de algo más profundo. Con terminología hegeliana —¿y qué otra puede haber, por el momento?— afirma Adorno que en el material musical, que es un material histórico, está se dimentado el espíritu objetivo, el espíritu de la sociedad. Y que la música es la dialéctica entre la subjetividad artísti ca y ese material. Cuando esa música es música verdadera, y por tanto revolucionaria, en ella encuentra su expresión el sufrimiento del sujeto, y en consecuencia la utopía: el an helo de reconciliación social. Todo esto no se realiza, evidentemente, con conceptos; ni con una mera lógica discursiva; sino con el oído. Sobre todo, con el «oído especulativo», de que hablaba Kierkegaard. Penetrando, como hacía Adorno, hasta las estructuras micrológicas de la composición musical. Allí oyó él, como po cos, lo que estaba pasando. En modo alguno puede extra ñar, pues, que Adorno considerase su Filosofía de la nueva música como un excurso ampliado de la D Dia ialé lécc tica ti ca d e la ilustración, y que tuviese todos sus demás escritos musicales, bie b ienn p o r a n t ic i p a c i ó n , b i e n p o r d e r iv a c io n e s d e la Filosofía de la nueva música.
Si esto es así, y si la idiosincrasia hispánica parece con llevar —y no por causas naturales, sino por concretas causas histórico-sociales, modificables, por tanto— que casi nadie sepa por dónde se coge una partitura, la recepción de Adorno en España está permanentemente bloqueada. Este libro mis mo será, como le gustaba repetir a Adorno, citando el título de un libro de A. Loos «palabras dichas al vacío». Un segundo motivo que se opone artificiosamente a la recepción y comprensión de Adorno es su lenguaje. No se entiende a Adorno: no se quiere entenderlo. La rencorosa afir mación, señala H. Hohel, de que el lenguaje de Adorno es oscuro y esotérico, no se basa en razones objetivas, sino en el terror pánico de los que se consideran «propietarios» del espíritu y de la cultura, a perder sus usurpados privi legios. Con no demasiada precisión se ha dicho que el len guaje de Adorno es «atonal». Pero si lo que quiere decirse es que su prosa rompe los esquemas estereotipados, la afir mación es correcta. Se intuye oscuramente, preconscientemente, la carga revolucionaria que hay ya en su modo de escribir; y por eso mismo la reacción es tanto más furi bu b u n d a . Se lleg ll egaa a vece ve cess a e x t r e m o s d e m a l g u s to c o m o el siguiente: «La extrema artificiosidad del lenguaje de Hegel tiene como misión, indudablemente, proteger a su autor contra una intelección demasiado rápida y burda, contra