la respuesta. El hombre no puede recibir una respuesta a una pregunta que él no ha formulado. (Por otra parte, éste es un principio decisivo de toda educación religiosa.) Una respuesta así sería una simpleza para el hombre, una combinación de palabras ciertamente inteligible -como lo son muchos sermones-, '.pero no una experiencia reveladora. La cuestión que el hombre formula, es el hombre mismo. Y formula esta cuestión tanto si la profiere orahnente como si permanece silencioso. Pero no puede dejar de formularla, porque su mismo ser es la cuestión acerca de su existencia. Al formular esta cuestión está solo consigo mismo. La formula "desde el abismo" y este abismo es él mismo. La verdad que entraña el naturalismo es su insistencia en el carácter humano de la cuestión existencial. El hombre, como hombre, no desconoce la cuestión de Dios. Se halla separado, pero no enteramente escindido de Dios. Tal es el fundamento de la limitada razón de ser de lo que tradicionalmente se ha
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llamado ..teología natural". La teología natural tenía un sentido en cuanto nos proporcionaba un análisis de la situación humana y de la cuestión de Dios en ella implícita. Por una de sus vertientes, los argumentos tradicionales a favor de la existencia de Dios suelen cumplir este cometido, puesto que elucidan la naturaleza dependiente, transitoria y relacional de la existencia humana finita. Pero, al desarrollar la otra vertiente de estos argumentos, la teología natural intentó deducir del análisis de la finitud humana algunas afirmaciones teológicas. Y eso es imposible. No es válida ninguna de las conclusiones con que se argumenta a favor de la existencia de Dios. Su validez queda limitada al análisis de la cuestión, y no va más allá de ella. Ya que Dios sólo se manifiesta a través de Dios. Las cuestiones existenciales y las respuestas teológicas son independientes entre sí; tal es la primera afirmación que implica el método de correlación. El segundo problema, y el más difícil, es el de la mutua dependencia en que se hallan las cuestiones y las respuestas. Que exista una correlación entre ellas significa que, mientras en ciertos aspectos las cuestiones y las respuestas son mutuamente independientes, en otros aspectos dependen unas de otras. Este problema fue siempre vivo en la teología clásica (tanto en el ámbito de la escolástica como en el ámbito de la ortodoxia protestante} cuando se hablaba de la influencia ejercida por la infraestructura de la teología natural sobre la superestructura de la teología revelada y viceversa. A partir de Schleiermacher, siguió asimismo en pie siempre que una filosofía de la religión hacía las veces de puerta de entrada al sistema teológico; puesto que entonces el problema consistía en dilucidar hasta qué punto la puerta determinaba la estructura de la casa, o la casa la de la puerta. Ni siquiera los antimetafísicos seguidores de Ritschl pudieron eludir este problema. Y el famoso "no" de Karl Barth a todo tipo de teología natural, incluso a la posibilidad de que el hombre formule 18< cuestión de Dios, es en última instancia un autoengaño, como lo demuestra el empleo del lenguaje humano para hablar de la revelación. El problema de la interdependencia de las cuestiones existenciales y las respuestas teológicas sólo se puede resolver en el interior de Jo que, en la parte introductoria del primer volumen, nosotros llamamos el "círculo teológico''. El teólogo, como
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teólogo, está vinculado a una expresión concreta de la preocupación última, es decir, religiosamente hablando, a una experiencia reveladora especial. Sobre la base de esta experiencia concreta, el teólogo proclama su doctrina universal, como lo hizo el cristianismo con la afirmación de que Jesús como el Cristo es el Logos. Podemos entender este círculo teológico como una elipse (y no como una circunferencia geométrica) cuyos dos centros están constituidos por la cuestión existencial y la respuesta teológica. Ambos centros se hallan situados en el interior de la esfera del compromiso religioso, pero no son idénticos. El material de la cuestión existencial procede del conjunto de la experiencia humana y de sus múltiples modos de expresión. Hace referencia al pasado y al presente, al lenguaje popular y al lenguaje literario, al arte y a la filosofía, a la ciencia y a la psicología. Se refiere al mito y a la liturgia, a las tradiciones religiosas y a las experiencias actuales. Todo ello, en cuanto refleja la condición existencial del hombre, constituye el material sin cuya ayuda no es posible formular la criestión existencial. Tanto la selección de este material como la formulación de la cuestión existencial son de la incumbencia de la teología sistemática. Para llevar a cabo este cometido, el teólogo no sólo debe participar de hecho en la condición humana -como siempre lo hace-, sino que además tiene que identificarse conscientemente con ella .. Debe participar en la finitud humana, que es asimismo su propia finitud, y en la congoja que suscita esta infinitud como si nunca hubiese recibido la respuesta reveladora de la "eternidad". Debe participar en la alienación del hombre, que es asimismo su propia alienación, y debe sentir la congoja de la culpa como si nunca hubiese recibido la respuesta reveladora del "perdón". El teólogo no se sitúa en la respuesta teológica que él anuncia. Sólo puede dar esta respuesta de un modo convincente si participa con todo su ser en la situación de la cuestión existencial, es decir, en la condición humana. A la luz de esta exigencia, el método de correlación protege al teólogo de la arrogancia de quien tiene a su disposición las respuestas reveladoras. Al formular la respuesta teológica, el teólogo debe luchar por alcanzarla. Mientras el material de la cuestión existencial está constituido por la expresión misma de la humana condición, la forma
INTRODUCCIÓN
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quo reviste se halla determinada por la totalidad del sistema Ji por las respuestas dadas en el mismo. La cuestión implícita en la finitud humana se halla dirigida hacia su respuesta: lo eterno. La cuestión implícita en la alienación humana se halla dirigida hacia su respuesta: el perdón. Esta dirección forzada de las cuestiones no las despoja de su gravedad, pero les confiere una forma que viene determinada por la totalidad del sistema teológico. ltste es el ámbito en el que se da la correlación de las cuestiones existenciales y las respuestas teológicas. La otra vertiente de la correlación es la influencia que ejercen las cuestiones existenciales sobre las respuestas teológicas. Aquí hemos de afirmar de nuevo que las respuestas no pueden derivarse de las preguntas, que la substancia de las respuestas -la experiencia reveladora- es independiente de las preguntas, aunque la forma que adopta la respuesta teológica no es independiente de la forma que reviste la cuestión existencial. Si la teología nos da la respuesta "el Cristo" a la cuestión implícita en la alienación humana, lo hace de un modo muy distinto segón se refiera a los conflictos existenciales del legalismo judío, al desespero existencial del esceptismo griego o a la amenaza del nihilismo que expresa la literatura, el arte y la psicología del siglo xx. Sin embargo, la cuestión no crea la respuesta. El hombre no puede crear la respuesta "el Cristo", pero puede recibirla y expresarla segón el sesgo con que formuló la cuestión. El método de correlación no está a salvo de una distorsión; ningón método teológico lo está. Hasta tal punto la respuesta puede condicionar la cuestión que llegue a perderse la gravedad de la situación existencial. O hasta tal punto la cuestión puede condicionar la respuesta que llegue a perderse el carácter revelador de la respuesta. Ningón método está garantizado contra tales yerros. Como toda empresa de la mente humana, la teología es ambigua. Pero tal ambigüedad no constituye un argumento contra la teología Q contra el método de correlación. Como método, la correlación es tan antigua como la teología. No hemos inventado, pues, un método nuevo, sino que hemos tratado de explicitar las implicaciones de Jos antiguos métodos y, en particular, el de la teología apologética.
Tercera parte LA EXISTENCIA Y CRISTO
Sección 1
LA EXISTENCIA Y LA BúSQUEDA DE CRISTO A. EXISTENCIA Y EXISTENCIALISMO l.
ETIMOLOGÍA DE LA PALABRA EXISTENCIA
Quienquiera que use hoy ciertos términos, como "existencia", "existencial" o "existencialismo", está obligado a indicar en qué sentido y por qué razón los usa. Debe conocer las numerosas ambigüedades que pesan sobre estas palabras y que sólo en parte son inevitables. Tiene que indicar además las corrientes de pensamiento y las obras, actuales y pretéritas, a las que aplica tales términos. Los intentos de dilucidar sus sig~ificados son numerosos y divergentes, por lo que ninguno de ellos puede considerarse como definitivo. Una teología que convierte la correlación entre la existencia y Cristo en su tema central, tiene que justificar el uso de la palabra u existencia" y señalar sus antecedentes tanto filológicos como históricos. Uno de los caminos a seguir para determinar el sentido de una palabra que el uso ha deteriorado, es el camino etimológico, es decir, retomar al significado original de aquella palabra y tratar de alcanzar una comprensión nueva de la misma deduciéndola de sus mismas raíces. Así se ha hecho en todos los períodos de la historia del pensamiento, pero algunos P,ruditos han exagerado tanto la nota que se ha iniciado una fuerte reacción contra esta forma de proceder. Tanto los actuales como los antiguos nominalistas consideran que las palabras son signos convencionales que nada significan fuera del ~entido en que fueron usados en una época determinada por parte de un grupo social concreto. Por consiguiente, ciertas palabras son ya irrecuperables y han de ser sustituidas por otras. Pero tal presuposición nominalista -que las palabras s6lo son signos convencionales-, nosotros hemos de rechuarla. Las palabras son el resultado del encuentro de la mente humana con la realidad.
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Por consiguiente, no son tan s6lo signos sino también símbolos, y no pueden ser sustituidas por otras palabras, como si se tratara de meros signos convencionales. De ahí que sea posible salvarlas. Si no se diera esta posibilidad, tendríamos que inventar continuamente nuevos lenguajes en el ámbito de la religión y de las humanidades. Por ello, una de las tareas más importantes de la teología estriba precisamente en recuperar el genuino poder que antaño poseyeron los términos clásicos y, para lograrlo, debe recapacitar acerca del encuentro original de la mente humana con la realidad, encuentro que creó aquellos términos. El significado etimológico del verbo "existir", en latín existere, es "estar fuera de". Inmediatamente nos preguntamos: "¿Estar fuera de qué?" Por un lado, la palabra inglesa outstanding significa "prominente", es decir, lo que está por encima del nivel medio de las cosas o de los hombres, lo que sobresale en poder o valor por encima de los demás. Por otro lado, standing out, en sentido de existere, significa que la existencia es una característica común de todas las cosas, tanto de las que son outstanding, prominentes, como de las que no rebasan el término medio. · La respuesta general cuando preguntamos de qué estamos fuera nosotros es: del non-ser. 1 Decir que "las cosas existen" significa que tienen ser, que están · fuera de la nada. Pero hemos aprendido de los filósofos griegos (y ellos a su vez lo aprendieron de la lucidez y sensibilidad de la lengua griega) que hay dos maneras de entender el non-ser, a saber, como ouk on, el non-ser absoluto, o como me on, el non-ser relativo. Existir, "estar fuera de'', hace referencia a ambos sentidos del non-ser. Si decimos que algo existe, afirmamos que es posible encontrarlo, directa o indirectamente, en el cuerpo de la realidad, es decir, que está fuera del vacío del non-ser absoluto. Pero la metáfora "estar fuera de" implica lógicamente algo parecido a "estar en". Sólo aquello que en algún aspectc "está en" puede "estar fuera de". Lo que es outstanding, prominente, sobresale del nivel medio en el que estuvo y en el que todavía está en parte. Cuando decimos que todo lo que l. Como en el primer volumen de esta obra, establecemos en la traducc!6n de este segundo volumen la misma diferencia que el autor entre "nonser" (nonbelng) y "no ser" (not being). Véase nota 6, pág. 242, del primer volumen. - N. del T.
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existe está fuera del non-ser absoluto, decimos en realidad que está a la vez en el ser y en el non-ser; que no está enteramente fuera del non-ser. Como ya advertimos en el capítulo acerca de la finitud del primer volumen, lo que existe es lo finito, es decir, una mezcla de ser y de non-ser. Así pues,· existir significaría estar fuera del propio non-ser. Pero esto es insuficiente, porque no toma en consideración la pregunta: ¿Cómo algo puede estar fuera de su propio nonser? Podemos responder a esta pregunta diciendo que todo, tanto si existe como si no existe, participa del ser. Todo participa del ser potencial antes de que pueda llegar al ser real. Como ser potencial, está en un estado de non-ser relativo, es un todavía-no-es. Pero no es simplemente la nada. La potencialidad es el estado de posibilidad real, es decir, es más que una posibilidad lógica. La potencialidad es el poder de ser que, metafóricamente hablando, todavía no ha actualizado su poder. Su poder de ser es aún latente, no se ha hecho todavía manifiesto. Por consiguiente, decir que algo existe significa que ha abandonado el estado de mera potencialidad y se ha hecho real; que está fuera de la mera potencialidad, fuera del nonser relativo. Y para hacerse real, tiene que superar el non-ser relativo, el estado de me on. Pero, repetimos, no puede estar enteramente fuera del me on. Al mismo tiempo tiene que "estar fuera de" y "estar en" el me on. Lo real está fuera de la potencialidad, pero permanece asimismo en ella. Nunca derrama exhaustivamente su poder de ser en su estado de existencia. Nunca agota por completo sus potencialidades. Perdura no sólo en el non-ser absoluto, como lo demuestra su finitud, sino también en el non-ser relativo, como lo demuestra el carácter mutable de su existencia. Los griegos simbolizaban esto como la resistencia que opone el me on, el non-ser relativo, a· la actualización de las potencialidades de una cosa. Resumiendo nuestra investigación etimológica, podemos decir: existir puede significar estar fuera del non-ser absoluto, aunque sin dejar de permanecer en él; puede significar finitud, es decir, la unidad del ser y del non-ser. Y existir puede significar estar fuera del non-ser relativo, aunque sin dejar de permanecer en él; puede significar realidad, es decir, la unidad del ser real y de la resistencia contra él. Pero, independiente-
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mente de que usemos uno u otro significado del non-ser, existir siempre significa estar fuera del non-ser. 2.
.APARICIÓN DEL PROBLEMA EXISTENCIAL
Las investigaciones etimológicas muestran sólo el camino, pero no resuelven los problemas. Lo que hemos dicho en la segunda respuesta a la pregunta: "¿Estar fuera de qué?", indica ya la hendidura que existe de hecho entre la potencialidad y la realidad. Constatarla es dar el primer paso hacia la aparición del existencialismo. En el conjunto de los seres, tal como se nos presentan, se dan estructuras que carecen de existencia y cosas que, sobre tales estructuras, poseen existencia. La "arboreidad" no existe, aunque tenga un ser, un ser potencial. Pero existe el árbol que está en mi jardín. Este árbol está fuera de la mera potencialidad de la "arboreidad". Pero sólo está fuera de ella y existe porque participa del poder de ser que es la "arboreidad", aquel poder en cuya virtud todo árbol es un árbol y no ninguna otra cosa. Esta hendidura en el conjunto de la realidad, hendidura que viene expresada por el término "existencia", es uno de los primeros descubrimientos del pensamiento humano. Mucho antes de Platón, tanto la mentalidad prefilosófica como la reflexión filosófica advirtieron dos niveles en la realidad: nosotros los llamamos el nivel "esencial" y el nivel "existencial". Los órficos, los pitagóricos, Anaximandro, Heráclito y Parménides establecieron su filosofía porque constataron que el mundo, tal como lo veían, carecía de realidad última. Pero sólo en Platón el contraste entre el ser existencial y el ser esencial se convierte en un problema ontológico y ético. La exishmcia, según Platón, es el reino de la mera opinión, del error y del mal. No posee una auténtica realidad. El verdadero ser es el ser esencial, que está situado en el reino de las ideas eternas, es decir, de las esencias. Para llegar al ser esencial, el hombre tiene que elevarse por encima de la existencia. Tiene que retornar al reino de las esencias, desde el cual cayó en la existencia. De este modo, la existencia del hombre, su estar fuera de la potencialidad, se entiende como una caída desde aquello que el hombre es en su esencia. Lo potencial es lo esencial, y existir, es decir,
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estar fuera de la potencialidad, es la pérdida de la verdadera esencialidad. No es una pérdida completa, ya que el hombre permanece todavía en su ser esencial o potencial, lo recuerda y, a través de este recuerdo, participa en lo verdadero y en lo bueno. Está, a la vez, en el reino de las esencias y fuera del mismo. En tal sentido, "estar fuera de" posee una significación diametralmente opuesta a la que solemos dar en inglés a esta expresión: significa desmerecer de lo que el hombre es esencialmente. En el último período del mundo antiguo, esta concepción de la existencia fue la predominante, a pesar de que Aristóteles intentó colmar el abismo abierto entre 1a esencia y la existencia con su doctrina de la interdependencia dinámica de la forma y de la materia en todas las cosas. Pero la protesta de Aristóteles no podía prosperar, en parte, por las condiciones sociológicas existentes en el último períod~ de la antigüedad y, en parte, porque el mismo Aristóteles opone en su Metafísica el conjunto de la realidad a la vida eterna de Dios, es decir, a la autointuición de Dios. Para participar en la vida divina es preciso que la mente se eleve al actus ptlrus del ser divino, el cual se halla por encima de todas las cosas que andan mezcladas con el non-ser. Los filósofos escolásticos, incluso los franciscanos platónicos y los dominicos aristotélicos, aceptaron la contraposición de esencia y existencia al hablar del mundo, pero no al hablar de Dios. En Dios no existe ninguna diferencia entre el ser esencial y el ser existencial. Esto implica que la hendidura entre esencia y existencia no es últimamente válida y no pertenece en absoluto al fondo del ser en sí. Dios es eternamente lo que es. Y esto se decía con la frase aristotélica de que Dios es el actus purus, el acto sin potencialidad. La consecuencia lógica de tal concepto habría sido la negación de un Dios vivo tal como aparece en la religión bíblica. Pero no fue ésta la intención de los escolásticos. El énfasis con que Agustín y Scoto hablaron de la voluntad divina hizo imposible tal negación. Pero si se simboliza a Dios como voluntad, el término actus purus resulta obviamente inadecuado. La voluntad implica potencialidad. El verdadero sentido de la doctrina escolástica -que considero correcta- se habría expresado afirmando que la esencia, la existencia y la unidad de ambas tienen que aplicarse simb6li-
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camente a Dios. Dios no está sujeto a ningún conflicto entre la esencia y la existencia. No es un ser al lado de otros seres, ya que entonces su naturaleza esencial se trascendería a sí misma, como ocurre precisamente en todos los seres finitos. Ni es tampoco la esencia de las esencias, la esencia universal, ya que esto lo despojaría del poder de actualizarse. Su existencia, su estar fuera de su esencia, es la expresión de su esencia. Esencialmente, Dios está actualizándose. Está más allá de la hendidura entre esencia y existencia, mientras el universo está sujeto a tal hendidura. Sólo Dios es "perfecto", palabra que se define precisamente como un estar más allá del abismo que separa el ser esencial del ser existencial. El hombre y su mundo carecen de esta perfección. La existencia de ambos es un estar fuera de su esencia, como si hubiesen "caído" fuera de ella. En este punto coinciden la valoración platónica y la valoración cristiana de la existencia. Esta forma de pensar se alteró sensiblemente cuando alboreó en el Renacimiento y la Ilustración un nuevo sentido de la existencia. Progresivamente fue colmándose el abismo que separaba la esencia de la existencia. La existencia pasó a ser el lugar donde el hombre era llamado a controlar y transformar el universo. Las cosas existentes eran el material a manejar. Estar fuera del propio ser esencial no era una caída, sino el camino para la actualización y realización de las propias potencialidades. Podríamos llamar "esencialismo• a la forma filosófica de esta actitud. En este sentido, la existencia es, por decirlo así, devorada por la esencia. Los acontecimientos y las cosas existentes no son sino la actualización del ser esencial en su progresivo desarrollo. Sin duda existen ciertas limitaciones previas, pero no un abismo existencial como el que manifiesta el mito de la caída. En la existencia, el hombre es lo que él es en esencia -el microcosmos en el que confluyen los poderes del universo, el portador de la razón crítica y deductiva, el constructor de su mundo y el hacedor de sí mismo como actualización de su potencialidad. La educación y la organización política vencerán el retraso de que adolece la existencia en relación a la esencia. El pensamiento de numerosos filósofos del Renacimiento y de toda la época de la Ilustración encaja con esta descripción. Pero en ninguno de ambos períodos alcanzó el esencialismo su
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plena madurez. Esto sólo ocurrió en una filosofía profundamente influida por el romanticismo y explícitamente contraria a la Ilustración, es decir, en la filosofía clásica alemana y, en particular, en el sistema de Hegel. La razón de ello no estriba únicamente en la íntima cohesión y carácter omniinclusivo del sistema hegeliano, sino también en el hecho de que Hegel fue perfectamente consciente del problema existencialista e intentó integrar los elementos existenciales en su sistema universal de las esencias. Introdujo el non-ser en el centro mismo de su pensamiento; acemtuó el papel que desempeña la pasión y el interés en el movimiento de la historia; creó algunos conceptos nuevos, como los de "alienación" y "conciencia desdichada"; hizo de la libertad la meta del proceso universal de la existencia; incluso introdujo la paradoja cristiana en la estructura de su sistema. Pero tuvo buen cuidado de que todos estos elementos existenciales no minasen la estructura esencialista de su pensamiento .. En el conjunto de su sistema, el non-ser es conquistado; la historia llega a su fin; la libertad se hace real y la paradoja pierde su carácter paradójico. La existencia es la actualización lógicamente necesaria de la esencia. Ningún abismo, ningún salto existe entre ambas. Este carácter omniinclusivo del sistema hegeliano convirtió a éste ~n el punto decisivo de la vieja pugna entre el esencialismo y el existencialismo. Hegel es el esencialista clásico, porque aplicó al universo la doctrina escolástica según la cual Dios está más allá de la esencia y de la existencia. El abismo entre ambas no sólo es superado eternamente en Dios, sino también históricamente en el hombre. El mundo es el proceso de la autorrealización divina. Cuando la esencia se actualiza en la existencia, no existe abismo, ni incertidumbre última, ni riesgo o peligro alguno de pérdida de sí mismo. La famosa afirmación de Hegel de que todo cuanto es, es razonable, no implica un optimismo absurdo acerca de la razonabilidad del hombre -Hegel nunca creyó que los hombres fuesen razonables y felices-, sino que es la exprexión de la creencia de Hegel de que, a pesar de lo irracional de las cosas, la estructura racional o esencial del ser se actualiza de manera providencial en el proceso del universo. El mundo es la autorrealización de la mente divina. La existencia es la expresión de la esencia, y no la caída fuera de ella.
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3.
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ExlsmNCIALISMO CONTRA J!'SENCIALISMO
El existencialismo de los siglos XIX y xx surgió como protesta contra el puro esencialismo de Hegel. Los existencialistas, algunos de los cuales fueron discípulos del mismo Hegel, no criticaron ciertos rasgos de su pensamiento. No pretendieron enmendar a Hegel. Atacaron la idea misma del esencialismo y, con ella, todos los cauces por los que discurría el pensamiento del hombre moderno acerca de si mismo v de su mundo. Su ataque fue y .sigue siendo una rebelión cÓntra la concepción que el hombre se forja de sí mismo en la moderna sociedad industrial. El ataque contra Hegel fue inmediato y partió de diversos flancos. No podemos hablar aquí, en una obra de teología sistemática, de las rebeldías individuales, como las de Schelling, Schopenhauer, Kierkegaard o Marx. Nos basta decir que en aquellas décadas (1830-1850) se sentaron las bases del destino histórico y la expresión cultural del mundo occidental propias del siglo xx. En la .teología sistemática hemos de mostrar las características de la revolución existencialista y confrontar el sentido de la existeqcia, que se fue desarrollando en el existencialismo, con los símbolos religiosos que indican la condición humana. Todos los ataques existencialistas coinciden en la afirmación de que la situación existencial del hombre constituye un estado de alienación de su naturaleza esencial. Hegel es consciente de esta alienación, pero cree que ha sido vencida y que el hombre se ha reconciliado con su verdadero ;er. Según todos los existencialistas, esta creencia constituye el error fundamental de Hegel. La reconciliación del hombre con su verdadero ser es objeto de conjeturas y de esperanza, pero no es una realidad. El mundo no está reconciliado consigo mismo, ni en lo individual -como lo demuestra Kierkegaard-, ni en lo social -como lo demuestra Marx-, ni en la vida -como lo demuestran Schopenhauer y Nietzsche. La existencia es alienación y no reconciliación; es deshumanización y no expresión de la humanidad esencial. La existencia es el proceso en el que el hombre se hace cosa y deja de ser persona. La historia no es la automanifestación divina, sino una serie de conflictos irreconcilia-
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dos, que amenazan al hombre con su propia destrucción. La existencia del individuo está henchida de congoja y se ve amenazada por la falta de sentido. Todos los existencialistas coinciden en esta descripción de la condición humana y, en consecuencia, se oponen al esencialismo de Hegel. Creen que el esencialismo hegeliano es un intento de ocultar la verdad acerca de la situación real del hombre. Se ha pretendido distinguir entre un existencialismo ateo y un existencialismo teísta. Cierto es que a algunos existencialistas podríamos llamarlos "ateos", por lo menos en lo que respecta a sus intenciones, y que a otros existencialistas podríamos llamarlos "teístas". Pero, en realidad, no existe un existencialismo ateo ni un existencialismo teísta. El existencialismo nos ofrece un análisis de lo que significa existir. Nos muestra el contraste que se da entre una descripción esencialista y un análisis existencialista. Desarrolla la cuestión implícita en la existencia, pero no trata de darle una respuesta, ni en términos ateos ni en términos teístas. Cuando los existencialistas formulan unas respuestas, lo hacen según la terminología de ciertas tradiciones religiosas o cuasirreligiosas, pero sin que la deduzcan de su análisis existencialista. Pascal deduce sus respuestas de la tradición agustiniana, Kierkegaard de la tradición luterana, Marce} de la tradición tomista, Dostoiewski de la tradición ortodoxa griega. O bien deducen sus respuestas de las tradiciones humanistas, como lo hacen Marx, Sartre, Nietzsche, Heidegger y Jaspers. Ninguno de estos autores ha sido c.:ipaz de desarrollar sus respuestas a partir de las cuestiones por ellos formuladas. Las respuestas de los humanistas proceden de las fuentes ocultas de la religión. Son objetos de preocupación última o de fe, aunque revestidos de una forma secular. Así pues, desaparece toda distinción entre un existencialismo ateo y un existencialismo teísta. El existencialismo es un análisis de la condición humana. Y las respuestas a las cuestiones implícitas en la humana condición son siempre, abierta u ocultamente, religiosas. 4.
EL PENSAMIENTO EXISTENCIAL Y EL PENSAMIE..'ITO EXISTENCIALISTA
Por razón de una mayor claridad filológica, conviene distinguir entre las palabras existencial y existencialista. La primera
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TEOLOGIA SlSTEMATlCA
hace referencia a una actitud humana, la segunda a una escuela filosófica. Lo opuesto a existencial es distanciado, objetivo; lo opuesto a existencialista es esencialista. En el pensamiento existencial, el sujeto mismo se halla implicado en la cuestión debatida. En el pensamiento no existencial, el sujeto está distanciado de la cuestión debatida. Por su misma naturaleza, la teología es existencial; por su misma naturaleza, la ciencia no es existencial. La filosofía incluye elementos de ambas actitudes. Por su intención, no es existencial; pero en realidad, es una combinación siempre cambiante de elementos personales y elementos objetivos. De ahí la inutilidad de todo intento de crear lo que se ha llamado una "filosofía científica". Aunque existencial no es lo mismo que existencialista, ambos términos proceden de una raíz común: "existencia". Hablando en general, es posible describir las estructuras esenciales en términos objetivos y la condición existencial en términos de compromiso personal. Pero esta afirmación requiere enérgicas precisiones. Existe un elemento de implicación personal en la construcción de las figuras geométricas, y existe un elemento de objetividad en la observación de la propia congoja y alienación. Al lógico y al matemático los mueve el eros, que incluye el deseo y la pasión. El teólogo existencial, al analizar la existencia, descubre las estructuras de la misma gracias a su imparcialidad cognoscitiva, incluso si son estructuras de destrucción. Y entre estos dos polos existe una extensa gama de implicación personal mezclada con imparcialidad objetiva, que podemos observar en la biología, la historia y la psicología. Sin embargo, llamamos "existencial" a aquella actitud cognoscitiva en la que predomina el elemento de implicación personal, y viceversa. Este elemento de implicación personal ha llegado a ser tan dominante, que los análisis existencialistas más portentosos los han llevado a cabo los poetas, novelistas y pintores. Pero incluso tales artistas sólo lograron zafarse de la subjetividad irrelevante sometiéndose a una observación imparcial y objetiva. En consecuencia, el arte y la literatura existencialista utilizan el material elaborado por los métodos objetivos de la psicología terapéutica. La implicación personal y la imparcialidad objetiva no son dos alternativas conflictivas sino dos polos: no hay análisis existencialista sin una objetividad no existencial.
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5.
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EL EXISTENCIALISMO Y LA TEOLOGÍA CRISTIANA
El cristianismo afirma que Jesús es el Cristo. El término "el Cristo" indica, por acusado contraste, la gituaci6n existencial del hombre, ya que el Cristo, el Mesías, es aquel de quien se supone que ha de traer el "nuevo e6n", la regeneraci6n universal, la nueva realidad. Esta nueva realidad presupone una vieja realidad que, según las descripciones proféticas y apocalípticas, es el estado de alienaci6n del hombre y de su mundo con respecto a Dios. El mundo alienado ~stá regido por las estructuras del mal, simbolizadas por los poderes demoníacos. Tales poderes gobiernan las almas individuales, las naciones e incluso la naturaleza, y generan todas las formas de la congoja. Es de la incumbencia del Mesías conquistarlos y establecer una nueva realidad de la que estén excluidos los poderes demoníacos y las estructuras de destrucci6n. El existencialismo ha analizado el "viejo e6n", es decir, la condici6n del hombre y de su mundo en d estado de alienaci6n. En tal análisis, el existencialismo es el aliado natural del cristianismo. lmmanuel Kant dijo una vez que las matemáticas constituyen una gran ventura para la razón humana. En el mismo sentido podríamos afirmar nosotros que el existencialismo constituye una gran ventura para la teología cristiana, puesto que su ayuda ha sido decisiva para redescubrir la interpretaci6n cristiana clásica de la existencia hum~:rna. Ningún intento teológico lo habría hecho mejor. Esta ayuda positiva no la ha prestado únicamente la filosofía existencial sino también la psi:ulogía analítica, la literatura, la poesía, el drama y el arte. En todos estos dominios, existe un inmenso acervo de material que la teología puede organizar y del que puede servirse cuando trata de presentar al Cristo como la respuesta a las cuestiones implícitas en la existencia. En los primeros siglos, fueron sobre todo los te6logos monásticos quienes acometieron la realización de una labor similar, analizándose a sí mismos y a los miembros de sus pequeñas comunidades de un modo tan penetrante que son pocas las intuiciones actuales sobre la condición humana que ellos no anticipasen en su época. La literatura devocional y penitencial constituye una impresionante demostraci6n de ello. Pero aquella tradición se perdió bajo el impulso de las
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filosofías y las teologías de la pura conciencia, representadas sobre todo por el cartesianismo y el calvinismo. Pese a sus diferencias, ambas escuelas se aliaron para reprimir la vertiente inconsciente y semiconsciente de la naturaleza humana, impi· diendo así la plena comprensión de la condi~ión existencial del hombre (y, esto, a pesar de la doctrina de Calvino sobre la total depravación del hombre y el agustinianismo de la escuela cartesiana). El existencialismo y la teología contemporánea, tras recuperar aquellos elementos de la naturaleza humana que suprimió la psicología del consciente, deberían aliarse y analizar conjuntamente las características de la existencia en todas sus manifestaciones, tanto conscientes como inconscientes. El teólogo sistemático no puede realizar esta labor por sí solo; necesita la ayuda de los representantes creadores del existencialismo en todos los ámbitos de la cultura y el apoyo de los que exploran en la práctica la condición humana: ministros, educadores, psicoanalistas y consejeros. A la luz del material que recibe de todos ellos, el teólogo tiene que reinterpretar los símbolos religiosos y los conceptos teológicos tradicionales. Tiene que percatarse de que ciertos términos como "pecado" y "juicio", aunque siguen siendo verdaderos, han perdido su poder expresivo y sólo pueden recuperarlo si se incorporan plenamente las intuiciones que el existencialismo (e incluso la psicología de las profundidades) nos aporta sobre la naturaleza humana. De todos modos, el teólogo bíblico tiene razón cuando sostiene que todas estas intuiciones pueden encontrarse en la Biblia, como también la tienen los católicos al señalar que se encuentran en los Padres de la Iglesia. La cuestión no estriba en saber si algo puede encontrarse en algún lugar -casi todo puede encontrarse en alguna parte--, sino en determinar si una época histórica está presta para redescubrir una verdad perdida. Quien lea, por ejemplo, el Eclesiastés o el libro de Job a la luz de los análisis existencialistas, verá en tales libros muchas más cosas que las que antes era capaz de descubrir en ellos. Y lo mismo puede decirse de muchos otros pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento. Se ha criticado al existencialismo por su excesivo "pesimismo". Algunos de sus términos, como "non-ser", "finitud", "congoja", ·culpabilidad", "falta de sentido" y "desespero", parecen justificar tal juicio. La misma crítica se ha formulado contra
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muchos pasajes bíblicos, como, por ejemplo, la descripción paulina de la condición humana que hallamos en los capítulos 1 y 7 de su epístola a los romanos. Pero estos pasajes de Pablo sólo son pesimistas (en el sentido de desesperanzados), cuando los leemos aisladamente y sin la respuesta a la cuestión en ellos implícita. No ocurre esto mismo, ciertamente, en la teología sistemática. En ella debe evitarse la palabra "pesimismo" referida a las descripciones de la naturaleza humana, porque este término designa un estado de ánimo y no un concepto o una descripción. Además, desde el punto de vista de la estructura sistemática, hemos de añadir que los elementos existenciales sólo son una parte de la condición humana, puesto que tienen que combinarse, de manera ambigua, con los elementos esenciales; de lo contrario, nunca llegarían a ser. Tanto Jos elementos esenciales como los elementos existenciales son siempre abstracciones de la realidad concreta del ser, es decir, de la "vida". Tal es el tema de la cuarta. parte de la Teología sistemática. De todas formas, las abstracciones son necesarias para el análisis, incluso en el caso de ser fuertemente negativas. Y aunque nos sea de difí_cil aceptación, ningún análisis existencialista de la condición humana puede eludir esta negatividad -como nunca pudo eludirla la doctrina del pecado en la teología tradicional.
B. LA TRANSICióN DE LA ESENCIA A LA EXISTENCIA Y EL S1MBOLO DE "LA CA1DA" l. EL
SÍMBoLO DE "LA CAÍDA" Y LA FILOSOFÍA OCCIDENTAL
El símbolo de "la caída" constituye un capítulo decisivo de la tradición cristiana. Aunque habitualmente asociado al relato bíblico de "la caída de Adán", su significado trasciende este mito y cobra una significación antropológica universal. El literalismo bíblico prestó un mal servicio al cristianismo cuando identificó la importancia dada al símbolo de la caída con la interpretación literalista de la narración del Génesis. La teología no necesita examinar a fondo este literalismo, pero nosotros hemos de comprender de qué modo ha repercutido en la Igle-
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sia cristiana entorpeciendo su labor apologética. Con toda claridad y sin ambigüedades, la teología tiene que presentar ·1a caída" como un símbolo de la situación humana en todos los tiempos, y no como la narración de un acontecimiento que sucedió en un remoto antaño. Con objeto de hacer más aguda aún esta comprensión, en el presente sistema teológico utilizamos la expresión "transición de la esencia a la existencia", la cual, por así decirlo, constituye una "semidesmitologización" del mito de la caída, y de este modo eliminamos el elemento "antaño". Pero la desmitologización no es completa, puesto que la frase "transición de la esencia a la existencia" contiene todavía un elemento temporal. Y si hablamos de lo divino en términos temporales, hablamos todavía en términos míticos, aunque hayamos sustituido las figuras y las situaciones mitológicas por unos conceptos tan abstractos como "esencia" y "existencia". No es posible una desmitologización total al hablar de lo divino. Cuando Ptatón d~s cribió la transición de la esencia a la existencia, utilizó una expresión mitológica -y habló de la "caída del alma", Sabía que la existencia no es una cuestión de necesidad esencial sino un hecho, y por eso la "caída del alma" es una narración que ha de expresarse en símbolos míticos. De haber entendido la existencia como una implicación lógica de la esencia, nos habría presentado la existencia misma como algo esencial. Simbólicamente hablando, habría considerado el pecado como algo creado, como una consecuencia necesaria de la naturaleza esencial del hombre. Pero el pecado no es algo creado, y la transición de la esencia a la existencia es un hecho, una narración para contar, y no un paso dialéctico derivado. Por consiguiente, no es posible desmitologizarla por completo. En este punto, tanto el idealismo como el naturalismo se oponen al símbolo cristiano (y platónico} de la caída. El esencialismo del sistema hegeliano se cumple en términos idealistas. En él, como en todo idealismo, la caída se reduce a la diferencia entre la idealidad y la realidad, y se considera entonces la realidad como algo que tiende a lo ideal. La caída no es una ruptura sino una realización imperfecta. Lo real se aproxima a su plena realización a lo largo del proceso histórico, o cumple, en principio, esa plena realización suya en el período actual de la historia. El cristianismo y el existencialismo consideran la
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forma progresivista (o revolucionaria) de la fe idealista como utopía, y la forma conservadora de la misma como ideología. A ambas las interpretan como una especie de autoengaño e idolatría, porque ninguna de las dos asume a fondo el poder autocontradictorio de la libertad humana y la implicación demoníaca de la historia. La caída, en el sentido de transici6n de la esencia a la existencia, no s6lo es negada por el idealismo sino también por el naturalismo -aunque por el otro lado, por así decirlo. El naturalismo da por supuesta la existencia, sin que se preocupe por el origen de su negatividad. No intenta responder a la pregunta de por qué el hombre siente la negatividad como algo que no debería existir y de la que él es responsable. Rechaza tenazmente, e incluso con cinismo, ciertos símbolos como el de la caída, las descripciones de la condici6n humana y algunos conceptos como los de "alienaci6n" y "el hombre contra sí mismo". En cierta ocasi6n oí decir a un fil6sofo naturalista que "el hombre carece de una condici6n propia". Sin embargo, los pensadores naturalistas suelen evitar la resignaci6n o el cinismo incorporándose algunos elementos del idealismo, tanto en su forma más progresivista como en la forma más realista del estoicismo. En ambos casos trascienden el puro naturalismo, pero no llegan al símbolo de la caída. Tampoco recaba este símbolo, en el antiguo estoicismo, la creencia en el deterioro de la existencia hist6rica del hombre y en el abismo de separaci6n que media entre los necios y los discretos. Y por lo que respecta al neo-estoicismo, se halla impregnado de tantos elementos idealistas que no puede alcanzar la gran profundidad del realismo cristiano. Cuando comparamos un símbolo cristiano, como el de la caída, con algunas filosofías como el idealismo, el naturalismo o el neo-estoicismo, cabe preguntamos si es posible relacionar las ideas que yacen a estos distintos niveles, es decir, al nivel del simbolismo religioso por un lado y al nivel de los conceptos filosóficos por el otro. Pero, como ya explicamos en el capítulo del primer volumen consagrado a la filosofía y la teología, existe una interpenetraci6n de niveles entre la teología y la fi!osofía. Cuando el fil6sofo idealista o naturalista afirma que "no existe ninguna condici6n humana", en realidad adopta una decisi6n existencial acerca de una cuestión de preo-
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cupación última. Y al expresar esta decisión suya en términos conceptuales, se oonviE~rte en teólogo. Del mismo modo, cuando el teólogo dice que la existencia se halla alienada de la esencia, no sólo adopta una decisión existencial, sino que, al expresar su decisión en conceptos ontológicos, se convierte en filósofo. El filósofo no puede evitar las decisiones existenciales, ni el teólogo los conceptos ontológicos. Aunque sean opuestas sus intenciones, resultan comparables sus modos de proceder. Esto justifica que establezcamos una comparación entre el símbolo de la caída y el pensamiento filosófico occidental, y que preconicemos la alianza del existencialismo y l¡i teología. 2.
LA LIBERTAD FINITA COMO POSIBILIDAD DE TRANSICIÓN DE LA ESENCIA A LA EXISTENCIA
El relato que aparece en los capítulos 1-3 del Génesis, si lo consideramos como un mito, puede orientar nuestra descripción de la transición operada desde el ser esencial al ser existencial. Dicho relato constituye la mejor y más profunda expresión de la conciencia que posee el hombre de su alienación existencial y nos proporciona el esquema con arreglo al cual es posible discurrir sobre la transición de la esencia a la existencia, puesto que nos señala: primero, la posibilidad de la caída; segundo, los motivos de la misma; tercero, el hecho en sí de la caída; y cuarto, las consecuencias que acarrea. Tal es el orden y el esquema al que se ajustan los capítulos que sigqen a continuación. En la parte titulada "El ser y Dios" del primer volumen, discutimos la polaridad de libertad y destino en relación al ser como tal y en relación a los seres humanos en particular. Partiendo de la solución que allí dimos, podemos responder ahora en términos de "libertad" a la cuestión de cómo es posible la transición de la esencia a la existencia, puesto que la libertad siempre se halla sujeta a su unidad polar con el destino. Pero esto es dar tan sólo el primer paso hacia la formulación de una respuesta. En aquella misma sección del primer volumen, describimos la conciencia que el hombre posee de su finitud y de la finitqd universal, y analizamos luego la· situación del ser que al mismo tiempo se halla relacionado con la infinitud y excluido de ella. Esto constituye el segundo paso hacia la formulación de
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una respuesta, es decir, que no se trata aquí de la libertad como tal, sino de la libertad finita. A diferencia de todas las demás creaturas, el hombre tiene libertad. Las creaturas poseen ciertas analogías con la libertad, aunque no la libertad misma .. Pero el hombre es finito: está excluido de lo infinito al que pertenece. Podríamos decir que la naturaleza es necesidad finita, Dios libertad infinita y el hombre libertad finita. La libertad finita es lo que hace posible la transición de la esencia a la existencia. El hombre es libre en la medida en que posee un lenguaje. Gracias al lenguaje, dispone de los universales que lo liberan de la esclavitud a la situación concreta a la que están sujetos incluso los animales sup'eriores. Es libre en la medida en que es capaz de interrogarse acerca del mundo que le rodea y que le incluye, y de penetrar en niveles cada vez más profundos de la realidad. Es libre en la medida en que puede acoger unos imperativos incondicionales de orden moral y lógico, que entrañan la posibilidad humana de trascender las condiciones que determinan todo ser finito. Es libre en la medida en que tiene el poder de deliberar y decidir más allá de los mecanismos de estímulo y respuesta. Es libre en la medida en que puede manejar y construir unas estructuras imaginarias más allá de las estructuras reales a las que él, como todos los seres, se halla sujeto. Es libre en la medida en que posee la facultad de crear otros mundos más allá del mundo concreto, de crear el mundo de los instrumentos y de los productos técnicos, el mundo de las expresiones artísticas, el mundo de las estructuras teóricas y de las organizaciones prácticas. Finalmente, el hombre es libre en la medida en que tiene el poder de contradecirse a sí mismo y contradecir su naturaleza esencial. Es libre incluso frente a su libertad, es decir, puede renunciar a su humanidad. Esta cualidad final de su libertad es la que nos proporciona el tercer paso para la formulación de una respuesta a la cuestión de cómo es posible la transición de . la esencia a la existencia. La libertad del hombre es una libertad finita. Todas las potencialidades que constituyen su libertad se hallan limitadas por el polo opuesto, su destino. En la naturaleza, el destino tiene carácter de necesidad. A pesar de las analogías con el destino humano, Dios es su propio destino. Esto significa que trasciende la polaridad de libertad y destino. En el hombre, libertad
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y destino se limitan recíprocamente, porque el hombre posee una libertad finita. Es cierta tal limitación en todo acto de libertad humana, y lo es asimismo en la cualidad fin!ll de la humana libertad, es decir, en el poder de renunciar a la propfa libertad. Incluso la libertad de autocontradecirse está limitada por el destino, porque como libertad finita, sólo puede darse en el contexto de la transición universal de la esencia a la existencia. No hay una caída individual. En la narración del Génesis, los dos sexos y la naturaleza, representada por la serpiente, actúan de consuno. La transición de la esencia a la existencia es posible porque la libertad finita actúa en el marco de un destino universal. Y éste oonstituye el cuarto paso hacia la formulación de una respuesta. La teología tradicional discurri.ó acerca de la posibilidad de la caída en términos del potuit peccare de Adán -su libertad de pecar. No vio que esta libertad era inseparable de la estructura total de la libertad de Adán y, por ello, la consideró oomo un don divino equívoco. Calvino creyó. que la libertad de caer era una debilidad del hombre, lamentable desde el punto de vista de la felicidad humana, puesto que significaba la condenación eterna para la mayoría de los seres humanos (por ejemplo, para todos los paganos). Este don únicamente era comprensible desde el punto de vista de la gloria divina, en cuya virtud Dios decidió revelar su majestad no sólo a través de la salvación de los hombres sino también a través de su condenación. Pero la libertad de distanciarse de Dios es una cualidad de la estructura de la libertad como tal. La posibilidad de la caída depende de todas las cualidades de la libertad humana consideradas en su unidad. Simbólicamente hablando, es la imagen de Dios en el hombre lo que hace posible la caída. Sólo aquel que ·es la imagen de Dios tiene el poder de separarse de Dios. Su grandeza es al mismo tiempo su debilidad. Ni siquiera Dios podría suprimir la una sin suprimir la otra. Y de no haber recibido el hombre esta posibilidad de pecar, habría sido una cosa más entre las cosas, incapaz de servir a la gloria divina tanto en su salvación como en su condenación. De ahí que la doctrina de la caída se haya considerado siempre como la doctrina de la caída del hombre, aunque sin dejar qe verla asimismo oomo un acontecimiento cósmico.
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LA "INOCENCIA SOÑADORA" y LA TENTACIÓN
Después de examinar de qué modo es posible la transición de la esencia a la existencia, llegamos ahora al problema de dilucidar los motivos que inducen a esta transición. Para formular una respuesta, hemos de poseer una imagen del estado del ser esencial en el que actúan tales motivos. La dificultad estriba en que el estado del ser esencial no es un estado real del desarrollo humano que podamos conocer directa o indirectamente. La naturaleza esencial del hombre está presente en todas las etapas de su desarrollo, aunque en distorsión existencial. En el mito y en el dogma, la naturaleza esencial del hombre ha sido proyectada en el pasado como una historia anterior a la historia, simbolizada como una edad de oro o paraíso. En términos psicológicos, podemos interpretar este estado como el estado de la "inocencia soñadora". Ambas palabras indican algo que precede a la existencia real. Algo que tiene potencialidad, pero no realidad. Algo que no ocupa ningún lugar, que es ou topos (utopía). Algo que carece de tiempo: precede a la temporalidad y es suprahistórico. Soñar es un estado de la mente que es, a la vez, real y no real -como lo es la potencialidad. El soñar anticipa lo real, del mismo modo que todo lo real está de algún modo presente en lo potencial. En el momento de despertar, las imágenes del sueño desaparecen como imágenes, pero retornan como realidades. La realidad es ciertamente distinta de las imágenes del sueño, pero no totalmente distinta, ya que lo real está presente en lo potencial en forma de anticipación. Por tales razones, resulta adecuada la metáfora "soñadora" para describir el estado del ser esencial. La palabra "inocencia" indica asimismo la potencialidad no actualizada: sólo se es inocente con respecto a algo que, de actualizarse, acabaría con el estado de inocencia. Esta palabra posee tres connotaciones. Puede significar falta de experiencia real, falta de responsabilidad personal y falta de culpa moral. En el uso metafórico de ella que aquí sugerimos, posee los tres sentidos. Designa el estado anterior a la realidad, a la existencia y a la historia. Si usamos la metáfora "inocencia soñadora", aparecen ciertas connotaciones concretas tomadas de la experiencia humana. ·Recordamos los primeros períodos de la
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vida de un niño. El ejemplo más notorio es el -desarrollo de su conciencia sexual. Hasta cierta edad, el niño es inconsciente de sus potencialidades sexuales. En el difícil período de la transición de la potencialidad a la realidad, tiene lugar en él un despertar. El niño adquiere experiencia, responsabilidad y culpa, y pierde el estado de inocencia soñadora. Este ejemplo es palpable en la narración bíblica, donde la conciencia sexual constituye la primera consecuencia de la pérdida de la inocencia. Pero no deberíamos confundir este uso metafórico del término "inocencia" con la falsa aflnnación de que un ser humano recién nacido se halla en un estado de impecabilidad. Toda vida está sujeta a las condiciones de la existencia. La palabra "inocencia'', lo mismo que la palabra "soñadora", no la usamos en su sentido propio sino en su sentido analógico, y es de este modo como puede proporcionarnos una primera comprensión psicológica del estado del ser esencial o potencial. El estado de inocencia soñadora conduce más allá de sí mismo. La posibilidad de la transición a la existencia se experimenta como tentación. La tentación es inevitable, porque el estado de inocencia soñadora es incontestado e indeciso. No es una perfección. Los teólogos ortodoxos han acumulado perfección tras perfección en el Adán anterior a la caída, equiparándolo a la figura de Cristo. Tal proceder no sólo es absurdo, sino que hace enteramente ininteligible la caída. La mera potencialidad o inocencia soñadora no es perfección. Sólo lo es la unión consciente de esenci~ y existencia: Dios es perfecto, porque trasciende la esencia y la existencia. El símbolo "Adán antes de la caída" debe entenderse, pues, como la inocencia soñadora de potencialidades aún indecisas. Hemos de proseguir nuestro análisis del concepto de "libertad finita", si ahora nos preguntamos qué es lo que conduce la inocencia soñadora más allá de sí misma. El hombre no sólo es nnito; como lo es toda creatura; además, es consciente de su finitud. Y esta conciencia es la ce congoja" .2 Hasta la última década, no se ha asociado el término "congoja" con la palabra alemana y danesa Angst (angustia), que procede del latín an2. Para ser fieles a la terminología de P. Tlllich y tal como ya hicimos en el primer volumen de esta obra, traducimos el término inglés an:dety por "congoja" y reservamos la palabra "angustia" para traducir el vocablo alem'n y danés Angst o el inglés anguisli. - N. del T.
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gustiae, "angosturas". Gracias a Saren Kierkegaard, la palabra Angst, angustia, se ha convertido en un concepto central del existencialismo y expresa la conciencia de ser un ser finito, una mezcla de ser y non-ser o un ser amenazado por el non-ser. Todas las creaturas están impulsadas por la congoja, ya que la finitud y la congoja son lo mismo. Pero, en el hombre, la libertad va unida a la congoja. Podríamos decir que la libertad del hombre es una "libertad en la congoja" o ..una libertad acongojada" (en alemán, sich iingstigende Freiheit). Esta congoja es un!t de las fuerzas motrices de la transición de la esencia a la existencia. Kierkegaard sobre todo ha utilizado este concepto de congoja para describir (no para explicar) la transición de la esencia a la existencia. Mediante esta idea y el análisis de la estructura de la libertad finita, podemos mostrar de -dos modos distintos, aunque interrelacionados, los motivos que inducen a la transición de la esencia a la existencia. Existe un elemento en la narración del Génesis al que a menudo no se ha prestado la debida atención -la prohibición divina de no comer del árbol de la ciencia. Todo mandato presupone que lo mandado no ha sido aún realizado. La prohibición divina presupone una cierta divergencia entre el creador y la creatura, divergencia que hace necesario el mandato, aunque éste sólo se dé para poner a prueba la obediencia de la creatura. Esta hendidura entre el creador y la creatura constituye el punto más importante en la interpretación de la caída, ya que presupone un pecado que todavía no es pecado, pero que tampoco es ya inocencia. Se trata del deseo de pecar. Quizás a este estado de deseo podríamos llamarlo la "libertad despierta". En el estado de inocencia soñadora, la libertad y el destino están en armonía, pero ninguno de ellos se halla actualizado. Su unidad es esencial o potencial; es una unidad finita y, por ende, susceptible de tensiones y ruptura -como en el caso de la inocencia incontestada. La tensión surge en el momento en que la libertad finita se hace consciente de sí misma y tiende a convertirse en real. Podríamos llamarlo el momento del despertar de la libertad. Pero en este mismo momento se desencadena una reacción, que procede de la unidad esencial de la libertad y el destino. La inocencia soñadora quiere protegerse a sí misma. Esta reacción se simboliza en el relato bíblico como la prohibición divina contra la actualiza-
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ción de la propia libertad potencial y contra la adquisición de conocimiento y poder. El hombre está entre dos fuegos: el deseo de actualizar su libertad y la exigencia de preservar su inocencia soñadora. Y haciendo uso del poder de su libertad finita, se decide por lo primero. Podemos efectuar este mismo análisis, por decirlo así, desde dentro, es decir, desde la conciencia acongojada que el hombre tiene de su libertad finita. En el momento en que el hombre cobra conciencia de su libertad, se ve embargado asimismo por la conciencia de que aquella es una situación peligrosa. El hombre experimenta una doble amenaza, que se enraíza en su libertad finita y se expresa en forma de congoja. El hombre experimenta la congoja de perderse a sí mismo al no actualizarse ni actualizar sus potencialidades y la congoja de perderse igualmente al actualizarse y actualizar sus potencialidades. El hombre se halla ante el dilema de preservar su inocencia soñadora renunciando a experimentar la realidad del ser o de perder su inocencia gracias al conocimiento, el poder y la culpa. La congoja suscitada por esta situación constituye el estado de tentación. Y el hombre se decide por la propia actualización, poniendo así fin a su inocencia soñadora. También ahora la inocencia sexual es la que psicológicamente nos ofrece la analogía más adecuada. El adolescente típico siente la congoja de perderse a sí mismo tanto si se actualiza como si no se actualiza sexualmente. Por una parte, los tabús que la sociedad le impone lo dominan al confirmarle su propia congoja ante la pérdida de su inocencia y al hacerlo culpable por haber actualizado su potencialidad. Por otra parte, teme no actualizarse sexualmente y sacrificar así sus potencialidades para preservar su inocencia. Habitualmente se decide por la actualización, como universalmente se deciden a hacerlo los hómbres, Las excepciones (por ejemplo, en el contexto de un ascetismo consciente) limitan, pero no suprimen, esta analogía con lo que suele ser la situación humana. Este análisis de la tentación, tal como acabamos de efectuarlo, no entraña la menor referencia al conflicto entre la parte corporal y la parte espiritual del hombre como una posible causa suya. La doctrina del hombre aquí esbozada implica una comprensión "monista,. de la naturaleza humana, opuesta a una comprensión dualista de la misma. El hombre es un todo, cuyo
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ser esencial está caracterizado por la inocencia soñadora, cuya libertad finita posibilita la transición de la esencia a la existencia, cuya libertad despierta lo sitúa entre dos congojas que lo amenazan con la pérdida de sí mismo, cuya decisión va en contra de la preservación de su inocencia soñadora y a favor de su propia actualización. Mitológicamente hablando, el fruto del árbol de la tentación pertenece tanto al ámbito de los sentidos como al ámbito espiritual.
4.
EL ELEMENTO MORAL Y EL ELEMENTO TRÁGICO EN LA TRANSICIÓN DEL SER ESENCIAL AL SER EXISTENCIAL
La transición de la esencia a la existencia constituye el hecho original. No es el primer hecho en un sentido temporal, ni un hecho contemporáneo o anterior a otros hechos, sino aquello que confiere validez a todo hecho. Es· lo que hay de real en todo hecho. Nosotros existimos y existe el mundo a nuestro alrededor. ll':ste es el hecho original. Y esto significa que la transición de la esencia a la existencia es una cualidad universal del ser finito. No es un acontecimiento del pasado, puesto que, ontológicamente, precede a todo cuanto ocurre en el tiempo y el espacio, sino que establece las condiciones de la existencia espacial y temporal, y se hace manifiesto en toda persona individual cuando en ella tiene lugar el paso de la inocencia soñadora a la actualización y la culpa. Si la transición de la esencia a la existencia se expresa en forma mitológica -tal como debe hacer el lenguaje religioso-, entonces se nos presenta como un acontecimiento del pasado, aunque sea tanto del pasado como del presente y del futuro. El acontecimiento del pasado al que hace referencia la teología tradicional es la narración de la caída que hallamos en el libro del Génesis. Quizá ningún texto literario ha sido objeto de tantas interpretaciones como el tercer capítulo del Génesis. Esto se debe, en parte, a su unicidad -incluso en la literatura bíblica-, en parte, a su profundidad psicológica y, en parte, a su fuerza religiosa. En lenguaje mitológico, este texto describe la transición de la esencia a la existencia como un acontecimiento único que acaeció antaño en cierto lugar y a ciertas personas -primero a Eva y luego a Adán. El mismo Dios apa-
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rece en el relato como una persona individual en el tiempo y el espacio bajo la típica "figura de padre". Toda la descripción es de neto carácter ético-psicológico y refleja la experiencia diaria de unos hombres que vivían en unas condiciones sociales y culturales peculiares. Pero, a pesar de ello, pretende tener una validez universal. El predominio de los aspectos psicológicos y éticos no excluye la presencia de otros factores en la narración bíblica. La serpiente representa las tendencias dinámicas de la naturaleza; luego aparece el carácter mágico de los dos árboles, el despertar de la conciencia sexual y la maldición sobre la descendencia de Adán, el cuerpo de la mujer, los animales y la tierra. Tales rasgos de la narración bíblica demuestran que bajo su forma ético-psicológica se oculta un mito cósmico y que la "desmitologización" profética de este mito no eliminó los elementos míticos sino que los subordinó al punto de vista ético. El mito cósmico reaparece en la Biblia tanto en forma del combate que libra lo divino contra los poderes demoníacos y los poderes del caos y la oscuridad, como en el mito de la caída de los ángeles y en la interpretación que ve en la serpiente del Edén la oorporalización de un ángel caído. Todos estos ejemplos apuntan claramente a las presuposiciones e implicaciones cósmicas de la caída de Adán. Pero lo que confiere un mayor énfasis al carácter cósmico de la caída es el mito de 1a caída trascendente de las almas. Aunque de origen probablemente órfico, quien primero narró este mito fue Platón al oponer la esencia a la existencia. Luego recibió una forma cristiana en Orígenes, una expresión humanista en Kant y se halla presente en muchas otras filosofías y teologías de la era cristiana. Todos estos autores han admitido que la existencia no puede surgir en el seno de la existencia, es decir, no puede proceder de un acontecimiento singular ocurrido en el espacio y en el tiempo. Han admitido, pues, que la existencia posee una dimensión universal. El mito de la caída trascendente no es directamente bíblico, pero tampoco contradice a la Biblia. Afirma el elemento éticopsicológico de la caída y completa las dimensiones cósmicas de la misma que hallamos en la literatura bíblica. Lo que suscita el mito de la caída trascendente es el carácter universalmente trágico de la existencia. Este mito significa que la misma
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constitución de la existencia implica la transición de la esencia a la existencia. El acto individual de la alienación existencial no es el acto aislado de un individuo aislado; es un acto de libertad que, no obstante, se halla hincado en el destino universal de la existencia. En todo acto individual se actualiza el carácter alienado o caído del ser. Toda decisión ética es un acto tanto de libertad individual como de destino universal. Esto es lo que justifica las dos formas del mito de la caída. Obviamente, ambas son mitos, y ambas son absurdas si las consideramos en su sentido Jiteral y no en su condición simbólica. La existencia está enraizada tanto en la libertad ética como en el destino trágico. Si negamos uno u otro de tales enraizamientos, la situación humana se hace incomprensible. Pero la unidad de ambos constituye el mayor problema con que se enfrenta la doctrina del hombre. De todos los aspectos del mito cósmico del Génesis, la doctrina del "pecado original" ha sido el más violentamente atacado desde principios del siglo xvm. Este concepto fue lo primero que criticó la Ilustración y, en la actualidad, la repudiación del mismo es uno de los últimos puntos defendidos por el humanismo contemporáneo. Dos razones explican la violencia con que la mentalidad moderna ha combatido la idea del pecado original. En primer lugar, porque su forma mitológica la interpretaron en sentido literal tanto los que la impugnaban como los que la defendían y, por consiguiente, resultó inaceptable para el pensamiento histórico-crítico que entonces se iniciaba. En segundo lugar, porque la doctrina del pecado original parecía implicar una valoración negativa del hombre, y esto contradecía radicalmente el nuevo sentimiento que en pro de la vida y del mundo había desarrollado la sociedad industrial. Se temía que este pesimismo acerca del hombre frenase el tremendo empuje con que el hombre moderno estaba transformando técnica, política y educacionalmente el mundo y la sociedad. Hubo y todavía subsiste el recelo de que esta valoración negativa de la capacidad moral e intelectual del hombre pueda acarrear unas consecuencias autoritarias y totalitarias. La teología debe adoptar -y a menudo así lo ha hecho- la actitud histórico-crítica frente al mito bíblico y eclesiástico. Más aún, debe subrayar la valoración positiva del hombre en su naturaleza esencial. Debe unirse al humanismo clásico para defender la bondad creada del hombre contra las
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negaciones naturalistas y existencialistas de su grandeza y dignidad. Al mismo tiempo, la teología debería reinterpretar la doctrina del pecado original poniendo de manifiesto la autoalienación existencial del hombre y echando mano de los análisis existencialistas de la condición humana. De este modo, debe desarrollar una doctrina realista del hombre, en la que se equilibren el elemento ético y el elemento trágico de su autoalienación. Y es muy posible que esta labor exija la supresión definitiva en el vocabulario teológico de ciertos términos como "pecado original" o "pecado hereditario" y su sustitución por una descripción de la interpretación del elemento moral y el elemento trágico en la situación humana. La base empírica para una descripción de este tipo ha llegado a ser prodigiosamente amplia en nuestros días. Tanto la psicología analítica como la sociología analítica nos han mostrado de qué modo el destino y la libertad, la tragedia y la responsabilidad se entretejen en todo ser humano desde su primera infancia y en todos los grupos sociales y políticos a to largo de la historia de la humanidad. La Iglesia cristiana, en su descripción de la situación humana, ha observado un constante equilibrio entre ambos extremos, aunque a menudo lo ha hecho con un lenguaje inadecuado y siempre en direcciones conflictivas. Agustín luchó por una concepción tan alejada del maniqueísmo como del pelagianismo; Lutero rechazó a Erasmo, pero fue interpretado por Flacius Illyricus como semimaniqueo; los jansenistas se vieron acusados por los jesuitas de destruir la racionalidad del hombre; la teología liberal es criticada tanto por la neo-ortodoxia como por cierto existencialismo (por ejemplo, Sartre y Kafka), quienes le imputan algunos rasgos maniqueos. El cristianismo no puede eludir tales tensiones. Simultáneamente tiene que reconocer la universalidad trágica de la alienación y la responsabilidad personal que le alcanza al hombre por ella. 5.
CREACIÓN y
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La unión del elemento moral y del elemento trágico en la condición humana suscita la cuestión de la relación que media en la existencia entre el hombre y el universo, y, por
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consiguiente, la cuestión de la creación y la caída. Tanto en los mitos no bíblicos como en los mitos bíblicos, al hombre se le considera responsable de la caída, aunque se conciba ésta como un acontecimiento cósmico, como la transición uníversal de la bondad esencial a la alienación existencial. En los ,mitos, ciertas figuras subhumanas y suprahumanas influyen en la decisión del hombre. Pero es el hombre en sí quien decide y quien recibe luego la maldición divina que su decisión le acarrea. En la na.rración del Génesis, la serpiente es la que representa la dinámica de la naturaleza en el hombre y a su alrededor. Pero la serpiente carece de todo poder. Sólo a través del hombre puede producirse la transición de la esencia a la existencia. Más tarde, otras doctrinas combinaron el símbolo de los ángeles ·rebeldes con el símbolo de la serpiente. Pero, aun así, no se pretendió eximir al hombre de su responsabilidad, puesto que la caída de Lucifer, aunque dio paso a la tentación del hombre, no fue la causa de su caída. El mito de la caída de los ángeles no nos ayuda a desentrañar el enigma de la existencia, sino que entraña un enigma todavía mayor, a saber, cómo los "espíritus puros'', que perciben eternamente la gloria divina, pueden sentir la tentación de apartarse de Dios. Esta forma de interpretar la caída del hombre requiere una mayor elucidación que la misma caída. Podemos criticar este mito porque confunde los poderes del ser con los seres. Lo que hay de verdad en la doctrina de los poderes angélicos y demoníacos es la existencia de estructuras supraindividuales de bondad y estructuras supraindividuales de maldad. Angeles y demonios no son sino los nombres mitológicos con que el hombre designa los poderes constructivos y destructivos del ser, poderes que andan ambiguamente entretejidos y en mutua lucha en el seno de una misma persona, de un mismo grupo social y de una misma situación histórica. No son seres sino poderes del ser que dependen de la estructura total de la existencia y se hallan implícitos en la ambigüedad de la vida. El hombre es responsable de la transición de la esencia a la existencia, porque posee una libertad finita y porque en él confluyen todas las dimensiones de la realidad. Por otra parte, ya vimos que la libertad del hombre está hincada en el destino universal y que, por consiguiente, la transición de la esencia a la existencia es a la vez de índole
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moral y de índole trágica. Pero esto nos obliga a preguntarnos de qué modo se relaciona la existencia universal con la existencia del hombre. Por lo que respecta a la caída, ¿cuál es la relación que existe entre el hombre y la naturaleza? Y si el universo participa igualmente en la caída, ¿cuál es la relaci6n ,que existe entre la creación y la caída? El literalismo bíblico nos diría que la caída del hombre modificó las estructuras de la naturaleza. La maldición divina contra Adán y Eva implica un cambio en la naturaleza del hombre y en la naturaleza que rodea al hombre. Si rechazamos por absurdo este literalismo, ¿qué significa entonces la expresi6n "mundo caído"? Si las estructuras de la naturaleza fueron siempre lo que son en la actualidad, ¿cómo podemos hablar de la participación de la naturaleza -incluyendo en ella la base natural del hombre- en la alienación existencial humana? ¿Fue el hombre quien corrompi6 la naturaleza? ¿Tiene algún sentido este juego de palabras? La respuesta más obvia a tales preguntas es que la transición de la esencia a la existencia no es un acontecimiento que tuvo lugar en el tiempo y el espacio, sino la cualidad transhistórica de todos los acontecimientos que se dan en el tiempo y el espacio. Y eso es igualmente cierto tanto por lo que respecta al hombre como a la naturaleza. "Adán antes de la caída" y "la naturaleza antes de la maldición" son estados de potencialidad. No son estados reales. El estado real es esta existencia en la que el hombre se halla junto con todo el universo, y no hubo tiempo alguno en que esto fuese de otro modo. La noción de un momento en el tiempo en el que el hombre y la naturaleza pasaron del bien al mal es absurda y carece de todo fundamento tanto en la experiencia como en la revelación. A la luz de esta afirmación, podemos preguntamos si no sería menos desorientador que abandonásemos por completo el concepto de "mundo caído" y estableciésemos una distinción radical entre el hombre y la naturaleza. ¿No sería más realista afirmar que sólo el hombre puede hacerse culpable porque es el único que puede adoptar unas decisiones responsables, y que la naturaleza es inocente? Son muchos los que aceptan esta distinción, por~ que parece solventar un problema harto complejo de un modo muy simple. Pero es demasiado simple esta solución para que sea verdadera. Puesto que despoja a la condición humana
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de su elemento trágico, del elemento del destino. Si la alienación se basara únicamente en las decisiones responsables de la persona individual, todo individuo tendría siempre la posibilidad de contradecir o no contradecir su naturaleza esencial. No habría razón alguna para negar que el hombre pudo evitar y ha evitado por completo el pecado. l!:ste fue el punto de vista pelagiano, aunque Pelagio tuvo que admitir que los malos ejemplos influyen en las decisiones de los individuos libres y responsables. Pero en esta concepción no se afirma nada que se parezca a la "esclavitud de la voluntad" y no presta la menor atención al elemento trágico de la condición humana, que es manifiesto desde los primeros años de la infancia. En la tradición cristiana, hombres como Agustín, Lutero y Calvino han rechazado este punto de vista. Las ideas pelagianas ya fueron repudiadas por la Iglesia primitiva, y las ideas semipelagianas, que habían cobrado fuerza en la Iglesia medieval, fueron descartadas por los reformadores. En la actualidad, los teólogos neo-ortodoxos y existencialistas rechazan asin1ismo las ideas neo-pelagianas del moralismo protestante contemporáneo. El cristianismo conoce y nunca podrá renunciar a su conocimiento de la universalidad trágica de la alienación existencial. Sin embargo, esto significa que el cristianismo ha de rechazar la separación idealista entre una naturaleza inocente, por un lado, y el hombre culpable, por el otro lado. Tal recusación es relativamente fácil en nuestro tiempo debido a los atisbos logrados sobre el desarrollo del hombre y su relación con la naturaleza dentro y fuera de sí mismo. En primer lugar, cabe demostrar que en el desarrollo del hombre no existe ninguna discontinuidad absoluta entre la esclavitud animal y la libertad humana. Existen saltos entre los diversos estadios de este proceso, pero existe asimismo una transformación paulatina y continua. Es imposible decir en qué punto de la evolución natural la naturaleza animal es sustituida por la naturaleza que, según nuestra experiencia actual, conocemos como humana y que es cualitativamente distinta de la naturaleza animal. Y no puede negarse la posibilidad de que ambas naturalezas estuviesen antes en mutuo conflicto en el mismo ser. En segundo lugar, no es posible determinar en qué momentos del desarrollo del individuo humano empieza y termina su responsabilidad. El pensamiento legal sitúa este momento más bien en una etapa tardía del
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proceso individual. Pero, incluso en la madurez, existen ciertos limites a la responsabilidad del hombre y algunos de ellos son tan terminantes que la moral y la ley deben tenerlos en cuenta. La "responsabilidad" presupone haber alcanzado el pleno desarrollo de la capacidad de "responder" como persona. Pero son numerosos los estados en que la centralidad del hombre queda disminuida por el cansancio, la enfermedad, la intoxicación, los impulsos neuróticos y las rupturas psicopáticas. Todo esto no elimina la responsabilidad, sino que pone de manifiesto el elemento de destino que existe en todo acto de libertad. En tercer lugar, hemos de referirnos al actual redescubrimiento del inconsciente y el poder determinante que ejerce sobre las decisiones conscientes del hombre. La literatura existencialista del pasado y de nuestra época, así como los actuales movimientos psicoanalíticos, describen detalladamente este proceso. Uno de los hechos más significativos acerca de la dinámica de la personalidad humana lo constituye la ignorancia intencional sobre los motivos reales del propio obrar. En sí mismos los motivos son tensiones corporales o psíquicas, a menudo muy distantes de lo que parece ser la razón consciente de una decisión centrada. Tal decisión todavía es libre, pero la suya es una libertad dentro de los límites del destino. En cuarto lugar, debemos tener en cuenta la dimensión social de las tensiones inconscientes. El equívoco término "inconsciente colectivo" señala la realidad de dicha dimensión. El yo centrado no sólo está sujeto a las influencias de su contexto social, conscientemente constatado y admitido, sino también a las influencias que gozan de plena efectividad en una sociedad determinada aunque no sean aprehendidas ni formuladas. Todo esto demuestra que la independencia de una decisión individual es tan sólo la mitad de la verdad. Las fuerzas biológicas, psicológicas y sociológicas ejercen una real influencia sobre toda decisión individual. El universo actúa a través de nosotros como parte que somos de este universo. En este punto se nos podría objetar que las anteriores consideraciones, si bien refutan la libertad moral pelagiana, entronizan en cambio un destino trágico maniqueo. Pero no es así. La libertad moral sólo se hace "pelagiana" si se la separa del destino trágico; y el destino trágico sólo se hace "maniqueo"
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si se le separa de la libertad moral. Ambos, libertad y destino, se pertenecen mutuamente. La libertad no es una libertad de indeterminación, que convertiría toda decisión moral en un accidente, sin relación alguna con la persona que actúa. La libertad es, por el contrario, la posibilidad de un acto total y centrado de la personalidad, un acto en el que todos los impulsos e influencias que constituyen el destino del hombre se integran en la unidad centrada de una decisión. Ninguno de estos impulsos determina aisladamente la decisión. (Sólo en los estados de desintegración se halla determinada la personalidad por sus compulsiones). Pero todos son efectivos al unirse y actuar a través del centro que decide. De este modo, el universo participa en todo acto de libertad humana y representa su elemento de destino. Inversamente, por doquier en el universo existen analogías de una libertad efectiva. En todas partes, desde las estructuras atómicas hasta los animales más altamente desarrollados, hallamos reacciones totales y centradas a las que podemos llamar "espontáneas" en la dimensión de la vida orgánica. Desde luego, tales reacciones estructuradas y espontáneas de la naturaleza no humana, no son acciones responsables y no entrañan la menor culpabilidad. Pero tampoco parece adecuado calificar por ello de "inocente" a la naturaleza. Lógicamente, no es correcto hablar de inocencia cuando no existe la menor posibilidad de ser culpable. Y así como existen analogías de la libertad humana en la naturaleza, también se dan analogías de la bondad y de la maldad humanas en todas las partes del universo. Conviene recordar ahora que Isaías profetizó la consecución de la paz por parte de la naturaleza en el advenimiento del nuevo e6n, mostrando así que él no calificaría de "inocente" a la naturaleza. Tampoco afirmaría tal cosa el autor que, en el tercer capítulo del Génesis, nos habla de la maldición de la tierra. Ni tampoco lo haría Pablo cuando, en el octavo capítulo de la epístola a los romanos, nos habla de que la sujeción a la futilidad constituye el sino de la naturaleza. Cierto es que todas estas expresiones son de carácter poético-mítico. Pero no podían dejar de serlo, puesto que únicamente la comprensión poética descubre la vida interior de la naturaleza. Sin embargo, son expresiones substancialmente realistas y sin duda más realistas que las utopías morales que oponen el hombre inmoral s.
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a la naturaleza inocente. Del mismo modo que la naturaleza, en el hombre, participa del bien y el mal que el hombre realiza, así también la naturaleza, fuera del hombre, nos muestra ciertas analogías con el bien y el mal realizados por el hombre. El hombre penetra en la naturaleza del mismo modo que la naturaleza penetra en el hombre. Ambos participan recíprocamente uno del otro, sin que puedan ser separados uno del otro. Por esto resulta posible e incluso necesario utilizar el término "mundo caído" y aplicar el concepto de existencia (en opasición a la esencia) tanto al universo como al hombre. La universalidad trágica de la existencia, el elemento del destino en la libertad humana y el símbolo del "mundo caído" suscitan par su misma índole el problema de determinar si el pecado es ontológicamente necesario o si se trata de una mera cuestión de responsabilidad y culpa personal. La descripción que acabamos de efectuar, ¿acaso no "ontologiza constantemente" la realidad de la caída y de la alienación? Tales cuestiones revisten una singular urgencia en cuanto afinnemos (como así debemos afinnarlo) que existe un punto en el que coinciden la creación y la caída, a pesar de ser lógicamente distintas. La respuesta a estas cuestiones (que han planteado varios críticos del primer volumen de esta obra, sobre todo Reinhold Niebuhr en su contribución al libro La teo"logía de Paul Tillich) nos la da una interpretación de lo que significa la coincidencia de creación y caída. Puesto que creación y caída coinciden porque no existe ningún punto en el tiempo y el espacio en el que la bondad creada esté actualizada y tenga existencia. Rechazar la interpretación literal de la narración del paraíso acarrea necesariamente esta consecuencia. No existió ninguna "utopía" en el pasado, como tampoco existirá en el futuro. La creación actualizada y la existencia alienada son idénticas. Sólo el literalismo bíblico tiene el derecho teológico de. negar esta aserción. Pero quien descarta la idea de un estadio histórico de bondad esencial no debe tratar de eludir las consecuencias que de ello se siguen. Y esto todavía resulta más obvio si aplicamos el símbolo de la creación a la totalidad del proceso temporal. Si Dios está creando ahora y aquí, todo lo creado participa en la transición de la esencia a la existencia. Dios crea al recién nacido; pero, al ser creado, el recién nacido incide en el estado de alienación existencial. Tal es el punto en que coinciden la
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creación y la caída. Pero no se trata de una coincidencia lógica; porque el niño, al crecer y llegar a la madurez, afirma este estado de alienación por unos actos de libertad que implican responsabilidad y culpa. La creación es buena en su índole esencial. Al actualizarse, incurre en la alienación universal gracias a la libertad y el destino. Que numerosos críticos vacilen ante la aceptación de estas aseveraciones obviamente realistas se debe a su justificado temor de que el pecado pueda convertirse entonces en una necesidad racional, como así ocurre en los sistemas puramente esencialistas. No obstante, pese a tal re· celo, la teología debe insistir en que el salto de la esencia a la existencia constituye el hecho original -es decir, en que dicho salto es propiamente un salto y no una necesidad estructural. A pesar de su universalidad trágica, la existencia no puede inferirse de la esencia.
C. LAS MARCAS DE LA ALIENACióN DEL HOMBRE Y EL CONCEPTO DE PECADO l.
ALIENACIÓN Y PECADO
El estado de existencia es el estado de alienación. El hombre se halla alienado del fondo de su ser, de los demás seres y de si mismo .. La transición de la esencia a la existencia desemboca en la culpa personal y en la tragedia universal. Es, pues, preciso que esbocemos ahora una descripción de la alienación existencial y de sus implicaciones autodestructivas. Pero, previamente, hemos de dar una respuesta a la cuestión que ya hemos formulado en las páginas anteriores: ¿Qué relación existe entre el concepto de alienación y el concepto tradicional de pecado? La "alienación"' como té~ino filosófico es una creación de Hegel, que la utilizó sobre todo en su doctrina de la naturaleza como espíritu alienado (Geist). Pero su descubrimiento de la alienación fue muy anterior al desarrollo de su filosofía de la naturaleza. En sus fragmentarios escritos de juventud, Hegel describió los procesos vitales como dotados de una unidad original, que luego queda rota por la fisura abierta entre subje-
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tividad y objetividad y por la sustitución del amor por la ley. De este concepto de alienación, y no del que Hegel utilizó luego en su filosofía de la naturaleza, es del que se sirvieron algunos de sus discípulos, sobre todo Marx, para alzarse contra Hegel y rechazar su controvertida afirmación de que la alienación es superada en la historia por la reconcialiación. El individuo está alienado y no reconciliado; la sociedad se halla alienada y no reconciliada; la existencia es alienación. Seducidos por la fuerza de esta intuición, adoptaron una actitud revolucionaria frente al mundo entonces existente y se convirtieron en existencialistas mucho antes de iniciarse el siglo xx. La alienación, en el sentido en que la usaron los antihegelianos, indica la característica fundamental de la condición humana. El hombre, tal como existe, no es lo que es en su esencia y lo que debería ser. Está alienado de su verdadero ser. La profundidad del término "alienación" yace en la implicación de que el hombre pertenece esencialmente a aquello de lo que está alienado. El hombre no es extraño a su verdadero ser, ya que pertenece a él. Es juzgado por su ser, pero no puede separarse enteramente de él, aunque le sea hostil. La hostilidad que el hombre siente hacia Dios prueba de un modo incontestable que pertenece a Dios. Donde es posible el odio, allí _ y sólo allí es posible el amor. La alienación no es un término bíblico, pero está implícita en numerosas descripciones bíblicas de la condición humana. Está implícita en los símbolos de la expulsión del paraíso, en la hostilidad que reina entre el hombre y la naturaleza, en el odio mortal que enfrenta a un hermano contra el otro hermano, en la separación que se abre entre las naciones debido a la confusión del lenguaje y en las constantes quejas de los profetas contra sus reyes y contra el pueblo que se vuelve hacia los dioses extranjeros. También está implícita en las palabras con que Pablo afirma que el hombre corrompió la imagen de Dios convirtiéndola en la de los ídolos, en su descripción clásica del "hombre contra sí mismo" y en su visión de la hostilidad que siente el hombre contra el hombre como fruto de sus deseos pervertidos. En todas estas interpretaciones de la condición humana, se halla implícitamente afirmada la alienación. En consecuencia, no es ciertamente antibiblico el empleo de este término para describir la situación existencial del hombre.
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Pero, con todo, la "'alienación" no puede sustituir al "'pecado .. -aunque sean obvias las razones que abonan todos los intentos de sustituir el vocablo pecado por alguna otra palabra. El uso que se ha dado a este término lo ha despojado casi por oompleto de su genuino sentido bíblico. Pablo solía hablar de "pecado", en singular y sin artículo. Lo concebía como un poder cuasipersonal que regía este mundo. Pero en las Iglesias cristianas, tanto en la católica como en las protestantes, ha prevalecido el uso de este término en plur~l, y los "pecados" han pasado a ser simples desviaciones de las leyes morales. Esta significación guarda escasa afinidad con el "pecado" entendido como el estado de alienación con respecto a aquello a lo que pertenecemos -Dios, uno mismo, nuestro mundo. De ahí que nosotros examinemos aquí las características del pecado bajo el título de "alienación'~, puesto que la misma palabra "alienación" implica una reinterpretación del pecado desde un punto de vista religioso. De todos modos, no es posible prescindir de la palabra "'pecado", porque expresa precisamente aquello que el término "'alienación.. no connota, es decir, el acto personal de separarse de aquello a lo que uno pertenece. El "pecado" expresa con el máximo vigor el carácter personal de la alienación, frente al aspecto trágico de la misma. Expresa la libertad y la culpa personales, en contraposición a la culpa trágica y al destino universal de la alienación. La palabra "pecado" puede y debe salvarse, no sólo porque la emplean reiteradamente la literatura clásica y la liturgia, sino sobre todo porque el rigor de que se halla dotada es cual índice acusador que señala el elemento de responsabilidad personal en la propia alienación .. La condición del hombre es la alienación, pero esta alienación suya es pecado. No se trata de un estado de cosas objetivo, como lo son las leyes de la naturaleza, sino de una cuestión tanto de libertad personal como de destino universal. Por esta razón, el término "pecado" sólo debe usarse después de reinterpretarlo religiosamente. Y uno de los mejores medios para llevar a cabo esta reinterpretación es el término "alienación". También es preciso reinterpretar los términos "original" o "hereditario" referidos al pecado. Pero, en este caso, la reinterpretación puede exigir la recusación de tales términos. Ambos se refieren al carácter universal de 1a alienación, puesto que
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expresan su elemento de destino. Pero también ambos se hallan tan cargados de absurdidades literalistas que resulta prácticamente imposible seguir utilizándolos como hasta ahora. Si alguien habla de "pecados" y con ello se refiere a unos actos especiales considerados como . pecaminosos, debería ser siempre consciente de que tales "pecados" no son sino una expresión del "pecado". No es la desobediencia a la ley lo que hace pecaminoso un acto, sino el hecho de ser una expresión de la alienación del hombre con respecto a Dios, con respecto a los hombres y con respecto a sí mismo. De ahí que Pablo considere como pecado todo lo que no procede de la fe, es decir, de la unidad con Dios. Y de ahí que, en otro contexto (según palabras de Jesús), todas las leyes queden resumidas en la ley del amor, con la que se vence la alienación. El amor como tendencia que pugna por reunir lo que está separado constituye lo opuesto a la alienación. En la fe y el amor el pecado es vencido, porque la alienación queda superada por la reunión.
2.
LA ALIENACIÓN COMO "DESCREENCIA"
La confesión de Augsburgo define el pecado como aquel estado en que el hombre "carece de fe en Dios y se halla embargado por la concupiscencia" (sine fide erga deum et cum concupiscentia). A estas dos expresiones de la alienación cabría añadir una tercera expresión, es decir, la hybris ( u~pt<; ), el llamado pecado espiritual del orgullo o la autoelevación, que, según Agustín y Lutero, precede al llamado pec~do sensual. Así, los tres conceptos de "descreencia", "concupiscencia" e hybris vienen a set como las marcas de la alienación humana. Pero es preciso una reinterpretación de las mismas para que podamos aunar nuestras visiones de la condición existencial del hombre. La descreencia, según los reformadores, no es la nolición o la incapacidad que experimenta el hombre para creer las doctrinas de la Iglesia, sino que, como la fe, es un acto de la personalidad total que incluye elementos prácticos, teóricos y emocionales. Si contásemos con una palabra que expresase fa
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negación de la fe, algo así como "no-fe",8 deberíamos usarla en lugar de la palabra "'descreencia"', ya que ésta posee una inevitable connotación que la asocia al término "'creencia'", y creencia ha llegado a significar la aceptación de aseveraciones que no son evidentes. Para el cristianismo protestante, el vocablo "descreencia" significa el acto o el estado en que el hombre, en la totalidad de su ser, se separa de Dios. El hombre, en su autorrealización existencial, se welve hacia si mismo y hacia su mundo, y así pierde su unidad esencial con el fondo de su ser y de su mundo. Pero esto tiene lugar tanto en virtud de la responsabilidad individual como en virtud de la universalidad trágica. Libertad y destino coinciden en uno y el mismo acto humano. El hombre, al actualizarse, se welve hacia sí mismo y se separa de Dios en los ámbitos del conocimiento, de la voluntad y de la emoción. La descreencia es la ruptura de la participación cognoscitiva del hombre en Dios. No se la debería llamar "negación" de Dios, porque la formulación de preguntas y respuestas, tanto positivas como negativas, ya presupone la pérdida de la unión cognoscitiva con Dios. Quien pregunta por Dios, ya está alienado de Dios, aunque no esté La descreencia es la separación practicada cercenado de entre la voluntad del hombre y la voluntad de Dios. No se la debería llamar "desobediencia", porque hablar de mandamientos, de obediencia y de desobediencia ya presupone que se ha operado la separación entre dos voluntades distintas. Quien necesita una ley que le dicte cómo tiene que actuar o no actuar, ya está alienado de aquello que constituye el origen de la ley que le exige obediencia. La descreencia es asimismo el abandono empírico de la beatitud de la ·vida divina para pasar a los placeres de una vida separada. No se la deberla llamar "amor a sí mismo", porque para poseer un yo que no sólo puede ser amado por Dios sino que a su vez puede amar a Dios, el propio centro personal ya tiene que haber abandonado el centro divino al que pertenece y en el que andan unidos el amor a sí mismo y el amor a Dios. Todo esto es lo que implica el término "descreencia"'. El estado de descreencia constituye la primera marca de la "alíe-
m.
3. En realidad, el idioma castellano posee el término "infidelidad" --e ººinfiel"- que antaño tuvieron exactamente este significado. - N. del T.
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nación", y su misma índole justifica el uso de este término. La descreencia del hombre es su alienación de Dios en el centro mismo de su ser. tsta es la comprensión religiosa del pecado tal como la redescubrieron los reformadores y como luego se perdió de nuevo en la mayor parte de la vida y del pensamiento protestantes. Si se concibe la descreencia como la alienación del hombre con respecto a Dios en el centro de su yo, entonces la teología protestante puede aceptar la interpretación agustiniana del pecado como amor que se ha apartado de Dios para encaminarse a uno mismo. En último término, la no-fe es idéntica al no-amor; ambos manifiestan la alienación del hombre con respecto a Dios. Para Agustín, el pecado es el amor que desea los bienes finitos por sí mismos y no en función del bien último. Es posible justificar el amor . a sí mismo y al mundo si afirma todas las cosas finitas como manifestaciones del infinito y, por esta razón, quiere unirse a ellas. Pero el amor a sí mismo y al mundo es un amor distorsionado si, a través de lo finito, no ahonda hasta alcanzar su fondo infinito. Si este amor se aparta del fondo infinito para limitarse a sus manifestaciones finitas, entonces se convierte en descreencia. Esta ruptura de la unidad esencial del hombre con Dios, constituye la característica más íntima del pecado: es la alienación tanto en términos de fe como en términos de amor. Existe, sin embargo, una diferencia entre ambas definiciones de pecado. El concepto de fe implica un elemento de "a pesar de", es decir, el coraje de aceptar que somos aceptados a pesar del pecado, la alienación y el desespero. Cuando se formula esta cuestión -y se formula con el apasionamiento y el desespero con que se la formularon los reformadores-, queda establecida la primacía de la fe. Esta reunión con Dios del alienado es la "reconciliación", y tiene el carácter de "a pesar de", puesto que es el mismo Dios quien desea que nos reconciliemos con ~l. Por esta razón, el protestantismo sostiene la primacía de la fe, tanto en la doctrina del pecado como en la doctrina de la salvación. Según Agustín, al poder místico de la gracia, que se ejerce gracias a la mediación de la Iglesia y de los sacramentos, restablece la unión entre Dios y el hombre. La gracia, como infusión del amor, es el poder que vence la alienación. Por
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consiguiente, según Agustín y la Iglesia católica romana, es el amor el que detenta la primacía tanto en la doctrina del pecado como en la doctrina de la salvación. Para los reformadores, la alienación es vencida por la reconciliación personal con Dios y por el amor que se sigue de esta reconciliación. Para Agustín, la alienación es vencida por el amor infuso de Dios y por la fe que doctrinalmente expresa la Iglesia católica romana. Pero, a pesar de esta profunda diferencia, existe un punto en el que coinciden ambas doctrinas. Las dos subrayan el carácter religioso del pecado, tal como se expresa en el término "alienación". La primera marca de la alienación -la descreencia- incluye el "no-amor". El pecado es una cuestión que atañe a nuestra relación con Dios y no a nuestra relación con las autoridades eclesiásticas, morales o sociales. El pecado es un concepto religioso, no en el sentido con que suele utilizarse en contextos religiosos, sino en el sentido de que indica la relación existente entre el hombre y Dios en términos de alienación y de una posible reunión. 3. LA
ALIENACIÓN COMO .,HYBRIS"
En el estado de alienación, el hombre se halla fuera del centro divino al que esencialmente pertenece su propio centro. Así el hombre es el centro de sí mismo y de su mundo. La posibilidad -y, con ella, la tentación- de abandonar su centro esencial, le es dada al hombre porque estructuralmente es el único ser plenamente centrado. No sólo es el único que tiene conciencia (lo cual constituye una elevada, pero incompleta, centralidad), sino que además tiene conciencia de sí mismo, es decir, posee una plena centralidad. Esta centralidad estructural confiere al hombre su grandeza, su dignidad y su ser, es decir, le da el ser la "imagen de Dios". Indica su capacidad de trascenderse a sí mismo y a su mundo, de contemplarse a sí mismo y a su mundo, y de verse en perspectiva como el centro en el que convergen todas las partes de su mundo. Ser un yo y tener un mundo constituyen el reto que le es hecho al hombre como la perfección de la creación. Pero esta perfección es, al mismo tiempo, su tentación. El hombre se siente tentado a convertirse existencialmente en el
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centro de sí mismo y de su mundo. Cuando se considera a sí mismo y a su mundo, oobra· conciencia de su libertad y, con ella, de su infinitud potencial. Cobra conciencia de que no está sujeto a ninguna situación especial ni a ningún elemento de ella. Pero, al mismo tiempo, el hombre sabe que es finito. Fue esta situación la que indujo a los griegos a designar a los hombres como "los mortales" y a atribuir a los dioses la potencial infinitud humana llamándoles "los inmortales". El hombre sólo pudo crear las imágenes de los dioses inmortales porque era consciente de su propia infinitud potencial. Estar situado entre la finitud real y la infinitud potencial, capacita al hombre para llamar "mortales" a los hombres y sólo a ellos (aunque todos los seres tengan que morir), y para dar el nombre de "inmortales" a las imágenes divinas de los hombres. Si el hombre no reconoce esta situación -es .decir, si no reconoce que está excluido de la infinitud de los dioses- cae en la hybris. Se encumbra por encima de los limites de su ser finito y provoca la cólera divina que lo destruye. Tal es el tema principal de la tragedia griega. No podemos traducir adecuadamente el término hybris, aunque la realidad que designa la hallamos descrita tanto en la tragedia griega como en el Antiguo Testamento. La expresan con la mayor precisión las palabras con que la serpiente promete a Eva que el hombre será igual a Dios si come del árbol del conocimiento. La hybris es la autoelevación del hombre a la esfera de lo divino. El hombre, por su grandeza, es capaz de esta autoelevación. En la tragedia griega, lo que representa a la hybris humana no es lo mezquino, lo feo y lo vulgar, sino los héroes grandiosos, hermosos y preeminentes, que detentan la fuerza y el valor. Del mismo modo, los profetas del Antiguo Testamento amenazan a los poderosos de su pueblo -los reyes, los sacerdotes, los jueces, los ricos y los ilustres. Y amenazan asimismo a todo el pueblo, aquel pueblo considerado oomo el más importante de todos, el pueblo elegido, Israel. La grandeza, por su dinámica intrínseca, conduce a la hybris. Sólo unos pocos hombres representan la grandeza en la tragedia de la historia humana. Pero todo ser humano participa en la grandeza y es representado por los pocos que la encarnan. La grandeza del hombre radica en el hecho de ser infinito, y es precisamente en esta tentación de la hybris en la que universalmente
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incide el hombre por su destino y por su libertad. De ahí que no podamos triiducir hybris por ·orgullo". El orgullo es una cualidad moral, opuesta a la humildad. Pero la hybris no es la cualidad peculi~u de la índole moral del hombre. Es univer~ salmente humana: puede aparecer en todos los actos tanto de humildad como de orgullo. Aunque ampliemos el significado de orgullo para que incluya la hybris, parece menos desorientador el uso del término "autoelevación" para expresar la hybris. A la hybris se la ha llamado "pecado espiritual", y de él se han deducido luego todas las demás formas del pecado, incluso las formas sensuales. Pero la hybris no es una de las formas que reviste el pecado. Es el pecado en su forma total, es decir, la otra faz de la descreencia, de ese apartarse del centro divino al que no obstante el hombre pertenece. Es ese volverse hacia uno mismo como centro de sí mismo y de su mundo. Pero ese volverse hacia sí mismo no es un acto que realice una parte especial del hombre, como su espíritu, por ejemplo. Toda la vida del hombre, incluso su vida sensual, es espiritual. Y es en la totalidad de su ser personal donde el hombre se constituye en el centro de su mundo. Tal es su hybris; y tal es lo que se ha llamado "pecado espiritual", cuyo principal síntoma está constituido por el hecho de que el hombre no reconoce su finitud. El hombre identifica una verdad parcial con la verdad última, como hizo Hegel, por ejemplo, cuando pretendió haber creado un sistema final que contenía toda posible verdad. Las reacciones existencialistas y naturalistas contra su sistema y la catástrofe que suscitaron tales ataques fueron la respuesta a su hybris metafísica, a su ignorancia de la finitud del hombre. De un modo similar, los hombres han identificado su bondad limitada con la bondad absoluta, como, por ejemplo, los fariseos y sus sucesores tanto en el cristianismo como en el secularismo. También en estos casos la autodestrucción trágica siguió a la hybris, como lo han demostrado las catástrofes experimentadas por el judaísmo, el puritanismo y el moralismo burgués. Y el hombre identifica su creatividad cultural con la creatividad divina. Atribuye un valor infinito a sus creaciones culturales finitas, las erige en ídolos y las eleva a objetos de preocupación última. La respuesta divina a la hybris cultural del hombre es la desintegración y ocaso de todas las grandes culturas que se han dado en el transcurso de la historia.
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Todos estos ejemplos proceden de las formas de hybris que revisten una importancia histórica y trascienden el destino individual. Irrefutablemente nos muestran el carácter universalmente humano de la autoelevación. Pero la autoelevación de un grupo humano se produce por la autoelevación de sus individuos. Todo individuo dentro y fuera del grupo social incide en momentos de hybris. En todos los hombres alienta el oculto deseo de ser como Dios, y todos actúan de conformidad con esta autovaloración y autoafirmaci6n propias. Nadie quiere reconocer en términos concretos su finitud, su debilidad y sus errores, su ignoraµcia y su inseguridad, su aislamiento y su congoja. Y si alguien está dispuesto a reconocerlas, convierte esta disposici6n suya en un nuevo instrumento de hybris. Una estructura demoníaca induce iil hombre a confundir la autoafumaci6n natural con la autoelevación destructiva.
4.
LA ALIENACIÓN COMO "CONCUPISCENCIA"
La calidad de todos los actos en los que el hombre se afir. ma existencialmente tiene una doble vertiente: en ellos, por un lado, el hombre separa su centro del centro divino (descreencia) y, por el otro, se constituye en centro de sí mismo y de su mundo (hybris). Surge, pues, la pregunta de por qué el hombre se siente tentado a centrarse sobre sí mismo. La respuesta es que esto sitúa al hombre de tal modo que ha de referir la totalidad de su mundo a si mismo. Lo eleva por encima de su particularidad y lo hace universal sobre la base de su particularidad. Tal es la tentación que embarga al hombre en su situación entre la finitud y la infinitud. Todo individuo, por estar separado de la totalidad, desea operar su reunión con ella. Su "pobreza" le incita a buscar la abundancia. Tal es la raíz del amor en todas sus formas. Pero la posibilidad de alcanzar una abundancia ilimitada es la tentación que acecha al hombre, ya que el hombre es un yo y tiene un mundo. Concupiscentia, la "concupiscencia'', es el nombre clásico con el que designamos este deseo -el deseo ilimitado de vincular la entera realidad al propio yo. Este deseo hace referencia a todos los aspectos de la relación que establece el hombre consigo mismo y con su mundo. Hace referencia tanto al hambre física como al sexo, tanto
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al conocimiento como al poder, tanto a la riqueza material como a los valores espirituales. Pero a menudo se ha restringido este significado omnienglobante de la "concupiscencia" a una significación particular, es decir, al ansia de placer sexual. Incluso ciertos teólogos como Agustín y Lutero, que consideraban el pecado espiritual como básico, tendieron a identificar la concupiscencia con el deseo sexual. Es comprensible que Agustín sostuviera esta concepción, porque nunca superó la depreciación helenística y, sobre todo, neoplatónica del sexo. Pero resulta contradictorio y de difícil comprensión que aún perduren algunos residuos de tal tradición en la teología y en la ética de los reformadores, quienes no siempre rechazan explícitamente la doctrina, extraña al protestantismo, según 1a cual el pecado "hereditario" está enraizado en el placer sexual que procura el acto de la generación. Si la palabra "concupiscencia" se emplea únicamente en este sentido limitado, es indudable que no puede designar el estado de alienación general y sería preferible que la abandonásemos por completo, puesto que la ambigüedad de que adolece este término es una de las numerosas imprecisiones lingüísticas que han dado pie a la ambigüedad de la actitud cristiana frente al sexo. La Iglesia nunca ha sido capaz de abordar adecuadamente este problema, ético y religioso, de una importancia central. Así, pues, explicitar ahora la plena significación de la "concupiscencia" puede contribuir eficazmente a resolver esta situación. La doctrina de la concupiscencia -considerada en su sentido omnienglobante- puede fundamentarse en numerosos estudios y en las más profundas intuiciones de la literatura existencialista, el arte, la filosofía y la psicología. Bastará que mencionemos ante todo unos pocos ejemplos, en los que el sentido de la concupiscencia se expresa unas veces por ciertas figuras simbólicas y otras veces por medio de análisis. Cuando Kierkegaard nos describe la figura del emperador Nerón, recurre a un tema del cristianismo primitivo para elaborar una psicología de la concupiscencia. Nerón encama las implicaciones demoníacas de todo poder ilimitado; representa al hombre singular que ha logrado vincular a su persona el universo entero mediante el ejercicio de un poder que utiliza en provecho propio todo cuanto se le antoja. Kierkegaard nos describe el inmenso vacío interior que se fragua en esta situación y que conduce a fa deter-
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minación de labrar la muerte de cuanto a uno le rodea, incluso uno mismo. De un modo similar interpreta Kierkegaard la figura del Don Juan de Mozart, creando la figura complementaria de Johannes, el seductor. Con la misma penetración psicológica, nos muestra ahora el vacío y el desespero engendrados por ese ilimitado anhelo sexual que impide la fecunda unión amorosa con la compañera sexual. Como en el símbolo de Nerón, también aquí se manifiesta el carácter autodesafiante de la concupiscencia. Podríamos añadir como tercer ejemplo la figura del Fausto de Goethe, cuyo ilimitado anhelo se sitúa en el ámbito del conocimiento, al que quedan subordinados tanto el poder como el sexo. Para "saberlo todo", Fausto acepta el pacto que el diablo le propone. Pero es ese "todo", y no el conocimiento como tal, lo que genera la tentación demoníaca. El conocimiento como tal, lo mismo que el poder y el sexo como tales, no constituye un objeto de concupiscencia, pero sí lo es el deseo de vincular cognoscitivamente el universo entero a uno mismo y a su propia particularidad finita. El carácter ilimitado del deseo de saber, del deseo sexual y del deseo de poder es lo que convierte tales deseos en síntomas de la concupiscencia. Y esto es manifiesto en dos descripciones conceptuales de la misma: la "libido" de Freud y la "voluntad de poder" de Nietzsche. La contribución de tales conceptos al redescubrimiento de la visión cristiana de la condición del hombre ha sido inmensa. Pero ambos ignoran el contraste que existe entre el ser esencial y el ser existencial del hombre: interpretan al ser humano exclusivamente en términos de concupiscencia existencial y omiten toda referencia al eros esencial del hombre, eros que se vincula a un contenido preciso. Según Freud, la libido es el deseo ilimitado del hombre de librarse de sus tensiones biológicas, en especial de sus tensiones sexuales, y lograr que la descarga de tales tensiones le produzca placer. Freud demostró la presencia de elementos libidinosos en las experiencias y las actividades más altamente espirituales del hombre y, con ello, redescubrió las intuiciones subyacentes en la. tradición monástica del riguroso examen de conciencia, tal como se practicaba en el cristianismo primitivo y medieval. La importancia que Freud atribuye a estos elementos, que son inseparables de los instintos sexuales del hombre, está plenamente justificada y concuerda con el realismo de la interpretación cris-
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tiana de la condición del hombre. No deberíamos rechazar el pensamiento freudiano en nombre de unos falsos tabús sexuales que sólo son pseudocristianos. Freud, en su leal realismo, tiene más de cristiano que estos tabús. Desde un ángulo especifico, describe con toda exactitud el significado de la concupiscencia. Esto es particularmente obvio en la forma como describe las consecuencias de la concupiscencia y su anhelo nunca satisfecho. Cuando habla del "instinto de muerte" (Todestrieb, que traduciríamos mejor por "tendencia a la muerte"), nos ofrece una descripción del deseo de eludir el dolor que suscita la libido nunca satisfecha. El hombre, como todo ser superior, desea retomar al nivel inferior de la vida del que procede. El sufrimiento de vivir en el más alto nivel le induce a refugiarse en el nivel inferior. La libido que, esté o no esté reprimida, nunca es satisfecha, es lo que suscita en el hombre el deseo de desembarazarse de sí mismo en cuanto hombre. En estas observaciones acerca del "desagrado" que el hombre siente por su creatividad, Freud cala más hondo en la condición humana que la mayor parte de sus seguidores y críticos. Y es de aconsejar que, hasta este punto, siga los análisis de Freud el teólogo que quiera ofrecemos una interpretación de la alienación humana. Pero la teología no puede aceptar la doctrina freudiana de la libido como una reinterpretación suficiente· del concepto de concupiscencia. Freud no vio que su descripción de la naturaleza humana sólo se adecua al hombre en su condición existencial, pero no en su naturaleza esencial. Lo inextinguible de la libido es una marca de la alienación del hombre que contradice su bondad esencial o creada. En la relación esencial del hombre consigo mismo y con su mundo, la libido no es la concupiscencia. No es el deseo infinito de vincular el universo a la existencia particular de uno, sino un elemento del amor unido a sus otras cualidades -eros, philia y ágape. El amor no excluye el deseo: asume la libido. Pero la libido que va unida al amor no es infinita. Como todo amor, tiende hacia la persona determinada con la que quiere unirse el portador del amor. El amor quiere al otro ser, y lo quiere en forma de libido, eros, philia o ágape. La concupiscencia, o libido distorsionada, quiere el propio placer que le procura el otro ser, pero no quiere a ese otro ser. Tal es la enorme diferencia que media entre la libido como amor y la libido como concupiscencia. Freud no
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estableció esta diferencia debido a su actitud puritana con respecto al sexo: el hombre sólo puede llegar a ser creador a través de la represión y la sublimación de la libido. En la concepción de Freud, ningún eros creador incluye al sexo. Comparado con hombres como Lutero, Freud es un asceta en ésta su presuposición fundamental acerca de la naturaleza del hombre. El protestantismo clásico niega estas presuposiciones en cuanto se refieren al hombre en su naturaleza esencial o creada, ya que en ésta es real el deseo de unirse con la persona que es objeto de su amor por el bien de ella. Y este deseo no es infinito sino preciso. No es concupiscencia sino amor. El aniilisis del concepto freudiano de la libido ha dado lugar a que se formulasen importantes discernimientos acerca de la naturaleza de la concupiscencia y de su opuesto. Pero otro concepto, igualmente importante para la teología cristiana, es la "voluntad de poder" nietzscheana, cuya influencia sobre el pensamiento contemporáneo se ha ejercido, entre otros cauces, a través de los psicólogos de la profundidad, que han interpretado la libido humana más bien en términos de poder que en términos de sexo. Pero se ha dado asimismo una influencia más directa, sobre todo en política y en teoría social. La "voluntad de poder" es, en parte, un concepto y, en parte, un símbolo. No debe entenderse, pues, en su sentido literal. La "voluntad de poder" no significa ni la voluntad como un acto psicológico consciente ni el poder como el control que ejerce el hombre sobre el hombre. La voluntad consciente de adquirir poder sobre los hombres está enraizada en el deseo inconsciente de afirmar el propio poder de ser. La "voluntad de poder" es un símbolo ontológico de la autoafirmación natural del hombre en cuanto éste posee el poder de ser. Pero no está limitada al hombre, sino que es una cualidad de todo cuanto existe. Pertenece a la bondad creada y es un símbolo poderoso de la autorrealización dinámica que caracteriza la vida. Sin embargo, como la libido freudiana, también la "voluntad de poder" nietzscheana resulta borrosa si es descrita de tal forma que no queda claramente establecida la diferencia entre la autoafirmación esencial del hombre y su deseo existencial de ilimitado poder de ser. Nietzsche sigue la doctrina de Schopenhauer, que considera a la voluntad como el ansia infinita de poder en todo ser viviente, ansia que en el hombre engendra el
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deseo de alcanzar la quietud por la autonegación de la voluntad. En este punto es obvia la analogía que existe entre Schopenhauer y Freud. Para ambos, el anhelo infinito y nunca satisfecho es el que conduce al hombre a su autonegación. Nietzsche, en cambio, trata de vencer esta tendencia a la autonegación apelando con toda energía a un coraje que asume las negatividades del ser. En este punto, se halla manifiestamente influido por el estoicismo y el protestantismo. Pero, a diferencia tanto del uno como del otro, no nos indica las normas y principios por las que debemos juzgar la voluntad de poder. :f:sta es siempre ilimitada y posee rasgos demoníaco-destructivos. Es, pues, un nuevo concepto y un nuevo símbolo de la concupiscencia. No la libido en sí ni la voluntad de poder en sí son características de la concupiscencia. Ambas pasan a ser expresiones de la concupiscencia y la alienación cuando no están unidas al amor y, por consiguiente, carecen de todo objeto determinado.
5.
LA ALIENACIÓN COMO HECHO Y COMO ACTO
La teología clásica ha establecido siempre una distinción entre el pecado original y el pecado concreto. El "pecado original" es el acto de desobediencia de Adán y la disposición pecaminosa que suscitó este acto en todos los seres humanos. Por eso, al pecado original se le ha llamado asimismo pecado hereditario (Erbsünde, en alemán). Según esta concepción, la caída de Adán corrompió la totalidad de la raza humana. Se ha descrito de muy diversas formas cómo tuvo lugar la caída de Adán, pero su resultado, es decir, el hecho de que la humanidad en su conjunto viva en la alienación, ha sido generalmente aceptado. Por consiguiente, nadie puede eludir el pecado; la alienación constituye la característica universal del destino humano. Sin embargo, es disparatada y literalmente absurda la suposición de que en Adán pudiera combinarse la condición humana con la realización de un acto enteramente- libre. Esto exime al individuo humano del carácter universal humano, puesto que le atribuye una libertad sin atribuirle un destino (exactamente del mismo modo que ciertos tipos de cristología han afirmado en Cristo un destino desprovisto de libertad). Lo
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primero deshumaniza a Adán, como lo segundo deshumaniza a Cristo. Debemos entender a Adán como el hombre esencial y como el hombre que simboliza la transición de la esencia a la existencia. El pecado original o hereditario ni es original ni hereditario; es el destino universal de alienación propio de todo hombre. ·Cuando Agustín hablaba de una rnassa perditionis, una "masa de perdición", daba expresión a su intuición, opuesta a la doctrina de Pelagio, de que el hombre en su alienación es un ser social y no podemos considerarlo aisladamente como un sujeto capaz de adoptar decisiones libres. En toda descripción de la condición humana debe quedar salvaguardada la unidad de libertad y destino. El pecado es un hecho universal antes de que llegue a ser un acto individual o, con mayor exactitud, el pecado como acto individual actualiza el hecho universal de la alienación. Como acto individual, el pecado es una cuestión de libertad, de responsabilidad y de culpa personal. Pero esta libertad se halla engarzada en el destino universal de alienación de tal modo que en todo acto libre está implícito el destino de alienación y, viceversa, el destino de alienación es actualizado por todos los actos libres. Por consiguiente, es imposible separar el pecado como hecho del pecado como acto. Ambos se hallan íntimamente entretejidos, y su unidad es una experiencia inmediata de todo aquel que se siente culpable. Incluso en el caso de hacemos plenamente responsables de un acto de alienación --como siempre deberíamos hacer-, nos damos cuenta de que este acto depende de todo nuestro ser, es decir, del ser que incluye los actos libres del pasado y el destino, integrado tanto por nuestro propio destino como por el destino universal de la humanidad. La alienación como hecho se ha explicado en términos deterministas: físicamente, por un determinismo mecánico; biológicamente, por las teorías de la decadencia del poder biológico de la vida; psicológicamente, como la fuerza compulsiva del inconsciente; sociológicamente, como el resultado de la dominación clasista; culturalmente, como la ausencia de ajuste docente. Ninguna de tales razones explica la conciencia de responsabilidad personal que siente el hombre por sus actos en el estado de alienación. Pero todas estas teorías contribuyen a la comprensión del elemento "destino" de la condición huma-
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na. En este sentido, la .teología cristiana tiene .que aceptarlas todas; pero deb~ decir además que ninguna descripción del elemento "destino" en el estado de alienación puede eliminar la experiencia de la libertad finita y, en consecuencia, la responsabilidad por cada acto en el que se actualiza la alienación. Las explicaciones deterministas de la condición humana no niegan necesariamente la responsabilidad personal del hombre, como de hecho así lo reconoce el mismo det13rminista si se halla en una situación en la que, por ejemplo, se ve coaccionado para que se retracte de su convicción determinista. En tal situación, el determinista tiene clara conciencia de su responsabilidad, tanto si resiste como si se somete a la coacción. Y es esta experiencia la que importa cuando se describe la condición humana, y no la mera explicación hipotética de las causas de su decisión. La doctrina de la universalidad de la alienación no convierte en ilusoria la conciencia de culpa que tiene el hombre; pero sí libera a éste del supuesto falaz de que en todos los momentos posee una .Jibertad indeterminada para decidirse por lo que se le antoje -por el bien o por el mal, por Dios o contra Dios. Desde los tiempos del período bíblico, la Iglesia cristiana ha dividido los pecados concretos de Jos hombres, según su gravedad, en pecados mortales y pecados veniales. Más tarde añadió los pecados capitales, pero siempre ha trazado una línea tajante entre los pecados cometidos antes y los pecados cometidos después del bautismo. Tales diferencias c;on decisivas para la labor de los sacerdotes, en lo que se refiere al uso de los sacramentos por parte del individuo cristiano y a su anticipación del destino eterno, ya que las diversas clases de pecado se hallan en estricta correspondencia con los diversos tipos de gracia, tanto en la vida actual oomo en la vida futura. Para el examen de esta concepción y de sus consecuencias prácticas, puede servimos de orientación el interés psicológico y docente que por ella ha manifestado la Iglesia católica romana. La Iglesia mira hasta qué punto existe una participación y una culpa personal en todo acto pecaminoso, y tiene derecho a sopesar las diferencias de culpabilidad -de la misma forma que el juez sopesa la responsabilidad y el castigo de un delincuente. Pero todo este esquema de cantidades y relatividades se hace irreligioso en el momento en que se aplica a la relación del hombre con Dios. El protestantismo formuló esta cuestión tanto
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en lo que respecta al pecado como a la gracia. Sólo existe "'el pecado". ese apartarse de Dios y de ·1a graciil .. o reunión con Dios. Estas categorías son cualitativas y absolutas, no cuantitativas y relativas. El pecado es alienación; la gracia es reconciliación. Precisamente porque la gracia reconciliadora de Dios es incondicional, el hombre no necesita referirse a su propia condición y a los grados de su culpa. Tiene la certeza de un perdón total estando en la situación de culpa total. Tal es la fuerza consoladora de la comprensión protestante del pecado y de la gracia en lo que respecta a nuestra personal relación con Dios. Nos confiere una certeza que nunca puede admitir la posición católica. Pero el protestantismo ha de reconocer al mismo tiempo que, debido a su concepción del pecado y de la gracia como categorías absolutas, ha perdido gran parte de la penetración psicológica y la flexibilidad docente de la posición católica. A menudo se ha deteriorado tanto que ha llegado a convertirse en un rígido moralismo, es decir, en lo diametralmente opuesto a lo que originariamente pretendía ser el protestantismo. El derrumbamiento de este moralismo bajo la influencia de la psicología profunda debería ser el primer paso hacia una revalorización de la comprensión católica de las infinitas. complejidades de la vida espiritual del hombre y hacia la necesidad de que se tengan en cuenta tanto los elementos relativos del pecado y la gracia como sus elementos absolutos. La aparición, ahora, del deber de "aconsejar" como uno de los cometidos parroquiales del ministro protestante constituye un paso importante en esta dirección. 6.
.A1.mNACIÓN INDIVIDUAL Y COLEGnvA
Hasta ahora nuestra descripción de la alienación se ha circunscrito exclusivamente a la persona individual, a su libertad y destino, a su culpabilidad y posible reconciliación. Pero algunos acontecimientos recientes, protagonizados a veces por toda una nación, han hecho apremiante la cuestión de la culpabilidad colectivá. La conciencia humana nunca olvidó por completo este problema, ya que siempre existieron autoridades, clases sociales y movimientos que atentaron contra la naturaleza esencial del hombre y acarrearon la destrucción de los grupos
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humanos a los que ellos pertenecían. Tanto el judaísmo como el cristianismo subrayaron enérgicamente la culpabilidad personal de los individuos, pero no pudieron cerrar los ojos ante ciertos problemas como el sufrimiento de los hijos a causa de los pecados de sus padres. La reprobación social que afligía a los descendientes, personalmente inocentes, de padres moralmente condenados, no dejó de subsistir en la era cristiana. Y, en estos últimos años, hemos visto como naciones enteras han sido moralmente condenadas por las atrocidades perpetradas por sus gobernantes y por muchos de sus súbditos a quienes los primeros impusieron la comisión de crímenes. Y una confesión de culpabilidad se ha exigido a toda la nación e incluso a aquellos que se opusieron al grupo gobernante y sufrieron a causa de su oposición. Esto último nos indica la diferencia fundamental que existe entre una persona y un grupo .social. Contrariamente al individuo centrado al que llamamos "persona", el grupo social no posee ningún centro natural de decisión. Un grupo social es una estructura de poder, y en toda estructura de poder algunos individuos determinan las acciones de todos los demás que integran el grupo. Por consiguiente, siempre existe un conflicto potencial o real en el seno del grupo, aunque su manifestación externa sea la acción ~olidaria del grupo como un todo. Un grupo social, como tal, ni está alienado ni está reconciliado. No existe ninguna culpabilidad colectiva. Pero existe el destino universal de la humanidad que, en un grupo determinado, se convierte en su destino particular sin que por ello deje de ser universal. Todo individuo participa. de este destino y no puede desentenderse del mismo. , Pero el destino se halla inseparablemente unido a la libertad. Por eso la culpa individual participa en la creación del destino universal de la humanidad y en la creación del destino particular del grupo social al que pertenece una persona. El individuo no es culpable de los crímenes perpetrados por los miembros de su grupo, si él, personalmente, no los cometió. Los ciudadanos no son culpables de los crímenes cometidos en su ciudad; pero si son culpables . en tanto que participan en el destino del hombre como un todo y en el destino de su ciudad en particular; ya que sus actos, en los que la libertad iba unida al destino, contribuyeron a formar el destino en el que partí-
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cipan. Son culpables, no de haber oometido los crímenes de que se acusa a su grupo, sino de haber contribuido al destino en el que acaecieron tales crímenes. En este sentido indirecto, las mismas víctimas de la tiranía de un país son culpables de tal tiranía. Pero también lo son los súbditos de otros países y la humanidad en conjunto, puesto que el destino de caer bajó el poder de una tiranía, incluso de una tira~ía criminal, forma parte del destino universal del hombre de estar alienado de aquello que él es esencialmente. Si se aceptasen estas consideraciones, a las naciones victoriosas no les estaría permitido explotar su victoria en nombre de una presunta "culpabilidad colectiva" de la nación conquistada. Y todos los súbditos de ésta, aunque hubiesen sufrido por su oposición a los crímenes cometidos, estarían obligados a aceptar la parte de responsabilidad que les corresponde por el destino de su país. Quizás de un modo inconsciente y muy a pesar suyo, pero aun así con plena responsabilidad, todos ellos secundaron la preparación, sostenimiento o recrudecimiento de las condiciones que dieron pie a. los crímenes realmente perpetrados.
D. LA AUTODESTRUCCIÓN EXISTENCIAL Y LA DOCTRINA DEL MAL l.
LA PÉRDIDA DEL YO Y LA PÉRDIDA DEL MUNDO EN EL ESTADO DE ALIENACIÓN
El hombre, juntamente con su mundo, se encuentra en alienación existencial: descreencia, hybris y concupiscencia. Cada manifestación del estado alienado contradice su ser esencial, su potencialidad de bondad. Omtradice la estructura creada de sí mismo y de su mundo, y la interdependencia de ambos. Y la autocontradicción desemboca en la autodestrucción. Los elementos del ser esencial, que se alzan uno contra otro, tienden a destruirse mutuamente y a aniquilar el conjunto al que pertenecen. En las condiciones de alienación existencial, la destrucción no está ocasionada por una fuerza externa. No es obra de una interferencia divina o demoníaca especilll, sino la conse-
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cuencia de la misma estructura de alienación. Podríamos describir esta estructura con un término aparentemente paradójico, "estructura de destrucción.. -señalando así el hecho de que la destrucción no es una posición independiente en el conjunto de la realidad, sino que depende de la estructura de aquello en lo cual y sobre lo cual actúa destructivamente. Aquí, lo mismo que en todos los ámbitos del ser, el non-ser depende del ser, lo negativo de lo positivo, la muerte de la vida. Por eso, incluso la destrucción posee unas estructuras. "Tiende" al caos; pero mientras no se alcanza el caos, la destrucción debe seguir las estructuras de la totalidad; y si se alcanza el caos, entonces desaparecen tanto la estructura como la destrucción. Como señalamos anteriormente, la estructura básica del ser finito es la polaridad del yo y el mundo. únicamente en el hombre esta polaridad se halla plenamente realizada. únicamente el hombre posee un yo enteramente centrado y un universo estructurado al que pertenece y al que, al mismo tiempo, es capaz de mirar. Todos los demás seres que entran en el campo de nuestra experiencia sólo están parcialmente centrados y, en consecuencia, están sujetos a su medio ambiente. También el hombre tiene un medio ambiente, pero lo. tiene como parte de su mundo. Puede trascenderlo y de hecho lo trasciende en cada palabra que pronuncia. Tiene libertad para convertir a su mundo en un objeto al que él observa, y tiene libertad para convertirse a sí mismo en un objeto que él puede contemplar. En esta situación de libertad finita, puede perder su yo y su mundo, pero la pérdida de uno implica necesariamente la pérdida del otro. ll:sta es la "estructura de destrucción" básica que incluye a todas las demás. Su análisis constituye el primer paso para la comprensión .de lo que suele definirse como el "mal". El término "mal" puede usarse en un sentido amplio y en un sentido más restringido. En sentido amplio abarca todo lo negativo e incluye tanto la destrucción como la alienación -es decir, la condición existencial del hombre en todas sus peculiaridades. Si se utiliza la palabra "mal" en este sentido, se considera entonces que el pecado es un mal entre otros males, y a veces se le llama "mal moral", es decir, la negación de lo que es moralmente bueno. Una de las razones que abonan el uso del término "mal" en este sentido amplio, es el hecho de que asf podemos ver el pecado en sus dos funciones, es decir, como
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la causa de la autodestrucción y como uno de sus elementos -y entonces·la autodestrucción tanto significa el pecado acrecentado como el resultado del pecado. En lenguaje clásico, diríamos que Dios castiga el pecado arrojando al pecador a un pecado mayor. Aquí el pecado es tanto la ::alisa del mal como el mal en sí. Siempre deberíamos recordar que, aun en este caso, el pecado es un mal debido a sus comecuencias autodestructivas. Pero, teniendo en cuenta lo que antecede, quizás resulta más adecuado el uso de la palabra "mal" en su sentido más restringido, es decir, como las consecuencias del estado de pecado y alienación. Así podemos diferenciar Ja do~trina del mal de la doctrina del pecado. En este sentido usaremos, pues, la palabra "mal" de ahora en adelante. Y por eso la doctrina del mal viene a continuación de la doctrina del pecado que hemos esbozado en los capítulos anteriores. Tal proceder tiene además la ventaja de clarificar los conceptos propios de la teodicea. Si alguien pregunta cómo un Dios omnipotente y que es todo amor puede permitir el mal, la respuesta no podemos. ya formularla en los mismos términos de la pregunta. Primero es preciso insistir en la respuesta a esa otra pregunta: ¿Cómo podría permitir Dios el pecado? -y esta pregunta queda contestada en el mismo momento en que es formulada. No permitir el pecado equivaldría a no permitir la libertad, y esto sería negar la verdadera naturaleza del hombre, su libertad Snita. Sólo después de esta respuesta podemos definir el mal como la estructura de autodestrucción implícita en la naturaleza de la alienación universal. La pérdida del yo, como primera y fundamental marca del mal, es la pérdida del propio centro determinante; es la desintegración del yo centrado llevada a cabo por las tendencias disruptivas a las que no es posible integrar en Ja unidad. Mientras permanecen centradas, estas tendencias constituyen la persona como un todo. Pero cuando se enfrentan entre sí, quebrantan a la persona. Cuanto más profundo es este cu:irteamiento, mayor es la amenaza que se cierne sobre el ser del hombre como hombre. El yo centrado del hombre puede quebrarse y, con la pérdida del yo, el hombre pierde su mundo. La pérdida del yo es la pérdida del propio centro determinante, la desintegración de la unidad de la persona. En los
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conflictos morales y las disrupciones psicopatológicas, aisladamente o en interdependencia, se hace manifiesta esta desintegración. La horripilante experiencia de "caerse a pedazos" se apodera de la persona. En la medida en que esto sucede, el propio mundo se rompe también a pedazos. Deja de ser un mundo, en el sentido de un todo significativo. Las cosas ya no hablan al hombre; pierden su poder de entrar en una relación significativa con el hombre, porque el mismo hombre ha perdido este poder. En casos extremos, se experimenta la completa irrealidad del propio mundo; nada le queda al hombre, excepto la conciencia de su propia vaciedad. Tales experiencias son extremas, pero las situaciones extremas nos revelan las posibilidades existentes en la situación ordinaria. En el hombre, como ser plenamente centrado, siempre están presentes las posibilidades de disrupción. El hombre no puede dar por supuesta su centralidad. :l!:sta es ciertamente una forma, pero no una forma vacía. Sólo es real en unidad con su contenido. La forma de la centralidad confiere al yo el centro que lo que es necesita para ser. No existe ningún yo vacío, ninguna subjetividad pura. Si está sujeto a la hybris y a la concupiscencia, el yo puede acercarse al estado de desintegración. Que el yo finito intente ser el centro de todo, hace que poco a poco deje de ser el centro de nada. Ambos, el yo y el mundo, están amenazados. El hombre se convierte en un yo limitado, que depende de un medio ambiente limitado. Ha perdido su mundo; ya sólo tiene su medio ambiente. Este hecho -implica la crítica fundamental de las teorías ambientales del hombre. Tales teorías afirman una visión de la naturaleza esencial del hombre que realmente describe la alienación existencial del hombre respecto a su naturaleza esencial. Esencialmente, el hombre tiene un mundo porque tiene un yo plenamente centrado. Por eso es capaz de trascender todo medio ambiente en la dirección de su mundo. Sólo la pérdida de su mundo lo somete a la servidumbre de un medio ambiente que, en realidad, no es su medio ambiente, es decir, el resultado de un encuentro creador con su mundo representado por una parte del mismo. El verdadero medio ambiente del hombre es el universo, y todo medio ambiente particular es una parte del universo. Sólo en el estado de alienación podemos describir al hombre como un mero. objeto del impacto ambiental.
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2. Los
CONFLICTOS INTEBNOS DE LAS POLARIDADES ONTOLÓGICAS
EN EL ESTADO DE ALIENACIÓN
a) La separaci6n de libertad y destino. - La interdependencia existente, en el estado de alienación, entre la pérdida del yo y la pérdida del mundo resulta patente en la pérdida interdependiente de los elementos polares del ser. La primera polaridad es la constituida por la libertad y el destino. En el ser esencial, esto es, en el estado de inocencia soñadora, la libertad y el destino se hallan mutuamente imbricados, son distintos pero no están separados, viven en tensión pero no en conflicto. Ambos están enraizados en el fondo del ser, es decir, en el lugar de donde ambos surgen y el fondo de su unidad polar. Pero én cuanto se despierta la libertad, se inicia un proceso en cuya virtud la libertad se separa del destino al que pertenece. Y así se convierte en arbitrariedad. Los actos deliberados son los actos en los que la libertad tiende a separarse del destino. Bajo el control de la hybris y de la concupiscencia, la libertad deja de referirse a los objetos propuestos por el destino y se refiere, en cambio, a un número indeterminado de contenidos. Cuando el hombre se yergue como centro del universo, la libertad pierde su determinación. De un modo indeterminado y arbitrario, la libertad se endereza hacia unos objetos, personas y cosas que son enteramente contingentes para el sujeto que por ellos opta, y que, por ende, pueden ser sustituidos por otros objetos, personas y cosas igualmente contingentes y, en definitiva, extraños al sujeto. El existencialismo, secundado por la psicología profunda, describe la dialéctica de esta situación en términos de desazón, vaciedad y absurdidad. Si no existe la menor relación esencial entre un agente libre y los objetos de su libertad, entonces ninguna opción es objetivamente preferible a ninguna otra, todo compromiso por una causa o persona carece de sentido, y ningún designio primordial puede establecerse. No se presta atención o se prescinde de las indicaciones procedentes del propio destino. J;:sta es, ciertamente, la descripción de una situación extrema; pero, en su radicalismo, puede revelamos la tendencia fundamental del estado de alienación universal. En la misma medida en que la libertad se deforma convir-
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tiéndose en arbitrariedad, también el destino sufre una distorsión y se hace necesidad m.ecánica. Si la libertad del hombre no está encauzada por el destino o no es más que una serie de actos contingentes y arbitrarios, cae bajo el dominio de unas fuerzas recíprocamente enfrentadas y desprovistas de un centro de decisión. Lo que parece ser libre demuestra entonces que está condicionado por compulsiones internas y por causas externas. Algunas partes del yo se apoderan del centro de la persona y lo determinan sin estar unidas a las otras partes. Una incitación contingente sustituye a ese centro, que debería concertar todas las incitaciones en una decisión centrada, pero que ahora ya no es capaz de hacerlo. Tal es la naturaleza ontológica del estado que la teología clásica definió como la "esclavitud de la voluntad''. Ante esta "estructura de destrucción", podríamos decir: el hombre ha utilizado su libertad para deteriorar esta libertad; y su destino ha sido perder su destino. La controversia tradicional entre el indeterminismo y el determinismo refleja esta distorsión de la libertad y del destino que los convierte respectivamente en arbitrariedad y necesidad mecánica. Lo mismo que la teoría ambiental del hombre, tanto el indeterminismo como el determinismo son teorías de fa naturaleza esencial del hombre expresadas en términos que no son sino descripciones de su naturaleza alienada. El indeterminismo convierte la libertad humana en una cuestión de contingencia y, con ello, elimina la misma responsabilidad que, en un principio, trataba de defender contra el determinismo. Y el determinismo somete la libertad humana a la necesidad mecánica, transformando así al hombre en algo completamente condicionado que, como tal, carece de todo destino -incluso del destino de poseer una verdadera teoría del determinismo-, porque bajo el dominio de la necesidad mecánica no existe ni verdad ni destino. El indeterminismo, lo mismo que el determinismo, es un espejo del estado de alienación del hombre (en lo que se refiere a la libertad y al destino}. b) La separación de dinámica y forma-Todo ser vivo (y, analógicamente, todo ser) va más allá de sí mismo y de la forma por medio de la cual tiene ser. En la naturaleza esencial del hombre, la dinámica y la forma están siempre unidas. Incluso para trascender una forma dada, se precisa otra forma. En el ser esencial existen formas de la autotrascendencia de la
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forma. Su unidad con la dinámica del ser nunca queda rota. De un modo fragmentario podemos ver esta unidad en aquellas personas, tanto seculares como religiosas, en las que la gracia es efectiva. Contrastando con tales "símbolos de reunión", la ruptura existencial de dinámica y forma es obvia. Bajo el dominio de la hybris y de la concupiscencia, el hombre se ve lanzado en todas direcciones sin una meta definida ni un contenido preciso. Su dinámica se convierte en una informe urgencia de autotrascenderse. Ya no es la forma nueva que suscita imperiosamente la autotrascendencia de la persona, sino que la dinámica se ha convertido en una meta en '.lÍ misma. Podríamos hablar de la "tentación de lo nuevo" que, en sí misma, constituye un elemento necesario de toda autoactualización creadora, pero que, en la distorsión existencial, sacrifica lo creador a lo nuevo. No se crea nada real si falta la forma, ya que sin ella nada es real. Pero la forma, sin la dinámica, es igualmente destructiva. Si se arranca una forma de la dinámica en la que fue creada y se impone a una dinámica a la que no pertenece, se convierte en ley externa. Entonces es opresiva y suscita un legalismo sin creatividad o los estallidos rebeldes de las fuerzas dinámicas que desembocan en el caos y a menudo, por reacción, en procedimientos más enérgicos de supresión. Tales vicisitudes son propias de la condición humana tanto en la vida personal como en Ia vida social y lo mismo en el ámbito religioso que en el ámbito cultural. Es incesante el paso de la ley al caos y del caos a la -ley. Es incesante el quebrantamiento de la forma por parte de la vitalidad y de la vitalidad por parte de la forma. Pero si desaparece uno de ambos polos, desaparece asimismo el otro. La dinámica, la vitalidad y la tendencia a quebrantar la forma acaban en el caos y el vacío. Acaban perdiéndose ellas mismas al separarse de la forma. Y la forma, la estruetura y la ley acaban en la rigidez y la vaciedad. Acaban perdiéndose ellas mismas al separarse de la dinámica. tsta es la crítica fundamental que cabe aducir contra todas las doctrinas del hombre que describen su naturaleza esencial tanto en términos meramente dinámicos como. en términos meramente formales. Ya nos hemos referido a algunas de ellas al hablar de la doctrina de la concupiscencia. Si se concibe al hombre como una libido esencialmente ilimitada o como una
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voluntad de poder asimismo ilimitada, ·el fundamento de tal comprensión del hombre no es su naturaleza esencia~ sino su estado de alienación existencial. La incapacidad de alcanzar una forma en la que de modo provisional o definitivo se dé satisfacción a la dinámica de la naturaleza humana, constituye una expresión de la alienación del hombre con respecto a sí mismo y a la unidad esencial de dinámica y forma. Esta misma crítica es la que hemos de oponer a las interpretaciones de la naturaleza humana que despojan al hombre de la dinámica de su ser cuando reducen el verdadero ser humano a un sistema de formas lógicas, morales y estéticas a Ias que el hombre debe sujetarse. Las filosofías del sentido común, lo mismo que algunas doctrinas racionalistas e idealistas, eliminan la dinámica en la autorrealización del hombre. De este mod1J, la creatividad queda sustituida por la sujeción a la ley -y ésta es una de las características del hombre en estado de alienación. Así, pues, ambos tipos de doctrina del hombre -el dinámico y el formal- nos describen 1a condición existencial del hombre. Tal es su verdad y tal es la limitación de esta verdad suya. c) La separación de individualizaci6n y participación - La vida se individualiza en todas sus formas; pero, al mismo tiempo, la participación mutua del ser en el "ser" mántiene la unidad del ser. Ambos polos son interdependientes. Cuanto más individualizado es un ser, mayor es su capacidad de participación. El hombre, como ser completamente individualizado, participa del mundo en su totalidad por la percepción, la imaginación y la acción. En principio, no existen límites para esta participación, ya que el hombre es un yo completamente centrado. Pero, en el estado <;le alienación, el hombre se encierra en sí mismo y suprime toda participación. Al mismo tiempo, cae bajo el poder de ciertos objetos que tienden a convertirlo en un mero objeto desprovisto de un yo. Cuando la subjetividad se separa de la objetividad, los objetos devoran el ya vacío caparazón de la subjetividad. Las descripciones sociológicas y psicoló~icas de esta situación nos han demostrado de manera convinc.:mte la interdependencia que existe entre el aislamiento del individuo humano y su inmersión en lo colectivo. Sin embargo, tales descripciones se refieren a una situación histórica particular, predominantemente la nuestra. Y, así, nos dan la impresión de que la situa-
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ción a la que se refieren se halla histórica y sociológicamente condicionada y que podría ser fundamentalmente distinta si fuesen distintas las circunstancias. La teología debe unirse al existencialismo en la denuncia del carácter universalmente humano que posee la interdependencia del aislamiento y la inmersión en lo colectivo. Cierto es que las situaciones especiales nos revelan con .mayor intensidad los elementos que integran la situación existencial del hombre. Nos los revelan, pero no los crean. En la sociedad industrial de Occidente, se habla mucho del peligro de despersonalización u "objetivación" (convertirse en un objeto, en una cosa). Pero en todas las sociedades acechan al hombre unos peligros de esta misma índole, porque la separación de individualización y participación constituye una marca del estado general de alienación. Tales peligros son los que suscitan las estructuras de destrucción y se sitúan al nivel en que actúa el mal en toda la historia. Esta situación se refleja asimismo en aquellas doctrinas del hombre que pretenden describir su naturaleza esencial, pero que sólo nos ofrecen una información veraz de la alienación humana. La subjetividad aislada aparece en las epistemologías idealistas que reducen el hombre a un sujeto cognoscente (ens cogitans) que percibe, analiza y controla la realidad. El acto de conocer queda así despojado de toda participación del sujeto total en la totalidad del objeto. Ningún eros mueve al sujeto en su aprehensión del objeto, ni al objeto en su entrega al sujeto. Esta ausencia total de eros es necesaria en ciertos niveles de abstracción; pero como determinación de la actitud cognoscitiva globalmente considerada, constituye un síptoma de alienación. Y puesto que el hombre es una parte de su mundo, acaba convirtiéndose en un mero objeto entre los demás objetos. Pasa a ser una parte de un todo físicamente calculable, y así se convierte a su vez en un objeto enteramente calculable. Esto es lo que ocurre cuando se explica el nivel psicológico del hombre con razones fisiológicas y químicas o cuando se le define en términos de mecanismos psicológicos independientes. En ambos casos se elabora una objetivación teórica que luego cabe utilizar y, de hecho, se utiliza para tratar a los hombres en la práctica como si fuesen meros objetos. La situación de alienación se refleja, pues, tanto en la actitud teórica como en la actitud práctica que considera a los hombres como
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meros objetos. Ambas son "estructuras de autodestrucción", es decir, las causas fundamentales del mal. 3.
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a) Muerte, finitud y culpa. - Alienado del poder último de ser, el hombre está determinado por su finitud. Se halla abandonado a su sino natural. Viene de la nada v a la nada retorna. Se encuentra sometido al imperio de l~ muerte y se ve espoleado por la congoja de tener que morir. ltsta es, de hecho, la primera respuesta a la cuestión acerca de la relación que media entre el pecado y la muerte. Con arreglo a la religión bíblica, se da por sentado que el hombre es mortal por naturaleza. La afirmación de la inmortalidad, como cualidad natural del hombre, no es una doctrina cristiana, aunque sea posiblemente una doctrina platónica. Pero el mismo Platón puso un interrogante final a los argumentos en favor de la inmortalidad del alma que Sócrates desarrolló en los últimos diálogos antes de su muerte. Y, ciertamente, la naturaleza de la vida eterna que Platón atribuye al alma guarda escasa semejanza con las creencias populares que acerca del "más allá" profesan numerosos cristianos. Platón nos habla de la participación del alma en el reino eterno de las esencias (ideas), de su caída y de su posible retorno a tal reino -que en modo alguno es un reino de carácter espacial o temporal. En la narración bíblica del paraíso, se nos ofrece una interpretación absolutamente distinta de la relación que existe entre fa caída y la muerte. Los símbolos bíblicos se hallan a mayor distancia todavía de la imagen popular de la inmortalidad. Según el relato del Génesis, el hombre procede del polvo y retorna luego al· polvo. Sólo es inmortal mientras le está permitido comer del árbol de la vida, el árbol portador del fruto divino o fruto de la vida eterna. El simbolismo es obvio. La participación en lo eterno hace eterno al hombre; la separación de lo eterno deja abandonado al hombre a su finitud natural. Fieles a estas ideas, los primeros Padres de la Iglesia dieron el nombre de "remedio de inmortalidad" al manjar sacramental de la cena del Señor, y la Iglesia oriental centró el mensaje de Cristo en su resurrección, considerándola como el momento en que la vida eterna les es ofrecida a quie-
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nes, de lo contrario, quedarían abandonados a su mortalidad natural. En el estado de alienación, el hombre está abandonado a su naturaleza finita y tiene que morir. El pecado no engendra la muerte, sino que confiere a la muerte un poder que sólo es vencido por la participación en lo eterno. La idea de que la "caída" ha cambiado físicamente la estructura celular o psicológica del hombre (¿y de la naturaleza?) es absurda y nada tiene de bíblica. Cuando el hombre está abandonado a su "tener que morir", la congoja esencial que en él suscita el non-ser se transforma en horror a la muerte. La congoja del non-ser no deja de estar presente en todo lo finito. Consciente o inconscientemente informa la totalidad del proceso vital -como el corazón, cuyo latido nunca cesa, aunque no siempre lo advirtamos. Es propia del estado potencial de inocencia soñadora, pero lo es asimismo del estado de amenazada e incontestada unidad con Dios que se nos manifiesta en la imagen de Jesús como el Cristo. La dramática descripción de la congoja que embargó a Jesús cuando tuvo que morir nos confirma el carácter universal de la relación que vincula la congoja a la finitud. _ En la situación de alienación, el elemento de culpabilidad altera la índole de la congoja. La pérdida de nuestra eternidad potencial la experimentamos como algo de lo que somos responsables a pesar de su trágica y universal realidad. El pecado es el aguijón de la muerte, no su causa física. Transforma la acongojada conciencia de que tenemos que morir en la dolorosa constatación de una eternidad perdida. Por esta razón, la congoja de tener que morir puede entrañar el deseo de desembarazarse de uno mismo. Se desea la propia aniquilación para así librarse de la substancia de la muerte, no sólo como término de la vida, sino también como culpa. En la situación de alienación, la congoja de la muerte es algo más que la simple congoja de la aniquilación. Convierte la muerte en un mal, en una estructura de destrucción. La transformación de la finitud esencial en mal existencial constituye una característica general del estado de alienación. Nos la describen los más recientes análisis, tanto cristianos como no cristianos, de la situación humana, y la hallamos reflejada con singular intensidad en la literatura existencialista de nuestros días. Tales descripciones revisten una extremada impar-
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tancia para la teología, y ésta puede aceptarlas siempre que mantenga una distinción tajante e~tre finitud y alienación, tal como hemos hecho en nuestro análisis de la muerte. De lo contrario, por muy valioso que sea el material que nos proporcionan, deben ser revisadas a la luz de la doctrina de la creación y de la distinción entre ser esencial y ser existencial. b) Alienación, tiempo y espacio. -Ninguna descripción de las estructuras del mal puede ser exhaustiva. Intentarlo sería acometer una labor infinita. Las páginas de la literatura universal sobreabundan del mal acaecido en todo tiempo y lugar. Continuamente se descubren nuevas realizaciones del mal. La literatura bíblica está llena de ellas, pero también lo está la literatura de las demás religiones y las obras de la cultura secular. La teología no debe olvidar esta experiencia universal de las formas que reviste el mal. No puede enumerarlas, pero puede y debe señalar algunas de sus estructuras básicas. Como estructuras del mal, son estructuras de autodestrucción. Se basan en las estructuras de la finitud; pero les añaden los elementos destructivos y las transforman del mismo modo que la culpa transforma la congoja de la mueite: La naturaleza categorial de la finitud, integrada por tiempo, espacio, causalidad y substancia, es válida como estructura de la totalidad de la creación. Pero la función que desempeñan estas categorías de la flnitud queda alterada bajo las condiciones de la existencia. En las categorías, es manifiesta la unidad del ser y del non-ser de todos los seres finitos. Por consiguiente, las categorías suscitan congoja; pero el coraje puede afirmarlas, siempre que se experimente el predominio del ser sobre el nonser. En el estado de alienación, se pierde la relación con el poder último del ser. Y de ahí que las categorías controlen la existencia y provoquen una doble reacción a su respecto -la resistencia y el desespero. Cuando experimentamos el tiempo sin el "ahora eterno" que debemos a la presencia del poder del ser en sí, conocemos el tiempo como mera transitoriedad sin presencia real. Lo vemos tal como nos lo sugieren los mitos relativos a los dioses del tiempo, es decir, como un poder demoníaco que destruye lo que ha creado. Todos los intentos del hombre para contrarrestar este poder resultan ociosos. El hombre trata de prolongar el reducido lapso de tiempo que le ha sido concedido; trata 7.
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de llenar la brevedad de su vida con tantas cosas tansitorias como le es posible; trata de crear un recuerdo suyo que perdure luego en un futuro que ya no será el füyo; imagina que su vida va a continuar después de haber llegado al fin de su tiempo e imagina así una perpetuidad al margen de la eter.nidad. Tales actitudes son otras tantas formas de la resistencia que el hombre opone a la amenaza última del non-ser implícita en la categoría del tiempo. El derrumbamiento de esta resistencia en sus múltiples formas constituye uno de los elementos de la estructura del desespero. No es la experiencia del tiempo como tal la que engendra el desespero, sino más bien el descalabro sufrido por el hombre en la resistencia que opone al tiempo. De suyo, esta resistencia le viene impuesta al hombre por su pertenencia esencial a lo eterno, su exclusión de lo eterno en el estado de alienación y su deseo de transformar los momentos fugaces de su tiempo en una presencia perdurable. Pero la aversión existencial que el hombre siente por la aceptación de su temporalidad, hace que el tiempo se convierta para él en una estructura demoníaca de destrucción. Cuando experimentamos el espacio sin el "aquí eterno" que debemos a la presencia del poder del ser en sí, conocemos el espacio como una contingencia espacial, esto es, sin que sea un lugar necesario al que el hombre pertenece. Lo vemos como el resultado de la acción de unos poderes divino-demoníacos (Heráclito) que para nada tienen en cuenta la relación interior que vincula la persona humana a un lugar físico, sociológico o psicológico "en el que se asienta firmemente". El hombre trata de contrarrestar esta situación. En un sentido absoluto, trata de procurarse un lugar definido que sea propio
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Observaciones similares a éstas podríamos hacerlas igualmente acerca de las demás categorías, por ejemplo, acerca de los reiterados esfuerzos realizados por el hombre para convertirse en una causa absoluta contrapuesta a la cadena sin fin de causas en la que él es una causa. entre otras causas, y acerca de su pretensi6n de atribuirse una substancia absoluta frente a la fugaz caducidad que observa tanto en la substancia como en los accidentes. Tales intentos no son sino la expresi6n de que el hombre ha cobrado conciencia de su infinitud potencial. Pero necesariamen!e fracasan si se emprenden sin la presencia del fondo de toda dependencia causal y de todo cambio accidental. Sin el poder del ser en sí, el hombre no puede resistir el elemento del non-ser que integra tanto la causalidad como la substancia, y esta imposibilidad suya de resistir el non-ser constituye otro elemento de la estructura del desespero. c) Alienación, sufrimiento. y aislamiento. - Los conflictos en el seno de las polaridades ontol6gicas y la transformación que sufren las categorías de la finitud bajo las condiciones de la alienación entrañan diversas consecuencias en todas direcciones para la condici6n humana. Vamos a hablar ahora de dos ejemplos cimeros de tales consecuencias -el sufrimiento y el aislamiento. El primero concierne al hombre en sí mismo; el segundo, al hombre en su relación con los demás. No podemos separarlos; son interdependientes, aunque distinguibles entre sí. El sufrimiento, como la muerte, es un elemento de la finitud. En el estado de inocencia soñadora, el sufrimiento no está eliminado sino transformado en beatitud. Bajo las condiciones de la existencia, el hombre queda mutilado de esta beatitud, y el sufrimiento lo embarga de un modo destructivo. El sufrimiento se convierte en una estructura de destrucci6n -en un mal. Para comprender el cristianismo y las grandes religiones orientales, sobre todo el budismo, reviste una importancia decisiva la distinción entre el sufrimiento como elemento de la finitud esencial y el sufrimiento como elemento de la alienación existencial. Cuando no se establece esta distinción, como en el budismo, la finitud y el mal se identifican. La salvaci6n pasa a ser entonces la salvaci6n de la finitud y del sufrimiento que ésta implica. Pero no es -como en el cristianismo- la salvaci6n de la alienaci6n que transforma el sufrimiento en una estructura de destrucción. La interpretación budista del sufrimien-
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to es correcta en cuanto deduce el sufrimiento de la voluntad de ser. Se vence, pues, el sufrimiento por la autonegación del deseo, engendrado por la voluntad, de ser
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Una de las causas -sin duda la principal- del sufrimiento que carece de sentido es la "soledad,. del ser individual, su deseo de vencer esta soledad uniéndose a otros seres y la hostilidad que experimenta cuando ve rechazado este deseo suyo. De nuevo es preciso que distingamos aquí entre las estructuras esenciales y las estructuras existenciales de la soledad. Todo ser vivo está estructuralmente centrado; pero el hombre posee un yo plenamente centrado. Esta centralidad separa al hombre de toda la realidad que no se identifica con él. El hombre está solo en su mundo y, cuanto más solo, más consciente es de sí mismo como tal. Por otra parte, su completa centralidad lo capacita para participar ilimitadamente en su mundo; y el amor, como poder dinámico de la vida, lo arrastra a esta participación. En el estado de ser esencial, la participación está limitada por la finitud, pero no impedida por el rechazo de los demás. La estructura de la finitud es buena en sí misma, pero bajo las condiciones de la alienación se convierte en una estructura de destrucción. En la finitud esencial, el estar solo constituye una expresión de la entera centralidad del hombre y podríamos darle el nombre de "solitud". Esta "solitud.. es la condición precisa para establecer la relación con el otro. Sólo quien es capaz de soledad es asimismo capaz de comunión, ya que en la soledad el hombre experimenta la dimensión de lo último, el verdadero fundamento de la comunión entre quienes están solos. En la alienación existencial, el hombre está cercenado en las dimensiones de lo último y es dejado solo -en el aislamiento. No obstante, este aislamiento resulta intolerable y arrastra al hombre a un tipo· de participación en la que su yo solitario se rinde a lo "colectivo". Pero, en esta rendición, el individuo no es aceptado por ningún otro individuo, sino tan sólo por aquello a lo que todos tienen que rendir su solitud potencial, esto P.s, el espíritu de lo colectivo. Por consiguiente, el individuo sigue buscando al otro ser humano y es parcial o totalmente rechazado por él, ya que este otro ser es asimismo un individuo solitario, incapaz de comunión porque es incapaz de solitud. Tal rechazo por parte del otro es el origen de numerosas hostilidades no sólo contra quienes le rechazan a uno, sino también contra uno mismo. De este modo, la alienación existencial distorsiona la estructura
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esencial de la solitud _y la comunión convirtiéndola en un manantial de infinito sufrimiento. En la dialéctica del aislamiento, siempre son interdependientes la destrucción de los demás y la propia destrucción. Cuando no se afirma la distinción entre la solitud esencial y el aislamiento existencial, la unidad última sólo es posible por la aniquilación del individuo aislado y su desaparición en el seno de una substancia indiferenciada. La solución a la que se aspira en un misticismo radical es análoga a la respuesta que el budismo da al problema del sufrimiento. No existe aislamiento alguno en lo último; pero tampoco existen en él ni solitud ni comunión, porque se ha disuelto el yo centrado del individuo. Esta comparación nos demuestra la decisiva importancia· que reviste la distinción entre solitud esencial y aislamiento existencial para la comprensión cristiana del mal y de la salvación. d) Alienación, duda y absurdidad. - La finitud incluye la duda. La verdad es el todo (Hegel). Pero ningún ser finito posee el todo; por consiguiente, aceptar el hecho de que la duda pertenece al ser esencial del hombre es una manera de expresar la aceptación de su finitud. Incluso la inocencia soñadora implica duda. Por eso, en el mito bíblico del -paraíso, la serpiente pudo apelar a la duda del hombre. Esta duda esencial aparece en la duda metodológica de la ciencia lo mismo que en la incertidumbre del hombre acerca de sí mismo, de su mundo y del sentido último de ambos. No se precisa de prueba alguna para demostrar que, sin una impugnación radical de todo, no exi~te ninguna l'.lctitud cognoscitiva frente a la realidad. Esta impugnación presupone tanto unas cosas que se tienen (sin las cuales no sería posible una impugnación de ellas) como unas cosas que no se tienen (sin las cuales no sería necesaria tal impugnación). Esta situación de duda esencial se da en el hombre incluso en el estado de alienación y le confiere la posibilidad de analizar y controlar la realidad en la medida en que está dispuesto a utilizarla con rectitud y sentido de sacrificio. Pero la finitud incluye asimismo otras muchas incertidumbres; es una manera de expresar la inseguridad general del ser finito, la contingencia de todo su ser, el hecho de que no es por sí mismo sino que "ha sido arrojado en el ser" (Heidegger),
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el hecho de que carece de un lugar y de una presencia que le son absolutamente necesarios. Esta inseguridad también aparece en la elección de las relaciones personales y en otros ámbitos del encuentro humano con la realidad. Aparece asimismo en lo indefinido de los sentimientos y en el riesgo que entraña toda decisión. Finalmente, aparece también en la duda acerca del propio yo y del mundo como tal, y aparece como la duda o incertidumbre acerca del ser como ser. Todas estas formas de inseguridad e incertidumbre pertenecen a la finitud esencial del hombre, a la bondad de lo creado en cuanto creado. Así, pues, en el estado de pura potencialidad se dan la inseguridad y la incertidumbre, pero ambas son aceptadas gracias al poder que entraña la dimensión de lo eterno. En esta dimensión yace una seguridad o certeza última a la que no anulan las inseguridades e incertidumbres preliminares de la ñnitud (ni siquiera la congoja que suscita el hecho de ser consciente de ellas). Más bien se asumen tales inseguridades e incertidumbres con el coraje con que se acepta la propia finitud. La situación cambia por completo si, en el estado de alienación, queda excluida la dimensión de lo último. Entonces, la inseguridad se hace absoluta e induce a desesperar de la misma posibilidad de ser. La duda se hace absoluta e induce a rechazar desesperadamente la aceptación de cualquier verdad finita. Y, de la inseguridad y la duda juntas, nace la experiencia de que la estructura de la ñnitud se ha convertido en una estructura de destrucción existencial. .El carácter destructivo de que adolecen la inseguridad y la duda existenciales, se pone de maniñesto en la índole de los esfuerzos con los que el hombre intenta rehuir el desespero: trata de absolutizar una seguridad o una certeza ñnitas. La amenaza de un derrumbamiento total induce al hombre a crearse unas defensas, a veces brutales, a veces fanáticas, a veces deshonestas, pero siempre insuficientes y destructivas, ya que no existe seguridad ni certeza alguna en el seno de la finitud. La fuerza destructiva puede dirigirse contra quienes representan la amenaza a la falsa seguridad y certidumbre, sobre todo contra quienes la combaten o la impugnan. La guerra y la persecución obedecen en parte a esta dialéctica. Pero si tales defensas resultan insuficientes, la fuerza destructiva se
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ejerce directamente contra el mismo sujeto. l!;ste se ve sumido entonces en la desazón, la vaciedad, el cinismo y la experiencia de la absurdidad. E incluso puede ocurrir que, para huir de esta situación extrema, el hombre niegue su duda, no con una respuesta real o imaginaria a la misma, sino con su indiférencia ante toda pregunta o respuesta. De este modo destruye su auténtica humanidad y se convierte en un eslabón de la gran cadena de trabajo y placer. Queda así despojado de todo sentido, incluso en la forma del que sufre en la absurdidad. Ni siquiera le queda entonces la plenitud de sentido que reviste una sincera interrogación acerca del sentido. Podemos observar en todas estas descripciones que sólo en parte es válida la distinción entre el pecado y el mal. El pecado mismo está presente en el mal que es la consecuencia autodestructiva del pecado. El elemento de responsabilidad no está ausente de las estructuras de destrucción tales como el sufrimiento desprovisto de sentido, el aislamiento, la duda cínica, la absurdidad o el desespero. Por otra parte, cada una de estas estructuras depende del estado universal de alienación y de sus consecuencias autodestructivas. Desde este punto de vista, resulta justificable que se hable de "pecado" en un contexto y de "mal" en otro contexto. La diferencia entre ambos términos es más de enfoque que de contenido. En los análisis sociológicos y psicológicos que se llevan a cabo en nuestros días, otra cuestión ha cobrado una importancia de primer orden: la cuestión de determinar hasta qué punto son universalmente humanas las estructuras de destrucción y hasta qué punto se hallan históricamente condicionadas. La respuesta estriba en comprender que su aparición histórica sólo es posible gracias a su presencia universal, es decir, estructural. La alienación es una cualidad de la estructura de la existencia, pero determinar de qué manera ha solido manifestarse la alienación es una cuestión que incumbe a la historia. Siempre existen estructuras de destrucción en la historia, pero sólo son posibles porque en ella existen estructuras de la finitud que pueden ser transformadas en estructuras de alienación. Son numerosos los análisis sociológicos y existencialistas del hombre en la sociedad industrial que destacan la pérdida de su yo y de su mundo, su mecanización y objetivación, su aislamiento y sumisión a lo colectivo, su experiencia de Ia vaciedad
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y de la absurdidad. Tales análisis son verdaderos en todo aquello que abarcan, pero resultan falaces sí el mal de que adolece la condición humana en nuestro período histórico lo infieren de la estructura de la sociedad industrial. Esta deducción implica la creencia de que los cambios a introducir en la estructura de nuestra sociedad cambiarían, por sí mismos, la condición existencial del hombre. Todos los sistemas utópicos son de esta índole, y su principal error consiste en no establecer ninguna distinción entre la situación existencial del hombre y sus manifestaciones en los distintos períodos históricos. En todas las épocas existen estructuras de destrucción, que presentan numerosas analogías con las estructuras particulares de nuestra época. La alienación del hombre con respecto a su ser esencial constituye el carácter universal de la existencia y es de una inagotable fecundidad en la producción de los males peculiares de cada época histórica. Las estructuras de destrucción no son las únicas marcas de la existencia. Se hallan compensadas por las estructuras de curación y de re-unión de lo alienado. Pero esta ambigüedad de la vida no es razón suficiente para que los males de una época histórica se deduzcan utópicamente de las estructuras de aquella época sin la menor referencia a la situación de universal alienación.
4.
EL SIGNIFICADO DEL DESESPERO Y SUS SÍMBOLOS
a) El desespero y el problema. del suicidio. - Las estructuras del mal que acabamos de describir conducen al hombre al estado de "desespero". En diversos momentos hemos indicado los elementos que integran el desespero, pero no hemos hablado de la naturaleza del desespero como un todo. Y ésta es la labor que debe acometer la teología sistemática. En general, se suele tratar el desespero como un problema psicológico o como un problema ético. Y es ciertamente lo uno y lo otro; pero es, asimismo, algo más que lo uno y lo otro: es el exponente final de la condición humana, el límite que el hombre no puede traspasar. En el desespero, no en la muerte, el hombre llega al fin de sus posibilidades. La misma palabra desespero significa "sin esperanza" y expresa la impresión que experimenta el hombre ante una situación para 1a que no
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existe "ninguna salida" (Sartre). En alemán, la palabra Verzweiflung vincula el desespero a la duda (Zweifel). La sílaba ver indica una duda que carece de toda posible respuesta. La descripción más impresionante del desespero nos la ofrece Kierkegaard en su obra, La enfermedad hasta la muerte, en la que "muerte" significa más allá de toda posible curación. Y de un modo similar nos habla Pablo de un desconsuelo que es el desconsuelo de este mundo y que conduce a la muerte. El desespero es el estado del ineludible conflicto, del conflicto que surge entre, por una parte, lo que somos en potencia y, por ende, deberíamos ser en realidad, y, por la otra parte, lo que realmente somos por la combinación de libertad y destino. El dolor del desespero es la agonía de sentirse responsable por la pérdida del sentido de la propia existencia y de verse incapaz de recobrar este sentido. El hombre queda recluido en sí mismo y en el conflicto que le enfrenta con su propio yo. No puede escapar, porque nadie puede escapar de sí mismo. En esta situación es cuando surge la cuestión de si el suicidio puede ser un recurso para desembarazarse de sí mismo. Pero es indudable que el suicidio posee una significación mucho más amplia que la que parece atestiguar el número relativamente reducido de actos suicidas reales. En primer lugar, suele darse en la vida una tendencia suicida: el anhelo de un reposo sin conflictos. Y una consecuencia de este anhelo es el deseo humano de embriagarse (véase la doctrina freudiana del instinto de muerte y lo que antes hemos dicho acerca de la misma). En segundo lugar, siempre que nos atenaza un dolor intolerable, insuperable y sin sentido, experimentamos el deseo de eludirlo desembarazándonos de nosotros mismos. En tercer lugar, .la situación de desespero es, a todas luces, una situación en la que surge el deseo de librarse de uno mismo y entonces la imagen del suicidio se presenta como el recurso más tentador. En cuarto lugar, se dan situaciones en las que es socavada la voluntad inconsciente de vivir y un suicidio psicológico pasa a ocupar su lugar en términos de no resistencia a la amenaza de aniquilación. En quinto lugar, todas las culturas predican la negación de la propia voluntad, no en términos de suicidio físico o psicológico, sino en términos de vaciar la vida de todos sus contenidos finitos para así hacer posible el logro de la identidad última.
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Ante tales hechos, la cuestión de la autonegación de la vida debería ser objeto de una reflexión más cuidadosa que la que suele consagrarle la teología cristiana. El acto externo del suicidio no debería singularizarse por una condenación moral o religiosa particular, cuyo fundamento no es otro que la idea supersticiosa de que el suicidio excluye definitivamente la acción de la gracia salvífica. Pero, al mismo tiempo, deberían considerarse como una expresión de la alienación humana esas tendencias suicidas íntimas que se dan en todo ser humano. La cuestión decisiva y teológicamente importante es ésta: ¿Por qué no puede considerarse el suicidio como un recurso para librarse del desespero? Es obvio que no existe tal problema para quienes creen imposible esa liberación del desespero, porque la vida después de la muerte sigue sujeta esencialmente a las mismas condiciones que antes, incluso las categorías de la finitud. Pero si consideramos en serio a la muerte, resulta innegable que el suicidio elimina las condiciones del desespero al nivel de la finitud. Podemos preguntamos, no obs• tante, si éste es el único nivel o si el elemento de culpabilidad apunta en el desespero a la dimensión de lo último. Si afirmamos lo segundo -y sin duda el cristianismo tiene que afirmarlo-, el suicidio no constituye ninguna liberación final. No nos exime de la dimensión de lo último e incondicional. O, usando unos términos en cierto modo mitológicos, podemos decir que ningún problema personal es una cuestión de pura transitoriedad, sino que posee unas raíces eternas y exige una solución que incida en lo eterno. El suicidio (ya sea externo, psicológico o metafísico) es un intento logrado de salirse de la situación de desespero al nivel temporal. Pero es un intento frustrado de eludir el desespero en la dimensión de lo eterno. El problema de la salvación trasciende el nivel t_emporal, y la misma experiencia del desespero apunta a esta verdad. b) El símbolo de la "ira de Dios... - La experiencia del desespero se refleja en el símbolo de la "ira de Dios". Los teólogos cristianos han usado, pero asimismo han criticado esta expresión. En general, las críticas han señalado que, en el paganismo, el concepto del "furor de los dioses" presupone la idea idolátrica de un dios finito cuyas emociones pueden ser suscitadas por otros seres finitos. Tal concepto contradice obviamente la divinidad de lo divino y su carácter incondicional.
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Por consiguiente, tiene que ser reinterpretado o completamente abandonado por el pensamiento cristiano. La última alternativa fue la que adoptó Albert Ritschl, no sólo en nombre de la divinidad de lo divino, sino también en nombre del amor divino que, según él, constituye la verdadera naturaleza de Dios. Si hablamos de la "ira" de Dios, parece que creamos una hendidura en Dios entre su amor y su ira. Dios, por así decirlo, se ve arrastrado por su ira, y es su amor quien tiene que encontrar una salida a este conflicto. Se interpreta entonces la obra expiatoria de Cristo como la solución que permite a Dios perdonar aquello que despertó su ira, porque en la muerte de Cristo la ira de Dios queda satisfecha. Esta concepción, elaborada frecuentemente con categorías cuantitativas y mecánicas, viola claramente la majestad de Dios. Ritschl interpretó, pues, los pasajes del Nuevo Testamento que mencionan fa ira de Dios, de tal forma que todo se centrase en el juicio último. Y así la ira de Dios es una expresión del lado negativo del juicio final. Deberíamos preguntarnos, no obstante, si la experiencia del desespero no justifica el uso del símbolo "ira de Dios" para expresar un elemento de la relación que media entre Dios y el hombre. Y ahora podemos referimos a Lutero, que enfocó existencialmente este problema cuando dijo: "Tienes a Dios en la medida en que crees en l!:l". Para quienes son conscientes de su alienación de Dios, Dios mismo es la amenaza de la destrucción última y la faz divina cobra entonces unos rasgos demoníacos. · Pero quienes se han reconciliado con Dios comprenden que, a pesar de que fue auténtica su experiencia de la ira de Dios, no fue la experiencia de un Dios distinto de Aquel con quien se han reconciliado. Más bien su experiencia fue la de cómo actuó a su respecto el Dios de amor. El amor divino se yergue contra todo aquello que- está contra el amor -dejándolo abandonado a su autodestrucción- para salvar a quienes se hallan destruidos; pero, como que lo que está contra el amor aparece en las personas, es la persona la que se hunde en su autodestrucción. l!:sta es la única manera con arreglo a la cual puede actuar el amor en aquel que rechaza el amor. Al mostrar a un hombre las consecuencias autodestructivas que entraña su recusación del amor, el amor actúa según su propia naturaleza, aunque quien experimenta esta acción del amor la considere como una amenaza a su ser. Y así
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es cómo concibe a Dios como el Dios de la ira, concepción que es justa en un principio pero falsa en última instancia. De todas formas, el conocimiento teórico de que su experiencia de Dios como el Dios de la ira no es la experiencia final de Dios, no empece la realidad de Dios como una amenaza y nada más que una amenaza a su ser. Sólo la aceptación del perdón puede transformar la imagen de un Dios airado en la imagen últimamente válida de un Dios de amor. c) El símbolo de la "condenaci6n". -La experiencia del desespero se expresa asimismo con el símbolo de la "condenación". Habitualmente se habla de la "eterna condenación". Pero esta expresión es teológicamente insostenible. Sólo Dios es eterno. Quienes participan de la eternidad divina y de la limitación de la finitud, han vencido el desespero que expresa la experiencia de la condenación. En el sentido teológicamente preciso de esta palabra, la eternidad es lo opuesto a la condenación. Pero si se entiende lo "eterno" como lo "sin fin", se atribuye una condenación sin fin a algo que, por su misma naturaleza, tiene un fin, es decir, el hombre finito. El tiempo del hombre termina con el hombre. Por consiguiente, debería eliminarse del vocabulario teológico esta expresión de "condenación eterna" y, en su lugar, debería hablarse de la condenación como una separación de lo eterno. Esto es lo que parece implicar el término "muerte eterna", que no puede significar ciertamente una muerte perpetua, ya que la muerte carece de toda duración. La experiencia de hallamos separados de nuestra propia eternidad es el estado de desespero. Esta experiencia apunta, más allá de los límites de la temporalidad, a la situación del ser que se halla vinculado a la vida divina sin estar unido a ella por el acto central del amor personal. Ni la experiencia ni el lenguaje nos permiten dar mayores precisiones de esta situación, porque sólo podemos experimentar y hablar de lo negativo en unión de lo positivo. Pero hemos de decir aún que, incluso en el estado de separación, Dios actúa creativamente en nosotros tanto en el tiempo como en la eternidad -aunque su creatividad se ejerza en forma de destrucción. El hombre nunca . está cercenado del fondo del ser, ni siquiera en el estado de condenación.
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TEOLOG1A SISTEMÁTICA
E. LA BúSQUEDA DEL NUEVO SER Y LA SIGNIFICACióN DE "CRISTO"' l. LA
EXISTENCIA COMO HADO O LA F.SCLAVITUD DE LA VOLUNTAD
En todo acto de autorrealización existencial, la libertad y el destino andan unidos. La existencia siempre es ambas cosas a la vez: un hecho y un acto. De ahí que, en el contexto de la alienación existencial, ningún acto pueda vencer tal alienación existencial. El destino esclaviza la libertad, pero no la elimina. Tal es la doctrina de la "esclavitud de la voluntad" que Lutero desarrolló en su lucha contra Erasmo, que muchos siglos antes Agustín sostuvo contra Pelagio y que, antes aún, Pablo proclamó frente a los judaizantes. En estos y en otros muchos casos, la signiflcación del antipelagianismo teológico ha sido erróneamente entendido porque se le ha confundido con el determinismo filosófico. Se ha acusado a los teólogos antipelagianos de renunciar a la libertad humana y 'convertir al hombre en un objeto entre los demás objetos. A veces su lenguaje (incluso el de Pablo) se aproxima a este error "maniqueo". Y no es posible defender a algunos teólogos contra semejante acusación. Pero la concepción antipelagiana no lleva necesariamente aparejadas unas tendencias maniqueas, ya que la doctrina de la esclavitud de la voluntad presupone la libertad de la voluntad. Tan sólo lo que es esencialmente libre puede hallarse bajo la esclavitud existencial. Según nuestra experiencia, la "esclavitud de la voluntad" es una expresión que sólo puede aplicarse al hombre. La naturaleza también posee espontaneidad y centralidad, pero carece de libertad. Por consiguiente, no puede incurrir en ninguna esclavitud de la voluntad. únicamente el hombre, por ser una libertad finita, es susceptible de sufrir las compulsiones de la alienación existencial. A este nivel, Erasmo está en lo cierto cuando aduce ciertos pasajes bíblicos para oponerse a la doctrina luterana de la esclavitud de la voluntad, y cuando subraya que la responsa. bilidad moral es lo que hace hombi;e al hombre. Pero esto no
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lo negó Lutero ni los demás representantes del concepto de la esclavitud de la voluntad. Ninguno de ellos negó que el hombre, el ser que posee una libertad finita, se salve; pero todos creyeron que aquel que se salva es un pecador, es decir, el que se muestra pecador por el hecho de que su libertad contradice su naturaleza esencial. La gracia no crea un ser que deje de estar vinculado al ser que recibe la gracia. La gracia no destruye la libertad esencial, sino que lleva a término aquello que la libertad, en las condiciones de la existencia, no puede realizar, es decir, la gracia re-une lo alienado. Sin embárgo, la esclavitud de la voluntad es un hecho universal. Es la incapacidad del hombre de quebrar su alienación. A pesar del poder de su libertad finita, el hombre es incapaz de consumar su reunión con Dios. En el reino de las relaciones finitas, todas las decisiones son manifestaciones de la libertad esencial del hombre, pero no entrañan su reunión con Dios, no rebasan el ámbito de la "justicia civil", de las normas morales y legales. Pero incluso estas decisiones, pese a lo ambiguo de todas las estructuras de la vida, se refieren a lo no ambiguo y último. Con respecto a Dios, el hombre nada puede hacer sin ltl. Para actuar tiene que recibir. El nuevo ser precede al nuevo actuar. Es el árbol el que produce los frutos, no los frutos el árbol. El hombre no puede domeñar sus compulsiones, excepto por el poder de aquello que en él yace a la raíz de tales compulsiones. Esta verdad psicológica es asimismo una verdad religiosa, la verdad de la "esclavitud de la voluntad". Todos los intentos de vencer la alienación con el poder de la propia existencia alienada constituyen un inmenso esfueno y acaban en un trágico fracaso. Ningún júbilo suscitan en quien los acomete. De ahí que, según Lutero, la ley no se cumple plenamente si no se cumple con alegría, ya que la ley no es extraña a nuestro ser. Es nuestro mismo ser, pero expresado en forma de mandato. la plena realización de nuestro ser está henchida de júbilo. l'ablo habla de la obediencia del hijo y del contraste que ofrece con la obediencia del esclavo. Pero, para actuar como hijos, tenemos que recibir la filiación: ha de ser re-establecida nuestra -unión con Dios. Sólo un Nuevo Ser puede producir una nueva acción.
:r.
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2. Los
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MÉTODOS DE AUTOSALVACIÓN y
su
FRACASO
a) Autosalvaci6n y religi6n. - El principio según el cual el ser precede al acto implica una crítica fundamental de la historia de la religión, por cuanto ésta es la historia de los intentos y los fracasos experimentados por el hombre en su empeño por salvarse. Aunque la religión atañe a las funciones de la vida espiritual del hombre y, en consecuencia, suele ser una expresión de la vida que aúna los elementos esenciales y existenciales de ésta, tenemos que referirnos a ella en el contexto actual en el que únicamente hablamos de la existencfa. Porque la religión no es tan sólo una función de la vida; también es el lugar donde la vida recibe al vencedor de las ambigüedades de la vida, es decir, el Espíritu divino. Por consiguiente, la religión es el ámbito en que la búsqueda del Nuevo Ser surge frente a la hendidura que separa el ser esencial y el ser existencial. La cuestión de la salvación sólo puede formularse si la salvación ya está actuando, por muy fragmentaria que sea esta actuación. El puro desespero -el estado en que se carece de toda esperanza- no puede ir más allá de sí mismo. La búsqueda del Nuevo Ser presupone la presencia de este Nuevo Ser, como la indagación de la verdad presupone Ia presencia de la verdad. Este inevitable círculo con.firma lo que dijimos en la parte metodológica de esta obra sobre la interdependencia de todas las partes del sistema teológico. El círculo teológico es. consecuencia del carácter no deductivo, existencial de la teología. Para lo que ahora nos proponemos, esto significa que debemos elucidar el ·Concepto de religión antes de estudiarlo sistemáticamente. La búsqueda del Cristo, así como los intentos de autosalvaci6n, aparecen en la esfera religiosa. Pero identificar la religión con el intento de autosalvación es tan erróneo como identificar la religión con la revelación. La religión es ambigua, como toda la vida. Partiendo de unas experiencias reveladoras, la religión se convierte en autosalvación. Deforma lo que ha recibido y fracasa en lo que intenta conseguir. Tal es la tragedia de la religión. b) Métodos legalistas de autosalooci6n. -Los métodos legalistas de autosalvación son los que revisten una mayor importancia y notoriedad en la historia de la religión. El judaísmo
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está en lo cierto cuando afirma que la obediencia a la ley no es legalismo. La ley es, ante todo, un don divino; muestra al hombre cuál es su naturaleza esencial, sus verdaderas relaciones con Dios, con los demás hombres y consigo mismo. En el seno de la alienaci6n existencial, la ley hace patente la verdadera naturaleza del hombre. Pero lo hace en forma de mandamientos precisamente porque el hombre está alienado de lo que debería ser. De ahí arranca la posibilidad y la tentaci6n del legalismo, una tentaci6n que resulta_ casi irresistible. El hombre, viendo lo que él debería ser, sintiéndose acuciado por la congoja de perderse y confiando en sus propias fuerzas para actualizar su ser esencial, no repara en la esclavitud a la que se halla sujeta su voluntad e intenta alcanzar de nuevo lo que ha perdido. Pero esta situación de alienación, en la que la ley se convierte en mandamiento, es precisamente la situación en la que la ley no puede ser cumplida. Las condiciones de la existencia hacen que, simultáneamente, el mandamiento de la ley sea necesario y su cumplimiento imposible. Y esto es igualmente cierto de todo mandamiento particular y de la ley que todo lo abarca, es decir, la ley del amor. En el estado de alienaci6n, el amor se ha convertido necesariamente en un mandaµiiento. Pero el amor no puede ser impuesto -ni siquiera cuando lo concebimos erróneamente como una emoci6n. No puede ser impuesto el amor, porque es el poder de aquella re-unión que precede y cumple el mandamiento antes de que éste sea formulado como tal. Siempre que se ha establecido el legalismo como método de autosalvación, el resultado ha sido catastrófico. En todas las formas de legalismo, algo que es bueno, es decir, algo que está de acuerdo con la naturaleza esencial del hombre, llega a distorsionarse. Todas las formas de legalismo se fundamentan últimamente en una experiencia reveladora, acogida y considerada con toda seriedad. La grandeza de todos los legalismos estriba en su incondicional seriedad (que incluso se manifiesta en la obediencia a las leyes civiles y convencionales). Pero su distorsión radica en la pretensión de vencer el estado de alienaci6n por la obediencia estricta al mandamiento de la ley. El fracaso experimentado por el legalismo en su pretensión de lograr la re-uni6n de lo que está separado, puede conducir l.
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a una actitud de contemporización y medias tintas, a una total recusación de la ley, al desespero o -a través del desesperola búsqueda del Nuevo Ser. En última instancia, aquello que se trata de alcanzar no puede lograrlo nunca la radical sujeción a la ley. c) Métodos 0$Céticos de autosalvaci6n. -Entre el legalismo y su opuesto, el misticismo, está el ascetismo. Todas las formas de legalismo entrañan un elemento ascético. Para evitar el desorden de la concupiscencia, el asceta trata de extinguir oompletamente el deseo y, para ello, elimina tantos objetos de un posible deseo como a él le es dado hacerlo dentro de los límites de la existencia finita. También aquí una verdad queda deformada en cuanto se intenta usarla como método de autosalvación. El término "ascetismo" se usa de diferentes modos. Designa la autorrestricción en relación con la obediencia a la ley. Como tal, es un elemento necesario de todo acto de autorrealización moral. Pone límites a la ilimitación de la libido y de la voluntad de poder, y las convierte en aceptación de la propia finitud. En este sentido, constituye un instrumento de la sabiduría y una exigencia del amor. El ascetismo también es una restricción que no es exigida por sí misma, sino que se utiliza como un medio para lograr autodisciplinarse cuando objetivamente nos es exigida una autorrestricción. Tal ascetismo es admisible siempre que sea un ejercicio disciplinario y no pretenda ser más que esto. Pero siempre existe el riesgo de que sea valorado como un medio para alcanzar la autosalvación. Muy a menudo se considera como una victoria sobre la alienación el que por propia voluntad se deje de lado algo que, en sí, es objetivamente bueno. Existe un peligro similar cuando se limita por ascetismo un bien finito para obtener otro bien finito. Esto es "ascetismo intramundano" y se halla tipificado en la actitud puritana frente al trabajo, el placer, la acumulación de dinero, etc. Tales cualidades ya obtuvieron su recompensa en el control técnico y económico que, con ellas, los hombres lograron ejercer sobre la naturaleza y la sociedad, pero ese control fue interpretado como expresión de la bendición divina. Aunque, doctrinalmente, la autorrestricción ascética no procura la bendición divina, es psicológicamente inevitable que el autocontrol ascético del
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puritano se convierta en una causa de esta bendición. De este modo se introdujo en las Iglesias protestantes la idea de la autosalvación lograda por medio de actos ascéticos, pese a que los fundamentos doctrinales del protestantismo se asientan en la más radical refutación d~ toda autosalvación. La forma más importante de ascetismo, la que poáríamos llamar "ascetismo ontológico", se fundamenta en la devaluación ontológica del ser finito. La finitud no tendría que existir, porque contradice al ser en sí. La finitud y la caída son idénticas, y el estado trágico de la realidad finita está más allá de la salvación. Sólo es posible un único camino de salvación: la completa negación de la realidad finita, vaciándose uno mismo de los múltiples contenidos del mundo que nos rodea. Las principales vías ascéticas de autosalvación que se han dado en la historia, suelen formar parte de un tipo místico de religión en el que se busca la autosalvación por una valoración mística allende la realidad finita. Los métodos ascéticos de autosalvación fracasan en la medida en que intentan forzar la re-unión con el infinito por medio de actos conscientes de autonegación. Pero, en realidad, las apetencias concupiscentes no desaparecen de la naturaleza humana, sino que siguen presentes en ella, aunque reprimidas. Por consiguiente, muy a menudo reaparecen en forma de imaginación desbocada o transformadas en voluntad de dominio, fanatismo y tendencias sadomasoquistas o suicidas. Según el arte y la literatura medievales, no cabe duda de que lo demoníaco asoma en la ascética medieval. Como elemento del proceso vital, el ascetismo es necesario; pero como intento de autosalvación, no es más que una peligrosa distorsión y un fracaso. d) Métodos místicos de autosalvaci6n. - Por lo ·regular, la forma ontológica del. ascetismo suele presentarse en el misticismo. Por consiguiente, hemos de hablar ahora de los intentos místicos de autosalvación. Pero como los teólogos protestantes han acusado reiteradamente al misticismo de ser tan s6'lo una vía de autosalvación, tenemos que distinguir los diversos signillcados que posee el término "místico". Ante todo, "místico" es una categoría que señala como característica de lo divino su presencia en la experiencia. En este sentido, lo místico constituye el corazón de toda religión como tal religión. Una reli-
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gión que no pueda decir ..el mismo Dios está aquí presente• se convierte en un sistema de reglas morales o doctrinales que no son religiosas, aunque puedan dimanar de unas fuentes originariamente reveladoras. El misticismo, o la "presencia sensible de Dios", es una categoría esencial en la naturaleza de toda religión y nada tiene que ver con la autosalvación: Pero la autosalvación es evidente si se intenta alcanzar la "re-unión" por medio de unos ejercicios corporales o mentales. Gran parte del misticismo oriental y algunos misticismos occidentales son de esta índole. En este sentido, el misticismo es amplia, aunque no plenamente, un intento de autosalvación, l:lna tentativa de trascendender todos los ámbitos del ser finito con objeto de unir el ser finito con el infinito. Pero este intento, como los demás intentos de autosalvación, constituye una fracaso. Nunca se logra una real unión del místico con Dios y, aunque se lograra, nunca vencería la alienación de la existencia. A los momentos de éxtasis siguen largos períodos de "sequedad del alma" y, en general, la condición humana no cambia porque las condiciones de la existencia siguen incambiadas. Sin embargo, el misticismo clásico niega la posibilidad de autosalvarse en el postrer estadio del éxtasis. Cuando se ha alcanzado este estadio, no es posible forzar la "re-unión" extática con lo último. Esta tiene que ser un don, aunque quizá no se dé nunca tal don. Este límite decisivo que entrañan los métodos de autosalvación del misticismo, debería paliar las críticas, a menudo harto sumarias y endebles, que los teólogos protestantes, tanto los seguidores de Ritschl como los neoortodoxos, formulan contra los grandes místicos. Si los teólogos prestaran una mayor atención a los límites ya indicados por los propios místicos, tendrían que damos una valoración más positiva de esta gran tradición. Se comprendería entonces la existencia de lo que podríamos llamar un "misticismo bautizado", en el que la experiencia mística depende de la aparición de la nueva realidad, sin que por ello intente producirla. La forma que adopta este misticismo es concreta, a diferencia del misticismo abstracto de los sistemas místicos clásicos. Sigue la experiencia paulina del ser "en Cristo", es decir, en el poder espiritual que es el Cristo. En principio, este misticismo se sitúa más allá de la actitud de autosalvación, aunque no se halla a salvo de reincidir en tal actitud,
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ya que la autosalvación oonstituye una tentación para todas las formas religiosas, y las reincidencias en ella son frecuentes en pleno cristianismo. e) Métodos sacramental, doctriool y emocional de autosalvaci6n. - A los métodos legalista, ascético y místico de autosalvación podemos añadirles ahora los métodos sacramental, doctrinal y emocional. Aunque el método sacramental es más característico de la Iglesia católica romana y el método doctrinal lo es de la Iglesia protestante, sobre todo de las Iglesias luteranas, es posible examinarlos juntos. Se da tanta autosalvaci6n doctrinal en el catolici.smo romano y tanta autosalvación sacramental en el protestantismo luterano, que sería impropio hablar de una y otra por separado. En ambos casos, una manifestación particular del Nuevo Ser -que aparece en forma visual o verbal- queda convertida en una acción ritual o en una obra intelectual que, llevada a su realización plenaria, vence la alienación existencial. La salvación depende, pues, del acto sacramental que el sacerdote realiza y en el que el cristiano participa, o depende de las doctrinas verdaderas que la Iglesia formula y que el cristiano acepta. En el catolicismo romano, la acción sacramental queda justificada porque la Iglesia romana es una síntesis de la salvación que procede de Dios y la autosalvación que realiza el hombre. En el protestantismo, se eliminó el elemento pelagiano de la autosalvación, pero reapareció luego tanto en la ortodoxia como en el pietismo (fundamentalismo y revivalismo •). La ortodoxia clásica estableció una especie de "sacramentalismo de la pura doctrina". Bajo el nombre de "obediencia a la palabra de Dios'', se exigió la obediencia a la letra de la Biblia; pero, como el sentido de lá' Biblia no es obvio, se exigió la obediencia a una interpretación particular de la Biblia, interpretación efectuada por una teología particular en un momento concreto de la historia (y esto todavía sigue exigiéndolo el fundamentalismo en nuestros días). Muchas veces, sobre todo en épocas de acusada conciencia crítica, esta actitud dio paso a un ascetismo intelectual o al sacrificio de la capacidad crítica 4. Se llama r11tñoalllt1 a cierto• predicadores proteltantes, que van de pueblo en pueblo, Jntentando suscitar de nuevo el fervor religioso de la gente. Su estilo oratorio suele entrafiar abundantes y abiaarradas imAgenes de los terrores infernales. -N. del T.
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del hombre, puesto que esta exigencia es análoga a la que informa el ascetismo monástico o puritano, en el que se sacrifican todas las fuerzas vitales. Tras mostrar la interdependencia que existe entre lo sacramental y lo doctrinal tanto en la teoría como en la práctica, podemos indicar ahora por separado cuáles son sus respectivas 'deficiencias. La autosalvación sacramental es la distorsión de la receptividad sacramental. En sí misma, la presencia sacramental de lo divino, cuyos modos de expresión rebasan ampliamente los llamados sacramentos, es diametralmente opuesta a la autosalvación. Pero, en su actualización religiosa en forma de ritos, pueden insertarse en ellos los elementos de autosalvación y deformar el sentido original de los ritos. Así es como se considera que la mera repetición de los ritos prescritos o la mera participación en un acto sacramental detentan un poder salvador. El sacramento es algo que nos es dado; por consiguiente, como tal, niega la autosalvación. Pero el uso que de él se hace, deja abierta la puerta de par en par a una actitud de autosalvación. La acongojada pregunta de si se ha cumplido o no con el rito o si se ha procedido conforme a la fórmula y a la actitud prescrita, muestra que no se ha alcanzado la "re-unión" con la fuente divina del acto sacramental. La autosalvación sacramental no sólo es un concepto altamente dialéctico, sino que es asimismo una imposibilidad real. Nunca puede proporcionar una "re-unión" con Dios. Lo mismo podemos decir de la autosalvación doctrinal. En el protestantismo luterano, la frase "justificación por la fe" fue responsable en parte de que la doctrina se deformase hasta convertirse en un instrumento de autosalvación. La fe, como estado en que el ser se siente embargado por lo último, se alteró profundamente y pasó a ser la creencia en una doctrina. Y así, la fe, concebida como la recepción del mensaje de que uno es aceptado, se convirtió en una proposición que debía ser objeto de una afirmación intelectual. Pero la exigencia de tal afirmación no puede impedir que surjan nuevas preguntas: ¿Creo realmente? ¿No es mi creencia una supresión transitoria de la duda y de la sinceridad intelectual? Y si realmente no creo, ¿acaso puedo salvarme? Las terribles luchas interiores entre el deseo de ser sincero y el deseo de salvarse muestran el fracaso en que desemboca la autosalvación doctrinal.
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La forma emocional de la autosalvación se alza frente a la forma sacramental y la forma doctrinal que acabamos de describir. El pietismo, por ejemplo, exigía un compromiso radical por parte del cristiano en términos de una experiencia de conversión y una dedicación devocional de la propia vida (con todos los elementos legales y doctrinales anejos a esta entrega de sí mismo}. La tentación de la autosalvación está siempre presente en el pietismo y en todas las formas de "revivalismo", porque ambos provocan el deseo de unas emociones que no son auténticas, sino artificialmente creadas. Los evangelizadores y los que canalizan artificialmente las propias posibilidades emocionales hacia unas experiencias de conversión y santificación, dan lugar a esto. En tal situación, los elementos de autosalvación se sitúan en el ámbito de los actos divinos de salvación que uno desea apropiarse. El encuentro personal con Dios y la "re-unión" con l!:l constituyen el corazón de toda auténtica religión. Presuponen la presencia de un poder de transformación y el hecho de que el hombre se orienta hacia lo último partiendo de todas sus preocupaciones preliminares. Sin embargo, en su forma distorsionada, la "piedad" se convierte en un instrumento con el que consumar una transformación en el interior de uno mismo. Pero todo cuanto es impuesto a la vida espiritual del hombre, tanto por uno mismo como por los demás, no deja de ser artificial y suscita congoja, fanatismo y la intensificación de los actos de piedad. De esta manera se hace patente el fracaso final que experimenta la forma pietista de autosalvación. Todos los métodos de autosalvación deforman el camino de salvación. La regla general según la cual lo negativo vive de la distorsión de lo positivo, también es válida en este caso. Muestra la insuficiencia de una teología que identifica la religión con el intento humano de lograr la autosalvación, y una y otro los hace dimanantes del hombre en su estado de· alienación. En realidad, incluso la conciencia de alienación y el deseo de salvación son las consecuencias de la presencia del poder salvador o, en otras palabras, son experiencias reveladoras. Y lo mismo podemos decir de todos los métodos de autosalvación. El legalismo presupone la recepción de la ley en una experiencia reveladora; el ascetismo, la conciencia de lo infinito que juzga lo finito; el misticismo, la experiencia de la ultimidad
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del ser y del sentido; la autosalvación sacramental, el don de la presencia sacramental; la autosalvación doctrinal, el don de la verdad manifiesta; y la autosalvación emocional, el poder transformador de lo sagrado. Sin tales presupuestos, ni siquiera podían iniciarse todos los intentos que el hombre ha realizado para consumar su autosalvación. La falsa religio no se identifica con las religiones históricas particulares, sino con los intentos de autosalvación que se dan en toda religión, incluso en el cristianismo. 3.
EXPECTACIONES HISTÓRICAS y NO HISTÓRICAS DEL NUEVO
SER
La búsqueda del Nuevo Ser es universal, porque la condición humana y la ambigua victoria sobre ella son universales. Esa búsqueda aparece en todas las religiones. La expectación utópica de una nueva realidad se da incluso en los pocos lugares donde ha florecido una cultura enteramente autónoma -como en Crecía, en Roma y en la época moderna del mundo occidental. La substancia religiosa sigue siendo efectiva bajo una forma secular. La índole de esta búsqueda del Nuevo Ser cambia de una a otra religión y de una a otra cultura. Pero podemos distinguir dos tipos principales de ella aunque se hallan vinculados entre sí por una relación polar, es decir, que en parte están en conflicto, sin que por ello dejen de estar, en parte, unidos. La diferencia decisiva que los separa viene determinada por la función que en ellos desempeña la historia, puesto que puede andarse en busca del Nuevo Ser por encima de la historia y se puede concebir el_ Nuevo Ser como la meta hacia la que se encamina la historia. El primer tipo es predominantemente no histórico; el segundo tipo, en cambio, es predominantemente histórico. La mayor parte de las religiones politeístas, por ejemplo, son predominantemente no históricas. Pero también son no históricas las reacciones contra el politeísmo, tanto las reacciones místicas que hallamos en el brahmanismo y budismo, como las reacciones humanistas que se dieron en la Crecía clásica. En ellas, como en otras expresiones de la preocupación última, el Nuevo Ser es el poder divino dentro de los límites de la flnitud, poder que de muy variadas maneras vence a la condición
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humana. De este modo, lo divino se halla igualmente cerca e igualmente lejos de todas las épocas históricas. La salvación se inicia, ciertamente, en la historia, porque el hombre vive en la historia. Pero no se consuma a través de la historia. Si en esta concepción existe alguna visión de la historia, se la considera como un movimiento circular, que se repite incesantemente y que no crea nada nuevo. El Nuevo Ser no es la meta de la historia, sino que aparece en las epifanías de los dioses, en las realizaciones espirituales suscitadas por los ascetas y videntes, en las encamaciones divinas, en los oráculos y en la elevación espiritual. Los hombres reciben individualmente estas manifestaciones divinas y pueden comunicarlas a sus discípulos; pero tales manifestaciones no van dirigidas a los grupos. Un grupo, tanto si se trata de una familia como de la humanidad en conjunto, no participa en las realizaciones del Nuevo Ser. La miseria que aflige al género humano en la historia no será alterada, pero los hombres uno a uno pueden trascender la esfera total de la existencia -cosas, hombres y dioses. En esta interpreta· ción, el Nuevo Ser es la negación de todos los seres y la sola afirmación del Fondo del Ser. Podríamos decir que el precio que se paga por el Nuevo Ser es la negación de todo cuanto tiene ser. Tal es la raíz de la diferencia que media entre Oriente y Occidente en sus respectivas visiones de la vida. En Occidente, la religión y la cultura han sido determinadas por el tipo histórico, es decir, por la expectación de la apari· ci6n del Nuevo Ser en el transcurso del proceso histórico. Esta creencia es común a la antigua Persia, al judaísmo, al cristianismo, al Islam y asimismo, aunque en forma secularizada, a algunas concepciones extremas del humanismo moderno. Se espera el Nuevo Ser sobre todo en la dirección horizontal más que en la dirección vertical. Se afirma toda la realidad, porque se la considera esencialmente buena. Su alienación existencial no invalida esa bondad esencial suya. Pero la expectación del Nuevo Ser es la expectación de una realidad transformada. La transformación tiene lugar en y a través de un proceso histórico que es único, irrepetible e irreversible. Los grupos históricos, como las familias, las naciones y la Iglesia, son los porta· dores de este proceso; y los individuos lo son únicamente en relación con los grupos históricos. La actualización del Nuevo Ser es distinta según sean las distintas formas que adopta el
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tipo histórico de expectación. Tiene lugar a lo largo de un progreso paulatino, en una gradación cualitativa perfectamente definida, en el centro mismo del proceso histórico total o al fin del mismo, cuando la historia se eleva a la eternidad. A menudo se combinan algunas de estas posibilidades -cuyo estudio sistemático no es ahora de nuestra incumbencia. Pero podemos dejar sentado que en el cristianismo el acontecimiento decisivo se cumple en el centro de la historia y que es precisamente este acontecimiento el que confiere un centro a la historia; que el cristianismo es asimismo consciente del "todavía no", que con tanto énfasis subraya el judaísmo; y que el cristianismo conoce las posibilidades reveladoras que entraña cada momento de la historia. Todo esto se halla implícito en la denominación de "Cristo", nombre con que el cristianismo designa al portador del Nuevo Ser en su manifestaci6n final. 4.
EL SÍMBoLO DE "CRISTO",
su
SE:NTIDO HISTÓRICO
Y TRANSHISTÓRICO
La historia del símbolo "Mesías" ("Cristo") nos dice que su origen trasciende tanto el cristianismo como el judaísmo, y con ello nos confirma la universal expectación humana de una nueva realidad. Cuando el cristianismo se sirvi6 de este símbolo para significar lo que creía que era el acontecimiento central de la historia, aceptó -como anteriormente lo había hecho la religi6n del Antiguo Testamento- un enorme acervo de material simb6lico que procedía de la organizaci6n social del mundo semita y egipcio, y, en particular, de la instituci6n política de la monarquía. El Mesías, "el ungido", es el rey: vence a los enemigos y establece la paz y la justicia. Cuanto más se trascendi6 el sentido político del Mesías, más simb6lica se hizo la figura del rey y más rasgos mitol6gicos se le añadieron. Pero el Mesías siempre quedó vinculado a la historia, es decir, a un grupo hist6rico concreto, a su pasado y a su futuro. El Mesías no salva a los hombres conduciéndolos fuera de la existencia hist6rica; el Mesías existe para transformar la existencia hist6rica. El hombre entra, pues, en una nueva realidad que incluye a la sociedad y a la naturaleza. Según el pensamiento mesiánico, el Nuevo Ser no exige el sacrificio del ser finito; muy al
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contrario, lleva a la plenitud la totalidad del ser finito al vencer su alienación existencial. El carácter estrictamente histórico de la idea mesiánica hizo posible que se transfiriese la función mesiánica a. una nación, a un pequeño grupo dentro de una nación (el resto), a una clase social (el proletariado), etc. Y así fue posible amalgamar la figura mesiánica con otras figuras, como la del "Siervo de Yahvé", el "Hijo del Hombre" y el "Hombre de lo Alto". A veces, incluso fue posible algo mucho más importante: que la expectación histórica del Nuevo Ser pudiera incluir la expectación no histórica del mismo. A este respecto, el cristianismo puede presumir de ser el tipo universal de expectación. La búsqueda universal del Nuevo Ser es una consecuencia de la revelación universal. Cuando el cristianismo reivindica su carácter universal, implícitamente afirma que las diferentes formas que ha revestido la búsqueda del Nuevo Ser desembocan finalmente en Jesús como el Cristo. El cristianismo debe mostrar -y siempre ha tratado de hacerlo- que la expectación histórica del Nuevo Ser incluye asimismo la expectación no histórica, mientras que la expectación no histórica es incapaz de incluir la expectación histórica. Para que el cristianismo sea universalmente válido, debe unir la dirección horizontal de la expectación del Nuevo Ser con su dirección vertical. Para realizar tal cometido, la teología cristiana se proveyó de abundantes instrumentos conceptuales en el judaísmo tardío. En el período postexílico, la piedad judía creó varios símbolos que conjugaban los elementos históricos y transhistóricos y que podían aplicarse de un modo universal al acontecimiento de "Jesús". En la literatura apocalíptica, el Mesías cobra una significación cósmica, a la ley se le confiere una realidad eterna, y la sabiduría divina, que está junto a Dios, constituye el principio de la creación y de la salvación. Otras cualidades divinas poseen asimismo una especie de independencia ontológica bajo la supremacía de Yahvé. En la figura del Hijo del Hombre se aúnan las raíces trascendentes con las funciones históricas. Sobre esta base, el cuarto evangelio subrayó enérgicamente la línea vertical con su doctrina del Logos, su insistencia acerca del carácter transhistórico de Jesús y su enseñanza acerca de la presencia del juicio y la salvación en Jesús. Pero el retroceso que experimentó la conciencia escatológica en el cristianismo primitivo condujo a que se
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acentuase de un modo casi exclusivo la salvación individual. Esto ya es visible en Pablo, cuya mística de Cristo y cuya doctrina del Espíritu hicieron las veces de un amplio puente por el que la expectación no histórica pudo penetrar en el cristianismo. No es de extrañar que, en tales circunstancias, la línea horizontal, que procedía del Antiguo Testamento, estuviese en peligro de ser aniquilada por la línea vertical, que procedía del helenismo. Pero el peligro se hizo realidad cuando, en el gnosticismo, se mezclaron los diversos temas religiosos. Entonces cayeron en el olvido los dos símbolos interdependientes de la creación y la consumación. En tal situación, el cristianismo se vio obligado a entablar una lucha a vida o muerte para salvaguardar el Antiguo Testamento en el seno de la Iglesia, es decir, la expectación histórica del Nuevo Ser. La Iglesia adoptó esta decisión y así salvó el carácter histórico del cristianismo. Esto es lo que hay que defender en todas las épocas, pero de tal modo que no se pierda la significación universal del cristianismo y sea sustituida por la validez condicionada de un movimiento histórico contingente.
5.
EL SENTIDO DE LA PARADOJA EN LA TEOLOGÍA CRISTIANA
La aserción cristiana de que el Nuevo Ser se nos mostró en Jesús como el Cristo, es una aserción paradójica. Constituye la única paradoja omnienglobante del cristianismo. Pero siempre que utilizamos la palabra "paradoja" y "paradójico", se hace imprescindible una investigación semántica previa. Hasta tal punto se ha abusado de tales términos, que su aplicación al acontecimiento cristiano suscita confusión y resentimiento. Por consiguiente, hemos de establecer la diferencia que existe entre lo paradójico y lo racional-reflexivo, lo racional-dialéctico, lo irracional, lo absurdo y lo desatinado. A lo racional-reflexivo también podemos llamarlo el reino de la razón técnica, es decir, aquella manera de pensar que no sólo se sujeta a las leyes de la lógica formal (como debe hacer todo pensamiento), sino que además cree que las únicas dimensiones del ser son aquellas que pueden ser totalmente aprehendidas por medio de la lógica formal. Si por "'paradójico" entendemos lo que destruye a la lógica formal, es obvio que
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debemos rechazar todo lo que sea paradójico, ya que incluso la destrucción de la lógica formal requiere el uso de esta misma lógica formal. Y no podemos destruirla, sino que debemos limitarla a su uso legítimo. La paradoja no constituye ninguna excepción a ese uso legítimo de la lógica. Para situarla correctamente, necesitamos el concurso de la lógica formal. A menudo se ha confundido lo paradójico con lo dialéctico. Pero el pensamiento dialéctico es racional, no paradójico. La dialéctica no es reflexiva, puesto que no refleja como un espejo las realidades de las que se ocupa. No las contempla meramente desde fuera, sino que penetra en ellas, por decirlo así, y participa en sus tensiones internas. Estas tensiones pueden presentarse, en el primer momento, como conceptos contrapuestos, pero es preciso ahondar en ellas hasta llegar a su enraizamiento en los niveles más profundos de la realidad. En una descripción dialéctica, cada elemento de un concepto suscita otro concepto. Así entendida, la dialéctica determina todos los procesos vitales y debe ser utilizada en biología, psicología y sociología. Es dialéctica la descripción de las tensiones internas en los organismos vivos, los conflictos neuróticos y la lucha de clases. La vida misma es dialéctica. Si aplicamos simbólicamente este concepto a la vida divina, la descripción de Dios como un Dios vivo tendremos que hacerla en términos dialécticos. Porque Dios es de la misma índole que toda vida: se sobrepasa a sí mismo y retorna sobre sí. Esto lo expresan los símbolos trinitarios. Con la máxima energía hemos de subrayar que la concepción trinitaria es dialéctica y, en este sentido, racional, no paradójica. Esto implica la existencia en Dios de una relación entre lo infinito y lo finito. Dios es infinito, en cuanto es el fondo creador de lo finito y eternamente produce en sí mismo Ias potencialidades finitas. Lo finito no limita a Dios, sino que pertenece al proceso eterno de su vida. Todo esto es de índole dialéctica y racional; pero en cada una de estas afirmaciones asoma el misterio divino. En todas sus expresiones la teología apunta al misterio divino -el misterio del ser eterno. Los instrumentos de que se sirve la teología son racionales, dialécticos y paradójicos; nada tienen de misterioso cuando hablan del misterio divino. La paradoja teológica no es ·irracional". Pero la transición de la esencia a la existencia, de lo potencial a lo real, de 1a
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inocencia soñadora a la culpa y a la tragedia existenciales, es irracional A pesar de su universalidad, esta transición no es racional; en último análisis, es irracional. La irracionalidad de esta transición de la esencia a la existencia la encontramos en todas las cosas, y su presencia es irracional, no paradójica. Y es innegable que hemos de aceptarla, aunque contradice la estructura esencial de todo lo creado. No sería necesario cotejar lo paradójico con lo absurdo si no fuese por aquella desconcertante afirmación, credo quia absurdum, que se atribuyó erróneamente a Tertuliano, y si no fuese por el hecho de haberse identificado lo paradójico con lo absurdo. Las combinaciones de palabras lógicamente compatibles entre sí resultan absurdas cuando contradicen la estructura inteligible de la realidad. Por consiguiente, sólo hay un paso de lo absurdo a Jo grotesco y a lo ridículo. Varias veces nos hemos servido de este término al rechazar la interpretación literal de los símbolos y las grotescas consecuencias de tal lite!'alismo. Pero estos absurdos nada tienen que ver con la paradoja del mensaje cristiano. Finalmente, no es Jo mismo paradójico que desatinado. Parece innecesaria esta afirmación, pero no lo es. Por desgracia, siempre existen teólogos que se permiten crear proposiciones desprovistas, desde un punto de vista semántico, de todo sentido, pero que, en nombre de la fe cristiana, insisten en que han de ser aceptadas si se quiere ser un verdadero cristiano. Arguyen que la verdad divina está por encima de la razón humana. Pero la verdad divina no puede expresarse en proposiciones carentes de sentido. Todos podríamos formular un sin fin de frases de este tenor, pero carecerían de sentido; y la paradoja no es un desatino. Dejamos así esbozada la relación que media entre el misterio divino y las distintas categorías lógicas, a las que hemos cotejado con la paradoja. El misterio no radica en tales categorías, pero aparece siempre que se habla de Dios y de las "cosas" divinas. Se fundamenta en la naturaleza misma de lo divino, en su infinitud y eternidad, en su carácter incondicional y último, en su trascendencia de la estructura sujeto-objeto de la realidad. Este misterio de Jo divino constituye el supuesto de toda teología. Pero no excluye al logos del theos y, con él, a la teología como tal. El logos del theos tiene que expresarse
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en términos reflexivos, dialécticos y paradójicos. Pero el theos, el misterio divino, trasciende todas esas expresiones. Quienes acumulan paradoja sobre paradoja no logran acercarse más al misterio divino que quienes, con las armas de la razón reflexiva, dan cuenta del sentido semántico de los conceptos religiosos -en el supuesto de que unos y otros reconozcan el misterio último del ser. Tras este breve examen del concepto de lo paradójico, hemos de establecer ahora en términos afirmativos el significado literal de esta palabra. Es paradójico lo que contradice la doxa, es decir, la opinión que se basa en el conjunto de la experiencia humana ordinaria, experiencia que incluye lo empírico y lo racional. La paradoja cristiana contradice la opinión que dimana de la condición existencial del hombre y de todas las expectaciones que son imaginables partiendo de tal condición. El carácter paradójico del mensaje cristiano no es una "ofensa" a las leyes del lenguaje inteligible, sino a la consideración que al hombre le merece su condición humana c0n respecto a sí mismo, a su mundo y a la realidad última subyacente a ambos. Es una ofensa a la confianza inquebrantable del hombre en sí mismo, a sus intentos por lograr su autosalvación, y a su resignación ante el desespero. Frente a cada una de esas tres actitudes, la manifestación del Nuevo Ser en Cristo es un juicio y una promesa. Y la aparición del Nuevo Ser bajo las condiciones de la existencia, a las que juzga y vence, es la paradoja del mensaje cristiano. Ésta es la única paradoja y la fuente de la que proceden todas las afirmaciones paradójicas del cristianismo. La a6rmación paradójica de que la situación del cristiano es la de simul peccator, simul ;ttstus ("al mismo tiempo pecador y justo'', es decir, justificado) no es una paradoja al mismo nivel de la paradoja cristológica: que Jesús es el Cristo. Histórica y sistemáticamente, todo lo demás del cristianismo viene a corroborar tan sólo la simple aserción de que Jesús es el Cristo. Esta aserción no es irracional ni absurda, pero tampoco es ni reflexiva ni dialécticamente racional; es paradójica, es decir, opuesta a la autocomprensión del hombre y a sus expectaciones. La paradoja es una nueva realidad y no un enigma lógico.
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6. Dios, EL HOMBRE y EL sfMBoLO DE ·crusTo·
La correcta comprensión de la paradoja resulta esencial cuando reflexionamos acerca de la significación que entraña el "Cristo" como portador del Nuevo Ser en su relación con Dios, con el hombre y con el universo. Obviamente, las respuestas a tales reflexiones no nos vienen dadas por una observación objetiva de las ideas precristianas relativas al Mesías, sino que son el resultado de una interpretación existencial tanto de aquellas ideas precristianas como de su crítica y su plena realización en Jesús como el "Cristo". Esto es lo propio del método de correlación, en el que las preguntas y las respuestas se determinan recíprocamente y en el que la cuestión acerca de la manifestación del Nuevo Ser se plantea a la vez partiendo de la condición humana y situándose bajo la luz de la respuesta que se considera como la respuesta del cristianismo. El primer concepto que suele utilizarse para acotar la significación del Cristo es el concepto de "mediador". Los dioses mediadores aparecen en la historia de la religión cuando el Dios supremo va haciéndose cada vez más abstracto y remoto. Los hallamos en el paganismo lo mismo que en el judaísmo, y expresan el deseo que siente el hombre de percibir su preocupación última en una manifestación concreta. En el paganismo, los dioses mediadores pueden convertirse en dioses por derecho propio; en el judaísmo, en cambio, están sujetos a Yahvé. En el cristianismo, "mediar" significa salvar el abismo infinito que separa lo infinito y lo finito, lo incondicional y lo condicionado. Pero la función de mediar no se reduce a la mera función de hacer concreto lo último. Mediación es reunión. El mediador ejerce una función salvadora: es el salvador. Desde luego, no es salvador ·por cuenta propia, sino por destino divino, ya que la salvación y la mediación proceden realmente de Dios. El salvador no salva a Dios de la necesidad de condenar. Toda acción mediadora y salvadora procede.de Dios. Dios es el sujeto, no el objeto, de la mediación y de la salvación. Dios no necesita reconciliarse con el hombre, sino que invita al hombre a que se reconcilie con tl. Por consiguiente, aunque Cristo es esperado como mediador y salvador, no es esperado como una tercera realidad .entre
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Dios y el hombre, sino como aquel que representa a Dios ante el hombre. No representa al hombre ante Dios, sino que muestra el hombre lo que Dios quiere que el hombre sea. Representa ante quienes viven bajo las condiciones de la existencia lo que es esencialmente el hombre y, en consecuencia, lo que debería ser bajo tales condiciones. Es inadecuado y constituye el origen de una falsa cristología decir que el mediador es una realidad ontológica entre Dios y el hombre. Tal ser sólo podría ser un semidiós que, al mismo tiempo, sería un semihombre. Y este tercer ser no podría representar a Dios ante los hombres ni al hombre ante los hombres. Es el hombre esencial quien no sólo representa al hombre ante el hombre, sino que representa asimismo a Dios ante el hombre; ya que, por su misma naturaleza, el hombre esencial representa a Dios. Representa la imagen original de Dios encarnada en el. hombre, pero lo hace bajo las condiciones de la alienación existente entre Dios y el hombre. La paradoja del mensaje cristiano no consiste en que la naturaleza humana esencial incluye la unión de Dios y el hombre. Esto es propio de la dialéctica de lo infinito y lo finito. La paradoja del mensaje cristiano estriba en el hecho de que, en una vida personal, se nos ha hecho presente la humanidad 6 esencial bajo las condiciones de la existencia sin ser conquistada por ellas: Podríamos hablar asimismo de la humanidad-Dios esencial para indicar la presencia divina en la humanidad esencial; pero esto resultaría redundante y nuestro pensamiento queda mejor y más claramente expresado si hablamos simplemente de la humanidad esencial. El segundo concepto que hemos de revisar a la luz de nuestra comprensión de la paradoja cristiana es el concepto de "encarnación". El hecho de que este término no sea bíblico puede abogar en contra de su empleo como término religioso, pero no constituye ningún argumento válido contra su uso teológico. De todos modos, como interpretación teológica del acontecimiento sobre el que se fundamenta el cristianismo, debemos someterlo a una rigurosa revisión teológica que nos permita trazar su contorno con toda nitidez. Obviamente, la primera cuestión a considerar es ésta: ¿Quién es el sujeto de la encar5. Por supuesto, el autor se refiere aquí a la humanidad en el sentido de "naturaleza humana" (manhood) y no en el sentido de "género humano" (mankínd). -N. del T. 9.
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nación? Cuando la respuesta es ªDios .., suele afirmarse a continuación que "Dios se hizo hombre" y que ésta es la paradoja del mensaje cristiano. Pero la aserci6n de que "Dios se hizo hombre" no es una aserción paradójica sino un desatino. Es una combinaci6n de palabras que s6lo tiene sentido si con ella no se pretende decir 10 que precisamente dicen tales palabras. La palabra "Dios" indica la realidad última, e incluso el escotista más consecuente tuvo que admitir que lo único que Dios no puede hacer es dejar de ser Dios. Pero esto es precisamente lo que significa la aserción de que "Dios se hizo hombre". Aunque se hable de Dios como un "devenir", Dios no deja de ser Dios en todos los momentos. No "deviene" algo distinto de Dios. Por consiguiente, es preferible hablar de un ser divino que se hizo hombre y remitirse a los términos "Hijo de Dios", "Hombre espiritual" u "Hombre de lo alto", tal como los utiliza el lenguaje bíblico. Cuando se usan de este modo, ninguna de estas denominaciones constituye un desatino, aunque todas resulten peligrosas por dos razones: primero, porque entrañan la connotación politeísta de la existencia de unos seres divinos además de Dios y, segundo, porque entonces se interpreta la encamación en términos de una mitología en la que los seres divinos se transmutan en objetos naturales o en seres humanos. En este sentido, la encamación anda muy lejos de ser una característica del cristianismo. Muy al contrario, constituye una característica del paganismo, puesto que en el seno del paganismo ningún dios ha superado la base finita en la que se asienta. Por esta razón, nada se opuso en el politeísmo a que la imaginación mitológica transformase a los seres divinos tan pronto en objetos naturales como en seres humanos. Pero, en el cristianismo, el uso impropio del término "encamación" suscita connotaciones paganas o, por lo menos, supersticiosas. De la afirmación del cuarto evangelio de que el "Logos se hizo carne" debería inferirse una interpretación distinta del término "encamación". El "Logos" es el principio según el cual se da la automanifestación divina en Dios lo mismo que en el universo, en la naturaleza lo mismo que en la historia. El término "carne" no significa una substancia material, sino que designa la existencia histórica. Y el verbo "se hizo" indica la paradoja del Dios que participa en aquello que no le recibió y en aquello que está alienado de l!:l. Esto no es un mito de trans-
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mutación, sino la aserción de que Dios se manifiesta en el proceso de una vida personal como alguien que salva participando en la humana condición. Si se entiende la "encamación" en este sentido preciso, entonces este término puede expresar la paradoja cristiana. Pero quizás sea desaconsejable su uso, ya que es prácticamente imposible preservar este concepto de connotaciones supersticiosas. Al hablar del carácter que reviste la búsqueda y la expectación de Cristo, surge una cuestión que han eludido cuidadosamente muchos teólogos tradicionales, a pesar de que consciente o inconscientemente sigue acuciando a la mayor parte de nuestros contemporáneos. Nos referimos al problema de cómo hay que entender el símbolo de "Cristo" dada la inmensidad del universo, el sistema heliocéntrico de planetas, la porción infinitamente pequeña del universo que constituyen el hombre y su historia, y la posibilidad de que existan otros "mundos" en los que puedan aparecer y ser recibidas ciertas automanifestaciones divinas. Todas estas consideraciones cobran una particular importancia si pensamos que las expectaciones bíblicas y las afines a ellas esperaban la venida del Mesías en un marco cósmico. El universo nacerá de nuevo en un nuevo eón. La función a desempeñar por el portador del Nuevo Ser no será únicamente la de salvar a los seres humanos y transformar la existencia histórica del hombre, sino la de renovar el universo. Y el supuesto sobre el que descansa esta visión es que la humanidad y los individuos humanos dependen tanto de los poderes del universo, que la salvación del uno es impensable sin la salvación del otro. La respuesta fundamental a estas cuestiones nos viene dada en el concepto del hombre esencial que aparece en una vida personal bajo las condiciones de la alienación existencial. Esto limita la expectación del Cristo a la humanidad histórica. El hombre, en cuya existencia apareció el hombre esencial, representa la historia humana o, con mayor precisión, como acontecimiento central de la historia, crea el sentido de la historia humana. Lo que se manifiesta en Cristo es la relación eterna que media entre Dios y el hombre. Al mismo tiempo, nuestra respuesta fundamental deja abierto el universo a posibles manifestaciones divinas en otras zonas o en otros períodos del ser. No es posible negar tales posibilidades. Pero tampoco es posi-
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ble probarlas o refutarlas. La encarnación es única para el grupo concreto en el que acaece, pero no es única en el sentido de que excluya otras encarnaciones singulares para otros mundos únicos. El hombre no puede pretender que, únicamente en la humanidad, lo infinito haya penetrado en lo finito para superar su alienación existencial. El hombre no puede pretender que él constituya el único lugar donde es posible la encarnación. Aunque no podamos verificar experimentalmente todo cuanto se refiere a la existencia de otros mundos y a la relación que Dios guarda con ellos, la importancia de tales reflexiones estriba en que nos ayudan a interpretar el sentido de ciertos términos como "mediador", "salvador", "encarnación", "Mesías" y "nuevo eón". Quizá podemos dar un paso más aún. La interdependencia de todo con todo en la totalidad del ser implica la participación de la naturaleza en la historia y exige la participación del universo en la salvación. Por consiguiente, si existen "mundos" no humanos en los que no sólo la alienación existencial es real -como lo es en todo el universo-, sino que en ellos existe asimismo una cierta conciencia de esta alienación, tales mundos no pueden existir sin que en ellos se dé la actuación de un poder salvador. De lo contrario, la autodestrucción sería su inevitable· consecuencia. La manifestación del poder salvador en un lugar implica que este poder está actuando en todos los lugares. La expectación del Mesías como portador del Nuevo Ser presupone que "Dios ama el universo", aunque en la aparición de Cristo sólo actualiza este amor con respecto al hombre histórico. En estas últimas páginas hemos analizado la expectación del Nuevo Ser, la significación del símbolo "Cristo" y la validez de los distintos conceptos con los que la teología ha interpretado esta significación. No hemos hablado todavía de la aparición concreta del Cristo en Jesús, aunque, en función del círculo teológico, esto se da por supuesto en la descripción de la expectación. Ahora volvemos al acontecimiento que, según el mensaje cristiano, ha colmado la expectación, es decir, el acontecimiento que se llama "Jesús, el Cristo",
Sección II LA REALIDAD DE CRISTO A. JESúS COMO EL CRISTO l. EL
NOMBRE "JESUCRISTO"
El cristianismo es lo que es gracias a la afirmación de que Jesús de Nazaret, que fue llamado "el Cristo'', es realmente el Cristo, es decir, el que aporta el nuevo estado de cosas, el Nuevo Ser. Dondequiera que se reitere la aserción de que Jesús es el Cristo, allí se da el mensaje cristiano; dondequiera que se niegue esta aserción, allí deja de afirmarse el mensaje cristiano. El cristianismo no nació con el nacimiento del hombre llamado "Jesús", sino en el momento en que uno de sus seguidores se sintió impulsado a decirle: "Tú eres el Cristo". Y el cristianismo seguirá existiendo mientras haya hombres que repitan esta aserción. Porque el acontecimiento en el que se basa el cristianismo posee dos vertientes: el hecho que llamamos "Jesús de Nazaret" y la recepción de este hecho por parte de quienes recibieron a Jesús como el Cristo. Según la tradición primitiva, el primero que recibió a Jesús como el Cristo se llamaba Simón Pedro. Este acontecimiento nos es narrado en un relato que figura en el centro del evangelio de Marcos; tuvo lugar cerca de Cesarea de Filipo y constituye el punto crucial de todo el evangelio. El momento en que los discípulos aceptan a Jesús como el Cristo es asimismo el momento en que lo rechazan los poderes de la historia. Tal circunstancia confiere a esta narración su tremendo poder simbólico. Aquel que es el Cristo tiene que morir por haber aceptado el título de "Cristo". Y quienes siguen llamándolo Cristo han de afirmar la paradoja
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de que aquel de quien se supone que ha de vencer la alienación existencial, tiene que participar en ella y en sus consecuencias destructoras. Jtsta es la narración central del evangelio. Reducida a su formulación más simple, podemos enunciarla diciendo que el hombre Jesús de Nazaret es el Cristo. Lo primero que debe hacer el pensamiento cristológico es una interpretación del nombre "Jesucristo", preferiblemente a la luz de la narración de Cesarea de Filipo. Ha de quedar claro que Jesucristo no es un nombre propio, formado por la unión de dos nombres propios, sino la combinación de un nombre propio -el nombre de cierto hombre que vivió en Nazaret entre los años 1 y 30- con el título de "el Cristo" que, en la tradición mitológica, designa un personaje especial que ejerce una función especial. El Mesías -en griego, Christos- es "el ungido", el que ha recibido una unción de parte de Dios que lo capacita para establecer el reino de Dios en Israel y en el mundo. Por consiguiente, el nombre Jesucristo debe entenderse como "Jesús, que fue llamado el Cristo", o "Jesús, que es el Cristo", o "Jesús como el Cristo", o "Jesús el Cristo". El con· texto determina cuál de estas expresiones interpretativas tenemos que usar; pero es preciso usar una de ellas, no sólo en el pensamiento teológico sino también en la práctica eclesiástica, para que así se mantenga vivo el sentido original del nombre "Jesucristo". La predicación y la enseñanza cristianas deben subrayar una y otra vez la paradoja de que el hombre Jesús fue llamado el Cristo -una paradoja que a menudo queda atenuada en el uso litúrgico y homilético de "Jesucristo" como un nombre propio. "Jesucristo" significa -original, esencial y permanentemente- "Jesús que es el Cristo". 2.
ACONTECIMIENTO, HECHO Y RECEPCIÓN
Jesús como el Cristo es un hecho histórico, pero asimismo es un objeto de recepción por la fe. Sin afirmar ambas cosas, no es posible decir la verdad acerca del acontecimiento en el que se fundamenta el cristianismo. De haberse subrayado con la misma fuerza estos dos aspectos del "acontecimiento cristia· no", se hubiesen evitado numerosos errores teológicos. Y si se ignora por completo uno de ellos, se socava la teología cristia-
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na en su totalidad. Cuando la teología ignora el hecho que se expresa con el nombre Jesús de Nazaret, ignora la aserción fundamental cristiana, es decir, la aserción de que el Dios-Humanidad esencial apareció en el seno de la existencia y se sujetó a sus condiciones sin ser conquistado por ellas. De no haber existido ninguna vida personal en la que fue superada la alienación existencial, el Nuevo Ser seguiría siendo objeto de búsqueda y de expectación, pero no sería una realidad en el tiempo y el espacio. únicamente si la ·existencia es conquistada en un punto -una vida personal, que representa el conjunto de la existencia-, queda conquistada en principio, y esto significa "desde el comienzo y con poder... Por esta razón la teología cristiana tiene que ~sistir en el hecho real al que nos remite el nombre de Jesús de Nazaret, hecho al que se debió que la Iglesia prevaleciera frente a los otros grupos rivales que surgieron en los movimientos religiosos de los primeros siglos. Por esta razón la Iglesia tuvo que entablar una lucha denodada contra los elementos gnósticos y docetas que subsistían en ella -elementos que se habían introducido en el cristianismo desde los mismos tiempos neotestamentarios. Y por esta razón se hace sospechoso de profesar ideas docetas quien, por mucho que insista en el aspecto fáctico del mensaje de Jesús el Cristo, considera no obstante con toda seriedad la actitud histórica y los métodos críticos de que esta actitud se sirve para el estudio del Nuevo Testamento. Sin embargo, el otro asp~cto, es decir, la recepción por la fe de Jesús como el Cristo, exige que se le subraye con idéntico vigor. Sin esta recepción, Cristo no hubiese sido el Cristo, es decir, la manifestación del Nuevo Ser en el tiempo y el espacio. Si Jesús no hubiese sido el Cristo para sus discípulos y, a través de ellos, para todas las generaciones posteriores, hoy recordaríamos quizás al hombre que se llamó Jesús de Nazaret como una personalidad importante desde el punto de vista histórico y religioso. Como tal, pertenecería a la revelación preliminar y, quizás, al período preparatorio de la historia de la revelación. Podría haber sido, pues, una anticipación profética del Nuevo Ser, pero no la manifestación final del Nuevo Ser en sí. No hubiese sido el Cristo, ni siquiera en el caso de que lo hubiese pretendido. El lado receptivo del acontecimiento cristiano es tan importante como su lado fáctico. Y sólo la unidad
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de ambos crea el acontecimiento en el que se fundamenta el cristianismo. Según un simbolismo posterior, Cristo es la cabeza de la Iglesia, y ésta es su cuerpo. De ahí que el Cristo y la Iglesia sean necesariamente interdependientes. 3.
LA HISTORIA y CRISTO
Si Cristo no es Cristo sin aquellos que lo reciben como el Cristo, ¿qué sentido tiene para la validez de este mensaje el hecho de que se interrumpa o destruya la continuidad de la Iglesia como grupo que le recibe como el Cristo? Podemos imaginarnos -y hoy más fácilmente que nunca- que queda destruida por completo la tradición histórica que considera a Jesús como el acontecimiento central de la historia. Podemos imaginamos que una catástrofe total y un comienzo enteramente nuevo de la raza humana borran hasta el menor recuerdo del acontecimiento "Jesús como el Cristo". Esta posibilidad -cuya verificación es tan imposible como su refutación-, ¿puede socavar la aserción de que Jesús es el Cristo, o bien la fe cristiana nos prohíbe semejante especulación? Para quienes son conscientes de que esta posibilidad se ha convertido hoy día en una amenaza real, la última alternativa resulta imposible. No podemos silenciar esta cuestión, cuando la humanidad ha alcanzado el poder de aniquilarse a sí misma. ¿El suicidio de la humanidad constituiría, pues, una refutación del mensaje cristiano? El Nuevo Testamento es consciente del problema que implica la continuidad histórica y nos indica claramente que, mientras exista una historia humana -es decir, hasta el fin del mundo-, el Nuevo Ser manifiesto en Jesús como el Cristo estará presente y actuará efectivamente en ella. Todos los días hasta el fin de los tiempos, Jesús el Cristo estará con los que creen en f.:1. Las "puertas del infierno", los poderes demoníacos, no prevalecerán contra la Iglesia de Cristo. Y antes del fin del mundo, Jesús el Cristo establecerá su "reino milenario" y vendrá como el juez de todos los seres. ¿Cómo pueden conjugarse tales aserciones con la posibilidad de que mañana la humanidad se destruya a sí misma? Y aunque en tal caso sobreviviesen algunos seres humanos, que así quedarían escindidos de la tradi-
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ción histórica en la que apareció Jesús como el Cristo, todavía deberíamos preguntarnos: "¿Qué significan estas afirmaciones bíblicas ante un desarrollo así de la historia?" No podemos responder exigiendo a Dios que no permita tales catástrofes, ya que la estructura del universo nos indica claramente que las condiciones de la vida sobre la faz de la tierra, y más aún las condiciones de la vida humana, son limitadas en el tiempo. Si no qtieremos caer en un literalismo supranaturalista con respecto a los símbolos escatológicos, debemos entender de un modo distirl'to la relación que media entre Jesús como el Cristo y la historia humana. Hemos examinado un problema similar al hablar de la relación existente entre la idea de Cristo y el universo. La cuestión se refería entonces a la significación que entraña la idea de Cristo en términos de extensión espacial; la cuestión se refiere ahora a la significación que posee la realidad de Jesús como el Cristo en términos de extensión temporal. Respnndimos a la primera cuestión diciendo que la relación entre el eterno Dios-Humanidad y la existencia humana no excluye otras relaciones de Dios con otros ámbitos o niveles del universo existente. ¡El Cristo es Dios-para-nosotros! Pero Dios no sólo es Dios para nosotros, sino que lo es para todo lo creado. De manera análoga hemos de decir ahora que Jesús como el Cristo pertenece al proceso histórico del que :€1 es el centro y del que así determina el comienzo y el fin. Este proceso se inicia en el momento en que los seres humanos comienzan a advertir su alienación existencial y suscitan la cuestión del Nuevo Ser. Obviamente, este momento inicial no puede ser determinado por la investigación histórica, sino que debe ser narrado en términos legendarios y míticos, como ocurre en la Biblia y en otras literaturas religiosas. Paralelamente a este comienzo, el fin es el momento en que se rompe definitivamente la continuidad de aquella historia cuyo centro está constituido por Jesús como el Cristo. Este momento no puede ser determinado empíricamente, como tampoco pueden serlo ni su naturaleza ni sus causas. Su naturaleza puede ser la desaparición o la completa transformación de lo que antaño fue la humanidad histórica. Sus causas pueden ser históricas, biológicas o físicas. En todo caso, sería el fin de aquel proceso cuyo centro lo constituye Jesús como el Cristo. Lo que es cierto para la fe es que Cristo constituye el centro de la
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humanidad histórica en su proceso de desarrollo único y continuo tal como lo experimentamos ahora y aquí. Pero la fe no puede emitir ningún juicio acerca del destino futuro de la humanidad histórica ni de cómo llegará ésta al fin. Jesús es el Cristo para nosotros, es decir, para los que participamos en este continuum histórico al que Cristo confiere un sentido. Esta limitación existencial no limita cualitativamente su significación, sino que deja la puerta abierta a otras automanifestaciones divinas antes y después de nuestro continuum histórico. '
4. LA
INVF.STIGACIÓN ACERCA DEL JESÚS HISTÓRICO
Y EL F.RACASO DE TAL INVESTIGACIÓN
En cuanto se aplicó a la literatura bíblica el método científico de la investigación histórica, ciertos problemas teológicos, que nunca se habían olvidado por completo, cobraron una intensidad hasta entonces · desconocida en los anteriores períodos de la historia de la Iglesia. El método histórico aúna un elemento analítico-crítico y un elemento deductivo-conjetural. Para la conciencia del cristiano medio, modelada por la doctrina ortodoxa de la inspiración verbal, el primero era mucho más impresionante que el segundo. Sólo se fue sensible a lo-negativo del término "crítica" y así, a toda esta empresa científica, se le dio el nombre de "crítica histórica", "alta crítica" o, en relación con un método reciente, "crítica de las formas". De suyo, el término "crítica histórica" no significa sino investigación histórica. Toda investigación histórica somete sus fuentes a una rigurosa crítica, separando lo que en ellas es más probable de lo que es menos probable o de lo que es enteramente improbable. Nadie duda de la validez de 'este método, que sus éxitos confirman sin cesar, y nadie protesta en serio si destruye hermosas leyendas e inveterados prejuicios. Pero la investigación bíblica suscitó vehementes recelos desde sus mismos inicios. Parecía criticar, no sólo las fuentes históricas, sino la revelación contenida en tales fuentes. La investigación histórica se identificó así con la recusación de la autoridad bíblica. Se supuso que la revelación no sólo abarcaba el contenido revelador, sino también la forma histórica en la que había aparecido la revelación. Esto parecía especialmente cierto en todo lo que concierne al "Jesú~ histó-
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rico·. Puesto que la revelación bíblica es esencialmente histórica, parecía imposible toda separación entre el contenido revelador y los relatos históricos tal como nos vienen dados en los textos bíblicos. Parecía, pues, que la crítica histórica socavaba la fe misma. Pero esta parte crítica de la investigación histórica en la literatura bíblica es la menos importante. Es mucho mayor el alcance de la parte deductivo-conjetural, que constituía la fuerza motriz de toda aquella empresa. Se buscaron los hechos subyacentes a los relatos bíblicos, sobre todo los hechos que hacían referencia a Jesús. Existía el apremiante deseo de descubrir la realidad de aquel hombre, Jesús de Nazaret, tras las tradiciones que coloreaban y encubrían aquella realidad y que son casi tan antiguas como ella misma. Así se inició la investigación acerca del llamado "Jesús histórico". Los motivos de esta investigación fueron a la vez religiosos y científicos. En muchos aspectos, este intento era audaz, noble y extremadamente significativo. Sus consecuencias teológicas fueron numerosas y asaz importantes. Pero si pensamos en lo que constituía su designio fundamental, el intento de la crítica histórica por encontrar la verdad empírica acerca de Jesús de Nazaret fue un fracaso. No sólo no apareció el Jesús histórico, es decir, el Jesús que se halla tras los símbolos de su recepción como el Cristo, sino que fue haciéndose cada vez más remoto a medida que avanzaba la crítica histórica. La historia de todos los intentos por escribir una "vida de Jesús", historia elaborada por Albert Schweitzer en su obra primeriza, La búsqueda del Jesús hm6rico, todavía sigue siendo válida. Su propio intento deductivo ha sido rectificado. Los eruditos, tanto conservadores como radicales, se muestran ahora más cautos, pero la situación metodológica no ha cambiado. Esto se puso de manifiesto cuando el atrevido programa de Rudolf Butlmann de "desmitologizar el Nuevo Testamento" desencadenó una tormenta en todos los campos de la teología, y la ·atonía oon que la escuela de Barth consideraba el problema histórico se vio interrumpida por un sorprendente despertar. Pero el resultado de esta nueva (y muy antigua) problemática no es una imagen del llamado Jesús histórico, sino el descubrimiento de que detrás de la imagen bíblica no existe ninguna imagen que podamos considerar- como científicamente probable.
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Esta situación no se debe a las deficiencias de una investigación histórica incipiente que algún día serán superadas, sino a la naturaleza de las mismas fuentes. Quienes nos hablan de Jesús de Nazaret son los mismos que nos hablan de Jesús como el Cristo, es decir, son el testimonio de quienes vieron en I esús al Cristo. Por consiguiente, si se trata de descubrir al Jesús real que se halla tras la imagen de Jesús como el Cirsto, es necesario separar críticamente los elementos que pertenecen a la vertiente fáctica de este acontecimiento y los elementos que pertenecen a su vertiente de recepción. Al proceder así, sólo se logra esbozar una "vida de Jesús" -y son innumerables tales esbozos. En muchos de ellos se ha aunado la honrad.ez científica, la devoción amorosa y el interés teológico. En otros· son manifiestas la frialdad crítica e incluso la recusación malévola. Pero ninguno de ellos puede abrigar la pretensión de ser una imagen probable en la que haya desembocado el tremendo esfuerzo científico consagrado a esta tarea a lo largo de dos siglos. En el mejor de los casos, son el resultado más o menos probable de esta labor científica, pero que no pueden constituir la base ni para una aceptación ni para una recusación de la fe cristiana. Ante esta situación, se intentó reducir la descripción del Jesús histórico a lo "esencial", es decir, se intentó elaborar una Gestalt, dejando que lo "particular" de Jesús siguiese sujeto a la duda. Pero esto no constituye· ninguna solución. Después de despojar a una persona de todos sus rasgos particulares porque son discutibles, la investigación histórica no puede trazar de ella una imagen esencial. J;:sta sigue siendo determinada por sus elementos particulares. En consecuencia, las descripciones del Jesús histórico a las que juiciosamente se ha evitado dar la forma de una "vida de Jesús", todavía difieren tanto entre sí como aquellas en las que no se ha ejercido esta autorrestricción. La Gestalt depende siempre de la valoración que damos a sus elementos particulares, y esto es evidente, por ejemplo, si reflexionamos acerca de lo que Jesús pensaba de sí mismo. Para precisar esta faceta de Jesús, debemos saber, entre otras muchas cosas, si Jesús se atribuyó a sí mismo el título de "Hijo del Hombre" y, en caso afirmativo, en qué sentido lo hizo. La respuesta que demos a esta cuestión sólo es una hipótesis más o menos probable, pero de ella depende decisivamente la índole
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de la imagen "esencial" que nos forjamos del Jesús histórico. Este ejemplo nos muestra con toda claridad que no podemos sustituir los intentos de trazar una "vida de Jesús" por los intentos de elaborar la "Gestalt de Jesús". Pero este ejemplo nos evidencia asimismo otra cuestión importante. Quienes no están familiarizados con el aspecto metodológico de la investigación histórica y temen que sus consesecuencias puedan dañar la doctrina cristiana, suelen atacar la illvestigación histórica en general y la investigación histórica de la literatura bíblica en particular, acusándolas de prejuicios teológicos. Si son consecuentes, no negarán que su propia interpretación adolece también de ciertos prejuicios o, como ellos dirían, está subordinada a la verdad de su fe. Pero niegan que el método histórico posea unos criterios científicos objetivos. No obstante, esta aserción resulta insostenible ante el inmenso cúmulo de material histórico que ha sido descubierto y a menudo empíricamente verificado por el método de investigación universalmente utilizado. Lo característico de este método es que procura someterse a una autocrítica permanente para así librarse de todo prejuicio consciente o inconsciente. y, aunque no lo logra nunca por completo, no por ello deja de ser un arma poderosa y necesaria para la consecución de un conocimiento histórico. Uno de los ejemplos qué a menudo se aducen en este contexto es la consideración que merecen los milagros neotestamentarios. El método histórico examina las narraciones milagrosas sin dar por cierto que tales milagros realmente acaecieron, porque se atribuyen a aquel que fue llamado el Cristo, pero sin presuponer tampoco que no acaecieron, porque contradicen las leyes de la naturaleza. En cada caso particular, el método histórico pregunta hasta qué punto son de fiar las narraciones, en qué medida dependen de unas fuentes anteriores, si cabe la posibilidad de que fuesen influidas por la credulidad de una época, si se hallan confirmadas por otras fuentes independientes de ellas, en qué estilo fueron escritas y con qué finalidad se utilizaron en su época. La respuesta a todas estas cuestiones puede ser perfectamente "objetiva", sin que se halle necesariamente condicionada por prejuicios positivos o negativos. De este modo, el historiador nunca puede alcanzar una absoluta certeza, aunque puede llegar a UI1 alto grado de proba-
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bilidad. Pero, como veremos más adelante, se situaría en un nivel distinto si, gracias a un criterio de fe, transformase la prcr habilidad histórica en una certeza histórica positiva o negativa. A menudo se enturbia esta clara distinción entre uno y otro nivel por el hecho obvio de que la comprensión del significado de un texto depende, en parte, de las categorías intelectivas con que abordamos los textos y documentos. Pero no depende totalmente de ellas, ya que entre otros existen los aspectos filo.lógicos de un texto que siempre son susceptibles de una reflexión objetiva. La comprensión exige nuestra participación en aquello que comprendemos, y sólo podemos participar siendo lo que somos, es decir, con nuestras propias categorías intelectivas. Pero esta comprensión "existencial" nunca debería predeterminar el juicio que formula el historiador acerca de los hechos y sus relaciones. La persona cuya preocupación última es el contenido del mensaje bíblico y la persona a la que no preocupa tal mensaje, se hallan ambas en la misma posición cuando discuten ciertas cuestiones como son las suscitadas por el desarrollo de la tradición sinóptica o los elementos mitológicos y legendarios del Nuevo Testamento. Una y otra poseen los mismos criterios de probabilidad histórica y deben usarlos con el mismo rigor, aunque esto pueda afectar sus convicciones o prejuicios tanto religiosos como filosóficos. En este proceso, puede ocurrir que los prejuicios que cierran los ojos a determinados hechos, los abran a otros. Pero, este "abrir los ojos" es una experiencia personal que no podemos elevar a principio metodológico. Existe un único procedimiento metodológico, y este procedimiento estriba en mirar el objeto a investigar, pero no nuestra manera de mirar este objeto, puesto que nuestra actitud se halla realmente determinada por numerosos factores psicológicos, sociológicos e históricos. Quien pretenda examinar objetivamente un hecho, tiene que prescindir de todos esos aspectos. No se ha de formular un juicio acerca de la conciencia que Jesús tuvo de sí mismo partiendo del hecho de que se es cristiano -o anticristiano. El juicio debe inferirse de cierto grado de plausibilidad basada en unos textos y en su probable validez histórica. Naturalmente, esto presupone que el contenido de la fe cristiana es independiente de tal juicio. La búsqueda del Jesús histórico fue el intento de descubrir un mínimo de hechos fidedignos acerca del hombre Jesús de
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Nazaret, que pudieran proporcionar un fundamento seguro a la fe cristiana. Tal intento fracasó. La investigación histórica sólo proporcionó algunas probabilidades, más o menos elevadas, acerca de Jesús de Nazaret. Partiendo de tales probabilidades, se esbozaron algunas "vidas de Jesús". Pero eran más bien novelas que biografías y, ciertamente, no podían conferir un fundamento sólido a la fe cristiana. El cristianismo no descansa en la aceptación de una novela histórica, sino en el testimonio que del carácter mesiánico de Jesús nos ofrecen unos hombres que no sentían el menor interés por legarnos una biogi:afía del Mesías. . La inteligencia de esta situación indujo a algunos teólogos a renunciar a todo intento de construir una"vida" o una Gesta'lt del Jesús histórico y limitarse a una interpretación de las "palabras de Jesús". La mayor parte de tales palabras (aunque no todas) no se refieren a Jesús y pueden ser separadas de todo contexto biográfico. Por consiguiente, su significado es independiente del hecho de que Jesús pudiera o no pudiera pronunciarlas. El insoluble problema biográfico no guarda, pues, la menor relación con la verdad de las palabras que, con razón o sin ella, se conservaron como palabras de Jesús. El hecho de que la mayor parte de tales palabras las encontremos asimismo en la literatura judía contemporánea no constituye un argumento contra su validez. Ni siquiera es un argumento contra su unicidad y la fuerza de que se hallan revestidas en ciertos pasajes evangélicos, como el sermón de la montaña, las parábolas y las discusiones sostenidas con sus adversarios y sus seguidores. 1 Una teología que intente hacer de las palabras de Jesús el fundamento histórico de la fe cristiana, puede proceder de dos maneras distintas. Puede considerar las palabras de Jesús como las "enseñanzas de Jesús" o como el "mensaje de Jesús". En el primer caso, considera que las palabras de Jesús son cual sutiles interpretaciones de la ley natural o cual atisbos originales de la naturaleza del hombre, pero que carecen de toda relación con la situación concreta en la que fueron pronunciadas. Son palabras, pues, que pertenecen al ámbito de la ley, de la profel. Esto hace referencia asimfnno al descubrimiento de 101 manuscritos del Mar Muerto que, a pesar del sensacionalismo y la publicidad que se le ba dado, ha abierto los ojos de mucha gente al problema de la fnvesti¡aci6n bíblica, pero no ha alterado en lo :mAs mfnfmo la situación teol6¡ica.
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cía o de la literatura sapiencial, como las que hallamos en el Antiguo Testamento. Pueden trascender estas tres categorías por su profundidad y poder, pero no las trascienden por su índole. Sin embargo, restringir la investigación histórica a las "enseñanzas de Jesús" es reducir a Jesús al nivel del Antiguo Testamento y negar implícitamente su pretensión de haber superado el contexto veterotestamentario. La segunda forma de limitar la investigación histórica a las palabras de Jesús es más profunda que la primera. Niega que las palabras de Jesús sean reglas generales del comportamiento humano, reglas a las que hemos de sujetamos, o que sean unos universales y, por ende, que puedan ser sustraídas de la situación en la que fueron enunciadas. En cambio, estos teólogos subrayan enérgicamente el mensaje de Jesús cuando nos dice que el reino de Dios está "al alcance de la mano" y que quienes quieran entrar en él tienen que decidirse a favor o en contra del mismo. Tales palabras de Jesús no son unas reglas generales sino unas exigencias concretas. Esta interpretación del Jesús histórico, que debemos sobre todo a Rudolf Bultmann, identifica el significado de Jesús con el significado de su mensaje. Bultmann exige una decisión, es decir, la decisión en pro de Dios. Y esta decisión implica la aceptación de la cruz desde el momento en que Jesús aceptó su propia cruz. Así, haciendo uso de lo que nos es inmediatamente dado -el mensaje de Jesús acerca del remo de Dios y sus condiciones- y situándose lo más cerca posible de la "paradoja de la cruz de Cristo", esta teología elude hábilmente lo que resulta ser históricamente imposible, es decir, esbozar una "vida" o una Gestalt de Jesús. Pero ni siquiera este método de restringir el juicio histórico puede conferir un fundamento a la fe cristiana. No explica cómo puede cumplirse la exigencia de decidirse por el reino de Dios. La situación de tener que decidirse sigue siendo una situación del ser que se halla sometido a la ley. No trasciende la situación del Antiguo Testamento, la situación de búsqueda de Cristo. A esta teología podríamos llamarla "liberalismo existencialista", a diferencia del "liberalismo legalista" que es la primera. Pero ni uno ni otro método pueden ofrecemos una respuesta a la cuestión de determinar donde yace el poder de obedecer las enseñanzas de Jesús o de decidirse en pro del reino de Dios. No pueden resolver este problema,
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porque la respuesta tiene que venir de una nueva realidad que, según el mensaje cristiano, es el Nuevo Ser en Jesús como el Cristo. La cruz, antes de ser el símbolo de una exigencia, es el símbolo de un don. Y si se acepta esto, luego es imposible retraerse desde el ser de Cristo a sus palabras. Así se desmorona la última tentativa de andar en busca del Jesús histórico, y resulta obvio el fracaso de todo intento de conferir un fundamento a la fe cristiana por medio de la investigación histórica. Pr9bablemente, este resultado hubiera sido aceptado con mayor facilidad de no ser por la confusión semántica de que adolece el sentido del término "Jesús histórico". Solía utilizarse esta expresión para significar los resultados a los que llegaba la investigación histórica en su estudio del carácter y la vida de ·1a persona que se halla tras los relatos evangélicos. El conocimiento que poseemos de esta persona, como todo conocimiento histórico, es fragmentario e hipotético. La investigación histórica somete este conocimiento a un escepticismo metodológico y a la continua revisión de sus elementos tanto particulares como esenciales, porque cifra su ideal en alcanzar un alto grado de probabilidad, aunque en muchos casos le sea imposible lograrlo. _ Pero el término "Jesús histórico" se usa asimismo para significar que el acontecimiento "Jesús como el Cristo" posee un elemento fáctico. En este sentido, la expresión "Jesús histórico" constituye un problema de fe y no de investigación histórica. Si se negara el elemento fáctico del acontecimiento cristiano, se negaría asimismo el fundamento del cristianismo. Pero el escepticismo metodológico acerca del trabajo realizado por la investigación histórica no niega este elemento. La fe ni siquiera puede garantizamos que se llamara "Jesús" el hombre que fue el Cristo. Debe dejar que este nombre sea una de las incertidumbres de nuestro conocimiento histórico. La fe sólo garantiza la transformación fáctica de la realidad en aquella vida personal que el Nuevo Testamento expresa con su descripción de Jesús oomo el Cristo. Si no diferenciamos claramente estos dos sentidos del término "Jesús histórico", no es posible ninguna discusión fecunda y honrada sobre el mismo.
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INVESTIGACIÓN HISTÓRICA Y TEOLOGÍA.
Cuando fracasan todos los intentos de proporcionar un fun· damento a la teología y a la fe cristiana por medio de la investigación histórica, surge la cuestión de si la investigación histórica desempeña otras funciones en el cristianismo. La respuesta es ciertamente afirmativa. El estudio histórico de la literatura bíblica constituye uno de los grandes acontecimientos de la historia del cristianismo e incluso de la religión y de la cultura humana. Es una de las innovaciones de las que puede sentirse orgulloso el protestantismo. Cuando los teólogos sometieron los libros sagrados de su propia Iglesia al análisis crítico del método histórico dieron pruebas de una audacia propia del protestantismo. Quizás a lo largo de la historia humana ninguna otra religión tuvo la misma osadía ni asumió un riesgo parecido. No lo hicieron nunca, ciertamente, ni el Islam, ni el judaísmo ortodoxo, ni el catolicismo romano. Esta audacia se vio recompensada, puesto que de este modo el protestantismo fue capaz de unirse a la conciencia histórica general y no tuvo que confinar· se en un mundo espiritual aislado y mezquino, sin la menor influencia sobre el desarrollo creador de la vida espiritual. El protestantismo (con la excepción de sus grupos fundamentalistas} no cayó en la inconsciente superchería que significa rechazar los resultados de la investigación histórica debido a unos prejuicios dogmáticos y no a una evidencia científica. La suya fue una actitud denodada y no exenta de graves peligros. Pero los grupos protestantes que asumieron este riesgo han sobrevivido, a pesar de las diversas crisis en que las sumió la crítica histórica radical. Cada vez se hizo más ostensible que la aserción cristiana de que Jesús es el Cristo no contradice la probidad histórica por muy inflexible que ésta sea. Pero, desde luego, bajo el impacto de la investigación histórica tuvo que sufrir profundos cambios la forma en que hasta entonces se había expresado esta aserción. El primero y el más importante de tales cambios estriba en el hecho de que la teología ha aprendido a discernir los elementos empíricamente históricos, los elementos legendarios y los elementos mitológicos que integran las narraciones bíblicas de ambos Testamentos. Ha descubierto asimismo los criterios
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que rigen estas distintas formas de expresión semántica y los ha aplicado con el mismo rigor metodológico con que los utiliza todo buen historiador. Es obvio que la distinción entre estas tres formas semánticas repercute decisivamente en el trabajo del teólogo sistemático, puesto que le impide dar validez dogmática a los juicios que pertenecen al reino de lo que sólo es más o menos probable. Cuando el teólogo adopta ciertas decisiones en el ámbito de lo histórico, sólo puede hacerlo como historiador, no como intérprete de la fe cristiana. No puede otorgar validez dogmática a los juicios que, desde un punto de vista histórico, sólo son probables. Independientemente de lo que pueda llevar a cabo en su propia dimensión, la fe no puede invalidar los juicios históricos. No puede convertir en probable lo que históricamene es improbable, ni en improbable lo que es probable, ni puede hacer que sea cierto lo que sólo es probable o incluso improbable. La certeza de la fe no implica la menor certeza en las cuestiones de las que se ocupa la investigación histórica. Esta visión es ampliamente aceptada en la actualidad y constituye la mayor contribución que la teología sistemática ha recibido de la investigación histórica. Pero no es la única; existen algunas otras y, entre ellas, la inteligencia del desarrollo experimentado por los símbolos cristológicos. Al analizar la diferencia que existe entre los elementos históricos, legendarios y míticos de los textos evangélicos, la investigación histórica ha proporcionado a la teología sistemática un instrumento para dilucidar los símbolos cristológicos de la Biblia. La teología sistemática no puede rehuir esta labor, ya que desde sus mismos inicios ha sido por medio de tales símbolos como la teología ha tratado de comunicar el "logos" del mensaje cristiano para demostrar su racionalidad. Algunos de los símbolos cristológicos que aparecen en el Nuevo Testamento son: Hijo de David, Hijo del Hombre, Hombre Celeste, Mesías, Hijo de Dios, Kyrios y Logos -y todavía hay otros de menor importancia. El desarrollo de todos ellos se ha efectuado en cuatro etapas. La primera que hemos de mencionar es la circunstancia de que estos símbolos surgieron y crecieron en su propia cultura y lenguaje religioso. La segunda es el uso de estos símbolos por parte de aquellos para quienes cobraron vida como expresiones de su propia autointerpretación y como respuestas a las cuestiones implícitas en su condición existen-
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cial. La tercera es la transformación que experimentaron estos símbolos en su significado cuando se utilizaron para interpretar el acontecimiento que constituye el fundamento del cristianismo. Y la cuarta es su deformación por la superstición popular, respaldada por el literalismo teológico· y el supranaturalismo. Algunos ejemplos de estas cuatro etapas en el desarrollo de los símbolos cristológicos van a confirmar ahm:a la validez de nuestro análisis. El símbolo "Hijo del Hombre'', el que con mayor frecuencia utilizó Jesús para designarse a sí mismo en los cuatro evangelios, indica una unidad original entre Dios y el hombre. Esta unidad se hace patente sobre todo si admitimos la existencia de cierta afinidad entre el símbolo persa del hombre original y la idea paulina del hombre espiritual. Tal es la primera de las etapas que acabamos de esbozar, pero referida ahora al símbolo "Hijo del Hombre". La segunda se inicia en cuanto se contrapone el Hombre de lo Alto a la situación de alienación existencial del hombre con respecto a Dios, a su mundo y a sí mismo. Esta contraposición implica la expectación de que el Hijo del Hombre vencerá las fuerzas de alienación y restablecerá la unidad entre Dios y el hombre. En la tercera etapa, el símbolo "Hijo del Hombre" (u otro símbolo similar) queda registrado en los textos evangélicos como si Jesús se hubiese aplicado a sí mismo este término, por ejemplo, en la escena del juicio ante el Sumo Sacerdote. En este relato, la visión original de la función que debía desempeñar el Hijo del Hombre sufre una transformación decisiva, tan decisiva que sólo en virtud de esta transformación resulta comprensible la acusación de blasfemia cuando Jesús dice de sí mismo que es el Hijo del Hombre que aparecerá como juez de este eón sobre las nubes del cielo. El literalismo constituye la cuarta etapa e imagina a un ser trascendente que, desde su trono celeste, fue enviado antaño a la tierra y transmutado en hombre. De esta manera, un símbolo verdadero y vigoroso se convirtió en un relato absurdo y Cristo pasó a ser un semidiós, un ser particular situado entre Dios y el hombre. En el símbolo "Hijo de Dios", aplicado a Cristo, podemos descubrir esas mismas cuatro etapas. En el lenguaje bíblico, el término "filiación" significa una relación íntima entre padre e hijo. El hombre en su naturaleza esencial, en su "inocencia
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soñadora", se halla en esa relación filial con Dios. Israel la ha alcanzado por la elección divina de que ha sido objeto. En el paganismo, ciertas figuras divinas o semídivinas son hijas de un dios. Aunque estas dos utilizaciones del símbolo "Hijo de Dios" difieren mucho entre sí, ambas parten del presupuesto común de que la naturaleza humana posibilita una relación de padre a hijo entre Dios y el hombre. Pero el hombre ha perdido esta relación al alienarse de Dios, al alzarse contra Dios y al apartarse de Dios. La filiación divina del hombre ha dejado de ser un hecho universal y sólo unos actos divinos específicos pueden restablecerla. El cristianismo, en cambio, considera a Cristo como el "hijo unigénito de Dios", contraponiéndolo así a todos los demás hombres y a su natural, aunque perdida, filiación divina. De este modo, el término "Hijo de Dios" se convierte en el título de aquel en quien se ha dado la unidad esencial entre Dios y el hombre hajo las condiciones de la existencia. Lo esencialmente universal pasa a ser lo existencialmente único. Pero esta unicidad no es exclusiva. Todo aquel que participa en el Nuevo Ser actualizado en Cristo recibe el poder de pasar a ser un hijo de Dios. El Hijo restablece el carácter filial de todo hombre con respecto a Dios, carácter que es esencialmente humano. Este sentido cristiano del símbolo "Hijo de Dios" trasciende tanto el sentido judío como el sentido pagano del mismo. Ser el Hijo de Dios significa representar bajo las condiciones de la existencia la unidad esencial entre Dios y el hombre, y restablecer esta unidad en todos aquellos que participan del ser del Hijo. Pero se deforma este símbolo cuando se le entiende literalmente y se proyecta la situación de una familia humana en la vida íntima de lo divino. Los literalistas preguntan a menudo si uno cree que "Jesús fue el Hijo de Dios". Quienes formulan esta pregunta creen que saben lo que significa el término "Hijo de Dios" y que el único problema estriba en si puede atribuirse esta designación al hombre Jesús de Nazaret. Pero si la pregunta se formula de esta manera, no hay respuesta para ella, porque toda respuesta sería errónea, tanto si era afirmativa como negativa. La única respuesta posible es la formulación de una nueva pregunta: ¿Qué quiere usted decir cuando habla del "Hijo de Dios"? Si la respuesta que nos dan es de índole literalista, hemos de rechazarla como supersticiosa. Pero si recibimos una
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respuesta que afirma el carácter simb61ico del término "Hijo de Dios", entonces podemos discutir el significado de este símbolo. Es enorme lo que se ha llegado a dañar al cristianismo con una comprensión literalista del símbolo "Hijo de Dios". Ya hemos hablado anteriormente del símbolo del "Mesías" o "Cristo". Pero ahora hemos de reinterpretarlo a la luz de las cuatro etapas que hemos esbozado en el desarrollo de todos los símbolos cristológicos. La primera etapa de este símbolo está constituida por la figura histórica y transhistórica a través de la cual Yahvé instaurará su reino en Israel y, a través de Israel, en todo el mundo. La fluctuación entre las cualidades intrahistóricas y las cualidades suprahistóricas del Mesías y de su reino pertenece a la esencia de este símbolo, pero le pertenece de tal modo que en el período profético prevaleció el énfasis histórico mientras que en el período apocalíptico se hizo decisivo el elemento transhistórico. La segunda etapa la constituye la experiencia de la condición humana -y de la condición del mundo humano- en la existencia real. Los reinos y naciones están colmados de injusticias y miserias. Se hallan sometidos al imperio demoníaco. En el postrer período del judaísmo, este aspecto de la idea mesiánica cobró cada vez mayor relieve y halló en la literatura apocalíptica su más fuerte expresión. El presente eón en su totalidad -incluyendo, pues, los individuos, la sociedad y la naturaleza- se halla enteramente pervertido. Un nuevo eón, un nuevo estado de cosas en el universo tiene que surgir. Es el Mesías quien lo aportará con su poder divino. Estas ideas no son exclusivas del judaísmo. Descubrimos sus raíces. en Persia y sus ecos resuenan por doquier en el mundo antiguo. La tercera etapa es la recepción y transformación de esta serie de símbolos por parte del cristianismo: el Mesías, del que hasta ahora se esperaba que aportaría al nuevo eón, es vencido por los poderes del antiguo eón. Esta derrota del Mesías en la cruz constituye la transformación más radical del símbolo del Mesías, tan radical incluso que Únicamente por esta razón el judaísmo sigue negando hasta el momento actual la naturaleza mesiánica de Jesús. Un Mesías vencido no es ningún Mesías. El cristianismo, en cambio, reconoce la paradoja -y la acepta. La cuarta etapa es la distorsión literalista de la paradoja mesiánica. Inicióse esta distorsión cuando el título "el Cristo" se convirtió en una parte de un nombre
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propio y dejó de ser la denominación simbólica de una función. Luego, "Cristo" se convirtió en un individuo dotado de poderes supranaturales que, por su sacrificio voluntario, hizo posible que Dios salvara a los que creen en l!:l. Y así desapareció la paradoja del símbolo mesiánico transformado. El último ejemplo del desarrollo experimentado por los símbolos cristológicos lo constituye el símbolo conceptual que llegó a convertirse en el principal instrumento de la labor cristológica de la Iglesia: "el Logos". Podemos decir que se trata de un símbolo conceptual porque el Logos, tal como lo concibe el estoicismo, está integrado por elementos cosmológicos y religiosos. Aúna la estructura racional y el poder creador. En Filón y en el cuarto evangelio predomina la cualidad religiosa y simbólica de la idea del Logos. Pero no desaparece su aspecto racional. La estructura racional del universo nos es asequible por la mediación del Logos. l!:sta es la primera etapa que descubrimos al considerar el símbolo del Logos. En la segunda hemos de examinar el trasfondo existencial de esta idea. La clave nos la da Heráclito (creador de la doctrina del Logos) cuando contrapone el logos universal y sus leyes a la necedad del pueblo y el desorden de la sociedad. El estoicismo asumió esta doctrina y señaló el abismo insalvable existente entre el sabio, que participa del Logos, y la masa de necios, que se hallan alejados del Logos aunque tratan de acercársele. Filón, en cambio, se remite al misterio inaccesible de Dios, misterio que exige un principio mediador entre Dios y el hombre, y que induce a Filón a formular su doctrina del Logos. En el cristianismo -si nos atenemos al cuarto evangelio- coinciden ambas doctrinas. El Logos, por su aparición como una realidad histórica en una vida personal, nos revela el misterio y opera la re-unión de lo alienado. Y esta concepción cristiana constituye la tercera etapa en nuestra consideración de este símbolo. El cristianismo recibe y transforma el símbolo conceptual del Logos. En su índole esencial, el principio universal de la automanifestación divina está cualitativamente presente en un ser humano individual. Este ser se sujeta a las condiciones de la existencia y vence la alienación existencial en el seno de la existencia alienada. La participación en el Logos universal depende, pues, de la participación en el Logos que se actualiza en una personalidad hist6i;ca. El
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cristianismo sustituye al hombre sabio del estoicismo por el hombre espiritual, y este hombre espiritual es consciente de que su locura ha sido vencida por la locura de la cruz, por la paradoja de Aquel en quien el Logos se hizo presente sin restricci6n alguna. Pero, también en este caso, hemos de considerar una cuarta etapa, la etapa constituida por la re-mitologizaci6n del símbolo conceptual "Logos" en la narraci6n de la metam6rfosis del ser divino en el hombre Jesús de Nazaret. A menudo, el término "encamaci6n" se entiende err6neamente de este modo, y algunas expresiones pict6ricas o artísticas del simbolismo trinitario abonan esta remitologizaci6n al identificar el principio universal de la automanifestaci6n divina con la figura hist6rica de Jesús de Nazaret. La teología tradicional protest6 contra semejante mitologizaci6n y rechazó la idea absurda según la cual el elemento Logos estuvo ausente de la vida divina mientras el Logos aparecía en la historia. Contra tales absurdos se ha iniciado ya -y tiene que proseguir- una desmitologizaci6n del símbolo del Logos. A la crítica histórica le debemos en gran parte nuestra actual comprensión de la evoluci6n experimentada por los símbolos cristológicos. Ahora, la teología puede usar de nuevo tales símbolos, porque han sido liberados de las connotaciones literalistas que los hicieron impropios para la teología y los convirtieron en una innecesaria piedra de escándalo para quienes deseaban comprender el sentido de los símbolos cristianos. l!:sta es una de las grandes aportaciones con que la investigación científica ha contribuido indirectamente al desarrollo de la teología y a la inteligencia de la fe. Tales concepciones científicas no constituyen el fundamento ni de la teología ni de la fe, pero protegen a ambas contra la superstici6n y el absurdo. 6. LA
FE Y EL ESCEPTICISMO HISTÓRICO
Las anteriores consideraciones acerca del valor que posee el estudio histórico de los textos bíblicos nos condujo a la formulación de dos aserciones, una negativa y otra positiva. La aserción negativa es la que establece que la investigación histórica no puede damos ni arrebatamos el fundamento de la fe cristiana. La aserción positiva es la que afirma que la in-
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vestigación histórica ha ejercido y debe ejercer una fuerte influencia sobre la teología cristiana, en primer lugar, al proporcionarle un análisis de los tres distintos niveles semánticos de la literatura bíblica (y, por analogía, de la predicación cristiana de todas las épocas); en segundo lugar, al mostrarle, en sus diversas etapas, el desarrollo experimentado por los símbolos cristológicos (Jo mismo que el de los demás símbolos realmente importantes desde el punto de vista sistemático); y, finalmente, al suministrarle una comprensión filológica e histórica precisa de la literatura bíblica, gracias al uso de los mejores métodos utilizados en todo trabajo histórico. Pero, en aras del rigor sistemático, es necesario que formulemos ahora, una vez más, una cuestión que los hombres no dejan de plantearse con notable congoja religiosa. La aceptación del Jllétodo histórico para el estudio de las fuentes documentales de la fe cristiana, ¿no suscita una inseguridad peligrosa en el pensamiento y en la vida de la Iglesia y de toda persona cristiana? ¿No puede conducirnos la investigación histórica a un escepticismo total acerca de los textos bíblicos? ¿Cabe imaginar que la crítica histórica llegue a la conclusión de que el hombre Jesús de Nazaret jamás existió? ¿Acaso no han llegado ya a esta conclusión precisamente algunos eruditos, aunque sólo sean unos pocos y no muy importantes? Y si bien una aseveración de esta índole nunca puede formularse con certeza, ¿no resulta ya destructivo para la fe cristiana que la no existencia de Jesús _pueda considerarse de algún modo probable, por pequeño que sea el grado de su probabilidad? Para responder a esta cuestión, empecemos por rechazar algunas respuestas insuficientes o desorientadoras que se han dado a la misma. Es insuficiente señalar que la investigación histórica no ha desembocado todavía en ninguna evidencia que respalde tal escepticismo. ¡Cierto es que no se ha alcanzado aún esa evidencia, pero ello no empece para que susbsista la angustiosa cuestión de si algún día en el futuro podrá alcanzarse! La fe no puede descansar en un terreno tan inseguro. Es, pues, insuficiente la respuesta de que "todavía no" se ha llegado a la evidencia de tal esceptismo. Pero existe otra posible respuesta que, sin ser falsa, no deja de ser desorientadora. Consiste en decir que el fundamento histórico del cristianismo es un elemento esencial de la misma fe cristiana y que esta fe, por
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su propio poder, puede invalidar las posibilidades escépticas que entraña la crítica histórica. Se arguye que la fe puede garantizar la existencia de Jesús de Nazaret y los rasgos ~sen ciales, cuando menos, de su imagen bíblica. Pero debemos analizar cuidadosamente esta respuesta, ya que es ambigua. En realidad, el problema es el siguiente: ¿Qué es lo que puede garantizar exactamente la fe? Y la inelud(ble respuesta es que la fe s6lo puede garantizar su propio fundamento, es decir, la aparición de aquella realidad que ha dado origen a la fe. Esta realidad es el Nuevo Ser, que vence la alienación existencial y así hace posible la fe. Esto, únicamente la fe es capaz de garantizarlo -precisamente porque su propia existencia es idéntica a la presencia del Nuevo Ser. En sí, la fe es la evidencia inmediata (no deducida como conclusión) del Nuevo Ser en el seno y bajo las condiciones de la existencia. Esto es precisamente lo que garantiza la naturaleza misma de la fe cristiana.. Ninguna crítica histórica puede cuestionar la conciencia inmediata de los que se sienten transformados en el estado de fe. Esto nos recuerda la refutación agustino-cartesiana del escepticismo radical. Esta tradición argüía que la inmediatez de una autoconciencia se constituía en su propia garantía por su participación en el ser. Analógicamente debemos decir que esta participación, y no el argumento histórico, es la que garantiza la realidad del acontecimiento sobre el que se fundamenta el cristianismo, es decir, la realidad de una vida personal en la que el Nuevo Ser ha vencido al antiguo ser. Pero no garantiza que el nombre de esta vida personal sea Jesús de Nazaret. No elimina la duda histórica acerca de la vida y la existencia de alguien que tuvo este nombre. Pudo haber sido otro su nombre. (Esto es una consecuencia, históricamente absurda pero lógicamente necesaria, del método histórico). Pero, cualquiera que fuese su nombre, el Nuevo Ser se hizo y sigue siendo real en aquel hombre. Ahora surge, sin embargo, una cuestión muy importante. ¿Cómo puede transformar la realidad el Nuevo Ser llamado "el Cristo", si no nos queda ningún rasgo concreto de su naturaleza? Kierkegaard exagera cuando dice que, para la fe cristiana, es suficiente la pura aserción de que en los treinta primeros años de nuestra era Dios nos envió a su Hijo. Sin lo concreto del Nuevo Ser, su novedad resultaría huera. La
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existencia sólo es realmente vencida, si lo es de un modo concreto y en sus múltiples aspectos. El poder que creó y que ha salvaguardado luego la comunidad del Nuevo Ser no es una afirmación abstracta acerca de su aparición; es la imagen de Aquel en quien apareció el Nuevo Ser. No podemos verificar con certeza ningún rasgo peculiar de esta imagen. Pero podemos afirmar taxativamente que, a través de esta imagen, el Nuevo Ser tiene el poder de transformar a quienes son transformados por :el. Esto implica la existencia de una analogía imaginis, es decir, una analogía entre la imagen y la vida personal real de la que ha surgido tal imagen. Fue esta realidad personal, cuando los discípulos tropezaron con ella, la que dio origen a la imagen. Y fue, y sigue siendo aún, esta imagen la que vehicula el poder transformador del Nuevo Ser. Esta analogía imaginis, que aquí sugerimos, podemos compararla con la analogía entis -no como un método para conocer a Dios sino como una manera (en realidad, la única manera) de hablar de Dios. En ambos casos es imposible ir más allá de la analogía y afirmar directamente lo que sólo indirectamente, es decir, simbólicamente podemos afirmar en nuestro conocimiento de Dios, y lo que sólo por mediación de la fe podemos decir en nuestro conocimiento de Jesús. Pero este carácter indirecto, simbólico y mediato de nuestro conocimiento no resta nada a su valor de verdad. Ya que, en ambos casos, lo que se nos da como material para nuestro conocimiento indirecto depende del objeto de nuestro conocimiento. El material simbólico del que nos servimos para hablar de Dios es una expresión de la automanifestación divina, y el material mediato que nos es dado en la imagen bíblica de Cristo es el resultado de la recepción del Nuevo Ser y de su poder transformador por parte de sus primeros testigos. La fe no garantiza el material bíblico concreto en su factualidad empírica; pero lo garantiza como una expresión adecuada del poder transformador del Nuevo Ser en Jesús como el Cristo. únicamente en este sentido, la fe garantiza la imagen bíblica de Jesús. Y podemos ver qtie, en todas las épocas de la historia de la Iglesia, quien engendró tanto a la Iglesia como al cristiano fue esta imagen y no una descripción hipotética de lo que puede hallarse en el trasfondo de la imagen bíblica. Pero la imagen posee este poder creador, porque el poder del Nuevo Ser se expresa en ella y a tra-
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TEOLOGtA SISTEMATICA
vés de ella. Esta consideración nos lleva a distinguir entre una imagen imaginaria y una imagen real. Una imagen imaginada por los mismos contemporáneos de Jesús habría dado expresión a la existencia no transformada y a la búsqueda del Nuevo Ser de aquellos hombres. Pero no habría sido el Nuevo Ser en si. Lo que constituye la prueba de este Nuevo Ser es su poder transformador. La palabra "imagen" puede conducimos a otra analogía. Los que tratan de penetrar la imagen bíblica para descubrir en su trasfondo al "Jesús histórico" con la ayuda del método crítico, tratan de proporcionarnos una fotografía suya (corroborada por un fonógrafo y, a ser posible, por un psicógrafo). Pero una buena fotografía no carece de elementos subjetivos, y nadie puede negar que hallamos tales elementos en toda descripción empírica de una personalidad histórica. La actitud opuesta consistiría en interpretar la imagen neotestamentaria como la proyección pictórica de las experiencias e ideales que alentaron las mentes más religiosamente profundas de la época del emperador Augusto. En el arte, el estilo idealista es análogo a esta actitud. La tercera manera es la de ofrecemos un retrato "expresionista" (usando el término "expresionista" en el sentido en que designa el estilo artístico que ha predominado en la mayoría de los períodos de la historia -y que ha sido redescubierto en nuestra época). De este modo, un pintor procuraría penetrar en los niveles más profundos de la persona a quien retrata. Y sólo podría lograrlo por su profunda participación en la realidad y el significado del objeto de su preocupación pictórica. únicamente entonces podría pintar aquella persona de tal modo que sus rasgos superficiales no los reprodujese como en una fotografía (o una copia naturalista}, ni los idealizase según su propio ideal de belleza, sino que los utilizase para expresar lo que el pintor ha experimentado gracias a su participación en el ser de la persona retratada. A esta tercera manera es a la que nos referimos cuando usamos la expresión de "pintura real" en relación con los textos evangélicos acerca de Jesús como el Cristo. Podemos decir con Adolf Schlatter que a nadie conocemos tan bien como a Jesús. A diferencia de todas las demás personas, nuestra participación en Jesús no tiene lugar en el ámbito de la individualidad humana contingente (a la que nunca puede aprehender por completo otro indivi-
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duo), sino en el ámbito de su propia participación en Dios, participación que, pese al misterio que entraña toda relación personal con Dios, posee una universalidad en la que todo el mundo puede participar. Desde luego, en términos de documentación histórica, a mucha gente conocemos mejor que a Jesús. Pero, en términos de participación personal en su ser, a nadie conocemos mejor, porque su ser es el Nuevo Ser, que es universalmente válido para todo ser humano. Hemos de mencionar ahora un argumento realmente enjundioso contra la posición que aquí adoptamos. Se basa en la presuposición corriente de que la fe, por su misma naturaleza, implica un elemento de riesgo, y entonces la pregunta que formula este argumento es la siguiente: ¿Por qué no aceptar asimismo el riesgo de la incertidumbre histórica? La afirmación de que Jesús es el Cristo es un acto de fe y, por consiguiente, de osado coraje. No es un salto arbitrario en la oscuridad, sino una decisión en la que andan mezclados ciertos elementos de participación inmediata y, por ende, de certeza, con otros elementos de alienación y, por ende, de incertidumbre y de duda. Pero la duda no es lo opuesto a la fe, sino un elemento de la fe. Por consiguiente, no hay fe alguna sin riesgo. El riesgo de la fe estriba en que podría afirmar un símbolo erróneo de la preocupación última, un símbolo que no expresase realmente la ultimidad (como, por ejemplo, el dios Dioniso o la propia nación). Sin embargo, este riesgo se sitúa en una dimensión absolutamente distinta de aquella en que yace el riesgo de aceptar unos hechos históricamente inciertos. Por consiguiente, es erróneo oonsiderar el riesgo de aceptar hechos históricos inciertos como parte del riesgo que entraña la fe. El riesgo que entraña la fe es existencial, atañe a la totalidad de nuestro ser, mientras que el riesgo de los juicios históricos es teórico y susceptible de ser constantemente enmendado por la ciencia. Aquí nos hallamos ante dos dimensiones distintas, que nunca deberían confundirse. Una fe errónea puede destruir el sentido de la propia vida, mientras que un juicio histórico erróneo no puede hacerlo. Resulta, pues, desorientador conferir a la palabra "riesgo" el mismo sentido en ambas dimensiones.
U58
7. EL
TEOLOGIA SISTEMA.TICA
TESTIMONIO BÍBLICO DJ!: JESÚS OOMO EL CRISTO
Desde todos los puntos de vista, el Nuevo Testamento es el documento en el que aparece la imagen de Jesús como el Cristo en su forma original y fundamental. Todos los demás documentos, desde los Padres apostólicos a los escritos de los téologos contemporáneos, dependen de este documento original. De suyo, el Nuevo Testamento es una parte integral del acontecimiento que en él se nos narra. El Nuevo Testamento constituye la vertiente receptiva de este acontecimiento y, como tal, nos proporciona un testimonio de su aspecto fáctico. Si realmente es asf, podemos decir que, en conjunto, el Nuevo Testamento es el documento fundamental que poseemos acerca del acontecimiento sobre el que descansa la fe cristiana. En esto coinciden plenamente las diversas partes del Nuevo Testamento, aunque en otras cuestiones sean muy divergentes entre sí. Pero todos los libros del Nuevo Testamento afirman por igual que Jesús es el Cristo. La llamada teología liberal quiso llegar a lo que hay detrás de estos relatos bíblicos acerca de Jesús como el Cristo. Para tal propósito, los tres primeros evangelios constituyen la parte a todas luces más importante del Nuevo Testamento, y así los han considerado numerosos teólogos modernos. Pero en cuanto caemos en la cuenta de que la fe cristiana no se puede construir sobre este fundamento, el cuarto evangelio y las epístolas cobran la misma importancia que los evangelios sinópticos. Entonces vemos que no existe el menor conflicto entre unos y otros libros por lo que respecto a la cuestión decisiva de proclamar a Jesús como el Cristo. La diferencia entre los evangelios sinópticos y los demás libros del Nuevo Testamento -incluso el cuarto evangelio- estriba en que los primeros nos dan la imagen sobre la que se fundamenta la afirmación de que Jesús es el Cristo, mientras que los segundos nos dan la elaboración de esta afirmación y sus implicaciones en el pensamiento y en la vida cristiana. Esta distinción no es exclusiva, ya que es una diferencia en el énfasis, pero no en la substancia de lo que se afirma. Hamack andaba, pues, equivocado cuando oponía el mensaje dado por Jesús al mensaje acerca de Jesús. No existe ninguna diferencia substancial entre el mensaje del Jesús sinóptico y el mensaje que acerca de
LA REALIDAD DE CRISTO
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Jesús nos dan las epístolas paulinas. Esta afirmación nada tiene que ver con los intentos de la teología liberal por despojar los tres primeros evangelios de todos los elementos paulinos. La crítica histórica puede realizar esta labor con cierto grado de probabilidad. Pero cuanto más lo logra, menos rasgos quedan de la imagen sinóptica de Jesús como el Cristo. Esta imagen y el mensaje de Pablo sobre Cristo no se contradicen. Los testigos neotestamentarios son unánimes en su testimonio de que Jesús es el Cristo. Y este testimonio constituye el fundamento de la Iglesia cristiana.
B. EL NUEVO SER EN JESúS COMO EL CRISTO l.
EL NUEVO
SER
y EL NUEVO EÓN
Según el simbolismo escatológico, el Cristo es el que aporta el nuevo eón. Cuando Pedro llamó a Jesús "el Cristo", ~spera ba que, por su mediación, se produciría el advenimiento de un nuevo estado de cosas. Tal expectación es implícita en el título de "Cristo". Pero no se cumplió ese advenimiento según esperaban los discípulos. El estado de cosas, .tanto en la naturaleza como en la historia, siguió inalterado, y Aquel de quien se esperaba que aportaría el nuevo eón fue destruido por los poderes del antiguo eón. Eso significaba que los discípulos, o tenían que aceptar el derrumbamiento de su esperanza, o debían transformar radicalmente su contenido. Fueron capaces de optar por esa segunda alternativa en cuanto identificaron el Nuevo Ser con el ser de Jesús, el sacrificado. En los textos sin6pticos, el mismo Jesús aúna la vocación mesiánica con la aceptación de una muerte violenta. Pero en estos mismos textos vemos cómo los discípulos se resistieron a esta unión. únicamente las experiencias que nos son descritas como Pascua y Pentecostés, generaron en ellos la fe en el carácter parad6jico de la vocación mesiánica. Fue Pablo quien nos ofreció el marco teol6gico en el que se pudo entender y justificar esta paradoja. Una de las formas de abordar la solución del problema consistió en establecer la distinción entre la primera y la segunda venida
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TEOLOGtA SISTEMATICA
de Cristo. El nuevo estado de cosas surgirá cuando se produzca la segunda venida, el retorno glorioso de Cristo. En el periodo que media entre la primera y la segunda venida, el Nuevo Ser está pre~ente en Cristo. ];:l es el reino de Dios. En :el se cumple, en principio, la expectación ecatológica. Quienes participan en El, participan en el Nuevo Ser, aunque bajo las condiciones de la situación existencial humana y, por ende, de un modo únicamente fragmentario y por anticipado. El Nuevo Ser es el ser esencial que, bajo las condiciones de la existencia, colma el abismo que media entre la esencia y la existencia. Para expresar esta idea, Pablo usa asimismo el término "nueva creatura" y llama "nuevas creaturas" a los que están "en" Cristo. "En" es la preposición que indica la participación; quien participa en la novedad del ser que está presente en Cristo, se ha co~vertido en una nueva creatura. Y esto ocurre en virtud de un acto creador. Si, según la teología de los evangelios sinópticos, Jesús como el Cristo es una creación del Espíritu divino, del mismo modo quien participa en el Cristo se convierte en una nueva creatura por la acción del Espíritu. La alienación de su ser existencial con respecto a su ser esencial queda vencida en principio, esto es, en poder y como un inicio. El término "Nuevo Ser", tal como aquí lo usamos, apunta directamente a la hendidura existente entre el ser esencial y el ser existencial -y constituye el principio restaurador de todo este sistema teológico. El Nuevo Ser es nuevo en cuanto que es la manifestación no deformada del ser esencial en el seno y bajo las condiciones de la existencia. Esta novedad suya es tal novedad de dos modos distintos: en contraste con la índole meramente potencial del ser esencial y en comparación con la índole alienada del ser existencial. Y el Nuevo Ser es real, puesto que vence la alienación de la existencia real. Pero esta misma idea puede expresarse de otras maneras. El Nuevo Ser es nuevo en cuanto constituye una victoria sobre la situación de sujeción a la ley -que es la antigua situación. La ley es el ser esencial del hombre que se yergue contra su existencia, imponiéndose a ella y juzgándola. En cuanto la existencia del hombre asume su ser esencial y lo actualiza, la ley deja de ser ley para él. Allí donde surge el Nuevo Ser, desaparece todo mandamiento y todo juicio. Por consiguiente,
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si decirnos que Jesús como el Cristo es el Nuevo Ser, afirmamos, con Pablo, que el Cristo es el fin de la ley. En términos de simbolismo escatológico podemos decir asimismo que Cristo es el fin de la existencia -el fin de la existencia vivida en la alienación, los conflictos y la autodestrucción. La idea bíblica de que en Jesús como el Cristo se cumple la esperanza humana de una nueva realidad, es una consecuencia inmediata de la aserción de que en ll:l está presente el Nuevo Ser. La aparición de Cristo es "escatología cumplida" (Dodd). Claro está que lo es "en principio", es decir, que constituye la manifestación del poder y el inicio de la plenitud escatológica. Pero es escatología cumplida, puesto que no podemos esperar ningún otro principio de plenitud. En Cristo ha aparecido aquello que, cualitativamente, significa plenitud. Con la misma idoneidad, podemos decir que en Jesús como el Cristo la historia ha llegado al fin, es decir, que el período preparatorio ha alcanzado su meta. En la dimensión de lo último, la historia no puede producir nada cualitativamente nuevo que no esté implícitamente presente en el Nuevo Ser de Jesús como el Cristo. La aserción de que Cristo es el "fin" de la historia parece absurda a la luz de los últimos dos mil años de historia. Pero no lo es si reparamos en el doble sentido de la palabra "fin", que tanto significa "acabamiento" como "meta". En el sentido de "acabamiento", la historia no ha llegado aún a su fin. Sigue transcurriendo y presenta como siempre todas las características de la alienación existencial. Es el lugar donde actúa la libertad finita dando origen a la distorsión existencial y a las grandes ambigüedades de la vida. En el sentido de "meta'', la historia ha llegado cualitativamente a un fin intrínseco, es decir, a la aparición del Nuevo Ser como una realidad histórica. Pero, cuantitativamente considerada, la actualización del Nuevo Ser en ei seno de la historia está sometida a las distorsiones y ambigüedades de la condición histórica del hombre. Esta oscilación entre el "ya" y el "todavía no" constituye la experiencia que se simboliza en la tensión existente entre la primera y la segunda venida de Cristo y es inseparable de la existencia cristiana.
H.
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2. LA
TEOLOGIA SISTEMl.TICA
APARICIÓN DEL NUEVO
SEB
EN UNA VIDA PERSONAL
El Nuevo Ser se hizo presente en una vida personal; pero, para la humanidad, no podía hacerse presente de ningún otro modo, porque las potencialidades del ser sólo son enteramente reales en una vida personal. únicamente en la persona se dan las polaridades completas del ser. únicamente la persona es, según nuestra experiencia, un yo plenamente desarrollado, un yo que se contrapone a un mundo al que al mismo tiempo pertenece. únicamente la persona está totalmente individualizada y, por esta razón precisamente, es capaz de participar en su mundo sin limitación alguna. únicamente la persona posee un ilimitado poder de autotrascenderse y, por esta razón precisamente, tiene una estructura completa, la estructura de la racionalidad. únicamente la persona está dotada de libertad, con todas sus características, y por esta razón precisamente, sólo ella posee un destino. únicamente la persona es una libertad finita, y eso le oonfiere el poder de contradecirse y volver sobre sí misma. De ningún otro ser puede decirse todo esto. Y únicamente en un ser asi pudo aparecer el Nuevo Ser. únicamente donde la existencia es más radicalmente existencia -en el ser que es libertad finita-, puede ser vencida la existencia. Pero lo que acaece en el hombre, acaece implícitamente en todos los reinos de la vida, ya que en el hombre están presentes todos los niveles del ser. El hombre pertenece al reino físico, al reino biológico y al reino psicológico, y está sujeto a sus múltiples grados y a las diversas relaciones que se dan entre ellos. Por esta razón, los filósofos del Renacimiento decían del hombre que era un "microcosmos". En si mismo, el hombre es un universo. Lo que en él acaece, acaece, pues, en virtud de la mutua participación universal. Desde luego, esto lo decimos en términos cualitativos, no cuantitativos. Cuantitativamente hablando, el universo es de una suprema indiferencia por lo que ocurre en el hombre. Cualitativamente hablando, nada ocurre en el hombre que no repercuta en los elementos que constituyen el universo. Esto confiere una significación cósmica a la persona y confirma nuestro convencimiento de que sólo en una vida personal puede manifestarse el Nuevo Ser.
LA REALIDAD DE CRISTO
3. LAs
EXP~IONES DEL NUEVO
SER
EN
JF.SÚs
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COMO EL
Clusro
Jesús como el Cristo es el portador del Nuevo Ser en la totalidad de su ser y no en una expresión particn.lar del mismo. Es su ser el que hace de él el Cristo, porque su ser posee la cualidad del Nuevo Ser más allá de la hendidura que separa el ser esencial y el ser existencial. De ahí que ni sus palabras, hechos o sufrimientos, ni lo que suele llamarse su "vida interior" hagan de él el Cristo. Todo esto no son sino expresiones del Nuevo Ser, que es la cualidad de su ser, y este su ser precede y trasciende todas sus expresiones. Con esta aserción, utilizada a· manera de instrumento crítico, podemos invalidar ciertas descripciones inadecuadas de la naturaleza de Jesús como el Cristo. La primera expresión del ser de Jesús como el Cristo la constituyen sus palabras. La palabra es la portadora de la vida espiritual. Pero no por ello hemos de sobrevalorar la importancia que reviste la palabra hablada en la religión del Nuevo Testamento. A las palabras de Jesús, para citar tan sólo dos ejemplos entre muchos, se las llama "palabras de vida eterna", y ser su discípulo significa confiar por completo "en sus palabras". Pero también al mismo Jesús se le ha llamado "la Palabra". Y esto es precisamente lo que nos indica que no son sus palabras las que hacen de él el Cristo, sino su ser. A este ser lo llamamos metafóricamente "la Palabra", porque es la automanifestación final de Dios a la humanidad. Su ser, llamado "la Palabra", se expresa también en sus palabras. Pero, como Palabra, es más que todas las palabras que ha pronunciado. Esta aserción constituye la crítica fundamental que oponemos a toda teología que separe las palabras de Jesús de su ser y convierta a Jesús en maestro, predicador o profeta. Esta tendencia teológica, tan antigua como la misma Iglesia, está representada por el antiguo y moderno racionalismo y cobró singular relieve en la llamada "teología liberal" del siglo xix. Pero la influencia que ejerce en la mentalidad popular es muy superior a su importancia teológica y desempeña un tremendo papel en la piedad de la vida cotidiana, sobre todo en aquellos grupos que ven en el cristianismo un sistema de reglas convencionales estatuidas por un maestro divino. Particularmente en
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TEOLOG1A SISTEMÁTICA
un contexto docente, suele hablarse de las "enseñanzas de Jesús'', a las que se considera como el fundamento de la instrucción religiosa. No es que esto sea necesariamente erróneo, porque el término "enseñanza de Jesús" -es preferible usar esta forma singular- puede incluir su mensaje profético sobre la presencia en su ser del reino de Dios. Pero habitualmente se utiliza este término (las más de las veces en plural) para designar las explicaciones doctrinales de Jesús acerca de Dios, el hombre y, sobre todo, lo que le es exigido al hombre. Cuando se usa en este sentido, el término "las enseñanzas de Jesús" convierte a Jesús en una persona distinta, una persona que estatuye ciertas leyes éticas y doctrinales. Pero concebir de este modo la aparición del Nuevo Ser en Cristo es, obviamente, reincidir en el tipo legalista de autosalvación y sustituir al Jesús como el Cristo por el maestro religioso y moral llamado Jesús de Nazaret. Contra tal teología y su versión popular debemos mantener el principio de que "el ser precede al hablar". únicamente porque Jesús como el Cristo es la Palabra, sus palabras poseen el poder de crear el Nuevo Ser, y únicamente en el poder del Nuevo Ser, sus palabras pueden transformarse en realidad. La segunda expresión del Nuevo Ser en Jesús como el Cristo la constituyen sus hechos. También estos hechos de Jesús como el Cristo han sido separados de su ser y se han convertido en una serie de ejemplos a imitar. No se considera ya al Cristo como un promulgador de la ley, sino como si su mismo ser fuese la nueva ley. Esta idea no carece de abundantes justificaciones. Si Jesús como el Cristo representa la unidad esencial entre Dios y el hombre, unidad que aparece bajo las condiciones de la alienación existencial, todo ser humano está llamado, por esta razón, a asl,lmir "la forma de Cristo". Ser como Cristo significa participar plenamente en el Nuevo Ser que está presente en Él. En este sentido, el Cristo es la nueva ley e implícitamente exige la igualdad con ÉL Pero si todo esto se interpreta como un mandamiento de imitar a Cristo, las consecuencias erróneas que acarrea tal interpretación resultan inevitables. Suele entenderse la imitatio Christi como el intento de transformar la propia vida en una copia de la vida de Jesús, incluso por lo que se refiere a los rasgos concretos de su imagen bíblica. Pero esta actitud contradice la significación que, en la figura de
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Jesús como el Cristo, poseen tales rasgos como partes de su ser. Esta significación no es otra que la de hacer transparente el Nuevo Ser, que es el ser de Cristo. Apuntan, pues, a lo que está más allá de su carácter contingente y no son ejemplos a imitar. Si se utilizan de este modo, pierden su transparencia y se convierten en prescripciones ritualistas o ascéticas. Si de todos modos se utiliza en este contexto la palabra "imitación", debería entenderse que nuestra "imitación de Cristo" no es sino la exigencia de que, en nuestra situación concreta, participemos en el Nuevo Ser y seamos transformados por :€1, no más allá de las contingencias de nuestra vida, sino totalmente inmersos en ellas. No son las acciones, sino el ser, del que surgen tales acciones, lo que hace de Jesús el Cristo. Si entendemos a Jesús como la nueva ley y el objeto de nuestra imitación, es casi imposible evitar que la nueva ley cobre las características de algo que hemos de copiar o imitar. Tuvo, pues, razón el protestantismo cuando opuso múltiples reparos a la utilización de estos términos después del patente abuso de los mismos por parte del catolicismo romano. Y el protestantismo debería rechazar en todo momento los intentos pietistas y revivalistas de reintroducir en la doctrina protestante aquellos elementos que operan una separación entre las acciones y el ser de Cristo. La tercera expresión del Nuevo Ser en Jesús como el Cristo la constituye su sufrimiento. Este sufrimiento de Jesús incluye su muerte violenta y es una consecuencia del inevitable conflicto que surge entre las fuerzas de la alienación existencial y el portador de aquello que vence a la existencia. Sólo porque asumió el sufrimiento y la muerte, Jesús pudo ser el Cristo, ya que sólo de esta manera pudo participar plenamente en la existencia y sobreponerse a la fuerza con que la alienación intentaba romper su unidad con Dios. La importancia que reviste la cruz en la imagen neotestamentaria de Jesús como el Cristo indujo a los teólogos ortodoxos a que, en el contexto de una teoría del sacrificio, separaran del ser de Jesús tanto su sufrimiento como su muerte y los convirtiesen en las funciones decisivas desempeñadas por Jesús en su calidad de Cristo. Esto tiene una cierta justificación, ya que, sin el sacrificio permanente de si mismo como individuo particular bajo las condiciones de la existencia en pro de sí mismo como portador del Nuevo Ser, no habría podido ser el Cristo. Jesús demuestra y
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confirma su naturaleza de Cristo al sacrificarse a si mismo como Jesús en aras de si mismo como el Cristo. Pero carece de toda justificación separar de su ser esta función de sacrificio, ya que esta función es realmente una expresión de su ser. Esto se llevó a cabo, sin embargo, en las doctrinas de la expiación, como la de Anselmo de Canterbury. La muerte expiatoria de Cristo es, para Anselmo, el opus supererogatorium que permite a Dios superar el conflicto entre su amor y su ira. No es éste el momento de hablar de la teoría anselmiana de la expiación como tal; pero sí de las consecuencias que entraña para la interpretación de Cristo. Anselmo da siempre por supuesta la "naturaleza divina" de Cristo y, en este sentido, afirma su condición de portador del Nuevo Ser (en términos del dogma cristológico}. Pero considera únicam.ente su ser como un presupuesto de su muerte y del efecto que esta muerte produjo en Dios y en el hombre. No lo considera como el factor decisivo, como aquello que hace de Jesús el Cristo y cuyas necesarias consecuencias son el sufrimiento y la muerte. El sufrimiento de la cruz no es algo adicional que podamos separar de la aparición del eterno Dios-Humanidad bajo las condiciones de la existencia, sino una implicación ineludible de esta aparición. Al igual que sus palabras y sus hechos, el sufrimiento de Jesús como el Cristo es una expresión del Nuevo Ser que en :E:l se manifiesta. Por eso resulta pasmosa la abstracción a la que llega Anselmo cuando afirma que Jesús debía a Dios una obediencia activa, pero no el sufrimiento y la muerte -como si, bajo las condkiones de la alienación existencial, la unidad entre Dios y el Cristo pudiera mantenerse sin la continua aceptación de su sufrimiento y de su tener que morir. Teniendo en cuenta estas consideraciones, debemos evaluar la separación que establece el racionalismo entre las palabras y el ser de Jesús, la separación que opera el pietismo entre los hechos y el ser de Jesús, y la separación que efectúa la ortodoxia entre el sufrimiento y el ser de Jesús. Debemos concebir el ser de Jesús como el Nuevo Ser, y sus expresiones como manifestaciones de Jesús como el Cristo. Algunos teólogos han intentado seguir esta línea de pensamiento. Tal es el caso de W. Herrmann, que trató de penetrar en la vida interior de Jesús, es decir, en su relación
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con Dios, con los hombres y consigo mismo, y esta misma actitud es la que se adoptó en la búsqueda del "Jesús histórico". No es ciertamente disparatado decir que si el Nuevo Ser se actualiza en una vida personal, se hace real en aquellos procesos que no pueden exteriorizarse, aunque ejercen su influencia sobre todas las expresiones de la persona. El único modo de abordar la vida interior de una persona es a través de las conclusiones que podemos inferir de estas expresiones. Pero tales conclusiones son siempre cuestionables, sobre todo en el caso de Jesús. Y no sólo lo son por la índole de los documentos que poseemos acerca de Jesús, sino también porque la unicidad del ser de Jesús sólo nos permite establecer conclusiones por medio de una analogía extremadamente dudosa. Es harto significativo que los relatos bíblicos sobre Jesús no lo "psicologizan". Seria más exacto decir que lo "ontologizan". Nos hablan del Espíritu divino que está en Jtl o de su unidad con el Padre. Nos hablan de la resistencia que opuso a las tentaciones demoníacas, de su amor paciente, aunque crítico, para con sus discípulos y los pecadores. Nos hablan de su experiencia del aislamiento y de la falta de sentido, así como de su congoja ante la amenaza de una muerte violenta. Pero todo esto no es .psicología ni descripción de una estructura de carácter, como tampoco es un intento de penetrar en la vida interior de Jesús. Los textos que .poseemos no nos ofrecen una descripción psicológica de su desarrollo personal, de su piedad o de sus conflictos internos. Sólo nos muestran la presencia del Nuevo Ser en ll:l bajo las condiciones de la existencia. Claro está que todo cuanto le acontece a una persona, le acontece en y a través de su estructura psicológica. Pero, al registrar la congoja que embargó a Jesús ante la necesidad ·de su muerte, los autores del Nuevo Testamento nos muestran su total participación en la finitud humana. Y no sólo nos muestran la expresión de una forma especial de congoja, sino que nos muestran asimismo el triunfo de Jesús sobre tal congoja. Porque, sin este triunfo, no habría podido ser el Mesías. En todo caso, no se trata de describirnos una conducta psicológica determinada, sino de presentamos un encuentro del Nuevo Ser con las fuerzas de la alienación. Por consiguiente, hemos de considerar como un fracaso todo intento de penetrar en la vida interior de Jesús con objeto de describir sus cualidades
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mesiánicas, aunque sea un intento de enfrentarse directamente con el Nuevo Ser que está en Jesús como el Cristo. Al llegar a este punto, hemos de recordar que el término "ser", cuando se aplica a Dios como afirmación inicial acerca del mismo, lo interpretamos como el "poder de ser" o, expresado en forma negativa, como el poder de resistir el non-ser. De manera análoga, el término "Nuevo Ser", cuando lo aplicamos a Jesús como el Cristo, indica el poder que, en Jesús, vence la alienación existencial o, expresado en forma negativa, el poder de resistir las fuerzas de la alienación. Experimentar el Nuevo Ser en Jesús como el Cristo significa experimentar el poder que, en Cristo, ha vencido la alienación existencial en sí mismo y en quienes participan en ÉL El término "ser", cuando lo usamos para significar a Dios o las manifestaciones divinas, es el poder de ser o, expresado en forma negativa, el poder de vencer el non-ser. La palabra "ser" indica el hecho de que este poder no es objeto de la buena voluntad de alguien, sino un don que precede o determina el carácter de todo acto de la voluntad. En este sentido podemos decir que el concepto del Nuevo Ser restablece el sentido de la gracia. Mientras el peligro que acechó al "realismo" fue el de interpretar erróneamente la gracia en un sentido mágico, el riesgo a que estuvo expuesto el "nominalismo" fue el de perder por completo el concepto de gracia. Sin una comprensión del "ser" y del "poder de ser", es imposible hablar de la gracia en su plena significación.
4. EL
NUEVO SER EN JESÚS COMO EL CRISTO y
su
VICTORIA
SOBRE LA ALIENACIÓN
a) El Nuevo Ser en el Cristo y las marcas de la aliena~ ci6n. - Todos los detalles concretos de la descripción bíblica de Jesús como el Cristo confirman su carácter de portador del Nuevo Ser o de ·aquel .en quien se supera el conflicto entre la unidad esencial de Dios y el hombre, por una parte, y la alienación existencial humana, por la otra parte. No sólo en los textos evangélicos sino también en las epístolas, esta imagen de Jesús como el Cristo contradice punto por punto las marcas de alienación que nuestro análisis de la condición exis-
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tencial del hombre nos ha permitido discernir -aunque no es de extrañar tal contradicción desde ·el momento en que nuestro análisis se halla determinado, en parte, por la confrontación que establecimos entre la condición existencial del hombre y la imagen del Nue.vo Ser en el Cristo. Según la imagen bíblica de Jesús como el Cristo, no se da en l!:l, a pesar de todas las tensiones a que está sujeto, la menor huella de alienación con respecto a Dios ni, por ende, con respecto a sí mismo y a su mundo (en su naturaleza esencial). El carácter paradójico de su ser estriba en el hecho de que, poseyendo tan sólo una libertad finita bajo las condiciones del tiempo y el espacio, no está alienado del fondo de su ser. No se da en J!:l el menor vestigio de "descreencia", es decir, de un distanciamiento de su centro personal con respecto al centro divino que constituye el objeto de su preocupación infinita. Incluso en la situación extrema de estar desesperando de su tarea mesiánica, clama a su Dios que le ha abandonado. Del mismo modo, la imagen bíblica no nos muestra ninguna huella de hybris o autoelevación en Cristo, a pesar de que tenía plena conciencia de su vocación mesiánica. En el momento crítico en que Pedro le llama por primera vez "Cristo", Jesús aúna la aceptación de este título con la aceptación de su muerte violenta y conmina incluso a sus discípulos a que no hagan pública su función mesiánica. Esta total ausencia de hybris la subraya asimismo Pablo en su himno cristológico -capítulo segundo de la epístola a los filipenses-, donde combina la forma divina del Cristo trascendente con su aceptación de la forma de siervo. Y el fundamento teológico de esta manera de ser nos lo ofrece el cuarto evangelio en un pasaje atribuido a Jesús: "El que cree en mí no cree en mí, sino en Aquel que me ha enviado". Tampoco se da el menor rastro de concupiscencia en la imagen bíblica de Jesús como el Cristo, como queda vigorosamente destacado en el relato de las tentaciones sufridas por J es{1s en el desierto, donde Satanás recurre al deseo de comida, de discernimiento y de poder ilimitado pensando que serían los puntos débiles de Cristo. Como Mesías, Jesús podía satisfacer tales deseos. Pero, de haberlos satisfecho, habría sido demoníaco y habría dejado de ser el Cristo. La victoria lograda sobre la aliei¡ación por parte del Nuevo
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Ser en Jesús como el Cristo, no debería describirse en términos de "la impecabilidad de Jesús·. l!:ste es un término negativo y sólo aparece en el Nuevo Testamento para mostrar la victoria alcanzada por Cristo contra la tentación mesiánica (epístola a los hebreos), es decir, para enaltecer la dignidad de aquel que es el Cristo cuando se niega a sacrificarse a sí mismo sujetándose a las consecuencias destructoras de la alienación. De hecho, no poseemos ninguna enumeración de los pecados concretos que Jesús no cometió, ni tampoco contamos con una descripción día tras día de las ambigüedades de la vida en Jas que demostrara ser bueno· sin la menor ambigüedad. Jesús rechaza el término "bueno" cuando intentan aplicárselo a l!:l aislado de Dios y sitúa el problema en su verdadero lugar, es decir, en la unicidad de su relación con Dios. Su bondad sólo es bondad en la medida en que participa de la bondad de Dios. Jesús, como todo hombre, es libertad finita. Sin ello, no seria igual a los hombres y no podría ser Cristo. Sólo Dios se halla más allá de la libertad y el destino. Sólo en Dws quedan eternamente conquistadas las tensiones de ~sta y de las demás polaridades, mientras que en Jesús tales tensiones son reales. El término "impecabilidad" es una racionalización de la imagen bíblica de aquel que ha vencido, en el seno de la existencia, a las fuerzas de la alienación existencial. Tales racionalizaciones, tan antiguas como el Nuevo Testamento, aparecen en varros pasajes bíblicos, como, por ejemplo, en algunos relatos de milagros -el de la tumba vacía, el del nacimiento virginal, el de la ascensión corporal al cielo, etc. Tanto si aparecen en forma de narraciones como en forma de conceptos, su índole es siempre la misma. Afirman algo positivo acerca de Cristo (y, Juego, acerca de otras figuras bíblicas) y lo interpretan en términos de negaciones que, en principio, son susceptibles de verificación empírica. Así, una afirmación religiosa de car~cter existencial y simbólico queda transformada en una afirmación teórica de índole racional y objetivante. La imagen· bíblica es, pues, enteramente positiva en su acentuación de tres características: primero, la entera finitud de Cristo; segundo, la realidad de las tentaciones surgidas de su finitud; tercero, la victoria sobre tales tentaciones, puesto que la derrota ante ellas habría quebrado la relación de Cris-
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to oon Dios y habría arruinado su vocación mesiánica. Más
allá de estas tres características, que conocemos por la experiencia real de los discípulos, no es posible ni tiene sentido ninguna indagación, sobre todo si nos referimos al pecado en singular, como siempre deberíamos hacer. b) La realidad de 'las tentaciones de Cristo. - Ya que Jesús como el Cristo es libertad finita, la tentación a la que se enfrenta es también una tentación real. La posibilidad misma constituye ya una tentación, Y Jesús no representaría la unidad esencial entre Dios y el hombre (el eterno Dios-Humanidad) si careciese de la posibilidad de una tentación real. A lo largo de toda la historia de la Iglesia, tanto en los teólogos como en el cristianismo popular ha existido siempre una tendencia monofisita, que calladamente ha inducido a muchos cristianos a negar que las tentaciones de Cristo fuesen verdaderas tentaciones. No podían tolerar la plena humanidad de Jesús como el Cristo, su libertad finita y, con ella, la posibilidad de que sucumbiese a la tentación. Sin que adrede se lo propusiesen, despojaron a Jesús de su finitud real y le atribuyeron una trascendencia divina por encima de la libertad y el destino. La Iglesia tuvo razón cuando se opuso a esta distorsión monofisita de la imagen de Jesús como el Cristo, aunque nunca logró una victoria completa sobre ella. No obstante, si aceptamos que la narración bíblica se refiere a unas verdaderas tentaciones, tenemos que afrontar un problema de la mayor importancia para la doctrina del hombre en general y para la doctrina de la transición de la esencia a la existencia en particular. La caída del hombre desde la inocencia soñadora a la autoactualización y alienación plantea el mismo problema antropológico que la victoria de Cristo sobre la alienación existencial. Debemos, pues, preguntamos: ¿En qué condiciones es seria una ten"tación? ¿No es una de estas condiciones precisamente el deseo real de aquello que posee el poder de tentar? Pero, si existe este deseo, ¿no es anterior la alienación a la decisión de sucumbir o de no sucumbir a la tentación? No cabe la menor duda de que, en las condiciones de la existencia, ésta es la situación humana. Desde el mismo inicio de la vida, nuestro deseo nos apremia y así aparecen las posibilidades. Estas posibilidades se convierten en tentación si existe una prohibición (como en la
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narración del paraíso) que nos obliga a deliberar y decidir. La cuestión estriba entonces en cómo concebimos este deseo, tanto si es el deseo de conocimiento y poder que sentía Adán, según la narración del paraíso, como si se trata del deseo de gloria y poder que podía abrigar Jesús ·según el relato de las tentaciones. Podemos responder a esta cuestión a tenor de nuestro análisis de la concupiscencia. La diferencia entre la autotrascendencia natural, que implica el deseo de reunirse con todas las cosas, y la concupiscencia distorsionada, que no quiere reunirse con nada sino que ansía explotarlo todo para procurarse poder y placer, será decisiva para la evaluación del deseo en el estado de tentación. Sin deseo no existe tentación alguna, pero la tentación es el deseo que se ha transformado en concupiscencia. La prohibición establece las condiciones que deberían evitar la transición del deseo a la concupiscencia. En el relato del paraíso, no se dan tales condiciones. En él nada indica que el deseo de conocimiento y poder sea lícito mientras no se convierta en concupiscencia. Una indicación en este sentido sólo podemos deducirla de la relación que media entre Adán y los f:rutos del árbol de la vida, a los que primero tenía acceso y de los que después fue excluido: sin Dios, Adán carecerá de eternidad. Del mismo modo podemos inferir la analogía de que, sin Dios, Adán carecerá de conocimiento. El deseo en sí no es malo (el fruto es bueno para comer); pero no se observan las condiciones de su legítima satisfacción y, por consiguiente, el acto de comer se convierte en un acto de concupiscencia. En el relato de las tentaciones de Jesús, las condiciones requeridas para una legítima satisfacción de sus deseos nos vienen indicadas en las citas veterotestamentarias con las que Jesús rechaza a Satanás. Pero tales condiciones son exactamente las mismas que hallamos en el relato del paraíso: sin Dios, es malo poseer los objetos de unos deseos que, en sí mismos, son lícitos. Jesús podría haber satisfecho tales deseos, pero esto habría significado renunciar a su naturaleza mesiánica. La distinción entre deseo y concupiscencia constituye, pues, el primer paso para dar solución al problema que suscita la absoluta seriedad de las tentaciones sufridas por Cristo. El segundo paso consiste en abordar la cuestión de cómo es posible el deseo en el estado de unidad inquebrantada
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con Dios. La palabra "deseo" expresa uil estado de implenitud. No obstante, la literatura religiosa abunda en descripciones de personas que están unidas a Dios y en ello encuentran su total plenitud. Pero si el hombre que se halla en unidad esencial con Dios (Adán) y el hombre que está en unidad real con Dios bajo las condiciones de la existencia (Cristo), se sienten tentados por su deseo de una plenitud finita, entonces el deseo y la unidad con Dios no pueden ser mutuamente contradictorios (lo cual implicaría la afirmación de que tampoco el eros y el ágape pueden ser mutuamente contradictorios). Expresado en forma positiva, esto quiere decir que la vida de unidad con Dios, como toda vida, está determinada por la polaridad de dinámica y forma y, como tal, nunca se halla exenta del riesgo que implican las tensiones entre dinámica y forma. La unidad con Dios no es la negación del deseo de reunir lo finito con lo finito. Pero cuando existe la unidad con Dios, no se desea lo finito al margen de esta unidad sino dentro de ella. La tentación que se enraíza en el deseo es aquella en que se desea lo finito al margen de Dios o aquella en que el deseo se convierte en concupiscencia. Tal es la razón que explica el hecho de que el objeto del deseo constituya una verdadera tentación incluso en el Cristo. Sin embargo, tenemos que dar un tercer paso para responder a las cuestiones suscitadas por la realidad de las tentaciones de Jesús. El recelo que sentimos ante ciertas consideraciones, como las anteriores, se debe al temor de que conviertan en un hecho meramente contingente la resistencia que Jesús opuso a dejarse vencer por sus tentaciones. Si así fuera, la salvación del género humano dependería de la decisión contingente de un individuo concreto. Pero esta manera de razonar no tiene en cuenta la unidad polar de libertad y destino. Tanto la universalidad de la alienación existencial como la unicidad de la victoria sobre la alienación son consecuencia de la libertad, pero también lo son del destino. La decisión de Cristo de no sucumbir a las tentaciones es un acto de libertad finita y, como tal, análogo a la decisión que adopta quienquiera que sea libertad finita, es decir, todo hombre. Como decisión libre, es un acto de su personalidad total y .del centro de su propio yo. Pero, al mismo tiempo, como ocurre en quienquiera que sea libertad. finita, esta decisión es una consecuencia de su
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destino. La libertad de Jesús estaba empotrada en su destino. La libertad sin destino es mera contingencia, y el destino sin libertad es mera necesidad. Pero la libertad humana y, en consecuencia, la libertad de Jesús como el Cristo están unidas al destino y, por ello, no son ni contingencia ni necesidad. El Nuevo Testamento considera muy en serio el elemento de destino en la descripción de Cristo. Sus factores hereditarios y su existencia corporal constituyen un objeto de especulación y de investigación en los. evangelios sinópticos. Jesús no está solo y aislado; es el eslabón central en la cadena de las revelaciones divinas. La importancia de su. madre no queda disminuida por el hecho de que no lo entienda. En los textos bíblicos se mencionan numerosos factores que contribuyen a determinar el destino de un hombre. Lo que le ocurre a Jesús es siempre una consecuencia de su destino, pero ásimismo es siempre un acto de su libertad. En sus_ múltiples referencias a las profecías veterotestamentarias, el Nuevo Testamento expresa claramente el elemento de destino. La aparición de Jesús como el Cristo y la resistencia que opone a todos los intentos por despojarlo de su carácter de Cristo son actos de decisión personal suya, pero a la vez son el resultado de un destino divino. Y no podemos ir más allá de esta unidad -ni en el caso de Jesús ni en el caso del hombre en general. Este discernimiento constituye la respuesta a la acongojada pregunta de si la salvación de la humanidad se debe, en lo negativo, a la decisión contingente de un solo hombre (considerando la libertad en el sentido de indeterminismo). Las decisiones de Jesús por las que se opuso a su tentación real, se hallan sometidas, como toda decisión humana, a la creatividad directora de Dios (providencia). Y la creatividad directora de Dios, cuando se refiere al hombre, actúa a través de la libertad de éste. El destino del hombre está determinado por la creatividad divina, pero a través de la autodeterminación del hombre, es decir, de su libertad finita. En este aspecto, la "historia de la salvación" y la "historia del Salvador,. se hallan últimamente determinadas del mismo modo que lo está la historia en general y la historia de todo individuo humano. Y lo mismo cabe decir del estado de alienación en que se encuentra la humanidad. Nadíe puede defender en serio la idea absurda de que la causa universal de la condición humana pudo
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depender de la decisión equivocada de un solo hombre.· Del mismo modo, la aparición de Cristo es, a la vez, libertad y destino, y se halla determinada por la creatividad directora de Dios. No existe ninguna contingencia indeterminada en la situación negativa y positiva del género humano; lo que en ella existe es la unidad de libertad y destino bajo la creatividad directora de Dios. c) Las marcas de su finitud. - La seriedad de las tentaciones experimentadas por Cristo descansa en el hecho de que Cristo es libertad finita. Es notable constatar hasta qué punto la descripción bíblica de Jesús como el Cristo subraya su finitud. Como ser finito, está sujeto a la contingencia de todo lo que no es por sí mismo, sino que ha sido "arrojado" a la existencia. Tiene que morir, y experimenta la congoja de tener que morir. Los evangelistas describen esta congoja con el mayor vigor, una congoja a la que no mitiga ni la expectación de la resurrección "al tercer día", ni el éxtasis de un autosacriflcio de tipo sustitutivo, ni siquiera el ideal heroico que anima a hombres como Sócrates. Como todo hombre, Cristo experimenta la amenaza de la victoria que puede alcanzar el nonser sobre el ser, por ejemplo, dentro de los límites del pedazo de vida que se le ha dado. Lo mismo que todos los seres finitos, experimenta la falta de un lugar concreto que le sea propio. Desde su ·nacimiento, da la impresión de ser un extraño y carecer de un hogar en su mundo. Siente la inseguridad corporal, social y mental, está sujeto a la necesidad y es excluido de su pueblo. En relación con las demás personas, su finitud se manifiesta en su aislamiento, tanto por lo que respecta a las masas como por lo que respecta a sus familiares y discípulos. Pugna por lograr que lo comprendan, pero no lo consigue nunca durante su vida. Su reiterado deseo de quedarse solo nos revela que muchas horas de su vida diaria estaban embargadas por las diversas preocupaciones finitas que le suscitaba su encuentro con el mundo. Al mismo tiempo, se siente profundamente afectado por el infortunio de las masas y de todos los que a :€1 acuden. Los acepta, aunque luego será r«'!chazado por ellos. Experimenta todas las tensiones que genera la situación de relación consigo mismo de toda persona finita y constata la imposibilidad de penetrar en el centro de cualquier otra persona.
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En relación con la realidad como tal, con la realidad que incluye a personas y cosas, está sujeto a la incertidumbre del juicio, al riesgo del error, a los límites del poder y a las vicisitudes de la vida. El cuarto evangelio nos dice que Jesüs como el Cristo es la verdad, pero esto no significa que posea una omnisciencia o certeza absoluta. Es la verdad en cuanto su ser -el Nuevo Ser que está en 11:1- vence la falsedad de la alienación existencial. Pero ser la verdad no es lo mismo que conocer la verdad acerca de todos los objetos y situaciones finitas. La finitud implica la posibilidad de error, y el error es intrínseco a la participación de Cristo en .la condición existencial del hombre. Es indudable que Cristo ándaba equivocado en su antigua concepción del universo, en sus juicios sobre los hombres, en su interpretación del momento histórico, en su imaginación escatológica. Si finalmente consideramos su relación consigo mismo, podemos remitirnos de nuevo a lo que antes hemos dicho sobre la seriedad de sus tentaciones. Tales tentaciones presuponen necesidad y deseo. Y podemos remitirnos asimismo a las dudas que lo embargaban acerca de su propia labor, a la indecisión que mostraba en la aceptación del título mesiánico y, sobre todo, a la amargura con que se veía abandonado por Dios en la cruz contrariamente a todas sus expectativas. Todo esto pertenece a la descripción de la finitud de Jesús como el Cristo y debe ocupar el lugar que le corresponde en el conjunto de la imagen de Jesús. Es un elemento suyo, junto a sus otros elementos; pero debemos subrayar vigorosamente este elemento para oponernos a quienes atribuyen a Cristo una omnipotencia, una omnisciencia, una omnipresencia y una eternidad ocultas. Tales cristianos prescinden de la seriedad de su finitud y, con ella, de la realidad de su participación en la existencia. d) Su participaci6n en el elemento trágico de la existencia. -Todo encuentro con la realidad, tanto si se trata de situaciones como de grupos o de individuos humanos, está cargado de incertidumbre teórica y práctica. Esta incertidumbre no procede únicamente de la finitud del hombre sino también de la ambigüedad de que adolece todo aquello con lo que entra en contacto una persona. La vida está marcada por la· ambigüedad, y una de sus ambigüedades es la que entraña tanto
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la grandeza como la tragedia (de la que hablaremos en el tercer volumen de esta obra). Esto plantea la cuestión de dilucidar cómo se halla implicado el portador del Nuevo Ser en el elemento trágico de la vida: ¿Cuál es su relación con la ambigüedad de la culpa trágica? ¿Cuál es su relación con las consecuencias trágicas de su ser, e incluso de sus acciones y decisiones, para quienes están con ~l o contra ~l y para quienes no están ni con m ni contra ~l? En este ámbito, el primer ejemplo e históricamente el más importante es el conflicto que surgió entre Jesús y los dirigentes de su nación. En general, el pensamiento cristiano ha considerado que la hostilidad de las autoridades contra Jesús constituye, sin la menor ambigüedad, su delito religioso y moral. Las autoridades decidieron enfrentarse a Jesús, aunque hubiesen podido decidirse en favor suyo. Pero, precisamente en este "hubiesen podido" es donde radica todo el problema, ya que elimina el elemento trágico que universalmente forma parte de la existencia, sitúa a las autoridades al margen del contexto humano y las convierte en representantes de un mal inequívoco. No· existe, empero, ningún mal inequívoco, como así lo reconoce Jesús cuando se remite a las tradiciones y cuando manifiesta su pertenencia a la "casa de Israel". Y Pablo, aunque constantemente perseguido por los judíos, no deja de dar testimonio del celo con que los judíos cumplían la ley de Dios. Los fariseos eran los hombres piadosos de su tiempo y los que representaban la ley de Dios, es decir, la revelación preparatoria sin 1a cual no habría podido producirse la revelación final. Cuando los cristianos niegan el elemento trágico en el enfrentamiento que opuso a Jesús y a los judíos (y, análogamente, a Pablo y a los judíos), se hacen culpables de una profunda injusticia, injusticia que muy pronto dio origen a un antijudaísmo cristiano, que constituye uno de los acicates permanentes del moderno antisemitismo. Es lamentable que, incluso en la actualidad, gran parte de la educación cristiana sea consciente o inconscientemente responsable de esta especie de sentimiento antijudío. Esta situación sólo podrá cambiar si admitimos francamente que el conflicto entre Jesús y sus enemigos fue un conflicto trágico. Y esto significa que Jesús se hallaba implicado en el elemento trágico de la culpa de tal modo que hizo inevitablemente culpables a sus enemigos. Pero este elemento de culpa no alte12.
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r6 su relación personal con Dios. No dio paso a la alienación. No quebrant(l su centro personal. Fue tan sólo una expresión de su participación en la alienación existencial y su implicación en ella, es decir, una expresión de la ambigüedad que entraña tanto la creación como la destrucción. Es una profunda visión del elemento trágico de la culpa la que Kierkegaard nos ofrece cuando habla del derecho que le asiste a cualquiera a dejarse matar por la verdad. Quien opta par esta muerte debe saber que se hace trágicamente responsable de la culpa en que incurren quienes le dan muerte. Se han formulado numerosas y harto embarazosas cuestiones acerca de la relación existente entre Jesús y Judas -ya desde la época en que se escribió el Nuevo Testamento. El mismo Jesús señala uno de los problemas que suscitan los relatos de la traición de Judas, puesto que, por un lado, afirma la necesidad providencial -el cumplimiento de las profecías- de la acción de Judas y, por el otro, subraya la inmensidad de su culpa personal. De este modo, se afirma por un igual tanto el elemento trágico como el elemento moral de la culpa de Judas. Pero, además de este elemento trágico, que es el más universal, en la culpa de Judas existe un elemento particular. Su traición presupone que Judas pertenecía al grupo íntimo de los discípulos. Y no hubiera sido así sin la voluntad expresa de Jesús. Implícitamente, ya nos hemos referido a este punto al hablar de los errores de juicio que son inseparables de la existencia finita. Explícitamente, hemos de decir ahora que, a tenor del relato que aparece en los textos evangélicos (y sólo esto es lo que ahora nos interesa), el inocente se hace trágicamente culpable con respecto al que contribuye a su propia muerte. No deberíamos rehuir estas consecuencias, si consideramos en serio· que el portador del .Nuevo Ser participa en las ambigüedades de la vida. En cambio, si concibiésemos al Cristo como un Dios que deambula sobre la tierra, ni sería finito ni se hallaría implicado en la tragedia. Su juicio sería categórico, es decir, sin la menor ambigüedad. Pero, según el simbolismo bíblico, esto será lo propio de la "segunda venida" de Cristo y, por consiguiente, queda vinculado a la transformación de la realidad en su totalidad. El Cristo que la Biblia nos describe, asume las consecuencias de su implicación trágica en la existencia. El Nuevo Ser que en l!:l aparece, posee asimismo una significación eterna
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para aquellos que fueron la causa de su muerte, incluso Judas. e} Su unidad permanente con Dios. - La conquista de la alienación existencial en el Nuevo Ser, que es el ser de Cristo, no elimina la finitud y la congoja, la ambigüedad y la tragedia, sino que asume las negatividades de la existencia en la unidad inquebrantada con Dios. La congoja de tener que morir no queda eliminada; es asumida por la participación en la "voluntad de Dios", es decir, en su creatividad directora. El desarraigo y la inseguridad de Jesús con respecto a un lugar físico, social y mental no quedan mitigados, sino más bien acrecentados hasta el último momento. Y, sin embargo, son aceptados gracias al poder que entraña la participación en un "lugar trascendente" que, en realidad, no es ningún lugar concreto, sino el fondo eterno de todo lugar y de todos los momentos del tiempo. Su aislamiento y sus frustrados intentos para lograr que le recibieran aquellos a los que vino, no terminan de pronto con la consecución de su designio, sino que quedan integrados en la divina aceptación de aquello que rechaza a Dios, es decir, en la línea vertical del amor que une y que es efectivo alli donde queda obstruida la línea horizontal que va de ser a ser. Fuera de su unidad con Dios, en virtud de su autorrelación finita y de su autorreclusión existencial está asimismo unido con los que se han separado de ltl y de los demás. Tanto el error como la duda no desaparecen, sino que quedan integrados en el seno de la participación en la vida divina y así, indirectamente, en el seno de la omnisciencia divina. El error y la verdad quedan integrados en el seno de la verdad trascendente. De ahí que no encontremos el menor síntoma de represión de la duda en la descripción de Jesús como el Cristo. Quienes no son capaces de elevar sus dudas hasta la verdad que trasciende toda verdad finita, tienen que reprimir sus dudas. Y forzosamente se convierten en fanáticos. No obstante, en la imagen bíblica de Jesús como el Cristo no hallamos el menor rastro de· fanatismo. Jesús no pretende poseer una absoluta certidumbre acerca de una convicción finita. Reprueba la actitud fanática que adoptan sus discípulos ante -aquellos que no le siguen. Poseyendo el poder de una certidumbre que, tanto en las cuestiones religiosas como en los menesteres de la vida secular, trasciende la certidumbre y la incertidumbre, acepta la incertidumbre como un elemento de la finitud. Y lo mismo cabe decir de lás dudas que le embar-
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gan acerca de su propio cometido -dudas que surgen con la mayor intensidad en la cruz, pero que ni siquiera entonces destruyen su unidad con Dios. J!:sta es la descripción del Nuevo Ser en Jesús como el Cristo. No es la imagen de un autómata divino-humano, desprovisto de verdaderas tentaciones, de lucha real o de implicación trágica en las ambigüedades de la vida. Muy al contrario, es la imagen de una vid?. personal que está sujeta a todas las consecuencias de la alienación existencial, pero en la que es vencida esta alienación y es salvaguardada la unidad permanente con Dios. En el seno de esta unidad, Jesús como el Cristo acepta, sin eliminarlas, las negatividades de la existencia. Y esto lo consigue trascendiéndolas por el poder que entraña esta unidad. Éste es el Nuevo Ser tal como aparece en la imagen bíblica de Jesús como el Cristo.
5.
LA DIMENSIÓN HISTÓRICA DEL NUEVO SER
No existe vida personal alguna sin su encuentro con otras personas en el seno de una comunidad, y no existe comunidad alguna sin la dimensión histórica de pasado y futuro. Esto es patente en la imagen bíblica de Jesús como el Cristo. Aunque se considera su vida personal como el criterio con arreglo al cual se juzga el pasado y el futuro, no se trata de una vida aislada, y el Nuevo Ser, que constituye la cualidad de su propio ser, no queda restringido a su solo ser. Esto nos remite a la comunidad en la que aparece el Nuevo Ser y a sus manifestaciones preparatorias en aquella comunidad; pero nos remite asimismo a la comunidad que Él crea y a las manifestaciones del Nuevo Ser que fueron recibidas en ella. Los textos neotestamentarios conceden la mayor importancia al hecho de que Jesús se entronque con el linaje de los que fueron pórtadores de la revelación preparatoria. Las listas de los antepasados de Jesús, aunque por otra parte discutibles y contradictorias, poseen este valor simbólico, como asimismo lo posee el símbolo "Hijo de David" (véase más arriba) y el interés que suscita la figura de su madre. Todos éstos son símbolos de la dimensión histórica del pasado. En la elección de los doce apóstoles, el pasado de las doce tribus de Israel queda simbólicamente vinculado al
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futuro de la Iglesia. Y sin la recepción de Jesús como el Cristo por parte de la Iglesia, Jesús no habría llegado a ser el Cristo, porque a nadie habría aportado el Nuevo Ser. Mientras la descripción de los evangelios sinópticos se orienta preferentemente en la dirección del pasado, en el cuarto evangelio el interés predominante se cifra en la dirección del futuro. Pero es a todas luces evidente que a la descripción bíblica no le incumbe la menor responsabilidad por una teología que, en nombre de la "unicidad" de Jesús como el Cristo, lo aísla por completo de cuanto ocurrió antes del año primero y después del año treinta de nuestra era. De este modo se niega la continuidad de la automanifestación divina a través de la historia, no sólo en el pasado precristiano sino también en el presente y en el futuro cristianos. Esta teología tiende a despojar tajantemente al cristiano actual de toda conexión directa con el Nuevo Ser en Cristo. Le exige que salte por encima de algunos milenios para situarse en el período que va del año "1 al 30" y se someta entonces al acontecimiento sobre el que se fundamenta el cristianismo. Pero este salto es una pura ilusión, porque el mismo hecho de ser cristiano y de llamar Cristo a Jesús se basa en la continuidad histórica del poder del Nuevo Ser. Ningún prejuicio anticatólico debería ser óbice para que los teólogos protestantes admitieran plenamente este hecho. Aunque apareciese en una vida personal, el Nuevo Ser posee una envergadura espacial en la comunidad del Nuevo Ser y una dimensión temporal en la historia del mismo. La aparición de Cristo en una persona individual presupone la comunidad a la que :E:l vino y la comunidad que :E:l crea. Desde luego, el criterio determinante de ambas comunidades es la imagen de Jesús como el Cristo; pero, sin ellas, nunca se hubiera dado tal criterio.
6.
ELEMENTOS CONFLICTIVOS EN LA IMAGEN DE JESÚS COMO EL CRISTO
En los apartados anteriores hemos hablado de la imagen de Jesús como el Cristo, sin que hayamos prestado atención a las diferencias y contrastes que podemos observar en la imagen bíblica. Ahora hemos de preguntamos si en el Nuevo Testa-
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mento se nos ofrece realmente esta imagen unificada o si las visiones dispares de los distintos autores del Nuevo Testamento hacen imposible trazar una imagen única de Jesús como el Cristo. Esta pregunta requiere, primero, una respuesta histórica y, luego, una respuesta sistemática. La respuesta histórica la dimos ya en parte al afirmar, de entrada, que todos los textos neotestamentarios coinciden en la afirmación de que Jesús es el Cristo. Y est_o es necesariamente así porque el Nuevo Testamento es el libro de la comunidad cuyo fundamento estriba en la aceptación de Jesús como el Cristo. Pero esta respuesta no es completa, ya que son distintas y en cierto modo contradictorias las interpretaciones que pueden darse a la aserción de que Jesús es el Cristo. Cabe subrayar la participación del Nuevo Ser en las condiciones de la existencia o la victoria del Nuevo Ser sobre dichas condiciones. Obviamente, los evangelios sinópticos acentúan lo primero, mientras el cuarto evangelio carga el acento sobre lo segundo. Pero, aquí, la cuestión no estriba en saber si se pueden combinar ambas imágenes para trazar una única imagen histórica perfectamente armónica. La respuesta negativa de la investigación histórica a esta cuestión ha sido casi unánime. Por consiguiente, el problema estriba en dilucidar si tales contrastes, en cuanto los fieles son conscientes de ellos, pueden dificultar el impacto de la imagen bíblica de Jesús como portador del Nuevo Ser. Tratándose del contraste entre los evangelios sinópticos que acentúan la participación de Jesús en las negatividades de la existencia y el cuarto evangelio que subraya la victoria de Cristo sobre tales negatividades, puede decirse que, incluso en términos descriptivos, esta diferencia no acarrea la exclusión del elemento que está en contraste con los demás. Existen relatos y símbolos de la gloria de Jesús como el Cristo en los evangelios sinópticos, y existen asimismo relatos y símbolos del sufrimiento de Jesús como el Cristo en el evangelio de Juan. Pero lo que no es posible eludir es la cuestión sistemática. Lo mismo puede decirse de otto contraste que supera ampliamente al que se da entre el talante general de los evangelios sinópticos y el del cuarto evangelio. Nos referimos a la notoria diferencia que media entre las palabras de Jesús centradas en el reino que nos reportan los evangelios sinópticos, y la naturaleza cristocéntrica de sus palabras en el evangelio de Juan.
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La oonciencia de sí mismo que se manifiesta en uno y otros evangelios parece absolutamente contradictoria. También aquí podemos dar una respuesta preliminar descriptiva. Los evangelios sinópticos no carecen de expresiones que manifiesten la autoconciencia mesiánica que poseía Jesús. Sobre todo, no hay en ellos ni una palabra en la que Jesiís se identifique con la alienación de la humanidad. Jesús se inserta en esta alienación y asume sus consecuencias trágicas y autodestructivas, pero nunca se identifica con ella. Desde luego, el Jesús sinóptico no puede hablar de sí mismo tan directa y abiertamente como lo hace el Cristo del cuarto evangelio. Pero es propio de aquel cuya comunión con Dios no ha sido rota, que sienta la distancia que media entre él y quienes se hallan en una situación distinta de la suya. Sin embargo, el contraste entre esas dos formas de hablar es tan enorme que da origen a un problema sistemático. Un tercer problema aparece al cotejar los evangelios sinópticos y el evangelio de Juan, y es el de la distinta manera que Jesús se sitúa en la perspectiva escatológica. A este respecto, incluso existen diferencias entre los distintos niveles de la tradición sinóptica, lo mismo que entre los niveles consecutivos del cuarto evangelio. En los evangelios sinópticos, Jesús se manifiesta a veces como el mero profeta que anuncia la llegada del reino que ha de venir y, a veces, como la figura central del drama escatológico: tiene que morir y resucitar por los pecados del pueblo; lleva a cumplimiento las profecías escatológicas del Antiguo Testamento; volverá sobre las nubes del cielo para juzgar al mundo; comerá la comida escatológica con sus discípulos. En el evangelio de Juan, a veces repite estas afirmaciones escatológicas; pero otras veces las transforma en afirmaciones acerca de los procesos escatológicos que se desarrollan en su presencia en forma de juicio y salvación. De nuevo hemos de decir aquí que, tanto en el evangelio de Juan como en los evangelios sinópticos, los contrastes no se excluyen; pero son lo bastante fuertes para requerir una reflexión sistemática. El hecho sorprendente de que tales contrastes no se hayan advertido a lo largo de centenares de años, se debe, en gran parte, a la influencia preponderante de la imagen de Cristo que nos ofrece el cuarto evangelio y, al mismo tiempo, a la tendencia criptomonofisita de la Iglesia. A pesar de que Lutero acen-
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túe sobremanera la humilde condición de Cristo, el cuarto evangelio sigue siendo, para él, el "evangelio mayor". Como otros muchos cristianos, Lutero leyó las palabras del Jesucristo sinóptico como si fueran las palabras del Cristo Jesús joaneo, pese a su incompatibilidad literal. Pero desde hace ya largos años, esta situación ha dejado de existir; numerosos cristianos ven hoy día estos contrastes y no se les puede pedir que cierren los ojos ante ellos. Nuestra respuesta a esta cuestión es que debemos distinguir entre el marco simbólico en el que aparece la imagen de Jesús como el Cristo y la substancia en la que está presente el poder del Nuevo Ser. Hemos enumerado y sometido a discusión los diversos símbolos con los que se interpretó el hecho "Jesús" (uno de los cuales es "el Cristo"). Tales interpretaciones no son adiciones a lo que, de otro modo, sería una presentación acabada de la imagen de Jesús como el Cristo, sino que constituyen el marco absolutamente decisivo en el que nos es dada esta presentación. El símbolo "Hijo del Hombre", por ejemplo, concuerda con el marco escatológico; el símbolo "Mesías" concuerda con aquellos pasajes· en los que se relata la actividad curativa y predicadora de Jesús; el símbolo "Hijo de Dios" y el símbolo conceptual "Logos" concuerdan con el estilo peculiar de hablar y actuar que tenía Juan. Pero, en todos estos casos, la substancia permanece inalterada y en ella resplandece el poder del Nuevo Ser con triple colorido: primero y decisivo, como la unidad inquebrantada del centro de su ser con Dios; segundo, como la serenidad y majestad de aquel que salvaguarda esta unidad contra todos los ataques que parten de la existencia alienada; y, tercero, como el amor autoinmolado que representa y actualiza el amor divino al asumir la autodestrucción existencial. No existe ningún pasaje en los evangelios -o, en este aspecto, en las epístolas- que deseche el poder de esta triple manifestación del Nuevo Ser en la imagen bíblica de Jesús como el Cristo.
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C. VALORACION DEL DOGMA CRISTOLOGICO
l.
NATURALEZA Y FUNCIÓN DEL DOGMA CRISTOLÓGICO
El problema cristol6gico se inició con la búsqueda del Nuevo Ser, es decir, cuando los hombres cobraron conciencia de su condición existencial y se preguntaron por un nuevo estado de la realidad que pudiera superar aquella condición suya. De un modo anticipado, el problema cristológico apareció en las expectativas proféticas y apocalípticas, aunque vinculado en ellas al Mesías o al Hijo del Hombre. Pero los fundamentos para la formulación explícita de una cristología los proporcionó el sentido que los autores del Nuevo Testamento confirieron a los símbolos aplicados a Jesús, al que llamaron "el Cristo", Ya enumeramos estos símbolos al hablar de los resultados logrados por la investigación histórica en el estudio de la literatura bíblica. Analizamos entonces las cuatro etapas por las que habían pasado tales símbolos -Hijo del Hombre, Hijo de Dios, el Cristo, el Logos- en su desarrollo histórico, la última de las cuales era su distorsión literalista. El peligro de incidir en esta distorsión -peligro siempre presente en el cristianismo-fue una de las razones que indujeron a la Iglesia primitiva a interpretar los símbolos cristológicos según los términos con• ceptuales que le proporcionaba la filosofía griega. El símbolo del Logos fue el que mejor se adaptó a este propósito, puesto que por su misma naturaleza es un símbolo conceptual cuyas raíces son tanto religiosas como filosóficas. Por consiguiente, la cristología de la primitiva Iglesia fue una cristología del Logos. No es justo que critiquemos a los Padres de la Iglesia por haber utilizado algunos conceptos griegos. No disponían de otras expresiones conceptuales que manifestaran el encuentro cognoscitivo del hombre con su mundo. Si tales conceptos eran o no eran adecuados para la interpretación del mensaje cristiano, sigue siendo una cuestión permanente de la teología. Pero es un error condenar a priori el uso de los conceptos griegos por parte de la Iglesia primitiva, puesto que no disponía de ninguna otra alternativa. ·
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La tarea dogmática llevada a cabo por la Iglesia primitiva se centra en la elaboración del dogma cristológico. Todas las demás exposiciones doctrinales -sobre todo las que se re6eren a Dios y al hombre, al Espíritu y a la Trinidad- o bien constituyen los supuestos que determinan el dogma cristológico o bien son consecuencia del mismo. La confesión bautismal de que Jesús es el Cristo es el texto cuyo comentario constituye el dogma cristológico. Los ataques fundamentales que sufre el dogma cristiano se sitúan, implícita o explícitamente, al nivel cristológico. Algunos de ellos impugnan su substancia, por ejemplo, la confesión bautismal, y otros su forma, como es el uso de los conceptos griegos. Pero para juzgar con acierto el dogma cristológico .;_y los ataques de que es objeto- es preciso que antes comprendamos su naturaleza y significación. De todos modos, no se habrían formulado ciertas críticas al dogma cristológico y al dogma como tal, de haber caído en la cuenta de que las llamadas razones "especulativas" no son las que originan los dogmas. Aunque el eros cognoscitivo no deja de contribuir a la formación de los dogmas, éstos, como dijo Lutero, son doctrinas "protectoras", cuya finalidad estriba en salvaguardar la substancia del mensaje cristiano contra fas distorsiones del mismo que aparecen fuera de la Iglesia o en su mismo interior. Si se entiende así y si se acepta que el uso de los dogmas por razones políticas constituye una distorsión demoníaca de su sentido original, nada se opone a que atribuyamos un sentido positivo al dogma en general y al dogma cristológico en particular, sin que por ello hayamos de temer unas consecuencias autoritarias. En tal caso tendremos que formular dos preguntas harto distintas: ¿Hasta qué punto el dogma logró reafirmar el sentido original del mensaje cristiano contra las distorsiones reales y posibles del mismo? Y ¿en qué medida constituyó un éxito la conceptualización de los símbolos que expresaban el mensaje cristiano? Mientras la respuesta a la primera pregunta es claramente positiva, la que hemos de dar a la segunda pregunta es francamente negativa. El dogma cristológico salvó a la Iglesia, pero lo hizo con instrumentos conceptuales harto inadecuados. La inadecuación de tales instrumentos se debe, en parte, a la inadecuación de que adolece todo concepto humano para expresar el mensaje del Nuevo Ser en Jesús como el Cristo.
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Pero, en parte, se debe asimismo a la inadecuación peculiar de los conceptos griegos, que son universalmente significativos, pero que no obstante se hallan condicionados por una religión concreta a la que determinan las figuras divinas de Apolo y Dioniso. Esta crítica es asaz distinta de la que formuló tanto AdoH Hamack como sus predecesores y seguidores, y según la cual el uso de los conceptos griegos por parte de la Iglesia primitiva condujo inevitablemente a la intelectualización del evangelio. Lo que se da por supuesto en esta aserción es que la filosofía griega, tanto en la época clásica como en el período helenístico, era intelectualista por naturaleza. Pero tal presunción es errónea para ambas épocas. Tanto en el período arcaico como en la época clásica, la filosofía poseía una importancia existencial, exactamente igual a lo que le ocurría a la tragedia y a los cultos mistéricos. Con medios cognoscitivos, la filosofía buscaba apasionadamente lo inmutable en términos teóricos, morales y religiosos. No podemos considerar como intelectualistas a Sócrates, Zenón, los estoicos y Plotino, ni siquiera a los neoplatónicos; y en -el período helenístico el término "intelectualista" resulta casi absurdo. Incluso las escuelas filosóficas de la antigüedad posterior se organizaron en comunidades cultuales: identificaban el término "dogma" con sus intuiciones fundamentales, afirmaban la autoridad inspirada de sus fundadores y exigían de sus miembros la aceptación de unas doctrinas fundamentales. El mero hecho de emplear unos conceptos griegos no significa, pues, intelectualizar el mensaje cristiano. Más acertada resulta la aserción de que equivale a la helenización del mensaje cristiano. Podemos decir, ciertamente, que el dogma cristológico es de índole helenística, aunque era inevitable que así ocurriera dada la actividad misionera que desarrolló la Iglesia en el mundo helenístico. Para ser aceptada, la Iglesia tuvo que utilizar las formas de vida y de pensamiento helenístico que, procedentes de muy diversos orígenes, acabaron fusionándose en el últirrio período del mundo antiguo. Tres de ellas revistieron una importancia decisiva para la Iglesia cristiana: los cultos mistéricos, las escuelas filosóficas y el estado romano. El cristianismo se adaptó a las tres y se convirtió en un culto mistérico, en una escuela filosófica y en un sistema legal, pero sin dejar de ser una asamblea basada en el mensaje de que Jesús
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es el Cristo. Bajo las formas helenísticas de vida y de pensamiento, siguió siendo la Iglesia. No se identificó con ninguna de tales formas, pero las transformó e incluso conservó el derecho de criticar esta transformación. A pesar de largos períodos de tradicionalismo, la Iglesia fue capaz de elevarse, en cier.tos momentos, hasta la autocrítica y reconsiderar las formas a las que se había adaptado. El dogma cristológico utiliza ciertos conceptos griegos, que ya habían sufrido una transformación helenizante en el período helenístico, como el concepto del Logos. Este proceso continuó y a él· se sumó la cristianización de tales conceptos. Pero, aun en esta forma cristianizada, esos conceptos (como, en el dominio práctico, las instituciones) suscitaron un problema eterno a la teología cristiana. Por ejemplo, en la discusión del dogma cristológico es preciso plantear las siguientes cuestiones: ¿La formulación dogmática logra rea]mente lo que pretende, es decir, reafirmar el mensaje de Jesús como el Cristo frente a las distorsiones de que es objeto, y proporcionamos una. expresión conceptualmente clara del sentido del mensaje? En este aspecto, una formulación dogmática puede malograrse de dos modos distintos: por su substancia y por su forma conceptual. Un ejemplo de lo primero son los cambios semimonofisitas que se introdujeron en el credo de Calcedonia a partir de mediados del siglo VI. En este caso, no fue el uso de los conceptos de la filosofía griega lo que dio origen a una distorsión del mensaje original, sino la influencia ejercida en los concilios por una poderosa corriente de piedad mágico-supersticiosa. Un ejemplo de la inadecuación de la forma conceptual es la misma fórmula de Calcedonia. Por la intención y el designio que la informaron, fue fiel al sentido genuino del mensaje cristiano. Salvó al cristianismo de que en él desapareciese por completo la imagen de Jesús como el Cristo por lo que se refiere a la participación del Nuevo Ser en el estado de alienación existencial, Pero lo hizo -y no podía hacerlo de otro modo dado el marco conceptual en que se movía- por una acumulación de grandes paradojas. Fue incapaz de darnos una interpretación deductiva, a pesar de que ésta fue la razón por la que originariamente se introdujeron los conceptos filosóficos en el leng\J.aje cristiano. La teología no debería culpar a sus instrumentos necesariamente conceptuales cuando el fracaso se debe a una piedad bas-
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tardeada, ni debería atribuir a una debilidad religiosa las inadecuaciones de que adolecen estos instrumentos conceptuales. Como tampoco debería desembarazarse de todos los conceptos filosóficos -¡puesto que esto significaría en realidad que quiere desembarazarse de sí misma! Frente a los conceptos que utiliza, la teología debe ser libre para seguir utilizándolos o para prescindir de ellos. Debe !;er libre de toda confusión entre su forma conceptual y su substancia, y debe ser libre para expresar esta substancia por medio de aquellos instrumentos que demuestren ser más adecuados que los proporcionados por la tradición eclesiástica. 2.
PELIGROS Y DECISIONES EN EL DESARROLLO DEL DOGMA CRISTOLÓGICO
Los dos peligros que amenazan toda exposición cristológica son consecuencia inmediata de la aserción de que Jesús es el Cristo. El intento de interpretar conceptualmente esta aserción puede desembocar en la negación concreta o del carácter de "Cristo" que posee Jesús como el Cristo o del carácter de "Jesús" que igualmente posee Jesús como el Cristo. La cristología debe abrirse paso por la aguda cresta que discurre entre estos dos abismos, sabiendo empero que nunca logrará evitarlos por completo, ya que está rozando el misterio divino y éste sigue siendo un misterio incluso cuando se manifiesta a los hombres. En términos tradicionales, este problema se ha formulado como la relación que existe en Jesús entre su "naturaleza" divina y su "naturaleza" humana. Toda reducción de su naturaleza humana despojaría a Cristo de su participación total en las condiciones de la existencia. Y toda reducción de su naturaleza divina lo despojaría de su victoria total sobre la alienación existencial. En ambos casos no habría podido engendrar al Nuevo Ser. Su ser habría sido menos que el Nuevo Ser. Por consiguiente, el problema consistía en cómo cabía imaginar la unión de una naturaleza enteramente humana con una naturaleza enteramente divina. Este problema nunca ha sido correctamente resuelto, ni siquiera dentro de los límites de las posibilidades humanas. La doctrina de las dos naturalezas de Cristo plantea la auténtica cuestión, pero para ello utiliza unos instru-
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mentos conceptuales desacertados. La inadecuación fundamental es la que afüge al término •naturaleza". Cuando se aplica al hombre, este término resulta ambiguo; pero cuando se aplica a Dios, es erróneo. Esto explica el definitivo e inevitable fracaso en que incurrieron algunos concilios, como el de Nicea y el de Calcedonia, a pesar de la verdad fundamental que proclamaron y la importancia histórica que revistieron. La decisión de Nicea, que Atanasio defendió como una cuestión de vida o muerte para la Iglesia, hizo inadmisible la negación del poder divino de Cristo en la revelación y en la salvación. Según la terminología utilizada en la controversia de Nicea, el poder de Cristo es el poder del Logos divino, es decir, del principio que determina la automanifestación divina. Esto suscitó la cuestión de si el poder divino del .Logos era igual o menor que el poder divino del Padre. Si se opta por la primera alternativa, la distinción entre el Padre y el Hijo parece esfumarse, como ocurre en la herejía de Sabelio. Si se opta por la segunda, aunque se diga que el Logos es la más importante de todas las creaturas, no deja de ser una creatura y, como tal, es incapaz de salvar a la creación, como ocurre en la herejía de Arrio. Sólo el Dios que es realmente Dios, y no un semidiós, puede crear el Nuevo Ser. Y era el término homo-ousios, "de igual esencia", el que se suponía que expresaba esta idea. Pero en tal caso, replicaron los semiarrianos, ¿cómo es posible que exista una diferencia entre el Padre y el Hijo?, y, si no existe tal diferencia, ¿no resulta totalmente incomprensible la imagen del Jesús histórico? Para Atanasio y sus más directos seguidores (por ejemplo, Marcelo), fue difícil responder a estas preguntas. A menudo se ha considerado la fórmula de Nicea como la afirmación trinitaria fundamental de la Iglesia, y así se ha establecido una neta distinción entre ella y las decisiones cristológicas adoptadas en el siglo v. Pero esto es simplemente confusionario. La doctrina de la Trinidad es independiente de la doctrina cristológica, puesto que surge directamente de nuestro encuentro con Dios en todas sus manifestaciones. Hemos tratado de mostrar que la idea de un "Dios vivo" requiere una distinción entre el elemento abismal de lo divino, el elemento formal del mismo y la unión espiritual de ambos. Esto explica las múltiples formas con que aparece el simbolismo trinitario
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en la historia de la religión. La doctrina cristiana de la Trinidad sistematiza la concepción trinitaria y le añade el elemento decisivo de la relación que media entre el Cristo y el Logos. Fue este último punto el que dio paso a un dogma trinitario sistemáticamente desarrollado. La decisión de Nicea fue una decisión cristológica, aunque no por ello dejó de ser una contribución fundamental al dogma trinitario. Del mismo modo, la reafirmación y ampliación de la doctrina de Nicea que se llevó a cabo en Gonstantinopla (381}, fueron aflrmaciones cristológicas, aunque ~ Ja divinidad del Logos le añadieran la divinidad del Espíritu Santo. Si el ser de Jesús como el Cristo es el Nuevo Ser, el espíritu humano del hombre Jesús no puede convertir a Jesús en Cristo, sino que esto tiene que realizarlo el Espíritu divino que, como el Logos, no puede ser inferior a Dios. Aunque la discusión final de la doctrina trinitaria requiere que antes hayamos desarrollado la idea del Espíritu (y esto lo haremos en la parte IV de esta obra), ya desde ahora podemos afirmar. que los símbolos trinitarios quedan vacíos de todo contenido si los aislamos de sus raíces empíricas -la experiencia del Dios vivo y la experiencia del Nuevo Ser en el Cristo. Tanto Agustín como Lutero comprendieron esta situación. Agustín juzgaba que la distinción entre las tres personae (no individuos) de la Trinidad carece de todo contenido y sólo se utiliza "no para decir algo, sino para no permanecer callado". Y, realmente, ciertos términos como "no generado", "generado eternamente", "procedente", etc., aunque se entiendan como símbolos -que es lo que son en definitiva-, no entrañan ningún sentido ni siquiera para una imaginación simbólica. Lutero creía que una palabra como "Trinidad" es extraña y casi ridícula, pero que aquí, como ocurre en otros casos, no disponemos de otra mejor que ésta. Aunque era consciente de las dos raíces existenciales de la idea trinitaria, rechazaba una teología que convierte la dialéctica trinitaria en un juego de absurdas combinaciones de números. No obstante, el dogma trinitario es uno de los soportes del dogma cristológico, y la decisión de Nicea salvó al cristianismo de que reincidiera en el culto a los semidioses, puesto que descartó las interpretaciones de Jesús como el Cristo que le hubiesen despojado de su poder de crear el Nuevo Ser. La decisión adoptada en Nicea de que Dios mismo y no un
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semidiós está presente en el hombre Jesús de Nazaret, era susceptible de acarrear la pérdida del carácter de "Jesús" que posee Jesús como el Cristo o, según la terminología tradicional, la negación de su plena naturaleza humana. Y este peligro, como ya hemos indicado repetidamente, era absolutamente real. La piedad popular y monástica no se daba por satisfecha con el mensaje de la eterna unidad de Dios y el hombre que se hizo presente bajo las condiciones de la alienación. Tales piedades querían "más". Querían a un Dios que andase sobre la tierra y participase en la historia, pero que n(J estuviese implicado en los conflictos de la existencia y las ambigüedades de la vida. La piedad popular no quería una paradoja sino un "milagro". Deseaba un acontecimiento análogo a todos los demás acontecimientos que se dan en el ·tiempo y el espacio, un acontecimiento "objetivo" en sentido supranatural. Con este tipo de piedad, se abrió la puerta .a toda posible superstición. El cristianismo estuvo en peligro de quedar anegado por la inmensa marejada de una "religión secundaria", cuya justificación teológica le era proporcionada por el monofisismo. Muy pronto se hizo real este peligro en países como Egipto que, en parte por esta razón, fueron luego fácil presa del Islam iconoclasta. Con mayor facilidad se habría conjurado el peligro, de no ser por el soporte que esta piedad popular encontró en lqs grandes e intensos movimientos ascético-monásticos y la influencia directa que éstos ejercieron sobre los sínodos más decisivos. La hostilidad que los monjes sentían contra lo natural, no sólo en su distorsión existencial, sino también en su bondad esencial, los convirtió en fanáticos enemigos de una teología que acentuaba la plena participación del Cristo en la condición existencial del hombre. La alianza de la piedad popular y la monástica encontró en el gran obispo de Alejandría, Cirilo, a un defensor teológicamente cauto y políticamente sagaz. La tendencia monofisita hubiese prevalecido en la totalidad de la Iglesia bajo una forma sofisticada de no haber sido por la oposición que, en parte, logró alzarse con la victoria. Tal oposición partió de algunos teólogos que consideraron muy en serio la participación de Jesús en la condición existencial del hombre. Y partió asimismo de algunas jerarquías eclesiásticas, como el papa León de Roma, que, según la tradición occidental, subrayaron elcarácter histórico-dinámico del Nuevo
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Ser en Cristo frente al carácter estático-jerárquico que le atribuye el pensamiento oriental. Esta oposición logró una amplia victoria en el concilio de Calcedonia -pese a las deficiencias de que adolece la fórmula calcedoniana. Tal victoria evitó que quedase eliminado en el Cristo su cará~ter de "Jesús'', pese a que más tarde triunfaron en Oriente (Constantinopla) los intentos de explicitar la decisión de Calcedonia según la línea de Cirilo. Pero la autoridad del concilio de Calcedonia había cobrado ya demasiada firmeza y el espíritu que había informado a aquel concilio tenía' demasiadas concordancias con el sesgo fundamental de la piedad occidental -incluso de la ulterior piedad protestante- para que pudiesen ser desbaratados. Gracias a las dos grandes decisiones que adoptó la Iglesia primitiva, pudieron salvaguardarse tanto el carácter de "Cristo" como el carácter de "Jesús" del acontecimiento Jesús como el Cristo. Y esto se llevó a cabo a pesar de una conceptualización realmente inadecuada. Tal es el juicio que, acerca de la labor cristológica de la Iglesia, constituye el trasfondo sobre el que discurre la presente exposición cristológica. 3.
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Las consecuencias generales que comporta el anterior juicio son obvias, pero requieren una elaboración concreta de las mismas. La teología protestante ha de aceptar la tradición "católica" cuando ésta .se fundamenta en la esencia de las dos grandes decisiones adoptadas por la Iglesia primitiva (Nicea y Calcedonia), pero ha de procurar encontrar nuevas formas en las que se pueda expresar la substancia cristol6gica del pasado. Tal ha sido nuestro propósito en los anteriores capítulos cristológicos, en los que impera una actitud crítica frente a la ortodoxia, por un lado, y frente a las cristologías liberales de los últimos siglos de la teología protestante, por el otro lado. El desarrollo de la ortodoxia protestante, tanto en su período clásico como en sus ulteriores reformulaciones, ha evidenciado la imposibilidad de lograr una solución comprensible del problema cristológico mientras éste se formule en sus términos clásicos. El mérito del liberalismo teológico ha sido el de demostrar, gracias a las investigaciones histórico-críticas -por ejemplo, en la Historia 13.
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del dogma de H#arnack- las inevitables contradicciones y absurdidades en que desembocan todos los intentos de solucionar el problema cristológico en términos de la teoría de las dos naturalezas de Cristo. Pero ha sido escasa la contribución aportada por ese mismo liberalismo a la cristología en términos sistemáticos. Al decir que "Jesús no radica en el evangelio proclamado por Jesús", eliminó el carácter de "Cristo" que posee el acontecimiento Jesús el Cristo. Incluso historiadores como Albert Schweitzer, que subrayaron el carácter escatológico del mensaje evangélico y el hecho de que Jesús se considerase a sí mismo como una figura central del esquema escatológico, no utilizaron este elemento en su cristología, sino que lo desecharon como el producto de una extraña imaginación y como algo propio de un éxtasis apocalíptico. El carácter de "Cristo" del acontecimiento evangélico quedó diluido en su carácter de "Jesús". Sería injusto, no obstante, que identificásemos la teología liberal con el arrianismo. Su imagen de Jesús no es la imagen de un semidiós. Más bien es la imagen de un hombre en el que Dios era manifiesto de un modo único. Pero no es la imagen de un hombre cuyo ser, era el Nuevo Ser y que por ello fue capaz de vencer la alienación existencial. Ni el método ortodoxo ni el método liberal de la teología protestante son adecuados para la labor cristológica que debe llevar a cabo en la actualidad la Iglesia protestante. La Iglesia primitiva se dio perfecta cuenta de que la cristología era una tarea de la Iglesia existencialmente necesaria, aunque teóricamente desprovista de interés. De ahí que su criterio último fuese un criterio existencial, "soteriológico", es decir, determinado por la cuestión de la salvación. Cuanto más grandioso sea lo que decimos de Cristo, mayor es la salvación que de f:l podemos esperar. Estas palabras de un Padre apostólico son válidas para todo el pensamiento cristológico. Por supuesto que surgen diferencias en cuanto se intenta definir lo que significa "grandioso" en relación a Cristo. Para el pensamiento monofisita en todos sus matices, desde la Iglesia primitiva hasta nuestros días, sólo se puede decir algo grandioso de Cristo si su pequeñez, es decir, su participación en la finitud y en la tragedia queda aniquilada en su grandeza, es decir, en su poder de vencer la alienación existencial. Llamamos "alta" cristología a la que carga el acento en la "naturaleza divina" de Cristo.
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Pero, por ..altos .. que puedan ser los predicados divinos que se acumulen sobre Cristo, el resultado siempre será una cristología de escaso valor, porque elimina la paradoja cristiana para sustituirla por un milagro supranatural. Y la salvación sólo puede proceder de Aquel que participó plenamente en la condición existencial del hombre, pero no de un Dios que deambule sobre la tierra "siendo distinto de nosotros en todos los aspectos". El principio protestante según el cual Dios está tan cerca de lo más bajo como de lo más alto y, por ende, la salvación no consiste en que el hombre pase del mundo material a un mundo llamado espiritual, exige una "cristología baja" -qm~, en realidad, es la verdadera cristología alta. Con arreglo a este criterio es como deberían juzgarse los anteriores intentos cristológicos. Ya nos hemos referido al ooncepto de naturaleza que implican las expresiones "naturaleza divina" y "naturaleza humana", y hemos indicado que la expresión "naturaleza humana" es ambigua, pero que la expresión "naturaleza divina" es totalmente inadecuada. El término "naturaleza humana" puede significar la naturaleza esencial o creada del hombre; puede significar su naturaleza existencial o alienada; y puede significar la naturaleza del hombre en la unión ambigua de las otras dos naturalezas. Si aplicamos el término "naturaleza humana" a Jesús como el Cristo, hemos de decir que Jesús posee una naturaleza humana completa en el primer sentido de la palabra: por la creación, es libertad finita como todo ser humano. Con respecto al segundo significado de "naturaleza humana'', hemos de decir que Jesús posee la naturaleza existencial del hombre como uná posibilidad real, pero de tal forma que la tentación -que es la posibilidad- siempre es asumida en la unidad con Dios. De ello se sigue que, en su tercer sentido, la naturaleza humana ha de ser atribuida a Jesús en la medida en que éste se halla inmerso en las ambigüedades trágicas de la vida. En tales circunstancias, nos es forzoso abandonar por completo el término "naturaleza humana" en relación al Cristo y hemos de sustituirlo por una descripción de la dinámica de su vida -tal como hemos intentado hacer. En una cultura en que la naturaleza era el concepto que lo incluía todo, el término "naturaleza humana" era adecuado. Los hombres, los dioses y todos los demás seres que constituyen
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el universo pertenecen a la naturaleza, a aquello que se desa• rrolla por sí mismo. Si se concibe a Dios como Aquel que, cualitativa e infinitamente, trasciende todo lo creado, el término "naturaleza divina" sólo puede significar aquello que hace que Dios sea Dios, aquello en lo que hemos de pensar al pensar en Dios. En este sentido, la naturaleza es la esencia. Pero Dios no posee una esencia separada de la existencia, sino que está más allá de la esencia y de la existencia. Dios es aquello que es eternamente por sí mismo. Y a esto se le podría llamar asimismo la naturaleza esencial de Dios. Pero lo único que entonces · se dice, en realidad, es que para Dios es esencial trascender toda esencia. Una expresión simbólica y más concreta de esta idea es la afirmación de que Dios es eternamente creador, que a través de sí mismo crea el mundo y a través del mundo se crea a sí mismo. Ninguna naturaleza divina puede abstraerse de su eterna creatividad. Este análisis nos revela que el término "naturaleza divina" es cuestionable y no puede aplicarse al Cristo de ningún modo plenamente significativo, puesto que el Cristo (que es Jesús de Nazaret} no se h:l~la más allá de la esencia y la existencia. Si así fuera, no podría ser una vida personal que vivió durante un período limitado de tiempo, que nació y murió, fue un ser :finito, sufrió tentaciones y se vio trágicamente inmerso en la existencia. La aserción de que Jesús como el Cristo es la unidad personal de una naturaleza divina y una naturaleza humana, tenemos que sustituirla por fa aserción de que en Jesús como el Cristo la unidad eterna de Dios y el hombre se hizo realidad histórica. En su ser, el Nuevo Ser .es real, y el Nuevo Ser es la unidad restablecida entre Dios y el hombre. Nosotros sustituimos el concepto inadecuado de "naturaleza divina" por los conceptos de "eterna unidad de Dios y el hombre" o "eterno DiosHumanidad ". Tales conceptos sustituyen una esencia estática por una relación dinámica. La unicidad de esta relación no queda disminuida en modo alguno por su carácter dinámico; pero, al eliminar el concepto de las "dos naturalezas" -naturalezas que, como piedras sillares, yacen una junto a la otra y cuya unidad es de imposible comprensión-, nos abrimos a los conceptos relacionales que hacen comprensible la imagen dinámica de Jesús como el Cristo. En nuestros dos términos añadimos la palabra "'eterno" a
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la descripci6n relacional. El vocablo "eterno• indica la presuposición general del acontecimiento único de Jesús como el Cristo. Este acontecimiento no se habría podido dar sin una unidad eterna de Dios y el hombre en el seno de la vida divina. Y esta unidad, en un estado de pura esencialidad o potencialidad, puede actualizarse a través de la libertad finita y, en el acontecimiento único de Jesús como el Cristo, se actualizó frente a la ruptura existencial. El carácter de esta unidad ha sido descrito en los términos concretos de los relatos evangélicos. Las definiciones abstractas de la naturaleza de esta unidad son tan imposibles como las investigaciones psicológicas acerca de su carácter. Sólo se puede decir que es una comunidad entre Dios y el centro de una vida personal, comunidad que determina todas las vicisitudes de esta vida y que, en el seno de la alienación existencial, repele todos los intentos de quebrantarla. Surge ahora el problema de esclarecer si esta sustitución de la teoría de las dos naturalezas por los conceptos dinámicorelacionales descarta la importante idea de "encamación". ¿No significará el concepto relacional el retomo desde una cristología de encamación a una cristología de adopción? Cabe responder, ante todo, que tanto la cristología encamacional como la cristología adopcionista poseen raíces bíblicas y que, por ésta y otras razones, ambas gozan de un auténtico prestigio en el pensamiento cristiano. Pero hay que decir además que ninguna de las dos deja de implicar la otra. El adopcionismo, es decir, la idea de que Dios, por medio de su Espíritu, adoptó al hombre Jesús como su Mesías, suscita la pregunta: ¿Por qué precisamente Jesús? Y esta pregunta nos retrotrae a la polaridad de libertad y destino que creó la ininterrumpida unidad entre Jesús y Dios. El relato del nacimiento virginal nos descubre el verdadero inicio de esta unidad y la hace retroceder incluso hasta los antepasados de Jesús. El símbolo de su preexistencia nos da su dimensión eterna, y la doctrina del Logos, que se hizo realidad histórica (carne), apunta a lo que luego se ha llamado "encarnación". La cristología encamacional era necesaria para el ulterior desarrollo de la cristología adopcionista. ll:sta fue la necesaria consecuencia de aquella. Pero la cristología encamacional tiene idéntica necesidad de la cristología adopcionista para alcanzar su plenitud -aunque no siempre se ha visto así. En sí mismo, el término "encamación" (como el
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término "naturaleza divina") resulta adecuado en el paganismo. Como que los dioses pertenecen al universo, con suma facilidad pueden insertarse en todas sus formas y así son posibles un 'sin fin de metamórfosis. Pero cuando el cristianismo utiliza el término "encamación", trata de expresar la paradoja de que Aquel que trasciende el universo aparece en el universo y en él está sujeto a sus condiciones. En este sentido, toda cristología es una cristología encamacional. Pero las connotaciones de este término sugieren unas concepciones que difícilmente podemos distinguir de los mitos paganos de transmutación. Si se acentúa desmesuradamente el egeneto de la fórmula joanea, Logos sarx egeneto, "la Palabra se hizo carne", incidimos de pleno en una mitología de metamórfosis. Y entonces es natural que surja la pregunta de cómo una cosa que se hace otra cosa distinta puede seguir siendo todavía lo que era. ¿O, por el contrario, desapareció tal vez el Logos al nacer Jesús de Nazaret? Así, lo absurdo sustituiría a la lógica y se pediría a la fe que aceptase puros absurdos. Pero la encarnación del Logos no es una metamórfosis sino su plena manifestación en una vida personal. Y la manifestación del Logos en una vida personal es un procesó dinámico que implica tensiones, riesgos, peligros y el hecho de hallarse determinado tanto por la libertad como por el destino. Todo esto constituye el aspecto de adopción; sin él, la encarnación sola haría irreal la imagen viva del Cristo. l!:ste quedaría despojado de su libertad finita, ya que un ser divino transmutado no tiene la libertad de ser algo que no sea divino. Y carecería asimismo de verdaderas tentaciones. El protestantismo favorece la solución que hemos apuntado. No niega la idea de encarnación, pero abandona sus connotaciones paganas y rechaza su interpretación supranaturalista. Del mismo modo que afirma la justificación del pecador, exige una cristología de la participación de Cristo en la existencia pecadora, que implica, al mismo tiempo, su victoria sobre ella. La paradoja cristológica y la paradoja de la justificación del pecador son una y la misma paradoja -la paradoja del Dios que acepta un mundo que fo rechaza. Algunos rasgos de nuestra concepción cristológica son similares a la cristología de Schleiermacher, tal como la desarrolló en su Glaubenslehre. Schleiermacher sustituye la doctrina de las dos naturalezas por la doctrina de una relación divino-hu-
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mana. Habla de una conciencia de Dios en Jesús, cuya fuerza sobrepasa la conciencia que de Dios tienen todos los demás hombres. Describe a Jesús como el Urbfld ("la imagen original") de lo que el hombre es esencialmente antes de la caída. Ambos lenguajes son obviamente similares, pero no idénticos. El concepto de "Dios-Humanidad esencial" apunta a ambos lados de la relación y lo hace en términos de eternidad. Es una estructura objetiva y no un estado del hombre. La frase "unidad esencial entre Dios y hombre" es de índole ontológica, mientras que la "conciencia de Dios" de Schleiermacher es de índole antropológica. El término Urbild, aplicado a Jesús como el Cristo, carece de la implicación decisiva que entraña el término "Nuevo Ser". Urbild expresa claramente la trascendencia idealista de la verdadera humanidad con respecto a la existencia humana, mientras que en el "Nuevo Ser" es decisiva la participación de Aquel que es también el Urbild ("hombre esencial"). El Nuevo Ser no sólo es nuevo con respecto a la existencia sino también con respecto a la esencia, en cuanto ésta es mera potencialidad. El Urbild permanece inmutable más allá de la existencia; el Nuevo Ser, en cambio, participa en la existencia y la vence. De nuevo aquí, la diferencia radica en el elemento ontológico. Pero estas diferencias, que expresan distintas presuposiciones y consecuencias, no deberían velar el hecho de que los problemas y las soluciones son similares cuando la teología protestante toma el sendero que discurre entre la cristología clásica y la cristología liberal. Y ésta es la situación en que ahora nos hallamos. Tenemos que buscar, pues, la solución de los problemas que surgen de esta posición.
D. LA SIGNIFICACIÓN UNIVERSAL DEL ACONTECIMIENTO JESúS EL CRISTO l.
LA UNICIDAD Y LA UNIVERSALIDAD DEL ACONTECIMIENTO
La cristología es una función de la soteriologfa. La problemática soteriológica crea la cuestión cristológica y determina la dirección a la que apunta la respuesta cristológica, ya que el Cristo es el que aporta el Nuevo Ser, el que salva a los hom-
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bres del antiguo ser, es decir, de la alienación existencial y de sus consecuencias autodestructoras. En todas nuestras afirmaciones cristológicas nos hemos atenido a este criterio, pero ahora hemos de considerarlo explícitamente. Ahora hemos de preguntamos en qué sentido y de qué manera Jesús como el Cristo es el salvador o, con mayor precisión, de qué modo el acontecimiento único de Jesús como el Cristo posee una significación universal para todo ser humano e, indirectamente, para el universo. La descripción bíblica de Jesús es la descripción de un acontecimiento único. En ella, Jesús' aparece como un hombre entre los demás hombres, pero un hombre_ único por su destino, por Jos rasgos singulares de su carácter y por su incidencia histórica. Fue precisamente lo concreto de esta imagen "real" y su incomparable unicidad lo que confirió al cristianismo su superioridad sobre los cultos mistéricos y las visiones gnósticas. Una vida real, individual fulgura a través de todas las palabras y acciones de Jesús. Comparadas con esa vida, las figuras divinas de los cultos mistéricos son meras abstracciones, sin los frescos colores de una vida realmente vivida y sin el destino histórico y las tensiones de la libertad finita. ta imagen de Jesús como el Cristo venció a esas figuras divinas gracias al poder que entraña una realidad concreta. Sin embargo, el Nuevo Testamento no está interesado en transmitirnos el relato de un hombre interesante y único, sino que trata de ofrecemos la imagen de alguien que era el Cristo y que, por esta razón, posee una significación universal. Al mismo tiempo, el Nuevo Testamento no borra los rasgos individuales de la imagen de Cristo, sino que más bien los relaciona con su carácter de "Cristo". En los textos neotestamentarios, cada rasgo de Cristo transparenta el Nuevo Ser, que es su ser, y en todas las expresiones de su individualidad aparece su significación universal. Antes hemos establecido una distinción entre el elemento histórico, el elemento legendario y el elemento mítico de los textos bíblicos. Para mostrar ahora la universalidad de Jesús como el Cristo en su concreta individualidad, esta distinción nos ofrece tres maneras distintas de servirse de los materiales bíblicos. Una de ellas consiste en considerarlos como documentos históricos que fueron seleccionados porque respondían ade-
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cuadamente a las cuestiones que suscita la existencia humana en general y las que se formulaban las primeras comunidades cristianas en particular. Esto es lo que les confiere el llamado carácter "anecdótico" de los relatos evangélicos. La segunda manera subraya la calidad universal que revisten los relatos particulares gracias a su forma más o menos legendaria. La tercera expresa el sentido universal del entero acontecimiento Jesús de Nazaret mediante símbolos y mitos. A menudo se superponen estos tres puntos de vista, pero el tercero resulta decisivo para el pensamiento cristológico, porque tiene el carácter de una confesión directa y así proporciona los materiales para las expresiones dogmáticas de la fe cristiana. Pero para describir la significación universal de Jesús como el Cristo sobre la base de la literatura bíblica, hemos de aferramos a los símbolos y utilizar tan sólo los relatos históricos y legendarios en un sentido corroborativo. Pero con los símbolos y los mitos surge un problema, cuya importancia se ha acentuado considerablemente a raíz de la discusión acerca de la "desmitologización" del Nuevo Testamento. Aunque algunos de sus aspectos han quedado ya "anticuados", esta discusión sigue siendo significativa para el conjunto de la historia cristiana y para la historia de la religión en general. Cuando más arriba hablamos de la naturaleza tanto de la investigación histórica como de la recepción del Cristo por parte de los hombres, lo fundamental de nuestra posición era la afirmación de que los símbolos cristológicos constituyen el medio a través del cual el hecho histórico llamado Jesús de Nazaret ha sido recibido por aquellos que lo consideran el Cristo. Estos símbolos hemos de entenderlos como símbolos, y pierden toda su significación si los interpretamos en su sentido literal. Cuando se trata de los símbolos cristológicos, el problema, pues, no estriba en su "desmitologización", sino en su "desliteralización". Por esto hemos procurado a.firmarlos y aprehenderlo8pcomo símbolos. La ..desmitologización• puede significar dos cósas, y la ausencia de una clara distinción entre ambas ha dado origen a la confusión que caracteriza la discusión de esta problemática. Por una parte, puede significar la lucha contra la distorsión literalista de los símbolos y los mitos, y ésta es una labor necesaria que la teología cristiana siempre debe acometer, porque impide que el cristianismo caiga en
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un mar de ..objetivaciones" supersticiosas de lo sagrado. Pero la desmitologización puede significar asimismo la eliminaci6n del mito como vehículo de expresión religiosa y su sustituci6n par la ciencia y la moral. En este sentido, hemos de rechazar con toda energía la desmitologización, porque despajaría a la religión de su lenguaje propio y así se silenciaría toda experiencia de fo sagrado. No podemos criticar Jos símbolos y los mitos simplemente parque son símbolos o mitos. Sólo hemos de criticarlos en función de su capacidad de expresar lo que tienen que expresar, es decir, en este caso, el Nuevo Ser en Jesús como el Cristo. Tal es la actitud con que hemos de examinar los símbolos y mitos en los que se expresa el significado universal ele Jesús como el Cristo. Todos estos símbolos nos muestran a Jesús como el portador del Nuevo Ser en una relación especial con la existencia. Por razones sistemáticas, corroboradas anticipadamente por el Nuevo Testamento, podemos destacar dos símbolos centrales, que corresponden a dos relaciones fundamentalm de Cristo con la alienación existencial y que han determinado el desarrollo del dogma cristológico y los conflictos suscitados par el mismo. De estas relaciones de Cristo con la existencia, la primera es su sujeción a la existencia, y la segunda, su triunfo sobre ella. Todas las demás relaciones dependen directa o indirectamente de estas dos, cada una de las cuales se expresa en un símbolo central. La sujeción a la existencia se expresa en.el símbolo de la "cruz de Cristo"; el triunfo sobre la existencia se expresa en el símbolo de la ..resurrección de Cristo". 2. Los
SÍMB<>LOS CENTRALES DE LA SIGNIFICACIÓN UNIVEBSAL DE
JESÚS COMO EL CRISTO Y LA RELACIÓN QUE MEDIA ENTRE ELLOS
La "cruz de Cristo" y la "resurrección de Cristo" son símbolos interdependientes; no podemos separarlo¡ el uno del otro sin que se disipe el significado de ambos. La cluz de Cristo es la cruz de Aquel que venció a la muerte de la alienación existencial. De fo contrario, sólo sería un acontecimiento trágico más (aunque, esto, también lo es} en la larga historia ,de la tragedia humana. Y la resurrección de Cristo es la resurrección de Aquel que, como Cristo, se sometió a la muerte de la alienación
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existencial. De lo contrario, sólo sería otro relato milagroso más o menos discutible (aunque, esto, también lo es en los textos bíblicos). Si la cruz y la resurrección son interdependientes, los dos tienen que ser a la vez realidad y símbolo. En ambos casos, algo acaeció en el seno de la existencia. De lo contrario, el Cristo no habría penetrado en la existencia y no habría podido vencerla. Pero, entre la cruz y la resurrección existe una diferencia cualitativa. Mientras los relatos de la cruz se refieren probablemente a un acontecimiento que tuvo lugar a plena luz y fue susceptible de una observación histórica, los relatos de la resurrección tienden sobre ella un velo de profundo misterio. La cruz es un hecho altamente probable; la resurrección, una experiencia misteriosa de unos pocos. Cabe, pues, la pregunta de si esta diferencia cualitativa no hace imposible toda interdependencia real entre ambos acontecimientos. ¿No sería quizá más juicioso seguir el parecer de aquellos investigadores que conciben la resurrección como una interpretación simbólica de la cruz y, por ende, desprovista de toda realidad objetiva? El Nuevo Testamento confiere una tremenda significación al aspecto objetivo de la resurrección; al mismo tiempo, eleva a una significación simbólica universal el acontecimiento objetivo al que se refieren los relatos de la crucifixión. Podría, pues, decirse que, para los discípulos y los autores del Nuevo Testamento, la cruz ·es tanto un acontecimiento como un símbolo y la resurrección tanto un símbolo como un acontecimiento. Cierto es que ven la cruz de Jesús como un acontecimiento que tuvo lugar en el tiempo y el espacio. Pero, como cruz del Jesús que es el Cristo, constituye un símbolo y forma parte de un mito: el mito del portador del nuevo eón, que sufre la muerte de un reo y esclavo bajo los poderes del antiguo eón que :€1 debe vencer. La cruz, independientemente de las que pudieron ser sus circunstancias históricas, es un símbolo basado en un hecho. · Pero eso mismo es igualmente cierto de la resurrección de Cristo. La resurrección de dioses y semidioses es un conocido símbolo mitológico. Juega un papel preponderante en algunos cultos mistéricos, en los que la participación mística de los iniciados en la muerte y resurrección del dios constituye su centro ritual. Y en el judaísmo tardío se desarrolló la creencia
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en la resurrección futura de los mártires. Pero, desde el momento en que Jesús fue llamado el Cristo y se afirmó -tanto en forma de expectación como de reflexión retrospectiva- el maridaje de su dignidad mesiánica con una muerte ignominiosa, se hizo prácticamente inevitable la aplicación al Cristo de la idea de resurrección. La aserción de los discípulos de que el símbolo se había convertido en un acontecimiento, estaba determinada, en parte, por su creencia en Jesús que, como Cristo, se convirtió en el Mesías. Pero esto lo afirmaban de tal forma que trascendía el simbolismo mitológioo ·de los cultos mistérioos, del mismo modo que la imagen concreta de Jesús oomo el Cristo trascendía las imágenes míticas de los dioses mistérioos. La índole peculiar de este acontecimiento sigue siendo oscura, incluso en la racionalización poética del relato pascual. Pero una oosa es obvia: la Iglesia nació en los días en que el reducido grupo, disperso y desesperado, de los seguidores de Jesús tuvo la certeza de su resurrección, y puesto que Cristo no es Cristo sin la Iglesia, desde aquel momento Jesús pasó a ser el Cristo. La certeza de que el portador del· nuevo eón no podía haber sucumbido finalmente .ante los poderes del antiguo eón, convirtió la experiencia de la resurrección en la prueba decisiva del carácter erístico de Jesús de Nazaret. Gracias a una experiencia real, los discípulos pudieron aplicar a Jesús el oonocido símbolo de la resurrección, _reconociéndolo así de8nitivamente como el Cristo. A este acontecimiento vivido por ellos, lo llamaron la "resurrección de Cristo", y de ahí que ésta tenga tanto de acontecimiento como de símbolo. Se ha intentado describir ambos acontecimientos, la cruz y la resurrección, como acontecimientos fácticos desprovistos de su sentido simbólico. Esto queda justiflcado por. cuanto la significación de ambos símbolos descansa en su doble condición de símbolo y de hecho real. Sin el elemento fáctioo, Cristo no habría participado en la existencia y, en consecuencia, no habría sido el Cristo. Pero el deseo de aislar el elemento fáctico del elemento simbólica no es, como antes dijimos, el interés primordial de la fe. Los resultados logrados por la investigación del elemento puramente fáctico nunca pueden constituir el fundamento de la fe o de la teología. '.feniendo esto presente, podemos decir que el acontecimiento hist6rioo subyacente al relato de la crucifixión resplandece
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con relativa claridad a través de las distintas y a menudo contradictorias narraciones legendarias. Quienes consideran el relato de la pasión como una leyenda cultt,ial narrada de distintas maneras, coinciden simplemente con la tesis que acabamos de exponer acerca del carácter simbólico de la cruz del Jesús que es el Cristo. El único elemento fáctico que aquí cuenta con la certeza inmediata de ·la fe es la entrega de aquel que fue llamado el Cristo a la consecuencia última de la existencia, es decir, a la muerte bajo las condiciones de alienación. Todo lo demás es una cuestión de probabilidad histórica, que se ha ido elaborando a partir de una interpretación legendaria. De un modo análogo debemos abordar el acontecimiento subyacente al símbolo de la resurrección. El elemento fáctico es aquí una implicación necesaria de este símbolo (como lo es del símbolo de la cruz). Es normal que la investigación histórica trate de elaborar este elemento fáctico a partir del material legendario y mitológico que lo recubre. Pero la investigación histórica nunca puede darnos otra cosa que una respuesta probable. La fe en la resurrección de Cristo no depende, ni positiva ni negativamente, de tal respuesta. La fe sólo puede conferir certeza a la victoria lograda por el Cristo sobre la consecuencia última de la alienación existencial a la que f:l mismo se sometió. Y la fe puede conferir esta certeza porque constituye su propio fundamento. La fe se basa en la experiencia de sentirse embargado por el poder del Nuevo Ser gracias al cual son vencidas las consecuencias destructoras de la alienación. La certeza de la propia victoria sobre la muerte que acarrea la alienación existencial es la que da origen a la certeza de la resurrección de Cristo como acontecimiento y como símbolo; pero no es una convicción histórica ni la aceptación de la autoridad bíblica las que crean esta certeza. Más allá de este punto, no existe certeza alguna sino tan sólo una cierta probabilidad, a menudo muy pequeña, a veces algo mayor. Tres teorías tratan de hacer probable el acontecimiento de la resurrección. La más primitiva y, al mismo tiempo, la más bellamente expresada, es la teoría física. Esta teoría nos cuenta cómo las mujeres, en la mañana de Pascua, encontraron la tumba vacía. Las fuentes de este relato son más bien tardías y discutibles, y no se encuentra ningún indicio del mismo en
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la tradición más primitiva acerca del acontecimiento de la resurrección, es decir, en el capítulo quince de la epístola a los corintios. Teológicamente hablando, este relato constituye una racionalización del acontecimiento al que interpreta con arreglo a las categorías físicas que identifican la resurrección con la presencia o la ausencia de un cuerpo físico. Entonces surge la absurda pregunta de qué se hizo de las moléculas que formaban el cadáver de Jesús de Nazaret. Y así se pasa de lo absurdo a lo blasfemo. El segundo intento de esclarecer el aspecto fáctico de lo que aconteció en la resurrección es el intento espiritista. Esta teoría se apoya, sobre todo, en las apariciones del Resucitado tal como las relata Pablo, y luego las explica como manifestaciones del alma del hombre Jesús a sus seguidores, análogas a las automanifestaciones de las almas de los muertos en las experiencias espiritistas. Obviamente, esto no es la resurrección de Cristo, sino un intento de demostrar la inmortalidad general del alma y la pretensión de que ésta, después de la muerte, es capaz de manifestarse a los vivos. Las experiencias espiritistas quizás sean válidas o quizás no lo sean. Pero, incluso en el caso de ser válidas, no pueden explicar el aspecto fáctico de la resurrección de Cristo simbolizada como la reaparición de su personalidad total, y ésta implica entre otras cosas la expresión corporal de su ser. Hasta tal punto es esto lo que ocurre en la resurrección de Cristo, que los discípulos pueden reconocerlo bajo una pariencia que es algo más que la manifestación de un "espíritu" incorpóreo. El tercer intento de explicar el aspecto fáctico de la resurrección es el intento psicológico. Constituye el medio más fácil y más generalmente aceptado de describir este elemento fáctico. La resurrección es un acontecimiento interior que tiene lugar en la mente de los seguidores de Jesús. La descripción paulina de las experiencias de la resurrección {incluso la propia experiencia de Pablo) se presta a una interpretación psicológica. Y, si excluimos la interpretación física, tanto las palabras de Pablo como el relato de su conversión apuntan a algo que acaeció en la mente de los que vivieron , tales experiencias. Esto no implica que el acontecimiento mismo fuese "meramente•• psicológico, es decir, totalmente determinado por fos f~ctores psicológicos que actuaban en la mente de aquellos que
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Pablo enumera (por ejemplo, una intensificación del recuerdo de Jesús). Pero la teoría psicológica no presta atención a la realidad del acontecimiento que se presupone en el símbolo -el acontecimiento de la resurrección de Cristo. De nuevo hemos de preguntarnos, pues, en qué consiste esta realidad. Para describirla, tenemos que fijarnos en la negatividad de la que se triunfa en la resurrección. Y esta negatividad no es, ciertamente, la muerte de un individuo humano, por muy importante que ésta pueda ser. Por consiguiente, el hecho de que reviva un individuo humano o de que reaparezca como espíritu no puede constituir el acontecimiento de fa resurrección. La negatividad de la que se triunfa en la resurrección es la negatividad que supondría la desaparición de aquel cuyo ser era el Nuevo Ser. La resurrección es el triunfo logrado sobre esta desaparición de Cristo de la experiencia actual y su consiguiente transición al pasado, excepto dentro de los angostos límites del recuerdo humano. Y, eomo que la victoria sobre esta transitoriedad es esencial al Nuevo Ser, pareció entonces que Jesús quizás no había sido el portador del Nuevo Ser. Al mismo tiempo, el poder de su ser había impreso una huella indeleble en los discípulos como poder del Nuevo Ser. En esta tensión, sucedió algo único. En una experiencia extática, la imagen concreta de Jesús de Nazaret, quedó indisolublemente unida a la realidad del Nuevo Ser. Jesús está presente dondequiera que esté presente el Nuevo Ser. La muerte no es capaz de relegarlo al pasado. Pero su presencia no es como la presencia de un cuerpo reavivado (y transmutado) ni como la reaparición de un alma individual, sino que es una presencia espiritual. Jesús "es el Espíritu" y sólo porque es el Espíritu "lo conocemos ahora". De este modo, la vida individual y concreta del hombre Jesús de Nazaret se eleva por encima de la transitoriedad hasta alcanzar la presencia eterna de Dios como Espíritu. Este acontecimiento se dio primero en algunos de sus seguidores que habían huido a Galilea a raíz de su ejecución; luego, en muchos otros; más tarde, en Pablo; y, finalmente, en todos aquellos que, en cualquier época, experimentan su presencia viva aquí y ahora. ~ste es el acontecimiento. Y este acontecimiento se interpretó con el símbolo de Ja "resurrección", símbolo que era realmente válido para el pensamiento de aquel entonces. De este modo, el maridaje de símbolo y
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acontecimiento es lo que constituye el símbolo cristiano central, la resurrección de Cristo. Esta teoría acerca del acontecimiento subyacente al símbolo de la resurrección desecha tanto el literalismo físico como el literalismo espiritista y los sustituye por una descripción que se aproxima más a lo que nos dice la fuente más antigua (1 Cor 15) y que sitúa en el centro de su análisis el sentido religioso que entrañó la resurrección para los discípulos (y para todos los seguidores de Jesús) a diferencia de su anterior estado de negatividad y desespero. Tal visión constituye la confirmación extática de la unidad indestructible que se da entre el Nuevo Ser y su portador, Jesús de Nazaret: ambos están unidos en lo eterno. Contrariamente a las teorías física, espiritista y psicológica, a esta teoría acerca del acontecimiento subyacente a la resurrección de Cristo podríamos llamarla "teoría de la restitución"'. Según ella, la resurrección es la restitución de Jesús como el Cristo, restitución que se enraíza en la unidad personal existente entre Jesús y Dios y en la impresión que causó esta unidad en la mente de los apóstoles. Históricamente, es muy posible que la restitución de Jesús a la dignidad de Cristo en la mente de sus discípulos, fuese anterior al relato de la aceptación de Jesús como el Cristo por parte de Pedro. Esta última podría no ser sino un reHejo de la primera; pero, incluso en este caso, la experiencia del Nuevo Ser en Jesús debe preceder a la experiencia del Resucitado. Aunque por mi parte estoy convencido de que la teoría de la restitución es la que mejor se ajusta a los hechos, hemos de considerarla asimismo como una teoría. Pertenece al reino de lo probable y no cuenta con la certeza de la fe. La fe sólo nos confiere la certeza de que la imagen evangélica del Cristo es una vida personal en la que se hizo presente el Nuevo Ser en su plenitud, y de que la muerte de Jesús de Nazaret no fue capaz de separar el Nuevo Ser de la imagen de su portador. Si esta solución no satisface a los literalistas físicos o espiritistas, en nombre de la fe no podemos obligarlos a que la acepten. Pero quizás pueden convenir en que la actitud del Nuevo Testamento y, sobre todo, la interpretación no literalista del apóstol Pablo justifican la teoría de la restitución.
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3.
SÍMBoLos QUE CORROBORAN EL SÍMBOLO DE LA "cnuz DE
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CRISTO"
El relato de la cruz de Jesús como el Cristo no nos refiere un acontecimiento aislado de su vida, sino aquel acontecimiento al que se endereza el relato de su vida y que da sentido a sus otros acontecimientos. Tal sentido se expresa diciendo que aquel que es el Cristo se somete a las negatividades última·s de la existencia y éstas no son capaces de separarlo de su unidad con Dios. De ahí que en el Nuevo Testamento encontremos otros símbolos que apuntan al símbolo más central de la cruz de Jesús como el Cristo y lo corroboran. La idea de la propia sujeción de Cristo la expresa Pablo en términos míticos en el segundo capítulo de su epístola a los filipenses. El Cristo preexistente renunció a su forma divina, se hizo siervo y sufrió la muerte de un esclavo. La preexistencia y el anonadamiento de Cristo se combinan, pues, en este símbolo, que así corrobora el símbolo central de la cruz, aunque no podemos entenderlo literalmente como algo que acaeció en cierta ocasión en algún lugar celeste. Expresan esta misma idea, aunque en términos legendarios, los relatos del nacimiento de Cristo en Belén, el pesebre convertido en su cuna, su huida a Egipto y la primera amenaza contra su vida por parte de los poderes Políticos. También preparan y corroboran el sentido simbólico de la cruz las descripciones de la sujeción de Jesús a la finitud y sus categorías. En gran número de tales descripciones, que asimismo reflejan la tensión existente entre la dignidad mesiánica de Jesús y las pobres condiciones de su existencia, queda claramente indicado el carácter de "sujeción" a la existencia. En las escenas de Getsemaní, de su muerte y sepultura, todo esto alcanza su punto culminante. Todos estos rasgos, que fácilmente podríamos multiplicar y elaborar, se resumen en el símbolo de la cruz. No debería concebirse la cruz sin relacionarla con estos rasgos y, a su vez, deberían interpretarse estos rasgos en su totalidad como expresiones de la sujeción de aquel en quien el Nuevo Ser estuvo presente en las condiciones de la alienación existencial. En el contexto de la descripción bíblica, estas expresiones, ya sean míticas, legendarias, históricas o una mezcla de todo ello, como ocurre en el símbolo de la cruz 14.
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al que sirven de soporte, carecen de importancia en si mismas. Su importancia estriba en su poder de mostrar la sujeción de aquel que es el portador del Nuevo Ser a las estructuras destructoras del antiguo ser. Son símbolos de la paradoja divina -la paradoja de la aparición de la eterna unidad Dios-hombre en el seno de la alienación existencial. Una de las grandes características del credo de los apóstoles estriba en el hecho de enumerar, en su segundo artículo, los símbolos de sujeción junto con los símbolos de victoria. De este modo, anticipó la estructura básica con arreglo a la cual hemos de concebir la significación universal de Jesús el Cristo como portador del Nuevo Ser. 4,
SÍMBOLOS QUE CORROBORAN EL SÍMBOLO DE LA "RESURBECCIÓN DE
Crusro"
Como ocurre en el relato de la cruz, tampoco el relato de la resurrección de Cristo se limita a referirnos un acontecimiento aislado ocurrido después de su muerte, sino que nos cuenta el acontecimiento que ya habían anticipado un gran número de otros acontecimientos y que, al mismo tiempo, oonstituye su confirmación. La resurrección, lo mismo que Jos símbolos históricos, legendarios y mitológicos que la corroboran, nos muestra el Nuevo Ser en Jesús el Cristo surgiendo victorioso de la alienación existencial a la que se ha sometido. Tal es su significación universal. Como hemos hecho al examinar los símbolos de sujeción, hemos de empezar ahora con el símbolo mítico de la preexistencia y añadirle luego el de la postexistencia. Mientras la preexistencia en conexión con los símbolos de sujeción era la condición previa de la autohumillación trascendente del Cristo, en el presente contexto hemos de considerar su significación propia y la significación que entraña como símbolo que corrobora la resurrección. La preexistencia expresa la raíz eterna del Nuevo Ser tal como se halla históricamente presente en el acontecimiento de Jesús el Cristo. Cuando, según el cuarto evangelio, Jesús dice que es anterior a Abraham, se refiere a una anterioridad que no hemos de entender en sentido horizontal (como no pudieron dejar de hacerlo los judíos que le escuchaban) sino en sentido vertical. Pero esto constituye asimismo una
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implicación de la doctrina del Logos del cuarto evangelio e indica la presencia del principio eterno de la automanifestación divina en Jesús de Nazaret. El símbolo de la postexistencia corresponde al símbolo de la preexistencia. También se sitúa en la dimensión vertical, no como una presuposición eterna de la aparición histórica del Nuevo Ser en Jesús como el Cristo, sino como su eterna confirmación. Vamos a examinar ahora los símbolos concretos vinculados a la postexistencia. Pero, antes, quizás sea necesario prevenirnos contra un literalismo que considera la preexistencia y la postexistencia como las etapas de la historia trascendente de un ser divino que desciende de un lugar celeste y luego asciende de nuevo al mismo. Descender y ascender son metáforas espaciales que indican la dimensión eterna tanto de la sujeción del portador del Nuevo Ser a la existencia como de su victoria sobre Ja misma. Mientras el nacimiento de Jesús en Belén pertenece a los símbolos que corroboran la cruz, el relato de su nacimiento virginal pertenece a los símbolos que corroboran la resurrección. Este relato expresa la convicción de que el Espíritu divino, que ha convertido al hombre Jesús de Nazaret en el Mesías, ya lo había creado como recipiente suyo, de modo que la aparición salvadora del Nuevo Ser es independiente de las contingencias históricas y sólo depende de Dios. Esta razón es la misma que indujo a la elaboración de una cristología del Logos, aunque tal cristología pertenece a otra línea de pensamiento. El elemento fáctico de este símbolo es el hecho de que el destino histórico determinó al portador del Nuevo Ser, incluso antes de su nacimiento. Pero el relato concreto que hallamos en el evangelio es un mito, cuyo valor simbólico hemos de poner muy seriamente en duda, puesto que se orienta en la dirección doceto-monofisita del pensamiento cristiano y constituye una de las más importantes referencias de esta dirección: al excluir la participación de un padre humano en la procreación del Mesías, despoja a éste de su plena participación en la condición humana. El relato de la transfiguración de Jesús y su conversación con Moisés y Elías constituye una clara anticipación simbólica de la resurrección. Los textos bíblicos están repletos de relatos milagrosos, y
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algunos de ellos resultan significativos en cuanto apuntan a la aparición de un nuevo estado de cosas. Cuando los discípulos de Juan el Bautista interrogan a Jesús acerca de su carácter mesiánico, éste les sugiere que den testimonio de la venida del nuevo eón. En todos los milagros que Jesús lleva a cabó, algunos de los males que acarrea la autodestrucción existencial quedan vencidos, aunque no definitivamente, puesto que los hombres en quienes se cumplen tales milagros, se ven aquejados de nuevo por la enfermedad y la muerte y siguen sujetos a las vicisitudes de la naturaleza. Pero lo que en ellos se produjo fue una anticipación representativa de la victoria del Nuevo Ser sobre la autodestrucción existencial. Y esto era notorio, sobre todo, en las enfermedades mentales y corporales, en las catástrofes y la necesidad, en el desespero y la muerte absurda. Los milagros de Jesús no habrían detentado esta función de haberlos realizado para poner de manifiesto su poder mesiánico. Tal interpretación la consideraba Jesús como una tentación demoníaca con que le hostigaban tanto sus enemigos como Satanás. Jesús lleva a cabo los milagros porque participa plenamente en el infortunio de la situación humana y trata de superarlo siempre que se le ofrece la ocasión de hacerlo. Los relatos de sus curaciones, en particular, manifiestan la superio.ridad del Nuevo Ser que 1o habita frente a la posesión mental y sus consecuencias corporales. Jesús aparece como el vencedor de los demonios, de las estructuras supraindividuales de destrucción. Tanto Pablo como la primitiva Iglesia hicieron hincapié en este punto. El poder salvador del Nuevo Ser es, sobre todo, un poder ejercido sobre las estructuras esclavizadoras del mal. En épocas posteriores, la enseñanza y la predicación cristianas olvidaron a menudo este sentido fundamental de los relatos de milagros y subrayaron, en cambio, su carácter milagroso. ltsta es una de las desafortunadas consecuencias dimanadas del esquema supranaturalista de referencia con que la teología tradicional concibió la relación existente entre Dios y el mundo. La presencia y el poder de Dios no deberían buscarse en la intederencia supranatural divina sobre el curso ordinario de los acontecimientos, sino en el poder del Nuevo Ser que, en las estructuras creadas de la realidad y a través de ellas, vence las consecuencias autodestructoras de la alienación existencial. Así concebidos, los milagros de Jesús como el Cristo no
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son sino unos símbolos de su victoria y corroboran el símbolo central de la resurrección. En la primera parte de esta obra, ya hablamos del concepto de milagro en general y no podemos repetir aquí lo que entonces dijimos. Nos basta recordar ahora que los milagros nos son descritos oomo una inteligencia, extáticamente recibida, de las constelaciones de factores que apuntan al Fondo divino del Ser. Formulamos esta definición sobre la base de .Jos relatos neotestamentarios de milagros y el juicio que acerca de los mismos se emite en el mismo Nuevo Testamento. Es comprensible, sin embargo, que ciertos elementos míticos y legendarios se introdujesen fácilmente en los relatos que hablaban de auténticas experiencias milagrosas. Y es más comprensible todavía que, desde la misma época neotestamentaria, tuviese lugar una racionalización por la que se expresaba el deseo de subrayar el elemento antinatural de los relatos, en lugar de acentuar su capacidad para poner de manifiesto la presencia del poder divino que triunfa de la destrucción existencial. ·· Debemos considerar ahora un grupo coherente de símbolos, pertenecientes al fértil campo del simbolismo escatológico, que corroboran fa resurrección desde el punto de vista de las consecuencias que entraña para el Cristo, su Iglesia y su mundo. El primero de ellos es el símbolo de la ascensión de Cristo. En cierto modo, este símbolo es una reiteración de la resurrección, pero se distingue de. ella porque la finalidad que persigue ofrece un acusado contraste con las repetidas apariciones del Resucitado. Separar a Cristo de la existencia histórica, tal como indica el símbolo de la ascensión, equivale exactamente a afirmar su presencia espiritual como poder del Nuevo Ser, pero con los rasgos concretos de su semblante personal. Constituye, 'pues, una nueva expresión simbólica del mismo acontecimiento que expresa la resurrección. Pero si se le entiende literalmente, su simbolismo espacial resulta absurdo. Lo mismo podemos decir del símbolo de Cristo "sentado a la diestra de Dios". Entendido en su sentido literal, es absurdo y ridículo, como ya observó Lutero al identificar la diestra de Dios con su omnipotencia, es decir, oon su poder de hacerlo todo en todo. Este símbolo significa, pues, que la creatividad de Dios no está separada del Nuevo Ser en Cristo, sino que el designio final que persigue en sus. tres formas (creatividad
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originadora, sustentadora y directora) es- la actualización del Nuevo Ser tal como se manifiesta en el Cristo. En inmediata conexión con la participación del Nuevo Ser en la creatividad divina, se halla el símbolo del gobierno de la Iglesia por parte de Cristo a través del Espíritu. En realidad, el criterio de que Cristo rige a la Iglesia, ésta lo ha adoptado partiendo de su misma concepción del Cristo, es decir, del ser de Jesús como el Cristo, ser que es el Nuevo Ser. Una expresión distinta, aunque íntimamente vinculada a la anterior, de la participación del Nuevo Ser en la creatividad divina es el símbolo del Cristo como el que rige a la historia. Aquel que es el Cristo y que nos ha aportado el nuevo eón, es el que rige al nuevo eón. La historia es la creación de fo nuevo en cada instante. Pero lo últimamente nuevo hacia el que la historia se encamina es el Nuevo Ser; y el Nuevo Ser es el fin de la historia, es decir, el fin del período preparatorio de la historia y de su meta. Si nos preguntamos cuál es el hecho que constituye el trasfondo del símbolo de Cristo como el Señor de la historia, la respuesta sólo puede ser que el Nuevo Ser, gracias a la providencia histórica, se actualiza en la historia y a través de ella (fragmentariamente y bajo las ambigüedades de la vida), aunque siempre con arreglo al criterio del ser de Jesús como el Cristo. El símbolo de Cristo como Señor de la historia no significa ni una interferencia externa por parte de un ser celeste, ni la plena realización del Nuevo Ser en la historia o la transformación de ésta en el reino de Dios; lo único que significa es Ia certeza de que nada puede acaecer en la historia que haga imposible la actuación del Nuevo Ser. Tenemos que valorar asimismo los símbolos más directamente escatológicos. Uno de ellos, la expectación de un período futuro simbolizado como un período de mil años, ha sido muy olvidado en la teología tradicional. Esto se debe, en parte, a que no ocupa un lugar destacado en la literatura bíblica y, en parte, a que dio origen a una aguda controversia desde que se produjo la rebelión montanista contra el conservadurismo eclesiástico -y aún seguía siendo un problema ásperamente debatido cuando la revuelta de los franciscanos radicales. Pero la teología debe considerarlo con absoluta seriedad, porque es decisivo para la interpretación cristiana de la historia. En contraste con una catástrofe final en el sentido de las visiones
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apocalípticas, el símbolo de los mil años del reino de Cristo continúa la tradición profética que columbra en lontananza una plenitud intrahistórica de la historia. Desde luego, este símbolo no preconiza una plenitud histórica total. El poder demoníaco queda proscrito, pero no erradicado y, por consiguiente, reaparecerá más tarde. En un lenguaje menos mitológico, podríamos decir que lo demoníaco puede ser positivamente vencido en un momento y en un lugar determinados, pero no de un modo total y universal. La expectación del reino de los mil años dio origen a numerosos movimientos utópicos, pero en realidad constituye una auténtica admonición contra toda utopía: ¡lo demoníaco queda domeñado por algún tiempo, pero no aniquilado! El símbolo de la "segunda venida" o parousia del Cristo desempeña dos funciones distintas. En primer lugar, constituye una expresión especial de que Jesús es el Cristo, es decir, de que no puede ser trascendido por nadie que aparezca en el curso de la historia humana. Aunque esto se halla claramente implícito en la aserción cristológica, es preciso subrayarlo con especial énfasis frente a los que hablan de la posibilidad de que se den nuevas y superiores experiencias religiosas y, por ello, piensan que debe mantenerse abierto el futuro, incluso con respecto a Jesús como el Cristo. El autor del cuarto evangelio conocía a fondo este problema. Por su parte, no niega la continuación de la experiencia religiosa tras la resurrección de Cristo, y es él quien pone en labios de Cristo aquellas palabras según las cuales "el Espíritl! os guiará hasta la verdad completa". Pero Jesús advierte inmediatamente a sus discípulos que lo que les muestre el Espíritu no procede del Espíritu sino del Cristo, quien a su vez no tiene nada por sí mismo, sino que todo lo recibe de su Padre. Una función, pues, del símbolo de la segunda venida de Cristo es eliminar toda expectación de una manifestación superior del Nuevo Ser. Pero ésta es tan sólo una función del símbolo de la "segunda venida" de Cristo. La otra es dar una respuesta a la crítica judía de que Jesús no pudo ser el Mesías, porque el nuevo eón todavía no ha llegado y aún permanece inalterado el antiguo estado de cosas. De ahí que los judfos arguyan que debemos aguardar todavía la venida del Mesías. El cristianismo admite que nos hallamos en un período de espera y demuestra
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que, al acrecentarse el poder del reino de Dios, el reino demoníaco cobra asimismo mayor fuerza y se hace mayormente destructivo. Pero, a diferencia del judaísmo, el cristianismo afirma que el poderío de lo demoníaco está roto en principio (en poder y desde el inicio), porque el Cristo se hizo presente en Jesús de Nazaret, el portador del Nuevo Ser. Su ser es el Nuevo Ser. Y el Nuevo Ser, el triunfo sobre el antiguo eón, está en quienes participan en Cristo y en la Iglesia, por cuanto la Iglesia tiene a Cristo como su sólido fundamento. El símbolo de la segunda venida de Cristo corrobora la resurrección al situar al cristiano en el período que media entre los kairoi, los tiempos en que lo eterno irrumpe en lo temporal, entre el "ya" y el "todavía no", y lo somete a las infinitas tensiones que entraña esta situación tanto en su existencia personal como en su existencia histórica. El juicio último del mundo por Cristo es uno de los símbolos más dramáticos. Ha inspirado a los artistas y poetas de todos los tiempos y ha suscitado· profundas y a menudo neuróticas congojas entre los fieles más conscientes lo mismo que entre los más simples. Este símbolo -como nos cuenta Lutero al hablarnos de su propia y temprana experiencia- ha adulterado la imagen del Cristo que cura y salva, convirtiéndola en la imagen de un juez despiadado al que debemos evitar invocando la protección de los santos, los psicoanalistas o los escépticos. Es importante constatar que, en este caso, el mismo Nuevo Testamento ha empezado a "desliteralizar" (tal como se debería decir, en lugar de "desmitologizar") este símbolo. El cuarto evangelio no niega el símbolo mítico del· juicio final; pero describe su aspecto fáctico como la crisis que experimentan quienes tropiezan con el Nuevo Ser y se ven en la precisión de aceptarlo o repudiarlo. Se trata, pues, de un juicio inmanente que siempre se está dando en la historia, incluso .allí donde no es conocido el nombre de Jesús, pero donde el poder del Nuevo Ser, que es el ser de Jesús, está presente o ausente (Mateo 25). Y como este juicio inmanente se da bajo las condiciones de la existencia, está sujeto a las ambigüedades de la vida y por ello exige o bien el símbolo de una separación última de los elementos ambiguos de la realidad o bien su purificación y elevación a la unidad trascendente del reino de Dios.
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Esto completa nuestra revisión de los símbolos que corroboran el símbolo central de la resurrección de Cristo. Tales símbolos han sufrido una profunda distorsión y, en consecuencia, muchos los han rechazado debido a un literalismo que los hacía absurdos y no existenciales. Es preciso restablecer de nuevo su antigua fuerza por medio de una reinterpretación que aúne sus cualidades cósmicas y existenciales y haga evidente el hecho de que un símbolo no sólo se basa en cosas y acontecimientos, sino que asimismo participa en el poder de aquello que simboliza. Por eso no es posible sustituir los símbolos a voluntad; tienen que ser interpretados mientras sigan vivos. Pueden morir, y algunos de los símbolos que hemos interpretado en los anteriores capítulos tal vez estén ya muertos. Durante mucho tiempo, han estado sujetos a numerosos ataques -justificables unos e injustificables otros. No es el teólogo quien puede emitir un juicio acerca de la vida o la muerte de los símbolos que él interpreta. Este juicio se formula en la conciencia de la Iglesia viva y tiene profundas raíces en el inconsciente colectivo. Se manifiesta en el ámbito litúrgico, en la devoción personal, en la predicación y .la enseñanza, en las actividades de la Iglesia que atañen al mundo y en la silenciosa meditación de sus miembros. Se manifiesta como destino histórico y, por ende, se manifiesta últimamente a través de la creatividad divina en cuanto ésta se halla unida al poder del Nuevo Ser en Cristo. El Nuevo Ser no depende de los símbolos especiales que lo expresan. El Nuevo Ser detenta el poder de ser libre con respecto a todas las formas bajo las cuales aparece.
E. EL NUEVO SER EN JESúS EL CRISTO COMO PODER DE SALVACióN l. EL
SIGNIFICADO DE LA SALVACIÓN
La significación universal de Jesús como el Cristo, que se expresa por los símbolos de su sujeción a la existencia y de su victoria sobre la misma, puede expresarse asimismo por el término "salvación". Al mismo Jesús lo llamamos el Salvador, el
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Mediador, el Redentor. Y cada uno de estos términos requiere una clarificación semántica y teológica. El término "salvación" entraña tantas connotaciones como negatividades existen con necesidad de salvación. Pero podemos diferenciar la salvación de la negatividad última y de lo que conduce a la negatividad última. A esta negatividad última se le da el nombre de condenación o muerte eterna y es la pérdida del tel.os interior del propio ser, su exclusión de la unidad universal del reino de Dios y su exclusión de la vida eterna. En la inmensa mayoría de ocasiones en que se usa la palabra "salvación" o la expresión "estar salvado'', se hace referencia a la salvación con respecto a esta negatividad última. La tremenda gravedad que reviste la cuestión de la salvación se halla vinculada a la comprensión de este término. De ahí que se conviertan en la cuestión del "ser o no ser". La manera como podemos alcanzar o perder el fui último -la vida eterna- determina el significado· más limitado de "salvación". Para la primitiva Iglesia griega, de lo que tenemos necesidad y deseo de salvarnos es de la muerte y el error. En la Iglesia católica romana, nos salvamos de la culpa y de sus consecuencias en ésta y en la otra vida (en el purgatorio y el infierno). En el protestantismo clásico, nos salvamos de la ley, de la congoja que en nosotros suscita y de su poder de condenación. En el pietismo y revivalismo, la salvación estriba en el triunfo logrado sobre el estado de impiedad gracias a la conversión y transformación de quienes se han convertido. En el protestantismo ascético y liberal, la salvación consiste en la victoria alcanzada sobre ciertos pecados especiales y en el progreso realizado hacia la perfección moral. La cuestión de vida o muerte en su sentido último no ha desaparecido en estos últimos grupos (excepto en algunas formas del llamado humanismo teológico}, pero ha sido desplazado a segundo término. Por lo que se refiere tanto al significado original de salvación (de saloos, "curado") como a nuestra actual situación, quizás Jo más adecuado sea interpretar la salvación como "curación", puesto que este término guarda correspondencia con el estado de alienación como característica principal de la existencia. En este sentido, curar significa reunir lo que está alienado, dar ~n centro a lo que está disperso, colmar el abismo abier-
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to entre Dios y el hombre, entre el hombre y su mundo, y en el mismo interior del hombre para consigo mismo. El concepto del Nuevo Ser se ha desarrollado a partir de esta interpretación de la salvación. Salvarse es salirse del antiguo se,r y situarse en el Nuevo Ser. Esta comprensión engloba los elementos de la salvación que en otras épocas cobraron especial relieve y, sobre todo, la plenitud del sentido último de la propia existencia, aunque vista desde una perspectiva especial, la de hacer salvus, la de "curar". Si bien el cristianismo deduce la salvación de la aparición de Jesús como el Cristo, no establece ninguna separación entre la salvación alcanzada por medio del Cristo y los procesos de salvación, es decir, de curación, que se dan a lo largo de toda la historia. El problema de la "curación'', universalmente considerada, ya lo discutimos en la sección consagrada a la revelación (volumen I). Pero existe una historia de los acontecimientos reveladores concretos que se han dado en todas las épocas en las que el hombre ha existido oomo hombre. Sería erróneo decir que esta historia es la historia de la revelación (oomo hacen algunos humanismos teológicos). Pero sería igualmente erróneo negar que en todas partes se dan acontecimientos reveladores además de la aparición de Jesús como el Cristo. Existe una historia de la revelación, cuyo centro es el acontecimiento Jesús el Cristo; pero este centro, no está desprovisto de una línea que conduce al mismo (revelación preparatoria) y de una línea que parte del mismo (revelación recibida). Más aún, hemos afirmado que allí donde está la revelación, allí está también la salvación. La revelación no es una información acerca de las cosas divinas; es la manifestación extática del Fondo del Ser en Jos acontecimientos, en las personas y en las cosas. Tales manifestaciones tienen el poder de conmocionar, transformar y curar. Son acontecimientos salvadores en los que está presente el poder del Nuevo Ser, aunque sólo lo está de un modo preparatorio y fragmentario, y siempre es susceptible de una distorsión demoníaca. Pero está presente y cura dondequiera que es seriamente aceptado. La vida del género humano depende siempre de estas fuerzas de curación, porque impiden que las estructuras autodestructoras de la existencia hundan a la humanidad en una total aniquilación. Esto es cierto tanto de los individuos como de los grupos humanos, y constituye la
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base para una evolución positiva de las religiones y de las culturas de la humanidad. Sin embargo, la idea de una historia universal de la salvación sólo podremos desarrollarla plenamente en las secciones de la Teo'logfa sistemática consagradas a "La vida y el Espíritu" y a "La historia y el reino de Dios" (volumen III). Concebir de este modo la historia de la salvación excluye una idea de la salvación que, a pesar de no ser bíblica, no por ello deja de ser eclesiástica: la creencia de que la salvación o es total o es inexistente. Según esta idea, la salvación total es idéntica a la situación del ser que ha alcanzado el estado de bienaventuranza última y es lo opuesto a la condenación total a las penas o a la muerte eternas. Por consiguiente, si la salvación, que es el gozo de la vida eterna, se hace depender del encuentro con Jesús como el Cristo y la aceptación de su poder salvador, sólo un reducido número de seres humanos alcanzarán fa .salvación. Los demás, ya sea por un decreto divino, por el destino que les forjó la caída de Adán o por su propia culpa, están condenados a verse excluidos de la vida eterna. Las teologías del universalismo siempre intentaron eludir esta idea absurda o demoníaca, pero es difícil lograrlo en cuanto se ha admitido la alternativa absoluta entre salvación y condenación. El problema sólo se sitúa en un nivel distinto, si se concibe la salvación como el poder de curación y salvación que, por el Nuevo Ser, actúa a lo largo de toda la historia. En: más o en menos, todos los hombres participan de este poder curativo del Nuevo Ser. De lo contrario, carecerían de todo ser. Las consecuencias autodestructoras de la alienación los habrían destruido. Pero no hay hombres que estén totalmente curados, ni siquiera quienes han tropezado con el poder curativo que se manifiesta en Jesús como el Cristo. En este punto, el concepto de salvación nos conduce al simbolismo escatológico y a su interpretación. Nos conduce al símbolo de la curación cósmica y a la cuestión de la relación que guarda lo eterno con lo temporal en lo que respecta al futuro. ¿Cuál es, pues, el carácter peculiar de la curación que se alcanza por el Nuevo Ser en Jesús como el Cristo? Si se acepta a Jesús como el Salvador, ¿qué significa la salvación lograda por su mediación? La respuesta no puede limitarse a decir que no existe ningún poder de salvación que no sea el que procede
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de Jesús como el Cristo, sino que ha de afirmar que Jesús como el Cristo constituye el criterio último de todo proceso de curación y salvación. Ya dijimos antes que, incluso los que han encontrado a Jesús como el Cristo, sólo están fragmentariamente curados. Pero ahora hemos de añadir que, en Jesús como el Cristo, la cualidad curativa es completa e ilimitada. El cristiano permanece en un estado de relatividad con respecto a .la salvación; pero, en su cualidad y poder de salvación, el Nuevo Ser en Jesús como el Cristo trasciende toda relatividad. Esto es precisamente lo que lo convierte en el Cristo. Por consiguiente, dondequiera que en la humanidad exista un poder de salvación, hemos de juzgarlo por el poder de salvación que entraña Jesús como el Cristo. 2.
EL CRISTO COMO EL SALVADOR (MEDIADOR, REDENTOR)
La teología tradicional estableció una distinción entre la persona y la obra de Cristo. La persona era del dominio de la cristología; la obra, del dominio de la soteriología. Pero luego se abandonó este esquema ante el concepto del Nuevo .Ser en Jesús como el Cristo y su significación universal. Era un esquema más bien insatisfactorio y teológicamente peligroso. Daba la impresión de que la persona del Cristo es una realidad en sí misma, sin relación con aquello que hizo de 11:1 el Cristo, es decir, sin relación con el Nuevo Ser -el poder de curación y salvación- que estaba en 11:1. Además, en esta doble, pero separada, descripción de la persona y la obra de Cristo, se omitía la correlación con aquellos para quienes se convirtió en Cristo. Por otra parte; la obra de Cristo se entendía como un acto de la persona que era el Cristo, independientemente de que hubiese o no hubiese realizado su obra. i;:sta es una de las razones en cuya virtud se concebía la expiación como una especie de técnica sacerdotal ejercida en pro de la salvación -incluso si tal técnica llevaba aparejado el propio sacrificio. Se habrían evitado muchos de estos errores semimecanicistas en la doctrina de la salvación, de haberse aceptado el principio de que el ser de Cristo es su obra y de que su obra es su ser, es decir, el Nuevo Ser que es su ser. Gracias a este principio, podemos disponer dé la tradicional división de la obra de Cristo en obra
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profética, obra sacerdotal y obra regia, puesto que su ministerio como profeta respalda sus palabras, su ministerio como sacerdote respalda el sacrificio de sí mismo, y su ministerio como rey respalda su gobierno del mundo y de la Iglesia. En determinadas circunstancias, tales distinciones pueden ser de utilidad en el ámbito homilético y litúrgico, pero carecen de todo valor sistemático. La significación de Jesús como el Cristo es su ser;· y sus elementos profético, sacerdotal y regio son las consecuencias inmediatas (además de algunas otras) de su ser, pero no son unos "ministerios" especiales vinculados a su "obra". Jesús como el Cristo es el Salvador por la significáción universal que entraña su ser como el Nuevo Ser. Además del término "salvador" (soter), a Cristo se le aplica asimismo el término "mediador", que posee profundas raíces en la historia de la religión. Todas las religiones, tanto las de tipo no histórico como las de tipo histórico, utilizan la idea de los dioses-mediadores para salvar el abismo que media entre los hombres y los dioses superiores, que cada vez han ido haciéndose más trascendentes y abstractos. La conciencia religiosa, es decir, el estado del ser que se halla incondicionalmente preocupado, debe afirmar tanto la trascendencia incondicional de su dios como el carácter concreto del mismo que posibilita un encuentro del hombre con él. De esta tensión surgieron los dioses-mediadores, cuyo doble cometido fue hacer accesible a los hombres lo divino trascendente y, al mismo tiempo, elevar al hombre hacia lo divino trascendente. Así, tales dioses unían en sí mismos la infinitud de la divinidad trascendente y la finitud de los hombres. Pero éste es únicamente uno de los elementos que entraña la idea de mediador; el otro es su función de reunir lo que está alienado. El mediador sólo es tal mediador en la medida en que se le supone que reconcilia: representa a Dios ante el hombre y al hombre ante Dios. Ambos elementos de la idea de mediador se han atribuido a Jesús como el Cristo. En su rostro vemos el rostro de Dios, y en él experimentamos la voluntad reconciliadora de Dios; en ambos aspectos, el Cristo es el Mediador. El término "mediador" no deja de ofrecer una cierta dificultad teológica. Puede sugerir la idea de que el Mediador es una tercera realidad de la que dependen tanto Dios t:omo los
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hombres para la revelación y la reconcilación. Pero esto resulta igualmente insostenible desde el punto de vista cristológico y desde el punto de vista soteriológico. Una tercera esEecie de ser entre Dios y el hombre sería un semidiós, y exactamente esta idea es la que fue rechazada en fa herejía arriana. En Cristo ha aparecido bajo las condiciones de la existencia la eterna unidad Dios-Hombre. El Mediador no es un semidiós. Tal fue la primera gran decisión antiherética del cristianismo: Cristo no es una tercera realidad entre Dios y el hombre. Con mayor vigor aún hemos de subrayar todo esto en lo que atañe a la soteriología. Si el Mediador fuese una tercera realidad entre Dios y el hombre, Dios dependería de El para llevar a cabo su actividad salvadora. Necesitaría de alguien para hacerse manifiesto y -lo que sería aún más desorientador- necesitaría de alguien para reconciliarse. Esto nos conduciría a aquel tipo de doctrina de la expiación según la cual Dios es quien debe reconciliarse. Pero el mensaje cristiano nos dice que Dios, el eterno reconciliado, quiere que nos reconciliemos con El. Dios se nos revela y nos reconcilia con El por medio del Mediador. Siempre es Dios quien actúa, pero actúa a través del Mediador. Si así se entiende, podemos usar el término "mediador"; de lo contrario, deberíamos renunciar a él. Una dificultad semántica similar aparece en el término "redentor" (lo mismo que en "redención"). Esta palabra, derivada de redimere ("comprar de nuevo"), entraña la connotación de alguien -es decir, Satanás- que tiene en su poder a los hombres y que exige el pago de un rescate para su liberación. Tales imágenes se han ido debilitando en el uso ordinario del término "Redentor", pero no han desaparecido por completo. El simbolismo de la liberación del hombre de los poderes demoníacos juega un importante papel en las doctrinas tradicionales de la expiación. Y ello justifica plenamente que se aplique el término "redentor" a Jesús como el Cristo. No obstante, esta palabra posee una peligrosa connotación semántica, similar a la que hemos denunciado en la palabra "mediador". Puede sugerir la imagen de alguien que ha de pagar un precio a los poderes antidivinos antes de que Dios sea capaz de liberar al hombre de la esclavitud de la culpa y el castigo. Pero esto nos endereza a la discusión de la doctrina de la expiación y los distintos tipos que se dan de la misma.
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3.
LAS DOCTRINAS DE LA EXPIACIÓN
La doctrina de la expiación es la descripción del efecto que el Nuevo Ser en Jesús como el Cristo produce en aquellos que, en su estado de alienación, se sienten embargados por el Nuevo Ser. Esta definición apunta a los dos aspectos que implica el proceso de expiación: aquello que, en la manifestación del Nuevo Ser, entraña una consecuencia expiatoria, y aquello que le ocurre al hombre que se halla bajo tal consecuencia expiatoria. En el sentido de esta definición, la expiación siempre es, a la vez, un acto divino y una reacción humana. El acto divino supera la alienación existente entre Dios y el hombre en cuanto es una cuestión de culpa humana: en la expiación, la culpa humana queda extirpada como factor que separa al hombre de Dios. Pero este acto divino sólo es eficaz, si el hombre reacciona y acepta la extirpación de su culpa que se alzaba entre Dios y el hombre, es decir, si acepta la oferta divina de reconciliación a pesar de la culpa. De ahí que la expiación posea necesariamente un elemento objetivo y un elemento subjetivo. Debido al elemento subjetivo, el proceso expiatorio depende, en parte, de las posibilidades de reacción del hombre. Así se inserta uri momento de indefinitud en la doctrina de la expiación y, por esta razón, la Iglesia se negó instintivamente a formular esta doctrina en términos de una definición dogmática, tal como hizo con el dogma cristológico. Pero esta circunstancia permitió asimismo que se desarrollasen distintos tipos de la doctrina de la expiación. Todos ellos fueron admitidos por la Iglesia, y también todos ellos poseen su especial fuerza y su especial debilidad. Tales tipos pueden dividirse en predominantemente objetivos, predominantemente subjetiyos y los que se sitúan en un punto intermedio entre ambos, ajustándose esta división al carácter objetivo-subjetivo que poseen los procesos de expiación. Radicalmente objetiva es la doctrina formulada por Orígenes, es decir, la doctrina de que la liberación del hombre de la esclavitud de la culpa y la autodestrucción sólo fue posible gracias al pacto que establecieron Dios, Satanás y Cristo, y en el que Satanás fue traicionado. A Satanás le fue concedido poder sobre el Cristo; pero no se le permitió ejercer tal poder sobre
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quien fuese inocente; y así se esfumó su poder sobre Cristo y sobre los que están con Cristo. La doctrina de Orígenes se apoya en una serie de pasajes bíblicos que manifiestan la victo· ria alcanzada por Cristo sobre los poderes demoníacos. Pero su línea de pensamiento ha sido recientemente revalorizada en la obra Christus Vtctor, de Gustav Aulen. En esta formulación de la doctrina de la expiación, parece inexistente toda referencia al hombre. Un drama cósmico -casi una comedia cósmica en Orígenes- se desarrolla por encima de la cabeza del hombre, y es el relato de este drama el que confiere al hombre la certeza de que se ha liberado del poder demoníaco. Pero no es éste el significado real del tipo objetivo de la doctrina de la expiación. En los versículos triunfales de Pablo acerca de la victoria alcanzada por el amor de Dios en Cristo sobre todos los poderes demoníacos, es la experiencia del amor de Dios lo que precede a la aplicación de esta experiencia a un simbolismo que abarca los poderes demoníacos -y, en consecuencia, el símbolo de la victoria de Cristo sobre fos demonios. Sin la experiencia previa del triunfo Jogrado sobre la alienación existencial, nunca habría podido surgir el símbolo Christus Víctor ni en Pablo ni en Orígenes. Pero esta consideración general es insuficiente para valorar la teoría objetiva de la expiación y de ahí que hayamos de examinar sus símbolos concretos. La traición de que es objeto Satanás entraña una profunda dimensión metafísica. Apunta a la verdad de que lo negativo vive de lo positivo, al que distorsiona. Si superase por completo lo positivo, se destruirla a sí mismo. Satanás nunca puede salvaguardar a Cristo, porque el Cristo representa lo positivo de la existencia al representar el Nuevo Ser. La traición que sufre Satanás es un tema ampliamente difundido en la historia de la religión, porque Satanás, el principio de lo negativo, carece de toda realidad independiente. El mundo en el que surgió el cristianismo estaba atemorizado por los poderes demoníacos, a los que consideraba como origen del mal y, al mismo tiempo, como instrumentos del castigo (una de las expresiones míticas del carácter autodestructivo de la alienación existencial). Estos poderes demoníacos impiden que el alma se reúna con Dios y la mantienen en la esclavitud y bajo el control de la autodestrucción existencial. El mensaje 1'5'.
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cristiano era un mensaje de liberación de este miedo a lo de. moníaco. Y el proceso de expiación. es el proceso de liberación. Pero la liberación del miedo al poder que destruye y castiga, únicamente es posible si algo ocurre, no sólo objetivamente, sino también subjetivamente. El elemento subjetivo está constituido por la profunda impresión que causa en los hombres el poder interior de Aquel que externamente, se halla sojuzgado por los poderes demoníacos. Sin la experiencia del poder del Nuevo Ser en Jesús como el Cristo, su sujeción expiatoria a las fuerzas de la existencia no habría sido capaz de superar el miedo a lo demoníaco. No es, pues, sorprendente que Abelardo desarrollara una teoría en la que acentuaba el aspecto subjetivo de los procesos expiatorios, aunque sin negar por ello su aspecto objetivo. La impresión liberadora que produce en los hombres la imagen del Cristo crucificado es la impresión que les causa su amor autoinmolado. A este amor del Crucificado responde el hombre con el amor que está seguro de que, en Dios, es el amor, y no la ira, quien pronuncia la última palabra. Pero esto no basta para eliminar la congoja suscitada por la culpa y por el temor de tener que sufrir el castigo. El mensaje del amor divino no puede restablecer por si solo la justicia \iolada, porque el amor se convierte en debilidad y sentimentalismo si no implica la justicia. El mensaje del amor divino que silencia el mensaje de la justicia divina no puede procurar al hombre una buena conciencia. Y aquí podemos remitimos a la psicología profunda ya que, antes de prometer al paciente algún alivio a sus dolencias, suele someterlo al tormento que le ocasiona dirigir una mirada existencial al interior de su ser (aunque no en sentido realista o legalista). Así, pues, siempre que fa descripción predominantemente subjetiva del proceso de expiación pase por alto este punto, la teología cristiana no puede aceptarla como adecuada. El hecho de que Anselmo hiciera justicia a esta situación psicológica explica sobradamente que su doctrina fuese una de las más válidas, cuando menos en el Occidente cristiano. Por su forma pertenece al tipo predominantemente objetivo. Parte de la tensión que existe en Dios entre su ira y su amor, y demuestra que la obra del Cristo hace posible que Dios ejerza su misericordia sin que por ello viole las exigencias de la justicia. El valor infinito del sufrimiento de Cristo da satiSfacción a Dios
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y hace innecesario el castigo del hombre por el peso infinito de su pecado. Sólo el Hombre-Dios podía hacer esto, porque, como hombre, podía sufrir y, como Dios, no tenía que sufrir por sus propios pecados. Para el creyente cristiano, esto signi· fica que su conciencia de culpa queda afirmada en su carácter incondicional. Pero siente al mismo tiempo la ineludibilidad de ese castigo que, sin embargo, es asumido por el infinito valor y profundidad del sufrimiento de Cristo. Siempre que en sus oraciones implora a Dios el perdón de sus pecados invocando el sufrimiento y la muerte inocentes de Cristo, el cristiano acepta tanto la exigencia de que él mismo sufra un castigo infinito, como el mensaje de que está exento de toda culpa y castigo por el sufrimiento substitutivo de Cristo. Este punto confirió a la doctrina de Anselmo su enorme fuerza psicológica y la hizo extraordinariamente viva a pesar de su anticuada terminología legalista y su medición cuantitativa del pecado y el castigo. El moderno descubrimiento de un sentimiento de culpa, a menudo profundamente oculto en el inconsciente del hombre, nos ha proporcionado una nueva clave para explicarnos la tremenda repercusión de la teoría anselmiana en la piedad personal, los himnos,· la liturgia y numerosas enseñanzas y predicaciones cristianas. Porque lo cierto es que un sistema de .símbolos que suscita en el hombre el coraje de aceptarse a sí mismo a pesar de saberse inaceptable, cuenta con todas las probabilidades de ser a su vez aceptado. Ya hemos formulado una crítica de esta teoría al hablar de los títulos de "Mediador" y "Redentor" que se dan a Cristo. También en sentido crítico nos hemos referido a las categorías legalistas y cuantitativas que Anselmo utiliza para describir el aspecto objetivo de la expiación. Pero ahora debemos añadir una crítica más fundamental aún -que ya formuló en su día Tomás de Aquino-: la critica de que en la doctrina de Anselmo no aparece por ninguna parte el aspecto subjetivo del proceso de expiación. Tomás le agrega la idea de que el cristiano participa en aquello que le ocurre a la "cabeza" del Cuerpo cristiano, al Cristo. Cambiar, pues, el concepto de sustitución por el concepto de participación, parece ser el camino que va a conducirnos a una doctrina más pertinente de la expiación, en la que queden equilibrados sus aspectos objetivo y subjetivo.
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4. Los
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PRINCIPIOS DE LA OOCI'RINA DE LA EXPIACIÓN
Las crfticas implícitas, y en parte explícitas, que hemos insinuado contra los tipos fundamentales de la doctrina de la expiación, nos permiten formular ahora los principios que deberían determinar el ulterior· desarrollo de esta doctrina -o que incluso pueden sustituirla en una futura teología. El primer principio, absolutamente decisivo, es la afirmación de que Dios y sólo Dios es quien crea los procesos expiatorios. Esto implica que Dios, en la eliminación de la culpa y el castigo que se yerguen entre ~l y el hombre, no depende del Cristo sino que el Cristo, como portador del Nuevo Ser, es el que media en el acto de reconciliación de Dios con el hombre. El segundo principio, al que debe sujetarse una doctrina de la expiación... es el principio de que no existe ningún conflicto en Dios entre su amor reoonciliador y su justicia retributiva. La justicia de Dios no es un acto especial de castigo proporcionado a la culpa del pecador, sino el acto por el que Dios permite que se desencadenen las consecuencias autodestructoras de la alienación existencial. Dios no puede eliminar tales consecuencias, porque pertenecen a la estructura del ser en sí y porque, si las eliminase, Dios dejaría de ser Dios -y esto es lo único que Dios no puede hacer. Pero, sobre todo, Dios dejarla de ser ·amor, porque la justicia es la forma estructural del amor sin la cual éste sería puro sentimentalismo. El ejercicio de la justicia constituye la obra de su amor, obra que quebranta y se opone a todo aquello que se alZa contra el amor. De ahí que no pueda existir ningún conflicto en Dios entre su amor y su justicia. El tercer principio, al que debe responder una doctrina de la expiación, es el principio de que la extirpación divina de la culpa y el castigo no consiste en ignorar la realidad y la profundidad de la alienación existencial. Esta idea es frecuente en el humanismo liberal y se apoya en la comparación que establece el padrenuestro entre el perdón divino y el perdón humano. Pero, tal comparación, como todas las comparaciones entre las cosas divinas y humanas (por ejemplo, en las parábolas de Jesús), sólo es válida hasta cierto punto, más allá del cual resulta errónea. Mientras el punto de analogía es obvio (comunidad a '
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pesar de las transgresiones), la diferencia debe establecerse con absoluta claridad. En todas las relaciones humanas, el que perdona es a su vez culpable, no s6lo en general, sino en aquella situaci6n concreta en la que perdona. El perd6n humano debería ser siempre mutuo, aunque no fuese abiertamente proclamado por ambas partes. Pero Dios representa el orden del ser que es violado por la reparaci6n que procede de Dios; su perdón no es, pues, un asunto privado. El cuarto principio, que debe informar una doctrina de la expiación, es el principio de que la actividad expiatoria de Dios debe entenderse como su participación en la alienación existencial y en las consecuencias autodestructoras de tal alienación. Dios no puede eliminar tales consecuencias; están implícitas en su justicia. Pero las puede asumir participando en ellas y transformándolas para aquellos que participan en su propia participación. Con esto hemos llegado al mismo corazón de la doctrina de la expiación y de las acciones de Dios para con el hombre y su mundo. Sin duda alguna el problema es éste: ¿Qué significa eso de que Dios asume el sufrimiento del mundo por su participación en la alienación existencial? La primera respuesta es que se trata de una manera de hablar altamente simbólica, pero normal en los escritores bíblicos. La "paciencia" de Dios, el "arrepentimiento" (cambio de propósito) de Dios, el "trabajo que le da a Dios el pecado humano", "Dios que no se compadece de su Hijo" y otras expresiones similares nos descubren una enorme libertad para expresarse con toda exactitud al hablar de las reacciones vivas de Dios frente al mundo, libertad de la que naturalmente se espanta la teología. Si intentamos decir algo más que la aserción simbólica de que "Dios asume el sufrimiento del mundo", hemos de añadir la afirmaci6n de que este sufrimiento no contradice la bienaventuranza eterna de Dios ni su fundamento, es decir, la eterna "aseidad" de Dios, el hecho de que Dios sea por sí mismo y, por ende, se halle más allá de la libertad y el destino. Por otra parte, hemos de remitimos a lo que dijimos en los capítulos consagrados a Dios como viviente, es decir, hemos de referirnos al elemento de non-ser que es enteramente vencido en la vida divina. Este elemento de non-ser, visto desde dentro, es el sufrimiento que Dios asume por su participación en la alienación existencial o en el estado de negatividad no vencida. Y en este
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punto coinciden la doctrina del Dios vivo y la doctrina de la expiación. El quinto principio de una doctrina de la expiación es la afirmación de que en la cruz de Cristo se hace manifiesta la participación divina en la alienación existencial. Una vez más hemos de recalcar ahora que se incurriría en una distorsión fundamental de la doctrina de la expiación si, en lugar de decir "se hace manifiesta", se dijera "se hace posible". Por otra parte, "se hace manifiesta" no significa únicamente "se da a conocer". Las manifestaciones son expresiones efectivas, no meras notificaciones. Algo acaece gracias a una manifestación, y este algo surte sus efectos y consecuencias. En este sentido, la cruz de Cristo es una manifestación. Y es una manifestación, porque es una actualización. No la única actualización, peró sí la actualización central, el criterio de todas las demás manifestaciones de la participación de Dios en el sufrimiento del mundo. La conciencia culpable que mira la cruz de Cristo ve en ella y a través de ella el acto expiatorio de Dios, es decir, su asunción de las consecuencias destructoras de la alienación. El lenguaje litúrgico que, del "mérito" de Cristo, de su "preciosa sangre'' y de su "sufrimiento inocente", infiere un consuelo para la culpa y la muerte humanas, apunta a Aquel en el que es manifiesto el acto expiatorio de Dios. Pero, ni el lenguaje litúrgico ni la conciencia desosegada establecen diferencias, en el acto de fe, entre los términos "en la cruz" y "a través de la cruz"~ Por el contrario, la teología debe establecer una diferencia entre ambos términos (en virtud del primer principio). La cruz no es la causa sino la manifestación efectiva de la asunción por Dios de las consecuencias de la culpa humana.' Y puesto que en el proceso expiatorio se da asimismo un aspecto subjetivo, es decir, la experiencia humana de que Dios es el eterno reconciliado, podemos decir entonces que la expiación se actualiza a través de la cruz de Cristo. Esto es lo que, en parte, justifica a una teología según la cual el acto expiatorio. de Dios depende del "mérito" de Cristo. El sexto principio de una doctrina de la expiación es la aserción de que, a través de la participación en el Nuevo Ser, que es el ser de Jesús como el Cristo, también los hombres participan en la manifestación del acto expiatorio de Dios: participan en el sufrimiento de Dios que asume las consecuencias
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de la alienación existencial o, dicho de un modo más sucinto, participan en el sufrimiento de Cristo. De ahí se sigue una valoración de la expresión "sufrimiento substitutivo", expresión que es más bien desafortunada y no debería usarse en teología. Dios participa en el sufrimiento de la alienación existencial, pero su sufrimiento no sustituye el sufrimiento de la creatura. Tampoco el sufrimiento de Cristo es un sustituto del sufrimiento del hombre. Pero el sufrimiento de Dios, universalmente y en Cristo, es el poder que, por la participación y transformación, supera la autodestrucción de la creatura. La índole peculiar del sufrimiento divino no es la sustitución sino la libre participación. Y, a su vez, el triple carácter del estado de salvación no estriba en poseer un conocimiento teórico de la participación divina, sino que se cifra en participar en la participación divina, aceptándola y dejándose transformar por ella. A la luz del principio de participación y sobre la base de la doctrina de la expiación, hemos de considerar ahora este triple carácter de la salvación, en el que se expresa el efecto producido en los hombres por el acto expiatorio divino: participación, aceptación y transformación (o, según la terminología clásica, regeneración, justificación y santificación). 5.
EL TRIPLE CARÁCTER DE LA SALVACIÓN
a) La salvación como participación en el Nuevo Ser (o regeneración). -El poder salvador del Nuevo Ser en Jesús como el Cristo depende de la participación que en él tenga el hombre. El poder del Nuevo Ser debe adueñarse del hombre que aún se halla bajo la esclavitud del antiguo ser. La descripción de los procesos psicológicos y espirituales en los que esto acontece, pertenece a la parte de la Teología sistemática titulada "La vida y el Espíritu" (volumen 111). Pero lo que ah<~ra sometemos a examen no es la reacción humana sino el aspecto objetivo, la relación que une el Nuevo Ser con los que se sienten embargados por él. A esta relación podríamos llamarla "apresamiento y arrastre hacia el interior de sí mismo" y es la que da origen al estado que Pablo denominó "estar en Cristo". Los términos y expresiones clásicos con que se designa este estado son: "nuevo nacimiento", "regeneración" y "ser una
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nueva creatura". Obviamente las características del Nuevo Ser son las diametralmente opuestas a las características de la alienación, es decir, fe en lugar de descreencia, sumisión en lugar de hybris, amor en lugar de concupiscencia. Según la terminología habitual, tales procesos son únicamente subjetivos, constituyen la obra del Espíritu divino en el alma individual. Pero no es éste el único sentido con que las fuentes neotestamentarias, e incluso las anteriores al Nuevo Testamento, utilizan el término "regeneración". La regeneración es un estado de cosas universal. Es el nuevo estado de cosas, el nuevo eón, que Cristo aportó; el hombre "entra en él" y, al hacerlo, participa de él, naciendo así de nuevo gracias a la partiCipación. La realidad objetiva del Nuevo Ser precede a la participación subjetiva en el mismo. El mensaje que incita a los hombres a convertirse es, ante todo, el mensaje de una nueva realidad hacia la que los hombres son llamados; a la luz de esta realidad nueva, los hombres tienen que alejarse de la antigua realidad, del estado de alienación existencial en el que hasta entonces han vivido. Así entendida, la regeneración (y la conversión} tiene poco de común con el intento de suscitar unas reacciones emocionales apelando al hombre en su subjetividad. La regeneración es el estado en que se hallan los hombres después de ser lanzados al seno de la nueva realidad que es manifiesta en Jesús como el Cristo. Sus consecuencias subjetivas son fragmentarias y ambiguas, y no constituyen el fundamento de una pretendida participación en el Cristo. Tal fundamento sólo lo es la fe que acepta a Jesús como el portador del Nuevo Ser. Esto nos conduce a la segunda relación que el Nuevo Ser establece con quienes se sienten embargados por él. b) La salvación como aceptaci6n del Nuevo Ser (o fustiflcaci6n). - Ha sido objeto de múltiples controversias si la prioridad en el proceso de salvación corresponde a la justificación o a la regeneración. El luteranismo acentúa la justificación; el pietismo y el metodismo, en cambio, subrayan la regeneración. Decidirse por una u otra depende, en parte, de la manera según la cual se definan tales términos; pero, en parte, depende asimismo de las distintas experiencias religiosas. La regeneración puede definirse como una transformación real. En este caso, es idéntica a la santificación y debe situarse definitivamente en el segundo lugar, puesto que el sentido que entraña el acto expía-
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torio de Dios es que la salvación del hombre no depende del estado de su desarrollo. Pero también se puede definir la regeneración como lo hacemos en nuestro sistema, es decir, como una participación en el Nuevo Ser, en su poder objetivo, por muy fragmentario que éste pueda ser. Así definida, la regeneración antecede a la justificación, ya que ésta presupone la fe, el estado del ser embargado por la presencia divina. La fe, la fe que justifica, no es un acto humano, aunque se dé en el hombre; la fe es obra del Espíritu divino, del poder que creó el Nuevo Ser en Cristo, en los hombres y en la Iglesia. Que Melanchthon situara la recepción del Espíritu divino tras el acto de fe, constituyó una añagaza para la teología protestante, puesto que así se convirtió la fe en una obra intelectual del hombre, una obra que era posible realizar sin que el hombre participase en el Nuevo Ser. Por estas razones, la regeneración, definida en el sentido de participación en el Nuevo Ser, debería anteponerse siempre a la justificación. La justificación aporta al proceso de salvación el elemento "a pesar de". La justificación es la consecuencia inmediata de la doctrina de la expiación y constituye el corazón y el centro de la salvación. Como la regeneración, también la justificación es, en primer lugar, un acontecimiento objetivo y, luego, una recepción subjetiva de tal acontecimiento. En su sentido objetivo, la justificación es el acto eterno de Dios por el que Dios acepta como no alienados a quienes están realmente alienados de :€1 por la culpa, y el acto por el que los integra a la unidad con :€1 que es manifiesta en el Nuevo Ser en Cristo. La justificación significa literalmente "hacer justo'', es decir, hacer que el hombre sea aquello que esencialmente es y de lo que se halla alienado. De usarse en este sentido, la palabra justificación sería idéntica a la santificación. Pero la doctrina paulina de la justificación por la gracia a través de la fe ha dado a este término un sentido que lo convierte en el polo opuesto de la santificación: es un acto de Dios que no depende en absoluto del hombre, un acto por el que Dios acepta al que es inaceptable. En su formulación paradójica, simul peccator, simul ¡ustus, que constituye el meollo de la revolución luterana, el carácter de "a pesar de" reviste una importancia decisiva para el conjunto del mensaje cristiano entendido como la salvación del desespero suscitado por la propia culpa. Es realmente la única ma-
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nera de superar la congoja de la culpa, puesto que faculta al hombre para apartar su mirada de sí mismo y de su estado de alienación y autodestrucción para dirigirla al acto justificante de Dios. Quien se mira a sí mismo e intenta medir su relación con Dios por sus propios logtos, acrecienta la alienación en que vive y la congoja que le suscitan su culpa y su desespero. Ya esbozamos la base sobre la que descansa esta afirmación cuando hablamos del fracaso de la autosalvación. Revestía tanta importancia para Lutero la ausencia de toda contribución humana, que Melanchthon formuló la doctrina "forense" de la justificación. Comparó a Dios con un juez que absuelve a un reo a pesar de su culpa, simplemente porque así lo decide el juez. Pero esta manera de plantear la doctrina de la justificación omite el aspecto subjetivo de la misma, es decir, la aceptación. En realidad, nada hay en el hombre que permita a Dios que lo acepte. Y esto es, precisamente, lo que el hombre debe aceptar. Debe aceptar que es aceptado; debe aceptar la aceptación de que es objeto. Y surge entonces la cuestión de cómo es posible esta aceptación a pesar de la culpa que convierte al hombre en enemigo de Dios. La respuesta tradicional es: "¡Por causa de Cristo!"'. Ya hemos interpretado esta respuesta en los anteriores capítulos. Significa que somos arrojados al poder del Nuevo Ser en Cristo, poder que hace posible la fe, y significa que éste es el estado de unidad entre Dios y el hombre, por fragmentariamente realizado que pueda resultar. Aceptar que somos aceptados constituye la paradoja de la salvacion, sin la cual no habría salvación alguna y sí tan sólo el desespero. Hemos de añadir ahora unas pocas palabras acerca de la expresión "justificación por la gracia a través de la fe", que suele usarse en la forma abreviada de "justificación por la fe". Pero esta forma abreviada es sumamente desorientadora, porque sugiere la idea de que la fe es un acto del hombre por el que éste se hace merecedor de la justificación -idea que constituye una total y desastrosa distorsión de la doctrina de la justificación. La causa de la justificación es Dios solo (por la gracia), pero la fe de que somos aceptados es el cauce por el cual la gracia llega al hombre (a través de la fe). Hemos de salvaguardar, pues, la clara inteligibilidad del articulus stantis et cadentis ecclesiae, incluso en la formulación de la justificación por la gracia a través de la fe.
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e) La salvación como transformaci6n por el Nuevo Ser (o santíficací6n). -Como acto divino, la regeneración y la justificación son el mismo acto. Ambas describen la reunión de lo que está alienado -la regeneración como su reunión real, la justificación como el carácter paradójico de esta reunión, y ambas como la aceptación del que es inaceptable. La santificación se diferencia de las dos como se diferencia un proceso del acontecimiento Por el que se ha iniciado. La neta distinción que la Reforma estableció entre "santificación" y "justificación" no procede del significado original de tales palabras. "Justificación" significa literalmente "hacer justo" y, por el otro lado, "santificación" puede significar "ser recibido en la comunidad de los sancti", es decir, en la comunidad de quienes se sienten embargados por el poder del Nuevo Ser. La diferenciación establecida entre ambos términos no se debe, pues, a su sentido literal, sino a ciertos acontecimientos de la historia de la Iglesia, como el resurgimiento del paulinismo en la Reforma. La santificación es el proceso en cuya virtud el poder del Nuevo Ser transforma la personalidad y la comunidad, dentro y fuera de la Iglesia. Tanto el cristiano individual como la Iglesia, tanto el ámbito religioso como el ámbito secular, todos son objeto de la obra santificadora del Espíritu divino, que es la realidad del Nuevo Ser. Pero tales consideraciones rebasan la estructura de esta parte de la Teo'logía sistemática. CorresPonden a lo que expondremos en la cuarta y en la quinta parte de nuestro sistema - "La vida y el Espíritu" y "La historia y el reino de Dios".
Con esto hemos llegado al final de esta tercera parte, "La existencia y Cristo". Sin embargo, no llegan en realidad a su término, en esta tercera parte, ni la doctrina del hombre ni la doctrina de Cristo. El hombre no está determinado únicamente por la bondad esencial y por la alienación existencial; también lo está por las ambigüedades de la vida y de la historia. Sin un análisis de estas características de su ser, todo lo que hasta ahora hemos dicho no deja de ser abstracto. Tampoco el Cristo es un acontecimiento aislado que tuvo lugar· en un remoto antaño; es el poder del Nuevo Ser que prepara su manifestación decisiva en Jesús como el Cristo a lo largo de toda la historia precedente y que se actualiza como el Cristo a lo largo de toda
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la historia subsiguiente. Nuestra afirmación de que Cristo no es el Cristo sin la Iglesia convierte las doctrinas del Espíritu y del reino en partes integrantes de la obra cristológica. Sólo unos motivos de pura conveniencia externa justifican la. separación de estas partes. Confiamos en que algunos de los problemas que no han quedado resueltos en esta tercera parte, hallarán una respuesta adecuada en las partes que formarán el tercer volumen de esta obra.
INDICE DE AUTORES Y MATERIAS
Abelardo, 226 Abraham, 210 absurdo, 124, 126 actua punu, 39 Adán, 47, 54, ·57 s., 62, 81 1., 172 s., 220 adopcionismo, 197 s. cfgape, 79, 173 Agustín, 39, 43, 60, 63, 70, 72 s., 82, 110, 154 agustinianismo, 46 aislamiento, 76, 93 s., 101 s., 104, 167, 175, 179 alienación, 16, 29-31, 41-3, 49, 5967, 83-7, 89 s., 93 s., 96-100, 102-5, 111-4, 129-31, 167-73, 188, 200, 202, 205, 209 s., 218, 224 s., 228"35; - como concupiscencia, 76-811 - como "descreencia", 7073; - como h11brb, 73-76; - y p&cado, 67-70 ambigüedad, 16 s., 105, 112, 176 s., 178 s., 180, 192, 214 amor, 70-3, 79 s., 101, 108, 113, 179, 228; - a sí mismo, 71 1. analogla entlr, 155 analogla lmaglnla, 155
Anaximandro, 38 !ngeles caídos, 58, 61 Angat, 54 s. Anselmo, 166, 226 •· Antiguo Testamento, 122, 124, 144, 172, 174 apocalíptico, 123, 150, 185, 194, 215 Apolo, 187 aporla, 25 arbitrariedad, 91 Aristóteles, 39 arrianismo, 190, 194, 223 arffculus stantlr, 234 ascensión, 213 ascetismo, 56, 114-7, 121, 192, 218 aseidad, 229 Atanasio, 100 ateísmo, 43 Augsburgo, confesión de, 70 Augusto, emperador, 156 Aulen, Guatav, 225
autodestrucción, 86-109 autosalvaci6n, 112-20, 164 autotrascendencia, 20 1., 91 s., 162, 172 Barth, Karl, 29, 139 beatitud, 71, 99 Biblia, 46, 117, 137 s., 139, 214 s. brahmanismo, 120 budismo, 99, 102, 120 Bultmann, Rudolf, 139, 144 caída, 38, 40, 47-56, 57"62~ 66, 95, 115 Calcedonia, 188, 190, 193 calvinismo, 46 Calvino, 20, 46, 52, 63 cartesianismo, 4'6, 154 catolicismo, 46, 69, 73, 83 1., 117, 146, 165, 181, 193, 218 causalidad, 97, 99 cena del Señor, 95 Cirilo de Alejandría, 192 s. colectivo, 93 s., 101 s., 104 conciencia, 46, 54 s., 73, 154, 222, 230 concupiscencia, 70, 76-81, 90, 92, 169, 172, 232 concaplrcentla, 70, 86 condenación, 52, 109, 128 s., 218, 220 condición humana, 28, 30, 42 s., 46 s., 49, 60, 62 s., 68, 79, 81 H., 87, 92, 105, 127, 160, 168 •.• 192, 211 congoja, 30, 43, 46, 54 s., 56 s., 96 ••• 119, 167, 175, 179, 218 coraje, 27, 103, 157 creación, 61, ·86 ss.; - y caída, 61-7 creatividad directora, 175, 213 s. ;credo de los apóstoles, 210 creencia, 71, 118 Cristo: - como "escatología cumplida", 161; - como Salvador, 221223; - el Crucificado, 226; cruz
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de-, 144 s., 202 s., 204 s., 209 s.; "imagen" de -, 139, 155 s., 15S. 160, 165, 168-70; muerte de -, 165 s., 179, 227; resurrección de -, 202-8, 210-7; sufrimiento de -. 1'65 s., 226, 2.30 s. cruz, 150, 152, 165 s., 176, 203 s.; símbolo de la -, 202 ss., 209 s., 229-31 culpa, 30, 65-7, 69, 83-5, 96 s., 126, 177, 218, 223 s., 226 s., 233 s. culto1 mistéricos, 187, 200, 203 demoníaco, 45, 76, 77 s., 9.7 1., 108, 136, 169, 215 s., 219 s., 223-6 desatinado, 124, 126, 130 descreencia, 70-3, 86, 169, 232 desespero, 31, 46, 97 s., 1-05-9, 112, 127, 169, 233 deslitieralización, 201, 216 desmitologización, 48, 58, 139, 152, 201, 216 desobediencia, 71, 81 despersonalización, 94 destino, 50-2, 55, 58-60, 61-7, 71, 81-6, 90 •.• 106, 110, 170, 173-6, 198, 20-0 determinismo, 83, 91 deua rive natura, 19 dialéctico, 25, 127 dinámica, 91-3, 173, 196 s. Dionlso, 157, 187 Dios-Humanidad esencial, 129, 16&. 171 Dios-Humanidad eterno, 166-71, 196 docetismo, 135 Dodd, C. H., 161 dominicos, 39 Dostoiewsld, 43 do%a, 127 duda, 102-5, 154, 157, 163, 176, 179 Dun1 Scoto, 39, 130 Eclesiasb~s, 46 Ellas, 211 encamación, 129-32, 152, 197 1. em cogftam, 94 Erasmo, 60, 110 eros, 44, 78 s., 94, 173, 166 escatología, 123, 161, 176, 183, 194, 213 •.• 220 "esclavitud de Ja voluntad", 63, 91, 110 •.• 113 e.colástfcos, .29, 39 esencia: - universal, 40; - y uf&. liencia, 16, 40 s., 47-54·, 57 1., 61, 65-7. 100-2, 120 ... 125 •.• 160, 171 •.• 196 ••
esencial y existencial, 16 s., 24, 26 s., 38 s., 46, 50, 96 s., 112, 235 esencialismo, 40 s., 42, 48, 91 espacio, 97 s. espiritista, 206-8 Espíritu: - divino, 16, 24, 112, 124, 160, 167, 186, 207, 214 s., 231-5; - humano, 75, 112, 206 espontaneidad, 65, 110 estoicismo, 49, 81, 151 s., 187 etemidad, 30, 95 s., 98, 196 s., 211 Eva, 57, 62, 74 evangelio: cuarto -, 123, 151, 158, 169, 176, 181-4, 198, 210, 215 s.; sinópticos, 142, 158-60, 174, 181-4 evolución, 62 s. existencial, 16, 24, 27-31, 33, 43 s., 98, 217, 225 ftistencialismo, 35, 41-7, · 48 •·• 55, 60; ·94, 96 existencialista, 41, 42-4, 64, 96 eflriere, 36 "existir", 36 s. expiación, 108, 166; doctrinas de la -. 224-31 expresionismo, 156 ext!tico, 18, 20-2 falaa rellglo, 120
fariseos, 75, 177 fe, 70, 72, 118, 137 s., 140, 142-6, US3 a., 205, 208, 232, 233 s.; riesgo de la -, 72, 157 Filón, 151 filosofía, 44, 49 s., 187; - clásica ·alemana, 41; - griega, 185 187; - nominalista, 24 s.; - d~ Ía religión, 29; - "científica", 44. finito, 21, 125, 129, 132 finitud, 16, 21, 30 s., 95-7, 99-103, 107, 114, 120, 167, 17·5 1., 179, 209 Flacius, 60 forma, 91-3, 173 franciscanos, 39, 214 Freud, Si¡mund, 78-81 Gelst, 67 G&iesis, 50, 52, 55, 57, 59, 61, 65,
95
Gestal,t, 140..5
Getsemani, 209 gnosticismo, 124, 135, 200 Goethe, J. W., 78 gracia, 72, 83 s., 111, 168, 233 •· Harnack, Adolf von, 158, 167, 194 He¡el, G.· W. F., 41, 42 1., 48, 67-8, 75, 10.2
INDICE DE AUTORES Y MATERIAS Heidegger, Martin, 25, 43, 102 helenístico, 77, 187-8 Heráclito, 38, 98, 151 Herrmann, W., 166 Hijo de David, 147, 180 Hijo de Dios, 130, 147-50, 184 s. Hijo del Hombre, 123, 140, 147 s., 184 s. historia, 17, 41, 49, 104, 112, 120-2, 136-8, 141 s., 145, 152, 161, 180 s., 214; investigación histórica, 138-40, 152-4, 159, 182, 185, 193 s., 205 Hombre de lo Alto, 148 Hombre espiritual, 13(}, 148, 152 homo-OfUios, 190 humanidad esencial, 129 s., 135, 137, 166, 171, 196 s., 223 humanismo, 43; - clásico, 59 hybria, 70, 73"6, 86, 89, 92, 169, 232 idealismo, 48 s., 63 ideología, 49 Ilustración, 40 s., 59 "imagen de Dios", 52, 73 lmltatfo Christl, 164 "impecabilidad", 170 implicación y distanciamiento, 44 incondicional, 23 inconsciente colectivo, 64, 217 indeterminismo, 91 individualización, 93 s. infierno, 218 infinito, 19, 21, 23, 51, 72, 119, 125, 129, 132 infinitud, 99, 126 in!D.{)Italidad, 95 "inocencia sofiadora", 53'-7, 90, 96, 99, 126, 148 s., 171 inseguridad, 10.2 s., 175, 179 "ira de Dios", 107-9, 226 irracional, irracionalidad, 16, 41, 1.25 s. Isafas, 6.5 Islam, 121, 146, 192 Israel, 74 jansenistas, 60 Jaspers, Karl, 43 jesuitas, 60 Jesús: - como el Cristo, 30, 127, 131 s., 133 ss., 181-4, 190 s., 196, 200, .204, 207 s., 212, 217; 223, 226, 230, 235 s.; - como la Palabt-a, 163 s.¡ - como Urblld, 199; - histórico, 134, 138-45, 152-6, 166 s., 196, 210; enseiianzas de -, 143 s., 164; hechos de -. 164 s.; "impecabilidad" de -, 170 s.;
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"naturaleza" humana de -, 189, 195; palabras de -, 143-5, 163; sufrimientos de -, 165 s.; tentaciones de -, 195 Job, 46, 98 Juan el Bautista, 212 judaísmo, 75, 85, 112 s., 121-3, 128, 146, 150, 177, 203, 216 Judas, 178 justicia, 226, 228 justificación, 118, 231, 232-5 Kafka, 60 kalrol, 216 Kant, Immanuel, 45, 58 Kierkegaard, Sl:Sren, 42 1., 155, 77 1., 106, 154, 178 Kvl'los, 147 lega1ismo, 31, 92, 112-4, 119, 227 lenguaje, 51 León I, 192 ley, 9.2 s., 111, 113, 160 s., 164, 177 leyenda, 137, 146 s., .200 s., 205, 209 s., 213 liberalismo, 144, 158, 1'93 s., 218, 228 libertad, 50, 55, 59, 60-1, 64-7, 69, 74, 81, 84 s., 88, 90-2, 110, 162, 173, s., 197 s.; - despierta, 55, 90; - finita, 21, 50-2, 54 s., 61, 88, 110, 161 s., 1'69, 171, 173, 197 s., 200 libido, 78-81, 92 literalismo, 62, 66, 137, 148-5.2, 201, 208, 211, 216 Logos, 26, 30, 123, 130, 147, 151 s., 184 s., 188, 190, 197 s., 211 Lucifer, 61 luteranismo, 43, 117 s., 232 Lutero, Martín, 2'0, .SO, 70, 77, 80, 108, 110 s., 183 ... 186, 191, 213, 216, 234 mal, 86-109 maniqueísmo, 60, 64, 110 manuscdtos del Mar Muerto, 143 Marcel, Gabriel, .25, 43 Marcelo, 190 Marx, Karl, 42 s., 68 materialismo, .20 mecanismo, 20, 51, 94 mediador, 128 s., 132, 218, 221-3 Melanchthon, 234 me on, 36 s. Mesías, mesiánico, 4lS, 122-4, 128, 131 s., 134, 147, 150, 167, 169,
240
TEOLOGIA SISTEMÁTICA
184 •.• 197, 204, 209, 212, 215 método de correlación, 27-31 microcosmos, 40, 162 milagro, 141 s., 170, 192, 211-3 misterio, 25, 125-7 misticismo, 26 s., 102, 115 1., 120, 123 mítico, 47 s., .201 s., 225 mito, 19, 30, 40, 48, 50, 53, 57 ss., 61, 97, 102, 137, 198, 200 •.• 211 mitología, 130 s., 142 mitológico, 57, 146, 204 •· Moisés, 211 monil.stico, 192 monofisismo, 192 monofisita, 171 s., 188, 192 as. montanista, 214 moralismo, 84; - burgués, 75 Mozart, 78 muerte, 95-7, 1()5..7, 109, 207, 218; instinto de -, 79, 106 mundo caído, 62, 66 nacfmlenl'o virginal, 170, 197 natUt"a naturans, 19
naturaleza, 51, 62 s., 65 •·• 130-2; - y hombre, 65 s. naturalismo, 18-24, 28, 48 1., 75 :necesidad, 91 :neo-estoicismo, 49 :neo-ortodoxia, 60, ·11a :neoplatonismo, 77, 187 Nerón, 77. s. Nioea, 190-3 Niebuhr, Refnhold, 66 Nietzsche, F. W., 42 s., 78, 80 s. nihilismo, 31 nominalismo, 24 s., 35, 168 non-ser, 25, 36 s., 41, 46, 55, 87, 96, 175, 229 nuevo eón, 45, 132, 159, 203 a., 214 s. Nuevo Set, 24, 110 SB., 1271 133 a., 154 s., 162 ss., 209-14', 217-9, 231-5 Nuevo Testamento, 108, 135, 141 s., 156, 158, 163, 165, 167, 169 •.• 174, 180, 135, 200-2, 208 •.• 216, 232 objetivación, 94, 202 omnisciencia, 179 ontología, .26 órficos, 38, 58 orgullo, 70, 75 Orígenes, M, 224 1. ortodm:fa grie¡a, 43 ou1c on, 36
Pablo, 47, 65, 68 ss., 106, 11-0 s., 116, 124, 159, ss.• 169, 177, 206 ss •• 225, 231, 233. Padres apostólicos, 158 panteísmo, 27 paril.bolas, 228 paradoja, 16, 41, 124-7, 129, ISO 1., 159, 169, 188, 198, 234 paraíso, narración del, 172 s. Parménides, 25, 38 parowla, 215 participación, 23, 39, 71, 93 s., 95 1., 101, 142, 151, 154, 165, 167 •. , 176, 214, 227, 229-3'2 Pascal, Blaise, 43 Pascua, 159, 204 s. pecado, 48, ·52, 55, 63, 69-77, 81-4, 87 s., 96, 104, 218, 229; - original, 59 s., 69, 81 s. pelagiani&mo, 60, 63 ss., 82, 110, 117 . Pentecostés, 159 pérdida de si mismo, 41, 56 s. perdón, 3-0 s., 109, 228 s. perfección, 40, 54, 73 Persia, 121, 148, 150 personae, 191 per&0nalismo, 24, 25 s. pesimismo, 46 s., 59 phllla, 79 piedad, 119; 192 •· pietismo, 117, 119, 165, i18, 232 pitagóricos, 38 Platón, 38, 48, 58, 95 platonismo, 4-0, 48, 95 Pl<>tino, 187 politeísmo, 120 s., 130 positivismo, 20, 24 postexistencia, 210 s. potencialidad, 37-9, 51, 53, 55-7, 96, 197; - y realidad, 37, 40, 53 pragmatismo, 20 preexistencia, 197, .210 s. preocupación última, 23, 30, 43, 50, 120, 156 protestantismo, 29,. 63, 69, 71 1., 80 s., 83 s., 114 s., 11&8, 146, 165, 181, 193 •.• 198 s., 218, 233; principio del -, 195. providencia, 174, 214 psicoanil.lisis, 64; - y psicoan&listu, 46 psicología, 44-7, 167, 169; - de las profundidades, 46, 80, 90, 226 purgatorio, 218 puritanismo, 75, 114, 118 racional, pensamiento, 124-6 mcionalismo, 163
raz6n técmca, 1.24 realfnno, 168
INDICE DE AUTORES Y MATERIAS reconcialiación, 42 s., 72 s., 84, 108 redentor, 218, 221-3 redlmere, 223 reformadores, 63, 70-3, 77 regeneración, 231-3 reino de Dios, 144, 160, 164, 214, 216, 218 "reino milenario", 136, 215 religión, 22, 112-3, 115 s., 119, 192, 220, 222; - bíblica, 26 re-mitologización, 152 Renacimiento, 40, 162 responsabilidad, 63 s., 71, 82 s., 104 restitución, teoría de la, 207 s. resurrección, 203-8, 211-4, 216 revelación, 112, 123, 1351 138 s., 177, 190, 219; - y razon, 17 revivalismo, 117, 119, 165, 218 Ritschl, Albrecht, 29, 108, lHi romanticismo, 41 sabelianismo, 190 sacramental, 117-20 salvación, 52, 72, '99, 102, 107, 112, 118-21, 124, 128, 173 s., 190, 195, 212, 217-21 salvador, 128, 132, 174, 217 s., 220 santificación, 231, 235 s. Sartre, Jean-Paul, 43, 60, 106 Satanás, 169, 172, 212, 223, 224 s. Scoto Erígena, 19 Schelling, F. W. J, von, 42 Schlatter, Adolf, 156 Schleiermacher, F. E. D., 20, 29, 198 s. Schopenhauer, Arthur, 42, 80 s. Schweitzer, Albert, 139, 194 segunda venida, 215 s. sentido, falta de, 28, 43, 46, 90, 102-5, 167 ser, 168; - en si, 24 ss.; - potencial, 37, 54; estructura del -, 174; fondo del - , 22 s., 121, 169, 213, 219; poder del -, 24 s., 27, 37, 168 serpiente, 58, 61, 74, 102 sexo, 76 s., 78, 80 sexual: anhelo-, 78; conciencia-, 54, 58; :Inocencia -, 56; placer -, 77; tabús -, 79 Shankara, 25 signo, 23, 35 s. simbolo, 23, 36, 42, 80, 95, 105·'9, 145, 157, 220, 225; - cristológicos, 147-52
241
Simón Pedro, 133, 169, 208 simul justus, 233 slmul peccator, 233 sociedad industrial, 42, 59, 94, 104 Sócrates, 95, 175, 187 "soledad", 101 "solitud", 101 s. soteriología, 199, 221, 223 Spinoza, Baruch, 19, 26 substancia, 19, 96, 99 sufrimiento, gg..l{H, 104, 229 suicidio, 105-7, 115 superstición, 131, 148, 152, 188 suprahistórico, 18-24, 53, 150 supranaturalismo, 18-24, 148-52 teísmo, 27, 43 tentación, 53-7, 61, 73, 92, 167, 169-78 teología, 25 s., 30 s., 36, 44~8, 60, ·94, 97, 105, 107, 112, 119, 125 s., 132, 134 s., 143, 146-8, 214 s., 225-33; - clásica, 29, 91; - liberal, 60, 158 s., 163, 193 s.; - natural, 29; - personalista, 24-6 Tertuliano, 126 tiempo, 97 s. Tomás de Aquino, 20, 227 tomista, 43 tradición profética, 185, 215 tragedia, 67, 125 s., 178; - griega, 74 trágioo, 57.-00, 62-5, 69, 176-8 t1'anscendentale, 25 transitoriedad, 207 Trinidad, 186, 191 trinitario, 125, 152, 190 s. tumba vacía, 170 universo, 19-21, 130-2, 1·62 utopía, 49, 53, 66, 105, 120 vaciedad, 90 vida, 16, 47, 100, 105, 112, 125, 173, 176 s., 214, 231, 235; eterna, ·95, 109, 218, 220 "vida de Jesús", 139-41, 143 vitalidad, 92 "voluntad de poder", 80, 93 Yahvé, 123, 150 yo centrado, 87-9, 93, 101 s. Zenón, 187 Zwin¡li, Huldreich, 20
lNDICE GENERAL.
Prefacio .
9
INTRODUCCIÓN A.
B.
Relaci6n que guarda este segundo volumen de la Teología sistemática con el primero y con la totalidad del sistema . Nueva exposici6n de las respuestas dadas en el primer volumen l. Más allá del naturalismo y del supranaturalismo 2. La utilizaci6n del concepto del ser en la Teología sistemática . 3. Independencia e interdependencia de las cuestiones existenciales y las respuestas teo16gicas
15 18 18 24
27
Tercera parte - LA EXISTENCIA Y CRISTO Secci6n I - LA A.
B.
EXISTENCIA Y LA :eÚSQUEDA DE CllISTO •
Existencia y existencialismo . l. Etimología de la palabra existencia . 2. Aparici6n del problema existencial . 3. Existencialismo contra esencialismo 4. El pensamiento existencial y el pensamiento existencialista . 5. El existencialismo y la· teología cristiana . La transici6n de la esencia a la existencia y ·el simbolo de "la caída" . l. El simbolo de "la caída" y la filosofía occidental .
35 35 35 38 42 43 45 47 47
TEOLOGIA SISTEMÁTICA
244
2. La libertad finita como posibilidad de transición de la esencia a la existencia
3. La "inocencia soñadora" y la tentación 4. El elemento moral y el elemento trágico en la transición del ser esencial al ser existencial
5. Creación y caída .
c.
D.
E.
Las marcas de la alienación del hombre y el concepto de pecado . l. Alienación y pecado . 2. La alienación como "descreencia" . 3. La alienación como hybris 4. La alienaci6n como "concupiscencia" 5. La alienaci6n como hecho y como acto . 6. Alienación individual y colectiva . La autodestrucción existencial y la doctrina del mal . l. La pérdida del yo y la pérdida del mundo en el estado de alienación . 2. Los. conflictos internos de fas polaridades ontológicas en el estado de alienación . a) La separación de libertad y destino b) La separación de dinámica y forma c) La separación de individualización y participación . 3. Finitud y alienación . a) Muerte, finitud y culpa b) Alienación, tiempo y espacio c) Alienación, sufrimiento y aislamiento d) Alienación, duda y absurdidad 4. El significado del desespero y sus símbolos . a) El desespero y el problema del suicidio b) El símbolo de la "ira de Dios" c) El símbolo de la "condenación" La búsqueda del Nuevo Ser y la significación de "Cristo" . l. La existencia como hado o la esclavitud de la voluntad 2. Los métodos de autosalvación y su fracaso . a) Autosalvación y religión . b) Métodos legalistas de autosalvaci6n c) Métodos ascéticos de autosalvación d) Métodos místicos de autosalvación e) Métodos sacramental, doctrinal· y emocional de autosalvación
50 53 57 60 67 67 70 73 76 81 84 86 86 90 90 91 93 95 95 97
99 102 105 105 107 109 llO llO 112 ll2 112 114 ll5 ll7
INDICE Gl!.NERAL
245
3. Expectaciones hist6ricas y no hist6ricas del· Nuevo Ser El símbolo de "Cristo'', su sentido hist6rico y transhist6rico · . 5. El sentido de la paradoja en la teología cristiana . 6. Dios, el hombre y el símbolo ,de "Cristo" .
120
4.
Sección 11 - LA REALIDAD DE CRISTO A. Jesús como el Cristo . l.
El nombre "Jesucristo"
2. Acontecimiento, hecho y recepci6n 3. La historia y Cristo 4. La investigación acerca del Jesús histórico y el fracaso de tal investigaci6n 5. Investigaci6n hist6rica y teología . 6. La fe y el escepticismo hist6rico . 7. El testimonio bíblico de Jesús como el Cristo
B. El Nuevo Ser en Jesús como el Cristo . l. El Nuevo Ser y el nuevo eón . 2. La aparici6n del Nuevo Ser en una vida personal .
122 124 128 133 133 133 134 136 138 146 152 158 159 159 162
3. Las expresiones del Nuevo Ser en Jesús como el Cristo .
163
4. El Nuevo Ser en Jesús como el Cristo y su victoria sobre la alienación a) El Nuevo Ser en el Cristo y las marcas de la alienaci6n . b) La realidad de las tentaciones de Cristo c) Las marcas de su finitud . d) Su participaci6n en el elemento trágico de la existencia . e) Su unidad permanente con Dios 5. La dimensi6n histórica del Nuevo Ser . 6. Elementos conflictivos en la imagen de Jes~s como el Cristo c. Valoraci6n del dogma cristol6gioo l. Naturaleza y funci6n del dogma cristológico 2. Peligros y decisiones en el desarrollo del dogma cristológico 3. La labor cristol6gica de la teología actual . D. La significaci6n universal del acontecimiento Jesús el Cristo.
168 168 171 175 176 179 180 181 185 185 189 193 199
246
TEOLOGtA SISTEMÁTICA
l. La unicidad y la universalidad del acontecimiento 2. Los símbolos centrales de la significaci6n universal de Jesús como el Cristo y la relaci6n · que mediá entre ellos 3. Símbolos que corroboran el símbolo de la "cruz de Cristo" . 4. Símbolos que corroboran el símbolo de la "resurrecci6n de Cristo" . E. El Nuevo Ser en Jesús el Cristo como poder de salvaci6n l. El significado de la salvaci6n . 2. El Cristo como el Salvador (Mediador, Redentor) . . . . . . 3. Las doctrinas de la expiaci6n . 4. Los principios de la doctrina de la expiaci6n 5. El triple carácter de la salvación . a) La salvaci6n como participación en el Nuevo Ser (ó regeneración) . b) La salvación como aceptación del Nuevo Ser (o justificación) c) La salvación como transformación por el Nuevo Ser (o santificaci6n) .
Indice de autores y materias .
199 202 209 210 217 217 221 224 228 231 231 232 235 237
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PAUL TILLICH • .
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TEOLOGIA . · . SISTEMATICA 111 •
i.
LAVIDAY EL ESPlllTU . LA HISTORIA . Y EL REINO DE DIOS
VERDAD· -· E ..__· . IMAGEN .
.
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La nuestra es una época de profunda y caótica disp~f"sióri espirituar. La razón humana que antaño supo reivindicar su plena y legítima autono mía, no ha sabido ni ha podido evitar la pérdida de su dimensión dé profundidad y se ha extraviado en unos logros ~uperficiales. Paul Tillich nos ofrece una totalidad en forma de una vasta construcción sistemáticamente desarrollada, en la que, primero, se procede al análisis ontológico de la existencia humana para así determinar las cuestiones decisivas en ella implícitas y, luego, se examinan las respuestas . que .el mensaje cristiano aporta a tales c µ~stiones existenciales. Este «método de correlación», como lo llama Tilli~h, es de una extraordinaria fecundidád, puesto que los contenidos culturales y religiosos del hom ;. bre pasan a se.r unas fuentes de la teología tan auténticas como la Biblia y la historia de la iglesia. Y así es como Tillich logra inscribir el mensaje cristiano en las últimas hondonadas del ser: constituye su más -íntima culminación y su niás profunda plenitud. Con este tercer volumen queda
termin~da
la obr.a Teología sistemática.
Sus dos grandes apartados son: la vida y el Espíritu e historia y reino de Dios. Constituyen un verdadero diálogo con la cul,tura actual. 1
•
PAUL TILLICH Nació en Starzeddel en 1886. Doctor en filosofía (Breslau 1910) y licenciado en teología (Halle 1912). Capellán militar durante la primera guerra mundial. Profesor de teolo gía y filosofía en Alemania hasta 1933, fecha en que se traslada a Estados Unidos. Allí enseña en el Union Theological Seminary, en Harvard y Chicago, donde murió en 1965. Obras : Recogidas en catorce volúmenes de: Gesammelte Werke, Stuttgart 1959 - 1975; Die religiosa Lage der. Gegenwart, Berlin 1926; Ttie interpretation of history, New York 1936; Dynamics of faith, New York 1958; Theology of culture, New York 1959; The eternal now, 1963.
EDICIONES SIGUEME
1
·"''
COLECCION VERDAD E IMAGEN 64.
La mujer y la salvación del mundo por P. Evdokimov
63.
Símbolos de libertad por
62.
J,
M. Castillo
Sociología de la iglesia por D. Bonhoeffer
61.
Teología de lo político por C. Boff
60.
La iglesia en el pensamiento de Paul Tillich por A. Garrido
EDICIONES
SIGUEME
TEOLOGIA SISTEMATICA
III
VERDAD E IMAGEN
75
PA UL TILLI CH
TEOLOGIA SISTEMATICA III LA VIDA Y EL ESPIRITU LA HISTORIA Y EL REINO DE DIOS
EDICIONES SIGUEME SALAMANCA
1984
A Hannah La compañera de mi vida
Título original: Systematic theology 111 Tradujo: Damián Sdnche:r.-Bustamante Páe:r. © The University of Chicago Press, Chicago 1963 © Ediciones Sígueme, S.A., 1984 Apartado 332-Salamanca (España) ISBN: 84-301-0862 (obra completa) ISBN: 84-301-0940-4 (tomo 111) Depósito legal: S. 474-1982 Printed in Spain Imprime: Gráficas Ortega, S.A. Polígono El Montalvo-Salamanca, 1984
CO.NTE.NIDO
Prefacio....................................................................................
9
Introducción .......................................................................... .....
11
Cuarta parte:
LA VIDA Y EL ESPIRITU ...........................
19
La vida, sus ambigüedades, y la búsqueda de una vida sin ambigüedades .......................................................... La presencia espiritual ... ..... ... ......... .. ... .... ... ...... ...... ...... El Espíritu divino y las ambigüedades de la vida......... Los símbolos trinitarios.................................................
21 141 203 343
l. II. Ill. IV.
Qyinta parte:
LA HISTORIA Y EL REINO DE DIOS......
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La historia y la búsqueda del reino de Dios ................. El reino de Dios en el interior de la historia................. El reino de Dios como el final de la historia.................
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Indice de autores y materias..........................................................
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Indice general.............................................................................
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l. 11. 111.
PREFACIO Con este tercer volumen, que aparece seis años más tarde que el segundo volumen que, a su vez, quedó distanciado del primero por un mismo espacio de tiempo, doy por terminada mi obra de Teología sistemática. La prolongada diferencia de años que se ha interpuesto entre la publicación de los distintos volúmenes se debe no sólo a la inmensidad -cualitativa y cuantitativa- de los temas tratados, sino también a aquellas otras limitaciones que han sido impuestas a mi tiempo, del que no puedo disponer muchas veces en aras de mi trabajo como teólogo sistemático: tales han sido entre otras, verme prácticamente obligado a la publicación de otros libros no tan extensos y menos especializados, en los que he ampliado problemas concretos, así como también la presentación de mis puntos de vista en conferencias y charlas en muchos lugares de este país y del extranjero. He procurado atender favorablemente todas las peticiones que se me dirigían porque las consideraba justificadas, si bien era consciente de que en ello iba implicado un retraso de lo que consideraba como mi tarea principal. Pero llegó un momento en que, teniendo en cuenta mi edad, creí que ya no podía permitirme nuevos aplazamientos, aun a pesar de que se tiene siempre la imprúión de que no se ha trabajado suficientemente un libro en el que se debaten tantas y tan problemáticas materias. Por todo ello llega un momento en que el autor debe aceptar su finitud y con ella las imperfecciones de lo que se pretende perfecto. Una motivación poderosa me la proporcionaban los estudiantes que preparaban su doctorado y que año tras año me venían pidiendo que los fragmentos manuscritos de mi tercer volúmen fueran ya recopilados pues su intención era preparar una tesis sobre mi teología. Se tenía que poner fin a esta situación y finalmente se tenía que dar satisfacción a tantas y tantas peticiones que insistían en la publicación del tercer volumen. Mis amigos y yo también temimos algunas veces que el sistema quedara reducido a un simple fragmento, pero no ha sido así, aun cuando este sistema, en el mejor de los casos, siempre resultará fragmentario y con frecuencia será inadecuado y discutible.
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Muestra hasta dónde ha llegado mi pensamiento teológico; ahora bien, un sistema debe ser no sólo un punto de partida. Debe ser como una parada en la que la verdad preliminar cristaliza en la incesante búsqueda de la verdad. Quiero dar las gracias a Elizabeth Boone quien ha corregido mi redacción -con sus inevitables germanismos-, a William Crout, que leyó las galeradas de prueba, y a Elizabeth Stoner y María Pelikan que colaboraron en la preparación del índice. Quiero dar también las gracias a mi ayudante, Clark Williamson, que ha sido el responsable principal de la edición de este tercer volumen, por el gran interés que ha manifestado en llevar a cabo tan ardua tarea así como por las provechosas conversaciones que mantuvimos acerca de algunos problemas especiales. Quedo también muy agradecido a los editores que aguardaron amable y pacientemente la lenta evolución de los tres volúmenes.
INTRODUCCION
La pregunta «¿Por qué una teología sistemática?» se ha venido repitiendo desde la aparición del primero de mis volúmenes dedicados a la misma. En uno de los libros en que se hace un estudio crítico de mi teología, The system and the gospel (El sistema y el evangelio), de Kenneth Hamilton, se aduce como el error más característico y decisivo de mi teología, el hecho mismo del sistema. Un tal argumento se podría aducir, por supuesto, contra todos los sistemas teológicos que se han ido elaborando a lo largo de la historia del pensamiento cristiano, desde Orígenes, Gregario y Juan Damasceno hasta Buenaventura, Tomás y Ockham y, finalmente, Calvino, Johann Gerhard y Schleiermacher, por no citar una lista interminable de nombres. Son muchas las razones que fomentan una especie de aversión hacia toda teología desarrollada a modo de sistema: una es la de confundir un sistema deductivo, cuasi-matemático, como fue el de Lulio en la edad media y el de Spinoza en los tiempos modernos, con el mismo procedimiento sistemático. Son muy pocos los ejemplos de sistemas deductivos que se pueden aducir, si bien en todos ellos la forma deductiva llega como algo extrínseco a la materia que está en cuestión. La influencia de Spinoza es profética y mística al mismo tiempo que metafisica. Existen, sin embargo, otras motivaciones que rechazan cualquier sistema. En teología se considera que con frecuencia la for:ma sistemática es un intento de racionalización del hecho revelado. Pero este motivo no distingue entre la necesidad justificada de ser coherente en las propias afirmaciones y el intento injustificado de deducir afirmaciones teológicas de fuentes ajenas al hecho revelado. El significado que para mí ha tenido la elaboración de mi teología de una manera sistemática es el siguiente: ante todo me ha obligado a ser coherente. La coherencia genuina es una de las más arduas tareas en teología (como lo es probablemente en
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toda aproximación cognoscitiva a la realidad) y nadie logra salirse airoso del todo. Ahora bien, cuando se hace una nueva afirmación, la necesidad de revisar las anteriores para constatar si son o no compatibles, viene a ser una manera drástica de reducir las incoherencias. Luego, y esto no deja de ser una gran sorpresa, la forma sistemática viene a ser el instrumento mediante el cual se ponen al descubierto unas relaciones entre símbolos y conceptos que, de otra manera, no habrían salido a la luz. Y por último, la elaboración sistemática me ha llevado a concebir, como un todo, el objeto de la teología, como una Gestalt en la que se articulan muchas partes y elementos mediante unos principios determinantes y unas interrelaciones dinámicas. Subrayar la importancia del método sistemático no debilita la afirmación de que todo sistema es transitorio ni la de que el sistema definitivo todavía está por encontrar. Aparecen nuevos principios de integración, elementos que han sido dejados de lado cobran un significado medular, se puede llegar a nuevas matizaciones en el método y más perfectas e incluso a un cambio total, y de esta manera se puede alcanzar una nueva concepción de la estructura global. Esta es la suerte que corren todos los sistemas y este es también el ritmo que ha seguido la historia del pensamiento cristiano a través de los siglos: en los sistemas cristalizaba la discusión de problemas particulares y de los mismos arrancaban nuevas discusiones y los últimos problemas. Mi esperanza no es otra que el presente sistema pueda desempeñar, con sus inevitables limitaciones, una idéntica función. Una característica especial---que ha sido anotada y criticada- de estos tres volúmenes, es la del lenguaje empleado y la manera de emplearlo. Se aparta de la manera ordinaria de emplear el lenguaje bíblico en la teología sistemática, que consiste en apoyar afirmaciones particulares con citas bíblicas apropiadas. Ni se sigue el método más convincente de elaborar un sistema teológico sobre las bases de una «teología bíblica» histórico-crítica, si bien se puede reconocer su influencia en todas y cada una de las distintas partes del sistema. En su lugar, las preferencias se decantan por los conceptos filosóficos y teológicos y se hacen referencias constantemente a las teorías sociológicas y científicas. Este procedimiento parece el más
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apropiado para una teología sistemática que intenta hablar un lenguaje que sea inteligible a un amplio grupo de gente formada, entre los que se incluye a los estudiantes de teología de mentalidad abierta, para quienes el lenguaje tradicional ya no tiene garra. Soy consciente, claro está, del peligro de que, de esta manera, se pierda la substancia del mensaje cristiano, pero a pesar de todo es un peligro que se ha de afrontar, para proseguir luego en esa misma dirección emprendida, ya que los peligros no son motivo suficiente para no dar una respuesta a lo que es una petición seria. En nuestros días se puede constatar fácilmente el hecho de que la iglesia romano-católica está mucho más abierta a las exigencias de la reforma que las mismas iglesias de la reforma. Si no fuera por la convicción de que el acontecimiento en el que nació el cristianismo tiene un significado central para toda la humanidad, la anterior y la posterior al acontecimiento, es más que seguro que no se habrían escrito estos tres volúmenes. Pero la manera como se puede entender y acoger este acontecimiento sigue las cambiantes condiciones de todos los períodos de la historia. Y, por otro lado, si no hubiera intentado, a lo largo de la mayor parte de mi vida, penetrar en el significado de los símbolos cristianos, que se han ido haciendo cada vez más problemáticos en el contexto cultural de nuestro tiempo, tampoco habría visto la luz del sol esta obra. Al no serme posible admitir que la fe sea inaceptable para la cultura y la cultura para la fe, la única alternativa posible era intentar la interpretación de los símbolos de la fe a través de las expresiones de nuestra propia cultura. El resultado de este intento son los tres volúmenes de la Teología sistemática. Antes de que yo diera por acabado el presente y último volumen han ido apareciendo varios libros y muchos artículos criticando mi teología. No he creído oportuno intentar dar una respuesta directa a todos ellos, ya que sobrecargaría de material polémico el presente volumen y, por otro lado, creo que este mismo volumen, y de manera especial la sección doctrinal sobre el Espíritu, viene a ser una respuesta implícita a muchas de tales críticas. Otras sólo pueden contestarse mediante la repetición de los argumentos de los anteriores volúmenes. Y en algunos casos, como a propósito de las críticas provenientes del supranaturalismo tradicional o del cristocentrismo exclusivo, mi única posible respuesta sería un «no» rotundo.
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Cuando ya había transcurrido un buen tiempo de tener escritas las secciones acerca de la vida y sus ambigüedades, leí casualmente el libro de Pierre Teilhard de Chardin, Elfen6meno humano, y fue para mí un gran estímulo comprobar que un científico de talla había desarrollado unas ideas acerca de las dimensiones y procesos de la vida tan similares a las mías. Si bien no comparto su visión más bien optimista del futuro, sí me convence su descripción de los procesos evolutivos en la naturaleza. Ya sabemos que la teología no puede apoyarse en una teoría científica, pero también es verdad que ha de relacionar su comprensión del hombre con la comprensión de la naturaleza universal, ya que el hombre es una parte de la naturaleza y bajo cualquier afirmación acerca del hombre subyacen afirmaciones acerca de la naturaleza. Las secciones que en este libro tratan de las dimensiones y ambigüedades de la vida son un intento de explicitar lo que va implícito en todas las teologías, incluidas las más antifilosóficas. Aunque el teólogo pudiera esquivar el estudio de la relación del hombre con la naturaleza y el universo, los hombres de todo tiempo y lugar continuarían haciéndose esas preguntas y, muchas veces, con urgencia existencial y a partir de su honradez cognoscitiva. Y la falta de respuesta se puede convertir en piedra de escándalo en el conjunto de la vida religiosa del hombre. He ahí mis motivos al aventurarme, desde un punto de vista teológico, por los caminos de una filosofia de la vida, con plena conciencia de los riesgos cognoscitivos que van implicados. Un sistema no es una summa, y el presente sistema ni siquiera está completo: unos temas no están desarrollados tan extensamente como otros, por ejemplo, el de la expiación, el de la trinidad y algunos de los sacramentos, pero confio que no serán demasiados los temas y problemas que queden marginados por completo. Mi elección dependía en gran manera de la urgencia de la situación problemática real, tal como se reflejaba sobre todo en las discusiones públicas. Este factor es el responsable también de la presentación de algunas preguntas y respuestas en términos más bien tradicionales, mientras en otras ocasiones se intentaba abrir nuevos caminos de pensamiento y de lenguaje. Esto último se ensayó en algunos de los capítulos escatológicos que concluyen este volumen y que hacen que todo el sistema vuelva a su principio en el sentido de Rom 11, 36: «Porque de él,
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y por él, y para él son todas las cosas». En estos capítulos se ha intentado no solucionar el problema del «para él» sino interpretarlo de tal manera que proporcione una alternativa sensata a las primitivas y con frecuencia supersticiosas imaginaciones acerca del eschaton, tanto si se concibe el eschaton individual o universalmente. El presente sistema se ha escrito en una situación histórica de iglesia caracterizada por unos hechos que sobrepasan en significado religioso todo lo que sea estrictamente teológico. Más significativo es el encuentro de las religiones históricas con el secularismo y con las «cuasi-religiones» nacidas del mismo (acerca de este tema puede consultarse mi reciente obra, Christianity and the encounter of the world religions (El cristianismo y el encuentro con las religiones del mundo). U na teología que no se tome en serio la crítica que hace de la religión el pensamiento secular y algunas formas particulares de fe secular, tales como el humanismo, el nacionalismo y el socialismo liberales, sería «a-kairós» -carecería de la exigencia del momento histórico. Otra característica importante de la actual situación es el intercambio, cada vez menos dramático por un lado y más significativo por el otro, entre las religiones de un frente común contra las fuerzas seculares invasoras y, en parte, de la conquista de las distancias espaciales existentes entre los distintos centros religiosos. Debo repetir que una teología cristiana que nó sea capaz de establecer un diálogo constructivo con el pensamiento teológico de otras religiones perdería una ocasión histórica de alcance mundial y quedaría relegada al puro provincianismo. Finalmente, la teología sistemática protestante debe tomarse en serio la actual relación, más constructiva, entre catolicismo y protestantismo. La teología contemporánea debe prestar atención al hecho de que la Reforma fue, desde el punto de vista religioso, no sólo una ganancia, sino también una pérdida. Si bien mi sistema subraya con toda claridad el «principio protestante», no ha dejado de lado la petición de que la «substancia católica» vaya unida al mismo, tal como queda demostrado en la sección acerca de la iglesia, una de las más extensas de todo el sistema. Existe un kairós, un momento lleno de potencialidades, en las relaciones entre protestantes y católicos; y la teología protestante debe ser plenamente consciente de ello y mantenerse en esta línea.
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A partir de los años veinte del presente siglo han sido elaborados varios sistemas de teología protestante, algunos de ellos por un período superior a las tres décadas (Creo que mis lecciones acerca de la «Teología sistemática» en Marburg, Alemania, en 1924, son ya el inicio de mi trabajo del presente sistema). Aquel ensayo fue muy distinto al del período inmediatamente precedente, especialmente para el protestantismo americano, en el que la crítica filosófica por un lado, el tradicionalismo de las diversas denominaciones, por otro, impidieron la aparición de una teología sistemática constructiva. La situación ha cambiado drásticamente. El impacto de los acontecimientos en la historia de nuestro mundo, así como la amenaza procedente del método histórico-crítico en la investigación de la Biblia, han sometido a la teología protestante a la necesidad de una revisión positiva de toda su tradición. Y esto sólo puede hacerse a través de una construcción sistemática.
Cuarta parte
LA VIDA Y EL ESPIRITU
I
LA VIDA, SUS AMBIGÜEDADES, Y LA BÚSQUEDA DE UNA VIDA SIN AMBIGÜEDADES A. 1.
LA UNIDAD MULTIDIMENSIONAL DE LA VIDA LA VIDA: ESENCIA Y EXISTENCIA
El simple hecho de que cualquier diccionario asigne una decena de significados a la palabra «vida» explica el por qué muchos filósofos evitan por lo general emplear este vocablo o bien restringen su uso al campo de los seres vivientes para de esta manera contrastarlo con la palabra muerte. Por otra parte, en la Europa continental, hacia finales de siglo, cierta escuela filosófica --que incluía a Nietzsche, Dilthey, Bergson, Simmel y Scheler y cuya influencia llegó a muchos otros, sobre todo a los existencialistas- estaba interesada por todo lo concerniente a la «filosofia de la vida». Por aquellas mismas fechas se desarrollaba en América la «filosofia del devenir» que se insinuaba ya en el pragmatismo de James y Dewey y que perfeccionó luego Whitehead y su escuela. Si bien el vocablo «devenir» se presta menos a equívocos que el de «vida», también es verdad que tiene menos expresividad. Tanto el cuerpo viviente como el inerte están sujetos a un «devenir», pero en el caso de la muerte, la «vida» incluye su propia negación. El empleo enfático del vocablo «vida» sirve para indicar la reconquista de esta negación, como en el caso de «renacido a la vida» o «la vida eterna». Tal vez no sea una exageración decir que los primeros vocablos empleados para designar la vida surgieron por primera vez a
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través de la experiencia de la muerte. Sea como fuere, la polaridad de la vida y de la muerte ha dado siempre colorido al vocablo «vida». Este concepto polar de vida presupone el empleo del vocablo para designar un grupo especial de cosas existentes, a saber, «los seres vivientes». Los «seres vivientes» son también «seres fallecientes» y ofrecen características especiales bajo el predominio de la dimensión orgánica. Este concepto genérico de vida es el molde en el que se ha elaborado el concepto ontológico de vida. La observación de una especial potencialidad de seres, ya sea la de una especie o la de sus individuos que se actualizan a sí mismos en el tiempo y el espacio, es lo que nos ha llevado hasta el concepto ontol6gico de vida: la vida como la «realidad del sern. Este concepto de vida une las dos principales cualificaciones del ser que subyacen en todo nuestro sistema y que son la esencia y la existencia. La potencialidad es esa categoría de ser que tiene el poder, el dinamismo de convertirse en realidad (por ejemplo, la potencia de cada árbol es la arboreidad). Se dan otras esencias que no tienen este poder, como son las formas geométricas (el triángulo, por ejemplo). Aquellas, sin embargo, que pasan a ser realidad, quedan sometidas a las condiciones de la existencia tales como la finitud, la enajenación, el conflicto, etcétera. Con ello no pierden su carácter esencial (los árboles continúan siendo árboles), tan sólo pasan a depender de las estructuras de la existencia y quedan abiertas al crecimiento, a la distorsión y a la muerte. Empleamos el vocablo «vida» en el sentido de «mixtura» de elementos esenciales y existenciales. Con términos tomados de la historia de la filosofía podríamos decir que nos situamos ante la distinción aristotélica de dynamis y energeia, de potencia y acto, desde un punto de vista existencial que, ciertamente, no queda muy lejos del enfoque aristotélico que pone de relieve la constante tensión ontológica entre materia y forma en toda existencia. El concepto ontológico de vida subyace en el concepto universal empleado por los «filósofos de la vida». Si la actualización de lo potencial es una condición estructural de todos los seres, y si a esta actualización se le llama «vida», entonces el concepto universal de vida es inevitable. Por consiguiente, a la génesis de las estrellas y de las rocas, a sus períodos ascendentes y descendentes, se les puede llamar un proceso de vida. El
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concepto ontológico de vida libera al vocablo «vida» de su dependencia del dominio de lo orgánico y lo eleva al nivel de un término básico que. puede emplearse en un sistema teológico solamente en el caso de que se interprete en términos existenciales. El término «proceso» no se presta a una tal interpretación, si bien en muchas ocasiones es aceptable hablar de los procesos de la vida. El concepto ontológico de vida, y su aplicación universal exigen dos tipos de consideraciones a las que podemos dar el nombre de «esencialista» y «existencialista)) respectivamente. La primera trata de la unidad y de la diversidad de vida en su naturaleza esencial y describe lo que me atrevería a llamar «la unidad multidimensional de la vida>). Tan solo en el caso de que se entienda esta unidad y la relación de las dimensiones y dominios de la vida podremos pasar al análisis correcto de las ambigüedades existenciales de todos los procesos vitales y a la expresión adecuada de la búsqueda de una vida sin ambigüedades o eterna.
2.
LA INADECUACIÓN DE LA METÁFORA DE LOS «NIVELES»
La diversidad de los seres ha llevado a la mente humana a buscar la unidad en la diversidad, ya que el hombre puede percibir la real multiplicidad de las cosas sólo mediante principios unificadores y uno de los principios más universales empleados con este fin es el de un orden jerárquico en el que todos los géneros y especies de las cosas y, por su medio, todas las cosas individuales, ocupan su propio lugar. Esta manera de descubrir el orden en medio del caos aparente de la realidad distingue entre grados y niveles de ser. Cualidades ontológicas tales como un más alto grado de universalidad o un más rico desplegamiento de potencialidad, determinan el lugar adscrito a un nivel del ser. El antiguo término «jerarquía» («sagrado orden de gobernantes, distribuidos en un orden de poder sacramental») es el que tiene mayor expresividad en estos casos. Se puede aplicar tanto a los gobernantes terrestres como a los géneros y especies de los seres en la naturaleza como, por ejemplo, a lo inorgánico, a lo orgánico, a lo psicológico. Desde este enfoque la realidad viene a ser como una pirámide de diversos niveles que
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ascienden verticalmente de acuerdo con su poder de ser y su grado de valor. Esta comparación de gobernantes ( archoi) propia del término <~erarquía» presta a los niveles más altos una cualidad mayor pero una menor cantidad de ejemplares. El vértice es monárquico, ya sea el monarca un sacerdote, un emperador, un dios o el Dios del monoteísmo. El término «nivel» es una metáfora que destaca la igualdad de todos los objetos pertenecientes a un determinado nivel. Todos ellos están «nivelados», es decir, situados y mantenidos en un mismo plano común, sin que se dé ningún movimiento orgánico del uno al otro, sin que el superior vaya implícito en el inferior ni viceversa. La relación de niveles es la de interferencia, por control o por rebeldía. Ciertamente, en la historia del pensamiento (y de las estructuras sociales), ha sido modificada la independencia intrínseca de cada nivel con respecto a los otros, tal es por ejemplo el caso de la definición que da Tomás de Aquino de la relación entre naturaleza y gracia («la gracia perfecciona la naturaleza, no la destruye»). Pero la manera como describe la gracia que perfecciona la naturaleza pone de manifiesto el dominio constante del sistema jerárquico. El principio jerárquico no perdió su fuerza y tuvo que ser reemplazado hasta que Nicolás de Cusa formuló el principio de la «coincidencia de los contrarios» (por ejemplo, de lo infinito y lo finito) y L.utero a su vez el de la <~ustificación del pecador» (llamando al santo pecador y al pecador santo si era aceptado por Dios). Su lugar lo pasó a ocupar en el campo de lo religioso, la doctrina del sacerdocio de todos los creyentes, y en el campo socio-político, el principio democrático de la igualdad de la naturaleza humana en todos los hombres. Tanto los principios protestantes como los democráticos niegan que los niveles del poder de ser estén en una mutua independencia y bajo una organización jerarquizada. La metáfora «nivel» muestra su inadecuación cuando se examina la relación de los diferentes niveles. La elección de la metáfora tuvo consecuencias de largo alcance para toda la situación cultural, si bien, por otro lado, venía a ser expresión de una situación cultural. La cuestión de la relación del «nivel» de la naturaleza orgánica con la inorgánica desemboca en el problema actual de si los procesos biológicos pueden ser plenamente interpretados a través de la aplicación de los métodos
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usados en las matemáticas fisicas o bien se debe emplear un principio teológico para expresar la rectitud interna del crecimiento orgánico. Bajo la influencia de la metáfora «nivel», lo inorgánico o bien asume lo orgánico (control), o bien los procesos inorgánicos quedan interferidos por una extraña fuerza «vitalista» (rebeldía), una idea que naturalmente produce reacciones apasionadas y justificadas de fisicos y biólogos. Otra consecuencia del empleo de la metáfora «nivel» se presenta cuando se presta atención a la relación de lo orgánico con lo espiritual, que se estudia normalmente bajo la denominación de la relación entre cuerpo y mente. Si el cuerpo y la mente son unos niveles, el problema de la relación que se da entre ellos sólo puede encontrar solución reduciendo lo mental a lo orgánico (biología y psicología) o afirmando la interferencia de las actividades mentales en los procesos biológicos y psicológicos; esta última afirmación produce la apasionada y justificada reacción de los biólogos y psicólogos en contra de la colocación de un «alma» como substancia separada que ejerce una causalidad particular. La tercera consecuencia del empleo de la metáfora «nivel» se pone de manifiesto en la interpretación de la relación entre religión y cultura. Por ejemplo, si uno dice que la cultura es el nivel a partir del cual un hombre es el creador de sí mismo, o bien que es la religión en donde uno recibe la automanifestación divina, por lo que la religión tendría una autoridad última por encima de la cultura, entonces aparecen inevitablemente los conflictos destructores entre religión y cultura, corno atestiguan las páginas de la historia. La religión en cuanto nivel superior intenta el control de la cultura o algunas de las funciones culturales tales como la ciencia, las artes, la moral o la política. Esta eliminación de las funciones autónomas culturales ha desembocado en las reacciones revolucionarias según las cuales la cultura ha intentado absorber a la religión para someterla a las normas de la razón autónoma; y de nuevo aparece aquí con claridad que el empleo de la metáfora «nivel» es asunto no sólo de inadecuación sino más bien de una toma de postura ante los problemas de la existencia humana. El ejemplo precedente nos puede llevar a preguntarnos si la relación de Dios con el hombre (y su mundo inclusive) puede describirse, tal como se viene haciendo en el dualismo religioso y
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en el supranaturalismo teológico, en términos de dos niveles: el divino y el humano. Se ha podido dar una respuesta decisiva y simplificada a esta respuesta mediante el intento de desmitificación del lenguaje religioso, que no se dirige contra el uso de las genuinas imágenes míticas en cuanto tales sino contra el método supranaturalista que interpreta las imágenes de manera literal. La monstruosidad de las consecuencias supersticiosas que se derivan de esta clase de supranaturalismo muestra claramente el peligro que para el pensamiento teológico supone la metáfora del «nivel».
3.
DIMENSIONES, REINOS, GRADOS
El resultado de estas consideraciones es que deben ser eliminadas de cualquier descripción de los procesos de la vida la metáfora del «nivel» (y otras metáforas parecidas tales como las de «estrato» o «capa»). Sugeriría reemplazarlas por la metáfora «dimensión», acompañada de sus conceptos correlativos tales como «reino» y «grado». Pero, con todo, lo más significativo no es la sustitución de una metáfora por otra, sino el cambio de visión de la realidad que va expresado en un tal cambio. La metáfora «dimensión» está tomada también de la esfera espacial, pero describe la diferencia de los reinos del ser de tal manera que no puede haber una mutua interferencia; la profundidad no se interfiere con la anchura, puesto que todas las dimensiones se encuentran en el mismo punto. Se cruzan sin estorbarse entre sí; no hay conflicto entre dimensiones. Por tanto, la sustitución de la metáfora «nivel» por la de «dimensióm>, representa un encuentro con la realidad en la que se ve por encima de los conflictos la unidad de vida. No es que se nieguen los conflictos, sino que no se derivan de la jerarquía de niveles; son consecuencias de la ambigüedad de todos los procesos de la vida y por tanto se pueden vencer sin la destrucción de un nivel por otro. No rechazan la doctrina de la unidad multidimensional de la vida. Una razón en favor del empleo de la metáfora «nivel» es el hecho de que existen amplias zonas de la realidad en las que algunas características de la vida no se ponen en absoluto de manifiesto, por ejemplo, la gran cantidad de materiales inorgá-
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nicos en los que no pueden hallarse el menor vestigio de dimensión orgánica y las muchas formas de vida orgánica en las que no son visibles las dimensiones psicológicas ni espirituales. La metáfora «dimensión» ¿puede cubrir estas condiciones? Creo que es posible. Puede señalar el hecho de que incluso aunque ciertas dimensiones de la vida no aparezcan, no por ello dejan de ser reales en potencia. La distinción entre lo potencial y lo actual implica el que todas las dimensiones sean siempre reales, si no actualmente, por lo menos en potencia. La actualización de una dimensión depende de condicionamientos que no siempre están presentes. La primera condición para la actualización de algunas dimensiones de la vida es que las otras deban haber sido ya actualizadas. No es posible ninguna actualización de la dimensión orgánica sin la actualización de lo inorgánico y la dimensión del espíritu permanecería potencial sin la actualización de lo orgánico. Pero ésta es solamente una condición. La otra es que en el reino caracterizado por la dimensión ya actualizada se presentan constelaciones particulares que hacen posible la actualización de una nueva dimensión. Tal vez hayan sido billones de años los transcurridos antes de que el campo de lo inorgánico permitiera la aparición de objetos en la dimensión orgánica, y millones de años los transcurridos antes de que el reino orgánico permitiera la aparición de un ser capacitado para hablar. Nuevamente fue necesario que transcurrieran decenas de miles de años para que el ser dotado de lenguaje se convirtiera en el hombre histórico del que formamos parte nosotros mismos. En todos estos casos, las dimensiones potenciales del ser se convirtieron en realidad cuando se dieron todas aquellas condiciones necesarias para la actualización de lo que siempre había sido real en potencia. El término «reino» se puede emplear para designar una sección de la vida en la que predomina una dimensión particular. «Reino» es una metáfora al igual que «nivel» y «dimensión», pero básicamente no es espacial (aunque lo es también); básicamente es social. Se habla del que rige un reino y precisamente esta connotación hace que la metáfora resulte adecuada, porque en sentido metafórico, un reino es una sección de la realidad en el que una dimensión especial determina el carácter de todos los individuos pertenecientes al mismo, ya se trate de
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un átomo o de un hombre. En este sentido se habla del reino vegetal, o del reino animal, o de un reino histórico. En todos ellos, están presentes todas las dimensiones en potencia y algunas de ellas están actualizadas. Todas ellas son actuales en el hombre tal como le conocemos, pero el carácter especial de este reino está determinado por las dimensiones de lo espiritual e histórico. En el átomo solamente está actualizada la dimensión inorgánica, pero todas las demás dimensiones están potencialmente presentes. Hablando simbólicamente se podría decir que cuando Dios creó la potencialidad del átomo dentro de él mismo creó la potencialidad del hombre, y cuando creó la potencialidad del hombre creó la del átomo, y todas las demás dimensiones entre ellas. Todas ellas están presentes en todos los reinos, en parte potencialmente, en parte (o del todo) actualmente. Solamente una de las dimensiones que son actuales caracteriza el reino, porque las otras que están también prsentes en él se encuentran allí solamente como condiciones para la actualización de la dimensión determinante (que a su vez, no es una condición para las otras). Lo inorgánico puede ser actual sin actualidad de lo orgánico pero no al revés. Llega el momento de preguntarnos si se da una graduación de valor entre las diferentes dimensiones. La respuesta es afirmativa: aquello que presupone algo más y le añade algo tiene, por ello, una mayor riqueza. El hombre histórico añade la dimensión histórica a todas las demás dimensiones que están presupuestas y contenidas en su ser, y en la categoría de valores ocupa el primer lugar y presupone que el criterio de tal juicio de valor es el poder de un ser para incluir el mayor número de potencialidades en una actualidad viviente. Este es un criterio ontológico, según aquello de que los juicios de valor deben estar enraizados en las cualidades de los objetos valorados, y es un criterio que no debe confundirse con el de la perfección. El hombre es el ser supremo en el interior del reino de nuestra experiencia, pero de ninguna manera es el más perfecto. Estas últimas consideraciones muestran que el hecho de rechazar la metáfora del «nivel» no lleva implicada la negación de los juicios de valor basados en grados de poder del ser.
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4.
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LAS DIMENSIONES DE LA VIDA Y SUS RELACIONES
a) Las dimensiones en los reinos inorgánico y orgánico. Hemos mencionado distintos reinos de la realidad dada en cuanto están determinados por dimensiones especiales, por ejemplo, el reino de lo inorgánico, el de lo orgánico, el histórico. Debemos preguntarnos ahora cuál es el principio que determina a una dimensión de la vida en cuanto tal y lo primero que se ha de responder es que no existe un número determinado de ellas ya que las dimensiones de la vida están determinadas por unos criterios flexibles. Uno queda justificado al hablar de una dimensión particular cuando la descripción fenomenológica de una sección de la realidad dada muestra estructuras únicas categóricas y otras. Una descripción «fenomenológica» es aquella que apunta a una realidad tal como se da, antes de que se llegue a una explicación o derivación teórica. En muchos casos ese encuentro de mente y realidad que produce palabras ha preparado el camino a una observación fenomenológica precisa. En otros casos, una tal observación lleva al descubrimiento de una nueva dimensión de la vida o, por el contrario, a la reducción de dos o más supuestas dimensiones a una. Con estos criterios en la mente, y sin ninguna pretensión de finalidad, se pueden distinguir varias dimensiones obvias de la vida. El propósito de discutirlas en el contexto de un sistema teológico es para mostrar la unidad multidimensional de la vida y para determinar concretamente el origen y las consecuencias de las ambigüedades de todos los .procesos de la vida. El carácter particular de una dimensión que justifica ser considerada como tal se puede apreciar de la mejor manera en la modificación de tiempo, espacio, causalidad y substancia originada por ella. Estas categorías tienen una validez universal para todo lo que existe, lo cual no significa que se dé tan solo un tiempo, un espacio y así sucesivamente, ya que las categorías cambian su carácter bajo el predominio de cada dimensión. Las cosas no están en el tiempo y el espacio; más bien tienen un tiempo y un espacio definidos~ El espacio inorgánico y el orgánico son espacios diferentes; el tiempo psicológico y el histórico son tiempos distintos; y la causalidad inorgánica y la espiritual son diferentes causalidades. Sin embargo, esto no significa que
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las categorías, por ejemplo, en su carácter inorgánico desaparezcan en el reino orgánico o que el tiempo del reloj quede eliminado por el tiempo histórico. La forma categórica que pertenece a un reino condicionante, como por ejemplo el inorgánico con respecto al orgánico, entra en la nueva forma categórica como un elemento interno. En el tiempo o causalidad históricos, todas las formas precedentes de tiempo o causalidad, están presentes, pero no son las mismas de antes. Este tipo de consideraciones proporciona una sólida base para rechazar toda clftse de ontología reduccionista, tanto naturalista como idealista. Si, de acuerdo con la tradición, empezamos llamando a lo inorgánico la primera dimensión, el mismo empleo del término negativo «inorgánico» indica lo indefinido que resulta el campo que cubre este término. Se puede distinguir, y ello sería lo más adecuado, más de una dimensión en él, tal como anteriormente se distinguían los reinos fisico y químico y aún se viene haciendo así para determinados propósitos a pesar de su unidad que va en aumento. Hay indicios de que se podría hablar de dimensiones especiales tanto en el reino macrocósmico como en el microcósmico. Sea lo que fuere, todo este campo que puede constituir o no un reino, es fenomenológicamente diferente de los reinos que están determinados por las otras dimensiones. El significado religioso de lo inorgánico es inmenso, pero la teología apenas si le presta atención. En la mayoría de tratados teológicos el término genérico «naturaleza» cubre todas las dimensiones particulares de lo «natural». Esta es una de las razones por las que el cuantitativamente abrumador reino de lo inorgánico ha tenido un tan fuerte impacto antirreligioso sobre mucha gente, tanto en el mundo antiguo como en el moderno. Hace falta una «teología de lo inorgánico». De acuerdo con el principio de la unidad multidimensional de la vida tenemos que incluir aquí nuestra temática de los procesos de la vida y sus ambigüedades. Tradicionalmente, se ha tratado el problema de lo inorgánico como el problema de la materia. Este vocablo «materia» tiene un significado ontológico y científico. En segundo lugar, se le identifica con aquello que subyace en los procesos inorgánicos. Si toda la realidad queda reducida a los procesos inorgánicos, el resultado es la teoría ontológica no-científica llamada materialismo o naturalismo reduccionista. Lo que dis-
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tingue esta teoría de manera peculiar no es la afirmación de que en todo lo que existe está la materia -cualquier ontología tiene que afirmar esto, incluyendo a todas las formas de positivismo-sino la de que la materia que encontramos bajo la dimensión de lo inorgánico es la única materia. En la dimensión inorgánica, lo potencial se convierte en actual en aquellas cosas en el tiempo y en el espacio que están sometidas a análisis fisicos o que pueden ser medidas en las relaciones de espacio-tiempo-y-causalidad. Sin embargo, como se indicó antes, tales mediciones tienen sus límites en los reinos de lo muy grande y de lo muy pequeño, en las extensiones macrocósmicas y microcósmicas. Aquí, el tiempo, el espacio, la causalidad en el sentido ordinario, y la lógica basada en ellos no son suficientes para describir los fenómenos. En el caso de que se siguiera el principio de que, bajo ciertas condiciones, la cantidad se convierte en cualidad (Hegel), quedarían justificadas las distinciones de las dimensiones de lo subatómico, de lo astronómico y de lo que hay entre ellos y que aparece en el encuentro humano ordinario con la realidad. Si, por el contrario, se niega el tránsito de la cantidad a la cualidad, se podría hablar de una dimensión en el reino inorgánico y considerar al encuentro ordinario como un caso particular de estructuras micro o macrocósmicas. Las características especiales de la dimensión de lo inorgánico aparecerán al compararlas con las características de las otras dimensiones y, sobre todo, por su relación con las categorías, y a través de un examen de los procesos de la vida en todas las dimensiones. Puesto que lo inorgánico ocupa un lugar preferentemente entre las dimensiones en cuanto es la primera condición para la actualización de cualquier dimensión, por esa misma razón todos los reinos del ser quedarían disueltos en el caso de que la constelación de las estructuras inorgánicas prestaran las condiciones básicas para su desaparición. En lenguaje bíblico: «Hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado» (Génesis 3, 19). Esta es también la razón en favor del ya mencionado «naturalismo reduccionista», o materialismo, que identifica la materia con la materia inorgánica. El materialismo, según esta definición, es una ontología de la muerte. La dimensión de lo orgánico es tan central para toda filosofia de la vida que desde el punto de vista del .lenguaje el
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significado básico de «vida» es el de vida orgánica. Pero desde un punto de vista aún más obvio que en el reino inorgánico, la expresión «vida orgánica» abarca en la actualidad varias dimensiones. La diferencia estructural entre un representante típico del reino vegetal y otro del animal recomienda el establecimiento de las dos dimensiones, a pesar de que la transición del uno al otro permanece indefinida y poco clara. Esta decisión la viene a corroborar el hecho de que en el reino animal, determinado por esta dimensión, hace su aparición una nueva dimensión: la autoconciencia de la vida, la psíquica (dado que se pueda liberar el anterior vocablo de todas sus connotaciones ocultas) . La dimensión orgánica viene caracterizada por Gestalten («totalidades vivientes») autorrelacionadas, de auto-preservación, de autoalimentación y autoconstantes. El problema teológico que se suscita a partir de las diferencias existentes entre las dimensiones orgánicas e inorgánicas está en conexión con la teoría de la evolución así como con las desenfocadas críticas que la religión tradicional le dedica. El conflicto se suscitó no sólo a propósito del significado de la evolución en cuanto guarda referencia con la doctrina del hombre sino también con respecto a la transición de lo inorgánico a lo orgánico. Hubo teolólogos que argumentaron en favor de la existencia de Dios a partir de nuestra ignorancia acerca del origen de lo orgánico a partir de lo inorgánico, para venir a afirmar que la «primera célula» sólo podía tener una explicación en una especial intervención divina. Como es obvio, la biología tuvo que rechazar una tal causalidad supranatural e intentó reducir el círculo de nuestra ignorancia eh lo referente a las condiciones necesarias para la aparición de los organismos y, por cierto, los resultados obtenidos han sido muy satisfactorios. El problema del origen de las especies de la vida orgánica es más serio. Aquí entran en conflicto dos puntos de vista: el aristotélico y el evolucionista; el primero pone el acento sobre la eternidad delas especies en lo que respecta a su dynamis, su potencialidad; y el segundo sobre las condiciones de su aparición como energeia, actualidad. La diferencia, formulada como va a continuación, no crearía inevitablemente el conflicto: la dimensión de lo orgánico está esencialmente presente en lo inorgánico; su aparición actual depende de unas condiciones cuya descripción corresponde a la biología y a la bioquímica.
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Una solución análoga debe darse al problema de la transición de la dimensión vegetativa a la animal, especialmente al fenómeno de la «conciencia interior» que un individuo tiene de sí mismo. También aquí la solución está en la distinción entre potencial y actual: potencialmente, la autoconciencia está presente en toda dimensión; actualmente, sólo puede aparecer en la dimensión del ser animal. El intento de lograr una regresión de la autoconciencia hasta la dimensión vegetativa ni se puede rechazar ni tampoco aceptar, dado que no es posible su verificación de ninguna manera, o bien mediante una participación intuitiva, o bien mediante una analogía reflexiva hasta alcanzar unas expresiones similares a aquellas que el hombre encuentra en sí mismo. En estas circunstancias parece que lo más sensato es aplicar el postulado de la conciencia interior a aquellos reinos en los que se puede contar con la mayor probabilidad, por lo menos analógicamente, y en los que se da una certeza emocional en términos de participación; en los animales superiores con toda probabilidad. Bajo determinadas condiciones especiales la dimensión de la conciencia interior, o reino psicológico, actualiza en su seno otra dimensión, la de lo comunitario-personal, o «espíritu». Por lo que puede atestiguar la actual experiencia humana, esto sólo ha ocurrido en el hombre. A la pregunta de si se ha dado en algún otro lugar en el universo todavía no se puede dar una respuesta, ni afirmativa ni negativa (En cuanto al significado teológico de este problema puede consultarse el volumen II de la Teología sistemática).
b) El significado del espíritu como una dimensión de la vida. La palabra «espíritu» empleada en este contexto suscita un importante problema de terminología. El vocablo estoico para designar al espíritu es pneuma, y el latino, spiritus, con sus derivados en las lenguas modernas: en alemán Geist, en hebreo ru'ach. No hay ningún problema de tipo semántico en todas esas lenguas, pero sí lo hay en inglés, debido al mal empleo de la palabra «spirit» (espíritu) con una «S» minúscula. Las palabras «Spirit» (Espíritu) y «Spiritual» (Espiritual) sólo se emplean para designar al Espíritu divino y sus efectos en el hombre, y se escriben con una «S» mayúscula. Así que la pregunta es la siguiente: ¿Se debe y se puede usar la palabra «spirit» (espíritu) para designar la di-
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mens10n concretamente humana de la vida? Existen serios motivos para obrar así y eso es precisamente lo que voy a intentar a lo largo de los temas tratados en esta parte de la Teología sistemática. En las lenguas semitas así como en las indo-germánicas, la raíz de las palabras empleadas para designar al espíritu viene a significar «aliento». Era precisamente en la experiencia del aliento y sobre todo en su ausencia de un cadáver en la que se centraba la atención del hombre al hacerse esta pregunta: ¿qué es lo que mantiene viva la vida? Y su respuesta era: el aliento. Allí donde hay aliento hay vida y allí donde desaparece el aliento cesa la vida. Como fuerza de vida, el espíritu no se identifica con el substrato inorgánico animado por él; más bien, el espíritu es la fuerza de la animación misma y no una parte añadida al sistema orgánico. Con todo, algunas teorías filosóficas, aliadas con tendencias místicas y ascéticas en las postrimerías del mundo antiguo, separaban espíritu y cuerpo. En los tiempos modernos este matiz llegó a su plenitud con Descartes y el empirismo inglés. La palabra adquirió la connotación de «mente», y «mente» a su vez, la de «entendimiento». De esta manera desapareció el elemento de fuerza que era el propio de la palabra original para designar el espíritu, hasta que finalmente fue desechada la misma palabra. En el inglés contemporáneo se la sustituye con mucha frecuencia por la palabra «mente», y la pregunta es si la palabra «mente» puede ser desintelectualizada hasta reemplazar perfectamente la palabra «espíritu». Para algunos esto es posible, pero son mayoría quienes opinan que no y creen necesario reservar el vocablo «espíritu» para designar la unidad de la fuerza-de-la-vida y la vida o dicho con menos palabras, la «unidad de la fuerza y del sentido». El hecho de que el empleo de la palabra «espíritu» haya quedado reducido a la esfera de lo religioso se debe, en parte, a la fuerza de la tradición en el terreno religioso y, en parte, a que se hace imposible privar al Espíritu divino del elemento de poder (sirva como ejemplo el himno Veni, Creator Spiritus). «Dios es Espíritu» no puede traducirse jamás «Dios es Mente» o «Dios es Intelecto». E incluso la Phaenomenologie des Geistes de Hegel jamás debería haberse traducido como Fenomenología de la mente, ya que el concepto hegeliano de espíritu implica en su significado el de poder.
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Así se convierte en necesidad teológica una nueva comprensión de la palabra «espíritu» como una dimensión de la vida, ya que cualquier vocablo religioso es un símbolo que utiliza material tomado de la experiencia ordinaria, y el mismo símbolo no se puede entender sin una comprensión del material simbólico (Que Dios es «Padre» es algo que no tiene sentido para quien ignora lo que significa «padre»). Es más que probable que la progresiva desaparición del símbolo «Espíritu santo» de la viva conciencia del cristianismo se deba, por lo menos en parte, a la desaparición de la palabra «espíritu» de la doctrina del hombre. Si no se tiene una idea de lo que es el espíritu se hace imposible saber el significado de Espíritu. He ahí la explicación de las connotaciones fantasmales de las palabras «Espíritu divino» así como de la desaparición de estas palabras del lenguaje ordinario, incluso en el interior de la iglesia. Si bien la palabra «espíritu» aún se puede considerar recuperable, podemos dar ya por pe~dido para siempre el adjetivo «espiritual». Por lo menos en este libro no se hará el menor intento por restituirle su significado original. Existen además otras fuentes semánticas de confusión que vienen a oscurecer el significado de la palabra «espíritu». Por ejemplo, cuando se habla del espíritu de una nación, de una ley, o de un estilo artístico, se intenta destacar su característica esencial tal como queda expresada en sus manifestaciones. La relación que tiene un tal empleo de la palabra «espíritu» con su significado original proviene del hecho de que las autoexpresiones de los grupos humanos dependen de la dimensión del espíritu y de sus diferentes funciones. Otra fuente semántica de confusión radica en la manera de hablar de un «mundo espiritual» para indicar el reino de las esencias o de las ideas, en sentido platónico. Ahora bien, la vida «en» las ideas a la que se adecua la palabra «espíritu», es distinta de las mismas ideas, que son potencialidades de vida pero no la vida misma. El espíritu es una dimensión de la vida, pero no es el «universo de potencialidades», que no es vida él mismo. Empleando un lenguaje mítico podríamos decir que en el «paraíso de la inocencia soñada» habita un espíritu potencial pero no actual. «Adán antes de la caída» es anterior también al estado del espíritu actualizado (y a la historia).
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Señalamos una tercera fuente de confusionismo semántico: el concepto de «espíritus». Si el espíritu es una dimensión de la vida ciertamente se puede hablar de seres vivientes en los que esta dimensión está actualizada y se les puede por ello designar como seres que tienen espíritu. En cambio, resulta extremadamente erróneo darles el nombre de «espíritus» porque ello implica la existencia de un reino del «espíritu» separado de la vida. El espíritu se convierte en algo parecido a la materia inorgánica y pierde su carácter en cuanto dimensión de vida que está presente potencial o actualmente en toda vida. Cobra un carácter «fantasmal». Todo esto viene confirmado por los movimientos llamados espiritualistas (en las lenguas europeas, espiritistas) que intentan establecer contacto con los «espíritus» o «fantasmas» de los muertos para provocar de este modo ciertos fenómenos fisicos (ruidos, palabras, movimientos fisicos, apariciones visibles). Quienes afirman una tal experiencia se ven así forzados a la necesidad de atribuir una causalidad fisica a estos «espíritus», y la manera cómo describen sus manifestaciones indican una existencia psico-fisica, transmutada de alguna manera, de los seres humanos con posterioridad a su muerte. Ahora bien, una tal existencia ni es espiritual (causada por el Espíritu) ni se identifica con lo que el mensaje cristiano llama «vida eterna». Al igual que el problema de la percepción extrasensorial esto es asunto de investigaciones empíricas cuyos resultados, positivos o negativos, no tienen una incidencia directa en el problema del espíritu del hombre o en el de Dios como Espíritu. Afortunadamente la palabra inglesa spirited (bravo, animoso) aún conserva el elemento original de poder en el significado de espíritu, si bien su empleo está limitado a una área muy reducida. La palabra se emplea en la traducción de las thymoeides de Platón para describir la función del alma que está entre la racionalidad y la sensualidad y corresponde a la virtud del coraje y al grupo social de la aristocracia de la espada. Este concepto -omitido frecuentemente al describir la filosofia de Platón- es el que más se aproxima al genuino concepto de espíritu. Dado que para nosotros la dimensión del espíritu aparece solamente en el hombre, es conveniente relacionar el vocablo «espíritu» con algunos otros vocablos usados en la doctrina del
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hombre, a saber, «alma» (psyche), «mente» ( nous), «razón» ( /ogos). La palabra «alma» también ha corrido una suerte similar a la de «espíritu». Ha quedado perdida en aquel cometido humano que se llama a sí mismo la «doctrina del alma», o sea, la psicología. La psicología moderna es una psicología sin psyche. Y ello se debe a que desde Hume y Kant, la moderna epistemología no acepta al alma como «substancia» inmortal. La palabra «alma» se ha conservado principalmente en la poesía para designar la sede de las pasiones y emociones. En la ciencia contemporánea del hombre, la psicología de la personalidad trata de los fenómenos atribuidos al alma humana. Si se define al espíritu como unidad de poder y significado, puede convertirse en un substitutivo parcial del desaparecido concepto de alma, si bien lo transciende en alcance, en estructura, y especialmente, en dinamismo. En cualquier caso, si bien la palabra «alma» se mantiene con vida en el lenguaje bíblico, litúrgico y poético, no sirve ya para una comprensión teológica estricta del hombre, de su espíritu y de su relación con el Espíritu divino. Si bien la palabra «mente» no sirve para reemplazar la de «espíritu», tiene, sin embargo, una función básica en la doctrina de la vida. Expresa la conciencia de un ser viviente en relación con lo que lo circunda y consigo mismo. Abarca conciencia, percepción, intención. Aparece en la dimensión de animalidad al mismo tiempo que hace su aparición la autoconciencia; y en su forma rudimentaria o desarrollada, incluye inteligencia, voluntad, acción dirigida. Bajo el predominio de la dimensión del espíritu, es decir, en el hombre, se relaciona con los universales en la percepción y en la intención. Está determinada estructuralmente por la razón ( logos), el vocablo que pasamos a estudiar en tercer lugar. El concepto de lo que significa y se entiende por razón ha sido tratado extensamente en la primera parte de nuestro sistema, «La razón y la revelación». Allí quedó subrayada la diferencia entre la razón técnica, o formal, y la ontológica. Aquí estudiamos ahora la relación de ambos conceptos con la dimensión del espíritu. La razón en el sentido de logos es el principio de forma por el que se estructura la realidad en todas sus dimensiones, así como la mente en todas sus direcciones. En el movimiento de un electrón está presente la razón como también lo está en
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las primeras palabras que salen de la boca de un niño, y en la estructura de cualquier expresión del espíritu. El espíritu en cuanto dimensión de la vida abarca más que la razón -incluso el eros, la pasión, la imaginación- pero sin la estructura-logos, no podría expresar nada. La razón en el sentido de la razón técnica o del razonamiento es una de las potencialidades del espíritu del hombre en la esfera cognoscitiva. Es el instrumento para el análisis científico y el control técnico de la realidad. Si bien todas estas consideraciones semánticas no son ni con mucho exhaustivas, espero que sean suficientes como indicación del empleo de algunas palabras clave en los capítulos que vienen a continuación, y para proporcionar, ya sea en acuerdo o desacuerdo, un empleo más estricto de los términos antropológicos en los enunciados teológicos. c) La dimensión del espiritu en su relación con las dimensiones precedentes. La discusión semántica del apartado anterior interrumpió nuestra gradual consideración de las dimensiones que se pueden distinguir en la vida y sus relaciones. Hemos de hacer dos preguntas: la primera se refiere a la relación del espíritu con las dimensiones psicológicas y biológicas, y la segunda guarda relación con la cuestión de la dimensión que sigue el espíritu en el orden del condicionamiento, o lo que es lo mismo, la dimensión histórica. Tras una discusión preliminar estudiaremos la segunda pregunta extensamente en la última parte del sistema: «La historia y el reino de Dios». Por el momento, nos hemos de concentrar en la primera, la relación del espíritu con la dimensión psicológica, la dimensión de la conciencia interior. La aparición de una nueva dimensión de la vida depende de una constelación de condiciones en la dimensión condicionante y esta constelación de condiciones hace posible la aparición de lo orgánico en el reino de lo inorgánico. Las constelaciones en el reino inorgánico hacen posible que la dimensión de autoconciencia pase a ser realidad, y de la misma manera, las constelaciones bajo el predominio de la dimensión psicológica hacen posible que la dimensión del espíritu se convierta en realidad. Las frases «hacen posible» y «proporciona las condiciones» para que una dimensión se convierta en realidad cobran una importancia crucial en estos enunciados. La cuestión no consiste en cómo se dan las condiciones; esto es asunto de la interrelación de
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la libertad y del destino bajo la creatividad directora de Dios, es decir, bajo la providencia divina. La cuestión radica más bien en cómo la actualización de lo potencial se sigue de la constelación de condiciones. Para poder dar una respuesta a todo esto debemos considerar ahora la dinámica de la vida o la dimensión histórica de manera anticipada. Esta dimensión última de la vida y que lo abarca todo alcanza su plena actualización sólo en el hombre, en el que como portador del espíritu están presentes las condiciones necesarias. Pero la dimensión histórica está de manifiesto -si bien bajo el predominio de otras dimensiones- en todos los reinos de la vida. Es el carácter universal del ser actual el que, en las filosofias de la vida o del devenir, ha llevado a la elevación de la categoría del llegar a ser al más alto rango ontológico. Pero no se puede negar que la pretensión de la categoría del ser a este rango queda justificada porque, mientras el llegar a ser incluye y supera al relativo non-ser, el ser mismo es la negación del absoluto non-ser; es la afirmación de que allí hay algo. Más aún, es bajo la protección de esta afirmación como el llegar a ser y el devenir son cualidades universales de la vida. Es problemático, sin embargo, el hecho de que las palabras «llegar a ser» y «devenir» sean las adecuadas para una visión de la dinámica de la vida como un todo. Les falta una connotación que caracteriza toda vida, y es la creación de lo nuevo. Esta connotación está fuertemente presente en las referencias a la dimensión histórica, que es actual -aun cuando esté sometida- en todos los reinos de la vida, ya que la historia es la dimensión bajo la cual se va creando lo nuevo. La actualización de una dimensión es un acontecimiento histórico dentro de la historia del universo, pero es un acontecimiento que no puede ser localizado en un punto definido del tiempo y del espacio. En largos períodos de transición las dimensiones, metafóricamente hablando, luchan entre sí en el mismo reino. Esto es obvio en lo referente a la transición de lo inorgánico a lo orgánico, de lo vegetativo a lo animal, de lo biológico a lo psicológico y es verdad también de la transición de lo psicológico a la dimensión del espíritu. Si definimos al hombre como aquel organismo en el que la dimensión del espíritu es la dominante, no podemos fijar un punto definido en el que hizo su aparición sobre la tierra. Es muy probable que
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durante un largo período el combate de las dimensiones prosiguiera su desarrollo en los cuerpos animales que fueran anatómica y fisiológicamente similares a aquellos que hoy son los nuestros como hombre histórico, hasta que se dieron las condiciones para ese salto que trajo consigo el dominio de la dimensión del espíritu. Pero aún hemos de dar un nuevo paso hacia adelante. La misma lucha de las dimensiones que produjo finalmente la aguda división entre los seres que tienen el don de la palabra y los que no, prosigue aún su camino de avance en el interior de cada ser humano como problema permanente sobre la base del predominio del espíritu. El hombre no puede no ser hombre como el animal no puede no ser animal. Pero el hombre puede perder en parte ese acto creador en el que el dominio de lo psicológico queda superado por el dominio del espíritu. Como veremos, esta es la esencia del problema moral. Estas consideraciones rechazan implícitamente la doctrina de que, en un momento dado del proceso evolutivo, Dios, en un acto especial, añadió un «alma inmortal» a un cuerpo humano que, por un lado, estaba ya acabado perfectamente, y, con esta alma, aportaba la vida del espíritu. Esta idea -sumada al ser basado en la metáfora del «nivel» y su correspondiente doctrina supranatural del hombre- deshace la unidad multidimensional de la vida, especialmente la unidad de lo psicológico y del espíritu, haciendo así del todo incomprensible la dinámica de la personalidad humana. En lugar de separar el espíritu del condicionante reino psicológico, intentaremos describir la aparición de un acto del espíritu a partir de una constelación de factores psicológicos. Cualquier acto del espíritu presupone un material psicológico dado, y, al mismo tiempo, constituye un salto que sólo es posible para un yo totalmente centrado, es decir, que sea libre. La relación del espíritu con el material psicológico puede observarse tanto en el acto cognoscitivo como en el moral. Cualquier pensamiento que tenga como objetivo el conocimiento se basa en impresiones de los sentidos y en tradiciones y experiencias científicas conscientes e inconscientes, y en autoridades conscientes e inconscientes, además de elementos volitivos y emocionales que están siempre presentes. Sin un tal material, el pensamiento no tendría contenido alguno. Pero en orden a transformar este material en conocimiento, se ha de hacer algo
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para lograrlo; debe ser dividido, reducido, aumentado y conectado de acuerdo con los criterios lógicos y purificado de acuerdo con los criterios metodológicos. Todo esto lo hace el centro personal que no se identifica con ninguno en particular de esos elementos. La transcendencia del centro sobre el material psicológico hace posible el acto cognoscitivo, y un tal acto es una manifestación del espíritu. Dijimos que el centro personal no se identifica con ningúno de los contenidos psicológicos, pero tampoco es otro elemento añadido a los mismos; si así fuera, sería asimismo material psicológico él mismo y no el portador del espíritu. Pero el centro personal tampoco es ajeno al material psicológico. Es su centro psicológico, pero transformado en la dimensión del espíritu. El centro psicológico, el sujeto de la autoconciencia, se mueve en el reino de la vida animal superior, como un todo equilibrado, dependiendo orgánica o espontáneamente (pero no mecánicamente) de la situación total. Si la dimensión del espíritu domina un proceso vital, el centro psicológico ofrece sus propios contenidos a la unidad del centro personal. Esto ocurre a través de la deliberación y de la decisión. Al obrar así actualiza sus propias potencialidades, pero al actualizarlas se trasciende a sí mismo. Este fenómeno puede experimentarse en todo acto cognoscitivo. La misma situación se da en un acto moral. También aquí está presente una gran suma de material en el centro psicológico: tendencias, inclinaciones, deseos, matices más o menos compulsivos, experiencias morales, tradiciones y autoridades éticas, relaciones con otras personas, condiciones sociales. Pero el acto moral no es la diagonal en la que todos estos radios vectores se limitan y convergen entre sí; es el yo centrado el que se actualiza a sí mismo como un yo personal mediante la distinción, la separación, el yo centrado el que se actualiza a sí mismo como un yo personal mediante la distinción, la separación, el rechazamiento, la preferencia, la conexión, y, al hacerlo así, trasciende sus elementos. El acto, o para ser más exactos, la compleja totalidad de actos en la que esto ocurre, tiene el carácter de libertad, no una libertad en el mal sentido de falta de determinación de un acto de la voluntad, sino de libertad en el sentido de reacción total de un yo centrado que delibera y decide. Una tal libertad va unida al destino de tal manera que el material psicológico que viene a formar parte del acto moral representa
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el polo del destino, mientras que el yo deliberador y decisivo representa el polo de la libertad, de acuerdo con la polaridad ontológica de la libertad y del destino. La anterior descripción de los actos del espíritu rechaza implícitamente tanto el contraste dualista del espíritu con lo psicológico como la disolución del espíritu en algo psicológico de donde emanaría. El principio de la unidad multidimensional niega tanto el dualismo como el monismo de tipo psicológico (o biológico). Friedrich Nietzsche expresa bien las intrincaciones de la relación de la dimensión del espíritu con las dimensiones precedentes de la vida, cuando dice del espíritu que es la vida que irrumpe en la misma. A partir de su dolor incita a plenitud ( Asi habl6 Zaratustra) . d) Normas y valores en la dímensí6n del espíritu. En la descripción de la relación entre el espíritu y sus presupuestos psicológicos, la palabra «libertad» fue empleada para designar la manera como el espíritu actúa sobre el material psicológico. Una tal libertad es posible tan sólo porque existen normas a las que el mismo espíritu se somete precisamente para ser libre dentro de las limitaciones de su destino biológico y psicológico. La libertad y la sujeción a unas normas válidas son una sola y la misma cosa. De ahí surge la pregunta: ¿cuál es la fuente de tales normas? Se pueden distinguir tres respuestas principales a esta pregunta, cada una de las cuales ha sido representada tanto en el pasado como en el presente: la pragmática, la teórica-de-valor, la ontológica, que en algunos aspectos se contradicen entre sí, pero que no se excluyen mutuamente. Cada una de ellas es un elemento importante para la solución, si bien la respuesta ontológica es decisiva y va implícita en las otras dos, lo constaten o no quienes ofrecen la respuesta. Según la derivación pragmática de las normas, la vida es su propio criterio. El pragmatismo no trasciende la vida en orden a juzgarla. Los criterios del espíritu son inmanentes en la vida del espíritu. Esto concuerda con nuestra doctrina de la unidad multidimensional de la vida y nuestro rechazamiento de la metáfora del «nivel»: las normas de la vida no se originan fuera de la vida. Pero el pragmatismo no tiene manera de demostrar
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cómo las particulares expresiones de la vida se pueden convertir en normas de vida total. Cuando se aplica el método pragmático de manera coherente a los juicios éticos, políticos o estéticos, selecciona los criterios que a su vez deben serjuzgados por unos criterios superiores, y finalmente por los criterios más elevados, y cuando se alcanza este punto, el método pragmático es reemplazado, sin un reconocimiento explícito, por un principio ontológico que no puede probarse pragmáticamente porque es el criterio para toda prueba. Esta situación la reconoce claramente la teoría de valor de las normas en la dimensión del espíritu. La teoría de valor tiene una gran aceptación en el pensamiento filosófico actual y ha ejercido una gran influencia en el pensamiento no filosófico e incluso en el popular. Su gran mérito ha sido establecer la validez de las normas sin refugiarse ni en la teología heterónoma ni en aquella clase de metafisica cuyo derrumbamiento ha producido la teoría de valor (en gentes como Lotze, Ritschl, los neokantianos, etc.). Todos ellos querían salvar la validez (Geltung) sin el relativismo pragmático o el absolutismo metafisico. En sus <~erarquías de valores» intentaron establecer normas para una sociedad sin jerarquías sagradas. Pero fueron incapaces, y aún lo son hoy, de dar una respuesta a la pregunta: ¿qué base tiene la exigencia de que unos tales valores controlen la vida? ¿cuál es su importancia para los procesos de la vida en la dimensión del espíritu para los que se supone que son válidos? ¿por qué debe la vida, la portadora del espíritu, preocuparse, de alguna manera, por ellos? ¿cual es la relación de obligación con el ser? Esta pregunta ha sido la causa de que algunos filósofos de valor den su apoyo al problema ontológico. Debe reafirmarse y cualificarse la solución pragmática: es verdad que los criterios para la vida en la dimensión del espíritu están implícitos en la misma vida; de otra manera no tendrían importancia para la vida; pero la vida es ambigua porque une elementos esenciales y existenciales. En el hombre y en su mundo, lo esencial o potencial es la fuente de la que brotan las normas para la vida en la dimensión del espíritu. La naturaleza esencial del ser, la estructura de la realidad determinada por el logos, como la llamaría el estoicismo y el cristianismo, es el «cielo de los valores» hacia el que apunta la teoría de los valores.
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Pero si se acepta esto y se reafirma así la respuesta ontológica, surge la pregunta: ¿cómo podemos nosotros alcanzar este «cielo»? ¿cómo podemos conocer algo de la estructura-logos del ser, de la naturaleza esencial del hombre y su mundo? Lo conocemos sólo a través de sus manifestaciones ambiguas en la mescolanza de la vida. Estas manifestaciones son ambiguas en la medida en que no sólo revelan sino también ocultan. No hay un camino recto y cierto hacia las normas de acción en la dimensión del espíritu. La esfera de lo potencial es, en parte, visible y, en parte, está oculta. Por tanto, la aplicación de una norma a una situación concreta en el reino del espíritu es una aventura y un riesgo. Se necesita coraje y la aceptación de la posibilidad de un fracaso. El carácter osado de la vida en sus funciones creadoras se manifiesta como verdadero también en la dimensión del espíritu, en la moralidad, en la cultura y en la religión.
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LA AUTORREALIZACION DE LA VIDA Y SUS AMBIGÜEDADES
CONSIDERACIÓN FUNDAMENTAL: LAS FUNCIONES BÁSICAS DE LA VIDA Y LA NATURALEZA DE SU AMBIGÜEDAD
Se ha definido la vida como la actualización del ser potencial. Una tal actualización tiene lugar en todo proceso vital. Los vocablos «acto», «acción», «actual», denotan un movimiento hacia adelante intentando de una manera central, un salir de un centro de acción. Pero esta salida ocurre de una tal manera que el centro no se pierde en el movimiento de salida. La autoidentidad permanece en la autoalteridad. El otro ( alterum) en el proceso de alteración tiene un doble movimiento, de distanciamiento del centro y de retorno al mismo. Así podemos distinguir tres elementos en el proceso de la vida: autoidentidad, autoalteración y retorno al propio yo. La potencialidad se convierte en actualidad sólo a través de estos tres elementos en el proceso que llamamos vida. Este carácter de estructura de los procesos de la vida conduce al reconocimiento de la primera función de la vida: la
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autointegración. En él se establece el centro de la autoidentidad, se incita a la autoalteración y se re-establece con los contenidos de aquello en lo que se ha alterado. En toda vida hay una centralidad, como realidad y como tarea. El movimiento en el que se actualiza la centralidad se llamará la autointegración de la vida. La sílaba «auto» indica que es la vida misma la que conduce hacia una centralidad en todos los procesos de autointegración. No hay nada fuera de la vida que pueda causar su movimiento desde la centralidad a través de la alteración de regreso a la centralidad. La naturaleza de la vida misma se expresa a sí misma en la función de la autointegración en todos los procesos particulares de la vida. Pero el proceso de actualización no implica solamente la función de la autointegración, el movimiento circular de la vida a partir de un centro y de regreso al mismo; implica también la función de producir nuevos centros, la función de autocreación. En ella el movimiento de actualización de lo potencial, el movimiento de la vida, va hacia adelante en dirección horizontal. En ella también las autoidentidad y la autoalteración son efectivas pero bajo el predominio de la autoalteración. La vida lleva hacia lo nuevo. No puede hacer esto sin centralidad, pero lo hace trascendiendo todo centro individual. Es el principio de crecimiento el que determina la función de autocreación, crecimiento dentro del movimiento circular de un ser autocentrado y crecimiento en la creación de nuevos centros más allá de este círculo. La palabra «creación» es una de las grandes palabrassím bolos que describen la relación de Dios con el universo. El lenguaje contemporáneo ha aplicado las palabras «creativo», «creatividad», e incluso la misma palabra «creación» a los seres, acciones y productos humanos (y prehumanos). Y va bien con este estilo hablar de la función autocreadora de ia vida. La vida, por supuesto, no es autocreadora en un sentido absoluto sino que presupone el fondo creador del que ella misma procede. Ahora bien, así como nosotros podemos hablar del Espíritu sólo porque nosotros tenemos el espíritu, así podemos hablar de la creación sólo porque se nos ha dado un poder creador. La tercera dirección que atraviesa la actualización de lo potencial contrasta con lo circular y horizontal: la dirección vertical. Esta metáfora substituye la función de vida que sugerí-
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mos llamar la función autotrascendente. En sí mismo el término «autotrascendencia» podría usarse también para las otras dos funciones: la autointegración, que va de la identidad pasando por la alteración de vuelta a la identidad, es una especie de autotrascendencia intrínseca dentro de un ser centrado, y a cada proceso de crecimiento una etapa posterior trasciende la anterior en la dirección horizontal. Pero en ambos casos, la autotrascendencia permanece dentro de los límites de la vida finita. Una situación finita es trascendida por otra; pero no se ve trascendida la vida finita. Por tanto, parece apropiado reservar el término «autotrascendencia» para esa función de la vida en la que esto ocurre, en la que la vida lleva más allá de sí misma como vida finita. Es autotrascendencia porque la vida no es trascendida por algo que no es vida. La vida por su misma naturaleza como vida, está a la vez en sí misma y por encima de sí misma, y esta situación se manifiesta en la función de autotrascendencia. Debido a la manera en la que esta elevación de la vida más allá de sí misma se hace aparente, mi sugerencia es emplear la frase «conduciendo hacia lo sublime». Las palabras «sublime», «sublimación>>, «sublimidad», apuntan a un «ir más allá de los límites» hacia lo grande, lo solemne, lo alto. Así, dentro del proceso de actualización de lo potencial, al que llamamos vida, distinguimos tres funciones de la vida: la autointegración bajo el principio de centralidad, la autocreación bajo el principio de crecimiento, y la autotrascendencia bajo el principio de sublimidad. La estructura básica de autoidentidad y autoalteración es efectiva en cada una y cada una depende de las polaridades básicas del ser: la autointegración de la polaridad de la individualización y de la participación, la autocreación de la polaridad de la dinámica y de la forma, la autotrascendencia de la polaridad de la libertad y del destino. Y la estructura de la autoidentidad y de la autoalteración está enraizada en la correlación básica ontológica automundana (La relación de la estructura y las funciones de la vida con las polaridades ontológicas se tratará más ampliamente en la discusión de las funciones particulares). Las tres funciones de la vida unen elementos de autoidentidad con elementos de autoalteración. Pero esta unidad está amenazada por una alienación existencial que lleva a la vida en una u otra dirección, rompiendo así la unidad. En el grado en
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que esta ruptura sea real, la autointegración queda contrarrestada por la desintegración, la autocreación por la destrucción, la autotrascendencia por la profanización. Todo proceso vital tiene la ambigüedad de que los elementos positivos y negativos están mezclados de tal manera que una separación definida de lo negativo de lo positivo es imposible: la vida en todo momento es ambigua. Mi propósito es tratar las funciones particulares de la vida, no en su naturaleza esencial, separada de su distorsión existencial, sino de la manera como aparecen dentro de las ambigüedades de su actualización, ya que la vida no es ni esencial ni existencial sino ambigua. 1.
LA AUTOINTEGRACIÓN DE LA VIDA Y SUS AMBIGÜEDADES
a) Individualización y centralidad. La primera de las polaridades en la estructura del ser es la de la individualización y participación. Se expresa en la función de la autointegración a través del principio de la centralidad. La centralidad es una cualidad de la individualización, en la medida en que la cosa indivisible es la cosa centrada. Prosiguiendo con la metáfora, el centro es un punto y un punto no se puede dividir. Un ser centrado puede originar otro ser a partir de sí mismo, o puede verse privado de algunas de las partes que pertenecen al todo; pero lo que es propiamente el centro no se puede dividir, sólo se le puede destruir. Por tanto, un ser plenamente individualizado es, al mismo tiempo, un ser plenamente centrado. Dentro de los límites de la experiencia humana sólo el hombre tiene plenamente estas cualidades; en todos los demás seres, tanto la centralidad como la individualización son limitados. Pero son cualidades de todo lo que es, ya estén limitadas o plenamente desarrolladas. El término «centralidad» se deriva del círculo geométrico y se aplica metafóricamente a la estructura de un ser en el que un efecto ejercido sobre una parte tiene consecuencias en todas las demás, directa o indirectamente. Las palabras «conjunto» o Gestalt se han empleado para cosas con una tal estructura; y estos términos se han aplicado algunas veces a todas las dimensiones con la sola excepción de las inorgánicas. Alguna que otra vez han sido incluidas también las dimensiones inorgánicas. La
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línea de pensamiento que hemos seguido lleva a la interpretación más inclusiva. Puesto que la individualización es un polo ontológico, tiene una significación universal, al igual que ocurre con la centralidad, que es la condición de la actualización del individuo en la vida. Sin embargo, esto hace que sea preferible el término «centralidad» al de totalidad o Gestalt. No implica una Gestalt integrada o «conjunto», sino tan solo procesos que salen de y vuelven a un punto que no puede ser localizado en un lugar especial en el conjunto pero que es, sin embargo, el punto de dirección de los dos movimientos básicos de todos los procesos de la vida. En este sentido, la centralidad existe bajo el control de todas las dimensiones del ser, pero como un proceso de salida y retorno. Pues allí donde hay un centro, allí se da una periferia que incluye una cantidad de espacio o, en términos nometafóricos, que une una pluralidad de elementos. Esto corresponde a la participación, con la que la individualización forma una polaridad. La individualización separa. El ser más individualizado es el más inalcanzable y el más solitario. Pero al mismo tiempo tiene la mayor potencialidad de participación universal. Puede tener comunión con su mundo y eros para con él. Este eros puede ser teórico y práctico. Puede participar en el universo en todas sus dimensiones y apropiarse algunos de sus elementos. Por tanto, el proceso de autointegración se mueve entre el centro y la pluralidad que es llevada hacia el centro. Esta descripción de la integración implica la posibilidad de desintegración. La desintegración equivale a un fallo en alcanzar o preservar la autointegración. Este fallo puede darse en una o en dos direcciones. Ya sea la incapacidad en superar una centralidad limitada, estabilizada e inamovible, en. cuyo caso hay un centro, pero un centro que no tiene un proceso de vida cuyo contenido ha cambiado y aumentado; así se aproxima a la muerte de la simple autoidentidad. O ya sea la incapacidad de regresar debido a la fuerza disgregadora de la pluralidad, en cuyo caso hay vida, pero dispersa y débil en centralidad, y se enfrenta al peligro de perder su centro de manera definitiva: la muerte de la simple autoalteración. La función de la autointegración mezclada ambiguamente con la desintegración opera entre dos extremos en todos los procesos de la vida.
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b) La 'autointegraci6n y la desintegraci6n en general: salud y enfermedad. La centralidad es un fenómeno universal. Aparece tanto en la dimensión microcósmica como en la macrocósmica del reino inorgánico así como en el reino de nuestro encuentro ordinario con objetos inorgánicos. Está presente en el átomo y en la estrella, en la molécula y el cristal. Produce estructuras que inspiran el entusiasmo del artista y que confirman, empleando un lenguaje poético, el símbolo pitagórico de la armonía musical de las esferas astronómicas. De este modo, cualquier estrella, átomo y cristal adquieren una especie de individualidad. No se pueden dividir; sólo pueden ser aplastados, su centro roto y perderse las partes de su unidad integrada para dirigirse hacia nuevos centros. Todo lo que esto significa realmente se pone de manifiesto si uno se imagina un reino del ser inorgánico completamente descentrado. Se produciría aquel caos cuyo símbolo, en el mito de la creación, es el agua. La centralidad individual en las esferas micro y macrocósmicas y en todo lo que hay entre ellas es el «principio» de la creación. Pero el proceso de la autointegración está contrarrestado por las fuerzas de la desintegración: la repulsión contrarresta la atracción (compárense las fuerzas centrífuga y centrípeta); la concentración -que idealmente está en un punto- queda contrarrestada por la expansión -idealmente hasta una periferia infinita- y la fusión lo está por la división. Las ambigüedades de la autointegración y de la desintegración son efectivas en estos procesos, y son efectivas simultáneamente en el mismo proceso. Las fuerzas integradoras y desintegradoras están luchando en toda situación y toda situación es un compromiso entre estas fuerzas, lo cual proporciona un carácter dinámico al reino inorgánico que no puede describirse en términos exclusivamente cuantitativos. Se podría decir que nada hay en la naturaleza que sea simplemente una cosa, si «cosa» significa aquí aquello que ya está totalmente condicionado, un objeto sin ninguna clase de «ser en sí mismo» o centralidad. Tal vez sólo el hombre es capaz de producir «cosas» mediante la disolución de estructuras centradas y una nueva conexión de los fragmentos en objetos técnicos. Con todo, si bien los objetos técnicos no tienen centro en sí mismos, incluso ellos tienen un centro que les es impuesto por el hombre (por ejemplo, la máquina computadora). Esta visión
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del reino inorgánico y de sus dimensiones es un paso decisivo para superar la hendidura entre lo inorgánico y lo orgánico (y lo psicológico). Exactamente igual que cualquier otra dimensión, lo inorgánico pertenece a la vida y muestra la integración y la posible desintegración de la vida en general. La autointegración y la desintegración donde quedan más de manifiesto es bajo la dimensión de lo orgánico. Todo ser viviente está sabiamente centrado (sea el momento que fuere del conjunto de los procesos naturales en el que se empiece a hablar de seres vivientes); reacciona como un todo. Su vida es un proceso de salida y de vuelta a sí mismo mientras viva. Asume elementos de la realidad encontrada y los asimila a su propio conjunto centrado, o los rechaza si la asimilación es imposible. Empuja hacia adelante en el espacio tan lejos como permita su estructura individual, y se retira cuando ha sobrepasado este límite o cuando otros seres vivientes individuales lo fuerzan a retirarse. Desarrolla sus partes en equilibrio bajo el centro unificador y se le fuerza de nuevo al equilibrio si una parte tiende a romper la unidad. El proceso de autointegración es constitutivo de la vida, pero lo es así en una continua lucha con la desintegración, y las tendencias integradoras y desintegradoras están mezcladas ambiguamente en cualquier momento dado. Los elementos extraños que deben asimilarse tienen la tendencia a hacerse independientes dentro del todo centrado para romperlo. Muchas enfermedades, especialmente las infecciosas, pueden entenderse como una incapacidad del organismo para regresar a su autoidentidad. No puede expulsar los elementOs extraños que no ha asimilado. Pero la enfermedad puede ser también la consecuencia de una autorrestricción del conjunto centrado, una tendencia a mantener la autoidentidad evitando los peligros de la salida a la autoalteración. La debilidad de la vida se expresa a sí misma al rechazar el movimiento, el alimento apetecible, la participación en lo circundante, etcétera. Para estar a salvo, el organismo intenta descansar en sí mismo, pero puesto que esto contradice la función vital de autointegración, desemboca en la enfermedad y la desintegración. Esta visión de la enfermedad nos obliga a rechazar las teorías biológicas que modelan sus conceptos de vida según esos fenómenos en los que la vida se desintegra, es decir, procesos no
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centrados que están sujetos a métodos de análisis calculadores de la cantidad. La teoría de estímulo-respuesta tiene una importante función en la ciencia de la vida pero sería errónea elevada a una validez absoluta. Ya sea que los procesos no centrados, calculables, se produzcan por enfermedad (pues su producción es la esencia de la enfermedad) o ya sea que estén producidos artificialmente en la situación experimental, se oponen a los procesos normales de autointegración. No son modelos de vida saludable sino de vida que se desintegra. En el reino de lo orgánico se distinguen formas de vida inferiores y superiores. Algo se ha de decir acerca de esta distinción desde un punto de vista teológico, debido al amplio uso simbólico al que todas las formas de vida orgánica, especialmente las superiores, están sujetas, y por el hecho de que al hombre -a pesar de la protesta de muchos naturalistas- se le llama frecuentemente el supremo ser viviente. Ante todo no se debe confundir «supremo» con el «más perfecto». La perfección significa la actualización de las propias potencialidades; por tanto, un ser inferior pueden ser más perfecto que uno superior si en la actualidad es lo que es en potencia, por lo menos en una gran aproximación. Y el ser más elevado -el hombre- puede hacerse menos perfecto que cualquier otro, porque no sólo puede fallar en actualizar su ser esencial sino que puede negarlo y deformarlo. Así pues, un ser viviente superior no es en sí mismo más perfecto; más bien hay grados diferentes de inferiores y superiores. Así pues la pregunta es: ¿cuáles son los criterios de lo superior e inferior y por qué el hombre es el ser más elevado a pesar de su riesgo de la mayor imperfección? Los criterios son la precisión del centro, por un lado, y la suma de contenido que supone, por otro. Estos son los criterios para determinar un rango superior o inferior de las dimensiones de la vida. Son estos criterios los que determinan que la dimensión animal esté por encima de la vegetativa y que la dimensión de la conciencia interna supere lo biológico que, a su vez, es superado por el espíritu. Son ellos los determinantes de que el hombre sea el ser superior porque su centro está definido y la estructura de su contenido lo abarca todo. En contraste con todos los demás seres, el hombre no sólo tiene entorno; tiene al mundo, la unidad estructurada de todo posible contenido. Es esto y sus implicaciones lo que le convierten en el ser supremo.
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El paso decisivo en la autointegración de la vida -con respecto tanto al carácter definido del centro como a la riqueza del contenido- es la aparición de la autoconciencia en alguna parte del reino animal. La autoconciencia significa que todos los encuentros de un ser con su entorno se experimentan como referencias al ser individual que tiene conciencia de los mismos. Una conciencia centrada implica un centro definido, y al mismo tiempo, implica un contenido que lo engloba todo más que incluso el ser preconsciente más desarrollado. Sin conciencia sólo hay presencia en el encuentro; con conciencia se abren un pasado y un futuro en términos de recuerdo y anticipación. La lejanía de lo recordado o anticipado puede ser muy ligera, pero el hecho de que aparezca de manera irrefutable en la vida animal indica el dominio de una nueva dimensión, la psicológica. La autointegración de la vida en el reino psicológico incluye el movimiento de salida y regreso a uno mismo en una e:Xperiencia inmediata. El centro de un ser bajo la dimensión de autoconciencia puede llamarse el «yo psicológico». El «yo» en este sentido no se debe entender mal como un objeto, cuya existencia se pudiera discutir o como una parte de un ser viviente, sino más bien como el punto al que hacen referencia todos los contenidos de la conciencia, en la medida en que «yo» soy consciente de todos ellos. Los actos que salen de este centro se refieren a lo que lo circunda como receptor y reactor ante ello. Esta es una implicación de los elementos polares básicos de la individualización y de la participación en toda realidad, y es una continuación de la misma tensión polar en los reinos biológico e inorgánico. Bajo la dimensión de autoconciencia, es efectivo como perceptora de una realidad encontrada para reaccionar ante ella. Es dificil tratar del reino psicológico y de las funciones de la vida en él por el hecho de que el hombre ordinariamente experimenta la dimensión de autoconciencia unida a la dimensión del espíritu. El yo psicológico y personal están unidos en él. Sólo en situaciones especiales tales como el sueño, intoxicación, somnolencia, etcétera, se da una separación parcial y esta separación nunca es tan completa que haga posible una aguda y distinta descripción de lo psicológico. Para salvar esta dificultad uno se aproxima al proceso de autointegración bajo la dimen-
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sión de autoconciencia por medio de la psicología animal. Los límites de esta aproximación radican en la capacidad del hombre para participar empatéticamente en el yo psicológico de incluso los animales superiores de una tal manera que, por ejemplo, puede comprender plenamente la salud y la enfermedad psicológica. Inducida artificialmente la desintegración psíquica en los animales, como, por ejemplo, una congoja exagerada o una hostilidad exagerada, sólo puede observarse indirectamente en la medida en que se expresan biológicamente. La autoconciencia está, por así decirlo, sumergida en ambas dimensiones, por un lado, la dimensión biológica, y, por el otro, la del espíritu, y solamente puede ser alcanzada a través de análisis y conclusiones, no mediante una observación directa. Se puede decir, consciente de estas limitaciones, que la estructura de la salud y de la enfermedad, de la auto-integración feliz o desgraciada en la esfera psicológica, depende de la actuación de los mismos factores que operan en las dimensiones precedentes: las fuerzas que conducen hacia una autoidentidad y las que conducen hacia una autoalteración. El yo psicológico puede romperse por su incapacidad para asimilar (es decir, para incorporar en la unidad centrada cierto número de impresiones extensiva o intensivamente irresistibles), o por su incapacidad para resistir el impacto destructor de las impresiones que arrastran al yo en demasiadas direcciones o demasiado contradictorias, o por su incapacidad bajo tales impactos para mantener unas funciones psicológicas particulares equilibradas por otras. Así la autoalteración puede evitar o romper la autointegración. El desconcierto contrario viene causado por el miedo psicológico del yo de perderse a sí mismo, con el resultado de que se vuelva indiferente a los estímulos y acabe en un entorpecimiento que impida cualquier autoalteración y transforme la autoidentidad en una forma muerta. Las ambigüedades de la autointegración y desintegración psíquicas se dan entre estos polos. c) La autointegraci6n de la vida en la dimensi6n del espíritu: la moralidad o la constituci6n del yo personal. En el hombre se da esencialmente una completa centralidad, pero no se da actualmente hasta que el hombre la actualiza en la libertad y a través del destino. El acto en el que el hombre actualiza su centralidad
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esencial es el acto moral. La moralidad es la función de vida por la que el reino del espíritu viene a existir. La moralidad es la función constitutiva del espíritu. Un acto moral, por tanto, no es un acto por el que se obedece a una ley divina o humana sino un acto en el que la misma vida se integra en la dimensión del espíritu, lo que viene a ser como si la personalidad se integrara en la comunidad. La moralidad es la función de la vida por medio de la cual el yo centrado se constituye a sí mismo como persona; es la totalidad de aquellos actos por los cuales un proceso de vida personal potencialmente llega a ser una persona actual. Unos tales actos ocurren continuamente en una vida personal; la constitución de una persona como persona no llega jamás a su fin a lo largo de todo el proceso de su vida. La moralidad presupone la centralidad total en potencia de aquel en quien la vida está actualizada bajo la dimensión del espíritu. «La centralidad total» es la situación de tener, cara a cara con el propio yo, un mundo al que uno, al mismo tiempo, pertenece como parte integrante. Esta situación libera al yo del sometimiento a lo que lo circunda y del que todos los seres dependen en las dimensiones precedentes. El hombre vive en un ambiente, pero tiene un mundo. Las teorías que intentan explicar su comportamiento únicamente por referencia a su medio ambiente reducen el hombre a la dimensión de lo orgánico psicológico y lo privan de la participación en la dimensión del espíritu, haciendo así imposible la explicación de cómo él puede tener una teoría que pretende ser verdadera, de la que la misma teoría ambiental es un ejemplo. Ahora bien, el hombre tiene un mundo, es decir, un conjunto estructurado de potencialidades y actualidades infinitas. En su encuentro con su ambiente (este hogar, este árbol, esta persona), experimenta ambas cosas, el medio ambiente y el mundo, o más exactamente, en su encuentro con las cosas de su medio ambiente y a través del mismo se encuentra con un mundo. Trasciende su simple cualidad ambiental. Si no fuera así, no podría está completamente centrado. En algún lugar de su ser sería una parte de su medio ambiente y esta parte no sería un elemento en su yo centrado. Pero el hombre puede oponer su yo a cualquier parte de su mundo, incluyéndose a sí mismo como una parte de su mundo. Este es el primer postulado de moralidad y de la dimensión del espíritu en general y el segundo es una derivación del
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primero. Debido a que el hombre tiene un mundo al que se enfrenta como a un yo totalmente centrado, puede formular preguntas y recibir respuestas y órdenes. Esta posibilidad que caracteriza la dimensión del espíritu, es única, porque implica ambas cosas a la vez, la libertad de lo simplemente dado (el medio ambiente) y las normas que determinan el acto moral a través de la libertad. Como se indica más arriba, estas normas expresan la estructura esencial de la realidad, del yo y del mundo frente a las condiciones existenciales del simple medio ambiente. Queda claro de nuevo que la libertad es la abertura a las normas de la validez incondicional o esencial. Expresan la esencia del ser y el aspecto moral de la función de la autointegración es la totalidad de los actos en los que se presta o no se presta obediencia a las órdenes provenientes de la esencia del mundo encontrado. Se puede decir también que el hombre es capaz de responder a estas órdenes y que es esta capacidad la que lo hace responsable. Todo acto moral es un acto responsable, una respuesta a una orden válida, pero el hombre puede negarse a responder. Si se niega, cede el paso a las fuerzas de la desintegración moral; actúa contra el espíritu con el poder del espíritu, ya que jamás puede desembarazarse de sí mismo como espíritu. Se constituye a sí mismo como un yo completamente centrado, incluso en sus acciones antiesenciales, antimorales. Estas acciones expresan una centralidad moral aun cuando tienden a disolver el centro moral. Antes de proseguir la discusión de la constitución del yo personal, puede ser útil discutir un problema semántico. La palabra «moral» y sus derivados han acumulado tantas malas connotaciones que parece imposible su empleo en un sentido positivo. La moralidad es una reminiscencia del moralismo, de la inmoralidad con sus connotaciones sexuales, de la moral convencional, etcétera. Por esta razón, se ha sugerido (especialmente en la teología europea) sustituir el vocablo «moral» por el de «ética». Pero esto no ofrece ninguna solución real porque, tras un breve período, las connotaciones negativas de «moral» recaerían sobre la nueva palabra. Es mejor reservar el vocablo «ética» y sus derivados para designar la «ciencia moral» que es el tratado teórico de la función moral del espíritu. Ciertamente, esto presupone que el término «moral» puede verse libre de las connotaciones negativas que han deformado cada vez más su
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significado desde el siglo XVIII. Las discusiones precedentes y las que siguen son un intento de trabajar en esta dirección. El acto moral en el que el reino del espíritu cobra existencia presupone la libertad para recibir órdenes y obedecerlas o no. La fuente de estas órdenes son las normas morales, es decir, las estructuras esenciales de la realidad encontrada, en el hombre mismo y en su mundo. La primera pregunta que surge aquí es: ¿cómo llega el hombre a ser consciente de lo que tiene que ser en su encuentro con el ser? ¿de qué manera experimenta que las órdenes morales son órdenes de una validez incondicional? En las discusiones éticas contemporáneas se ha dado una respuesta cada vez más unánime sobre la base de las intuiciones protestantes y kantianas: en el encuentro de una persona que ya es y no es todavía una persona con otra en las mismas condiciones, ambas quedan constituidas como personas reales. La «obligatoriedad» se experimenta básicamente en la relación yo-tú. Esta situación se puede describir también de la siguiente manera: el hombre, enfrentándose a su mundo, tiene el universo entero como el contenido potencial de su yo centrado. Ciertamente, se dan unas limitaciones actuales debido a la finitud de todo ser, pero el mundo está indefinidamente abierto al hombre; todo puede llegar a ser un contenido del yo. Esa es la base estructural para la perpetuidad de la libido en el estado de alienación; es la condición del deseo del hombre de «conquistar el mundo entero». Pero existe un límite para el intento del hombre de asimilar todo el contenido: el otro yo. Se puede someter y explotar a otro en su base orgánica, incluyendo su yo psicológico, pero no al otro yo en la dimensión del espíritu. Se puede destruir como un yo, pero no se le puede asimilar como el contenido del centro de uno mismo. El intento de los grandes dictadores por lograrlo nunca ha prosperado. Nadie puede privar a una persona de su exigencia de ser persona y de ser tratada como tal. Por tanto, el otro yo es el límite incondicional al deseo de asimilar todo el mundo de uno mismo, y la experiencia de este límite es la experiencia de lo que tiene que ser, el imperativo moral. La constitución moral del yo en la dimensión del espíritu empieza por esta experiencia. La vida personal se presenta en el encuentro de una persona con otra y no se da ninguna otra forma. Si uno se puede imaginar un ser viviente con la estructura psicoso-
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mática del hombre, completamente al margen de cualquier comunidad humana, un tal ser no podría actualizar su espíritu potencial. Sería llevado en todas direcciones, quedaría limitado sólo por su finitud, pero no experimentaría lo que tiene que ser. Por tanto, la autointegración de la persona como persona se da en una comunidad, en cuyo seno es posible y real el mutuo y constante encuentro del yo centrado con su igual. La misma comunidad es un fenómeno de vida que tiene analogías en todos los reinos. Está implicada por la polaridad de la individualización y de la participación. Ningún polo es actual sin el otro. Tan verdadero es esto de la función de autocreación como lo es de la función de autointegración, y no hay ninguna autotrascendencia de vida excepto a través de la interdependencia polar de la individualización y participación. Sería posible proseguir la discusión de la centralidad y de la autointegración en relación con la participación y la comunidad, pero ello anticiparía descripciones que pertenecen a la dimensión de lo histórico y una tal anticipación sería peligrosa para la comprensión de los procesos vitales. Por ejemplo, apoyaría la falsa suposición de que el principio moral se refiere a la comunidad de la misma manera que se refiere a la personalidad. Pero la estructura de la comunidad, incluyendo su estructura de centralidad, es cualitativamente diferente de la propia de la personalidad. La comunidad queda sin la completa centralidad y sin la libertad que se identifica con el ser completamente centrado. El confuso problema de la ética social está en que la comunidad se compone de individuos portadores del espíritu, mientras que la misma comunidad, por su carencia de un yo centrado, no funciona de la misma manera. Donde se reconoce esta situación, la noción de una comunidad personificada y sometida a órdenes morales, se hace imposible, como ocurre en algunas formas de pacifismo. Estas consideraciones llevan a la decisión de que las funciones de la vida con respecto a la comunidad deban discutirse en el contexto de la dimensión que lo engloba más todo y que no es otra que la histórica. Llegados a este punto, el objeto de la discusión se centra en el problema de cómo la persona llega a ser tal. El considerar la cualidad comunitaria de la persona no significa que se considere la comunidad.
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d) Las ambigüedades de la autointegración personal: lo posible, lo realy la ambigüedad del sacrificio. Tal como actúa cualquier otra forma de autointegración, lo personal se mueve entre los polos de la autoidentidad y de la autoalteración. La integración es el estado de equilibrio entre ellas, la desintegración, la ruptura de este equilibrio. Ambas tendencias son siempre eficaces en los actuales procesos vitales bajo las condiciones de alienación existencial. La vida personal se debate ambigüamente entre las fuerzas de la centralidad esencial y las de la ruptura existencial. No hay un momento en un proceso de vida personal en el que domine con exclusividad una u otra fuerza. Como en los reinos orgánico y psicológico, la ambigüedad de la vida en la función de la autointegración está enraizada en la necesidad de que un ser asimile a su unidad centrada, sin que ésta sufra una ruptura por su cantidad o calidad, el contenido encontrado de la realidad. La vida personal siempre es la vida de alguien; como en todas las dimensiones, la vida es la vida de algún ser individual, de acuerdo con el principio de centralidad. Yo hablo de mi vida, de tu vida, de nuestras vidas. Todo queda incluido en mi vida que me pertenece: mi cuerpo, mi autoconciencia, mis recuerdos y previsiones, mis percepciones y pensamientos, mi voluntad y mis emociones. Todo esto pertenece a la unidad centrada que soy yo. Trato de incrementarla saliendo fuera y trato de conservarla retornando a la unidad centrada que soy yo. En este proceso encuentro innumerables posibilidades, cada una de las cuales, si se aceptan, significa una autoalteración y por consiguiente un peligro de ruptura. A causa de mi realidad presente, debo guardar muchas posibilidades fuera de mi yo centrado, o debo abandonar algo de lo que ahora soy y ello debido a cualquier posibilidad que puede ampliar y fortalecer mi yo centrado. Así mi proceso vital oscila entre lo posible y lo real y exige la rendición del uno al otro, que constituye lo que de sacrificio incluye cada vida. Todo individuo tiene potencialidades esenciales que tiende a actualizar, de acuerdo con el movimiento general del ser de lo potencial a lo actual. Algunas de estas potencialidades no alcanzan nunca el estadio de posibilidades concretas; las condiciones históricas, sociales e individuales reducen drásticamente las posibilidades. Desde el punto de vista de las potencialidades
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humanas un indio del campo en la América Central puede estar en posesión de las mismas potencialidades humanas que un alumno de enseñanza superior en América del Norte, pero no tiene las mismas posibilidades de actualizarlas. Sus elecciones tienen un campo mucho más limitado si bien también él tiene que sacrificar posibilidades por realidades y viceversa. Tenemos abundancia de ejemplos para ilustrar esta situación. Debemos sacrificar intereses posibles por aquellos que son o pueden llegar a ser reales. Hemos de abandonar una posible tarea y vocaciones posibles por aquella que ya hemos elegido. Debemos sacrificar posibles relaciones humanas por las que son reales o las que son reales por las posibles. Debemos elegir entre un reforzamiento consistente aunque autolimitado de nuestra vida y un abrirse paso entre tantos límites como se den con una pérdida de consistencia y dirección. Debemos decidir constantemente entre la abundancia y la pobreza y entre unos especiales tipos de abundancia y tipos especiales de pobreza. Hay una abundancia de vida hacia la que uno se siente llevado por la congoja de permanecer en la pobreza de alguna manera, o bajo muchos aspectos; pero esta abundancia puede superar nuestro poder de hacer justicia ante ella y ante nosotros, para acabar convirtiéndose la abundancia en una repetición vacía. Si, por tanto, la congoja contraria, la de perderse uno mismo en la vida, lleva a una resignación parcial o a una retirada completa de la abundancia, la pobreza se convierte en una autorrelación sin contenido; la unidad centrada del yo personal comprende muy distintas tendencias, cada una de las cuales tiende a dominar el centro. Ya hemos hecho mención de esto en conexión con el yo psicológico y hemos apuntado a la estructura de compulsión; la misma ambigüedad de autointegración está presente bajo la dimensión del espíritu. Se describe normalmente como la lucha de valores en un centro personal; en términos ontológicos se puede llamar el conflicto de las esencias en el seno de un yo existente. Una de las muchas normas éticas, reforzada por experiencias con el mundo encontrado, toma posesión del centro personal y sacude el equilibrio de las esencias en el interior de la unidad centrada. Esto puede desembocar en un fallo de autointegración en personalidades con una moralidad sólida pero estricta -al igual que puede llevar a conflictos de ruptura entre las normas éticas dominantes y las suprimidas. La
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ambigüedad de sacrificio se presenta incluso en la función moral del espíritu. La autointegración de la vida incluye el sacrificio de lo posible por lo real, o de lo real por lo posible, como un proceso inevitable en todas las dimensiones que no sean las del espíritu y como una decisión inaplazable dentro de la dimensión del espíritu. Según el sentido común, el sacrificio es bueno de manera no ambigua. En el cristianismo, en el que el mismo Dios hace el sacrificio según el simbolismo cristiano, el acto del sacrificio parece trascender cualquier ambigüedad. Pero esto no es así, como demuestran muy bien los razonamientos teológicos y la práctica penitencial. Todos ellos saben que cualquier sacrificio es un riesgo moral y que ocultos motivos pueden incluso volver discutible un sacrificio aparentemente heroico. Esto no significa que no tenga que haber sacrificios; la vida moral los exige constantemente. Pero debe correrse el riesgo con la conciencia de que es un riesgo y no algo bueno sin ningún tipo de ambigüedad sobre lo que pueda descansar una conciencia tranquila. Uno de los riesgos es la decisión de si se ha de sacrificar lo real por lo posible o lo posible por lo real. La «consciencia acongojada» tiende a preferir lo real por lo posible, porque lo real es por lo menos familiar, cuando se ignora lo que es posible. Pero el riesgo moral al sacrificar una posibilidad importante puede ser igualmente tan grande como el riesgo al sacrificar una realidad importante. La ambigüedad de sacrificio aparece de manera visible también cuando se hace la pregunta de: ¿qué es lo que debe sacrificarse? El autosacrificio puede carecer de valor si no existe ningún yo digno de ser sacrificado. El otro, o la causa, en cuyo favor se sacrifica puede no recibir nada de él, así como tampoco el que hace el sacrificio alcanza una autointegración moral por su medio. Puede simplemente ganar el poder que da la debilidad sobre el fuerte por el que se hace el sacrificio. Si, con todo, el yo que se sacrifica es digno, surge la pregunta de si aquel en cuyo favor se sacrifica es digno de recibirlo. La causa que lo recibe puede ser mala, o la persona por la que se ofrece puede explotarlo de manera egoísta. Así la ambigüedad del sacrificio es una expresión decisiva y que penetra todo de la ambigüedad de la vida en función de la autointegración. Muestra la situación humana en una mezcla de elementos esenciales y existenciales y la imposibilidad de separarlos en buenos y malos sin ningún tipo de ambigüedades.
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e) Las ambigüedades de la ley moral: el imperativo moral, las· normas morales, la motivaci6n moral. La discusión del conflicto de las normas y la necesidad de arriesgar el sacrificio de algunas de ellas por otras ha mostrado que las ambigüedades de la autointegración personal están enraizadas últimamente en el carácter de la ley moral. Puesto que la moralidad es la función constitutiva del espíritu, el análisis de su naturaleza y la evidencia de su ambigüedad son decisivas para la comprensión del espíritu y del predicamento del hombre. Obviamente una tal averiguación relaciona la discusión actual con los juicios teológicos bíblicos y clásicos acerca del significado de la ley en la relación de Dios con el hombre. Se tratarán, por separado, en esta sección y en las siguientes, las tres funciones del espíritu: moralidad, cultura y religión. Y ya una vez hecho esto se pasará a considerar su unidad esencial, sus conflictos actuales y su posible reunión. Esta consecuencia viene del hecho de que sólo pueden ser reunidos por lo que les transciende a cada uno de ellos, es decir, la nueva realidad o el Espíritu divino. Bajo la dimensión del espíritu tal como es actual en la vida humana, no es posible ninguna reunión. Tres problemas principales de la ley moral confrontan la indagación ética: el carácter incondicional del imperativo moral, las normas de la acción moral, y la motivación moral. La ambigüedad de la vida en la dimensión del espíritu se pone de manifiesto en las tres. Como hemos visto, el imperativo moral ·es válido porque representa nuestro ser esencial frente a nuestro estado de alienación existencial. Por esta razón, el imperativo moral es categorial, su validez no depende de condiciones externas o internas; no admite ambigüedades. Pero esta falta de ambigüedad no se refiere a nada concreto. Sólo dice que si se da un imperativo moral es incondicional. La cuestión está pues en si se da y dónde se da un imperativo moral. Nuestra primera respuesta fue: el encuentro con otra persona implica la orden incondicional de reconocerlo como persona. La validez del imperativo moral se experimenta básicamente en tales encuentros. Pero ello no implica qué clase de encuentros proporcionan una tal experiencia, y para dar una respuesta a esto hace falta una descripción cualificadora. Existen innumerables encuentros no personales
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en la realidad (pasando entre la multitud, leyendo lo que dice el periódico) que son encuentros personales en potencia pero que nunca pasan a ser actuales. El paso del encuentro personal en potencia al actual es un campo de ambigüedades sin fin, muchas de las cuales nos ponen ante la alternativa de dolorosas decisiones. La pregunta de: ¿quién es mi prójimo?, con toda su problemática, continúa siendo válida a pesar de o, más exactamente, debido a la única respuesta que dio Jesús en el relato del buen samaritano. Esta respuesta muestra que la noción abstracta de «reconocer al otro como persona» se vuelve concreta solamente en la noción de participar en el otro (lo cual se sigue de la polaridad ontológica de la individualización y participación). Sin la participación no se sabría lo que significa el «otro yo»; no sería posible ninguna empatía a fin de discernir la diferencia entre una cosa y una persona. Ni siquiera se podría usar la palabra «tú» en la descripción del encuentro yo-tú porque implica la participación que está presente cuando uno se dirige a otro como persona. De manera que se debe preguntar ¿qué clase de participación es aquella en la que se constituye el yo moral y que tiene una validez incondicional? Ciertamente no puede ser una participación en las características particulares de otro yo con las características particulares de uno mismo. Esta sería la convergencia más o menos lograda de dos particularidades que podrían llevar a la simpatía o antipatía, a la amistad u hostilidad; esto es cuestión de suerte y no constituye un imperativo moral. El imperativo moral exige que un yo participe en el centro del otro yo, y por tanto acepte sus particularidades, aun cuando no haya ninguna convergencia entre los dos individuos como individuos. Esta aceptación del otro yo mediante la participación en su centro personal es el corazón del amor en el sentido de ágape, que es el término que usa el nuevo testamento. La respuesta previa formal de que el carácter incondicional del imperativo moral se experimenta en el encuentro de una persona con otra ahora ha llegado a estar incluida en la respuesta material, que es el ágape el que da concreción al imperativo categorial, centralidad a la persona y fundamento de la vida del espíritu. Agape, como norma última de la ley moral, está más allá de la distinción de lo formal y material. Pero a causa del elemento material en ágape, esta afirmación revela la ambigüedad de la
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ley moral, y lo hace así precisamente con el término «ley de amor». El problema se puede formular de la siguiente manera: ¿cómo se relaciona la participación en el centro del otro yo con la participación en o el rechazamiento de sus características particulares? ¿Se apoyan o se excluyen o se limitan entre sí? Por ejemplo, ¿qué es lo esencial y cuál la relación existencial de ágape y libido, y qué significa la mezcla de ambas relaciones en un acto moral para la validez de ágape como norma última? Estas preguntas se hacen a fin de mostrar la ambigüedad de la ley moral desde el punto de vista de su validez y al mismo tiempo desembocan en la pregunta de la ambigüedad de la ley moral desde el punto de vista de su contenido: los mandamientos actuales. Los mandamientos de la ley moral son válidos porque manifiestan la naturaleza esencial del hombre y le enfrentan con su ser esencial en su estado de alienación existencial. Esto plantea la pregunta siguiente: ¿cómo es posible la autointegración moral en el interior de la ambigua mescolanza de los elementos esenciales y existenciales que caracterizan la vida? Nuestra respuesta ha sido: ¡por el amor en el sentido de ágape! Pues el amor incluye el principio último, si bien formal, de justicia siendo el mismo amor el que trata de aplicarlo a la situación concreta y esto de manera flexible. Esta solución es decisiva ante el problema del contenido de la ley moral. Pero puede ser atacada desde una doble postura. Se puede defender el puro formalismo de la ética, tal como aparece, por ejemplo, en Kant, y rechazar el ágape como principio último precisamente porque lleva a decisiones ambiguas a las que falta una validez incondicional. Pero, en realidad, ni el mismo Kant fue capaz de mantener el formalismo radical que intentaba, y en su elaboración del imperativo moral aparece como heredero liberal del cristianismo y del estoicismo. Parece que el formalismo ético radical resulta lógicamente imposible porque la forma siempre conserva rasgos que delatan su procedencia. Bajo estas circunstancias, es más realista dar nombre al contenido del que procede la forma que formular principios de tal manera que el radicalismo de la pura forma vaya unido al contenido concreto. Y, a pesar de las ambigüedades en su aplicación, es esto precisamente lo que hace el ágape.
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El contenido de la ley moral está condicionado históricamente. Este hecho es la razón por la que Kant intentaba liberar la norma ética de todos los contenidos concretos, y -por contraste- es también la razón por la que la mayoría de los diversos tipos de naturalismo rechazan los principios absolutos de la acción moral. Según ellos, el contenido del imperativo moral queda determinado por necesidades biológicas o por realidades sociológicas y culturales. Esto cierra el paso a las normas éticas absolutas para admitir tan sólo un relativismo ético calculador. La verdad del relativismo ético radica en la incapacidad de la ley moral para dar órdenes que no sean ambigüas, tanto en su forma general como en su aplicación concreta. Toda ley moral es abstracta en relación con la situación única y totalmente concreta. Esto es verdad de lo que ha sido llamado ley natural y ley revelada. Esta distinción entre ley natural y revelada no tiene mayor importancia desde el punto de vista ético, ya que, según la teología clásica protestante, los diez mandamientos, así como los mandamientos del sermón de la montaña, son reafirmaciones de la ley natural, la «ley del amor», tras períodos en los que en parte fue olvidada y en parte deformada. Su substancia es la ley natural o, en nuestra terminología, la naturaleza esencial del hombre que se le enfrenta en su alienación existencial. Si se formulara bajo la forma de mandamientos, esta ley jamás alcanzaría el aquí y ahora de una decisión particular. Con respecto a ello, el mandamiento puede ser un acierto en una situación especial, sobre todo expresado de forma negativa, pero puede ser erróneo en otra situación, debido precisamente a su forma negativa. Toda decisión moral exige una liberación parcial de la ley moral afirmada. Toda decisión moral es un riesgo porque no existen garantías de que realice la ley de amor, la exigencia incondicional proveniente del encuentro con el otro. Debe asumirse este riesgo y es entonces cuando surge la pregunta: ¿cómo es posible alcanzar una autointegración personal bajo estas condiciones? No existe respuesta a esta pregunta dentro del dominio de la vida moral del hombre y sus ambigüedades. La ambigüedad de la ley moral con respecto al contenido ético aparece incluso en las afirmaciones abstractas de la ley moral y no sólo en su aplicación particular. Por ejemplo, la
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ambigüedad de los diez mandamientos está enraizada en el hecho de que, a pesar de su forma universalista, están condicionados históricamente por la cultura israelita y su desarrollo a partir de las culturas vecinas. Incluso las afirmaciones éticas del nuevo testamento, las de Jesús inclusive, reflejan los condicionamientos del imperio romano y la radical retirada del individuo de los problemas de la existencia social y política y esta situación se repitió en todos los períodos de la historia de la iglesia. Cambiaron las preguntas y las respuestas éticas, y cada respuesta o afirmación de la ley moral en cada período de la historia humana continuaron siendo ambiguas. La naturaleza esencial del hombre y la norma· última de ágape en la que se expresa están a la vez ocultas y manifiestas en los procesos de la vida. No tenemos una aproximación sin ambigüedades a la naturaleza creada del hombre y a sus potencialidades dinámicas. Tan solo tenemos una aproximación indirecta y ambigua a través de las experiencias de revelación que subyacen en la sabiduría ética de todas las naciones sin que pierdan su ambigüedad a pesar de ser reveladoras. La recepción humana de tod~ revelación vuelve a la misma revelación ambigua para la acción del hombre. Una consecuencia práctica de estas consideraciones es que la conciencia moral es ambigua en lo que nos manda hacer o dejar de hacer. A la vista de innumerables casos históricos y psicológicos, no se puede negar que haya una «conciencia equivocada». Los conflictos entre tradición Y revolución, entre nomismo y libertad, entre autoridad y autonomía, hacen que sea imposible una simple seguridad a propósito de la «voz de la conciencia». Es un riesgo seguir la propia conciencia pero aún se corre un riesgo mayor al contradecirla; pero aunque exista una mayor incertidumbre se hace del todo necesario correr este riesgo mayor. Por tanto, aunque es más seguro seguir la propia conciencia, el resultado puede ser un desastre, revelador de la ambigüedad de la conciencia y conducente a la búsqueda de una certeza moral que en la vida temporal se da sólo fragmentariamente y a través de la anticipación. . El principio de ágape expresa la validez incondicional del imperativo moral y da la norma última de todo contenido ético. Pero desempeña aún una tercera función: es la fuente de la motivación moral. Necesariamente manda, amenaza y promete porque la plenitud de la ley es reunión con el ser esencial de
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uno, o la integración del yo centrado. La ley es «buena», como dice Pablo. Pero es ahí precisamente donde aparece su más profunda y peligrosa ambigüedad, la que llevó a Pablo, Agustín y Lutero a sus experiencias revolucionarias. La ley comó ley expresa la alienación del hombre de sí mismo. En el estado de mera potencialidad o de inocencia creada (que no es una etapa histórica), no hay ley, porque el hombre está unido esencialmente con aquello a lo que pertenece: el fondo divino de su mundo y de sí mismo. Lo que debe ser y lo que es son idénticos en el estado de potencialidad. En la existencia, esta identidad está rota, y en todo proceso vital está mezclada la identidad y la no-identidad de lo que es y lo que debe ser. Por tanto, la obediencia y la desobediencia a la ley están mezcladas; la ley tiene el poder de motivar una plenitud parcial, pero al hacerlo lleva también a la resistencia, porque por su mismo carácter como ley, confirma nuestra separación del estado de plenitud. Produce hostilidad contra Dios, el hombre y el propio yo. Esto lleva a diferentes actitudes ante la ley. El hecho de que tenga algún poder motivador lleva a la autodecepción de que pueda reunirnos con nuestro ser esencial, es decir, a una completa autointegración de la vida en el reino del espíritu. Esta autodecepción queda claramente manifestada por quienes, de una u otra forma, reciben el nombre de justos, fariseos, puritanos, pietistas, moralistas, la gente de buena voluntad. Son justos, y merecen ser admirados. Bajo unas ciertas condiciones están bien-centrados, son fuertes, tienen una autoseguridad y son dominadores. Son personas que rebosan juicio, incluso cuando no lo expresan con palabras. Con todo, precisamente por su rectitud, son con frecuencia responsables de la desintegración de aquellos a quienes encuentran y que perciben su juicio. La otra actitud ante la ley, y que es probablemente la de la mayoría, es una aceptación resignada del hecho de que su poder motivador es limitado, sin que pueda aportar una plena reunión con lo que debemos ser. No niegan la validez de la ley; no caen en un antinomismo, y así se comprometen con sus mandamientos. Esta es la actitud de quienes tratan de obedecer la ley y oscilan entre la plenitud y la no-plenitud, entre una centralidad limitada y una dispersión limitada. Son buenos en el sentido de la legalidad convencional, y su plenitud fragmentaria de la ley hace posible la vida de sociedad. Pero su bondad, como la de los
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justos, es ambigua -sólo que con una autodecepción y una arrogancia moral menores. Existe una tercera actitud ante la ley, la que combina una aceptación radical de la validez de la ley con una desesperación total acerca de su poder motivador. Esta actitud es el resultado de apasionados intentos de ser <~usto» y de cumplir la ley sin compromiso en su seriedad incondicional. Si a continuación de estos esfuerzos viene la experiencia del fracaso, el yo centrado se rompe en el conflicto entre la voluntad y la acción. Uno es consciente del hecho (que ha sido redescubierto y descrito metodológicamente por la psicología analítica contemporánea) de que los motivos inconscientes de las decisiones personales no están transformados por los mandamientos. El poder motivador de la ley queda desafiado por ellos, unas veces por la resistencia directa, otras por el proceso de racionalización y --en el reino social- por la producción de las ideologías. El poder obligante de la ley divina se viene a pique por lo que Pablo llama la «ley de nuestros miembros» que es contraria. Y esto no cambia por la reducción de toda la ley a la ley del ágape, porque si el ágape (para con Dios, el hombre y uno mismo) se nos impone como ley, la imposibilidad de cumplirla se convierte en algo más obvio que en el caso de cualquier ley particular. La experiencia de esta situación lleva a la búsqueda de una moralidad que realiza la ley trascendiéndola, o sea, el ágape que se da al hombre como reunificador e integrador de la realidad, como nuevo ser y no como ley.
2.
LA AUTOCREATIVIDAD DE LA VIDA Y SUS AMBIGÜEDADES
a) Dinámica y crecimiento. La segunda polaridad en la estructura del ser es la de la dinámica y la de la forma. Es efectiva en la función de la vida que hemos llamado autocreatividad, y es efectiva en el principio de crecimiento. El crecimiento depende del elemento polar de la dinámica en la medida en que el crecimiento es el proceso por el que una realidad formada va más allá de sí misma a otra forma que a la vez preserva y transforma la realidad original. Este proceso es la manera como la vida se crea a sí misma. No se crea a sí misma por la creatividad divina que trasciende y subyace en todos los proce-
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sos de la vida. Pero sobre esta base, la vida se crea a sí misma a través de la dinámica de crecimiento. El fenómeno de crecimiento es fundamental bajo todas las dimensiones de la vida. Se usa frecuentemente como la norma última por los filósofos que rechazan abiertamente todas las normas últimas (por ejemplo, los pragmatistas). Se usa para los procesos bajo la dimensión del espíritu y para la obra del Espíritu divino. Es una categoría principal en el individuo así como en la vida social, y en las «filosofias del devenir» es la razón oculta para su preferencia por «alcanzar» el «ser». Pero la dinámica se mantiene en una interdependencia polar con la forma. La autocreación de la vida es siempre una creación de forma. Nada de lo que crece carece de forma. Es la forma lo que hace que una cosa sea lo que es, y la forma convierte a una creación de la cultura del hombre en lo que es: un poema, o un edificio, o una ley, etcétera. Sin embargo, una serie continua de formas solas no es crecimiento. Otro elemento, proveniente del polo de la dinámica, hace que se sienta a sí mismo. Toda nueva forma se hace posible solamente irrumpiendo a través de los límites de una vieja forma. En otras palabras, se da un momento de «caos» entre la vieja forma y la nueva, un momento de ya-no-más-forma y todavía-no-forma. Este caos nunca es absoluto; no puede ser absoluto porque de acuerdo con la estructura de las polaridades ontológicas, el ser implica forma. Incluso un caos relativo tiene una forma relativa. Pero un caos relativo con una forma relativa es de transición y como tal es un peligro para la función autocreativa de la vida. En esta crisis, la vida puede regresar a su punto de partida y resistir a la creación, o se puede destruir a sí misma en el intento de alcanzar una nueva forma. Aquí uno puede pensar en las implicaciones destructivas de cada nacimiento, ya sea de individuos o de especies, del fenómeno psicológico de la represión y de la creación de una nueva entidad social o de un nuevo estilo artístico. El elemento caótico que aparece aquí está ya de manifiesto en los mitos de la creación, incluso en los relatos de la creación del antiguo testamento. La creación y el caos se pertenecen el uno al otro e incluso el monoteísmo exclusivo de la religión bíblica confirma esta estructura de la vida. Se puede distinguir su eco en las descripciones simbólicas de la vida divina, de su profundidad abismal, de su carácter como fuego
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abrasador, de su sufrimiento a propósito y en compañía de las creaturas, de su ira destructora. Pero en la vida divina, el elemento de caos no pone en_ peligro su plenitud eterna, ya que en la vida de la creatura, bajo las condiciones de alienación, conduce a la ambigüedad de la autocreatividad y de la destrucción. Entonces se puede describir la destrucción como el predominio de los elementos del caos frente al polo de la forma en la dinámica de la vida. Pero no existe una pura destrucción en cualquier proceso de la vida. Lo simplemente negativo no tiene ser. En cualquier proceso de vida se mezclan las estructuras de la creación con los poderes de la destrucción, de tal manera que no pueden separarse sin ambigüedades. Y en los procesos actuales de la vida, no se puede establecer jamás con certeza qué proceso queda dominado por una u otra de estas fuerzas. Se puede considerar la integración como un elemento de la creación y la desintegración como una forma de destrucción. Y se podría preguntar por qué la integración y la desintegración se tienen que entender como una función especial de la vida. Sin embargo, deben distinguirse, como lo deben ser también las dos polaridades de las que dependen. La autointegración constituye al ser individual en su centralidad; la autocreación da el impulso dinámico que lleva a la vida de un estado centrado a otro bajo el principio de crecimiento. La centralidad no implica crecimiento, pero el crecimiento presupone proceder de y dirigirse a un estado de centralidad. Igualmente, la desintegración es posiblemente, pero no necesariamente, destrucción. La desintegración ocurre en el interior de una unidad centrada; la destrucción sólo se puede dar en el encuentro de una unidad centrada con otra igual. La desintegración se representa por la enfermedad, la destrucción por la muerte. b) Autocreatividad y destrucción al margen de la dimensión del espíritu: la vida y la muerte. Al igual que la centralidad, el crecimiento es una función universal de la vida. Pero mientras el concepto de centralidad está tomado de la dimensión de lo inorgánico y de su medida geométrica, el concepto de crecimiento está tomado de la dimensión orgánica y es una de sus características básicas. En ambos casos, el concepto se usa metafóricamente para indicar el
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principio universal bajo el que opera una de las tres funciones básicas de la vida, pero se usa también literalmente en el reino del que procede. «Crecimiento» se usa metafóricamente con referencia a los reinos inorgánicos: el macrocósmico, el microcósmico y el de la experiencia ordinaria. El problema del crecimiento y declive en la esfera macrocósmica es tan viejo como la mitología y tan nuevo como la astronomía moderna. Por ejemplo, quedaba bosquejado en los procesos rítmicos del abrasamiento y de la renovación de un «Cosmos», en las discusiones acerca de la «entropía» y la amenaza de la «muerte» del mundo por la pérdida de calor, o en las indicaciones dadas por la astronomía moderna de que vivimos en un mundo en expansión. Tales ideas muestran que la humanidad ha sido siempre consciente de la ambigüedad de la autocreatividad y de la destrucción en los procesos de la vida en general, incluyendo la dimensión inorgánica. El significado religioso de estas ideas es obvio, pero no se debe abusar nunca (como lo hace la doctrina de la entropía) a base de argumentos en favor de la existencia de un ser superior por encima de ellos. La ambigüedad de la creación y de la destrucción es visible igualmente en la esfera microcósmica, especialmente la subatómica. La continua génesis y declive de las más pequeñas partículas de materia, la aniquilación mutua tal como se expresa en la concepción de la «contramateria», el desgaste de los materiales de radiación; en todos estos conceptos hipotéticos, se ve la vida como creándose a sí misma y siendo destruida bajo el predominio de la dimensión inorgánica. Estos desarrollos microcósmicos son el fondo previo a los ulteriores desarrollos de crecimiento y declive en el interior del reino de los materiales inorgánicos encontrados ordinariamente, incluso aquellos que actualmente y simbólicamente dan la impresión de una dura..: ción inmutable (las rocas, los metales y cosas por el estilo). Los conceptos de autocreatividad y destrucción, de crecimiento y declive se encuentran en su propio ambiente en los reinos en los que predominan las dimensiones de lo orgánico, ya que en ellos es donde se experimenta la vida y la muerte. No hace falta confirmar el hecho como tal pero sí tiene su importancia hacer que resalte el ambiguo entretejido de la autocreación y de la destrucción en todos los reinos de lo orgánico. En
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todo proceso de crecimiento, las condiciones de vida son también las condiciones de muerte. La muerte está presente en todo proceso de vida desde el principio al fin, si bien la muerte real de un ser viviente no depende solamente de la ambigüedad del proceso de su propia vida individual sino también de su posición dentro de la totalidad de la vida. Pero la muerte desde el exterior podría no tener poder alguno sobre un ser si la misma muerte no estuviera ya actuando constantemente desde el interior. Por tanto se ha de afirmar que el momento de nuestra concepción es el momento en el que empezamos no sólo a vivir sino también a morir. La misma constitución celular que da a un ser el poder de vivir le lleva hacia la extinción del mismo. Esta ambigüedad de autocreación y destrucción en todos los procesos de la vida es una experiencia fundamental de toda vida. Los seres vivientes son plenamente conscientes de ello, y la faz de todo ser viviente expresa la ambigüedad del crecimiento y del declive en su proceso vital. La ambigüedad de la autocreación y de la destrucción no está limitada al crecimiento del ser viviente en sí mismo sino también a su crecimiento en relación con otra vida. La vida individual se mueve dentro del contexto de toda vida; a cada momento de un proceso de vida, se encuentra una vida alienada con reacciones tanto creadoras como destructoras en ambas partes. La vida crece mediante la supresión o remoción o la consunción de otra vida. La vida vive de la vida. Esto lleva al concepto de la lucha como un síntoma de la ambigüedad de la vida en todos los reinos pero, si queremos hablar con mayor propiedad, en el reino orgánico, en su dimensión histórica (véase la quinta parte del sistema). Toda mirada a la naturaleza confirma la realidad de la lucha como un medio ambigüo de autocreación de vida, un hecho formulado de manera clásica por Heráclito cuando llamó a la «guerra» la madre de todas las cosas. Se podría escribir una «fenomenología de los encuentros» mostrando cómo el crecimiento de la vida a cada paso incluye un conflicto con otra vida. Se podría señalar la necesidad del individuo de empujar hacia adelante en la prueba, en la derrota, en el triunfo, a fin de actualizarse a sí mismo, y al choque inevitable con similares intentos y experiencias de otra vida. En la acometida y en la contrarréplica la vida
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efectúa un equilibrio previo en todas las dimensiones, pero no hay una certeza a priori acerca del resultado de estos conflictos. El equilibrio logrado en un momento queda destruido al siguiente. Este es el caso de la relación entre los seres orgánicos, incluso los de la misma especie. Con todo, se convierte aún con mayor claridad en instrumento de crecimiento en el encuentro de las especies en las que unas se alimentan de las otras. Una lucha a vida o muerte se va desarrollando en todo lo que llamamos «naturaleza» y, a causa de la unidad multidimensional de la vida, también se va desarrollando entre los hombres, en el interior del hombre, y en la historia de la humanidad. Es una estructura universal de la vida, y no prestar atención a este hecho es la razón subyacente en el error teórico y en el fracaso práctico del pacifismo legalista, que intenta eliminar esta característica de la autocreación de toda vida, por lo menos en la humanidad histórica. La vida vive de la vida, pero vive también a través de la vida, y es la lucha la que la defiende, fortalece y la lleva más allá de sí misma. La supervivencia de los más fuertes es el medio por el que la vida en el proceso de autocreación alcanza su equilibrio previo, un equilibrio que está constantemente amenazado por la dinámica del ser y el crecimiento de la vida. Sólo con la pérdida de innumerables semillas dotadas de fuerza generadora y de individuos concretos se mantiene el equilibrio previo en la naturaleza. Sin una tal pérdida, todo el conjunto de la vida natural quedaría destruido, como ocurre cuando hay interferencias de condiciones climáticas o actividades humanas. Lo que condiciona la muerte condiciona también la vida. El proceso vital individual se trasciende a sí mismo en dos direcciones, por el trabajo y la propagación en la autocreación de la vida. La maldición caída sobre Adán y Eva según el relato bíblico expresa poderosamente la ambigüedad del trabajo como una forma de autocreación de vida. En inglés la palabra labor (trabajo) se usa tanto para los dolores de parto como para significar el esfuerzo de cultivar la tierra. Como resultado de su expulsión del paraíso se impuso al hombre y a la mujer el trabajo. Casi no existe una valoración positiva del trabajo en el antiguo testamento y aún es menor en el nuevo testamento o en la iglesia medieval (incluso en la vida monástica); ciertamente,
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no se da una glorificación del mismo, como ocurre en el protestantismo, en la sociedad industrial y en el socialismo. En las actitudes de estos últimos, la carga del trabajo ha sido eliminada frecuentemente, especialmente en los contextos educacionales, y algunas veces también reprimida, éomo en la ideología activista contemporánea y en la gente que siente un vacío en el momento en que dejan de trabajar. Estas posiciones extremas en la valoración del trabajo muestran su ambigüedad, una ambigüedad que aparece en todo proceso vital bajo la dimensión de lo orgánico. Individualizada y separada de la realidad encontrada, la vida va más allá de sí misma para asimilar otra vida, ya sea bajo la dimensión de lo orgánico o de lo inorgánico. Pero a fin de salir, debe someterse a la entrega de una autoidentidad bien resguardada. Debe someter la felicidad de una plenitud de descanso en sí misma; debe esforzarse. Aun cuando sea llevado por la libido o eros, no puede evitar el trabajo de destruir un equilibrio potencial en favor de un desequilibrio creador actual. En el lenguaje concreto-simbólico del antiguo testamento, el mismo Dios ha sido sacado de su feliz equilibrio y se ha visto forzado al trabajo por causa del pecado humano. Es en este contexto donde debe rechazarse la desvaloración romántica del progreso técnico. En la medida en que libera a innumerables seres humanos de un trabajo que agota sus cuerpos e impide la actualización de las potencialidades de su espíritu, el progreso técnico es una fuerza sanante ante las heridas causadas por las implicaciones destructivas del trabajo. Pero existe otro aspecto de la ambigüedad del trabajo. El trabajo impide la autoidentidad de un ser individual de perder su dinámica hasta quedar vacío. Esta es la razón por la que mucha gente iechaza la felicidad exenta de trabajo en el cielo, tal como la describen los símbolos mitológicos, pues la identifican con el infierno del fastidio eterno y antes que eso prefieren un infierno de dolor eterno. Esto muestra que para un ser cuya vida está condicionada por el tiempo y el espacio, el peso del trabajo es una expresión de su vida real y como tal una bendición superior a la imaginaria de la inocencia soñadora o de la mera potencialidad. El hecho de que el suspirar bajo el peso de todo trabajo vaya mezclado ambiguamente con la congoja de la pérdida del mismo es un testimonio de la ambigüedad de la autocreación de la vida.
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La más clara y misteriosa ambigüedad en la función de la autocreación de la vida es la de la propagación o, concretamente, la de la diferenciación y reunión sexual. El proceso autocreador de vida bajo la dimensión de lo orgánico alcanza en ella su más alto poder y su más profunda ambigüedad. Los organismos individuales se sienten mutuamente atraídos a experimentar el éxtasis más elev~do, pero en esta experiencia los individuos desaparecen como individuos separados y a veces mueren o les matan sus compañeros. La unión sexual de lo separado es la forma más conspicua de la autocreación de la vida, y aquí la vida de la especie que se hace concreta en los individuos realiza y niega a los individuos. Esto es verdad no sólo de los individuos dentro de una especie sino también de la misma especie. Al producir individuos produce también de vez en cuando a quienes representan la transición a una nueva especie, anticipando la ambigüedad de la vida en la dimensión histórica. La discusión de la ambigüedad de la propagación, como la del trabajo, ha alcanzado el reino que representa la transición de la dimensión de lo orgánico a la del espíritu -el reino de la autoconciencia, de lo psicológico. Como ya ha quedado indicado, es dificil separarlo de entreambos ya que hace las veces de puente; con todo, se puede hacer abstracción de algunos de sus elementos para discutirlos independientemente. La ambigüedad de la autocreación aparece en términos de autoconciencia en las ambigüedades de placer y dolor y en las ambigüedades del «instinto de vida» y del «instinto de muerte». Con respecto al primero, parece· evidente que todo proceso autocreador de vida -si alcanza la conciencia- es una fuente de placer, y todo proceso destructor de vida una fuente de dolor. A partir de esta simple y aparentemente inambigua afirmación se ha deducido una ley psicológica según la cual todo proceso vital es una búsqueda de placer y una huida del dolor. La deducción es totalmente falsa. Una vida sana sigue el principio de autocreación, y en el momento de creatividad el ser viviente normal no presta atención ni al dolor ni al placer. Pueden estar presentes en el acto creador o ser una consecuencia del mismo pero en el interior del mismo acto ni se les busca ni se les huye. Por tanto es totalmente erróneo preguntar: ¿acaso el mismo acto creador proporciona un placer de orden superior, aun en el caso de que esté conectado con el dolor, y acaso esto no
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confirma el principio del placer? No es así, porque este principio afirma una búsqueda intencional de felicidad y no se da una tal intención en el mismo acto creador. Ciertamente realiza algo hacia lo que se dirige la vida por su dinámica interna, cuyo nombre clásico es eros. Esta es la razón por la que una producción feliz da alegría, pero no sería un acto creador ni un gozo de plenitud si se intentara el acto como un medio de proporcionar gozo. El eros creativo implica entrega al objeto del eros y es destruido por la reflexión sobre sus posibles consecuencias en términos de gozo o de dolor. El principio de dolor-gozo es válido sólo en una vida enferma, descentrada, y que, por tanto, no es ni libre ni creadora. Donde queda más clara la ambigüedad del dolor y del placer es en un fenómeno, conocido frecuentemente como mórbido pero que está universalmente presente tanto en una vida enferma como sana: la experiencia del dolor en el gozo y la del gozo en el dolor. El material psicológico que substancia esta ambigüedad en la autocreación de la vida es extensivo pero no plenamente comprendido. En sí mismo no es asunto de una distorsión inambigua de la vida -como vendría a indicar el término mórbido-- sino más bien un síntoma siempre presente de la ambigüedad de la vida bajo la dimensión de la autoconciencia. Aparece de una manera más llamativa en dos de las características de la autoproducción de la vida: en la lucha y en el sexo. En la ambigüedad del dolor y del placer hay una anticipación de la ambigüedad del instinto de vida y del instinto de muerte. Estas dos últimas frases son instrumentos a tener en cuenta para captar los fenómenos que están profundamente enraizados en la función autocreadora de la vida. Es una de las contradicciones de la naturaleza que un ser viviente afirme su vida y la niegue. La autoafirmación de la vida se da normalmente como algo admitido, cosa que raramente sucede con su negación, y si se enseña esta última, como en la doctrina de Freud de Todestrieb (mal traducido por «instinto de muerte»), incluso los, en otros sentidos, ortodoxos alumnos se rebelan. Pero los hechos, dados en una inmediata autoconciencia, prueban la ambigüedad de la vida tal como la describe Freud (y la ve Pablo cuando habla de la tristeza de este mundo que lleva a la muerte). En todo ser consciente, la vida es consciente de su
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precariedad; presiente oscuramente que tiene que llegar a un fin y los síntomas de su precariedad no sólo la hacen consciente de este hecho sino que también despiertan un anhelo del mismo. No es ya un agudo estado de dolor el que produce el
1. Las funciones básicas de la cultura: el lenguaje y el acto técnico.
Cultura, si atendemos a su etimología, significa el acto de tomar algo bajo el propio cuidado para mantenerlo vivo y favorecer su desarrollo. En este sentido, el hombre puede cultivarlo todo, cualquier cosa que le salga al encuentro, pero al hacerlo así sufre algunos cambios el objeto cultivado; crea algo nuevo a partir de él -materialmente, como en la función técnica; receptivamente, como en las funciones de la teoría; o reactivamente, como en las funciones de la praxis. En cada uno de estos tres casos, la cultura crea algo nuevo más allá de la realidad encontrada. En la actividad cultural del hombre lo nuevo es ante todo la doble creación del lenguaje y de la tecnología, que se entrelazan. En el primer libro de la Biblia, Dios pide al hombre que
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ponga nombres a los animales (lenguaje) y que cultive el jardín (tecnología). Sócrates discute el significado de las palabras mediante referencias a los problemas técnicos de los artesanos y a los de los técnicos de la milicia y de la política. En el pragmatismo se mide la validez de los conceptos por su aplicabilidad técnica. El don del habla y el del empleo de instrumentos se entrelazan en mutua interdependencia. El lenguaje comunica y designa. Su poder comunicativo depende de medios de comunicación no-designativos tales como sonidos y gestos, pero la comunicación alcanza su plenitud sólo cuando hay designación. En el lenguaje, la comunicación se convierte en participación mutua en un universo de significados. El hombre tiene el poder de una tal comunicación porque tiene un mundo en correlación con un yo completamente desarrollado. Esto lé libera de su sometimiento a la situación concreta, es decir, al particular aquí y ahora de su entorno. Experimenta el mundo en todo lo concreto, algo universal en todo lo particular. El hombre tiene un lenguaje porque tiene un mundo, y tiene un mundo porque tiene un lenguaje. Y tiene ambas cosas porque en el encuentro del yo con el yo experimenta el límite que le detiene de trasladarse de un «aquí y ahora» no estructurado al siguiente y le devuelve a sí mismo y le capacita para mirar a la realidad encontrada como a un mundo. Aquí está la raíz común de la moralidad y de la cultura. Se puede observar una confirmación de esta afirmación en las consecuencias de algunas perturbaciones mentales; cuando una persona pierde su capacidad de encontrar a otras personas como personas, pierde también la capacidad de una conversación significativa. Sale de su boca una corriente de palabras que carecen de estructura denotativa o de poder comunicativo; no tiene conciencia de la «muralla» que supone el tú oyente. En un menor grado, este es un peligro para todos. La incapacidad de escuchar es tanto una distorsión cultural como una falta moral. No hemos situado el lenguaje en la base de nuestro análisis de la cultura a fin de presentar una filosofia del lenguaje. En vistas de la ingente tarea que en este terreno han llevado a cabo los filósofos antiguos y contemporáneos, acometer una tal empresa sería algo descabellado, y aún más, algo superfluo para nuestro propósito. Pero hemos puesto el lenguaje al principio de nuestra discusión de la autocreación de la vida bajo la dimen-
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sión del espíritu porque se trata de algo fundamental en todas las funciones culturales. Está presente en todas ellas, ya sean técnicas o políticas, cognoscitivas o estéticas, éticas o religiosas. A fin de actualizar esta omnipresencia, el lenguaje cambia incesantemente, tanto con respecto a la función cultural particular en la que aparece como con respecto al encuentro con la realidad que expresa. En ambos aspectos el lenguaje revela las características básicas de las actividades culturales del hombre y proporciona una aproximación útil a su naturaleza y diferencias. Si se toma en esta más amplia acepción la semántica podría y debería ser una puerta de entrada en la vida en la dimensión del espíritu. Podemos dar aquí algunas indicaciones acerca del significado que tiene para la teología sistemática. El lenguaje capta la realidad encontrada con términos como «estar al alcance de la mano» --en su sentido literal de ser algo así como un objeto que se puede «manejar» o dirigir para lograr unos fines (que a su vez se pueden convertir en medios para otros fines). Esto es lo que Heidegger ha llamado ,Zuhandensein (estar a disposición) en contraposición a Vorhandensein (estar en la existencia); la primera forma denota una relación técnica con la realidad, la segunda cognoscitiva. Cada una tiene su lenguaje particular, que no excluye la otra sino que la rebasa. El lenguaje de «estar al alcance de la mano» es el lenguaje ordinario, con frecuencia muy primitivo y limitado, y los demás toman de él los elementos. Pero en un sentido temporal, tal vez no sea el primer lenguaje. El lenguaje mitglógico parece ser igualmente antiguo, y combina la captación técnica de los objetos con la experiencia religiosa de una cualidad de lo encontrado que tiene la más alta significación incluso para la vida diaria pero la trasciende de tal manera que pide otro lenguaje: el de los símbolos religiosos y su combinación, el mito. El lenguaje religioso es simbólico-mitológico incluso cuando interpreta hechos y acontecimientos que pertenecen al dominio del encuentro técnico ordinario con la realidad. La· confusión contemporánea de estas dos clases de lenguaje es la causa de una de las más serias inhibiciones para la comprensión de la realidad, de la misma manera que en el período precientífico lo fue para la comprensión de la realidad encontrada ordinariamente, el objeto de uso técnico.
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El lenguaje del mito, así como el lenguaje del encuentro técnico ordinario con la realidad, puede traducirse en otras dos clases de lenguaje, el poético y el científico. Al igual que el lenguaje religioso, el poético vive en los símbolos, si bien los símbolos poéticos expresan otra cualidad del encuentro del hombre con la realidad que la que ofrecen los símbolos religiosos. Muestran con imágenes sensoriales una dimensión del ser que no puede mostrarse de ninguna otra manera, si bien, como el lenguaje religioso, utilizan los objetos de la experiencia ordinaria y su expresión lingüística. De nuevo, la confusión de estas clases de lenguaje (el poético con el religioso y el técnico con el poético) es prohibitiva para la comprensión de las funciones del espíritu al que ambos pertenecen. Esto es verdad especialmente de la función cognoscitiva y del lenguaje por ella creado. Ha sido confundido con todos los otros, en parte, porque está presente en ellos en una forma precientífica, en parte, porque da una respuesta directa a la pregunta que indirectamente se hace en todas las funciones de la autocreatividad cultural del hombre: la pregunta de la verdad. Pero la búsqueda metodológica de· la verdad empírica y el lenguaje artificial usado para este propósito debe distinguirse agudamente de la verdad implicada en los encuentros técnicos, mitológicos y poéticos con la realidad y sus clases naturales o simbólicas de lenguaje. Otra característica de la cultura que es universal y está prefigurada en el lenguaje es la tríada de los elementos en la creatividad cultural: la materia sometida, la forma y la substancia. A partir de la multiformidad inagotable de los objetos encontrados, el lenguaje escoge algunos que son significativos en el universo de los fines y medios o en el universo religioso, poético y científico de la expresión. Constituyen la materia sometida en las actividades culturales, si bien de manera diferente en cada uno. Las diferencias están causadas por la forma, que es el segundo y decisivo elemento en una creación cultural. La forma convierte a una creación cultural en lo que es: un ensayo filosófico, una pintura, una ley, una oración. En este sentido, la forma es la esencia de una creación cultural. La forma es uno de estos conceptos que no pueden ser definidos, porque cada definición la presupone. Conceptos tales como estos pueden ser
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explicados solamente mediante su introducción en la configuración al lado de otros conceptos del mismo carácter. Al tercer elemento se le puede llamar la substancia de una creación cultural. Cuando se escoge la materia sometida y se busca su forma, su substancia es, por así decirlo, el suelo en el que se desarrolla. A la substancia no se la puede buscar. Está presente inconscientemente en una cultura, en un grupo, en un individuo, dando la pasión y llevando fuerza al que crea y la fuerza del significado a sus creaciones. La substancia del lenguaje le da su particularidad y su capacidad expresiva. Esta es la razón por la que la traducción de una a otra lengua es plenamente posible sólo en aquellas esferas en las que la forma predomina sobre la substancia (como ocurre con las matemáticas), y se hace dificil o imposible cuando lo que domina es la substancia. En poesía, por ejemplo, la traducción es esencialmente imposible porque la poesía es la más directa expresión de la substancia a través de un individuo. El encuentro con la realidad sobre el que se basa una lengua difiere del encuentro con la realidad en cualquier otra lengua, y este encuentro en su totalidad y en su profundidad es la substancia en la autocreación cultural de la vida. La pala_bra «estilo» se usa ordinariamente en relación con las obras de arte, pero se aplica algunas veces a una cualificación particular de la forma por la substancia en todas las otras funciones de la vida cultural del hombre, de manera que se puede hablar de un estilo de pensamiento, de investigación, de moral, de leyes, de política. Y si se aplica el término de esta manera, fácilmente se puede encontrar que las analogías con respecto al estilo se pueden descubrir en todas las funciones culturales de un período particular, o de un grupo, o de una órbita cultural. Esto hace que el estilo sea una clave para la comprensión de la manera cómo un grupo particular o un determinado período encuentra la realidad, si bien es también una fuente de conflictos entre las exigencias de la creación de formas y de la expresión de la substancia. La interpretación del lenguaje anticipa unas estructuras y tensiones de creatividad cultural que con frecuencia se darán en las próximas discusiones. La importancia fundamental del lenguaje para la autocreación de la vida bajo la dimensión del espíritu queda reflejada de esta manera. Al analizar las distintas
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clases de lenguaje, empezamos con el lenguaje que expresa el encuentro ordinario técnico con la realidad, pero, como se indica más arriba, la función técnica es, en sí misma, una de las funciones a través de las que la vida se crea a sí misma bajo la dimensión del espíritu. Así como el lenguaje libera del sometimiento al «aquí y ahora» a través de los universales así también el manejo técnico de la realidad encontrada libera del sometimiento a las condiciones de existencia naturalmente dadas por la producción de instrumentos. Los animales superiores emplean también las cosas que tienen a mano como instrumentos en condiciones particulares, pero no crean instrumentos en cuanto tales para un uso ilimitado. En su producción de nidos, cuevas, promontorios, y de otras cosas por el estilo, están sometidos a un plan definido, y no pueden utilizar estos instrumentos más allá de la finalidad de este plan. El hombre produce instrumentos en cuanto tales y para esto es necesaria la concepción de universales, es decir, el poder del lenguaje. El poder de los instrumentos depende del poder del lenguaje. El logos lo precede todo. Si se llama al hombre horno faber, se le llama ya implícitamente anthropos logikos, es decir, el hombre que está determinado por el logos y que es capaz de servirse de una palabra llena de significado. El poder liberador de la producción de instrumentos consiste en la posibilidad de actualizar propósitos que no están implicados en los mismos procesos orgánicos. La preservación y el crecimiento en la dimensión orgánica quedan sobrepasados allí donde los instrumentos aparecen en cuanto tales. La diferencia decisiva está en que los fines (tele) interiores del proceso orgánico están determinados por el proceso, cuando los fines externos (propósitos) de la producción técnica no están determinados pero representan posibilidades infinitas. Viajar en el espacio es una finalidad técnica y en cierta manera una posibilidad técnica, pero no está determinada por las necesidades orgánicas de un ser viviente. Es algo libre, cuestión de elección. Sin embargo, esto lleva a una tensión de la que surgen muchos conflictos de nuestra cultura contemporánea: la perversión de la relación de los medios y de los fines por el carácter ilimitado de las posibilidades técnicas. Los medios se convierten en fines simplemente porque son posibles. Pero si las posibilidades se convierten en propósitos solamente porque son posibilidades, se
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pierde el genuino significado de propósito. Toda posibilidad puede actualizarse. No se presentará ninguna resistencia en nombre de un fin último. La producción de medios se convierte en un fin en sí mismo, como en el caso del hablador compulsivo el hablar se convierte en un fin en sí mismo. U na tal distorsión puede afectar a toda una cultura en la que la producción de medios se convierte en un fin más allá del cual no existe otro fin. Este problema, intrínseco en la cultura técnica, no niega el significado de la tecnología pero muestra su ambigüedad. 2. Las funciones de la «theoria»: los actos cognoscitivos y estéticos. Por su dualismo, las dos funciones básicas de la cultura, la palabra y el acto técnico, apuntan a un dualismo general en la autocreación cultural de la vida. Este dualismo, se basa en la polaridad ontológica de la individualización y participación y es actual en los procesos de la vida bajo todas las dimensiones. Todo ser individual tiene la cualidad de estar abierto a otros seres individuales. Los seres «se reciben unos a otros» y, al hacerlo así, se cambian unos a otros. Reciben y reaccionan. A esto se le llama en el reino orgánico, estímulo y respuesta; bajo la dimensión de la autoconciencia, se le llama percepción y reacción; bajo la dimensión del espíritu sugiero que se le dé el nombre de theoria y praxis. Las formas griegas originales de las palabras «teoría» y «práctica» se usan porque las formas modernas han perdido el significado y la fuerza de las palabras antiguas. La theoria es el acto de mirar al mundo encontrado en orden a introducir parte del mismo en el yo centrado como un todo significativo y estructurado. Toda imagen estética o todo concepto cognoscitivo es uno de estos todos estructurados. Idealmente la mente lleva hacia una imagen que abarca todas las imágenes y hacia un concepto que contiene todos los conceptos, pero en realidad el universo no aparece jamás en una visión directa; resplandece solamente a través de imágenes y conceptos particulares. Por tanto, toda creación particular de la theoria es un espejo de la realidad encontrada, un fragmento de un universo de significado. Esto está implicado en el hecho de que el lenguaje se mueve en universales. El mundo irrumpe a través del entorno en todo lo universal. El que dice, «esto es un árbol»,
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ha captado la arboreidad en todo árbol individual y con ella un fragmento del universo de significado. En este ejemplo se da el lenguaje como una expresión cognoscitiva de la theoria, pero el mismo rjemplo puede usarse también en el sentido estético del término; Si Van Gogh pinta un árbol, se convierte en una imágen de su visión dinámica del mundo. Contribuye a la creación del universo de significados al crear una imagen tanto de la arboreidad como del universo tal como se refleja en el espejo particular de un árbol. Los términos «imágenes» y «conceptos» para las dos maneras en las que la theoria recibe la realidad a través de las funciones estéticas y cognoscitivas necesitan alguna justificación. Ambas palabras se emplean en un sentido muy amplio: imágenes para todas las creaciones estéticas, conceptos para todas las creaciones cognoscitivas. La mayoría estaría de acuerdo probablemente en que las artes visuales así como las literarias crean imágenes, sensuales o imaginativas, pero la aplicación del término «imagen» a la música podría ser puesta en cuestión. U na justificación para esta ampliación del sentido de «imagen» es la de que uno puede hablar de «figuras» musicales, transfiriendo así un término que es visual por definición a la esfera de los sonidos. Y el movimiento no es monoforme: se habla de colores, ornamentos, poemas, y obras en términos musicales. Por tanto, a pesar de su origen visual, empleamos el término «imagen» para el conjunto de la creatividad estética (tal como Platón empleaba el término visual eidos, o «idea» de manera universal). La cuestión de si un concepto o una proposición es el instrumento más importante de conocimiento me parece algo sin sentido, porque en todo concepto definido van implícitas numerosas proposiciones y al mismo tiempo toda proposición estructurada lleva hacia nuevos conceptos que presuponen otros más antiguos. La distinción entre lo estético y lo cognoscitivo ha sido explicada antes en conexión con la descripción de la estructura de la razón 1 , pero la estructura de la razón es solamente un elemento en la dinámica de la vida y las funciones del espíritu. Es el elemento estático en la autocreación de la vida bajo la l.
Cf., Teología sistemática, Salamanca 1981, 99.
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dimensión del espíritu. Cuando hablábamos acerca de los conflictos existenciales de la razón en «La razón y la revelación» 2, podríamos haber hablado mejor, de manera menos apretada, de los conflictos existenciales producidos por la aplicación ambigua de las estructuras racionales en la dinámica del espíritu, ya que la razón es la estructura tanto de la mente como del mundo, mientras que el espíritu es su actualización dinámica en la persona y en la comunidad. Estrictamente hablando, las ambigüedades no pueden darse en la razón, que es estructura, sino sólo en el espíritu, que es vida. La mayor parte de los problemas relacionados con la función cognoscitiva de la vida del hombre han sido tratados bajo el apartado «La razón y la revelación». Basta con que apuntemos aquí la tensión básica existente en la naturaleza de los procesos cognoscitivos que conduce a sus ambigüedades. En el acto de la creatividad cognoscitiva de la vida (al igual que, de manera análoga, en todas las funciones de la autocreación de la vida bajo la dimensión del espíritu, incluyendo la moralidad y la religión), se da un conflicto fundamental entre lo que se intenta y la situación que por un lado causa la intención y por otro evita al mismo tiempo su realización. Este conflicto se basa en la alienación existente entre el sujeto y el objeto, una alienación que es al mismo tiempo, una condición para la cultura como conjunto de actos creadores, receptores o transformadores. Por lo tanto se podría decir que el acto cognoscitivo tiene su origen en el deseo de salvar la hendidura existente entre el sujeto y el objeto. El término equívoco para designar el resultado de una tal reunión es la «verdad». Reclaman esta palabra tanto la ciencia como la religión y algunas veces las mismas artes. Si se acepta exclusivamente una de estas reclamaciones, se han de encontrar palabras nuevas que respondan a las demás exigencias, lo cual, en mi opinión, es innecesario ya que el fenómeno básico es el mismo en todos los casos: la reunión fragmentaria del sujeto conocedor con el objeto conocido en el acto del conocimiento. La intención de encontrar la verdad es sólo un elemento en la función estética. La intención principal es expresar las cuali2.
Ibid., 99-209.
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dades del ser que solamente pueden ser captadas por la creatividad artística. Al resultado de una tal creatividad se le da el nombre de hermosura y algunas veces se la combina con la verdad, otras veces con el bien, y algunas con las dos, formando así una tríada de valores máximos. Como término, «belleza» ha perdido la fuerza que tenía en la lengua griega al unir lo bello y lo bueno ( kalon k' agathon), y en la estética reciente ha sido rechazada de manera casi unánime debido a su conexión con la fase decadente del estilo clásico -embelleciendo el naturalismo. Tal vez se podría hablar de la fuerza expresiva o de la expresividad. Esto no excluiría al idealismo o al naturalismo estéticos pero sí apuntaría la finalidad de la función estética, es decir, la expresión. La tensión que se suscita en la función estética es la que se da entre la expresión y lo expresado. Se podría hablar de la verdad o de la no-verdad expresiva. Pero se debería hablar más bien de la autenticidad de la forma expresiva o de su falta de autenticidad. Le puede faltar autenticidad por dos razones: o bien porque reproduce lo superficial en lugar de expresar la profundidad o bien porque expresa la subjetividad del artista creador en lugar de su encuentro artístico con la realidad. Una obra de arte es auténtica si expresa el encuentro de la mente y del mundo en el que una cualidad, que de otra manera permanecería escondida de un trozo del universo (e implícitamente del mismo universo), se une a una fuerza receptora de la mente (e implícitamente de la persona como un todo) que, de otra manera, permanecería oculta. Entre los dos elementos del encuentro estético son posibles innumerables combinaciones, que determinan los estilos artísticos así como el trabajo individual. La tensión en la función estética tiene un carácter distinto al que tiene en la función cognoscitiva. Con toda seguridad está también últimamente enraizada en la alienación existencial del yo y del mundo, la cual, en la función cognoscitiva, es la separación del sujeto y el objeto. Con todo, en el encuentro estético se logra una unión real entre el yo y el mundo. En esta unión existen diversos grados de profundidad y autenticidad, que dependen de los poderes creativos de los artistas, pero siempre se da una cierta unión. Esta es la razón por la que los filósofos, por ejemplo, en la escuela kantiana (tanto en la clásica como en la neo-kantiana) han visto en el arte la autoexpresión más elevada de la vida así
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como la respuesta a la problemática implicada en las limitaciones de todas las demás funciones. Y también es esta la razón por la que las culturas sofisticadas tienden a reemplazar la función religiosa por la estética. Pero este intento es infiel a la situación humana y a la naturaleza de la estética. Una obra de arte es una unión del yo y del mundo dentro de las limitaciones existentes tanto por parte del yo como por parte del mundo. La limitación por parte del mundo consiste en que si bien en la función estética como tal, se alcanza una cualidad del universo, que de otra manera permanecería oculta, no se alcanza la realidad última que trasciende todas las cualidades; la limitación por parte del yo consiste en que en la función estética el yo capta la realidad en imágenes y no en la totalidad de su ser. El efecto de esta doble limitación es proporcionar a la unión en la función estética un elemento de irrealidad. Es algo «aparente»; anticipa algo que todavía no existe. La ambigüedad de la función estética consiste en su oscilación entre la realidad y la irrealidad. La función estética no queda restringuida a la creatividad artística al igual que la función cognoscitiva no queda restringida a la creatividad científica. Tenemos unas funciones del espíritu precientíficas y preartísticas. Penetran toda la vida del hombre, y sería un gran error que el término «creador» se aplicara solamente a la creatividad vocacional, científica y artística. Por ejemplo, el conocimiento y la fuerza expresiva encarnados en el mito -de los que se tiene experiencia ya en edades primitivas- ha sido para la mayoría de pueblos la puerta abierta a todos los aspectos de la cultura. Y la ordinaria observación de los hechos y de los acontecimientos así como la experiencia estética directa con la naturaleza y el hombre, son efectivas diariamente en la· autocreación de la vida bajo la dimensión del espíritu. 3. Las funciones de la «praxis»: los actos personales y comunitarios. La praxis es el conjunto de los actos culturales de las personalidades centradas que como miembros de grupos sociales actúan unas sobre otras y sobre sí mismas. En este sentido, la praxis es la autocreación de la vida en el reino de lo personal-comunitario. Por tanto, incluye los actos de las personas sobre ellas mismas y
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sobre las demás personas, sobre los grupos a los que pertenecen y mediante ellos sobre otros grupos e indirectamente sobre la humanidad como un todo. En las funciones de la praxis, la vida se crea a sí misma de una manera particular bajo la dimensión del espíritu. Existen tensiones en todas las funciones que llevan a las ambigüedades y a la büsqueda de lo inambiguo. Es dificil encontrarles nombres tradicionales ya que se dan muchas interferencias y una común falta de diferenciación entre las mismas actividades y sus interpretaciones científicas. Se puede hablar de relaciones sociales, de la ley, de la administración, de la política y se puede hablar de relaciones personales y de desarrollo personal. Y en la medida en que existan normas directoras de los actos culturales en todos estos modos de transformación, se podría asumir todo este dominio bajo el término de «ética» y distinguir entre la ética individual y social. Pero el término «ética» designa primariamente los principios, la validez y la motivación de los actos morales tal como se describieron con anterioridad, y probablemente se adapta mejor a nuestra comprensión de las funciones del espíritu, definir la ética como la ciencia del acto moral y asumir la teoría de las funciones culturales de la praxis bajo el conjunto de una «teoría de la cultura>>. La razón decisiva para una distinción semántica de este tipo es la posición fundamental que asume el acto moral cuando se toma como autoconstitutivo del espíritu. Al mismo tiempo, esta terminología deja en claro que el contenido especial de la moralidad es una creación de la autocreatividad cultural de la vida. La praxis es una acción que apunta hacia el crecimienfo bajo la dimensión del espíritu; como tal, emplea medios para los fines y, en este sentido, es una continuación del acto técnico (como la theoria es la continuación de las palabras que capta la realidad encontrada). En este contexto, «continuación» quiere decir que las diferentes funciones de la praxis emplean instrumentos adecuados a sus propósitos y trascienden la producción de instrumentos fisicos, por los que, en unión con la palabra, fue primero liberado el hombre del sometimiento a su entorno. Algunas de las más importantes actividades técnicas son la economía, la medicina, la administración y la educación. Son funciones complejas del espíritu que combinan las normas últimas, el material científico, las relaciones humanas y una amplia acu-
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mulación de experiencia técnica. Su alta valoración en el mundo occidental es debida en parte al símbolo judeo-cristiano del reino de Dios que somete la realidad encontrada a sus propósitos. Bajo el encabezamiento de la theoria encontramos la verdad y la expresividad auténtica como metas de la creatividad cultural. Ahora quisiéramos descubrir los términos correspondientes bajo el encabezamiento de la praxis. El primero es «lo bueno», el agathon, el bonum, y lo bueno puede definirse como la naturaleza esencial de una cosa y la plenitud de las potencialidades en ella implicada. Sin embargo, esto se aplica a todo lo que es y describe la finalidad interna de la misma creación. No proporciona una respuesta especial al problema del bien hacia el que aspira la praxis. Para esto necesitamos otros conceptos que estén subordinados al bien pero que expresen una cualidad particular del mismo. U no de estos conceptos es la justicia. Corresponde a la verdad en la esfera de la theoria. La justicia es la finalidad de todas las acciones culturales que se dirigen hacia la transformación de la sociedad. Puede aplicarse también al individuo esta misma palabra en la medida en que observa un comportamiento justo. Pero en inglés empleamos con más frecuencia la palabra righteous que podríamos traducir al español como honrado, en el sentido de que es honrada aquella persona que practica la justicia. Pero se ha de proseguir la búsqueda de un término que designe el bien personal de la misma manera que el término justicia sirve para designar el bien social. Es una lástima que la palabra griega arete (en latín virtus, y en inglés y español «virtud») haya perdido del todo su fuerza original para tener en nuestros días una serie de connotaciones ridículas. Resultaría ahora un anticipar de manera confusa posteriores apartados la discusión de si se han de usar aquí expresiones religiosas tales como piadoso, justificado, santo, espiritual, y otras por el estilo, porque todas ellas dependen de la respuesta cristiana a las preguntas que van implicadas en las ambigüedades de la praxis. Un término como el de arete (virtud) apuntaba a la actualización de las potencialidades humanas esenciales. A la vista de ello, podría ser correcto hablar directamente de la plenitud de las potencialidades humanas y llamar a la finalidad interna de la praxis, dirigida hacia los individuos en cuanto individuos,
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«humanidad». Con todo también es problemático el uso de la palabra «humanidad» por los diversos significados que la misma tiene en el lenguaje ordinario y por la connotación filosófica del «humanismo» como una interpretación especial de las potencialidades del hombre. A la vista de esta connotación, la palabra humanidad, como finalidad de la praxis del hombre, se podría contrastar con la palabra divinidad en cuanto finalidad, en el sentido de «volverse semejante a Dios». A pesar de tales peligros sugiero usar la palabra «humanidad» en el sentido de realización del hombre, de su finalidad interior con respecto a sí mismo y a sus relaciones personales, en coordinación con la justicia como realización de la finalidad interior de los grupos sociales y de sus mutuas relaciones. Llegados a este punto surge la pregunta de qué es lo que produce las tensiones en la naturaleza de la humanidad y de la justicia, de las que se derivan las ambigüedades de su actualización. La respuesta general es la misma que se dio en la descripción de la autocreación de la vida bajo la dimensión del espíritu: la infinita fisura entre el sujeto y el objeto bajo las condiciones de la alienación existencial. En las funciones de la theoria la fisura se da entre el sujeto cognoscente y el objeto cognoscible y entre el sujetó que expresa y el objeto que se ha de expresar. En las funciones de la praxis la fisura se da entre el sujeto humano existente y el objeto por el que se esfuerza -un estado de humanidad esencial- y la fisura entre el orden social existente y el objeto por el que lucha -un estado de justicia universal. Esta fisura práctica entre el sujeto y el objeto tiene las mismas consecuencias que la fisura teórica; el esquema de sujeto-objeto no es sólo el problema epistemológico sino también el ético. Todo acto cultural es el acto de un yo centrado y está basado en la autointegración moral de la persona dentro de la comunidad. En la medida en que la persona es portadora de la autocreación cultural de la vida queda sometida a todas las tensiones de la cultura de las que hemos tratado y a todas las ambigüedades de la cultura que vamos a discutir en las secciones que vienen a continuación. Una persona que participa en el movimiento de una cultura, en su crecimiento y en su posible destrucción es una persona culturalmente creadora. En este sentido, toda creatura humana es culturalmente creadora por el simple hecho de hablar y de servirse de instrumentos. Esta
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característica universal debe distinguirse de la creatividad original, que en el sentido pleno de la palabra «original» sólo se puede aplicar a muy pocas cosas; pero a pesar de la necesidad de distinción, no debe sufrir una deformación llevándola a una división mecánica. Existen unas transiciones que pueden pasar desapercibidas. Por tanto, todos están sometidos a las ambigüedades de la cultura, en doble sentido, en el subjetivo y en el objetivo y son inseparables del destino histórico. d) Las ambigüedades del acto cultural: la creación y la destrucción del significado
1. Las ambigüedades en la autocreación lingüística, cognoscitiva y estética de la vida. La palabra es la portadora del significado, de ahí que el primer resultado de la autocreación de la vida bajo la dimensión del espíritu sea el lenguaje que penetra y está presente en todo acto cultural e, indirectamente, en todas las funciones del espíritu. Pero tiene una relación especial con las funciones de la theoria -el conocimiento y la expresión- de la misma manera que el acto técnico, si bien presente en toda función de la autocreación cultural, tiene una relación especial con las funciones de la praxis. Por esta razón quiero discutir y tratar las ambigüedades de la palabra juntamente con las ambigüedades de la verdad del acto técnico juntamente con las· ambigüedades de la humanidad y de la justicia. Como portadora de significado, la palabra libera del sometimiento al entorno, sometimiento al que se ve forzada la vida en todas las dimensiones previas. El significado presupone una autoconciencia de la vida que tiene una validez transpsicológica. En toda frase con sentido lo que se busca es algo que tenga una validez universal, aun en el caso de que se esté hablando de algo particular y transitorio. Las culturas se alimentan de tales significados. Los significados son tan parecidos y tan dístintos como lo son las lenguas de grupos sociales particulares. El poder de la palabra que crea significado depende de las distintas maneras que tiene la mente para encontrar la realidad, tal como queda expresada en el lenguaje desde el mítico hasta el lenguaje de cada día, y entre ellos, tal como se expresa en las
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funciones científicas y artísticas. Todo esto es una actividad constante de la autocreación de la vida al producir un universo de significado. La lógica y la semántica estudian científicamente las estructuras y las normas a través de las cuales se crea este universo. La ambigüedad que entra a formar parte del proceso se deriva del hecho de que la palabra, mientras por un lado crea un universo de significado, por otro también aparta el significado de la realidad a la que hace referencia. El lenguaje se basa en el hecho de que la mente capta los objetos y es esto precisamente lo que abre la fisura entre el objeto captado y el significado creado por la palabra. La ambigüedad inherente al lenguaje radica en que al transformar la realidad en significado separa entre sí mente y realidad. Podríamos aportar un sinfín de ejemplos pero se pueden distinguir las siguientes categorías de la ambigüedad de la palabra: la pobreza en medio de la riqueza que falsifica aquello que es captado mediante el abandono de otras posibilidades sin fin; la limitación impuesta a la universalidad al expresar un encuentro definido con la realidad en una estructura particular que resulta extraña a otras estructuras lingüísticas, y la falta de concreción dentro de un significado concreto que conduce a la traición de la mente por las palabras, el carácter últimamente incomunicativo de este importante instrumento de comunicación como resultado de las connotaciones, tanto si son intentadas como si no, en el yo de la persona centrada; el carácter ilimitado de la libertad de lenguaje cuando se rechazan las limitaciones impuestas por personas u objetos, la conversación vacía y la reacción contra la misma, el refugiarse en el silencio; la manipulación del lenguaje por motivos sin ninguna base en la realidad, tales como la adulación, la polémica, la embriaguez o la propaganda; y finalmente, la perversión del lenguaje hasta el extremo opuesto de la función que persigue el poder autocreador de vida valiéndose de la ocultación, de la distorsión y de la contradicción de todo aquello que tenía que presentar. Estos son ejemplos de los procesos que se van dando en todo discurso de una manera u otra, a pesar de los constantes, y solo en parte victoriosos combates contra las ambigüedades esquivables de las que nos habla el análisis semántico. Es esto lo que hace inteligible que en el pensamiento bíblico la palabra vaya
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unida con el poder en el Creador, que en Cristo se convierta en una personalidad histórica y que la misma sea una automanifestación extática en el Espíritu. En estos símbolos, la palabra no sólo capta la realidad encontrada; ella es la realidad misma más allá de la hendidura existente entre sujeto y objeto. Las ambigüedades del acto cognoscitivo de la autocreación de la vida están enraizados en la hendidura entre sujeto y objeto. Esta hendidura es la condición previa de todo conocimiento y, al mismo tiempo, la fuerza negativa en todo conocimiento. La historia de la epistemología en su conjunto es un intento cognoscitivo por salvar esta hendidura por medio de mostrar la unidad última entre el sujeto y el objeto, ya sea eliminando una de las vertientes de la hendidura por causa de la otra o ya sea estableciendo un principio de unión que comprenda las dos vertientes. Todo esto se hizo y se viene haciendo en orden a explicar la posibilidad de conocimiento. La realidad de la fisura por supuesto que no puede ser esquivada; cualquier acto de la existencia cognoscitiva viene determinada por la misma. Y la existencia cognoscitiva como un acto de la autocreación cultural es nuestro tema de investigación. También aquí sólo se puede aducir un reducido número de ejemplos. Podemos empezar con el de· la «ambigüedad de la observación», la observación que se entiende normalmente como la sólida base de todo conocimiento, si bien su solidez no elimina la ambigüedad. En la historia como en fisica, en la ética como en la medicina, el observador quiere contemplar el fenómeno tal como es «realmente», es decir, independientemente del observador. Sin embargo, no existe algo así como la independencia del observador. Lo observado cambia al ser observado. Esto ha sido siempre obvio en filosofía, en las humanidades y en la historia, pero actualmente ocurre lo mismo con la biología, la psicología y la física. El resultado no es lo «real» sino la realidad encontrada y, desde el punto de vista del significado de la verdad absoluta, la realidad encontrada es una realidad distorsionada. Otro ejemplo de la ambigüedad de la autocreación de la vida en la función cognoscitiva de la cultura es la «ambigüedad de la abstracción». La cognición trata de alcanzar la esencia de un objeto o de un proceso haciendo abstracción de muchos particulares en los que está presente esta esencia. Esto es así
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incluso en la historia en la que conceptos que engloban muchos aspectos, como por ejemplo, el «Renacimiento» o el «Arte chino», incluyen, interpretan y ocultan un sinfin de hechos concretos. Cualquier concepto muestra esta ambigüedad de abstracción, que frecuentemente ha derivado en un empleo peyorativo de la palabra «abstracto». Pero cualquier concepto es una abstracción y, según el neurólogo Kurt Goldstein, lo que convierte al hombre en tal es precisamente el poder de abstracción. Ha habido muchas discusiones a propósito de la «ambigüedad de la verdad como un todo». Como es obvio, toda afirmación acerca de un objeto emplea conceptos que necesitan también ellos ser definidos, y esto mismo es verdad de los conceptos empleados en estas definiciones, y así sucesivamente, ad iefznitum. Cualquier afirmación particular es preliminar, porque un ser finito no puede abarcar el conjunto, la totalidad, y si dijera que sí, como lo han pretendido algunos metafisicos, se engaña a sí mismo. Por consiguiente, la única verdad que se da al hombre en su finitud es fragmentaria, está rota, no es exacta si se mide por la verdad incorporada en el conjunto. Pero aplicar esta medida es asimismo inexacto ya que ello excluiría al hombre de cualquier verdad, incluso de la verdad de su afirmación. La ambigüedad de la estructura conceptual profundiza en una discusión metafisica. Hoy es sobre todo un problema en la fisica puesto que algunos fisicos interpretan las estructuras fisicas determinantes, tales como el átomo, el campo de fuerza, y demás, como simples creaciones de la mente humana sin ningún fundamentum in re (base en la realidad), mientras que hay quienes sí les atribuyen una tal base. Este mismo problema se ha suscitado en sociología con el concepto de las clases sociales, en la psicología con el concepto de los complejos, y en la historia con los nombres de los períodos históricos. La ambigüedad consiste en el hecho de que al crear amplias estructuras conceptuales el acto cognoscitivo cambia la realidad encontrada de tal manera que se hace irreconocible. Debemos anotar la «ambigüedad de la argumentación», mediante la cual se intenta que una serie de argumentos conceptualicen la estructura de las cosas pero en las que juegan un papel importante unas suposiciones indiscutidas y que son desconocidas al sajeto cognoscente. Esto es verdad del contexto
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histórico en el que se desarrolla el argumento, de la influencia desapercibida de la posición sociológica del sujeto cognoscente acerca del argumento -una influencia llamada ideología- y, finalmente, del impacto inconsciente de la situación psicológica del sujeto cognoscente, llamada racionalización. Cualquier argumento depende de estas fuerzas, aun cuando se practique una fuerte disciplina científica. El método no puede salvar la hendidura existente entre el sujeto y el objeto. Estos ejemplos explican por qué quienes son conscientes de las ambigüedades del acto cognoscitivo intentan esquivarlas haciendo trascendente la hendidura en la dirección de una unidad mística del esquema sujeto-objeto. Se hace otro intento para encontrar lo inambiguo mediante las imágenes creadas por las artes. En la intuición artística y en sus imágenes, se cree posible una reunión de la theoria y de la realidad, que de otra manera sería inalcanzable. Pero la imagen estética no es menos ambigua que el concepto cognoscitivo y la palabra que capta. En la función estética la hendidura entre la expresión y lo expresado representa la fisura entre los actos de la theoria y la realidad encontrada. Las ambigüedades resultantes de esta fisura se pueden ver en los conflictos de los elementos estilísticos que caracterizan cualquier obra de arte e, indirectamente, cualquier encuentro estético con la realidad. Estos elementos son el naturista, el idealista y el expresionista. Cada uno de estos términos sufre varias de las ambigüedades del lenguaje antes mencionadas pero no los podemos pasar por alto. El naturalismo en este contexto hace referencia al impulso artístico para presentar al objeto como conocido ordinariamente o afilado científicamente o exagerado drásticamente, y si se siguiera hasta el final radicalmente este impulso, la temática sobrepasa la expresión y pasa a ser una discutible imitación de la naturaleza -la «ambigüedad del naturalismo estilístico». El idealismo en este contexto significa el impulso artístico contrario, el de ir más allá de la realidad encontrada ordinariamente en dirección hacia lo que son las cosas esencialmente y hacia lo que por tanto deben ser. Se trata de la anticipación de una plenitud que no se puede hallar en un encuentro actual y que es, en lenguaje teológico, escatológica. La mayor parte de lo que nosotros llamamos arte clásico se ve muy fuertemente determinado por este impulso, si bien no de manera exclusiva, ya que no hay
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ningún estilo que esté completamente dominado por ninguno de los tres elementos estilísticos. Pero también aquí están de manifiesto las ambigüedades; el objeto natural, cuya expresión es la finalidad de la autocreación estética de la vida, se pierde en la idea anticipada del mismo, y ésta es la «ambigüedad del idealismo estilista». Un ideal que carezca de fundamento real se coloca contra la realidad encontrada que se embellece y corrige a fin de que se conforme al ideal de una manera que combina el sentimentalismo con la falta de sinceridad. Esto es lo que ha echado a perder el arte religioso de los últimos cien años. Un arte así expresa algo todavía, pero no la realidad encontrada, el gusto vulgar, de un período culturalmente vacío. 2. Las ambigüedades de la transformación técnica y personal. Todas las ambigüedades de la autocreación de la vida en las funciones de la theoria dependen últimamente de la escisión entre el sujeto y el objeto bajo las condiciones de la existencia: el sujeto trata de salvar la hendidura recibiendo al objeto con palabras, conceptos e imágenes, pero jamás logra esta finalidad. Se da una recepción, una captación y una expresión, pero la hendidura permanece y el sujeto permanece dentro de sí mismo. Lo contrario ocurre en la autocreación de la vida por las funciones de la praxis, incluyendo su elemento técnico. Ahí es el objeto el que tiene que ser transformado de acuerdo con los conceptos e imágenes y es el objeto el que causa el carácter ambiguo de la autocreación cultural. Hemos juntado la fuerza liberadora de la palabra y la del acto técnico, como en la producción de instrumentos en cuanto tales. El lenguaje y las técnicas capacitan la mente para establecer y perseguir unos propósitos que trascienden la situación ambiental. Pero a fin de producir instrumentos, se ha de conocer y obrar de acuerdo con la estructura interna de los materiales usados y su comportamiento bajo unas condiciones previas. El instrumento que libera al hombre le somete también a las normas de su fabricación. Esta consideración conduce a tres ambigüedades de toda producción técnica, tanto si implica un martillo que ayuda a construir una barraca como si supone un conjunto de maquina-
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rias que sirven de ayuda para la fabricación de un satélite artificial. La primera es la «ambigüedad de la libertad y de la limitación» en la producción técnica; la segunda es la «ambigüedad de los medios y de los fines»; y la tercera es la «ambigüedad del yo y de la cosa». Desde los tiempos míticos hasta nuestros días, las ambigüedades citadas han influido ampliamente en el destino de la humanidad, pero tal vez no haya habido ninguna época con tanta conciencia de ello como la nuestra. La ambigüedad de la libertad y la limitación en la producción técnica se expresa vigorosamente en los mitos y leyendas. Está subyacente en la historia bíblica del árbol del conocimiento del que come Adán en contra de la voluntad de los dioses y en el mito griego de Prometeo, que lleva a los hombres el fuego, en contra también de la voluntad de los dioses. Tal vez el mito más cercano a nuestra situación actual sea el de la torre de Babel, que nos habla del deseo de unidad del hombre bajo un símbolo en el que sea superada su finitud y se pueda alcanzar la esfera divina. En todos estos casos, el resultado es creativo y destructor a la vez; y éste continúa siendo el destino de la producción técnica en todos los períodos. Se abre así un camino en el que no se ven límites, si bien ello es a través de un ser limitado y finito. La conciencia de este conflicto queda claramente expresada en los mitos referidos y la proclaman también nuestros científicos de hoy día, plenamente conscientes de las posibilidades de destrucción que tienen para la humanidad entera sus creaciones de conocimiento científico así como sus instrumentos técnicos. La segunda ambigüedad, la de los «medios y fines» hace referencia a esta ambigüedad básica de la producción técnica. Concretiza lo ilimitado de la libertad técnica al preguntar: ¿para qué? Mientras se contesta a esta pregunta mediante las necesidades básicas de la existencia fisica del hombre, el problema queda disimulado, pero no queda contestado, ya que no se puede dar una respuesta segura a la pregunta de qué es una necesidad básica. Pero el problema aparece con toda claridad si, tras la satisfacción de las necesidades básicas, se engendran un sinfin de nuevas necesidades a las que se da satisfacción y -en una economía dinámica- precisamente para eso se engendran, para poderles dar satisfacción. En esta situación una posibilidad técnica se convierte en una tentación social e indivi-
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dual. La producción de medios --de artilugios- se convierte en un fin en sí mismo, ya que no se ve ningún fin superior. Esta ambigüedad es ampliamente responsable de la vaciedad de la vida contemporánea. Pero no es posible cambiar esto diciendo simplemente: ¡No continuéis produciendo! Ello resulta tan imposible como el decir a un científico, con respecto a la ambigüedad de la libertad y de la limitación: ¡Deja de investigar! No se pueden superar las ambigüedades con la simple eliminación de un elemento que pertenece esencialmente al proceso de autocreación de la vida. Esto es verdad también de la «ambigüedad del yo y de la cosa». Un producto técnico, en contraposición a un objeto natural, es una «cosa». En la naturaleza no existen «cosas», es decir, objetos que no sean más que objetos, que no tengan ningún elemento de subjetividad. Pero los objetos producidos por el acto técnico son cosas. Pertenece a la libertad del hombre en el acto técnico el que pueda transformar los objetos naturales en cosas: los árboles en madera, los caballos en caballos de vapor, los hombres en cantidades de fuerza de trabajo. Al transformar los objetos en cosas destruye sus estructuras y relaciones naturales. Pero algo ocurre también al hombre cuando hace esto al igual que a los objetos que transforma. El mismo se convierte en una cosa entre las cosas. Su propio yo se pierde a sí mismo en los objetos con los que no se puede comunicar. Su yo se convierte en una cosa por la virtud de producir y dirigir simples cosas, y cuanto más se transforma la realidad en un manojo de cosas en el acto técnico, tanto más el mismo sujeto transformador se transforma y se convierte en una parte del producto técnico y pierde su carácter como yo independiente. La liberación que las posibilidades técnicas aportan al hombre se convierte en esclavitud ante la realidad técnica. Esta es una genuina ambigüedad en la autocreación de la vida, y no puede ser superada por una vuelta romántica, es decir, pre-técnica, a lo que se le da el nombre de natural. Para el hombre, lo técnico es algo natural, y la esclavitud ante el primitivismo natural sería algo no natural. La tercera ambigüedad de la producción técnica no puede ser superada aniquilando simplemente la producción técnica. Con las otras ambigüedades ella conduce a la búsqueda de relaciones inambigüas de medios y fines, es decir, del reino de Dios.
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El acto técnico invade todas las funciones de la praxis y contribuye en parte a sus ambigüedades. Pero tienen sus propias fuentes de creación y de destrucción, cuya discusión abarcará primero las ambigüedades personales de la praxis y luego las comunitarias. En el dominio de la autocreación personal de la vida debemos distinguir entre lo personal en sí mismo y lo personal en relación, si bien en realidad son inseparables. En ambos aspectos la finalidad del acto cultural es la actualización de las potencialidades del hombre como hombre. Es «humanidad» en el sentido de esta definición. La humanidad se alcanza por la autodeterminación y hétero-determinación en mutua dependencia. El hombre lucha por alcanzar su propia humanidad y trata de ayudar a los demás que alcancen humanidad, un intento que expresa su propia humanidad. Pero ambos aspectos -determinar el propio yo mediante el propio yo y el ser determinado por los demás- manifiestan la ambigüedad general de la autocreación personal de la vida. Es la relación del que determina y del que es determinado. Semánticamente hablando, el mismo término «autodeterminación» apunta la ambigüedad de la identidad y de la no-identidad. El sujeto determinante sólo puede determinar con la fuerza de lo que es esencialmente. Pero bajo las condiciones de la alienación existencial, está separado de lo que es esencialmente. Por tanto, es imposible una autodeterminación hacia una humanidad realizada; es necesaria, con todo, porque un yo determinado completamente desde fuera dejaría de ser un yo, pasaría a ser una cosa. Esta es la «ambigüedad de la autodeterminación», la dignidad y la desesperación de cualquier personalidad responsable («responsable» en el sentido de responder a la «voz silenciosa» del propio ser esencial). Se podría hablar también de la «ambigüedad de la buena voluntad». Para poder querer lo bueno, la voluntad misma debe ser buena. La autodeterminación la debe hacer buena, lo cual es lo mismo que decir que la buena voluntad debe crear la buena voluntad, y así sucesivamente ad infinitum en una regresión sin fin. A la luz de estas consideraciones, términos tales como «autoeducación», «autodisciplina», «autocuración», muestran su profunda ambigüedad. Implican o bien que sus objetos ya han sido alcanzados o que deben ser rechazados todos ellos, y el absurdo concepto de autosalvación se desecha totalmente.
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En contraposición a la autodeterminación se puede hablar de la «hétero-determinación», para significar la autocreación personal en cuanto ésta depende de las acciones de una persona sobre la otra. Esto ocurre inintencionadamente en todo acto de participación personal e intencionalmente siempre que opera una educación inorganizada u organizada, o un impulso director. En estas relaciones aparece una ambigüedad que puede ser formulada de la siguiente manera: trabajar para el crecimiento de una persona es al mismo tiempo trabajar para su despersonalización. El intento de mejorar un sujeto como sujeto lo convierte en objeto. Ante todo se pueden observar los problemas prácticos implicados en esta ambigüedad en la actividad educativa, ya sea inintencional o intencional. Cuando la educación comunica los contenidos culturales rara vez se alcanzan los extremos del adoctrinamiento totalitario y de la despreocupación liberal, pero sí están siempre presentes como elementos y convierten en una de las tareas más ambiguas de la cultura el intento de educar a la persona como persona. Lo mismo podemos decir del intento de educar a la persona por medio de inducirla a la vida real del grupo educativo. Aquí aparecen como elementos del proceso educativo, si bien raras veces llevados hasta sus últimas consecuencias, los extremos de la disciplina autoritaria y la condescendencia liberal, y tienden por tanto o bien a romper la persona como persona o bien a impedirle alcanzar cualquier forma definida. En este sentido, el principal problema de la educación es que cualquier método, por delicado que sea, aumenta la tendencia «objetivizante» que trata de esquivar. Otro ejemplo de la «ambigüedad del crecimiento personal» es la actividad directora. El término «directora» se emplea aquí en el sentido de «ayuda» para el crecimiento de una persona. Esta ayuda puede consistir en psicoterapia o bien en aconsejar; puede ser la ayuda que es una parte fundamental de las relaciones de familia; puede ser aquello que está presente inintencionadamente en la amistad y en todas las actividades educacionales (en la medida en que estas últimas son una consecuencia de la actividad de ayuda). En nuestros días el ejemplo más diáfano es la práctica psicoanalítica y sus ambigüedades. Una de las grandes conquistas de la teoría psicoanalítica es su intuición de las consecuencias despersonalizadoras del fenómeno de la trans-
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ferencia, no sólo en el paciente sino también en el analista, así como de los intentos de superar esta situación mediante métodos que finalmente alejen la transferencia en el proceso sanan te. Sin embargo, esto sólo puede tener éxito si queda superada la ambigüedad de trabajar por el crecimiento personal. Y esto es posible solamente en el caso de que quede conquistado el esquema de sujeto-objeto ya que allí donde no ha sido deshecho el esquema sujeto-objeto se hace imposible una vida sin ambigüedades. Si nos volvemos ahora al dominio de las relaciones humanas nos encontramos con las ambigüedades de la autocreación de la vida en la «ambigüedad de la participación personal». Esto hace referencia sobre todo a la relación de persona a persona pero abarca también la relación de persona a lo no-personal. La ambigüedad de participación está presente en innumerables formas entre los extremos de autorreclusión y de autoentrega. En cualquier acto de participación se da un elemento de retención del propio yo y un elemento de donación del propio yo. En los intentos de conocer al otro, la autorreclusión se expresa a sí misma en la proyección de las imágenes del ser del otro que disfrazan su ser real y sólo son proyecciones de aquél que se intenta conocer. La pantalla de las imágenes entre persona y persona convierte en algo profundamente ambiguo la participación cognoscitiva entre personas (tal como, por ejemplo, ha mostrado abundantemente el análisis de las imágenes que tienen los niños de sus padres). Y se da la otra posibilidad de abandonar las propias imágenes del otro y recibir las imágenes que él tiene realmente de sí o las que quiere imponer a aquellos que intentan participar cognoscitivamente en él. La participación emocional está sujeta también a las ambigüedades de la autorreclusión y de la autoentrega. En realidad, la participación emocional en el otro es una oscilación emocional en el interior del propio yo, creada por una supuesta participación en el otro. El amor romántico es en gran parte de este tenor. Manifiesta la ambigüedad de perder a la otra persona precisamente por el intento de penetrar emocionalmente en su ser secreto. Y se da también el movimiento contrario, la autoentrega caótica que, en el acto de expulsar desvergonzadamente el propio yo, lo lleva todo al otro yo; si bien se hace imposible que aquel que lo reciba pueda servirse del mismo ya
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que ha perdido su secreto y unicidad. Debemos repetir que las ambigüedades profundas están presentes de manera eficaz en todos los actos de participación emocional que, juntamente con las ambigüedades cognoscitivas, son responsables de las inagotables situaciones de creación y destrucción en la relación de persona a persona. Es inevitable que la participación activa muestre unas estructuras análogas. Las imágenes autoproducidas del otro y la autorrelación emocional bajo el ropaje de la participación aportan múltiples patentes de mutua destrucción en el encuentro de persona a persona. Si se ataca al otro es a su imagen a la que se ataca y no a su yo. Es más bien al deseo que uno mismo tiene por la autoentrega al que se da satisfacción más frecuentemente al entregarse uno al yo del otro en vez de al suyo. La participación, buscada, se convierte en autorreclusión tras la experiencia de rechazo, real o imaginada. Las mescolanzas sin fin de hostilidad y entrega son algunos de los ejemplos más conspicuos de la ambigüedad de la vida. 3.
Las ambigüedades de la transformación comunitaria.
La trama en la que se da la autocreación cultural es la vida y el crecimiento del grupo social bajo la dimensión del espíritu. La discusión de esta contextura ha sido traída hasta este punto debido a la diferencia en la estructura entre el yo personal y la comunidad. Mientras que el yo centrado es el sujeto conocedor, deliberador, decisivo y activo en todo acto personal, un grupo social carece de un tal centro. Sólo por analogía se puede llamar a la sede de la autoridad y de la fuerza el «centro» de un grupo, ya que en muchos casos la autoridad y la fuerza están separados, si bien la cohesión del grupo persiste, estando enraizada en los procesos de la vida que pueden volver al pasado o que pueden ser determinados por fuerzas inconscientes que son más poderosas que cualquier autoridad política o social. El acto libre de una persona le hace responsable de las consecuencias del acto. Un acto del representante de la autoridad en un grupo puede ser altamente responsable, o completamente irresponsable, con todo el grupo que tiene que arrostrar las consecuencias. Pero el grupo no es una unidad personal que se hace responsable de los
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actos que, por ejemplo, le son impuestos en contra de la voluntad de la mayoría o a través de la superioridad preliminar de µna parte en una situación en la cual la fuerza está dividida. La vida de un grupo social reside en la dimensión histórica, que une las otras dimensiones y les añade dirección hacia el futuro. Si bien nuestro propósito es tratar la dimensión histórica en la parte V del presente sistema, al llegar a este punto debemos tratar de las ambigüedades que se siguen del principio de justicia en cuanto tal, sin entrar en la discusión de la justicia en la dimensión histórica. Bajo la dimensión del espíritu y en la función de la cultura, la vida se crea a sí misma en grupos humanos cuya naturaleza y desarrollo es la temática de la sociología y de la historiografia. Aquí nos preguntamos: ¿qué intentan ser los grupos sociales por su naturaleza esencial y qué ambigüedades aparecen en los actuales procesos de su autocreación? Al paso que en las descripciones anteriores hemos mostrado las ambigüedades del crecimiento de la persona hacia la humanidad, ahora debemos discutir las ambigüedades del crecimiento del grupo social hacia la justicia. Podemos distinguir entre los organismos sociales y las formas organizativas que toman unas actividades humanas en orden a facilitar su crecimiento hacia la justicia. Las familias, los grupos amicales, las comunidades locales y vocacionales, los grupos tribales y nacionales, han crecido naturalmente dentro de la autocreación cultural de la vida. Pero en cuanto partes de la creatividad cultural son, al mismo tiempo, objetos de la actividad organizativa; de hecho, nunca son lo uno sin lo otro. Es esto lo que los distingue de los rebaños en la dimensión orgánicopsicológica. La justicia de un rebaño o de un bosque de árboles consiste en la fuerza natural de los más poderosos en forzar sus potencialidades a la actualización a pesar de la resistencia natural de los demás. En un grupo humano, la relación de los miembros se rige por unas normas tradicionales, determinadas de manera convencional o legal. En la estructura organizativa no se excluyen las diferencias naturales existentes en el poder del ser pero sí están ordenadas de acuerdo con los principios implicados en la idea de justicia. La interpretación de estos principios admite una variedad infinita siendo siempre la justicia el punto de identidad en todas las interpretaciones. Las relaciones entre
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padres e hijos, marido y mujer, familiares y extraños, miembros del mismo grupo local, ciudadanos de la misma nación, y podíamos alargar la lista, se rigen por unas normas que, consciente o inconscientemente, intentan ser expresión de alguna forma de justicia. Esto es verdad incluso en la relación del grupo conquistador con respecto al vencido dentro de un mismo contexto social. La justicia que se hace al esclavo no deja de ser justicia, por muy injusta que pueda ser la esclavitud desde un superior punto de vista. De acuerdo con la polaridad de la dinámica y de la forma, un grupo social no podría tener el ser sin la forma. Y la forma del grupo social queda determinada por la comprensión de la justicia efectiva en el grupo. Las ambigüedades de la justicia aparecen siempre que se pide y se realiza la misma. El crecimiento de la vida en los grupos sociales está lleno de ambigüedades que -caso de no ser entendidas- conducen a una desesperante resignación de toda creencia en la posibilidad de la justicia o a una actitud de expectación utópica de una justicia completa, que más tarde se ve frustrada. La primera ambigüedad en la realización de la justicia es la de la «inclusión y exclusión». Un grupo social es un grupo porque incluye una categoría especial de gente con exclusión de otras. La cohesión social se hace imposible sin una tal exclusión. Llegados a este punto, se han de discutir conjuntamente las ambigüedades de la autointegración y de la autocreación, antes de una introducción de la dimensión histórica de los procesos vitales. El carácter especial de los grupos sociales, tal como se describen con anterioridad, hace imposible el poderlos asumir totalmente bajo la dimensión del espíritu. Su vida no posee la centralidad moral del yo personal, y por esta razón, se separa con frecuencia lo socio-político de la autocreación cultural de la vida. Pero también esto es imposible, puesto que, por un lado, el elemento de justicia presente en todos los grupos es creado por los actos del espíritu, y por el otro lado, todos los reinos dominados por la dimensión del espíritu, en sus formas culturales, dependen en parte de las fuerzas socio-políticas. Es algo inherente a la justicia esencial de un grupo preservar su centralidad, y el grupo trata de establecer un centro en todos los actos mediante los cuales se actualiza a sí mismo. Un centro no precede al crecimiento en la vida de los grupos sociales, pero la
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autointegración y la autocreación son idénticas en todo momento. A este respecto es obvia la diferencia, tanto a partir de las dimensiones que preceden a las del espíritu como a partir de la dimensión del mismo espíritu. En la dimensión histórica, la autointegración y la autocreación son un solo e idéntico acto de vida. Los procesos vitales coinciden bajo la dimensión omnienglobante de lo histórico. Una consecuencia de la convergencia de los procesos vitales bajo la dimensión histórica es la aplicación de la «ambigüedad de la cohesión social y de la exclusión social» tanto al proceso de la autointegración como al proceso de la autocreación. Un gran número de investigaciones sociológicas se ocupan de este tema, y las consecuencias prácticas de cualquier solución sugerida tienen gran importancia. La ambigüedad de la cohesión implica que todo acto que fortalece la cohesión social expulsa o rechaza a los individuos o grupos que están en la línea divisoria y, al contrario, que todo acto que retiene o acepta a tales individuos o grupos debilita la cohesión del grupo. Quedan incluidos en la línea divisoria los individuos de distintas clases sociales, los individuos que participan en grupos muy relacionados familiares o amicales, los extranjeros de nación o de raza, los grupos minoritarios, los disconformes, los recién llegados. En todos estos casos, la justicia no exige una aceptación inambigua de quienes posiblemente estorbarían o destruirían la cohesión del grupo, si bien no permite ciertamente su rechazo inambiguo. La segunda ambigüedad de la justicia es la de la «competencia y de la igualdad». La desigualdad en el poder del ser entre individuos y grupos no es asunto de unas diferencias estáticas sino de continuas decisiones dinámicas. Esto se da en todo encuentro del ser con el ser, en cada mirada, en cada conversación, en cada petición, en cada pregunta o llamada. Se da en la vida competitiva de familia, en la escuela, en el trabajo, en los negocios, en la creación intelectual, en las relaciones sociales, y en la lucha por el poder político. En todos estos encuentros se da un empuje hacia adelante, una prueba, un arrastre hacia una existente unidad, una salida de la misma, una coalescencia, una división, una constante alteración entre la victoria y la derrota. Estas desigualdades dinámicas son una realidad bajo todas las dimensiones desde el inicio de todo proceso vital hasta su fin.
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Bajo la dimensión del espíritu, son juzgadas por el principio de justicia y el elemento de igualdad en ella. La pregunta es ésta: ¿en qué sentido la justicia incluye la igualdad? Hay una respuesta inambigua: toda persona es igual a otra, en la medida en que es una persona y en este sentido no existe diferencia entre una persona plenamente desarrollada y otra afectada de una enfermedad mental que tan solo es una persona en potencia. Por el principio de justicia en ellas encarnado, ambas piden ser reconocidas como personas. La igualdad es inambigua hasta este punto, y las implicaciones son también lógicamente inambiguas: la igualdad ante la ley en todos aquellos aspectos en los que la ley determina la distribución de los derechos y de los deberes, de las oportunidades y limitaciones, de las ventajas y de los inconvenientes, y a su vez, es una respuesta a la obediencia o al desafio de la ley, del mérito o demérito, de la competencia o incompetencia. Con todo, y a pesar de que las lógicas implicaciones del principio de igualdad son inambiguas, cualquier aplicación concreta es ambigua. Este hecho queda demostrado por la historia pasada y presente de manera incontestable. En el pasado ni siquiera se había reconocido como persona humana a la que estaba afectada de enfermedad mental, e incluso en nuestros días se ponen limitaciones para este reconocimiento como persona potencial. Añádase a esto, las terroríficas reincidencias que se han dado en la destrucción demoníaca de la justicia en nuestro siglo. Sin embargo, aun cuando esta situación tenga que cambiar en el futuro, no podría cambiar las ambigüedades de la competencia, que operan constantemente en favor de la desigualdad en los encuentros de la gente en la vida diaria, en la estratificación de la sociedad, y en la autocreación política de la vida. El mismo intento de aplicar el principio de igualdad, tal como queda sin ambigüedades en el reconocimiento de la persona como persona, puede tener consecuencias destructoras para la realización de la justicia. Puede negar el derecho encarnado en un poder especial del ser para darlo a individuos o grupos cuyo poder de ser no lo garantiza. O puede mantener a los individuos o a los grupos bajo unas condiciones que hagan técnicamente imposible el desarrollo de sus potencialidades. O bien puede evitar un tipo de competencia para fomentar otro, alejando de esta forma una fuente de injusta
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desigualdad pero sólo para producir otra. O bien puede aplicar un poder injusto para aplastar el poder injusto. Todos estos ejemplos dejan bien en claro que un estado de justicia inambigua es una ficción de la imaginación utópica. La tercera ambigüedad en la autorrealización de un grupo social es «la ambigüedad de jefatura». Se da en todo tipo de relaciones humanas desde las que existen entre padres e hijos hasta las que se establecen entre gobernante y gobernado. Y muestra en sus muchas formas la ambigüedad de la creatividad y de la destrucción que caracteriza todos los procesos vitales. La <9efatura» es una estructura que empieza ya temprano en el reino orgánico y que es efectiva bajo las dimensiones de la conciencia interna del espíritu y de la historia. Su interpretación sería más bien deficiente si se intentara hacer derivar la palabra de la existencia de diversos grados de fortaleza y del esfuerzo del más fuerte por esclavizar al más débil. Este es un abuso permanente del principio de jefatura pero no su esencia. La jefatura es la analogía social de la centralidad. Como hemos visto, se trata sólo de una analogía, pero que es válida ya que sin la centralidad que proporciona la jefatura no sería posible ni la autointegración ni la autocreación de un grupo. Esta función de jefatura se puede derivar del mismo hecho que podría parecer su refutación: la centralidad personal del individuo miembro del grupo. Sin un jefe o un grupo conductor, un grupo podría estar unido sólo por medio de un poder psicológico, dirigiendo a todos los individuos de manera parecida a las reacciones de choque masivo, en las que se perdería la espontaneidad y la libertad, en el movimiento de masas en las que sus partes integrantes no tendrían una decisión independiente. Los propagandistas de todas las especies intentan crear un tal comportamiento. No intentan ser los jefes sino los directores de un movimiento masivo causalmente determinado. Pero precisamente esta posibilidad de emplear el poder de jefatura para transformar la misma en una dirección de masa muestra que no es ésta la naturaleza intrínseca de la jefatura, que presupone y preserva a la persona centrada a la que dirige. La posibilidad que acabamos de mencionar muestra la ambigüedad de la jefatura. El jefe representa no solamente el poder y la justicia del grupo sino también se representa a sí mismo, su poder de ser y la justicia en ello implicada. Esto es válido no sólo para él como
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individuo sino también para el stratum social particular en el que está y al que representa le guste o no. Esta situación es la fuente permanente de ambigüedad de todo director, ya se trate de un dictador, de una aristocracia o de un parlamento. Y esto es verdad también de aquellos grupos voluntarios cuyos jefes elegidos manifiestan los mismos motivos ambiguos como lo hacen los gobernantes políticos. La ambigüedad de la racionalización o de la producción ideológica está presente en toda estructura de jefatura. Pero el intento de eliminar una tal estructura, por ejemplo, en un estado de anarquía, es autodestructivo debido a que el caos alimenta la dictadura y a que no se puede superar las ambigüedades de la vida produciendo el vacío. A los jefes con funciones especiales se les ha llamado «autoridades», pero ésta es una aplicación desorientadora de un término que tiene un significado más fundamental que el de jefatura y, por consiguiente, unas ambigüedades más destacadas. «Autoridad» denota, ante todo, la capacidad de empezar y aumentar ( augere, auctor) algo. En este sentido, existen autoridades en todos los reinos de la vida cultural. Son una consecuencia de la «división de la experiencia» y son necesarias debido a la escala limitada de conocimiento y capacidad de todo individuo. No hay nada ambiguo en esta situación, pero la ambigüedad de la jefatura en el sentido de autoridad empieza en el momento en el que la autoridad real, que se basa en la división de la experiencia, queda rígidamente adscrita a una autoridad supeditada a una posición social particular, por ejemplo, a los científicos en cuanto científicos, a los reyes en cuanto reyes, a los sacerdotes en cuanto sacerdotes, a los padres en cuanto padres. En estos casos, unas personas con menos conocimiento y capacidad llegan a ejercer autoridad sobre otras que tienen más, y de esta manera queda deformado el genuino significado de autoridad. Esto, sin embargo, no sólo es un hecho lamentable que podría y debería evitarse sino también una inevitable ambigüedad, debido a la inevitable transformación de la autoridad real en la autoridad establecida. Todo ello es mucho más obvio en el caso de la autoridad paterna pero sigue siendo verdad también de las relaciones fundadas en las diferencias de edad en general, de las existentes entre las profesiones con aquellos a a quienes sirven, y las de los representantes del poder con aquellos a quienes
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dirigen o gobiernan. La base de toda la institución jerárquica está en la transformación de la autoridad real en la establecida. Pero la autoridad se ejerce sobre personas y es algo abierto, por tanto, al posible rechazo, en nombre de la justicia. La autoridad establecida trata de evitar un tal rechazo, y aquí aparece una ambigüedad: un rechazo de la autoridad si se lleva a feliz término segaría la estructura social de la vida, mientras que una rendición a la autoridad destruiría la base de la autoridad: el yo personal y su exigencia de justicia. La cuarta ambigüedad de la justicia es la «ambigüedad de la forma legal». Hemos tratado ya de la ambigüedad de la ley moral, su derecho e incapacidad para crear aquello que debería crear: la reunión del ser esencial del hombre con su ser existencial. Son similares las ambigüedades de la forma legal tal como se expresan en las leyes de los estados, por ejemplo, en la ley civil y criminal. Habría de servir para el establecimiento de la justicia pero en su lugar dan origen a la justicia y a la injusticia. La ambigüedad de la forma legal tiene dos causas, externa una, interna la otra. La causa externa es la relación entre la forma legal y los poderes legislativos, interpretativos y ejecutivos. De ahí que las ambigüedades de la jefatura ejerzan su influencia sobre el carácter de la forma legal. Pretende ser la forma de la justicia, pero es la expresión legal de un poder especial del ser, individual o social. Esto en sí mismo no es solamente inevitable; es también algo auténtico y verdadero para la naturaleza esencial del ser, es decir, para la unidad multidimensional de la vida. Toda creación bajo la dimensión del espíritu une la expresión con la validez. Expresa una situación individual o social que viene indicada por un estilo determinado. El estilo legal de un grupo que establece leyes en un período especial nos habla no solamente acerca de soluciones lógicas de problemas legales sino también acerca de la naturaleza de la estratificación económica y social existente en aquel momento así como del carácter de las clases o grupos directores. Con todo, la lógica de la ley no se ve reemplazada por la voluntad de poder y la presión de las ideologías que sirven para preservar o' atacar la estructura de poder existente. La forma legal no se emplea para otros propósitos simplemente; mantiene sus propias necesidades estructurales y puede servir a esos otros propósitos sólo porque mantiene su
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propia estructura, ya que el poder sin una forma legal válida se destruye a sí mismo. La ambigüedad interna de la forma legal es independiente de las autoridades que dan, interpretan y ejecutan la ley. Al igual que la ley moral es también abstracta y, por consiguiente, inadecuada a cualquier situación única, ya que de acuerdo con el principio de individualización toda situación es única, si bien, en ciertos aspectos, muy semejante a las restantes. Muchos sistemas legales tienen en cuenta este hecho y a este fin dictan medidas de seguridad en contra de una igualdad abstracta de todos ante la ley, pero así sólo en parte se puede poner remedio a la injusticia basada en el carácter abstracto de la ley y la unicidad de toda situación concreta. e)
La ambigüedad del humanismo
La cultura, al crear un universo de significado, no crea este universo en el espacio vacío de la mera validez sino que crea significado como la actualización de lo que es potencial en el portador del espíritu, en el hombre. Ya ha sido defendida esta afirmación frente a los filósofos anti-ontológicos del valor. Ahora ha de ser tratada en una de sus consecuencias decisivas, a saber, en la respuesta que implica a la pregunta de la finalidad última de la autocreación cultural de la vida: ¿qué significa la creación de un universo de significado? A partir de la derivación ontológica de valores, la respuesta tiene dos aspectos, uno macrocósmico y el otro microcósmico. El macrocósmico se puede expresar de la siguiente manera: el universo de significado es la plenitud de las potencialidades del universo del ser. De esta manera se actualizan en el mundo de lo humano las potencialidades no realizadas de la materia, tal como aparecen, por ejemplo, en el átomo. Sin embargo, no se actualizan en los átomos, o moléculas, o cristales, o plantas o en los mismos animales, sino sólo en la medida en que están presentes en el hombre como partes y fuerzas actualizadas bajo estas dimensiones. Esto deja el problema de la plenitud del universo como un todo abierto a la consideración de la autotrascendencia de la vida, de sus ambigüedades y del símbolo de lo inambiguo o de la vida eterna. En la respuesta microcósmica se ve al hombre como el punto en el que se realiza el universo de significado y como el instru-
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mento por cuyo medio se realiza. El espíritu y el hombre están ligados entre sí y solamente en el hombre alcanza el universo una plenitud anticipada y fragmentaria. Es esta la raíz de la idea humanista como la respuesta microcósmica a la pregunta de la finalidad de la cultura, y ésta es la justificación del humanismo, que no es el principio de una particular escuela filosófica, sino algo común a todas ellas. Sin embargo, debemos hacer la afirmación límite de que la idea humanista sólo se puede mantener si sus ambigüedades, junto con las ambigüedades de toda autocreación cultural, se ponen de relieve y si el humanismo se lleva hasta el punto en el que plantea la pregunta de la vida inambigua. El humanismo es un concepto más amplio que el de humanidad. Hemos definido la humanidad como la plenitud de la vida personal en cuanto personal y lo hemos co-ordenado con la justicia y, en su visión más amplia que abarca todas las funciones del espíritu, con la verdad y la expresividad. El humanismo abraza estos principios y los relaciona con la actualización de las potencialidades culturales del hombre. La humanidad, al igual que la justicia, es un concepto, subordinado al humanismo, que designa la finalidad intrínseca de toda actividad cultural. No se puede acusar al humanismo de racionalismo. No puede ser criticado en absoluto en la misma medida en que afirma que la finalidad de la cultura es la actualización de las potencialidades del hombre como portador del espíritu. Pero una filosofia humanista que trata de ocultar las ambigüedades en la idea del humanismo, debe ser rechazada. Las ambigüedades del humanismo se basan en el hecho de que, en cuanto humanismo, no presta atención a la función autotrascendente de la vida y absolutiza la función autocreadora. Esto no significa que el humanismo ignora la «religión». De ordinario, si bien no siempre, sitúa a la religión bajo las potencialidades humanas y la considera de acuerdo con una creación cultural. Pero al hacerlo así el humanismo niega realmente la autotrascendencia de la vida y con ello el carácter más íntimo de la religión. Puesto que el humanismo en cuanto término y actitud está íntimamente conectado a la educación, lo que más puede clarificar será demostrar sus ambigüedades por medio de la consideración de una ambigüedad de la educación que se aplica tanto al reino personal como al comunitario. «Educar» significa
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sacar de alguna parte algo, por ejemplo, del estado de una cierta «rudeza» como nos sugiere la misma palabra «e-rudición». Pero ni estas palabras ni la actual práctica educativa dan respuesta a la pregunta: ¿para llevar lo que se saca hacia dónde? Un humanismo de todas las potencialidades humanas, sin embargo, puesto que la infinita distancia entre el individuo y la especie hace esto imposible, la respuesta, desde el punto de vista humanista, tendría que ser ésta: hacia la actualización de aquellas potencialidades humanas que son posibles en los términos del destino histórico de este individuo particular. En cambio, esta cualificación es algo fatal para el ideal humanista en la medida en que pretende dar una respuesta final al problema cultural educativo y general. Debido a la finitud humana, nadie puede realizar el ideal humanista, ya que las potencialidades humanas decisivas quedarán siempre por realizar. Peor todavía, la condición humana siempre excluye -y ello tanto en el sistema aristocrático como en el democrático- a la inmensa mayoría de los seres humanos de los más altos grados de la forma cultural y de la profundidad educativa. La exclusividad intrínseca del ideal humanista le impide ser la finalidad última de la cultura humana. Es la ambigüedad de la educación humanista la que aísla a los individuos y a los grupos de las masas, y cuanto más los aísla, tanto más éxito tiene. Pero al hacerlo así, hace menor su propio éxito ya que la comunidad del hombre con el hombre, como una posibilidad siempre abierta, pertenece al mismo ideal humanista. Si la educación humanista viene a ser una reducción de tal abertura, sería la misma educación la que se derrotaría a sí misma. Por tanto a la pregunta de: «¿educar hacia dónde?» se le debe dar un tipo de respuesta en la que pueda caber quienquiera que sea una persona. Pero la cultura no puede hacer eso por sí misma, precisamente por las ambigüedades del humanismo. Tan solo un humanismo autotrascendente puede dar una respuesta a la pregunta del significado de la cultura y de la finalidad de la educación. Debemos recordar además (parte III, sec. I E, 2) el fracaso del ideal humanista para considerar la situación humana y su alienación existencial. Sin la autotrascendencia la exigencia de plenitud humanista se convierte en ley y cae bajo las ambigüedades de la ley. El mismo humanismo conduce al problema de la cultura que se trasciende a sí misma.
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3.
LA AUTOTRASCENDENCIA DE LA VIDA Y SUS AMBIGÜEDADES a)
Libertad y finitud
La polaridad de la libertad y del destino (y sus analogías en los dominios del ser que preceden la dimensión del espíritu) crea la posibilidad y la realidad de la vida que se trasciende a sí misma. La vida, en distintos grados, es libre de sí misma, libre de una total submisión a su propia finitud. Se esfuerza en un sentido vertical en dirección hacia el ser último e infinito. Lo vertical trasciende tanto la línea circular de centralidad como la horizontal de crecimiento. Las palabras de Pablo (Romanos 8, 19-22) describen con una profunda y poética empatía la expectación de toda la creación por la liberación del «sometimiento a la futilidad». Estas palabras son una expresión clásica de la autotrascendencia de la vida bajo todas las dimensiones. Se puede pensar también en la doctrina de Aristóteles acerca de que los movimientos de todas las cosas vienen causados por su eros hacia el «motor inmovil». A la pregunta de cómo la autotrascendencia de la vida se manifiesta a sí misma no se puede responder en términos empíricos, tal como es posible en el caso de la autointegración y de la autocreatividad. De ello sólo se puede hablar en términos que describan la reflexión de la autotrascendencia interna de las cosas en la conciencia del hombre. El hombre es el espejo en el que se hace consciente la relación de todo lo finito con lo infinito. No es posible ninguna observación empírica de esta relación, porque todo conocimiento empírico hace referencia a las interdependencias finitas, no a la relación de lo finito con lo infinito. La autotrascendencia de la vida viene impregnada por la profanización de la vida, una tendencia que, al igual que la autotrascendencia, no se puede describir empíricamente sino solamente a través del espejo de la conciencia del hombre. Pero la profanación aparece en la conciencia del hombre, al igual que la autotrascendencia y con una tremenda eficacia en todas las épocas de la historia del hombre. El hombre ha atestiguado el conflicto entre la afirmación y la negación de la santidad de la vida siempre que ha alcanzado una plena humanidad. E incluso
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en ideologías tales como el comunismo, el intento encaminado hacia una total profanación de la vida ha dado como resultado la consecuencia insesperada de que a lo profano mismo se le haya tributado la gloria de la santidad. El término «profano» en su genuino significado expresa exactamente lo que llamamos una «autotrascendencia que se resiste», es decir, que se queda ante la puerta del templo, permaneciendo al margen de lo santo, si bien la misma palabra «profano» en nuestras lenguas ha recibido la connotación de algo que sirve para atacar lo santo por medio de expresiones vulgares o blasfemas y que por derivación ha venido a significar un lenguaje vulgar en general. En la terminología religiosa (pero no así en alemán ni en las lenguas latinas), la palabra «secular», derivada de saeculum en el sentido de «mundo». Pero esta última palabra no expresa el contraste con lo santo de una manera tan gráfica como la lograda por «profano», de ahí mi deseo de mantener esta última palabra para la importante función de expresar la resistencia frente a la autotrascendencia bajo todas las dimensiones de la vida. Se puede hacer la afirmación general de que en todo acto de autotrascendencia de la vida está presente la profanación, o dicho con otras palabras, que la vida se trasciende a sí misma ambiguamente. Esta ambigüedad se pone de manifiesto en todas las dimensiones, si bien donde se ve con mayor claridad es en el dominio de la religión.
b)
La autotrascendencia y la profanación en general: la grandeza de la vida y sus ambigüedades
La vida, que se trasciende a sí misma, aparece en el espejo de la conciencia del hombre, como en posesión de una grandeza y dignidad. La palabra grandeza se puede emplear como un término cuantitativo y en este sentido admite una medición; pero con todo, la grandeza de la vida en el sentido de autotrascendencia es cualitativa. Lo grande en un sentido cualitativo muestra un poder del ser y del significado que lo convierte en representante del ser y del significado último y le proporciona la dignidad de una tal representación El ejemplo clásico es el del héroe griego, que representa el poder y el valor más elevados dentro del grupo al que pertenece. A través de su grandeza se
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aproxima a la esfera divina en la que se puede contemplar la plenitud del ser y del significado por medio de símbolos divinos. Pero en caso de que traspase los límites de su finitud, la «ira de los dioses» le hace retroceder. La grandeza implica un riesgo y presupone que el que es grande está dispuesto a cargar sobre sí la tragedia. Y si los héroes perecen como consecuencia de su tragedia ello no disminuye su grandeza y dignidad. Sólo la pequeñez, el miedo de llegar más allá de la propia finitud, la prontitud por aceptar lo finito porque se da como tal, la tendencia a mantener el propio yo dentro de los límites de lo ordinario, la existencia normal y su seguridad, sólo la pequeñez entra en conflicto radical con la grandeza y la dignidad de la vida. La literatura humana es pródiga en alabanzas a la grandeza del universo físico, pero no es la «grandeza» en este sentido la que se define normalmente. En este caso, la palabra incluye de manera obvia la vastedad cuantitativa del universo en el tiempo y en el espacio. Pero a lo que con mayor énfasis apunta es al misterio cualitativo de las estructuras de cada partícula del universo físico así como a la estructura del todo. «Misterioso» aquí significa la infinitud de preguntas con que cada respuesta enfrenta a la mente humana. La realidad, cada trocito de realidad, es algo inagotable y apunta al misterio último del mismo ser que trasciende la serie sin fin de las preguntas y respuestas científicas. La grandeza del universo radica en su poder de resistencia constante al caos que amenaza, y del que los mitos entre los que se han de incluir los de las narraciones bíblicas, manifiestan tener una aguda conciencia. Esta misma conciencia queda expresada en la ontología y en las interpretaciones cosmológicas de la historia de una manera racionalizada. Es algo que subyace en todo sentimiento por la realidad presente en todas las formas sensibles de la poesía y de las artes visuales. Pero allí donde está lo santo está también lo profano. La vida en el reino inorgánico no solamente es grande sino que es también pequeña en su grandeza, ocultando su santidad potencial y manifestando solamente su finitud. Es lo que llamamos en el lenguaje religioso, «polvo y ceniza»; es, tal como afirma la interpretación cíclica de la historia, combustible para el abrasamiento final del cosmos; y es, tal como implica el empleo técnico
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del mismo, un material para el análisis y el cálculo, para la producción de instrumentos. Quedando a mucha distancia de la grandeza, lo que es realmente la vida bajo la dimensión de lo inorgánico es el material del que se forman las cosas. Y algunos filósofos ven el conjunto del universo fisico como una gran cosa, una máquina cósmica creada por la divinidad (o dada desde toda la eternidad). El universo está completamente profanizado, primero en el reino inorgánico y luego por la reducción de todo lo demás a lo que viene a continuación, en su totalidad. Es algo que pertenece a la ambigüedad de la vida el que ambas cualidades, es decir, lo santo y lo profano, estén siempre presentes en sus estructuras. Para hallar un ejemplo claro de esta ambigüedad en la esfera de lo inorgánico nos podemos fijar en las estructuras técnicas que como simples cosas están abiertas a la distorsión, a la desmembración, y a la fealdad de lo sucio y decadente. Pero las cosas técnicas pueden manifestar también una adecuación sublime a su propósito, una expresividad estética debida no a la ornamentación externa sino como algo intrínseco a su forma. De esta manera las cosas que son simples cosas pueden trascenderse a sí mismas hacia la grandeza. La autotrascendencia en el sentido de grandeza implica la autotrascendencia en el sentido de dignidad. Podría parecer que este término pertenece exclusivamente al dominio de lo personal-comunitario porque presupone una completa centralidad y libertad. Pero un elemento de la dignidad es la inviolabilidad que es un elemento válido de toda realidad, y que da dignidad a lo inorgánico así como a lo personal. El sentido en el que la vida en el dominio personal es inviolable radica en la incondicional exigencia de una persona a ser reconocida como tal. Si bien es técnicamente posible violar a cualquiera, ello es moralmente imposible ya que sería una violación del que viola y su destrucción moral. Pero el problema consiste en saber si la dignidad en el sentido de inviolabilidad se puede ascribir a toda vida, con la inclusión del reino inorgánico. El mito y la poesía expresan una tal valoración del conjunto de la realidad encontrada, con la inclusión de lo inorgánico, especialmente de los cuatro elementos y su manifestación en la naturaleza. Se ha intentado una derivación del politeísmo a partir de la impresionante grandeza de las.fuerzas naturales. Pero los dioses nunca
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representan la sola grandeza sino que representan también la dignidad. No sólo actúan sino que también mandan y una orden básica en todas las religiones es la de reconocer la dignidad superior del dios. Si un dios representa uno de los elementos básicos del ser, se le honra y su violación queda vengada por la ira del dios. De esta manera reconoció la humanidad la dignidad de la realidad bajo el predominio de sus elementos inorgánicos. Los elementos eran representados por los dioses, y se les podía representar así sólo porque participan en la función autotrascendente de toda vida. La autotrascendencia de la vida en todas las dimensiones hace posible el politeísmo. La hipótesis de que el hombre encontró primero la realidad como la totalidad de las cosas para elevarlas luego a la categoría divina es más absurda que las absurdidades que atribuye al hombre primitivo. En realidad lo que la humanidad encontró fue la sublimidad de la vida, su grandeza y dignidad, pero todo ello lo encontró en unidad ambigua con la profanización, la pequeñez y la desacralización. Las ambigüedades de los dioses politeístas representan las ambigüedades de la autotrascendencia de la vida. Esta es la dureza e irresistible validez del simbolismo politeísta. Expresa la autotrascendencia de la vida bajo todas las dimensiones frente al monoteísmo abstracto que a fin de tributar todo poder y honor a un dios lo transforma todo en simples objetos, privando así a la realidad de su poder y dignidad. La discusión anterior anticipa el análisis de la religión y sus ambigüedades y queda justificada por la unidad multidimensional de la vida y la necesidad de retroceder a partir de análogos conceptos hasta aquello de lo que son analogía. Sólo de esta manera se puede decir algo acerca de términos tales como «grandeza» y «dignidad» en su aplicación al reino inorgánico. Pero resta aún una cuestión de la discusión acerca de la grandeza de la vida: la de cómo el empleo técnico de lo inorgánico (y de lo orgánico) socava su grandeza y dignidad. El problema del empleo técnico del material orgánico o inorgánico ha sido discutido por lo normal desde el punto de vista de su efecto sobre el hombre, si bien algunos filósofos románticos lo han tratado desde el punto de vista del material mismo. Es fácil no tener en cuenta a estos filósofos románticos, lo que no resulta fácil es dejar de lado el problema a la luz del símbolo de la creación. ¿Acaso es una especie de deshonor el que una sección
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creada de la realidad se vea llevada hasta la condición de instrumento? Tal vez la respuesta a este problema que aún está por investigar podría ser la de que el movimiento total del universo inorgánico contiene un sinfin de encuentros de partículas y masas en las que algunas de ellas han de pasar por la pérdida de su identidad. Quedan como abrasadas o congeladas o asimiladas en otra entidad. El acto técnico del hombre es una continuación de estos procesos. Pero más allá de esto, el hombre introduce otro conflicto, el existente entre la intensificación de las potencialidades (como en la luz eléctrica, en los aeroplanos, los componentes químicos) y el desequilibrio de la estructura de las partes más pequeñas o mayores del universo (como cuando se producen hecatombes terrestres o se envenena la atmósfera). Aquí la sublimación técnica de la materia incluye su profanización. U nas tales ambigüedades se esconden tras la congoja de la humanidad creadora de mitos acerca del hombre que traspasa sus límites y la congoja de los científicos recientes a propósito del mismo problema: se ha roto un tabú. Mucho de lo que se ha dicho acerca de la grandeza y de la dignidad en el universo inorgánico es válido de manera inmediata en el reino orgánico y en sus varias dimensiones. La grandeza de un ser viviente y la sublimidad infinita de su estructura han sido expresadas por los poetas, pintores y filósofos de todos los tiempos. La inviolabilidad de los seres vivientes queda de manifiesto en la protección que se les dispensa en muchas religiones, en su importancia para la mitología politeísta, y en la real participación del hombre en la vida de las plantas y de los animales, práctica y poéticamente. Todo esto forma ya parte de la experiencia universal humana y no hace falta más explicación, pero las ambigüedades que en todo ello van implicadas piden una más plena discusión debido a su propia significación y debido también a que anticipan las ambigüedades en las dimensiones del espíritu y de la historia. La santidad de un ser viviente, su grandeza y dignidad, van unidas de manera ambigua a su profanización, a su pequefiez y a su violabilidad. La regla general de que todos los organismos viven gracias a la asimilación de otros organismos, implica el que se conviertan en «cosas» los unos para los otros, en «Cosasalimenticias», por así decirlo, que pueden ser digeridas, absorbidas en cuanto nutritivas y eliminadas en cuanto desechos. Esto
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es una radical profanización en términos de su vida independiente. Esta ley de la vida-que-vive-de-la-vida la han puesto en práctica incluso unos hombres contra otros en la antropofagia. Pero aquí la reacción empezó sobre la base del encuentro de persona a persona. El hombre cesó de ser transformado en cosaalimenticia, si bien aún continúa siendo una «cosa-de-trabajo». Pero en la relación del hombre con todos los otros seres vivientes se operó un cambio sólo cuando la relación del hombre con algunos animales (o, como ocurre en la India, con los animales en general) se convirtió en algo análogo a la relación del hombre con el hombre. Esto muestra con mayor claridad la ambigüedad entre la dignidad o inviolabilidad de la vida y la violación real de la vida por la vida. La visión bíblica de la paz en la naturaleza prefigura una autotrascendencia inambigua en el reino de lo orgánico que haría cambiar las condiciones presentes de la vida orgánica (Isaías 11, 6-9). Bajo la dimensión de la autoconciencia, la autotrascendencia tiene el carácter de intencionalidad; ser consciente del propio yo es una manera de estar más allá del mismo. El elemento-subjetivo en toda vida se convierte en sujeto, y el elemento-objetivo en toda vida se convierte en objeto, algo arrojado contra el sujeto ( ob-jectum). La grandeza de este acontecimiento en la historia de la naturaleza es tremenda así como también la nueva dignidad que de él se deriva. La situación de estar más allá del propio yo en los términos de la autoconciencia, aun de la más rudimentaria, es una señal de grandeza que supera la que se da en todas las dimensiones precedentes. La expresión de esta situación es la polaridad de placer y de dolor, que recibe ahora una nueva valoración. Se puede considerar al placer como la conciencia del propio yo en cuanto sujeto en el sentido ya antes tratado como portador del eros creador. Y en consecuencia se debe considerar al dolor como la conciencia del propio yo convertido en objeto privado de autodeterminación; el animal que se va convirtiendo en cosa-alimenticia sufre e intenta soslayar esta situación. Algunos animales superiores y todos los hombres experimentan dolor cuando ven violada su dignidad como sujeto. Sufren con sentimientos de vergüenza cuando se convierten en cosas a las que se mira, corporal o psicológicamente, o cuando se les trata como objetos de juicios valorativos, aun cuando se trata de un juicio favorable, o
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cuando se les castiga como consecuencia de juicios condenatorios, resultando en este caso más dolorosa la vergüenza que en el caso del sufrimiento fisico. En todos estos casos el centro sublime de la autoconciencia se ve privado de su grandeza y de su dignidad. No se hace aquí referencia a la dimensión del espíritu sino a la de la autoconciencia, la cual, sin embargo, abraza ambas dimensiones, las de lo orgánico y las del espíritu. Esta valoración del esquema sujeto-objeto como un momento decisivo en la autotrascendencia de la vida parece estar en contradicción con la tendencia mística de identificar la autotrascendencia con la trascendencia de la fisura sujeto-objeto. Pero no se da ninguna contradicción en todo esto, ya que incluso en la más clásica forma de misticismo la autotrascendencia mística no tiene nada en común con el estado vegetativo bajo la dimensión de lo orgánico. Su propia naturaleza consiste en superar la fisura entre sujeto-objeto tras haberse desarrollado plenamente en el dominio personal, no para aniquilarlo, sino para encontrar algo por encima de la fisura en la que es vencida y preservada. c)
Lo grande y lo trágico
La autotrascendencia de la vida, que se revela a sí misma al hombre como la grandeza de la vida, lleva bajo las condiciones de la existencia al carácter trágico de la vida, a la ambigüedad de lo grande y de lo trágico. Sólo lo grande está capacitado para la tragedia. En Grecia los héroes, los portadores del valor y del poder en su expresión máxima, y las grandes familias son los sujetos de la tragedia tanto en los mitos como en las obras teatrales. Los pequeños, o quienes son repugnantes o malos, están por debajo del nivel en el que se inicia la tragedia. Pero hay un límite para este sentimiento aristocrático: el gobierno pedía a todos los ciudadanos atenienses que participaran en la representación de las tragedias, viniendo a decir con esto que ningún ser humano carece de una cierta grandeza, a saber, la grandeza de ser de naturaleza divina. La representación de la tragedia, con su apelación a todos los ciudadanos, es un acto de valoración democrática del hombre en cuanto hombre, como sujeto potencial de la tragedia, y por tanto, como portador de grandeza.
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Nos podernos preguntar si se puede decir algo análogo de la grandeza bajo todas las dimensiones de la vida, y podemos dar una respuesta afirmativa. Todos los seres se afirman a sí mismos en su poder finito del ser; afirman su grandeza (y dignidad) sin ser conscientes de ello. Lo hacen en su relación con los demás seres y, al hacerlo así, cargan sobre sí mismos la reacción de las leyes determinadas por el lagos, las cuales rechazan todo lo que traspasa los límites establecidos. Esta es la trágica explicación del sufrimiento en la naturaleza, una explicación que no es mecaniscista ni romántica sino realista en los términos del carácter espontáneo de los procesos de la vida. Pero a pesar de estas analogías naturales con la situación humana, la conciencia de lo trágico, y por consiguiente la pura tragedia, sólo es posible bajo la dimensión del espíritu. Lo trágico, si bien se formuló por vez primera en el contexto de la religión dionisíaca, es, al igual que el logos de Apolonio, un concepto universalmente válido. Describe la universalidad de la alienación del hombre y su insoslayable carácter, que con todo es una materia de responsabilidad. Hemos empleado el término lrybris para describir un elemento en la alienación del hombre; el otro elemento es la «concupiscencia». En la descripción de la existencia (en la parte 111 de la Teología sistemática), la hybris y la concupiscencia aparecen simplemente como elementos negativos. En esta parte, que trata de los procesos de la vida, aparecen en su ambigüedad: la hybris unida ambiguamente a la grandeza y la concupiscencia al eros. La lrybris en este sentido no es orgullo -la supercompensación compulsiva de la pequeñez real- sino la autoelevación de lo grande por encima de los límites de su finitud. El resultado es tanto la destrucción de los demás como la autodestrucción. Si la grandeza va inevitablemente unida a la tragedia, es natural que la gente trate de esquivar la tragedia esquivando la grandeza. Esto, por supuesto, es un proceso inconsciente, pero es el más amplio de todos los procesos de la vida bajo la dimensión del espíritu. En muchos aspectos es posible evitar la tragedia evitando la grandeza, si bien no últimamente, ya que todo hombre tiene la grandeza de ser parcialmente responsable de su destino. y si esquiva el total de grandeza que le corresponde se convierte en una figura trágica. Esta congoja por evitar la tragedia le precipita en la trágica pérdida de sí mismo y de la grandeza de ser un yo.
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Pertenece a la ambigüedad de la grandeza y de la tragedia el hecho de que los sujetos de la tragedia no sean conscientes de su situación. Varias de las grandes tragedias son tragedias de la revelación del predicamento humano (como en el caso de Edipo, que se ciega a sí mismo después que sus ojos le han permitido verse reflejado a sí mismo en el espejo que los mensajeros mantienen en su presencia); y han existido civilizaciones enteras, como la occidental en las postrimerías de los tiempos antiguos y en los modernos, cuya trágica hybris ha sido revelada por los mensajeros proféticos en el momento en que se iba aproximando la catástrofe (por ejemplo, los videntes paganos y cristianos del fin del imperio en los últimos tiempos de la antigua Roma y los profetas existencialistas de la llegada del nihilismo occidental en el siglo XIX y principios del XX). Si se pregunta en qué consiste la culpa del héroe trágico, la respuesta debe ser la de que pervierte la función de la autotrascendencia al identificarse a sí mismo con aquello hacia lo que tiende la autotrascendencia: lo grande en sí mismo. No resiste la autotrascendencia, pero sí resiste la exigencia de trascender su propia grandeza. Se siente cogido por su propio poder de representar la autotrascendencia de la vida. Es imposible hablar con sentido de la tragedia sin entender la ambigüedad de la gandeza. Los acontecimientos tristes no son acontecimientos trágicos. Lo trágico sólo se puede entender sobre la base de la comprensión de la grandeza. Expresa la ambigüedad de la vida en la función de la autotrascendencia, incluyendo todas las dimensiones de la vida pero volviéndose sólo consciente bajo el dominio de la dimensión del espíritu. Pero bajo la dimensión del espíritu ocurre algo más. Lo grande revela su dependencia con respecto a lo último, y con esta conciencia lo grande se convierte en santo. Lo santo está más allá de la tragedia, si bien aquellos que representan lo santo están con todos los demás seres bajo la ley de la grandeza y su consecuencia, la tragedia (compárese con la sección acerca de la trágica implicación del Cristo, volumen 11). d)
La religi6n en relaci6n con la moralidad y la cultura
Puesto que el concepto de lo santo ha sido tratado en la segunda parte del sistema teológico, y puesto que las definicio-
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nes implícitas de la religión están presentes a lo largo de todas sus partes, llegados a este punto nos podemos limitar a una discusión de la religión en su básica relación con la moralidad y la cultura. De esta manera, aparecerán la estructura altamente dialéctica del espíritu del hombre y sus funciones. Lógicamente, este podía ser el lugar para una filosofia de la religión plenamente elaborada (incluyendo una interpretación de la historia de la religión). Pero prácticamente esto es imposible en los límites de este sistema, que no es una summa. De acuerdo con su naturaleza esencial, la moralidad, la cultura y la religión están relacionadas entre sí. Constituyen la unidad del espíritu, de ahí que sus elementos se puedan distinguir pero no superar. La moralidad, o la constitución de la persona como persona en el encuentro con otras personas, está relacionada esencialmente con la cultura y la religión. La cultura proporciona los contenidos de la moralidad, los ideales concretos de la personalidad y de la comunidad y las cambiantes leyes de la sabiduría ética. La religión da a la moralidad el carácter incondicional del imperativo moral, la finalidad moral última, la reunión de lo que está separado en el ágape, y el poder motivante de la gracia. La cultura, o la creación de un universo de significado en la theoria y en la praxis, está esencialmente relacionada con la moralidad y la religión. La validez de la creación cultural en todas sus funciones se basa sobre el encuentro de persona-a-persona en el que se establecen los límites a la arbitrariedad. Sin la fuerza del imperativo moral, no se podría sentir ninguna exigencia proveniente de las formas lógicas, estéticas, personales y comunitarias. El elemento religioso en la cultura es la profundidad inagotable de una creación genuina. A esto se le puede llamar la substancia o el fundamento del que se alimenta y vive la cultura. Es el elemento de ultimidad del que carece la cultura en sí misma, pero hacia el que apunta. La religión o la autotrascendencia de la vida bajo la dimensión del espíritu, se relaciona esencialmente con la moralidad y la cultura. No se da ninguna autotrascendencia bajo la dimensión del espíritu sin la constitución del yo moral por el imperativo incondicional, y esta autotrascendencia no puede cobrar forma a no ser dentro del universo de significado creado en el acto cultural.
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Esta descripción de la relación esencial de las tres funciones del espíritu es a la vez «recuerdo transhistórico» y «anticipación utópica». En cuanto tal, juzga sus relaciones reales bajo las condiciones de la existencia. Pero se trata de algo más que un juez externo. Está presente en la medida en que los elementos esenciales y existenciales se mezclan en la vida y dado que la unidad de las tres funciones es tan efectiva como su separación. Es esto precisamente lo que constituye la raíz de todas las ambigüedades bajo la dimensión del espíritu. Y solamente porque el elemento esencial es eficaz en la vida -si bien de manera ambigua- puede aportarse su imagen como criterio de vida. Las tres funciones de la vida bajo la dimensión del espíritu se separan ordenadamente para hacerse reales y presentes. En su unidad esencial no se da ningún acto moral que no sea al mismo tiempo un acto de autocreación cultural y de autotrascendencia religiosa. No existe ninguna moralidad independiente en la «inocencia soñadora». Y en la unidad esencial de las tres funciones, no se da ningún acto cultural que no sea al mismo tiempo un acto de autointegración moral y de autotrascendencia religiosa. No se da una cultura independiente en la inocencia soñadora. Y en la unidad esencial de las tres funciones, no se da ningún acto religioso que no sea al mismo tiempo un acto de autointegración moral y de autocreación cultural. No existe una religión independiente en la inocencia soñadora. Pero la vida se basa en la pérdida de la inocencia soñadora, en la autoalienación del ser esencial y la ambigua mescolanza de elementos esenciales y existenciales. En la realidad de la vida se da una moralidad separada con las ambigüedades que implica; se da una cultura separada con sus ambigüedades; y se da una religión separada con sus más profundas ambigüedades. Vamos a prestarles ahora atención a todas ellas. Se definió a la religión como la autotrascendencia de la vida bajo la dimensión del espíritu. Esta definición hace posible la imagen de la unidad esencial de la religión con la moralidad y la cultura, así como explica también las ambigüedades de las tres funciones en su separación. La autotrascendencia de la vida es efectiva en el carácter incondicional del acto moral y en la inagotable profundidad de significado en todos los significados creados por la cultura. La vida es sublime en cualquiera de los
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dominios en los que predomina la dimensión del espíritu. La autointegración de la vida en el acto moral y la autocreatividad de la vida en el acto cultural son sublimes. En su seno, la vida se trasciende a sí misma en la dirección vertical, la dirección de lo último. Pero debido a la ambigüedad de la vida, son también profanas; resisten a la autotrascendencia. Y esto es inevitable por estar separadas de su unidad esencial con la religión y se actualizan de manera independiente. La definición de la religión como autotrascendencia de la vida en la dimensión del espíritu tiene la implicación decisiva de que la religión debe considerarse ante todo como una cualidad de las otras dos funciones del espíritu y no como una función independiente. Una tal consideración es lógicamente necesaria, ya que la autotrascendencia de la vida no se puede convertir en una función de la vida al lado de otras, ya que si lo hiciera así tendría que trascenderse a sí misma, y esto de manera repetida una y otra vez interminablemente. La vida no se puede trascender a ella misma en una de sus propias funciones. Este es el argumento contra la religión como función del espíritu y no se puede negar que los teólogos que plantean este argumento tienen su fuerza. Por tanto, si se define a la religión como una función de la mente humana, tienen motivos para rechazar el concepto de religión en su conjunto en una teología que quiere tener su fundamento en la revelación. Pero estas afirmaciones hacen incomprensible el hecho de que se da la religión en la vida bajo la dimensión del espíritu, no sólo como cualidad en la moralidad y en la cultura, sino también como una realidad independiente a su lado. Este mismo hecho de la existencia de la religión en el sentido ordinario de la palabra es una de las grandes piedras de escándalo en la vida bajo la dimensión del espíritu. De conformidad con la definición de la religión como la autotrascendencia de la vida, no debería haber ninguna religión, individual u organizada, como una función particular del espíritu. Cualquier acto de la vida debería de por sí señalar hacia un punto más allá del mismo y no hay ningún dominio de actos particulares que resulten necesarios. Ahora bien, al igual que en todos los dominios de la vida, la autotrascendencia se encuentra con la resistencia de la profanización en el dominio del espíritu. La moralidad y la cultura en una separación existencial de la
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religión pasan a ser lo que se conoce de ordinario con el nombre de «secular». Su grandeza queda contradicha por su profanidad. Bajo la presión de la profanización el imperativo moral se convierte en condicional, dependiente de los miedos y de las esperanzas, en un resultado de la compulsión psicológica y sociológica. Los cálculos utilitarios sustituyen la finalidad moral última, y la plenitud de la ley es asunto de intentos fútiles en la autodeterminación. Se niega la autotrascendencia del acto moral; la moralidad es una actividad entre posibilidades finitas. En el sentido de nuestra definición básica queda profanado, aun cuando, en el conflicto con el significado de la gracia, sea tan restrictivo como algunas formas de la moralidad religiosa. Es inevitable que una tal moralidad tenga que caer bajo las ambigüedades de la ley. Bajo la presión análoga de la profanización, la creación cultural de un universo de significados pierde la substancia que se recibe en la autotrascendencia, un significado último e inagotable. Este fenómeno es bien conocido y ha sido ampliamente discutido por quienes analizan nuestra actual civilización, bajo el título de secularización de la cultura. Hacen referencia frecuentemente a un fenómeno análogo en la civilización antigua y de ello han deducido una regla general acerca de la relación de la religión con la cultura a partir de estos dos ejemplos de la historia intelectual de Occidente. Con la pérdida de su substancia religiosa, la cultura se queda con una forma más vacía cada vez. No puede existir un sentido de las cosas sin el manantial inagotable de sentido hacia el que apunta la religión. A partir de esta situación la religión se presenta como una función especial del espíritu. La autotrascendencia de la vida bajo la dimensión del espíritu no se puede convertir en algo con vida sin unas realidades finitas que son trascendidas. Así pues se da un problema dialéctico en la autotrascendencia en el sentido en que algo es trascendido y no trascendido al mismo tiempo. Debería tener una existencia concreta, de lo contrario no habría allí nada que pudiera ser trascendido; con todo, no debería «estar allÍ» más pero sí debería ser negada en el acto de ser trascendida. Esta es exactamente la situación de todas las religiones en la historia. La religión como autotrascendencia de la vida por una parte tiene necesidad de las religiones y al mismo tiempo de negarlas.
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e)
Las ambigüedades de la religi6n
l.
Lo santo y lo secular (profano)
En contraste con todos los demás dominios en los que aparecen las ambigüedades de la vida, la autotrascendencia de la vida en la religión muestra una doble ambigüedad. La primera ha sido ya mencionada como la que posee una característica universal de la vida, la ambigüedad de lo grande y de lo profano. Hemos visto cómo la vida en el proceso de profanización, en todos los actos culturales de autocreatividad y en el acto moral de autointegración, pierde su grandeza y dignidad. Y hemos visto por qué, a fin de mantenerse a sí misma como autotrascendente, la vida bajo la dimensión del espíritu se expresa a sí misma en una función que viene definida por la autotrascendencia, o sea, la religión. Pero este carácter de la religión lleva a una reduplicación de las ambigüedades. La religión, en cuanto función autotrascendente de la vida, pretende ser la respuesta a las ambigüedades de la vida en todas las demás dimensiones; trasciende sus tensiones y conflictos finitos. Pero al hacerlo así, se precipita en una serie de tensiones, conflictos y ambigüedades de mayor profundidad. La religión es la expresión más elevada de la grandeza y de la dignidad de la vida; en ella la grandeza de la vida se convierte en santidad. Pero la religión es al mismo tiempo la refutación más radical de la grandeza y de la dignidad de la vida; en ella lo grande viene a resultar la máxima profanización, y lo santo alcanza su mayor grado de desacralización. Estas ambigüedades constituyen el tema central de cualquier comprensión honesta de la religión, y forman el acervo sobre el que deben operar la iglesia y la teología. Constituyen el motivo decisivo en la expectación de una realidad que trasciende la función religiosa. La primera ambigüedad de la religión es la de la autotrascendencia y la profanización en la misma función religiosa. La segunda ambigüedad de la religión es la elevación demoníaca de algo condicional a una validez incondicional. Se puede decir que la religión se mueve siempre entre los puntos de peligro de la profanización y la demonización, y se puede decir también que en todo acto genuino de vida religiosa ambas están presentes, de manera abierta o solapada.
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La profanización de la religión tiene el carácter de transformarla en un objeto finito entre otros objetos finitos. En la religión en cuanto función particular del espíritu, hacemos referencia al proceso de profanización de lo santo. Si en religión a lo grande se le llama santo, ello indica que la religión se basa en la manifestación de lo santo en sí mismo, el fondo divino del ser. Cualquier religión es una respuesta receptiva de unas experiencias de revelación. En ello radica su grandeza y su dignidad y es lo que convierte a la religión y a sus expresiones en algo santo en la theoria y en la praxis. En este sentido podemos hablar de escrituras santas, comunidades santas, actos santos, oficios santos, personas santas. Estos predicados significan que todas estas realidades son más de lo que aparentan en su aparición finita inmediata. Son autotrascendentes, o, vistos desde el lado de aquello que transcienden -lo santo- tienen a este respecto el carácter de translúcidos. Esta santidad no es su cualidad moral o cognoscitiva o incluso religiosa sino su poder de apuntar más allá de ellos mismos. Si el predicado «santidad» hace referencia a las personas, la real participación de la persona en el mismo se hace posible en diversos grados, desde el ínfimo al más elevado. No es la cualidad personal la que decide el grado de participación sino el poder de autotrascendencia. La gran intuición de Agustín en la controversia donatista fue la de que no es la cualidad del sacerdote la que hace efizaz el sacramento sino la transparencia de su oficio y las funciones que realiza. De lo contrario sería imposible la función religiosa, y no se podría aplicar en absoluto el predicado de santo. De todo ello se sigue que la ambigüedad de la religión no es idéntica a la «paradoja de la santidad» a la que hemos hecho ya referencia y sobre la que volveremos con mayor amplitud en conexión con la imagen del cristiano y de la iglesia. La primera ambigüedad de la religión es la presencia de elementos profani· zados en todos los actos religiosos. Ello es verdad de dos mane· ras diferentes, una institucional, reductiva la otra. La institucio· nal no queda restringida a la religión llamada institucionalizada, ya que, como ha demostrado la psicología, existen también instituciones en la vida interior del individuo, a las que Freud dio el nombre de «actividades rituales», las cuales producen y mantienen unos métodos de acción y reacción. Los implacables ataques a la «religión organizada» se basan principalmente en
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una confusión que ha echado profundas raíces, puesto que la vida está organizada en todas sus autorrealizaciones; sin forma no podría tener ni siquiera una dinámica, y ello es verdad tanto de la vida personal como de la comunitaria. Pero el motivo real de los ataques sinceros a la religión organizada es la ambigüedad de la religión en el contexto de su forma institucional. La religión institucionalizada, en lugar de trascender lo finito en la dirección de lo infinito, lo que hace es convertirse prácticamente en una realidad finita ella misma; una serie de actos prescritos que se han de realizar, una serie de doctrinas determinadas que se han de aceptar, un grupo de presión social al lado de otros, un poder político con todas las implicaciones propias de la política de poder. Los críticos no pueden ver el carácter autotrascendente, grande y santo de Ja religión en esta estructura, que está sometida a las mismas leyes sociológicas que rigen a todos los demás grupos seculares. Ahora bien, aun cuando todo esto sea interiorizado y realizado por los individuos en su vida religiosa personal, no por eso queda eliminado el carácter institucional. El contenido de la vida religiosa personal siempre está tomado de la vida religiosa de un grupo social. Incluso el mismo lenguaje silencioso de la plegaria es la tradición la que lo forma. Los críticos de una tal religión profanizada quedan justificados en sus críticas y prestan con frecuencia un mejor servicio a la religión que aquellos mismos a quienes atacan. Con todo sería una falacia utópica el intento de utilizar estas críticas para eliminar las tendencias profanizadoras en la vida religiosa y mantener la pura autotrascendencia de la santidad. La intuición de la insoslayable ambigüedad de la vida impide .una tal falacia. En todas las formas de religión personal y comunitaria, los elementos profanizadores son eficientes; y, por el contrario, las formas más profanizadas de la religión derivan su fuerza continuadora de los elementos de grandeza y santidad existentes en su seno. La insignificancia de la vida religiosa normal de cada día no sirve como argumento contra su grandeza, y la manera como se la rebaja al nivel de una mecanización indigna tampoco es ningún tipo de argumento contra su dignidad. La vida, trascendiéndose a sí misma, permanece al mismo tiempo en sí, y de ahí precisamente, de una tal tensión se deriva la primera y principal ambigüedad de la religión.
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La precedente descripción hace referencia tan solo a una de las maneras en las que la religión muestra su ambigüedad, a saber, la «institucional». Existe también una manera «reductiva», basada en que la cultura es un hecho que viene a ser la forma de la religión y en que la moralidad viene a ser la expresión de su seriedad. De hecho esto nos puede llevar a la reducción de la religión a la cultura y a la moralidad, por lo que sus símbolos se interpretan como resultados tan sólo de una creatividad cultural, ya sea como conceptos velados o como imágenes. Si se retira el velo de la autotrascendencia, aparece la intuición cognoscitiva y la expresión estética. Desde este punto de vista, los mitos son una combinación de ciencia y de poesía primitivas; son creaciones de la theoria y en cuanto tales tienen una significación duradera, pero debe descartarse su pretensión de expresar la trascendencia. La manifestación de la religión en la praxis se interpreta de igual manera: la personalidad santa y la santa comunidad son desarrollos de la personalidad y de la comunidad a las que deben juzgar los principios de humanidad y de justicia, pero debe rechazarse su pretensión de trascender estos principios. Como se desprende de tales ideas, la reducción de la religión no es radical. La religión ocupa un lugar en el conjunto de la creatividad cultural del hombre y no se niega su importancia en la actualización moral de uno mismo. Ahora bien, se trata de un estado previo en el proceso de una profanización reduccionista de la religión. Pronto resulta evidente que o bien se acepta la exigencia de la religión o bien carece de toda exigencia para ocupar un lugar entre las funciones de la creatividad cultural, y la moralidad no necesita en absoluto de ella. La religión que por principio cuenta con un cobijo en todas las funciones del espíritu, se queda sin cobijo en todas ellas. El trato benévolo que ha recibido de quienes rechazan su exigencia de autotrascendencia no representa ninguna ayuda, y con frecuencia son mucho más radicales sus benévolos críticos. En el campo del conocimiento se explica la religión como derivada de fuentes psicológicas o sociológicas y se la considera como una ilusión o ideología, mientras que en el campo de la estética, los símbolos religiosos son reemplazados por objetos finitos en diferentes estilos naturalistas, de manera especial en el naturalismo y en algunos tipos de arte no-objetivo. La educación no es una iniciación en el
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misterio del ser hacia el que apunta la religión, sino que viene a ser una introducción de las personas en las necesidades de una sociedad suyos fines y propósitos permanecen finitos a pesar de su perpetuidad. Todas las comunidades se convierten en agentes de la realización de una tal sociedad, rechazan toda clase de símbolos autotrascendentes y tratan de reducir las iglesias a organizaciones de la vida secular. En amplios sectores de la humanidad de nuestros días, esta manera reductiva de profanizar la religión, la reducción por la aniquilación, tiene un éxito impresionante, no sólo en el Este comunista sino también en el democrático Occidente. Desde el punto de vista de la historia del mundo, se debe decir que en nuestro período esta manera resulta mucho más eficaz que la manera institucional de profanar la religión. Con todo, también aquí la ambigüedad de la vida se resiste a una solución sin ambigüedades. Debemos acordarnos, ante todo, del hecho de que las fuerzas profanadoras no son simplemente una negación de la religión como función del espíritu sino algo inherente a su misma naturaleza: la religión está presente en su realidad en las formas cognoscitivas, desde el lenguaje a la ontología, que son el resultado de la creatividad cultural. Al emplear el lenguaje, la investigación histórica, las descripciones picológicas de la naturaleza humana, los análisis existencialistas del predicamento del hombre, los conceptos prefilosóficos y filosóficos, emplea un material secular que se vuelve independiente en los procesos de la profanización reduc-' tiva. La religión se puede secularizar para llegar finalmente a diluirse en formas seculares solamente porque tiene la ambigüedad de la autotrascendencia. Pero cuando se intenta esto, la ambigüedad de la religión muestra su efecto sobre estos procesos de profanización reductiva, al igual que lo hace sobre el centro de la autotrascendencia religiosa. La manera cómo esto ocurre sugiere el concepto más amplio de religión como experiencia de lo incondicional, tanto en el imperativo moral como en la profundidad de la cultura. La ambigüedad del secularismo radical consiste en que no puede evitar el elemento de autotrascendencia que se hace presente en estas dos experiencias. Con frecuencia, estas experiencias quedan más bien ocultas y se evita cuidadosamente cualquier expresión de las mismas; pero si un poder tiránico
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dictatorial o conformista- pide a un filósofo radicalmente secular que abandone su secularidad, presentará una resistencia a una tal exigencia, experimentando un incondicional imperativo de sinceridad hasta la autoinmolación total. De la misma manera, si un escritor radicalmente secular que ha escrito su novela con todo su ser ve que se utiliza su obra como simple pasatiempo, experimenta en su interior la sensación de que eso es un abuso y una profanización. Una profanización reductiva puede llegar a alcanzar la abolición de la religión como una función especial, pero será incapaz de eliminar la religión como una cualidad que está presente en todas las funciones del espíritu: la cualidad de la preocupación. última. 2.
Lo divino y lo demoníaco
En la religión la ambigüedad de la autotrascendencia se presenta como la ambigüedad de lo divino y lo demoníaco. El símbolo de lo demoníaco no necesita una justificación que sí fue necesaria hace treinta años, cuando fue reintroducido en el lenguaje teológico. Ha llegado a ser un término del que se ha usado y abusado para designar las fuerzas antidivinas en la vida individual y social. De esta manera ha perdido con frecuencia el carácter ambiguo que va implicado en la misma palabra. Desde un enfoque mitológico los demonios son seres divinos-antidivinos. No son simples negaciones de lo divino sino que participan de manera deformada en el poder y en la santidad de lo divino. La comprensión de este término debe hacerse teniendo en cuenta este trasfondo mitológico. Lo demoníaco no presenta resistencia a la autotrascendencia como la presenta lo profano, sino que deforma la autotrascendencia al identificar a un portador particular de la santidad con lo santo en sí mismo. En este sentido, todos los dioses politeístas son demoníacos debido a que la base del ser y del significado sobre la que se sustentan es finita, por muy sublime, grande y dignificada que pueda resultar. Y la exigencia de algo finito por lo infinito o por la grandeza divina es la característica de lo demoníaco. La demonización de lo santo se da, día tras día, en todas las religiones, incluso en la religión basada en la autonegación de lo finito en la cruz de Cristo. La búsqueda de una vida sin ambigüedades se dirige, por tanto, de la manera más radical contra la ambigüedad de lo santo y de lo demoníaco en el dominio de lo religioso.
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Lo trágico es la ambigüedad interior de la grandeza humana. Pero el sujeto de la tragedia no aspira a la grandeza divina. No intenta «ser como Dios». Toca, por así decirlo, la esfera divina y se ve rechazado por ella hacia la autodestrucción, pero sin pretender para sí la divinidad. Dondequiera que se hace esto, aparece lo demoníaco. Una característica destacada de lo trágico es la de estar ciego; una característica destacada de lo demoníaco es la de estar dividido. Esto es fácilmente comprensible sobre la base de la exigencia de lo demoníaco para con la divinidad sobre una base finita: la elevación de un elemento de finitud a un poder y significado infinitos produce necesariamente la reacción de los otros elementos de finitud, que niegan una tal exigencia o la enfocan hacia ellos mismos. La autoelevación demoníaca de una nación por encima de todas las demás en nombre de su Dios o de su sistema de valores desencadena la reacción del resto de las naciones en nombre de su propio yo. La autoelevación demoníaca de las fuerzas particulares en la personalidad centrada y la exigencia de su superioridad absoluta desemboca en la reacción de las otras fuerzas y en una conciencia dividida. La exigencia de un valor, representado por un Dios, como criterio de todos los demás desemboca en las divisiones de la religión politeísta. Una consecuencia de estas divisiones, en conexión con la naturaleza de lo demoníaco, es el estado de saberse «poseído» por el poder que produce la división. Los demoníacos son los poseídos. La libertad de la centralidad queda alejada por la división demoníaca. Los actos de libertad y buena voluntad no pueden romper las estructuras demoníacas en la vida personal y comunitaria. Quedan fortalecidos por tales actos, excepto cuando el poder cambiante es una estructura divina, es decir, una estructura de gracia. Allí donde se presenta lo demoníaco, muestra sus rasgos religiosos, aun cuando se presente bajo un aspecto moral o cultural. Ello es consecuencia lógica de la mutua inmanencia de las tres funciones de la vida en la dimensión del espíritu y del concepto dual de religión como preocupación incondicional y como dominio de los símbolos concretos que expresan preocupaciones concretas. También aquí los ejemplos son abundantes: las exigencias incondicionales de entrega a cargo de unos esta-
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dos que se revisten a sí mismos de dignidad religiosa, a cargo de funciones culturales que controlan todas las demás (como en el absolutismo científico), a cargo de individuos que van tras su propia idolatría, a cargo de esfuerzos particulares en la persona que toma sobre sí el centro personal; en todos estos casos, ocupa su propio lugar una autotrascendencia distorsionada. Un ejemplo revelador de la ambigüedad de lo demoníaco en el dominio cultural es el imperio romano que alcanzó un reconocimiento universal de su grandeza~ dignidad y de su carácter sublime, pero que cayó bajo la posesión demoníaca cuando se revistió a sí mismo de la santidad divina y causó aquella hendidura que desembocó en la lucha antidemoníaca del cristianismo y en la persecución demoníaca de los cristianos. Esta rememoración histórica nos facilita la transición a la discusión de la religión en el sentido más estricto de la palabra así como de su demonización. La ambigüedad básica de la religión tiene una raíz más profunda que el resto de las ambigüedades de la vida, puesto que la religión es el punto en el que se recibe la respuesta a la búsqueda de lo inambiguo. La religión en este sentido (es decir, en el sentido de la posibilidad del hombre de recibir esta respuesta) no admite ambigüedades; con todo, la recepción actual es profundamente ambigua, ya que se da en las formas mudables de la existencia moral y cultural del hombre. Estas formas participan de lo santo hacia lo cual tienden, pero no son 10 santo en sí mismo. La pretensión de ser lo santo en sí mismo es precisamente lo que les convierte en demoníaco. · En ninguna teología se puede soslayar el concepto de religión, si bien la crítica de la religión es un elemento en la historia de todas las religiones. El impacto revelador que se da tras las religiones hace que, en todas partes donde se da, el pueblo despierte a la conciencia del contraste entre la vida sin ambigüedades hacia la que se encamina la autotrascendencia de la vida y las ambigüedades con frecuencia aterradoras de las religiones actuales. La historia de la religión, en especial la de las grandes religiones, se pueden leer como una constante lucha religiosa interna contra la religión que se debe precisamente a lo santo en sí mismo. El cristianismo proclama que en la cruz de Cristo se ha alcanzado la victoria final de esta lucha, pero incluso al proclamar esta victoria, la misma forma en que se
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lleva a cabo tiene rasgos demoníacos; lo que se aplica correctamente a la cruz de Cristo se transforma en error al quererlo aplicar a la vida de la iglesia, cuyas ambigüedades se quieren negar, a pesar de que en el transcurso de la historia han ido aumentando incesantemente su poder. Pero lo que queremos hacer, una vez llegados a este punto, es dar algunos ejemplos de la demonización de la religión en general. La religión como realidad cultural emplea y se sirve de creaciones culturales tanto en la theoria como en la praxis. Se sirve de unas y desestima otras y, al obrar así, establece un dominio de cultura religiosa que se alinea junto a otras creaciones culturales. Ahora bien, la religión en cuanto autotrascendencia de la vida en todos los campos se atribuye una superioridad sobre todas las demás que queda justificada en la medida en que la religión apunta hacia aquello que trasciende a todas ellas, pero esta atribución de superioridad pasa a ser algo demoníaco cuando la religión en cuanto realidad social y personal se apropia para sí misma y para sus propias formas finitas mediante las que apunta hacia lo infinito, la mencionada atribución de superioridad. Podemos mostrar esto en las cuatro funciones de la creatividad cultural del hombre tratadas anteriormente (si bien siguiendo un orden inverso): lo comunitario, lo personal, lo estético, lo cognoscitivo. La religión está presente en los grupos sociales tanto si están unidos como si están separados de los grupos políticos. En ambos casos constituyen una realidad social, legal y política que viene consagrada por lo santo que queda incorporado a todos ellos. Con la fuerza de esta consagración consagran las otras estructuras comunitarias y de esta forma tratan de controlarlas. En el caso de que opongan resistencia, tratan de destruirlas. El poder de los portadores de lo santo es el carácter incondicional de lo santo, en cuyo nombre rompen la resistencia de todos aquellos que no aceptan los símbolos de la autotrascendencia de los que se alimenta la comunidad religiosa. Es esta la fuente de poder de quienes representan a una comunidad religiosa, así como es también la fuente de la solidez de las instituciones santas, de las costumbres sagradas, de los sistemas de ley ordenados divinamente, de las órdenes jerárquicas, de los mitos y símbolos, y así sucesivamente. Pero es esta misma solidez la que traiciona su ambigüedad
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divino-demoníaca; es capaz de rechazar todas las críticas surgidas en nombre de la justicia. Es la que predomina sobre todas ellas en el nombre de lo santo, que tiene en su seno el principio de justicia, deshaciendo las mentes y los cuerpos de quienes tratan de ofrecer resistencia. Ni hacen falta ejemplos de esta ambigüedad de la religión ya que las páginas de la historia del mundo están repletas de ellos. Bastará con mostrar el porqué la búsqueda de una vida sin ambigüedades debe trascender la religión, aun cuando la respuesta llegue hasta nosotros en la religión. En el dominio de la vida personal, la ambigüedad divinodemoníaca de la religión aparece en la idea de lo santo. Se refleja aquí el conflicto entre humanidad y santidad y el apoyo divino y la supresión demoníaca del desarrollo personal hacia la humanidad. Estos conflictos con sus consecuencias integradoras, desintegradoras, creadoras y destructoras se van dando ante todo en el interior de la persona individual. Una de las maneras empleadas por la religión para suprimir la idea de humanidad en el interior del individuo, de conformidad con la propia idea que tiene del individuo la religión es la de engendrar una conciencia incómoda en aquel que no acepta la exigencia absoluta de la religión. Los psicólogos saben muy bien la devastación que este conflicto causa en el desarrollo personal. Con mucha frecuencia en la historia de la religión es el principio negativo, ascético, el que recibe la consagración religiosa y el que aparece como juez que condena las implicaciones positivas de la idea de humanidad. Pero el poder contenido en la imagen religiosa de la santidad personal no existiría si no se diera la otra cara o aspecto: el impacto que sobre el desarrollo de la persona ejerce el carácter divino, antidemoníaco (y antiprofano) de lo santo hacia lo cual apunta la religión. Pero se ha de decir otra vez que la respuesta a una vida sin ambigüedades no está en la idea de lo santo, si bien la respuesta sólo se puede recibir en la profundidad de la personalidad autotrascendente; empleando una terminología religiosa, en el acto de fe. La discusión acerca de la ambigüedad divino-demoníaca en la relación de la religión con la theoria se concentra naturalmente en el problema de la doctrina religiosa, de manera particular cuando se presenta en la forma de un dogma ya establecido. El conflicto que entonces se origina se produce entre la verdad
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consagrada del dogma y la verdad que sirve de lazo de unión entre el cambio dinámico y la forma creadora. Pero no es en el conflicto teórico en cuanto tal en el que se presenta la ambigüedad divino-demoníaca sino en su significación para la comunidad santa y la santa personalidad. Lo que está aquí en discusión es la supresión demoníaca de la obediencia sincera a las estructuras de la verdad. Lo que ocurre en este sentido con la función cognoscitiva ocurre igualmente con la función estética; la supresión de la auténtica expresividad en el arte y en la literatura equivale a la supresión del conocimiento sincero. Se lleva a cabo en nombre de una verdad religiosamente consagrada y de un estilo religiosamente consagrado. Sin ninguna duda, la autotrascendencia abre los ojos a la verdad cognoscitiva y a la autenticidad estética. Tras las doctrinas religiosas y el arte religioso subyace un poder divino. Pero la distorsión demoníaca se inicia cuando una nueva intuición presiona hacia la superfi.cie y se aplasta en nombre del dogma, de la verdad consagrada, o bien cuando unos estilos nuevos buscan dar expresión a los anhelos de una época pero se les impide hacerlo en nombre de unas formas de expresión religiosamente aprobadas. En todos estos casos, la comunidad que se resiste y las personalidades que ofrecen resistencia son víctimas de la destrucción demoníaca de la verdad y de la expresividad en nombre de lo santo. Así como directamente en relación con la justicia y con la humanidad, también indirectamente en relación con la verdad y la expresividad; la religión no es la respuesta a la búsqueda de una vida sin ambigüedades, si bien la respuesta sólo puede recibirse a través de la religión. C.
LA BÚSQUEDA DE UNA VIDA SIN AMBIGÜEDADES Y LOS SÍMBOLOS DE SU ANTICIPACIÓN En todos los procesos de la vida están presentes un elemento esencial y otro existencial, una bondad y una alienación creadas, y ello se da de una manera tal que ni el uno ni el otro pueden tener una eficiencia en exclusiva. La vida incluye siempre elementos esenciales y existenciales; ahí está la raíz de su ambigüedad.
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Las ambigüedades de la vida se manifiestan en todas las dimensiones, en todos los procesos y en todos los dominios de la vida. El problema de una vida sin ambigüedades está latente por doquier. Todas las creaturas supiran por una realización plena y sin ambigüedades de sus posibilidades esenciales; pero tan sólo en el hombre en cuanto portador del espíritu se hacen conscientes las ambigüedades de la vida y la búsqueda de una vida carente de ambigüedad. Es el hombre quien experimenta la ambigüedad de la vida bajo todas las dimensiones puesto que participa en todas ellas, y las experimenta de manera inmediata en su interior como ambigüedad de las funciones del espíritu: de la moralidad, de la cultura y de la religión. La búsqueda de una vida sin ambigüedades surge a partir de estas experiencias; esta búsqueda es la de una vida que ha alcanzado aquello en cuya dirección se trasciende a sí misma. Puesto que la religión es la autotrascendencia de la vida en el dominio del espíritu, es precisamente en la religión donde el hombre inicia la búsqueda de una vida sin ambigüedades y es en la religión donde recibe la respuesta. Pero la respuesta no se identifica con la religión, ya que la misma religión es ambigua. La plenitud de la búsqueda de una vida sin ambigüedades trasciende cualquier forma o símbolo religioso en el que se pueda expresar. La autotrascendencia de la vida jamás alcanza de manera inambigua aquello que ella misma trasciende, aunque la vida pueda recibir su automanifestación en la forma ambigua de la religión. El simbolismo religioso ha producido tres símbolos principales de una vida sin ambigüedades: el Espíritu de Dios, el Reino de Dios y la Vida Eterna. Cada uno de ellos así como sus mutuas relaciones requieren una breve consideración previa. El Espíritu de Dios es la presencia de la vida divina en el interior de la vida de la creatura. El Espíritu divino es «Dios presente». El Espíritu de Dios no es un ser separado. Se puede hablar, por tanto, de «Presencia Espiritual» a fin de poder dar su pleno significado al símbolo. La palabra «presencia» tiene una connotación arcaica, que indica el lugar en el que está un soberano o un grupo de altos dignatarios. Al escribirla con letras mayúsculas queremos indicar que así expresamos la presencia divina en la vida de la creatura. La «presencia espiritual», es, por tanto, el primer
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símbolo que expresa una vida sin ambigüedades. Está en correlación directa con las ambigüedades de la vida bajo la dimensión del espíritu puesto que, debido a la unidad multidimensional de la vida, guarda una relación indirecta con todos los dominios de la vida. En esta expresión destacamos con letra mayúscula tanto «Presencia» como «Espiritual», y usamos aquí por primera vez en la Teología sistemática la palabra «Espiritual». No ha sido empleada como adjetivo derivado de espíritu con minúscula, que designa una dimensión de la vida. Este símbolo es el que guiará nuestro estudio en la cuarta parte del sistema. El segundo símbolo de una vida sin ambigüedades es el de «Reino de Dios». Su material simbólico está tomado de la dimensión histórica de la vida y de la dinámica de la autotrascendenda histórica. El reino de Dios es la respuesta a las ambigüedades de la existencia histórica del hombre, si bien, debido a la unidad multidimensional de la vida, el símbolo incluye la respuesta a la ambigüedad bajo la dimensión histórica en todos los dominios de la vida. La dimensión de la historia queda realizada, por una parte, en los acontecimientos históricos que se derivan del pasado y determinan el presente y, por otra, en la tensión histórica que se experimenta en el presente, pero se precipita de manera irreversible hacia el futuro. Por tanto, el símbolo del reino de Dios abarca ambas cosas, la lucha por una vida sin ambigüedad, y la plenitud última hacia la que se encamina la historia. Esto nos lleva al tercer símbolo: una vida sin ambigüedades es la Vida Eterna. Aquí se toma el material simbólico de la finitud temporal y espacial de toda vida. U na vida sin ambigüedades supera la servidumbre a los límites categóricos de la existencia. No significa una continuación interminable de la existencia. categórica sino la conquista de sus ambigüedades. Este símbolo, junto con el del reino de Dios, serán las nociones más importantes de la quinta parte del sistema teológico: «La historia y el reino de Dios». La relación de los tres símbolos, «presencia espiritual», «reino de Dios», y la «vida eterna» se puede describir como sigue: los tres son expresiones simbólicas de la respuestas que da la revelación a la búsqueda de una vida sin ambigüedades. Una vida sin ambigüedades como una vida bajo la presencia espiri-
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tual, o como la vida en el reino de Dios, o como la vida eterna. Pero tal como se dijo antes, los tres símbolos emplean distinto material simbólico y al hacerlo así expresan unas direcciones distintas de significado dentro de la misma idea de una vida sin ambigüedades. El símbolo «presencia espiritual» se sirve de la dimensión del espíritu, cuyo portador es el hombre, pero a fin de poder estar presente en el espíritu humano, el Espíritu divino debe estar presente en todas las dimensiones que son reales en el hombre, o lo que es lo mismo, en el universo. El símbolo reino de Dios es un símbolo social tomado de la dimensión histórica en la medida en que se realiza en la vida histórica del hombre. Ahora bien, la dimensión histórica está presente en toda vida. Por tanto, el símbolo «reino de Dios» abarca el destino de la vida del universo, al igual que ocurre con el símbolo de la «presencia espiritual». Pero la cualidad de la historia de avanzar de manera irreversible hacia una meta introduce otro elemento en su significado simbólico, y es el de la expectación «escatológica», la expectación de la plenitud hacia la que se esfuerza por llegar la autotrascendencia y hacia la que se dirige la historia. Al igual que la presencia espiritual, el reino de Dios está operando y forcejeando en la historia; ahora bien, en cuanto plenitud eterna de vida, el reino de Dios está por encima de la historia. El material simbólico del tercer símbolo de la vida sin ambigüedades, la vida eterna, está tomado de la estructura categórica de la finitud. La vida sin ambigüedades es la vida eterna. Al igual que la presencia espiritual y el reino de Dios, también la vida eterna es un símbolo universal, que hace referencia a todas las dimensiones de la vida e incluye los otros dos símbolos. La presencia espiritual crea la vida eterna en quienes son asidos por ella. Y el reino de Dios es la plenitud de la vida temporal en la vida eterna. Los tres símbolos de la vida sin ambigüedades se incluyen mútuamente entre sí, si bien debido al distinto material simbólico que emplean es preferible aplicarlos en diferentes direcciones de significado: la presencia espiritual para la conquista de las ambigüedades de la vida bajo la dimensión del espíritu, el reino de Dios para la conquista de las ambigüedades de la vida bajo la dimensión de la historia, y la vida eterna para la conquista de las ambigüedades de la vida más allá de la historia. Con todo,
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en los tres encontramos una inmanencia mutua del resto. Allí donde hay una presencia espiritual allí se da el reino de Dios y la vida eterna, y allí donde está el reino de Dios allí se da la vida eterna y la presencia espiritual, y allí donde está la vida eterna allí se da la presencia espiritual y el reino de Dios. Es distinto el énfasis, pero la substancia es la misma: una vida sin ambigüedades. La búsqueda de una tal vida sin ambigüedades es posible porque la vida tiene el carácter de la autotrascendencia. Bajo todas las dimensiones la vida se mueve más allá de sí misma en dirección vertical. Pero bajo ninguna dimensión llega a alcanzar aquello hacia lo que se mueve, lo incondicional. No lo alcanza pero la búsqueda prosigue. Bajo la dimensión del espíritu se trata de la búsqueda de una moralidad sin ambigüedades y de una cultura sin ambigüedades reunida con una religión sin ambigüedades. La respuesta a esta búsqueda es la experiencia de la revelación y de la salvación; ellas constituyen a la religión por encima de la religión, aunque se convierten en religión cuando son recibidas. Empleando el simbolismo religioso son la obra de la presencia espiritual o del reino de Dios o de la vida eterna. Esta búsqueda es eficaz en todas las religiones y la respuesta recibida subyace en todas las religiones, dándoles su grandeza y dignidad. Ahora bien, tanto la búsqueda como la respuesta pasan a ser materia ambigua si se expresan con los términos de una religión concreta. Es una experiencia muy vieja en todas las religiones que la búsqueda de algo que las trascienda recibe una respuesta en las experiencias conmocionantes y transformadoras de la revelación y de la salvación; pero también lo es el que bajo las condiciones de la existencia aun aquello que es lo absolutamente grande -la automanifestación divina- pasa a ser no sólo algo grande sino también pequeño, no sólo algo divino sino también demoníaco.
II
LA PRESENCIA ESPIRITUAL A. LA MANIFESTACIÓN DE LA PRESENCIA ESPIRITUAL EN EL ESPÍRITU DEL HOMBRE 1.
EL CARÁCTER DE LA MANIFESTACIÓN DEL ESPÍRITU DIVINO EN EL ESPÍRITU DEL HOMBRE
a)
El espíritu humano y el Espíritu divino en principio
Nos hemos atrevido a emplear la palabra prohibida «espíritu» (con minúscula) por dos motivos: el primero, a fin de dar un nombre adecuado a aquella función de la vida que caracteriza al hombre en cuanto hombre y que se actualiza en la moralidad, la cultura y la religión; el segundo, a fin de proporcionar el material simbólico que' se emplea en los símbolos «Espíritu divino» o «presencia espiritual». La dimensión de espíritu proporciona este material. Como hemos visto, el espíritu como ,dimensión de vida une el poder del ser con el significado del ser. Se puede definir al espíritu como la realización del poder y del significado en la unidad)Dentro de los límites de nuestra experiencia esto ocurre sólo en el hombre, en el hombre como un todo y en todas las dimensiones de la vida que están presentes en él. El hombre, al experimentarse a sí mismo como hombre,~iene conciencia de estar determinado en su naturaleza por el espíritu como una dimensión de su vida/Esta experiencia inmediata hace posible hablar simbólicamente de Dios como Espíritu y del Espíritu divino. Estos términos, al igual que el resto de afirmaciones acerca de Dios, son símbolos. En ellos se apropia y se trasciende el material empírico. Sin esta experien-
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cía del espíritu como unidad de poder y significado en sí mismo, el hombre no habría sido capaz de expresar la experiencia reveladora de «Dios presente» en el término «Espíritu» o «presencia espiritual». Ello muestra una vez más que ninguna doctrina del Espíritu divino es posible sin una comprensión del espíritu como una dimensión de la vida. (. A la pregunta de cuál es la relación existente entre el Espíritu y el espíritu se contesta normalmente con la afirmación metafórica de que el Espíritu divino habita y actúa en el espíritu humano)En este contexto, la palabra «en» implica todos los problemas de la relación de lo divino con lo humano, de lo incondicional con lo condicionado y la del fondo creador con la existencia de la creatura. Si el Espíritu divino irrumpe en el espíritu humano, ello no significa que se queda allí, sino más bien que conduce al espíritu humano fuera de sí mismo. El «en» del Espíritu divino es un «fuera» para el espíritu humano. El espíritu, una dimensión de la vida finita, es conducido a una autotrascendencia venturosa; es asido por algo último e incondicional. Es todavía el espíritu humano; continúa siendo lo que es pero, al mismo tiempo, sale fuera de sí mismo bajo el impacto del Espíritu divino. El término clásico para designar ese estado de ser asido por la presencia espiritual es el de «éxtasis». Describe con exactitud la situación humana bajo la presencia espiritual. Y a describimos la naturaleza de la experiencia reveladora, su carácter extático, y su relación con el aspecto cognoscitivo del espíritu humano, en la sección acerca de «La razón y la revelación» (en la primera parte del sistema). En aquella sección dimos también una descripción similar de la naturaleza de la experiencia salvadora, que es un elemento en la experiencia reveladora precisamente como esta última es a su vez un elemento en la experiencia salvadora. La presencia espiritual crea un éxtasis en ambas que conduce al espíritu del hombre más allá de sí mismo sin destrozar su estructura esencial, es decir, su estructura racional. El éxtasis no destruye la centralidad del yo integrado. Si así lo hiciera entonces la posesión demoníaca reemplazaría la presencia creadora del Espíritu. Aunque el carácter extático de la experiencia de la presencia espiritual no destruye la estructura racional del espíritu humano sí hace algo que el espíritu humano no podría hacer por sí
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mismo. Cuando se apodera del hombre, crea una vida sin ambigüedades. El hombre en su autotrascendencia puede llegar a alcanzarla, pero el hombre no la puede asir, a menos que sea asido él primeramente por ella. El hombre permanece en sí mismo. Por la misma naturaleza de su autotrascendencia, el hombre se ve obligado a preguntarse por la vida sin ambigüedades, pero la respuesta le debe llegar a través del poder creador de la presencia espiritual. La «teología natural» describe la autotrascendencia del hombre y todo lo que va implicado en la conciencia que tiene de su ambigüedad. Pero la «teología natural» deja sin contestar la pregunta. Esto ilustra la verdad ·de que el espíritu humano es incapaz de obligar al Espíritu divino a que entre en el espíritu humano. El intento de hacerlo así pertenece directamente a las ambigüedades de la religión e indirectamente a las ambigüedades de la cultura y de la moralidad. Si la devoción religiosa, la obediencia moral o la honestidad científica pudiera obligar al Espíritu divino a «descender» hasta nosotros, el Espíritu así «descendido» sería el espíritu humano bajo un disfraz religioso. Sería, y con frecuencia así es, simplemente el espíritu del hombre que asciende, la forma natural de la autotrascendencia del hombre. Lo finito no puede obligar a lo infinito; el hombre no puede forzar a Dios. El espíritu humano como una dimensión de la vida es ambiguo, y toda vida lo es, mientras que el Espíritu divino crea una vida sin ambigüedades. Esto nos lleva al problema de cómo la tesis de la unidad multidimensional de la vida está relacionada con la presencia espiritual. La unidad multidimensional de la vida ha servido para impedir las doctrinas dualistas y supranaturalistas del hombre en sí mismo y en su relación con Dios. Ahora es inevitable que la pregunta se plantee acerca de si el contraste entre el espíritu humano y el Espíritu divino reintroduce un elemento dualista-supranatural. La respuesta básica a esta pregunta es que la relación de lo finito con lo que es infinito -y que por ende está por encima de toda comparación con lo finito-- es inconmensurable y no se puede expresar adecuadamente con la misma metáfora que expresa la relación entre dominios finitos. Por otro lado, ~9....haJL.ninguna..m.aru;.:@...Q.~~x:p_:_e~~L-C'.11~!9..~ier relación con el fondo divino del ser que no sea la de emplear un ma!_e_tl
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puede ser resuelta del todo, ya que refleja la misma situación humana. Pero es posible en lenguaje teológico el indicar una conciencia de la situación humana que incluya las inevitables limitaciones en todos los intentos de expresar la relación con lo último. Una manera de hacerlo con la cualificación radical que va implicada al hablar de la «dimensión de la profundidad» o de la «dimensión de lo último» o de «lo eterno» (como he hecho yo mismo en varias ocasiones). Es obvio que la metáfora «dimensión>> tal como se emplea en estas frases significa algo distinto a lo que significa en la serie de las dimensiones de la vida que hemos descrito. No es una dimensión en esta serie, que depende para su realización de la anterior, sino que es el fondo del ser de todas ellas y la finalidad en cuya dirección ¡odas ellas son autotrascendentes. Por tanto, si se emplea el término «dimensión» en combinaciones tales como «dimensión de la profundidad» (que se ha hecho muy popular), viene a significar la dimensión en la que se enraízan, se niegan y afirman todas las dimensiones. Sin embargo, esto transforma la metáfora en un símbolo, y lo dudoso es que sea recomendable este doble empleo de la misma palabra. Otra manera de salir al encuentro de la dificultad de expresar la relación del espíritu humano con el Espíritu divino es sustituyendo la metáfora «dimensión» por la afirmación de que, puesto que lo finito es potencial o esencialmente un elemento en la vida divina, cualquier cosa finita queda cualificada por esta relación esencial. Y puesto que la situación existencial en la que lo finito es real implica ambas cosas: la separación de la esencial unidad de lo finito con lo infinito así como la resistencia a la citada unidad, lo finito ya no queda por más tiempo cualificado realmente por su unidad esencial con lo infinito. Sólo en la autotrascendencia de la vida se logra que quede preservada la «memoria» de la unidad esencial con lo infinito. El elemento dualista implicado en una tal terminología es, por así decirlo, preliminar y transitorio; sirve simplemente para distinguir lo actual de lo potencial y lo existencial de lo esencial. Así pues ni se trata de un dualismo de niveles ni supranaturalista. Se ha hecho la pregunta de si la substitución de la metáfora «dimensión» por la metáfora «nivel» no contradecirá el método de correlación de las preguntas existenciales con las respuestas teológicas. Y precisamente sería esto lo que ocurriría si el
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Espíritu divino vm1era a representar una nueva dimensión dentro de la serie de las dimensiones de la vida. Pero no es eso lo que se busca y la consideración precedente más bien cierra el paso a esta interpretación. Al igual que las categorías y las polaridades, también la «dimensión» se emplea simbólicamente cuando se aplica. a Dios. Por tanto, en la frase «la dimensión de lo último» ésta se emplea simbólicamente, mientras que cuando hace referencia a las diferentes dimensiones de la vida se emplea metafóricamente. La situación existencial del hombre requiere el método de correlación y prohíbe el dualismo de niveles. En la relación esencial del espíritu humano con el Espíritu divino, no se da ningún tipo de correlación sino más bien una mutua inmanencia. b)
Estructura y éxtasis
La presencia espiritual no destruye la estructura del yo centrado portador de la dimensión del espíritu. El éxtasis no niega la estructura. He aquí una de las consecuencias de la doctrina del «dualismo transitorio» que acabamos de estudiar en las líneas precedentes. Un dualismo de niveles conduce lógicamente a la destrucción de lo finito, por ejemplo, del espíritu humano a causa del Espíritu divino. Pero si empleamos un lenguaje religioso, Dios no tiene necesidad de destruir su mundo creado, que en su naturaleza esencial es bueno, a fin de poderse manifestar a sí mismo en él. Ya discutimos esto en conexión con el significado de «milagro». Rechazamos los milagros en el sentido supranaturalista de la palabra así como rechazamos también el milagro del éxtasis producido por la presencia espiritual cuando se entiende a ésta como una invitación a la destrucción de la estructura del espíritu en el hombre (Teología sistemática 1). Sin embargo, si intentáramos una «fenomenología» de la presencia espiritual, encontraríamos una amplia serie de reportajes y descripciones indicadoras de que el éxtaxis como obra del Espíritu rompe la estructura creada. Las manifestaciones de la presencia espiritual ya desde los tiempos primitivos, así como en la literatura bíblica, tienen un carácter milagroso. El Espíritu produce unos efectos corporales: la transferencia de una persona de un lugar a otro, cambios en el interior del cuerpo, como por
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ejemplo la generación de una nueva vida, la penetración de cuerpos rígidos, y cosas por el estilo. El Espíritu produce también unos efectos psicológicos de un carácter extraordinario que dotan il entendimiento o a la voluntad de poderes que sobrepasan la capacidad natural de la persona, como son, por ejemplo, el conocimiento de lenguas extrañas, el penetrar los más íntimos pensamientos de otra persona, y poseer unos poderes de curación incluso a distancia. Por muy discutible que pueda resultar su comprobación histórica todos estos datos apuntan dos importantes cualidades de la presencia espiritual: su carácter universal y extraordinario. El impacto universal de la presencia espiritual en todos los dominios de la vida se expresa en estas relaciones de milagros en todas las dimensiones; empleando un lenguaje supranaturalista apuntan a la verdad de la unidad de vida. La presencia espiritual da respuesta a las preguntas que van implicadas en las ambigüedades de todas las dimensiones de la vida: son superadas la separación espacial y temporal y los desórdenes corporales y psicológicos así como las limitaciones del mismo tipo. De todo esto se hablará más detalladamente y con términos «desmitologizados» más adelante. Ambos términos «inspiración>> e «infusión» expresan la manera cómo el espíritu del hombre recibe el impacto de la presencia espiritual. Ambos términos son metáforas espaciales e implican respectivamente «respiración» y «derramamiento» en el espíritu humano. Al tratar de la revelación ya rechazamos enérgicamente la distorsión que se da cuando la experiencia de la inspiración se convierte en simple lección informativa acerca de Dios y de las cosas divinas.:_íta presencia espiritual no es la de un maestro sino la de un poder portador de significado que se apodera del espíritu humano en una experiencia extática·, Tras la experiencia, el maestro puede analizar y formular el elefuento de significado en el éxtasis de inspiración (tal como hace el teólogo sistemático), pero cuando se inicia el análisis del maestro, ha pasado ya la experiencia de la inspiración. El otro término que describe el impacto de la presencia espiritual con una metáfora espacial es el de «infusión>>. Este concepto es central en la primitiva iglesia y se conservó en la iglesia católica con posterioridad para designar la relación del Espíritu divino con el espíritu humano. Términos como infusio fidei o irifusio amoris hacen derivar la fe y el amor de la infusio
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Spirítus sancti («la infusión del Espíritu santo»). El protestantismo se mostró reacio y aún conserva esta actitud ante un tal empleo de esta terminología debido a las perversiones mágicomaterialistas de las que fue objeto en la iglesia católica de tiempos posteriores. El Espíritu se convirtió en una substancia cuya realidad podía no percibir necesariamente la autoconciencia centrada de la persona. Vino a ser una especie de «materia» que transmitían los sacerdotes al administrar los sacramentos, siempre que no opusiera resistencia el sujeto recipiente. Esta comprensión a-personalista de la presencia espiritual acabó siendo una objetivación de la vida religiosa que alcanzó su punto culminante en todo el asunto de la venta de las indulgencias. Para el pensamiento protestante, el Espíritu es siempre personal. La fe y el amor son impactos de la presencia espiritual sobre el yo centrado, y el vehículo de este impacto es la «palabra», incluso en la administración de los sacramentos. He ahí el porqué del protestantismo en su repugnancia a emplear el término «infusión» para designar el impacto de la presencia espiritual. Ahora bien, esta repugnancia no queda del todo justificada y el protestantismo no tiene una postura absolutamente coherente en todo esto. En la lectura y en la interpretación de la narración de pentecostés así como de otras narraciones por el estilo en el nuevo testamento, de manera especial en el libro de los Hechos y en pasajes de las cartas (las de Pablo en particular), el protestante emplea también la metáfora del «derramamiento» del Espíritu santo. Y al hacerlo así actúa correctamente, ya que aun cuando prefiramos «inspiración», no rehuimos una metáfora substancial, pues «aliento» es también una substancia que entra en quien recibe el Espíritu. Pero existe otra razón en favor del empleo del término «infusión» así como el de «inspiración>> y no es otra que la del reciente descubrimiento de la psicología contemporánea del significado del inconsciente y de la consiguiente re-valorización de los símbolos y de los sacramentos que se ha producido en contraste con el tradicional énfasis protestante en la palabra doctrinal y moral como el medio del Espíritu. Ahora bien, si se describe la recepción extática de la presencia espiritual como «inspiración» o «infusión» o como ambas cosas a la vez, debemos observar la regla básica de que la
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recepción de la presencia espiritual sólo se puede describir de tal manera que el éxtasis no rompa la estructura. Es clásica la doctrina de Pablo acerca del Espíritu en la que expresa la unidad entre éxtasis y estructura. Pablo es primariamente el teólogo del Espíritu. Su cristología y escatología dependen de este punto central de su pensamiento. Su doctrina de la justificación a través de la fe por la gracia es algo que sirve de apoyo y defensa de su principal afirmación de que con la aparición del Cristo ha hecho acto de presencia un nuevo estado de cosas, creado por el Espíritu. Pablo subraya con fuerza el elemento extático en la experiencia de la presencia espiritual y al hacerlo así es coherente con todas las narraciones del nuevo testamento en las que se describe de esta manera. Estas experiencias, que él reconoce en otros, las reclama también para sí mismo. Sabe que toda oración que alcanza su objetivo, es decir, que logra la reunión con Dios, tiene un carácter extático. Una tal oración no es posible al espíritu humano, ya que el hombre no sabe cómo rezar; pero sí es posible que el Espíritu divino ore a través del hombre, aun cuando el hombre no diga una sola palabra («gemidos inenarrables» Pablo). La fórmula -estar en Cristo-- que Pablo emplea con frecuencia, no sugiere una empatía psicológica con Jesucristo; más bien implica una participación extática en el Cristo que «es el Espíritu», y así se vive en la esfera de este poder espiritual. Al mismo tiempo, Pablo se opone a toda tendencia que permitiera al éxtasis romper la estructura. Todo esto nos viene reflejado de manera clásica en la primera carta a los corintios en la que Pablo habla de los dones del Espíritu y rechaza el hablar extático de lenguas si produce el caos y la ruptura de la comunidad, y el énfasis acerca de las ·experiencias extáticas personales si son causa de hybris, así como de los demás carismas (dones del Espíritu) si no quedan cometidos al ágape. Y pasa IUego a tratar de la mayor creación de la presencia espiritual, del ágape propiamente tal. En el himno al ágape de la primera carta a los corintios, capítulo 13, van del todo unidas la estructura del imperativo moral y el éxtasis de la presencia espiritual. Igualmente, los tres primeros capítulos de la misma carta señalan la manera de unir la estructura del conocimiento con el éxtasis de la presencia espiritual. La relación con el fondo divino del ser a través del Espíritu divino no es agnóstica (como no es
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amoral); incluye más bien el conocimiento de la «profundidad» de lo divino. Sin embargo, tal como muestra Pablo en estos capítulos, este conocimiento no es fruto de theoria, la función receptora del espíritu humano, sino que tiene un carácter extático, tal como indica el lenguaje que emplea Pablo en estos capítulos al igual que en el capítulo del ágape. Con lenguaje extático Pablo apunta al ágape y a la gnosis, formas de moralidad y de conocimiento en las que se unen el éxtasis y la estructura. La iglesia tuvo y continúa teniendo problema para actualizar las palabras de Pablo, debido a movimientos extáticos determinados. La iglesia debe evitar la confusión de éxtasis con caos, y debe luchar por la estructura. Por otro lado, debe evitar la profanización institucional del Espíritu que tuvo lugar en la primitiva iglesia católica como consecuencia de su sustitución del charisma por el cargo. Por encima de todo, debe evitar la profanización secular del protestantismo contemporáneo que se da cuando se sustituye al éxtasis por la estructura doctrinal o moral. El criterio paulino de la unidad de estructura y éxtasis se opone a ambos tipos de profanización. El uso de este criterio es un deber siempre presente así como un riesgo también siempre presente para las iglesias. Es un deber, porque una iglesia que vive según sus formas institucionales y no tiene en cuenta el aspecto extático de la presencia espiritual abre la puerta a las formas caóticas o disgregadoras del éxtasis e incluso se hace responsable del fomento de reacciones secularizadas contra la presencia espiritual. Por otro lado, una iglesia que se tome en serio los movimientos extáticos corre el riesgo de confundir el impacto de la presencia espiritual con una sobreexcitación determinada psicológicamente. Se puede reducir este peligro mediante una investigación ge la relación del éxtasis con las distintas dimensiones de la vida~~El éxtasis creado por el Espíritu divino se da bajo la dimensión del espíritu, tal como se trató en el capítulo precedente a prop§sito de las relaciones del espíritu humano con el Espíritu divino~'Sin embargo, y debido a la unidad multidimensional de la vida, todas las dimensiones, tal como son efectivas en el hombre, participan del éxtasis creado por el Espíritu. Esto hace referencia directamente a la percepción de autoconciencia e indirectamente a las dimensiones orgánicas e inorgánicas. El intentar derivar la religión, especialmente en su aspecto extático, de la
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dinámica psicológica, es una profanización reduccionista de la autotrascendencia. Esto tiene lugar predominantemente con respecto a aquellos aspectos que son valorados de manera negativa y se les considera susceptibles de eliminación por medio de la psicoterapia. Los movimientos religiosos de carácter emocional en nuestra sociedad, al igual que en las sociedades que nos han precedido, dan mucha importancia a tales intentos reduccionistas, y el autoritarismo eclesiástico siempre está dispuesto a colaborar con estos ataques desde el lado contrario. Los movimientos del Espíritu saben que es dificil defenderse a sí mismo de una tal alianza entre los críticos eclesiásticos y psicológicos. Toda esta parte del presente sistema es una defensa de las manifestaciones extáticas de la presencia espiritual contra sus críticos eclesiásticos; en esta defensa, el arma más poderosa es el nuevo testamento. Con todo, puede hacerse uso legítimo de esta arma sólo si el otro socio de la alianza -los críticos psicológicos- se ve también rechazado o por lo menos se le sitúa en su propia perspectiva. La doctrina de la unidad multidimensional de la vida proporciona la base para esta defensa. En el contexto de esta doctrina se da por supuesto la base psicológica (y biológica) de todo éxtasis. Pero precisamente porque la dimensión del espíritu está potencialmente presente en la dimensión de la autoconciencia, la dinámica del yo psicológico puede ser la portadora de significado en el yo personal. Esto ocurre siempre que se soluciona un problema matemático, se escribe un poema o se toma una decisión legal. Esto se repite en toda toma de postura profética, en toda contemplación mística y en toda oración realizadora: la dimensión del espíritu se actualiza a sí mismo dentro de la dinámica de la autoconciencia y bajo sus condiciones biológicas. En los últimos ejemplos, hemos apuntado a las experiencias del éxtasis creado por el Espíritu. Con todo, llegados a este punto debemos considerar un fenómeno especial. El éxtasis, en su trascendencia de la estructura sujeto-objeto, es la gran fuerza liberadora bajo la dimensión de la autoconciencia. Pero esta fuerza liberadora crea la posibilidad de confundir aquello que está «por debajo» de la estructura mental sujeto-objeto con lo que está «por encima». Tanto si cobra como si no la forma biológica o emocional, la embriaguez no alcanza la realidad de
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la autoconciencia. Siempre queda por debajo de la estructura de objetivación. La embriaguez es un intento de escapar de la dimensión del espíritu con su fardo de centralidad personal, de responsabilidad y de racionalidad cultural. Si bien, en última instancia, no podrá apuntarse la victoria por la simple razón de que el hombre lleva consigo la dimensión del espíritu, sí que permite descargarse por un tiempo del fardo de la existencia personal y comunitaria. A largo plazo, sin embargo, es destructiva y lo que logra precisamente es aumentar aquellas mismas tensiones de las que intenta liberarse. Su característica más destacada es la de que carece tanto de productividad espiritual como de creatividad espiritual. Se reintegra a una subjetividad vacía que lleva a la extinción de estos contenidos provenientes del mundo objetivo. Produce un vacío en el yo. El éxtasis, de manera similar al entusiasmo productivo de la dinámica cultural, en la theoria como en la praxis, tiene en sí mismo la múltiple riqueza del mundo objetivo, trascendido por la infinitud interior de la presencia espiritual. Quien pronuncia la palabra divina tiene conciencia, al igual que la del más agudo analizador de la sociedad, de la situación social de su tiempo, pero la contempla en éxtasis, bajo el impacto de la presencia espiritual a la luz de la eternidad. Un tal contemplativo tiene conciencia de la estructura ontológica del universo, pero contemplada en éxtasis bajo el impacto de la presencia espiritual a la luz del fondo y de la finalidad de todo ser. Quien reza con fervor tiene conciencia de su propia situación y la de su «vecino» pero la contempla bajo la influencia de la presencia espiritual y a la luz de la dirección divina de los procesos vitales. En estas experiencias, nada del mundo objetivo queda disuelto en una simple subjetividad. Más bien se mantiene todo e incluso experimenta un incremento. Pero no se mantiene bajo la dimensión de la autoconciencia y en el esquema sujeto-objeto. Se ha producido una unión de sujeto-objeto en la que se supera la existencia independiente de cada persona; se crea una nueva unidad. El mejor ejemplo y el más universal de una experiencia de éxtasis lo podemos encontrar en la oración. Toda oración seria y que logre su objetivo-en la que no se habla a Dios como a un socio familiar, tal como hacen muchos al rezar- es un hablar a Dios, lo cual significa que Dios se convierte en objeto para aquel que reza. Ahora bien, jamás se puede convertir a
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Dios en un objeto a menos que sea a la vez un sujeto. Sólo podemos rezar al Dios que se reza a sí mismo a través nuestro. La oración es una posibilidad sólo en la medida en que se supere la estructura sujeto-objeto; es, por tanto, una posibilidad de éxtasis. De todo ello podemos deducir la grandeza de la oración por una parte y por otra el peligro de su continua profanización. El término «extático», cuyo empleo lleva consigo de ordinario muchas connotaciones negativas, tal vez sea recuperable en un sentido positivo si se le entiende como el carácter esencial de la oración. El criterio que se debe emplear para decidir si un estado extraordinario de la mente es de éxtasis, creado por la presencia espiritual, o bien una embriaguez subjetiva es la manifestación de la creatividad en el primer caso y su carencia en el segundo. Utilizar este criterio tiene sus riesgos, pero se trata del único criterio válido que puede emplear la iglesia para <~uzgar al Espíritu».
Los medios de la presencia espiritual 1. Los encuentros sacramentales y los sacramentos Según la tradición teológica la presencia espiritual se hace efectiva por medio de la palabra y de los sacramentos. Sobre ellos está fundada la iglesia. Nuestra doble tarea es interpretar esta tradición en los términos de nuestra comprensión de la relación del Espíritu con el espíritu y la de ampliar el problema de los medios del Espíritu divino de manera que incluya todos aquellos acontecimientos personales e históricos en los que es efectiva la presencia espiritual. La dualidad de la palabra y sacramento no tendría la significación que tiene si no representara el fenómeno primordial de que la realidad viene comunicada ya sea por la presencia silenciosa del objeto en cuanto objeto, ya sea por la autoexpresión vocal de un sujeto con otro sujeto. En ambos casos, los seres pueden recibir la comunicación bajo las dimensiones de la autoconciencia y del espíritu. Una realidad encontrada se puede imprimir sobre un sujeto a través de medios indirectos de dar signos de sí mismo como subjetividad centrada. Esto ocurre por medio de sonidos que se convierten en palabras bajo la dimensión del espíritu. Debido a la consecuencia de las dimensiones, el signo objetivo precede al subjetivo, lo c)
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cual significa en este contexto, que el sacramento es «más antiguo» que la palabra. Los términos «palabra» y «sacramento» designan los dos modos de comunicación en relación con la presencia espiritual. Las palabras que comunican la presencia espiritual se convierten en la palabra (con mayúscula) o, en términos tradicionales, en la palabra de Dios. Los objetos que son vehículos del Espíritu divino pasan a ser materiales y elementos sacramentales en un acto sacramental. · Tal como queda indicado el sacramento es anterior a la palabra, si bien la palabra va implícita en el absolutamente silencioso material sacramental. Esto es así porque la experiencia de la realidad sacramental pertenece a la dimensión del espíritu y concretamente a su función religiosa. Por tanto, no puede darse sin la palabra, aun cuando se quede sin voz. El término «sacramental», en este sentido más amplio, ha de ser liberado de sus connotaciones más restringidas. Las iglesias cristianas, en sus controversias acerca del significado y número de los sacramentos en concreto, no han tenido en cuenta el hecho de que el concepto «sacramental» abarca más de los siete, cinco o dos sacramentos que puedan ser aceptados como tales por una iglesia determinada. El sentido más amplio del término denota todo aquello en lo que ha sido expresada la presencia espiritual; en un sentido más restringido denota unos objetos y actos particulares en los que una comunidad espiritual experimenta la presencia espiritual; y en su sentido de máxima restricción se refiere simplemente a algunos «grandes» sacramentos en cuya administración se realiza a sí misma la comunidad espiritual. Si no se tiene en cuenta el significado de «sacramental» en su sentido más amplio, las actividades sacramentales en su sentido más estricto ( sacramentalia) pierden su significado religioso -como sucedió en la Reforma- y los grandes sacramentos pierden su significado, como ocurrió en algunas de las denominaciones protestantes. Este desarrollo está enraizado en una doctrina del hombre que tiene tendencias dualistas, y sólo pueden ser superadas por una comprensión de la unidad multidimensional del hombre. Si se concibe la naturaleza del hombre simplemente en términos de una autoconciencia consciente, de entendimiento y voluntad, entonces sólo las palabras, las palabras doctrinales y morales pueden transmitir la presen-
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cía espiritual. No se puede aceptar ningún tipo de objetos o actos como transmisores del Espíritu, nada sensual que afecte lo inconsciente. Los sacramentos, si se conservan, se convierten en elementos en desuso de un pasado. Pero no es sólo el énfasis sobre el aspecto consciente del yo psicológico el responsable de la desaparición del pensamiento sacramental; sino que lo es también, incluso en el cristianismo, la distorsión mágica de la experiencia sacramental. La Reforma fue un ataque concentrado al sacramentalismo católico romano. El argumento fue que la doctrina del «opus operatum» en la iglesia romana deformaba los sacramentos en actos no-personales de técnica mágica. Si el sacramento produce su efecto en virtud de su simple realización, el acto centrado de fe no es esencial a su fuerza salvadora (Sólo una resistencia consciente al significado del sacramento sería lo que aniquilaría su efecto). De acuerdo con el juicio de la Reforma, ello llevaría hasta corromper a la religión en magia a fin de alcanzar una gracia objetiva de una fuerza divina. Tiene, por tanto, importancia trazar una línea fronteriza entre el impacto de un sacramento sobre la parte consciente a través del yo inconsciente y las técnicas mágicas que influyen sobre el inconsciente sin el consentimiento de la voluntad. La diferencia está en que en el primer caso el yo centrado participa conscientemente en la experiencia del acto sacramental, mientras que en el segundo caso, el inconsciente queda influenciado directamente sin participación del yo centrado. Si bien la magia como método técnico ha sido reemplazada desde finales del Renacimiento por las ciencias técnicas, aún continúa siendo una realidad el elemento-mágico en la relación entre seres humanos, aunque se le pueda dar una interpretación científica. Es un elemento en la mayoría de encuentros humanos, entre los que se incluyen unos encuentros de los del tipo de los oyentes de un sermón o de un discurso político con la persona que les habla, de quien recibe un consejo con aquella persona que se lo da, del espectador con el actor, del amigo con el amigo, del enamorado con la persona amada. Como elemento de un conjunto más amplio que va determinado por el yo centrado, expresa la unidad multidimensional de la vida. Pero si se ejercita como un acto particular, intencional --que roza el centro personal- se trata de una distorsión demoníaca. Y cualquier sacramento corre el peligro de convertirse en demoníaco.
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El temor a una tal demonización ha inducido al protestantismo reformado y a muchos de los así llamados grupos sectarios, en contraste con el luteranismo, a reducir la mediación sacramental del Espíritu de manera drástica o incluso total. El resultado es o bien una intelectualización y moralización de la presencia espiritual o bien, como sucede entre los cuáqueros, una interiorización mística. A la luz del redescubrimiento en el siglo XX del inconsciente, es ahora posible para la teología cristiana la revalorización positiva de la mediación sacramental del Espíritu. Se podría incluso decir que una presencia espiritual aprehendida solamente a través de la conciencia es intelectual pero no verdaderamente espiritual. Ello significa que la presencia espiritual no se puede recibir sin un elemento sacramental, por muy oculto que esté. Empleando terminología religiosa se podría decir que Dios se apodera del ser humano desde todos los ángulos y valiéndose de toda clase de medios. La fórmula «el principio protestante y la substancia católica» se refiere en definitiva al sacramento como medio de la presencia espiritual. El concepto de la unidad multidimensional de la vida facilita esta fórmula. El catolicismo ha procurado siempre incluir todas las dimensiones de la vida en su sistema de vida y de pensamiento; pero de esta manera ha sacrificado la unidad, es decir, la dependencia de la vida en todas las dimensiones, la religiosa incluida, al juicio divino. El material sacramental no es un signo que apunte hacia algo extraño a sí mismo. O expresado con términos de la teoría del simbolismo, el material sacramental no es un signo, es más bien un símbolo, y en cuanto símbolos los materiales sacramentales están intrínsecamente relacionados con lo que expresan; tienen unas cualidades inherentes (agua, fuego, óleo, pan, vino) que los hacen irreemplazables y adecuados para su función simbólica. El Espíritu «usa» los poderes del ser en la naturaleza a fin de «entrar» en el espíritu del hombre. Digamos de nuevo que no es la cualidad de los materiales como tales lo que les convierte en medios de la presencia espiritual sino más bien en la medida en que son llevados hacia el interior de la unión sacramental. Con esta consideración se excluye tanto la doctrina católica de la transubstanciación que transforma un símbolo en una cosa que se puede manipular, como la doctrina de la reforma acerca del carácter de signo del símbolo sacramental. Un símbolo sacra-
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mental no es ni una cosa ni un signo. Participa del poder de lo que simboliza, y por ende puede ser un medio del Espíritu. Los sacramentos concretos se fueron gestando durante largos períodos en el tiempo. No hay ninguna parte de la realidad encontrada que pueda ser excluida de antemano de la posibilidad de que pueda llegar a ser material sacramental; cualquier cosa puede resultar adecuada para este fin en ciertas constelaciones. Es frecuente que una tradición mágica llegue a transformarse en religiosa (el «alimento» sacramental), y algunas veces un momento histórico se conmemora hasta transformarse en una leyenda sagrada (la última cena). Ordinariamente, el simbolismo sacramental está conectado con los grandes momentos de la vida de una persona, el nacimiento, la madurez, el matrimonio y la muerte inminente, o con unos acontecimientos religiosos especiales, como el de ingresar en un grupo religioso y la asignación en su seno de unas tareas especiales. El simbolismo sacramental va asociado sobre todo a las actividades rituales del mismo grupo. Los acontecimientos son con frecuencia idénticos en uno y otro caso. A la vista de esta situación se debe preguntar si la comunidad espiritual está ligada a unos medios concretos de la presencia espiritual. En la respuesta han de ir unidos el elemento afirmativo y el negativo: en la medida en que la comunidad espiritual hace presente el nuevo ser en Jesús como Cristo no se puede dar en ella ningún acto sacramental que no quede sujeto al criterio de esa realidad en la que se fundamenta la comunidad, lo cual excluye todos los actos sacramentales demonizados, como son, por ejemplo, los sacrificios cruentos. Aún se debe añadir una segunda limitación. Los actos sacramentales por los que se comunica el Espíritu del nuevo ser en Cristo deben hacer referencia a los símbolos históricos y doctrinales en los que van expresados las experiencias reveladoras que conducen a la revelación central, por ejemplo, la crucifixión de Cristo o la vida eterna. Pero dentro de estos límites la comunidad espiritual tiene libertad para apropiarse todos los símbolos adecuados y que poseen una fuerza simbólica. La controversia acerca del número de los sacramentos sólo queda justificada si es la forma como-se tratan los problemas teológicos genuinos, como por ejemplo, los problemas espirituales del matrimonio y del divorcio o del sacerdocio y del laicado. De otra manera, la reducción
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protestante del número de sacramentos a siete o dos no se puede justificar teológicamente, ni se podrá sostener el argumento bíblico de que es Jesús quien los ha instituido. Cristo no ha venido a darnos nuevas leyes rituales. La ley llega a su término con él. La selección definitiva de los grandes sacramentos de entre un mayor número de posibilidades sacramentales depende de la tradición, de la valoración de su importancia y de la crítica de los abusos. Sin embargo, la pregunta decisiva es la de si están en posesión de su poder de mediadores de la presencia espiritual y la de si pueden proseguir manteniendo una tal posibilidad. Por ejemplo, si una parte importante de los miembros más serios de la comunidad espiritual ya no se sienten asidos por ciertos actos sacramentales, por muy antiguos que puedan ser y por muy solemne que sea su administración, uno se debe preguntar si un sacramento ha perdido su fuerza sacramental. 2.
Palabra y sacramento
En nuestro análisis del carácter sacramental de los objetos o actos nos hemos encontrado con que aunque se den en silencio no existen sin palabras ya que el lenguaje es la expresión fundamental del espíritu del hombre. Por tanto, la palabra es el otro medio del Espíritu y el más importante en última instancia. Si las palabras humanas pasan a ser vehículos de la presencia espiritual se les llama la «palabra de Dios». Ya nos ocupamos de esta expresión y de sus muchos significados en la primera parte del sistema. Aquí, y en conexión con la doctrina del Espíritu se deben repetir los siguientes puntos: primero, se debe destacar que la «palabra de Dios» es una expresión que califica las palabras humanas como medios de la presencia espiritual. Dios no necesita de una lengua particular, y los documentos especiales escritos en hebreo, en arameo, en griego o en cualquier otra lengua, no son, en cuanto tales, palabras de Dios. Se pueden convertir en palabra de Dios si se hacen mediadores del Espíritu y tienen el poder de asir del espíritu humano. Esto tiene una aplicación positiva y negativa tanto con respecto a la literatura bíblica como a cualquier otro tipo de literatura. La Biblia no contiene palabras de Dios (o como dijo Calvino, «oráculos» divinos), pero sí puede convertirse de manera única, como ha
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sido en realidad, en «palabra de Dios». Su unicidad radica en el hecho de que es el documento de la revelación central, con respecto tanto a su aspecto dador como al receptor. Todos los días, por su impacto en la gente de dentro y de fuera de la iglesia, la Biblia demuestra ser el medio más importante del Espíritu en la tradición occidental. Ahora bien, no se trata del único medio, ni todo lo que en ella hay es siempre un tal medio. En muchas de sus partes es siempre un medio potencial pero que sólo pasa a ser un medio actual en el grado en que se apodera del espíritu de los hombres. Ninguna palabra es palabra de Dios a menos que sea la palabra de Dios para alguien; ni lo es, en nuestra terminología actual, a menos que sea un medio por el que el Espíritu entra en el espíritu de alguien. Esto amplía hasta lo infinito el número de palabras que pueden convertirse en palabra de Dios. Incluye todos los documentos religiosos y culturales, o lo que es lo mismo, la literatura humana en su conjunto -no sólo la que es sublime, grande y digna, sino también la que reviste cualidades menores y profanas- con tal que haga mella en la mente humana de tal manera que cree una preocupación última. Incluso la palabra que se pronuncia en una conversación normal se puede conver-. tiren un medio del Espíritu -al igual que un objeto ordinario puede cobrar cualidades sacramentales- en una configuración especial de circunstancias físicas y psicológicas. Sin embargo, una vez más, debemos establecer un criterio que nos sirva para discernir lo que es una falsa elevación de las palabras humanas a la dignidad de palabra de Dios, y ese criterio no es otro que las mismas palabras bíblicas que vienen a ser la última piedra de toque de todo lo que puede o no puede llegar a convertirse en palabra de Dios para alguien. Nada es palabra de Dios si contradice la fe y el amor que son obra del Espíritu y que constituyen al nuevo ser tal como se manifiesta en Jesús como Cristo. 3.
El problema de la «palabra interior»
La discusión anterior ha tratado de la acción de la presencia espiritual en los medios que, por muy interno que pueda ser su impacto en el espíritu humano, tiene también un aspecto externo objetivo: objetos, actos, sonidos, letras. La pregunta que
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ahora se plantea es la de si unos tales medios son necesarios o no lo son en absoluto, o bien si no es posible que se dé una acción interna del Espíritu sin vehículos externos. Esta cuestión ha sido suscitada con gran fuerza por los movimientos espirituales en todos los períodos del cristianismo y de manera muy especial en la época de la Reforma. La liberación de la conciencia cristiana de la autoridad que llevaron a cabo los reformadores produjo también el deseo de sentirse libre de nuevas autoridades, la de la Biblia, por ejemplo, y la de las formulaciones de los credos que llevaban a término los intérpretes teólogos. Se trataba de un ataque, en nombre del Espíritu, tanto al papa de Roma como a cualquier otro nuevo papa -la Biblia y sus doctos guardianes. Puesto que el Espíritu significa «Dios presente», ninguna forma humana de vida y de pensamiento puede desconectarse del Espíritu. Dios no queda supeditado a ninguna de sus manifestaciones. La presencia espiritual irrumpe a través de la palabra dada y de los sacramentos aceptados. La conclusión que deduce el movimiento espiritual es que el Espíritu no tiene necesidad de tales mediaciones. Habita en la profundidad de la persona y cuando habla lo hace por medio de la «palabra interior». Quien le presta oído recibe nuevas y personales revelaciones, con independencia de las tradiciones de revelación de las iglesias. La verdad de estas ideas, cuando se miran a la luz de la doctrina del Espíritu, tal como la hemos desarrollado, radica en su énfasis acerca de la libertad del Espíritu de todas las formas ambiguas que se dan en la religión. Llegados a este punto debo confesar que el presente sistema está influenciado de manera esencial aunque indirecta, por los movimientos del Espíritu, tanto a través de su impacto en la cultura occidental en general (incluyendo a teólogos tales como Schleiermacher) como a través de su crítica de las formas establecidas de la vida y del pensamiento religiosos. Pero algunas de las observaciones críticas son correctas precisamente por esta influencia. Ante todo se ha de decir que la expresión «la palabra interior» no es afortunada. Cuando los teólogos franciscanos del siglo XIII insistían en el carácter divino de los principios de la verdad en la mente humana, o cuando los místicos alemanes del siglo XIV insistían en la presencia del Logos en el alma, venían a ser la expresión de los motivos de los movimientos espirituales del pasado y del futuro. Sin embargo, a pesar de ello, no
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desconectaron la acción del Espíritu en el individuo de la tradición de revelación. Con todo, la expresión «palabra interior» puede tener la connotación de esta «desconexión» de la acción del Espíritu de la tradición de revelación y ello nos lleva a preguntarnos si la «palabra» no es por su misma definición un medio de comunicación entre dos seres con una autoconciencia centrada. En el caso de que no existan dos centros ¿qué significa la «palabra interior»? ¿Acaso implica que Dios o el Logos o el Espíritu es ese otro yo? Ciertamente, esto se puede decir simbólicamente, como cuando los profetas se atribuyen el haber oído la «voz de Yahvé» en una experiencia extática al igual que son muchas las personas en todos los tiempos que se atribuyen experiencias de este mismo tipo. Incluso la «voz de la conciencia» (que es inarticulada) se interpreta como la voz del Espíritu divino dirigiéndose al espíritu humano. Sin embargo, si la «palabra interior» tiene este significado, ya no es completamente interior, porque lo que ha ocurrido en ese otro yo finito, que es una condición necesaria de todo lenguaje humano, queda reemplazado por el «yo» divino. Sin embargo, incluso en lenguaje simbólico, esta es una manera discutible de hablar, Ciertamente, si atribuimos a Dios la omnisciencia, el amor, la ira y la misericordia, estamos hablando con signos, aplicando a Dios un material tomado de un yo central tal como nosotros lo experimentamos. Pero el «yo» es un concepto estructural y no un material simbólico adecuado. Cuando el nuevo testamento dice que Dios es Espíritu o cuando Pablo habla del testimonio del Espíritu divino a nuestro espíritu, la estructura del yo que necesitamos para el simbolismo religioso está implícita. Pero es desorientadora si se explicita (Ninguno de los polos de la polaridad básica del yo y del mundo pueden aplicarse simbólicamente a Dios). Si Dios nos habla, no es esa la «palabra interior»; es más bien la presencia espiritual que toma posesión de nosotros desde «fuera». Pero este «fuera» está por encima de lo que está fuera o dentro y los trasciende. Si Dios no estuviera también en el hombre de manera que el hombre pudiera preguntar por Dios, la palabra de Dios al hombre no podría ser percibida por éste. Las categorías de «interior» y «exterior» pierden su significado en las relaciones entre Dios y el hombre. Debemos contestar negativamente la siguiente pregunta: ¿Habla Dios al hombre sin servirse de medio alguno? El medio
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de la palabra está siempre presente, porque la vida del hombre bajo la dimensión del espíritu viene determinada por la palabra, tanto si ésta es articulada como si no. La mente pensante piensa mediante palabras. Habla en el silencio pero no se habla a sí misma a fin de comunicarse algo a sí misma. El hombre se acuerda de lo que se le ha dicho desde el inicio de su vida y lo organiza en un conjunto lleno de sentido. Por tanto, los discursos y los escritos de todos los profetas y místicos y de todos aquellos que se atribuyen una inspiración divina descansan sobre el lenguaje de la tradición de donde proceden si bien implican al mismo tiempo una dirección hacia la ultimidad. Cuando Dios habló a los profetas no les dio nuevas palabras o nuevos hechos, sino que puso ante ellos, a la luz de su significado último, aquellos hechos que ya les eran conocidos y les instruyó para que hablaran a partir de esta situación en el lenguaje que ya conocían. Cuando los entusiastas de la época de la Reforma expresaban la «palabra interior» que habían recibido en su propia lengua, se trataba de la palabra de la Biblia, de la tradición, y de los reformadores, pero iluminadas por su propia experiencia de la presencia espiritual. Bajo esta luz ganaban en sus intuiciones a propósito de la situación social de las clases inferiores en la sociedad en que les había tocado vivir y en posteriores intuiciones en la libertad del Espíritu para operar en la vida personal frente a la heteromanía eclesiástica y biblista, al igual que ya había operado en los mismos reformadores. El carácter profético de la intuición señalada en primer lugar prefiguraba muchos de los movimientos sociales cristianos de los últimos siglos hasta el evangelio social y hasta los movimientos sociales religiosos de nuestro tiempo. Las otras intuiciones fueron el origen de tendencias místicas, como por ejemplo las de los cuáqueros, y de las filosofias de la religión en las que la «experiencia» religiosa es el principio decisivo. Este análisis muestra que el concepto de la «palabra interior» es desorientador. La palabra interior es el reenfoque, para su perfecta adecuación contemporánea, de las palabras de las tradiciones y de las experiencias anteriores. Este reenfoque se da bajo el impacto de la presencia espiritual sin que quede excluido el medio de la palabra. Ahora bien, la oposición de los reformadores a los movimientos espirituales de su tiempo tenía aún otro motivo. Los
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reformadores (de acuerdo con toda la tradición de la iglesia) temían que se pudiera perder (en nombre de la inmediatez del Espíritu) el criterio último de todas las experiencias reveladoras -el nuevo ser en Jesús como Cristo. Por tanto, ligaban el Espíritu a la palabra, al mensaje bíblico de Cristo. Ciertamente que esto desde el punto de vista de la teología es correcto, ya que la teología se basa en la revelación en Jesu-Cristo como la revelación central. Pero se convertía en algo defectuoso desde el momento en que se identificaba la revelación en Cristo con una doctrina forense de la justificación «porn la fe, en la que el impacto de la presencia espiritual quedaba reemplazado por un reconocimiento intelectual de la doctrina del perdón por la gracia sola. No era ésta, ciertamente, la intención, pero era el efecto del principio de la «sola palabra». La función del Espíritu se describió ambiguamente como testimonio del Espíritu ante la verdad del mensaje bíblico o ante la verdad de las palabras bíblicas. La antigua comprensión de la doctrina se adecua a su significado genuino, ya que la presencia espiritual eleva al espíritu humano a la unión trascendente de una vida inambigua y da la certeza inmediata de la reunión con Dios. La posterior comprensión de la doctrina reduce la acción del Espíritu al solo hecho de establecer una convicción de la verdad literal de las palabras bíblicas, una función que contradice la naturaleza del Espíritu y se suma por tanto a una entrega a la autoridad en busca de la seguridad. Esto no tiene en cuenta la continuidad de la presencia espiritual y su impacto en la personalidad y en la comunidad que supera las ambigüedades de la vida. De nuevo aquí los movimientos espirituales apuntaban hacia una característica bíblica que estaba ya presente en el primer Lutero y que se había perdido en la victoria del mismo sobre el Espíritu en el desarrollo ortodoxo de la Reforma. En los forcejeos consiguientes, los movimientos espirituales perdieron algo que justificaba la resistencia de la ortodoxia. Se concentraban en los movimientos interiores de sus almas bajo el impacto del Espíritu en lugar de mirar fuera de sí mismos, a la manera de Lutero, en la aceptación divina a pesar de no ser aceptables en realidad. Interpretaban mal la palabra que se les había dicho como simples palabras piadosas que se decían a sí mismos. Pero esta consideración trasciende el problema de los medios de la presencia espiritual.
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2.
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EL CONTENIDO DE LA MANIFESTACIÓN DEL ESPÍRITU DIVINO EN EL ESPÍRITU HUMANO: FE Y AMOR
a)
La uni6n trascendente y la participaci6n en la misma
Todas las ambigüedades de la vida están enraizadas en la separación y en la intercomunicación de los elementos esenciales y existenciales del ser. Por tanto, la creación de una vida sin ambigüedades trae consigo la reunión de estos elementos en los procesos de la vida en los que el ser actual es la expresión verdadera del ser potencial, una expresión, sin embargo, que no es inmediata, como en la «inocencia soñadora», sino que se realiza sólo tras la alienación, la contestación y la decisión. En la reunión, del ser esencial y existencial, la vida ambigua queda elevada por encima de sí misma a una trascendencia que no podría alcanzar por un solo poder. Esta unión contesta a la pregunta implicada en los procesos de la vida y en la función del espíritu. Es la respuesta directa al proceso de la autotrascendencia --que continúa siendo una pregunta en sí misma. La «unión trascendente» contesta a la pregunta general implicada en todas las ambigüedades de la vida. Aparece dentro del espíritu humano como el movimiento extático que desde un punto de vista se llama «fe», y desde otro, «amor». Estos dos estados manifiestan la unión trascendente creada por la presencia espiritual en el espíritu humano. La unión trascendente es una cualidad de la vida sin ambigüedades, una cualidad con la que nos volveremos a encontrar al tratar del reino de Dios y de la vida eterna. Podemos distinguir los dos puntos de vista que determinan las dos expresiones así: la fe es el estado de ser asido por la unidad trascendente de la vida sin ambigüedades -incorpora al amor como el estado de ser introducido en la unidad trascendente. A partir de este análisis es obvio que la fe lógicamente precede al amor, si bien en la realidad no se pueden dar por separado. La fe sin amor es una continuación de la alienación y un acto ambiguo de autotrascendencia religiosa. El amor sin la fe es una reunión ambigua de lo separado sin el criterio y el poder de la unión trascendente. Ninguno de los dos es una creación de la presencia espiritual sino que ambos son el resultado de distorsiones religiosas de una creación espiritual original.
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Estas afirmaciones presuponen una plena discusión de fe y amor a fin de que puedan resultar comprensibles. Una tal discusión podría llenar un volumen entero (Yo mismo he tratado de la fe y el amor en dos pequeños volúmenes por separado) 1 . Sin embargo, no es nuestro propósito ahora entrar en esta discusión sino más bien el de determinar el lugar que ocupan estos dos conceptos dentro del sistema teológico y mostrar así su relación con otros conceptos teológicos y símbólicos religiosos. Su posición central en la vida cristiana y en el pensamiento teológico ha sido reconocida definitivamente a partir del nuevo testamento, pero, como es evidente por el estado en que se encuentra la discusión en nuestros días, no siempre han sido interpretados de manera uniforme o adecuada. b)
La manifestaci6n de la presencia espiritual como fe
Pocas palabras habrá en el lenguaje religioso que necesiten una purificación tan grande desde el punto de vista semántico como la palabra «fe». Se la confunde constantemente con la creencia en algo de lo que no se tiene evidencia o en algo que es intrínsecamente increíble, o en cosas absurdas o insensatas. Es en extremo dificil alejar estas connotaciones ·deformantes del genuino sentido de la fe. Una de las razones es que las iglesias cristianas han predicado frecuentemente el mensaje del nuevo ser en Cristo como «absurdidad» que se debe aceptar por la autoridad bíblica o eclesiástica tanto si son comprensibles como si no las afirmaciones del mensaje. Otra razón es la prontitud de muchos críticos de la religión por concentrar sus fuerzas sobre una imagen así deformada de la fe que se convierte en objeto fácilmente impugnable. Se debe definir la fe tanto material como formalmente. La definición formal es válida para todo tipo de fe en todas las religiones y culturas. La fe, definida formal o genéricamente, es el estado de ser asido por aquello hacia lo que aspira la autotrascendencia, lo último en el ser y en el significado. Brevemente formulado, se puede decir que la fe es el estado de sentirse asido l. Fe: Dynamics offaith, New York 1957; amor: Love,power, andjustice, New York 1954.
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de una preocupación última. La expresión de «preocupación última» establece la unión entre un significado subjetivo y objetivo: uno se preocupa por algo que él considera digno de preocupación. En este sentido formal de la fe como preocupación última, todo ser humano tiene fe. Nadie se puede escapar de la relación esencial del espíritu condicional para con algo incondicional en cuya dirección lo autotrascendente va unido a toda la vida. Por muy de poca estima que pueda resultar el contenido concreto de la preocupación última, nadie puede sofocar una tal preocupación de manera absoluta. Este concepto formal de la fe es básico y universal. Es una refutación de la idea de que el mundo es el campo de batalla entre la fe y la no-fe (si se nos permite acuñar esta palabra para soslayar el empleo de la plabra «descreencia» que se presta a la confusión). La nofe, en el sentido de algo antitético a la fe, no se da, pero a través de toda la historia y, sobre todo, en la historia de la religión, sí se han dado unos tipos de fe que han carecido de contenido digno de tenerse en cuenta. A algo previo, finito y condicional lo revisten con la dignidad de lo último, de lo infinito, de lo incondicional. El constante conflicto a lo largo de toda la historia se debate entre una fe dirigida a la realidad última y una fe dirigida a unas realidades previas que se arrogan ultimidad. Esto nos lleva al concepto material de fe tal como quedó formulado. Fe es el estado de ser asido por la presencia espiritual y estar abierto a la unidad trascendente de una vida sin ambigüedades. En relación con la afirmación cristológica, se podría decir que la fe es el estado de ser asido por el nuevo ser manifestado en Jesús el Cristo. En esta definición de la fe, el concepto formal y universal de fe se ha convertido en material y particular; se hace cristiano. Sin embargo, el cristianismo pretende que esta particular definición de fe expresa la plenitud hacia la cual se dirigen todas las formas de fe. La fe como el estado de mantenerse abierto por la presencia espiritual a la unidad trascendente de una vida sin ambigüedades es una descripción universalmente válida, á. pesar de su fondo particular cristiano. Con todo, una tal descripción guarda poco parecido con las definiciones tradicionales en las que el entendimiento, la voluntad o el sentimiento se identifican con el acto de fe. A pesar de la
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crudeza psicológica de estas distinciones, se mantuvieron como decisivas tanto en las concepciones científicas de la fe como en las populares. Se hace, por tanto, necesario puntualizar más acerca de la relación de la fe con las funciones mentales. La fe, como la invasión de la presencia espiritual en los conflictos y en las ambigüedades de la vida del hombre bajo la dimensión del espíritu, no es un acto de afirmación cognoscitiva dentro de la estructura sujeto-objeto de la realidad. Por tanto, no está sujeta a la verificación por medio de experimentos o de una experiencia dirigida. La fe tampoco es la aceptación de las afirmaciones factuales o de las valoraciones tomadas con autoridad, aun en el caso de que la autoridad sea divina, pues entonces se suscita la cuestión siguiente: ¿en qué autoridad me baso para dar el nombre de divina a una autoridad? Una afirmación como ésta: «es verdad que existe un ser llamado Dios», no es una afirmación de fe sino una proposición cognoscitiva que carece de suficiente evidencia. La afirmación y la negación de tales afirmaciones son igualmente absurdas. Este juicio se refiere a todos los intentos que darían autoridad divina a las afirmaciones de hecho en la historia, en la mente, y en la naturaleza. Ninguna de tales afirmaciones tiene el carácter de la fe ni se pueden hacer en nombre de la fe. No hay nada más indignante que hacer a la fe responsable de una evidencia que no posee. Una toma de conciencia de esta situación ha llevado al establecimiento de una más íntima relación entre fe y decisión moral. Se hace un esfuerzo por superar las deficiencias de la comprensión cognoscitiva-intelectual de la fe por medio de una comprensión moral-voluntarista. En un tal intento, la «fe» se define como el resultado de una «voluntad de creer» o como fruto de un acto de obediencia. Pero uno puede preguntar: ¿la voluntad de creer qué? o ¿la obediencia a qué? Si se toman en serio estas preguntas, se re-establece la interpretación cognoscitiva de la fe. A la fe no se la puede definir como «una voluntad de creer ampliamente», ni tampoco como «una amplia obediencia al orden». Pero en el momento en que se buscan los contenidos de la voluntad de creer o de la obediencia al orden, reaparecen las deficiencias de la interpretación cognoscitiva de la fe. Por ejemplo, si a uno se le pide que acepte la palabra de Dios en la obediencia -y si se llama a esta aceptación «obe-
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diencia de la fe»- lo que se le pide es que haga algo que sólo puede ser hecho por alguien que está ya en estado de fe y reconoce que la palabra oída es la palabra de Dios. La «obediencia de la fe» presupone la fe pero no la crea. La identificación más popular es la de la fe con sentimiento. Más aún, no sólo es popular sino que la aceptan también los científicos y filósofos que rechazan la pretensión religiosa de verdad pero que no pueden negar su tremendo poder psicológico y sociológico. Y esto lo atribuyen al indefinido pero indiscutible dominio de lo «oceánico» u otro sentimiento y se le opone sólo cuando trata de sobrepasar sus límites y pasa por encima de la tierra firme del conocimiento y de la acción. Ciertamente, la fe como expresión de toda la persona incluye elementos emocionales, pero no consiste sólo en ellos. Atrae hacia sí y hacia su abertura extática ante la presencia espiritual todos los elementos de la theoria Y,.de la praxis; más allá de estos elementos, incluye también elementos de los procesos vitales bajo todas las dimensiones. Como ha enseñado correctamente la teología clásica, existe un «asentimiento» a la fe -existe una aceptación cognoscitiva de la verdad, no de las afirmaciones verdaderas acerca de los objetos en el tiempo y en el espacio sino de la verdad acerca de nuestra relación con aquello que nos preocupa últimamente y aquellos símbolos que son su expresión (El desarrollo total de esta afirmación ha sido ya elaborado en la primera parte del sistema, «La razón y la revelación»). Existe también la obediencia en la fe, y en este punto están de acuerdo Pablo y Agustín, Tomás y Calvino. Pero, «la obediencia de la fe» no es la sujeción heterónoma a una autoridad divino-humana. Es el acto de mantenernos abiertos a la presencia espiritual que ha asido de nosotros y nos mantiene abiertos. Es la obediencia por participación y no por sumisión (como en las relaciones de amor). Finalmente, existe un elemento emocional en el estado de ser asidos por la presencia espiritual. Este no es el sentimiento de un carácter completamente indefinido del que hablamos más arriba. Es la oscilación entre la congoja de la propia finitud y la alienación y el coraje extático que supera la congoja apropiándosela con la fuerza de la unidad trascendente de una vida sin ambigüedades.
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La discusión precedente de la fe y de la función mental nos ha mostrado dos cosas: la primera, que la fe ni puede identificarse con ninguna de las funciones mentales ni derivarse de las mismas. La fe ni puede crearse por los procedimientos del entendimiento, ni por los esfuerzos de la voluntad, ni por movimientos emotivos. Pero, y ésta es la segunda cosa, la fe comprende en sí misma todo ello, uniéndolo y sometiéndolo al poder transformante de la presencia espiritual. Esto implica y confirma la verdad básica teológica de que en relación con Dios todo existe por él. El espíritu del hombre no puede alcanzar lo último, aquello en cuya dirección se trasciende a sí mismo, a través de cualquiera de sus funciones y elevarlas más allá de sí mismas por la creación de la fe. Aunque creada por la presencia espiritual, la fe se da dentro de la estructura, de las funciones y de la dinámica del espíritu del hombre. Ciertamente, no es desde el hombre, sino en el hombre. Por lo tanto, en bien de una trascendencia radical de la actividad divina, es erróneo negar que el hombre tenga conciencia de que su ser es asido por el Espíritu divino, o que como se ha dicho, «sólo creo que creo». El hombre es consciente de que la presencia espiritual actúa en él. Pero esa frase sí nos sirve para prevenirnos ante una especie de autoconfianza acerca de poseer el estado de fe. Si la consideramos en su concepto material, la fe tiene tres elementos: el primer elemento es el de estar absolutamente abiertos a la presencia espiritual; el segundo elemento, es el de aceptarla, a pesar del abismo infinito que media entre el Espíritu divino y el espíritu humano; y el tercer elemento es el de esperar una participación final en la unidad trascendente de una vida sin ambigüedades. Estos elementos se contienen el uno al otro, no van a continuación el uno del otro, pero están presentes allí donde se da la fe. El primer elemento es la fe en su carácter receptivo, su mera pasividad en relación con el Espíritu divino. El segundo elemento, es la fe en su carácter paradójico, en su privilegiada situación ante la presencia espiritual. El tercer elemento caracteriza la fe como anticipación, en su cualidad de esperanza de la creatividad realizadora del Espíritu divino. Estos tres elementos expresan la situación humana y la situación de la vida en general en relación con lo último en el ser y en el significado. Reflejan la caracterización del nuevo ser (tal
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como se explica en la sección cristológica de la parte 111) como «regeneración», <~ustificación», y «santificación». Estos tres elementos reaparecerán en las descripciones siguientes acerca de la conquista de la presencia espiritual de las ambigüedades de la vida. La fe es algo real en todos los procesos vitales -en la religión, en las otras funciones del espíritu y en los dominios precedentes de la vida- en la medida en que condicionan la realización del espíritu. En este momento, sin embargo, lo que importa es elaborar solamente la naturaleza esencial y la estructura básica de la fe. La función real de la fe de conquistar las ambigüedades de la vida con el poder de su origen espiritual es objeto de la última sección de esta parte del sistema (parte cuarta). Debe destacarse que este tratar la fe como una especie de realidad independiente se apoya en la Biblia, al igual que la visión del pecado como una especie de poder mitológico que rige el mundo, está también en la línea del pensamiento bíblico, preferentemente del paulino. La realización subjetiva del pecado y de la fe y de los problemas que de ahí se suscitan son secundarios con respecto a la objetividad de los dos poderes si bien no pueden separarse, en la realidad, los aspectos objetivos y subjetivos. c)
La presencia espiritual manifestada como amor
Mientras que la fe es el estado de ser asido por la presencia espiritual, el amor es el estado de ser introducido por la presencia espiritual en la unidad trascendente de una vida sin ambigüedades. Una tal definición exige una explicación tanto desde el punto de vista semántico como ontológico. Desde su aspecto semántico, el amor, como la fe, debe ser purificado de muchas connotaciones deformantes. La primera es la descripción del amor como emoción. Más adelante hablaremos del elemento emotivo genuino en el amor. Aquí sólo debemos afirmar que el amor es algo real en todas las funciones de la mente y que tiene echadas sus raíces en las entretelas de la vida misma. El amor es el impulso hacia la reunión de lo separado; esto es ontológica, y por tanto universalmente, verdadero. Es eficaz en los tres procesos vitales; une en un centro, crea lo nuevo, y encauza más allá de todo lo dado, hacia su mismo fondo y meta. Es la «sangre» de
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la vida y por tanto tiene muchas formas en las que están reunidos los elementos dispersos de la vida. Hemos apuntado las ambigüedades en algunas de estas formas así como las fuerzas desintegradoras en los procesos de integración. Pero al tratar el encuentro de persona-a-persona y el imperativo moral que le es intrínseco, hicimos también la pregunta acerca de una reunión sin ambigüedades, la pregunta del amor como participación en el otro a través de la participación en la unidad trascendente de una vida sin ambigüedades. La respuesta a esta pregunta se nos da en la creación de la presencia espiritual del ágape. Agape es el amor sin ambigüedades que es, por tanto, imposible al espíritu humano por sí mismo. Al igual que la fe, es una participación extática del espíritu finito en la unidad trascendente de una vida sin ambigüedades. Quien está en estado de ágape es arrastrado hacia esta unidad. Esta descripción hace posible hallar una salida a la controversia entre católicos y protestantes acerca de la relación existente entre la fe y el amor. Ya hemos indicado que la fe lógicamente precede al amor, porque la fe es, por así decirlo, la reacción humana ante la presencia extática de que el Espíritu divino desbarate la tendencia de la mente finita a reposar sobre su propia autosuficiencia. Esta visión confirma la afirmación de Lutero de que la fe es recibir y nada más que recibir. Al mismo tiempo, la afirmación con igual energía acerca del amor, a cargo del pensamiento católico-agustiniano, en virtud de la intuición de la inseparabilidad esencial del amor y de la fe en la participación de la unidad trascendente de la vida sin ambigüedades. En esta visión, el amor es más que una consecuencia de la fe, por más que necesaria; es un aspecto de la situación extática del ser del que la fe es el otro aspecto. Una deformación de esta relación sólo se da si se entienden los actos de amor como condicionamientos del acto por el que la presencia espiritual toma posesión del hombre. El principio protestante -de que en la relación con Dios todo lo hace Dios- continúa siendo el arma contra una tal deformación. Llegados a este punto podemos responder a otra pregunta: ¿por qué esta presentación de la creación fundamental del Espíritu divino no añade esperanza a la fe y al amor en lugar de considerarla como el tercer elemento de la fe, es decir, como dirección anticipada de la fe? La respuesta es que si la esperanza
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fuera considerada sistemáticamente (y no sólo homiléticamente, como en la fórmula de Pablo) como una tercera creación del Espíritu, su situación en el hombre estaría equiparada a la fe. Sería un acto independiente de la expectación anticipada cuya relación con la fe sería ambigua. Caería bajo la actitud de «creer aquello», una actitud que está en agudo contraste con el significado de la «fe». La esperanza es o bien un elemento de la fe o una «tarea» pre-Espiritual de la mente humana. Por supuesto, esta discusión refuerza la intuición de la unidad esencial de la fe y el amor. También el amor se convierte en una «tarea» pre-espiritual del espíritu humano si negamos la inseparabilidad esencial de la fe y el amor. El amor no es una emoción pero sí que van implicados en él fuertes elementos emocionales, al igual que ocurre con otras funciones de la mente humana. Por esta razón, está justificado que demos inicio a la discusión acerca del amor y de las funciones mentales con la pregunta de qué relación es la que se da entre el amor y la emoción (al igual que iniciamos nuestra discusión acerca de la fe y de las funciones mentales con la pregunta de la relación existente entre la fe y el entendimiento). El elemento emocional en el amor es, como lo es siempre la emoción, la participación del centro total del ser en el proceso de reunión, ya sea en su momento de anticipación o en el de su plenitud. Sería incorrecto decir que la plenitud anticipada es la fuerza que dirige el amor. La fuerza que dirige hacia la reunión existe también en dimensiones en las que falta la toma de conciencia, y por tanto la anticipación. E incluso donde se da una plena conciencia, el impulso hacia la reunión no está causado por la anticipación de un esperado placer (como ocurriría sobre la base del principio -ya rechazado- de dolorplacer), sino que el impulso hacia la reunión pertenece a la estructura esencial de la vida y, por consiguiente, se experimenta como placer, gozo o bendición, de acuerdo con las diferentes dimensiones de la vida. Al igual que la participación extática en la unidad trascendente de una vida sin ambigüedades, el ágape se experimenta como bendición ( makaria o beatitudo en el sentido de las bienaventuranzas). Por tanto, podemos aplicar la palabra ágape a la vida divina y a su movimiento trinitario simbólicamente, y así se concretiza el símbolo de la bendición divina. El elemento emocional no se puede separar del amor; el amor
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sin su cualidad emotiva es una «buena voluntad» para con alguien o algo, pero no es el amor. Esto es verdad también con respecto al amor del hombre a Dios, que no puede equipararse con la obediencia, como enseñan algunos teólogos antimísticos. Pero el amor no sólo está relacionado con la emoción; es el movimiento de todo el ser hacia otro ser para superar la separación existencial. Como tal, incluye un elemento volitivo bajo la dimensión de la autoconciencia, es decir, la voluntad de unión. Una tal voluntad es esencial en toda relación de amor ya que sin la misma no se podría traspasar el muro de la separación. El elemento emotivo solo no es lo suficientemente fuerte si no coinciden el deseo y la plenitud. Como este es siempre el caso bajo las condiciones de existencia, se da una resistencia en ambos aspectos de una relación de amor. Es a este elemento volitivo en el amor al que hace referencia en primer lugar el gran mandamiento. El amor sin voluntad de amar, apoyado tan solo en la fuerza de la emoción, jamás puede penetrar en otra persona. La relación entre el amor y la función intelectual de la mente está más ampliamente desarrollada en el pensamiento griego y cristiano-helenista por contraposición a unos antecedentes místicos. La doctrina del eros de Platón apunta a la función del amor al crear la toma de conciencia del conocedor de su propia vaciedad frente a la abundancia de lo conocido. En Aristóteles, el eros de todas las cosas mueve el universo hacia la forma pura. En el lenguaje cristiano-helenista, la palabra gnosis significa conocimiento, relación sexual y unión mística. Y la palabra alemana erkennen, que significa conocer, se usa también para la unión sexual. El amor incluye el conocimiento de la persona amada, pero no se trata del conocimiento del análisis y de la manipulación calculadora; es más bien el conocimiento participante el que cambia tanto a la persona que conoce como a la persona conocida en el mismo acto del conocimiento amoroso. El amor, como la fe, es un estado de toda la persona; todas las funciones de la mente humana tienen vida en todo acto de amor. Mientras la palabra «fe» tiene un significado predominantemente religioso, la palabra «amor» es tan equívoca que en muchos casos es necesario reemplazarla por la palabra del nuevo testamento ágape para significar el amor como creación
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de la presencia espiritual. Esto, con todo, no siempre es posible, especialmente en los contextos homiléticos y litúrgicos, y más allá de esta limitación, se da un problema sistemático en el uso equívoco de la palabra «amor» en inglés y en otras lenguas modernas. A pesar de las muchas clases de amor, que en griego se designan como philia (amistad), eros (aspiración hacia lo que vale), y epithymia (deseo), además de ágape, que es la creación del Espíritu, existe un punto de identidad en todas estas cualidades del amor que justifica la traducción de todos estos términos por la palabra «amor»; y esa identidad consiste en la «urgencia hacia la reunión de lo separado», que es la dinámica interna de la vida. El amor en este sentido, es único e indivisible. Se ha intentado establecer un contraste absoluto entre ágape y eros (abarcando las otras tres clases de amor); pero el resultado fue reducir ágape a un concepto moral, no sólo en relación con Dios, sino también en relación con el hombre, y eros (que incluye, en esta terminología, philia y epithymia o libido) quedó profanado en una dirección simplemente sexual y privado de la posible participación en una vida sin ambigüedades. Sin embargo, una verdad importante destaca en el contraste de ágape con las otras clases de amor: ágape es una manifestación extática de la presencia espiritual. Sólo es posible en unión con la fe y es el estado de ser arrastrado hacia la unidad trascendente de una vida sin ambigüedades. Por esta razón, es independiente de las otras cualidades del amor y es capaz de unirse a ellas, de juzgarlas y transformarlas. El amor como ágape es una creación de la presencia espiritual que supera y pasa por encima de las ambigüedades inherentes a todas las demás clases de amor. El ágape tiene este poder porque al igual que la fe posee la estructura básica del nuevo ser: el carácter receptivo, paradójico y de anticipación. En el caso de ágape, la primera cualidad es evidente en su aceptación del objeto de amor sin restricciones; la segunda cualidad se desglosa en la afirmación del ágape de esta aceptación a pesar del estado alienado, profanizado y demonizado de sus objetos, y la tercera cualidad se ve en la expectación del ágape del restablecimiento de la santidad, de la grandeza y de la dignidad del objeto de amor cuando es aceptado. El ágape introduce su objeto en la unidad trascendente de una vida sin ambigüedades.
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Todo esto se aplica al ágape como poder espiritual, con anterioridad a cualquier actualización personal o social. En esto se equiparan el pecado y la fe como fuerzas que controlan la vida. Pero existe una diferencia entre ágape y los otros dos (que hace que ágape sea, según las palabras de Pablo, más importantes que la fe). El ágape caracteriza la misma vida divina, simbólica y esencialmente. La fe caracteriza al nuevo ser en el tiempo y el espacio pero no caracteriza la vida divina, y el pecado sólo caracteriza al ser alienado. Agape es ante todo el amor que Dios tiene hacia la creatura y por la creatura hacia sí mismo. Las tres características de ágape deben atribuirse en primer lugar al ágape de Dios para con sus creaturas y luego al ágape de la creatura para con la creatura. Sin embargo, esto hace que quede todavía por entender una relación, y ella no es otra que el amor de la creatura a Dios. El nuevo testamento usa la palabra ágape también para esta relación, sin tener en cuenta los tres elementos que se dan en el ágape de Dios para con las creaturas y en el de las creaturas entre sí. Ninguno de estos elementos está presente en el amor del hombre por Dios. Sin embargo, el amor como tendencia hacia la reunión de lo separado puede aplicarse de manera más enfática al amor del hombre por Dios. Da unidad en sí mismo a todas las clases de amor y con todo es algo más que va más allá de todas ellas. Su mejor caracterización estriba en decir que en la relación con Dios la distinción entre fe y amor desaparece. Ser asido por Dios en la fe y adherírsele en el amor no son dos estados en la vida de la creatura sino un solo e idéntico estado. Viene a ser la participación en la unidad trascendente de una vida sin ambigüedades. B. LA MANIFESTACIÓN DE LA PRESENCIA ESPIRITUAL EN LA HUMANIDAD HISTÓRICA
1.
EL ESPÍRITU Y EL NUEVO SER: AMBIGÜEDAD Y FRAGMENTACIÓN
La presencia espiritual que eleva al hombre por la fe y el amor a la unidad trascendente de una vida sin ambigüedades, erige al nuevo ser por encima de la división entre esencia y
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existencia y consecuentemente por encima de las ambigüedades de la vida. En el capítulo precedente hemos descrito la manifestación del Espíritu divino en el espíritu humano. Ahora debemos determinar el lugar en el que se manifiesta en la humanidad histórica el nuevo ser en cuanto es la creación de la pr'esencia espiritual. Por supuesto, esto no se puede hacer sin referencia a la dimensión histórica de la vida que ha sido reservada como la materia de la última parte de nuestro sistema: «La historia y el reino de Dios». Si bien las referencias históricas son frecuentes en todas las partes del sistema teológico, conceptos tales como revelación, providencia y el nuevo ser en Jesús como Cristo, sólo son posibles en un contexto histórico. Ahora bien, una cosa es ver los problemas teológicos en sus implicaciones históricas y otra hacer un problema teológico de la historia en cuanto historia. Mientras esto último queda reservado para su tratamiento hacia el final de nuestro sistema, la primera parte debe ya tratarse aquí tal como ya se ha venido haciendo en muchos puntos previos de la discusión. La invasión del Espíritu divino en el espíritu humano no se da en individuos aislados sino en grupos sociales, puesto que todas las funciones del espíritu humano -la autointegración moral, la autocreación cultural y la autotrascendencia religiosa- están condicionadas por el contexto social del encuentro del yo en el tú. Se hace necesario, por tanto, mostrar la acción del Espíritu divino en esos puntos de la historia que son decisivos para su automanifestación en el interior de la humanidad. La presencia espiritual se manifiesta en toda la historia; pero la historia en cuanto tal no es la manifestación de la presencia espiritual. Como en el espíritu del individuo, existen unas señales particulares que indican la presencia espiritual en un grupo histórico. Se da, en primer lugar, una presencia eficaz de los símbolos en la theoria y en la praxis a través de los cuales un grupo social expresa su abertura al impacto del Espíritu, y en segundo lugar, una aparición de personalidades y movimientos que luchan contra la trágicamente inevitable profanización y demonización de estos símbolos. Estas dos señales en los grupos religiosos como en los cuasi-religiosos, y en cierto sentido constituyen un solo fenómeno. Esto es así debido a que se da un forcejeo provechoso para la purificación de los símbolos que los transforma y viene a crear un nuevo grupo social.
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El ejemplo más familiar de este dinamismo está en la lucha de los profetas de Israel y Judá contra la profanización y demonización de la religión de Y ahvé en el desierto y la radical transformación del grupo social bajo el impacto de la presencia espiritual comunicada por los profetas. Unas evoluciones similares, especialmente movimientos radicales de purificación con su impacto sobre el grupo social, se encuentran por doquier en la humanidad histórica. La señal de la presencia espiritual no falta en ningún tiempo ni lugar. El Espíritu divino o Dios, presente en el espíritu del hombre, irrumpe en toda la historia en las experiencias reveladoras que tienen a la vez un carácter salvador y transformante. Ya hemos apuntado esto en la discusión de la revelación universal y la idea de lo santo. Ahora lo relacionamos con la doctrina del Espíritu divino y sus manifestaciones y podemos afirmar: jamás la humanidad queda abandonada a sí misma. La presencia espiritual actúa sobre ella en todo momento e irrumpe en ella en algunos momentos importantes, a los que llamamos kairoi históricos. Puesto que Dios nunca abandona a su suerte a la humanidad, puesto que está siempre bajo el impacto de la presencia espiritual, existe siempre un nuevo ser en la historia. Se da siempre una participación en la unión trascendente de una vida sin ambigüedades. Pero esta participación es fragmentaria. Debemos prestar un poco de atención a este concepto; es algo absolutamente distinto a la ambigüedad. Cuando decimos «presencia espiritual» o «nuevo ser» o ágape, estamos apuntando a algo sin ambigüedades. Puede ser arrastrado a las realizaciones ambiguas de la vida, especialmente de la vida bajo la dimensión del espíritu. Pero en sí mismo, carece de ambigüedad. Sin embargo, es fragmentario en su manifestación en el tiempo y el espacio. La unión trascendente realizada es un concepto escatológico. El fragmento es una anticipación (como habla Pablo de la posesión fragmentaria y anticipada del Espíritu divino, de la verdad, de la visión de Dios, etc). El nuevo ser está presente fragmentaria-y anticipadamente, pero en la medida en que está presente lo está sin ningún género de ambigüedad. El fragmento de una estatua rota de un dios apunta de manera inambigua al poder divino que representa. El fragmento de una plegaria que ha sido atendida eleva a la unión trascendente de una vida sin ambigüedades. El carácter frag-
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mentario de la aceptación de un grupo del Espíritu constituye al mismo grupo, en el momento de la aceptación, en una comunidad santa. La experiencia fragmentaria de la fe y la realización fragmentaria del amor originan la participación del individuo en la unión trascendente de una vida sin ambigüedades. Esta distinción entre lo ambiguo y lo fragmentario nos hace posible prestar pleno asentimiento y una total entrega a las manifestaciones de la presencia espiritual al tiempo que permanecemos conscientes del hecho de que en los mismos actos de afirmación y entrega reaparezca la ambigüedad de la vida. La conciencia de esta situación es el criterio decisivo de una madurez religiosa. Pertenece a la cualidad del nuevo ser el que sitúe su propia actualización en el tiempo y el espacio bajo los criterios por los que juzga las ambigüedades de la vida en general. Con todo, al hacerlo así, el nuevo ser conquista (si bien fragmentariamente) las ambigüedades de la vida en el tiempo y en el espacio.
2.
LA PRESENCIA ESPIRITUAL Y LA ANTICIPACIÓN DEL NUEVO SER EN LAS RELIGIONES
Se podría dar, bajo este encabezamiento, toda la historia de la religión, ya que proporciona la clave con la que es posible encontrar sentido a la vida religiosa de la humanidad, cuya primera impresión es caótica. Y también se podrían encontrar muchos fenómenos cuasi-religiosos en los que es posible ver manifestaciones de la presencia espiritual. Ahora bien un tal programa sobrepasa los límites de un sistema teológico. Tan solo podemos tratar de unas cuantas manifestaciones típicas del Espíritu, e incluso éstas están sujetas a la seria limitación de que el conocimiento existencial presupone una participación. Se pueden aprender muchas cosas acerca de religiones y culturas extrañas por medio de una observación imparcial y aún más por medio de una comprensión en la misma onda de sintonía. Pero ninguno de estos senderos desemboca en la experiencia central de una religión asiática en el caso de quien haya crecido en el seno de una civilización humanista-cristiana como la occidental. Lo cual queda de manifiesto en los encuentros formales habidos entre representantes de estos dos mundos. A la vista de una aceptación popular superficial de actitudes budis-
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tas, por ejemplo, se debe prestar oído a la indicación de un gran intérprete de las ideas chinas quien tras treinta años de compartir la vida de los chinos tan solo acaba de empezar a comprender algo de su vida espiritual. La única manera auténtica de llegar a ella es mediante una participación real. Unas consideraciones tipológicas como las que siguen sólo quedan justificadas por la identidad de la dimensión del espíritu en todo ser articulado con el que es posible, por tanto, la comunicación y ante el cual se exige un encuentro interpersonal. Desde esta fuente común surgen algunas similaridades bajo la dimensión del espíritu, que hacen posible una cierta medida de participación existencial. Todas las grandes religiones tienen elementos en el conjunto de su estructura que son secundarios en unas y en cambio son los que dominan en otras. El teólogo cristiano puede comprender el misticismo oriental sólo en la medida en que haya experimentado él mismo el elemento místico del cristianismo. Pero dado que el predominio o la subordinación de uno de los elementos cambia toda la estructura, incluso esta manera limitada de comprensión por participación puede resultar engañosa. Las afirmaciones que vienen a continuación se han de saber leer teniendo en cuenta todo lo que llevamos dicho hasta aquí. Parece como si la religión original mana concediera una gran importancia a la presencia espiritual en la «profundidad» de todo lo que existe. Este poder divino en todo lo que existe es invisible, misterioso y sólo se puede acceder al mismo por medio de unos ritos determinados en los que sólo están iniciados una casta particular de hombres, los sacerdotes. Esta temprana visión substancial de la presencia espiritual tiene una supervivencia, con muchas variantes, en casi todas así llamadas grandes religiones, incluso en algunas formas de los sacramentos cristianos, así como queda secularizada en la filosofía romántica de la naturaleza (en la que el éxtasis se convierte en entusiasmo estético). Otro ejemplo es la religión de las grandes mitologías, como las que se dan en la India y en Grecia. Los poderes divinos están separados del mundo de la existencia si bien lo gobiernan, ya sea en parte, ya como un todo. Sus manifestaciones tienen un carácter extraordinario, tanto fisico como psicológico. La naturaleza y la mente pasan a ser extáticos cuando la presencia espiritual se manifiesta a sí misma. La influencia de esta etapa
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mitológica de la experiencia espiritual sobre todas las etapas posteriores, incluyendo al cristianismo, es obvia y esta justificada por el hecho de que la experiencia de la presencia espiritual es extática. Por esta razón, todos los intentos radicales por desmitificar la religión resultan vanos. Lo que se tiene y se debe hacer es «desposeerlos de su carácter literal» para quienes puedan y sean capaces de aplicar criterios racionales al significado de los símbolos religiosos. En la etapa mitológica de la religión (que en sí misma es el resultado de un impulso purificador que se origina en la etapa premitológica, como ya se estudió anteriormente), las fuerzas que combaten sus formas profanizadas y demonizadas aparecen y transforman la recepción de la presencia espiritual en varias direcciones. Los cultos mistéricos griegos y helenistas proporcionan· un ejemplo. Lo divino les está incorporado bajo la figura concreta de un dios mistérico. Se realza más el elemento mistérico que en el politeísmo ordinario, que está mucho más abierto a la profanización extática en el destino del dios proporciona un modelo que es utilizado por el cristianismo monoteísta para expresar su experiencia de la presencia espiritual en Cristo. La lucha contra la demonización del Espíritu aparece con toda claridad en las purificaciones dualistas de la etapa mitológica. El gran intento del dualismo religioso que se hizo primero en Persia, y luego en el maniqueísmo (culto mitridático, los cátaros y grupos similares), concentrando la potencialidad demoníaca en una figura creían liberar de esta menera a la figura divina contraria de toda contaminación demoníaca. Si bien en este sentido, no obtuvo éxito en última instancia (porque aceptaba una división en el fondo creador del ser), su influencia sobre religiones monoteístas tales como el judaísmo posterior y el cristianismo fue y todavía es muy grande. La congoja por la demonización de la presencia espiritual queda expresada en el miedo de Satanás «y de todas sus obras» (el voto del bautismo y de la confirmación) y en el hecho de que el lenguaje cristiano clásico tiene abundancia de símbolos dualistas aún hoy. Los dos ejemplos más importantes de la experiencia de la presencia espiritual son el misticismo, lo mismo el asiático que el europeo, y el monoteísmo exclusivista del judaísmo y de las religiones que tienen en él su fundamento.
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El misticismo experimenta la presencia espiritual como por encima de sus vehículos concretos, que caracterizan la etapa mitológica, y sus varias transformaciones. Tanto las figuras divinas como las realidades concretas -personales, comunitarias y apersonales- con las que las figuras divinas entran en la realidad temporal y espacial pierden su significación última, a pesar del hecho de que conservan con frecuencia una importancia primaria como gradaciones en un ascenso espiritual hacia lo último. Pero la presencia espiritual sólo se experimenta con plenitud cuando quedan atrás esas gradaciones y el éxtasis se apodera de la mente. En este sentido radical, el misticismo trasciende toda incorporación concreta de lo divino al trascender el esquema sujeto-objeto de la estructura finita del hombre, pero por esta misma razón, está en peligro de aniquilar el yo centrado, el sujeto de la experiencia extática del Espíritu. Es aquí donde se hace más dificil la comunicación entre Oriente y Occidente, al afirmar el Oriente un «yo sin formas» como meta de toda vida religiosa, y al intentar el Occidente (incluso en el misticismo cristiano) preservar en la experiencia extática los sujetos de la fe y el amor: la personalidad y la comunidad. Esta actitud está enraizada en la manera como los profetas luchan contra la profanización y demonización de la presencia espiritual en la religión sacerdotal de su tiempo. En la religión del antiguo testamento el Espíritu divino no elimina los yo centrados y sus encuentros, pero sí los sublima en estados de mente que trascienden sus posibilidades ordinarias y que no son producidos por su esfuerzo o buena voluntad. El Espíritu los toma y los conduce a las alturas del poder profético. Esta actitud para con la personalidad y la comunidad (y por consiguiente, en contraste con las religiones místicas, para con el pecado y el perdón) está enraizada en el hecho de que para la religión profética la presencia espiritual es la presencia del Dios de la humanidad y de la justicia. El relato del conflicto entre el profeta Elías y los sacerdotes de Baal cobra un gran significado al respecto, ya que muestra distintas clases de éxtasis. El éxtasis producido por la presencia del espíritu de Baal en las mentes y en los cuerpos de sus sacerdotes está conectado con la autointoxicación y la automutilación, mientras que el éxtasis de Elías es el de un encuentro de persona a persona en la plegaria que trasciende ciertamente las experiencias ordinarias en intensidad
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y en eficacia pero que ni extingue ni desintegra el centro personal del profeta y no produce intoxicación fisica. En todas
sus partes el antiguo testamento sigue esta línea. No se da una presencia espiritual pura allí donde no se da la justicia y la humanidad. Sin ellas -y este es el juicio que hacen los profetas contra su propia religión- lo que se da es una presencia espiritual demonizada o profanizada. Este juicio se recoge en el nuevo testamento y reaparece en la historia de la iglesia en todos los movimientos de purificación, entre los que se ha de contar la Reforma protestante.
3.
LA PRESENCIA ESPIRITUAL EN JESÚS COMO CRISTO: CRISTOLOGÍA DEL ESPÍRITU
El Espíritu divino estaba presente en Jesús como Cristo sin distorsión. En él el nuevo ser apareció como el criterio de todas las experiencias espirituales del pasado y del futuro. Aunque sometido a las condiciones individuales y sociales su espíritu humano estaba asido enteramente por la presencia espiritual; su espíritu estaba «poseído» por el Espíritu divino, o empleando otra metáfora, «Dios estaba en él». Y esto es lo que hace que sea el Cristo, la incorporación decisiva del nuevo ser para la humanidad histórica. Si bien el problema cristológico fue el tema central de la tercera parte de este sistema teológico, el mismo problema se presenta en todas partes y, en conexión con la doctrina del Espíritu divino, hemos de añadir necesariamente algunas aclaraciones más a las primeras afirmaciones cristológicas. Los relatos sinópticos muestran que la más primitiva tradición cristiana estaba determinada por una cristología del Espíritu. Según esta tradición, Jesús fue asido por el Espíritu en el momento de su bautismo. Este acontecimiento le confirmó como el elegido «Hijo de Dios». Las experiencias extáticas aparecen repetidamente en los relatos evangélicos. Nos muestran que es la presencia espiritual la que conduce a Jesús al desierto, llevándole a través de las experiencias visionarias de las tentaciones, dándole el poder de adivinación con respecto a las personas y a los acontecimientos, y haciéndole el conquistador de los poderes demoníacos y el que transmite la salud de la
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mente y del cuerpo. El Espíritu es la fuerza que está tras la experiencia extática del monte de la transfiguración. Y es el Espíritu el que le da la certeza acerca del momento oportuno, el kairós, para actuar y sufrir. Como consecuencia de esta manera de entender las cosas, se suscitó la cuestión de cómo el Espíritu divino pudo encontrar un recipiente en el que poderse derramar tan plenamente, y la respuesta llegó bajo la forma del relato del nacimiento de Jesús por obra del Espíritu divino. Este relato quedaba justificado por la intuición del nivel psico-somático en el que actúa la presencia espiritual y la legítima conclusión de que debía haber habido una predisposición teleológica en Jesús para llegar a ser el portador del Espíritu sin ningún género de limitaciones. Sin embargo, esta conclusión, no requiere necesariamente una aceptación de esta leyenda semi-doceta, que priva a jesús de su plena humanidad al excluir de su concepción a un padre humano. La doctrina de la unidad multidimensional de la vida da una respuesta al problema de la base psico-somática del portador del Espíritu sin una tal ambigüedad. Pasemos ahora a considerar la fe y el amor -las dos manifestaciones de la presencia espiritual- y su unidad en la unión trascendente de una vida sin ambigüedades en relación con la aparición de Jesús como Cristo. El amor autosacrificial de Cristo es el centro de los evangelios así como de sus interpretaciones apostólicas. Este centro es el principio del ágape incorporado a su ser y que a partir del mismo se irradia a un mundo en el que el ágape era y es conocido solamente en expresiones ambiguas. El testimonio del nuevo testamento y la afirmación de los grandes teólogos en la historia de la iglesia coinciden a este respecto, a pesar de muchas veriedades en su interpretación. Tanto en la literatura bíblica como en la teología posterior son raras las referencias a la fe de Jesús, si bien no están ausentes del todo. La razón tal vez la podemos encontrar en que el término «fe» incluye un elemento de «a pesar de» que no se podía aplicar a quien como Hijo está en comunicación constante con el Padre. Por supuesto, este matiz quedaba reforzado por el Logos de la cristología y sus presupuestos en la cristología de Pablo. Expresiones como las de «yo creo, ayuda mi incredulidad» no se podrían poner en boca del Lagos-encarnado. Ni tampoco se le podían aplicar descripciones más recientes de la fe
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-tales como un salto, un acto de valentía, un riesgo, como algo que abarca al mismo tiempo su contenido y la duda acerca del mismcr- ya que el mismo nos dice que el Padre y él son uno. Pero debemos preguntar si esto no implica una tendencia en la historia de la iglesia a la que podríamos llamar «cripto-monofisita» y que corre el riesgo de privar a Jesús de su verdadera humanidad. Este problema existe incluso en el protestantismo, en donde el peligro monofisita queda sustancialmente disminuido por el énfasis de los reformadores acerca del «Cristo humilde» y la imagen del «siervo de dolores». Pero el significado de la fe en el protestantismo viene determinado por la doctrina de la <~ustificación por medio de la fe por la gracia», e incluye la paradoja de la aceptación como justo de quien es injusto -el perdón de los pecados. En este sentido, ciertamente que no se puede aplicar la fe a Cristo. No se puede atribuir a Cristo la paradoja de la fe, porque el mismo Cristo es la paradoja. El problema se puede resolver con los términos de la definición básica de la fe como el estado de ser asido por la presencia espiritual y por medio de ella por la unión trascendente de una vida sin ambigüedades. Hemos visto también que la fe en este sentido es una realidad espiritual por encima de su realización en quienes la tienen. La fe de Cristo es el estado de ser asido sin ambigüedades por la presencia espiritual. Llegados a este punto resulta obvia la más importante implicación de nuestra distinción entre lo ambiguo y lo fragmentario. Hace que resulte comprensible la fe de Cristo. La descripción dinámica de esta fe que recibimos en los relatos evangélicos expresa el carácter fragmentario de su fe, mientras que los elementos de lucha, de agotamiento -incluso el desespercr- aparecen frecuentemente. Con todo, esto jamás conduce a la profanización o demonización de su fe. El Espíritu jamás le abandona; el poder de la unión trascendente de la vida sin ambigüedades siempre le hace recuperarse. Si llamamos a esto «la fe de Cristo», puede usarse la palabra «fe», si bien queda cualificada esencialmente por su carácter inambiguo. La palabra «fe» no se puede aplicar a Cristo, a menos que se tome en su significado bíblico de una realidad espiritual en sí misma. Solamente en el caso de que se preserve este significado podemos hablar con propiedad de «la fe de Cristo», al igual que se habla del «amor de Cristo», -calificando así tanto la fe como el amor con las palabras «de Cristo».
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La cristología del Espíritu de los evangelios sinópticos tiene otras dos implicaciones teológicas. Una es la afirmación de que no es el espíritu del hombre Jesús de Nazaret el que le hace Cristo, sino que es la presencia espiritual, Dios en él, la que posee y dirige su espíritu individual. Esta intuición nos guarda de una teología deJesús que convierte al hombre Jesús en objeto de la fe cristiana. Esto se puede hacer en unos términos aparentemente ortodoxos, como en el pietismo, o con términos humanos, como en el liberalismo teológico. Uno y otro deforman o no tienen en cuenta el mensaje cristiano de que es Jesús como Cristo en quien ha aparecido el nuevo ser. Y contradice la cristología del Espíritu de Pablo que subraya que «el Señor es el Espíritu» y que nosotros no le «conocemos» de acuerdo con su existencia histórica (carne) sino tan sólo como el Espíritu que está vivo y presente. Esto salva al cristianismo del peligro de una sujeción heterónoma a un individuo en cuanto individuo. Cristo es Espíritu y no ley. La otra inp!icación de la cristología del Espíritu es que Jesús, el Cristo, es la piedra angular en el arco de las manifestaciones espirituales en la historia. El no es un acontecimiento aislado -algo, por así decirlo, caído del cielo. También aquí es el pensamiento pietista y el liberal el que niega una relación orgánica entre la aparición de Jesús y el pasado y el futuro. La cristología del Espíritu reconoce que el Espíritu divino que hizo de Jesús el Cristo está presente creativamente en toda la historia de la revelación y de la salvación, antes y después de su aparición. El acontecimiento de «Jesús como Cristo» es único pero no aislado; depende del pasado y del futuro, al igual que estos dependen de él. Es el centro cualitativo en un proceso que procede de un pasado indefinido hacia un futuro indefinido al que nosotros llamamos simbólicamente el principio y el fin de la historia. La presencia espiritual en Cristo como centro de la historia hace posible una más plena comprensión de la manifestación del Espíritu en la historia. Los autores del nuevo testamento y la iglesia fueron conscientes de este problema y le dieron respuestas llenas de sentido. La afirmación general fue que la presencia espiritual en la historia es esencialmente la misma a la presencia espiritual en Jesús como Cristo. Dios en su automanifestación, donde quiera se dé, es el mismo Dios que se manifiesta en Cristo
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de manera decisiva y última. Por tanto, sus manifestaciones en cualquier momento, con anterioridad o posterioridad a Cristo, deben estar en consonancia con el encuentro con el centro de la historia. En este contexto, «anterior» no significa antes del año treinta de nuestra era, sino antes de un encuentro existencial con Jesús como Cristo -que probablemente no ocurrirá jamás de manera universal en cualquier momento de la historia. Pues aun en el caso de que todos los paganos y judíos aceptaran a Jesús como la respuesta a su pregunta última, surgirían movimientos separatistas en el seno del cristianismo, tal como siempre ha ocurrido. «Anterior» a Cristo significa «anterior a un encuentro existencial con el nuevo ser en él». La afirmación de que Jesús es el Cristo implica que el Espíritu que le hizo ser el Cristo y que se convirtió en su Espíritu (con una «E» mayúscula), estaba y está actuando en todos aquellos que han sido asidos por la presencia espiritual antes de que pudiera ser encontrado como un acontecimiento histórico. Esto ha sido expresado en la Biblia y las iglesias por el esquema de «profecía y realización». La deformación con frecuencia absurda de esta idea en el . literalismo primitivo y teológico no debe privarnos de percibir su verdad, que es la afirmación de que el Espíritu que creó a CristQ dentro de Jesús es el mismo Espíritu que preparó y continúa preparando a la humanidad para el encuentro con el nuevo ser en él. En el capítulo precedente ya se ha descrito de manera positiva y crítica cómo ocurre. Aquella descripción es válida también para quienes directa o indirectamente están bajo la influencia de un encuentro existencial con el nuevo ser en Jesús como Cristo. Se da siempre una situación de ser asido por la presencia espiritual, a la que sigue la profanización y demonización en el proceso de recepción y actualización y la protesta y renovación proféticas. Sin embargo, desde los tiempos bíblicos, se han suscitado serias discusiones teológicas con respecto a la relación exacta del Espíritu de Jesús como Cristo y el Espíritu que actúa en quienes son asidos por la presencia espiritual una vez que ésta les ha sido manifestada. Esta cuestión se discute en el cuarto evangelio en la forma del anuncio de Jesús con respecto a la venida del Espíritu santo como «consolador». La cuestión estaba ligada a ser suscitada después de que la cristología del Espíritu hubiera
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sido sustituida por la cristología del Lagos en el cuarto evangelio. La respuesta tiene dos aspectos y desde entonces ha determinado la actitud de la iglesia: tras el retorno del Lagos-encarnado al Padre, el Espíritu ocupará su lugar y revelará la implicación de su aparición. En la economía divina, el Espíritu sigue al Hijo, pero en esencia, el Hijo es el Espíritu. El Espíritu no origina él mismo lo que revela. Toda nueva manifestación de la presencia espiritual queda bajo el criterio de su manifestación en Jesús como Cristo. Esto es una crítica de la pretensión de las viejas y nuevas teologías del Espíritu que enseñan que la obra reveladora del Espíritu trasciende cualitativamente la de Cristo. Los montanistas, los franciscanos radicales y los anabaptistas son ejemplos de esta actitud. Las «teologías de la experiencia» en nuestro tiempo pertenecen a la misma línea de pensamiento. Para ellas una experiencia religiosa progresiva, tal vez con los términos de una amalgama de las religiones del mundo, irá cualitativamente más allá de Jesús como Cristo -y no sólo cuantitativamente, como reconoce el cuarto evangelio. Obviamente, la realización de una tal expectación destruiría el carácter de Cristo que tiene Jesús. Más de una manifestación de la presencia espiritual pretendiendo ultimidad negaría el concepto mismo de ultimidad; perpetuarían en su lugar la división demoníaca de la conciencia. Otra faceta del mismo problema aparece en la discusión entre las iglesias de Oriente acerca de la así llamada processio del Espíritu de Dios Padre y de Dios Hijo. La iglesia oriental afirmó que el Espíritu procede del Padre solo, mientras que la iglesia occidental insistía en la procesión del Espíritu del Padre y del Hijo (filioque). En su forma escolástica esta discusión nos parece completamente vacía y absurda y se nos hace dificil comprender cómo pudo ser tomada tan en serio hasta el punto de que contribuyera al cisma final entre Roma y las iglesias orientales. Pero si la despojamos de su forma escolástica, la discusión tiene un profundo significado. Cuando la iglesia oriental afirmaba que el Espíritu procede del Padre solo, dejaba abierta la posibilidad de un misticismo teocéntrico directo (por supuesto, un «misticismo bautizado»). Por el contrario, cuando la iglesia de Occidente insistía en aplicar el criterio cristocéntrico a toda la piedad cristiana; y puesto que la aplicación de este criterio es la prerrogativa del papa como «vicario de Cristo», la iglesia
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romana se volvió menos flexible y más legalista que las iglesias orientales. En Roma la libertad del Espíritu queda limitada por el derecho canónico. La presencia espiritual queda circunscrita legalmente. Ciertamente, no era esa la intención del autor del cuarto 'evangelio cuando nos transmitió el anuncio de Jesús acerca de la venida del Espíritu que nos llevará hasta la verdad total. 4.
LA PRESENCIA ESPIRITUAL Y EL NUEVO SER EN LA COMUNIDAD ESPIRITUAL a)
El nuevo ser en Jesús como Cristo y en la comunidad espiritual
Tal como ya subrayamos en la parte cristológica del sistema, Cristo no sería el Cristo sin aquellos que le aceptan como tal. No habría podido aportar la nueva realidad sin aquellos que han aceptado la nueva realidad en él y a partir de él. Por tanto, la creatividad de la presencia espiritual en la humanidad se debe ver bajo un triple aspecto: en la humanidad en su conjunto como preparación para la manifestación central del Espíritu divino, en la misma manifestación central del Espíritu divino, y en la manifestación de la comunidad espiritual bajo el impacto creativo del acontecimiento central. No empleamos la palabra «iglesia» para designar la comunidad espiritual, ya que se ha empleado esta misma palabra, por necesidad, en el entretejido de las ambigüedades de la religión. En este momento, más bien hablamos de aquello que es capaz de conquistar las ambigüedades de la religión -el nuevo ser- en su anticipación, en su aparición central y en su recepción. Palabras tales como «cuerpo de Cristo», «asamblea ( ecclesia) de Dios» o «de Cristo», expresan la vida sin ambigüedades creada por la presencia divina, en un sentido similar al que tiene el término «comunidad espiritual». Su relación con lo que llamamos «Iglesia» o «iglesia» en una terminología más bien equívoca será objeto de una posterior discusión. La comunidad espiritual no ofrece ambigüedades; consiste en el nuevo ser, creado por la presencia espiritual. Con todo, a pesar de ser la manifestación de una vida sin ambigüedades, no deja de ser fragmentaria, como fue la manifestación de una vida sin ambigüedades en Cristo y en quienes aguardaban su llega-
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da. La comunidad espiritual es una creación del Espíritu divino que aun siendo fragmentaria no ofrece ambigüedad. En este contexto, «fragmentario» es lo mismo que decir que aparece bajo las condiciones de finitud pero superando la alienación y la ambigüedad. La comunidad espiritual también es espiritual en el sentido en el que Lutero emplea frecuentemente la palabra, o sea, «invisible», «oculta», «abierta a la fe sola», pero con todo real, inasequiblemente real. Esto guarda analogía con la presencia oculta del nuevo ser en Jesús y en quienes le sirvieron como instrumentos. A partir de la ocultación de la comunidad espiritual, se sigue su relación «dialéctica» (tanto de identidad como de no identidad) con las iglesias, así como la relación dialéctica de Jesús y el Cristo y partiendo de un caso similar, de la historia de la religión y la revelación se deriva también de la misma ocultación. En los tres casos sólo los «ojos de la fe» ven lo oculto o espiritual, y los «ojos de la fe» son una creación del Espíritu: sólo el Espíritu puede discernir al Espíritu. La relación del nuevo ser en Cristo con el nuevo ser en la comunidad espiritual queda simbolizada en varios de los relatos centrales del nuevo testamento. El primero y el más significativo por lo que respecta al significado de «Cristo», es también el más significativo con respecto a la relación de Cristo con la comunidad espiritual. Se trata del relato de la confesión de Pedro en Cesarea de Filipos de que Jesús es el Cristo así como la respuesta de Jesús de que su reconocimiento como Cristo es obra de Dios; no se puede admitir que este reconocimiento sea el 'resultado de una experiencia ordinaria sino del impacto de la presencia espiritual. Es el Espíritu quien toma posesión de Pedro y le capacita para que su espíritu reconozca al Espíritu en Jesús, ese mismo Espíritu que le hace ser el Cristo. Este reconocimiento es la base de la comunidad espiritual contra la que no tienen ningún poder las fuerzas demoníacas y que están representadas por Pedro y los otros discípulos. Podemos decir por tanto: así como Cristo no es el Cristo sin aquellos que le aceptan como tal, de la misma manera la comunidad espiritual no es tal a menos que esté fundamentada en el nuevo ser tal como ha aparecido en Cristo. . El relato de pentecostés pone el acento con fuerza en el carácter de la comunidad espiritual. El relato mezcla, por
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supuesto, elementos históricos, legendarios y mitológicos, cuya distinción y probabilidad corresponde a la investigación histórica. Ahora bien, el significado simbólico del relato en todos sus elementos cobra una importancia de primer orden para nuestros propósitos. Podemos distinguir cinco elementos de este tipo. El primero de ellos es el carácter extático de la creación de la comunidad espiritual, y esto viene a ser una confirmación de lo que ya se ha dicho acerca del carácter de la presencia espiritual, es decir, de la unidad del éxtasis y de la estructura. El relato de pentecostés es un ejemplo de esta unidad. Se trata del éxtasis con todas sus características, un éxtasis unido a la fe, al amor, a la unidad y a la universalidad, tal como indican los otros elementos del relato. A la luz del elemento extático en el relato de pentecostés debemos decir que no se puede dar una comunidad espiritual sin éxtasis. El segundo elemento en el relato de pentecostés es la creación de una fe puesta a prueba y en peligro de destrucción por la crucifixión de aquel al que se creía el portador del nuevo ser. Si comparamos el relato de pentecostés con la narración paulina de las apariciones de Cristo resucitado, nos encontramos con que en ambos casos se trata de una experiencia extática que reafirmó a los discípulos y los liberó de un estado de incertidumbre total. Los fugitivos que se habían dispersado por Galilea no eran una manifestación de la comunidad espiritual. Sólo fueron su manifestación tras ser asidos por la presencia espiritual y reinstalados en su fe. A la luz de esta certeza que supera la duda en el relato de pentecostés, debemos decir que no se puede dar una comunidad espiritual sin la certeza de la fe. El tercer elemento en el relato de pentecostés es la creación de un amor que se expresa a sí mismo de manera inmediata en el servicio mutuo, con preferencia de quienes están en alguna necesidad, con la inclusión de los extraños que se han incorporado al grupo de origen. A la luz de este servicio creado por el amor en el relato de pentecostés, debemos decir que sin un amor de entrega del propio yo no se puede dar una comunidad espiritual. El cuarto elemento en el relato de pentecostés es la creación de unidad. La presencia espiritual causó la unión entre individuos, nacionalidades y tradiciones distintas y los reunió a todos en una misma comida sacramental.
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El hecho de que los discípulos hablaran en su éxtasis diversas lenguas fue interpretado como la superación de la ruptura de la humanidad tal como había quedado simbolizada en el relato de la torre de Babel. A la luz de la unidad que aparece en el relato de pentecostés, debemos decir que sin la reunión última de todos los miembros extraños de la humanidad no se puede dar una comunidad espiritual. El quinto elemento en el relato de pentecostés es la creación de universalidad, expresada en la tendencia misionera de quienes fueron asidos por la presencia espiritual. Era imposible que no comunicaran a todos el mensaje de lo que les había ocurrido, ya que el nuevo ser no sería tal si en él no quedaran incluidos la humanidad como un todo y aun el mismo universo. A la luz del elemento de universalidad en el relato de pentecostés debemos decir que no se da una comunidad espiritual sin abertura a todos los individuos, grupos y cosas con tendencia a que todos ellos sean asumidos. Todos estos elementos que volverán a reaparecer en nuestro estudio como las señales de la comunidad espiritual son una derivación de la imagen de Jesús como Cristo y del nuevo ser que se manifiesta en él. Todo ello queda expresado simbólicamente con la imagen de la comunidad espiritual como su cuerpo y él como su cabeza. Con otro tipo de simbolismo más psicológico, se expresa en la imagen de él como esposo y de la comunidad espiritual como esposa. Si se emplea un simbolismo ético se le presenta con la imagen de Señor de la comunidad espiritual. Todas estas imágenes indican, tal como ya hemos advertido, que el Espíritu divino es el Espíritu de Jesús como Cristo y que el Cristo es el criterio al que se debe someter toda pretensión espiritual. b)
La comunidad espiritual en sus etapas latentes y manifiestas
La comunidad espiritual viene determinada por la aparición de Jesús como Cristo, si bien no se identifica con las iglesias cristianas. Y aquí surge la pregunta: ¿cuál es la relación de la comunidad espiritual con las múltiples comunidades religiosas de la historia de la religión? Esta pregunta reformula nuestra discusión acerca del problema de la revelación universal y final y la de la presencia espiritual en el período que precede a la
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manifestación central del nuevo ser. Sin embargo, en nuestro contexto, tratamos de dar con la aparición de la comunidad espiritual en el período preparatorio e implicamos, por tanto, que allí donde se da el impacto de la presencia espiritual y por consiguiente la revelación (y la salvación) allí se debe dar también la comunidad espiritual. Si, por otro lado, la aparición de Cristo es la manifestación central del Espíritu divino, la aparición de la comunidad espiritual en el período preparatorio debe ser distinta a la del período de aceptación. Sugiero describir esta diferencia como la que se da entre la ocultación y manifestación de la comunidad espiritual. He empleado durante muchos años esta expresión de iglesia «latente» y «manifiesta» y tan pronto ha sido aceptada como rechazada. Se la confundía algunas veces con la distinción clásica entre iglesia visible e invisible. Pero ambas distinciones fallan. Esta calificación de visible e invisible se debe aplicar a la iglesia tanto en su ocultación como en su manifestación. La distinción que aquí sugiero entre la comunidad espiritual y las iglesias puede resultar una ayuda para evitar las posibles confusiones entre ocultación e invisibilidad. Es la comunidad espiritual la que está latente con anterioridad a un encuentro con la revelación central y la que se manifiesta tras un encuentro de este tipo. Este «antes» y «después» tiene un doble significado. Indica el acontecimiento histórico mundial, el «kairós básico» que ha establecido el centro de la historia de una vez para siempre, y guarda referencia con todos los kairoi que se dan constantemente y que derivan unos de otros y en los que un grupo religioso cultural tiene un encuentro existencial con el acontecimiento central. «Antes» y «después» en conexión con la ocultación y manifestación de la comunidad espiritual guarda relación directa con el segundo sentido de las palabras y sólo guarda una relación indirecta con el primero. La ocasión concreta para la distinción entre la iglesia latente y manifiesta se presenta cuando se encuentran grupos al margen de las iglesias organizadas y que muestran así de manera impresionante la fuerza del nuevo ser. Se dan casos como el de asociaciones de jóvenes, grupos de amistad, movimientos educativos, artísticos y políticos e incluso, más frecuentemente, de individuos aislados sin relación entre sí, pero en quienes se nota el impacto que la presencia espiritual causa en ellos, a pesar de
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ser todos ellos indiferentes u hostiles a todas las expresiones explícitas de religión. No pertenecen a una iglesia pero no por eso quedan excluidos de la comunidad espiritual. No se puede negar esto si se presta atención a las muchas maneras de profanización y demonización de la presencia espiritual en esos grupos -las iglesias- que pretenden ser la comunidad espiritual. Es cierto que las iglesias no quedan exluidas de la comunidad espiritual ni son tampoco sus enemigos seculares. Las iglesias representan a la comunidad espiritual en su autoexpresión religiosa manifiesta, al paso que los demás representan a la comunidad espiritual en su ocultación secular. El término «latente» abarca un elemento negativo y otro positivo. Un estado latente es un estado que en parte es acto y en parte potencia; no se puede llamar estado latente al que existe sólo en potencia, como por ejemplo, la aceptación de Jesús como Cristo por parte de aquellos que aún no le han encontrado. En el estado latente se dan unos elementos que son actuales y otros que no lo son. Y eso es precisamente lo que caracteriza a la comunidad espiritual en estado latente. Se da el impacto de la presencia.espiritual en la fe y el amor; pero hace falta el criterio último de la fe y del amor, la unión trascendente de una vida sin ambigüedades tal como se manifiesta en la fe y en el amor de Cristo. Por tanto, la comunidad espiritual en su estado latente queda abierta a la profanación y demonización sin un último principio de resistencia, mientras que la comunidad espiritual organizada como iglesia posee en sí misma el principio de resistencia y es capaz de aplicarlo de manera autocrítica, tal como se da en los movimientos proféticos y en la Reforma. Precisamente fue el estado latente de la comunidad espiritual bajo el velo del humanismo cristiano el que llevó a este concepto del estado latente si bien este mismo concepto mostró gozar de una mayor amplitud. Se podría aplicar a toda la historia de la religión (que en la mayoría de casos se identifica con la historia de la cultura). Se da una comunidad espiritual latente en la asamblea del pueblo de Israel, en las escuelas proféticas, en la comunidad del templo, en las sinagogas de Palestina y de la diáspora así como en las sinagogas del medioevo y en las modernas. Se da una comunidad espiritual en las devotas comunidades islámicas, en las mezquitas y en las escuelas teológicas y en los movimientos
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místicos del Islam. Se da una comunidad espiritual en las comunidades adoradoras de los grandes dioses mitológicos, en los grupos sacerdotales esotéricos, en los cultos mistéricos del mundo antiguo posterior y en las comunidades semicientíficas y semirituales de las escuelas griegas filosóficas. Se da una comunidad espiritual latente en el misticismo clásico de Asia y Europa y en los grupos monásticos y semi-monásticos a los que dieron origen las religiones místicas. El impacto de la presencia espiritual y por ende de la comunidad espiritual está presente en todos ellos y en otros muchos más. Se dan unos elementos de fe en el sentido de ser asidos por una preocupación última, y se dan elementos de amor en el sentido de una reunión trascendente de lo separado. Con todo, aún está latente en todos ellos la comunidad espiritual. El criterio último, la fe y el amor de Cristo, no se ha presentado a tales grupos -tanto si existieron antes como después de los años comprendidos entre el uno y el treinta. Y como consecuencia de su carencia de este criterio, tales grupos son incapaces de actualizar una autonegación y una autotransformación radical tal como se hace presente como realidad y símbolo en la cruz de Cristo. Ello quiere decir que teológicamente guardan relación con la comunidad espiritual en su manifestación; se ven dirigidos inconscientemente hacia Cristo, aun en el caso de que lo rechacen cuando les es transmitido a través de la predicación y de los actos de las iglesias cristianas. En esta su oposición a este tipo de aparición pueden ser mejores representantes, por lo menos en algunos aspectos, de la comunidad espiritual. Se pueden convertir en crítica viva de las iglesias en nombre de la comunidad espiritual, y esto es verdad incluso de movimientos tan antirreligiosos y anticristianos como el comunismo mundial. Ni siquiera el comunismo podría vivir si estuviera desprovisto de todos los elementos de la comunidad espiritual. Aun el comunismo mundial guarda una relación teológica con la comunidad espiritual. Es de la máxima importancia para la práctica del ministerio cristiano, de manera especial en sus actividades misioneras tanto si se desarrollan en un ambiente de cultura cristiana como no cristiana, el considerar a los paganos, a los humanistas y a los judíos como miembros de la comunidad espiritual latente y no como si fueran extraños por completo a la comunidad espiritual a la que se les invita a entrar desde fuera. Esta manera de ver es
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como un arma poderosa dirigida contra la arrogancia eclesiástica y jerárquica.
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Las señales de la comunidad espiritual
La comunidad espiritual, ya sea latente o manifiesta, es la comunidad del nuevo ser y su creador es el Espíritu divino tal como se manifiesta en el nuevo ser en Jesús como Cristo y es este su origen el que determina su carácter: la comunidad de la fe y del amor. Las diversas cualidades inherentes a su carácter reclaman una atención especial por sí mismas y también porque proporcionan los criterios para describir y juzgar a las iglesias, ya que las iglesias son al mismo tiempo la realización y la deformación de la comunidad espiritual. En cuanto comunidad del nuevo ser la comunidad espiritual es una comunidad de fe. El término «comunidad de fe» indica la tensión que se da entre la fe de un solo miembro y la fe de toda la comunidad. Es propio de la naturaleza de la comunidad espiritual que esta tensión no desemboque en una ruptura (tal como ocurre en las iglesias). La presencia espiritual que se apodera del individuo en el acto de fe trasciende las condiciones, creencias y expresiones de fe individuales. Así se une con Dios que puede asir de los hombres a través de todas estas condiciones pero sin quedar condicionado a ninguna de ellas. La comunidad espiritual abarca una variedad indefinida de expresiones de fe sin excluir a ninguna. Está abierta a todas las direcciones porque se basa en la manifestación central de la presencia espiritual. Se trata, pues, de la fe que salva el abismo infinito entre lo infinito y lo finito; en todo momento,es fragmentaria, una anticipación parcial de la unión trascendente de la vida sin ambigüedades. Lo inambiguo en sí mismo, es el criterio para la fe de las iglesias, que supera sus ambigüedades. La comunidad espiritual es santa, y participa por la fe en la santidad de la vida divina; y transmite santidad a las comunidades religiosas, es decir, a las iglesias, de las que constituye su esencia espiritual. En cuanto comunidad del nuevo ser, la comunidad espiritual es una comunidad de amor. Dado que la comunidad espiritual comprende la tensión entre la fe de los individuos miembros, con su indefinida variedad de experiencias, y la fe de
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la comunidad, así también comprende la tensión entre la variedad indefinida de las relaciones de amor y el ágape que une al ser con el ser en la unión trascendente de una vida sin ambigüedades. Y dado que la variedad de condiciones de la fe no desemboca en ruptura con la fe de la comunidad, así también la variedad de las relaciones de amor no impide que el ágape pueda unir los centros separados en la unión trascendente de una vida sin ambigüedades. Con todo, se trata de un amor multidimensional, fragmentario si se tiene en cuenta la separación existente entre todas las cosas en el tiempo y el espacio, pero al mismo tiempo es una anticipación de la unión perfecta en la vida eterna. En cuanto tal es el criterio del amor en el seno de las iglesias, y que en su esencia carece de toda ambigüedad, que supera toda clase de ambigüedades. La comunidad espiritual es santa, y participa por el amor de la santidad de la vida divina, y transmite santidad a las comunidades religiosas -las iglesiasde las que se constituye en la invisible esencia espiritual. La unidad y universalidad de la comunidad espiritual se deriva de su carácter de comunidad de fe y amor. Su unidad pone de manifiesto el hecho de que la tensión existente entre la idefinida variedad de las condiciones de fe desemboca en una ruptura con la fe de la comunidad. La comunidad espiritual puede superar las diversidades de las estructuras psicológicas y sociológicas, de los progresos históricos y de las preferencias por los símbolos y las formas devocionales y doctrinales. Esta unidad se produce en medio de tensiones que no llevan a la ruptura. Es fragmentaria y anticipada debido a limitaciones de tiempo y espacio, todo menos ambigua, y por tanto, el criterio para la unidad de los grupos religiosos, las iglesias, de las que la comunidad espiritual se constituye en su invisible esencia espiritual. Esta unidad es otra expresión de la santidad de la comunidad espiritual, que participa de la santidad de la vida divina. La universalidad de la comunidad espiritual pone de manifiesto el hecho de que la tensión existente entre la variedad indefinida de las relaciones de amor y el ágape que une al ser con el ser en la unión trascendente de una vida sin ambigüedades no desemboca en una ruptura entre sí. La comunidad espiritual puede superar la diversidad de las cualidades de amor. No se crea un conflicto en ella entre ágape y eros, entre ágape y philia, entre ágape y libido. Se producen tensiones, tal como ocurre
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implícitamente en todo proceso dinámico. La dinámica propia de toda vida, incluida la vida sin ambigüedades de la unión transcendente, implica tensiones, que pasan a ser conflictivas tan sólo en la alienación de la vida ambigua. No sólo el mismo ágape va unido, en la comunidad espiritual, a las otras cualidades del amor, sino que al mismo tiempo es factor de unidad entre ellas. En consecuencia, la inmensa diversidad de seres con respecto al sexo, edad, raza, nación, tradición y carácter -tanto tipológica como individual- no es un impedimento para su participación en la comunidad espiritual. La afirmación figurativa de que todos los hombres son hijos del mismo padre no es incorrecta, pero puede resonar como hueca pues sugiere simple potencialidad. La verdadera cuestión es la de si, a pesar de la alienación existencial de los hijos de Dios del mismo Dios y de los demás, aún sigue siendo posible la participación en una unión trascendente. A esta cuestión se le da respuesta en la comunidad espiritual y mediante la acción del ágape como manifestación del Espíritu en la misma comunidad. Tal como sucede con la fe, el amor y la unidad en la comunidad espiritual, también su cualidad de universalidad carece de ambigüedad, si bien es fragmentaria y anticipadora. Los límites de finitud restringen la universalidad real en cualquier momento de tiempo y en cualquier punto del espacio. La comunidad espiritual no es el reino de Dios en su plenitud última. Está presente en las comunidades religiosas como su esencia espiritual invisible y como criterio de su vida ambigua. Sin embargo la comunidad espiritual es santa, porque participa a través de su universalidad en la santidad de la vida divina. d)
La comunidad espiritual y la unidad de religión, cultura y moralidad
La unión trascendente de una vida sin ambigüedades, en la que participa la comunidad espiritual, incluye Ja unidad de las tres funciones de la vida bajo la dimensión del espíritu -la religión, la cultura, y la moralidad. Esta unidad está preformada en la naturaleza esencial del hombre, rota bajo las condiciones de existencia y recreada por la presencia espiritual en la comunidad espiritual en cuanto pugna con las ambigüedades de la vida en los grupos religiosos y seculares.
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En la comunidad espiritual no se da ningún tipo de religión como función especial. De los dos conceptos de religión, estricto y amplio, el primero no se aplica a la comunidad espiritual, ya que todos los actos de la vida espiritual del hombre están asidos por la presencia espiritual. Empleando terminología bíblica: no hay templo en la plenitud del reino de Dios, pues «¡ahora ya definitivamente Dios tiene su morada entre los hombres! El habitará en medio de ellos, ellos serán su pueblo, y el mismo Dios estará con ellos». La presencia espiritual, creadora de la comunidad espiritual no crea una entidad separada en términos de que se haya de recibir y manifestar, sino que más bien penetra toda la realidad, todo tipo de funciones y situaciones. Es la «profundidad» de todas las creaciones culturales y las coloca en una relación vertical con su fondo y finalidad últimas. En la comunidad espiritual no existen símbolos religiosos puesto que toda la realidad dada es en su totalidad un símbolo de la presencia espiritual, ni se dan actos religiosos debido a que todo acto es un acto de autotrascendencia. Así pues, la relación esencial entre religión y cultura -pues «la cultura es la forma de la religión y ésta la substancia de la cultura»- se realiza en la comunidad espiritual. Si bien carece de ambigüedad, posee sin embargo su propio dinamismo y sus propias tensiones; de esta manera, al igual que el resto de características de la comunidad espiritual, es fragmentaria y anticipadora. La visión bíblica de una ciudad santa sin templo es la visión de una plenitud última; pero en cuanto tal es también una descripción de la comunidad santa en su anticipación y en su realización fragmentaria. El proceso temporal y el campo limitado de la conciencia impiden la inherencia mutua universal de la creación cultural y de la autotrascendencia. No se puede esquivar la prevalencia alternativa de la una o de la otra, pero esta disparidad espacial y temporal no hace necesaria una exclusión mutua de carácter cualitativo. Una tal exclusión se da en la separación de la religión de la cultura y en las consecuentes ambigüedades de la vida religiosa y cultural. La unión, sin ambigüedades, aunque fragmentaria, de la religión y la cultura en la comunidad espiritual es el criterio de las comunidades religiosas y culturales y del poder escondido en ellas que pugna contra la separación y la ambigüedad.
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Si bien la religión en su sentido más restringido está ausente de la comunidad espiritual, en su sentido más amplio va unida a la moralidad sin ambigüedad de ningún tipo. Hemos definido la moral como la que constituye a la persona como persona en su encuentro con otra persona. Si bien la religión en su sentido más estricto está separada de la moral, ambas se ven obligadas a defender su mutua independencia: la moral debe defender su carácter autónomo contra los mandamientos religiosos que le vienen impuestos desde fuera, tal como, por ejemplo, hizo Kant en su obra monumental, y la religión se debe defender a sí misma contra los intentos de explicarla como un apoyo iluso de la moral autónoma o como una destructiva interferencia en la misma, tal como lo hizo Schleiermacher de modo impresionante. No se da este conflicto en la comunidad espiritual. La religión en el sentido de saberse asido por la presencia espiritual presupone el propio establecerse de una persona en el acto moral -la condición de todo lo espiritual y Espiritual en el hombre. El mismo término «comunidad espiritual» apunta al carácter personal-comunitario en el que aparece el nuevo ser. No podría aparecer bajo cualquier otro carácter y se destruiría a sí mismo si impusiera unos mandamientos religiosos que resultaran extrínsecos al acto de autoconstitución moral. Esta posibilidad queda excluida de la comunidad espiritual debido a que de ella se excluye la religión en su sentido más restringuido. Por otro lado, la unidad de la religión y de la moral se expresa a sí misma en el carácter que tiene la moral en la comunidad espiritual. La moral en la comunidad espiritual es «teónoma» en un doble sentido. Si nos preguntamos por la fuente del carácter incondicional del imperativo moral, debemos dar la siguiente respuesta: el imperativo moral es incondicional porque expresa el ser esencial del hombre. Afirmar lo que somos esencialmente y obedecer al imperativo moral son un solo e idéntico acto. Pero se podría preguntar: ¿por qué se debe afirmar el propio ser esencial en lugar de destruirlo? La respuesta es que la persona toma conciencia de su valor infinito, o expresado ontológicamente, de su pertenencia a la unión trascendente de una vida sin ambigüedades, la vida divina; esta toma de conciencia se produce bajo el impacto de la presencia espiritual. El acto de fe y el acto de aceptar el caracter incondicional del imperativo moral constituyen un solo idéntico acto.
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Si preguntamos cuál es la fuerza que motiva el imperativo moral la respuesta, a la luz de la comunidad espiritual, no está en la ley sino en la presencia espiritual, que, en su relación con el imperativo moral, es gracia. El acto moral, el acto de autoconstitución personal en el encuentro con otras personas, está basado en la participación en la unión trascendente, y es esta participación la que lo hace posible. Mediante su impacto espiritual, la precedente unión trascendental crea la unión real de la persona centrada consigo misma, el mundo encontrado, y el fondo del yo y del rpundo. Es la cualidad de «precedente» la que caracteriza el impacto espiritual como gracia: y no hay nada que constituya la personalidad y comunidad moral excepto la unión trascendente que se manifiesta a sí misma en la comunidad espiritual como gracia. La autoconstitución de una persona como tal sin la gracia abandona a la persona a las ambigüedades de la ley. La moralidad en la comunidad espiritual viene determinada por la gracia. Con todo, la unidad de la religión y de la moralidad conserva su carácter fragmentario, ya que tiene unos límites en el tiempo y en el espacio; y conserva también su carácter de anticipación ya que no abarca todo el campo de las relaciones interpersonales. Incluso la personalidad y la comunidad bajo la gracia, sometida al impacto de la presencia espiritual, no llega a ser la personalidad y comunidad en su plenitud. Con todo, estos son los criterios de la autoconstitución moral entre personas y grupos religiosos y seculares. La «ética del reino de Dios» es la medida de la ética en las iglesias y en la sociedad. La unidad de la religión con la cultura y la moralidad implica la unidad entre cultura y moralidad. Esto tiene su primera aplicación en el contenido que da la cultura a la moralidad. El carácter incondicional del imperativo moral no disminuye el contenido del mismo. El contenido ético es un producto de la cultura y participa de todas las relatividades de la creatividad cultural. Su relatividad sólo tiene un límite, el acto de constitución del yo personal en el encuentro interpersonal; y esto ya nos ha llevado a un conocimiento no simplemente abstracto -al amor multidimensional que afirma al otro en un acto de reunión. En él, el imperativo moral y el contenido ético van juntos, y constituyen la moral teónoma de la comunidad espiritual. El amor está sometido a mutación constantemente al
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tiempo que continúa idéntico a sí mismo como amor. En la comunidad espiritual no se dan unas tablas de la ley además de la presencia espiritual, que crea el amor y que puede crear también documentos de la sabiduría del amor (como el decálogo). Pero tales documentos no son libros de ética legal. El amor decide a cada momento sobre su validez y aplicación en cada caso particular. De esta manera, la moralidad, por un lado, depende de la dinámica de la creatividad cultural y por el otro es independiente de la misma a través del amor que crea la presencia espiritual. El nuevo ser une la moralidad y la cultura mediante la participación en la unión trascendente de una vida sin ambigüedades. Con todo, esta unidad, aun careciendo de ambigüedad, es fragmentaria y de anticipación, debido a la finitud de los individuos y de los grupos que son sus agentes morales. Cada decisión moral que viene impuesta por el Espíritu excluye otras posibles decisiones, lo cual no significa que la acción del amor sea ambigua, sino que cualquier acto de amor es fragmentario, capaz simplemente de anticipar una ultimidad -es decir, una plenitud omnienglobante. Sin embargo, esta unidad de la moralidad y de la cultura es el criterio de la situación, moralcultural en todas las comunidades religiosas y seculares. Es, al mismo tiempo, la fuerza espiritual oculta en su interior la que trata de solucionar las ambigüedades que se siguen de la separación existencial de la moralidad y de la cultura. Al igual que la cultura presta contenido a la moralidad, la moralidad presta seriedad a la cultura. A la falta de seriedad con respecto a la creatividad cultural fue Kierkegaard el primero que le dio el nombre de «esteticismo». Se trata de una actitud distante para con las creaciones culturales que son valoradas simplemente por el gozo sin ningún tipo de eros por la misma creación. Esta actitud no debe confundirse con el elemento de juego en la creación y recepción cultural. El juego es una de las más características expresiones de la libertad del espíritu y en el juego libre se da una seriedad que no debe ser superada por la seriedad del trabajo obligatorio. Allí donde existe seriedad existe también la fuerza consciente o inconsciente del carácter incondicional del imperativo moral. Una cultura que pierde esta orientación en su obra creadora pierde su contenido y se autodestruye, y una moralidad que se establece a sí misma en la
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oposición como «retirada a la seriedad» niega su propia seriedad al autoconstituirse personal y comunitariamente en algo sin contenido, como es el caso de un moralismo desafiador de la cultura. En ambos casos, es la falta de un amor unificador lo que desata el conflicto. En la comunidad espiritual no existe un alejamiento esteticista; se da la seriedad de quienes tratan de experimentar lo último en el ser y en el significado a través de cada forma y de cada tarea cultural. La seriedad de la autointegración moral y la riqueza de la autocreación cultural están unidas en la presencia espiritual que da respuesta al matiz de autotrascendencia que se da en la cultura y en la moralidad. En la comunidad espiritual no se da el conflicto entre el gozo irresponsable de las formas y actividades culturales y la actitud de superioridad moral sobre la cultura tomada en nombre de la seriedad. Pero sí que se da aquella tensión de la que surge un tal conflicto, pues si bien existe la unidad genuina de la cultura y de la moralidad en la teonomía de la comunidad espiritual, su existencia es fragmentaria y por anticipación. Los límites de la finitud humana son un obstáculo para una seriedad omnienglobante y para un eros cultural del mismo tipo. Pero aún dentro de estos límites, la unidad de la seriedad moral y de la abertura cultural es el criterio para la relación de la moralidad con la cultura en todos los grupos religiosos y seculares. Es el poder espiritual que combate las ambigüedades que son consecuencia de la separación de la moralidad y de la cultura. Esta descripción de la comunidad espiritual nos la muestra tan manifiesta y oculta como lo es el nuevo ser en todas sus expresiones. Tan manifiesta y oculta como la manifestación central del nuevo ser en Jesús como Cristo; tan manifiesta y oculta como la presencia espiritual que crea el nuevo ser en la historia de la humanidad, e indirectamente, en el universo en su conjunto. Esta es la razón por la que usamos el término «comunidad espiritual», ya que toda realidad espiritual se manifiesta en la ocultación. Está abierta sólo a la fe como el estado de ser asido por la presencia espiritual. Como hemos dicho antes: sólo el Espíritu discierne al Espíritu.
III EL ESPÍRITU DIVINO Y LAS AMBIGÜEDADES DE LA VIDA A.
1.
LA PRESENCIA ESPIRITUAL Y LAS AMBIGÜEDADES DE LA RELIGIÓN
LA COMUNIDAD ESPIRITUAL, LA IGLESIA Y LAS IGLESIAS a)
El cardcter ontol6gico de la comunidad espiritual
La expresión «comunidad espiritual» se ha empleado para caracterizar con nitidez aquel elemento del concepto de iglesia al que el nuevo testamento da el nombre de «cuerpo de Cristo» y la Reforma el de «iglesia invisible o espiritual». En la discusión anterior hemos calificado alguna vez a dicho elemento como la «esencia invisible de las comunidades religiosas». Una tal afirmación implica el que la comunidad espiritual no es un grupo que existe al lado de otros sino más bien un poder y una estructura inherente y eficiente en tales grupos, o sea, en las comunidades religiosas. A tales grupos se les da el nombre de iglesias cuando están fundamentados de manera consciente en la aparición del nuevo ser en Jesús como Cristo. Si tienen otros fundamentos se les da otros nombres, como sinagogas, congregaciones del templo, grupos mistéricos, grupos monásticos, grupos cúlticos, movimientos. En la medida en que están influenciados por una última preocupación, la comunidad espiritual es eficiente en su poder y estructura ocultos en todos estos grupos.
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En el lenguaje del nuevo testamento, se describe así la manifestación de la comunidad espiritual en la iglesia cristiana: en el griego del nuevo testamento la iglesia es ecclesia, la asamblea de quienes son llamados de todas las naciones por los apostoloi, los mensajeros de Cristo, a la congregación de los eleutheroi, aquellos que se han convertido en ciudadanos libres del «reino de los cielos». Existe una «iglesia», una «asamblea de Dios» (o de Cristo), en todas las ciudades en las que ha tenido buena acogida el mensaje y ha cobrado cuerpo una koinonia cristiana, o comunión. Pero existe también la unidad superior de estas asambleas locales en la iglesia universal, en virtud de la cual los grupos particulares se convierten en iglesias (locales, provinciales, nacionales o, tras la división de la Iglesia universal, denominacionales). La iglesia universal, así como las iglesias particulares en ella incluidas, se ve bajo un doble aspecto como el «cuerpo de Cristo», por un lado -una realidad espiritual- y por el otro, como un grupo social de individuos cristianos. En el primer caso, reúnen todas las características que hemos atribuido a la comunidad espiritual en los capítulos precedentes; en el segundo caso, se hacen presentes todas las ambigüedades de la religión, de la cultura y de la moralidad de las que ya tratamos en su conexión con las ambigüedades de la vida en general. Por razones de una mayor claridad semántica hemos empleado el término «comunidad espiritual» como equivalente de «la iglesia» (como el cuerpo de Cristo), evitando por completo el empleo del término «la iglesia» (con «l» mayúscula). Por supuesto que dicho término puede eliminarse del lenguaje litúrgico; pero la teología sistemática puede servirse de términos no bíblicos y no eclesiásticos si ello sirve para liberar el significado genuino de los términos tradicionales de aquellas connotaciones confusas que oscurecen su significado. Es lo mismo que hicieron los reformadores al distinguir nítidamente entre iglesia invisible y visible. También ellos tuvieron que oponerse a las peligrosas e incluso demoníacas distorsiones del verdadero significado de «iglesia» e «iglesias». Pero con todo, no se puede negar que una nueva terminología, si bien es conveniente por un lado, por otro, puede ser la causa de nuevas confusiones. Este ha sido precisamente el caso de la distinción entre iglesia visible e invisible, y lo mismo podría ocurrir con la distinción entre la comunidad espiritual y
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las iglesias. En el primer caso, la confusión radica en que se interpreta la «iglesia invisible» como una realidad al lado de la iglesia visible o, con mayor precisión, al lado de las iglesias visibles. Pero en el pensamiento de los reformadores, no hubo una iglesia invisible a lo largo de las iglesias históricas. La iglesia invisible es la esencia espiritual de la iglesia visible; como todo lo espiritual, se trata de algo que está oculto, pero determina la naturaleza de la iglesia visible. De la misma manera, la comunidad espiritual no existe como una entidad al lado de las iglesias, sino que es su esencia espiritual, con eficiencia en las mismas a través de su poder, de su estructura y de su lucha contra sus ambigüedades. A la pregunta del carácter lógico-ontológico de la comunidad espiritual se le puede dar la respuesta de que se trata de la esencialidad que determina la existencia y a la que la misma existencia ofrece resistencia. Aquí se deben soslayar dos errores. El primero es la interpretación de la comunidad espiritual como un ideal -como si fuera contra la realidad de las iglesias- o sea, como construida desde los elementos positivos en las ambigüedades de la religión y proyectada sobre la pantalla de la trascendencia. Esta imagen engendra la confianza de que las iglesias presentes progresarán hacia una aproximación de esta descripción ideal de la comunidad espiritual. Pero al mismo tiempo suscita esta pregunta: ¿qué justifica una tal confianza? O concretando más: ¿de dónde reciben las iglesias la fuerza para establecer y hacer realidad un tal ideal? La respuesta familiar es que la reciben del Espíritu divino que opera en la iglesia. Pero esta respuesta nos lleva a una nueva pregunta acerca de la manera cómo se hace presente el Espíritu divino. ¿Cómo se sirve el Espíritu de la palabra y de los sacramentos como medios de su obra creadora? ¿cómo puede originarse la fe sino por la fuerza de la fe; y el amor, sino por la fuerza del amor? La fuerza esencial debe preceder a su realización. Empleando terminología bíblica se diría que la iglesia como cuerpo de Cristo, o como templo espiritual, es la nueva creación a la que son llevados el cristiano como individuo y la iglesia particular. Esta manera de pensar resulta más extraña a nuestro tiempo de lo que fue en casi todos los períodos de la historia de la iglesia, incluidos los tiempos de la Reforma. Pero ciertamente es pensamiento bíblico, y en la medida en que las iglesias afirman que Jesús es el Cristo, el mediador del nuevo ser, es teológicamente necesario.
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Queda, sin embargo, otro peligro por soslayar, una especie de platonismo o de literalismo mitológico que interpreta la comunidad espiritual como una asamblea de los así llamados seres espirituales, las jerarquías angélicas, los santos y los salvados de todos los tiempos y naciones, representados en la tierra por las jerarquías eclesiásticas y los sacramentos. Esta idea está en la línea del pensamiento de la ortodoxia griega. Sea cual fuere su verdad simbólica no es lo que hemos llamado la comunidad espiritual. La «asamblea celestial de Dios» es una réplica supranaturalista de la asamblea terrenal de Dios, la iglesia, pero no es esta cualidad en las iglesias la que las convierte en iglesias -es su espiritualidad invisible, esencial. Esto requiere el empleo de una nueva categoría para interpretar la realidad que no es ni realista ni idealista o supranaturalista sino esencialista ___:una categoría que apunta al poder de lo esencial tras lo existencial y en su mismo seno. Este análisis es verdadero en todo proceso vital: en ellos, lo esencial es una de las fuerzas determinantes. Su fuerza no es causal sino directiva. Se le podría dar el nombre de teológica sino fuera que esta palabra ha sido mal empleada en el sentido de una causalidad más amplia, que por cierto debe ser rechazada tanto por la ciencia como por la filosofia. Y con todo se podría decir que la comunidad espiritual es el telos interno de las iglesias y que en cuanto tal es la fuente de todo aquello que las constituye en iglesias. Esta interpretación esencialista de la comunidad espiritual puede prestar a la teología una categoría que es la más adecuada para interpretar la vida sin ambigüedades como vida eterna, ya que la vida espiritual es la vida eterna anticipada. b)
La paradoja de las iglesias
La paradoja de las iglesias radica en el hecho de que, por una parte, participan de las ambigüedades de la vida en general y de la vida religiosa en particular, y por otra, de la vida sin ambigüedades de la comunidad espiritual. La primera consecuencia de todo esto es que cuando se interpreta y se juzga a las iglesias se debe hacer bajo un doble aspecto. La toma de conciencia de esta necesidad ha sido expresada mediante la distinción entre iglesia visible e invisible, a la que ya nos hemos
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referido. En la medida en que quien emplea esta terminología es consciente de que no habla de dos iglesias sino de dos aspectos de una iglesia en el tiempo y el espacio, no sólo se hace posible sino incluso imprescindible el empleo de tales términos, ya que se hace necesario destacar el carácter invisible de la comunidad espiritual, que es la fuerza esencial en toda iglesia real. Ahora bien, si se abusara del empleo de tales términos hasta sugerir la existencia de dos iglesias distintas, el resultado viene a ser o bien una devaluación de la iglesia empírica aquí y ahora o bien la ignorancia de la iglesia invisible como un ideal sin importancia. Ambos resultados han caracterizado muchas fases de la historia del protestantismo. El primer resultado se ha presentado en ciertos tipos de movimientos del Espíritu, y el segundo en el protestantismo liberal. Por tanto, podría ser útil hablar con un lenguaje epistemológico de los aspectos sociológicos y teológicos de la iglesia (en el sentido de cada iglesia particular en el tiempo y el espacio). Cada iglesia es una realidad sociológica y en cuanto tal está sometida a las leyes que determinari la vida de los grupos sociales con todas sus ambigüedades. Los sociólogos de la religión tienen su justificación al dirigir este tipo de investigaciones de la misma forma que los sociólogos de la ley, de las artes y de las ciencias. Todos ellos señalan acertadamente la estratificación social en el seno de las iglesias, el auge y declive de las élites, las luchas del poder, y las armas destructoras utilizadas, el conflicto entre libertad y organización, el esoterismo aristocrático en contraste con el esoterismo democrático, etc., etc. La historia de las iglesias, bajo esta luz, es una historia secular con todos los elementos desintegradores, destructivos y trágico-demoníacos que hacen la vida histórica tan ambigua como todos los demás procesos vitales. Si se mira este aspecto con exclusión del otro, se puede tratar a las iglesias de manera polémica o apologética. Si la intención es polémica (nacida con frecuencia de esperanzas indiscriminadas y los disgustos que inevitablemente se siguen), queda destacada la más bien triste realidad de las iglesias concretas y se compara esta realidad con su pretensión de encarnar la comunidad espiritual. La iglesia que está en plena calle puede quitarnos de la vista la iglesia espiritual. Si, por el contrario, son las iglesias como realidades sociológicas las que se invocan con fines apologéticos, se las valora por
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su significado social. Se las alaba como las más amplias y eficientes agencias sociales dedicadas a mejorar una vida buena. Se pide a la gente que se apunten a las iglesias, por lo menos en período de prueba, para lograr, por ejemplo, una seguridad psicológica, y para participar en la misma tarea de ayudar a los demás en la obtención de la misma finalidad. Bajo esta luz, la historia de las iglesias se identifica con la historia del progreso de la humanidad. Por descontado que, sobre esta misma base, quienes critican a las iglesias pueden anotar el impacto reaccionario, supersticioso e inhumano de las iglesias en la civilización occidental, lo que han hecho con tremendo éxito. Este contraste muestra que es absolutamente inadecuado juzgar a las iglesias desde el punto de vista de sus funciones sociológicas y de su influencia social, pasada o presente. Una iglesia que no es nada más que un grupo de buena gente, útil desde el punto de vista social, puede ser reemplazada por otros grupos que no pretenden ser iglesias; una iglesia así no justifica su existencia en absoluto. La otra visión de la iglesia es la teológica. No rechaza el reconocimiento del aspecto sociológico, sino que simplemente niega su validez en exclusiva. La visión teológica señala, dentro de las ambigüedades de la realidad social de las iglesias, la presencia de la comunidad espiritual sin ambigüedades. Sin embargo, existe aquí también un peligro, parecido al que ya encontramos en la visión sociológica, que amenaza y deforma la teológica: la exclusividad. Por descontado que la visión teológica no puede ser exclusiva en el sentido que niega simplemente la existencia de las características sociológicas de las iglesias y sus ambigüedades. Pero puede negar su significación para la naturaleza espiritual de la iglesia. Esta es la doctrina oficial .de la iglesia católica, según la cual la iglesia romana es una realidad sagrada, por encima de las ambigüedades sociológicas del pasado y del presente. Desde este punto de vista, la historia de la iglesia pasa a ser historia sagrada, elevada por encima de toda otra historia a pesar de que aparecen en ella señalados tan marcadamente, y con frecuencia aún con mayor relieve que en la historia secular, los aspectos desintegradores, destructivos y demoníacos de la vida. Esto hace que sea imposible la crítica de la iglesia romana en sus aspectos esenciales -en su doctrina, ética, organización jerárquica y demás. Dado que
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la iglesia romana identifica su existencia histórica con la comunidad espiritual, cualquier ataque que se le haga (aun acerca de aspectos accidentales) se considera un ataque a la comunidad espiritual y por tanto dirigido contra el mismo Espíritu. Aquí topamos con una de las raíces madres de la arrogancia jerárquica y, por contraste, de los movimientos antieclesiásticos y antijerárquicos. La iglesia romana trata de ignorar las ambigüedades de su vida y de sumergir el carácter sociológico de la iglesia en su carácter teológico, si bien la relación entre ambos es paradójica y no se puede entender ni por la eliminación de uno de los dos, ni por el sometimiento del uno al otro. El carácter paradójico de las iglesias se pone en evidencia según la manera en que se toman las señales de la comunidad espiritual como sefiales de las iglesias. Cada una de ellas puede ascribirse a las iglesias sólo con la adición de un «a pesar de». Nos referimos a los predicados de santidad, unidad y universalidad (la fe y el amor se estudiarán en su relación con la vida de las iglesias y la lucha contra sus ambigüedades). Las iglesias son santas por la santidad de su fundamento, el nuevo ser, que se hace presente en ellas. Su santidad no puede derivarse de la santidad de sus instituciones, de sus doctrinas, de sus actividades rituales y devocionales, o de sus principios éticos; todo ello queda entre las ambigüedades de la religión, así como tampoco se puede deducir la santidad de las iglesias de la santidad de sus miembros; los miembros de las iglesias son santos a pesar de su falta de santidad real, en la medida en que quieren pertenecer a la iglesia y han recibido lo que la iglesia ha recibido, o sea, el fundamento sobre el que son aceptados a pesar de su carencia de santidad. La santidad de las iglesias y de los cristianos no es un asunto de juicio empírico sino más bien de fe en la acción del nuevo ser en su interior. Se podría decir que una iglesia es santa porque es una comunidad de quienes son justificados en la gracia por la fe -y las iglesias lo que hacen ciertamente es repetir este mensaje como «buena noticia» a sus miembros. Sin embargo, este mensaje es válido también para las mismas iglesias. Las iglesias que viven en las ambigüedades de la religión son, al mismo tiempo, santas. Son santas por estar bajo los juicios negativos y positivos de la cruz. Este es precisamente el punto en el que la división entre el protestantismo y el catolicismo romano parece insalvable. La
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iglesia romana acepta (por lo menos en principio) el juicio crítico de cada uno de sus miembros, incluido el «vicario de Cristo», el mismo papa, pero no acepta el juicio crítico de sí misma como institución, de sus decisiones doctrinales, de sus tradiciones rituales, de sus principios morales, y de su estructura jerárquica. Juzga sobre la base de su perfección institucional, pero no se juzga la misma base. El protestantismo no puede aceptar el predicado de santidad para sus iglesias si se basa sobre cualquier tipo de perfección institucional. La iglesia santa es la iglesia deformada, y esto significa cualquier iglesia en el tiempo y el espacio. Si, como ha ocurrido con el papa Juan XXIII por medio del concilio Vaticano II, la iglesia católica ha revivido en su seno el principio de la reforma, el interrogante se coloca en cómo una tal reforma puede sobrevivir. El papa Juan dio la primera respuesta sin dejar lugar a dudas: las decisiones doctrinales de los concilios y de los papas son la base inmutable de la iglesia católica. Y las decisiones doctrinales incluyen afirmaciones que hacen referencia a la estructura jerárquica y al sistema ético de la iglesia. Pero existe una segunda respuesta, la que dio el cardenal Bea, en el sentido de que si bien las mismas doctrinas son inmutables, su interpretación debe cambiar. Sólo el futuro mostrará hasta qué punto el principio de reforma podrá mostrar su eficiencia en el seno de la iglesia romana a través de una interpretación bajo la guía del espíritu profético. Sin embargo, las iglesias son encarnaciones del nuevo ser y creaciones de la presencia espiritual, y su poder esencial en la comunidad espiritual, que opera a través de sus ambigüedades hacia una vida sin ambigüedades. Y esta tarea no deja de producir sus efectos. Hay una fuerza regeneradora en las iglesias, incluso en su estado más lamentable. En la medida en que son iglesias y están relacionadas en la recepción y respuesta al nuevo ser en Jesús como Cristo, la presencia espiritual opera en ellas, y siempre se pueden apreciar algunos síntomas de esta operación. Este es el caso que con mayor claridad se puede apreciar en los movimientos de crítica y reforma proféticas a los que acabamos de referirnos. Es algo genérico a la santidad de las iglesias el que posean el principio de la reforma en su seno: las iglesias son santas, pero lo son en esos términos del «a pesar de» o como paradoja.
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El segundo predicado de las iglesias que expresa la paradoja de su naturaleza es la unidad. Las iglesias están unidas debido a la unidad de su fundamento, el nuevo ser que actúa eficazmente en su seno. Pero no se puede derivar la unidad de las iglesias de su unidad real ni se puede negar el predicado de su unidad por su desunión actual. Este predicado es independiente de tales realidades y posibilidades empíricas. Se identifica con la dependencia de cualquier iglesia real d~ la comunidad espiritual como su esencia en poder y estructura. Esto es verdad de cualquier iglesia particular de denominación local y confesional que guarde referencia al acontecimiento de Cristo como su fundamento. La unidad de la iglesia es real en cada una de ellas a pesar del hecho de que todas ellas estén separadas entre sí. Lo cual viene a contradecir la pretensión de la iglesia católica de que ella representa, en su particularidad, la unidad de la iglesia y su rechazo de cualquier otro grupo que se apropie el título de iglesia. Una consecuencia de este absolutismo fue que Roma prohibió la cooperación de tipo puramente religioso, con las otras iglesias cristianas. A pesar de que se ha dado una mayor flexibilidad a esta postura, viene a ser un reflejo de cómo entiende la iglesia romana la unidad de la iglesia, que sólo podría cambiarse si la iglesia romana abandonara su pretensión absolutista y con ella su propio carácter peculiar. El protestantismo tiene conciencia del carácter paradójico del predicado de unidad. Considera inevitable la división de las iglesias a la luz de las ambigüedade.s de la religión pero no como algo que contradiga su unidad con respecto al fundamento de las iglesias -su unidad esencial, que está presente paradójicamente en su ambigua mescolanza de unión y desunión. La lucha contra esta ambigüedad está iniciada por la fuerza de la comunidad espiritual, de la que es propia una unidad sin ambigüedades. Se pone de manifiesto en todos los intentos por reunir las iglesias que están a la luz del día y por arrastrar a esta unión las que hemos llamado «iglesias latentes». El intento de mayor relieve de nuestra época en este sentido es la obra del Consejo mundial de las iglesias. El movimiento ecuménico del que es la representación orgánica pone de manifiesto con fuerza la toma de conciencia del predicado de unidad en muchas iglesias contemporáneas. Dicho con lenguaje pragmático, es capaz de subsanar divisiones que han quedado desfasadas histó-
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ricamente, de reemplazar el fanatismo confesional por una cooperación interconfesional, de superar el provincialismo denominacional, y de originar una nueva visión de la unidad de todas las iglesias en su fundamento. Pero ni el movimiento ecuménico ni cualquier otro movimiento del futuro puede superar la ambigüedad de la unión y de la división en la existencia histórica de las iglesias. Aun en el caso de que se pudiera llegar a la creación de las iglesias unidas del mundo, e incluso de que se integraran en esta unidad todas las iglesias latentes, nuevas divisiones volverían a hacer su aparición. La dinámica de la vida, la tendencia a preservar lo santo aun cuando haya quedado desfasado, las ambigüedades implicadas en la existencia sociológica de las iglesias, y sobre todo, la crítica profética y la exigencia de reforma volverían a traer nuevas divisiones, que en muchos casos quedarían justificadas espiritualmente. La unidad de las iglesias, que guarda una similaridad con su santidad, tiene un carácter paradójico. Es precisamente la iglesia dividida la que es un iglesia unida. El tercer predicado de las iglesias que expresa la paradoja de su naturaleza es la universalidad. Las iglesias son universales debido a la universalidad de su fundamento -el nuevo ser que actúa eficazmente en ellas. La palabra «universal» ha sustituido la palabra clásica «católica» (aquello que guarda relación con todos los hombres), debido a que desde la división producida por la Reforma, esta última palabra ha sido reservada para la iglesia romana o para iglesias tan marcadamente sacramentales como la griega ortodoxa y la anglicana. Si bien la palabra debe ser reemplazada, el hecho que aún permanece es el de que una iglesia que renuncie a la catolicidad deja por ello mismo de ser iglesia. Cualquier iglesia es universal -de manera intensiva y extensiva a la vez- debido a su naturaleza de realización de la comunidad espiritual. La universalidad intensiva de la iglesia es su fuerza y deseo de participar como iglesia en todo lo creado bajo todas las dimensiones de la vida. Por supuesto que una tal participación implica un juicio de las ambigüedades de la vida y una lucha contra las mismas en los dominios encontrados del ser. El predicado de la universalidad intensiva mantiene a las iglesias ampliamente abiertas -tan ampliamente como la vida universal. Nada creado, y por tanto, esencialmente bueno,
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queda excluido de la vida de las iglesias y de sus miembros. Esto es lo que quiere decir el principio del complexio oppositorum, del que se siente orgullosa con razón la iglesia romana. No hay nada en la naturaleza, nada en el hombre y nada en la historia que no tenga su lugar en la comunidad espiritual, y por ende, en las iglesias, de las que la comunidad espiritual es la esencia dinámica. Esto se expresa de manera clásica tanto en las catedrales medievales como en los sistemas escolásticos, en los que todas las dimensiones del ser encuentran su propio lugar, e incluso aparece en su papel de sometimiento, lo demoníaco, lo feo, lo destructivo. El peligro de esta universalidad fue, por supuesto, que los elementos de ambigüedad penetraron en la vida de la iglesia o de que, hablando con símbolos, lo demoníaco se rebeló contra su papel de sometimiento a lo divino. Este peligro indujo al protestantismo a sustituir la abundancia del complexio oppositorum por la pobreza de la carencia sagrada (siguiendo en este punto al judaísmo y al islam). Al obrar así, el protestantismo no rechazó el principio de universalidad, porque puede haber una universalidad de la carencia como la hay de la abundancia. El predicado de la universalidad sólo se viola si una de entre muchas posibilidades se eleva a una posición de absoluto, lo cual supone la exclusión de los otros elementos. Cuando ocurre esto desaparece el principio de universalidad de las iglesias, el cual se viene a realizar en el mundo secular. El hecho de que durante la Reforma y la Contrarreforma las iglesias se autoexcluyeran ampliamente de la universalidad de la abundancia e incluso de la carencia es, en parte, responsable de la aparición de un secularismo ampliamente abierto en el mundo moderno. Las iglesias habían pasado a ser segmentos de la vida y habían perdido su participación en la vida universal. Con todo, por muy positiva o negativa que pueda ser la actitud de las iglesias para con el predicado de la universalidad, son esencialmente universales a pesar de su pobreza actual en relación con la abundancia del mundo encontrado. Pueden incluir el trabajo pero excluyen la vitalidad natural; pueden incluir el análisis filosófico pero excluyen la metafisica; pueden incluir los estilos particulares de todas las creaciones culturales y excluir otros estilos. Por muy universales que intenten ser, la universalidad de las iglesias está presente, paradójicamente, en su particularidad.
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Todo lo dicho hasta aquí es a propósito de la universalidad intensiva de las iglesias pero vale también para su universalidad extensiva -es decir, la validez de la función de la iglesia para todas las naciones, grupos sociales, razas, tribus y culturas. Tal como muestra el nuevo testamento esta universalidad extensiva es una implicación inmediata de la aceptación de Jesús como portador del nuevo ser. El tremendo énfasis que pone Pablo sobre este punto es debido a su propia experiencia como judío de la diáspora que une en su persona elementos judíos, griegos y romanos así como el sincretismo de la época helenista, y aporta todo ello a la iglesia en sí mismo y en su grupo. Una situación análoga en nuestro tiempo, que brota de los problemas nacionales, raciales y culturales, obliga a la teología contemporánea a subrayar la universalidad de las iglesias con la misma energía con que lo hizo Pablo. Ahora bien, nunca se da una universalidad real en las iglesias. El predicado de la universalidad no se puede derivar de la situación real. A la luz de la particularidad históricamente condicionada -incluso de las iglesias mundiales y sus consejos- la universalidad es paradójica. La ortodoxia griega identifica la comunidad espiritual universal con la recepción del mensaje cristiano por la cultura bizantina. Roma identifica la comunidad espiritual universal con la iglesia, regida por el derecho canónico y su guardián, el papa. El protestantismo muestra su particularidad al intentar someter las religiones y culturas extranjeras a la civilización occidental conte.mporánea en nombre de la comunidad espiritual universal. Y en muchos casos, las particularidades raciales, sociales y nacionales impiden a las iglesias realizar el predicado de universalidad. La universalidad cuantitativa o extensiva, al igual que la cualitativa o intensiva, es un predicado paradójico de las iglesias. Tal como fue el caso a propósito de la santidad y unidad, también debemos decir de la universalidad de las iglesias que se hace presente en su particularidad. Y por cierto que no deja de producir su efecto: desde sus primeros momentos, todas las iglesias han intentado superar la ambigüedad de la universalidad tanto intensiva como extensivamente (con frecuencia ambas se identifican). Uno de los rasgos más lamentables de la teología protestante de los últimos cien años es el de haber sido dominada por un
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matiz positivista, del que son ejemplos Schleiermacher y Ritschl. El positivismo en teología es la renuncia al predicado de universalidad. Aquello que es meramente «positivo», por ejemplo, una iglesia cristiana particular, no se puede considerar universal. Esto es sólo posible si se concibe la universalidad como paradójicamente presente en lo particular. El seglar normal que escucha o recita las palabras del credo apostólico a propósito de la santidad, unidad y universalidad de la iglesia comprende frecuentemente la paradoja de las iglesias sin el concepto de la comunidad espiritual. Tiene conciencia del significado paradójico de tales palabras tal como se aplican a las iglesias a partir del conocimiento que tiene de la suya propia. Corrientemente es lo suficientemente realista como para rechazar la idea de que en un futuro estos predicados perderán su carácter paradójico y pasarán a ser verdaderos empíricamente. Conoce a las iglesias y sus miembros (incluido él mismo) lo suficiente como para desestimar tales esperanzas utópicas. A pesar de todo, se sabe asido por la fuerza de las palabras mediante las cuales se expresa un aspecto inambiguo de la iglesia, la comunidad espiritual.
2.
LA VIDA DE LAS
IGLESIAS Y LA LUCHA CONTRA LAS AMBIGÜEDADES DE LA RELIGIÓN
a)
Fe y amor en la vida de las iglesias
1. La comunidad espiritual y las iglesias como comunidades de fe La comunidad espiritual es la comunidad de fe y amor que participa de la unidad trascendente de una vida sin ambigüedades. La participación es fragmentaria debido a la finitud de la vida, y no carece de tensiones debido a la polaridad de la individualización y de la participación, que jamás está ausente de un ser finito. La comunidad espiritual en cuanto esencia dinámica de las iglesias las convierte en comunidades de fe y amor en las que las ambigüedades de la religión no quedan eliminadas sino conquistadas en principio. La expresión «en principio» no significa in abstracto sino que quiere decir (al igual que las palabras latina y griega principium y arche) la fuerza del
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principio, que permanece como fuerza controladora en todo un proceso entero. En este sentido, la presencia espiritual, el nuevo ser, y la comunidad espiritual son principios ( archai). Las ambigüedades de la vida religiosa quedan conquistadas en principio en la vida de las iglesias; queda rota su fuerza autodestructora. No quedan eliminadas por completo -incluso se pueden hacer presente con su energía demoníaca- pero como dice Pablo en el capítulo octavo de su carta a los romanos, y en otros lugares de sus escritos: la aparición del nuevo ser supera el poder último de las demoníacas «estructuras de destrucción». Las ambigüedades de la religión en las iglesias quedan conquistadas por una vida sin ambigüedades en la medida en que encarnan al nuevo ser, si bien esta misma expresión «en la medida en que» ya nos pone en guardia para no identificar las iglesias con la vida sin ambigüedades de la unión trascendente. Allí donde está presente la iglesia quedan reconocidas y rechazadas las ambigüedades de la religión pero no quedan eliminadas. Lo cual es verdad, en primer lugar, del acto en el que se recibe la presencia espiritual y se realiza el nuevo ser, es decir, en el acto de fe. La fe se convierte en religión en las iglesias ambiguas, desintegradoras, destructoras, trágicas y demoníacas. Pero al mismo tiempo, se da una fuerza de resistencia ante las multiformes deformaciones de la fe -el Espíritu divino y su encarnación, la comunidad espiritual. Si llamamos a las iglesias o a una iglesia en particular, comunidad de fe, decimos que, de acuerdo con su propósito, se fundamenta sobre el nuevo ser en Jesús como Cristo o bien que su esencia dinámica es la comunidad espiritual. Al tratar de la comunidad espiritual ya indicamos que se da una tensión entre la fe de quienes son asidos por la presencia espiritual y la fe de la comunidad que está formada por tales individuos pero que es más que cada uno de ellos y más que su totalidad. En la comunidad espiritual una tal tensión no provoca una ruptura. En las iglesias se presupone una ruptura que lleva a las ambigüedades de la religión pero de tal manera que la participación de la comunidad de la iglesia en la comunidad espiritual se opone a tales ambigüedades y, en principio, las supera. ¿Qué es lo que queremos decir cuando hablamos de la fe de las iglesias o de una iglesia en particular? Podemos conside-
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rar tres aspectos de esta cuestión. Ante todo, cuando en la primitiva iglesia, algunas personas decidían ingresar en la iglesia y al hacerlo ponían todas sus cosas en peligro, empezando por sus vidas, no era demasiado dificil hablar de la iglesia como comunidad de fe. Pero tan pronto como fueron muchos quienes ingresaron en la iglesia más con ganas de encontrar un refugio religioso que como fruto de una decisión existencial, cuando, en el seno de toda una civilización, todo el mundo, niños incluidos, pertenecían a la iglesia, no quedaba ya tan claro su carácter de comunidad de fe. La fe activa, lafides qua creditur, ya no se podía dar por supuesta en la mayoría de sus miembros. Sólo quedaba el fundamento del credo de la iglesia, lafides quae creditur. ¿Cómo se relacionan ambas? Sea cual fuere la respuesta, volvieron a hacer su aparición numerosas ambigüedades de la vida religiosa, y el mismo concepto de fe resultó tan ambiguo que hay buenas razones (aunque no sean suficientes) para no emplearlo ya más. La segunda dificultad en el concepto de la comunidad de fe echa sus raíces en la historia de lafides quae creditur, el credo. Su historia es una trágica mescolanza histórica que se da entre la creatividad espiritual y las fuerzas sociales que determinan la historia. Las fuerzas sociales que entran aquí en consideración son la ignorancia, el fanatismo, la arrogancia jerárquica y la intriga política. Si las iglesias exigen que todos sus fieles acepten las formulaciones que vinieron a la existencia de esta manera, les impone una carga que, con toda sinceridad, ninguno que tenga clara conciencia de la situación podrá sobrellevar. Se trata de un acto demoníaco y por tanto destructivo para la comunidad de fe el que se tenga que interpretar como una sujeción incondicional a las afirmaciones doctrinales de la fe tal como se han ido desarrollando en la historia de las iglesias, una historia que más bien está llena de ambigüedades. La tercera dificultad a este respecto radica en el hecho de que se ha establecido un mundo secular que fomenta una actitud crítica, escéptica o indiferente ante las afirmaciones de los credos -incluso entre miembros serios de las iglesias. ¿Qué viene a significar «comunidad de fe» cuando la comunidad así como cada uno de sus miembros, se ven asaltados por las críticas y las dudas?
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Todas estas preguntas muestran cuán poderosas son las ambigüedades de la religión en las iglesias y qué dificultades ofrece la resistencia de la fe. Existe una respuesta subyacente en todas las partes de nuestro sistema y que viene a ser el contenido básico de la fe cristiana y no es otra que Jesús es el Cristo, el portador del nuevo ser. Hay muchas posibles maneras de expresar esta afirmación, pero no hay manera alguna de poderla soslayar en una iglesia ya que cada una de las iglesias se fundamenta en ella. En este sentido podemos decir que una iglesia es una comunidad de quienes afirman que Jesús es el Cristo. Esto queda ya implicado en el mismo nombre de «cristiano». Ello presupone en cada individuo una decisión -no en cuanto él pueda, personalmente, aceptar la afirmación de que Jesús es el Cristo, sino en lo que hace referencia a su decisión de querer pertenecer o no a una comunidad que afirma que Jesús es el Cristo. Si su opción es contraria a esto, ha abandonado la iglesia, aun cuando, por motivos sociales o políticos, no formalice su negativa. En todas las iglesias son muchos los miembros formales que, de manera más o menos consciente, no quieren pertenecer a la iglesia. La iglesia los puede tolerar, debido a que no está basada en decisiones individuales sino en la presencia espiritual y sus medios. Por el contrario, hay quienes, consciente o inconscientemente quieren pertenecer a la iglesia, hasta tal punto que ni siquiera pasa por su imaginación el que no pertenezcan a la misma, y quienes se encuentran en una tal situación de dudas acerca de la afirmación básica de que Jesús es el Cristo, con todas sus implicaciones, que están al borde de autosepararse de la iglesia, por lo menos en su interior. En nuestros días, este es el predicamento de mucha gente, tal vez de la mayoría, si bien se da una diversidad de grados. Pertenecen a la iglesia pero dudan de su pertenencia. Debemos decir que para ellos el criterio de la propia pertenencia a una iglesia y por su medio a la comunidad espiritual es el serio deseo, consciente o inconsciente, de participar en la vida de un grupo que esté basado en el nuevo ser tal como ha aparecido en Jesús como Cristo. Una tal interpretación puede servir de ayuda a muchos cuya conciencia está atormentada por las dudas acerca de todo el conjunto de símbolos a los que se autosometen en sus pensamientos, devocio-
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nes y acciones. Pueden tener la seguridad de que pertenecen plenamente a la iglesia y por medio de ella a la comunidad espiritual, y pueden por tanto vivir en ella confiadamente y trabajar por ella. Esta es una solución para todos los miembros de la iglesia, incluidos sus ministros y otros representantes, si bien en este último caso se suscitan problemas de sabiduría y tacto, como ocurre en cualquier grupo organizado. Es obvio que quien niegue, aunque sea tácitamente, la base y la finalidad de una función que debe ejercer él mismo debe o bien autoexcluirse de la misma o ser obligado a ello. Los interrogantes apuntados más arriba acerca de la comunidad de fe nos conducen a un problema aún más dificil, y que ofrece una dificultad especial a la luz del principio protestante. La pregunta sería de qué manera la comunidad de fe --que debe ser una iglesia- está relacionada con sus expresiones por lo que respecta al credo y a la doctrina en su predicación y en su enseñanza y otras manifestaciones, especialmente aquellas que llevan a cabo los representantes de la iglesia. Se debe responder a esta pregunta con decisiones concretas de la iglesia concreta -idealmente por la iglesia universal, actualmente por los múltiples centros que se dan entre ella y la iglesia local. Las afirmaciones del credo se derivan de tales decisiones. La iglesia romana, por autoidentificarse con la comunidad espiritual, considera que sus decisiones por lo que respecta al credo son válidas de manera incondicional y considera cualquier desviación de las mismas como una separación herética de la iglesia espiritual. Ello origina una reacción de la iglesia, legalmente circunscrita, contra quienes son considerados herejes -antiguamente contra todos los miembros, hoy sólo contra los representantes de la iglesia. La doctrina protestante acerca de la ambigüedad de la religión aun en las iglesias hace que sea imposible una reacción de este tipo; sin embargo, incluso las iglesias protestantes deben formular sus propias bases del credo y defenderlas contra los ataques provenientes del bando de sus propios representantes. Ahora bien, una iglesia que sea consciente de sus propias ambigüedades debe reconocer que su juicio, tanto al decretar un credo como al aplicarlo a casos concretos es ambiguo en sí mismo. La iglesia no puede abandonar su lucha por la comunidad de fe (como en los casos de la apostasía nazi, de la
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herejía comunista, los no practicantes en la heteronomía romano-católica, o el rechazo del fundamento de la iglesia en el nuevo ser en Cristo), pero al obrar así la iglesia puede caer en errores desintegradores, destructivos o incluso demoníacos. Este es un riesgo inherente en la vida de cualquier iglesia que se sitúa a sí misma no por encima sino por debajo de la cruz de Cristo, es decir, en toda iglesia en la que el principio profético-protestante no ha sido absorbido por un absolutismo jerárquico o doctrinal. Queda aún abierta la pregunta de si la afirmación de la iglesia como comunidad de fe implica la afirmación del concepto de herejía. Esta pregunta va sobrecargada con las connotaciones que en el desarrollo de la iglesia ha ido adquiriendo el mismo concepto de herejía. Empleada originariamente para designar las desviaciones de la doctrina oficial, esta palabra vino a significar, a partir de la implantación del derecho canónico, una ruptura de la ley canónica de la iglesia, y con la aceptación del derecho canónico como parte de ley del estado, pasó a convertirse en el más grave delito. La persecución de herejes ha borrado el justificado significado original de la palabra «herejía» para designar nuestras reacciones conscientes, y aún más las inconscientes. Y a no puede emplearse en una discusión seria, y estoy convencido de que no deberíamos intentar salvar esta palabra, si bien no podemos soslayar el problema que apunta. Lo que viene a continuación se puede decir acerca de este problema. El rechazo del fundamento de una iglesia, es decir, de la comunidad espiritual y de su manifestación en Cristo, no es una herejía sino una separación de la comunidad en la que existe el problema de la herejía. El problema de la herejía se suscita cuando se hace el inevitable intento de formular conceptualmente las implicaciones de la afirmación básica cristiana. Desde el punto de vista del principio protestante y del reconocimiento de las ambigüedades de la religión y a la luz de la siempre presente comunidad espiritual en estado latente, se puede solucionar el problema de la siguiente manera: el principio protestante de la distancia infinita entre lo divino y lo humano, mina la pretensión absoluta de cualquier expresión doctrinal del nuevo ser. Ciertamente que se hace necesaria una decisión de la iglesia para fundamentar su predicación y su doctrina sobre una tradición o formulación doctrinal particu-
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lar; pero si una tal decisión va acompañada por la pretensión de que es la única posibilidad entonces se viola el principio protestante. Pertenece a la esencia de la comunidad de fe en el protestantismo que una iglesia protestante pueda acoger en su pensamiento y acción cualquier expresión de pensamiento y vida creada por la presencia espiritual en cualquier momento de la historia de la humanidad. La iglesia romana tuvo más conciencia de esta situación en sus primeros inicios que en los posteriores, pero sólo desde la Contrarreforma cerró sus puertas a toda reconsideración del pasado. Se perdió así la libertad profética para una autocrítica esencial. El protestantismo, nacido de la lucha por una tal libertad, la perdió en la época de la ortodoxia teológica y la ha recuperado una y otra vez. Ahora bien, con esta libertad y a pesar de sus interminables divisiones denominacionales, el protestantismo ha continuado como una comunidad de fe. Es consciente, y así debe serlo siempre, de la doble realidad de la que participa -la comunidad espiritual, que es su esencia dinámica, y su existencia en medio de las ambigüedades de la religión. La conciencia de estos dos polos del protestantismo está subyacente en el presente intento de desarrollar un sistema teológico. 2. La comunidad espiritual y las iglesias como comunidades de amor Las iglesias al mismo tiempo que son una comunidad de fe, son también una comunidad de amor, lo cual se debe entender dentro de las ambigüedades de la religión y de la lucha que sostiene contra las mismas el Espíritu. Agustín en sus escritos antidonatistas cree que es posible la fe fuera de la iglesia, por ejemplo, en los grupos cismáticos, pero que el amor como ágape queda limitado a la comunidad de la iglesia. Al decir esto presupone un concepto intelectualista de la fe (por ejemplo, la aceptación de la fórmula del bautismo) que separa la fe del amor. Ahora bien, si la fe es el estado de ser asido por la presencia espiritual, no se puede separar una cosa de otra. Con todo, tiene razón Agustín al considerar a la iglesia como comunidad de amor. Ya hemos tratado ampliamente la naturaleza del amor, especialmente en su cualidad de ágape, en conexión con el carácter de la comunidad espiritual. Ahora debemos
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describir sus acciones en el seno y contra las ambigüedades de la religión. En cuanto comunidad de amor, l_a iglesia realiza la comunidad espiritual, que es su esencia dinámica. Al analizar el acto de la constitución moral de la persona como persona, encontramos que esto sólo se puede dar en el encuentro yo-tú con la otra persona y este encuentro sólo se puede concentrar en los términos de ágape, la afirmación reunificadora del otro en términos del significado eterno de su ser. El presupuesto en la iglesia es que cada miembro tiene una tal relación con los demás y que esta relación se hace real en la cercanía espacial y temporal (el «prójimo» del nuevo testamento). Se expresa a sí misma en una aceptación mutua a pesar de las separaciones que se dan debido a que la iglesia es un grupo determinado sociológicarnente. Esto guarda relación con las diferencias, preferencias, simpatías y antipatías políticas, sociales, económicas, educativas, nacionales, raciales y por encima de todo personales. En algunas iglesias, como en la primera iglesia de Jerusalén y en muchos grupos sectarios, el concepto «comunidad de amor» ha desembocado en un «comunismo extático», una aceptación de todas las diferencias, en especial las económicas. Pero una tal actitud falla en no apreciar la distinción entre el caracter teológico y sociológico de la iglesia y en no apreciar la naturaleza del último y, por ende, las ambigüedades de cada comunidad de amor. Con frecuencia es la imposición ideológica del amor la que produce las formas más intensivas de hostilidad. Al igual que todo lo demás en la naturaleza de las iglesias, la comunidad de amor tiene el carácter de «a pesar de»; el amor en las iglesias manifiesta el amor de la comunidad espiritual, si bien bajo la condición de las ambigüedades de la vida. No se puede deducir directamente del carácter de la iglesia como comunidad la exigencia de una igualdad política, social y económica. Lo que sí se deduce del carácter de la iglesia como comunidad de amor es que se debe atacar para transformarlas aquellas desigualdades que hacen imposible una comunidad real de amor e incluso de fe -con la sola excepción de algunos casos heroicos especiales. Esto hace referencia a las desigualdades políticas, sociales y económicas y a las formas de eliminación y explotación que destruyen las potencialidades de humanismo en el individuo y de justicia en el grupo. La voz de la iglesia se debe dejar oír
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contra unas tales formas inhumanas e injustas, pero lo que debe hacer en primer lugar es transformar la estructura social dada en su propio seno (Cf. «Las funciones de relación de las iglesias»). Al mismo tiempo debe prestar su ayuda a las víctimas de una estructura social deformada y de fuerzas como la enfermedad y la catástrofe natural, tanto para experimentar la comunidad de amor como para obtener aquellos bienes materiales que alimentan sus potencialidades como hombres. Es ésta la parte del ágape a la que llamamos caridad y que es tan necesaria como ambigua. Es ambigua porque puede convertirse en el simple sustitutivo de una contribución material en lugar de la obligación que tenemos para con cualquier ser humano por el hecho de serlo y también porque se puede emplear como medio para mantener aquellas condiciones sociales que hacen que la caridad sea necesaria, e incluso un orden social absolutamente injusto. Por el contrario, el auténtico ágape procura crear aquellas condiciones que hacen posible el amor en el otro(No es casualidad el que Erich Fromm, por ejemplo, lo haya declarado el principio de la psicoterapia). Todo acto de amor implica un juicio contra todo lo que niega el amor. La iglesia como comunidad de amor ejerce constantemente este juicio con su sola existencia, y lo ejerce tanto contra quienes están fuera como contra quienes están dentro de su comunidad, y debe ejercitarlo conscientemente y activamente en ambas direcciones, si bien al obrar así queda implicada en las ambigüedades deljuzgar-autoridad y poder. Desde el momento en que la iglesia, en contraste con otros grupos de la sociedad, juzga en nombre de la comunidad espiritual, su juicio corre el peligro de convertirse en más radical, más fanático, más destructivo y demoníaco. Por otro lado, y por esta razón, está presente en la iglesia el Espíritu, que juzga el juicio de la iglesia y combate sus desviaciones. En relación con sus propios miembros, el juicio de la iglesia se da a través de los medios de la presencia espiritual, a través de las funciones de la iglesia, y finalmente a través de la disciplina, que en algunas iglesias, en las calvinistas especialmente, se considera un medio de la presencia espiritual, similar a la palabra y al sacramento. El protestantismo por lo general fue reacio a la disciplina debido a los abusos jerárquicos y monásticos, siendo su principal objeción con respecto a la práctica y la
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teoría de la excomunión. Según el principio protestante, la excomunión es imposible debido a que ningún grupo religioso tiene derecho a interponerse entre Dios y el hombre, ya sea para unir al hombre con Dios, ya sea para separarlo de él. La simple oración del excomulgado puede gozar de mayor fuerza espiritual y de mayor afecto salvador que cualquiera de los sacramentos con aprobación eclesiástica de los que se ve excluido. La disciplina protestante sólo puede aconsejar y, como en el caso de los representantes de la iglesias, destituir del cargo. El rasgo decisivo del juicio de amor es que tiene el único propósito de restablecer la comunión de amor -no una separación, sino una reunión. Incluso una sepfiración temporal produce una herida que probablemente jamás podrá ser curada. Una tal separación puede cobrar también la forma de ostracismo social por parte de la comunidad de la iglesia. Esto se da en las iglesias protestantes y puede resultar aún peor que la excomunión en sus consecuencias destructoras, ya que es una ofensa a la comunidad espiritual y a la iglesia. Una adaptación de los representantes de una iglesia a los grupos sociales que ejercen una influencia predominante en ella es igualmente peligrosa, y a la larga su peligrosidad va en auge. Esto es un problema del ministro especialmente, más aún en las iglesias protestantes que en la católica. La doctrina protestante del sacerdocio general de todos los creyentes priva al ministro del tabú que protege al sacerdote en la iglesia católica, y consecuentemente la importancia de los seglares se ve incrementada. Ello hace dificil, por no decir casi imposible, un juicio profético de las congregaciones, incluidos sus grupos sociológicos más poderosos. Su resultado es frecuentemente la iglesia clasista, sociológicamente determinada, algo que es muy conspicuo en el protestantismo norteamericano. En nombre de una aproximación cauta y llena de tacto (que es de desear en sí misma) queda suprimida la función judicial de la comunidad de amor. Probablemente esta situación hace más daño a la iglesia que un ataque descarado a sus principios a cargo de sus miembros desviados y en el error. Todo esto hace referencia a la función judicial de la comunidad de amor para con sus miembros. Los mismos criterios, por supuesto, son válidos no sólo para los representantes oficiales de la iglesia sino también para aquellos miembros que tienen una función sacerdotal en grupos limitados en nombre de la comuni-
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dad de amor, por ejemplo, los padres para con sus hijos, y los padres entre sí, unos amigos para con otros, los responsables de grupos voluntarios para con los miembros de sus grupos, los maestros para con sus clases, etcétera. La comunidad de amor debe ser realizada en la afirmación, el juicio y la reunión en todos estos casos, expresando así la comunidad espiritual. Y con la fuerza de la presencia espiritual la iglesia debe combatir las ambigüedades de la triple manifestación de amor a través de los individuos y movimientos movidos por el Espíritu. Cada una de las tres manifestaciones es una creación de la presencia espiritual, y en cada una de ellas actúa con eficacia el gran «a pesar de» del nuevo ser; pero donde más se pone de manifiesto es en la tercera -la «reunión a pesar de», el mensaje y el acto de perdón. Al igual que el elemento judicial del amor, el elemento de perdón está presente en todas las funciones de la iglesia, en la medida en que dependen de la comunidad espiritual. Pero las ambigüedades de la religión ofrecen también resistencia a la dinámica del Espíritu en el acto del perdón. El perdón puede ser un acto mecánico, o algo simplemente permisivo o bien la humillación de aquel que es perdonado. En ninguno de estos casos es posible la reunión en el amor, debido a que no se tiene en cuenta la paradoja en el perdón. La cuestión de la relación de la iglesia particular como comunidad de amor con otras comunidades fuera de la misma está erizada de problemas. Tal vez en ningún otro punto sean tan difíciles de superar como aquí las ambigüedades de la religión. El primer problema concierne a los individuos miembros de todos los grupos que están fuera de una iglesia. La respuesta general a la pregunta -¿qué es lo que pide el amor si se presentan en el dominio de la iglesia?- es la de que deben ser admitidos como participantes en la comunidad espiritual en su estado latente y por tanto como posibles miembros de la iglesia particular. Pero luego los elementos de amor que hemos llamado <~uicio» y «reunión» plantean la cuestión: ¿bajo qué condiciones es posible su completa o parcial aceptación como miembros? He aquí una cuestión profundamente problemática. ¿Acaso significa conversión, y si así es, conversión a qué? ¿Al cristianismo, a una de sus confesiones o denominaciones, a la fe de la iglesia particular? Nuestra doctrina de la comunidad espiritual en su estado latente nos sugiere una respuesta: si
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alguien desea .participar en la comunidad de amor de una iglesia particular, entonces puede convertirse en miembro pleno de la misma mediante la aceptación del credo y del orden de esa iglesia; o puede permanecer en una iglesia particular y convertirse en un invitado plenamente aceptado en otra iglesia; o bien puede permanecer en la comunidad espiritual latente como judío, musulmán, humanista, místico, etc., que desea ser recibido en la comunidad de amor por tener conciencia de su propia pertenecía esencial a la comunidad espiritual. En el último caso, sería también un invitado, o más precisamente, un visitante y amigo. Tales situaciones son frecuentes hoy. Lo que es decisivo, por lo menos en la esfera protestante, es el deseo de participar en un grupo cuyo fundamento es la aceptación de Jesús como Cristo; este deseo ocupa el lugar de la afirmación del credo y, a pesar de la ausencia de conversión, abre la puerta a la comunidad de amor sin reservas por parte de la iglesia. Otro problema referente a la relación de la comunidad de amor con quienes están fuera es el de la relación de una iglesia particular con otra -local, nacional, denominacional. El antagonismo entre iglesias, llevado incluso hasta el extremo de la persecución fanática de una iglesia por otra, tiene unas causas sociales y políticas que están entre las ambigüedades de las iglesias en su aspecto sociológico. Pero existen otras razones derivadas del combate de la presencia espiritual contra la profanización y demonización del nuevo ser. Existe una congoja profunda en toda iglesia con un credo definido y un orden de vida en el sentido de que quien pide ser aceptado en la comunidad de amor puede deformar esta comunidad por medio de elementos de profanización. En esta situación, el fanatismo, como siempre, es el resultado de una inseguridad interior, y la persecución, como siempre también, es fruto de la congoja. La sospecha y el odio que aparecen en las relaciones entre las comunidades de amor son una consecuencia del mismo miedo que provocó la caza de brujas y el juicio de herejes. Es el genuino miedo de lo demoníaco que por ende no puede ser superado por un ideal de tolerancia basado sobre la indiferencia o sobre una minimización abstracta de las diferencias. Sólo es vulnerable a la presencia espiritual que afirma y juzga toda expresión del nuevo ser tanto en la comunidad de amor como en las demás. En todas ellas, ya sea surgiendo de la comunidad
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espiritual latente ya de su aparición manifiesta, se da una presencia espiritual creadora y en todas ellas son una realidad las posibilidades profanas y demoníacas. Por tanto, una iglesia puede reconocer la comunidad de amor con otra en la comunidad espiritual como la esencia dinámica de ambas que afirma y juzga las particularidades de cada una de ellas. Estas consideraciones vienen a ser la substancia de lo que dijimos antes acerca del carácter paradójico de la unidad de la iglesia. b)
Las funciones de las iglesias, sus ambigüedades y la comunidad espiritual
1. El carácter general de las funciones de las iglesias y la presencia espiritual Habiendo tratado ya en las secciones anteriores el carácter esencial de las iglesias en su relación con la comunidad espiritual, debemos regresar ya a la expresión que tienen en cuanto entidades vivientes en cierto número de funciones. Cada una de ellas viene a ser una consecuencia inmediata y necesaria de la naturaleza de una iglesia. Deben estar actuando allí donde se da una iglesia viviente, aun cuando periódicamente están más ocultas que manifiestas. Jamás están ausentes, si bien las formas bajo las que apar~cen difieren en gran manera unas de otras. Se pueden distinguir estos tres grupos de funciones de iglesia que van a continuación: las funciones de constitución, que guardan relación con el fundamento de las iglesias en la comunidad espiritual; las funciones de expansión, que guardan relación con la exigencia universal de la comunidad espiritual; las funciones de construcción que guardan relación con la actualización de las potencialidades espirituales de las iglesias. Al llegar aquí, se suscita una cuestión más general -la cuestión del sentido en que una doctrina de las iglesias y sus funciones sea una materia sometida al dominio de la teología sistemática y el sentido en que se trate de una materia sometida a la teología práctica. Por supuesto, que la primera respuesta es que no queda muy clara la línea divisoria. Podemos distinguir, sin embargo, entre los principios teológicos que rigen las funciones de las iglesias en cuanto tales y los instrumentos más prácticos y los métodos más adecuados para su ejercicio. Es tarea de la teología sistemática analizar los primeros; y tarea de
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la teología práctica sugerir los segundos (Por supuesto que esta distinción no implica una división en el pensamiento del teólogo sistemático y práctico; ambos reflexionan sobre la doble serie de problemas, pero cada uno dedica su trabajo a uno de ellos). Los análisis que siguen de carácter sistemático se entremezclarán con descripciones de carácter práctico, tal como ha ocurrido ya en los capítulos precedentes. La primera afirmación que se debe hacer acerca de los principios lógicos que rigen las funciones de las iglesias en cuanto tales es que todos ellos participan de la paradoja de las iglesias. Todos ellos se realizan en nombre de la comunidad espiritual; con todo, también es verdad que los realizan grupos sociológicos y sus representantes. Todos ellos están implicados en las ambigüedades de la vida -de la vida religiosa, sobre todo-- y su finalidad no es otra que la de conquistar tales ambigüedades a través del poder de la presencia espiritual. Se pueden distinguir tres polaridades de los principios que corresponden a los tres grupos de función. Las funciones qe constitución están bajo la polaridad de la tradición y de la reforma, las funciones de expansión bajo la polaridad de veracidad y adaptación, las funciones de construcción bajo la polaridad de la trascendencia formal y la afirmación formal. También quedan indicadas en estas polaridades las ambigüedades combatidas por la presencia espiritual. El peligro de la tradición es una hybris demoníaca; el peligro de la reforma es una crítica que va vaciando. El peligro de la veracidad está en un absolutismo demoníaco; el peligro de la adaptación en una relativización que va vaciando. El peligro de la transcendencia formal es una represión demoníaca; el peligro de la afirmación formal es la vaciedad formalista. En relación con la descripción de las respectivas funciones se discutirán algunos ejemplos concretos de estas polaridades y de los peligros en ellas implicados; aquí nos contentaremos con sólo unas cuantas indicaciones de carácter general. El principio de tradición en las iglesias no es un simple reconocimiento del hecho sociológico de que las formas culturales de cada nueva generación se originan a partir de aquellas que fueron producidas por las generaciones precedentes. Por supuesto que esto también es válido para las iglesias. Pero más allá de esto, el principio de tradición en la iglesia brota del
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hecho de que la naturaleza de las iglesias y el carácter de su vida vienen determinadas por su función en el nuevo ser tal como ha aparecido en Jesús como Cristo y también porque la tradición es el nexo entre este fundamento y cada nueva generación. No es este, necesariamente, el caso con los grupos nacionales o los movimientos culturales, cuyos inicios pueden ser más bien irrelevantes para su desarrollo. Pero la comunidad espiritual es eficiente a través de toda función de la iglesia y, por tanto, todas las generaciones están presentes idealmente -no sólo las generaciones que experimentaron la manifestación central, sino también aquellas que la esperaron. En este sentido, la tradición no es particular, si bien incluye todas las tradiciones particulares; expresa la unidad de la humanidad histórica, cuyo centro es la aparición de Cristo. La iglesia ortodoxa griega se considera a sí misma como la iglesia de la tradición viva en contraposición con la tradición de la iglesia católica que está definida legalmente y controlada por el papa. La crítica que presentó la Reforma contra muchos de los elementos de ambas tradiciones, sobre todo de la católica, ha hecho que el mismo concepto sea sospechoso para el sentimiento protestante, si bien la verdad es que la tradición es un elemento en la vida de todas las iglesias. Aun la misma crítica protestante sólo fue posible gracias a la ayuda de elementos particulares en la tradición católica, como por ejemplo, la Biblia, Agustín, los místicos germanos, el substrato humanista, etcétera. Un carácter general de la crítica profética de una tradición religiosa es que no es algo que sobreviene desde fuera sino que procede del mismo centro de la misma tradición, y que combate sus deformaciones en el nombre de su verdadero significado. No se da ninguna reforma sin una tradición previa. La palabra «reforma» tiene dos connotaciones: señala un acontecimiento único en la historia de la iglesia, la Reforma protestante del siglo XVI; y señala también a un principio permanente, activo en todas las épocas que va implicado en la lucha del Espíritu contra las ambigüedades de la religión. La Reforma histórica se produjo debido a que la iglesia romana había logrado quitar del medio un tal principio precisamente en el momento en que el espíritu profético exigía una reforma de la iglesia en su «cabeza y en sus miembros». Como es obvio, no existe un criterio objetivo para un movimiento de reforma; ni la
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misma Biblia puede servir, ya que necesita asimismo ser interpretada. En su lugar se da un riesgo, enraizado en la toma de conciencia de la libertad espiritual, y es precisamente el espíritu profético el que origina la valentía necesaria para afrontar un tal riesgo. El protestantismo asume este riesgo -aun cuando puede suponer la desintegración de las iglesias particulares. Asume este riesgo con la certeza de que hay algo que no puede ser destruido y que constituye la esencia dinámica de una iglesia, a saber, la comunidad espiritual. La polaridad de la tradición y de la reforma desemboca en la lucha de la presencia espiritual con las ambigüedades de la religión. El principio de la reforma es el correctivo ante la supresión diabólica de la libertad del Espíritu a cargo de una tradición revestida de validez absoluta, en la práctica o por la ley; y dado que todas las iglesias tienen una tradición, esta tentación demoníaca se da en realidad y con éxito en todas ellas. Su éxito se debe a la congoja que origina tabúes acerca de todo lo que sea una desviación de todo lo santo y de todo lo que haya aparecido dotado de poder salvador. En esta congoja va implícita la anticipación de que, bajo el principio de la reforma, las iglesias caerán en una crítica que lleva a lo profano. Realmente tienen su dosis de verdad aquellas palabras, tan frecuentemente citadas por Schleiermacher, de que «la reforma continúa»; si bien esto suscita el interrogante de la congoja: ¿cuál es el límite más allá del cual se inicia la desintegración crítica? Este interrogante es el que da fuerza a los guardianes de una tradición absolutista para que eliminen todo deseo de reforma y ejerzan coacción sobre las conciencias de quienes tienen un mejor conocimiento pero no tienen valentía para aventurarse por nuevos caminos. Los dos principios se unen en la comunidad espiritual. Se encuentran en tensión pero no en conflicto. En la medida en que la dinámica de la comunidad espiritual es eficaz en una iglesia, el conflicto se transforma en tensión viva. La segunda polaridad de los principios está relacionada esencialmente con las funciones de expansión en la vida de las iglesias. Se trata de la polaridad de la veracidad y de la adaptación. El problema es tan antiguo como las palabras de Pablo cuando hace referencia a que él es judío con los judíos y griego con los griegos, al mismo tiempo que rechaza a todos los que, en contra de la verdad de su mensaje, intentan la reconver-
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sión del nuevo ser (la «nueva creación», la llama él) en la vieja creatura de la ley judaica o de la sabiduría griega. El conflicto existencial entre veracidad y adaptación, así como la lucha de la presencia espiritual, para superarlo, queda expresado clásicamente en sus escritos. En la primitiva iglesia hubo unos pequeños grupos que pretendían el sometimiento de las iglesias a la ley judía, y una amplia mayoría, con la inclusión de los más importantes teólogos, pretendían la adaptación a las formas de pensamiento que habían sido desarrolladas por la filosofía clásica griega y helenista. Al mismo tiempo, las masas se acomodaron, bajo la supervisión permisiva de las autoridades de la iglesia, a las tendencias politeístas en la religión, ya fuera por la veneración de las imágenes (iconos) ya por la invasión en las devociones de una hueste de santos, la Virgen María de un modo especial. Sin estas adaptaciones hubiera sido imposible la obra misionera de la primitiva iglesia; pero en este proceso de adaptación, y precisamente por esta razón, estaba en peligro constante el mismo contenido del mensaje cristiano. Este peligro de abandonar el polo de la veracidad en favor del polo de la adaptación era tan real que la mayor parte de los grandes conflictos en el primer milenio de las iglesias cristianas se pueden ver a la luz de este conflicto. En la edad media, la adaptación de las tribus germanoromanas al orden feudal fue tanto una necesidad misionera como educativa e iba acompañada por un constante sometimiento de la veracidad a la acomodación. La lucha entre el emperador y el papa debe ser entendida en parte como la reacción de la iglesia contra la identificación feudal de las jerarquías sociales con las religiosas; y la reacción de la piedad personal de la alta edad media, con la inclusión de la Reforma, se puede entender como una resistencia a la transformación de la misma iglesia en una autoridad feudal omnienglobante. Por supuesto que ninguno de estos movimientos en favor de la verdad y en contra de la adaptación escaparon ellos mismos a la necesidad de adaptación. A pesar de la ruptura entre Lutero y Erasmo, el espíritu humanista entró en el protestantismo a t~avés de Melanchton, de Zuinglio y, en parte, de Calvino. En los siglos siguientes, la lucha entre la verdad y la adaptación prosiguió sin descanso y aún hoy continúa siendo uno de los
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problemas más reales. Estas luchas no quedan restringidas, por supuesto, a la expansión misionera hacia religiones y culturas extranjeras sino que se refieren de manera aún más inmediata a la expansión en las civilizaciones formadas por la tradición cristiana. Tanto el cambio en el clima cultural general a partir del siglo XVI como la necesidad de introducir a nuevas generaciones en las iglesias plantean el inevitable problema que va implicado en la polaridad de verdad y adaptación. El peligro del pronunciamiento de la verdad sin adaptación, tal como se indicó más arriba, es un absolutismo demoníaco que arroja la verdad como piedras contra las cabezas de las gentes, sin preocuparse de si la pueden aceptar o no. Es lo que podemos llamar el escándalo demoníaco que dan con frecuencia las iglesias al tiempo que creen que sólo es el escándalo divino necesario. Sin una adaptación a las categorías de comprensión de aquellos a quienes se dirigen las funciones de expansión de la iglesia, la iglesia no sólo no se expande sino que incluso pierde lo que tiene, ya que sus miembros viven también en el seno de una civilización determinada y sólo pueden recibir la verdad del nuevo ser con las categorías de aquella civilización. Si, por otro lado, la adaptación se convierte en una acomodación ilimitada como ha ocurrido en muchos períodos de la historia de las iglesias, se pierde la verdad del mensaje y se apodera de la iglesia un relativismo que lleva al secularismo, primero meramente vacío y sin éxtasis, pero abierto luego a un éxtasis deformado de manera demoníaca. Si la acomodación misionera abandona el principio de verdad no conquista los poderes demoníacos ya sean religiosos o profanos. La tercera polaridad de los principios, relacionada con las funciones de construcción, es la de trascendencia formal y la de afirmación formal. Las funciones de construcción emplean las diferentes esferas de creación cultural a fin de expresar la comunidad espiritual en la vida de las iglesias. Esto se refiere a la theoria y a la praxis, y en su seno, a lo estético y a lo cognoscitivo, a lo personal y comunitario, esferas de la vida bajo la dimensión del espíritu. De todos ellos las iglesias asumen material, o sea, estilos, métodos, normas y relaciones, pero de tal manera que afirma y trasciende las formas culturales. Si las iglesias se comprometen en una construcción estética o cognoscitiva, personal o comunitaria, lo harán como iglesias sólo si la
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relación de la presencia espiritual se pone de manifiesto en sus obras, lo que equivale a decir si se da en ellas una cualidad extática, que transciende la forma. Las iglesias no actúan como iglesias cuando actúan como partido político o como tribunal de justicia, como escuela o movimiento filosófico, como patrocinadoras de una producción artística o de una curación psicoterapéutica. La iglesia se muestra como tal sólo si el Espíritu irrumpe en las formas finitas y las dirige más allá de sí mismas. Es esta cualidad espiritual, que trasciende la forma, la que caracteriza las funciones de construcción en la iglesia: las funciones de autoexpresión estética, de autointerpretación cognoscitiva social y política. No es la materia sujeta en cuanto tal la que las convierte en funciones de la iglesia sino su carácter extático, que trasciende la forma. Al mismo tiempo, se debe observar el principio de afirmación formal. En toda función de la iglesia la forma esencial del dominio cultural debe emplearse sin una violación de sus exigencias estructurales. Esto queda ya implicado en lo tratado anteriormente a propósito de la estructura y del éxtasis. A pesar del carácter que tiene el arte religioso de trascender la forma se deben obedecer las reglas estéticas; a pesar del carácter que tiene el conocimiento religioso de trascender la forma no se deben romper las reglas cognoscitivas. Esto mismo es válido con respecto a la ética, la política y la educación personal y social. Más adelante se tratarán algunos de los importantes problemas que todo esto plantea; y llegados aquí debemos referirnos de nuevo a los dos peligros entre los que se mueven las funciones de construcción en la vida de las iglesias. Si el principio de la trascendencia de la forma es eficiente en la separación del principio de la afirmación de la forma, las iglesias se convierten en represivo-demoníacas. Se ven abocadas a reprimir en cada uno y en todo grupo aquella conciencia de forma que exige una sumisión sincera a las necesidades estructurales de la creación cultural. Violan, por ejemplo, la integridad artística en nombre de un estilo sagrado (o políticamente conveniente); o sacavan la sinceridad científica que conduce a planteamientos radicales acerca de la naturaleza, del hombre y de la historia; o destruyen la humanidad personal en nombre de una fe fanática deformada de manera diabólica, y así sucesivamente.
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En el otro polo, está el peligro de una profanización de las creaciones espirituales y el vacío que invita a las invasiones demoníacas. Una forma que sea demasiado rígida para ser trascendida pierde gradualmente significado -aun no siendo errónea. Se experimenta primero como una protección de la interferencia trascendente, luego como creatividad autónoma, posteriormente como la encarnación de la corrección formal, y finalmente como formalismo vacío. Allí donde la presencia espiritual hace sentir su fuerza en las iglesias allí van unidos los dos principios, el de la trascendencia de la forma y el de la afirmación de la forma. 2.
Las funciones constitutivas de las iglesias
La teología sistemática tiene que ocuparse de las funciones de la iglesia porque forman parte de su naturaleza y completan su caracterización al añadirle elementos especiales. Si las funciones de la iglesia son de su misma naturaleza, deben estar siempre presentes allí donde está la iglesia; sin embargo pueden aparecer con diferentes grados de cuidado, de intensidad y de adecuación conscientes. Su ejercicio debe ser suprimido desde fuera, o pueden fundirse con otras funciones, si bien están siempre presentes como un elemento en la naturaleza de la iglesia, que empuja hacia su realización. Sin embargo, no siempre están presentes de manera organizada; las funciones y las instituciones no son necesariamente interdependientes. Las instituciones dependen de las funciones a las que sirven, pero las funciones pueden existir aun allí donde ninguna institución les sirve, tal como sucede frecuentemente. La mayoría de las evoluciones institucionales tienen un origen espontáneo. La naturaleza de la iglesia requiere que una función particular se haga sentir a sí misma en las experiencias espirituales y en las acciones consiguientes, que finalmente desembocan en una forma institucional. Si una institución se vuelve anticuada, pueden originarse espontáneamente otras maneras de ejercer la misma función para tomar cuerpo en una nueva forma institucional. Esto concuerda con lo que hemos dicho anteriormente acerca de la libertad del Espíritu; libera a la iglesia de cualquier tipo de legalismo ritual, con la fuerza de la comunidad espiritual. Ninguna institución, ni siquiera el
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sacerdocio o el ministerio, sacramentos especiales o servicios devotos, se derivan necesariamente de la naturaleza de la iglesia, pero sí que se derivan las funciones que han sido la causa de que tales instituciones hayan cobrado vida. Nunca están ausentes del todo. Al primer grupo de funciones se le conoce como la función de la constitución. Puesto que toda iglesia depende del nuevo ser tal como se manifiesta en el Cristo y se actualiza en la comunidad espiritual, la función constitutiva de una iglesia es la de recibir. Esto tiene aplicación a una iglesia como un todo así como a cada uno de sus miembros. Si una iglesia pide receptividad de sus miembros, pero ella misma en cuanto iglesia rehúsa su aceptación, se convierte o bien en un sistema jerárquico estático, que pretende haberla recibido de una vez por todas sin necesidad alguna de volverlo a recibir, o bien se convierte en un grupo religioso con experiencias privadas que sirven de transición al secularismo. La función de recepción incluye la función simultánea de mediación a través de los medios de la presencia espiritual, de la palabra y el sacramento. El que recibe hace de mediador, y por otro lado, sólo ha recibido porque el proceso de mediación va siguiendo su curso constantemente. En la práctica, la mediación y la recepción son una misma cosa: la iglesia es sacerdote y profeta para sí misma. El que predica se predica a sí mismo como oyente, y quien escucha es un predicador en potencia. La identidad de recepción y mediación excluye la posibilidad del establecimiento de un grupo jerárquico que hace las veces de mediador al paso que todos los demás simplemente reciben. El acto de mediación se da en parte en servicios comunitarios y en parte en encuentros entre el sacerdote que hace de mediador y el laicado que responde. Pero esta división jamás es completa; quienquiera que medie debe responder él mismo, y quienquiera que responda media ante su mediador. El «consiliario», como agente de la función de «tener cura de las almas» ( Seelsorge) es llamado en esta terminología, pero no debe ser nunca sujeto solamente; no debe jamás hacer de su aconsejado un objeto para ser manejado correctamente y ayudado tal vez mediante el tratamiento adecuado. Si ocurre esto, tal como se da con mucha frecuencia en los consejos de tipo pastoral o médico, entonces la función o mediación espiritual ha sido
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invadida por una ambigüedad de la religión. Ahora bien, si la mediación viene determinada por la presencia espiritual, el consejero se somete a sí mismo a los juicios y exigencias que intenta comunicar. Reconoce la verdad de que él básicamente está en el mismo predicamento que el aconsejado. Y esto le puede dar la posibilidad de hallar para él la palabra de curación. Quien está asido por el Espíritu puede hablar a quien necesite su ayuda de tal manera que el Espíritu pueda asir por su medio al otro, y así la ayuda se hace posible, ya que el Espíritu sólo puede curar lo que está abierto al Espíritu. Más adelante trataremos de la relación entre el consejo pastoral y la ayuda psicoterapéutica. Allí donde se da recepción y mediación, allí se da respuesta. La respuesta es la afirmación de lo que se recibe -la confesión de fe-- y la vuelta a la fuente de donde se recibe, o sea, el culto. El término «confesión de fe» ha sido mal interpretado al identificársele con la aceptación de las afirmaciones del credo y su repetición en actos rituales, pero la función de responder y aceptar acompaña todas las otras funciones de la iglesia. Se puede expresar en prosa y en poesía, en símbolos e himnos. Se puede concentrar también en las formulaciones de un credo y ser elaboradas después por una conceptualización teológica. U na iglesia no tiene plena consistencia cuando rehúye una afirmación de fe en los términos de un credo y al mismo tiempo es incapaz de rehuir la expresión del contenido de su credo en cada uno de sus actos y prácticas litúrgicas. El otro aspecto de la función de respuesta es el culto; en él la iglesia vuelve al fondo último de su ser, a la fuente de la presencia espiritual y al creador de la comunidad espiritual, a Dios que es Espíritu. Siempre que es alcanzado en experiencias comunitarias o personales, la presencia espiritual ha asido a aquellos que tienen la experiencia de él. Ya que sólo el Espíritu puede experimentar al Espíritu, así como sólo el Espíritu puede discernir al Espíritu. El culto en cuanto elevación de la iglesia que responde al último fondo de su ser incluye la adoración, la plegaria y la contemplación. La adoración de una iglesia, verbal en la alabanza y acción de gracias, es el reconocimiento extático de la santidad divina y de la distancia infinita de aquél que al mismo tiempo está
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presente en la presencia espiritual. Este reconocimiento no es una afirmación teórica sino más bien una participación paradójica de lo finito y alienado en el infinito al que pertenece. Cuando una iglesia alaba la majestad de Dios por su misma gloria, se unen dos elementos: el absoluto contraste entre la pequeñez del hombre como creatura y la infinita grandeza del creador, y la elevación a la esfera de la gloria divina, de manera que la alabanza de su gloria es al mismo tiempo una participación fragmentaria de la misma. La unidad de estos elementos es paradójica y no se puede romper sin producir una imagen demoníaca de Dios, por un lado, y del· hombre miserable, sin dignidad genuina, por el otro. Una tal deformación del significado de la adoración conduce a las ambigüedades de la religión, a la que ofrece resistencia la presencia espiritual, que, en cuanto presencia, incluye la participación de quien adora en aquél que es adorado. La adoración en este sentido no es la humillación del hombre, si bien perdería su sentido si con ella se intentara otra cosa que no fuera la alabanza de Dios. La adoración para la propia autoglorificación del hombre se autodestruiría. Jamás alcanza a Dios. El segundo elemento en el culto es la oración. En la sección sobre la creatividad directora de Dios se ha dado la interpretación básica de la oración. La idea central que allí se expuso fue que toda oración seria produce algo nuevo en términos de la libertad de una creatura que se tiene en cuenta en el conjunto de la creatividad directora de Dios, tal como ocurre con cada acto del yo centrado del hombre. Esta novedad, creada por la oración de súplica, es el acto espiritual de elevar el contenido de los propios deseos y ~speranzas al interior de la presencia espiritual. Una oración en lo que se da esto es «oída», aun cuando los acontecimientos subsiguientes estén en contradicción con el contenido manifestado en la oración. Lo mismo es verdad de las oraciones de intercesión que no sólo producen una nueva relación para con aquellos por quienes se hace la oración sino que introducen también un cambio en la relación con lo último de los sujetos y objetos de intercesión. Es, por tanto, falso limitar la oración a la oración de gracias. Esta sugerencia de la escuela de Ritschl está enraizada en una profunda congoja acerca de la deformación mágica de la oración y de sus consecuencias supersticiosas para la piedad popular, pero esta congo-
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ja carece de fundamento, hablando sistemáticamente, si bien está más que justificada en la práctica. Dar gracias a Dios es una expresión de adoración y alabanza pero no un reconocimiento formal que prejuzga el que Dios derrame más beneficios sobre quienes expresan su gratitud. Sin embargo, se produciría una relación con Dios del todo irreal si se prohibieran las oraciones de súplica. En ese caso, la expresión de las necesidades del hombre a Dios y la acusación del hombre a Dios por no dar respuesta (como en el libro de Job) y todo el forcejeo del espíritu humano con el Espíritu divino quedaría excluido de la oración. Ciertamente estos comentarios no son la última palabra en la vida de oración, pero la «última palabra» sonaría a hueca y profana, como ocurre con muchas oraciones, si las iglesias y sus miembros se olvidaran de la paradoja de la oración. Pablo expresa la paradoja de la oración de manera clásica cuando habla acerca de la imposibilidad de la oración correcta y acerca del Espíritu divino que representa a aquellos que oran ante Dios sin un lenguaje «objetivante» (Rom 8, 26). Es el Espíritu que habla al Espíritu, como es el Espíritu el que discierne y experimenta al Espíritu. En todos estos casos el esquema sujeto-objeto de «hablar a alguien» queda trascendido: aquél que habla a través nuestro es el mismo a quien hablamos. La oración espiritual en este sentido (y no una conversación profana con otro ser llamado Dios) conduce al tercer elemento en la función de respuesta -la contemplación. La contemplación es el hijastro en el culto protestante. Sólo últimamente ha sido introducido el silencio litúrgico en algunas iglesias protestantes, y por supuesto, no hay contemplación sin silencio. La contemplación significa participación en aquello que trasciende el esquema sujeto-objeto, con sus palabras objetivantes (y subjetivantes), y por tanto también la ambigüedad de lenguaje (incluido el lenguaje inarticulado de hablarse a uno mismo). El abandono de la contemplación de las iglesias protestantes hunde sus raíces en su interpretación centrada en la persona de la presencia espiritual. Pero el Espíritu trasciende la personalidad, si se identifica la personalidad con la conciencia y la autointegración moral. El Espíritu es extático, al igual que la contemplación, la oración y el culto en general. La respuesta al impacto del Espíritu debe ser a su vez espiritual, lo cual quiere decir que trasciende en éxtasis el esquema sujeto-objeto de la
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experiencia ordinaria. Ello es obvio sobre todo en el acto de contemplación y se puede exigir que toda oración seria introduzca un elemento de contemplación, porque en la contemplación se pone de manifiesto la paradoja de la oración, la identidad y no-identidad de quien ora y a quien se ora: Dios en cuanto Espíritu. La presencia del Espíritu divino en la experiencia de la contemplación contradice la idea que encontramos con frecuencia en el misticismo medieval de que la contemplación debe alcanzarse gradualmente, como en un movimiento que lleva de la meditación a la contemplación, y que la misma debe ser un puente tendido hacia la unión mística. Este pensamiento gradual pertenece a las ambigüedades de la religión porque nos enfrenta a Dios como fortaleza asediada que debe rendirse a quienes escalan sus muros. Según el principio protestante, la rendición de Dios es el principio; es un acto de su libertad por el que supera la alienación entre él y el hombre en el acto único, incondicional y completo de la gracia del perdón. Todos los grados de apropiación de la gracia son secundarios, al igual que el crecimiento es secundario con respecto al nacimiento. La contemplación en el ámbito protestante no es un grado sino una cualidad, es decir, una cualidad de una oración que tiene conciencia de que la misma se dirige a aquél que origina en nosotros la oración adecuada. 3.
Las funciones expansivas de las iglesias
La universalidad de la comunidad espiritual exige la función de expansión de las iglesias. Puesto que la universalidad de la comunidad espiritual está implicada en la confesión de Jesús como Cristo, toda iglesia debe participar en las funciones de expansión. La primera función de expansión, histórica y sistemáticamente, es la misión. Es tan antigua como el relato de Jesús enviando a los discípulos a las ciudades de Israel, y tiene tanto éxito o fracaso como tuvo la primera misión. La mayoría de los hombres no es todavía cristiana a pesar de dos mil años de actividad misionera, si bien no hay rincón alguno en el mundo que no haya sido tocado de alguna manera por la cultura cristiana.
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A pesar de que las consecuencias de la misión tienen un carácter fragmentario (y frecuentemente ambiguo) la función de la expansión sigue su curso en cada momento de la existencia de la iglesia. Siempre que unos miembros activos de la iglesia se encuentran con aquellos que están fuera de la misma, son misioneros de la iglesia, voluntaria o involuntariamente. Su mismo ser es misionero. La finalidad de la misión en cuanto función institucionalizada de la iglesia no es salvar a los individuos de la condenación eterna -como ocurría en algunas misiones piadosas; como tampoco lo es el de fecundar a las religiones y culturas con la cruz. La finalidad de la misión radica más bien en la realización de la comunidad espiritual en el interior de las ambigüedades de la religión que pone en peligro a la misión consistente en que la religión imponga sus propias formas culturales sobre otra cultura en nombre del nuevo ser en Cristo. Esto lleva necesariamente a reacciones que pueden destruir todas las consecuencias de las funciones de expansión de las iglesias cristianas. Ahora bien, resulta dificil para cualquier iglesia separar el mensaje cristiano de aquella cultura particular en la que ha sido proclamado. En cierto sentido es imposible, ya que no existe un mensaje cristiano abstracto, sino que siempre está encarnado en una cultura particular. Aun el intento más autocrítico, por ejemplo, de la misión suiza o norteamericana por despojarse ellas mismas de sus tradiciones culturales sería un fracaso. Con todo, si estuviera presente en ellas la fuerza espiritual, hablarían de lo que nos concierne últimamente a través de las categorías culturales tradicionales. No es un asunto de análisis formal sino de transparencia paradójica. Allí donde se da la presencia espiritual, cualquier misionero, con el bagaje de cualquier tipo de formación, puede comunicar la presencia espiritual (El significado histórico a nivel mundial de la misión se tratará en la quinta parte del sistema: «La historia y el reino de Dios»). La segunda función de la expansión se basa en el deseo de las iglesias por continuar sus vidas de generación en generación -la función de la educación. El problema de la educación religiosa se ha convertido en uno de los problemas más acuciantes de las iglesias contemporáneas. No creemos que sea este el lugar para tratar la serie de problemas que vienen originados por las técnicas de la educación religiosa, pero sí que tiene gran
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importancia para la teología sistemática el problema del significado de la función religiosa. Debe ser destacado, ante todo, que la función educativa de la iglesia cristiana empezó en el mismo instante en que se dio acogida en la misma a la primera familia, ya que este hecho planteó a la iglesia la tarea de acoger en su comunión a la nueva generación. Esta tarea es consecuencia de la autointerpretación de la iglesia como la comunidad del nuevo ser o la realización de la comunidad espiritual. Las dudas de los padres acerca de la educación cristiana de sus hijos reflejan en parte las dificultades del proceso educativo, y en parte también las dudas de los mismos padres acerca de la afirmación de que Jesús es el Cristo. Con respecto al primer problema, la teoría educativa puede superar errores psicológicos y la falta de juicio. Con respecto al segundo problema, sólo la presencia espiritual puede dar el coraje para afirmar la aserción cristiana y comunicarla a la nueva generación. La función educativa de la iglesia no consiste en una información acerca de la historia y de las autoexpresiones doctrinales de la iglesia. Una instrucción-confirmación que simplemente hace eso pierde sus finalidades, aun cuando pueda comunicar un conocimiento útil. Ni tampoco consiste la función educativa de la iglesia en el despertar una piedad subjetiva, que se puede llamar conversión pero que desaparece normalmente con su causa emocional. Una educación religiosa que intenta hacer esto no está en línea con la función educativa de la iglesia. La tarea de la iglesia consiste en introducir a cada nueva generación en la realidad de la comunidad espiritual, en su fe y en su amor. Esto acontece a través de la participación en los grados de madurez, y a través de la interpretación en los grados de comprensión. No se puede comprender de ninguna manera la vida de una iglesia sin participación; y si no existe comprensión la participación se convierte en mecánica y obligada. La última de las funciones de expansión es la evangelizadora. Va dirigida a los miembros de las iglesias que les son extraños o indiferentes. Se trata de una misión para con los nocristianos en el interior de una cultura cristiana. Sus dos actividades que se entremezclan si bien se pueden distinguir, son una apologética práctica y una predicación evangélica. Si el resultado de la una o de la otra es el deseo de un consejo personal, la función de mediación reemplaza la de expansión.
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La apologética práctica es la aplicación práctica del elemento apologético en toda teología. Y a indicamos en la parte de introducción a todo el sistema que el tipo de pensamiento teológico presentado en este sistema es más apologético que kerigmático y en cuanto tal pretende dar el fundamento teórico de la apologética práctica. Ante todo, se debe destacar que la apologética práctica es un elemento constante en todas las expresiones de la vida de la iglesia. A la iglesia, por razón de su naturaleza paradójica, se le están haciendo preguntas incesantemente acerca de su naturaleza a las que debe dar una respuesta, y eso es lo que significa la apologética: el arte de responder. Ciertamente, la respuesta más eficiente es la realidad del nuevo ser en la comunidad espiritual y en la vida de las iglesias en la medida en que están determinadas por él. Es el testimonio silencioso de la comunidad de fe y amor el que convence al que hace la pregunta quien puede ser reducido al silencio pero no podrá ser convencido ni siquiera por los argumentos más incontrovertibles. Sin embargo, hacen falta argumentos, porque pueden servir para abrir una brecha a través de los muros intelectuales del escepticismo y del dogmatismo con el que los críticos de las iglesias se protegen a sí mismos contra los ataques de la presencia espiritual. Y dado que estos muros se están levantando constantemente en todos nosotros y que han sido la causa de que unas masas de gente se hayan separado de las iglesias a todos los niveles de la educación, la apologética debe ser cultivada por las iglesias; de lo contrario, en lugar del crecimiento experimentarán una disminución en extensión y cada vez más quedarán reducidas a ser una sección pequeña e ineficiente en el seno de una civilización dinámica. Las condiciones psicológicas y sociológicas de una apologética práctica válida dependen de muchos factores, que deben ser valorados por una teología práctica, si bien es tarea de la teología sistemática echar los fundamentos conceptuales sobre los que se debe apoyar la apologética. La teología sistemática debe subrayar también sus propios límites como apologética teórica así como los límites de la práctica apologética más experta. El reconocimiento de sus propios límites viene a ser un elemento en la función apologética. La evangelización mediante la predicación, al igual que la apologética, va dirigida a unas personas que han pertenecido o
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pertenecen todavía al ámbito de la civilización cristiana pero que han dejado de ser miembros activos de la iglesia o que se han vuelto indiferentes u hostiles para con ella. La evangelización mediante la predicación tiene más de función carismática que la misma apologética; depende de la aparición en las iglesias de gente que sea capaz de hablar a grupos ya caracterizados, en nombre y con el poder de la comunidad espiritual pero no de la manera como lo hacen las iglesias, y que por esta misma razón causan impacto en los oyentes a quienes no llega la predicación ordinaria. Sería poco elegante decir que este impacto es «meramente» psicológico y predominantemente emocional. La presencia espiritual puede emplear cualquier condición psicológica y cualquier combinación de factores para asir al yo personal, y es una ventaja de la metáfora «dimensión» el que sirva de puente de unión entre lo que separa lo psicológico de lo espiritual (así como de lo espiritual). Sin embargo, no es una artimaña, sino algo que está de acuerdo con la realidad de los hechos, el que señalemos los peligros de la evangelización como un fenómeno religioso con las ambigüedades propias de la religión. El peligro de la evangelización contra el que combate el Espíritu, es la confusión del impacto subjetivo de la predicación evangélica con el impacto espiritual que trasciende el contraste de subjetividad y objetividad. Aquí el criterio es el carácter creador de la presencia espiritual, es decir, la creación del nuevo ser que no despierta la subjetividad del oyente sino que la transforma. Un mero despertar no puede crear la participación en la comunidad espiritual aún en el caso de que origine los diferentes elementos de conversión de acuerdo con el modelo tradicional. El arrepentimiento, la fe, la santidad, etcétera, no son lo que significan estas palabras, y por tanto su efecto sólo es momentáneo y transitorio. Sin embargo, sería una equivocación rechazar la evangelización, ni que se tratara de un solo evangelizador, in tolo a causa de estas ambigüedades. Debe existir la evangelización, pero no debe confundirse un despertar con el éxtasis. 4.
Las funciones constructivas de las iglesias
a) Lafunci6n estética en la iglesia. Llamamos funciones de la iglesia aquellas mediante las cuales edifica su vida al emplear
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y trascender las funciones de la vida del hombre bajo la dimensión del espíritu. Nunca pueden faltar a la iglesia las funciones de construcción y, por tanto, no puede renunciar al empleo de las creaciones culturales en todas las direcciones básicas. Quienes subrayan el contraste entre el Espíritu divino y el espíritu humano en términos de exclusividad no pueden evitar contradecirse a sí mismos: en el mismo momento de expresar este rechazo de cualquier contacto entre la creatividad cultural y la espiritual, emplean todo el aparato del espíritu cognoscitivo del hombre, aun cuando se sirvan de pasajes bíblicos, ya que las palabras con las que se expresa la Biblia son creaciones del desarrollo cultural del hombre. Se puede rechazar la cultura mediante su empleo como instrumento para lograrlo. Ahí está la inconsistencia de lo que en las discusiones recientes se conoce con el nombre de diastasis, es decir, la separación radical de lo religioso de la esfera cultural. Las iglesias son constructivas en todas aquellas direcciones de la vida cultural del hombre que ya hemos distinguido en las secciones acerca de la autocreación cultural de la vida. Son constructivas en el campo de la theoria, que son las funciones estéticas y cognoscitivas, y son constructivas en el campo de la praxis, que son las funciones personales y comunitarias. Más adelante discutiremos estas funciones en su relación inmediata con la comunidad espiritual; pero llegados a este punto, debemos considerar el problema de la participación que tienen en las funciones constructivas de las iglesias. Hay una pregunta central en todas ellas: ¿cómo se relaciona la forma cultural autónoma que las hace ser lo que son con su función en cuanto material para la autoconstrucción de las iglesias? ¿Acaso su tipo de función al servicio del edificio eclesiástico disminuye la pureza de su forma autónoma? ¿Acaso la. expresividad, la verdad, la humanidad y la justicia deben doblegarse a fin de poder ser incorporadas a la vida de las iglesias? Y si se rechaza este elemento demoníaco en las ambigüedades de la religión, ¿cómo puede evitarse que el espíritu humano reemplace el impacto de la presencia espiritual por otros actos suyos autocreadores? ¿Cómo se puede evitar que la vida de las iglesias caiga bajo la influencia del elemento profano en las ambigüedades de la religión? En lugar de una respuesta general trataremos de responder ocupándonos directamente de cada una de las funciones de construcción y de sus problemas particulares.
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· La iglesia se sirve del campo estético debido al arte religioso, por medio del cual la iglesia expresa el significado de su vida con símbolos artísticos. El contenido de los símbolos artísticos (poéticos, musicales, visuales) no son otros que los símbolos religiosos que proporcionan las experiencias de la revelación original así como las tradiciones que de ellos se derivan. El hecho de que los símbolos artísticos traten de expresar mediante un estilo siempre en mutación los símbolos religiosos recibidos produce el fenómeno de un «doble símbolo», del que tenemos un ejemplo en el símbolo del «Cristo crucificado» expresado mediante los símbolos artísticos del pintor del Renacimiento nórdico Matias Grünewald-uno de los raros cuadros que es a la vez protestante en espíritu y al mismo tiempo arte de primera categoría. Lo destacamos como ejemplo de un doble símbolo, pero es también ejemplo de algo más, es decir, del poder que tiene la expresión artística para ayudar a transformar lo que expresa. La «Crucifixión» de Grünewald no sólo expresa la experiencia de los grupos de la pre-Reforma a los que pertenecía el pintor, sino que ha ayudado a difundir el espíritu de la Reforma y a crear una imagen de Cristo radicalmente opuesta a la de los mosaicos orientales, en los que como un niño en el regazo de María es ya al mismo tiempo el gobernador del universo. Es comprensible que un cuadro como el de Grünewald fuera censurado por las autoridades de la iglesia oriental, la iglesia de la resurrección y no de la crucifixión. Las iglesias sabían que la expresividad estética es algo más que un simple y bello añadido a la vida devota. Sabían que la expresión da vida a lo que expresa -da fuerza para estabilizar y fuerza para transformar- y por ello intentaban influenciar y controlar a quienes creaban el arte religioso. Las iglesias orientales eran muy rigurosas al respecto, pero también obraba así la iglesia católica, de manera especial con la música, e incluso las iglesias protestantes por lo que hacía referencia sobre todo a la poesía de los himnos. La expresión hace algo a lo que expresa: este es el significado del arte religioso en cuanto función constructiva de las iglesias. El problema implicado en esta situación es el posible conflicto entre la demanda justificada de las iglesias de que el arte religioso que aceptan expresa lo que las mismas confiesan y las exigencias justificadas de los artistas para que se les permita hacer uso del estilo al que les conduzca su conciencia artística.
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Podríamos decir que la una y la otra son como los dos principios que controlan el arte religioso, el principio de la consagración y el principio de la sinceridad. El primero es el poder de expresar lo santo en la concreción de una tradición religiosa especial (con la inclusión de sus posibilidades de reforma). El principio de la consagración en este sentido es una aplicación del más amplío principio de la trascendencia de la forma (del que ya tratamos antes) a la esfera del arte religioso. Incluye el uso de símbolos religiosos que caracterizan la tradición religiosa particular (por ejemplo, el retrato de Cristo o el relato de la pasión) y las cualidades de estilo que distinguen las obras de arte religioso de la expresión artística de los encuentros no-religiosos con la realidad. La presencia espiritual se hace sentir asimismo en las dimensiones de la arquitectura, en la música y en el lenguaje litúrgico, en las representaciones pictóricas y esculturales, en el carácter solemne de los gestos de todos los participantes y así sucesivamente. Es tarea de la teoría estética en colaboración con la psicología analizar el carácter estilístico de la consagración. Sea cual fuere el estilo artístico general de una época, siempre se dan unas cualidades que distinguen el empleo del estilo sagrado del secular. Existe, sin embargo, un límite a las demandas que se hacen a los artistas en nombre del principio de la consagración y no es otro que el que impone la exigencia del principio de sinceridad. Este principio es la aplicación del principio general de afirmación de la forma, tal como ya fue estudiado anteriormente, al arte religioso. Esto tiene una importancia especial en una época en la que aparecen nuevos estilos y la conciencia cultural se divide en la lucha entre autoexpresiones culturales. El principio de sinceridad corre un grave peligro en tales situaciones, que se han dado con cierta frecuencia en la historia de la civilización occidental. Formas consagradas de expresión artísticas se arrogan una validez absoluta porque han impregando el recuerdo de experiencias extático-devotas, y se defienden en contra del desarrollo de nuevos estilos en nombre de la presencia espiritual. Tales pretensiones conducen a los artistas a un profundo conflicto moral y a los miembros de la iglesia a decisiones religiosamente dolorosas. Ambos experimentan, por lo menos en profundidades inconscientes, que las viejas formas de estilo, por muy consagradas que estén, ya no realizan una función
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expresiva. Dejan de ser una expresión de lo que ocurre en el encuentro religioso de quienes son asidos por la presencia espiritual en su situación concreta. Pero las nuevas formas estilistas no han encontrado aún las cualidades de la consagración. En una tal situación, la exigencia de sinceridad por parte de los artistas les puede obligar a abstenerse de intentar expresar los símbolos tradicionales de manera absoluta, o en el caso de que lo intenten, a reconocer su fracaso. Por otro lado, la exigencia de sinceridad en quienes son los receptores de las obras de arte es que confiesen su malestar ante las formas de estilo más antiguas, aun cuando no sean capaces todavía de apreciar las nuevas formas -tal vez simplemente porque no existen aún formas convincentes con la cualidad de la consagración. Pero tanto los artistas como los no artistas están quedando bajo la exigencia severa que va implícita en el principio de sinceridad -la de no admitir imitaciones de estilos que en otros tiempos tuvieron grandes posibilidades consagradoras pero que han perdido su expresividad religiosa para una situación real. El ejemplo más famoso -o infame- lo tenemos en la arquitectura religiosa de imitación pseudogótica. · Debemos mencionar aún otro problema que asedia la relación de los dos principios del arte religioso: pueden aparecer estilos artísticos que por su misma naturaleza excluyen formas consagradas y deben por tanto ser excluidos de la esfera del arte religioso. Pensamos en algunos tipos de naturalismo o del estilo no-objetivo contemporáneo. Por su misma naturaleza uno y otro quedan exluídos del uso de muchos símbolos religiosos tradicionales: el estilo no-objetivo, porque exluye la figura orgánica y el rostro humano; y el naturalismo, porque al describir sus objetos trata de hacer exclusión de la autotrascendencia de la vida. Podríamos decir que tan sólo los estilos que puedan expresar el carácter extático de la presencia espiritual se prestan al arte religioso, y ello significaría que en un estilo tiene que estar presente algún elemento expresionista a fin de poderlo convertir en instrumento para el arte religioso. Lo cual es, por cierto, correcto, sin que por ello excluya ningún estilo en particular, ya que en cada uno de ellos se dan elementos expresionistas que apuntan a la autotrascendencia de la vida. Los estilos idealistas se pueden convertir en vehículos de éxtasis religioso ya que ninguno de ellos excluye por completo el
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elemento expresionista. Pero la historia nos muestra que aquellos estilos en los que predomina la cualidad expresionista se prestan mejor a una expresión artística de la presencia espiritual. Son los más aptos para expresar la cualidad extática del Espíritu. Esta es la razón por la que, en los períodos en que desaparecían tales estilos no hacían su aparición grandes obras de arte religioso. La mayor parte de las últimas consideraciones se derivan de una interpretación de las artes visuales para las demás artes. Si miramos la historia del protestantismo nos encontramos con que ha continuado y con frecuencia superado las obras de la iglesia primitiva y medieval con respecto a la música religiosa y a la poesía de los himnos pero que más bien ha quedado disminuida su capacidad creadora en todas las artes visuales, incluidas aquellas en las que son igualmente importantes el oído y la vista, como son la danza religiosa y en las representaciones religiosas. Esto se relaciona con la vuelta a finales de la edad media a poner el énfasis en el oído en lugar de en la vista. Con la reducción de los sacramentos en número e importancia y el fortalecimiento de la participación activa de los fieles en los servicios religiosos, ganaron importancia la música y la poesía, y los movimientos iconoclastas en los primeros tiempos del protestantismo y el radicalismo evangélico llegaron tan lejos que condenaron el empleo de las artes plásticas en todas las iglesias. El trasfondo de este rechazo de las artes de la vista no es otro que el miedo --e incluso el horror- de recaer en la idolatría. Desde los primeros tiempos de la Biblia hasta nuestros días, una corriente de miedo y pasión iconoclasta recorre el mundo occidental e islámico, y no existe la menor duda de que las artes visuales están más expuestas a la demonización idólatra que las artes auditivas. Pero la diferencia es relativa, y la misma naturaleza del Espíritu está en contra de la exclusión de la vista de la experiencia de su presencia. De acuerdo con la unidad multidimensional de la vida, la dimensión del espíritu incluye a todas las demás -a todo lo visible en el universo entero. El espíritu penetra en el campo físico y biológico por el mismo hecho de que su base es la dimensión de la autoconciencia. Por tanto no se puede expresar sólo mediante palabras. Tiene también un aspecto visible, como se manifiesta en el rostro del hombre, que expresa una estructura corpórea y un espíritu personal. Esta
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experiencia de nuestra vida cotidiana es la premonición de la unidad sacramental de materia y espíritu. Se debe recordar que fue un místico (Ótinger) quien formuló todo esto cuando dijo que la «corporalidad (hacerse cuerpo) es el fin de los caminos de Dios». La ausencia de las artes plásticas en el contexto de la vida protestante, aunque comprensible desde un punto de vista histórico, es insostenible sistemáticamente y lamentable en la práctica. Cuando apuntamos al hecho histórico de que los estilos con un elemento predominantemente expresionista se prestan mejor al arte religioso, suscitamos la cuestión de las circunstancias bajo las cuales puede aparecer un tal estilo. La respuesta negativa era del todo clara: la religión no puede forzar ningún estilo en el desarrollo autónomo de las artes. Ello contradeciría el principio de la sinceridad artística. Aparece un nuevo estilo en el curso de la autocreación de la vida bajo la dimensión del espíritu. Se crea un estilo por el acto autónomo del individuo artista y, al mismo tiempo, por el destino histórico. Pero la religión puede influir en el destino histórico y en la creatividad autónoma indirectamente, y así sucede cuando el impacto de la presencia espiritual en una cultura crea una teonomía cultural. b) Lajunci6n cognoscitiva en la iglesia. El campo cognoscitivo aparece en las iglesias como teología. Con ella las iglesias interpretan sus símbolos y los relacionan con las categorías generales de conocimiento. La materia propia de la teología, al igual que la de las artes religiosas, consiste en los símbolos proporcionados por las primitivas experiencias de revelación así como por las tradiciones en ellas basadas. Ahora bien, mientras que las artes expresan los símbolos religiosos con símbolos artísticos, la teología los expresa con conceptos que vienen determinados por los criterios de racionalidad. De esta manera la doctrina y los dogmas de las iglesias legalmente establecidos suscitan e impulsan una conceptualización teológica más amplia. Lo que se debe decir ante todo acerca de la función teológica de las iglesias es que al igual que la función estética, nunca están ausentes. La afirmación de que Jesús es el Cristo contiene de alguna manera todo el sistema teológico, como la narración de una parábola de Jesús contiene todas las potencialidades artísticas del cristianismo.
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No es necesario ahora que nos ocupemos de la teología en cuanto tal ya que lo hicimos en la introducción de nuestro sistema. Pero a la luz de las secciones previas de esta parte del sistema, pueden resultar convenientes una serie de puntualizaciones: como todas las funciones de la iglesia, también la teología permanece bajo los principios de la trascendencia de la forma y de la afirmación de la misma. En el campo estético estos principios se presentan como la consagración y la sinceridad. De manera análoga, podemos hablar, con respecto a la función cognoscitiva, de los elementos meditativos y discursivos en la teología. El acto meditativo penetra la substancia de los símbolos religiosos; el acto discursivo analiza y describe la forma en la que la substancia puede ser asida. En el acto meditativo (que en algunos momentos se puede convertir en contemplación) el sujeto cognoscente y su objeto, el misterio de lo santo, están unidos. Sin una tal unión el procedimiento teológico permanece como análisis de estructuras sin substancia; por otro lado, la meditación (con la inclusión de momentos de contemplación) sin un análisis de sus contenidos y sin una síntesis constructiva no puede crear una teología. Esta es la limitación de la «teología mística». Se puede convertir en teología sólo en el grado en que ejercita la función discursiva del conocimiento. El elemento meditativo en la tarea teológica se dirige hacia los símbolos concretos que se originan en la experiencia de revelación de la que han brotado. Puesto que la teología es una función de la iglesia, la iglesia queda justificada al presentar al teólogo los objetos concretos de su meditación y contemplación y al rechazar una teología en la que han sido rechazados tales símbolos o han perdido su significado. Por otro lado, el elemento discursivo del conocimiento está \infinitamente abierto en todas direcciones y no puede quedar ligado a un conjunto particular de símbolos. Esta situación parece excluir toda teología, y la historia de la iglesia muestra una serie continua de movimientos antiteológicos, apoyados a uno y otro lado por quienes rechazan la teología debido a que su elemento discursivo parece destruir la substancia concreta de la iglesia encarnada en sus símbolos y por quienes la rechazan porque su elemento meditativo parece restringir el raciocinio a unos objetos y soluciones preconcebidos. Si tales presupuestos tuvieran justificación, no sería posible ninguna teología. Pero, ciertamente, la
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teología es real y debe tener caminos para superar la alternativa de la meditación y el raciocinio. El problema está en si existen formas del encuentro conceptual con la realidad en las que predomine y sea eficiente el elemento meditativo sin que sea suprimida la seriedad discursiva del pensamiento. ¿Se da la analogía existente entre la consagración y la sinceridad en la relación de la meditación y el raciocinio? La respuesta es afirmativa, porque el pensamiento discursivo no excluye a un sector teológico en su seno si tal sector teológico no pretende ejercer un control sobre los demás sectores. Pero podíamos preguntar si no existen formas del pensamiento discursivo que harían que el sector teológico fuera no sólo relativamente sino absolutamente imposible. El materialismo, por ejemplo, ha sido llamado una tal forma de pensamiento discursivo. Se ha afirmado que un materialista no puede ser teólogo. Pero una tal visión es más bien superficial: ante todo, el materialismo no es una posición que dependa simplemente del raciocinio; depende también de la meditación y tiene un elemento teológico en su seno. Esto es verdad con respecto a todas las posturas filosóficas: no sólo son hipótesis científicas sino que tienen también un elemento meditativo oculto bajo sus argumentos filosóficos. Esto significa que la teología es siempre posible sobre la base de cualquier tradición filosófica. Con todo, se dan diferencias en el material conceptual que emplea. Si el elemento meditativo tiene fuerza en una filosofia, se le puede comparar con los estilos artísticos en los que tiene fuerza el elemento expresionista. Hoy decimos de tales filosofias que son existencialistas o que tienen importantes elementos existencialistas en el seno de sus propias estructuras. El término «existencialistas» en este contexto designa aquellas filosofias en las que el problema de la existencia humana en el tiempo y en el espacio y del predicamento del hombre en unidad con el predicamento de todo lo existente se pregunta y contesta con símbolos o mediante su transformación conceptual. En este sentido, fuertes elementos existencialistas están presentes en Heráclito, Sócrates, Platón, los estoicos y los neoplatónicos. Filósofos tales como Anaxágoras, Demócrito, Aristóteles y los epicúreos son predominantemente esencialistas, que se ocupan más bien de la estructura de la realidad que del predicamento de la existencia. De la misma manera podemos distinguir en los tiempos modernos hombres
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tales como Nicolás de Cusa, Pico, Bruno, Boehme, Pascal, Schelling, Schopenhauer, Nietzsche y Heidegger como predominantemente existencialistas y a Galileo, Bacon, Descartes, Leibniz, Locke, Hume, Kant y Hegel como predominantemente esencialistas. Estas enumeraciones muestran que se trata siempre de saber dónde ponemos el énfasis más que de hacer exclusiones. La división de «estilos» de pensamiento es análoga a la división de estilos artísticos. En ambos casos tenemos a un lado la polaridad idealista-naturalista, y al otro el énfasis expresionista o existencialista. A la vista del carácter extático de la presencia espiritual, las iglesias pueden servirse para su propia autoexpresión cognoscitiva de los sistemas de pensamiento en los que tiene fuerza el énfasis existencialista (nótese, por ejemplo, el significado de Heráclito, Platón, los estoicos y Plotino en la primitiva iglesia y la necesidad de Tomás de Aquino de introducir elementos existencialistas heterogéneos en Aristóteles). Pero como ocurre en el caso de los estilos artísticos, las iglesias no pueden imponer un estilo de pensamiento a los filósofos. El que el elemento existencialista que está presente en toda filosofia irrumpa al exterior o no es asunto de la creatividad autónoma y del destino histórico. Con todo, la iglesia no ha de estar a la espera de un tal acontecimiento, ya que no puede trabajar sin las descripciones esencialistas de la realidad, y es capaz de descubrir los presupuestos existencialistas que se esconden tras aquellas y servirse de ellos ya sea aceptándolos o rechazándolos, en el naturalismo así como en el idealismo; la teología no debe temer a ninguno de ellos. Las últimas consideraciones al igual que las correspondientes en la sección acerca del arte religioso, son transiciones a la «teología de la cultura», de la que trataremos más adelante. c) Las funciones comunitarias en la iglesia. El problema de todas las funciones constructivas de la iglesia es la relación de su forma cultural autónoma con su función en cuanto material para la vida de las iglesias. Hemos tratado esto con respecto a las funciones estéticas y cognoscitivas de la theoria. Ahora debemos ocuparnos de ello con respecto a las funciones de la praxis: el crecimiento interdependiente de la comunidad y de la personalidad. Debemos hacer la pregunta: ¿acaso su funcionamiento
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al servicio de las iglesias distorsiona sus formas autónomas? Con respecto a la theoria ello implicaba la pregunta de si la expresividad y la verdad pueden preservar su honestidad y su seriedad discursiva cuando se emplean para la consagración y la meditación. Con respecto a la praxis suscita la pregunta de si la comunidad puede mantener la justicia y si la personalidad puede mantener la humanidad cuando se emplean para la autoconstrucción de las iglesias. Concretamente el problema está en si se puede preservar la justicia cuando se emplea para la realización de la santidad comunitaria y si se puede preservar la humanidad cuando se emplea para la realización de la santidad personal. Si las funciones constructivas de la iglesia, en el poder de la presencia espiritual, conquistan las ambigüedades de la religión (aunque sólo sea de manera fragmentaria), deben ser capaces de crear una santidad comunitaria que va unida a la justicia y una santidad personal unida a la humanidad. La santidad comunitaria en las iglesias es una expresión de la comunidad santa, que es su esencia dinámica. Las iglesias expresan, y distorsionan a la vez, la santidad comunitaria, y la presencia espiritual lucha contra las ambigüedades que se derivan de una tal situación. La santidad comunitaria (abreviación del intento por realizar la comunidad santa en un grupo histórico) contradice el principio de justicia cuando una iglesia comete o permite la injusticia en nombre de la santidad. En el seno de la civilización cristiana ello no ocurre normalmente de la misma manera que se daba en las religiones paganas, en las que, por ejemplo, la superioridad sacramental del rey o del sumo sacerdote les colocaba en una posición en la que el principio de justicia quedaba ampliamente suspendido. La ira de los profetas del antiguo testamento iba dirigida contra esa actitud. Pero incluso en el seno del cristianismo tiene actualidad el problema, ya que todo sistema de jerarquías religiosas conduce a la injusticia social. Aun cuando no existan jerarquías formales existen grados de importancia en la iglesia, y los grados más altos tienen una dependencia social y económica y están interrelacionados con los grados más elevados del grupo social. Esta es una de las razones por las que en la mayoría de casos las iglesias han apoyado a los «poderes que sean», incluidas sus injusticias contra las clases inferiores (Otra razón es el matiz conservador que hemos descrito como «tradición contra la reforma»). La
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alianza de las jerarquías eclesiásticas con las jerarquías feudales de la sociedad medieval es un ejemplo de esta «injusticia de la santidad»; la dependencia del ministro religioso de los representantes de las clases económica y socialmente influyentes en su parroquia es otro ejemplo. Podíamos decir que una tal santidad no lo es en absoluto, lo cual sería una reducción simplista, puesto que el concepto de santidad no se puede reducir al concepto de justicia. Representantes injustos de la iglesia pueden ser con todo representantes de la autotrascendencia religiosa,. a la que, por el solo hecho de su existencia, apuntan las iglesias; pero ciertamente, esto no es más que una representación deformada que conduce finalmente al repudio de las iglesias no sólo por parte de quienes tienen que soportar sus injusticias, sino también por parte de aquellos que sufren porque ven unidas la santidad (que no niegan) con la injusticia. La descripción dada más arriba de las ambigüedades de la vida comunitaria, acarrea cuatro ambigüedades: la primera es la ambigüedad de la inclusividad; la segunda es la ambigüedad de la igualdad; la tercera, la ambigüedad de la dirección; la cuarta, la ambigüedad de la forma legal. Ahora la pregunta es ésta: ¿en qué sentido están todas ellas superadas en la comunidad que reclama su participación en la comunidad santa y derivó la santidad para sí misma? La ambigüedad de la inclusividad queda superada en la medida en que la iglesia pretende la inclusión de todos más allá de cualquier limitación social, racial o nacional. Esta pretensión es incondicional pero su realización está condicionada y se da el repetido síntoma de la alienación del hombre de su verdadero ser (obsérvese, por ejemplo, que son constantes en el seno de las iglesias los problemas raciales y sociales). Se da además una forma especial de la ambigüedad de la inclusividad en las iglesias y esa no es otra que la exclusión de quienes confiesan otra fe. La razón que lo motiva es obvia: toda iglesia se considera a sí misma una comunidad de fe bajo un conjunto de símbolos, lo que implica la exclusión de los símbolos que estén en competencia. Sin una tal exclusión no podría existir. Pero esta exclusión la hace culpable de una adherencia idólatra a sus propios símbolos históricamente condicionados. Por tanto, siempre que se hace sentir la presencia espiritual, comienza la autocrítica de las iglesias en nombre de sus propios símbolos. Esto es posible porque en todo símbolo religioso
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auténtico se da un elemento que juzga al símbolo y a quienes lo utilizan. El símbolo no es simplemente rechazado sino que es criticado y precisamente se cambia gracias a esa crítica. La iglesia al criticar sus propios símbolos expresa su dependencia de la comunidad espiritual, su carácter fragmentario, y la amenaza constante de caer en esas ambigüedades de la religión a las que en teoría debe combatir. El elemento de igualdad que pertenece a la justicia es reconocido en las iglesias como la igualdad de todos ante Dios. Esta igualdad trascendente no implica la exigencia de una igualdad social y política. Los únicos intentos para realizar la igualdad social y política no se originan en el cristianismo (con la excepción de algunas sectas radicales) sino en el estoicismo antigua y moderno. Con todo la igualdad ante Dios debe crear un deseo de igualdad entre quienes se acercan a Dios, o sea, de igualdad en la vida de la iglesia. Es importante tomar nota de que muy pronto en el nuevo testamento, concretamente en la carta de Santiago, se trató del problema de la igualdad en los servicios religiosos y se denunció el mantener una desigualdad social en los servicios de la iglesia. Una de las peores consecuencias del abandono del principio de igualdad en el seno de las iglesias es el tratar a algunos como «pecadores públicos» no sólo en la edad media sino también en nuestros días. Las iglesias raras veces siguieron la actitud de Jesús para con los «publicanos y las prostitutas». Estaban y están avergonzadas por la manera cómo Jesús se comportaba al reconocer la igualdad de todos los hombres ante el pecado (que ellas confiesan) y por tanto de la igualdad de todos los hombres ante el perdón (que también todas ellas confiesan). El establecimiento del principio de desigualdad entre los pecadores socialmente condenados como tales y los justos socialmente aceptados como tales es una de las negaciones más conspicuas y la más anticristiana del principio de igualdad. En contraste con esta actitud de muchos grupos e individuos en las iglesias, el hecho de que la psicología secular del inconsciente hay redescubierto la realidad de lo demoníaco en cada uno de nosotros se debe interpretar como un impacto de la presencia espiritual. Al hacerlo así, ha restablecido, por lo menos de manera negativa, el principio de igualdad como un elemento de justicia. Si las iglesias no experimentan la llamada a la conversión en este orden quedarán anticuadas y el
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Espíritu divino actuará en los movimientos aparentemente ateos y anticristianos y a través de los mismos. La ambigüedad de la dirección está íntimamente relacionada con las ambigüedades de la inclusividad y de la igualdad, ya que son los grupos dirigentes los que excluyen y los que crean desigualdad, incluso en la relación con Dios. El liderazgo y sus ambigüedades pertenecen a la vida de cualquier grupo histórico. La historia de la tiranía (que abraza la mayor parte de la historia de la humanidad) no es la historia de malos accidentes históricos sino más bien de una de las grandes e inevitables ambigüedades de la vida, de las que no queda exenta la religión. El liderazgo religioso tiene las mismas posibilidades profanas y demoníacas que cualquier otro liderazgo. El constante ataque de los profetas y de los apóstoles a los líderes religiosos de su tiempo no constituía una injuria para la iglesia sino su salvación. Y lo mismo ocurre hoy día. El hecho de que la iglesia católica no reconozca la ambigüedad del liderazgo del papa la libera de las ambigüedades obvias del liderazgo pero le confiere una cualidad demoníaca. La debilidad protestante de una autocrítica constante constituye su grandeza y es un síntoma del impacto del Espíritu en esa misma debilidad. La ambigüedad de la forma legal es tan inevitable como la ambigüedad del liderazgo, de la igualdad y de la inclusividad. No hay nada en la historia humana que tenga realidad sin una forma legal, así como no existe nada en la naturaleza que tenga realidad sin una forma natural, pero la forma legal de las iglesias no es asunto de una exigencia incondicional. El Espíritu no da leyes constitucionales, pero guía a las iglesias hacia un uso espiritual de los oficios e instituciones sociológicamente adecuados. Lucha contra las ambigüedades de poder y de prestigio que son efectivas en la vida de cada día de la comunidad de la más pequeña aldea así como en el encuentro de las grandes denominaciones. Ningún oficio eclesial, ni siquiera los que existían en las iglesias apostólicas, son el resultado de una orden directa del Espíritu divino. Pero la iglesia está y están sus funciones, porque forman su misma naturaleza. La institución y los oficios que sirven a la iglesia en estas funciones son materia de adecuación sociológica, de conveniencia práctica y de humana sabiduría. Sin embargo, es correcto preguntarse si las diferencias en la constitución no tienen una significación espiritual indirecta
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puesto que las interpretaciones de la relación de Dios con el hombre quedan implicadas en la forma de liderazgo (monárquico, aristocrático, democrático). Esto convertiría los problemas de la constitución en problemas teológicos indirectamente y explicaría las luchas y divisiones de las iglesias a propósito de las formas constitucionales. Si se considera el problema de la constitución tanto teológica como sociológicamente, se puede apuntar primeramente a los últimos principios teológicos implicados en las diferencias de constituciones, como son, por ejemplo, el principio protestante de la «falibilidad» de todas las instituciones religiosas y la consiguiente protesta contra un lugar infalible en la historia, la cathedra papalis, o bien el principio protestante del «sacerdocio de todos los creyentes» y la consiguiente protesta contra un sacerdocio que queda separado de los laicos y que representa un grado sagrado en una estructura jerárquica divino-humana. Unos tales principios son objeto de una preocupación última. Las funciones esenciales de la iglesia, y por tanto unas ciertas provisiones organizativas para su ejecución, son objeto no ya de preocupación última sino necesaria. Ahora bien, la cuestión de cuáles deben ser los métodos preferidos es un problema de conveniencia bajo el criterio de los principios últimos teológicos. Las ambigüedades que van conectadas con la organización legal de las iglesias han sido causa de un amplio resentimiento en contra de una «religión organizada». Por supuesto que ya el mismo término formula un prejuicio, ya que no es la religión la que está organizada sino una comunidad centrada alrededor de un conjunto de símbolos y tradiciones religiosas, y en una comunidad de este tipo se hace socialmente inevitable un mínimo de organización. Los grupos sectarios, en su primera etapa revolucionaria, han intentado evitar cualquier tipo de organización y vivir en la anarquía. Pero las necesidades sociológicas no les permitieron salir airosos en su intento; casi inmediatamente después de su separación empezaron la erección de nuevas formas legales que con frecuencia venían a ser más exigentes y opresoras que las de las grandes iglesias. Y en algunos casos importantes esos mismos grupos se convirtieron en grandes iglesias con todos sus problemas constitucionales. La aversión por una religión organizada aún va más lejos: pretende la eliminación del elemento comunitario de la reli-
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gión. Y esto es un engañarse a sí mismo, ya que el hombre sólo puede llegar a ser persona en un encuentro interpersonal y puesto que el lenguaje de la religión -aun cuando se trate de un lenguaje silencioso-depende de la comunidad, la «religiosidad subjetiva» es un reflejo de la tradición comunitaria, y se evapora si no se alimenta constantemente por medio de una vida en la comunidad de fe y amor. No existe lo que podríamos llamar «religión privada»; pero sí que se da una respuesta personal a la comunidad religiosa, y esta respuesta personal puede causar un impacto creador, revolucionario e incluso destructivo sobre la comunidad. El profeta va al desierto para regresar y el eremita vive de lo que ha tomado de la tradición de la comunidad, y con frecuencia se desarrolla una nueva comunidad en el desierto, como sucedió durante el primer período del monaquismo cristiano. La confrontación entre la religión privada y la organizada sería una simple locura si tras ella no existiera un motivo más profundo, aunque se expresara pobremente, a saber, una crítica religiosa de toda forma de religión, ya sea pública o privada. Es acertado experimentar que la religión en su sentido más estricto es una expresión de la alienación del hombre de su unidad esencial con Dios. Si se entiende así sólo existe otra manera de hablar de la profunda ambigüedad de la religión, y se debe entender como una queja producida porque aún no ha llegado la reunión escatológica. Esta queja se origina en los corazones de cada una de las personas religiosas individualmente así como en las expresiones propias de las comunidades. Pero ello es algo que abarca más y tiene una mayor significación que la crítica de la religión organizada. d) Las funciones personales en la iglesia. Nos hemos referido a los eremitas y a los monjes en cuanto son personas que intentan escapar a las ambigüedades que van implicadas en el carácter sociológico de cualquier comunidad religiosa. Ello es posible ciertamente sólo dentro de los límites trazados por el hecho de que también ellos participan, cuando no lo crean ellos mismos, de la vida de una comunidad religiosa con sus características sociológicas. De todas formas, su retiro es posible dentro de estos límites y tiene la importante función simbólica de apuntar a la vida sin ambigüedades de la comunidad espiritual.
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y al desempeñar esta función toman parte de manera destacada en la función constructiva de las iglesias. Ahora bien el deseo de evitar las ambigüedades de las comunidades religiosas no es la única razón de su retiro sino que era también y es todavía algo básico para ellos: el problema de una vida personal bajo el impacto de la presencia espiritual. Las ambigüedades de la vida personal son ambigüedades en la realización de la humanidad como propósito interior de la persona y aparecen tanto en la relación de la persona consigo misma como en su relación con los demás. La ambigüedad de determinación, ya mencionada, va implicada en ambos casos: la ambigüedad de la autodeterminación y la ambigüedad de la determinación de los demás. La primera pregunta que debe hacerse es la de la relación existente entre el ideal de santidad y el ideal de la humanidad. Antes ya preguntamos si la santidad de la comunidad destruye su justicia y ahora debemos preguntar: ¿la santidad de la personalidad en el seno de esta comunidad destruye la humanidad de la persona? ¿Cómo se relacionan bajo el impacto de la presencia espiritual? El problema suscitado con esta pregunta es el problema del ascetismo y de la humanidad. La santidad ha sido identificada frecuentemente con el ascetismo y en parte ha sido puesta bajo su dependencia. Más allá del ascetismo,· es la transparencia del fondo divino del ser en una persona lo que la hace santa. Pero una tal transparencia (que según la doctrina católica, queda expresada en su capacidad de obrar milagros) depende de la negación de muchas potencialidades humanas, y, por tanto, está en tensión con el ideal de humanidad. La pregunta fundamental es la de si esta tensión se convierte necesariamente en conflicto. La respuesta depende de la distinción de diferentes tipos de ascetismo. Tras el ideal de ascetismo monástico de la iglesia romana católica se esconde el concepto místico-metafisico de la resistencia de la materia a la forma una resistencia de la que se derivan todas las negatividades de la existencia y las ambigüedades de la vida. Se renuncia a lo material a fin de poder alcanzar lo espiritual; es de esta manera como se libera al Espíritu de su sumisión a la materia. El ascetismo que se deriva de una tal metafisica de fundamentos religiosos es «ontológica». Implica que quienes lo practican están religiosamente más elevados en la jerarquía humano-
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divina que aquellos que viven en la realidad del «mundo» materialmente condicionado. Desde el punto de vista de nuestra pregunta fundamental, debemos decir que se da un conflicto, un conflicto irreconciliable, entre este tipo de ascetismo y el telos de la humanidad; debemos añadir que este tipo de ascetismo presupone una negación implícita de la doctrina de la creación. Por tanto, el protestantismo ha rechazado el ascetismo y, a pesar de su lucha con los humanistas, ha preparado el camino al telos de la humanidad. Según el principio protestante, no hay ninguna espiritualidad que se base en la negación de la materia, ya que Dios creador está igualmente cerca de lo material que de lo espiritual. La materia pertenece a la buena creación, y su afirmación humanista no contradice la espiritualidad. Pero existe otra forma de ascetismo que se ha desarrollado en la esfera judía y protestante, la del ascetismo de la autodisciplina. La encontramos en Pablo y Calvino. Tiene fuertes connotaciones morales más que ontológicas. Presupone el estado de caída de la realidad y la voluntad de resistir a la tentación que proviene de muchas cosas que no son malas en sí mismas. En principio esto se adecua a la situación humana y no sería posible ningún tipo de humanidad sin elementos de este tipo de ascetismo. Pero el impacto del tipo tradicional de ascetismo era tan fuerte que el te/os de la humanidad quedaba de nuevo amenazado por el ideal de represión puritana. La restricción radical del sexo y la abstención de muchas otras potencialidades de la bondad creada llevó a este tipo de ascetismo disciplinar muy cerca del ascetismo ontológico de la iglesia romana y puesto que con frecuencia se concentraba rigurosamente en las transgresiones de sus mezquinas prohibiciones venía a ser farisaico y ridículo al mismo tiempo. La misma palabra «santo» (con la implicación de no beber, ni bailar y cosas por el estilo) se convirtió en algo vacío desde el punto de vista moral para acabar siendo sinónimo de ridículo. Gracias, en parte, al movimiento psico-terapéutico que empezó con Freud, las iglesias han recibido un fuerte impulso para liberarse de esta imagen distorsionada de la santidad. Existe un ideal de ascetismo bajo el impacto de la presencia espiritual que va del todo unido al telos de la humanidad: la disciplina ascética sin la. que no es posible ningún trabajo
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creador, la disciplina requerida por el eros al objeto. La combinación de las palabras eros y «disciplina» muestra que el lelos de la humanidad incluye la idea de santidad, ya que el ascetismo que se pide aquí es la conquista de una autoafirmación subjetiva que impide la participación en el objeto. La «humanidad» con todas sus implicaciones, así como la «santidad» en el sentido de estar abiertos a la presencia espiritual, incluye el ascetismo que hace posible la unión del sujeto con el objeto. En nuestra descripción de la ambigüedad de la realización personal quedó mostrado que es la separación del sujeto y el objeto lo que produce ambigüedades. La pregunta es: ¿cómo es posible la autodeterminación personal si el yo determinante necesita determinación al igual que el yo determinado? No es posible ni la santidad ni la humanidad sin la solución de este problema. La solución radica en que el sujeto determinante está determinado por aquello que trasciende al sujeto y al objeto, la presencia espiritual. Su impacto en el sujeto que está separado existencialmente de su objeto se llama «gracia». La palabra tiene muchos significados, algunos de ellos serán discutidos más adelante, pero en todos sus significados es idéntica la actividad precedente de la presencia espiritual. «Gracia» significa que la presencia espiritual no es causada sino dada. La ambigüedad de la autodeterminación queda superada por la gracia y no hay otra manera de superarla y de escapar a la desesperación del conflicto entre la orden de autodeterminación y la imposibilidad de determinarse a uno mismo en la dirección de lo que uno es esencialmente. En la relación interpersonal las funciones de educación y orientación ayudan a alcanzar el telos de la humanidad. Hemos visto la ambigüedad de estas funciones en la separación del sujeto y objeto que presuponen. Las actividades educativas y orientadoras de las iglesias no pueden soslayar el problema, pero pueden combatir contra las ambigüedades con el poder de la presencia espiritual. Mientras que en el trato de la persona consigo misma es la presencia espiritual en cuanto gracia la que hace posible la autodeterminación, al tratar con otra persona el Espíritu, como creador de la participación, hace posible la determinación del otro. Sólo el Espíritu puede trascender la división entre el sujeto y el objeto en la educación y en la orientación, porque sólo a través de la participación en lo que
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abarca a ambos desde una dimensión vertical se supera la diferencia entre aquel que, como educador y guía, da y aquel que recibe. Al ser asido por la presencia espiritual el sujeto en la educación y en la orientación se ha convertido a sí mismo en objeto, y el objeto de educación y orientación se ha convertido a sí mismo en sujeto. Ambos, como portadores del Espíritu, son sujeto y objeto. En los procesos reales de educación y orientación, esto significa que aquel que está más cerca del telos de la humanidad tiene constantemente conciencia del hecho de que está todavía infinitamente alejado de él y que por tanto la actitud de superioridad y la voluntad de controlar al otro (para su bien) está reemplazada por el reconocimiento de que el educador o el guía está en el mismo predicamento que aquel a quien trata de ayudar. Y significa que quien tiene conciencia de su infinita distancia del telos de la humanidad, con todo participa en él porque el Espíritu ase de él desde una dimensión vertical. El Espíritu no permite que el sujeto en cualquier relación humana permanezca simple sujeto y el objeto simple objeto: el Espíritu está presente allí donde se da la superación de la división sujeto-objeto en la existencia del hombre. 5.
Las funciones de relación de las iglesias
Las iglesias, en paradójica unión con su esencia espiritual, son realidades sociológicas, que muestran todas las ambigüedades de la autocreación social de la vida. Por tanto tienen contactos continuos con otros grupos sociológicos, actuando en ellos y recibiendo de los mismos. La teología sistemática no puede ocuparse de los problemas prácticos que se derivan de estas relaciones, pero sí debe tratar de formular las maneras y los principios mediante los cuales las iglesias se relacionan ellas mismas como iglesias con otros grupos sociales. Esto ocurre de tres maneras: una manera es la de la interpenetración silenciosa, otra la del juicio crítico y la tercera la del establecimiento político. La primera se puede describir como la radicación constante de la esencia espiritual de las iglesias hacia todos los grupos de la sociedad en la que viven. Su misma existencia cambia el conjunto de la existencia social. Podíamos llamar a esto el derramamiento de la substancia sacerdotal en la estructura social de la que las iglesias son una parte. A la vista
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de la rápida secularización de la vida en los últimos siglos, uno se siente inclinado a pasar por alto esta influencia, pero si con la imaginación quitamos las iglesias, el espacio vacío que se origina en todos los dominios de la vida personal y comunitaria del hombre nos muestra la significación que tiene su silenciosa influencia. Aun cuando las posibilidades educativas de las iglesias sean oficialmente limitadas, su misma existencia causa un impacto educativo en la cultura, ya sea indirectamente, provocando una protesta contra lo que ellas representen. Más aún, la influencia es mutua; las iglesias reciben el silencioso influjo de las formas culturales de la sociedad que están en desarrollo y en cambio, y ello ya sea de manera consciente o inconsciente. Lo más obvio de estas influencias se experiment'l. en la constante transformación de los modos de comprender y expresar las experiencias en una cultura viva. Las iglesias silenciosamente comunican substancia espiritual a la sociedad en la que v:iven, y las iglesias silenciosamente reciben formas espirituales de la misma sociedad. Este mutuo intercambio ejercido silenciosamente a cada momento, es la primera función de relación de la iglesia. La segunda es el modo de juicio crítico, ejercido mutuamente por la iglesia y los otros grupos sociales. Esta relación entre las iglesias y la sociedad se pone de manifiesto al máximo en la época moderna de la historia occidental, pero ha existido en todos las épocas, aun bajo los sistemas teocráticos de las iglesias orientales y las de Occidente. La crítica de la primitiva iglesia de la sociedad de la Roma imperial iba dirigida contra sus maneras paganas de vida y de pensamiento hasta lograr finalmente que la sociedad pagana se convirtiera en cristiana. Si se puede dar el nombre de «sacerdotal» a la silenciosa penetración de una sociedad por la presencia espiritual, se puede dar el nombre de «profético» al ataque abierto a esta sociedad en nombre de la presencia espiritual. Su éxito puede ser más bien limitado, pero el hecho de que la sociedad sea juzgada y deba reaccionar positiva o negativamente ante este juicio es ya de por sí un éxito. Una sociedad que rechaza o persigue a los portadores de una crítica profética contra sí misma no permanece la misma que era. Se puede debilitar o endurecer en sus rasgos demoníacos y profanos; en cualquier caso se transforma. Por tanto las iglesias no sólo deben luchar por la preservación y
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fortalecimiento de su influencia sacerdotal (por ejemplo, en el campo de la educación), sino que deben animar la crítica profética de las negatividades en su sociedad hasta el martirio y a pesar de tener conciencia de que el resultado de una crítica profética de la sociedad no es la comunidad espiritual, sino, tal vez, un tipo de sociedad que se aproxima a la teonomía -el emparentamiento de todas las formas culturales con lo último. Pero aquí de nuevo la relación es mutua. Hay, por parte de la sociedad, una crítica dirigida a las iglesias, una crítica que queda tan justificada como la crítica profética de las iglesias a la sociedad. Es la crítica de la «injusticia santa» y de la «inhumanidad santa» en el seno de las iglesias y en su relación con la sociedad en la que viven. El significado histórico-mundial de esta crítica en los siglos XIX y XX es obvio. Su primera consecuencia fue producir un abismo casi insalvable entre las iglesias y amplios grupos de la sociedad, en particular en los movimientos obreros; pero más allá de esto tuvo el efecto de inducir a las iglesias cristianas a revisar sus interpretaciones de la justicia y de la humanidad. Fue una especie de profetismo al revés, una crítica profética inconsciente dirigida a las iglesias desde fuera, así como un impacto sacerdotal al revés se dio en el hecho de los cambios culturales cambiantes en las iglesias, una influencia sacerdotal inconsciente dirigida a las iglesias desde fuera. Esta mutua crítica ejercida y recibida por las iglesias es su segunda función de relación. La tercera es la del establecimiento político. Mientras que las maneras sacerdotal y profética permanecen dentro de la esfera religiosa, la tercera manera parece quedar absolutamente fuera de esta esfera. Pero el simbolismo religioso ha añadido siempre a las funciones religiosas sacerdotal y profética la función real. La cristología atribuye a Cristo el oficio real. Toda iglesia tiene una función política que va del nivel local al internacional. Una tarea de los líderes de la iglesia a todos los niveles es la de influenciar a los líderes de los otros grupos sociales de tal manera que reconozcan el derecho de la iglesia a ejercer su función sacerdotal y profética. Esto se puede hacer de muchas maneras, dependiendo de la estructura constitucional de la sociedad y de la posición legal que en ella ocupan las iglesias; pero en cualquier caso, si las iglesias actúan políticamente, lo deben hacer en nombre de la comunidad espiritual, o
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sea, espiritualmente. Ello excluye el uso de medios que estén en contradicción con su carácter como comunidad espiritual, como son el empleo de la fuerza militar, una propaganda atosigadora, las astucias diplomáticas, la excitación del fanatismo religioso, etcétera. Cuanto con mayor decisión rechace una iglesia tales métodos, tanto mayor será su influencia, ya que su auténtica fuerza radica en ser una creación de la presencia espiritual. El hecho de que la iglesia romana no haya tenido en cuenta estos principios ha contribuido a fomentar en el protestantismo el escepticismo con respecto a la función real de la iglesia. Pero no está justificado un tal escepticismo. Las iglesias protestantes no pueden evitar su responsabilidad política, y siempre la han ejercido, aunque haya sido con mala conciencia, habiendo olvidado que existe una función real de Cristo. Por cierto que como la función real pertenece a Cristo crucificado, por eso mismo la iglesia que debe ejercer esa misma función real es la iglesia que está bajo la cruz, la iglesia humilde. Al obrar así, reconoce que se da también en las iglesias un impacto político justificado por parte de la sociedad. Basta con pensar en la influencia que ejercieron en la estructura de las iglesias las formas de sociedad de la edad media y las anteriores a ella. El establecimiento político es el resultado de un acuerdo entre las distintas fuerzas políticas dentro y fuera de los grupos más amplios. Incluso las iglesias están sujetas a la ley del compromiso político. Deben estar dispuestas no sólo a dirigir sino también a ser dirigidas. Sólo hay un límite en el establecimiento político de las iglesias: el carácter de la iglesia como expresión de la comunidad espiritual debe continuar de manifiesto. Y ello queda amenazado ante todo si el símbolo del oficio real de Cristo, y a través de él, de la iglesia, se ve como un sistema teocrático-político de control totalitario sobre todos los dominios de la vida. Por otro lado, si la iglesia se ve obligada a asumir el papel de siervo obediente del estado, como si se tratara de uno de sus departamentos u oficinas, ello significa el final absoluto de su oficio real y supone una humillación de la iglesia que no es la humildad del Crucificado sino la debilidad de los discípulos que huyeron ante la cruz. Si volvemos ahora a los principios bajo los que las iglesias como realizaciones de la comunidad espiritual se relacionan ellas mismas con otros grupos sociales, nos encontramos con que
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existe una polaridad entre el principio de pertenencia a los mismos que se deriva de las ambigüedades de la vida y el principio de oposición por el que se ha de luchar contra las ambigüedades de la vida. Cada uno de estos principios tiene consecuencias de largo alcance. El primero implica que la relación de las iglesias con los otros grupos tiene el carácter de mutualidad, como hemos visto con respecto a las tres maneras que tienen las iglesias de relacionarse con ellos. El motivo de esta mutualidad está en la igualdad de predicamento. Este principio es el criterio antidemoníaco de la santidad de las iglesias, ya que impide la arrogancia de la santidad finita, que es la tentación básica de todas las iglesias. Si interpretan su paradójica santidad como santidad absoluta, caen en una hybris demoníaca y sus funciones sacerdotal, profética y real para con el «mundo» se transforman en instrumentos de una voluntad pseudo-espiritual de poder. Fue la experiencia de la demonización de la iglesia romana en la avanzada edad media la que originó la protesta tanto de la Reforma como del Renacimiento. Tales protestas liberaron amplias capas del cristianismo de la sumisión al poder de la iglesia distorsionado demoníacamente haciendo que el pueblo tomara conciencia de las ambigüedades de la religión real. Pero al conseguir esto con frecuencia provocaban también, no sólo en el mundo secular sino también en la esfera del protestantismo, la pérdida del otro aspecto de la relación, la oposición de las iglesias a los otros grupos sociales. A este respecto, el peligro fue obvio ya desde el inicio de estos dos grandes movimientos. Ambos propagaron un nacionalismo del que fueron víctimas tanto la cultura como la religión. La oposición que presentó la iglesia a la ideología nacionalista, con todas sus exigencias injustas y sus falsas afirmaciones, se fue debilitando a medida que iban avanzando las décadas de la historia moderna. La voz profética de la iglesia quedó silenciada por el fanatismo nacionalista. Su función sacerdotal quedó distorsionada por la instrucción de sacramentos y ritos nacionales en todos los niveles de la educación, de manera especial en los grados inferiores. Su función real no fue tomada en serio y quedó reducida a la importancia ya fuera por la sujeción de las iglesias a los estados nacionales ya fuera por el ideal liberal de separación entre la iglesia y el estado, que situó a la iglesia en
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uno de los rincones más destartalados de la fábrica social. En todos estos casos se perdió el poder de la oposición, y cuando la iglesia pierde su radical alteridad, queda ella misma perdida y se convierte en un club tolerante. Frases como la de «la iglesia contra el mundo» apuntan a un principio que determina esencialmente la relación de las iglesias con la sociedad en su conjunto y que deben determinarla realmente. Con todo, si se emplean frases de este tipo sin que sean equilibradas por otras frases tales como «la iglesia dentro del mundo», resuenan con arrogancia y pierden la ambigüedad de la vida religiosa. Es parte y contenido de esta ambigüedad el hecho de que el mundo al que se opone la iglesia no es simplemente la no-iglesia sino que tiene en sí mismo elementos de la comunidad espiritual en estado latente y que operan en favor de una cultura teónoma.
3.
EL INDIVIDUO EN LA IGLESIA Y LA PRESENCIA ESPIRITUAL
a)
El ingreso del individuo en una iglesia y la experiencia de la conversión
La comunidad espiritual es la comunidad de personas espirituales, es decir, de personas que son asidas por la presencia espiritual y que están determinadas por la misma, sin ambigüedades pero fragmentariamente. En este sentido, la comunidad espiritual es la comunidad de los santos. El estado de santidad es el estado de transparencia ante el fondo divino del ser; es el estado de ser determinado por la fe y el amor. Quien participa en la comunidad espiritual está unido a Dios en la fe y en el amor. Es una creación del Espíritu divino. Todo esto se debe decir paradójicamente de todo miembro de la iglesia, ya que como miembro activo de la iglesia (no sólo legal) es en esencia y en dinamismo miembro de la comunidad espiritual. Así como la comunidad espiritual es la esencia dinámica de las iglesias así también la personalidad espiritual es la esencia dinámica de todo miembro activo de una iglesia. Tiene un inmenso significado para el miembro individual de una iglesia constatar que su esencia dinámica como miembro de la iglesia es la personalidad
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espiritual, que es una parte de la comunidad espiritual y al que Dios ve como tal. Es santo a pesar de su falta de santidad. Es obvio que sobre la base de estas consideraciones cualquiera que es miembro activo de una iglesia es «sacerdote» por el simple hecho de pertenecer a la comunidad espiritual, y está habilitado para ejercer todas las funciones sacerdotales, si bien, por razones de orden y de adaptación a la situación, se puedan llamar a individuos especiales para el desempeño regular y competente de las actividades sacerdotales. Pero el hecho de que actúen como expertos no les confiere un estado superior al que les proviene de su participación en la comunidad espiritual. La pregunta acerca de quien tiene «ontológicamente» la preferencia, la iglesia o el simple individuo, ha desembocado en dos tipos de iglesias, la de quienes destacan el predominio de la iglesia sobre el individuo y la de quienes destacan el predominio del individuo sobre la iglesia. En el primer caso, el individuo ingresa en una iglesia que le precede siempre; ingresa en ella de manera consciente o inconsciente (como párvulo), pero la presencia del nuevo ser en una comunidad precede todo lo que él es y sabe. Esta es la justificación teológica del bautismo de los niños. Apunta acertadamente al hecho de que no existe un momento en la vida de una persona en el que se pueda fijar con certeza el estado de madurez espiritual. La fe que constituye la comunidad espiritual es una realidad que precede los actos de fe personal que se están haciendo siempre y son siempre cambiantes, que desaparecen siempre para volver siempre a aparecer. Según la unidad multidimensional de la vida en el hombre, el primer inicio de un ser humano en el seno materno está conectado directamente, en términos de potencialidad, con las últimas etapas de la madurez. La fe personal real no puede ser determinada en ninguna etapa de la vida de una persona, y es una tentación de falta de sinceridad, considerar, por ejemplo, el acto cuasi-sacramental de la «confirmación» de un muchacho a los catorce años, como una opción libre por la comunidad espiritual. Las reacciones de muchos niños poco tiempo después de su solemne declaración de compromiso, emotivamente forzada, muestran el carácter insano psicológicamente y teológicamente injustificable de este acto. La situación cambia totalmente si se da preferencia al individuo frente a la iglesia. En este caso, la decisión de los
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individuos por realizar un pacto es el acto que crea una iglesia. El presupuesto es, ciertamente, que una tal decisión viene determinada por la presencia espiritual, que implica que los individuos que formalizan el pacto lo hacen como miembros de la comunidad espiritual. Este supuesto disminuye hasta casi hacerlo desaparecer el contraste entre el tipo de iglesia «objetiva» y «subjetiva». Para poder estar habilitado para crear una iglesia uno debe ya estar asido por la presencia espiritual y ser así miembro de la comunidad espiritual. Por el contrario, los portadores de la iglesia «objetiva» (en la que ingresan los niños bautizados) son en su esencia dinámica, personalidades espirituales. El concepto de comunidad espiritual supera la dualidad de la interpretación de la iglesia «objetiva» y «subjetiva». La situación real del individuo en las iglesias de decisión voluntaria confirma el menor significado de la distinción. A partir de la segunda generación son arrastrados por la atmósfera familiar y social hacia la iglesia cuya presencia real precede sus decisiones voluntarias tanto como ocurre en el otro tipo de iglesia. La pregunta importante es: ¿cómo participa un individuo en una iglesia de tal manera que, a través de ella, participe en la comunidad espiritual como una personalidad espiritual? La respuesta, dada ya, era negativa: No hay ningún momento en la vida de una persona que pueda destacarse como el principio (o el fin) de una tal participación. Esto hace referencia no sólo a la persona que ha nacido y se ha criado en la atmósfera de una familia, de una comunidad y de una sociedad en general adictas a una iglesia sino también a aquel que sólo tiene experiencias de modos de vida seculares y más tarde se afilia a una iglesia con toda seriedad. Ni tampoco se puede determinar el momento en el que se pasa a ser esencialmente miembro de la comunidad espiritual, si bien se puede fijar con exactitud el momento en el que manifiestamente se convierte en miembro de la iglesia. Esta afirmación parece estar en contradicción con el concepto de conversión, que juega un papel tan importante en ambos testamentos, en la historia de la iglesia, y en la vida de innumerables individuos en el mundo cristiano y más allá de él, en todas las religiones vivas. Según este concepto el acontecimiento de la conversión señala el momento en el que una persona ingresa en la comunidad espiritual.
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Pero la conversión no es necesariamente un acontecimiento momentáneo; en la mayoría de casos presupone un largo proceso que se ha ido prolongando inconscientemente mucho antes que irrumpiera en la conciencia, dando la impresión de una crisis repentina, inesperada y abrumadora. Existen relatos en el nuevo testamento, como el de la conversión de Pablo, que nos señalan la pauta para una interpretación de la conversión como la que acabamos de señalar, y se da también una gran abundancia de otros relatos de otro tipo, muchos de ellos genuinos y vigorosos, algunos sentimentalmente distorsionados para dar un ejemplo. Es indiscutible que tales experiencias son numerosas y muestran de manera muy conspicua el carácter extático de la presencia espiritual, pero no constituyen -como cree el pietismo-- la esencia de la conversión. La verdadera naturaleza de la conversión queda bien expresada en las palabras con las que se la designa en distintas lenguas. En hebreo la palabra shúbh indica un volverse hacia atrás en el propio camino, especialmente en las esferas social y política. Indica un volverse de la injusticia hacia la justicia, de lo inhumano a lo humano, de los ídolos a Dios. La palabra griega metanoia implica la misma idea pero en relación con la mente, que cambia de una dirección a otra, de lo temporal a lo eterno, de uno mismo a Dios. La palabra latina conversio une la imagen espacial con el contenido intelectual. Estas palabras y las imágenes que provocan sugieren dos elementos: la negación de una dirección precedente del pensamiento y de la acción y la afirmación de la dirección contraria. Lo que se niega es la sumisión a la alienación existencial y lo que se afirma es el nuevo ser creado por la presencia espiritual. La repudiación de lo negativo con todo el propio ser es lo que llamamos arrepentimiento -concepto que debemos purificar de toda distorsión emocional. La aceptación de lo positivo con todo el propio ser es lo que llamamos fe, -concepto que debemos purificar de la distorsión intelectual. El impacto de la presencia espiritual llamado conversión es eficiente en todas las dimensiones de la vida humana debido a la unidad multidimensional del hombre. ·Es orgánico así como psicológico; se da bajo el predominio del espíritu y tiene una dimensión histórica. Sin embargo, la imagen de volverse hacia atrás del propio camino produce la impresión de algo momentáneo y repentino, y a pesar de que este elemento repentino ha sido mal
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empleado por el pietismo no se debe exluir de una descripción de la conversión. Se trata de una decisión y esta misma palabra indica un acto momentáneo de cortar con otras posibilidades. Con todo, el ingreso en la comunidad espiritual ha sido siempre preparado por elementos del pasado y siempre conserva algunos de ellos. Es un proceso que se pone de manifiesto en un momento extático. Sin una tal preparación la conversión sería un estallido emocional sin consecuencias, que sería pronto engullido por el viejo ser en lugar de constituir el nuevo ser. La conversión puede tener el carácter de una transición de la etapa latente de la comunidad espiritual a su etapa manifiesta. Esta es la auténtica estructura de la conversión; implica que el arrepentimiento no es completamente nuevo y que tampoco lo es la fe. Ya que la presencia espiritual crea ambos aun en la etapa oculta de la comunidad espiritual. No se da una conversión absoluta, pero sí una relativa antes y después del acontecimiento central de alguien que se está «arrepintiendo» y «creyendo», de alguien que está siendo asido por la presencia espiritual en un momento oportuno, en el kairós. Esto tiene gran importancia para la actividad evangelizadora de las iglesias, cuya función no es convertir a la gente en un sentido absoluto sino más bien convertirla en el sentido relativo de trasladarlos de una participación latente de la comunidad espiritual a otra que sea manifiesta. Ello quiere decir que el evangelismo no se dirige a las «almas perdidas», a hombres sin Dios, sino a personas que están en una etapa latente, para transformarlas en personas que han experimentado la manifestación. Y debemos recordar que experiencias análogas a la conversión han sido descritas por filósofos griegos como experiencias en las que se abrieron sus ojos. La conversión a la verdad filosófica es un tema tratado en todos los períodos de la historia. Esto es una expresión del hecho de que la comunidad espiritual se relaciona con la cultura y la moralidad tanto como con la religión y de que allí donde actúa la presencia espiritual se hace necesario un momento de'cambio radical en la actitud para con lo último.
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b)
El individuo en el seno de la iglesiay la experiencia del nuevo ser
l.
La experiencia del nuevo ser como creación (regeneración)
Quien ingresa en una iglesia, considerada no como un grupo sociológico entre otros sino aquel grupo cuya esencia dinámica es la comunidad espiritual, y quien es asido él mismo por la presencia espiritual es, en su esencia dinámica, personalidad espiritual. Pero en su ser real es miembro de una iglesia que está sometida a las ambigüedades de la vida religiosa, si bien bajo el impacto paradójico de una vida sin ambigüedades. Esta situación ha sido descrita de distintas maneras según los distintos puntos de vista desde donde haya sido enfocada. Parece adecuado -y en la línea de la tradición clásica- darle el nombre de experiencia del nuevo ser y se pueden distinguir en ella varios elementos que -de acuerdo nuevamente con la tradición clásica- se pueden describir como la experiencia del nuevo ser como creador (regeneración), la experiencia del nuevo ser como paradoja (justificación), y la experiencia del nuevo ser como proceso (santificación). Se puede hacer la pregunta de si es correcto describir las maneras de participación en el nuevo ser como «experiencias», dado que esta palabra parece connotar un elemento subjetivo discutible. Con todo, de quien estamos hablando aquí es del sujeto, o sea, de la personalidad espiritual en cuanto miembro de la iglesia. El aspecto objetivo de la regeneración, justificación y santificación ha sido tratado en la sección titulada «El nuevo ser en Jesús como Cristo como poder de salvación». Aquí «experiencia» significa simplemente la conciencia de algo que ocurre a alguien, o sea, el estado de ser asido por la presencia espiritual. Se ha preguntado si esta se puede convertir alguna vez en objeto de experiencia y si no debe permanecer objeto de fe, en el sentido de las frases: «yo creo que creo», o «yo tengo fe en la presencia espiritual en mí pero no experimento mi fe, mi amor, mi espiritualidad». Pero aun cuando yo sólo crea que creo, debe haber una razón para una tal fe, y esta razón debe ser una cierta clase de participación en lo que creo y por tanto una especie de certeza que impide una regresión infinita del tipo que representa la afirmación «yo creo que creo que creo», y así
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sucesivamente. Por muy paradójicas que puedan ser las propias afirmaciones teológicas, uno no puede evitar la necesidad de asignar un fundamento espiritual para tales afirmaciones. Esta consideración justifica el empleo del término «experiencia» para la toma de conciencia de la presencia espiritual. En los textos bíblicos y teológicos al estado de ser asido por la presencia espiritual se le da el nombre de «nuevo nacimiento» o «regeneración». La expresión «nuevo nacimiento» (al igual que la expresión paulina «nueva creación») es un precedente bíblico del concepto aún abstracto de nuevo ser. Ambos apuntan a la misma realidad, el acontecimiento en el que el Espíritu divino toma posesión de una vida personal a través de la creación de la fe. Con todo, el empleo de la palabra «experiencia» no implica que quien es asido por la presencia espiritual pueda verificar su experiencia a través de la observación empírica. Si bien nacidos de nuevo, los hombres no son aún seres nuevos pero han entrado en una nueva realidad que los puede convertir en seres nuevos. La participación en el nuevo ser no garantiza automáticamente que uno sea nuevo. Por esta razón los teólogos de la Reforma prefieren iniciar la descripción de la participación del hombre en el nuevo ser poniendo de relieve su carácter paradójico, y así ponen en primer lugar la justificación en lugar de la regeneración. Su principal problema era y es evitar la impresión de que el estado del hombre de nacer de nuevo sea la causa de que Dios le acepte. En esto estaban ciertamente acertados, ya que liberaban al hombre alienado de la ansiedad de preguntas como: ¿he renacido? Preguntas de este tipo destruyen el significado de «buena noticia», que consiste en que, aunque no soy aceptable, soy aceptado. Pero entonces surge la pregunta: ¿cómo puedo aceptar que soy aceptado? ¿Cuál es la fuente de una tal fe? La única respuesta posible es: el mismo Dios como presencia espiritual. Cualquier otra respuesta degradaría la fe al grado de creencia, a un acto intelectual producido por la voluntad y la emoción. Sin embargo, una tal creencia no es más que la aceptación de la doctrina de la <~ustificación por la gracia por medio de la fe»; no es la aceptación de que soy aceptado ni es la fe que significa la palabra <~ustificacióm>. Esa fe es la creación del Espíritu; y fue una distorsión completa del mensaje de
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justificación cuando apareció la doctrina de que el don del Espíritu divino sigue a la fe en el perdón divino. Para Lutero no habría un don mayor, y en cierto sentido ningún otro don, del Espíritu que la certeza de ser aceptado por Dios, la fe en Dios está justificando al pecador. Pero si se afirma esto, la participación en el nuevo ser, la creación del Espíritu, es el primer elemento en el estado del individuo en la iglesia en la medida en que es la realización de la comunidad espiritual. Si se acepta esto la pregunta que se hace frecuentemente es: si la presencia espiritual tira de mí y crea la fe en mí, ¿qué puedo hacer yo para alcanzar una tal fe? Yo no puedo forzar al Espíritu en mí y así ¿qué otra cosa puedo hacer que esperar sin hacer nada más? A veces esta pregunta no se hace con seriedad sino tan solo de una manera agresiva y dialéctica, y entonces realmente no hace falta contestarla. No se puede dar ninguna respuesta a quien pregunta de esa forma, porque toda respuesta le diría algo que debería hacer o que debería ser, estaría en contradicción con la fe por la que pregunta. Si, con todo, la pregunta: -¿qué puedo hacer a fin de experimentar el nuevo ser?- se plantea con seriedad existencial, la respuesta va implicada en la pregunta, ya que la seriedad existencial tiene evidencia del impacto de la presencia espiritual en el individuo. Aquel que está preocupado últimamente acerca de su estado de alienación y acerca de la posibilidad de reunión con el fondo y la finalidad de su ser ya está asido por la presencia espiritual. En esta situación no significa nada la pregunta ¿qué puedo hacer para recibir el Espíritu divino? ya que la respuesta real ya ha sido dada y cualquier respuesta ulterior no haría más que distorsionarla. Con palabras sencillas esto significa que la pregunta simplemente polémica referente a la manera de reunir lo que está separado no se puede responder y se debe exponer con su falta de seriedad. Así pues a quien pregunta con preocupación última se le debe responder que el hecho de su preocupación última implica la respuesta y que por tanto está bajo el impacto de la presencia espiritual y es aceptado en su estado de alejamiento. Finalmente a aquellos que hacen preguntas que se decantan a veces por el lado de lo serio y a veces por el de la falta de seriedad se les habría de hacer tomar conciencia de esta situación -una conciencia de que pueden suprimir y evitar del todo
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la pregunta o bien afirmarla y que al hacerlo así constatan su seriedad. 2.
La experiencia del nuevo ser como paradoja (justificación)
Al discutir la relación de la regeneración con la justificación ya hemos empezado la discusión de la doctrina central de la Reforma, al artículo por el que el protestantismo permanece o desaparece, el principio de la justificación por la gracia por medio de la fe. No sólo le doy el nombre de doctrina y de un artículo entre otros sino que le llamo también principio por ser la expresión primera y básica del mismo principio protestante. Sólo es una doctrina particular por razones inevitables de conveniencia, y al mismo tiempo se le debe considerar como el principio que está presente en cada una de las afirmaciones del sistema teológico. Debe considerarse como el principio protestante el que, en relación con Dios, Dios sólo puede actuar y que ninguna reclamación humana, especialmente ninguna reclamación religiosa, ninguna «obra» intelectual, moral o devota nos pueda reunir con él. Mi intención y mi esperanza era y sigue siendo lograr ese fin aun cuando ello me haya llevado a muchas formulaciones en todas las partes del sistema no del todo «ortodoxas». La pregunta que hemos tenido siempre ante la vista es la siguiente: ¿acaso otras formulaciones imponen al creyente una «buena obra» intelectual, por ejemplo, la represión de una duda o el sacrificio de la conciencia cognoscitiva, que fueran la causa de la formulación final? En este sentido la doctrina de la justificación es el principio universal de la teología protestante, pero es también un artículo determinado en una sección determinada del sistema teológico. La doctrina de la justificación nos plantea algunos problemas semánticos. En la disputa con Roma acerca de la sola.fide, la doctrina fue la <~ustificación por la fe» -y no por las «obras». Ello ha llevado, sin embargo, a una confusión devastadora. La fe, en esta frase, se ha entendido como la causa del acto justificante de Dios, lo que viene a decir que se sustituyen las obras morales y rituales de la doctrina católica por la tarea intelectual de aceptar una doctrina. No es la fe sino la gracia la causa de la justificación porque sólo Dios es la causa. La fe es el
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acto de recibir y este acto es en sí mismo un don de la gracia. Se debe, por tanto, prescindir de la frase <
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plural del pecado. Los hombres perdonan pecados determinados, por ejemplo, ofensas contra ellos mismos o la conculcación de unas leyes y mandamientos concretos. En la relación con Dios, no es un pecado determinado como tal el que es perdonado sino el acto de separación de Dios y la resistencia a la reunión con él. Se perdona el pecado al perdonar un pecado determinado. El símbolo del perdón de los pecados ha sido peligroso porque ha concentrado la mente en pecados particulares y en su categoría moral más bien que en la separación de Dios y en su categoría religiosa. Con todo, los «pecados» en plural pueden reemplazar el «pecado» en singular y señalar la situación del hombre ante Dios, e incluso se puede experimentar una ofensa determinada como una manifestación del pecado, el poder de alienación de nuestro verdadero ser. Es uno de los pasos que da Pablo, como teólogo, más allá del lenguaje simbólico de Jesús, que interpretara la aceptación del poder divino mediante el concepto de justificación por la gracia por medio de la fe. Al obrar así daba una respuesta a las preguntas suscitadas por el símbolo del perdón, a las preguntas de la relación del perdón con la justicia así como la base de la certeza de que uno es perdonado. Se da una respuesta a estas preguntas objetivamente en términos cristológicos, una respuesta que subyace a la doctrina de la expiación, es decir, la doctrina de la participación de Dios en la alienación existencial del hombre y en su victoria sobre la misma. Con todo, llegados aquí buscamos la respuesta subjetiva a las preguntas: ¿cómo puede el hombre aceptar que es aceptado? ¿cómo puede reconciliar su sentimiento de culpa y su deseo de ser castigado con la súplica de perdón; y qué le da la certeza de que es perdonado? La respuesta está en el carácter incondicional del acto divino por el que Dios declara justo al injusto. La paradoja simul justus, simul peccator apunta a esta declaración divina incondicional. Si Dios aceptara a quien es medio-pecador y medio-justo, su juicio vendría condicionado por la bondad a medias del hombre. Pero no hay nada que Dios rechace conmás fuerza que la bondad a medias y cualquier pretensión humana fundamentada en ella. El impacto de este mensaje, mediado por la presencia espiritual, aparta los ojos del hombre del mal y del bien en él mismo para volverlos hacia la bondad divina que está más allá del bien y del mal y que se entrega a sí misma sin
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condiciones ni ambigüedades. La exigencia moral de justicia y el deseo temeroso de castigo son válidos en el dominio de la ambigüedad de la bondad. Expresan la situación humana en sí misma. Pero en el interior del nuevo ser queda superado por una justicia que hace justo al injusto, por la aceptación. Esta justicia trascendente no niega sino que realiza la ambigua justicia humana. Realiza también la verdad en la demanda de castigo mediante la destrucción de lo que debe ser destruido en el caso de que el amor reunificante alcance su objetivo. Y de acuerdo con la profunda psicología de Pablo y Lutero, esto no es el mal en el propio ser como tal sino la hybris de intentar conquistarlo y lograr la reunión con Dios mediante la propia buena voluntad. Una tal hybris evita el dolor de la entrega a la sola actividad de Dios en nuestra reunión con él, un dolor que sobrepasa infinitamente el dolor del esfuerzo moral y de la autotortura ascética. Esta entrega de la propia bondad se da en aquel que acepta la aceptación divina de sí mismo, el inaceptable. La valentía de entregar la propia bondad a Dios es el elemento central en la valentía de la fe. En ella se experimenta la paradoja del nuevo ser, se conquista la ambigüedad del bien y del mal, la vida sin ambigüedades se ha apoderado del hombre a través del impacto de la presencia espiritual. Todo esto queda de manifiesto en el cuadro de Jesús crucificado. La aceptación de Dios de lo inaceptable, la participación de Dios en la alienación del hombre y su victoria sobre la ambigüedad del bien y del mal aparecen en él de manera única, definida y transformadora. Aparece en él pero no es causada por él. La causa es Dios y sólo Dios. La paradoja del nuevo ser, el principio de la justificación por la gracia a través de la fe, se halla en el centro de las experiencias de Pablo, Agustín y Lutero, si bien tiene matices distintos en cada uno de ellos. Pablo pone el énfasis en la conquista de la ley en el nuevo eón que ha traído Cristo. Este mensaje de justificación tiene una estructura cósmica en la que pueden o no participar los individuos. Para Agustín la gracia tiene el carácter de una substancia, infundida en los hombres, que crea el arrior y establece el último período de la historia en la que Cristo gobierna a través de la iglesia. Es Dios y sólo él quien lo hace. El hado del hombre depende de la predestinación: El perdón de los pecados es un presupuesto de la infusión
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del amor, pero no es una expresión de la relación constante con Dios. Por tanto el individuo se hace dependiente de su relación con la iglesia. Para Lutero la justificación es la experiencia de cada persona tanto de la ira divina contra su pecado como del perdón divino que lleva a una relación interpersonal con Dios sin la estructura cósmica y eclesial de Pablo o Agustín. Esta es la limitación en el pensamiento de Lutero que ha llevado tanto a una ortodoxia intelectual como a un pietismo emocional. En él no quedó contrarrestado el elemento subjetivo. Pero su «psicología de la aceptación» es la más profunda en la historia de la iglesia y queda confirmada por las mejores intuiciones de la contemporánea «psicología de la profundidad». Existe una pregunta que ni Pablo ni Lutero hicieron o contestaron, si bien en Juan y Agustín hay conciencia de ella: ¿como se relaciona la fe por cuyo medio llega a nosotros la justificación con la situación de duda radical? La duda radical es una duda existencial acerca del significado de la misma vida; puede incluir el rechazo no ya de todo lo religioso en el sentido restringido de la palabra sino también de la preocupación última que constituye la religión en su sentido más amplio. Si una persona en este predicamento oye el mensaje de Dios que acepta lo inaceptable, ello no supone nada para él ya que el término «Dios» y el problema de ser aceptado o rechazado por Dios no tiene para él ningún significado. La pregunta de Pablo: ¿cómo me libero de la ley? y la de Lutero: ¿como encuentro un Dios compasivo? son sustituidas en nuestra época por esta otra: ¿cómo puedo encontrar sentido a un mundo sin sentido? La pregunta de Juan acerca de la manifestación de la verdad y su afirmación de que Cristo es la verdad, así como las afirmaciones de Agustín a propósito de la verdad que aparece en la misma naturaleza de la duda, están más cerca de la situación actual que las preguntas y respuestas de Pablo y Lutero. Pero nuestra respuesta debe derivarse de la situación especial que encontramos, si bien sobre la base del mensaje del nuevo ser. La primera parte de toda respuesta a este problema debe ser negativa: Dios en cuanto verdad y origen de todo sentido no puede ser alcanzado mediante un trabajo intelectual así como tampoco mediante un trabajo moral. No se puede responder a la pregunta: ¿qué puedo hacer para superar la duda radical y la sensación de absurdo y falta de sentido? Toda respuesta justifi-
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caría la pregunta, lo cual implica que se puede hacer algo. En cambio la paradoja del nuevo ser es precisamente que el hombre que está en la situación en la que formula la pregunta no puede hacer nada. Sólo se puede decir al tiempo que se rechaza la forma de la pregunta, que la seriedad de la desesperación desde la que se hace la pregunta es ya la respuesta. Esto está en la línea de la argumentación de Agustín, de que en situación de duda la verdad de la que uno se siente separado está presente en la medida en que en toda duda ya se presupone la afirmación formal de la verdad como verdad. Pero la afirmación análoga de sentido en medio de la falta de sentido se relaciona también con la paradoja de la justificación. Es el problema de la justificación, no del pecador, sino de quien tiene dudas, la que ha llevado a esta solución. Puesto que en el predicamento de duda y de falta de sentido Dios como fuente del acto justificante ha desaparecido, lo único que queda (en lo que reaparece Dios sin que se le reconozca) es la sinceridad última de la duda y la seriedad incondicional del desespero acerca del sentido. Esta es la manera como se puede relacionar la experiencia del nuevo ser como paradoja con la función cognoscitiva. Esta es la manera como se puede decir a la gente de nuestro tiempo que son aceptados con respecto al último sentido de sus vidas, aunque sean inaceptables a la vista de la duda y de la falta de sentido que se ha apoderado de ellas. En la seriedad de su desesperación existencial, Dios está presente. En aceptar esta paradójica aceptación consiste el coraje de su fe. 3.
La experiencia del nuevo ser como proceso (santificación)
a) Contrastaci6n de tipos en la descripci6n del proceso. El impacto de la presencia espiritual en el individuo desemboca en un proceso vital fundamentado en la experiencia de regeneración, cualificado por la experiencia de justificación y que se desarrolla como experiencia de santificación. El carácter de la experiencia de santificación no se puede derivar de la misma palabra. Originariamente, la justificación y la santificación apuntaban a la misma realidad, o sea, a la conquista de las ambigüedades de la vida personal. Pero poco a poco, especialmente bajo la influencia de Pablo, el término <~ustificacióm> adquirió la con-
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notación de aceptación paradójica de quien es inaceptable, mientras que «santificación» recibió la connotación de transformación real. En este sentido es sinónimo del proceso vital bajo el impacto del Espíritu. Siempre ha sido una importante tarea teológica describir el carácter de este proceso, y las diferentes descripciones fueron frecuentemente expresiones de diferentes maneras de vida que al mismo tiempo recibían confirmación por parte del énfasis teológico. Si comparamos las actitudes de la teología luterana, calvinista y la radical-evangélica ante el carácter de la vida cristiana, aparecen diferencias que tuvieron y tienen consecuencias para la religión y la cultura en todos los países protestantes. Si bien todos los protestantes rechazaron la «ley» tal como era predicada y administrada por la iglesia romana, en el momento en que las iglesias protestantes intentaron formular sus propias doctrinas de la ley surgieron diferencias importantes. Lutero y Calvino coincidieron a propósito de dos funciones de la ley, la función de dirigir la vida del grupo político impidiendo o castigando las transgresiones y la función de mostrar al hombre lo que él es esencialmente y por tanto lo que debe ser y hasta qué punto su estado real está en contradicción con la imagen de su verdadero ser. Al mostrar su esencia, la ley revela la existencia alienada del hombre -y le lleva a la búsqueda de una reunión con lo que esencialmente le pertenece y de lo que está separado. Esta es la postura común a Lutero y a Calvino. Pero Calvino habló de una tercera función de la ley, a saber, la función de guiar al cristiano que es asido por el Espíritu divino pero que aún no se ve libre del poder de lo negativo en el conocimiento y en la acción. Lutero rechazó esta solución, asegurando que el Espíritu mismo conduce a decisiones en las que se superan las ambigüedades de la vida. El Espíritu, al liberar a una persona de la letra de la ley, le da a la vez que una intuición de la situación concreta, la fuerza para actuar en esta situación de acuerdo con la llamada del ágape. La solución de Calvino es más realista, más apta para apoyar una teoría ética y una vida disciplinada de santificación. La solución de Lutero es más extática, está incapacitada para apoyar una «ética protestante» si bien está llena de posibilidades creadoras en la vida personal. Las iglesias nacidas del radicalismo evangélico del período de la Reforma aceptaron del calvinismo la doctrina del tercer empleo de la ley
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y de la disciplina como instrumento en el proceso de santificación. Pero en contraste con Calvino, han perdido la comprensión del carácter paradójico de las iglesias y de las vidas de los individuos en las mismas. Niegan prácticamente el permanente significado del gran «a pesar de» en el proceso de santificación. En este punto vuelven a las tradiciones ascéticas católicas: la perfección puede alcanzarse en esta vida en aquellos individuos y grupos que son elegidos como portadores del Espíritu divino. Las consecuencias para la comprensión de la vida cristiana basada sobre estas diferentes actitudes para con la ley son de largo alcance. En el calvinismo la santificación procede en línea ligeramente ascendente; tanto la fe como el amor son realizados progresivamente. Aumenta el poder del Espíritu divino en los individuos. La perfección está cerca, pero jamás alcanzada. Los primeros radicales evangélicos rechazaron esta restricción y reafirmaron el concepto de los perfectos pero de tal manera que el carácter paradójico de la perfección cristiana se hace invisible. Se exige y se considera posible la perfección real. En los grupos selectos es realidad la santidad del conjunto y la de sus miembros, en contraposición con el «mundo» que incluye las grandes iglesias. Obviamente la situación se hizo bastante más problemática cuando las sectas de la santidad se convirtieron ellas mismas en grandes iglesias. Entonces, si bien no se podía sostener el ideal de santidad no paradójica de todos los miembros del grupo aún prosiguió con fuerza el ideal perfeccionista y fue la causa de la identificación del mensaje cristiano de salvación con la perfección moral de cada uno de sus miembros individuales. El calvinismo con sus elementos perfeccionistas (aunque no con el perfeccionismo), ha producido una clase de ética protestante en la que la santificación progresiva es la finalidad de la vida. Tuvo una tremenda influencia en la formación de poderosas personalidades, de gran autocontrol. Avidos de contemplar en sí mismos los síntomas de su elección, creaban tales síntomas mediante lo que ha sido llamado «ascetismo intra-mundano», es decir, mediante el trabajo, el autocontrol y la represión de· la vitalidad, especialmente en lo relacionado con el sexo. Estas tendencias perfeccionistas fueron fortalecidas cuando apareció el perfeccionismo de los evangélicos con elementos perfeccionistas del calvinismo.
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En el luteranismo el énfasis puesto en el elemento paradójico en la experiencia del nuevo ser fue tan predominante que la santificación no se podía interpretar con los términos de una línea ascendente hacia la perfección. Se veía más bien entre los altibajos del éxtasis y de la congoja, del sentirse asido por el ágape y el ser rechazado hasta la alienación y la ambigüedad. El mismo Lutero experimentó esa oscilación de los altibajos y de una manera radical, con cambios que iban de momentos de ánimo y gozo a otros de ataques demoníacos, como interpretaba él sus estados de duda y de profunda desesperación. La consecuencia de la ausencia en el luteranismo de la valoración calvinista y evangelista de la disciplina fue que se tomara con menos seriedad el ideal de la santificación progresiva y se le reemplazara por un gran énfasis en el carácter paradójico de la vida cristiana. En el período de la ortodoxia esto condujo al luteranismo a aquella desintegración de la moralidad y de la religión práctica contra la que surgió el movimiento pietista. Pero la experiencia de Lutero de los ataques demoníacos llevó también a una profunda comprensión de los elementos demoníacos en la vida en general y en particular en la vida religiosa. La segunda época del romanticismo, en la que se preparó el movimiento existencialista del siglo XX, dificilmente podía haber brotado en el surco calvino-evangelista, mientras era genuino en una cultura impregnada de tradiciones luteranas (Se puede observar una analogía en la literatura y en la filosofia rusas procedentes de la base de las tradiciones greco-ortodoxas). b) Cuatro principios que determinan al nuevo ser como proceso. La exclusividad de los diferentes tipos al interpretar el proceso de santificación va disminuyendo bajo el impacto de la crítica secular que pone en cuestión el significado de todos ellos. Debemos preguntar, por tanto, si podemos encontrar criterios para una futura doctrina de la vida bajo la presencia espiritual. Se pueden dar los siguientes principios: primero, incrementar la toma de conciencia; segundo: incrementar la libertad; tercero: incrementar la relación; cuarto: incrementar la transcendencia. Cómo se unirán estos principios en un nuevo tipo de vida bajo la presencia espiritual no se puede describir antes de que ello ocurra, pero elementos de una tal vida se pueden ver en individuos y grupos que anticipaban lo que posiblemente nos
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puede guardar el futuro. Los mismos principios unen tradiciones tanto religiosas como seculares y pueden crear, en su totalidad, una imagen indefinida pero apreciable de la «vida cristiana». El principio de toma de conciencia está relacionado con la psicología contemporánea de la profundidad, pero es tan antiguo como la religión misma y queda expresado con agudeza en el nuevo testamento. Es el principio según el cual el hombre en el proceso de santificación toma conciencia de manera progresiva de su situación real y de las fuerzas que luchan alrededor suyo y de su humanidad pero toma también conciencia de las respuestas implicadas en esta situación. La santificación incluye una toma de conciencia tanto de lo demoníaco como de lo divino. Una tal toma de conciencia, que aumenta en el proceso de santificación, no conduce a la figura del «hombre sabio» estoico, que está por encima de las ambigüedades de la vida porque ha vencido sus pasiones y deseos, sino más bien a una toma de conciencia de estas ambigüedades en sí mismo al igual que en los demás, y al poder de afirmar la vida y su dinamismo vital a pesar de sus ambigüedades. Una tal conciencia incluye una sensibilidad para con las exigencias del propio crecimiento, para con las esperanzas y desengaños que se esconden en los demás, para con la voz sin voz de una situación concreta, para con los grados de autenticidad en la vida del espíritu en los otros y en uno mismo. Todo ello no es asunto de educación o sofisticación cultural sino de crecimiento bajo el impacto de la fuerza espiritual y es, por tanto, apreciable en todo ser humano que esté abierto a este impacto. La aristocracia del espíritu y la aristocracia del Espíritu no son idénticas, aunque en parte coinciden. El segundo principio del proceso de santificación es el principio del incremento de la libertad. Las descripciones que hacen Pablo y Lutero de la vida en el Espíritu ponen un énfasis especialmente notable sobre este segundo principio. En la literatura contemporánea los oráculos de Nietzsche y la lucha existencialista por la libertad del yo personal del hombre de la esclavitud a los objetos que él ha creado tienen una gran importancia. También aquí la filosofia de la profundidad contribuye con sus demandas a liberar a los hombres de determinadas coaccio-
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nes que obstaculizan el crecimiento en la libertad espiritual. El crecimiento en libertad espiritual es ante todo crecimiento en libertad de la ley, que es una consecuencia inmediata de la interpretación de la ley como el ser esencial del hombre que le confronta en estado de alienación. Cuanto más reunido está uno con su verdadero ser bajo el impacto del Espíritu, tanto más libre se ve de los mandamientos de la ley. Este es el proceso más dificil, y la madurez en él es muy rara. El hecho de que la reunión es fragmentaria implica que la libertad de la ley es siempre fragmentaria. En la medida en que estamos alienados, aparecen las prohibiciones y los mandamientos que crean una mala conciencia. En la medida en que estamos reunidos constatamos que esencialmente estamos en libertad, sin imposiciones. La libertad de la ley en el proceso de santificación es una libertad creciente con respecto a la forma obligatoria de la ley y a la vez es una libertad con respecto a su contenido en concreto. Leyes específicas que expresan la experiencia y la sabiduría del pasado no sólo son útiles sino opresoras al mismo tiempo, por no poder salir al encuentro de la situación siempre concreta, siempre nueva, siempre única. La libertad de la ley significa el poder de juzgar la situación dada a la luz de la presencia espiritual y decidir qué acción es la adecuada, que frecuentemente está en contradicción con la ley. Esto es lo que se quiere decir cuando se contrasta el espíritu de la ley con su letra (Pablo) o cuando el yo llevado por el Espíritu se siente con fuerza para redactar una ley nueva y superior a la de Moisés (Lutero) o -en forma secularizada- cuando el portador de libertad revaloriza todos los valores (Nietzsche) o cuando el sujeto existente abre paso al impasse de la existencia mediante la resolutividad (Heidegger). La libertad madura para dar nuevas leyes o para interpretar las antiguas de una nueva manera es una finalidad del proceso de santificación. El peligro de que una tal libertad se puede convertir enterquedad queda superado siempre que el poder de reunión de la presencia espiritual sea efectivo. La terquedad es un síntoma de alienación y un sometimiento a condiciones y compulsiones que esclavizan. Una libertad madura de la ley implica el poder de resistir a las fuerzas que tratan de destruir una tal libertad desde dentro del yo personal y de sus condicionamientos sociales; y por supuesto, las fuerzas externas que esclavizan sólo pueden triunfar porque existen en el interior unas inclinaciones hacia la
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servidumbre. La resistencia contra ambas puede incluir unas decisiones ascéticas y una disponibilidad para el martirio, pero el significado de estas decisiones radica en la exigencia que se haga sobre ellas para que ayuden a preservar la libertad en la situación concreta y no en dotarlas de un mayor grado de santidad. Son instrumentos bajo unas condiciones especiales pero no son fines en sí mismas en el proceso de santificación. El tercer proceso es el de una relación creciente que, a través de la necesidad de resistir a las influencias que esclavizan, puede aislar a la persona que va madurando. Ambas, la libertad y la relación, así como la toma de conciencia y la autotrascendencia, están enraizadas en las creaciones espirituales de la fe y el amor. Están presentes cuando se pone de manifiesto la presencia espiritual. Son las condiciones de participación en la regeneración y en la aceptación de la justificación, y determinan el proceso de santificación y la manera como lo hacen queda caracterizada por los cuatro principios que cualifican al nuevo ser como proceso. Por ejemplo, el principio de libertad creciente no se puede imaginar sin el coraje de arriesgarse a tomar una decisión equivocada sobre la base de la fe, y el principio de la relación creciente no se puede imaginar sin el poder de reunión del ágape para superar la autosoledad fragmentariamente. Pero en ambos casos los principios de santificación concretizan la manifestación básica de la presencia espiritual para el progreso hacia la madurez. La relación implica la toma de conciencia del otro y la libertad en relacionarse con él superando el autoaislamiento en el interior de uno mismo y en el del otro. Existen un sinfin de obstáculos en este proceso como podemos constatar por una literatura abundante al respecto (con sus analogías en las artes plásticas) en la que se describe el autoaislamiento del individuo de los demás. Los análisis que se hacen en tales obras de introversión y hostilidad guardan una interdependencia con los análisis psicoterapéuticos de las mismas estructuras. Y las aportaciones bíblicas acerca de la relación en el seno de la comunidad espiritual presuponen la misma falta de relación en el mundo pagano del que proceden sus miembros, una falta de relación que continúa aún presente ambigüamente en las mismas reuniones de fieles.
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El nuevo ser como proceso conduce hacia una relación madura. El Espíritu divino ha sido descrito correctamente como el poder de irrumpir a través de los muros del autoaislamiento. No hay otra manera de superar el autoaislamiento de forma duradera como no sea el impacto del poder que eleva a la persona individual por encima de sí misma extáticamente y le capacita para encontrar a la otra persona -si la otra persona está dispuesta a ser elevada por encima de sí misma. Todas las demás relaciones son transitorias y ambiguas. Existen ciertamente y llenan la vida de cada día pero son síntomas tanto de separación como de reunión. Todas las relaciones humanas tienen este carácter. Solas, no pueden superar la soledad, el autoaislamiento y la hostilidad. Sólo es capaz de hacerlo una relación que esté inherente en todas las demás relaciones y que incluso pueda existir sin ellas. La santificación, o proceso hacia la madurez espiritual, supera la soledad atendiendo de manera interdependiente a la soledad y a la comunión. Un síntoma decisivo de madurez espiritual es el poder de mantener la soledad. La santificación conquista la introversión haciendo girar el centro personal no hacia afuera, en extroversión, sino hacia la dimensión de su profundidad y de su altura. La relación necesita de la dimensión vertical para poderse realizar en la dimensión horizontal. Esto es verdad también de la autorrelación. El estado de soledad, de introversión y de hostilidad es exactamente tan contrario a la autorrelación como lo es a la relación con los demás. La serie de términos que tienen como primera sílaba el autos griego (cuyo equivalente castellano sería el propio yo), es de. una ambigüedad peligrosa. El término «autocentrado» se puede emplear para describir la grandeza del hombre como plenamente centrado o para designar una actitud negativa éticamente de estar sometido al propio yo; los términos «autoamarse» o «autoodiarse» son dificiles de entender porque es imposible separar el yo propio como sujeto de amor o de odio del propio yo como objeto. Pero no se da un amor real o un odio real sin una tal separación. Y la misma ambigüedad lleva consigo el término «autorrelación». Debemos sin embargo hacer uso de tales términos con la plena conciencia de que se emplean dé manera no propia sino analógica.
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En sentido analógico se puede hablar del proceso de santificación como creador de una autorrelación madura en la que la autoaceptación supera tanto la autoelevación como el autodesprecio en un proceso de reunión con el propio yo. U na tal reunión se crea trascendiendo tanto al yo como sujeto, que trata de imponerse a sí mismo, en términos de autocontrol y de autodisciplina al yo como objeto, de una parte, como, de otra, al yo como objeto, que ofrece resistencia a una tal imposición en términos de autocompasión y de huida del propio yo. Una autorrelación madura es el estado de reconciliación entre el yo como sujeto y el yo como objeto y la afirmación espontánea del propio ser esencial que está más allá del sujeto y del objeto. Cuando el proceso de santificación se aproxima a una autorrelación más madura, el individuo es más espontáneo, se afirma más a sí mismo, sin autoelevación o autohumillación. La «búsqueda de identidad» es la búsqueda de lo que aquí hemos llamado «autorrelación». Si se entiende con propiedad, esta búsqueda no es el deseo de preservar un estado accidental del yo existencial, el yo en la alienación, sino más bien el camino hacia un yo que trasciende todo estado contingente de su desarrollo y que permanece inalterado en su esencia a través de tales cambios. El proceso de santificación se encamina hacia un estado en el que la «búsqueda de identidad» alcance su meta, que es la identidad del yo esencial que resplandece a través de las contingencias del yo existente. El cuarto principio que determina el proceso de santificación es el principio de autotrascendencia. El objetivo de madurez bajo el impacto de la presencia espiritual abarca la toma de conciencia, la libertad y la relación, pero hemos encontrado en cada caso que no puede conseguirse el objetivo sin un acto de autotrascendencia. Esto implica que no es posible la santificación sin una continua trascendencia de uno mis:rpo en la dirección de lo último -con otras palabras, sin la participación en lo santo. Esta participación se describe normalmente como vida devota bajo la presencia espiritual. Esta descripción queda justificada si se entiende el téf.lllino «devoción» de tal manera que lo santo abarque tanto lo santo como lo secular. Si se emplea exclusivamente en el sentido ordinario de la vida devota -una vida centrada en la oración particular- no agota las posibilida-
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des de autotrascendencia. En la vida madura, determinada por la presencia espiritual, la participación en la vida devota de la propia comunidad se puede restringir o rechazar, la oración se puede subordinar a la meditación, la religión en el sentido más restringido de la palabra, puede ser negada en nombre de la religión en el sentido más amplio de la palabra; pero nada de ello contradice el principio de autotrascendencia. Puede incluso suceder que una experiencia incrementada de la trascendencia lleve a un incremento de crítica de la religión como una función especial. Pero a pesar de estas afirmaciones cualificadoras, la «autotrascendencia» se identifica con la actitud de devoción hacia aquello que es lo último. Al tratar de la vida devota una distinción que se hace con frecuencia es relativa a la devoción organizada o formalizada y la devoción privada. Esta distinción tiene un significado muy limitado. Aquel que reza en la soledad lo hace empleando las palabras de la tradición religiosa que le ha dado ese lenguaje, y aquel que contempla sin palabras participa también de una larga tradición que viene representada por los hombres religiosos dentro y fuera de las iglesias. La distinción es significativa sólo en la medida en que afirma que no existe ninguna ley que exija la participación en los servicios religiosos en nombre de la presencia espiritual. Lutero reaccionó violentamente contra una tal ley pero al mismo tiempo creó una liturgia para los servicios protestantes y se puede decir en general que apartarse de la devoción comunitaria es peligroso porque crea fácilmente un vacío con el que acaba por desaparecer toda vida devota. La autotrascendencia que pertenece a los principios de santificación es real en todo acto en el que se experimenta el impacto de la presencia espiritual. Ello puede ocurrir en la oración o en la meditación en la intimidad total, en el intercambio de experiencias espirituales con otros, en comunicaciones sobre una base secular, en la experiencia de obras creadoras del espíritu del hombre, en pleno trabajo o en pleno descanso, en la orientación privada, en los servicios religiosos. Es como el inspirar otros aires, un elevarse por encima de la vida normal. Es lo más importante en el proceso de madurez espiritual. Tal vez se pueda decir que con una madurez creciente en el proceso de santificación la trascendencia se hace más definida y su expresión se vuelve más indefinida. La participación en la
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devoción comunitaria puede disminuir y los símbolos religiosos conectados con ella pueden perder importancia, mientras que el estado de estar preocupado últimamente se puede poner más de manifiesto y la devoción al fondo y finalidad de nuestro ser se puede hacer más intensiva. Este elemento en la realidad del nuevo ser como proceso ha causado lo que se ha llamado el resurgimiento de la religión en las décadas que siguieron a la segunda guerra mundial. La gente ha experimentado que la experiencia de la trascendencia es necesaria en una vida en la que el nuevo ser se hace real. La toma de conciencia de una tal exigencia está muy extendida, va en aumento un sentirse libre de prejuicios contra la religión en cuanto mediadora de trascendencia. En la situación actual lo que uno quiere son símbolos concretos de autotrascendencia. A la luz de los cuatro principios que determinan al nuevo ser como proceso podemos decir: la vida cristiana no alcanza nunca el estado de perfección -sigue siempre un curso marcado por altibajos- pero a pesar de su carácter mutable incluye un movimiento hacia la madurez, por muy fragmentario que pueda ser el estado de madurez. Se manifiesta tanto en la vida religiosa como en la secular y trasciende a ambas con la fuerza de la presencia espiritual. c) Imágenes de peifección. Las diferencias en la descripción de la vida cristiana desembocan en diferencias en la descripción de la meta ideal de santificación, del sanctus, del santo. En el nuevo testamento el término «santo», hagios, designa a todos los miembros de la comunidad, incluyendo a aquellos que, según los términos de lo que hoy llamamos santidad, no eran ciertamente santos. El término «santo» tiene la misma implicación paradójica, cuando se aplica a un individuo cristiano, que la que tiene el término «santidad» cuando se aplica a la iglesia. Ambos son santos por la santidad de su función, el nuevo ser en Cristo. Este significado paradójico de santidad se perdió cuando la primitiva iglesia atribuyó una santidad especial a los ascetas y mártires. Comparados con ellos los miembros ordinarios de la iglesia dejaron de ser santos y se inició una doble manera de juzgar la santidad. Sin embargo, la idea no era que el santo representaba una superioridad moral sobre los demás; su santidad era la trasparencia de lo divino. Esta transparencia se
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manifestaba a sí misma no sólo en sus palabras y en su excelencia personal sino también -y ello de manera decisiva--:- en su poder sobre la naturaleza y el hombre. Un santo, según esta doctrina, es alguien que ha realizado algunos milagros. Los milagros demuestran la superioridad del santo sobre la naturaleza, no en un sentido moral sino espiritual. La santidad es transmoral en esencia. Sin embargo, el protestantismo ha rechazado por completo el concepto de santo. No hay santos protestantes o, más precisamente, no existen santos bajo el criterio del principio protestante. Se pueden distinguir tres razones del porqué de este rechazo. La primera es que parece inevitable que la distinción entre quienes se llaman santos y los otros cristianos introduzca un estado de perfección que contradice la paradoja de justificación, según la cual es el pecador el que es justificado. Los santos son pecadores justificados; en esto son iguales a cualquier otro. La segunda es que la protesta de la Reforma iba dirigida contra una situación en la que los santos se habían convertido en objetos de culto. No se puede negar que tal era el caso en la iglesia romana, a pesar de las precauciones teológicas que la iglesia había tomado para impedirlo. La iglesia no pudo salir airosa porque incurrió muy pronto en las supersticiones conectadas con todo ello y porque sí salió airosa en el aplastamiento de los movimientos iconoclastas que intentaban reducir el peligro eliminando las representaciones visibles de los santos. Finalmente, el protestantismo no podía aceptar la idea romana del santo porque estaba conectada con una valoración dualista del ascetismo. El protestantismo no reconoce a los santos pero sí reconoce la santificación y puede aceptar representaciones del impacto de la presencia espiritual en el hombre. Estas personas representativas no son más santos que.cualquier otro miembro de la comunidad espiritual, por muy fragmentaria que pueda ser su participación, sino que representan a los demás como símbolos de santificación. Son ejemplos de la encarnación del Espíritu en los portadores de un yo personal y en cuanto tales tienen una tremenda importancia para la vida de las iglesias. Pero también ellos, en todos los momentos de su vida, están a la vez separados y reunidos y puede ser que en su yo interno tengan una fuerza extraordinaria no sólo lo divino sino también lo demoníaco -como el arte medieval muestra de manera expresiva. El protestantismo puede encontrar represen-
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tantes del nuevo ser tanto en el campo religioso como en el secular, no como un grado particular de santidad, sino como representantes y símbolos de aquello en lo que participan todos los que son asidos por el Espíritu. La imagen de la perfección está trazada de acuerdo con las creaciones del Espíritu, la fe y el amor, y de acuerdo con los cuatro principios que determinan el proceso de santificación -una progresiva toma de conciencia, una progresiva libertad, una progresiva relación, una progresiva trascendencia. Existen dos tipos de problemas conectados con el fundamento de la perfección sobre la fe y el amor que necesitan una más amplia discusión. El primero es el problema de la duda en relación con el incremento de la fe; el segundo es el problema de la relación de la cualidad eros del amor con el incremento del amor en su cualidad de ágape. Ambos problemas, que en parte han sido tratados en contextos anteriores, aparecen aquí en conexión con el nuevo ser como proceso y de la cuádruple forma de su progreso hacia la madurez. El primer problema es el siguiente: ¿qué significa la duda dentro del proceso de santificación? ¿incluye el estado de perfección la eliminación de la duda? En el catolicismo romano una tal pregunta sólo puede significar si el creyente católico en estado de perfección, por ejemplo, como santo, puede tener dudas del sistema de doctrinas, o de alguna de sus partes, propuestas por la autoridad de la iglesia, sin que pierda por ello el estado de perfección. La respuesta es un no absoluto, ya que cuando se ha alcanzado la santificación, según la enseñanza de la iglesia romana, se acepta incondicionalmente la autoridad de la iglesia. Esta respuesta viene impuesta, por supuesto, por la identificación de la comunidad espiritual con una iglesia y debe por consiguiente, rechazarse en nombre del principio protestante. En la práctica tanto el protestantismo ortodoxo como el pietismo aceptan en lo fundamental la respuesta católica -a pesar del principio protestante, la distorsión intelectualista de la fe en una aceptación de la autoridad literal de la Biblia (que en la práctica significa la autoridad de los credos eclesiásticos) conduce a la ortodoxia a una idea de la perfección en la que se descarta la duda al paso que se considera inevitable el pecado. Contra esta afirmación se podría señalar al hecho de que hay
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una duda que es una implicación inevitable del pecado, y ambas son expresiones del estado de separación. Pero el problema no es el de la duda como consecuencia del pecado; el problema es el de la duda como elemento de fe. Y precisamente debe afirmarse esto desde el punto de vista del principio protestante. Nunca se salva la infinita distancia entre Dios y el hombre; se identifica con la finitud del hombre. Por tanto el coraje creativo es un elemento de fe incluso en el estado perfección, y donde está el coraje, allí está el riesgo y la duda implicada en el riesgo. La fe no sería fe sino una unión mística si se la privara del elemento de duda que hay dentro de la misma. El pietismo, en contraste con la ortodoxia, tiene conciencia del hecho de que la sujeción a las leyes doctrinales no puede desterrar la duda. Trata, sin embargo, de eliminar la duda mediante experiencias que sean una anticipación de la unión mística con Dios. El sentimiento de la regeneración, de una reunión con Dios, de un descanso en el poder salvador del nuevo ser, destierra la duda. En contraste con la ortodoxia el pietismo representa el principio de la cercanía. La cercanía da certeza, una certeza que no puede dar la obediencia a una autoridad doctrinal. Pero uno debe preguntar: ¿acaso la experiencia religiosa de un hombre en un estado avanzado de santificación elimina la posibilidad de la duda? De nuevo debemos responder negativamente. Es inevitable la duda hasta tanto exista la separación entre sujeto y objeto, e incluso el sentimiento más inmediato e íntimo de unión con lo divino, tal como se describe en el misticismo de los desposorios de Cristo con el alma, es incapaz de salvar la infinita distancia entre el yo finito y lo infinito por el que se siente asido. En las oscilaciones del sentimiento, se percibe esta distancia y con frecuencia arroja a quien está avanzado en la santificación a una duda más profunda que la de la gente con menor intensidad en su experiencia religiosa. La pregunta que se hace aquí no es psicológica; no se refiere a la posibilidad psicológica sino a la necesidad teológica de la duda en la fe del pietista. La posibilidad psicológica siempre está presente; la necesidad teológica puede aparecer o no en la realidad. Pero la teología debe afirmar la necesidad de la duda que se sigue de la finitud del hombre bajo las condiciones de alienación existencial.
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El segundo problema es el de la relación de la cualidad eros del amor con su perfeccionamiento en la cualidad de ágape. Ya tocamos este problema al rechazar la superior cualidad religiosa del ascetismo en la descripción de la imagen del santo y la imagen protestante de una personalidad que representa de manera conspicua el impacto del poder espiritual en él. El problema no ha sido bien planteado al establecerse una separación entre eros y ágape -eros abarcando libido, philia y eros en el sentido platónico, y ágape designando el concepto de amor del nuevo testamento. Si bien el establecimiento de este contraste ha sido criticado desde distintos aspectos, su efecto es aún muy fuerte, en parte porque atrajo la atención a un problema fundamental de la vida bajo el impacto del Espíritu divino. Al mismo tiempo el movimiento psicoanalista en todas sus ramas ha destruido las ideologías del moralismo cristiano y humanista. Ha mostrado cuán profundamente, incluso las más sublimes funciones del espíritu, están enraizadas en las tendencias vitales de la naturaleza humana. Más aún, la doctrina de la unidad multidimensional de la vida en el hombre exige que se rechace cualquier intento de suprimir vitalidad a causa del espíritu y de sus funciones. Un incremento de toma de conciencia, de libertad, de relación y de trascendencia no implica una disminución de autoexpresión vital; al contrario, el espíritu y la vida en las otras dimensiones son interdependientes, sin que signifique que todas ellas deban realizarse, pues entraría en contradicción con la finitud del hombre. Y con frecuencia hace falta una disciplina no-ascética, aunque igualmente estricta, apoyada por un eros y una sabiduría creativas. Sin embargo, dirigir la propia vida hacia la integración del mayor número de elementos no ha de identificarse con la aceptación del prácticas represivas al estilo de las empleadas por el ascetismo romano y el moralismo protestante. La psicoterapia analítica y su aplicación al ser humano normal ha puesto de manifiesto, de la manera más convincente, las consecuencias distorsionantes de una tal represión. Y éste es uno de sus grandes servicios a la teología. Si el teólogo trata de descubrir el nuevo ser como proceso ha de evitar el desprecio de las intuiciones de la psicología analítica con respecto a la psicodinámica de la represión. La teología no debe considerar con ligereza las consecuencias de tales intuiciones que ejercen, realmente, un efecto muy
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serio sobre la imagen de la pertección. No basta, y sería poco serio, recomendar en la predicación y en las orientaciones pastorales los «placeres inocentes de la vida», dando así paso a la concepción equivocada de que unos placeres son inocentes en sí mismos y otros pecaminosos, en lugar de animar a un reconocimiento de la ambigüedad de la creatividad y de la destrucción en todo placer así como en todo lo que calificamos como serio. Ningún placer es inofensivo, y buscar placeres inofensivos lleva a una valoración poco profunda del poder de la dinámica vital en la naturaleza humana. Esta condescendencia ante la vida vitalista del hombre así como una especie de autorización de los placeres infantiles es más perjudicial que el ascetismo genuino; conduce a la explosión constante de las fuerzas reprimidas y sólo superficialmente admitidas en la totalidad del ser del hombre. Y tales explosiones son personal y socialmente destructivas. Quien admite una dinámica vital en el hombre como elemento necesario en todas sus autoexpresiones (sus pasiones o su eros) debe saber que ha aceptado la vida en su ambigüedad divinodemoníaca y que supone un triunfo de la presencia espiritual situar esas profundidades de la naturaleza humana en su ámbito, en lugar de suprimirlas mediante las sutilezas de placeres «inofensivos». En las imágenes de pertección de los santos de la iglesia católica o en los representantes de la nueva piedad de la Reforma no se aprecia ningún tipo de precisión. Quien trata de soslayar el aspecto demoníaco de lo santo pierde también su aspecto divino y sólo alcanza una seguridad deceptiva. La imagen de la pertección es el hombre que, en el campo de batalla entre lo divino y lo demoníaco, sale victorioso contra lo demoníaco, si bien sólo de manera fragmentaria y anticipada. Esta es la experiencia en la que la imagen de la pertección bajo el impacto de la presencia espiritual trasciende el ideal humanista de la pertección. No es una actitud negativa con respecto a las potencialidades humanas la que produce el contraste sino la conciencia de la lucha indecisa entre lo divino y lo humano en cada hombre, que en el humanismo queda reemplazada por el ideal de una autorrealización armoniosa. Y es la búsqueda de la presencia espiritual y del nuevo ser como superación de lo demoníaco lo que se echa de menos en la imagen humanista del hombre y contra lo que se rebela el humanismo.
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En la ortodoxia protestante el punto más elevado alcanzado en el proceso de santificación es la unio mystica (unión mística). Esta idea, aceptada fácilmente por el pietismo, fue rechazada radicalmente -como todo el misticismo-- por la teología personalista de la escuela de Ritschl. Hay ciertamente mucho misticismo en la imagen de la perfección de los santos de la iglesia romana. Pero el protestantismo -como afirmaban los teólogos de la escuela de Ritschl- debe desembarazarse de estos elementos que están en contradicción tanto con el fin de la santificación, la relación personal con Dios, como con el camino para conseguir este fin, la fe que rechaza toda preparación ascética para las experiencias místicas así como estas mismas experiencias. El problema que plantea una discusión más extensa de la fe y del misticismo en la teología protestante no es sólo el de su compatibilidad, sino también el de su interdependencia. Son compatibles sólo si la fe es un elemento del misticismo; no podrían existir dos (\Ctitudes para lo último, una al lado de otra, sino se diera la una con la otra. Este es el caso a pesar de todas las tendencias antimísticas en el protestantismo; no hay fe (sólo una creencia) sin que el Espíritu se apodere del centro personal de aquel que está en estado de fe, y esto es una experiencia mística, una experiencia de la presencia de lo infinito en lo finito. Como experiencia extática, la fe es mística, si bien no produce el misticismo como tipo religioso. Pero sí que incluye el misticismo como categoría, a saber, la experiencia de la presencia espiritual. Toda experiencia de lo divino es mística porque trasciende la separación existente entre el sujeto y el objeto, y allí donde esto ocurre se da lo místico como categoría. Lo mismo es verdad desde otro aspecto. Hay fe en la experiencia mística. Es una consecuencia del hecho de que tanto la fe como la experiencia mística son estados en los que la presencia espiritual se apodera de nosotros. Ahora bien, la experiencia mística no se identifica con la fe. En la fe los elementos de coraje y riesgo son reales, al paso que en la experiencia mística estos elementos, que presuponen una escisión entre el sujeto y el objeto, quedan abandonados. El problema no está en si la fe y el misticismo se contradicen entre sí; no se contradicen. El problema real está en saber si es posible en la situación existencial del hombre trascender la división que se da entre el sujeto y el objeto. La respuesta
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consiste en que es una realidad en todo encuentro con el fondo divino del ser pero dentro de los límites de la finitud y alienación humanas -fragmentaria, anticipada y amenazada por las ambigüedades de la religión. Sin embargo, esta no es ninguna razón para excluir la experiencia mística de la interpretación protestante de la santificación. El misticismo como cualidad de toda experiencia religiosa es universalmente válido. El misticismo como tipo de religión está bajo las mismas cualificaciones y ambigüedades que el tipo contrario al que, con frecuencia, se denomina erróneamente el tipo de fe. El hecho de que el protestantismo no entendiera su relación con el misticismo ha sido causa de unas tendencias que rechazan el cristianismo absolutamente en el misticismo oriental, por ejemplo, del tipo zen budista. La alianza del psicoanálisis y del budismo zen en algunos miembros de las clases superiores de la sociedad occidental (que están dentro de la tradición protestante) es un síntoma de desagrado hacia un protestantismo en el que se ha perdido el elemento místico. Si se hiciera la pregunta de cómo se podría describir un misticismo protestante de este tipo me referiría a lo que ya se dijo acerca de la oración que se transforma a sí misma en contemplación, así como haría referencia también al silencio sagrado que se ha introducido en la mayoría de las liturgias protestantes y al énfasis en lo litúgico frente a la predicación y a la doctrina. Sólo es imposible según el espíritu del protestantismo aquello que intenta producir un misticismo a través de unos medios ascéticos o de otro tipo, aquello que ignora la culpabilidad y la aceptación divina, o sea, aquello que ignora los principios del nuevo ser como justificación. 4.
LA CONQUISTA DE LA RELIGIÓN POR LA PRESENCIA ESPIRITUAL Y EL PRINCIPIO PROTESTANTE
En la medida en que es efectiva la presencia espiritual en las iglesias y en cada uno de sus miembros se apodera de la religión en cuanto función particular del espíritu humano. Cuando la teología contemporánea rechaza la palabra «religión» para designar el cristianismo, está en la misma línea de pensamiento que el nuevo testamento. La venida de Cristo no significa la
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fundación de·una nueva religión sino la transformación del viejo estado de cosas. Por consiguiente, la iglesia no es una comunidad religiosa sino la representación anticipada de una nueva realidad, el nuevo ser como comunidad. De la misma manera, cada miembro de la iglesia no es una personalidad religiosa sino la representación anticipada de una nueva realidad, el nuevo ser como personalidad. Todo lo que llevamos dicho hasta aquí acerca de las iglesias y de la vida de sus miembros apunta en la misma dirección de la conquista o superación de la religión. La conquista de la religión no significa secularización sino más bien el final de la separación entre lo religioso y lo secular al eliminar lo uno y lo otro por medio de la presencia espiritual. Este es el significado de la fe como el estado de ser asido por lo que, en última instancia, nos preocupa y no como un conjunto de creencias, aún cuando el objeto de la creencia sea un ser divino. Este es el significado del amor como reunión de lo que estaba separado en todas las dimensiones, incluyendo la del espíritu, y no como un acto de negación de todas las dimensiones debido a una trascendencia sin dimensiones. En la medida en que la presencia espiritual conquista la religión, quedan conquistadas también la profanización y la demonización. La participación de los miembros de la iglesia en la comunidad espiritual (que es la esencia dinámica de las iglesias y de la que las iglesias son tanto su representación existencial como su distorsión existencial) es la que opone resistencia a la profanización interna-religiosa de la religión, a su transformación en un mecanismo sagrado de estructura, de doctrina y de ritual jerarquizados. La libertad del Espíritu irrumpe a través de la profanización mecanizada -al igual que ocurrió en los momentos creativos de la Reforma. Al hacerlo así se opone también a la forma secular de profanización, ya que lo secular en cuanto tal se alimenta de la protesta contra la profanización de la religión en su seno. Si esta protesta pierde su sentido, las funciones de moralidad y de cultura se abren de nuevo a lo último, que es la finalidad de la autotrascendencia de la vida. También queda conquistada la demonización en la medida en que la presencia espiritual conquista la religión. Hemos distinguido entre lo demoníaco oculto -la afirmación de una grandeza que lleva al conflicto trágico con «lo mismo
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grande»- y lo abiertamente demoníaco, -la afirmación de un finito como infinito en nombre de lo santo. En principio, tanto lo trágico como lo demoníaco es conquistado por la presencia espiritual. El cristianismo siempre ha pretendido que ni la muerte de Cristo ni el sufrimiento de los cristianos es trágico, porque ni una cosa ni otra está enraizada en la afirmación de su grandeza sino en la participación en el predicamento del hombre alienado a que cada uno pertenece y no pertenece. Si el cristianismo enseña que Cristo y los mártires sufrieron «inocentemente», esto significa que su sufrimiento no se basa en la culpa trágica de una grandeza autoafirmada sino en su buena voluntad por participar en las trágicas consecuencias de la alienación humana. La grandeza autoafirmada en el dominio de lo santo es demoníaca. Esto es verdad de la pretensión de una iglesia por representar en su estructura a la comunidad espiritual sin ambigüedad alguna. La voluntad consiguiente de un poder sin límites sobre todas las cosas santas y seculares ya es en sí misma el juicio contra una iglesia que tiene esta pretensión. Lo mismo se puede decir de los individuos que pertenecientes a un grupo con tal pretensión se convierten en personas autoseguras, fanáticas y destructoras de la vida en los demás y del significado de la vida en el interior de ellos mismos. Pero en la medida en que el Espíritu divino conquista la religión, imposibilita una tal pretensión tanto en las iglesias como en sus miembros. Allí donde el Espíritu divino produce efecto, se rechaza la pretensión de una iglesia de representar a Dios excluyendo a las demás. La libertad del Espíritu opone resistencia a una tal pretensión. Y cuando el Espíritu divino produce su efecto queda eliminada la pretensión de un miembro de la iglesia por poseer en exclusividad la verdad porque el Espíritu divino atestigua su fragmentaria y ambigua participación en la verdad. La presencia espiritual excluye el fanatismo, porque en la presencia de Dios ningún hombre se puede vanagloriar de que ha asido a Dios. Nadie puede asir aquello por lo que es asido -la presencia espiritual. En otros contextos he calificado esta verdad como el «principio protestante». Es aquí donde tiene su lugar el principio protestante en el sistema teológico. El principio protestante es una expresión de que la presencia espiritual conquista la reli-
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gión y, por consiguiente, una expresión de la victoria sobre las ambigüedades de la religión, su profanización y su demonización. Es protestante porque protesta contra la autoelevación trágico-demoníaca de la religión y libera a la religión de sí misma para las otras funciones del espíritu humano, liberando al mismo tiempo a estas funciones de su autoexclusión contra las manifestaciones de lo último. El principio protestante (que es una manifestación del espíritu profético) no queda restringido a las iglesias de la Reforma o a cualquier otra iglesia; trasciende cualquier iglesia particular para ser expresión de la comunidad espiritual. Ha sido traicionado por todas las iglesias, incluidas las de la Reforma, pero es también efectivo en todas ellas como el poder que impide el que la profanización y la demonización destruyan por completo las iglesias cristianas. El sólo no basta; necesita la «substancia católica», la encarnación concreta de la presencia espiritual; pero es el criterio de la demonización (y de la profanización) de tal encarnación. Es la expresión de la victoria del Espíritu sobre la religión. B. LA PRESENCIA ESPIRITUAL Y LAS AMBIGÜEDADES DE LA CULTURA l.
LA RELIGIÓN Y LA CULTURA A LA LUZ DE LA PRESENCIA ESPIRITUAL
La relación de la presencia espiritual con la religión tiene dos aspectos, porque en ella se manifiestan tanto la más profunda ambigüedad de la vida como el poder de conquistar esas mismas ambigüedades de la vida. Esta es en sí misma la ambigüedad básica de la religión y la raíz de todas sus demás ambigüedades. Hemos tratado ya de la relación entre religión y cultura, de su unidad esencial y de su separación existencial. La pregunta que ahora nos hacemos es la de cómo aparece esta relación a la luz de la presencia espiritual y de su creación básica, la comunidad espiritual, la comunidad de fe y amor. Lo primero que hay que destacar es que esta relación no es idéntica a la relación de las iglesias con la cultura en la que viven. Puesto que las mismas iglesias son tanto distorsión como representaciones de la comunidad espiritual, su relación con la cultura es
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cultura ella misma y no la respuesta a las preguntas implicadas en la cultura. Todas las relaciones de las iglesias con la cultura, tal como se describieron en la sección de las funciones de las iglesias, en particular la función de la relación, exigen una doble consideración, basada en la doble relación de las iglesias con la comunidad espiritual. En la medida en que la comunidad espiritual es la esencia dinámica de las iglesias, su existencia es un medio a través del cual la presencia espiritual opera hacia la autotrascendencia de la cultura. En la medida en que las iglesias representan la comunidad espiritual a la manera ambigua de la religión, su influencia en la cultura es ambigua en sí misma. Esta situación se opone a todos los intentos teocráticos de someter la cultura a una iglesia en nombre de la comunidad espiritual, y· se opone también a todos los intentos profanizadores por mantener a las iglesias separadas de la vida cultural general. El impacto de la presencia espiritual en las funciones de la creatividad cultural no es posible sin una representación intrahistórica de la comunidad espiritual en una iglesia. Pero el impacto espiritual se puede experimentar de manera preliminar en grupos, movimientos y experiencias personales que se han caracterizado como la obra oculta de la presencia espiritual. «De manera preliminar» en nuestro contexto significa en preparación para la plena manifestación de la comunidad espiritual en una iglesia, o puede significar a consecuencia de una tal manifestación plena si la iglesia ha perdido su poder mediador, pero los efectos de su poder previo están presentes de manera latente en una cultura y mantienen viva la autotrascendencia de la creatividad cultural. Esto implica que el Espíritu divino no está atado a los medios que ha creado, las iglesias (y sus medios, la palabra y los sacramentos), sino que el libre impacto del Espíritu divino en una cultura prepara para una comunidad religiosa o se recibe porque una tal comunidad ha preparado a seres humanos para la recepción del impacto espiritual. Sobre esta base podemos establecer algunos principios con respecto a la relación entre religión y cultura. El primer principio se encuentra en la libertad del Espíritu, por el que el problema de la religión y de la cultura no es idéntico al problema de la relación entre las iglesias y la cultura. Se le podría denominar «el principio de la consagración de lo secular». Esto no significa, por supuesto, que lo secular como tal es
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espiritual pero sí significa que está abierto al impacto del espíritu aún sin la mediación de una iglesia. Las consecuencias prácticas de esta «emancipación de lo secular», que estaba implicada en las palabras y en los actos de Jesús y que fue redescubierta por la Reforma, son de largo alcance. Entran en conflicto definitivo con esas afirmaciones públicas de escritores, oradores y ministros de que, a fin de superar las ambigüedades con frecuencia destructivas de la cultura, se debe reforzar la «religióm>. Estas declaraciones son especialmente ofensivas cuando introducen la religión, no por ella misma, sino para salvar una cultura vacía o decadente y de esta manera poder salvar a una nación. Aun cuando se evite la ofensa de servirse de lo último como de un instrumento en favor de algo no último, continúa el error de pensar que el Espíritu divino está atado a la religión a fin de poder ejercer su impacto en la cultura. Este «error» es realmente la identificación demoníaca de las iglesias con la comunidad espiritual y un intento por limitar la libertad del Espíritu mediante la pretensión absoluta de un grupo religioso. El principio de la «consagración de lo secular» se aplica también a los movimientos, grupos e individuos que están no sólo en el polo secular de las ambigüedades de la religión sino en abierta hostilidad con las iglesias e incluso con la misma religión en todas sus formas, el cristianismo inclusive. El Espíritu se puede manifestar, y con frecuencia lo ha hecho, mediante tales grupos, por ejemplo, en la manera de despertar la conciencia social o en dar al hombre un autoconocimiento más profundo o al deshacer la atadura a supersticiones mantenidas eclesiásticamente. De esta forma la presencia espiritual se ha servido de medios antirreligiosos para transformar no sólo a una cultura secular sino también a las iglesias. El protestantismo, gracias al poder auto-crítico del principio protestante está capacitado para reconocer la libertad del Espíritu con respecto a las iglesias, incluidas las protestantes. El segundo principio que determina la relación entre religión y cultura es el principio de «convergencia de lo santo y de lo secular». Esta tendencia convergente es la explicación del hecho, al que ya nos hemos referido, de que el efecto latente de la presencia espiritual procede de y conduce a una manifestación del mismo en una comunidad histórica, una iglesia. Lo secular está bajo el dominio de toda vida, lo que hemos llamado
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su función autotrascendente, que se transciende a sí mismo en línea vertical. Lo secular es, como hemos visto, el resultado de una resistencia contra la realización de la autotrascendencia vertical. Esta resistencia es ambigua en sí misma. Impide que lo finito sea engullido por lo infinito. Hace posible la realización de sus potencialidades. Y por encima de todo levanta una oposición a las pretensiones por parte de las iglesias de que representan lo trascendente de manera directa y exclusiva. En este sentido lo secular es el correctivo necesario de lo santo. Con todo, también lo secular encamina hacia lo santo. No puede ofrecer resistencia de manera indefinida a la función de autotrascendencia que está presente en toda vi<;la, por muy secularizada que esté, ya que una tal resistencia produce el vacío y el absurdo que caracteriza a lo finito cuando se separa de lo infinito. Produce la vida de agotamiento y de autorrechazo que se ve abocada a preguntarse por una vida inagotable que está por encima de sí misma y de esta manera desemboca en la autotrascendencia. Lo secular es llevado hacia la unión con lo santo, una unión que, en realidad, es reunión porque lo santo y lo secular se pertenecen el uno al otro. Tampoco puede existir lo santo sin lo secular. Si, en nombre de la preocupación última, intenta aislarse en sí mismo, o bien cae en autocontradicciones o bien se vacía de contenido de una manera contraria a lo secular. La autocontradicción del intento de lo santo por prescindir de lo secular está en que cada intento de este tipo debe hacer uso de la cultura en todas sus formas seculares, desde el lenguaje hasta el conocimiento y expresión, y desde el acto técnico hasta la autocreatividad personal y comunitaria. La proposición más simple con la que intenta lo santo aislarse a sí mismo de lo secular es secular en la forma. Pero si lo santo quiere soslayar este problema, debe mantener silencio y vaciarse de todos los contenidos finitos, y de esta manera deja de ser la posibilidad genuina de un ser finito. Lo santo tiende a llenar el «mundo», que es el dominio de lo secular, de santidad. Intenta introducir lo secular en la vida de la preocupación última. Pero esta pretensión de la presencia espiritual encuentra resistencia en la pretensión secular de existir por sí mismo. Y de esta manera nos encontramos con una pretensión y su contrapartida. Pero en realidad se da un movimiento convergente del uno hacia el otro; el principio de la convergencia de lo santo y de lo secular siempre es efectivo.
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Estos dos principios están enraizados en un tercero, el de la «pertenencia esencial de la religión y de la cultura entre sí». He expresado frecuentemente este principio diciendo que la religión es la substancia de la cultura y la cultura la forma de la religión. Hemos señalado esto al tratar de la relación esencial de la moralidad, de la cultura y de la religión. Ahora sólo debemos reafirmar que la religión no se puede expresar a sí misma ni siquiera con un silencio lleno de sentido sin la cultura de la que toma todas las formas de expresión significativa. Y debemos reafirmar que la cultura pierde su profundidad y su cualidad de inagotable sin la ultimidad de lo último. Teniendo presentes estos principios pasamos ahora a un análisis de la idea humanista, de sus ambigüedades, y al problema de su relación con la presencia espiritual.
2.
EL HUMANISMO Y LA IDEA DE LA TEONOMÍA
Al tratar de la finalidad humanista de la autocreación de la vida hicimos esta pregunta: ¿a qué lleva, por ejemplo, en realidad, la orientación educativa hacia esta finalidad? El desarrollo de todas las potencialidades humanas, el principio del humanismo, no indica en qué dirección se van a producir. Esto queda claro por la misma palabra «educación» que significa «sacar fuera», es decir, fuera de un estado de tosquedad, pero sin indicar hacia dónde debe dirigirse. Quedó indicado que la «iniciación» en el misterio del ser podría ser esta finalidad. Esto presupone, por supuesto, una comunidad en la que el misterio de la vida, expresado de manera concreta, es el principio determinante de su vida. Ahí queda transcendida, sin ser negada, la idea de humanismo. El ejemplo de la educación y la necesidad en la misma de un humanismo trascendente nos lleva a una consideración más amplia, es decir a la pregunta: ¿qué ocurre con la cultura globalmente considerada bajo el impacto de la presencia espiritual? La respuesta que quiero dar queda resumida con la palabra «teonomía». Se podría hablar también de la espiritualidad de la cultura pero daría la impresión -aunque sin quererlo-- de que la cultura se ha de convertir en religión. El término «autotrascendencia de la cultura» sería más adecuado, pero puesto que esta es una función general de la
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vida, que bajo la dimensión del espíritu aparece como religión, se habría de encontrar otro término para la autotrascendencia de la cultura (y otro para la autotrascendencia de la moralidad). Sobre la base de mi experiencia y teoría religioso-socialista, mantengo el término «teonomía» que ya ha sido explicado anteriormente y que aparecerá de nuevo en la última parte del sistema. Aquí se emplea esta palabra para designar el estado de cultura bajo el impacto de la presencia espiritual. El nomos (ley) efectivo en ella es el encaminamiento de la autocreación de la vida bajo la dimensión del Espíritu en la dirección de lo último en el ser y en el significado. Es ciertamente desafortunado que el término «teonomía» pueda indicar la sujeción de una cultura a las leyes divinas, impuestas desde fuera y por medio de una iglesia. Pero este inconveniente es menor que los que se derivan de otros términos y aún queda compensado por la posibilidad de emplear la palabra «heteronomía» para aquella situación en la que una ley desde fuera, una ley extraña (heteras nomos) viene impuesta y destruye la autonomía de la creatividad cultural, su autos nomos, su ley interna. A partir de la relación de la teonomía con la heteronomía queda claro que la idea de una cultura teónoma no implica ninguna imposición desde fuera. La cultura teónoma es una cultura determinada y dirigida por el Espíritu y el Espíritu realiza al espíritu en lugar de destruirlo. La idea de la teonomía no es antihumanista sino que cambia la falta de definición humanista acerca del «a dónde» en una dirección que trasciende toda finalidad humana concreta. La teonomía puede caracterizar a toda una cultura y facilitar una pista para l~ interpretación de la historia. Los elementos teónomos pueden entrar en conflicto con una heterenomía que tenga, por ejemplo, origen eclesiástico o político, y sus elementos autónomos pueden verse derrotados y temporalmente suprimidos (como en la alta edad media). Pueden entrar en conflicto con la triunfante autonomía, por ejemplo, de origen racionalista o nacionalista, y pueden quedar sepultados bajo una cultura (como en los siglos XVIII y XIX). O pueden llegar a producir un equilibrio entre las tendencias heterónomas y autónomas (como en los siglos XII y XIII). Pero la teonomía nunca puede ni triunfar absolutamente ni ser derrotada totalmente. Su victoria siempre es fragmentaria debido a la alienación existencial que acompaña a la historia humana y su derrota siempre queda
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limitada por el hecho de que la naturaleza humana es esencialmente teónoma. Resulta dificil ofrecer unas características generales de la cultura teónoma separada de sus funciones particulares, pero sí se pueden señalar las siguientes cualidades de la teonomía, derivadas de su misma naturaleza. La primera de todas el estilo, la forma exterior, de las obras teónomas de la creación cultural expresa la ultimidad de significado incluso en los más limitados transmisores de significado -una flor pintada, un hábito familiar, un instrumento técnico, una forma de relación social, la visión de una figura histórica, una teoría epistemológica, un documento político, y cosas por el estilo. En una situación teónoma, ninguna de esas cosas carece de consagración; tal vez no hayan sido consagradas por una iglesia pero ciertamente están consagradas en la manera en que son experimentadas incluso sin una consagración externa. Al intentar caracterizar la autonomía uno ha de ser consciente de que la imagen de teonomía desarrollada nunca es una imagen independiente de una situación histórica concreta que se ve como símbolo de una cultura teónoma. El entusiasmo que los románticos sentían por la edad media tenía sus raíces, en gran parte, en esta transformación del pasado en un símbolo de autonomía. Los románticos se equivocaron, por supuesto, en el momento en que aceptaron una situación teónoma no simbólica sino empíricamente. Luego empezó la glorificación históricamente insostenible y casi ridícula de algunas épocas pasadas. Pero si se toma el pasado como modelo de una futura teonomía, se toma de manera simbólica, no empírica. La primera cualidad de una cultura teónoma es que comunica, en todas sus creaciones, la experiencia de la santidad, de algo último en el ser y en el significado. La segunda cualidad es la afirmación de las formas autónomas del proceso creativo. La teonomía quedaría destruida en el momento en que una conclusión lógica válida fuera rechazada en nombre de lo último hacia lo que apu~ta la teonomía, y lo mismo puede decirse de todas las demás actividades de la creatividad cultural. No existe teonomía alguna allí donde se rechaza una demanda válida de justicia en nombre de lo santo ni donde se impide un acto válido de autodeterminación personal por una tradición sagrada, ni allí donde se suprime un
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nuevo estilo de creación artística en nombre de unas formas de expresión supuestamente eternas. En todos estos ejemplos la teonomía queda distorsionada en heteronomía; se elimina el elemento de autonomía -se reprime la libertad que es una característica del espíritu humano y del Espíritu divino. Y puede luego ocurrir que la autonomía irrumpa a través de las fuerzas supresivas de la heteronomía y deseche no sólo la heteronomía sino también la teonomía. Esta situación nos lleva a la tercera característica de la teonomía, a saber, a su constante lucha contra la heteronomía independiente así como contra la autonomía independiente. La teonomía es anterior a ambas que son parte de la misma. Pero al mismo tiempo, la teonomía es posterior a ambas; intentan reunirse en la teonomía de la que proceden. La teonomía precede y sigue al mismo tiempo a los elementos de contraste que contiene. El proceso según el cual se desarrolla todo esto puede describirse así: se abandona la teonomía original al aparecer tendencias autónomas que conducen necesariamente a una reacción del elemento heterónomo. Si la autonomía no se libera de la sumisión a una teonomía «arcaica» con fundamentos mitológicos, la cultura no podría desarrollar sus potencialidades. Sólo tras su liberación del mito unificante y del estado teónomo de conciencia pueden hacer su aparición la filosofia y las ciencias, la poesía y las otras artes. Pero si logran su independencia, pierden su fundamento trascendente que les daba profundidad, unidad y significado último; y se inicia, por tanto, la reacción de la heteronomía: la experiencia de lo último, tal como se expresa en la tradición religiosa, reacciona contra las creaciones de una autonomía vacía. Esta reacción aparece fácilmente como una simple negación de creatividad autónoma y como un intento por suprimir las exigencias justificadas de verdad, expresividad, humanidad y justicia. Pero esto no es todo. En la forma distorsionada de las reacciones heterónomas contra la autonomía cultural va incluida una justificada advertencia contra la pérdida del ser y del sentido. Si se rechaza una teoría científica con un alto grado de probabilidad en nombre de una tradición religiosamente consagrada, se debe precisamente descubrir lo que se rechaza. Si es la misma teoría, se da un ataque heterónomo a la idea de la verdad al que se tiene que resistir en el poder del Espíritu. Pero si lo que se ataca, por el
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contrario, en nombre de la religión es un supuesto metafisico -y últimamente religioso-- subyacente, la situación deja de ser un conflicto entre heteronomía y autonomía para convertirse en una confrontación de dos ultimidades que puede conducir a un conflicto entre actitudes religiosas pero no a un conflicto entre autonomía y heteronomía. La lucha constante entre la independencia autónoma y la reacción heterónoma lleva a la búsqueda de una nueva teonomía, tanto en las situaciones particulares como en la profundidad de la conciencia cultural en general. A esta búsqueda responde el impacto de la presencia espiritual en la cultura. Allí donde es efectivo este impacto se crea la teonomía y allí donde está la teonomía son visibles los indicios del impacto de la presencia espiritual.
3.
MANIFESTACIONES TEÓNOMAS DE LA PRESENCIA ESPIRITUAL
a)
Teonomía: verdad y expresividad
La presencia espiritual lleva hacia la conquista de las ambigüedades de la cultura mediante la creación de formas teónomas en los diferentes dominios de la autocreación cultural de la vida. Para poder presentar estas formas hemos de referirnos a la ya dada enumeración de las ambigüedades culturales e indicar lo que ocurre con ellas bajo el impacto de la presencia espiritual. Pero antes se ha de analizar la ambigüedad básica que ha aparecido, de manera más o menos obvia, en todas las funciones culturales, la separación entre sujeto y objeto así como la manera en que todo ello queda superado bajo el impacto de la presencia espiritual. ¿Existe una respuesta teónoma general a la pregunta del sujeto ante el objeto? Los filósofos, los místicos, los amantes, quienes han intentado la embriaguez, incluso la muerte, no han intentado sino la superación de esta división. En algunos de estos intentos se manifiesta la presencia espiritual; en otros, se puede constatar un deseo desesperado y con frecuencia demoníaco de soslayar esta división esquivando la realidad. La psicología tiene conciencia de este problema; el deseo inconsciente de retornar al seno materno, ya sea al seno devorador de
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la naturaleza, ya sea al seno protector de la sociedad contemporánea, es una expresión de la voluntad de hacer desaparecer la subjetividad propia en algo trans-subjetivo, que no es objetivo (de lo contrario, reafirmaría al sujeto) sino que está más allá de la subjetividad y de la objetividad. Las dos respuestas más pertinentes han sido dadas por dos fenómenos que están muy relacionados a este respecto -el misticismo y el eros. El misticismo responde con la descripción de un estado de mente en el que el «universo del discurso» ha desaparecido pero el yo que experimenta tiene conciencia de esta desaparición. Sólo en la plenitud eterna, efectivamente, el sajeto (y por consiguiente, el objeto) desaparecen por completo. El hombre histórico sólo puede anticipar de manera fragmentaria la plenitud última en la que el sujeto deja de ser sujeto y el objeto deja de ser tal. Un fenómeno similar es el amor humano. La separación entre el amante y la persona amada es la expresión más conspicua y dolorosa de la división de finitud entre sujeto y objeto. El sujeto del amor nunca es capaz de penetrar plenamente dentro del objeto de amor, y el amor continúa irrealizado, y así es necesariamente, ya que si se realizara alguna vez quedaría eliminado tanto el amante como la persona amada; esta paradoja nos muestra la situación humana y con ella la pregunta a la que da respuesta la teonomía como creación de la presencia espiritual. La división entre sujeto-objeto está subyacente en el lenguaje. Nuestra enumeración de sus ambigüedades -como la pobreza en la riqueza, la particularidad en la universalidad, facilitar e impedir la comunicación, estar abierto a la expresión y a la distorsión de la expresión, y así sucesivamente- se puede resumir con la afirmación de que no es posible ningún lenguaje sin la división entre sujeto-objeto y de que el lenguaje se ve abocado continuamente a su propia derrota por esta misma división. En la teonomía el lenguaje está fragmentariamente liberado de la sumisión al esquema sujeto-objeto. Alcanza momentos en los que se convierte en transmisor del Espíritu expresando la unión de quien habla con aquello de lo que habla en un acto de autotrascendencia lingüística. La palabra que es portadora del Espíritu no toma posesión de un objeto que está frente al sujeto que está hablando, sino que atestigua la sublimidad de la vida más allá del sujeto y del objeto. Atestigua,
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expresa, presta la voz, a lo que trasciende la estructura sujeto. Una de las maneras consiste en la creación del símbolo. Al paso que el símbolo ordinario está abierto a una interpretación que lo devuelve al esquema sujeto-objeto, el símbolo creado por el Espíritu supera esta posibilidad y con ella las ambigüedades del lenguaje. Nos encontramos aquí en un punto en que el término «palabra de Dios» recibe su justificación y caracterización final. Palabra de Dios es la palabra humana llevada por el Espíritu. En cuanto tal no está ligada a un acontecimiento revelador determinado, cristiano o no cristiano; no está ligada a la religión en el sentido más restringido de la palabra; no va unida a un contenido o a una forma especiales. Aparece siempre que la presencia espiritual se impone a sí misma sobre un individuo o un grupo. El lenguaje, bajo un tal impacto, está más allá de la pobreza y de la abundancia. ¡U nas cuantas palabras se convierten en palabras de importancia! Esta es la experiencia siempre repetida de la humanidad con la literatura sagrada de una religión determinada o de una cultura teónoma. Pero la experiencia sobrepasa a las «santas escrituras» de cualquier religión concreta. En toda literatura y en todo uso del lenguaje, la pr:esencia espiritual puede asir de quien habla y elevar sus palabras al estado de portadoras del Espíritu, conquistando la ambigüedad de la pobreza y de la abundancia. De la misma manera conquista las ambigüedades de la particularidad y de la universalidad. Todo lenguaje es particular porque expresa un encuentro particular con la realidad, pero el lenguaje que es portador del Espíritu es al mismo tiempo universal porque trasciende el encuentro particular que expresa en la dirección de lo que es universal, el Logos, el criterio de todo logos particular. La presencia espiritu.al conquista también la ambigüedad de lo indefinido del lenguaje. Es inevitable en todo lenguaje ordinario la falta de definición debido a la distancia infinita entre el sujeto que forma el lenguaje (colectivo o individual) y el objeto inagotable (cualquier objeto) que intenta asir. La palabra, determinada por la presencia espiritual no intenta asir un objeto que está siempre escabulléndose sino que expresa una unión entre el sujeto inagotable y el objeto inagotable en un símbolo que es, por su misma naturaleza, indefinido y definido al mismo tiempo. Deja abiertas las potencialidades de ambos aspectos del encuentro que crea el símbolo -y en este sentido es
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indefinida- pero excluye otros símbolos (y cualquier arbitrariedad de simbolismo) debido al carácter único del encuentro. Otro ejemplo más del poder de la presencia espiritual para conquistar las ambigüedades del lenguaje es el poder sobre la ambigüedad de sus posibilidades comunicativas y anticomunicativas. Dado que el lenguaje no puede penetrar hasta el mismo centro del otro yo, es siempre una mezcla de revelación y de ocultación; y de esta última se siguen las posibilidades de ocultación intencionada -de mentir, de engañar, de distorsionar, y de vaciar el lenguaje. La palabra determinada por el Espíritu alcanza el centro del otro pero no en términos de definiciones o circunscripciones de objetos finitos o de subjetividad finita (por ejemplo, las emociones); alcanza el centro del otro uniendo los centros del que habla y del que escucha en la unidad trascendente. Allí donde está el espíritu, allí queda superada la separación en términos de lenguaje -como nos dice el relato de pentecostés. Y así se supera también la posibilidad de distorsionar el lenguaje de su significado natural. En todos estos aspectos se podría decir que las ambigüedades de la palabra humana quedan conquistadas por aquella palabra humana que se convierte en palabra divina. Para superar las ambigüedades del conocimiento el Espíritu divino debe conquistar la división entre sujeto y objeto de manera más drástica aún que en el caso del lenguaje. La división aparece, por ejemplo, en las circunstancias de que todo acto cognoscitivo debe usar conceptos abstractos, sin tener en cuenta, por tanto, lo concreto de la situación; en que debe dar una respuesta parcial, si bien «la verdad es el todo» (Hegel); y en que debe usar tipos de conceptualización y discusión que se adaptan sólo al dominio de los objetos y a su relación entre sí. Esta necesidad no se puede abandonar al nivel de las relaciones finitas; y surge así la pregunta de si existe otra relación en la que pueda alcanzarse la totalidad de la verdad y superarse el «dominio demoníaco de la abstracción». Esto no se puede hacer a la manera dialéctica de Hegel, que pretendía tener el todo mediante la combinación de todas las partes en un sistema consistente. Al obrar así se convirtió, y de manera conspicua, en víctima de las ambigüedades de la abstracción (sin alcanzar la totalidad a la que aspiraba). El Espíritu divino abarca tanto la totalidad como lo concreto, no evitando los universales -sin los
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que sería imposible todo acto cognoscitivo-- sino usándolos sólo como vehículos para la elevación de lo parcial y concreto a lo eterno, que es donde tienen sus raíces tanto la totalidad como la unicidad. El conocimiento religioso es el conocimiento de algo particular a la luz de lo eterno y de lo eterno a la luz de algo particular. En este tipo de conocimiento quedan superadas las ambigüedades de la subjetividad así como las de la objetividad; se trata de un conocimiento autotrascendente que sale del centro de la totalidad para devolvernos a ella. El impacto de la presencia espiritual se manifiesta también en el método del conocimiento teónomo. Dentro de la estructura de separación del sujeto-objeto, la observación y la conclusión son la manera como el sujeto trata de asir el objeto, permaneciendo siempre separado del mismo y sin ninguna seguridad de salirse airoso. En el grado en que se supera la estructura sujeto-objeto, se sustituye la observación por la participación (que incluye la observación) y se sustituye la conclusión por la intuición (que incluye las conclusiones). Una tal intuición sobre la base de participación no es un método que se pueda usar a voluntad sino un estado de ser elevado a lo que hemos llamado la unidad trascendente. Un tal conocimiento determinado por el Espíritu es «revelación», al igual que el lenguaje determinado por el Espíritu es «palabra de Dios». Y así como la «palabra de Dios» está restringida a las sagradas Escrituras, así también la «revelación» no está restringida a las experiencias de revelación sobre las que se fundamentan todas las religiones reales. El reconocimiento de esta situación se esconde tras la afirmación de muchos teólogos de tradición clásica, católicos y protestantes, de que en la sabiduría de algunos sabios no cristianos estaba presente la sabiduría divina -el Logos- y que la presencia del Logos significaba para ellos -como para nosotros- la presencia espiritual. Se puede distinguir la sabiduría del conocimiento objetivante (la sapientia de la scientia) por su capacidad de manifestarse a sí misma más allá de la separación del sujeto y objeto. La imagen bíblica que describe a la Sabiduría y al Logos estando «con» Dios y «con» los hombres hace que este punto sea de una obviedad total. El conocimiento teónomo es la sabiduría determinada por el Espíritu. Pero al igual que el lenguaje de la teonomía determinado por el Espíritu no prescinde del lenguaje que está determinado por la división entre sujeto y objeto, así
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también el conocimiento determinado por el Espíritu no está en contradicción con el conocimiento que se obtiene en la estructura sujeto-objeto de encuentro con la realidad. La teonomía jamás está en contradicción con el conocimiento creado de manera autónoma, pero sí entra en contradicción con un conocimiento que pretende ser autónomo y que, en realidad, es el resultado de una teonomía distorsionada. La función estética de la autocreación cultural del hombre presenta el mismo problema que el lenguaje y el q:mocimiento: al buscar expresividad en sus creaciones se enfrenta a la pregunta de si las artes expresan al sujeto o al objeto. Pero antes de que se encuentre una respuesta teónoma a esta pregunta, surge otra, y es la relación del hombre como personalidad autointegradora con el conjunto de la expresión estética -el problema del esteticismo. Al igual que la pregunta anterior, está enraizada en la estructura sujeto-objeto del ser finito. El sujeto puede transformar cualquier objeto en <
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contestada y siempre lo ha sido por el trabajo real de los teólogos que usaron una u otra de estas filosofías con la convicción de que era la más adecuada a la situación humana y para la elaboración de una teología. Pero parece imposible hacer lo mismo con una enumeración de estilos. En relación con la pregunta de la teonomía no podemos distinguir estilos; sólo podemos distinguir elementos estilísticos. Esto es obvio a la vista del hecho de que no se puede imitar ningún estilo concreto mientras exista una voluntad para una expresión artística original. Se puede permanecer dentro de una tradición estilística, pero no se puede cambiar de una tradición a otra caprichosamente. (Esta es la misma situación que se da en relación con la filosofía teónoma. Ningún sistema filosófico se puede repetir por otro filósofo, pero todos toman elementos de sus predecesores, y ciertamente que hay algunos elementos que tienen más potencialidades teónomas que otros. Pero lo decisivo en la búsqueda de la verdad es que, bajo el principio de autonomía, se desarrollan todas las potencialidades del encuentro cognoscitivo del hombre con la realidad). Con respecto a los elementos estilísticos (que reaparecen en todos los estilos históricos), se pueden distinguir los elementos realistas, idealistas y expresionistas. Cada uno aparece en todos los estilos, pero normalmente uno es el que predomina. Desde el punto de vista de la teonomía se puede decir que el elemento expresionista es el más apto para expresar la autotrascendencia de la vida en la línea vertical. Rompe con el movimiento horizontal y muestra la presencia espiritual con símbolos de una finitud rota. Esta es la razón por la que la mayor parte del gran arte religioso en todas las épocas ha sido determinado por el elemento expresionista en su expresión estilista. Cuando predominan los elementos naturalistas e idealistas, o bien se acepta lo finito en su finitud (aunque no se copie) o bien se ve en sus potencialidades esenciales pero no en su ruptura y salvación. Cuando predomina el naturalismo produce aceptación, el idealismo anticipación y el expresionismo irrumpe en lo vertical. Así el expresionismo es el elemento genuinamente teónomo.
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b)
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Teonomía: propósito y humanidad
La ambigüedad básica del sujeto y del objeto se expresa en la relación con la actividad técnica del hombre en los conflictos causados por las posibilidades ilimitadas del progreso técnico y los límites de su finitud al adaptarse él mismo a los resultados de su propia productividad. La ambigüedad del sujeto y del objeto se expresa también a sí misma en la producción de medios para fines que se convierten a sí mismos en medios sin un fin último y en la transformación técnica de partes de la naturaleza en cosas que son solamente cosas, es decir, objetos técnicos. Si se pregunta qué podría significar la teonomía en relación con estas ambigüedades o, más precisamente, cómo se puede superar la división entre sujeto y objeto en este campo de la objetivización completa, la respuesta sólo puede ser: produciendo objetos que puedan ser imbuidos de cualidades subjetivas; dirigiendo todos los medios hacia un fin último y limitando de esta manera la ilimitada libertad del hombre en ir más allá de lo dado. Bajo el impacto de la presencia espiritual, incluso los procesos técnicos se pueden convertir en teónomos y se puede superar la división entre el sujeto y el objeto de la actividad técnica. Para el Espíritu no hay ninguna cosa que sea simplemente una cosa. Es portadora de forma y de significado y, por tanto, un posible objeto de eros. Esto es verdad incluso de los instrumentos, desde el martillo más primitivo a la computadora más precisa. Como en los primeros tiempos cuando eran portadores de poderes fetichistas, también hoy se pueden considerar y valorar artísticamente como nuevas encarnaciones del poder del mismo ser. Este eros para con el técnico Gestalt es la manera como se puede alcanzar una relación teónoma con la tecnología. Se puede observar un tal eros en la relación de los niños y de los adultos con tales técnicos Gestalten como barcos, coches, aviones, muebles, máquinas impresionantes, fábricas, y cosas por el estilo. Si el eros para con estos objetos no está corrompido por intereses competitivos o mercenarios, tiene un carácter teónomo. El objeto técnico -la única «cosa» completa en el universo-- no está en un conflicto esencial con la teonomía, pero es un factor importante en la creación de las ambigüedades de la cultura y necesita la sublimación del eros y del arte.
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El segundo problema que pide una solución teónoma es la libertad indeterminada de producir medios para fines que a su vez se convierten en medios, y así sucesiva e ilimitadamente. La cultura teónoma incluye una autolimitación técnica. Las posibilidades no son sólo beneficios; son también tentaciones, y el deseo de realizarlas puede desembocar en vaciedad y destrucción. Ambas consecuencias son visibles en la actualidad. La primera ha sido vista y denunciada durante mucho tiempo. Se nutre de los negocios y apoyada en los anuncios lleva a la producción de lo que se ha llamado en inglés el gadget que podríamos traducir por superfluo. Lo superfluo en sí mismo no es ningún mal pero sí lo es cuando arrastra tras sí toda la economía e impide el planteamiento del fin último de toda la producción de material técnico. Este problema se suscita necesariamente bajo el impacto de la presencia espiritual y viene a revolucionar la actitud para las posibilidades técnicas de tal manera que llegue a operar un cambio en la producción real. Esto, por supuesto, no se puede hacer desde fuera por las autoridades políticas eclesiásticas o cuasi-religiosas sino que sólo se puede hacer influyendo en la actitud de aquellos para quienes se producen esas cosas -como conocen muy bien los especialistas de la propaganda. El Espíritu divino, partiendo de la línea vertical para resistir a un avance ilimitado en la línea horizontal, conduce hacia una producción técnica, que está sometida al fin último de todos los procesos de la vida -la vida eterna. El problema causado por las ilimitadas posibilidades de la producción técnica se hace aún más dificil cuando las consecuencias son casi inevitablemente destructivas. Tales consecuencias se han hecho visibles a partir de la segunda guerra mundial y han causado en muchísima gente fuertes reacciones emocionales y morales, sobre todo en quienes son los principales responsables de las «estructuras de destrucción» técnicas -armas atómicas- que, como es propio de la naturaleza de lo demoníaco, no se pueden ni rechazar ni aceptar. Por tanto, la reacción de estos hombres, así como la de la gente, queda dividida ante el carácter demoníaco inherente a las estupendas posibilidades técnicas de los descubrimientos atómicos. Bajo el impacto de la presencia espiritual, el aspecto destructivo de esa posibilidad humana quedará «proscrito» (término usado en el libro de la Revelación para la previa conquista de lo demoníaco).
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De nuevo, esta «proscripción» no es a base de una restricción autoritaria de las posibilidades técnicas sino a base de un cambio en la actitud, un cambio en la voluntad de producir cosas que son ambigüas en su misma naturaleza y estructuras de destrucción. Sin la presencia espiritual no hay solución imaginable, porque la ambigüedad de producción y destrucción no se puede conquistar a nivel horizontal ni siquiera fragmentariamente. Para constatar esto se ha de recordar que la presencia espiritual no está ligada al dominio religioso (en el sentido más restringido de religión) sino que incluso puede ser efectiva a través de destacados enemigos de la religión y del cristianismo. De la discusión de la función técnica de la cultura y de las ambigüedades, pasamos a la función personal (y comunitaria) y a las ambigüedades de la autodeterminación, de la determinación ajena y de la participación personal. En los tres casos la división entre sujeto y objeto, como en todas las funciones culturales, es la condición necesaria así como la causa inevitable de las ambigüedades. La ambigüedad de la autodeterminación está enraizada en el hecho de que el yo como sujeto y el yo como objeto están divididos y de que el yo como sujeto trata de determinar al yo como objeto en una dirección de la que está separado a su vez el yo como sujeto. La «buena voluntad» solamente es buena ambiguamente, precisamente porque no está unida con el yo como objeto que en principio debe ella dirigir. Ningún yo centrado bajo las condiciones de existencia se identifica plenamente consigo mismo. Siempre que la presencia espiritual se apodera de una persona centrada reestablece su identidad de manera inambigua (si bien fragmentariamente). La «búsqueda de identidad» que es un problema genuino de la generación presente es, en realidad, la búsqueda de la presencia espiritual, porque la división del yo en un sujeto controlador y un objeto controlado sólo puede ser superada desde la dirección vertical, a partir de la cual se da la reunión y no se impone. El yo que ha encontrado su identidad es el yo de quien es «aceptado» como unidad a pesar de su desunión. La división entre sujeto y objeto produce también las ambigüedades de la educación y orientación de otra persona. En ambas actividades es necesario, aunque imposible, dar con un camino entre la autorrestricción y la autoimposición por parte del educador u orientador. Una total autorrestricción, tal como
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queda ejemplarizada en algunos tipos de escuelas progresivas, conduce a una ineficiencia total. No se pide al objeto que se una con el sujeto en un contenido común sino que se le deja solo en una sumisión a sí mismo y a sus ambigüedades como persona, mientras que el sujeto, en lugar de educar u orientar, permanece como observador irrelevante. La actitud contraria viola el objeto de la educación y orientación al transformarlo en un objeto sin subjetividad e incapaz, por tanto, de ser educado hasta su plenitud u orientado hasta su fin último. Sólo puede ser controlado mediante adoctrinamiento, órdenes, engaños, «lavados de cerebro» y cosas por el estilo, y en casos extremos, como en los campos de concentración, mediante métodos deshumanizantes que le privan de su subjetividad al privarle de las condiciones necesarias biológicas y psicológicas para existir como persona. Le transforman en un ejemplo perfecto del principio de los reflejos condicionados. El Espíritu libera tanto de la mera subjetividad como de la mera objetividad. Bajo el impacto de la presencia espiritual el acto educativo crea teonomía en la persona centrada al dirigirle hacia lo último de donde recibe independencia sin caos interior. Pertenece a la misma naturaleza del Espíritu el que una la libertad y la forma. Si la comunión educativa u orientadora entre persona y persona es elevada más allá de sí misma por la presencia espiritual, la división entre sujeto y objeto queda fragmentariamente superada en ambas relaciones y se alcanza la humanidad fragmentariamente. Lo mismo es verdad de otros encuentros interpersonales. La otra persona es un extraño, pero un extraño sólo en apariencia. En realidad, es una parte extraña de su propio yo. Por tanto la propia humanidad de cada uno sólo se puede constatar en reunión con él -una reunión que es también decisiva para la realización de su humanidad. En la línea horizontal esto conduce a dos soluciones posibles pero igualmente ambiguas: el esfuerzo por superar la división entre sujeto y objeto en un encuentro interpersonal (dado que cada persona es tanto sujeto como objeto) ya sea mediante la entrega del propio yo al del otro, ya sea mediante la incorporación del otro yo al propio. Ambas formas son intentadas continuamente, con muchos grados de predominio de un elemento o de otro, y ambas son un fracaso porque destruyen a las personas a las que intentan unir. De
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nuevo llega la respuesta desde la dimensión vertical: ambos aspectos en el encuentro pertenecen a una especie de tercer elemento que trasciende a ambos. Ni la entrega ni la sujeción son los medios adecuados para alcanzar al otro. El de ninguna manera puede ser alcanzado directamente. El sólo puede ser alcanzado a través de aquello que le eleva por encima de su relación. La afirmación de Sartre acerca de la objetivación mutua de los seres humanos en todos sus encuentros no se puede negar a no ser desde el punto de vista de la dimensión vertical. El cascarón de la autoexclusión sólo es agujereado a través del impacto de la presencia espiritual. El extraño que es una parte extraña del propio yo ha dejado de ser un extraño cuando es experimentado como procediendo del mismo fondo que el propio yo. La teonomía salva a la humanidad en cada encuentro humano. c)
Teonomía: poder y justicia
En el dominio comunitario, también, la división entre sujeto y objeto lleva a un gran número de ambigüedades. Hemos hecho referencia a algunas de ellas y ahora debemos mostrar lo que les ocurre bajo el impacto de la presencia espiritual. Allí donde está el Espíritu son conquistadas, si bien fragmentariamente. El primer problema que se sigue del establecimiento de cualquier clase de comunidad es la exclusividad que corresponde a la limitación de su inclusividad. Como toda amistad excluye una serie innumerable con quienes no hay amistad, así toda tribu, clase, ciudad, nación y civilización excluye a todos aquellos que no le pertenecen. La justicia de cohesión social implica la injusticia del rechazo social. Bajo el impacto de la presencia espiritual ocurren dos cosas en las que se vence la injusticia dentro de la justicia comunitaria. Las iglesias, en la medida en que representan a la comunidad espiritual, se transforman de comunidades religiosas con exclusividad demoníaca en comunidad santa con inclusividad universal, sin perder su identidad. El efecto indirecto que esto causa en las comunidades seculares es un aspecto del impacto de la presencia espiritual en el campo comunitario. El otro aspecto es el efecto directo que causa el Espíritu sobre la comprensión y realización de la idea de justicia. La ambigüedad de cohesión y rechazo se conquista
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por la creación de unidades más amplias a través de las cuales quienes son rechazados por la insoslayable exclusividad de cualquier grupo concreto son incluidos en un grupo más amplio -finalmente en la humanidad. Sobre esta base, la exclusividad de tipo familiar queda fragmentariamente superada por la amistad de inclusión, el rechazo fruto de la amistad por la aceptación en comunidades locales, la exclusividad de clase por una inclusión de tipo nacional y así sucesivamente. Por supuesto que esta es una lucha constante de la presencia espiritual, no sólo contra la exclusividad sino también contra una inclusividad que desintegra a una comunidad genuina y la priva de su identidad (como en algunas expresiones de la sociedad de masas). Este ejemplo lleva directamente a otra de las ambigüedades de la justicia, la de la desigualdad. La justicia implica igualdad; pero la igualdad de lo que es esencialmente desigual es tan injusto como la desigualdad de lo que es esencialmente igual. Bajo el impacto de la presencia espiritual (que es lo mismo que decir, determinada por la fe y el amor), la igualdad última de todo el que es llamado a la comunidad espiritual va unida a la desigualdad previa que está enraizada en la autorrealización del individuo en cuanto individuo. Cada uno tiene su propio destino, basado, en parte, en las condiciones dadas de su existencia y, en parte, en su libertad de reaccionar de una manera centrada ante la situación y los diversos elementos en ella, que vienen dados por su destino. Sin embargo, la igualdad última no se puede separar de la desigualdad existencial; esta última está constantemente bajo un juicio espiritual porque trata de crear situaciones sociales en las que la igualdad última se hace invisible e ineficiente. Si fue más bien la influencia de la filosofia estoica que la de las iglesias cristianas la que redujo la injusticia de la esclavitud en su poder deshumanizador, con todo era (y es) la presencia espiritual la que actuaba a través de los filósofos de ascendencia estoica. Pero también aquí la lucha del Espíritu contra las ambigüedades de la praxis se dirige no sólo contra la desigualdad comunitaria sino también contra formas de igualdad comunitaria en las que se prescinde de la desigualdad esencial, como se da, por ejemplo, en el principio de igualdad de educación en una sociedad de masas. Una tal educación es una injusticia para aquellos cuyo carisma está precisamente en su
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capacidad de trascender la conformidad de una cultura igualitaria. Juntamente con la afirmación de la igualdad última de todos los hombres, la presencia espiritual afirma también la polaridad de una igualdad relativa y de una desigualdad relativa en la vida comunitaria real. La solución teónoma de las ambigüedades de la igualdad produce una genuina teonomía. Entre las más conspicuas ambigüedades de la comunidad está la del liderazgo y el poder. También aquí, de la manera más obvia, se muestra la división entre sujeto y objeto como la fuente de las ambigüedades. Debido a la falta de una centralidad fisiológica, como la que encontramos en la persona individual, la comunidad debe crear centralidad, en la medida en que ello sea posible, mediante un grupo dirigente que está representado asimismo por un individuo (rey, presidente, etcétera). En un tal individuo, la centralidad comunitaria está encarnada en una centralidad psicosomática. El representa el centro pero no es el centro de la manera como su propio yo es el centro de todo su ser. Las ambigüedades de justicia que se siguen de este carácter de centralidad comunitaria están enraizadas en el hecho insoslayable de que el gobernante y el grupo que gobierna realizan su propio poder de ser cuando realizan el poder de ser de toda la comunidad que representan. La tiranía que penetra todos los sistemas de poder, aun los más liberales, es una consecuencia de esta estructura altamente dialéctica de poder social. La otra consecuencia, resultado de la oposición a las implicaciones de poder, es un liberalismo o anarquismo sin fuerza al que sigue, por lo general rápidamente, una tiranía consciente y sin restricciones. Bajo el impacto de la presencia espiritual los miembros del grupo dirigente (incluido el gobernador) son capaces de sacrificar en parte su subjetividad convirtiéndose en objetos de su propio gobierno al lado de los demás objetos y transfiriendo la parte sacrificada de su subjetividad a la parte gobernada. Este sacrificio parcial de la subjetividad de los gobernantes y esta elevación parcial de la parte gobernada a la subjetividad es el significado de la idea «democrática». No se identifica con ninguna constitución democrática determinada que intente realizar el principio democrático. Este principio es un elemento en la comunidad espiritual y en su justicia. Está presente incluso en las constituciones aristocráticas y monárquicas -y puede ser distorsionado de manera notable en las
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democracias históricas. Allí donde es realidad fragmentariamente allí está actuando la presencia espiritual -mediante las iglesias o en oposición a ellas o al margen de una vida abiertamente religiosa. La justicia en la vida comunitaria es, por encima de todo, la justicia de la ley, la ley en el sentido de un sistema legal apoyado en el poder. Sus ambigüedades son de dos tipos: la ambigüedad del establecimiento de la ley y la ambigüedad de su ejecución. La primera se identifica, en parte, con la ambigüedad del liderazgo. El poder legal, ejercido por el grupo gobernante (y el individuo que representa al grupo), es ante todo un poder legislativo. La justicia de un sistema de leyes está inseparablemente ligada a la justicia tal como es concebida por el grupo gobernante, y esta justicia es expresión tanto de los principios de lo bueno y de lo malo como de los principios mediante los cuales el grupo dirigente afirma, mantiene y apoya su propio poder. El espíritu de una ley une inseparablemente el espíritu de justicia y el espíritu de los poderes que tienen el control, y esto significa que su justicia implica la injusticia. Bajo el impacto de la presencia espiritual, la ley puede adquirir una cualidad teónoma en la medida en que el Espíritu es efectivo. Puede representar la justicia sin ambigüedades aunque fragmentariamente; en lenguaje simbólico, se puede convertir en «la justicia del reino de Dios». Esto no quiere decir que se convierta en un sistema racional de justicia por encima de la vida de cualquier grupo comunitario, tal como han intentado desarrollar algunos filósofos de la ley neo-kantianos. No hay tal cosa, ya que la unidad multidimensional de la vida no admite una función del espíritu en la que no estén presentes de manera efectiva las dimensiones precedentes. El espíritu de la ley es necesariamente no sólo el espíritu de justicia sino también el espíritu de un grupo comunitario. No hay ninguna justicia que no sea la justicia de alguien, no la justicia de un individuo sino de una sociedad. La presencia espiritual no suprime la base vital de la ley sino que elimina sus injusticias luchando contra las ideologías que las justifican. Esta lucha ha sido emprendida, a veces, a través de la voz de las iglesias como imágenes de la comunidad espiritual y, a veces, de manera directa, por la creación de movimientos proféticos dentro del mismo dominio secular. La legislación teónoma es la tarea de la presencia espiritual por medio del autocriticismo
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profético en quienes son los responsables de la misma. U na tal afirmación no es «idealista», en el sentido negativo de la palabra, mientras mantengamos la afirmación «realista» de que el Espíritu opera indirectamente a través de todas las dimensiones de la vida, si bien directamente sólo lo hace a través de las dimensiones del espíritu del hombre. La otra ambigüedad de la forma legal de la vida comunitaria es la ambigüedad de la ejecución de la ley. Aquí hacen falta dos consideraciones. Una se refiere al hecho de que la ejecución de la ley depende del poder de quienes hacen los juicios, y que cuando los hacen dependen, al igual que los legisladores, de su propio ser total en todas sus dimensiones. Cada uno de sus juicios expresa no sólo el significado de la ley, no sólo su espíritu, sino también el espíritu del juez, con la inclusión de todas las dimensiones que le pertenecen como persona. Una de las funciones más importantes del profeta del antiguo testamento era la de exhortar a los jueces a ejercer justicia contra sus intereses de clase y contra sus cambiantes estados de ánimo. La dignidad de la que se reviste el oficio y las funciones de juez nos recuerdan el origen teónomo así como el ideal teónomo presentes en la ejecución de la ley. Existe, sin embargo, otra ambigüedad de la forma legal de la vida comunitaria y que está enraizada en la misma naturaleza de la ley, su abstracción e incapacidad de una adecuación precisa a cada caso concreto al que se aplica. La historia ha mostrado que la situación no ha mejorado, sino más bien empeorado, cuando han sido añadidas nuevas leyes, más específicas, a las más generales. Son igualmente inadecuadas a cualquier situación concreta. La sabiduría del juez se sitúa entre la ley abstracta y la situación concreta, y esta sabiduría puede ser inspirada de una manera teónoma. En la medida en que así es se percibe y obedece la exigencia del caso particular. La ley en su abstracta majestad no elimina las diferencias individuales ni se priva a sí misma de su validez general al reconocer las diferencias. Las últimas puntualizaciones han preparado el tránsito hacia lo que está subyacente en la justicia y en la humanidad directamente y en todas las funciones culturales indirectamente, -la moralidad. Debemos pasar ahora a considerar el impacto de la presencia espiritual en la moralidad.
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C. LA PRESENCIA ESPIRITUAL Y LAS AMBIGÜEDADES DE LA MORALIDAD
1.
LA RELIGIÓN Y LA MORALIDAD A LA LUZ DE LA PRESENCIA ESPIRITUAL: MORALIDAD TEÓNOMA
La unidad esencial de la moralidad, de la cultura y de la religión queda destruida bajo las condiciones de existencia y en los procesos de la vida sólo permanece una ambigua versión de la misma. Sin embargo, es posible, bajo el impacto del Espíritu divino, una reunión sin ambigüedades aunque fragmentaria. La presencia espiritual crea una cultura teónoma y crea una moralidad teónoma. El término «teónomo» cuando se aplica a la cultura y a la moralidad tiene el significado de las frases paradójicas «cultura transcultural» y «moralidad transmoral». La religión, la autotrascendencia de la vida bajo la dimensión del espíritu, comunica autotrascendencia a ambas, a la autocreación y a la autointegración de la vida bajo la dimensión del espíritu. Hemos tratado de la relación entre religión y cultura a la luz de la presencia espiritual; debemos tratar ahora de la relación entre religión y moralidad bajo el mismo aspecto. El tema de la relación entre religión y moralidad se puede tratar en términos de relación entre la ética filosófica y la teológica. Esta dualidad es análoga a la dualidad de la filosofia autónoma y cristiana y, en realidad, forma parte de esta última. Ya hemos rechazado la idea de una filosofia cristiana que traicionaría inevitablemente la honestidad de la búsqueda al determinar, con anterioridad a la investigación, cuáles han de ser los resultados. Esto tiene relación con todas las partes de la tarea filosófica, incluyendo la ética. Si la frase significa lo que dice, la «ética teológica» es conscientemente una ética predeterminada. Pero esto no es verdad, sin embargo, de la ética teónoma, como tampoco es verdad de una filosofia teónoma. Es teónoma aquella filosofia que está libre de interferencias externas y en la que, en el proceso real de pensamiento, es eficiente el impacto de la presencia espiritual. Es teónoma aquella ética en la que los principios y los procesos éticos se describen a la luz de la presencia espiritual. La ética teónoma es parte de la filosofia teónoma. La ética teológica, como disciplina teológica indepen-
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diente, debe ser rechazada, si bien toda afirmación teológica tiene implicaciones éticas (como tiene presupuestos ontológicos). Si la ética teológica (o filosofia de la religión) se estudia académicamente en un curso aparte, ello es simplemente por razones prácticas, y no se debe convertir en cuestión de principio. De lo contrario se plantea un intolerable dualismo entre la ética filosófica y la teología que lógicamente conduce a la posición esquizofrénica de la «doble verdad». En un curso se afirmaría la autonomía de la razón práctica, en el sentido que tiene ésta en Kant o Hume, y en el otro la heteronomía de los mandamientos divinos revelados que se ha de encontrar en los documentos bíblicos y eclesiásticos. Sobre la base de la distinción entre religión en el sentido más amplio y el más restringido de la palabra, podemos establecer un curso de estudio de la ética que analice la naturaleza de la función moral y juzgue los contenidos cambiantes a la luz de este análisis. Dentro de este análisis se puede afirmar o negar el carácter incondicional del imperativo moral y con él la cualidad teónoma de la ética, pero tanto la afirmación como la negación quedan en la arena de la controversia filosófica sin que ninguna autoridad externa, eclesiástica o política, haya decidido algo al respecto. El teólogo entra en estas controversias como un eticista filósofo cuyos ojos están abiertos por la preocupación última que ha asido de él, pero sus argumentos tienen la misma base experimental y la misma fuerza racional que los de quienes niegan el carácter incondicional del imperativo moral. El profesor de ética es un filósofo, sea o no sea teónoma su ética. Es filósofo aunque sea teólogo y aun cuando su preocupación última dependa de la temática de su obra teológica, por ejemplo, del mensaje cristiano. Pero en cuanto eticista no introduce sus afirmaciones teológicas como argumentos acerca de la naturaleza del imperativo moral. Se puede preguntar si es posible una tal combinación de preocupación última y de un argumento, en parte, independiente. Hablando empíricamente es imposible porque la cualidad teónoma de la ética es siempre concreta y depende por tanto de tradiciones concretas, ya sean judías, cristianas, griegas o budistas. De lo cual se podría concluir que la teonomía debe ser concreta y, por tanto, en conflicto con la autonomía de la investigación ética. Pero este argumento no tiene en cuenta el
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hecho de que, incluso la investigación aparentemente autónoma en la filosofia en general y en la ética en particular, depende de una tradición que expresa una preocupación última, por lo menos indirecta e inconscientemente. La ética autónoma puede ser autónoma solamente con respecto al método científico, no con respecto a su substancia religiosa. En una tal ética hay siempre un elemento teónomo, por muy oculto, secularizado y distorsionado que pueda estar. Por tanto, la ética teónoma en un pleno sentido de la frase es una ética en la que, bajo el impacto de la presencia espiritual se expresa conscientemente la substancia religiosa -la experiencia de una preocupación última- a través del proceso de argumentación libre y no a través de un intento de control. La teonomía intencional es heteronomía y debe ser rechazada por la investigación ética. La teonomía real es la ética autónoma bajo la presencia espiritual. Esto significa, en relación con el material ético bíblico y eclesiástico, que no se puede tomar y sistematizar como una «ética teológica», basada en una «información» revelada acerca de los problemas éticos. La revelación no es información y ciertamente que no es información acerca de normas o reglas éticas. Todo el material ético, por ejemplo, del antiguo y del nuevo testamento, está abierto a la crítica ética bajo el principio de ágape, ya que el Espíritu no produce nuevas y más refinadas «letras», es decir, mandamientos, sino que más bien el Espíritu juzga todos los mandamientos.
2.
LA PRESENCIA ESPIRITUAL Y LAS AMBIGÜEDADES DE LA AUTOINTEGRACIÓN PERSONAL
En nuestra descripción de las ambigüedades de la intregación de la personalidad moral apuntamos a la polaridad de la autoidentidad y de la autoalteridad y a la pérdida del yo centrado, ya sea en una autoidentidad vacía, ya en una autoalteridad caótica. Los problemas implicados en esta polaridad nos llevaron al concepto del sacrificio y de sus ambigüedades. La alternativa constante -la de sacrificar o lo real por lo posible o lo posible por lo real- apareció como ejemplo destacado de las ambigüedades de la autointegración. Las preguntas que siempre se van repitiendo son: ¿cuántos contenidos del mundo
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encontrado puedo incorporar en la unidad de mi centro personal sin romperlo? Y ¿cuántos contenidos del mundo encontrado debo incorporar en la unidad de mi centro personal a fin de evitar una autoidentidad vacía? ¿En cuántas direcciones puedo empujar más allá de un estado dado de mi ser sin perder toda la dirección del proceso de mi vida? Y ¿en cuántas direcciones debo tratar de encontrar la realidad a fin de evitar una progresiva estrechez del proceso de mi vida hacia una pobreza monolítica? Y la pregunta básica es: ¿cuántas de las potencialidades que me son dadas en virtud de mi ser de hombre, y, más aún, en virtud de ser este hombre concreto, puedo realizar sin perder el poder de realizar cualquier cosa seriamente? Y ¿cuántas de mis potencialidades debo realizar a fin de evitar el estado de humanidad mutilada? Toda esta serie de preguntas no se hacen, por supuesto, in abstracto sino siempre de esta manera concreta: ¿tendré que sacrificar esto que tengo por esto otro que podría tener? La alternativa se soluciona, si bien fragmentariamente, bajo el impacto de la presencia espiritual. El Espíritu introduce el centro personal en el centro universal, la unidad transcendente que hace posible la fe y el amor. Cuando el centro personal es introducido en la unidad trascendente es superior a los encuentros con la realidad sobre el plano temporal, porque la unidad transcendente abarca el contenido de todos los encuentros posibles. Los abraza más allá de la potencialidad y de la realidad porque la unidad transcendente es la unidad de la vida divina. En la «comunión del Espíritu santo» el ser esencial de la persona se libera de las contingencias de la libertad y del destino bajo las condiciones de existencia. La aceptación de esta liberación es el sacrificio que lo incluye todo que, al mismo tiempo, es la plenitud que lo incluye todo. Este es el único sacrificio sin ambigüedades que puede hacer un ser humano. Pero puesto que se hace dentro de los procesos de la vida, permanece fragmentario y abierto a la distorsión por las ambigüedades de la vida. Las consecuencias de esta consideración para las tres preguntas dobles que se hicieron más arriba se pueden describir como sigue: en la medida en que el centro personal se establece en relación con el centro universal, los contenidos encontrados de la realidad finita se juzgan por su significación al expresar el
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ser esencial de la persona antes de que se les permita entrar, o se les impida hacerlo, en la unidad del yo centrado. El elemento de Sabiduría en el Espíritu hace posible un tal juicio (compárese, por ejemplo, la función de juzgar del Espíritu en 1 Cor 3). Es un juicio dirigido hacia lo que hemos distinguido como los dos polos en la autointegración del yo moral, la autoidentidad y la autoalteridad. La presencia espiritual mantiene la identidad del yo sin empobrecerlo, y lo dirige hacia la alteridad del yo sin romperlo. De esta manera el Espíritu conquista la doble congoja que lógicamente (pero no temporalmente) precede la transición de la esencia a la existencia, la congoja de no realizar el propio ser esencial y la congoja de perderse uno mismo dentro de la propia autorrealización. Donde está el Espíritu, lo real manifiesta lo potencial y lo potencial determina lo real. En la presencia espiritual, el ser esencial del hombre aparece bajo las condiciones de existencia, conquistando las distorsiones de la existencia en la realidad del nuevo ser. Esta afirmación se deriva de la afirmación básica cristológica de que en Cristo la unidad eterna de Dios y el hombre se hace real bajo las condiciones de existencia sin ser conquistada por ellas. Quienes participan del nuevo ser están, de manera análoga, más allá del conflicto de la esencia y del predicamento existencial. La presencia espiritual realiza lo esencial dentro de lo existencial de manera inambigua. La pregunta de la cantidad de contenido extraño que se puede incorporar en la unidad del yo centrado ha conducido a una respuesta que se refiere a las tres preguntas que se hicieron más arriba y especialmente a la pregunta del sacrificio de lo potencial por lo real. Pero hacen falta respuestas más concretas. La ambigüedad de los procesos de la vida con respecto a sus direcciones y fines se debe conquistar por una determinación inambigua de los procesos de la vida. Allí donde es efectiva la presencia espiritual, la vida se vuelve en la dirección que es más que una dirección entre otras -la dirección hacia lo último dentro de todas las direcciones. Esta dirección no reemplaza a las otras pero aparece dentro de ellas como su fin último y por tanto como el criterio de elección entre ellas. El «santo» (aquel que está determinado por la presencia espiritual) sabe d6nde ir y dónde no ir. Conoce el camino entre un ascetismo empobrecedor y un libertinaje disgregador. En la vida de la mayoría de las
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personas el problema de dónde ir, en qué direcciones abrirse y qué dirección hacer la predominante es una preocupación constante. No saben dónde ir y por ello muchos dejan de ir a cualquier sitio y permiten que los procesos de sus vidas caigan en la pobreza de la autorrestricción acongojada; otros empiezan a marchar en tantas direcciones que no pueden seguir ninguna de ellas. El Espíritu conquista la restricción así como la disgregación al preservar la unidad en direcciones divergentes, tanto la unidad del yo centrado que toma las direcciones divergentes como la unidad de las direcciones que vuelven a convergir tras haber divergido. Reconvergen en la dirección de lo último. Con respecto a la doble pregunta de cuántas potencialidades --en el ser humano en general y en el individuo en particular- se pueden realizar y cuantas se deben realizar, la respuesta es la siguiente: la finitud exige el sacrificio de las potencialidades que se pueden realizar sólo por la suma de todos los individuos, e incluso el poder de estas potencialidades que deben ser realizadas queda restringido por las condiciones externas de la raza humana y de su finitud. Las potencialidades quedan sin realizarse en cada momento de la historia porque su realización jamás ha llegado a ser una posibilidad. De la misma manera, en cada momento de toda vida individual las potencialidades continúan irrealizadas porque jamás han alcanzado el estado de posibilidad. Sin embargo, hay potencialidades que son también posibilidades que deben, no obstante, ser sacrificadas debido a la finitud humana. No todas las posibilidades creadoras de una persona, o todas las posibilidades creadoras de la raza humana, han sido o serán realizadas. La presencia espiritual no cambia esa situación -pues aunque lo finito puede participar de lo infinito, no se puede convertir en infinito--- pero el Espíritu puede crear una aceptación de la finitud del hombre y de la humanidad, y al hacerlo así puede dar un nuevo significado al sacrificio de las potencialidades. Puede eliminar el trágico y ambiguo carácter del sacrificio de las posibilidades de la vida y restaurar el genuino significado del sacrificio, a saber, el reconocimiento de la propia finitud. En todo sacrificio religioso, el hombre finito se priva a sí mismo de un poder del ser que parece ser suyo pero que no lo es en un sentido absoluto, tal como reconoce por el sacrificio; es suyo sólo porque le es dado y, por tanto, no es ultimamente suyo, y el sacrificio es el reconocimien-
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to de esta situación. Una tal comprensión del sacrificio excluye el ideal humanista de la personalidad acabada en el que se realiza toda potencialidad humana. Es una idea del hombreDios totalmente distinta de la imagen del hombre-Dios creada por el Espíritu divino como la esencia del hombre Jesús de Naz;:tret. Esta imagen muestra el sacrificio de todas las potencialidades humanas a causa de una que el mismo hombre no puede realizar, la unidad ininterrumpida con Dios. Pero la imagen muestra también que este sacrificio es indirectamente creador, en todas direcciones, de verdad, de expresividad, de humanidad, de justicia --en la descripción de Cristo así como en la vida de las iglesias. En contraste con la idea humanista del hombre que realiza lo que el hombre puede ser directamente y sin sacrificio, la plenitud del hombre determinado por el Espíritu sacrifica todas las potencialidades humanas, en la medida en que están en un plano horizontal, a la dirección vertical y las vuelve a recibir dentro de los límites de la finitud del hombre desde la dirección vertical, la dirección de lo último. Este es el contraste entre la plenitud personal autónoma y la teónoma.
3.
LA PRESENCIA ESPIRITUAL Y LAS AMBIGÜEDADES DE LA LEY MORAL
La intención de la consideración que viene a continuación es la de establecer un fundamento teónomo para la ley moral. Han quedado mostradas más arriba las ambigüedades de la ley moral en sus expresiones heterónoma y autónoma, y ha sido considerada la paradoja de una «moralidad transmoral». Ha sido considerada bajo tres aspectos: la validez del imperativo moral, la relatividad del contenido moral, el poder de la motivación moral. En cada caso, la respuesta fue el ágape, el amor que reúne la persona centrada con la persona centrada. Si esta respuesta es válida la ley moral es tanto aceptada como trascendida. Es aceptada como expresión de lo que el hombre es esencialmente o por creación. Es trascendida en su forma como ley, es decir, como aquello que está contra el hombre en su alienación existencial, como mandamiento y amenaza. El amor contiene y transciende la ley. Hace voluntariamente lo que manda la ley. Pero ahora surge la pregunta: ¿no es el mismo
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amor una ley, la ley que lo abarca todo? «Amarás... » y si el mismo amor es una ley, ¿no cae bajo las ambigüedades de la ley, incluso más aún que cualquier otra ley particular? ¿Por qué es válida? ¿cuál es su contenido? ¿cómo alcanza un poder motivante? La posibilidad de resumir todas las leyes en la ley del amor no soluciona el problema de la ley y sus ambigüedades. No se puede responder a la pregunta mientras el amor aparezca como ley. Se ha dicho que el mandamiento «Amarás ... » es imposible, porque el amor, como emoción, no puede ser mandado. Pero este argumento no es válido porque la interpretación del amor como una emoción es falsa. El amor como mandamiento es imposible porque el hombre en su alienación existencial es incapaz de amor. Y puesto que no puede amar, niega la validez incondicional del imperativo moral, no tiene ningún criterio mediante el cual elegir dentro del flujo del contenido ético ni tiene tampoco ninguna motivación para la plenitud de la ley moral. Con todo, el amor no es una ley; es una realidad. No es algo que-tiene-que-ser-así-aun cuando se exprese en imperativo-- sino que se trata de ser. La moral teónoma es una moral de amor como creación del Espíritu. Esto hace referencia a los tres problemas de la validez, del contenido y de la motivación. La presencia espiritual muestra la validez del imperativo moral de manera inambigua, mostrando simplemente su carácter que trasciende la ley. El Espíritu eleva a la persona a la unidad trascendente de la vida divina y al hacerlo así reúne la existencia alienada de la persona con su esencia. Y es precisamente esta reunión lo que manda la ley moral y lo que hace incondicionalmente válido el imperativo moral. La relatividad histórica de todo contenido ético no contradice la validez incondicional del mismo imperativo moral, porque todo contenido debe, para ser válido, confirmar la reunión del ser existencial del hombre con su ser esencial; debe expresar el amor. De esta manera, se acepta y supera el formalismo kantiano del imperativo moral. El amor une el carácter incondicional del imperativo moral formalizado con el carácter condicional del contenido ético. El amor es incondicional en su esencia, condicional en su existencia. Se opone al amor elevar cualquier contenido moral, excepto el amor mismo, a una validez incondicional, ya que sólo el amor está, por su misma naturaleza, abierto a todo lo particular mientras permanece universal en su aspiración.
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Esta respuesta anticipa la segunda pregunta que brota de las ambigüedades de la ley moral, la pregunta de su contenido. Los contenidos del imperativo moral son las demandas morales implicadas en las situaciones concretas y las normas abstractas derivadas de las experiencias éticas en relación con las situaciones concretas. La ambigüedad de la ley, que hemos descrito antes, lleva a una oscilación del centro decisivo del hombre entre las listas de leyes generales que no alcanzan nunca la situación concreta y el enigma de un caso excepcional que hace volver la mente a las leyes generales. Esta oscilación vuelve ambiguo todo juicio ético y desemboca en la búsqueda de un criterio inambiguo para los juicios éticos. El amor, en el sentido de ágape, es el criterio inambiguo de todos los juicios éticos. Es inambiguo, pero como toda creación de la presencia espiritual en el tiempo y el espacio, resulta fragmentario. Esta respuesta implica que el amor supera la oscilación entre los elementos abstractos y concretos en una situación moral. El amor está tan cerca de las normas abstractas como lo está de las demandas particulares de una situación pero es distinta la relación del amor con cada uno de estos dos elementos de un problema ético. En relación con el elemento abstracto, las leyes morales formuladas, el amor es efectivo a través de la sabiduría. La sabiduría de los siglos y la experiencia ética del pasado (incluyendo la experiencia de la revelación) se expresan en las leyes morales de una religión o filosofia. Este origen da un significado impresionante a las normas éticas formuladas, pero no les da una validez incondicional. Bajo el impacto de la crítica profética, las leyes morales cambian su significado o son abrogadas absolutamente. Si han perdido su fuerza para ayudar a la decisión ética en situaciónes concretas, quedan anticuadas y-si la conservanson destructivas. Creadas una vez por el amor, están ahora en conflicto con el amor. Se han convertido en «letra» y el Espíritu las ha abandonado. La situación concreta es la fuente constante de experiencia ética. En sí misma es muda -como todo hecho que no va acompañado por conceptos interpretativos. Tiene necesidad de normas éticas a fin de poderle prestar voz a su significado. Pero las normas son abstractas y no llegan a la situación. Solamente el amor lo puede hacer porque el amor une con la situación particular a partir de la cual surge la demanda concreta. El
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mismo amor se sirve de la sabiduría, pero el amor transciende la sabiduría del pasado con la fuerza de otro de sus elementos, el coraje. Es el coraje para juzgar lo particular sin someterlo a una norma abstracta -un coraje que puede hacer justicia a lo particular. El coraje implica riesgo, y el hombre debe asumir el riesgo de interpretar mal la situación y de actuar ambiguamente y contra el amor -tal vez porque actúa contra una norma ética tradicional o tal vez porque se somete a sí mismo a una norma ética tradicional. En la medida en que el amor creado por el Espíritu prevalece en el ser humano, la decisión concreta es inambigua, pero jamás puede evitar el carácter fragmentario de finitud. Con respecto al contenido, la moralidad teónoma está determinada por el amor creado por el Espíritu. Se apoya en la sabiduría de siglos creada por el Espíritu, se expresa en las leyes morales de las naciones. Se hace concreta y adecuada mediante la aplicación del coraje del amor a la situación única. El· amor es también la fuerza motivan te en la moralidad teónoma. Hemos visto las ambigüedades de la obediencia que la ley exige -aun cuando se trate de la ley del amor. El amor es inambiguo, no como ley sino como gracia. Teológicamente hablando, Espíritu, amor y gracia son una sola e idéntica realidad bajo diferentes aspectos. El Espíritu es el poder creador; el amor es su creación; la gracia es la presencia efectiva del amor en el hombre. El mismo término «gracia» indica que no es el producto de un acto de buena voluntad por parte de quien la recibe sino que se da gratuitamente, sin ningún mérito de parte de quien la recibe. El gran «a pesar de» es inseparable del concepto de gracia. Gracia es el impacto de la presencia espiritual que hace posible 1<1: plenitud de la ley -si bien fragmentariamente. Es la realidad de lo que manda la ley, la reunión con el propio ser, lo cual significa la unión consigo mismo, con los otros y con el fondo del propio ser y el de los demás. Allí donde está el nuevo ser está la gracia y viceversa. La moralidad autónoma o heterónoma carece de poder moral motivante último. Sólo el amor o la presencia espiritual puede motivar al dar lo que exige. Este es el juicio contra todas las éticas no teónomas. Son inevitablemente éticas de la ley y la ley conduce al incremento de la alienación. No puede superarla sino que en su lugar alimenta el odio contra sí misma en cuanto ley. Las muchas
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formas de ética sin la presencia espiritual quedan juzgadas por el hecho de que no muestran el poder de la motivación, el principio de elección en la situación concreta, la validez incondicional del imperativo moral. El amor lo puede hacer, pero el amor no es cosa que dependa de la voluntad del hombre. Es una creación de la presencia espiritual. Es gracia. D. EL PODER DE CURACIÓN DE LA PRESENCIA ESPIRITUAL Y LAS AMBIGÜEDADES DE LA VIDA EN GENERAL
1.
LA PRESENCIA ESPIRITUAL Y LAS AMBIGÜEDADES DE LA VIDA EN GENERAL
Todos los temas precedentes con respecto al Espíritu se relacionan con las funciones del espíritu humano: la moralidad, la cultura, la religión. Pero las descripciones de las ambigüedades de la vida en las dimensiones que preceden a la aparición de las dimensiones del espíritu ocupan un amplio espacio y son una preparación para las descripciones de las ambigüedades de la vida bajo la dimensión del espíritu. La cuestión que se plantea, pues, es la de si el Espíritu tiene una relación con estas dimensiones de la vida tan definida como con el espíritu humano. ¿Tiene la presencia espiritual una relación con la vida en general? La primera respuesta que debemos dar es la de que no se da un impacto directo de la presencia espiritual en la vida en las dimensiones de lo inorgánico, de lo orgánico, y de la autoconciencia. El Espíritu divino aparece en el éxtasis del espíritu humano pero no en algo que condicione la aparición del espíritu. La presencia espiritual no es una substancia embriagante, o un estímulo para la emoción psicológica, o una causa fisica milagrosa. Se debe destacar esto a la vista de muchos ejemplos en la historia de la religión, incluida la literatura bíblica, en los que se derivan efectos fisicos o psicológicos del Espíritu en su cualidad como poder divino; por ejemplo, llevar a una persona de un lugar a otro «por los aires», la muerte de una persona sana pero moralmente desintegrada sólo con la palabra, la generación de un embrión en el seno materno sin intervención de varón, o el conocimiento de lenguas extranjeras sin un
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proceso de aprendizaje. Todos estos efectos se consideran causados por la presencia espiritual. Obviamente, si se toman todos estos relatos literalmente, se convierte al Espíritu divino en una causa finita, aunque extraordinaria, junto a otras. En esta visión el Espíritu es una especie de materia fisica. Se pierde tanto su espiritualidad como su divinidad. Si en los movimientos espiritualistas, se describe al Espíritu como una substancia de más elevado poder y dignidad que la de las ordinarias substancias naturales, se abusa de la palabra «Espíritu». Aun cuando existieran substancias naturales «superiores» a las que conocemos, no merecerían el nombre de «Espíritu»; serían «inferiores» al espíritu en el hombre y no estarían bajo el impacto directo de la presencia espiritual. Esta es la primera respuesta a la pregunta de la relación del Espíritu con la vida en general. La segunda respuesta es que la unidad multidimensional de la vida implica una influencia indirecta y limitada de la presencia espiritual en las ambigüedades de la vida en general. Si es verdadera la presuposición de que todas las dimensiones de la vida están potencial o realmente presentes en cada una de las dimensiones, los acontecimientos bajo el predominio de una dimensión deben implicar acontecimientos en otras dimensiones. Esto significa que todo lo que hemos dicho acerca del impacto de la presencia espiritual en el espíritu del hombre y en sus tres funciones básicas implica cambios en todas las dimensiones que constituyen el ser del hombre y condicionan la aparición del espíritu en él. El impacto, por ejemplo, de la presencia espiritual en la creación de la moralidad teónoma produce sus efectos en el yo psicológico y en su autointegración y esto supone efectos en la autointegración biológica y en los procesos fisiológicos y químicos a partir de los cuales se produce. Sin embargo, estas implicaciones no se deben entender mal como una cadena de causas y efectos que empieza con el impacto de la presencia espiritual en el espíritu humano y que produce cambios en todos los demás dominios por medio del espíritu humano. La unidad multidimensional de la vida significa que el impacto de la presencia espiritual en el espíritu humano es al mismo tiempo un impacto en la psyche, en las células y en los elementos fisicos que constituyen al hombre. Y si bien no se puede evitar que el término «impacto» sugiera la idea de causa, no se trata de causa
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en el sentido categórico, sino de una presencia que participa en el objeto de su impacto. Como la creatividad divina en todos sus aspectos, trasciende la categoría de causalidad, si bien el lenguaje humano debe hacer uso de la causalidad de manera simbólica. De la misma manera que el «impacto» de la presencia espiritual no es una causa en el sentido categórico, así mismo no es el primer eslabón de una cadena de causas en todas las dimensiones de la vida sino que está «presente» en todas ellas en una sola e idéntica presencia. Sin embargo, esta presencia queda restringida a aquellos seres en los que ha aparecido la dimensión del espíritu. Si bien cualitativamente hace referencia a todos los dominios, cuantitativamente queda limitada al hombre como ser en el que se ha hecho presente el espíritu. Si miramos los procesos de autointegración, autocreación y autotrascendencia con estas limitaciones en nuestra mente entenderemos por qué sus ambigüedades no pueden ser conquistadas de manera total y universal por el Espíritu divino. El Espíritu ase del espíritu y sólo indirectamente y de manera limitada de la psyche y de la physis. El universo todavía no está transformado; «aguarda» la transformación. Pero el Espíritu transforma realmente en la dimensión del espíritu. Los hombres son los «primeros frutos» del nuevo ser; el universo vendrá a continuación. La doctrina del Espíritu desemboca en la doctrina del reino de Dios como plenitud eterna. Pero hay una función que une la universalidad del reino de Dios con el impacto limitado de la presencia espiritual: la función de curación. En ella están implicadas todas las dimensiones de la vida. La realizan acciones en todos los dominios, incluido el dominio que viene determinado por la dimensión del espíritu. Es un efecto de la presencia espiritual y una anticipación de la plenitud eterna. Requiere, por tanto una atención especial. Salvación significa curación, y curación es un elemento en la obra de salvación. 2.
CURACIÓN, SALVACIÓN Y LA PRESENCIA ESPIRITUAL
El proceso de la vida bajo todas las dimensiones une la autoidentidad con la autoalteridad. Se produce la desintegración cuando predomina tanto uno de los dos polos que llega a
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perturbar el equilibrio de la vida. El nombre de esta perturbación es enfermedad y su resultado final la muerte. Las fuerzas de curación dentro de los procesos orgánicos, tanto si están dentro como si se originan fuera del organismo, tratan de romper el predominio de uno de los polos y reanimar la influencia del otro. Trabajan para la autointegración de una vida centrada, para la salud. Puesto que la enfermedad es una perturbación de centralidad bajo todas las dimensiones de la vida, también se debe dar en todas direcciones la búsqueda de la salud, de la curación. Son muchos los procesos de desintegración que llevan a la enfermedad, y hay muchas maneras de curación, de intentar la reintegración, y muchos tipos de personas que curan, que dependen de los diferentes procesos de desintegración y de las diferentes maneras de curación. La pregunta en nuestro contexto es la de si existe una curación espiritual, y si así es, cómo se relaciona con otras maneras de curación, y aún más, cuál es su relación con esa clase de curación que en el lenguaje religioso se llama «salvación». La unidad multidimensional de la vida aparece con máxima claridad en el dominio de la salud, de la enfermedad y de la curación. Cada uno de estos fenómenos deben ser descritos con los términos de la unidad multidimensional. En cada uno de ellos se incluyen todas las dimensiones de la vida. La salud y la enfermedad son estados de la persona entera; son, como de manera incompleta indica un término técnico contemporáneo, «psicosomáticos». La curación se debe dirigir a la persona entera. Pero tales afirmaciones necesitan una cualificación drástica a fin de dar una descripción verdadera de la realidad. Las distintas dimensiones que constituyen al ser humano no sólo están unidas; son también distintas y pueden ser afectadas o reaccionar con relativa independencia. Ciertamente no hay una independencia absoluta en la dinámica de las diferentes dimensiones, pero tampoco una dependencia absoluta. La herida de una pequeña parte del cuerpo (de un dedo, por ejemplo) produce siempre algún impacto en la dinámica biológica y psicológica de una persona como un todo, aun cuando no haga que toda la persona esté enferma y la curación pueda ser limitada (la cirujía, por ejemplo). La medida en la que prevalezca la unidad o la independencia decide la manera más adecuada de curación. Decide, sobre todo, cuántos tipos deben
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emplearse a la vez y si es preferible para la salud de la persona como un todo el que no sea sometida a curación una enfermedad limitada (por ejemplo, algunas compulsiones neuróticas). Todo esto se refiere a la curación bajo las diferentes dimensiones de la vida, sin considerar el poder de curación de la presencia espiritual. Muestra la variedad de conexiones entre la interdependencia y la independencia de los factores que determinan la salud, la enfermedad y la curación. Muestra que se debe rechazar enérgicamente cualquier aproximación unilateral a la curación y que incluso en algunos casos puede ser inadecuada una aproximación desde muchos o todos los aspectos. Los conflictos, por ejemplo, entre maneras de curación químicas y psicológicas son inevitables con solo que uno u otro modo pretenda una validez exclusiva. Unas veces se habrán de usar juntas las dos maneras; otras será una la preferida. Pero en todos los casos se habrá de preguntar, sin prejuicios dogmáticos, las relaciones de los diferentes métodos entre sí, ya sea para la medicina química, ya para la psicoterapia. Si ahora preguntamos cómo se relacionan estas diferentes aproximaciones con la curación bajo el impacto de la presencia espiritual, tenemos como respuesta un concepto muy ambiguo: el concepto de la fe que cura. Puesto que la fe es la primera creación del Espíritu, el término «fe que cura» simplemente podría significar la curación bajo el impacto de la presencia espiritual. Pero no es este el caso. El término «fe que cura» se emplea normalmente para los fenómenos psicológicos que sugieren el término «curación mágica». La fe, en los movimientos de la fe que cura o de quienes curan por la fe individual, es un acto de concentración y autosugestión, producido ordinariamente, pero no necesariamente, por actos de otra persona o de un grupo. El concepto genuinamente religioso de fe, como el estado de ser asido por una preocupación última, o más específicamente, por la presencia espiritual, tiene poco que ver con la concentración autosugestiva llamada «fe» por quienes curan por la fe. En cierto sentido, es precisamente lo contrario, porque el concepto religioso de fe apunta a su carácter receptivo, al estado de ser asido por el Espíritu, mientras que el concepto de fe de quienes curan por la fe subraya un acto de concentración intensiva y autodeterminación.
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Al llamar a la fe que cura «magia» no intentamos usar un término peyorativo. La fe que cura puede ser, y de hecho lo ha sido, absolutamente lograda y probablemente no exista curación de ninguna clase que esté libre por completo de elementos de magia. Ya que la magia se debe definir como el impacto de un ser sobre otro que no actúa a través de la comunicación mental o de una causa fisica pero que tiene, sin embargo, sus efectos fisicos o mentales. El propagandista, el maestro, el predicador, el consejero, el doctor, el enamorado, el amigo, pueden combinar un impacto en el centro que percibe y delibera con un impacto en el ser entero por la influencia de la magia, y este último puede someter al primero hasta tal punto que se produzcan unas malas consecuencias que se escapan al yo responsable que delibera y decide. Sin el elemento de la magia toda comunicación sería solamente intelectual y toda influencia de un ser humano sobre otro un asunto de causas o argumentos fisicos. La curación mágica, de la que la fe que cura es una forma conspicua, es una de las muchas maneras de curación. El nombre de la presencia espiritual ni se puede aceptar ni rechazar de manera inambigua. Pero se deben afirmar tres cosas a este respecto: la primera, que no es curación por la fe sino por concentración mágica; la segunda, que está justificada como un elemento en muchos encuentros humanos, aun cuando tiene posibilidades destructivas así como creativas; y la tercera, que si exluye por principio otras maneras de curación (como hacen algunos movimientos e individuos de los que curan por la fe) es predominantemente destructiva. Hay una fe que cura dentro de las iglesias cristianas así como en grupos y círculos particulares. El principal instrumento son las oraciones intensivas y repetidas con frecuencia, a las que se añaden acciones sacramentales como apoyo psicológico. Puesto que las oraciones y las intercesiones por la salud pertenecen a la relación normal entre el hombre y Dios, es dificil trazar una clara línea divisoria entre la oración determinada por el Espíritu y la magia. Generalmente hablando se puede decir que una oración determinada por el Espíritu intenta llevar ante Dios el propio centro personal, incluyendo la propia preocupación por la salud del propio yo o de alguien más, y que está predispuesta a la aceptación divina de la oración tanto si se realiza como si no el objeto de la- misma. Por el contrario, una oración que es
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solamente una concentración mágica en el fin deseado, que se sirve de Dios para su realización, no acepta una oración que no ha sido realizada como una oración aceptada, ya que la finalidad última en la oración mágica no es Dios y la reunión con él, sino el objeto de la oración, la salud, por ejemplo. Una oración por la salud en la fe no es una llamada a la fe que cura sino una expresión del estado de ser asido por la presencia espiritual. Ahora es posible relacionar las diferentes maneras de curación con la realidad del nuevo ser y su significación para la curación. La afirmación básica que se deriva de todas las consideraciones previas de esta parte del sistema teológico, es la de que sólo es posible la integración del centro personal por su elevación a lo que se puede llamar simbólicamente el centro divino, y que esto sólo es posible a través del impacto del poder divino, la presencia espiritual. En este punto son idénticas la salud y la salvación, siendo ambas la elevación del hombre a la unidad transcendente de la vida divina. La función receptora del hombre en esta experiencia es fe; la función realizadora es amor. La salud en el sentido último de la palabra, la salud en cuanto idéntica a la salvación, es la vida en la fe y en el amor. En la medida en que es creada por la presencia espiritual, se alcanza la salud de una vida inambigua; y aunque inambigua, no es total sino fragmentaria, y está abierta a recaídas en las ambigüedades de la vida en todas sus dimensiones. La pregunta ahora es cómo esta salud inambigua aunque fragmentaria, creada por el Espíritu, se relaciona con las actividades de curación bajo las diferentes dimensiones. La primera respuesta es doblemente negativa: el impacto de curación de la presencia espiritual no reemplaza las maneras de cura~ión bajo las diferentes dimensiones de la vida. Y al revés, estas maneras de curación no pueden reemplazar el impacto del curación de la presencia espiritual. La primera afirmación rechaza no sólo las falsas pretensiones de los que curan por fe sino también el error mucho más serio pero bastante popular que consiste en derivar directamente la enfermedad de un pecado determinado o de toda una vida pecadora. Un tal error crea una conciencia de desesperación en quienes se sienten afectados y una autojustificación farisaica en los demás. Cierto que con frecuencia se da una simple línea de causa y efecto entre un acto o una conducta pecaminosa y un determinado estado de enfermedad. Pero
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incluso en ese caso, la curación no es sólo cuestión de perdón sino también asunto de tratamiento médico o psicológico. Es decisivo para juzgar esta situación saber que el mismo estado pecaminoso no es asunto del yo responsable sólo sino también del destino que incluye las ambigüedades en todas las dimensiones que constituyen la persona. Las diferentes dimensiones en las que se dan las enfermedades tienen una independencia relativa entre sí y del impacto espiritual en la persona y exigen una manera de curación comparativamente independiente. Pero la otra respuesta a nuestra pregunta es igualmente importante, y es la de que las otras maneras de curación no pueden reemplazar el poder de curación del Espíritu. En las épocas en las que las funciones médicas y sacerdotales estaban por completo separadas, esto no era un problema serio, especialmente cuando la curación médica se arrogaba una validez absoluta, incluso contra cualquier intento de la psicoterapia por su independencia. En esta situación la salvación no tenía nada que ver con la curación; se trataba de la salvación del infierno en una vida y la profesión médica la dejó con alegría en las manos de los sacerdotes. Pero la situación cambió cuando las enfermedades mentales ya no se atribuyeron más a la posesión diabólica o, por el contrario, a causas que se podían observar fisicamente. Con el desarrollo de la psicoterapia como una manera independiente de curación, surgieron problemas en ambas direcciones, en la de la medicina y en la de la religión. Hoy la psicoterapia (con la inclusión de todas las escuelas de curación psicológica) intenta con frecuencia eliminar tanto la curación médica como la función de curación de la presencia espiritual. La primera es normalmente más bien cuestión de práctica que de teoría, y la segunda por lo general es cuestión de principio. El psicoanalista, por ejemplo, dice que él puede superar las negatividades de la situación existencial del hombre -la congoja, la culpa, la desesperación, el vacío, etcétera. Pero para apoyar su afirmación el psicoanalista debe negar tanto la alienación existencial del hombre de sí mismo como la posibilidad de su reunión trascendente consigo mismo; es decir, debe negar la línea vertical en el encuentro del hombre con la realidad. Si no quiere negar la línea vertical porque es consciente de una preocupación incondicional en sí mismo, debe aceptar la cuestión de una alienación existencial. Debe, por ejemplo, estar dispuesto a
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distinguir entre la congoja existencial que debe ser conquistada por un coraje creado por la presencia espiritual y un
IV LOS SÍMBOLOS TRINITARIOS A.
LOS MOTIVOS DEL SIMBOLISMO TRINITARIO
La presencia espiritual es la presencia de Dios bajo un aspecto definido. No se trata del aspecto que se expresa en el símbolo de la creación ni se trata tampoco del símbolo expresado en el símbolo de la salvación, si bien presupone y lleva a su realización al uno y al otro. Se trata del aspecto de Dios que está presente extáticamente en el espíritu humano e implícitamente en todo lo que constituye la dimensión del espíritu. Estos aspectos reflejan algo real en la naturaleza de lo divino para la experiencia religiosa y para la tradición teológica. No son simplemente unas maneras subjetivas distintas de mirar la misma realidad. Tienen unfundamentum in re, un fundamento en la realidad, por grande que pueda ser la contribución de la parte subjetiva de la experiencia del hombre. En este sentido podemos decir que los símbolos trinitarios son un descubrimiento religioso que se tiene que hacer, formular y defender. ¿Qué fue, pues, nos preguntamos, lo que llevó a su descubrimiento? Podemos distinguir por los menos tres factores que han llevado al pensamiento trinitario en la historia de la experiencia religiosa: el primero, la tensión entre el elemento absoluto y el concreto en nuestra preocupación última; el· segundo, la aplicación simbólica del concepto de vida al fondo divino del ser; y el tercero, la triple manifestación de Dios como poder creador, amor salvífica y transformación extática. Es la última de estas tres la que sugiere los nombres simbólicos, Padre, Hijo y Espíritu; pero sin las dos razones precedentes para el pensamiento
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tnmtario el último grupo habría tan solo conducido a una crudér mitología. Ya nos hemos ocupado de los dos primeros grupos al describir el desarrollo de la idea de Dios y al comentar la aplicación del símbolo de la vida a Dios. En la primera consideración hemos encontrado que cuanto más se pone de relieve la ultimidad de nuestra preocupación última tanto más evoluciona la necesidad religiosa de una manifestación concreta de lo divino, y que la tensión entre los elementos absolutos y concretos en la idea de Dios lleva hacia el establecimiento de figuras divinas entre Dios y el hombre. Es el posible conflicto entre estas figuras y la ultimidad de lo último lo que motiva el simbolismo trinitario en muchas religiones y lo que manifestó su eficiencia en las discusiones trinitarias de la primitiva iglesia. El peligro de caer en el triteísmo y los intentos de evitar este peligro hundían sus raíces en la tensión interna entre lo último y lo concreto. La segunda razón para el simbolismo trinitario ha sido tratada en el apartado «Dios como vida». Ello llevó a la intuición de que si se experimenta a Dios como un Dios viviente y no como una identidad muerta, se debe ver en su ser un elemento de non-ser, a saber, el establecimiento de la alteridad. Entonces la vida divina sería la reunión de la alteridad con la identidad en un «proceso» eterno. Esta consideración nos llevó a la distinción de Dios como fondo, Dios como forma y Dios como acto, una fórmula pretrinitaria que da sentido al pensamiento trinitario. Ciertamente, los símbolos trinitarios expresan el misterio divino al igual que los demás símbolos que afirman algo de Dios. Este misterio, que es el misterio del ser, continúa siendo inalcanzable e impenetrable; se identifica con la divinidad de lo divino. Fue una equivocación de los filósofos clásicos alemanes (cuyo pensamiento es básicamente una filosofia de la vida) que, aun viendo la estructura trinitaria de la vida, no salvaguardaran el misterio divino de la hybris cognoscitiva; pero estaban en lo cierto (al igual que la mayoría de los teólogos clásicos) al usar la dialéctica de· 1a vida a fin de describir el proceso eterno del fondo divino del ser. La doctrina de la trinidad --esta es nuestra principal afirmación- no es ni irracional ni paradójica sino más bien dialéctica. Nada divino es irracional -si irracional significa contrario a la razón- ya que la razón es la manifestación finita del logos divino. Sólo la
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transición de la esencia a la existencia, el acto de autoalienación, es irracional. Ni es paradójica la doctrina de la trinidad. Sólo hay una paradoja en la relación entre Dios y el hombre, y es la aparición de la unidad eterna o esencial de Dios y el hombre bajo las condiciones de su separación existencial - Q en el lenguaje joanneo, el Logos se ha hecho carne, es decir, ha entrado en la existencia histórica en el tiempo y el espacio. Todas las demás afirmaciones paradójicas del cristianismo son variaciones y aplicaciones de esta paradoja, por ejemplo, la docrina de la justificación por la sola gracia o la participación de Dios en el sufrimiento del universo. Pero los símbolos trinitarios son dialécticos; reflejan la dialéctica de la vida, o sea, el movimiento de separación y reunión. La afirmación de que tres son uno y uno es tres fue (y en muchos sitios aún es) la peor distorsión del misterio de la trinidad. Si se toma como una identidad numérica es un engaño o simplemente un absurdo. Si se toma como la descripción de un proceso real, no es paradójico o irracional en absoluto sino una descripción precisa de todos los procesos de la vida. Y en la doctrina trinitaria esto se aplica a la vida divina en términos simbólicos. Pero todo esto es una preparación para la doctrina trinitaria desarrollada en la teología cristiana que viene motivada por la tercera razón básica para el pensamiento trinitario, o sea, la manifestación del fondo divino del ser en la aparición de Jesús como Cristo. Corl la afirmación de que el Jesús histórico es el Cristo, el problema trinitario se convirtió en parte del problema cristológico, la parte primera y principal, tal como queda señalado en el hecho de que en Nicea se tomó la decisión trinitaria con anterioridad a la decisión definitivamente cristológica de Calcedonia. Esta continuación fue lógica pero en términos de motivación ocurre al revés; el problema cristológico es el que da origen al problema trinitario. Por esta razón es adecuado en el contexto del sistema teológico tratar del simbolismo trinitario tras haber sido tratadas las afirmaciones cristológicas del cristianismo. Pero la cristología no queda completa sin la pneumatología (la doctrina del Espíritu), porque «el Cristo es el Espíritu», y la realización del nuevo ser en la historia es obra del Espíritu. Se dio un paso importante en la dirección de una comprensión existencial de las doctrinas teológicas cuando Schleiermacher colocó la doctri-
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na de la trinidad al final del sistema teológico. Ciertamente, la base de su sistema, la conciencia cristiana, con las líneas tomadas de ella hasta llegar a su causa divina, era demasiado débil para aguantar el peso del sistema. No es la conciencia cristiana, sino la situación reveladora de la que la conciencia cristiana es sólo el aspecto receptor la que es fuente de conocimiento religioso y de reflexión teológica, con la inclusión de los símbolos trinitarios. Pero tiene razón Schleiermacher cuando deriva estos símbolos de las diferentes maneras como se relaciona la fe con su causa divina. Fue un error de Barth iniciar sus prolegómenos con lo que son los postlegómenos, por así decirlo: la doctrina de la trinidad. Se podría decir que en su sistema esta doctrina cae de los cielos, de los cielos de una autoridad bíblica y eclesiástica sin mediaciones. Al igual que todo símbolo teológico, el simbolismo trinitario debe entenderse como una respuesta a las preguntas implicadas en el predicamento del hombre. Es la respuesta más inclusiva y con toda razón tiene esa dignidad que se le atribuye en la práctica litúrgica de la iglesia. El predicamento del hombre, a partir del cual surgen las preguntas existenciales, se debe caracterizar por tres conceptos: finitud con respecto al ser esencial del hombre como creatura, alienación con respecto al ser existencial del hombre en el tiempo y el espacio, ambigüedad con respecto a la participación del hombre en la vida universal. A las preguntas que surgen de la finitud del hombre se responde con la doctrina de Dios y los símbolos en ella empleados. A las preguntas que surgen de la alienación del hombre se responde con la doctrina del Cristo y los símbolos que se le aplican. A las preguntas que surgen de las ambigüedades de la vida se responde con la doctrina del Espíritu y sus símbolos. Cada una de estas respuestas expresa lo que es motivo de preocupación última en los símbolos derivados de experiencias reveladas particulares. Su verdad está en su fuerza de expresar la ultimidad de lo último en todas direcciones. La historia de la doctrina trinitaria es una lucha constante contra formulaciones que ponen en peligro este poder. Hemos hecho referencia a varios motivos efectivos en el pensamiento trinitario. Todos ellos están basados en experiencias de revelación. El camino al monoteísmo y la aparición correspondiente de figuras mediadoras ha aparecido bajo el
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impacto de la presencia espiritual; la experiencia de Dios como un «Dios viviente» y no como una identidad muerta es obra de la presencia espiritual como lo es la experiencia del fondo creador del ser en todo ser, la experiencia de Jesús como Cristo, y la elevación extática del espíritu humano hacia la unión de la vida inambigua. Por otro lado, la doctrina trinitaria es la obra del pensamiento teológico que emplea conceptos filosóficos y sigue las reglas generales de racionalidad teológica. No existe nada parecido a la «especulación» trinitaria (si por «especulación» se entiende fantasías conceptuales). La substancia de todo pensamiento trinitario nos viene dada en las experiencias reveladas, y la forma tiene la misma racionalidad que debe tener toda teología, como obra del Logos.
B.
EL DOGMA TRINITARIO
No es posible, en la estructura de este sistema penetrar en las intrincaciones de las luchas trinitarias. Sólo es posible hacer unas cuantas observaciones a la luz de nuestro procedimiento metodológico. La primera observación hace referencia a la interpretación que del dogma trinitario hace la escuela de Ritschl, sobre todo las historias del dogma de Harnack y Loofs. Me parece que la crítica que han hecho a esta teología diferentes escuelas antiliberales de teología contemporánea no han podido erradicar sus intuiciones básicas. Harnack y Loofs han mostrado ambos la importancia de las decisiones fundamentales que la iglesia tomó en Nicea así como el callejón sin salida en el que se vio metida la teología cristiana por la forma conceptual empleada para la decisión. La influencia liberadora que tuvieron estas intuiciones se puede experimentar todavía en los grupos antiliberales de la teología contemporánea y no debe perderse jamás en el protestantismo. Los límites de una obra como la de Harnack radican, desde un punto de vista histórico, en su equivocada clasificación del griego clásico, y aún más del pensamiento helenista, como «intelectualista». Esto le lleva a un rechazo de toda la primitiva teología cristiana en conjunto como una invasión de las actitudes helenistas en la predicación del evangelio y en la vida de la iglesia. Pero el pensamiento griego está afectado existencialmente por lo eterno, y busca en
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ello la verdad eterna y la vida eterna. El helenismo podía recibir el mensaje cristiano solamente en estas categorías, como la mentalidad de los judíos de la diáspora sólo lo podían recibir en categorías similares a las empleadas por Pablo y como los primeros discípulos sólo lo podían recibir en las categorías empleadas por los movimientos escatológicos contemporáneos. A la luz de estos hechos sería tan falso rechazar una teología porque emplea tales categorías como lo sería atar toda la teología futura al empleo de estas categorías. La crítica de Harnack del dogma trinitario de la primitiva iglesia tiene en cuenta absolutamente el último punto; pero revela una falta de valoración positiva de lo que lograron las decisiones sinodales a pesar de sus formulaciones discutibles. Esto, por supuesto, va conectado con el intento de la escuela de Ritschl por reemplazar las categorías ontológicas del pensamiento griego por las categorías morales del pensamiento moderno, y en especial del kantiano. Ahora bien, y así lo ha demostrado la evolución posterior de la misma escuela neokantiana, siempre se han usado las categorías ontológicas, si no de manera explícita, sí implícita. Nos debemos acercar, por tanto, al dogma trinitario de la primitiva iglesia sin un prejuicio positivo o negativo sino sólo con la pregunta: ¿qué se ha logrado y qué no se ha logrado con ello? Si Dios es el nombre de lo que nos afecta ultimamente, se establece el principio del monoteísmo exclusivo: ¡no hay otro dios fuera de Dios! Pero el simbolismo trinitario incluye una pluralidad de figuras divinas. Esto presenta la alternativa o de atribuir a algunas de estas figuras divinas una divinidad disminuida o de abandonar el monoteísmo exclusivo y con él la ultimidad de la preocupación última. La ultimidad de la preocupación última queda reemplazada por preocupaciones que son medianamente últimas, y el monoteísmo por poderes cuasidivinos como expresiones. Esta era la situación cuando la divinidad de Cristo se convirtió en un problema de interpretación teológica en lugar de proseguir como un acto de devoción litúrgica. El problema era inevitable, no sólo por la recepción del mensaje de Cristo por la mentalidad griega, sino también porque el hombre no puede reprimir su función cognoscitiva al tratar el contenido de su devoción religiosa. El gran intento de la primitiva teología griega por solucionar el problema con la
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ayuda de la doctrina del Logos fue la base de todos sus posteriores éxitos y fracasos. Es comprensible que las dificultades en las que se vio envuelta la doctrina llevara a algunas escuelas teológicas a abandonar por completo la doctrina. Pero aunque fuera posible desarrollar una cristología sin la aplicación del predicado logos a Cristo, es imposible desarrollar una doctrina del Dios viviente y de la creación sin la distinción del «fondo» y de la «forma» en Dios, el principio de abismo y el principio de automanifestación de Dios. Se puede decir, por tanto, que incluso aparte del problema cristológico, hace falta, en cualquier doctrina cristiana de Dios, una especie de doctrina del logos. Sobre esta base era y es necesario situar las afirmaciones precristológicas y cristológicas acerca de la vida divina dentro de una doctrina trinitaria plenamente desarrollada. Esta síntesis tiene una tan gran necesidad interna que no la puede aniquilar ni la más aguda y justificada crítica de la doctrina del Logos realizada por los teólogos clásicos. Quien sacrifica el principio del Logos sacrifica la idea de un Dios viviente, y quien rechaza la aplicación de este principio a Jesús como Cristo rechaza su carácter de Cristo. El problema planteado ante la iglesia en Nicea así como en las luchas que le precedieron y le siguieron no fue el del establecimiento del principio del logos -esto se hizo mucho antes de la era cristiana y no sólo en la filosofia griega- ni era tampoco el de la aplicación de este principio a Jesús como Cristo -esto se hizo definitivamente en el cuarto evangelio. Se trataba más bien del problema de la relación entre Dios y su Logos (llamado también Hijo). Este problema era tan existencial para la primitiva iglesia porque de su solución dependía la valoración de Jesús como Cristo y su poder revelador y salvador. Si se define al Logos como la más elevada de todas las creaturas, como afirmaban los teólogos del ala izquierda de la escuela origenista, el Cristo, en quien se manifiesta el Logos como personalidad histórica, tiene necesidad él mismo, como todas las creaturas, de revelación y salvación. Los hombres, al tenerlo, habrían tenido algo inferior al «Dios con nosotros». No habrían sido superados ni el error, ni el pecado, ni la muerte. Esa es la preocupación existencial que se esconde en la lucha del ala derecha de la escuela origenista bajo las órdenes de Atanasio. Y su postura fue la que prevaleció, teológica, devota y
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políticamente, en la decisión trinitaria de Nicea. Así se evitó el Jesús semi-dios de la doctrina arriana. Pero el problema trinitario fue más que solucionado, planteado. En la terminología de Ni cea, la «naturaleza» ( ousia) es idéntica en Dios y en su Logos, en el Padre y el Hijo. Pero la hypostasis es diferente. Ousia en este contexto significa aquello que hace a una cosa lo que es, su particular physis. Hypostasis en este contexto significa el poder de estar por encima de sí mismo, la independencia del ser que hace posible el mutuo amor. La decisión de Nicea reconoció que el Logos-Hijo, al igual que el Dios-Padre, es una expresión de preocupación última. Pero, ¿cómo se puede expresar la preocupación última en dos figuras que, si bien son idénticas en substancia, son diferentes en términos de relaciones mutuas? En las luchas que siguieron a Nicea se discutió la divinidad del Espíritu, se negó y finalmente se afirmó en el segundo sínodo ecuménico. Otra vez el motivo de todo ello fue un motivo cristológico. El Espíritu divino que creó y determinó a Jesús como Cristo no es el espíritu del hombre Jesús; y el Espíritu divino que crea y dirige la iglesia no es el espíritu de un grupo sociológico. Y el Espíritu que toma posesión y transforma la persona individual no es una expresión de su vida espiritual. El Espíritu divino es Dios él mismo como Espíritu en Cristo y por él en la iglesia y en el cristiano. La consistencia de esta transformación de una tendencia binaria en la iglesia primitiva hasta una trinidad plenamente desarrollada es obvia, pero no ayudaba a solventar el problema básico: ¿cómo se puede expresar la preocupación última en más de una hypostasis divina? En términos de devoción religiosa se puede preguntar: ¿la oración a una de las tres personae en la que existe la única substancia divina se dirige a alguien diferente de otra de las tres a la que se dirige otra oración? Si no hay ninguna diferencia ¿por qué no se dirige la oración simplemente a Dios? Si hay diferencia, por ejemplo, en la función ¿cómo se evita el triteísmo? Los conceptos de ousia y de hypostais o de substantia y persona no son respuesta a esta pregunta devota fundamental. No hacen más que añadir confusión y abrir el camino al ilimitado número de objetos de oración que aparecieron en conexión con la veneración de María y de los santos -a pesar de las distinciones teológicas entre una oración genuina, dirigida a Dios (adoración), y la evocación de los santos.
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La dificultad aparece tan pronto como se hace la pregunta de ¿qué significa para la interpretación del Logos como la segunda hypostasis en la trinidad, el jesús histórico, el hombre en el que el Logos se hizo «carne»? Ya hemos hablado de ello en conexión con los símbolos de la preexistencia y postexistencia del Cristo. Desde el punto de vista de la doctrina trinitaria, cualquier interpretación no simbólica de estos símbolos introducirían en el Logos una individualidad finita con una historia de vida particular, condicionada por las categorías de finitud. Ciertamente el Logos, la automanifestación divina tiene una relación eterna con su automanifestación en Cristo como centro de la existencia histórica del hombre, así como el Logos tiene una relación eterna con todas las potencialidades del ser; pero no se puede atribuir al Logos eterno en sí mismo la faz de Jesús de Nazaret o la faz de «hombre histórico» o de cualquier manifestación particular del fondo creativo del ser. Pero ciertamente la faz de Dios manifiesta para el hombre histórico es la faz de Jesús como Cristo. La manifestación trinitaria del fondo divino es cristocéntrica para el hombre, pero no es Jesúscéntrica en sí misma. El Dios que se ve y se adora en el simbolismo trinitario no ha perdido su libertad para manifestarse a sí mismo a otros mundos de otras maneras. La doctrina trinitaria se aceptó lo mismo en occidente que en oriente, pero su espíritu fue oriental, no occidental. Esto se vio visiblemente en el intento de Agustín por interpretar las diferencias de las hipóstasis mediante analogías psicológicas, su reconocimiento de que las afirmaciones acerca de las relaciones de las personae son vacías, y su énfasis acerca de la unidad de los actos de la trinidad ad extra. Todo esto redujo el peligro del triteísmo que no se pudo eliminar del todo nunca del dogma tradicional y que estuvo siempre conectado con una especie de subordinación del Hijo al Padre y del Espíritu al Hijo. Tras el elemento de subordinación en la comprensión de la trinidad de la ortodoxia griega está presente uno de los rasgos más fundamentales y más persistentes del encuentro griego clásico con la realidad, la interpretación de la realidad en grados, que llevan del más bajo al más alto (y al revés). Esta comprensión profundamente existencial de la realidad va del Symposium de Platón a Orígenes y por él a la iglesia oriental y al misticismo cristiano. En las tendencias monárquicas de la iglesia romana y en el
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énfasis voluntarista de Agustín, entró en conflicto con una visión del mundo extrañamente personalista. Después del siglo VI el dogma ya no se pudo cambiar más. Ni siquiera los reformadores lo· intentaron a pesar de la crítica mordaz de Lutero de algunos de los conceptos usados en él. Se había convertido en el símbolo políticamente garantizado de todas las formas de cristianismo y en la forma básica de la liturgia de todas las iglesias. Pero debemos preguntar si tras el análisis histórico y la crítica sistemática del dogma en la teología protestante desde el siglo XVIII, puede durar este estado de cosas -a pesar de su reafirmación- en la así llamada base del Consejo mundial de las iglesias, que en cualquier caso no está a la altura del auténtico logro de Nicea y Calcedonia.
C. REPLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA TRINITARIO La situación del dogma de la trinidad, como se indicó en el parágrafo precedente, tiene algunas consecuencias peligrosas. La primera es un cambio radical en la función de la doctrina. Mientras que originariamente su función fue expresar en tres símbolos centrales la automanifestación de Dios al hombre, poniendo de manifiesto la profundidad del abismo divino y dando respuestas a la pregunta del significado de la existencia, posteriormente se convirtió en un misterio impenetrable, puesto sobre el altar, para ser adorado. Y el misterio dejó de ser el misterio eterno del fondo del ser y en su lugar pasó a ser el enigma de un problema teológico por resolver y en muchos casos, como ya se dijo, la glorificación de un absurdo en números. De esta forma se convirtió en un arma poderosa para el autoritarismo eclesiástico y la supresión del espíritu de investigación. Es comprensible que la rebelión autónoma contra esta situación en el período del Renacimiento y de la Reforma llevara a un rechazo radical de la doctrina de la trinidad entre los socinianos y los unitarios. La pequeñez de las consecuencias directas de esta rebelión fue debida al hecho de que no hizo justicia a los motivos religiosos del simbolismo trinitario, tal como se analizó más arriba; con todo, su efecto indirecto sobre
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la mayor parte de las iglesias protestantes desde el siglo XVIII ha sido grande. Se puede citar la regla general de que un órgano que ha perdido sus funciones se estropea y dificulta la vida. El protestantismo, por lo general, no atacó el dogma pero tampoco se sirvió de él. Incluso en denominaciones con una «elevada» cristología y una confesión enfática de la divinidad de Cristo (por ejemplo, la iglesia protestante episcopaliana), no se produjo ningún nuevo entendimiento de la trinidad. Pero en la mayoría de las iglesias protestantes se desarrolló algo que se podría llamar un
* Por las resonancias y connotaciones que guarda este término inglés con los espíritus fantasmales de los cuentos y narraciones fantásticas ( N. del T.).
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trinitario? Y tras éste, ¿por qué no se amplió la trinidad a una cuaternidad y aún más allá? Estas preguntas tienen un fondo histórico así como sistemático. Originariamente, la distinción entre el logos y el Espíritu era indefinida o inexistente. El problema cristológico evolucionó con independencia del concepto de Espíritu. El concepto de Espíritu se reservó para el poder divino que introduce a los individuos y a los grupos en experiencias extáticas. Se dio también en el pensamiento teológico tina tendencia hacia la cuaternidad. U na de las razones para esta tendencia es la posibilidad de distinguir la común naturaleza divina de las tres personae de las mismas tres personae, ya sea estableciendo una divinidad por encima de ellas, ya sea considerando al Padre tanto una de las tres personae como la fuente común de la divinidad. Otro motivo para la ampliación de la trinidad era la elevación de la santísima Virgen a una posición en la que se acercaba cada vez más a la dignidad divina. Para la vida devota de la mayoría de los católicos romanos ella ha sobrepasado y con mucho al Espíritu santo y en el catolicismo moderno a las tres personae de la trinidad. Si la doctrina que ya se ha discutido entre los católicos, de que se la debe considerar corredentora con Cristo, se convierte en dogma, la Virgen se convertiría en tema de preocupación última, y por consiguiente, en persona dentro de la vida divina. Entonces no habrían distinciones escolásticas que pudieran impedir que la trinidad se convirtiera en cuaternidad. Estos hechos muestran que no es el número «tres» lo que es decisivo en el raciocinio trinitario sino la unidad en una multiplicidad de las automanifestaciones divinas. Si preguntamos por qué, a pesar de su abertura a diferentes números, ha prevalecido el número «tres», parece lo más probable que el tres corresponde a la dialéctica intrínseca de la vida experimentada y es, por tanto, el más adecuado para simbolizar la vida divina. Se ha descrito la vida como el proceso de salir de sí misma para volver a sí misma. El número «tres» está implícito en esta descripción, como sabían los filósofos dialécticos. Las referencias al poder mágico del número «tres» no son satisfactorias porque otros números, el cuatro, por ejemplo, supera al tres en valoración mágica. De cualquier forma, nuestra afirmación anterior de que el simbolismo trinitario es dialéctico viene confirmada por la persistencia del número «tres» en las fórmulas devotas y en el pensamiento teológico.
LOS SÍMBOLOS TRINITARIOS
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El poder simbólico de la Virgen, a partir del siglo V después de Cristo hasta nuestros tiempos, plantea una pregunta al protestantismo, que ha eliminado radicalmente este símbolo en la lucha de la Reforma contra todos los mediadores humanos entre Dios y el hombre. En esta purga fue ampliamente eliminado el elemento femenino en la expresión simbólica de la preocupación última. En la Reforma prevaleció el espíritu deljudaísmo, con su simbolismo exclusivamente masculino. Sin duda, esta fue una de las razones de los grandes éxitos de la Contrarreforma frente a la Reforma originalmente victoriosa. Ello dio pie dentro del mismo protestantismo a las imágenes más bien afeminadas de Jesús en el pietismo; ello es la causa de muchas conversiones a las iglesias griega o romana y es también responsable de la atracción que muchos protestantes humanistas sienten por el misticismo oriental. Es sumamente improbable que el protestantismo reafirme alguna vez el símbolo de la Virgen. Como muestra la historia de la religión en su conjunto, un símbolo concreto de este tipo no puede ser reestablecido en su genuino poder. El símbolo religioso se puede convertir en símbolo poético, pero los símbolos poéticos no son objeto de veneración. La pregunta sólo puede ser ésta: ¿hay elementos en el simbolismo protestante que trasciendan la alternativa masculino-femenino y que puedan desarrollarse frente a un simbolismo de una sola faceta dominada por lo masculino? Quiero apuntar las siguientes posibilidades. La primera está relacionada con el concepto «fondo del sen> que es -como ya se trató previamente- en parte conceptual y en parte simbólico. En la medida en que es simbólico apunta a la cualidad maternal de parir, de llevar, de abrazar, y al mismo tiempo de regresar, de resistir a la independencia de lo creado y de asimilarla. El sentimiento de disgusto de muchos protestantes acerca de la primera (¡no de la última!) afirmación de Dios, de que él es el ser mismo o el fondo del ser, radica en parte, en el hecho de que su conciencia religiosa y, aún más, su conciencia moral, están formadas por una exigente imagen-paterna de Dios, a quien se concibe como una persona entre otras. El intento de mostrar que no se puede decir nada acerca de Dios teológicamente antes de que se haga la afirmación de que él es el poder del ser en todo ser es, al mismo tiempo, una manera de reducir el predominio del elemento masculino en la simbolización de lo divino.
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TEOLOGÍA SISTEMA TICA
Con respecto al logos, tal como se manifiesta en Jesús como Cristo, es el símbolo del autosacrificio de su particularidad finita el que trasciende la alternativa masculino-femenino. El autosacrificio no es un carácter de lo masculino como masculino o de lo femenino en cuanto tal, sino que es, en el mismo acto del autosacrificio, la negación de lo uno o de lo otro con exclusividad. El autosacrificio rompe el contraste de los sexos, y esto se manifiesta simbólicamente en el cuadro de Cristo sufriendo, en el que los cristianos de ambos sexos han participado con igual intensidad psicológica y espiritual. Si finalmente ponemos nuestra atención en el Espíritu divino, nos acordamos de la imagen del Espíritu empollando sobre el caos, pero no la podemos usar directamente porque el elemento femenino implicado en esta imagen fue desechado en el judaísmo, si bien tampoco se convirtió nunca en un destacado elemento masculino -ni incluso en la narración del nacimiento virginal de Jesús, en el que el Espíritu reemplaza el principio masculino pero no se convierte en masculino él mismo. Es el carácter extático de la presencia espiritual el que trasciende la alternativa del simbolismo masculino y femenino en la experiencia del Espíritu. El éxtasis trasciende tanto el elemento racional como el elemento emocional, que por lo normal se atribuyen a los tipos masculino y femenino respectivamente. De nuevo es el personalismo moralista protestante el que desconfia del elemento extático en la presencia espiritual y conduce a mucha gente, en protesta, hacia un misticismo apersonal. La doctrina de la trinidad no queda zanjada. No puede ni ser descartada ni ser aceptada en su forma tradicional. Debe mantenerse abierta a fin de realizar su función original -expresar la automanifestación de la vida divina al hombre en símbolos que la abarquen.
Quinta parte
LA HISTORIA Y EL REINO DE DIOS
INTRODUCCIÓN EL LUGAR SISTEMÁTICO DE LA QUINTA PARTE DEL SISTEMA TEOLÓGICO Y LA DIMENSIÓN HISTÓRICA DE LA VIDA En el análisis de las dimensiones de la vida que se hizo en la cuarta parte, se puso. entre paréntesis la dimensión histórica. Requiere un tratamiento especial porque es la dimensión de mayor alcance, que presupone las demás y les añade un nuevo elemento. Este elemento se desarrolla plenamente sólo después de que ha sido realizada la dimensión del espíritu por los procesos de la vida. Pero los mismos procesos de la vida están dirigidos horizontalmente, y realizan la dimensión histórica de manera anticipada. Esta realización se empieza pero no llega a su plenitud. Sería posible ciertamente llamar historia de un árbol a su nacimiento y crecimiento, a su envejecimiento y muerte; y aún es más fácil llamar historia al desarrollo del universo o al de las especies sobre la tierra. El término «historia natural» atribuye directamente la dimensión de historia a todo proceso en la naturaleza. Ahora bien, el término historia se usa ordinaria y prevalentemente para la historia humana. Ello indica la convicción de que si bien la dimensión histórica está presente en todos los dominios de la vida, donde está realmente con propiedad es sólo en la historia humana. En todos los dominios de la vida se encuentran análogos adecuados a la historia. Pero no hay historia adecuada allí donde no hay espíritu. Es necesario distinguir por tanto la «dimensión histórica», que pertenece a todos los procesos de la vida, de la historia adecuada, que es algo que sólo se da en la humanidad.
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TEOLOGÍA SISTEMÁTICA
La quinta parte del sistema teológico es una extensión de la parte cuarta, y está separada de ella por razones tradicionales y prácticas. Cualquier doctrina de la vida debe incluir una doctrina de la dimensión histórica de la. vida en general y de la historia humana como el proceso de vida más comprensivo en particular. Cualquier descripción de las ambigüedades de la vida debe incluir una descripción de la ambigüedad de la vida bajo la dimensión histórica. Y finalmente, la respuesta de la «vida inambigua» a las preguntas implicadas en las ambigüedades de la vida conduce a los símbolos de «presencia espiritual», «reino de Dios» y «vida eterna». Sin embargo, es aconsejable tratar por separado la dimensión histórica dentro del conjunto del pensamiento teológico. Así como en la primera parte del sistema la correlación entre razón y revelación se separó del contexto de las partes segunda, tercera y cuarta y se trató en primer lugar, así ahora en la quinta parte la correlación entre historia y el reino de Dios se separa del contexto de las tres partes centrales y se trata en último lugar. En uno y otro caso es la tradición teológica la responsable de esta manera de proceder: las cuestiones de la relación de la revelación con la razón y las del reino de Dios con la historia han recibido siempre un tratamiento comparativamente independiente y extensivo. Pero existe también una razón más práctica para tratar por separado las ambigüedades de la historia y los símbolos que dan respuesta a las preguntas implicadas en ellas. Es el carácter englobante de la dimensión histórica y el carácter igualmente englobante del símbolo «reino de Dios» el que da una significación particular a la discusión de la historia. La cualidad histórica de la vida está potencialmente presente bajo todas sus dimensiones. Se realiza bajo ellas de una manera anticipada, es decir, se hace presente bajo ellas no sólo potencialmente sino, en parte, realmente, mientras que se realiza plenamente en la historia humana. Por tanto es adecuado tratar primero la historia en su sentido pleno y adecuado, o sea, la historia humana, luego esforzarse por comprender la dimensión histórica en todos los dominios de la vida y, finalmente, relacionar la historia humana con la «historia del universo». Un tratamiento teológico de la historia debe incluir, a la vista de su pregunta particular, la estructura de los procesos históricos, la lógica del conocimiento histórico, las ambigüeda-
DIMENSIÓN HISTÓRICA DE LA VIDA
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des de la existencia histórica, el significado del mov1m1ento histórico. Debe también relacionar todo esto con el símbolo del reino de Dios, tanto en su sentido intrahistórico como transhistórico. En el primer sentido vuelve al símbolo de la «presencia espiritual», y en el segundo al símbolo de la «vida eterna». Con el símbolo de la «vida eterna» se presentan problemas que normalmente se tratan como «escatológicos», es decir, relacionados con la doctrina de las «últimas cosas». En cuanto tales parece natural su colocación al final del sistema teológico. Pero no es así. La escatología trata de la relación de lo temporal con lo eterno, pero eso mismo hacen todas las partes del sistema teológico. Se podría por tanto muy bien dar principio a una teología sistemática con la pregunta escatológica -la pregunta de la finalidad interior, el telos de todo lo que es. Aparte de las razones de conveniencia, sólo existe una razón sistemática para el orden tradicional, que se sigue aquí, y es que la doctrina de la creación usa el modo temporal del «pasado» a fin de simbolizar la relación de lo temporal con lo eterno, mientras que la escatología emplea el modo temporal del «futuro» para hacer lo mismo -y el tiempo, en nuestra experiencia, va del pasado al futuro. Entre las preguntas «de dónde» y «a dónde» se encuentra todo el sistema de preguntas y respuestas teológicas. Pero no hay una simple línea recta de la una a la otra. La relación es más intrínseca: el «a dónde» está inseparablemente implicado en el «de dónde»; el significado de la creación se revela en su final. Y por el contrario, la naturaleza del «a dónde» viene determinada por la naturaleza del «de dónde»; es decir, sólo una valoración de la creación como buena hace posible una escatología de la plenitud; y sólo la idea de plenitud da sentido a la creación. El final del sistema nos devuelve a sus inicios.
I
LA HISTORIA Y LA BÚSQUEDA DEL REINO DE DIOS A. 1.
LA VIDA Y LA HISTORIA
EL HOMBRE Y LA HISTORIA
a)
La historia y la conciencia histórica
Una consideración semántica nos puede ayudar a descubrir una cualidad particular de la historia. Y se trata del hecho bien sabido de que la palabra griega historia significa primariamente investigación, información, relato y sólo secundariamente los acontecimientos sobre los que se investiga e informa. Esto nos muestra que para quienes originariamente empleaban la palabra «historia» el aspecto subjetivo precedía al objetivo. La conciencia histórica, de conformidad con esta visión, «precede» a los acontecimientos históricos. Por supuesto que la conciencia histórica no precede a los acontecimientos de los que tiene conciencia en una sucesión temporal, pero sí transforma los meros acontecimientos en sucesos históricos, y en este sentido los «precede». Estrictamente hablando se debe decir que la misma situación produce ambas cosas, los sucesos históricos y la toma de conciencia de los mismos como acontecimientos históricos. La conciencia histórica se expresa a sí misma en una tradición, o sea, en una serie de recuerdos que pasan de una generación a otra. La tradición no es una colección casual de acontecimientos recordados sino el recuerdo de aquellos acontecimientos que han cobrado significado para los transmisores y los receptores de la tradición. El significado que tiene un hecho
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TEOLOGÍA S!STEMÁ TICA
para un grupo consciente de la tradición determina el que se haya de considerar como acontecimiento histórico. Es natural que la influencia de la conciencia histórica en la relación histórica deba moldear la tradición de acuerdo con las necesidades activas del grupo histórico en el que está viva la tradición. Por consiguiente el ideal de una investigación histórica pura e imparcial aparece en una etapa más bien tardía en el desarrollo de la historia escrita. Pero la preceden combinaciones de mito e historia, leyendas y sagas, poesía épica. En todos estos casos, las incidencias son elevadas a significación histórica, pero la manera cómo se hace transforma las incidencias en símbolos de la vida de un grupo histórico. La tradición une los informes históricos con las interpretaciones simbólicas. No aporta «hechos desnudos», que ya es en sí mismo un concepto discutible; pero sí que aporta al recuerdo acontecimientos significativos a través de una transformación simbólica de los hechos. Lo cual no significa que el aspecto de los hechos sea pura invención. Incluso la forma épica en que se expresa la tradición tiene raíces históricas, por muy ocultas que puedan quedar, y la saga y la leyenda revelan de manera más obvia sus orígenes históricos. Pero en todas estas formas de la tradición es virtualmente imposible separar la incidencia histórica de su interpretación simbólica. En toda tradición viva se ve lo histórico a la luz de lo simbólico, y la investigación histórica puede deslindar esta amalgama sólo en términos de una probabilidad mayor o menor. Ya que la manera como se experimentan los acontecimientos históricos viene determinada por su valoración en términos de significación, lo que implica que en sus recepciones originales los informes dependen en parte de su elemento simbólico. Los datos bíblicos tratados en la tercera parte del sistema, son ejemplos clásicos de esta situación. Pero debe preguntarse si una aproximación científica a los hechos históricos no depende también de símbolos escondidos de interpretación. Esto parece innegable. Hay varios puntos, en toda afirmación historica de carácter intencionadamente distante, que muestran la influencia de una visión simbólica. La elección de las incidencias que se deben establecer como hechos es lo más importante. Puesto que a cada momento en el tiempo y en cada lugar del espacio se están produciendo un número sin fin de incidencias, la elección del objeto de investigación históri-
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r BÚSQUEDA DEL REINO
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ca depende de la valoración de su importancia para el establecimiento de la vida de un grupo histórico. A este respecto, la historia depende de la conciencia histórica. Pero no es este el único punto en que se da este caso. Toda obra de historiografía valora el peso de las influencias que coinciden sobre una persona o grupo y sobre sus acciones. Esta es una causa de las diferencias sin fin en las presentaciones históricas de unos mismos hechos materiales. Otra causa que es menos obvia, pero aún más decisiva, es el contexto de la vida activa del grupo en el que actúa el historiador, ya que él participa en la vida de su grupo, compartiendo sus memorias y tradiciones. A partir de este factor surgen las preguntas a las que da respuesta la presentación de los hechos. Nadie escribe historia en un «lugar por encima de todos los lugares». Una tal pretensión no sería menos utópica que la de pretender que unas perfectas condiciones sociales están ya cercanas. Toda la historia escrita depende tanto de las incidencias reales como de su recepción por una conciencia histórica concreta. No hay historia sin incidencias fácticas, ni hay historia sin la recepción e interpretación de las incidencias fácticas por la conciencia histórica. Estas consideraciones no están en conflicto con las exigencias de los métodos de la investigación histórica; los criterios científicos usados por la investigación histórica son tan definidos, obligatorios y objetivos como los que se usan en cualquier otro campo de investigación. Pero precisamente en el momento de aplicarlos y a través de ellos se hace efectiva la influencia de la conciencia histórica -si bien de manera no intencionada en el caso de una obra histórica sincera. Debe mencionarse . otra implicación del carácter sujetoobjeto de la historia. A través del elemento interpretativo de toda historia, la respuesta a la pregunta del significado de la historia tiene un impacto indirecto, meditado, en una presentación histórica. No se puede esquivar el destino de pertenecer a una tradición en la que la respuesta a la pregunta del significado de la vida en todas sus dimensiones, la historia incluida, se da en símbolos que influencian todo encuentro con la realidad. La finalidad de los próximos capítulos es tratar de los símbolos con los que el cristianismo ha expresado su respuesta a la pregunta del significado de la existencia histórica. No puede haber ninguna duda de que incluso el investigador más objetivo, si está
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TEOLOGÍA SISTEMÁTICA
determinado existencialmente por la tradición cristiana, interpreta los acontecimientos históricos a la luz de esta tradición, por muy inconsciente e indirecta que pueda ser su influencia. b)
La dimensi6n hist6rica a la luz de la historia humana
La historia humana, como ha mostrado el estudio semántico de la implicaciones del término historia, es siempre una unión de elementos objetivos y subjetivos. Un «acontecimiento» es un síndrome (es decir un correr-juntos) de hechos y de interpretación. Si pasamos ahora de la semántica a la discusión material, en todas las incidencias encontramos la misma estructura doble que merece el nombre de «acontecimiento histórico». La dirección horizontal bajo la dimensión del espíritu tiene el carácter de intención y propósito. En un acontecimiento histórico, los propósitos humanos son un factor decisivo, pero no exclusivo. Los otros factores son las instituciones dadas y las condiciones naturales, pero sólo la presencia de acciones con un propósito convierte un acontecimiento en histórico. Los propósitos particulares pueden realizarse o no, o pueden conducir a algo no intentado (de acuerdo con el principio de la «heterogonia de propósitos»); pero la cosa decisiva es que son un factor determinante en los acontecimientos históricos. Los procesos en los que no se persigue ningún propósito no son históricos. El hombre es libre en la medida en que se plantea y persigue propósitos. Transciende la situación dada, dejando lo real por lo posible. No está atado a la situación en la que se encuentra él mismo, y es precisamente esta autotrascendencia la que es la primera y básica cualidad de libertad. Por tanto, no hay ninguna situación histórica que determine por completo cualquier otra situación histórica. La transición de una situación a otra está determinada en parte por la reacción centrada del hombre, por su libertad. De acuerdo con la polaridad de la libertad y del destino, una tal auto transcendencia no es absoluta; surge de Ja totalidad de los elementos del pasado y del presente, pero dentro de estos límites puede producir algo cualitativamente nuevo. Por lo tanto, la tercera característica de la historia humana es la producción de lo nuevo. A pesar de todas las semejanzas abstractas de los acontecimientos pasados y futuros, cada acon-
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tecimiento concreto es único e incomparable en su totalidad. Sin embargo, esta afirmación necesita una cualificación. No solamente en la historia humana es en la que se produce lo nuevo. La dinámica de la naturaleza crea lo nuevo al producir individualidad tanto en las partes más pequeñas como en los compuestos más amplios de la naturaleza y también al producir nuevas especies en el proceso evolutivo y nuevas constelaciones de materia en las extensiones y contracciones del universo. Pero hay una diferencia cualitativa entre estas formas de lo nuevo y lo nuevo en la historia propiamente tal. Esta última está relacionada esencialmente con los significados o valores. Ambos términos pueden ser adecuados si se definen correctamente. La mayor parte de las filosofias de la historia, en los últimos cien años, han hablado de la historia como el dominio en el que los valores son realizados. La dificultad de esta terminología está en la necesidad de introducir un criterio que distinga los valores arbitrarios de los valores objetivos. Los valores arbitrarios, a diferencia de los valores objetivos, no están sujetos a normas tales como la verdad, la expresividad, la justicia, la humanidad, la santidad. Los portadores de valoraciones objetivas son personalidades y comunidades. Si llamamos a tales valoraciones «absolutas» (y con este calificativo queremos decir que su validez es independiente del sujeto que valora), es posible describir la creación de lo nuevo en la historia humana como la creación de las nuevas realizaciones de valor en personalidades centradas. Sin embargo, si existen dudas por la palabra «valor», la podemos sustituir por la palabra «significado». La vida con significado, de acuerdo con las consideraciones previas, es la vida determinada por las funciones del espíritu y las normas y los principios que las controlan. La palabra «significado», por supuesto, no deja de ser ambigua. Pero el simple uso lógico del término («una palabra tiene un significado») queda trascendido si se habla de la «vida con significado». Si se emplea el término «significado» en este sentido, se describiría la producción de lo nuevo en la historia como la producción de nuevas y únicas encarnaciones de significado. Mi preferencia por esta última terminología se basa, en parte, en el rechazo de la teoría del valor anti-ontológico y, en parte, en la importancia de términos como «el significado de la vida» para la filosofia de la religión. U na frase como «el valor de la vida» no tiene ni la profundidad ni la amplitud del «significado de la vida».
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La cuarta característica de la historia adecuada es la unicidad significativa de un acontecimiento histórico. La única, original cualidad de todos los procesos de la vida es compartida por los procesos históricos. Pero el acontecimiento único tiene significación sólo en la historia. Significar algo quiere decir señalar más allá del propio yo a lo que es significado -representar algo. Una personalidad histórica es histórica porque representa acontecimientos más amplios que representan a su vez la situación humana, que representa a su vez el significado del ser en cuanto tal. Las personalidades, las comunidades, los acontecimientos y las situaciones son significativas cuando en ellas mismas se contiene algo más que una incidencia transitoria dentro del proceso universal de lo que acontece. Estas incidencias, de las que aparecen un sinfin cada segundo para volver a desaparecer, no son históricas en sentido propio, pero una combinación de las mismas puede cobrar un significado histórico si representa una potencialidad de una manera única, incomparable. La historia describe la sucesión de tales potencialidades pero con una cualificación decisiva: las describe como aparecen bajo las condiciones de existencia y dentro de las ambigüedades de la vida. Sin la revelación de las potencialidades humanas (generalmente hablando las potencialidades de la vida), las informaciones históricas no relatarían acontecimientos significativos. Sin la incorporación única de estas potencialidades, no aparecerían en la historia; quedarían en puras esencias. Con todo, son significativas, porque están por encima de la historia, por una parte, y por otra, únicas, porque están dentro de la historia. Hay, sin embargo, otra razón para el significado de acontecimientos históricos únicos: el significado del proceso histórico como un todo. Exista o no algo así como una «historia del mundo», los procesos históricos dentro de la humanidad histórica tienen una finalidad interna. Van adelante en una dirección definida, corren hacia una plenitud, tanto si la alcanzan como si no. Un acontecimiento histórico es significativo en la medida en que representa un momento dentro del movimiento histórico hacia el final. Así pues, los acontecimientos históricos son significativos por tres razones: representan las potencialidades esenciales humanas, muestran esas potencialidades realizadas de manera única, y representan momentos en el desarrollo hacia el fin de la historia -en cuyo camino queda simbolizado el fin mismo.
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Las cuatro características de la historia humana (estar relacionada con un propósito, estar influenciada por la libertad, crear lo nuevo en términos de significado, tener significado en un sentido universal, particular y teológico) llevan a la distinción entre la historia humana y la dimensión histórica en general. Las distinciones están implícitas en las cuatro características de la historia humana y se pueden mostrar también desde el otro aspecto, es decir, desde la dimensión de lo histórico en otros dominios que no sean los de la historia humana. Si tomamos como ejemplos la vida de los animales superiores, la evolución de las especies, y el desarrollo del universo astronómico, observamos ante todo que en ninguno de estos ejemplos son efectivos el propósito y la libertad. Los propósitos, por ejemplo, en los animales superiores no van más allá de la satisfacción de sus inmediatas necesidades; los animales no trascienden su cautiverio natural. Ni existe una intención particular que esté operando en la evolución de las especies o en los movimientos del universo. La cuestión es más complicada cuando preguntamos si se da un significado absoluto y unicidad significativa en estos dominios de la vida, por ejemplo, si la génesis de una nueva especie en el dominio animal tiene un significado comparable a la aparición de un nuevo imperio o de un nuevo estilo artístico en la historia humana. E§tá claro que la nueva especie es única, pero la pregunta es si es única significativamente en el sentido de una incorporación de significado absoluto. Nuevamente nuestra respuesta es negativa: no hay ningún significado absoluto y no hay unicidad significativa allí donde la dimensión del espíritu no es real. La unicidad de una especie o de un ejemplar particular dentro de una especie es real pero no últimamente significativa, mientras que el acto por el que una persona se establece a sí misma como persona, una creación cultural con su inagotable sentido, y una experiencia religiosa en la que un significado último irrumpe en los significados preliminares, tienen un significado infinito. Estas afirmaciones se basan en el hecho de que la vida bajo la dimensión del espíritu puede experimentar la ultimidad y crear encarnaciones y símbolos de lo último. Si hubiera un significado absoluto en un árbol o en una nueva especie animal o en una nueva galaxia de estrellas, este significado podría ser captado por los hombres, ya que el hombre experimenta el significado. Este factor en la
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existencia humana ha llevado a la doctrina del valor infinito de todas las almas humanas. Si bien una tal doctrina no es directamente bíblica, va implicada en las promesas y amenazas pronunciadas por todos los autores bíblicos: «cielo» e «infierno» son símbolos de significado último e incondicional. Pero una tal promesa o amenaza sólo se hace con respecto a la vida humana. Sin embargo, no existe ningún dominio de la vida en el que no esté presente y realizada de manera anticipada la dimensión histórica. Aun en el dominio inorgánico, y ciertamente en el orgánico, hay telos (finalidad interna) que es cuasi-histórica, aun cuando el pensamiento no es una parte de la historia propiamente. Esto es verdad también de la génesis de la especie y del desarrollo del universo; son análogos de la historia, pero no son historia propiamente tal. La analogía aparece en la espontaneidad en la naturaleza, en lo nuevo producido por el progreso en la evolución biológica, en la unicidad de las constelaciones cósmicas. Pero queda en analogía. Carecen de libertad y de significado absolutos. La dimensión histórica en la vida universal es análoga a la vida en la historia propiamente tal, pero no es ella misma historia. En la vida universal sólo se realiza la dimensión del espíritu de manera anticipada. Existen analogías entre la vida bajo la dimensión biológica y la vida bajo la dimensión del espíritu, pero lo biológico no es espíritu. Por tanto la historia queda en dimensión anticipada, pero no realizada, en todos los dominios con la sola excepción del dominio propio de la historia humana.
c)
Prehistoria y posthistoria
El desarrollo de la historia anticipada a la concreta se puede describir como la etapa del hombre prehistórico. En algunos aspectos ya es hombre, pero aún no es hombre histórico. Ya que si se da el nombre de «hombre» a ese ser que eventualmente hará historia, debe tener libertad para establecerse unos propósitos, debe tener un lenguaje y unos universales, por limitados que puedan ser, y debe tener también unas posibilidades artísticas y cognoscitivas y un sentido de lo santo. Si tuviera todo esto sería ya histórico de una manera en que ningún otro ser en la naturaleza es histórico, pero la potencialidad histórica en él sólo estaría en transición de la posibilidad a la realidad. Se trataría,
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en lenguaje metafórico, del estado del «despertar» de la humanidad. No hay ninguna manera de verificar un tal estado; con todo debe ser postulado como base para el posterior desarrollo del hombre y se puede emplear como arma crítica contra las ideas no realistas acerca del estado primitivo de la humanidad que atribuye al hombre prehistórico demasiadas cosas ya sea por exceso ya por defecto. Se le atribuyen cosas por exceso cuando se le dota con toda clase de perfecciones que anticipan o bien con desarrollos posteriores e incluso con un estado de plenitud. Ejemplos de ello lo tenemos en las interpretaciones teológicas del mito del paraíso que atribuyen a Adán las perfecciones de Cristo y las interpretaciones seculares del estado original de la humanidad que atribuyen al «noble salvaje» las perfecciones del ideal humanista del hombre. Por otro lado se peca por defecto cuando es tan poco lo que se le atribuye al hombre prehistórico que se le considera como una bestia, sin la posibilidad, por lo menos, de los universales y, por consiguiente, del lenguaje. Si ello fuera verdad, no habría hombre prehistórico, y el hombre histórico sería una «creación de la nada». Pero toda la evidencia empírica va contra una tal suposición. El hombre prehistórico es aquel ser orgánico que está predispuesto a actualizar las dimensiones del espíritu y de la historia y que, en su desarrollo, se dirige hacia su realización. No hay un momento identificable en el que la autoconciencia animal se convierte en espíritu humano y en el que el espíritu humano entra en la dimensión histórica. La transición de una dimensión a otra es oculta, si bien el resultado de esta transición es obvio cuando aparece. No sabemos cuándo saltó la chispa de la conciencia histórica en la raza humana, pero sí que reconocemos expresiones de esta conciencia. Podemos distinguir al hombre histórico del prehistórico si bien no sabemos el momento de transición del uno al otro debido a lo entremezclado de una transformación lenta y a las lagunas repentinas propias de todos los procesos evolutivos. Si la evolución procediera sólo por saltos, se podría identificar el resultado de cada salto. Si la evolución procediera sólo por una transformación lenta, no podría apreciarse ningún cambio radical en absoluto. Ahora bien, los procesos evolutivos combinan ambos aspectos, el salto y el cambio lento y, por tanto, aunque se pueden distinguir los resultados, no se pueden ftjar los momentos en los que aparecen.
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La oscuridad que vela la humanidad prehistórica no se debe a un fallo previo científico sino más bien a lo indefinido que es todo proceso evolutivo con respecto a la aparición de lo nuevo. El hombre histórico es nuevo, pero es el hombre prehistórico el que le prepara para ello y lo anticipa de alguna manera y este punto de transición del uno al otro es esencialmente indefinido. Se debe hacer una consideración similar para tratar de la idea de la posthistoria. La pregunta es la de si se debe anticipar una etapa del proceso evolutivo en la que la humanidad histórica, si bien no como raza humana, llegue a su fin. El significado de esta pregunta está en su relación con las ideas utópicas con respecto al futuro de la humanidad. La etapa última del hombre histórico ha sido identificada con la etapa final de plenitud -con el reino de Dios realizado en la tierra. Pero lo «último» en el sentido temporal no es lo «final» en el sentido escatológico. No es por pura casualidad que el nuevo testamento y Jesús se resistieran al intento de poner los símbolos del final dentro de una estructura cronológica. Ni el mismo Jesús sabe cuándo llegará el final; es independiente del desarrollo histórico-posthistórico de la humanidad, si bien se emplea en su descripción simbólica el modo «futuro». Esto deja abierto el futuro de la humanidad históri<(a a posibilidades que se derivan de la experiencia presente. Por ejemplo, no es imposible que el poder autodestructivo de la humanidad prevalezca y conduzca a la humanidad histórica a un fin. Es posible también que la humanidad pierda no su potencial libertad de trascender lo dado --esto haría de ella algo que ya no sería humano-- sino el descontento con lo dado y por consiguiente la tendencia hacia lo nuevo. El carácter de la raza humana en este estado sería similar al que Nietzsche ha descrito como el «último hombre» que «lo sabe todo» y no tiene interés por nada; sería el estado de «animales sagrados». Las utopías negativas de nuestro siglo, como la de Brave new world (Un mundo feliz) anticipan -acertada o equivocadamente- una tal etapa de evolución. Una tercera posibilidad es la continuación de la tendencia dinámica de la raza humana hacia una realización imprevisible de las potencialidades, hasta la gradual o repentina desaparición de las condiciones biológicas y fisicas para la continuación de la humanidad histórica. Estas y tal vez otras oportunidades de la humanidad posthistórica se pueden adivinar y liberar de todo
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embrollo con los símbolos del «final de la historia» en su sentido escatológico. d)
Los portadores de historia: las comunidades, las personalidades, la humanidad
El hombre se realiza a sí mismo como persona en el encuentro con otras personas dentro de una comunidad. El proceso de autointegración bajo la dimensión del espíritu realiza tanto la personalidad como la comunidad. Si bien hemos descrito la realización de la personalidad en conexión con los principios morales, hemos retrasado hasta aquí la discusión de la realización de la comunidad porque los procesos de la vida en una comunidad vierten determinados de manera inmediata por la dimensión histórica de acuerdo con el hecho de que los portadores directos de historia son grupos más bien que individuos, que sólo son portadores indirectos. Los grupos portadores de historia se caracterizan por su capacidad de actuar de una manera centrada. Deben tener un poder centrado que es capaz de mantener unidos a los individuos que pertenecen a él y que es capaz de preservar su poder en el encuentro con grupos de poder similar. A fin de poder realizar la primera condición, un grupo portador de historia debe tener una autoridad central, que legisla, que administra y que reafirma. A fin de poder realizar la segunda condición, un grupo portador de historia debe tener instrumentos para mantenerse a sí mismo en el poder en el encuentro con otros poderes. Ambas condiciones se cumplen en lo que, con terminología moderna, llamamos un «estado» y, en este sentido, la historia es la historia de los estados. Pero esta afirmación necesita varias cualificaciones. En primer lugar, se debe señalar el hecho de que el término «estado» es mucho más reciente que las organizaciones al estilo de las estatales, de las grandes familias, clanes, tribus, ciudades y naciones, en las que se realizaron previamente las dos condiciones de ser portadores de historia. En segundo lugar, se debe destacar que la influencia histórica se puede ejercer de muchas maneras, mediante grupos y movimientos económicos, culturales y religiosos que operan dentro de un estado o que se esparcen a través de muchos estados. Con todo, su efecto histórico está condicionado por la existencia del poder
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organizado interno y externo de los grupos portadores de historia. El hecho de que, en muchos países, incluso las épocas de estilo artístico reciben su nombre de los emperadores o de listas de emperadores indica el carácter básico que tiene la organización política para toda existencia histórica. Se describió el grupo portador de historia como un grupo centrado con poder interno y externo. Esto, sin embargo, no significa que el poder político, en ambas direcciones, sea un mecanismo independiente de la vida del grupo. En toda estructura de poder las relaciones eros subyacen a la forma organizativa. El poder a través de administrar y reforzar una ley, o el poder a través de imponer una ley por conquista, presupone un grupo de poder centrado cuya autoridad es reconocida, por lo menos silenciosamente; de otra manera no tendría el apoyo necesario para el refuerzo o la conquista. La retirada de un tal conocimiento silencioso por parte de quienes apoyan una estructura de poder sería su final. El apoyo se basa en una experienci~ de pertenencia, en una forma de eros comunitario que no excluye las luchas por el poder dentro del grupo que apoya pero que lo une frente a otros grupos. Esto es obvio en todas las organizaciones similares al estado, desde la familia hasta la nación. Las relaciones de sangre, de lengua, de tradiciones y recuerdos crean muchas formas de eros que hacen posible la estructura de poder. La preservación, por medio del refuerzo, y el incremento, por medio de la conquista, son una consecuencia pero no la causa del poder histórico de un grupo. El elemento de obligatoriedad, en toda estructura de poder histórico, no es su fundamento sino una condición inevitable de su existencia. Es, al mismo tiempo, la causa de su destrucción si las relaciones eros desaparecen o se reemplazan completamente por la fuerza. Una manera, entre otras, como se expresan a sí mismas las relaciones eros que están subyacentes en una estructura de poder consiste en los principios legales que determinan las leyes y su administración por el centro rector. El sistema legal de un grupo portador de historia no se deriva ni de un concepto abstracto de justicia ni de la voluntad de poder del centro rector. Ambos factores contribuyen a la estructura concreta de justicia. También la pueden destruir si prevalece uno de los dos, ya que, ninguno de ellos, es la base de una estructura similar a
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la del estado. La base de todo sistema legal está en las relaciones eros del grupo en el que aparecen. Sin embargo, no es sólo el poder del grupo en términos de reforzar la unidad interna y la seguridad externa sino también la finalidad hacia la que se dirige lo que le convierte en un grupo portador de historia. La historia corre en dirección horizontal y los grupos que le dan esta dirección están determinados por una finalidad hacia la que se esfuerzan por llegar y por un destino que tratan de realizar. Se podría llamar a esto la «conciencia vocacional» de un grupo portador de historia. Varía de grupo a grupo, no sólo en carácter, sino también en grado de conciencia y de poder motivante. Pero un sentimiento vocacional ha estado presente desde los primeros tiempos de la humanidad histórica. Su expresión más conspicua tal vez, sea, la llamada de Abrahán en la que la conciencia vocacional de Israel encuentra su expresión simbólica; y encontramos formas análogas en China, Egipto y Babilonia. La conciencia vocacional de Grecia se expresó en la distinción entre griegos y bárbaros, la de Roma se basaba en la superioridad de la ley romana, la de la Alemania medieval en el símbolo del sacro imperio romano de nacionalidad germánica, la de Italia en el «renacimiento» de la civilización en el Renacimiento, la de España en la idea de la unidad católica del mundo, la de Francia en su liderazgo en la cultura intelectual, la de Inglaterra en la tarea de someter todos los pueblos a un humanismo cristiano, la de Rusia en la salvación de Occidente a través de las tradiciones de la iglesia griega o a través de la profecía marxista, la de los Estados Unidos e9 la creencia en un nuevo principio en el que son superadas las maldiciones del viejo mundo y realizada la tarea misionera democrática. Allí donde la conciencia vocacional se ha desvanecido o allí donde jamás se llegó a realizar con plenitud, como en la Alemania e Italia del siglo XIX y en estados más pequeños con fronteras artificiales, el elemento de poder se convierte en el predominante ya sea en un sentido agresivo o meramente defensivo. Pero incluso en estos casos, como muestran los recientes ejemplos de Alemania e Italia, la necesidad de una autocomprensión vocacional es tan fuerte que se aceptaron los absurdos del racismo nazi porque llenaban un vacío.
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El hecho de una conciencia vocacional muestra que el contenido de la historia es la vida del grupo portador de historia en todas sus dimensiones. No queda excluida del recuerdo vivo del grupo ninguna dimensión de la vida, pero hay diferencias en la elección. El dominio político predomina siempre porque es el constitutivo de la existencia histórica. Dentro de esta estructura tienen un mismo derecho a ser tenidos en cuenta los desarrollos sociales, económicos, culturales y religiosos. En algunos períodos, se puede poner más énfasis -y en otros menos- en cualquiera de ellos. Ciertamente, la historia de las fm;i.ciones culturales del hombre no queda confinada a ningún grupo concreto portador de historia, ni incluso al más amplio. Pero si el historiador, cultural o religioso, cruza las fronteras políticas tiene conciencia de que esto es una abstracción de la vida real, y no olvida que las unidades políticas, ya sean amplias o reducidas, continúan siendo las condiciones de toda vida cultural. No se puede despreciar la primacía de la historia política, ya sea por una historia intelectual independiente, exigida por los historiadores idealistas, ya sea por una historia económica determinante, exigida por los historiadores materialistas. La historia misma ha refutado las exigencias de esta última cuando parecía estar cerca de su plenitud, como en el Israel sionista o en la Rusia comunista. Es significativo que el símbolo con el que la Biblia expresa el significado de la historia es político: «reino de Dios», y no «vida del Espíritu» o «abundancia económica». El elemento de centralidad que caracteriza el dominio político lo convierte en un símbolo adecuado del fin último de la historia. Esto nos lleva a la pregunta de si se podría llamar a la humanidad, con preferencia a los grupos humanos particulares, la portadora de la historia. Ya que el carácter limitado de los grupos parece romper necesariamente la unidad que se intenta con el símbolo «reino de Dios». Pero la forma de esta pregunta prejuzga la respuesta; la finalidad de la historia no se encuentra en la historia. No hay ninguna humanidad unida dentro de la historia. Ciertamente no existió en el pasado; ni puede existir en el futuro porque una humanidad políticamente unida, si bien es imaginable, sería una diagonal entre vectores convergentes y divergentes. Su unidad política sería la armadura de una desunión que es la consecuencia de la libertad humana con su dinámica que sobrepasa todo lo dado. La situación sería distin-
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ta solamente si la unidad fuera el final de la historia y la estructura para la etapa posthistórica en la que la libertad despertada del hombre habría llegado a su descanso. Este sería el estado de «bienaventuranza animal». Mientras haya historia, una «humanidad unida» es la estructura de una «humanidad desunida». Sólo en la posthistoria podría desaparecer la desunión, pero una tal etapa no sería el reino de Dios, ya que el reino de Dios no es una «bienaventuranza animal». Los grupos históricos son comunidades de individuos. No son entidades al lado o por encima de los individuos que las constituyen; son productos de la función social de estos individuos. La función social produce una estructura que logra una independencia parcial con respecto a los individuos (corno ocurre en todas las otras funciones), pero esta independencia no produce una nueva realidad, con un centro de voluntad y de acción. No es «la comunidad» la que quiere y actúa; son los individuos en su cualidad social y a través de sus representantes quienes hacen posibles las acciones comunitarias al hacer posible la centralidad. La «decepción de personificar el grupo» se debe revelar y denunciar, especialmente para destacar los abusos tiránicos de esta decepción. De manera que debemos preguntar de nuevo: ¿en qué sentido es el individuo un portador de historia? A pesar de la crítica de cualquier intento de personificar el grupo, la respuesta debe ser la de que el individuo es portador de historia solamente en relación con un grupo portador de historia. Su proceso de vida individual no es historia, y por tanto la biografia no es historia. Pero puede resultar significativo o bien corno el relato de alguien que activa y simbólicamente representa a un grupo portador de historia (César, Lincoln) o corno un individuo que representa el término medio dentro de un grupo (el campesino, el burgués). La relación con el grupo de individuos históricamente significativos es especialmente obvia en personas que han abandonado la comunidad para retirarse al «desierto» o para dirigirse al «exilio». En la medida en que son históricamente significativos, permanecen en relación con el grupo del que proceden y al que podrían volver, o establecen una nueva relación con el nuevo grupo en el que entran y en el que pueden llegar a ser históricamente significativos. Pero en cuanto simples individuos no tienen ninguna significación histórica. La historia es la historia de los grupos.
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Esto, sin embargo, no responde a la pregunta: ¿quién determina los procesos históricos, los «grandes» individuos o los movimientos de masas? Puesta así la pregunta no tiene contestación posible porque no se puede encontrar ningún tipo de evidencia empírica para apoyar un punto de vista u otro. También la pregunta es engañosa. El adjetivo «grande», en historia, se atribuye a las personas que son grandes como líderes en los movimientos de los grupos portadores de historia. El término «grande» en este sentido implica relación con las masas. Los individuos que han tenido una grandeza histórica potencial pero que jamás han alcanzado la realización no reciben el nombre de grandes, ya que la potencialidad para la grandeza sólo se puede probar por medio de su realización. Hablando concretamente, se habría de decir que nadie puede alcanzar una grandeza histórica si no es recibido por grupos portadores de historia. Por otro lado, los movimientos de masa jamás ocurrirían sin el poder productivo de los individuos en quienes las potencialidades y las tendencias reales de muchos se hacen conscientes y llegan a ser formuladas. La pregunta de si son los individuos o las «masas» quienes determinan la historia debe ser reemplazada por una descripción exacta de su mutua relación.
2.
LA HISTORIA Y LAS CATEGORÍAS DEL SER
a)
Procesos y categorías de la vida
En la segunda parte de la teología sistemática, «El ser y Dios», nos ocupamos de las principales categorías -tiempo, espacio, causalidad y substancia- y mostramos su relación con la finitud del ser. Cuando en la cuarta parte caracterizamos las diferentes dimensiones de la vida, no nos ocupamos de las relaciones de las categorías con las dimensiones. Se omitió a fin de poder considerar estas relaciones en su totalidad, incluyendo la dimensión histórica. Cada categoría se diferencia dentro de sí misma de acuerdo con la dimensión bajo la que es efectiva. Por ejemplo, no hay un tiempo para todas las dimensiones, para lo orgánico, lo inorgánico, lo psicológico, lo histórico; pero en cada una de ellas hay tiempo. El tiempo es un concepto independiente y relativo a la
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vez: el tiempo permanece tiempo en todo el dominio de la finitud; pero el tiempo de una ameba y el tiempo del hombre histórico son diferentes. Y lo mismo es verdad de las otras categorías. Sin embargo, se puede describir lo que identifica a cada una de las cuatro categorías, justificando la identidad del término de la siguiente manera: se puede definir aquello que hace al tiempo tiempo, bajo todas las dimensiones, como el elemento de «tras-posición». La temporalidad es tras-posición en cada una de sus formas. Por supuesto que una tal definición no es posible sin usar la categoría de tiempo que va implícita en la frase «tras-posición». Sin embargo, tiene su utilidad extrapolar este elemento, porque está cualificado de diferentes maneras bajo diferentes dimensiones, si bien permaneciendo en toda forma la base de temporalidad. De la misma manera se puede definir lo que hace al espacio bajo todas las dimensiones como el elemento de «yuxta-posicióm>. Tampoco se trata aquí de una verdadera definición porque incluye ya en la definición lo que ha de ser definido: la categoría de espacio está implicada en la frase «yuxta-posición». De nuevo aquí parece conveniente extrapolar este elemento, porque identifica el espacio como espacio, por muy cualificado que pueda estar por otros elementos. Lo que hace causa a una causa es la relación en la que una situación consecuente está condicionada por una precedente, si bien el carácter de este condicionamiento es diferente bajo las diferentes dimensiones de la vida. El condicionamiento ejercido por un cuerpo sólido en movimiento sobre otro cuerpo sólido es diferente del condicionamiento de un acontecimiento histórico por otros precedentes. La categoría de substancia expresa la unidad que permanece en el cambio de lo que llamamos «accidentes». Es eso literalmente lo que está subyacente en un proceso evolutivo y le da su unidad, convirtiéndolo en algo definido, relativamente duradero. La substancia en este sentido caracteriza a los objetos bajo todas las dimensiones, pero no de la misma manera. La relación de una substancia química con sus accidentes es diferente de la relación de la substancia de la cultura feudal con sus manifestaciones. Pero «la unidad que permanece en el cambio» caracteriza igualmente ambas substancias. La pregunta que se suscita ahora es la de si, a pesar de las diferencias en las relaciones de las categorías con las dimensio-
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nes de la vida, hay una unidad en cada categoría, no sólo del elemento que determina la definición, sino también de las formas realizadas en las que se aplican y cualifican. Hablando concretamente, la pregunta sería: ¿existe un tiempo que comprenda todas las formas de temporalidad, un espacio que comprenda todas las formas de espacialidad, una causalidad que implique todas las formas de causalidad, una substancialidad que implique todas las formas de substancialidad? El hecho de que todas las partes del universo sean contemporales, coespaciales, condicionadas entre sí causalmente y substancialmente distintas unas de otras exige una respuesta afirmativa a la pregunta de la unidad categórica del universo. Pero esta unidad no puede ser conocida, al igual que el universo, en cuanto universo, no puede ser conocido. El carácter de un tiempo que no está relacionado con algunas de las dimensiones de la vida sino con todas ellas, trascendiendo así a todas, pertenece al misterio del mismo ser. La temporalidad, no relacionada con ningún proceso temporal identificable, es un elemento en el fondo del tiempo transtemporal, creador de tiempo. La espacialidad, no relacionada con ningún espacio identificable, es un elemento en el fondo del espacio transespacial, creador de espacio. La causalidad, no relacionada con ningún nexo causal identificable, es un elemento en el fondo de la causalidad transcausal, creador de causalidad. La substancialidad, no relacionada con ninguna forma substancial identificable, es un elemento en el fondo de la substancialidad trans-substancial, creador de substancia. Estas consideraciones, además de su significado inmediato para la pregunta antes planteada, dan la base para el uso de las categorías en el lenguaje de la religión. Este uso está justificado, porque las categorías tienen en su misma naturaleza un punto de autotrascendencia. Los ejemplos siguientes están escogidos de acuerdo con su importancia para la comprensión de los procesos históricos, al igual que las mismas cuatro categorías están escogidas --en el conjunto del sistema- sobre la base de su importancia para la comprensión del lenguaje religioso. Se podrían haber escogido otras categorías así como otros ejemplos de sus funciones bajo las diferentes dimensiones de la vida. El análisis no es completo y probablemente, tal como ha mostrado la historia de la doctrina de las categorías, no pueda ser completo por su misma
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naturaleza; la línea fronteriza entre las categorías y sus dominios está abierta a un proceso indefinido de reformulación. b)
El tiempo, el espacio y las dimensiones de la vida en general
Es conveniente y en cierta manera es inevitable (como ha mostrado Kant), ocuparse del tiempo y del espacio con mutua interdependencia. Hay una especie de relación proporcional en el grado en el que predomina el tiempo o el espacio en un reino de seres. Generalmente hablando, se puede decir que mientras más esté un reino bajo el predominio de la dimensión inorgánica, tanto más lo está también bajo el predominio del espacio; y al contrario, cuanto más está un reino bajo el predominio de la dimensión histórica tanto más lo está bajo el predominio del tiempo. En las interpretaciones de la vida y de la historia, este hecho ha llevado a la «lucha entre tiempo y espacio», que aparece de la manera más conspicua en la historia de la religión. En los reinos que están determinados por la dimensión de lo inorgánico, el espacio es, casi sin restricción, la categoría dominan te. Ciertamente, las cosas inorgánicas se mueven en el tiempo, y sus movimientos se calculan con medidas temporales; pero este cálculo ha sido introducido en el cálculo de los procesos fisicos como una «cuarta dimensión» del espacio. La solidez espacial de los objetos fisicos, es decir, su poder para procurarse un lugar impenetrable, particular, se encuentra continuamente en la vida normal de cada uno. Existir significa ante todo tener un lugar entre los lugares de todos los demás seres y resistir a la amenaza de perder la propia plaza y con ella también la existencia. La cualidad de yuxta-posición que caracteriza todo espacio tiene la cualidad de exclusividad en el reino inorgánico. La misma exclusividad caracteriza al tiempo bajo el predominio de la dimensión de lo inorgánico. A pesar de la continuidad del fluir del tiempo, todo momento de tiempo discernible es un proceso fisico, excluye los momentos precedentes y siguientes. Una gota de agua que va corriendo río abajo está aquí en este momento y allí en el momento siguiente y no hay nada que una los dos momentos. Es este carácter de tiempo el que hace la trasposición de la temporalidad exclusiva. Y es una mala teología la
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que emplea la continuación incesante de este tipo de tiempo como símbolo material de la eternidad. En los reinos que están determinados por la dimensión de lo biológico, se presenta una nueva dimensión, tanto del tiempo como del espacio: el carácter exclusivo de yuxta-posición y trasposición queda roto por un elemento de participación. El espacio de un árbol no es el espacio de un agregado de partes inorgánicas desconectadas sino el espacio de una unidad de elementos interdependientes. Las raíces y las hojas tienen un espacio exclusivo sólo en la medida en que están determinadas por la dimensión de lo inorgánico; pero bajo el predominio de lo orgánico tienen una mutua participación, y lo que ocurre en las raíces ocurre también en las hojas y viceversa. La distancia entre las raíces y las hojas no tiene la cualidad de la exclusividad. De la misma manera, la tras-posición exclusiva de la temporalidad queda rota por la participación de las etapas de crecimiento dentro de cada uno; en el ahora presente, son efectivos el pasado y el futuro. Y sólo aquí los modos del tiempo se convierten en reales y cualifican la realidad. En el árbol joven va incluido el árbol viejo como «aún no», y a la inversa, el joven árbol está incluido en el viejo como «ya no». La inmanencia de todas las etapas de crecimiento en cada etapa del crecimiento de un ser viviente supera la exclusividad temporal. Así como el espacio de todas las partes de un árbol es el árbol entero, así el tiempo de todos los momentos de un proceso de crecimiento es el proceso entero. Cuando en la vida animal aparece la dimensión de la autoconciencia, la inmanencia del pasado y del futuro en el ahora presente se experimenta como memoria y anticipación; aquí fa inmanencia de los modos del tiempo es no sólo real sino que se conoce también como real. En el reino psicológico (bajo el predominio de la autoconciencia), el tiempo de un ser viviente es un tiempo experimentado, el presente experimentado que incluye el pasado recordado y el futuro anticipado en términos de participación. La participación no es identidad, y no se elimina el elemento de tras-posición; pero su exclusividad queda rota, tanto en la realidad como en la conciencia. Bajo la dimensión de autoconciencia, la espacialidad es correlativa de temporalidad. Es el espacio del movimiento autodirigido en el que se supera en parte la yuxta-posición de todas las formas. El
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espacio de un animal no es sólo el espacio ocupado por la física existencia de su cuerpo sino también el espacio de su movimiento autodirigido, que puede ser muy pequeño, como en algunos animales inferiores, o muy grande, como, por ejemplo, en las aves migratorias. El espacio cubierto por su movimiento es su espacio. En el tiempo y el espacio de crecimiento y autoconciencia, aún predomina el espacio sobre el tiempo, pero queda roto su predominio absoluto. En la dirección del crecimiento y el carácter futurista de la autoconciencia, el tiempo, por así decirlo, se prepara para la ruptura total de su sumisión al espacio lo cual ocurre en el tiempo bajo la dimensión de la historia («el tiempo histórico»). Con la aparición de la dimensión del espíritu como predominante, se presenta otra forma de yuxta-posición y de trasposición; el tiempo y el espacio del espíritu. Su primera característica, dada con el poder de abstracción, es una ilimitación esencial. La mente experimenta límites trascendiéndolos. En el acto de creatividad, básicamente en lenguaje y técnica, lo limitado se sitúa como limitado en contraste con la posibilidad de ir más allá de él sin límite. Esta es la respuesta a la pregunta del carácter finito o infinito del tiempo y del espacio (como ha visto Kant, siguiendo a este respecto la tradición agustinocusana). No se puede responder a la pregunta en el contexto del tiempo y el espacio de lo inorgánico, de lo biológico o de lo psicológico; sólo se puede responder en el contexto del tiempo y del espacio del espíritu creador. El tiempo del espíritu creador une un elemento de ilimitación abstracta con un elemento de limitación concreta. La misma naturaleza de la creación como un acto del espíritu implica esta dualidad: crear significa trascender lo dado en la dirección horizontal sin límites a priori, y significa traer algo a una existencia definida, concreta. El dicho: «La autolimitación muestra al maestro» implica tanto la posibilidad de lo ilimitado como la necesidad de la limitación en el acto creador. La concreción del tiempo bajo la dimensión del espíritu da al tiempo un carácter cualitativo. El tiempo de una creación no está determinado por el tiempo físico en el que se produce sino por el contexto creador que se emplea y que queda transformado por él. El tiempo de una pintura no es ni el margen de tiempo en el que se pintó ni la fecha en que se acabó, sino el tiempo que queda cualificado por la situación en el
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desarrollo de la pintura al que pertenece y que hace cambiar hacia un grado inferior o superior. El espíritu tiene un tiempo que no se puede medir por el tiempo fisico si bien él permanece dentro del conjunto del tiempo fisico. Esto, por supuesto, nos lleva a la pregunta de cómo se relacionan el tiempo fisico y el tiempo del espíritu, es decir, a la pregunta del tiempo histórico. Afirmaciones análogas se deben hacer acerca del espacio del espíritu. Parece rara la combinación de las palabras espacio y espíritu pero sólo si se entiende espíritu como un nivel incorpóreo del ser en lugar de una dimensión de la vida, en unión con todas las demás dimensiones. En realidad el espíritu tiene su espacio así como su tiempo. El espacio del espíritu creador une un elemento de ilimitación abstracta con un elemento de limitación concreta. La transformación creadora de un ambiente dado no tiene límites impuestos por este ambiente; el acto creador corre hacia adelante en el espacio sin límites, no sólo en la imaginación sino también en la realidad (como se demuestra en la así llamada conquista del espacio en nuestros días). Pero la creación implica concreción, y la imaginación debe volver al ambiente dado que a través del acto de trascender y regresar se convierte en una sección del espacio universal con un carácter particular. Se convierte en un espacio de asentamiento -una casa, un pueblo, una ciudad. Se convierte en un espacio de permanencia social dentro de un orden social. Se convierte en un espacio de comunidad tal como la familia, la vecindad, la tribu, la nación. Se convierte en un espacio de trabajo tal como la tierra, la fábrica, la escuela, el taller. Estos espacios son cualitativos, permanecen dentro de la estructura del espacio fisico pero no pueden ser medidos por él. Y así se suscita la pregunta de cómo se relacionan entre sí el espacio fisico y el espacio del espíritu, o sea, la pregunta acerca del espacio histórico. c)
El tiempo y el espacio bajo la dimensión de la historia
La pregunta de la relación del tiempo y el espacio fisicos con el tiempo y el espacio bajo la dimensión del espíritu nos ha conducido al problema de la historia y de las categorías. En los procesos que llamamos históricos en sentido propio, los que quedan reservados al hombre, todas las formas de tras-posición
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y de yuxta-posición son directamente efectivas; la historia se mueve en el tiempo y el espacio del reino inorgánico. En la historia hay grupos centrados que crecen y envejecen y desarrollan órganos, de manera análoga a la existente en la dimensión de la autoconciencia. Por tanto la historia incluye tiempo y espacio, cualificado por el crecimiento y la autoconciencia. Y la historia determina y está determinada por la interdependencia, por la vida bajo la dimensión del espíritu. En la historia el acto creador del espíritu y con él el tiempo y el espacio del espíritu están siempre presentes. Pero el tiempo y el espacio histórico muestran cualidades más allá de las cualidades temporales y espaciales de las dimensiones precedentes. Ante todo, en la historia el tiempo predomina sobre el espacio mientras que en el reino inorgánico es el espacio el que predomina sobre el tiempo. Pero la relación de estos dos extremos no es la de una simple polaridad: en la historia las potencialidades de lo inorgánico se convierten en reales; por tanto el reino histórico realizado incluye el reino inorgánico realizado, pero no al revés. Esta relación se aplica también al tiempo y al espacio. El tiempo histórico incluye el tiempo inorgánico realmente; el tiempo inorgánico incluye el tiempo histórico sólo potencialmente. En todo acontecimiento histórico los átomos se mueven de acuerdo con el orden del tiempo inorgánico, pero no todo movimiento de átomos provee una base para un acontecimiento histórico. Esta diferencia de las dimensiones contrastadas con respecto al tiempo es también verdadera de manera análoga con respecto al espacio. El espacio histórico incluye el espacio del reino fisico así como el espacio de crecimiento, de autoconciencia, de creatividad. Pero así como en los reinos orgánico e inorgánico el tiempo estaba subordinado al espacio, así bajo la dimensión histórica el espacio queda subordinado al tiempo. Esta relación particular del espacio con el tiempo en el reino de la historia requiere primero un análisis del tiempo histórico. El tiempo histórico se basa en una característica decisiva de la forma de tras-posición, y esa característica es la irreversibilidad. Bajo ninguna dimensión el tiempo va hacia atras. Algunas cualidades de un momento particular del tiempo pueden repetirse a sí mismas, pero sólo aquellas cualidades que son abstraídas de una situación total. La situación en la que reaparecen,
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por ejemplo, una puesta de sol o el rechazo de lo creativamente nuevo por la mayoría de gente, es diferente cada vez, y por consiguiente, incluso los elementos abstraídos tienen sólo similitud, no identidad. El tiempo, por así decirlo, corre adelante hacia lo nuevo, lo único, lo original, incluso en las repeticiones. En este sentido el tiempo tiene una señal de identificación en todas las dimensiones; la tras-posición no puede ser reinvertida. Pero dada esta base común, el tiempo histórico tiene una cualidad que le es peculiar. Está unida con el tiempo del espíritu, el tiempo creador, y aparece como el tiempo que corre hacia la plenitud. Todo acto creador apunta a algo. Su tiempo es el tiempo entre la visión de la intención creadora y la creación llevada a la existencia. Pero la historia trasciende todo acto creador horizontalmente. La historia es el lugar de todos los actos creadores y caracteriza a cada uno de ellos como sin plenitud a pesar de su plenitud relativa. Conduce más allá de todos ellos hacia una plenitud que no es relativa y que no tiene necesidad de otra temporalidad para su plenitud. En el hombre histórico, como portador del espíritu, el tiempo que corre hacia la plenitud se hace consciente de su naturaleza. En el hombre, aquello hacia lo que el tiempo está corriendo se convierte en fin consciente. Los actos históricos de un grupo histórico se dirigen hacia una plenitud que trasciende toda creación particular y que se considera la finalidad de la misma existencia histórica. Pero la existencia histórica está enclavada en la existencia universal sin que se la pueda separar. «La naturaleza participa en la historia» y en la plenitud del universo. Con respecto al tiempo histórico esto significa que la plenitud hacia la que corre el tiempo histórico es la plenitud hacia la que corre el tiempo bajo todas las dimensiones. En el acto histórico la plenitud del tiempo universal se convierte en un fin consciente. La pregunta de los símbolos con los que se ha expresado esta finalidad y con los que se debe expresar es idéntica a la pregunta del «final de la historia», y se debe contestar con la respuesta a esta pregunta. La respuesta dada en nuestro contexto es «la vida eterna». El tiempo bajo dimensiones no-históricas ni carece de fin ni acaba. No se puede hacer la pregunta de su principio (lo cual debe disuadir a la teología de identificar un supuesto principio del tiempo fisico con el símbolo de la creación). Ni se puede hacer la pregunta de su final (lo cual debe disuadir a la teología
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de identificar un supuesto final fisico con el símbolo de la consumación). El final de la histórica es el fin de la historia como indica la palabra «final». El final es el fin realizado, aunque este fin pueda ser adivinado tan solo. Con todo, allí donde hay un final debe haber un principio, el momento en el que se experimenta la existencia como no realizada y en el que inicia la marcha hacia la plenitud. El principio y el final del tiempo son cualidades que pertenecen al tiempo histórico esencialmente y a cada momento. De acuerdo con la unidad multidimensional de todas las dimensiones de la vida, no puede haber tiempo sin espacio y por consiguiente, ningún tiempo histórico sin espacio histórico. El espacio en la dimensión histórica está bajo el predominio del tiempo. La yuxta-posición de todas las relaciones espaciales aparece en la dimensión histórica como el encuentro de los grupos portadores de historia, sus separaciones, luchas y reuniones. El espacio sobre el que están se caracteriza por las distintas clases de yuxta-posición bajo las diferentes dimensiones. Pero aún más allá tienen la cualidad de conducir hacia una unidad que las trasciende a todas sin aniquilarlas ni a ellas ni a sus potencialidades creadoras. En el símbolo «reino de Dios», que señala la finalidad hacia la que corre el tiempo histórico, es obvio el elemento espacial: un «reino» es un dominio, un lugar junto a otros lugares. Por supuesto que el lugar del que Dios es el gobernador no es un lugar junto a otros sino un lugar por encima de los demás lugares; sin embargo, se trata de un lugar y no de una «espiritualidad» inespacial en el sentido dualista. El tiempo histórico, que conduce hacia la plenitud, es real en las relaciones de los espacios históricos. Y así como el tiempo histórico incluye todas las otras formas de tiempo, así el espacio histórico incluye todas las otras formas de espacio. Así como en el tiempo histórico el significado de la tras-posición es elevado a la conciencia y se ha convertido en problema humano, así en el espacio histórico el significado de yuxta-posición es elevado a la conciencia y se ha convertido también en un problema. La respuesta en ambos casos es idéntica a la respuesta a la pregunta de la finalidad del proceso histórico.
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d)
La causalidad, la substancia y las dimensiones de la vida en general
La causalidad en la dimensión de lo histórico se debe considerar tanto en contraposición como en unidad con la substancia; pero a fin de comprender el carácter especial de ambas bajo la dimensión histórica, se debe analizar su naturaleza en los otros dominios. Como en el caso del tiempo y del espacio, hay un elemento que es común a la causalidad en todas sus variedades, a saber, la relación en la que un complejo precede a otro de tal manera que el otro no sería lo que es sin el precedente. Una causa es un precedente condicionante, y la causalidad es el orden de cosas según el cual se da un precedente condicionante para cada cosa. Las implicaciones de este orden para la comprensión de la finitud han sido tratadas en otra parte del sistema (Teología Sistemática 1, 242-269). Aquí la pregunta es: ¿cómo se da lo condicionante bajo las diferentes dimensiones? De la misma manera, la categoría de substancia bajo la dimensión de lo histórico se debe considerar, primero, por un análisis del significado de la substancia en general, luego, bajo las dimensiones no-históricas y finalmente bajo la dimensión de lo histórico en sí mismo. El carácter general de substancia es la «identidad subyacente», es decir, la identidad con respecto a los accidentes que cambian. Esta identidad que hace a una cosa que sea cosa tiene diferentes características y diferentes relaciones con la causalidad bajo las diferentes dimensiones. Es de la máxima importancia para la teología tener conciencia de estas distinciones si se sirve de la causalidad y de la substancia en su descripción de la relación de Dios con el mundo, del Espíritu divino con el espíritu humano, de la providencia con el ágape. Bajo el predominio de la dimensión de lo inorgánico, el precedente condicionante y el consecuente condicionado (causa y efecto) están separados, al igual que en el carácter correspondiente del tiempo los momentos observados están separados entre sí. La causalidad en este sentido mantiene el efecto a una distancia de la causa por la que, al mismo tiempo, viene determinado el efecto. En el encuentro ordinario con la realidad (excepto en las líneas fronterizas micro y macrocósmicas del reino inorgánico), la determinación se puede expresar en térmi-
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nos cuantitativos y con ecuaciones matemáticas. La causalidad bajo la dimensión de lo inorgánico es un condicionante cuantitativo, calculable de lo consecuente por lo precedente. La substancia en el mismo dominio es la identidad transitoria del precedente causante consigo mismo y la identidad transitoria del consecuente causado consigo mismo. No hace falta decir que la substancia, en este sentido, no se ve como una «cosa subyacente inamovible» (como la substancia inmortal del alma de los primeros metafísicos). La substancia es esa suma de identidad dentro de los accidentes que cambian que hace posible hablar de su complejidad como una «cosa». Obviamente, la substancia en este dominio depende de divisiones arbitrarias que son posibles de manera indefinida. No existe una unidad substancial entre dos piezas de metal tras haber sido separadas entre sí; pero cada una de ellas tiene ahora una unidad substancial transitoria consigo misma. Están sujetas a la radical yuxtaposición del espacio en el reino inorgánico. La dependencia del literalismo teológico de la comprensión ordinaria de las categorías se muestra cuando la causalidad y la substancia están dotadas de características que aparecen sólo en el reino inorgánico y quedan superadas en los otros. Vemos ejemplos de esta dependencia cuando se concibe a Dios como causa y al mundo como efecto o cuando hacemos a Dios una substancia y al mundo otra substancia. Bajo las dimensiones de lo orgánico y de lo psicológico, la causalidad y la substancia cambian tanto en su carácter como en sus relaciones mutuas. El elemento de separación entre causa y efecto y entre una substancia individual y otra queda equilibrado por un elemento de participación. Dentro de un organismo, lo precedente condicionante es un estado del organismo y lo consecuente condicionado es otro estado del mismo organismo. Se pueden dar influencias causales sobre un sistema orgánico desde fuera, pero no son ellas la causa del estado consecuente del organismo sino que son una ocasión para los procesos orgánicos que conducen de un estado a otro. La causalidad orgánica es efectiva a través de un todo centrado --que definitivamente incluye los procesos químico-físicos internos al organismo y su causación mensurable cuantitativamente. Bajo la dimensión de la autoconciencia encontramos la misma situación. No hay una relación cuantitativamente mensurable entre el
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estímulo y la respuesta en la autoconciencia centrada. También aquí la causa externa es efectiva a través del conjunto psicológico que se mueve bajo el impacto causante de un estado a otro. Esto no excluye la validez del elemento calculable en los procesos de asociación, reacción, etc., pero su posible cálculo queda limitado por el centro individual de autoconciencia dentro de cuyo círculo se dan tales procesos. El yo centrado dentro del cual son efectivas la causalidad orgánica y psicológica es una substancia individual con una identidad definida. No es transitoria porque (en la medida en que está centrada) no puede ser dividida. Su contenido puede cambiar pero sólo en una continuidad que, en el dominio de la autoconciencia, se experimenta como memoria. Si la continuidad (biológica o psicológica) se interrumpe completamente la substancia individual ha dejado de existir (normalmente por la muerte, a veces por una completa pérdida de memoria). Bajo las dimensiones de lo orgánico y de lo psicológico, la causalidad es, por así decirlo, la prisionera de la substancia. La causalidad tiene lugar en la unidad de un todo centrado, y las causas desde fuera del círculo son efectivas a través del todo -si no lo destruyen. Esta es la razón por la que una substancia llega a su fin si no es capaz de incorporar influencias externas en su identidad substancial sino que se ve separada por ellas. Entonces procesos calculables cuantitativamente (químicos, asociativos, etc.) se apoderan de la situación, como en la enfermedad corporal y en el desequilibrio mental, y conducen a la aniquilación de la substancia. Si bien bajo la dimensión de la autoconciencia la causalidad se contiene dentro de la substancia, bajo la dimensión del espíritu la causalidad irrumpe en este contenido. La causalidad debe participar de la cualidad del espíritu para ser creadora. El precedente condicionante determina el margen dentro del cual es posible el acto creador y determina también el impulso para actuar que podría ser creador. Pero no determina el contenido de la creación, ya que el contenido es lo nuevo, que hace creador al acto creador. El concepto de lo nuevo necesita de una posterior consideración. Puesto que el ser concreto tiene el carácter de llegar a ser, se puede decir que todo lo que ocurre en el más pequeño momento de tiempo es nuevo en comparación con lo que ha ocurrido en el momento previo. Si <
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significa cada situación en el proceso de llegar a ser, todo es nuevo siempre y esto es ciertamente verdad -a pesar de la afirmación del Eclesiastés de que no hay nada nuevo bajo el sol. Pero el concepto de lo nuevo exige tantas distinciones como el significado de las categorías- de acuerdo con las distinciones en las que aparece lo nuevo. Lo nuevo que resulta de la causalidad en cuanto transformación cuantitativa es diferente de lo nuevo que resulta de la causalidad en cuanto transformación cualitativa dentro de una substancia individual, y ambos tipos de novedad son diferentes de la novedad que es el resultado de la causalidad a través de un acto creador del espíritu del hombre. En los dos primeros casos, la determinación predomina sobre la libertad de situar lo nuevo. En el caso del espíritu, la libertad prevalece sobre la determinación y se crea lo que es nuevo sin que pueda derivarse de nada. En la creación de Shakespeare Hamlet el material, la forma particular, los presupuestos personales, los factores motivantes, etc., se pueden derivar de algo. Todos estos elementos son efectivos en el proceso artístico que creó Hamlet; pero el resultado es nuevo en el sentido de lo que no se puede derivar de nada. En este sentido hablamos cuando decimos que bajo la dimensión del espíritu, la causalidad general se convierte en causalidad como creadora de lo nuevo. Lo nuevo no está ligado a la substancia individual, pero surge de la substancia y tiene efecto en el carácter de la substancia. La substancia individual pasa a estar determinada por el espíritu; el centro de la autoconciencia se convierte en persona. En la persona, la identidad substancial tiene el carácter de obligatoriedad en un sentido incondicional. Esto ha llevado a los primeros metafísicos al error de establecer una substancia inmortal como un ser separado que mantiene su identidad én el proceso del tiempo inorgánico. Una tal conclusión contradice la naturaleza de todas las categorías de ser manifestaciones de finitud. Pero la base de la argumentación es buena, ya que implica la intuición en el elemento incondicional que hace persona a una persona y le da su significación infinita. El que está determinado por el espíritu, el ser centrado, la persona, es el origen de la causalidad creadora; pero la creación sobrepasa la substancia de la que procede -la persona.
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e)
La causalidad y la substancia bajo la dimensión de la historia
La causalidad histórica es la forma englobante de causalidad debido al hecho de que en los acontecimientos históricos todas las dimensiones de la vida participan activamente. Ello depende de la libertad de la causalidad creadora pero depende igualmente de los desarrollos inorgánicos y orgánicos que han hecho posible al hombre histórico y que permanecen como la estructura o subestructura de toda su historia. Y esto no es todo; puesto que los portadores de historia son grupos históricos, la naturaleza de estos grupos representa la interpretación decisiva de la causalidad determinante y libre en el proceso histórico. En un grupo histórico se puede observar una causalidad doble; la causalidad de una estructura sociológica dada para la creación de contenido cultural y la causalidad de este contenido para con una estructura sociológica transformada. Lo «dado» de lo sociológico es un punto ideal en un pasado infinito en el que empezó el proceso histórico. A partir de este punto (la transición de la prehistoria a la historia), la creatividad ha irrumpido en la cultura dada y de esta manera ha aportado su contribución, de manera que se produjera una cultura transformada, de la que surguiera nueva creatividad y así sucesivamente. Por tanto es tan imposible derivar los contenidos del acto creador de la cultura dada, cosa que han hecho algunos antropólogos, como derivar una cultura dada exclusivamente de los actos creadores, cosa que hizo el idealismo clásico. A la substancia bajo la dimensión histórica se le puede dar el nombre de «situación histórica». Una cultura dada, como ya se ha dicho anteriormente, es una tal situación. Se puede presentar sobre una base de familia, de tribu, nacional o internacional. Se puede restringir a un grupo particular portador de historia; se puede ampliar a una combinación de tales gru.pos; puede abarcar continentes. De cualquier forma, allí donde se da una situación a partir de la cual la causalidad histórica lleva hacia lo nuevo, allí está la substancia bajo la dimensión histórica. Si se da el nombre de substancia a una situación creadora de historia, esto significa que hay un punto de identidad en todas las manifestaciones. Una situación en este sentido alcanza a todas las dimensiones: tiene una base geográfica, un espacio en el reino inorgánico; es llevada por grupos biológicos, por la auto-
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conciencia de los grupos y de los individuos y por las estructuras sociológicas. Es un sistema de tensiones y equilibrios sociológicos, psicológicos y culturales. Pero deja de ser substancia en el sentido histórico. Los nombres de los períodos históricos (tales como Renacimiento, Ilustración) expresan este punto de identidad si los equilibrios fallan y las tensiones destruyen el elemento de identidad que constituye la substancia. No sería posible ningún tipo de historiografia sin la aplicación de la categoría de substancia a la historia, ya sea implícita o explícitamente. Los nombres históricos, tales como Helenismo, Renacimiento, Absolutismo, «Occidente y Oriente» en el sentido cultural, «el siglo XVIII» en su sentido cualitativo, o la India en un sentido geográfico y cultural, no tendrían significación alguna si no apuntaran a una substancia histórica, una situación a partir de la cual la causalidad histórica puede crecer o ya lo hizo y que al mismo tiempo es el resultado de una causalidad histórica. Al igual que el tiempo histórico, la causalidad histórica está dirigida al futuro; crea lo nuevo. Y así como el tiempo histórico arrastra al espacio histórico hacia su movimiento «futurista», así la causalidad histórica arrastra la substancia histórica en la dirección de futuro. La causalidad histórica lleva hacia lo nuevo más allá de todo lo nuevo particular, hacia una situación o substancia histórica más allá de toda situación o substancia particular. En esto trasciende las creaciones particulares bajo la dimensión del espíritu. El mismo concepto de nuevo que pertenece a la causalidad creadora implica el carácter trascendente del movimiento histórico. La creación siempre repetida de la novedad particular tiene en sí misma un elemento de vejez. No sólo las creaciones se vuelven viejas (se convierten en estáticas en una substancia dada), sino que el proceso de crear lo nuevo particular en un sinfin de variaciones tiene en sí mismo la cualidad de la vejez. Por ello la conciencia histórica del hombre ha mirado siempre hacia adelante más allá de cualquier nuevo particular a lo absolutamente nuevo, expresado simbólicamente como «nueva creación». El análisis de categoría de la causalidad histórica puede conducir hasta aquí, pero no puede dar una respuesta a la pregunta de lo
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substancia cualificada dimensionalmente) o una situación que trasciende toda situación. Sería una situación en la que todas las tensiones históricas posibles están equilibradas universalmente. Aquí de nuevo la substancia histórica del hombre ha tenido conciencia de esta implicación de categoría de la substancia histórica y ha mirado hacia adelante más allá de toda situación a los símbolos de una situación última, por ejemplo, la unidad universal del reino de Dios. 3.
LA DINÁMICA DE LA HISTORIA
a)
El movimiento de la historia: tendencias, estructuras, períodos
Habiendo tratado la estructura categórica de la historia, pasamos ahora a la descripción del movimiento de la historia dentro de este conjunto estructural. Las categorías bajo la dimensión de la historia proporcionan los elementos básicos para una tal descripción: el tiempo proporciona el' elemento de irreversibilidad del movimiento histórico; la causalidad proporciona el elemento de libertad, creador de lo que es nuevo sin ninguna posible derivación; el espacio y la substancia proporcionan el elemento relativamente estático a partir del cual la dinámica del tiempo y de la causalidad irrumpen y hacia el que retoman. Con estos elementos ante la vista podemos ocupamos de varios problemas que surgen a partir del movimiento histórico. El primero en importancia es el problema de la relación de la necesidad y de la contingencia en la dinámica de la historia. Es importante no sólo para el método de historiografia sino también para las decisiones y acciones históricas. El elemento de necesidad brota de la situación histórica; el elemento de contingencia surge de la creatividad histórica. Pero ninguno de estos elementos está nunca solo. Considerados bajo el predominio del elemento de necesidad, a su unidad le doy el nombre de «tendencia», y bajo el predominio del elemento de contingencia el de «suerte». La naturaleza de las tendencias (así como la irreversibilidad del tiempo histórico) debe impedir todo intento de establecer leyes históricas. Tales leyes no existen porque todo momento en la historia es nuevo en relación con todos los momentos prece-
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dentes, y, una tendencia, por muy fuerte que pueda ser, puede ser cambiada. La historia jamás está libre de estos cambios de las tendencias que son aparentemente incambiables. Se dan, sin embargo, ciertas regularidades en las secuencias de los acontecimientos, enraizadas en las leyes sociológicas y psicológicas, que, a pesar de su falta de rigidez, participan en la determinación de una situación histórica. Pero estas regularidades no se pueden predecir con esa certeza que hace de las leyes naturales el ideal científico. Las tendencias pueden ser producidas por las leyes sociológicas, de lo cual es un ejemplo la norma de que las revoluciones triunfantes tienen la tendencia de aniquilar a sus líderes originales. Las tendencias pueden ser también producidas por actos creadores, tales como nuevos inventos y su impacto en la sociedad, o por reacciones en aumento contra tales impactos. Hay situaciones en las que las tendencias son casi irresistibles. Hay situaciones en las que las tendencias están menos manifiestas por no decir que son menos efectivas. Hay situaciones en las que las tendencias están equilibradas por la suerte, y hay tendencias ocultas bajo un número abundante de suertes. Toda situación histórica al igual que contiene unas tendencias contiene suerte también. La suerte es una ocasión para cambiar el poder determinante de una tendencia. Una tal ocasión la crean elementos en la situación que son contingentes con respecto a la tendencia y tienen para el observador el carácter de lo imprevisible. La ocasión que da suerte, para que llegue a ser una suerte real, debe ser usada por un acto de causalidad creadora; y la sola prueba de que existe una ocasión real es el acto histórico en el que una tendencia es transformada con éxito. Muchas veces la suerte no se pone de manifiesto porque no hay nadie que se apodere de ella, pero no existe ninguna situación histórica en la que se puede decir, con certeza, que esté presente algún tipo de suerte. Por supuesto que ni la suerte ni la tendencia son absolutas. El poder determinante de la situación dada limita el margen de la suerte y, a veces, lo hace muy pequeño. Sin embargo, la existencia de la suerte, equilibrando el poder determinante de las tendencias, es el argumento decisivo contra todas las formas de determinismo histórico -naturalista, dialéctico o predestinaciano. Los tres conciben un mundo sin suerte-- una visión que sin embargo entra en constante contradicción con los pensamientos y acciones a través de las cuales incluso sus propios partidarios ven la
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suerte y la toman, por ejemplo, la suerte de trabajar por el socialismo, o por la propia salvación, o por una metafisica determinista. En todo acto creador se presupone la suerte, consciente o inconscientemente. El segundo problema acerca de la dinámica de la historia se refiere a las estructuras del movimiento histórico. Arnold Toynbee, en su A study of history (Estudio de la historia) tiene el mérito de haber intentado mostrar tales estructuras que se repiten, una y otra vez, sin convertirlas en universales ni hacer de ellas leyes. Los factores geográficos, biológicos, psicológicos y sociológicos son efectivos en las estructuras, creando situaciones de las que pueden surgir actos creadores. Ya han sido descritas en los primeros tanteos otras estructuras, tales como las de progreso y regresión, acción y reacción, tensión y solución, crecimiento y declive, y la más importante de todas, la estructura dialéctica de la historia. El juicio general con respecto a todas ellas debe ser que tienen una verdad limitada, y aún más, que se emplean, en la práctica, en toda obra histórica, incluso por aquellos que las rechazan cuando se formulan in abstracto. Ya que sin ellas no sería posible ninguna descripción significativa de la contextura de los acontecimientos. Pero comparten un peligro que ha creado una fuerte resistencia contra ellas por parte de los historiadores empíricos: con frecuencia se emplean no como estructuras particulares sino como leyes universales. Tan pronto como ocurre esto distorsionan los hechos, aun cuando, consecuentemente con su verdad particular, revelan hechos. Precisamente porque es el carácter de la causalidad histórica ser creadora y servirse de la suerte, no se puede decir que exista una estructura universal de movimiento histórico. En algunos casos, el intento de formular una tal ley se basa en la confusión de la dimensión histórica con la función autotrascendente de la historia. Es una confusión entre una descripción científica y una interpretación religiosa de la historia. Por ejemplo, el progreso en algunos dominios (como la regresión en otros) se puede observar en todos los períodos de la historia, pero la ley del progreso universal es una forma secularizada y distorsionada del símbolo religioso de la divina providencia. En todas las obras históricas se contienen relatos de crecimiento y decadencia; con todo, ni siquiera ésta que es la más obvia de todas las estructuras del movimiento histórico es
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una ley empírica. Empíricamente, hay muchos casos que lo contradicen. Sin embargo, si se convierte en ley universal, asume un carácter religioso y es una aplicación de la interpretación circular de la existencia a los movimientos históricos -lo cual es una confusión de dimensiones. La estructura dialéctica de los acontecimientos históricos pide una atención especial. Ha influenciado la historia del mundo más profundamente que cualquiera de los otros análisis estructurales. Se debe destacar, ante todo, que ello es verdad no sólo de muchos fenómenos históricos sino de los procesos de la vida en general. Es un instrumento científico importante para el análisis y la descripción de la dinámica de la vida como vida. Si la vida se disolviera en elementos y estos elementos se volvieran a reconstruir de acuerdo con unos propósitos, la dialéctica no tendría lugar; pero si la vida queda inviolada, los procesos dialécticos continúan y pueden ser descritos. Tales descripciones son más antiguas que el empleo que hace Platón de la dialéctica en sus diálogos y que la aplicación que hace Hegel del método dialéctico a todas las dimensiones de la vida y de manera especial a la historia. Allí donde la vida entra en conflicto consigo misma y lleva hacia una nueva etapa más allá del conflicto, allí tiene lugar la dialéctica objetiva o real. Cuando tales procesos se describen en términos de «SÍ» y «no», se emplea la dialéctica subjetiva o metodológica. El movimiento de la vida desde la autoidentidad a la autoalteridad para volver a la autoidentidad es el esquema básico de la dialéctica, y hemos visto que es adecuado incluso para la descripción simbólica de la vida divina. Con todo, no se puede hacer una ley universal de la dialéctica y supeditar a ella el universo con todos sus movimientos. Cuando se eleva a una tal función, ya no se puede verificar empíricamente sino que presiona a la realidad hacia un esquema mecanizado que deja de transmitir conocimiento, como se muestra, por ejemplo, en la Encyclopedia de Hegel. Obviamente -y eso era lo que intentaba Hegel- su dialéctica es el símbolo religioso de la alienación y de la reconciliación conceptualizadas y reducidas a las descripciones empíricas. Pero de nuevo, esto es una confusión de dimensiones. El término «dialéctica materialista» es ambiguo y peligroso por su ambigüedad. El término «materialista» se puede enten-
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der como materialismo metafisico (que fue enérgicamente rechazado por Marx) o como materialismo moral (al que él atacó como lo característico de la sociedad burguesa). Ambas interpretaciones son erróneas. Más bien, el materialismo, en conexión con la dialéctica, expresa la creencia de que las convicciones socioeconómicas de una sociedad determinan todas las otras formas culturales y que el movimiento de base socio-económica tiene carácter dialéctico que produce tensiones y conflictos en una situación social y lleva más allá de las mismas a una nueva etapa socio-económica. Es obvio que el carácter dialéctico de este materialismo excluye el materialismo metafisico e incluye el elemento de lo nuevo al que Hegel dio el nombre de «síntesis» y que no puede alcanzarse sin una acción histórica -como el mismo Marx comprobó y empleó en la práctica. La verdad relativa de la dialéctica social, enraizada en los conflictos económicos, no se puede negar, pero la verdad se convierte en error si esta clase de dialéctica se eleva a la categoría de ley para toda la historia. Entonces se convierte en un principio cuasi-religioso y pierde cualquier tipo de verificación empírica. Un tercer problema suscitado por la dinámica de la historia es el problema del ritmo del movimiento histórico. Se trata del problema de las épocas históricas. Al tratar de la substancia bajo la dimensión de la historia, apuntamos a la identidad de una situación histórica y destacamos que la historiografia sería imposible sin nombrar las épocas históricas. En las primeras crónicas la. sucesión de las dinastías imperiales proporcionaba nombres para las épocas históricas porque el carácter de cada dinastía se suponía que representaba el carácter significativamente histórico de la época en la que gobernaba. Una tal caracterización no ha desaparecido, como lo demuestra el empleo del término «época victoriana» para la segunda mitad del siglo XIX en Inglaterra y en extensas zonas de Europa. Otros nombres están tomados de los estilos predominantes en las artes, en la política y en las estructuras sociales, como por ejemplo, «barroco», «absolutismo», «feudalismo», o de una situación cultural total, como por ejemplo, «Renacimiento». Algunas veces el número que designa al siglo ha recibido un carácter cualitativo y sirve para designar a una época histórica de forma abreviada («siglo XVI 11»). La época más universal está basada en la religión: el tiempo antes y después de Cristo en la era
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cristiana. Implica un cambio universal en la cualidad del tiempo histórico a través de la aparición de Jesús como Cristo, haciendo de él, en la visión cristiana, el «centro de la historia». La pregunta que se debe hacer llegados a este punto sólo es: ¿cuál es la validez de estas épocas históricas? ¿Acaso la historia se mueve de una tal manera que la distinción de las épocas tenga un fundamento en la realidad y no sólo en la mente del historiador? La respuesta va implicada en dos observaciones anteriores: la primera hace referencia al carácter subjetivoobjetivo de la historia, y la segunda al concepto de importancia histórica. Las épocas son subjetivo-objetivas de acuerdo con la valoración de importancia en un grupo portador de historia. Ninguna división en épocas tiene sentido si no está basada en acontecimientos en el tiempo y el espacio, pero no se daría ninguna división en épocas sin una valoración de estos acontecimientos como históricamente decisivos por parte de los representantes de un grupo histórico consciente de la historia. Los acontecimientos que crean época pueden ser repentinos, dramáticos y de amplia difusión, como en la Reforma, o pueden ser lentos, no dramáticos, y restringidos a grupos pequeños, como en el Renacimiento. En cada caso la conciencia de la Europa occidental ha visto en estos acontecimientos el principio de una nueva época, y es imposible confirmar o negar esta visión mediante una investigación en el interior de los mismos acontecimientos. De la misma manera es imposible tratar de la centralidad histórica del acontecimiento de Jesús como Cristo mediante argumentos positivos o negativos basados en nuevos descubrimientos acerca de las circunstancias históricas de este acontecimiento. Ocurrió algo que durante dos mil años ha inducido a la gente a ver en ello, en términos de significación existencial, la frontera entre las dos épocas más importantes de la historia humana. La historia se mueve a ritmo periódico, pero los períodos son períodos sólo para aquellos que los pueden ver como tales. En la sucesión de acontecimientos hay continuas transiciones, mescolanzas, avances y retrasos y no hay ninguna señal que indique cuándo empieza un nuevo período. Pero para aquellos que valoran estos acontecimientos de acuerdo con el principio de importancia, las señales indicadoras se hacen visibles, señalando la línea fronteriza entre las zonas cualitativamente diferentes del tiempo histórico.
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b)
La historia y los procesos de la vida
Los procesos de la vida, juntamente con sus ambigüedades, que hemos descrito en todas las dimensiones, no están ausentes bajo la dimensión de la historia. La vida se afana en dirección hacia una autointegración y se puede desintegrar en todo acto creador de historia. La vida crea y se puede destruir a sí misma cuando la dinámica de la historia conduce hacia lo nuevo. La vida se trasciende a sí misma y puede caer en la profanidad cuando corre hacia lo últimamente nuevo y trascendente. Todo esto ocurre en los portadores de historia. Directamente en los grupos históricos e indirectamente en los individuos que constituyen los grupos y al mismo tiempo están constituidos por ellos. Ya hemos tratado de la naturaleza y de las ambigüedades de los grupos sociales en las secciones de la cuarta parte del sistema que se ocupan de la función cultural del espíritu del hombre, especialmente la función de la praxis: el acto personal y comunitario. Y hemos tratado de las ambigüedades de la praxis bajo el encabezamiento de las ambigüedades de la transformación técnica y personal, y sobre todo, comunitaria. En estas discusiones la dimensión histórica se «puso entre paréntesis»; describimos los grupos históricos sólo desde el punto de vista de su carácter como creaciones culturales, sujetos a los criterios de humanidad y justicia. Fue especialmente la relación de poder y justicia en el dominio comunitario la que ocupó el centro de nuestra atención. Esto fue, sin embargo, una preparación para la descripción del movimiento de los grupos en la historia que son portadores de historia. Llegados a este punto nuestro enfoque es sobre la relación de la dimensión histórica con los procesos de la vida en el dominio de lo personal-comunitario. En los tres procesos es el carácter del tiempo histórico el que marca la diferencia: la historia corre adelante hacia lo siempre nuevo y hacia lo últimamente nuevo. Desde este punto de vista se debe ver tanto la naturaleza como las ambigüedades de la tendencia hacia la autointegración, autocreatividad y autotrascendencia. Esto, sin embargo, como se indicó en las discusiones anteriores («las ambigüedades de la transformación comunitaria»), tiene como consecuencia que los tres procesos de la vida están unidos en un solo proceso: el movimiento hacia un fin. Hay todavía autointegración, pero no
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como un fin en sí mismo; la autointegración bajo la dimensión histórica ayuda en la dirección hacia una integración universal y total. Hay todavía autocreatividad, pero no a causa de las creaciones particulares; la autocreatividad bajo la dimensión histórica ayuda en la dirección hacia lo que es nuevo de manera universal y total. Y hay todavía autotrascendencia, pero no hacia una sublimidad particular; la autotrascendencia bajo la dimensión histórica ayuda en la tendencia hacia lo universal y totalmente trascendente. La historia corre hacia la plenitud a través de todos los procesos de la vida, sin que sea obstáculo para ello el hecho de que mientras corre hacia lo último permanece ligada a lo preliminar, y al correr hacia la plenitud frustra la plenitud. No evita las ambigüedades de la vida al esforzarse en todos los procesos hacia una vida sin ambigüedades. El fin de la historia se puede expresar ahora en términos de los tres procesos de la vida y su unidad de la siguiente manera: la historia, en términos de autointegración de la vida, conduce hacia una centralidad de todos los grupos portadores de historia y de sus miembros individuales en una armonía inambigua de poder y justicia. La historia, en términos de autocreatividad de la vida conduce hacia la creación de un estado de cosas nuevo e inambiguo. Y la historia, en términos de la autotrascendencia de la vida conduce hacia la plenitud universal e inambigua de la potencialidad del ser. Pero la historia, como la vida en general, permanece bajo las negatividades de la existencia y por tanto bajo las ambigüedades de la vida. El impulso hacia la centralidad, novedad y plenitud universal y total es un problema y permanece siendo un problema mientras haya historia. Este problema va implícito en las grandes ambigüedades de la historia que siempre han sido sentidas y han sido expresadas vigorosamente en el mito, en la literatura religiosa y secular y en el arte. Son los problemas a los que (en el sentido del método de correlación) hacen referencia las interpretaciones religiosas (y cuasi-religiosas) de la historia así como el simbolismo escatológico. Son los problemas a los que, dentro del círculo de la teología cristiana, la respuesta es el reino de Dios.
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c)
El progreso hist6rico: su realidad y sus límites
En todo acto creador va implicado el progreso, o sea, un paso ( gressus) más allá de lo dado. En este sentido todo el movimiento de la historia es progresivo. Progresa hacia lo particularmente nuevo y trata de alcanzar lo últimamente nuevo. Esto se aplica a todos los aspectos de la función cultural del espíritu humano, a las funciones de la theoria así como a las funciones de la praxis, y se aplica a la moralidad y a la religión en la medida en que en ellas están implícitos un contenido cultural y unas formas culturales. Se intenta y a veces se logra un progreso real desde el principio al fin de una acción política o de una conferencia o de una investigación científica, y así sucesivamente. En todo grupo centrado, aun en el más conservador, son constantes los actos creadores que se dirigen hacia el progreso como a su fin. Más allá de estos hechos indiscutibles, el progreso se ha convertido en un símbolo, que define el significado de la misma historia. Se ha convertido en un símbolo más allá de la realidad. Como tal expresa la idea de que la historia de manera progresiva se acerca hacia su fin último o que el mismo progreso infinito es el fin de la historia. Trataremos más adelante estas respuestas al problema del significado de la historia; llegados a este punto debemos preguntarnos en qué dominio del ser es posible el progreso y en cuál es imposible, de acuerdo con la naturaleza de la realidad que está en juego. No hay progreso allí donde la libertad individual es decisiva. Esto implica que no hay progreso ·en el acto moral. Cada individuo, para llegar a ser persona, debe tomar sus propias decisiones morales. Son el prerrequisito indispensable para la aparición de la dimensión del espíritu en cualquier individuo con autoconciencia. Pero hay dos clases de progreso en conexión con la función moral que son las de contenido ético y las de nivel educativo. Ambas son creaciones culturales y están abiertas a lo nuevo. El contenido ético de la acción moral ha progresado de las culturas primitivas a las maduras en términos de refinamiento y de amplitud, si bien el acto moral en el que se crea la persona es el mismo sea cual fuere el contenido realizado. Esta distinción es fundamental si se habla de progreso moral. Es en el elemento cultural dentro del acto moral donde tiene lugar el progreso, no en el mismo acto moral.
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De la misma manera la educación moral pertenece a la cultura y no al mismo acto moral. Una tal educación aparece tanto como educación por otros como educación por uno mismo. En uno y otro caso consiste en repeticiones, ejercicios y el hábito resultante que es la materia de progreso. De esta manera se pueden crear personalidades morales maduras y se puede elevar en un grupo el nivel de hábitos morales. Pero la actual situación moral exige una libre decisión a cada nivel de madurez y a cada grado de sensibilidad ética; y es por estas decisiones cómo la persona se confirma como persona (aun cuando el hábito moral y la sensibilidad ética son creaciones del Espíritu, o sea, gracia). Esta es la razón de los relatos acerca de las tentaciones de los santos en la tradición católica, de la necesidad de recibir perdón en cada etapa de la santificación en la experiencia protestante, de la lucha desesperada acerca del propio yo en los más grandes y maduros representantes del humanismo, y de la autolimitación de la curación psicoterapéutica hasta el momento en el que se sitúa al paciente en libertad de tomar sus propias decisiones morales. Dentro del dominio de la creación cultural no hay ningún progreso más allá de las expresiones clásicas del encuentro del hombre con la realidad, ya sea en las artes, en la filosofia, ya sea en los dominios personales o comunitarios. Se da con frecuencia, aunque no siempre, un progreso desde los intentos inadecuados por alcanzar la expresión clásica de un estilo, pero no se da ningún progreso de un estilo maduro al otro. El gran error de la crítica del arte clasicista fue ver en los estilos griego y del Renacimiento la norma de las artes visuales, por la que se debía medir todo lo demás ya como progreso hacia él o como regresión del mismo, o bien ser relegado a un estado de primitiva impotencia. La justificada reacción contra esta doctrina en nuestro siglo ha llegado a veces a extremos que no admiten justificación en la dirección opuesta, pero ha establecido el principio del carácter esencialmente no progresivo de la historia de las artes. Lo mismo debe decirse de la filosofia -en la medida en que se la define como el intento de responder con los conceptos más universales a la pregunta de la naturaleza y de la estructura del ser. De nuevo aquí se puede distinguir entre los tipos inmaduros Y maduros del encuentro filosófico con la realidad y ver el
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progreso del uno al otro. Y ciertamente los instrumentos lógicos y los materiales científicos empleados en los sistemas filosóficos se van refinando, corrigiendo y ampliando progresivamente. Pero hay un elemento en la visión central de los filósofos representativos que no se deriva de su material científico o de su análisis lógico sino que tiene su origen en un encuentro con la realidad última, es decir, en experiencia cuasi-revelada. Se le ha dado el nombre de sapientia en contraposición al de scientia y aparece, por ejemplo en el libro de Job, personificada como la acompañante de Dios a la que contemplaba él mismo al crear el mundo o en Heráclito, como el logos que está presente igualmente en las leyes del universo y en la sabiduría de unos cuantos hombres. En la medida en que la filosofia está inspirada por el logos, puede tener muchos aspectos, de acuerdo con sus potencialidades internas y los órganos receptores de los individuos y de las épocas, pero no se da ningún progreso del uno al otro. Cada uno, por supuesto, presupone un nuevo esfuerzo creador, en adición al uso crítico de la forma lógica y del material científico, y requiere la disciplina ganada mediante un conocimiento de las anteriores soluciones. El carácter que tiene la filosofia inspirada por el logos no significa que sea arbitraria. Pero sí significa que la filosofía está capacitada para dar una respuesta a la pregunta del ser -cuya respuesta está, por tanto, por encima del progreso y de lo anticuado. La historia de la filosofia muestra claramente que ninguna de las grandes soluciones filosóficas jamás ha quedado obsoleta, si bien sus observaciones y teorías científicas pronto quedaron anticuadas. Y lo que sí queda firme es que algunos filósofos analíticos rechazaron la historia de la filosofia en bloque con anterioridad a la aparición de la filosofia analítica, porque no veían en ella ningún progreso, o bien mínimo, en la dirección que para ellos era la única tarea de la filosofía: el análisis lógico y semántico. Si bien el acto moral como acto de libertad está más allá del progreso, la pregunta continúa siendo si puede haber progreso al aproximarse al principio de humanidad y crear la personalidad formada y al aproximarse al principio de justicia y crear la comunidad organizada. Al igual que en la creatividad estética y cognoscitiva, se debe distinguir entre dos elementos, los elementos cualitativos y los cuantitativos. Sólo en los últimos es posible el progreso -o sea, en amplitud y refinamiento-- y no en los
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primeros. Las personas que encarnan el principio de humanidad de manera madura no dependen de los desarrollos de la cultura que cambia, ya sean progresivos, o anticuados o regresivos. Ciertamente la humanidad es una nueva creación en todo individuo en el que es realizada y en cada época en la que la situación cultural aporta nuevas potencialidades. Pero no hay ningún progreso de un representante de la humanidad personal a otro en un período posterior. Quien conozca representaciones esculturales de las primeras culturas hasta la presente conoce ejemplos de expresividad humana (en términos de dignidad, seriedad, sabiduría, coraje, compasión) en las imágenes de cada época. No es distinta la situación con respecto a la justicia. Esta es, por supuesto, una atrevida afirmación en una cultura que considera su propio sistema socio-político no sólo como la expresión adecuada de su propia idea de justicia sino también el ideal de justicia del que todas las formas anteriores no son más que unas insuficientes aproximaciones. Sin embargo, se debe afirmar que la justicia de la democracia representa un progreso por encima de las otras formas de justicia sólo en sus elementos cuantitativos, no en su carácter cualitativo. Los sistemas de justicia en la historia de la humanidad se desarrollan a partir de las condiciones geográficas, económicas y humanas a través del encuentro del hombre con el hombre y la búsqueda de la justicia que es resultado de este encuentro. La justicia se convierte en injusticia en el grado en que el cambio de condiciones no va acompañado de un cambio correlativo en los sistemas de justicia. Pero, en sí mismo, cada sistema incluye un elemento que es esencial para el encuentro del hombre con el hombre y un principio válido para una situación concreta. Cada uno de estos sistemas apunta a la <~usticia del reino de Dios», y no hay progreso del uno al otro a este respecto. Sin embargo, como en las primeras consideraciones, debemos distinguir aquellas etapas en las que el principio no está aún desarrollado y aquellas etapas en las que se desintegra de la etapa de plenitud madura. Hay progreso, o envejecimiento o regresión en el camino de una a otra etapa. Sólo los sistemas maduros, que encarnan visiones de justicia cualitativamente diferentes, están más allá del progreso.
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La pregunta más importante en este contexto es la de un posible progreso en la religión. Obviamente, no hay ningún progreso en la función religiosa en cuanto a tal. El estado de preocupación última no admite ningún otro progreso que el del envejecimiento o el de la regresión. Pero la pregunta del progreso se suscita con la existencia de religiones históricas y sus fundamentos, las experiencias reveladoras. Podría parecer que la pregunta del progreso ha sido ya contestada afirmativamente cuando llamamos a la revelación en Jesús como Cristo la revelación final, y a la historia de la religión el proceso en el que se prepara o se recibe el «centro de la historia». Pero la situación es más compleja. En la discusión acerca de lo «absoluto» del cristianismo, se ha aplicado el esquema evolutivo-progresivo a la relación de la religión cristiana con las otras. La formulación clásica de esta idea es la interpretación filosófica de Hegel de la historia de la religión, pero construcciones análogas están también abiertamente presentes u ocultas en los sistemas anti-hegelianos de la teología liberal. Incluso los filósofos seculares de la religión distinguen entre las primitivas y las grandes religiones. Pero contra este esquema evolutivo está la pretensión de cada una de las grandes religiones de que es ella precisamente la que tiene lo absoluto en contraste con las demás religiones que son consideradas como relativamente verdaderas o completamente falsas. De manera análoga a las discusiones previas, debemos hacer resaltar ante todo la distinción entre lo esencialmente religioso y los elementos culturales en las religiones históricas. Hay ciertamente progreso, envejecimiento y regresión en el aspecto cultural de cada religión, en su autointerpretación cognoscitiva y en su autoexpresión estética, así como en su manera de formar personalidad y comunidad. Pero por supuesto este progreso queda limitado en la medida en que estas funciones están ellas mismas abiertas al progreso. Sin embargo, las experiencias reveladoras sobre las que se basan, tienen posibilidades progresivas. ¿Se puede hablar de una progresiva historia de la revelación? Esta es la misma pregunta de si se puede hablar de una progresiva «historia de la salvación» ( Heilsgeschichte). La primera respuesta debe ser que la manifestación reveladora y salvadora de la presencia espiritual es siempre lo que es, y que en este sentido no hay más o menos, ningún progreso ni envejecimiento
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ni regres1on. Pero el contenido de tales manifestaciones y sus expresiones simbólicas, al igual que los estilos en las artes y las visiones en la filosofia, dependen, por un lado, de las potencialidades implicadas en el encuentro humano con lo santo, y por otro, en la receptividad de un grupo humano a una u otra de estas potencialidades. La receptividad humana está condicionada por la totalidad de los factores externos e internos que constituyen el destino histórico -en lenguaje religioso, la providencia histórica. A este respecto es posible el progreso entre diferentes etapas culturales en las que tiene lugar la experiencia reveladora o entre los distintos grados de claridad y de poder con los que se recibe la manifestación de lo espiritual (Esto corresponde al progreso de la inmadurez a la madurez en los dominios culturales). A la luz de estas consideraciones, una religión no podría mantener su pretensión de estar basada en la revelación final. La única respuesta posible a la pregunta del progreso en la religión sería la coexistencia de distintos tipos sin una pretensión universal. Pero hay un punto de vista que puede cambiar el cuadro -el conflicto entre lo divino y lo demoníaco en cada religión. A partir de este conflicto surge la pregunta: ¿sobre qué base religiosa y en qué acontecimiento revelador, se rompe el poder de lo demoníaco, fuera y dentro de la realidad religiosa? El cristianismo responde que esto ha ocurrido sobre la base del tipo profético de religión en el acontecimiento de Jesús como Cristo. Según el cristianismo, este acontecimiento no es el resultado de una aproximación progresiva ni la actualización de otra potencialidad religiosa, sino que es la plenitud que une y juzga todas las potencialidades implicadas en el encuentro con lo santo. Por lo tanto, toda la historia de la religión, pasada y futura, es la base universal, y el tipo profético de experiencia reveladora es la base particular del acontecimiento central. Esta visión excluye la idea de un progreso horizontal desde la base universal a la particular, y desde la base particular al acontecimiento único, del que ha brotado el cristianismo. Queda excluida también la idea que pretende que el cristianismo como religión es un «absoluto» y que las otras religiones son una progresiva aproximación al mismo. No es el cristianismo como religión lo que es absoluto sino el acontecimiento por el que es creado y juzgado el cristianismo en la misma medida que
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cualquier otra religión, tanto afirmativa como negativamente. Esta visión de la historia de las religiones -que se deriva de la pretensión del cristianismo de que está basado en el acontecimiento final, victoriosamente antidemoníaco- no es horizontal sino vertical. El acontecimiento único, que es a la vez el criterio de todas las religiones y el poder que, en principio, ha quebrantado para siempre lo demoníaco, está en un punto de la base más amplia de los desarrollos religiosos pasados y futuros y sobre la base particular del profetismo en el pasado y el futuro. En esta visión no existe un esquema progresivo. Ahora hace falta resumir los dominios en los que se da el progreso, tal como se ha indicado en las discusiones precedentes. El primer dominio, y casi ilimitado, en el que el progreso es decisivo, es la tecnología. La frase «mejor cada veZ» está aquí y sólo aquí en su propio terreno. El instrumento mejor, y generalmente los medios técnicamente mejores para cualquier fin, es una realidad cultural de consecuencias sin fin. Sólo aparece un elemento no-progresivo si se hacen preguntas como: ¿para qué fines? o ¿existen instrumentos que por sus consecuencias puedan frustar los fines para los que fueron creados (por ejemplo, las armas atómicas)? El segundo dominio en el que el progreso es esencial es el de las ciencias en todos los dominios de la investigación metodológica, no en el de las solas ciencias naturales. Toda afirmación científica es una hipótesis abierta a la comprobación, al rechazo y al cambio; y en la medida en que se da un elemento científico en la filosofia, el filósofo debe usar el mismo método. Aparece un elemento no progresivo sólo donde se presuponen consciente o inconscientemente elementos filosóficos o donde se tienen que tomar decisiones acerca de la familia que será objeto de investigación o donde se requiere una participación existencial en la citada materia a fin de poderla penetrar. El tercer dominio en el que el progreso es real es el de la educación, ya se trate de preparación para trabajo de destreza, ya de entrega de contenido cultural, ya de introducción en unos sistemas dados de vida. Esto es obvio en la educación individual que dirige el progreso de una persona hacia la madurez, pero es verdad también de la educación social, por la que toda generación es heredera de los logros de las que las precedieron. Un elemento no-progresivo está presente solamente en la afirmación de un fin último educativo en la interpretación de la
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naturaleza y del destino humanos y en el tipo de una comunidad educativa entre educadores y educados. El cuarto dominio en el que el progreso es real es la conquista creciente de las divisiones espaciales y de las divisiones dentro y más allá de la humanidad. Paralela en parte a esta conquista del espacio está la creciente participación de los seres humanos en todas las creaciones culturales. En todos estos aspectos que pueden medirse cuantitativamente, el progreso fue y es real y puede continuar siendo real en un futuro indefinido. Un elemento noprogresivo en estos movimientos es el hecho de que cambios cuantitativos pueden tener consecuencias cualitativas y crear una nueva época que, en relación con las demás, sea única pero que en sí misma no sea ni un progreso ni una regresión. Este análisis de la realidad y de los límites del progreso en la historia da una base para la valoración del progreso como un símbolo en la interpretación religiosa de la historia.
B.
l.
LAS AMBIGÜEDADES DE LA VIDA BAJO LA DIMENSIÓN HISTÓRICA
LAS AMBIGÜEDADES DE LA AUTOINTEGRACIÓN HISTÓRICA: IMPERIO Y CENTRALIZACIÓN
La historia, al paso que va corriendo adelante hacia su último fin, realiza constantemente fines limitados, y al hacerlo así, logra y frustra al mismo tiempo su fin último. Todas las ambigüedades de la existencia histórica son formas de esta ambigüedad básica. Si las relacionamos con los procesos de la vida, podemos distinguir la ambigüedad de la autointegración histórica, la ambigüedad de la autocreatividad histórica, y la ambigüedad de la autotrascendencia histórica. La grandeza de la existencia política del hombre -su esfuerzo hacia la universalidad y totalidad en el proceso de autointegración de la vida bajo la dimensión histórica- se expresa con el término «imperio». En la literatura bíblica la ambigüedad de los imperios juega un importante papel. Lo mismo es verdad de todas las fases de la historia de la iglesia, y es
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igualmente verdad de los movimientos seculares hasta el día de hoy. Los imperios se construyen, crecen y caen antes de que hayan alcanzado su fin que es llegar a ser omnienglobantes. Seria más bien superficial derivar este esfuerzo por la universalidad simplemente de la voluntad de poder, ya sea político o económico. La voluntad de poder en todas sus formas es un elemento necesario en la autointegración de los grupos portadores de historia, ya que sólo pueden actuar históricamente a través de su poder centrado. Pero hay otro elemento en la tendencia hacia lo onmienglobante: la autointerpretación vocacional de un grupo histórico. Cuanto más fuerte y más justificado sea ese elemento, mayor se hace la pasión constructora de imperios del grupo; y cuanto más apoyo tiene de todos sus miembros, mayor es su oportunidad de durar por largo tiempo. La historia de la humanidad está llena de ejemplos. En la historia occidental los mayores ejemplos, aunque no los únicos, de conciencia vocacional son los siguientes: el deseo del imperio romano por representar la ley, la representación del imperio germano del cuerpo cristiano, la representación del imperio británico de la civilización cristiana, la representación del imperio ruso de la profundidad de la humanidad contra una cultura mecanizada, y la llamada del imperio americano a representar el principio de libertad. Y en la sección oriental de la humanidad se dan los ejemplos correlativos. Los grandes conquistadores son, tal como Lutero los vio, las «máscaras» demoníacas de Dios a través de cuyo impulso hacia la centralidad universal él realiza su acción providencial. En esta visión se expresa simbólicamente la «ambigüedad del imperio». Ya que el aspecto desintegrador, destructivo y profano de la construcción de imperios es tan obvio como el aspecto integrador, creador y sublime, ninguna imaginación puede hacerse cargo del total de sufrimiento y de destrucción de la estructura, de la vida y del significado que acompañan el crecimiento de los imperios. En nuestra época la tendencia hacia lo omnienglobante en los dos grandes poderes imperiales, los Estados Unidos y Rusia, ha llevado a la división más profunda y universal de la humanidad, y ello ha ocurrido precisamente porque ninguno de los dos imperios ha llegado a la existencia por una simple voluntad de poder económico; han surgido y se han vuelto poderosos por su conciencia vocacional en unión con su autoafirmación natural. Pero las consecuencias
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trágicas de su conflicto se pueden apreciar en cualquier grupo histórico y en cualquier ser humano individual, y se pueden convertir en destructores de la humanidad misma. Esta situación nos da una pista para lo que ha sido llamado historia del mundo. En esta expresión «mundo» significa humanidad; significa la historia de toda la humanidad. Pero no existe una tal cosa. Todo lo que hemos tenido hasta el siglo presente son historias de grupos humanos, y a la compilación de sus historias, en la medida en que son conocidas, se les puede dar el nombre de historia del mundo pero no ciertamente el de historia de la humanidad. Sin embargo, en nuestro siglo, la conquista técnica del espacio ha producido una unidad que hace posible la historia de la humanidad como un todo y que ha empezado a ser realidad. Ello, por supuesto, no cambia el carácter aislado de las primeras historias, pero es una nueva etapa para la integración histórica del hombre. En este sentido, nuestro siglo se puede contar ciertamente entre los grandes siglos por lo que respecta a la creación de lo nuevo. Pero el primer resultado directo de la unión técnica (y más que técnica) de la humanidad ha sido la división trágica, la «esquizofrenia» de la humanidad. El momento de la mayor integración en toda la historia implica el peligro de la mayor desintegración, incluso de la destrucción radical. A la vista de esta situación se debe preguntar: ¿tiene justificación hablar de un fin? La pregunta cobra aún mayor apremio si se constata que no todas las tribus y naciones se han afanado o se afanan actualmente en una dirección omnienglobante, que no toda conquista tiene la ambigüedad de la construcción de imperio y que incluso en aquellos en quienes la tendencia hacia una integración universal ha sido efectiva, con frecuencia la han dejado sin efecto al retirarse a una centralidad limitada de tribu o de nación. Estos hechos muestran que en los grupos portadores de historia se da una tendencia contra el elemento universalista en la dinámica de la historia. El carácter atrevido, ultimamente profético de la idea de imperio provoca unas reacciones hacia el aislamiento de tribu, de región, de nación y la defensa de una unidad espacial limitada; tales reacciones han contribuido mucho indirectamente al movimiento de la historia como un todo. Pero se puede mostrar que, en todos los casos importantes de este tipo, el movimiento aislacionista fue y es no una acción
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genuina sino una reacción, una retirada para no comprometerse en movimientos universalistas. La existencia histórica está bajo la «estrella» del tiempo histórico y corre adelante contra cualquier resistencia particularista. Por lo que los intentos aislacionistas jamás logran su objetivo en última instancia, se ven frustados por la dinámica de la historia que es universalista por su misma naturaleza. Ningún individuo y ningún grupo puede evitar la dinámica de la historia a fin de evitar las implicaciones trágicas de la grandeza de la historia tal como se expresa en el símbolo del imperio. Pero aun así el concepto de historia del mundo continúa siendo dudoso a la vista de los movimientos históricos pasados desconocidos o inconexos. No se puede definir empíricamente, pero se debe entender en términos de una interpretación de la historia como autotrascendente. Las ambigüedades de la centralidad hacen referencia no sólo al aspecto extensivo de la integración histórica sino también al intensivo. Todo grupo portador de historia tiene una estructura de poder sin la que no podría actuar históricamente. Esta estructura es el origen de las ambigüedades de la centralidad dentro de un grupo histórico. Hemos tratado el aspecto estructural al tratar de las ambigüedades del liderazgo. Bajo la dimensión histórica se debe considerar el aspecto dinámico; debemos mirar la relación de la centralidad intensiva con la extensiva que, en términos políticos, es la relación de la política con las relaciones internacionales. Hay dos tendencias contradictorias, la una hacia un control totalitario de la vida de todo el que pertenece a un grupo portador de historia y especialmente a un grupo imperial, la otra hacia la libertad personal que fomenta la creatividad. La primera tendencia queda reforzada si los conflictos externos exigen un incremento en el poder centrado o si las fuerzas desintegradoras dentro del grupo ponen en peligro la centralidad misma. En ambos casos la necesidad de un centro poderoso reduce y tiende a aniquilar el elemento de libertad que es la condición previa de toda creatividad histórica. El grupo es capaz de actuar históricamente debido a su severa centralización, pero no puede usar su poder de manera creadora porque ha suprimido aquellas potencias creadoras que penetran en el futuro. Sólo la élite dictatorial -o el dictador sólo- es libre para actuar históricamente, y entonces las acciones, por estar privadas de sentido, que sólo puede
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aparecer en el encuentro de agentes libres, morales, culturales y religiosos, se convierten en tendencias sin contenido de poder, aunque frecuentemente a gran escala. Pueden servir como instrumentos de destino histórico pero pagan su pérdida de sentido con la destrucción del grupo histórico del que se sirven. Ya que el poder que ha perdido sentido se pierde también como poder él mismo. La actitud contraria para con la centralidad política y la creatividad histórica es el sacrificio de la primera a la segunda. Esto puede resultar de una diversidad de centros de poder dentro de un grupo portador de historia, si el centro del grupo como un todo está cambiando de un subcentro a otro o si no se puede establecer en absoluto ningún centro englobante. Estos son los períodos más trágicos de la historia y con frecuencia los más creativos. Es también posible que el centro, al impulsar la creatividad individual, se pueda privar a sí mismo del poder que es necesario para una acción histórica centrada -una situación a la que normalmente sigue un período de dictadura. En este caso el efecto, incluso de una gran creación individual, sobre la historia como un todo continúa siendo indirecto porque carece de una acción histórica centrada. Estas consideraciones desembocan en la pregunta: ¿cómo se pueden conquistar dentro de una integración histórica inambigua las ambigüedades de la tendencia externa imperial y de la centralización interna?
2.
LAS AMBIGÜEDADES DE LA AUTOCREATIVIDAD HISTÓRICA: REVOLUCIÓN Y REACCIÓN
La creatividad histórica tiene lugar tanto en el elemento noprogresivo como en el progresivo de la dinámica de la historia. Es el proceso en el que se crea lo nuevo en todos los dominios bajo la dimensión histórica. Todo lo nuevo en la historia guarda dentro de sí elementos de lo viejo de donde procede. Hegel ha expresado este hecho con la frase muy conocida de que lo viejo está en lo nuevo, negado y preservado ( aufgehoben). Pero Hegel no se tomó en serio la ambigüedad de esta estructura de crecimiento y sus posibilidades destructivas. Estos factores aparecen en la relación entre las generaciones, en las luchas de los
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estilos artísticos y filosóficos, en las ideologías de los partidos políticos, en la oscilación entre revolución y reacción y en las situaciones trágicas a las que llevan estos conflictos. La grandeza de la historia es que corre hacia lo nuevo, pero la grandeza, debido a su ambigüedad, es también el carácter trágico de la historia. El problema de la relación entre las generaciones no es el de la autoridad (que ya fue tratado anteriormente) sino el de lo viejo y lo nuevo en la dinámica de la historia. A fin de dejar lugar para lo nuevo la generación joven tiene que prescindir de los procesos creadores de los que ha surgido lo viejo. Los representantes de lo nuevo atacan los resultados finales de esos procesos, inconscientes de las respuestas a los primeros problemas que van implicadas en estos resultados. Por tanto los ataques son necesariamente injustos; esta injusticia es un elemento inevitable de su fortaleza para irrumpir en lo dado. Naturalmente, su injusticia produce reacciones negativas en el aspecto de lo viejo -negativas no tanto en términos de injusticia como en términos de incapacidad para comprender. Los representantes de lo viejo ven en los resultados dados la fatiga y la grandeza de su propio pasado creador; no ven que constituyan grandes obstáculos en el camino de la nueva generación hacia la creatividad. En este conflicto los partidarios de lo viejo se vuelven duros y mordaces, y los partidarios de lo nuevo quedan frustrados y vacíos. Es natural que la vida política quede ampliamente estructurada por la ambigüedad de la creatividad histórica. Todo acto político se dirige hacia algo nuevo; pero la diferencia está en si este nuevo paso se da a causa de lo nuevo en sí mismo o a causa de lo viejo. Aun en las situaciones no revolucionarias entre las fuerzas conservadoras y progresivas lleva a la ruptura de los lazos humanos, a una distorsión de la verdad fáctica en parte inconsciente y en parte consciente, a promesas de realización de lo que ni siquiera se intentó y a la supresión de fuerzas creadoras que pertenecen al otro aspecto. Finalmente, se puede desarrollar una situación revolucionaria con sus luchas devastadoras entre revolución y reacción. Hay situaciones en las que.sólo una revolución (no siempre una revolución sangrienta) puede lograr abrir camino a una nueva creación. Estas irrupciones violentas son ejemplos de destrucción a causa de la creación, una destruc-
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ción a veces tan radical que una nueva creación se hace imposible y tiene lugar una lenta reducción del grupo y de su cultura a una etapa de existencia casi vegetativa. Es este peligro de caos total el que da a las fuerzas en el poder la justificación ideológica para suprimir las fuerzas revolucionarias o para intentar derrotarlas en una contrarrevolución. Frecuentemente la misma revolución corre en una dirección que contradice su sentido original y aniquila a quienes la han creado. Si la reacción es victoriosa, la historia no ha vuelto a la etapa «ideal» en cuyo nombre se inició la contrarrevolución sino a algo nuevo que rechaza la novedad y que es desgastado lentamente por las fuerzas de lo nuevo, que a la larga no puede ser excluido, por muy distorsionada que pueda resultar su aparición. La inmensidad del sacrificio personal y la destrucción de cosas en estos procesos lleva al problema de la creatividad histórica inambigua.
3.
LAS AMBIGÜEDADES DE LA AUTOTRASCENDENCIA HISTÓRICA: LA «TERCERA ETAPA» COMO DADA Y COMO ESPERADA
Los conflictos históricos entre lo viejo y lo nuevo alcanzan su etapa más destructiva si uno de los dos se arroga para sí mismo la ultimidad. Esta pretensión autoelevadora de ultimidad es la definición de lo demoníaco y en ningún sitio está tan de manifiesto lo demoníaco como bajo la dimensión histórica. La pretensión de ultimidad toma la forma de pretender tener o aportar lo último hacia lo que corre la historia. Esto ha ocurrido no sólo en la política sino aún más directamente en la esfera religiosa. La lucha entre lo viejo sagrado y lo nuevo profético es un tema central de la historia de las religiones y, de acuerdo con el hecho de que lo santo es el lugar favorito de lo demoníaco, estos conflictos alcanzan una fuerza destructora que pasa por encima de todo en las guerras y en las persecuciones religiosas. Desde el punto de vista de la dinámica histórica, este es el conflicto entre grupos diferentes que pretenden representar la finalidad de la historia ya sea en términos de su plenitud real o en términos de su plenitud anticipada. En conexión con esto podemos emplear el tradicional símbolo de la «tercera etapa».
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Su trasfondo mitológico es el drama cósmico del paraíso, caída y restitución. Su aplicación a la historia ha llevado a visiones apocalípticas de varias edades del mundo y a la esperada llegada de la nueva y última edad. En la interpretación que hace Agustín de la historia, la última edad se inicia con la fundación de la iglesia cristiana. En una posición contraria, Joaquín de Fiore, siguiendo las ideas montanistas, habla de tres edades, de las que la tercera no ha aparecido aún pero aparecerá dentro de unas pocas décadas. El sentimiento de estar en el principio de la última etapa de la historia ha sido expresado con terminología religiosa por movimientos sectarios, por ejemplo, con el símbolo de los mil años durante los que Cristo dirigirá la historia antes del final definitivo. En los períodos de la ilustración y del idealismo se secularizó y se tomó como una función revolucionaria el símbolo de la tercera etapa. Tanto la burguesía como el proletariado construyeron su respectivo cometido histórico en el mundo como portadores de la «edad de la razón» o de la «sociedad sin clase», términos que son variaciones del símbolo de la tercera etapa. En cada forma del símbolo, la religiosa y la secular, se expresa la convicción de que la tercera etapa ha empezado, que la historia ha alcanzado un punto que no puede ser sobrepasado en principio, que el «principio del fin» está al alcance de la mano, y que podemos ver la plenitud última hacia la que se mueve la historia, en cuyo curso se trasciende a sí misma y a cada uno de sus momentos. En estas ideas la autotrascendencia de la vida bajo la dimensión de la historia se expresa y desemboca en dos actitudes completamente ambigüas: la primera es autoabsolutizadora, en la que se identifica la situación presente con la tercera etapa, y la segunda es utópica, en la que se ve la tercera etapa como al mismo alcance de la mano o empezando ya mismo. La actitud autoabsolutizadora es ambigua porque, por un lado, hace que la autotrascendencia de la vida se manifieste con símbolos religiosos o cuasireligiosos, y, por otro, oculta la autotrascendencia de la vida al identificar estos símbolos con lo último en sí mismo. La expresión clásica de esta ambigüedad es la pretensión de la iglesia romana de ser la plenitud de la visión apocalíptica del reinado de mil años de Cristo en la tierra, recibiendo así de esta autointerpretación sus rasgos divinos y demoníacos. En la utopía sectaria así como secular, la ambigüedad se pone al máximo
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de manifiesto cuando contrastamos la manera cómo estos movimientos crean nuevas realidades históricas a través del entusiasmo de su esperanza y los sacrificios que hacen para llevarlo a su realización, con el resultado de profundo desengaño existencial, al que sigue el cinismo y la indiferencia, en el caso en que el estado de cosas falle en corroborar sus esperanzas. La historia expresa la ambigüedad de su autotrascendencia de la manera más conspicua en estas oscilaciones. En ellas, sobre todo, el enigma de la historia se convierte en una preocupación existencial así como en un problema filosófico y teológico. Las tres últimas consideraciones ponen de manifiesto que es posible y revelador aplicar la distinción de las tres funciones de la vida a la historia también, y que, como en las otras dimensiones de la vida, conducen a conflictos que son inevitables y la causa tanto de la grandeza como de la tragedia de la existencia histórica. Unos tales análisis nos pueden liberar tanto de la utopía como de la desesperación con respecto al significado de la historia.
4.
LAS AMBIGÜEDADES DEL INDIVIDUO EN LA HISTORIA
La mayoría de religiones y filosofias están de acuerdo con el juicio de Hegel de que «la historia no es el lugar en el que el individuo puede encontrar la felicidad». Incluso la mirada más superficial a la historia del mundo muestra la verdad de esta afirmación que queda confirmada de manera aplastante por una visión más profunda y más amplia. Sin embargo, esta no es toda la verdad. El individuo recibe su vida como persona del grupo portador de historia al que pertenece. La historia ha dado a cada uno las condiciones fisicas, sociales y espirituales de su existencia. Nadie que use una lengua está fuera de la historia y nadie puede retirarse de la misma. El monje y el eremita, quienes han intentado cortar todos los lazos sociales y políticos, dependen de la historia que intentan esquivar, y aún más, tienen una influencia sobre el movimiento histórico del que intentan separarse. Es un hecho que se repite con frecuencia que quienes han rehusado actuar históricamente han ejercido un mayor impacto sobre la historia que aquellos que estaban situados cerca de los centros de la acción histórica.
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La historia no sólo es política; todos los aspectos de la actividad cultural y religiosa del hombre tienen una dimensión histórica. Por tanto, todos, en cada uno de los dominios de la actividad humana, actuamos históricamente. Los servicios más pequeños e inferiores ayudan a mantener la base técnica y económica de la sociedad y por consiguiente apoyan su movimiento histórico. Sin embargo, la participación universal de todo ser humano en la historia no excluye el predominio de la función política en la actividad histórica. La razón de este predominio está en el carácter político interno y externo de los grupos portadores de historia. La condición previa de toda vida, incluyendo la vida en la historia, es la centralidad de los agentes de la vida -en el caso de la historia, la centralidad de los grupos históricos en sus cualidades estáticas y dinámicas. Y la función en la que esta centralidad se concretiza es la política. Por tanto, la imagen de la historia, ya sea en la visión popular o en los libros científicos, está dominada por las personalidades políticas y sus acciones. Incluso las relaciones históricas de la economía, de la ciencia, del arte, o de la iglesia, no pueden evitar una referencia constante a la estructura política en la que se desarrollan las actividades culturales y religiosas. El predominio de la función política, y al mismo tiempo, la ambigüedad del individuo en la historia quedan patentes de la manera más conspicua en la organización democrática del campo político. Como ya se afirmó, la democracia no es un sistema político absoluto, pero es la mejor manera descubierta hasta el presente para garantizar la libertad creativa de determinar el proceso histórico a cada uno dentro de un grupo histórico centrado. El predominio de la política incluye la dependencia de todas las otras funciones en las que se presupone la libertad creadora de la organización política. Para comprobar esto basta con echar una mirada a los sistemas dictatoriales y a sus intentos de someter todas las formas de creatividad cultural, incluyendo la ética y la religión, al poder político central. El resultado es la privación no sólo de la libertad de creatividad política sino también de la libertad de creatividad de cualquier clase excepto aquella que interese a las autoridades centrales (como el trabajo científico en la Rusia soviética). La democracia posibilita la lucha por la libertad en todos los campos que contribuyen al movimiento histórico al luchar por
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la libertad en el campo político. Sin ambargo, la participación del individuo en los sistemas políticos democráticos tiene sus límites y ambigüedades. En la actividad política en particular, las técnicas de representación reducen drásticamente la participación del individuo, a veces incluso hasta un grado inapreciable en las sociedades de masas con una burocracia de partido omnipotente. Se puede producir y mantener una mayoría mediante métodos que privan a un amplio número de individuos de influencia política de manera absoluta y por un tiempo indefinido. Los canales de comunicación pública en las manos de los grupos dirigentes se pueden convertir en instrumentos de un conformismo que mata la creatividad en todos los campos de manera tan perfecta como bajo las dictaduras, y el mejor ejemplo de ello está en el campo de la política. Por otro lado, la democracia se puede convertir en algo inútil debido a las divisiones disgregadoras dentro del grupo -la aparición, por ejemplo, de tantos partidos que sea imposible una mayoría con capacidad de acción. O pueden surgir partidos absolutistas en su ideología y que emprenden una lucha a muerte contra los partidos contrarios. En tales casos, la dictadura no anda lejos. Hay ambigüedades del individuo en la historia que son válidas bajo cualquier sistema político. Se pueden resumir en la ambigüedad del sacrificio histórico. Es este carácter básico de la participación del individuo en la historia el que induce en mucha gente el deseo de esquivar toda política. En el monólogo «ser o no ser», de Hamlet, se enumeran muchas de las causas históricas para un tal deseo. Hoy la irrupción de la ideología progresista ha producido una amplia indiferencia, y la división Oriente-Occidente con su amenaza de autodestrucción universal ha llevado a innumerables individuos al cinismo y a la desesperación; sienten con la visión apocalíptica judía que la tierra se ha hecho «vieja» -un dominio en el que mandan las fuerzas demoníacas- y miran por encima de la historia con resignación o con elevación mística. Los símbolos de esperanza que expresan la meta hacia la que corre la historia, ya sean seculares o religiosos, han perdido su poder conmovedor. El individuo se siente a sí mismo una víctima de fuerzas que él no puede influenciar. Para él la historia es una negatividad sin esperanza.
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Las ambigüedades de la vida bajo la dimensión de la historia y las implicaciones de estas ambigüedades en la vida del individuo dentro de su grupo histórico desembocan en la pregunta: ¿cuál es el significado de la historia para el sentido de la existencia universalmente? Todas las interpretaciones de la historia tratan de dar una respuesta a esta pregunta.
C.
1.
INTERPRETACIONES DE LA HISTORIA Y LA BÚSQUEDA DEL REINO DE DIOS
LA NATURALEZA Y EL PROBLEMA DE UNA INTERPRETACIÓN DE LA HISTORIA
Toda leyenda, toda crónica, toda información de acontecimientos pasados, toda obra histórica científica, contiene historia interpretada. Esto es consecuencia del carácter sujeto-objeto de la historia del que ya nos ocupamos. Una tal interpretación, sin embargo, tiene muchos niveles. Incluye la selección de hechos de acuerdo con el criterio de importancia, la valoración de las dependencias causales, la imagen de las estructuras personales y comunitarias, una teoría de la motivación en los individuos, grupos y masas, una filosofia social y política, y subyacente a todo esto, se admita o no, una comprensión del significado de la historia en unión con el significado de la existencia en general. Una tal comprensión influye, consciente o inconscientemente, sobre todos los otros niveles de interpretación y, a la inversa, depende de un conocimiento de los procesos históricos, tanto específica como universalmente. Todo el que se ocupe de la historia a cualquier nivel tiene que constatar la mutua dependencia del conocimiento histórico a todos sus niveles y de la interpretación de la historia. Nuestro problema es la interpretación de la historia en el sentido de la pregunta: ¿cuál es el significado de la historia para el sentido de la existencia en general? ¿De qué manera la historia ejerce su influencia sobre nuestra preocupación última? La respuesta a esta pregunta se debe relacionar con las ambigüedades implicadas en los procesos de la vida bajo la dimensión de la historia, todos los cuales son expresiones de la antinomia básica del tiempo histórico.
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¿Cómo es posible una respuesta al significado de la historia? Obviamente, el carácter sujeto-objeto de la historia impide una respuesta objetiva en cualquier sentido imparcial, científico. Sólo una plena implicación en la acción histórica puede servir de base para una interpretación de la historia. La actividad histórica es la clave para comprender la historia. Esto, sin embargo, nos llevaría a tantas interpretaciones como tipos hay de actividad histórica, y surge la pregunta: ¿qué tipo proporciona la clave adecuada? O, con otras palabras, ¿en qué grupo histórico se debe tener participación para poder adquirir una visión universal que nos abra el sentido de la historia? Todo grupo histórico es particular, y la participación en sus actividades históricas implica una visión particular de la finalidad de la creatividad histórica. Es la conciencia vocacional, a la que ya nos referimos, la que decide la clave y la que nos da acceso a la comprensión de la historia. Por ejemplo, la autointerpretación vocacional griega, tal como se da en la Política de Aristóteles, ve en el contraste entre los griegos y los bárbaros la clave para una interpretación de la historia, mientras que la autointerpretación vocacional judía, tal como se da en el literatura profética, ve una clave en el establecimiento del mandato de Yahvé sobre las naciones del mundo. Más adelante aportaremos nuevos ejemplos. En este momento la pregunta es: ¿qué grupo y qué conciencia vocacional pueden proporcionar la clave de la historia en su conjunto? Obviamente, si intentamos dar una respuesta, ya hemos dado por válida una interpretación de la historia con una pretensión de universalidad; ya nos hemos servido de la clave para justificar su empleo. Esto es una consecuencia inevitable del «círculo teológico» dentro del que se mueve la teología sistemática; pero es un círculo inevitable cada vez que se hace la pregunta del significado último de la historia. En un mismo y único acto se experimentan la clave y aquello a lo que nos abre la clave; van juntas la afirmación de la conciencia vocacional en un grupo histórico definido y la visión de la historia implicada en esta conciencia. Dentro del círculo de este sistema teológico, es en el cristianismo donde se encuentran la clave y la respuesta. En la conciencia vocacional cristiana, se afirma la historia de una manera tal que los problemas implicados en las ambigüedades de la vida bajo la dimensión de la historia hallan una respuesta en el símbolo «reino de Dios». Sin embargo, esta es
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una afirmación que debe someterse a prueba contrastando este símbolo con los otros tipos principales de comprensión de la historia así como reinterpretando el símbolo a la luz de estos contrastes. La interpretación de la historia incluye más de una respuesta a la pregunta de la historia. Puesto que la historia es la dimensión omnienglobante de la vida, y puesto que el tiempo histórico es el tiempo en el que se presuponen todas las otras dimensiones del tiempo, la respuesta al significado de la historia implica una respuesta al significado universal del ser. La dimensión histórica está presente en todos los campos de la vida, si bien como una dimensión subordinada. En la historia humana es algo que le corresponde como en herencia. Pero tras esta herencia arrastra también consigo las ambigüedades y problemas bajo las otras dimensiones. Con los términos del símbolo del reino de Dios viene a significar que el <
2.
RESPUESTAS NEGATIVAS A LA PREGUNTA DEL SENTIDO DE LA HISTORIA
Las ambigüedades de la historia, como expresión final de las ambigüedades de la vida bajo todas sus dimensiones, han conducido a una división básica en la valoración de la historia y de la misma vida. Ya hemos hecho referencia a ello al tratar del nuevo ser y de su expectación por los dos tipos de contraste de interpretación de la historia -el no-histórico y el histórico. El tipo no-histórico, el primero que vamos a estudiar, da por supuesto que el «correr adelante» del tiempo histórico no tiene ninguna finalidad ni dentro ni por encima de la historia sino que la historia es el «lugar» en el que los seres individuales viven sus vidas inconscientes de un lelos eterno de sus vidas personales.
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Esta es la actitud ante la historia de la mayoría de seres humanos. Se pueden distinguir tres formas de tales interpretaciones no-históricas de la historia: la trágica, la mística y la mecanicista. La interpretación trágica de la historia recibe su expresión clásica en el pensamiento griego pero de ninguna manera queda confinada en él. La historia, según esta visión, no corre hacia una finalidad histórica o transhistórica sino que se mueve en un círculo que vuelve a su principio. En su curso proporciona a cada ser, a cada uno en su tiempo y con límites definidos, su génesis, su punto culminante y su declive; no existe nada más allá o por encima de este espacio de tiempo que está determinado él mismo por el hado. Dentro del círculo cósmico, se pueden distinguir períodos que en conjunto constituyen un proceso de deterioro, que se inicia con una perfección original para caer gradualmente en una etapa de distorsión total de lo que son esencialmente el mundo y el hombre. La existencia en el tiempo y el espacio y en la separación de un individuo del otro es una culpa trágica que lleva necesariamente a la autodestrucción. Pero la tragedia presupone grandeza y en esta visión se pone gran énfasis en la grandeza en términos de centralidad, creatividad y sublimación. Se alaba la gloria de la vida en la naturaleza, en las naciones y en las personas y es precisamente por esta razón por la que se deploran la brevedad, la desgracia y la cualidad trágica de la vida. Pero no hay ninguna esperanza, ninguna expectativa de una plenitud inmanente o trascendente de la historia. Es no-histórica y su última palabra es el trágico círculo de génesis y decadencia. No se conquista ninguna de las ambigüedades de la vida; no existe ningún consuelo ante el aspecto desintegrador, destructor y profano de la vida y su único recurso es el coraje que eleva tanto al héroe como al sabio por encima de las vicisitudes de la existencia histórica. Esta manera de trascender la historia apunta al segundo tipo de interpretación no-histórica de la historia, la mística. Si bien aparece también en la cultura occidental (como, por ejemplo, en el neoplatonismo y en la escuela de Spinoza) se desarrolla más plena y efectivamente en el oriente, como en el hinduismo de los vedas, en el taoísmo y en el budismo. La existencia histórica no tiene ningún sentido en sí misma. Se debe vivir en ella y actuar razonablemente, pero la historia misma no
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puede ni crear lo nuevo ni ser verdaderamente real. Esta actitud que exige una elevación por encima de la historia mientras se vive en ella, es la más extendida de todas dentro de la humanidad histórica. En algunas filosofias hindúes hay una especulación similar a la del estoicismo acerca de ciclos cósmicos de génesis y decadencia y del deterioro de la humanidad histórica de un período a otro hasta el último en el que estamos viviendo. Pero, en general, no hay ninguna conciencia de tiempo histórico y de un final hacia el que se va corriendo en este tipo de interpretación no-histórica de la historia. Se pone el énfasis en el individuo y particularmente en los comparativamente escasos individuos iluminados que tienen conciencia del predicamento humano. Los otros son objeto de un juicio farisaico acerca de su karma del que son responsables en una encarnación anterior, o son objeto de compasión y adaptación de las exigencias religiosas a su etapa no iluminada, como en algunas formas de budismo. En cualquier caso, estas religiones no contienen ningún impulso para transformar la historia en la dirección de humanidad y justicia universales. La historia no tiene ninguna finalidad ni en el tiempo ni en la eternidad. Y de nuevo la consecuencia es que las ambigüedades de la vida bajo todas las dimensiones son insuperables. Solamente hay una manera de poder con ellas y es trascendiéndolas y viviendo dentro de ellas como alguien que ha regresado ya al Ultimo. No ha cambiado la realidad pero ha conquistado su propia implicación en la realidad. No hay ningún símbolo análogo al del reino de Dios. Pero se da con frecuencia una profunda compasión por la universalidad del sufrimiento bajo todas las dimensiones de la vida -un elemento que está ausente con frecuencia bajo la influencia de las interpretaciones históricas de la historia en el mundo occidental. Bajo el impacto de la interpretación científica moderna de la realidad en todas sus dimensiones, la comprensión de la historia ha sufrido un cambio, no sólo en relación con la interpretación mística de la historia, sino también en relación con la interpretación trágica. El tiempo fisico controla el análisis del tiempo tan completamente que apenas si queda lugar para las características especiales del tiempo biológico, y aún menos del histórico. La historia se ha convertido en una serie de acontecimientos en el universo fisico, que interesan al hombre, dignos de ser
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registrados y estudiados, pero sin que suponga una contribución especial a la interpretación de la existencia en cuanto tal. Se podría llamar a esto el tipo mecanicista de la interpretación nohistórica de la historia (en donde el término «mecanicista» se usa en el sentido de «naturalismo reduccionista»). El mecanicismo no subraya el elemento trágico en la historia tal como hizo el naturalismo clásico de los griegos. Puesto que está íntimamente relacionado con el control técnico de la naturaleza por la ciencia y la tecnología, tiene en algunos casos un carácter progresista. Pero está abierto también a la actitud contraria de desvaloración cínica de la existencia en general y de la historia en particular. La visión mecanicista no comparte el énfasis griego sobre la grandeza y la tragedia de la existencia histórica del hombre y comparte en aún más pequeña medida la interpretación de la historia desde el punto de vista de una finalidad intra-histórica o trans-histórica hacia la que se da por supuesto ha de correr la historia.
3.
RESPUESTAS POSITIVAS AUNQUE INADECUADAS A LA PREGUNTA DEL SENTIDO DE LA HISTORIA
En algunos casos la interpretación mecanicista de la historia está aliada al «progresismo», el primer tipo de una interpretación histórica de la historia que discutiremos. En ella «progreso» es más que un hecho empírico (que también lo es); se ha convertido en un símbolo cuasi-religioso. En el capítulo sobre el progreso discutimos la validez y las limitaciones empíricas del concepto de progreso. Aquí debemos mirar su uso como ley universal que determina la dinámica de la historia. El aspecto significativo de la ideología progresista es su énfasis sobre la intención progresiva de toda acción creadora y su conciencia de aquellas áreas de la autocreatividad de la vida en las que el progreso es de la esencia de la realidad afectada, por ejemplo, la tecnología. De esta manera el símbolo del progreso incluye el elemento decisivo del tiempo histórico, su carrera adelante hacia una finalidad. El progresismo es una interpretación de la historia genuinamente histórica. Su poder simbólico fue en algunas épocas de la historia tan fuerte como cualquiera de los grandes símbolos religiosos de la interpretación histórica, inclu-
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yendo el símbolo del reino de Dios. Comunicó ímpetu a las acciones históricas, pasión a las revoluciones, y un sentido a la vida para muchos que habían perdido toda otra fe y para quienes el eventual derrumbamiento de la fe progresista fue una catástrofe espiritual. En pocas palabras, fue un símbolo cuasireligioso a pesar de su finalidad intra-histórica. Se pueden distinguir dos formas del mismo: la creencia en el progreso mismo como un proceso infinito sin fin, y la creencia en un estado final de plenitud, por ejemplo, en el sentido del concepto de la tercera etapa. La primera forma es progresismo en sentido propio; la segunda forma es utopía (que requiere discusión aparte). El progresismo, como la creencia en el progreso como progreso sin un final definido, ha sido creado por el ala idealista de la autointerpretación filosófica de la moderna sociedad industrial; el neo-kantianismo fue el más importante en el desarrollo de la idea del progreso infinito. La realidad es la creación nunca acabada de la actividad cultural del hombre. No hay «realidad en sí misma» detrás de esta creación. Los procesos dialécticos de Hegel tienen el elemento de progreso infinito en su estructura y ese elemento es el poder conductor de la negación que, como ha resaltado vigorosamente Bergson, requiere una abertura infinita para el futuro -incluso en Dios. El hecho de que Hegel detuviera el movimiento dialéctico con su propia filosofia fue incidental pára su principio y no ha impedido el que se convirtiera en una de las más poderosas influencias para el progresismo en el siglo XIX. El ala positivista de la filosofia del siglo XIX -como muestran Comte y Spencer- podía aceptar el positivismo en sus propios términos; y esta escuela ha dado una gran cantidad de material para una justificación científica del progreso como una ley universal de la historia, que aparece bajo todas las dimensiones de la vida pero que se hace consciente de sí mismo sólo en la historia humana. La creencia positivista quedó cortada por las experiencias de nuestro siglo: la recaída de la historia mundial en capas de inhumanidad que se suponían ya conquistadas hacía mucho tiempo, la manifestación de las ambigüedades del progreso en los campos en que tiene lugar el mismo, el sentimiento de la falta de sentido de un progreso infinito sin un final, y la intuición de que la libertad de cada ser humano que llega a la vida empieza de nuevo para bien y para mal. Es sorprendente
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constatar lo repentino y radical que fue el derrumbamiento del progresismo, tan radical que hoy muchos (incluyendo al que esto escribe) que hace veinte añ.os lucharon contra la ideología progresista se sienten llevados ahora a defender los elementos justificados de este concepto. Tal vez el ataque más agudo a la creencia en el progreso infinito vino de una idea que originariamente había brotado de la misma raíz -la interpretación utópica de la historia. La utopía es progresismo con una finalidad definida: llegar a una etapa de la historia en la que sean conquistadas las ambigüedades de la vida. Al discutir la utopía es importante distinguir, como en el caso del progresismo, el ímpetu utópico del símbolo de la utopía literalmente interpretado, siendo este último la «tercera etapa» del desarrollo histórico. El ímpetu utópico es el resultado de una intensificación del ímpetu progresivo, y se distingue del mismo por la creencia de que la presente acción revolucionaria conseguirá la transformación final de la realidad, aquella etapa de la historia en la que el ou-t6pos (no-lugar) se convertirá en el lugar universal. Este lugar será la tierra, el planeta que en la visión geocéntrica del mundo era el más alejado de las esferas celestiales, y que en la visión heliocéntrica del mundo se ha convertido en una estrella entre las otras, de igual dignidad, igual finitud e igual infinitud eterna. Y será el hombre, el microcosmos, el representante de todas las dimensiones del universo, por cuyo medio será transferida la tierra a la plenitud de la que el paraíso fue una simple potencialidad. Estas ideas del Renacimiento están detrás de muchas formas de utopía secular en la época moderna y han prestado incentivo a los movimientos revolucionarios hasta nuestros días. El carácter problemático de la interpretación utópica de la historia ha sido claramente revelado por los acontecimientos del siglo XX. Ciertamente, el poder y la verdad del ímpetu utópico se ha puesto de manifiesto en su inmenso éxito en todos los campos en que tiene validez la ley del progreso, como se preveía en las utopías del Renacimiento; pero al mismo tiempo, ha aparecido también una completa ambigüedad entre progreso y recaída en aquellos campos en los que está implicada la libertad humana. Los campos que implicaban la libertad humana fueron también marginados en un estado de plenitud inambigua por los utópicos del Renacimiento y sus sucesores en los moví-
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mientas revolucionarios de los trescientos últimos años. Pero estas esperanzas quedaron frustradas con aquella profunda decepción que sigue a toda confianza idólatra en algo finito. Una historia de tales «desengaños existenciales» en los tiempos modernos sería una historia de cinismo, de indiferencia de la masa, de división consciente en los grupos dirigentes, de fanatismo y de tiranía. Los desengaños existenciales producen enfermedades y catástrofes individuales y sociales: se debe pagar el precio del éxtasis idólatra. Ya que la utopía, tomada al pie de la letra, es idólatra. Da la cualidad de ultimidad a algo preliminar. Hace incondicional lo que está condicionado (una situación histórica futura) y al mismo tiempo no tiene en cuenta la alienación existencial siempre presente y las ambigüedades de la vida y de la historia. Esto hace que sea inadecuada y peligrosa la interpretación utópica de la historia. Una tercera forma de inadecuada interpretación histórica de la historia podría clasificarse como de tipo «trascendental». Va implícita en la manera escatológica del nuevo testamento y de la primitiva iglesia hasta Agustín. Fue llevada a su forma radical en el luteranismo ortodoxo. La historia es el lugar en el que, tras la preparación del antiguo testamento, ha aparecido el Cristo para salvar a los individuos dentro de la iglesia de la esclavitud del pecado y de la culpa y permitirles participar del reino celestial tras su muerte. La acción histórica, especialmente en el decisivo campo político, no se puede ver libre de las ambigüedades del poder, interna o externamente. No hay relación alguna entre la justicia del reino de Dios y la justicia de las estructuras de poder. Los dos mundos están separados por un abismo insalvable. Son rechazadas la utopía sectaria y las interpretaciones teocráticas calvinistas. Los intentos revolucionarios por cambiar el sistema político corrompido están en contradicción con la voluntad de Dios tal como se expresa en su acción providencial. Después de que la historia se ha convertido en la escena de la revelación salvadora, ya no se puede esperar de ella nada esencialmente nuevo. La actitud que se expresaba con estas ideas tenía una perfecta adecuación con el predicamento de la mayoría de gente del último período feudal de la Europa central y oriental, y contiene un elemento que se adecua a la situación de innumerables individuos en todos los períodos de la historia. En teología es un contrapeso necesario el peligro
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de la utopía tanto secular como religiosa. Pero queda corta en ·una interpretación histórica adecuada de la historia. Su fallo más obvio está en el hecho de que contrasta la salvación del individuo con la transformación del grupo histórico y del universo, separando así al uno del otro. Este error fue criticado con agudeza por Tomás Muenzer, quien en su crítica de la actitud de Lutero apuntaba el hecho de que a las masas no les quedaba ni tiempo ni ánimos para una vida espiritual; un juicio que fue repetido por los socialistas religiosos en su análisis de la situación sociológica y psicológica del proletariado en las ciudades industriales de finales del siglo XIX y principios del XX. Otra deficiencia de la interpretación trascendental de la historia es la manera cómo pone en contradicción el reino de la salvación con el reino de la creación. El poder en sí mismo es bondad creada y un elemento en la estructura esencial de la vida. Si queda más allá de la salvación -por muy fragmentaria que pueda ser la salvación- la vida misma está más allá de la salvación. Con tales derivaciones queda patente el peligro maniqueo de la visión trascendental de la historia. Finalmente, esta visión interpreta el símbolo del reino de Dios como un orden estático supranatural en el que los individuos entran tras su muerte -en lugar de entender el símbolo, con los escritores bíblicos, como un poder dinámico sobre la tierra por cuyo advenimiento rezamos en el padrenuestro y que, según el pensamiento bíblico, está en lucha contra las fuerzas demoníacas que son poderosas en las iglesias así como en los imperios. Por consiguiente, el tipo trascendental de interpretación histórica es inadecuado porque excluye tanto a la cultura como a la naturaleza de los procesos salvadores en la historia. Es una ironía que ello se haya dado en ese tipo de protestantismo que -siguiendo al mismo Lutero- ha tenido la más positiva relación con la naturaleza y ha aportado la más grande contribución a las funciones artísticas y cognoscitivas de la cultura. Pero todo ello quedó sin consecuencias decisivas para el cristianismo moderno debido a la actitud trascendental para con la política, la ética social y la historia en el luteranismo. Fue el descontento con las interpretaciones de la historia progresiva, utópica, y trascendental (y el rechazo de los tipos no históricos) lo que indujo a los socialistas religiosos de principios de 1920 a buscar una solución que evita su inadecuación y se
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basa en el profetismo bíblico. Este intento se hizo en los términos de una reinterpretación del símbolo del reino de Dios.
4.
EL SÍMBOLO «REINO DE DIOS» COMO RESPUESTA A LA PREGUNTA DEL SENTIDO DE LA HISTORIA
a)
Las características del símbolo «reino de Dios»
En el capítulo de los tres símbolos de la vida inambigua hemos descrito la relación del símbolo «reino de Dios» con los símbolos «presencia espiritual» y «vida eterna». Vimos que cada uno de ellos incluye a los otros dos pero que, debido a las diferencias en los materiales del símbolo, tenemos una justificación para servirnos de los términos presencia espiritual como respuesta a las ambigüedades del espíritu humano y sus funciones, reino de Dios como respuesta a las ambigüedades de la historia, y vida eterna como respuesta a las ambigüedades de la vida universal. Con todo, las connotaciones del símbolo del reino de Dios abarcan más que las de los otros dos. Ello es consecuencia del doble carácter del reino de Dios. Tiene un aspecto intrahistórico y otro transhistórico. Como intrahistórico participa de la dinámica de la historia; como transhistórico es una respuesta a las preguntas implicadas en las ambigüedades de la dinámica de la historia. En la primera cualidad se manifiesta a través de la presencia espiritual; en la segunda, se identifica con la vida eterna. Esta doble cualidad del reino de Dios le convierte en un símbolo el más importante y el más dificil del pensamiento cristiano y -aún más- en uno de los más críticos para el absolutismo tanto político como eclesiástico. Precisamente por ser tan crítico, el desarrollo eclesiástico del cristianismo y el énfasis sacramental de las dos iglesias católicas ha marginado el símbolo, y hoy día, tras su empleo (y parcial secularización) por el movimiento del evangelio social y algunas formas de socialismo religioso, el símbolo ha vuelto a perder fuerza. Lo que no deja de ser notable a la vista del hecho de que la predicación de Jesús empezó con el mensaje de que el «reino de Dios está cerca» y de que los cristianos rezan por su advenimiento en cada padrenuestro. Su reinstalación como símbolo viviente puede venir del encuentro del cristianismo con las religiones asiáticas, de mane-
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ra especial con el budismo. Si bien las grandes religiones nacidas en la India pretenden poder recibir cualquier religión como parcial en el seno de su universalidad autotrascendente, parece imposible que puedan aceptar el símbolo del reino de Dios en algo que guarde semejanza con su sentido original. El material simbólico está tomado de esferas -la personal, la social y la política- que en la experiencia básica del budismo están trascendidas radicalmente, mientras que son elementos esenciales e indispensables de la experiencia cristiana. Las consecuencias de esta diferencia para la religión y la cultura en Oriente y Occidente tienen un alcance histórico mundial y parecería como si no hubiera ningún otro símbolo en el cristianismo que apunte al origen último de las diferencias tan claramente como el símbolo «reino de Dios», especialmente cuando se contrasta con el símbolo «nirvana». La primera connotación del reino de Dios es política. Ello coincide con el predominio de la esfera política en la dinámica de la historia. En el desarrollo del símbolo en el antiguo testamento, el reino de Dios no es tanto un reino en el que Dios gobierna como el mismo poder de control que pertenece a Dios y que él asumirá tras la victoria sobre sus enemigos. Pero si bien el reino como dominio no está en primer término, tampoco está del todo ausente, y se identifica con el Monte Sión, Israel, las naciones, o el universo. Posteriormente en el judaísmo y en el nuevo testamento cobra mayor importancia el dominio del mandato divino: es un cielo y una tierra transformados, una nueva realidad en un nuevo período de la historia. Es el resultado de un nuevo nacimiento de lo viejo en una nueva creación en la que Dios es todo en todo. El símbolo político se transforma en símbolo cósmico, sin perder su connotación política. La palabra «rey» en esta y en muchas otras simbolizaciones de la majestad divina no introduce una forma constitucional especial en el material del símbolo contra la que puedan reaccionar otras formas constitucionales, como puede ser la de una democracia; ya que «rey» (en contraste con otras formas de gobierno) ha sido ya desde los primeros tiempos un símbolo en sí mismo del centro de control político más elevado y más consagrado. Por tanto su aplicación a Dios tiene una doble simbolización que por lo general se comprende.
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La segunda característica del reino de Dios es social. Esta característica incluye las ideas de paz y justicia -no en contraposición a la cualidad política, y por tanto, no en contraposición al poder. De esta manera el reino de Dios realiza la esperanza utópica de un estado de paz y de justicia al paso que la libera de su carácter utópico mediante la adición «de Dios», ya que así se reconoce implícitamente la imposibilidad de una plenitud terrena. Pero aun así el elemento social en el símbolo es un permanente recuerdo de que no hay santidad sin lo sagrado de lo que tiene que ser, el imperativo moral incondicional de la justicia. El tercer elemento implicado en el reino de Dios es el personalista. En contraste con los símbolos en los que la vuelta a la identidad última es la finalidad de la existencia, el reino de Dios da un significado eterno a la persona individual. La finalidad transhistórica hacia la que corre la historia no es la extinción sino la plenitud de la humanidad en todo individuo humano. La cuarta característica del reino de Dios es su universalidad. No es un reino sólo de hombres; implica la plenitud de la vida bajo todas las dimensiones. Esto coincide con la unidad multidimensional de la vida: la plenitud bajo una dimensión implica la plenitud en todas las dimensiones. Esta es la cualidad del símbolo «reino de Dios» en la que se trasciende el elemento individual-social, aunque no se niegue. Pablo expresa esto con los símbolos de «Dios que es todo en todos» y el de «Cristo que entrega el poder sobre la historia a Dios» cuando la dinámica de la historia haya llegado a su fin. b)
Los elementos inmanentes y trascendentes en el símbolo «reino de Dios» Para que el símbolo «reino de Dios» pueda ser una respuesta positiva y adecuada a la pregunta del sentido de la historia, debe ser inmanente y trascendente a la vez. Cualquier interpretación que sólo tenga en cuenta un aspecto priva al símbolo de su poder. En la sección acerca de las respuestas inadecuadas a la pregunta del sentido de la historia discutimos la interpretación utópica y trascendental, aduciendo ejemplos para la una y la otra de la tradición cristiana-protestante. Esto indica que el simple uso del símbolo «reino de Dios» no garantiza una res-
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puesta adecuada. Si bien su historia da todos los elementos de una respuesta, la misma historia muestra que se pueden suprimir cada uno de estos elementos y quedar así distorsionado el sentido del símbolo. Por lo tanto es importante señalar la aparición de estos elementos en el desarrollo básico de Ja idea del reino de Dios. El énfasis en la literatura profética es intrahistórico-político. El destino de Israel es el medio revelador para la comprensión profética del carácter y de las acciones de Y ahvé, y se ve el futuro de Israel como la victoria del Dios de Israel en la lucha contra sus enemigos. El Monte Sión se convertirá en el centro religioso de todas las naciones, y si bien el «día de Yahvé» es juicio en primer lugar, también es plenitud en sentido históricopolítico. Pero no acaba aquí todo. Las visiones acerca del juicio y de la plenitud incluyen un elemento que apenas si se podría llamar intrahistórico o inmanente. Es Y ahvé quien gana la batalla contra sus enemigos infinitamente superiores a Israel en número y poder. Es la santa montaña de Dios la que, a pesar de su insignificancia geográfica, será el lugar al que acudirán para adorar todas las naciones. El verdadero Dios, el Dios de justicia, conquista una concentración de fuerzas, en parte políticas, en parte demoníacas. El Mesías, que aportará el nuevo eón, es un ser humano con rasgos superhumanos. La paz entre las naciones incluye la naturaleza, de manera que las especies más hostiles de animales vivirán en paz unas junto a otras. Estos elementos trascendentes dentro de una interpretación predominantemente inmanente-política de la idea del reino de Dios apuntan a su doble carácter. El reino de Dios no puede ser producido por el solo desarrollo intrahistórico. En las sublevaciones políticas del judaísmo durante la época romana, se olvidó casi por completo este doble carácter de la anticipación profética -lo cual condujo a la completa destrucción de la existencia nacional de Israel. Experiencias como estas, mucho antes de la época romana, produjeron un cambio en el énfasis que pasó del aspecto inmanente-político al trascendente-universal en la idea del reino de Dios. Esto fue más impresionante en la así llamada literatura apocalíptica de la época intertestamentaria, con algunos precedentes en las épocas posteriores del antiguo testamento. La visión histórica queda ampliada y reemplazada por una visión cósmica. La tierra ha envejecido y los poderes demoníacos se
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han apoderado de ella. Guerras, enfermedades y catástrofes naturales de dimensiones cósmicas precederán al nuevo nacimiento de todas las cosas y al nuevo eón en el que Dios se convertirá finalmente en el regidor de las naciones y en el que llegarán a su plenitud las esperanzas proféticas. Esto no ocurrirá por medio de desarrollos históricos sino por medio de una interferencia divina y una nueva creación, que desembocará en un cielo nuevo y una nueva tierra. Tales visiones son independientes de cualquier situación histórica y no están condicionadas por las actividades humanas. El mediador divino ya no es el Mesías histórico, sino el Hijo del hombre, el Hombre celestial. Esta interpretación de la historia fue decisiva para el nuevo testamento. Las finalidades intrahistórico-políticas dentro del imperio romano eran inasequibles. El imperio se tenía que aceptar de acuerdo con sus elementos de bondad (Pablo), y sería destruido por Dios debido a su estructura demoníaca (revelación). Obviamente, esto queda muy lejos de cualquier progresismo o utopía intrahistórica; sin embargo, no carece de elementos políticos inmanentes. La referencia al imperio romano -al que a veces se ve como el último y el más grande de una serie de imperios- muestra que la visión de los poderes demoníacos no es simplemente imaginaria. Está relacionada con los poderes históricos del período en que se concibe. Y las catástrofes cósmicas incluyen acontecimientos históricos dentro del mundo de las naciones. Las últimas etapas de la historia humana se describen con colores intrahistóricos. Una y otra vez en los últimos tiempos la gente ha encontrado la descripción de su propia existencia histórica en las descripciones míticas apocalípticas. El nuevo testamento añade un nuevo elemento a estas visiones: la aparición intrahistórica de Jesús como Cristo y la fundación de la iglesia en medio de las ambigüedades de la historia. Todo esto muestra que el énfasis en la trascendencia en el símbolo «reino de Dios» no excluye los rasgos intrahistóricos de decisiva importancia -al igual que el predominio del elemento inmanente no excluye el simbolismo trascendente. Estas evoluciones muestran que el símbolo «reino de Dios» tiene el poder de expresar ambos aspectos, el inmanente y el trascendente, si bien un aspecto es el que normalmente predomina. Con todo esto ante la vista pasaremos a tratar en las restantes secciones del sistema, la realidad del reino de Dios en la historia y por encima de ella.
II
EL REINO DE DIOS EN EL INTERIOR DE LA HISTORIA A. l.
LA DINÁMICA DE LA HISTORIA Y EL NUEVO SER
LA IDEA DE LA «HISTORIA DE SALVACIÓN»
En el capítulo «La manifestación de la presencia espiritual en la humanidad histórica» relacionamos la doctrina del Espíritu con la existencia histórica del hombre, pero no examinamos la dimensión histórica en cuanto tal. Al tratar de la presencia espiritual y de su relación con el espíritu humano pusimos la historia entre paréntesis, no porque no sea efectiva en cada momento de la vida espiritual, sino porque los distintos puntos de vista sólo pueden ser tratados de manera consecutiva. Debemos echar ahora una mirada a la presencia espiritual y a sus manifestaciones desde el punto de vista de su participación en la dinámica de la historia. La teología ha hablado de este problema bajo el título originalmente alemán Heilsgeschichte («historia de la salvación»). Dado que este término connota muchos problemas no solventados, lo voy a emplear de manera experimental, sujeto a una seria cualificación. La primera cuestión hace referencia a la relación de la historia de salvación con la historia de revelación. La respuesta básica ya ha sido dada (parte I, sec. II B): ¡Allí donde se da la revelación allí se da la salvación! Poniendo al revés esta afirmación podemos decir también: Allí donde se da la salvación allí se da también la revelación. La salvación abarca la revelación, destacando el elemento de verdad en la
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manifestación salvadora del fondo del ser. Por tanto, al hablar de revelación universal (no «general»), hemos hablado implícitamente de salvación universal. La segunda cuestión hace referencia a la relación de la historia como resultado de la creatividad humana con la historia de salvación. No son idénticas. Su identificación fue un error del idealismo clásico y de algunas formas del liberalismo teológico, conectadas con frecuencia con una interpretación progresiva de la historia. Es imposible identificar la historia del mundo con la historia de la salvación debido a las ambigüedades de la vida en todas sus dimensiones, la histórica incluida. La salvación es la conquista de estas ambigüedades; va contra ellas y no puede ser identificada con un reino en el que son efectivas. Veremos más adelante que la historia de salvación tampoco se identifica con la historia de la religión, ni siquiera con la historia de las iglesias, por más que las iglesias representen el reino de Dios. El poder salvador irrumpe en la historia, opera a través de la historia, pero no es creado por la historia. La tercera cuestión, por tanto, es: ¿cómo se manifiesta la historia de la salvación en la historia del mundo? En la descripción de las experiencias reveladoras (dadas en la parte I, sección II, «La realidad de la revelación», que fue una anticipación de algunas ideas propias de esta parte), se presentó la manifestación del poder espiritual con relación a sus elementos cognoscitivos. Y en los capítulos que trataban de los efectos de la presencia espiritual en los individuos y en las comunidades (parte IV, sec. III) se describió en su totalidad la manifestación del poder salvador. Pero no tratamos la dimensión histórica de estas manifestaciones, su dinámica en relación con la dinámica de la historia del mundo. . Si el témino «historia de la salvación» tiene alguna justificación, debe apuntar a una serie de acontecimientos en los que el poder de salvación irrumpe en los procesos históricos, preparado por estos procesos a fin de poder ser recibido, cambiándolos a fin de permitir que el poder salvador sea efectivo en la historia. Vista de esta manera, la historia de salvación es una parte de la historia universal. Puede ser indentificada en términos de tiempo medido, de causalidad histórica, de un espacio definido y de una situación concreta. Como objeto de la historiografía secular se debe someter a las pruebas prescritas mediante una aplica-
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ción estricta de los métodos de la investigación histórica. Con todo, y simultáneamente, si bien está dentro de la historia, manifiesta algo que no es de la historia. Por esta razón se ha llamado también historia sagrada a la historia de salvación. En la misma serie de acontecimientos es sagrada y secular. En ello la historia muestra su carácter autotrascendente, su afán hacia la plenitud última. No hay ninguna razón para llamar a la historia de la salvación «suprahistórica». El pref~o «supra» indica un nivel más elevado de realidad en el que tienen lugar las acciones divinas sin conexión con la historia del mundo. De esta manera la paradoja de la aparición de lo último en la historia se sustituye por un supranaturalismo que desconecta la historia del mundo de la historia de salvación. Pero si están desconectadas no se puede entender cómo los acontecimientos supranaturales pueden tener un poder salvador dentro de los procesos de la historia del mundo. Debido a estas malas interpretaciones a las que está expuesto el término «historia de la salvación» tal vez fuera preferible evitar el término en absoluto y hablar acerca de las manifestaciones del reino de Dios en la historia. Y por supuesto, allí donde se da una manifestación del reino de Dios allí se da revelación y salvación. Sin embargo, la cuestión continúa siendo la de que hasta qué punto se da un ritmo en estas manifestaciones -una especie de progreso, o unas oscilaciones, o una repetición de algunas estructuras- o ningún tipo de ritmo en absoluto. A esta cuestión no se le puede dar una contestación en términos generales. Su respuesta es una expresión de la experiencia reveladora concreta de un grupo religioso y, por tanto, viene determinada por el carácter del sistema teológico en el que se planteó la cuestión. La respuesta que sigue está basada en el simbolismo cristiano y en la afirmación central cristiana de que Jesús de Nazaret es el Cristo, la manifestación final del nuevo ser en la historia.
2.
LA MANIFESTACIÓN CENTRAL DEL REINO DE DIOS EN LA HISTORIA
Sea cual fuere el ritmo de las manifestaciones del reino de Dios en la historia, el cristianismo reclama el estar basado en su manifestación central. Por tanto considera la aparición de Jesús
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como el Cristo, como el centro de la historia -si se ve la historia en su carácter autotrascendente. El término «centro de la historia» no tiene nada que ver con medidas cuantitativas, que lo entenderían como un medio entre un pasado indefinido y un futuro indefinido ni describe este término un momento histórico en el que el proceso cultural llegó a un punto en el que se unieron las líneas del pasado y determinaron el futuro. No existe un tal punto en la historia. Y lo que es verdad de la relación del centro de la historia con la cultura es verdad también de su relación con la religión. La metáfora «centro» expresa un momento en la historia para el que todo lo precedente y consiguiente es a la vez preparación y recepción. Como tal es tanto criterio como fuente del poder salvador en la historia. La tercera y la cuarta parte del presente sistema contienen el pleno desarrollo de estas aserciones, pero no tienen en cuenta la dimensión histórica. Si llamamos a la aparición de Cristo el centro de la historia implicamos con ello que la manifestación del reino de Dios en la historia no es una serie incoherente de manifestaciones, cada una de ellas con su relativa validez y poder. Con el mismo término «centro» se expresa ya una crítica del relativismo. La fe se atreve a afirmar su dependencia de aquel acontecimiento que es el criterio de todos los acontecimientos reveladores. La fe tiene el coraje de atreverse a formular una tan extraordinaria aserción, y asume el riesgo de equivocarse. Pero sin este coraje y sin riesgo, no habría fe. El término «centro de la his'toria» incluye también una crítica de todas las formas de una visión progresista de las manifestaciones del reino de Dios en la historia. Obviamente, no puede haber ningún progreso más allá de lo que es el centro de la historia (excepto en los campos en los que el progreso es esencial). Todo lo que tiene éxito queda bajo su criterio y participa de su poder. La aparición del centro tampoco es el resultado de un desarrollo progresivo tal como se discutió anteriormente bajo el título de «Progreso histórico: su realidad y sus límites» (parte V, sec. Ja, 3c). El único elemento progresivo en la historia preparatoria de la revelación y salvación es su movimiento de la inmadurez a la madurez. La humanidad tenía que madurar hasta un punto en el que el centro de la historia podía aparecer y ser recibido como el centro. Este proceso de maduración está operando en toda la
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historia, pero era necesario un progreso particular a fin de preparar para aquel en quien se daría la revelación final. Esta es la función del progreso del que el antiguo testamento es el documento. Las manifestaciones del antiguo testamento del reino de Dios produjeron los precondicionamientos directos para su final manifestación en el Cristo. Se alcanzó la madurez; se cumplió el tiempo. Esto ocurrió una vez en el espacio de la historia de revelación original y salvadora, pero acontece de nuevo allí donde se recibe al centro como centro. Sin la base más amplia de la historia de la religión y la base más pequeña de crítica profética y transformación de la base más amplia, no hay posibilidad alguna de aceptar el centro. Por tanto toda actividad misionera dentro y fuera de la cultura cristiana debe usar la conciencia religiosa que está presente o puede ser evocada en todas las religiones y culturas. Y toda actividad misionera, dentro y fuera de la cultura cristiana, debe seguir la purificación profética del antiguo testamento de la conciencia religiosa. Sin el antiguo testamento, el cristianismo vuelve a caer en la inmadurez de la historia universal de la religión -incluyendo la historia de la religión judía- (que fue el principal objeto de crítica y purificación por parte de los profetas del antiguo testamento). La maduración, o proceso preparatorio hacia la manifestación central del reino de Dios en la historia no está, por tanto, restringida a la época precristiana; continúa tras la aparición del centro y se va dando aquí y ahora. El tema de la salida de Israel de Egipto es el de la madurez hacia el centro, que es el tema del encuentro Oriente-Occidente en el Japón de nuestros días, y que fue y continúa siendo el tema del progreso de la cultura moderna occidental en los últimos quinientos años. En lenguaje bíblico y teológico, esto ha sido expresado como el símbolo de la presencia transtemporal de Cristo en cada época. A la inversa, existe siempre un proceso de recibir a partir de la manifestación central del reino de Dios en la historia. Por supuesto, así como se da una historia original de preparación para el centro, que desemboca en su aparición en el tiempo y el espacio, así también se da una historia original de recepción del centro, derivada de su aparición en el tiempo y el espacio; y esta es la historia de la iglesia. Pero la iglesia no existe de una manera simplemente manifiesta, mediante la recepción de lo ocurrido en el pasado; existe también de manera latente, me-
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de una extinción externa de la humanidad histórica a través de una destrucción causada cósmicamente o humanamente, o puede ocurrir por transformaciones biológicas o psicológicas que aniquilan la dimensión del espíritu o por una deteriorización interna bajo la dimensión del espíritu que priva al hombre de su libertad y por consiguiente de la posibilidad de tener una historia. Cuando el cristianismo pretende que el acontecimiento sobre el que está basado es el centro de la historia de revelación y salvación, no puede pasar por alto el hecho de que hay otras interpretaciones de la historia que hacen esa misma reclamación para otro acontecimiento central. Ya que la elección de un centro de la historia es universal allí donde se toma en serio la historia. El centro de las interpretaciones nacionales de la historia -con frecuencia en un sentido imperial- es el momento en el que surgió la conciencia vocacional de la nación, ya fuere en un acontecimiento real ya en una tradición legendaria. El éxodo de los israelitas de Egipto, la fündación de la ciudad de Roma, y la guerra revolucionaria en Norteamérica son tales centros particulares de historia. Pueden ser elevados a una significación universal, como en el judaísmo, o se pueden convertir en un motivo de aspiraciones imperiales, como en Roma. Para los seguidores de una religión mundial, el acontecimiento de su fundación es el centro de la historia. Esto es verdad no sólo del cristianismo y del judaísmo sino también del islam, del budismo, de la religión de Zoroastro y del maniqueísmo. A la vista de estas analogías en la historia política y religiosa, se hace inevitable la pregunta de cómo el cristianismo puede justificar su pretensión de estar a la vez enraizado en el tiempo y basado en el centro universal de las manifestaciones del reino de Dios en la historia. La primera respuesta, a la que ya hemos hecho referencia, es positivista: esta pretensión es una expresión del coraje y atrevimiento de la fe cristiana. Pero esto no es suficiente para una teología que llama a Jesús como Cristo la manifestación central del logos divino. La pretensión cristiana debe tener un «logos», no un argumento añadido a la fe, sino una explicación de la fe determinada por el logos. La teología emprende una tal explicación al decir que las preguntas implicadas en el tiempo histórico y en las ambigüedades de la dinámica histórica no han obtenido respuesta en ninguno de los otros supuestos
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centros de la historia. El principio por el que son escogidos centros de historia políticamente determinados es particular y no puede perder su particularidad por mucho que intente convertirse de manera imperialista en universal. Esto es verdad incluso del judaísmo, a pesar del elemento universalista en su autocrítica profética. Las expectaciones proféticas y apocalípticas del judaísmo quedan en expectaciones y no conducen a una plenitud intrahistórica como en el cristianismo. Por tanto, no se ve ningún nuevo centro de historia tras el éxodo, y el centro futuro no es centro sino final. Aquí en este punto es donde aparece el abismo fundamental e insalvable entre las interpretaciones judías y cristianas de la historia. A pesar de las posibles demonizaciones y de las distorsiones sacramentales de la manifestación central del reino de Dios en el cristianismo concreto, el mensaje del centro que ha aparecido debe ser mantenido si queremos que el cristianismo no se convierta en otra religión preparatoria de la ley. El islam (con la excepción del sufismo) es una religión de la ley y tiene, en cuanto tal, una gran función de progreso educativo hacia la madurez. Pero la madurez educativa con respecto a lo último es ambigua. La irrupción de la ley es lo más dificil en la vida religiosa de los individuos así como también en la de los grupos. Por eso el judaísmo desde el principio del cristianismo en adelante y el islam en un período posterior fueron las barreras más grandes contra la aceptación de Jesús como Cristo y como centro de la historia. Sin embargo, estas mismas religiones no fueron y no son capaces de dar otro centro. La aparición de Mahoma como el profeta no constituye un acontecimiento en el que la historia reciba un significado que sea universalmente válido. Ni es un centro universal de historia proporcionado por la fundación de una nación que, en el sentido en que los profetas lo interpretaban, es la nación «escogida». Y esto es así porque su universalidad aún no ha sido liberada de su particularidad. En este contexto no hace falta añadir muchas cosas sobre el budismo, tras nuestra discusión de las interpretaciones no-históricas de la historia. Buda no es para el budista una línea divisoria entre el antes y el después. Es un ejemplo decisivo de una encarnación del Espíritu de iluminación que ha sucedido y que puede suceder en cualquier momento, pero no se le ve en un movimiento histórico que conduce a él y se deriva de él. Este
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examen muestra que el único acontecimiento histórico en el que se puede ver el centro universal de la historia de revelación y salvación -no sólo para una fe atrevida sino también para una interpretación racional de esta fe-- es el acontecimiento en el que se basa el cristianismo. Este acontecimiento no sólo es el centro de la historia de la manifestación del reino de Dios; es también el único acontecimiento en el que se afirma plena y universalmente la dimensión histórica. La aparición de Jesús como Cristo es el acontecimiento histórico en el que la historia toma conciencia de sí misma y de su sentido. Ni siquiera para un ensayo empírico y relativista existe ningún otro acontecimiento del que se pudiera afirmar esto. Pero la afirmación real es y continúa siendo una materia de fe atrevida.
3.
«KAIRÓS» Y «KAIROI»
Hablamos ya del momento en el que la historia, en los términos de una situación concreta, ha madurado hasta el punto de poder recibir la irrupción de la manifestación central del reino de Dios. El nuevo testamento ha llamado a este momento la «plenitud del tiempo», en griego, kairós. Este término ha sido usado con frecuencia desde el momento en el que lo introdujimos en la discusión teológica y filosófica en conexión con el movimiemto socialista religioso en Alemania tras la primera guerra mundial. Fue elegido para recordar a la teología cristiana el hecho de que los escritores bíblicos, no sólo los del antiguo sino también los del nuevo testamento, tenían conciencia de la dinámica autotrascendente de la historia. Y fue elegido para recordar a la filosofia la necesidad de tratar la historia, no sólo en los términos de su estructura lógica y categórica, sino también en los términos de su dinámica. Y por encima de todo, el kairós debe expresar el sentimiento de mucha gente en la Europa central tras la primera guerra mundial de que había aparecido un momento de la historia preñado de una nueva comprensión del significado de la historia y de la vida. Fuera o no fuera confirmado empíricamente este sentimiento --en parte lo fue y en parte no-- el concepto mismo conserva su significado y pertenencia al conjunto de la teología sistemática. Su sentido original --el tiempo oportuno, el tiempo en el que se puede hacer algo- debe ser contrastado con el chronos, el
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tiempo medido o tiempo del reloj. El primero es cualitativo, el segundo cuantitativo. En la palabra inglesa timing (medición del tiempo) se expresa algo del carácter cualitativo del tiempo, y si se hablara del timing de Dios en su actividad providencial, este término se aproximaría al significado de kairós. En el lenguaje griego ordinario, se usa la palabra para cualquier cometido práctico en el que se da una buena ocasión para una acción determinada. En el nuevo testamento es la traducción de una palabra usada por Jesús cuando habla de su tiempo que aún no ha llegado -el tiempo de su pasión y muerte. Lo emplean tanto Juan el Bautista como Jesús cuando anuncian la plenitud del tiempo con respecto al reino de Dios que está «cerca». Pablo emplea kairós cuando habla en una visión histórica mundial del momento del tiempo en el que Dios pudo enviar a su Hijo, el momento que fue elegido para que pasara a ser el centro de la historia. A fin de poder reconocer este «gran kairós», uno debe ser capaz de ver los «signos de los tiempos», como dice Jesús cuando acusa a sus enemigos de no verlos. Pablo, en su descripción del kairós, mira la situación tanto del paganismo como del judaísmo, y en la literatura déutero-paulina, la visión históricomundial y cósmica de la aparición de Cristo juega un papel cada vez más importante. Hemos interpretado la plenitud del tiempo como el momento de madurez en un desarrollo particular religioso y cultural -al que añade, con todo, la advertencia de que la madurez significa no sólo la capacidad de recibir la manifestación central del reino de Dios sino también el más grande poder de ofrecerle resistencia. Ya que la madurez es el resultado de la educación por la ley, y en algunos que toman la ley con seriedad radical, la madurez se convierte en desesperación de la ley, éon la consiguiente búsqueda de lo que irrumpe en la ley como «buena noticia». La experiencia de un kairós se ha dado una y otra vez en la historia de las iglesias, aunque no fuera empleado el término. Siempre que surgía el Espíritu profético en las iglesias, se hablaba de la «tercera etapa», la etapa del «mandato de Cristo» en la época de los «mil años». Esta etapa se vio como inminentemente próxima y se convirtió así en la base de la crítica profética de las iglesias en su etapa distorsionada. Cuando las iglesias rechazaban esta crítica o bien la aceptaban de una manera parcial e interesada, el Espíritu profético se veía
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obligado a introducirse en movimientos sectarios de carácter originalmente revolucionario -hasta que las sectas se convertían en iglesias y el Espíritu profético quedaba latente. El hecho de que las experiencias de kair6s pertenecen a la historia de las iglesias, y que el «gran kairós», la aparición del centro de la historia, se vuelve a experimentar una y otra vez a través de «kairoi» relativos, en los que se manifiesta a sí mismo el reino de Dios en una particular irrupción, tiene una importancia decisiva para nuestra reflexión. La relación de un kairós a los kairoi es la relación del criterio con lo que está bajo el criterio y la relación de la fuente de poder con aquello que es alimentado por la fuente de poder. Los kairoi se han dado y se están dando en todos los movimientos preparatorios y receptores en la iglesia latente y manifiesta. Ya que si bien el Espíritu profético está latente e incluso reprimido a lo largo de extensas zonas de la historia, nunca está ausente e irrumpe a través de las barreras de la ley en un kair6s. La toma de conciencia de un kair6s es asunto de visión. No es un objeto de análisis y cálculo que se pueda dar en términos psicológicos o sociológicos. No es un asunto de observación imparcial sino de experiencia comprometida. Lo cual, sin embargo, no significa que la observación y el análisis queden excluidos; sirve para objetivar la experiencia y clarificar y enriquecer la visión. Pero la observación y el análisis no producen la experiencia del kairós. El Espíritu profético opera creativamente sin ninguna dependencia de la argumentación y de la buena voluntad. Pero todo momento que pretende ser espiritual debe ser comprobado y el criterio es el «gran kairós». Cuando se empleó el término kairós para la situación crítica y creativa tras la primera guerra mundial en la Europa central, era empleado no sólo por el movimiento socialista religioso obediente al gran kair6s -por lo menos en la intención- sino también por el movimiento nacionalista que, por medio de la voz del nazismo, atacaba al gran kair6s y a todo lo por él representado. Este último empleo fue una experiencia del kair6s demoníacamente distorsionado y condujo inevitablemente a la autodestrucción. El espíritu que se arrogaba el nazismo era el espíritu de los falsos profetas, profetas que hablaban en favor de un nacionalismo y racismo idólatras. Contra ellos la cruz de Cristo fue y es el criterio absoluto.
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Dos cosas se deben decir acerca de los kairoi: la primera que pueden ser distorsionados demoníacamente, y la segunda que pueden ser erróneos. Y esta última característica es siempre, hasta cierto punto, una constante, incluso en el «gran kairós». El error está no en la cualidad-kairós de la situación sino más bién en el juicio acerca de su carácter en términos de tiempo fisico, espacio y causalidad, y también en términos de reacción humana y de elementos desconocidos en la constelación histórica. Con otras palabras, la experiencia-kairós está bajo el orden del destino histórico, que hace que sea imposible la previsión en cualquier sentido técnico-científico. Ninguna fecha predicha en la experiencia de un kairós ha sido correcta alguna vez; ninguna situación adivinada como resultado de un kairós llegó nunca a hacerse realidad. Pero algo ocurrió a algún pueblo a través del poder del reino de Dios al manifestarse en la historia, y la historia ha sufrido un cambio desde entonces. Surge una última pregunta acerca de si existen períodos en la historia en los que no se experimenta ningún kairós. Obviamente el reino de Dios y la presencia espiritual jamás, en ningún momento del tiempo, están ausentes, y por la misma naturaleza de los procesos históricos, la historia siempre es autotrascendente. Pero la experiencia de la presencia del reino de Dios como determinante de la historia no siempre se da. La historia no se mueve a.un ritmo igual sino que es una fuerza dinámica que se mueve entre cataratas y zonas tranquilas. La historia tiene sus altibajos, sus períodos de velocidad y lentitud, de creatividad extrema y de sumisión conservadora a la tradición. Los hombres del último período del antiguo testamento se lamentaban de que existía poca presencia del Espíritu, y esta queja ha sido reiterada en la historia de las iglesias. El reino de Dios está siempre presente, pero no la experiencia de su poder que conmociona la historia. Los kairoi son raros y el gran kairós es único, pero juntos determinan la dinámica de la historia en su autotrascendencia. 4.
LA PROVIDENCIA HISTÓRICA
Tratamos la doctrina de la providencia bajo el título «La creatividad directora de Dios» (parte 11, sec. 11 B, 5c). Hemos visto que no se debe entender la providencia de una manera
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determinista, en el sentido de un designio divino decretado «antes de la creación del mundo», que ahora está recorriendo su curso y en el que Dios se interfiere algunas veces de manera milagrosa. En lugar de este mecanismo supranatural aplicamos la polaridad básica ontológica de libertad y destino en la relación de Dios con el mundo y afirmamos que la creatividad directora de Dios opera a través de la espontaneidad de las creaturas y de la libertad humana. Ahora que estamos incluyendo la dimensión histórica podemos decir que lo <
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generación» no justifica el mal y la tragedia de las generaciones anteriores. Y luego, el supuesto utópico-progresista contradice los elementos de «libertad para el bien y para el mal» con los que nacen todos los individuos. Allí donde aumenta el poder para el bien aumenta también el poder para el mal. La providencia histórica incluye todo esto y es creadora a través de todo ello en dirección hacia lo nuevo, tanto en la historia como por encima de la historia. Este concepto de la providencia histórica incluye también el rechazo del pesimismo reaccionario y cínico. Proporciona la certeza de que lo negativo en la historia (la desintegración, la destrucción, la profanización) jamás pueden prevalecer en contra de las finalidades temporales y eternas del proceso histórico. Esto es lo que significan las palabras de Pablo acerca de la conquista de los poderes demoníacos por el amor de Dios tal como se manifiesta en Cristo (Rom 8). Las fuerzas demoníacas no están destruidas, pero no pueden impedir la finalidad de la historia, que es la reunión con el fondo divino del ser y del significado. La manera como esto ocurre se identifica con el misterio divino y queda más allá del cálculo y de la descripción. Hegel cometió el error de pretender que él sabía la manera y que la podía describir mediante la aplicación de la dialéctica de la lógica a los acontecimientos concretos de la historia registrada. No se puede negar que su método abrió sus ojos para muchas importantes observaciones con respecto al fondo mítico y metafisico de diferentes culturas. Pero no tuvo en cuenta procesos históricos no registrados, las luchas internas en toda gran cultura que limitan cualquier interpretación general, la abertura de la historia hacia el futuro que impide un designio coherente, la supervivencia y vuelta a la vida de grandes culturas y religiones que, según el esquema evolutivo, tendrían que haber perdido su significación histórica hace ya mucho tiempo, o la irrupción del reino de Dios en los procesos históricos, que crea la permanencia del judaísmo y la unicidad del acontecimiento cristiano. Ha habido otros intentos de dar un designio concreto de la providencia histórica, aun cuando no hablen de providencia. Ninguno de ellos es tan rico y concreto como el de Hegel, ni siquiera el de su doble positivista, Comte. La mayoría son más cautos, limitándose a ciertas regularidades en la dinámica de la historia, como se ilustra, por ejemplo, con la ley de Spengler del
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crec1m1ento y decadencia, o con las categorías generales de Toynbee, tales como «retirada» y «retorno», «desafio» y «respuesta». Tales intentos proporcionan preciosas intuiciones de los movimientos concretos pero no proporcionan un cuadro de la providencia histórica. Los profetas del antiguo testamento incluso eran menos concretos que estos hombres. Los profetas se ocupaban de muchas de las naciones limítrofes, no con el fin de mostrar su significación históricomundial, sino para mostrar la acción divina a través de ellas, en la creación, en el juicio, en la destrucción y en la promesa. Los mensajes proféticos no incluyen un designio concreto; implican solamente la norma universal de la acción divina en términos de creatividad histórica, de juicio y de gracia. El conjunto de los actos providenciales particulares permanece oculto en el misterio de la vida divina. Esta anticipación necesaria de una concreta interpretación de la historia del mundo no excluye la comprensión, desde un punto de vista especial, de los progresos particulares en sus consecuencias creadoras. Intentamos esto al discutir la idea de kair6s y al describir la situación del «gran kair6s». Desde el punto de vista cristiano el carácter providencial del judaísmo es un ejemplo duradero de una interpretación particular de los desarrollos históricos. La descripción de Daniel de las consecuencias de los poderes del mundo se puede entender en este sentido, y esto justifica también el análisis crítico de una situación contemporánea a la luz de acontecimientos pasados. La toma de conciencia de un kair6s realmente incluye una imagen de acontecimientos pasados y su significado para el presente. Pero cualquier paso que vaya más allá ha de ser contrarrestado con los argumentos dados contra la grandiosa tentativa de Hegel de «situarse a sí mismo en la silla de la divina providencia».
B.
1.
EL REINO DE DIOS Y LAS IGLESIAS
LAS IGLESIAS COMO REPRESENTANTES DEL REINO DE DIOS EN LA HISTORIA
En nuestra discusión de la comunidad espiritual llamamos a las iglesias la encarnación ambigua de la comunidad espiritual, y hablamos de la paradoja de que las iglesias revelan así como
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ocultan a la comunidad espiritual. Ahora que estamos considerando la dimensión histórica y los símbolos de su interpretación religiosa, debemos decir que las iglesias son las representantes del reino de Dios. Esta caracterización no contradice la otra. «Reino de Dios» abarca más que «comunidad espiritual»; incluye todos los elementos de la realidad, no sólo aquellos, es decir, las personas, que pueden entrar en la comunidad espiritual. El reino de Dios incluye la comunidad espiritual, pero, así como la dimensión histórica abarca todas las otras dimensiones, así el reino de Dios abarca todos los dominios del ser bajo la perspectiva de su finalidad última. Las iglesias representan al reino de Dios en este sentido universal. La representación del reino de Dios por las iglesias es tan ambigua como la encarnación de la comunidad espiritual en las iglesias. En ambas funciones las iglesias son paradójicas: revelan y ocultan. Hemos ya indicado que las iglesias incluso pueden representar el reino demoníaco. Pero el reino demoníaco es una distorsión del reino divino y no tendría ningún ser sin aquel del cual es una distorsión. El poder del representante, por muy mal que represente aquello que debería representar, radica en su función de representar. Las iglesias permanecen iglesias aun cuando sean fuerzas que ocultan lo último en lugar de revelarlo. Así como el hombre, portador del espíritu, no puede dejar de ser tal, así las iglesias que representan el reino de Dios en la historia, no pueden ser desposeídas de su función aun cuando la ejerzan en contradicción con el reino de Dios. El espíritu distorsionado aún es espíritu; la santidad distorsionada aún es santidad. Puesto que desarrollamos la doctrina de la iglesia plenamente en la cuarta parte del sistema, sólo debemos añadir, llegados a este punto, unas observaciones con respecto a su dimensión histórica. Como representantes del reino de Dios, las iglesias participan activamente tanto de la carrera del tiempo histórico hacia la finalidad de la historia como de la lucha intrahistórica del reino de Dios contra las fuerzas de la demonización y de la profanización que presentan batalla contra esta finalidad. La iglesia cristiana en su autointerpretación original era bien consciente de esta doble tarea y la expresó de manera muy conspicua en su vida litúrgica. Pedía a los reden bautizados que se separaran públicamente de las fuerzas demoníacas a las que habían estado sometidos en su pasado pagano. Muchas iglesias
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contemporáneas en el acto de la «confirmación» alistan a la generación joven en las filas de la iglesia militante. Al mismo tiempo todas las iglesias en la liturgia, himnos y oraciones hablan de la venida del reino de Dios y del deber de cada uno de estar preparados para ello. A pesar de la reducción de estas ideas a una idea individualista de la salvación, es dificil al conservadurismo jerárquico y ortodoxo eliminar por completo la dinámica escatológica de la conciencia de las iglesias. Allí donde aparece el Espíritu profético allí se reaviva la expectación del reino que viene y se despierta a las iglesias para su tarea de ser un testimonio del mismo así como una preparación ante su llegada. Esto es lo que causa los siempre repetidos movimientos escatológicos en la historia de las iglesias, que frecuentemente son muy poderosos y también muy absurdos con frecuencia. Las iglesias han sido y deben ser siempre comunidades de expectación y de preparación. Deben apuntar a la naturaleza del tiempo histórico y a la finalidad hacia la que corre la historia. La lucha contra la demonización y profanización extrae pasión y fuerza de su conciencia del «final». Al mantener esta lucha a lo largo de la historia las iglesias son instrumentos del reino de Dios. Pueden servir de instrumentos porque están basadas en el nuevo ser en el que son conquistadas las fuerzas de alienación. Lo demoníaco, según el simbolismo popular, no puede soportar la presencia inmediata de lo santo si aparece con palabras, signos, nombres o materiales santos. Pero más allá de esto las iglesias creen que el poder del nuevo ser, activo en ellas, conquistará los poderes demoníacos así como las fuerzas de profanización en la historia universalmente. Sienten -o deben sentir- que son miembros militantes del reino de Dios, fuerzas directoras en movimiento hacia la plenitud de la historia. No había iglesias manifiestas antes de la manifestación central del nuevo ser en el acontecimiento en el que se basa la iglesia cristiana, pero había y hay una iglesia latente en toda la historia, antes y después de este acontecimiento: la comunidad espiritual en estado latente. Sin ella y sin su tarea preparatoria las iglesias no podrían representar el reino de Dios. La manifestación central de lo santo en sí mismo no habría sido posible sin la experiencia precedente de lo santo, tanto del ser como del tener-que-ser. Por consiguiente las iglesias no habrían sido posibles. Por tanto, si decimos que las iglesias son las fuerzas
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directoras en el movimiento hacia la plenitud de la historia, debemos incluir a la iglesia latente (no las iglesias) en este juicio. Y podemos decir que el reino de Dios en la historia está representado por aquellos grupos e individuos en los que la iglesia latente es efectiva y a través de cuya tarea preparatoria en el pasado y el futuro la iglesia manifiesta y con ella las iglesias cristianas, podían y pueden convertirse en vehículos del movimiento de la historia hacia su finalidad. Esta es la primera de varias consideraciones que llaman a las iglesias a la humildad en su función como representantes del reino de Dios en la historia. Llegados a este punto debemos preguntar: ¿qué significa que las iglesias sean no sólo encarnaciones de la comunidad espiritual sino también representantes del reino de Dios en su carácter omnienglobante? La respuesta está en la multidimensional unidad de la vida y en las consecuencias que tiene para la manifestación sacramental de lo santo. En el grado en que una iglesia destaca la presencia sacramental de lo divino, arrastra hacia sí los dominios que preceden al espíritu y a la historia, al universo inorgánico y orgánico. Las iglesias fuertemente sacramentales, como la ortodoxa griega, tienen una profunda comprensión de la participación de la vida bajo todas las dimensiones en la finalidad última de la historia. La consagración sacramental de los elementos de todo lo de la vida muestra la presencia de lo últimamente sublime en todo, y apunta a la unidad de todo en su fondo creador y en su plenitud final. Es una de las deficiencias de las iglesias de la «palabra», especialmente en su forma legalista y exclusivamente personalista, el que excluyen, juntamente con el elemento sacramental, el universo fuera del hombre de la consagración y plenitud. Pero el reino de Dios no sólo es un símbolo social; es un símbolo que abarca el conjunto de la realidad. Y si las iglesias pretenden representarlo, no deben reducir su significado a un solo elemento. Esta pretensión, sin embargo, suscita otro problema. Las iglesias que representan el reino de Dios en su lucha contra las fuerzas de la profanización y de la demonización están ellas mismas sujetas a las ambigüedades de la religión y abiertas a la profanización y demonización. Entonces ¿cómo puede lo que está demonizado en sí mismo representar la lucha contra lo demoníaco, y aquello que está profanado representar la lucha
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contra lo profano? La respuesta se dio en el capítulo acerca de la paradoja de las iglesias: son profanas y sublimes, demoníacas y divinas, en una unidad paradójica. La expresión de esta paradoja es la crítica profética de las iglesias por las iglesias. Algo en una iglesia reacciona contra la distorsión de la iglesia como un todo. Su lucha contra lo demoníaco y lo profano se dirige en primer lugar contra lo demoníaco y profano en la misma iglesia. Tales luchas pueden conducir a movimientos de reforma, y es el hecho de tales movimientos lo que da a las iglesias el derecho a considerarse a sí mismas vehículos del reino de Dios, que luchan en la historia, incluyendo la historia de las iglesias.
2.
EL REINO DE DIOS Y LA HISTORIA DE LAS IGLESIAS
La historia de las iglesias es la historia en la que la iglesia es real en el tiempo y en el espacio. La iglesia es siempre real en las iglesias y lo que es real en las iglesias es la única iglesia. Por tanto se puede hablar de la historia de la iglesia así como de la historia de las iglesias. Sin embargo, no se debe tener la pretensión de que hasta un tiempo determinado (en el año 500 ó 1500 de nuestra era) existió la única iglesia, real en el tiempo y el espacio, y que tras ese período ocurrieran las divisiones que produjeron las iglesias. Una consecuencia de una tal afirmación es que una de las iglesias en un período o en todos los períodos se llame a sí misma la iglesia. Las iglesias anglicanas se inclinan a dar a los primeros quinientos años de la iglesia una superioridad por encima de los demás períodos y a elevarse a un nivel superior ellas mismas sobre las demás iglesias por su similitud con la primitiva iglesia. La iglesia romana se atribuye a sí misma una categoría absoluta sin restricciones en todos los períodos. Las iglesias griegas ortodoxas derivan su pretensión de superioridad de los primeros siete concilios ecuménicos con los que viven en una tradición esencialmente intacta. Las iglesias protestantes podrían tener similares pretensiones si consideraran la historia entre la edad apostólica y la Reforma como un período en el que la iglesia estaba sólo latente (como ocurre en el judaísmo y el paganismo). Y existen algunos radicales teólogos y eclesiásticos que, al menos implícitamente, afirman esto. Cada una de estas erróneas, y por tanto demoníacas actitudes,
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son con frecuencia el resultado de no tener en cuenta la verdad de que la iglesia, la comunidad espiritual, vive siempre en las iglesias y que allí donde hay iglesias que confiesan su fundación en Cristo como manifestación central del reino de Dios en la historia allí está la iglesia. Si miramos la historia de la iglesia a la luz de esta doble relación entre la iglesia y las iglesias, podemos decir que la historia de la iglesia en ningún momento se identifica con el reino de Dios y en ningún momento queda fuera de la manifestación del reino de Dios. Con esto ante la mente se deben mirar los muchos enigmas de la historia de la iglesia que expresan el carácter paradójico de las iglesias. Es imposible evitar la pregunta: ¿cómo se puede compaginar la pretensión de las iglesias de estar fundamentadas en la manifestación central del reino de Dios en la historia con la realidad de la historia de la iglesia? En particular esto significa: ¿por qué las iglesias están limitadas de manera abrumadora a una sección de la humanidad, en' la que pertenecen a una civilización particular, y por qué están supeditadas a la creación cultural de esta civilización? Y aún más: ¿por qué, casi durante quinientos años, han surgido movimientos seculares dentro de la civilización cristiana que han cambiado radicalmente la autointerpretación humana y en muchos casos se han vuelto contra el cristianismo, de manera notable en el humanismo científico y en el comunismo naturalista? Esta es una pregunta a la que hoy se debe añadir otra: ¿por qué estas dos formas de secularidad tienen tan tremendo poder en naciones con una civilización no cristiana, tales como las del Extremo Oriente? A pesar de todos los esfuerzos y éxitos de las misiones cristianas en algunas partes del mundo, la expansión de estos dos frutos naturales de la civilización cristiana es mucho más impresionante. Tales consideraciones no son, por supuesto, argumentos, pero son reacciones ante uno de los enigmas de la historia de la iglesia. Otros enigmas aparecen en el desarrollo interno de las iglesias. Las grandes divisiones entre las iglesias son las más obvias, ya que cada una se arroga la verdad -aun cuando no pretenda, como lo hace la iglesia romana, estar en posesión de la verdad absoluta y exclusiva. Ciertamente, una iglesia cristiana que no afirme que Jesús es el Cristo ha dejado de ser una iglesia cristiana manifiesta (si bien la iglesia latente puede permanecer en ella). Pero si las iglesias que reconocen a
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Jesús como el Cristo difieren en sus interpretaciones de este acontecimiento debido a su exclusividad, uno debe preguntarse: ¿cómo fue posible que la historia de la iglesia, encarnada en la historia de las iglesias, produjera unas interpretaciones tan contradictorias del único acontecimiento al que hacen referencia? Se puede incluso preguntar lo que intenta la divina providencia al conducir a las iglesias (que se basan en la creación central de la providencia histórica) a una división que desde un punto de vista humano no tiene curación. Una pregunta más: ¿cómo pudo ocurrir que hubiera tanta profanización de lo santo en la historia de la iglesia, en los dos sentidos de la palabra profanización, es decir, por la ritualización y por la secularización? La primera distorsión se da con más frecuencia en los tipos católicos de cristianismo, la segunda ocurre más frecuentemente en los de tipo protestante. Uno debe preguntar, a veces con ira profética, cómo se puede identificar el nombre de Cristo como el centro de la historia con la cantidad enorme de devoción supersticiosa en algunas secciones del mundo católico, tanto del griego como del romano, en los grupos tanto nacionales como sociales. No se puede dudar de la piedad genuina de muchas de esas gentes, por muy primitiva que pueda ser, pero sí se puede dudar de que los ritos que realizan en los actos devotos para que se cumplan sus deseos terrenales o celestiales tengan algo que ver con la descripción que nos hace de Cristo el nuevo testamento. Y se debe añadir la pregunta seria de cómo pudo ocurrir que esta ritualización de la presencia espiritual fuera justificada o por lo menos disimulada por una teología que sabía mejor las cosas y fuera defendida por una jerarquía que rechazaba la reforma de tales condiciones. Si uno se vuelve al protestantismo aparece la otra forma de profanización de lo últimamente sublime -la secularización. Aparece bajo el encabezamiento del principio protestante, que hace del sacerdote un laico, del sacramento palabras, de lo santo lo secular. Por supuesto que el protestantismo no intenta secularizar el sacerdocio, los sacramentos y lo sagrado, sino que más bien trata de mostrar que lo sagrado no queda restringido a lugares, órdenes y funciones particulares. Sin embargo, al obrar así, no puede evitar la tendencia a disolver lo sagrado en lo secular y preparar el camino para una total secularización de la cultura cristiana, ya sea por moralismo, intelectualismo o nacionalismo. El protes-
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tantismo está menos armado contra las tendencias seculares en su seno que el catolicismo. Pero el catolicismo está más amenazado por una arremetida de secularismo contra todo lo cristiano, como han mostrado las historias de Francia y de Rusia. La forma secular de profanización de lo últimamente sublime, que se va ahora extendiendo por todo el mundo, es un enigma aún mayor de la historia de la iglesia especialmente en los últimos siglos. Es probablemente el problema más enmarañado y dificil de la historia de la iglesia de nuestros días. De cualquier forma, la pregunta es: ¿cómo se puede compaginar esta evolución en medio de la civilización cristiana con la pretensión de que el cristianismo tiene el mensaje de aquel acontecimiento que es el centro de la historia? La primera teología fue capaz de absorber la creación secular de la cultura helenista-romana. A través de la doctrina estoica del logos, se sirvió de la civilización antigua como material para la construcción de la iglesia universal, que en principio incluye todos los elementos positivos en la creatividad cultural del hombre. La pregunta que surge entonces es la de por qué un mundo secular rompió esta unión en la cultura moderna occidental. ¿No era y no es lo suficientemente fuerte el poder del nuevo ser en Cristo como para someter las creaciones de la moderna cultura autónoma al logos, que se convirtió en presencia personal en el centro de la historia? Esta pregunta debe ser, por supuesto, un motivo decisivo en toda teología contemporánea, como lo es en el presente sistema. La cuestión última, y tal vez el enigma más ofensivo de la historia de la iglesia, es el manifiesto poder en ella de lo demoníaco. Es este un enigma ofensivo a la vista del hecho de que la más elevada pretensión del cristianismo, tal como queda expresada en el himno triunfal de Pablo en el capítulo octavo de su carta a los romanos, es la victoria de Cristo sobre los poderes demoníacos. A pesar de la victoria sobre lo demoníaco, la presencia de los elementos demoníacos en las ritualizaciones primitivas y disimuladas por los sacerdotes de lo sagrado no se pueden ya negar como tampoco se pueden negar esa demonización más básica que ocurre cada vez que las iglesias cristianas han confundido su fundamento con las construcciones levantadas sobre los mismos y han atribuido la ultimidad del primero a las segundas. Hay una línea de demonización en el cristianismo,
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desde la primera persecución de los herejes inmediatamente después de la elevación del cristianismo a la categoría de religión de estado del imperio ro~ano, a través de las fórmulas condenatorias en las declaraciones de los grandes concilios, a través de las guerras de extirpación contra las sectas medievales y los principios de la inquisición, a través de la tiranía de la ortodoxia protestante, del fanatismo de sus sectas y de la obstinación del fundamentalismo, hasta la declaración de la infalibilidad del papa. El acontecimiento en el que Cristo sacrificó todas las pretensiones de un absoluto particular al que le querían forzar los discípulos no sirvió de nada para todos estos ejemplos de demonización del mensaje cristiano. A la vista de esto se debe preguntar: ¿cuál es el significado de la historia de la iglesia? Una cosa es obvia: no se puede llamar a la historia de la iglesia «historia sagrada» o una «historia de salvación». La historia sagrada está en la historia de la iglesia pero no se limita a ella, y la historia sagrada queda no sólo manifestada sino también oculta por la historia de la iglesia. Con todo, la historia de la iglesia tiene una cualidad que ninguna otra historia tiene: puesto que se relaciona a sí misma en todos los períodos y apariciones a la manifestación central del reino de Dios en la historia, tiene en ella misma el último criterio contra sí misma -el nuevo ser en Jesús como el Cristo. La presencia de este criterio eleva a las iglesias por encima de cualquier otro grupo religioso, no porque ellas sean «mejores» que los demás, sino porque tienen un mejor criterio contra sí mismas, e implícitamente, contra los demás grupos también. La lucha del reino de Dios en la historia es, por encima de todo, esta lucha en el interior de la vida de sus propios representantes, las iglesias. Hemos relacionado esta lucha con las reformas que se dan una y otra vez en las iglesias. Pero la lucha del reino de Dios en su seno no sólo se manifiesta en la forma dramática de las reformas; prosigue en la vida cotidiana de los individuos y comunidades. Las consecuencias de la lucha son fragmentarias y preliminares pero no carecen de victorias reales del reino de Dios. Sin embargo, ni las reformas dramáticas ni las transformadones inadvertidas de los individuos y las comunidades constituyen la prueba última de la vocación de las iglesias y la unicidad de la historia de la iglesia. La prueba última es la relación de las iglesias y de su historia con este fundamento en el
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centro de la historia, incluso en las etapas más distorsionadas de su desarrollo. Ya hemos dicho que la historia de la iglesia manifiesta no sería posible sin la tarea preparatoria de la iglesia en su estado latente. Esta tarea queda oculta en la historia del mundo, y la segunda consideración de la lucha del reino de Dios en la historia trata de su efecto en la historia del mundo.
C.
EL REINO DE DIOS Y LA HISTORIA DEL MUNDO
1.
HISTORIA DE LA IGLESIA E HISTORIA DEL MUNDO
El significado del término «mundo» en el contexto del presente capítulo y de los precedentes viene determinado por su contraposición a los términos «iglesia» e «iglesias». No implica la creencia de que exista una historia del mundo que sea una historia coherente y continua del grupo histórico omnienglobante «humanidad». Como ya se discutió con anterioridad, no existe ninguna historia de la humanidad en este sentido. La humanidad es el lugar en el que ocurren los acontecimientos históricos. Estos acontecimientos están por una parte desconectados entre sí y por otra son interdependientes, pero jamás tienen un centro unido de acción. Incluso hoy, cuando ha sido lograda una unidad técnica de la humanidad en cuanto tal. Y si, en un futuro imprevisible, la humanidad en cuanto tal realizara acciones centradas, las historias particulares continuarían siendo el contenido principal de la historia del mundo. Por tanto, debemos mirar a estas historias particulares en nuestra consideración de la relación del reino de Dios con la historia del mundo. Estén o no estén en conexión, los fenómenos a discutir ocurren en cada una de ellas. El primer problema, a la luz de la sección precedente, se refiere a la relación entre la historia de la iglesia y la historia del mundo. La dificultad de esta cuestión brota del hecho de que la historia de la iglesia, como la representación del reino de Dios, es una parte tanto de la historia del mundo como de la que trasciende la historia del mundo, y del otro hecho de que la historia del mundo se opone a la historia de la iglesia y a la vez depende de ella (incluyendo las actividades de la iglesia latente
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que preparan para la historia propia de la iglesia). Esta relación, obviamente, es altamente dialéctica, incluyendo varias afirmaciones y negaciones mutuas. Se debe prestar atención a los puntos que vienen a continuación. La historia de las iglesias muestra todas las características de la historia del mundo, es decir, todas las ambigüedades de la autointegración social, de la autocreatividad y de la autotrascendencia. Las iglesias en este sentido son el mundo. No existirían sin estructuras de poder, de crecimiento, de sublimación, y las ambigüedades implicadas en estas estructuras. Vistas desde este ángulo las iglesias no son más que una sección especial de la historia del mundo. Pero a pesar de la verdad que contiene este punto de vista no por ello se puede arrogar la validez exclusiva. También se da en las iglesias una resistencia indomable contra las ambigüedades de la historia del mundo, y victorias fragmentarias sobre las mismas. La historia del mundo es juzgada por las iglesias en su capacidad como la encarnación de la comunidad espiritual. Las iglesias como representantes del reino de Dios juzgan aquello sin lo que ni siquiera ellas mismas podrían existir. Pero no sólo lo juzgan en teoría mientras en la práctica lo aceptan. Su juicio consiste no sólo en palabras proféticas sino también en retiradas proféticas de las situaciones ambiguas en las que se mueve la historia del mundo. Las iglesias que renunciaron al poder político tienen títulos mayores para enjuiciar las ambigüedades del poder político que aquellas que no han visto el carácter discutible de su propio poder político. El juicio católico contra el comunismo, por muy justificado que pueda estar en sí mismo, necesariamente levanta la sospecha de que se hace como una lucha entre dos grupos de poder competitivos, de los que cada uno atribuye a su validez particular una ultimidad. La crítica protestante no está libre de este engaño pero en cambio está abierta a la pregunta de si se hace la crítica en nombre de la preocupación última del hombre o en nombre de un grupo político particular que se sirve del juicio religioso para sus propósitos económico-políticos (como en la alianza entre el fundamentalismo y el ultraconservadurismo en Norteamérica). El juicio de un grupo protestante contra el comunismo puede ser tan justificado y tan discutible como el del grupo católico. Pero puede haber sufrido la prueba de su sinceridad, y esa prueba está en que primero ha hecho un juicio contra las
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mismas iglesias, incluso en su estructura básica; y esta es una prueba que la iglesia romana jamás sería capaz de sufrir. Ya que su historia de la iglesia es una historia sagrada sin ningún tipo de restricción en principio, si bien, por supuesto, se pueden invocar restricciones con respecto a los miembros individuales y los acontecimientos particulares. La historia de la iglesia juzga la historia del mundo al juzgarse a sí misma porque ella forma parte de la historia del mundo. La historia de la iglesia tiene un impacto en la historia del mundo. Los últimos dos mil años de la historia del mundo en la parte occidental de la humanidad transcurren bajo la influencia transformadora de las iglesias. Por ejemplo, el clima de las relaciones sociales se cambia por la existencia de las iglesias. Esto es un hecho al mismo tiempo que un problema. Es un hecho que el cristianismo ha cambiado las relaciones de persona a persona de una manera fundamental, allí donde ha sido aceptado. Esto no significa que las consecuencias de este cambio hayan sido puestas en práctica por una mayoría de personas o por muchas de ellas. Pero sí significa que cualquiera que no pone en práctica esta nueva manera de relaciones humanas, aun teniendo conciencia de ellas, queda marcado por una conciencia intranquila. Tal vez se puede decir que el principal impacto de la historia de la iglesia en la historia del mundo es que produce una conciencia intranquila en aquellos que han recibido el impacto del nuevo ser pero siguen los caminos del viejo ser. La civilización cristiana no es el reino de Dios pero sí nos lo recuerda constantemente. Por tanto no se deben emplear nunca los cambios en el estado del mundo como base para probar la validez del mensaje cristiano. Tales argumentos no convencen porque no tienen en cuenta la paradoja de las iglesias y las ambigüedades de cada etapa de la historia del mundo. Con frecuencia la providencia histórica actúa a través de la demonización y de la profanización de las iglesias en dirección hacia la realización del reino de Dios en la historia. Tales transformaciones providenciales no excusan a las iglesias de su distorsión, pero es una prueba de la independencia del reino de Dios con respecto a sus representantes en la historia. Escribir la historia de la iglesia bajo estas condiciones requiere un doble punto de vista en la descripción de cada acontecimiento particular. En primer lugar, la historia de la
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iglesia debe mostrar los hechos y sus relaciones con los mejores metodos de la investigación histórica y lo debe hacer así sin la introducción de la divina providencia como una causa particular en la cadena general de causas y efectos. El historiador de la iglesia al escribir la historia de las iglesias cristianas se supone que no lo hará sobre la historia de las interferencias divinas en la historia del mundo. En segundo lugar, el historiador de la iglesia, como teólogo, debe tener conciencia del hecho de que habla acerca de una realidad histórica en la que es efectiva la comunidad espiritual y que representa el reino de Dios. La sección de la historia del mundo que él trata tiene una vocación providencial para toda la historia del mundo. Por tanto, no sólo debe mirar la historia del mundo como la amplia matriz en la que se desarrolla la historia de la iglesia sino también desde un triple punto de vista: primero, como aquella realidad en la que la historia de la iglesia como la representación del reino de Dios ha sido preparada y aún lo está siendo; segundo, como aquella realidad que es el objeto de las actividades transformadoras de la comunidad espiritual; y tercero, como aquella realidad por la que se juzga la historia de la iglesia cuando ella misma la juzga. La historia de la iglesia, escrita de esta manera, es una parte de la historia del reino de Dios, realizado en el tiempo histórico. Pero existe otra parte de esta historia y esa es la misma historia del mundo.
2.
EL REINO DE DIOS Y LAS AMBIGÜEDADES DE LA AUTOINTEGRACIÓN HISTÓRICA
Hemos descrito las ambigüedades de la historia como consecuencia de las ambigüedades de los procesos de la vida en general. La autointegración de la vida bajo la dimensión de la historia muestra las ambigüedades implicadas en la tendencia hacia la centralidad: las ambigüedades del «imperio» y del «control», de las que la primera aparece en el impulso de expansión hacia una unidad histórica universal, y la segunda, en el impulso hacia una unidad centrada en el grupo particular portador de historia. En cada caso, la ambigüedad de poder está tras las ambigüedades de la interpretación histórica. Así surge la pregunta: ¿cuál es la relación del reino de Dios con las ambigüedades del poder? La respuesta a esta pregunta es tam-
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bién la respuesta a la pregunta de la relación de las iglesias con el poder. La respuesta teológica básica debe ser que, puesto que Dios como el poder del ser es el origen de todos los poderes particulares del ser, el poder es divino en su naturaleza esencial. Son abundantes en la literatura bíblica los símbolos de poder para Dios, Cristo o la iglesia. Y el Espíritu es la unidad dinámica de poder y de significado. El desprecio del poder en los pronunciamientos más pacifistas no es bíblico ni realista. El poder es la posibilidad eterna de resistir al no-ser. Dios y el reino de Dios «ejercen» este poder eternamente. Pero en la vida divina -de la que el reino divino es la automanifestación creadora- las ambigüedades de poder, imperio y control están dominadas por la vida inambigua. Dentro de la existencia histórica esto significa que cada victoria del reino de Dios en la historia es una victoria sobre las consecuencias desintegradoras de la ambigüedad de poder. Puesto que esta ambigüedad se basa en la división existencial entre sujeto y objeto, su conquista implica una reunión fragmentaria del sujeto y del objeto. Para la estructura interna de poder de un grupo portador de historia, esto significa que la lucha del reino de Dios en la historia es realmente victoriosa en instituciones, actitudes y conquista, aunque sólo sea fragmentariamente, aquella compulsión que normalmente acompaña al poder y transforma los objetos de control centrado en simples objetos. En la medida en que la democratización de las actitudes e instituciones políticas sirve para resistir las implicaciones destructivas de poder, es una manifestación del reino de Dios en la historia. Pero sería absolutamente erróneo identificar las instituciones democráticas con el reino de Dios en la historia. Esta confusión, en las mentes de mucha gente, ha elevado la idea de democracia a la categoría de un símbolo religioso directo y la ha sustituido simplemente por el símbolo del «reino de Dios». Quienes arguyen contra esta confusión tienen razón cuando señalan el hecho de que los sistemas jerárquico-aristocráticos de poder han impedido durante largos períodos la total transformación de los hombres en objetos por la tiranía de los más fuertes. Y aún más, también destacan correctamente que los sistemas aristocráticos por sus efectos creadores de comunidad y personalidad han desarrollado el potencial democrático
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de los líderes y de las masas. Con todo, esta consideración no justifica la glorificación de los sistemas autoritarios de poder como expresiones de la voluntad de Dios. En la medida en que los elementos centrales y liberadores en una estructura de poder político están equilibrados, el reino de Dios en la historia ha conquistado fragmentariamente las ambigüedades de control. Este es, al mismo tiempo, el criterio por el que las iglesias deben juzgar las acciones y las teorías políticas. Su juicio contra la política de poder no debe ser un rechazo del poder sino una afirmación del poder e incluso de su elemento compulsivo en los casos en los que !ajusticia es violada (<~usticia» se usa aquí en el sentido de protección del individuo como personalidad potencial en una comunidad). Por tanto, aun cuando la lucha contra la «objetivación>> del sujeto personal es una tarea permanente de las iglesias, que debe ser llevada a cabo por el testimonio profético y la iniciación sacerdotal, no es su función controlar los poderes políticos e imponerles soluciones particulares en el nombre del reino de Dios. La manera de actuar del reino de Dios en la historia no se identifica con la manera como las iglesias quieren dirigir el curso de la historia. La ambigüedad de la autointegración de la vida bajo las dimensiones históricas es efectiva también en la tendencia hacia la reunión de todos los grupos humanos en un imperio. Se debe afirmar nuevamente que el reino de Dios en la historia no implica la negación de poder en el encuentro de grupos políticos centrados, por ejemplo, naciones. Como en todo encuentro de seres vivientes, con la inclusión de seres individuales, el poder de ser se encuentra con el poder de ser y se toman las decisiones según el mayor o menor grado de poder. Y como ocurre en el grupo particular y en su estructura de control, así también ocurre en las relaciones de los grupos particulares entre sí, que las decisiones se toman a cada momento en que se realiza el significado del grupo particular para la unidad del reino de Dios en la historia. En estas luchas podría ocurrir que una derrota política completa se convierta en la condición para la significación máxima que alcanza un grupo en la manifestación del reino de Dios en la historia -como en la historia judía, y en cierta manera análoga, en la historia india y griega. Pero puede también ser que una derrota militar sea la manera como el reino de Dios, que lucha en la historia, prive a los grupos nacionales
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de la dignificación última que se arrogaban en la falsedad -como en el caso de la Alemania de Hitler. Si bien esto se hizo por medio de los vencedores del nazismo, su victoria no les dio una pretensión inambigua de que eran ellos mismos los portadores de la reunión de la humanidad. Si se arrogaran una tal pretensión, mostrarían por este solo hecho, su incompetencia para llevarla a cabo (Véanse, por ejemplo, alguna propaganda de odio en los Estados Unidos y el absolutismo de la Rusia comunista). Para las iglesias cristianas esto significa que deben tratar de encontrar un camino entre el pacifismo que ignora o niega la necesidad de poder (incluida la obligación) en la relación de grupos portadores de historia y un militarismo que cree en la posibilidad de alcanzar la unidad de la humanidad por medio de la conquista del mundo por un grupo histórico particular. La ambigüedad de la construcción de un imperio se conquista fragmentariamente cuando se crean unidades políticas superiores que, aun cuando no carecen del elemento obligatorio de poder, con todo lo llevan a cabo de una manera que puede desarrollarse la comunidad entre los grupos únicos y ninguno de ellos queda transformado en un simple objeto de control centrado. Esta solución básica del problema del poder en expansión hacia unidades mayores debe determinar la actitud de las iglesias ante la construcción de un imperio y la guerra. La guerra es el nombre del elemento obligatorio en la creación de unidades imperiales superiores. U na guerra <~usta» es o bien una guerra en la que se tiene que romper la resistencia arbitraria a una unidad superior (por ejemplo, la guerra civil norteamericana) o bien una guerra en la que se ofrece resistencia al intento de crear o mantener una unidad superior mediante una simple eliminación (por ejemplo, la guerra revolucionaria norteamericana). No hay manera posible de declarar, si no es por una fe arriesgada, que una guerra fue o es justa en este sentido. Sin embargo, esta incertidumbre no justifica el tipo cínico de realismo que renuncia a todos los criterios y juicios, ni justifica el idealismo utópico que cree en la posibilidad de eliminar el elemento obligatorio de poder de la historia. Pero las iglesias como representantes del reino de Dios pueden y deben condenar una guerra que tiene sólo las apariencias de guerra pero que
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en realidad es un suicidio universal. Jamás se puede empezar una guerra atómica con la pretensión de que se trata de una guerra justa porque no puede servir a la unidad que pertenece al reino de Dios. Pero se debe estar dispuesto a responder de la misma manera, incluso con las armas atómicas, si el otro bando las utiliza primero. La misma amenaza puede ser un elemento para disuadir su empleo. Todo esto implica que la manera pacifista no es la manera del reino de Dios en la historia. Pero ciertamente es la manera de las iglesias como representantes de la comunidad espiritual. Perderían su carácter representativo si emplearan armas militares o económicas como instrumentos para la difusión del mensaje de Cristo. De ahí se deriva la valoración de la iglesia de los movimientos, grupos e individuos pacifistas. Las iglesias deben rechazar el pacifismo político pero deben apoyar aquellos grupos e individuos que tratan simbólicamente de representar la «paz del reino de Dios» al rehusar su participación en el elemento coactivo de las luchas de poder y que están dispuestos a sufrir las inevitables reacciones que se producirán en los poderes políticos a los que pertenecen y por los que están protegidos. Esto guarda relación con grupos como los cuáqueros e individuos como los objetores de conciencia. Representan dentro del grupo político la renuncia al poder que es esencial para las iglesias pero no se puede convertir en ley impuesta al cuerpo político.
3.
EL REINO DE DIOS Y LAS AMBIGÜEDADES DE LA AUTOCREATIVIDAD HISTÓRICA
Mientras que las ambigüedades de la autointegración histórica llevan a los problemas del poder político, las ambigüedades de la autocreatividad histórica llevan a los problemas del crecimiento social. Es la relación de lo nuevo con lo viejo en la historia lo que da origen a los conflictos entre revolución y tradición. Las relaciones de las generaciones entre sí constituyen el típico ejemplo del elemento inevitable de desconfianza mutua en el proceso de crecimiento. U na victoria del reino de Dios crea una unidad de tradición y de revolución en la que quedan superadas la desconfianza del crecimiento social y sus destructivas consecuencias, «mentiras y homicidios».
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No quedan superadas por el rechazo de la revolución o de la tradición en nombre del aspecto trascendente del reino de Dios. La principal actitud antirrevolucionaria de muchos grupos cristianos está fundamentalmente equivocada, ya se trate de las revoluciones culturales incruentas, ya de las revoluciones políticas incruentas y cruentas. El caos que sigue a cualquier tipo de revolución puede ser un caos creativo. Si los grupos portadores de historia no están dispuestos a asumir este riesgo y llegan a lograr que no haya ninguna revolución, ni siquiera incruenta, la dinámica de la historia les dejará retrasados. Y ciertamente no podrán pretender que su retraso histórico sea una victoria del reino de Dios. Pero tampoco se puede decir esto del intento de los grupos revolucionarios por destruir las estructuras dadas de la vida cultural y política por medio de revoluciones que intenten forzar el cumplimiento del reino de Dios y su justicia «sobre la tierra». Fue contra tales ideas de una revolución cristiana que acabara con todas las revoluciones por lo que Pablo escribió en el capítulo 13 de su carta a los romanos aquellas palabras acerca del deber de la obediencia a las autoridades en el poder. Uno de los muchos abusos político-teológicos de las afirmaciones bíblicas es la comprensión de las palabras de Pablo como justificación de la inclinación antirrevolucionaria de algunas iglesias, la luterana en particular. Pero ni estas palabras ni ninguna otra afirmación del nuevo testamento tratan de los métodos para ganar poder político. En su carta a los romanos Pablo se dirige a los entusiastas de la escatología, no a un movimiento político revolucionario. El reino de Dios sale victorioso de las ambigüedades del crecimiento histórico sólo allí donde se puede discernir que con la revolución se está edificando la tradición de tal manera que, a pesar de las tensiones en toda situación concreta y en relación con todo problema particular, ha sido hallada una solución creadora en la dirección de la última finalidad de la historia. Es de la naturaleza de las instituciones democráticas, en relación con las cuestiones de la centralidad y del crecimiento políticos, que traten de unir la verdad de los dos aspectos conflictivos. Aquí los dos aspectos son lo nuevo y lo viejo, representados por la revolución y la tradición. La posibilidad de derrocar un gobierno por medios legales es un tal intento de unión; y en la medida en que lo logra representa una victoria
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del reino de Dios en la historia, porque supera la división. Pero este hecho no elimina: las ambigüedades inherentes a las mismas instituciones democráticas. Ha habido otras maneras de unir la tradición y la revolución dentro de un sistema político, como se ve en las organizaciones federales pre-absolutistas de la sociedad. Y no debemos olvidar que la democracia puede crear una conformidad masiva que es más peligrosa para el elemento dinámico en la historia y su expresión revolucionaria que un absolutismo que opere abiertamente. El reino de Dios se opone tanto a un conformismo establecido como a un no-conformismo de tipo negativo. Si miramos la historia de las iglesias encontramos que la religión, incluyendo el cristianismo, ha permanecido apoyada de manera impresionante en el aspecto conservador-tradicional. Los grandes momentos en la historia de la religión en que el espíritu profético desafió las tradiciones doctrinales y rituales sacerdotales son excepciones. Estos momentos son comparativamente raros (los profetas judíos, Jesús y los apóstoles, los reformadores) -de conformidad con la ley general de que el crecimiento normal de la vida es orgánico, lento y sin interrupciones catastróficas. Esta ley de crecimiento es más efectiva en los dominios en los que lo dado está revestido con el tabú de ,lo sagrado, y en los que, por consiguiente, todo ataque contra lo dado se toma como una violación de un tabú. La historia del cristianismo hasta nuestros días está llena de ejemplos de esta manera de sentir y por consiguiente de la solución tradicionalista. Pero siempre que el poder espiritual produjo una revolución espiritual, una etapa del cristianismo (y de la religión en general) quedó transformada en otra. Hace falta mucha abundancia de pruebas conectadas con la tradición para que un ataque a la misma pueda tener sentido. Esto está en relación con el predominio cuantitativo de la tradición religiosa sobre la revolución religiosa. Pero cada revolución en el poder del Espíritu crea una nueva base para la conservación sacerdotal y el cultivo de tradiciones duraderas. Este ritmo de la dinámica de la historia (que tiene analogías en los dominios biológico y psicológico) es la manera de operar del reino de Dios en la historia.
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4.
TEOLOGÍA SISTEMÁTICA EL REINO DE DIOS Y LAS AMBIGÜEDADES DE LA AUTOTRASCENDENCIA HISTÓRICA
Las ambigüedades de la autotrascendencia vienen causadas por la tensión entre el reino de Dios realizado en la historia y el reino como expectación. Las consecuencias demoníacas se derivan de la absolutización de la realización fragmentaria de la finalidad de la historia dentro de la historia. Por otro lado, si la conciencia de realización está ausente por completo, la utopía alterna con los inevitables desengaños que son la sementera del cm1smo. Por consiguiente, no se da ninguna victoria del reino de Dios si se niegan o bien la conciencia de la plenitud realizada o bien la expectación de la plenitud. Como hemos visto, se puede emplear el símbolo de la «tercera etapa» de las dos maneras. Pero se puede emplear también de tal manera que una la conciencia de la presencia con la aún-no-presencia del reino de Dios en la historia. Este fue el problema de la primitiva iglesia, y continuó como problema en toda la historia de la iglesia, así como también en las formas secularizadas del carácter autotrascendente de la historia. Mientras que resulta comparativamente fácil ver la necesidad teórica en la unión de la presencia y la aún-no-presencia del reino de Dios, es muy dificil mantener la unión en un estado de tensión viva sin dejar que se rebaje al «camino medio» sin contenido de la satisfacción eclesiástica o secular. En el caso de la satisfacción o bien eclesiástica o bien secular, es la influencia de esos grupos sociales que están interesados en la preservación del statu quo, la que es amplia, aunque no exclusivamente, responsable de una tal situación. Y la reacción de los críticos del statu quo conduce en cada caso a la reafirmación del «principio de la esperanza» (Ernst Bloch) en términos utópicos. En tales movimientos de expectación, por poco realistas que puedan ser, el combate del reino de Dios se apunta una victoria contra el poder de complacencia en sus diferentes formas sociológicas y psicológicas. Pero por supuesto, se trata de una victoria precaria y fragmentaria porque los que se la apuntan tienden por lo general a ignorar la presencia dada, pero fragmentaria, del reino. La implicación de esto para las iglesias como representantes del reino de Dios en la historia consiste en que su tarea es
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mantener vivia la tensión entre la conciencia de la presencia y la expectación de lo que viene. El peligro para las iglesias receptivas (sacramentales) consiste en que resaltarán la presencia y abandonarán la expectación; y el peligro para las iglesias activas (proféticas) consiste en que destacarán la expectación y abandonarán la conciencia de la presencia. La expresión más importante de esta diferencia está en el contraste entre realzar la salvación individual en un grupo y en el otro la transformación social. Por tanto es una victoria del reino de Dios en la historia si una iglesia sacramental acepta entre sus finalidades el principio de la transformación social o si una iglesia activa afirma la presencia espiritual bajo todas las condiciones sociales, destacando la línea vertical de la salvación sobre la línea horizontal de la actividad histórica. Y puesto que la línea vertical es primariamente la línea del individuo a lo último, surge la pregunta de cómo el reino de Dios, en su lucha dentro de la historia, supera las ambigüedades del individuo en su existencia histórica.
5.
EL REINO DE DIOS Y LAS AMBIGÜEDADES DEL INDIVIDUO EN LA HISTORIA
La frase «el individuo en la historia» en este contexto significa el individuo en la medida en que participa activamente en la dinámica de la historia. No sólo el que actúa políticamente participa en la historia sino todo aquel que en algún campo de la creatividad contribuye al movimiento universal de la historia. Y esto es así a pesar del predominio de lo político en la existencia histórica. Por tanto, todos están sujetos a las ambigüedades de esta participación, cuyo carácter básico es la ambigüedad del sacrificio histórico. No es una victoria del reino de Dios en la historia si el individuo trata de sustraerse a participar en la historia en nombre del trascendente reino de Dios. No sólo es imposible sino que el mismo intento priva al individuo de la plena humanidad al separarle del grupo histórico y de su autorrealización creadora. No se puede alcanzar el trascendente reino de Dios sin participar en la lucha del reino de Dios intrahistórico. Ya que lo trascendente es real dentro de lo intrahistórico. Todo
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individuo es arrojado dentro del trágico destino de la existencia histórica. No se puede escapar, ya muera siendo un niño, ya como un gran personaje histórico. No hay ningún destino que no esté influenciado por las condiciones históricas. Pero cuanto más esté determinado el propio destino por la propia participación activa tanto más se exige el sacrificio histórico. Allí donde un tal sacrificio se acepta con madurez allí se ha dado una victoria del reino de Dios. Sin embargo, si no hubiera ninguna otra respuesta a la pregunta del individuo en la historia, no tendría sentido la existencia histórica del hombre ni tendría justificación el símbolo del «reino de Dios». Esto es obvio con solo que hagamos la pregunta: ¿para qué el sacrificio? Un sacrificio cuya finalidad no tenga ninguna relación con aquel a quien se le pide no es sacrificio sino una autoaniquilación forzosa. El sacrificio genuino no aniquila sino que da plenitud a quien lo hace. Por tanto, el sacrificio histórico debe supeditarse a una finalidad en la que se alcanza más que simplemente el poder de una estructura política, o la vida de un grupo, o un progreso en el movimiento histórico o el estado más elevado de la historia humana. Debe ser más bien un objetivo por el que sacrificarse que produce también la plenitud personal del mismo que se presta a hacerlo. La finalidad personal, el telos, puede ser la «gloria» como en la Grecia clásica; o el «honor» como en las culturas feudales; o puede ser una identificación mística con la nación, como en la era del nacionalismo, o con el partido, como en la era del neocolectivismo; o puede ser el establecimiento de una verdad, como en el cientifismo; o la obtención de una nueva etapa de la autorrealización humana, como en el progresismo. Puede ser la gloria de Dios, como en las religiones de tipo ético; o la unión con el último, como en los tipos místicos de experiencia religiosa; o la vida eterna en el fondo divino y la finalidad del ser, como en el cristianismo clásico. Allí donde se dan unidos el sacrificio histórico y la certeza de la plenitud personal de esta manera, ha tenido lugar una victoria del reino de Dios. La participación del individuo en la existencia histórica ha recibido un significado último. Si comparamos ahora las múltiples expresiones del significado último de la participación del individuo en la dinámica de la historia, podemos trascenderlas todas ellas -mediante el sím-
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bolo del reino de Dios. Ya que este símbolo une los elementos cósmicos, sociales y personales. U ne la gloria de Dios con el amor de Dios y ve en la trascendencia divina la multiplicidad inagotable de las potencialidades creadoras. Esta consideración nos lleva a la última sección de esta parte y de todo el sistema teológico: «El reino de Dios como el final de la historia (o como vida eterna)».
III EL REINO DE DIOS COMO EL FINAL DE LA HISTORIA A. 1.
EL FINAL DE LA HISTORIA O LA VIDA ETERNA EL DOBLE SIGNIFICADO DEL «FINAL DE LA HISTORIA» Y LA PERMANENTE PRESENCIA DEL FINAL
Las victorias fragmentarías del reíno de Dios en la historia apuntan por su mismo carácter al especto no-fragmentario del reino de Dios «por encima de» la historia. Pero incluso «por encima» de la historia, el reino de Dios está relacionado con la historia; es el «final» de la historia. La palabra inglesa end significa final y fin; y es por ello un medio excelente para expresar los dos aspectos del reino de Dios, el trascendente y el intrahistórico. En algún momento del desarrollo del cosmos, la historia humana, la vida sobre la tierra, la misma tierra y la etapa del universo a la que pertenecen llegarán a un final; dejarán de existir en el tiempo y el espacio. Este acontecimiento es un pequeño acontecimiento en el coajunto del proceso temporal universal. Pero esta palabra inglesa end significa también finalidad, que el latín finis y el griego telos designan como aquello hacia lo que apunta el proceso temporal como a su meta. El primer significado de la palabra inglesa end, final, tiene significado teológico sólo porque desmitifica el simbolismo dramático trascendente referente al final del tiempo histórico, como se da, por ejemplo, en la literatura apocalíptica y en algunas ideas bíblicas. Pero el final
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de la posibilidad biológica o fisica de la historia no es el fin de la historia en el segundo sentido de la palabra inglesa end. El fin de la historia en este sentido no es un momento dentro del desarrollo más amplio del universo (llamado análogamente historia) sino que trasciende todos los momentos del proceso temporal; es la finalidad del mismo tiempo -es la eternidad. La finalidad de la historia en el sentido de finalidad interna o el telos de la historia es la «vida eterna». La expresión clásica para la doctrina del «final de la historia» es «la escatología». La palabra griega eschatos combina al igual que la palabra inglesa end, un sentido espacio-temporal y de valoración cualitativa. Apunta tanto a lo último, a lo más lejano en el tiempo y el espacio, como a lo más elevado, lo más perfecto, lo más sublime -pero algunas veces también lo más bajo en valor, a lo negativo en extremo. Estas connotaciones están presentes si se emplean expresiones como «escatología», la «doctrina de lo último», o «las últimas cosas». Su connotación mitológica más inmediata así como la más primitiva es «el último en la cadena de todos los días». Este día pertenece al conjunto de todos los días que constituyen el proceso temporal; es uno de ellos, pero tras él ya no vendrá ningún otro día. Todos los acontecimientos que ocurran aquel día se llaman «las últimas cosas» (ta eschata). Escatología en este sentido es la descripción de lo que ocurrirá en el ultimo de todos los días. La imaginación poética, dramática y pictórica han realizado esta descripción con abundancia de detalles, desde la literatura apocalíptica hasta las pinturas del último juicio y del cielo y del infierno. Pero nuestra pregunta es: ¿cuál es el significado teológico de toda esta imaginería (que de ninguna manera es exclusivamente judía y cristiana)? A fin de resaltar la connotación cualitativa de eschatos empleo el singular: el escahton. El problema teológico de la escatología no viene dado por las muchas cosas que ocurrirán sino por una «cosa» que no es una cosa sino la expresión simbólica de la relación de lo temporal con lo eterno. Más específicamente, simboliza la «transición» de lo temporal a lo eterno, y esta es una metáfora similar a la de la transición de lo eterno a lo temporal en la doctrina de la creación, de la esencia a la existencia en la doctrina de la caída, y de la existencia a la esencia en la doctrina de la salvación.
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Al problema escatológico se le da una significación existencial inmediata mediante la reducción de las eschata al eschaton. Deja de ser un asunto de imaginación acerca de una indefinidamente lejana (o cercana) catástrofe en el tiempo y el espacio para convertirse en una expresión de nuestra presencia a cada momento ante lo eterno, si bien en un modo particular del tiempo. El modo del futuro aparece en todo simbolismo escatológico, al igual que el modo del pasado aparece en todo simbolismo de la creación. Dios ha creado el mundo y él lo llevará a su final. Pero si bien en ambos casos queda simbolizada la relación de lo temporal con lo eterno, es diferente el significado existencial y por tanto teológico de los símbolos. Si se emplea el modo del pasado para la relación de lo temporal con lo eterno, se indica la dependencia de la existencia de la creatura; si se emplea el futuro, se indica la plenitud de la existencia de la creatura en lo eterno. El pasado y el futuro se encuentran en el presente, y ambos quedan incluidos en el eterno «ahora». Pero no quedan absorbidos por el presente; tienen sus funciones independientes y diferentes. El cometido de la teología es analizar y describir estas funciones en la unidad con el simbolismo total al que pertenecen. De esta manera el eschaton se convierte en materia de experiencia actual sin perder su dimensión de futuro: estamos ahora ante lo eterno, pero lo estamos mirando adelante hacia el final de la historia y al final de todo lo que es temporal en lo eterno. Esto da al símbolo escatológico su urgencia y seriedad y hace que sea imposible para la predicación cristiana y el pensamiento teológico tratar a la escatología como un apéndice de un sistema que de otra manera quedaría inacabado. Esto jamás se ha hecho con respecto al final del individuo: la predicación del memento mori fue siempre importante en la iglesia, y el destino trascendental del individuo siempre fue un tema de alta preocupación teológica. Pero la pregunta del final de la historia y del universo en lo eterno se hizo raramente, y si se hizo no se la contestó seriamente. Tan sólo las históricas catástrofes de la primera mitad del siglo XX y la amenaza de la autoaniquilación del hombre a partir de la mitad del presente siglo han prov.ocado una preocupación con frecuencia apasionada a propósito del problema escatológico en su plenitud. Y se debe decir aquí que sin la consideración del final de la historia y del
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universo, ni siquiera se puede dar una respuesta al problema del destino eterno del individuo.
2.
EL FINAL DE LA HISTORIA COMO ELEVACIÓN DE LO TEMPORAL AL SENO DE LA ETERNIDAD
La historia, ya lo hemos visto, es creadora de lo cualitativamente nuevo y corre hacia lo últimamente nuevo, que, sin embargo, jamás puede alcanzar en sí mismo porque lo último trasciende todo momento temporal. La plenitud de la historia radica en el permanentemente presente final de la historia, que es el aspecto trascendente del reino de Dios: la vida eterna. Hay tres posibles respuestas a la pregunta: ¿cuál es el contenido de la vida llamada eterna o cuál es el contenido del reino goberanado por Dios en plenitud trascendente? La primera es negarse a contestar, porque se considera un misterio inalcanzable, el misterio de la gloria divina. Pero la religión siempre ha violado, y la teología debe violar esta restricción. Ya que la «vida» y el «reino» son símbolos concretos y particulares, distintos de otros que han aparecido en la historia de la religión y en las expresiones seculares de lo último. Si de una forma u otra se emplean símbolos concretos, no se puede permitir un silencio sin más acerca de su significado. Otra respuesta, la de la imaginación popular y la del supranaturalismo teológico (su aliado conceptual) es todo lo contrario. La imaginación popular y la teología supranaturalista saben mucho acerca del reino trascendente, porque lo ven como una copia idealizada de la vida tal como se experimenta dentro de la historia y bajo las condiciones universales de existencia. Es característico de esta reduplicación que sean eliminadas de la misma todas las características negativas de la vida tal como nos son conocidas, por ejemplo, la finitud, el mal, la alienación, etc. Todas las esperanzas, derivadas de la esencia natural del hombre y de su mundo, quedan realizadas. De hecho, las expresiones populares de esperanza exceden con mucho los límites de la esperanza esencialmente justificada. Son proyecciones de todos los materiales ambiguos de la vida temporal, y de los deseos que suscitan, a los dominios trascendentes. Un tal dominio supranatural no tiene ninguna relación directa con la historia y con el
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desarrollo del universo. Está establecido en la eternidad, y el problema de la existencia humana es si los hombres individuales pueden entrar en el dominio trascendente y de qué manera. La historia se valora simplemente como un elemento importante en la vida terrenal del hombre; es una contextura finita en la que el individuo puede tomar decisiones, importantes para su propia salvación pero que no tienen importancia para el reino de Dios que está por encima de la historia. Esto obviamente priva a la historia de un significado último. La historia es, por así decirlo, el dominio terreno del que son trasladados los individuos al dominio celestial. La actividad histórica, por muy en serio y muy espiritualmente que se realice, no contribuye al reino celestial. Incluso las iglesias son instituciones de salvación, es decir, de salvación de los individuos, pero no realizaciones del nuevo ser. Existe una tercera respuesta a la pregunta de la relación de la historia con la vida eterna. Coincide con la interpretación dinámico-creativa del símbolo «reino de Dios» así como con la interpretación anti-supranaturalista o paradójica de la relación de lo temporal con lo eterno. Su afirmación básica es que el final siempre presente de la historia eleva el contenido positivo de la historia hasta la eternidad al mismo tiempo que excluye lo negativo de esta participación. Por tanto nada de lo que ha sido creado en la historia se pierde, pero sí queda liberado de todo elemento negativo con el que aparece enredado dentro de la existencia. Lo positivo se manifiesta como negativo de manera inambigua en la elevación de la historia a la eternidad. La vida eterna, pues, incluye el contenido positivo de la historia, liberada de sus distorsiones negativas y realizada plenamente en sus potencialidades. La historia en esta afirmación es primariamente historia humana. Pero puesto que existe una dimensión histórica en todos los dominios de la vida, todas ellas quedan incluidas en la afirmación, si bien en grados diferentes. La vida universal se mueve hacia un final y se eleva a la vida eterna, su final último y siempre presente. Con lenguaje plenamente simbólico se podría decir que la vida en el conjunto de la creación y de manera especial en la historia humana contribuye en todo momento de tiempo al reino de Dios y a su vida eterna. Todo lo que ocurre en el tiempo y el espacio, en la más pequeña partícula de materia así
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como en la más grande personalidad, tiene un significado para la vida eterna. Y puesto que la vida eterna es participación en la vida divina, todo acontecimiento finito es significativo para Dios. La creación es creación para el final: en el «fondo» está presente el ((fin». Pero entre el principio y el final, se crea lo nuevo. Para el fondo divino del ser debemos decir que lo creado no es nuevo, pues está potencialmente enraizado en el fondo, y a la vez, que es nuevo, ya que su realidad se basa en la libertad en unión con el destino, y la libertad es la condición previa de toda novedad en la existencia. Lo necesariamente consecuente no es nuevo; una simple trasformación de lo viejo (Pero incluso el término «transformación» apunta a un elemento de novedad; la determinación total haría imposible incluso la transformación).
3.
EL FINAL DE LA HISTORIA COMO LA DIVULGACIÓN DE LO NEGATIVO COMO NEGATIVO O EL «JUICIO FINAL»
La elevación de lo positivo en la existencia a la vida eterna implica la liberación de lo positivo de su mezcla ambigua con lo negativo, que caracteriza la vida bajo las condiciones de existencia. La historia de la religión está llena de símbolos para esta idea tales como el símbolo judío, cristiano e islámico, del juicio final o el símbolo hindú y budista de la reencarnación bajo la ley de karma. En todos estos casos el juicio no queda restringido a los individuos sino que hace referencia al universo. El símbolo griego y persa del abrasamiento total de un cosmos y el nacimiento de otro expresa el carácter universal de la negación de lo negativo al final. La palabra griega que significa juzgar (krinein, «separar») señala más adecuadamente la naturaleza del juicio universal: es un acto de separación: lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso, los que son aceptados de los que son rechazados. A la luz de nuestra comprensión del final de la historia como siempre presente y como la permanente elevación de la historia a la eternidad el símbolo del juicio final recibe el siguiente significado: aquí y ahora en la permanente transición de lo temporal a lo eterno, lo negativo queda derrotado en su pretensión des ser positivo, una pretensión que apoya usando lo
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positivo y mezclándolo de manera ambigua consigo mismo. De esta manera produce la apariencia de ser positivo él mismo (por ejemplo, la enfermedad, la muerte, una mentira, la destructividad, el asesinato y el mal en general). La aparición del mal como positivo se desavanece en presencia de lo eterno. En este sentido se llama a Dios en su vida eterna «fuego ardiente)), que abrasa lo que pretende ser positivo sin serlo. Nada positivo se va a abrasar. Ningún fuego del juicio lo podría hacer, ni siquiera el fuego de la ira divina. Ya que Dios no puede negarse a sí mismo, y todo lo positivo es una expresión del ser mismo. Y puesto que no hay nada simplemente negativo (lo negativo vive de lo positivo que distorsiona), nada que tenga ser puede ser últimamente aniquilado. Nada de lo que es, en la medida en que es, puede ser excluido de la eternidad; pero puede serlo en la medida en que está mezclado con el no-ser y aún no está liberado del mismo. La cuestión del significado que esto tiene para la persona individual se discutirá más adelante. En este punto lo que se pregunta es ¿cómo tiene lugar la transición de lo temporal a lo eterno? ¿Qué ocurre con las cosas y seres que no son humanos en la transición del tiempo a la eternidad? ¿Cómo, en esta transición, se expone lo negativo en su negatividad y se abandona a la aniquilación? ¿Qué es exactamente lo que se niega si nada positivo se puede negar? A todas estas preguntas sólo se puede responder en el contexto de todo un sistema porque implican los conceptos principales (ser, no-ser, esencia, existencia, finitud, alienación, ambigüedad, etc.). Así como los símbolos centrales religiosos (creación, la caída, lo demoníaco, la salvación, ágape, reino de Dios, etc.). De otra manera, las respuestas serían meras opiniones, una intuición deslumbrante, o simple poesía (con su poder revelador pero no conceptual). En el contexto del presente sistema son posibles las siguientes respuestas: la transición de lo temporal a lo eterno, el «final>) de lo temporal, no es un acontecimiento temporal -al igual que la creación no es un acontecimiento temporal. El tiempo es la forma de lo finito creado (siendo creado al mismo tiempo), y la eternidad es la finalidad interna, el telos de lo finito creado, que eleva permanentemente lo finito hacia sí. Con una metáfora atrevida se podría decir que lo temporal, en un proceso continuo, pasa a ser «memoria eterna». Pero memoria eterna es una retención viva de
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la cosa recordada. Es al mismo tiempo pasado, presente y futuro en una unidad trascendente de los tres modos del tiempo. Ya no se puede decir más -a no ser en lenguaje poético. Pero lo poco que se puede decir -sobre todo con expresiones negativastiene una consecuencia importante para nuestra comprensión del tiempo y de la eternidad: lo eterno no es un futuro estado de cosas. Está siempre presente, no sólo en el hombre (que tiene conciencia de ello), sino también en todo lo que tiene ser dentro del conjunto del ser. Y con respecto al tiempo podemos decir que su dinámica se mueve no sólo hacia adelante sino también hacia arriba y que los dos movimientos están unidos en una curva que se mueve a la vez hacia adelante y hacia arriba. La segunda cuestión pide una explicación de la principal afirmación de este capítulo -que en la transición de lo temporal a lo eterno se niega lo negativo. Si aplicamos de nuevo la metáfora de la «memoria eterna)>, podemos decir que lo negativo no es objeto de memoria eterna en el sentido de retención viva. Tampoco es olvidado, porque olvidar presupone por lo menos un momento de recuerdo. Lo negativo no se recuerda en. absoluto. Se reconoce por lo que es, no-ser. Sin embargo, no queda sin efecto sobre aquello que es eternamente recordado. Está presente en la memoria eterna como aquello que es conquistado y echado fuera a la desnudez de la nada (por ejemplo, una mentira). Este es el aspecto de condena de lo que se llama simbólicamente el juicio final. De nuevo se debe confesar que más allá de estas afirmaciones predominantemente negativas no se puede decir nada acerca del juicio del universo, a no ser en lenguaje poético. Pero algo se debe decir acerca del aspecto salvador del último juicio. La afirmación de que lo positivo en el universo es el objeto de memoria eterna requiere una explicación del término que tiene una realidad verdadera -como la esencia creada de una cosa. Esto lleva a la nueva pregunta de cómo lo «positivo» se relaciona con el ser esencial, y por contraste, con el ser existencial. Una primera y de alguna manera platonizante respuesta es que el ser, elevado a la eternidad, implica una vuelta a lo que una cosa es esencialmente; Schelling ha dado a esto el nombre de «esencialización». Esta formulación puede significar volver al estado de mera esencialidad o potencialidad, incluyendo la eliminación de todo lo que es real bajo las condiciones de existencia. Una tal comprensión
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de la esencialización la convertiría en un concepto que es más adecuado a las religiones nacidas en la India que a las nacidas en Israel. El proceso del mundo entero no produciría nada nuevo. Tendría el carácter de caer lejos del ser esencial para volver al mismo. Pero el término «esencializacióm> puede significar también que lo nuevo que ha sido realizado en el tiempo y el espacio añade algo al ser esencial, uniéndolo con lo positivo que es creado dentro de la existencia, produciendo así lo últimamente nuevo, el <
4.
EL FINAL DE LA HISTORIA Y LA CONQUISTA FINAL DE LAS AMBIGÜEDADES DE LA VIDA
Con la divulgación y la expulsión de lo negativo en el juicio final quedan conquistadas las ambigüedades de la vida no sólo fragmentariamente como en las victorias intrahistóricas del reino de Dios sino totalmente. Puesto que el estado de perfección final es la norma de perfección fragmentaria y el criterio de las ambigüedades de la vida, es necesario señalarlo si bien se debe hacer con un lenguaje metafórico negativo que es el propio de todos los esfuerzos por conceptualizar los símbolos escatológicos. Con respecto a las tres polaridades del ser y las correspondientes tres funciones de la vida debemos preguntar por el significado de la autointegración, autocreatividad y autotrascendencia en la vida eterna. Puesto que la vida eterna se identifica con el reino de Dios en su plenitud es la conquista no-
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fragmentaria, total y completa de las ambigüedades de la vida -y esto bajo todas las dimensiones de la vida o, empleancj.o otra metáfora, en todos los grados del ser. La primera pregunta entonces es: ¿qué queremos decir con una autointegración inambigua como una característica de la vida eterna? La respuesta apunta al primer par de elementos polares en la estructura del ser: la individualización y la participación. En la vida eterna los dos polos están en un equilibrio perfecto. Están unidos en lo que trasciende su contraste polar: la centralidad divina, que incluye el universo de lo poderes del ser sin aniquilarlos en una identidad muerta. Se puede todavía hablar de su autointegración, indicando que incluso dentro de la unidad centrada de la vida divina no han perdido su autorrelación. La vida eterna continúa siendo vida, y la centralidad universal no anula los centros individuales. Esta es la primera respuesta a la pregunta sobre el significado de la vida eterna, una respuesta que da también la primera condición para la caracterización del reino de Dios realizado en plenitud como la vida de amor inambiguo y no-fragmentario. La segunda pregunta es: ¿cuál es el significado de una autocreatividad inambigua como característica de la vida eterna? La respuesta apunta al segundo par de elementos polares en la estructura del ser: la dinámica y la forma. En la vida eterna estos dos elementos están también en perfecto equilibrio. Están unidos en aquello que trasciende su contraste polar: la creatividad divina que incluye la creatividad finita sin convertirla en un instrumento técnico de sí misma. El yo en la autocreatividad queda preservado en el reino de Dios realizado en plenitud. La tercera pregunta es: ¿cuál es el significado de una autotrascendencia inambigua como característica de la vida eterna? La respuesta apunta al tercer par de elementos polares en la estructura del ser: libertad y destino. En la vida eterna se da también un perfecto equilibrio entre estos dos polos. Están unidos en aquello que trasciende su contraste polar -en la libertad divina que se identifica con el destino divino. Con el poder de su libertad todo ser finito lleva más allá de sí mismo hacia la plenitud de su destino en la unidad última de libertad y destino. Las precedentes «descripciones» metafóricas de la vida eterna hacían referencia a las tres funciones de la vida en todas sus
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dimensiones, incluyendo la del espíritu humano. Sin embargo, también tiene importancia el tratar separadamente de las tres funciones del espíritu en su relación con la vida eterna. La afirmación básica que se debe hacer es que al final de la historia las tres funciones -la moralidad, la cultura y la religión- llegan a su final como funciones especiales. La vida eterna es el final de la moralidad. Y a que en ella no se da un tener-que-ser que al mismo tiempo no sea. No hay ley allí donde hay esencialización, ya que la ley sólo exige la esencia, enriquecida creativamente en la existencia. Afirmamos lo mismo cuando llamamos a la vida eterna la vida del amor universal y perfecto. Porque el amor hace lo que pide la ley antes de que lo pida. Empleando otra terminología podemos decir que en la vida eterna el centro de la persona individual descansa en el centro divino que lo une todo y a través del mismo entra en comunión con todos los demás centros personales. Por tanto no hace falta reconocerlos como personas y unirse a ellos como partes alienadas de la unidad universal. La vida eterna es el final de la moralidad porque lo que la moralidad exigía queda realizado plenamente en ella. Y la vida eterna es el final de la cultura. Se definió la cultura como la autocreatividad de la vida bajo la dimensión del espíritu, y se dividió en theoria en la que se recibe la realidad, y praxis, en la que se modela la realidad. Ya hemos mostrado la validez limitada de esta dimensión en conexión con la doctrina de la presencia espiritual. En la vida eterna no se da una verdad que al mismo tiempo no «Se haga», en el sentido del cuarto evangelio, ni se da una expresión estética que no sea al mismo tiempo una realidad. Más allá de esto, la cultura como creatividad espiritual se convierte, al mismo tiempo, en creatividad espiritual. La creatividad del espíritu humano en la vida eterna es revelación por el Espíritu divino -y está ya fragmentariamente en la comunidad espiritual. La creatividad del hombre y la automanifestación divina son una sola cosa en el reino de Dios realizado en plenitud. En la medida en que la cultura es una empresa humana independiente, llega a un final al final de la historia. Se convierte en eterna automanifestación divina a través de los portadores finitos del Espíritu. Finalmente, el final de la historia es el final de la religión. En la terminología bíblica se expresa esto con la descripción de la
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<1erusalén celestial» como una ciudad en la que no hay templo porque Dios vive allí. La religión es la consecuencia de la alienación del hombre del fondo de su ser y de sus intentos por retornar a él. Este retorno ha tenido lugar en la vida eterna, y Dios es todo en todo y para todo. Queda salvado el abismo entre lo secular y lo religioso. En la vida eterna no hay ningún tipo de religión. Pero ahora surge la pregunta: ¿cómo se puede unir la plenitud de lo eterno con el elemento de negación que no puede faltar en ninguna vida? La mejor manera de contestar a la pregunta es considerando un concepto que pertenece a la esfera emotiva pero que contiene el problema de la vida eterna en su relación con el ser y el no-ser -el concepto de la bienaventuranza en cuanto aplicado a la vida divina.
5.
LA BIENAVENTURANZA ETERNA COMO LA CONQUISTA ETERNA DE LO NEGATIVO
El concepto de «bienaventurado» (makarios, beatus) se puede aplicar de manera fragmentaria a quienes son asidos por el Espíritu divino. La palabra designa un estado de mente en el que la presencia espiritual produce un sentimiento de plenitud que no puede ser perturbado por las negatividades en otras dimensiones. Ni el sufrimientro corporal ni el psicológico puede destruir la «bienaventuranza trascendente» del ser bienaventurado. En los seres finitos esta experiencia positiva va siempre unida con la toma de conciencia de su contrario, el estado de infortunio, de desesperación, de condenación. Esta «negación de lo negativo» da a la bienaventuranza su carácter paradójico. Pero se da la pregunta de hasta qué punto esto es verdad también de la bienaventuranza eterna. Sin un elemento de negatividad no se puede imaginar ni la vida ni la bienaventuranza. El término «bienaventuranza eterna» se aplica tanto a la vida divina como a la vida de aquellos que participan de ella. Tanto en el caso de Dios como del hombre debemos preguntar qué negatividad es la que hace posible una vida de bienaventuranza eterna. El problema ha sido planteado seriamente por los filósofos del devenir. Si se habla del «devenir» de Dios, se ha
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introducido el elemento negativo; se plantea el problema de la negación de lo que se ha dejado atrás a cada momento del devenir. En una tal doctrina de Dios se atribuye a Dios la vida de la manera más enfática. Pero es dificil sobre esta base interpretar la idea de la bienaventuranza eterna en Dios, ya que en el concepto de la bienaventuranza eterna va implicado el de plenitud total. Una plenitud fragmentaria puede crear una bienaventuranza temporal pero no eterna; y toda limitación de la bienaventuranza divina sería una restricción de la divinidad de lo divino. Los filósofos del devenir pueden hacer referencia a las afirmaciones bíblicas en las que se atribuyen a Dios arrepentimiento, esfuerzo, paciencia, sufrimiento y sacrificio. Tales expresiones de la visión de un Dios viviente han conducido a ideas que fueron rechazadas por la iglesia, la doctrina conocida como patripasionista según la cual Dios Padre sufrió en el sufrimiento de Cristo. Pero una tal afirmación contradice demasiado obviamente la doctrina teológica fundamental de la impasibilidad de Dios. Según el juicio de la iglesia esta doctrina habría rebajado a Dios al nivel de los dioses apasionados y sufrientes de la mitología griega. Pero el rechazo del patripasionismo no soluciona el problema de lo negativo en la bienaventuranza de la vida divina. La teología de nuestros días trata -con muy pocas excepciones- de esquivar absolutamente el problema, ya sea ignorándolo, ya sea calificándolo de misterio divino inescrutable. Pero una tal huida es imposible a la vista del significado que la pregunta tiene para el problema más existencial de la teodicea. Quienes están en «situaciones-límites» no aceptarán un tal refugiarse en el misterio divino en este punto sino se usa en otros puntos, por ejemplo, en la enseñanza de la iglesia acerca del poder omnipotente de Dios y de su amor omnipresente, una enseñanza que exige una interpretación a la vista de la experiencia cotidiana de la negatividad de la existencia. Si la teología se niega a contestar unas preguntas tan existenciales, ha desertado de su misión. La teología se debe tomar en serio los problemas de los filósofos del devenir. Debe tratar de combinar la doctrina de la bienaventuranza eterna con el elemento negativo sin el que no es posible la vida y la bienaventuranza deja de ser tal. Es la naturaleza de la misma bienaventuranza la que requiere un elemento negativo en la eternidad de la vida divina.
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Esto lleva a la aserción fundamental: la vida divina es la conquista eterna de lo negativo; esta es su bienaventuranza. La bienaventuranza eterna no es un estado de perfección inamovible -los filósofos del devenir tienen razón al rechazar un tal concepto. Pero la vida divina es bienaventuranza a través de la lucha y la victoria. Si preguntamos cómo puede unirse la bienaventuranza con el riesgo y la incertidumbre que constituyen la naturaleza de la lucha seria, podemos recordar lo que se dijo acerca de la seriedad de las tentaciones de Cristo. En esta discusión la seriedad de la tentación y la certeza de la comunión con Dios se describieron como compatibles. Esto puede ser una analogía -y más que una analogía- de la identidad eterna de Dios consigo mismo, que no contradice su salir de sí mismo para introducirse en las negatividades de la existencia y las ambigüedades de la vida. El no pierde su identidad en su autoalteridad; esta es la base para la idea dinámica de la bienaventuranza eterna. La bienaventuranza eterna se atribuye también a los que participan de la vida divina, no sólo al hombre sino a todo lo que es. El símbolo de «un nuevo cielo y una nueva tierra» indica la universalidad de la bienaventuranza del reino de Dios plenamente realizado. En el próximo capítulo se discutirá. la relación de la eternidad con las personas individuales. Aquí en este punto se debe preguntar: ¿qué significa el símbolo de la bienaventuranza eterna para el universo, aparte del hombre? En la literatura bíblica se indica la idea de que la naturaleza participa en la manifestación y en la alabanza de la gloria divina; pero hay otros pasajes en los que los animales quedan excluidos de la atención divina (Pablo) y se ve la miseria del hombre en el hecho de que su suerte no es mejor que la de las flores y animales Qob). En el primer grupo de expresiones, la naturaleza, de alguna manera, participa (como queda expresado simbólicamente en las visiones del Apocalipsis) de la bienaventuranza divina, mientras que en el grupo segundo, la naturaleza y el hombre quedan excluidos de la eternidad (la mayor parte del antiguo testamento). En la misma línea de lo que ya se ha dicho antes acerca de la «esencialización», una posible solución sería que todas las cosas -puesto que todas ellas son buenas por la creación- participan de la vida divina de acuerdo con su esencia (compárese esto con la doctrina de que las esencias son
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las ideas eternas en la mente divina, como en la escuela platónica posterior). Los conflictos y los sufrimientos de la naturaleza bajo las condiciones de la existencia y su anhelo de salvación, del que habla Pablo (Rom 8), ayuda al enriquecimiento del ser esencial tras la negación de lo negativo en todo lo que tiene ser. Tales consideraciones, por supuesto, son casi simbólico-poéticas y no se deben tomar como si fueran descripciones de objetos o acontecimientos en el tiempo y el espacio. B.
l.
LA PERSONA INDIVIDUAL Y SU DESTINO ETERNO
LA PLENITUD UNIVERSAL E INDIVIDUAL
Varias de las afirmaciones de las cinco secciones precedentes han hecho referencia al reino de Dios «por encima de» la historia o a la vida eterna en general. Todas las dimensiones de la vida fueron incluidas en la consideración del último telos del devenir. Ahora debemos particularizar la dimensión del espíritu y las personas individuales que son sus portadores. Las personas individuales ocuparon siempre el centro de la imaginación y del pensamiento escatológico, no sólo porque nosotros mismos como seres humanos somos personas, sino también porque el destino de la persona viene determinado por sí mismo de una manera que no se da bajo otras dimensiones de la vida que no sean las del espíritu. El hombre en cuanto libertad finita tiene una relación con la vida eterna distinta de la de los seres que están bajo el predominio de la necesidad. La relación del hombre con lo eterno queda caracterizada por la toma de conciencia del elemento de lo que «tiene que sen>, y con ello por la toma de conciencia de la responsabilidad, culpa, desesperación y esperanza. Todo lo temporal tiene una relación «teológica» con lo eterno, pero el hombre sólo tiene conciencia de ello; y esta conciencia le da la libertad de volverse contra ello. La afirmación cristiana de la universalidad trágica de la alienación implica que todo ser humano se rebele contra su telos, contra la vida eterna, al mismo tiempo que aspira a la misma. Esto hace que el concepto de «esencialización» sea profundamente dialéctico. El telos de un hombre como individuo viene determinado
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por las decisiones que toma en su existencia sobre la base de las potencialidades que le han sido dadas por el destino. Puede echar a perder sus potencialidades, aunque no completamente, y puede llevarlas a término, aunque no totalmente. Así, el símbolo del juicio final recibe una seriedad particular. La divulgación de lo negativo como negativo en una persona puede ser que no deje mucho positivo para la vida eterna. Puede ser una reducción a la pequeñez; pero puede ser también una elevación a la grandeza. Puede significar una pobreza extrema con respecto a las potencialidades llevadas a término, pero puede significar también una extrema riqueza de las mismas. Lo pequeño y lo grande, lo pobre y lo rico, son valoraciones relativas: Porque son relativas entran en contradicción con los juicios absolutos que aparecen en el simbolismo religioso, tales como «perder o ganar», «perderse o salvarse», «infierno o cielo», «muerte eterna» o «vida eterna». La idea de grados de esencialización elimina la condición de absoluto de estos símbolos y conceptos. No son posibles los juicios absolutos acerca de los seres o acontecimientos finitos porque hacen a lo finito infinito. Esta es la verdad en el universalismo teológico y la doctrina de la «restitución de todas las cosas» en la eternidad. Pero la palabra «restitución» es inadecuada: esencialización puede ser más que restitución así como también menos. La iglesia rechazó la doctrina de Orígenes de la apocatastasis panton (la restitución de todas las cosas) porque esta expectación parecía eliminar la seriedad implicada en amenazas y esperanzas tan absolutas como «perderse» o «salvarse». Una solución de este conflicto debe combinar la seriedad absoluta de la amenaza a «perder la propia vida» con la relatividad de la existencia finita. El símbolo conceptual de «esencialización» es capaz de realizar plenamente este postulado, pues destaca la desesperación de haber echado a perder las propias posibilidades pero asegura también la elevación de lo positivo dentro de la existencia (incluso en la vida menos realizada) hasta la eternidad. Esta solución rechaza la idea mecanicista de una salvación necesaria sin caer en las contradicciones de la solución tradicional que describía el eterno destino del individuo como el de ser condenado para siempre o el de ser salvado para siempre. La forma más discutible de esta idea, la doctrina de la doble
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predestinación, tiene implicaciones demoníacas: introduce una división eterna dentro del mismo Dios. Pero incluso sin la predestinación la doctrina de un destino eterno de los individuos absolutamente contrario no se puede defender a la vista de la automanifestación de Dios y de la naturaleza del hombre. Los antecedentes de las imágenes de un doble destino eterno se han de buscar en la separación radical de persona a persona y de lo personal a lo subpersonal como una consecuencia del personalismo bíblico. Cuando la individualización bajo la dimensión del espíritu conquista la participación, se crean unos yo fuertemente centrados quienes, a través del autocontrol ascético y la aceptación de la sola responsabilidad de su destino eterno, se separan a sí mismos de la unidad como creaturas del resto de la creación. Pero el cristianismo, a pesar de su énfasis personalista, tiene también ideas de participación universal en la plenitud del reino de Dios. Estas ideas tuvieron más énfasis cuanto menos influenciado estuvo el cristianismo indirectamente por las fuertes tendencias dualistas en el último período del helenismo. Desde el punto de vista de la automanifestación divina la doctrina del doble destino contradice la idea de la permanente creación de Dios de lo finito como algo «muy bueno» (Gén 1). Si el ser en cuanto ser es bueno -la gran afirmación antidualista de Agustín~ ninguna cosa que exista se puede convertir en mala completamente. Si algo existe, si tiene ser, está incluido en el amor divino creador. La doctrina de la unidad de todas las cosas en el amor divino y en el reino de Dios priva al símbolo del infierno de su carácter como «condenación eterna». Esta doctrina no elimina la seriedad del aspecto de condenación del juicio divino, la desesperación que se experimenta al ser divulgado lo negativo. Pero sí elimina los absurdos de una interpretación literal del infierno y del cielo y se niega también a permitir la confusión del destino eterno con un estado de dolor o de placer inacabables. Desde el punto de vista de la naturaleza humana, la doctrina de un doble destino eterno contradice el hecho de que ningún ser humano está de manera inambigua a uno u otro lado del juicio divino. Aun el santo permanece pecador y necesita el perdón e incluso el pecador es un santo en la medida en que está bajo el perdón divino. Si el santo recibe perdón, la recepción del mismo continúa siendo ambigua. Si el pecador
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rechaza el perdón, su rechazo del mismo continúa siendo ambiguo. La presencia espiritual es efectiva también al empujarnos hacia la experiencia de la desesperación. El contraste cualitativo entre los buenos y los malos, tal como aparece en el lenguaje simbólico de ambos testamentos, significa la cualidad de contraste entre lo bueno y lo malo en cuanto tal (por ejemplo, la verdad"y la mentira, la compasión y la crueldad, la unión con Dios y la separación de Dios). Pero este contraste cualitativo no describe el carácter absolutamente bueno o absolutamente malo de las personas individuales. La ambigüedad de toda bondad humana y la de que la salvación depende de la sola gracia divina o nos devuelve hacia atrás a la doctrina de la doble predestinación o nos conduce hacia adelante a la doctrina de la esencialización universal. Hay otro aspecto en la naturaleza humana que contradice la idea de aislamiento de una persona de otra y de lo personal de lo subpersonal que se da por supuesto en la doctrina del doble destino eterno. El ser total, incluyendo los aspectos conscientes e inconscientes de todo individuo está ampliamente determinado por las condiciones sociales que le influencian al entrar en la existencia. El individuo crece solamente en interdependencia con las situaciones sociales. Y las funciones del espíritu del hombre, de acuerdo con la inmanencia mutua de todas las dimensiones del ser, están en unidad estructural con los factores fisicos y biológicos de la vida. La libertad y el destino en todo individuo están unidos de una manera tal que es tan imposible esperar la una del otro como lo es, por consiguiente, separar el destino eterno de cualquier individuo del destino de toda la raza y del ser en todas sus manifestaciones. Esto responde finalmente a la pregunta del significado de las formas distorsionadas de vista -formas que debido a condiciones fisicas, biológicas, psicológicas o sociológicas no pueden alcanzar la plenitud de su telos esencial ni siquiera en el más pequeño grado, como en el caso de la destrucción prematura, la muerte de los niños, la enfermedad biológica y psicológica, el ambiente moral y espiritualmente destructivos. Desde el punto de vista que presupone unos destinos individuales separados, no hay ninguna respuesta en absoluto. La pregunta y la respuesta sólo son posibles si se entiende la esencialización o elevación de lo positivo a la vida eterna como un asunto de participación
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universal: en la esencia del individuo menos realizado, están presentes las esencias de otros individuos e indirectamente las de todos los seres. Quienquiera que condene a alguien a la muerte eterna se condena a sí mismo, porque su esencia y la del otro no pueden ser separadas absolutamente. Y el que está alienado de su propio ser esencial y experimenta la desesperación del sentirse totalmente rechazado debe saber que su esencia participa de las esencias de todos aquellos que han alcanzado un alto grado de plenitud y que a través de esta participación su ser es afirmado eternamente. Esta idea de la esencialización del individuo en unidad con todos los seres hace inteligible el concepto de plenitud vicaria. Da también un nuevo contenido al concepto de comunidad espiritual; y finalmente da una base para la visión de que grupos tales como las naciones y las iglesias participen en su ser esencial de la unidad del reino de Dios realizado en plenitud.
2.
LA INMORTALIDAD COMO SÍMBOLO Y COMO CONCEPTO
Para significar la participación individual en la vida eterna, el cristianismo se sirve de los dos términos «inmortalidad» y «resurrección» (además del de «vida eterna»). De los dos sólo el de «resurrección» es bíblico. Pero el de «inmortalidad» en el sentido de la doctrina platónica de la inmortalidad del alma, fue usado muy pronto en la teología cristiana y en amplias secciones del pensamiento protestante, ha reemplazado al símbolo de la resurrección. En algunos países protestantes se ha convertido en el último residuo de todo el mensaje cristiano, pero en la forma no-cristiana pseudo-platónica de una continuación de la vida temporal de un individuo tras su muerte pero sin un cuerpo. Allí donde se emplea el símbolo de la inmortalidad para expresar esta superstición popular el cristianismo lo debe rechazar radicalmente; ya que la participación en la eternidad no es una «vida futura». Ni tampoco una cualidad natural del alma humana. Es más bien el acto creador de Dios que permite que lo temporal se separe a sí mismo de lo eterno y vuelva a lo eterno. Es comprensible que los teólogos cristianos que tienen conciencia de estas dificultades rechacen por completo el término «inmortalidad», no sólo en su forma supersti-
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ciosa popular sino también en su genuina forma platónica. Pero esto no queda justificado. Si se emplea el término de la manera que la 1 Tim 6, 16 lo aplica a Dios, expresa negativamente lo que el término eternidad expresa positivamente: no significa una continuación de la vida temporal tras la muerte, sino que significa una cualidad que trasciende la temporalidad. La inmortalidad en este sentido no contradice el símbolo de la vida eterna. Pero el término se usa tradicionalmente en la expresión «inmortalidad del alma». Esto crea un nuevo problema para su empleo en el pensamiento cristiano: introduce un dualismo entre cuerpo y alma, contradiciendo el concepto cristiano de Espíritu que incluye todas las dimensiones del ser; y es incompatible con el símbolo «resurrección del cuerpo». Pero también aquí nos debemos preguntar si no se puede entender el término de manera no dualista. Aristóteles ha mostrado esta posibilidad en su ontología de la forma y la materia. Si el alma es la forma del proceso de la vida, su inmortalidad incluye todos los elementos que constituyen este proceso, si bien los incluye como esencias. El significado de la «inmortalidad del alma» entonces implicaría el poder de esencialización. Y en la doctrina posterior de Platón del mundo-alma parece estar implicada la idea de la inmortalidad en el sentido de esencialización universal. En la mayoría de discusiones de la inmortalidad la pregunta de la evidencia predecía en interés a la pregunta del contenido. Se hacía la pregunta de si existe alguna evidencia para la creencia en la inmortalidad del alma y se contestaba con los argumentos platónicos que nunca eran satisfactorios pero que nunca se abandonaban. Esta situación (que es análoga a la que hace referencia a los argumentos para la existencia de Dios) tiene sus raíces en la transformación de «inmortalidad» de un símbolo a un concepto. Como un símbolo se ha empleado el término «inmortalidad» aplicado a los dioses y a Dios, expresando la experiencia de la ultimidad en el ser y en el significado. Como tal tiene la certeza de la toma de conciencia inmediata del hombre de que es finito y que trasciende la finitud exactamente en esta toma de conciencia. Los «dioses inmortales» son representaciones mítico-simbólicas de aquella infinitud de la que están excluidos los hombres como mortales pero que pueden recibir de los dioses. Esta estructura permanece válida aún
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después de la demitologización profética de la esfera de los dioses en la realidad del único que es el fondo y la finalidad de todo lo que es. El puede «revestir nuestra mortalidad de inmortalidad» ( 1 Cor 15, 33). Nuestra finitud no deja de ser tal, pero es «introducida» en lo infinito, en lo eterno. La situación cognoscitiva queda totalmente cambiada cuando es el empleo conceptual del término inmortalidad el que reemplaza a su empleo simbólico. En ese momento la inmortalidad se convierte en una característica de una parte del hombre que se llama alma, y la pregunta del fondo experimental de la certeza de la vida eterna se convierte en una investigación de la naturaleza del alma como objeto particular. Sin ninguna duda los diálogos de Platón son ampliamente responsables de tal desarrollo. Pero se debe destacar que en el mismo Platón hay brechas contra la comprensión objetivan te («reificante») de la inmortalidad: sus argumentos son argumentos ad hominem (en la terminología actual, argumentos existenciales); pueden ser captados sólo por quienes participan en lo bueno y en lo bello y en lo verdadero y por quienes son conscientes de su validez transtemporal. Como argumentos en el sentido objetivo, «no podéis confiar del todo en ellos» (Phaidon de Platón). La crítica de Aristóteles de la idea platónica de la inmortalidad se podría entender como un intento de resistir a su inevitable primitivización y situar el pensamiento de Platón dentro de su propio símbolo de la máxima plenitud, que es la participación del hombre en la autointuición eterna de la nous divina. Esto queda cerca de la unión mística de Plotino de uno con el U nico en la experiencia del éxtasis. La teología cristiana no podía seguir este camino por su énfasis. en la persona individual y su destino eterno. En su lugar, la teología cristiana se volvió a Platón, empleando su concepto del alma inmortal como la base para todas las imágenes escatológicas, sin temor al inevitable primitivismo y a las consecuencias supersticiosas. La teología natural tanto de católicos como de protestantes empleaban antiguos y nuevos argumentos en favor de la inmortalidad del alma, y unos y otros pedían la aceptación de este concepto en nombre de la fe. Daban valor oficial a la confusión del símbolo y el concepto, provocando así la reacción teórica de los críticos filosóficos de la psicología metafísica, de los que son ejemplos Locke, Hume y Kant. La teología cristiana no debe considerar sus críticas como
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un ataque al símbolo «inmortalidad» sino al concepto de una substancia naturalmente inmortal, el alma. Si se entiende de esta manera, la certeza de la vida eterna queda liberada de su peligrosa conexión con el concepto de un alma inmortal. A la vista de esta situación lo más sensato sería emplear en la enseñanza y en la predicación el término «vida eterna» y hablar de «inmortalidad» sólo en el caso en que puedan evitarse las connotaciones supersticiosas.
3.
Los SIGNIFICADOS DE LA RESURRECCIÓN
La participación del hombre en la vida eterna más allá de la muerte se expresa más adecuadamente por la frase altamente simbólica de la «resurrección del cuerpo». Las iglesias reconocieron esta última expresión como particularmente cristiana. La frase en el credo de los apóstoles es la «resurrección de la carne», o sea, de aquello que caracteriza al cuerpo en contraste con el espíritu, el cuerpo en su carácter perecedero. Pero la frase es tan desorientadora que debe ser reemplazada en toda forma litúrgica por la de la «resurrección del cuerpo» e interpretada según el símbolo paulino del «cuerpo espiritual». Por supuesto que también esta frase necesita explicación; se debe entender como una doble negación, expresada mediante una combinación paradójica de palabras. Niega, primero, la «desnudez» de una e_xistencia meramente espiritual, contradiciendo así la afirmación de las tradiciones dualistas del Oriente así. como Ja de las escuelas platónicas y neoplatónicas. El término «cuerpo» surge contra estas tradiciones como una prenda de la fe profética en la bondad de la creación. La insistencia antidualista del antiguo testamento se expresa vigorosamente con la idea de que el cuerpo pertenece a la vida eterna. Pero Pablo constata -mejor que el credo de los apóstoles- la dificultad de este símbolo, el peligro de que se entienda en el sentido de una participación de la «carne y de la sangre» en el reino de Dios: insiste en que no podrán recibirlo «en herencia». Y contra este peligro «materialista» llama a la resurrección del cuerpo «espiritual». El Espíritu -este concepto central de la teología de Pablo- es Dios presente en el espíritu del hombre, invadiéndolo, transformándolo y elevándolo más allá de sí mismo. Un
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cuerpo espiritual, pues, es un cuerpo que expresa la total personalidad del hombre espiritualmente transformado. Hasta aquí se puede hablar del símbolo «cuerpo espiritual»; los conceptos no pueden ir más allá, pero sí la imagen poética y artística. E incluso la afirmación limitada que se hace aquí apunta más a la implicación positiva de la doble negación que a algo directamente positivo. Si olvidamos este carácter altamente simbólico del símbolo de la resurrección, se nos viene encima un sinfin de absurdos que impide el sentido verdadero e inmensamente significativo de la resurrección. La resurrección nos dice ante todo que el reino de Dios incluye todas las dimensiones del ser. La entera personalidad participa de la vida eterna. Si empleamos el término «esencialización» podemos decir que el ser psicológico, espiritual y social del hombre está implicado en su ser corpóreo -y éste en unidad con las esencias de todo lo demás que tenga ser. El énfasis cristiano en el «cuerpo de la resurrección» incluye también una vigorosa afirmación del significado eterno de la unicidad de la persona individual. La individualidad de una persona queda expresada en cada célula de su cuerpo, especialmente en su cara. El arte de la pintura-retrato nos recuerda continuamente el hecho asombroso de que las moléculas y las células puedan expresar la funciones y movimientos del espíritu del hombre que están determinados por su centro personal y lo determinan en una mutua dependencia. Además de esto, los retratos, si son auténticas obras de arte, son un reflejo de lo que hemos llamado «esencialización» en anticipación artística. No es un momento particular en el proceso de la vida de un individuo lo que reproducen sino una condensación de todos estos momentos en una imagen de lo que este individuo ha llegado a ser esencialmente sobre la base de sus potencialidades y a través de las experiencias y decisiones del proceso de su vida. Esta idea puede explicar la doctrina greco-ortodoxa de los iconos, los retratos esencializados de Cristo, de los apóstoles, de los santos, y en particular, la idea de que los iconos participan míticamente en la realidad celestial de aquellos a quienes representan. Las iglesias occidentales preocupadas por la historia han perdido esta doctrina y los iconos han sido reemplazados por cuadros religiosos que se supone nos recuerdan uno de los rasgos particulares en la existencia temporal de las personas santas.
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Esto se hizo aún en la línea de la tradición más antigua, pero las formas clásicas de expresión fueron lentamente sustituidas por otras idealistas que fueron reemplazadas más tarde por formas naturalistas carentes de transparencia religiosa. Esta evolución en el arte pictórico puede resultar útil para una comprensión de la esencialización individual en todas las dimensiones de la naturaleza humana. La pregunta que se suscita con más frecuencia con respecto al destino eterno del individuo guarda relación con la presencia del yo autoconsciente en la vida eterna. La única respuesta con sentido que se puede dar aquí, al igual que en la afirmación de un cuerpo espiritual, viene en la forma de dos negaciones. La primera es que el yo autoconsciente no puede ser excluido de la vida eterna. Puesto que la vida eterna es vida y no una identidad indiferenciada y puesto que el reino de Dios es la realización universal del amor, el elemento de individualización no puede ser eliminado o desaparecería también el elemento de participación. No hay ninguna participación si no hay centros individuales en los que participar; los dos polos se condicionan el uno al otro. Y allí donde hay centros individuales de participación, la estructura sujeto-objeto de la existencia es la condición de la conciencia y -si hay un sujeto personal- de la autoconciencia. Esto conduce a la afirmación de que el yo centrado, autoconsciente no puede ser excluido de la vida eterna. No se puede negar una plena realización eterna a la dimensión del espíritu que en todas sus funciones presupone la autoconciencia, al igual que no se puede negar una plena realización eterna a la dimensión biológica y por tanto al cuerpo. Y ya no se puede decir más. Ahora bien, la negación contraria debe expresarse con la misma fuerza: así como la participación del ser corpóreo en la vida eterna no es una continuación sin fin de una constelación de partículas fisicas viejas o nuevas, así también la participación del yo centrado no es una continuación sin fin de una corriente particular de consciencia en recuerdo y participación. La autoconciencia, en nuestra experiencia, depende de los cambios temporales tanto del sujeto que percibe como del objeto percibido en el proceso de autoconciencia. Pero la eternidad trasciende la temporalidad y con ella el carácter experimentado de autoconciencia. Sin tiempo y cambio en el tiempo el sujeto y el
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objeto se confundirían entre sí; lo mismo percibiría a lo mismo de manera indefinida. Sería parecido a un estado de estupor en el que el sujeto que percibe fuera incapaz de reflejar lo percibido y careciera, por tanto, de autoconciencia. Estas analogías psicológicas no intentan describir la autoconciencia en la vida eterna, pero sí pueden servir de confirmación de la segunda negación, que es la de que el yo autoconsciente en la vida eterna no es lo que es en la vida temporal (lo cual incluiría las ambigüedades de la objetivación). Todo lo que se pueda decir que vaya más allá de estas dos formulaciones negativas no es conceptualización teológica sino imaginación poética. El símbolo de la resurrección se emplea con frecuencia en un sentido más general para expresar la certeza de la vida eterna que brota de la muerte de la vida temporal. En este sentido es una manera simbólica de expresar el concepto teológico central del nuevo ser. Así como el nuevo ser no es otro ser, sino la transformación del viejo ser, así la resurrección no es la creación de otra realidad frente a la realidad vieja sino la transformación de la vieja realidad que brota de su muerte. En este sentido el término «resurrección» (sin ninguna referencia particular a la resurrección del cuerpo) se ha convertido en un símbolo universal para la esperanza escatológica.
4.
LA VIDA ETERNA Y LA MUERTE ETERNA
En el simbolismo bíblico los dos conceptos predominantes para expresar el juicio negativo contra un ser en relación con su destino eterno son el castigo perpetuo y la muerte eterna. El segundo se puede considerar una demitologización del primero, al igual que la vida eterna es una demitologización de la felicidad perpetua. La significación teológica del segundo está en que toma en consideración el carácter transtemporal del destino eterno del hombre. Necesita también de interpretación pues combina dos conceptos que si se toman según su valor a primera vista son absolutamente contradictorios -la eternidad y la muerte. Esta combinación de palabras significa la muerte «fuera» de la eternidad, un fallo en alcanzar la eternidad, ser abandonado a la transitoriedad de la temporalidad. En cuanto tal la muerte eterna es una amenaza personal contra todo el que
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está ligado a la temporalidad y es incapaz de trascenderla. Para él la vida eterna es un símbolo que carece de sentido porque carece de una experiencia anticipada de lo eterno. Dentro del simbolismo de la resurrección se podría decir que muere pero no participa de la resurrección. Sin embargo, esto contradice la verdad de que todo en cuanto creado está enraizado en el fondo eterno del ser. En este sentido, el no-ser no puede prevalecer contra él. Surge, entonces, la pregunta de cómo se pueden unir las dos consideraciones: ¿cómo podemos reconciliar la seriedad de la amenaza de muerte «fuera» de la vida eterna con la verdad de que todo viene de la eternidad y debe volver a ella? Si miramos la historia del pensamiento cristiano nos encontramos con que ambos aspectos de la contradicción están representados con gran fuerza: la amenaza de «muerte fuera de la eternidad» es la predominante prácticamente en la enseñanza y en la predicación de la mayoría de iglesias y en muchas de ellas se afirma y defiende como la doctrina oficial. La certeza de estar enraizados en la eternidad y de pertenecer, por tanto, a la misma, aun cuando uno se vuelve contra ella, es la actitud predominante en los movimientos místicos y humanistas dentro de las iglesias y de las sectas. El primer tipo de pensamiento lo representan Agustín, Tomás y Calvino mientras que Orígenes, Socino y Schleiermacher son los representantes del segundo tipo. El concepto teológico a cuyo alrededor se ha centrado la discusión es la «restitución de todas las cosas», la apokatastasis panton de Orígenes. Esta noción significa que todo lo temporal vuelve a lo eterno de donde procede. En las luchas entre las creencias en la particularidad y en la universalidad de la salvación, las ideas contradictorias mostraron su duradera tensión y su importancia práctica. Por muy primitiva que fuera, y sea hasta cierto punto, la armazón de estas controversias, el punto que se discute tiene una gran significación teológica y tal vez una mayor significación psicológica. Implica unos presupuestos acerca de la naturaleza de Dios, del hombre y de su relación. Es una controversia que puede producir una desesperación última y una última esperanza o una indiferencia superficial y una seriedad profunda. A pesar de su apariencia especultativa es uno de los problemas más existenciales del pensamiento cristiano.
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A fin de dar aunque sea una respuesta muy preliminar, es necesario mirar los motivos subyacentes en una actitud o en la otra. La amenaza de «muerte fuera de la eternidad» pertenece al tipo de pensamiento ético-educativo que como es muy natural es la actitud básica de las iglesias. Tienen miedo (como en el caso de Orígenes y del universalismo unitario) de que la enseñanza de la apokatastasis destruya la seriedad de las decisiones religiosas y éticas. Este miedo no es infundado porque a veces se ha recomendado que uno predique la amenaza de la muerte eterna (o incluso del castigo perpetuo), pero que se mantuviera, al mismo tiempo, la verdad de la doctrina de la apokatastasis. Probablemente la mayoría de los cristianos tienen una solución similar para otros que mueren y para ellos mismos cuando anticipan su propia muerte. Nadie puede soportar la amenaza de muerte eterna ya sea para sí o para los demás; con todo no se puede descartar la amenaza sobre la base de esta imposibilidad. Mitológicamente hablando, nadie puede ~firmar que su propio destino eterno o el de otro sea el infierno. No se puede eliminar la incertidumbre acerca de nuestro destino último, pero por encima de esta incertidumbre, hay momentos en los que estamos paradójicamente seguros del retorno a lo eterno de donde procedemos. Doctrinalmente esto desemboca en una doble afirmación, análoga a las otras afirmaciones dobles de todos los casos en que se expresa la relación de lo temporal con lo eterno: ambos deben ser negados -la amenaza de muerte eterna y la seguridad del retorno. Dentro y fuera del cristianismo se han hecho intentos para superar la agudeza de esta polaridad. Tres de ellos son importantes: las ideas de «reencarnación», de un «estado intermedio» y del «purgatorio». Las tres expresan el sentimiento de que no se puede hacer el momento de la muerte decisivo para el último destino del hombre. En el caso de los bebés, de los niños, de los adultos no desarrollados, por ejemplo, esto sería un absurdo total. En el caso de la gente madura es no tener en cuenta los innumerables elementos que entran en toda vida personal madura y causan su profunda ambigüedad. El proceso de la vida entera, más que un momento particular, es decisivo para el grado de esencialización. La idea de la reencarnación de la vida individual tuvo, y hasta cierto punto tiene, una gran influencia sobre cientos de millones de personas asiáticas. Allí, sin embargo, la idea de una «vida tras la muerte» no es
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una idea consoladora. Al contrario, el carácter negativo de toda vida conduce a la reencarnación, el camino doloroso de retorno a lo eterno. Algunas personas, en especial el gran poeta y filósofo alemán Lessing, en el siglo XVIII, aceptaron esta doctrina en vez de la creencia ortodoxa de que la decisión final sobre el propio último destino se hace en el momento de la muerte. Pero la dificultad de toda doctrina de la reencarnación está en que no hay manera de experimentar la identidad del sujeto en las diferentes encarnaciones. Por tanto se debe entender la reencarnación -al igual que la inmortalidad- como un símbolo y no como un concepto. Apunta a fuerzas superiores o inferiores que están presentes en cada ser y que combaten entre sí para determinar la esencialización del individuo a un nivel de plenitud superior o inferior. Uno no se convierte en un animal en la encarnación siguiente sino que unas cualidades deshumanizadas pueden prevalecer en el carácter personal de un ser humano y determinar la cualidad de su esencialización. Esta interpretación sin embargo no responde a la pregunta del posible desarrollo del yo tras la muerte. Es probablemente imposible responder de alguna manera a la pregunta sobre la base de la actitud negativa que el hinduismo y el budismo toman para con el yo individual. Pero si se responde a la pregunta de alguna manera, la respuesta presupone una doctrina que no queda muy lejos de la doctrina romano-católica del purgatorio. El purgatorio es un estado en el que el alma es «purgada» de los elementos de distorsión de la existencia temporal. En la doctrina católica, el simple sufrimiento es ya la purgación. Aparte de la imposibilidad psicológica de imaginarse períodos ininterrumpidos de simple sufrimiento, es un error teológico derivar la transformación del solo dolor en lugar de la gracia que da felicidad dentro del dolor. De cualquier forma, queda garantizado un desarrollo tras la muerte para muchos seres (aunque no para todos). El protestantismo abolió la doctrina del purgatorio debido a los severos abusos a que la habían sometido la codicia clerical y la superstición popular. Pero el protestantismo no fue capaz de dar una respuesta satisfactoria a los problemas que originariamente llevaron al símbolo del purgatorio. Sólo se hizo un intento, y más bien flojo, por solucionar el problema del desarrollo individual tras la muerte (excepto algunas extrañas ideas de reencarnación); el intento consistió en la doctrina del estado
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intermedio entre la muerte y la resurrección (en el día de la consumación). La debilidad principal de esta doctrina es la idea de un estado intermedio incorpóreo que está en contradicción con la verdad de la unidad multidimensional de la vida y supone una aplicación no simbólica del tiempo mensurable a la vida más allá de la muerte. Ninguno de los tres símbolos para el desarrollo del individuo tras la muerte es capaz de cumplir la función para la que fue creado: a saber, combinar la visión de un destino positivo eterno de cada hombre con la falta de condiciones fisicas, sociales y psicológicas para alcanzar este destino en la mayoría, o de algún modo-en todos los hombres. Sólo una doctrina estrictamente de predestinación podría dar una simple respuesta, y así sucedió al afirmar que Dios no se preocupa de la amplia mayoría de seres que nacieron como hombres pero que jamás alcanzaron la edad o el estado de madurez. Pero si se afirma esto, Dios se convierte en un demonio, en contradicción con el Dios que crea el mundo para la plena realización en plenitud de todas las potencialidades creadas. Una respuesta más adecuada debe tratar de la relación de la eternidad con el tiempo o de la plenitud transtemporal en relación con el desarrollo temporal. Si la plenitud transtemporal tiene la cualidad de la vida, la temporalidad va incluida en ella. Como en algunos casos previos, necesitamos dos formulaciones polares por encima de las cuales está la verdad, que, por otro lado, no tenemos capacidad para expresarla de manera positiva y directa: la eternidad no es ni identidad intemporal ni cambio permanente, tal como éste se da en el proceso temporal. El tiempo y el cambio están presentes en la profundidad de la vida eterna pero están contenidos dentro de la unidad eterna de la vida divina. Si combinamos esta solución con la idea de que ningún destino individual está separado del destino del universo, tenemos un armazón dentro del cual se puede encontrar por fin una respuesta teológica limitada a la gran pregunta del desarrollo del individuo en la vida eterna. La doctrina católica que recomienda oraciones y sacrificios por los difuntos es una expresión llena de vigor de la creencia en la unidad del destino individual y universal en la vida eterna. No se debe olvidar este elemento de verdad por muchas supers-
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ticiones y abusos que se puedan dar al llevar a la práctica esta idea. Apenas si hace falta tras todo lo que se ha dicho referirnos a los símbolos «cielo» e «infierno». Ante todo, son símbolos y no descripciones de lugares. En segundo lugar, expresan estados de felicidad y desesperación. En tercer lugar, apuntan a la base objetiva de la felicidad y de la desesperación, a saber, la suma de plenitud o no-plenitud que entra en la esencialización del individuo. Los símbolos «cielo» e «infierno» se deben tomar en serio en este triple sentido y se pueden usar como metáforas para las ultimidades polares en la experiencia de lo divino. Los efectos psicológicos con frecuencia malos del uso literal de «cielo» e <
C. EL REINO DE DIOS: EL TIEMPO Y LA ETERNIDAD
1.
LA ETERNIDAD Y EL MOVIMIENTO DEL TIEMPO
Hemos rechazado la interpretación de eternidad como intemporalidad y como tiempo sin fin. Ni la negación ni la continuación de la temporalidad constituye lo eterno. Sobre esta base hemos podido discutir la cuestión del posible desarrollo del individuo en la vida eterna. Ahora debemos plantearnos la cuestión del tiempo y de la eternidad de manera formalizada. Para hacerlo así resulta útil servirse de una imagen espacial y ver el movimiento del tiempo en relación con la eternidad con la ayuda de un diagrama. Esto se ha hecho desde que los pitagóricos se sirvieron del movimiento circular como analogía
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especial del tiempo que vuelve a sí mismo en un retorno eterno. Debido a su carácter circular, Platón llamó al tiempo la «imagen moviente de la eternidad». Es una pregunta abierta la de si Platón atribuyó o no alguna especie de temporalidad a lo eterno. Esto parece lógicamente inevitable si se toma en serio la palabra «imagen». Pues debe haber en el original algo de lo que está en la imagen -de otra forma la imagen carecería del carácter de similitud que la hace ser imagen. Parece también que en sus diálogos posteriores Platón apunta a un movimiento dialéctico dentro del dominio de las esencias. Pero todo esto permaneció inefectivo en el pensamiento griego clásico. Porque no existía ninguna finalidad hacia la que se supone que corre ahora el tiempo, hubo, consecuentemente, una carencia de símbolos para el principio y el final del tiempo. Agustín dio un paso tremendo cuando rechazó la analogía del círculo para el movimiento del tiempo y la sustituyó por una línea recta que empieza con la creación de lo temporal y acaba con la transformación de todo lo temporal. Esta idea no sólo era posible en la visión cristiana del reino de Dios como finalidad de la historia sino que venía exigida por él. El tiempo no sólo refleja la eternidad; contribuye a la vida eterna en cada uno de sus momentos. Sin embargo, el diagrama de la línea recta no indica el carácter del tiempo como viniendo de lo eterno y yendo hacia él. Y su fallo en esto hizo posible al progresismo moderno, naturalista o idealista, prolongar la línea indefinidamente en ambas direcciones, negando un principio y un fin, separando así radicalmente el proceso temporal de la eternidad. Esto nos conduce a la pregunta de si es posible imaginarnos un diagrama que de alguna manera una las cualidades de «venir de», «ir adelante» y «levantarse a». Yo sugeriría una curva que viene desde arriba, se mueve hacia abajo así como también hacia adelante, alcanza su punto más profundo que es el nunc existentiale, el «ahora existencial», y regresa de manera análoga hacia aquello de donde vino, yendo hacia adelante así como subiendo hacia arriba. Esta curva puede ser dibujada a cada momento del tiempo experimentado, y se puede ver también como el diagrama para la temporalidad como un todo. Implica la creación de lo temporal, el principio del tiempo, y el retorno de lo temporal a lo eterno, el final del tiempo. Pero el final del tiempo no se concibe en términos de un momento definido ya
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sea en el pasado ya en el futuro. Empezar desde lo eterno y acabar en lo eterno no son materia de un momento determinable en tiempo fisico sino más bien un proceso que va marchando a cada momento, como hace la creación divina. Siempre hay creación y consumación, principio y fin.
2.
LA VIDA ETERNA Y LA VIDA DIVINA
Dios es eterno; esta es la característica decisiva de aquellas cualidades que le hacen Dios. No está sometido ni al proceso temporal ni con él a la estructura de finitud. Dios, en cuanto eterno, no tiene ni la intemporalidad de la identidad absoluta ni el sinfin del simple proceso. El «vive», lo cual significa que tiene en sí mismo la unidad de la identidad y la alteridad que caracteriza la vida y que llega a su plenitud en la vida eterna. Esto lleva inmediatamente a la pregunta: ¿cómo se relaciona el Dios eterno, que es también el Dios viviente, con la vida eterna, que es la finalidad interna de todas las creaturas? No puede haber dos procesos de vida eterna paralelos entre sí, y el nuevo testamento excluye esta idea directamente llamando a Dios «el único Eterno». La única respuesta posible es que la vida eterna es vida en lo eterno, vida en Dios. Esto coincide con la afirmación de que todo lo temporal viene de lo eterno y vuelve a lo eterno y concuerda con la visión paulina de que en la plenitud última Dios será todo en (o para) todos. Se podría llamar a este símbolo «pan-enteísmo escatológico». Hay, sin embargo, algunos problemas que surgen del lugar de esta solución de todo el sistema del pensamiento teológico; y es apropiado tratarlos en la última sección del sistema teológico. El primer problema es el significado de «en», cuando decimos que la vida eterna es vida «en» Dios. El primer significado de «en» en la frase «en Dios» es que es el «en» del origen creador. Apunta la presencia de todo lo que tiene ser en el fondo divino del ser, una presencia que está en la forma de potencialidad (en una formulación clásica, esto se entiende como la presencia de las esencias o imágenes eternas o ideas de todo lo creado en la mente divina). El segundo significado de «en» es que es el «en» de la dependencia ontológica. Aquí el «en» apunta la incapacidad de todo lo finito para ser sin el poder de apoyo de la creatividad divina permanente -aun
REINO DE DIOS COMO FINAL DE LA HISTORIA
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en el estado de alienación y de desesperación. El tercer significado de «en» es que es el «en» de la plenitud última, el estado de esencialización de todas las creaturas. Esta triple «en-tidad» de lo temporal en lo eterno indica el ritmo tanto de la vida divina como de la vida universal. Nos podríamos referir a este ritmo como el camino de la esencia a través de la alienación existencial a la esencialización. Es el camino desde lo meramente potencial a través de la separación y reunión reales a la plenitud más allá de la separación de la potencialidad y de la actualidad. En la misma medida en que hemos sido empujados por la consistencia del pensamiento así como también por la expresión religiosa en la que se anticipa la plenitud a la identificación de la vida eterna con la vida divina es apropiado preguntar acerca de la relación de la vida divina con la vida de la creatura en el estado de esencialización o en la vida eterna. Una tal pregunta es al mismo tiempo inevitable, como muestra la historia del pensamiento cristiano, e imposible de contestar a no ser con los términos del más elevado simbolismo religioso-poético. Hemos tocado esta cuestión varias veces, particularmente en las discusiones del simbolismo trinitario y de la bienaventuranza divina. No hay bienaventuranza allí donde no hay conquista de la posibilidad contraria, y no hay vida allí donde no hay «alteridad». El símbolo trinitario del logos como el principio de la automanifestación divina en la creación y en la salvación introduce el elemento de alteridad en la vida divina sin el cual no sería vida. Con el logos, se da el universo de la esencia, la «inmanencia de la potencialidad creadora» en el fondo divino del ser. La creación en el tiempo produce la posibilidad de autorrealización, alienación y reconciliación de la creatura que, en la terminología escatológica, es el camino desde la esencia a través de la existencia a la esencialización. En esta visión el proceso del mundo significa algo para Dios. El no es una entidad separada autosuficiente que, caprichosamente, crea lo que quiere y salva a los que quiere. Más bien, el acto eterno de la creación está guiado por un amor que halla la plenitud sólo a través del otro que tiene la libertad de rechazar y de aceptar el amor. Dios, por así decirlo lleva hacia la realización y esencialización de todo lo que tiene ser. Ya que la dimensión eterna de lo que ocurre en el universo es la misma vida divina. Es el contenido de la bienaventuranza divina.
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TEOLOGÍA SISTEMÁ TJCA
Unas tales formulaciones concernientes a la vida divina y a su relación con la vida del universo parecen trascender la posibilidad de las aserciones humanas aun dentro del «círculo teológico». Parecen violar el misterio del «abismo» divino. La teología debe contestar a una tal crítica haciendo resaltar, primero, que el lenguaje usado es simbólico; esquiva el peligro de someter el misterio de lo último al esquema sujeto-objeto, que convertiría a Dios en un objeto que debe ser analizado y descrito. En segundo lugar, la teología debe responder que, en el simbolismo omnienglobante, queda preservado un genuino interés religioso, a saber, la afirmación de la seriedad última de la vida a la luz de lo eterno; ya que un mundo que sólo es exterior a Dios y no interior, en último término, es un juego divino que no tiene ninguna importancia esencial para Dios. Y ciertamente no es esta la visión bíblica que resalta de muchas maneras la preocupación infinita de Dios por su creación. Si elaboramos la implicación conceptual de esta certeza religiosa (que es la función de la teología) entonces nos vemos abocados a formulaciones similares a las que hemos dado aquí. Y puede haber una tercera respuesta a la crítica de la teología universal que abarca tanto a Dios como al mundo, la respuesta de que trasciende agudamente una teología meramente antropocéntrica así como también meramente cosmocéntrica. Si bien la mayoría de las consideraciones dadas dentro del círculo teológico tratan del hombre y de su mundo en su relación con Dios, nuestra consideración final apunta en la dirección contraria y habla de Dios en su relación con el hombre y su mundo. Si bien esto sólo se puede hacer con los términos de los símbolos que se han interpretado como respuestas a las preguntas implicadas en la existencia humana, no sólo se puede sino que también se debe hacer en una teología que empieza con un análisis de la condición humana. Ya que en una tal teología los símbolos religiosos pueden ser fácilmente mal entendidos como productos de la imaginación ilusa del hombre. Esto es especialmente verdad de símbolos escatológicos tales como la «vida futura». Por tanto es adecuado emplear los símbolos escatológicos que nos vuelven del hombre a Dios, considerando de esta manera al hombre en su significación para la vida divina y su gloria y bienaventuranza eterna.
ÍNDICE DE AUTORES Abrahán, 375 absolutismo, 467 abstracción, 74, 92 s, 311, 323 aceptación, 162, 187 s, 225, 273, 276 s acto meditativo, 250 acto moral, 41, 54 s, 56, 87, 199, 402 actualización, 27, 31, 39, 44 s, 98, 185 Adán, 35, 96, 371 adaptación y verdad, 228, 231 adoración, 236, 350 ágape, 62 s, 65, 67, 122, 148, 170, 172, 182, 195, 221, 281, 283, 286, 292, 294, 326, 388 Agustín, 66, 127, 167, 221, 229, 278, 280, 351 s, 416, 428, 489, 498, 503 ahora eterno, 4 75 ahora existencial, 503 alienación existencial, 46, 56, 58, 61, 85, 98, 196, 270, 277' 293, 305, 331, 341, 428, 505 alma, 25, 37, 40, 493 alteridad, 505 ambigüedad, 23, 29, 44 s, 58, 61 s, 90 s, 92,93,97, 101, 106s, 112s, 126s, 133, 174 s, 203 s, 283, 481 s ambigüedad de la bondad, 66 s, 490 amor, 169 s, 174, 189, 200, 222 s, 298, 309, 330 s, 333 - comunidad de, 221 s - y fe, 170 animal, 81 «animal sagrado»: 372 antiguo testamento, 68, 72, 73, 180 s, 326, 431,439, 446, 486, 494 antropocéntrica, 506 apocaliptico(a), 416, 419, 433, 473 apologética, 207, 241 s
r MATERIAS
Aristóteles, 112, 172, 251, 421, 492 s arte religioso, 95, 136, 233, 245, 314 arrepentimiento, 243, 270 arrianismo, 350 ascetismo, 259 s, 282, 291, 294, 328 Atanasio, 349 autoalteridad (autoalteración), 44, 48, 53, 58 autocreatividad, 45, 67, 69 s, 76 s, 87, 91, 97, 401, 413 s, 465 s, 482 autodeterminismo, 98 autoidentidad, 44, 50, 53, 58 autointegración, 45 s, 47 s, 49 s, 57 s, 326 s, 4-00 s, 4-09 s, 461 s, 482 autonomía, 65, 305 s autoridad, 25, 65, 107, 223, 292 autorreclusión, 100 autorrelación, 32, 287 autosacrificio, 60, 182 autotrascendencia, 46 s, 109, 112 s, 113 s, 121, 130, 286, 288, 401, 415 s, 468 s, 482 Bautismo, 179, 181, 221, 268 Barth, K., 346 Bea, A., 210 belleza, 85 Bergson, H., 21, 426 Biblia, 76, 157, 159, 229 bienaventuranza, 171, 377, 484, 505 bienaventuranza eterna, 484 s binitarianismo, 350 Bloch, E., 468 budismo, 177 s, 423 s, 431, 442, 500 budismo zen, 297 bueno(lo), 88
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TEOLOGIA SISTEMÁTICA
Calvinismo, 281 s Calvino, 12, 157, 167, 231, 260, 281, 498 caos, 23, 49, 68, 415, 466 carácter absoluto del cristianismo, 406 caridad, 223 carisma, 149 categorías, 29 s, 31, 145, 232, 378 s, 391 catolicismo romano, 209, 292 causalidad (causa), 25, 29, 31, 36, 206, 336, 380, 388 s causalidad histórica, 392 s centralidad, 45, 47 s, 49, 53 s, 57, 69, 132, 376, 399, 412 centro de la historia, 184, 191, 399, 438 centro personal, 41, 51, 59, 327, 483 chronos, 443 cielo, 73, 370, 474, 502 cognición (función cognitiva), 40, 83, 249 s competencia, 104 complexio opposiwrum, 24, 213 compulsión, 59, 338, 462 Comte, A., 426, 448 comunicación, 77, 153, 178 comunidad, 54, 57, 134, 180, 252, 321, 373 s comunidad espiritual, 156, 187 s, 190 s, 194 s, 196 s, 203 s, 215 s, 221 s, 227 s, 268 s, 271, 300, 451, 461 comunión, 48, 224, 484 comunismo, 193, 222, 454, 459 concepto ontológico de la vida, 22 conciencia histórica, 363 s, 371, 393 conciencia vocacional, 375 s, 410, 421 concilio Vaticano II: 210 condenación eterna, 240, 489 confirmación, 179, 268, 451 conformidad, 353, 467 congoja, 120, 167, 179, 226, 230, 283, 328, 342 consagración, 134 s, 246, 301 s, 306 consciencia, 60 consejo mundial de iglesias, 211, 352 s conservadurismo, 451, 467 contemplación, 150, 236, 238 conversión, 225, 241, 255, 267 s, 269 s coraje, 36, 44, 167, 293, 333, 423 corporalidad, 249 cosa, 29, 49, 97, 115, 117, 389, 474, 486 cosmocéntrica, 506 creación, 39, 45, 68, 83, 90, 189 s, 200, 205, 260, 272, 383, 414, 494, 505 creatividad, 45, 67, 85, 134, 199, 217, 392, 484 - directora, 39, 446 s crecimiento, 22, 45, 67 s, 70, 87, 99, 252 s
credos, 159, 217 creencia, 164, 273, 298 Cristo, 162, 164, 181, 183 s, 188, 264, 276, 290, 299,416,432,439,465,486 cristología, 182, 264, 345 cristología del Espíritu, 148, 181 s, 184 cristología del Logos, 182, 186 criticismo profético, 210, 212, 229, 263, 444 cruz, 209, 240 - de Cristo, 131, 133, 193, 220, 342, 445 cuáqueros, 155, 161, 465 cuaternidad, 354 s cuerpo, 25, 34, 494 culto, 236 s cultos, misterio, 179, 193 cultura, 14, 25, 44, 76 s, 121 s, 196 s, 266, 300 s, 483 curación, 146, 236, 334 s, 336 s - fe (mágica), 338 s Cusa, N. de, 24, 252 Demoníaco(a), 105, 126, 131 s, 140, 154, 175,213,226,255,266,283s,291,316, 407, 415, 434, 451, 456 s Descartes, R., 34, 252 designio, 44 7 desintegración, 4 7 s, 49 s, 55, 66, 230, 411, 448 desmitologización, 146 destino, 39, 42, 96, 249, 366, 482 destino eterno, 476, 487 s, 490 determinismo histórico, 395 devenir, 39 - filósofos del, 21, 68, 484 s devoción, 288 s, 348 dialéctica, 122, 188, 321, 344, 354, 397 s, 448, 459 diástasis, 244 diez mandamientos, 64 s, 200 dignidad, 98, 115, 165 dimensión, 26 s, 31, 144, 343 - biológica, 38, 53, 382 - de la profundidad, 144 - histórica, 38 s, 71, 138, 175, 359, 366, 409 s - inorgánica, 31, 69, 70 - de la vida, 15, 29, 381 s, 388 s - orgánica, 22, 27, 31, 50, 69, 74 - psicológica, 38, 52 - del espíritu, 27, 36, 38 s, 42 s, 44, 53, 69 s, 76, 87, 124 dinámica de la historia, 394 s, 435 s Dios, 24, 28, 32, 34, 36, 39, 40, 45, 60, 73, 76, 141, 145, 151 s, 155, 159, 180, 275, 279, 347, 349, 388, 485, 504
ÍNDICE DE AUTORES -
gloria de, 237, 470 fondo en, 349 impasibilidad de, 485 y hombre, 25, 61, 143, 160, 257, 276, 498 dirección, 254, 256 disciplina, 94, 99, 223, 260, 294 divino (lo), 131 s, 179, 220, 284, 291, 407 doctrina patripasionista, 485 dogma, 135, 352 dogma trinitario, 347 s dolor y placer, 42, 73, 75, 118, 171, 278, 489, 500 duda, 183, 218, 279 s, 292 Edad de la razón, 416 educación, 99, 110 s, 129 s, 233, 240, 261, 304, 317, 320 s, 403, 408 - religiosa, 240 s elección, 59 Elías, 180 enfermedad, 49, 50, 53, 69, 223, 337, 340 entorno (circundante), 50, 51, 77, 87 entusiasmo, 417 Erasmo, 231 eros, 38, 48, 73, 75, 112, 118, 172, 195, 200, 261, 292, 294, 309, 315, 374 escatología (escatológico), 94, 139, 148, 176, 428, 451, 466, 474 s, 487 escuela ritschliana, 237, 296, 347 s eschaton, 16, 474 esencia, 22, 55, 174, 195 - dinámica, 213, 215 esencial y existencial, 23, 4 7, 60, 136, 251, 328 esencialismo, 251 esencialización, 480, 483, 492, 495, 505 espacio, 29, 31, 48, 73, 176, 199, 379, 381 s, 383 s - conquista del, 384, 409, 411 espacio histórico, 384 s esperanza, 168, 170 s, 215, 417, 476, 497 - principio de, 468 - símbolos de, 419 Espíritu, 33 s, 35, 41, 55, 174 s, 318, 323, 328, 333, 335, 345, 462 - divino, 35, 61, 68, 137, 141 s, 163, 170, 203 s, 274, 287, 301, 307, 388, 484 - humano, 139, 141 s, 163 s, 307, 388 Espíritu santo, 35, 147, 185 estado, 192, 373 - iglesia y, 266 esteticismo, 200, 313 estilo, 68, 80, 136, 24 7, 252, 306, 313, 403 eternidad, 32, 382, 474, 476 s, 496, 501, 502 s
r MATERIAS
509
eterno, 144, 312, 347, 480 ética, 55, 87, 199, 208, 233, 281, 325 s - social, 57, 87 - teológica, 324 evangelización, 242 s evangelizador(a), 241 s, 271 evolución, 32, 234, 369, 496 excomunión, 224 existencia, 22, 96, 17 5 - histórica, 138, 184, 212, 345, 374, 412, 470 existencial, 276, 298, 328 experiencia, 33, 52, 272, 290 - del nuevo ser, 272 s, 280 s - revelatoria, 65, 127, 140, 176, 346, 406 - teologías de la, 186 expresión (expresividad), 14, 21, 23, 38, 85, 244, 308 s expresionismo, 24 7, 314 éxtasis, 74, 142, 145 s, 180, 189, 243, 247, 283, 356, 493 Fe, 164 s, 270, 296, 438, 441 - comunidad de, 194, 217, 242, 300 - y amor, 147, 158, 163 s, 182 s, 215 s fides qua creditur (jides quae creditur), 21 7 filosofia, 77 - de la vida, 15, 21, 344 - del devenir, 21, 39 filosofia existencialista, 251 fin, - de la historia, 184, 373, 386, 401, 473, 476 s, 481 s finito(a), 76, 96, 329 finitud, 22, 56 s, 76, 96, 11 1, 112 s, 139, 196, 293, 329,493 fondo divino del ser, 143, 148, 267, 297, 344 s, 448, 478, 504 forma, 46, 67 s, 79, 482 - afirmación, 232 s - trascendencia, 232 s fragmentario (fragmentación), 65, 82, 174 s, 188 Freud, S., 75, 127, 260 fuerza, 34, 49, 53, 101 función comunitaria, 252 s, 31 7 función constitutiva, 227 s, 234 s función constructiva, 227 s, 243 s función de expansión, 227 s, 239 s función de las iglesias, 227 s función receptora, 149, 235 función estética, 84, 136, 243 s, 313 fundamentalismo, 457, 459
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TEOLOGÍA SISTEMÁTICA
Harnack, A. von, 347 s Hegel, G.W.F., 31, 34, 252, 311, 397, 406, 413, 417, 426, 448 s Heidegger, M., 78, 252, 285 helenismo, 172, 348, 393, 489 herejía, 220 heteronornía, 220, 305 hinduismo, 423, 500 historia, 363, 366 historia, 357 s, 363 s, 366, 378 s, 400 s, 435 s - de las artes, 403 - de las iglesias, 207, 436, 453 s - interpretaciones de la, 420 s - natural, 359 - de la filoso6a, 22, 404 - política, 376 - de la religión, 133, 135, 165, 177 s, 192, 381, 415 - de revelación, 184, 440 - sagrada, 437, 457 - de salvación, 184, 406, 435 s, 440 - del mundo, 130, 368, 411, 458 s historia de la iglesia, 65, 208, 458 s hombre (humanidad), 15, 28, 32, 39, 51, 54, 77, 109, 112, 137, 258, 295, 330, 346, 363s, 386, 487 - histórico, 28, 309, 386 - prehistórico, 370 honor, 470 humanidad, 14, 72, 89, 98, 110, 135, 174, 176, 244 s, 259, 264, 315 s, 373 s humanismo, 16, 89, 109, 295, 304 s, 454 - cristiano, 192 Hume, D., 37, 252, 325, 493 /rybris, 120, 148, 228, 266, 278, 344
iglesias anglicanas, 212, 453 igualdad, 24, 104 s, 222, 254 s, 320 imperativo, - moral, 56, 61, 122, 198, 325 - incondicional, 61, 122, 198 imperio, 409 s, 464 imperio romano, 133, 434 inclusividad, 254, 319 inconsciente, 147, 155, 255 individualización, 46, 47 s, 52, 57, 82, 215, 482 individuo, 22, 57, 65, 76, 184, 267 s, 272, 299, 377, 490 - en la historia, 417 s, 469 s infierno, 73, 370, 474, 489, 499, 502 infinito, 329 infusión, 146 inmanencia, 132, 140, 382 inmortalidad, 491 s inocencia soñadora, 73, 123, 163 inorgánico, 23, 25, 28 inspiración, 146 instinto de muerte, 74 instituciones democráticas y el reino de Dios, 462 instrumentos, 77, 81, 89, 95, 117 invisible, 188 Israel, 176, 192, 239, 375, 431, 433, 481 Jefatura, 106 jerarquía, 23, 43, 206, 253, 455 Jesús, 62, 65, 214 - el Cristo, 148, 156, 158, 162, 165, 175, 181 s, 185, 187 s, 203, 210, 218, 229, 249, 345, 349, 399, 407, 434, 437, 442, 454 - crucificado, 156, 245, 265, 278 Joachim de Fiore, 416 judaísmo, 179, 213, 355, 433, 441 s juego, 200 juicio, 28, 43, 118 s, 181, 212, 219, 223, 332, 459, 488 - crítico, 262 s - final, 474, 478 s justicia, 63, 88, 102, 135, 181, 244, 253, 264,278,319s,322,374,405,432,463 - del reino de Dios, 322, 405 justificación, 24, 148, 162, 169, 183, 272, 275
Identidad, 46, 76, 98, 288, 317, 388 idolatría, 133, 248, 428 iglesia (iglesias), 14, 72, 126, 152, 164, 187, 191, 194, 203 s, 215 s, 263, 298, 301, 319, 449 s, 459, 477, 499 iglesia ortodoxa griega, 212, 229, 452
Kairos (kairoi), 16, 176, 182, 191, 271, 443 s Kant, l., 37, 63, 198, 252, 325, 381, 383, 493 kantiano, 85, 348 karma, 424, 478 Kierkegaard, S., 200
Gestalt, 13, 32, 47 s, 315
gloria, 470 gnosis, 149, 172 Gogh, V. van, 83 gracia, 24, 122, 132, 162, 199, 239, 261, 275, 278, 333, 403, 500 grandeza, 299, 378, 417, 423, 488 - ambigüedad de la, 113 s grupos portadores de la historia, 373 s, 387, 400 s, 411 guerra, 71, 415, 464 guerra atómica, 465
ÍNDICE DE AUTORES Lenguaje, 13, 26, 31, 73, 76 s, 91, 95, 309 s lenguaje mitológico, 78 Lessing, G.E., 500 ley, 54, 66, 108 s, 125, 157, 276, 278, 281, 305, 322, 331, 442 - natural, 64 ley moral, 61, 330 s libertad, 39, 41 s, 46, 55 s, 65, 96, 112 s, 187, 230, 283 s, 366, 427, 479, 482 libertinaje, 328 libido, 56, 63, 73, 173, 195, 294 liderazgo, - ambigüedad del, 321 s literatura profetica, 421, 433 liturgia, 173, 204, 289, 352, 450 Locke, J., 252, 493 logos, 37, 43, 81, 120, 31 O, 312, 345, 349, 351, 404, 441 lugar, 417, 422, 427 luteranismo, 155, 283, 428 Lutero, M., 24, 66, 162, 170, 188, 231, 274, 278 s, 281, 283 s, 285, 289, 352, 410, 429 Madurez, 177, 241, 268, 286, 289, 403, 407 s, 438, 442, 444, 501 mal, 277, 447, 479 mana, 178 maniqueísmo, 179, 441 mártires, 290, 299 Marx, K., 398 masculino, femenino, 355 s materia, 30, 70, 79, 140, 147, 259 s materialismo, 30, 31, 251, 398 mediación, 235 s, 346 meditación, 250 s Melanchton, Ph., 231 memoria, 144, 390 - eterna, 4 79 s mente, 23, 25, 29, 34, 37, 82, 172, 383 metanoia, 270 milagro, 145, 291 militarismo, 265, 464 misión, 239 s misterio, 114 misticismo, 119, 178 s, 186, 193, 239, 296, 309, 351, 356 mito, 49, 68, 78, 96, 115, 129, 307, 371, 401 mitología, 70, 178, 344, 485 monoteísmo, 24, 68, 179, 346, 348 moralidad, 44, 53 s, 55, 61, 77, 87, 121 s, 196 s, 199, 323 s, 483 moralismo, 55, 201, 294 movimiento del evangelio social, 430 movimiento ecuménico, 211 movimientos del Espíritu (espirituales), 159, 207
r MATERIAS
511
Muenzer, Th., 429 muerte, 21, 22, 31, 36, 48, 59, 70 s, 337 - eterna, 488, 491, 497 s mundo, 51, 54, 70, 77, 113, 178, 260, 279, 282, 303, 411, 458 s Nacionalismo, 16, 266, 445 naturalismo, 64, 85, 94, 129, 247, 314 - reduccionista, 30, 31, 425 necesidad, 35, 96, 293 Nicea, 345, 347, 349 s, 352 Nietzsche, Fr., 21, 42, 252, 284 s, 372 nirvana, 431 niveles del ser, 23 norma, 42 s, 56, 61 - ética, 59, 332 nueva creación, 393, 405 nuevo, 39, 45, 76, 366, 390 s, 393, 411, 447 «nuevo nacimiento», 273 nuevo ser, 67, 156, 162, 164, 168, 173, 174 s, 177 s, 184, 187 s, 198, 209, 218, 273, 275, 283 s, 287, 333, 435 s, 457, 481, 497 Obediencia, 55, 66, 136, 166, 466 objeto y sujeto, 75, 78 objetores de conciencia, 465 observación, 92, 313, 445 oración, 148, 151, 237, 339 s, 350 oraciones de intercesión, 237 orgánico, 25, 28 Orígenes, 12, 351, 488, 498 ortodoxia, 162, 293 Pablo, 66 s, 75, 112, 147 s, 160, 167, 171, 174, 182, 214, 216, 230, 238, 260, 270, 276,278, 280,284s,348,432,444,448, 456, 466, 486, 494 pacifismo, 57, 72, 464 padrenuestro, 430 palabra, 40, 77, 90, 95, 147, 152 s, 157 s, 161, 205, 309 - ambigüedad de la, 311 - de Dios, 153, 157, 310, 312 - interior, 158 s panenteísmo escatológico, 504 papa, 159, 186, 210, 214, 229, 256, 457 paradoja, 127, 183, 238, 275, 345 - de las iglesias, 206 s participación, 46, 48, 52, 5 7, 62, 82, 100, 163 s, 174, 196, 215, 269, 312, 382, 482 paz, 118, 432 s, 465 pecado, 169, 174, 180, 255, 277, 292 Pedro, 188 pentecostés, 147, 188, 311 perdón, 162, 180, 183, 225, 239, 255, 276 s
512
TEOLOGÍA SISTEMÁTICA
perfección, 28, 282, 290 s, 486 período de mil años, 416 persona, 54, 56 s, 89, 105, 198, 222, 327, 391, 402, 487 s personalidad, 37, 40, 54, 57, 180, 252, 330, 373 s personalismo, 356 philia, 173, 195, 294 pietismo, 184, 270, 292 s, 296 placer y dolor, 74, 118, 295 Platón, 36, 172, 251, 351, 397, 492 s, 503 plegaria, 128, 176, 236 plenitud (cumplimiento), 42, 66, 138, 330, 372, 386, 422, 485, 487 s - vicaria, 491 pneumatología, 345 poder, 223, 253, 319 s, 321, 374, 412 s, 461 s politeísmo, 115, 179 político (lo), en la historia, 233 poshistoria, 370 s pragmatismo, 21, 42, 77 praxis, 76, 82, 86 s, 90, 98, 122, 167, 175, 232, 402 predestinación, 278, 489, 501 prehistoria, 370 s preocupación última, 131, 158, 165, 193, 274, 279, 325, 348, 350, 406, 420 presencia espiritual, 137, 141s,152 s, 164 s, 167, 169s, 174s, 177, 181s,187s,203s, 227 s, 259, 261, 267 s, 297 s, 300 s, 308 s, 319, 324, 330 s, 334 s, 336 s principio de sinceridad, 246 s principio protestante, 16, 24, 155, 170, 219 s, 239, 257, 275, 297 s, 299 problema trinitario, 345, 350, 352 s proceso, 22 s, 40, 48, 69, 270, 344, 378 s, 400 s profanación, 113 s profanización, 47, 112, 117, 125, 126 s, 129, 149, 175, 226, 234, 299 s, 448 profano, 113, 114 s, 230 profecía, 440 profetas, 160, 176, 180, 253, 323, 449 progresismo, 425 s, 503 progreso, 73, 208, 315, 370, 396, 402 s, 425, 439 propósito, 30, 82, 95, 315 s, 366 protestantismo, 147, 149, 155, 183, 207, 209, 211, 214, 221, 223, 248, 260, 265, 291, 302, 347, 355, 455, 500 providencia, 17 5, 388 - divina, 39, 396 - histórica, 407, 446 s, 460 psicoanálisis, 99, 297, 341 psicología, 37, 53, 279, 502
psicoterapia, 150, 223, 294, 338, 341 puritano, 260 Radicales evangélicos, 248, 281 razón, 25, 37 s, 84, 325, 344 reencarnación, 478, 499 reforma, 153, 159, 161 s, 181, 192, 203, 205, 212 s, 229, 266, 275, 352, 355, 399 - contrarreforma, 213, 221, 355 regeneración, 169, 272 s reino, 26 s, 30, 38, 40, 49, 51, 70, 74 - animal, 28, 32, 52 reino de Dios, 97, 137 s, 196, 336, 357 s, 363 s, 376, 387, 394, 401, 420 s, 430 s, 432 s, 435 s, 449 s, 453 s, 458 s, 461 s, 468 s, 502 s relación, 24, 25, 31, 40, 56, 100, 144, 259, 283, 286 - función de, 262 s relativismo (relatividad), 43, 199, 232, 438 - ético, 64 religión, 25, 32, 44, 84, 110, 121 s, 123, 126 s, 129, 133, 177 s, 197 s, 203 s, 215 s, 25 7, 297 s, 324 s, 407, 483 - relación de cultura y, 25, 129, 196 s, 300 s resurrección, 491 s, 494 s - del cuerpo, 492, 494 - de la carne, 494 - símbolo de, 491, 497 revelación, 138, 158, 175, 190, 312, 406 revolución, 65, 395, 413 s, 465 s Ritschl, A., 43, 215 ritualización, 455 romanticismo, 283 Sabiduría, 122, 294, 312, 332, 404 sacerdocio de los creyentes, 24, 224, 257 sacerdote, 127, 147, 178, 180, 268 sacramento, 127, 147, 152 s, 157 s, 178, 205 sacrificio, 58, 156, 326, 329, 417, 419, 469 salud, 49, 53, 181, 337, 340 salvación, 140, 282, 336 s, 429, 436 - historia de la, 406, 435 s santidad, 112, 117, 126 s, 131, 194, 209, 253, 259, 266, 290 s santificación, 169, 272, 280 s, 284 santo, 113, 114, 121, 126 s, 131, 134, 260, 288, 290, 303, 328, 451 Sartre, J. P., 319 Schleiermacher, F. E. D., 12, 159, 198, 215, 230, 345 s, 498 secular, 16, 113, 125, 126 s, 298, 301 s, 484 secularismo, 16, 130, 232, 456 secularización, 125, 263, 298, 455 sentido, 307
ÍNDICE DE AUTORES sentimiento, 167, 293, 484 ser, 24, 28, 31, 39, 43 s, 47, 52, 54, 56, 58, 61, 65 s, 68, 82, 85, 96, 98, 100, 112, 141, 163, 168, 171, 195, 212, 254, 277, 281,304,307,315,337,344,355,378s, 380, 402 s, 422, 451, 462, 480 s, 487, 489, 492, 495, 505 significado, 90, 367 - de la historia, 365, 402, 417, 422 s, 425 s· símbolos trinitarios, 343 s socialismo religioso, 429 s sociedad, 73, 88, 161, 263 s, 320, 398 socinianismo (socinianos), 352 Sócrates, 77, 251 soledad, 286 s Spencer, H., 426 Spengler, O., 448 sublimidad (sublime), 46, 116 subordinación, 178, 351 substancia, 29, 37, 79, 379, 388 s, 392 s, 394 - católica, 16, 155, 300 - religiosa, 125, 326 sucesos históricos, .363 suicidio, 76, 467 sujeto y objeto, 84, 89, 92, 95, 118, 150, 180,238,262,272,296,309,462,496s superstición, 26, 491, 500 supranaturalismo, 14, 26, 437, 476 Taoísmo, 423 tecnología (actividades técnicas), 76 s, 95, 408, 425 telos, 81, 206, 260 s, 370, 422, 470, 487 temporalidad, 379, 382, 496 teodicea, 485 teología, 30, 43, 126, 143, 250, 455, 485, 506 - práctica, 227 s, 242 - sistemática, 12 s, 78, 227, 242 teonomía, 198, 201, 249, 304 s, 308 s, 315 s, 319 s, 325 teoría, 76 teoría de la restitución, 488, 498 «tercera etapa», 415 s, 427, 444 theoria, 82 s, 88, 90, 94, 122, 134 s, 167, 175, 232, 402 tiempo, 29, 31, 73, 176, 199, 378 s, 381 s, 479 s, 502 s - histórico, 383, 384 s, 385 s tierra, 427
r
MATERIAS
513
tiranía, 321, 428, 462 toma de conciencia, 166, 172, 198, 283, 484 Tomás de Aquino, 12, 24, 167, 252, 498 torre de Babel, 96, 190 Toynbee, A., 396, 449 trabajo, 72 s, 99, 282 tradición, 30, 65, 157, 161, 220, 228 s, 326, 363, 365 s, 465 s trágico, 119 s, 414, 423 transcendencia, 283 s trinidad, 344 s, 346 triteísmo, 344, 350 Unicidad, 101, 158, 312, 368 unidad, 209 s, 211 unidad multidimensional de la vida, 21 s, 23, 26, 29, 40, 42, 72, 108, 138, 143, 150, 182, 248, 268, 294, 322, 335, 387, 432, 452, 501 unión, 74 - mística, 94, 172, 239, 293, 296, 493 - trascendente, 163 s, 183, 216 unitarianismo, 352 s universalidad, 23, 190, 195, 209, 212, 410, 432 universo, 35, 48, 114, 190, 336 - del ser, 109 - de significado, 77, 83, 91, 109, 125 utopía, 215, 365, 416, 427, 468 Valor, 28, 42 s, 152, 367 verdad, 79, 84, 88, 93, 135 s, 228, 232, 244, 279, 299, 308 s, 311, 314 vida, 21 s, 34, 35, 42 s, 44 s, 67, 71, 76, 87, 97, 123, 136 s, 259, 334 s, 363 s, 378 s, 409 s, 481 s - cristiana, 281 s, 284 - divina, 174, 504 s - eterna, 21, 36, 137 s, 195, 206, 316, 348, 386, 473 s, 476, 497 s, 504 s virtud, 88 visible, 44 voluntad de poder, 374, 410 Yahvé, 160, 176, 421, 433 yo (el), 52, 53, 97, 160 - centrado, 40 s, 54, 58, 67, 147, 180, 317, 390, 496 Zuinglio, H., 231
INDICE GENERAL
Prefacio...................................................................................................
9
Introducci6n ..................... ...... . .. ............. .. .................................................
11
LA VIDA Y EL ESPIRITU ..........................................
19
Cuarta parte: l.
LA VIDA, SUS AMBIGÜEDADES, Y LA llúSQUEDA DE UNA VIDA SIN AMBIGÜEDADES .. . . . .•. .. .. . . . .. . . .. . .. .. . . . .. .. . .. . .••• .. .. •. •. •• •. •. . .. . . .. . .. .. .. .. .. . .. .
21
A.
La unidad multidimensional de la vida .. .. .. .. .. .. . .. .. .. ... .. .. ... ..
21
La vida: esencia y existencia.......................................... La inadecuación de la metáfora de los «niveles»........... Dimensiones, reinos, grados ........................................... Las dimensiones de la vida y sus relaciones...................
21 23 26 29
La autorrealización de la vida y sus ambigüedades.............
44
l.
2. 3. 4. B.
l. 2. 3.
autointegración de la vida y sus ambigüedades........ autocreatividad de la vida y sus ambigüedades........ autotrascendencia de la vida y sus ambigüedades.... Libertad y finitud................................................... La autotrascendencia y la profanación en general: la grandeza de la vida y sus ambigüedades................ c) Lo grande y lo trágico .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. . .. .. . .. .. .. .. . .. . d) La religión en relación con la moralidad y la cultura e) Las ambigüedades de la religión.............................
113 119 121 126
La búsqueda de una vida sin ambigüedades y los símbolos de su anticipación......................................................................
136
LA PRESENCIA ESPIRITUAL.............................................................
141
C.
Il.
A.
La La La a) b)
La manifestación de la presencia espiritual en el espíritu del hombre................................................................................. 1.
El carácter de la manifestación del Espíritu divino en el espíritu del hombre........................................................
47 67 112 112
141 141
TEOLOGÍA SISTEMÁTICA
516
a) El espíritu humano y el Espíritu divino en principio b) Estructura y éxtasis................................................. c) Los medios de la presencia espiritual...................... El contenido de la manifestación del Espíritu divino en el espíritu humano: fe y amor............................................ a) La unión trascendente y la participación en la misma.......................................................................... b) La manifestación de la presencia espiritual como fe c) La presencia espiritual manifestada como amor.....
163 164 169
La manifestación de la presencia espiritual en la humanidad histórica................................................................................
174
2.
B.
l. 2.
3. 4.
111.
El Espíritu y el nuevo ser: ambigüedad y fragmentación La presencia espiritual y la anticipación del nuevo ser en las religiones ... . ... . .. .. .. .. .. .. . .. .. . .. .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. .. . .. .. .. . .. . .. . La presencia espiritual en Jesús como Cristo: cristología del Espíritu .................................................................... La presencia espiritual y el nuevo ser en la comunidad espiritual ........................................................................ a) El ~~evo ser enJesús como Cristo y en la comunidad esp1ntual ................................................................ b) La comunidad espiritual en sus etapas latentes y manifiestas .. .... .. .. .. . .... .. ... .. ... ... . .. .. . .. . .. . .. ... .. . .. .. .. . .. .. . c) Las señales de la comunidad espiritual................... d) La comunidad espiritual y la unidad de religión, cultura y moralidad................................................
EL EsPtRITU DIVINO Y LAS AMBIGÜEDADES DE LA VIDA..................
A.
163
174 177 181 187 187 190 194 196
203
La presencia espiritual y las ambigüedades de la religión....
203
l.
203 203 206
2.
3.
4. B.
141 145 152
La comunidad espiritual, la iglesia y las iglesias............ a) El carácter ontológico de la comunidad espiritual.. b) La paradoja de las iglesias .. . . .. . .. .. .. . .. . .. . . ... . . .. . .. . .. . .. . La vida de las iglesias y la lucha contra las ambigüedades de la religión .. .. .. .. .. .. .. .. . .. .. .. . .. .. .. . . .. .. . .. . .. . .. .. . .. . .. .. . .. .. .. . .. . a) Fe y amor en la vida de las iglesias........................ b) Las funciones de las iglesias, sus ambigüedades y la comunidad espiritual.............................................. El individuo en la iglesia y la presencia espiritual......... a) El ingreso del individuo en una iglesia y la experiencia de la conversión................................................ b) El individuo en el seno de la iglesia y la experiencia del nuevo ser........................................................... La conquista de la religión por la presencia espiritual y el principio protestante......................................................
215 215
227 267 267 272 297
La presencia espiritual y las ambigüedades de Ja cultura ....
300
La religión y la cultura a la luz de Ja presencia espiritual El humanismo y la idea de la teonomía .... ....................
300 304
1.
2.
ÍNDICE GENERAL 3.
C.
Manifestaciones teónomas de la presencia espiritual...... a) Teonomía: verdad y expresividad........................... b) Teonomía: propósito y humanidad......................... c) Teonomía: poder y justicia.....................................
308 308 315 319
La presencia espiritual y las ambigüedades de la moralidad
324
1. 2. 3.
D.
324 326 330 334
La presencia espiritual y las ambigüedades de la vida en general .................... .. ............. .. ..... .... .......................... .. . Curación, salvación y la presencia espiritual.................
334 336
Los SIMBOLOS TRINITARIOS..........................................................
343
A.
Los motivos del simbolismo trinitario...................................
343
B.
El dogma trinitario...............................................................
347
C.
Replanteamiento del problema trinitario.............................
352
LA HISTORIA Y EL REINO DE DIOS.....................
357
LA HISTORIA Y LA BÚSQUEDA DEL REINO DE DIOS . . . •• . . . •.. . . . . .. .. •. •.. ..
363
A.
La vida y la historia.............................................................
363
El hombre y la historia.................................................. a) La historia y la conciencia histórica .................... ... b) La dimensión histórica a la luz de la historia humana........................................................................... e) Prehistoria y poshistoria.......................................... d) Los portadores de la historia: las comunidades, las personalidades, la humanidad................................ 2. La historia y las categorías del ser................................. a) Procesos y categorías de la vida.............................. b) El tiempo, el espacio y las dimensiones de la vida en general.................................................................... c) El tiempo y el espacio bajo la dimensión de la historia.................................................................... d) La causalidad, la substancia y las dimensiones de la vida en general . ....... ..... .......... ...... ............... ........ ... e) La causalidad y la substancia bajo la dimensión de la hitoria ..... ........ ... .. .................... ......... .................. 3. La dinámica de la historia.............................................
363 363
2.
Quinta parte: l.
La religión y la moralidad a la luz de la presencia espiritual: moralidad teónoma ....................................... La presencia espiritual y las ambigüedades de la autointegración personal.......................................................... La presencia espiritual y las ambigüedades de la ley moral.. ............................... .-............................................
El poder de curación de la presencia espiritual y las ambigüedades de la vida en general ..... ... ..... ..... ...... ...... .. ... .. .. .. .. .. .. .. . 1.
IV.
517
l.
366 370 373 378 378 381 384 388 392 394
TEOLOGIA SISTEMÁTICA
518
a)
El movimiento de la historia: tendencias, estructuras, períodos............................................................ La historia y los procesos de la vida ... ........ ............ El progreso histórico: su realidad y sus límites........
394 400 402
Las ambigüedades de la vida bajo la dimensión histórica....
409
b) c) B.
l.
Las ambigüedades de la autointegración histórica: imperio y centralización ........................... .................... ......... Las ambigüedades de la autocreatividad histórica: revolución y reacción............................................................ Las ambigüedades de la autotrascendencia histórica: la «tercera etapa» como dada y como esperada................ Las ambigüedades del individuo en la historia..............
415 417
Interpretaciones de la historia y la búsqueda del reino de Dios......................................................................................
420
2. 3. 4. C.
1. 2. 3. 4.
11.
La naturaleza y el problema de una interpretación de la historia........................................................................... ~esp~estas negativas a la pregunta del sentido de la h1stona .................. ... .... ....... ....... ............... .. . .. ... .. .. ... .. .... Respuestas positivas aunque inadecuadas a la pregunta del sentido de la historia................................................ El símbolo «reino de Dios» como respuesta a la pregunta del sentido de la historia................................................ a) Las características del símbolo «reino de Dios»...... b) Los elementos inmanentes y trascendentes en el símbolo «reino de Dios»...............................................
409 413
420 422 425 430 430 432
EL REINO DE DIOS EN EL INTERIOR DE LA HISTORIA......................
435
La dinámica de la historia y el nuevo ser ............................
435
l. 2. 3. 4.
La idea de la «historia de la salvación»......................... La manifestación central del reino de Dios en la historia Ka iros y kairoi .. ... .. .. .. .. .. .. .. .. ... .. .. ... .. .. .. .. .. .. .. ... .. .. ... .. .. .. .. .. La providencia histórica................................................
435 437 44 3 446
El reino de Dios y las iglesias . .. .. .. .. . .. . .. .. .. .. .. ..... .. . .. .. .. . .. .. . .. ..
449
A.
B.
l.
Las iglesias como representantes del reino de Dios en la historia . ..... .. .. . ... .. .. .... .. .... .... .. .. .. ... .. . .. .. . .. .. . .. . .. .. . .. .. .. . .. . ... El reino de Dios y la historia de las iglesias...................
449 453
El reino de Dios y la historia del mundo ... . .. ....... ... .. .. ...... ...
458
l. 2.
458
2. C.
3. 4.
Historia de la iglesia e historia del mundo..................... El reino de Dios y las ambigüedades de la autointegración histórica.................................................................. El reino de Dios y las ambigüedades de la autocreatividad histórica .. .. ............ ......... .... ........... .. . ... .. ..... .. .. ...... ... El reino de Dios y las ambigüedades de la autotrascendencia histórica .. ............. ....... .......... ............... ....... .. ... .. .
461
465 468
ÍNDICE GENERAL 5.
519
El reino de Dios y las ambigüedades del individuo en Ja historia .. .... .. ... .. .. . .. .... .... .. ..... .. .............. .. .................... . .. .
469
111. EL REINO DE DIOS COMO EL FINAL DE LA HISTORIA.......................
473
A.
El final de la historia o la vida eterna.................................. EL doble significado del «final de la historia» y la permanente presencia del final................................................. 2. El final de la historia como elevación de lo temporal al seno de la eternidad....................................................... 3. El final de la historia como Ja divulgación de lo negativo como negativo o el «juicio final» ... . .. .. .. .. . .. .. . .. .... ... .. .. . .. . 4. El final de la historia y la conquista final de las ambigüedades de la vida .. .. .... .. .. .. . .. . .. .. .. . .. .. . .. .. .. .. .... .. .. .. .... .. . .. .. .. 5. La bienaventuranza eterna como la conquista eterna de lo negativo ............ ..... ..... .......... ..... ......... .. ..... .. ..............
473
l.
B.
473 476 478 481 484
La persona individual y su destino eterno............................
487
La plenitud universal e individual................................. La inmortalidad como símbolo y como concepto.......... Los significados de la resurrección................................. La vida eterna y la muerte eterna.................................
487 491 494 497
El reino de Dios: el tiempo y la eternidad ..................... .. ....
502
l. 2.
La eternidad y el movimiento del tiempo...................... La vida eterna y la vida divina.....................................
502 504
Indice de autores y materias........................................................................
507
l. 2. 3. 4.
C.