ROBERTOKLES ROSANAE FECIT
Ensayos y artículos
FERLOSIO
Volumen II
RAFAEL SANCHEZ
«El criterio de esta selección n o ha sido el del a c u e rd o actual p o r p a rte del a u to r con ca d a u n a de sus páginas. Y no se tra ta de q ue sobre cu a lq uiera de ellas ten d ría siem pre aun o tr a p a la b ra que decir, sino de q u e tex to s cuyas co n c lu siones p o d ría h o y discutir y hasta alte ra r h a n sido con se rv ad o s p o r creer que ello n o q u ita la utilidad de la a r g u m e n tación. M á s to d a v ía ; au n d e n tro de la p ro p ia selección se h a lla rá n sentires e n c o n tra d o s o al m enos divergentes. C u a tro lecturas y c u a tro ideas p ro p ia s están detrá s de casi to d o s los textos recogi dos; de a h í q ue la “ t e m á tic a ” sea m u ch o m enos extensa q ue intensa. En c u a n to al juicio de valor, el a u to r n o p uede perm itirse m ás q u e rem itirlo al h echo m ism o de h a b e r d a d o a la im p re n ta esta recolección, c o m o indicio de que, ni con m odestia ni sin ella, esti m a su a p a rició n justificada y co nve niente su lectura.» El volum en 11 de los Ensayos y artículos de Rafael Sánchez Ferlosio integra los trab a jo s de m a y o r extensión del a u to r, inéditos a lg u n o s y o tro s pub licad o s ya en libros o revistas. ________________
- Ensavos v artículos II
Rafael Sánchez Ferlosio
Ensayos / Destino
«Rafael Sánchez Ferlosio, hijo de padre español y m adre italiana, nació el 4 de diciem bre de 19 2 7 en la ciudad de Rom a. A la edad de catorce años, en el texto de literatura española de G uillerm o Díaz-Plaja y en la frase en la que el autor, retratan d o al infante Don Juan M anuel, decía literalm ente: “Tenía el rostro no roto y recosido po r encuentros de lanza, sino pálido y dem acrado por el estudio” , conoció cuál era su ideal de vida. N o obstante, ha sido siem pre dem asiado perezoso para llegar a em palidecer y dem acrarse en m edida condigna a la de su ideal em ulatorio, y su m áxim o título académ ico es el de bachiller. H abiéndolo em prendido todo p o r su sola afición, libre interés o propia y espontánea curiosidad, no se tiene a sí m ism o por profesional de nada.»
Ensayos/D estino 1 . Rafael Argullol
El fin del mundo como obra de arte z. Eugenio Trías
Lógica del límite 3 . Em anuele Severino
El parricidio fallido 4. Karl R einhardt
Sófocles 5. M ario Benedetti
La realidad y la palabra (Serie Letras) 6. George Steiner
Presencias reales 7 . Peter Szondi
Estudios sobre Hölderlin 8. Rafael Sánchez Ferlosio
Ensayos y artículos I
- Ensayos y artículos II FERLOSIO RAFAEL SANCHEZ Ensayos / Destino
R afael Sánchez Ferlosio
V olum en II
RAFAEL S Á N C H E Z FERLOSIO E N S A Y O S Y A R T ÍC U L O S V olum en II
C olección d irig id a p o r R afael A rgullol, E n riq u e L ynch, F e m a n d o S a v a te r y E ugenio T rías D irección ed ito ria l: F elisa R am os
índice
No se perm ite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistem a inform ático, ni su transm isión en cu alq u ier form a o por cu alq u ier m edio, sea éste electrónico, m ecánico, por fotocopia, p o r grabación u o tros m éto dos. sin el perm iso previo y p or escrito de los titu lares del copyright.
Diseño de la colección: R am ón H erreros
O Rafael Sánchez Ferlosio Textos de Las semanas del jardín, © 1974. Textos de «El ejército nacional», © 1986. Textos de «Mientras no cambien los dioses nada ha cambiado», © 1986. Textos de «La homilía del ratón», © 1986. Para los textos aparecidos en la prensa y no incluidos en los volúmenes anteriores, el © es el del año de publicación que se indica a pie de página. Textos inéditos: «Músculo y veneno», © 1991; «Las azoteas de Damasco», © 1991; «Apunte sobre la Wiedervereinigung»,
© 1991. © Ediciones Destino, S.A., 1992 Conseil de Cent, 425. 08009 Barcelona Primera edición: mayo 1992 ISBN; Depósito legal: Impreso por Limpergraf, S.A. Carrer del Riu, 17. Ripollet del Vallès (Barcelona) Impreso en España - Printed in Spain
P rim e ra p a r te E n s a y o s v ie j o s
Personas y anim ales en una fiesta de bautizo 11 Sobre la transposición 47 Sobre el Pinocchio de Collodi 86 La predestinación y la n arrativ id ad 97 Apéndice: El caso Dim na 135 El llanto y la ficción 138 A péndice: El caso José 141 El caso M anrique 186 S e g u n d a p a rte I d i o t é t ic a
D iscurso de G erona Apéndice n.° 1 Apéndice nP 2 A péndice n.° 3 Apéndice n.° 4 Tal para cual Apunte sobre la W iedervereinigung
245 279 284 285 287 290 298
T e r c e r a p a r te E nsayo s
nuevos
O Religión o H istoria M ientras no cam bien los dioses, nada ha cam biado C orolarios Apéndice: La m entalidad expiatoria Cuando la flecha está en el arco, tiene que p a rtir C uarta
311 352 435 455 475
parte
E s a s Y n d ia s
e q u iv o c a d a s y m a l d i t a s
Texto N otas 1, 2, 3, 4, 5 y 6 Apéndice I Apéndice II Apéndice III Apéndice IV Apéndice V
P r im e ra p a r te 517 569 589 596 607 752 792
E n sa y o s v ie jo s
Personas y anim ales en una fiesta de bautizo
MARCO • S» G • ANNIS • IV • PATRVVS • IN • MEMORIAM
R epara en el enojo tan fuera de m edida que te pro ducía esta tarde esa chica que se com placía en m en ta r una y o tra vez p o r nom bre propio al casi recién nacido niño de su am iga. ¿Se recreaba realm ente en hacerlo m uchas veces o te lo ha parecido a causa de que cada vez que lo h acía te producía la m ism a g ri m a que el c h irrid o de la tiza reseca en la pizarra? Te d irán que eres hipersensible p ara lo que gustan de llam ar «m era cuestión de palabras», con ese m á gico em pleo del «mero» o el «no es m ás que», que es com o un pase de pecho con el que uno puede sa carse de encim a c u alq u ier toro; pero tú no te cuides de d arles ni q u ita rle s la razón a tu s hum ores: haz los objeto de tu s reflexiones. A la m uchacha, inclu so, le harás, en este caso, m ás ju sticia si en vez de envenenarte en rep e tir «es u n a cursi» —acción tan infecunda com o c u a lq u ier sentencia inapelable—■, m iras a ver de esclarecer la cualidad de aquello que autom áticam ente has detectado com o c u rsilería y 11
afectación. ¿Qué hay de afectado, qué hay de im p er tinente en m en ta r por su nom bre de pila a una c ria tu ra que todavía no tiene el don de la p a la b ra ni atiende po r su nom bre, y qué im pulso secreto pue de mover a u n a persona a p rodigarse en sem ejante tratam iento? «¿Pero p o r qué no dice el niño?, ¿por qué no dice el niño?», me repetía con rabia p ara m is adentros, y en ello m e parecía erigirm e en defensor de los fue ros m ás genuinos del recién nacido que d orm ía en su cuna —¡y cuán profundam ente!— en la h a b ita ción contigua. D ictam inar «m era cu rsilería» es d a r le un carpetazo a la cuestión, carpetazo que servirá p ara clasificarla y archivarla, pero que no resuelve nada. ¿No ha sido bautizado?, ¿no ha sido inscrito en el registro?, ¿no he com partido yo m ism o esta ta r de la ta rta bautism al, para revolverm e ah o ra contra la civil intención de concederle, desde hoy en ade lante, estatu to de persona? E nhorabuena que se le considere persona de derecho; no era eso, sea de ello lo que fuere, lo que m e sublevaba, sino que fuese ipso facto concebido com o persona de hecho, com o si el solo derecho se b astase p ara sacarn o s de la n a tu ra leza e in tro d u cirn o s en la hum anidad. Esto debía de se r lo que, en mi irritació n , venía advirtiendo en la desenfadada, en la m ás que tem eraria fam iliaridad de la m ención con nom bre propio, que h ería m is oídos com o una falta de respeto, com o un allan a m iento de m orada, com o una villanía. ¿Villanía en d en o tar a una c ria tu ra p o r el nom bre propio, que le concede rango de persona, y respeto en m entarla por m edio del com ún, que la m antiene en la fungible im personalidad de lo anim al? Pues sí, en efecto; así m is mo lo sentía. E ntre los nom bres propios se distinguen, en p rin cipio, dos clases principales: topónim os y prosopónimos; es decir, nom bres de lugar y nom bres de persona. Digo «en principio» porque después la cosa 12
es b astan te m ás com pleja: así el nom bre propio «Roma», que en contexto geográfico es un nom bre de lugar —«ver Roma», «dejar Roma»—, en contex to político se convierte en un nom bre de persona —«m achacar a Roma», «levantar a Roma»— (aunque este «a» no se pueda definir, en rigor gram atical, a p a rtir del concepto de persona, con todo, uno de sus efectos de significación es el que redunda en indicio de un tra to personal); y esto no hay que in sc rib ir lo en el equívoco cap ítu lo que se llam a «lenguaje fi gurado», com o algo que o cu rriese solam ente en el seno de los nombres, porque no sólo pasa que el nom bre de Roma se convierte en un nom bre de persona, sino que Roma m ism a se pone a funcionar —aunque lo haga en nom bre de su nom bre— realm ente com o tal, ni m ás ni m enos que c u alq u ier o tra persona h u m ana, a todos los efectos form alm ente exigibles, es decir, com o una unidad de responsabilidad, ya que unitariam ente, com o un solo hom bre, responde de sí m ism a ante Cartago. No es necesario, pues, acu d ir a la retó rica —com o sí lo sería, p o r ejem plo, en el caso del Tíber o en el del T irreno— p a ra ju stifi c a r sem ejante personificación: b asta la realidad. De la naturaleza, no poco interesante, de tales realid a des ya tra ta ré otra vez con la delicadeza que merece; aquí sólo quería quedarm e con la vinculación etim o lógica de «responsabilidad» con «responder», de «responder de las acciones» con «responder a las pa labras» o «responder a una llamada», y de la de «prosópon» y «persona» con el papel teatral, es decir, con el interlocutor. Una persona es un interlocutor, es un hablante o po r lo m enos alguien que pueda hacerse, de algún modo, parte —siquiera sea asim étrica— del com ercio verbal; alguien que atienda por su nom bre: un perro es, rigurosam ente hablando, una persona, aunque lo sea tan sólo en la m edida en que es capaz de a su m ir uno de los dos papeles —el de receptor— en la función apelativa. Respecto de ella hay tres cla 13
ses de anim ales: los que no se llegan a d a r p o r a lu didos a ninguna señal de voz h u m an a —un niño re cién nacido, una to rtu g a —; los que gregariam ente acuden a llam adas específicas —los gatos («ps-bsbs»), las gallinas («pita-pita»)—; los que singularm en te atienden po r su nom bre individual —un perro adulto, los bueyes de u n a yunta. Sólo a esta últim a clase es p ertin en te la im posición y em pleo de prosopónim os o nom bres de personas. En los bueyes del carro o del arado es donde m ás estrictam ente se ejer ce la función, pues hay que e s ta r apelando de conti nuo ora a uno ora a otro buey, si se retrasa o si hay que d a r la vuelta, y ellos han de sa b er a quién habla en cada caso el lab ra d o r o el carretero. No creo que habría m ayor dificultad para enseñar a los caballos a responder a un nom bre propio —res ponder con la acción, se sobreentiende—■,pero el tra to y el em pleo que se les suele d a r —dado que se gobiernan con la b rid a — no o frecería la ocasión de usarlo, de m odo que se ría un nom bre apelativam en te ocioso; lo que pretendo d ejar po r definido es que los nom bres de persona, com o categoría gram atical, quedan p rim ariam en te vinculados a la función ape lativa. Y que e sta función es la determ in an te en el caso general se m anifiesta en el hecho de que de ella dependa el que se ponga nom bre o se deje de poner: en el m undo ru ra l no se les pone nom bre a los c ab a llos, y cuando hay que m entarlos se dice sim plem en te «la yegua torda» o «el caballo blanco». En cuanto a la co stu m b re de ponérselo —o tra com plicación— en el artificio so m undo del caballo de c a rre ra s (el m undo está lleno de mundos), está bien claro que res ponde a una función exclusivam ente clasificatoria y no ya apelativa —p a ra hablar de y no para hablar a— y en una p lu ra lid a d lo suficientem ente grande de individuos com o p a ra que no pueda ser abarcada m ediante la diacrisis de la determ inación común; de suerte que los nom bres de los caballos de c a rre ra s 14
no han de eq u ip ararse a n u estro s nom bres de pila, sino al conjunto de nom bre y apellido (donde, p o r cierto, el in stru m en to apelativo p asa a fu n cio n ar com o p rim e r m iem bro —p rim ero en el orden, a u n que últim o en la determ in ació n — de la fó rm u la cla sificatoria), com o lo p ru e b a el que a m enudo se jueguen las iniciales como índices patroním icos, que inscriben al caballo en el co rresp o n d ien te pedigrí, y el que las hom onim ias se subsanen com o las de los reyes: «Sirio III», «Trafalgar II», e incluso, aunque no estoy seguro de ello, el que se form en series sup rafam iliares p o r m edio de grupos hom ogéneos de nom bres: nom bres de estrella, nom bres de batalla, etc. Todo esto se refiere al valor gram atical de sem e jantes denom inaciones; de otros aspectos, no m enos interesantes, habla tan bella com o agudam ente LéviS trauss en La pensée sauvage\ si bien, atento exclusi vam ente a los sistem as clasificatorios —que es el asunto de su libro—, descuida, a mi entender, la fun ción apelativa, tan p rim aria en el origen de los nom bres propios, y que a m enudo interfiere con la o tra y acaso alguna vez la condicione de m odo decisivo. Al tra ta r de nom bres propios no puede dejarse a un lado un fenóm eno lingüístico tan fundam ental como el de que una m ism a p alab ra sea —cuando lo sea, que no siem pre lo es— la que se em plea para hab lar a una persona y para h a b la r de ella; incidencia que por lo m enos da lugar, p o r lo que entiendo, a la cu rio sa aparición del artícu lo determ in ad o en los apodos y en algunos em pleos del nom bre bautism al. Y un ejem plo de esto últim o, no poco in teresan te p ara la sociología, es el a rtíc u lo segregador y secu n d aria m ente infam atorio que se antepone al nom bre de las m ujeres públicas. Para e c h ar yo tam bién mi c u a rto a espadas y a p u n ta r un terren o interesante en la sociología del lenguaje —dem asiado ceñida, po r cuanto se m e al canza, a lo sem ántico y olvidada de lo gram atical—, 15
voy a ser m ás preciso en este punto: un hilo conduc to r p ara ilu s tra r cum plidam ente la form a de a c tu a ción de dicho artículo, ju n to a la concepción que lo acom paña, nos lo puede ofrecer la expresión caste llana «ser una cualquiera» —donde una no vale por pronom bre sino por artículo, y por lo tanto cualquie ra se trueca, funcionalm ente, en sustantivo—, refe rida, tam bién, a las m ujeres públicas, o a quien con ellas se intenta com parar. En efecto, a la que es con cebida com o una cualquiera, a la que ha dejado de ser alguien, a la que ya no es nadie —porque no es de nadie, porque nadie quiere reconocerla com o suya en tanto que persona, lo que tiene por correlato el ser de todos como puro objeto, pura m ercancía— el nom bre propio se le vuelve por fuerza advenedizo. Pero ¿dónde ha dejado form alm ente de se r alguien?, ¿en qué aspecto específico de la categoría de persona, de aquello que el nom bre propio nos confiere? Nos lo d irá el a rtícu lo antepuesto. Éste —b a sta escu ch ar lo: «la Luisa», «la E speranza»— opera sobre el nom bre al que antecede com o una especie de suppositio m aterialis, com o si lo pusiese e n tre com illas o com o si dijese «la llam ad a Esperanza». No es, pues, Esperanza, tan sólo se la llama, porque ser E speran za es serlo de derecho, es se r reconocida com o tal con todos los a trib u to s de persona: el nom bre pro pio es, socialm ente, com o un docum ento, com o un certificado de ciudadanía; si precedido del artícu lo equivale a decir «la llam ada Esperanza», he aquí que el a rtícu lo funciona sobre él exactam ente com o una anulación. Al decir «la Esperanza», extendem os ya an u lad o el docum ento que concede el estatu to de persona, libram os un docum ento que circula de he cho —porque E speranza m ism a continúa, con todo, circulando, para su desventura, p o r este m undo a b yecto que la engendra, la usa y la m antiene, al tiem po que la niega, la infam a y la ab o m in a—■,pero que ya no tiene vigencia de derecho; E speranza, por tan 16
to, es acep tad a com o h ablante de hecho, com o interlocutora m eram ente in terin a y eventual, pero nega da com o h ablante de derecho, excluida del núm ero de los que cuentan, segregada de aquellos a quienes se trib u ta n honores de persona, a quienes se reco noce voz y voto en el llam ado concierto social. (Ya que hom bre alguno ha u rdido tal cosa en su cabe za —nada que sea form al, en el lenguaje, puede ja m ás deberse a consciente invención de hom bres concretos—, se echa de ver cuán refinadam ente des piadado sabe se r cu ando quiere el inconsciente y suprapersonal esp íritu de la h u m an a sociedad.) Por lo dem ás, el a rtícu lo antepuesto a nom bres propios no tiene siem pre este efecto de significación; ante el apodo, p o r ejem plo —incluso ante el apodo de uso apelativo, es decir, el m ote—, actuando de form a gra m aticalm ente idéntica, o sea equivaliendo a «el lla m ado», tom a d istinto valor significante: no se le niega aquí al m entado el rango de persona, sino al apodo el c a rá c te r de nom bre verdadero —diferencia que el instinto lingüístico tiende tal vez, aunque no estoy seguro de ello, a señalar gráficam ente poniendo con m ayúscula el artículo, que q u e d a ría así integra do al propio apodo en su em pleo no apelativo: «El rubio» (o «El Rubio»), «El Zaragoza». Ante nom bres de ríos no se tra ta siq u iera de la m ism a función gram atical. En cuanto a la función del a rtícu lo a n tepuesto a legítim os nom bres de pila, sin ninguna connotación infam atoria, com o se oye u sa r en m u chos pueblos de lengua castellana, no he consegui do todavía averiguar de qué se trata; p a ra ello sería preciso d eterm in ar las situaciones exactas de su em pleo, que acaso se relacionen con el hecho de que los nom bres de pila tengan por cam po de funcionam ien to d iacrítico —al m enos en n u estras lenguas— el área fam iliar; dicho regulativam ente: que su única ley de im posición sea la de que no pueda repetirse el m ism o nom bre en dos herm anos del m ism o o de 17
distin to sexo.1 ¿D ependería en principio el m encio nado em pleo del artículo de la circunstancia —consi guiente a d ich a ley— de que el valor del nom bre propio sea diferente en situaciones verbales intrafam iliares y extrafam iliares? De ser así, ¿cuál es o cuá les son, de las cinco situaciones co m binatorias que pueden producirse —a saber: parientes hablando de pariente, parientes hablando de extraño, extraños ha blando de pariente del hablante, extraños hablando de p arien te del oyente y extraños hablando de extraño—, la o las que lo hace o hacen aparecer? Ave riguándolo p odrían conocerse la función y el valor de dicho artículo, aunque, fundado en m is som eros escarceos, m ucho m e tem o que no pueda e n c o n trar se la deseada reg u larid ad y que el sistem a, si es que efectivam ente se vincula a estos supuestos, se halle ya en franca descom posición, com o parecería d arlo a en ten d er tam bién el hecho de que haya fenecido en las ciudades. C om oquiera que sea, todo esto po d ría a c la ra r cuál es el m ecanism o gram atical o ri ginario del a rtíc u lo antepuesto al nom bre de las m ujeres públicas; su ap arició n se p o d ría referir correctam ente al hecho de que, teniendo, com o he apuntado, los nom bres de pila el área fam iliar por contexto diacrítico propio, al tran sferirse su empleo, en el caso de las m ujeres públicas, a un cam po ex traño y trascen d en te a ella, tom asen el a rtícu lo pre cisam ente com o explicitador genérico de ese nuevo contexto en que funcionan; y el caso se ría entonces gram aticalm ente idéntico al que he propuesto supo n er p ara el a rtícu lo sin nota infam atoria. En gene ral la tendencia a se ñ a la r ese cam bio de contexto 1. AI menos hasta el siglo xv esta ley no era como hoy: el mis mo nombre del santoral podía repetirse en herm anos de distinto sexo; así Fernando V de Aragón e Isabel I de Castilla bautizaron a dos de sus hijos, Juan, el malogrado príncipe heredero, y Ju a na, la desventurada reina loca, con el mismo nombre. (Nota del 28 de diciembre de 1991.)
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se observa en toda clase de m enciones que habilitan, tom ándolos en prèstito, los in stru m e n to s de la ap e lación; así sucede tam bién con el apelativo fam iliar com ún: m ien tras en el seno de la fam ilia la m ención se hace con la m ism a form a que se em plea para el vocativo, «papá» —y nótese que esta form a im plica el tú, la segunda persona, y qu ed ará excluida allí don de los hijos traten a su padre de u sted —> en el m o m ento en que se sale de ella se dice «mi padre», p o r la sencilla razón de que en ese m om ento ha dejado de ser unívoca la form a apelativa —«papá» p ara mí, pero no p a ra ti—; alte rn a n c ia que no puedo po r m e nos de relacio n ar con fó rm u las com o la de «mi J u lián», u sual en algunas regiones españolas, en boca de una m adre que habla a un extraño de su propio hijo. N aturalm ente «Julián» no dice, sem ánticam en te, relación fam iliar alguna, pero es sentido, sin duda, com o funcionando en esa relación. Es curioso ob ser var, por o tra p a rte —y en este m ism o terreno de las interferencias entre m ención y apelación—, en c u án tas fórm ulas distin tas se despliega una m adre de fa m ilia p ara m e n ta r a su único esposo: con los hijos, «papá»; con las cuñadas, «Paco»; con los amigos, «Francisco»; con los subordinados del m arido, «Don Francisco»; con la vecina, la desconocida, o la que no conoce a su m arido, «mi m arido»; con la criada, «el señor» —¿no q u edan m ás?—; b a ra ja de m encio nes en la que se atiende siem pre a la relación del m entado con el oyente, donde, adem ás, la posición jerárquica se m anifiesta, divertidam ente, en el carác te r irreversible del sistem a: el in ferio r no m ienta nunca al su p e rio r según su relación con el oyente; si un día la c ria d a o el su b ordinado dicen «su m a ri do» o el hijo «tu m arido», ello es p ara la señora el m ás seguro indicio de una sublevación, de un fra n co pronunciam iento sedicioso, que rom pe de una vez con el acatam iento de sem ejante jefe, señorito o pa dre. Volviendo al caso de las m ujeres públicas, re 19
su ltará, pues, que el artícu lo al in d ic a r el cam bio de contexto de sus nom bres propios connotará tam bién la índole form al de ese nuevo contexto en que fun cionan y se les volverá, po r consiguiente, especificador. El artícu lo saca, en efecto, sus nom bres —y con ellos a e llas— de una com unidad y los inscribe en un a especie, en una ralea; el a rtícu lo está a in d icar que el nom bre individualiza especím enes y ya no per sonas. La persona pertenece a una p lu ralid ad finita y e stru c tu rad a , a u n a com unidad; una especie se cum ple en un núm ero indefinido de individuos —no la afecta ese n úm ero—, m ientras que una com uni dad se com pone de un núm ero finito de m iem bros (se form a parte de una com unidad, pero no de una especie); la especie puede predicarse de sus indivi duos, pero la com unidad no puede predicarse de sus m iem bros; de ahí que la persona sea, en cuanto tal —contra la pretensión de Duns E scoto—, el ser sin notas, el ser abso lu tam en te individuado y ab so lu tam ente no caracterizado; y por eso, el efecto de especificación se corresponde con el de despersoni ficación: adem ás de «una cualquiera» se oye decir «una individua» y a u n «una de esas», con el caracte rístico énfasis especificador del dem ostrativo ese. R eabsorbiendo de nuevo estas derivaciones, para volver a los nom bres de los caballos de c arreras, he de a ñ a d ir que su sistem a clasificatorio se podría com parar, en razón de un aspecto decisivo, m ucho m ás con el de los topónim os o nom bres de lugar que con el de los nom bres de persona; aquellos, en efec to, a diferencia de los prosopónim os, constituyen un sistem a universal y unívoco para toda la com unidad de los hablantes, y en esto, justam ente, serían a n á logos a ellos los nom bres de los caballos de c a rre ras, bien que restringidos a la m onom aníaca y pintoresca com unidad de los turf-m en. Por o tra p a r te, no sólo a los caballos de c a rre ra s se les ha pues to nom bre propio: ¿quién no recu erd a a Babieca y 20
a Bucéfalo? Pero los caballeros (¿cómo se le escapó esto a Don Quijote?) le ponían nom bre propio h a sta a la espada: Tizona, Durandal; si bien se mira, no deja de se r lógico que se le ponga nom bre a lo que ha de se r famoso, que etim ológicam ente significa «lo que ha de d a r qué hablar». Y en alas de la fam a —no siem pre necesariam ente honrosa— nos llega, de aún m ás lejos, el nom bre de Incitatus, el caballo de Calígula. Se conoce que la cu rsilería es tan antigua com o la civilización occidental. Hoy la c u rsile ría se ensaña, po r ejem plo, en los ci clones; y así, se dice «el ciclón Daisy», en lugar de decir sencillam ente «el ciclón del 14 de feb rero »2 —fecha que h a b rá que a ñ a d ir de todos m odos cu a n do haya que entenderse, ya que con «Daisy» no se ha dicho nada. Pero hay sin du d a un m ovim iento m ági co en tal denom inar, com o lo hay tal vez d e trá s de cu alq u ier cu rsilería; un gesto de exorcism o m uy se m ejante al que puede reconocerse, a mi entender, com o función prim ordial de los refranes. El refranero es, en verdad, un cajón de sastre en que convergen o del que divergen varias cosas no poco heterogéneas; a reserva de lo que pueda escla recerse no del m ero h o jea r —que es lo que he hecho yo por el m om ento—, sino de un tan deseable com o prom etedor estudio clasificatorio desde el punto de vista funcional, o sea, el del cóm o y para qué pue den u sarse los refranes, se me p resen ta alguna ob servación que contradice su in terp retació n m ás tópica y usual. Por una p a rte hay m uchísim os refra2. Me ha dicho un amigo que esto está equivocado, pues parece ser que e! ciclón es un ente ubicuo y duradero, que abarca mu chas fechas y que no ofrecería criterios muy estables para ser coor dinado a una de ellas, inicial o crítica que fuese. De todos modos ya podían escoger para su denominación otras palabras más dignas y discretas al efecto, más asépticas (e incluso palabras in trínsecamente clasificatorias, tales como cifras) que no esos animísticos nombres de mujer.
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nes que no pueden tener nada de consejo, que no pue den e n tra r m ás que post factum , como m eros com en tario s con los que se responde a p o sterio ri a un hecho recurrente, com o indica de m odo indiscutible su fó rm u la in tro d u cto ria prototípica, su m ise en scène: «Ya lo dice el refrán»; verbi gratia, «El conejo ido y el consejo venido», refrán que p o d ría aplicarse a su vez perfectam ente a esta clase de refranes. Para el capítulo de los que obedecen en efecto a la idea m ás corrien te en to rn o al refranero, se pueden se p a ra r nítidam ente las sentencias m orales positivas, las cuales no pueden se r m ás que consejos. Y final m ente queda un inm enso acervo de refranes que, for m alm ente, pueden ten er m ás o m enos aspecto de consejos o bien de previsiones, pero que hacen sos p ech ar m uy fu ertem en te que antes que guías para la acción o avisos de lo que cabe e sp e ra r de los indicios que enuncia su prem isa, p ara o b ra r en con secuencia, son, en verdad, fórm ulas m ágicas, exorcizadoras, p ara ten e r respuesta, p ara al m enos no q u edarse con la p a la b ra en la boca, frente a lo ine luctable. Su tem a son fenóm enos que el hom bre no gobierna, especialm ente la clim atología. No hay duda de que en rigor podrían usarse com o guías para la acción, pero no es ese su designio ni creo que na die se confiase a ellos com o se entrega a su experien cia propia y percepción actual; serv irán a lo sum o para com plem entarlas. Cuando se tra ta realm ente de actuar, el hom bre no suele andarse con refranes, usa d irectam ente la experiencia: m ira al cielo y se dice «am enaza torm enta; sacaré el paraguas»; los refra nes se quedan de reserva p a ra cuando no cabe o tra acción que la palabra. Su función no es g u iar la ac ción del hom bre: el refrán m ism o es la acción con que él se enfrenta a aquello a lo que no puede opo n er m ás que palabras; acción m ágica al fin, si es que la m agia se define com o la pretensión —sea cual fue re el creer concom itante— de a lte ra r de algún modo 22
el m undo real m ediante la palabra. En e sta in te rp re tación a b u n d a el hecho de que el refranero esp ecia lizado m ás copioso sea, con m ucho, el del m ar; es en el m ar p recisam ente donde el m ortal se ve m ás desvalido y m ás am enazado, m ás a m erced de la na turaleza —«juguete de los elem entos», com o gustan algunos de d e c ir— y, po r lo tanto, m ás propenso y circunscrito, en zozobras sin cuento, a una resp u es ta puram ente m ágica. Y el exorcism o m ás p rim a rio es «¡a ti ya te conozco!». Para p resta rse a oficios se m ejantes, el refrán cum ple tam bién, estrictam ente, el requisito form al cara c te rístic o de la p alab ra m á gica: ha de tra ta rse de fórm ulas, es decir, de m ode los verbales acuñados de una vez para siem pre, literales e inm ém ores de origen com o el don del cie lo, el solo don capaz de resp o n d er al cielo; m as no es preciso creer, en m odo alguno, en su eficacia con tra los elem entos, p ara que sea eficaz en las carn es y en el ánim o de aquel que lo profiere; esta eficacia —y no aquella creencia, si es que ha tenido alguna vez auténtico vigor— es lo que sobrevive, con m alig nos efectos p ara la m ente hum ana, en la superstición. S upersticioso igualm ente es el im pulso que rige la costum bre de poner nom bre propio a los ciclones; nadie cree que con ello se am ansen sus furores, pero el im pulso se alim en ta de aquel m ism o se n tir irre flexivo —por otra p arte no siem pre infundado— que hace que el verbo «controlar» pueda usarse, de modo anfibológico, para las ideas de registrar, vigilar y go bernar. Y, reanudando finalm ente la hebra tan la r go tiem po in terru m p id a, ¿han de entenderse com o com portam iento m ágico los actos, a rrib a contem pla dos, de p o n er nom bre propio, sin intenciones clasificatorias, a un anim al que no atiende po r su nom bre y de m en ta r p o r el nom bre bau tism al a una c ria tu ra aún del todo ex trañ a al uso del lenguaje y carente, por tanto, del rango de persona, supuesto que éste, que no es ficción ju ríd ic a o retórica, sino condición 23
real, se en cu en tra vinculado a la función apelativa? Si es que, en efecto, hay magia, no b a sta h ab er m os trado la im propiedad lingüística del hecho, sino que hay que d ecir p o r qué y de qué m anera, con tales ac tos m ágicos, se p retende afectar lo que se nom bra. Bien entendido que la m agia se atrib u y e al im pulso original y no es preciso suponerla en cada uno de los casos singulares, donde a m enudo puede no q u e d a r m ás que inerte y g ratu ita im itación de sus mo delos, en m era función lúdica, que es cuando cabe decir m ás propiam ente «sim ple cursilería». Como a la vista del peligro el avestruz esconde la m irada en la are n a del desierto, así el hom bre la en tu rb ia en el esp eso r de la palabra. No era, a mi en tender, sino el oculto m iedo a tener que reconocer com o n aturaleza al que, sum ido en im penetrable alteridad, d orm ía en aquella cuna, el m iedo a aventu rar, para alcanzarlo, la m irada m ás allá de los límites de lo inm ediatam ente com prensible, del m undo es tatu id o y fam iliar, lo que im pulsaba a la joven c a sa dera a echarle encim a el arn és de un nom bre propio, p ara ah o g ar la in q u ietu d de lo ap en as vislum brado en el profundo ensim ism am iento de su sueño. Lo vis lum brado era la naturaleza perteneciéndose a sí m is m a en su ab so lu ta alteridad, en su extrañeza, en su soberanía irreductible. ¿Cómo ha de operar, po r ta n to, el exorcism o? No hay que dejarle al niño que sea naturaleza, es n ecesario c o n ju ra r su autonom ía extrahum ana, su indeterm inación: se a c tu a rá su p ri m iendo la distancia —un suprim ir que no es m ás que ignorar. Precisam ente el nom bre propio, el nom bre de persona, en cuanto se vincula a la función ap ela tiva y, p o r lo tanto, al uso m ism o del lenguaje —ya que nos m ienta com o in terlo cu to res—, es la p alab ra que resuena en el propio corazón de esa distancia, el conjuro que salta ju stam en te sobre aquello que m edia entre hum anidad y naturaleza: el don de la pa labra. 24
Pero es propio del miedo, apenas ahuyentado, re volverse en olím pica jactancia: resplandecía toda ella en un gesto sonriente y desenvuelto —lleno de afec tación por lo dem ás— y pronto desplegó un com por tam iento ardientem ente penetrado de com plicidad intrafem enina, en el que se ponía, toda experta y ha cendosa, en un mismo nosotras con la madre, haciendo su gran papel frente a los hom bres y com o riéndoles llena de indulgencia una torpeza nunca com probada —«vosotros no entendéis»—, y acudió, tan solícita como insolicitada, a m udarle al neonato los pañales, hablándole sin tregua con una voz dulzastra y depor tiva y un adem án de tierno m enosprecio, de persona mayor frente al mocoso —«sé cóm o hay que tra ta r te»—, com o hacia algo tan dócil, tan sencillo, tan fá cil de manejo, que ni siquiera es posible tom arlo dem asiado en serio, que requiere actu ar como jugan do (no pudiendo ya m ás de rabia, de dentera y de ver güenza ajena, abandoné violentam ente la fiesta en aquel punto). Así el recién nacido, exorcizado en su naturaleza, venía a colocarse, no en la pasividad so lam ente relativa de un ser sin duda im potente para valerse por sí mismo, pero dotado, con todo, de la autóctona, incesante y progresiva actividad de un o r ganism o vivo, sino en la inerte y total pasividad de una m uñeca. De suerte, pues, que el tratam iento m e diante nom bre propio, presuntam ente respetuoso y dignificador —p o r concederle rango de persona—, caía sobre él, por el contrario, con su grotesca ficción de hum anidad, como una m áscara de escarnio, como un objetivador y despiadado precinto de control, m e diante el cual el bloqueo de la sociedad constituida venía a organizársele ya en torno de la m ism a cuna. Lanzando sus artejos con larga antelación, la socie dad trata así de defenderse contra la am enaza de lo indeterm inado, de a b o rta r in nuce aquello que cada nuevo nacim iento puede tra e r de posibilidad, de ori ginalidad capaz de confundirla y desbordarla. 25
Y en este punto es ju sto señ alar cóm o las lenguas germ ánicas, en casi todo inferiores a las neolatinas, dan, sin em bargo, un ejem plo ad m irab le de c u ltu ra en el em pleo del n eu tro para el niño, uso que, lejos de resu ltar reificador, viene a constituir, por contras te con lo nuestro, el m ás sabio y delicado acto de respeto hacia su indeterm inación sexual. Alguien po d rá p e n sar «¡cuestión de form as!, ¿qué im portancia tiene?»; otros, dispuestos a reconocérsela en el caso de que las víctim as perciban el tratam ien to que se proyecta sobre ellas, se la negarán, en cam bio, a he chos com o el de que, por ejemplo, la d ualidad sexual se señale ya en los recién nacidos con colores d istin tos en las ropas —rosa p ara las hem bras, azul para los varones—, dado que, efectivam ente, parece vero sím il su p o n er que los lactantes son del todo insen sibles a sem ejante discrim inación. Pero el respeto no tiene que entenderse, cu alesq u iera que sean las circunstancias, y conform e a prejuicios h arto difun didos, com o un ocioso protocolo co rtesan o sin con secuencias en la realidad; vendrá a tener, p o r el contrario, tantas consecuencias cu an tas pueda tener n uestra disposición cognoscitiva, que tan estrech a m ente depende del respeto: g u ard ar celosam ente las distancias con las cosas, reconocer su inconm ovible alteridad, es la p rim era condición de todo conocer. Así, una doble afrenta, u n a doble villanía cognos citiva —y, por tanto, real, en la m ism a m edida en que interfiere en n u e stra relación con lo real— se p e rp e tra, de un golpe, en el allanam iento del enorm e hia to que separa a la natu raleza de la hum anidad; allanam iento que redunda en una m ism a violencia p ara am bas y que rem ite a la obsesión c en tríp eta de una hum anidad acobardada y capitidism inuida, que aborrece asom arse a la intem perie de cuanto la re basa, que pugna sin descanso p o r e c h ar sus ten táculos sobre cuanto am enaza d esm andársele —ya natural, ya hum ano que ello sea—, p a ra ah erro jarlo 26
en el cerco de lo propio. Y m ixtifica a la n aturaleza en cuanto quiere ella m ism a su p lan tarla, en cuanto quiere hacerse p a s a r por «natural», o sea, po r defi nitiva e inam ovible; al p a r que, cam uflando los lím i tes en que se circunscribe, escam oteando el so lar sobre el que se halla edificada, logra ignorarse y mix tificarse. Q uien m ienta, pues, p o r nom bre propio a un niño que no habla no sólo afre n ta a la n a tu ra le za, sino tam bién y en igual grado a la propia h u m a nidad, pues al c o n sid e rar irrelevante, p ara hacerlo, que hable o que no hable, presupone una a h istó rica y total con tin u id ad en tre el anim al de hoy y el h u m ano de m añana, estim a que nada hay por decid ir ni por c re a r en el anfibio y peregrino desarro llo que separa lo uno de lo otro, pensándolo sin m ás com o un m ero desarrollo, es decir, com o u n a sim ple, ex pedita ejecución de algo ya prefigurado y program a do sin residuo en el presente. Si hoy se le puede ya tener por el m ism o de m añana (huelga decir, que el nom bre propio y la idea de persona se aparejan tam bién a la noción de identidad), su fu tu ro no es ya un futuro histórico, sino un fu tu ro «natural», al que no le faltaría determ inarse, sino sólo advenir; no, pues, un libro en blanco, sino un libro ya escrito, solam ente pendiente de lectura. Así, al e ch arle encim a antes de tiem po —antes de todo tiem po concebible— la red de un nom bre propio, de un nom bre de persona, la sociedad se adelan ta a exorcizar en él precisam ente lo que ese m ism o nom bre p odría rep resen tar: la li bertad, la historia, em peñada en gan arlas p o r la m ano; a rro d illad a a la vera de la cuna, parece su s u rra rle «date preso: el nom bre propio soy yo quien te lo da» —donde, por o tra parte, y al m argen de tan torvas intenciones, tam poco se p o d rá decir que m iente—, acudiendo a en cajarlo en un modelo, a fi ja rlo en un destino, frente al cual no p o d rá ofrecer sorpresas; y de este modo, aunque im posible sin ella en todo caso, el don de un nom bre propio —que no 27
anuncia, a la postre, sino el don de la p a la b ra — deja ipso facto de se r un don gracioso y sale ya gravado de antem ano con la expresa restricción que lo des nuda de cuanto no revierta en el estrecho interés de la donante. (No obstante, por v irtu d de su propia in tegridad, el don llega a heredarse intacto y renovado, a despecho de cu a lq u ier disposición testam en taria y, m adurando y reventando como un fruto en las m a nos de los hijos, puede im pulsarlos a alzarse con la hacienda de la m adre y a d en u n ciar su am biguo tes tamento.) Pero no ha de im portarnos dem asiado llam ar «m á gico» o no, «supersticioso» o no, a tal o cual com por tam iento. Ju sta m en te porque la actitu d m ágica se en cuentra perm anentem ente agazapada en los alre dedores de c u alq u ier p alab ra y d isp u esta a im preg n a r y o scu recer la tra n sp a re n c ia de su em pleo significante, hem os de precavernos co n tra ella tam bién en el m anejo de esos m ism os predicados, m á xime porque, precisam ente por e s ta r cargados, de m odo tópico e inm ediato, de prestigio negativo en los oídos de la civilización, se p restan al abuso de for m a peculiar: a que su m era aparición confiera au to m áticam ente autoridad al texto que los saca a relucir con adem án condenatorio, com o cuando se dice «¡Magia! ¡Superstición! ¡Con eso ya está dicho todo!»; y es ju sta m e n te en cuanto se pretende que e stá dicho todo cuando no queda nada de lo dicho, pues toda p a la b ra nubla y pierde su significación desde el m om ento en que se queda sola, en que se absolutiza e h ip o stasía en la opacidad de un g u aris m o irred u ctib le —y eso es, exactam ente, u n a p ala bra m ágica. No q u e rría, por lo tanto, ab u san d o de cargas de valor, convertirm e en agente de tan im pro ductivo terrorism o verbal, por el placer de h allar una aquiescencia tan fácil com o vana; se trata, por el con trario, de a b rir alguna efectiva lucidez, proponien do una vía interpretativa para el esclarecim iento del 28
fenóm eno en sus fundam entos, en su significado y consecuencias. Se reconozca o no un com portam iento p ropiam en te m ágico en el acto de im ponerle nom bre propio a un anim al que no atiende p o r su nom bre, lo cierto es que se tra ta en todo caso de una actitu d que no puede d e ja r de rem itirse a funciones bastardas, la terales, del lenguaje, ya que no puede ser ju stificada en las in stru m en talm en te pertinentes. (Hablo, pues, de los casos en que el nom bre aparece com pletam en te ocioso en su papel lingüístico, es decir, cuando no sólo falta una función apelativa, sino que tam poco la clasificación o la m ención pueden d a r suficiente razón de su presencia.) Esa función b a sta rd a es, se gún creo, la de a h u y e n ta r el desconcierto y la zozo bra que la naturaleza puede producirnos, su p e ra r la inquietud frente a lo que podría poner en duda, y por ende en movimiento, la inerte convicción de lo inm e diato: urge, en una palabra, «hum anizar» al anim al. Y aunque me ofenda y me llene de rubor, he de ci tar, p o r m ucho que m e cueste, el caso m ás escan d a loso que, p o r mi m ala estrella, he podido llegar a presenciar, toda vez que ha sido la experiencia sin g u lar que ha dado nacim iento a estas m is sospechas; aquí está, pues: a cierto cam aleón se le había im pues to nada m enos que el nom bre de Currito. N unca he visto c ria tu ra m ás dolorosam ente envilecida; me pa recía que, a un tiempo, de la n atu raleza y de la cien cia, de las anónim as o scu rid ad es de las selvas com o de la espesura de las páginas de Linneo, Buffon, Cuvier, Lam arck, Darwin... se levantaba ai unísono un clam o r y un llanto airad o ante tam añ a afrenta. Bien podría ser que en el m ism o hecho concreto de sem e jante im posición de nom bre no hubiese m ás que iner te im itación de una co stu m b re difundida —aunque se precisaba una gran falta de sensibilidad para seg u irla—, o sea, que los reso rtes que la fundan no estuviesen directam en te vivos en aquellos fautores 29
singulares; pero al socaire de sus individuales inten ciones yo sentía actu alizarse el anónim o instinto ge neral, que no podía so p o rta r p o r un m om ento la presencia de aquel dios fascinador, de aquel p a rsi monioso, absorto, in escru tab le anim al de ojos inde pendientes, de color m udable, cola prensil y lengua cazadora y, no obstante, tan dócil, tan im pávido en sus m anos. (Un anim al que huye a n u e stra vista nos causa m enos in q u ietu d que otro que, sin fam iliari dad alguna con el hom bre, se deja desde el p rim e r instante a b o rd a r y a p re sa r tan dócilm ente.) Y si en el acto sin g u lar no recu rrían de m odo o rig in ario los motivos, la m ism a falta de resistencia a la co stu m bre ¿no venía a ate stig u a r que el exorcism o había alcanzado ya en ellos plenam ente sus efectos, consi guiendo b o rra r de sus m irad as el últim o residuo de extrañeza, la p o strera vislum bre de lo Otro? Ya he dicho que lo m aligno de las supersticiones, lo que asegura su perduración, no es la ilusoria efi cacia —m uy pronto d esm en tid a— de la p alab ra so bre el m undo, sino su reflejo real sobre los hom bres; no es el error, sino la m ala fe —siem pre m ás re sistente que el e rro r— lo que en e llas sobrevive: la voluntad de autoobnubilación, la sistem ática obs trucción de la experiencia. (Esta a c titu d se puede proyectar, p o r lo dem ás, sobre cu a lq u ier doctrina, incluso sobre las inicialm ente nacidas de una acti tud científica genuina; de ahí que no sea una d o c tri na en sí, sino el modo de hallarse recibida en nuestra mente, lo que decide de su fecundidad.) Visto a través del prism a de ese nom bre que no quiero repetir, fisonóm icam ente interpretado al trasluz de esa m áscara im postora, de ese papel de farsa antropom órfica, no quedaba de él, sino el contraste, la fricción, entre su personalidad postiza y su im agen real; figura y m o vim ientos venían a se r leídos bajo la ficticia inten cionalidad que se les atrib u ía , bajo la significación de un rostro, una a c titu d y un gesto hum anos, y la 30
adm irable cria tu ra se eclipsaba del todo ante los ojos de los espectadores, reducida al denigrante papel de m ero a c to r de aquella m iserable pantom im a. O tro espectáculo de este m ism o jaez es el que co tid ian a m ente puede presenciarse delante de la ja u la de los monos; allí, en virtu d de su sem ejanza con el hom bre, ni siquiera es precisa la m ediación de un nom bre propio p a ra o p e ra r la m ixtificación: risas desenca jadas, chillidos de m ujeres, celebran la agitada ac tuación de los bufones, que, antropom órficam ente interpretados, aparecen com o una especie de hu m a nidad degenerada y caricatu resca. ¡Jam ás d a rá n un solo paso en la experiencia y en el conocim iento de la naturaleza quienes se entregan a tan sádica e in digna hilaridad! Los m onos, y en especial m anera el benigno chim pancé (recuérdese cóm o se le viste y se le hace sen tarse a com er en torno de una mesa), son blanco favorito de todas las afrentas; y no hay que p e n sar que sem ejante preferencia se deba únicam ente a que se presta a ello m ás que ningún otro anim al, sino que, a mi entender, co n cu rre otro m otivo m ás profundo: el de que, p o r su sem ejanza con el hom bre, sea tam bién el que de m odo m ás urgente reclam a el exor cismo. Es el extraño próxim o, si se me adm ite la expresión, el testim onio fronterizo estratég icam en te situado en el lu g ar preciso en que la naturaleza puede volvérsenos inquietante y agresiva; pues poco hay que tem er m ie n tra s lo O tro pu ed a presen tarse com o definitiva e indiscutiblem ente otro, lo m alo es que com ience a revelarse no tan otro, o dicho inver sam ente, que lo Uno (perdón po r e sta jerga) se des cu b ra m ás o tro de lo que se pensaba, m enos uno de cuanto d e sea ría fu riosam ente ser; pues, vuelvo a re petirlo, el m iedo a la naturaleza se funda sobre todo en el conocim iento de la hu m an id ad que de rechazo podría provocar. ¿Cómo sa lir al paso de tan desagra dable sem ejanza? Poniéndola en ridículo —visto que 31
se resiste a se r negada—, m ediante el expediente de acogerla com o una pretensión de identidad, y d es plazando arte ra m en te la com paración, del terren o biológico —en que se lo c o m p araría con el hom bre com o especie anim al— al ilegítim o terreno en el que queda c o n trastad o con un hom bre h istórico concre to —precisam ente aquel que com o «el hom bre» se pretende absolutizar—■,como un hom bre vestido, ves tido, incluso, según la últim a moda. En tan sangrien ta b urla de sus supuestas pretensiones, acaso pueda hablarse de u n a «afrenta» tam bién en el sentido su b jetivo e intencional; parece que hay una verdadera punición: «¿De m odo que tú eras el que q u e ría p are cerse a los hum anos? Pues yo te voy a enseñar, de una vez p ara siem pre, el bonito papel que vas a h a cer» y, com o colocándole el INRI encim a de la fren te, se lo presenta así al espectador: «¡Mirad: uno que quería s e r com o nosotros!». Pero esta actitud podría parecer contradictoria con las que he señalado m ás a rrib a; se h ablaba allí, en efecto, de un im pulso a ignorar la alteridad de la n a turaleza, de u n a obsesión c e n tríp e ta em peñada en allanar toda distancia, m ientras que aquí se diría que m ás bien se pretende exorcizar la cercanía; convie ne, po r tanto, detenerse en algunas precisiones: la al teridad que se quiere vio len tar es la alte rid a d com o m era resistencia, cualquiera que sea su signo en cada caso, la a lte rid a d de lo que es com o ello quiere, de lo que se rebela a recibir definitivam ente un puesto en la llam ada a rm o n ía universal; y cuando se habla de falta de respeto, de rom per las distancias, se en tiende la m anipulación cognoscitiva del objeto, sea cual fuere el sentido de sem ejantes m anipulaciones. En el caso del niño se tra ta rá de neg ar la disconti nuidad, con la indeterm inación que é sta supone —y que ap arejaría, a su vez, la posibilidad de h u m an i dades diferentes—; en cuanto al chim pancé, es la se m ejanza lo que se tra ta de p o n er fuera de juego; la 32
cuestión es que todo, y en especial la hum anidad, sea idéntico a sí mismo, que cada cual se esté en su pues to, que no haya am bigüedad. (En lo que al niño se refiere, la m anipulación de su im agen en el conoci m iento del adulto se com penetra, form ando una uni dad inextricable, ya con la m anipulación de sus conocim ientos —adonde iré a p a ra r m ás adelante—■, ya con la m anipulación del niño m ism o, asunto que 110 es de este lugar.) En fin, se tra ta siem pre de esca m otear cuanto am enace hacernos c a e r en extrañeza, cuanto pueda m o strarse resistente a nuestros estatutos, y p o r ende invalidarlos o al m enos soca varlos. Un atentado total contra estos estatutos, contra sus m ism os fundam entos, es la experiencia crucial y te m erosa, rara vez alcanzada, de que el cosm os se m uestre de pronto de verdad com o el dueño de sí mismo, de que, com o a la luz de un relámpago, se nos descubra por un in stan te otro de su im agen, de esa tupida red de predicados en la que, com o en un tapiz ad usum Delphinis, lo pretendíam os ya tener borda do para siem pre; e sta experiencia de desidentifica ción —auténtico choc perceptivo y epistem ológico— es la naturaleza la que puede ofrecerla especialm en te. No he de s e r yo, ciertam ente, quien reniegue de la legítim a y fecunda pretensión cognoscitiva de ta les predicados en su adem án intencional hacia su objeto; sí, en cam bio, de su eco en n u estro oído, de su reflejo en nuestros ojos. Tampoco es necesario, ni seria resistible, vivir constantem ente en la tensión de esa experiencia, pero es acaso indispensable ha berla tenido alg u n a vez, p ara fu n d am e n ta r en su re cuerdo el ab stracto respeto que la sustituye, com o un lugarteniente, y le sabe g u a rd a r fidelidad y nos ap arta de m anipulaciones. La idea m anipuladora por esencia, la m anipulación de m anipulaciones, la m a nipulación com o sistem a, es la idea de la Arm onía Universal. Ese es el exorcism o Urbi et Orbi, el exor 33
cism o solem ne y general que term ina con todos los demonios. Como la n atu raleza por sí m ism a, frente a la m i rada —ingenua o cultivada— que sepa serle res petuosa y se sepa ser leal, confuta de rechazo la presunta a rm o n ía del m undo hum ano, se rá preciso m anipular su imagen, condicionar y em botar esa m i rada ya desde la infancia. H abiendo evolucionado, en este últim o siglo, el sistem a de las ideologías des de la ideología que podríam os lla m a r dogm ática o de contenido hacia procedim ientos ideológicos que apuntan directam ente a los procesos, a las form as, del propio conocer, no es de e x tra ñ ar que la ideolo gía para la infancia, an tañ o un m ero apéndice de la confeccionada para adultos, se haya convertido hoy en objeto de una au téntica especialización (más aún, p odría decirse que todos o casi todos los recursos ideológicos m odernos —com o puede observarse sin m ás en las m arcad as tendencias infantiles del d ib u jo p u b lic ita rio — bajan hoy a beb er en los veneros de esta especialidad, beneficiándose de sus hallaz gos, lo que p o d ría d a r razón de la c a ra c te rístic a infantilización de nuestro m undo). Se trata, en efecto, de una ideología «educativa», que no atiende ya ta n to a lo que m uestra, cuanto a la propia m anera de m ostrar; ya no dirige la m irada h acia esto o hacia lo otro, sino que p refiere proyectarse sobre aquello hacia lo cual con interés m ás espontáneo se halle ya vuelta la m irada: «¿Te gustan los anim ales. Pues yo te los voy a enseñar». La h isto ria n atu ral, y en espe cial la zoología, es el terren o de elección para m ani p u la r las m entes infantiles. Walt Disney, con el dos veces doble frente de la fo tografía y el dibujo, del argum ento y el docum ental, nos ofrece de ello el parad ig m a m ás completo. No es de este lu g ar —ni podría se r faena de mi agrado— em prender un análisis concreto de sus obras; me quedaré, po r tanto, en se ñ ala r la dirección a mi en 34
tender m ás relevante en sus m ixtificaciones. ¿Pue de m ixtificarse en lo que hoy g u stan de llam ar, tan pom posa como autoritariam ente, «docum entos foto gráficos»? Todos sabem os ya que sí, y yo no tengo la culpa de que lleven valor peyorativo —a n te rio r o posterior— en el lenguaje cotidiano las palabras con que el lenguaje técnico contesta sobre el cómo: «la truca» y «el m ontaje». En cuanto al «objetivo», está m uy lejos de serlo lo b a sta n te com o p ara que la m a nipulación no pueda com enzarse ya en la toma; des pués, los trozos de película rodada se cortan y se barajan a voluntad del jugador, y, gracias a la frag m entación de la escena en planos parciales sucesi vos, los docum entos se pueden h acer c o rresp o n d er en el relato a situaciones diferentes a las que había realm ente en el m om ento de la toma: un anim al que huía puede ahora convertirse en un anim al persegui dor. De este modo, se confecciona un argum ento, se organiza una sucesión lineal de acciones, con un sen tido infinitam ente m ás coherente y u n ita rio del que pudiera ten e r lo retratado; se da una dirección se gura y p erm anente a los designios y se crean verda deros personajes, es decir, un id ad es unívocas y unidim ensionales de co nducta y de intención (cosa, por lo dem ás, ya m entirosa con respecto a los h u m a nos, pues un hom bre p o d rá ten er designios, incluso a veces obsesivos, pero —a despecho de todos los es fuerzos que desde tiem po inm em orial viene hacien do en tal sentido la ideología e n tra ñ ad a en la form a m ism a de la épica y de la h isto rio g rafía— una exis tencia no es nunca, por fortuna, una función argumental), que, p o r su sola naturaleza estru ctu ral, nos llevan de la m ano al agonism o y nos sugieren inm e d iatam ente una tom a de partid o —y hay siem pre un solo p a rtid o que to m a r—, tom a que h a sta nos pue de se r recom pensada, haciendo que el m alvado re sulte al final p u n i par les évenem ents. Ya con esta antropom orfización e stru c tu ra l la naturaleza se 35
vuelve p erfectam ente congruente e in m ediatam en te inteligible; no es necesario d a r un solo paso p a ra com prenderla: viene ya totalm ente interpretada; con eso, acreditado p o r la suprem a a u to rid ad de la foto grafía, queda excluida, po r lo pronto, cu a lq u ier incertidum bre, c u alq u ier cu rio sid ad intem pestiva. Pero a esto, p o r si no fuera bastante, se le añade to davía, con el concurso de la p alab ra y de la m úsica, el contenido m oral de la lección, el «m ensaje» de la naturaleza; o sea, que, no contentos con p re se n tá r nosla dopada y disfrazada, se la hace incluso h a b la r —a ella, que es el silencio por antonom asia. M ien tras, en tal pasaje, la m úsica no d e ja rá de subrayar, con sublim es acentos y coros celestiales, la te rn u ra de la fiera para con su s cachorros, la del ave para con sus polluelos, la del ofidio p ara con sus c r í a s prolongando con puntos suspensivos la serie inconcluida, para que el propio espectador, de m anera autom ática, la com plete en su m ente con el hom bre, en tal otro m om ento la voz en off se c u id a rá de enfa tizarse, con épicas y filosóficas palabras, en torno a la dura ley de la selva, a la struggle for Ufe, para, del m ism o modo, ratifica r y perpetuar, con la p re sunta sanción de la naturaleza, la violencia im peran te en la jungla de asfalto. En este m ism o sentido, que induce a la capitulación y a la conform idad, es sig nificativo el títu lo de un libro de anim ales d e stin a do a los niños, publicado en Francia: C’e st la vie. Se trata, aquí y allí, de p o n er po r testigo a la n a tu ra le za —un testigo com prado y aleccionado ya hem os visto cóm o— sobre la afirm ación de que esta, la pre sente, es la verdadera hum anidad, la única hu m an i dad que puede haber; en u n a palabra, de que hay «tiempo de a m a r y tiem po de m orir», de que «la vida es así». En cuanto a los dibujos, a p a rte su propio e sp íritu —que no es de este lu g ar— y al m argen de que nos vuelven a tra e r (y de m anera realm ente vomitiva —no 36
puedo contenerm e de decirlo—) sobre el asunto de la cu rsilería, hay que d e c ir que su m anipulación de la naturaleza se produce sobre todo en el cam po per ceptivo: com oquiera que sus personificaciones de anim ales no van p o r el registro sim bólico o esque m ático, sino po r el plástico, expresivo y descriptivo (estoy pensando en «Bambi» y sem ejantes, m ás que en la serie Mickey, Donald & Co.), resu lta de ello esa extraña falsificación n a tu ra lístic a —si se m e ad m i te la an tin o m ia— cuyo c a rá c te r fundam ental es la hiperfisonom ización; se satu ran , p o r una parte, los rasgos fisonóm icos característicos del anim al —ver bigracia: los incisivos y el rabo en el conejo—, p o r otra, se le m ultiplican los m úsculos faciales h asta alcanzar la com plejidad, la riqueza de juego, de los del rostro hum ano. Es una doble m anipulación, en la que la exageración de los rasgos propios del an i m al, su hipercaracterización, com pensa los efectos desn atu raiizad o res de su hum anización expresiva y la hace a c ep ta r com o legítim a; el anim al conserva el parecido, sin d arse cu en ta de h a b e r sido asesin a do en su condición fundam ental: en su silencio. Por esas circunstancias peculiares, la inm ediatización es capaz de in te rfe rir y de condicionar la percepción en vivo de la naturaleza, su p ed itan d o la experiencia a la interposición de sus antropom órficos m odelos interpretativos. Los resu ltad o s son análogos a los que, operando en el público o tra de las grandes a tro fias cognoscitivas, producen, en su terreno, las pelí culas h istó ric a s (renuncio aquí a decir de qué m anera); en efecto, po r el procedim iento de «adap tar», de hacernos inm ediato lo distante, lo m ediado a través de un testim onio (siniestram ente revelador de ese subjetivo y cen tríp eto objetivism o que, al m e nos desde Roma, viene siendo una de las peores ten dencias de O ccidente y que hoy toca sus extrem os, es el que con «historia» se designe a la vez, am bigua mente, tan to el aco n tecer com o sus testim onios), se 37
obstruyen los cam inos —ya de suyo tan difíciles— para la im aginación de lo remoto: la im agen cinem a tográfica se a p re su ra a o c u p a r ese lugar vacío y ya es casi im posible d e stro n a rla e im pedirle que a p la s te, por superposición, la fugitiva e inacabada im a gen del pasado —allanam iento que, por lo dem ás, ya se prefiguraba, antes del cine, en las ilustraciones de los textos escolares. Tanto en el caso de los caríoons com o en el de las películas históricas se tra ta de una sistem ática inm unización contra el conocim iento de lo extraño. Y en lo que se refiere a la obra de Walt Disney no se puede d e ja r de encarecer la circunstan cia de que el m undo contra el que vuelve su a te n ta do, el m undo de los anim ales, viene a se r p ara los niños el lu g ar fundam ental en que se cuaja y se p e r fila la p rim e ra llam ada a un interés centrífugo, la prim era experiencia de lo Otro. Al h a b la r de la antropom orfización de la naturaleza, de su «hum ani zación» con m iras a ra tific a r y h a c er p a sa r por «natural» el m undo hum ano, no se podía d e ja r de lado la figura de quien, p o r la enorm e ab u n d an cia y difusión de sus repugnantes producciones, debe ser considerado com o el m áxim o c o rru p to r de m enores de este m edio siglo. No es necesario p ensar en oscuras intenciones; por el contrario, se tra ta ju stam en te de tendencias inerciales, autom áticas, cen tríp etas, d im anantes de las propias circu n stan cias de lo dado, y p en sar en de signios sería hacerles dem asiado honor; es lo que se conduce p o r sí mismo, lo que ya e stá ap u n tad o y sugerido en la cadencia m ism a de las cosas, en su sistem a de reproducción, del que los propios agen tes son pacientes; p recisam ente el m ito del m alvado —con la concom itante práctica m ágica del holocaus to de chivos expiatorios— es un típico m ito exorci z a d o s es la tin ta de c a la m a r tra s de la cual pretenden, p u e sta s entre la e sp ad a y la pared, z a fa r se y sobrevivir las anónim as tendencias, de las que 38
nadie es en verdad sujeto y que precisan, com o del aire, ju stam en te de n u e stra inconsciencia (o, lo que es lo mismo, de n u e stra buena conciencia, o sen ti m iento de im perfectibilidad) p a ra p o d er sostenerse y p erd u rar: les urge la inocencia universal. Ante la buena conciencia de sus propios fautores, ese anó nim o im pulso m an ip u lad o r reviste las figuras m ás ingenuas; así, puede presentarse, por ejemplo, com o «necesidad de adaptare 1 objeto a la m ente infantil». Em pezando po r la segunda cosa subrayada, d iré que esa p resunta m ente infantil es una m ente im agina da por el m undo adulto a la m edida de su cobardía, a p arte de una verdadera afre n ta para los abnegados hijos de los hom bres; la acción que se cam ufla, en realidad, d e trá s de ese « ad a p ta r el objeto a la m ente infantil» es la de a d a p ta r esa m ente al m odelo para ella concebido, a través de un objeto m anipulado ad hoc para su horm a. S ería preciso e scrib irlo en las paredes, p o r obvio que ello sea: no hay una m ente infantil ni una m ente fem enina, no hay m ás que una sola m ente hum ana; la in fa n tilidad es un invento de la m ism a ralea que el de la fem inidad y estrecham en te coordinado a éste: los niños y las m ujeres son, por antonom asia, «los que se quedan en casa». La idea de adaptación es una idea cen tríp eta por excelencia, que piensa el conocer com o asim ilación de los obje tos; y asim ilarlos, fam iliarizarlos, hacerlos sem ejan tes a lo propio, es despojarlos ju stam en te de cuanto en ellos había p o r conocer; se diría, pues, que se trata de d e sv irtu a r la actividad cognoscitiva, su p la n tá n dola por su fingim iento. C uando alu d ía de pasada, m ás a rrib a , al eco y al reflejo sobre el hom bre de la red de predicados que éste lanza sobre el cosm os, pretendía referirm e a la actitud que viene a interpretarlos com o «la respuesta de las cosas» —una respuesta, po r cierto, que se re cibe com o unívoca, que se absolutiza respecto de cu alq u ier preg u n ta— y, por lo tanto, com o el rostro 39
de las cosas m ism as; pues bien, esta allanadora con cepción es la que yace im plícita debajo de la idea de adaptación. En efecto, solam ente en el caso de que la significación no sea un m ovim iento hacia las co sas, sino su propio rostro, revelado y fijado p ara siem pre, se puede im aginar com o legítim o y posible un viaje de retorno, en que el viajero —la p a la b ra — adaptase a la lim itada com prensión de los paisanos, p or referencia a lo propio y fam iliar, la visión de lo exótico y desconocido. Pero si, com o o c u rre en rea lidad, la significación no es el punto de llegada, sino el viaje m ism o, o sea, el irreversible m ovim iento de la m ente hacia las cosas (un movimiento, en cuanto tal, es siem pre irreversible; solam ente un cam ino —es decir la objetivación de un m ovim iento— pue de ser reversible), entonces no es posible poner a otros sujetos en relación con ellas m ás que h acién dose a c o m p añ ar consubjetivam ente en ese m ism o movim iento centrífugo —lo que, a la postre, no quie re decir, sino que todo proceso intelectivo ha de ser, p o r esencia, actividad; no puede ser pasiva recep ción. Y toda adaptación, siendo un viaje de retorno, lo que pretende h acer es ju stam en te invertir el sen tido de sem ejante m ovim iento, es d e sa n d a r la signi ficación, desv irtu án d o la de hecho en cuanto pueda ten e r de referencia intencional hacia las cosas —es decir, de real conocim iento— y sup lan tan d o a éstas por la im agen del propio m ovim iento objetivado y, po r lo tanto, convertido, p o r su parte, en cosa. La significación se entenebrece y muere, deja de ser sig nificante, en el instante m ism o en que la p alab ra se detiene, en que deja de ser un movimiento, para cu a jarse en cosa. Quien cree que puede a d a p ta r las sig nificaciones (usando «otro lenguaje m ás sencillo y asequible», com o si lo m ás sim ple fuese capaz de ex p resar lo m ás com plejo y com o si la significación perm aneciese —al igual que una co sa— idéntica a sí m ism a, y toda diferencia de lenguaje no fuese sino 40
adecuación a distintos receptores) se com porta con ellas com o si fuesen cosas y a la vez las cosas a las que se refieren. De ahí que el respeto a las palabras, el saber conocerlas como tales, coincida exactam ente con el respeto hacia las cosas, a las que por principio no cabe trib u ta rle s —com o he dicho m ás a rrib a — m ás que un respeto abstracto, es decir, tram itad o a través de las palabras. Al proceder con la significación com o si fuese una especie de alam eda, p o r la que uno pudiese p a se a r se para adelante y para atrás, la adaptación la d es naturaliza y desvirtúa de todo su poder cognoscitivo, y m uy a m enudo en nom bre de una com unicación a ultranza, que no rep a ra en d e s tru ir su propio con tenido —la referencia hacia las c o sas— ni en tra i cionar, del m ism o golpe, su propia condición fundam ental. E sta no es, en efecto, sino la p a rtici pación consubjetiva en el m ovim iento de la signifi cación, frente al cual, la com unicación sí que es, o debe ser, en cam bio, un cam ino reversible: una reci procidad de las dos p artes en cuanto a los derechos de em isor y receptor. La adaptación, curiosam ente, al h acer reversible —aniquilándolo— el m ovim iento de la significación, convierte en irreversible —d estru yéndolo igualm ente— el tráfico de la com unicación, que ju stam en te no d eb ería serlo, y en cuyo nom bre se cree justificada. Al d esp ach ar p o r cosas —opacas y por lo tanto irre d u ctib le s— las significaciones, la adaptación convierte el noble tráfico de la com uni cación en una acción u n ilateral y a u to rita ria , term i nando de tra icio n a r con ello, en todos los terrenos, la santa lib ertad de la palabra. He aquí, pues, cóm o al socaire de los ya tópicos clam ores en favor de una com unicación a ultranza —clam ores que corren hoy, sin restricciones, po r m oneda dem ocrática, sin que nadie se tom e el cuidado de so n a rla — puede am p a rarse y prosperar, del m odo m ás artero, el dogm a tism o au to ritario . Que estas no son suspicacias de 41
palurdo lo sabe bien cualquiera que contem ple el pa noram a del tinglado cultural, con sus poderosísim os m edios de difusión, en los que llega incluso a m ate rializarse la irreversibilidad de la sedicente com u nicación, sobre una inm ensa grey de exclusivos receptores, al p a r que, co n tra la p ro p ia evidencia de los sentidos corporales, se insiste cada vez m ás en designarla com o «diálogo», y «m edios de com unica ción social» a sus u nilaterales instrum entos, em pe cinados, con un a rd o r digno en verdad de m ejor causa, en m eternos en casa el universo entero. Una significación adaptada a un receptor determ inado ya no es una verdadera significación, es —a p a rte de un instrum ento a u to rita rio — un vil sucedáneo, vacío de toda v irtu d cognoscitiva y bueno solam ente para aplacar y rep rim ir las im pertinentes y peligrosas cu riosidades del Delfín. Poner el m undo en casa es la m anera de lograr que jam ás se acceda a él; dando de la naturaleza una im a gen «adaptada», y p o r ende in m ediata y asequible, es ju stam en te com o se la hace inaccesible a la expe riencia, com o se la defiende contra el conocim iento: «el universo al alcance de la m ano» ya no es tal u n i verso. «Animales dañinos» se titu la cierto álbum para niños que circula po r mi casa. ¿Qué hab ría sido de las ciencias n atu rales si se hubiesen qu erid o o r ganizar sobre la base de sem ejantes criterio s de cla sificación? C lasificar los anim ales p o r la dicotom ía «útiles/dañinos» es re p a rtir el zoo universal según su relación con el sujeto cognoscente; estos puntos de vista subjetivos, pragm áticos, u tilitarios, y po r lo tanto esencialm ente anticientíficos, caracterizan un tipo m uy frecuente de adaptación de la naturaleza a las m entes infantiles. Reduciendo el objeto a la cen tríp e ta inm ediatez de su relación con el sujeto, con cretándolo en un puro papel, en una m era función contextual —y de un contexto en que el sujeto sea él m ism o p a rte —, se lo su strae a la actitu d catego42
rial en que se asienta la experiencia: ocupado el lu g ar del anim al p o r el papel que le ha sido asignado, polarizado p o r ese sentido, se desaloja de él toda eventual consideración d istante y objetiva, se desvía de él toda atención m ediata y circunspecta, todo po sible interés centrífugo. Huelga decir que la prim era d istancia y el p rim e r respeto que ha de to m ar cu al q u ier conocim iento que pretenda tild arse de cien tífico es dep o n er toda actitu d p ragm ática —que, a p a rte su im productividad para la ciencia, se halla siem pre abocada a realizarse com o saber lo que con viene, siem pre expuesta a cum plirse com o voluntad de ignorar. Pero m ientras todo el esfuerzo de la cien cia, desde que se conoce com o tal, se ha concentra do justam ente en el ejercicio de la epojé, en la difícil ascesis epistem ológica de la tom a de distancia, he aquí que p ara iniciar a los niños en el esp íritu cien tífico se los viene a o rie n ta r precisam ente en el sen tido inverso, en el de la a c titu d pragm ática —y po r ende subjetiva— frente a los objetos; y aun se racio naliza de m anera explícita la tendencia inercial que a ello se dirige —que no es sino la de m an ten er a los niños, m ientras estén a tiem po de ofrecer sorpresas, en la triste clase de «los que se quedan en casa»— con la fam osa ideología de que p ara que los niños se interesen por las cosas de este m undo es necesa rio referirlas de algún m odo a su p ro p ia persona, darles sentido en el circuito de sus inm ediateces. ¡Si al m enos fuera cierto! ¡Si tan anticientífico c riterio iniciador estuviese ju stificad o p o r lo m enos po r ha b e r observado en los niños el predom inio privativo de una polarización c e n tríp e ta de su interés! Pero esto es com pletam ente falso, y sólo es cierto para ese niño títere, p a ra esa m ente in fantil prefabricada, a cuyos represivos estatu to s se q u e rrían a ju s ta r y so m eter las m entes de los niños verdaderos, en los cua les, y p a rticu la rm e n te en lo tocante a su interés po r la naturaleza, resplandece precisam ente lo co n tra 43
rio. Según la ideología susodicha, prim ero h a b ría que interesarlos en las cosas de c ualquier form a que fuese, p a ra h acerles acceder m ás adelante a una ac titu d científica objetiva; pero, siendo la m ente de los niños ya la m ente hu m an a —la única que hay—>cu a litativam ente idéntica a la de los ad ultos en punto a su actitud, se en cu en tra ya d isp u esta po r sí m is m a a la a ctitu d categorial que con la ciencia se con viene, y toda reversión de ese interés centrífugo en la infancia tan sólo red u n d a rá en com prom eter de form a decisiva su futuro. C om penetrada con esta m a nipulación que se p erp etra en el terreno de sus co nocim ientos, y m aestra de ella, la m anipulación del niño m ism o p o r p a rte de los padres le proporciona al pedagogo la m ás eficaz de las ayudas, a veces hasta el punto de q u e para cuando el niño cae en sus m a nos ya se ha hecho casi verdadero el torvo m ito de la infantilidad. Desde el día m ism o en que los niños se em piezan a m over físicam ente se desata sobre ellos el flagelo de las tácticas y de las técnicas para que se estén quietos —cosa, p o r lo dem ás, que siem pre, y m ás tard e ya no en sentido físico tan sólo, se va a q u e re r de ellos. E ste m anejo, m ás que m an ip u lación, despliega sobre el trato con los niños, de m odo sistem ático, la astucia y la m entira, la com pra venta y el c h an taje —que la víctim a aprende, c ie rta mente, m uy pronto a devolver— y erige la deslealtad com o sistem a. Ju n to a la deslealtad, com o h erm ana gemela, surge la ñoñería; un lenguaje, una voz, una sintaxis p ara pobres tontos (y los niños im itan la pro pia im itación). De m anera pareja a lo que o c u rre en la relación del poder con los vasallos, este trato prag m ático que se usa con los niños evoluciona tam bién desde las antiguas form as a u to rita ria s hacia form as dem ocráticas, cu an to m ás dulces tan to m ás deslea les y m ás profundam ente inm unizantes y confor m adores. No se podía o m itir la referencia a estos m anejos —aunque no fuesen de mi a su n to —, po r su 44
indudablem ente decisiva colaboración con las m a nipulaciones a rrib a contem pladas, en la infantilización de las inteligencias. Y así, po r todas p artes se observan los efectos de sem ejante proceder: ju n to al enorm e prestigio de la Ciencia —beaterío tan fideísta como incondicional— pueden reconocerse en la a c titu d de jóvenes y ad u l tos hacia sus pom pas y sus obras, las huellas de una niñez m an ipulada y perpetuada, m anifiestas en las m ás ñoñas y acientíficas tendencias infantiles —lla m ando así no a inclinación alguna que los niños de finan por su p resu n ta esencia, sino a la configurada por el triste papel que se les quiere a todo trance ha cer representar. Pues ¿en qué otro cap ítu lo h a b ría de inscribirse el en tu siasm o p o r las desm elenadas invenciones de la ciencia-ficción?, ¿qué son éstas sino una visionaria y agonística inversión del escéptico, lúcido, p ru d en te —y no p o r eso exento de pasión— esp íritu científico? La necia su p erch ería de los p la tillos volantes —am pliam ente a cred itad a con docu m entos fotográficos— es buen índice de la puerilidad interpretativa que dom ina en la colectividad, y pone de m anifiesto h a sta qué punto el persistente fu ro r p o r escam o tear la im agen de lo extraño acaba po r h a c er que, cuando se lo pretende im aginar, la fan ta sía ya no tenga m ás recurso p ara ello que el de un m ero desplazam iento de lugar, que el de una sim ple trasposición antropom órfica; lo nuevo, lo posible, lo distinto, tan sólo le es concebible en otro sitio, al p a r que gu ard a el m ism ísim o rostro de lo dado. La falta de respeto y de so rp re sa hacia lo nuevo, el afán por echarle anticip ad am en te la red de lo fam iliar y es tatu id o («alunizar»), la sordidez, la sesuda tristeza b u ro crática an te el cosm os, p o r p a rte de la técnica oficial —con ese am biente paleto y jactancioso al m ism o tiem po, com o de chiste de m arcianos, en que se c irc u n scrib e — descorazonan de todos los p o rten tos. ¿Qué ilusión nos p odría q u e d a r po r ellos y por 45
las novedades que pueden se r capaces de alcanzar, si al propio tiem po vemos que previsoram ente ya se está elaborando p ara ellos un «derecho espacial»? Por lo dem ás, esta a ctitu d tam poco es nada nuevo: tam bién Am érica, sin h a b e r sido descubierta, salió de las C apitulaciones de Santa Fe ya em paquetada, inventariada, am ojonada e in scrita en el c atastro de Doña Isabel: y, po r cierto, tam bién aquella vez el tris te allanam iento tom aba su ocasión de una m ezqui na rivalidad en tre dos Estados, que eran, en aquel caso, C astilla y Portugal. Madrid, abril de 1962 y noviembre de 1965; publicado en Revista de Occidente, junio de 1966
Sobre la tra n sp o sic ió n 1
A una niña de cinco años le oí en cie rta ocasión em plear la p a la b ra «afluente» —que se le había en señado exclusivam ente en relación con el asunto de los ríos— p ara ap licarla a la idea de una relación de «bocacalle», concretam ente en la frase «no sabía que e sta calle era afluente de la calle ta l» (esta segunda calle era una avenida m ucho m ás larga, ancha y tran1. Este artículo había sido publicado como uno de los «comen tarios del traductor» en la traducción castellana del libro Les enfants sauvages, de Lucien Malson, profesor de psicología social en el Centre National de Pédagogie de Beaumont, que recogía tam bién, en apéndice, la «Mémoire sur les prem iers développements de Víctor de l’Aveyron» (1801) y el «Rapport su r les nouveaux dé veloppements de Víctor de l'Aveyron» (1806), ambos de Jean Itard. Pero habiendo habido un disgusto, justam ente por culpa de la ex cesiva longitud de tales «comentarios del traductor», entre el autor y el editor franceses, de una parte, y el editor español, de la otra, al respecto de dicha traducción, y habiendo sido ésta, consiguien temente retirada de la venta y condenada a la guillotina, el tra ductor y tal vez un tanto prolijo com entarista culpable de tal desaguisado ha rogado a la Revista de Occidente que quiera dar acogida a la presente reflexión, única, entre sus desventurados comentarios, que sigue estimando no del todo merecedora de caer bajo el tajo implacable de la cuchilla jacobina.
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sitada que la prim era); lo m ás notable es que lo dijo con la m ás espontánea y autom ática n aturalidad, es decir, sin la m ás m ínim a conciencia de im propiedad o de m etáfora. Igualm ente y po r aquella m ism a épo ca, pelando yo p ara ella una m anzana y com o nos hubiésem os p lanteado la cuestión de si ten d ría o no gusano, volvió a sorp ren d erm e con la siguiente fra se: «Si tuviese gusano tendría que verse alguna tube ría». (La frase está reproducida aquí no aproxim ada sino literalm ente, puesto que la ap u n té en el acto y tengo la anotación ante m is ojos.) Tam poco en este caso se detuvo un solo instante a b u sc ar la expresión, com o si é sta estuviese ya del m odo m ás inm ediato a su disposición, para ap licarla a sem ejante asunto, ni dio el m ás leve indicio de un sentim iento de m e táfora. Fue para mí realm ente un gran placer lingüís tico escu ch ar la palaba «tubería» en contexto sem e jante, con la notable felicidad analógica que suponía tan original transposición, donde hay que subrayar la precisión de elegir ju stam en te «tubería» y no ya «tubo», pues «tubería» nom bra la resultante funcio nal del tubo ya ubicado en las en tra ñ as de los opa cos m uros; no es ya la m anga de plom o sino el vacío de sección c irc u la r que ésta determ ina, concebido en la función de conducto, de vía c ircu lato ria que corre por el in terio r de una m asa sólida, que al p are c er lo m ism o podía se r cal y ladrillo que carn e de m anzana, al igual que, p o r lo visto, el ser que la re corre lo m ism o podía s e r agua que gusano. El vivo num en del lenguaje se me representó resplande ciente en toda su fecunda libertad. Soberanam ente abstraíb le de su a su n to de origen —de su contextosituación de aprendizaje— se me m ostraron aquellas dos p alab ras —«afluente» y «tubería»—, p ara apli carse del m odo m ás a fo rtu n ad o a la aprehensión y expresión —no literaria, lúdica, sino rigurosam ente funcional— de dos contenidos extraños a la esfera m aterial en que habían sido aprendidas, co n firm an 48
do la autonom ía y la firm eza de la figura ideal que habían conseguido convocar, d ibujar y separar. Quie ro in sistir aquí en esa im presión tan clara com o in definible que suscitó en mí el m odo de em isión de aquellas frases, en esa inevitable y súbita evidencia del se n tir y del p en sar que m e hizo decirm e: «Aquí no hay m etáfora, sino una acción directa, inm edia ta, autóctona, del concepto vivo, aún no sujeto a de term inación y restricción de esfera: no hay una m an u factu ra deliberada, reflexiva, electiva y secun d a ria de un ingenio lingüístico personal, sino una obra espontánea y n atu ral de la p alab ra m ism a; no hay un producto individual del hablante, sino un im personal y anónim o producto de la lengua». La m e táfora del adulto, la m etáfora propiam ente dicha, implica —según la fórm ula de Karl B ühler— una su perposición de «esferas m ateriales» o «cam pos se m ánticos» y, p o r lo tanto, la conciencia de que se pone en juego un elem ento léxico perteneciente a una esfera intrusa, una palabra ajena al acervo propio del contexto en cuestión. E sta licencia o autodispensa ocasional de las reglas de juego del tráfico lingüís tico, o, m ejor todavía, este recurso eventual a reglas de em ergencia, que, com o tales, se encuentran a otro nivel de convención y de legalidad (al igual que esos dispositivos de seguridad, igualm ente reglam entados en las constituciones del Estado m oderno, que se lla m an expresam ente «estados de excepción»), tiene in cluso en la emisión oral de la palabra su propio signo indicador, que consiste en una no por leve menos ine quívoca inflexión en el tono de voz, acom pañada casi siem pre de una p au sa de valor relativo doble, que precede inm ediatam ente a la p alab ra m etafórica, como indicando el cam bio de nivel significante a que el oyente tiene que atenerse para la correcta in te r pretación del texto; señal que concurre m ás inde fectiblem ente todavía cu ando la intención de la m etáfora es puram ente funcional, com unicativa, que 49
cuando es expresiva, lúdica, orn am en tal o literaria. Es com o un guiño de la voz que advierte y anuncia al que escucha el especial plano de ficción en que sus entendederas se han de colocar para seg u ir la intención referencial presente de tal p alab ra in tru sa, p ara a c e rta r con el m odo de referencia según el cual, a despecho de su origen, se integra en el con texto dado con un preciso rendim iento significativo (y no e sta rá de m ás reconocer en el expediente de la m etáfora im provisada y sobre todo en su rápida com prensión p o r p a rte del oyente el recurso a aquella m ism a cap acid ad general que perm ite el em pleo de señas o señales m im éticas ocasionales: la m etáfora im provisada e stá con el léxico «propio», y aún con las «figuras» socialm ente sancionadas, en la m ism a relación que la seña ocasional —el ideogram a mimético, o pictog ram a— con las señas, señales o signos convenidos y codificados). En el lenguaje escrito esta advertencia de cam bio de nivel dispone de toda una b araja de expedientes, desde las m eras com illas —equívocas, en principio, a este respecto, p o r reu n ir una m ultiplicidad de funciones diferentes— h as ta fó rm u las tan explícitas com o «por así decirlo», «si se m e adm ite la expresión» o «valga la m etáfo ra»; fórm ulas que nos dicen por sí m ism as hasta qué punto la m etáfora propiam ente dicha es —sin d e ja r de se r un recurso norm al y reglam entado del lengua je hum ano— un producto consciente y deliberado del hablante y no ya una m oción propia y autom ática de la lengua m ism a; algo, en fin, de algún m odo m ás he cho con la lengua, que por la lengua. Ni el m ás m íni mo indicio de cosa sem ejante pude reconocer en la veloz, segura, inm odulada y absolutam ente seria elo cución p o r p a rte de aquella niña al em itir la frase: «Si tuviese gusano tendría que verse alguna tubería»; n ad a en su voz, ni siq u iera en su rostro, d elataba la conciencia m ás rem ota de que la p alab ra «tubería» entrase allí desde una esfera ex trañ a al contexto en 50
cuestión y funcionase a otro nivel de significación, o sea teniendo que enten derse conform e a un m odo de referencia diferente, desde o tra posición signifi cante, frente a los que valían p a ra las dem ás p a la b ras de la frase y del contexto entero. Esto fue lo que m e hizo concebir la fortísim a sospecha de que no ha bía habido en verdad m etáfora ninguna, sino una aplicación inm ediata, auto m ática y absolutam ente propia del concepto de «tubería» tal com o e stab a configurado en su m ente a la sazón. Esto, de se r ver dad, q u e rría d ecir lo siguiente: Que el contexto de aprendizaje —sin excluir de ello lo inexpreso de la situación o a su n to concreto res pecto del cual se oye p o r p rim e ra vez ap licar una palabra— no com prom ete necesariam ente al concep to allí configurado, en el sentido de restrin g ir la p e r tinencia de su aplicación a la m ateria de que se trate, sino que, po r el contrario, la vocación p rim a ria del concepto sería la de su straerse inm ediatam ente a un m onopolio sem ejante y lib rarse abstractivam ente a un grado de generalidad respecto del cual el contex to de ap rendizaje no se ría sino un ejem plo, el caso p a rtic u la r accidentalm ente constituido en m odelo originario. (O, dicho con p a la b ras mayores, que la «generalidad» se ría lo p rim a rio y la especialización lo derivado.) Así la hidrografía, que para nosotros es la esfera m aterial exclusiva en que la p alab ra «afluente» funciona en sentido propio, no habría sido p ara aquella niña o tra cosa que ía m ateria ocasio nal en que se m odeló p a ra ella la fig u ra de relación form al puram ente predicativa del concepto dicho, sin que ese contexto de aprendizaje tuviese que signifi c a r para ella ningún «contrato en exclusiva», ni aun provisional, que hiciese su aplicación al sujeto «ca lle» m ínim am ente m enos p ropia y legítim a que su aplicación al sujeto «río». Q uiero decir que si para la experiencia y conciencia lingüística del adulto el asunto «hidrografía» —o m ás exactam ente el sujeto 51
«río»— tenía la vigencia de una esfera m aterial que retenía en exclusiva p a ra sí la aplicación propia de la palabra «afluente», haciéndole sentir, correlativa mente, com o tran slaticias, m etafóricas o figuradas todas las eventuales aplicaciones extrañas o exterio res a esa concreta esfera, para el niño, en cambio, el hecho de o ír p recisam ente en tal contexto p o r p ri m era vez la aplicación de esa p a la b ra no tenía po r qué c o n stitu irse en m odo alguno ni siquiera provi sionalm ente en indicio de un contrato en exclusiva con el asunto en cuestión, es decir, en indicio de una esfera m aterial que sujetase el uso del concepto de «afluente» a nada sem ejante a ese lím ite singular que en la conciencia lingüística del adulto separa m ás o m enos nítidam ente los dos m odos de referencia —o posiciones de cum plim iento significativo— que co nocem os com o «sentido propio» y «sentido figura do». La ordenación del léxico en esferas, o sea, las restricciones de uso a una m ateria d eterm inada que caracterizan lo que llam aríam os «palabras especia lizadas» —frente a la abstractiva lib e rta d de apli cación de las «palabras generales»— no es una tendencia p rim aria del concepto en el acto del apren dizaje, sino, p o r el contrario, el resultado de una ex periencia secu n d aria y positiva que reobra después restrictivam ente, recortando, com o la im posición de una vigencia de hecho, aquel p rim e r im pulso orig i n ario y espontáneo del concepto a tra sc en d e r inm e diatam ente, en su capacidad de aplicación, el asunto de aprendizaje. Para aplicar esto a nuestros ejem plos d iré que la p rim e ra configuración en la m ente del niño de dos conceptos com o los de «afluente» y «tubería» no tendría, en principio, p o r qué in clu ir necesariam ente, en m odo alguno, entre sus determ i naciones específicas, ninguna clase de vínculo exclu sivo con los sujetos o asuntos que presiden su contexto de aprendizaje. El conocim iento de que «afluente» se dice propiam ente tan sólo de los ríos, 52
es decir, la vinculación especializada del predicado «afluente» al solo sujeto «río», eso es lo que puede se r resultado únicam ente de un aprendizaje secun d ario y positivo, pues que tan sólo positivas —es decir, vinculadas a una d eterm in ad a facticidad sin crónica— son las convencionales vigencias de uso de un acervo sem ántico, com o lo dem uestra sin más, en la evolución «filogenética» de un léxico, el incesan te trasiego de los usos sem ánticos desde el e statu to de «figurados» (aunque ya la m era publicidad o so cialización de una «figura» constituye un estadio dig no de ser tenido en cu enta p ara d istin g u ir bien tales «figuras» de las ocasional e individualm ente im pro visadas) al e sta tu to de acepciones «propias». (Y hay que decir que, a este respecto, los diccionarios, em pezando p o r el de la Real, suelen te n e r un retraso a veces se cu la r en cuanto a elim in a r la anotación de «fig.» —«figurado»— que puede p reced er a los usos secundarios que dan de una palabra, de tal su erte que la inm ensa m ayoría de las significaciones que en el diccionario de la Real aparecen precedidas de la abrev iatu ra «fig. y fam.» m uy a m enudo no son ya en absoluto «fam.» y casi nunca siguen teniendo lo m ás m ínim o de «fig.», sino que son p u ras y pin tas acepciones; en tan to que las verdaderas «figu ras», todavía vigentes bajo el solo e statu to de tales figuras en la conciencia lingüística social, apenas si hacen ap arició n allí, ya que com o p a ra incluirlas se espera a verlas definitivam ente a sen ta d as y fijadas en el habla, el resu ltad o es que p ara cuando al fin se las incluye ya han abandonado, en realidad, des de hace tiem po, el e sta tu to tra n sito rio de «figuras» p ara p a s a r al de au tén ticas «acepciones».) De esta, siquiera relativa, positividad de la ordenación del lé xico con a rreg lo a esferas m ateriales, que daría, a mi entender, a las vigencias del uso sem ántico el ca rá c te r de fenóm enos de hecho —o sea, extraños en alto grado a las leyes de necesidad in tern a de la len 53
gua, y su p erp u esto s a ellas com o determ inaciones ju risp ru d e n c ia le s— he de d a r todavía una ilu stra ción em pírica: ¿qué fuero interno de necesidad lin güística en la evolución sem ántica podría nadie e n co n trar para d a r razón del hecho de que m ientras la palabra «afluente» m antiene su sentido propio p ri vativam ente ad scrito a la esfera m aterial «hidrogra fía» y al papel predicativo en frases p resid id as por el grupo de sujetos «río», «ribera», «arroyo», etc., siendo sentida com o m etafórica, figurada, translaticia, su aplicación predicativa al sujeto «calle», en cam bio una p alab ra tan próxim a a ella, y aun tan es trecham ente a rticu la d a a su núcleo conceptual, com o «confluencia» haya llegado a extender su apli cación, con en tera propiedad, a una y o tra esfera? ¿Cabe p e n sar que el investigador de la p alab ra en cuanto tal pueda e n co n trar para esto alguna vez algo que com o ley lingüística de necesidad in tern a fuese o tra cosa que un a rtificio ad hoc\ algo capaz de disi p a r de veras la im presión de irred u ctib le g ratuidad que, en cu an to hecho lingüístico, su scita una incon gruencia sem ejante? ¡No! Este, com o hecho que afec ta a unas palabras, tiene que se r aceptado com o un hecho «de la lengua», pero no, en modo alguno, como un hecho «de lengua», porque sus causas saltan in m ediatam ente fuera de su h istoria propia; es, en una palabra, p a ra ella, un hecho absolutam ente padeci do, y, com o tal, ab so lu tam en te g ratuito y a rb itra rio con respecto a su interna autoconsecuencia ca u sa tiva. La lengua —y de form a extrao rd in ariam en te m ás inerm e y acusada en su dim ensión sem ántica— se p resen ta com o un blanco constante de acciones que son n atu ralm en te gratu itas al respecto de su congruencia y cau sativ id ad internas. Su evolución sintáctica o m ás aún su histo ria fonológica son infi nitam ente m ás inm unes a la h isto ria exterior —ya sea po r cu an to la falta de tra n sp a re n c ia se convier te en gran p a rte en inm unidad, ya sea p o r cuanto in 54
cluso las acciones que las alcanzan en cuentran en ellas organism os m ucho m ás capaces de integrar, re ducir, re a b so rb e r y a sim ila r rápidam ente a su pro pia congruencia causativa el cu erp o extraño que alojan en su seno, ya, en fin, y acaso sobre todo, por cuanto las únicas acciones exteriores que pueden pa decer no son sino las que proceden de otras lenguas. Por el contrario, el léxico es, p o r naturaleza, inm e d iatam ente vulnerable a la acción de infinidad de agentes no lingüísticos; está constantem ente bom bardeado desde fuera p o r los acontecim ientos. Pen semos, p o r ejemplo, en lo exterior y lo circunstancial de una etim ología com o la de fait-divers: en la pá gina del periódico en que se notificaban los acciden tes se hizo habitual el encabezam iento faits divers ( = sucesos varios), com o en E spaña se ha hecho el de «sucesos», y de ahí un fait divers pasó a signi ficar tout court «un accidente», o «un hecho c ru e n to». La positividad o facticidad del reparto del léxico en esferas m ateriales de significación no tiene, pues, a la vista de e sta s consideraciones, por qué co n sti tu ir el m ás pequeño m otivo de perplejidad. La propia posibilidad de d istin g u ir uno del otro com o tales —y aun de reconocerlos in m ediatam en te— el uso llam ado «propio» y el uso llam ado «figu rado» o «m etafórico» de tal o cual palabra dem uestra ciertam ente, ya sin más, la m arcada vigencia de la efectiva y nada latente ordenación y distribución del léxico en esferas: si é sta s no existiesen o sim plem en te obrasen bajo una form a de latencia, es evidente que todos los em pleos h a b ría n de p arecem o s igual m ente «propios» o —lo que entonces no h a ría dife rencia de sentido— igualm ente «figurados»; pero, a su vez, la m era posibilidad de la m etáfora com o re curso referencial capaz del m ás com pleto rendim ien to significativo despeja inm ediatam ente, haciéndola sa lta r afuera del m ás íntim o núcleo conceptual de la palabra, esa m ism a condición de pertenencia en 55
que consiste su adscripción a una d eterm in ad a es fera; con lo que la ordenación del léxico en esferas m ateriales queda com o una circu n stan cia de la que no depende en absoluto, de modo decisivo, la produc tividad sem ántica esencial de una palabra, queda como el nivel m ás exterior, la determ inación m ás rescindible, de cu an to constituye su capacidad signifi cativa. El núcleo activo, negativo, diferencial, de la palabra es lo que sobrevive a la neutralización de las esferas, o sea, precisam ente aquello que la m etáfora conserva. Tan vasto y m ultiform e es, sin em bargo, el univer so de las palabras, de los conceptos y de las referen cias, que para decir qué es ese presunto «núcleo», al que el niño sabe —y aun tal vez necesita— g u a r d a r fidelidad, y qué puede tenerse p o r el m om ento derogable, trascendible, exterior, del contextosituación de aprendizaje —respecto del que, según mi hipótesis, el concepto del niño m an ten d ría a m e nudo una determ in ad a libertad de aplicación— se ría precisa una investigación em pírica caso po r caso, esto es, p a la b ra p o r p alabra. Con todo, de una cala estadística abundante y cualitativam ente avisada de la variedad form al de las posibles situaciones del aprendizaje de palabras, p o d ría esp erarse el esbozo de unas d irectrices o tendencias generales a que se sujeta la línea de dem arcación que separa en tre los elem entos dados en el contexto-situación de ap re n dizaje los que son entendidos po r el niño com o fac tores ocasionales y su stitu ib les (es decir, los que constituirían propiam ente contexto) de los que lo son com o factores necesarios (es decir, lo que entiendo com o «núcleo conceptual interno» de una palabra; aquello de ella que obliga a la fidelidad). Y aun el propio estudio de la m etáfora propiam ente dicha, o sea, de la m etáfora de adulto, que im plica la concien cia de la esfera de pertenencia y de la transposición, podría ilu s tra r (interpretando sus resultados con 56
toda la p ru d en cia que pueda exigir la e x tra o rd in a ria libertad literaria que en este punto se ha llegado a alcanzar) de reflejo sobre aquello, pues tal vez la m etáfora tienda predom inantem ente a volver sobre las m ism as líneas a las que se atiene la libertad con ceptual orig in aria. Donde la pregunta sería: ¿qué es lo que la m etáfora tiende a conservar y qué lo que a d e ja r de cu an to com prende el llam ado «sentido propio»? Por to m a r un ejem plo tópico de la precep tiva litera ria clásica, lla m a r «rubíes» a los labios de la am ada im plica co n serv ar del rubí sólo el color y de su esfera propia (un puro «género» en este caso: el de «piedras preciosas» —«género» en cuanto co lección clasificatoria transversal, frente a los grupos m etoním icos o longitudinales, com o «plum a y tin te ro y papel», regidos po r un verbo de acción: «escri b ir» —) tal vez el precio, la rareza: todos los labios son rojos, pero sólo los de la am ada son, en su rojez, «rubíes», po r cuanto su rojo es tan único y precioso, com o único y precioso es el rubí en tre todos los m i nerales rojos. La idea de precio, de rareza, de unici dad, que pertenece a la voluntad encarecedora, encom iástica, de la m etáfora en cuestión —dejando a p a rte el m al gusto que supone el c riterio que rige e sta form a de encom iar, es decir, el c riterio del va lo r de cam bio—, es lo que decide la elección de la esfera «piedras preciosas»; este es, pues, un m om en to m etafórico conservado no del elem ento «rubí», sino de su propio género o esfera. Pero ¿qué repre senta el o tro m om ento m etafórico, o sea la rojez, que sí se tom a ya de la propia especie «rubí»? R epresen ta precisam ente el a trib u to diferencial de esta pie dra entre las dem ás piedras preciosas (y no se puede o bjetar la legitim idad de la dim ensión «color», com o c riterio diferencial fund am ental y probablem ente único entre las piedras preciosas de la lengua común, alegando com o m ás «esencialm ente» diferenciales propiedades fisicoquím icas, que, po r lo dem ás, eran 57
todavía totalm ente desconocidas cuando ya el rubí estaba h a rto de c irc u la r po r el m ercado m aterial y lingüístico, com o algo absolutam ente diferenciado); significa su núcleo conceptual negativo y especifi c a d o s el predicado que lo singulariza en el seno de la colección com puesta por «diam ante», «esm eral da», «zafiro», etc. El rojo es, pues, el m om ento m ás inalienable del núcleo conceptual de la p alab ra «rubí», aquel al que ningún uso m etafórico (siem pre que quiera seg u ir siendo lingüísticam ente rentable, es decir, accesible al oyente sin necesidad de ningún inseguro y enojoso acto de descifram iento) d eb ería traicionar, pues pertenece a la nota «color», que es la única dim ensión diferencial interna de la esfera de donde se tom a. Con todo esto sólo he qu erid o d a r un ejem plo de jerarq u ía en tre los m om entos concep tuales, y de la tendencia de la m etáfora a su jetarse a esta jerarq u ía. Pero volvamos a los niños. C uando el niño del h e rre ro visite p o r p rim era vez la c a rp in te ría es casi seguro que no ha de quedarse m udo al ver al ca rp in te ro m anejando la escofina, sino que inm ediatam ente cu ajará en sus labios la pa labra «lima»; y, recíprocam ente, cuando el niño del c a rp in te ro visite, p o r su parte, p o r p rim e ra vez, la fragua, tam poco es probable que no sepa de qué m odo pro n u n ciarse viendo al h e rre ro m an e jar la lim a, sino que com o un rayo se d ib u ja rá en su boca la p alab ra «escofina». Tanto uno com o otro ven y sa ben que en uno de los talleres se tra b a ja el h ierro y en el otro la m adera; ven que en el uno no se m ane ja el fuego y en el otro no se hace uso de la cola, y apreciarán, en fin, toda una m u ltitud de diferencias m ás; y esto no obstante, cada uno de ellos reconoce rá inm ediatam ente la lim a o la escofina de su padre en la escofina o la lim a del hom bre del otro taller, y p ara ello no les a rre d ra rá siq u iera el observar al guna diferencia en tre los in stru m en to s respectivos, com o la de que la superficie erosiva del que se apli 58
ca al h ierro es rayada, m ientras que la del que se aplica a la m adera es escam osa; los respectivos a sun tos de aprendizaje han sido lo b astan te generosos com o p a ra no d eten er siq u iera en tales diferencias de figura descriptiva el trascen d en te im pulso ap re hensivo del concepto que han sabido librar. O bservación com plem entaria: una de las acepcio nes castellan as —no precisam ente especializada, pero sí en algún grado restrin g id a todavía al m edio ru ra l— de la p a la b ra «mano» es la de «extrem idad delantera de un cuadrúpedo» y p articularm ente «del caballo»; pues bien: este em pleo de «mano» —que es sin lugar a dudas una auténtica acepción y no con serva el m ás lejano asom o de figura— com porta un tipo de transposición en el que, en cam bio, jam ás de los jam ases in cu rriría, a mi entender, un niño. (Esto, naturalm ente, al igual que el ejem plo de los niños del h e rre ro y del carpintero, es p u ra suposición g ratu i ta mía, y no pretendo d e sp ac h a rla com o argum ento probatorio de una tesis, sino como sim ple ilustración de algo que no quiere tra s p a s a r los lím ites de hipó tesis, dada la insuficiencia p ro b ato ria de los únicos hechos em píricos que hay aquí, o sea, de los dos ca sos de la niña referida, de la cual alegaré todavía otros dos m ás adelante.) Proponiendo la hipótesis de que un niño no h a ría jam ás, espontáneam ente, una transposición así, observem os ah o ra en p rim e r lu gar y a m ayor ab u ndam iento la enorm e diferencia que m edia, en cuanto a la m agnitud del salto de m a teria, en tre una transposición com o la que ap areja el em pleo de «afluente» p ara una relación de calles, o m ás aún com o la que apareja el em pleo de «tube ría» p ara la galería o el túnel del gusano en la m an zana, y la que apareja, en cam bio, la aplicación de «m anos» para las patas delanteras del caballo: al ca ballo ya se le han reconocido, en e stric ta y legítim a propiedad, cabeza, cuello, ojos, boca, dientes; y tan inm ediata, estrecha, evidente y espontánea ha sido 59
la correspondencia establecida en tre su cu erp o y el del hom bre que casi no ha lu g ar a p e n sar que esas palabras hayan tenido que salvar la m ás m ínim a d is tancia p a ra se r ap licad as al caballo. ¡Cuánto no es, en cam bio, lo que ha habido que q u ita r de en m edio o lo que ha habido que sa lta r p ara p a s a r del asunto de aprendizaje «instalación del agua» al asunto de aplicación «m anzana con gusano»! Y, sin em bargo, es lo segundo, justam ente, lo que, conform e a la ley constitutiva o rig in a ria del concepto, a sus p a rtic u lares principios de fidelidad, sería lo m ás directo y accesible. No habría, pues, que proced er po r c rite rios de proxim idad práctica, com o lo es el del con cepto de «esfera», para e n c o n trar qué es lo que le im p o rta ría —según mi hipótesis— y qué lo que no le im p o rta ría al p rim a rio m andato de fidelidad que preside la configuración conceptual de una p alab ra en la m ente del niño que la aprende. N ada le im p o r taría que la «lim a-escofina» se aplique sobre m ade ra, po r el ca rp in te ro y en la carp in te ría , o sobre hierro, p o r el herrero y en la fragua: nada le im porta ría que su figura descriptiva presente en su dibujo de erosión u n a form a rayada o una form a escam osa: lo que le bastaría es que siga haciendo lo m ism o en uno y otro taller, funcionando del m ism o m odo en unas u otras m anos, produciendo el m ism o efecto sobre uno u otro m aterial; nada le im p o rta ría que sea agua o sean, en cambio, coches y personas lo que dis c u rre p o r aq uella «vía» que en virtu d de su rela ción de subordinación respecto de otra m ás ancha, larga y principal m erece unívocam ente el nom bre de «afluente»; nada le im p o rtaría, finalm ente, que sea pared o c a rn e de m anzana la m asa m aterial po r la que d iscurre y gusano y no agua el ser que lo recorre aquello que, únicam ente en nom bre de su índole de «vía» practicable, com o dicen los escenógrafos tea trales, de sección circular, y a b ie rta en las en trañ as de una m ateria o paca a beneficio de c u alq u ier u su a 60
rio de e rra b u n d a condición, reúne ya, p o r lo visto, todas las circu n stan cias legítim am ente exigibles en estricto derecho conceptual p ara a tra e r inm ed iata m ente sobre sí, al igual que el platino llam a al rayo, el instantáneo haz de luz de la p alab ra «tubería». ¿Qué clase de traición a ese supuesto fuero orig in a rio del concepto, qué infracción de los principios fundam entales que form an la im prescriptible Cons titución de aquella república cuyos súbditos serían las palabras, es la que, po r el contrario, se com ete ría, al m enos en principio, en una transposición com o la que ap areja lla m a r «m anos» a las patas de lanteras del caballo, acepción con la que incluso un oído relativam ente aco stu m b rad o al léxico ru ral com o es el mío no term in a de avenirse sin reservas, suscitando, a despecho de toda la sanción fáctica del habla, una sensación de rechazo o repugnancia, bien extraña, po r cierto, a ese sim ple entendim iento de un cam bio de nivel de referencia que constituye el sentim iento de m etáfora? La respuesta ya ha sido im plícitam ente anticip ad a p o r la propia m archa argum entatoria de esta hipótesis: la «im propiedad» de la p alab ra en u so m etafórico se refiere fu n d am en tal m ente a la esfera de aplicación; en tanto que esta otra im propiedad se re fe riría a determ inaciones concep tuales in tern as a la esfera m ism a. Puesto que he pre tendido m ás a rrib a ilu stra r la idea de ese núcleo con el ejem plo de la p a la b ra «rubí» en un uso m etafó ri co y por referencia a su propia esfera m aterial, el «gé nero» «piedras preciosas», voy a atenerm e a ello para fu n d am e n ta r mi acusación, explicando, por e stric ta analogía, cóm o entiendo que se p ro d u ciría aquí ese presunto delito de allanam iento o de infidelidad, esa traición a los fueros constituyentes del concepto. Si querem os, pues, aplicar aquel m ism o criterio a la pa labra «mano», para b u sc a r la nota predicativa que, com o la rojez para «rubí» c o n stitu iría el m om ento m ás íntim o y m ás inalienable de su prim ario núcleo 61
conceptual (a fin de ver si efectivam ente ha sido ho llada en la acepción que aquí se impugna), hem os de proceder de fuera a dentro, buscando, en p rim e r lu gar, los opuestos inm ediatos de la p a la b ra en cues tión, es decir, las p alab ras que ocupan con respecto a ella, en el seno del acervo, un lugar equivalente al que respecto de «rubí» ocupaba, conform e se ha su puesto, el grupo de nom bres que constituye el géne ro «piedras preciosas», p ara proceder a d isc e rn ir seguidam ente la dim ensión diferencial interna con arreglo a la cual se contraponen —a la vez que se a rtic u la n — e n tre sí los diferentes m iem bros de ese presunto grupo de palabras. Los opuestos inm ediatos de «rubí» eran, com o se ha dicho, «diam ante», «za firo», «esm eralda», etc. ¿Cuáles son los de «m ano»? La pregunta no resiste tan siquiera un in stante de vacilación: si preguntam os a la lengua con qué se ag ru p a y a qué se opone «mano», ap en as será preci so que la p alab ra llegue del todo al pensam iento, puesto que casi desde la m ism a m otricidad parece precipitar, ciega, auto m ática e instantáneam ente, la respuesta: ¡a «pie»! (Si se recuerda que no se tra ta aquí ni a u n m ediatam ente de objeto alguno que po d ría ser propio de la fisiología, la anatom ía, la bio logía o cualesq u iera o tra s ciencias parecidas, y po r lo tanto no de cosa prensible ni indicable con el índice extendido, sino de la p a la b ra en la lengua co m ún en cuanto tal, y se com prende a fondo y recta m ente lo que esto significa, se en ten d erá h a sta qué punto el referido autom atism o, lejos de se r —com o sí lo sería sin duda alguna en esas o tra s ciencias— radicalm ente nulo e inadm isible com o indicio o c ri terio de verdad, tom a aquí, en cam bio, toda la a u to rid ad de una suprem a garantía. Y recíprocam ente, la determ inación de los colores en térm inos de lon gitudes de onda de la luz, o la reordenación clasificato ria de las p iedras preciosas con arreglo a sus respectivas n atu ralezas quím icas o a cualesquiera 62
o tra s caracterizaciones enciclopédicas serían noti cias que no p in ta ría n ab so lu tam en te n ad a en el es tudio de los nom bres de color o en el de los de las piedras preciosas, respectivam ente.) Tenemos, pues, en este caso, un único elem ento com o opuesto inm e diato de la p a la b ra «m ano». E ncontrada la pareja «mano-pie», aparece en seguida la dim ensión dife rencial interna, la cual, a diferencia de lo que ocurría con el género de las piedras preciosas, ya no es una cualidad descriptiva estática com o el color, sino la función. M ientras el fundam ento p a ra a g ru p a r la m ano con el pie es su sem ejanza anatóm ica —am bos están situados en lugares hom ólogos del cuerpo, am bos form an p arejas sim étricas, am bos tienen «de dos» y «uñas», etc.— y por lo tanto u n a sem ejanza estructural, fisonómica, descriptiva, en cam bio en su dim ensión diferencial in tern a dom ina, a mi en ten der, el criterio funcional; las diferencias de form a son reab so rb id as tras la d u alid ad de funciones: coger y andar. Podría objetarse que la noción de función que hay que a p lic a r p ara re u n ir en una sola dim ensión «coger» y «andar» es d em asiado laxa, que le falta aquella hom ogeneidad estrech a que se da en la se rie «rojo-verde-azul», etc., o bien en una serie funcio nal com o «ver-oler-oír», etc., pero p ara funcionar com o dim ensión en el sentido que aquí puede im por ta r b a sta con que am bas funciones se reúnan en el género «mano-pie», justificado po r las antedichas se m ejanzas descriptivas, y se rep artan , excluyéndose m utuam ente, entre sus m iem bros, com o lo hacen en la m ano y en el pie del hom bre. El grupo, pues, se resolvería en conform idad con este esquem a: coge
(no coge) M A N O ................................. PIE (no anda) anda
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El coger y el a n d a r definen, respectivam ente, la m ano y el pie del hom bre —objeto y m odelo ind u d a ble de la fijación de am bos conceptos— y el concep to de «coger» sería p ara el de «mano» lo que el de «rojo» es para el de «rubí» y el de «verde» p ara el de «esm eralda», o sea el m om ento íntim o e inalie nable del concepto, el que ninguna traslación tende ría, en principio, a traicionar. En la acepción según la cual se designan com o «m anos» las p atas delan teras del caballo no se respeta ni conserva o tra cosa que la determ inación topològica de «extrem idades m ás próxim as a la cabeza», de modo que la acepción se pondría en flagrante contradicción con la que he supuesto com o nota predicativa diferencial m ás ín tim a del concepto en cuestión. Esa traslación, de fun dam ento exclusivam ente topològico, com porta, al m ism o tiem po, o tra infidelidad que, por el co n tra rio, no ten d ría en m odo alguno el c a rá c te r de tra i ción a lo que llam o núcleo conceptual interno del concepto; es la siguiente: hablando en térm inos de «patas», usam os las determ inaciones «delanteras» y «traseras», que, al m enos al respecto de la coordi nación del cuerpo del caballo con el del hom bre, no son topológicas sino topográficas, toda vez que en el hom bre —y e sta vez no en la lengua com ún sino en la ciencia— se habla de «extrem idades superio res» y «extrem idades inferiores». N ada hay de obje table ni de extraordinario, sin em bargo, en que la discutida acepción de la p a la b ra «mano» opere so bre el reconocim iento de la correspondencia topo lògica —es d e c ir de la referencia de las p a rte s del cuerpo a su p ropia disposición espacial relativa—, neutralizando el sistem a de referencias topográfico —o sea el que tiene p o r coordinadas las de la grave dad, conform e al cual se oponen e n tre sí las dim en siones « d e la n te ro -tra se ro » //« su p e rio r-in fe rio r» — haciendo, en nom bre de la topología, respectivam en te equivalentes «delantero» y «superior» com o igual 64
a «más próxim o a la cabeza», y «trasero» e «inferior» como igual a « m ás distante de ella». Lo correcto aquí —es decir, en la coordinación de p artes entre dos es tru c tu ra s anatóm icas an im ales— viene a ser preci sam ente la p rim acía del c riterio topològico (esto es, el que se atien e al orden in te rio r del espacio relati vo configurado por los cuerpos) sobre el c riterio to pográfico (esto es, el que se atiene a las coordenadas absolutas del espacio exterior). No hay aquí a tro p e llo alguno, sino todo lo contrario, ni desde el punto de vista de la lengua ni desde el de la anatom ía. Cosa bien d istin ta es, en cam bio, tam bién desde los dos puntos de vista, hacer p red o m in ar ese m ism o c rite rio topològico, no ya sobre el topográfico, sino so bre el funcional, com o sucede cuando, en nom bre de una pura correspondencia relativa de lugares, se si gue llam ando «mano» a algo que no sólo es incapaz de coger sino que, por añadidura, se dedica de modo expreso y positivo a hacer justam ente lo otro, esto es, a andar. Pero he aquí que a e sta m ano que no coge y, sin embargo, sigue recibiendo el nom bre de «mano» se le adjudica, paradójicam ente, una «rodilla». Vea mos cóm o la aplicación de la palabra rodilla al c u e r po del caballo da lugar a una situación exactam ente inversa a la que se produce al en c o n trar algo que lla m ar «mano» en ese m ism o cuerpo. En efecto, cu a n do a la lengua com ún, al p a sar la m irada desde el cuerpo del hom bre al del caballo, se le antoja e sta r viendo u n a rodilla en el carp o del segundo está ha ciendo una doble traslación con respecto a las corres pondencias de la anatom ía com parativa. Una de a trá s adelante, o sea de las extrem idades inferiores (traseras) a las extrem idades delanteras (superiores), en cuanto que no se habla de «codo» sino de «rodi lla»; y o tra de a rrib a abajo con respecto a la serie a rticu lad a de la propia extrem idad, en cuanto que lo que llam a « rodilla» no lo sitú a sobre el nivel codorótula sino sobre el nivel carpo-tarso. (Esta segunda 65
traslación refleja, po r lo dem ás, el desplazam iento vertical que padece la fisonom ía genérica de los ver tebrados al p a sa r de un esqueleto de im plantación plantígrada a un esqueleto de im plantación ungulígrada.) Sin em bargo, e sta doble traslación que hace llam ar «rodilla» a lo q u e una lengua obediente a las averiguaciones de la anatom ía co m p arad a no debe ría llam ar sino «m uñeca» tiene una p rofunda ju s ti ficación fisonóm ica y funcional: ¿no es como nuestra rodilla un punto de articulación cuyo m ovim iento re lativo —hacia adelante y h acia a rrib a — queda ins crito en un plano vertical —o sea paralelo al vector gravitatorio— y a la vez paralelo a la dirección de la m archa? ¿N o es —y de nuevo com o n u e stra ro dilla— el vértice de giro de dos radios m óviles cuyo ángulo se m antiene tam bién en ese m ism o plano ver tical y paralelo a la dirección de la m archa, a la vez que se c ie rra en el sentido de ésta —a diferencia del corvejón, que se cierra, com o el codo en la posición m ás fácil, en el sentido inverso? ¿No es lo que preci sam ente en la función locom otriz es som etido a un m ovim iento alternativo hacia a rrib a y hacia ad elan te, hacia abajo y hacia atrás, en su posición relativa al resto del cuerpo? ¿No es lo que se presenta, al igual que la rodilla hu m an a (si nos im aginam os el espacio desde el suelo al nivel de n u e stra s ingles com o el agua en la que navega n u e stra nave corpo ral, y com o su obra viva, p o r lo tanto, toda la p arte que baja desde aquéllas h a sta la planta de los pies —y válgame esta m etáfora náutica, en nom bre de que tam bién se llam a «remos» a las p atas del caballo), com o la doble y altern an te proa que va rom piendo, al frente del caballo todo, la resistencia del espacio, la densidad de la distancia, la esp esu ra del monte, en la locom oción? Caballo u hom bre que sea quien viene cam inando por el monte, siem pre es lo que en el uno y en el o tro quiso la lengua p o n er sin d istin ción —ró tu la o carp o que ello fuere— bajo el nom 66
bre de «rodilla» lo que, a p a rta n d o con su im pulso a uno y otro lado los ap retad o s tallos de las m atas, va abriendo cam ino a todo el cuerpo. Nada, a mi modo de ver, m ás irreprochable, p ara la atención fi sonóm ica, pragm ática, funcional, propia de la len gua com ún, que esta resolución term inológica po r la que, al p a s a r del cu erp o del hom bre al del c a b a llo, se lleva al carp o de éste —a través de lo que para la anatom ía com parada supone un doble desplaza m iento— el nom bre de «rodilla». Lo que se resp eta ba al aplicar la palabra «mano» al cuerpo del caballo (pues no había en ello ni traslación de las extrem i dades inferiores [traseras] a las extrem idades supe riores [delanteras] ni co rrim ien to de lugares en la cadena a rticu lad a, toda vez que la «mano» del ca ballo incluye el m etacarpo) se traiciona en la ap lica ción de «rodilla» al carp o del caballo, y lo que allí se traicionaba —la función, la fisonom ía funcional— se respeta, po r el contrario, rigurosam ente, aquí. De ese doble desplazam iento queda tan sólo el vertical —o sea el c o rrim ien to de lugares a lo largo de la cadena a rtic u la d a — cuando se alab a el «juego de m uñecas» de un caballo; aquí, en efecto, falta la tra s lación desde las extrem idades inferiores (traseras) a las superiores (delanteras), pero se mantiene, en cam bio, el c o rrim ien to de eslabones in te rio r a la suce sión articulada: el m ism o corrim iento de lugares que ha hecho b ajar el nom bre de «rodilla» del nivel codorótula al nivel carpo-tarso (o que ha subido el carpo del escalón «tobillo»-«muñeca» al escalón «rodilla»«codo», según q ueram os tener p o r móvil o p o r fijo uno u otro de los dos grupos coordinados) es el que, com o en un p artid o de béisbol, desaloja del carpo la palabra «m uñeca» y lo hace c o rrer m etacarpo ab a jo hasta la siguiente articulación, o, para mayor exac titud, h asta las dos siguientes, puesto que lo que se alaba com o buen «juego de m uñecas» de un caballo es una gracia que consiste en h acer funcionar de un 67
m odo afectado y refitolero el juego com binado de la articu lació n del m etacarpo con la p rim era falange y la de é sta con la segunda; de m odo que por «m u ñeca» del caballo se enten d ería ahí todo el conjunto funcional de la p rim era falange con sus a rticu la cio nes su p e rio r e inferior. Como q uiera que sea, la ap li cación al caballo de la palabra «m uñeca» no está asentada en modo alguno en la lengua com ún, com o en cam bio lo e stá la de «rodilla» (que no sería, a mi entender, ni siquiera una acepción, sino un uso in m ediato p ara c u alq u ier c u a d rú p ed o ungulado, al igual que los de «cabeza», «ojos», «boca», etc., para cualquier vertebrado po r lo menos) y pertenece sólo al léxico de un sector de hablantes m ás restringido todavía que el de los que tiene relación d irecta con caballos: al secto r especial de los caballos de o sten tación y las jacas de rejoneo, es decir al sector en que deliberadam ente se enseñan y cultivan gracias sem e jantes; lo que no quiere d ecir sino que solam ente la consideración estética y, por lo tanto, expresiva, de tales m ovim ientos atra e sobre esa p a rte de la pata delantera del caballo el recuerdo de la m uñeca h u mana: se ve ahí una m uñeca sólo porque se le ha a tri buido una función de hom bres, la función expresiva de un bailarín . La aplicación se encuentra, pues, en una situación curiosa: en el m om ento m ism o en que uno se dispone a inscribir la expresión «juego de m u ñecas», ap licad a a un caballo, entre las expresiones m etafóricas, su sentido lingüístico vacila de repen te y se detiene: el obstáculo no es una oscuridad, sino una evidencia: «¡Pero si la m etáfora está ya hecha de antem ano con el caballo mismo!». En efecto, si la expresión se funda en la cap rich o sa c irc u n sta n cia de que el caballo haya tom ado el papel de b a ila rín, no hay ab so lu tam en te m etáfora ninguna en d esignar com o «juego de m uñecas» el m ovim iento de las falanges de sus p a ta s delanteras, porque esas falanges están representando ahora ju stam en te las 68
m uñecas de un b ailarín (no hay m ás que ver los clá sicos caracoleos de paseíllo de una ja c a de rejonea dor para a p re c ia r hasta qué punto todo el efecto de «gracia» b uscado y conseguido en el «juego de m u ñecas» reside en una expresividad vicaria o delega da, en un m om ento m im ètico antropom orfo que tiene por térm ino de referencia la m uñeca del bailarín, cosa que. ciertam ente, el anim al ignora, pero que sí estaba presente de uno u otro m odo en el criterio se lectivo de su dom ador); ya ellas m ism as se fingen, pues, m uñecas, y no hay m ás m etáfora en d esig n ar las com o tales que en m en ta r com o «Segism undo» ;i quien bajo el supuesto de tal identidad hace y ha bla ahí delante dentro de la escena. En la m etáfora la ficción la hacen las palabras; c u an d o la ficción ya está fuera de ellas no ha lu g ar a ten er po r m etafóri cas las aplicaciones léxicas que se atengan a los sen tidos propios de lo representado. Me he extendido sobre e sta s tres aplicaciones («mano», «rodilla» y «m uñeca» del caballo) para e n tre a b rir el panoram a de los criterio s y de las di m ensiones de reajuste que pueden p re sid ir la trans|H>sición de las palab ras de un sujeto a otro (bajo la suposición, po r consiguiente, de que en el caso de estas tres el sujeto de origen —el contexto de fija ción— es el cuerpo hum ano), sin p reocuparm e de m asiado el que «m uñeca» no pertenezca en absoluto, en su aplicación al caballo, a la lengua común, ya que ello no dism inuye su utilid ad de ejem plo, y en cam bi«» me resu ltab a ventajoso por la circu n stan cia de p resentar una transposición que tiene el m ism o su jeto de origen y el m ism o sujeto de destino —y aun, dentro de este últim o, el m ism o secto r de ap lica ción— que las de «rodilla» y «mano» aquí conside radas; y esta hom ogeneidad de asunto m aterial en los elem entos ofrecidos a la com paración su strae desde el p rincipio la determ inación de diferencias ni peligro del equívoco, peligro tan difícil de esqui 69
var, en cam bio, cuando la diversidad de la m ateria obliga a s u ste n ta r la yuxtaposición com parativa so bre la fe de una nunca segura coordinación analógi ca de las series en cuestión; aquí la necesidad de analogías ha quedado elim inada desde el m om ento en que no e n tra en juego m ás que un único grupo al que pertenecen todos los elem entos com parados (más a trá s no fue así, ya que p ara d isc e rn ir el n ú cleo conceptual de «mano» e n tró en consideración, aunque tan sólo en funciones de modelo, el grupo «piedras preciosas», enteram ente heterogéneo res pecto del de «partes del cuerpo», y ¿qué seguridad cabe ten er de que fuese, en verdad, el m ism o tra ta m iento el que, a la luz de p u ras presunciones an aló gicas, confiadas tan sólo a la circunspección del buen sentido, vino a aplicarse a la p alab ra «mano»?); el caballo, y, m ás estrictam en te todavía, sus solas ex trem idades delanteras, son el sujeto exclusivo, la m a teria hom ogénea, el grupo único, que sobre sí recibe la diversa m oción designante de los tre s actos de de nom inación que se com paran. El hecho de que al d esp lazar n u e stra m irada des de el cu erp o del hom bre al del caballo la dualidad privativa de funciones (coger/andar) que distingue en el prim ero los dos pares de extrem idades entre sí de saparezca en beneficio de u n a sola de ellas (andar) tiene el efecto ju ríd ic o de convertir en térm in o no extensible el p a r de extrem idades definido en el hom bre po r la función que en tal desplazam iento se su prim e y en térm in o extensible el definido po r la que se conserva; la m anifestación concreta de este efec to en el trá fic o de las p a la b ras afectadas se rá la extensibilidad o tran slativ id ad de aplicación al té r m ino no extensible (esto es, a las extrem idades de lanteras del caballo) de las que procedieren del p ar de extrem idades que retiene en el hom bre la función ad scrita al térm ino extensible (esto es, de sus extre m idades inferiores) y la inextensibilidad e intrans70
latividad de aplicación a este m ism o térm ino (esto es, a las extrem idades traseras del caballo) de las que procedieren del p a r de extrem idades que retiene en el hom bre la función a d sc rita al térm ino no extensi ble (esto es, de sus extrem idades superiores). Dicho de otra m anera: la hom ogeneización funcional de las cuatro extrem idades del caballo en la exclusiva fu n ción locom otriz, con la consiguiente pérdida de la función p rensora («pérdida» quiero d ecir p recisa mente, ya que la h isto ria que se sigue aquí no es la de la evolución de las especies, sino la de la p ro p a gación del valor de las palabras y de los conceptos: si el hom bre es el p rim e r sujeto de aplicación de los nom bres del g rupo «partes del cuerpo», la u lte rio r proyección de la m irada sobre el nuevo sujeto, el ca ballo, experim enta com o pérdida el reconocim iento de la ausencia en éste de la función prensil), da lu gar a una situación en que puede esp erarse un des plazam iento de palab ras coincidente con el sentido de avance de la función que prevalece, es decir, una invasión p o r p a rte de los nom bres afectos a sus p ri mitivos titu lares sobre el antiguo territo rio de la fun ción desaparecida; si la función locom otriz se ha apoderado de los m iem bros de la función prensora, elim inándola del todo, ya no hay m ás que extrem i dades locom otrices y las dos últim am ente anexiona das tenderán a a tra e r sobre sí, p o r esa m ism a circunstancia, la representación ya configurada por sus predecesoras, y con ella los nom bres en los que se sustenta. C ualquier p alab ra propia de las extre m idades inferiores (traseras) puede extenderse a las superiores (delanteras) y hacerse única e indistinta para las cuatro extrem idades; pero lo inverso no pue de absolutam ente suceder. No parece im aginable que «muñeca» o «codo», o riu n d a s de las extrem idades superiores (delanteras), extiendan a las inferiores (traseras) su designación, y en verdad que a la pata trasera no le falta un lu g ar cuyo dibujo se preste 71
a se r im aginado com o un codo: el corvejón; pero ¿quién p o d ría jam ás p e n sar en codos a propósito de lo que tan poderosa, tan tensa y tan flexiblem ente balancea, con ese m ínim o m argen de flexión que le basta a lo que tiene todo el vigor de la ballesta, tra n s m itiendo constantem ente al casco im plantado con tra el suelo la descarga de un peso que la finísim a, inclinada caña parece absolutam ente desm entir, y que tan sólo el ap lastan te cuño de la h u ella p erm ite adivinar? M ientras «m uñeca» tiene el cam ino to talm ente c e rra d o p ara hacerse extensivo a la a r ticulación co rrespondiente de las p atas traseras, concebim os sin la m enor dificultad la aplicación de «tobillo» a las cu atro extrem idades; «pies» ya ha te nido cu a tro el caballo m uchas veces; «m anos», si es que de veras se conform a con ten er algunas, no ten d rá nunca m ás que dos y sólo p o d rá se r en las extre m idades delanteras. He aquí, p o r el contrario, que se le señalan tan sólo dos rodillas, pero no se le re conocen atrás, sino delante; nada hay a trá s que pue da to m ar representación y nom bre de rodilla; la rótula se oculta recogida en la a ltu ra y en la pro fu n didad de los ijares; y allí donde nos la habríam os es perado encontram os u n a articu lació n exactam ente inversa, una articu lació n que vuelve hacia el vientre su concavidad; es, según los criterio s de la anatom ía com parada, nu estro propio talón. En h onor a la verdad, hay que reconocer, p o r ú lti mo, que m ien tras en el caso del rubí el a trib u to «rojo» es el único posible com o cualificación últim a para dejarlo determ inado en el seno del género «pie d ras preciosas», en cam bio, en el caso de la mano, la definición p u ram en te topològica de «últim a p a r te de las extrem idades m ás próxim as a la cabeza» sería, en rigor, tan suficiente com o el predicado «coge» y aun m ejor que éste si se piensa en los p ri m ates, que tienen un pie tan capaz de coger com o la mano. Pero tam bién para el rubí resu lta ría m ás 72
segura la definición quím ica y, no obstante, de nin gún m odo pueden ni necesitan confiarse a ella ni la lengua com ún ni la especializada del joyero. Y ade m ás en el caso de la pata d elantera del caballo nos encontram os con una «m ano» en la que no sólo se niega el coger, sino que se a firm a el andar, com o lo prueba, sin más, el hecho de que el extrem o inferior de esa p resu n ta m ano del caballo sea llam ado, en contradicción con toda congruencia léxica con esta aplicación de «mano», p recisam ente «pie», al igual que su parte hom ologa en las extrem idades traseras. C om oquiera que sea, p ara que valga «m ano del ca ballo» com o ejem plo de lo que puede ser una ch a puza de transposición léxica b astan esos em pleos sim ultáneos de «rodilla» y de «pie», en los que ha prevalecido el c riterio funcional; y en cu an to a la su posición de que los predicados «coge» y «anda» cons tituyan, com o yo creo, la dim ensión diferencial que decide del g ru p o «mano-pie», form ando po r lo tan to el núcleo interno de los dos conceptos, puede que dar como un supuesto ad hoc, sin que por ello el caso pierda la eficacia ilustrativa que se busca en el ejem plo. Pienso que la función, cuando la hay, tiende a apoderarse del lugar de nota predicativa que co n sti tuye el núcleo del concepto, subsum iendo las notas diferenciales descriptivas que pueda, incluso nece sariam ente, a p arejar; pero tam poco es obligatorio que lo haga, com o lo pro b aría tal vez el hecho de que incluso e n tre los nom bres de los in stru m en to s (ob latos funcionales, si los hay) ju n to al gran núm ero ile ejem plos en que la p a la b ra que los nom bra se loma directam ente del verbo que designa la función, como en «raspador», no falten ejem plos de nom bres descriptivos, com o «plom ada», si bien esto no afec ta m ás que al c rite rio u sad o en el acto o rig in ario de denom inación y hoy, de hecho, cuando ju n to a «plomada» existen derivados com o «aplomo», «aplo mar», «desplom arse», no es en absoluto ese m om en 73
to descriptivo de la etim ología, patente aún en el so nido (que nos perm ite reconocer en el nom bre de la plom ada el sonido del nom bre de la m ateria de que estaba hecha), el que dom ina en el núcleo del con cepto, sino, sin du d a alguna, la función de se ñ a la r la vertical. Si uno se acu erd a fácilm ente del plom o al co n tem p lar en ocio la p alab ra «plom ada», ¿quién se a c o rd a rá de él al p ro fe rirla en el m anejo práctico del objeto m ism o? ¿Y, quién, en cam bio, no verá irt m ente indefectiblem ente el rojo cada vez que hable de rubíes? Así pues, si el c riterio funcional no tiene p o r qué ser siem pre el dom inante en la determ inación de la nota m ás íntim a del concepto, y, entre o tra s cosas, porque no siem pre existe u n a función o porque a ve ces se tra ta de d isc rim in a r en tre objetos de función idéntica, sí que al m enos parece que cuando ésta existe tiende generalm ente a do m in ar sobre las cu a lidades diferenciales descriptivas. Pero, descriptivo o funcional que sea, parece que ha de se r casi siem pre ese últim o predicado diferenciador el que cons tituya la nota m ás inalienable del concepto, el que ningún em pleo translaticio o m etafórico tendería, en principio, a traicionar. Digo «en principio», porque este es sólo un respeto p rim a rio y espontáneo de la lengua, p ero no una co nstricción que no se vea ven cida de hecho en el a rb itrio secundario y delib era do de la a c titu d lúdica o literaria, y porque incluso en la lengua com ún hay ejem plos de traición: así no puede c a b er d u d a de que el núcleo conceptual de la palabra «sierra» es la función que desem peña, y, sin embargo, es, p o r el contrario, la fisonom ía d escripti va lo que se ha tom ado p ara lla m a r «sierra» a una cordillera; au n q u e tam b ién hay que a d v e rtir que ha sido ju sta m e n te el rasgo fisonóm ico m ás estrech a m ente vinculado a la función, la c a ra c te rístic a efi caz —esto es, no el bastidor, no el torniquete, no la hoja, sino la d e n ta d u ra de dientes tria n g u la re s— lo 74
que ha ido a conservarse en la transposición. Por lo demás, puesto que las cordilleras carecen de función, la determ inación funcional de la sie rra del c a rp in tero es ignorada pero no contradecida. Esto no qui ta para que incluso entre las m etáforas de la literatura sea raro ver a p a re c er una aplicación, si no que ignore, sí, al m enos, que contradiga ese últim o predicado que c o n stitu iría el p resu n to núcleo del concepto. Cuando U nam uno dice «rubí encendido en la divina frente», usando «rubí» no p a ra unos labios, sino para un astro, sigue conservando del rubí pre cisam ente el m om ento predicativo de «rojo» —p ues to que A ldebarán es una estrella de color rojizo—, m ientras que de su «género», el de «piedras precio sas», no conserva el de «valioso», sino el de «reful gente». Ahora bien, habida cu enta de que d u ran te una época, m ás o m enos larga, de la relojería se han usado rubíes —y no po r cap rich o estético, sino por una pura razón técnica— p a ra fo rm ar los cojinetes de los ejes del reloj, nada h a b ría tenido de extraño que hoy, aun cu ando el rubí hubiese sido su stitu id o totalm ente —cosa que ignoro— en esa m ism a fu n ción po r otros m ateriales de otro color, nos hubiése mos encontrado con la p alab ra «rubí» p ara designar los cojinetes en el léxico de los relojeros. Al m enos no o tra cosa es lo que en la lengua com ún le ha ocurrido realm ente a la palabra «pluma». Pero en tal caso ese «rubí» idéntico a «cojinete de reloj» e sta ría totalm ente expatriado de su grupo originario —el de «piedras preciosas»— y habría recibido plena ciu dadanía en el g rupo «piezas del reloj», teniendo en tonces exclusivam ente por predicado im prescriptible de su núcleo conceptual el que define la función que «•litre estas piezas se le asigna. Así, en efecto, hoy no podemos considerar «plum a (de escribir)» com o una acepción de u n a única p alab ra «plum a» que inclu yese tam bién la de «plum a (de ave)», sino com o un puro hom ófono de esta otra palabra. No queda ras 75
tro, que no sea el etimológico, de ligazón alguna entre los dos conceptos, y no ha lugar ya, por lo tanto, a hab lar siquiera de acepciones. Todo esto es conocido y está de sobra tratad o en m uchas p artes y sólo sirve aquí para indicar las precauciones con que hay que tom ar en este asunto cualquier alegación etimológica: hay, por lo menos, cuatro cosas que tienen, en diver sa m edida y de distinto modo, algo que ver entre sí, pero que no deben m ezclarse sino según los lím ites de sus verdaderas relaciones; 1: las m etáforas ocasio nalm ente im provisadas por un hablante singular, 2: los «sentidos figurados» de una palabra m ás o m e nos consagrados en el público consenso, 3: las acep ciones de una m ism a palabra —en las que se h a b rá perdido o no h a b rá habido nunca un sentim iento de figura— y 4: las aparentes m etáforas con que nos en contram os en la etim ología (caso de «pluma»). Digo «aparentes» porque en el acto originario de denom i nación que dio lugar a la actual palabra «plum a (de escribir)» no se hizo absolutam ente ninguna m etáfo ra lingüística: la m etáfora la hizo la plum a m ism a al p a sar del ala del ganso al escritorio de su am o y de la función de volar a la de escrib ir y la rem ató la téc nica de la escritu ra al reem plazar la plum a de ganso por un ap arato de punta m etálica en el lugar in stru mental de esta últim a función. Aquí no ha habido m ás que un trasiego de cosas y funciones, y una m etáfora es un trasiego de palabras. Por eso dudo incluso de que la relación que lo que se num era con el 4 pueda g u ard ar con lo que se num era con el 1, el 2 y el 3 sea, de algún modo, una realidad capaz de ofrecer otro in terés lingüístico que no sea el de la m era precisión de límites que introduce cualquier discrim inación ne gativa. Lo que propongo yo aquí con todo esto es aña d ir a estas cuatro cosas (o sólo a las tres prim eras, si es que la cuarta ha de ser discrim inada) una quinta (o cuarta) cosa que pretendo distinta de las otras: la para mí presunta m etáfora im provisada de los niños. 76
La hipótesis era, pues, la de que m uchas ap lica ciones de p alab ras por p a rte de los niños que su e nan en los oídos del adulto com o usos m etafóricos no tienen, en el sentido subjetivo, ningún c a rá c te r de m etáforas, esto es, no son figuras b uscadas y e n contradas, con m ayor o m enor fortuna, por un acto reflexivo de la fantasía pictórica, sino aplicaciones directas, inm ediatas, propias, del concepto tal com o vive en esos m om entos en la m ente; acciones p rim a rias y autóctonas de la p alab ra m ism a y no m an u facturas secundarias y deliberadas de un ingenio que ha aprendido a m an ejarla y a servirse de ella, por así decirlo, desde fuera; pues la m etáfora no es un rayo directo que la lengua proyecte sobre el objeto actual de referencia, sino un reflejo indirecto en que el hablante tiene que intervenir de m anera conscien te y deliberada, sosteniendo y dirigiendo con sus pro pias m anos el espejito m ediador. La m etáfora, com o su propio nom bre indica, supone una traslación; pero sólo puede tra sla d a rse aquello que ya está en un lugar determ inado, lo que para una palabra quie re d e c ir e s ta r explícitam ente ad scrito a u n a d e te r m inada esfera m aterial; la m etáfora propiam ente dicha, esto es, la del adulto, presupone una clara cla sificación, especialización y d istrib u ció n del in stru m ental: «E stas son las h e rra m ie n ta s del herrero, e stas las del carpintero, estas las del albañil, etcéte ra». Pero el niño del ca rp in te ro llam ará «escofina» tanto a la escofina de su padre com o a la lim a del h e rre ro de una m anera sem ejante a com o nosotros llam am os «circulación» tanto a la de la sangre com o a la de los autom óviles. «Circulación» no es, p o r lo m enos a este nivel, una p alab ra a d scrita a ninguna esfera m aterial d eterm inada y ninguno de esos dos em pleos puede llam arse m etafórico, o al m enos m ás m etafórico que el otro, en cu an to que tal p alab ra no tiene firm ado ningún contrato en exclusiva ni con la esfera de la fisiología ni con la del tráfico rodado.
En estos casos de «circulación» no se trata, p o r tan to, de em pleos figurados, pero sí de acepciones;2 así pues, la com paración vale tan sólo p ara d istin g u ir de las m etáforas los discutidos usos «im propios» de los niños, y no debe llevar a eq u ip ararlo s a las acep ciones; éstas son usos recibidos en la lengua y san cionados en el público consenso, m ientras que aquéllos serían aplicaciones im provisadas y novedo sas y, en este sentido, e starían objetivam ente m ás próxim os a las m etáforas ocasionales del adulto. Penúltim o ejemplo: la m ism a niña de los dos ejem plos del principio, en una edad todavía m ás tem p ra na —antes de los tres años—, en tran d o en la casa de fieras por p rim era vez y n ad a m ás fra n q u e a r con la m irada los b a rro tes de la p rim era jaula, en la que se hospedaba precisam ente el tigre, se pronunció al instante sin titu b ear: «un gato». Por otros testim o nios he sabido que esto de llam ar espontáneam ente «gato» a algún felino no es cosa insólita en los ni ños. Yo, po r mi parte, no corregí el «error» y aún sigo pensando que no hay que lam entarse sino con g ratu larse ante un reconocim iento sem ejante. En efecto, esta identificación inm ediata no revela sino la vita lidad, la carga predicativa, del concepto, su capaci dad de atracción y de anexión y, aunque a prim era vista parezca lo contrario, la fuerza de discernim ien to de que goza en la m ente de esos niños la figura secreta vinculada a la p a la b ra «gato». Sólo es a p a rentem ente paradójico el que una anexión pueda ser dem ostrativa del poder de discernim iento de un con cepto; pero b a sta p ensar que un grado bajo de inten 2. Quizá tampoco «acepciones», pues la idea de acepciones pa rece sugerir dos o más especializaciones y no, como parece el caso «circulación», falta de cualquier esfera m aterial de aplicación determinada. Compárese, sin más, con el uso que acabo de hacer de «aplicación» y el empleo de esta palabra cuando hablamos de la «aplicación» de un estudiante; aquí sí hay una genuina acepción. (Nota del 29 de diciembre de 1991.)
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sión («com prensión» de los escolásticos) no puede confundirse con falta de actividad o de firm eza por p arte de las notas que com prenda: baja intensión quiere decir tan sólo escaso núm ero de notas, pero no debilidad o vacilación p o r p arte de las m ism as; el concepto no es com o un ejército que es tanto m ás fuerte cuanto m ayor sea el núm ero de soldados. Todo acto colector p o r p arte del concepto com porta siem pre un acto selector. S ac rific a r en a ra s de la riqueza léxica y de la «propiedad» esa segura y fecunda ca pacidad de aprehensión de un reducido grupo de ca racteres fisonóm icos ab straíbles, y por lo tanto activos com o espoletas prontas a s a lta r ante solici taciones m ás débiles que la o rig in a ria —es decir, a despecho de variantes insólitas e innovadoras respec to del m odelo de ap rendizaje— se ría tal vez in h ib ir una capacidad cognoscitivam ente irreem plazable, d e s tru ir la tra n sp a re n c ia del concepto, atom izando lo dado y lo posible en una opaca p luralidad u n id i m ensional. El discernim iento clasificatorio que im plica la aplicación al tigre de la p alab ra «gato» es tal vez m ucho m ás im p o rtan te para el conocim iento que c u alq u ier cosa que pudiese a p o rta rle el cultivo de la riqueza de vocabulario. Por lo dem ás, tam bién en la taxonom ía clásica de los n atu ralistas puede en contrarse m ultitud de ejem plos en que el nom bre vul g ar del antiguo conocido ha sido habilitado com o nom bre titu la r de toda la fam ilia (de su erte que para designar al así erigido en epónim o se ha acudido al recurso de rep e tir dos veces —una com o d eterm in a do y otra com o determ inante— aquel nom bre vulgar: «lynx lynx», «rattus rattus», «dam a dama»). Si yo di jese «el caballo rayado», ¿quién no me entendería? La prim itiva figura secreta del gato se ha perfilado en un grupo m uy restringido de anim ales y se com pone solam ente de los rasgos que le bastan para iden tificarse en m edio de ese grupo: la esfera m aterial de los anim ales dom ésticos. La figura secreta del
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gato, su im agen conceptal, es una fisonom ía sin té ti ca co n stitu id a exclusivam ente po r los datos diferen ciales decantados p o r las discrim inaciones que han sido necesarias p ara una identificación a suficien cia en el seno de esa esfera. Así pues, lo que ha deci dido cuál tenía que ser el conjunto de rasgos que ha venido a fo rm ar la o rig in aria figura secreta del gato ha sido la com posición concreta de la nóm ina «ani m ales dom ésticos», el rep erto rio finito de los c a ra c teres fisonóm icos que de hecho funcionan en el reconocim iento de cada uno de los personajes ins critos en sem ejante dram m alis personae. A la c ir cu n stancia de hecho de que en ese rep arto no figure ningún otro felino es a lo que se debe el que la figu ra secreta del gato no contenga m ás rasgos que los com unes a todos los felinos y venga a coincidir p rác ticam ente con la imagen virtual, con la fisonom ía ge nérica, de la felinidad; si en dicha nóm ina hubiese figurado otro felino, es m uy posible que el concepto de gato resu ltan te no h a b ría tenido entonces la ca pacidad de ser solicitado a la vista de un tigre, de a tra e r y anexionarse su im agen sensorial. Últim o ejem plo: la m ism a niña, y unos m eses an tes del ejem plo precedente, al ver u na e n trad a de to ros encim a de la m esa dijo: «¡Qué d uro m ás raro!» (todavía los d u ro s eran de papel, y ella llam aba «du ros» in distintam ente a todos los billetes de dinero cualquiera que fuese su valor). Lo interesante de este ejem plo es que perm ite a ñ a d ir al a n te rio r la o b ser vación com plem entaria de que m ientras po r una parte la tolva de e n trad a de una identificación fisonóm ica es siem pre m ás ancha que los lím ites dados por los m odelos de aprendizaje, pues la figura secre ta del «duro» era capaz de a tra e r hacia sí especím e nes nuevos, a b e rra n te s de la im agen positiva de los originarios, no im pedía que saltase a la vista, al m is mo tiempo, el c a rá c te r fronterizo, p o r así decirlo, de este nuevo ejem plar, com o si su distan cia del centro 80
fuese una especie de tensión, de tirantez, que, a des pecho del reconocimiento, no dejaba de poder ser re gistrada. Un duro, sí; pero raro; la facultad de identificar no entorpecía la de extrañar. En mi opi nión lo últim o que hab ría que tem er de la pobreza léxica de un niño es que pueda e m b o la r su d iscern i m iento perceptivo; y cuando dice «gato» ante la ja u la del tigre o del leopardo no hay que concluir que su m irada está aplicando la m ás to rp e y m ás b asta de las lentes, sino que su concepto de gato se encuen tra todavía en un nivel m ás alto de generalidad, un escalón o dos m ás a rrib a que el nuestro. En todo lo que antecede no hay m ás cosa segura que la m era c e rtid u m b re de hecho de los cu atro ejem plos tom ados del natural; el resto, todo el con ju n to de consideraciones que a p a rtir de ellos se organiza, p o d ría e s ta r equivocado. Pero de ser ap ro xim adam ente cierto parece que vendría a c o n trad e cir, en lo que al aprendizaje de los niños se refiere, la opinión de los que conciben la form ación de los conceptos com o un proceso de generalización po r abstracciones sucesivas, com o un despliegue p a u la tino desde lo p a rtic u la r hacia lo general, a través de la audición de la m ism a p a la b ra en contextos siem pre nuevos. Sin em bargo, detenerm e ahora aquí en la conclusión de que la idea de la generalización no parece sostenible sería, p or una parte, a trib u ir de m asiado alcance a unas observaciones que no se ale jan m ucho de lo experim ental, y, por otra, d a r —com o suele decirse— a toro m uerto gran lanzada, puesto que esa opinión ha sido ya desacreditada por otros con m ás elaborados y fiaderos argum entos. Co m oquiera que sea, la presunción de que las ap a re n tes m etáforas de los niños no son tales, sino aplicaciones inm ediatas del concepto, co n d u ciría a reconocer el c a rá c te r de generalidad com o una con dición nativa del concepto desde el p rim e r instante de su alum bram iento, al m enos lim itándom e a en 81
ten d e r p o r «generalidad» algo b a sta n te em pírico y modesto: v irtu alid ad predicativa, esto es, fran q u ía de aplicación respecto de un com prom iso re s tric ti vo con el sujeto m odelo definido p o r el contextosituación de aprendizaje. E sta fran q u ía p o d ría lla m arse «predicatividad» o «actividad predicativa» de un concepto, sin que im portase el u sa rla tam bién p ara los sustantivos, ya que el nom bre com ún im pli ca notas explicitables com o predicados, y el que su función en la frase no sea en principio la de predi c a r sólo es cuestión sintáctica. Lo que se entiende aquí por «predicatividad» lo ilustrará un ejem plo ne gativo del lenguaje adulto: una palabra com o «tacho nado» tendría actualm ente, en castellano, una carga cero de predicatividad, pues, en efecto, la rec u rre n cia actual de e sta p a la b ra en el habla de los h ab lan tes castellanos se reduce exclusivam ente al contexto «el cielo tachonado de estrellas». Que solam ente esta expresión concreta sea capaz de su scitarla indicaría el grado extrem o de indigencia predicativa que su fre esta palabra. Indigencia que se ría im prudente m eterse a id en tificar sin m ás con riqueza de inten sión («com prensión» de los escolásticos), por cu an to im plicaría desconocer la diversidad de planos en que se habla de una u otra cosa. En el cielo del léxico, «tachonado» se ría com o un a stro m uerto, totalm en te apagado, sin luz propia alguna. Si «tachonado» sólo puede e sta rlo el cielo y solam ente puede ser de estrellas, esa p a la b ra no a ñ ad iría, en verdad, el m ás pequeño com plem ento inform ativo o descriptivo a una expresión que la om itiese, com o «el cielo e stre llado» o «el cielo con estrellas». R edundante, lo es tam bién cu a lq u ier epítesis, pero la redundancia de «tachonado» no tiene tan siquiera el valor de lo epitético: si «blanco» en «la blanca nieve» tam poco añ a de inform ación alguna, tiene, no obstante, el valor de enfatizar la presencia sensible de la nieve, m edian te el gesto explícito de señalarnos su blancura h a 82
ciendo reso n a r en ella todas las cosas blancas; pero com o «tachonado» carece totalm ente de otra cosa cualquiera que h acer reso n a r en el cielo con e stre llas h asta esa función de aspaviento expansivo de la epítesis, suponiendo que fuese la buscada, vendría a fru stra rse en este caso. Podría alegarse que «blan co» en «la blanca nieve» alcanza casi esta m ism a situación, supuesto que la nieve ha llegado a conver tirse en paradigm a de lo blanco, pues no sólo se ha establecido la expresión «blanco como la nieve», sino que se ha form ado el adjetivo «niveo», que vale casi lo que vale «blanco»: d e c ir «el niveo cisne» viene a ser casi tanto —o tan poco— como decir —«el blanco cisne»; pero en el casi está lo decisivo: los plom os de esa especie de instalación lum inotécnica que la función epitética sería se nos funden de pronto, como en un cortocircuito, si, cerrando el circuito por el otro extremo, se nos o cu rre d ecir «la nivea nieve». ¡Y m e nudo chasquido, m enudo chispazo, m enudo calam brazo, en n u e stro delicado sentido de la lengua! La generalidad, al m enos en el sentido de activi dad predicativa, sería una condición o vocación o ri ginaria del concepto ya presente en el acto de su p rim era recepción, y la restricció n a esferas de apli cación d eterm in ad as (con el desdoblam iento consi guiente en la m odalidad de intervención de una palabra en un contexto dado; desdoblam iento que los adultos reconocen en la dualidad «uso propio»-«uso m etafórico») sería precisam ente lo que viene des pués, por la experiencia fáctica del habla, com o una especialización con c a rá c te r de m era norm a positi va, jurisp ru d en cial, su p e rp u e sta a la prim itiva fran quía del concepto. Una norm a que será, ciertam ente, susceptible de infracción, com o nos lo dem u estra el uso m etafórico propiam ente dicho, pero sin que ello sea com o un reto rn o a la generalidad o riginaria, ya que fu n cio n ará bajo el su p u esto y la conciencia de un cam bio de nivel o de m odalidad en su actuación 83
significante y en la capacidad de rendim iento signi ficativo. Con todo, si ni siquiera la m etáfora ocasio nalm ente im provisada por un hablante sin g u lar es sentida p o r nadie com o un puro expediente de for tuna, com o un an árq u ico aten tad o a las in stitu cio nes del lenguaje y a los convenios de la com unicación (ya que, si fuese así, resu ltaría, entre o tra s cosas, to talm ente inexplicable su rendim iento significativo, esto es, el que su com prensión por p a rte del oyente no dependa de nada parecido a la resolución del enig ma de la Esfinge ni a la interpretación del orácu lo de Delfos), sino com o un recurso de em ergencia re conocido y regular, tal vez no se deba a o tra cosa que al hecho de fundarse a fin de cuentas en el preceden te de aquella prim itiva franquía de aplicación. Quie ro decir que la m etáfora de los adultos p o d ría ser, en tal sentido, com o una luz retrospectiva sobre la situación y la natu raleza p rim a ria del concepto y tam bién sobre la índole de su capacidad cognosciti va. Y con una m etáfora va a ser, precisam ente, con lo que voy a explicar cóm o lo entiendo: c u alq u ier constelación de conceptos realm ente fecunda para el conocim iento no h a b rá de se r com o una colección de llaves p ara otras tan tas p u ertas predeterm inadas, p o r num erosas que sean, sino com o un tal vez pe queño juego de ganzúas capaz de a b rir siem pre nue vas e ignotas c errad u ras. Toda com paración suele h acer agua p o r alguna parte, y esta no iba a salirm e m ejor encarenada: en efecto, una colección de llaves diferentes es al fin y al cabo una p lu ralid ad que a d m ite ser clasificada en tipos y subtipos, según la d is tribución de los dientes y las m ellas, y que im plica, po r tanto, virtualm ente, el juego de ganzúas; no obs tante, es justam ente esta m ism a condición la que sal va de la asem ia a los conceptos especializados del adulto. El contexto-situación de aprendizaje actu aría a se m ejanza de una esfera m aterial o cam po sem ántico 84
tan sólo a efectos de fija r el núcleo interno del con cepto, su predicado m ás inalienable, pero no en modo alguno a efectos de retener el m onopolio de sus apli caciones; por el contrario, en este aspecto a c tu a ría con una extrem a generosidad, prestándose a se rv ir de au téntica ram pa de lanzam iento desde la que el concepto es inm ediatam ente proyectado al exterior, liberado com o una v irtu a lid ad activa y vigilante, siem pre p ro n ta a ser provocada y d esp ertad a a una nueva epifanía. La gran am plitud de tal proyectividad p rim a ria del concepto resu lta ría de que éste no recibe del contexto-situación de aprendizaje m ás que las notas m ínim as suficientes que precisa en su seno; po r eso es sólo aparentem ente paradójico el hecho de que el concepto deba su generalidad precisam en te a la p a rtic u la rid a d y a la lim itación del asunto o del contexto-situación de aprendizaje, en cuanto que el reducido núm ero de discernim ientos que allí den tro ha necesitado e stab lecer le perm ite m antenerse en un grado m uy laxo de determ inación. Si la figura secreta del p e rro no estuviese com puesta solam en te de las escasas notas que precisa en el reducido cam po diferencial que form a el grupo de los an im a les dom ésticos ¿cómo cab ría com prender la e xtraor dinaria variedad de especím enes nuevos que, a p a rtir de apenas unas pocas m uestras, es capaz de a tra e r y anexionar? Revista de Occidente, enero de 1975
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Sobre el Pinocchio de Collodi
1. Lenguajes adaptados. Cuando los colonizadores dicen que los colonizados no están «m aduros p ara la autodeterm inación», juzgan la cosa sobre el canon de sus propias m aneras de existencia; pero, aun d an do po r bueno ese c rite rio y suponiendo que respec to de él sea cierto el veredicto, no hay que p e rd e r de vista h a sta qué punto éste se ha dictado desde el he cho de la propia colonización y a la luz de las rela ciones p o r ella establecidas. Como con los anim ales dom ésticos, se juzga la inteligencia del colonizado principalm ente p o r su capacidad p ara en ten d er al colonizador, p a ra com unicarse con él. Pero ya que la lengua es el m edio en cuyo seno tiene que m ed ir se tal capacidad, hay que ver en p rim e r lu g ar qué es lo que pasa con la lengua que corre entre uno y otro; y lo que p asa es que el propio colonizador em pieza por fija r esa lengua —que es la suya— en un estadio de aprendizaje a b so lu tam en te grosero y ele m ental, pues, en efecto, en lu g ar de decirle al colo nizado «Si fuera usted tan am able de conducirm e a Bulawayo, e s ta ría dispuesto a pagarle hasta diez li bras rodesianas», lo que le dice es «M tombo llevar 86
H om bre B lanco Bulawayo y H om bre Blanco d a r dinero Mtombo». Yo no d iré que haya en tal com por tam iento una deliberada y m aligna segunda inten ción de b lo q u ea r al colonizado en su insuficiencia para p a sar los exám enes de m adurez pertenecientes al discutible c riterio a rrib a m encionado; posible m ente no se tra ta m ás que del involuntario resu lta do de un puro egoísm o práctico según el cual lo único que le im porta de M tom bo al H om bre Blanco es que le perm ita llegar lo m ás pronto posible a Bu lawayo, y p ara conseguir a u ltran za este propósito es no sólo suficiente sino incluso m ás expedita y efi caz esa deform e lengua: «¡Pues si cada vez que uno tiene que ir a alguna p arte tuviese que p ararse a d a r lecciones de gram ática...!». Lo cierto es que cuando los colonizadores vuelven a suspender una y otra vez a los colonizados en sus exám enes de m adurez se ol vidan de que han sido ellos m ism os quienes los han fijado en el grado m ás elem ental de las asig n atu ras que ellos m ism os han decidido que hay que a p ro b a r para que un pueblo se las gobierne po r su cuenta, asig n atu ras en tre las que destaca com o p rim era y principal la de «Capacidad para en ten d er al Hom bre Blanco». Lo que me im porta se ñ ala r aquí es que p ara fija r las jerg as coloniales no b a sta ría la acción unilateral del habla defectuosa de los colonizados cuando están aprendiendo la lengua del colonizador; ese habla defectuosa d esap arecería prontam ente, com o un m ero estadio de aprendizaje, y no llegaría a cuajarse y p e rp e tu arse en jerga colonial, si el pro pio colonizador no la co rroborase y sancionase al im itarla cu ando habla con el colonizado. Las jergas coloniales son el producto de una acción recíproca, bilateral, com parable con un juego de espejos. Se d irá que desde este m ism o origen florecieron las m agníficas lenguas neolatinas —en un principio je r gas coloniales del latín —, pero tam poco hay que ol v id ar que tard a ro n mil años en hacerlo. Para la 87
com paración que me interesa no hacen al caso cau sas o m otivos —egoísm o o lo que fuere—, sino tan sólo el fenóm eno de ese juego de espejos m ediante el cual se cuajan en general las infralenguas y las jergas especializadas no según el asunto, sino según el receptor. Sólo el a su n to tiene derecho a especiali zar la lengua com ún, y toda ad aptación al receptor es una perversión lingüística y un acto de d espre cio, al m enos objetivo, hacia ese receptor. Así com o hay un lenguaje p a ra colonizados, hay un lenguaje para m asas, un lenguaje p ara m ujeres, un lengua je para niños; en ninguno de ellos tiene cabida una palabra leal. El Pinocho es un ejem plo de cóm o un lenguaje y una intención pueden ec h ar a p e rd e r la m ás a fo rtu nada de las invenciones; porque felicísim os son los hallazgos del m adero p arlan te y del niño m arione ta, y verdaderam ente bien tra íd as están, ju n to con algunas otras, las fúnebres im ágenes del caracol con una vela encendida en la cabeza y de los cu a tro co nejos negros llevando el ataúd. Sin du d a a ellas debe el Pinocho, a p e sar de los pesares, su universal for tuna; y e sta m ism a fo rtuna ha de se r la que me ex cuse aquí de detenerm e en las alabanzas que pueda m erecer y que no h a ría n m ás que su m arse a las de un ya antiguo y num eroso coro, p ara poder c e n tra r me, en cam bio, en los «pesares», que son dos: el len guaje —del que ya voy hablando— y la intención, que será objeto del próxim o parágrafo. ¡Qué herm oso li bro hab ría sido éste (suponiendo que fuese lícito ha b lar así, que no lo es) si el a u to r hubiese osado d ejar a solas su im aginación, lim pia de o tra intención que no fuese la propia del n arrar, que es evocar y tra n s m itir lo acontecido, y se hubiese atrevido a e sc rib ir lo no para los niños, sino exclusivam ente para sí, lo que equivale a d ecir p ara quienquiera! Cuando yo era m uchacho y tenía perros, en el an sia de hacerm e co m p ren d er m ejor po r ellos, me 88
echaba a cu atro patas y tratab a, en la voz y en el mo vimiento, de p e rrifica rm e com o Dios me daba a en tender; pero mi m adre, al so rp ren d erm e una vez en sem ejante tesitura, me dijo con sorna: —¿ S a b e s lo q u e e s ta r á n p e n s a n d o a h o ra los perros? —No. ¿Qué e sta rán pensando? —Pues e sta rá n pensando: «¿Pero qué es lo que hace este cretino?». Por desventura, no creo que aquellos bondadosos cachorrillos llegasen a concebir un pensam iento así, pero al punto reconocí que era precisam ente lo que ten d rían que hab er pensado, y la lección tuvo un efecto radical. D esgraciadam ente, tam poco los no m enos tolerantes hijos de los hom bres suelen llegar a p en sar algo sem ejante de quienes creen que rem e dándoles el h ab la alcanzan una m ayor y m ás honda com prensión, pero no d ejaría de ser, del m ism o modo, lo m ás ju sto que podrían pensar. El pretendi do lenguaje infantil —en la m edida en que esta ex presión quiera sustantivarlo en vez de concebirlo tan sólo com o una serie móvil de m om entos adjetivos y transitorios en el proceso de aprendizaje de una len gua única— es una im itación de una im itación, pro ducida y fijada po r el m ism o juego de espejos que hace c u a ja r las jerg as coloniales: el niño no sólo reim ita del adulto elem entos m ás o m enos oriu n d o s de su habla, sino tam bién elem entos que el adulto le atribuye sin fundam ento alguno, reincorporando en su habla no sólo sus propias torpezas, sino tam bién las de la m ism a im itación. Por cuanto he oído refe rir, parece que re su lta ría b astan te desoladora una investigación p o r esos colegios de Dios acerca de la influencia que sobre el gesto y el habla de los niños tienen las películas de dibujos de la televisión (no habladas, sino «m aulladas», com o expresivam ente dice Fernando Quiñones) y sobre todo ese siniestro num erito cotidiano de «un lecado de paite de la tele». 89
Por lo dem ás, tam poco es necesario esto, pues m u chas veces se b a sta n los papás y las m am ás p a ra fi ja r a un niño en esa jerga durante m ucho m ás tiem po de cuanto podría p ed ir el m ás com pleto desarro llo de sus facultades a rticu la to ria s y constructivas, com o lo dem u estra el caso h arto frecuente de los ni ños «bilingües», que, según las conveniencias del mo mento, echan m ano ya de esa babosa jerga, ya de la lengua com ún perfectam ente desarrollada. Sin duda en el caso de los p adres con los hijos m edia el a m o r —cosa que no o cu rría, p o r cierto, en el de las colo nias—>y el egoísmo, si es que lo hay, cobrará, en todo caso, un color bien diferente; es verdad que los im i tan, igualm ente, bajo la com ezón de s u p rim ir dis tancias (con lo que, de m odo sólo aparentem ente paradójico, no se hace m ás que reafirm arlas), pero tam bién porque les hace gracia el h ab la de sus hi jos, aunque tal vez tam poco falte en ello un adem án de superioridad, de donde, aun a despecho del amor, vuelve a s a lir de nuevo, al m enos objetivam ente, el m enosprecio. Lo que se hace con la lengua con la que se les habla es algo que se está haciendo con los hom bres mismos, y si las jergas coloniales indican la rela ción que m edia en tre colonizadores y colonizados, la jerga para las m asas revela lo que se quiere que los pueblos sean, la jerga de las revistas fem eninas lo que se quiere que sean las m ujeres o lo que se pretende que son, la jerga de los círculos only m en, clubs o tab ern as, expresa el triste m odelo social de los varones. Tres cu arto s de lo m ism o es lo que ocu rre con el lenguaje p ara niños, que es preciso d istin g uir m uy bien del habla de los niños. No quiero yo decir, ni m ucho m enos, que el a u to r del Pinocho haya llegado a c a er tan bajo com o algu no de los ejem plos an terio res (aparte de que en la palabra escrita no se ha llegado todavía, que yo sepa, a la reproducción fonética de la jerg a infantil), pero sí que es cierto que ap u n ta ya en él un m ovim iento 90
de palabra claram ente teñido de ese condescendiente retintín con que el adulto viene a abajarse al p resu n to nivel de com prensión de sus pequeños interlo cu tores. E stam os en 1883: la ciencia de la pedagogía se va avispando. 2. Literatura moral. A mí m e im p o rta poco que la a n te rio r objeción y en p a rte tam bién esta que viene ah o ra pongan en cuestión la posibilidad m ism a de una litera tu ra p a ra niños com o un tipo específico y bien diferenciado. Si no puede existir, pues que no exista; no hay sino que regocijarse de que no exista algo cuya existencia sólo es posible en la deg rad a ción. La intención era, así pues, el segundo de los pe sares del Pinocho. La litera tu ra m oral, esto es, la literatura que tiene por intención la de llevar una de term in ad a convicción a la conducta, tiene ya desde antiguo sus propios géneros, desde las éticas de los filósofos hasta los libros de m áxim as o de aforism os, pasando por los de reflexiones o m editaciones a c e r ca de este m undo y sus p o strim erías; pero no pocas veces se han intentado h a b ilita r otros géneros para ese m ism o objeto. El teatro, la poesía o la n arración con intención m oral no son nada insólito, m as no por eso dejan de ser la m áxim a inm oralidad literaria. La narració n debe se r am oral, com o lo es su propio ob jeto: la evocación de un acontecer; toda o tra inten ción que no sea esta es advenediza y b astard a en sus entrañas. Claro está que esto no es m ás que un p rin cipio y, com o todos los principios, puede ser tra n s gredido; m as p ara tra n sg re d ir sin m enoscabo del producto resultante, p ara hacer una gran obra espú rea, se requiere un destello de talento excepcional. Collodi no lo tuvo en m odo alguno. La novela m oral es literariam en te inm oral en la m edida en que la intención bastarda se interfiere con la intención legítim a; esto es, en la m edida en que para servir a la ejem plaridad siem pre se m anipulan, 91
quiérase o no, de uno u o tro modo, los acontecim ien tos. Se d irá que el Pinocho es una narració n fa n tá s tica y que, por lo tanto, no ha lugar a h a b la r respecto de ella de m anipulaciones. Poco entiende del a rte y de la fantasía quien piense que lo fantástico no puede se r m anipulado po r se r ya ello m ism o, enteram ente, puro producto de m anipulación. La o b ra fantástica, exactam ente igual que la natu ralista, tiene sus pro pios fueros de coherencia, m ás estrechas, si cabe, que los de ésta, en v irtu d de su propia libertad. Y aquí que nadie m e provoque desplazándom e ad hoc la imagen del m anipular, porque entonces diré que aun la llam ada realidad es ya ella m ism a, en ese caso, otro producto de m anipulación. Pero que la novela no deba ser m oral no im plica, en m odo alguno, que no pueda ten er por tem a pro pio los conflictos m orales de los hom bres; antes por el contrario, este es precisam ente uno de sus m ás grandes tem as y casi el único que a mí personalm en te me interesa. Tema es, no hay por qué decirlo, algo enteram ente distinto de intención. El modelo m ás ca racterizado de las novelas que tienen po r tem a un conflicto m oral es el de las que podríam os lla m a r «novelas de redención». A rquetípicas son entre ellas el Crimen y castigo de Dostoievski y el Lord Jim de Conrad; en am bas encontram os el esquem a puro: un pecado original com o punto de p a rtid a y, com o de sarrollo, el largo cam ino h asta la redención. En el Pinocho falta un claro pecado original (a no se r que se lo considere sim bolizado en el nacim iento a p a r tir de un pedazo de m adera), pero no hay d u d a de que en tra perfectam ente en tre las novelas de reden ción. Si ahora com param os en tre sí las dos p rim e ras, q u e d a rá m anifiesto lo que es m anipular: en el Lord Jim obra y funciona exclusivam ente la m oral de Lord Jim y él solo es el responsable y el agente de su propia redención, m ientras que en el Crimen y castigo la redención de Raskolnikov es algo a todas 92
luces q u erid o y dirigido por la m ano y la voluntad de Dostoievski. Esto hace que el Crimen y castigo, a despecho de los estupendos diálogos con el juez, no pase de ser un m ediocre folletón, en tanto que el Ijord Jim es una obra m aestra. Pero en el Pinocho encontram os, adem ás de la m a nipulación de los hechos en aras de la ejem plaridad, algo peor todavía: la inclusión de enunciados m ora les m ondos y lirondos. Véase un ejem plo: «En este mundo los verdaderos pobres, merecedo res de asistencia y compasión, no son más que aque llos que por razones de vejez o enferm edad se ven condenados a no poder ganarse el pan con el trabajo de sus manos.»
En la lectu ra se e c h a rá de ver h a sta qué punto la inserción de frases com o esta —au nque artificio sa m ente puestas, en otros casos, en boca de los perso najes— rajan com pletam ente el espacio y el tiem po narrativos, com o si de im proviso el propio a u to r sa case la cabeza desgarrando el papel de la página para espetarnos, casi oralm ente, tal adm onición. 3. Im venganza del arte. Pero con la m anipulación de los hechos el a u to r del Pinocho ha tenido un fra caso casi tan sonado com o el de Jorge M anrique con sus fam osas Coplas. Y es que la m u sa se venga del que pretende v iolentarla im poniéndole intenciones extrañas a la del arte. De la m anera m ás explícita pretenden se r las Coplas una adm onición para que a p artem o s nu estro deseo y n u estra m irada de lo pe recedero y los volvam os hacia lo perdurable. Pero el dem on del a rte quiso que el puñado de e strofas que, en m edio de versos m ediocres y h asta lam entables, alcanzan el hechizo fuese p recisam ente el que tañe el fantasm a de lo perecedero. H asta las dos figuras con que se ilu stra la cad u cid ad con el propósito de que m enospreciem os lo perecedero y apartem os 93
de ello n u e stra querencia y n u estro corazón tienen una delicadeza y un encanto que no hacen sino en carecérnoslo del m odo m ás a rre b a ta d o r: «¿qué fue ron sino verdura de las eras?», «¿qué fueron sino rocíos de los prados?». El lector sale de la lectura del poem a ab so lu tam en te dispuesto a d a r la E tern i dad a cam bio de que le fuese dado ver siquiera po r la rendija de una p u e rta las fiestas de los Infantes de Aragón, p o d er escuchar, fuese tan sólo desde el últim o rincón de las caballerizas, «las m úsicas a c o r dadas que ta ñ ía n ».1 Pero si a Jorge M anrique el arte se le volvió en co n tra en el terren o de la intención, inv in ien d o d iam etralm ente en su poem a el p reten dido efecto de e n carecer lo p erd u rab le y m inusvalorar lo perecedero (en lo que al fin no fue tan cruel la venganza de la m usa, pues, au nque fuese en con tra de sus intenciones pedagógicas, le dejó al m enos esas em b riag ad o ras estrofas que son el m ás encen dido canto a lo que está m arcado p o r el sino de la caducidad), a Collodi se le revolvió, en cam bio (y sin un consuelo análogo), en el registro de la cred ib i lidad. Las m etam orfosis son peligrosas. Collodi quiso h acer de la del m uñeco de m ad era en niño de carn e y hueso corona y prem io de la redención de su c ria tura. O bservem os que ese niño de carn e y hueso que aparece al final no es m ás que un niño, un especim en del B am bino Qualunque, nivelado en anóni m os caracteres p o r el rodillo de la pedagogía; y la pru eb a de la intencionalidad pedagógica de sem e jan te m etam orfosis está explícita en el hecho de que el autor, en lugar de d ecir «un niño de carn e y hue so», diga siem pre un bam bino perbene, esto es «un niño com o es debido». Pero las m etam orfosis son pe ligrosas. En los cuentos encontram os un sinnúm ero 1. Esta fue la prim era expresión de lo que más tarde desarro llaría extensamente en el ensayo «El caso Manrique», que puede leerse más abajo en págs. 186-241.
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de ellas, pero tan sólo de las dos clases siguientes: o bien —com o cuando el propio Pinocho se tran sfo r ma en b o rriq u ito — la m etam orfosis es un estado transitorio de desfiguración del aspecto sensible ver dadero, que al final se recupera, o bien es un castigo para siem pre. El paso de peor a m ejor es siem pre una segunda m etam orfosis que deshace otra anterior y, por lo tanto, un retorno, un rescate, una liberación; el paso de m ejor a peor es siem pre, ete rn o o tra n si torio, un castigo. La concepción de la identidad que se halla im plícita en la ley del a rte prohíbe una m etam orfosis de peor a m ejor que no opere com o retorno a la figura verdadera desde el estado su b si guiente a una m etam orfosis anterior. La pérdida del sem blante verdadero es un estado de ocultación, y el verdadero sem blante tiene que h a b e r sido sensi ble antes alguna vez; no se puede alcan zar por vez prim era. El rostro no es el espejo del alm a, sino el alm a m ism a. El que lo pierde la ha perdido, el que lo recupera la ha redim ido. Pinocho nace m uñeco de m adera; esa es su p rístin a y, p o r lo tanto, auténtica figura. De que la pierda, herm osa o fea —sea p o r ci rugía estética o po r ciru g ía pedagógica—>jam á s po d rá hacerse un prem io. (Incluso a propósito de las m etam orfosis de rescate recuerdo la indignación que me produjo el final de una, po r lo dem ás herm osa, película francesa que, sobre un guión de Cocteau, re cogía el cuento de La bella y la bestia. E ra algo absolutam ente intolerable cuando al final aquel m ag nífico, hum eante, doliente, lúbrico gatazo, tan in finitam ente hum ilde en su desesperado a m o r de m onstruo, se tra n sfo rm ab a escandalosam ente ante nuestros ojos en la rayante y olím pica figura del be llo Jean Marais.) C ontra los fueros del a rte no sirve querer. En la magia, p ara lograr una m etam orfosis no basta la vo lu n tad de producirla: hay que sa b er el arte. En la li tera tu ra tres cu artos de lo mismo: no bastan los m ás 95
voluntariosos em peños del autor: hay que sa b e r el arte. En vano el buen Collodi p o rfia rá en decirnos que ese niño de ca rn e y hueso que aparece al final sigue siendo Pinocho, porque replicarem os: «Bueno, esto lo escribe usted porque le da la gana, pero no es así». El a u to r m iente: ese niño no es Pinocho, ¡qué lo va a ser!, ese niño es un vil sustituto, un im postor. La m usa no ha consentido que se logre y se cum pla el villano atropello pedagógico de sem ejante m eta m orfosis: nadie se la cree. No ha habido ninguna m e tam orfosis, sino la m ás b u rd a de las sustituciones, el m ás ch ap u cero de los escam oteos. Si fuera de los dom inios del a rte la pedagogía logra a m enudo el allanam iento, uniform ación e integración del que no es según el m undo quiere, el a rte se ha negado a h a cerse cóm plice de la discrim inación, segregación, ex pulsión o d estrucción del niño diferente, im plícita en esa m alograda m etam orfosis; haciéndola fra c a s a r del m odo m ás estrepitoso, sus fueros se han rebelado a la im posición y a la im p o stu ra de la pe dagogía, y Pinocho sigue siendo aceptado, acogido, celebrado y am ado en tre nosotros, en toda su dife rencia y su singularidad, en toda su a u tén tica iden tidad de verdadero niño de m adera. Escrito y publicado como prólogo del libro Las aventuras de Pinocho, de Cario Collodi, versión castellana de M.a Esther Benítez Eiroa, Alianza Editorial, Madrid, 1972
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La predestinación y la narrativ id ad
I. No es a una revisión del juicio de valor —desfa vorable ya desde un prin cip io — a lo que me ha lle vado hoy la rem em oración de la película Revuelta en Haití, que vi en los tiem pos en que a ú n iba al cine. Ir al cine, com o una acción m uy caracterizada, no es ver esta película, sino casi precisam ente lo con trario. En lo segundo, p o r débiles que sean los funda mentos de la decisión —no pocas veces sim plem ente un títu lo —, se tra ta siem pre de una acción intencio nalm ente positiva, dirigida a un objeto específico dado, al que se liga, en un m ism o movimiento, la pro pia determ inación de ir al cine, m ientras que en lo prim ero tal determ inación qu ed a com o un m om en to previo y separado, que proyecta ante sí un lugar vacío, para el que, en un segundo acto, se elige —y con frecuencia ni esto tan siquiera— una película de term inada; la cual, por eso mismo, queda desposeí da de su especificidad, al su b su m irse en el sim ple papel de im plem ento ocasional p ara un vacío prees tablecido en una decisión enteram ente independiente de ella. Ir al cine es lo que con tan cínica y am arga lucidez ac erta ro n a c a ra c te riz a r aquellos novios co
nocidos míos, cuando, al en co n trárm elo s por la ca lle una tard e de domingo, me dijeron: «No en c o n tra m os un cine donde ahorcarnos». Y así com o no parece verosím il suponer que haya sido el hallazgo de un árbol determ inado, p o r herm oso que fuese, lo que haya prom ovido alguna vez la decisión de a h o r carse, así tam bién el que se elija con m ayor o m enor grado de exigencia —expediente, a m enudo, p ara di sim ularse a sí m ism o el c a rá c te r inerte y g ratuito de la acción— o se deje del todo de elegir es algo que no tiene relevancia alguna una vez que la acción de ir al cine se ha configurado y definido enteram ente al m argen de su posible contenido concreto y singular, com o una acción genérica a la vez que intransitiva, respecto de la cual cu a lq u ier película, po r h erm osa que sea, se tra n sm u ta —com o el árbol del ah o rca do— de objeto en in stru m en to y se convierte en un ente fungible e indefinido; pasa a ser, justam ente, «una película cualquiera». Por lo dem ás, sem ejante actitud intransitiva, com o inversión form al de los contextos, se halla tan d ifundida en las acciones de los hom bres, que es con frecuencia la que adoptan h asta para casarse. ¿Qué o tra cosa sucede cuando se «busca esposa»? El proyecto y la determ inación del m atrim onio anteceden entonces a la propia a p a ri ción de la persona —y el papel de esposa se lanza po r delante com o un lu g ar vacío, o vacante a c u b r ir —, la cual, p o r esta m ism a circu n stan cia orig i naria, difícilm ente llegará, en los largos años de vida conyugal, a ap a re c er del todo com o persona en sí a los ojos del esposo —en tanto que otras, p resu n ta m ente m ás afortunadas, que no fueron buscadas en principio (y observa la incongruencia de este p red i cado: si no se me conoce, no se m e busca a mí) se busca un hom bre) en la d em anda de tal plaza vacan te, ni elegidas p ara ella, sino halladas sim plem ente en la plena y a b ie rta indeterm inación contextual de la persona, desaparecen, a su vez, rápidam ente, por 98
la acción corrosiva del contexto, van b o rran d o sus rasgos personales bajo el vitriolo del papel de espo sa. La diferencia, pues, e n tre las dos acciones con tem pladas —la de ir al cine y la de ver esta película—, positivísticam ente indiscernibles pero com pletam en te opuestas en su sentido real, da lugar a dos form as totalm ente d istin ta s de vigencia de una m ism a pelí cula en el ánim o del espectador, en cuanto que se tra ta de m aneras inversas de ponerse en relación con ella. Pero la form a de vigencia que resu lta de ir al cine —actitu d infinitam ente m ás frecuente que la opuesta— repercute a su vez, de m anera decisiva, en la propia producción, dejando al m argen la cuestión de si a la postre es el consum o el que se ha configu rado en un principio com o su reflejo, pues en fenó m enos circulares com o éste no tiene m ucho sentido, en lo que aquí interesa, decidir qué fue antes, si el huevo o la gallina, siem pre que se distinga, claro está, entre las condiciones económ icas de la producción y el consum o cinem atográficos en cuanto tales, que es lo único de que aquí se habla, y las condiciones económ icas generales de los espectadores. Al o rien tarse fundam entalm ente la producción de películas conform e a la dem anda de los espectadores del tipo de ir al cine, ya la propia invención es su scitad a no ya por el objeto —de la tierra, del cielo o del in fier no— al que hagan referencia, sino p o r el lugar vacío que las reclam a, y se plasm a conform e a sus p rin ci pios de genericidad y de fungibilidad: el repertorio iia de ser am pliam ente intercam biable, y todos los ingredientes se vuelven im plem entos para lugares va cíos invariantes y preestablecidos, com o se m anifies ta en las fórm ulas usuales: «Ella es u n a chica tal y cual...», «Él es...», «el bueno...», «el malo...», etc. Se llegará así a productos extrem adam ente incapaces de su ste n ta r la o tra función —la que les co rrespon dería en el contexto de ver esta película—, alcanzan do con ello la aplastante uniform idad de la industria
cinem atográfica.1 Producción y consum o convergen y se condicionan m utuam ente a través del lu g ar va cío en que se en cuentran y que podría tal vez sim bo lizarse po r el precio de la localidad. El que pretenda sab er lo que es el cine y conocerlo en sus po sib ilid a des tendrá, pues, que enfrentarse en prim erísim o lu gar con estas evidencias, sin a p a rta rse al idílico y vano panoram a de quienes piensan en él com o si fue se una form a cultural antes que un fenóm eno social, com o si fuese un a rte antes que un com ercio. Pero volvamos a Revuelta en Haití. La evocación, decía, de tal película, que sin propósito y p o r m ero enca denam iento asociativo se me ha venido a las m ien tes esta tarde, no me ha conducido a revocar ningún dictam en favorable (todavía está po r la p rim era vez que revoque uno adverso, lo cual no ha de achacarse a la especial acedía de mi carácter, sino al c a rá c te r siem pre c rític o de tales revisiones), sino a c a er en la cu enta de un preciso valor de sentido tácitam en te ad scrito al m ero orden de sucesión expositivo o narrativo, al m argen de la cualidad intrínseca de los hechos n a rra d o s en sí m ism os, y que se liga a la convención de concebir la n arra c ió n com o un todo com pleto y unitario: se tra ta, en una palabra, del fenómeno, p o r todos espontáneam ente asum ido y acatado —aunque no reflexivam ente p o stulado ni m edido en sus alcan ces—, de que una sim ple inver 1. Desde hace unos diez o doce años, época en que mi asisten cia al cine ha ido disminuyendo conforme venia creciendo mi irri tación contra el género y mi irritabilidad ante sus engendros singulares, me ha dado por reparar en la inmensa cantidad de pe lículas (acaso superior a un 60 o 75 por ciento) que empiezan —a menudo con la simultánea superposición de los letreros— con un vehículo, generalmente un automóvil, en movimiento hacia el lu gar donde va a em pezar la acción. Ningún testimonio más deso lador que este de la cobardía, la falta de imaginación y la sepulcral banalidad y nulidad de tal pretendido «séptimo arte». (Nota del 30 de diciem bre de 1991.)
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sión de dicho orden sea capaz de provocar una total revolución del contenido intencional. II. La película, com o su propio títu lo sugiere, tra taría de la liberación de H aití, la prim era república de Am érica del Sur, la cual, con una gran m ayoría de negros y m ulatos y —p arad ó jicam en te— a los acordes de la M arsellesa, arrancó, com o es notorio, su plena y definitiva independencia justam ente de m anos del naciente p o d er de B onaparte. (No se en tiende m uy bien, por consiguiente —cosa que se me o cu rre sólo ah o ra—, p o r qué el títu lo habla de «re vuelta» y no francam ente de «revolución». ¿Tal vez porque «revuelta» se inscribe m ás en la ahistoricidad de las h isto rias de aventuras —«no turbem os al pueblo con la H istoria»— y perm ite m ejor las espon táneas sugestiones épicas en el alm a de los esp ecta dores?) Pero esos acontecim ientos están contados y enfocados desde la anécdota del consabido anglosa jón que, llevado al lu g ar p o r la invisible m ano del destino, se ve de pronto a rre b a ta d o en el torbellino de la situación y acaba ju g an d o en ella un papel ac tivo y relevante; o, m ejor todavía, están habilitados para sim ple m arco de su peripecia, usados com o m era ocasión de sus hazañas. Pues bien, al recorrer, no recuerdo con qué preci so cometido, las selvas de la isla, levantada en arm as, nuestro héroe venía a ten e r dos en cuentros decisi vos, uno al com ienzo y otro al fin de su odisea —la cual ab arca la m ayor p a rte de la h isto ria —: el p ri m ero de ellos era con un m ulato abyecto y sangui nario, que, p ara toda su e rte de desm anes, m andaba una cu a d rilla de idóneos forajidos (si escribo «ab yecto», «forajidos», etc., no es porque yo acostum bre a u sa r estas p alab ras para nadie en este m undo, sino porque así se lo tenía escrito en la frente —m ediante una serie de rasgos fisonóm icos, gestuales o de acti tud que m ás adelante designaré com o «índices es101
catológicos»— el propio directo r de la película), y de cuyas g a rra s logra el protagonista escabullirse, gra cias a su astucia, quedando, sin embargo, tan mal im presionado com o es de su p o n er al respecto de tal revolución; el segundo de los encuentros era, en c am bio, con un austero y venerable negro de b a rb a y pelo blancos, que no resulta ser sino el m ism ísim o, h is tórico, Toussaint Louverture —o sea, el M áxim o Gó mez, com o quien dice, de la segunda A ntilla—, tópicam ente pintado com o el tipo del p a trio ta mazziniano, ilum inado, virtuoso y p a te rn a l,2 con la in tención, tam bién en este caso, de indicar sin equívoco posible qué es lo que hay que p en sar y se n tir respec to de él desde el instante m ism o en que aparece; y quede aquí tam bién para el final h a b la r de este que podría denom inarse «calvinism o cinem atográfico» y aun épico en general. El punto que me interesa es el siguiente: que la «verdadera» revolución es enton ces autom áticam ente, y tanto p a ra el protagonista cuanto p ara el espectador, la rep resen tad a po r el se gundo personaje, y esto únicam ente p o r el hecho de haberse m anifestado en últim o lugar; es decir, que el valor intencional de la película depende exclusi vam ente de un facto r de sucesión, o, dicho en len guaje técnico, de un elem ento de m ontaje. Y aun, a m ayor abundam iento, conviene se ñ a la r que si la re lación ordinal entre los dos encuentros pertenece, para la p eripecia del protagonista, al orden n a rra ti vo, resu lta ría corresponder, en cambio, a un orden m eram ente expositivo si los considerásem os desde el punto de vista de la situación am biente, toda vez que am bos personajes se h allan ya sim ultáneam en te presentes en su seno, com o representantes de la 2. En los mismos días de 1991 en que, al cabo de tantos años, repaso este texto ha sido recibido en Madrid, con todos los hono res, Nelson Mandela, quien al prestigio de sus casi tres decenios de prisión añade una figura de anciano negro de extremada be lleza y dignidad que me ha recordado al Louverture de la película.
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revolución, y sólo se suceden en el orden de conoci m iento contingentem ente dispuesto por los hados para el protagonista y el espectador, de su erte que este factor, deliberadam ente m anejado desde fuera a efectos de d e te rm in a r el sentido de la historia, se viene a d isfrazar precisam ente de lo m ás interno, de la m ás azarosa —y p o r ende, a la vez, m ás nece sa ria — facticidad. Si se invirtiese, en fin, ceteris paribus, el orden relativo de los dos episódicos en cuentros, la «verdadera» revolución p a sa ría a serlo entonces la del feroz m ulato, una revolución p u ra m ente rapaz y destructiva, y, po r tanto, una «falsa» revolución —dado que com o falso se suele descuali ficar cuanto p o r bueno no es tenido—, a la que, n a turalm ente, nu estro héroe negaría todo apoyo y adhesión; en tan to que, po r su parte, el buen Tous saint vendría a trocarse en un pobre visionario, en un hom bre de paja, en un santón, lleno sin duda de nobles ideales, pero com pletam ente desbordado por la realidad, en su incapacidad p ara ver lo que hay debajo, y su revolución sería una vana apariencia inesencial, un fenóm eno de superficie: com o tal se re velaría al protagonista —y a los esp ectad o res— en el encu en tro u lte rio r con el m ulato, que to m aría va lor de desengaño y rep re sen ta ría la aparición de la verdad. III. ¿Cuál es la convención tácitam en te im plicada en todo esto? Se tra ta de un esquem a form al au to m áticam ente proyectado p o r la actividad in te rp re tativa de los espectadores, de una clave herm enéutica preestablecida y no por irreflexiva m enos a rb itra ria que c u alq u ier o tra convención. Por supuesto que todo género literario —y aun el lenguaje m ism o— se constituye com o convención y d esarro lla incluso, en el in terio r de su sistem a, convenciones especiales. (Tal era, po r ejem plo, el aparte del teatro, que con sistía en a b s tra e r ab so lu ta o relativam ente —o sea, 103
con respecto a todos o sólo a algunos de los p e rso najes presentes en escena— la audibilidad de una de term inada frase, en hacerla «no oída» —com o era no oído ni visto, p a ra los personajes de la acción, el na rrador, el cual se hallaba, sin embargo, físicam ente en escena, pero com o en otro plano de existencia, que no era tam poco el de los espectadores—; para lo cual se servían los actores de d eterm in ad o s signos de puntuación, que, com o tales, se apoyaban en o tra convención suplem entaria, según la cual no eran en tendidos com o gestos del personaje, sino leídos como señas del actor: volver la cara hacia los espectado res —sólo para el a p arte absoluto— o rodear la boca con la m ano en arco vertical —con la concavidad en el dorso o en la palm a, form as que acaso hayan ten dido, a su vez, a especializarse para el a p a rte abso luto y el relativo respectivamente. Y es digno de n o tar cómo esta seña recuerda justam ente la figura del pa réntesis, el cual tal vez no sea sino su descendiente gráfico. Hoy los autores han dado en rep u d ia r tan inocentes artificios, cual si no fuese artificio el tea tro todo.) N o será, pues, la convencionalidad p o r sí m ism a la que pueda h a c er ilegítim o un recurso, sino su form a y lu g ar de interferencia; el que aquí nos ocupa ejerce en las en tra ñ as del relato una función solapada y paradójica, y su precisa convención p u e de se r form ulada com o sigue: «E ntiende lo prim ero en el orden com o la superficie y lo segundo en el o r den com o el fondo (A); entiende la superficie com o la a p arien cia y el fondo com o la verdad (B); y p o r lo tanto, lo p rim e ro en el orden com o la ap a rien c ia y lo segundo com o la verdad (C); de su erte que si en cu en tras contradicción e n tre lo prim ero y lo segun do, deb erás ate n e rte a lo segundo (D)». Podría, de hecho, en lo q u e aquí interesa, haberm e lim itado a las dos ú ltim a s cláusulas —C y D—> ya que contie nen la convención que b asta, pero ello h a b ría sido h acer las cosas m ás a rb itra ria s aún de lo que son; 104
( no es a rb itra ria po r sí m ism a, sino que surge con gruentem ente com o producto o consecuencia de A v de B, que en realidad la ju stifican y sustentan, al par que nos p erm iten d e sc u b rir una m anera típica v universal de concebir la n arración. Por o tra parte, H debería fig u ra r quizás en p rim e r lugar, po r ser la convención realm ente extrínseca y prim aria; si le he antepuesto A, ha sido en nom bre de que sólo ésta vie ne a ponernos directam ente en contacto con el m e dio narrativo. IV. Según la prim era cláusula, la narració n sería concebida como una su erte de penetración en las en trañ as de algo organizado en form a de cebolla: así com o el cuchillo que c o rta una cebolla toca p rim e ro las capas m ás externas y después las m ás in te r nas, así tam bién los p rim ero s episodios del relato serán in te rp re ta d o s com o contactos con la su p e rfi cie, y los postreros com o contactos con el fondo. Aun suponiendo que semejante configuración fuera correc ta, de hecho —com o he indicado—, en el caso de Revuelta en Haití, fondo y superficie resultan de una organización m eram ente episódica de la m ateria, esto es, no de una penetración p o r su espesor, sino de una excursión p o r su extensión: lo p rim ero es so lam ente lo p rim ero que se ha encontrado y hecho reaccionar. Pero al h a b la r de fondo y superficie es tam os im plicando que se tra ta de u n a sola cosa; al m ism o tiem po se supone que una sola cosa no pue de ten er m ás que una única verdad. Por otra parte, lo concebido com o una sola cosa no es la h istoria n a rra d a —a la que, p o r supuesto, tam bién se la con cibe com o u n a —, sino el objeto p o r cuyas en trañ as se im agina esa histo ria penetrar; de la naturaleza y la unidad de objeto sem ejante —un objeto que pue de e s ta r com puesto de hechos contradictorios entre sí— sería casi imposible decir directam ente algo pre ciso; tan sólo nos será dado av en tu rar acerca de él 105
la co n jetu ra de que su p resu n ta u n id ad no sea al fin sino un reflejo de la unidad de la propia n arración. Pero la proyección no parece producirse a través de la unidad contextual o argum ental de la h isto ria n a rrada, sino a través de la narración com o decir com pleto y acabado: a la unidad de sentido de esa acción en cuanto acción lingüística se a trib u y e la unidad de sentido de los decires lógicos, y con ella, igual m ente, la u n id ad de verdad propia de éstos. ¿Acaso no hem os oído alguna vez decir que un n a rra d o r se contradice, no ya en lo tocante a circ u n sta n c ia s de hecho —com o las tan fam osas del Q uijote—, sino precisam ente en cuestiones de sentido? ¿Sería enton ces la unidad de intención que —con toda justicia, al p arecer— se atribuye al n a rra d o r la que p o stu la ría la un id ad de sentido y de verdad que se atribuye a la n a rració n y a lo n arrad o ? De se r así, tendrem os que in v ertir la relación, m ás a rrib a form ulada, e n tre la un id ad del objeto y la de su verdad, en el sen tido de que sería ju stam en te e sta segunda —la unidad de verdad que se rem ite a la unidad de in tención del n a rra d o r— la que h a ría concebir el ob jeto entendido com o uno. La totalización sería, p o r ende, un acto de lenguaje. V. No parece, sin em bargo, ilegítimo, en principio, el que u n a n a rra c ió n sea concebida com o una p a u latina revelación de la verdad, como una epifanía des plegada por el tiempo, ya cuando se pretende que sea la acción en sí la que lleve en su seno esa v irtu d re veladora, ya cuando, com o en Edipo rey, la propia averiguación en cuanto tal es erigida en argum ento. E ntre uno y o tro extrem o se da una m u ltitu d de g ra dos interm edios: piensa en esas novelas en que el pro tagonista no es propiam ente un averiguador de la verdad, sino un hom bre entregado a la acción y a la pasión, pero que va proyectando, com o sobre la m a r cha, una atención reflexiva sobre la existencia, la cual 106
acaba al fin p o r d e scu b rirle la verdad; en o tra s no es a la reflexión del personaje a lo que la verdad se m anifiesta, no a él com o sujeto cognoscente, sino m ás bien en él com o conducta: lo encontrado se dice que es, entonces, la h o rm a de su zapato, su destino. (Aprender a s a lir de un lab erin to o e n c o n trar sim plem ente la salida es algo diferente, y aun a veces opuesto, a levantar su plano: el plano puede ser veraz sin se r com pleto, o sin ser individualm ente utilizable para d a r con la salida; en cuanto a lo justificad o de lla jn a r «verdad» a lo prim ero, con la visión prag m ática e individualista que supone, es asunto que aquí no e n tra en cuestión, pero yo, p o r mi parte, ha b laría en tales casos —trá tese del m atrim onio, trá tese del ingreso en u n a orden religiosa o en un p artid o político extrem ista, o de c u a lq u ier o tra for m a de «incorporación»— de « en co n trar un ajuste», un «acomodo», de sistem arsi, com o suelen d e c ir los italianos, lo que, vistas las cosas con la o portuna tru culencia, vendría m ás bien a ser, desde el punto de vista de las disposiciones subjetivas, perfectam ente lo co n trario de c u alq u ier relación con la verdad, la cual, p ara serlo, necesita, en todo caso, no ya que se la posea ni se le pertenezca, sino que se la mire; lo otro pertenece al pensam iento m ágico que piensa que puede h ab er con la verdad relaciones individua les, personales, esto es, co rporales y táctiles; m as toda relación con ella ha de qu ed ar cegada en la m is m a m edida en que abandone la m ás e stric ta im per sonalidad.) E ste segundo tipo —el de la verdad en co n trad a en la co n d u cta— se debe d istin g u ir de aquel tercero en el que nadie e n c u en tra su cam ino ni da con la verdad, sino que ésta perm anece ente ram ente extrínseca tan to al conocim iento com o a la conducta de los personajes, los cuales no perm iten entonces, en principio, ninguna su erte de p a rtic ip a ción. En otro extrem o e s ta ría finalm ente el degene rado género de las novelas policíacas, en las cuales, 107
com o en E dipo rey, la m ism a averiguación es con vertida en argum ento, pero para rendirle un culto de portivo, o sea, p ara com placerse en la averiguación por la averiguación. En todos estos tipos, lo in tere sante p a ra los esquem as es el distin to grado en que un determ inado personaje puede, como sujeto agente o cognoscente, despegarse del m undo del relato y q u ed arle contrapuesto, casi com o del lado del lec tor; lo que tam poco lo hace idéntico al p rotagonis ta, pues un pro tag o n ista podría, en principio, no ser sino el catalizad o r de la reacción m anifestante y es ta r tan proyectado en el lado del objeto com o el m un do que po r su acción se nos revela. C om oquiera que sea, «verdad» se dice, en cad a uno de estos tipos, de cosas form alm ente diferentes y que guard an d istin ta relación con lo narrado. Pero ¿por qué la verdad está en el fondo?, ¿qué esquem a fundam enta un pre juicio sem ejante? P robablem ente es la figura o b jeti vada y generalizada del proceso de disección de fuera a dentro de un objeto, q u e se erige en la im agen prototípica de todo conocer; al concebir la verdad so bre ese objeto com o un conjunto de datos que se van com plem entando o, m ejor todavía, com o el pro d u c to final de todos ellos, se viene a dar, irreflexivam en te, al últim o en co n trad o una posición de privilegio con respecto a los dem ás, puesto que sólo él —com o la gota de fenolftaleína que enrojece de golpe toda la solución y nos revela esp ectacu larm en te su na turaleza— desencadena y redondea la plena epifa nía de la verdad; este poder de revelarla de pronto ante los ojos lo hace no sólo el p ro d u cto r de la ver dad, sino tam bién su portador, la clave del enigm a.3 3. Es curioso observar cómo la imagen capaz de representar un modo de concepción contrario nos la ofrece precisam ente el m a rido de la cebolla, o sea, el ajo: en éste, en efecto, en lugar de es tratos concéntricos, nos encontramos una rueda de gajitos, o mejor de dientes —como se los llama—, ninguno de los cuales está más próximo ni más distante que otro del corazón o de la superficie. Son, evidentemente, dos *concepciones del mundo» totalmente inconciliables.
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Este orden en el conocim iento es proyectado com o organización del propio objeto y hace su rg ir la asoladora idea del núcleo o del meollo; lo cual me hace pensar que la pareja «fondo/superficie», acaso, en úl tim a instancia, se rem ita a la experiencia tem poral de sucesión («superficie» = «lo que se topa a n tes» «fondo»=«lo que se topa después»), de su erte que la autónom a im agen espacial y d escriptiva se ría lo de rivado, y lo p rim a rio la im agen narrativa. Pero he aquí que el esquem a ha hecho fo rtu n a y se ha a b s traído y absolutizado a tal extrem o q ue hasta el pre dicad o r y el o ra d o r forense —todo aquel cuyo oficio es convencer— han de aplicarlo indefectiblem ente a la organización de su discurso, echando p rim e ra m ente po r delante, de m enor a m ayor fuerza, las opi niones y los argum entos de sus contradictores, para arrojar, por últim o —tra s una breve pausa en la que se estrem ece todo el pathos del conflicto—, como una resonante ca ta ra ta , el ru tilan te caudal de la verdad: es la llegada del general B lücher al cam po de Waterloo (debates lógicos, com bates corporales, verdad, victoria final, felicidad final, todo ello es revuelto y refundido en este esquem a de tan vasto alcance). El orden po r sí m ism o ha tom ado aquí fuerza de argum ento, al p a r que nos hallam os lejos de verda des parciales que m utuam ente se relativizan y cocircunstancian: ya no hay datos com plem entarios, sino opiniones autosuficientes y en contradicción. Conviene recordar, po r último, cóm o el esquem a obli gatorio de toda fábula cuyo argum ento consista en un certam en exige siem pre p o n er en últim o lugar la actuación del vencedor: «El sol y el viento se desa fiaron a ver quién de ellos tenía m ás p o d er sobre el hom bre, quién de ellos era capaz de despojarlo de su capa. El viento se puso a so p lar y soplar, pero el hom bre se ap re tó cada vez m ás, con am bas m anos, la capa co n tra el cuerpo. E ntonces el sol se puso a calen tar y calentar, hasta que el hom bre, viendo que 109
sudaba, se resolvió a quitársela». ¿Qué se ría de esta vieja fábula, cuya intención es, evidentem ente, la de rep re sen ta r la su p e rio rid a d de la convicción sobre la fuerza, si la actuación del sol precediese a la del viento? Pues, simplemente, que no funcionaría en ab soluto. La actuación del perdedor se vuelve totalm en te ociosa e inoperante si sucede a la del vencedor. Por lo dem ás, el m ism o se n tir parece ser que im pe ra en algunos certám enes no narrados: así, com o buscando el m ism o efecto —dado que aquí, obvia mente, no puede se r im puesto—, en las etapas contra reloj del Tour de France, la salida de los co rred o res se da en el orden inverso al de la clasificación gene ral, y el m aillot am arillo sale, po r lo tanto, en últi mo lugar.4 VI. R etornando a la épica, resulta que así com o la felicidad final tiene poder para d e sv irtu a r y ha c e r inesenciales todas las desventuras an terio res y aun éstas —ya p o r contraste, ya por se r concebidas bajo la idea m ercantil de precio— increm entan, en vez de ensom brecerlo, el valor de la p rim e ra (Ende gut, alies g u t; Rira bien qui rira le dem ier), así tam bién, en lo que atañe a la verdad sobre la cosa, el pos trero de los hechos viene a adquirir, p o r su sola aparición en sem ejante lu g ar privilegiado, la vicio sa virtud de d e su sta n tiv a r y convertir en a p arien cia todo hecho c o n trad icto rio q u e le haya podido prece der. (La desustantivación im plica la conversión de los hechos en m eros datos. Y u n a cosa son datos que se com plem entan, y otra, datos que se anulan. Ya no son cosas de po r sí autosuficientes, al m enos en su facticidad, sino el anverso y el reverso de una m ism a 4. Véase en el Volumen I, pág. 55, el texto «Músculo y veneno»; tampoco en la leyenda del desafío entre Corazón de León y Saladino funcionaría la inversión de las actuaciones, pues la inten ción del cuento es que gana Saladina
cosa, esto es, datos acerca de ella, ni siq u iera aspec tos, pues los aspectos no pueden an u larse unos a otros; aquí el últim o hecho no se añade a los an te riores, sino q u e tiene poder para anularlos, pero la anulación de un hecho im plica ya su reducción a dato, su desfactificación; la facticidad se vuelve u na ilusión. Los datos serían com o asertos de los que uno pudiese desdecirse; este proceso de d e sn atu raliza ción de la facticidad es correlativo al de la absolutización positivística de los datos.) En este punto es necesario señalar, no obstante, una c ie rta asim etría: lo malo, apareciendo en últim o lugar, tiene, en p rin cipio, m ucha m ás fuerza desengañadora que lo b u e no en iguales circunstan cias; c u an d o se dice «ya q u e rría yo sa b er lo que hay debajo», se da a enten der, sin equívoco posible, no sólo que eso que hay de bajo es la verdad, sino tam bién que se tra ta de algo malo. ¿Tal vez porque se piensa —y acaso con razón— que lo m alo es m ás dado a o cu ltarse que lo bueno?, ¿o bien p o r la costum bre inveterada de su p o n er —quizá, p o r desventura, con no m enor fundam ento en la experiencia— com o algo indefectible la m ala fe en el m undo, y la falacia en todo lo patente y m a nifiesto? Aun así, la viciosa concepción no deja de se r u sa d a con frecuencia en favor de las m ás gene rosas intenciones: Y de mis pecaos se espanta. Toito'r m undo me condena y de mis pecaos se espanta: más pecó la Madalena y después la hicieron santa, cuando vieron que era buena.
En esta copla, que a p e sar de se r andaluza h a b ría podido e s ta r firm a d a po r el m ism ísim o Calvino, la existencia toda es convertida en pura m anifestación, el tiem po es reducido a d ecurso lógico, los hechos 111
son trocados en sim ples datos: el arrep en tim ien to pierde, en efecto, en ella, todo vigor de acción, toda eficiencia redentora —o, lo que viene a ser lo m is mo, su p o d er cancelador se hip o stasía h asta el ex trem o paradójico de convertir el ayer en un «no sido»—, p ara p a s a r a s e r m era revelación, señal de aquello que ya era desde siem pre y p a ra siem pre, al p a r que, paralelam ente, los pecados se tornan fala ces apariencias. «Vieron que era buena», que en el fondo era buena, que era m entira lo que a la vista de sus pecados habían inferido acerca de ella; no hay, pues, en realidad, notificación del a rrep en tim ien to en el sentido de im plicar dos planos, uno el del a rre pentim iento en cuanto hecho y otro el de su noticia, sino que el a rrep en tim ien to m ism o es reducido a la categoría de noticia o de acción notificante; no qui ta, b o rra o lava los pecados, sino que sim plem ente los desm iente. (Lo que tal vez nos descubra de recha zo la índole antinóm ica de toda im putación; acabo de se n tirla o sospecharla en la perplejidad en que me he visto al b u sc a r la p a la b ra que oponer a «desm entir»: ninguna de las tres que se ofrecían —«quitar», «borrar», «lavar»—■,y que he acabado por escrib ir sin exclusión, m e dejaba satisfecho, no con siguiendo o írlas com o algo verdaderam ente opues to a «desm entir», sino, p o r el contrario, com o m eras figuras m ateriales de esto mismo. ¿Sería, a la pos tre, el propio concepto de pecado el que, de m odo in disoluble, llevase prefigurado en sus en tra ñ as tan singular encantam iento de la facticidad? ¿S ería la idea de la predestinación la conclusión m ás genuina, obligada y consecuente, de la idea de im putabilidad, de m anera que toda afirm ación del alb ed río tuviese que a rra stra r, correlativam ente, la radical derogación de idea sem ejante? La índole sim bólica en principio de toda «im putación» se halla indica da, por de pronto, en la propia etim ología de la palabra.) Pero ese d esm en tirlo s tam poco significa 112
desenm ascararlos, descubrirlos ahora como pecados aparentes; que se revelen ap a rien c ia no quiere de cir que fuesen acciones con aparien cia de pecado —siguen siendo pecados verdaderos—, ni que se les desm ienta toda su erte de im putabilidad. No se hace ju sticia a u n as acciones m al interp retad as, sino al ser de su a u to ra —y no presunta, sino verdadera—; lo mal in te rp re ta d o no son e sas acciones en sí m is mas, sino en su extrínseca vigencia de señales fide dignas sobre el se r de la unívoca M aría M agdalena: no es, pues, que sean falsos pecados ni que no sean verdad, sino que son falaces, que no dicen la verdad; no se desm iente lo que aquellas acciones hayan sido en sí m ism as, ni que hayan sido acciones de la pro pia M agdalena: se desm iente tan sólo aquello que de cían o pretendían d ecir acerca de ella, pero, a la par, se las reduce con ello a m eros dichos. Siguen siendo im putables, predicables de ella, en tanto que peca dos verdaderos y acciones verdaderam ente suyas, m as no en cu an to a trib u to s de su ser: no le son im putables en cu an to palabras que convengan a su esencia: sólo p alab ra puede ser lo desm entido, com o lo que desmiente', todo el conflicto an d a en pred ica ciones. (¿Ella m ism a no es, pues, m ás que su nom bre, m ás que una unívoca p alab ra de una vez p ara siem pre en la boca de Dios?, ¿se h a b ría n quedado, por tanto, las cria tu ra s com o un sim ple rum or, como una espum a, en los labios del cread o r? ¡Ah, ginebrino envenenado, ¿qué has hecho de la libre y la m or tal M aría de M agdala, de la equívoca novia de Jesú s de N azaret?!) VII. Es la m ateria m ism a, al parecer, la que me obliga a este lenguaje a b stru so y conceptuoso, pero lo cierto es q u e o som os nosotros o son n u e stra s ac ciones; si hem os de se r nosotros, n u estras acciones —aunque fuesen ab so lu tam en te unívocas, cosa im posible y que, por otra parte, les h a ría perder, de to 113
dos m odos, ju sta m e n te la índole de acciones— ven d rían a convertirse en m eras señales de reconoci miento, pu ro s indicios que solam ente alu d en a ese se r y perm iten a otros in ferir —y, a m enudo, com o se ha visto, erra d a m e n te — sus verdaderos atributos. La copla com entada, au nque hay que hacerle el ho nor de d e sta c a r sus nobles intenciones salvadoras frente a los casos en que ese m ism o esquem a es es grim ido p ara condenar, le hace, pues, en verdad, un flaco servicio a n u e stra h e rm a n a en C risto M agda lena: la b o rra, sim plem ente, del tiem po y la exis tencia. VIII. Que el ser de la p ersona haya de se r unívoco —esto es, no te n e r m ás que u n a única verdad— le viene de h ab er sido concebido desde el destino e te r no: no som os reos m ás que u n a sola vez, ya q u e u n a sola vez com parecem os ante los trib u n a le s y no nos es dado ofrecer nuestra cerviz m ás que para una úni ca sentencia. La idea de salvación/condenación se ría, po r tanto, el fundam ento de la univocidad ontológica de la p erso n a y de la consiguiente ontologización de su existencia, dando razón, al m ism o tiem po, tan to de esa u n icidad de su verdad —la que se corresponde al veredicto— cuanto de que, de h a b er contradicción, sean los hechos postreros los que la com portan y revelan —aunque esto segundo, a fin de cuentas, no sea m ás que u n a circunstancia secun daria, dependiente tan sólo de la lin earid ad inevita ble del acta procesal. A la equivocidad, que hace, con todo, una postum a, tím ida y desesperanzada a p a ri ción, se le sale al encuentro con el purgatorio, el cual, si bien no es m ás que una piadosa concesión proto co laria y, al fin y al cabo, un trá m ite p a ra a c a b a r de desp ach ar c u alq u ier residuo de equivocidad que, a despecho de todo, pudiese todavía se r alegado, se aviene, al m enos, a p re s ta r un oído fo rm u lario a tan inútil y o b stin ad a apelación; es n a tu ra l que el rig u 114
roso y consecuente ginebrino se niegue rotundam en te a sem ejante com ponenda, a sem ejante transacción de últim a hora con la equivocidad. (E ncom endém o nos, po r tanto, en este punto, a las Ánim as B enditas —dado que ellas habitan, siquiera fugazm ente, el últim o reducto de la equivocidad—, p a ra que no nos sea defrau d ad a la últim a sospecha y esperanza de existir.) El fuero calvinista, con su doctrina de la pre destinación, no hace sino ex p licitar —subsanando las ú ltim as inconsecuencias— la reabsorción de la existencia toda en pura ontología, que estaba ya pre figurada en la noción de eterno veredicto: la sim ple etern id ad de la sentencia es lo que hacía ya de p o r sí obligada la retroproyección de las postrim erías: un p ara siem pre d em anda un desde siem pre. N ada equívoco es, a tal respecto, el cap ítu lo 3 ? («Del e te r no decreto de Dios») de la W estm inster confession —de 1647—, que hallo tra n sc rito en p a rte en la ya clásica obra de Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalism o, y cuyos núm eros 3, 5 y 7 di cen así: «N úm ero 3: Para revelar su m ajestad, Dios por su decreto ha destinado a unos hom bres a la vida etern a y sentenciado a otros a la e tern a m uerte. N ú m ero 5: Aquellos hom bres que e stá n destinados a la vida han sido elegidos en C risto p ara la gloria e te r na por Dios, antes de la creación (subraya Ferlosio), por su designio eterno e inm utable, su decreto secre to y el a rb itrio de su voluntad, y ello po r libre am or y gracia; no porque la previsión de la fe o de las bue nas obras o de la perseverancia en u n a de las dos, u o tra circ u n sta n c ia sem ejante de las criatu ras, le hubiesen inclinado, com o condición o com o causa, sino que todo es prem io de su gracia soberana. N ú mero 7: Plugo a Dios olvidarse de los restantes m or tales, siguiendo el in escru tab le designio de su voluntad, p o r el que d istrib u y e o se reserva la g ra cia com o le place, para honra de su ilim itado poder sobre sus c ria tu ra s, ordenándolos a d eshonor y có 115
lera p o r sus pecados, en alab an za de su justicia». El tenebroso «antes de la creación» que a rrib a he subrayado produce, en realidad, la consecuencia de que el cre a d o r no haya creado, puesto que ha am ado y odiado a sus c ria tu ra s aún antes de e c h arla s a agitarse, com o barq u ito s de papel, en el to rrente de las generaciones, y les ha dado form a a p a rtir de ese am o r y de ese odio, com o sim ples im ágenes vir tuales o com o dum m y-elem ents que le pudiesen se r v ir de referencia; y el «torrente de las generaciones» tam poco llegaría, por cierto, a ser m ás que un torren te de papel de plata, una vana ilusión de los se n ti dos: creem os h allarnos en el día de autos, pero no es m ás que el juicio lo que se está celebrando en n u e stra s vidas; nos creem os que obram os, pero no hacem os en realidad m ás que arg ü ir para d a rle ra zón a la sentencia, o, m ejor todavía, m ás que mim etizar los argum entos de n u estro fiscal, el cual no haría, a su vez, m ás que algo así com o in fo rm ar o glosar el veredicto (o, con m etáfora tom ada del terreno de la televisión, podríam os d ecir que la exis tencia se ría un acontecer que no tuviese o tra vi gencia que la de su propia «retransm isión diferida»). Así, pues, au nque puestos en sem ejante te situ ra lo m ism o nos d aría, p a ra el efecto, poner entre p a ré n tesis la vida terren al y p e n sarla com o algo e n te ra m ente al m argen de lo que la precede y la sucede (con lo que se a c a b a ría de quitar, por lo dem ás, todo po sible resto de significación, p o r antinóm ico que fue se, a las sim ples ideas de «preceder» y «suceder» aplicadas al asunto, observación que m e sugiere la sospecha de que la m etafísica religiosa no es, en el fondo, verdadera metafísica, ya que revoca la discon tinuidad en tre el Allende y el Aquende allí m ism o donde, con estas m ism as expresiones, los delim ita y relaciona: todo «allende» postula hom ogeneidad con el «aquende» por referencia al cual se ha defini do; y así el Allende de la teología es reabsorbido al
seno de la física), aunque —venía diciendo—, llega dos a e sta extrem osa situación, la existencia podría ya sin em pacho ser pensada com o otra cosa que nada tuviese que ver, ni p ara bien ni para m al, con sem e jan te veredicto, d e sarro llan d o su propio acontecer —y estableciendo incluso sus propios tribunales, si quisiese im ita r los siniestros m odelos de lo alto —, de hecho, sin embargo, la doctrina m antiene —quizás a través de la índole secreta del decreto— la ya, en rigor, su p e rflu a conexión y atrib u y e a la H istoria el carácter de ordalía, de torneo demostrativo, en el que los cam peones se hacen la ilusión de decid ir lo que ya, en realidad, está fallado —«escrito»— desde la eternidad. Mas no se puede p rete n d er que algo esté ya escrito, sin reducirlo al m ism o tiem po a la sola vigencia de e scritu ra; no se puede prever el porve nir sin d e sv irtu a r el tiem po y la existencia en una especie de fatal en cantam iento literario —el fatum es lo «dicho»—: ya no es siquiera que el ser de la p e r sona se dilucide a través del veredicto, sino que el propio ser se identifica con ese veredicto, es su vere dicto; si el ver precede al propio acontecer, lo que acontece ya no es m ás que im agen. La h ip ó stasis de la sentencia consiste, pues, en que, siendo ella pala bra, reab so rb e en la p a la b ra al propio se r que a p re sa y determ ina m ediante el veredicto: la anfibiología de la p a la b ra «determ inar» —d e te rm in a r con la ac ción, d e te rm in a r p ara el conocim iento— se reinte gra en un único y unívoco sentido indiscernible: todo es fatum . IX. En este encantam iento litera rio se cu aja el fe tichism o de la identidad, el m ito de la persona h u m ana —m ito m uy so c o rrid o p ara la justicia, que encuentra así un criterio, aunque totalm ente iluso rio, al m enos inequívoco y expedito, para encarar, vengar y exorcizar el m al—; tan sólo la am enaza de la condenación —con el c a rá c te r secreto del de 117
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creto— p resta a ese m ito una lúgubre y negativa rea lidad. La reducción de los acontecim ientos a noticias o argum entos de un debate verbal (tan típica, po r lo dem ás, de la política m oderna, que proyecta los acontecim ientos para noticias perio d ísticas y los concibe y p refigura en su condición de titulares) se vincula a la reducción de las acciones, bajo la presión de la persecución m oral, a gesto y adem án dem os trativo del ser de la persona: ya no hay obras, sino sólo actitu d es que asp iran suplicantes a que les sea reconocido el sino, el signo que el allende, ab straíd o e interiorizado en el aquende, busca, con ojos im pla cables, en la frente de todo personaje. X. Ya que he tenido la su erte de e sc a p a r de este exacerbado e inevitable rodeo por G inebra5 y por la teología m ejor de lo que un día lograra hacerlo el infeliz Servet —el m ás genuino y m ás g a rrid o asno salvaje de toda la Reforma, verdadera pieza real para el dios que tuviera la fo rtuna de cazarlo y e n s a rta r lo en su a sa d o r—, m e cum ple ahora replegarm e nue vamente, y con m ás castigados pensam ientos, a los cam inos de la representación verbal (si es que real m ente me he salido de ellos en viaje sem ejante, pues quizá aquí tam bién fu era vicioso p reg u n ta r qué fue prim ero, si el huevo o la gallina: si es la escatología la que se ha configurado sobre los cuños de la re presentación verbal, si ha sido ésta, en cambio, la que ha im itado a aquélla, o si, po r últim o, una y o tra hab rían de rem itirse a un térm in o com ún; lo que es de todos m odos innegable es la m arcad a afinidad form al de los esquem as); pero antes de ello, por no dejarm e a trá s ninguna cosa en el retorno, he de h a c e r todavía u n a pequeña excursión p o r la pintura, donde he podido h a lla r la m u estra m ás p a lm a ria de un concreto renacim iento histó rico del e sp íritu pre5. Véase el Apéndice.
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d estinacionista en las form as c u ltu rales del m undo c ristia n o (m uestra que p o r tard ía no ha de im p licar que sem ejante e sp íritu no estuviese ya —conform e he dicho m ás a rrib a — prefigurado com o evolución posible y aun lógicam ente consecuente —aunque tam poco q u iero decir que necesaria, pues ello sería caer, a mi vez, en un predestinacionism o c u ltu ra l— en el propio concepto de destino eterno, ni ha de verse afectada por el hecho de que la idea teórica de predestinación hubiese sido ya explícitam ente form ulada —según m e indica un am igo— desde E s coto Erígena). Se tra ta de dos cuadros del Museo del Prado, el 2670 y el 841; am bos, p ara que la co m p ara ción resulte m ás ceñida e insoslayable, tienen po r asunto el m artirio de un santo, si bien no del m is mo. El prim ero de ellos —núm ero 38 del legado de Pablo Bosch— es una tab la de anónim o español fe chada p o r los expertos hacia 1450 y que form a serie con otras tres y representa un m om ento del m artirio de San Vicente: aquel en que desde una b a rq u ita es arro jad o al m a r con una p ied ra de m olino a ta d a al cuello; pues bien, las facciones puras, ingenuas, fran cam ente aniñadas, de la víctim a, se repiten con idén tica inocencia en los rostros de sus ejecutores, sin que ningún indicio expresivo personal, aparte la sim bólica aureola, se sum e a las e scu etas actitu d es de la acción dram ática p ara m arcar valores funcionales que trasciendan el contexto: los verdugos se recono cen sola y exclusivam ente por lo que están hacien do; se aprecia, incluso, una total despreocupación fisonóm ica po r p arte del p in to r (al que, p o r cierto, tam poco nos es dado d esig n ar m ás que com o «el a u to r de esos cuadros»), una convencionalidad de tratam iento que excluye cualesquiera rasgos diferen ciales, aun escatológicam ente indiferentes, con lo que todas las figuras vienen a g u a rd a r un señalado aire de fam ilia (¿el de hijos de Dios?); no hay, pues, per sonajes, sino sim plem ente papeles eventuales; no hay 119
veredicto, sino acciones, existencia. El otro cu ad ro es un lienzo de Ju a n de Ju a n es —nacido en 1523— que, form ando tam bién, con otros cinco, una serie hagiográfica, representa el m om ento en que San E s teban es conducido al m artirio ; de m anera que aquí tenem os igualm ente ocasión de c o n tra s ta r con la ca ra de un santo la de su s verdugos: el cierzo helado del lago Leman, com o la ab ra sa d o ra bocanada del infierno, ha golpeado de lleno en estos rostros, m a r cándolos a fuego con los signos de la condenación. (La relativa independencia de los sentim ientos im perantes y de la expresión a rtístic a con respecto a la d o ctrin a expresa se m u estra aquí de nuevo po r el hecho de que Ju a n de Ju a n es perteneciese a la esfe ra del catolicism o, que, com o es notorio, rechazaba la predestinación; en m últiples aspectos —quizá en los esenciales, que no tienen p o r qué e s ta r reg istra dos en el papel m ojado de los dogm as— el e sp íritu de la R eform a y el de la C ontrarreform a son m ucho m ás afines entre sí que cada uno de ellos con el del cristian ism o m edieval —lo cual, p o r lo dem ás, ha sido ya señ alad o m uchas veces desde hace m ucho tiem po—; esto resalta especialísim am ente en la p er sonalidad de San Ignacio, en sus escritos y en su fun dación: la idea de la salvación como «negocio» —esto es, com o ocupación y com o actividad p lanificada—, el psicologism o m etódico de sus «ejercicios» y, en fin, el cara c te rístic o pragm atism o jesu ita pueden b a s ta r aquí p a ra d a r una idea de aquello en lo que pienso al a firm a r sem ejante afinidad, parad ig m áti ca m u estra de lo que podríam os lla m a r la conver gencia de los antagonistas, fenóm eno, p o r lo dem ás, universal.) Son personajes que surgen ya juzgados, ya listos p a ra el fuego, ya sentenciados a nativitate en sus fisonom ías; ro stro s que han sido m odelados del b a rro original lo m ism o que se escribe una sen tencia, com o si el fallo antecediese no sólo a la n a rra ción, no sólo al juicio y a la querella, sino a los 120
propios hechos que le han dado lu g ar y son su con tenido. Pero un ejem plo todavía m ás d rástico que el de este p rim er grupo de figuras —es decir, el del san to con sus verdugos— nos lo ofrece el personaje que e stá en segundo térm ino, cuyas facciones, lejos de a p arecer m arcadas po r los estigm as de la condena ción, se d iría que o stentan las señales de la biena venturanza. Resulta que este personaje no es otro que Saulo de Tarso, el fu tu ro Pablo,6 cóm plice, sin em bargo, en esta acción, de los verdugos: «Et testes deposuerunt uestim enta sua secus pedes adolescentis, qui uocabatur S a u lu s» (Act. VII, 57); o sea, que ya el propio Saulo, es decir, Pablo-antes-de-caerse-delcaballo-en-el-cam ino-de-Dam asco lleva en su rostro las señales de la bienaventuranza; la conversión le exigirá un cam bio de nom bre, pero no necesitará lle g a r a ella p ara ten e r las facciones de la santidad: es el hecho de ir a se r santo, de ir a m o rir santo, de ha b e r nacido p ara la etern a bienaventuranza, el que le ha im puesto esas facciones desde que fue concebido en el vientre de su m adre. Tanto nos hem os acostum brado desde entonces a leer, de m an era inm ediata, «el sentido» de una historia a p a rtir de estas señales, a in te rp re ta rla , al p rim e r golpe de vista, a la luz de estos estigm as, tan to nos hem os hecho al hábito policíaco de ech arn o s a la cara, con ojos paranoicos y m irada lom brosiana, las figuras, p a ra reconocer inm ediatam ente quién es quién, que el prim ero de los cuadros desconcierta p o r completo, en un p rim er momento, nuestras entendederas, nos deja como per plejos y en vacío (tal sensación ha sido, justam ente, lo que me ha revelado, po r contraste, el vigor de este esquem a positivo en la disposición de los espectado6. Según leo ahora (1991) en el magnifico libro de José Montse rrat Torrents, La sinagoga cristiana. Muchnik Editores, Barcelo na, 1989, pág. 307, parece que el cambio de nombre fue al revés: «En Jerusalen, quizá cambio su nombre latino [Paulus] por el [he braico] de Saúl».
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res), al fallarn o s en él, com o clave herm enéutica, el autom ático reflejo de las indicaciones consabidas. Acaso un día se venga a d e scu b rir que las «facciones de crim inal nato» son el producto preciso de una m anera especial de d irig ir los focos y a p u n ta r la cám ara que p o r instinto aprenden los fotógrafos de la policía. XI. (El e sp íritu apologético se reconoce tam bién en el viraje de la arquitectura religiosa, especialm en te a p a rtir de B uonarroti, en la organización fallera y u ltrateatral de las fachadas del b arroco jesuíta, fa chadas oratorias, suasorias, vociferantes, gesticulan tes, increpantes. El buen paño en el arca se vende; el tem plo ya no e stá seguro del tesoro que guarda —com o u n a iglesia rom ánica, o com o la m ezquita de Córdoba, con el sublim e silencio pensativo de sus p u e rta s— y se sale a la p u e rta de la calle a p regonar su m ercancía. Son adem anes enfáticos, dram áticos, prepotentes, de o rad o r sagrado, que señalan la p é r dida de la fe y su encanallam iento en propaganda: los cuernos de un frontón p a rtid o son los brazos de un pred icad o r que grita: «¡Pasen y pasen, señores, a la gran b a rra c a, al b a ra tillo de la redención!». Lo que, por lo dem ás, tam poco excluye, ni m uchísim o menos, la am enaza. «Sin embargo... —Oh, sin embargo, hay siempre un ascua de veras en su incendio de teatro.» A. Machado
Pero tam poco es ese ú ltim o rictu s conm inatorio —co n natural a toda propaganda, y gracias al cual, po r d e trá s de ta n ta c h a rla ta n e ría de m ercader, no dejaba uno de ten er presente que, en ú ltim a instan122
eia, siem pre podía ir a d a r con sus huesos en las hogueras del Santo Oficio— lo que constituye las «ve ras» del barroco. Lo cruento acalla su propio ridículo tan sólo porque ahoga en sangre y paraliza en el te rro r las risas de los espectadores y se hace, de este modo, la ilusión de se r tom ado en serio, m as no p o r que su inanidad y ridiculez hayan cedido un punto: las trágicas m ascarad as siguen siendo p u ras m as caradas. El «ascua de veras» del b arro co hay que buscarla en el extrem o opuesto a estos conflictos, en los claros de bosque en que el a rtista ingenioso se deja ser, po r un día, sem ejante a un niño sabio, y en modo alguno ingenuo, infantil solam ente en la insen sata obstinación con que se em peña en c o n tin u ar ju gando, co n tra viento y m area, con la regla y el com pás; entonces es cuando el barroco, por virtu d de los propios resabios de su técnica, a c ie rta a b u r lar la im p o stu ra del Sentido y levantar la pregunta «¿Y todo eso p o r qué?», colocando en el aire delica das m aravillas com o la litern a de S a n t’Ivo alla Sa pienza, de Francesco Borrom ini.) XII. Recapitulando, pues, lo dicho hasta el m om en to, resu lta que el m ed itar sobre el fenóm eno del o r den, con la unicidad de sentido y de verdad que im plica —donde el recurso al valor de sucesión se me antojaba en realidad un acto de lenguaje, o de metalenguaje, que escam otea su condición de tal y al que se ad scrib e la función de dirigir, o de orientar, com o a golpe de b a tu ta , el s e n tir y el p e n sar de los espectadores—, me ha traído, a través de la retroproyección de las p o strim erías, y confío que con sufi ciente congruencia, a la univocidad ontològica de la persona —id en tid ad del ser y el veredicto— y a la concom itante ontologización de la existencia o en cantam iento litera rio de la facticidad, h asta que, fi nalm ente, la referencia a la pin tu ra me ha perm itido d esglosar del factor de sucesión —que obviam ente 123
no juega en este a rte — los puros índices escatológieos,1 m anejados tam bién com o resortes a u to m á ti cos para encauzar y fijar ya de antem ano en un único sentido obligatorio la acción interpretativa de los es pectadores. XIII. índices escatológicos y facto r de sucesión pueden, pues —a p e sar de su vinculación o rig in a ria en la relación que liga la univocidad de la persona con la ontologización de la existencia—, fu n cio n ar po r separado y aun com plem entándose recíproca mente, com o de hecho sucede en Revuelta en Hai tí-, allí es por la acción conjunta y desdoblada de los dos resortes com o se logra el efecto de «sentido», sin que su determ inación fuese com pleta en fa lta n do cu alq u iera de los dos. El m ulato y Toussaint Louverture se reducen aquí a la condición de actos de un tercero, de cuya condenación o salvación se tra ta —y que, por tanto, no puede ten er m ás que una única verdad—, es decir, la revolución de Haití; las figuras de aquéllos pasan, por tanto, al plano ins trum ental: sus actos, y aun los actos que sus sim ples presencias significan, son acciones o datos de la revolución; ésta es el verdadero personaje, y como tal se inscribe en la exigencia de la univocidad, de ser un solo ser con un solo posible veredicto. El «sen tido» de la h isto ria —esto es, el veredicto que d e te r m ina el se r de tal revolución— q u e d a ría igualm ente 7. Recuérdese cómo he advertido más arrib a (en el parágrafo II) que designaría con esta expresión aquellos rasgos —ya sea ver balmente descritos en un texto, ya sea representados en una pin tura o en una película— fisonómicos o gestuales que caracterizan a los personajes como signos valorativos, que son verdaderos ju i cios de valor escritos en sus rostros y en sus movimientos y acti tudes, de modo que prefiguran y anuncian su destino final de salvación o de condenación, o bien indican al lector o al especta dor de cine de qué parte tiene que ponerse, por quién debe apos ta r para poder d isfrutar del happy end de la novela o la película. (Nota del 30 de diciembre de 1991.)
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indeciso si hubiese una sim ultaneidad de am bas fi guras o si, sin suspender la sucesión, se anulasen los índices escatológicos escrito s en sus frentes; con lo que los espectadores se verían entonces en el d esa pacible trance de no saber a qué ca rta quedarse (pues m ás que la pretensión de conocer el ju icio del autor, los dom ina tal vez el afán —consolidado po r el sedi m ento de una co stum bre inveterada— de que se les sum inistre ya hecho uno inequívoco, cualquiera que éste sea), o sea de ten er que ju zg ar p o r sus propios medios, o bien de tener que renunciar sim plem ente a todo juicio, a todo veredicto totalizador y archivador, y resolverse p o r el conocim iento y p o r la cualidad. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que los índices escatológicos no tienen nada de eventual (de lo con trario, no p odrían ser inm ediata y au to m áticam en te aplicables), sino que, p o r el contrario, están constituidos y fijados en un repertorio convencional lim itado y perm anente, com o un c e rra d o juego de m orfem as o, m ejor todavía, de rasgos ortográficos; pero hay que d iferenciar radicalm ente tales conven ciones, tales signos de puntuación de los que dan todo su rendim iento en un plano,de afección en tera m ente form al e in stru m en tal (un p arén tesis no ha precipitado nunca a nadie, que yo sepa, en las hogue ras eternales): a los índices escatológicos se les pue de lla m a r «signos de puntuación» sólo po r su efectiva convencionalidad, pero no, en m odo alguno, por sus efectos funcionales, puesto que m anipulan directa y solapadam ente el contenido y constituyen —com o vengo intentando esclarecer— una visión del m undo p u ra y pinta, no sólo po r lo que se refiere a la opinión en to rn o a la existencia y al se r de la p er sona que conlleva su sim ple aplicación, sino tam bién en cuanto acervo de valores definidos, ya que la cosa no p ara en su p o n e r sencillam ente que hay buenos y m alos, sino que avanza h a sta a d sc rib ir a unos y a otros, a efectos de su inequívoco reconocimiento, sen 125
dos grupos de señales específicas y p red e term in a das, que a p arejan —sin du d a alguna, de m anera a b s tracta, fisonóm ica, casi racial, pero p o r eso m ism o absoluta y taxativa— una idea positiva del bien y del mal. Como el Dios de Calvino, el n a rra d o r fab rica a sus c ria tu ra s desde un odio o un am or preconcebi do: m uñecos p a ra ju g a r al «pim-pam-pum»: la h is to ria ha sido u rd id a a posteriori, a p a rtir del «sentido»: la existencia se vuelve una ilusión. La pre destinación es un invento de la función narrativ a del lenguaje, com o lo p ru e b a el que su lem a sea «E sta ba escrito». XIV. C onsiderando ahora los relatos orales de la vida, encu en tro que no sólo se m e cu entan cosas de m odo abso lu tam en te relajado, desem bargado y p la centero, sino que tam bién se me hacen a veces o tra s narraciones m enos dom inicales y, por así decirlo, m ás interesadas: pero no quiero referirm e tan to a aq u e llas que tienen una m ás o m enos definida función inform ativa, en el sentido de noticias de algún m odo practicables, y que tal vez p o r eso m ism o alcanzan raram ente caracteres de fran ca narración, cuanto a aquel otro caso extrem o de relatos en los que no pre sentándose ninguna función p rác tic a ap aren te —ni siquiera la de p e d ir consejo—, tam poco puede h a blarse en absoluto de g ratu id ad alguna; quiero de c ir que se me antojan tan inm otivados —«¿por qué me cu en tan esto?»— com o exacerbadam ente nece sarios p a ra el sediento narrad o r. El arq u etip o lo en cuentro en d eterm in ad as n arracio n es de m ujeres exasperadas, relatos siem pre agonísticos, cargados de violencia y de pasión; y pienso que ello se deba, sobre todo, a que su situación no suele perm itirles otras vías de descarga que las de la palabra; en ella despliegan, pues, todo el esfuerzo y todas las tensio nes de su g u e rra in te rio r y con el m undo, de su erte que, m ás que hablar, uno d iría que verdaderam ente 126
actúan, tan señalados son los caracteres de acción que tom a entonces su palabra. Relatos, p o r o tra p a r te, tan llenos del sentim iento de la propia dignidad, de actitu d tan lejana a la lam entación y a la dem an da de piedad o de consuelo, de consejo o de socorro, que nos hacen se n tir c u alq u ier p a la b ra o gesto com pasivo com o la m ás to rp e y la m ás in o p o rtu n a de todas las respuestas, com o si hubiésem os sido llam a dos a se r testigos no ya de una d erro ta, sino de una victoria. Se nos ha req u erid o únicam ente com o a l guien que «preste oído», com o un alm a ju sta que se lim ite a ra tific a r con su asisten cia lo que ya es evi dente por sí mismo; nuestra atención se presenta, sin embargo, com o algo absolutam ente necesario —y la sentim os literalm ente bebida com o po r una sed incontenible—, tal vez porque la ju stic ia cobra exis tencia solam ente c u an d o se la p erm ite «resplande cer», esto es, hacerse pública en voz alta. Pues bien, no hay en el m undo h isto rias m ás alejadas del cuen to de la buena pipa, m ás vigorosam ente cargadas de sentido, y esto sin ceder un punto a la narración m ás relajada en cu an to a la facultad de d esp leg ar toda suerte de referencias circunstanciales sin tem or a las ram ificaciones de segundo y terc er grado, de m ane ra que bien puede decirse, a este respecto, que «pa sión no quita conocim iento»; antes, por el contrario, se d iría que cu an to m ás acen d rad am en te p asiona les sean tales relatos, cu an to m ayores los com pro m isos afectivos del alm a con la cosa, con tan ta m ás precisión verem os hechas todas las reabsorciones, sin d e ja r suelto un solo cabo, tanto m ás radical y ri gurosa se rá la centralización, com o si la pasión m is ma tuviese férream ente em p u ñ ad as en su m ano las riendas del lenguaje, sacando el m ayor partido a toda su riqueza, con un dom inio que no tiene igual. Saben tan bien lo que están relatando, tienen tan puesta toda la c a rn e en el asador, que se ría vano e sp e ra r que se perdiesen, p o r m ucho que se desvíen po r ra 127
mificaciones; al cabo, todo se m uestra tan atado y tan subordinado al centro, tan poderosam ente necesario, que no podrem os d e c ir que en ningún m om ento se hayan andado realm ente po r las ram as. Y si el n a rra d o r es dado al estilo directo, reaparecen incluso, y en la form a m ás p u ra y ejem plar, los índices escatológicos en los tim b res de voz que afecta p ara re p ro d u cir las p a la b ras textuales de su s an tag o n istas (digo «en la form a m ás pura y ejem plar» porque ¿qué p odría hallarse m ás ligado al m ero ser de la perso na que la voz, y que m ás lo represente?), índices que, al fin, no reproducen m ás q u e el encono y la a c ri m onia proyectados del propio narrador. XV. Pero la radicalidad de la centralización, la a p lastan te coherencia del relato, resu ltará, a la pos tre, un a rm a de dos filos: precisam ente la total au to suficiencia de sentido que le concede una tan extrem ada absolutización del centro de coordenadas nos p resen ta u na discontinuidad tan categórica, nos plantea un todo o nada tan preciso, que suscita el ca rácter de lo am bivalente; tan taxativam ente es levan tada y agitada la bandera de la razón y la verdad, que no puede por m enos de h acer flam ear al m ism o tiem po los colores contrarios. En un relato no a b so lu ta m ente c e rra d o en su centralización, los d ato s no e sta rá n com prom etidos los unos a los otro s y la ver dad no será u n a cualidad sintética y totalizante, sino una virtu d tendencial e indefinidam ente prolonga ble de los datos, que se h a lla rá cum plida ú n icam en te en su m odo de a p u n ta r; p ero en cu an to éstos se constituyen en «num erus clausus», la verdad viene a ser reducida al absurdo y a la paradoja, por su mis mo c a rá c te r absoluto, esto es, po r su opacidad con respecto a o tra s razones: la verdad se escapa ju s ta m ente en la m edida en que se la quiera e n c e rra r y com pletar; la falsedad reside siem pre en la últim a palabra. No se trata, p o r tanto, en m odo alguno, de 128
que ningún a serto singular, en cuanto dato de hecho, sea m entira: la pretensión del n a rra d o r no es tal que pudiese satisfacerse con el engaño consciente de su in terlocutor —com o si se tra ta se de hacerle o b ra r en consecuencia o to m a r alg u n a actitu d d eterm in a da—; dado que la finalidad psicológica fundam en tal es hacerse ju sticia ante sí mismo, no teniendo el oyente m ás que el papel de espejo —com o el espejo de la m ad ra stra de Blancanieves, que, m ientras no surgió la joven ém ula, no hacía sino c o n firm arle su propia convicción, hacerle resplandecer ante los ojos su propia justicia, sin que p o r ello le fuese m enos necesario—, ningún sentido ten d ría p rese n tarle un rostro que no se creyese honestam ente el propio, que no se reconociese com o la propia efigie verdadera. H asta el e rro r involuntario resu lta h a rto im proba ble, pues el e scrú p u lo inform ativo, en lo que atañe a lo m eram ente fáctico, de tales personas dom ina das po r el deseo de cargarse de razón satisface el pali on m ás exigente. La im presión de falacia dim ana tie la rígida unidim ensionalidad que el sentido im pone, como una cam isa de fuerza, a todos los elem en tos de la tram a, del ag arro tam ien to contextual de todas las acciones, reducidas a puros valores sem án ticos precisos e inequívocos, y de la consiguiente evi dencia y univocidad de conducta y de intención de lodos y cad a uno de los personajes; la falacia reside en ese firm e y riguroso a p u n ta r de todas las flechas hacia un m ism o blanco. Hay una concepción e stric tam ente novelesca de los com portam ientos, en el sen tido de que no se les concede a las personas o tra dim ensión ni o tra figura que la que adquieren en la tram a en cuestión; al igual que en la baraja, donde el i alndlo de espadas jam ás llegará a se r m ás que el ca ballo de espadas, se d iría que toda su vida y pen samientos, sus sueños y vigilias, no trazan otro signo, no pintan otra figura ni se llenan de otro contenido que aquellos q u e les p resta su unívoca inscripción
en tal contexto narrativo. A rrebatados de sus exis tencias p o r el violento viento del sentido, quedan subordinados funcionalm ente al todo, objetivados en puros valores funcionales en las entrañas de ese todo integrador; toda la am bigüedad circunstancial de in tenciones y designios, toda la m ultivocidad de lo real viene sacrificada en holocausto del sentido, que lo gra perfilarse únicam ente a través de sem ejante he chizo reductor. Cuando no queda ningún dalo gratuito, ninguna ramificación que no revierta al tex to m otivante y motivado, ninguna circunstancia que no ejerza su estricta determ inación causal, aparece invertida la relación entre facticidad y sentido, con el efecto de que la primera, que había de ser justa m ente lo explicado, queda desnaturalizada y conver tida en ilusoria, com o un m ero soporte sensorial de su propia explicación: el qué no es ya m ás que el fan tasma o el ruido del p o r qué. E sta viene a s e r la te sis. Pero la gratuidad se apodera entonces del sentido mismo, com o si se vengase de que haya así querido hacerse cerrado y absoluto. Nada de cuanto el gratui to acaso haya podido m aquinar jam ás (si es que acep tam os oponer, com o se suele, el Acaso y el Destino) alcanza la tenebrosa g ratuidad, c irc u la r y secunda ria, del destino del potro del refrán: «El potro que ha de ir a la guerra, ni lo com e el lobo ni lo aborta la yegua». XVI. Y sin embargo, sería de todo punto inadecua do ped irles q u e relajasen las cu ad ern as de su apre tada convicción, que a b rie sen vías de agua en una nave tan bien encarenada y que han co n stru id o jus tam ente p a ra salv ar su s alm as del n aufragio en la m ar del sinsentido. ¿Cómo pedirles poner en entre dicho la coherencia de un relato que han urdido y desplegado expresam ente p a ra te n e r razón y cuya fundam ental prem isa constructiva era, por tanto, esa coherencia m ism a? La voluntad de d a r sentido se 130
identifica aquí con la voluntad de tener razón: el sen tido se erige, p o r sí mismo, en razón; los propios he chos son sus argum entos. Se p o d ría preguntar: «¿para qué ten e r razón?, ¿no es esto ap acen tarse de viento?». Bueno es el viento cuando no hay otra cosa de qué ap acentarse: al m enos ten e r razón, cuando lodo otro gozo ha sido acibarado, cuando todo otro bien se ha hecho inaccesible. Lo que da qué p en sar es que p ara tal función ju ríd ic a vaya a elegirse ju s tam ente la form a narrativa, que se nos an to ja ría en principio la m ás n e u tra en lo que a tañ e a actitudes vudicantes. ¿No es ello, p o r u n a parte, un alegato involuntario de que la sinrazón está en los hechos mismos, en la c ru d a evidencia de que haya sido así, un testim onio indirecto de que se a fe rra a se r senti da com o un dato em pírico, p o r debajo y al m ism o tiem po po r encim a de cu a lq u ier ley objetiva en que se la p retendiese su b su m ir y disolver, y, p o r otra, una señal de que tan sólo es ya viable y eficiente para « I alm a precisam ente la argum entación m ás p ri mitiva: aq u ella que consiste en a m a ñ a r con los disjfd a m em bra de la propia facticidad que nos rebasa v nos devora un artefacto idóneo p ara hacerle fren te o al m enos sobrevivir en su s en tra ñ as? D ar sem i llo consiste fundam entalm ente en d esp ejar la opacidad de lo que se padece p o r el recurso a una proyección y polarización, en concebirlo y p lan te ar lo a m anera de contienda (hay quien no conoce o tra iiK'ionalidad —solipsísticam ente im aginada com o una m isteriosa cualidad de las figuras cerebrales en »1 m ism as, independiente de toda concreta relación toiisubjetiva— que la de los ejércitos desplegados I u-nte a frente: sólo al form alizarse la b a ta lla consi dera llegada la verdadera claridad —aflorado a la luz ■lo que había en el fondo»—, com o si no se cum plie re justam ente entonces la extrem a coagulación de las tinieblas): una neta y unívoca distribución de los pa íteles, piezas blancas y negras en tablero blanco y ne131
grò. Se trata, en fin, de una m itologización de la facticidad. Y si el m ecanism o m itico fundam ental es la idea de la identidad de la persona, de la univocidad de su co n d u cta y sus designios todos, tal vez no se ria desacertado concebir la operación m itologizadora como una sem antización; el m edio narrativo seria precisam ente el instrum ento de elección para una tal hipóstasis sem àntica del propio acontecer, que sim plem ente refractado en el p rism a del lenguaje des pliega el espejism o del sentido. XVII. La n arrativ id ad se presenta, según esto, com o uno de los expedientes m ás com unes de racio nalización, en el sentido psicoanalítico de la p a la b ra :8 se construye con los propios elem entos de un conflicto un edificio capaz de au tosustentarse, en el que el alm a e n c o n traría una im agen m ás o m enos satisfacto ria de aquello que la oprim e. Aquí lo sa tisfactorio de la im agen resid iría en a lu m b ra r la convicción de la propia ju sticia —y no puede pen sarse la ju stic ia sino donde hay sentido—, en h a c er la resplandecer ante los propios ojos. Pero, com o toda racionalización, es un arreglo «dom éstico», que, com o tal, si ha de sa tisfa c er su com etido, no puede e n fre n ta r radicalm ente al sujeto con el m undo que lo oprim e —lo cual equivaldría a m an ten er el con flicto en toda su c ru d eza—, sino que ha de co n sistir en alguna form a de transacción con ese m ism o m un do; yo sostengo que son precisam ente las ideas de justicia y de sentido las que se tom an en p rèstito del m undo en sem ejante transacción. Tan hum ilde es, por tanto, la resp u esta a la sinrazón que se padece, que d e sau to riz a r tales racionalizaciones con el re curso al a rb itra je de la objetividad sería p ed ir al su 8. La idea de la racionalización es para mi gusto el único ha llazgo afortunado, o, al menos mínimamente creíble, de toda I;« bizantina fantasm agoría psicoanalítica.
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Jeto una capitulación sin condiciones frente a ella, desposeerlo de la últim a ventaja que a su vez se con cede en la propia transacción: la de h a c er fu n cio n ar esas ideas en un uso partisano. ¿Cóm o p rese n tar el principio de la objetividad, el principio del «dura lex, sed Lex», frente a la racionalización p o r el sentido, ni ha sido ya la objetividad m ism a la que ha incoa do. sugerido e im puesto una tal regresión a la m ito logía? ¿Pues qué es ese «sed Lex» sino la m ás g ratuita V tautológica, la m ás p u ram ente verbal de las racio nalizaciones, la que consiste en la sim ple presentai ión de un papel escrito y ru b ric ad o ad h o c? ¿Quién si 110 la objetividad h a b ría p rep arad o p a ra sus pro pias víctim as ese precario m odus vivendi que con siste en a p acen tarse de viento, para que sobrevivan bajo su sa tra p ía ? La subjetividad viene a reprodu cir, con su prim itivism o, ju stam en te la racionalidad de lo objetivo, esto es, su racionalizada sinrazón, su m itologizada irracio n alid ad ,9 con lo que al cabo se convierte ella m ism a en reflejo y agente, en cóm pli ce y pro p ag ad o r de la propia ferocidad que la hosti9. Quince años después de escribir esto, leí en la Dialéctica nenativa de Theodor W. Adorno (Traducción castellana de José Ma lla Ripalda, Taurus Ediciones, S.A., reimpresión, Madrid, 1984; p.ígs. 316-317) el siguiente magnífico —y terrible— pasaje: «Herido ilc muerte, el condottiero Franz von Sickingen encontró para su destino las palabras: "nada sin causa”. Era al comienzo de la Edad Moderna, y con la fuerza de la época sus palabras expresaban amli.is cosas: la necesidad de la marcha social del mundo, que lo con donaba a la destrucción, y la negatividad del principio de una m archa del mundo que procede conforme a la necesidad. Un tal principio es absolutamente incompatible con la felicidad, inclu so con la felicidad del todo. La experiencia que encierra no se re duce a la vulgaridad de que el principio de causalidad es universalmente válida La conciencia individual de la persona pre se n te en lo que le ocurre la interdependencia de lo universal. Su destino aparentemente aislado reflexiona el to d a Lo que antes fue designado con el nombre mitológico de destino no es menos mí tico en cuanto desmitologizado que la secularizada "lógica de las to s a s”. Ella marca a fuego al individuo como figura particular »uva».
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ga y obnubila, eslabón de esa racionalidad, que se asegura asi de que el circuito no quede in te rru m p i do en p unto alguno. Ya la versión del n a rra d o r p a r cial es verdaderam ente una versión objetiva de los hechos, en cuanto no repercute sino el fuero m ism o que los enhechiza; con lo que lo único que a la p o s tre, y a despecho de toda su m entira, sigue teniendo razón en relatos sem ejantes viene a ser, parad ó jica mente, su parcialidad: ese incohercible gem ido de si bila que por d etrás de la m ordaza de todas las razones deja esca p a r el testim onio de la encu b ierta sinrazón. XVIII. Pero en ellos, sea de esto lo que fuere, a l canza la n arració n una fisonom ía tan segura y defi nida que se nos llega a antojar como nacida para esta función racionalizadora. La n a rració n o c u p a ría así, pues, frente a la lírica, un lu g ar de d istin ta condi ción en tre las form as del lenguaje, ya que no p e rte nece, com o ésta, únicam ente a la literatura, sino que se halla ya prefigurada y funcionalizada entre los m e dios cotidianos del rep re sen ta r —el e rro r e sta rá en considerarla, p o r esta circunstancia, com o una for ma m enos cultural, m enos histórica que la lírica m is ma, casi com o una form a natural, o, todavía peor, com o la form a de la realid ad —; tan sólo en eso es trib a la razón de que se hable de «narración realis ta» y no de «lírica realista»: la narració n realista, conform e com únm ente se concibe, sería, en p rin c i pio, la que im ita al relato cotidiano, o sea, la que re produce el aco n tecer tal com o cotidianam ente se lo representa —se lo n a rra a sí m ism a— la conciencia inm ediata e irreflexiva, la conciencia racional izado ra, tal com o lo realiza esa conciencia; el realism o con firm a, p o r lo tanto, la racionalización que sem ejante conciencia se ha fraguado para sobrevivir en esa rea lidad, o —dicho inversam ente— ratifica la propia m i tología en que esa realidad se tran sfig u ra para 134
hacerse sobrellevar po r la conciencia. Es, pues, en virtud de sus propios supuestos, un ac ta de cap itu lación.
Apéndice El caso Dimna Ha sido sobrem anera injusto p o r mi p arte a p u n tar toda la a rtille ría co n tra la ciudad del lago, pues la verdad es que allí no se e n arb o la m ás que una ya viejísim a bandera, y no sólo c ristia n a, sino necesa riam ente com ún a toda secta o religión que im agine la presciencia com o posible atributo de la divinidad. Cinco años después de e sc rib ir esta sem ana, me en cuentro con el pleito en el Calila e Dimna, obra de origen indo-persa, cuya p rim e ra recopilación, e scri ta en pehleví y a p a rtir de fuentes sá n sc rita s toda vía m ás antiguas, parece rem ontarse al siglo VI. Aunque h asta el XIII no llegará la obra al castella no, y solam ente a través de las a d u an as del Islam , acogiendo en su seno, po r lo visto, en el largo y lento viaje, añadidos islám icos y h a sta cristianos, el p asa je que voy a tra n s c rib ir parece se r que estab a ya en las versiones m ás antiguas, con lo que nuestro plei to resu lta ría h a b e r sido com partido, com o un h o ri zonte y una atm ósfera común, por los distintos cielos de diferentes religiones. R eunida la co rte en juicio contra Dimna, el cocinero m ayor funda su acusación en los m uy precisos y elocuentes índices escatológicos —o «señales», com o allí se los llam a— que reco noce en el sem blante y en el a n d a r del acusado y que incluso describe y enum era a los presentes. Pues bien, acto seguido se verá cóm o Dimna, a fin de de fenderse, establece la relación m ás explícita y direc ta entre tales «señales» y la idea de la predestinación, concibiéndolas, por tanto, expresam ente —y aunque 135
sea para im pugnarlas— bajo la pretendida cualidad de auténticos índices escatológicos: «Dijo Dimna: “ Di vos este ejem plo po r que non diga ninguno de vos lo que non sabe, po r facer p la cer a otros nin por o tra cosa. Et todo hom ne h ab erá galardón por lo que ficiere, et yo só salvo de lo que me apusieron. Et he me entre v u e stra s m anos, pues temed a Dios, cuanto pudieres.” Fabló el cocinero m a yor fiándose en su dignidad, et dijo: "Oíd, sabios e ricos hom nes, et parad m ientes en lo que vos diré: ca los sabios non dejaron ninguna señal de los bue nos e de los m alos que la non departiesen, et las se ñales de la falsedat son m anifiestas en este mal andante, et de m ás que ha m ucho m ala fama." Et dijo al alcalld al cocinero: "Ya lo oím os eso, et pocos son los que las non conocen. Pues dinos las señales que vees en este lazrado.” Dijo el cocinero: "F ulán dijo en los libros de los sabios que el que ha el ojo si niestro pequeño e guiña dél m ucho, e tiene la nariz inclinada faza la diestra parte, e tiene las cejas alon gadas e entre las cejas tres pelos, e cuando anda ab a ja la cabeza e cata en pos de sí, e le salta todo el cuerpo, et el que estas señales ha en sí es m esturero e falso e traidor, et to d as estas señales son en este lazrado apercebidas." Dijo Dimna: "Por unas cosas judga el hom ne otras, et el juicio de Dios derecho es e sin tuerto. Et vos sodes sabios e m esurados en ra zonar, et ya oiste lo que este dijo; pues oíd a mí, ca él cuida que non es ninguno m ás sabio que él, et cree que non ha o tro m ás sa b er que el suyo; pues si to dos los bienes e los m ales que el hom ne face non son sinon por las señales que son en el homne, m anifiesta cosa es que non h a b rá el religioso su buen galardón por el servicio que face a Dios, nin el que m al face non h a b rá pena por sus m alas obras, et que non son los hom nes bien an d an tes si non p o r las señales que son vistas en ellos, et el que m al face non se puede dello d e ja r nin puede e s ta r que lo non faga, et que 136
non es ninguno virtuoso, m aguer puñe en bien facer, que le tenga pro, nin ningunt m alfechor, m aguer que peque, quel faga daño. Et non m ande Dios que así »ca, et si a los hom nes fuese dado p ornían en sus i uerpos las m ayores señales que ellos pudiesen’’.»
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El llanto y la ficción
Sería preciso conocer m ejor la natu raleza psico lógica de la participación afectiva en lo fingido: «Sed qualis tándem m isericordia in rebus fictis et sceni cis?» «Lacrimae ergo a m a n tu r et dolores?» «Et hoc de illa uena am icitiae est; sed quo uadit? quo flu it?». Preguntas tan fam osas com o antiguas; p ara San Agustín e ra un caso de conciencia y com o tal lo re suelve; las m ism as p reguntas nos sirven a nosotros, pero vueltas hacia otro orden de respuestas. Tan sólo he de d e ja r aquí observado cóm o el e stric to llanto, en cuanto tal, es siem pre placentero, no sólo en la ficción; es la efectiva inm unidad que en é sta d isfru tam os la que hace que, al q u e d a r el llanto sólo, sin el daño, nos sea dado reg istra r su c a rá c te r plácente ro. Q ueda en pie la cuestión de cóm o sea posible que la ficción le sirva de acicate. ¿Q uerrá d ecir que en ella se conserva lo esencial de aquello que nos hace llorar? De ser así ¿ q u e rrá d ecir que en los daños no fingidos no es a la m ás inm ediata percusión de su evidencia sino a la m ed iata y secu n d aria represen tación reflexiva a lo que hay que a trib u ir la facultad de prom over el llanto, esto es, que sólo gracias a la 138
posibilidad de representarnos el daño, como en im a gen proyectada, nos es dado acceder a un desahogo semejante? Que es la representación, y no la afección misma, lo que tam bién en los daños no fingidos de sencadena el llanto me parece algo em píricam ente «•vidente. Se d iría que la representación proyecta el daño com o im agen y, en alguna m edida, expande su opresión; podría decirse que p o r m edio de ella nos desdoblam os en im agen ante n u estro s propios ojos. 1.a representación p resta ojos al que sufre y figura til sufrim iento; tal vez p o r eso son precisam ente los elementos sensibles, o, m ás todavía que sensibles, ex presivos —y a u n literarios o sa ría d e c ir— el agente provocador cara c te rístic o del llanto. El poem a sen tim ental m ás em otivo que conozco es un hai-ku que dice así: Al sol se están secando los kimonos: ¡Ay, las pequeñas mangas del niño m uerto!'
El poem a está, com o se ve, d rásticam en te tru n c a do en dos m itades, h asta el punto de que podría de*irse que todo su m ecanism o form al se reduce a esa fractura, la cual, por lo dem ás, no p o d ría p erten e cer m ás com pletam ente al contenido; el poem a en terro bascula sobre el «ay» que da com ienzo al vegundo verso. La im agen m ás aproxim ada que se me ocurre para rep resen tar la form a del poem a es la ile que el poeta se lim ita en el p rim e r verso a presen tarnos una caña, p ara tro n c h a rla acto seguido en el w gundo y tercer versos.2 En la m añana de la m uer1. Tomado y traducido al castellano de la versión italiana de llumo ludetts, de J. Huizinga (Giulio Einaudi editorc, Torino, 1948). 2. Segundo y tercer versos según esta versión y la italiana; ig noro si el texto holandés de Huizinga logró conservar el metro •llábico clásico del hai-ku (5/7/5), o ni siquiera lo respetaba el ori ginal japonés.
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te, un padre, al percibir de pronto la c laridad del día, que ha crecido del todo sin que nadie la sintiese, alza los ojos, desvelados po r una larga noche de agonía, y se vuelve a m ira r por la ventana a b ie rta hacia el jardín, donde se le presenta una visión perfectam ente cotidiana: los kimonos, tendidos el día anterior, ya cen o cuelgan desplegados al sol, com poniendo, con esa singular capacidad de los vestidos para represen ta r a las personas, una especie de retrato fam iliar; pero de pronto la a tu rd id a m irada es a sa lta d a por la im agen del kim ono del niño que acaba de m orir: los dos últim os versos no p o d rán ya se r dichos en voz alta, ahogados por la ola arro lla d o ra del sollozo —cuya irru p c ió n es indicada p o r el «ay»— que sube por el pecho a rom per en la garganta. N ingún poe ma, a mi entender, podría ilu stra r m ás acertadam en te cóm o surge el llanto, cóm o es la representación reflexiva, posibilitada, m ediada y sustentada po r ele m entos sensibles y expresivos, su desencadenador característico. ¿Por qué no el propio cu erp o m uerto, que yace todavía sobre el lecho, y sí, en cam bio, el kim ono que se ve por la ventana, puesto a se ca r al sol? El cu erp o es el niño y es el lu g ar del hecho, el kim ono significa el niño y es el lu g ar de la represen tación; siem pre necesitam os un espejo, para saber lo que nos ha pasado. ¿Cuál es aquí, concretam ente, el m ecanism o de la reflexión? ¿En qué consiste la d esgarradora virtud expresiva del kimono? Hay, por así decirlo, dos series de elem entos biunívocam ente coordinadas: la que com ponen los propios miembros de la fam ilia y la que com ponen sus kim onos des plegados al sol; ahora bien, en la prim era de las dos series causa de pronto baja un elemento, sin que haya dado, e n tre tanto, tiem po de elim in ar de la segunda serie el elem ento correlativo: el pequeño kimono, ten dido cuando el niño todavía esta b a vivo, sigue allí todavía e n tre los de los que todavía viven, com o si el niño todavía viviera; la superposición de las dos 140
series form a com o un palim psesto, en cuya repenti na, sensible y precisa discordancia cobra vivísim a expresión todo el con traste entre el antes y el d es pués, entre el todavía-y-siem pre de la cotidianidad y el ya-no-y-nunca-jam ás de la tragedia. El todavía de las pequeñas m angas m ovidas p o r la b risa des pliega po r reflexión ante los ojos todo el abism o del va no de los pequeños brazos m ovidos po r la vida. I tab lar aquí de eficacia literaria sería a trib u ir a este poem a algún ardid retórico que enfatizase la n a tu raleza de los hechos m ism os; no, el poem a se lim ita ¡i enunciar con la m ayor precisión y austeridad, o m e jor todavía, a reproducir literalm ente, el propio acon tecim iento psicológico: no hay en él ni una sola gota m ás de litera tu ra de c u a n ta no contenga ya de suyo la propia psique hum ana. Todo llanto de com pasión es promovido a p a rtir de representaciones y toda re presentación se constituye sobre elem entos sem án ticos y expresivos y es siem pre, por consiguiente, esencialm ente literaria. La doble observación de que tam bién el llanto ante los daños no fingidos fuese en sí mism o igualm ente placentero y se viniese a pro vocar, com o pretendo, en un desdoblam iento repre sentativo y siem pre por m ediación de una espoleta expresiva —sensible o verbal— es algo que, de ser cierto, nos p odría a y u d ar notablem ente a com pren der el llanto en el teatro y la natu raleza psicológica ile la participación en lo fingido; m as creo que, por ahora, no me hallo en condiciones de aventurarm e m ás en este oscuro asunto.
Apéndice El caso José Cuando en el ensayo «La predestinación y la narratividad» in clu í en a p é n d ic e el caso Dim na, p a ra 141
ilu s tra r el asu n to de los índices escatológicos, hubo un desplazam iento: m ientras en el texto desde el que se rem itía al apéndice en cuestión los índices esca tológicos eran contem plados en su m anifestación concreta de juego de señales que corría entre el a u to r de una o b ra y sus d estinatarios, en cam bio en el ejem plo del apéndice tanto los índices escatológicos com o su relación con la predestinación habían p a sado al in te rio r del texto; ya no eran índices que fu n cionasen en el eje de la com unicación (es decir, en el tráfico directo entre el em iso r y el receptor), sino que habían saltad o al eje de la significación (es de cir, al objeto m ism o de ese tráfico); ya no p erten e cían al d e c ir sino a lo dicho; se habían vuelto tem áticos. No era el a u to r quien cargaba allí a Dimna con unas señales de valor prem onitorio capaces de orientar, com o nuncios de un destino, la expecta tiva del lector, sino los propios personajes quienes, por d en tro de la historia, encontraban, reconocían, describían, consideraban e interpretaban señales se m ejantes y las hacían ju g a r explícitam ente com o ta les índices escatológicos en su propia querella argum ental. Pues bien, el caso José va a suponer, aunque en un sentido algo distinto, otro desplaza m iento afín: el texto va a m eter en casa, va a hacer tem ático, ya que no en la conciencia, sí, al m enos en la acción de un determ inado personaje, algo que sólo a costum bra a ser tem ático del texto mismo, esto es, que no suele p erten ecer al m ovim iento interno del hacer, sino tan sólo al del acontecer. Si en el hai-ku tran scrito en las páginas del texto la im prevista ap a rición de los kim onos ante los ojos del padre del niño que acaba de m orir, y po r lo tanto la sú b ita activa ción del catalizad o r reflexivo provocador del llanto, aparece com o algo dado po r la situación, propuesto por el poeta, y consiguientem ente, padecido p o r el padre (el pad re se ve som etido a la p ru eb a de ver de pronto esos kimonos al sol, sin que im porte aquí aho 142
ra establecer si po r designio del poeta o po r la m ano invisible del destino), ah o ra nos vam os a encontrar, en cambio, con un caso en que esa m ism a activación o producción de un c atalizad o r reflexivo pasa a se r subtem ática, es decir, se convierte en objeto de una operación activa en la propia e n trañ a argum ental de lo narrado. El caso, al m enos en la adm irable form a muda, directa, espontánea, irreflexiva, indeliberada, gratuita, inexplicable, casi fatal, en que aparece aquí, es tal vez único en la h isto ria de la litera tu ra y po r tanto un testim onio antropológico excepcional en la pureza de su inexplicitud: «Esto es lo que pasó y así lo cuento». (La a trib u ció n de un objeto a una c u ltu ra y a unas gentes puede hacerse según el em iso r o según el re ceptor, pues tam bién quien recibe ese objeto y lo hace suyo tiene que ver con él; tan sólo porque ha parecido m ás fácil m ira r cóm o tiene que ver con él el que lo da es por lo que ha prevalecido casi siem pre la p rim era atribución. Mas no sería o p o rtu n o des cu id a r hechos tales com o el de que las figuras del león y el elefante —anim ales a frican o s— hayan lle gado a p e rte n ec e r a la m ás íntim a c u ltu ra de c u a l q u ier niño europeo no m enos de cu an to puedan p erten ecer a ella las del zorro y el lobo —anim ales europeos. La atrib u ció n al receptor confunde las de m asiado fáciles y casi siem pre falsas y b aratas iden tidades que suelen form arse a p a rtir de la atribución al em isor: la Biblia pertenece al O ccidente tanto com o A ristóteles al Islam . ¿Cómo p o d ría se r «orien tal» la Biblia, si es el árbol del centro del bosque a cuya som bra se ha criad o el O ccidente entero d u rante casi dos mil años? Recuerdo aquí estas obvie dades tan sólo p ara e n carecer h asta qué punto la historia de José, sobre la cual se va a a b rir el nuevo caso, no sólo es una de las h istorias m ás antiguas en la h isto ria pública de la cu ltu ra occidental, sino a m enudo tam bién la m ás rem ota en la h isto ria p e r 143
sonal de cada uno de sus m iem bros; juega, así pues —po r e m p lear los térm in o s del biólogo, au nque sin m ás c o m p ro m is o q u e el d e u n a c o m p a r a c ió n form al—, tanto en la filogénesis com o en la ontogé nesis. Es para cu a lq u ier europeo lo m enos exótico de este m undo, y, por supuesto, m uchísim o m enos que La Chanson de R oland p ara un francés de hoy o El Cantar de Mío Cid p ara un castellano de hoy, pues sería com pletam ente artificioso conceder al Mío Cid, respecto de los castellanos de hoy, un lugar sem ejan te al que cabe conceder a los poem as hom éricos res pecto de los helenos de mil años después de Homero: la tradición no depende de un vínculo nom inal, sino de un ejercicio cotidiano, y los helenos no dejaron de ejercitarse en los poem as hom éricos desde la es cuela m ism a, cosa que no puede ciertam ente d ecir se de los castellanos de hoy respecto del Mío Cid. El poem a fue publicado por p rim era vez trescientos años después de la introducción de la im prenta en España, lo que dem u estra sin m ás su c a rá c te r de re liquia, y no de tradición, al m enos ya en la segunda m itad del siglo XV; en cuanto al personaje mismo, que halló m ás larga vida en los rom ances, tam bién fue dejado a trá s y convertido en arqueología hace tal vez unos doscientos años. Por el contrario, han de ser precisam ente h istorias «orientales», com o la de Abraham e Isaac, la de Jacob y Esaú, y sobre todo, por ser la m ás sugestiva, al parecer, p ara los oídos infantiles, la de José y sus herm anos, las que ven gan verdaderam ente a o c u p a r entre nosotros un lu g a r sem ejante al que ocupaban la ¡liada y la Odisea entre los helenos. Creo que, al m enos h asta los hom bres de mi edad, p odrían contarse por m illones los «occidentales» que reconocerían conm igo en esta dulce h isto ria la p rim era narració n que han conoci do —h asta el punto de que el m om ento de su recep ción yace olvidado en la niñez inm em orial—, y por lo tanto la h isto ria p o r excelencia, el m odelo o a r 144
quetipo com ún de todas ellas, o sea, la caja en que nos son entregadas todas las historias.) ¿Qué hay, pues, con José? El episodio que me pro pongo co n tem p lar es el del reencuentro de José con sus herm anos, o, por u s a r el térm ino de la precepti va antigua, el del «reconocim iento» o anagnorism ós (ya que la h isto ria de José es, com o la Odisea, un ejem plo perfecto del tipo de narració n que los a n ti guos, y no sé si A ristóteles por p rim era vez, cara c te rizaron com o de peripéteia kai anagnorism ós). El episodio com prende desde el versículo 42, 6 h asta el 45, 3 del Génesis, am bos inclusive. E xtractaré todos los pasos de tan ex trao rd in ario y ap arato so recono cim iento, sin resp e tar los capítulos de la Biblia y di vidiendo este resum en en mis propios tres apartados, cada uno de los cuales term in an con uno de los tres llantos de José: 1. Venidos los años de la carestía, José, ministro del faraón, y en funciones de suprem o intendente, vende a egipcios y extranjeros el trigo alm acenado durante los siete años de abundancia. 2. Entre los extranjeros que se posternan ante él para pedirle trigo, José re conoce a sus diez herm anos mayores (Jacob ha rete nido consigo a Benjamín, el único de sus hijos que es más joven que José y al mismo tiempo el único que, perdido éste, le queda de Raquel), pero ellos no reco nocen a José y éste, lejos de darse a conocer, finge sos pechar de ellos como espías que hubiesen venido a reconocer las defensas fronterizas del Im perio con tra las rutas nóm adas del Sinaí. 3. Apremiándolos a preguntas, José se hace decir lo que ya sabe: que son de Canaán, que han sido doce herm anos («el más pe queño quedó con nuestro padre, el otro no vive ya»), y revelar, de paso, lo que ignora: que el padre vive to davía y que Benjamín está con él. 4. José finge que rer asegurarse de sus palabras y los conmina a que traigan a Benjamín: que uno de ellos vaya a buscarlo, m ientras los otros nueve quedarán como rehenes; y de momento los manda m eter a todos en prisión por
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espacio de tres días. 5. Al cuarto día, sin embargo, José cambia de acuerdo: ahora van a ser nueve los que vayan a por Benjamín y sólo uno el que se quede como rehén. 6. Los hermanos, afligidos por la situación, se recuerdan los unos a los otros, delante de José, la gran culpa que com etieron contra él veintiún años atrás, cavilando entre sí que esto de ahora es como un cas tigo; Rubén, el primogénito, les dice a los demás: «¿No os advertí yo diciéndoos: "No pequéis contra el niño”, y no quisisteis escucharme?» 7. José, que les ha ve nido hablando por medio de intérprete, fingiendo no conocer su lengua, tiene que apartarse para que no lo vean llorar. [Primer llanto de José.] 8. Vuelve José y se queda con Simeón como rehén mientras los otros parten hacia su tierra. 9. De cam i no para casa, los hermanos encuentran sus dineros en la boca de los costales y, no sabiendo a qué ate nerse sobre aquello, se llenan de temor. 10. Jacob, puesto al corriente de los sucedido, no quiere acep tar de ningún modo la idea de dejar m archar a Ben jamín. 11. Acabadas las provisiones, vuelve el hambre a la casa, y Jacob les dice a sus hijos que vayan otra vez a Egipto; ellos, por tem or al m inistro del faraón, se resisten a hacerlo sin llevar consigo a Benja mín. 12. Jacob dice: «¿Por qué me habéis hecho este mal de dar a conocer a aquel hombre que teníais otro hermano?» 13. Ellos contestan: «Aquel hombre nos preguntó insistentemente sobre nosotros y nuestra fa milia y nos dijo: "¿Vive todavía vuestro padre? ¿Tenéis algún otro herm ano?”, y nosotros contestamos según las preguntas. ¿Sabíamos acaso que iba a decirnos: "Traed a vuestro hermano”?» 14. Al fin Judá, ponién dose por responsable de Benjamín, logra convencer a su padre para que lo deje marchar, y Jacob manda que vuelvan a llevar el dinero encontrado en la boca de los costales, por si ha habido algún error, junto con el dinero para el trigo nuevo y un presente de miel, tragacanto, astràgalo, láudano, alfónsigos y alm en dras. 15. José ve venir a sus herm anos con Benjamín y manda que les dispongan un banquete. 16. Ellos re celan de tan extraño tratam iento y, temiendo alguna cosa a causa del dinero encontrado en la boca de los
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costales, hablan de ello al mayordomo, camino del pa lacio; pero éste los tranquiliza diciéndoles que es Dios quien habrá puesto ese dinero en los costales, puesto que él ha recibido el pago a su debido tiempo, y que queden en paz a este respecto. 17. Se manda traer también a Simeón y al fin entra José y ellos se postem an ofreciendo los presentes. «Vuestro anciano pa dre, de quien me hablasteis —les pregunta José—, ¿está bien?, ¿vive todavía?» «Tu siervo nuestro padre, está bien, vive todavía», le contestan. 18. José alza los ojos y mira a Benjamín (Benjamín tiene entonces vein ticinco años y José tiene treinta y nueve). «¿Es éste vuestro herm ano menor, de quien me habéis habla do?», pregunta, pero, sin esperar respuesta, se vuel ve al propio Benjamín y le dice: «Dios tenga m isericordia de ti, hijo mío». 19. Aquí el texto dice li teralmente: «Se apresuró José a buscar dónde llorar, pues se le conmovieron las entrañas a causa de su her mano, y entrándose a su cám ara lloró» (Vulgata: Festinauitque, quia conmota fuerant uiscera eius super fratre suo, et erumpebant lacrymae, el introiens cubiculum, fleuit»), [Segundo llanto de José.] 20. José se lava la cara y, reprimiéndose, manda apa rar y se sienta a com er en otra mesa, frente a sus her manos, mientras los egipcios presentes se sientan en una tercera (las costum bres egipcias prohibían sen tarse a com er en la misma mesa con los extranjeros). 21. Benjamín recibe en la mesa un trato de favor3 y todos los hermanos de José se alegran y se confían de nuevo durante la comida, acabando de deponer sus suspicacias y aceptando, pese a su extrañeza y a su falta de justificación, la idea de aquel convite. 22. Cuando ya se disponen a partir, José, secretamente, m anda que les pongan de nuevo el dinero en la boca de los costales y que en el de Benjamín pongan tam3. Una ración más abundante: cosa que sugiere la posibilidad de una temprana influencia helénica, ya sea en los egipcios, ya, más probablemente, en el autor del texto bíblico, pues coincide con la geras, la doble ración de honor que los helenos servían al comensal más importante. A menos que no haya que pensar en una transmisión helena, sino en una más arcaica tradición cultu ral común. (Nota de 1991).
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bién su propia copa de plata. 23. Habiéndoles dado apenas tiem po para salir de la ciudad, José m anda a su mayordomo que dé alcance a sus herm anos y los acuse del robo de la copa, diciéndoles: «¿Así devol véis vosotros mal por bien?». 24. Los hermanos, se guros de su inocencia, se ofrecen a ser registrados y a que m uera aquel en cuyo costal sea encontrada la copa de plata. 25. El mayordomo acepta la propuesta, pero rebaja la condición a retener como esclavo al que sea hallado culpable del hurto, dejando a los demás en libertad. 26. La copa es encontrada en el costal de Benjamín (costal que, naturalmente, como mandan los cánones de la narración —véase «La predesti nación y la narratividad» en este mismo volumen, pág. 110— es registrado en último lugar, del mismo modo que, en gracia a la mayor efectividad retórica que supone establecer una correspondencia biunívoca entre herm anos y costales, el número de éstos es reducido a once, aun a costa de la verosimilitud, pues resulta poco creíble que por sólo once costales de tri go, esto es, por un máximo de unos 600 kg de grano —que suponen, para una familia que habría que cal cular en más de cien personas, no más de veinte días de pan—, se emprendiese una expedición de unos 350 km como los que median entre Hebrón [?] y Tanis, o sea, entre ida y vuelta, de quince a veinticinco días de camino, gran parte de ellos por el desierto septen trional del Sinaí). 27. Los hermanos no entregan a Ben jamín, sino que vuelven todos juntos a presentarseante José. 28. José los reprende y confirm a la deci sión del mayordomo: Benjamín habrá de quedarse como esclavo. 29. Judá, fiador de Benjamín ante su padre, toma aparte a José y le dice unas palabras que es preciso transcribir: «Por favor, señor mío, que pue da decir tu siervo unas palabras en tu oído sin que contra tu siervo se encienda tu cólera, pues eres como otro faraón. Mi señor ha preguntado a tus siervos: "¿Tenéis padre todavía y tenéis algún otro hermano?", y nosotros contestamos: “Tenemos un padre anciano y tenemos otro hermano, hijo de su ancianidad. Te nía éste un hermano, que m urió, y ha quedado sólo él de su misma madre, y su padre le ama mucho”. Tú
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dijiste a tus siervos: "Traédmelo, que yo pueda verle”. Nosotros te dijimos: "Mira, señor, no puede el niño dejar a su padre; si le deja, su padre m orirá”. Pero tú dijiste a tus siervos: "Si no baja con vosotros vuestro hermano menor, no veréis más mi rostro”. Cuando su bimos a tu siervo, mi padre, le dimos cuenta de las palabras de mi señor; y cuando mi padre nos dijo: "Volved a bajar para comprar algunos víveres”, le con testamos: "Ño podemos bajar, a no ser que vaya con nosotros nuestro hermano pequeño, pues no podemos presentam os a ese hombre si nuestro hermano no nos acom paña”. Tu siervo, nuestro padre, nos dijo: "Bien sabéis que mi m ujer me dio dos hijos; el uno salió de casa y seguram ente fue devorado, pues no lo he visto más; si me arrancáis también a este y le ocurre una desgracia, haréis bajar mis canas con dolor al sepul cro”. Ahora cuando yo vuelva a tu siervo, mi padre, si no va con nosotros el joven, de cuya vida está pen diente la suya, en cuanto vea que no está, m orirá, y tus siervos habrem os hecho bajar en dolor al sepul cro las canas de tu siervo, nuestro padre. Tu siervo ha salido por responsable del joven al tom arlo a mi pa dre, y ha dicho: "Si yo no lo traigo otra vez, seré reo ante mi padre para siem pre”. Permíteme, pues, que quede tu siervo por esclavo de mí señor, en vez del joven, y que éste se vuelva con sus hermanos. ¿Cómo voy a poder yo subir a mi padre si no llevo al niño con migo? No, que no vean mis ojos la aflicción que cae rá sobre mi padre». 30. José, viendo que ya no puede contenerse más, grita a los egipcios presentes en la sala: «¡Salgan todos! ».31. Quedan a solas José con sus hermanos, y él, rompiendo a llorar, clama por fin: «¡Yo soy José! ¿Vive mi padre todavía?». «Lloraba José tan fuertem ente —dice la letra del texto— que lo oyeron todos y lo oyó toda la casa del faraón» (Vulgata:
"Eleuauitque uocem cum fletu: quam audierunt Aegyplii, omnisque domus Pharaonis"). [Tercero y último llanto de José.] H a sta aq u í el largo ep iso d io del reco n o cim ien to de Jo sé y su s h e rm a n o s. La v ieja y fa m o sa c u e stió n es p o r q u é se m o n ta a q u í to d o este esp e ctácu lo .
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Por su p u esto que toda la litera tu ra está poblada de toda clase de insidias para a te n ta r co n tra los la crim ales del lector, desde las m ás bu rd as y artificio sas hasta las m ás sutiles y veraces, y los reencuentros entre allegados separados d u ran te largo tiem po pa recen las ocasiones m ás propicias p ara tra e r consi go efectos emotivos, ya atacando artificiosam ente la propia situación con los ácidos corrosivos de un con traste producido por las vicisitudes respectivas de los años de la separación (como cuando la am ada, convertida ya en m arquesa por un m atrim onio de conveniencias, reconoce de pronto al am ado de su juventud en un m endigo que su propio cochero aca ba de d e rrib a r de un em pujón sobre los adoquines m ojados p o r la lluvia, cuando in ten tab a acercarse a pedir una lim osna a aquella a quien no ha llegado a reconocer a su vez en la elegante d am a que des cendía del lando p ara e n tra r en el teatro de la ó pera a ver el Rigoletto), ya cuando es la propia n a tu ra le za inerte la que, en un incidente fortuito, tañe las cam panas del reconocim iento (así cuando E uriclea, la vieja am a de Ulises, llega a to car con la m ano la cicatriz de la rodilla de éste, reconociéndola al tacto —y a despecho de la precaución del héroe, que ha tenido buen cu id ad o de ponerse en la pen u m b ra d u rante el lavatorio, para evitar que el am a se la viese—, y, en la so rp re sa y la dicha de tan inesperado reco nocimiento, suelta de pronto el pie de Ulises, y el pie va a d a r co n tra el borde del caldero de bronce y el bronce resuena y el caldero se vuelca y toda el agua se d erram a po r el suelo de la sala, com o si el calde ro dijese todo lo que el resonante y desbordante co razón de E uriclea tiene que c a lla r).4 Y nótese, de 4. Tiene que callarlo, para no contradecir la voluntad de Ulises de mantener su incógnito respecto de la propia Penélope —presente en ese momento en otro punto de la sala—, asi como de todos los demás, salvo del porquero y de Telémaco. Pero si Ulises aplaza, al igual que José, el momento de darse a conocer, en cam-
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paso, cóm o en este ejem plo de la Odisea, a diferen cia de lo que p asab a en el hai-ku y en el ejem plo de José, ni el am a ni Ulises parecen ser, en principio, los pacientes o receptores de tal representación: para ellos la cosa se queda en un incidente fortuito, sin m ás significación que la de poner en peligro el in cógnito de Ulises ante su m ujer; será sólo para el lec to r para quien el caldero actúe com o resonador em otivo del reconocim iento. La a b so lu ta sobriedad, la credibilidad del episodio del caldero ju stifican el m ayor prestigio litera rio de que ha venido gozando la Odisea —frente a obras como las que podrían con tener episodios com o el de la dam a y el mendigo, im provisado m ás a rrib a — y le vienen de que no ha sido conscientem ente excogitado p o r el poeta com o un artificio emotivo, deliberadam ente dirigido al sen tim ie n to d e l le c to r, c o m o u n a b a la d e f u s il e x presam ente p rep a ra d a p ara su corazón, sino una im agen espontánea e im previsiblem ente ap arecida a los ojos del rapsoda, a vueltas, en todo caso, de su propia em oción con los sucesos, de m anera a la vez tan fortuita e inevitable com o el propio incidente re latado: al rapsoda le ha sobrevenido, se le ha escapa do la im agen del caldero golpeado y derram ado, com o a la propia E uriclea se le ha escapado de las m anos el pie de su señ o r (y po r eso yo mismo, aho ra, po r el solo hecho de señalarla, en realidad la des truyo y la falseo, lo m ism o que, en cierto modo, se falsea y se destruye cu a lq u ier cosa sim plem ente nabio, sus motivos, a diferencia de los de éste, están bien claros: es para poder cum plir los designios estrictam ente «racionales» de espiar, tras la pantalla de su incógnito, la disposición y el com portam iento de Penélope y preparar, con toda alevosía, su espan tosa venganza contra los pretendientes. Y no ha dejado de haber quienes han pretendido «racionalizar» de manera semejante la conducta de José, achacándola a alguna motivación afín (un de seo de poner a prueba a sus hermanos y de someterlos a una es pecie de benigna punición); pero, a mi juicio, están completamente equivocados.
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cida, al tra ta rla com o si fuese fa b rica d a ). En el epi
sodio del caldero se siente la sola y pura voluntad, po r p arte del poeta, de escu ch ar el sonido de los he chos m ism os —y nada im porta que sean im aginarios para que tengan su propio sonido— y no una esp ú rea voluntad de m eter ruido con ellos, haciéndolos chocar deliberadam ente, como en el caso de la dam a y el m endigo: los hechos no suenan m ás que a lata cuando se los agita para m eter ruido con ellos. El episodio del caldero no es m ás fidedigno porque esté m e jo r in ven ta d o , sino porque eso es lo q u e ocurrió (y ya he dicho que no im porta que sea sólo la fan ta sía del rapsoda el lugar donde ocurrió). «G en itu m , n o n fa ctu m » dice el verbo, de la pala bra, el credo de Nicea; y esto —por u sa r dos de los térm inos de la doble dicotom ía de Karl B ühler (Teo ría d el lenguaje, I, 4)— vale tanto p ara la fo rm a lin güística com o para el pro d u cto lingüístico, salvo que, m ientras para la form a lingüística, p ara las lenguas, se presen ta m ás bien com o una afirm ación de ser, para el producto lingüístico, p ara la obra e scrita o fijada literalm ente en la m em oria, se presenta en cam bio com o una afirm ación de deb er ser. En efecto, si es cierto que en las lenguas pueden llegar a en tra r térm inos artificiales o de jerga (vigentes, en un principio, solam ente en el habla), la m anipulación de liberada no puede, afortunadam ente, re b a sa r unos límites superficiales: por el contrario, en la invención literaria cabe un grado m uchísim o m ás grande de m anipulación. Por supuesto, el c a rá c te r de g e n itu m que. como d eb e r ser, se postula para la literatura ven d ría a ap licarse de m uy d istin to m odo y en un plano diferente respecto de como, con valor de ser, se pos tulaba de la lengua: en la literatu ra hay siem pre, ine vitablem ente, una voluntad activa —en el sentido de no au to m ática— de expresión, y p o r eso resu ltaría extrem adam ente a rd u o a se n ta r un c riterio de p rin cipio para d ilu c id a r en cada caso qué es en ella lo 152
fa ctu m , qué lo g e n itu m , o qué proceso específico del alm a y de la m ente es el que puede d a r lugar a lo uno o a lo otro. H asta el m om ento apenas hay, que yo sepa, acerca de ello un m ito y una expresión tan vaga que resu lta perfectam ente inútil: el m ito es el de la M usa y el térm ino es el de «inspiración». Sin embargo, el q u e una y o tra cosa sean absolutam ente hueras en cu an to explicaciones no afecta en m odo alguno p ara que signifiquen el m ás cabal reconoci m iento del c a rá c te r de g e n itu m que, com o exigencia ineludible, com o d eb e r ser, ha de ten e r la literatura; lo que co m p o rtaría, ni m ás ni m enos, que la exigen cia de una pura receptividad, de una esencial p asi vidad po r p arte del literato. Nos es dado, sin duda reconocer y d e sen m a sca rar com o tales las m anipu laciones m ás b u rd as y ro tu n d as (así con el ejem plo de la dam a y el mendigo, inventado a d h o c ), pero no podríam os en cam bio d e sc rib ir cuál pueda se r el q u id diferencial que distingue el proceso de lo g e n i tu m (y nótese de paso cómo, m ientras p ara poner un ejem plo de algo fa c tu m he podido re c u rrir a una in vención in p ro m p tu , p o r el co n trario p ara ponerlo de un p roducto que se p retenda g e n itu m no c ab ría lal posibilidad: si pudiese inventarm e a d h o c un ejem plo de un pasaje g e n itu m , d e m o stra ría la posi bilidad de fabricarlo, lo que e n tra ría en co n trad ic ción con la pretendida diferencia y vendría sin m ás ¡i desm entirla). Tan sólo puedo a p o rta r indicios o su posiciones, que apenas pasan de s e r puras m etáfo ras: que lo g e n itu m se ría algo que p o r sí m ism o se presenta a la atención del que m eram ente escucha el sonido de los hechos, y por lo tanto al que se pone en una actitu d pasiva, receptiva, m ientras lo fa c tu m resu ltaría de una m anipulación de los hechos deli beradam ente dirigida por una voluntad de m eter rui do con ellos. (Y h asta qué punto el sonido de los hechos m ism os puede llegar a rebelarse, en ocasio nes, a una específica voluntad de sentido del a u to r
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es algo que se podrá observar del modo m ás escanda loso en el caso M anrique, cuyo atestado puede leerse en este m ism o volumen —páginas 213-215—. Tampoco sirve la idea de la espontaneidad, porque la volun tad de m eter ru id o es al m enos tan esp ontánea en el hom bre cual pueda serlo c u alq u ier propósito de g u a rd a r ese silencio pasivo y receptivo que trad icio nalm ente se h a querido rep re sen ta r con el térm ino de «inspiración» o con el antiguo m ito de la Musa; de nada sirve la idea de la espontaneidad, porque el resabio es en el hom bre una segunda naturaleza. Así, la ju s ta rebelión del rom anticism o contra un si lencio no m eram ente postulado com o actitu d litera ria inexcusable, sino in stau rad o p o r m edio de convenciones o de reglas (como si algo de índole ju rídica y form al fuese capaz de g a ra n tiz a r el silencio necesario p a ra el surgim iento de lo genitum ) se re solvió a menudo, con toda la espontaneidad del m un do, en la m ás deliberada voluntad de m eter ruido: «Me gusta un cem e n te rio /d e m uertos bien relle n o /m an an d o sangre y c ien o /q u e im pida el respira r;/y allá un se p u ltu re ro /d e tétric a m irad a/co n m ano desp iad ad a/lo s cráneos m ac h a c ar».5 E sta tan evidentem ente fabricada tru cu len cia no puede hoy prod u cirn o s m ás que risa, no puede hoy sonarnos m ás que a lata, a un e n trech o car de latas vacías las unas co n tra las otras. La hiperbólica gratu id ad de la im agen p resen tad a destruye la m era aparición de esa m ism a imagen; lo único que se llega a perci b ir es la denodada voluntad del poeta de m eter ru i do a viva fuerza, obligando con sus propias m anos a ese presunto sepulturero a m achacar con esa m ano presuntam ente despiadada tales presuntos cráneos. Lo m ism o el térm in o de «inspiración» que el mito de la M usa reconocerían —o deberían reconocer— 5. De la «Desesperación», poema atribuido, sin suficiente cer tidumbre, a Espronceda.
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el c a rá c te r esencialm ente pasivo, receptivo, del pro ceso del «trovar», tan extraño al a rb itrio del sujeto com o al a rb itra je de la norm a (arb itrio y a rb itra je que tal vez vengan a co in cid ir m ás o m enos, respec tivamente, con el fundam ento de cada una de las dos actitudes que han dado en llam arse «rom anticism o» y «clasicismo»; actitudes que, en tal sentido, estarían igualm ente lejos de aquella fundam ental pasividad). Volviendo, pues, al reconocim iento de José con sus herm anos, habíam os quedado en que la pregunta era po r qué se m onta allí un espectáculo tan a p a ra toso, po r qué llega a a rm a r José un tinglado sem e jante, una tal fabulación. No es difícil que con respecto a ella se nos o c u rra al in stan te la idea de una genuina ceremonia. El com ponente del banquete —característica institución cerem onial— vendría ya por sí m ism o a reforzar una interpretación así. Cabe, además, perfectam ente, hallar una justificación plau sible a la necesidad de cerem onia: la p ropia m agni tud del acontecim iento p o d ría c o a rta r en el alm a de José todo im pulso de despacharlo con la sobria, m o desta e im provisada cotidianidad en que las azaro sas circunstancias han venido a proponerlo. Por otra parte, ¿cóm o podía in te rp re ta r el hecho de no ser re conocido por ninguno de sus diez herm anos, sino com o que Dios, adem ás de concederle la ventura de recobrar a su padre y sus herm anos, le confiaba sólo a él la llave p ara acced er a ella?, pues si un recono cim iento com porta com únm ente un papel digam os activo y otro pasivo —reconocer y se r reconocido—, he aquí que a José se le concedía el privilegio de re tener en su m ano com o activo y voluntario tam bién el segundo movimiento, convirtiendo ese ser recono cido en un darse a conocer. ¿Cómo to m a r en las m a nos sin tem or y reverencia las llaves de la dicha? ¿Cómo u s a r de un privilegio sem ejante sin el sag ra do respeto que un don de Dios tan inm enso, com o era recobrar a los suyos después de veintiún años de 155
separación, recom endaba y m erecía? El alm a de José tiem bla y se paraliza ante la sola idea de irru m p ir profanam ente, de a rro ja rse hollando y atropellando sin unción y sin cautela sobre la gran felicidad. Pues to que Dios, que ha dispuesto este reencuentro, le ha concedido tam bién la facultad de d irig irlo y adm i nistrarlo a su albedrío —com o si le dijese: «Organi za tú m ism o este acontecim iento: sé tú m ism o el que trace su figura, según tu beneplácito, pues todo en tero te lo doy»—, José no siente e sta r m ás que co rres pondiendo a su s designios al a b u sa r de la ventaja de su incógnito para p a ra r el suceso en su m itad, de jándolo en suspenso hasta el m om ento en que llegue a ser el aire m ism o el que se colm e y se desborde po r sí solo, bajo el caudal del agradecim iento. E n frentado, así pues, con la responsabilidad de d a r al acontecim iento toda la solem nidad que se merece, detiene el cu rso de los hechos, al in h ib ir y reten er el paso capaz de com pletarlos, interponiendo y orques tando en tre el m om ento de reconocer a sus h erm a nos y el acto de d arse a conocer a ellos la aparato sa tram a de su gran fabulación. De esta m anera, a b u sando de su incógnito, y a sem ejanza de los dioses, que se an uncian de lejos con enigm as turbadores, con señales que el hom bre no com prende, José pare ce m erodear invisible en am plios círculos en derredor de sus herm anos, rehusando la repentina e inespe rada cercanía que el a z ar le ha presentado; los a p a r ta de sí, para poderse ir aproxim ando poco a poco, al igual que el cortejo, que, p ara hacerse m ás solem ne, se tom a toda la d istancia del alcance del son de sus trom petas y sale a em pezar afu era de las p u e r tas, lejos de la ciudad. La cerem onia ha de ser todo lo grande que tan inm enso reencuentro se merece. (Pero, ¿qué son, al fin, las cerem o n ia s? Pueden, sin duda, ser o llegar a se r —ya sea a la vez, ya sea por sep a ra d o— m u c h a s cosas diferentes, pero m e parece
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que en tre sus m o tivo s p rin cip a les está la necesid a d
tic proyección. La ce rem o n ia seria, en este aspecto ; particular, un aparato sen sib le que el h o m b re se o r ganiza para p resta r una im a g en o sten sib le o m á s e x terna e im p re sio n a n te — c o m o a m a n era de un [ resonador— a a quello que, p o r no a b u n d a r o carecer del todo de apariencia m a n ifiesta , se h u rta a una I co m p ren sió n satisfactoria. E l sa cra m en to es el mo1 ilelo de a quello que necesita ce rem o n ia a causa de | la Índole e se n cia lm en te invisible d el carism a; el p ro pio Tantum ergo registra e x p líc ita m e n te la invisibilidad in h eren te al sa cra m e n to fv de paso nos va a proporcionar las palabras que necesitam os para nues! tro asuntoj, cu a n d o dice p raestet lid es supplem entu m /sen su u m defectui; salvo que, a su vez, será la propia fides la que requiera un n u evo supplem en¡ tum para rem ed ia r ese sensuum defectus; y es este I nuevo supplem entum , ju sta m en te, el que pretendeI ría prestarle el aparato sensible de la cerem onia. Pero, I al m en o s en los sa cram entos de la Iglesia, parece que no se Dataria, respecto de d e te rm in a d o s e lem en to s I esenciales del ritual, de u n supplem entum m e ra m e n te ilu stra tivo o sugestivo, sin o de algo q ue co n stitu ye una parte necesaria del sa cra m en to m ism o ; es decir, I no de u n sim p le m arco sin o de u n a u té n tic o in g re diente, aunque, p o r lo dem ás, harto d ifíc il —y au n tal I vez a b stru so — de e x p lic a r o definir, dada la p ec u lia r a m b ig ü ed a d del tipo de necesaried a d q u e lo caracte riza. C om oquiera que sea, la ce rem o n ia se nos p re senta a q u í c o m o supplem entum para el sensuum defectus propio del carism a. E l ca rism a de la reale za, p o r pasar a un eje m p lo m á s p ro fa n o [y sea cu á l fuere su naturaleza, p u es nada afecta en lo que a q u í nte im porta que sea o deje de ser cosa d istin ta del traI je nuevo del em p era d o r], necesita proyectarse en I el fa stu o so aparato sen sib le de la cerem o n ia de la I coronación. M as ni siquiera hace falta rem o n ta rse h a sta la rea leza , p u e s ya la s im p le fir m a d e u n 157
d o c u m e n to tie n e e l m á s r ig u r o s o c a r á c te r s a cram ental;6 la firm a —con el curioso co m p lem en to suntuario de la rúbrica— confiere al docum ento una virtu d análoga a la que la coronación confiere al rey: el escrito recibe de la firm a un auténtico carisma; el docum ento firm ado adquiere p o r ella p o der ejecutivo [o m ejor fuerza ejecutiva —vigencia—, si es que querem os reservar la palabra «poder» para la capacidad previa, indeterminada y personal, en que se fundan, en derecho, todos los actos de disposición]. Conviene ahora, no obstante, señalar una interesan te diferencia en la interpretación del elem ento sensi ble o ingrediente m aterial del sacram ento; se trata a prim era vista de una diferencia de m atiz [o, p o r lo menos, resulta lingüísticam ente, tan escurridiza que no ha dejado de proporcionar al denodado logicism o occidental notables quebraderos de cabeza, al m enos hasta el m om ento en que le fue dado agarrarse, com o a la Purga de Benito, a la inagotable botica del Estagirita], pero que puede llegar a revelarse decisiva en determinadas situaciones prácticas y que, de hecho, ha dado, históricam ente, lugar a pintorescos equívocos o am bigüedades en las relaciones entre pueblos de culturas diferentes. Ya he dicho que sería harto di fícil definir, sin siem pre discutibles verbalism os, la interpretación cristiana del papel que pueda jugar el elem ento m aterial sensible en el sacramento, pero si que podría delim itarla negativam ente una com pa ración con la interpretación mágica de ese m ism o elemento. Para la concepción mágica —siem pre rigu rosamente m aterialista, objetivista—, la interpreta ción del elem ento material sensible de un sacramento cristiano, de una coronación o de un docum ento ju rídico no ofrecería el m ás m ín im o problem a: ese ele 6. La extensión de un documento jurídico podría perfectam en te llamarse «sacramento civil»; llamarle «sacramento profano» me sonaría ya un tanto violento, dada la oposición semántica es tablecida entre las palabras «profano» y «sagrado».
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m entó sería en sí m ism o y p o r sí m ism o el productor
y el portador del carisma; así la concepción mágica estaría, p o r ejem plo, com pletam ente de acuerdo con la concepción cristiana en reconocer que no surge el carisma bautism al si no se enuncian las palabras «Yo te bautizo en e l nom bre del Padre y del Hijo y del Es píritu Santo», donde es de notar cóm o los propios cristianos hacen hincapié en la recom endación de que no se om ita el p rim er «y» [«del Padre y del Hijo»], aunque no lleguen en esto a un rigor verbal tan ex trem oso com o para a firm ar que esa sim ple om isión sea capaz por sí sola de invalidar el sacram ento; por el contrario, seria, en cambio, para la concepción m á gica, com pletam ente irrelevante y fuera de lugar cual quier alegación de nulidad basada en una falta de intención de bautizar por parte del oficiante, sie m pre que éste cum pla estrictam ente las prescripciones concernientes al elem ento material. Está claro que ya la mera exigencia, en la interpretación cristiana, de ese concurso de la intención junto al m om ento m a terial sensible altera notablem ente el papel de este elem ento [al tiem po que hace im propia o excesiva m ente lata la aplicación retrospectiva de la palabra «sacram ento » para los actos estrictam ente mágicos], pero lo que acaba por colocarlo en una posición com pletam ente equívoca y sólo abstrusam ente defini ble es el hecho de no renunciar, con todo, para los actos y palabras que com ponen el elem ento m aterial sensible, a la exigencia, compartida con la concepción mágica —y apenas, respecto de ésta, débilm ente re bajada en su rigor—•, de que esos actos tengan que atenerse, a efectos de la propia validez del sacram en to, a precisas y estrictas prescripciones de un canon literal. Las palabras rituales del bautism o no son ca paces, por s i solas, de hacer cristiano a un niño — no «cristianan», com o se decía antaño, no producen por s í m is m a s n i p o r ta n en s í m is m a s e l c a rism a bautism al—> porque precisan del concurso de la in 159
tención de bautizar, pero su ausencia o una m ayor o m enor alteración de su literalidad no puede ser su plida o corregida, al m enos en circunstancias no anor males, por la m ás decidida y m ás sincera intención del oficiante. La m ism a am bigua y casi insostenible situación afecta al docum ento en el derecho occiden tal: un testam ento puede ser im pugnado com o rotun dam ente nulo —no válido com o tal docum ento— por la falta de la firm a, p o r m ucho que se dem uestre que la letra del texto es del propio testador, que tal falta es debida únicam ente a distracción u olvido, o por m ucho que centenares de testim onios y de indicios dem uestren haber sido exactam ente ésa, y no ningu na otra, la voluntad firme, consciente y declarada del finado; pero, del m ism o modo, puede haber otro tes tam ento indiscutiblem ente firm ado y rubricado de puño y letra7 del difunto, pero que se vea anulado, sin embargo, en el instante m ism o en que alguien lle gue a dem ostrar que ha sido firm ado bajo cualquier clase de am enaza o de coacción. Aquí tam bién una interpretación mágica estaría perfectam ente confor m e en aprobar —de acuerdo con su propia concep ción del elem ento m aterial sensible— la nulidad del prim ero de esos testamentos, pero disentiría, en cam bio, totalmente sobre la pretendida invalidez o nulidad del segundo. He a q u í ahora, en un episodio colonial de 1825, un curioso ejem plo de discordia entre la concepción mágica y la otra, que m e lim ito a trans cribir de la H istoria Universal siglo XXI, volum en .12 [«África»], pág. 214: «Según la tradición africana, de la que los británicos se decían respetuosos, la po sesión m aterial de los tratados de concesión conver tía a su detentador en el efectivo propietario de la concesión. Así, cuando los achantis les quitaron a los 7. La propia expresión «de puño y letra» parece haber sido ac u ñada para especificar y enfatizar la exigencia jurídica de auten ticidad material de toda firma.
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/antis los docum entos por los que éstos habían tra tado con los británicos afirmaron que en adelante era a ellos a quienes los británicos deberían pagar las co misiones, puesto que ellos estaban en posesión de los títulos». Parece bastante im propio que se dé a sem e jante práctica sim plem ente el nombre de «tradición», tal com o aquí hace el texto; no se trata en absoluto de nada que pueda llam arse mera tradición, sino de algo m ucho más profundo: estam os ante una conduc ta perfectam ente consecuente con una auténtica con cepción mágica del docum ento; él es aquí, en sí m ism o y p o r sí mism o, el productor y el portador del derecho que expresan sus palabras; la cercanía [por no decir, incluso, la peculiar identidad —sem ejante a la del dios con la efigie del dios; concepción que obligó al propio M oisés a resolverse por la alternati va de la m ás rigurosa inconoclastia para poder afir m ar ante su pueblo la unicidad del nuevo dios], en la m ente mágica, de la palabra con la cosa sería aquí lo que hace que la mera posesión m aterial de la pa labra que a ella se refiere — esto es, del docum ento — confiera autom áticam ente el derecho de propiedad sobre la cosa m ism a [pues no se trataba, evidentem en te, de un derecho de guerra — ni m enos aún de nada rem otam ente parecido a la práctica, perfectam ente cínica, a que se ha dado el nom bre de «doctrina Es trada»—, según el cual los achantis, habiendo venci do a los fantis, pretendiesen haberse convertido en depositarios de todos los derechos adscritos a la so beranía de los segundos; pues si éstos hubiesen teni do ocasión de quem ar a tiem po los papeles de la concesión, no hay duda de que los achantis se ha brían sentido desprovistos de cualquier fundam ento para reclamarla en su propio beneficio]. Todo esto tie ne, obviam ente, relación con la antigua concepción «objetiva» de la culpa, o con hechos com o el de que el anciano y ciego Isaac no pueda volver atrás o dar por nula su bendición sobre Jacob [a quien incluso 161
ha llegado a preguntar, antes de bendecirlo: «¿De ver dad eres tú m i hijo Esaú?», a lo que Jacob ha respon dido «Yo soy»], con la alegación de haber sido deliberadamente engañado, en su ceguera, por su m u jer y p o r su hijo, siendo su intención, explícitam ente declarada, la de bendecir, en cambio, al prim ogénito Esaú. Aquí tam bién está bien clara la concepción m á gica, estrictam ente materialista, objetivista, del sacra m ento y del carisma. Cuando poco después, Esaú vuelve del cam po y se presenta a su padre con el gui so de caza que ha preparado para él, solicitando la bendición que, com o primogénito, le corresponde, es tas son las palabras del anciano: «¿Y quién es enton ces el que m e ha traído antes la caza y he com ido de todo ello y le he bendecido y bendecido está?», donde lo subrayado p o r m í expresa de m anera inequívoca la irreversible validez de la bendición, aun a despe cho del factor subjetivo del engaño, y con ella la in te r p r e ta c ió n r ig u r o s a m e n te m a te r ia lis ta d el sacram ento8 propia de la concepción mágica, para la que los elem entos m ateriales — el haber com ido de hecho de la caza que Jacob le ha presentado y el haber pronunciado sobre su frente las palabras de la bendición— son lo único que cuenta, haciendo abso lutam ente irrelevante, inoperante, el factor puram en te subjetivo de la intencionalidad [es de notar, no obstante, que el texto m ism o de la bendición en sí no contiene el nom bre propio «Esaú», sino que se lim i ta a decir «mi hijo»; parece m ás que probable que una m ención explícita del nom bre de Esaú en las pala bras literales que constituían la bendición m ism a ha bría venido a alterar decisivam ente la cuestión]. En 8. El contenido carismàtico —o, si se quiere, el efecto jurídico que hace de esta bendición un sacramento en el sentido pleno il< la palabra está en el texto mismo de la bendición, en el que, p
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la que se refiere a la «objetividad» de la culpa, la ley mosaica hace una notable diferencia entre lo que po dríamos llam ar culpa sagrada [que recaería m ás bien ha jo la noción de «mancha», y que sólo llam o «cul pa» en nom bre del hecho de que en otras culturas w' desvanece o se desplaza la distinción entre una y otra cosa]y lo que podríam os llam ar cu lp a profana; a$í, m ientras sigue siendo perfectam ente mágica, m a terialista, en lo que se refiere a la prim era —ya que la m ancha o im pureza es estim ada a llí enteram ente ajena al concurso de la intención—> es, en cambio, notablem ente m oderna, subjetivista, en lo que se re fiere a la segunda. Para el castigo del hom icidio, por ejemplo [para el que los textos bíblicos no establecen, l>or lo demás, una diferencia precisa entre la vengan:a pública y la privada, no habiendo derogado el detecho —o acaso, deber— indudablem ente premosaico ile la venganza de parte], reserva una im portante dis tinción entre el hom icidio involuntario y el intencio nado, al establecer y designar las «ciudades de tefugio», donde el hom icida involuntario podía po nerse a salvo del «vengador de la sangre», m ientras que el que fuese hallado voluntario, caso de que se tefugiase, tenía que serle entregado; parece, pues, claiam ente respetar el derecho a la venganza de parte incluso contra el hom icida involuntario, aunque ahota no sabría yo establecer hasta qué p u n to el refugio i onsistía en una mera protección de hecho a la que \ obligaban m ás o m enos las ciudades designadas para ofrecerlo, o si había tam bién penas supletorias bien contra el vengador que, burlando subrepticia mente ese refugio, consiguiese alcanzar al hom icida en la propia ciudad de refugio, bien contra ésta m is ma, por no haberle sabido dar la protección debida. Mus, com oquiera que sea, el derecho de refugio com porta un claro reconocim iento jurídico del factor de intencionalidad en esta clase de culpas. Respecto de las culturas en las que, a diferencia de la mosaica,
tam bién el hom icidio se hallase afecto a la concep ción mágica de la «objetividad» de la culpa, creo que seria un grave error pensar en una especie de total desconocim iento de la idea de «intención»: es m uy posible que la m uerte en el cadalso o p o r venganza de parte del hom icida involuntario fuese llorada con tanta com pasión com o la de la propia víctim a [en el caso del Lord Jim, de Conrad, m e sospecho que el propio D oram in era, en verdad, el que m enos desea ba que Lord Jim —a quien había llegado a querer com o a un segundo hijo— se presentase a él, obligán dole con ello a cum plir con el deber de vengar su pro pia sangre], Pero ni siquiera el alm a de los m odernos ha llegado a hacerse solidaria, en sus profundidades, de la concepción subjetiva de la culpa en que se fu n da el derecho que le corresponde: el pretendido ra cionalism o de la intencionalidad, con todas sus distinciones jurídicas [como «culpable», «culposo», «imprudencia temeraria», «premeditación», «asesina to», «homicidio», etcétera], no encuentra un refren do total en lo m ás ín tim o de la conciencia; así lo dem uestra, p o r ejemplo, el hecho de que aun frente a un caso de hom icidio no sólo totalm ente involun tario sino tam bién ajeno a cualquier posible grado de im prudencia por parte del hom icida, a ningún autom ovilista le sea, en absoluto, indiferente que ha yan sido las ruedas del coche que él m ism o condu cía o las de otro coche cualquiera las que hayan producido la m uerte de un peatón. No hay duda de que los reproches que en tal caso pueda hacerse a si misma, a despecho de todo, la conciencia se verán ex traordinariam ente aliviados por la autoridad de un derecho y una mirada social que la exculpan por com pleto, pero no siem pre acallarán los últim os residuos de desasosiego y hasta rem ordim iento. N aturalm en te, la arrogancia del m oderno no se recata en tachar expeditivam ente de «irracionales» a esos residuos, pero acaso no se m erezcan esa tacha un p u n to más
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ile cuanto pueda merecerla la propia dualidad y con traposición de «racional» e «irracional», y con ella la excesiva convicción con que el m oderno pretende saber qué es la culpa, qué la intención, qué, finalm en te, la propia identidad de la persona. Así, con ese m is mo, sum arisim o, veredicto de irracionalidad para cualquier residual «ya-sé-que-no-tengo-la-culpa-, -queno-podría-haberlo-evitado-, -pero-a-pesar-de-todo-noconsigo-perdonármelo» acaso los m odernos no estén haciendo otra cosa que defenderse de un testim onio antropológico que podría socavar los cim ientos de sus propias convicciones y suscitar, p o r ende, la sos pecha de que éstas no dejan de comportar, a su vez, en últim a instancia, una m itología no m ás ni m enos válida que otra cualquiera. E l sacram ento ha sido aquí tom ado com o ejem plo de lo que necesita cerem onia, y aun dentro de esa si tuación, de dos m odos distintos: el m odo mágico — en el que la cerem onia es el sacram ento, o sea, en el que el elem ento m aterial sensible es en si m ism o y por si m ism o portador y productor del carism a— y el m odo hilem órfico — en el que dicho elem ento aparece com o ingrediente siem pre necesario, pero necesi tado, a su vez, del concurso de la intención,9 la cual es, en cambio, ajena al m odo mágico. N aturalm ente, el carácter de necesidad, en cualquiera de sus dos m o dos, ha de afectar a la naturaleza m ism a de la cere9. A la concepción no mágica —que hemos visto perfectamente cxtensible a los «sacramentos civiles» del Derecho m oderno— se le puede, con toda corrección, denominar, al menos desde los tiempos de la Escolástica medieval, hilemórfica, dado que de no otra mítica que de la de Aristóteles es de donde la teología ha sacado la receta de «materia» y «forma» que aplica al sacramento. Y es curioso observar la absurda situación de estos dos térm inos escuchados con el oído del castellano moderno: su aplicación se nos antoja perfectamente reversible y hasta parece que nos sonaría mejor justam ente la inversa, es decir, la que reservaría la palabra «forma» para el elemento sensible, que es el que la teología llama «materia».
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monia y hacerla bastante diferente de los casos en que la cerem onia aparece sin ese carácter, supuesto que tam bién hay cerem onias sin que haya sacramento, esto es, sin que haya producción de carisma; ponga m os por caso, inauguraciones, conm em oraciones, re cepciones, etc. Pero así com o en la operación mágica sólo se puede hablar de «sacramento» en un sentido lato y por com paración diacrònica, así tam bién, tan to en éste com o en aquélla, sólo, igualmente, por com p a r a c ió n se p u e d e h o y ya, ta l v e z, h a b la r de «ceremonias». Seguim os diciendo, de hecho, «la ce remonia del bautism o», pero tal vez un teólogo rigu roso diría que al m enos la aspersión del agua sobre ¡a cabeza del niño y la enunciación de las palabras de ritual son algo más que «mera ceremonia», según lo que p o r esta palabra venim os a entender en el cas tellano moderno, donde, en efecto, la palabra apare ja o tiende a aparejar una connotación de ociosidad [cosa que puede observarse claram ente en m anifes taciones verbales com o «Bueno, m enos ceremonias, y vam os al grano»], que la haría convenir m ás exac tam ente a festejos no sacramentales, como, por ejem plo, la colocación de una prim era piedra o la recepción de un em bajador [a reserva de que, en este segundo caso, haya que excluir el acto de la entrega de cartas credenciales, que tal vez sea un elem ento jurídicam ente necesario, y, por lo tanto, sacramental]. Así que la pura y sim ple necesidad de proyección apa recería m ás nítida precisam ente en este ú ltim o tipo de cerem onias. Sin ningún com prom iso de im plicar en ello una sucesión de orden tem poral [que aunque no se excluya, requeriría, en todo caso, m ucha ma yor circunspección], podrían establecerse tres estados o valores distintos, en lo que en sentido lato —y por lo tanto con m ayor im propiedad conform e retrocc dam os del tercero de ellos al prim ero— llam o cere monia; el fu n d a m en to para m antener, no obstante, la palabra en los tres casos se funda en el supuesto 166
de un parentesco histórico de hecho entre las tres co sas contem pladas, esto es, en el supuesto de que la cerem onia en ese sentido ocioso que quiere darle el castellano de hoy —o sea, la que no com porta ni efec tos mágicos ni acción sacram ental— no sería una in vención aislada, sino una práctica directam ente descendiente de las otras dos, entre las que, a su vez, la hilem órfica sería descendiente de la mágica. La inauguración, por ejemplo, parece ser una cerem o nia que ha pasado insensiblem ente de la concepción sacram ental a la concepción ociosa. E n la Rom a an tigua, sobre todo si se trataba de obras públicas y aca so, de m anera especial, de p uentes [a los que directam ente nos rem ite la etim ología de la palabra «pontífice»], debía de tener plenam ente el tipo de ne cesidad de lo sacram ental. Aún hoy basta observar cómo un sim ple tropezón de un macero en cualquier celebración m unicipal, aunque no sea considerado como un hecho con ninguna capacidad de consecuen cias ni m eram ente invalidadoras, com o lo sería en el caso de un sacram ento, ni, m enos todavía, siniestra m ente om inosas, com o lo sería tal vez en el caso de lina operación mágica, no dejará de producir, no obs tante, en el público un grado y hasta un tipo de tur bación o de incom odidad —por m u ch o que al m om ento se defienda de ella m ediante una reacción de risa— m u y diferentes de los que podría producir un incidente semejante entrem edias de los espectadoies; bien podría ser esto un indicio que mostrase la huella histórica dejada en la cerem onia «ociosa» por \ i i efectivo parentesco de ascendencia con los otros dos m odelos observados, o sea, con el m odelo m ági co y el m odelo hilem órfico.w 10. «Alboroque» designa en mi tierra el convite que tras un trato ofrece el vendedor al comprador, y viene sin duda del árabe báinkii, «bendecir». ¿Otro testimonio etimológico, pues, de algo que Itivo en su día un valor sacramental, y que hoy ha pasado a ser un profano protocolo de buena convivencia?
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Este tercer modelo, el de la ceremonia ociosa, o gra tuita, o com o quiera que queram os llamarla, habrá de ser, pues, el que, al carecer del tipo de necesidad que, aunque de dos modos distintos, afectaba a los m o delos m ágico e hilem órfico, nos m uestre en toda su pureza la necesidad de proyección, es decir, el que m ejor se nos revele com o puro supplem entum para el sensuum defectus de aquello a lo que hace referen cia. La «necesidad» — que tam bién, aunque en cierto sentido m u y distinto, la hay en este caso— será aho ra exclusivam ente de carácter psicológico y a m e n u do claram ente sugestivo. Esta clase de necesidad meram ente psicológica, es decir, la necesidad de pro yección, es la que m ás propiam ente perm itiría, a m i entender, habilitar para la ceremonia las palabras que el Tantum ergo em plea para la fe: la cerem onia se presta com o auténtico supplem entum para el sen suum defectus de que determ inados hechos o acon tecim ientos adolecen a los ojos del alm a de los hombres, y, en este aspecto, vendría a ser, com o he dicho m ás arriba, algo así com o un aparato sensible, siem pre espectacular, que el hom bre se organiza para darse una imagen ostensible o m ás externa e im pre sionante de aquello que, ya p o r carecer del todo, ya sólo por no abundar, de apariencia manifiesta, se hur ta a la com prensión que el alm a necesita o desea tener de ello [y poco im porta a q u í —por echar m ano de un ejem plo ya tocado— que sean los súbditos m is m os quienes, p o r propia voluntad, quieran sugestio nar sus alm as con la confianza y la seguridad del sentim iento de am paro terrenal que puede producir les una aureola de inconm ovible y a m en u d o divina fortaleza en la im agen de la soberanía, o que sea, en cambio, el propio em perador el que, para consolidar su poder y autoridad sobre los súbditos, urda y pro yecte sobre los sentidos de éstos el poderoso instru m entó sugestivo de la coronación, así com o el de todo el fastuoso aparato cerem onial que lo acompañara 168
sein Leben lang; de quien quiera que surja la dem an da, siem pre ha sido el poder, la autoridad, una de las cosas de este m u n d o que m ás indefectiblem ente se ha visto afectada por un irrem ediable sensuum delectus, y que, p o r consiguiente, m ás invariablem ente ha necesitado verse acompañada, com o el cuerpo por la sombra, por el supplem entum de la ceremonia has ta el punto de que tal vez pueda decirse que la suges tión es el fu n d a m en to m ism o de todo poder y toda autoridad, el constituyente, ingrediente o componente absolutam ente insustituible para su sim ple pervivencia, com o lo era el h u m o de la pipa para la de Feathertop].11 Mas lo que yo querría entender aquí con las palabras «necesidad de proyección» pretende ser tan am plio com o para abarcar tam bién una tendencia o impulso general del alma hum ana a reaccionar frente a la m uda y arrollante inm ediatez de aquello que —como una rauda, invisible, incontenible mano que le alcanzase el vientre— le sobreviene y la rebasa, m e tí. En el cuento de Hawthome que lleva por título el nombre de rste personaje (cuento recogido en la antología Horrorscope de I A. Molina Foix; Nostramo editores, Madrid, 1974) me encuen d o con una coincidencia con la antigua fábula de «El traje nue vo del emperador» (ya traída a Europa por Don Juan Manuel, pero difundida sólo por Andersen, contemporáneo de Hawthome): «En m edio de la admiración general que despertó la presencia del foi uslero sólo se elevaron dos voces discordantes. Una fue la de un «•■/quejo im pertinente que, después de olfatear los talones de la irsplandeciente figura, metió la cola entre las patas y corrió a reI n^iarse en los fondos de la casa de su amo, emitiendo un aullido ttliominable. El otro disidente fue un chiquillo que berreó a todo IHilmón y balbuceó algún disparate ininteligible acerca de una i ulabaza» (como se sabe, la cabeza de Feathertop había sido hei lia con una calabaza); también en «El traje nuevo del em pera dor» (fábula de la que Archer Taylor, tratando de explicar su |>ri vivencia sólo literaria y nunca popular, dijo que era, tal vez, íimi bittera pill para el pueblo llano) es un niño el que grita «¡El emperador está desnudo!», salvo que lo que aquí era producto de l.i mera coacción social, en «Feathertop» aparece como resulta do del encantam iento de una bruja, con lo que vendríamos a ten del un puente directo con la magia.
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diante el expediente de abrirle un escenario sensorial, esto es, de desdoblar en una escena y una platea ese espacio unitario en el que, com o en un bloque opa co, com o en una única maraña, se siente de pronto inextricablem ente aprisionada y englobada con el he cho feliz o doloroso que de pronto ha venido a inva dirla y envolverla. En la cerem onia del duelo p o r un muerto, el papel de los asistentes no es en absoluto el de callar, sino el de hablar, hablar incluso y en pri m er lugar de la m uerte y del difunto, o sea, proyectar el hecho en la palabra, doblarlo, representarlo en el escenario del lenguaje, abriendo para los deudos y allegados justam ente el vacío capaz de perm itirles se parar de s i m ism os, del espacio adherente con su alma o del aire adherente con su cuerpo, el hecho que los oprim e y los embarga, creando la transparen cia necesaria al surgim iento de una imagen o, en una palabra, la distancia de la reflexión. No serán sólo las palabras, será tam bién, y en no m enor m edida, el es pectáculo bien caracterizado de la rueda de personas enlutadas, con su sistem a de vela perm anente, regu lado por turnos sucesivos, que constituye la reunión típica y convencional del duelo, lo que incoe sem ejan te m ovim iento reflexivo, por el procedim iento de una especie de generalización; pues serán esos m ism os ca racteres de tipicidad y convencionalidad, en cuanto tales, los que perm itan a la viuda reconocer com o un duelo la reunión que en su propia casa se celebra, y, por lo tanto, identificarlo, equipararlo y agruparlo con otros duelos a los que ella haya asistido, de suer te que, al reflejarse el duelo de su casa en la imagen de otros duelos en la casa ajena, el dolor de aque llas otras viudas surgirá ante sus ojos com o espejo para su propio dolor. No ciertam ente por hallar un espejo en que mirarse se extinguirá el dolor [¿qué po dría haber jamás, en la tierra, en el cielo o en el in fierno, capaz de destruirlo?], pero el alm a tendrá ya un espacio para la transparencia, para la distancia 170
mediadora — una distancia, si se quiere, de apenas pocos pasos; los que bastan para m edir el vano de una habitación, com o cuando uno se quiere ver de cuer po entero en la luna del arm ario—, y podrá dar figu ra a su dolor: se ha hecho una luz; tristísim a, desgarradora incluso — tan desgarradora com o pue da serlo la de aquel p rim er rayo del alba que, en el hai-ku transcrito, ilum ina de pronto los kim onos ten didos en el aire del jardín—, pero ¡se ha hecho una luz! En esta particular función o posibilidad [la de acu dir a la necesidad de proyección, m ás lim piam ente aislada en el m odelo de cerem onia «ociosa» — que acabo de ilustrar con el duelo por el d ifu n to — que en los m odelos mágico e hilemórfico], la cerem onia no vendría a apuntar al fin a nada diferente de lo que por la visión de los kim onos al sol se alcanzaba y con seguía en el caso del hai-ku que ha dado pie para este apéndice. Tanto allí com o a q u í es la representación sensible y expresiva la que se presta a servir de m e diador para restablecer la transparencia y disolver el grum o de la opacidad en que el alm a se ha visto de repente sum ergida y confundida, aglutinada casi com o una piedra en la masa de horm igón, por el sú bito golpe del dolor. Sólo la im agen proyectiva, refle xiva, puede incoar y propiciar el llanto, y éste jam ás se conm esura, por lo tanto, en m odo alguno, a la vi rulencia del dolor en sí, sino a la expresividad y a la elocuencia — a la fuerza retórica, incluso, si se quiere— de la representación: no llora m ás el que se afecta más, el que m ás «muere» en el dolor o el que m ás «nace» o «renace» en la alegría, sino el que más plásticam ente acierta a imaginar, el que m ás diáfa nam ente consigue percibir. La convencida arrogan cia del m oderno [mientras acepta sin resquemor, y sin reservas sobre su «racionalidad» — cosa de que hace tanto mérito—, el avieso carácter verdaderamen te sugestivo del fasto cerem onial que acom paña a to 171
das partes, de m odo inexcusable, al ejercicio del poder y de la autoridad; fasto en el que sí que realm ente po dría legitimarse, en alguna m edida, la acusación de «irracionalidad» que sólo guarda para los arcaicos instrum entos de dom inio del cham án sobre la tri bu, com o si el fasto en cuestión no fuese, a fin de cuen tas, una perpetuación, inalterada en sus caracteres esenciales, de aquellas remotas prácticas]suele m irar con un recelo y hasta un repeluco no m u y diferentes de los que siente ante todo lo que ha dado en llam ar «superstición», o sea, com o una reliquia de un pasa do «irracional», la cerem onia del duelo; o la tacha, en el m ejor de los casos, de insincera y de convencio nal, ignorando cuánto hay de honrado, de cabal, de veraz, de inteligente — de lealm ente inteligente, no de astuto—, en esa m ism a convencionalidad, que no se ría, a m i entender, sino el m ás legítim o expediente de generalización y, en consecuencia, un m odo no de sugestionar, sino de ilum inar con la m ás genuina luz hum ana el corazón de la viuda en la percepción de su propio caso personal; pues si en tratar de decirle escuetam ente: «Esta m uerte es la muerte, tu dolores el dolor, la pena de tu viudez es la pena de todas las v iu d a s» h u b ie s e s u g e s tió n — o sea, e n g a ñ o y em briaguez—> no podría p o r m enos de haberla, de igual modo, en toda palabra y en todo entendim ien lo hum ano. C iertam ente que no puede excluirse de manera absoluta y taxativa tal posibilidad — la de que toda palabra y todo en tendim iento hum ano sean en gaño y em briaguez o, com o dijo el poeta, sound and fury—, ¿quién podría saltar sobre su propia sombra?; salvo que entonces no sólo empezaría por serlo ya in cluso esta m ism a afirm ación, sino que se volvería to davía m ás huera de sentido, m ás «irracional» de lo que es, la presuntuosa distinción entre «racionalidad» e «irracionalidad» con que la m entalidad moderna defiende a capa y espada las convicciones que sus pro pias prácticas esconden y aparejan.) 172
Si el caso del hai-ku, donde no cabe, ciertam ente, h ab lar de cerem onia, se une, no obstante, a ésta por la presencia de la necesidad de proyección, tam bién h a sido la presunción de la concu rren cia de ese m is mo móvil o resorte lo que respecto del reconocimien to de la histo ria de José ha venido a su sc ita r aquí la posibilidad de in te rp re ta rlo com o una cerem onia. Mas, si se ha de ser e stric to y riguroso, tal in te rp re tación viene a fallar incluso en este caso en un punto decisivo: a la cerem onia le pertenece esencialm ente el c a rá c te r de institución convencional, y la conduc ta de José parece se r toda ella una tab u lació n abso lutam ente im provisada (im provisada incluso p arte a parte, com o lo m uestran las vacilaciones y las rec tificaciones sobre la m archa que van surgiendo en su propio desarrollo, de m odo que no parezca tan s iq u ie ra re s p o n d e r a n in g u n a c la s e de p lan p re e sta b lec id o ); a la fa lta de c o n v e n c io n a lid a d q u e necesariam ente a p areja ese c a rá c te r de im provisa ción se añade todavía la falta de toda aparien cia de acción deliberada y consciente de su móvil, que se ría capaz de p re sta rle p o r lo m enos un m ínim o a s pecto externo de institucionalidad. Tan sólo, pues, de la m anera m ás im plícita cabría seguir hablando aquí de cerem onia, y sólo en nom bre del supuesto de que el móvil (ni siquiera «motivo», pues «motivo» con notaría, frente a «móvil», al m enos algún grado de consciencia con respecto al designio o al sentido de la propia acción) de tan insólita y fantástica conducta siga siendo, con todo, la ya dem asiadas veces m en cionada necesidad de proyección. En la conducta fabulante de José nos hallaríam os, así pues, en todo caso, con una especie de cerem onia «avant la léttre»; pero esta m ism a expresión com porta una contradictio in term inis, en la m edida en que ese «avant la léttre» excluye el c a rá c te r de convencionalidad —y, po r lo tanto, de in stitu cio n alid ad — que es inherente a toda cerem onia: ésta es siem pre, y p o r naturaleza, 173
«léttre», texto, repetición; no tiene prim era vez. Ni siquiera las cerem onias personales, com o los tiernos ritos que, especialm ente a la hora de acostarse, su e len exigir, con adm irable rig o r litúrgico, los niños a sus padres —y que por esto m ism o m erecen p len a m ente llam arse cerem onias—, pueden ja m á s h a b e r tenido una prim era vez: proceden, con toda p ro b a bilidad, de palabras, de actos o de gestos que algún día tuvieron que se r dichos o hechos, oídos y acep tados p o r vez prim era, pero que tan sólo en su repe tición —esto es, en u n a condición esencialm ente ub icu a— pudieron a d q u irir los caracteres de lo ce rem onial. Por lo dem ás, tal vez se tra te aquí de cere m onias m ás cercanas a los m odelos m ágico e hilem órfico (en la m edida en que el padre o la m a dre a c tu a ría n ya sea com o cham anes, ya sea com o m inistros de un sacram ento capaz de c o n ferir el carism a indispensable p ara que el cielo otorgue la be néfica gracia del sueño) que al m odelo puram ente proyectivo que g u ard a relación con n u estro asunto. D escartada la hipótesis de una cerem onia en sen tido estricto com o propiam ente aplicable a la con ducta de José, el largo excursus puede haber servido, al menos, p ara d e ja r bien ilu stra d o y bien localiza do el móvil que, en mi opinión, desencadena esa con ducta: este móvil se relaciona con la cerem onia tan sólo en la m edida en que viene a co in cid ir con uno de los im pulsos del alm a hu m an a que parecen h a llarse a la base de lo cerem onial: la ya abusivam en te repetida necesidad de proyección. Si no hay, pues, en el caso de José, propiam ente cerem onia, queda de ella, no obstante, precisam ente aquello que lo em p arien ta con el caso del hai-ku de los kimonos. Por otra parte, el fenóm eno general de la proyección sen sible halla en el cam po de la litera tu ra diferentes lu g a re s y d i s t i n t o s m o d o s d e m a n if e s ta c ió n y cum plim iento: en el caso del caldero de E uriclea, nada, en principio, nos perm ite pensar, com o ya he 174
dicho, que el reso n a r del bronce o el d erra m a rse del agua por el suelo de la sala lleguen a ser para el am a y para Ulises algo m ás que un fortuito incidente m a terial sin significación alguna, sobre el que no de tendrán sus alm as un instante m ás de lo que les exige el riesgo de que a causa de él el héroe pueda ser reconocido por Penélope; solam ente en el alm a del lector podrán llegar a doblar, com o un espejo y un resonador, el curso y el sentim iento de los hechos. No es así en el caso del hai-ku ni en el de la h isto ria de José: ni la im agen del kim ono del niño que acaba de m orir, ni la larga y a p a ra to sa tra m a del reconoci m iento de José tienen en absoluto al lector como p ri m er paciente de reacción, sino que es p a ra el propio padre p ara quien en p rim e r lu g ar la vista del kim o no se erige en espejo y resonador de su propio sen ti miento, al igual que el propio José es el único «lector» p a ra cuyo llanto van siendo paso a paso ta bulados todos los avatares del reconocim iento, para cuyos ojos y cuyos oídos se urde expresam ente el es pectáculo, com o reso n ad o r y com o espejo de su so brecogido y ofuscado corazón. En estos dos últim os casos, frente a lo que o c u rría en el del caldero de Euriclea, los hechos observados funcionan ya, en su específica vigencia de representación sensible, refle xiva y em otiva, po r dentro y hacia dentro del suce so, es decir, tom an esa vigencia p ara sus propios personajes. Cosa que, po r lo dem ás, nada tiene de sorprendente en el caso del hai-ku, ya que dim ana necesariam ente de las condiciones de la lírica pro piam ente dicha, donde, por o tra parte, tam poco cabe h acer —com o sí, en cam bio, de la n a rra c ió n — nin guna distinción legítim a y m ás o m enos fundada en tre un «hacia dentro» y un «hacia fuera».
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Una definición A este respecto, com plem entando lo ya dicho en otro lugar,12 anticiparé aquí el fundam ento de lo que ha de llam arse «definición de la lírica a p a rtir de su m odo de em pleo» y que ha de ser, sin p erjuicio de m anifestaciones híbridas o lim inares, la m ás inequí voca y m ás rig u ro sa de su esencia. Sujetándom e a un principio ya seguido en el lugar de la cita en nota a pie de página, no b u scaré el p ecu liar m odo de em pleo de la lírica en la situación m ás culta y m ás so fisticada, sino en la m ás espontánea, cotidiana y popular: cuando nos llega por el patio in terio r la voz de una c riad a que can ta «Sin tiii,/m iran mis ojos sin veer...», ¿quién entendem os que es el «yo» de ese «mis ojos» y quién el «tú» de ese «sin ti»? Jam ás se nos o c u rriría p en sar que en ese in stante el «yo» pueda ser otro que el de la propia voz que está cantando, ni el «tú» pueda se r otro que el de alguien, no im p o rta si real o im aginario, que sea un verdadero tú singular, personal y privativo para esa m ism a voz. El a u to r de la canción, p o r m ucho que haya podido ponerse a sí m ism o y a su am ada, im aginaria o efec tivam ente, en ese «yo» y en ese «tú» del texto, los ha entregado, sin em bargo, al público com o lugares va cíos indefinidam ente capaces de im pleción. Pero cuando el poem a épico dice «Arma u iru m q u e cano» o «Fabló el rey don A lfons/odredes lo que diz», ¿qué ocu rre en el im plícito «yo» de «cano» y el im plícito 12. El gesto constitutivo de la lírica es la repetición; la palabra lírica nace ya como palabra repetida, y es tanto más esencialmente lírica cuanto más acierte a sonar como algo que ya se ha dicho alguna vez. Preguntemos al usuario más común y cotidiano: el triste que se aplica una copla, ¿no centra todo su recurso en la ficción de haber sido ya otro al que esa misma desventura le ha sucedido ya otra vez? El acto psíquico que corresponde a esto pue de tom ar prestado del lenguaje jurídico la palabra capaz de defi nir, por analogía, su carácter: sería un acto de «subrogación».
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«tú» (vosotros) de «odredes»? Que ese «yo» sigue siendo siem pre el yo de Virgilio, y en su solo papel de em isor de tal poem a (o a lo sum o el de un recita dor que ante un público cu alq u iera reencarne en su m era voz, y a guisa de vicario, ese m ism o papel), y que ese «tú» (vosotros) será siem pre el del eventual lector u oyente del poema, pero sólo, correlativam en te. en su m ero papel de receptor. Mas si esto está de m asiado lejos de aquello, por tra ta rs e de un tráfico m etalingüístico —en la m edida en que conlleva sólo referencias que hablan del propio hablar—, vengá m onos a un caso m ás cercano; en una n arración en prim era persona —donde, no im porta en qué grado de ficción, surge un «yo» que supone una incidencia gram atical del em iso r con uno de los personajes—, ¿se pone, acaso, el lector en el lugar de ese «yo» em i sor y personaje, al igual que la c ria d a que c an tab a se ponía a sí m ism a p o r «yo» de la canción que salía de sus labios? ¡No!, sino que, p o r intenso que pueda s e r su g ra d o de p a r tic ip a c ió n c o n ta l e m is o rprotagonista, perm anece en su propio «yo» y en su virtual segunda persona de p uro receptor (digo «vir tual», porque, aun sin dejar de ser destinatario, o sea, en sentido lato, receptor, de hecho es raro que lo sea en el sentido e stric to de un «tú» gram atical; caso de ser apelado de algún modo, es m ás frecuente que se lo distancie con la m ención de «el lector», que pide verbos en tercera persona). Se distingue aquí, pues, nítidamente, entre la «Einfühlung» (o «empatia») que sustenta la participación en lo n a rra d o y la «subro gación», que constituye la base del m odo de em pleo de la lírica. Positivísticam ente hablando, tam bién respecto del hai-ku de los kim onos nos c ab ría seña lar los tres papeles aquí diferenciados: un em isor (el poeta o su vicario el recitador), un receptor (el even tual lector u oyente del poema) y un personaje (el pa dre del niño, real o im aginario, incidente o no incidente con la persona del poeta); pero el m isterio 177
de la lírica consiste en que e sta trin id a d sean tres papeles distintos y un solo yo verdadero. La lírica lle ga a cu m p lirse de veras com o tal únicam ente cu a n do, com o ha sabido m ostrarnos, sin lu g ar a dudas, la c riad a que can tab a p o r el patio, el usuario —y ya no «receptor»— se subroga en el «yo» de la letra com o em iso r y personaje, es decir, se hace él m ism o tal p rim era persona que habla p o r sí y de sí, y c u a n do, correlativam ente, en el «tú» de la letra, si es que lo hay, ese yo de la voz que can ta o lee pone un tú suyo privativo y personal. No hay, pues, en la lírica, propiam ente un receptor, sino un usuario: el genui no y sin g u la r m odo de em pleo que la distingue y la define consiste en que cuando yo leo un poem a no soy uno que escucha, sino uno que dice. Lo m ás pare cido a ello es la oración: tam poco cuando se reza una oración textualm ente fijada se es un receptor, sino un usuario; el que reza se hace un au téntico yo em i so r de ese texto leído o recitado de m em oria, así com o el tú a quien se dirige es la divinidad apelada com o un tú propio y personal, p o r co m p artid a que sea por todos los creyentes. En todo el episodio del anagnorism ós de la his to ria de José, esto es, en todos los hechos que están e n tre el m om ento en que reconoce a sus herm anos y el m om ento en que se da a conocer a ellos, nos en contram os con un a p a ra to reflexivo-em otivo no sólo recibido, padecido, sino tam bién emitido, producido, por el propio José; no ofrecido a sus ojos y a su alm a por el azar, por el destino o p o r la voluntad del n a rra dor, sino fab ricad o por el personaje m ism o para sí. No hay un solo incidente, un solo albur, que ven ga a c ru zarse con la conducta de José, una sola ini ciativa de reacción p o r p a rte de los herm anos, cuya conducta se reduce a obedecer, a seg u ir pasiva y te m erosam ente las líneas de acción y de respuesta que a cada paso va m arcándoles la iniciativa del prime178
ix j ; los herm anos vienen a se r los títeres de la ficción que éste se organiza p ara sí mismo, pues no sólo es el a u to r del espectáculo, sino tam bién el esp ectad o r a cuyos ojos y a cuyos oídos expresam ente se d e sti na. Pero a la vez tam poco está inequívocam ente fuera de los hechos com o un puro espectador, pues a u n que es cierto que él sabe o cree sa b er que ninguna am enaza se va llevar a térm ino, que todo tem or, toda zozobra, toda incertid u m b re son infundados, el he cho de que su padre y sus herm anos sí presten, en cambio, fe a lo que sucede, sí se inquieten o tem an de verdad, es ju sta m e n te lo que en el alm a de José presta sentido a la fabulación entera, sólo sobre esta am bivalencia de los hechos se ferm enta en el alm a de José el ardiente vino que ha de a p la c a r la sed de su insaciable corazón, en la m ism a m edida en que a través de su padre y sus herm anos, a través de su creencia respecto de los hechos, logra él tam bién, y como de reflejo, alguna form a de creencia, que le per m ita hacerse personaje de su propia tram a. Más aún: si cabe, ciertam ente, a trib u irle un total protagonis mo en todos los sucesos, no hay, sin em bargo, fun dam ento alguno —sino, p o r el contrario, indicios justam ente opuestos, com o el ya m encionado c a rá c ter de im provisación sobre la m archa, con sus vaci laciones y rectificaciones— para p o d er a trib u ir a su conducta ningún c a rá c te r cierto de deliberación ni de consciencia; se tra ta indudablem ente de acciones voluntarias, pero la voluntad no tiene por qué a p a rejar siem pre, necesariam ente, en m odo alguno, la deliberación y la consciencia («voluntario» —¡y en qué altísim o grado!— lo es tam bién el denodado, so brehum ano y único posible esfuerzo del náufrago por alcanzar la playa): la voluntad bien podría no signi ficar aquí m ás que m era iniciativa, m ero papel gra m atical de agente po r p a rte de José, donde ni él m ism o sabe tal vez lo que se hace ni m enos todavía por qué lo hace. Antes bien, se d iría que él es el p ri
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m er esclavo de sus propios actos, y no com o suele entenderse com únm ente esta expresión (o sea, la de una esclavitud que revertiría sobre uno de retorno, desde las consecuencias), sino ya en el m ism o movi m iento de ida de la iniciativa. José padece su propia conducta, es, si se me p erm ite la antinom ia, pacien te de su propio incontenible im pulso de papel de agente (al fin y al cabo com o en toda acción en la que la lib ertad no es punto de p artid a, sino m eta; en que no es punto de apoyo, com o la tie rra firm e p ara el navegante que se hace a la m ar, sino señuelo del de signio, com o esa m ism a tie rra firm e para el n á u fra go que intenta llegar a ella). No p o r saber, o, si se quiere, po r c re e r saber, que ninguna am enaza deja rá caer su brazo levantado, no por autor, o, si se quie re, po r p resu n to a u to r de su fabulación, logra verse José m ás fuera de ella que su padre y sus herm anos, m enos prendido en las estrechas esp iras de una tra m a a la que ni él m ism o sabe p o r qué se ve im pelido de m odo irresistible. Con toda su apariencia, pu ram en te externa, de cálculo y de prem editación, su co nducta es al fin como un oscuro debatirse a manotazos, como un ciego y sordo forcejeo de los m iem bros por ab rirse cam ino en la esp esu ra y en la opacidad, por rom per la p a rá lisis en que el alm a se ha visto bloqueada ante la re pentina inmediatez, ante el arro llad o r y desbordante asalto de la gran felicidad que ha venido a so rp re n derla y rebasarla. Así, tam bién sus propios actos vie nen a ser, de alguna form a, algo que ocurre, que le ocurre; actos tan suyos y tan poco suyos com o el im pulso au tom ático que nos lleva a proteger el vientre ante el súbito am ago de una espada que se viene de recham ente sobre él. No es aquí, ciertam ente, la es pada m ala, la espada verdadera del dolor, sino la buena espada de la dicha, a cuya em briagadora he rida bien q u e rría José ofrecer las carn es de su alma; pero su b rillo cegador lo ofusca y sobrecoge, su 180
terrible fulgor lo paraliza, com o una luz deslu m b ra dora encendida de pronto ante los ojos en la tiniebla del tiem po y la distancia. No puede así de pronto y lisam ente convertirse en un hoy cierto y palpable el m ás lejano y añorado ayer, ni tro carse en ce rra d a cercanía la m ás rem ota y a m ad a lontananza: «¡Se párate, ventura; llégate lentam ente, que yo te vea ve nir, que pueda v islu m b rarte poco a poco, atalayarte y av istarte prim ero desde lejos, ad iv in arte p o r tus pasos; que acierte a reconocer tu ro stro sin que a n tes no me ciegues con el irresistib le brillo de tus o jo s!». Es de este doble juego de fuerzas encontradas —el im pulso de s a lir derecham ente al encuentro de la gran felicidad y de a b razarse a ella y el sobrecogi m iento que ofusca sus sentidos y a g a rro ta sus e n tra ñ as— de donde nace y se desencadena, com o una larga y o scura pelea de su alm a, la gran fab u la ción. Los ojos de José c o n statan pero no ven, sus oídos advierten pero no oyen, sus sentidos registran ero no perciben, su m ente entiende pero no concie, su corazón acusa pero no com prende. Toda la tra m a surge a m anera de una larga y tenaz explicación con la que el alm a tra ta de esclarecerse y a lu m b ra r se a sí m ism a toda la inm ensidad del acontecim ien to. No b a sta con que los ojos atestigüen y los oídos presten testim onio; es necesario que los ojos lleguen a ver de veras y los oídos oigan verdaderam ente. Sólo podrá saciarse el alm a y llevar el suceso a cum pli m iento cuando realm ente sea capaz de m edir y de abarcar, con todas sus potencias y sentidos, la m ag nitud de su ventura. Tiene, pues, que a g ita r aquellas m eras presencias, que rem over aquellas sim ples figuras todavía fantas m as de un ensueño (a la m anera en que en los gran des en cuentros en lu g ar y ocasión inesperados se sacude al am igo por los hom bros, com o se agitaría cu alq u ier cosa que suena, al tiem po que se exclama:
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«¡Pero, ¿es posible que seas tú?!»). Su corazón, ansio so h a sta la voracidad, necesita z a ra n d e ar y a je tre a r a su padre y sus herm anos; sobar, m an o sear sus co razones h a sta hacerles daño: que ellos vayan y ven gan, que ellos se inquieten, que ellos teman, que ellos se sientan confusos y turbados; que hablen, que pro nuncien los nom bres de su padre y de su m adre, que digan cosas com o que Jacob se m o riría si perdiese tam bién a Benjam ín; José no lo quiere o ír p a ra sa berlo, sino p a ra p a lp a r la idea con todo el corazón; necesita que la fam ilia ponga en acto y en expresión sus vínculos de am or, que se tensen y suenen, a u n que tenga que se r p o r el tem or y la zozobra, las c u e r das fam iliares, com o quien necesita volver a o ír y a reconocer el tim bre de una cíta ra desde hace tiem po m uda. Sólo cu ando las cu erd as de esa c íta ra alcan cen la tensión que necesitan p a ra d a r su m ás alta nota p o d rá José finalm ente h a c er s a lta r los c e rro jos de su alm a, ro m p er los frenos de su corazón. Así lo m u estra el crescendo de los tres llantos: po r dos veces el alm a ha estado a punto de vencer la resis tencia de la opacidad, de a b rirse una salida, y por dos veces el a g arro tam ien to del oscuro corazón la ha obligado a replegarse y esconderse. ¡Todavía no; no basta! S erá preciso que el h ierro se ponga al rojo vivo, que la c ald era llegue a su extrem a ebullición p ara que pueda al fin ech ar la tap ad era po r los aires y desb o rd arse y derram arse: «¡Yo soy José! ¡¿Vive mi padre todavía?!»; él ya sabe que vive, ya ha preguntado dos veces por él, pero entonces ha dicho «vuestro padre»; únicam ente aho ra le es dado al fin poder d ecir «m i padre». E sta pre gunta inm ediata, sim ultánea —com o si todo fuese un m ism o contenido indiscernible— a su darse a co nocer, confirm a rotundam ente, en su propia ociosi dad inform ativa, todo el sentido de la fabulación entera: ¡Este era, pues, el punto de destino! ¡Aquí era adonde se q u e ría llegar! El o bstáculo que la fabula182
ción tan denodada y trab ajo sam en te pugnaba p o r vencer, la insoslayable distan cia que h ab ía que cu brir, está rep resen tad a del m odo m ás preciso en la d istancia que m edia entre d e c ir «vuestro padre» y volver a poder d ecir verdaderam ente «mi padre» a boca llena y con todo el corazón al fin desem barga do, ilum inado, y rescatado de su opacidad. ¿A qué rep etir ahora la pregunta, sino porque aquel p rim e r otro preguntar no era m ás que un indirecto y distante averiguar (incluso m aterialm ente distanciado por el intérprete interpuesto, como si hasta la lengua de sus p adres se su strajese al alcance de sus labios) y sólo éste de ahora es p a ra el alm a el verdadero pregun tar? Veintiún años de a p a rtam ien to y de distancia son m uchos años p ara que el alm a pueda salvarlos llanam ente y en un solo instante. La larga fabulación del reconocim iento de José con sus herm anos es ju s tam ente el m ediador reflexivo y expresivo, la caja de resonancia, que el secreto reso rte aním ico de la pro yección sensible hubo de u rd ir y desplegar ante los sentidos y ante el corazón p ara que el acontecim ien to pudiera llegar a cum plirse enteram ente en la con ciencia: ahora el llanto rom pe y se levanta inm enso y desbordante com o la felicidad que pregona y que celebra, en un clam o r que resuena, llenándolo con su anuncio, por todo el palacio del faraón. Si en el hai-ku de los kimonos teníam os el que podría llam ar se «procedim iento especular», aquí se nos ofrecería el «procedim iento fabulante». La h isto ria del am o r entre José y Jacob toca real m ente la cim a del am or patriarcal, pues aquí el am or grande, el a m o r principal, al que se subordinan to dos los dem ás am ores de la fam ilia de Israel, es, ob viamente, el m utuo am or de Jacob po r José y de José p o r Jacob. El gran a m o r de éste po r R aquel había sido sin duda la fuente y la semilla; su am or por Ben jam ín, único herm ano tam bién de m adre de José, era el bálsam o que aliviaba su desolación tra s la desa 183
parición del predilecto. Jacob vendrá ah o ra a Egip to con toda su fam ilia y todos sus ganados y o b ten drá del faraón, gracias al rango y al prestigio de José, una tie rra de pastoreo en la región de Goshén, o sea, en la esquina noroeste de la península del Sinaí, pe'ando con el istm o. C orram os un tu pido velo sobre a inhum ana conducta política de José, que sa b rá aprovecharse de los excedentes tan previsoram ente alm acenados en los años de abundancia, p ara expo liar, con su venta, al pueblo egipcio del m odo m ás inicuo y desp iad ad o d u ran te los siete años de ham bre, h asta lograr su absoluta depauperación, convir tiendo toda la tie rra de Egipto en propiedad del faraón, y pasem os al final. Llegada para Jacob la hora p o strera —tra s diecisiete años a e vida en tie rra egipcia—, d ecid irá a d o p ta r p o r hijos suyos a los dos hijos m ayores de José: Efraím y M anasés,13 es
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13. Nunca había yo entendido el sentido que pudiese tener esta adopción, ni. por lo tanto, el porqué de que, en lugar de una «Tribu de José», hubiese dos tribus, a nombre de sus dos hijos mayores, puesto que la bipartición de aquella posible tribu unitaria en las tribus de Efraím y de Manasés se deriva obviamente de este acto de adopción. Pero hoy se me ha ocurrido una explicación tan plau sible de la cosa, que, a reserva de lo que sobre ello tengan averigua do los doctores, tiene todo el color de una evidencia: José no podía ser ya cpónimo de una tribu porque, habiendo sido vendido por esclavo a Putifar, no era ya un hombre libre, y, por muy alta que hubiese llegado a ser su posición social tras pasar a poder del faraón, seguía teniendo condición de esclavo y ya no pertenecía a Jacob sino al propio faraón; de ahí que Jacob, para poder perpe tu ar en su pueblo, como descendencia propia, la sangre de su hijo más amado, no tuviese más opción que la de adoptar por hijos a sus nietos Efraím y Manasés. Q uedaría la dificultad de la posi ble condición jurídica de éstos; ignoro lo que las leyes egipcias disponían a este respecto, pero la conjetura que, entre otras va rias, me parece más probable es la de que, aunque hijos de escla vo. bastase la sola sangre egipcia de su madre Asenet —mujer, por añadidudra, de casta sacerdotal— para que fuesen libres de nacimiento. Aun en el caso, también muy posible, de que José hu biese sido em ancipado por el favor del faraón para con él, Jacob podía, no obstante, estim ar como indeleble, a los efectos, la man cha de la vieja esclavitud, o bien excluir desde el principio la al ternativa de pedir que le fuese devuelto para su propia casa el hombre a quien el mismo faraón había encumbrado hasta el pues to más alto del imperio v a quien necesitaba y estimaba como su mano derecha en el gobierno del país.
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decir, ascenderlos de una generación, poniéndolos a la a ltu ra de sus tíos y equ ip arán d o lo s a ellos en la distribución tribal. Y, ya en el lecho de m uerte, lla m ará ju n to a s í a sus doce hijos, para darles, uno a uno, su últim a bendición. No me resisto a tra n sc ri b ir aquí la increíble bendición que reservará para José, su hijo m ás am ado: José es un novillo hacia la fuente; a la fuente se encamina, los arqueros le hostigan, los tiradores de saetas le atacan; pero la cuerda de su arco se rompe y su poderoso brazo se encoge, por el poderío del fuerte de Jacob, por el nom bre del pastor de Israel. En el Dios de tu padre hallarás tu socorro, en El-Sadaí que te bendecirá con bendiciones del cielo arriba, bendiciones del abismo abajo, bendiciones del seno y de la matriz. Las bendiciones de tu padre y de tu madre sobrepasan las bendiciones de mis progenitores, suben por encim a de los eternos collados; que caigan sobre la cabeza de José, sobre la frente del príncipe de sus herm anos.14 14. Según la primitiva versión de N ácar y Colunga, versión real mente admirable, que, por razones para mí del todo ignotas, ha sido lamentablemente alterada y destrozada en ediciones poste riores, sin por eso dejar de presentarse bajo los mismos nombres y como la misma versión. Neftalí era allí, por ejemplo, en estas mismas bendiciones, «un terebinto que echa muchas ramas, / ra mas altas y espléndidas»; aquí —en la novena edición— resulta ser, en cambio, «una cierva en libertad». Ya, pues, que aquella pri mera edición se diferencia de las posteriores a veces tanto como un terebinto pueda diferenciarse de una cierva, ¿por qué la BAC no tiene con nosotros un detalle delicado y, aparte de seguir edi tando la versión adulterada, no reedita también la primitiva, que a tantos nos apasionaba y que yo mismo, habiéndola extraviado, sólo he podido citar, en este caso, gracias a recordar de memoria las bendiciones de Jacob?
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El caso M a n riq u e1
«La destru cció n de los valores es la restau ració n de los bienes.» (Jacinto B atalla y Valbellido) Antiguo y recu rren te es el pleito entre los bienes y los valores, y, por añ ad id u ra, p arece condenado a tener que volver a em pezar siem pre p o r el juzgado de instrucción. Si alguna vez pasa de ahí, esto es, si alguna vez se dicta un auto de procesam iento, éste aco stu m b ra a to m a r todo el aspecto de un auto de fe. Pero un auto de fe a lo que se parece, m ás que a un auto de procesam iento, es a la ejecución de una sentencia p u ra y pinta. De m odo que se d iría que la m ateria m ism a produce com o una especie de agarro tam iento procesal, que o b struye cu a lq u ier posible intervención de instancias interm edias. Por otra parte, es absolutam ente im posible decir una palabra unívoca sobre qué es realm ente lo que arde en esos 1. Este ensayo es, en parte, un desarrollo de algo ya apuntado en el texto «Sobre el Pinocchio de Collodi» (en este mismo Vo lumen, págs. 93-94).
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autos de fe; sobre qué era, p o r ejem plo, lo que a rd ía en la hogueras de Savonarola, ni aun si seguía sien do lo m ism o antes de la quem a y después de ella. La quem a m ism a era, sin duda, generadora de valor: un tesoro en el cielo, pero ni en esto m ism o se puede es tablecer si ese valor no nacía m ás bien del propio luego que de lo quem ado. C om oquiera que sea, la idea del tesoro en el cielo viene a lanzar sobre los bie nes una m aldición equivalente a la que sufren bajo el signo de la c u ltu ra predatoria. Y en esta m ism a en contram os, p o r cierto, otra form a bien cara c te riz a da de quem a o destrucción de objetos (y digo, sim plem ente, «objetos», po r cu an to aquella m ism a antedicha am bigüedad sigue im pidiéndom e decir, de modo unívoco, «bienes» o «valores»): el potlach. Cuan do un jeque, en desafío con otro jeque, prende fuego a sus propios pastos o cosechas y degüella a sus diez m ejores caballos, a sus cien m ejores cam ellos, a sus mil m ejores ovejas, p ara m o stra r cóm o él está po r encim a de su propia posesión y para hacerse así m ás grande que el otro, tam poco hay duda de que lo que mado, m atado o d e stru id o pasa autom áticam ente a uenerar valor: el dueño m ism o recibe de la an iq u i lación v o lu n taria de su propia hacienda un au m en to de valor prácticam ente equivalente al que pudiese recibir de una gesta p red a to ria que pusiese en sus m anos el botín de o tra hacienda sem ejante: ahora «vale m ás» (y recuérdese cóm o en E l Cantar de Mío ( 'id la fó rm u la canónica del desafío —del reto a due lo en el cam po del h o n o r— era el lanzam iento oral v público de la «tacha de m enos valer» al rostro del tlesafiado), pero, ¿quién, a nuestro propósito, podría, tam poco aquí, d ecir ya una p alab ra unívoca sobre aquellos pastos dados a las llam as, sobre aquellas ovejas pasadas a cuchillo, sobre aquellos caballos cu yas c arro ñ as hieden ahora en el silencio del desierto, ese m ism o silencio que aún ayer rom pían y alegraban con el lejano lla m a r y resp o n d er de sus 187
relinchos? N unca h a b rá univocidad acerca de estas cosas m ien tras el sólo e s ta r en el cuenco de la m ano de un niño sea capaz de tra n sfig u ra r o tra n sfo rm a r ante nuestros propios ojos la m ás valiosa de las es m eraldas en algo no d istin to de cu a lq u ier lindo gui ja rro pulido p o r el río. Pero m i intención no era la de m eterm e en averi guaciones sobre la m ás íntim a esencia de tan oscu ro asunto, sino la de c o n sid e rar el curioso conflicto que im pensadam ente viene a su rg ir en las en tra ñ as de una de las m ás fam osas recu rren cias del pleito de los bienes y los valores, o sea, las Coplas de J o r ge M anrique p o r la m uerte de su padre. E stas co plas son, en conjunto, un gran fracaso (aunque ya se verá cóm o ese m ism o fracaso ha sido, parad ó jica mente, p ara bien); de ellas las hay m alas, las hay m e diocres, las hay m ejores y las hay detestables; pero no es este p rim a rio juicio de valor pu ram en te a rtís tico lo que hace al caso en la cuestión que me inte resa, o, al m enos, el aspecto que ese juicio toca no concierne ni afecta a mi asunto de m odo sustancial, pues el conflicto al que pretendo referirm e viene a salirse de lo que propiam ente llam am os literario, aunque tam bién sobre ello rep ercu tan sus graves consecuencias. Para poner en claro lo que quiero decir, n ad a m e jo r que em pezar p o r c o n sid e rar el curio so c o n tra s te que ofrecen las opiniones de Menéndez Pelayo y de Ju an de M airena al respecto de las coplas en cues tión. Don M arcelino a g a rra el poem a po r el asa de la intención explícita del a u to r y, sin d e ja r de repro charle las dos coplas realm ente deplorables a que aludo m ás a rrib a , o sea, la 27 y la 28 («apenas pue den tach arse dos estro fas pedantescas y llenas de nom bres propios»), lo elogia sin restricciones en todo lo dem ás com o un «doctrinal de c ristia n a filosofía», esto es, bajo el concepto de serm ón de encarecim ien to de los valores y m enosprecio de los bienes en que 188
la intención m anifiesta del poeta lo quiso colocar. Mairena, po r el contrario, dem ostrando a la vez la más im perdonable despreocupación en cuanto c rí tico literario y el m ás fino y seguro oído en cuanto lector de lírica, se olvida p o r com pleto de la inten ción m anifiesta de M anrique y se va derecham ente ¡il corazón de las únicas coplas verdaderam ente líri cas del poem a, p a ra encom iarlas ju stam en te en el sentido radicalm ente c o n tra rio al que quisieron te ner para el poeta en la totalidad de la elegía. Su d es cuido o su distracción son tan escandalosos que llega incluso a decir: «El poeta no com ienza por asen ta r nociones que tra d u c ir en juicios analíticos, con los cuales co n stru ir razonam ientos. El poeta no pre tende sab er nada; pregunta por dam as, tocados, ves tidos, olores, llam as, amantes...»; pues bien, ya que la referencia al soneto de C alderón nos perm ite corregir la im precisión del lenguaje de M airena y en tender lo que quiere d ecir con esto, a poco que se re pare en las coplas de M anrique se verá que en casi todas las que anteceden a la que com ienza «¿Qué se hizo el rey don Joan?» (que es la 16) el au to r ha venido haciendo ju stam en te lo que M airena niega que haga en la copla que tom a com o ejem plo (que es la 17); si ciertam ente en ésta no lo hace, dicho del poem a entero, es falso de toda falsedad lo de que el «poeta no com ienza p o r a se n ta r nociones, etc.» y lo de que «el poeta no pretende saber nada; pregunta, etc.». Pre cisam ente ha com enzado po r a se n ta r nociones, po r saberlo todo, y, lejos de preguntar, no ha estado ha ciendo otra cosa que responder. Pero sigam os la cita de M airena tal com o Antonio M achado la tra n s c ri be en el p arágrafo E l «Arte poética» de Juan de M ai rena, q u e fo rm a p a r te de su in tr o d u c c ió n al «Cancionero apócrifo de Ju an de M airena»: «El ¿qué se hicieron?, el devenir en interrogante, individuali za ya estas nociones genéricas, las coloca en el tiem po, en un p asad o vivo, donde el poeta pretende 189
in tu irla s com o objetos únicos, las rem em ora o evo ca. No pueden ser ya cu alesq u iera dam as, tocados, fragancias y vestidos, sino aquellos que, estam pados en la placa del tiempo, conm ueven —¡todavía!— el corazón del poeta. Y aquel trovar y el danzar aquél —aquellos y no o tro s— ¿qué se hicieron?, insiste en p reg u n ta r el poeta, h asta llegar a la m aravilla de la estrofa: aquellas ropas chapadas, vistas en los giros de una danza, las que traían los caballeros de Ara gón —o quienes fueren—, y que surgen ahora en el recuerdo, como escapadas de un sueño, actualizando, m aterializando casi el pasado, en u n a trivial anéc dota indum entaria. Term inada la estrofa, queda toda ella vibrando en n u e stra m em oria com o una m elo día única, que no p o d rá repetirse ni im itarse, po r que p ara ello se ría preciso h a b e rla vivido. La em oción del tiem po es todo2 en la estrofa de don Jorge; nada, o casi nada, en el soneto de Calderón. La diferencia es m ás profunda de lo que a p rim era vis ta parece. Ella sola explica por qué en don Jorge la lí rica tiene todavía un porvenir, y en Calderón —nu estro gran b arro co — un pasado abolido, defini tivam ente m uerto». A tenor de e sta s palabras, no es nada aventurado suponer que M airena se h a b ría opuesto del modo m ás rotundo al dictam en de Don M arcelino, supues to que leídas las coplas com o lo que eran p ara éste, o sea, com o un «doctrinal de c ristia n a filosofía», no podría escucharse en ellas sino el m enosprecio de lo perecedero, y m al podría h a b e r en ellas nada de «emoción del tiem po», ningún p asad o efím ero que «conmoviese —¡todavía!— el corazón del poeta», nin guna clase de añoranza (versión retrospectiva o retroactiva del deseo) de cu an to pueda e s ta r m arcado p o r el signo y el sino de la caducidad. Así que Don 2. Sic: «es todo», en lugar de «/o es todo», como sería correcto, tanto en la edición de Espasa-Calpe como en la de Losada.
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Marcelino, por su parte, fundándose en el principio de la identidad de la persona, que aquí significaría identi dad del autor consigo mism o y consiguientemente uni dad de la intención y univocidad de la obra, habría ape lado, a su vez, a la exigencia crítica de que el poem a I uese considerado com o un todo y h a b ría im pugnado las apreciaciones de M airena como apoyadas en la m ás a rb itraria extrapolación. Mas por m ucho que Don Marcelino pudiese ab u n d a r en toda suerte de razones —que no se podría decir que le faltaran —, sólo tenía razones; pero era M airena quien tenía razón, porque la t ontradicción está en las entrañas m ism as del poema. (El diálogo del «Gran Café de Nápoles») (A este propósito, en las m em orias inconclusas, iné ditas, prácticam ente anónim as — pues sólo hay una más o menos plausible conjetura sobre la identidad de \u autor, cuyo nombre, por tanto, om itiré— y acaso ini luso apócrifas —com o lo son, por lo demás, de uno u otro modo, todas las m em orias—>de cierto oscuro peliodista sevillano aparece, com o único y nunca corro borado testimonio, el relato de un insospechado encuentro entre Juan de Mairena y don Marcelino Menéttdez y Pelayo, con un diálogo que versa, en su mayor parte, justam ente sobre las coplas de Manrique.3 V Debo la gentileza de haberme permitido hojear (yo antepongo »lempre la «h» a esta palabra que suele escribirse sin ella —delivándola de «ojo», como «pasar los ojos», pero creo que, sea o lio por etimología popular, el oído común la refiere a «hoja», como • pasar las hojas» —de un libro, por supuesto—) tan pintoresco manuscrito y transcribir el episodio que recojo extractado en esl a s páginas a doña Rosa Hernández, viuda de O’Connor. Al mani festarle desde aquí mi gratitud, me cumple, de igual manera, lonsignar, por expreso deseo de Doña Rosa, que ningún paren tesco próximo o remoto la une con el autor de las memorias, las i uales han venido a su posesión sólo a través de una serie de ciri unstancias, altamente fortuitas, que no hace al caso detallar aquí.
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Según el m anuscrito de este olvidado y d udosam en te identificado reportero, el fugaz conocim iento en tre am bos personajes se habría producido con ocasión de una breve estancia en Sevilla de Don Mar celino, «sin otro objeto — son palabras textuales que el autor de las m em orias pone en labios de Don Mar celino en la conversación de éste con M airena— que el de confirm ar ciertos extrem os que m e interesaban en los archivos de la M etropolitana». Parece, pues, que, siem pre según el poco conocido y aun m enos acreditado m anuscrito, «corriendo a la sazón la p ri mera quincena del mes de julio y sin ninguna de esas benem éritas torm entas que tanto suelen aliviar los inm isericordes rigores de las noches sevillanas, Don Marcelino, que se hospedaba, por lo que pude co legir, en el Parador del Sol, sito, com o es notorio, en la calle de la Cabeza del Rey Don Pedro, aleda ña con la Alfalfa, y p o r ende en uno de los puntos m ás interiores y m enos ventilados de la urbe, aterra do, sin duda, ante la sola idea de meterse en cama, vino a buscar el consuelo, por cierto m ás ilusorio que real, de un espacio m ás am plio y despejado com o es el de la Alam eda de Hércules, donde existía hasta hace pocos años el Gran Café de Nápoles, que tanto yo com o un señor Mairena, profesor de gim nasia —y con quien yo no tenía otro conocim iento que el del sim ple saludo que se usa entre asiduos de un m ism o establecim iento—> solíam os frecuentar». Sigue des pués contando el periodista cóm o Don Marcelino, des pués de haberse paseado de acá para allá unas cuantas veces, con las m anos cogidas p o r detrás de la chaqueta, «concentrado, a todas luces — nos dice textualm ente—, en las más arduas reflexiones, abstraí do en los m ás elevados pensam ientos, entre las dos parejas de colosales y m onolíticas colum nas roma ñas que adornan los extrem os de la célebre alam e da, y de las que ésta tom ó sin duda el nombre», se resolvió p o r fin a entrar en el Gran Café de Nápoles, 192
en donde, por lo visto, fue reconocido en el acto por el autor de las m em orias, ya que «su im ponente efi gie —según nos explica el texto—, gracias a cientos de grabados y de fotografías, era tan fam iliar en el circuito de las personas instruidas com o fam oso era su nom bre entre las m ism as». Im puesto en su profe sión, el autor de las m em orias vio en seguida la posi bilidad de una entrevista-reportaje, del que confiesa incluso los diferentes títulos que llegó a barajar: «Don Marcelino en la ciudad de A lm utam id», «Menénile zy Pelayo rinde visita a Im Giralda», y otros por el estilo, m ás un ú ltim o «más serio —dice—, de re serva, por si el director los estim aba una m ijita atrevidillos y m e los echaba para atrás: "El sabio don Marcelino M enéndez y Pelayo viene a consultar los tesoros documentales de nuestra capital"». Pero estan do en aquel m o m ento acom pañado p o r una m ujer llamada La Sagrario, «una m u jer que m e quería —com enta—, una m ujer buena, una Magdalena, de la i/ue si un tu m o r impío, un cáncer inhum ano, no m e la hubiese Dios arrebatado, tal vez habría llegado a hacer la com pañera de m i vida y el sagrario de m i ancianidad» [sic; anacolutos com o este, en que el pa pel de sujeto de «hubiese arrebatado» queda am bi guam ente repartido entre Dios y el tu m o r impío, no son infrecuentes en el m anuscrito, casi carente, por lo demás, de correcciones: y, en cuanto a lo de «sa grario de m i ancianidad», sería injusto sacar la coni lusión de que el autor tenía un tan elevado concepto de sí m ism o com o para considerar su propia ancia nidad digna de la veneración de un tabernáculo; m ás conform e parece con la actitud general del m anus crito pensar que sólo quiso encontrar todo un s ím bolo — aunque tuviese que ser algo forzado— en el nombre de pila de la mujer, deseoso tan sólo de ren dir hom enaje a su mem oria, sin andarse parando de masiado en el sentido de lo que decía]. «Viéndome y o , así pues — sigue el autor — > en la precisión de des 193
pacharla antes de presentarme a Don Marcelino, m an dándole, com o m e parecía lo más correcto, una tarjeta de visita a través del camarero, se m e adelantó, ga nándom e la acción, el tal señor Mairena, que igual m ente lo había reconocido, y, produciéndose de la form a m ás desenvuelta, lo abordó sin m ás ni más, tendiéndole la m ano y anunciándole su nombre, sin haberle dejado tan siquiera el tiem po de acom odar se, y en el acto pegó la hebra con él. Con lo que, aun que al día siguiente m e personé a m ediodía en el Parador del Sol, fue sólo para enterarm e de que el sabio había partido, así que al fin no pude redactar más que una sim ple nota de su fugaz estancia.» Casi en seguida, al parecer, la conversación se fue centran do sobre el tem a de la literatura. «No sé con qué pre dicam ento — com enta aquí, tal vez con una punta de rencor por haber visto frustrada su entrevista, el autor de las m em orias— se atrevía aquel señor Mairena a departir de literatura con el insigne M enéndez y Pelayo, siendo, com o era, profesor (aunque m ejor diría mos "in stru c to r" por m u y titulado que estuviese) de gimnasia.» Om itiré reseñar aquí los párrafos del m a nuscrito que recogen, a m enudo con frases literales de los interlocutores, la prim era parte de la conver sación, hasta el m om ento en que, habiéndose al fin polarizado sobre la lírica castellana, salieron casi en seguida a relucir las coplas de M anrique a ¡a muerte de su padre; parece ser, pues, que am bos personajes coincidieron con el m áxim o entusiasm o en encomiui este poem a con especial predilección, llegando inclu so a recordar de m em oria algunas partes y a ponde rarlas con tono adm irativo. «No dejaba de ser un e s p e c tá c u lo c h o c a n te — d ic e e l a u to r de las me m o ñ a s— ver cóm o aquel profesor de gim nasia se sabia de corrido las coplas de Jorge Manrique, y la manera en que se las recitaba a M enéndez y Pe/ayo, casi com o si fuesen versos propios, o com o si se las estuviese dando a conocer, acom pasándose con ciet 194
tos exquisitos m ovim ientos de la mano, pero juntas las yem as del pulgar y el índice, igual que un cantaor.» Un conato de roce parece que lo hubo, sin e m bargo, cuando Mairena em pezó a poner en entredicho la figura del conde de Paredes, aseverando que don Ro drigo Manrique, al igual que don Fadrique Enríquez, había sido, en realidad, m ás bien un m a l bicho, hen chido de soberbia y de am bición, y contrastando su actitud y la de su fam ilia con la responsabilidad, la dignidad y la franqueza que durante todo el reinado de E nrique I V habían sabido mantener, en cambio, los Mendoza. Pero si este conato de fricción no pasó a mayores fue gracias a la intem pestiva intervención de un tercer personaje, un anciano solitario, sentado en un velador casi contiguo, que había aguzado el oído a la conversación, en especial desde el instante en que ésta había derivado hacia juicios históricos, y que con la desm esura de su interpelación rebasó cualquier posible m edida que hubiese amenazado al canzar el desacuerdo entre Mairena y M enéndez y Pelayo. Cuando el segundo, en efecto, replicó, con una punta de viveza, que si consideraba M airena a Don Enrique un rey m erecedor de lealtades incondiciona les o escrupulosos m iram ientos y com enzó a expla yarse sobre el gran beneficio que tanto para la sucesión de Enrique de Castilla com o para la de Juan II de Aragón había supuesto la actitu d de persona jes com o Don Rodrigo y el alm irante Don Fadrique,4 cuya clarividencia, aun después de fracasar, por la m uerte del infante Don Alfonso, la tentativa de Ávila, había llevado fin alm ente al glorioso reinado de Fer nando y de Isabel, el anciano no pudo contenerse más y «se arrancó —según dice textualm ente el autor de las m em orias— com o un cárdeno chorreao, lleván dose por delante la puerta del toril de la urbanidad, 4 Véase, sobre este personaje, el Apéndice n.° 1 al texto «Discurso de Gerona» (en este mismo Volumen, pág. 279).
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del civism o y de la buena educación», y se encaró, por lo visto, con Don Marcelino, espetándole a que marropa: «¡Sí, p o r cierto! ¡Coincide con la versión mía!¡La clarividencia de la intriga y la calum nia, de la traición y del veneno!¡Esa fue la clarividencia del almirante y de su hija, doña Juana Enríquez, que con dujo al glorioso reinado de Fernando! ¡La calum nia de Don Fadrique, que encizañó a Juan II contra el principe de Viana, al padre contra el hijo, y las hier bas de su m adrastra Doña Juana, que acabaron con él! ¡Así es com o sacaron adelante la m adre al hijo y el abuelo al nieto! ¡Linda m anera de velar al m ism o tiem po por la grandeza de la patria y el interés de la fam ilia! ¡A esto suelen salir con que Dios escribe de recho con líneas torcidas, pero toda la plana, toda la resma, se torció, y no hay quien haya vuelto a ende rezarla!...», y por este tenor siguió apostrofando el an ciano — «el energúm eno», com o lo llam a el autor de las m em orias— contra Isabel, a quien calificó de «bruja beatorra y marisabidilla», contra Fernando, del que dijo que era «más falso que la rama de una higuera», pero que «bien tenía a quien salir», contra el Gran Capitán, en cuyas cam pañas de Italia veía los prolegóm enos del Saco de Roma, contra Cisneros, «con sus B úcherverbrennungen, por no hablar de otras quemas», contra los Colones, de los que salva ba sólo a Fernando, ensañándose con «Dieguito», com o lo llam aba, y sobre todo con Bartolom é, que «con perversas m aquinaciones se dio buena mana para borrar de la faz de la tierra a un pueblo ente ro», y reservando para Cristóbal el dictam en de «buen m arinero en la mar, pero en tierra un orate visiona rio, al que debieron dejar am arrado de por vida a la barra del tim ón, sin perm itirle pisar jam ás m ás que sobre m adera ni conocer m ás tierra que la de su pro pia sepultura». Era tan virulenta la andanada, que en un p rim er m o m en to M airena y Don M arcelino no acertaron a hacer casi otra cosa que escucharla b<> 196
i/uiabiertos y solam ente el segundo hizo un intento ile atajar, diciendo: «¡Está usted disparatando, caba llero!», pero el anciano, cada vez m ás crecido, prosiHuió: «¡Si no hubiese sido po r la clarividencia, com o usted la llama, de sus M anriques y de sus Fadriques, iilinra tendríam os todavía la dulce España de los cua tro reinos, la España de Lisboa, de Segovia, de ZaraHn.a y de Granada; ahora tendríam os allí —y señalaba con el brazo y el índice extendido hacia alHiin punto remoto, m ás allá de los m uros del café— un reino islám ico europeo, próspero, pacífico, culto, n'finado, la esmeralda de Alá com o remate del collar ile los pueblos cristianos, que seria hoy el orgullo de I uropa, a la vez que el espejo en que se miraría todo el Islam occidental, pues sus naves, flanqueadas bor da con borda, remo con remo, vela con vela —se exal t a b a el anciano—, por las galeras herm anas de Aragón y de Castilla, jam ás habrían perm itido que los turcos pasaran de Cairuán ni del estrecho de Panleleria!». Aquí Mairena, tal vez porque veía que la ten s i ó n aum entaba por m om entos, quiso terciar, Intentando quitar hierro con una observación inofen s i v a . y «habituado sin duda — com enta textualm en te el autor de las m em orias— a exigir precisión de m ovim ientos en la ejecución de la tabla de g im n a s i a», aprovechó una pausa en la proclam a del ancia no. para decirle: «Si com o creo colegir de sus palabras, es a Granada a donde quiere usted apunUti. le ruego que varíe el ángulo del brazo unos cua terna grados hacia el este, porque así está usted Indicando m ás o m enos a Ronda o a Estepona». Pero vi anciano rehusó la transacción y em palm ó de vo lea. vin dejar rebotar, con sorprendente rapidez: «¡Tan to daría ya que señalase a Peña Labra, a Santander H a los m ism ísim o s infiernos! ¡Nada de aquello vol een! ya más! Por m i parte —añadió, m odulando ahom su cólera con cierto tono de solem ne unción—> no he vuelto a reconocer m ás reyes en España que m i 197
señor Don Carlos, Principe de Viana, en La Aljafería de Zaragoza, que m i señora doña Juana de Trastamara — Beltraneja que fuere o que dejase de ser, si eso les place—> en el Alcázar de Segovia y que m i señor Abu Abdallah M uhám m ad, Boabdil, en la Alham bra de Granada». Don Marcelino, entendiendo sin duda el apenas velado ataque ad hom im em —o «puñala da trapera», com o lo califica textualm ente el autor de las m em orias— en lo de Peña Labra y Santander, replicó excitadam ente: «¡Creo que se está usted ya pa sando un tanto de la raya, señor m ío! ¡Y ya le hem os consentido por demás, no habiéndole dado nadie vela en este entierro!». Mas el anciano volvió a dem ostrar su implacable rapidez: «Ah, ¿conque se trataba de un entierro? — dijo con voz sardónica— ¡Ya decía yo! ¡Del entierro de España, m e atrevo a suponer! Pues hay otros difu n to s bastante m ás recientes que enterrar... ¡La Italia de Venecia y de Florencia, de Lombardía, de Módena, de Parma...! O ¿por qué no, m ás todavía, la Alem ania de Hesse, de Hannover, de Sajonia, de Baviera, de Wurtemberg, de Badén...? ¡La A lem ania de las ciudades libres: Frankfurt, Hamburgo, Bremen...! ¡Cadáveres calientes todavía, para llorar sobre ellos la destrucción de Europa!». Don Marcelino, viendo de pronto un hueco para su florete y acertando a encon trar finalm ente su estocada, no le dejó seguir e, in terrumpiéndole, logró im poner su voz firm e y sonora: «¿Sabe lo que le digo, am igo mío?¡Que ni Brem en ni Ham burgo ni Florencia, ni Segovia, ni Zaragoza ni Granada!¡¡¡A Cartagena: a eso es a lo único que huele aquí!!! ¡Que m e despide usted un tufillo cartagenero que trasciende!» [se conoce que el recuerdo juvenil de la revolución cantonalista, encabezada por la ciu dad de Cartagena, aún debía de ofender y escandali zar el acendrado españolism o de Don Marcelino!. Sorprendido en su guardia p o r este contrataque tan ajeno a sus supuestos tácticos, el anciano, perplejo, no encontró ya su reconocida p ro n titu d para recoger 198
v devolver, y por toda reacción se lim itó a mirar a Don Marcelino con una m edia sonrisa o casi m ueca de desdén, acom pañada de un fuerte resoplido que pa rada decir: «Si no; si ya se sabe; si es inútil; ¿a qué va uno a meterse a hablar de nada?». Luego, m u y dig namente, se levantó para marcharse, aunque no sin pararse unos instantes al cruzar p o r delante de la mesa de M airena y de Don Marcelino, para, con una levísima inclinación de la cabeza, sibilarles entre dientes: «Rubén Segovia Francos, catedrático de His toria y Geografía, jubilado, en los In stitutos de Me dina del Campo y de Jaén, para servirles». Cuando, pagada su consum ición, atravesaba ya el anciano el cilindro de la puerta giratoria, «cuyas cuatro alas —precisa el m anuscrito— perm anecían, por el calor ile la estación, plegadas dos a dos sobre su eje, cual pareja de gigantescas mariposas en el acto de la cópu la» [es evidente que el autor de las m em orias tenía una imagen un tanto antropom órfica de las prácti cas nupciales entre los lepidópteros], Don Marcelino se volvió a Mairena: «¿Ya ha oído usted qué nombrecito?». Mairena: «¿Judío, se refiere usted?». Don Mar celino: «¡Hombre!¡Más que M aimónides!¡Y dispuesto, si de él dependiera, a franquearle otra vez el paso del Estrecho a la morisma!». Mairena: «Bien, bien, Don Marcelino; no es m ás que una opinión lo que ha ex presado; una opinión discutible, com o cualquier otra, pero tam bién respetable, com o toda opinión». Don Marcelino: «Las opiniones se enuncian, no se ladran». Mairena: «Todos, Don Marcelino, si Dios no dispone antes otra cosa, hem os de ser ancianos algún día». Restablecida del todo la tranquilidad con tan piado sas y conciliadoras palabras de Mairena, fue llam a do de nuevo el camarero. Ya debía de haberse corrido la voz por el local entero sobre quién, nada menos, honraba con su presencia aquella noche el Gran Café de Nápoles, pues, según dice textualm ente el m anus crito, «no fue sino al propio som noliento Hum berto, 199
con aquellos sus ojos com o las rendijitas de una ce losía, que ninguno jam ás llegó a saberle el color de las pupilas, decano del personal del establecim iento y el m ás lento y abúlico de todos los camareros de Sevilla, no fue sino a este H um berto a quien se le vio acudir com o una exhalación a las palm adas de Don Marcelino, después de haber cortado en seco la ini ciativa del garçon de turno diciéndole con voz sorda y con gesto autoritario: “¡Deja tú!"». Don M arcelino pidió, así pues, su segundo café [«una segunda maquinilla», en palabras textuales del autor, pues el café debía de ser de los que se llam aban «m aquinillas» o «de m aquinilla», en los que todo el m isterio con sistía en un cilindro de lata, con asa y tapadera, que escondía en su interior un juego de dos filtros y se adaptaba a la boca de un vaso de cristal, sobre cuyo fondo se veía gotear, lentam ente, la infusión] y Mairena otra cazalla de la marca «El Bandolero», bebi da de la que el autor de las m em orias — tras dejar consignado que M airena ya se había tom ado tres o cuatro copas antes de entrar Don M arcelino— nos asegura que «haciendo honor a su nom bre —palabras literales del autor—-, arreaba verdaderos trabucazos de metralla a las paredes del estómago», com placién dose incluso en describirnos, sin venir m u y a cuen to, la etiqueta, que al parecer representaba, en colores m u y chillones, la estam pa de un jinete —caballo ala zán tostado, m ontera redonda negra, pañuelo de co lor sobre la frente ciñéndole las sienes hasta ir a anudársele en la nuca, pistolas en la faja, trabuco en el arzón— en el acto de quitarse devotam ente la m on tera, inclinando la cabeza, al pasar por delante de una erm ita [sin duda, de la Virgen] que blanqueaba so bre un fondo de riscos verdinegros — tal vez cual si el artista hubiese pretendido, al escudarlas tras el álibi de un gesto semejante, conciliar y asegurar las sim palias del público para la torva y proscrita identidad del personaje, bajo cuya m aligna advocación había 200
i¡nerido la gerencia de la marca garantizar la autén tica vesania del turbulento trago que ofrecía. Dejan do, pues, prudentem ente irresoluto aquel vidrioso punto de fricción sobre la personalidad de Don Ro drigo, que había llegado a desencadenar la furibunila intervención del viejo catedrático, Mairena volvió iIr nuevo a las coplas de Manrique, pero ciñéndose va, del m odo m ás escrupuloso, a los aspectos estric tam ente literarios del poema, y de nuevo Don Marn 'lino se dem ostró concorde con sus apreciaciones, «aportando, no obstante —dice literalm ente el m a nuscrito—, con sus siem pre concisas y ajustadas puntutilizaciones, rigor y precisión a los a cada ins tante m ás eufóricos y m enos m atizados transportes del señor Mairena». E l autor se detiene aquí por un m om ento en revelar la extraordinaria tensión a la que «*/ m ism o se hallaba sometido, repartido com o se veía filtre el afán, por una parte, de no perderse una pa labra de la conversación y de apuntar lo m ás fielm en te que pudiera, pero guardando a la vez el conveniente disimulo, cuantas frases pudiese recoger [«cuando po día», declara textualm ente, «en m i cuaderno de im presiones, y cuando no, según se emparejara, ora en los puños de la camisa, ora en el propio m árm ol de la mesa, com o un vulgar jugador de dominó»] y la necesidad de apaciguar, por otra, las reiteradas pro testas de la m u jer que lo acom pañaba, cada vez m ás dolida de que, absorbido en la conversación de aque llos dos señores, ya no le hiciese caso, o «no le echase m enta», como, con expresión sevillanísim a, dice li teralmente el texto del autor. Discurría, pues, de nue vo la conversación de Mairena con Don Marcelino en m edio de la m ayor concordia y la m ayor conform i dad, cuando he aquí que, de pronto, al em itir Don Marcelino su dictam en de «doctrinal de cristiana fi losofía» con respecto a las coplas de Manrique, Mailena pegó un respingo en el raído peluche del asiento según las propias palabras del a utor de las mem o201
rías, «levantó un par de orejas com o las de una lie bre». «Un m om ento, Don M arcelino —dijo, haciendo un gesto de parada con la mano—>perm ítam e un m o mento.» Don Marcelino, para quien la estocada final con que había logrado poner fuera de com bate al ju bilado debía de haber sido altam ente com pensatoria de todos los sofocos anteriores, estaba ahora extre m adam ente afable con Mairena y, lejos de tom arle en cuenta la interrupción, se apresuró a decirle: «Diga, diga, señor Mairena; hable, se lo ruego». M ai rena, «como esforzándose en recobrar—consigna tex tualm ente el autor de las m em orias— la precisión y la soltura de palabra que se le habían ido escapando por m om entos», alzó pausadam ente la cabeza y dijo: «Si he com prendido bien lo que hem os venido ha blando hasta este instante, no creo equivocarm e al tener la im presión de que las coplas de M anrique han sido aquí sacadas a relucir, consideradas y encomiadas precisam ente com o poem a lírico...». Como la suspen sión tenía el valor de una pregunta, Don M arcelino confirm ó: «En efecto, así es, ¿qué duda coge? Y com o uno de los m ás grandes poem as de la lira hispana». Mairena: «Bien, pues entonces, siendo com o usted dice, ¿cómo se compadece con ese presupuesto la afir mación que acaba usted de hacer acerca de ella, quie ro decir la de que son un doctrinal de cristiana filosofía? ¿Debo entender, entonces, que considera us ted que un doctrinal de filosofía, cristiana o lo que fuere, puede se ra la vez un gran poem a lírico?». Don Marcelino: «Pourquoi pas, m on am i? ¡Pues claro que está que puede!». Mairena: «¿Claro? Perdón, Don Mar celino, no tan claro... Yo no lo veo tan claro». Don Mar celino: «¿Ah no? Pues, ¿cómo asi, señor Mairena? Pero, calma; m archem os paso a paso. Oigamos cuál es su dificultad. No dejará p o r eso de ser siem pre un p unto de vista interesante, capaz tal vez de arrojar luz, con su sola discusión, sobre alguno de tantos ex trem os com o perm anecen todavía en ¡a penum bra o 202
en la som bra para el h u m a n o conocer, y tanto m ás viniéndonos com o nos viene de una m ente sagaz como la suya, de un poeta tan...». «Profesor de g im nasia» — le atajó Mairena con cierta sequedad. «... de un profesor de gim nasia —prosiguió, rectificándose, Don Marcelino sin inm utarse ni alterar su cortesía— tan sensible y tan inspirado com o usted. Veamos pues, veamos pues, señor M airena qué dificultad es ésa. Para eso estam os. Para dilucidar y resolver cuantas dificultades puedan presentársenos; para esto esta m os aquí los dos sentados, en am igable charla, en esta maravillosa noche sevillana.» [«En esto ú lti m o de m aravillosa noche sevillana — com enta aquí el autor de las m em orias—, Don M arcelino se pasaba ya un poquillo, si va a decir verdad, de im pasible o de m agnánim o, porque ya había sonado el tercer cuarto para la una de la m adrugada, y aún se habría podido freír el pescaíto, sin necesidad de hacer lu m bre, a la clara de la luna, en m itad de la Alameda.»] Animado, así pues, al parecer, por las cordiales ins tancias de Don Marcelino, y con la excitación carac terística de todo aquel que se ve puesto en el trance de declarar sus m ás propias y personales opiniones, Mairena se extendió en exponer m u y vivazm ente sus ideas sobre la lírica, su «poética de la temporalidad»; exposición que om ito transcribir o resumir, supuesto que en las palabras que el autor de las m em orias pone aquí en labios de Mairena, podem os reconocer no sólo sin ninguna variante digna de notar, sino hasta literalm ente en algún caso, las ideas ya extractadas o transcritas por Antonio M achado en sus páginas so bre el «Arte poética» de Juan de Mairena, de las que se ha citado algún trozo m ás atrás, y que toman, com o es sabido, su p u n to de partida en una com paración entre ¡a estrofa 17 de las Coplas de M anrique a la m uerte de su padre y el soneto de Calderón «Estas que fueron pom pa y alegría». «Don M arcelino escu chó al señor M airena — dice literalm ente el autor de 203
las m em orias— con la atención m ás deferente, a lo largo de toda su prolija explicación», lim itándose a asentir de vez en vez, con gesto pensativo, al tiem po que decía «Comprendo, comprendo», o bien «Ya, ya m e hago cargo de lo que quiere usted decir.» A l fin Mairena hizo una pausa y concluyó, diciendo: «Con que estos vienen a ser, Don Marcelino, en líneas sus tanciales, los supuestos de principio que harían, en m i sentir, incom patibles las nociones de doctrinal de filosofía y de poem a lírico reunidas en las entrañas de una m ism a obra». Don M arcelino: «En efecto, en efecto, m i buen señor Mairena, a tenor de las ideas, siem pre estim ables, siem pre interesantes, que acaba de exponerme, así tendría que ser; no otra, en rigor de estricta lógica, tendría que ser la conclusión. Punto de vista harto su til el suyo, créame, señor Mairena, lleno de enjundia y de penetración y al que, sin duda, no puede negarse el interés, y hasta la sugestión, casi diría, que ejerce siem pre sobre nuestro ánim o lo ver daderam ente original. No faltan, ciertam ente, la ob servación brillante, el distingo certero, la m atización feliz, y en sum a ideas m u y m eritorias por su parte y atisbos indudablem ente aprovechables...». Mas al ver que M airena lo miraba con una cierta expresión de gélida paciencia, que el periodista no se recata en tachar de «arrogancia», de «soberbia» y hasta de «in gratitud», Don Marcelino se apresuró a añadir: «Pero lejos de mí, lejos de mí, toda intención de em pala garle con halagos que estoy seguro no podrían resul tar sino enfadosos para un espíritu altivo y superior com o es el suyo; no dudo de que usted sabrá enten der que hablo tan sólo ex a b u n d a n tia cordis. Paso, pues, a cu m p lir con el honroso deber de contestar a sus bien razonadas objeciones, y tanto m ás gustosa mente cuanto que usted m ism o ha acertado, con tanta perspicacia, a situar la discusión en aquel p u n to jus to desde el que m ás prom ete llegar a ser fructífera». En este punto, Mairena, sin necesidad de interrum204
p irco n un ruido de palm as las palabras de Don Mar celino, ya que los tres camareros del salón, H um berto incluido, permanecían, desde el otro extrem o del café, solícitam ente atentos a la mesa ocupada por el sabio, pidió, por señas, una tercera m aquinilla para éste y una sexta, o tal vez séptim a, cazalla para sí. «Al gra no, pues —prosiguió Don M arcelino—: E l objeto de nuestra discusión se deja, por sí mismo, desglosar en dos cuestiones nítidam ente separables: una cuestión de iure y una cuestión de facto. La de iure es si un doctrinal de filosofía puede o no puede ser al m ism o tiem po un buen poem a lírico; la de facto es si las Co plas de M anrique son o no son, en efecto, un sem e jante doctrinal ¿Conforme, señor Mairena, en este punto?» [Don M arcelino se ponía m ayéutico] «Con forme» —dijo Mairena, apuntando una sonrisa ape nas perceptible [«No sé yo qué m isterio se traería», com enta aquí el autor de las memorias]. Don Marce lino: «Bien. Para m antener nuestro debate sobre la m ism a línea de argum entación en la que usted, tan sagazmente, ha sabido centrarlo, im prim iéndole tan ta claridad, com enzaré por la cuestión de facto, y tra taré de m ostrarle cóm o nuestro poem a es en efecto un doctrinal de filosofía, para enfrentarle seguida m ente con la alternativa de que o bien deponga su actitud en cuanto a sostener la incom patibilidad que tanto ha encarecido, o bien conserve su opinión a tal respecto, pero renuncie, entonces, a estim ar las Co plas de M anrique com o un poem a lírico, por dejar de acom odarse a una exigencia que usted propugna com o consustancial a la naturaleza m ism a de la líri ca. Ahora pues, a tenor de lo que ha expuesto y asen tado por fu n d a m en to de su dificultad, nuestra cuestión de facto viene a parar de entrada, y com o prim er punto, a lo siguiente: ¿convendría usted con m igo en que si hallásem os en las Coplas de M anri que esa clase de nociones genéricas, de im ágenes puram ente conceptuales, que a usted tanto le enfa 205
da en Calderón, estarían ya sentadas p o r lo m enos las prem isas para que dichas coplas puedan ser, en efecto, un doctrinal de filosofía y p o r ende un poem a falsam ente lírico conform e a su opinión?». Mairena: «Convetidría». Don M arcelino: «Corriente. Dígame, ahora pues, señor Mairena: ¿Qué diferencia en cuen tra usted, en cuanto a la conceptualidad de las im á genes, en cuanto a la genericidad de las nociones, entre ‘‘la noche fría" o ‘‘e l albor de la m a ñ a n a ” del soneto de Calderón y “los ríos que van a dar en la mar", o "la herm osura, la gentil frescura y la tez de la cara, la color e la blancura", o "las m añas e ligere za e la fuerza corporal de juventud", o "el arrabal de sen ectu d " de nuestro gran M anrique? ¿No hay, acaso, en estas últim as nociones idéntica genericidad que en las prim eras, y, por lo tanto, el carácter de ideas universales que las hace, en principio, idóneas para constituirse en térm inos de aquella forma de jui cio que llam am os filosófica, aunque no sea aquí el caso de hablar de filosofía raciocinante, sino de filo sofía m oral o sapiencial, aquella otra eterna veta su perior de la filosofía, cuya form a es la sentencia y cuyo contenido es la sabiduría del vivir y del morir? Puede a usted no gustarle el soneto de Calderón. Es usted m u y dueño. Ni yo tam poco tengo especial in terés en defenderlo, ni m enos todavía frente a las Coplas de M anrique, para las que ha quedado bien claro hasta qué punto, en coincidencia con usted, re servo la m ayor predilección. Pero si rechaza aquél y adm ite éstas, tendrá que ser po r razones diferentes, quiero decir con otro argum ento que no sea el de que allí hay nociones genéricas, im ágenes conceptuales, y aquí no». Mairena apuró su copa de cazalla, refle xionó un instante y al fin reconoció: «Touché! No me diga usted más, Don Marcelino; puede, en efecto, afir marse que esas que señala son nociones genéricas, intem porales; ideas universales, com o las llam a us ted». Don M arcelino: «Quod e rat dem onstradum . Ya 206
tenemos, por consiguiente, las prem isas. Tan sólo las premisas, desde luego, pues no pretendo que la sim ple presencia de un sujeto universal se baste p o r si sola para hacer necesariamente filosófico el juicio en que se inscribe. Vayamos, pues, con la segunda par te. Busquem os la intención que presidió la génesis del poema; busquém osla, en p rim er lugar, en las concre tas circunstancias que pudieron incoar, inspirar o ro dear la acción creadora que le insufló el aliento de la vida. Y aquí, ¿qué m ás verosímil, qué m ás apro piado que suponer que un hijo quisiera honrarla m e moria de su padre justam ente con algo así com o una glosa de unos versos en que el propio padre hubiese dejado impresa, com o el m ás precioso legado fam i liar, la huella de su espíritu? ¿Qué m ás probable que la suposición de que Jorge M anrique tomase, com o primera incitación para el sentido que quiso dar a su elegía, una canción de Don Rodrigo que reza com o sigue: "Lo seguro de la vid a /tien e el m uerto que re posa,/que el m undo es tan fiera cosa/que no hay cosa conocida.//Lo m ás cierto es desear/lo que ha de per manecer;/ gloria para descansar,/m uerte para fene cer". Y le ruego se fije por ahora especialm ente en los versos. "Lo m ás cierto es d esear/lo que ha de perm a necer"» «Si, com o la zorra con las uvas» — m urm uró Mairena. Don Marcelino: «Perdón, ¿qué dice usted, señor Mairena?». Mairena: «Digo que el conde de Pa redes hablaba com o la zorra de la fábula de Lafontaine, que al ver que no podía alcanzar las uvas se retiró diciéndose: "Están verdes". Ese es, en el fondo, el com portam iento de todos los que ponen sus miras en lo perm anente. E l m iedo a la fugacidad de toda dicha terrenal. A sí las palabras del duque de Gandía ante el cadáver de su reina doña Isabel de Portugal: "No más, no m ás servir a señor que se m e pueda m o rir"». Don Marcelino: «No es justo, señor Mairena, no es justo que intente usted d ism in u ir y rebajar de esa manera toda la nobleza y toda la sinceridad del de 207
sengaño p o r el que el espíritu de Francisco de Borja supo hallar el cam ino que había de conducirle hasta la santidad. No puede usted m enoscabar así, de m a nera indiscrim inada y uniform e, la indubitable dig nidad hum ana, cuando no el valor verdaderam ente sobrenatural, que puede tener el m enosprecio del si glo, el contem ptus m undi, que se expresa en la can ción de Don Rodrigo y que tan m agníficam ente supo su hijo recoger en las coplas que a su m em oria dedi cara. Cierto que Jorge M anrique no alcanzó la sa n ti dad, com o s í hubo de alcanzarla en cam bio el duque de Gandía, pero no hay razón alguna para dud a r de la profunda sinceridad de sentim ientos con que el poeta aparta su corazón de las pom pas y vanidades de este m undo, para volverlo hacia los valores per manentes; sinceridad que desde el prim er verso alien ta el poem a entero y sin la cual jam ás habría podido elevarse hasta tan alta nota». Mairena: — Sin embargo... — ¿Sin em bargo qué, señor Mairena? —¡Oh, sin em bargo —clam ó Mairena, com o si des pertara, tras una larga pausa pensativa—> hay año ranza, Don Marcelino, hay añoranza!¡Hay un pedazo de añoranza tan enorm e com o la catedral que nos contem pla!¡Una añoranza tan incontenible com o las aguas desbordadas de ese G uadalquivir que nos flan quea! ¡Otra cazalla, camarero! ¡Otra cazalla para m i y otro café para el señor! [«El propio señor Mairena — com enta a q u í el autor de las m em orias— parecía desbordarse p o r momentos»!. «¡¿Porqué, si nó, verdu ras de las eras?! ¡¿Por qué, si nó, Don Marcelino, ro cíos de los prados?!» Don Marcelino: «Cálmese, amigo Mairena, sosiegue usted un m o m ento y trate de po ner en orden sus ideas. Veamos, ¿qué es lo que quie re usted decir?». Mairena: «Quiero decir que ¿por qué, entonces, se com paran las que usted llama vanida des de este m u n d o con las verduras de las eras y los rocíos de los prados?». Don Marcelino: «Cosas m enos 208
preciables, cosas de poco valor, cosas efímeras, que no duran nada y nada dejarán en pos de sí». Maire na: «¡Oh, si, Don Marcelino, de poco, de poquísim o valor!¡De absolutam ente ningún valor, añadiría!¡Pero de una belleza y una delicadeza únicas, de un encan to arrebatador, irresistible!». Don Marcelino: «Bien, bien, señor Mairena; conform e con la indudable be lleza de esas dos imágenes. Pero esto lo m ás que p o dría significar es que yo le concediese, si es que usted se em pecina, la posibilidad de que tal vez las sólidas convicciones del poeta padeciesen a h í unos instan tes de vacilación; de que el poeta, com o hum ano que era, flaquease un m o m ento ante el engañoso hechi zo de las vanidades m undanales. Pero, aun adm itién dolo así, en seguida, en todo caso, supo recobrarse con una reacción viril». Mairena: «¡Cómo si flaqueó!¡¡Se vino abajo!! ¡¡Se derrum bó del todo!!». Don M arceli no: «Calma, am igo Mairena... No sea precipitado en sus afirm aciones. Seam os circunspectos; tom em os más detenidam ente la cuestión. Le mostraré...». Pero Mairena ya no le escuchaba y, cada vez m ás arreba tado, redoblando el volum en de su penetrante voz de tenor y agitando en el aire el erguido dedo índice, en el que parecían ahora concentrarse de pronto todas las escasas fuerzas de su cuerpo, exclamó: «¡Se canta lo que se pierde, Don Marcelino, se canta lo que se pierde! ¡Y sólo se lo canta porque se lo pierde! ¡Sólo porque se la pierde o se la puede perder, sólo por eso, se canta a la amada! ¡Sólo por eso existe la poesía de amor! ¡Si la am ada fuese imperdible, inm ortal o in marcesible, jam ás se la habría cantado!». Don Mar celino: «¡Según ese principio, señor Mairena, y para ser consecuentes con sus afirm aciones, tendríam os i/ue borrara la Beatriz del Paradiso de los anales de la poesía universal!». «Nuevamente cogido entre la es pada y la pared — dice el autor de las m em orias—, Mairena no estaba ya dispuesto a claudicar com o an tes, sino que ahora, con tal de sostenella y no enm en209
dalla, no tuvo el m enor em pacho en hacerse reo de la más audaz, de la m ás desaprensiva y arbitraria iconoclastia: "¿Eh? ¿Cómo? ¿Qué dice usted? ¿Beatriz? Ya, sí, claro, Beatriz, Beatriz— la del Paraíso... ¿Y qué? ¡Pues se la borra! ¡Si hace falta borrarla se la borra, ya, tanta B eatriz!’’» M airena respiraba ahora con fa tiga e hizo una pausa para tom ar aliento; luego, de pronto, «com o ilum inándose» — dice el autor de las m em orias—>con voz m ás lenta, pero igualm ente alta, prosiguió: «Nos quedarem os con Laura... ¡Oh, Laura! ¡Laura, Laura! —y parecía invocarla en un lugar a la vez ín tim o y remoto, cercano e inm em orial— ¡Tú sí, Dios mío, Laura, tú sí!». En este punto había em pe zado a asirse con la izquierda al velador, hasta lograr ponerse, torpem ente, en pie, y al fin con voz pastosa y quebrada, los ojos ya vidriosos del alcohol, tam ba leándose, con la izquierda sobre el m árm ol y la dere cha alzada con el índice erguido hacia el techo del café, com enzó a recitar: Erano i capei d'oro a l'aura sparsi, che 'n mille dolci nodi gli avolgea...
Don Marcelino, tratando acaso de acallarlo o de cu brir su voz, se apresuró a decir, interrum piéndole: «¡Camarero!¡Otra copa de cazalla para el señor Mai rena! ¡A m i no m ás café, que ya m e voy!». Pero M aire na, dejando pasar la breve interrupción, enlazó con más ahínco, haciéndosele hasta m ás clara la dicción: e 7 vago lume oltra misura ardea di quei begli occhi, ch'or ne son si scarsi...
M ientras Mairena seguía declam ando, Don Marce lino se levantaba, recogiendo su chistera y su bastón, y pagaba a Humberto, que entretanto había acudido; luego, tratando de ser escuchado p o r Mairena, le decía cortésm ente: «Señor Mairena, ha sido un gran 210
placer y una grata e interesantísim a velada. Me gus taría...». Pero Mairena, acrecentando todavía m ás la voz, ya totalm ente nítida, en m edio del silencio ab soluto e im presionado que se había hecho entretan to en todas las mesas del café, y fijando intensam ente en los ojos de Don M arcelino sus ojos ya em pañados de lágrimas por la em oción poética, pero tal vez tam bién por el recuerdo de un dolor antiguo, al tiem po que esgrim ía aquel terrible índice en el aire, som o si no sólo de versos, sino tam bién de suprem os argu m entos se tratara, recitaba los dos últim os versos del soneto, elevando la curva m elódica hasta dejar col gada una pausa patéticam ente suspensiva tras la úl tim a palabra del treceavo: fu quel ch ’i' vidi; e se non fosse or tale...,
para dejarse fin a lm en te caer con todo el peso de la voz; recreándose, espaciándose, recargando la suerte sobre las cuatro aes acentuadas del catorceavo, de aquel endecasílabo inm ortal que ha arrebatado el alma del Occidente entero por seiscientos años: piaaaga per allentaaar d'aaarco non saaana,
«como en cuatro verónicas lentísim as, hondísim as, tem pladas — dice literalm ente el autor de las m em orias— del propio Juan Belmonte»; y acto segui do se derrum bó de golpe, com o un trapo, naufragan do, desapareciendo, en las profundidades del rojo terciopelo del sofá, para quedarse inm óvil, com o un títere caído, con la mirada m uerta del beodo, m ien tras Don M arcelino cruzaba ya el um bral hacia la ca lle. Pero tan sobrecogedoram ente había recitado Mairena el soneto de Petrarca, que la propia Sagra rio, tan dolida hasta entonces p o r la a ctitud del pe riodista, se había sum ado al fin, apasionadam ente, a su interés por los sucesos de la mesa próxim a y, per 211
donándole del todo su desvío, le preguntaba ahora con la m ayor urgencia: «¿Qué quiere decir esa poe sía que ha dicho? ¡Yo lo quiero saber! ¡Tradúcemela! ¡Venga!¡Tradúcemela, tradúcemela!». «Sin duda ella —observa a q u í el autor de las m em orias— había sa bido adivinar, con la sola bondad de su piadoso co razón, que aquel señor Mairena debía de haber tenido algún gran am o r desventurado.») Siem pre me he im aginado el «estreno» de las co plas de M anrique com o una lectura en voz alta po r p arte del autor, ya sea desde el p u lpito de una igle sia, ya en la sala de un palacio, ante la reunión so lem ne y e n lu tad a de los fam iliares, los amigos, los deudos, los criados del difunto. El auditorio escucha, a b u rrid o com o en misa, la ru tin a ria adm onición del sesudo y prosaico doctrinal. La estrofa 15 es un avi so parentètico de c a rá c te r m etalingüístico: el poeta dice de qué no va a h a b la r y de qué se dispone a ha blar: «Dejemos a los troyanos,/que sus m ales non los vim os,/ni sus g lorias;/dejem os a los ro m an o s,/au n que oim os o leim o s/su s h e sto ria s;/n o n curem os de sa b e r/lo d ’aquel siglo p a sad o /q u é fue d ’ello;/venga mos a lo d ’ayer,/que tan bien es olvidado/com o aque llo». Es decir, que el poeta —m ejor diríam os hasta aquí «el pred icad o r» — desiste de a rg u m e n ta r con objetos históricos (es evidente —y aun m ás por el en cabalgam iento de «ni sus glorias», com o el de «glo ria Teucrorum » de Virgilio— que por un m om ento le ha cru zad o po r la m em oria el «F uim us Troes, fuit Ilium et ingens/gloria Teucrorum» del poeta mantuano), dem asiado ajenos, dem asiado indirectos, dem a siado fríos p a ra d a r fuerza de convicción, en el corazón de los presentes, a la verdad que intenta pro ponerles, y se resuelve por a p e la r a la experiencia personal, rem itiendo a un objeto m ás inmediato, más cercano, a un objeto todavía sensiblem ente vivo en la m em oria de los viejos o ap en as m ediado por un 212
testim onio verbal directo en la de los m ás jóvenes.5 |Fatal erro r!, pues he aquí que no bien resuenan en el aire los p rim eros versos de la e stro fa 16, el au d i torio se siente tra n sp o rta d o po r el m ás radical y re pentino quiebro de voz que jam á s se haya dado en las entrañas de un m ism o poema; las m urallas de Jei icó de los em pedernidos corazones, lejos de ver con solidados sus cim ientos en la convicción de lo perdurable, se d erru m b an de pronto ante el asalto m ás inesperado y m ás irre sistib le de lo perecedero: ¿Qué se hizo el rey don Joan? Los infantes d'Aragón ¿qué se hicieron? ¿Qué fué de tanto galán qué de tanta invinción que trujeron?
Es una voz que parece llegar desde el extrem o dia m etralm ente opuesto de la sala; el predicador ha de saparecido com o por encanto y, en un puro m ilagro, tañe ah o ra de veras la m úsica acordada de la lira. ¡Traición, traición! ¡Una hueste de fantasm as, la frá gil, inerm e, etérea hueste de lo perecedero, ha lan zado el m ás sutil y alevoso golpe de m ano p o r el lugar m ás im previsto y vulnerable, y, sin tra e r una lanza, sin b lan d ir una espada, sin m ontar una balles ta, señorea ya el b a lu a rte m ás defendido de la ciudadela y el grave defensor se rinde a ella en una capitulación sin condiciones! En m ala hora se le ocurrió al p redicador que propugnaba la estim ación de los valores, de lo perdurable, y el m enosprecio de 5. Jorge Manrique está a medio camino entre los unos y los otros: U nía 14 años a la m uerte de Juan II de Castilla (35 a la de Juan II de Aragón, que, según algunos, sería el de las Coplas, lo cual ni» tiene mucho fundamento, por ser éste, junto con el primogé nito Alfonso, su antecesor en la corona, y además de Enrique y l’edro, precisam ente uno de los llamados «infantes de Aragón») Vtiene en este momento 36.
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los bienes, de lo perecedero, decir aquello de «ven gam os a lo d'ayer»: quiso desafiar a la m em oria viva, y com etió la m ás funesta de las equivocaciones. Ahí m ism o fue donde, p o r obra del propio m inis terio fiscal, el pleito de los valores contra los bienes quedó definitivam ente sentenciado a favor de los se gundos. La acusación había creído ten e r su testigo de cargo m ás irre b atib le en el recuerdo de un ayer cercano, todavía vivo en la m em oria del jurado, pero ha sido ju stam en te este testigo el que se le ha revuel to m ás rotundam ente en contra, alzando su testim o nio como el argum ento m ás dem oledor de la defensa; h a sta el tipo de fó rm u la interrogativa de los tres úl tim os versos de la estro fa 166 tiene en p rincipio la fisonom ía retó rica c a ra c te rístic a del estilo forense («¡Díganlo ustedes m ism os señores del jurado; con téstense ustedes m ism os!»); la form a de pregunta no hace aquí sino p rese n tar a desafío una afirm ación que se da po r verdadera: Las justas e los torneos, paramentos, bordaduras e cimeras, ¿fueron sino devaneos? ¿qué fueron sino verduras de las eras?
Pero — ¡increíble situación!— cuando el fiscal lan za su reto de «¿qué fueron sino verduras de las eras?» no hace ya m ás que a c a b a r de a rr a s a r en lágrim as los ojos de un ju ra d o ya vencido, seducido y a rre b a tado de añ oranza al conjuro de un ayer inolvidable. Tam poco en lo que sigue, y a lo largo de siete o nue ve estrofas, el buscado c a rá c te r retórico fiscal del 6. Hay quien los antepone a los otros tres, pero tal preguntar redoblado, y cargado con el apremio excluyeme del «sino», no so porta una posición catafórica respecto del sujeta
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preg u n tar7 llegará com o tal a los oídos del jurado, sino que sólo logrará so n ar com o el m ás encendido V em ocionado acento de añoranza. Después, a nadie le im p o rtará ya nada lo que se diga o se deje de de cir a lo largo de las 16 estro fas que q u ed arán toda vía desde la 25 h a sta el final, puesto que el testigo de cargo que se creía m ás contundentem ente ac u sa torio se ha p asad o con a rm a s y bagajes y sin p a lia ti vo alguno al acusado, resu ltan d o el testigo capital de la defensa, y aun de la querella entera, con lo que ésta m ism a quedaría ya virtualm ente fallada, de for ma irrevocable, a favor de los bienes, de lo perece dero, desde la propia estrofa 16. Es lógico que M airena se obnubilase, dejándose se d u cir p o r esas pocas estrofas en que la lira sonaba de verdad, sin percatarse de cuán drásticam ente conIradecían el sentido del poem a considerado en su to talidad, y hablase de M anrique com o si éste hubiese querido h a c er un canto de añoranza, pues tal es, en verdad, y a despecho de la intención declarada del autor, el resu ltad o estrictam en te lírico del poem a. 7. La fórmula de la interrogación como expresión de la añoran za del ayer aparece ya en Walther von der Vogelweide (1170-1230 uprox.) en el poema «Einst und jetzt», por lo demás muy dis tinto de las Coplas de Manrique; François Villon, nacido apenas llueve años antes que éste, pero m uerto en 1463, vuelve de nuevo ¡i preguntar en su celebérrim a «Ballade des dames du temps ja dis» (y en su mucho menos afortunada «Des seigneurs du temps jadis»); ésta sí pregunta —y sólo pregunta— por personas con nom bre propio, pero la única próxima es Juana de Arco, quemada por los ingleses el año mismo del nacimiento del poeta. ¿Es verosí mil que Jorge Manrique hubiese conocido las dos baladas de un poeta maldito como Villon? No tengo base para contestar. Por fin, ii mediados del siglo xix, el norteam ericano Edgar Lee Masters, en su poema-prólogo a la Antología de Spoon River, compuesta de epitafios, pregunta, uno por uno, por los sucesivos difuntos personas comunes de su pueblo— a quienes va a dedicar los epitafios, entre los que resalta el de Emily Spaarks. La sorpresa I inal y afortunada del prólogo está en que el último por quien pre gunta, el violinista Jones, aparece vivo todavía, ¡hablando del ayer!
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Tanto pueden co n tra esa intención las nueve e stro fas m encionadas (que ocupan exactam ente el centro del poema: 1 5 + 9 + 1 6 = 4 0 —y cu aren ta son las e stro fas de que se com pone—), h asta tal punto apagan y borran el sonido de todas las dem ás, que el lector sale de la lectura absolutam ente dispuesto a vender su alm a, a d a r la propia E ternidad, a cam bio de po d er ver, siquiera por la rendija de una puerta, las fies tas de los infantes de Aragón, de poder volver a oír, aunque sea desde el últim o rincón de las c a b alle ri zas, «las m úsicas acordadas que tañían». El doble e rro r de Don M arcelino consistió en no sab er que un doctrinal de filosofía, cristiana o lo que fuere, no pue de nunca se r un buen poem a lírico y en no ad v e rtir que ju sta m e n te en cuanto do ctrin al de filosofía el poem a frac a sa b a de la m an era m ás estrep ito sa por obra y gracia de aquellas nueve estro fas que se h a bían rebelado contra el predicador, o sea precisam en te allí donde triu n fa b a com o poem a lírico. A la posible objeción de que el poem a seguiría triu n fa n do com o d octrinal de filosofía, salvo que en el sen ti do inverso al deseado, se puede c o n te star con la sim ple observación de que los bienes no acaban ob teniendo p a ra sí m ás que su propia absolución, y, si se quiere, el conm ovido llanto del jurado, pero no, en modo alguno, ningún triunfo ético, cual podría ha b er sido el de lo g rar p ara los valores una condena ción análoga a la que éstos buscaban p ara ellos (y en el supuesto de que hubiesen podido siquiera pro cu rarla sin d e ja r de ser tales, pues en el instante m is mo en que se hiciesen objeto de una ética —lo que significaría señ alarlo s con el dedo com o térm inos de un «lo que se debe buscar», «lo que se debe que rer y desear»—, los propios bienes se verían autom á ticam ente trocados en valores). El d octrinal resulta, pues, sim plem ente reventado, po r la intem pestiva irrupción de una genuina m úsica de lira, pero no in vertido, no vuelto del revés, no convertido en otro doc 216
trinal, de signo inverso al que se pretendía; no es que triunfe una filosofía con traria: triu n fa n los bienes —y sólo en el corazón de los ju ra d o s—, no ninguna «filosofía de los bienes», ninguna «ética de lo pere cedero» (en el supuesto, tam bién, de que estos m is mos rótulos no com portasen ya de po r sí una contradictio in terminis). Pero M airena, a su vez, no supo aprovecharse del inapreciable testim onio que las coplas, leídas en su escandalosa contradictoriedad, p odrían hab erle ofrecido en favor de su poéti ca. Si en lugar de ir a b u sc a r en C alderón esas «imágenes conceptuales», esas «nociones genéricas» traducibles en «juicios analíticos, con los cuales c o n stru ir razonam ientos», con el fin de ilu s tra r lo que no es lírica y lo que no debe se r la lírica, hubie se sabido e n c o n trarlas en el propio poem a de M an rique, del que tom ó la estrofa con que ilu stra lo que sí es la lírica y lo que sí debe se r la lírica, no h ab ría tenido entre sus m anos solam ente ejemplos, sino que habría dispuesto de una a u té n tic a p ru eb a experi mental, no m eram ente ilustrativa, sino realm ente de m ostrativa de sus apreciaciones. Si M airena hubiese considerado m ás atentam ente, p o r ejemplo, esos «ríos» de la tercera estrofa, h a b ría advertido no sólo hasta qué punto c u a d ra para ellos el dictam en de «nociones genéricas», de p u ras «im ágenes concep tuales», com o el que reserva para las figuras del so neto de C alderón (tal como, si dam os crédito a las m em orias del periodista sevillano, tan acertadam en te le señala Don M arcelino en el diálogo del «Gran Café de Nápoles»), sino incluso algo peor aún, pues en el caso concreto de esos «ríos», que con las vi das de los hom bres se com paran, el c a rá c te r de «im agen conceptual» está incoado por la inercia de un puro verbalism o, en cuanto la equivalencia «ríos»= «vidas» se aprovecha de una figura preexis tente y corriente en el habla cotidiana: la de que para el «surgir» y el «desem bocar» que se predica de los 217
ríos sean u su ales las figuras de «nacer» y de «mo rir». Aun sin llegar a tal extremo, otros m uchos lu gares de las coplas p resentan lo que M airena c ritic a en Calderón; así, p o r ejem plo, en la estrofa 5: «Este m undo es el c a m in o /p a ra el otro q u'es m o ra d a /sin p e sar;/m as cum ple ten e r buen tin o /p a ra a n d a r esta jo rn a d a /s in e rra r./P a rtim o s cuando n ascem o s,/an dam os m ien tras vivim os,/y llegam os/al tiem po que fenecem os;/así que cuando m orim os/descansam os». Aquí la co rrespondencia «m u n d o » = «cam ino» («jor nada») no se la encuentra el poeta ya en p arte hecha, im plícitam ente anticipada, en el habla com ún, sino que la fab rica él mismo, pero después procede con la «im agen conceptual» con idéntica inercia verba lista: Si «m undo»= «cam ino» («jornada»), entonces «nacer» (su rg ir al m un d o )= « p artir» , «vivir»=«andar», «fenecer»= «llegar» y «m orir» (estar m uerto)= «descansar». ¿Cabe m ayor conceptualism o, m ayor vacuidad intuitiva, m ayor indigencia de todo halo em pírico, de cu a lq u ier connotación sensible, m ayor b an alid ad ? No hay aquí ni la som bra de un acento lírico, ni siq u iera de un acento lírico fallido; la estrofa no p odría s e r m ás infam em ente m ala. Pero hágase el m ilagro y hágalo el diablo. ¿Por arte de quién en la estrofa 16 da el poem a esa increíble vuelta de cam pana, po r la que de pedestre serm ón de lo perdurable se trastru eca y transfigura en el más arreb atad o canto de lo perecedero? ¿Es que hay m ás fantasía, m ás riqueza expresiva, m ás ingenio verbal, m ás talento literario, en las estrofas 16 a 24? ¿Es que ese zoquete, ese m arm olillo de Don Jorge ha recibi do de pronto, p o r gracia del E sp íritu Santo, la inteli gencia, el genio lírico, que jam á s en su vida, ni antes ni después, parece que acertó a dem o strar? No; si se va a m irar, las siete o nueve estro fas en cuestión no están form adas —p o r decirlo b u rd am e n te — con m ateriales ni recursos lingüísticos d istintos de los que juegan en las que las preceden o suceden; hay 218
en ellas la m ism a sim pleza de lenguaje8 y aun prolileran las puras enum eraciones. Bajo este aspecto, in cluso, si se me apura, entre las 15 estrofas iniciales podemos h a lla r alguna que, en lozanía de expresión, supera a la m ayoría de las nueve subsiguientes (en tre las cuales tam bién hay, a su vez, versos h arto m e diocres); así, la 9 (siem pre según el orden de Foulché Delbosc; la 8 en otras m uchas ediciones): «Decidme: la h e rm o su ra ,/la gentil frescu ra y tez/d e la c a ra ,/la color e la b lan c u ra,/c u a n d o viene la vejez/¿cuál se p ara?//L as m añas e ligereza/e la fuerza c o rp o ra l/d e uventud,/todo se torna graveza/cuando llega el arra>al/de senectud». El m ilagro procede todo él, de m a nera exclusiva, de aquella ocu rren cia de la estro fa 15: «vengamos a lo d ’ayer» —ocu rren cia de im previ sibles resu ltad o s y tan fu n esta p ara el p red icad o r com o involuntariam ente feliz p a ra el poeta— y se cum ple del todo ya desde el p rim e r verso que la pone l>or obra: «¿Qué se hizo el rey don Joan?». No es sólo, como dice M airena, el preguntar; es sobre todo el nom bre propio, y ese concreto nom bre propio; un nom bre todavía capaz de alcanzar, com o un conju ro, lo nom brado, porque lo nom brado, con todo su ajuar, toda su atm ósfera y todo su paisaje, vive y a lienta todavía com o una im agen em p írica y sensi ble en la m em oria com ún de los presentes; porque «el rey don Joan», «los infantes d ’Aragón» no son
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H. De la convencionalidad del lenguaje de Manrique puede d ar nos idea un hecho como el de que Tas mismas tres palabras que tullamos en los versos 8 y 9 de la estrofa 8 (según el orden de Fouli lié Delbosc; de la 7 para otros editores): «dellas casos desastra dos/que acaecen» nos las encontramos reunidas de idéntica manera en el titulo de un capitulo de la crónica de Enrique IV, r se rita por su capellán —contemporáneo, por tanto, de Manrique, iiiinquc quizás algo más viejo que él— don Diego Enríquez del I astillo: «De los casos desastrados que en este tiempo acaesciemu por el reyno» (subrayado mío). Se trataba, por tanto, de una tin muía estereotipada en el habla corriente de su tiempo.
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nom bres vacíos9 del santoral, ni aun nom bres ex traíd o s de las inscripciones del panteón legendario de los héroes, sino nom bres todavía realm ente h ab i tados. (No p orque inm ortalicen, sino precisam ente porque logran m ortalizar, o remortalizar, al rey don Juan, a los infantes de Aragón, es por lo que esos ver sos consiguen hacerlos revivir, pues tan verdad como que sólo lo que vive m uere es que tan sólo lo que m uere vive. Y sólo porque era un ayer verdadero del poeta puede seg u ir sonando hoy —¡todavía!—, tam bién para nosotros, com o un verdadero ayer.) El en cantam iento consiste, pues, en que la vacía y silenciosa sala de un serm ón se llene de pronto al conjuro de esos nom bres y se convierta en una casa habitada, ilum inada, resonante de voces y de música. Pero, m ás todavía: en esas m ism as siete o nue ve estrofas sigue habiendo «im ágenes conceptuales» en el sentido m ás estricto, y, sin em bargo, el conjuro lo ha descom puesto y alterad o todo h asta tal p u n to, que dos de esas im ágenes, y ju stam en te las dos m ás «conceptuales» —o sea, m ás conceptualm ente m otivadas— traicio n an de la m anera m ás escan d a losa la intención doctrinal, m arran com pletam ente el blanco «filosófico» al que iban dirigidas, y se van a sonar entre los m ás altos acordes líricos de la com posición entera. La prim era de ellas es la de las «ver duras de las eras» del final de la estrofa 16, ya citada m ás a rrib a; la o tra es la de los «rocíos de los pra 9. De intento uso aquí la figura de «vacío», con miras a enlazar, aunque sea con todas las reservas, con el lenguaje de Mairena, en cuyo uso de las palabras «intuición» y «concepto» no parece resonar sino la célebre formulación kantiana de que «los conceptos sin intuición son conceptos vacíos». Sin duda, los nombres pro pios son nombres asémicos —denotan, pero no designan—, y, poi lo tanto, el «llenos» que de ellos se pueda predicar se dirá de manera diferente de la que vale para los nombres comunes, de signantes, los únicos respecto de los cuales cabe hablar de «con ceptos»; por eso, para los nombres propios, he preferido la figura, filosóficamente menos comprometedora, de «habitados».
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dos», con que se cierra la copla 19 (segunda de las dos que se refieren al rey E nrique IV), cuyos seis últim os versos dicen com o sigue: «los jaeces, los caballos,/de su gente, y a ta v ío s/tan so b rad o s/¿d ó n d e irem os a buscallos?/¿qué fueron sino rocíos/de los prados?». Veamos, pues, la m otivación tan apretadam ente con ceptual de la elección de e sta s figuras: las «verdu ras de las eras» son el ralo brote espontáneo de los escasos granos de cereal que, tra s el levantam iento de la parva, han quedado ad heridos a la tie rra y que una torm enta de agosto ha hecho germ inar, pero que, por lo avanzado de la estación, jam ás llegarán a ha cer espiga ni a engranar, y m orirán, por tanto, sin ilar fruto, sin p o steridad alguna; los «rocíos de los prados» son la hum edad del aire que la noche ha de jado c o n d en sar sobre la hierba, pero que el p rim e r sol de la m añana h ará que se evapore y vuelva al aire de donde ha venido. El m arcado c a rá c te r «concep tual» de estas im ágenes reside en que am bos obje tos están expresam ente buscados, no ya po r su apariencia sensorial inm ediata, sino en razón de esas determ inaciones m etoním icas concom itantes,10 que les perm iten trad u cirse en p aradigm as o rep resen taciones de lo efím ero que m uere sin d ejar fruto, que se desvanece sin d e ja r huella, y, po r tanto, de la m ás 10. Si, como supongo —a reserva de que los eruditos me saquen del erro r—, es poco verosímil que Manrique tuviese noticia de la halada de Villon, tanto más sorprendente —amén de más demos trativo de la anónim a esencia de la lírica— sería la convergencia analógica total de «las verduras de las eras» y los «rocíos de los prados» de Manrique con «las nieves de antaño» («Mais ou son/ les neiges dtintan?») de la balada de Villon, también tomadas a Ululo del factor metonímico de su caducidad. Si los eruditos lo grasen destrozarme esta coincidencia (quitándole a esta palabra Inda connotación de «casual») y sustituírm ela por una influencia, que es lo que a ellos les divierte pero que a mí no me ofrece e¡ más mínimo interés, me sentiría defraudado, al verme privado de un argumento en favor de la primacía del género sobre el poeta, de la cultura sobre el individuo, tal como alegaré más adelante.
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estéril caducidad. Pero ¡cómo se han vuelto las to r nas!: esas m ism as figuras que pretenden d e n ig ra r y suscitar el m enosprecio de lo perecedero suenan aho ra, predicadas de lo p a rtic u la r em pírico y sensible, hecho presente a la m em oria p o r el conjuro de los nom bres propios, com o la caricia m ás enam orada, com o el m ás nostálgico y m ás delicado de los enca recim ientos. Y esto, no retrayéndose a la m era belle za sensorial de su apariencia, sino conservando y h asta recalcando la propia concom itancia concep tual que las m otiva. V erduras de las eras, rocíos de los prados: dulces, efím eras, frágiles, baldías, gratui tas, esp o n tán eas cosas sin p orvenir y sin provecho que nadie podrá com prar ni conservar; por eso preci sam ente seducen la m irada y em briagan el corazón com o el m ás inolvidable de los dones. Al igual que la form a interrogativa del a rra n q u e de la copla 16, que de p reg u n ta retórica, de enfático gesto d esa fiante («¿Hay alguien que ose d ecir lo contrario?», pues ya el «decidm e» de la estro fa 9 le ha m arcado explícitam ente ese carácter: «Decidme, la h erm osu ra ,/la gentil frescu ra y tez/d e la c a ra ,/la color e la b lan c u ra,/c u a n d o viene la vejez/¿cuál se para?»), se ha tra sm u ta d o en fó rm u la de conjuro, y, com o p e r diendo en el aire toda su a rro g an cia de alegato fis cal, ha ido a h e rir los oídos del ju ra d o com o un lam ento de añoranza, revolviéndose en contra de la voluntad de convencer que la promueve, así tam bién las propias im ágenes buscadas para mover al m enos precio de lo perecedero le han hecho defección y no logran so n ar en los oídos del ju ra d o m ás que como el m ás incondicional de los encarecim ientos. Buscó, sin duda, dos im ágenes conceptualm ente bien tra badas p a ra la representación de la caducidad m ás carente de todo porvenir, pero la lira se le fue irre sistiblem ente de las m anos y, aun sin desobedecer un punto su exigencia conceptual, dejó escap ar pre cisam ente las m ás bellas y delicadas que tenía. Si 222
en este punto el fiscal hubiese levantado la vista de sus papeles, p ara m ira r los rostros del jurado, tra tando de a d iv in a r en ellos el efecto de sus argum en tos, h a b ría pegado un carpetazo com o un disparo de escopeta y h a b ría dicho sin m ás: «¡Se retira la acu sación!». A partir, pues, de estas observaciones, puedo m os tra r al fin cum plidam ente lo dicho m ás a rrib a de cómo y h asta qué punto M airena, si, en lugar de to m ar el soneto de C alderón p ara com pararlo con una de las coplas de M anrique, hubiese acertado a tom ar esas coplas en su totalidad, contrastándolas, no con ese soneto que adolece de lo que él pensaba ser acha que casi exclusivo del barroco, sino consigo m ism as, habría encontrado una p ru eb a experim ental inapre ciable de lo a certad o de sus tesis acerca de la lírica, en las que la tem poralidad, el sentim iento del tiem po, ocupan el lugar fundam ental. Y la p ru eb a es tan to m ás fuerte, tanto m ás genuina, cu an to fortuito e involuntario es el propio experim ento: nos encontra mos ante el caso de un poeta que quiso h a c er un «mal» uso de la lírica —un uso c o n tra rio a las tesis de M airena—, al e c h ar m ano de la lira para h a c er un d octrinal de filosofía, destinado a im poner en el alm a del oyente el m enosprecio de los bienes, de lo perecedero, y el aprecio de los valores, de lo p e rd u rable, pero al que en la m edida en que la lira se so metió a sus intenciones no le salieron m ás que prosaicos ruidos y en la m edida en que le dio notas arm ónicas, m úsica verdadera, su voluntad y sus de signios se vieron c o n trariad o s del m odo m ás ro tu n do. Es com o si la lira m ism a hubiese sido som etida a prueba: «Toma este in stru m en to e intenta tocarlo en tal sentido; verás cóm o cuando llegues al m enos precio de lo perecedero, todo tu empeño, todo el es fuerzo de tus dedos, se estrellará contra sus cuerdas, y la anónim a y an tig u a m elodía del tiem po consun tivo sonará incontenible una vez más». Y es que la 223
consecuencia inm ediata que casi necesariam ente se desprende de la poética de M airena, en cuanto pone la tem poralidad com o esencia de la lírica, es que ya la propia lira como tal instrum ento, antes de tañer, la lírica m ism a, com o form a, com o género, e stá ya por definición contra lo perdurable, o sea, los valores y a favor de los bienes, de lo perecedero. En las coplas la cosa resulta tanto m ás relevante y m ás escandalosa precisam ente en la m edida en que esa m úsica surge en el m edio de una intención co n tra ria, de un contexto adverso; po r ese m odo de elevar se de pronto tan a despecho de lo que las precede y las motiva es po r lo que esas pocas coplas han con seguido siem pre fascinar a los lectores con una fuer za que jam á s por sí solas p odrían h a b e r tenido: «... las coplas de M anrique —dice Quintana— son una declaración, o m ás bien un serm ón funeral sobre la nada de las cosas del m undo, sobre el desprecio de la vida, y sobre el poderío de la m uerte. El m etro en que están hechas es tan cansado, tan poco arm onio so [de esto protestará directam ente, y con razón, Don Marcelino], tan ocasionado a ag u zar los pensam ien tos en concepto o en epígrafe [aquí Q uintana advier te lo que a M airena p a sa rá desapercibido, pero se lo atribuye, no se sabe po r qué razón, a la fó rm u la m é tric a elegida], que contribuye no poco a dism inuí i el gusto de su lectura [...]. Sin em bargo [¡oh, sin em bargo!], ha obtenido siem pre un grande aprecio en tre los am an tes de n u estras antigüedades, y seguirá m ereciéndole de los inteligentes. La razón de ello es que la dicción en el tono y dirección que el autoi ha q uerido to m a r [de nuevo el supuesto de la idenli dad del a u to r consigo m ism o y de la univocidad tic la obra, com o si ese «tono» y esa «dirección» no se le hubiesen ido de las m anos del m odo m ás dram a tico y ejem plar], es igual, firm e y perfecta, que la lengua parece que ya e stá fijada, que los pensam ien tos son altos y generosos, y que el trozo en que su 224
hondo de las m áxim as vagas y triviales, hace aplica ción de ellas a las cosas de su tiempo, toca casi en lo su b lim e» [subrayado mío]. No entraré, por mi p a r le, en si ese trozo toca efectivamente, como dice Quin tana, casi en lo sublim e, pues no me im porta aquí el juicio de valor, sino el de cualidad: el de que ése es el único trozo genuinam ente lírico; sólo pretendo señalar cóm o ni aun Q uintana, con todas sus preven ciones críticas, ha podido negar esas estrofas; una im presión tan desm edida com o la que tuvieron que producir en él para llegar a m erecerle un elogio se m ejante no se debe, a m i juicio, sino a la sin g u larísi ma circu n stan cia de que el poeta c a n ta malgré lui, de que se tra ta de coplas desm andadas, escapadas de los dedos del poeta o, m ás aún, a rra n c a d a s a sus iledos po r las propias cuerdas de la lira, insoborna blem ente fiel a lo perecedero. La im presión que pro ducen esas pocas coplas no está —com o Q uintana parece p rete n d er— en v irtudes de oficio literario, como la cu alid ad de la «dicción» (desde este punto de vista no son, en m odo alguno, m ás a fo rtu n ad as o brillantes las estrofas líricas que las doctrinales; algunas de é sta s están incluso —com o ya he dicho m ás a rrib a — m ejor trovadas que no pocas de aq u é llas, ni hay, p o r lo dem ás, en el poem a entero, ap e nas otro talento literario, otro sa b e r hacer, en el sentido e stric tam e n te artístico, que una cierta des treza en la versificación, y rara vez algún verso so bresale un poco de la m ediocridad o la indigencia expresiva dom inante); esa im presión reside, en ú lti ma instancia, en lo siguiente: ¿A qué negar, una vez más, los bienes, lo perecedero, com o cosas m enos preciables y engañosas frente a lo perdurable, si no siguiesen siendo en el últim o y m ás íntim o redue lo de los corazones, y a despecho de toda voluntad moral, objetos irren u n ciab les y jam ás renunciados, ni m enos todavía desarraigados, del deseo? (El re traim iento hacia los valores, hacia lo perdurable, es 225
una fuga ante la fugacidad de los bienes; m as la re nuncia al deseo escarm en tad o no logra se r su des trucción. N ada de extraño, pues, en que la negación expresa del deseo redunde, m uy a despecho del que niega, en su m ás patética, en sus m ás enfática con firmación.) Basta in c u rrir en la tem eridad de ir a de safiarlos en la m em oria viva —y, peor aún, m ediante el instru m en to expresam ente conform ado por los si glos bajo el im pulso de su evocación y labrado y tem plado en la expresión de su añoranza—, para que redobladam ente se revelen resistentes a todas las ra zones y prevalezcan de cu alq u ier d o c trin aria im pug nación. Así com o una bola de b illar im p u lsad a por fuerza hacia adelante, pero llevando oculto en sí un efecto de rotación co ntrario — en relación con el pla no de la m esa— al del sentido de su traslación, avan za patin an d o por el paño, m as no bien choca con la roja esfera del m ingo co n tra el que ha sido im pulsa da, agotando del todo co n tra ella ese obligado im pulso, libera esp ectacu larm en te an te los ojos la oculta y no extinguida rotación y desde el punto m uerto del encuentro recelera de pronto en vivo re troceso en el sentido exactam ente inverso al que avanzara, así tam bién la p a la b ra de M anrique, que predica esforzadam ente la estim a del futuro, tratan do de a rr a s tr a r los corazones en el sentido del tiem po adquisitivo, al ir a d a r co n tra el m ingo del ayer cercano, el rojo m ingo de un recuerdo vivo —rojo com o la roja esfera del sol c re p u sc u la r—, deja pre valecer de p ronto la persistente rotación in tern a del deseo inextinguido («piaga p er a lle n ta r d ’arco non sana») y retrocede irresistiblem ente en el sentido del tiem po consuntivo, al reencuentro, al abrazo de ese m ism o ayer tan contra corazón negado y abjurado Si antes he dicho que M airena tenía razón extrapo lando la copla 17, para o ír en ella un incondicional y verdadero canto de añoranza —y, de m anera im plícita, un encarecim iento de los bienes, de lo 226
perecedero—, ello no quiere decir, en m odo alguno, que no sería el m ayor de los erro res resolverse a se parar, com o un poem a aparte, las siete o nueve co plas que la incluyen, sustrayéndolas al contexto y a la atm ósfera form ados po r las quince antecedentes, pues sería ig n o rar h asta qué punto su m ayor fuerza ••»tú precisam ente en el hecho de su rg ir bajo el im pulso y en el ám bito de una intención con traria. El m ilagro lo hace verdaderam ente el diablo; y com o tal m ilagro digno de él, es en el púlpito donde se pro duce, es en el púlpito m ism o en donde se p e rp e tra la im piedad. La m úsica del tiem po consuntivo rom pe a so n ar precisam ente en las p alab ras que lo nietiun, brota de las e n tra ñ as m ism as de una enfática Vadm onitoria afirm ación del tiem po adquisitivo: es lustam ente la fricción producida por la forzada in tención del doctrinal, que violenta el recuerdo a conI la r rueda, com o argum ento en su favor, lo que hace que el ayer se a rre b a te y se inflam e com o llanta de i ai ro a la fricción del freno y se levante ante los ojos en un puro incendio. ¿Qué im p o rta ya la innegable pobreza de la letra, que casi se lim ita a en u m erar? 14i llama viva del ayer lo abrasa todo, lo ilum ina todo. Jam ás hubo serm ón m ás contraproducente ni doc trinal m ás estrepitosam ente fracasado: si el poeta quiso e n fria r la querencia de los bienes, sofocar la iinoranza de lo perecedero, no halló, en verdad, m ás que la m ejor form a de prenderles fuego. Así pues —y esto es lo decisivo—, no a pesar de, sino precisam en te gracias a, gracias a que M anrique, lejos de q u e re r hacer un canto de añoranza de los bienes, quiso, por el contrario, h a c er un d octrinal de los valores, se logra que el ayer controvertido se encandezca y hc incendie p o r su propio fuego y con su propio icsplandor. D eliberada y com placientem ente traído Vconducido de la m ano del poeta, el ayer no h a b ría Nido m ás que un objeto inerte, algo cantado, y no, como realm ente consigue se r en esas coplas, lo que 227
canta. H ab ría sido un ayer dom esticado, herm oso pero pasivo y sin peligro alguno, com o un leopardo de salón, y no ese ayer activo, que tira zarpazos de verdad, que a rro lla la p alab ra y se apodera de la voz y abriéndose cam ino p o r sí solo h a sta las cuerdas de la lira se alza con el poem a y tañe su propia m ú sica y c an ta su propia canción. Porque no son ya los dedos del poeta los que hacen v ib rar las cu erd as de la lira, sino é sta s las que m ueven los dedos del poe ta contra su voluntad; ya no es él quien v erdadera m ente actúa, sino la propia condición natu ral del instrum ento, la virtualidad intrínseca del género. La consecuencia, por extrem osa que pueda parecer, re sulta inevitable: las siete (o nueve) coplas en cues tión son sustancialm ente anónim as; no anónim as en el sentido puram ente anecdótico y superficial de que no conozcam os el nom bre del autor, sino en el sen ti do m ucho m ás real de que no han sido hechas por autor alguno, sino que han sido partenogenéticam en te engendradas en el vientre de la lira m ism a. Es un triunfo del género sobre el autor, de la c u ltu ra so bre el individuo, frente al cual la cuestión de un m a yor o m enor talento literario no es m ás que un nimio problem a de facundia, que bien se puede resolver con un puñado de gu ijarro s debajo de la lengua. La poesía ten d rá siem pre su m orada en las anónim as cuerdas de la lira, nunca en los dedos ágiles o tor pes del autor. Ahora tenem os com pleto el atestado. Es esta lucha secreta en tre la lira y la m ano que la tañe —pro vocada y actuada aquí tan sólo por aquella desdichada y felicísim a o cu rren cia de «vengam os a lo d ’ayer»— lo que hace que la ficticia q uerella m anifiesta de los valores co n tra los bienes se tra stru e q u e y se cuín pía, po r debajo y p o r encim a de la letra expresa, y entre las m ism as p a rte s querellantes, en un pleito real. La querella fingida o representada de M anrique resulta su p lantada, co n fu tad a y d e stru id a por ese 228
otro pleito auténtico, no representado, que ocurre de verdad en el poem a, y que, com o solapándose a la (merella de ficción y robándole el suelo de debajo tie los pies, concede ju sta m e n te a la p a rte contraria —esto es, a aq uella p a rte a la que la ficción tenía asignado el papel de p a rte p erd ed o ra—, no ya la vic toria o la razón —que jam ás podrían ser para los bie nes m ás que el hom enaje m ás arte ro y el m ás venenoso de los reconocim ientos—, sino la gracia. El pleito, pues, se ha vuelto, po r así decirlo, real desde el instante m ism o en que la acusación ha convoca do a juicio a un testigo real, el recuerdo sensible de un ayer vivido. D esafiado en la m em oria viva del jui ado, expresam ente invocada y a p elad a com o testi go de cargo co n tra él, ese ayer no sólo ha resistido Incólume, sino que ha rem ontado y revolcado, con el solo sonido de su propio testim onio, todo el ím pe tu de la acusación, h asta lo g rar alzarse con el pleito entero y o b ten e r de la sala la m ás unánim e, la m ás Inapelable y sobre todo la m ás em ocionada de las absoluciones. Lo que hace toda la fuerza del poem a rs ese revolvérsele al poeta la p alab ra en los labios, la música en los dedos o, por volverlo a decir en nues11 a m etáfora forense, lo que hace tan inatacable la limpieza del proceso, alejando del ánim o de todos la inás rem ota sospecha de prevaricación o de cohet ho al respecto de tan enardecido fallo absolutorio, rs el hecho de que el testim onio decisivo en favor del tu usado haya venido ju stam en te por boca de un tes tigo de cargo capital: sólo porque hay aquí de veras linos labios que a sí m ism os se desm ienten, una voz que a sí m ism a se destruye, confutando, sin q u e re r lo y sin saberlo, con los acordes de la lira, el propio ur^üir de sus palabras, el a firm a r de sus razones, i l valorar de sus figuras, sólo por eso llegan a ser lus coplas de M anrique el m ás acendrado canto de los bienes, de lo perecedero, de cuanto alienta bajo «I lánguido arco del oro del tiem po consuntivo y 229
está m arcado p o r el dulce, am argo sino de la c a d u cidad. Codicilo 1.° Se h a b rá observado cóm o al referirm e a las coplas q u e p ara mí form an el cu erp o lírico del poem a, he estad o diciendo todo el tiem po «siete o nueve», o sea, vacilando e n tre el grupo restringido de las copas 16 a 22 y el algo m ás dilatado de las co plas 16 a 24; la duda afecta, pues, a la 23 y la 24 y me interesa a c la ra r su fundam ento. Las siete p rim eras y no cuestionadas coplas del eventual grupo nonario se refieren todas ellas a personajes del ayer cercano m entados ya p o r sus nom bres, ya p o r d eterm in a ciones: el rey Don Ju a n y los infantes de Aragón, con las fiestas de su corte (coplas 16 y 17); el rey Don Enrique, con su prosperidad, sus liberalidades y el fasto de su gente" (coplas 18 y 19); el m alogrado in fante Don Alfonso, sediciosam ente proclam ado rey en el sim ulacro de Avila p o r la facción rebelde a En rique IV, en la que el propio conde de Paredes tuvo, por cierto, un papel m uy relevante (copla 20); don Al varo de Luna (copla 21); Ju a n Pacheco, m arqués de
11. E n lo q u e se re fie re a e s to s d o s reyes, n o e s ta r ía d e m á s re c o rd a r, p o r lo q u e to c a a l p rim e ro , la p a té tic a e in o lv id a b le fr a s e u e en el le c h o d e m u e rte d ijo al a m ig o d e su h o ra p o s tre ra (ju ío, p ro b ab le m en te ): « ¡B a c h ille r C ib d a d r re a l, n a c ie r a y o fijo de un m ecán ico , e o v ie re sid o fr a ile d el A b ro jo , e non rey d e C asti lia !» («m e cán ico » v a lia e n to n c e s m ás o m en o s p o r lo q u e ho y lia m am o s « a rte sa n o » ) y, p o r lo q u e to c a a l segu n d o , lo s sig u ie n te s d a to s e x tra c ta d o s , s in o rd en , d e la c ró n ic a : « rey sin n in g u n a u fa n ía» - « h a c ía m u y p o ca e s tim a d e s í m esm o » - « la s in s ig n ia s e cerim o n ia s r e a le s a g e n a s fu e ro n d e su c o n d ició n » - «a n in gun o h ab lan d o ja m á s d e c ía de tú, ni c o n sin tió q u e le b e sa ra n la m ano» «a s u s p u e b lo s m u y p o c a s v e c e s se m o stra b a : h u ía d e lo s negó c io s; d e s p a c h á b a lo s m u y tard e» - « co m p a ñ ía d e m u y p o c o s le pía c ía ; to d a c o n v e rs a c ió n d e g en tes le d a b a pen a» - « e sta b a siem p re retraíd o » - « p re c iá b a s e d e ten er ca n to re s, y co n e llo s c a n ta b a nni c h as veces» - « tañ ía d u lcem en te el laúd » - «todo canto triste le daba d eleyte»... P e ro n o e s éste e l lu g a r p a ra e x p r e s a r m is s im p a tía s
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Villena, y su herm ano Pedro G irón12 (copla 22). La si guiente, o sea la 23, a rran ca, en rigor, enlazando, sin discontinuidad alguna, con lo que la precede, com o mu prolongación m ás n atu ral, al recoger globalm enItl a todos los no nom brados en las coplas a n te n o tes, en un resum en, ya sin m enciones nom inales, peto evidentem ente referido a personajes de ese m is mo ayer: «Tantos duques excellentes,/tantos m arque ses e co n d e s/e b aro n es/co m o vim os tan potentes», tle m anera que nada h asta este in stante ju stifica su exclusión; la du d a sobreviene en el repentino quielito que pega el quinto verso, donde surge de pronto una segunda persona a la que se dirige una interroKueión, que conlleva, a su vez, un cam bio de tiem po verbal respecto del que se ha venido m anteniendo desde el p rim e r verso de la estro fa 16 («¿Qué se hizo el rey don Joan?») h a sta el c u a rto de esta m ism a 23 («romo vim os tan potentes»): «di, M uerte, ¿dó los esro n d es/e traspones?» (donde, p o r cierto, se registra ni .iso el único ard id propiam ente literario del poe ma, en la m edida en que la sú b ita e inesperada apat li ión de esa segunda persona, así apelada tan de pronto con su im perativo y su vocativo, parece mitnetizar, y no sin eficacia, el rápido, furtivo, intem pestivo, «supitaño» golpe de m ano de la m uerte misma, que se llega a nosotros tam quam latro, seytin la clásica expresión de la Vulgata). Y lo m ism o mu ederá en los otros seis versos de la estrofa: «E las I ¡ Don P ed ro G iró n , m a e stre d e C a la tra v a , y no — co m o d ic e en
noi a don Jo a q u ín de E n tra m b a sa g u a s en la ed ic ió n de la q u e tom o In» i'itas de Q u in tan a y d e Don M arcelin o — don B e ltrá n de la CueVii, <|tic ja m á s fu e, q u e se sep a, h e rm a n o d e V ille n a (la c o p la em Iile/ti « E los o tro s dos h e rm a n o s/m a e stre s tan p ro sp e ra d o s/co m o n v e s » ), y q u e s i fu e, en efecto, m a e stre d e S a n tia g o , p a re c e s e r i|iie a p e n a s lle g ó a lu c irle , p u es el p ro p io V ille n a su p o m u y p ro n to In g e n iá rse la s, ro d e a n d o y p resio n an d o , p a ra q u e el rey a c c e d im i a d e s p o s e e r lo p o c o tiem p o d e sp u é s, en u n a s v is ta s q u e tu viero n en tre C ig a le s y C abezón .
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sus claras hazañas,/que hicieron en las g u e rra s/y en las p aces,/cu an d o tú, cruda, t'ensañas.lcon tu fuer9a las atierrasle desfaces». Este im previsto dirigirse a la m u erte a tú p o r tú, pero m ás todavía el hecho de que com porte el cam bio de la form a de pasado —sostenida, con sus im perfectos pertinentes, desdela copla 16— po r la form a de presente, au nque en juego entrecruzado, todavía, con la de pasado en cada una de las dos m itades de e sta estrofa 23, significa ya, por sí solo, y en la m edida en que el presente es la fórm ula de los juicios universales, un m ovim ien to de generalización, y p o r tanto u n a c ie rta vuelta al lenguaje de «doctrinal de filosofía» de las quince prim eras coplas («N uestras vidas son los ríos», etc.); sólo ese juego cruzado con el pasado —que sigue ase gurando la filiación em p írica de las víctim as en la m em oria viva del poeta, el afincam iento en lo parti c u la r sensible de sus claras hazañas atierradas y desfechas por la saña y la fuerza de la m uerte—, man tiene todavía la am bigüedad que ju stifica m is vaci laciones en lo tocante a se p a ra r esta estrofa de las siete precedentes. Y en cuanto a la 24, que no con tiene ya, ciertam ente, pasado alguno («Las huestes innum erab les,/lo s pendones, e sta n d a rte s le bande ras,/lo s castillo s im p u n ab les,/lo s m uros e baluai tes le b a rre ra s ,/la cava honda, chapada, lo cualquier otro reparo,/¿qué aprovecha?/C uando tú vienes aira da,/todo lo p asas de claro /co n tu flecha»), se m e ap;i rece, sin em bargo, a su vez, com o continuación natu ral de lo que inm ediatam ente la precede, pues la fisonom ía m ism a de los objetos que enum era n o s rem ite claram ente al despliegue de fuerza de aque llos m ism os duques, m arqueses, condes y barone s, «tan potentes», p o r los que se ha preguntado a la m uerte en la copla anterior. Con todo, aquí se plí senla una nueva am bigüedad, tan im p o rtan te y tan representativa de la equivocidad que afecta a las en trañ as m ism as del poem a entero com o la de univei 232
sa l/p a rtic u la r que cruzaba y recorría la copla 23. Se trata de lo siguiente: am bas estrofas term in an con un reconocim iento del sobrehum ano poder de la muerte, dirigido en segunda persona a la m uerte m is ma, pero no sin un cierto concom itante acento de (|ueja po r lo im placable de sus obras; sin em bargo, m ientras en la 23 la acción es representada com o un simple y nada brillante ejercicio de fuerza, casi como un abuso de poder: «Cuando tú, cruda, t ’ensañas,/con tu fuerza las a tie rra s /e desfaces», en la copla 24 la cosa tiene ya o tra luz: «Cuando tú vienes a ira da,/todo lo pasas de c laro /co n tu flecha». La acción c-s aquí airosa, gallarda, el tiro es diestro, limpio, lu1 ido; el a n te rio r «cuando tú, cruda, t ’ensañas» se ha eonvertido ahora en un «cuando tú vienes airada»: m ientras la saña afea inevitablem ente un rostro, la lia puede a m enudo em bellecerlo; asim ism o, ec h ar por tie rra («las atierras») y d esh acer («e desfaces») no son acciones cuya ejecución sea capaz de produ1 ir en nadie u n a im presión de belleza, en tanto que «todo lo p asas de c laro /co n tu flecha» es una repre sentación llam ada a su scitar la m ás viva adm iración de los contem poráneos, tan propensos al culto de esta clase de proezas. Item , ¿cuándo se ha oído ya otra vez de un tan m ortífero, tan infalible arquero?, ¿dónde hem os visto antes de ah o ra otro parejo a ira do flechador? ¿No ha sido acaso bajan d o sobre las eostas de la Tróade, precipitando, «como torva no1 he», contra las playas de D ardania? Sí; nada m enos <|ue la no po r terrib le m enos m agnífica figura del di vino Febo, el m ás herm oso de los dioses todos, a rro lándose —lleno, tam bién, de ira y de igual m odo arm ado de arco y flechas— sobre las naves de los dáñaos varadas en la arena, ha p restad o su atuendo Vsu ap o stu ra a esta segunda im agen de la m uerte. Sigue habiendo un lam ento contra lo inexorable de sus obras, pero, m ientras en la copla 23 la represen tación se resolvía en una p u ra negatividad, aquí, 233
com o al costado de la queja m ism a, asom a ya el ade m án de un sentim iento adm irativo: es ya la tentación de ponerse del lado del m ás fuerte, de subirse al c arro del vencedor. El poeta parece h a b e r tem ido de pronto indisponerse y m alq u istarse con La Inexora ble, con La Todopoderosa, y haberse decidido a ven d er y a traicionar, sin el m enor em pacho, a los vivos y a los m uertos, p ara re n d ir vil hom enaje de a c ata m iento y de respeto a la tira n a de todos los destinos. C uando en la copla siguiente el poeta em prenda al fin el elogio de su padre, del gran bellaco del conde de Paredes, la lira —que tan inm erecidam ente ha q u erido concederle d u ran te nueve estro fas su más p ura m elodía—, esp an tad a y ahuyentada de golpe ante ese atisb o de reverente y adm irado culto a la fuerza y al poder, tal com o aflora en los tres últim os versos de la copla 24, le h a b rá negado ya del todo el regalo de su m úsica, p ara no volvérselo a otorgar nunca jam ás. Codicilo 2? C om oquiera que este h a sta ayer tan equívoco y tan oscuro caso no ha sido, aquí, en ver dad, sacado a revisión p o r el m ayor o m enor interés que pudiese ofrecer p a ra los lectores de lírica (entro los cuales sólo un d em asiadas veces repetido desen gaño im pide, ciertam ente, que me cuente), sino para ilu stra r el m ilenario pleito en tre los bienes y los va lores, y como, por consiguiente, la cuestión propia m ente lite ra ria de las coplas no me ha interesado en absoluto p o r sí m ism a, sino precisam ente en la me dida en que ta n sin g u lar y ejem plarm ente resulla desbordada y trascendida, al d esen cad en ar —sin duda a vueltas del propio pleito interno, explícito y fingido del poema, pero tam bién, desde luego, al m ar gen y extram uros de la letra en sí— e sta o tra q u e it lia externa, im plícita y real, en la que la cultm a predatoria, la c u ltu ra del tiem po adquisitivo, de l< valores, de lo perdurable, viene a encontrarse y a cho 234
c ar (en la jo rn a d a m ás in fau sta que sus a rm a s ha yan podido conocer) no con una p resu n ta «cultura «le los bienes» —que ni existe tal cosa ni jam á s po dría existir sin que los bienes m ism os dejasen de ser la les13—, sino con los m eros, tím idos y m arginales Imites de verduras de las eras que aquí y allá se obs tinan —¡todavía!— en se d u cir y conm over la m em o ria y el corazón de los hum anos, no podría por menos •le ponerm e a mí m ism o la objeción de cóm o pue den las coplas de M anrique presentársem e com o ese Inn encendido canto de añoranza de los bienes, sien do así que m uchos, casi todos, si es que no incluso lodos, los objetos en los que se despliega y configuiii el sem blante del ayer no resu ltan ser o tra cosa, ii Iin de cuentas —y de la form a m ás unilateral y m ás IV Una idea aproximada de lo que podría ser una «cultura de lo*, bienes», con la total perversión de los bienes y de su concepi Inn que por sí misma implicaría, pueden dárnosla esos aspec to» o tendencias (sólo aspectos o tendencias, ya que, por lo demás, Mibrcvive ampliamente la cultura predatoria) de la época moderna i|iir han dado en llamarse «sociedad de consumo». Nombre, por i Ir t ln, extremadamente impropio, en la medida en que su caracli'iislica más específica la haría, por el contrario, doblemente Hi i redora al de «sociedad de producción»; doblemente, digo, por que esa característica prácticamente definitoria de la llamada «soi li dnd de consumo» consiste, en efecto, en el hecho de que la t>lnniesa no produzca ya sólo el producto, sino también el consu midor. Y ésta no es una afirm ación meramente psicológica, sino Imnhién y antes que eso, rigurosamente económica: un porcenta je de la inversión productiva de la em presa que pata algunos tiImii de productos llega a ser tan elevado como el 75 por 100 del Imul se destina a la producción del consum idor (llámesele preImmI.k ion, publicidad, promoción, o como se quiera), quedando fiinii la producción del producto e¡ 25 por 100 restante. Una «culIii■o de los bienes» sería, al igual que una «filosofía de los bieo una «ética de los bienes», una contradictio in terminis: los mi mínelos de la llamada «sociedad de consumo» son la más sanIIIrnlii caricatura de los bienes, así como esc consum idor expreÍ h i i i i ule producido para ellos por la em presa misma es la más {Mullí lenta caricatura del hombre venturoso, del hombre capaz Í» morir «lleno de días», según la herm osa expresión del Antigiin testamento.
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incontrovertible en m uchos casos—, que inequívocos fastos del tiem po adquisitivo. En efecto, ju stas, to r neos, param entos, bordaduras, cim eras, tocados, ves tidos, olores, ropas chapadas, vajillas febridas, jaeces, caballos, atavíos (o «ataujíos», según otra lec tura), ¿no eran acaso, todos, piezas de un puro a p a rato ostentatorio, trofeos o m eros signos del valor de la persona? No lo serían, tal vez, aunque tam poco esté excluido, el tro v ar y el d a n z ar o «las m úsicas a c o r dadas que tañían», pero sí que, en principio, h a b ría de serlo, desde luego, p o r su naturaleza, p o r su o ri gen, por su significado y su función, todo lo demás, constándonos com o nos consta, po r añ ad id u ra, has ta qué punto el aspecto de ostentación de la cu ltu ra p red ato ria alcanzaba en el siglo XV uno de sus m o m entos de m ayor intensidad y h asta qué punto, por ende, la riqueza se ejercía y se cum plía com o puro fasto, es decir, com o o rn ato co rtesan o que revertía sobre la persona m ism a, redundando en a trib u to y en c riterio de m edida de su propio valor social ¿Cómo, pues, puede oírse ningún canto de los bienes, de lo perecedero, en una evocación que reverbera la im agen de un m undo de cosas tan intensam ente em pavonadas y bruñidas p o r el m etal de los valores, tan fuertem ente m arcad as p o r el signo del tiem po ad quisitivo, y h u rta d a s, p o r consiguiente, a la gratui dad y al sinsentido c o n n atu rales a la índole m ism a de los bienes? Si es que, en verdad, m is oídos lo han oído bien, ¿cóm o ha podido lograrse un canto se m ejante? ¿Con qué ojos ad m irad o s de niño que se e m p e ñ a se en ig n o ra r o en o lv id a r la d e s a fia n te rapacidad com petitiva que se esconde d etrás del res p lan d o r de ta n ta gala o con qué delicadas, piadosas, im precavidas m anos de niña que se agachase a re coger del suelo el cu erp o de un azor aliquebrad»• se ha conseguido que toda esa panoplia de valores lle gue a erigirse, revivida en el recuerdo, en verdadera imagen de los bienes? Bien poco hay que buscar: esos 236
ojos y esas m anos están en las dos figuras centrales del poema; no son sino las dos hum ildes, tím idas, co tidianas figuras de las «verduras de las eras» y los «rocíos de los prados» —expresam ente u rd id as por el poeta com o im ágenes conceptuales de lo fútil, de lo efímero, de lo m enospreciable, lo carente de todo porvenir y, po r tanto, de sentido y de valor alguno— las que, una vez m ás —y aquí de m odo todavía m ás decisivo—, se nos revelan com o los verdaderos pro tagonistas del poem a, o mejor, de la querella, p a ra lela y c o n tra ria al m ism o tiem po, que desde él, pero como por fuera y po r encim a de él, la siem pre anó nima lira consigue levantar. Ellas serán el Cristo que retorne a resc a ta r a los valores m ism os, fundiendo el perpetuo hielo que los aprisiona, y que, redim ién dolos de la condena de futuro, de la m aldición de eternidad, a la que po r su propia naturaleza de valo res se h allab an sentenciados, los devuelva en im a gen a la m ortalidad del tiem po consuntivo. (La lírica más alta, el «cante grande» de la lira, en el que ésta llega a cu m p lir las últim as virtualidades escondidas en sus cuerdas, no es, ciertam ente, aquel en que las figuras se lim itan a ilu s tra r o e n fatizar —esto po r descontado—, pero tam poco aquel en que alcanzan a expresar —p o r legítim o que les sea tal com etido y por hondo y genuino que pueda se r el sentido en que tomemos la idea de «expresión»—, sino aquel en que las figuras logran realm ente actuar, obrar, no sólo I m eando el tim bre de voz y confundiendo y hasta su plantando los sentim ientos del poeta, sino tam bién trasto rn an d o el sentido m ism o de lo representado; aquel en que las figuras, por sí m ism as y sin d e ja r «le ser tales figuras, llegan a ser una au téntica aci ión de la palabra, es decir, de la anónim a m ente im personal, sobre el depósito existencial del individuo. Si. literariam en te consideradas, las coplas de Mani ique no pasan de ser, incluso en las siete o nueve estrofas involuntariam ente líricas, una pieza medio237
ere, las salva, sin embargo, la im previsible acción que en ese últim o estrato m etaliterario llega a cum plir la lira desde las propias en tra ñ as del poema.) T rataré de exponer exactam ente este proceso de rescate. C uando u n a figura lleva en sí escondida u n a fuerza virtual autóctona m ayor que la de la m otivación que la promueve, tiene el p o d e r de a d u e ñ arse de la com paración entera, con el efecto de a tra e r a su propio c a rá c te r de fig u ra —y con ello a su propia, indepen diente atm ósfera cualitativ a— aquello m ism o que con ella se com para. Al fracasar, pues, las verduras de las eras y los rocíos de los prados com o in stru m ento intencionado de negación y m enosprecio, al resistirse y m antenerse con sus solas fuerzas com o im ágenes que p o r sí m ism as y en sí m ism as susci tan el deseo de los sentidos, lo que consiguen es ha c er igualm ente atractiv a la im agen de las cosas que habían de ser m enospreciadas, pero ya no bajo el sig no de valores que de suyo les pertenecería, sino pre cisamente bajo la opuesta luz en la que atraen los ojos esas verduras de las eras y esos rocíos de los prados con los que se las quiso comparar, param entos, bordaduras, cim eras, todas aquellas cosas que no fue ron en su día sino fastos del tiem po adquisitivo se vuelven así tan figura de los bienes com o las propias figuras de las verduras de las era s y los rocíos de los prados; pero no sólo esto, sino que al equipararse, al hacerse iguales a las v erduras de las e ra s y los ro cíos de los prados, al se r restitu id a s y rem em oradas com o p u ra im agen sensorial, son, a su vez, redim i das de la m aldición de e tern id ad que pesaba so bre ellas y retroactivam ente revividas en la luz de la tem poralidad y de la m uerte, porque allí donde los valores logran hacerse im agen de los bienes, com plem entariam ente, la im agen de esos valores se transfigura y se transform a realm ente en un bien. R efractado en el tornasol de la añoranza, el m etá lico fulgor de los valores se vira y se reenciende 238
en el recuerdo con los cálidos colores de lo perece dero. Codicilo 3.° H abiéndom e tom ado, una vez c e rra do y redactado el presente caso, el escrú p u lo de ir a co n su ltar directam ente los textos de Don M arceli no, a fin de co m p u lsa r las citas que de él hace don Joaquín de E n tram b asag u as en la edición que tenno de las coplas (y de la que he recogido, a m i vez, las p alab ras de Don M arcelino y de Q uintana, a u n que para las coplas m ism as me he atenido a Foulehé Delbosc), me he encontrado con una gran sorpresa. No —quede bien claro — con la de que las eitas de E n tram b asag u as no sean enteram ente fie les, sino con la de que Don M arcelino dice tam bién, sobre el asunto, o tra s cosas b astan te m ás sagaces y m ás afo rtu n ad as. Prim ero, p o r em pezar con lo m e nor, reconoce de ca ra el c a rá c te r de tópico que tiene el propio tem a de las coplas: «Grandes y eternam ente eficaces lugares com unes sobre la m uerte» (aunque, eomo creo h a b e r satisfactoriam ente dem ostrado, en este caso excepcional esa eficacia falla, p o r fortuna, del m odo m ás estrepitoso, y es tal vez únicam ente la inexorable eficacia de la m uerte m ism a lo que, sólo a prim era vista, puede seguir haciendo aparecer aquí tam bién com o eficaces los lugares com unes m encio nados). Y, po r seguir con lo mayor, he aquí un párrali> literal del com entario de Don M arcelino: «Cuando el m arqués [S antillana en su «Pregunta de Nobles»] pregunta fríam ente, después de tantos otros, "qué fue del hijo de Aurora y de Aquiles y de Ulises, Ayax de Telamón, Pirro, Diomedes, A gam enón”, no hace m ás que rep e tir p o r centésim a vez un lu g ar com ún, al m a l qu itan todo valor los nom bres m ism os de los personajes rem otos y fabulosos p o r los cuales se in terroga, y que sólo en ficción e ru d ita podían intere sar al autor. C uando Jorge M anrique, dejándose de griegos y troyanos, evoca los recuerdos de su juven 239
tud, o m ás bien lo que oyó c o n ta r a su padre, sobre los esplendores y m agnificencias de la corte de Don Juan II y de los infantes de Aragón, y sus alegres fies tas y las ju sta s y torneos, y aquel trovar y aquel dan zar y aquellas ropas chapadas que traían, habla de algo vivo, que todavía conm ueve las fibras de su alma» (subrayado mío). De todo lo cual parece ine vitable s a c a r las siguientes conclusiones: Prim era: que Don M arcelino llegó a encontrarse tan cerca, tan extrem adam ente cerca de la verdad, que con sólo un paso m ás h ab ríam o s podido aplaudirle, diciendo: «¡Fuego, fuego!». Segunda: que si se rep ara en las palabras m ás a rrib a subrayadas y se las com para con un pasaje del texto del «Arte poética» de Ju an de M airena tra n sc rito en las p rim eras páginas del atestado del presente caso, resulta casi im posible elu d ir la suposición de que M airena escribió sus a p re ciaciones acerca de las coplas sobre la falsilla del texto de Don M arcelino, aunque p ara seg uir su pro pia, independiente línea de valoraciones y de pensa m ientos. Y tercera: que esta m ism a suposición hace todavía m ás insegura la exactitud del diálogo reco gido en las m em orias del periodista, pues si M aire na conocía ya el texto de Don M arcelino m al podía pillarle tan de sorpresa, como, según tales m em orias, le pilló, el dictam en de «doctrinal de c ristia n a filo sofía» form ulado po r Don M arcelino, y si aún no co nocía el texto de éste, teniendo —com o a ju zg a r por las m ism as m em orias parece que ten ía— ya escrita, a la sazón, su «Arte poética», nos veríam os forza dos a a trib u ir a un a z ar casi increíble la coinciden cia señalada en la segunda conclusión. Sólo invertir la relación de sem ejante coincidencia entre uno y otro texto (o sea, pensar que Don Marcelino escribió el suyo no antes, sino después del diálogo del Gran Café de Nápoles, dando en sus páginas crédito y albergue a algunas de las observaciones de M airena) podría sacarnos de tan ard u a alternativa y hacer, sobre este 240
punto, verosímil, el diálogo presentado en las m em o rias; pero esta opción de urgencia nos llevaría indu dablem ente a nuevas y todavía m ás invencibles im posibilidades. Por o tra parte, la canción de Don Rodrigo, a la que, según el diálogo de las m em orias, tanta im portancia concedía Don M arcelino como p ri m er punto de apoyo en la génesis de las coplas de Don Jorge —a las que incluso llega allí a co n sid erar casi una glosa de la canción p a te rn a —, no sólo no se le da tal im portancia, sino que, si no recuerdo mal, creo que ni tan siquiera aparece m encionada, com o eventual antecedente de las coplas, en el texto com pulsado. «La predestinación y la narratividad» fue escrito, salvo el apéndice, en los años 1968-1969; «El llanto y la ficción», sin el apéndice, en 1969-1970; ambos apéndices, así como «El caso Manrique», fueron escritos en 1973-1974. Todo ello formaba parte del libro Las semanas del jardín, NOSTROMO, Mau ricio d ’Ors, editor, Madrid, junio de 1974 y diciem bre de 1974
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S e g u n d a p a r te Id io té tic a *
* La palabra «idiotética» fue acuñada expresamente para el con greso de Gerona, del 23 de febrero de 1984, a partir del griego idióles, que significa particularidad, carácter peculiar, etc., de modo que «idiotética» seria algo asi como «cuestión o tratado de las particularidades»; a éstas también se las llam a «rasgos diferen ciales» o «peculiaridades distintivas», que constituirían las no tas sobre las que se erige ese fantasma o fetiche llamado identidad.
D iscurso de G erona1
I. D eclaración personal Siem pre me han producido una gran vergüenza ajena ciertos títu lo s de libro en que se com binaban, de uno u o tro modo, las p alab ras «España» y «pro blem a» (verbi gratia: «España com o problem a»), li bros a los que me daba grim a h asta a la rg a r la mano; de m odo que a la vista del asunto y orden del día de este sínodo, «el ser de España» (que au nque no ten ga la p a la b ra «problem a», evoca fuertem ente la ac titu d de aquellos títulos), confieso que he sentido desde el p rincipio una gran refrac taried a d o reluc tancia a resolverm e o a que me resolvieran a venir, ya que, viniendo, aquella vergüenza ajena iba a te n e r que s e n tirla com o propia. En efecto, la pregunta que se nos hace en este exa1. Este «Discurso» no llegó nunca a ser leído, sino que fue sus tituido por unas notas mucho más breves, pero su ocasión fue ron unas jornadas que bajo la pregunta y título «¿Qué es España» se «celebraron» en Gerona a partir del 23 de febrero de 1984. Para ese mismo día se escribió exprofeso, en El País, el artículo «Ra biosamente español» (Véase en el Volumen I, pág. 142).
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men: «¿Oué es España?» no puede hacerse la inocen te sobre la carga enfática con que u sa el verbo ser; no puede fingir en su «es» un uso ingenuo de asém ica cópula gram atical como m ero instrum ento de pre dicación, tal que pudiese d arse p o r conform e con respuestas del tipo de la consabida descripción geo gráfica (« E spaña lim ita al norte con el m a r C antá brico y los Pirineos, al este con... etcétera») o de una m ás o m enos extensa o resum ida reseña historiográfica de todas las predicaciones diacrónicas en que la p alab ra «España» aparezca com o nom bre propio en cualquier posición gram atical. No, sino que, pues to que p ara sem ejante viaje no habíam os m enester de alforjas, no parece infundado p resu m ir que el «es» de la p reg u n ta no viene a p reg u n tarn o s con el noble, lim pio y vacío «ser» copulativo del gram áti co, con el «ser» com o verbo blanco —o sea in stru m ental y asém ico—, sino que, po r el contrario, viene a in terp elarn o s con ese tem ible SER «preñado de sentido», com o d iría un periodista, «cargado de sig nificación» (carga, p o r cierto, tanto m ás explosiva, justam ente, cuanto m ás huera y m ás falaz o, por h a cer un juego de palabras, doblem ente m ortífera com o tal carga hueca), que es el «ser» con pretensio nes ontológicas; un ser, en fin, del que —así com o del B ar^a se dice que es algo m ás que un e q u ip o puede decirse que es algo m ás que una inocente có pula gram atical. Y no es que crea —aunque jam ás me será dado averiguarlo definitivam ente— que al fin y al cabo pudiese yo ten e r ninguna taxativa en m ienda a la to talid ad co n tra la ontología en general com o sab er legítim o y posible, pero sí que la tengo —y enm ienda aún agravada con denuncia de falacia en docum ento público, cohecho y c o rru p ció n ad m inistrativa— co n tra la ontología histórica, o por decirlo gram aticalm ente, contra la ontología de nom bres propios. H asta la aristo télica analogía del ser tendría que hincharse de form a tan abusiva, tan vana 246
y tan flotante com o una pom pa de jab ó n o, peor to davía, tan sucia y explosiva com o un globo de chi cle, si hubiese de h o sp ed ar al m ism o tiem po en sus entrañas algo tan respetablem ente honesto y aun mo desto com o el se r del gato y algo tan indudablem en te fraudulento e incluso sospechoso de m aldad com o es el pretendido ser de España-, una hinchazón cuya desconsiderada im pertinencia a rra s tra a su costado la c o n trad icto ried ad fundam ental del «cam po u n i ficado» que buscó con su ecceitas Duns Escoto. El hic et nunc de su ú ltim a e irred u ctib le d eterm in a ción deíctica hace a la individualidad totalm ente in conm ensurable con respecto a los órdenes propios de la cualificación intensional sem ántica, único cam po lingüístico aceptable, a mi entender, com o can cha de juego para cu a lq u ier posible ontología. Pero sobre esto ya rein cid irá probablem ente la ponencia propiam ente dicha. Antes he de a ñ a d ir que el ya dicho m otivo de mi reluctancia se prolonga en el tem or concom itante de que, p o r la p ropia índole de la p resu n ta cuestión a exam inar, este honorable sínodo venga a reproducir, aun en áulicas form as de b u ro cratizad a y ritualizada politesse, la m iserable onfaloscopia en que cada día m ás se van encenagando las relaciones públicas sociales de los hom bres en general y de los españo les en p articu la r; relaciones en que las relaciones m ism as (a la vez siem pre iguales p o r siem pre reno vadas y siem pre cam biantes por siem pre renovables) se erigen p rácticam en te en único asu n to a tra ta r y con qué traficar, único asunto que cotidianam ente vuelve a d a r motivo a su reproducción, al p a r que los propios sujetos —en p e rp e tu a ansiedad de cono cer, evaluar, m ejorar, celar, conservar o co n firm ar cada día que am anece sus «posicionam ientos» rela tivos y de seg u ir y vigilar la fluctuación de cada p e r sonal valor en bolsa— se convierten en objeto exclusivo de tales relaciones, todo ello a sem ejanza 247
de un activo tráfico m arítim o que p o r única y exclu siva m ercancía m otivadora del m ás ferviente, acucio so y continuado intercam bio com ercial, no tuviese m ás que m ad eras p ara cuadernas, tablazón y a rb o laduras, h ierro p a ra clavazón y guarniciones, cáñ a mo y brea p ara calafates, m arom as, velas... y, en fin, todos y a la vez sólo aquellos m ateriales que exigie se la construcción, m anutención y reparación de esas m ism as flotas únicam ente consagradas a la p e rp e tuación del propio tráfico m otivante y motivado. De ahí que el sa b er chism es —y, consiguientem ente, dis poner de fuentes— es hoy el elem ento decisivo p a ra verse solicitado en sociedad, ya que tal m ercancía g regaria o personal en torn o a los sujetos y sus rela ciones es el único objeto intercam biable y com ercializable en sem ejante tráfico social c ircu lato rio y autorrealim entado. Un círculo centrípeto, con la fuerza o rie n tad a en el sentido ju sta m e n te inverso a la fuerza de fuga p o r tangente, donde el onfaloscopio individual de cada Yo se reproduce, reenfoca y reorganiza hacia el com ún om bligo de los Yos p lu rales, de los grupos, de los grupos de grupos, h asta llegar a las p resu n ta s identidades étnicas, com o om bligos m ayores que convocan en torn o suyo, en m ucho m ás poderosos rem olinos de succión, la ro tación c e n tríp e ta de nuevos y m ás vastos circuitos onfaloscópicos. El hecho, pues, de que aquí se rein cida una vez m ás en la ya insoportablem ente em pa chosa y asfixiante situación onfaloscópica de que los propios españoles se pregunten qué es E spaña me hace tem er la estéril reproducción de la ete rn am e n te repetible sesión de narcisism o con m asturbación, que, en la m ism a m edida en que com place el deseo cada vez m ás incontinente, hace a c en d rarse el vicio. De modo, pues, que he de decir lealm ente que si he venido es con toda la m ala intención del m undo para intentar m eter cristales rotos entre m ano y verga, con el arduo designio terapéutico de que, sacándole to 248
dos m ás d olor que gusto a la sesión, acabe de rom perse de una vez este jug u ete indigno y vergonzoso. Por eso, sólo ten d ría p o r éxito del venerable sínodo presente una tan com pleta d estrucción de los feti ches de la Identidad y la Conciencia H istórica com o p ara que sesión com o ésta no vuelva a repetirse. Pero este m ism o intento lo veo desesperado, ya que precisam ente po r ten er ese supersticioso culto —el de la Identidad y la Conciencia H istó rica— un espe cífico com ponente m asoquista, tan to m ás im proba ble será el éxito de una terap ia dolorosa. El no conocer yo o tra que m e parezca leal y el negarm e a c am b iarla po r o tra m ás a stu ta pero desleal ha cons tituido, así pues, otro m otivo de mi reluctancia: ve n ir a tu m b a abierta, con la lanceta de sa n g ra r desenvainada y el cau terio al rojo, puede llegar a ser no sólo ineficaz sino h asta contraproducente. En este sentido, el últim o conato de echarm e para a trá s me ha acom etido incluso después de h ab er aceptado en principio la idea de venir, y ha sido, expresam ente, a causa del descorazonam iento y el hastío provocados por las deprim entes respuestas ca talan as —en artícu lo o c a rta al d irecto r— pu b lica das en El País en réplica al incluso dem asiado respetuoso artículo de Juan Luis Cebrián. Así, la m ás a rrib a tem ida contraproducción o contraproducencia de una actitu d crítica, franca y a b ie rta —no a s tu ta y desleal— frente al nacionalism o catalán, se p reanuncia en la c a rta de Albert de la Hoz B ofarull (El País, 30 de enero de 1984), donde se lee: «... los que se aproxim aban al problem a Catalán estaban conde nados a la parcialidad que co m p o rta no h acer m en ción alguna del nacionalism o español. / El problem a es que el nacionalism o español no siente siquiera la necesidad de m anifestarse com o tal en tanto que está plenam ente asum ido. Tiene razón J. J. Solozábal E chevarría en “ Por un nuevo concepto de n a cionalism o” (núm ero seis de Leviatán): "R eparam os 249
en la irracio n alid ad del discurso nacio n alista de nu estro oponente sin darn o s cu en ta de la base n a cionalista de n u estro reproche”. Y eso estab a tanto en M arías com o está en Cebrián. Por ejemplo, el ex celente editorial sobre la desafortunada decisión del Patrim onio N acional de no a u to riz a r la rep resen ta ción de la ópera Don Cario en el E scorial e n cerrab a el defecto de "o lv id ar” la precisión de que dicha de cisión era nacionalism o quím icam ente puro». En es tas frases se m u estra el m odo en que una c rítica franca y a b ie rta puede no sólo ser ineficaz sino h a s ta contraproducente; com oquiera que toda identidad vive y se n u tre del antagonism o, quien quiere autoafirm arse com o ca ta lá n se re sistirá com o gato panza a rrib a a a c e p ta r la posibilidad de que no seas nacio nalista castellano ni español, porque si no lo eres les rom pes el juguete. Necesitan absolutam ente que seas castellano o español, porque es condición in dispen sable para poder ellos ser y sentirse catalanes. Es inú til que vengas aquí dispuesto a qu em arles en efigie a todos tu s an tep asad o s castellanos y leoneses h as ta Fernán González y hasta Don Pelayo; dirán que no es m ás que carnaza dem agógica que les echas para im presionarlos o engañarlos, ya sea con la insidia consciente de un caballo de Troya (« Timeo Dañaos et dona ferentes»), ya sea con una voluntad conscien tem ente leal y bien intencionada, pero tra s la cual aun a ti m ism o te escondes inconscientem ente los oscuros im pulsos de im perialism o castellano-español que en el fondo conservas. La situación es, en lo desesperante, bastante parecida a la de los pacifistas frente a los occidentalistas: ya pueden d esgañitarse los prim eros abom inando del m odo m ás explícito de los m oscovitas y de su cohetería, que los occiden talistas —que necesitan la excluyente y escatológica b ip o larid ad del m undo, que ju stifica y p erp etú a su papel— reacom odarán siem pre la in terp retació n según su conveniencia diciendo que los pacifistas, 250
aunque abom inen de M oscú, en el fondo lo hacen —sea con insidia, sea con buena pero ingenua inten ción— p a ra p o d e r e c h ar pestes de Reagan y m in a r la defensa de Occidente. Lo que vive y alien ta en el antagonism o y po r el antagonism o necesita neg ar y reducir la sim ple posibilidad de c u alq u ier cosa que, sustrayéndose a él, lo ponga en entredicho: «El que no está conm igo está contra mí». Así mi d esesperan za y desesperación, el tem or o la convicción de que no sólo no iba a h a c er m ella alguna en su creencia y en su au to afirm ació n sino que iba a venir a sa tis facerla, alim entarla y encallecería se expresaban así: «Como, a través de sus gafas azulgrana, te van a ver, quieras o no, porque así lo necesitan y h asta ansian, con la cam iseta blanca del Real M adrid, no vas a ir m ás que a d arles el gustazo de ju g arles el p a rtid o que están deseando, p ara p o d er una vez m ás s e n tir se y rea firm a rse catalanes», según aquel refrán tan castellano com o falso y c o rru p to r de «Ladran, lue go cabalgam os». O tra de las réplicas a las que m ás a rrib a me refie ro es el a rtíc u lo de Josep M aria Puigjaner, titu lad o «Cataluña vista desde dentro», del que entresaco las frases siguientes: «El que m ira y observa la realidad com pleja de un se r vivo —un país es eso, un se r vivo— no puede olv id ar que lo decisivo es la p ers pectiva vista desde el interior. La clave de in terp re tación de un país está en la e n tra ñ a de su ser, en el alm a, ese sitio ilocalizable, pero om nipresente en la acción y en la pasión, en donde se albergan todos los elem entos de su esencia, en donde se d isp aran todos los resortes de su existencia». Por lo pronto —y un poco al m argen de la cuestió n — conviene adver tir que la m etáfora de considerar a un país como «un ser vivo» es de las m ás peligrosas y en ocasiones p er versas de este m undo. Así, p o r ejem plo el eufem is mo ab so lu tam en te hip ó crita de «países en vías de desarrollo» (hipócrita porque finge ignorar la eviden 251
cia del c a rá c te r cada vez m ás redundante de la ri queza cap italista, en el sentido de cada vez m ás incapacitada p ara reinvertir en otros m ercados que los ya capaces de a seg u rarle una d eterm in ad a velo cidad de reciclaje) se funda en el supuesto demostradam ente falso y conscientem ente falaz de que la riqueza creciente de los ya ricos y sobrealim entados a c ab a rá extendiendo el beneficio de la ab u n d an cia a los pobres y ham brientos, pero con el agravante de que esta indigna co artad a del capitalism o com porta adem ás la m etafórica e ideológica falacia de orien tar la representación que los sobrealim entados se han de h acer de los h am brientos precisam ente en té rm i nos de «países» (¿qué será un país ham briento?) y no ya de individuos, de tal su e rte que los h a m b rien tos de m añana resu ltan concebidos —p o r sem ejan te juego de p restidigitación— com o si fuesen los m ism os que hoy ag u ard an a la p u e rta y que al fin serán hartos, y no los sucesores de todos los que en tretan to se h a b rá n m uerto. Pero volviendo m ás es trecham ente a nuestro asunto, hay que advertir cómo las c itad as frases de Puigjaner vendrían irrem ed ia blem ente a s u s tra e r al nacionalism o, al m enos en últim a instancia, a c u alq u ier clase de crítica o refle xión racional. Por m ucho que, a renglón seguido, añ a da: «A uno le g u sta ría que alguien de fuera hiciera el arduo, pero no im posible, tra b a jo de m ira r a Ca talu ñ a no desde fuera, sino desde ella m ism a», ya él m ism o ha p u esto en las frases an terio res —al c ifrar la esencia en la acción y en la pasión— los fu n d a m entos de una últim a y definitiva im posibilidad. Por lo demás, se olvida de la posibilidad de com prensión por analogía: pues si C ebrián —es u n a m era hipóte sis de tra b a jo — fuese y se sintiese «algo» al m odo en que P uigjaner es y se siente catalán, decirle que no puede co m p ren d er lo que es se r y sen tirse catalán, sería d e s c a rta r el m odo m ás com ún, y so b rad am en te satisfacto rio y suficiente, de com prenderse los 252
hom bres los unos a los otros en sus respectivas que rencias subjetivas; si un día un padre le dijese a otro: «No puedes absolutam ente co m p ren d er lo que es el am or que les tengo yo a m is hijos», el otro padre se ech aría a re ír y le contestaría: «¡Pero no me seas ne cio! ¡Claro que lo com prendo, de una m anera tan com pleta y tan perfecta com o si estuviese en tu m ism ísim o pellejo, po r el a m o r que les tengo yo a los míos! ». Lo único que ocurre es que en la hipótesis de estos dos padres estam os ante el supuesto de una analogía de pasiones, lo que seguram ente no se da en el caso de Cebrián y Puigjaner, donde sólo el segundo padece el mal de am ores de que aquí es cuestión. Ser y sentirse catalán es una decisión abstracta pa sionalm ente asum ida, com o ser del Atlético de Ma d rid o del Real M adrid. (Y no es que tenga nada yo contra las abstracciones; hacen un papel dignísim o en el órgano del conocim iento, pero no deberían b a j a r al corazón.) C onstituidos en pasión, el ser de Ca taluña, la esencia catalana, se sustraen a toda posible im pugnación presentando po r ca rta credencial la in contestable facticidad de toda pasión en cuanto tal. No habiendo piedra m ás ciega y m ás concreta que la de la pasión, la presentan po r p ru eb a irrefu tab le de la concreción y de la realidad ontològica de una esencia catalana. Es com o los que dicen: «Fíjese si será mi C ausa au téntica y concreta, verdadera y ju s ta, que estoy dispuesto hasta a m orir por ella», o bien «No me diga que el Bar?a no es más, m uchísim o más, que un equipo, cuando h asta los hay que m ueren en las g radas po r un ataq u e al corazón an te una d erro ta catastró fica o ante u n a victoria estrepitosa». Pero lo único que d em u estran estos hechos es la capaci dad del hom bre para vincular y com prom eter pasio nalm ente su Yo con cualquier cosa por ab stracta que sea, con c u a lq u ier fetiche m ental, y especialm ente si es de índole agonística. La realidad de la pasión no dem uestra absolutam ente nada sobre la realidad 253
de su presunto contenido. Si según los versos de Juan de M airena «... no p ru eb a nada / co n tra el a m o r que la am ada / no haya existido jam ás», nada prueba tam poco a favor de la am ada, de su sim ple existencia o de la índole de su realidad, la efectiva existencia del amor. Pero ¡dígaselo usted a quien se en cu en tra poseído p o r la pasión! P red icar una nueva Fe entre p rac ti cantes de un viejo culto anim ista, tibio y d esg asta do puede ser un propósito con esperanza de éxito, pero p ro p o n er el escepticism o y el agnosticism o en tre gentes en tu siasm ad as y enfervorizadas con sus propios dioses patrios, no sólo parece tarea desespe rada, sino tal vez tam bién el m ejor m odo de a tiz ar el fuego, ya q u e p ara la llam a de la creencia no hay m ejor leña que el hostigam iento, porque perm ite in flam arse a los creyentes en eso que suele llam arse santa indignación. El que alguien tenga derecho a s e r y sentirse c a ta lán y a co n sag rarse en cu erp o y alm a a la pasión de serlo, al igual que el barcelonista tiene derecho a ser del B ar^a y a llevarse un disgusto de m uerte o a rre batarse en delirios de alegría según que pierda o gane, es un derecho que nadie debe discutirle; lo que, en cambio, no p arece que deba p rete n d er que sea a su vez y p a ra siem pre igualm ente indiscutible es el contenido, la racionalidad, la justificación, la fundam entación, la u tilidad y, en fin, la respetabilidad de pasiones sem ejantes. No obstante, todas las religio nes y creencias tienden a reclam ar p a ra sí m ism as el derecho a q ue se las respete, y esto no tan to ni ne cesariam ente por prepotencia ab so lu tista —pues no siem pre disponen a su lado de poderes terrenales con los que hacerse respetar, com o en el caso de todos conocido—, sino p o r la razón, tan peculiar, de que el creyente se identifica y confunde con su creencia h asta tal punto que to m ará po r violación de un de recho personal y se n tirá com o ofensa a su persona 254
m ism a c u alq u ier posible falta de respeto a su creen cia. Y lo realm ente d ram ático del caso es que a la postre al que se siente ofendido de este m odo no le falta su punto de razón, pues e stá ya en la propia ín dole de toda creencia en cuanto tal —índole que con siste justam ente en que no quepa hab lar de «creencia en sí» sino tan sólo de «creencia en uno, dentro de uno»— el que la falta de respeto a u n a creencia sea tam bién, de algún modo, inevitablem ente, falta de respeto, y p o r lo tanto ofensa, a sus creyentes. ¡Gra vísim o y o b stru c to r inconveniente, p o r cuanto toda crítica de creencias, po r bondadosos, am ables y bien intencionados que puedan ser su gesto y su disposi ción hacia los hom bres, ten d erá siem pre, de m odo inevitable, a la arro g a n te y an tip á tic a actitu d de la asebeia o sea de la irreverencia, la im piedad y la fal ta de respeto, de su erte que el ten e r que so p o rta rla es too b ittera p ill com o p a ra e sp e ra r que los creyen tes la acepten sin rechazo! O tra de las referidas réplicas a C ebrián que vinie ron a renovar mi desaliento y a reforzar mi convicción de la total in u tilid ad y aun la probable contraproducencia de este honorable sínodo, fue el artícu lo de Lluís Sala Molins, titu la d o «C ataluña, frente al pro blem a español» (El País, 28 de enero de 1984), del que entresaco las siguientes líneas: «... nos au g u ra ba el filósofo [se refiere a Aranguren] m ucho de n a ción y nada de Estado. / N ada m ás ni nada m enos nos dice C ebrián cuando coteja dos nacionalism os ca talanes. Uno, el de aquellos tiem pos en que, con Franco en M adrid, era "m ás un sentim iento que un partido, m ás una actitud que un program a’’ [...]. Otro, el actual, pesado, inútil, agresivo, electoralista, sin otra actitud que la "p ecu liar de todo poder que tien de a sacralizarse a sí m ism o y descalificar al otro". O sea —sigue S ala M olins—, si nos entendem os bien: buenos ingredientes son el buen sentim iento y la ac titu d buena que no desem bocan en program a pro255
pió, y m ala cosa son ellos cu ando la gente se m ete a se n tir y a a c tu a r con ganas de p ro g ra m ar el sen ti do de su actitu d o la acción de su sentido. ¿No dijo alguien que un buen indio es un indio m uerto?». El p árrafo da en el clavo, salvo que del revés, o sea con la plana cabeza del clavo sobre la m ad era y d e sca r gando co n tra la p u n ta p u e sta boca a rrib a el certero martillazo. Justam ente lo único que, en todo caso, po d ría h a b e r de hum ano y respetable tra s el naciona lism o o, p o r m ejor decir, d e trá s del p atrio tism o (ya que estas m ism as dos nociones connotan hoy por hoy su m u tu a negación), o sea el sentim iento que llam a ré «querencia del lugar» o «am or de aldea» es lo que, lejos de cum plirse y de triu n fa r —com o cree Sala M olins— en la program ación y la institucionalización, queda, p o r el contrario, irrem ediablem ente per vertido o destruido. Tal vez no sea sino el inverterado y em pedernido prin cip io b u ro crático de «Quod non est in acíis non est in m u n d o » lo que su sten ta la en gañosa confianza de que el sentim iento solam ente se logra y se corona cuando se ratifica, consagra y perpetúa al objetivarse en docum ento; la m ism a idea que hace c re e r a m uchos que el triu n fo y el sentido del am or sólo se cum ple y llega a plenitud cuando es intercam biado po r el certificad o de m atrim onio; y, es bien sabido cóm o precisam ente este papel es, a m enudo, el m o rtal enem igo del am or. Así hoy lo úni co hum anam ente defendible que aún podría q u e d a r tra s la noción de «patria» e stá representado po r esa superviviente clase de ám bitos geográficos que ca recen de toda docum entación; me refiero a las que se llam an «com arcas naturales», que p o r no ser per sonas —p o r no e s ta r oficialm ente co n stitu id as en p ersonas ju ríd ic a s — conservan, en los topónim os que las denotan, el artículo: «La Lora», «La Bureba», «La A rm uña», «El Ampurdán»... Sólo ellas represen tan todavía «la patria» com o un puro regazo m ater nal hacia el que tiende la q u erencia y hacia la que 256
se vuelve un sentim iento absolutam ente ajeno a toda suerte de au to afirm ació n y antagonism o. De cóm o el docum ento o el sacram ento, al sustilu ir —ya sea superponiéndose o incluso a n ticip án dose— al sentim iento que, al m enos presuntam ente, ratifican y suponen, pueden ten e r la aviesa conse cuencia de corroerlo, vaciarlo, im pedirlo y hasta des truirlo, baste el ejem plo del sacram entado principio de unidad de la nación, explícitam ente alzado y es tatuido com o prim er axiom a fundacional de todo Es tado. La unidad erigida com o tab ú abstractivo po r encim a de las cabezas de los hom bres y de sus con creciones tam poco debería, po r lo dem ás, s e r causa de m ayor incordio en lo que pueda ten er un huero form ulism o burocrático, sino que lo peor de ella es que en carn án d o se y aguzándose, del modo m ás ac tivo, en pugnaz actitu d conm inatoria puede llegar a encizañar y envenenar la propia posibilidad del sen tim iento que dice ten er po r contenido y de cuya conservación y dignificación p resuntam ente se en com ienda: la am istad. A sem ejante tab ú com o c á s cara hueca o zapato ortopédico para un pie o que no lo precisa o no lo quiere, las responsabilidades pú blicas de los individuos pueden, y acaso a veces de ban. concederle, pacientem ente, acatam iento y obediencia, pero ja m á s respeto, porque ningún tabú abstractivo com o esc puede ser digno de respeto a l guno. Así, hace ya algunos años, decía yo en un a r tículo: «La unidad concretam ente referida a los hom bres, es decir, la que une a los hom bres com o hombres, ha de ser caracterizada por la condición de éstos; cuando le falta esa caracterización, perm anece ab stracta con respecto a ellos, y es una referencia pu ram ente m ecánica; cuando tiene esa caracterización se llam a "a m ista d ” (no hay otra clase de "u n ió n ” verdaderam ente hum ana). Unidad sin am istad es algo ex terio r y m ecánico respecto de los hom bres com o tales, lo que quiere d ecir que no los une com o 257
h o m b res, sin o com o cosas; n o es m á s q u e u n a a r b i tra rie d a d re ific a d o ra , u n a a b s tra c c ió n fo rz a d a y d e p rim en te. El e x a c e rb a m ie n to de tal id ea a b stra c tiv a , pro v o cad o p o r su rem oción, p u ed e in c o a r tal g ra d o d e d e s q u ic ia m ie n to q u e lleve a a lg u n o s d e fe n so re s a u ltra n z a d e la u n id a d de E sp a ñ a a a d o p ta r, de m o d o tan in se n sa to c o m o p intoresco, el m ism o lem a q u e los d e fe n so re s a u ltra n z a del m a trim o n io : “An tes m a ta rs e q u e s e p a ra rs e ”. F ren te al d e lirio a u ten tic is ta de las id e n tid a d e s v e rn á c u la s, fre n te a la v iru le n ta re g re sió n m ític a d e las a u to a firm a c io n e s étnicas, no s e ría ex trañ o ver su sc ita rse un m u erasan sonism o, no m en o s ciego y loco q u e se m o stra se p ro clive al sin se n tid o d e s a c rific a r in c lu so E s p a ñ a m ism a a su p ro p ia u n id ad » (El País, 11 de m arzo de 1980). O tra d e las ré p lic a s c a ta la n a s al a r tíc u lo d e J u a n Luis C eb rián es la c a rta al d ire c to r de don Ja im e Llopis (El País, 30 d e e n e ro d e 1984). A d ife re n c ia d e las o tra s, es e s ta u n a ré p lic a to ta lm e n te c o n c ilia d o ra y bien in ten cio n ad a , p ero es ju s ta m e n te en el p u n to de lo b o n d a d o so d o n d e m e p are c e q u e d e b e s e r c r itic a da, no p o rq u e n u n c a la b o n d a d en sí m ism a p u e d a m e re c e r c ritic a , sin o p o rq u e en su fa lta de m a lic ia d eja in ta c ta la real m alic ia d e la situ a c ió n . El texto em p ieza p o r d e fin ir u n a n ac ió n com o «un co n ju n to de in dividuos u nidos p o r u n a serie de vínculos c u ltu rales (históricos, lingüísticos, etcétera) q u e les im p u l sa a e rig irs e c o m o u n id ad » y m ás a d e la n te a firm a : « P o d ríam o s d e c ir q u e d e sd e la in d iv id u a lid a d de c a d a c iu d a d a n o h a sta la to ta lid a d de la h u m a n id a d , el h o m b re se e s tr u c tu r a en u n id a d e s d e d is tin to n i vel, las c u a le s se van s u p e rp o n ie n d o u n a s a o tras» . V erd ad eram en te hay q u e s e r b u e n a p e rso n a p a ra re p re s e n ta rs e un p a n o ra m a así, p ero d e s g ra c ia d a m e n te es un id eal id ílico q u e tien e en c o n tra suya todo el p eso del te stim o n io h istó rico , d o n d e lo q u e a p a re ce, ju s ta m e n te , es, p o r el c o n tra rio , q u e todo p u eb lo 258
con «co n cien cia h istó rica» d e tal, to d a id e n tid a d p a trió tic a se h a c o n stitu id o en el an tag o n ism o , p o r el a n ta g o n ism o y con el an tag o n ism o . Si, co m o d ijo H eráclito, la g u e rra es el p a d re de to d a s las co sa s, de n in g u n a lo es tanto, en tal g ra d o y ta n ex c lu siv a m e n te com o de los p u eb lo s. P ero ya en la ponencia p ro p iam en te d ich a se tra ta rá de cóm o la noción m ism a de id e n tid a d lleva e se n c ia lm e n te im p líc ita la re la ció n de a n tag o n ism o . E n c u a n to al p ro p io a r tíc u lo de C eb rián , d iré que, p o r m i p arte , no m e h a de p re o c u p a r ta n to la c u e s tión de los s e n tim ie n to s c a ta la n is ta s en la m ed id a en q u e p u e d a n s e r hoy o m a ñ a n a o b je to de u so o m a n ip u la c ió n p o lítica. P uesto q u e n u n c a se u sa n o m a n ip u lan sen tim ie n to s inex isten tes o im posibles, d irig iré preferen tem en te mi atención al fenóm eno ge n eral d e la e x iste n c ia y d e la p o s ib ilid a d d e la u n i v ersal n ec e sid a d d e a u to a firm a c ió n q u e a c o m e te a las co lec tiv id ad e s, a n te s q u e al hecho, m á s a n e c d ó tico y c irc u n sta n c ia l, d e su p o sib le e x p lo tac ió n p o lí tica. Lo q u e m á s p o d e ro sa m e n te ex cita m i aten ció n e irrita c ió n c rític a es el h ech o de q u e e x ista e n tre los h o m b re s u n a n ec esid ad tan e m in e n te m e n te a b s tra c ta y h u e ra co m o el p r u r ito d e a m o r p ro p io q u e les m ueve a sen tirse co m p lacid o s p o r u n a m an ifestación ta n p u ra m e n te v erb al co m o la d e g r ita r a co ro p o r las calles: «¡S om os u n a nación!». E sta d e c la ra c ió n p erso n al es, co m o se ría in ú til n e gar, u n a ac u sació n e n c a d e n a d a d e p reju icio s a trib u i dos, p ero c o m p o rta a su vez, y p o r m i p arte , u n a m a n ife sta ció n de p re ju ic io s a c a so a ú n m ás in ju sto s. E s v erd ad , vengo con un m o rra l c o m p le ta m e n te lle no de p re ju ic io s, lo confieso; p e ro si son in ju sto s no d u d o de q u e los re v eren d o s p a d re s sin o d a le s in ju s ta m e n te p re ju z g a d o s s a b rá n q u itá rm e lo s de la c a beza.
II. Tres definiciones de la p a tria La definición de O rtega y Gasset: «Un proyecto su gestivo de vida en com ún» la en contré siem pre una solem ne to n tad a con la a ñ a d id u ra de la grim a que da la c u rsile ría del epíteto «sugestivo». Las defini ciones tienen que com prom eter en algún grado a quien las hace; y en consecuencia q u ienquiera que hable de un proyecto tiene que e s ta r en condiciones de presentar, de m odo fidedigno, un sujeto real que lo conciba y lo respalde, que en este caso se rá un su jeto histórico. Q uiero decir que hay que poder con te sta r con los docum entos en la m ano cuál fue ese proyecto, quién lo hizo, cu ándo se hizo, y p ara quién, de qué modo y por qué fue sugestivo. No vale respon d er a p o sterio ri inventándose, po r m ás o m enos fun dadas o in fundadas inferencias, cu a lq u ier falso sujeto, ni responder a esas preguntas con quienes hoy se las encu en tran respondidas ya desde antes de na cer, como se encuentran ya hechos y consum ados los proyectos, po r sugestivos que les antojen. A parte de lo cual, de añadidura, en cuestión de sujetos, sólo de modo m uy condicionado es legítim o an d ar jugan do con plurales y nom bres colectivos. Sujetos, lo que se dice sujetos, no existen en principio m ás que el individuo hum ano o anim al. ¿Fue —m e pregunto yo— algo tan acrítica e incondicionalm ente elogiado —aun por el propio Ortega— como el Im perio de Ale jandro «un proyecto sugestivo de vida en com ún» en tre m acedonios, griegos, persas, egipcios, sirios, saces, indios, bactrianos, sogdianos, etcétera, o fue una aventura g u e rre ra que a su antojo fue im provi sando sobre la m archa y conform e se terciaba aq u e lla m ala bestia? No vale, pues, una definición a la que pocas veces puede contestarse de m odo un poco m ás com prom etido y docum entado que el de una pura elucubración a posteriori de los historiógrafos. No obstante, a este respecto, el caso de E spaña se 260
presenta com o una de las pocas excepciones singu lares. Respecto a E spaña sí puede, en efecto, docu m entarse historiográficam ente, y casi con la m ás exigente certidum bre, cóm o realm ente existió, hacia m ediados del siglo XV, ese sujeto h istórico concre to, con un proyecto plenam ente consciente y delibe rado, cuán sugestivo era y cóm o fue llevado felizmen te a térm ino con el reinado de Fem ando y de Isabel.2 En cuanto a la definición de José Antonio Prim o de Rivera: «Una unidad de destino en lo universal», tan sólo se debe a la a p arien cia un tanto esotérica o sofisticada del lenguaje el que no haya sido com prendido todo lo que hay en ella de clarividente y de certero. A mi entender, esta definición, referida a la concepción m ás auténtica, m ás fu erte y m ás vigen te de la patria, es una flecha que da en la m ism a d ia na. B astará una som era y casi obvia operación de descifrado p ara m o strarlo con toda claridad. «Des tino» aparece enseguida com o la palabra clave: ¿Qué es el «destino»? El m om ento paradigm ático del des tino, aquel en que, desde el rey Acab hasta el m aestre del Conde de Niebla, pasando por los m ercenarios lacedem onios al servicio de Ciro el Joven y todos los generales de la Hélade y de Roma, han estado a p ren sivam ente atentos a cuanto pudiese in terp retarse com o signo de los cielos, atendiendo a estornudos, e scru tan d o los vuelos de las aves, consultando ad i vinos y exam inando visceras de anim ales sa crifica dos, ese m om ento ha sido po r excelencia el de la batalla. La batalla, es pues, antes y p o r encim a de cualquier otra cosa en este mundo, la ocasión del des tino, el trance de su m anifestación y determ inación. El cam po de b atalla es el lu g ar de encuentro del destino. La b atalla eleva y abate, colm a y despoja, asciende y degrada, otorga y deniega, hace, en una palabra, las p a rte s entre los contendientes. Por eso 2. Véase Apéndice n.° 1.
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la b atalla tiene tam bién el nom bre de «partida», y « ¡Pártalo Dios!» era la fórm ula ritual que se em plea ba cuando, no habiendo llegado a la avenencia, se de cidía com batir. Y «la p arte de uno» e ra aquello que el destino le había reservado y en cu an to ya m arca do con tal o cual signo preciso. Las p a rte s que el d es tino m anifiesta o asigna en la batalla no son m ás que dos: la de vencido y la de vencedor. Todos los com batientes —fu era cual fuere su avatar individual en la b a ta lla — a cuya insignia el destino se digne con ced er la p a rte de vencedor constituyen un m ism o y único sujeto: no otra es su unidad de destino. Pero es que, adem ás, esta unidad de destino constituye —a m enos que preten d a negarse el a p lastan te testim o nio de la h istoria— el resorte fundam ental de la crea ción, consagración y plasm ación de patrias. La patria es la u n id ad de sujeto en el rep a rto de las p a rte s de vencido y vencedor. En cuanto a «lo universal», que se le añade en la definición de José Antonio tam p o co e n cierra ningún m ayor arcano que el de referirse al ex te rio r com ún que engloba a todos los «otros» —y en cuanto tales siem pre virtuales enem igos— res pecto de los cuales, vencida o vencedora, cada p a tria vendrá a se r tal unidad de destino co m partida, en el m ás im placable pro-indiviso, po r cada com unidad unificada b ajo u n a m ism a enseña. El hecho de que la g uerra sea el m om ento de m áxim a plenitud para los pueblos y la victoria el éxtasis de su autoafirm ación dem u estra hasta qué punto la violencia creado ra es el c rite rio últim o y secreto al que a la postre ten d rá que rem itirse toda noción de «identidad» en sentido histórico, que así, p o r ende, se m u estra indi solublem ente vinculada con el antagonism o. Bien que lo sabían ya, inequívocamente, los Helenos, cuan do por toda ca rta credencial, por todo docum ento na cional de identidad, se lim itab an a decir: «N osotros som os los de M aratón y Salam ina, Platea y Micala» (y probablem ente con un orgullo tan insufrible como 262
el de quien dice «¡casi nadie al aparato!»). Y en ge neral, me parece que el testim onio de la histo ria no puede ser m ás apabullante para d a r fe de que la idenlidad de toda p a tria e stá fundam entalm ente consti tuida po r el nom bre de sus victorias.3 La p a tria de losé Antonio era, pues, rigurosam ente m ilitar, m ili tarista incluso. Claro e stá que la especificación de la definición ¡oseantoniana que añade «en lo universal» no debe ser referida solam ente a la dim ensión sincrónica del conjunto internacional de los países contra los c u a les cada p a tria es, activa o virtualm ente, una unidad de d estino m ilita r en un m om ento dado, sino tam bién, tal vez de m anera aun m ás enfática, a la dim en sión diacrònica del alto y p erd u rab le destino histórico reservado a los pueblos verdaderam ente grandes en los fastos de la H istoria Universal e in m arcesiblem ente registrado en sus anales. Así es como la nada vaga e irresponsable, sino aguda y pre cisa definición josean to n ian a de la p atria, en su no ción m ás real, m ás operante, m ás efectiva y m ás auténtica, viene a ponernos, en últim a instancia, toda posible concepción de «identidad» en conexión ne cesaria e inevitable con una relación de antagonis mo. Precisam ente el pueblo que m ás acendrada y rigurosam ente ha sabido e x a ce rb ar y conservar, a despecho de toda dispersión y contingencia a lo an cho de la tie rra y a lo largo de los siglos, la «concien cia histórica» de su propia identidad ha construido, delim itado, fijado y conservado esa m ism a identidad sobre la contraim agen p erm anentem ente invocada v repintada de un enem igo eterno. Así, al h a b la r del Libro de los Salm os —por él considerado com o la obra de uso m ás difundido y cotidiano du ran te dos m ilenios de cu ltu ra occidental— el profesor M orton 3. Véase «Notas sobre el terrorismo», nota n? 8, en el volumen I. pág. 214.
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Sm ith, no sin un punto de irónica m alicia, nos dice lo siguiente: «Más de las tres c u a rta s p artes de los Salm os invocan a Yahvé en cuanto protector y defen sor de su pueblo elegido con respecto a enem igos cuya precisa identidad suele q u e d a r inespecificada. La identificación h istórica —si es verdad que la hay— de tales enem igos sigue siendo un enigma. Las consecuencias que de sem ejante obsesión po r "el enem igo” y p o r la liberación respecto de él puedan haberse derivado para la cu ltu ra occidental exceden el contenido de esta obra». En efecto, ya el propio Moisés conoció perfectam ente el insustituible papel de la g u erra com o violencia creadora de pueblos, com o contenido constituyente de su identidad en cuanto Yo colectivo, en cu an to «nación». ¡Por algo los a rra s tró de un lado para otro d u ran te c u a re n ta años por un desierto no m ucho m ayor que la provin cia de C iudad Real! Sólo la g u e rra puede d eterm i n a r y d efin ir de m odo taxativo quiénes som os Yo y quiénes son «lo otro» (para Israel, m ás que «los otros» definidos —com o p ara los atenienses pudie ran se r los e sp a rta n o s—, el m agm a indeterm inado e im personal de los «no-Yos», com o pudiera ser el de los «bárbaros» para helenos o romanos); sólo el cru en to antagonism o de las a rm a s es capaz de p a r tir con un tajo inconciliable las m eras otreidades cualitativam ente indefinidas; sólo la g u erra m arca el trance c ru cial y decisivo en que una colectividad se aglom era en sí m ism a y se recorta respecto de las otras, cu ajan d o en un com ún y único Yo, cuya uni dad no puede, po r ese m ism o origen, definirse m ás que po r referencia a tal destino bélico. M odernam ente, sólo algunos autores, como Fanón, han vuelto a a d iv in ar en la violencia p or sí m ism a esa función creadora, redescubriendo, al m enos en la práctica, la violencia creadora de pueblos y de pa trias (lo que tácitam ente implica, de rechazo —y aun que Fanón lo ignore o se lo calle— que el origen de 264
toda identidad está en la propia relación de antago nism o a la que tal sedicente «identidad» pretende p reexistir y d a r motivo). Fanón contravenía la bienpensante lim itación m oral de la violencia, que la autoriza únicam ente «cuando se hayan agotado to das las vías pacíficas, todos los otros m edios posi bles para el m ism o fin» según se expresa el beaterio racionalista —o m ás bien, racionalizador— de la guerra com o medio.'* Fanón propugnaba —a efectos de construir una nación, como, por ejemplo, la argeli n a — la acción de la fuerza cru en ta, o sea, la violen cia, com o siem pre preferible a cu alesq u iera otros posibles m edios y com o algo que debería elegirse en lodo caso aun cuando esos otros m edios fuesen ac cesibles con las m ás seguras esperanzas de éxito. Fa nón veía o entreveía, así pues, en la violencia un factor que la hacía irrem plazable p o r otro m edio alguno, factor que, por esta m ism a circunstancia, ve nia a revelarse, m ás q u e un m edio o instrum ento, verdadero ingrediente o com ponente de su propio lin. Q uiero decir que la adm isión de tal capacidad exclusiva significa, sin más, de m odo necesario, el reconocim iento de que la fuerza c ru e n ta no se ago la sin residuo —tal com o su p o n d ría la concepción racionalista y según corresponde a la noción de medio propiam ente dicho— en la producción del efec to deseado, sino que ella m ism a se conserva y se aporta com o un valor de contenido que se incorpo ra al fin. La g u e rra es la única cosa que hace patrias, que constituye unidades de destino; es la acción m is ma de tejerlas, y la p atria, la unidad de destino, la identidad, no es sino lo tejido. Fanón sabía que no hay otro form ador de identidades que el ejercicio del antagonism o. Pero, naturalm ente, Fanón se g uardó bien de d a r 4. Véase «Notas sobre el terrorismo», nota n? 6, párrafo final, en el Volumen I, pág. 209.
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el paso decisivo de h a c er el juicio de valor que en pocos puntos podría se r hoy tan n ecesario com o en este, porque ello le h a b ría significado la c rític a y re visión de todo el irred en tism o y nacionalism o revo lucionario en cuyas luchas se había com prom etido. Rehusó la ú ltim a clarividencia de e n c a ra r todo el c a rá c te r m ítico, oscu ran tista, sangriento, o p reso r e inhum ano de la identidad, el siniestro fetiche hoy re naciente y p o rta d o r de la m ayor am enaza de regre sión. Fanón adivinó el vínculo esencial y necesario entre la identidad y el siem pre en ú ltim a instancia cruento antagonism o, pero prefirió u optó po r h acer m ejor aprecio de la violencia en nom bre de la para él no opinable identidad, antes que proceder inver sam ente, poniendo, po r el contrario, en entredicho, la propia identidad, en vista de un alegato tan om i noso y tu rb a d o r com o el que el hecho de su relación de necesidad con la violencia alzaba co n tra ella. Queda, p o r últim o, la definición de Franco; el su jeto definido no es ya, com o en las otras, la p a tria en general, sino el especim en p a rtic u la r «España», y dice com o sigue: «Es el h o g ar com ún de todos los españoles». C ierto que, en un p rim e r m om ento, po d ría parecem os, frente a las o tra s dos, una defini ción tal vez un tan to insulsa y escolar. Pero no hay que dejarse llevar de esta im presión —p o r lo demás, ju sto es reconocerlo, no del todo in fu n d ad a—•, y cen tra r la atención aquí tam bién en la p a la b ra clave; si é sta era «proyecto» en la de O rtega, «destino» en la de José Antonio, aquí resulta ser, en sorprendente di vergencia con el com ún sesgo sem ántico de las dos anteriores, nada m enos que «hogar». ¡Por los santos del cielo, que, si bien se considera, no es pequeña cosa lo que viene a quitársenos de encima! Si la «uni dad de destino en lo universal» nos q u ería catapul ta r directam ente, po r el Im perio hacia Dios, a las m ontañas nevadas, eso ya de m omento, y si era ne cesario h asta todo lo alto de los m ism ísim os luce 266
ros, y si, a su vez, el «proyecto sugestivo de vida en com ún» parecía em peñado en ponernos inm ediata m ente en ó rb ita «en un proyecto in cita d o r de volun tades, un m añana im aginario capaz de discip lin ar el hoy y orientarlo, a la m anera en que el blanco atrae la flecha y tiende el arco [...] p ara lan zar la energía española a los cu a tro vientos, p a ra in u n d a r el pla neta, p ara c re a r un Im perio aún m ás am plio [...] y para ensayar o tra s m uchas faenas de gran velamen» y no ya «para vivir juntos, p ara sen tarse en torno al fuego central, a la vera unos de otros, com o viejas sibilantes en invierno» (España invertebrada, cap. 4, «Tanto monta»), he aquí que, po r el contrario, la de finición de Franco nos viene a devolver precisam ente aquel hogar del que sem ejante p a r de m an g arran es quería oxearnos y desalojarnos, con el fin de em pun tarn o s hacia un nuevo u ltra m a r de em presas im pe riales, y nos reenciende aquella lum bre h o spitalaria en torno de la cual hace ya siglos estam os esp eran do poder sen tarn o s de una vez en paz los unos a la vera de los otros, ju stam en te cual viejas sibilantes en invierno, p ara c h ism o rre ar a n u estro gusto de lo hum ano y lo divino h a sta ro d ar po r tie rra vencidos por ei vino o rendidos po r el sueño. Es, pues, la definición de Franco5 la única que, al m argen de que lo sea de E spaña o de o tra cu alq u ier patria, centra la noción de ésta sobre el solo elem ento m aternal, hospitalario, um bilical, de la pura «que rencia del lugar» o «am or de aldea», que es, a mi ju i cio —com o ya he dicho en la sección I de estos 5. Ojo: se habla tan sólo de la definición en sí misma, prescin diendo de que, en los hechos, fuese un sangriento sarcasm o en los labios de quien la profería. (Había considerado ociosa, por lo obvio, tal aclaración hasta que en la prensa de enero de 1992 leo que los anticom unistas de Georgia aun ponen a Franco por mo delo de quien supo reconciliar vencedores y vencidos. La verdad es que mientras Franco, victorioso, propalaba tal definición, es taba firmando decenas de miles de sentencias de muerte para los vencidos.)
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textos—, lo único que puedo h a lla r de hum ano y po r ende, de hum anam ente defendible, en tan alótropo concepto. Parece ser que, al igual que el sistem a c a r tográfico p o r el que actu alm en te se gobierna la navegación precisa de un punto cero —convencio nalm ente fijado po r el cru c e entre el E cuador y el m eridiano Greenw ich en un punto del golfo de G ui nea al oeste de Libreville y al s u r de Accra—, ta m bién los hom bres, «o los seres hum anos», com o gustan d ecir las organizaciones filantrópicas, y h a s ta los anim ales, suelen necesitar un punto cero p a r tic u la r y personal com o centro de referencias inm utable para a c e rta r a g obernarse sin zozobra en los avatares de la vida y para poder sentirse aun a despecho del m ás irreversible alejam iento, prote gidos co n tra la extrem a desolación de la últim a extrañeza y d esam p aro por la ilusión, siq u iera sea desesperadam ente im aginaria, del retorno. Tal vez por eso el que es quizá el m ás alto canto de la p a tria m aterna, del a m o r de aldea, el celeb érrim o soneto de Du Bellay, es ju stam en te un poem a del retorno.6 No excluyo que otras nuevas representaciones del es pacio terrestre, propiciadas po r la fam osa facilidad de traslación y com unicación m oderna, hayan c ria do o crien en adelante una progenie de hom bres m e nos necesitados de ese punto cero (al m enos con el c a rá c te r tan concretam ente espacial que tiene el nuestro), mas, po r el m om ento, creo que todavía so mos inm ensa m ayoría los que sabem os sin vacilación alguna a dónde exactam ente querríam os poder siem pre volver —o, inversam ente, a dónde nos sería a b solutam ente in soportable la sola idea de no poder volver— y señalar, sin d u d a rlo ni un instante, con la punta del p untero sobre el m apa terrestre, en qué punto preciso q u e rríam o s m orirnos y h asta ser sepultados. 6. Véase Apéndice n.° 2.
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Pero el reconocim iento, tan bondadosam ente hu mano, de que el hom bre necesite un ombligo, un lu gar íntim o y propio que le siga sirviendo adonde quiera que vaya com o ú ltim a y p rim era referencia o rientadora, p ara favorecer incluso su propia lib er tad de m ovim ientos, un lu g ar que sea, en cie rta m a nera, el om bligo del m undo p ara él, no com porta que tenga que h a c er m érito alguno de ese om bligo o de sus cualidades peculiares, ni m enos todavía que ten ga porqué ten er po r m ínim am ente m erito rio el n a tural y n ecesario am or, la inevitable querencia, que le tiene, ni, en fin, y sobre todo, que ese om bligo esté hecho p ara contem plárselo, o sea, p a ra p rac tic a r so bre él la onfaloscopia, o que ésta sea siquiera uno de los usos dignos y correctos que quepa h acer de él, sino, p o r el contrario, ju stam en te el m ás innoble, gorrino y pernicioso. III. Diferencia, cualidad, hostilidad La m era diferencia vive tan en paz com o el rojo y el verde yacen en concordia el uno ju n to al otro en tre las dem ás p astillas de colores de la caja de a cu a relas y sólo cuando el sem áforo los abstrae en signos de los derechos contrapuestos del autom ovilista y el peatón se convierten en antagónicos y el contenido cualitativo de cada uno se convierte en pura nega ción del otro; el rojo es la prohibición de lo que dice el verde y el verde la prohibición de lo que dice el rojo; el rojo del autom ovilista es verde para el pea tón, y el rojo del peatón es verde p a ra el autom ovi lista. La polarización de la diferencia en antagonism o ab strae la cu alid ad en identidad. Todo sím bolo de identidad —el blasón, la bandera— tiene una función diferencial virtualm ente antagónica, por lo tanto m ás que cualitativam ente diferencial es distintiva, ya que 269
co n v ierte al d ife re n te en s im p le m e n te otro. A bsolutiza la d ife re n c ia en in c o m p a tib ilid a d . La id e n tid a d , q u e se p re te n d e re iv in d ic a d o ra d e la c u a lid a d , en re a lid a d n o h a c e sin o d e s tru irla , ta l com o el verde del sem áforo p ierd e la cu a lid a d de ver d e y su m atiz, al q u e d a r a b s tra íd o en su m e ra fu n ció n d is tin tiv a d e neg ació n del rojo. La m e ra c u a lid a d , la sim p le d ife re n c ia no só lo no so n c o sa s q u e en sí m ism a s y p o r sí m ism a s n e c e si ten s e r ja m á s d e fe n d id a s ni m a lq u is ta rs e co n n a d a ni con n a d ie (la a le g re y v a rio p in ta p az de la c a ja de a c u a re la s es la m e jo r p ru e b a ) sin o q u e p re c isa m e n te c u a lq u ie r antagonism o, d efen sa o persecu ció n , las a b so lu tiz a y a b s tra e en p u ra s o tre id a d e s. El n e fa sto fetich e d e la id e n tid a d —q u e su rg e de la p o la riz a c ió n a b s tra c tiv a d e la c u a lid a d , c o n c o m i ta n te a la a b s o lu tiz a c ió n de la d ife re n c ia en a n ta g o n ism o o d e la conversión de la c u a lid a d en p re te x to d e u n a a c titu d a n tag ó n ic a— hoy en día im p e ra n te en to d as p a rte s, n o e s sin o el e s p e c tra l e c to p la s m a in e v ita b le m e n te e x h a la d o o e m a n a d o d e las n e c e sid a d es de a u to a firm a c ió n a n ta g o n ís tic a a trav és d e la cu a l las c o m u n id a d e s h u m a n a s, re d u c id a s a u n g ra do de in d ife re n c ia c ió n c u ltu ra l y de im p o te n c ia p e r so n al en la g estió n d e los negocios p ú b lico s c a d a vez m ás g ra n d e y m á s d ese sp erad o , b u s c a n re c o m p e n s a rse de su n u lid a d so cial fre n te al p o d e r en las s a tis fa c c io n e s su c e d á n e a s de la su p e rstic ió n n a c io n a lis ta (d ep o rtiv a, si e s q u e n o c a b e o tra m ejor), com o, p o r lo d em ás, q u iz á en m e n o r m ed id a, h a ve n id o o c u rrie n d o d e sd e a n tig u o u n a y o tra vez.7 C u an d o e s su b sta n tiv a d a y a b s tra íd a en identidad, la c u a lid a d se a u to d e s tru y e co m o tal cu a lid a d , tal co m o la d ife re n c ia d eja de s e r d ife re n c ia y se c o n v ie rte en o tre id a d c u a n d o es a b so lu tiz a d a p o r el a n tag o n ism o . 7. V é ase A p é n d ic e n.° 3.
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C onvertida en identidad, la c u a lid ad se proyecta y desdobla, dejándose su p la n ta r p o r su propio du plicado, que es com o el docum ento ju ríd ic o acred i tativo que se subroga en ella para ejercer su defensa, sustituyéndose así la cu alid ad p o r el m ero derecho a cualidad, o en o tra s palabras, sustituyendo el hue vo p o r el fuero, la hacienda por la e scritu ra. N o ex iste m e ra a u to a firm a c ió n ; lo q u e llam am o s au to a firm a c ió n es m u ch o m ás negación d e otro. E ste es el fu n d a m e n to d e la in ev itab le co nexión e n tre n a r c isism o y p a ra n o ia . IV. La m o ral del p ed o E s s u m a m e n te rid íc u lo el h ech o de q u e d e sd e el m ás e n lo q u e c id o a b e rtz a le o a u to n o m is ta h a s ta a l g u ien tan ra b io sa m e n te u n ita rio y n ac io n a l co m o Ism ael M edina8 in c u rra n in d is tin ta m e n te en la m is m ísim a je rg a d e b o rra c h o s d e la « id en tid ad » y la «co n cien cia h istó ric a » , d e m o s tra n d o có m o a la p o s tre todos ad o lecen de la m ism a d ism in u c ió n m en tal. E n Ism ae l M ed in a «la c o n c ie n c ia h istó ric a » a p a re ce in c lu so e x p lic ita d a en s u v ig en cia d e té rm in o m o ral: « Im p e ra tiv o c a te g ó ric o d e la co n c ie n cia h is tó rica » es su fo rm u lac ió n . Id é n tic o s son, pues, p a ra u n o s y o tro s los v alo res a los q u e rin d e n culto, el fe tic h e q u e b e su q u e a n , el a l t a r a n te el q u e re b u zn an ; y a u n q u e c a d a u n o d e e llo s c re a p ro s te r n a rs e a n te u n s a n to to ta lm e n te d istin to , en re a lid a d de v erd ad no se tr a ta m ás q u e d e ad v o c acio n es d ife re n te s de un solo y ú n ic o y el m ism o santo; a d v o c acio n es que, co m o s u e le su ce d er, p o r lo d em ás, c o n to d o c u lto e m in e n te m e n te id ó la tra , en m o d o a lg u n o excluyen, sin o to d o lo c o n tra rio , el v erse irre c o n c ilia b le m e n te e n c a rn iz a d a s en la m ás s a n g u in a ria h o stilid a d . 8. Columnista y casi principal ideólogo de El Alcázar.
El fundam ento filosófico de la m oral de identidad y el hálito religioso del culto a San Sim ism o no con sisten sino en la convicción de que nadie puede en c a rn a r su propia vida ni darle cum plim iento m ás que rigiéndola y conform ándola con arre g lo a cie rta pe cu lia r figura em brio n ariam en te in sc rita a nativitate en las en trañ as del sujeto. Q uien no llega a a ju sta rse en un grado apreciable a este principio no se realiza com o ser hum ano y naufraga o se desva nece en la m entira, en la inesencia y en la inautenticidad. Bien a la vista está la vuelta de cam pana que ha sufrido el c rite rio de la santidad, con la inversión diam etral en el sentido de la referencia por la que se gobierna la m oral. El solo m orfem a reflexivo «se» que aparece en el verbo «realizarse», cuya noción enuncia por lo visto el contenido y el designio pro pios de la nueva m oral, anuncia, sin equívoco posi ble, el giro de 180 grados que ha su frid o la d irectriz de referencia con respecto a aquellos ya lejanos días en que era el libre, exterior, lejano soplo del e sp íri tu, la voz de aquel que clam a en el desierto, quien seducía las alm as y daba aliento a la naturaleza para elevarse hacia la perfección.1' Hoy, por lo visto, n a die considera que pueda h allarse en la tie rra ni en el cielo otro san to m ás digno de im ita r que él m is mo. El santo universal, el santo único es hoy única m ente San Sim ism o. Referida a com unidades, la m oral de la identidad se plasm a en fórm ula filogenética que ofrece a los individuos en cuanto a m iem bros de tal com unidad cánones ideales, paradigm as de estilo y de conduc ta a los que han de atenerse si quieren realizarse com o m iem bros de tal com unidad. La m oral de la identidad supone que una com unidad tan sólo pue de cum plirse com o «personalidad auténtica» —es su 9. Véase el artículo «Weg von hier, das ist mein Ziel», Volumen I, pág. 449.
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jerga, yo no tengo la cu lp a —, tan sólo llega a «reali zarse» —sigue siendo su jerg a—, en cu alq u ier com e tido o papel de su existencia, si lo hace con arreglo a la figura que en tal papel le corresponde confor m e ha venido siendo decantada, p u lim entada y b ru ñida por la historia, depositándose en el órgano expresam ente cap acitad o p ara alm acenar, c u id a r y m antener siem pre vivos y dispuestos los sagrados cá nones de las esencias p a tria s en honda y p erm an en te com penetración con las m ás so terrañ as raíces'0 ancestrales; las que le dicta la conciencia histórica. La conciencia histórica es el órgano específico por el que la identidad de un pueblo se m antiene inva riable y palpitante y se hace vigente y m anifiesta. ¡Ay del pueblo que apague o dism inuya su conciencia histórica, o de cualquier individuo de ese pueblo que descuide o pierda su participación en ella! Ni pue blos ni personas pueden h a c er traición a sus raíces, contradecir su propia identidad, con estilos y form as que les son extraños. Un pueblo o sus individuos sólo se cum plen y alcanzan plenitud si su conciencia his tórica a c ie rta a ree n c a rn a r c ie rta s esencias genéri cas o rig in a rias —al p a r que o riginales— que se llevan en la m asa de la sangre: de lo contrario no será m ás que un fallido, un inautèntico, una m entira, una ficción, un carnaval. Y asim ism o les p a sará a los in dividuos. Y yo ¡ay, he perdido, m albaratado, m alo grado mi infancia y juventud! ¡Irreparablem ente, insensatam ente, irresponsablem ente, dejé desperdi ciarse en huera afectación, en necia vanidad, los m ás herm osos años de mi vida! Desoí la grave voz de la conciencia histórica, la sabía adm onición que me ap artab a del cam ino errado y me indicaba el mío ver dadero, advirtiéndom e cuán equivocada aspiración, inexorablem ente abocada a la pura inanidad que pre cipita en el fracaso, era mi aspiración de llegar a 10. Otra palabra recientemente incorporada al nuevo culto.
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hacerm e héroe p o r lo fino, com o Tremal Naik. ¡Oh, frívolas, disipadas, pecam inosas lecturas infantiles del c o rru p to r Em ilio Sálgari! ¡Oh lam entable, alo cado, catastró fico desdén de la conciencia histórica, de la profunda, su su rra n te voz que una y o tra vez me repetía al oído su consejo, am onestándom e que aban donase aquella presunción, ya que por mi condición de español, p o r mi identidad, po r m is raíces, jam ás podría llegar a cum plirm e y realizarm e a u té n tic a m ente com o héroe, pretendiendo ser héroe por lo fino com o Tremal Naik, sino tan sólo siendo héroe a lo bestia com o el Cid C am peador! A la m oral de la identidad, en fin, acaso el nom bre científico que m ejor le cuad re sea el de «m oral del pedo», pues la condición p a rtic u la r del pedo es tal vez la figura m ás capaz de definir con plena exac titu d la situación, en la m edida en que la e scru p u lo sa selección de lo genuinam ente propio y el riguroso rechazo de lo extraño po r los que se distingue la ac tuación de la m oral de identidad en ninguna otra imagen podrían e sta r m ejor representadas que en el pedo, a cuya esencia igualm ente pertenece la rara condición de que nos com placem os en el arom a de los propios tanto com o nos cau sa repulsión el hedor de los ajenos." B astante repugnantem ente tendían ya los esp añ o les a com placerse n arcisísticam ente en la propia imagen y a im itarse y reim itarse a sí mismos, im itan do su propia imitación; bastante gravemente afectaba al país esta degeneración, com o para que encim a se viniese a in co arla desde a rrib a con plena d elib era ción —siendo al efecto totalm ente indiferente el que lo sea en su figura nacional o en sus con trafig u ras regionales—, de su erte que si los responsables lle gasen a d arse cu enta de h asta qué p unto su frívola operación política ha sido e sp iritu al, m oral y cultu11. Véase Apéndice n.° 4.
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raím ente co rru p to ra, degradante, envilecedora, de letérea, h asta qué punto ha sido una catástrofe y una infam ia em ponzoñar y contam inar al país entero des pachando con receta legal y h asta recom endada y propagandísticam ente im puesta el m iserable culto que era ya m orbo endém ico en las sórdidas e n tra ñas del alm a española, no volverían a a p a re c er ja m ás en público, se e n terrarían en vida o se m eterían, en fin, en un saco de ceniza. Ya E spaña era de siem pre y p o r sí m ism a un país dom inado y a p lastad o com o pocos en el m undo po r el narcisism o y la onfaloscopia, por el desinterés h a cia cualquier cosa que no fuese la autorreproducción concentrada. Si ahora las regiones redoblan de m a nera especializada este repliegue sobre la propia im a gen o im aginería, que nunca es o tra cosa que la propia m iseria, el ya p a u p é rrim o estado e sp iritu al, m oral y cu ltu ral del país, la ya dism inuida inteligen cia de los españoles se verá p recipitada hacia una im becilidad de las de baba y sonrisilla. Hay dos espectadores, y van a las d istin ta s fiestas y ven po r todas partes, en efecto, cóm o las gentes tienden a fo rm a r estilos fijos, a la vez s o b re a g u a dos y fijados, quiero decir «hipercaracterizados» porque se ad o rn an m ucho pero siem pre igual. Y al respecto se les o c u rre p e n sar que alguna cosa hay en ello que necesite la fijeza ritual, com o si las gen tes necesitaran parecerse a sí m ism as y diferenciar se de otras. TESIS; si los ado rn o s con que las gentes sobreactúan, hipercaracterizan, sobredeterm inan sus fiestas y sus vestidos son no sólo continuidad en el tiempo, sino tam bién d iscontinuidad en el espacio, o sea, di ferenciación de los de al lado, ten d rá que re su lta r la siguiente consecuencia: que el m ayor núm ero de adornos distintivos se hallará en pueblos étnicam en te afines, que están en una d istrib u ció n territo ria l apiñada, m uy próxim os y com unicados unos con 275
otros; y el m enor núm ero de adornos (no hay tan ta necesidad de distintivos diacríticos, porque hay m e nos grupos de que distinguirse) se d a rá en pueblos étnicam ente extraños, que form en com unidades grandes y a isla d as y dispersas. ¿Por qué necesitan «los pueblos» p arecerse a sí m ism os, reconocerse a sí m ism os, etc.? En p rim er lugar, ¿lo necesita cada uno? ¿cómo: para reconocer a los dem ás o p ara reconocerse a sí m ism o de entre ellos? La pertenencia h a b ría sido m ucho m ás claro nom bre que la identidad, pero h a b ría d estrip ad o el cuento, porque e n señ a ría las c a rta s que el rito quie re m an ten er ocultas: el límite, o m ás bien, la falta de otro lím ite que el que establece el rito. Entonces ¿sería tal vez com o un ap arato benignam ente cons trictivo y pedagógico im puesto po r un deseo m ás o m enos com ún y m ás o m enos, por lo tanto, anónimo, de reco rd ar a cada uno el pacto, el vínculo (conven cional y verbal, aunque q u iera p a s a r p o r ontològi co) que lo com prom ete con esa pertenencia? Así el rito, o la tradición, o la identidad, o el ser, es un espectáculo que los pueblos gustan de darse a sí m is mos, com o estableciendo en esas señales m anifies tas, distintivas del rito una especie de espejo o un m ecanism o especular. El rito m antiene el lím ite dis tintivo en el espacio, igualador en el tiem po; la con tinuidad en el tiem po es expresión y consecuencia de la vinculación del pueblo a la territorialidad (com parad nóm adas y sedentarios: los ára b e s son muy tribales, pero fueron tam bién sorprendentem ente in tegrables con el Islam ; los sedentarios, por un lado no necesitan se r tan en carn izad am en te autoafirm ativos, tribales, y p o r otro son m ucho m enos integra bles; pero una vez integrados [Roma] m ucho m enos separables, m ientras los nóm adas pueden de p ron to escindirse o disolverse con igual facilidad), pues ésta es d iscontinuidad espacial y distrib u ció n esp a cial del pueblo. Pero ¿por qué hoy pueden su rg ir de 276
pronto apetencias de identidad? No creo que respon da al m ism o im pulso que antes, o al m enos e sta rá ya diversam ente fundado en la psique, com o tal m o tivación, y en tanto que m ás desm entida y d esenm as carada, será m ás delirante e insensata, y en tanto que m ás denegada (por ese m ism o desmentido), m ás año rada y m ás apetecida: se desea la ficción, pero com o hoy no puede su ste n tarse el artificio ni d arse po r buena la cosa con el m ero espectáculo, hay que a fir m arlo in sen satam en te de la sangre. De pronto los dos espectadores, habiendo e stab le cido que los pueblos tienden a ceñirse a unos ritos que los representan y en que se reconocen —cosa que m ás o m enos todos los pueblos parecen n ecesitar en algún grado— se ponen a reñir: hay uno que ante un grupo de personas o un pueblo entero que de pronto em pieza a rela ja r el sistem a de identificación y em pieza a in tro d u c ir excentricidades y exotism os, pue de reaccio n ar airad o y am onestándolos con que un pueblo tiene que g u a rd a r su identidad, necesita ser fiel a sí m ism o, y saca de aquello un im perativo ca tegórico, m ientras que el otro espectador observa sin enfado la anom alía y dice: «Se ve que estos no lo ne cesitan tanto», pero no hace, com o el otro, del hecho dado norm a de conducta. Pero está claro que todo el s e re s rito, ficción ritual, que p ara ser eficaz tiene que convencer (lo que no puede hacerse sin engañar, o po r lo m enos, ilu sio n ar un poco) y si necesita se guir siendo ritu a l se ve que nunca acaba de conven cer del todo. Tal como nos movemos hoy, estam os tan mal colocados, que no hay ilusión escénica que se sustente y baste, nadie se convence; entonces, es cuando unos renuncian a la h o spitalidad de esa ilu sión y acam pan en despoblado, otros se encierran, doblan su resistencia y se disponen a defenderse y hacerse fu ertes en o tro s puntos m ás retrasados de la retaguardia: tienen que d esp lazar la identidad desengañada, por lo poco ilusionador de la represen 277
tación posible, a otros reductos m ás ciegos, y ju s ta m ente m enos d e se n m a sc a ra b a s p o r m ás gratuitos, pero por lo m ism o m ás resistentes. Si la identidad es una declaración que se hace sobre la base de datos sensibles, em píricos, resu lta que un d esen m ascara m iento em pírico tiene validez, pero si la identidad se establece en un lugar a salvo del alcance de lo em pírico, a salvo de los sentidos y de la experiencia, en tonces está tam bién a salvo de una refutación en ese campo: si se pone la identidad ora en la sangre o m e jo r dicho «en la m asa de la sangre», ora en el ser, en el esp íritu , el talante, en el ayer, o sea, en lo inasi ble, entonces, claro, puede resistir m ucho m ejor: ahí reside la eficacia que tienen para h a c er presa en la psique los pensam ientos delirantes. N uestros espec tadores pueden h ab er llegado a convencer a dos a ra goneses, uno de C alatayud y otro de Daroca (que habían dicho que los de D aroca no tenían nada que ver con los de Calatayud, ni viceversa, porque a la legua se les distinguía por la form a de vestirse) a su b ir a su habitación del hotel y h a c er la p ru eb a de d esnudarse e in tercam b iarse los trajes. H echa la prueba, no porque les fuese n ecesaria para con vencerles de lo que, p o r testa ru d o s que, com o a ra goneses, fueran, sab ían perfectam ente; o sea que, desnudos, ya no se distinguían, sino por la c u rio si dad de p ro b ar a ver qué sentía uno de C alatayud con la ropa de D aroca y uno de Daroca con el atuendo de Calatayud. N aturalm ente, el que se aferra a la querencia em o cional de la identidad, evitará, a diferencia de estos dos baturros, exponerla a la prueba en el terreno em pírico en que la contradicción queda al alcance de la convicción por la fuerza ostensible de los datos; se re tira rá a terren o s que precisam ente al q uererse poner a salvo de cu a lq u ier argum ento que lo ponga en entredicho, en lugar de b a ja r a cam pos de m ayor sensatez, se retira al delirio de la masa de la sangre, 278
de la leche m am ada, de las im presiones in m ediata m ente siguientes al nacim iento (las esquilas de las vacas) o el ser histórico de España, donde n a tu ra l m ente cualquier afirm ación es invulnerable, ninguna o tra puede refutarla, pero se rá tan válida com o ella; allí, claro, todo puede ya ser eq u ip arad o com o m era creencia. Allí donde tú dices que hay cosas que se llevan im presas en la m asa de la sangre desde que fuim os concebidos en el vientre de n u estras m adres, te hallas ya en un lu g ar privilegiado en que la a fir m ación de que no es así puedes ya p e rm itirte cues tio n arla com o o tra creencia que no puede ten e r m ayor c ertid u m b re que la que quiere recusar. (Sal vo que esta segunda, y en eso está tu fraude, no es ya tan m era creencia allí donde se observa la con servación y el cuidado o m enor cuidado de las tra diciones, y de qué m odo se ha arm ad o la fam osa «identidad», que en p rim e r lugar, tanto com o distin tiva, y antes que ésto, ha de se r considerada com o relacional.)
Apéndice n.° 1 E sta alusión a un presunto «sujeto histórico» en la E spaña del siglo XV encerraba, en realidad, una m alicia p o r mi parte. No era m ás que un cebo, o, com o dicen en E xtrem adura, una «picaera» puesta al auditorio, con la vana confianza y casi convicción de que alguien picaría interpelándom e acerca de tal «sujeto histórico» y exigiéndom e d a r razón de cóm o pretendía yo que la unión por vía m atrim onial de las coronas de C astilla y Aragón hubiese sido realm en te un «proyecto sugestivo de vida en com ún» inven tado, propugnado y solicitado —tal com o d ebería ser ineludible p a ra que el célebre ortegajo fuese algo m ás que h u e ra alegoría— p o r los súbditos concre 279
tos de una y o tra corona. En realidad, O rtega no lle gó a usar, que yo recuerde, el concepto no m enos hue ro y alegórico de «sujeto histórico» —que creo m ás bien de filiación m arx ista y em parentado con la no ción, tan alem ana, de Volkgeist, a u n q u e éste ap u n te m ás hacia lo c u ltu ra l—, pero en m is intenciones en tra b a tam bién la de b u rla rm e de tal presunto suje to, que halaga com o protagonista a quienes, en verdad, no son m ás q u e objetos lanzados p o r el a r bitrio de la dom inación, por m ucho que ésta acierte a seducirlos con sus him nos y hacerles a c ep ta r h as ta la m u erte en el cam po de batalla. Pero mi m alicia tuvo el castigo que acaso m erecía, pues, aunque, por su longitud, no llegué a leer el «discurso» a viva voz, sí que fue rep a rtid o en fotocopia en tre los asisten tes; ¡en vano!, porque nadie, por distracción o por desinterés, cayó en la «picaera». Así que sólo ahora, un poco por desquitarm e, pero sobre todo para que el pintoresco p asaje del «sujeto histórico» español del siglo XV no se me in terprete com o algo que yo pudiese alguna vez decir en serio, revelaré la tram pa. A la pregunta, que yo esp erab a incluso algo crisp ad a, sobre de dónde me sacaba yo ahora de la m anga tal «sujeto histórico» español, o sea co n ju n ta y concordem ente aragonés y c astella no, yo h a b ría puesto una c ie rta cara de extrañeza y h a b ría contestado: «¿Pues quién va a ser? El alm i rante de Castilla don Fadrique Enríquez, po r supues to». Este Don Fadrique era nieto, com o es notorio, de uno de los h erm anos de E nrique II de T rastam ara, de nom bre Don Fadrique com o él y M aestre de S an tiago con su m edio h erm an o el rey Don Pedro, ú lti mo de los C astilla, quien pese a ello lo m andó m a ta r en el Alcázar de Sevilla (según c u en ta el capítulo III del Año Noveno de la crónica del C anciller López de Ayala, en las cu a tro páginas que tal vez sean la m ás aíta cum bre de la prosa castellana paratáctica), e hijo de Don Alfonso, el p rim e r Enríquez que fue a lm iran 280
te de Castilla, al que sucedió en el cargo, com o a él le sucedería su propio hijo ya en el reinado de Doña Isabel. Pues bien, si mi fru stra d a resp u esta no lle vaba, en verdad, o tra intención que la de un chiste m aligno c o n tra las nociones de «sujeto histórico» y de «proyecto sugestivo de vida en com ún», tam poco habría podido ser tal chiste si no hubiese lugar para decir que en cierto m odo no lo es del todo, pues, en efecto, nu estro don Fadrique E nríquez es quizás, y de form a cada vez m ás consciente y m ás activa en los últim os decenios de su vida, uno de los eslabo nes p rincipales de la concatenación de hechos y de voluntades que acabaron llevando a la unión m a tri monial de las coronas de Castilla y de Aragón, echan do así los cim ientos de la unidad de España. En cuanto a su vocación natural p ara c u a lq u ier proyecto sugestivo de vida en com ún, ya H ernando del P ulgar nos da en su galería de retrato s titu la d a Claros varones de Castilla no sólo el rasgo m ism o sino tam bién su signo em inentem ente fam iliar: «Amaua los parientes, e allegaualos, e tra b a ja u a en p ro cu rar su h o n rra e interese». Por su parte, otro autor contem poráneo (citado entre comillas, pero sin d a r el nom bre, po r M anuel Irib a rre n en su biogra fía del Príncipe de Viana) nos lo m u estra dotado del c a rá c te r revoltoso y o b stinado idóneo a tales fines: «Era tan difícil a p a rta rle de b o llicear com o q u ita r a la gallina el trigo o el escarbar». H abiendo logra do d e sp o sa r en 1443 con el entonces rey de N avarra (u su rp a d o r de su propio hijo don C arlos de Viana) y m ás tard e Juan II de Aragón a su hija doña Ju a n a Enríquez, de 18 años, se vio ligado a su yerno en sus querellas co n tra Juan II de C astilla, que era su pro pio rey, de m odo que en la p rim era b atalla de Olm e do, en 1445, al ser d e rro tad o ju n to con los navarros, tuvo que ex p a tria rse de Castilla, donde fue despoja do de sus tie rra s y sus bienes. Este desastre, sin em bargo, fue el que lo puso en el lugar de su autén tica 281
m isión h istó rica (aunque con intervalos de fingidas reconciliaciones con E nrique IV, su ceso r de Ju a n II en el trono de Castilla): a saber, la de padre y sobre todo la de abuelo, pues lo que su hija dio a luz el 10 de m arzo de 1452 fue nada m enos que el fu tu ro rey Fernando de Aragón. Al m o rir 6 años después, sin sucesores, el rey Alfonso V de Aragón fue Ju an II, precisam ente el padre de ese niño, el que le sucedió en una corona que valía quince veces el trono de Na varra. A Don F adrique se le iba dibujando un proyec to cada vez m ás sugestivo. Pero aún vivía el príncipe de Viana, que tra s e n te rra r en N ápoles a su tío Don Alfonso había vuelto, con el consentim iento y bajo el seguro de su padre, a C ataluña. Y oigam os, en este punto, lo que nos dice al respecto el cro n ista de En rique IV de C astilla, Diego Enríquez: «Aqueste Almi rante [o sea n u estro Don Fadrique] siem pre tuvo secreta enem iga co n tra el Príncipe Don Carlos, hijo del Rey Don Ju an de Aragón, desp u és que su hija casó con el padre; en tan to que po r toda via trab ajó en poner discordia entre padre e hijo. Qual fue la cabsa de ello, ligeram ente se podrá ju z g a r en el seso de los prudentes. Ansí el Príncipe Don C arlos sintiendo su propósito e sin iestra voluntad con que le tratab a, un día se descom idió a le d escir feas e descom edi das palabras, de donde se quedó la enem istad a rra i gada entre ellos. Como asi estuviesen las voluntades dañ ad as el uno co n tra el otro, después que el Almi rante vio que era descubierto lo que ansí estab a con certado entre él y los otros caballeros confederados, e com o no podía s o rtir efeto, envió secretam ente un caballero de su casa, que se llam aba Ju an C arrillo, al Rey de Aragón e a la Reyna su hija, notificándoles cóm o el Príncipe Don C arlos se h ab ía confederado con el Rey [de Castilla] p a ra se r co n tra ellos, e daba orden com o fuesen danificados e destruidos, en tal m anera, que indignada la voluntad del padre contra el hijo, rodeó cóm o el príncipe fuese preso en la cib282
dad de Lérida; de que todos los tres estados del Prini ipadgo de C ataluña sentidos, e aviéndolo por m uy (Mande m al, se levantaron co n tra el Rey de Aragón, distiendo que por su m andado e sobre su real fe ellos •vían dado seguridad e sido fiadores del Príncipe Don C arlos su hijo, para que seguram ente pudiese venir a él sin tem or e sin rescelo de prisión e m uerle, e sobre aq u esta seguridad, que ansí ellos avían dado al Príncipe, se avía venido a él como hijo de obe diencia, ganoso de se rv ir e a c a ta r a su padre...». La detención de don C arlos de V iana fue el 2 de dii iembre de 1460; el 8 de febrero toda Cataluña se alza en arm as contra Ju a n II, tanto po r a m o r y pena de Don Carlos, com o po r el propio honor de los c a ta la nes fiadores de la p a la b ra dada por el rey y u ltra ja dos ahora por su incum plim iento. La rebelión es tan violenta, que el 12 de m arzo el rey tiene que ceder, y el príncipe, puesto en libertad, es recibido am oro sa y triu n falm en te en B arcelona. Pero la dicha d uró muy poco tiem po; seis m eses después, el 23 de sep tiem bre de 1461, m urió Don C arlos en la m ism a c iu dad. Pocos d e sca rta n la posibilidad de que m uriese envenenado, incluso p o r órdenes de su m ad ra stra y por m ano de un tal Ju an de Vezach. Com oquiera que sea, H ernando del Pulgar, en sus Claros varones de Castilla, term ina así el corto retrato-biografía del al m irante de C astilla don F adrique Enríquez: «En es tos tiem pos de ad u ersid ad es que por este cauallero pasaron, conoció bien la lucha co n tinua que entre sí tienen el trab ajo de la una p a rte e el deleite de la otra; e com o q u ier que el uno o el otro vence a vezes, pero ninguno dellos d u ra en el vencim iento luenga mente, al fin, faziendo el tiem po las m udanzas que suele, e los am igos e seruidores las obras que deuen, rodeó Dios las cosas en tal m anera, que tornó a Cas tilla, e recobró todos sus bienes y patrim onio, e ouo logar de lo acrecentar, y fue restituido en la grand estim ación que prim ero estaua, e m urió lleno de días
e en grand p rosperidad; porque dexó sus fijos en buen estado, e vido en sus p o strim ero s días a su nie to, fijo de su fija, se r príncipe de Aragón, porque era único fijo del rey de Aragón su padre; e otrosí le vido príncipe de los reinos de C astilla e de León, porque casó con la princesa de Castilla, Doña Isabel, que fue reina destos reinos». Si ha de h ab er un «sujeto histórico» para el «pro yecto sugestivo de vida en com ún» que con arreglo al celebre ortegajo ten d ría que se r España, y se pide que ese sujeto no sea un sim ple figurón pintado de la m ás g ra tu ita e irresp o n sab le alegoría apologéti ca, sino un m ortal concreto, consciente de sus deseos y tenazm ente activo en la persecución de sus desig nios, conform e se le van esbozando y perfilando ante los ojos de la m ente y em peñando su am bición ¿qué otro personaje m ás idóneo p ara c u b rir la plaza po dríam os e n c o n trar en los anales de la histo ria que el alm iran te de C astilla don F adrique E n ríq u ez,12 biznieto del rey Alfonso XI de C astilla y tata ra b u e lo del em p erad o r C arlos de Augsburgo? Apéndice n.° 2 Heureux qui comme Ulysse a fait un beau voyage ou comme cestlui-là qui conquit la toison et puis est retourné plein d'usage et raison vivre entre ses parents le reste de son âge. Quand revoirai-je, hélas, de mon petit village fum er la cheminée, et en quelle saison revoirai-je le clos de ma pauvre maison, qui m'est une province et beaucoup d'avantage? Plus me plait le séjour qu'ont bâti mes aïeux que des palais romains le front audacieux, plus que le marbre dur me plait l'ardoise fine, 12. Véasc, en este mismo volumen, «El caso Manrique», pàgs. 195-196.
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plus mon petit Lyré que le m ont Palatin, plus mon Loire gaulois, que le Tibre latin et plus que l'air marin la douceur angévine.
Apéndice n? 3 (De «Opinión, locura, sociedad» de Theodor W. Adorno, publicado en versión castellan a en el volu men Intervenciones, M onte Ávila Edit.) La form a c a ra c te rístic a de la opinión ab su rd a es, hoy, el nacionalism o. Brota, con nueva virulencia, en todo el m undo, en una era en que, sea po r el nivel alcanzado po r las fuerzas de producción técnicas, sea po r la determ inación u n ita ria de la tie rra com o planeta, ha perdido, p o r lo m enos en los países de sarrollados, todo fundam ento en los hechos, habién dose convertido com pletam ente en una ideología, com o en realidad siem pre lo fue. En la vida privada, el autoelogio y las actitu d es parecidas son conside radas inconvenientes, en cuanto las m anifestaciones de este tipo revelan dem asiado la suprem acía logra da en el individuo po r el narcisism o. Cuando m ás ap risio n ad o está el individuo en sí m ism o y cuando m ás em peñados están, fatalm ente, en prom over los intereses egoístas que, necesariam ente, se c o n stitu yen en esa actitud, y cuyo tenaz poderío ju stam en te se refuerza con ella, con tanto m ayor cuidado debe rá ocu ltar el principio de su acción, o disim ular, que, com o rezaba el slogan nacional-socialista, el prove cho com ún deriva del beneficio de cada cual. J u s ta mente, es la fuerza del tab ú c o n tra rio al narcisism o individual la que, al reprim irlo, da al nacionalism o su fuerza m ás perniciosa. En la vida de la colecti vidad las cosas no pasan conform e a las reglas que rigen las relaciones entre los individuos. Basta com 285
p ro b ar que en c u a lq u ier partid o de fútbol, la pobla ción nativa va a c e le b ra r siem pre, despreciando los derechos de los huéspedes, al equipo propio; Anatole France, el e scrito r considerado, p o r algún motivo, hoy com o canallesco, ya verificó en La Isla de los Pin güinos que toda p a tria siem pre está p o r encim a de todas las otras en el m undo. S ería necesario to m ar en serio las n o rm as de la vida privada b u rg u esa y d arles valor de sociales. Pero un intento tan bien in tencionado pasa po r alto la im posibilidad de lograr lo, m ientras reinen condiciones que, al im poner a los individuos tales renuncias, defraudan en form a tan perm anente su narcisism o, los condenan en tal m e dida a la im potencia, que están condenados a recaer en el narcisism o colectivo. A m odo de sucedáneo, el nacionalism o les devuelve, com o individuos, p arte del propio respeto que la colectividad les su stra e y cuya recuperación esperan de ella, al identificarse ilusoriam ente con la m ism a. La creencia en la nación es, m ás que cu a lq u ier otro prejuicio em ocional, la opinión com o fatalidad: la hipóstasis al nivel de bien suprem o en general de lo que de hecho nos p erten e ce, de la situación en que se está ocasionalm ente. In fla al nivel del bien la m iserable sa b id u ría de em ergencia, de sa b e r que todos vamos en el m ism o bote, convirtiéndola en una m áxim a m oral. El d istin g u ir el sano sentim iento nacional del na cionalism o em ocional, es cosa tan ideológica com o la creencia en la distinción entre una opinión n o r mal frente a una patógena; es inexorable la dinám ica del supuesto sano sentim iento nacional a se r supe rado, puesto que radica en la falsedad de una identi ficación de la persona que, contingentem ente, se encuentra en esa situación, con la irracional relación entre naturaleza y sociedad.
Apéndice n.° 4 A la «m oral de identidad», o p u esta a la «m oral de perfección», la he llam ado «m oral del pedo», porque su c riterio de lo bueno y lo m alo sigue las m ism as d irectrices que nos hacen com placernos con el a ro ma de nuestros propios vientos an ales y repeler, en cambio, el hedor de los que soplan desde un culo ajeno. Pero aquí quiero señ alar la circu n stan cia de que el o lfato13 parece adem ás el órgano sensorial m ejor p reparado para fu n d am e n ta r la m oral de identidad o la identidad com o c riterio m oral: no sólo aludo a la circu n stan cia de que sea el que m ás afina en la detección de lo propio y de lo extraño (se sabe que las ovejas p arid as reconocen a sus propios hijos po r el olor individual —¡capacidad de discrim inación ol fativa inim aginable para los que sólo acertam os ape nas con el o lor de la especie ovina, en el seno del cual ellas form an con diferencias quím icas que han de ser forzosam ente m ínim as a u tén ticas fisonom ías indi viduales!— y rechazan el cordero extraño que inten ta m am ar de sus ubres), sino sobre todo al hecho de que sea el m enos im parcial de los sentidos (junto al del gusto, con el que, p o r lo dem ás, se com bina es trecham ente); pues, en efecto, no resiste ni un segun do a la p ru eb a frente a la vista o el oído, que pueden conservar una n eu tralid ad fisiológica total ante lo que generalm ente oyen o ven: m uy e strid e n te tiene que ser un ruido p ara que llegue a provocar un de sagrado y un rechazo análogos a la repugnancia que puede prod u cirn o s un olor, o, inversam ente, ser tan inm ediatam ente grato y atractivo com o un arom a; y no digam os, en cu an to a la vista se refiere: es du13. No se reduce aquí sólo al papel metafórico del olfato, sino que al aducirse respecto de la moral de identidad, lo tomo tam bién en su sentido propio, en su significado físico.
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doso que una percepción visual pueda llegar a s e r nos «repugnante» en el sentido inm ediatam ente fi siológico en que puede decirse de un olor; cuando de una percepción visual decim os que nos repugna, es dudoso que esa repugnancia no tenga que e s ta r siem pre m ediada po r la in terp retació n afectiva se m ántica de lo que vemos. El olfato es, en cam bio, siem pre, c rite rio inm ediato de aprobación o de re chazo, no hay nada indiferente para él. Sensorialm en te actúa de selector de lo propio y de lo extraño, de lo que es bueno o m alo para uno, de lo que hay que a c ep ta r y lo que hay que rechazar.14 Los racistas han asegurado a veces que identifica ban a los ju d ío s por el olor, lo que puede explicarse p o r una paranoia que no puede su frir la incertidum bre de lo no patente; pero el caso es que tam bién del negro, cuya raza es inequívocam ente identificable con la vista, han llegado a decir que tiene un olor particular. Parece com o si el rechazo racista que com porta la m oral de identidad necesitase inventar una connotación olfativa para fu n d ar su repugnancia en algo inapelable. Im presionante, a este respecto, es el pasaje de Andrés B ernáldez, el cu ra de Los Pa lacios, en el cap ítu lo XLIII de su c ró n ica de los Re yes Católicos: «... las costum bres de la gente com ún de ellos ante la Inquisición, ni m ás ni m enos que era de los propios hediondos judíos, y esto [lo] c au sab a la continua conversación que con ellos tenían; ansí eran tragones y com ilones, que nunca perdieron el com er a co stu m b re ju d áic a de m anjarejos, e olletas de adefina, m anjarejos de cebollas e ajos, refritos con aceite, y la c a rn e guisaban con aceite, ca lo echaban en lugar de tocino e de gro su ra po r e scu sa r el toci no; y el aceite con la carn e es cosa que hace muy mal 14. Baste reparar en expresiones metafóricas, siempre valorativas: «Huele mal» (en referencia al pecado), «Olor de Santidad», «Algo se pudre en Dinamarca», etc.
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oler el resuello; y ansí sus casas y p u e rta s hedían muy mal a aquellos m anjarejos; y ellos eso m esm o tenían el o lor de los judíos p o r cau sa de los m an ja res y de no ser baptizados. Y puesto caso que algu nos fueron baptizados, m ortificado el c a rá c te r del baptism o en ellos por la credulidad, e po r judaizar, hedían com o judíos...» Es cierto que, al igual que las ovejas, reconocem os a veces olores individuales de algunas personas, y puede incluso que haya olores específicos, pero lo que aquí interesa no es que los negros y los blancos puedan o no, en efecto, se r reconocidos a oscuras por la sola diferenciación cualitativa de un olor racial, así como, a la luz, podem os distin g u irlo s po r la del color; lo que me im p o rta aquí es que los racistas se sientan im pulsados a a c u d ir a las diferenciaciones olfativas, com o las únicas que com binan de un modo tan inm ediato e inapelable com o unívoco la d istin ción entre lo propio y lo extraño con la adm isión y el rechazo, respectivam ente. A diferencia de las de la vista y el oído, las percep ciones del olfato com portan siem pre, en autom ática e inseparable concom itancia con su identificación cualitativa del objeto, un taxativo juicio de valor, que, es adem ás, fisiológica o biológicam ente egocéntrico, a u to r refe rente (como es probable que, en un p rin ci pio, fueran todos los sentidos, hasta que la vista y el oído se fuesen liberando de un condicionam iento tan ceñido al estricto interés de la autoconservación). Para el olfato todavía no hay m ás que hedor y a ro ma; él nunca podría concebir la disyunción entre cualidad y valor que se explícita en aquel verso in m ortal del «C antar de los cantares»: «N igra sum , sed form osa, filiae Jerusalem ». Apéndice del 15 de mayo de 1988 289
Tal para cual
Q uienes m ás im púdica y ostentosam ente gustan de reiterarn o s a cada paso el testim onio del sacro santo respeto que les m erece la ban d era nacional, com o la bronca y fanática carcu n d a que hincha las páginas del abecé, no parecen sino e s ta r deseando que llegue el verano para que el abertzalism o oligofrénico-radical vuelva a desafiarlos, citándolos con el «¡Jé, toro!» del consabido jueguito de las ikurriñas, a fin de poder replicarle bram ando de santa indignación por los agravios inferidos a la rojigualda, y apelando a las a u to rid ad es p ara recrim in arles su b lan d u ra en no e x tre m a r los m edios coercitivos necesarios h a sta lograr im ponerles a los abertzales la bandera nacional a «¡Trágala, perro!» Y como, por lo visto, tienen la su erte de gozar todavía del don di vino de la infancia, y no han perdido el pueril resa bio de com placerse en el rabia-rabiña, o sea, en el chinchar, cu an to m ás a trágala-perro tenga que ser, m ás gusto p arece que les da. Así, com o en una espe cie de inconfesada e inconfesable com plicidad de an tagonistas, vienen a d arse cita todos los veranos, con su jé-toro los unos, con su trágala-perro los otros, en 290
la m ism a secreta diversión, que cuidan de d isfraz a r con los m ás graves y vitales contenidos. La expresión «¡Trágala, perro!» parece que fue in ventada por los constitucionalistas a raíz del pronun ciam iento liberal de Riego; el perro —ciertam ente rabioso y pervertido, si los hay— era Fernando VII, y lo que tenía que tragarse era la C onstitución de 1812. Ya entonces u n a m entalidad com pletam ente infan til concebía por todo contenido de la C onstitución recién restablecida el hecho de poder chinchar al rey, que tenía que tragársela, ya po r la boca, ya incluso, según el capricho de Goya, por el culo, como un perro al que se le pone una lavativa. Hoy, el perro, to davía m ás rabioso y pervertido, es el abertzalism o radical, y lo que la carcam ancia q u e rría que se tra gase, cuanto m ás a la fuerza, mejor, es la bandera constitucional. Tam bién p ara estos niños de hoy lo m ás sabroso de la C onstitución parece c o n sistir en que alguien tenga que tragársela. Así, entre los del jé-toro y los del trágala-perro, viene a en tab larse un juego tan im bécil com o despreciable y en el que se ría difícil d ecid ir quién cae m ás bajo. Por lo pronto, a los que tan to respeto y veneración declaran sen tir hacia la rojigualda (y, po r cierto, con una falta de pu d o r que, m ás que la pregnancia de los sentim ientos, sugiere la g ratu ita desnudez de las m atronas de la alta alegoría) convendría invitarles a que reparasen en que u sa rla com o trágala-perro es, al menos, a te no r del significado noble que ellos m ism os intentan d a r a la bandera, una m anera de a rra s tra rla p o r los suelos. El que ese significado noble que q u e rrían a trib u irle s esté lejos de ser el significado c o n n atu ral de las banderas —el cual m ás bien se acerca, ju s tam ente, al innoble significado que le da su em pleo com o un trágala-perro—, es o tra cuestión, que toca ré m ás adelante. Pero la san ta indignación p a trió ti ca de la referida prensa está, en verdad, azuzando a los poderes políticos com o quien achuchase a una 291
m adre contra el hijo que ha cogido una rabieta: «¡Péguele más, señora! ¡No le deje que se salga con la suya!». N aturalm ente, el circuito de realim entación positiva que se organiza entre una m adre estú p id a y feroz y un hijo todavía m ás feroz y e stúpido carece de cu a lq u ier final posible; el niño p o d rá no salirse con la suya, pero seg u irá arm ándola, sin c lau d icar jam ás. El espectáculo que ofrecen entre am bos no puede ser m ás indigno y degradante. C uando el de safío es en tre soberbia y so berbia no hay fu ertes ni débiles, la lucha es siem pre de poder a poder. La so berbia del niño estúpido y feroz que necesita dem os tra rse a sí m ism o su propio poder sobre la m adre será siem pre m ás fuerte que la sensibilidad de su cuerpo a los azotes, los pellizcos o las bofetadas. No hay techo alguno p ara la soberbia hum ana. Que la soberbia es el único contenido profundo sustancial en el em perram iento del niño estúpido y feroz co n stituido p o r el abertzalism o radical lo de m uestra su rotundo rechazo de la a stu cia en la p e r secución de sus pretendidos fines. Es obvio, por ejemplo, que si realm ente deseasen la retirada de las fuerzas de orden público com o tal fin en sí mismo, jam ás h ab rían in cu rrid o en la torpeza, c o n tra ria al m ás elem ental sentido de la astucia, de decir cons tantem ente a voz en cuello: «¡Que se vayan!», sino que, por el contrario, h a b ría n callado com o zorros, poniéndoles «puente de plata», según la célebre n o r ma del G ran C apitán. Diciendo «¡que se vayan!» sa ben perfectam ente que les dificultan o hasta im posibilitan m archarse, por la correlativa soberbia co n n atu ral a todo p o d e r constituido, para el que el prestigio es com o una condena; pero el único sabor verdadero que el abertzalism o radical busca sa c a r le a la retirad a de las fuerzas de orden público no es el hecho de la retirad a en sí m ism a —que, segura mente, le im porta poco, y acaso h asta le fastid iaría si fuese e sp o n tán ea—, sino su valor de claudicación 292
por parte del Estado. No les sirve la astu cia de d a r «puente de plata», porque de nada les vale la re tira da de las fuerzas de o rden público si no es en la m e dida en que puedan a p u n tá rsela com o un tan to de victoria, para satisfacción de la propia soberbia, que es la única m otivación profunda que rige su actitud. En cuanto a la recíproca so berbia de los devotos de la rojigualda, tam poco parece, p o r su parte, inte resada en el fin positivo de que cese el jé-toro de los idólatras de la ikurriña, sino que, p o r el co n trario —a ju zg ar por cómo, lejos de toda p rudencia y toda astucia, se com place en tro n a r con retum bante y ca vernosa voz—, da enteram ente la im presión de que se sentiría defraudada y desilusionada si se viese de pronto privada de la ocasión de rec lam a r la im posi ción a trágala-perro de la ban d era constitucional. Sólo la efervescencia del antagonism o activo encien de y vivifica el color de las banderas, en tanto que su falta las lleva a la palidez y al desvanecim iento. Sólo el antagonism o da arreb o l de belleza al color de las banderas, al igual que tan sólo la pasión p res ta fulgor a la m irad a e inflam a las m ejillas. Las so berbias c o n tra ria s se ceban m u tuam ente en el encuentro que las contrapone de poder a poder. Por eso la carcam ancia de la rojigualda acepta siem pre gustosa el juego al que la desafía el abertzalismo, en trando brava y alegre al trapo de la ikurriña. Así, tan to el p atrio tism o nacional com o el n acionalista se a b u rriría n y languidecerían si no tuviesen quien los hostigase. Si les faltase un enemigo contra el que sen tirse cargados de razón y que les ju stifiq u e el sinaítico placer de dejarse a rre b a ta r en santa ira, no cabe duda de que lo inventarían, pues uno y o tro carecen de cualquier otra motivación o contenido que no sean los de la so berbia antagonística. La carcu n d a del abecé —que, po r lo dem ás, tam poco tiene la exclusiva, por cuanto los benegas y los dam boreneas le dan eco y respaldo desde el propio
partid o del G obierno— tam bién tiene el detalle de ejercer con sus lectores la obra de m isericordia de e n señ ar al que no sabe, al revelarnos que las ban d e ras no son sim ples pedazos de tela de colores, sino «sím bolos m áxim os», com o dice su editorial del 21 de agosto de 1987. Se agradecen tan nobles intencio nes pedagógicas, pero, en verdad, sólo el m ás m iope y m ás obtuso de los positivism os, ignorante de la naturaleza de los sím bolos y de sus im bricaciones en el alm a hum ana, ha podido in c u rrir en el e rro r de tom ar las b an d eras po r sim ples bandas de tela de colores. O jalá fuesen cosa tan innocua. Pero, des venturadam ente, para desgracia de hom bres y de pueblos, no sólo tienen índole sim bólica en el sen ti do m ás fuerte del concepto, sino que pertenecen a una clase de sím bolos especialm ente capacitada, por el propio c ará c te r de su función connatural, para de s a rro lla r connotaciones sustantivas, hasta erigirse en auténticos fetiches. Esa función connatural de las banderas es s o p o rta r la representación de las iden tidades definidas p o r un antagonism o. N aturalm en te, d ar representación a esas identidades no es nunca una operación neutral, sin consecuencias —com o no lo es tam poco en m odo alguno, poner nom bre a las cosas—, sino una operación sum am ente activa, sin la cual ni siq u iera podría llevarse a cum plim iento la propia constitución de una identidad en cuanto tal. Así com o el antagonism o crea a los enemigos, así tam bién las b an d eras por su parte, definen y crean las identidades antagónicas que tienen po r función representar. La p ru eb a de que esa es la función con gènita original de las ban d eras está en el hecho de que su uso m ás genuino sea el de ex p resar la tom a de dom inio con que el vencedor corona su victoria, ju stam en te m ediante el acto de p la n ta r su bandera en la tie rra co n q u istad a o de izarla en el m ás alto b alu arte de la ciudadela, tras h a b e r a rria d o la ban dera del vencido. Las ban d eras son, pues, connatu294
raím ente, sím bolos de antagonism o, de odio, de do m inación. N ada dice, po r tanto, a favor de las b anderas la en fática afirm ación de su índole sim bólica; antes por el contrario, lo malo, lo peligroso, lo nocivo de toda bandera reside precisam ente en el hecho de que no sea un inocente retal de tela de colores, sino nada m enos que todo un símbolo. C onsideradas en sí m is mas, no hay, pues, una bandera que m erezca m ás defensa que otra. La bandera no sólo propende a con vertirse ella m ism a en un fetiche, sino tam bién a tra n sfig u ra r en fetiche la identidad que determ ina y representa y el suelo que señala p o r espacio de su dom inación. En su función congénita y originaria de sím bolo de dom inación, la bandera tra m ita la fetichización abstractiva con que la acción dom inado ra convierte un háb itat en territorio. O, inv in ien d o la frase, un te rrito rio es un háb itat convertido en fe tiche por la violencia abstractiva de la dom inación. Tal abstracción consiste en a lla n a r o d e ja r en sus penso las concreciones y determ inaciones ad q u i ridas po r tal o cual tie rra a través de una larga continuidad de relaciones, cada vez m ás cualificadas, con una d eterm in ad a actividad viviente hum ana o anim al. La acción dom inadora incide destru ctiv a m ente en la relación en tre la tie rra sobre la que se impone y los hom bres que la habitan. La tierra como háb itat es el suelo de la vida; la tie rra com o te rrito rio es el so lar de la dom inación. Es esta fetichización, que allan a toda concreción cualificada de la tie rra com o háb itat y la convierte en territorio, la que, abstrayendo de la p a tria cu al q u ier rasgo de querencia o m adriguera, constituye el hueco y d esnudo p atrio tism o territo ria lista , cuyo único posible contenido es el instinto de dom inación. No obstante, es ju stam en te este c ru d o y vacío feti chism o territo ria lista , tan estrecham ente atad o a la idolatría de la bandera, lo que hoy la gran m ayoría
de los hom bres —ya estén en contra, ya estén a favor— suele entender por patriotism o. Pero si la pa labra «patria» puede s e r todavía recuperable en un sentido hum ano, lo prim ero que h a b ría que d e ja r bien sentado y sin equívoco posible es que no puede haber am or a tal patria restaurada que no sea al m is m o tiem po odio al territorio. Los rastro s o las reliquias de te rrito ria lid a d que aún pueden adivinarse en cu a lq u ier hábitat recons tituido tra s un secu lar período de m ayor o m enor sosiego h istórico no son sino las cicatrices que a te s tiguan la violencia ab stractiv a de antiguos vendava les de dom inación. Por ejemplo, la América de lengua castellana no ha podido borrar, a raíz de su inde pendencia, y a despecho de toda voluntad co ntraria, las antiguas fro n teras de audiencias, v irrein ato s o cap itan ías establecidos por la A dm inistración esp a ñola, sino que, salvo insignificantes m odificaciones, perviven todavía hoy com o fronteras in tern acio n a les, form ando una retícula que es el cicatrizado pero indeleble estigm a de la co n q u ista y la dom ina ción hispana. ¿Qué grado m ás inhum ano de ab s tracción p o d ría im aginarse que el que com porta el hecho de que una sim ple desavenencia individual en tre conquistadores com o la que hubo entre P izarra y B elalcázar haya llegado a p erp etu arse po r fronte ra entre los actuales territo rio s nacionales del Ecua d o r y del Perú? El correlato ecológico de la abstracción y cadaverización que sufre un h áb itat cuando el c riterio de la dom inación lo fetichiza en territo rio encuentra un buen ejem plo en la am enaza con que los b u itres de hierro del m ilitarism o se ciernen sobre la finca de Cabañeros. Por lo dem ás, si la abstracción territorializadora es la concepción propia de la dominación, nada tiene de extraño que sea tam bién la concepción predom inante del m ilitarism o. Y, ciertam ente, la m a nifestación m ás expresiva y m ás ilustrativa de seme296
j;>nte concepción territo rial, con todo su c a rá c te r in hum anam ente abstractivo respecto de cualquier con creta cualificación com o h áb itat viviente, nos la ofreció el a lm iran te Liberal Lucini con aquella céle bre declaración según la cual la Península Ibérica le m erecía n ad a m enos que la estim ación de «bom bón geoestratégico». La ban d era es, en fin, específicam ente, el in stru m ento y el vehículo sensible p o r el que cobra vigen cia tal clase de abstracciones fetichistas, inherentes a toda identidad, que es siempre, activa o virtualm ente, antagonism o, fu ro r de predom inio, odio y so b er bia. Por eso, todas las banderas esconden, a la postre, Iras sus lindos colorines, el siniestro black jack de los piratas: el e sta n d a rte de la calavera y las tibias cruzadas sobre cam po negro. El black jack es la ban dera que dice la om inosa y tenebrosa verdad de to das las banderas. El País, 30 de agosto de 1987
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Apunte sobre la W iedervereinigung
La afirm ación del can ciller de la RFA, Helm ut Kohl, tachando de «antihistórica» la división de Ale m ania, no sólo me ha hecho p e n sar que eso, el ser antihistórica, si es que lo es, seria justam ente lo bue no que ten d ría, sino que tam bién me ha traído a las m ientes el texto de una conferencia leída p o r Max W eber en M unich el 22 de octu b re de 1916, bajo el título de «Alemania entre las grandes potencias euro peas». ¡Ay!, es inevitable que sean precisam ente los autores que uno m ás estim a y h asta quiere los que pueden d a rle a veces los m ás grandes disgustos. La inteligencia, el saber, la lucidez absolutam ente ex cepcionales de Max W eber no bastaron, por d esgra cia, para que, en puntos de política concreta, dejase de ser sentim entalm ente un bism arckiano. A un hom bre com o él no sería sino hacerlo de m enos convali d arle el tran ce de la fecha de la conferencia (o sea, en pleno tira y afloja del «infierno de Verdun») como un atenuante de su lam entable contenido. L am enta ble y h a sta indigno, al m enos en el pasaje en el que, muy consciente de que está hablando en la capital de Baviera, evoca una no m enos indigna histriona298
da de aquel com ediante tan llorón com o iracundo míe fue el llam ado «C anciller de hierro», ensalzán dola com o ejem plo del «grandioso estilo de la polí tica alem ana de aquellos días»; histrionada que tuvo p or escenario el B undesral y en la que, tra s haberse locado «el escabroso tem a de los derechos de rese r va de Baviera», B ism arck vino a decir: «Por cierto, bajo la influencia de la guerra, el clim a político en Alemania y h a sta en la propia Baviera era tal que, con una presión mayor, hab ríam o s podido obtener m ucho m ás del gobierno bávaro. Pero —continuó, tendiendo la m ano por encim a de la m esa al pleni potenciario bávaro—, cu ando un am igo ha puesto su m ano en la mía, yo no la m achaco», y estrechó su m ano con la del plenipotenciario. C uesta y duele tener que a c e p ta r que tan innoble pantom im a pudiese conm over a un hom bre com o Weber. Pero, aunque ya la sola expresión, la noción misma, de «grandioso estilo» es, po r m éritos propios, m aloliente, y an ticip a el hedor final del texto ente ro, la anécdota del Bundesrat no es m ás que un de talle lateral dirigido a renovar los posibles fervores bism arckianos en los concretos corazones bávaros del auditorio, y no la intención tem ática central de la conferencia. Para a p re c ia r cabalm ente la m alicia V la m alignidad ideológica de ésta, lo m ás indicado es. a mi juicio, e x trap o lar prim ero los pasajes que, en sí m ism os, p resentan la ap arien cia m ás noble y m ás plausible, para después volverlos a in sc rib ir en el contexto que los c ircu n stan cia y condiciona, reconduciendo, p o r así decirlo, su tom a de sentido. Va yamos, pues, d irectam ente a ello: «¿Por qué nos hemos convertido en una gran poten cia?, nos preguntamos finalmente. /Son quizás las na ciones que no constituyen grandes potencias, las «pequeñas» naciones —los suizos, los holandeses, los daneses, los noi uegos, los propios suecos, menos im portantes? A ningún alemán se le pasa por la cabeza semejante idea. / En la existencia histórica de los pue
blos, tanto las grandes potencias como las naciones geográficamente pequeñas poseen una misión perm a nente. Ciertamente, una gran potencia de setenta mi llones de habitantes [no sé de dónde saca Weber estos setenta millones, pues el II Reich nos los tenía; acaso le salían de sum ar todos los germanoparlantes, inclu yendo a los austríacos y algunas m inorías como los «centenares de miles de colonos alemanes en Curiandía», los sudetes, etcétera] puede hacer lo que no pue den un cantón suizo o un Estado como Dinamarca. Pero en mucho aspectos puede hacer menos que ellos. Así ocurre tanto en el campo de la cultura como en el de los propios y verdaderos valores políticos. Sólo en los pequeños Estados, donde la mayor parte de los ciudadanos se conocen uno al otro o pueden llegar a conocerse, donde —aunque ya no se reúna toda la población en una plaza, como en Appenzell— la ad ministración puede ser controlada por cada uno de sus habitantes, al menos como en una ciudad media, sólo allí tenemos la democracia genuina, sólo allí es verdaderamente posible una genuina aristocracia, ba sada sobre la confianza personal y sobre las presta ciones individuales. / En un Estado de masas, ambas cosas se alteran hasta el punto de hacerse irrecono cibles: la burocracia —en lugar de una administración elegida por el pueblo o confiada a título honorífico—, el ejército adiestrado —en lugar de la milicia popu lar— se convierten en hechos necesarios. Esta es la suerte inevitable del pueblo organizado bajo la for ma de Estado de masas. Por este motivo el suizo Jakob Burckhardt, en su libro Reflexiones sobre la historia universal, ha definido la potencia como un ele mento del mal en la historia. Todos consideram os como una decisión del destino el hecho de que un pue blo que participa de nuestro patrim onio étnicocultural [se refiere, evidentemente a Suiza'] haya te1. Appenzell, citada más arriba, es la capital de un cantón sui zo, que se ha distinguido, por cierto, el año pasado, por haber vo tado en concejo abierto —tal como señala Weber—, y al que muchos varones acudieron con el sable al cinto —en m ilenaria imitación de los comitia centuriata romanos, como expresión sim bólica del vínculo entre ciudadanía y capacidad para las arm as —cuestión tratada por el propio Weber en Economía y sociedad—, la exclusión de las mujeres del derecho al sufragio.
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nido la venturosa suerte de poder practicar las virtu des propias de un pequeño Estado y producir su pro pio florecimiento». Tan g en e ro so d e rro c h e d e a d m ira c ió n y de te r n u ra p o r las p e q u e ñ a s n a c io n e s (con todo, m ás ju s tif i cado q u e el q u e el p re s id e n te G onzález h a q u e rid o d ila p id a r re c ie n te m e n te en favor de la m á s g ran d e) p o d ría in d u c irn o s a p e n s a r q u e W eb er la m e n ta p e r te n e c e r a un E sta d o de m a sa s d e se te n ta m illo n es de h a b ita n te s c o n s titu id o a d e m á s en g ra n p o ten cia m u n d ial, con su fé rre a s y h e la d a s e s tr u c tu r a s b u ro c rá tic a s y su so cied a d civil d is u e lta y a to m iz a d a en a n ó n im o s e in te rc a m b ia b le s in d iv id u o s, y a ñ o ra los b u en o s viejos tie m p o s en q u e A lem an ia e ra u n rico y v a ria d o m o saico de p e q u e ñ o s rein o s, de p rin c ip a dos, d u ca d o s, o b is p a d o s y c iu d a d e s lib res. P ero no hay n a d a de éso: ni la te r n u r a p o r los p eq u e ñ o s p a í ses ni el la m e n to p o r la s o m b ría , a u n q u e « n ec esa ria», im agen d e la g ra n p o ten cia son, co m o verem os, al m en o s con re sp e c to al d e s a rro llo y la in ten ció n de este texto concreto, o tra c o s a q u e lá g rim a s de co codrilo. Pero, a n te s de seguir, cre o lleg ad o a q u í el p u n to de in tro d u c ir la o b serv ació n , h is tó ric a m e n te d ia c rò nica, de q u e no es n e c e sa rio lle g a r al « E stad o de m a sas» ni a ó rd e n e s de m a g n itu d a b s o lu ta co m o el de los fa m o so s se te n ta m illo n es d e a le m a n e s de Max W eber p a r a e n c o n tra r, re sp e ta n d o ta n sólo la re la ti vidad p ro p o rcio n al de m ag n itu d es e n tre u n o s y o tro s tiem pos, re la c io n e s d e ca u sa-efecto fo rm a lm e n te an á lo g a s en el pasado. P odem os re tro c e d e r al entresiglo XV-XVI p a r a q u e la d e s a p a ric ió n en el II R eich del p riv ileg io de e je rc e r e so s « p ro p io s y v erd a d e ro s valores p o lítico s» q u e con ta n tie rn o e n c a re c im ie n to finge e n v id ia r n u e stro a u to r en los p e q u e ñ o s E s tad o s su b s is te n te s se nos c o n v ie rta en u n a esp e cie de dejá vu tran sh istó rico : bastó , en efecto, en E spaña, 301
la unidad nacional incoada y protagonizada p o r las coronas de Castilla y de Aragón —que contarían, p o r junto, en tre los ocho o nueve m illones de h a b ita n tes—•, con la política de gran potencia europea que, casi com o un efecto necesario, se desencadenó a raíz de sem ejante unión, para que de ello redundasen con secuencias políticas in tern as sorprendem ente a n á logas —abstrayendo, naturalm ente, las diferencias de vestido y guardando la proporcionalidad de m agnitu des—•, a las que, con la fundación del II Reich po r la cirugía bism arckiana, alteraro n la fisonom ía de Alemania h a sta h acerla tan «irreconocible» —p o r u sa r la m ism a expresión que aplica W eber— respec to de su propia im agen anterior, com o incom para ble con la de los pequeños países de su entorno. Así el control d irecto y autónom o de los negocios p ú b li cos m ediante las m ag istra tu ra s locales electivas de la E spaña m edieval se vio m ediatizado y capitidism inuido p o r la in stauración de los corregidores, de signados p o r el poder central (y ancestros, dicho sea de paso, de los gobernadores civiles de hoy en día); las m ilicias concejiles, figura medieval de la «milicia popular» de que habla Weber, se fueron extinguien do, au nque no sin resistencia, p rim ero m ediante tí m idos y en ocasiones fru stra d o s intentos de leva obligatoria nacional (i de cada 12 varones com pren didos entre los 20 y 50 años, pero no so rteado sino elegido con a rreg lo a c riterio s de ap titu d , en la leva de 1495) y m ás tard e po r el m ercenariado, de extrac ción casi siem pre m arginal, que form ó el núcleo de los tercios im periales; y por últim o la abolición del «concejo abierto» (especialm ente vivaz y celoso de su au to rid ad en las c u a tro com unidades del Aragón m eridional, es a saber: Calatayud, Daroca, Teruel y A lbarracín, cread as por las c a rta s de población de su reconquistador, Alfonso el B atallador), esto es, la reunión del com ún de vecinos en la plaza, para deli b e ra r sobre negocios públicos, literalm ente com o 302
en Appenzell, tan rom ánticam ente evocado por Max Weber. No es un paralelism o artificioso; lo artificioso sería, a mi entender, a trib u ir tan ta im p o rtan cia a las diferencias de los tiem pos, com o para conside rar casual el hecho de que los rasgos que W eber enum era com o privilegios cuya desaparición hace irreconocible la fisonom ía política de la Alem ania u n itaria del II Reich guarden tan rigurosa analogía con los rasgos de dem ocracia m edieval que la uni dad de E spaña, con la concom itante política de po tencia lanzada sobre E uropa y el Mogreb, se llevó por delante p ara siem pre. Y tal analogía ¿no vendría a convalidar, por una parte, la afirm ación de Burckhardt señalando la potencia com o fuente de m ales —o del m al— en la historia, y, por otra, una trágica y fatal vinculación entre política de potencia y uni dad? O rtega y Gasset, en un pasaje del p rim e r cap í tulo de su España Invertebrada —y reuniendo para el caso su h o rteril adm iración por la grandeza con su m ás selecta c u rsilería e stilístic a —, al tra ta r de evocar en fantasía el m om ento en que M ommsen, en su Historia Rom ana, se dispone a iniciar, tras los prelim inares, el relato de los hechos, escribe lo si guiente: «La plum a en el aire, frente al blanco papel, M ommsen se reconcentra para elegir la prim era fra se, el com pás inicial de su hercúlea sinfonía. [...] La plum a su cu len ta desciende sobre el papel y escribe e stas palabras: Im historia de toda nación, y sobre todo de la nación latina, es un vasto sistem a de in corporación». Inspirado en esta «suculenta» frase del adm irado historiador, O rtega inventa la gran virtu d histórica que bautiza com o «potencia de in co rp o ra ción» (o «de nacionalización», ya que con am bos nom bres la designa) y que enseguida hace propia de Castilla, para encarecerla com o la virtud por la cual ésta protagonizó la form ación de la unidad de E spa ña. No es m ucho suponer, p o r consiguiente, que lle 303
gase a se n tir la m ism a adm iración por la P rusia bism arckiana, y un indicio de ello puede se r el hecho de que fuese a e c h ar m ano ju stam en te del vocablo alem án y tal vez bism arckiano W eltpolitik para m en ta r la política de potencia que la unidad de E spaña inauguró: «El resu ltad o fue que, po r p rim era vez en la historia, se idea una Weltpolitik: la unidad esp a ñola fue hecha p ara intentarla» (Ortega y Gasset, España Invertebrada, 4. «Tanto monta».) Pero volvamos a Max Weber. Al final del pasaje ci tado, que a rra n c a b a con la pregunta «¿Por qué m o tivo nos hem os convertido en una gran potencia?», repite, en otros térm inos, el m ism o interrogante: «En efecto, ¿ p o r qué hem os asum ido voluntariam ente el cam ino de este destino político?» (Pregunta en la que conviene su b ray ar un rasgo m uy alem án y a la vez característico de todos los devotos de la historia: ha cer com patibles los opuestos voluntad y destino; ras go que en N ietsche, au nque en el plano personal, se enfatiza h asta p ro clam ar com o d eb er el de a m a r el propio destino.) Y acto seguido se contesta: «No cier tam ente, p o r vanidad, sino en razón de n u e stra res ponsabilidad ante la historia. [...] Un pueblo de setenta m illones de habitantes, ubicado entre las po tencias conquistadoras del mundo, tenía el deb er de transform arse en un E stado de gran potencia. Debía mos se r una gran potencia, e incluso, p ara poder h a cer se n tir nu estro peso en las g randes decisiones sobre el fu tu ro del m undo, debíam os a rrie sg a r esta guerra». [...] «Lo im ponía el honor de nuestro p a tri m onio étnico-cultural». [...] «No sólo está en juego nuestra existencia. Las pequeñas naciones viven en torno a nosotros a la som bra de n u e stra potencia. ¿Qué sería, sin ella, de la independencia de los es candinavos? ¿Qué sería de la de H olanda y de la del Tesino, si Rusia, Francia, Inglaterra e Italia no se vie ran ya obligadas a tem er a nuestro ejército?» La om i sión de Bélgica en esta enum eración de pequeñas 304
naciones protegidas responde, obviam ente, al hecho de que ese ejército ya la tenía invadida desde 1914, si bien, en otro pasaje de la conferencia, rechaza cual q u ier pretensión anexionista sobre Bélgica po r p a r te de Alemania, justificando, no obstante, la invasión po r el hecho de que Bélgica haya preferido confiar su n eu tralid ad a la protección anglofrancesa antes que a la alem ana: «En realidad, el elem ento decisi vo fue que Bélgica fortificó sus fro n teras con noso tros, al tiem po que qu ed ab a en condiciones de no poder defender de ningún m odo sus fronteras fren te a un a ta q u e de Francia y, sobre todo, de Ingla terra». Así que Alem ania atacan d o a Bélgica sería sólo un m ero brazo ejecutor, señalado po r «el d esti no», de una especie de castigo histórico contra Bél gica, po r no h a b e r sabido reconocer quién era el verdadero protector de las pequeñas naciones, pues, m ás adelante, afirm a: «N osotros tenem os un interés cu ltu ral en que la integridad étnica flam enca no de genere, y un interés político en que no sea globalm en te influida en un sentido francés». Pero tan generosa com petencia p o r arrogarse, en exclusiva, la protección de las pequeñas etnias o n a ciones, que W eber eleva incluso a «responsabilidad ante la historia», am én de se r la vieja co a rtad a —no sólo alem ana— de toda política de gran potencia, re cuerda dem asiado las g u erras entre bandas de gangsters por el m onopolio de la «protección» de uno u otro b a rrio de Chicago. Pero, ya en su artícu lo «En tre dos leyes», publicado ocho m eses antes de leer la conferencia que vengo com entando, Max Weber, tras reco rd ar tam bién (ya que el artícu lo tiene por motivo u n a polém ica con pacifistas suizas), no sin respeto, la apreciación del h isto ria d o r suizo Burckhardt sobre «el c a rá c te r diabólico de la potencia», se digna reg alar el oído de los suizos con sus expre siones de tern u ra por los pequeños países: «No sólo las p u ras virtudes cívicas y la genuina dem ocracia. 305
aún no realizada en ninguno de los grandes E stados, sino tam bién los valores infinitam ente m ás íntim os y, sin em bargo, eternos, únicam ente pueden florecer en aquellas sociedades que renuncian a la grandeza política». Pero tan noble reconocim iento «de las pu ras virtudes cívicas y la genuina dem ocracia» que sólo las pequeñas naciones com o Suiza tienen la di cha de poder d isfru ta r va a revelarse, en un pasaje u lte rio r del m ism o artículo, solam ente una c o a rta da m iserable p ara d arse m ayor au to rid ad en sus re proches al pacifism o suizo: «En la neu tralid ad a n tim ilitarista de los suizos y en su rechazo de la po lítica de potencia [«política de potencia» que en aquel m om ento consistía nada m enos que en h ab er desen cadenado la g u e rra en toda Europa] tam bién existe en este m om ento una dosis de incom prensión ver daderam ente farisa ica del c a rá c te r trágico de los deberes históricos que recaen sobre un pueblo cons tituido en gran Estado». ¡Oh, Suiza ingrata, que, teniendo la ventura de poder d isfru ta r los cuasi-pastoriles privilegios políticos de una m oderna Arcadia, no qu ería co m p ren d er h a sta qué punto su dicha m ism a era acreedora al trágico destino que la his to ria había im puesto, com o responsabilidad ine ludible, a la gran A lem ania del II Reich! Respecto de esa responsabilidad ya ha dicho en un párrafo an te rio r del m ism o artículo: «Nos llam arán (las generaciones venideras y sobre todo nuestros propios descendientes) a nosotros [su brayado de Weber] a responder, y con razón, porque som os un gran Estado, y porque, a diferencia de aquellos "pequeños" pueblos podem os lanzar sobre la balanza n u e stro peso, el peso de n u e stra posición respecto de este problem a de la historia. Y p recisa m ente por eso gravita sobre nosotros y no sobre di chos pueblos el m aldito deber [subrayado mío] y la obligación a n te la historia, es decir, frente a la pos teridad, de contraponernos al som etim iento del m un 306
do entero por p a rte de esas dos potencias [Rusia e Inglaterra, «con un agregado, tal vez, de raison la tina»]. Y en este punto, tal vez porque una arriérre pensée, ligada a la m ism a tradición, tan alem ana, de beaterio por la G recia Clásica, que le hace se n tir tan ta te rn u ra p o r «las p u ras v irtu d e s cívicas y la g e n u in a d e m o c ra c ia » de la s p e q u e ñ a s n a c io n e s, puestas en casi p a lm a ria analogía con las ciudadesestado de la Hélade, le ha hecho se n tir la creación del II Reich com o algo equivalente a la del Im perio Ateniense, m ediante la Liga m arítim a de Délos, de fensora tan to de la c u ltu ra helénica frente a los b á r baros de O riente (Im perio Persa, antaño; Im perio Ruso, hogaño), com o de la dem ocracia ática en las islas y en la Jo n ia frente los pujos hegem ónicos de E sp arta (hoy G ran B retaña, au nque se hayan in te r cam biado los papeles en la form a de dom inio, esto es: m arítim a o terrestre), en este punto, decía, el a rtícu lo adquiere, consciente o inconscientem ente, perceptibles resonancias del segundo discurso de Pericles (Tucídides, libro II, capítulo IX): «Si nos su s trajésem os a este deber, el Reich alem án sería un costoso e inútil lujo de c a rá c te r nocivo para la civi lización, que no hab ríam o s debido perm itirnos...» Tales acentos pericleos recu rren en los p árrafos finales de la conferencia, acentuados, incluso, con la idea del «no poder volverse atrás» (y recuérdese que Pericles tam bién defendía su guerra contra la nacien te crític a de los pacifistas, a quienes —al igual que W eber tacha de farisaicos a los suizos— reprocha ba el q u e re r d arse tono de ju sto s y virtuosos): «Si n o h u b ié se m o s q u e rid o a r r ie s g a r e s ta g u e rra , en to n c e s h a b ría m o s p o d id o re n u n c ia r a la c re ació n del R eich y c o n tin u a r e x istie n d o co m o u n p u e b lo d e p eq u e ñ o s E sta d o s. [...] N u e stro d e s tin o es q u e n o so m os u n p u e b lo d e sie te m illo n es sin o u n a n ac ió n de s e te n ta m illo n e s d e a le m a n e s. E ste h e c h o h a c o n s ti tu id o esa irrev o cab le resp o n sa b ilid ad an te la h isto ria,
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de la cual, aunque hubiésemos querido, no podíamos sustraem os. Es eso lo que es preciso considerar permanemente si se nos plantea hoy la pregunta sobre el «sentido» de esta interm inable guerra. El peso de este destino que debemos soportar ha elevado a la na ción, bordeando precipicios y el peligro del derrum be, sobre el escarpado camino del honor y de la gloria —del cual no hay posibilidad de retorno— hacia la límpida y estim ulante atmósfera donde opera la his toria universal, en cuyo adusto pero poderoso rostro ha debido y podido mirar, para imperecedera memo ria de la posteridad.»
Final de conferencia, donde, sobre el acorde de «ha elevado la nación», tam bién los conm ovidos ecos de Pericles se tran sfu n d en de pronto y elevan la solem nidad de los com pases h a sta el m ás alto pathos de la grandiosa tach u n d a hegeliana. Inédito e inconcluso de 1990
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O R eligión o H isto ria
E l siguiente fragm ento es la prim era parte de un texto que surgió de esta manera: don José Luis Aranguren m e ofreció participar con él en ciertas «jorna das culturales» de Navarra, que tendrían lugar en agosto de 1984. E n nuestro núm ero él haría de preguntador y yo de contestador o para usar las deno m inaciones de los núm eros de payasos — m uy adecuadas a una jornadas cuyo lema era «La cultura es una fiesta»— él haría de clow n y yo de augusto. Yo le pregunté que cuál sería el argum ento y él m e dijo que lo escogiese yo. Como por entonces había an dado yo leyendo el ensayo de Max Weber sobre el Confucianism o y tom ado m uchos apuntes, le propuse que hablásem os sobre la religión; el profesor Aranguren se m ostró de acuerdo y todavía le rogué que m e preparase un cuestionario. Así lo hizo, pero yo no pude cum plim entarlo todo por extenso; de m odo que m e presenté en Navarra con estas páginas, que cu brían sólo una parte del cuestionario, m ientras el res to de éste iba contestado sólo en apuntes. Jm fiesta fue en Sangüesa y tuvo poco que ver con lo que yo había imaginado. Tratando de cu m p lir siquiera par311
cialm ente con m i contrato o com prom iso con el p ú blico, q u ise que al m e n o s esta s p á g in a s se reprodujesen a m ulticopista y se distribuyesen a los asistentes, pero com o la cultura era a llí una fiesta, los organizadores no pudieron siquiera disponer de tan ú til aparato de reproducción de textos. A sí que m e volví a M adrid con estos papeles y hasta hoy. Otras circunstancias han dejado en suspenso el posi tivo propósito de continuarlos según un programa bien determ inado. A fortunadam ente, lo que ahora ofrezco escrito tiene la unidad que le presta el llegar justam ente hasta el p u n to en que la marcha del tex to decide que el título pertinente no puede ser otro que el de la drástica disyuntiva «O Religión o H isto ria», de manera que pueda presentarse com o una in troducción. De las preguntas del profesor Aranguren, transcribo sólo las contestadas, om itiendo las que no llegué a contestar por extenso, asi com o las que no supe contestar por ignorancia, com o una que hace re ferencia a Bergson, cuya obra desconozco, y otra que se refiere a la diferencia entre sky y heaven, pareja sem ántica que m e es del todo nueva en el tratam ien to de las religiones. Prim era pregunta de Aranguren: Me dijo que po díam os h a b la r de «lo divino y lo hum ano». Tradu ciendo, entiendo que podem os h a b la r de religión y de lo que m ás se acerca, en la tierra, al «paraíso» re ligioso. ¿Cree que el p araíso terren al o el Edén de la Biblia es u n a im aginería típicam ente religiosa o está m ás bien en la línea de la «Arcadia», de la Atlántida, de El dorado, es decir, de un p araíso pasado, perdido y, en el m ejor de los casos, recuperado o re cuperable, pero que, de todos m odos, es o fue real, en el sentido fuerte de la palabra? R espuesta a la 1.a pregunta: Le propuse hablar de lo hum ano y lo divino, pero haciendo el chiste inten cionado, au nque no sé si inútil, de ir contra el sen ti 312
do usual de esta expresión, que quiere decir h a b la r de toda clase de cuestiones inm otivadam ente en la zadas y repasadas, p ara referirm e, p o r el contrario, a algo sum am ente específico, la cuestión de los hom bres y sus dioses o creencias (o m ás bien de sus e sti m aciones sobre el bien y el m al del m undo —digo «del m undo», incluyendo todo m undo posible o pen sado, y no sólo «este m undo»—, punto en el que la esfera propia de la religión se deslinda claram ente de la de la ética y la moral, pues éstas lim itan su cam po al «bien obrar» o el «mal obrar» del hom bre, cosa que tiene m ucho que ver con el bien y el mal del m un do, pero que no se le identifica en m odo alguno; la ética no trata, po r ejem plo, de la m aldad o la bon dad del C reador y su creación, que es tem a propio de la religión). Se tra tab a , pues, de q u ita rle a la ex presión toda su genericidad extensional, conserván dola, sin embargo, para aprovechar su carga enfática en el sentido jerá rq u ic o de a firm a rla com o cuestión de cuestiones, o cuestión m uy específica en su con tenido, pero de m áxim a generalidad en sus alcances. El tiempo, concebido com o cosa obviam ente obje tiva, tiene no poco de superchería; y no hace falta llegar a las tendencias referencialistas de ciertos ló gicos anglosajones p ara se ñ ala r esa objetivación, que, lingüísticam ente, equivaldría a una especie de sem antización; ya era, en la gram ática y, derivada mente, en la epistem ología (aunque aquí, por lo poco que tengo entendido, hay que hacerle honor a Kant), uno de los grandes prejuicios y perjuicios derivados de h ab er erigido hace ya siglos la gram ática lati na po r m odelo universal de todas las gram áticas —achaque que ni aun hoy creo que se haya acabado de re p a ra r del todo—, pues el latín se p resta acaso com o ninguna otra lengua conocida a esta equívoca reificación de la tem poralidad. Ello tiene, a mi en tender, la m ás estrecha relación con el hecho de ha b e r privilegiado la frase asertiva com o oración 313
neutra, presu n tam en te no m odal, presum iendo que en ella el hablante se refiere, com o un testigo im parcial, inm ediatam ente al denotatum , a las cosas, sin m ediación de la subjetividad en cu an to actitud. (Tal vez la teo ría del acto intencional de H usserl po d ría llevarnos a la aparentem ente extrem osa conse cuencia de que en una oración declarativa habría que buscar, en principio, tan ta p a rte de «actitud su b jeti va» com o en una injuria.) Pero tam bién para la fra se asertiva vale el principio de que la relación del hom bre con el m undo está m ediada por la relación del hom bre con el hom bre, y, en consecuencia, h a b ría que c o n clu ir que tam bién los llam ados «tiem pos verbales» son índices que afectan al decir m ism o y no a lo dicho; y siendo este últim o c a rá c te r el que caracteriza p a ra m uchos a los llam ados «modos» queda desvanecida y an u lad a la clásica distinción, y los «tiempos» vienen a ser, a este respecto, tam bién «modos». No es que quiera u n ir yo los verbos decla rativos con los desiderativos y fam ilia, pues sería ne g ar un hecho gram atical tan relevante com o el de su diferencia de rección, con indicativo y subjuntivo, respectivam ente. Sólo quiero poner el acento en la consecuencia ilegítim a de que los tiem pos —o sea el modo indicativo— sean puestos fuera de la «mo dalidad»; hay gram áticos que hasta definen el indi cativo com o «no modal», lo que para ellos equivale a co n sid erar inhibida en el indicativo c u alq u ier po sible actitu d positiva en el hablante, con lo que im plícitam ente rem iten los llam ados «tiempos» a datos objetivos de lo dicho, lo que es una m anera de semantización. Los tiem pos deb erían ser considerados com o a m odo de m odos de los uerba dicendi. El a b u so m ás resonante y m ás perjudicial recae sobre el futuro, al que suele otorgarse la m ás im pertinente —y, por sus consecuencias, m ás m o rtífera— reali dad. Si bien todavía El B rócense a c ertó a p ercib ir y a a c en tu a r su c a rá c te r m odal —y, en cierto senti 314
do, praxiológico—, diciendo: «futuro para prometer». La prom esa y la profecía —que tan to tienen que ver con las religiones— son asertos, pero ¿quién o saría decid ir si el fu tu ro que se usa p ara ellas es una m o dalidad del d e c ir o un dato de lo dicho? Por eso me parecen vanas y h a sta nocivas las creencias o afirm aciones de existencia acerca de un ayer o de un m añana. Una creencia «realista» sobre el m ito del jard ín de Edén, lo m ism o si se proyecta hacia el «pasado», hacia el «futuro» o hacia am bas cosas a la vez, es deletérea para el m ito mismo, p o r que busca su legitim ación —y sin p e n sar prim ero si es que hay motivo para b u sc ar alg u n a— en lo dado o en lo posible, o sea, en lo existente. Por el c o n tra rio, tal vez la esencia de la actitu d y de la m entali dad religiosa (y esto se propone aquí com o postulado o axiom a inicial) consiste ju stam en te en el rechazo del principio de realidad com o c riterio válido para la determ inación del bien y el mal del mundo. Podría incluso decirse que com o dos cab ras m ontesas m uy bien encornadas, la «testarudez de los hechos», tan com placientem ente encarecida po r el culto al p rin cipio de realidad, y la cabezonería de la obstinación religiosa están d estin ad as a co rn earse frente a fren te, cada vez m ás encabronadas una contra otra. Para el religioso ni la ineluctabilidad es un argum ento p ara convertir el m al en bien, ni la im posibilidad lo es p ara convertir el bien en mal. Hay un prag m atis mo que incluso hace pecado del deseo de lo im posi ble, sin d arse cu en ta de que está in cu rrien d o en un arg u m en to —San Anselmo, pues in clu ir la im posibi lidad com o un defecto capaz de h a c er m alo el con tenido de un deseo equivale a in clu ir la existencia entre las perfecciones. La posibilidad no es una nota de perfección; en contra de ello, o sea, por conside ra r que sí lo es, m uchos «realistas» han dado hoy en co n sid erar inm oral al pacifism o en nom bre de su 315
p resu n ta im posibilidad. Aún así no se han atrevido a d a r el paso de relegar a la paz m ism a entre las co sas m alas, sino que, según el sagaz dicho de La Rochefoucauld de que «la hipocresía es el hom enaje que el vicio rinde a la virtud», se han visto obligados a h a c er e sta últim a, p ru d en te y circu n sp ecta reveren cia a la religiosidad hum ana, en el preciso sentido a rrib a dicho de «religiosidad» como rechazo del p rin cipio de realidad p o r c riterio p e rtin en te para d e te r m inar el bien y el m al del m undo. D ecir que la paz es buena a n ada com prom ete, si se añade que su im posibilidad hace, no obstante, m ala, inm oral, la con ducta que la tom a por objeto. El pragm atism o no osa aquí ser del todo consecuente, pues no se atreve a afro n tar la im popularidad de condenar la propia paz por im posible. H acer buena la paz y m alo el pacifis mo es ponerle una vela a Dios y o tra al diablo, lo que a m enudo suele ser tanto com o ponerle dos velas al diablo; si bien el dicho de La R ochefoucauld debe tam bién reco rd arn o s que cuando el vicio se siente obligado a re n d ir hom enaje a la virtud, es que ésta todavía pervive al m enos com o disfraz de convenien cia, com o ap a rien c ia prestigiosa; y algunas veces la v irtu d m ism a ha renacido ju stam en te de este sim u lacro que se sintió obligado a resp e tar el vicio, de tal m anera que la hipocresía puede e jercer la función am bivalente de proteger, por una parte, el vicio, y de salvaguardar, p o r otra, co n tra su voluntad, tan si quiera la im agen de la v irtu d perdida. El vicio cele b ra rá su victoria total el día en que pierda h asta la necesidad de g u a rd a r las ap ariencias, pues en éstas es donde la v irtu d podría c ifra r aún su últim a espe ranza. R esum iendo: aprem iado p o r la cuestión de la le gitim ación de las prom esas o las esperanzas de las religiones a p a rtir de la «realidad» p reté rita o fu tu ra de un p a ra íso perdido, recuperable o alcanzable, no sólo he rechazado com o pertin en te a «lo religio 316
so» tal clase de legitim ación, sino que de pronto ese
ivchazo m ism o (descrito com o «rechazo del p rin c i pio de realidad com o c rite rio pertin en te p ara d iri m ir sobre el bien y el m al del m undo») se me ha erigido com o nota esencial definitoria del e sp íritu ii'ligioso en general: es propiam ente religiosa la ac titud para la cual los argum entos de existencia, como l;i posibilidad o im posibilidad, carecen de toda vali dez en cuanto a d ictam in ar sobre el bien y el m al del mundo. Tal caracterización de la religiosidad, com o ivcién nacida, está todavía en pañales, y de m om en to no a c e rta ría a resp o n d er a quien m e interpelase sobre ella: confiem os en que los ejem plos y c o n tra s tes sucesivos la pongan en su sitio, ya que, lejos de ser ninguna conclusión, es un axiom a de partida. (En i uanto a la crític a del realism o tem poral, no he he cho m ás que seg u ir lo que consecuentem ente exige el ya viejo reconocim iento de las categorías g ram a ticales d e trá s de las categorías ontológicas de Aris tóteles; según esta inversión de perspectiva, no tiene que ser el Tiempo el que dé razón y explique los tiem pos verbales, sino éstos los que expliquen y den ra zón del Tiempo. C ontra e sta nueva perspectiva es contra lo que se procede cuando los «tiem pos ver bales» son contrapuestos a «los modos», consideran do a éstos com o afecciones del d e c ir y a aquellos com o determ inaciones de lo dicho.) Una copla andaluza dice así: «A la reja de la c á r cel / viene a verm e esta gitana; / tengo cadena perp e tua / y no pierde la esperanza». A mí, personalm ente, y sin el m enor prejuicio ni preconcepción teórica, oír en labios de otro la p alab ra «esperanza», que yo nun ca empleo, siem pre me ha dado, sin poderlo evitar, un sonido com o a m oneda falsa; siem pre me ha so nado a un cierto voluntarism o de los sentim ientos que depone en los hechos las expectativas de un ho rizonte m ás risu eñ o que les perm ita m ecerse en las tinieblas del presente. Tras cada nueva y recrecida 317
repetición de la catástro fe vuelve a ofrecerse el b ál sam o de la esperanza, como para inhibir una vez m ás las fuerzas de la desesperación. Pero, adem ás, m irán dola com o virtud, pesa siem pre un equívoco sobre la esperanza: el de si se m antiene en vilo po r la lla ma del puro corazón o si, en cambio, rem ite a la con fianza en el m undo y en las cosas; en todo caso, tan sólo p odría se r esa v irtu d po r la que pretende ser tenida, cuando alien ta y se m antiene, com o la de la gitana de la copla, a despecho de toda probabilidad o posibilidad; cuando, vuelta la espalda a todo cálcu lo, es sólo fidelidad incondicional. Si los hom bres estam os o no estam os condenados a cadena p erp e tua no es dato que concierna al alm a religiosa en lo que atañe a d isc e rn ir el bien y el mal del m undo; la ineluctabilidad de las cadenas no las haría ni un pun to m ejores, com o la falta de alas no nos hace el vo lar m enos deseable. Por eso el dato que nos im porta a gitanas y gitanos no es la legitim ación por un ayer efectivam ente habido o un m añana posible, sino la indisuadible e inalterable obstinación con que la idea del bien resiste a toda experiencia de lo dado. La re ligiosidad es esa obstinación. Un aforism o irónico, a la m anera de Juan de Mairena, que escribí hace algún tiem po decía así: «Sin embargo... ¡oh, sin embargo!, parecen adivinarse aquí y allá dispersas, débiles, in ciertas huellas de que tal vez ha habido, o ha podido haber, o, po r lo menos, ha q u erido haber, alguna vez, un m undo». Es la ob jeción ingenua contra la c ru d a y d u ra afirm ación «Jam ás ha habido un m undo», en que tím idam ente se atreve a a lz a r su «sin em bargo» una obstinación totalm ente indiferente a la confusión de to m a r por reliquias arqueológicas huellas que bien podrían no se r m ás que un déjà vu espejism o del deseo. La obs tinación religiosa no sólo rehúsa la necesidad de le gitim arse m ediante credenciales de docum entación histórica, sino que es positivam ente suspicaz ante 318
» ualquier apelación a un «haber sido», po r el tem or de que la inercia de unos precedentes se in terfiera i ii el im pulso de la aceptación. La legitim ación hislorica es irreligiosa, im pía, com o c u alq u ier o tra le gitim ación fáctica. La aceptación del p rincipio de realidad y su asunt ion positiva com o norm a ética nadie la form uló tan drásticam en te com o el rabí Don Sem Tob: «Si non es lo que quiero, / q u iera yo lo que es». N ada ha po did o decirse m ás im pío ni m ás irreligioso. No obs tante, ju stam en te a través de éste «quiera yo lo que es •>, de esta im pía voluntad de la conducta de aten er se de buen ánim o y con la disposición m ás positiva n lo que m ande la facticidad, es a través de lo que se lian deslizado las m ás torvas y m ás m iserables t om plicidades de las religiones positivas con el podcr del m undo, desde el m om ento en que la m ás horrenda e inhum ana de las facticidades puede legitim arse m ediante su adscripción a «voluntad di\ ina». Así en Fernández de Oviedo, Historia general \ natural de las Indias, libro XXXIII, capítulo XII: «Yo veo q u estas m udancas e cosas de grand ca lidad sem ejantes no todas veces anda con ellas la raS'on que a los hom bres paresce ques ju sta, sino o tra del inicion su p e rio r e juicio de Dios que no a p a n g a m o s ; y com o él es m ovedor de todo (o m ás servido de lo que subgede) e sin su voluntad ninguna cosa se puede concluir, tengam os po r m ejor lo que vemos eletuar, pues no se alcancan los fines para que se hacen las cosas; e de la providencia de Dios no nos i onviene p latic a r ni p e n sa r sino que aquello convie ne». Aquí vemos cóm o Fernández de Oviedo, para pa sa r del «si non es lo que quiero» («si con estas m udanzas y cosas no anda todas las veces la razón que a los hom bres parece que es justa») al «quiera vo lo que es» («tengam os p o r m ejor lo que vemos electuar») usa por m ediadora la in escru tab le volun tad divina («otra definición su p e rio r y juicio de Dios 319
que no alcanzarnos»). La religiosidad, cuya esencia es el rechazo del principio de realidad com o c rite rio para d irim ir sobre el bien y el m al del m undo, se traiciona capitalm ente a sí m ism a al esgrimir, bajo la advocación de «voluntad divina», el propio p rin cipio de realidad que ha rechazado. Con la voluntad de Dios p u esta po r testaferro del principio de reali dad, el im pío «quiera yo lo que es» puede incluso pa sa r po r una aspiración piadosa. El principio de realidad, expulsado del tem plo por la puerta, ha vuel to a entrar, bajo el nom bre de voluntad de Dios, por la ventana. N aturalm ente, el voluntarioso dios p e r sonal judeo-cristiano reunía ya las condiciones m ás idóneas para s e r tom ado com o testaferro de la irre ligiosidad: ¡cuántas tolerancias, com plicidades y has ta com placencias con el mal del m undo, cuántos crím enes e inhum anidades de sus m antenedores, se han aceptado, acatado, am parado, legitim ado y h a s ta bendecido bajo el nom bre de «voluntad divina»! Es notable c o n sid e rar de qué m an era una noción de Dios, al ex p lo tar su capacidad p ara co n stitu irse en su stitu to y h a sta sosias del p rin cip io de realidad, puede q u e d a r d iam etralm ente en fren tad a a la esen cia m ism a de lo religioso, convirtiéndose en paradig m a de lo impío. ¿Será esta convergencia de la religión positiva con el creciente culto a la facticidad —cuyo «atente a los hechos» sería ya vano tra ta r de d istin gu ir del viejo «acata la voluntad de Dios»— la señal del A nticristo? He señalado el c a rá c te r an tirrelig io so tan to de la sim ple falta de rechazo de la necesidad y la fatali dad como de cu alq u ier dem anda de legitim ación fáctica y en p a rtic u la r histórica. En la m ism a m edida en que los pueblos o las identidades étnicas o nacio nales son siem pre invenciones o engendros cim en tados en una legitim ación histórica, y po r lo tanto hijos de la im piedad y del pecado, resu lta rá que el rasgo de «universalidad» —en cuanto negación de ta 320
les diferencias— es una nota de lo religioso que se desprende po r sí m ism a del rechazo del principio de realidad —al cual, precisam ente pertenece la legiti mación h istó ric a —, sin que sea necesario a ñ a d írse la por un costado. Al c o n sid erarla com o algo que se desprende po r sí m ism o del rechazo del principio de realidad com o c riterio del bien o el m al del m undo, queda a p u n ta d a la vía por la que, m ás adelante, tra taré de esclarecer qué significa esa universalidad en cuanto rasgo necesario de «lo religioso». En cuanto al m ito del jard ín de Edén, un testim o nio de la obstinación religiosa que lo alienta, o al me nos lo alentaba, lo hallam os en el m odelo tradicional de cuento p o p u lar que genéricam ente podría ro tu larse com o «cuento de la condición». El esquem a res ponde a la fórm ula literaria general de la «peripéteia kai anagnorism ós», pero lo p ecu liar es que la pre m isa y el desencadenante de la p eripéteia consista en una condición. La situación inicial es un estado de constancia y de quietud, tal com o corresponde a la felicidad y a la inocencia; y en ocasiones la repre sentación de tal estado rec u rre ju stam en te a la figu ra de un jardín; el jard ín es un espacio inm anente, autorreferente, en equilibrio, no proyectivo, adinám i co, no orientado, no polarizado, caren te de sentido, lili en sí mismo, com o la felicidad. Pero, com o en el de Edén, surge la condición: a punto ya de p a rtir para una expedición de caza, el m arido entrega a la espo sa todas las llaves del castillo, incluida la pequeña llave de oro del c u a rto de la torre, co n tra cuyo uso, no obstante, la previene: «... pero g u árdate bien de e n tra r en el pequeño c u a rto cerrad o de la torre, et cétera». Pone, pues, todas las llaves en sus m anos, para que pueda u s a r de todas ellas, incluso de la del cu arto de la torre, aun advirtiéndola contra la ten tación de e n tra r en él, al igual que Yahvé pone al al cance de las m anos de Adán y Eva todos los árboles
del ja rd ín de Edén, incluido el de la ciencia del bien y del mal, diciendo: «De todos los árboles podéis co mer, pero g u ard ao s bien de com er del árbol de la ciencia del bien y del m al, etcétera». En uno y otro caso, la p rem isa del argum ento es la p ro p u esta de la condición (condición p ara co n serv ar la felicidad presente) y su infracción es el desencadenante de la peripéteia. La c u rio sid a d con que tradicionalm ente son infam adas las m ujeres llevará a la esposa a in fringir la condición; no bien abierto el pequeño c u a r to de la to rre se desatan de súbito todas las fuerzas y todas las fu ria s de la d esgracia y la necesidad; a p a rtir de ese instante toda la perip éteia co n sistirá en la lucha denodada contra esas fuerzas y esas fu rias hasta vencerlas y alcanzar el happy end del anagnorism ós, que no consiste sino en la restauración del jardín originario. No sé si este tan característico m o delo de cuento p o p u lar está tejido sobre el propio m ito bíblico del ja rd ín de Edén o p a rticip a de otras mitologías, pero, sea como fuere, la persistencia del m ito p arece a te stig u a r que el e sta d o del hom bre siem pre ha sido sentido com o un estad o de infelici dad, y, lo que es m ás im portante, que toda la expe riencia a c u m u lad a de la p erd u rab ilid ad y la constancia de esa infelicidad no ha b astad o p a ra de ja r de co n sid erarla com o anóm ala, sino que, contra toda evidencia, co n tra el a p la stan te y a n o n ad ad o r desm entido de los hechos, sigue el hom bre sin tién dose nacido p a ra otro m uy d istin to y, po r supuesto, m ás feliz estado. R em itir el origen de la infelicidad a algo que se hizo, en un principio, mal, es negarle a la infelicidad las credenciales de condición conna tu ral al hom bre y a su m undo. A despecho de la to tal y asoladora falta de experiencia de un bien del m undo nunca conocido, sigue siendo el constante y perdurable m al lo reputado com o anom alía. La cien cia del bien y del mal —del bien y el mal del m undo— no es una ciencia em pírica; antes, p o r el contrario, 322
os ju stam en te la m enos em p írica que quepa im a ginar. Sin embargo, los hombres, pervertidos, al igual que Don Quijote, p o r ta n ta s y ta n ta s h isto ria s de aventu ras, han acabado por sacarle m ás sab o r y h allarle m ás sentido a los ard u o s e in ciertos avatares de la peripéteia (por lo dem ás, sentido propiam ente dicho lan sólo é sta lo tiene; la felicidad, p o r se r fin en sí misma, carece de sentido); la fuerza y la voluntad que han de ap licarse a sa lir victoriosas de tales avatares dan lugar, a través de su ejercicio, a una hip ertro fia in strum ental, que hace de la función fin en sí m is ma, com o un órgano m ayor de lo que pide su necesi dad orig in aria que se pusiese a d e m a n d a r funciones en que poder em plearse y ejercerse. Ociosam ente, se acaban inventando y p rospectando objetos y funcio nes tan sólo p o r d a r tra b a jo al in stru m en to y a p la c a r su insaciable dem anda de ejercicio. A la índole de este extraño anim al en que consiste el in stru m en to h ip ertro fiad o pertenece el sujeto del progreso. El progreso es una peripéteia que ha perdido cu alq u ier posible anagorism ós, y se ha convertido en fin en sí m ism a. Lo p eo r no es que el progreso com porte, com o todo el m undo sabe, un culto al instrum ento; lo peor es que sea la exaltación, la glorificación y la santificación del hom bre in stru m en tal. La m aldi ción que pesa sobre el hom bre del progreso es la de verse a rra s tra d o a una peripéteia sin fin, sin alcan z ar ja m á s el anagorism ós. Pero el m ito del Edén y el cuento de la llave del cu a rto de la to rre no sancio naban la p erip éteia sin fin del h om bre del progreso com o el destino y el devenir co n n atu ral a la propia condición hum ana, sino com o un estad o de infelici dad y de violencia originados po r una anom alía y di rigidos al anagorism ós de la restauración de la natal y natu ral felicidad perdida. El progreso, que nos fue despachado com o un instrum ento, se nos trocó en las m anos en su propio, redundante fin. El progre 323
so, que se autoproclam ó in stru m e n to p a ra a lc a n z ar el bien del m undo, ha acabado p o r convertirse en su renuncia m ás definitiva. Nota sobre la legitim ación. Toda legitim ación es, a la postre, irreligiosa; prim ero, porque no parece que pueda h a b e r o tra que la que consiste en un a n tecedente, en una corroboración docum ental, y, se gundo, porque consiste siem pre en un títu lo extrínseco al contenido de lo que legitim a, y lo reli gioso no puede ten e r m ás títu lo que el de la propia cualidad de lo que en ello m ism o queda m anifies to. La legitim idad es u n a a u to rid a d otorgada y re cibida. El bien y el mal del m undo no pueden d eterm inarse p o r sanción, p o r refrendo, p o r consen so o por convenio, como se determ ina lo legítimo. Por o tra parte, la necesidad de legitim ación es u n a pes te que inficiona hasta los tejidos m ás insospechados: ¿cuántos enam orados no caen en la tentación de le gitim ar su propio a m o r recu rrien d o a la pred estin a ción, que les perm ite concebirse nacidos el uno para el otro? Antes que reconocerse au to res de su propio amor, creadores originarios del bien que en ese am or han encontrado, prefieren su p o n er sobre sí m ism os las fuerzas su p erio res y exteriores de un destino; lo que les proporciona ese destino es la anticipación del hecho en sus designios, es el «estaba escrito», que legitim a aquello en que se cum ple. Tal vez todo pre sente especialm ente dichoso resu ltaría tem ible para el hom bre, si hubiese de percib irlo com o un hoy n a tivo, como un ahora origen de sí mismo, como el agua brotando en ese instante de su propio venero p rim o r dial, com o algo que, bajo ningún respecto, fuese re petición, retorno ni confirm ación de nada, sino que, de un m odo absoluto, d isfru ta se de la p u ra n a tu ra leza de principio. La dem anda de legitim ación, que en tan diversas m an eras se presenta, responde a la necesidad de protegerse contra la irresistib le a p a rición de tan d e slu m b ra d o ra especie de m ilagro. Ya 324
nólo el calendario, que legitim a con una notación e Inscripción a n ticip ad a los días venideros, es un seturo abortivo contra todo posible nacim iento de un ii>y inesperado. Las fechas están agazapadas en el calendario, igual que gatos ju n to a la ratonera, p ara m a ta r los d ías en el in sta n te m ism o de salir.
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Segunda pregunta: ¿Qué piensa, en relación con lo que acabo de preguntar, del Olimpo griego, del pa raíso celestial c ristia n o y de los otros lugares de bie naventuranza m ás allá de esta vida, según las diferentes religiones? Respuesta a la 2.a pregunta: Siem pre me ha pare cido que al m enos la progenie de los dioses de lo alto, que hallaron la m ás tenebrosa representación en el exclusivo y excluyeme Yahvé, m ucho m ás que satisfa cer —com o vulgarm ente se pretende— a la dem an da de la perplejidad hu m an a ante la n aturaleza (si <-s que la existencia m ism a de tal perplejidad es una suposición que pueda ser creída), vino a satisfacer la de su tu rb ació n ante las incongruencias del d es tino hum ano, ya sea individual, ya colectivo o h istó rico. Así com o el C ésar tiene la función de fiad o r de la m oneda, parece que la función fundam ental de Dios era la de F iador de la Venganza. Venganza no necesariam ente en el sentido e stric to de devolución ¡d victim ario p o r p a rte de la víctim a de la injusticia padecida, sino en el sentido am plio de ném esis o com pensación. En lo individual, vem os a Crises, en el prim er canto de la ¡liada, reclam ar de Febo la ven ganza que a él no le es dado tom arse p o r su mano. I '.n lo colectivo, el salm o 94 —por escoger uno entre m uchos— com ienza literalm ente: «¡Dios de las ven ganzas, Yahvé! ¡Dios de las venganzas, m anifiéstate! / álzate, juez de la tierra, da a los soberbios su m ere cido. / ¿H asta cuándo los im píos ¡oh Yahvé!, / hasta cuándo los im píos triu n farán ?» . Y el celebérrim o «Super flum ina Babiloniae», salm o del destierro, nos 325
añade una clave, al term in ar así: «Acuérdate ¡oh Yahvé! de los hijos de Edom en el día de Jeru salén , / de los que decían ¡A rrasadla, a rra sa d la h asta los ci mientos! / Hija de Babilonia asoladora, / ¡bienaventu rado el que un día h a rá contigo lo que tú hiciste con nosotros! / ¡B ienaventurado el que un día a g a rra rá a tus niños y los e stre lla rá contra las piedras!». Lo que este salm o nos añade es lo de «el día de J e ru s a lén». Parece ser, en efecto, que ha habido un «día de Babel» (históricam ente, la conquista de Je ru sa lé n po r N abucodonosor en el año 597 a. C.), de la que los edomitas, descendientes de Esaú, han sido, por lo vis to, en la tom a y la d estrucción de Jerusalén, los m ás crueles aliados. Pues bien, Yahvé es claram ente in vocado en este salm o po r fiad o r infalible de que ha b rá un «día de Jerusalén», y para ese día se le recom iendan, desde el destierro, m uy especialm en te los feroces edom itas, p ara que vengue en ellos al pueblo elegido. El día de Je ru sa lé n parece que ha de ser en este caso un día terrenal, h istórico p o d ría mos decir, pues los ju d ío s no habían fijado todavía (y no lo harían , conform e usted m e indica m ás a b a jo, hasta el siglo II a. C.) ningún supuesto de vida ultraterren a. El paraíso del c ristian ism o será la proyección y la generalización sobren atu ral de este «día de Jerusalén»; y es oportuno recordar, a este res pecto, no sólo cóm o el evangelio de San Lucas hace seguir inm ediatam ente al enunciado de las bienaven turanzas el de las que podríam os lla m a r «las m ala venturanzas» (un enunciado com pletam ente paralelo de los destinos totalm ente opuestos que les esperan a los m alos al fin de sus vidas), sino tam bién cóm o todavía Tertuliano ponía la contem plación de los pa decim ientos de los réprobos en tre los com ponentes de la felicidad de los bienaventurados. La invención del p araíso responde, pues, a la dem anda generali zada de com pensación p ara el d olor «no m erecido» (y entrecom illo este no merecido, porque ya pre 326
supone la concepción contable de lo que en otro texto he llam ado «la m entalidad exp iato ria» 1 que recurre al a rb itrio de a b s tra e r com o una m ism a sus tancia intercam biable la dualidad dolor-felicidad, re duciendo la diferencia a la anteposición de los signos MÁS o MENOS, que perm iten la respectiva in scrip ción com o p a rtid a s del HABER y el DEBE de una m ism a cu enta corrien te nom inal in titu lad a a suje tos ya sea sólo individuales, com o en el c ristia n is mo, ya sea tam bién colectivos o h istóricos com o en el judaism o, con los efectos consiguientes de m utua c o b ertu ra o descubierto, de m odo que si al final de la vida e sta cuenta co rrien te tiene núm eros rojos, el destino es el infierno o cu alq u ier otra suerte de m al dición o de condena), y ya lo m ism o d a si ese dolor procede de la injusticia de otros hom bres que si pro cede de una desgracia fortuita no im putable a nadie. La bienaventuranza co m unista no com parte con la c ristiana su proyección ultraterrena, pero sí, en cam bio, m uy señaladam ente, su función p resuntam ente racionalizadora de los irre p ara b le s torm entos del ayer, aunque hoy cu alquiera se deja d e sp ac h a r tra n quilam ente, sin el m enor asom o de p ro testa o indig nación, expresiones tan frau d u len tas com o la de «el trib u to que ha habido que p ag ar po r el progreso». ¿Por qué? ¿Por qué h a b ría que p ag ar trib u to algu no?, es la pregunta que es preciso hacerse para em pezar a d e sm o n ta r la infam e racionalización de la m entalidad expiatoria, hija de la co bardía hum ana para m ira r cara a cara la evidencia de que el dolor es absolutam ente irreparable: queda clavado a la propia eternidad. La conclusión desde el punto de vista establecido en mi respuesta a la pregunta an terior, sería que tal racionalización, a p a rte de frau1. Véase en este mismo Volumen, en el ensayo «Mientras no cam bien los dioses, nada ha cambiado», el Apéndice «La mentalidad expiatoria», páginas 463-469 y passim.
dulenta, es, a la postre, im pía, irreligiosa, p o r cu a n to im plica una actitu d de aceptación o de falta de rechazo an te el p rincipio de realidad. Lo que sí q u e da en pie de todo ello es que el d olor y la infelicidad son el c rite rio suprem o, prim a y u ltim a ratio, de lo religioso. Tam bién nos queda, p a ra m ás adelante, despejado el preciso fundam ento de la diferencia en tre el m odelo «día de Jeru salén » y el m odelo que com prende utopías com o la de «el gran cam ino» de Confucio y «el m onte santo» de Isaías, p o r cu an to estas segundas representaciones de bienaventuran za se nos m u estran ajenas a la m entalidad expiato ria, carecen de c u alq u ier función de ném esis o com pensación, son prom esas gratuitas, graciosas, no resultan de ninguna clase de capitalización ni actúan com o c o b e rtu ra s b an carias o resarcim ientos de do lor alguno ni de in justicia alguna, ni responden por tanto a ningún deseo de ajuste o pacto con el p rin c i pio de realidad, sino que osan m ira r cara a c a ra el m al pasado com o ab so lu tam en te irreparable, y del ho rro r ante esa m ism a im agen sacan, a despecho del m undo y de la historia, co n tra la h isto ria m ism a y contra el m undo mismo, toda la fuerza de su o b sti nación. La idea de o tra vida, de una vida p e rd u ra ble, no parece por tanto, n ecesaria para la esencia de la religiosidad, y si adem ás com prende el m om en to de la ném esis, com o en «el día de Jeru salén » se vuelve, por añadidura, religiosam ente rechazable. Tercera pregunta: Sé que le interesa el tem a del confucianism o, especialm ente en relación con el Tao, el pasaje sobre «El G ran Camino», p intura idílica en co n traste con «la pequeña tranquilidad», o rdenada y regulada, b u ro crá tic a y jerarq u izad a. ¿Q uiere que hablem os de esto? C u arta pregunta: ¿Cree u sted que hay en la Biblia otros pasajes co rrespondientes a una concepción com o la anterior, m ás «idílica» que arcàdica, según 328
la acepción de la p rim era pregunta? ¿Debem os vol ver los ojos p ara ello a algún pasaje de los libros proféticos? Respuesta a la 3.a y 4.a preguntas (las fundo en una, porque me p arece op o rtu n o poner la alegoría de «el m onte santo» de Isaías al costado del m ito de «el gran cam ino» de Confucio o del confucianism o no canónico). Se ha dicho m uchas veces que el confucianism o no era una religión, quizá porque el crite rio adoptado para ello ha sido la presencia de dioses o incluso de dioses personales. Personalm ente, no considero ni la presencia de divinidades ni la idea de una vida u ltra te rre n a com o rasgos esenciales a lo que quiero en ten d er por a ctitu d religiosa o reli giosidad. En el confucianism o se dan, en cambio, los rasgos que yo considero esenciales. De o tras lectu ras an terio res ya tenía yo uno de ellos, que h asta hoy sólo se me aparecía com o la m ás herm osa definición del santo, pero que hoy reconozco plenam ente ins crito en el rasgo de «rechazo del p rincipio de reali dad com o c riterio pertinente para d irim ir acerca del bien y el mal del m undo», recién establecido com o uno de los rasgos esenciales de lo religioso, o sea esa obstinación del e sp íritu contra el m undo dado, con su im pío principio de legitim ación del «así es, así ha sido y así será po r siem pre». Pero antes quiero ha blar del otro rasgo que considero esencial para la re ligiosidad, es decir, el de la representación de una utopía, que, respecto del confucianism o, sólo he co nocido m uy recientem ente, po r la lectu ra del libro de Max W eber Ensayos sobre sociología de la religión. Cito literalm ente de este libro: «En un extraño p asa je de los escritos clásicos se nos describe un estado en el cual el puesto de gobernante no se ocupa po r herencia, sino p o r elección, en el que los padres am an com o h ijos no sólo a sus propios hijos y vice versa: niños, viudas, ancianos, personas sin hijos, enferm os se sustentan con bienes com unes; los hom 329
bres tienen un trabajo y las m ujeres un hogar; se aho rra n bienes, pero no son acum ulados p ara objetivos privados; el trabajo no está al servicio del propio pro vecho; no existen ladrones ni rebeldes; todas las p u e rta s están a b ie rta s y el estado no es un estado au to ritario . Este es el “gran cam ino”, al que se con trapone el orden em pírico coactivo, generado p o r el egoísmo, caracterizado po r el derecho hereditario in dividual, la fam ilia individual, el estado a u to rita rio guerrero y el dom inio exclusivo de los intereses in dividuales, y al que se denom ina, en una term inolo gía característica, "la pequeña tran q u ilid ad ” » (fin de la cita). Aplazo el com entario, p a ra in se rta r prim ero, en este asunto, la alegoría de «el m onte santo», que Isaías, en u n a hora en que Yahvé no lo m iraba, a tr i buyó e rró n eam en te a inspiración de su inm ortal señor —el S eñor de los Ejércitos, el Dios de las Venganzas, nada m enos que todo un dios—, no sien do sino un suspiro que le subía a los labios desde sus propias en trañ as de m ortal, porque los hom bres son, con todo, siem pre m ejores que sus propios dio ses. Dice así: «H abitará el lobo con el cordero y el leopardo se acostará junto al cabrito; el becerro, el cachorro de león y el borriquillo andarán en compañía y un niño chico los pastoreará; la vaca y la osa pacerán juntas y juntas cuidarán a sus criaturas, y el león, como el buey com erá paja; el niño de pecho escarbará en la hura de la víbora y el recién nacido m eterá la mano en la m adriguera del alacrán; nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi monte santo, porque la tierra es tará llena del conocimiento de Yahvé como henchida de agua está la mar».
Bien se puede a p re c ia r cóm o en e sta alegoría de Isaías el rechazo del p rincipio de realidad llega h as ta el extrem o de convertir en herbívoro al mis330
lilísim o león, c o n tra d ic ie n d o u n o de los ra sg o s definitorios de su propia condición —de sus «pecu liaridades distintivas» com o las llam aría la su p e rs tición actual— y al m ism o tiempo, tal vez, uno de sus m ás queridos tim bres de orgullo, uno de los m ás arrogantes títu lo s de su egolátrica identidad de rey de la selva. Y esto puede relacionarse con el c a rá c ter electivo del em perador de «el gran camino», fren te al c a rá c te r h e re d ita rio del e m p e rad o r de «la pequeña tranquilidad» y a su vez con la índole elec tiva de la condición, o si se quiere, del yo —jam á s legitim ado o siem pre p o r legitim ar— de la m oral de perfección, frente a la índole h e re d ita ria del yo —siem pre legitim ado p o r la sangre o, com o hoy gusta tanto de d e c ir la renaciente peste idó latra y ególa tra, por «las raíces»— de la m oral de identidad. A esta triste m oral hoy tan en boga, cuyo único m an dam iento es el que dice «sé el que eres», «im ítate a (i mism o», no po r grosero me h a parecido m enos apropiado d a rle el nom bre de «m oral del pedo», por cuanto su c rite rio de determ inación de lo que uno debe ser es esencialm ente olfativo, ya que en la acep tación o el rechazo de e sta o la o tra cosa juega un resorte de d iscern im ien to idéntico al que hace a las personas com placerse con el aro m a de los propios vientos y se n tir repugnancia ante el hedor de los que soplan desde un culo ajeno. Así, este archipám pano de toda m oral legitim ista que es la m oral de identi dad resu lta se r profundam ente impío, irreligioso, en la m edida en que la aceptación del prin cip io de rea lidad llega, en él, al extrem o de e rig ir y co n sag rar h asta la propia, in erte condición recibida, la propia sangre, las propias «raíces» —por m ucho que no sean m ás que un espejism o cultivado y una pura ficción—> m ediante una aplicación su perlativa de la legitim a ción h ered itaria, no sólo com o dato inapelable sino tam bién com o instancia norm ativa del d eb er ser del yo. Así, m ientras el yo de la m oral de identidad es 331
una especie de m onarca hereditario, legitim ado por la sangre de u n a vez p o r todas, en cam bio, el yo de la m oral de perfección sería com o un m onarca elec tivo, jam á s legitim ado o, en todo caso, si se quiere, perm anentem ente su p ed itad o a volver a leg itim ar se ex nihilo cada vez en cada uno de sus actos, si es que esto no se sale del concepto m ism o de legitim a ción. Toda gran m oral, y ta n to m ás radicalm ente cuanto m ás propiam ente religiosa, ha consistido en una apelación al albedrío p a ra cam b iar al yo de con dición, una incitación a hacerse siem pre nuevo, siem pre distinto, siem pre m ejor; esto, que el evangelio cristian o ac ertó a ex p resar certeram en te en la con signa «niégate a ti mism o», lo vuelve rotundam ente boca ab a jo la m oral de identidad, diciendo « afírm a te a ti m ism o», ju n to con toda la fam ilia de expre siones de la m oderna jerga psicológica de la «autorrealización». En general, la aceptación, no p o r lo m enos resig nada, sino en tu sia sta de la realidad es p ara mí una a c titu d tan chocante e incom prensible —salvo que me la explique p o r la m iseria y la p u silanim idad de conciencia del alm a aco b ard ad a ante el poder del m undo— com o la de quien sintiese devoción p o r la ley gravitatoria, y h a sta u n a devoción tan en tu sia s ta que aun an tes de que los cuerpos llegasen po r sí solos h a sta el suelo saltase p ara alcanzarlos con las m anos en el aire y aco m p añ arlo s en la caída con la ayuda de sus propias fuerzas. ¡Ya es b astan te pesa da la m ano del Altísimo sobre las pobres cervices de los hom bres com o p ara que encim a éstos la apoyen con su acatam iento y h a sta con su aplauso! A firm a ciones com o la del m arxism o cu ando ensalza a la m ism ísim a N ecesidad com o «m otor de la H istoria y del Progreso» in cu rren en e sta aberración, que es com o b e n d e cir las h am bres y las carestías del p a sa do porque incitaron a los hom bres a inventar la in d u stria conservera. 332
Pero b asta de esto. Todavía, sin em bargo, deseo ex tenderm e un poco sobre las representaciones de lo que yo llam o aquí utopías, tales com o la alegoría del «m onte santo» de Isaías y «el gran cam ino» de Con fucio Veo que usted hace una distinción entre «lo idí lico» y «lo arcàdico», pero no se m e alcanza cuál pueda se r la diferencia a la que se refiere, salvo que sea precisam ente la q u e quedó de alguna form a re ducida o confundida en mi resp u esta a su p rim era pregunta, al p o stu la r la concepción m odal de los lla m ados tiem pos. O tra dicotom ía, que creo im p o rta n te, voy a considerar. Siem pre m e han dejado frío, o, m ejor dicho, m e han producido verdaderos escalo fríos las tradicionalm ente llam adas utopías, com o por ejemplo, la de Tomás M oro o la del padre Cam panella. D ejando a p a rte lo positivam ente siniestro que hay en ellas, ya p o r lo pronto no son rep resen ta ciones de un estado de cosas, sino program as in stru m entales p ara su posibilidad, y, en este sentido, cualquiera que sea su atm ósfera o su motivación, hay que ex pulsarlas decididam ente de lo religioso, p ara in sc rib irla s sin m ás en lo político, tal como, p o r lo dem ás, hace generalm ente el buen sentido de c u a l quier lector. ¿Cómo considerar el fascinante fragm en to LXXX (o XXX, conform e a o tra ordenación) de Lao Tse? Tal vez, bajo cierto s aspectos, p o d ría con siderarse «político», pero a mí me parece digno de ser incluido en tre las verdaderas utopías religiosas. Dice así: Un reino pequeño, de poca población, no em plearía todas sus cosas. Los habitantes tem erían la m uerte y no se alejarían en largas expediciones. Aunque tuvieran barcos y carros, no los utilizarían. Aunque tuvieran arm as y corazas, no las m ostrarían. El pueblo volvería a ocuparse 333
de anudar cuerdas. Y encontraría sabrosa su comida, buenas sus ropas, tranquilas sus casas, alegres sus costumbres. En dos reinos vecinos, tan cercanos que m utuam ente se oirían entre [sí del uno al otro los perros y los gallos, las gentes m orirían muy viejas sin haberse visitado jamás.
Bien es verdad que p a ra los hom bres de hoy, tan h abituados a la universal com unicación cosm opoli ta, ese no conocerse jam á s los h ab itan tes de los rei nos vecinos les produce un notable desasosiego en cuanto al rasgo de la universalidad, que en la res puesta a la p rim e ra p reg u n ta he considerado tam bién com o su stancial p ara lo religioso; pero en un m undo com o el de Lao Tse, regido p o r el principio de la «no-acción», ese m aravilloso oírse y responder se los unos a los o tro s en m edio de la noche, los perros y los gallos de los dos reinos vecinos bien po d ría representar suficientem ente el factor de univer salidad que echábam os de m enos. A p esar de esto luego verem os cóm o el taoísm o en general, frente al confucianism o falta precisam ente a e sta exigencia de la universalidad, a m enos que se tenga po r tal la que Max W eber llam a «fratern id ad acósm ica». Tal com o he hecho en m i p rim e ra respuesta, al se ñ a la r la pervivencia p o p u lar del m ito del pecado ori ginal en un esquem a arg u m en tal m uy frecuente en los cuentos tradicionales, voy a referirm e ahora a dos ejem plos de m anifestación de la utopía, el prim ero, com pletam ente p o p u lar y el segundo, sem iculto en su origen pero p o p u la r en su em pleo. H ará m ás de unos 20 años co m p ré en C órdoba p o r dos p esetas una hoja im presa en papel am arillo ilu strad a con recu adrillos com o los tebeos, afín a las llam adas «ale luyas» salvo que éstas venían en tira s y con un 334
pareado al pie de cada una. Mi hoja, que todavía con servo, lleva tam b ién epígrafes al pie de cada recuadrito, pero m ás breves y sim plem ente indicativos. El argum ento general, expresado en el títu lo que enca beza la hoja, estuvo lo b astan te difundido en otros tiem pos com o para que las personas de mi edad para a rrib a todavía lo recuerden: «El m undo al revés». Todo el juego venía a c o n sistir en p re se n ta r u n a u n i versal inversión de los papeles: el oficial obedecía al soldado, el am a a la criada, el m arid o a la m ujer, e t cétera. H abía m uchos crueles, com o los del buey arando con una yunta de hom bres, el cerdo conver tido en m atarife o carnicero, los árboles leñadores, cuyas ram as em puñaban hachas p a ra podarles b ra zos y p iern as a los hom bres, de m odo que, en este aspecto h a b ía poca utopía y la representación se p a recía, m ás que al «m onte santo», al «día de Jerusalén», au nque algunos eran un poco m ás benignos, como el rotulado «la oveja pastora», que era po r cier to especialm ente tierno y gracioso aun d en tro de la general tosquedad de los dibujos. Pero lo que me re veló que, a p e sar de esta falta de im aginación u tó p i ca, en que el m undo soñado era sólo el inverso negativo del em píricam ente conocido, o sea el a n ti m undo de este antim undo, lo que me reveló, decía, que aquel «m undo al revés» podía inscribirse, con todo, en el esp íritu utópico del hom bre fue la inapelabilidad de los dos últim os cu ad rito s; en el pen ú lti mo veíam os al hom bre dando alcance a la m uerte con su guadaña, con un pie que d ecía «LLEGÓ MI HORA», y en el últim o, al hom bre q u e se llevaba al diablo cargado a las espaldas, con un pie que decía «¿ADONDE ME LLEVAS, PICARO?». A juzgar por las trazas, calculo que esta hoja de «El m undo al revés» debe de ser del siglo XIX, aunque la im presión con creta del ejem plar que yo com pré sería sin duda m ás reciente. Tam bién del siglo pasado, o tal vez de fina les del XVIII si no me engaña el oído con respecto a 335
la lengua y al estilo usados, debe de se r la o tra re presentación que deseo c ita r aquí. Si, litera ria m e n te, el diapasón poético de la alegoría del m onte santo de Isaías se eleva h asta una a ltu ra inalcanzable, no sé si debo a trib u ir tan sólo a circu n stan cias perso nales el hecho de que, p o r lo que a tañ e a la em otivi dad, yo p o r lo m enos bien puedo p o n er a su costado el al m enos en otros tiem pos tan fam iliar «responsorio de San Antonio», que m e hacían rezar en mi niñez. Decía así: Si buscas milagros, mira: m uerte y erro r desterrados, m iseria y demonio huidos, leprosos y enfermos sanos. El m ar sosiega sus iras, redím ense encarcelados, miembros y bienes perdidos recobran mozos y ancianos. El peligro se retira, los pobres van remediados; ¡díganlo los socorridos! ¡cuéntenlo los paduanos! Ruega a Cristo por nosotros, Antonio divino y santo, para que dignos, un día, de sus promesas seamos.
Hoy h a sta los cristian o s se avergüenzan de estas cosas y las tienen po r n iñ erías e ingenuidades, pero el que, creyente o agnóstico, c ristia n o o no c ris tia no, se sonría, con suficiencia de realista y de hom bre que tiene los pies bien puestos en la tierra, ante el responsorio de San Antonio no es solam ente un necio sino tam bién un bellaco. Teodoro Adorno, aje no a cu a lq u ier suposición de una vida u ltra te rre n a y que en no pocos puntos de su o b ra le concede a Freud un crédito injustificado y h a sta fatigoso, se indigna, sin em bargo, ante la célebre y celebrada declaración de éste: «El cielo se lo dejam os a los 336
ángeles y a los pájaros», llam ándola «chocarrería de viajante de comercio». Y, en efecto, podría desenm as cararse en el realista una versión pulida y universi ta ria del cazu rro popular, del listorro que hace de la desconfianza una especie de filosofía, del que se pretende m uy chistoso escribiendo en su tienda «Hoy no se fía, m añana sí», del que despacha la m ezquin dad y la vileza p o r experiencia de la vida y p o r sa ber del m undo. Pero a esta raza de to n tiastu to s ya le vendrá m ás tard e su tu rn o en e sta s páginas. Antes deseo volver sobre Confucio, para indicar en él el otro rasgo de la religiosidad —ya, por lo dem ás, im plícito en su utopía de «el gran cam ino»—, el del rechazo del principio de realidad com o criterio p e r tinente p a ra d irim ir sobre el bien y el m al del m un do. Sabido es que los tao ístas tendían m ás bien a retirarse al m onte y hacerse anacoretas, m ientras que los confucianos perm anecían en el llam ado «m un do», h asta c o n stitu ir pronto —pues ninguna religio sidad, com o m ás tard e verem os po r extenso a propósito del cristianism o, e stá inm une a la c o rru p ción ligada a su institucionalización— aquella céle bre oligarquía b u ro crá tic a que siem pre dom inó en China y acaso siga, con distintos collares, dom inan do hoy. El sím bolo del filósofo es en China la bota o la calabaza de vino, porque los prim itivos confu cianos eran eternos cam inantes, y, com o dice el re frán, «Pan y vino an d an cam ino», de m anera que estaban siem pre yendo de una ciudad a otra. Así, ante los taoístas, que se recogían y ap o sen tab an en m on tes ap artad o s, Confucio solía decir quejosam ente: «¿Cómo p o d ría yo vivir en tre los p ájaros y los an i m ales? ¿Qué p in ta ría yo en tre ellos? ¿Acaso no soy un hom bre? Pues ten d ré que vivir en tre los hom bres». Parece pues, que, en c ie rta ocasión, un taoísta an aco reta que, a la en trad a de su cueva, conversaba con un confuciano que había venido a vi sitarlo, divisó desde lo alto del m onte al m ism ísim o 337
Confucio que, allá abajo, pasaba en aquel m om ento a n dando p o r el cam ino de los valles; reconociéndo lo, el tao ísta se dirigió a su visitante y, pretendiendo h acer de Confucio un juicio adverso, desdeñoso, dijo de él, co n tra su voluntad, la frase m ás elogiosa que cabía decir: «¿Ese es aquel de quien decís que sabe que nada puede hacerse y sin em bargo continúa?». Difícilmente podría form ularse m ás inequívocam en te que en ese «y sin em bargo continúa» el rechazo del p rincipio de realidad, la obstinación del e sp íri tu contra el im ponente poder del mundo, en que con siste este segundo rasgo de la esencia de lo religioso. Pero he aquí que la anécdota nos ofrece por sí sola una nueva cuestión: la de la religiosidad de los a n a coretas. Es evidente que si el taoísta pretendía que su frase co m p o rtab a un ju icio descalificador de la conducta de Confucio, en ello estaba apelando al pro pio p rincipio de realidad, al aleg ar com o objeción valedera el hecho de que en el m undo no hubiese nada que hacer, realidad ante la que consideraba que Confucio ten d ría que h a b e r claudicado. Y si a c ep ta mos, tal com o tengo propuesto en e sta s páginas, el rechazo del p rincipio de realid ad com o rasgo nece sario para la esencia de lo religioso, será forzoso con c lu ir que la a c titu d del ta o ísta ante la co nducta de Confucio era, po r lo que a su juicio se refiere, irre li giosa, im pía. Voy a hacer, a sí pues, u n a pequeña ti pología provisional en relación con la religiosidad. En el extrem o opuesto al religioso p ondré al p rag mático, o sea al que no sólo se resigna a la necesi dad, a la ley de la caída de los cuerpos, sino que adem ás la hace, entusiásticam ente, su propia ley; en tre el pragm ático y el religioso voy a poner al cínico y al anacoreta. De ningún m odo puede decirse que el cínico sea, religiosam ente, un hom bre totalm ente corrom pido; el cínico se distingue p o r e s ta r rabioso contra el mundo, lo que quiere d ecir que, a diferen338
fia del pragm ático, le deniega, p o r invencible que se le represente, las credenciales de legitim idad y que, i-orrelativam ente, reconoce todavía com o bien del inundo el bien que incluso él mismo, con su propia conducta resignada, pisotea. Diógenes de Sínope, el pudre de los cínicos, es tan atípico com o rep resen tativo. Atípico, po r sus rasgos de ascetism o, de recha zo de las p ro p ias ventajas que el m undo p o d ría ofrecerle, aspecto que nos lo a rrim a a los anacore tas; pero a la vez plenam ente ilustrativo, porque ¿adonde se le o cu rre ir a vivir con un tonel po r toda m orada y todo techo y un an d rajo so palio por toda vestim enta? No a la esp esu ra y a la soledad de m on tes ap artad o s, sino a la ciudad de Atenas, a la misjn ísim a m etrópoli de todo el m undo helénico. Al m ism o tiem po la leyenda quiere h acerlo el p rim ero de quien se sepa que se haya d eclarado «ciudadano del m undo». Así, frente al an aco reta y al igual que el confuciano, parece h a b e r considerado que nada tenía él que h a c er entre los pájaros y los anim ales, sino que, siendo hom bre, le cum plía vivir entre los hom bres. La insuficiencia religiosa del cínico —in cluyendo lo q u e m odernam ente se entiende p o r cí nico sobre todo en la c u ltu ra anglosajona— no está, así pues, en la legitim ación del m undo, sino en la re nuncia a toda posible representación utópica posi tiva del bien. Y ahora ¿qué hay con el an aco reta? Ya acabo de señ alar cóm o el tao ísta del m onte ap licaba el a n ti rreligioso principio de realidad p ara descalificar la conducta «m undana» de Confucio. Pero aquí se im pone una distinción: u n a cosa es c o n sid e rar p e rti nente o im p ertin en te el p rincipio de realidad com o c riterio estrecham ente m oral, o sea aplicado al dis cernim iento del «bien o brar» o el «mal obrar» de la persona, y otra considerarlo pertinente o im pertinen te en el sentido propio de lo religioso, o sea aplicado al bien o el m al del se r o el d eb er se r del m undo. El 339
anacoreta se retira del m undo p recisam ente porque rechaza su realidad com o perversa, y, en este se n ti do, d esau to riza el «así es, así ha sido y así se rá po r siempre» como principio de legitimación, tanto como pueda h acerlo el alm a religiosa; en esto está en la m ism a posición que el confuciano o incluso el cíni co, por cuanto aquí los tres se contraponen igualm en te al pragm ático, el antirreligioso total, que legitim a y ap laude lo dado en cuanto dado y p o r m eram ente dado, no opone com o heterónom os realidad y espí ritu y cuyo prin cip io ético consiste en in d u cir o de d u c ir el d eb er se r del propio ser. Tanto el anacoreta com o el cínico piensan que el m undo es m alo y que no basta para legitim arlo la aplastante inam ovilidad de su poder, pero para el cínico, «ciudadano del m un do», carece de sentido la pretensión individual de no q u erer hacerse cóm plice de su m aldad, m ientras que p ara el anacoreta, «ciudadano tan sólo de sí m is mo», sí tiene sentido, y se retira al monte, p ara b u s c a r una preten d id a salvación personal. Por eso el anacoreta le reprocha a Confucio, com o un pecado, que «sabiendo que nada puede hacerse», esto es, co nociendo la radical heteronom ía entre realidad y es píritu, siga queriendo vivir entre los hom bres, lo que le reprueba com o una com plicidad con la m aldad del m undo. Pero en esto el an aco reta falta a un p rin c i pio que ya he considerado com o im plícitam ente ne cesario de lo religioso: la universalidad. A ella faltan, desde luego, las utopías políticas de Moro y Campanella; y la de éste hasta un extrem o tan siniestro com o el de p re c e p tu a r que se repute y tra te sin m ás com o «no hum ano» a quien no qu iera integrarse en su C iudad del Sol. A p e sar de lo que he dicho m ás atrás, a propósito de la utopía de Lao Tse, en cuanto a cóm o la universalidad podía e s ta r representada en él por el oírse y responderse los p e rro s y los gallos de los reinos vecinos, en todo caso no puede, por bue na voluntad que le pongam os, sa tisfa c e r suficiente 340
m ente la universalidad verdaderam ente «m undana» de las grandes religiones. Pero incluso en estas religiones la introducción del supuesto de una vida perdurable personal puede vol ver a d a r un sentido autónom o y autosuficiente al rechazo de com plicidad con el m undo y a la b ú sq u e da de una perfección personal (y el propio Max W eber en su excurso «Teoría de los estadios y di recciones del rechazo religioso del m undo» hace un exam en m inucioso de los aspectos que en esta búsqueda pueden d arse y entrecruzarse). Para quie nes no se hallan bajo el supuesto de una vida p e rd u rable, la virtu d individual sólo puede c o b ra r un sentido delegado, siem pre referido al prójim o, a la universalidad concreta de los hom bres, nunca a u tó nom o ni autosuficiente, o sea únicam ente su ste n ta do po r la idea de un bien universal que tenga a la postre que a p e la r forzosam ente a alguna su erte de representación utópica. E sto es lo que le falta, p re cisam ente, al cínico —que es, sin duda, universalis ta, «ciudadano del m undo»—■, y de ahí que p ara él la aspiración a la perfección individual no sea m ás que una vanidad com o o tra cualquiera; y en él la re ligiosidad sólo se conserva com o un rechazo de cu al q u ier aprobación o acatam iento del m undo com o es y de cu a lq u ier legitim ación de la realidad po r el m ero hecho de serlo. El cínico se hace cóm plice del m undo en el sentido de resignarse a no ofrecer re sistencia a sus pom pas y a sus obras, pero no en el sentido de reverenciar sus leyes y asum irlas de modo positivo com o instancia ética, que es lo que, en cam bio, hace el pragm ático. Por su parte, para el individualista, para el que nie ga su «ciudadanía del m undo» y se retira a «ciuda dano de sí m ism o», obstinándose en seguir dando sentido a la perfección individual, no hay m ás que dos derivaciones: o la de ex tra p o la r la utopía m is m a en una supervivencia personal ultraterren a (aun 341
que hay que n o ta r de paso cóm o tam bién aquí se da, a su modo, la pérdida de la universalidad, po r c u a n to toda concepción de vida p erd u rab le com porta la dualidad de salvados y condenados) o la de a b rir la espita a toda su erte de regresiones m ágicas, sec tarias y supersticiosas. Expresam ente contra la som bría, viscosa, m ultiform e y hoy tan refloreciente sel va de los gurús, de los elegidos, de los iniciados, Confucio afirm ó en su día, de m anera inequívoca, la universalidad, la «m undanidad», esencialm ente inse parable de lo religioso: «Que en el m undo no reina ¡a verdad, ya lo sabem os, pero p u rific a r únicam ente la propia p ersona es in tro d u c ir la confusión en las grandes relaciones de los hom bres en tre sí». Aunque a m enudo busque proyectarse hacia el lla m ado futuro, hacia un presunto porvenir, sin em b ar go el afán de sentirse purificado, salvado, santificado, etcétera, tiene psicológicam ente por función la de sa tisfacer u n a necesidad aním ica surg id a del presen te y reclam ada para él y d entro de él; es para hoy, p ara ah o ra mismo, p ara cuando el alm a exige resta blecer o co n serv ar el íntim o equ ilib rio de sentirse en paz consigo m ism a. Y es así com o tal afán llega a d a r lu g ar a toda su erte de delirios no pocas veces n euróticos y h asta psicopáticos. Como el supuesto es siem pre co n trap o n erse al m undo, su stra erse a su contam inación, sentirse «no m anchado», el im pul so ap areja inevitablem ente alguna form a de c u a rentena, de autosegregación con respecto a «lo m undanal» y, p o r lo tanto, a «los m undanos», a la gran grey m ay o ritaria en que se e n carn a y que lo re presenta. Así, lo m ism o en la m ás sofisticada de las sectas esotéricas que en la m ás sim ple, ingenua y a b ie rta asociación nudista, n a tu rista , vegetariana, m acrobiótica, hay que reconocer tal vez el m ism o im pulso de autom arginación an tim undana, de autoalirm ación com o «ciudadano de sí mism o», que mueve al anacoreta a recogerse a m ontes apartados. 342
La psicopatología de la p urificación individual lle ga a presentarse incluso en cofradías surgidas de las iniciativas m ás aparentem ente racionales y aun pre sididas p o r intenciones o pretextos orientados, del modo m ás sensato, al bien del prójim o. Tal es, por ejemplo, el caso de los donantes de sangre desde que se han con stitu id o en asociación; no es infrecuente, al parecer, que en éstos el acto de d o n a r sangre lle gue a m anifestarse claram ente com o una necesidad neurótica de los sujetos m ism os y destin ad a a sa tis facer su propio afán de au to p u rificació n o sa n tifi cación com pletam ente a espaldas de las necesidades efectivas de los posibles receptores. No sólo se p re sentan a veces a la donación acom pañados p o r sus propios hijos, probablem ente p a ra iniciarlos con su propio ejemplo, sino, sobre todo, que cuando, en oca siones, se les dice en el cen tro recep to r que ese m es las existencias de sangre a lm acen ad a cubren los cu pos previstos para c ualquier eventualidad y no se ne cesita su donación, rom pen de pronto en voces indignadas, proclam ando su condición de donantes e incluso agitando a veces en el aire su carn é de ta les, com o si se les negase acced er al beneficio de la purificación periódica a que p o r su pertenencia a la asociación tienen derecho. Ya desde el siglo V a. C. lo había dicho Confucio: «P urificar únicam ente la pro pia persona es introducir la confusión entre las g ran des relaciones de los hom bres entre sí». ¿No es esto literalm ente lo que p asa cuando u n a institución de sentido inicialm ente a ltru is ta com o la de los donan tes de sangre da lugar a tal suerte de inversiones psicopatológicas? La relación h u m an a concreta que en este caso qu ed a confundida y h a sta o b tu ra d a es, ob viam ente, la que hay entre donante de sangre y re ceptor. E ste es, por lo dem ás, un ejem plo de lo que puede o c u rrir con toda actuación m oralm ente con cebida: la reversión de la finalidad sobre el propio sujeto con p érd id a u olvido del único objeto m oral 343
m ente alegado: en este caso la donación de sangre revierte sobre la purificación del sujeto donante con olvido de la necesidad del receptor com o objeto ini cialm ente m otivador del sentido de la asociación m ism a, y único objeto m oral legítim o. Queda, finalm ente, el pragm ático, el doblem ente irreligioso, el im pío por excelencia. Hay un célebre verso de Lucano que, refiriéndose a Catón de Otica, el últim o gran santo romano, contiene el m ayor en comio que quepa h acer de un hom bre. Dice así: « Victrix causa Deis placuit, sed uicta Catoni», es decir, «La c ausa vencedora plugo a los Dioses, pero la ven cida a Catón». Uno de los prin cip ales atrib u to s de los dioses es su función a rb itra l en la batalla, lo que da origen a la conocida concepción ordálica de la b a talla y de la g u e rra y a la institución del «duelo ju d i cial», donde p o r definición tiene razón quien vence, en la m ism a m edida en que el com bate es una ap e lación al a rb itra je divino. (Un gracioso sarcasm o so bre esta función arb itral de la divinidad son aquellos fam osos versos: «Vinieron los sarracenos / y nos mo lieron a palos, / que Dios protege a los m alos / cu an do son m ás que los buenos».) Claro está que si hemos establecido el rechazo del principio de realidad como rasgo necesario de la esencia m ism a de lo religioso, y habida c u en ta de que la victoria de la fuerza es la facticidad suprem a, re su lta rá que ju sta m e n te este a trib u to de la divinidad e n tra en contradicción ine vitable con lo religioso propiam ente dicho y es un ejem plo que se puede poner al lado de lo ya o b se r vado en la resp u esta a la p rim era pregunta sobre cóm o la voluntad divina podía se r p uesta p o r testa ferro del propio principio de realidad. Bajo el nom bre de Dios este p rincipio no resulta, aquí, al cabo, sino reafirm ado, reforzado y consagrado com o una suprarrealidad trascendente, tanto m ás aplastante o ina pelable cuanto m ás autorizada. N aturalm ente, nada 344
hay que les garantice a las religiones positivas, h is tóricas, no poder a b rig a r en sí m ism as usos y esque m as profundam ente irreligiosos h a sta rep re sen ta r precisam ente el an tiesp íritu . De m odo que en la fra se de Lucano los dioses vienen a se r precisam ente la voz de la realidad, la fatalidad, la necesidad y, en fin, lo impío. O bjetar, com o hace Lucano, el veredic to del a rb itra je de los dioses, puesto de m anifiesto en la victoria, con la a u to rid ad m oral de Catón, aun a despecho de se r éste el derrotado, equivale a ne garle a la victoria a u to rid ad d irim en te acerca de la Causa. Si la v irtu d de Catón puede se r co n trap u esta al propio veredicto de los Dioses, si el derrotado pue de tener razón, ya no son los hechos los que tienen la últim a p alab ra sobre el bien y el m al, y, en conse cuencia, qu ed a im plícitam ente sobrentendido el su puesto religioso de la heteronom ía en tre realidad y esp íritu y rechazado el p rincipio de realidad com o criterio. La victoria com o razón ju ríd ic a es el c rite rio fáctico p o r excelencia, el que consagra el p rin c i pio de la fuerza cread o ra de derecho, que constituye el fundam ento del Estado, que es lo an tirreligioso por antonom asia. Aquí tiene el pragm ático su sitio. «Come se il cielo, il sole, li elem enti, li uom ini fussino variati di modo, di ordine e di potenza da que llo che essi erano a n tiq u a m en te »; «gli uom ini... nacquero, vissero e morirono sempre con uno m edesi m o o rd in e»; «giudico il m ondo sem pre essere stato ad uno m edesim o m o d o », dice en d istintos lugares Maquiavelo. Aquí tenem os, pues, según la prim era de las tres frases, el principio de realidad, el p rin ci po del «así es, así ha sido y así se rá po r siem pre», puesto sobre las cabezas de los hom bres de modo tan inconm ovible com o los m ism os cielos, com o el m is mo sol, com o los elem entos m ism os. ¡Tan en lo alto, rem oto e inaccesible com o los cielos, el sol y los ele m entos ha ido a b u scarse la a u to rid ad que lo acre dite y legitim e!, pero tam bién dem asiado en lo alto 345
com o p a ra que el a u to r no se nos haga sospechoso de una secreta o inadvertida voluntad de im ponerlo y consagrarlo: contra alguien arguye, contra algo lo defiende. Si la inconm ovilidad de la condición h u m ana fuese tan obvia y tan indiscutible com o la del sol, no h a b ría necesidad de recordárnoslo señ alan do hacia éste con el dedo; el que se necesite tal a p e lación quiere decir que, a despecho de la experiencia m ás ac riso la d a del m undo y de la historia, hay una obstinación q u e aú n lo pone en duda. Es e sta o b sti nación lo que el pragm ático em pieza por ten e r que desanim ar, d e sau to riz a r y m achacar; m as p ara ello no tiene o tra s razones que los hechos m ism os. La historia, la facticidad c ru d a y desnuda, es su principio ético; el éxito, la victoria, su criterio: «To dos los profetas arm ados vencieron, los desarm ados fracasaron», d irá M aquiavelo ante la hoguera en que ardió Savonarola. Con éste, com o se sabe, fue restau rada la repúb lica en Florencia, tra s la expulsión de los M édicis a finales de 1494; fue un p u rita n o que hizo de ella u n a ciu d ad fanatizada y penitente, y go bernando, po r así decirlo, desde el púlpito, valiéndo se a m enudo de teatrales e im presionantes artificios, pero sin protegerse nu n ca ni rodearse de hom bres de arm as; hizo, eso sí, q u e m a r com o pom pas y vani dades de este m undo, m uchos tesoros en la plaza pú blica, mas, en cuanto a personas, el único que acabó ardiendo en la hoguera no fue m ás que él. Aliviada, así pues, en 1498, la rep ú b lica de c u a tro años segui dos de cu a re sm a y autoflagelación, se confió a Ma quiavelo el doble cargo de secretario de la Segunda C ancillería y secretario del Consejo de los Diez. En 1502, convertido, a im itación de los dogos de Venecia, el cargo de gonfaloniere —p rim e r responsa ble y jefe del gobierno y del E stad o — en cargo vitalicio, fue nom brado para el puesto Piero Soderini, a cuya índole bondadosa y confiada, que le hizo c reer que podía p a c ta r lealm ente con los desterra346
i I d s Médicis, se debió diez años m ás tard e la caída ile la república y el retorno de la oligarquía medii ini. S oderini hab ía sido el único que h ab ía estim ai lo verdaderam ente a M aquiavelo, conservándolo en m i s cargos y aconsejándose de él; el pago que, tra s n i m uerte en el destierro, supo darle, por todo a g ra decimiento, aquel m alnacido, fue la increíble vileza ilc e scarn ecer su m em oria con el siguiente epitafio epigram ático:
«La noche en que murió Pier Soderini, / llamó el alma a la puerta del infierno; / "¿Infierno a ti?” gritó Plutón. "¡Oh, necio; I súbete al limbo con los demás niños!”». («Im notte che m orí Pier Soderini, / L'anima ando ile / ’inferno a la bocca;/G ridó Pluton: “C h’in fiem o ? anim a sciocca, / Va su nel lim bo fra gli altri bam bi ta"»). Por el contrario, con los M édicis, que a su relorno habían llegado incluso a to rtu rarlo , que lo depusieron de todos sus cargos, echándolo de la ciu dad y residenciándolo en San Casciano; con aquellos m ism os de cuya vuelta incrim in ab a a Soderini, sin i*l m enor em pacho de in fam ar su bondad y traicio nar su m em oria, con ésos, ya en diciem bre de 1513 o sea apenas un año y cu atro m eses después de su i «ida— se m ostraba tan indigno y tan rastrero com o para su p lic a r que se le diese en la ciu d ad c u alq u ier em pleo p o r insignificante que tuviese que ser, a u n que no fuese m ás que «hacer ro d ar una piedra» («dcsiderio avrei che quiesti signori M ed id m i continciassino ad adoperare, se dovessino com inciare ofarmi voltolare un sasso», dice literalm ente en carta a Francesco Vettori); m ás tard e e sta rá a punto de dedicarle E l príncipe a Ju liá n de M édicis, el nuevo déspota, pero com o éste se le m uere, la dedicato ria es autom áticam ente transferida al sucesor, el segun do Lorenzo de Médicis, «II Pensieroso» de Miguel 347
Ángel. Pero se rá tan sólo el cardenal Julio de Médicis, sucesor en 1519 de Lorenzo y futuro pontífice Cle m ente VII, el que finalm ente le dé el encargo tanto tiem po esperado; ¿y cuál va a se r la piedra que se le dé a rodar? La de en c errarse en los archivos y es c rib ir la obra que, bajo el nom bre de Istorie fiorentiñe, no se rá m ás que la a d u la to ria apología de la ilu strísim a casa gobernante, y que en ab ril de 1525 será llevada a Roma p o r el propio a u to r p ara ofre cérsela, rodilla en tierra, a Julio, ya encaram ado al solio de San Pedro. ¡Tal era el tipo! En esas «historias florentinas» recuerda y celebra del viejo Cosme, po r ejem plo, vulgaridades tales com o la de d ecir que los E stados no se conservan con padrenuestros, gracia penosam ente picarona, d estinada a provocar la autom ática, desganada y obligada risa, «je-je», del oficioso y obsequioso sé quito de aduladores, o triste « ch o carrería de viajan te de com ercio», com o d iría Adorno. Tam bién del m ism o Cosm e celebró el que, com o alguien, en c ie r ta ocasión, le reprochase h asta qué punto d e ste rra r de Florencia a tantos hom bres era ofender a Dios y e stro p e ar la ciudad, contestase que era m ejor una ciudad estro p ead a antes que una ciudad perdida; donde no puede sino entenderse que con «perdida» quería d ecir «perdida para su propio poder», esca pada de sus m anos. Y aquí el fin del pragm ático di verge nítidam ente del fin del religioso: el del prim ero no es sino el poder, el del segundo, la felicidad. Por eso el m ism o M aquiavelo, que no ap eab a ni un solo m om ento de la boca el nom bre de la virtud, querien do rem itir con él a la uirtus del rom ano, se olvida enteram ente —ya sea p o r conveniencia, po r ignoran cia o po r necedad— de atenerse a su contenido pro pio y prim itivo, cim entado en un fu erte y explícito com ponente religioso. La uirtus no es m ás que un nom bre retórico y vacío para quien com o él propug na que no le tiem ble la m ano al poderoso ante la ale348
vusía y la crueldad, siendo así que las dos colum nas centrales en que se su sten tab a el tem plo de la uirtus del rom ano eran precisam ente la fides y la pie/«i.v, cualidades que obraron de consuno en la con ducta de Cam ilo en el sitio de Falerios, m ereciendo de sus enem igos, los faliscos, el elogio explícito de ■haber puesto la ju stic ia p o r encim a de la victoi la». Siendo p recisam ente la victoria, la eficacia, el r\ilo , el c rite rio exclusivo de ju sticia del pragm átii o. o por lo m enos aquello a lo que se ha de su b o rd i nar toda ju sticia, vemos en el co n traste que nos ofrece esta noción de «poner la ju sticia p o r encim a dr la victoria» el rasgo de la negación del principio di* realidad com o criterio, y de reconocim iento de la hrleronom ía en tre realidad y esp íritu , ya que a fir m ar una ju stic ia ajena e independiente de la facticidnd de la victoria —al m argen de que el o b ra r opte •>no opte p o r su p e rp o n e rla a é s ta — equivale a de clarar, tal com o hace Lucano en su elogio de Catón, iiu om petente el trib u n a l suprem o de la divinidad ile los dioses de la guerra, del S eñor de los E jérci tos—, en sus funciones de árbitro, que, otorgando o dm egando la victoria en la batalla, es decir, decidien do los destinos y rep artien d o los papeles de vencido Vvencedor, p reten d ía d irim ir la ju sticia o la injusI u ia de una u o tra causa en las querellas de los hombres. Ix> religioso es, así pues, negarles a los fastos de la historia au to rid ad alguna en torno a la cuestión tl«-l bien y el m al del m undo y de los hom bres, y de ahí que sea perfectam ente congruente que, correla(Ivamente, veam os al pragm ático, o sea al irreligioho por excelencia, aferrad o a los testim onios de la historia como única guía de conducta y hasta —como lan necia y pu erilm en te se observa en M aquiavelo— vudcmecum casuístico del acierto y el error. Pero si M aquiavelo era d em asiado tonto y e sta b a dem asia do falto de recursos, de astu cia y de im aginación in349
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telectual p a ra proteger una d o ctrin a tan m al encarenada com o la suya, que h acía agua p o r todas p a r tes, ya vendría quien estuviese dotado de un talento lo b a sta n te tenebroso com o p a ra inventarle podero sa a p arien cia de fundam entación racional y filosó fica, quien le p restase ese espejism o de legitim ación que es p ara los hom bres la congruencia lógicoconceptual de un sistem a bien trabado, de un a p a rato bien incardinado. El que llevó a cabo la hazaña, o sea el que nos hizo a los m o rtales la lúgubre faena de legitim arnos, par dcssús le marché, con co n tu n dente docum entación histórico-jurídica (pues me pa rece que, a la postre, toda form a «diacrònica» de legitim ación de un determ in ad o statu quo, y legiti m ación, p o r consiguiente, olím picam ente indiferen te a lo cru en to o repugnante que ese statu quo pueda m o strársen o s en sus efectos sincrónicos, equivale a la exhum ación de docum entos histórico-jurídicos p ara fu n d am e n ta r c u alq u ier derecho dado), al Sabahoz, al iracu n d o S eñor de los Ejércitos, y por si no teníam os ya bastante con sus sangrientas a rb itra rie dades, parece ser que fue, m odernam ente, Hegel, si bien, probablem ente, sobre la falsilla del preceden te antiguo de Polibio, inventor de la fórm ula de la legitim ación de la sincronía po r la d iacronia y de las p a rte s p o r el todo. Hegel vino a red u cir la radical heteronom ía entre realidad y e sp íritu —fundam ento, según vengo d i ciendo, de lo religioso— y rescató el principio de rea lidad h a sta el extrem o de h a c er de la facticidad h istó rica el grandioso p eriplo o epopeya de lo que él llam aba e sp íritu en su autocum plim iento o autorrealización, tal com o veinte siglos antes había he cho Polibio al red u cir todas las d isp ersas h istorias p a rtic u la re s de las gentes y pueblos del m undo co nocido a m eros episodios m oleculares o avatares anecdóticos, que, a la m an era de las irreconocibles piezas de un rom pecabezas, carecían de sentido por 350
«I m ism as y sólo lo recibían sub o rd in ad a y delegailmnente del cum plim iento del destino de un gran su|i’to total, único y verdadero, hacia el que de consuno 11 divergían y en cuyo grandioso plan o ciclo históri11» habían de in sertarse: Roma o el Im perio Romaun Este fetiche, este prosopónim o retórico, cuya nlcgórica anim ación es e n carn ad a fra u d u len ta m e n te en realidad, fue, así pues, erigido en único sujeto ii p a rtir de cuya autorrealización habían de explicartodos los destinos p articulares. El Im perio Rom a no. contem plado en la cim a de su plenitud, se i onvertía de esta m anera en único legítim o p o rtad o r v d ad o r de sentido. N aturalm ente, p ara el religioso, lina tal figura de único, abstracto, sobrehum ano y ext Invente sujeto no puede ser sino la personificación m ism a de la im piedad, del an tiesp íritu , del esp íritu l>»ijo especie de cadáver, o sea, en una palabra, aque llo m ism o co n tra lo cual la obstinación religiosa se luí venido desde siem pre sublevando, la uictrix cau so a la que todavía se atreve a p la n ta r cara la d e rro tada cau sa de Catón. En este preciso sentido la utopía debe específicam ente caracterizarse como anIthistoria, y en el m ism o debe entenderse tam bién la form a de disyuntiva que he dado al títu lo de estos papeles: «O Religión o H istoria». Escrito en junio-julio de 1984 y publicado en la revista El urogallo, diciem bre de 1986
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M ientras no cam bien los dioses, nada ha cam biado
I. El desprestigio p o p u lar del espacio era com ple tam ente norm al. C uando las inform aciones televisi vas pretendían d em o stra r docum entalm ente que unos hom bres habían a rrib a d o a la luna, la obliga to ria o bediencia al testim onio gráfico —m ás a u to ri tario que una im posición dogm ática— forzaba, por una parte, a los espectadores al acatam iento, m ien tras, po r otra, el contenido m ism o de ese testim onio les infundía el oscuro sentim iento de que, co n tra lo pretendido, nadie de este m undo había alcanzado de verdad la luna. E ra un sentim iento que respondía, por lo dem ás, a una verdad de Pero Grullo: la luna es inhum ana, y los hom bres pueden alcan zarla tan sólo en la m ism a m edida en la que se m antengan apartados de ella. En efecto, el descom unal conjunto de las p ró tesis abso lu tam en te indispensables —bo tas lastradas, trajes especialísim os, bom bonas de oxí geno, escafandras, etc—, neutralizando el medio lunai y tra sla d a n d o o reproduciendo el terrestre, les p er m itían e n tra r en contacto con la luna justam ente m erced a su capacidad p ara m antenerlos apartados 352
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il<* ella. Si te pones un guante de gom a y luego m e tí". la m ano en sosa cáustica, no puedes decir que lias tocado sosa cáu stica —no o tra es la verdad de l'eilro G rullo a que m e refería. Pero de ningún m odo «•* mi intención decir que sólo es experiencia hu m a nam ente válida la que se alcanza a cuerpo gentil y no la que tan sólo es accesible p o r un m ayor o m e nor núm ero de prótesis o artilu g io s ad hoc\ bien le los están ya los buenos tiem pos de A rquím edes, que acertó a d e sc u b rir el célebre p rincipio al que dio nom bre sim plem ente jugando, lo m ism o que un ch a val, en la bañera. Sólo quiero d ecir que la b a ra ta li teratu ra que se desencadenó a raiz de la llegada a la luna dio en ignorar tan enorm e diferencia, remastlcando el hecho en una representación pueril. El pú blico, que percibía cóm o las p rótesis separaban al astronauta de la luna tanto com o le p erm itían a n d a r por ella, reprodujo en sí mismo, en cierto modo, una i elación análoga, sintiéndose tan obligado a p re sta r le a la noticia com o intuitivam ente distan te e indife rente frente al hecho. Los prim eros, em ocionados en tusiasm os no me hacen objeción; el concepto en vacío puede p o r un m om ento ser «caldera al rojo», rom o decía M airena; pero si la intuición tard a en lle narlo, se enfría y descubre su inconsistencia em pí rica. El desdeñoso enfriam iento p o p u lar ante los g r a n d e s noticiones del espacio era, por tanto, tan pre visible com o n atural. En vano los prom otores y ges tores de la alta pirotecnia in ten tarían recalen tar al público a base de prosopopeya y de grandilocuencia. II. Para tan p recario s éxitos de público no com pensaba tanto desgaste de altavoces, ta n ta retórica y tanto tam b o rearse el pecho con los puños; la sen cillez y la m odestia propias de la ciencia son m ucho más baratas. La m odestia es un rasgo propio de la ciencia, no ya porque el científico se la proponga, deontológicam ente, com o u n a virtud, sino porque, 353
siendo lo m ás característico de su condición y su ac titu d el m antenerse volcado totalm ente hacia el interés p o r el objeto, tiende a sum irse, de m anera es pontánea, en mayor o m enor olvido de sí mismo. Pero ¡a figura del sabio d istraíd o que, a u n q u e con ánim o benigno, q u e ría c a ric a tu riz a r precisam ente tal d is posición, se ha quedado a n tic u ad a en la m ism a m e dida en que la actitud científica se ha deportivizado. Y en lo que se refiere a la relación sujeto-objeto, no hay dos cosas m ás diam etralm ente c o n tra p u esta s que la ciencia y el deporte. C uanto m ás prevalece el interés del sujeto p o r sí mismo, po r su propio logro, p o r su propio m érito, sobre el interés po r el objeto, tanto m ás nos acercam os a la que es evidentem ente la a ctitu d m ás propia del deporte, que es el culto a la pura hazaña inm anente, sin objeto, o caren te de otro objeto que no sea el reflejo de la hazaña sobre el sujeto m ism o, com o un trofeo —m edalla en su pe chera o copa en su an aq u el—>com o un autocum plimiento, en que el grito I did it! m anifiesta y agota el contenido entero del motivo, sin que el it, el qué concreto en que pueda co n sistir el térm ino del lo gro (la síntesis de la urea, la últim a m arca de los cien m etros lisos, el descubrim iento de las ondas hertzianas o la coronación del Everest) tenga otro valor ni relevancia que los de h a b e r servido de in stru m en to p ara ese I did it! o kikirikí autoafirm ativo. III. En los proyectos espaciales, el predom inio de esta m otivación deportiva, em ulativa, y p o r ende anticientífica, estab a ya presente por lo m enos en las p e re n to ria s incitaciones de Kennedy a la NASA («Busquen ustedes algo en que podam os a d e la n ta r nos a los rusos, y háganlo»), que term in aro n con la llegada a la luna. E sto no debe h a c er pensar, por lo dem ás, que la a c titu d deportiva necesita de un rival hum ano con el que com petir lateralm ente; la dificul tad del espacio p o r sí m ism o p o d ría h ab erla susci354
lado. La ac titu d deportiva puede sen tirse provocada por c u alq u ier accidente natu ral con cuya dificultad pueda el sujeto m edirse, ponerse a prueba, dem os trarse a sí m ism o quién es Él. Es evidente que a Hi llary le m ortificaba que el Everest fuese m ás alto que él; la com ezón de la so berbia insatisfecha, del o rgu llo oprim ido p o r alguien que ponía techo a su e s ta tura, lo consum ía, le q u ita b a el sueño, no podía aguantarlo: tenía que ponerle los pies encim a, tenía que q u e d a r por encim a de él. Cuando, tra s la ascen sión, y a la pregunta «¿Por qué subió usted al Eve rest?», contestó con aq uella m em orable estupidez: «Porque estaba ahí», bien podía adivinarse que lo que q u e rría h a b e r dicho es: «Porque me jo d ía que fuese m ás alto que yo». IV. La creciente deportivización de las m otivacio nes que hoy dom inan en todo em peño hum ano, o sea la reversión sobre el interés por el sujeto de m uchas cosas en que an tañ o pudo predom inar el interés por el objeto, se m anifiesta en el habla cotidiana con el auge que han tom ado en los últim os decenios las pa labras «reto» o «desafío». Los hom bres de hoy p a re ce que sienten los obstáculos con que se encuentran —pongam os p o r caso un río que se le atraviesa al am ante en el cam ino que conduce al castillo de la a m ad a— no ya com o problem as que ten d rá n que re solver o soslayar de alguna form a si es que preten den d a r alcance al objeto final de su designio —la am ada, en nuestro ejem plo—•, sino com o provocacio nes a su autoestim ación, incitaciones a poner a p ru e ba el Yo, p ara dejarlo, su perando el lance, crecido y reafirm ado. Ve el río y no dice: «Caram ba, si hubie se por aquí alguna b arq u ita, sería todo m ás fácil y m ás rápido», sino que recreciéndose en su enyosam iento se tra sm u ta de Leandro en Narciso, ahogan do y olvidando en a m o r propio el a m o r y el deseo de la am ada y, em pezando en el acto a descalzarse 355
y desnudarse, se dispone a dem o strarse a sí mismo, al río y al m undo quién es él. El fin y el contenido de c ru z a r a nado el río ya no es llegar h a sta la am a da sino condecorarse a sí m ism o con la hazaña. No o tra cosa en trañ a la concepción de los problem as en térm inos de reto o desafío. El tra n sb o rd a d o r esp a cial que a prim eros de año fue, con sus siete trip u lantes, víctim a del accidente que todos conocem os había sido bautizado con el nom bre de Challenger, que significa justam ente «retador», «desafiador»; así que la concepción subjetivista, deportiva, de la em presa estab a ya connotada en el nom bre m ism o de la nave. V. La execrable jerga pedagógica m oderna ha in troducido recientem ente la h o rríso n a p a la b ra «m o tivar». Al chico —ya p asab a en m is tiem pos, aunque tal vez no h a sta el extrem o de hoy— no se consigue que le interese el contenido de las a sig n a tu ra s por sí m ism as, o sea el objeto que se le quiere d a r a co nocer (digam os la form ación geológica de la corteza terrestre, con esas m ism as costas o m ontañas a don de e stá deseando irse a veranear, p a ra retozar por ellas com o un b o rriq u ito con chándal). Entonces, no p ara c re a r en él un interés auténtico po r el objeto en sí —interés que en el objeto m ism o ten d ría su úni co motivo y h a lla ría su p ropia recom pensa—, sino p ara rem ed iar esa falta de in terés con un sustitutivo que lo estim ule a aplicarse, a despecho de su fobia, en el estu d io de la asig n atu ra, para o b ten er a la p ostre un resu ltad o de conocim iento que solam ente u na pedagogía ignara o francam ente falaz y desho nesta p o d ría p rete n d er equivalente al resultado de conocim iento obtenido a p a rtir de un verdadero in terés po r el objeto, entonces, digo, se lo som ete a la terap ia sintom ático-behaviourista de c rearle o apli carle, com o de costado, alicientes exteriores capaces de «m otivarlo» o, con aún m ás h o rríso n a palabra, 356
• Incentivarlo» p ara que a b ra algún libro de u n a vez. I'ilns motivaciones o incentivos son siempre, indefec tiblem ente, de n atu raleza deportiva, ya en el sentiilo lato que he usado m ás a rrib a de interés del sujeto |tni sí mismo, p o r su propio logro en cu an to suyo, rn euanto autoafirm ación, ya en el sentido estricto rn que, desde la tradición decim onónica norteam el li ana, el volum en e im p o rtan cia de las actividades deportivas escolares crece de vez en vez, h a sta el exliem o de que un colegio que hoy pusiese en su p u e r ta «Aquí no disponem os de gim nasio ni de cam po ile deportes», «se prohíbe e n tra r con chándal» se ni ru in a ría el día m ism o de su inauguración. VI. Ya he dicho cómo, pese a ofrecer la em presa fkpacial elem entos capaces, en principio, de co n sti t u i r s e en alicientes deportivos, desfallecía, no obstan te, ante el gran público, m ostrán d o se cada vez m ás Impotente p a ra ganarse su entusiasm o, debido a la Inevitable im presión distanciadora, com o de expeI tinento de laboratorio, que su scitaba incluso en sus ha/añas m ás espectaculares. Parece que se pensó que n este m ism o m al efecto co n tribuía, a su vez, la im a nen de profesionales altam ente cualificados —am én ile m ilitares o cuasi m ilitares— que ofrecían los aslioiiautas; una im agen inevitablem ente distan ciad a i esperto del gran público, p o r ese m ism o c a rá c te r ile élite superespecializada con la que era difícil la necesaria identificación: se decidió, así pues, al patvi er, b u sc ar la form a de m odificar e sta im agen tan Inadecuada com o sujeto protagonista de una haza ña colectiva (pues com o com ún y colectiva se que na que fuese sentida y p a rticip a d a p o r toda la na« ión), p a ra tr a ta r de volver a «m otivar» o «incen t i v a r » al público con respecto a la in d u stria del es lía* io. La solución p o r la que se optó fue la de ¡ n t roducir en la tripulación, ju n to al especialista, un lienuino rep resen tan te del average people, una p e r 357
sona c o rrien te de la calle, com o u sted o com o yo; y este papel fue el asignado a la m a e strita provincia na C hrista McAuliffe. Ella tal vez p o d ría reco b rar p a ra el decaído deporte del espacio la participación y el en tu siasm o de las grandes m asas. Los recobró mil veces m ás de cu an to h a b ría soñado, gracias al accidente en que perdió la vida, convirtiéndose en la p rim e ra heroína nacional de las hazañas esp acia les. La in d u stria deportiva del espacio se ha asegu rado así p a ra un decenio la venta de boletos en el gigantesco e stad io pirotécnico de Cabo Cañaveral. ¡La m uerte vende más! VII. No es, en m odo alguno, paradójico, com o a prim era vista pudiera parecer, el hecho de que las sie te m uertes del naufragio del C hallenger hayan reh a bilitado y revalorizado la em presa del espacio, dándole incluso un nuevo prestigio popular, del m is mo m odo y p o r idénticos resortes psicológicos en que, cu a tro m eses antes, la m uerte del Yiyo, p o r cor nada de toro, en Colmenar, puso fin al redondo y pro longado bostezo dom inical de las plazas de toros españolas, resucitando el fervor y el en tu siasm o de los aficionados, p ara quienes el a u ra de la m uerte era, sin m ás, dem ostración de la verdad de la fiesta nacional y de la p rofundidad de los valores e sp iri tuales que encerraba, com o rasgos distintivos de n u e stra identidad, de tan honda raigam bre p o p u lar al p a r que señorial, inalienables peculiaridades gra badas a fuego en las en tra ñ as m ism as de la españolía, esp añ o lid ad o españolez. Así, del m ism o modo que José Luis Castillo Puche («M uerte en la arena», Diario 16, prim ero de septiem bre de 1985) daba por bien em pleada la m uerte del Yiyo «para que no todo en el toreo se haga rutinario, funcional o com ercial», así tam bién, en el caso del Challenger, no han falta do voces que hayan encarecido el accidente por el saludable efecto de hab erle hecho p e rd e r a la «aven 358
tura espacial» su «carácter rutinario»: «Ha sido, qui
zá necesario el cataclism o p a ra c a p ta r de nuevo la envergadura de la c a rre ra espacial (...) que ha vuelto h i tinvertirse de nuevo en noticia sorprendente y con movedora p a ra toda la hum anidad» (Editorial, Dia na 16, 29 de enero de 1986). Es evidente que aquí lo tiue tácitam ente se opone a « carácter ru tin ario » (es decir, repetitivo, cotidiano, habitual) es nada m enos «iue carácter histórico, c a rá c te r del que la m uerte es, hí no el único, sí po r lo m enos el m ás fiadero y presI idioso aval. Por su parte, y tam bién a propósito de In m uerte del Yiyo, Vicente Zabala, crítico tau rin o de ABC, decía en su crónica: «Un diestro m ás que en tra en la h isto ria del a rte de to re a r ofreciendo su jo ven vida p ara engrandecerla y p u rific a rla de tan ta s i ampañas injustificadas...» («Con el dolor en el alma», ABC, 31 de agosto de 1985), frase que se podría parali asear perfectam ente, para aplicarla a C hrista Mi Auliffe, con sólo poner «m aestra» en donde dice «diestro» y «ciencia del espacio» en donde dice «arte de torear». Pero la arrière pensée de la contraposición i ut ¡na/historia y de que sólo la m uerte es la que hace de verdad historia nadie la ha dejado traslucir tan clai ám ente com o el ex astronauta, hoy senador, John ( ¡Icnn: «Estábam os acostum brados al éxito, sin d a r nos cuenta de que tarde o tem prano algo así tenía que ocurrir. La H istoria es esto, triunfo y tragedia, y el avance del hom bre se hace sólo a costa de golpes t omo éste». Por lo dem ás parecidos alm íbares de la más pía y babosa sentim entalina han em badurnado sin recato ni respeto el nom bre y la m em oria del jovencísimo torero y la m aestrita provinciana, llegan do, especialm ente en el segundo caso, a verdaderos extrem os de indecencia en el esquilm o del filón de su indudable rentabilidad propagandística. VIII. Todos a una, los periódicos de O riente y Oc cidente se han anticipado al co n traataq u e en la de 359
fensa de la c a rre ra espacial, frente a un a taq u e que era com pletam ente equivocado e sp e ra r de la c a tá s trofe del Challenger; tan sólo u n a gran falta de cla rividencia sociológica podía h a c er tem er que el accidente fuese capaz de m en o scab ar m ínim am en te el prestigio del espacio. Todo lo contrario. N unca los m uertos em pañaron la gloria de una g u e rra ni deslucieron el esp len d o r de una batalla, sino que la sangre fue siem pre su guirnalda m ás herm osa y m ás em briagadora. No hay n ad a en este m undo eq u ip a rable al a u ra arreb o lad a de la sangre y de la m uerte p a ra a d o rn a r y ennoblecer, an te los ojos de los hom bres, los e sta n d a rte s de cu a lq u ier em presa. La san gre y la m u erte no solam ente aducen convicción, generosidad, altu ra de m iras en los m uertos, sino que tam bién reflejan elevación, dignidad y c ertid u m b re p a ra la C ausa p o r la que m urieron. N adie logró ja m ás ten e r ta n ta razón com o los m uertos, ni hubo nunca argum ento m ás poderoso que sus m uertes para d e ja r a la C ausa irrefu tab lem en te convencida de sí m ism a y convencidos de ella a los dem ás. Las m u ertes son las que siem pre han consagrado com o verdadera y ju sta y grande y san ta c u alq u ier Causa, y poder d e c ir de ella «Es la C ausa p o r la que d e rra m aron su sangre nuestros padres y n u estro s ab u e los» ha sido siem pre un argum ento legitim ador infinitam ente m ás fuerte y m ás definitivo que el con tenido de la C ausa m ism a. N unca es el contenido de la C ausa el q u e se alega p a ra legitim ar y ju stific a r la sangre d erram ad a, sino é sta la que siem pre es es grim ida com o el aval indiscutible de la justicia, la razón y la bondad de c u a lq u ie r Causa, p o r d e liran te, estúpida, inicua, crim inal o só rd id a que sea. Que la llam ada C ausa del Progreso —hoy p rácticam en te reducida a la innovación cualitativa en la tecnolo gía— esté sujeta a accidentes no es considerado com o un defecto o culpa que haya que achacarle, sino com o una su erte de portazgo o de peaje que legiti360
imt la e n trad a en circulación de la nueva m ercancía, o hasta la credencial que avala y ennoblece al p o rta dor para p o d e r p rese n tarla dignam ente ante c u a l quiera. Se d iría que la sangre y la m u erte son a los tilos de los h om bres el m ás seguro y acreditado títu lo de g aran tía sobre el valor de c u a lq u ier cosa; y aquello que haya costado sangre y m u erte aquello mismo tienen por lo m ás valioso. IX. Francisco G. B asterra, corresponsal de E l País en W ashington, ha percibido con gran clarividencia la ágil m aniobra de los m andam ases n o rteam erica nos —dotados de una envidiable reprise p ara estos volantazos de 180 grad o s—, no ya p a ra convertir en éxito el fracaso, pero sí para explotar las v irtu a lid a des del fracaso en cu an to tal, v irtu alid ad es que se cifran especialm ente en las enorm es posibilidades de capitalización em ocional que ofrecían los m u er tos. N ada podía llegarle m ás a punto que este ines perado ingreso de fondos heroico-lacrim ógenos a una em presa em ocionalm ente tan devaluada com o la del espacio; acciones que ya casi no cotizaban en la Bolsa de las em ociones populares han rem onta do espectacularm ente el signo del m ercado y han al canzado en dos días sus m ás a ltas cotas entre los valores del Ego nacional. «Seguim os siendo un pue blo de pioneros», les ha dicho Reagan a los n o rtea m ericanos, «y pioneros eran los m iem bros de la tripulación del Challenger». Si en E spaña alguien dijese «seguim os siendo un pueblo de co n q u ista dores» h a ría reírse a m an díbula batiente h asta a los gatos, por el contrario, el desaforado neonacionalism o no rteam erican o se siente halagado y e n o r gullecido p o r estas niñ erías y h asta casi se las cree. El P residente se ha aproxim ado incluso, peligrosa mente, al m ussoliniano «vivere pericolosam ente»: «El m undo es un lu g ar peligroso —ha llegado a decir—•, siem pre lo ha sido cuando se es pionero, y 361
nosotros sabem os que siem pre ha habido pioneros que han dado su vida en la frontera». Así, Francisco G. B asterra dice en su crónica: «... p o r encim a del im pacto psicológico inicial (...) se observa ya un de seo de que la catástrofe estim ule el e sp íritu pionero que creó a esta nación (...) Para m uchos se tra ta de un precio que hay que p ag ar p o r m an ten er a E sta dos Unidos com o núm ero uno. Ronald Reagan (...) ha sabido con gran habilidad reconducir el dolor nacio nal y convertirlo en un sentim iento positivo (...) El Presidente (...) ha m anifestado que el fu tu ro "no es de los débiles sino de los valientes. Y los trip u la n tes del C hallenger nos estaban llevando al fu tu ro y les seguirem os”». «El espíritu de aventura —dice en otro lugar B a sterra —, m uy vivo aún en un país tan joven com o E stados Unidos, e stá siendo utilizado p o r el Presidente, en esta hora triste, p ara convertir el fra caso en acicate.» Aquí parece que B asterra se deja él m ism o en g añ ar p o r el invento, pues eso de «pue blo joven» no quiere d ecir nada y aunque quisiese decir algo tam poco cu ad raría, dado que el neonacionalism o norteam ericano debería se r catalogado, por sus m arcados rasgos regresivos, m ás bien com o en¿ ferm edad senil. Y el sedicente «espíritu de aventüra» no es sino el elem entalism o em ocional vinculado a la m ala lite ra tu ra resu ltan te del rem ozam iento de cim onónico de las arcaicas sagas fundacionales, o una regresión senil hacia las lecturas de la infancia, con su percepción del m undo en clave de tebeo, po r m ucho que ese tebeo ad o p te los m odernos escena rios de la ciencia-ficción. Por lo dem ás, no veo que tengan nada que envidiarle —en cuanto a visión del m undo en clave de tebeo— a los delirios beduinos de un G adafi los dos grandes señores de la tie rra y de la guerra, que en tre las pocas y muy generales cuestiones a tra ta r en su entrevista de G inebra no dejaron de in clu ir la de su d eb er de aliarse y u n ir sus fuerzas en defensa de la hu m an id ad co n tra la 362
eventual invasión de un enemigo exterior extraterresIre, o m ejor dicho, alienígena, que es com o ú ltim a mente se lo designa en los tebeos. X. El ex com batiente h erido o m utilado incurre con frecuencia en el abuso de em plear el respeto c a r nal que todo bien nacido siente po r cualesquiera cicatrices —en cuanto puros estigm as de dolor, independientem ente de su c a u sa — com o un in stru m ento de coacción p a ra obligarnos a extender y convertir ese respeto c arn alm en te otorgado a sus heridas en un respeto esp iritu al hacia la C ausa p o r la que com batiera, esgrimiendo, de esta m anera, esas heridas com o un derecho a im ponernos tal a c ata miento. Las cicatrices son p ara él com o títulos o pó lizas que lo a u to rizan a p a s a r al cobro el créd ito social que, según su criterio, ha ad q u irid o m ediante el sacrificio que esos m ism os estigm as representan. No es sino un caso m ás del fuero inm em orial y aún hoy no derogado que quiso h a c er de la sangre y de la m u erte cre a d o ras de derecho. Y así nos lo co n fir mó hace poco tiem po el general Jerem y Moore, ven cedor de las M alvinas, c u an d o dijo: «Ahora las Falkland son nuestras, porque las hem os pagado con vidas de jóvenes británicos, y todo intento de cu es tio n a r este derecho es, sin m ás, una ofensa a los m uertos». El respeto y la fidelidad a los m uertos, abusando del tem o r reverente a profanarlos, es u sa do com o in stru m en to de chantaje p a ra im poner si lencio sobre la C ausa p o r la que m u riero n y o bligar al respeto hacia la clase de em presas de que se tra te. Por lo que atañe al Challenger, José M aría C arras cal, co rresp o n sal de ABC en Nueva York, viene a entonar análoga cantata: «Por debajo de las lágrim as está la determ inación n o rteam erican a de co n tin u ar el program a espacial. No sólo porque el espacio es un desafío, sino porque es tam bién el futuro, y de ja rlo ahora se ría una traición a los que han m uerto 363
para conquistarlo». (Pero el respeto a los m uertos no es respeto a sus m u ertes y a sus Causas, sino respe to a las vidas que perdieron; h a c er que sus m uertes sirvan p a ra algo es negarles a las vidas que han p e r dido el derecho a no h a b e r servido p a ra nada, el p ri vilegio de ser fin en sí m ism as. Mas p a ra esto véase el co rolario 1.°) La sacralización de la m uerte, su transfiguración en sacrificio, es una form a de capi talización. Los sacrificados son una inversión; no está claro si u n a inversión hecha po r ellos m ism os, por los supervivientes o p o r todos juntos. Comoquie ra que sea, p arece que los dep o sitario s de ese capi tal son los supervivientes, que habiéndolo recibido com o fideicom iso se obligan a m an ten er activa su rentabilidad; de lo contrario, h a b ría defraudación. Esto es lo que se expresa, con p alab ras m ás pías, cuando se dice que el sacrificio de nuestros padres y nuestros herm anos nos obliga a h a c er que su san gre sea fecunda. XI. M ientras el esfuerzo norm al que se aplica a c u alq u ier obra del progreso es racionalizable bajo la relación de causa a efecto, no pasa lo m ism o con el accidente; éste es fortuito, no com putable ni proporcionable, se su strae p o r tanto a la transparente' relación de ca u sa a efecto. Pero tam bién es raciona lizado, au nque el recurso p a ra hacerlo sea fraudu lento —esto es, una racionalización en el sentido psicoanalítico de la palabra—, y, en consecuencia, un recurso irracional. Consiste en su inscripción en esa extraña p a rtid a de «precio» o de «tributo». La irra cionalidad de este recurso racionalizador lo aboca inevitablem ente a re sta u ra r arcaicas conexiones m í ticas. En una palabra, que la noción de precio o de trib u to que hay que p a g a r por el progreso es una ro tunda superstición. Las fuerzas adversas que el pro greso consigue so m eter y poner a su servicio se cobrarían, según ésta, en sangre y m u erte los pode364
íes que entregan; las C ausas profanas han h ered a do así los vicios de los viejos dioses. La resta u ra d a
tonexión m ítica funciona, y la superstición del tr i buto o del precio del progreso es universalm ente aceptada, sin u n a m ala cara ni un m al gesto, com o lina verdadera explicación: a c a rre a r accidentes m or tales y h asta estragos a los hom bres no es conside rado com o una calam idad o com o un inconveniente dol progreso, sino com o su m ejor legitim ación, del mism o m odo que exigir víctim as en sacrificio p ara o lo rg a r sus bienes, nu n ca fue considerado com o un «buso, u n a injusticia o hasta una canallada de los dioses, sino la p arte que les corresp o n d ía en la rela ción de intercam bio. La relación de intercam bio es la que ejerce y m antiene la alianza entre los hom bres v sus dioses; po r esta alianza los dioses otorgaban a los hom bres el d isfru te de los bienes de la tierra; el sacrificio era, pues, el fundam ento de legitim ación dol u su fru cto de esos bienes. La relación de in te r cam bio nada tiene que ver con una relación de c a u sa a efecto o m edio a fin; es una relación jurídica; la relación ju ríd ic a que se ejerce en este caso, m e diante la oblación del sacrificio, es, com o he dicho, la del pacto o alianza p o r los que el hom bre se reco noce trib u ta rio de los dioses y estos lo acogen com o su vasallo. E sta conexión m ítica es la que se m antie ne in alterada cuando se habla de precio o de trib u to que hay que pag ar p o r el progreso. La H istoria, el Progreso y el Futuro, lejos de su sc ita r recelo algu no, se vuelven dioses en quienes se puede confiar en cuanto exigen trib u to de sangre, y ju stam en te gra cias a exigirlo. El sacrificio, com o ejercicio de in tercam bio, renueva respecto de ellos la arcaica conexión, el m ítico sentim iento de alianza, de reci procidad y de protección. En ú ltim a instancia —y osta es mi cu estió n — es totalm ente indiferente de c ir «precio» o «tributo» o d ecir «sacrificio», porque tan religiosa sigue siendo la concepción que yace 365
bajo la idea fiscal o com ercial de un trib u to o de un precio que tengam os que p ag ar p o r el progreso, com o era ya, en su tiem po, com ercial o fiscal la con cepción que yacía bajo la idea religiosa de un sa cri ficio que hubiese que o fren d arles a los dioses a cam bio del u su fru cto de sus bienes. Por eso, cuando André Fontaine, d ire c to r de Le M onde, no vacila en titu la r su artícu lo sobre el C hallenger precisam en te «Sacrifice» (Le Monde, 30 de enero de 1986), p ara arran carse acto seguido con la siguiente afirm ación: «No hay una sola etap a de la aventura hu m an a que no haya sido pagada con su precio de sangre», está bien lejos de q u e re r h acer una m etáfora de la con tingencia fáctica de los accidentes, o sea de la cons tatación e m p íric a de que los m o rtales están expuestos a accidentes, si se están quietos, m enos, y si se m ueven, m ás. No; ya la form a totalizante del a rra n q u e «// n ’e st pas d ’é tape de ¡'aventure hum aine...» anuncia la pretensión racionalizadora de sem e jan te contingencia; a c ep ta r la excepción sería m en o scab ar la racionalidad: sólo si o c u rre siem pre, el pretendido accidente puede p e rd e r el irracional c a rá c te r de fortuito o de casual que com o tal acci dente lo define, a fin de poder se r racionalizado como «prix de sang», expresión con la que el lenguaje mo-i derno restablece la conexión m ítica del sacrificio. El accidente es así rescatado de la contingencia —con lo que deja de ser propiam ente accidente— y tra n s ferido a la necesidad. (La consagración de la m u e r te, o sea su conversión en sacrificio, in se rta al accidente en u n a función de intercam bio, le hace ju g ar en ella un papel determ inado; y e sta asignación de papel se le hace equivalente a u n a tom a de sen ti do. El sentido le q u ita al accidente su propia condi ción definitoria: su gratuidad absoluta, su facticidad irreductible. Deja, así pues, de se r un accidente y en tra en el reino racional de la necesidad. S uplantado así el hecho po r lo que se pretende su sentido, esca 366
moteado, p o r así decirlo, d e trá s de su disfraz, por la im postura que lo convierte en sacrificio, el acci dente es aceptado com o la oblación debida a los dio ses del progreso, o la p a rte p o r ellos reclam ada.) En esta tran sferen cia a la necesidad está la racio n ali zación ideológicam ente productiva, o sea la que hace el suceso aceptable ante el s e n tir del público previ niendo las c rític a s que p odrían poner en entredicho las p ru eb as espaciales y la tecnología en general. XII. Bien es verdad, com o ya he ap u n tad o antes, que tales contraataques anticipados suelen ser pasos en falso de la ideología oficial, siem pre m ás tem ero sa y suspicaz de cuanto la experiencia de las reac ciones populares podría ju stificar; una defensa que suele acarrearse un cierto efecto de ridículo, por ade lantarse, con paranoica precipitación, a ataques que nadie iba a lan zar en realidad, d isp aran d o a u n m is mo tiem po y desde todos los fortines de opinión, com o en un único pedo atronador, la entera b atería de los m ás grandes y solem nes topicazos, porque el pro n tu ario de las recetas ideológicas es de fácil m a nejo y se halla siem pre a mano, y todos saben al pun to qué es lo que tienen que decir, de qué se trata, cuál es el valor exacto de los hechos, la recta in te rp re ta ción de su sentido (m as p ara esto véase el corola rio 2.°). Así, «el precio o trib u to que hay que pag ar por el progreso» ha sido el leitm o tiv unánim e con tra la inexistente conjura antitecnológica que han vis to en sus delirios paranoicos: «Con toda seguridad (dice el editorial de Diario 16 del 29 de enero de 1986), saldrán ah o ra de sus g u aridas todos cuantos abom i nan de esta m agna tarea de investigación, los d em a gogos que p refe riría n u tiliz a r las inversiones en tecnología en m enesteres pedestres y terrenos, a pe d ir que la NASA cierre sus p u e rta s y que los E stados Unidos d e sistan de e sta em presa, que, a su parecer, no a p o rta rendim ientos m ateriales a la hum anidad. 367
Siem pre ha habido, en toda época, p a rtid a rio s de la oscuridad, del u n am uniano "que inventen ellos", de la im aginación rom a y la inteligencia en el estó m a go. Pero esa m uerte d ram ática de siete personas, entre ellas la profesora C hrista McAuliffe, ha de en tenderse (subrayado mío) com o el precio exo rb itan te que hay que pag ar por la o sadía de descubrir, por el atrevim iento del progreso, p o r la arro g an cia de la conquista». (H asta aquí la cita.) El didáctico y prcscriptivo «ha de entenderse» subrayado po r mí seña la ya las ínfulas de recta doctrina, de ortodoxia, con que la ideología oficial se siente responsable de am o n e sta r e ilu s tra r a la opinión. Por lo dem ás, es pinto resco ver cóm o el editorial quiere b a tir con una única an d an ad a dos frentes h asta hoy bien diferenciados e incluso contrapuestos: el que vulgarm ente se sue le designar com o «m aterialista», que el diario llam a «de la im aginación rom a y la inteligencia en el estó mago» y al cual achaca que p refe riría «utilizar las inversiones (...) en m enesteres p ed estres y terrenos», y el que solía se r vulgarm ente designado com o «es piritualista», al que el d iario se refiere com o el «del unam uniano “que inventen ellos” », que, a diferencia / del prim ero, no im pugnaba la tecnología po r su in u tilidad, sino p o r su ciego, acéfalo y h asta inhum ano utilitarism o, que olvidaba y aun escindía la perspec tiva plena de la persona hum ana. Pues bien, tal vez el editorialista anduvo m ás acertado de lo que él m is mo se pensaba en este novedoso co n tu b ern io en tre esas dos facciones presuntam ente opuestas, al inten ta r rebozarlas y a b a tirla s con e sa única perdigona da de «partidarios de la oscuridad». Y anda acertado especialm ente si los contrapone, en un bloque u ni tario, a los que, en cam bio, aceptan y entienden la m uerte «como el precio que hay que pagar por la osa día de descubrir, p o r el atrevim iento del progreso, por la arro g an cia de la conquista», o sea los de la vida com o au to afirm ació n deportiva, los de la esté 368
tica de la dom inación, los del m ussoliniano «vivere pericolosamente», pues, en efecto, aquella estética de los cam isa negra, que tom aron la calavera com o b la són, de los am antes del peligro, de la dom inación y de la m uerte, fue, sin la m en o r duda, tan enem iga de la carn e com o del esp íritu . La carn e y el e sp íritu podrían tener, pues, el m ism o amigo, dado que al me nos tienen el m ism o enemigo. XIII. Pero, volviendo al texto de Fontaine, es de no ta r cóm o tal género de racionalizaciones y pseudoexplicaciones sólo se hacen posibles en la atm ósfe ra retó rica de la alegoría. La ideología oficial, en su función de d a r razón al m undo, rec u rre hoy, sobre todo, a p rese n tarlo y explicarlo en form a de rep re sentaciones alegóricas; mueve sus razonam ientos m anejando, com o sujetos totalm ente evidentes ante los sentidos, personajes que no p odría d e te rm in a r m ás que pintados en una alegoría, tal y com o en las lám inas o los frescos del siglo XIX podíam os seña lar con un p untero tanto La In d u stria com o La Tole rancia, La E dad M edia, El Siroco o El Destino; casi bastab a con que los de género fem enino tom asen form as —p o r cierto, siem p re notablem ente exube ran tes— de m ujer, y los de género m asculino, de va rón, o, a lo sumo, con que La Tolerancia, por ejemplo, no tuviese fruncido el entrecejo. No otro es hoy el sistem a m ás com ún de h a b la r de todo lo que nos ro dea. Ahora mismo, sin ir m ás lejos, e stá pasando a toda pastilla, por lo visto, po r n u estra red ferrovia ria, cierto im p o rtan tísim o convoy llam ado El Tren de la Tecnología, que sería —según dicen los exper tos— totalm ente catastró fico perder. Así, «l ’a venture h u m a in e » del d irecto r de Le M onde es ya, para em pezar, una alegoría sum am ente elaborada; y, sin em bargo, e stá ya tan recibida y tan asim ilada, se ha hecho tan de cu rso legal, que, sin p a ra r m ientes si qu iera en su índole alegórica y no digam os ponerse
la cuestión de si hay o no hay tal aventura, todo el m undo da p o r bueno el razonar directam ente sobre ella, sin preocuparse de convalidar la legitim idad lógicoconceptual de lo que, p o r p u ra y sim ple cohe rencia iconográfica, nos quiere d e sp ac h a r com o plausible sem ejante lenguaje figurado. La arm o n ía con la que se cruzan y revuelven, se tu rn a n y acom pasan las figuras en la danza fingida de la alegoría pretende convalidarse com o verdad de lo rep resen tado. Pero h a b ría que em pezar por se ñ ala r cóm o ya «la aventura» m ism a es un invento de la litera tu ra de ficción; ya H om ero lo h a b ía intuido en la Odisea: «Los dioses tram an y cum plen la perdición de los m ortales, p ara que los venideros tengan qué contar» (VIII, 579-580) y C ervantes lo dem ostró con el Quijo te. La acción hu m an a po r sí m ism a —sin los m alos ejem plos de las novelerías—>si aún fuese lícito, que no lo es, concebir sem ejante situación, sería sin duda m ucho m enos insensata. XIV. Los hom bres que no som os de ficción —o al m enos lo creem os sinceram ente así— tenem os vidas, pero no aventuras; aunque, po r cierta m alicia ap ren dida en las novelas, a veces nos p asan cosas o em prendem os excursiones a las que, no sin cierto/ narcisism o, creem os poder d a r el nom bre de aven turas. Pero, p o r su erte para nosotros y aun m ás para nuestros deudos y allegados, sólo los individuos no velescos tienen de veras aventuras propiam ente di chas. La aventura, por dilatado que sea el espacio en que se desarrolle, exige en p rim e r lugar una univoci dad y u n ilateralid ad del ám bito de acción; lo que quiere d e c ir que todos sus tiem pos y todos sus luga res se copertenezcan; y no hay m ás que una form a de que se copertenezcan: que puedan ser referidos a un único, prim ero y último, centro de coordenadas, al que podam os rem itir subordinadam ente todos los dem ás. Lo cual huelga d ecir que, afortunadam ente, 370
al m enos h a sta hoy, está bien lejos de poder hacerse con el ám bito de las vidas no fingidas, que se c a ra c teriza ju stam en te p o r se r m ultívoco y m ultilateral. Naturalm ente, el expediente m ás viable, m ás común, e inm ensam ente m ayoritario, de fija r ese centro de coordenadas capaz de h a c er unívoco y u n ilateral el ám bito de acción que exigen la ficción y la aventura es en carn arlo en un sujeto hum ano al que se privi legia com o «protagonista». H echas estas observacio nes, veamos ahora cuántas ficciones representativas nos exige la construcción de una alegoría com o la de «la aventura hum ana», según lo que por tal quie re en ten d er André Fontaine. El protagonista de fic ción, o sea el único m odelo de sujeto idóneo p ara la aventura suele to m ar la form a de un individuo em pírico, sin g u la r determ inado, llám ese Ulises, llám e se Don Quijote; ju sta m e n te el poderlo d e te rm in a r com o protagonista, que es algo así com o decir « pri m er acto r en el reparto» o «prim er espada en el coso v el cartel», indica la univocidad y unilateralidad del ám bito de acción que la ficción litera ria logra ju s ta m ente tom ándolo a él po r único y absoluto punto cero de todas sus coordenadas de tiem po y de lugar, haya o no subsistem as secundarios. Por eso es redun dante decir, com o yo m ism o he dicho m ás a rrib a, «protagonista de ficción»; fuera de la ficción no hay en verdad protagonistas, aunque no falte quien p re tenda serlo, y el ám bito de acción de las vidas no fin gidas es, p o r lo mismo, com o he dicho, siem pre multívoco y m ultilateral. C ierto que, p ara el buen concierto de la navegación, la c a rto g rafía m oderna decidió se ñ ala r en el Océano Atlántico, aguas afue ra del Golfo de Guinea, a unos 10 grados escasos de longitud Oeste de Libreville, capital del Gabón, y a unos 5 grados de latitud S u r de Accra, capital de Gha na, un punto im aginario en a lta mar, p a ra que fuese intem acionalm ente convenido como punto 0-0, o cen tro de coordenadas del sistem a reticu la r de locali 371
zación geográfica form ado p o r los paralelos (absci sas) y los m eridianos (ordenadas). C ierto tam bién que, para la bu en a m archa de las A dm inistraciones, se han señalado no pocas veces puntos cero en la pre su n ta línea de los tiem pos, d eterm inando «Eras», com o la rom ana (anno... ab urbe condita), la c ris tia na (año... a n te s/d esp u é s de Cristo), la islám ica, que tom a por punto cero el lím ite inextenso entre las 0 horas de la m adrugada del día de la Hégira y las vein ticu atro horas de la noche de su víspera, 15 y 14 de julio de 622 después de Cristo, o respectivam ente, fe cha y víspera de la huida de M ahom a de La M eca a M edina. En am bos casos, el carto g ráfico y el crono lógico, se busca, ciertam ente, esta b lec e r una univo cidad y u n ilateralid ad del ám bito de acción, una copertenencia de tiem pos y lugares, que o rien tan d o los d erro tero s del océano facilite el en co n trarse y destrozarse a cañonazos las escu ad ras enem igas, o que d atan d o p o r una m ism a cuenta uniform ada las fechas de extensión de los m ás diversos docum en tos oficiales increm ente el p o d er de los controles de la A dm inistración. C ierto que éstas son convencio nes en las que el ám bito de acción hum ana ha sido som etido a unos criterio s de copertenencia de tiem pos y lugares sem ejantes o siquiera equivalentes a los que rigen para la ficción, salvo que im puestos so bre lo que pretendem os no fingido. Con todo, y sin detenernos m ás en ello, dejem os a p u n ta d a la cues tión de si no sería el caso de exam inar hasta qué pun to estas m ism as convenciones, la c arto g ráfica y acaso todavía m ás la cronológica, aun dirigidas, en sus m otivaciones aparentes, por designios m ás prag m áticos, no son, a su vez, cóm plices o co rresp o n sa l e s , por participación o perm isión, en la elaboración de nuestra sofisticada y frau d u len ta alegoría de «La Aventura H um ana». ¿H asta qué punto por ese unicum mare, sobre ese solus orbis, en ese tem pus unum , que la cartografía y la cronología quisieron 372
d ecretar p o r unos y los m ism os, estatuyendo la to tal copertenencia de tiem pos y lugares, no se im agi n a rá tam bién com o único y el m ism o el héroe que navegue y que conquiste, que a p re n d a y que m adule, que invente y que construya, p rospere y p redo mine? Y esto es lo que se ha hecho; com o la categoría literaria del concepto de aventura d em andaba com o protagonista un individuo sin g u lar unívoco y aun Idéntico a sí mismo, com o un docum ento nacional de identidad, fue preciso co nstruir, p ara sujeto de l.;i Aventura H um ana, cierto individuo bastante com plicado. Prim eram ente, h u b o que proceder a h a c er de cada generación sincrónica o coetánea de hom bres y de pueblos «desde la noche oscura de los tiem pos» (ABC, «Challenger: el desafío», editorial de lecha que no puedo precisar), probablem ente m e diante un tratam ien to de com presión lateral, un úni co individuo definido p o r el a trib u to propio de su sincronía —un hacha de piedra tallada, una vasija de cerám ica, un arco, un c a rro de dos ruedas, etcé tera. E stablecida así una sucesión diacrònica de individuos diversam ente caracterizados, aunque o r denados según la prelación jerá rq u ic a de los respectivos atrib u to s, vino lo m ás difícil: hubo que h a c er que m ediante u r ^ especie de m etem psicosis o tra n s m igración longitudinal (casi com o la entrega del tes tigo en una c a rre ra de relevos), cada uno de aquellos individuos, alineados en colum na según la diacronia, siguiese siendo, de alguna form a, el a n te rio r y p asa se, a la vez, en cierto modo, a ser el subsiguiente, que dando así form ada la identidad d iacrònica de toda la colum na que definía finalm ente el individuo idó neo p ara protagonista de La Aventura H um ana. XV. Sin embargo, a este héroe tan versátil, que reú ne en la identidad de su persona tan to al caverníco la d e scu b rid o r del fuego com o al a stro n a u ta que pone el pie en la luna, se le atribuyen, en cambio, 373
unos rasgos de c a rá c te r extrem adam ente lim itados, generalizando en él, de m odo h a rto abusivo, un m o delo ideológico de hom bre histórica, social y h a sta geográficam ente m uy determ inado: el ideal del euro peo burg u és ap arecido con la revolución in d u stria l del siglo XVIII, al m enos según las cosas que los tex tos dicen de él. E n efecto, en opinión del propio An d ré Fontaine, «l'hum anité est ainsi faite qu'elle a besoin de regarder au loin, en avant et au-dessus d'elle»', M itterrand, p o r su parte, en telegram a d iri gido a «M onsieur le p résid en t et C her Ron», decla ra, entre o tra s cosas, que «nous savons que rien ne décourage l ’h u m a n ité dans sa m arche en avant»-, al p a r que el e d ito ria lista de Le M onde del m ism o 30 de enero de 1986 dice a su vez: «La conquête de cette "nouvelle frontière" que constitue l ’e space figure au nombre de ces aventures auxquelles l ’h om m e ne sau rait échapper, sa u f à renoncer à être lui-même: hier la découverte du feu; aujourd'hui l'avènem ent des transportes terrestres ou aériens; dem ain peut-être la maîtrise de l'univers». H arto dudoso es que estos tan anim osos y em prendedores rasgos de c a rá c te r p u e dan ser hechos extensivos a otros hom bres que no sean el m odelo ideológico ideal que de sí m ism os se hacen los propios inventores de la alegoría de La Aventura H um ana. Pero ese «a m enos que renuncie a se r él m ism o» que el e d ito ria lista aplica al propio cavernícola d e scu b rid o r del fuego p arece no d u d a r de la identidad de un hom o universalis que ya en la caverna m ism a d a b a m u estra s de ese c a rá c te r indo m able que m añana tal vez ponga en sus m anos el dom inio del universo. C uanto m ás m iserable y m ás ram plón es el libreto, m ás grandiosa y solem ne p a rece q u e re r s e r la p a rtitu ra ; así e sta últim a cita ha creído p o ten ciar su efecto acústico m ediante el a r did de co m b in a r sinérgicam ente la jerg a de la iden tidad con la estética de la dom inación {«la m aîtrise de l 'univers»). 374
XVI. La alegoría de l'aventure hum aine le ha p e r m itido a Fontaine la racionalización del accidente como prix de sang precisam ente porque el fantasm a górico pro tag o n ista de tal alegoría es tra n sc en d e n te a toda contingencia. Se h a lla rá por naturaleza tan ajeno a la facticidad del accidente com o supeditado a la necesidad del sacrificio. C uriosa observación la que sigue a la prim era frase del artículo. Esta, com o el lector recordará, decía: «Il n'est pas d'étape de l'aventure hum aine qui n'ait été payée de son prix de sang»; la otra, a renglón seguido, dice así: «Ce n'est pas par hasard que non seulem ent les religions m ais les idéologies nationalistes ou collectivistes qui se sont si souvent, depuis deux siècles, substituées à elles font une telle place à la notion de sacrifice». («No es ninguna casu alid ad el hecho de que no sólo las reli giones sino tam bién las ideologías nacionalistas o co lectivistas que, desde hace un p a r de siglos, han venido tan a m enudo a reem plazarlas hayan llegado a d a r tanto relieve a la noción de sacrificio»). Al de cir que no es p o r casualidad (il n'est pas par hasard) quiere d e c ir que sus bu en as razones h a b rá cuando tam bién las ideologías agnósticas, como antes las re ligiones, conciben el vivir y el devenir hum anos su peditados a esa clase p a rtic u la r de relaciones de intercam bio en que consiste el sacrificio. La o b ser vación es tan indiscutiblé com o em inentem ente can dorosa. La im portancia otorgada al sacrificio por las ideologías revolucionarias excede en m ucho a la que le otorga el cristianism o, y va desde la m era acep ta ción de la esclavitud p o r p arte de Engels, com o sa crificio necesario p a ra un determ in ad o desarro llo («Por paradójico y herético que pueda p arecer [...] la im plantación de la esclavitud representó, en las c ir cunstancias de aquel tiempo, un gran progreso», Antidühring), h a sta la aceptación de la necesidad de la sangre y de la m u erte com o único m o to r revolucio nario. Como es natu ral las tendencias izquierdistas 375
se acerc ará n m ás al m odelo c ristia n o (m artirológico) del culto a la m uerte, m ientras que las derechis tas se in clin arán preferentem ente h acia el pagano; p ara los prim ero s el sacrificio es redentor, p ara los segundos es rem u n erato rio (v. gr.: «precio o trib u to que hay que p a g a r po r el progreso»). Pero el can d o r de Fontaine está en h a b e r dado irreflexivam ente por supuesto que los dioses han cam biado. Y los dioses no han cam biado. XVII. En el principio no fueron, ciertam ente, los dioses de los cielos los que im pusieron sacrificios a los hom bres en la tierra, sino los sacrificios de los hom bres de la tie rra los que pusieron dioses en el cielo. Por consiguiente, no es que el sacrificio haya sobrevivido al cam bio de los antiguos dioses, sino que es la perp etu ació n del sacrificio lo que dem ues tra que los dioses no han cam biado. ¡De nom bre h a b rán cam biado, y de vestido, no de condición, com o d em uestra la renovada aceptación del sacrificio! Si guen siendo los viejos dioses carroñeros, vestidos de paisano, con los nom bres de H istoria o de Revolu ción, de Progreso o de Futuro, de D esarrollo o de Tec nología. Los m ism os perros sangrientos con distintos aunque no m enos ensangrentados collares. Más va lía hab er dejado en paz los dioses en sus cielos y quebrantado, en cambio, la m ítica conexión del sacrificio, que era la fuerza que los sustentaba; ya ellos solos se h a b ría n venido abajo desde las a ltu ras, en vez de reflorecer y renovar sobre nosotros su cruento señorío. La H istoria Universal no es sino el nom bre, el d isfraz y el m aquillaje, tan pudorosa com o frau d u len tam en te laicos, con que el arcaico y sangriento Yahvé-Señor-de-los-Ejércitos, iam senex sed deo uiridisque senectus, circu la y se las bandea hoy en día im punem ente, como un viejo verde, por los salones de m oda del agnosticism o. La prueba de que no es el dios el que dem anda el sacrificio, sino que es, 376
po r el contrario, el sacrificio el que postula al dios la hallam os m ás a rrib a en el pasaje en que se o b se r va cóm o nu n ca es la C ausa lo que se esgrim e p a ra ju stific a r el sacrificio y la sangre derram ad a, sino siem pre, p o r el contrario, el sacrificio, la sangre derram ada, lo que se esgrim e para legitim ar la Cau sa. El sacrificio es el que crea, pues, la Causa; no ya la C ausa la que prom ueve el sacrificio. Y las C ausas tienen el lu g ar de dioses, dado que son lo que Fon taine designa com o «ideologías nacionalistas o co lectivistas que, desde hace un p a r de siglos, han venido a reem plazar a las religiones». XVIII. Fontaine d irá todavía unas líneas m ás aba jo: «Nés (Les États-Unis) d'une guerre de libération, ils ne sont vraiem ent devenus une nation qu'après la terrible épreuve de la guerre de Sécession. Com m e celle de la France selon de Gaulle, leur histoire a été écrite par l'épée». N adie lo pone en duda salvo que, en m odo alguno, nos hallam os ante una suerte de ra reza o de cu rio sid ad histórica; antes, por el co n tra rio, la rareza, h asta hoy no conocida, sería la de un pueblo o una nación que no fuese producto de la es pada. En esta apelación al sacrificio, Fontaine se ha desplazado a o tro terreno; ya no se tra ta de la fra u dulenta transfiguración del accidente en prix de sang o en sacrifice: entre la sangre d e rra m a d a p o r la es pada y la creación de pueblos y naciones no hay ya una relación accidental. Los pueblos no pueden ser más que productos de la sangre y las naciones no han llegado a ser jam ás sino creaciones de la espada. El paso es im portante: la noción general de sacrificio es tra n sfe rid a de la ficción que la aplica a tra n sfo r m ar el accidente en trib u to que hay que p ag ar po r el Progreso a la constatación que la reconoce por su prem a gestora de la H istoria. A fin de hacernos acep ta r la idea del accidente com o prix de sang, Fontaine quiere ofu scarn o s con la contem plación de cóm o 377
toda creación, toda grandeza hum ana —y la grandeur de la France en especial— se han levantado sobre el sacrificio. Pero la espada hiere o m ata, no acciden ta. La esp ad a no fue un peligro al que hubieron de exponerse cuantos tom aron parte en levantar a Fran cia, sino el propio in stru m en to con que fue edifica da. Los golpes de la espada no son, en m odo alguno, accidentes que o curran durante los trabajos de cons trucción de u n a nación, sino la propia y norm al ac tividad del in stru m en to idóneo para levantarla. Las heridas que se reciben y se infieren d u ran te la b a ta lla no son el precio que hay que p a g a r p o r la victo ria, sino el m edio de g an arla o de perderla. El derram am ien to de sangre que ha inundado —y, a la vez, ha hecho— su historia no es el precio que ha ha bido que p a g a r po r la creación de Francia, sino el im pulso, el procedim iento y la arg am asa con que ha sido creada. Quiero decir que aquí estam os ante una verdadera relación de cau sa a efecto y una verdade ra relación de m edio a fin entre la sangre d e rra m a da y la p a tria construida; aquí, pues, la relación de intercam bio, la relación sacrificial, no sustituye sino que se superpone, dado que es bien patente hasta qué punto se habla de «sacrificios» con respecto a los su frim ientos p o r la patria. El artificioso giro de p a s a r se sin m ás de la invención, fabricación y p ru eb a de artefactos pirotécnicos a la form ación h istó ric a de pueblos y naciones, m anteniendo, no obstante, su brepticiam ente unívocas respecto de am bos casos las expresiones p rix de sang y sacrifice, lleva tal vez por único designio el de hacernos sen tir m ás apropiadas y m enos sospechosas las dichas expresiones, h asta dejarlas in d istin tam en te hom ologadas en orden de razón tan to ap licad as al accidente técnico del Cha llenger com o aplicadas a la h isto ria de los pueblos y la creación de las naciones; pues la H istoria es, por cierto, y sobre todo la H istoria Universal, la que m ás generosa, contundente e indiscutiblem ente abona, ra378
tifica y legitim a la concepción, universalm ente ac a tada, de la necesidad del sacrificio, bajo las m ú lti ples y tan diversas fó rm u las de su interpretación. XIX. El ya referido ejem plo del ex com batiente es nòlo un caso extrem oso, ap rem iante y personal del peculiar fenómeno, m ucho m ás am plio y generaliza do, de que todo p a trio ta suela en carecer su p a tria pix-cisamente en nom bre de los inm ensos sacrificios que, según dice, costó construirla a lo largo de su his toria, cifrando en ellos tanto lo que la hace a sus ojos tan valiosa com o lo que m otiva su d eb er de a m a r la y respetarla. Aquí, pues, el valor del sacrificio - privaciones, esfuerzos, sangre y m uerte de cien ge neraciones p re c u rso ra s— tom a, con toda precisión, form a de crédito; y tal com o sobre el crédito de la m aterna leche que m am am os se nos reclam a el am or debido para con nuestras m adres, así tam bién el cré dito de inm em oriales sangres d e rra m a d a s hace a la p a tria que aún hoy les sobrevive acreedora a un triliuto de a m o r y reverencia p o r p a rte de quienes hoy somos sus hijos, y aun, si fuese preciso, al trib u to de n u estras propias vidas, yendo, «por verla tem ida y honrada, contentos tach u n d a chim pún a la m u e r te». Entonces nosotros m ism os pasaríam os, m u rien do po r ella, a en g ro sa r el m onto total del crédito, haciéndonos, a nuestra vez, conjuntam ente cyh la pa tria, acreedores de nuestros descendientes. La fun ción de intercam bio sacrificial entre la p a tria y sus m iem bros constituye, así pues, una especie de flujo continuado y reciclante. El sacrificio crea, p o r ta n to, la p a tria y la recrea; los sacrificados, haciéndola acreedora, pasan a form ar parte de tal divinidad. Los sacrificados son ya la p a tria m ism a; la h isto ria de la p a tria no es sino la h isto ria de sus sacrificios. Mas si la p a tria es una creación del sacrificio, y el sacrificio co m p o rta la creación de un saldo acree dor, entonces la función de intercam bio creadora de 379
la p a tria se ría u n a form a de conexión m ítica del hom bre con tal o cual pasado que reconoce com o su acreedor. Cuán sum am ente lábiles llegan a ser —con form e a lo que de ello se d esp ren d e— los lím ites en tre p a tria e h isto ria de la p a tria nos lo m o stró De Gaulle, q u e p o r d ecir que Francia e ra obra de la es pada, prefirió el giro m etoním ico del enunciado «La histo ria de Francia ha sido e scrita con la espada». E sa historia, al igual que to d as las h isto ria s nacio nales, no difiere tal vez de la contabilidad de un tem plo azteca; el pueblo que req u ería de los poderes de sus dioses el terren al dom inio de un im perio, los fue haciendo insaciables acreedores de víctim as hu m a nas; la con tab ilid ad de tales víctim as c o n stitu iría a la vez la h isto ria del im perio y el registro de su ad m inistración. Mas, puesto que la sangre ha sido, a la postre, siem pre, la única genuina c read o ra del de recho y legitim adora del poder, nada tiene de ex tra ño que toda h isto ria se vea reducida, esencialm ente, a contabilidad de víctim as de sangre, o a cifra del pasado com o saldo acreedor. El hom bre que tiene p a tria y tiene h isto ria es el que reconoce en su p a sa do algún saldo acreedor, y que, en com pensación, se reconoce a sí mismo, a su vez, com o acreedor respec to del futuro. El Futuro ha acabado definitivam ente con los dioses, al conseguir por fin hacerse con el puesto, tan de antiguo y tan encarnizadam ente d is putado, de P rim e r Pagador Universal. El m onto de los depósitos confiados a las inm ensas cám aras aco razadas de los su b te rrá n e o s de sus S usas y sus Persépolis, conform e a las m ás diversas operaciones crediticias con las que los hum anos le confían h a s ta el p o stre r m aravedí de sus ahorros, podría m u lti plicar m il veces m il los tesoros en cu a lq u ier tiem po acum ulados en los tem plos de todos los dioses de la tierra. Jam ás, anteriorm ente, en otro siglo alguno co nocido, se tuvo conocim iento ni noticia de o tra m a yor m iseria del presente com o la que al presente 380
padecem os. La titánica y vertiginosa tu rb in a del Fu turo asp ira a sus en trañ as h asta las últim as y m ás m enudas b riz n a s de h ierb a del presente, ap elando a un m añana en el que volverán al acreed o r hechas pradera de verdor perenne. El Futuro se ha vuelto, pues, hoy, tan to en O riente com o en Occidente, el opio de los pueblos, en un sentido b astan te p areci do al que se dijo antaño en referencia con la religión. Nunca ha sido el Futuro tan causa del presente com o ha llegado a serlo hoy. No en vano ese m ism o F utu ro es la m orada perenne de esos designios ideales que precisam ente denom inam os Causas (v. gr.: «la Causa de la Libertad», «la Causa de la H um anidad», «la Causa del Proletariado», etcétera), las cuales nun ca son exactam ente fines, situados en el horizonte, por rem oto que sea, de lo alcanzable, sino m ás bien com o representaciones siem pre igualm ente a u sen tes y presentes, en la p articu lar equidistancia de todo lo virtual. Y p erm ítasem e ilu stra rlo con una cita de otro texto m ío («Notas sobre el terrorism o», 1980), que dice así: «Así pues, si es que de alguna form a es posible se g u ir hablando de fines (el texto alude a los m óviles de una lucha irre d en tista com o la del IRA irlandés), respecto de estas luchas, no lo ^ e rá en el sentido específico de unos designios prospectados, algo que, por rem otam ente que sea, se representa de lante, sobre el horizonte, sino m ás bien com o si el punto ideal del fin se hubiese levantado del horizon te y, recorriendo un arco de noventa grados en el m e ridiano celeste, hubiese ido a colocarse en el cénit, com o una estrella polar, que ya no es nunca p ro p ia m ente un fin, pero que lo reem plaza en lo que tiene de térm ino de referencia de una intención y una con ducta, com o cuando se dice de una Causa: "E s la es trella que ha m arcado el sentido de mi vida, la luz míe ha a lu m b rad o mi cam ino, el norte que ha d irig i do todas m is acciones", etcétera. La diferencia con el designio reside en que e sta estrella no está p ara 381
ser alcanzada, sino tan sólo p ara ser ap u n tad a com o una referencia v irtu al perm anente, en una especie de fu tu ro perpetuo...». XX. Si De Gaulle, que logró d a r salida a la revo lución argelina, accediendo po r fin a la independen cia de Argelia, dijo aquello de que la h isto ria de Francia había sido escrita con la espada, recordemos ahora cómo, a su vez, el m artiniqués Fanón, principal ideólogo tan to de aquel m ovim iento irre d en tista com o de la organización revolucionaria que lo pro tagonizó, el FLN, venía a concebir en térm inos p rá c ticam ente idénticos el m odo en que debía c rearse la nueva Argelia independiente, com o nación in scrita en los registros de la H istoria; tam bién p ara Fanón solam ente la espada, la violencia, era el único ins trum ento idóneo p ara h acer definitiva, histórica, se m ejante inscripción: no un m edio a falta de otros m ás benignos, sino el único m edio propio de la H is toria, el único au tén tico in teg rad o r de pueblos y hacedor de naciones. Bien es verdad que Fanón estim aba que no cabía p e n sar en o tra form a a u té n tica de independencia que la que fuese a la vez so c ia lm e n te re v o lu c io n a ria : «El c a m p e sin o , el desclasado, el ham b rien to es, entre los oprim idos, el prim ero que descubre cóm o tan sólo la violencia es rem uneradora »; de aquí que postule la sangre, no ya com o única vía restante, u n a vez fracasad as las de más, sino com o positivam ente recom endable y pre ferente sobre cu a lq u ier otra, p o r ser el único m edio capaz de co n so lid ar com o un solo y el m ism o pue blo las élites y las m asas, al hacerlas copartícipes en el esfuerzo de la liberación, dando así a la fu tu ra nación independiente la g aran tía de « estar fundada en el sufrim ien to y la esperanza (subrayado mío) de todos los antiguos colonizados». En esa unión del su frim iento y la esperanza, subrayados p o r mí —no de una cita literal de Fanón, sino de su glosador Caichi 382
Novati, en La rivoluzione n e ll’A frica ñera—, vemos lácitam ente im plicada la concepción del sacrificio como cread o r de un saldo acreedor, supuesto que lince, com o a su m ism o yugo, la esperanza. N a tu ra l mente, la violencia tan enfáticam ente propugnada como única vía realm ente cread o ra y rem u n erad o ra no podía ser ya la m era violencia instrum ental, prag m ática, en la que lo que c u en ta es exclusivam ente el saldo del daño producido sobre el enemigo; no, esta violencia d estin ad a a a g lu tin a r m ísticam ente a linos com batientes para hacer de ellos un pueblo uni tario y fu n d a r una nación no podía p o n er el acento sobre los daños inferidos —que pertenecen al orden de lo in stru m en tal— sino sobre los sufrim ientos pa decidos, las h erid as recibidas, o en una palabra, el propio sacrificio. Ja m á s quienes, en las m ás diver sas e incontables arengas, usaron la expresión «san gre fecunda» estaban pensando en la del enemigo, sino en la d e rra m a d a po r las propias huestes. N un ca es, pues, a la violencia inferida, sino a la padeci da a la que se le atribuye la capacidad creadora, y ¿i m enudo bajo la im agen de un aporte de sangre que se fuese acum ulando y acum ulando en un caudal que no puede volver a descender y está abocado por ende u colm ar un día la vasija y desb o rd arla, d e rra m a n do por fin en to rno suyo el cum plim iento de su re dención. Es una representación sublim inar, pero que rige, a m enudo, con convicción de realidad. En el es c rito r uruguayo M ario Benedetti, de querencias iz quierdistas, el a rd o r sacrificial entona acentos todavía m ás drásticos: «En Am érica Central» —dice en un artículo: «C uatro años después», El País, 2 de abril de 1984—, «la m uerte devasta los pueblos, pero educa a los sobrevivientes. El ham bre y la m iseria debilitan, m enoscaban, hacen m ella, pero la m uerte enseña a b u sc a r y e n c o n trar la vida. Es la lección más im borrable. No hay propaganda encubierta, ni penetración cultural, ni lim osna desem bozada, ni 383
elecciones ridiculas, capaces de conseguir que un pueblo olvide lo que le ha enseñado la m uerte». (Has ta aquí la cita de Benedetti.) Este a rre b a ta d o c á n ti co a la m u erte com o m agistra vitae m u estra cóm o la concepción revolucionaria puede h a c e r resu c ita r los m ás arcaicos dioses cruentos, con sus a lta re s siem pre sedientos de sangre, o tam bién puede ilus tra r lo dicho m ás a rrib a sobre cóm o m ientras las ten dencias d erechistas se a rrim a b a n m ás al m odelo pagano del sacrificio, al cu asi c o n tractu al do u t des del precio o del tributo, p o r el contrario, las ten dencias izquierdistas propenden m ás hacia la in condicional generosidad del m odelo m artirológico cristiano, que no pesa su sangre p a ra c o n m en su rar la equivalencia de una felicidad com prada, sino que espera la bienaventuranza no com o pago sino com o premio, de tal su erte que el venal m ercado del do ut des que predom ina en la concepción sacrificial p a gana se tru e c a en el c ristian ism o en una especie de libre y gratu ito intercam bio de generosidades, don de ninguna de las p a rte s a n d a rá m irando en quién da más. A eso se refiere la noción de Gracia; la divi nidad da siem pre gratis el amore, cualquiera que sea el peso del sacrificio ofrecido p o r el hom bre, que nunca sería bastante, com putado com o precio, fren te a la m agnitud de Dios, y siem pre se rá b astan te como oblación dirigida a su m isericordia. Así, la obs tin ad a confianza en el valor de la m uerte p o r sí m is ma, la fe incondicional en su v irtu d purificadora, ilum inadora, liberadora, que no creo injusto poder e x trap o lar de la enfática apología de Benedetti de esa «m uerte (que) enseña a b u sc a r y e n c o n trar la vida», rem iten fuertem ente a la concepción c ristia na del sacrificio com o vía de redención, sin que, puestos en sem ejante tesitura, im porte ya m ucho que se trate de la redención individual u ltra te rre n a o de una redención colectiva terrenal. La aceptación de la necesidad del sacrificio y aun el culto, no sólo al 384
mero sacrificio, sino incluso a su necesidad, no d es mienten aquí su filiación cristian a. Los hom bres no solo aceptan que el sacrificio sea necesario, sino que parece que incluso quieren que lo sea y no deje de serlo. En otro texto a n te rio r («El discreto encanto de la derrota». E l País, 19 de septiem bre de 1983), el m is mo Benedetti, interpelando a los que c ritican d e te r minadas intransigencias y rigores en las que él llam a «revoluciones triunfantes», dice: «Si la hum anidad lia dado pasos hacia adelante, ello se ha debido a esas sacudidas inconfortables pero victoriosas. Y cabe preguntarse: si a estos puros y estricto s de hoy les m erecen tan tas objeciones las gestas cubana o sandinista, angoleña o vietnam ita, ¿qué les h a b ría p a recido la Revolución Francesa, que m arcó su época a golpes de guillotina? Y, sin em bargo, ¿acaso esa in clem encia poco m enos que institucionalizada hizo que fuera m enos cierto e influyente el m em orable tríptico (liberté, égalité, fraternité) que desde entoni es invade y tran sfo rm a la historia?» (hasta aquí la i ita). Nos encontram os nuevam ente en la argum en tación de André Fontaine: sin sacrificio no habría po dido h a b e r ni historia, ni naciones, según la fam osa liase de De Gaulle, que deja en la am bigüedad la cuestión de si la diosa Francia es ella m ism a creai ión del sacrificio, o, inversam ente, el sacrificio el precio de sangre por ella im puesto a quienes quisie ron ser sus hijos. Pero Benedetti refiere el sacrificio a las revoluciones, g racias a las cuales, según él «la hum anidad ha dado pasos hacia adelante», ponien do, pues, el sacrificio, no ya en la h isto ria y form a ción de las naciones, sino com o gestor y gestador de la h isto ria en general, concebida en cuanto M archa ile la H um anidad hacia el Futuro. XXI. Pero ya en esta M archa de la H um anidad ha cia el Futuro estam os de nuevo en el plano altam en te alegórico de La Aventura H um ana, en los dom inios 385
de una H isto ria Universal, que com prende tan to la sucesión de las c u ltu ras —siem pre en pretendida progresión autosuperadora— com o los progresos po líticos, hum anísticos y h asta científicos. Si la racio nalización del accidente del C hallenger se hizo m ediante el recurso h ab itu al p a ra racionalizar todo sufrim iento, o sea a través de su reconducción a la conexión m ítica del intercam bio sacrificial (y para h acer h onor a quien se lo m erece convendrá recor d a r las excepciones de m uchos accidentes p a rtic u lares que son im píam ente aceptados en su absoluta facticidad de desgracias, en su irre p ara b le e incon solable contingencia de «cosas que pasan»), no fue tanto por la preocupación de racionalizar aquel caso p articu lar de accidente tecnológico, por tem or al me noscabo que ello pudiese a c a rre a rle a la industria pirotécnica en sus actuales térm inos concretos, cuan to por lo que la ausencia, po r silencio, de una tal ra cionalización pudiese, perjudicialm ente, repercutir sobre el prin cip io m ism o de la ideología oficial que tiene concedido, de una vez por todas, al Progreso el privilegio de c o b rarse su precio de sangre, su tri buto en vidas hum anas o, en fin, su sacrificio. Lo que se ha p retendido poner a salvo de entredicho no ha sido tanto la em presa del espacio o la tecnología, com o p a rtic u la re s ram as del Progreso, cuanto el principio sacrificial com o condición m ism a del Pro greso H um ano en general, de La Aventura H um ana, del Futuro, o, en fin, com o sistem a inexorable de la propia H istoria Universal. Pero la circularidad de cir cu n stan cias de que sea tan to el sacrificio quien de m anda dioses, com o los dioses quienes dem andan sacrificios hace difícil a d iv in ar si lo que, en últim a instancia, se defiende es la grandeza de los dioses o la necesidad del sacrificio. Con todo, lo que sí pue de decirse es que la cuestión está, bajo otro aspecto, a p risio n a d a en el m ás riguroso dogm atism o. Pues, a u n cuando, en contados casos, se nos ad m ita la re386
VflHÍbilidad genética, ja m á s se nos tolera la inverllOn jerárquica; tan sólo nos es lícito decir: «El sai t l i n i o es bueno porque com place a los dioses», mientras que nos e stá totalm ente prohibido decir: • lo s dioses son m alos porque se com placen con el •ni i il icio». Así De G aulle m ira rá con buenos ojos a Im espada p o r h a b e r escrito la h isto ria de Francia, |tr 11 >nunca m irará, en cambio, con m alos ojos a Frani I m por h ab er sido e scrita su h isto ria con la espada. Il.-I m ism o modo, Engels en vez de co n d en ar los pro c e s o s económ icos que sólo la esclavitud hizo, según #1, posibles, perdona a la esclavitud p o r h a b e r pro|ili lado esos progresos. Y en general, en vez de po lín reparos a las Revoluciones o al Progreso o a la H istoria Universal p o r h a b e r costado tantos ríos de «migre, tan incontables m uertes y en fin tan enorm es •iic rificios, se bendicen y ensalzan la m uerte, la sa n óle, el sacrificio por h a b e r propiciado las Revolucio nes, el Progreso y la H istoria Universal. La dirección del signo de la preferencia e stá excluida de la matei la opinable; luego la aceptación del intercam bio es i Igurosam ente dogm ática. XXII. He oído, sin em bargo, hace pocos días —cuando ya iba adelante con estos papeles—, por la indio de un taxi, una excepción. Com o ya he señ ala do m ás a rrib a , al h a b la r de la equivocada paranoia de los portavoces de la ideología oficial, no hay ra/ón para e sp e ra r que la ideología p o p u la r deje de 11 im p artir la m ism a concepción en lo que atañ e a la conexión m ítica del sacrificio con que in te rp re ta todo sufrim iento habitual. Así, en efecto, la copla po pular que voy a c ita r reconoce del todo la conexión m ítica del sacrificio y acepta su necesidad, pero, cui losam ente, difiere de la ideología oficial en que, por el contrario, no co m p arte ni la valoración ni el sum iso acatam iento. Dice así: «Los im puestos de la m ar/n o se pagan con d in ero ,/q u e la m a r es traicio 387
n e ra /y se cobra en m arineros». Como se ve, la racio nalización del accidente m ediante u na interpretación fiscal —«los im puestos de la m ar»— subsiste idén tica a la de la m ás sofisticada ideología oficial; aquí tam bién el accidente se racionaliza com o un in ter cam bio: el dios N eptuno concede al pescad o r el be neficio de sus peces, pero tan sólo a cam bio de cobrarse alguna vez el precio en sangre de su vida. La diferencia con la ideología oficial está en el hecho de que esta copla popular, au n aceptando la necesi dad del sacrificio, se niega a d a r po r buena, a reco nocer com o ju sta , la in ju sticia del sistem a, ya que «la m ar», que es com o se designa aquí a Neptuno, es claram ente in su ltad a com o «traicionera», lo que equivale a im p u g n ar com o malvado, com o u s u rp a torio, su pretendido derecho a cobrarse ese im pues to en vidas de hom bres com o c o n tra p a rtid a de la riqueza en peces que concede. Ya sería, cu ando m e nos, un gran paso para la alta ideología oficial el que, aun sin salirse de la racionalización trib u ta ria , aun m anteniendo la superstición sacrificial, osase tan siquiera to m a r ejem plo de la copla, increpando de traicioneros, de tiránicos, de injustos a sus dioses, blasfem ando de la H istoria, del Progreso, de la Tec nología, del Futuro, de cuantos dioses antiguos o mo dernos sigan queriendo cobrarse su precio de sangre a cam bio de sus tan dudosos dones. Mas, po r lo poco que sé, creo que ni tan siquiera el m ism o Hegel, de quien se dice h a b e r llegado a conocerla íntim am en te, se haya atrevido, al m enos en un día de m alhu mor, a lla m a r hija de p u ta a la H istoria Universal, tal como, de creerle a él, se tenía m ucho m ás que me recido. XXIII. Había pasado apenas una sem ana larga del naufragio del Challenger, cuando héte aquí que al Santo Padre, de viaje p o r la India, celebrando en M angalore una M isa p o r los 2.500 m uertos envene388
liados p o r la fuga de gas de la facto ría de Bhopal de lu em presa norteam erican a Union Carbide, no se le ocurre o tra cosa que decir en su hom ilía sino que no tratab a de «víctim as de la tragedia que acom pa ña a veces los esfuerzos del progreso hum ano». No noy tan m al pensado com o p ara so sp ech ar siquiera que las intenciones pontificias fuesen, en esta frase, ni aun rem otam ente, las de s a c a r la c a ra p o r la em presa Union Carbide. Ya, po r lo pronto, la expresión ■tragedia que acom paña» está bien lejos de la de «tri buto que hay que pagar» y, consiguientem ente, sei la injusto decir que busque expresa y positivam ente ln conform idad de las víctim as. Q ueda en pie, sin em bargo, la apelación a «los esfuerzos del progreso hum ano»; y este elem ento de la tragedia, inevita blem ente presentado com o positivo, sí que hiede n atenuante, puesto que esos esfuerzos se dan p o r bien intencionados y orientados a m ejorar la vida de los hom bres. Lo m ás probable es que se le escapase ni Papa como una m uletilla, com o un comodín, com o nlgo en lo que ya, de tan acep tad o y recibido, ni se detiene siquiera el pensam iento; y al párroco de esta m odesta p arroquia de Cracovia en que hoy se ha con vertido la C ristiandad Universal no se le va a p edir uno haga cuestión teológica de si el om nipotente y desenfrenado progreso tecnológico es o bra acepta a los ojos del S eñor o tiene m ás de p erversa y engaño sa m aquinación de Lucifer. Por lo pronto, sabem os que las facto rías de la Union C arbide no ejercen ac tividades en vías de experim entación, sino que es tán en fase de plena producción, y que su instalación en un país com o la India responde al hecho de que países m ás ricos las rechacen, por no reu n ir las con diciones de seguridad que sólo esos países m enos necesitados pueden p erm itirse exigir. Y así, en el Instante m ism o en el que la m oneda deje de p resen tarse escru p u lo sam en te p o r su anverso y se deje m ínim am ente entrever por el reverso, la palabra 389
«progreso» tiene ya tan indelebles connotaciones de coartada, apesta tanto a justificación, que aun de la bios del Papa a los católicos indios de Goa no pudo sonarles sino a m ala pata, como quien les dijese «son gajes del oficio». Lo pintoresco fue que quienes pro testaron de este m entar la soga en casa del ahorca do en que venía a red u n d a r la em isión por los labios pontificios de la p a la b ra «progreso» en aquellas c ir cu n stan cias fueron los m iem bros de u n a asociación de Goa denom inada ju sta m e n te Unión de E studian tes Progresistas (pues, po r lo visto, hay progresos y progresos), que el m ism o día presentó un com uni cado co n tra las m ultinacionales que financian en Goa progresos tipo Carbide. C om oquiera que sea, es curiosa la contradictoria m ultivocidad que puede lle g ar a ten er u n a p alab ra cu ando las vicisitudes de su em pleo ideológico han sido lo b a sta n te habilidosas com o p ara conseguir que tenga siem pre y en todas p artes bu en a prensa. Así parece h a b e r pasado con «progreso», lo que hace hoy casi im posible ra stre a r hasta qué punto la noción m ism a de progreso nació ya com o c o a rtad a del fu ro r del lucro, com o ju stifi cación del sacrificio y m otivante de su aceptación. XXIV. La estan cia de A lejandro de H um boldt en Nueva España, de casi un año de duración, se rem on ta casi a los albores del culto al dios Progreso, pues tra n sc u rrió a caballo de los años 1803 y 1804. C ita ré ahora unos párrafos de su Ensayo político sobre el reino de Nueva España, escrito en gran m edida a p a rtir de los estudios y averiguaciones hechos en aquel viaje. H ablando de la gran v ariedad de vegeta les susceptibles de elaboración in d u stria l y com er cialización que ha podido o b serv ar silvestres en la Intendencia de Veracruz, concluye: «Sólo esta inten dencia b a s ta ría p ara vivificar el com ercio del p u e r to de Veracruz, si fuese m ayor el núm ero de los colonos y si su desidia, efecto de la m ism a benefi390
in ic ia de la naturaleza y de la facilidad con que pro veen sin tra b a jo a las p rim eras necesidades de la villa, no entorpeciese los progresos de la industria» (libro tercero, cap. VIII). En otro lugar, tra s h ab er elogiado po r encim a de toda ponderación las c u a lidades n u tritiv as y la facilidad de cultivo de los píntanos, nos cuenta lo siguiente: «En las colonias i'ftpañolas se oye rep e tir m uy a m enudo que los h a bitantes de las tierras calientes no sald rán de la a p a tía en que hace siglos están sum ergidos h a sta que una real cédula m ande d e s tru ir los platanares. A la vendad el rem edio es violento y los que lo proponen t o n tanto a rd o r generalm ente no despliegan m ás ac tividad que el com ún del pueblo, al que quieren ha«oí trab ajar aum entando la m asa de sus necesidades. I sperem os que la in d u stria progresará entre los meIaa n o s sin que se em pleen m edios destructivos» (li nio cuarto, cap. IX). H ablando m ás adelante de la Ulan ab u n d an cia de cachalotes en las costas del Pa rtí ico y lam entando que los h ab itan tes de las colo nias españolas no aprovechen las ventajas que, para su pesca, ten d rían sobre los ingleses y los norteam ei n a n o s (ya que éstos, p ara llegar al Pacífico, tenían nuil, en aquel tiempo, que ro d ear el continente des de el Atlántico), com enta: «No es la falta de brazos la que podría im pedir a los h a b ita n te s de México el dedicarse a la pesca del cachalote; doscientos hom bres b a sta ría n p ara a rm a r diez barcos pescadores v recoger anualm ente cerca de m il toneladas de es perm a de ballena; esta su b stan cia p o d ría ser en lo venidero un a rtícu lo de exportación casi tan im p o r tante com o el cacao de G uayaquil y el cobre de ( oquimbo. En el estado actu al de las colonias esp a ñolas, la desidia de los h ab itan tes es un o b stácu lo para la ejecución de estos proyectos. En efecto, ¿cómo se pueden en c o n trar m arin ero s que quieran dedicarse a un oficio tan duro, a una vida tan miserable cual es la de los pescadores de cachalote? 391
¿Cómo hallarlo s en un país en donde, según la opi nión del com ún del pueblo, el hom bre es feliz sólo con ten e r plátanos, c a rn e salada, una ham aca y una g u itarra? La esperanza de la ganancia es un estím u lo m uy débil, bajo una zona en donde la benéfica n aturaleza ofrece mil m edios de p ro cu rarse una existencia cóm oda y tranquila, sin a p a rtarse del pro pio país ni lu ch a r con los m onstruos del Océano» (li bro cuarto, cap. X). Si Alejandro de H um boldt parece m o strar todavía el grado de hum anidad y buen sen tido suficiente com o p ara rechazar el dem asiado evidente exceso de la creación de m ano de obra m ediante la destrucción de los p latan ares p o r real cédula, ello es porque tan sólo en su extrem o escan daloso se c ie rra el co rtocircuito que, com o en un chispazo, d esgraciadam ente apenas instantáneo, pone en evidencia el sinsentido y el contrasentido que, lejos de ser el extrem o deliran te —com o sin duda pensaba ingenuam ente H um boldt—, son la ver dad p ro fu n d a del Progreso todo, tal como, con c ru dísim a evidencia, se m o straría m ás tarde. XXV. De paso diré que creo que esas poblaciones, probablem ente indias en su m ayoría, a las que esos c rio llo s de « esto -lo -arreg lab a-y o -en -v ein ticu atro horas» (de e stilo tan español, po r lo dem ás) querían ec h ar al tajo de la m ano de obra asala ria d a m edian te la coacción de un ham b re artificialm en te p rodu cida, no son sino las que han dado lugar a la palabra o rig in ariam en te a m erican a «aplatanado»; de su e r te que éste se ría el p rim e r insulto con que el neófito de la in d u stria y el progreso, p rotagonista ad hoc de la grandiosa alegoría de La Aventura H um ana, des precia y deja a trá s al hijo del presente. El caso es que de la prim era cita de H um boldt podem os ex tra polar, sin a lte ra r u n a palabra, la siguiente a firm a ción de hecho, realm ente contenida en la letra y el esp íritu del texto: «La m ism a beneficencia de la na392
lin aleza y la facilidad con que proveen sin tra b a jo
n las necesidades de la vida entorpecen los progre sos de la industria»; a lo que, sin m odificación alguint, podem os agregar, p alab ra po r palabra, la últim a ilc la tercera cita: «La esperanza de la ganancia es lili estím ulo m uy débil, bajo una zona en donde la llené! ica natu raleza ofrece al hom bre m il m edios de procurarse una existencia cóm oda y tranquila, sin iipartarse del propio país ni lu ch ar con los monsli nos del Océano». H um boldt no se avendría, a teinn de sus palabras, a com eter el atropello de ilistru ir los platanares para proveer de m ano de obra Iiis actividades industriales, pero, ¿ p o rq u é ¡en nom ine del Cielo! sigue siendo una pena para él que el lilenestar, o aun el buen conform ar, de los a p la tan a dos sea un entorpecim iento para los progresos de la Industria? ¿Por qué ¡en nom bre del Cielo! sería prelefible que el estím ulo de la ganancia fuese lo basm nte fuerte com o para m over a quien se siente feliz i mi unos plátanos, unos tasajos de carn e en salazón, lina ham aca y una g u ita rra a a p a rta rse de una exis tencia cóm oda y tranquila en su país, para tom ar un ul icio tan d uro y una vida tan m iserable com o la del liallenero e ir a e n fren tarse con los m o n stru o s del l >i cano? Alejandro de H um boldt no era ni un naviem que necesitase «vivificar el com ercio del Puerto • le Veracruz», con m iras a fu n d ar ninguna Sociedad I'i lisiaría Transatlántica de Im portación y E xporta ción, ni nada podía e s ta r m ás lejos de su m ente i|iio la idea de c re a r alguna su erte de Compañía M r\icano-Prusiana de M anufacturas de Esperm a de ñallena’, no habían de s e r m ás que sus puras, ciegas, i mivicciones pro g resistas las que lo obligasen a sa ber siem pre a qué atenerse ante a p o ría s de tan desi iincertante y tu rb ad o ra gratuidad, aun m ostrándose el mismo consciente de la obviedad del quid pro quo que com portaban. Ya he dicho m ás a rrib a que la ale a r í a de La Aventura H um ana, la grandiosa y solem393
ne ópera del Progreso, es una com edia vieja, falsa y m ala, señalando cóm o el p rotagonista ad hoc, que tiene que a b a rc a r en un solo sujeto desde el caverní cola d e scu b rid o r del fuego h asta el pirotécnico de Cabo Cañaveral, está, sin em bargo, construido sobre un m odelo ideológico de hom bre tanto histó rica como geográfica y socialm ente m uy determ inado: el burgués europeo de la revolución in d u stria l del si glo XVIII. El año del nacim iento de A lejandro de Hum boldt, 1769, coincide justam ente con la fecha de la invención de la rueca h id rá u lic a de A rckw right y con el año en que Watt p a te n ta su m áquina de vapor de doble efecto, dos piezas im p o rtan tes de tal revo lución, y la segunda de ellas especialm ente relacio nada con el prim er em pleo de juventud de Alejandro: intendente de m inas. Se ha cria d o y ha crecido, pol lo tanto, casi al com pás de la revolución industrial. Pero las representaciones generales capaces de h a cer ju stic ia a la nueva situación y adecuadas a d ar razón de ella se elaboraron y difundieron m uy a p ri sa, y p ara los años de la juventud de H um boldt ha cía ya tiem po que d e trá s de un defensor a ultranza del Progreso no había p o r qué b u s c a r un em p resa rio, sino que podía perfectam ente hallarse un joven científico hum ano, honesto y desinteresado. XXVI. Una vez que los rasgos del burgués em pren d ed o r h ab ían sido universalizados sincrónica y diacrònicam ente como los rasgos del hom bre, el pro pio e m p re sario burgués quedó escondido d e trá s de su universalización en el personaje alegórico de El Hom bre, «el anim al que inventa, em prende y se su pera»; la em presa del em p resario pasó, a su vez, a cam uflarse tras su correspondiente universalización, tom ando la alegórica veste de La G ran E m presa de la H um anidad, y el enriquecim iento em presarial fue despersonalizado com o «creación de riqueza», sin m ás determ inaciones, com o un interés universal hu 394
mano. Y así com o fue unlversalizado el sujeto con sus intereses tam bién lo fue su dios: el auge de la em presa se trocó en El Progreso, dios de todos, igual mente benéfico p ara todos. Puesto que el universal se había erigido en instan cia dirim ente, p a ra Humboldt se tra ta b a ya de que las naciones, extraindivid u a lm e n te c o n s id e ra d a s , o a u n la h u m a n id a d , aprovechasen m ediante el progreso las riquezas inexplotadas de la corteza terrestre; la creación de rique:a, com o p rincipio autosuficiente, esto es, ab straíd o • le c u alq u ier determ inación de destinatario, era milada p o r él com o una em presa com ún a todos los hom bres, a la que se sub o rd in ab an com o m eras ciri (instancias contingentes las diferencias de papel enl re el em p resario y el asalariado, en tre el a rm a d o r Vel arponero; todos a una eran, indiscrim inadam en te, «el hom bre que progresa», unidos p o r algo m uy su p erio r a lo que, m odernam ente, entendem os por un «pacto social», por su convergencia esencial en un univoco y universal program a hum ano (convergen cia que se vería reducida en el m ejor de los casos a /meto social, cuando la evidencia de la lucha de cla ses, o —p o r no u sa r p alab ras escab ro sas— de c ie r tos conflictos de intereses entre el a rm a d o r y el arponero, em pezando por el hecho de que éste se ju gaba la vida en cada lanzam iento de arpón, vino a i esq u eb rajar un tan to el panoram a). H abida cuen ta, pues, de que se razonaba en tal su erte de té rm i nos universales y no se tratab a, p o r tanto, de la em presa del em presario sino de la Em presa de la H u m anidad, la falta de ductilidad del a p latan ad o para i (invertirse en m ano de obra de actividades hasta en tonces ex trañ as a su vida no podía ser considerada i orno una m era condición, com o una diferencia caiai teriológica, etnológica, geográfica o cultural («No tengo vocación de ballenero, no me tira la mar, me cusía m ás la tierra»), sino com o una deficiencia hu mana en general: a aquel hom bre le pasaba alguna 395
cosa, tenían que h a b e rle sentado m al los plátanos, porque no respondía a los rasgos p rescrito s y pre conizados com o propios de la hum anidad universal. De m anera que si el aplatanado hijo del presente des m entía con sus rasgos el m odelo universal, tanto peor p ara el aplatanado; el m odelo tenía que perm a necer incuestionable. Y así el aplatan am ien to era efectivamente concebido, con plena convicción, como un estad o anóm alo, un estad o de postración o de de gradación. Se h ablaba de él com o de una especie de enferm edad social, se hablaba de «desidia», de «apa tía»: «la ap atía en que hace siglos están sumergidos», dice H um boldt. Así pues, un estad o de hum anidad enferm a del que había que sa ca r a esas poblaciones, incluso quirúrgicam ente, com o pretendían los crio llos que prescrib ían com o rem edio la tala de los pla tanares, pero que no debía de e x asp erar m enos a H um boldt, au nque se detuviese ante el extrem o de sem ejante cirugía. C irugía que no era, po r cierto, la ab erració n que d esb o rd ab a unos presuntos lím ites «sanos» del Progreso, com o probablem ente im agina ba H um boldt, sino la zona c rítica en que el p rogra m a en tero del Progreso se ponía en evidencia, d escubriendo su íntim a verdad; y los hechos se han encargado de d em o strar después h asta qué punto la cirugía del d esarraigo obligatorio, de la destrucción dem ográfica y social, no era la excepción sino la re gla, h asta qué punto la Revolución In d u strial ha lle vado adelante su program a precisam ente a golpes de sem ejante cirugía. XXVII. Pero ya unos 300 años antes de Hum boldt (y sin que se hubiese im portado aún el plátano ca n ario o c a m b u ri en las grandes Antillas, donde no hay noticia de que se conociese ninguna especie autóctona, a diferencia del continente, donde se co nocían y com ían, no siem pre cultivadas, o tra s espe cies, com o el plátano artó n de Nueva España) los 396
españoles habían notado la falta de am bición de m e tí ro en los tain o s de La E spañola y en los restantes pueblos caribeños, ap resu rán d o se a co n sid erarla ya »»•a com o una falta que indicaba su m in o rid ad hu mana, ya sea com o una ta ra o un estigm a que testi m oniaba su degradación, haciéndolos, en cualquiera tie los casos, incapaces para gobernarse p o r sí m is mos, lo que q u e ría d ecir sin la tu tela de los españo les. Se esta b a todavía m uy lejos de la Revolución Industrial, que h a b ría de req u e rir grandes m asas de mano de obra para la actividad fabril; y la única for ma de in d u stria no extractiva que h a b ría por m ucho tiempo en las Antillas, a saber, los trapiches y los in genios para la fabricación del azúcar de caña, cubrió t asi toda su necesidad de m ano de o b ra con negros Im portados del otro lado del A tlántico en régim en de esclavitud. Pese a lo cual, el c rite rio de m edida para dictam in ar de la m adurez hum ana de los indios Vde su capacidad para auto g o b ern arse sin la tutela do los blancos fue, entre otros, com o en tiem pos de Humboldt, su ductilidad para servir de m ano de obra cu actividades ajenas a sus hábitos de vida y ex tra ñas a las necesidades que podían se n tir y percib ir tom o propias e inm ediatas. K arl Polanyi, en un p a saje de su obra La gran transform ación, escribe lo siguiente: «Sólo la civilización del siglo XIX fue económ ica en un sentido diferente y distintivo, portpie eligió b asarse en un motivo que rara vez es re conocido com o válido en la historia de las sociedades hum anas, y que ciertam en te nunca fue elevado an tes al nivel de un ju stificativ o de acción y conducta en la vida cotidiana, a saber, la ganancia (...) El met .mismo que el m otivo ganancia puso en m ovim ien to fue com parable en eficacia sólo a los estallidos tie fervor religioso m ás violentos de la historia». De jando al m argen la observación general de que el li bro de Polanyi parece retrasa r sus fechas —al m enos |>or lo poco que un profano com o yo cree sab er de 397
ello— en unos tres cu arto s de siglo (de tal suerte que, po r ejemplo, en el propio párrafo citado, donde él es cribe «siglo XIX» yo h a b ría esp erad o leer «siglo XVIII»), tam b ién se ría preciso c irc u n sta n c ia r o relativizar la precedente afirm ación. C ierto que lo que Polanyi denom ina «m otivo ganancia» com o dim en sión d eterm inante de la vida, la conducta y la perso na sólo llega tal vez a cum plirse plenam ente en el protagonista de la revolución industrial, aunque, con form e el a u to r m ism o nos señala, eso no quiere de c ir que no haya sido reconocido com o uno de tantos m óviles posibles del co m portam iento hum ano ya desde A ristóteles; y, sin em bargo, ¿cóm o com pagi n a r esto con el hecho de que ya apenas a principios del siglo XVI ese m ism o «m otivo ganancia» o, con m ejor castellano, «estím ulo del lucro», a u n referido a diferentes térm inos de situación y de personas, haya ocupado quizá el lugar m ás relevante, no ya en tre los m uchos y diversos ítem s recogidos en una n eutral y d esinteresada caracterización descriptiva de la índole n atu ral de los nuevos pueblos descu biertos, sino entre las siete e stric tas e ineludibles preguntas consideradas com o pertinentes en el cues tio n ario de la en cu esta que h ab ía de d ecidir de la capacidad o la incapacidad de aquellos pueblos p ara p o d er regirse p o r sí m ism os o ten e r que que d a r sujetos a tu tela? E x tra c ta ré la tercera pregunta del c u estio n ario de 1517 m andado h a c er p o r los jerónim os enviados a La E spañola po r el cardenal Cisneros: «Si saben, creen, vieron y oyeron decir que los tales indios (...) son de tal s a b e r y capacidad (...) que sean para ponerlos en libertad entera, y que cada uno de ellos p o d rá vivir políticam ente, sabiendo adqui r ir p o r sus m anos de qué se m antengan, ahora sa c a n d o o ro p o r su b a te a (...) o c o g ié n d o se [em pleándose] p o r jo rn a les o de cu a lq u ie r o tra m anera, según acá los castellanos viven; y que sepan g u ar d a r lo que así ad q uiriesen, p ara lo g a s ta r en sus ne 398
cesidades, conform e a la m an era que lo h a ría un hom bre la b ra d o r de razonable saber, de los que en ( a stilla viven». Como puede observarse, la dosis de estím ulo del lucro req u erid a p ara p a s a r los exám e nes de m adurez hum ana era sum am ente m odesta: la que pudiese ten e r un lab ra d o r castellano deseoso de un buen p a s a r y de una vida holgada y, a lo sumo, de poder d ejar m edianam ente heredados a sus hijos. Por lo dem ás, a nadie a quien se haya requerido para mano de o b ra a sa la ria d a se le han pedido m ayores ambiciones, ni m enos todavía algo que pueda llam ar se afán de medro. Con todo, en tre las diversas res puestas al in terro g ato rio de los jerónim os, aparece la de un licenciado C ristóbal Serrano, el cual (cito de Hanke, La lucha española p o r la justicia en la lonquista de A m érica) «consideraba que, puesto que los indios no m ostraban am bición o deseo de ri queza —siendo éstos los principales m óviles que im pulsaban a los hom bres, según el licenciado, a tra b a ja r y a d q u irir bienes—, inevitablem ente care cerían de lo n ecesario en la vida si no los vigilaban los españoles». Si la conclusión de S e rra n o era desi aradam ente falaz, com o lo p ru eb a la propia su p e r vivencia y aun bu en a vida de los tain o s antes de la llegada de los españoles, ¿cuál era, en el fondo de todo, la cuestión? ¿En qué sentido el estím ulo del lui it> había sido elevado a criterio decisivo de la igual dad o la inferio rid ad de los indios respecto de los españoles? Interp retan d o las cosas a tenor de las ob servaciones de Polanyi —si es que las he entendido i orrectam en te—, no era el estím ulo del lucro, por sí mismo, lo que se echaba de m enos en los indios, sino la ductilidad, la indeterm inación, la disponibilidad individual que tan c a racterísticam en te lo acom pa ña. o sea la independencia del móvil económ ico fren te a d e te rm in a d as concreciones de vida y sociedad, l a pretendida inferioridad del indio, a este respec to. no era sino su denodada resistencia a salirse de 399
su propio, autónom o y autosuficiente circuito de autorreproducción socio-económica, para desgajarse individualm ente de él e ir a engranar, tam bién indi vidualm ente, en el sistem a de circulación econó m ic a de lo s e s p a ñ o le s . E s to s n e c e s ita b a n h a c e r d esap arecer tales circuitos económ icos autónom os, para p o d er in co rp o rar a toda la población indígena com o m ano de obra en su propio sistem a de in te r cam bios económ icos. Pero la desaparición de esos circuitos económ icos autónom os no era una m era di solución de cooperativas agrícolas, sino la franca destrucción de una entera sociedad. S er capaces de civilización venía, así pues, a identificarse, según los españoles —y aunque perm aneciesen inconscientes de ello—, a se r capaces de d e sin te g ra r la propia so ciedad autóctona y venir a integrarse, individuo a in dividuo, a la nueva to talid ad económ ica u n ita ria establecida po r los españoles. No fueron los indios capaces de a p ro b a r este exam en de m adurez hum a na, y el p resu n to rem edio fue la tutela que vino a re ducirlos a siervos de la gleba, o sea, la encom ienda. Pero, tal incorporación pretendida y fracasada de los indios a la im posible sociedad colonial que reque rían la p ro sp e rid a d de los colonos, el lustre de las Indias y la siem pre en d eu d ad a hacienda real, ¿no parece, m u ta tis m utandis y a escala reducida una imagen en que se prefigura la ulterior, y esta vez exi tosa, atom ización y reintegración de toda sociedad hum ana en el homogéneo, único y centrípeto turbión de circulación económ ica que exigirá el Progreso? ¿No son precisam ente el desarraigo, la disponibili dad, la versatilidad y la adaptación, p o r cuya falta catearon los españoles a los indios en sus exám enes de m adurez hum ana, las cu a tro p rim e rísim as v irtu des que h a de reu n ir el hom bre de la sociedad indus tria l? Por últim o, tal vez convenga se ñ ala r que la com paración puede e s ta r m uy favorecida tan to por el hecho de que los castellanos de la época del des 400
cubrim iento y la conquista de Am érica estaban, pro bablem ente, entre los pueblos m ás dúctiles de E uro pa —com o p o d ría m ostrarlo, sin más, la inm ensa proporción de hom bres de tie rra adentro que se lan zaron a un m a r que m uchos veían po r vez prim era, sin m arc ar diferencia relevante con los o riu n d o s de la costa—, com o po r el de que las expediciones se nutriesen de una población ya preseleccionada en cuanto al porcentaje de individuos im pulsados po r el estím ulo de la ganancia. XXVIII. Si recordam os ahora la grandilocuente banalidad exudada po r el editorialista de Le Monde: «La conquista de esta "nueva fro n te ra ” que es para nosotros el espacio figura en esa clase de aventuras ¡i las que el hom bre no puede sustraerse, so p ena de ivnunciar a ser él mismo: ayer, el descubrim iento del luego; hoy, el advenim iento de los transportes aéreos v terrestres; m añana, tal vez el dom inio del univer so», tendrem os que co n clu ir que tanto los tainos de la encuesta de 1517, que no querían «cogerse por jo r nales» com o m ano de obra de los españoles, com o los a p la tan a d o s m ejicanos de 1803, que no q u erían enrolarse de arponeros, para ir a enfrentarse con los m onstruos del Océano, representan la triste y malofia d a grey del hom bre «que ha renunciado a se r él mismo», que ha traicionado su identidad hum ana, supuesto que sus rasgos no se co rresponden con los •I«- su m odelo universal, ya tom em os el de la encues ta de 1517, ya el del progresism o hum boldtiano, ya el del ed itorialista de Le Monde. Así, las críticas que, poeo m ás adelante, Polanyi refiere al siglo XIX, pue den hacerse extensivas a los españoles de principios del xvi, por cuanto éstos anticipan, aunque fuese en la situación especial de las Indias, los rasgos que l'olanyi refiere a la filosofía liberal: «En punto algu no ha fallado tan notablem ente la filosofía liberal • orno en la com prensión del problem a del cambio. 401
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Inflam ada por una fe emocional en la espontaneidad, la actitud de sentido com ún hacia el cam bio fue des cartada en favor de una disposición m ística a aceptar las consecuencias sociales de la m ejora económ ica, cualesquiera que fuesen (...) ...verdades elem entales del arte de g obernar tradicional, que con frecuencia reflejaban las enseñanzas de u n a filosofía social he redada de los antiguos, fueron b o rra d a s (...) de los pensam ientos de la gente educada, con el ácido de un crudo u tilita rism o com binado con una confian za poco c rític a en las su p u e sta s v irtudes curativas del crecim iento inconsciente». No hay p o r qué en carecer h asta qué punto cu a d ra esto con lo que los españoles (aun d escartan d o el factor de m ala fe y el valor de c o a rta d a del fu ro r del lucro que todo ello tenía, elem entos, po r lo dem ás, tam poco ausentes en la conform ación de la ideología liberal) pretendían c o n stru ir en las Indias y, aun m ás, con su ignoran cia de lo que, bajo el m ism o golpe, d estru ían . Así, la resistencia que los indios opusieron a esos cam bios —cam bios que, para ellos, equivalían a la d e stru c ción de un m undo, de su m undo— fue in te rp re ta d a y valorada h asta p o r los españoles m ás d esintere sados y de m enos m ala fe com o un estigm a que certificab a su inferioridad hum ana. En todo esto, naturalm ente, lo que yo no soy capaz de d efin ir en concreto es ju stam en te el quid de la cuestión; este quid h a b ría que b u scarlo en el análisis de los res pectivos sistem as de vida específicos de un taino, por una parte, y de «un lab ra d o r castellano de razona ble saber» po r la otra, con las respectivas actitu d es económ icas resultantes, pues fue este el punto con creto de la com paración en el que el indio no su p eró la prueba. Pero de nuevo c ita ré a Polanyi: «El d escu brim iento sobresaliente de las recientes investigacio nes h istó ricas y antropológicas es que la econom ía del hom bre, por regla general, queda sum ergida en tre sus relaciones sociales. No obra p ara proteger su 402
interés individual en la posesión de bienes m a te ria les; obra en form a de proteger su posición social, sus am biciones sociales, su cau dal social (...) Esos inte reses serán m uy distintos en una pequeña com uni dad pesquera o cazadora de los existentes en una vasta sociedad despótica, pero en cada caso el siste m a económ ico se rá regido conform e a m otivos no económ icos». Polanyi retrasa, com o ya he señalado, al siglo XIX la generalización de lo que él llam a el «motivo ganancia», «que ciertam en te nunca fue ele vado antes al nivel de un ju stificativo de acción y de conducta en la vida cotidiana»; no ob stan te lo cual, ya hem os visto cómo el licenciado Serrano, en su dic tam en al cu estionario de 1517, tra s se ñ ala r que los indios no m ostraban am bición o deseo de riqueza, dice que estos son los principales m óviles que im pulsan a los hom bres a tra b a ja r y a d q u irir bienes. De donde se concluye que aun aceptando en sus té r m inos extrem os el dictam en de Polanyi, ya al m enos en el siglo XVI tenía que percibirse una notable di ferencia, en cu an to al aislam iento y a la asunción individual del estím ulo de la ganancia «como ju sti ficativo de acción y de co nducta en la vida co tid ia na», entre el «labrador castellano de razonable saber» y el indio de las G randes Antillas. Parece fuera de dudas que el p rim ero esta b a al m enos b astan te m ás próxim o a la a c titu d que Polanyi quiere h acer propia sólo del siglo XIX; pero la explicación del cóm o y el porqué sólo podría sacarse de una m inu ciosa com paración en tre am bas sociedades. XXIX. En 1517 no existía todavía El Progreso; q uiero decir que no se hab ía fraguado una noción de progreso tal com o la que, no sin c ie rta s variacio nes —relativas, quizá en su m ayor parte, al lugar que ocupa en ella la tecnología—, viene siendo vigente desde los tiem pos de H um boldt h asta hoy. Pero, sí es obligado reconocer, en cam bio, que había una es403
pecie de concepción filogenètica del crecim iento o desarrollo hum ano de los pueblos, acaso am b ig u a m ente situ ad o entre lo biológico y lo cultural, y de finido sobre todo en térm inos de m ayor o m enor «uso de razón», a im itación del c rite rio com únm en te aplicado al d esarro llo ontogenético del niño des de la infancia h a sta la m adurez. Así, u n a y o tra vez, aun los m ejor intencionados —que, p o r supuesto, re husaban a c h a c a r la condición del indio a un p ro ceso de degeneración— coincidían en d e c ir que los indios eran «como niños», p recisan d o a veces, com o la p siq u iatría m oderna, h a sta la edad m ental que de bía atrib u írseles; el ad u lto indio venía a ser, po r ejemplo, filogenèticamente, com o un español de unos diez o doce años. No era, pues, un hom bre de razón, ni siq u iera en la m edida en que podía serlo «un la b ra d o r castellan o de razonable saber» (un hom bre, en aquellos tiem pos, frecuentem ente analfabeto). Pero fijém onos una vez m ás en el c rite rio distintivo: el indio no m u estra am bición o deseo de riqueza y es incapaz de a h o rra r («para sus necesidades», se añade, p orque no se ha a b stra íd o todavía la idea del ahorro capitalizador). Pues bien, si las sociedades in dias respondían al siguiente p o stulado de Polanyi: «Los sistem as económ icos, p o r regla general, están in cru stad o s en las relaciones sociales; la d istrib u ción de bienes m ateriales es asegurada po r m otivos no económ icos», lo p rim ero que faltaba p ara que sim plem ente se diese la posibilidad de esa am bición o deseo de riqueza era el sujeto idóneo. Pues, ¿qué significa o a p a re ja el hecho de que el sistem a econó mico estuviese incrustado en las relaciones sociales, sino que ningún individuo pudiese siquiera conce b irse a sí mismo, aisladam ente, com o individuo eco nómico, requisito absolutam ente indispensable para d o tar m eram ente de sujeto a m óviles o pasiones in dividuales com o el deseo de riqueza o la am bición? Si ahora ponem os el acento de la am bición en el aho-
i ix), tendrem os un motivo en el que si los indios continstaban ya notablem ente con «un lab ra d o r caste llano de razonable saber», habrían de c o n trastar diez veces m ás con la población preseleccionada de es pañoles m ovidos a c ru z a r el Océano Atlántico por el estím ulo del enriquecim iento. Ese motivo, que todo ahorro im plica, es la proyección del alm a hacia el m añana. Y H um boldt describe bien la persistencia de esta falta de proyección todavía en los m ejicanos de 1804, al ec h ar de m enos, no sin un cierto deje de desdén, que no salgan siquiera doscientos hom bres capaces de «dedicarse a un oficio tan duro, a una vida tan m iserable com o es la del pescador de ca chalotes (...) en un país donde, según la opinión co m ún del pueblo, el hom bre es feliz sólo con ten er plátanos, carn e salada, una ham aca y una g uitarra», para a p a rtarse de él e ir «a luchar con los m onstruos del Océano». Dicho con la franqueza y la ingenuidad con que lo dice H um boldt, puede hacernos incluso sonreír, al p a recem o s obvia la actitu d de los hijos del presente, y la del arp o n ero sólo una opción para desesperados. Pero la proyección hacia el m añana, la etern a renovación de los futuros, ha sido el n e r vio y la dem encia del Progreso desde la Revolución In d u strial h asta hoy, y el prim ero y tal vez el m ás alto «precio que ha habido que p ag ar por el progre so» es, sin duda, el presente. Desde el presente de que se priva el a h o rra d o r p o r m ejo rar de casa y vecin dad hasta el presente que se va robando a sí m ism o el asegurado po r un e n tie rro y un a ta ú d m ás osten tosos, puede form arse todo un abanico de im ágenes privadas que reflejan o im itan el espectro de la re nuncia universal. La m ism a subsunción de la econo m ía del indio en la to talid ad de sus relaciones sociales que im pedía la extrapolación individual de un sujeto económ ico consciente de sí mismo, y en consecuencia de un sujeto p a ra el deseo de riqueza o la am bición de m edro personal, ob stru ía igualm en 405
te la posibilidad de la tensión proyectiva del alm a hacia el m añana, la enajenación del hoy, y perm itía a los indios autopertenecerse en su presente, p erm a necer quedos en sí, presentes a sí mismos. A esta for ma de tiem po distenso y sin fu tu ro del taino o del a p latan ad o se contrapone la form a del tiem po proyectivo, vendido o hipotecado a su propio porvenir, tiem po tenso al igual que la m arom a que, desenro llándose vertiginosam ente, sigue al a rp ó n del a rp o nero que ha hecho blanco en el ojo o en la cerviz del cachalote. XXX. Lo que los españoles concibieron com o una diferencia de edad filogenètica entre ellos m ism os y los nuevos pueblos conocidos era, de d a r po r váli das las apreciaciones de Polanyi, una diferencia de inserción de lo económ ico en la vida social y coti diana de los unos y los otros y, en consecuencia, una distinta configuración tanto del tiem po com o del in dividuo. Venció, po r se r m ás fuerte, el español, y así pudo autoproclam arse tam bién el m ás adulto y cons titu irse en exam inador de la m adurez del indio. No habiéndolo encontrado suficiente en «uso de razón» y m ayoría de edad, lo incapacitó com o a un m enor y optó por su je ta rlo a su tutela. Esto quiere decir, en el terren o de los hechos, que al ver la resistencia de los indios a em plearse, individualm ente, p o r sa lario, com o m ano de obra de los españoles, quienes, según declararon m uchas veces, sin el trab ajo de los indios hab rían tenido que volverse a E spaña (lo cual indica ya un rep a rto de papeles prefijado, en el que los españoles se reservaban el de patronos, asig n an do a los indios el de trabajadores), no hallaron otro m odo de ponerlos a su servicio que el de reducirlos a siervos de la gleba, m ediante el sistem a de adscrip ción personal de las encom iendas, nom inalm ente ju s tificado com o una form a de tutela, en la que el indio hallaría la guía y la protección del español hasta que
llegase a a lcan zar la m adurez de «un lab ra d o r c as tellano de razonable saber». Cosa d istin ta es que esto no resultase, al m enos en su m ayor parte, m ás que un pretexto para la m ás despiadada explotación; y o tra tercera cosa es su total ineficacia pedagógi ca, al m enos en ciertas partes, com o lo dem u estra el que tres siglos después H um boldt hallase todavía verdaderos hijos del presente, entre los que un a rm a d o r de balleneros no e n c o n traría ni diez trip u la c io nes de a 20 hom bres cada una, p a ra ir a «luchar con los m onstruos del Océano». Pero habiendo ya im puesto el progreso su particu lar m odelo hum ano por m odelo del hom bre universal, aq uella p a rtic u la r idiosincrasia de los indios a la que los españoles h a bían calificado únicam ente com o m inoría de edad filogenètica se h a b ría de ver diagnosticada ahora —conform e al taxativo y excluyente c riterio de sa lud hum ana universal— com o una especie de e n fer medad colectiva en que podían caer algunos pueblos, un cierto estado m órbido de postración social, sin tom áticam ente caracterizad o po r una denonada fo bia hacia un oficio com o el de arp o n ero o c u alq u ier otro que se le asem ejase. No ha de e x tra ñ ar que la idiosincrasia del hijo del presente fuese m irada como una enferm edad, si reparam os en cóm o todavía hoy, después de tantas y tan grandes catástrofes com o las que han resq u eb rajad o el propio pedestal de la no o bstante im p e rté rrita e sta tu a del Progreso, se nos ofrece, p a ra buena m uestra, el a p re c ia r cuán o b sti nada y em inentem ente proyectivo sigue siendo el mo nigote m odelado en m iga de pan de sobrem esa por el director de Le Monde, para protagonista de «l’Aventu re H um aine»: «Mais l ’h u m a n ité est ainsi faite qu'elle a besoin de regarder au loin, en avant et audessus d ’e lle. Le progrès a besoin d'un moteur». Sea de ello lo que fuere, y retom ando el hilo del d escu brim iento y la conquista, el caso es que, con enco m iendas o sin ellas, fue el tiem po de los españoles. 407
el tiem po adquisitivo —en que se prefiguraba ya el tiem po del progreso— el que se im puso a sangre y fuego sobre el tiem po consuntivo en que vivían los hijos del presente. Si el dios Progreso no había aso m ado aún al horizonte, ya el vendaval de la dom ina ción p rep arab a los cam inos de este nuevo S eñor y hacía rectas sus sendas. El d escubrim iento de Amé rica fue verdaderam ente una nueva p u esta en m a r cha de la H istoria, porque ofreció de pronto infinitos territo rio s e innum erables pueblos a la dom inación, y no hay m ás H istoria que la H istoria de la dom ina ción. XXXI. Pero viniendo a p a ra r a la dom inación, vol vemos a d a rn o s de lleno, frente a frente, y sin posi ble escapatoria, con la sangre y la m uerte, con la persecución y el sufrim iento. Con respecto al inm en so m a rtirio que cayó sobre A m érica cuando, por m ano de los españoles, vio venírsele encim a el viejo m undo con todo el ingente peso de la H istoria, no voy a c o n sid e rar los ju icio s y las actitu d es de los de aquel tiem po, con frecuencia d isp ares hasta lo irre conciliable y, a p e sar de ello, siem pre m ás honestos, m enos torticero s y, p o r decirlo de una vez, m enos ideológicos, que los de los hom bres de hoy, sino los de estos últim os precisam ente. La razón de ello es que las apreciaciones de los hom bres de hoy sobre hechos del pasado, al no gravar sobre ellas la pre sión de intereses inm ediatos, parece que deberían tom ar m ás librem ente el c a rá c te r de p u ras con cepciones. Un rasgo que h asta la fecha he hallado p rácticam ente com ún a todas las h odiernas con sideraciones o valoraciones sobre hechos del pasado es el de e s ta r regidas p o r el su p u esto tácito de una concepción proyectiva de la H istoria. Hechos y ac ciones son siem pre ponderados en función ya de aquello que subjetivam ente se cree que pretendían, ya de lo q ue efectivam ente consiguieron, com o éxito
o fracaso, ya, en fin, de aquello que objetivam ente tenían prefigurado y a lo que objetivam ente a c ab a ron conduciendo. La H istoria es vista com o una inlatigable elab o rad o ra de proyectos y fab rican te de cosas m ás grandes o m ás chicas, m ejores o peores, pero todos sus hechos son m irados en función de una tal actividad. Me pregunto si sem ejante concepción proyectiva de la H istoria se corresponde, analógica mente, una vez más, con la índole em inentem ente proyectiva del individuo m oderno y de la form a de tiem po en que respira. Mas preguntábam os p o r los sufrim ientos de los pueblos de u ltra m a r cuando las g arras del águila bicéfala se clavaron sobre ellos y los arreb ataro n de sus vidas para sojuzgarlos y u n ir los bajo u n a nueva ley, un nuevo Dios y un nuevo Im perio. La concepción proyectiva de la H istoria es la que ofrece a M enéndez Pidal el fundam ento p ara su apología del Im perio Español. En su ensayo «Vito ria y Las Casas», Menéndez Pidal contrapone las res pectivas actitu d es de esos dos personajes en lo que atañe a cuestiones del descubrim iento, la coloniza ción y la conquista, cuestiones todas la cuales van a la postre a parar, tácitam ente, a la m ás tenebrosa y escabrosa, y única, al fin, trascendental: el m a rti rio de los indios. Este se deja adivinar, a vueltas de lo escrito y lo callado, com o el único y verdadero p u n c tu m pruriens que mueve el texto entero. La rea lidad y la atrib u ció n de ese m artirio, que había sido tam bién, por lo demás, tem a exclusivo de toda la lar ga vida de Las Casas, es la cuestión que para sí sola acapara la preocupación del propio M enéndez Pidal. Para lo que aquí interesa, los pasajes m ás útiles de la com paración entre am bos personajes son, a mi jui cio, los que se refieren a la actitu d de cada uno de ellos frente al Im perio Romano, todos los cuales fi guran bajo el últim o epígrafe del ensayo, aunque no voy a espigarlos por el orden en que se suceden, sino po r el que a mí m ás me convenga. Cito, pues, del 409
autor: «Vitoria lo recuerda [el Im perio Romano] para tom arlo com o guía al ju zg a r el im perio español, m ientras Las Casas lo recuerda para condenarlo ju n tam ente con el im perio hispano». Casi inm ediata m ente antes leem os lo siguiente: «Los h istoriadores [rom anos] refieren fríam ente las crueldades y las fe lonías de cónsules o pretores que degüellan m illa res de indefensos iberos rendidos, m intiéndoles el seguro dado; la presión b ru ta l con que e stru jan a los pueblos p ara sacarles m iles a m iles las libras de la codiciada p lata hispana y oscense y del m ás codicia do oro galaico; Diodoro Sículo refiere el agotador la boreo de las m inas, donde los esclavos ibéricos perecían a m ontones, trabajando día y noche sin res piro bajo el látigo del capataz; y por ahí adelante, otras m uchas inhum anas atro cid ad es sem ejantes a las que no ya indignan con razón, sino irrita n y d es m esuran con pasión a Las Casas». Y un poco m ás abajo del p rim e r texto citado, añade todavía: «César refiere del modo m ás natural toda la dureza d estru c tora de la guerra, los helvecios diezm ados, los n e r vios aniquilados, los aduáticos, los vénetos, los eburones vendidos todos com o esclavos, los germ a nos, los aváricos acuchillados h a sta los viejos, las m ujeres y los niños...»; enum eraciones de c ru e ld a des e iniquidades de la antigua Roma, en las que la intención de M enéndez Pidal parece ser la de que s ir van de rejilla tras la cual el lector pueda entrever, com o por tran sp aren cia, las de los españoles (un poco al m odo en que, según cu enta Fernández de Oviedo, contem pló P edrarias la ejecución de B alboa y sus com pañeros: «...e desde una casa que estaba diez o doce passos de donde los degollaban, com o a carneros, uno a p a r de otro, estab a P edrarias m i rándolos p o r entre las cañas de la pared de la casa o buhío...»), com poniendo com o un palim psesto que haga a la vez coincidir y c o n tra sta r en una sola las im ágenes de los dos Im perios, p ara poder, sobre el 410
fundam ento m ism o de tan negros y horrendos testi monios, a p e la r a la opinión y a la valoración de los m itiguos Padres de la Iglesia con respecto al Impei io en que vivieron. Vuelvo a c ita r del texto: «Vito ria invoca a San Agustín cu ando el santo obispo de llipona a p ru e b a com o legítim o el im perio romano, escribiendo que Dios, no pudiendo d a r su Ciudad ce laste a los antiguos rom anos por su paganism o, les concedió el m agno im perio, com o prem io terren al debido a las grandes v irtudes terren a s que ellos m ostraron en su a m o r a la patria, a la gloria, a la dominación...»; y m ás a trá s ya ha dicho: «César es considerado por San Agustín com o uno de los in signes paganos que am bicionando un gran poder m ilitar y una gran g u e rra p ara ganarse gloria, en grandeció con sus v irtu d es terrenas, nada c ris tia nas, el im perio otorgado p o r Dios a Roma». En otro lugar apela al testim onio de Prudencio: «Prudencio adm irando a Fabricios, Drusos, Camilos, piensa que el im perio tuvo el alto destino de u n ir m u ltitud di versa de pueblos, igualándolos po r las leyes, p o r el comercio, por los m atrim onios, unidos todos en una sola fam ilia, de modo que la fraternidad rom ana pre paró el m undo p ara la venida de Cristo, en quien to dos los hom bres han de herm anarse, conform es en corazón y en mente. D entro de e sta elevada concep ción no queda lugar p a ra ningún criticism o de ren cor». Tom ando en fin p o r m odelo el ejem plo de g ratitud de estos c ristia n o s provinciales (hijos, por tanto, de pueblos sojuzgados) hacia el Im perio Ro mano, aun a despecho de su paganism o, parece su g erir que el m ism o fundam ento proyectivo —la creación de la C ristiandad universal— que su stenta la indulgencia de los Padres de la Iglesia con las atro cidades de la conquista y la dom inación rom anas, ha de serv ir de c riterio de valor p ara enjuiciar, con cabal percepción del sentido de la H istoria, el im pe rio creado p o r los españoles. Aún m ás claram ente 411
nos p erm ite a p re c ia r tal connivencia entre la valo ración de cada acontecer y la ya dicha concepción proyectiva de la H istoria, el p á rra fo siguiente: «Se gún este grandioso y firm e providencialism o de P ru dencio y de San Agustín, nada significa el catalo g ar las crueldades del dom inio romano, las alevosas m a tanzas, los latrocinios de guerrero s y de gobernan tes, el inicuo despojo de tan to s reyes, la opresión de tantos pueblos, los perjurios, falsías y deslealtades que en la form ación republicana del im perio de Roma denuncia Paulo Orosio. La grandeza del fin m i nim iza la m aldad accidental que consigo pueden lle var los m edios em pleados». Lo que se dice de aquel de quien se h ab la va referido a aquel de quien se ca lla, o com o dice el refrán, «A ti te lo digo, hijuela; entiéndelo tú, mi nuera». Con respecto al Im perio Es pañol, Menéndez Pidal se abstiene de a p o rta r —como hace, en cam bio, con Rom a— la prem isa de los he chos, p ara luego aleg ar la, a p e sar de todo, favora ble apreciación de los cristianos, sino que pasa directam ente a sa ca r las conclusiones, com o si la va lidez de lo que atañ e al Im perio Español se d esp ren diese de lo arg um entado acerca del Rom ano con el autorizado apoyo de Vitoria: Las Casas no tendría, pues, razón en su condena de las acciones de los es pañoles en Am érica, porque no ap ru e b a las de los rom anos, pero, adem ás, porque el éxito de éstos en su im perio, siem pre según la concepción proyectiva de la H istoria, d em uestra el grave yerro de Las Ca sas en su valoración de los hechos de las Indias; y cito una vez m ás: «Evidente es que los m il pueblos de todo el Nuevo M undo no se h a b ría n unificado en religión, lengua y c u ltu ra jam ás, si las utópicas n o r m as ju ríd ic a s excogitadas por Las Casas hubiesen sido acep tad as po r E spaña en lu g ar de las de Vito ria». Y aun rem ata M enéndez Pidal su ensayo con es tas últim as palabras: «...bajo las ad m irab les leyes h u m an ita ria s de los Reyes Católicos y del Consejo 412
de Indias, c o n tra ria s a la teo ría ju ríd ic a de Las Ca sas y conform es con la de V itoria, el cristianism o, la civilización m oderna, nació p ara las Indias de América, uniéndolas al O ccidente europeo, a p a rtá n dolas de las Indias del O riente asiático». XXXII. A la d octrina de San Agustín pertenece, por lo demás, la idea de que el Señor gobierna la His toria m ediante el sufrim iento. Si tal idea tendiese a funcionar gratuitam ente, com o un a priori, e s ta ría m os tocando con la conexión m ítica del sacrificio. Bien es verdad que M enéndez Pidal no dice, que yo sepa, en p a rte alguna, las p a la b ras «tributo», «pre cio» o «sacrificio», a los respectos que aquí nos in teresan; pero, por su tan innegable com o intensa concepción proyectiva de la historia, el sufrim iento de los pueblos som etidos a la dom inación rom ana y española se encuentra, a efectos prácticos, en relación de intercam bio con las tan m agnificadas creaciones de la H istoria conseguidas p o r tal dom i nación. Como quiera que sea, lo que p ara M enéndez Pidal parece indiscutible es que el único m edio pro pio de la H isto ria es la dom inación. En su libro El padre Las Casas, llegam os a leer: «Los im perios, a p esar de las vitandas injusticias y calam idades de m uerte inherentes a toda vida hum ana, son en la Bi blia y en la teología c ristia n a el grandioso in stru m ento con que la Providencia divina gobierna a los pueblos»; y en un p asaje a n te rio r recoge tam bién la idea del im perio «como clave en el desarro llo provi dencial de la hum anidad». Dominación y sufrim iento están de todos m odos en el centro de su im agen de la H istoria, com o fuerzas preponderantem ente po sitivas y creadoras, o, a veces, en el peor de los ca sos, al m enos necesarias. Pero, al rep resen tarse el ejercicio h istórico especialm ente com o dom inación, propende m ás a la im agen instru m en tal del su fri m iento h istó rico —la sangre en la b a ta lla —, que a 413
la sacrificial. Pero, sobre la m ism a línea apologéti ca de M enéndez Pidal, m entes de m ás b arro ca fan tasía que el sobrio Don Ram ón han alcanzado, en ese m ism o intento de en ju g ar todo un O céano y todo un Continente de m a rtirio m ediante el a rte de la alego ría, extrem os del m ás hediondo virtuosism o, com o el de quien ju n ta n d o en uno todas las m u ertes y to dos los torm entos de indios y españoles, ha osado representárselos com o los inm ensos dolores del plurise c u la r y gigantesco p a rto que la M adre H istoria hubo de padecer para poder llegar a d a r a luz la gran diosa y u b é rrim a prole de naciones h erm an as de la Hispanidad. ¡Sólo faltaba esta abyección suprem a de venerar a la san g rien ta diosa bajo nom bre y con tí tulo de m adre que con dolor da a luz im perios o cu l tu ra s o naciones! C om oquiera que sea, la idea del sufrim iento, con m ás o m enos explícita connotación sacrificial, com o algo siem pre positivam ente vincu lado al devenir h istó rico (y digo «positivam ente» porque siem pre es cargado a su favor), así com o la general aceptación de su necesidad, es algo asom bro sam ente com partido por las ideologías m ás distantes y las m entalidades m ás dispares. Se presen ta com o una condición connatural a la índole m ism a de la His toria, y tan to m ás acentuada, a mi entender, cuanto m ayor intensidad llegue a c o b ra r el rasgo proyectivo en la m an era de sen tirla y entenderla. Las posi ciones revolucionarias serán, pues, naturalm ente, en cuanto m ás fuertem ente proyectivas, las que rindan m ás culto al sacrificio y se m uestren m ás prontas a aceptarlo y a justificarlo. No obstante, com o ha de m ostrado M enéndez Pidal, no le van m uy a la zaga en indulgencia frente al su frim ien to las predisposi ciones m otivadas po r c ie rta debilidad sentim ental hacia la apología de un pasado, especialm ente si m e dia en ello un lazo personal, po r fantasm agórico que sea, que dé pábulo a sentim ientos n arcisistas. Mas parece que todos, a derecha e izquierda, por el ayer 414
com o por el m añana, necesitan ju stific a r el s u fri m iento h istórico y a m enudo tam bién rendirle cul to: el su frim ien to no puede ser gratuito, infundado e irreparable, ¡tiene que ser creador y m otivado! ¡tie ne que tener sentido!, así parecen c lam ar los m ás sin ceros. XXXIII. A lrededor de esta hoguera fantasm al, que no calienta a nadie, pero a todos les hace im agi n a r que se calientan, se han congregado San Agus tín y Fanón, B enedetti y M enéndez Pidal; los cu a tro están inquietos, impacientes: «¿Vendrá esta noche él? —se pregunta cada uno de ellos en silencio—, ¿No es ya m ás de la hora? ¡Parece retrasarse! ¡Qué no che negra y glacial si él no viniera! Mas, ¡bendito sea Dios! que ya se oye el gem ir de la cancela: ¡Hegel está ya aquí!». Saluda el recién llegado a los presentes con un leve a se n tir de la cabeza, y apenas, com o un m ero autom atism o, se sacude la nieve de sobre la esclavina, e indiferente a q u ed ar m ás lejos de la lum bre, habla po r fin: «Al co n tem p lar la H istoria tam bién se puede tom ar la felicidad como punto de vista; pero la H istoria no es buena tie rra p ara que brote la felicidad. Los tiem pos felices son en la H istoria páginas vacías. Bien es verdad que en la H istoria Uni versal se da lo que entendem os por satisfacción, pero ésta nada tiene que ver con la felicidad, pues la sa tisfacción lo es siem pre sólo de fines que rebasan cualquier interés particular. Los fines que tienen im portancia p a ra la H istoria Universal exigen volun tad abstracta, energía, para ser llevados adelante. Los individuos con significación para la H istoria Univer sal, que han perseguido fines sem ejantes, han pro bado sin duda una satisfacción; pero han renunciado .1 la felicid ad ».1 Hegel para de hablar, y los dem ás, I.
Tanto esta cita de Hegel como la que más adelante se verá del ensayo «La revocación de la historia» de Fercuya lectura no ha dejado de ser provechosa para rulas mismas páginas. < itán tomadas ii.indo Savater,
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ahora m ás confortados, creen p e rc ib ir algo m enos vagam ente el calo r nebuloso de las llam as. ¿Quién fue aquella figura vertical, inmóvil, aquella frente al tiva, los ojos aquilinos en la qu ietu d segura del do minio, aquel cuerpo todo él com o un solo y continuo dolor sobreviviente, secreto tra s la p ú rp u ra im pasi ble, que jam á s conoció felicidad? Richelieu, ca rd e nal, c re a d o r de Francia, he ahí el ejem plo de la satisfacción sin m ezcla alguna de felicidad; he ahí el ave rapaz que hace la H istoria, la que m ejor me cu ad ra con la im agen que sugiere Hegel. Que el c ri terio de la felicidad no sea un criterio pertinente para evaluar los hechos de la H isto ria se d esprende del propio com ponente histó rico de la dom inación; quienquiera que en cu a lq u ier tiem po habló de H is toria dio ya tácitam ente p o r supuesto que el único m etro idóneo que tenía que to m a r p a ra ev alu ar sus hechos no podía se r m ás que el de la dom inación. Que los tiem pos felices sean en la H istoria páginas vacías no quiere decir sino que en ellos no se ejerce ningún nuevo proyecto de la dom inación, no se cum ple ninguna nueva etap a del Progreso. Pero antes de seguir con la actitu d de Hegel respecto al sufrim ien to, tengo que in te rp o n er o tra cuestión. XXXIV: Si la autoconcepción em inentem ente proyectiva del individuo del Progreso (hoy presunto m o delo del hom bre universal), m adurado del todo con la Revolución In d u stria l del XVIII, tiene o no tiene algo que ver —en analogía con o tra s ya com entadas universalizaciones— con la concepción proyectiva de la H istoria, que, por lo visto, alcanza su coronación en Hegel —el cual, por lo dem ás, a este respecto, y p ara que nos cuadrasen bien las cosas, no podría en contrarse, cronológicam ente, m ás en su lu g ar—, es algo que ni siquiera mi ya m ás que sobrado atrevi m iento osaría, ni aun con el m áxim o grado de rese r va, establecer. Y de ello tiene la cu lp a (si es que no 416
longo m ás bien que agradecerle el haberm e salva do, en realidad, del m ás fatídico de los deslizam ien tos) el ab so lu tam en te anóm alo y desconcertante antecedente de Polibio, quien ya en el siglo II antes de Cristo form uló expressis uerbis, sin equívoco po sible, la concepción proyectiva (y acaso teleológica2) de la H istoria, singularm ente en cierto pasaje ina pelable, que resu lta obligado tra n sc rib ir: «La pecu liaridad de n u e stra o b ra y la m aravilla de n uestra época consisten en esto: en que según la Fortuna ha hecho inclinar a una sola p arte prácticam ente todos los hechos del m undo, obligándolos a ten d er a un solo y único fin, del m ism o m odo tam bién (es nece sario) al valerse de la historia, c o n c en tra r bajo un único p unto de vista sinóptico, en beneficio de los lectores, el plan de que se ha servido la Fortuna para el cum plim iento de la totalidad de los hechos». Aquí nos encontram os, po r lo pronto, con una form a de veracidad —o una dim ensión de la verdad— tan nue va com o insólita: una veracidad que h a ría resid ir su verdad o falsedad fuera de cualesq u iera proposicio nes o grupos de proposiciones singulares; una ver dad o falsedad que, aun dando por su p u esta la verdad de todas y cada una de las proposiciones de que el texto se com pone, p endería aún de la p a rtic u lar organización expositiva que haya adoptado la to talidad textual. Con arreg lo a este aspecto de la veracidad indicado por Polibio, la historia podrá tam bién ser falsa o verdadera según la exposición res ponda o no «al plan de que se ha servido la Fortuna para el cum plim iento de la totalidad de los hechos». En segundo lugar nos encontram os con que Polibio al establecer tal correspondencia entre la historia de 2. Hegel se preocupa expresamente de excluir el teleologismo, haciendo inmanente el proceso de despliegue de la Historia Uni versal. En Polibio no hay un grado de determinación equivalente, para excluir una interpretación teleológica.
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los hechos y los hechos de la historia, esto es, al agre garle a la correspondencia el com ponente proyectivo o teleológico, se com prom etió en el grado m ás superlativo a ser in térp rete bajo la sola in co n tras table fe de su palabra: ni nadie le podría nunca refu tar que el orden de su exposición venía a c o rre s ponderse con el verdadero plan de la Fortuna, ni él, a su vez, p o d ría re fu ta r jam á s a quienes le acha casen h a b e r a trib u id o al plan de la F ortuna lo que no era o tra cosa que el orden adoptado a su albedrío p ara la exposición: aun m ás, ni a él ni a nadie sería dado p ro b a r nunca, de m odo fidedigno, si la F ortu na tenía siq u iera un plan —fuese éste o cu alq u ier otro— o no tenía ninguno. El m isterio es el m ism o que golpea al refrán: «El potro que ha de ir a la guerra, ni lo com e el lobo ni lo a b o rta la yegua». ¿Quién p o d rá d e m o stra r si había ya todo un perver so plan de la Fortuna al p ropiciarle el buen p arto de la m adre, al m a rra r su garganta la m ortal dentellada de los lobos, para ir llevando, paso a paso, al potro hasta el h o rro r de la b atalla a m o rir d esp an zu rrad o p or una bala de cañón? Sea de ello lo que fuere, la presencia de una concepción com o la de Polibio en el siglo II an tes de Cristo pone en graves dificultades a quienes q u iera que, de un m odo o de otro, p o stu lan una c ie rta relación de necesidad en tre las condi ciones h istó ric a s de una época y los pensam ientos que en tal época llegan a se r form ulados, pues para d a r razón del hecho indiscutible de la analogía en tre Polibio y Hegel, en cu an to a su concepción radi cálm ente proyectiva de la H istoria, o bien tendrían que b u sc ar ad hoc en los tiem pos de Polibio una si tuación h istó ric a suficientem ente análoga a la que caracterizó el entorno histórico de Hegel com o para ju stific a r la enorm e sem ejanza, o bien red u cir esa sem ejanza a una apariencia superficial, pero al cabo profundam ente incom parable, o bien, en fin, relati vizar fuertem ente o ren u n c iar del todo a la prem isa 418
m ism a de tal relación de necesidad en tre los p en sa m ientos de u n a época y el entorno h istórico en que surgen, o sea rechazar la tesis m ism a. Venía esto a cuento de un caso tan e x trao rd in ariam en te sólido y congruente com o el de Hegel p ara c o n firm a r la te sis, po r cuanto él, com o m áxim o rep resen tan te de la concepción proyectiva de la H istoria, viene a su rg ir precisam ente en el m om ento m ism o en que la autoconcepción proyectiva del individuo incoada p o r la Revolución In d u strial ha alcanzado su coronación. Reconoceré, pues, que si la duda recae sobre este ejemplo, tam bién tendrán que quedar en mayor o m e nor grado de entredicho todos los dem ás ejem plos de «universalización» propuestos m ás a trá s en estas m ism as páginas, com o casos en los que el hom bre ile cada época alza sus propios rasgos históricos parliculares p o r m odelo de un hom bre pan-histórico universal; pero a la vez, ¿cóm o d e ja r de sospecharlo I uertem ente ante proclam aciones com o la ya repeti da de Fontaine: «L'hum anité est ainsi faite q u ’e lle a besoin de regarder au loin, en avant et au-dessus d'elle. Le progrès a besoin d ’un m o te u r»? ¿Cómo no ver en sem ejante estupidez el producto retórico y ce g a t o de una incoercible necesidad de autoapología de la propia época? Pero quede aquí en pie, en este estado de terrib le duda, el m isterio de Polibio, que aun se agrava si consideram os su fecha tan holga dam ente p recristian a, por cuanto ni siquiera po dem os apoyarlo en el teleologism o sobrenatural i l istiano, siendo m ás bien Polibio, con su «plan de la Fortuna», probable inspirador de San Agustín, que le lue cinco siglos posterior. XXXV. La concepción proyectiva de la H istoria la lie descrito m ás a trá s com o aquella en que hechos V acciones son siem pre ponderados en función ya de aquello que subjetivam ente se cree que pretendían, va de lo que efectivam ente se estim a que alcanzaron, 419
ya, en fin, de aquello que objetivam ente tenían p re figurado y a lo que objetivam ente acabaron co n d u ciendo. Sólo e sta concepción —y este es aquí el a sunto— se p resta de un m odo u otro a d a r razón del sufrim iento. Antes conviene, no obstante, dejar dicho que, naturalm ente, no pretendo que ni la pro yección ni los proyectos sean, po r sí m ism os, un in vento interpretativo de los historiadores, ni que sólo en la h isto ria y no en la vida cotidiana los hom bres se vean sujetos y aun se m uestren dispuestos a acep ta r trab ajo s y fatigas para a lcan zar proyectos, o sea, cum plir designios prefijados. Pero ya en este te rre no individual aparece toda una gradación de los dis tintos com ponentes de un designio; quiero decir que ya en algo tan conveniente y tan sensato com o el pro yecto de hacerse una casa, puede e n tra r un m ayor o m enor suplem ento de gastos y fatigas destinado exclusivam ente a satisfacer im pulsos antagónicos de em ulación con el vecino: ese lujo o sten tato rio que T hornstein Veblen supo ver com o sustitutivo de la dom inación, y, sin el cual, no obstante, el arquitecto no h a b ría dispuesto jam á s de p resupuestos que le perm itiesen llevar su a rte a mayores esplendores. Por otra parte, hoy m ás que nunca conocem os el caso de m illares y m illares de d e p o rtista s que se som eten denodadam ente a la co tidiana m ortificación de los entrenam ientos, tratando, p o r así decirlo, su propio cuerpo a p uro golpe de fusta, com o si fuese su pro pio caballo de carreras. A som bra que el deporte se llame culto al cuerpo, cuando consiste justam ente en som eterlo al m ayor grado de opresión, privación y explotación posible, sacrificándolo p o r com pleto al solo fin de llevar h asta la m eta al Yo que lo cabalga. ¡Hay que ver h asta qué punto la victoria deportiva recuerda lo que Hegel, en el p á rrafo citado, distin guía com o «satisfacción», com o d istin ta y casi in com patible con la «felicidad»! El deportista renuncia literalm ente a la felicidad corporal y sacrifica su 420
cuerpo a la satisfacción em ulativa de un agonism o lúdico, que al fin rem ite a la dom inación. Pirro, el rey de Epiro, tenía —según cuenta Plutarco en la vida que le dedica— un am igo tesaliano llam ado Cíneas, a quien tenía, po r su talento, en la m ayor estim a. «Cí neas, pues —sigue literalm ente Plutarco—•, como vie se a Pirro acalorado con la idea de m a rc h a r a Italia, en ocasión de hallarle desocupado le movió esta con versación: “Dícese, oh Pirro, que los rom anos son guerreros e im peran a m uchas naciones belicosas; por tanto, si Dios nos concediese sujetarlos, ¿qué fruto sacaríam os de esta victoria?”. Y que Pirro le respon dió: "Preguntas, oh Cíneas, una cosa bien m anifies ta, porque, vencidos los rom anos, ya no nos q u e d a rá allí ciudad ninguna, ni b árbara, ni griega, que pue da oponérsenos, sino que inm ediatam ente serem os dueños de toda Italia, cuya extensión, fuerza y po der menos pueden ocultársete a ti que a ningún otro”. Detúvose un poco Cíneas y luego continuó: "Bien, y tom ada Italia, oh Rey, ¿qué harem os?”. Y Pirro, que todavía no echaba de ver adonde iba a p arar: "Allí cerca —le dijo — nos alarga las m anos Sicilia, isla i ica, m uy poblada y fácil de tom ar, porque todo en ella es sedición, an a rq u ía de las ciudades e im p ru dencia de los dem agogos desde que faltó Agatocles”. “Tiene bastante probabilidad lo que propones —con testó C íneas—, ¿pero se rá ya el térm in o de n u estra expedición to m ar a Sicilia?”. "Dios nos dé vencer y triu n fa r —dijo P irro—, que tendrem os m ucho ad e lantado p a ra m ayores em presas; porque ¿quién po dría no p e n sar después en África y en Cartago, que no o frecería dificultad, pues que Agatocles, siendo un fugitivo de S iracusa y habiéndose dirigido a ella 01 ultam ente con m uy pocas naves, estuvo casi en liada el que la tom ase? Y dueños de todo lo referido, , podrá h a b e r alguna duda de que nadie nos opondi a resistencia de los enem igos que ahora nos insul tan?". "N inguna —replicó C íneas—; sino que es muy 421
claro que con facilidad se reco b rará la M acedonia y se d ará la ley a Grecia con sem ejantes fuerzas; pero después de que todos nos esté sujeto, ¿qué h a re mos?". Entonces Pirro, echándose a reír, "D escansa rem os largam ente —le dijo— y p asando la vida en continuos festines y en m utuos coloquios, nos hol garem os”. D espués que Cíneas trajo a Pirro a este punto de la conversación, "Pues ¿quién nos estorba —le dijo— si querem os, el que desde ahora gocemos de esos festines y coloquios, supuesto que tenem os sin afán esas m ism as cosas a que habrem os de lle gar e ntre sangre y entre m uchos y grandes trab ajo s y peligros, haciendo o padeciendo innum erables m a les?".» H asta aquí Plutarco. N aturalm ente, ningún historiador está hoy dispuesto a tom ar en serio a Pirro (quien apenas si debe algún renom bre al hecho de habérselo p restado proverbialm ente a las victorias m uy desventajosas), y m enos todavía si tuviese que a c ep ta r com o no legendaria la anécdota tran scrita. Un tipo de «condottiero» com o Pirro, un rey que, se gún la anécdota, hace un auténtico deporte del ejer cicio de la dom inación es, ya en principio, una figura que la h istoriografía m oderna no puede to le rar en tre sus páginas, porque iría en d etrim en to de la a u to rid ad que hoy la H istoria pretende m antener. ¡Aviados e sta ría m o s si hubiésem os de a c e p ta r y de incluir en la cadena de la causación h istó rica móvi les tan poco serios com o las lúdicas fan tasías heroi cas de un joven rey am igo de las arm as! Pues, sí, en efecto, aviados estaríam o s y bien aviados que e sta mos, ya que precisam ente la exclusión, la ocultación o el cam uflaje de ese elem ento lúdico hace desde el principio fra c a sa r cu a lq u ier intento de com prender y d e sen m a sca rar la n aturaleza m ism a del im pulso de dom inación. Los goces de los presentes festines y coloquios que Cíneas encarecía ante los ojos de Pirro, frente a las gu erras y los innum erables trabajos y peligros que éste le prospectaba, p o r infantil y jo 422
cosa o legendaria que pueda ser la anécdota, contie nen ya cu an to pueda h acer falta p a ra sostener la dualidad en tre la «felicidad» y la «satisfacción» de la frase de Hegel. La p u e rilid a d del P irro de la anéc dota puede incluso se rv ir de buen antídoto frente al h isto riad o r que, defendiendo el prestigio de la H is toria junto con la esencial seriedad de la dom inación, nos señale, en la galería de retratos, la a d u sta e im placable serenidad de Richelieu o el fatigado e infa tigable ceño de águila im perial de Bism arck. Por tan terrible renuncia a la felicidad com o la que en estos dos veracísim os retrato s queda m anifiesta, la dom i nación ha conseguido hacerse to m ar en serio po r la H istoria, com o el incontenible c a rro de bronce que la lleva. Richelieu hizo a Francia, B ism arck creó el II Reich, P irro no fue m ás que un aventurero —d iría un h isto ria d o r—•, y hay que q u ita rlo de esa galería de los hom bres serios. Pirro desacredita, d e sau to ri za el principio de la dom inación a causa de su livian dad de «condottiero», pero, a la vez, las m uertes infligidas, la sangre derram ad a, el dolor y el estrago producidos en todas sus cam pañas no clam an al cie lo con voz ni con p alab ra diferentes de las de otro cu alq u ier episodio del principio de dom inación por históricam ente respetable que se lo considere; el pe ligro está en que las víctim as de esa dom inación te nida por históricam ente respetable se miren y lleguen ;i verse en el espejo de las víctim as de Pirro com o gratu itas com parsas de un capricho y se les venga de pronto abajo la convicción de la necesidad histói ica de sus propios sufrim ientos. XXXVI. Ya antes he dicho cóm o sólo la concep ción proyectiva de la H istoria se p resta a fundam en tar la justificación del sufrim iento, com o se ha visto i|ue hacía M enéndez Pidal al d a r por bien em plea dos todas las m uertes y todos los torm entos de la do m inación rom ana por h ab er hecho posible la m agna 423
creación h istó rica del Im perio Romano, y po r igual m ente bien em pleados todas las m u ertes y todos los m artirio s de la dom inación hispánica en Am érica p or h a b e r hecho posible la no m enos m agna c re a ción h istó rica del Im perio Español. Si los proyectos de la proyección h istó rica naciesen en la consciente voluntad de un individuo com o sujeto agente, en vez de responder —com o decía Polibio— a un «plan de la Fortuna», sólo su m ala calidad com o dom inador o su mal tino en determ inado trance contingente dis tinguiría el proyecto de dom inación de Pirro de otros p ro y ecto s m á s a fo rtu n a d o s . Si p o r el c o n tra rio , los proyectos de la H isto ria responden sólo a un «plan de la Fortuna», entonces Pirro no alcanzó sus designios de dom inación porque no estab a entre los elegidos para d a r cum plim iento al plan de la Fortuna. En uno u otro caso, com o siem pre hay que e sp era r al porvenir para d a r razón de los padecim ientos del pasado, se tiene la m aloliente sensación de e sta r ante un rastre ro y m endaz acto de reparación o d esag ra vio, casi com o si la propia proyectividad histórica hu biese sido excogitada ad hoc p a ra h a c er a c ep ta r el su frim iento y su necesidad; que fuese ya el Im perio Español lo que se estaba edificando en los prim eros atropellos infligidos a los tainos de H aití en modo alguno parece una declaración fundada en la nece sidad de ex p licar cóm o surgió ese im perio, sino en la voluntad de exonerar a los autores de tales a tro pellos. Pero este quid pro quo puede d epender del hecho de que M enéndez Pidal se en cu en tra ya en la posición de un apologista de dos m undos cu ltu rales en los que cree y cuyas instituciones, de las que es un buen conocedor, a p ru e b a y hasta adm ira; tam po co se le escapa que esos m undos han surgido los dos bajo la fó rm u la de im perios y, en consecuencia, no han podido ten er otro in stru m en to que el de la do m inación. Pero parece h ab er considerado y pon derado antes los resultados institucionales de tal 424
dom inación, que el ejercicio de la dom inación m is ma com o un acontecer p o r separado, ya en su d ecu r so, ya en su asentam iento. Tal vez, m ás que o tra cualquier cosa, ha sido la im ponente m ole de las re liquias testim oniales de c u alq u ier orden, de los do cumentos, que todo im perio suele d e ja r d etrás de sí, lo que ha suscitado en él u n a im borrable sensación de «grandeza»; los hom bres son tan sensibles a la du dosa em oción, al sospechoso sentim iento que soli cita en ellos la cu alid ad difícilm ente objetivable de «grandeza», que llega a cegarlos h a sta el punto de no ver tan siquiera cóm o la configuración de un gran im perio es siem pre la de un m on stru o ad m in istra ti vo arterioesclerótico, anquilosado casi h asta la p a rálisis, inabarcable, ingobernable, anárquico y, sobre lodo, cread o r constante de desequilibrio, injusticia y sufrim iento; y, en fin, incluso desde el punto de vis ta político, u n a construcción detestable. Sospecho que esa d o rad a aureola de «grandeza» que deja tan boquiabiertos a los espectadores de un im perio no se refiere, en el fondo, a su presente actu alid ad de informe y gigantesco m o n stru o antediluviano, sino a su todavía no apagado resplandor de trofeo de una em presa de dom inación. (De igual m anera, no es la perfección de la belleza actualm ente presente y p a cíficam ente poseída de lo s cu atro caballos de b ron ce del estadio de C onstantinopla instalados en la lachada de San M arcos de Venecia lo que p odría d a r razón del a u ra de incom parable gallardía que pone en el corazón de quien los m ira una em oción que no puede resistir, sino su n aturaleza de trofeo dep red a do por la violencia de las arm as, cuando Venecia, en cañando a la entera C ristiandad, desvió la C uarta Cruzada y capitaneó con sus galeras el asalto y la loma de Bizancio. A despecho del hondo y clarividentc análisis de T hornstein Veblen, ninguna sincera y l)ien asim ilada voluntad m oral podrá por sí sola raer de la em oción estética ese m aligno ingrediente de 425
violencia y de depredación; no, ninguna m oral podrá jam ás te n e r éxito alguno con adm oniciones perfec tam ente razonadas de «esto debe g u starte y esto no», pretendiendo —por poner un ejem plo m ás pal m ario— que la universal predilección estética por las rapaces y po r los felinos —fam ilias depredado ras por antonom asia y m ás ostensiblem ente dotadas para la agresión— sea sustituida, de la noche a la m añana, p o r preferencias regidas po r im pulsos más pacíficos.) Así, no puedo llegar a creerm e plenam ente que la p retendida adm iración por las «m agnas crea ciones de la H istoria» sea ajen a a su c a rá c te r de tro feo, o sea, que no com porte un elem ento principal retrospectivo de adm iración por el im perio en cuanto «gesta de la dom inación». Sólo cuando ha de enfren tarse a las víctim as del ejercicio de la dom inación, que clam an p o r la ju sticia de sus sufrim ientos, se para M enéndez Pidal el acto de creación de lo crea do; con e sta separación com pletam ente artificiosa pretende a b rir el hiato que haga sitio para la rela ción proyectiva entre u n a y o tra cosa, que sólo él ha establecido que sean dos distintas. Lo creado se ha extrapolado del conjunto y se refleja ahora sobre lo restante com o ya im plícito desde el principio en ello, y por ende capaz de sancionarlo. Mas esta apelación a lo creado, ¿no trata, a fin de cuentas, de salvar la gesta m ism a, de q u itarle infam ia y d arle dignidad? Es posible que en un determ inado estrato de su con ciencia le tu rb a se n a M enéndez Pidal las tribuía ciones de los indios; si no le hubiesen qu itad o en absoluto el sueño no h a b ría tenido necesidad de re c o b ra r su eq uilibrio de conciencia, reconciliando, com o Dios le diese a entender, la realidad innegable del m a rtirio am erican o con su acendrado deseo de salvación m oral de aquello que él m ás estim aba: la im agen h istó ric a de E spaña, la fam a de su pasado, su buen nom bre. No se puede decir que sólo esto le im portase y quisiese defender, sin dársele un comi 426
no de los indios, pues en tal caso nada h a b ría tenido que reconciliar en su conciencia; si justificó, con toda la torpeza que se quiera, aquellos sufrim ientos, fue |xjrque verdaderam ente se le interponían, como muy espinosas objeciones de conciencia, a la devoción his tórica que, en modo alguno, quería m enoscabar. Pero el hecho de que necesitase, p o r falaz y am añado que til cabo resultara, hallar, en su conciencia, cu alq u ier suerte de hueco en que los sufrim ientos de los inilios encontrasen cobijo y acom odo, no es sino una m uestra m ás de que el dolor jam ás d ejará de ocu par el p rim e r puesto en la m ala conciencia univer sal. Todas las tram pas, todas las rebeliones, todos los cinismos, todas las hipocresías, todas las neurosis, todos los disim ulos, todas las supersticiones, todos los dogm atism os, todos los rencores, se originan en esta universal m ala conciencia y en el denodado em peño p o r re h u ir el trance de m ira r cara a cara el es pantoso rostro del dolor. XXXVII. Mas, sea cual fuere el grado en que a Menendez Pidal pudo tu rb arle la irreparable imagen del dolor pasado, m enor parece ser, en c u alq u ier caso, el grado en que esa afección del alm a, referida a los hechos de la H istoria, llegó a a fectar a Hegel. Im pa sible, im pertérritam en te, com o el m ás distanciado espectador —o tal vez implacablem ente, como el m ás próxim o cóm plice— no m antiene reservas en reco nocer todo el espanto de la H istoria, o lo que viene a ser lo mismo, el infinito suplicio de la dom inación. I I mismo, el m áxim o rapsoda de la diosa, ya hem os visto cóm o ni tan siq u iera ha accedido a bu scarle el más m odesto banco a la felicidad en el aula de la His toria, sino que sin m ás ha procedido a e ch arla fuera tle las p u ertas de la cátedra: la felicidad no es un c ri terio de m edida pertin en te en la ponderación de las cosas de la H istoria, com o la lum inosidad no es una dim ensión que pertenezca a la evaluación de los so 427
nidos. Pero después de c o n sta ta r el absoluto h o rro r que ofrece a nuestros ojos el p anoram a de la H isto ria, Hegel se hace la pregunta: «Cuando co n sid era m os la H isto ria com o el a ra sobre la cual han sido sacrificad as la dicha de los pueblos, la sa b id u ría de los E stados y la virtu d de los individuos, inevitable m ente surge la pregunta: ¿p ara qué últim o fin han sido ofrecidos tales y tan enorm es sacrificios?». La pregunta, por lo menos así aislada, es ya desde la pre m isa com pletam ente fraudulenta, capciosa, y sería fulm inantem ente rechazada en c u alq u ier trib u n al anglosajón. En efecto, ya en su a rran q u e m ism o pre senta una alegoría sum am ente elaborada: la H isto ria no es solam ente una p ied ra cualquiera, sino una piedra extrem am ente especializada: u n a piedra sa crificial, un ara; esta m ism a especialización dem an da ya m etoním icam ente que la sangre que sobre ella se d erram e no sea efecto de un «m atar» todavía in definido, sino de un «m atar» igualm ente especiali zado, o sea, un «sacrificar». La imagen no ha querido quedarse en «piedra sobre la que se m ata», sino que ha qu erid o elaborarse, d eterm in arse y esp ecializar se h a sta la alegoría de «ara sobre la que se sa crifi ca». Ya se adelanta, así pues, en esta alegoría toda una interpretación m uy determ inada de la H istoria, a p a rtir de la cual se procede a preguntar, sin que al que ha de resp o n d er se le perm ita volver a trá s la propia alegoría, diciendo: «No, ¿por qué un ara? So lam ente una piedra todavía...». El previo condicio nam iento que la alegoría sacrificial im pone a la pregunta subsiguiente reside en el hecho de que sien do el sacrificio una m uerte definida por e s ta r a rti culada y tra m ita r una relación de intercam bio, da por supuesto el otro térm in o de la función y hace le gítimo, sin necesidad de m ás explicaciones, el pre g u n tar p o r él. Así, dicho concretam ente, la pregunta «¿para qué últim o fin han sido ofrecidos tales y tan enorm es sacrificios?» sólo cobra sentido y legitim i 428
dad dentro del precedente contextual de la alegoría del ara. Si la infinita sucesión de ejecuciones consu m adas sobre el tajuelo de la H istoria p o r el hacha de la dom inación no hubiese sido previam ente in ter pretada po r la alegoría bajo la idea de una intención sacrificial, n ad a p o d ría h a b e r condicionado la pre gunta acerca de un «fin últim o», que tan sólo resu l ta postulado po r la función de intercam bio inherente al sacrificio. Tiene que haber, pues, un fin últim o para la H istoria tan sólo porque a la alegoría se le ha antojado suponerle a la infinitud de su h o rro r y su m artirio una función sacrificial. Pero, ¿y si la ale goría fuese m endaz? C areceríam os entonces de todo fundam ento p ara p reg u n ta r po r fin últim o alguno. La alegoría del ara ejerce, pues, una vez más, el co m etido de a ta r el sufrim iento a la necesidad. XXXVIII. Polibio, cuya concepción proyectiva de la H istoria se distingue de las de los m odernos en se r totalm ente ajena a la necesidad de d a r papel a l guno al su frim iento —por el que no parece m ostrar, por lo demás, m ayor preocupación— puso por fin úl tim o de su H istoria Universal (pues verdaderam en te es, y será todavía p o r m uchos siglos, la p rim era que realm ente m erece se r llam ada así), hacia el que, según el «plan de la Fortuna», convergían todas las historias particulares, la coronación del Im perio Ro mano. ¿Por qué Hegel, cuyo fin últim o tam poco es nada m ás apacible y m ás risueño que aquel im pe rio que Polibio supo tan clarividentem ente ver venir, se sintió, en cambio, obligado a d a r alguna razón del sufrim iento? No le ofreció consuelo, pero le prestó sentido; y para el m iserable estado de la condición hum ana en la era del Progreso, d a r sentido es, por desgracia, tam bién d a r consuelo. El que expulsó de la H istoria a la felicidad, hubo de hacer rentable para esa m ism a H istoria el sufrim iento. Quien viene dan do sentido al sufrim iento se hace m arcadam ente sos 429
pechoso de tra e r po r secreto com etido el de im pedir que el doliente se rebele. Los hom bres están siem pre dispuestos a creer a m uchos que les dicen «vues tro dolor será fecundo», cuando, por el contrario, deberían confiar en quien les dice: «Vuestro dolor es absolutam ente inútil, gratuito, irreparable». ¿Acaso pide la felicidad tener sentido? Niégate, pues, a d á r selo al dolor. Sea de ello lo que fuere, ha de haber, sin em bargo, algún m otivo profundo y bien fu n d a do, p ara que sólo el viejo Polibio —de en tre los his toriadores que adoptaron la concepción proyectiva de la H isto ria— no se sintiese m ínim am ente obliga do a d a r cu en tas a nadie de los infinitos su frim ien tos infligidos, a lo largo de la H istoria, p o r el azote de la dom inación. M enéndez Pidal m ira la instrum entalidad de la dom inación para las «grandes crea ciones de la H istoria» con un racionalism o práctico y casero. Jam ás se le h a b ría ocurrido, po r ejem plo, un pliegue conceptual com o el de la astu cia de la ra zón. Tal vez precisam ente porque en Hegel la obra de la H istoria tiene un tinglado de d esarro llo y c a u sación infinitam ente m ás indirecto y m ás com plejo es por lo que no puede recurrir, p a ra d a r lu g ar al sufrim iento, a nada m ás inm ediato y tra n sp aren te que a la alegoría del sacrificio. No es de c re e r que, bajo la idea de «sacrificio», Hegel quisiese conscien tem ente aproxim arse a n ad a que com portase algu na form a de restauración de la conexión m ítica. No obstante, hay que notar cómo, a despecho de ello, está bien lejos de m ostrarse hipotético o titubeante, sino, por el contrario, fu ertem en te a u to rita rio y taxativo en tocante a a firm a r la necesidad de ese sacrificio y a d e m a n d a r la aceptación de tal necesidad. Lo p ri m ero no casa nada bien con lo segundo: su idea de «sacrificio» podrá e s ta r todo lo lejos que se quiera de la inhum ana, irracio n al y tenebrosa tira n ía del mito, pero la categórica e im placable severidad con que su necesidad se nos im pone recobra todo el tono 430
«le inapelables m andatos ancestrales: «La voz es la v<>/ de Jacob, pero las m anos son las de Esaú». No q u e rría Hegel in tro d u c ir la idea del sacrificio bajo l.t form a ciega de la conexión m ítica, pero pidió para él y para su necesidad tan ciego acatam iento, que el Idolo que parecía q u e re r d e ia r de serlo se vio forza do a renovar su condición de ídolo p o r el poder del acto de la ofrenda. («El concepto de E sp íritu univer sal —dice T heodor W. Adorno— secularizó el p rin cipio de la om nipotencia divina en el principio unificador, el plan del m undo en un acontecer im placable. El E sp íritu universal d isfru ta de la vene ración que correspondió a la divinidad, despojada en él de su personalidad y de todos sus a trib u to s de providencia y gracia. (...) ...el e sp íritu desdem onizado y conservado se acopla al m ito o retrocede hasta convertirse en el te rro r sagrado ante lo que es tan gigantescam ente su p erio r como amorfo».) No im por ta, pues, que el ídolo haya q u erid o a le g rar y alige ra r sus rasgos; serán los tenebrosos, im placables rasgos del acatam iento p restado al sacrificio y a la necesidad del sacrificio los que al fin determ inen el c a rá c te r de la relación, y, con ella, la propia fiso nom ía del ídolo. Pero, ¿por qué, salvando a su inven tor Polibio, las dem ás concepciones proyectivas de la H istoria cabalgan siem pre, y con un énfasis p a r ticular, sobre la m uerte y sobre el sufrim iento? ¿Se debe ello, tal vez, únicam ente al hecho de que toda historia es, por naturaleza, historia de la dom inación, y a la dom inación siem pre acom pañan m uerte y su frim iento? Estos historiadores organizan proyectivam ente el haz disperso de las dom inaciones singulares en una convergencia polarizada hacia un único punto; esta tendencia centrípeta, esta querencia por la uni cidad, podría, sencillamente, no ser m ás que una cua lidad unida a la esencia m ism a de la dom inación.3 3. Si tanto la convergencia centrípeta hacia la unidad como el pro pio carácter proyectivo resultasen rasgos necesarios de la domi nación antes que de la Historia, se podría concluir aue la Historia es centrípeta y proyectiva porque es siempre historia ae la dominación.
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XXXIX. M ientras la ofrenda de víctim as h u m a nas no deje de b a ñ a r de sangre el a ra de la H istoria, Dios g u a rd a rá y renovará a su pueblo su p a la b ra de victoria y de engrandecim iento de su dom inación, m anteniendo sus planes de extenderla a nuevas tie rra s y sobre nuevos pueblos, h a sta llegar a coro n ar su frente con el altísim o destino que le tiene re servado en el fin últim o de h acer de todo un solo y vasto im perio. Así podrían decir las e sc ritu ra s de cualquier mito de dom inación, que tom aría tam bién, en cierto m odo la form a propia de la concepción proyectiva de la H istoria, lo que me hace p e n sar en la posibilidad de si la concepción proyectiva de la H is to ria no pueda ser tam bién algo inducido de la na turaleza m ism a de la dom inación. Sea com o fuere, un m ito así tam poco d ife riría esencialm ente del pa pel que M enéndez Pidal le reserva al su frim iento y a la necesidad del su frim ien to en la creación de ese grandioso instrum ento de la divina providencia para el gobierno de los pueblos que, según su opinión, son los im perios. Ni d ista ría tam poco dem asiado, un m ito sem ejante, de la im placable exigencia de infi nitos sacrificios que el a ra de la H istoria reclam a de los hom bres p ara poder llevar a cum plim iento su propio últim o fin. Uno de los m otivos que m ás cla m orosam ente se esgrim ieron por justificación de la conquista y la destrucción del Im perio Azteca por el ejército de H ernán C ortés fue el de a c a b a r con el h o rro r de los sacrificios hum anos que aquellos pueblos ofren d ab an a sus dioses. E ntre esos dioses, pa rece se r que p o r patrono especial de la victoria do las a rm a s y pro tecto r de la dom inación e ra consido rad o y venerado H uichilobos. H uichilobos propicia ría la dom inación de los aztecas sobre todos I o n pueblos circu n d an tes y, desde el altiplano, extende ría las lindes del im perio hasta hacerlo llegar de mai a mar. H uichilobos era el fiad o r del altísim o desti no reservado a los aztecas, el que g u iaría las arm as 432
del naciente im perio de victoria en victoria h a sta su coronación. N oche tra s noche, por toda la extensión del agua inmóvil de la laguna en som bra, repercutía el oscuro y lúgubre zu m b ar de los tam bores, cu an do el gran H uichilobos recibía, saltando de un co ra zón recién partido, su oblación de sangre. Pero él se gozaría en el sacrificio, aleg raría su corazón noche tras noche, y un día les concedería todo un im perio. La in q uebrantable fe de los aztecas en la conexión m ítica p o r la que se tra m itab a la función de in te r cam bio en tre aquellos sacrificios de víctim as hum a nas y el im perio que aquel gran H uichilobos pondría al fin en sus m anos convirtió la defensa y la resis tencia de Tenotichlán en una de las m ás heroicas y m ás desesperadas epopeyas que se conozcan de un pueblo vencido. ¿En nom bre de qué d e stru iste is la gran ciudad de la laguna, la incom parable Venecia de U ltram ar? ¿Qué Dios haced o r de im perios com o instrum entos de su providencia invocáis por consen tidor de tan incontables m uertes y m artirios por ejer cicio de la dom inación, designada para autora de las grandes creaciones de la H istoria? ¿En qué a ra sa crosanta de la H istoria pudo verse inm olada con sus gentes nada m enos que la en tera ciudad de Tenotich lán? Si a la condición m ism a de la H istoria hacéis pertenecer la etern id ad del sacrificio, ju n to a lo ine luctable de su necesidad; si al sacrificio m ism o h a céis ya activo m ediador, ya positivo instru m en to im prescindible de las grandes creaciones de la Historia, ¿en nom bre de qué, ¡por Dios crucificado!, pudo agraviaros, cam peones de la H istoria y la do m inación, la ferviente oblación de sangre d e rra m a da sobre el ara de aquel gran H uichilobos, hacedor • lo imperios? ¿No es acaso aquel m ism o cruento Huii liilobos, hoy viejo, aniquilado y recam biado de nom ino y de figura, m ultiplicada por mil su sed de sangre, este dios de la H istoria que invocáis y en cuyo nombre acatáis el sacrificio y su necesidad? ¡En esto 433
ha venido a d a r tanto aspaviento, tanto h o rro r al san griento H uichilobos, tanto m a rtirio sobre el pueblo azteca, tan ta saña contra la gran Tenotichlán! En que al cabo los dioses no han cam biado... ni n ad a haya cam biado.
Corolarios
Corolario 1? En otro ensayo, titulado «O Religión o H istoria» se dice en cierto lugar: «Hegel vino a reducir la radical heteronom ía entre realidad y es píritu —fundam ento, según vengo diciendo, de lo religioso— y rescató el principio de realidad h asta el extrem o de hacer de la facticidad histórica el gran dioso p eriplo o epopeya de lo que él llam aba E spí ritu en su autocum plim iento y autorrealización, tal com o veinte siglos antes había hecho Polibio, al re d u cir todas las d ispersas h isto rias p a rticu la re s de las gentes y pueblos del m undo entonces conocido a m eros episodios m oleculares o avatares anecdóti cos, que, a la m anera de las irreconocibles piezas de un rom pecabezas (y él m ism o usa la m etáfora de las partes sueltas de un cuerpo desm em brado), carecían de sentido po r sí m ism as y sólo lo recibían sub o rd i nada y delegadam ente del cum plim iento del d esti no del gran sujeto total, único y verdadero, hacia el que de consuno convergían y en cuyo grandioso plan o ciclo histó rico total habían de insertarse: Roma o el Im perio Romano. E ste fetiche, este prosopónim o retórico, cuya alegórica anim ación es encarn ad a 434
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frau d u len tam en te en realidad (...), fue, así pues, e ri gido en único sujeto a p a rtir de cuya autorrealización habían de explicarse todos los destinos particulares. El Im perio Romano, contem plado en la cim a de su plenitud, se convertía de esta m anera en único legítim o p o rta d o r y d a d o r de sentido» (hasta aquí la cita). Ya se ha visto cóm o M enéndez Pidal vie ne a to m ar —aunque con m enos declaraciones de p rincipio—, y sep arad a pero com paradam ente para el Im perio Rom ano y para el E spañol, una actitu d sustancialm ente parecida: sólo el todo, la totalidad histórica hacia la que d eterm inados avatares de un m ovim iento de dom inación han acabado por conver ger y red u n d a r tiene derecho a e rig irse en instancia p o rtad o ra y dad o ra de sentido y a cuya luz ha de m i rarse y evaluarse todo el resto, que queda así su b o r dinado y reducido a episódico y a circunstancial. Pues bien, una de las tach as m ás com unes que sue len afeársele a los regím enes políticos genéricam ente designados com o «totalitarios» es la de subordinar, sin in stru m en to in term ed iario alguno, los intereses de los particulares, ya como individuos, ya como gru pos m ayores o m enores, a u n a ú ltim a y única to tali dad, rep resen tad a p o r el Estado, de m anera que, al suponérsele a esta totalidad la facu ltad y el com eti do de diverger de nuevo, centrífuga y redistributivamente, hacia los intereses p a rticu la re s en cuya titu la rid a d se ha subrogado, se la convierte en ges tora universal del interés unificado que de tal suerte a d m in istra y en instancia exclusiva de legitim ación de cada acto de aplicación p a rtic u la r del derecho atribuido a los adm inistrados. Cada p a rticu la r situ a ción de hecho ve, así, d esautorizados sus inm edia tos o m ás próxim os c riterio s de sentido y órdenes de m edida, com o estim aciones no válidas o erróneas de su valor y m agnitud reales; pues po r reales sólo le son reconocidos los que lo evalúen conform e al o r den de conm ensuración de la totalidad establecida. 436
Así com o siem pre tuvo en tre sus funciones la de de term in a r la validez de la m oneda, la de fijar, unifi c a r y d a r vigencia obligatoria a los sistem as de pesos y m edidas, así el Estado, cuando es totalitario, p are ce a rro g arse tam bién, m ás que otro E stado alguno, la de convalidar po r única y exclusiva m edida de cuanto aspire a ser tenido p o r «real» —sea lo que fue re lo que p o r tal se entien d a— la que lo conm ensure al orden de m agnitud de la «totalidad». Pero invali d a r cu a lq u ier apreciación h istó rica que no tuviese por orden de m agnitud, con respecto al cual tom ase proporciones tal o cual hecho p a rtic u la r considera do, o tro orden que no fuese el de la to talid ad del Im perio Rom ano o del Im perio Español, tal como hacía M enéndez Pidal, viene a ser com o in c u rrir diacròni cam ente en el m ism o achaque cuya form a sincróni ca tanto se les afea a los totalitarism os; en uno y otro caso nos topam os con la im posición de un orden de m agnitud, m ás aun que privilegiado, excluyente de cualquier otro posible, virtualm ente postulado como la escala p ropia de la pretendida «realidad». La m a nera en que, en uno y otro caso, resulta im puesta una tal escala exclusiva, en la que, adem ás, la única eva luación legítim a de lo m enor es la que lo conm ensu ra al orden de las unidades m áxim as, p e rm itiría hablar, con respecto a tales form as de ponderación histórica, de « to talitarism o diacrònico». Este to tali tarism o histórico desdeña com o una especie de m io pía h istó rica el d etenerse en el detalle de cada singular m artirio infligido en m iríadas de puntos di m inutos p o r el vendaval transoceánico de la dom i nación: quien, a rrim a n d o la lupa y la m irada a cada uno de ellos, va recorriendo uno a uno todos esos puntos, no p ercib irá el sentido del m ovim iento ge neral, que tan sólo aparece bajo la perspectiva de una m ayor distancia. Una vez m ás repite el conocido re curso co n tra la contingencia puntual del su frim ien to: su p e d ita rlo a un sentido, pues, tal com o ya he 437
dicho en el texto, en la era del Progreso, d a r sentido es, p o r desgracia, tam bién d a r consuelo. D ar se n ti do a las m u ertes de los náufragos del C hallenger ha sido, en efecto, la principal de las pías ficciones ofre cidas po r consuelo. Para el público en general h a b rá servido com o un ingrediente m ás del convencional artificio emotivo; p ara las personas próxim as tan sólo h a b rá servido en la m edida en que haya logra do fu n cio n ar com o el engaño que es. C uando el ú n i co consuelo no engañoso que hay frente a una m uerte —si es que consuelo puede se r llam ado— nunca es ta rá en el tiem po adquisitivo o proyectivo, sino tan sólo en el tiem po consuntivo, en el que en su propio presente se cum ple y se consum e; lo que im plica que cada m uerte b u sc a rá su consuelo en lo que tuvo la vida que por ella ha concluido: «m urió lleno de días» es la expresión que p a ra la m u erte del hom bre ven turoso reserva el Antiguo Testam ento. El consuelo de una m u erte —que la m entalidad del tiem po ad quisitivo busca en el h a b e r servido la m uerte m is m a p ara algo, que es lo que entiende por «tener sentido»— la m entalidad del tiem po consuntivo lo b u scará en la generosidad con que a esa vida aquí acabada le haya sido respetado el derecho a no h a b er servido p ara nada, o, dicho de otro modo, le haya sido gu ard ad o el privilegio de ser fin en sí m ism a, lo que es, precisam ente, «no ten e r sentido». El con suelo que ante una m uerte b u sca la m entalidad del tiem po consuntivo d em uestra —en la m edida en que lo irreparable pueda su sten tarlo —, por su propio ca rácter, no se r engañoso, pues al fin rem ite la m uerte sólo a la p ro p ia vida que tru n c a o que consum e, y m ide esa vida po r el rasero propio de la felicidad. En lo que atañ e a la felicidad, ni nadie se ha puesto a buscarle algún sentido que constituya el fundam en to de su índole de felicidad, ni nadie le ha exigido jam ás ten er sentido, porque a ella, com o hija del pre sente, com o flor del tiem po consuntivo, le pertenece 438
por esencia el no tenerlo, el se r fin en sí m ism a. «Mo r ir lleno de días», «m o rir colm ado de días», com o m orían los p atriarcas del Antiguo Testamento, rem ite en p rim e r lu g ar a la m era dim ensión de la longevi dad; pero su representación no com o de pasos que se suceden, ni de sucesivos hitos alcanzados, ni de núm ero de leguas recorridas, sino com o de am ane ceres a cuya luz se ab ren las p u e rta s de la casa para que cada día entre con su presente a h a b ita rla y consum irse en ella, parece a trib u ir a tales días la vir tud de saciar cada uno po r sí solo, com o cum plim ien tos autosuficientes, sin referencia al valor de la sum a en que se integren. Hoy la longevidad se in terp reta m ediante la expresión, tan opuesta, de «m orir c a r gado de años». Los días que polarizados por algún sentido, puestos cada uno de ellos en función del a n terio r y el subsiguiente, enhebrados en la tensión del tiem po adquisitivo, privados de detenerse cada uno en su presente, no han podido d e ja r de sí ninguna saciedad capaz de «colm ar» la vida, y han acabado por agolparse en años sobre las espaldas, grum os de pura tem poralidad vacía, im paciencia y expectación acum uladas y al fin depositadas donde la proyección pierde su im pulso, com o el g laciar deposita inerte su m orrena donde la lengua de hielo se deshace y pierde su capacidad de arrastre. Ahora los días de ¡a vida no vivida, la vida desvivida en la insaciable fuga del sentido, aparecen de pronto com o un saco de años m uertos cargado a las esp ald as del ancia no; años que sólo pesan y no colm an. Corolario 2? Es muy notable la indefectibilidad y la constancia de rasgos de la reacción, por no decir, incluso, del reflejo, que desencadena en el universo periodístico un tipo de sucesos com o el del n a u fra gio del Challenger. La im presión m ás saliente del movimiento prácticam ente com ún a todos los p erió dicos es cierto rasgo urgente que p odría d escrib irse 439
com o «gesto de sa lir al paso». El perio d ista parece, en tales trances, sentirse ante su público un poco com o un p árroco ante sus feligreses cuando p ú b li cam ente sobreviene algún escándalo o sim plem ente caso inesperado: hay que c o rre r a o rie n ta r a la opi nión, ad elan tán d o se a c u alq u ier sesgo torcido que pueda desviarla. N unca com o en tales casos el pe riódico aparece com o el portavoz de la ideología vi gente y ortodoxa. A la velocidad con que el p árroco m anda repicar y corre a subirse al púlpito vuelan los d iarios m atu tin o s a a n ticip arse o a a b o rta r ab ovo cu alq u ier posible opinión que pueda iniciarse en los corrillos. En cu an to al tem a, una vez m ás me ha re sultado sorp ren d en te que el m áxim o grado de sen sibilidad del tem or com ún de los periódicos a la opinión pública sea el referido a asu n to s relaciona dos con la tecnología. No llego a en ten d er porqué, pero, si hubiese que ju zg a r p o r la reacción tan ce rra d a y beligerantem ente defensiva de la p rensa a cuanto le concierne, no se d iría sino que la tecno logía, lejos de se r uno de los em belecos hoy m ás unánim e e incondicionalm ente respetados po r toda suerte de personas, e sta ría entre los dos o tres asu n tos m ás escabrosa y h asta explosivam ente im popula res. Pero mi sorpresa ante esto viene probablem ente del e rro r de p e n sar que lo que m ás denodadam en te se defiende ha de ser lo que corre m ás peligro. No ha sido así, ciertam ente, con la Fe: cuando m ás pú blica, reiterad a y expresivam ente se la defendía iue ju stam en te cu ando de m odo m ás absoluto e indis cutible señoreaba en lo a b ie rto de las calles y en lo in terio r de las conciencias. Al m ism o tiem po pode m os o b serv ar que si algo hoy puede todavía llevar alguna carga de blasfem ia,1 es el u ltra je a la tecno1. Todavía no le han perdonado la suya a Miguel de Unamuno («que inventen ellos»), donde el carácter de blasfemia lo indica el hecho de que el rechazo que produce no sea un simple disentir en materia opinable, sino un disentir escandalizado.
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logia; y así, tal vez podríam os p e n sa r que haya efeclivam ente en torno a ella com o una c ie rta atm ósfe ra, no digo religiosa, pero algo así com o religionosa. Tampoco me gusta decirlo de este modo, pero es po sible que la configuración actual del m undo necesi te esa Fe. Como quiera que sea, estos desm elenados arrebatos de defensa de la tecnología tienen no poco de ridículo y me traen a la m em oria aquella anéc dota (no sé ya si leída en el Diógenes Laercio) del jo ven o rador que se acerca a Alejandro, diciéndole que ha escrito un largo discurso en defensa de M arte, a lo que A lejandro contesta: «Quis eu m uituperat?» («¿Pues quién se m ete con él?»). En efecto, si algo hay hoy particularm ente a salvo de que nadie se m eta con ello y, p o r lo tanto, no necesitado de defensa alguna ni en el cam po de la opinión y las palabras, ni m u cho m enos todavía en el de los hechos, es, com o digo, la tecnología. Q ueda entonces po r reg istrar este p a r tic u la r fenóm eno social de que lo m enos discutido, lo m ás en auge y m ás en candelero en cada c irc u n s tancia sea justam ente el objeto de los m ás unánim es, acalorados y reiterativos m ovim ientos de aplauso y de defensa. ¿R esponderá tal vez a una especie de os cura necesidad de p ed ir disculpas a diestro y sinies tro incesantem ente y sin saber bien a quién por parte de quienes han entregado sus alm as a tal ídolo y lo han entronizado en el a lta r mayor, y la m ala concien cia de quienes lo saben un ídolo tan falso y d espre ciable com o cu a lq u ier otro? Pero es el e m p e ra d o r’ que m ás firm e, poderosa, in d isp u tad a e indestronablem ente se halla seguro sobre el trono el que se m uestra m ás intolerante frente a c u alq u ier crítica y m ás exigente al debido acatam iento, siendo preci sam ente el que m ejor podría h a c er frente a las p ri m eras y prescin d ir del segundo. A menos, claro está, que el trono m ism o de todo e m p e rad o r sea, po r n a turaleza, de la condición del traje nuevo del em pe rad o r del cuento. 441
Pero no m enos notable que esta reacción com ún de los periódicos es la clase de jerga que p ara tal oca sión se desenfunda. Se e sp era ría siquiera, en sem e jantes circunstancias, ver esgrim ir los últim os y m ás sólidos principios, los m ás serios y profundos a rg u m entos, las m ás difícilm ente discutibles concepcio nes, el m ás resistente núcleo de la convicción. En la lección m agistral, pongo p o r caso, de la asig n a tu ra «Cortesía», yo al m enos me e sp era ría un com ienzo com o este: «Si los hom bres no conviniésem os n o r m as de tra to de alcance general, nos en tre ch o c a ría mos constantem ente de un lado p a ra otro y nos d isp u ta ría m o s las cosas lo m ism o que animales...», pero ja m á s ninguno del tenor siguiente: «¡La C orte sía...! La cortesía, m is queridos m uchachos y m ucha chas, fue siem pre la flor, la gala y la m edida de la exquisitez de un alma...». Pues bien, a este segundo tono es al que tira poderosam ente la verborrea que los periódicos desencadenan en las circu n stan cias en cuestión. Precisam ente entonces, cuando parece que el lenguaje debería esm erarse en el m ás cu id a do registro conceptual, es cuando, por el contrario, se abandona a los m ás sobados com odines de la re tórica com ún y a las m ás indignas b a ra tija s de la im aginería emotiva, h asta el extrem o de que no deja de a s a lta rle a uno poderosam ente la sospecha de si no será, al fin, únicam ente en esa im presentable bi su tería em ocional donde realm ente halla arra ig o en la convicción de cada uno el im ponente tinglado uni versal que se defiende; de si esa vagorosa m úsica ce lestial de «¡’a venture h u m a in e » se rá efectivam ente la ultim a ratio que su sten ta el sistem a de conviccio nes personales de quienes prestan incondicional apo yo a la tecnología y ju ra n y p erju ran en su nom bre. Tal vez sea un rasgo propio de toda ideología este de ser sum am ente desm oronable y andrajosa en sus úl tim as y m ás íntim as razones. De lo contrario, qué ex plicación p o d ría ten er la señalada indigencia de 442
estos discursos suscitados p o r ocasiones m áxim as, incluso en plum as que cotidianam ente m uestran bas tante m ás elevados coeficientes de agudeza y de sa gacidad. ¿Cómo es posible que no se les o c u rra una p alab ra m ínim am ente m enos ingrávida y m ás con vincente? ¿Será verdad, entonces, que las responsa bilidades directas o in d irectas que conciernen a las m últiples opciones o determ inaciones que gobiernan el curso de la tecnología están depositadas en p e r sonas cuyas ú ltim as convicciones se resuelven al cabo en algo tan infantil y elem entalm ente vaporo so, en algo que excede incluso la penosa b a ra tu ra em ocional de c u alq u ier frase de borracho, com o lo que puedan q u e re r d ecir las p alab ras «la hu m an i dad e stá co n stitu id a de tal form a que necesita m i ra r siem pre a lo lejos, siem pre hacia adelante y siem pre p o r encim a de sí m ism a»? Pero es u na vieja exclam ación de a la rm a de señorones de club b ritá nico o de casino nacional esta de p reg u n tarse com o quien cae ahora de pronto de las nubes: «¿En m a nos de qué raza de ineptos e irresp o n sab les está, pues, n u e stra existencia, cuando el propio directo r de uno de los m ás respetados órganos de opinión europea sólo sabe salim os, ante una preocupación de tal calibre, con sem ejante clase de memez?». Creo que lo equivocado es el su p u esto tácito que subyace a tan sú b itas explosiones de sorpresa: p e n sar que algo está realm ente en m anos de alguien, ignorar que lo m áxim o corre, en verdad, abandonado a la to rtí sim a co rrien te de su propia inercia; una corrien te a la que los pretendidos fautores y propugnadores no hacen a fin de cu en tas o tra cosa que integrarse. De m anera que, puestos a la prueba, estos ap a re n tes convictos y en tu sia sta s de la m arch a del m undo, sus pom pas y sus o b ras no encuentran, frente a la interpelación del suspicaz, otra respuesta que esa es pecie de balbuceo em ocional, inconsistente com o la espum a de agua jab o n o sa que se hincha y se suelta 443
al aire en levitantes e irisad as pom pas de jabón. La defensa del poder de aquello que ya tiene todo el que le hace falta para m an d a r y aun m ás sólo m ínim a m ente tiene por motivo en las personas el interés m a terial que puedan rec a b a r de se r tenidos po r leales; m ayoritariam ente es la trem enda tu rb a c ió n del án i mo que se sigue de c u alq u ier pérdida de confianza en lo que tan om nipotentem ente im pera; de ahí que no sólo sean los tiranos personales (los únicos res pecto de los cuales la adhesión puede e s ta r m otiva da por la espera de cu a lq u ier beneficio m aterial), sino, en m ucho m ás alto grado, los im personales, com o el Progreso o la Tecnología (de quienes n ues tra adhesión m al podría e sp e ra r la recom pensa de prebenda alguna), los que im ponen tan g ratu ita ac titud de acatam iento: sería dem asiado intranquilizador, a e sta s alturas, p e rd e r la fe en el porvenir de algo que ha llegado a se r tan invencible com o la tec nología. De esta m anera es com o vienen a o rq u estarse y a ponerse en escena las falacias m ás hediondas. C uan to m ás a rra stra d o s nos vemos por la incontrolable necesidad de auto rrep ro d u cció n del capital, tanto m ás a tro n a rá n nuestros oídos con la gran tachunda de la indom able voluntad de autosuperación del ser hum ano. Así, po r ejem plo, nous savons que rien ne décourage l h u m a n ité dans sa m arche en avant es la versión poética que el p residente M itterrand ha dado de lo que en lenguaje propio expresaríam os con las palabras: «No hay m ás rem edio que a d m itir que nadie puede d eten er al cap ital en su fuga hacia ade lante». La farsa ha disfrazado de anim osa energía del alpinista que sube a la m ontaña lo que no es m ás que inerte aceleración del que viene rodando po r la pen diente abajo. La m agnificación del sujeto del Progre so está sirviendo para escam o tear su real carencia de sujeto. La propia alegoría del Tren de la Tecnolo gía desm iente sin q u ererlo cu alq u ier control que de 444
note la presencia de un sujeto hum ano que lo lleve y lo gobierne, o sea, para nu estro caso, un m aquinis ta consciente y responsable, capaz de dem ostrar, por rigurosos que fuesen sus horarios, siq u iera coño un m ínim o de consideración con los viajeros. Pero no; parece que ese tren no espera a nadie, pasa una vez tan sólo y sin parar, y hay que cogerlo en m archa y el que lo pierde ya no lo coge más. Realm ente un tren robot descontrolado, al m enos a ju z g a r po r el te rro r a p erderlo que d em uestran países com o el nuestro, que están a si lo co g en /n o lo cogen. P resu m ir la pre sencia de algún sujeto hum ano —conciencia y voluntad— tras el gobierno de la Tecnología no es sino h a c er el avestruz con respecto a la evidencia de que el fam oso tren ni va ya adonde quiere ni a la ve locidad que quiere ni lleva las m ercancías que serían de desear, sino que se parece cada vez m ás al tren de «La Adelita», con una ris tra de cincuenta vago nes blindados, repletos de arm am en to y explosivos, y dos furgones de cola con quin callería de plástico y caram elitos de bazofia p ara a rro ja r al paso a los chiquillos de la población civil. Un tren u ltram o d er no, que —si es que se me perm ite lo escabroso de la expresión—, «por su propia dinám ica interna», corre cada vez m ás inevitable e insensatam ente acelerado, pero por unas vías tan absolutam ente m achacadas y h e rru m b ro sa s que si no d e sc a rrila en c u alq u ier curva, volando en mil pedazos p o r la propia n a tu ra leza de su carga, tam poco alcan zará jam ás destino alguno —ya que no puede tra n sfo rm a r sus m ercan cías en m archa— donde sea recibido com o quien vie ne a sa tisfa c er necesidades hum anas verdaderas. Quien no acoge con nueva fe teológica la su p e rsti ción tecnologista suele verse acusado de cobarde ante el futuro. ¿No tem e sem ejante a c u sa d o r que él podría ser, a su vez, contra-acusado de te rro r a m i rar cara a c a ra el tenebroso porvenir, de m iserable w ishful thinking, por cuanto aún defiende su sosie 445
go y confianza con el recurso infantil de tap a rse la cara con el embozo de las sábanas ante la evidencia, cada vez m ás palm aria, de la d esesp erad a fuga h a cia adelante de la econom ía m undial en que consis te el auge, cada vez m ás ciego, de la tecnología? La coartada, totalm ente falaz, del desarro llo tecno lógico es la de que el continuado progreso y e n ri quecim iento de los países ricos a c a b a rá algún día beneficiando a los m ás pobres. Así lo atestiguaba Em ilio M enéndez del Valle en su a rtícu lo «El h am bre com o ca u sa de la guerra» (El País, 20 de enero de 1984); cito literalm ente: «Cuando se reprocha a al gunos dirigentes occidentales (...) su egoísta, insolidaria y excluyente preocupación po r su propia econom ía, suelen co n testar éstos que la pau latin a pero co n stan te recuperación económ ica a cab ará contagiando beneficiosam ente a las econom ías subdesarrolladas» (hasta aquí la cita). El a u to r dem os trab a después un fino oído ideológico al d en u n ciar la acuñación de la expresión «países en vías de de sarrollo», com o su stitu tiv a de la de «países subdesarrollados», en cuanto que la propia necesidad de ex p licitar la prom esa en el sustitutivo traicio n a ba la secreta conciencia de la incertid u m b re de la prom esa m ism a. Este procedim iento de denotación que evita servirse de la designación directa de lo que actualm ente es un país («país subdesarrollado») m e diante un circum loquio que rodea po r el punto de vista su p u esto de un m añana, que es com o d isfra z ar su m al presente con su bien futuro, su scita fu e r tem ente la sospecha de una total falta de convicción en quienes lo han excogitado, ya que si fuese hones tam ente sincera la confianza en que el aum ento de la riqueza de los ricos va a red u n d a r pronto en be neficio de los pobres, nadie le h a ría m elindres ni m o straría tem or a la franqueza de la expresión «paí ses subdesarrollados», fiel al presente, y no necesita ría su stitu irla po r el eufem ism o de una designación 446
desde el futuro. O ír «países en vías de desarrollo» suena tan ridiculam ente deshonesto com o oír llam ar a los parados «trabajadores en vísperas de empleo». Pero veamos ahora cómo pensar en térm inos de «paí ses» o de «pueblos» es ya p e n sa r en térm in o s de fu turo y las falacias a que la co rrespondiente identifi cación equívoca puede llevar. Entre los llamados «paí ses en vías de desarrollo» e sta ría n los llam ados «países en vísperas de com er» o «países h a m b rien tos»; mas, ¿qué será, incluso, «un país ham briento»? Ya el m ero rep resen tarse a los h am brientos (aun su poniendo ciertas o por lo m enos sinceras —que sin duda no son ni lo uno ni lo otro — las calendas g rie gas de ese «en vías de desarrollo») en térm inos de países y no de individuos se abre paso a una iden tificación a distancia, del fu tu ro al presente, com pletam ente fraudulenta, donde los ham brientos resultan concebidos com o si los de m añana fuesen los m ism os q u e hoy ag u ard an a la pu erta, con la es cudilla en la mano, y que al cabo serán hartos, y no los descendientes —¿hijos, nietos, biznietos?— de to dos los que e n tre ta n to se h a b rá n m uerto. Así, pen s a r en térm in o s de pueblos, de países está siem pre im plícitam ente abocado a p e n sar en térm inos de fu turo y a a ñ a d ir a los riesgos de falacia que ya la sim ple unificación sincrónica supone, los aun m ayores fraudes derivados de toda identificación diacrònica, fraudes aun m ás incontestables en todo lo que a la m uerte y al su frim iento se refiera. Y sobre la p e r versión sem ántica en c errad a en sem ejante identifi cación d eb erían rec a p a citar tanto los que, por la exaltación del sacrificio, son incitados, com o «pue blo», a ofrecerse al m a rtirio de la revolución, com o los que, com o «pueblo», son apaciguados por las pro m esas de la tecnología. Una exaltación de la m uerte com o la que m ás a rrib a he recogido con la cita de M ario B enedetti sólo se hace aceptable extrem ando la ficción sem ántica de la p a la b ra «pueblo» hasta el 447
punto de fraude en que vengan a ser uno y el m ism o el sujeto de la m uerte y el de la liberación. «Todo esto lo rem edia una noche de París», dijo N apoleón ante el gran núm ero de franceses m u erto s que yacían en el cam po de batalla, porque p ara él Francia era el único sujeto real, y com o un cuerpo sano se cu ra rá pidam ente de un rasguño, así ella se repondría en una sola noche del m enoscabo su frid o en su pobla ción por lo cruento del com bate. En térm inos de His toria esa era, en efecto, la única dim ensión real; la cifra c e n sitaria m erm ada p o r las m u ertes sería rá pidam ente realcanzada po r los nacim ientos. No ob stan te —y volviendo al tem a—, p o r lo que hoy puedo ver, parece ser que la tecnología em pieza incluso a c a n sa rse un poco de sus falsas prom esas. Así, en efecto, en un editorial de El País de hoy 31 de mayo de 1986, titulado «El continente del hambre» y a propósito de una sesión de la A sam blea General de la ONU dedicada al ham bre en África, se lee: «La actitu d de los países ricos en la A sam blea General de la ONU ha com binado frases m ás bien positivas ante los proyectos africanos, afirm aciones generales en favor de la solidaridad, pero una negativa poco d isim ulada a a su m ir com prom isos concretos tanto en cuanto a la ayuda com o en el tem a de la deuda. El hecho es grave. Las esperanzas que se levantaron en el Tercer M undo después de la cum bre de Cancún, en 1982, de un esfuerzo serio para red u cir las injusticias radicales de la relación N orte-Sur han sido e n terrad as. Pero ni siq u iera un esfuerzo m ás l¡ m itado y concreto, centrado en los problem as de Áfri ca, parece te n e r posibilidades de provocar una revisión de las políticas de los países ricos, en los cuales el increm ento de los gastos de arm am en to es una constante —salvo escasísim os casos—, m ientras se declaran incapaces de a b o rd a r en serio un plan para sa c a r a África del ham bre. Felizmente, algunos países, com o Canadá, H olanda y D inam arca, han 448
sido una excepción y han asum ido com prom isos con cretos de m orato ria en la cuestión de la d euda./L a a ctitu d de EEUU, presen tan d o la em presa privada com o la única panacea para resolver todos los pro blemas, ignora una realidad africana en la que el Es tado asum ió funciones económ icas no por doctrinas, sino por necesidad, porque no había o tra cosa, com o ha escrito el antiguo m inistro francés E dgar Pisani. Pero lo m ás grave ha sido su negativa a co n sid erar la deuda com o un problem a político y general y su declaración de que a d u ras penas m an ten d rán su nivel actual de ayuda, ya que necesitan reducir el déI icit de su presupuesto. Peor aún, p o r propagandística, ha sido la actitud del delegado soviético, que ha reiterado la tesis de la URSS según la cual los pro blem as del m undo subdesarrollado, al se r conse cuencia del colonialism o y del im perialism o, no conciernen a la URSS; es o tra form a de elu d ir la res ponsabilidad de todos los países in d u strializados ante un problem a com o el ham bre de África, aunque se acom pañe con frases de so lidaridad con el Ter cer M undo y de crític a a las potencias occidentales» (hasta aquí la cita). En verdad, nunca se sabe h asta qué punto no es, incluso, m ás tem ible que se deje de m entir. A veces en la m entira es donde está, precisa mente, la últim a esperanza. Por aquello de que la hi pocresía es el hom enaje que el vicio rinde a la virtud, que im plica que ésta conserva al m enos el resto de luerza suficiente p ara im ponerle al vicio sem ejante disim ulo, la hipocresía se convierte en un últim o in dicio de esperanza de que la virtu d podría volver a ser tom ada en serio. C uando el lobo no necesita ya ni siquiera disfrazarse con pieles de cordero es cuan tío podem os d ecir que todo está perdido. Cuando la nicnología no necesite ya ni siquiera la hipocresía de decir «países en vías de desarrollo» es cuando ya no i ab rá confiar siquiera en un últim o residuo de m ala conciencia o de vergüenza del que quepa esperar una
reacción co n tra sí m ism a y su propia falacia y p er versión. Corolario 3.° O tra de las indecentes com edias pues tas en escena p ara exprim irle el jugo a los sentim ien tos públicos con las víctim as del naufragio del Challenger ha sido la representación del espacio bajo figura de frontera. Ya se sabe lo que «La Frontera» significa en la im aginería nacional de los n o rteam e ricanos y lo que se ha ido a b u s c a r y a ex p lo tar en tal representación: la ilusión de un ám bito de pro yección heroica para un g ratu ito y nuevo vívere pericolosamente servido a la m edida y en la inm unidad de los sueños de butaca, com o un opio b a ra to para en g añ ar la cerrazón total del horizonte y el senti m iento de esa cerrazón en quien se sabe a la vez pro tegido y asfixiado en una seguridad de la que, sin embargo, ni q u e rría ni sab ría prescindir. La fruición con que se ha exclam ado «¡Se acabó la rutina!» res pondía a la evidencia de que el accidente perm itiría a c re d ita r de nuevo con u n a sim ulada au reo la de aventura los proyectos espaciales, volviendo a a tra er sobre ellos la participación de los sentim ientos pú blicos, unos sentim ientos com o los de la civilización actual predom inantem ente educados p ara las em o ciones del agonism o, la em ulación y la preponde rancia. V eteranas de la dom inación en tiem pos en que ésta carece, por una parte, de objeto sobre el que ejercerse, m ientras sufre, por otra, de interdicción m oral, y sin dejar, no obstante, de seg u ir siendo cul tivadas, van esas em ociones vagando ociosas como ex com batientes tra s el p erp etu o anhelo de un obje to sobre el que fingirse o desencadenarse. La indig na farsa no responde sino a la am bigüedad crucial de un m undo em ocionalm ente educado en los valo res y en la estética de la dom inación y al m ism o tiem po en ¡a p roscripción m oral de cu a lq u ier acto de agresión. La vieja du alid ad entre el com erciante y 450
el caballero, que ligaba al prim ero al interés y al segundo a la generosidad, con lo que éste venía a que d ar m uy m ejorado, ha pervivido in ta c ta com o d u a lidad estética, aún m ucho después de que el interés ya no avergüence, dism inuya ni acom pleje a nadie. I-a em presa del tecnólogo su fría ante el público del m enoscabo estético de no e s ta r a d o rn a d a por el va lor caballeresco de la generosidad. Y el riesgo era lo que au reolaba de generosidad al caballero. La m uerte ha sido, al fin, la que d em ostrando el riesgo ha p erm itido reco n d u cir la em presa del tecnólogo a la estética cab alleresca o de la dom inación. Así lo hemos visto en la evocación de los pioneers de «la frontera», en la invocación del m undo com o «lugar peligroso», así finalm ente en las ya c ita d as efusio nes de Diario 16 sobre «la osadía de descubrir», «el atrevim iento del progreso» y «la arro g an cia de la conquista». Corolario 4? A propósito de la justificació n de las guerras de conquista p o r M enéndez Pidal, en nom bre de los fines de u n a sedicente civilización su perio r que se siente au to rizad a p a ra im poner su dom inación a la que le parece inferior, hay que re c o rd a r que no sólo fue ya un dictam en de A ristóte les, al que se agarraron en el siglo XVI los defensores teóricos del Im perio Carolino (tam bién llam ado Im perio Español) en las Indias, como, preem inente mente, Sepúlveda, sino que tam bién había sido, en plena form ación del Im p erio Romano, la respuesta de Posidonio a la cuestión p ropuesta p o r Carnéades: «¿Puede el c o n q u ista d o r ser justo?». Es graciosa la form a en que Vázquez de Menchaca, en su Controuersiarum lllu striu m , im pugna la solución aristotélica y m enéndezpidaliana, tam bién, a su vez, en plena for m ación del Im perio C arolino (tam bién llam ado Im perio Español), pero aludiendo a éste po r vía de reflejo o caram bola, a través de la conquista p o rtu 451
guesa, según la fórm ula «A ti te lo digo, hijuela; en tiéndelo tú, mi nuera». En el libro prim ero, cap ítu lo décimo, p arágrafos 10 y 11, M enchaca dice, en efec to, así: «De lo expuesto, es tam bién cla ra la resp u es ta acerca de la g uerra que suele h a c er el Serenísim o Rey de Portugal a los pueblos y regiones de las In dias, sobre lo cual tra ta Domingo Soto en su opúscu lo sobre el m odo de p ro m u lg a r el Evangelio./M as por lo que hace a los infieles y m oradores del Nue vo M undo, defiende Alonso G uerrero en su o b ra Es pejo de Príncipes, que si no están dispuestos a servir al m uy poderoso Rey de las E sp añ as y señ o r nues tro, pueden ju stam en te ser som etidos. O pinión que ni a p ru e b o ni repruebo, pues al presente no tengo tiem po p ara e stu d ia rla o para e sc rib ir sobre ella» (subrayado mío). La indirecta es com pletam ente evi dente, tan to m ás si se considera que el giro personal subrayado «al presente no tengo tiempo» traduce dos solas p a la b ras del latín y con form a im personal: «quia non u acat inuestigare aut scribere», donde «non uacat» es sim plem ente «no hay tiem po».2 ¿Qué excusa p o d ría se r m ás evidentem ente y h a sta más irónicam ente excusa? Y sobre todo si se tiene en cuenta que el im personal non uacat puede h a c er re so n ar po r afinidad el igualm ente im personal non ticet, o sea «no está perm itido». Y adem ás ¿a qué nom brar, si no, uno tra s otro el rey de Portugal, de quien sí h a b ría habido tiem po de ocuparse, y el rey de E spaña, de quien en cam bio no h a b ría habido tiem po de lo m ism o? Y m ás au n si se consideran los párrafos inm ediatam ente a n te rio re s (8 y 9 del m is mo capítulo y el m ism o libro), donde difícilm ente po d ría h a lla rse un m atiz diferencial que sep arase las pretensiones y los com portam ientos del rey de Por tugal y del de E spaña, p á rra fo s que el com ienzo de 2. Y también «no hay lugar», «no hay ocasión», «no hay posibi lidad».
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los dos citados recoge con la expresión «de lo expues to», y que a continuación transcribo: «Muy a propó sito de todo esto es la resp u esta del Rey Antígono caudillo de los lacedem onios, que hacen tam bién suya Plutarco y E rasm o en las anotaciones a los Apophoreta: com o cierto ju ris ta le p resen tase un li bro acerca de la justicia, No estás en tu juicio —le respondió Antígono—, si viéndom e d e s tru ir con m is arm as ciudades ajenas, te atreves a d ise rta r en mi presencia sobre la ju sticia. Porque sabía en verdad que cuantos hacen g u e rra ni pueden, ni tienen vo luntad de proteger las leyes de la justicia; sino que la m ayor p a rte de las veces se g u e rre a por el ansia de a g ra n d a r la dom inación y la gloria, aunque pre textando m ás noble causa, com o se ría en nu estro caso si siguiendo el ejem plo de Aristóteles, m aestro y en esta m ateria bien poco d isim ulado a d u la d o r de Alejandro Magno, quisiéram os decir que aquel p rín cipe, que llevaba la g uerra a regiones extrañas, lo ha cía solam ente para p ro c u ra r el bien de aquellas regiones y habitantes, a fin de que en lo sucesivo pu dieran llevar una vida m ás civilizada. Oh dulce, h u mano y caritativ o a m o r que no se avergüenza de violar los derechos del n a tu ra l parentesco que liga a los hom bres, sino que se a p re su ra a ello y que con m ultitud desenfrenada, que el fu ro r y la locura arrastran, se a p re su ra po r m edio de todo género de ex term inios, de torm entos, de m u ertes y de incendios, a lanzar a las som bras del Erebo, com o heridos por un rayo, a innum erables m illares de hom bres, a in cendiar ciudades, a a rr a s a r cam pos, a violar donce llas y a d a r cruel m uerte a ancianos, niños y m ujeres sin avergonzarse de d a r el nom bre de beneficio a to llos estos crím enes y a otros aun m ucho peores, m ás nefandos y dignos de m ayor execración. De un p rín cipe sem ejante bien podem os decir con Terencio: Te engañas si juzgas que no conozco tu intención. O tam bién con Ovidio: Viejo y o rd in ario recurso es el en453
ga n a r bajo títu lo de am istad. Y con Cicerón cuando dice que no hay peste m ás funesta de toda ju sticia que la de aquellos hom bres que en el m ism o m om en to en que com eten los m ayores fraudes, tra ta n con todo de a p a re c er com o hom bres honrados. / Tercera conclusión. De lo expuesto antes dedúcese tam bién, no h ab er sido sojuzgados con derecho por Alejandro Magno todas aquellas regiones que de todos son co nocidas, aunque aquellas m em orables y célebres ha zañas, llevadas a cabo en realidad sólo p o r la pasión de dom inar, haya pretendido ju stifica rla s pretextan do un deseo ardiente de a tra e r aquellos pueblos a una vida m ás cu lta y a m ás hum anas costum bres, y aunque h u b iera obligado a dichos pueblos a ab an d o n a r ritos y costum bres propios de fieras; porque sem ejante género de vida es acaso m ás parecido y allegado a aquella edad dorada no sólo celebrada y alabada p o r antiguos y m odernos, sino tam bién llo rada, que el género de vida que A lejandro les ense ñó e intro d u jo entre ellos». (H asta aquí la cita de M enchaca.) Como se ve, no hay aquí nada específico que p erm ita in cluir la co n q u ista po rtu g u esa y sus pender el juicio sobre la española, com o no sea la prudencia personal del a u to r frente a su propio so berano, p ru d en cia que le induce a salv ag u ard ar su im punidad form al tras la indirecta, sin ren u n c iar a lanzarle la m ás clara acusación. Así ya desde el si glo XVI contestaba M enchaca anticipadam ente a Menéndez Pidal. Madrid, marzo, abril y mayo de 1986
Apéndice La m entalidad ex p ia to ria 1
I. En una entrevista de hace ya algunos años, Ra món Tamames decía que Fraga había fracasado «por ir co n tra la historia». H asta aquí, norm al, com o di cen en Bilbao; eso de ir a favor o en co n tra de la h is toria es un d ecir al que estam os acostum brados desde hace largo tiem po y que ya oím os sin h acer m ucho caso, com o quien oye llover. Lo inesperado, lo que hizo d isp a ra rse de repente, com o en un flipper loco, todos los tim b res y todas las bom billas de m is entendederas, fue esto que Tam am es añadía a renglón seguido: «¡y m ira que se lo advertim os!». Un com entario así ab atía de tal m odo la frase preceden te de «ir co n tra la historia» desde el consueto regis tro celestial de la p u ra alegoría h a sta el nivel de lo inm ediatam ente sensible y cotidiano, que p ara p e r seguir la referencia donde Tam am es parecía llevar la tuve que im aginárm elos a los dos en el Alberche, Fraga en el agua, enérgico y tozudo tratando de avan zar contra la ráp id a c o rrien te con todo el vigor de sus brazadas, entre un blanco y fragoroso borbollón 1. Por parecerm e muy concurrente con el texto principal, en la primera publicación de este ensayo agregué aquí, en apéndice, este texto inédito anterior (de 1982).
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de espum a y salpicones, y Tamames, apolíneo y elásti co en la orilla, m eneando la cabeza con una bonda dosa sonrisa de adversario leal e intentando hacerse oír, con las m anos en bocina, p o r su obstinado com pañero, entre el estrépito del agua ferozmente batida por éste con sus brazos: «¡Manolo, p o r favor! ¡Pero Manolo! ¡Parael otro lado, hombre, para el otro lado!». II. Las alm as pecadoras no acabam os de hacernos a la teresian a idea de que tam bién en tre los puche ros anda el Señor, de m odo que si q u ería yo in te r p re ta r debidam ente ese tan cotidiano y pucheril «y m ira que se lo advertim os», p a ra ponerm e en el fue ro interno de Tam am es tenía que esforzarm e en en c a rn a r en mí m ism o una m irada para la cual el curso de la h isto ria fuese algo tan obvio, tan em pírico y tan sensible com o p a ra los ojos de los dem ás m o rta les es el c o rre r de un río y el sentido de sus aguas. Pero sea lo que fuere de tan insospechable intim i dad en tre Ram ón Tam am es y la san g rien ta Clío, el caso es que em pecé a p e n sar con inquietud en la ap retad a realidad que acaso en la fe de m uchos ad quiría lo que yo había tenido desde siem pre p o r áuli cos, ociosos, fan tasm ales y nada convencidos ni com prom etedores figurantes de alta alegoría. Aho ra tenía que vivir yo m enos tranquilo que cuando me d istraía en la im prudente confianza de que eso del «sentido de la historia»— siem pre de peor a m ejor— no era m ás que un retorem a destinado en el fondo tan sólo a a lim en tar las esperanzas —o m ás bien ali viar las desesperanzas— de quien lo profería, sin que por eso tuviese convicción alguna de que todo esto vaya realm ente a alguna parte. Ahora tenía que en fren tarm e con la posibilidad terrib lem en te peligro sa de q u e «el sentido de la historia» fuese algo percibido p o r algunos con una fe tan sólida com o la que se p resta a lo que ven los ojos de la c a ra ante el c o rre r de un río. 456
III. Entre los m uchos adictos a la droga del escán dalo, están los que —a sem ejanza de quienes van •lem pre a los toros con el reglam ento en el bolsillo— llevan siem pre consigo el siglo XX, com o quien llevu un detector de m ercancías trasfech ad as y p a sa das de sazón; son los que dicen: «¡Y que tenga que o ír uno estas cosas en pleno siglo xx!». La frase paiece indicar que indefectiblem ente ha de tra tarse de lo que en los accidentes de aviación se llam a un fa llíi hum ano, jam ás de lo que se llam a un fallo técni• i*, tal com o a fallo e stric tam e n te h u m an o teníam os «iiic achacar, según Tam am es, el fracaso político de l laga. La perfecta aeronave de la h isto ria no puede, por lo visto, equivocarse, siem pre e stá en su hora en punto, en su altitu d exacta, en la velocidad de cru c e ro prefijada. La ap arició n de un león en D usseldorf tft un erro r del león, nunca un e rro r del principio que •Ktablece que en D usseldorf no hay ni puede h a b e r Irones. Si, aun echándole una rápida m irada pano rám ica al pasado, no se me quiere tolerar poner fran cam ente en d u d a que la h isto ria sea y haya sido »lempre un a p a ra to técnicam ente infalible, si todo I r ha de a c h a c a r a fallo hum ano, entonces no tengo mas rem edio que decir que los pilotos, copilotos y ayudantes de vuelo jam á s han estado a la a ltu ra de la m aravilla técnica que m anejaban. He de observar tam bién que aquello que realm ente alim enta y da Iticrza al escándalo inherente a tan típicas protes ta s c alendario en m ano no es la referencia m eram en te externa del veinte en «siglo XX», com o índice ni dinal, sino el valor cum ulativo del veinte en cu an to veinte veces uno, es decir, su valor cardinal. De lo íiue se escandalizan no es de que el objeto del escán dalo se halle en un lugar de orden diferente del que Ir corresponde, sino de que su m edida sea de m ag nitud inferior a la del grado en que osa presentarse. I'.n cuanto a lo que m ide esa m edida, ha de tratarse, ni parecer, de caracterizaciones o rdenadas de m enor 457
a m ayor com plejidad. E ntonces la m ateria de la his to ria re su lta ría e s ta r ya de antem ano pedagógica m ente organizada, p ara ir aconteciendo de lo m ás fácil a lo m ás difícil, a sem ejanza de una asig n atu ra: de N eanderthal a K issinger, de Cro-Magnon a Brzezinsky, probablem ente a fin de que podam os es tu d ia r h isto ria al tiem po que nos pasa, para encon tra rn o s el día de m añana, com o quien no quiere la cosa, h a sta con una licenciatura o doctorado. Para los del «parece m entira q u e en pleno siglo XX», et cétera, el siglo XX vendría a se r nada m enos que el vigésim o c u rso de h isto ria universal, y el m otivo de su escándalo e s ta ría esencialm ente en la vergüenza académ ica q u e supone el h a c e r o el d e c ir cosas que indican un nivel de conocim ientos in ferio r al del si glo en que se vive, que, p o r lo visto, es lo m ism o que decir el cu rso en que se e stá m atriculado. El hecho de que, no obstante, pueda hab er fallos hum anos, v por lo tanto alum nos borricos ju nto a chicos listos, venaría a d e sca rta r en cierto m odo que la historia esté ya escrita en el detalle de lo que, po r lo demás, quedaría reducido a trances anecdóticos o superestructurales; pero a su vez el que los fallos técnicos estén, por definición, com pletam ente excluidos de en tre lo posible, qu erría decir que sí estaría, en cambio, total y rigurosam ente escrita en cuanto asignatura. IV. C uando piensa en la h isto ria com o «m aestra de la vida» el no iniciado, com o yo, es decir, el que no ha llegado a ten er intim idad alguna con la san grienta Clío o no ha tenido acceso a los secretos de la caja negra de su olím pica aeronave, tiende más bien a im ag in ar tal m agisterio en el m ejor de los ca sos com o una sucesión a b ie rta y contingente de es carm ientos y rectificaciones, ya que no de obcecadas reincidencias, siem pre sujeta a la probabilidad y a la fo rtuna y, po r lo tanto, im ponderable y conflict i va. Es, en cam bio, la preten d id a ciencia de la histo 458
l ia la que, efectivamente, parece concebirla com o un curso orgánicam ente program ado ab initio desde lo más elem ental hacia lo m ás complejo, sin sorpresas, sin intentos fallidos, ni vías m u ertas ni productos o electos residuales. No faltarían probablem ente aquí hegelianos o m arxistas que rechazasen la idea de te ner por conflictiva la concepción ingenua y p o r no conflictiva la científica, siendo así que es en ésta ju s tam ente donde se le reserva un papel prin cip alísi mo a la contradicción —casi, com o quien dice, el de m otor o com bustible de lo que los m arx ista s g u stan de llam ar «la dinám ica interna de la historia»—■.Pero ni la contradicción ni ta n siquiera el trau m a com idortan necesariam ente lo que yo q u e rría aquí enten der por realm ente conflictivo. Cabe, sin duda, llam ar contradicción, o incluso, no sin alguna excesiva tr u culencia, traum a, a lo que han de sufrir, sin ir m ás lejos, los propios núm eros n atu rales cuando se los somete al violento sinsentido de una resta con m i nuendo m enor que el sustraendo; pero no llega a h a ber conflicto en el sentido fuerte que quiero reservar, i*n el m om ento en que, tal com o sucede, la c o n tra dicción es reab so rb id a y reintegrada —o reparado el tra u m a — m ediante un desarro llo regulado y con gruente, com o es el del sistem a am pliado de los nú meros enteros (y otro tanto puede decirse de la am pliación siguiente, que perm ite p a s a r de los en teros a los racionales y así sucesivam ente). Por tra u m áticas que lleguen a se r tales contradicciones en su m om ento de explosión, se pretende que form an parte del sistem a mismo, com o algo ya de antem ano previsto p o r el m ando, que se halla prep arad o p ara nacerles frente sin la m enor fisura ni el m enor que branto p ara sus propios supuestos estratégicos: la contradicción —traum a— no es expulsada afuera del decurso h istó rico com o un cuerpo extraño irrestanable e irreductible, sino qu e en cu en tra tam bién su hueco y su acom odo en las en tra ñ as del sistem a, to 459
m ando en él una función determ in ad a com o m iem bro operativo y factor de equivalencia. No hay con flicto, por el doble m otivo de que en p rim e r lugar el arreglo no es obra de ningún deus ex m achina, de una intervención externa, sino m ero cum plim iento de una prefiguración virtu alm en te inducida en las determ inaciones m ism as del sistem a y en segundo lugar porque la paz y la coherencia quedan restable cidas sin aniquilam iento ni m enoscabo alguno de uno de los opuestos a expensas del contrario. Mis pocos conocim ientos al respecto no alcanzan tan si quiera p a ra sab er si Hegel llegó a h a c er alguna refe rencia, en la concepción de su dialéctica, a m odelos m atem áticos, pero creo que la form ación de los nú m eros enteros a p a rtir de la contradicción su scita da en los naturales por la resta con sustraendo mayor que el m inuendo podría servir, si es que no com o ejemplo, sí al m enos por m etáfora de la noción de «Aufhebung», ya que los núm eros n atu rales se ven, en conform idad con la exigencia del concepto hegeliano, su p erad o s a la vez que conservados en los nú m eros enteros. En la m edida en que sólo la invención de los enteros hizo posible la concepción y represen tación del Debe, con el ahora inevitable correlato del Haber, en toda su erte de contabilidades, desde la del negocio de la banca h asta la del negocio de la sal vación pasando, naturalm ente, p o r el de la historia, la contraposición entre núm eros n a tu ra le s y núm e ros enteros queda aquí de reserva, p a ra e n tra r en com bate a su debido tiem po.2 2. Creo que la inspiración evangélica de los arranques de He gel —y en especial respecto del initium de San Juan: «In princi pió eral uerbum, etc.»— es un dato comúnmente reconocido Sospecho, aun sin poder acreditarlo por falta de lectura, que la inspiración más directa para su noción de Aufhebung la recibió Hegel con toda probabilidad de las palabras de Cristo: «No In venido a derogar la ley antigua, sino a cumplirla» (y aun aquí el «cumplimiento» puede recogerse justam ente como el acto de li quidación y realización cash del inmenso saldo acreedor acumu lado por los tristes destinos de los hombres bajo la ley antigua).
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V. E ntretanto, y p a ra d e ja r al pacientísim o Tamames de u n a vez en paz, señ alaré que la idea de u n a «historia con sentido», la im agen de la historia como aeronave totalm ente perfecta e indefectible, h asta el extrem o de excluir de m an era taxativa que ninguno tic sus innum erables accidentes pueda jam ás se r de bido a «fallo técnico», sino siem pre a «fallo hu m a no», es u n a idea que se aproxim a m ucho a la idea religiosa de un m undo o un universo bien creado, que a su vez trae consigo, p o r cereza gem ela, la noción de arm onía universal. Por eso no tiene nada de inco herente que, en la m ism a entrevista, Tam am es se m a nifieste, m ás abajo, expressis uerbis, creyente en la arm onía universal. No le bastó a M iguel Ángel Buonarroti con dejar bien apisonadas las cabezas y eni ogidas las en tra ñ as de la entera C ristiandad con la corilácea m ole de ese im ponente y conm inatorio a s paviento de p o d er que es la basílica de San Pietro ¡11 Vaticano, form idable núm ero de halterofilia, in discutible p rim e r prem io en todo concurso m undial de cu ltu rism o o titanom anía; pues la o cu rren cia de au m en tar desde los ciento ochenta a los doscientos cuarenta grados la sección de las p arejas de colum nas adosadas, que, alternando con los ya retrancados ventanales, circu n d an todo el tam b o r del cupulón, Vcon el único fin de acentuar, con c u alq u ier ángulo de luz, el claroscuro, no puede su g erir nada m ás protu n o que la preocupación del c u ltu rista por sacarse l*i iIlo em b ad u rn án d o se de grasa, p a ra la fotografía lie la pose, dando a la vez a la ilum inación el sesgo iiplimo p a ra el m ayor resalte de la pro tu b eran cia de m i s m úsculos; no le b astó a Miguel Ángel con d e ja r nos ese aún nunca batido ni igualado récord de la que podría llam arse arq u itectu ra m uscular, sino que iiiiii tuvo que e x tre m a r su abuso sobre la buena vo luntad de los creyentes y su abnegada predisposición para el acatam iento, presentándoles, con toda la iiuloridad de una brocha m agistral pero tam bién 461
toda la a stu cia de un alm a pedagógica, el resonante cartelón p u b licitario o p ó ste r propagandístico, con la m ás incondicional apología del c re a d o r y su c re a ción, con que decoró los techos de la C apilla Sixtina. A falta de u n a exploración suficiente del asunto, no puede ser p ara mí m ás que una im presión m al definida —y no una co n statació n c irc u n sta n c ia d a — la sospecha de que el c ristian ism o de la Baja Edad M edia carecía enteram ente de cu a lq u ier firm e con vicción interna acerca de la bondad de Dios, sino más bien apenas un hosco y voluntarioso acatam iento de su ju stic ia y su poder, m agníficam ente rep resen ta do en la Divina Comedia, po r el episodio en el que Dante llora de com pasión ante el torm ento inventa do para los adivinos, haciéndose, no obstante, repren d er por Virgilio, porque ante el juicio de Dios, la com pasión ofende a su ju sticia, y toda piedad tiene que n a b e r m uerto. En la Lucha Final ten d rá que rea p arecer el m ism o criterio: los condenados son nonom bres, puesto que han sido negados p o r Dios. Los pecadores pagan con su condenación la bienaventu ranza de los justos. Como se ve, Dante propugna aquí el acatam iento —y hasta con intenciones pedagógi cas—■,pero no deja de consignar la incom prensión. Por lo dem ás, esta a c titu d de la Baja Edad M edia se vería, p a ra m ayor dificultad, largam ente prolonga da y encabalgada sobre la época renacentista, ya que b asta c o n sid e rar que el Bosco y B ruegel el Viejo —cuyas respectivas tab la s de E l Jardín de las Deli cias y E l Triunfo de la M uerte nos ofrecen, tal vez, la representación m ás antagónica que podría oponér sele a la de la Sixtina— son, el prim ero, apenas quin ce años m ás m ayor que M iguel Ángel, y el segundo se estim a que nació cu ando éste era ya un hom bre adulto. La idea, en fin, po r vaga que pueda ser, es la de que el c ristia n ism o m edieval3 e ra tal vez más 3. ¡Qué manía historicista de temporizar las cosas! Mucho m;is fácil sería haber puesto aquí, en vez de «medieval», simplemente «no humanista» (nota del 7 de enero de 1992).
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obediente pero tam bién m ucho m enos com prensivo con respecto a los altos designios del Señor. Su re conocim iento de la bondad de Dios no era ninguna convicción íntim a y sentida, sino una autoim posición forzada y exterior. Pero sea com o fuere, p o r lo m e nos lo que, desde luego, me resu lta im posible im agi n ar es que la B aja Edad M edia hubiese podido jam ás im aginar ni m enos a c ep ta r una representación del Creador, la creación y todo el ciclo hum ano de la alfa a la om ega de tan total e im p e rtu rb ab le tra n sp a re n cia y arm o n ía com o la que el pincel ’ ' Miguel Ángel consiguió ilum inando aquellos altos techos. El c ris tianism o medieval, pese a su acatam iento —que no dejó de llevarlo, en ocasiones a las m ás inhum anas actitu d es—, seguía siendo, con todo, fiel al hom bre, leal a los hom bres, pues, com o casi todas sus repre sentaciones parecen señalar, el nudo m ism o de su incom prensión era la o scura y denodada resistencia a com ulgar, ju n to con la infinita bondad del S er Su premo, con la negra y h o rren d a ru ed a de m olino del dolor. VI. El dolor era la torva peña inquebrantable con tra la que u n a y o tra vez tenía que estre llarse todo intento de en te n d e r y a c e p ta r de corazón la idea de la infinita bondad de Dios, todo intento de organi zar una configuración plausible de un m undo bien creado, de a c a b a r de o rq u esta r sin disonancia alg u na la gran tach u n d a de la arm o n ía universal. ¿Qué modo podría h a b e r de rein teg ra r al orden a tan obs tinadam ente irre d u ctib le m arginado? Darle un sen tido, a trib u irle una función p ara la perfección del todo. La operación ya he dicho que al fin fue la m is ma que la que hizo p a s a r de los núm eros n atu rales a los núm eros enteros; si el dolor era, para cualquier imagen de un universo arm ónico, de un m undo bien creado, un negro y deform e absceso, un cu ajaro n de sangre irrestañ ab le, una ab erración analógicam en
te equiparable a la contradicción y al sinsentido que en el cam po de los núm eros naturales suponía la res ta con m inuendo m enor que el su straen d o (y en la m etábasis eis alio genos de esta equiparación ya es taba incoado el fraude), entonces p a ra fu n d a r la po sibilidad de esa arm o n ía b astab a proceder con los achaques de la vida com o se había procedido con los de la aritm ética; la invención de los núm eros en teros fue analógicam ente aplicada a los opuestos avatares de unos y otros hom bres, haciendo de la felicidad y e! frim iento una sustancia única, un nu m erario intercam biable. A c u alq u ier tanto de dolor —que com o saldo acreed o r llevaría signo m ás— se h aría c o rre sp o n d er un tan to equivalente de ventu ra. A c u a lq u ier tanto de felicidad —que com o saldo deudor llevaría signo m enos— se haría corresponder otro tan to equivalente de dolor. Los tres evangelis tas sinópticos recogen las llam adas bienaventuran zas, pero tan sólo Lucas —cosa que h a sta hace poco se me h ab ía pasado, inexplicablem ente, inadverti d a— les pospone, con el paralelism o m ás completo, las que podríam os lla m a r las m alaventuranzas: «Pero ¡ay de vosotros los ricos!, pues ya habéis go zado v uestra p arte!//¡A y de vosotros los que ahora estáis hartos, porque ten d réis ham bre!//¡A y de los que ahora reís, porque gem iréis y lloraréis! / / ¡Ay de vosotros cu ando todos los hom bres os alaben, por que así hacían sus p adres con los falsos profetas!» Aquí se ve rigurosam ente aplicado a los destinos in dividuales el c riterio de los núm eros enteros y el sis tem a de contabilidad del HABER y el DEBE. Todo dolor adelantado es, en las bienaventuranzas, un HA BER, un saldo acreed o r en la c u en ta co rrien te del individuo; un a h o rro en el cielo o en la tierra, que le será liquidado a su debido tiem po. Toda felicidad anticipada es, en cambio, en las m alaventuranzas, un DEBE, un saldo deudor, núm eros rojos que se le ha rán pag ar en llam a viva en los infiernos. 464
VIL Pero nótese que p ara que esto tenga siquiera una coherencia in tern a hay que c o n stitu ir una u n i dad o identidad cualquiera del sujeto, para fungir de titu la r constante de las colum nas com binadas de un HABER y un DEBE que haga de am bas una m ism a cuenta corriente. Los ya p reh istó rico s prejuicios acerca de la u n id ad de persona y a u to ría de los indi viduos nos lo h a rá n a d m itir com o m ás o m enos ra zonable m ien tras tal titu la rid a d se lim ite a atenerse estrictam en te a ellos («el que la hace la paga»). La cosa pasa a ser, en cam bio, extrem am ente m ás esca brosa cuando el dolor de unos ha de considerarse re sarcido y saldado en la felicidad de otros. Entonces em pieza a inventarse toda su erte de sujetos ya rig u rosam ente ficticios y fantasm agóricos, a fin de que tal co n tabilidad com pensatoria pueda seguir m a r chando. Unas generaciones posteriores serían en su felicidad las beneficiarias de las ren tas acum uladas por los sufrim ientos de las precedentes, las que da rían sentido al sacrificio de sus antecesoras. El do lor queda así reintegrado com o en co n trap u n to a la m úsica del Todo, reducido a com pás arm ónico, a acorde al fin ya no disonante en la grandiosa y sin fónica tach u n d a de la arm o n ía universal, que alcan za así, po r fin, la im p e rtu rb a d a y reconciliada trasparencia, m úsica celestial, pictóricam ente hecha luz, toda luz, divina luz sin som bra, en la Sixtina. VIII. La integración del su frim ien to en la a rm o nía universal, a u to rita ria m e n te im puesta po r aquel verdadero cóm plice del poder de Dios en la apolo gía de la Sixtina, otorga un nuevo vigor universal a la m iserable ideología que justifica el dolor como ne cesidad de capitalización, com o inversión rentable para la gran em presa de la h isto ria y de la hum ani dad, y hace de aquellos frescos el m ás rotundo y form idable m anifiesto inaugural de todo conform is mo, haciendo realm ente d u d a r si el pretendido h u 465
m anism o renacentista, en vez de consistir, com o se adm ite, en el intento de incoar realm ente en este m undo un nuevo esp íritu de hum anidad, no co n sis tió m ás bien en p in ta r con colores m ás falazm ente hum anos un m undo sólo dispuesto a acrecentar, bajo tal capa, el ya alto grado de su inhum anidad. El sex to aforism o de Leonardo da Vinci dice: «Tú vendes ¡oh. Dios! todos los bienes a los hom bres al precio de su esfuerzo», m ientras el séptim o com enta: «¡Ad m irable ju stic ia la tuya, C ausa Prim era! Tú no has perm itido que ninguna fuerza falte al orden y cali dad de sus efectos necesarios». El prim ero de ellos enuncia el prin cip io expiatorio o contable de un in tercam bio de opuestos; los bienes son vendidos a los hom bres a cam bio de un esfuerzo o tra b a jo que se considera com o su c o n tra p artid a natural; el conflic tivo deseq u ilib rio del tra b a jo com o m aldición ha sido reconducido a este arm ónico balance de com pensación de los opuestos. El segundo de los afo ris m os citados es una exclam ación adm irativam ente ponderativa de un orden cósm ico organizado com o un sistem a de tal tipo de eq u ilib rio s calculables conform e a la m ecánica de la necesidad, en que se c o n fig u raría la a rm o n ía universal. Y desde aquel momento, nótese bien, la noción del su frim ien to se veía ya lista para deslizarse desde el aspecto y el con texto religioso, po r lo m enos negativo y lam entable, hacia el actual aspecto laico, positivo y saludable, de gran g en erad o r de energías de civilización y de pro greso. V erdaderam ente, p o r mi parte, com o explica ción —ya que no ju stificació n — del sufrim iento, considero m ás aceptable la del mito del pecado origi nal, donde era al m enos considerado com o m aldición y rem itido a una desgracia originaria, que el de la ne cesidad histórica, que pretendió tal vez ta p a r la boca de una vez p o r todas a todo sentim iento de in ju sti cia y a todas las blasfem ias. Ahora puede llegarse hasta la cín ica indignidad de so licitar —com o se ha 466
visto en un reciente serial televisivo— el orgullo pa triótico de un negro am ericano, haciéndole p e n sar cóm o el inm enso m a rtirio de sus antepasados, a rre batados al África natal y a rre a d o s a latigazos, bajo la condición de esclavos, en el cultivo de las p la n ta ciones, con trib u y ó de m odo decisivo en la creación de la G ran P atria de la L ibertad, de la que él m ism o usufructúa ahora el alto privilegio de ser ciudadano. IX. A Carlos Marx le producía, ciertam ente, irrita ción la imagen del Estado como «órganon» presentada por Platón, en la que, m ientras a unos determ inados ciudadanos les estab an asignadas funciones nobles y m ás placenteras que m ortificantes, a otros, en cam bio, se les reservaban las funciones m ás sacrificadas y serviles. No se dio cu en ta M arx de que la objeción m ás fu erte contra la concepción p latónica del E sta do com o un id ad orgánica estab a ya en la m era elec ción de la figura: la única representación posible del E stado com o sujeto orgánico y u n ita rio era ponerlo bajo la figura del único sujeto realm ente existente: el individuo hum ano o anim al. De hab erlo adverti do así, acaso M arx no h a b ría in cu rrid o en la tro p e lía —no sólo teórica— de a c ep ta r y racionalizar p a ia la sucesión d iacrò n ica lo que, con toda justicia, ta n to le repelía en la sección sincrónica. ¿Qué diferen cia puede hab er entre el carácter ficticio de la unidad de sujeto cuenta-co rren tista de un m ism o HABER y DEBE y SALDO com puesta por clases diferentes de una com unidad sincrónica y la co n stitu id a p o r ge neraciones sucesivas, entre las que el sacrificio de las p rim e ra s sólo se rá saldado en cu an to beneficio de las subsiguientes? A Jovellanos cabe, en cambio, el honor de h a b e r dicho alguna vez: «Jam ás sa crifi caría a la generación presente en beneficio de las ve nideras». Huelga aquí recordar en cuántos y cuántos tópicos retóricos y hueros se expresa esta m entali dad expiatoria, tales com o el de que cada p a tria gus 467
te de e n carecer su grandeza y abolengo y legitim e su p erm anencia en nom bre de los inm ensos sa crifi cios de tan tas y tantas generaciones com o fueron ne cesarios p a ra forjarla y construirla, o com o el de que se ju stifiq u en infinitos dolores, in ju sticias y m u er tes com o el necesario trib u to que era preciso pagar p o r el progreso de la civilización o la grandeza de 1a hum anidad, etcétera, ya conocen ustedes la jerga. En este sentido, en fin, tan sólo una gran falta de im a ginación teológica puede h a b e r im pedido que se vie se el com unism o como el heredero legítimo y natural del cristianism o. X. Llamo, pues, m entalidad expiatoria a esta inve terada obstinación de que, de un lado, los bienes ten gan que su rg ir del sacrificio, y, de otro, que los sacrificios sean n ecesariam ente p o r sí m ism os ge neradores de valor, de valor adquisitivo p ara com p ra r los bienes, o de valor en el sentido de crédito m oral o de sem illa que g erm in ará («sangre fecun da»). E sto tiene que ver sin duda, ya com o origen, ya acaso, m ás bien, com o resultado, con la concep ción de la g u e rra com o cread o ra de derecho, con cepción ab so lu ta y plenam ente vigente: «Ahora las Falkland son n u estras porque las hem os pagado con vidas de jóvenes británicos; todo intento de cuestio n a r ese derecho es, sin más, una ofensa a los m u er tos». Así lo ha form ulado, literalm ente, p o r su parte, el general Jerem y Moore, y de m anera im plícita la frase (que bien p odría p resen tarse com o m odelo de c irc u la rid a d a la crític a de la escuela lógica de Oxford) de Cecil Parkinson, presidente del partid o conservador británico, que dijo: «Si las Falkland me recen el sacrificio de m o rir p o r ellas, es porque m erecen p erm a n ec e r bajo soberanía británica». Se gún la m entalidad expiatoria, los m uertos, los que han hecho el m ayor sacrificio, son un m érito, una in versión, y, com o tal, un HABER que ha de ser acre 468
ditado no ya a ellos m ism os, pobrecitos, sino a los que la ficción contable ha co n stituido en co titulares de su cu en ta corriente, léase M argaret T hatcher et ulii. Si los m uertos son, pues, u n a inversión que tie ne que p ro d u cir su beneficio, es evidente que todo intento de volver juríd icam en te sobre el pleito de las M alvinas después de la victoria, se ría una intolera ble ofensa a los m uertos —de conform idad con el sen tir de M oore— en cuanto que significaría consi d e ra r económ icam ente nulo el valor de su sangre, una sangre a la que se ofendería ju stam en te en su valor adquisitivo, al no ap arejársele ren tab ilid ad a l guna. En estas protestas de Parkinson y Moore (que no parecen ficciones retóricas, sino responder a la m ás profunda convicción de la real hom ogeneidad y equivalencia de la sangre y el derecho com o u n ita ria su stan cia de valor que su ste n ta los signos m ás o menos, como saldo acreedor y saldo deudor) se m a nifiesta la a p lastan te vigencia, aún en el día de hoy, de la superstición y m ixtificación constituyente de la m entalidad expiatoria. XI. En un reciente artícu lo en que Javier Tussell no a cierta a d isim u la r la típica reacción neurótica que suscita hoy en día el pacifism o en algunos sec tores (reacción que, com o o bservaré m ás adelante, tiene m ucho que ver con la gran com odidad de res ponsabilidad y de conciencia que proporciona el ac tual blanco-o-negro de la bipolarización universal) se cita una siniestra frase de Cam us —ya p arafrasea da, po r cierto, hace unos años en uno de los siem pre detestables hit-parade de Julio Iglesias—4 en la que nuevam ente se esgrim e la m entalidad expiatoria, po niéndola, en este caso, en directa relación con el esp íritu de la m oral del com prom iso. La fobia anti4. La canción que dice: «Siempre hay/por qué vivir, porqué lucharly a quien amar».
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p acifista expresaría aquí, com o ya digo, el te rro r a que se quiebre la inhibición de conciencia que p e r m ite la neta división del m undo en bloques, inevita ble exudación del ecum enism o moral. La frase citada es: «Si no hay u n a buena cau sa p o r la que m orir, no hay tam poco una bu en a razón p ara vivir»; en esta form ulación, citad a al m enos aquí con intenciones de ejem p larid ad m oral, la relación de intercam bio no puede a p a re c er m ás evidente. XII. Un triu n fo rom ano era sin duda un repugnan te espectáculo de exaltación de la soberbia de la fuer za (gorila que tam borea su hercúleo y resonante pecho con los puños). Pero tam bién es de ju sticia re c o rd a r cóm o h ab ían sabido se r los rom anos en su p rim e r florecim iento, con este p á rrafo del epítom e de Floro: «Puede form arse idea de la alegría p ro d u cida po r una y o tra victoria p o r el cuidado que tu vieron Domicio Aenobarbo y Fabio M áximo de erig ir en los m ism os cam pos de b atalla to rre s de piedra, sobre las que colocaron trofeos form ados con las a r m as enem igas [a lo que, repárese bien, añade lo siguiente], costum bre desconocida para nuestros an tepasados, pues nunca insu ltó el pueblo rom ano la d erro ta de un enem igo vencido». Pero si un triu n fo rom ano de la época im perial era tan repugnante es pectáculo, tam poco entonces llegó Roma al grado de abyección m oral que, bajo el signo de la m entalidad expiatoria, se alcanzó en el fam oso desfile de la vic toria celebrado en París el 14 de ju lio de 1919. Como es sabido este desfile, u rdido con la m ás repelente astu cia pedagógica, fue encabezado por la escalo friante parada de toda suerte de m utilados de guerra, hom bres despedazados y llevados en c a rrito s con las m ás espeluznantes y variadas reliquias del h o rro r de los com bates. Un sagaz escritor, A listair Horne, que describe este episodio, co n tinúa así: «Con paso doloroso y titubeante, la colum na continuó su 470
avance por los Cam pos Elíseos y se dirigió hacia la tribuna preparada a los efectos. D urante un breve m o mento, el terrib le espectáculo de aquellos hom bres destrozados tropezó con una especie de silencio c a r gado de conmoción. Entonces un inm enso grito, que parecía surgir de las m ism as entrañas de la raza, s u r gió de la m ultitud, un grito que era a la vez saludo y plegaria...» (corregiría yo aquí al a u to r interpretando este grito com o la evidente explosión que coronaba el efecto de catarsis deliberadam ente urdido por los o r ganizadores). Más adelante el m encionado a u to r pro sigue «hubo una larga pausa en el desfile como para perm itim os un respiro o para que enjugásem os nues tras lágrim as, después llegó LA GLOIRE. Acompaña do po r un fabuloso so n ar de cornetas y tro n ar de tam bores, atravesó el Arco de Triunfo un escuadrón de los magníficos guardias republicanos; cuarenta me tros m ás a trá s cabalgaban Joffre y Foch». El orden de sucesión lo dice todo: la relación de intercam bio en tre la enorm idad del sacrificio y la em briaguez inmen sa de la G loria así alcanzada, no podía ajustarse, con arreglo a la m entalidad expiatoria, m ás que al orden en que el HABER precede al DEBE, la inversión a la ganancia. Los organizadores del desfile habían echa do desaforadam ente m ano de la tan honda y univer salm ente acrisolada concepción del sacrificio com o creador de valor, refrendando en las alm as y en la so ciedad francesa una poderosísim a convicción de ha ber acum ulado en sí un inconm ensurable capital moral, ju n to con el m ás pleno, total, inapelable autoconvencim iento de tener razón. Es extraordinario ob servar hasta qué punto el poder del efecto catártico, el sentim iento de un inm enso saldo acreedor, suscita en las posguerras —a despecho de un estado de des trucción m oral com parable al de destrucción física y m aterial del pueblo entero— esa delirante sensación de renacim iento, de m om ento ideal p ara el alborear de una nueva era histórica santificada y venturosa. 471
XIII. P recisam ente p o r aquellas m ism as fechas y asqueado ante el espectáculo que tan to franceses com o alem anes habían ofrecido en las conversacio nes de arm isticio, d ab a Max W eber la conferencia —recogida después en su texto de E l Político— en la que tach a de abyecta «la m anía clerical de u tili za r la ética com o in stru m e n to p ara te n e r razón». Yo he denom inado esta actitu d com o «farisaísm o», res tituyendo el sentido riguroso que debe recobrar esta p a la b ra a te n o r de la p a rá b o la evangélica: «Te doy gracias, S eñor —es lo que dice el fariseo —, porque no soy com o los otros hom bres, porque no soy com o ese publicano», donde se ve cóm o el farisaísm o con siste en construir, com o po r arte de contraste, la pro pia bondad con la perversidad ajena. Quien tenga la curiosidad de releer los textos franceses de la guerra del catorce no sa ld rá de su aso m b ro al o b serv ar a qué extrem os de d elirio llegaron los franceses en el encarecim iento de lo terriblem ente execrable del c ri men que los boches h ab ían com etido co n tra ellos y sim ultáneam ente hasta qué excelso punto dem ostra ban sentirse ellos m ism os elevados, ennoblecidos, en grandecidos y p u rificados p o r la guerra, com o si fuese el m ayor de los bienes que los cielos hubiesen podido d e rra m a r sobre las frentes de los franceses (cosa que, al fin, y no se m e en tienda p o r dem asiado irónico el decirlo, ten d ría que haberles sugerido a l guna suerte siquiera paradójica de g ratitud hacia los alemanes); difícilm ente p odría h allarse m uestra m ás paradigm ática de farisaísm o o, en expresión de We ber, de «utilización de la m oral com o in stru m en to para ten er razón». Así el inconm ensurable efecto ca tártic o de aquella g u e rra en los franceses se n u tría p o r igual del resorte de la m entalidad expiatoria y del resorte del farisaísm o. H onra extraordinariam en te a Max W eber el que, al ponerse el problem a de la m oral del hom bre público, lejos de concederse la m e n o r com odidad de planteam iento, con vistas a una 472
»"luí ion, aceptase, p o r el contrario, llevar la cueslliin -conform e a lo que debía de p arecerle la exii'. m ia de las cosas m ism as— hasta los térm inos más • ^diabladam ente inm anejables (me refiero a los de »•Mica de la convicción» y «ética de la responsabili dad»), y que en vez de ir allanando y apaciguando • I problem a, para acercarlo a solución alguna, ve nían, por el contrario, a recru d ecerlo h a sta ponerlo lm andescente o com o en carn e viva. En su extrem a honradez científica y m oral supo o sintió que en este •i »unto, m ás que en ningún otro, la lealtad a la cues tión era, sin m ás ni m ás, lealtad hacia los hom bres, v le prohibía sujetarse al principio positivista de miiai los conceptos com o operadores y, po r tanto, de • Unirlos según aquel c rite rio de copertenencia, inti i penetrabilidad, tra n sp a re n c ia y conm ensurabiliil.nl que perm ite e n g ran arlo s en el razonam iento • orno en un d esarro llo de contabilidad, siem pre ca pa/ de a rro ja r un resultado. XIV. C uadrar, lo que se dice cuadrar, ya sea en la tierra, en el cielo, en el infierno, en el se r o en el m a ñana, las cuentas de la felicidad y del dolor era, al lm, lo que ya se ofrecía desde siem pre en todas las icligiones y d o ctrin as positivas, en cuya m ás a c riso lada tradición está ese arreglo contable de sa ld a r el dolor de los sacrificados con la felicidad de los bie naventurados, tal com o he venido rem achando ya soInadam ente desde que arre m e tí con B uonarroti. La • nestión ética por excelencia es ju stam en te desm on t a r de una vez esta m entalidad contable (en que el m arxism o y otras doctrinas laicas se m uestran, como va he dicho, los m ás legítim os y rigurosos heredeio s del cristianism o), que se va haciendo, o m ás bien ya se ha hecho, la form a m ás universal de la concien cia hum ana y que consiste en h acer de la felicidad Vdel dolor p a rtid as m utuam ente reductibles por re lación de intercam bio. La cuestión ética es escu ch ar 473
la resistente p ro testa de la felicidad co n tra ese se r concebida como Saldo Deudor, y m ás todavía, el irresignado lam ento del dolor contra la idea de aceptarse a sí m ism o com o Saldo Acreedor, sea en figura de ahorro, de pago, de expiación, de m érito, de tributo; es ro m p er de una vez en mil pedazos, el espejo de la ném esis como criterio de conciencia, y no sólo per sonal, sino m ás todavía im personal, com o cuando, sin a trib u ció n de culpa, se co n trap esan olím pica m ente dolores con venturas, p ara ree q u ilib ra r la seriación histórica; es m ira r el abism o que hay d e trá s de tan confiada y ru tin a ria contabilidad, cuestión que m al p o d ría se r resuelta reateniéndose a reglas de contabilidad —com o se ría el elegir los conceptos con arreglo a su capacidad operativa—, ni aún, po r tanto, siquiera, propiam ente, se r resuelta, en el sen tido siem pre form alm ente contable que parece inhe rente a la noción de todo resolver.
( uando la flecha está en el arco, tiene que p a r tir 1
1. C uando hable aquí de «síntesis de la fatalidad» debe entenderse síntesis en la acepción que se aplicó en su día al d esignar la operación em p írica llam ada «síntesis de la urea». H asta entonces, al parecer, se había su p u esto —y quizá h a sta negado dogmáticam ente p o r algunos o, en cam bio, sim plem ente dudado o tem ido po r los m ás p ru d en te s— que las sustancias quím icas llam adas «orgánicas», p o r en contrarse sólo en seres vivos, si bien eran suscepti bles al análisis —esto es, a su descom posición en com ponentes sim ples—, no lo eran, en cam bio a la operación inversa, a la llam ada síntesis —esto es, a su recom posición a p a rtir de esos m ism os com po nentes individuados y reconocidos m ediante el análisis—. La experiencia h asta entonces alcanzada hacía tem er que si bien Dios o La N aturaleza h abían concedido a los hom bres el doble p o d er de h a c er y deshacer en el inerte m undo de las m aterias inorgá nicas o m inerales, p o r el co n trario parecían haberI. C o n fe re n c ia le íd a en la 5 * Semana de ética y filosofía polítini en el In stitu to d e filo s o fía d el C S IC , el 2 5 d e m arzo d e 1988.
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se reservado p ara sí solos el sum o privilegio de cons tru ir las su stan cias de la vida. Al hom bre del labo ratorio le era ciertam en te dado descom poner estas sustancias en sus ingredientes m inerales, pero le era negado reconstituirlas. La síntesis de la urea, prim e ra recom posición artificial de una su stan cia orgáni ca, fue la señal de que el laboratorio había logrado ro b ar a Dios o a La N aturaleza tam bién este últim o poder. Poder que, tenido h a sta entonces po r divino, a m uchos asu stó ver puesto ahora en las m anos de los hom bres y de m odo notorio a M ary Shelley, que, con su o b ra E l doctor Frankenstein o el Prometeo moderno, no sólo expresó su susto sino que, de paso, inventó un género litera rio destinado a alcanzar ulterio rm en te el m ayor predicam ento: la cienciaficción. 2. V ulgarm ente solem os llam ar «fatalidad» a la ca tegoría de aquello que pretendidam ente sobreviene al m argen y a despecho de toda intervención de vo luntad hum ana. Tal contraposición a la voluntad del hom bre queda expresa en el hecho de que la fatali dad sea rep u tad a por algunos —y no im porta en qué grado de personificación o alegoría— com o «volun tad del cielo», lo que, consiguientem ente, les lleva a e sc u d riñ a r su signo en las e strellas. Ju sta m en te por tan enfatizada inm unidad frente a cu alq u ier posible intervención hum ana, lo m ás que han pretendido nunca los astrólogos es que, m ediante el an álisis de ésta o aquella configuración astrológica dada, o sea, a través de la descom posición en relaciones sim ples —y de un valor ya p refijado— de una com binación astral com pleja, puede llegar a leerse la significación prem onitoria de tal conjunto astrológico d eterm in a do y conocer el destino fatal que prefigura. Lo que jam ás han pretendido los astrólogos es que la fata lidad —p a ra ellos, com o vengo diciendo, cognosci ble m ediante el análisis de la com posición estelar en 476
que se a n u n c ia — pu ed a tam bién fab rica rse a volun tad, o sea, por síntesis, lo que im p licaría un poder equivalente a la facultad de d istrib u ir y disponer so bre la su perficie negriazul del firm am ento, com o quien hace crucecitas de tiza en la p izarra totalm ente vacía, aquí un planeta, allí o tro en conjunción con él, allá un tercero en oposición con el segundo, y así sucesivam ente h asta co m p letar la configuración as tral correspondiente a tal o cual destino elegido a su alb ed río y con arreg lo a los deseos del cliente. A ningún astrólogo se le ha pasado nunca por las m ien tes pretensión tan c o n tra ria a la índole m ism a de lo que tiene por objeto propio de su ciencia: la fata li dad. La noción de ésta se ha definido siem pre ju s ta m ente p o r contraposición al albedrío, lo que, del modo m ás directo, im plica la negación de cu alq u ier posibilidad de construcción sintética, viniendo así a o c u p a r la fatalidad, en esa especie de ciencia del acontecer de la que la astrología pretende fo rm ar iarte, un lu g ar hom ólogo al que h asta la síntesis de a urea habían ocupado las su sta n c ia s orgánicas en la ciencia de la naturaleza.
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3. La frase que he puesto p o r títu lo de estos pape les, «Cuando la flecha está en el arco, tiene que p a r tir», no es sólo un enunciado del tem a, sino el tem a mismo. Es un refrán chino que llegó a mi conoci m iento hace bastantes años por una recopilación parem iológica b a ra ta que com pré en un quiosco de periódicos. Al punto, p o r arbitrio, p o r ley o por a z ar de resonancias, se m e antojó com o u n a réplica de la m áxim a latin a «Si uis pacem para b e llu m » (cuya ne cedad, por cierto, no ha tenido em pacho en consa g rar h asta una m arca de pistolas: las tristem en te fam osas Parabellum), contraponiendo a tan unívoca tosquedad la sabia circunspección de quien a c ie rta a decir y e n señ a r m ucho m ás precisam ente aconse jando m enos. Ya el paso a trá s que com porta pasar, 477
frente a la m áxim a latina, de la segunda p ersona a la tercera y del im perativo al indicativo renuncia a la form a expresa del consejo, ya que lo propio de éste es d icta r directam ente la conducta ú til p a ra un de signio dado. Pero verem os cómo entre las direcciones de sentido del refrán del arco queda im plícitam ente envuelto no sólo un consejo, sino h a sta un im pera tivo. 4. Pero su prim a facies, su presentación explícita, es una d escripción de la condición que afecta a las cosas n o m b rad as en el tran ce expuesto; en efecto, «tener que p a rtir» es la condición que afecta a la fle cha «cuando e stá en el arco». La dirección d e scrip tiva es la dirección de sentido form alm ente explícita, directa, del refrán. Diré por adelantado que las otras dos direcciones de sentido, esta vez im plícitas e in directas, que mi an álisis va a c o n sid e rar son la n o r m ativa y la adm onitoria. La descripción nos dice que el arq u ero que tiende el arco tra n sfie re a éste y acu m ula en él la fuerza de sus brazos. Tensado el arco, la fuerza que d a rá im pulso a la flecha ha dejado de e s ta r en los brazos del arq u ero y está ya en el arco mismo. La fuerza se ha sep arad o del cu erp o del su jeto y se ha objetivado en su instrum ento. No im porta ahora la p ecu liar naturaleza de las prótesis y los ins trum entos ni según qué supuestos puede ser legítimo o ilegítim o incluirlos en el sujeto hum ano o excluir los de él, que en principio am bas cosas pueden ser plausibles. Mas, si la fuerza de los brazos del arq u e ro ha sido tra n sm itid a al arco tenso y ha pasado, en verdad, a se r fuerza del arco, ya no podem os neg ar le algún sentido válido a quien ose d ecir que ta m bién la voluntad que ha regido el m ovim iento de los brazos que han tensado el arco ha pasado a ser, en la form a que fuere, voluntad del arco. Una voluntad que se revuelve, urgiendo y aprem iando, contra el propio sujeto que la ha em ancipado y generado, que 478
lio por e s ta r su jeta es m enos voluntad, com o no po r e s ta r som etida al freno y a la b rid a del jinete d ejará de serlo la del caballo ansioso de correr. V oluntad i|u e el arq u ero ha de se n tir tal vez a través de la plu ma de la flecha que cosquillea los dedos con los que todavía la retiene, cual si les su su rrase: «Dejadm e va partir». Así pues, ya la m era descripción, que se lim ita a a firm a r ese ap rem iante «tiene que p artir», nos hace p a ra r m ientes en el hecho de que el arq u e ro que tiende el arco bien p o d ría s e r concebido, en
cuanto tal sujeto, no sólo com o fuerza que em barga lu erz a, sino tam bién com o voluntad que delega vo lu n ta d y lib ertad que enajena libertad. 5.
Al m ism o tran ce de fuerza em bargada, volun
tad delegada y lib ertad enajenada rem ite, aun m ás
di rectam ente, el refrán castellano, no m enos descrip tivo, que reza com o sigue: «Puestos a reñir, el cuchi llo es el que m anda». La diferencia retóricam ente i elevante, frente a la im pasibilidad del refrán chino, está en el c ru d o choque de ju n ta r un predicado tan hum ano com o «m andar» con un sujeto inanim ado i orno «el cuchillo». Pero de ningún m odo creo que el refranero q u iera aquí d ivertirse a n u e stra costa Inventando tru c u len c ias para am ed ren tarn o s: si la I igura del cuchillo que m anda hace violencia —como, por definición, toda m etáfora— a los usos reconoci dos com o propios y congruentes del acervo es p ara d a r expresión a una experiencia que violenta en m e dida sem ejante los supuestos y las expectativas en t uva constancia querem os y creem os poder descui dadam ente confiar. Lo que tan agresivam ente resu l ta puesto en entredicho p o r la experiencia que el icfrán señala no es, obviamente, sino la confiada p re sunción de que el sujeto hum ano es —al m enos en los térm inos y dentro de los lím ites que la cotidiani dad reputa suficientes—, com o suele decirse, «due ño de sí m ism o», «dueño de sus actos». El refrán 479
remite, pues, a la larga experiencia de los casos en que los hom bres se han visto de pronto frente a una tragedia que nadie preveía ni deseaba y que, u n a ve/ sobrevenida, se les im pone con los rasgos propios de c u a lq u ier fatalidad, pero que ellos sienten diferente de las fatalid ad es que llegan claram ente desde fue ra, com o los rayos que les caen del cielo. La tragedia del refrán es una fatalid ad que ellos han visto origi narse en sus propias voluntades, que han tenido o han creído ten e r entre sus m anos, pero en la que las arm as, p u e sta s p o r gestoras de su a su n to y su que rella, al arre b a ta rle s, com o sacándoselo de e ntre los dedos, el dom inio de los hechos, se han arro g ad o el poder de d e c id ir po r ellos el trágico final. 6. Ya he dicho que en tien d o po r « fatalidad sin téti ca» esta clase de «fatalidades» en las que, p o r haber intervenido de uno u otro m odo la subjetividad hu mana, el carácter fatal aparece a posteriori como pro ducido de artificio. Por m uy en entredicho que podam os poner la presunción co tid ian a de que el hom bre es, como suele decirse, «dueño de sí mismo», p o r m ucho que los su p u esto s tácitam en te vigentes en torno al alb ed río m erezcan toda la desconfianza y el descréd ito que pueda a c a rre a rle s su concomí tancia con una tradición p uesta al servicio de las ne cesidades de legitim ación de las instituciones de ju sticia —un albedrío, p o r tanto, que, su p ed itad o a la función de su ste n tar la plausible apariencia de un castigo a ju sta d o a la m edida del culpable, en real i dad perm ite inventar cu lp ab les capaces de a ju s ta r se a la m edida del castigo—, por grande, en fin, que, sobre esta cuestión del albedrío, haya podido h a c er se, al cabo de ta n ta s y ta n ta s desazones, el alcance de n u e stra s vacilaciones y reservas, m e cuesta, sin em bargo, im ag in ar a alguien realm ente dispuesto a en treg ar el últim o bastión de resistencia frente a un determ inism o tan desesperado que haga tabula rasa 480
de c u alq u ier diferencia capaz de h a lla r m ás motivo de queja o de protesta ante fatalid ad es en que el su jeto hum ano ha jugado algún papel, que ante las que, como el terrem oto de Lisboa de 1750, hicieron, en cambio, sen tir con traria al buen sentido una actitu d distinta de la resignación. 7. El refrán del cuchillo nos previene contra la p ar ticular capacidad de las a rm a s p ara erigirse en fau(oras de las fatalidades que llam o aq u í «sintéticas», pero de paso nos lleva de la m ano a la reflexión ge neral sobre cómo los instrum entos no sólo potencian y especializan las acciones de los hom bres, sino que tam bién pueden desviarlas de sus propios designios,
sino que a m enudo puede e s ta r acom pañado p o r un efecto condicionante en sentido restrictivo. Por ilu s tra rlo con el que es tradicionalm ente usado com o a r quetipo de todos los inventos, el torn o de alfarero, nadie duda del im pulso enorm e con que su invención pudo reactiv ar la inventiva de los alfareros, pero b a sta con re p a ra r en el m u estra rio que la h istoria m undial de la cerám ica nos puede presentar, para ad v e rtir en qué extrem a m edida la cerám ica de re volución hecha posible po r el torno privilegió las for m as de sección circular, únicas accesibles al em pleo del torno.2 La ab so lu ta im posibilidad de averiguar el significado y el valor que esto haya podido tener para la h isto ria de la cerám ica nos im pide tam bién sab er h a sta qué punto el ejem plo es válido com o tal ejemplo, pero me b a sta con que se lo dé p o r bueno en cuanto sim ple ilustración del m odo en que esti mo que los inventos no tienen siem pre por qué a b rir un abanico incondicionado de posibilidades, sino que tam bién pueden s e r com prom etedores p a ra el inventor, en el sentido de co m p o rtar un condiciona m iento restrictivo. Y ahora ya puede verse cóm o este rodeo po r la histo ria de los inventos ha sido urdido ad hoc: se tra ta b a de p ro sp e c tar la posibilidad de a p licar el refrán del cuchillo a la h isto ria m ism a de las a rm a s y correlativam ente a la de los antagonis mos hum anos. Ese cuchillo que de pronto m anda, en la riñ a interindividual y ta b e rn a ria del refrán, y su p lanta a los hom bres en el dom inio de los hechos, h asta llevarlos a una fata lid a d que nadie preveía ni deseaba, queda propuesto aquí por paradigm a de to das las arm as, panoplias y arsenales que los hom b res han inventado, fab ricad o y em pleado como instrum entos de sus antagonism os.
2. L a ex c e p c ió n im p o rtan te es. p o r c u a n to yo sep a, la d e la é p o c a de c e r á m ic a c h in a co n v a s ija s d e s e c c ió n c u a d ra d a .
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8. La hipótesis sería, por lo tanto, la de que la relación tan to sincrónica com o d iacrò n ica en tre las arm as y los antagonism os a los que sirven de in stru m ento puede considerarse som etida a un proceso de interacción análogo al que he supuesto entre los fi nes iniciales del a rtesan o y el reflejo de sus propios inventos. Pero a c ep ta r que los antagonism os hu m a nos puedan verse condicionados o alterados p o r la interferencia de repercusiones em itidas desde las a r m as en sí m ism as es nada m enos que reconocer la posibilidad de un ingrediente exógeno y, por tanto, gratuito respecto de cualquier motivación posible del antagonism o, lo que po n d ría inm ediatam ente en en tredicho la presunción de una iniciativa totalm ente engendrada y configurada en el seno del sujeto. Pero H om ero ya dijo: «El hierro p o r sí solo a tra e al hom bre». Ya h a b rá podido advertirse claram ente cuál es la teoría m ás directam ente afectada p o r tal suposi ción: la que halló su expresión m ás célebre, m ás inequívoca y a la vez m ás pedestre en el panfleto —integrado, p o r cierto, en el co rp u s e sc ritu ra rio c a nónico de la ortodoxia tradicional m arx ista — in ti tulado A n tid ü h ñ n g , debido, com o es notorio, a la plum a de Engels. Pero la fácil hazaña de desacredi ta r un texto tan vulnerable no puede hacerse p a sa r por la confutación definitiva de una teoría que po d ría h a lla r defensa en una argum entación m ucho más inteligente y m ás circu n stan ciad a. Si recurro, por tanto, al A n tid ü h ñ n g es porque m e perm ite se ñalar el punto de incidencia en que la aceptación de mi factor de g ratuidad com o ingrediente del antago nism o pone en cuestión la concepción general —en modo alguno exclusiva de E ngels— que da por des contada la racionalidad subjetiva de la guerra, ya que va a ser echando a reñir directam ente al A n tid ü h ñ n g con la Teoría de la clase ociosa, de Thornstein Veblen, como voy a intentar que el público vea saltar las chis pas que denuncian el conflicto. 483
9. Engels necesitaba que la guerra y las relaciones de dom inación no contuviesen factores de irracio n a lidad totalm ente irred u ctib les al cu ad ro general de una teoría fundada en el supuesto de una racionali dad económ ica que no podía p e rm itir cosa alguna de que ella fuese incapaz de d a r explicaciones, y lo que torp em en te pretendió en el A ntidühring fue lo que ya m uchos habían hecho antes y aún otros m uchos h a b ría n de h acer después: racio n alizar la g u erra y la dom inación, p ero en el sentido psicoanalítico, o sea. fraudulento, de la p alab ra «racionali zar». En nom bre del autor, pido disculpas po r lo burdo de la prosa, pero ah o ra no tengo m ás rem e dio que c ita r del Antidühring, en donde dice así: «El ejem plo pueril inventado expresam ente por el señor D ühring para p ro b ar que la violencia es el factor "h istó ricam en te fu n d am en tal" d em u estra en reali dad que la violencia no es m ás que el m edio y que el fin es, en cambio, el provecho económ ico. Y del m ism o m odo que el fin es "m ás fu n d am e n ta l” que los m edios utilizados p a ra lograrlo, en la h isto ria es m ás fundam ental el aspecto económ ico de las rela ciones que el político» (hasta aquí Engels). Pero el e squinado Veblen no ac ertó a ver por p a rte alguna un m undo tan sensato com o el que, sin m irar, por pura exigencia teórica, dio por supuesto el a u to r del Antidühring. La m otivación em ulativa y la función o sten tato ria que Veblen señaló en la adquisición y la posesión de la riqueza rem itían a algo in trín se c a m ente generado en el propio ejercicio del antagonis mo: el trofeo. La h isto ria de la riqueza se m anifestó en gran m edida com o la h isto ria del trofeo. No hace objeción a esto el hecho de que Veblen se centre en el lujo, pues donde q u iera que se haya rebasado la econom ía de consum o y se haya establecido la de m ercado —con lo que podem os rem o n tarn o s hasta los su m erio s—, el lujo no puede considerarse, en m odo alguno, com o «el chocolate del loro», esto es, 484
un ítem m arginal en el resto de la econom ía, y aun su influencia ha podido se r la dom inante, pues sin necesidad de que, en cifras absolutas, tuviese un va lor preponderante en el total de los tráficos, el pe queño paquete de acciones que el control de la p ú rp u ra representaba fue decisivo en la econom ía del M editerráneo y perm itió a los fenicios cinco si glos de hegem onía m ercantil. Fue, pues, fu n d a m e n talm ente el papel de «com adrona» de las sucesivas preñeces de la racionalidad económ ica que había sido asignado a la violencia en el m undo bien crea do de Engels y de M arx el que se vio puesto en en tredicho p o r la irred u ctib le y autó cto n a g ratuidad que el trofeo p resen tab a en relación con sem ejante cuadro. Pues el c a rá c te r de trofeo, q u e la vertigino sa rotación de la violencia había dejado escap ar por la tangente, sustrayéndolo a c u alq u ier posible inten to de reconducción al contexto de la racionalidad económica, es, sin embargo, una connotación prehis tóricam ente im plicada en la concepción m ism a del valor y una dim ensión fundam ental de su actuación V su vigencia. Así, el puro ejercicio del antagonism o engendra y da a luz un valor enteram ente nuevo: el valor de trofeo. Este valor no lo tiene por sí ninguna cosa inerte, p o r preciosa que sea, sino que le es conlerido únicam ente po r la hazaña predatoria que llevó « su adquisición y de la que es fehaciente testim o nio. La violencia en sí m ism a se revela de pronto creadora de valor; la p artera de M arx resultó ser p ar turienta, la com adrona se nos hizo m adre. 10. No es sino re p e tir un tópico que goza hoy de la m ayor circulación d ecir que nada pudo nunca ofrecerles a los hom bres la m enor garan tía de inm u nidad frente al uso de instrum entos; inm unidad, que dignificaría poder servirse de ellos como prótesis que potencian y especializan al cu erp o en una u o tra ac tividad, pero a salvo del riesgo de que, com o tales 485
m edios, reactúen sobre los fines, desviándolos de la intención o rig in a ria y reconstituyéndolos a su pro pia m edida. Y la posibilidad de sem ejante garantía parece revelarse tanto m ás rem ota respecto de las arm as, en cuanto instrum entos que confieren al cuer po el que es sentido com o el m ayor de todos los po deres: el poder de vida o m uerte. Así, las arm as, como prótesis del cuerpo, inducen y suscitan el sentim ien to y la concepción in stru m en tal del cu erp o mismo. La esp ad a com unica y extiende su instrum entalidad a la m ano que la em puña y al brazo que la esgrime: el hom bre entero acaba p o r se r rem odelado po r las arm as y convertido en órgano del antagonism o. Pero una tal especialización e stá inevitablem ente aboca da a la hipertrofia; ya apenas puede decirse que haya hom bres que se sirvan de las arm as, sino tan sólo a rm a s que usan a los hom bres. Tal órgano h ip ertro fiado dem anda gratu itam en te su ejercicio y da lugar a la autoestim ulación inm otivada del antagonism o. El antagonism o se m uestra, así, capaz de constituir se en un contenido pleno y autosuficiente, y la victoria llega a e m an cip arse com o fin en sí mismo. El trofeo es la credencial de g ratuidad en que cobra expresión la red undante autocom placencia del sujeto en tanto que órgano del antagonism o. El culto al cuerpo, en el que los Helenos, y de m odo especial los E sp a rta nos, se prodigaron hasta el m ás repugnante extremo de abyección, guarda, probablem ente, la m ás estre cha connivencia con el descom edido predom inio que, en la autoconcepción del hom bre, alcanzó el carác ter de órgano del antagonism o. La en tera ciudada nía e sp a rta n a era, casi exclusivam ente, matriz, cam ada y nicho ecológico de la falange hoplita. Tal desarro llo va configurando, en torn o suyo, un mun do a su m edida; relaciones de ex trao rd in aria proyec ción h istó ric a —figuras de poder, de dom inación, de frontera, de territorialidad, en am plia variedad de concreciones— pueden no h ab er surgido, en un prin 486
i Ipio, m ás que como algo análogo a las rayas que van npareciendo sobre las c an ch as de tal o cual deporte, uniform e se perfecciona el sistem a de reglas que lo i onfigura. 11. In v in ien d o el sentido de la relación que acabo de insinuar, puede apelarse a la m era existencia del deporte com petitivo com o un dato difícilm ente con testable en cuanto m u estra fehaciente de la capaci dad, ya indicada m ás a rrib a, del m ero antagonism o pura convertirse en un contenido pleno y autosufii lente, dotando a la victoria de igual capacidad para erigirse, a su vez, en un fin en sí m ism o. A ntagonis mo y victoria son bienes de consum o que gozan de In dem anda m ás acriso lad a en el m ercado hum ano universal. Para p o d er ex p licitar h a sta qué punto el ulcance de la cuestión no es baladí, nada m ejor que ¿ lla r las p alab ras con que, en su Excurso sobre He\lf! y bajo el epígrafe inquietantem ente interrogativo Es contingente el antagonism o?», de su Dialéctica negativa, nos lo plantea Theodor W. Adorno (versión castellana de José M aría R ipalda, Taurus Ediciones, M adrid, 1984): «No son su p e rflu a s las especulaciones sobre si el ttfilagonisino originario de la sociedad hum ana es un iiedazo de histo ria natu ral prolongada, que hem os heredado según el p rincipio hom o ho m in i lupus, o *1 ha sido producido, zésev, o tam bién, si, en caso de nei un producto, surgió de las necesidades de la su pervivencia de la especie o, po r el contrario, cuasii o n t ingentemente, a p a rtir de arcaicos actos arbitrai los con que fue asum ido el poder. C iertam ente en este últim o caso la construcción del E sp íritu univermtl se desm oronaría. Lo universal históricam ente, la lógica de las cosas que se condensa en la necesidad de la tendencia de conjunto, se b a sa ría en algo ca m al y externo a ella, no se h a b ría originado necesai lamente. No sólo Hegel, sino tam bién Marx y Engels 487
—seguram ente en nada tan id ealistas com o en la ab lación con la to ta lid a d — h ab rían rechazado cual q u ier sospecha de fatalid ad respecto de la historia, po r m ás que la intención de c a m b iar el m undo no pueda sacudírsela; en ella h ab rían visto no un ata que m ortal al sistem a dom inante, sino al suyo pro pió. (...) De la divinización de la h isto ria era de lo que se tratab a incluso en los hegelianos ateos Marx y Engels. El prim ado de la econom ía tiene que fundam en ta r con rig o r histó rico el final feliz com o inm anente a ella; el proceso económ ico produce según eso las relaciones políticas de dom inación y las derrib a has ta llegar a la liberación coactiva de la im posición de la econom ía. Sin embargo, la intransigencia de la doctrina, sobre todo en Engels, era a su vez precisa m ente política». A tenor de lo cual, considero abocada a la im po tencia cu a lq u ier polem ología que no tom e ya com o punto de partida, aun entre signos de interrogación si lo prefiere, la cuestión de la contingencia del an tagonism o. Huele que apesta ya toda la flora de las explicaciones sobre la necesidad, la racionalidad, la justicia o injusticia de la guerra; un ru n rú n cada vez m ás parecido a un gim oteo de p ed ir perdón. Y así, aunque no fuera m ás que po r aquello de excusatio non petita..., la reflexión ten d rá que proyectarse del m odo m ás provocativam ente indistinto, cual si de u na m ism a cosa se tra tara , sobre la g u e rra y el de porte. 12. Del m ism o sentido descriptivo del refrán de la flecha se desprende, de la form a m ás llana, su inten ción adm onitoria: «Mira, que si la flecha que e stá en el arco tenso tiene en sí m ism a fuerza y voluntad m ortal, ello no es sin d etrim en to de tu propio albe d río y voluntad; ya no serás enteram ente tú el que la dispare, sino que ella pondrá en la decisión la p a r te de voluntad que le h a s cedido». M ientras este sen488
liiloadm onitorio se dirige todavía al sujeto que quieic seguir siendo, com o suele decirse, «dueño de sí mismo» y le advierte cómo, po r la objetivación que entraña el arco tenso, deja de serlo en m ayor o memu grado, el sentido norm ativo atañ e a circunstan• las, en que, po r la naturaleza de las cosas, el hom bre lia depuesto toda pretensión de seg u ir siendo árbiHo de cada una de sus acciones, a circunstancias, en i|Ue el hom bre ha entregado, por así decirlo, su vo luntad al destino y se h a resuelto a se r cóm plice de la fatalidad. 13.
La intención n orm ativa del refrán se refiere al de la hostilidad o la guerra ya aceptada, dei ulida o entablada; el «tiene que p a rtir» ignora ahoi .i todo hiato de discontinuidad en tre el arco y el ni quero, los aproxim a h a sta fundirlos, y es un im pe ditivo dirigido al sujeto convertido en g u e rre ro y en lauto que guerrero; éste no puede ya m o n ta r el arco rn vano, porque ha renunciado a su subjetividad y la ha em peñado en la consecución de la victoria. Ahoi .i la objetividad del arco se ha apropiado del arquei o mismo y no puede h ab er lapso entre ten sar el arco Vdisparar, porque el arq u ero es el arco y el arco es i*l arquero. La g u e rra es el dom inio del Yo, que ya no es el sujeto en cu ando libertad, sino el sujeto en i uanto identidad. A la acción de te n s a r el arco tiene que seguir la decisión de dispararlo, porque esta es la secuencia en que el Yo cum ple su ley de m antenerse Idéntico a sí mismo. Si tras h a b e r tensado el arco, rl guerrero, en lugar de disparar, aflojase de nuevo la tensión, haciendo retro ced er el arco a su reposo, habría hecho sucederse dos acciones de intención in versa, siendo la segunda de ellas contradicción de la prim era, o sea una sucesión de acciones que com portaría la m ás flagrante negación de la identidad del Yo consigo mismo. N aturalm ente, esta intención norm ativa dirigida al guerrero no deja de rem itir de mi puesto
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nuevo al sentido descriptivo del refrán, pues al en c arecer com o condición inexorable del guerrero el im perativo de p erm a n ec e r encadenado a su propia identidad, pone vividam ente ante los ojos la inm u nidad de la g u erra frente a cu a lq u ier intervención de voluntad o lib ertad hum ana, su c a rá c te r de acon tecer sustraído a toda subjetividad, o sea, plenam en te objetivado com o fatalidad. Y hay que n o tar hasta qué punto los días o las h o ras que preceden inme diatam ente al trance de tra b a r una b a ta lla son, en la tradición, el m om ento m ás c aracterístico de la atención a cu a lq u ier señal p rem o n ito ria y de la in tervención de augures y adivinos, es decir, de los que tienen ju stam en te a la fatalid ad p o r objeto de su ciencia. 14. Pero si en la tragedia del refrán castellano, el «cuchillo que m anda» salta de pronto bañado en san gre ante los ojos, com o la m ás inesperada y fatal apa rición, ello no excluye que haya habido infinidad de casos en que los fautores hayan tenido la m ás clara conciencia del acto p o r el que desencadenaban el proceso de la fatalidad y del m om ento exacto en que lo hacían irreversible. N ada m ás expresivo de una tal clase de conciencia que la frase «Alea iacta est», que la leyenda de C ésar le atribuye h a b e r dicho al p a sar el Rubicon. Con esa frase d em ostraba sa b er en qué preciso in stan te su lib ertad de acción cedía irrever siblem ente el puesto a los designios de la fatalidad, y hasta qué punto quedaba echado al tablero, de for m a irrecuperable, el dado del destino. Pero si esto era, efectivam ente, así, ello se debe al hecho de que a C ésar ni siq u iera se le p a sara po r las m ientes la idea de p o n er en cuestión la com ponente subjetiva de la síntesis de la fatalid ad (o sea, precisam ente aquella com ponente p o r la que tal o cual fatalidad recibe, frente a otras, el c a rá c te r de sintética): la inamovilidad ab so lu ta del principio de identidad con490
•, la opción de rescindir, en c u alq u ier m om ento tliulo, el com prom iso de identidad del Yo consigo mismo, se le h a b ría m o strad o —a través de tal de»(Mimascaramiento de la com ponente subjetiva— ..... . no natural, sino com o sintética la fatalidad con 1.1 que se enfrentaba. Pero al e s ta r la dicha com po nente subjetiva objetivada en él, ya en cuanto convl» ción, ya en cuanto voluntad, no le era dado distinguirse a sí m ism o, de entre las concurrentes lucí/.as de la n aturaleza y la fortuna, en el seno de 1.1 latalidad que desencadenaba. La fatal irreversilillidad que se expresaba en el «Alea iacta est» nos lleva, en conclusión, a p reg u n tarn o s cóm o ha llega do el Yo, o sea, el sujeto hum ano en cuanto identidad por contraposición al sujeto en cuanto lib e rta d — 0 objetivarse de modo tan im ponentem ente constric tivo com o p a ra esconderse a la conciencia —o, a la postre, al sujeto en cu an to lib e rta d — h a s ta el extre mo de no se r ya reconocido com o tal com ponente subjetiva de la fatalidad, quedando equiparado y con1nndido con c u alq u ier fuerza de la naturaleza. 15. El pragm a de la am enaza, com o an tiquísim a fórm ula de relación hostil hum ana, es quizá el paladigm a en que m ás nítidam ente quedan dibujados los resortes de acción y de reacción capaces de pro ducir la síntesis de la fatalidad. Me refiero, n a tu ra l mente, al pragm a entero, y con su doble alternativa v conclusión; no a la am enaza, según suele entender se, como el solo acto inicial de p roferirla. En este simple y estereotipado d ram a en tran en juego dos partes a ntagónicas y tres tu rn o s de acción en que se alternan; de m anera que la p rim era p a rte tendrá para sí dos de esos tre s tu rn o s —el prim ero y el tercero—. y la segunda ten d rá para sí sólo el segun 491
do. Pero todo esto es obvio. El am en azad o r profiero la am enaza, que es un anuncio de hostilización con dicionado; si el am enazado se doblega a cu m p lir la condición im puesta p o r el o tro p a ra d e sistir de la hostilización, el am enazador corresponde a su vez, conform e a lo anunciado, con el desistim iento. Sólo el conocim iento del sobrehum ano e irrenunciable com prom iso de la identidad del Yo consigo m ism o' constituye la presunción que hace posible el prag m a de la am enaza. La indefectibilidad del nexo en tre la am enaza proferida y su eventual cum plim iento ejecutivo se constituye en c riterio y credencial del Yo y en in stru m en to de su autoafirm ación. Pero lo que m ás d em u estra la índole de necesidad y no li b e rta d del p rin cip io de la identidad del Yo consigo m ism o es la conocida proyección sobre el am enaza do que no se doblega de la responsabilidad del cum plim iento de la am enaza po r el am enazador; éste parece s e n tir com o tan necesaria, tan inexorable su propia acción de c u m p lir lo am enazado, que la hace ajena a su propia responsabilidad y la rem ite a la del amenazado, como si le dijese: «Tú eres el responsable ante la H istoria, porque tenías en tu m ano la facul tad de cu m p lir m is condiciones, y no cum pliéndolas me has obligado a h acer ejecutiva mi am enaza».4 El am enazad or rechaza hacerse responsable de su propia acción, proyectando la responsabilidad sobre el am enazado, porque una vez p roferida la am ena za, sustentándose é sta sobre la im ponente fuerza de la identidad del Yo consigo mismo, él ya se tiene po r tan poco libre ante cu a lq u ier acción que tal identi dad pueda exigirle, por tan irresponsable con respec3. L a fó r m u la « C o m o m e lla m o F u la n o » , co n q u e se a s e g u r a el c u m p lim ie n to d e la am e n aza , a lu d e en fá tic a m e n te a la id en tid ad , re p re se n ta d a p o r e l n o m b re p r o p ia 4. V é ase « E s a s Y n d ia s e q u iv o c a d a s y m a ld ita s» , A PEN D ICE III, n o ta a p ie de p á g in a n ? 7, en la p á g . 6 19 .
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lo it olla, com o si de una fuerza de la natu raleza se (i atara. Pero lo que ya toca el colm o del asom bro i que el am enazado m ism o se m uestre com prensivo . un el am enazador, reconociéndole la indefectibilii|ud del nexo de am enaza que lo obliga y asum iendo l.i responsabilidad del cum plim iento de la am enaza que sobre él proyecta el propio ejecutor, aviniéndom .i poner a cargo de su conciencia la acción violenI» que sobre sí m ism o ha tenido que sufrir. El amenazado, hecho ya víctim a de la violencia que ha iludo cum plim iento a la am enaza, acep ta a su m ir la lesponsabilidad que el propio e jecu to r de la violeni i.i proyecta sobre él, acepta hacerse responsable de uua acción ajena p e rp e tra d a c o n tra él, porque reco noce que —según la ley de h ierro del Yo de ¡den udad—, una vez proferida la am enaza, ya sólo su respuesta, la del am enazado —esto es, ce d er o resis tir—, es libre, puesto qu e el am en azad o r ha encade nado su p ropia identidad a la indefectibilidad del nexo de am enaza. E sta tan ex tra o rd in a ria circuns tancia de que la víctim a m ism a llegue a legitim ar, ton su consentim iento en hacerse responsable, la propia ley que ciegam ente abate su saña sobre él, y en que una ceguera voluntaria inflige tan sólo otra más ciega voluntad, pone escandalosam ente de re lieve hasta qué punto el Yo de identidad confuta cual quier confianza sobre el albedrío. El Yo de identidad, en cuanto órgano aním ico del antagonism o, sale por garante de la indefectibilidad del nexo de am enaza; pero, a la vez, la indefectibilidad del nexo de am ena za se constituye en credencial del Yo de identidad y en in stru m en to de su autoafirm ación. 16. C onsiderar la suposición de que alguien no cum pla la am enaza com o algo casi tan im pensable como que una piedra se detenga en el aire en m itad de su c aíd a y no llegue h a sta el suelo, o sea, conce der a la fatalid ad sintética —y a la constricción de 493
la identidad del Yo, que, com o com ponente su b jeti va, la su ste n ta — un e statu to de necesidad e q u ip a ra ble al de la ley gravitatoria, pretende se r algo m ás que una am arga e hiperbólica ironía sobre la presun ción de lib ertad del se r hum ano. Ha habido, p ro b a blem ente, m ás casos de am enazas que no se hayan cum plido que de p ied ra s que hayan dejado de caer, pero eso no es objeción bastante, a m i entender, con tra la legitim idad de tra ta r la configuración a n tro pológica del Yo —que no es lo m ism o que d ecir «del hom bre»—, y en cuanto fundam ento de la síntesis de la fatalidad, con algo así com o con pinzas de biólo go y una m irad a form alm ente afín a la del n a tu ra lista. Tanto m enos recom endable es, en determ inados casos, la confianza cuanto m ás fam iliar nos sea el objeto. ¿Y qué hay m ás fam iliar que la soberbia? Nos lo es hasta tal punto, que el célebre ortegajo: «Yo soy yo y mi circunstancia» deb ería sin m ás se r corregi do y renovado con la fórm ula: «Yo somos un servidor y su soberbia», pues a tanto com o eso —quiero de c ir a tan to com o p ara q u e d a r explicitada en su definición— llega el grado en el que la soberbia, com o pasión e im pulso de la identidad, se ha hecho un solo cu e rp o con el sujeto hum ano. El im ponente d e r de la presión que el Yo —y de m odo particu• si es colectivo—, com o el h ip ertrofiado órgano aním ico del antagonism o, puede llegar a ejercer so bre el sujeto hum ano, en la tu p id a red de relaciones y trances antagónicos —que aquella m ism a hipertro fia m ultiplica—■,es algo que rebasa por com pleto los alcances de la psicología, o sea, c u alq u ier form a de interpretación y exam en bajo el supuesto de «de form aciones» individualm ente reductibles y localizables. S e ñ a la r com o una deform idad o com o un síndrom e patológico un rasgo constitutivo del m o delo a p a rtir del cual la ciencia ha conform ado sus ideas de salu d y enferm edad es in c u rrir en un equí voco análogo al del cuento del p atito feo.
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17. El Yo —siem pre en la referida caracterización como el sujeto hum ano en cuanto identidad— ha po dido surgir filogenèticam ente como el órgano aním i co del antagonism o; o, m ás explícitam ente, el órgano destinado a la función de c o n c en tra r y de regir las fuerzas p u estas en juego en toda su erte de situacio nes antagónicas. De ahí que se haga un solo cuerpo con el in stru m en to y que conciba com o in stru m e n to el c u erp o mismo. Como q u iera que la venganza V su fu ro r (tema, por lo dem ás, c aracterístico de la literatu ra del destino y la fatalidad), aunque m oder nam ente nos suela se r representada —p o r ejemplo, en el decim onónico teatro de tesis co n tra el duelo— en relación con la pasión personal de la soberbia, que es el afecto y el im pulso de la ley de identidad del Yo consigo mismo, tiene, sin em bargo, origen, en cuanto deber, no en una relación del individuo ais lado respecto de sí mismo, sino del individuo en cuanto m iem bro de un linaje com o un deb er hacia el linaje entero (y en sociedades acéfalas, en las que los vínculos de sangre ejercían una función de cohe sión y p ertenencia análoga a la que m ás tard e ejer cería la ordenación jerárquica), uno se siente tentado a preguntarse si lo im perioso de la ley del Yo, o sea, el im placable im perativo de ser idéntico a sí mismo, que hoy suele m anifestarse com o u n a autoconstricción del individuo aislado, no se rá la reliquia o el estigm a de lo que no fue, en principio, sino la cons tricción difu sa del linaje sobre c ad a uno de sus m iem bros; lo que, al fin, equivale a preg u n tarse si el Yo mismo, com o sujeto en cu an to identidad (y nó tese que al exam inar la identidad, incluso individual, es bien difícil y suele re s u lta r artificioso soslayar el i am ino que acab a rem itiéndola de un m odo u otro a la pertenencia), no ha de h a b e r sido u n a in stitu ción colectiva antes que individual, tal com o se ha corroborado que lo era una de sus m anifestaciones: la venganza. La identidad del Yo, a la que, com o en 495
la ley de honor, el sujeto ha de sa crifica r su propia vida, seria testigo de esa pertenencia al linaje. La ven ganza era el deber de restauración autoafirm ativa de un linaje, o, según mi supuesto, de un «Yo colectivo», puesto en cuestión po r cu a lq u ier agravio recibido. (Que la constricción del Yo colectivo del linaje sobre cada uno de sus m iem bros, en el d eb er de la vengan za, haya podido convertirse en au toconstricción in terna del individuo aislado, generando el que hoy nos aparece com o Yo individual, no sería un fenóm eno m ás extraño que el de que el Yo, com o órgano a n í mico del antagonism o, haya podido h ip ertro fiarse m ás allá de la m edida a ju sta d a a los antagonism os digam os «m otivados» y haya dado lugar al quid pro quo de su sc ita r antagonism os gratuitos, com o situ a ciones funcionalm ente idóneas para descargar el ex cedente ocioso de su potencial, conform e a lo ya dicho m ás arriba.) Como quiera que sea, el m encio nado ca rá c te r autoafirm ativo, o sea, de reafirm ación de la identidad del Yo consigo mismo, que conservó la venganza incluso en su u lte rio r form a individual hizo que la renuncia a la venganza, com o renuncia a la autoafirm ación, fuese sentida com o autonegación. De ahí, que quien o sase p roponer la renuncia a la venganza tenía que s a b e r que proponía a los hom bres nada m enos que la autonegación del Yo, y quien de hecho se atrevió a p red ic ar esa renuncia, o sea, el perdón, no usó, en efecto, o tra fó rm u la m e nos categórica que «Niégate a ti mismo». E stas pala bras de Jesús de Nazaret han sido casi siem pre oídas com o una invitación a la ab stin en cia y la autorrepresión —y aun ap licad as p o r los a d m in istrad o res oficiales del m ensaje de Je sú s a la represión de otros afectos, en teram en te ajenos a la única pasión propia del Yo, como sujeto en cuanto identidad, o sea, la so b erb ia—■,cuando, po r el contrario, ju stam en te al q u e b ra n ta r las cad en as de la identidad consigo mismo, que hacían al hom bre fatalm ente esclavo de 496
un destino, venían a a b rir de p a r en p a r las p u e rta s al sujeto hum ano en cuanto libertad. 18. La autoconstricción m oral que Kant llam aba voz de la conciencia y Freud designó com o superego ha sido reconocida com o asunción y apropiación de la constricción social po r p a rte del individuo en el proceso de su crianza y educación. El parentesco entre el llam ado superego y la soberbia puede e s ta r en que m ientras los m andatos del prim ero se refieren al in terio r social, com o código de conducta p ara con los propios, los m andatos de la segunda surgieron como referencia al exterior, al extraño, y de ahí que sea un sentim iento antagónico, puesto que el Yo co lectivo de una com unidad de pertenencia está nega tiva y antagónicam ente definido respecto de otro ajeno. Sólo la pertenencia confería a los individuos, como una m arca carism àtica, la identidad, sin la cual no adquirían en toda su plenitud la condición hum a na de persona. Al patroním ico y el gentilicio, com o determ inaciones de pertenencia según el ius san guinis, tal vez vino a añ ad irse el toponím ico sólo cuando el lugar, la ciudad, c o b ró alguna vigencia en cuanto com ponente del e sta tu to de persona (y digo «alguna vigencia», porque, po r cu an to se me alcan za, el ejem plo de un ius loci totalm ente suficiente con independencia del ius sanguinis para conferir al in dividuo la ciudadanía, esto es, la condición plena de persona, es sólo un caso extremo, tal com o se da en ¡a form ación de la b urguesía m edieval, am én de que el propio ius loci se ha m ostrado bien capaz de ge n erar una nueva pertenencia, que incluso se busca o inventa raíces o identidades en todo afines a las del ius sanguinis). Sea de ello lo que fuere, en la com u nidad de p ertenencia la función del antagonism o se concentraba en el Yo de identidad. La soberbia era el m úsculo aním ico del Yo de identidad, y en ella te nia la com unidad la g aran tía de que el guerrero 497
a fro n taría la m uerte física antes que s u frir la m u e r te civil de se r excluido de la com unidad de perten en cia. El estad o p u ro de tal clase de com unidades puede e s ta r representado p o r aquellas en las que la moral de honor bastaba como única constricción que sujetase al individuo, es decir, aquellas sociedades de que h ab la Jouvenel en las que, según cita de Hannah Arendt («Sobre la violencia», apéndice XI), el úni co castigo p ara el delincuente era la proscripción, o sea la separación de la pertenencia, y p o r tan to la pérdida de la identidad y de la propia condición de persona. Por m uchas aventuras y desventuras que, desde e sta p rehistoria, hayan podido s u frir la so ciedad y el individuo, se d iría que, en la soberbia —com o en el superego—, el Yo individualizado con serva la huella de esta acuñación o rig in a ria p o r el Yo colectivo, com o lo m u estra el hecho de que carez ca de un signo m oral unívoco. Pues, en efecto, la soberbia que, em ancipado el individuo, puede hoy re volverse antagónicam ente co n tra los propios, tan sólo raram ente es en tales casos ap robada com o dig nidad o sentido del honor, m ien tras que en las m o dernas, artificiosas y ab stractas reconstituciones del Yo colectivo, com o es el caso actu al de la nación, es encom iásticam ente encarecida como patriotism o. De modo, pues, que la últim a form a de aparició n de la soberbia —lícita, por se r colectiva— es lo que pue de distinguirse, con idénticos rasgos, en el naciona lism o y en el auge p articip a to rio en los llam ados deportes de m asas, cuyo d esarro llo se ha c a ra c te ri zado tam bién com o «narcisism o colectivo». 19. Del hecho de que por la pertenencia se ad q u i riese la identidad, que confería al individuo, en toda su plenitud, la condición de persona, se deriva pro bablem ente el que la tran sacció n ju ríd ic a que se rep resen tab a —fuese o no p o r ficción— com o su b yacente al e statu to de la esclavitud fuese la de la 498
conm utación de una m u erte de hom bre por una supervivencia de anim al. Quien elegía la m u erte conservaba su entera condición de persona, con su identidad y su pertenencia. A ello responde la que seguram ente es la m ás prim itiva form a del suicidio: el suicidio de honor; el clásico suicidio del general rom ano derrotado, y así mismo, en el bushido, el có digo de honor del sam urai, lo que éste llam aba «el honroso cam ino de salida», esto es, el jara-kiri. En la colonización española de América, el hecho de que de los indios de las encom iendas que, de la form a que fuere, perdían a su encom endero español se di jese que quedaban «vacos», o sea, vacantes (situación en la cual quedaban a disposición de otro encom en dero que los reclam ase p ara sí), no significa o tra cosa sino que los indios en general habían perdido la m era capacidad de c o n stitu ir p ertenencias que confiriesen a sus m iem bros la identidad vinculada a la condición de persona. La disolución de las u ni dades dem ográficas por los repartos de la encom ien da prim itiva, o de trab ajo s forzados, que en algunas partes, com o en Venezuela, sobrevivió ju n to a la en com ienda clásica (según la term inología de Silvio Zavala), m aterializaba, incluso, tal capitidism inución. La institución de la encom ienda se instaura, casi autom áticam ente, ya al com ienzo de la dom inación española, de m odo que el efecto de é sta sobre los in dios fue la transform ación de su h á b ita t en te rrito rio y de los habitantes en población. Por «población» y «territorio» entiendo el resultado de la acción abs tractiva de la dom inación sobre los h ab itan tes y el hábitat. La población es la ab stracció n de los habi tantes, definidos po r vínculos de pertenencia y de asentam iento, en puro censo total fungible y desplazable. Nadie expresó m ejor esta abstracción que N a poleón en el cam po de b a ta lla de Eylau, cubierto, pese a su victoria, de cadáveres de franceses: «Todo esto lo rem edia una noche de París», donde los fra n 499
ceses son concebidos com o m eras unidades censitarias de la población. En cuanto a la territorialización del h ábitat, ya se puede en te n d e r que es la c o rre la ti va desconcreción del país descriptivam ente caracte rizado p o r cualidades físicas y biológicas que son su stitu id a s p o r factores de control p o r la dom ina ción, com o son la determ inación de en cru cijad as estratégicas, po r las que se rige ahora la red de cam inos y la precisa determ inación de fronteras y el ajedrezado interno en unidades de adm inistración y guarnición m ilitar. En América, el desnivel que ha bía en tre el grado de individualización b urguesa de los españoles y el grado en que, especialm ente los tainos, p erm an ecían configurados bajo una form a muy estable y vivaz de sociedad de p ertenencia de bió de ag ig a n tar la desventaja. La disolución del há b itat y la dispersión de las pertenencias fueron, en las Antillas, casi instantáneas, de m odo que la for zada individualización im puesta po r las encom ien das debió de re su lta r p ara los tainos una pesadilla incom prensible. El m ensaje «Niégate a ti mismo», que traían los m isioneros, rara vez ha podido ser un sarcasm o m ás sangriento. 20. La soberbia, la fuerza fósil del Yo colectivo, nace de la p ertenencia y q u e rría volver a ella. Los actuales intentos de reconstrucción de la identidad y, por lo tanto, de la pertenencia com portan —por muy com prensibles que aparezcan en cuanto movi m ientos defensivos frente a la m ala universalidad de un m undo que, com o el de hoy, ofrece, en efecto, m u cho de qué defenderse— un carácter descarriado, im posible y regresivo, po r la inop o rtu n id ad histórica de in te n ta r prosperar: 1?, después de la individuali zación del Yo o, com o dicen los filósofos, de la cons titución del individuo em ancipado; y 2.°, en m edio de la anónim a m ultitud m etropolitana, que no es sino la disolución de todos los vínculos en la fungibilidad 500
y la eq u id istan cia universal. La pertenencia, que quiere restablecerse com o fundam ento orgánico de identidad bajo el principio «Los buenos son los nues tros» es tan m alignam ente regresiva porque a rra s a con su enyosam iento lo único h ab itable que ha deja do la territo rializació n universal: un concepto de la bondad desvinculado de toda relatividad de p e rte nencia. (El C ristianism o debió de desplegarse en u n a si tuación parecida a la nuestra: la producida por la territorialización, la dispersión y la desn atu raliza ción iniciadas por el im perio m acedonio y corona das p o r el rom ano; g racias a ellas pudo llegar a concebirse una ética com o la c ristia n a, com ún y, so bre todo, in d istin tam en te vigente p a ra todos los h u m anos. Si bien, el éxito del «N iégate a ti m ism o» podría tam bién a trib u irse m aliciosam ente al hecho de que convertía en prin cip io ético y en vía de salva ción lo que ya la universal territorialización, d esn a turalización y fungibilización m acedónico-rom ana había p e rp e tra d o contra los hom bres de todas las m aneras. Y del hecho de h a b e r edificado sobre tan mal so la r p odrían venir tam b ién los gérm enes de m ala universalidad que, ya desde Nicea o desde an tes, corrom pieron al C ristianism o. Tam bién p o d ría ser interesante b u s c a r a ver si en el cosm opolitism o surgido de la dom inación m acedónico-rom ana nacie ron igualm ente m ovim ientos de regresión hacia la pertenencia. ¿Los zelotes, tal vez? Hay, ciertam ente, m ucho de qué defenderse en este m undo de hoy, pero lo últim o que uno q u e rría ten er que o ír com o defen sa es ese grito, que ya no puede se r m ás que consig na de regresión a la b arb arie: «Los buenos son los nuestros».) 21. La afirm ación de Engels, en el A nlidühring, de que «la introducción de la pólvora y las arm as de fue go no fue en m odo alguno un acto de violencia, sino 501
un progreso in d u strial y, p o r lo tanto, económ ico» es un ejem plo ideal de falsedad por univocidad; ya el m ero esquem a «no fue A, sino B» se p resta a ello, por cu an to presupone ya d eterm in ad a la relación lógico-conceptual entre A y B. Pero tal falsedad se ha ido m ultiplicando conform e se ha agilizado la po sibilidad de los rearm es, increm entando su función de gesto, acentuando la m ovilidad de su valor com parativo, acrecentando ex traordinariam ente su peso diplom ático; m ientras, p o r su costado tecnológico, ha alterad o y h a sta descabalado las condiciones de obsolescencia de las arm as, en la m edida en que todo rearm e a p a re ja hoy alguna invención su p e ra d o ra y, en consecuencia, innovación com parativa. La obso lescencia individual, o sea, el desgaste de cada ca ch arro singular, pierde im p o rtan cia en beneficio de la obsolescencia especifica. La experiencia de otros cam pos económ icos no es aplicable a la in d u stria de arm am entos. La aceleración de la obsolescencia de liberadam ente prom ovida por los productores, tal com o en el clásico cam po de la vestim enta, donde las a rb itra ria s m utaciones de la m oda sirven de ace lerador de una obsolescencia que sería m ucho m ás lenta si se supeditase al desgaste m aterial de las prendas singulares, no es aplicable a la in d u stria de arm am ento; aquí no tienen cabida, en principio, los caprichos, a u n q u e una c ie rta golosinería infantil de los m ilitares ante los nuevos juguetes tecnológicos da tam bién qué pensar. Pero, valga lo que valiere este factor, la aceleración de la obsolescencia en el a rm a m ento consiste, delirios al margen, fundam entalm en te en perfeccionam ientos tecnológicos efectivos, dada la enorm e p reponderancia alcanzada por la obsolescencia específica sobre la individual. Una in novación en tal o cual artilu g io lograda por una in d u stria a rm a m e n tístic a extranjera puede poner fuera de com bate, sin d isp a ra r un tiro, el 60% de la escuadra de un país. La obsolescencia de las arm as 502
propias puede caerle a un país en la cabeza como una repentina catástrofe desencad enada desde la im a ginación de un ingeniero de un país remoto. El fa bricante de arm am entos tam poco se alegra o se entristece al unísono con su propio país; a veces lo que es una catástrofe p ara el país puede se r una autén tica fo rtu n a para el fabricante, que ve a b rirse ante sus ojos la ocasión de un contrato m ultim illo n ario p a ra renovar ese 60% de la escuadra, obsolescido de un golpe p o r la invención ex tran jera de un nuevo m isil. A veces, inversam ente, otro m isil, en es tado de puro prototipo, hace volar de un soplo de en cim a de la m esa del m agnate industrial otro contrato m ultim illonario. La prevención, la propia necesidad de previsión, que exige la antelación con que hay que poner en m archa los proyectos, se m u estra com o el factor m ás activo p ara la síntesis de la fatalidad. Y en este punto, com o en ningún otro, encaja la res tricción com plem entaria, señalada respecto de la his toria de las invenciones, com o condicionam iento negativo, con el ejem plo de cóm o la invención del torno, privilegiando inm ensam ente la cerám ica de revolución, puede h ab er supuesto el m ás grave d etri m ento p ara o tra s form as de cerám ica posibles. El «tiene que p artir» sería, bajo este aspecto, la volun tad delegada y la lib ertad enajenada referentes a la objetivación de la fuerza del sujeto p o r el em bargo de fuerzas que ha co n stituido el arsenal; pero hay que c o n sid e rar el efecto retroactivo tanto del arse nal existente com o del proyectado o com enzado, en cuanto voluntad delegada y libertad enajenada, con form e a lo ya dicho m ás a rrib a en relación con la cerám ica, pero aquí no sólo hacia el futuro, sino tam bién hacia el pasado, o sea, hacia hoy mismo, que es pasado en relación con el día en que se hayan cum plido los proyectos. La actual industria de arm am en tos deja al desnudo toda la falsedad y la indigencia conceptual de la citad a afirm ación de Engels. 503
22. Veamos ahora, por fin, el ejem plo m ás cons picuo de em pecinam iento consciente y voluntario en la síntesis de la fatalidad, ejem plo al que le ven d ría com o de m olde aquella expresión orteguianofalangista de «voluntad de destino». Se tra ta de un texto del New York Tim es reproducido p o r el ABC del 20 de diciem bre de 1985, del que en tresaco lo si guiente: «La idea que ahora prevalece es que cada vez será m ás difícil d a r m archa atrás, incluso a pe s a r de que las autoridades n o rteam erican as y los le gisladores son conscientes de que existe una enorm e confusión en torno a cuáles son los propósitos y las consecuencias de la Iniciativa de Defensa E stratég i ca tal y com o ahora se reconoce (...) Altos cargos N or team ericanos creen que el program a no ha alcanzado aún el p u n to de no retom o (subrayado mío). Dicen que están esp eran d o la ocasión p ara conseguir que el presidente a u to rice las m edidas que com prom e tan aún m ás el proyecto (subrayado mío) antes de que abandone el cargo en 1989, de form a que su sucesor quede m ás o m enos obligado a seg u ir adelante con él». (H asta aquí el N ew York Times.) Supongo que el «punto de no retorno» que se de sea a lcan zar e sta rá determ in ad o po r el volum en del capital invertido en el proyecto, en el sentido de que a p a rtir de una determ inada cifra la renuncia al pro yecto no pueda ser económ icam ente reabsorbida, al m enos con un grado todavía so p ortable de pérdidas o no ganancias, sin conllevar una m ayor o m enor ca tástrofe económ ica. M ientras el interés del capital inversor no e sté com prom etido con el proyecto IDE hasta ese «punto de no retorno» en que cualquier de sistim iento com porte una am enaza sustancial de rui na, las distintas ideas, teorías, obsesiones, doctrinas, caprichos, u opiniones políticas o geoestratégicas so bre el asunto tendrán todavía alguna fuerza en el por venir del proyecto. Es decir, m ien tras el ilusorio o real fin objetivo del proyecto IDE en cuanto tal pue 504
d a tener, de un m odo u otro, ap asionada o d esap a sionadam ente, etcétera, la ú ltim a palabra, el porve n ir del proyecto en cuestión no e stá asegurado. Cuando, com o propugnan los m ás puros principios del liberalism o económico, no sea ya el interés pú blico y objetivo del producto final (ía defensa e stra tégica) lo que, com o beneficio colectivo de la entera sociedad, tenga la p rim acía en las consideraciones decisorias, sino el interés privado de los inversores m axim izadores com prom etidos con el proyecto, en tonces éste e sta rá plenam ente asegurado. Así, c u a l quiera que fuese el origen de la Iniciativa de Defensa ^ stratèg ica (la paranoica obsesión de un sector de opinión política, la bú sq u ed a de un aum ento en el sentim iento narcisista del propio poder, una preocu pación m ás o m enos delirante p o r la defensa nacio nal, la deform ación funcionalista de los expertos en tecnología arm a m e n tista o en geoestrategia, que les hace b u sc ar lúdicam ente com placencias ajenas a cualquier ponderación de verosimilitud), una vez que, rebasado ese «punto de no retorno», su m otivación quedase desplazada de m odo dom inante al interés particular, con arreglo a las exigencias del m erca do, h ab ría quedado definitivam ente excluido cu al q uier cam bio de opción.5 Si es un determ inado 5. N o sé si m i ig n o ra n c ia e c o n ó m ic a e s tan su p in a c o m o p a ra no c o n s id e ra r e q u iv o c a d a , ir r e a l o a l m en o s h ip e r b ó lic a la s u p o sición de q u e u n a in versión de c a p ita le s c o m p ro m e tid o s en un g i gan tesco p ro yec to e s ta ta l p a ra c o n s t r u ir c a r ís im a s p la n ta s d e p ro d u cc ió n d e v a cío , co n d e s c o m u n a le s re c ip ie n te s p a ra co n te n e rlo y c o n s e r v a r lo — ig u a lm en te c a rís im o s , h a b id a c u e n ta del g r o s o r y la p e r fe c c ió n d e u n a s p a re d e s c a p a c e s d e s u je ta r la titá nica fu e r z a im p lo siv a d e l v a c ío — n o te n d ría p o r q u é d a r lu g a r -al m en o s en un p r in c ip io — a n in gu n a c a tá s tro fe ec o n ó m ic a p o r »•I m ero h ech o d e q u e ta l v a c ío fu e s e to talm e n te in ú til a la s o c ie dad y a l p ro p io E sta d o , s in o s ó lo en e l c a s o d e q u e é ste re c o n s i derase el pro yecto y d e s istie se d e él u n a vez h e c h as la s in version es v a m ed io c o n s t r u ir la s im p o n en tes in s ta la c io n e s , d a n d o lu g a r a una q u ie b r a p lu r ib illo n a r ia d el holding c o n stitu id o y d e s tru y e n do d e c e n a s o c e n te n a re s d e m ile s d e p u e sto s de t r a b a ja
partido, u n a ideología, una doctrina, una in te rp re tación de la situación del mundo, etcétera, lo que de fiende la conveniencia de la IDE, el deseo de llegar al «punto de no retorno» se apoya en una denodada voluntad de h a c er p revalecer esa d o ctrin a sobre sus contradictores y se vale del expediente objetivador de llegar a com prom eter al m ercado y al capital h a s ta que éstos m ism os se vean forzados —cualquiera que sea su opinión sobre la IDE, que m ás bien suele no ser n in g u n a— a excluir, p o r económ icam ente ca tastrófica, cu a lq u ier o tra opción. Cuando el m erca do y el cap ital estén tan com prom etidos por las inversiones avanzadas y las expectativas concebidas, que cu a lq u ier o tra opción se haya vuelto ruinosa, toda discusión sobre la necesidad, la conveniencia, la o p o rtu n id ad de la defensa estratégica h a b rá que dado excluida del d iscurso p o r con tem p lar a lte rn a tivas que se han vuelto económ icam ente inaccesibles. Llegar a ese «punto de no retorno», que ap areja p e r d er la lib ertad de opción, viene a ser un m odo de h a cer triu n fa r por fuerza la propia opinión, al h a c er inviables las restantes; es un m odo de ten e r razón por elim inación de las condiciones de posibilidad para cualquier opción de los contradictores, y, en fin, de p ro d u cir una rotunda fatalid ad sintética. 23. De las dos direcciones en que, a p a rte de la adm onitoria, que es com prensiva, puede m overse el análisis del refrán de la flecha, la norm ativa nos lle va, com o hem os visto, a la petrificación del sujeto en el com prom iso consigo m ism o del Yo de identi dad, tal com o ha podido contem plarse sobre todo en el pragm a de la am enaza, y la descriptiva es la que estoy desarrollando ahora. Según esta dirección des criptiva, el sujeto objetiva su intención, al tra n s ferir su fuerza m u sc u la r a la tensión del arco y ac u m u larla en éste, pero esta objetivación puede re troceder al acto de e m p u ñ a r el arco, al de llevarlo, 506
poseerlo y h asta fabricarlo, de tal su erte que ya los arsenales de a rm a s son intención hu m an a objetiva da; y lo son h a sta el punto de que las buenas inten ciones internacionales de apaciguam iento, o, com o suele decirse, «distensión» (y, p o r cierto, en intere sante coincidencia con la im agen del arco), necesi tan cum plirse en la d estrucción m aterial de los arsenales, dem ostrando con ello h a sta qué punto és tos son depositarios reales de intenciones hum anas. Y si la destrucción de las a rm a s es un acto de paz, su construcción y aun la invención que hoy general m ente la acom paña son virtualm ente, en contra de la afirm ación de Engels, actos de guerra. También, por supuesto, sim ultáneam ente, hechos económicos, sobre todo considerados a la luz de la diabólica am bivalencia de lo que E isenhow er llam ó «el com plejo m ilitar-industrial». Y, a este respecto, conviene su brayar la m aligna divergencia connivente al hecho de que el fu tu ro proyecto IDE busque d elib erad a m ente convertirse, ya desde el estado de m ero pro yecto, en subjetividad hum ana objetivada y, p o r lo tanto, en fatalid ad sintética, precisam ente a través del m ercado, o sea, a través de intereses y fines en principio ajenos a su propio, intrínseco, fin, al tra ta r de com prom eter, tal com o ya he descrito, el inte rés p a rtic u la r de los m agnates in d u stria le s en un grado de inversiones anticipadas suficiente para que cu alq u ier posible suspensión del proyecto apareje una catástrofe económ ica de tales proporciones que toda la nación se vea obligada a a c ep ta r y hasta apo yar la continuación. Así, el em peño en la objetivación, al m ovilizar com o instrum ento objetivador intereses y fines ajenos a los específicos del proyecto, pone, m ediante una deliberada falta de tra n sp a re n c ia en tre el designio y su instrum ento, fuera de juego c u a lesquiera consideraciones sobre el contenido propio del proyecto. La espontánea presión del interés p a r ticular, que el liberalism o tradicional consideraba la 507
involuntaria pero a la vez m ás certera prom otora del beneficio público, es solicitada y p u e sta en juego aquí para d e s tru ir las sim ples condiciones de posi bilidad de cu a lq u ier o tra opción que no sea la ya de cidida de antem ano, por soberano a rb itrio del poder, como la m ás beneficiosa p ara el in terés público de la entera sociedad. 24. Visto, pues, hasta aquí, adonde hem os ido y adonde todavía podríam os ir a dar, a través de las am plificaciones institucionales y hasta estatales por la que vengo llam ando dirección objetiva de sentido del refrán de la flecha, esbozaré tan siquiera una vis lum bre de lo que parece a so m a r por la que llamo, a su vez, dirección de sentido subjetiva, si, p aralela mente, refiriésem os cosas com o la am enaza o la ven ganza, con su terrib le lem a «Identidad obliga», no ya a sujetos personales —únicos sujetos vivos y ver daderos—, sino a sujetos que, en principio, tan sólo lo serían, o deb erían serlo, en el sentido gram atical de la palabra, como, p o r ejemplo, el Estado. Lo p ri m ero que el cam bio me suscita es la im presión de que lo que el arq u ero individual enajena y objetiva en el arco y la flecha, aun sin d e ja r de se r genética y fisonóm icam ente relacionable, es, sin embargo, no sólo cu an titativ a sino tam bién cualitativam ente in com parable con lo que —aun dando por buena la de sacred itad a figura de un c o n tra to — el conjunto de subjetividades vivas y verdaderas de u n a colectivi dad hum ana enajena y objetiva en el arco tenso de un Estado. Conviene, sin em bargo, in tercalar en este punto la advertencia de que, po r m ucho que, desde cierto punto de vista, el Yo del E stado sea, en c u a n to sujeto, una ficción gram atical, un ídolo del teatro, tan sólo la m iopía de un nom inalism o obstinadam en te ingenuo puede d e sd eñ a r la realidad autónom a operante de esa p ersonalidad subjetiva m eram ente atrib u id a, y —com o si tal a trib u ció n pudiese ser in508
m uñe a indeseables consecuencias— volver a rem i tirla sin residuo a los sujetos hum anos en quienes pretendidam ente se encarna. Para tal clase de nom i nalistas, el Estado tan sólo tom aría atribuciones gra m aticales de sujeto com o abstracción de los sujetos hum anos que, según ellos, realm ente lo encarnan, cuando, por el contrario, m ás bien sería sujeto ju s tam ente en cu an to plasm ación autónom a v irtu a l m ente resu ltan te de la vam piresca des-encarnación de esos m ism os sujetos en quienes se pretende en carnada. La subjetividad del Estado, lejos de rem i tir a nada que lo encarne en cada sujeto singular, denota, a p esar suyo, lo que incluso en las en trañ as de esos sujetos está desencarnado. El gran Yo del Es tado vive, como un vampiro, de la desencarnación de los sujetos en los que se pretende legítim am ente sub rogado. Dicho esto, considérese ahora que, si pare ce b a sta n te verosím il que, pongam os p o r caso, la indefectibilidad con que el Yo del Estado necesita ha c er c a er el peso de su a p a ra to de ju sticia sobre la cerviz del delincuente tenga po r fundam ento un prin cipio análogo al del Yo individual: la identidad; por el contrario, m ien tras con respecto al Yo individual todavía podía ca b er la duda sobre la suficiencia de la psicología y no disonaban p alab ras psicológicas, com o «soberbia», en cam bio, con respecto al Yo del Estado resu lta ría totalm ente risible tan sólo conje tu ra r la eventual aplicabilidad de la psicología a m a nifestaciones com o la necesidad de indefectibilidad de su justicia. 25. La indefectibilidad de la ju sticia estatal reside en esa actuación constante que llam am os «vigencia» y que consiste en e s ta r y m antenerse operando aun fuera de ocasión y al m argen de c u a lq u ier positiva solicitación p o r el agravio. Su indefectibilidad nada tiene que ver con la venganza de parte, a la que ha desencarnado, a la que ha desposeído, y en quien se 509
ha subrogado, sino que es la indefectibilidad de algo estatu id o en form a de cum plim iento perm anente; algo que, com o la tu rb in a del molino, no deja de es ta r g irando noche y día, haya o no haya grano que moler. Y, a este respecto, m e viene a la m em oria cier to pasaje que mi inolvidable y m alogrado am igo don Jacinto B atalla y Valbellido dejó escrito en el orig i nal inacabado de su libro inédito, E stam pas m ejica nas, y que dice así: «En la feria de Querétaro, en 1938, tuve ocasión de ver un insólito a u tó m a ta de b a rra ca: una figura algo m ayor que el n atu ral, en talla policrom ada, que tenía vendados am bos ojos, que riendo indudablem ente rep re sen ta r a la Justicia, y la espada em puñada con las dos manos; algún resor te oculto, cuyo eje se dejaba entrever en las axilas, algo m anchadas de lubrificante negro y oleoso, le ha cía b a ja r los brazos de m odo que la esp ad a fuese a d a r sobre el tajuelo que tenía delante, para luego vol ver a levantarse pesadam ente y rep etir el golpe, todo ello a intervalos regulares. E ste a u tó m ata debía de estar, por entonces, incom pleto, porque, lógicam en te, uno se habría esperado hallar otro muñeco, igual m ente autom ático, que representase al reo, con el cuello apoyado en el tajuelo, y que p o r resortes pro pios separase la cabeza del tronco a cada tajo de la espada, para volverlos a ju n ta r en espera del siguien te; pero a e sta pérdida del personaje que sin duda había com pletado en un principio el conjunto del ju guete suplían ahora, en c ie rta m anera, los chiquillos que, cuando el dueño de la b a rra c a no m iraba, ju g a ban a poner un brazo, y alguno incluso el cuello, encim a del tajuelo, com o desafiándose a ver quién a g u an tab a m ás antes de que la esp ad a lo alcanzase, aunque, al se r é sta de m adera, po r m uy repintada de p u rp u rin a im itación-acero que estuviese, tam po co podría haberles hecho dem asiado daño». A sem e janza de este a u tó m ata de feria que no escapó a la m irada siem pre atenta del m alogrado Don Jacinto, 510
la indefectibilidad de la ju sticia parece c o n sistir en un autom atism o que hace c a er sobre el tajuelo el gol pe de la espada con intervalos m ínim os y siem pre idénticos e independientem ente de que halle o no un cuello de reo bajo su filo. La ceguera de los ojos ven dados con que la trad icio n al alegoría la representa es m ucho m ás que la ceguera ante la p articu la rid a d de cada reo; es la ceguera de la anticipación, p ara la cual no hay ya nada nuevo: ninguna nueva pasión de vengador ante cada nuevo agravio, sino la an tici pada desencarnación de todas las pasiones vengado ras en u n a única, v irtu a l venganza ya cum plida en vacío y p ara siem pre —y p o r tanto, sin tra u m a ni pasión— por la sola in stauración de un a p a ra to de justicia, que, a n te rio r a cu alq u ier posible agravio, se lim ita a rep etir la ejecución de aquella única senten cia ya fallada, y en la que el ejecutado es siem pre el m ism o reo: el que aparece m entado una vez sola y de una vez p o r todas en el código. 26. La ju stic ia codificada del Yo estatal, o sea, el derecho, an ticip a la relación entre delito y castigo (incluso puede decirse que el delito es el agravio re trospectivam ente considerado desde el juicio o des de la sentencia), y en esta relación an ticipada tiene que considerarlos com o sim ultáneam ente dados, re duciendo la sucesión al orden m eram ente lógico. Esta ju sticia es desencarnación de la venganza, en tre otras cosas, p o r h a c er caso om iso del orden tem poral, y con éste, de los sujetos anim ados. Pues, si bien puede decirse que el nexo de necesidad que unía la venganza con el agravio co m p o rtab a tam bién un orden lógico, este orden lógico m ism o estaba inm erso y confundido en el orden tem poral en el que se fun daba y del que no podía ser desglosado, pues al tener la relación de la venganza con el agravio el c a rá c te r de reacción, tal relación perm anecía inm anente al orden tem poral, pues obviam ente el propio concepto 511
de reacción ni tan siquiera puede ser pensado al m ar gen del orden tem poral. Casi com o ilustración esco lar de ello, puede decirse que la necesidad de que toda reacción suceda a una provocación sólo quiere decir que ese es el orden lógico en que, a causa de su inm anencia al orden tem poral, h a b rá n de sucederse, pero no quiere, evidentem ente, d e c ir que a toda provocación suceda necesariam ente una reacción. La no necesidad de que aquí goza el segundo de los té r m inos es el privilegio c aracterístico del orden tem poral que llam am os contingencia. Pero al considerar tan sólo el orden lógico de la relación —donde am bos correlatos, delito y castigo, han de considerarse com o sim ultáneam ente d a d o s—, el derecho desen carn a a la venganza, de la que se pretende sucesor, despojándola del carácter de reacción. El derecho no es provocado p o r el delito, no reacciona frente a él, sencillam ente actúa, al ten e r p erm anentem ente en juego la relación lógica preestablecida. El derecho no tiene tam poco la inexorabilidad activa y pasio nal de la venganza, sino la inexorabilidad inerte y ciega de un organism o inanim ado, com o la del au tó m ata de feria que vio en Q uerétaro el llorado Don Jacinto; a u n q u e a p rim era vista parezca lo co n tra rio, a su actuación no escapa nunca ningún reo, pues el que alguno se su straig a de hecho al cum plim ien to ejecutivo, ello no es sino una contingencia relega da al cam po de la facticidad, que, p ara el punto de vista del derecho, no es, a su vez, m ás que una serví dum bre de orden técnico, respecto de la cual no ha lugar a h a c er cuestión de que el derecho m ism o pueda h a b e r fallado, com o lo p ru eb a el que éste no precise la presencia del reo, ni tan siquiera su de term inación, p ara llevar a cabo sus propias actúa ciones. Por el contrario, que el a u to r de un agravio acreedor a la venganza acabase h u rtán d o se de lu cho a la persecución del vengador suponía un fallo de la venganza m ism a, un verdadero incum plim ien 512
to, po r cu an to la venganza era inm anente al orden tem poral y sólo podía cum plirse en su facticidad. La inm anencia al orden tem poral, con la consiguiente necesidad de encarnación en la subjetividad, supe d itaba el nexo de necesidad entre el agravio y la venganza a las contingencias de la facticidad; con tingencias entre las cuales no está dicho que no pue dan incluirse la com pasión sobrevenida y el perdón. El derecho ha codificado com o relaciones lógicas las correspondencias en tre delitos y castigos, po r cu a n to la inm anencia al orden tem poral de la reacción, com o tran ce interm ediario, ab ría una grieta po r la que las contingencias p odrían in te rfe rir el cum pli miento. En el derecho, el gran Yo del E stado q u e rría deliberadam ente h a b e r elaborado un sistem a de fa talidad sobre las cabezas de los reos; un órgano pre ventivo contra la delincuencia, pero no para im pedir el delito antes de que se cum pla, sino para ten er al reo, aun antes de delinquir, fijado a su destino. El derecho, am asado con el producto de la desencarna ción y expropiación de todos los im pulsos vengati vos, com pensa a los despojados garantizando la fatalidad p ara los reos. Por eso el pueblo que acude a las ejecuciones públicas no ap lau d e porque en la fatalidad que el derecho culm ina sobre la cerviz del reo sienta cum plido su propio poder, sino porque siente vengada su impotencia. Si la venganza de parte tenía que p ro d u cir activam ente, en cada caso, la síntesis de la fatalidad, el derecho es ya fatalidad sin tetizada en el autom atism o anticip ad o de sus presi ripciones. Madrid, febrero de 1987 y enero de 1988
C u a r ta p a r te E s a s Y n d ia s e q u iv o c a d a s y m a ld ita s
I. R equirim iento
Ignoro si en el año 1525, o sea, 12 años después tic su p rim era aplicación, la práctica, tan escan d a losam ente form alista, del «requirim iento» había caí do en tal descrédito que hubiese precipitado en el desuso. Sea de ello lo que fuere, H ern án Cortés era m ucho m ás escru p u lo so y concienzudo que sus pre decesores, y es difícil p e n sar que se contentase con i um plir form alm ente, aun a sabiendas de que los destin atario s no lo oían o no lo entendían, el m an dato del requirim iento. C ortés hacía las cosas con i uidado y con rigor; así en la c a rta Va, donde da » uenta de su expedición a las H ibueras, nos relata un caso que, de hecho, co m p o rta un ejem plo de apli«ación del requirim iento por parte de Cortés. Transcribo sus palabras: «Y ofrecióse que un espanol halló un indio de los que traía en su com pa ñía, natural d estas p artes de Méjico [extranjero, po r tanto, en la región que atravesaban], com iendo un pe dazo de ca rn e de un indio que m ataron en aquel pue blo cuando en traro n en él y vínom elo a decir, y en presencia de aquel señ o r [un pequeño cacique maya que se había presentado a los expedicionarios] le hice 517
»
quem ar, dándole a e n ten d er la causa, que era po r que había m u erto 1[esto no concuerda con lo de m ás a rriba: “que m ataron en aquel pueblo cuando e n tra ron en é l”, donde parece tra ta rs e de u n a m uerte en com bate] aquel indio y com ido dél, que era defendi do por v uestra m ajestad, y por mí en su real nom bre les hab ía sido requerido y m andado que no lo hiciesen, y que así, por le h ab er m uerto y com ido dél, le m andaba quem ar, porque yo no q u e ría que m ata sen a nadie, antes iba po r m andato de su m ajestad a am p a rarlo s y defenderlos, así sus personas como sus haciendas, y h acerles sa b e r cóm o habían de te ner y a d o ra r un solo Dios, que está en los cielos, c ria d o r y hacedor de todas las cosas, por quien todas las c ria tu ra s viven y se gobiernan, y dejar todos sus ído los y ritos que b asta allí habían tenido, porque eran m entiras y engaños que el diablo, enem igo de la na turaleza hum ana, les hacía p ara los en g a ñ ar y lle varlos a condenación p erpetua, donde tengan muy grandes y espantosos torm entos, y p o r los a p a rta r del conoscim iento de Dios, porque no se salvasen y fuesen a gozar de la gloria y bienaventuranza que Dios prom etió y tiene ap a re ja d a a los que en él ere yeren, la cual el diablo perdió por su m alicia y mal dad, y que así m ism o les venía a h a c er sab er cómo en la tie rra e stá v uestra m ajestad, a quien el univer so, po r providencia divina, obedesce y sirve, y que ellos asim ism o se habían de som eter y e s ta r debajo de su im perial yugo y h a c er lo que en su real nom bre los que acá po r m inistros de v uestra m ajestad estam os les m andásem os, y haciéndolo así, ellos se rían muy bien tra tad o s y m antenidos en ju sticia y a m p arad as sus personas y hacienda, y no lo hacien 1. «M u erto» se ha u sa d o h a s ta h ace p o co com o p a rtic ip io d e mu lar, en el p re té rito co m p u e sto : «yo lo he m u erto »; ho y se p re fii n «yo lo he m atad o » .
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ilo así se procedería co n tra ellos y se ría n castigados conform e a justicia».2 C ortés encarece el cuidado y la paciencia con que se extendió en estas y otras consideraciones, y no hay iluda de que, a diferencia del m odo form alista y ruIinario con que en un principio había sido aplicado el «requirim iento»,3 puso todo el e scrú p u lo del m u n do en que el cacique se enterase bien de todo a tra vés de los intérpretes, pero bien puede apreciarse en lo citado con qué a stu c ia y qué sutileza Cortés usa la religión com o instru m en to de dom inación: prim e ro, el preám bulo a te rra d o r del indio quem ado vivo en presencia del cacique, enseguida la explicación ild motivo de un castigo sem ejante y la doble subro gación p o r la que C ortés se subroga en el em p era dor, y éste, a su vez en la divinidad, en cuanto aquel «a quien el universo, p o r providencia divina, obedei f y sirve», de su erte que los «muy grandes y es pantosos torm entos» que am enazan a los que no se avienen a d e ja r los ídolos y ritos que h asta allí han tenido, com o ha hecho el indio quem ado vivo por practicar el rito de com er c a rn e hum ana, vienen a confundirse, por una doble subrogación paralela con rl torm ento de m o rir quem ado que ha padecido el Indio. La infracción del m andato de C ortés contra la anliopofagia es infracción del m andato del em perador rn quien C ortés se subroga e infracción del m an d a to de Dios en quien, a su vez, se subroga el em pera dor. La a stu ta coordinación su b ro g ato ria de las tres autoridades confunde en uno el m andato contra la mil m pofagia, y así el castigo de m o rir quem ado vivo a que C ortés condena al in fracto r aparece a los ojos d d cacique confusam ente relacionado o identifica do con los «m uy grandes y espantosos torm entos» i
Cartas de relación, C a r ta V, 3 d e se p tie m b re d e 15 2 6 . I Véase la N o ta 1.
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que ag u ard an a quienes no «dejan los ídolos y ritos que h asta allí han tenido». La deliberación con que C ortés u rd e y dirige todo el episodio de form a tal que la religión le rinda el m áxim o provecho com o instrum ento de dom inación viene ya su gerida po r la p alab ra con que em pieza el relato: «y ofrecióse». El verbo ofrecerse indica bien a las c laras que el caso es considerado com o ocasión o p o rtu n am en te aprovechable para un propósito en principio ajeno a él. El pecado de antropofagia del indio ha venido ello por ello —com o se dice en Ex trem ad u ra y p o d ría h ab er dicho el propio H ernán C ortés—, o sea, com o de m olde para lo g rar la sumi sión del cacique maya y de su pueblo, y Cortés, con toda la agudeza y todo el tino del m ás perverso ins tinto de dom inación, im provisa exactam ente el es pectáculo que conviene a sus designios, apurando h asta la ú ltim a gota la posibilidad del caso que tan o p o rtu n am en te se le ha ofrecido. N aturalm ente, no pretendo en m odo alguno que esta descripción del uso de la religión com o in stru m ento de dom inación se corresponda con la repre sentación patente a la conciencia de Cortés. Aunque no pueda pensarse que no fuese consciente de su pragm atism o —tal com o lo evidencia la palabra «ofrecióse»—, de su orien tació n de las cosas con arreglo a unos fines, lo dem ás apenas llegaría tal ve/ a sospecharlo, tal com o es propio de lo que me he lim itado a lla m a r perverso instinto, que no precisa ninguna clara conciencia racional para alcanzar, cei tero com o un tiro de ballesta, la diana del designio 2. El m al sin m alo He establecido, por consiguiente, una dualidad de planos, esto es: el plano de lo claram ente m anifiesto a la conciencia de Cortés, com o sujeto em pírico, y 520
el plano de una realidad ultraindividual, el univer sal h istórico de la dom inación, su p e rio r y oculto a esa conciencia, pero que dirigía, no obstante, el puro instinto ciego —especialm ente receptivo en un hom bre com o H ernán C ortés—> de su erte que acertase en cada caso exactam ente con lo que había que hacer. Es esta dualidad de planos lo que el nom inalism o del positivism o h istórico se niega a reconocer, acep tando tan sólo la realidad del sujeto em pírico y re chazando —tal com o el dogm a nom inalista obliga— cualquier posible realidad u operatividad que no sea pura m etáfora al universal. No cabe duda de que, acostum brados com o e sta mos a unas instituciones de ju sticia que, contra la clam orosa evidencia estadística del condicionam ien to sociológico de las conductas delictivas, inculpan v condenan com o si el libre alb ed río no fuese uno de los recursos m ás escasos entre los hum anos; acos tum brados, digo, a este infantil rep a rto de papeles, bueno y malo, com prendo que a m uchos pueda re su ltar tan a rd u o com o tu rb a d o r c u a lq u ier punto de vista que dism inuya en algún grado la responsabili dad de los autores de tan trem endos e incontables crím enes com o los que constituyen la tram a dom i nante en la conquista y colonización de Am érica, pero en esto consiste ju stam en te el m ayor espanto de la H istoria Universal. Para lo que trato de d e c ir puede re su lta r ilu stra ti va la anécdota de aquel que le rep rochaba a otro la lerocidad de su anticlericalism o, diciéndole: «¡Pero, hombre! ¿Cómo puedes envenenarte h asta tal punto la sangre con los pobres cu ras? Tendrán todos las nuñeterías y m ezquindades que tú quieras, las delorm aciones de su ya de p o r sí deform e profesión, peto es injusto y cruel condenarlos como m onstruos tle m aldad, porque ellos no son al fin m ás que unos Infelices m andatarios; el único que es verdaderam en te m alo es Dios». El m ism o cuento puede ap licárse 521
les a los que frente a la fam osa «historia escrita des de el p u n to de vista de los vencedores» pretenden oponer u n a «historia e scrita desde el punto de vista de los vencidos». E sta segunda sería, en cuanto h istoria, tan falsa e ingenua com o la prim era, a la que tra ta ría de con futar, pues el nom inalism o positivista igualm ente im plicado en las p alab ras «vencidos» o «vencedores», que enten d ería las cosas com o si los sujetos em píri eos fuesen los únicos p rotagonistas efectivos, esca m otearía la percepción teórica fundam ental: que el verdaderam ente m alo es Dios, o, lo que viene a ser lo mismo, la H istoria Universal. «La m ediación dialéctica de lo universa! y p a rti c u la r —dice Adorno en su Dialéctica negativa— no autoriza a una teoría que opte por lo particular, para p asarse de rosca, tra tan d o lo universal com o si fue se una pom pa de jabón. La teoría se h a ría así inca paz de co m p ren d er tan to la funesta hegem onía de lo universal en lo establecido, com o la idea de una situación que, haciendo d e scu b rir a los individuos su verdad, despojaría a lo universal de su m ala par ticularidad.» La cosa es, pues, m ucho m ás execrable y m ás fatí dica que si pudiese d ársele rostro y nom bre hum a nos. Lo que, en cuanto representación consciente, llegó a se r incluso p ara los m ás perspicaces de sus sujetos em píricos nada llega a expresarlo m ás aguda m ente que el siguiente pasaje de s ir W alter Raleigli, capaz de h a c e r —por una vez acaso con razón— las delicias de cu a lq u ier psicoanalista: «La Guayana es una tierra que tiene todavía intacta su virginidad; ja m ás saqueada, a ra d a o trab ajad a; la faz de la tierra sin rom per; la virtud y la sal del suelo sin g a sta r poi el abono; las tum bas sin a b rir para sa c a r el oro; las im ágenes de los dioses aún p o r d e rrib a r de lo alto de los tem plos». Como puede apreciarse, un desencadenam iento de 522
los peores instintos de profanación, de ultraje, de de predación. Pero el factor desencadenante, capaz de lesponder satisfacto riam en te a la pregunta: «¿De tlúnde sale de pronto este delirio?», o sea, la esencia de lo que se pretende festivam ente conm em orar en la D isneylandia sevillana de 1992, com o una efeméi Ide que tuviese algo que ver con lo que desearíam os que se considerase hum ano, tiene los rasgos infor mes de un mal sin malo, sólo con despreciables m andatarios, enajenados y com o a rre b a ta d o s de sí mismos p o r el fu ro r de la dom inación. En u n a p a la b ra , la p é rd id a , im p e rio s a p a ra q u ien n tien d a al ru id o de fo n d o de los testim o n io s, la p é r dida de u n su jeto e m p íric o co m o ú ltim o re sp o n sable a q u ie n in c rim in a r de ta n a n c h a y ta n larg a I rag ed ia —co n fo rm e a la c o n fia d a v ersió n con q u e «•I n o m in a lism o h a b ía lo g rad o q u itá rs e la d e e n c i m a— h a d e e n c o n tr a r ta n to en ap o lo g e ta s co m o en d e tra c to re s del d e sc u b rim ie n to , la c o n q u is ta y la i olonización la co m p re n sib le re sisten c ia de q u ien se ve an te la tu rb a d o r a situ a c ió n de q u e todo, sin d e ja r de se r ig u alm en te h o rrib le y doloroso, es m u ch o m ás Inexplicable, so b re h u m a n o , in fra h u m a n o , g ratu ito , timen de m u ch o m ás sórdido, ra s tr e ro y m ise ra b le «le c u a n to p u e d a se rlo in clu so u n a ley en d a n egra, que, c u a n d o m enos, p o d ría v a n a g lo ria rs e p o r el mét tto, c ie rta m e n te d u d o so y d iscu tib le , de o s te n ta r el ten eb ro so re s p la n d o r d e la m ald ad .
Pero la capacidad teórica del conocim iento histót Ico quedaría lam entablem ente castrada, al verse re ducida al m ero registro de los datos, feneciendo en m i puro análisis, com paración y clasificación, y, en consecuencia, sin poder e m itir una sola palabra i utica y, po r ende, productiva y liberadora que decir. El positivism o histórico desprecia, pues, com o m i tología, la presunción de que haya realm ente «desig nios del Altísimo», «H istoria Universal», que hacen n los hom bres agentes o in stru m en to s de su ejecu 523
ción. La afirm ación nom inalista de que los ojos no ven al Altísimo, de que no ven H istoria Universal, de que no ven m ás que individuos hum anos m ás o m e nos racionales o irracionales com o agentes de la histo ria es em píricam ente indiscutible, pero no es m enos cierto que el m ovim iento, la acción y el pro tagonism o de esos m ism os sujetos em píricos se do blegan a las consignas del universal, extrapolándolo y enajenándolo de sí y poniéndolo, com o su propio dueño y señor, po r encim a de sus cabezas, h asta tro carlo en una fuerza real, su p erio r y ya com pletam en te su stra íd a al control de su s deseos y voluntades, a sem ejanza del Yahvé Sabahoz que desde el Sinaí puso M oisés sobre las cabezas del pueblo de Israel, para lanzarlo a rre b a ta d o en puro fu ro r de dom ina ción y de exterm inio sobre la tie rra de C anaán y so bre los pueblos que la habitaban. ¿Se atreverá algún nom inalista a a firm a r que si Yahvé Sabahoz no hu biese sido una fuerza real, aun n acida del hechizo de Moisés, ajena y su p e rio r a la plu ralid ad de los su jetos em píricos que form aban las 12 trib u s de Israel, se h a b ría llevado a cabo con una resolución y una eficiencia tan definitivas la conquista y dom inación de Palestina? M ientras sigan diciendo, contra toda evidencia, que el nom bre de la p a tria es un m ero flatus uocis, no sólo no lograrán nunca explicarnos com o es qui los sujetos em píricos que son los soldados individua les se dejan llevar com o un solo hom bre (tal como gustan de d e c ir los oficiales y com o el propio uní forme pretende sugerir), cantando ese sacrosanto lia tus uocis, al m atad ero del cam po de batalla, sino, lo que es peor, nunca afilará n el aguijón teórico precl so para d e sp a n z u rra r la m uy real diosa siem pre se dienta de sangre que lleva po r nom bre lo que un nom inalism o, ya sospechosam ente pertin az y resis tente a la evidencia, sigue despachando com o puní flatus uocis. 524
Pero mi objeción acerca de una «historia e scrita desde el punto de vista del vencido» no se lim ita a su falsedad en cuanto h isto ria planteada, a ten o r de la intención que su propio nom bre indica, com o con trapolo a la « historia co n tad a desde el punto de vis ta del vencedor», que, ciertam ente, se caracteriza por hacer a los singulares sujetos em píricos hum anos in discutibles protagonistas de gloriosas hazañas, con forme a un m odelo épico m ás bien tardío, ajeno al tono dom inante en los cronistas del siglo XVI, y, a mi entender, surgido especialm ente en los textos esco lares del siglo XIX y principios del XX, elaborando los hechos conform e a un tratam ien to que los deja ba ya d ispuestos p ara sa lta r directam ente al com ic. Y, en efecto, el recuerdo escolar que los de mi edad tenemos de la enseñanza de la historia patria se pue de su p e rp o n e r p erfectam ente a c u alq u ier h isto rieta Ilustrada de tebeo. Tal c la s e de p re s e n ta c ió n de la s h is to r ia s del D e sc u b rim ie n to 4 y la c o n q u ista , c o m p o rta im plít ita m e n te un ju ic io de los h e c h o s q u e p a re c e en ciertos casos no a c a b a r de atreverse a ser d eclara damente ético, como si un resto de pudor lo retuviese en cierto lugar am biguo, form alm ente estético, pero •in ren u n ciar a propugnarse tácitam en te com o éti co Por supuesto su categoría estética casi exclusiva m la de la «grandeza»; c ircu n stan cia que guarda, a mi entender, una concom itancia inevitable con lo que miele llam arse «historia co ntada desde el punto de vista del vencedor», o sea, con la h isto ria concebida rom o m isterio glorioso. Y en ese punto es donde con sidero que d eb ería desplazarse el acento tan desa fortunadam ente colocado por quienes hablan de una posible «historia contada desde el punto de vista del voncido». El intercam bio que, a mi entender, pondría rl acento en el punto adecuado, no es el que pone al 4 Véase a N o ta 2.
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vencido en el lu g ar del vencedor, renunciando a m e no scab ar y p o n er en entredicho el orden m ism o de com prensión en que la h isto ria quiere despacharse com o un aco n tecer siem pre dotado de sentido hu mano, sino el que ponga las nociones «dolor»/«felicidad» en el lugar del p ar «m iserias»/«grandezas».‘i A ello tendería, sin duda, po r su p ro p ia intención, c u alq u ier «historia co n tad a desde el punto de vista del vencido», pero aún le fa lta ría p riv a r de real pro tagonism o al sujeto em pírico del vencedor, única for m a de p riv a r a la h isto ria m ism a de su justificación por el sentido, m ostran d o cóm o en el sentido reside, justam ente, su m alignidad, y correlativam ente cómo el sinsentido, el no tener sentido, el se r fin en sí m is ma, es el a trib u to esencial de la felicidad; con lo que sólo la d enuncia del sentido puede h a c er ju sticia al sufrim iento. De otro modo, la grandeza agradecerá secretam ente a su buena estrella el hab er logrado sa lir, al fin y al cabo, bien librada de la venganza del do lor, que, en su ignorancia, no ha a certad o a d espojar su im agen de la com pensación —estéticam ente tan gratificante com o cu a lq u ier o tra — de poder seguir luciendo p o r los salones el no po r negro m enos ele gante atuendo de la perversidad. De lo que puede ser un ejem plo, aunque sum am ente m ediocre, lo inten tad o p o r S aura en su película E l Dorado.
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3. Dos actitudes De modo, pues, que, con respecto a la H istoria Uni versal, em pieza uno p o r tropezarse con dos actitu des de principio, que casi parecen psicológicam ente determ in ad as po r el c a rá c te r personal. La una es la que llam aré a c titu d estética, cuyo c riterio o catego ría principal es la de la grandeza de las hazañas de 5. V é ase la N o ta 3.
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Itt historia y de sus creaciones. A ntropológicam ente Inmersos en una h isto ria en que el im pulso de do m inación hunde sus raíces en un ayer inm em orial, lodos seguim os siendo sensibles a los valores de la dom inación, pues al m ism o tiem po que una volunlul iosa ética se esfuerza p o r negarlos de boquilla. Como cuando a los niños se les predica en la iglesia (»enseña en las escuelas la m ansedum bre, la condestendencia, la am istad, la generosidad, etcétera, te r m inada la clase, la sinceridad estética los llevará a los sangrientos goces predatorios de películas del oeste y, en general, el m ás m anso de los hom bres se recreará en las bellezas de la depredación, y los animales m ás prestigiosos y adm irados seguirán siendo los que tengan pico de rapaz, colm illos de carnívo ro, g arras de halcón o zarpas de felino. Tan honda parece ser tal preferencia estética p ri m aria hacia los carnívoros depredadores que no ha (le faltar quien diga que los hom bres descubren a traWs de ella la envidia hacia lo que ellos, al m enos en «Ittún rincón de su alm a y a despecho de todas las tttlmoniciones pedagógicas, siguen queriendo ser. De modo, pues, que la m entalidad estética, que juzga de lit historia según el c riterio de valor de la grandeza, tillaría, a tenor de esto, bien d istante de ser su p erfi cial. hasta el punto de parecer antropológicam ente pie histórica. Tenga lo que tuviere de cierto esta sospecha, lo in dicado, po r sí o por no, respecto del otro c riterio de valor que rige la m irad a hacia la historia, será tal ve/ abstenerse de toda consideración de antigüedad, m raigo o fundam ento antropológico, pues quienes ta la n por él juzgan, im plícitam ente, que no tienen nliligación alguna de legitim ar su opción en antigua llas o en sinceridades aním icas, ni m enos p edir dis culpas por su índole represiva o heterónom a, pues n i i uanto a represión y heteronom ía nada supera a lo que tal punto de vista tom a por criterio frente al 527
de la grandeza, esto es, al dolor en relación con quie nes lo padecen. Así que no hay que a m ed ren tarse cuando el que lo sabe todo acerca de las alm as viene a decirnos: «La com pasión que dices sen tir por los esclavos bajo el palo del e sb irro no es en tu alm a m ás que efecto de la represión de un superego heterónom o e im pos tor que invierte en com pasión por los esclavos la a d m iración y envidia que en el fondo sientes p o r el esb irro que tú q u e rría s ser». 4. Totalitarismo diacrónico Pero al c riterio de valoración estético no parece gustarle en m uchos casos confesar el predom inio to tal del sentim iento de grandeza que le inspiran las sangrientas hazañas en que se recrea, sino que lo es cuda a m enudo d e trá s de la c o a rta d a de la fun cionalidad política, convalidando los m ás feroces atropellos com o procedim ientos dolorosos pero ne cesarios para las grandes creaciones de la histo ria; creaciones que p ara M enéndez Pidal serían por excelencia los im perios: «Los im perios», dice tex tualm ente, «a p esar de las vitandas injusticias y calam idades de m uerte inherentes a toda vida, son en la B iblia y en la teología c ristia n a el grandioso instru m en to con que la providencia divina gobierna a los pueblos». Frase que, ciertam ente, plantearía las m ás serias dificultades si hubiese que decidir quién ac arrea m ayor d escrédito a la gran epopeya h istó ri ca de los españoles, si sus apologetas o sus detrac tores. Es curio so cóm o pasa M enéndez Pidal por encim a de lo que, con pintoresca expresión, llam a «vitandas injusticias» y de lo que, con expresión to davía m ás pintoresca y h a sta retorcida, llam a «cala m idades de m uerte inherentes a toda vida», donde se d iría que alude a lo que de vida, de realización 528
vital, tendría, según él, la creación de un im perio. De se r así p a rtic ip a ría a su m an era de las concepcio nes hegeliana y m arx ista de la violencia y la m uerte producida p o r unos hom bres a otros hom bres; p ara Hegel, la violencia es una necesidad del e sp íritu en la grandiosa epopeya de su autorrealización o bjeti va; para Marx, la violencia es la com adrona de la his toria; o sea, la que ayuda a toda vieja sociedad a d a r a luz —se supone que p o r un p arto m ortal p ara la m adre— a la nueva sociedad que lleva en sus e n tra ñas, o el «instrum ento», según versión de Engels, «por m edio del cual el m ovim iento se abre cam ino y hace saltar, hechas añicos, las form as políticas fo silizadas y m uertas». Aunque piense, indudablem ente, en bien d istin ta clase de engendros de la historia, M enéndez Pidal concede, sin em b arg o , a la v io le n c ia , a la m u e rte de unos hom bres po r m ano de otros hom bres, un papel análogo al que se le concede en las concep ciones de Hegel y de Marx: el de in stru m e n to de creación histórica. Para M enéndez Pidal ya hem os visto que esa creación se en c arn a bajo la form a de los grandes im perios. Y la grandiosa tachunda wag neriana, que, a ten o r de su concepción inconfesadam ente estética (como en el fondo lo eran la de Hegel y, en alguna m edida, incluso la de Marx), venía a ser nara él la H istoria Universal no podía detenerse ante las «calam idades de m uerte», que p o r se r «inheren tes a toda vida» tenía que a c a rre a r p a ra d a r vida a sus grandes creaciones. Es curio so o bservar cóm o incluso quienes conde nan el totalitarism o com o form a de Estado, incrim i nándolo de e s ta r dispuesto a sa crifica r al individuo en beneficio de la totalidad, no sientan el m ism o es cándalo ni ad v iertan lo o p o rtu n o de análoga in cri minación cuando no es en la sincronía de un régim en político estatuido, sino en la diacronia de un proce so histórico de form ación de una entidad política, 529
im perial o no, donde sin el m enor reparo se llevan al m atadero de la h isto ria todos los individuos que requiera la construcción de la totalidad, en una es pecie de au tén tico y m ás feroz to ta litarism o h istó ri co diacrònico.6 No hace falta ser dem asiado m alicioso p ara sos pechar que el criterio, inconfesadam ente estético, de la grandeza, com o categoría dom inante en la valora ción de los hechos de la historia, necesita del estruen do de las a rm a s y de la efusión de sangre, com o im ágenes sin las cuales perm anecería en el lim bo in coloro de lo abstracto el esp íritu de dom inación, que constituye el verdadero vino de quienes se e m b ria gan en sentim ientos de grandeza. Q uiero decir que el referente real de la categoría em ocional y estética de la grandeza al fin no es otro que el de la dom ina ción y del poder. 5. Apologetas descarados y vergonzantes E ntre la vasta fauna de los apologetas de la gran deza histórica tam poco faltan quienes conceden, con solícita pero no solicitada generosidad, que c ie rta m ente hubo grandes abusos, donde ya el m ero em pleo de la p a la b ra abuso co m p o rta un a p a rta r a un lado lo que hubo de so brante innecesario en el esfuerzo, lo que éste tuvo de excesivo; pero en el reconocim iento de algo que sobró se refrenda la necesidad de todo lo restante; en la condena de la p a rte co rrespondiente del abuso se absuelve, legiti m a y santifica la co n trap arte im plícitam ente aludida com o uso de cuya ju s ta y plausible m edida sobre salga. 6. E s t a ¡d e a de « to ta lita r is m o d ia c rò n ic o » e s tá m ás d e s a r r o lla d a en el e n sa y o « M ie n tra s no ca m b ie n lo s d io se s , n a d a h a c a m b iad o » , Corolario 1.°, p ágs. 4 35 -4 39 de e s te m ism o V olum en.
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Otros, m ás avisados, ni sienten necesidad alguna ile disculpas ni in cu rren en la ingenuidad de h a b la r de abusos, porque los reconocen tan inherentes al eslilo de acción de la H istoria Universal, tan necesai ¡ámente consubstanciales a la señorial generosidad de su epopeya, que les parecería hasta indigno de ella el detenerse en la m ezquindad de e sca tim a r e sfu e r zos; sus sentim ientos de grandeza se avergonzarían ile una H istoria Universal atenta a calcular, com o un tendero, el m ín im u m de destrucciones, de lacera ciones, de estragos, de torm entos y de m u ertes nei osario p ara a lc a n z ar sus altos fines; antes, po r el contrario, gustan de im aginarla excesiva, desbordan te, sobrada de virulencia y energía, de su erte que el abuso le sea connatural, com o la única form a posi ble de concebir el uso de una m anera acorde con su dignidad. Pocos han acertado a expresar esta concep ción estética de la historia, com o h isto ria del im pul so de dom inación, com o O rtega y G asset en su clásico ensayo E l origen deportivo del Estado: «Por esto», escrib e Don José, «la p a la b ra que m ás sabor de vida tiene p a ra mí y una de las m ás boni tas del diccionario es la p a la b ra incitación. Sólo en biología tiene este vocablo sentido. La física lo ignoia. En la física no es una cosa incitación p a ra otra, sino sólo su causa. Ahora bien: la diferencia entre causa e incitación es que la ca u sa produce sólo un electo proporcionado a ella. La bola de b illa r que choca con o tra tran sm ite a ésta un im pulso, en p rin cipio, igual al que ella llevaba: el efecto es en la fí sica igual a la causa. Mas cuando el aguijón de la espuela roza apenas el ija r del caballo p u ra sangre, este da una lanzada m agnífica, generosam ente des proporcionada con el im pulso de la espuela. La es puela no es causa, sino incitación. Al p u ra sangre le bastan m ínim os pretextos p a ra se r exuberantem en te incitado, y en él resp o n d er a un im pulso exterior es m ás bien dispararse. Las lanzadas equinas son, 531
en verdad una de las im ágenes m ás perfectas de la vida pu jan te y no m enos la testa nerviosa, de ojo in quieto y venas tré m u la s del caballo de raza [...] ¡Po bre la vida, falta de elásticos resortes que la hagan p ronta al ensayo y al brinco! ¡Triste vida la que, in er te, deja p a s a r los in stan tes sin exigir que las horas se acerquen vibrantes com o espadas! ¡Da pena cuan do uno piensa que le h a tocado vivir en una etapa de inercia española y recuerda los saltos de corcel o de tigre que en sus tiem pos m ejores fue la histo ria de E spaña! ¿Dónde ha ido a p a ra r aq uella vita lidad?» Como puede observarse, el biologism o orteguiano, que, con el gusto perfectam ente h o rte ra de un aristo cratism o dandy y deportivo —al que parece hacérsele la boca agua cad a vez que repite «pura sangre»—, se en tu siasm a con la a rra n c a d a del cab a llo al acicate de la espuela com o la im agen m ás p e r fecta de la pujanza vital, proyecta esta idea ya estética de vida o de vitalidad biológica sobre las re presentaciones de la historia, tra n sfig u ran d o en la im agen de los saltos del tigre o del corcel los a rre batos históricos del fu ro r de sojuzgam iento y predo minio, convalidando com o generosa efusión y h asta eclosión de vida respecto de la h isto ria precisam en te lo que en é sta no es sino el m ás tenebroso y asolado r desencadenam iento de la m uerte. ¡Tan m ala som bra puede llegar a proyectar la im agen de la bio logía sobre la historia! Así, m ien tras los apologetas de escuela orteguiana encarecen la grandeza de la H istoria Universal como suprem a m anifestación de la vitalidad m ás ex celsam ente hum ana, recargando desafiantem ente las tin tas de engreim iento, virulencia y afán de predo m inio de sus epopeyas, y poniendo así el acento m ás en el ejercicio, el esfuerzo y el em peño que en el lo gro, los otros, m ás cobardem ente, se contentan con salvar a la H istoria Universal por la bondad y la dig 532
nidad de sus últim os designios, sin perjuicio de ir pidiendo a diestro y siniestro las m ás rendidas d is culpas por la indudable enorm idad de los abusos que —según ellos— aun la m ás a lta y m ás noble em pre sa hum ana se h a lla ría siem pre abocada a perpetrar. Estos son los que in cu rren en la abyección de echarles a indios, negros u o tras cualesquiera gentes de color el brazo po r la espalda, tra tan d o de ven derles su propio pasado de m a rtirio y el reconoci m iento de la legitim idad de sus autóctonos valores culturales a cam bio de rec a b a r su beneplácito p ara la com ún H istoria Universal, com o en aquel repug nante serial televisivo no rteam erican o que llevaba por título Raíces y que recogía la secu lar h istoria de una fam ilia negra desde el ancestro capturado, pues to en cadenas y estib ad o en la sen tin a de un navio negrero, que lo a rra n c a b a p ara siem pre del África natal, h asta el descendiente finalm ente libre, con su fam ilia m odesta, pero honrada y feliz, ya en los años de M artin L uther King, pretendiendo m o strar cuán inescrutables son los designios del S eñor y por qué insospechables cam inos y a través de cu án tas fati gas, hum illaciones y sacrificios había llegado final m ente a cum plirse en este últim o vástago, desde aquella m añana inm em orial de la c ap tu ra en una re m ota playa de Guinea, el orgullo de h ab er c o n tri buido a lo largo de diez generaciones a la creación de la gran nación am ericana. En esta m ism a abyección —p ara la que, bajo el tí tulo «encuentro», no fa lta rá n cultivadores en la ce lebración del V cen ten ario — in c u rrirá n cuantos acuden a echarles a los indios el brazo por la esp al da, interesándose po r sus tradiciones an cestrales y deplorando la grave pérdida y el irreparable deterio ro que, bajo la desconsiderada férula de la cu ltu ra de los dom inadores, han su frid o las esencias y valo res constitutivos de su m ás p rístin a y genuina iden tidad. 533
6. Oviedo
v r \ presión en su relato, aunque no sin sentirse a la / tim oratam ente obligado a disculparse de su proI>1.1 ignorancia de m ortal —que bien podría invertirm en d isculparle su in escru tab ilid ad a la divina |in potencia—: «Yo veo —dice, pues, Fernández de Oviedo— questas m udanzas e cosas de grand caliilnd sem ejantes no todas ve^es an d a con ellas la ra(,nii que a los hom bres pares?e ques ju sta, sino o tra del mición su p e rio r e ju icio de Dios que no alcanganms; y com o él es m ovedor de todo (o m ás servido ili lo que sub^ede) e sin su voluntad ninguna cosa tu puede concluir, tengam os por m ejor lo que vemos . Irluar, pues no se alcan zan los fines p a ra que se Imi fii las cosas; e de la providencia de Dios no nos i uuviene p latic a r ni p e n sar sino que aquello convie ne >.7 El sentim iento de la su p e rio r prepotencia de I i H istoria Universal, com o realidad d eterm inante V operante en los sujetos em píricos, ju ram en tad o s i Incontenidos m andatarios, en su com portam iento .1. auténticos y enajenados posesos del fu ro r de do minación, es lo que está en la base de la intuitiva cóli i.i de Las Casas y de la tu rb a d o ra experiencia que I f rnández de Oviedo no puede silenciar. Tal reflexión Ml'Uc inm ediatam ente a la narración del episodio de Cortés contra Pám philo de Narváez, que concluye iim «No quiero d ecir m ás en esto, po r no se r odioMi a ninguna de las partes; pero en mi juicio yo no luillo qué lo ar a C ortés en su desobediencia, ni a d le quedó n ad a por u s a r en sus cautelas, p ara se i|iiedar en opinión y en officio ageno,8 co n tra la vo luntad de cúyo era e se lo dio y encom endó; ni a r.unphilo de N arváez le faltó la penitencia de su desi uydo, ni a Diego Velázquez quiso la fo rtuna dexar ih destruyrle, ni a C ortés desfavores^erle p ara salir i mi su propóssito, como ha salido». [A esto sigue, tras
VI
Como se verá, entre las pocas citas que haga, pre d o m in arán las de la Historia general y natural de las Indias de Gonzalo Fernández de Oviedo; en p ri m er lugar, por ser, a despecho de la m uy diversa ca lidad de los inform adores consultados p ara cada región, la m ás com pleta de todas las crónicas de la época; en segundo lugar p o r h a b e r sido, con el c a r go de veedor de la fundición del oro, testigo directo de cuanto o c u rrió en C astilla del Oro, bajo la gober nación de P edrarias Dávila, y en últim o, pero no m e nos im portante lugar, por h aber sido detractor de los indios, defensor de la conquista com o cro n ista ofi cial del em perador, con el cargo de alcaide de la for taleza de Santo Domingo, donde residió m uchos años escribiendo su gran historia, y finalm ente, víctim a de Las Casas, que, siem pre rencoroso con sus ene migos, lo infam ó en su propia H isto ria y logró, con su enorm e influencia, que se suspendiese tras el p ri m er tom o la publicación de la de Oviedo, que no a l canzó a verla im presa en vida. A p e s a r de lo cual, la m ism a percepción de una prepotencia sobrehum a na com o la que Las C asas intuyó a través de su pa sión contra los españoles, y que, sin embargo, nunca logró a b s tra e r de los sujetos em píricos, es tal vez lo que Gonzalo Fernández de Oviedo se ve obligado a reconocer —aun con todo el acatam iento que le ins pira su a trib u ció n a la divina voluntad— en hechos que, a sus ojos, rebasan todo alcance de hum ana com prensión. Así, bien puede sospecharse que es la m ism a desbordante sensación de algo in so p o rtab le m ente superior lo que, no acertando a rebasar en Las Casas los lím ites de lo intuitivo, se desencadenó en él com o expresivo y público furor, y lo que, sentido bajo la form a de una íntim a experiencia d eprim en te y turb ad o ra, G onzalo Fernández de Oviedo no pudo p a sar en silencio, viéndose im pelido a darle voz 534
7, //."
gral. y ntral. de las Indias, lib ro X X X I I I , c a p ítu lo X I I.
H. V ía s e e l Apéndice II.
punto y aparte, el párrafo de la reflexión citada.] Hay que te n e r en c u en ta que Oviedo no escatim a elogios en su relato de la conquista de Nueva E spaña, com o la m ás ad m irab le em presa de Am érica, ni a su pro tagonista H ern án Cortés, a u n q u e no deja de señ alar los rasgos que todos le reconocen, com o aquel, no recuerdo quien, que cuenta cóm o le avisaron a Ve lázquez, diciéndole: «Mire, vuesa m erced, que es ex trem eño», pues, al parecer, los extrem eños tenían en aquel tiem po fam a de doblez, frente a la lealtad que siem pre se les atribuyó, con motivo o sin él, a los cas tellanos. Y el propio Oviedo, en cierto pasaje,9 dice: «E assí, usando del tiem po con los unos e con los otros, m añeaba [Cortés] e a cada p a rte d ab a conten tam iento, e les agradesgía sus avisos, e les hagía en ten d er que cada qual dellos era creydo e no sus contrarios» y en otro lu g ar10 «sintiendo M onteguma que aquellos halagos de Cortés eran enforrados o dis sim u latio n , p ara se en señ o rear con buena m aña de lo que no pu d iera con m anifiesta fuerza...», donde se aprecia cóm o Oviedo, con toda su adm iración h a cia el héroe de Nueva E spaña, no e ra ciego, en m odo alguno, p a ra lo que en la vida social cotidiana son despreciables defectos, pero que no eran sino v irtu des para los ciegos designios de la dom inación. Ovie do siente la contradicción de que el triu n fa d o r que, co n tra toda justicia, se alza po r cabeza y guía de la em presa, con todas sus m añas y deslealtades, se sal ga con la suya, y alcance la cim a de la gloria y el re conocimiento, en principio sin trabas, del em perador. La contradicción entre las v irtu d es sólidam ente h u m anas de la lealtad, el respeto a la ju sticia, etcétera, que C ortés no ha vacilado en v iolar con su conducta u n a y o tra vez y, p o r a ñ a d id u ra siem p re con benefi cio para el logro de sus fines, y esas virtu d es justa9. L ib r o X X X I I I , c a p ítu lo IV. 10. L ib r o X X X I I I , c a p ítu lo V I.
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m ente inversas que han d em ostrado su perfecta ido neidad p a ra las m iras de la dom inación, es la tu rb a dora experiencia en que Oviedo siente desbordada la com prensión de su conciencia y se ve obligado a form ular una especie de dispensa para cualquier vio lación de las virtudes reconocidas com o tales con «otra definición su p e rio r e ju icio de Dios que no al canzam os», d istin ta de «la ragón que a los hom bres paresge ques justa»; contradicción que al fin le in duce a acatar, con renuncia a todo afán de com pren sión, la e stric ta facticidad de la victoria: «tengam os por m ejor lo que vemos efetuar, pues no se alcanzan los fines p a ra que se ha^en las cosas, e de la Provi dencia de Dios no nos conviene p la tic a r ni p e n sar sino que aquello conviene».11 Es notable tan to el esfuerzo de acatam iento que hace aquí Oviedo, com o el hecho de que necesite ex presarlo públicam ente po r escrito, com o si incons cientem ente estuviese ahuyentando los dem onios que le su su rra n al oído el te rrib le pensam iento de la m aldad de Dios, de la H istoria U niversal12 y del fu ro r de dom inación en que enajena y a rre b a ta a los sujetos em píricos, co n tra toda v irtu d y hum anidad, y que, en verdad, m ás que una c o a rta d a o una d is pensa para la conducta de los hom bres, es una discul pa de la esencial m aldad de Dios. Los terro res del infierno con que la prepotencia del Dios cristian o m antiene am enazados y sujetos a sus fieles no le per m itieron al infeliz Oviedo desafiar al S eñor de la Vic toria, al cread o r de Im perios que había coronado de laurel las sienes de Cortés, con un desafío com o el 1 1 . V é a se «O R e lig ió n o H is to ria » en e s te m is m o v o lu m en , p á g s. 3 19 -32 0 . 12 . « H isto ria U n iversal» no e s m ás q u e el nom bre, p resu n ta m en te laico, con q u e la m o d e rn id a d p rete n d e c a m u fla r s u r e lig io s o a c a ta m ie n to de la S u m a O m n ip o ten cia y P re p o te n c ia del v ie jo e ira cu n d o S e ñ o r del S in a í, ren a c id o co n nu evo v ig o r y co m o el Ave F é n ix, en la u n iv e rs a liz a c ió n a c tu a l d e l p r in c ip io d e d o m in a ció n .
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de Lucano a sus dioses, en aquel hexám etro en que puso por encim a de ellos la v irtu d de Catón: « Victrix causa Deis Placuit, sed uicta Catoni». 7. Cortés y Soto Desde luego, hay sujetos em píricos tan especial m ente dotados p ara la depredación y el predom inio que han causado en algunos la im presión, p o r lo de m ás perfectam ente m ítica y supersticiosa, de que la propia H istoria Universal los ha elegido para sus m ás altos designios, com o le pasó a Hegel cuando, en la m ás vergonzosa clarividencia de su vida, creyó ver en N apoleón al E sp íritu Universal a caballo. Uno de esos sujetos p o d ría ser, desde luego, H ernán Cortés. Y n ad a m ejor que el «ofrecióse», que él m ism o em plea para em pezar a c o n ta r el episodio recogido al principio, nos descubre en toda su m edida la ri gurosa funcionalidad de una perspicacia perm anen tem ente a le rta a lo que en cada situación pueda ofrecerse com o algo aprovechable p a ra sus propósi tos. Al instante advierte la p o sibilidad de explotar la falta com etida po r el indio y la m an era de m on ta r sobre ella el espectáculo que le conviene. Es la penetrante m irada instrum ental del pragm ático p er fecto: agudísim a p a ra c a p ta r al vuelo cuanto en las cosas pueda in cid ir en el sentido de sus intereses, ciega para cuanto haya en ellas de ajeno o indiferen te a sus designios. E sa m ism a p ragm ática am orali dad puede ad v ertirse tam bién en su ac titu d h acia la antropofagia. Así, dem ostrándonos de paso cómo las tres grandes abom inaciones: sacrificios hum anos, antropofagia y sodom ía, po r las que los españoles ju stifica b a n su saña hacia los indios, incluso consi derando que Dios m ism o los castig ab a a través de sus espadas, no eran m ás que pretextos o co artad as para el frenético ejercicio de la dom inación, en la ter 538
cera de sus Cartas de relación, com o guiñándole el ojo a Carlos V, a quien se dirigía, se p erm ite al res pecto de la antropofagia un cierto tono sutilm ente festivo, cu ando son sus aliados tlascaltecas los que la practican: «De m anera que de esta celada se m a taron m ás de quinientos [entiéndase aztecas], y to dos los m ás p rincipales y esforzados y valientes hombres; y aquella noche tuvieron bien que ce n ar nuestros am igos [entiéndase tlascaltecas], porque to dos los que se m ataron tom aron y llevaron hechos piezas p a ra com er». Ni siquiera debió de pasársele por la im aginación la idea de que un desenfado se mejante, hablando de la antropofagia, podía tal vez escandalizar u ofender los oídos de C arlos V, o parecerle irreverencia hacia su C atólica M ajestad13 tanta franqueza en tan delicada m ateria, de puro ob via que, en su incondicionado pragm atism o, debía de re p u ta r C ortés la opción de p e rm itir la an tro p o fagia en unos aliados que, de habérsela prohibido, le habrían retirad o un apoyo ab so lu tam en te indispen sable p ara la conquista de la capital azteca. Así, Cortés su b o rd in ab a la proscripción o el consenti m iento de la antropofagia a la e stric ta conveniencia ocasional de la conquista, sin m ayor sentim iento de escándalo m oral. En u n a palabra, e ra o llegó a ha cerse una prodigiosam ente capacitada bestia preda toria, un perfectísim o in stru m en to de dom inación, o sea, un hom bre espeluznantem ente funcional. Pero si Cortés puede rep re sen ta r tal vez, frente a 13 . Q ue lo s a tre v im ie n to s d e C o rté s no d e b ía n d e p r o d u c ir p re c isa m e n te d e lir io s d e e n tu sia s m o en C a r lo s V p o d r ía p ro b a rlo el h ech o de q u e c u a n d o a q u é l le m an d ó u n a c u le b r in a h o n o r ífic a fu n d id a en p la ta de M ich u acán reb a ja d a co n cob re, p ero m u y bien la b ra d a (que, seg ú n G o m a r a co stó 24 000 p e s o s d e oro) y co n un Ave F é n ix en relieve s o b re e s ta ley en d a: « A q u e sta n a c ió sin p a r / Yo en s e r v ir o s sin s e g u n d o / Vos sin ig u a l e n e l m u n d o », Don C a r los se la reg aló en seg u id a a su se c re ta rio C obos, segu ram en te p a ra q u e la fu n d ie se y se q u e d a s e con el v a lo r d el m etal.
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los dem ás conquistadores, el extrem o de capacidad instrum ental para los em peños del poder (si bien no hay que o lvidar que, en tran d o con buen pie, la for tu n a cabalga ya en p a rte sobre sí m ism a ni que el éxito exagera siem pre los prestigios y los m éritos), H ernando de Soto, p o r elegir alguno, podría p o n er se como paradigm a de lo opuesto, esto es, de la in habilidad y del fracaso (siem pre teniendo en cuenta el efecto de éste en el sentido sim étrico c o n trario de exagerar de form a análoga el dem érito); am bos son, sin em bargo, desde uno y otro extremo, idénticos en cuanto encarnaciones de un único y el m ism o im pul so. Con respecto a la expedición de Soto, que, subien do desde Florida, parece que alcanzó hasta la actual C arolina del N orte, la crónica de Oviedo dice así: «Preguntando el h istoriador a un hidalgo bien enten dido que se halló pressente con este g o b ern ad o r e anduvo con él todo lo que vido de aquella tie rra septentrional que a qué causa pedían aquellos tamem es o indios de carga e porqué tom aban tan tas mugeres, y essas no se ría n viejas ni las m ás feas; y, dándoles lo que tenían, porqué detenían los caciques y principales, y adonde yban que nunca paraban ni sosegaban en p a rte alguna: que aquello no era po b la r ni conquistar, sino a lte ra r e a so la r la tie rra e q u ita r a todos los n atu rales la lib ertad e no conver tir ni h a ? er a ningún indio c h rip stian o ni amigo, respondió e dixo: que aquellos indios de carga o tam em es los tom aban po r te n e r m ás esclavos o se r vidores, e p a ra que les llevassen las cargas de sus m antenim ientos e lo que robaban o les daban; e que algunos se m orían e otros se huían o se cansaban; e assí avían m enester renovar e tom ar más; e que las m ugeres las q u erían tam bién p a ra se serv ir dellas e p ara sus sucios usos e lu x u ria e que las facían b a p tic ar p a ra sus c arn alid ad es m ás que p ara ense ñarles la fe, [donde parece que incluso como prostitu tas las necesitaban cristian as, tal vez por un tem or 540
supersticioso al com ercio c arn al con paganas o in ri uso a q u e d a r m anchados p a ra siem pre por el coi to con quienes en c u a lq u ier m om ento estab an expuestas a m o rir sin bautizar, dado que, tra s el ago tam iento de su s p restaciones sexuales n o ctu rn as y servicios dom ésticos diurnos, tenían que seguir la expedición u n id as u nas a o tra s en collera, igual que los tam em es con sus cargas]; y que si detenían los caciques e principales, que assí convenía p ara que los otros sus súbditos estoviessen quedos e no les iliessen esto rb o a sus robos e a lo que quisiessen h a cer en su tie rra de los tales. Y que adonde yban ni el g obernador ni ellos lo sabían». H asta aquí F ernández de Oviedo, que, poco m ás abajo, tras una cita de San Agustín,14 exclama: «Oid, pues, letor cathólico, y no lloréis m enos los indios conquistados que a los ch rip stian o s co n q uistadores ilellos, o m atadores dessí e dessotros; y atended a los subcesos deste g o b ern ad o r m al gobernado, in stru i do en la escuela de P edrarias [Soto llegó a las Indias, con sólo trece o catorce años de edad, com o pajeci llo del ya sesentón gobernador], en la disipación y asolación de los indios de C astilla del Oro, g rad u a do en las m u ertes de los n atu rales de N icaragua, y canonicado [quiere decir, probablem ente, doctorado en "cánones”] en el Perú, segund la orden de los Picanos; y de todos essos infernales passos librado y ydo a E spaña cargado de oro, ni soltero ni casado supo ni pudo rep o sar sin volver a las In d ias a v erter san gre hum ana». H asta aquí Oviedo, donde los datos nos hacen p reguntárnos qué o tra m oral p o d ría a p ren d er Soto, a rre b a ta d o para la dom inación con apenas tre ce años. Al Perú, se lo llevaba Pizarro p o r p rim e r ca 14. « E s t a v id a e s v id a d e m is e ria , c a d u c a e in c ie rta , v id a tr a b a jo sa y no lim p ia, vida, Señ o r, d e m ales, rein a de los sob erb ios, llena d e m is e ria s y de esp an to , q u e no e s v id a ni s e p u e d e d e c ir sin o m u erte, p u e s q u e en un m o m en to se a c a b a p o r v a r ia s m u ta c io n es y d iv e rs o s g é n e ro s d e m u erte» (Meditaciones, c a p itu lo X X I).
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pitán, y si no tuvo m ás que la tercera p a rte m ayor en el reparto del tesoro fue porque el c o n q u ista d o r lo pospuso a su propio m edio herm ano Fernando, el único legítim o de toda la P izarrada que el ya casi vie jo Francisco se trajo de Trujillo con su gobernación. En otro cap ítu lo a n te rio r sobre e sta m ism a expe dición, Oviedo escribe de Soto lo siguiente: «Este go b e rn a d o r era m uy dado a essa m on tería de m ata r indios, desde el tiem po que anduvo m ilitando con el g o b ern ad o r P edrarias Dávila en las provincias de C astilla del O ro e N icaragua, e tam bién se halló en el Perú y en la prisión de aquel gran p ríncipe Atabáliba, donde se enriquesgió, e fue uno de los que m ás ricos han vuelto a España, porque él llevó e puso en Sevilla sobre gien mili pessos de oro, y acordó de vol ver a las In d ias a perd erlo s con la vida, y c o n tin u a r el exergigio ensangrentado del tiem po a trá s que avía u sado en las p a rte s q ues dicho...». H asta aquí Ovie do, que unas líneas m ás abajo nos explica lo que ha querido d ecir con lo del «ejercicio ensangrentado» y po r qué ha usado la p alab ra m ontería; dice, pues, así: «Ha de en te n d e r el letor que a p e rre a r es hager que p e rro s le com issen o m atassen, despedazando el indio, porque los con q u istad o res en Indias siem pre han usado en la g u e rra tra e r lebreles e p erro s bravos e denodados; e por tanto se dixo de suso m on tería de Indios». De m odo que digo yo que juzgan m al a los conquis tadores quienes los incrim inan in d istin tam en te del vil m aterialism o de la codicia del oro; el oro fue en contados casos un m óvil real; generalm ente fue un pretexto p ara la hazaña po r la hazaña y a lo sum o su trofeo, com o lo p ru e b a el que fu eran m uy pocos los casos de quienes, en vez de ju g árselo y d e sp ilfa rra r lo al día siguiente, supiesen a p a rta rlo y acu m u larlo p o r despreciable a m o r hacia el dinero y la riqueza; lo que movió a la gran m ayoría de los conquistado res fue, p o r el contrario, la p u ra inquietud esp iritu al 542
de co n tin u ar el ejercicio ensan g ren tad o de esa m on tería de a p e rre a r indios. H. ¡as perros Ya que h a salido esta cuestión, d iré que me exl raña el hecho de que, frente a tanto com o se ha encarecido la im p o rtan cia de los caballos en las conquistas españolas —anim ales, al m enos al p rin cipio, m uy escasos, p o r su difícil tra n sp o rte m a rítimo, útiles sólo en d eterm in ad o s terren o s—, se haya desdeñado, inexplicablem ente, el papel que tu vieron que ten er los perros, las ja u ría s de lebreles o de alanos (cruce de dogo y de mastina), anim ales todo terreno, in su p erab les p a ra la persecución, m enos dóciles que los caballos, pero po rtad o res de sus pro pias arm as y, po r tanto, capaces de a c tu a r solos, m ás dúctiles al adiestram iento, lad rad o res —factor psi cológicamente decisivo— y, en fin, m ucho menos vul nerables, de m odo que su im p o rtan cia en las conquistas pudo se r a m enudo m uy su p e rio r a la de los caballos, com o lo p ru eb a la presencia de p e rro s en todo tiem po y lugar, ya desde el segundo viaje de Colón, según testim onio de su hijo Don Fernando, que sólo sería de oídas, siendo aún m uy niño en la ocasión del hecho que relata: una b a ta lla en La Es pañola, en que un ala la llevaron los caballos y la o tra las jau rías. Pero el uso de p erro s no se lim ita ba en m odo alguno a las b atallas —siendo, obvia mente, ineficaces en las huestes m uy nu m ero sas—, sino m uy a m enudo p a ra d a r caza a indios fugitivos (a los que, p o r s e r esclavos o encom endados de p ro pietarios españoles, los perro s solían volver a tra e r —según se les tenía enseñado— m ordidos por la m u ñeca h a sta sus amos, despedazando al fugitivo sólo cuando se resistía), ya sea p a ra ajusticiar, lo m ism o a p risioneros cogidos en com bate, sin que m ediase 543
juicio previo alguno, que a caciques o señores indios condenados form alm ente p o r sentencia, ya, en fin, p ara a rra n c a r inform aciones sobre oro, probable m ente ate rro riz a n d o a los que asistía n al despeda zam iento de uno de sus com pañeros e n tre las fauces de los perros —procedim iento preferido po r Juan de Ayora, au nque p ara estas averiguaciones era m ás usual el torm ento del fuego aplicado generalm ente a las p lantas de los pies, para que la inform ación la diese el propio torturado. Vasco N úñez de B alboa tuvo en C astillo del Oro un perro de nom bre Leoncico, fam oso p o r su denue do, que le ganaba en las b a ta lla s la p a rte de un sol dado y a veces hasta dos partes, que Balboa cobraba en oro o en esclavos, y tal vez fuese el jefe de la ja u ría con la que el m ism o Vasco Núñez, tra s la batalla de Cuareca, en que m urió su cacique Torecha con 600 de los suyos, ap erreó sin m ás ni m ás «cincuenta pu tos» —com o dice G om ara, po r invertidos—, que, al no h ab er com batido, se habían quedado en el pobla do. Más tard e ya de vuelta de la M ar del Sur, a un cacique llam ado Pacra, sospechoso de pecado nefan do aunque heterosexual, tra s som eterlo a to rtu ra para que confesase su pecado y p ara que revelase el ¡ugar de los yacim ientos de oro, una vez que hubo confesado el cacique lo prim ero y contestado que ig noraba lo segundo, pues ya se habían m uerto los cria dos de su padre que lo sabían, y a él no le im p o rtab a el oro ni lo necesitaba, Balboa le echó los alanos, que en un m om ento lo despedazaron. Pasando som eram ente la m irad a por las crónicas antiguas, el ra stro de los p e rro s españoles se sigue desde la Pam pa h asta la actual C arolina del N orte; en Cubagua, la islita de Cum aná fam osa por sus per las, en Venezuela, introducidos p o r los alem anes, m erced a la concesión hecha p o r el em p erad o r a los banqueros W elser y en las expediciones de Alfinger, Vascuña, Von Spira y Federm an, que los introdujeron 544
ilc.de el Oeste, en 1539, en el Nuevo Reino de G ra nuda —la Colom bia a c tu a l—, poco después de que Melalcázar, teniente de Pizarro, a quien pronto trai..... . hubiese subido al menos hasta Cali con perros drl Perú; en S anta M arta, en una expedición de Pe dí arias de 1514, en C artagena, en la expedición de I Icredia de 1533, cuando ya era gobernación indepen diente de C astilla del Oro, y no digam os nada, para i ualquier tiem po en el Darién, Panam á y Nicaragua; v, en fin, si por el Este llegaron a su b ir hasta la ac tual Carolina del Norte, por el Oeste llegaron m ás arriba de G uadalajara, ya en tiem pos del virrey Men doza, a raíz de la guerra de Mixtón, donde se aperrea ron in d io s ya a p re s a d o s , en el m ism o ca m p o de batalla, al tiem po que se inauguraba un procedim ien to h arto económ ico de ejecución su m arísim a m e diante arm a de fuego, que consistía en atravesar con un solo disp aro de cañón cuantos indios dispuestos en hilera tuviese la trayectoria de la bala la fuerza de e n s a rta r.15 9. «Becerrillo» El m ás fam oso de los perros de las Indias fue Be cerrillo, padre del Leoncico que Balboa se llevó al Da rién. C riado en La E spañola fue llevado a la actual isla de P uerto Rico, «de color berm ejo», nos cuenta Oviedo, «y el bogo de los ojos adelante negro, m edia no y no alindado, pero de grande entendim iento e de nuedo [...] porque entre doscientos indios sacaba uno que fuesse huydo de los ch rip stian o s [...] e le asía po r un brago e lo constreñía a se venir con él e lo traía al real [...] e si se ponía en resistencia lo hagía peda mos [...] E a m edia noche que se soltasse un preso, aun que fuesse ya una legua de allí, en diciendo: “Ido es 15. V éase la N o ta 4.
el indio” o "b ú scalo ”, luego daba en el rastro e lo ha llaba e traía». [...] «La noche que se dixo», sigue Fer nández de Oviedo, «de la guagabara o b atalla del cagique M abodom oca [...] acordó el capitán Diego de S a lag a r16 de ec h ar al p erro una india vieja de las prisioneras que allí se avían tom ado; e púsole una c a rta en la m an o a la vieja, e d íx o le el c a p itá n : "Anda, ve, lleva esta c a rta al gobernador, que está en Aymaco", que era una legua pequeña de allí; e debía le esto para que assí com o la vieja se partiesse y fuesse salida de entre la gente, soltassen el perro tras ella. E com o fue desviada poco m ás de un tiro de piedra, assí se higo, y ella yba m uy alegre, porque penssaba que por llevar la c arta, la libertaban; mas, soltado el perro, luego la alcangó, y com o la m u jer le vido ir tan denodado p ara ella, assentóse en tie rra y en su lengua com engó a hablar, e degíale: "Perro, señ o r perro, yo voy a llevar esta c a rta al señor gobernador", e m ostrábale la c a rta o papel cogido, e degíale: "N o me hagas m al, perro, señ o r”. Y de hecho el p erro se paró com o la oyó hablar, e m uy m anso se llegó a ella e algó una p iern a e la meó, com o los perros suelen hager en una esquina o quando quieren orinar, sin le hager ningún m al. Lo cual los ch rip stian o s tuvie ron por cosa de m isterio, segund el p e rro era fiero e denodado, e assí el capitán, vista la clem engia que el perro avía usado, m andóle a ta r e llam aron a la pobre india, e tornóse p a ra los ch rip stian o s esp an tada penssando que la avían enviado a lla m a r con el perro, y tem blando de m iedo se sentó, y desde a un poco llegó el g o b ern ad o r Johan Ponge; e sabido el caso, no quiso se r m enos piadoso con la india de lo que avía sido el perro, y m andóla dexar librem ente y que se fuesse donde quisiesse, y así lo fizo». De esta m anera fue, pues, cóm o la co stum bre india de sen tarse en el suelo ante un su p e rio r a quien se tem e 16. V é ase la N o ta 5.
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i (»incidió p o r a z ar con la a ctitu d precisa para que la vieja india lograse salvar su vida frente al perro, y cómo los resortes instintivos que inhiben en los cánidos el im pulso de agresión llegaron a d a r una inopinada lección de piedad a las conciencias de hom bres que se decían cristianos. 10. Fusión de razas Resulta asom broso y hasta cínico que todavía haya quien sostenga la falacia h istórica de que en Am éri ca hubo fusión de razas y culturas. En lo que toca a la fusión de razas, a raíz del exab ru p to de Fidel Castro, que tanto escandalizó, C arlos Robles P iquer (según citab a entre com illas el Diario 16 del 17 de septiem bre de 1985) no tuvo em pacho en replicar lo siguiente: «Como es sabido, la em presa de E spaña es una obra de m estizaje y cru ce de sangres y, po r tanto, una o b ra de a m o r y no de odio, com o le gusta predicar a Fidel Castro». En un sentido étnico, sólo se puede ha b la r de am or cuando hay connubium , es decir, sim etría o bilateralidad en las uniones sexuales p erm itid as entre dos etn ias o tribus, digam os A y B, o sea, tanto en el sentido varón de A con m u jer de B, com o en el sentido varón de B con m u jer de A. El connubium es la relación fundam ental que establece el recono cim iento de la igualdad étnica o trib al entre A y B. La asim etría, esto es, la unicidad de sentido de las uniones sexuales socialm ente a d m itid as (sólo varón A con m u jer de B, nu n ca varón de B con m u jer de A), se opone explícitam ente al connubium , com o negación de la igualdad en tre las dos etnias o tr i bus consideradas e indica adem ás el orden je rá rq u i co S uperior-Inferior de la desigualdad, al coincidir siem pre —salvo rem otas excepciones de socieda des m a tr ilin e a le s — con el o rd e n V arón-M ujer de 547
las ú n ic a s u n io n e s se x u a le s so c ia lm e n te a d m i tid as.17 El m estizaje am ericano se atuvo a una relación ri gurosam ente asim étrica; las únicas uniones sexua les que se dieron fueron las de varón blanco con m ujer india. Y por m ucho que en 1514 se autorizase el m atrim onio entre españoles e indias (sin duda m u cho m ás po r reconciliar con la Iglesia y poner en paz con Dios a esos españoles en pecado de barraganía, que por d a r alguna protección legal a las indias y a sus hijos frente a irresponsabilidades o abandonos de los am antes blancos), tal sacram entalización tuvo escaso éxito, pues el casarse con indias fue social m ente tenido p o r deshonroso, de m odo que el m esti zaje no puede recibir, étnicam ente hablando, otro nom bre que el de violación de los conquistados po r los conquistadores, de los dom inados p o r los do m inadores, de los siervos po r sus am os. La hem bra blanca perm aneció, étnicam ente, virgen. ¿Dónde está, pues, la «obra de am or» de que habló Robles Piquer? ¿Acaso en el prostíbulo am bulante que la ex pedición de Soto llevó desde Florida a C arolina del Norte detrás de sí y cuya plantilla de indias tenía que ser constantem ente renovada p o r o tra s de reem pla zo, ya sea c ap tu rad as en en trad as a rm a en mano, ya recibidas de m anos de caciques m ás atem orizados que am istosos, p o r las m uchas que iban m uriendo en el camino, al seguir a los españoles uncidas unas a otras en colleras, tras el agotam iento de sus p resta ciones sexuales nocturnas y sus servicios dom ésticos diurnos? Sin duda, este puede representar un caso ex tremo, del que pocos m estizos llegarían a nacer, pero es una m edida de valor que no puede dejar de contar en el cálculo del térm ino m edio de lo que llegó a va ler la m ujer india p ara el varón español en esa «obra de am or» que para Robles P iquer fue el m estizaje. 17 . V é a se la N o ta 6.
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II.E l triunfo de la Cruz Al Santo Padre Ju an Pablo II, don Carlos Votila, titular de esta m odesta parroquia de Cracovia en que se ha convertido hoy la C ristiandad, no se le o c u rrió m ejor cosa que ir a decir que el descubrim iento, la conquista y colonización de Am érica no habían sido un fracaso sino un triunfo del C ristianism o precisa mente a Puerto Rico, donde, com o es sabido, los ha bitantes tainos, ju n to con los de las otras grandes Antillas que ocupaban, se habían extinguido ya del lodo hacia 1540. Se ha explicado tan rápida extin ción de esta etnia entera, m ás que p o r las m uertes producidas po r los españoles o p o r la sim ultánea destrucción de sus configuraciones de vida y socie dad, por el contagio de enferm edades traídas por los invasores, co n tra las que los isleños carecían de de fensas orgánicas. Es m uy verosím il que la o b ra de estos contagios tuviese la im portancia que se le da, pero, por lo pron to, es m uy difícil se p a ra r su poder m ortífero de la dispersión y d esarraig o de los individuos de sus co m unidades y asentam ientos prim itivos, p a ra poner se al servicio de los cristianos. Así que, aunque éstos hubiesen desplegado un verdadero celo m isionero en las Antillas, lo m ás que podrían d ecir sería: «N ues tra intención de g a n a r nuevas alm as y nuevos pue blos p ara la Fe de C risto no pudo se r m ejor, pero no podíam os prever que las enferm edades acab arían tan rápidam ente con nuestros catecúm enos, así que llegamos a tiem po p ara poco m ás que darles c ristia na sepultura». La Cristianización de las Antillas vino, así, a reducirse a ponerle una Cruz a la fosa com ún de la entera progenie que, p o r la propia llegada de los cristianos, se extinguió. Decir otra cosa es p e rsistir en la concepción territo rialista que la Iglesia aprendió del Estado, desde el gran co n tu b ern io de Nicea, en que la expansión 549
del Cristianismo, m ás que ganar nuevos pueblos para la fe de Cristo, consiste en a ñ a d ir nuevos te rrito rio s a la A dm inistración Rom ana, con fundación de nue vas sedes episcopales y provisión de los co rresp o n dientes titulares, pues lo único que en realidad quedó definitivam ente convertido al C ristianism o fue el puro te rrito rio de las islas, trocado en cem enterio de sus aborígenes. (Los Tainos, cuya población en La Española había censado Colón —con un sistem a censitario probablem ente erró n eo — en un m illón de al mas, y Las Casas había estim ado en 2 millones, cifras am bas inverosím iles por excesivas, dados los m edios de vida y la extensión de la isla, que hacen creíble a lo sum o un censo del orden de unos 350 000 tainos a la llegada de los españoles, se habían reducido a 8 o 10 000 alm as en 1518, m ientras que hacia 1540 se cifraban en unos 500 los que qu ed ab an en todas las Antillas, en tanto que los Lucayos, que nunca habían superado el censo de unos 50 000, habían d esap are cido, acaso antes, de la faz de la tie rra , gran p arte de ellos p o r reventam iento de los pulm ones tra s in m ersiones sucesivas en las p esq u erías de p erlas de la islita de Cubagua, adonde eran d eportados desde las Baham as, p o r su especial destreza para «nadar a som orm ujo», com o entonces decían p o r «bucear» los españoles.) Fernández de Oviedo com parte, avant la lettre, lá concepción de Juan Pablo II cuando, a propósito de la extinción de los tainos en La Española, dice: «Ya se desterró S atan ás desta isla; ya cesó todo con acabarse la vida de los m ás de los indios, y porque los que quedan dellos son ya m uy pocos y en servi cio de los c h rip stia n o s» .18 Donde claram ente se ve cóm o la cristianización del Nuevo M undo no e ra ga 18. In c lu so , a ju z g a r p o r e l ton o d e lo q u e le e m o s en el c a p ítu lo C C V III d e la c ró n ic a de B e r n a l D íaz d el C astillo , se d ir ía q u e p a ra a lg u n o s p r e v a le c ía la id ea d e d e s t r u ir la s a b o m in a c io n e s d e u n a re lig ió n p e r v e rs a so b re la de p r o p a g a r la Fe c ris tia n a .
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nar nuevas gentes p ara la fe de Cristo, sino m ás bien nuevos territo rio s para la S anta M adre Iglesia Cató lica, Apostólica, pero sobre todo, no lo olvidemos, Ro mana. Si es esto lo que Votila entiende por « triu n far el Cristianism o», no cabe duda de que, en América, lejos de fracasar, triu n fó en toda la línea, no ya por las gentes que llegase a convertir, sino po r la inm en sidad de los nuevos te rrito rio s adquiridos, m erced a los m illones de paganos que la m era llegada de los españoles, sea por contagio de gérm enes, por tajo de espada o, sobre todo, por explotación, hizo m orir. Pues, en estrictos térm inos territoriales, lib ra r Amé rica del paganism o es hacer que desaparezcan de ella los paganos, p a ra lo cual, la m uerte es, indudable mente, m ucho m enos equívoca y m ás expeditiva que la siem pre dudosa conversión. Es cierto, pues, que la C ristiandad acrecentó com o nunca, desde la Edad Antigua, el te rrito rio de la fe, aunque infinitam ente m enos el núm ero de creyentes, pero las m eras di mensiones territo riales y hasta las dem ográficas son criterio s tan válidos p a ra m edir im perios com o d is cutibles p a ra evaluar religiones. Aparte de que, a cau sa de tal despoblación, nos encontram os con que la colonización de América, en funesta com binación con los establecim ientos p o r tugueses del África O ccidental y después tam bién de la O riental, desencadenó en plena égida cristiana, bajo el signo de la Cruz, el m ás intenso y extenso re crudecim iento de la esclavitud, con grados de inhu m anidad desconocidos en la antigüedad pagana. Tal com o ya escribí en o tra ocasión, «el fondo del Atlántico vio b alizada la ru ta de los vientos alisios con alineaciones de m iles y m iles de cadáveres de negros arra n c ad o s al África natal, p ara el destino horrendo de m o rir encadenados y hacinados en las sentinas de los navios negreros, m uerte, con todo, tal vez m ás piadosa que el calvario en que prolongarían sus vidas los supervivientes que alcanzasen la ori551
lia am ericana. Y esto se dice aquí porque se hizo bajo el signo de la Cruz, y ha de incluirse en lo que se tiene p o r éxito del C ristianism o tra s el descubrim iento. Por lo que hace a los indios, tal éxito ha de in cluir tam bién los centenares de m illares de indios que el solo cerro del Potosí llegó a e n te rra r reventados bajo sus esp o rtillas p a ra h en ch ir de plata du ran te siglo y m edio las insaciables panzas de los galeones es pañoles. P intada en el vasto lienzo de las gavias de esos galeones —com o todavía hoy puede o bservarse en la que se conserva en el M useo de la M arina—, la m ater misericordiae se convirtió en un verdadero black jack im perial, tran sfig u rán d o se realm ente en aquella «Inm aculada negra de pólvora y de sangre» del poem a de Rafael Sánchez M azas».19 12. ¿Encuentro o encontronazo? Un tópico frecuente sobre el D escubrim iento es el de decir que, con Colón o sin Colón, se produjo en el m om ento h istórico preciso en que tenía que pro ducirse, com o si los acontecim ientos históricos fue sen com o las brevas en la higuera, que tienen su m om ento de m adurez y su punto de sazón. Se alega, a tal respecto, no sólo el d esarro llo tecnológico de la navegación, sino tam bién no sé qué e sp íritu h u m anista, que, en realidad fue m ás bien la d e stru c ción de toda m oral pública o civil, y no digam os en cuanto a la ética internacional o derecho de gentes. Las condiciones tecnológicas no afectaron m ínim a m ente al hecho de que el d escubrim iento les pillase a los castellanos totalm ente desprevenidos tanto in telectual como, en m ucho m ayor grado, m oralm en te, abriéndoles un horizonte que d esbordaba todo lo concebible y conm ensurable con su conocim iento y 19. « N u e s tra S e ñ o ra d e lo s A u s tria s» (19 19).
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p ara su conciencia. Lejos de e s ta r a la a ltu ra del no vísim o p an o ram a que se les presentaba, se vieron, p o r el contrario, tan atónitos, desbordados y a rro llados com o los indios m ism os. Lo paradójico y pintoresco del caso fue que las úni cas reservas de h um anidad (cosa que no hay que con fu n d ir con «hum anism o») y de conciencia capaces de en c ara r la novedad con un m ínim o de responsa bilidad, de p ru d en cia y de respeto, y, sobre todo, el único caudal de sentim ientos u niversalistas que se requería, no estaban en el tan cacareado e sp íritu re nacentista, sino en la tradición m edieval de la esco lástica tardía; los únicos que hicieron saltar la chispa del escándalo ante la b arb arie desencadenada del renacentism o fueron los an ticu ad o s continuadores de Tomás de Aquino.20 El ren acen tista y h u m an ista era el doctor Sepúlveda, que resucitaba, sin em pacho, la d o ctrin a a ris totélica según la cual la conquista y dom inación estaban ju stifica d a s si eran im puestas p o r un pue blo m ás culto sobre otro m ás inculto y bárbaro; el m edievalista y retrógrado e ra M elchor Cano, discí pulo predilecto de Vitoria, que negaba, en cambio, que la su p erio rid ad cultural confiriese ningún dere cho de soberanía sobre el m ás primitivo, y que se pre guntaba incluso si la configuración social de los españoles no sería destructiva p ara los indios, dicien do textualm ente: «No conviene a los antípodas nues tra in d u stria y n u estra form a política». E sta e ra la delicada tradición capaz de ponerse, con su verdadero universalism o, a la a ltu ra del des cubrim iento, al sab er percibir la diferencia de los in dios y respetarla. E ncuentro entre distantes, sin previo y parsim onioso recorrido de aproxim ación, sú b ita inm ediatez cara a c a ra en tre diferentes, sin lenta y p au latin a com paración, determ inación y re20. V éase el Apéndice III.
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conocim iento de las diferencias jam á s puede ser en cuentro sino encontronazo, con toda la b ru talid ad de un puro choque, que convertirá la diferencia en cie ga e im penetrable otreidad. Pero la o treidad es fun dam ento de casi inevitable antagonism o, cuando no consecuencia de él. La otreidad propone autom áticam ente jerarquía, como hem os visto a propósito de la asim etría sexual; la decisión corresponde siem pre al co n traste de las arm as: quien vence es su p e rio r y quien es su p e rio r dom ina. Las leyes de Burgos de 1512, m ás que leyes, parecen denuncias, al p ro h ib ir literalm ente llam ar a los indios perros y d arles palos. Si algo resa lta en el descubrim iento, no es, c ie rta mente, la arm onía, que h a b ría tenido que acom pa ñ ar a la teoría del m om ento histórico, si hubiese sido cierta, sino la extrem a discordancia, el desconcier to y el desorden m ás asoladores y, lo que es real m ente lo malo, la m ás m ortífera b ru ta lid a d . Porque quien, frente a lo im previsto, no quiso o no supo de tenerse ni un instante y se lanzó a la p erentoria ne cesidad de im provisar sobre la m archa, no encontró a m ano otros recursos ni otros expedientes que los de la pura su p e rio rid a d de fuerza y arm as. Hay quien, com o Ju lián M arías, se asom bra ante la velo cidad de las hazañas de los españoles, de la rapidez con que crearon ese p resunto im perio de U ltram ar; poco m érito tiene quien llega de tan lejos a rro llá n dolo y aplastán d o lo todo a su paso y estableciendo una soberanía nom inal, que realm ente no fue m ás que una dom inación a coto ciego, por p u ra delim i tación te rrito ria l de rayas fronterizas echadas des de fuera, desde la m era línea de la costa, antes de sa b er cosa alguna de las gentes y países que cada linde e n cerrase en su interior. Así lo p ru eb a el que la dom inación española se ciñese a las ciudades, a las m inas, a los cam inos que llevaban el m etal h asta los puertos, y el que prevaleciese con relativa pronti554
i nd tan sólo allí donde había ya reinos relativam enlc grandes y bien organizados, com o Tunja y Bo gotá o im perios poderosos y adm inistrativam ente centralizados. C iertam ente, allí, po r lo m enos en el Imperio Azteca, hubo que h acer antes una verda dera guerra y ganarla, pero después no había m ás que sentarse en el trono del vencido y u su rp a rle el poder sobre una población de súbditos que no se había d ispersado ni disuelto. Pues es caracte rístico de los fenóm enos de la dom inación el que las unidades de población co n stitu id as por una so beranía integral centralizada tiendan a conservarse eomo tal cuerpo de súbditos, sin disolverse o dis persarse, aunque el p o d er sea d erro cad o o u s u rp a do, y siem pre que no haya un interm edio de vacío, por un nuevo poder. La población de un im perio de rrotado p o r un co n q u istad o r pasa, por lo com ún, íntegram ente a m anos de éste, sin d esh acer su unidad.21 Por lo que atañe a lo dem ás, el im perio fue sólo un gran m on stru o in ad m in istrab le e inadm inistrado, com o lo p ru eb an la p ro n ta destrucción de la red de calzadas de los Incas —sobre todo porque sus pavorosas escalin atas eran ú tiles sólo a los pea tones indios, pero im practicables p a ra los caballos españoles—; la p e rtin ac ia de las sublevaciones in dias, que se prolongaron h asta la independencia; el increíble olvido, durante m uchos años, de que la hoy llam ada Baja California no e ra isla, sino península, com o había com probado el propio H ernán Cortés, o diferencias entre las d istin tas zonas tales com o la del hecho de que la im prenta, introducida en 2 1. E je m p lo eg re g io de e llo e s el Im p e rio C h in o d e K u b ila i K an , q u e in a u g u r ó la d o m in a ció n m o n g ol, a u n q u e s u p e d itá n d o s e a la c u ltu ra c h in a p re e x iste n te y a u n , en g ra n p a rte, a s u s in stitu c io nes de p o d er. C la ro e s tá qu e, e n este c aso , la r e la c ió n en tre c u ltu ra s e r a m u c h o m en o s d iferen te, am é n de tr a ta r s e d e d o s p u e b lo s q u e se c o n o c ía n d e sd e an tigu o.
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Méjico ya en el siglo X V I , no llegase a Venezuela h asta 1808. La rapidez de dom inación que tan to fervor p rodu ce en don Ju lián M arías está en la m ás directa pro porción tanto con la m ás feroz y desconsiderada falta de reconocim iento hum ano de los pueblos posible m ente som etidos p o r sim ple inclusión en fronteras sem ejantes, com o con la abstractiva ignorancia del acceso. La m ayor o m enor rapidez o len titu d de la aproxi m ación entre pueblos diferentes y extraños en tre sí es una m agnitud de extrem a relevancia para los ul teriores resultados de la relación. La extrem a rapi dez de la aproxim ación entre desconocidos no puede desem bocar m ás que en la b ru ta lid a d en la m ism a m edida en que allana y contraviene la proporción de bida que han de g u a rd a r entre sí el grado de proxi m idad y el de conocim iento. E sta proporción es la dim ensión en que se funda el concepto m ism o de respeto. La inm em orial experiencia cotidiana de las rela ciones interpersonales lo sabe todo acerca de la con veniencia de c u id a r la constancia de la proporción entre el conocim iento y la proxim idad. No g u a rd a r las d istancias con una iniciativa, una actitu d o un paso que an ticip an la proxim idad, sin un aum ento equivalente del conocim iento, es lo que, en las rela ciones interpersonales, se tien e p o r un paso en fal so, po r un atrevim iento, una indiscreción, una falta de tacto o una villanía. E stas cosas so naran a m uchos a etiq u etas de b u r gueses, que a menudo, en efecto, se cultivan por vana com inería, com o superferolíticas gesterías de salón, pero son expresión de exigencias que rem iten al m is mo filum de sensibilidades y delicadezas que condi cionan la posibilidad de m ejo rar y elevar todo trato in terh u m an o y son infinitam ente m ás im prescindi bles y m ás vulnerables en el trato e n tre sociedades 556
diferentes. El desconsiderado allanam iento que su (i norante om isión su p u so en la in stan tán ea irrupi ión de los españoles en m edio de los indios, sig uí! ¡eaba un tra to que suponía a aquellas alm as lo Instante insensibles y poco delicadas com o para resistir sin m ayor daño el repentino em bate de la pro\im idad m ás inm ediata con los españoles, sin g u a r d ar ni la m ás rem ota proporción con el grado de conocim iento sim ultáneo. Lejos de h a b e r encuentro alguno, lo que hubo fue un encontronazo, un choque brutal y destructor, un verdadero allanam iento, y por lal entiendo irru p ció n de la inm ediatez en el espa cio, en el trato, en el uso, en la disponibilidad y en el dominio, sin corresponden cia alguna con un pro porcional conocim iento y, po r lo tanto, reconoci miento. La diferencia, percibida desde el p rim e r instante, no fue reco rrid a sino allanada. Q uienes irru m p en bruscam ente en lo distante, atropellando a largos trancos discontinuos los pasos interm edios, sal tan del m ism o modo, sin re c o rre r las transiciones interm edias de la aproxim ación, a la presencia inm ediatade lo extraño; la diferencia de lo extraño, in co m p ren d id a, no analizada com o tal diferencia, se presenta, así, com o p u ra o treidad abstracta, im pe netrable a cu a lq u ier intento de descom posición en factores diferenciales, a los que la propia inm edia tez, violentam ente producida de un golpe, no ha ajustado siquiera la retina, im pidiendo no sólo la com prensión sino tam bién la ju sta percepción, pues d etectar la otreidad no es p e rc ib ir ni d istin g u ir lo diferente, sino a c u sa r el choque producido en uno m ism o p o r lo extraño, que ju sta m e n te llam am os chocante, cuando no lo entendem os. D etectar no es percibir: el que percibe cualifica, el que detecta, so lam ente extraña. C uanto m ás diferentes en tre sí hayan sido los partenaires de un encuentro, tanto m ás necesaria habría
sido la lentitud de la aproxim ación, o —com o dice Oviedo— «poco a poco c a la r y entenderse y enten d er la tierra»; y tanto m ás lo repentino de la inm e diatez ha reducido toda diferencia a la abstracción de la pura otreidad. La índole de los indios no fue o tra que una inven ción refleja del trato im provisado in situ con respecto a ellos po r los españoles. No es, en m odo alguno, un fenóm eno raro o novedoso este de concebir la índo le y la condición del otro a p a rtir de datos perten e cientes, no ya a él p o r sí mismo, sino al trato que nosotros le dam os. «A ver, se p reguntaba inconscien tem ente el español, ¿cóm o trato yo al indio?; y se respondía: Pues, a palos, com o a un perro. Luego el indio es un perro». Y, así com o los antiguos inven taron el bárbaro, así los españoles, en beneficio de todo el u lte rio r colonialism o blanco, inventaron el indígena. Así que ni siq u iera m e refiero a los rasgos reales de c a rá c te r que los indios pudiesen ir adq u irien d o a consecuencia del trato que recibiesen de los esp a ñoles, sino a los rasgos gratu itam en te atrib u id o s a los indios por los españoles, com o la im agen virtual que devolvían a sus ojos en cuanto receptores del trato que ellos m ism os les propinaban, com o la re presentación congruente y n ecesaria que a los ojos del esb irro que lo apalea ha de a d o p ta r el esclavo o el siervo apaleado. 13. La envidia del im perio Lo que pretende este Q uinto C entenario —ju n to con otros propósitos todavía m ás indignos y su p e r fic ia le s — es tal vez in v e n ta rs e a q u in ie n to s a ñ o s de d istancia un Im p erio Español que, bien m irado, no llegó a existir. Me explicaré: todo espectáculo necesita, para serlo, conseguir credibilidad ante los 558
espectadores; si no es creído p o r los espectadoles, el espectáculo no existe com o tal; la tragedia del gran espectáculo, de la gran ópera w agneriana t|iie hoy m uchos q u e rrían que hubiese sido el Impe11<> Español, es que no pudo llegar a se r creído por los espectadores de su tiem po, porque hubo todo un pallinero a b a rro ta d o de reventadores que, desde que se alzó el telón hasta que los alguaciles se vieron obli gados a d esalo jar la sala, no dejaron de p a te a r un solo instante. Con sem ejante pateo de los reventado re s el espectáculo p erdió toda posible credibilidad y se m alogró com o un niño nonato. Y así fue com o el Im perio Español nu n ca existió. La secreta a m a r gura de las posteriores generaciones h asta la propia de hoy es que a E spaña nunca le fue reconocido con sincera convicción h a b e r tenido im perio, como sí, en cambio, se le h a b ía reconocido antes a Roma y se le reconocería después a G ran B retaña. Ante ellas los españoles vienen sufriendo silenciosam ente u n a es pecie de envidia histórica, porque la envidia tiende a proyectarse sobre las cosas m enos envidiables. Pero rom anos e ingleses acertaro n a c u id a r sus represen taciones im periales y a seleccionar los espectadores; y así la infam ia h u m an a que fueron sus im perios consiguió se r creída y a p lau d id a com o un espec táculo grandioso. ¿Por qué a nosotros —dicen los españoles—, que nos esforzam os tan to com o ellos, que desencadenam os tanto furor, tan to torm ento, tan ta sangre y tan ta m u erte com o ellos, no nos son concedidos en la H istoria Universal análogos honores im periales? Porque dejasteis —les co n testan — que el gallinero se os a b a rro ta se de rufianes, carentes de todo sentim iento de grandeza, renuentes a todo en tusiasm o de dom inación, insensibles a la sublim idad del sacrificio y el pathos de la sangre; por eso vues tra G ran Ó pera Im perial acabó redundando en un fracaso estrepitoso. Y aun desde el principio dejas teis que el argum ento m ism o fuese discutido por esa 559
p artid a de indocum entados, de p erro s callejeros,22 de frailazos com edores de berzas cocidas con ajo y con sal. ¿Cómo qu eríais que con esa gentuza a b a rro tando el gallinero saliese adelante el sublim e espec táculo h istórico que viene a s e r toda gran ópera im perial, com prensible tan sólo para esp íritu s egre gios y elevados? Todo lo cual me sugiere que, en lu gar de una festiva conm em oración, lo indicado sería, precisam ente, re su c ita r la noble tradición de los re ventadores del Im perio E spañol, hoy tan alicaída —que si los reventadores de obras m alas siem pre fueron saludables p ara el teatro, no digam os lo u r gentes que serían p ara la h isto ria—>y revolverlos de nuevo no sólo co n tra el Im perio Español y los a n te riores y siguientes, tal como los pateadores de antaño se revolvieron contra el Rom ano y el Alejandrino, sino co n tra la propia H istoria Universal. Aunque el pateo de los reventadores llegó a se r de tal m agnitud que en 1539 el propio e m perador se vio obligado a intervenir encom endando al prior del con vento de San E steban de S alam anca que prohibiese toda discusión o predicación po r p a rte de los dom i nicos sobre la cuestión de América y confiscase y en tregase c u alq u ier escrito referente a ella, el único logro de aquellos reventadores fue m alo g rar el éxi to del espectáculo en el crédito p o p u lar y d e sp re sti giarlo ante la crítica, prim ero tam bién la nacional, a juzgar por las palabras iniciales del propio Cervan tes, en «El celoso extrem eño», que debían de refle ja r la opinión co rrien te de la calle sobre Las Indias; 22. Domini canes, « p e rro s d ei S eñ o r» , se au to d en o m in aro n , ha c ie n d o un ju e g o fo n ético , lo s d o m in ic o s, d a n d o a la im agen , o r i g in a ria m e n te , un s e n tid o m á s feroz; p e ro no s o s p e c h a b a n en c u á n to m ás n o b le s e n tid o — e l d e la d r a d o r e s y n o m o rd e d o re s — lle g a r ía n a s e rlo d e sd e q u e T o m ás d e V io r e su c itó p a ra A m é ric a el iu s n a tu r a lism o to m ista , q u e fu e re c o g id o p o r M o n tesin o s, L a s C a s a s , B e rn a r d in o d e M in aya, y, so b re todo, V ito ria y M e lc h o r Cano.
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después, por u n a reacción p a trió tica de los españo les, sólo ante la crítica extranjera; pero este fue, ded a , el único logro de los reventadores, pues, en todo lo dem ás, fue la H istoria Universal la que venció, como lo m u estra el que lograse im p lan ta r y afian zar esa im perial in d u stria de dom inación y su fri m iento que logró se r A m érica y que aún siguió siendo, a veces incluso con m ás intensidad, después de disolverse el sedicente Im perio en diversas sobe ranías criollas independientes.23 No faltan quienes pretenden posible una actitu d de neu tralid ad o de objetividad crítica, lo cual em pieza p o r e n tra r en colisión con la propia noción de «Centenario» en cuanto connote la de «conm em ora ción». Si una exposición com o la que se p resentó en To ledo, especializadam ente dedicada a instrum entos de to rtu ra de un ayer p retendidam ente su perado (aun que tal vez no tanto, si hay que ju zg a r po r la tu r bación pro d u cid a en algunos asistentes), suscitó protestas en Toledo por el «mal gusto» de m o strar al público, aun sin el m enor afán de apología, sino todo lo contrario, tales objetos, es fácil im aginar el recha zo que su scitaría la infiltración de nada sem ejante en la gran D isneylandia sevillana de 1992, com o podría se r cu a lq u ier sala dedicada a presentar, aun en muy dism inuida proporción y con las consabidas salvedades de «abusos inevitables en toda gran em presa histórica», algunos aspectos «desagradables» del asunto. Y conste que no puede inspirarm e la m e nor antipatía, sino todo lo contrario, la sensibilidad que está d e trá s del rechazo de la visión de «lo desa gradable». Pero lo deseable se ría que tal sensibili dad se convirtiese en repudio de la h isto ria m ism a, y que se le proporcionase el m edio y la ocasión de hacerlo, no que, por el contrario, ya ella m ism a, por 2 3. V é ase el Apéndice V.
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su propia cobardía, se p erv ierta en dem anda de que le encubran con lindos colorines los h o rro res de la h isto ria que puedan ofenderla, y que otros se la pre senten ya convenientem ente falsificada, tran sfig u ra da y m asticada, m ediante el expurgo de cuanto puesto ante sus ojos no p o d ría sino provocarle un rechazo radical inapelable. Pero, en segundo lugar, la h isto ria no adm ite im parcialidades ni puntos interm edios. La histo ria es, po r esencia, histo ria de la dom inación; y el m odelo de la dom inación es la batalla; ésta, aunque sea pírrica, no tiene cantidad, sino tan sólo signo, esto es, carece de cu alq u ier valor ajeno a la e stric ta a lte rn a tiva de vencido o vencedor. En Am érica, a despecho de todo el pataleo de los reventadores del siglo X V I, venció la dom inación, venció la H istoria y venció, por consiguiente, el mal. La a c titu d no adm ite am biva lencias, com o las de quienes dicen «hubo de todo»; ni siquiera el rechazo puede se r relativo, tiene que ser radical. De poco vale que reconozcam os que, en efecto, «hubo de todo», que, po r ejem plo G rijalva o Alvar Núñez Cabeza de Vaca se com portaron, al igual que otros m uchos, com o caballeros, que reconozca m os la san tid ad de Vasco de Quiroga, obispo de Michuacán, con la de cientos de hom bres religiosos y sacrificados, llenos de la m ejor voluntad; tal recono cim iento vale tan poco, a la hora de ec h ar las cuentas con la historia, y en eso está precisam ente el mal, com o el reconocim iento paralelo, por parte de la fac ción apologética, de que hubo, sin duda, grandes abusos, «como es inevitable en toda gran em presa histórica». Ni en uno ni en otro caso lograrán supe ra r su efectiva nulidad de p a rtic u la rid a d e s e m p íri cas o irrelevantes en el seno, prepotente y desdeñoso, de lo universal, que nos im pone la triste disyuntiva, indeseablem ente facciosa, del rechazo radical de la tragedia, o de su glorificación com o efem éride dig na de se r conm em orada. 562
Por lo demás, ¿adonde hemos llegado para que otra vez vengan a d ecirles a los españoles, con la m ism a engolada voz de antaño, cóm o están hechos, o m ás bien cóm o deben cre e r que están hechos, a qué es tantiguas tienen que seguir dirigiendo sus plegarias, en qué fan tasm as tiene que seg u ir cifrándose su o r gullo? ¿Adonde hemos llegado para esta restauración de todo el h o rterism o p atrió tico orteg u ian o (ru b o ri zantes ortegajos com o el de «para lan zar la energía española a los cu a tro vientos, p a ra in u n d a r el pla neta, p ara c re a r un Im perio a u n m ás am plio [...] y para ensayar otras m uchas faenas de gran velamen» y no «para vivir juntos, p ara sen tarse ju n to al fuego central, a la vera unos de otros; com o viejas sibilan tes en invierno» —de España invertebrada, cap. 4 «Tanto m onta») en que el Im perio E spañol, no sólo vuelva a s e r exonerado de toda sospecha crític a m a ligna, sino glorificado sin reservas, com o epopeya de la H istoria Universal, bajo las form as aun m ás b á r baras, m ás incultas, m ás actualizadam ente regre sivas y, en fin, de incalculablem ente m ultiplicado poder y prepotencia, propias de la actu al configura ción publicitaria de la sedicente c u ltu ra «m ediática» y aun del m undo mismo. Toda conm em oración es, po r naturaleza, apolo gética y, consiguientem ente, no neutral, ni, m ucho menos, crítica. C onm em orar una cosa com porta a p ro b arla y h a sta glorificarla, y po r añ ad id u ra que los conm em orantes se identifiquen con los conm e m orados por una especie de m ística vía transhistórica. Apenas la organización intentase in tro d u c ir en ella un solo elem ento crítico, el público sería el p ri m ero que lo rechazaría, argum entando, con entera lógica, que cóm o se le invitaba a conm em orar festi vam ente sucesos que repugnan a la sensibilidad y a la m oralidad —o hipocresía— actu ales y vigentes y a identificarse de algún modo con au to res de suce sos tales, a él, que m ira con escándalo situaciones 563
presentes b astan te m ás benignas, com o las que con cu rre n en la Unión S u d african a o en Israel. Lo que no han acertad o a p ercib ir los prom otores del indigno festival es que, una vez acep tad a la op ción estética de la grandeza, se abren de p a r en par, aun sin quererlo, las p u e rta s a la peor literatu ra orteguiano-falangista, y a los m ás detestables ripios fascistoides del propio Antonio M achado, sobre «la E spaña del cincel y de la m aza / con esa e tern a ju ventud que se hace / del pasado m acizo de la raza». La celebración del Q uinto C entenario reavivará to das las falacias de aquella retó rica orteg u ian a del «proyecto sugestivo de vida en com ún», com o —son sus palabras— «un proyecto incitador de voluntades, un m añana im aginario capaz de d iscip lin ar el hoy y de orientarlo, a la m an era en que el blanco a tra e la flecha y tiende el arco», y en el que —sigo c ita n do— «la vaga im agen de tales em presas es u n a p a l pitación de horizontes que funde tem peram entos antagónicos en un bloque com pacto». Pero ninguna de sus euforias estetizantes se vería tan desm entida p or una som era lectura de las crónicas antiguas com o la de que —vuelvo a c ita r literalm ente— «en la colectividad g u e rre ra quedan los hom bres inte gralm ente solidarizados por el h o n o r y la fidelidad, dos norm as sublim es». Si algo resalta escandalosa m ente en las crónicas de Indias es la extrem a rareza del caso de dos conquistadores españoles, miembros, supongo, de una colectividad g u errera, que se lleva sen bien, que no tuviesen inquinas y q u erellas e n tre sí, pues no puedo reconocer com o am istades las fre cuentes com plicidades de in terés frente a terceros. Resalta, por eso, com o una excepción, la am istad afectuosa, confiada y perdurable que hubo entre Cor tés y su c ap itán Sandoval o el em ocionante recu er do que Bernal Díaz del C astillo guarda de su am igo C ristóbal de Olea, de quien, en la crónica, tan to se preocupa de que no sea confundido con su semi564
homónimo C ristóbal de Olid —Olí, dice B ernal—, ca pitán degollado p o r rebelarse a Cortés. Y citaré, al respecto, el com entario que hace Fernández de Ovie do a propósito de una anécdota concreta: «F altar un herm ano a otro» —dice textualm ente— «en tiem po de nesgessidad se ve pocas veges, sino en aq u estas partes, donde hay poca a m istad entre los hom bres», lis sorprendente que se siga encareciendo la conquis ta, donde, p o r fa lta r a toda v irtu d hum ana, h asta la lealtad de convivencia entre españoles se vio re bajada a sórdidas com plicidades de truhanes. Es una lástim a, pero incluso al respecto de las dos n o r mas sublim es que O rtega atribuye a la colectividad guerrera, la epopeya española falla lam entablem en te, y, a poco que se repasen las cró n icas con un m í nimo de exigencia y honradez, se verá cóm o no puede p ro porcionar satisfacción alguna ni siq u iera a los degustadores de la h isto ria según la estética de la grandeza. 14. «Ab ira tua» Estos d eg ustadores de grandezas —acaso con la sola excepción del Hegel m ás genuino y radical— ne cesitarían, adem ás, que hubiese, com o en toda gran ópera w agneriana, cual la que ellos q u errían que hu biese sido la del doblem ente p resu n to Im perio Es pañol, verdaderos pro tag o n istas personales, sujetos libres, dueños de sí m ism os, y au tén tico s autores de sus grandes hazañas, no m eros agentes ejecutores, m an d atario s o h a sta puros posesos enajenados de su propio ser, com o realm ente fueron en uno u otro grado los conquistadores, instrum entos, en fin, de la H istoria Universal. Ira de Dios, azote de vesania y de m a rtirio fue el desatado fu ro r de dom inación con que el huracán de la H istoria Universal, reactivado p o r un d escu b ri 565
m iento que desbordó las conciencias de los descu brid o res tan to com o dejó a tó n ita s las de los indios, a rre b a tó a los españoles en la conquista del im pe rio de u ltram ar, configurándolo desde el p rincipio com o una p u ra fábrica de su frim ien to s y, com o tal, renovado sin alivio, y a veces h asta agravado p o r un aum ento de productividad, p o r el criollaje que se alzó con la herencia de los p adres fundadores y que aún se cuida periódicam ente de en g ra sa rla aquí y allá como m áquina de infelicidad y de injusticia, con arreglo al m odelo de cuya construcción los in esc ru tables designios del S eñor de los Ejércitos hicieron ejecutores a los españoles. Fue uno de los m enos sim páticos y m ás d iscu ti bles d etractores de la im perial em presa quien, sin em bargo, ju n to con Fernández de Oviedo (véase m ás a rrib a, parágrafo 6), m ás se aproxim ó a la intuición fundam ental. Tiene razón M enéndez Pidal cuando lo acusa —com o en su tiem po lo h ab ían acusado al gunos— de que su pretendido a m o r hacia los indios e ra m ucho m en o r y m enos evidente que su odio ha cia los españoles. El ab o rrecim iento p o r los españoles era, in tu iti vamente, ab o rrecim iento p o r la H istoria Universal, supuesto que eran los españoles quienes, en su triu n fante papel de ejecutores del fu ro r de predom inio, aparecían com o la encarnación visible que o sten ta ba su representación. «Las Casas» —dice M enéndez Pidal— « q uisiera24 d esh acer la h isto ria universal, com o quiere que se deshaga y vuelva a trá s la histo ria indiana de España». Don Ram ón se refiere aquí a la circu n stan cia de que Las Casas, sobre la falsilla de la ab o rrecid a conquista h isp an a de U ltram ar, no reparase en revolver sus iras contra el im perio Ro m ano y el Alejandrino. En efecto, B artolom é de Las Casas estuvo a un 24.
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Sic, en lu g a r d e « q u e rría » .
paso de que su intuición alcanzase el concepto que le correspondía, pero las concretas atrocidades de los españoles singulares fueron los árboles que no le dejaron ver el bosque, y éstos los p a rticu la re s su jetos em píricos que retuvieron su intuición en los um brales m ism os del universal real: el p rincipio de dom inación en cuanto m al sin m alos. Mas no p o r eso se ría ju sto d e ja r de hacerles el ho no r de ab o rre c erlo s en im agen, tratándolos, así, com o si hubiesen sido los sujetos libres, dueños de sí m ism os, como los que, po r quim érico que sea obs tinarse en ello, hab rían podido ser, precisam ente con la intención postum a, y aun en cierta m anera paradó jica, de redim irlos de no haberlo sido. Para C astilla del Oro, que, adem ás del D arién y Panam á, incluyó hasta 1524 la p o ste rio r gobernación de S anta M arta y h a sta 1532 la de C artagena, Fernández de Oviedo estim a, desde 1514 h a sta 1542, u n a despoblación de dos m illones de indios, en tre m atados p o r los espa ñoles y dep o rtad o s com o esclavos, cifra in d udable m ente exagerada, com o todas las que redondean en varios ceros, pero en m odo alguno inverosím il p ara un lapso de 28 años. Sea com o fuere, y a tenor de lo dicho m ás a rrib a , creo obligado c ita r uno de los párrafos finales de su relato de los hechos de C asti lla del Oro, de los que ha sido du ran te no pocos años testigo de vista. D espués de enjuiciar, uno p o r uno, a los 45 cap i tanes que ha conocido allí, se detiene en los seis p er sonajes principales: el gobernador P edrarias Dávila, el obispo Juan de Quevedo, el alcalde mayor, licen ciado G aspar de Espinosa, y los tres cargos clásicos de la adm inistración española: tesorero Alonso de la Puente, contador Diego M árquez y factor Juan de Tavira, para a ñ a d ir después literalm ente: «Pero no quie ro ni soy de paresger que se cargue toda la culpa a los seys ques dicho; ni tam poco absuelvo a los p a r ticulares soldados, que como verdaderos m anigoldos
o buchines o verdugos o sayones o m inistros de S a tanás, m ás enconadas esp ad as e a rm a s han usado que son los dientes e ánim os de los tigres e lobos, con diferenciadas e innum erables e crueles m uertes que han p e rp etrad o tan incontables com o las estre llas...».
Nota 1
El escrúpulo de C ortés con trasta fuertem ente con el expeditivo form alism o ju ríd ic o y aun form ulism o ex opere operato con que el requerim iento fue apli cado las p rim eras veces, o sea, a raíz de la gran expe dición de Pedrarias Dávila en 1514 al rincón suroeste del Caribe, con la gobernación de C astilla del Oro —que entonces com prendía las dem arcaciones de Santa M arta, C artagena, el golfo de U rabá con el Darién y todo el istmo, desde el que Balboa había avistado la M ar del S u r y en cuya o rilla P edrarias fu n d aría m uy pronto P anam á—, siendo a veces el propio Fernández de Oviedo el encargado de leerlo, en la versión literal redactada por el doctor Juan López de Palacios Rubios, sin preocuparse de la com prensión ni de la presencia ni aun de la m era distancia auditiva de los indios a quienes iba supues tam ente dirigido, o sea com o un m ero trám ite a eva c u a r para salv ar la responsabilidad jurídico-m oral de los españoles an te sí m ism os, legitim ando la op ción de rom per com bate contra los indígenas. Tan clam oroso era el vacío form ulism o de tal ficción ju rídica —capaz no obstante, de fra n q u e a rles el um 569
bral de la legitim idad para el uso de las a rm a s— que los propios fautores no podían p o r m enos de to m a r lo a risa; así el m ism o Fernández de Oviedo lo refe rirá en su H istoria (libro X, capítulo VII, páginas 31-32 del tom o III de la edición de A m ador de los Ríos, M adrid, 1851-1855), con ocasión de un recuen tro —en el que no dejaron de ten e r los perros su papel— donde el a u to r y personaje se representa bro m eando con P edrarias: «... en presencia de todos yo le dixe: "Señor, paresgem e questos indios no quie ren escuchar la theología deste Requirim iento, ni vos teneis quien se la dé a entender; m ande vuesa m er ced guardalle, h a sta que tengam os algún indio des tos en una jaula, p ara que despacio lo aprehenda, o el señor obispo se lo dé a e n te n d e r”...», para com en tar, poco m ás abajo, en el m ism o pasaje: «Yo pregun té después, el año de m ili e quinientos e diez y seys, al dotor Palacios Rubios, porqué él avía ordenado aquel R equirim iento, si qued ab a satisfecha la consgiengia de los ch rip stian o s [..] e dixom e que sí, si se higiesse com o el R equirim iento lo dice. Mas paresgeme que se reía m uchas veces, quando yo le conta ba lo desta jo rn a d a y otras que algunos capitanes después avían hecho. Y m ucho m ás me pudiera yo reir dél e de sus letras [...] si penssaba que lo que dige aquel R equirim iento lo avían de en tender los indios, sin discurso de años e tiem po [...]. Adelante se d irá el tiem po que los cap itan es les daban, atando los in dios después de salteados, y en tanto leyéndoles toda aquella capitulación del R equirim iento ...». N ada de esto encontram os en el relato de Cortés, sino po r el contrario la m ás cuidadosa diligencia por asegurarse de que la traducción sea hecha con el m a yor y m ás paciente esm ero h a sta alc a n z ar suficien te convicción de que el catecúm eno se ha enterado de todo, siem pre, naturalm ente, en la discutible m e dida en que C ortés pudiese re p u ta r satisfactoria. Pero aunque, a ten o r de su relato, la idea siga sien 570
do la de observancia del trám ite del requirim iento, no se recu rre ya, en absoluto, al texto oficial de Pa lacios Rubios, sino a una im provisación que H ernán ( ortés, com o hom bre instruido, sabe h a c er lo sufii icntem ente elaborada, circu n stan ciad a y circu n s pecta, salvo que con la asom brosa novedad respecto del texto de Palacios Rubios de p u e n te a r olím pica mente al Pontífice, pasando —en la sucesión j e r á r quica de las subrogaciones— d irectam ente de Dios al E m perador y del E m perador a él, sin hacer la m ás m ínim a m ención del V icario de C risto en la tierra, m ención que, en cam bio, en la versión oficial de Pa lacios Rubios no puede ser m ás extensa y m ás explí cita: «De todas estas gentes Dios Nuestro Señor dio car go a uno que fue llamado San Pedro, para que de to dos los hom bres del mundo fuese señor y superior, a quien todos obedeciesen, y fuese cabeza de todo el linaje humano, dondequiera que los hombres viviesen y estuviesen, y en cualquier ley, secta o creencia, y dio le a todo el m undo por su señorío y jurisdicción. Y como quiera que le mandó que pusiese su silla en Roma, como en lugar más aparejado para regir el mundo, mas tam bién le perm itió que pudiese estar y poner su silla en cualquier otra parte del mundo y juzgar y gobernar todas las gentes: cristianos, moros, judíos, gentiles y de cualquier otra secta o creencia que fuesen. A éste llamaron Papa, que quiere decir ad mirable mayor padre y guardador, porque es padre y gobernador de todos ios hombres. A este San Pedro obedecieron, y tom aron posesión Rey y superior del universo los que en aquel tiempo vivían; y asimismo han tenido a todos los otros que después de él fueron al Pontificado elegidos; así se ha continuado hasta ahora y se continuará hasta que el m undo se acabe. Uno de los Pontífices pasados que en lugar de éste su cedió en aquella silla e dignidad que he dicho, como señor del mundo, hizo donación de estas islas y tierra firme del m ar Océano a los Católicos Reyes de Es 571
paña, que entonces eran Don Fernando y Doña Isa bel, de gloriosa m em oria,1 y sus sucesores en estos reinos, nuestros señores ...»;
ante lo cual uno se pregunta: ¿pues qué ha pasado aquí? Lo que ha p asado es sim plem ente que en el ín terin de 1514 a 1526, ha m uerto el Rey Fernando de Aragón, consorte de Castilla, pero aún influyente, pese a los recelos de los nobles castellanos, y con la inefable escena de las palm adillas al duque de Nájera en la entrevista de Benavente del 1 de ju n io de 1506,2 sobre todo después de la m uerte, en sep tiem bre del m ism o año, de su yerno el Rey Don 1. E s ta v ersió n es, evidentem ente, la de u n a c o p ia reaju stad a d es p u é s d e la m u e rte d e F e rn a n d o V, sin q u e h a y a razó n p a ra p e n s a r qu e, en to d o lo d e m ás, no s ig a sie n d o e l texto lite ra l o r ig in a r io del d o c to r L ó p e z de P a la c io s R u b io s. (A m en o s q u e «de g lo r io s a m e m o ria » se r e fie r a s o la m e n te a D oña Is a b e l, p e ro q u ed an d o , en ta l c aso , a lg o con fu so .) 2. « E an tes q u e a llí lle g a se n , d esq u e fu e ro n d e se m b a rc a d o s, h a b ía h a b id o co n tie n d a en tre m a r id o y m u je r s o b re r e g ir y m a n d a r lo s R ey n o s: q u e la R e y n a y s u s p a rie n te s, y q u ie n b ien la q u e ría , q u e ría n q u e m a n d a se y fir m a s e ju n ta m e n te con e l Rey, a n sí co m o h a c ía la R e y n a D oña Isa b e l, de g lo r io s a m e m o ria , co n el R e y Don Fern an d o, su p ad re, y el R ey Don P h elip e, y lo s de su c o n sejo , y lo s q u e m u c h o se a d e la n ta r o n á lo re cib ir, p a re c e q u e c o n sin tie ron en a q u e l C o n se jo q u e la R ey n a no fir m a s e , ó v ie n d o e l R ey en a q u e lla o p in ió n , de la q u a l le d e b ie ra n q u itar, no lo q u isie ro n c o n tra d e cir. [...] y e sto se v in o á p u r if ic a r y a c a b a r en B en aven te, y q u e d ó q u e la R e y n a D oña J u a n a no e n te n d ie se ni fir m a s e en lo s n e go cio s d el regir, sa lv o el R ey tan solam en te, p u esto c a so q u e lo s R ey n o s e ran d e la R eyn a, é d e su Patrim on io , é no del R ey Don P h e lip e ; é a n sí se fizo e se p o co de tie m p o q u e el R ey Don P h elip e v iv ió d e d o n d e no p o c a tu rb a c ió n y e n o jo a la R e y n a se s ig u ió ; y el R ey Don P h e lip e p ro vey ó q u e en n in g u n a m a n e ra la R ey n a no v ie se a su p ad re, au n q u e v in iese á su Corte, é an sí se fizo, é tuvo q u e n u n ca se lo d e ja ro n ver; y el R ey Don F e m a n d o e sta b a en Toro, m ie n tra s el R ey D on P h e lip e en B en av en te, é d en d e an te s d e se v e r fu e ro n é v in ie ro n lo s E m b a x a d o r e s é m ed ia n te s d el un R ey a o tro; p o rq u e el R e y Don F e rn a n d o d e m a n d a b a la m itad d e lo g a n a d o é d e lo qu e p o r ju s t ic ia e r a su yo, é lo q u e la R e y n a su mug e r le h a b ia m a n d a d o en su testam en to , é lo q u e p o r B u la s d el S a n to P a d re le e r a c o n c e d id o p o r su v id a , é lo s M a estrazg o s, y
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I clipe;3 ha venido —de derecho con éste, pero de he d ió sólo con su hijo— La Casa de Austria: «Cielo del águila bicéfala,/n u b arro n es llegan del norte ...», que que se q u e d a se n en b u en h o ra co n s u s R e y n o s; y en fin, lo s C o n sejo s del un R ey y o tro se ju n ta r o n co n c o m p ro m is o s de a m b o s Ruyes; é v is ta s la s d iv is io n e s é ju s t ic ia s q u e c a d a u n o ten ia, é lo i|iie d e m a n d a b a , fic ie ro n la p a rtic ió n en e s ta m a n e ra : q u e e l R ey Don F e rn a n d o o v ie se p o r su y o d e lo a c re c e n ta d o , el re yn o d e Ñ a póles, é la R ey n a su fija el reyn o d e G r a n a d a , ta l p o r tal. [...] (incdo m ás q u é p o r to d o s lo s d ía s de su v id a e l R e y Don F e rn a n do llevase la m ita d d e la s re n ta s d e lo s R e y n o s d e la s In d ia s, d e oro, p e r la s é e s c la v o s, é o tr a s c u a le s q u ie r a c o s a s q u e re n tase n ; iiu eaó m ás, q u e el R ey Don F e rn an d o h ay a y ten ga p o r lo s d ía s tic su v id a en la s A lc a b a la s d e C a s tilla , d iez c u e n to s d e m a ra v e dís. E e sto fech o y s e n te n c ia d o p o r lo s d el C o n s e jo del un R e y y del otro, a rb itro s p a ra e llo eleg id o s, m an d aro n y sen ten ciaro n qu e Rey Don F e rn an d o s a lie s e lu eg o de C a s tilla , y la d e ja se lib re y d e s e m b a ra z a d a a l R e y Don P h elip e, e s e fu e s e a s u s R e y n o s de A ra gón. L u ego a m b o s R ey es c o n sin tie ro n la s e n te n c ia e e stu v ie ro n po r ella, e e l R e y D on F e rn a n d o se m o v ió de Toro, e se fu é a B e n a vente, e se v id o y a b r a z ó co n el R e y D on P h elipe, é d e a llí se d e s pidió de él é de lo s c a b a lle ro s de C a s tilla qu e a llí e stab a n , y a b razó ai D u qu e d e N á je r a , a l C o n d e d e B en av en te , é á o tro s en la p a rti da c u a n d o se d e s p id ió d el R ey Don P h elip e, lo s q u a le s a lg u n o s de e llo s e sta b a n a r m a d o s de c o ra z a s d e b a jo d e lo s sayo s, y el R ey m o teján d o lo d ijo al D u q u e d e N á je ra : D uque, D ios o s d é paz, no so lía d e s v o s s e r tan g o rd o ; y o tro tanto d ijo a l C o n d e de B e n a v e n te, y á o tro s á lo sem ejan te, d á n d o le s p a lm a d illa s en la s e s p a ld a s ; y a llí en p r e s e n c ia d e m u c h o s G ra n d e s e c h ó la b en d ició n á todos, é les e n co m en d ó q u e fu e se n le a le s á su Rey, é s e q u itó de la c a b e za un so m b re ro é el bonete, é q u ed an d o en c a b e llo se h u m illó a todos, é se d e sp id ió é v o lv ió la s rie n d a s á un c a b a llo en q u e e s t a ba, é se fu é é p a rtió de B en aven te, é con é l e l C o n d e sta b le su y e r no, é el D u qu e d e A lva su p rim o , é e l C o n d e d e C ifu e n te s é o tro s C a b a lle ro s é P re la d o s q u e lo am a b an , é n u n ca d e é l s e h ab ían p a r tido; é tom ó su m u g e r co n sigo , é su c a s a é fa m ilia , é no p a ró de rep o so h a s ta q u e se en tró en s u s R e y n o s d e A ragó n ...». (A n drés B ern á ld e z , Historia de los Reyes Católicos Don Fernando y Doña Isabel, cap. CCV). L a jo c u n d a m a lic ia d el C u ra de L o s P a la c io s relu ce co m o n u n c a en el e p is o d io d e l c o m e n ta rio d el R ey a l d u qu e de N á je ra , b a jo c u y a s ro p a s se v e ía a b u lt a r el c o s e le te q u e lo h a c ía p a re c e r « tan g o rd o » y de la s « p a lm a d illa s » co n q u e el R ey lo hizo reso n ar, «bon -bon», a la ta h u ec a. 3. « L u e g o co m o el R e y Don P h elip e m u rió , fu é m u y g ra n d e el a lb o ro to sin n e cesid ad en a lg u n o s c a b a lle ro s d e C a stilla , en a q u e llo s d o n d e el rep o so y a m o r a l p a d re ni á la h ija no m o rab a, en
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escrib iría don Miguel de U nam uno; y en 1519, final mente, ¡El Im perio! S um ándose a todos los privi legios pontificios otorgados a F ernando e Isabel, p o r Inocencio VIII p ara G ranada y las Islas Cana rias, por A lejandro VI y Julio II p ara América, León X, al conceder a C arlos el derecho a intervenir en la delim itación de las diócesis am ericanas, trasp asa ya los lím ites del m ero «patronato», p a ra a n tic ip a r se a lo que m ás tard e se desig n aría com o regalismo o galicanism o; coronada tal cim a de atribuciones en el cam po de la Religión, el añadido de la condición de E m perador no podría sino resucitar la doctrina de los dos poderes: El Pontificado y El Imperio, am bos, recuérdese bien, poderes divinos, au nque uno espi ritual y el otro secular. El E m perador, y de m odo es pecial en los dom inios afectos a su patronato, y p o r ende aun m ás singularm ente en los de ultram ar, era ya directam ente, sin p a s a r p o r el Pontífice, el V irrey de Dios, o com o se decía literalm ente «Vice-Dios». Así, m ucho antes de llegar al m ovim iento galica no o regalista de los B orbones franceses y españo les y sin necesidad de un cism a com o el que dio a a lg u n o s q u e p en saro n q u e ya e ra la c o n su m a c ió n d el m undo, é q u e e r a v u e lto el tiem p o del R e y Don E n r iq u e p ró xim o , y d e su fo rtu n a, q u e el q u e m á s p o d ía m ás to m a b a, é c a d a u no e r a R ey d e su tie rra , é d e lo q u e p o d ía to m a r de la C o ro n a R ea l sin q u e r e r c o n o c e r R ey ni s u p e rio r, y m u y bien s e se ñ a la ro n lo s m a n c illa d o s de este d e se o p o r s u s o b ra s, quia ex abundantia coráis os loquitur, a u n q u e a lg u n o s e c h a b a n la p ie d ra y e s c o n d ía n la m ano. M ás N u e stro S e ñ o r en c u y a s m an o s sunl omrtia jura Regnorum y s a b e lo s p e n sa m ie n to s y d e s e o s de lo s c o ra z o n e s d e lo s h o m b re s y la s a fic io n e s in ju s ta s , no d ió lu g a r á que, ni en p o co ni en m u cho, el p ro p ó sito d e a q u e llo s s e c u m p lie se , p o r c o n sta n c ia é c la reza de los b u en o s, é le a lta d é a m o r q u e m o stra ro n á el p a d re é á la fija , é p o r in m o v ilid a d q u e p u so so b re lo s c o ra z o n e s d e to d o s la s C o m u n id a d e s d e C a s tilla y A n d a lu c ía , q u e to d o s d e c ia n “ v iv a la R ey n a D oña J u a n a y el R e y D on F e rn a n d o q u e él v o lv e r á ” ; é ni u n a a lm e n a d e lo s re a le n g o s hizo v ileza, nin c o n se jo nin C o m u n id a d fu é e s c a n d a liz a d o ni a lb o ro ta d o c o n tra la c o ro n a R ea l, lo q u a l m as p a re c ió p o r d iv in o m is te r io q u e p o r h u m an o rep o so , se g ú n e l a p a re jo h a b ía » . (A n d rés B e rn á ld e z , ibidem, cap, C C V II).
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luz a la Iglesia Anglicana, el Vice-Dios español ha>la y deshacía en lo religioso casi tanto com o en lo i ivil, aunque la concepción ideológica, o sim plem en te retórica, se a rrim a se m ás a los precedentes m e dievales, esto es, a las representaciones gibelinas de nn Dante Alighieri. Todavía el d octor Solórzano Perey ra, ya casi a m ediados del siglo XVII, escribe: «Y con añadir, que en fuerza de todo lo referido, hablan do específicam ente de la conquista de los Indios, de i|ite tratam os, au nque hay algunos Hereges, que es criben de ella libre, y atrevidam ente; y otros Católi cos, que no tienen p o r m uy su b sisten te la concesión pontificia; la contraria opinión tiene p o r sí otros, que son m uchos m ás en núm ero, y autoridad, que la fun dan en razones m uy eficaces./Y parece, que ponerla en duda, es querer dud a r de la grandeza y potestad del que reconocem os p o r Vice-Dios en la tierra [su brayado mío].4 Y decir, que la Iglesia ha erra d o en tantas concesiones, com o en varios siglos ha hecho, sem ejantes a la que Alejandro VI hizo a los Reyes Ca tólicos, y aun p o r cau sas m enos ju sta s y urgentes». (Política Indiana, libro I, capítulo X, núm eros 18 y 19). Tal era, pues, el principio por el que Cortés, en su requirim iento se perm itió p u e n te a r al Pontífice, saltando directam ente de Dios al E m p erad o r y del E m perador a él. Nota 2 C uando se pone en m archa un puro engendro va cuo, retórico, rim bom bante, publicitario, dispendio 4. S i en e s te p a s a je c a b e la a m b ig ü e d a d de q u e la r e fe re n c ia de « V ice-D io s» p u ed a re m itirs e lo m ism o a l rey a u e a l p a p a, in e q u í v o ca e s la c o n c e p c ió n d e l rey c o m o « V ic a r io d e D io s» en e l n ? 26 del c a p ítu lo II d el lib ro IV de la m ism a o b ra , ta l co m o se c it a r á en el A péndice I II de e s te en sayo. P o r lo d e m á s, lo u su a l p a ra el P o n tífice e s « V ic a r io de C risto » y no «V ice-D io s» .
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so, profundam ente inculto y co rru p to r, com o este m alhadado invento de la celebración del Quinto Cen tenario, no tiene nada de extraño que afloren las susceptibilidades m ás gratuitas, vacías y com ine ras, precisam ente a tenor de aquel refrán que dice: «Cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo m ata m oscas». De esta naturaleza es la querella sus citad a a propósito de la p a la b ra «D escubrim iento». Prim ero los criollos de las repúblicas hispanop arlan tes de U ltram ar y enseguida los propios m e tropolitanos de aquende-A tlántico se han puesto a p ro te sta r de esta p alabra, con la to n tería de que es im propia, porque, según ellos, da a entender que fue ron sólo los europeos los que descu b riero n a los indios y no tam bién los indios a los europeos. La ob jeción lingüística de que un descubrim iento tam bién puede ser m utuo no se defiende dem asiado bien, por que es muy fuerte la presión sem ántica con que «des cubrim iento», p o r d eriv ar de un verbo transitivo, «descubrir», hace p e n sa r en un d e scu b rid o r y un descubierto. Pero el caso es que precisam ente esa transitividad concuerda con las notas y el aspecto sensible de lo denotado: siem pre hem os dicho y oído el verbo «descubrir» bajo el entendim iento —por de cirlo en p alab ras cerv an tin as— de que son las naves las que descubren a las islas y no las islas a las na ves. «D escubrir» o, m ejor dicho, «descobrir» se usó en el siglo X V , y probablem ente en las propias Capi tulaciones de S anta Fe, en este sentido físico y sen sible totalm ente inocente; cientos de veces me parece hab er leído «las islas d escu b iertas e p o r desco b rir» .5 Desde las islas lo m ás que puede hacerse es «avistar» los barcos, nunca «descubrirlos», o sería 5. E l p r im e r d o c u m en to en que, p o r lo q u e yo h ay a p o d id o a v e rig u a r, a p a re c e ta l e x p re s ió n e s la « C a p itu la c ió n d e la s A lcágov a s» e n tre lo s R ey es C a tó lic o s y A lfo n so V d e P o rtu g a l en 1479 : «e q u a le s q u ie r o tr a s is la s , c o s ta s , t ie r r a s , d e s c u b ie r ta s e p o r d e s c o b rir, fa lla d a s e p o r fa lla r » .
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im.i m anera no ininteligible pero sí, p o r lo menos, lien im propia o pintoresca de expresarse. Así que la piilabra «descubrim iento» surgió, en principio, en i ir inocente sentido físico y sensible de la relación tic un barco con una isla o u n a costa todavía desco nocida para una d eterm in ad a com unidad geográfi ca (|ue co m p artía un conjunto de m apas y de ca rtas m arineras, por m uy celosos que pudiesen m o stra r se en ocasiones navegantes rivales los unos con los i >i ios en cuanto a in tercam b iar d eterm in ad as c a rtas concernientes a los siem pre inciertos y contenciosos espacios lim inares del m undo conocido. Pero si a despecho de esta o rig in a ria ingenuidad de la p alab ra y sin a n d a r m irando en la inutilidad tlel gasto que supone renovar una p u ra fachada por el caprichoso antojo de reinterpretarla atribuyéndole una agresividad o prepotencia que nunca tuvo ni pre tendió tener, extrapolándola de la sim ple relación 11sica y sensible de las naves con las islas, para c a r earla a posteriori con una artificiosa intencionalidad malevolente, que es lo que hacen los que la denun cian e incrim inan de «eurocéntrica», p o r cuanto ensalzaría a los europeos con el papel activo y a rro bante de descubridores, al tiem po que rebajaría a los ultram arinos con el pasivo y desairado de m eros des cubiertos, entonces, si es que se acepta la cosa en es tos térm inos, lo que hay que resp o n d er es que, en efecto, p o r su erte o p o r desgracia —y m ás bien por desgracia, una vez visto como han ido las cosas— así fue exactam ente: lo eurocéntrico no e stá en la pala bra; eurocéntricos fueron los acontecim ientos, eurocéntrica, pavorosa, arro lla d o ra y tenebrosam ente eu ro cén trica fue toda la em presa y siguió siéndolo la H istoria Universal reinaugurada p o r el D escubri m iento de Colón. Si la querella se pone en estos té r minos, rein terp retan d o la p a la b ra h a sta p renderle fuego, entonces ya no es sim plem ente que no haya motivos suficientes p a ra su stitu irla; es que abundan 577
razones p ara conservarla. ¿O es que re p in ta r ahora la fachada va a renovar, com o p o r un ensalm o, las ho rren d as en trañ as de la casa en tera? Si querem os re in te rp re ta r «descubrim iento» com o un térm ino eurocéntrico, no hacem os m ás que encender en él una veracidad que o rig in ariam en te no asp iró a te ner: pues, en efecto, si com o se pretende, «D escubri miento» dice que hubo un europeo d e scu b rid o r y un indio descubierto, no expresa sino la inauguración de todo un rep a rto de papeles, en que los partenaires jam ás se intercam biaron el papel: el agente fue siem pre el m ism o personaje y el paciente, a su vez, fue siem pre el otro. Así com o hubo un d e scu b rid o r y un descubierto, hubo un co n q u istad o r y un conquistado,6 un in vasor y un invadido, un m ata d o r y un m atado, un de predador y un despojado, un aperreador y un aperrea do, un do m in ad o r y un dom inado, un o p reso r y un oprim ido, un violador y un violado, un explotador y un explotado, un legislador y un legislado, un des tru c to r y un destruido, un p rotector y un protegido, un com padecedor y un com padecido y, aún hoy, un indigenista y un indígena; y, a lo largo de todo este reparto de papeles, que se inaugura con el de un des c u b rid o r y un descubierto, el agente fue siem pre el europeo, y el paciente, a su vez, fue siem pre el indio. ¿Conque «descubrim iento» suena mal por «eurocén trico»? ¿No se rá la verdad, la historia, lo que suena y hasta hiede h o rren d am en te m al? Así que si os em peñáis en que la palabra «Descubrim iento» sea eurocéntrica, con tan to m ayor m otivo tendréis que conservarla, puesto que no h a b ré is hecho m ás que c arg arla de una veracidad que se extiende a todo lo largo del contexto sucesivo. 6. Y no h a y q u e o lv id a r q u e C olón n o só lo fu e e l p r im e r d e s c u b r id o r sin o ta m b ién , con s u s s in ie s tro s h e rm a n o s, el p r im e r c o n q u ista d o r.
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Ni
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Nota 4 Parece s e r que no hay precedente del uso de pe rros por p a rte de españoles, ni siquiera en luchas contra infieles, antes de em plearlos en todo tiem po y lugar y con tal ab u n d an cia contra los indios de América. Como una prueba, no definitiva, pero sí de b astan te peso, e stá el hecho de que no fu eran u sa dos en la G uerra de G ranada (1481-1492) —ni co n tra las revueltas posteriores del Albaicín, Güéjar, Lanjarón, Andarax (1500), S ierra Berm eja (1501), etcétera—, guerra co n tra infieles e inm ediatam ente a n te rio r al D escubrim iento y la Conquista. Para d em o strar esto último, hay que d a r un rodeo p o r la docum entación concerniente a don Antonio de M endoza, p rim e r virrey de Nueva España, cargo del que tom ó posesión a finales de 1535. Este virrey era hijo segundo de don Iñigo López de Mendoza, II conde de Tendilla y I m ar qués de Mondéjar, que tuvo parte, aunque no prepon derante (ya que, si no recuerdo mal, los protagonistas principales fueron el m arq u és de Cádiz y el S eñor de Aguilar, herm ano m ayor del futuro G ran Capitán) y sólo hacia el final, en la conquista de G ranada, si bien después se le dio el cargo de alcayde de la Alh am bra y capitán general del nuevo reino y, com o tal, tuvo el m ando suprem o en las cam pañas de re presión (o «pacificación», si se prefiere) contra los recientes súbditos sublevados.7 Su hijo Antonio na ció en Alcalá la Real, o sea ya en el propio Reino de G ranada, y e n 1490, dos años antes, por tanto, de que term inase la g u e rra de conquista. Se crió, pues, en la propia G ranada y, curiosam ente, tuvo p o r precep to r al h u m an ista Pedro M á rtir de Anglería, que su padre se h ab ía traído de Ita lia en 1487 y que fue uno de los prim ero s h isto riad o res del D escubrim iento y la C onquista de las Indias, am én de inventor, en el 7. Véase Apéndice III.
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Ululo latino de una de sus o bras (De orbe nouo), de l.i desventurada expresión «Nuevo M undo». Pero ven damos a n u estro asunto. En 1543, cuando don Anto n io de M endoza llevaba ya ocho años de virrey de Nueva España, a causa de determ inadas quejas (que|.ts de m ala fe, según los defensores de Mendoza, incoadas por la presunta m alquerencia de sus enem i g o s, al frente de los cuales ponían al propio H ernán i ortés, entonces ya m arqués del Valle y aposentado
La colección de documentos de Lewis Hanke (Biblio teca de autores españoles, tom o CCLXXIII, M adrid, 1976), de la que he tra n sc rito el cargo que acabo de citar, recoge, de los docum entos em itidos po r la parte de M endoza en sus actuaciones de defensa contra el visitador, solam ente el «Interrogatorio preparado por M endoza para la visita que se le hizo», según lo 8. Sic en la colecció n de H an k e (B.A.E. tom o C C L X X III, pág. 118), p ero d eb e d e s e r e r r a ta p o r «m an do».
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in titula Hanke, de fecha 8 de enero de 1547, pero no los descargos del virrey (docum ento del que, sin em bargo, da en el apéndice la referencia: Archivo Ge neral de Indias, Ju stic ia 259, folios 28-73v.); de este «interrogatorio», los núm eros que afectan al cargo 38, son los siguientes: 187. Item, si saben, etc., que si en la pacificación de los indios y seguimiento de ello se hizo justicia de al gunos indios de los rebelados, dándose nuevo género de muerte, fue necesario porque sonase el castigo, te niendo respeto a que cuando los ahorcaban lo tenían en tan poco, que ellos mismos se subían a la escalera y se echaban el lazo y tentaban si estaba firme el palo de que se habían de colgar, y ellos mismos se arroja ban y colgaban. Digan lo que saben, etc. 188. Item, si saben, etc., que la justicia que se hizo de dichos indios después de ganado el peñol del Miston, convino hacerse por los grandes delitos que di chos indios habían hecho contra Dios Nuestro Señor, siendo bautizados e industriados en las cosas de la fe, y por los estragos y m uertes que habían hecho en los religiosos y españoles e indios amigos. Porque fue se castigo y ejemplo para lo de adelante y los indios que así se justiciaron fueron pocos y de los más per judiciales y dañosos en dicho levantamiento y guerra. Digan lo que saben.
Lo que interesa en estos dos núm eros del in te rro gatorio es la ju stificación de la vesania de los proce dim ientos em pleados m ediante el argum ento de que, en vista de la indiferencia y h asta la colaboración con el verdugo con que los indios a rro stra b a n el m o rir ahorcados, el «nuevo género de m uerte» d enuncia do en el cargo 38 de Tello de Sandoval «fue necesa rio porque sonase el castigo» y, según el núm ero 188, «porque fuese castigo y ejem plo p a ra lo de ad elan te». Pero com o el virrey, conocedor sin duda de las form as del derecho, tenía forzosam ente que sab er 582
i|iic la justificación en nom bre de la eficacia del esi oim iento de h a b e r introducido tan tru c u len ta s in novaciones en los procedim ientos de ejecución no podía ser, en m odo alguno, una resp u esta jurídiain, Duke U niversity Press, Duham , N orth C aroli na, 1927) he podido encontrar,9 en n o ta a pie de pál'ina (página 158), c ita d as en castellano, las frases pertinentes al asunto en tresacad as de los descargos del virrey. Así a la cuestión en torn o a la extrem ada mente problem ática ju rid ic id ad de la apelación a la mayor eficacia del escarm iento «para lo de adelan te », esto es, «para en adelante» —lo que im plica una función preventiva de nuevas rebeliones en la i ipción— el descargo del virrey consiste en sacar sim plem ente de los térm inos de la ju sticia las vesánii as ejecuciones p e rp e tra d a s —que, po r lo mismo, dejarían de se r «ejecuciones» propiam ente dichas—■, diciendo que ha procedido «como se haze en españa ron los erejes e ynfieles que la gente los acuchillan e m atan en el cam ino sin que sea a cargo de la ju sti cia» [subrayado mío]. Y m ás adelante insiste en la intención puram ente instru m en tal de los te rro rífi cos procedim ientos adoptados, o sea en su e stric ta funcionalidad técnica, po r rem itirnos a la noción de «tecnicidad» de Schm itt (véase A P É N D I C E II): «el ape rre a r algunos yndios de los m ás culpados y ponellos a tiro convino hazerse p ara escarm iento y m ás tem or de los yndios [...] la m uerte en la horca ellos se la 9. L a m e n to q u e p o r m i to tal in e x p e rie n c ia co m o in v estig ad o r, m e s e a im p o sib le c it a r lo s d ire cta m e n te d el A.G.I., d e d o n d e Lew is H an k e d a la a r r ib a c it a d a re fere n c ia.
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davan de su propia voluntad en estas p artes [...] y en el rreyno de gran ad a [él lo sabe m uy bien, por el re cuerdo de su propia infancia] se a co stu m b ra a caña verear y a p e d re a r [ojo: apedrear, con el sentido de «lapidar», que es m ata r a pedradas, no aperrear, que es h acer m o rir destrozado en tre los dientes de los perros] m uchos m oros de los que an rrenegado nues tra santa fe». No cabe duda de que si hubiese habi do ap erream ien to s en la C onquista de G ranada y en las u lterio res cam pañas contra los m oros subleva dos en las que el propio padre de M endoza fue cap i tán general, Don Antonio, en sus descargos, h a b ría m encionado el ap erream ien to de m oros en prim erísim o lugar, y no dos m aneras de m atar, com o el acañaveream iento10 (una su erte de m uerte torm entosa m ediante cañas que no he conseguido averiguar con cretam ente cóm o se aplicaba) y la lapidación, de las que no tengo noticia de que llegaran a u sa rse en U ltram ar. El que el aperream ien to no se em please en G ranada no debe necesariam ente hacer p e n sar en una m ayor nobleza o m en o r cru eld ad de aquellas guerras, pues basta recordar que tam bién los m oros conocían el p erro y lo criaban, y com o «donde las dan las tom an» a ninguna de las dos partes le con venía em pezar; m ientras que los indios ni tenían perros ni los conocieron hasta el segundo viaje de Colón." Así pues, a no otros que a los Colones es a quienes se debe h o n rar p o r el sanguinario m érito 10. De la c r ó n ic a d e los R e y e s C a tó lic o s de H e rn a n d o d el P u l g a r e s d e d o n d e re c o rd a b a yo un c a s o d e acañ a v e re a m ie n to , q u e a h o ra he v u e lto a lo c a liz a r : « D e sp u é s q u e la c iu d a d (M álaga) fu e e n tre g a d a , e l R ey m an d ó a c a ñ a v e r e a r d o ce c h ris tia n o s q u e se to m aro n d en tro d e la c ib d a d , los q u e s e p a sa ro n a lo s m o ro s e les in fo rm a b a n de la s c o s a s d el real». (P arte te rc e ra , c a p ítu lo X C III). 11 . P a re c e q u e só lo e l p eq u eñ o g r u p o d e lo s in d io s tiubus c o n s ig u ió h a c e rse m u y te m p ra n o con u n a ja u r ía p ro p ia , a p a rtir, se gú n se c ree, d e u n a p e r r a p re ñ a d a q u e se le p e rd ió a C ab o to en el R ío de la P la ta p o r lo s a ñ o s 15 2 5 -15 3 0 .
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il. haber introducido en las Indias tan sin iestra noVtulnd.12 Ñola 5 l'arece ser que el dueño de este fam oso p erro Beii’trillo o Begerrico, com o tam bién lo llam a Oviedo, luí’ un Diego de Salazar, de quien el propio Oviedo ims cuenta lo siguiente (libro XVI, c ap ítu lo VI de su Historia general y natural de las Indias): «Viendo pues Johan Pon?e de León, que goberna ba la isla [la isla de Boriquén o Sanct Johan de Puer to Rico, actual Puerto Rico], lo que este hidalgo avía hecho en estas dos cosas tan señaladas que he dicho, le hizo capitán entre los otros chripstanos e hidalgos que debaxo de su gobernación militaban, y otros fue ron mudados; e aunque después ovo m udanza de go bernadores, siem pre Diego de Saladar fue capitán e tuvo cargo de gente hasta que m urió del mal de las búas [así llamaban entonces a la sífilis]. E aunque es taba muy doliente lo llevaban con toda su enferm e dad en el campo, e dó quiera que yban a pelear contra los indios; porque de hecho penssaban los indios que ni los chripstianos podían ser vencidos ni ellos ven cer donde el capitán Diego de Saladar se hallase, e lo primero que se informaban con toda diligencia era sa ber si yba con los chripstianos este capitán. En la ver dad fue persona, segund lo que a testigos fidedignos y de vista yo he oydo, para le tener en mucho; porque demás de ser hombre de grandes fuerzas y esfuerzo, era en sus cosas muy comedido e bien criado e para 12. H e rn a n d o C o ló n , Historia del Almirante, c a p ítu lo L X I: «... a 24 d e M arzo d e 149 5 s a lió [el A lm iran te] d e la I s a b e la d isp u e sto p a ra la g u e r r a [...] y só lo lle v a b a c o n sig o [...] d o scie n to s c ristia n o s, veinte c a b a llo s y o tro s ta n to s p e rro s le b r e le s [...] d ie ro n lo s c a b a llo s p o r u n a p a rte y lo s le b r e le s p o r o tra, y to d o s s ig u ie n d o y m a tando, h iciero n tal e s tra g o q u e en breve fu e D ios s e rv id o tu v iesen lo s n u e stro s ta l v ic to ria...» .
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ser estim ado dó quiera que hombres oviesse, e todos le loaban de muy devoto de N uestra Señora. Murió después de aquel trabajoso mal que he dicho, hacien do una señalada e paciente penitengia, segund de todo esto fuy informado en parte del mesmo Johan Ponge de León y de Pero López Angulo y de otros caballeros e hidalgos que se hallaron presentes en la isla, en la mesma sagon que estas cosas passaron, y aun les cupo parte destos e otros m uchos trabajos».
Nota 6 Este es uno de los puntos en que hay m ás diver gencia entre las leyes y los hechos. Según la nota m arginal a la ley II del títu lo I del libro VI de la Re copilación de las leyes de los reynos de las Indias (Edi tad a por Ju liá n de Paredes, M adrid, 1681 —au nque la aprobación del rey, y, por tanto, su fecha de vigen cia sea del 4 de mayo de 1680, por lo que com únm ente se la designa como «Recopilación de 1680»), folio 180, recto y verso, el con n u b iu m (o sea, la nupciabilidad bilateral: varón de A o B con m u jer de B o A) entre indios y españoles fue ya au torizado po r Fer nando V en 1514 y refrendado —tal vez porque en tretan to se hubiese in terp u esto alguna revisión al respecto— por Felipe II en 1556, al cual quizá se debe la explicitación de la bilateralidad específica del con nubium .: «... Y m andam os que ninguna orden nues tra [esto es, del Rey de E spaña en general, no del propio Felipe II en particular, que precisam ente em pezaba a rein a r ese año mismo], que se huviere dado, o po r Nos fuere dada, pueda im pedir, ni im pida el m atrim onio entre los Indios e las Indias con Espa ñoles o Españolas [subrayado mío] ...». Parece m uy probable que tan e scru p u lo sa explicitación respon da a una preocupación po r las circu n stan cias socia les que se dab an de hecho. A parte de la m era violación ocasional com o p rác tic a general de toda 586
••oldadesca, la p rim era form a de convivencia m ás o menos estable entre varones españoles y m ujeres in dias fue la de am ancebam iento o barraganía, que en i n i to modo resta u ra b a com o m era fórm ula consue tudinaria algo que hab ía tenido reconocim iento leimI en la B aja Edad Media: el concubinato, form a popular de unión conyugal ju ríd icam en te reglamenlada (sem ejante tal vez al usus, que, con la em ptio v la confarreatio, form a la tern a de las form as del m atrim onio romano), pero que, p o r no ser indisolu ble, o sea, por a d m itir legalm ente el divorcio, no fue del gusto de Isabel la Católica, que hizo obligatorio el m atrim onio religioso p ara todas las clases socia les. Con todo, en América, la b arrag an ía fue la form a de convivencia dom inante entre indias y españoles, sin que fuese ocasión de desdoro social p ara éstos, m ientras que, a despecho de la tem p ran a aceptación por las leyes, todos los autores se m uestran contestes en que el m atrim onio entre varón español y m u jer india era, salvo excepciones, socialm ente vergonzo so. Baste p ara ello c ita r a Solórzano Pereyra (Políti ca indiana, M adrid, 1647), quien al h a b la r de los mestizos, dice: «Pero porque lo m ás ordinario es, que nacen de ad u lterio o de otros ilícitos, y punibles ayuntam ientos, porque pocos Españoles de honra hay [y esto, nótese bien, todavía siglo y m edio después del Descubrim iento], que casen con Indias o Negras |subrayado mío], el qual defecto de los natales [su pongo que quiere decir de los nacidos de sem ejan tes uniones ilícitas] les hace infam es, p o r lo m enos infam ia fa c ti...» (libro II, capítulo XXX, núm ero 21). Si esto era así para las uniones de varón español con m ujer india, ya podem os su p o n er lo que sería para lo inverso. De hecho, el propio Solórzano, en el nú mero uno del m ism o capítulo y libro, lo tiene tan poco en cuenta que, a diferencia de las leyes, ni tan si quiera le viene a las m ientes la posibilidad del caso: «Declarado ya lo perteneciente al estado, y condición 587
de los indios, quiero re m a ta r este libro, diciendo algo de los que nacen en las Indias de Padres E spa ñoles [quiere decir "p ad re y m ad re’’] que allí vulgar m ente los llam an Criollos, y de los que proceden de Españoles, e Indias, que se llam an Mestizos, o de Españoles, y Negras, que se llam an Mulatos». Como se ve, en am bos casos, da por supuesto exclusivam en te el varón español, y, correlativam ente, de raza in dia o negra siem pre la m ujer. La explicación de este olvido la encontram os en el núm ero 32 del m ism o capítulo y libro, que pertenece ya a los añadidos que le puso Francisco R am iro de Valenzuela al re e d ita r la obra de Solórzano en 1736-1739: «Los mestizos es la mejor mezcla que hay en Indias, y son los hijos de Españoles, e Indias; y también lo serán si un Indio se casase con una Española, aunque esto sucede rara vez» [subrayado mío].
De m odo que au nque el c onnubium , o la nupciabilidad bilateral, estab a ya en las leyes desde 1514, no sólo seguía siendo, al m enos hacia 1647, social m ente poco honroso el m atrim onio en tre varón es pañol y m u jer india, sino que casi otros cien años m ás tarde el m atrim onio de un indio con una espa ñola era, al parecer, todavía sum am ente insólito. Este c a rá c te r sexualm ente unidireccional de las uniones inter-raciales (frente a la bidireccionalidad del con nubium ) es lo que ju stifica calificar al tan celebra do «m estizaje» de violación étnica del vencido po r el vencedor.
Ap é n d i c e I.
I a Peregrina
Terrible anim al debió de se r el p erro (único, esta vez, al parecer), que llevaron G asp ar de M orales,1 prim o del g o b ern ad o r P ed rad as, y un joven capitán llam ado Peñalosa, p arien te de doña Isabel de Bobadilla, m u jer de Pedrarias, enviados p o r éste con 150 hom bres —según G om ara— o sólo con 60 —según Las C asas— a las islas p erlíferas que había descu bierto N úñez de B alboa en el golfo de San Miguel, llam adas po r los indios islas Terarequí, y a la m a yor de las cuales h ab ía bautizado B alboa com o Isla Rica. Llegado, pues, G aspar de M orales a la costa del Pacífico, com o no hallaron m ás que cu a tro canoas, dejó a Peñalosa, con la m itad de los hom bres, en el señorío de un cacique llam ado Tutibra, y él se fue, con los dem ás, al pueblo de otro cacique, llam ado Tumaco, que los recibió bien y los quiso convidar y hospedar «pero no se lo consintió —enlazo ya con 1. « E l c a p itá n G a s p a r d e M o rales, c ria d o e p rim o de P e d ra ria s, qu e fu e a la m a r d el s u r e a la I s la R ic a d e la s P e rla s, p a s s o a e lla e ovo m u c h a s p e r la s a llí, e m u ch o o ro en la s p r o v in c ia s e c a c iq u e s p o r d o n d e an duvo.»
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el texto literal de Las C asas— el an sia de las p erlas que esperaban haber, que los llevaba y m andaba; así, luego, el día siguiente, saltó G aspar de M orales con la m itad de los españoles en c ie rta s canoas grandes y Francisco P izarra en o tra s con los dem ás, los cu a les dende a poco navegando, no quisieran, po r cu an tas perlas había en el m undo, h a b e r allí entrado. [...] Levantóse tanto la mar, de que vino la noche, que to dos pensaron perecer, y las canoas una de o tra a p a r tadas, que no se vieron, cada uno de ellos creía se r los otros anegados. Por grande ventura, finalm ente apo rtaro n a la m añana todos a una de las islas, que son m uchas, lo cual tuvieron p o r m ilagro que Dios hacía p o r ellos, com o por personas que tan to le se r vían en a n d a r en aquellos pasos santos.2 »H allaron la gente della toda en solem nes fiestas ocupada, y porque tenían de costum bre, cuando aquellas fiestas celebraban, e s ta r todas las m ujeres sin verse con los m aridos ap artad as, y los m aridos lo m ism o sin ellas a o tra parte, y los españoles lle garon p o r la p a rte donde ellas estaban, no hicieron m enos que tom allas todas y captivallas y atallas. Hácese m andado a los m aridos, los cuales com o leones bravos, vienen con sus varas tostadas, porque no tie nen ni usan flechas, y dan en los españoles m uy de presto y dellos hirieron algunos, pero no les hicieron heridas de lom bardas. S ueltan el perro que llevaban y va a los indios y en ellos hace terrib le estrago; h u yen los triste s asom brados de tal género de arm as, y aunque m uchos m urieron y pensaban m orir, pero por la rabia de ver llevar sus m ujeres y hijas to rn a ron a ir tra s los españoles, tiran d o varas, por libralias; ninguna cosa les aprovechó sino para m orir m ás de los que restaban. De allí fueron estos pecadores a la isla m ás grande, donde tenía su asiento y casa real el rey y señ o r de aquellas islas, o al m enos de 2. U no de lo s m il v e c e s r e ite ra d o s s a r c a s m o s de L a s C a sa s.
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las más, el cual, sabiendo que venían, o porque h a bía sido ya inform ado del estrago que en aquella prim era isla dejaban hecho, o po r la fam a de sus o r dinarias crueldades, salió con su gente a les defen der la e n trad a en su isla, o, p o r ventura, después de entrados, echallos; el cual hecho huir, con el p erro desgarrados algunos de los suyos, no p o r eso dejó de to rn a r c u a tro veces con la gente que m ás podía recoger, probando si pudiera d esterrallo s de su tierra o m atallos. »Intervinieron los indios que llevaban los esp a ñoles consigo, chiapenses y tum achenses, amigos, diciéndoles que los españoles eran m uy fu ertes y que todo lo sojuzgaban [...] y con estos ejem plos y persuasiones hubo de venir a ellos pacíficam ente. Metiólos en su casa, la cual dijeron que era m ara villosam ente hecha y m uy m ás que o tras de caci ques señalada; hizo sa c a r una cesta de vergas m uy lindas hecha, llena de p erlas que pesaron 110 m a r cos, todas m uy ricas, y entre ellas una que pocas p a rece haberse hallado en el m undo tan grandes ni tales era com o una nuez pequeña (otros dijeron que como una p era cerm eña)». Francisco López de Go m ara la describe así: «De tre in ta y un quilates, he chura de cerm eña, m uy oriental y perfectísim a». Así perm aneció, al parecer, G aspar de M orales, con sus com pañeros, unos cuantos días, en la hospitalidad de este cacique, a quien bautizó bajo el nom bre de Pedrarias, po r el gobernador, y d u ran te ese tiem po debió de p ro ced er tam bién a lo que dice Oviedo con las siguientes palab ras textuales: «E p o r escures^er el d escubrim iento que avía fecho de aquella m a r e islas Vasco N úñez de Balboa, co m en tó a to m a r pos sesiones po r auto de escribano, assí en las islas como en otras partes, pidiendo testim onio en nom bre de Sus A ltelas e del g o b ern ad o r P edrarias Dávila; e m udó el nom bre de la isla, e llam óle Isla de Flores, porque assí se lo avía m andado el gobernador». H as 591
ta aquí Oviedo, y retorno, saltan d o una página, al texto de Las Casas: «... m ientras estos andaban sal teando p o r las islas y tard a ro n en la de aquel señ o r de todas ellas, Peñalosa y los que con él quedaron en el pueblo de Tutibra hicieron las o bras a los ve cinos de él y los otros pueblos que siem pre han acos tu m b rad o a hacer, y p rincipalm ente son a n d a r tras de las m ujeres y e sc u d riñ a r y ro b ar cuanto pudie sen. Fueron parez q u e 'ta le s los agravios que rescibieron, que aco rd aro n de m atallos a ellos allí, y después a G asp ar de M orales y a los suyos en el ca m ino cuando volviesen, p a ra lo cual se conjuraron los caciques que alred ed o r h ab ía que p o r agravia dos se tuvieron. A ndaba con el G asp ar de M orales un cacique llam ado C hiruca, con un hijo suyo m an cebo, m ostrando m ucha afición a los españoles, o por am or verdadero (pero no sé po r qué m erecim iento), o po r miedo, o po r e sp ec u lar sus costum bres, fingi dam ente, com o yo m ás creo, p a ra después, cuando se ofreciese o p o rtunidad, d a r en ellos. »Llegados, pues, y desem barcados de las canoas en la tie rra firme, G aspar de M orales envió a un Bernardino de M orales con 10 hom bres a llam ar al Peñalosa y a los que con él había dejado en Tutibra, p ara se ir todos, parez que p o r o tro cam ino al Darién. Es tos llegaron al pueblo de un cacique que había por nom bre Chucham a, de los conjurados, el cual los rescibió bien y dióles de comer, m ostrándose m uy am i go; pero a la noche, esta n d o bien durm iendo, hizo poner fuego a la casa donde dorm ían, y en ella que mó dellos y achocaron los que p o r el fuego huyendo salían. Súpolo luego el cacique C hiruca, que esta b a con G aspar de M orales y su com pañía, y fue avisa do cóm o los conjurados ya cerca venían, por cuya causa o porque él era en el conjuro o de m iedo de los españoles no se le im putase algo, huyóse con su hijo aquella noche; pero luego que los h allaron m enos, enviaron tras ellos españoles y indios, de los que lle
vaban por amigos, que tam bién los seguían de miedo; ali'atizáronlos y p o r el ra stro habidos, tru járo n lo s Iliosos a padre e hijo. Pusiéronlos luego a torm entos, <|iic es su p rim e r remedio, los cuales les daban y dan hoy gravísim os, azom ándoles el perro que les daba mis dentelladas bien recias: descubrieron los que en ( liucham a se habían m uerto y la gente que venía so bre ellos. Fue grandísim o el m iedo que cayó en Mo rales y en todos ellos, sabido los que eran m uertos, esperando verse tam bién ellos en aquel peligro. Usó, empero, deste aviso: que el cacique C hiruca enviase i llam ar secretam ente a cada uno de los caciques que venían, que eran 18 o 19, so color que les querían avi ar de cosas antes que acom etiesen, protestándole, que si en esto no fuese fiel, que lo h ab ían de ec h ar luego al perro; él lo hizo así por miedo, sin o sa r pen sar en el contrario, p o r irle m ás que juram ento. En viniendo cada uno, echábanlo en la cadena, que era un instru m en to tan usado entre los españoles, que nunca an d ab an sin ella, p ara p ren d er indios y h acer esclavos, y en ella iban los que les llevaban ¡as c a r cas porque no se huyesen, porque aquellos eran sus acém ilas donde quiera que m udaban el pie. »De aquella m anera y con aquella in d u stria hobo a las m anos todos los caciques, sin que se sintiese cosa dello h asta que estaban todos presos. En este liempo, allegó Peñalosa con su com pañía, que debía escaparse antes de sa b er y in c u rrir el peligro, con que m ucho G aspar de M orales y los suyos cobraron esfuerzo, teniéndolos ya por perdidos; acordaron de salir contra los que venían, que no estaban muy ap er cibidos esp eran d o a sus caciques. Llevó la d elante ra Francisco Pizarro, y dando en ellos al c u arto del alba, diciendo Santiago, cuando vino del todo la luz del día contaron m uertos sobre 700. H abida esta vic toria, M orales m andó a p e rre ar todos los 18 caciques (con Chiruca, que fueron 19) p ara diz que m eter m ie do en toda la tierra.» 593
H asta aquí el texto literal de Las Casas, que cuenta luego cóm o M orales dilata su expedición por la cos ta del m ism o golfo de San Miguel, h asta las tie rra s de un cacique llam ado B irú (del que luego deriva rían los españoles el nom bre del Perú, que dieron al im perio de los Incas, situado cientos de kilóm e tros m ás al Sur), dejando asolados y saqueados m u chos pueblos, aunque el cacique vuelve a ju n ta r su gente y, retom o ya el texto literal de Las Casas, «vie ne a ellos terriblem ente; y con tan to esfuerzo pelea ron, que po r gran p a rte del día no pareció quien vencía; pero al cabo había la d erro ta de c a er sobre los tristes, com o suele, po r la ferocidad del perro, y po r las ballestas y po r las esp ad as que a los desnu dos co rtab an p o r medio, y así huyeron; viendo Gas p ar de M orales que aquel cacique y sus vasallos eran gente recia, no osó esp erarlo s más, sino volverse al pueblo de C hiruca, dejado, así com o está dicho, pre dicado el Evangelio.3 Las gentes de los 19 caciques aperreados, viéndose así privados de sus n atu rales señores, y el m uchacho, hijo de C hiruca, sin su p a dre, acordaron de ju n ta rse p ara e sp e ra r los españo les, cuando del Birú tornasen, si pudiesen m atallos». H asta aquí el texto literal de Las Casas, a quien dejamos, para seguir con el de Fernández de Oviedo, que nos cuenta m ás detalladam ente la conclusión del episodio, y dice así: «E teniendo assentado su real [se refiere a G aspar de M orales y los suyos] en la rib era de un río vieron m ucha gente de indios que venían de g u erra a cobrar, si pudiessen, sus m ujeres e hi jos e parientes, que este capitán les llevaba robados; y el capitán ovo su consejo con A ndrés de V alderrábano e con un mangebo, que se degía el capitán Peñalosa, p arien te de la m uger de Pedrarias, e aco r daron de degollar en cuerda todos los indios que es taban pressos e atados, no perdonando m uger ni niño 3. N u evo s a r c a s m o típ ic o de F ra y B a rto lo m é .
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chico ni grande de todos ellos, im itando la crueldad herodiana, para que los indios que venían de guerra contra ellos se detuviessen allí, viendo e contem plan do aquel crudo espectáculo; e assí se puso por la obra, e degollaron desta m anera sobre noventa o gient per sonas. Pero en fin, este crudo ardid fue causa de que dar los chrisptianos con las vidas; porque entretanto que los indios se detuvieron a m irar e llorar los m uer tos, e tan extraño caso, el capitán G aspar de M orales con su gente se puso en salvo, e se fue su cam ino a más que andar. En fin, él llegó al Darién, donde fue t ractado e dissim ulado con él, por prim o e criado del gobernador, sin castigo ni pena ni otra reprehensión, de cosa que m al oviesse fecho en su viaje, en el qual ovo m uchas perlas, e entre ellas una de hechura de pera, que pessó treinta e un quilates; por la qual, pues ta en alm oneda, dio un m ercader, llam ado Pedro del Puerto, m ili e doscientos pessos de oro, e fue suya. E la tuvo una noche o dos, e con m ucho trabaxo; e acordándose que avía dado tanto po r ella, no hacía sino so sp irar e se torn ó quassi loco. E cobdigiándola el gobernador, tuvo form a de d ar por ella los mesmos dineros, puesto que [aunque] algunos quisieron decir que todo avía seydo cautela. E sta perla es aquella mesm a que se dixo en el libro XIX, capítulo VIII, que la E m peratriz, nuestra señora, de gloriosa m em oria, la com pró después a doña Isabel de Bovadilla, m u jer del gobernador Pedrarias Dávila». H asta aquí Fer nández de Oviedo. Según el padre Las Casas, la em peratriz pagó po r ella 4 000 ducados, y es la que todavía hoy puede verse, en el m useo del Prado, pin tada al cuello de la em peratriz doña Isabel de Portu gal, en el m agnífico retrato que le hizo Tiziano. (Los textos literalm ente citados pertenecen a la His toria de las Indias de Bartolomé de las Casas, libro III, capítulos LXV y LXVI y a la Historia general y natu ral de las Indias de Gonzalo Fernández de Oviedo, libro XXIX, capítulo X.) 595
Ap én d ic e II. «M ire v u e sa m e rc e d q u e es ex tre m eñ o »
El ep iso d io in icial de lo q u e ta n ta tu rb a c ió n y e s c á n d a lo p ro d u jo en el a lm a de F e rn á n d e z de O viedo es el que, e x tra íd o de la s Cartas de relación de H e r n án C o rté s 1 (c a rta p rim era ), tra n s c rib o ín teg ro a c o n tin u ac ió n : «Después de se haber despedido de nosotros el di cho cacique y vuelto a su casa en mucha conformi dad, como en esta arm ada venimos personas nobles, caballeros hijosdalgo celosos del servicio de Nuestro Señor y de vuestras reales altezas, y deseosos de en salzar su corona real, de acrecentar sus señoríos y de aum entar sus rentas, nos juntam os y platicam os con el dicho capitán Fernando Cortés, diciendo que esta tierra era buena y que, según la m uestra de oro que aquel cacique había traído, se creía que debía de ser muy rica, y que según las m uestras que dicho caci que había dado, era de creer que él y todos sus indios I. B.A.E. Tom o vigesim o segu n d o , Historiadores primitivos de In dias, c o le cc ió n d ir ig id a e ilu stra d a p o r don E n riq u e d e V edia, im p re n ta y e s te r e o tip ia d e M. R iv a d e n e y ra , M ad rid , 18 5 2 , to m o p rim ero , p ág. 8.
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nos tenían muy buena voluntad; por tanto, que nos parecía que no convenía al servicio de vuestras ma jestades, y que en tal tierra se hiciese lo que Diego Velázquez había mandado hacer al dicho capitán Fer nando Cortés, que era rescatar todo el oro que pudie se, y rescatado, volverse con todo ello a la isla Fernandina, para gozar solam ente dello el dicho Die go Velázquez y el dicho capitán, y que lo mejor que a todos nos parecía era que en nombre de vuestras reales altezas se poblase y fundase allí un pueblo en que hubiese justicia, para que en esta tierra tuviesen señorío, como en sus reinos y señoríos lo tienen; por que siendo esta tierra poblada de españoles, demás de acrecentar los reinos y señoríos de vuestras m a jestades y sus rentas, nos podrían hacer mercedes a nosotros y a los pobladores que de m ás allá viniesen adelante. Y acordado esto, nos juntam os todos en con cordes de un ánimo y voluntad, y hicimos un reque rimiento al dicho capitán, en el cual dijimos que, pues él veía cuánto al servicio de Dios Nuestro Señor y al de vuestras m ajestades convenía que esta tierra es tuviese poblada, dándole las causas de que arrib a a vuestras altezas se ha hecho relación, que le requeri mos que luego cesase de hacer rescates de la manera que los venía a hacer, porque sería destru ir la tierra en mucha manera y vuestras majestades serían en ello muy deservidos, y que ansí mismo le pedimos y re querim os que luego nom brase para aquella villa que se había por nosotros de hacer y fundar alcaldes y regidores en nom bre de vuestras reales altezas, con ciertas protestaciones en forma que contra él protes tamos si ansí no lo hiciese. Y hecho este requerimiento al dicho capitán, dijo que daría su respuesta al día siguiente: y viendo, pues, el dicho capitán cómo con venía al servicio de vuestras reales altezas lo que le pedíamos, luego otro día nos respondió diciendo que su voluntad estaba más inclinada al servicio de vues tras m ajestades que a otra cosa alguna, y que, no mi rando al interese que a él se le siguiera si prosiguiera en el rescate que traía presupuesto de rehacer los grandes gastos que de su hacienda había hecho en aquella arm ada, juntam ente con el dicho Velázquez, 597
antes, posponiéndolo todo, le placía y era contento de hacer lo que por nosotros le era pedido, pues que tanto convenía al servicio de vuestras reales altezas; y lue go comenzó con gran diligencia a poblar y a fundar una villa, a la cual puso por nom bre la rica villa de la Veracruz, y nom brónos a los que la de antes sus cribimos por alcaldes y regidores de la dicha villa, y en nombre de vuestras reales altezas recibió de noso tros el juram ento y solenidad que en tal caso se acos tum bra y suele hacer, después de lo cual, otro día siguiente entram os en nuestro cabildo y ayuntamien to; y estando así juntos enviamos a llam ar al dicho capitán Fernando Cortés y le pedimos en nombre de vuestras reales altezas que nos m ostrase los poderes y instrucciones que el dicho Diego Velázquez le ha bía dado para venir a estas partes; el cual envió lue go por ellos y nos los mostró, y vistos y leídos por nosotros, bien examinados, según lo que pudimos me jo r entender, hallam os a nuestro parecer que por los dichos poderes e instrucciones no tenía más poder el dicho capitán Fernando Cortés, y que por haber ya expirado no podía u sar de justicia ni de capitán de allí adelante. Pareciéndonos, pues, muy excelentísimos príncipes, que para la pacificación y concordia dentre nosotros y para nos gobernar bien convenía po ner una persona, para su real servicio que estuviese en nombre de vuestras m ajestades en la dicha villa, y en estas partes por justicia mayor y capitán y cabe za, a quien todos acatásemos hasta hacer relación dello a vuestras reales altezas para que en ello pro veyesen lo que más servidos fuesen, y visto que a ninguna persona se podría dar mejor el dicho cargo que al dicho Fernando Cortés, porque además de ser persona tal cual para ello conviene tiene muy gran celo y deseo del servicio de vuestras majestades, y ansimismo por la m ucha experiencia que destas partes y islas tiene, de causa de los cuales ha siem pre dado buena cuenta, y por haber gastado todo cuanto tenía por venir, como vino, con esta arm ada en servicio de vuestras majestades, y por haber tenido en poco como hemos hecho relación, todo lo que podía ganar y inte rese que se le podía seguir si rescatara como tenía con598
cortado, le proveimos, en nom bre de vuestras reales altezas, de justicia y alcalde mayor, del cual recibimos el juramento que en tal caso se requiere; y hecho como convenía al servicio de vuestra majestad, lo recibimos en su real nom bre en nuestro ayuntam iento y cabil do por justicia mayor y capitán de vuestras reales a r mas, y ansí está y estará hasta tanto que vuestras majestades provean lo que más a su servicio conven ga. Hemos querido hacer de todo esto relación a vues tras reales altezas por que sepan lo que acá se ha hecho y el estado en que quedamos».
1.a estratagem a de C ortés aquí d escrita podría ser vir de ilustración p arad ig m ática a la noción de «tecnicidad» de Cari Schm itt, según los siguientes pasajes de su libro La Dictadura (versión castella na de José Díaz García, Alianza E ditorial S.A., Ma drid, 1985): «Esta trip le dirección hacia la dictad u ra (aquí se em plea esta p alab ra en el sentido de u n a es pecie de ordenam iento que no se hace d epender po r principio del asentim iento o de la com prensión del destinatario ni espera su consentim iento), integrada por el racionalism o, la tecnicidad [subrayado mío] y la ejecutividad, señala el com ienzo del E stado m o derno. El E stado m oderno ha nacido histó ricam en te de una técnica [subrayado mío] política. Con él com ienza, com o un reflejo teorético suyo, la teo ría de la razón de Estado, es decir, una m áxim a sociológico-política que se levanta p o r encim a de la oposición de derecho y agravio, derivada tan sólo de las necesidades de la afirm ación y la am pliación del poder político», (págs. 43-44). «La abu n d an te litera tura de la razón de E stado [...] en la que la p ráctica del poder político se m anifiesta en la pura consecuen cia de su tecnicidad, sólo conoce en verdad, incluso allí donde se inclina ante la santidad del derecho, las representaciones del derecho que están vigentes de hecho [subrayado mío], las cuales, precisam ente por que pueden s e r un poder efectivo, pertenecen tam 599
bién a la situación de las cosas» (pág. 44, m ás abajo). Analicemos, pues, las tres jo rn a d a s de la a d m ira ble com edia tra n sc rita m ás a rrib a del texto literal de las célebres Cartas de relación. Jornada primera: a) C onsideración de las antes ignoradas condicio nes de la tierra: buena calidad de la tierra, abun dancia de oro y m uestras de buena voluntad por p a rte de los indios («situación de las cosas», en p alabras de Schm itt). b) C onsideración de que p a ra el servicio del so berano, o sea p ara «ensalzar su corona real» y p ara «acrecen tar sus señoríos y [...] a u m e n tar sus rentas» («necesidades de la afirm ación y am pliación del poder político», en p alab ras de Schm itt), «no convenía [... y subrayado mío] que en tal tie rra se hiciese lo que Diego Velázquez había m andado h a c er al dicho cap itán F ernan do Cortés, que era resc a ta r todo el oro que p u diese y, rescatado, volverse con todo a la isla Fernandina». c) C onsideración de que lo que convenía (siem pre para «acrecentar los reinos y señoríos de vues tras m ajestades y sus rentas» o sea, en palabras de Schm itt ya citad as en b, «necesidades de la afirm ación y am pliación del poder político») «era que en nom bre de vuestras reales altezas se fundase y poblase allí un pueblo en que h u biese ju sticia » [subrayado mío, es decir, con en tidad ju ríd ic a form al propia], d) Decisión y acción de req u e rir a Cortés «que lue go cesase de hacer rescates de la m anera que los venía a hacer» y que «nom brase para aquella vi lla que se había p o r nosotros de h a c er y fu n d ar alcaldes y regidores en nom bre de vuestras al tezas», e) conm inándole incluso a ello «con ciertas protes 600
taciones en forma [subrayado mío: o sea, con los debidos requisitos reglam entarios] que contra él protestam os si ansí no lo hiciese». Nótese aquí cómo la iniciativa de reconsiderar la convenien cia de los planes prim itivos no se hace p a rtir del capitán Cortés, sino que es p uesta en boca de sus subordinados, como un requerim iento de és tos dirigido a aquél, con exigencia de respuesta. Jornada segunda: a) Cortés se ha tom ado la noche p ara m editar y de cid ir y a la m añ an a siguiente responde «dicien do que su voluntad estab a m ás inclinada al servicio de vu e stra s m ajestades que a o tra cosa alguna». De nuevo «las necesidades de afirm a ción y am pliación del p o d er político» (Schmitt) se anteponen a cualesquiera otras consideracio nes. Y, en consecuencia, b) «comenzó con gran diligencia a p o b lar y a fun d a r una villa, a la cual p uso por nom bre la rica villa de la Veracruz, y nom brónos a los que la de antes suscribim os por alcaldes y regidores [...] y en nom bre de vuestras reales altezas reci bió de nosotros el juram ento [subrayado mío] y solenidad que en tal caso se aco stu m b ra y sue le hacer, después de lo cual,» Jornada tercera: a) «otro día siguiente, entram os en nuestro [subra yado mío] cabildo y ayuntam iento». Este es el paso y el punto decisivo: al poder m ilitar, crea dor de derecho (W. Benjam in) corresponde fun d a r la ciudad, d a rle nom bre y d esignar a sus m agistrados, pero, una vez fundada la ciudad, se ha creado un lugar jurídico, es decir, un espa cio carism àticam en te dotado de ius loci, de ahí que la e n tra d a física del cabildo en pleno en su ayuntam iento, en el sentido de edificio físi co, sea el acto sacram ental de una au téntica 601
tom a de posesión de la a u to rid ad a d scrita al ius loci dim anante del lugar jurídico fundado. Ya no se tra ta del m ando de un hom bre sobre otros, como en la m ilicia o la m arina, sino de la au to ridad en que se en c arn a el derecho del lugar. b) En nom bre de ese derecho y desde su ayunta miento, el cabildo «estando así juntos [subraya do mío: el c a rá c te r de «junta» es esencial a la índole juríd ica del municipio] enviamos a llam ar a dicho capitán Fernando Cortés [ahora son ellos los que, en nom bre del ius loci de cuya a u to ri dad están investidos, pueden reclam ar la presen cia ante sí de quien quiera que se halle dentro de los térm in o s jurisd iccio n ales del lugar] y le pedim os en nom bre de v u estras reales altezas que nos m o strase los poderes y instrucciones que el dicho Diego Velázquez le había dado para venir a estas partes» [subrayado mío: «estas p a r tes» que ayer era tie rra de nadie o costa de sal vajes, pero que hoy son toda u n a ciudad con ju risdicción sobre quienquiera esté entre el nú m ero de sus vecinos]. c) «el cual [Cortés] envió luego p o r ellos y nos los m ostró, y vistos y leídos [¡ahora tienen a u to ri dad p ara b a sta n te a r los poderes del m ism ísim o Cortés, que ayer m ism o los había nom brado y les había tom ado juram ento!] por nosotros [...] hallam os [...] que por los dichos poderes [...] no tenía m ás p o d er [...] y [...] no podía u s a r de ju sti cia ni de c ap itán de allí adelante». En esta in versión total de la relación de a u to rid ad entre Cortés y la ju n ta c a p itu la r de la Villa Rica de la Vera Cruz, a través de la cual se hace posible el paso que le sigue (d) y que es el térm ino y co ronación al que todo el proceso se o rien tab a es donde hallam os la ilustración m ás ejem plar del pasaje de S chm itt citado m ás arrib a: «la p u ra consecuencia de [la] tecnicidad [en la que la ra 602
zón de Estado] sólo conoce en verdad, incluso allí donde se inclina ante la santidad del dere cho [subrayado mío], las representaciones del de recho que están vigentes de hecho, las cuales, precisam ente porque pueden ser un p o d er efec tivo, pertenecen tam bién a la situación de las cosas». d) «Pareciéndonos, pues, [...] que p ara la pacifica ción y concordia dentre nosotros y p ara nos go b e rn a r bien convenía poner una persona [...] en nom bre de v u estras m ajestades en la dicha vi lla y en estas p a rte s po r ju sticia m ayor y capi tán y cabeza, a quien todos acatásem os [...] y visto que a ninguna persona se podía d a r m ejor el dicho cargo que al dicho Fernando C ortés [...] le proveimos, en nom bre de v u estras reales a l tezas, de ju stic ia y alcalde mayor, del cual reci bim os el juram ento [subrayado mío] que en tal caso se requiere; y [...] lo recibim os [...] en n ues tro ayuntam iento y cabildo por ju sticia m ayor y capitán de v u estras reales a rm a s ...». Lo su b rayado aquí encim a expresa el m om ento que com pleta la operación: m ien tras en la jo rn a d a segunda es el cabildo, nom brado po r Cortés, el que p resta juram ento, y C ortés quien lo recibe, ahora, en la tercera jornada, es Cortés quien ju ra el cargo para el que ha sido nom brado por el ca bildo —que p o r el ju ram en to a n te rio r ante el propio C ortés tiene ahora atrib u cio n es para ello—, y el cabildo el que ahora le tom a juram en to, convalidándole y ratificándole así la a u to ri dad de justicia m ayor y capitán general. Ha sido, pues, la constitución de un m unicipio la que en el ius loci inherente a éste ha fundado un poder ju ríd ic o con capacidad b a sta n te p ara d a r po r nulos los poderes personales otorgados por Die go Velázquez a Cortés y p ara proveerle ahora de poderes nuevos legitim ados p o r la sola autori603
dad m unicipal, a u to rid ad que ya no se rem ite a la del g obernador de la isla Fernandina (es de cir, Cuba) sino directam ente a la del soberano. En todo ello es sum am ente in teresan te se ñ a la r la extraordinaria vitalidad histórica del originario m u nicipio romano, que sobrevivió bastante bien durante toda la m onarquía visigoda, resistió —tal vez, en algunos m om entos, sem isum ergido com o un guadian a—, y reafloró vigorosam ente en la Baja Edad Media, favorecido cada vez m ás p o r el poder real en su lucha p o r au m e n tar su hegem onía sobre el estam ento nobiliario, y especialm ente con la tra n s form ación del derecho personal, otorgado po r el rey, de los ciudadanos francos («francos de carta»), que fueron el p rim e r núcleo de la b urguesía medieval, libre respecto de los nobles y directam ente vincula da al rey, en el derecho local de las «villas francas», m erced al cual se constituyeron los «caballeros ciu dadanos» —p rácticam en te eq u ip arad o s a la noble za m enor aldeana de los hidalgos—, que dieron al m unicipio libre su m áxim o esplendor. E sta conver sión del derecho personal de la p rim era burguesía de los individuos «francos de carta» en derecho lo cal (ius loci) cum plía p ara los reinos españoles, el célebre dicho alem án: «Stadtluft m achí frei» («El aire de la ciudad hace libre»), de m anera que el poder de las nuevas villas francas, o ciudades libres, venía a se r com o un vigorosísim o renacim iento del antiguo m unicipio rom ano frente a la ya decreciente noble za estam ental. Estos «caballeros ciudadanos», de cuyo apoyo se valió el rey p a ra alcanzar su definitiva hegem onía sobre la nobleza, y de quienes, ya en el siglo X V , el A rcipreste de Talavera, designándolos com o «caballeros burgueses», decía irritad o : «tanta es su soberbia que non caben en el m u n d o »,2 fue2. Todos lo s d a to s a p o r ta d o s h a s ta a q u í so b re la b u rg u e s ía m e d iev al e stá n to m a d o s d el a d m ira b le e s tu d io d e L u is G. de V ald eavellan o , Orígenes de la burguesía en la España Medieval, E s p a s a C alp e, S.A ., M ad rid , 1969.
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ton, con toda probabilidad, ju n to con los ya m uy m erm ados hidalgos, el núcleo principal de los con quistadores y colonizadores de Am érica, y a ellos pertenecía, casi seguram ente, el propio H ernán Cor les, com o tal vez lo indique el hecho —m ás propio tie caballero ciudadano que de hidalgo viejo— de que su padre lo enviase a e stu d ia r leyes a Salam anca, y, si bien parece que ap en as llegó a hacerse bachiller, hay que reconocer que sus disip ad as noches de es tudiante p u tañ ero no fueron, ciertam ente, estorbo suficiente p ara im pedirle que aprendiese con su p re ma agudeza exactam ente lo que necesitaba, pues la m agistral perfección de la com edia jurídico-política representada en la Villa Rica de la Vera Cruz reside justam ente en el m odo incom parable en que el m ás crudo y desnudo instinto de dom inación logra llevar a cabo sus designios de poder precisam ente a tra vés del m ás e scru p u lo so y extrem ado respeto del ri gor de las form alidades del derecho. Y en este punto, no me parece aventurado decir que, en el caso de Cor tés, la íecnicidad de Schm itt se m anifiesta en el modo en que las form as ju ríd ic a s pueden ver reconducida, incluso sin m anifiesta distorsión, su propia y es pecífica función reguladora y delim itad o ra h acia el sentido advenedizo de una función in stru m en tal re gida po r un fin político exterior prem editado. Pero la vieja m entalidad caballeresca de F ernán dez de Oviedo estaba ce rra d a a cu alq u ier capacidad de com prensión p ara hechos que, com o los de C or tés, en carnaban, en toda su deform idad, el siniestro «espíritu de los tiem pos nuevos» —generador del Es tado M oderno—, y no podía m ás que ren u n c iar a ex plicárselos, atribuyéndolos hum ildem ente a «otra definición su p e rio r e juicio de Dios que no alcanza mos» y claudicando expresam ente ante la divinidad con estas, ya citadas, palabras: «y com o él es movedor de todo (o m as servido de lo que sub^ede) e sin su voluntad ninguna cosa se puede concluir, tengam os por m ejor lo que vemos efetuar, pues no se alcangan
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los fines p ara que se hagen las cosas; e de la provi dencia de Dios no nos conviene p latic a r ni p e n sar sino que aquello conviene». Hegel no se resignará a esta incom prensión y racio n alizará los actos de la san g rien ta Clío con la invención ad hoc del « E spíri tu Universal» y de la «astucia de la razón», pero el resultado viene a se r el m ism o: la claudicación, sal vo que con el agravante de que, según suele decirse de fas m edicinas am argas, «con a z ú ca r es peor».
A p é n d i c e III. Corona de bulas, corona de espinas
Al p arecer Lorenzo el M agnífico le dijo en cierta ocasión al papa Inocencio VIII, que «aunque un papa pudiese tener todo el poder que se quisiera, con todo, 110 siendo inm ortal ni pudiendo h a c er su cargo he reditario, no tenía otros medios de p e rp etu ar su nom bre m ás que los honores y los beneficios que otorgase en vida a sus consanguíneos». Tal era el principio del nepotism o papal, que, p o r lo dem ás, tenía ya alguna tradición en tiem pos del papa Gian B attista Cibo. Pero de hecho el nepotism o se dem ostró eficaz in cluso a efectos de la sucesión en el solio pontificio, aunque el nepos tuviese que e sp era r dos o m ás cón claves en el card en alato p ara acceder a aquél. Así, entre los doce papas que hubo en el período que aquí interesa, o sea de 1455 a 1549, nos encontram os con dos Borja, dos Piccolomini, dos Della Rovere y dos Medici, e intercalados entre ellos Pietro B arbo (Pau lo II), G iam battista Cibo (Inocencio VIII) y Adriano de U trecht (Adriano VI), para a c a b a r con A lejandro Farnesio (Paulo III); de doce papas, pues, nada me nos que cu a tro fueron sobrinos de un papa anterior. 606
De estos c u a tro sobrinos o nepotes, acaso el m ás brillante, aunque no, ciertam ente, el m ás querido, fue Rodrigo de Borja, que era hijo de una h erm an a de Alfonso de B orja (Calixto III, po r nom bre papal), Isa bel, pero B orja tam bién p o r su padre, Jofre de B or ja, n ecesariam ente de p arentesco m ás rem oto con Alfonso. Nacido en Játiva en 1432, fue probablem ente destinado a la Iglesia a la edad m ínim a canónicam en te exigida, o sea a los 6 años. Siendo Alfonso de B or ja todavía cardenal y su sobrino Rodrigo ya canónigo de Valencia, el año 1449, el prim ero solicita y obtie ne del p a p a N icolás V que Rodrigo pu ed a a u se n ta r se de su diócesis, p ara resid ir p rim ero en Roma con él y después en Bolonia, en cuya universidad desea que com plete sus estudios. El 8 de a b ril de 1455 Al fonso de B orja se vio exaltado a la C átedra de Pedro y tom ó el nom bre papal de Calixto III; desde allí a rri ba no esperó a cu m p lir un año de pontificado p ara e rig ir cardenales in pectore a sus sobrinos don Luis Ju an del M ilá y a nuestro Don Rodrigo; pero, m ás im portante todavía, apenas había cum plido el segun do año cuando, tra s o tra s v arias prebendas y m isio nes, nom bró a éste Vice-Canciller de la Iglesia, es decir, el segundo de a bordo en la B arca de Pedro. Esto fue decisivo, porque, aunque Calixto III m urió al año siguiente, Rodrigo de B orja fue confirm ado en el cargo po r otros cuatro papas sucesivos (Pío II, el prim er Piccolomini, Paulo II, el veneciano Pietro B ar bo, Sixto IV, el p rim e r Della Rovere, e Inocencio VIII, G iam battista Cibo, genovés como su antecesor), hasta su propio pontificado en 1492. Pero, aunque no ca reciese en ab so lu to de precedentes, el nepotism o de Calixto III fue p a rticu la rm e n te odiado en Italia y en Roma, p o r serlo, en general, los súbditos de la corona de Aragón, a quienes los rom anos llam aban «los catalanes», ya que predom inantem ente c a ta la na fue, desde el «¡D esperta ferro!» de los alm ogáva res en el siglo X I II y principios del X IV , la presencia 608
■K dicha corona en Italia.1 Con todo, ya fuese por su habilidad m aniobrera en los cu atro cónclaves que precedieron a su propio pontificado, en los que siem pre acertó a m ontarse, a veces a ú ltim a hora y deci diendo m anifiestam ente la elección, en el c a rro del vencedor —acred itan d o con ello a su favor la g rati tud de éste—, ya porque fuese realm ente com peten te en el cargo de vice-canciller, el caso es que Rodrigo de Borja conservó este puesto d u ran te los 34 años que siguieron a la m u erte de su tío Calixto III. Para I. Por eso, don J u liá n M a r ía s « p a d e sc e a llu c in a c ió n » , co m o dii (a Kl B ró c e n s e , c u a n d o en su a r tíc u lo « ¿ C u á n ta s d iv is io n e s tie ne el p a p a ? » (El País, 6 d e a g o s to de 1978), d e fe n d ie n d o q u e e l c a ste lla n o s e lla m e « e sp añ o l» , a le g a el te stim o n io d e B em b o , q u e re firié n d o se a la c o rte de A le ja n d ro V I d ic e : «Poiclté le Spagne ii se vi re il loro Pontefice a Roma i loro pópoli mandato aveano, . Valenza [su b ra yad o m ío] il colle Vaticano occupalo avea, a ' nostri
uomini, e alie nostre donne oggimai altre voci, altri accenti avere in bocca non piaceva, che Spagnuoli»-, ¿c ó m o s a b e M a ría s q u e con voci» y « accenti» «Spagnuoli », B e m b o se e s tu v ie s e re firie n d o a l c a ste lla n o y no m ás bien a l c a ta lá n , o a am b o s, p o r lo m e n o s? E n la c o rte de A le ja n d ro se h a b la b a in d istin ta m e n te c a ta lá n o c a ste llano, p e ro e l p a p a m ism o e r a llam ad o , e n tre o tr a s c o s a s , «el in tru so c a ta lá n » . ítem m ás, en cu a n to a l rein o d e N á p o lc s, a u n q u e su ú ltim a c o n q u ista p o r la co ro n a d e A rag ó n h u b ie se sid o h e c h a p o r un re y —A lfo n so V — c u y o p a d re h a b ía in a u g u r a d o u n a d i nastía castellan a, la s len gu as de los d o cum en tos o fic ia le s eran tan to el c a ste lla n o c o m o el c a ta lá n , a d e s p e c h o q u e en C a ta lu ñ a se c o n se rv a s e la tra d ic ió n d e u s a r el la tín co m o le n g u a d e la d o c u m en tación c a n c ille r e s c a h a sta el s ig lo X V I . P o r lo d em ás, un te s tim onio extra n jero com o el de B em b o e s el qu e pu ed e h a c e r m enos fe so b re el n o m b re d e u na len g u a; m á s b ien p o d ría a p o y a r p r e c i sam en te q u e lla m a r « esp añ o l» a l c a s te lla n o e s un e x tra n je r is m o y qu e en c a ste lla n o e l c a ste lla n o se lla m a c a ste lla n o . C u an d o , p o r o tra p a rte, lo s q u e d e fie n d e n qu e se lla m e « e sp a ñ o l» , d ic e n q u e lo o tro « s e r ía ig n o ra r la h isto ria » , no s e p u e d e r e p lic a r sin o que, lin g ü ísticam en te, e s p re c isa m e n te lo c o n tr a r io : la d e n o m in ac ió n de u n a le n g u a p o r su o riu n d e z es, ju stam e n te , la m ás esp o n tán ea , tra d ic io n a l y re c ib id a en to d a s p a rtes, c o m o lo p ru e b a el h ech o de q u e tres len gu as u n iv e rs a le s siga n d e sig n á n d o se p o r su o riu n dez: el latín , el á r a b e y el in glés. E n fin , au n s ie n d o d u q u e d e Rom agna, e l h ijo de A lejan d ro V I, el tristem en te fa m o so C é s a r B o rgia, fu e s ie m p re lla m a d o «il D u ca Valentino », o s e a « vale n cian o » .
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lo que concierne a n u estro caso, puede ten e r im p o r tancia su m isión a E spaña com o vicario a latere de Sixto IV en 1472-1473, única vez en que volvió a su país y a su diócesis de Valencia —de la que e n tre tanto, a p esar de su ausencia, había sido hecho arzo bispo— desde su p artid a en 1449 hasta su m uerte. La m isión tenía, en principio, com o fin declarado el de pedir un subsidio p ara una cru zad a co n tra el Turco. La clerecía castellana, reunida por delegaciones dio cesanas en Segovia, term inó otorgándolo, pero no sin obtener, a su vez, el privilegio a p erp etu id ad de que el obispo y el cabildo de c ad a diócesis del reino de Castilla p udiesen proveer dos canongías po r su pro pia cuenta c ad a vez que se diesen las vacantes. En realidad esto es bien poca cosa, y adem ás solam en te entre eclesiásticos, pero tal vez pueda citarse como precedente de la u lte rio r proliferación de bu las ya directam ente otorgadas al p o d e r se cu la r que acab a rían configurando y coronando el fam oso patronato o patronazgo religioso de los reyes de Castilla y des pués de E spaña, verdadera corona de espinas para tres progenies: los judíos, los m oros y los indios. Pero parece s e r que el legado arregló adem ás otras cosas en los reinos de E spaña, aunque de un p a r de ellas ni dan cum plida cuenta los cro n istas ni los autores m odernos se declaran contestes al respecto. C onfir mó la disp en sa pontificia que, p o r su consanguini dad a través de sus abuelos Don E nrique III y Don Fernando «el de Antequera», necesitaba el m atrim o nio de Isabel de T rastam ara con Fernando de Ara gón, cuya a n te rio r bula de dispensa, fuese o no por invención calu m n io sa de los p arciales de la Beltraneja, hab ía sido p u esta en entredicho.2 Y, al m enos según Prescott, reconcilió con Ju an II de Aragón a los barceloneses, todavía indispuestos co n tra él po r 2. H ay q u ien ha a trib u id o la fa ls ific a c ió n d e e s ta d is p e n s a al p ro p io rey do n J u a n II de A ragó n , p a d re d e F ern an d o.
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la sospechosa m u erte del príncipe de Viana, ocurripues habien do hecho d e sistir al rey de sem ejante intento se ganó sin duda el favor de Isabel y Fernando. En fin, p ara a c ab a r con los precedentes de lo que interesa, conviene reco rd ar que en 1473, segundo y últim o año de la legación pontificia de Rodrigo de Borja, hubo en A ndalucía u n a gran m atanza de con versos, presuntos o verdaderos judaizantes, que em pezó en Córdoba, se extendió a Jaén, donde costó la vida al condestable Miguel Lucas de Iranzo, quien por haber defendido a los conversos fue asesinado en m isa p o r los c ristia n o s viejos, que, q u itad o el e sto r bo, consum aron la m atanza y el despojo, y prosiguió en A ndújar y en otras poblaciones andaluzas, sin que al final se hiciese averiguación alg u n a ni castigase a nadie. Pues bien, apenas cinco años después, y siendo ya arzobispo de Sevilla don Pedro González de M endo za, Cardenal de E spaña —tam bién llam ado «El Gran Cardenal»—, empezó en aquella ciudad un nuevo mo vim iento co n tra los conversos, presuntos o verdade ros judaizantes. Tanto el co n tin u ad o r anónim o de la crónica de H ernando del P ulgar com o Andrés Bernáldez, el cura de Los Palacios, vienen a rem itir la tragedia de aquellos hom bres a la actuación de San Vicente F errer entre 1390 y 1415, actuación —esto no lo dicen ellos, pero h ab ría de decirse cincuenta años m ás tard e con respecto a las conversiones de U ltram ar— realm ente im prudente e irresponsable, 611
pues con sus bautism os po r aspersión, tras conver siones prácticam en te forzadas, ya que, según Bernáldez, pronto fueron acom pañadas por asaltos y expolios de las juderías —no promovidos por Vicente Ferrer, pero sin duda involuntariam ente suscitados en los c ristia n o s viejos por sus flam ígeras p red ica ciones—, acabó por co n fo rm ar esa triste grey de los conversos, de cuya am bigua figura pública o repre sentación social H ernando del P ulgar y Andrés Bernáldez se com plem entan en d ejarn o s el retrato tal vez m ás fidedigno, según debió de configurarse ante el pensar, el se n tir y aun el p e rc ib ir de los c ristia nos viejos: «Los quales con grand ignorancia e peligro de sus ánimas, ni guardaban una ni otra ley; porque no se circuncidaban como judíos según es amonestado en el Testamento viejo. E aunque guardaban el Sábado e ayunaban algunos de los ayunos de los judíos, pero no guardaban todos los Sábados, ni ayunaban todos los ayunos, e si facían un rito no facían el otro. De manera que en la una y en la otra ley prevaricaban; e fallóse en algunas casas el m arido guardar algunas cerim onias judáicas, e la m ujer ser buena christiana, y el un fijo ser buen christiano, y el otro tener opi nión judáica; e dentro de una casa haber diversidad de creencias, y encubrirse uno de otros [Pulgar].» «... las costumbres de la gente común de ellos ante la Inquisición, ni más ni menos que era de los propios hediondos judíos, y esto [lo] causaba la cont inua con versación que con ellos tenían, ansí eran tragones y comilones, que nunca perdieron el comer a costumbre judáica de manjarejos, e olletas de adefina, manjarejos de cebollas e ajos, refritos con aceite, y la carne gui saban con aceite, ca lo echaban en lugar de tocino e de grosura por escusar el tocino; y el aceite con la carne es cosa que hace muy mal oler el resuello; y ansí sus casas y puertas hedían muy mal a aquellos m anjare jos; y ellos eso mesmo tenían el olor de ios judíos por causa de los manjares y de no ser baptizados. Y puesto 612
caso que algunos fueron baptizados, mortificado el carácter del baptismo en ellos por la credulidad, e por judaizar, hedían como judíos... [Bernáldez].»3 Parece que el m ovedor de este nuevo «bolligio» —como se decía en aquel tiem po— fue un dom iniio, fray Alonso de San Pablo, probablem ente otro exaltado, por no decir m ás, ya que B ernáldez lo lla ma «segundo fray Vicente» (por San Vicente Ferrer); el caso es que, hallándose en Sevilla la reina Doña Isabel y el rey consorte Don Fernando, tom ó cuerpo y figura, bajo la au to rid ad del arzobispo, el ca rd e nal Mendoza, lo que m uy pronto sería el p rim er gran privilegio en m ateria religiosa d irectam ente vincu lado al poder real. En efecto, tra s las gestiones en Roma encom endadas p o r la reina al obispo de Osma don Francisco de S antillán, Sixto IV otorgó, no sin cierta resistencia inicial, la bula E xigit sincerae del prim ero de noviem bre de 1478 p o r la que se creaba la Santa Inquisición, con inquisidores nom brados di rectam ente p o r la reina y, cosa aun m ás relevante, independientes de las au to rid ad es diocesanas de la localidad donde se estableciese cada trib u n al. De esta m anera, habiéndose subrogado por una in stitu ción oficial la persecución p o p u lar que desde las conversiones en m asa y p rácticam ente forzadas de San Vicente F errer h ab ía dado lugar a diversas olea das de m atanzas de conversos com o la ya referida de 1473, apareció, tanto entre cristian o s viejos como entre m oros o incluso judíos, la grey social de los lla m ados «m alsines», verdadera red de espías espon táneos y denunciantes a veces calum niosos, po r envi dias u odios personales, como atestig u a H ernando del Pulgar ya respecto de 1485 y en Toledo, donde el Santo T ribunal apenas llevaría tre s años funcionan 3. V eáse: « D is c u rs o de G e ro n a » , A p é n d ic e n ? 4, en e ste m ism o v olum en , p á g . 287.
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do: «E porque en este caso de la heregía se recebían testigos m oros e ju d ío s e siervos e hom es infam es e raeces, e por los dichos destos tales eran presos al gunos e condem nados a pena de fuego, se fallaron en esta cibdad algunos judíos hom es pobres e rae ces que p o r enem istad o por m alicia depusieron falso testim onio contra alguno de los conversos, di ciendo, que los vieron judaizar. E sabida la verdad la Reyna m andó que fuesen ju sticiad o s po r falsa rios, e fueron apedreados e atenazados ocho judíos». La fam ilia de los conversos o «cristianos nuevos», prácticam ente forzados por la predicación de San Vi cente acom pañada de cru en to s asaltos y saqueos de las aljam as, ya fuesen c ristia n o s fingidos, ya indeci sos o am biguos —como el propio Pulgar los presenta en el retrato citad o m ás a tr á s —, ya incluso sinceros (cosa h a rto verosím il al cabo de dos o tres genera ciones) —según esta segunda cita— fue p o r tan to la prim era sobre cuyas cabezas cayó la corona de espi nas que las b u las que fueron ad o rn an d o las coronas de los reyes de E spaña constituyeron para tres pro genies sucesivas, y siem pre por el m ism o sistem a: una conversión a p resu rad a y superficial o hasta for zada, po r no d ecir sum arísim a, con m u ltitu d in ario s bautism os p o r aspersión, que al hacerlos irreversi blem ente c ristia n o s los exponía en adelante, a poco que cualquier indicio real o im aginario ofreciese pre texto para ello, a la acusación de a p ó statas o herejes de la fe cristian a, cosa ya bien d istin ta y m uchísim o m ás grave que se r todavía judío, m usulm án o paga no y po r la que podían ir a d a r con sus huesos en la espantosa m u erte de la hoguera, por no h a b la r de la to rtu ra y el secreto del procedim iento. El tam bién genovés G iam battista Cibo, habiendo sucedido en 1484 a Sixto IV, y bajo el nom bre papal de Inocencio VIII, en el solio de San Pedro, con oca sión de c ie rta s desavenencias que tenía con Nápoles, ya nuevam ente separado de Sicilia y de la Corona 614
ile Aragón y puesto, por testam ento de Alfonso el Magnánimo bajo la soberanía de su hijo b a sta rd o Ierrante, se quejó de éste ante Don Fernando, ya, a su vi /., rey de las Coronas unidas —aunque sólo, por así (loarlo, «en régim en de usu fru cto » — de C astilla y Aragón, el cual, teniendo ya enviado o m andado en viar, de acuerdo con la reina, p ara ren d ir al nuevo l>apa el debido acatam iento, a un castellano, le enco mendó tam bién reconciliar a Roma con su m edio pri mo el rey Ferrante, que, por su parte, le había pedido apoyo, incluso m ilitar, co n tra el pontífice. El envia do era don Iñigo López de Mendoza, II conde de Tendilla y futuro m arqués de Mondéjar, personaje, tanto por sí com o p o r su fam ilia, sum am ente im portante en la sucesión y el entrelazam iento de los hechos con cernientes al caso que aquí estoy levantando. Por precarias que acabasen revelándose, a no m ucho ta r dar, las paces convenidas en Italia, con todo, Inocen cio VIII, tal vez agradecido a la gestión del conde, o m erced a la sola h ab ilid ad diplom ática de éste, que, según tácita sugerencia de las instrucciones reales, supo venderle por C ruzada la ya em pezada conquis ta del reino nazarí, engastó en la Corona de C astilla la segunda gran gema de privilegios específicam en te eclesiásticos, p rim e ra piedra del fam oso «patro nato» o «patronazgo» religioso de la m onarquía española: la bula Orthodoxae fidei del 13 de diciem bre de 1486, p o r la que los reyes ad q u irían el dere cho de nom brar, bajo la fórm ula de presentación, obispos, dignidades y canongías de las nuevas dió cesis que se fundasen no sólo en el reino de G rana da sino adem ás en las islas C anarias, tam bién todavía en proceso de conquista —a u n q u e ya los re yes hubiesen dispuesto levantar y d o ta r en G ran C anaria su p rim era catedral. V erosím ilm ente a la m ism a gestión, dado que su crónica la refiere al m is mo año, alude H ernando del P ulgar en el cap ítu lo LXIV de la Tercera Parte, donde dice: «Otrosí, cono 615
ciendo el Papa que esta g u e rra e ra tan sa n cta e p ara ensalzam iento de la fe cathólica, e co nsiderados los gastos e tra b a jo s que en ella se h ab ían , em bió su bula p a ra q u e toda la c le rec ía p a g a se o tra [sfc, lo que hace s u p o n e r un precedente] d écim a este año de todas las re n ta s de las iglesias e m o n este rio s e o tra s p e rso n a s eclesiásticas, la q u al fue ta sa d a p o r el C ardenal de E sp a ñ a en c ien t m il flo rin es de Ara gón», au n q u e, p o r c o m p o rta r u n a d isp e n sa a la a u to rid a d e c le siá stic a o rd in a ria —de cuyas ren ta s los p o ntífices so lían s e r celosos d e fe n so res— p ro b ab lem en te tu v iese que ser, aun resp o n d ien d o a u n a d em an d a de los reyes, m ed ia n te o tra bu la dife rente, p a ra a ju s ta rs e a las fo rm as de la se p ara c ió n ju risd ic c io n a l. C om oquiera que sea, si la fra se de H ern an d o del Pulgar, al re fe rirse a la e m p re sa g ra nad in a casi explícitam ente bajo el concepto de C ru zada, nos m u e stra ya p o r q ué cam in o la co ro n a de espinas va a a c a b a r trenzándose en to rn o de las sie nes de un segundo p u eb lo con el apoyo de la Orthodoxae fidei, el p ro p io texto de ésta, p o r su parte, deja e s c a p a r c ie rto giro lin g ü ístico c o n sisten te en d o b la r y s u m a r en dos form as d is tin ta s u n a m is m a raíz verbal, donde al in sta n te el oído reconoce una a n tic ip a c ió n de lo que, con o tro verbo d ife ren te, oirá, a la vuelta de no m uchos años, com o un son sonete mil veces repetido e n tre las expresiones, que a través de nuevas b u las se g u irá n tre n z an d o la co rona de esp in as de la conversión y de la hoguera po r apostasía, p a ra llevarla e sta vez de p a rte a p a rte del A tlántico a los d esconocidos pueblos de U ltram ar: c u an d o la le tra de la O rthodoxae fid ei su en a de pronto «las ciu d ad es, lugares y c a stillo s c o n q u is tados e p o r c o n q u is ta r »,4 ¿no e sta m o s oyendo, com o en prem onición, los lú g u b re s tam b o res del 4. «... ad quorum civitatum, locorum el castrorum adquisitorum et quae adquiriré ¡ti futurum».
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redoble sin tregua y sin piedad de «las islas e tierras Im nes d escu b iertas e p o r d e s c o b rir»?5 Para m ayor entrelazam iento de las cosas las unas i un las otras, fue ju sta m e n te el conde de Tendilla, (|iic logró del p ap a la O rthodoxae fidei, quien se tra|o de Florencia al h u m an ista —o sea, p a ra en te n d e r nos, a uno de esos que llam an de ese m odo— Pedro M ártir de Anglería, que, con sus Decades de orbe nono, sería uno de los p rim eros h isto riad o res del D escubrim iento y la C onquista, y a quien el conde, alcaide de La A lham bra y capitán general del nuevo trino tras la tom a de G ranada, tom aría com o preceptor para sus hijos, algunos de los cuales —y aun el hijo y el nieto del prim ogénito— nos d a rá n que hablar. Tanta fue la im p o rta n c ia que en seg u id a cobró el reino de G ranada en la política in teg rad o ra de los Reyes Católicos, que, bien apoyados p o r la O rthodo xae fidei, la constituyeron en arzobispado, poniendo por prelado al jeró n im o fray F ernando de Talavera, nom bre p ru d en te que, al parecer, se lim itó a predi car la conversión de los m oros —que, según los ca pítulos de la rendición, no podían ser forzados a aceptarla—; pero esta situación d u ró tan sólo siete años, en m edio de los cuales, habiendo m uerto (1495) el cardenal Mendoza, que en 1492 h ab ía pasado del arzobispado de Sevilla al de Toledo, con la condición aneja de «C ardenal Prim ado», Doña Isabel se ap re suró a desig n ar p ara arzobispo —el capelo, depen diendo de Roma, lleg aría m ás ta rd e — a su confesor Jim énez de Cisneros, quien, no bien tuvo ocasión de poner los pies en G ranada, acom pañando a los reyes en su visita de julio de 1499, juzgó blando y poco ex peditivo el celo religioso del arzobispo Talavera y, con el propósito o pretexto de ayudarlo, pidió a los reyes 5. V éase la N o ta 2 de e s te m ism o texto, n o ta a p ie d e p á g in a de la p ág. 576.
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perm iso p ara qued arse algún tiem po en G ranada, cosa que sólo Doña Isabel debió de concederle de buen grado, pues, al parecer, según testim onios de la época, Don F ernando tem ía a Cisneros, ¡por vio lento! Y no se equivocaba, ya que con su interven ción se fraguaron los inicios de la larga desgracia de los m oros —y no sólo de los granadinos, sino tam bién de los m udéjares de Castilla y, por tanto, del res to de A ndalucía—■,que desde las p rim e ra s revueltas de 1500 y 1501 y pasando p o r la c ru e n ta g u erra de 1568-1570 y la subsiguiente p rim e ra expulsión, se prolongaría con altibajos h a sta la expulsión defini tiva de 1610. Diego H u rtad o de Mendoza, al p arecer quinto hijo varón del ya citado conde de Tendilla y nacido entre 1500 y 1505, escribió, como es notorio, —aunque aún se le discute la autoría, si bien no tan to com o la de El Lazarillo de Tormes— la Guerra de Granada, donde cuenta la de 1568-1570, que tuvo por capitán gene ral a su sobrino don Iñigo López de M endoza (pues, por lo visto, Doña Isabel había dispuesto reservar esta capitanía general a los sucesivos condes de Ten dilla, siem pre que hubiese heredero directo m ascu lino, lo que pudo m antenerse p o r tres generaciones h asta el segundo don Luis H u rtad o de Mendoza, V conde de Tendilla y IV m arqués de M ondéjar, que m urió en 1604 sin d e ja r hijo varón). En los prolegó m enos de la obra, Don Diego se ve obligado a resu m ir los antecedentes desde la tom a de G ranada, pasando po r las cap itan ías de su padre, el p rim e r don íñigo López de Mendoza (que se retira, ya an cia no, del cargo en 1512, y recibiendo, en prem io a sus servicios, el título de m arqués de M ondéjar) y de su herm ano, el p rim e r don Luis H u rtad o de Mendoza, p ara em pezar al fin con la de su sobrino, el segundo don íñigo López de Mendoza, que en 1560, e igual m ente en vida de su padre, tom a en sus m anos la capitanía general, con el títu lo anejo de conde de 618
Tendilla —no el de m arqués de M ondéjar, que sólo le corresponde a la m u erte de Don Luis—■, quien, como tal, se rá el p ro tagonista de la g u e rra y de la histo ria e sc rita po r el tío. Pues bien, al referirse H u rtad o de M endoza a la intervención de C isneros en 1599, dice: «Tomose concierto, que los renegados o hijos de renegados tor nasen a n u e stra fe, y los dem ás quedasen en su ley por entonces», y uno se extraña ante este tra tam ie n to con los renegados y se pregunta quiénes puedan ser y cóm o pueden h a b e r sobrevivido a la rendición de G ranada, conociendo, por la crónica de H ern an do del P ulgar (véase la N ota 4 de este m ism o texto, nota a pie de página n.° 10), la m uerte con torm ento que los cristian o s renegados h ab ían recibido, por orden de Don Fernando, en la g u erra de conquista, pero la ciu d ad m ism a no se logró p o r tom a sino por capitulación. Y hem os de a c u d ir al m ás extenso y m inucioso cronista de la g u erra de Las A lpujarras, don Luis de M árm ol Carvajal (Rebelión y castigo de los m oriscos del reino de Granada, Biblioteca de autores españoles, tom o XXI; Historiadores de suce sos particulares, colección d irigida e ilu strad a por Cayetano Rosell, tom o 1, págs. 123-365; Im p ren ta y estereotipia de M. Rivadeneyra, M adrid, 1852), para conocer la extrem a benignidad de las fam osas Capi tulaciones de Santa Fe,6 cuyas tres piezas (a saber, las capitulaciones con Boabdil, del 25 de noviem bre de 1491, las capitulaciones con la ciudad, del 28 del m ism o m es y año, y la c a rta su aso ria y a la vez con m in ato ria,7 del 29, que las acom paña) el cronista 6. A sí, en p lu ra l, c re o — si e s qu e no lo he s o ñ a d o — h a b e r leíd o q u e se la s lla m a , a rie s g o d e c o n fu n d ir la s con la s fir m a d a s con C o ló n en la m ism a c iu d a d ca m p a m e n to y el m ism o año. 7. E s ta c a r t a n o s o fre c e u n a m u e stra p a ra d ig m á tic a del «pragm a de la a m e n aza » , co n la c a ra c t e r ís tic a « p ro y ecc ió n d e la re s p o n s a b ilid a d so b re el am e n aza d o » , tal co m o se d e s c rib e en el en sa y o « C u an d o la fle c h a e s tá en el arco , tien e q u e p a rtir » — en
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nos tra n sc rib e a la letra y p o r entero; y, al co m en tar la reacción de los granadinos ante la c a rta del 29, no deja de encarecer, com o es m ás que cierto, la sin gular lenidad de las capitulaciones: «Mas la carta fue de tanto efeto, que entre m iedo y vergüenza no p u dieron d ejar de h a c er lo cap itu lad o po r Abí Cacem el Maleh, especialm ente viendo, com o en efeto veían, que a gente vencida ningunas condiciones se podían d a r m ás honrosas ni con m enos gravamen...». Si ello es debido a una sincera actitu d de p ru d en cia y tem planza, com o yo me inclino a creer, p o r p arte del rey Don Fernando —y, en todo caso, m ás que de la reina, según la notable diferencia de criterio que, especial m ente en punto de religión, se les suele a trib u ir— o al pragm atism o, com o hoy se diría, astuto y h asta alevoso, p o r el que m ás tard e d e sp e rta ría la ad m ira ción de Maquiavelo, nadie podría decirlo, pero el caso es que el ten o r de las capitulaciones fue estab leci do, al parecer, p o r los vencidos y aceptado, acaso sin enm ienda, p o r los vencedores, al m enos a ju zg a r por las siguientes p alab ras del propio M árm ol Carvajal: «Y aunque lo que tra tab a n [los moros] era con de masiada im p ortunidad [subrayado mío], los vence dores, que ninguna cosa q u e ría n m ás que a c a b a r de vencer, se lo concedieron todo». Los dos capítulos que expresam ente se referían a la lib ertad de reli gión y a la posibilidad de conversiones decían lite ralm ente com o sigue:
este m ism o volum en, p a rá g r a fo 15 —, en la s sig u ien tes p a la b ra s: «Ved ag o ra lo q u e es v u estro provecho, y lib ertad v u estro s c u erp o s de m u erte y captiverio. Y si p a sa d o el dich o térm in o no h u biéred es ven id o a n u e stro s e rv icio , no nos culpareis, sino a vosotros mesmos [su b ra y a d o mió], p o rq u e o s ju ra m o s p o r n u e stra fe q u e p a sa d o [se s o b re n tie n d e el « térm in o » , q u e e r a de 20 días], no o s ad m itire m o s ni o ire m o s m á s p a la b ra so b re ello. En vuestra mano está el bien o el mal: escoged lo que os pareciere... [su brayad o mío]».
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«Que no se permitirá que ninguna persona maltra te de obra ni de palabra a los cristianos o cristianas que antes de estas capitulaciones se hobieren vuelto moros; y que si algún moro tuviere alguna renegada por mujer, no será apremiada a ser cristiana contra su voluntad, sino que será interrogada en presencia de cristianos y de moros, y se seguirá su voluntad; y lo mismo se entenderá con los niños y niñas nacidos de cristiana y moro.» «Que ningún moro ni mora serán apremiados a ser cristianos contra su voluntad; y que si alguna donce lla o casada o viuda, por razón de algunos amores,8 se quisiere tornar cristiana, tampoco será recebida hasta ser interrogada; y si hubiere sacado alguna ropa o joyas de casa de sus padres o de otra parte, se resti tuirá a su dueño, y serán castigados los culpados por justicia.» Aun antes de la intervención de C isneros —y si guiendo el texto de M árm ol C arvajal—, ya «algunos prelados y personas religiosas» hab ían pedido a los reyes «con m ucha instancia que [...] diesen orden en que se prosiguiese con m ucho calo r en d e s te rra r el nom bre y la seta de M ahom a de toda E spaña, m an dando que los m oros rendidos que quisiesen qu ed ar en la tie rra se baptizasen, y los que no se quisiesen b ap tizar vendiesen sus haciendas y se fuesen a Ber bería...». A lo que los reyes —y es de creer, por lo que m ás abajo se verá, que, m ás bien Don Fernando que Doña Isabel— no quisieron acceder, pues, «aunque estas consideraciones eran san tas y m uy justas, sus altezas no se determ in aro n en que se usase de rig o r con los nuevos vasallos, porque la tie rra no estaba aún asegurada ni los m oros habían dejado de todo punto las arm as; y si acaso venían a rebelarse con 8. ¿O u é d o c u m en to d e g u e r r a o s iq u ie r a d ip lo m á tic o p u ed e h a b e r p re s e n ta d o ja m á s u n a c o n sid e ra c ió n d e d e lic a d e z a s e m e ja n te h ac ia c irc u n sta n c ia s h u m an as p erso n ale s, tan en con traste, p o r lo d em ás, c o n la v io le n c ia q u e a d v e n ía ?
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opresión de cosa que tanto sentirían, sería h a b e r de volver a la g u e rra de nuevo. Y, dem ás de esto, tenien do, com o tenían, puestos los ojos en otras conquis tas, no querían que en ningún tiem po se dijese cosa indigna de sus reales p alab ras y firmas...». Pero, p ara a c a b a r de ver quiénes eran «los rene gados e hijos de renegados» que, según H u rtad o de Mendoza, Cisneros se h ab ía propuesto convertir, re trocedam os a las crónicas contem poráneas a la ren dición de G ranada. Y así, en la del —p o r lo dem ás, m uy poco acred itad o — c o n tin u ad o r anónim o de H ernando del Pulgar leemos: «...e quedóse en G rana da el arzobispo de Toledo Don Fray Francisco Ximénez, que después fue Cardenal. El qual con buen celo quísose in fo rm ar de todos los m oros que en qualquier manera venían de linage de christianos [subra yado mío], y hacíalos tra e r ante sí, y p o r buenas p alabras y presum pciones p ro cu rab a con ellos que se convirtiesen [...] y los que se convertían en esta m a nera am ercedábalos y gratificábalos, y a los que no se querían convertir echábalos en la cárcel; e tra b a jab a con ellos p o r todos los m edios posibles que se convirtiesen, y pareció que esto tocaba a m uchos m o ros [subrayado mío] y se escandalizaron dello...» Por su parte, el m ucho m ás acred itad o «cura de Los Pa lacios», Andrés B ernáldez, escribe: «...y quedó el Ar zobispo de Toledo con el de G ranada dando form a en el convertim iento de la ciudad, y buscaron todos los linajes que venían de christianos [subrayado mío] y convirtieron y bautizaron m uchos de ellos y los mo ros tuvieron esto po r m uy mal...». La averiguación de linaje (en todo análoga, au nque en sentido inver so, a la que tal vez ya em pezaba a recaer y a rre c ia ría m ucho m ás en los siglos X V I y X V I I sobre los judíos conversos o «cristianos nuevos», con los fa m osos «estatutos de lim pieza de sangre») nos reve la, así pues, que los «renegados o hijos de renegados» de H u rtad o de M endoza incluían tam bién —por de 622
signarlos con térm ino analógico— «m ahom etanos nuevos» de segunda, tercera y acaso aun m ás rem o ta generación, y la indignada reacción, de la que p a r ticiparon indistintam ente los «m ahom etanos viejos» —ejem plares en esto frente a la a n ticristian a actitud de los c ristia n o s viejos hacia los judíos conversos— se com prenderá fácilm ente no sólo po r su credo, sino tam bién porque a ten o r de la insinuación del conti nuador anónim o de H ernando del P ulgar que m ás a rrib a he subrayado («y pareció que esto tocaba a m uchos moros»), si es que la in te rp re to bien, tales «m ahom etanos nuevos», conform e se previene ade m ás en los títu lo s de las capitulaciones tra n sc ri tos m ás atrás, debían de hab er contraído ya m uchos parentescos con los de linaje moro. Pero incluso antes de esto —al m enos según M ár mol Carvajal, si es que no alte ra el orden de los he chos, lo que, po r lo rem oto en este punto de su testim onio, n a d a ten d ría de inverosím il—■,a m ás se había atrevido el violento Jim énez de Cisneros, pues, p or lo visto, tan sólo en un principio soportó supe d itarse a los m odales m ansos y respetuosos inicia dos p o r el arzobispo de G ranada, fray F ernando de Talavera, para la conversión de los propios m oros de linaje. «El m edio que tuvieron los prelados para negocio tan im portante —escribe M ármol Carvajal— fue m an d ar llam ar a los alfaquís y m orabitos de m ás opinión en tre los m oros, y con ellos solos en buena conversación d isputaban, y les daban a en ten d er las cosas tocantes a la fe cristian a, no con fuerza ni con violencia, sino con buenas razones y sentencias; y tra taban el negocio con tan ta m odestia y m ansedum bre, que habiendo disp u tad o gran rato con ellos, los enviaban contentos, dándoles vestidos y otras m u chas cosas porque no se extrañasen de volver o tras veces a las disputas.» El caso es que algunos de ellos, halagados po r trato sem ejante, «reprobando su seta [es decir, «secta»], deseando asim esm o gozar de la li 623
bertad con los vencedores [subrayado mío], com en zaron [...] a to m ar los docum entos de la fe y a ense ñarlos al pueblo, am onestando que era vanidad la seta de M ahom a, y que les convenía a b ra z a r la fe de Jesucristo. Estas am onestaciones fueron de tanto efeto, que dentro de pocos días vinieron m uchos hom bres y m ujeres a p e d ir el santo baptism o con a u to rid ad de sus propios alfaquís, y en un solo día se baptizaron m ás de tres mil personas; y fue tan ta la priesa, que no pudiéndolos b a p tiz ar a cada uno de por sí, fue necesario que el arzobispo de Toledo los rociase con hisopo en general baptismo...». ¡De nuevo, pues, los gregarios y su m arísim o s bautizos po r aspersión, al estilo Vicente Ferrer, que tan fatí dicos habían sido p ara la progenie de los judíos y que ya probablem ente hab ían em pezado en U ltra m ar, o estaban a punto de ello, p a ra perdición de la progenie de los indios! Pero la santa, católica y apos tólica violencia de C isneros —que h a sta entonces, acaso p o r respeto a la m ansedum bre del arzobispo titular, había soportado verse reprim ida— acabó por e sta lla r no bien se vio enfrentada a la escandaliza da y dolida reacción pública de algunos notables del Albaicín ante tales conversiones; y así, «m andó pren d er los que entendió e ran m ás contradictores de las cosas de la fe». De en tre ellos, el denodado em peño de C isneros se cen tró especialm ente sobre «uno lla m ado el Zegrí Azaator, hom bre principal y dotado de buen entendim iento cuanto a las cosas m orales, aunque p o r o tra p a rte a rro g an te y soberbio, po r ser de linaje de los reyes de G ranada. Este contradecía reciam ente qu e los m oros no [sic, com o doble nega ción enfática] se convirtiesen, y don fray Francisco Jim énez determ inó, dejada a p a rte toda hum anidad, de tra e rle po r fuerza al yugo de Dios, pues no ap ro vechaban buenas razones con él...». De modo, pues, que, habiendo soltado p robablem ente a todos los de m ás tras conm inarlos a g u a rd a r silencio —aunque 624
nada nos dice M árm ol C arvajal—, a este Zegrí Azaa tor lo retuvo con grillos «en una estrech a prisión», encerrando con él a un capellán «para que con cui dado le m etiese p o r cam ino [...]; y d entro de pocos días, fuese p o r fuerza, o lo m ás cierto, p o r in sp ira ción divina» [aquí el cronista pone toda su buena vo luntad para d a r al caso un happy end decorosam ente cristiano], pidió el bautism o. Sin em bargo, fuese cual fuese el orden de los he chos (prim ero los renegados y después los m oros de linaje, o viceversa, según la exposición de M árm ol Carvajal), la explosión en que m ás p ronto o m ás ta r de habían de red u n d a r las tem e ra ria s acciones de Cisneros sobrevino a c a u sa del intento de detención de la hija de un renegado. En efecto, al arzobispo de Toledo no se le o c u rrió cosa m ejor que m a n d a r a prender a esta m ujer al Albaicín p o r m ano de un tal Sacedo, cria d o suyo, acom pañado p o r un alguacil real, Velasco de B arrionuevo. Cuando ya la traían presa po r la plaza de Bib el Bonut, la m u je r «com en zó a d a r grandes voces, diciendo que la llevaban a ser c ristia n a p o r fuerza, contra los capítulos de las paces [subrayado mío]; y ju n tán d o se m uchos moros, y entre ellos algunos que ab o rrecían aquel alguacil por otras prisiones que había hecho, com enzaron a tra ta rle m al de palabra; y com o les respondiese so berbiam ente, a fu ria de pueblo pusieron las m anos en él y le m ataron [...]; y m ataran tam bién a Sacedo, si no le lib rara una m ora debajo de su cam a, donde le tuvo escondido aquel dia y p a rte de la noche, h as ta que pudo enviarle seguro a la ciudad». Así em pezó la sublevación del Albaicín, que d u ró hasta diez días —del 18 al 28 de diciem bre de 1499— y en la que los alzados llegaron a salirse h asta G ra nada para a s a lta r la casa de Cisneros, quien se hizo fuerte en ella y resistió valientem ente el cerco, negán dose a ser sacado o a sa lir p a ra ponerse a salvo, po r no a b a n d o n ar a su gente en el peligro. H u rtad o de 625
Mendoza da a su padre, el conde de Tendilla, cap i tán general del reino de G ranada, todo el m érito del apaciguam iento, y es cierto que trató de su b ir una p rim era vez al Albaicín con voz de paz, pero hubo de volverse sin lo g rar arreglo, porque los m oros le apedrearon la adarga, lo que e ra en tre ellos señal de rom pim iento; y cuando los apelaban con el nom bre de los reyes «daban color a su negocio, diciendo que el Albaicín no se había alzado contra sus altezas, sino en favor de sus firm as» (M ármol Carvajal), alu d ien do, evidentem ente, a los com prom isos de las Capi tulaciones sobre no se r forzados a d e ja r su fe; pero M árm ol Carvajal dice que fue el arzobispo de G ra nada el que subiendo al Albaicín, h a sta la plaza de Bib el Bonut, acom pañado por un capellán, p o rta d o r de una cruz, y p o r algunos criados desarm ados, y «con tan buen sem blante y ro stro tan sereno com o cuando iba a p redicarles las cosas de la fe» (Mármol Carvajal, que en toda la narració n del episodio, en careciendo la a ctitu d de Talavera, lanza, po r el con traste, una tácita pero evidente cen su ra hacia Cisneros), consiguió a p acig u ar a los alzados; y sólo después de él volvió a su b ir el conde de Tendilla, pro m etiéndoles que el arzobispo y él «les alcanzarían el perdón y la gracia de sus altezas, pues se debía entender, com o ellos decían, que m ás se habían a l zado en favor de sus reales firm as que con voluntad de hacer novedad; y que dem ás desto, les serían guar dadas sus capitulaciones». O sea, com o bien se echa de ver, una total desautorización de las actuacio nes de Cisneros. En cuanto a éste, ya desde el tercer día de la revuelta había tratado de escudarse ante los reyes ad elantándose a enviarles a Sevilla un m ensa jero con un pliego de su m ano que adobaría sin duda los sucesos conform e a su versión; pero habiéndo sele em borrachado el m ensajero —un esclavo ca n ario que le h ab ían recom endado p o r form idable c o rre d o r—>fueron o tro s inform es los prim eros que 626
acerca del asunto recibieron los reyes en Sevilla; «y como el Rey Católico —sigue contando M ármol Carvajal— no vio ca rta del arzobispo de Toledo, en tendió que por su causa había sucedido tan gran de sorden, y culpándole, se enojó tam bién con la Reina, diciendo que había sido causa de que viniese aquel hombre a G ranada, que había alborotado y puesto en condición [sic; o falta algo o hay que sobrentender «tal condición» o «condición de perderse»] el reino que tanto había costado conquistar...». Pero Cisneros, al enterarse, por carta del secretario de los reyes, del fra caso de su m ensajería, expidió po r delante a un com pañero de orden, fray Francisco Ruiz, ante cuya relación los reyes, «perdieron parte del enojo que te nían, aunque m ucho m ás se aplacaron después cuan do el propio arzobispo llegó; el cual con su m ucha elocuencia y discreción9 lo allanó todo [...], discul pándose con tan buenas razones, que los Reyes que daron satisfechos, y él en m ayor gracia con ellos». No he creído ociosos tales porm enores, para ilu stra r no sólo las diferencias entre Don Fernando y Doña Isabel tanto respecto de Cisneros com o de cuanto tocase a la religión, sino tam bién la superioridad intelectual y tem peram ental sobre los reyes de aquel sin duda agu dísim o y honesto, aunque, para desgracia de tantos miles de hom bres, tenebroso y violento franciscano, que por tales prendas acabaría siendo llam ado «el ter cer rey de España». Pese a todo lo cual, seguram ente por im posición de Don Fernando, parece ser que por Granada no volvió a recalar nunca ja m á s.10 9. « D isc re c ió n » ven ía a v a le r en to n ces p o r lo q u e ho y d e s ig n a r ía m o s c o m o « b u en a la b ia » , o se a u n a s u e rte d e m e s u ra d a y p e n etran te a g ilid a d e x p re s iv a y fu e rz a d e c o n v ic c ió n en e l h ab lar. 10. O tra d e la s a g r e s iv a s y d e s a fia n te s a c c io n e s d e C isn e ro s en G ran ad a fu e la Bücherverbretmung de lib ros requ isad os: «Les tom ó gran c o p ia d e v o lú m e n e s d e lib ro s á r a b e s d e to d a s fa c u lta d e s , y q u em a n d o lo s q u e to c a b a n a seta, m an d ó e n c u a d e rn a r lo s o tros, y lo s en v ió a su c o le g io d e A lc a lá de H e n ares, p a ra q u e lo s p u s ie sen en su lib re ría » . (M á rm o l C a rv ajal.)
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Pero el roto dejado no tenía ya posible com postu ra: al parecer, cu a re n ta notables de la sublevación del Albaicín, que había durado del 18 al 28 de diciem bre de 1499, lograron huir, y en enero de 1500 lleva ron la antorcha de la rebelión a G üéjar, L aniarón y Andarax. La de G üéjar fue rep rim id a por el conde de Tendilla, la de L aniarón por el rey Don Fernando y la de A ndarax p o r el condestable ae N avarra, Luis de Viamonte, conde de Lerín. Las versiones de los cronistas no están contestes con la de H u rtad o de M endoza en cu an to a la c ru eld ad del padre de éste en Güéjar: según Don Diego, el conde hizo p a s a r a cuchillo a los defensores y a los m oradores; según la del con tin u ad o r anónim o de H ernando del Pulgar —m ás creíble, por ser contem poráneo— los rendi dos fueron llevados a G ranada y puestos a la venta; B ernáldez no da detalles al respecto. El continuador de P ulgar detalla m ucho sobre la tom a de Andarax: «Este día se tom ó una parte principal de la dicha An darax, y en la o tra parte, que es algo m ás fuerte, se recogieron los m oros, donde había m ucho núm ero, porque se habían recogido a la dicha Andarax, y com o el lugar m ás p rincipal y m ás fuerte, m uchos m oros y m oras de otros lugares de las dichas Alpujarras. Y esa noche se capituló que otro día de m a ñ an a se entregasen todos los dichos m oros y se tornasen christianos, y quando fue el día segundo a las nueve o ras habiendo los m oros entregado las arm as conform e a lo capitulado, algunos christianos del exército se soltaron por ro b a r y e n tra r en donde estaban los m oros, y se com enzaron a revolver unos con otros, y com o se sentió en el exército, fueron m u chos allá y m ataron m uchos m oros y m oras en n ú m ero de m ás de tres mili ánim as, que en la sola mez quita m urieron m ás de seiscientos,11 que estaban 11. M á rm o l C a r v a ja l no h a b la de d e sm a n e s d e lo s so ld a d o s y pone al p ro p io c o n d e d e L e r ín p o r s u je to d e la fr a s e «vo ló con p ó lv o ra la m ezq u ita m ayor, d o n d e se h a b ía n re c o g id o la s m u je re s y n iñ o s d e a q u e llo s lu g a re s» .
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allí recogidos, que fue cosa de m uy grand lástim a en todos los dem ás m oros y m oras que fueron presos y se soltaron librem ente, y se to rn aro n ch ristian o s conform e a lo que se capituló con el Rey Cathólico, y el saco que allí se hizo fue muy grande, porque muy grand p a rte de las riquezas de las A lpujarras e sta ban allí recogidas, y después acá la A lpujarra está pacífica». Me he detenido en este pasaje con la in tención de que se considere qué se podía e sp e ra r de una conversión colectiva conseguida en sem ejantes circunstancias. La incongruencia entre la frase final («después acá la A lpujarra está pacífica») y la p ri m era del p á rrafo que inm ediatam ente sigue, aunque se refiera a u n a región algo m ás m eridional, no sólo puede ser m u estra de lo que digo, sino que apoya tam bién, p o r o tra parte, la sospecha de los críticos de que e sta continuación anónim a de H ernando del Pulgar probablem ente es obra de d istin ta s plum as: «En el año de quinientos e uno luego seguiente, se rebelaron m uchos m oros nuevam ente convertidos en la S ierra Bermeja...». Pero no adelantem os el curso de los hechos. La su blevación de Güéjar, Lanjarón y Andarax concluyó, al parecer, el 7 de m arzo de 1500. El cu ra de Los Pa lacios, que apenas da detalle de los episodios, nos cuenta su final de esta m anera: «e tom ó p o r partid o [habla del rey] todas las A lpujarras, e dejó a buen re caudo todas las fortalezas [...] e dejó orden como pre dicasen a los m oros la san ta fee e bautism o, e los convirtiesen p o r ciencia e buena razón, e les ficiesen sab er com o la voluntad suya e de la Reyna era que todos fuesen christianos [...] e dende a pocos días prosiguiendo lo susodicho los dichos Arzobispos [aquí B ernáldez no está conteste con M árm ol Carva jal, según el cual C isneros fue retirad o de G ranada inm ediatam ente después de la sublevación del Albai cín] y la clerecía de G ranada, convirtieron la ciudad y bautizaron m ás de setenta mil personas grandes 629
e chicas en G ranada y su com arca, de m anera que en toda la ciudad no quedó ninguno po r bautizar». Todavía, pues, en m arzo de 1500, al m enos según nos los presen ta el pasaje de B ernáldez, no puede d ecir se que la conversión y el bautism o —aun a despecho de la referencia a la voluntad de los m onarcas, que en ningún caso, tiem po ni lu g ar p o d rá evitar tener siquiera un punto de om inosa, si es que no incluso de con m in ato ria— fuesen om ním oda y d eclarad a m ente constrictivos. Por conversión forzosa, sin em bargo —y, p o r tanto, c o n tra ria a la C apitulación de 1491, que concedía a los granadinos conservar su credo—, la tuvieron, según M árm ol Carvajal, y si es que no la tra s tru e c a con la de 1502, los propios m o ros, pues reclam aron contra ella ante el S ultán de Turquía, el cual respondió con la am enaza de com p o rta rse de igual m odo con los m uchísim os c ristia nos que vivían, respetados en su fe y su culto, en los dom inios del im perio. (Estas em bajadas tuvieron un precedente casi totalm ente análogo, salvo que los m ensajeros del «Gran Soldán», dos franciscanos del Santo Sepulcro, se dirigieron p rim ero a Roma, de donde el papa los rem itió, con un breve, a los Reyes Católicos, en 1489, según H ernando del P u lg a r—ca pítulo CXII de la tercera p a rte de su cró n ica—, que refiere tam bién cómo los reyes, aun m anteniendo, en su respuesta al sultán, su derecho a la dom inación política sobre el reino de G ranada, encarecían su res peto hacia las libertades civiles y hacia la religión islám ica de sus nuevos súbditos, lo que bien pudo constituir un com prom iso que reforzase la inicial ac titud de tolerancia religiosa, prom etida en las Capi tulaciones de S anta Fe, de 1491.) Es c urioso que esta vez el m ensajero enviado por los reyes ante la S ubli me P uerta fuese ni m ás ni m enos que Pedro M ártir de Anglería, ya p o r entonces, casi seguram ente, pre cep to r de los dos hijos m ayores del conde de Tendi11a: Don Luis, fu tu ro su ceso r de éste en la capitanía 630
general del Reino de G ranada, que tenía entre 12 y 13 años, y Don Antonio, fu tu ro prim e r virrey de N ue va España, que a n d a ría po r los 10. Pero aunque, com o se verá, no es p o r cap rich o el haberm e dem orado hasta aquí en tales detalles, abre viemos. Tras las ya referidas conversiones de la ca pital, los arzobispos de Sevilla y de G ranada y los obispos de M álaga, G uadix y A lm ería enviaron pre dicadores de la fe c ristia n a a o tra s com arcas del rei no de G ranada, donde fueron m uy m al recibidos por los m oros, que m ataron a algunos y singularm ente a dos clérigos de Alcalá con m uerte de torm ento. A raíz de lo cual, —volviendo a tra n s c rib ir de Andrés B ernáldez—, «en el m es de Enero del año de 1501, estando la corte en G ranada, alborotáronse los m o ros de S ie rra B erm eja e de las co m arcas de Ronda, e alzáronse p a ra se defender o p asarse allende [esto es, allende el m ar, o sea a M arruecos o Argel], antes que no se r christianos, e p o r tem or que habían fe cho m uchos daños e m uertes en los christianos, e ha bían m atado entonces a los dos clérigos de Alcalá Antón de M edellín e Alonso Gascón en Daiden, e los quem aron, después de los h ab er m uerto atados a sendos árb o les a cañaveradas e pedradas...». Fue, pues, sin duda, este levantam iento con la subsiguien te represión, en la que m u rió con otros ochenta ca balleros don Alonso de Aguilar, S eñor de A guilar y herm ano m ayor del G ran C apitán (hecho a p a rtir del cual los cristian o s debieron de se r tan poco am igos de a d e n trarse po r aquellos a n d u rria le s que, según M árm ol Carvajal, en septiem bre de 1570 fueron h a llados todavía insepultos y «blanqueaban calaveras de hom bres y huesos de caballos am ontonados»), lo que acabó p o r d ecidir a los Reyes Católicos a lib ra r la pragm ática del 12 de febrero de 1502, po r la que la conversión forzosa se dictaba no sólo p ara los m o ros de G ranada, sino tam bién para los m udéjares de los reinos de León y de C astilla —y p o r ende de todo 631
el resto de A ndalucía—, concediendo, al parecer, un plazo de tres m eses p a ra exiliarse de E spañ a los que quisiesen seguir siendo m ahom etanos, po r lo m enos a tenor de los Anales breves de Lorenzo Galíndez Carvajal, no según Bernáldez, cuya crónica om ite —o da tal vez p o r so b ren ten d id a— la opción del exilio y se lim ita a decir: «... habido su consejo [el Rey y la Reyna], m andaron de hecho que todos los m oros del reyno de G ranada, e todos los m oros m udéjares de C astilla e A ndalucía, dentro de dos m eses fuesen ch ristian o s e se convirtiesen a n u e stra S an ta fe Cathólica e fuesen baptizados, so pena de se r esclavos del Rey y de la Reyna los que fuesen realengos, e los de los señoríos esclavos de los señores, e predicán doles en toda C astilla donde los había, y en el reyno de G ranada, y cum plióse el plazo de los dos m eses en el mes de Abril del dicho año de 1502 [Galíndez Carvajal habla de tres m eses p a ra el exilio y los da p o r cum plidos en mayo, m es tra s el cual no se les deja ya salir, sino sólo hacerse cristianos, y no hace m ención de la esclavitud], E ansí de ellos converti dos de buena voluntad, e todos los m ás contra toda su voluntad [subrayado mío], fueron baptizados con siderando que si los p adres no fuesen buenos c h ris tianos, que los fijos o nietos o viznietos lo serían. E aquí cesó la descom ulgada m ezquita del m alvado M ahom a en Castilla, a la qual pusieron perp etu o si lencio, com o a cosa m uy em ponzoñada e em pecible, los buenos e bien aventurados y de p e rp e tu a y glo riosa m em oria Don F ernando e Doña Isabel, Reyes de España». En la corona de Aragón la conversión forzosa de los m udéjares no llegaría a im ponerse has ta 1526, o sea bajo el e m p erad o r y el m ism o año en que se estableció en G ranada la S an ta Inquisición. A sus recuerdos de infancia de las sublevaciones del Albaicín en 1499, de Güéjar, L anjarón y Andarax en 1500, de S ierra B erm eja en 1501, y a m u ltitud de pequeños episodios posteriores d u ran te la capitanía 632
general de su padre y acaso tam bién de la de su h e r mano, debía, así pues, de referirse don Antonio de Mendoza cuando —ya virrey de Nueva E spaña des de once años a tr á s —■,en su pliego de descargos del 30 de octubre de 1546 y en contestación al cargo 38 de la lista p rese n tad a p o r Francisco Tello de Sandoval contra él (véase la N ota 4 de este m ism o texto, pág. 581), alega: «como se haze en esp añ a con los erejes e ynfieles que la gente los acuchillan en el ca mino sin que sea a cargo de justicia»; y m ás abajo: «y en el rreyno de granada se acostum bra a c añ au erear y a p e d re a r m uchos m oros de los que an rrenegado nuestra sa n ta fe», donde, puesto que el cargo 38 lo incrim inaba de h a b e r m andado aperrear (o sea ha cer m o rir destrozados entre las fauces de los perros) y fu silar con una b a la de cañón a gru p o s de indios puestos en hilera, se ve bien h a sta qué punto la co rona de espinas que cayó sobre la progenie de los mo ros (tan sem ejante a la que ya h ab ía ceñido y aún seguiría ciñendo las sienes de la de los judíos) c ru zó el Atlántico en las m ientes y en el alm a del segun dón del conde de Tendilla y discípulo del h um anista (o sea, p ara entendernos, uno de esos que llam an de ese modo) Pedro M ártir de Anglería, p ara ir a caer sobre la progenie de los indios bajo idéntico argu mento, puesto que, según el núm ero 188 del in terro gatorio p rep arad o p o r don Antonio de M endoza el 8 de enero de 1547 p a ra a p e la r co n tra la lista de c a r gos de Tello de Sandoval, y en resp u esta al m encio nado cargo 38, «la ju sticia que se hizo de dichos indios después de ganado el peñol de M istón, convi no hacerse por los grandes delitos que dichos indios habían hecho contra Dios N uestro Señor, siendo [ya] bautizados e industriados en las cosas de la fe [su brayado mío]». Digamos, p ara satisfacción de los lec tores, que el virrey don Antonio de M endoza salió absuelto de la «visita secreta» de Tello de Sandoval —prácticam en te equivalente a un juicio de resi633
ciencia— por sentencia del Consejo real y del Conse jo Real de In d ias,12 el 14 de septiem bre de 1548, o sea diez años y cu atro días después de la fecha de la c a rta p o r la que el em perador, al ord en arle reti ra r cualesquiera copias de la bu la S u b lim is Deus (en la que el papa Paulo III establecía que los indios «son verdaderos hom bres» [...y] «no pueden se r privados de su lib ertad po r m edio alguno, ni de sus propieda des, aunque no estén en la fe de Jesucristo; y podrán libre y legítim am ente gozar de su lib e rta d y de sus propiedades, y no serán hechos esclavos») que hubie sen podido filtra rse h a sta las Indias, le daba la p ri m era gran ocasión de d e m o stra r su acendrado celo gibelino, com parable, por cierto, con el que cinco m e ses antes de la citada absolución p o r los consejos —dicho sea a títu lo de cu rio sid ad — su herm ano don Diego H u rtad o de M endoza, a la sazón em bajador, por m ás que a trab iliario e incom petente, ante la San ta Sede, supo, no obstante, dem ostrar, al im poner al m ism o pontífice Paulo III la aceptación de la taja n te negativa del em perador, con el cerrad o apoyo de los cardenales españoles, de tra s la d a r a Bolonia, tal com o por tem or a la Liga de S m alkalda el papa de seaba, la sede del Concilio, ya establecido desde 1545, huelga decirlo, en Trento. Para acabar, en fin, con la corona de espinas que, po r la férula de una fe c ristia n a im puesta y la im postura de u nas conversiones constrictivas y unos bautism os radicalm ente sacrilegos, vino a caer so bre la progenie de los m oros, la c ircu n stan cia por la que se inició el rem ate de su definitiva destrucción fue la visita al tercer papa Medici (Angelo), Pío IV por nom bre pontificio, y sobre el año de 1559 o el 12. C u ya p re s id e n c ia e s ta b a d esd e 154 6 — tra s la m u erte del p r i m e r p re sid e n te , fr a y F r a n c is c o G a r c ía d e L o a y sa — en m an o s de do n L u is H u rta d o de M en d o za — h e rm a n o m a y o r de Don A nto nio, e l v ir r e y —•, n o m b ra d o p a r a el c a rg o tra s a b a n d o n a r la c a p i ta n ía g e n e ra l de G ra n a d a .
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siguiente, de don Pedro G uerrero, arzobispo de G ra nada, presente p o r entonces en Italia con ocasión de su asistencia al Concilio de Trento.13 H abiéndo se, así pues, probablem ente, escandalizado el Santo Padre ante la descripción del arzobispo sobre la con flictiva y e m p an tan ad a situación que, po r querellas de jurisdicción o po r em ulaciones en tre la capitanía general (ya, por entonces, en m anos del segundo don Iñigo López de M endoza, IV conde de Tendilla, pero iniciadas en tiem pos de su padre, Don Luis) y las autoridades judiciales, atravesaban los m oriscos del Reino de G ranada, que, atropellados o com o e s tru jados entre u n a y o tra parte, term in ab an p o r ec h ar se m ás y m ás al monte, convirtiéndose en m onfíes, o sea en bandoleros, con lo que se volvían al credo is lámico, que nu n ca en su corazón habían abandona do; escandalizado, venía yo diciendo, el Santo Padre ante este panoram a, encareció al arzobispo G uerre ro su deseo de que se acabase de u n a vez con la «herejía» de los m oriscos (pues p referían u s a r el térm ino «herejía»,.en vez de «apostasía», m ás pro pio desde su punto de vista). Para que se conozca de una voz m ás próxim a el proceso de los hechos, ex tra c ta ré unos p árrafos de H u rtad o de Mendoza: «Vínose a causas y pasiones particulares, hasta pe dir jueces de términos; no para divisiones o suertes de tierras, como los romanos y nuestros pasados, sino con voz de restituir ai Rey o al público lo que le te 13 . M á rm o l C a r v a ja l tr a s tr u e c a tal vez la s g e s tio n e s d e G u e r r e ro, q u e a u n q u e y a e ra a rz o b is p o lo s d o s ú ltim o s a ñ o s d el p o n tifi c a d o d e P a u lo I II (que d u ró de 15 3 4 a 1549), m al p u d ie ro n s e r la s p re o c u p a c io n e s de este p a p a la s q u e tra n sm itie se , ta l co m o él e s c rib e , « al re y don F e lip e II n u e stro s e ñ o r» (a m en o s q u e d e sig n e a F e lip e — en to n c es en fu n c io n e s d e reg e n te — c o m o lo q u e ya e ra c u a n d o e s c r ib e su c ró n ic a), c u y o re in a d o no e m p e z a ría , co m o e s n otorio, h a s ta sie te a ñ o s d e s p u é s d e la m u e rte d e P a u lo III. P a re ce, con todo, m ás v ero sím il q u e fu e se con P ío IV y no con P au lo III, co m o él d ice. Y ta m b ién p u d o h a b e r h a b id o m á s d e u n a g estió n .
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nían ocupado, e intento de echar algunos de sus he redamientos. Este fue uno de los principios en la des trucción de Granada común a muchas naciones; porque los cristianos nuevos [en este caso, evidente mente, no judíos, sino moros], gente sin lengua y sin favor, encogida y mostrada a servir, veían condenar se, quitar o partir las haciendas que habían poseído, comprado o heredado de sus abuelos, sin ser oidos.» [...] «Del desdén, de la flaqueza de provisión, de la poca experiencia de los ministros [sobrentiéndase "de jus ticia”] en cargo que participaba de guerra, nació el descuido, o fuese negligencia o voluntad de cada uno que no acertase su émulo. En fin fue causa de crecer estos salteadores (monfíes los llamaban en lengua mo risca), en tanto número, que para oprimirlos, o para reprimirlos no bastaban las unas ni las otras fuerzas. Este fue el cimiento sobre que fundaron sus esperan zas los ánimos escandalizados y ofendidos; y estos hombres fueron el instrumento principal de la guerra. Todo esto parecía al común cosa escandalosa; pero la razón de los hombres, o la providencia divina (que es más cierto) mostró con el suceso, que fue cosa guia da para que el mal no fuese adelante, y estos reinos quedasen asegurados mientras fuese su voluntad. Si guiéronse luego ofensas en su ley, en las haciendas, y en el uso de la vida, así cuanto a la necesidad, como cuanto al regalo, a que es demasiadamente dada esta nación [la de los moros, se sobrentiende]; porque la Inquisición los comenzó a apretar más de lo ordi nario.» Así las cosas, el arzobispo de G ranada se a p re su ró a inform ar a Felipe II de las preocupaciones pon tificias, m ien tras que el propio Pío IV escribió, por su parte, sobre su a la rm a an te el m ism o conflicto, a su nuncio en E spaña, don Ju a n B au tista Castaño, obispo de Rossano. El caso es que a finales de 1566, Felipe II reunió una ju n ta de ju ris ta s y teólogos de la que em anó la pragm ática del 17 de noviem bre de 1566, am én de otras posteriores del m ism o tenor, según las cuales, y volviendo a c ita r el texto literal 636
de H urtado de Mendoza, quedó dictado, para los mo ros del Reino de G ranada, lo siguiente: «El rey les mandó dejar el habla morisca,14 y con ella el comercio y comunicación entre sí; quitóles el servicio de los esclavos negros a quienes criaban con esperanza de hijos, y el hábito morisco en que tenían empleado gran caudal: obligáronlos a vestir castella no con mucha costa, que las mujeres trajesen los ros tros descubiertos,15 que las casas, acostumbradas a estar cerradas, estuviesen abiertas; lo uno y lo otro tan grave de sufrir entre gente celosa. Hubo fama que les mandaban tomar los hijos, y pasarlos a Castilla; 14. B ie n d is tin ta fu e la a c titu d del m ism o F e lip e II, a l re sp e cto d e la le n g u a , con la te r c e ra p ro g e n ie d e s tin a d a a r e c ib ir e n s u s sie n e s la c o ro n a de e s p in a s d e la co n v e rsió n y e l b au tism o . A sí, en 158 0 , c u a n d o el C o n se jo d e In d ia s en p len o o p tó p o r la im p o sic ió n del c a stellan o , y n o só lo p a ra la p re d ic a c ió n , sin o p ro b a blem en te ta m b ié n con m ir a s a l co n tro l p o lític o , e l re y se n e gó en redondo, aleg an d o : «N o p a re c e con ven iente a p re m ia r lo s a q u e d e jen su le n g u a n a tu ra l, m a s s e p o n d rán m a e stro s p a ra lo s q u e vo lu ntariam ente q u isieren a p re n d e r la castellan a, y se d é orden com o se h a g a g u a r d a r lo q u e e s tá m an d a d o en no p ro v e e r lo s cu rato s, sin o a q u ie n s e p a la d e lo s in d io s» . Y a s í, m a n d ó c r e a r d o s c á te d ra s en la s u n iv e rs id a d e s d e L im a y de M éxico , p a ra q u e se d ie sen c la s e s d e q u e c h u a y de n a h u a, resp ectiv am e n te, so b re todo a los c u r a s y a lo s m isio n ero s. P o r el co n tra rio , en 17 7 0 , fu e el C o n se jo de In d ia s qu ien se o p u so a la p ro p o sic ió n d el a rz o b is p o de M éxico, don F r a n c is c o A n tonio L o ren zan a, p a ra q u e se im p u s ie s e a lo s in d io s, o b lig a to ria m e n te , el c a ste lla n o ; p e ro el rey C a r lo s III, a te n ié n d o se a la s d o c tr in a s d e la Ilu stra c ió n , e stu v o de a c u e rd o con L oren zan a y, en c o n tra d el p a re c e r d el C o n se jo de Indias, m an d ó h a c e r o b lig a to rio p a ra los in d io s el ap re n d iz a je y el u so del castellano, «para qu e de una vez — reza literalm ente la céd u la— se llegu e a c o n se g u ir el q u e se extin gan los diferen tes id io m as d e q u e s e u s a en lo s m ism o s d o m in io s, y só lo s e h a b le el c a s t e lla no». (V éase el Apéndice IV d e este m ism o texto, p á g s. 789-791). 15. E n esto , p o r el c o n tr a r io (véase, a q u í e n c im a , la n o ta an te rior), F e lip e II se a n tic ip a b a a la a c titu d d el d e sp o tism o ilu s t r a do y au n d e la s id e a s ilu s t r a d a s v ig e n te s ho y e n d ía, ta l y com o h em o s v is to h ace a p e n a s d o s añ os, co n la g ra n p o lé m ic a fr a n c e s a en to rn o a l u so del c h a d o r en la s a u la s e s c o la r e s y u n iv e rs ita r ia s p o r p a rte d e la s e stu d ia n te s m ah o m e tan as.
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vedáronles el uso de los baños, que eran su limpieza y entretenimiento; prim ero les habían prohibido la música, cantares, fiestas, bodas, conforme a su cos tumbre, y cualesquier juntas de pasatiempo. Salió todo esto junto, sin guardia, ni provisión de gente; sin reforzar presidios viejos, o afirm ar otros nuevos. Y aunque los moriscos estuviesen prevenidos de los que había de ser, les hizo tanta impresión, que antes pen saron en la venganza que en el remedio.»16
¿Para qué decir m ás? Era lo último; y esta vez, aun que provocado por los inform es del arzobispo de Gra nada, el im pulso decisivo había p a rtid o del celo apostólico del Sum o Pontífice Pío IV, con la ya m en cionada c a rta a su nuncio en E spaña y sus encare cim ientos al arzobispo para que hab lase con el rey. Por su parte, Felipe II necesitaba m ucho m ejorarse con Roma, ya que el papa inm ediatam ente anterior, Paulo IV (Caraffa) le hab ía retirad o algunos privile gios otorgados p o r otros papas, a cau sa de la irru p ción a rm ad a del duque de Alba (virrey de N ápoles a la sazón) en los Estados pontificios, tras algunos inci dentes derivados del pacto secreto que el papa tenía concertado, ya desde antes de la tregua de Vaucelles, con E nrique II de Francia, p ara e c h ar de N ápoles a los españoles. Y todo esto se dice aquí tan sólo con el fin de m o stra r de cu án ajenas y rem otas circu n s tancias colgaba, en m ayor o m enor grado, la desven tu ra de los m oros granadinos. Con todo, hay que tener en cuenta que los m ás intransigentes de la ju n ta —celebrada en M adrid, y en la que no p a rticip a 16. L a p r a g m á tic a a s í e x tra c ta d a p o r H u rta d o d e M end oza re p ro d u c ía — y todo lo m ás, c o m p le m e n ta b a —•, en re a lid a d , o tra de tie m p o s del e m p era d o r, fe c h a d a el 7 de d ic ie m b re d e 15 2 6 y e m a n a d a p o r u n a ju n ta s e m e ja n te , c u y a e je c u c ió n fu e a p la z a d a p o r « su p lic ac ió n » (apelación) d e lo s m o risc o s en 15 2 7 p o r p rim e ra vez, y en 15 3 0 , p o r s e g u n d a , c u a n d o la e m p e ra tr iz q u iso im p o n e rla —a l m en o s en lo to c an te a lo s v e stid o s— en a u s e n c ia del e m p e ra dor. E n 15 6 6 fu e d e s o íd a c u a lq u ie r « su p lic a c ió n » .
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ron ni el arzobispo ni el capitán general— fueron pre cisam ente los religiosos: el cardenal Espinosa, pre sidente del Consejo de Castilla, el obispo Gallo de la diócesis de Orihuela, y don Pedro de Deza, del Con sejo de la Inquisición y, p o r entonces, presidente de la C hancillería de G ranada, cuyo fervor religioso —fervor que m ereciera m ás el nom bre de «furor»— se im puso a las p ru d en tes pro testas de Don Iñigo, el cap itán general, que dem andaba, p o r lo menos, de m ora, circunspección y p au latin id ad p ara tan d rá s ticas m edidas. Según M árm ol C arvajal, fue a c a u sa de la propia im punidad con la que los cristian o s se habían acos tum brado a com eter toda su erte de atropellos y de robos co n tra los cam pesinos m oriscos po r lo que se fru stró la intentona inicial de la sublevación, orga nizada por un Farax ben Farax, y consistente en un asalto a la propia ciudad de G ranada, apoyado des de el Albaicín, desde la sie rra y desde la vega, pues fue precisam ente el deseo de vengar una de tales de predaciones (perpetrada e sta vez p o r los alguaciles y escribanos de la audiencia de Ujíjar, deseosos de agasajar, a costa de los m oros, a sus fam ilias, resi dentes en G ranada, a donde se dirigían a p a sa r la Santa Navidad) lo que hizo que uno de los grupos conjurados, deshaciendo la sim u ltan eid ad y la so r presa, hiciese fracasar el prim er golpe de la insurrec ción. Pero el em peño no tenía ya posible vuelta a trá s y pronto se tro c a ría en guerra a b ierta, bajo el m an do de un nuevo caudillo: el fam oso Aben Humeya. De la terrib le g u erra, que d u ró h a sta noviem bre de 1570, han quedado —a p arte de u n a relación ofi cial, escrita, com o era obligado, p o r el capitán gene ral don Iñigo López de Mendoza, para el rey— tres crónicas contem poráneas: la de Diego H u rtad o de Mendoza, la de Luis de M árm ol Carvajal y la de Luis Cabrera de Córdoba —esta últim a inserta en una cró nica de todo el reinado de Felipe II. La p rim era ex
pulsión —in acab ad a— de los m oriscos, consiguien te a la guerra, consistió desde luego en un desalo jo total de la región de Las A lpujarras y creo que casi total del reino de G ranada; m uchos de los m oriscos em barcaron hacia B erbería —lo que actualm ente lla m am os el M agreb—, otros fueron dep o rtad o s a Cas tilla y E xtrem adura. El reino de G ranada, por la riqueza de sus recursos, fue pronto repoblado con cristianos de otras regiones españolas, sobre todo ga llegos, si no recuerdo mal. La segunda y definitiva expulsión de los m oriscos, que com prendió tam bién a los antiguos m udéjares de Valencia, Aragón y Ca taluña (ya convertidos en moriscos, o sea bautizados, desde 1526), ju n to con los del resto de E spaña, fue d ictada po r un bando de Felipe III de 1609, y a des pecho de algunas pro testas de los nobles, que a p re ciaban a los m oriscos com o m ano de obra agrícola b a ra ta y com petente p ara sus latifundios, se llevó a cabo, región p o r región, en los años subsiguientes. Así acabó la segunda de las progenies destruidas por esa especie de «In d u stria de S ufrim ientos Inten sivos» en que, R om a iuuante, se convirtió E spaña sobre todo a p a rtir de su tan glorificada unidad nacional, bajo un catolicism o que se d iría com o ob cecado en hacerles a las o tra s religiones, m onoteís tas o paganas, m uchísim os m ás m ártires que los que n unca acertó a darle, por su parte, a la propia de Je sús de N azaret. Lo serían seguram ente los dos cléri gos de Alcalá de los G azules m uertos con torm ento en 1501, pero no sé h asta qué punto N uestro S eñor Jesucristo recibiría en su seno como tales, según sus intenciones, al preconizado pero m alogrado p rim e r inqu isid o r de Zaragoza, Pedro de Arbués, asesinado por los ju d ío s en 1485, o aun, según sus hechos, al alguacil Barrionuevo, linchado po r los m oros cu a n do se llevaba presa a una m u jer del Albaicín p o r o r den de Cisneros. Viniendo, pues, finalm ente, al caso de los indios, 640
las p rim eras bulas que, com o p rim eras gem as refe rentes a U ltram ar, vinieron a en g astarse en la coro na de Castilla, po r entonces en cabeza de doña Isabel de T rastam ara, fueron las fam osas y tan discutidas de Alejandro VI (Rodrigo de Borja), fam iliarm ente llam adas «bulas alejandrinas». Respecto de ellas pienso aprovecharm e del m inucioso y encom iable estudio de Alfonso García-Gallo, «Las bulas de Ale jandro VI y el ordenam iento ju ríd ic o de la expan sión p o rtu g u esa y castellan a en África e Indias» (Anuario de Historia del Derecho Español, M adrid, 1957-1958; reedición en Alfonso García-Gallo, «Los orígenes españoles de las instituciones am ericanas», Real Academia de Ju risp ru d e n c ia y Legislación, Ma drid, 1987, págs. 313-659), que, al m enos para un profano o un sem i-pre-iniciado com o yo, resu lta enteram ente convincente. El punto de p a rtid a del es tudio de G arcía-Gallo consiste en algo tan elem en tal y evidente, una vez propuesto, com o rem o n tar la espontánea e inadvertida inercia de un espejism o de punto de vista histórico, análogo, p o r cierto, al que hace resb a lar a Ju lián M arías en su interpretación del pasaje del cardenal Pietro Bem bo (véase la nota 1 de este m ism o Apéndice, pág. 609); pues, en efecto, así com o a M arías, desde el d istraíd o punto de vista del siglo X X , no se le ocurre p e n sar que el célebre c a rd e n a l17 pueda e sta rse refiriendo a otro idiom a que al castellano cuando habla de «voci» y «accenti» «Spagnuoli», y no al catalán, siendo así que éste era el idiom a fam iliar y al m enos en parte cortesano 17. T en id o p o r el m e jo r la tin ista y « e s c r it o r latin o » d el s ig lo XVI, y au to r, si se m e p e rm ite n re c u e rd o s in fa n tile s, del e p ita fio m ás in co n m en su rab lem en te la u d a to rio q u e p u ed a im ag in arse, d e d ic a d o a l p in to r R a ffa e llo S a n z io en su tu m b a d el Panteón de R om a, y q u e m i a b u e lo ita lia n o tr a ta b a en v a n o d e h a c e rm e tr a d u c ir a m is diez u o n c e a ñ o s, au n q u e y a co n r e su e lta vo c ac ió n d e p é sim o e stu d ia n te : Hic est Ule Raphael lim uit quo sospite uin-
ci rerum magna parens el moriente morí.
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(«e Valenza il calle Vaticano occupato avea», dice el propio Bembo) de A lejandro VI, así tam poco a los profanos se nos ocurre considerar, h asta que alguien como García-Gallo nos advierte contra el espejismo, el D escubrim iento de Colón en 1492 m ás que com o una absoluta novedad, com o un com ienzo —y un comienzo enfáticam ente señalado com o un hito m i lenario en la H istoria U niversal—, y no com o una continuación, que no o tra cosa era p ara los esp ecta dores de 1493 y, por lo tanto, p ara el a u to r de las fa m osas bulas, A lejandro VI. Tan es así, que, después de un p rim e r éclat de lo que sólo m ás tard e se sa bría que era n ad a m enos que «El D escubrim iento de América», hubo unos años de vacilación y, por así decirlo, recesión ante un d escubrim iento sin duda m ás im p o rtan te —p o r la distancia, po r las dim en siones y sobre todo p o r la dirección occidental de la navegación— de lo que podría h a b e r sido, p o r ejem plo, el de las Islas A fortunadas o C anarias, en el su puesto de que no hubiese habido noticia de ellas desde la A ntigüedad,18 pero no de un orden de m ag n itud distinto, y aun m enos en un grado tan supe rio r como el que tiene hoy p ara nosotros. Síntom a claro de esa «recesión» es sin duda el hecho de que 18. N o tic ia q u e s e re m o n ta b a , s i e s q u e no m e eq u ivo co , a lo s c a rta g in e s e s , y en c o n c re to a l P e rip lo d e H an n ó n , p ero qu e, c o m p ren sib lem e n te , ten ia un c a r á c t e r c a s i le g e n d a rio c u a n d o fu ero n r e d e s c u b ie r ta s p o r lo s g e n o v e se s en 1 3 1 2 : L a n c e llo tto d a M alonc e llo d e jó su n o m b re d e p ila h a sta ho y en el to p ó n im o « L a n za ro te». Tal c ir c u n sta n c ia , d ic h o s e a d e paso , p o d r ía tal vez s e r v ir de e x p lic a c ió n p a ra el e x tra ñ o d o b lete de r a íc e s v e rb a le s , a p a re n te m en te s in o n ím ic a s , q u e a p a re c e en la C a p itu la c ió n de la s A lcágovas: « d e s c u b ie rta s e p o r d e sc o b rir, fa lla d a s e p o r fa lla r » , d o n d e con « fa lla r» q u e r r ía a c a s o d e ja rs e co m p ren d id o a q u e llo de lo que, c o m o de la s C a n a r ia s, h a b ía a lg u n a n o tic ia , p e ro fa lta b a la lo c a lización . N o b a s ta b a d e c ir q u e u no h a b ía s id o e l p rim e ro en v e r ta l o c u a l isla en e l A tlán tico ; te n ía q u e s a b e r ta m b ié n d ó n d e se hallaba; a la c a p a c id a d d e s e ñ a la r s u s itio en la s c a r t a s m a rin e ras, co m o el d e la s A fo rtu n a d a s d e s d e 1 3 1 2 , h a b r ía q u e rid o re s e rv a rs e , d e s e r c ie r ta m i h ip ó te sis, la s u fic ie n te co n v a lid a c ió n .
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en 1495 la corona de C astilla restrin g ió a q u inientas las personas que podían p erm a n ec e r a su sueldo en La Española, m andando que las restantes se volvie sen a España. D eshacer el espejism o de punto de vista histórico en la consideración del d escubrim iento colom bino de 1492, así com o de las bu las de 1493 que a él se refieren, p asan d o a concebirlos no ya com o un co m ienzo sino com o u n a continuación, significa evi dentem ente devolverlos al lugar de la sucesión en que se inscriben e in te rp re ta rlo s a la luz de la sola relación vigente de los que son continuación, pero no —y esto es lo que aquí im p o rta— en el sentido débil y genérico en que todo hecho histó rico viene precedido de otros que lo han hecho posible y a la vez lo condicionan, configurando, com o gustan de cir los periodistas, «su contexto histórico», sino en el sentido fuerte y específico de su pertenencia a una sucesión m uy especializada de designios, acciones y avatares hom ogéneos: la de las expediciones, ex ploraciones y conquistas terrestres y sobre todo m a rítim as por p arte de los reinos de Castilla y Portugal, allende el litoral peninsular y m ás allá de las Colum nas de H ércules, tanto Atlántico afuera, ya sea ru m bo al norte, ya, preferentem ente, rum bo al sur, com o sobre el África islám ica, en un p rincipio a títu lo de prolongación de esa especie de C ruzada Occidental, reconocida com o tal p o r Roma, p o r lo que yo ahora pueda recordar, al m enos para la g u e rra contra los Almohades, coronada, com o sabe h asta el m ás catea do bachiller, con la victoria de 1212 en las Navas de Tolosa, pues bula de S anta C ruzada (Gaudeam us et exultem us) recibió de Benedicto XII el rey de Por tugal Alfonso IV, en 1341, p ara su g u e rra co n tra el reino de Fez, aunque sólo su su ceso r Don Ju an I alcanzará definitivam ente, en 1415, la conquista de Ceuta para la C ristiandad. Y es a raíz de este hecho cuando se expiden las p rim eras bulas que, aunque 643
indirectam ente todavía, afectan al asunto que tra e m os en cuestión: la R om anus Pontifex (prim era de este nom bre) del papa M artín V y del 4 de abril de 1418, p o r la que se concede a Ju an I convertir la m ezquita de Ceuta en catedral c ristia n a y la Sane charissim us del m ism o papa y de la m ism a fecha, im portante por se r la ú ltim a bula —al m enos po r cuanto yo pueda sab er— en que se recom ienda la co laboración de otros príncipes cristian o s en la «Cru zada de Occidente» con el de Portugal, en lugar de excluirlos, en beneficio de uno solo de ellos —que de hecho h a b rá n de ser p rim o rd ialm en te el rey de Portugal o el de Castilla, m utuam ente excluyéndose a su vez—, conform e al que en adelante se m o strará invariable c rite rio pontificio. La m otivación políti ca de este c rite rio —que pronto se irá viendo— ten d rá unas consecuencias, igualm ente políticas, de alcance incalculable. La in terpenetración y aun parcial superposición de los diversos factores que van a e n tra r en juego en nuestro asunto hace desde luego im posible un en u n ciado lim piam ente exento de cada uno de ellos, pero tam bién hace difícil elegir, de entre las varias en u m eraciones igualm ente válidas, ya sea la teóricam en te m ás plausible, ya sea la expositivam ente m ás ordenada y esclarecedora. No habiendo, sin e m b a r go, m ás rem edio que a c e p ta r el a lb u r de la elección, será el lector quien juzgue de lo afo rtu n ad o o des graciado de la mía, tanto en los enunciados com o en su ordenación, tal como, sin m ás disculpas, allá va: P rimero . El c a rá c te r políticam ente exclusivista que después de la a rrib a c ita d a Sane charissim us de 1418 adoptan todas las bulas pontificias referentes a las que bajo mi sola responsabilidad denom ino Cruzadas Occidentales, frente a las Orientales, en que los rasgos de coalición de P ríncipes C ristianos se conservan, al m enos form alm ente (en el m ando se parado de don Juan de Austria, com o capitán gene 644
ral de toda la escu ad ra cristian a, y de don Alvaro de Bazán, de la fracción española) m ás de siglo y m e dio después, en la g u erra de Lepanto. Este c a rá c te r políticam ente exclusivista tiene que ver con la p au latina transform ación en o tra cosa de lo que sólo al principio pudo concebirse com o C ruzada propia mente dicha, tal com o se verá en el punto CUARTO . S E G U N D O . La índole genéricam ente a rb itra l del papel del pontífice a lo largo de las actuaciones de los titu la res sucesivos y sus diversas bulas. He su brayado «genéricam ente» para evitar una confusión indeseable, que es la siguiente: García-Gallo, com o experto ju rista , sabe que el arbitraje es una in stitu ción ju ríd ic a rigurosam ente form alizada, en la que el árb itro no actú a p o r su propio p o d er sino po r po deres recibidos de las dos partes litigantes que lo han designado p a ra d irim ir su querella, bajo el com pro m iso de obligarse estrictísim am en te a obedecer su dictam en. Y en este sentido rigurosam ente ju ríd ic o rechaza ju n to con otros autores y con toda razón el c a rá c te r a rb itra l que algunos han q uerido a trib u ir a la segunda bula Inter cetera de Alejandro VI, ya sea por no resp o n d er a la exigencia de h a b e r sido solici tada por am bas p artes —p resu n tam en te C astilla y Portugal—■,sino en todo caso sólo por Castilla, ya sea por no oto rg arla el p ap a a título de concesión gra ciosa a tal solicitud, aunque la haya habido, sino, expressis uerbis, a título espontáneo de su sola potestad apostólica, bajo la ficción v erb al19 de m otu propio. En el sentido ju ríd icam en te form al, ninguna de las bulas que conciernen al caso de que aquí es cues tión reúne los rasgos necesarios p ara que pueda 19. « F ic c ió n v e rb a l» no a d u c e a q u í n in g ú n s e n tid o p e y o ra tiv o p a r a la p a la b r a « ficc ió n » ; to d o lo ju r íd ic o e s « fic c ió n » , y no hay en e llo m e n o sc a b o a lg u n o ; s ó lo q u ie ro d e c ir q u e a u n q u e tal b u la fu e s o lic ita d a de hecho, e l p a p a no q u is o d a rle de derecho el c a r á c te r de re sp u e sta a tal so lic itu d (V éase al re sp e cto G arcía-G allo , op. cit., p á g s. 479-481).
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hablarse de arbitraje. De las dos que tal vez m ás podrían acercarse a ello, esto es, la D udum cum ad nos de Eugenio IV del 31 de ju lio de 1436 y la Aeterni Regis de Sixto IV del 22 de ju nio de 1481, la p ri m era de ellas, au nque d irim e en concreto sobre el derecho de las Islas C anarias entre los reyes de Cas tilla y Portugal, no lo hace en resp u esta a una solici tud sim u ltán ea y c o n certad a de am bos reyes, tal como exigiría un arbitraje, sino com o m ediación en tre dos dem andas sep arad as de uno y o tro rey: una petición de don D uarte de Portugal p ara que le sea concedida la conquista de las dichas islas, y una ape lación de Ju a n II de Castilla, a través del obispo de Burgos, don Alonso de C artagena, en co n tra de se m ejante concesión, en el Concilio de Basilea, con sus Allegationes (texto interesantísim o —cuya reproduc ción en los apéndices añade aquí el lector de GarcíaGallo, com o una cosa m ás que agradecerle, a los m é ritos propios de su e stu d io — que ha de ser m ás a b a jo de sum a utilidad); y en cuanto a la segunda, aunque responda a la exigencia form al de se r solici tada por petición concorde de las partes (en este caso, doña Isabel de T rastam ara, reina de Castilla, y Don Alfonso V, rey de Portugal), no tiene por contenido una sentencia a rb itra l d irim ente de un pleito toda vía pendiente entre una y otra, sino tan sólo la rati ficación o, por así decirlo, consagración papal, de un pacto ya previam ente acordado y capitulado por am bas por su cuenta: la C apitulación de las Alcá^ovas, del 4 de septiem bre de 1479. Y en tal sentido, no creo que sea tem erario, por mi parte, a trib u ir a la Aeterni Regis un a función análoga a la del segundo —y no necesario— de los dos m om entos que en la tra d i ción rom ana conform aban lo que hoy concebim os como un acto u n ita rio bajo la noción de «juram en to» (un derivado nom inal, p o r cierto, que, aunque perfectam ente posible, nunca fue construido, a p a r tir de iuro, en el latín, y sólo se form ó ya en las len646
l'.uas rom ances sobre «jurar» y sus equivalentes). Los dos m om entos eran el sacram entum —siem pre necesario— y la execratio —com plem ento optativo; por el prim ero, el que ju ra b a com prom etía, ponién dolo po r fia d o r del cum plim iento, su buen nom bre público, que vale tan to com o decir «su honor»; por el segundo, añ adía —ya sea espontáneam ente, ya sea por exigencia de los otros— la garan tía de ec h ar o de aceptar sobre su cabeza, en caso de incum plim ien to, los m ás terrib les m ales, po r lo com ún bajo for ma de m aldición divina —o sea de los dioses de lo alto—, pero quizás a veces —a m enos que esto sea ya m edieval— bajo la de conjuro de poderes ctónicos. (Como residuos m odernos de la execratio rom a na podem os todavía reconocer fó rm u las tales com o «Que me caiga yo m u erto ahora aquí m ism o» y otras sem ejantes que ponen po r g aran tía h a sta la vida de los seres m ás queridos. Y en el fam oso rom ance de las ju ras de Santa Gadea, la serie de m aldiciones con dicionales con las que el Cid conjura al rey Alfonso si faltare a la verdad sobre la m uerte de su herm ano es un m odelo perfecto de execratio.) Prácticam ente análogo al descrito era, a mi entender, el sentido de la dem anda hecha al papa Sixto IV po r los sobera nos de C astilla y de Portugal con respecto a la Capi tulación de las Alcáíovas: au nque la firm a de ésta por las p artes se bastaba a sí m ism a com o sacram en tum , en la m edida en que una y otro hacían del cum plim iento com prom iso de honor, quisieron añadirle, a través de la bula pontificia, la g aran tía de u na exe cratio, a cuyo título, com o piadosos príncipes c ris tianos, no podían ten er por válida ninguna otra que no fuese la am enaza de una excomunión papal. Y me he extendido en este com entario a fin de su g erir que m ás que el reconocim iento de una nunca bien defi nida «potestad apostólica», era tal vez la fuerza coer citiva del tem o r a la am enaza de excom unión papal —con que las bulas solían co n clu ir— po r p a rte de
todos los príncipes c ristia n o s lo que hacía que cu al quiera de ellos que quisiese im poner y a seg u ra r sus pretensiones frente a todos los restan tes se acogiese al recurso de p e d ir una bula a su favor, para poder esgrim irla como instrum ento de fuerza capaz de de tener a c u a lq u ier o tro posible co m p etid o r cristian o ante los lím ites del área reservada, de modo privati vo, a sus proyectos de dom inación. Volviendo ahora, finalm ente, al contenido de este segundo punto, si bien, tal como creo haber argum entado, parece cierto que de ninguna de la bulas que atañen a mi asunto sería correcto h a b la r de un «arbitraje» en el sen ti do form alm ente ju ríd ic o del térm ino, sostengo que en el sentido lato que en la lengua com ún alcanza la palabra sí cabe hablar, no obstante, de un papel genéricam ente arbitral, no de una bula ni de un papa en concreto, sino del pontificado en su co n tinuidad a lo largo de los sucesivos titu la res que se las hubie ron con las dos m onarquías m arin era s que d u ran te casi todo el siglo X V y bu en a p a rte del siglo X V I de tentaron p rácticam ente la exclusiva de las nave gaciones del Atlántico. Y p o r lo que m e im porta subrayar tal papel a rb itra l de los pontífices es por lo que ap areja n ecesariam ente de función política, es decir, referente al dom inio tem poral —aunque sea bajo la consabida consigna de «Paz y concordia en tre los prín cip es c ristian o s» —•, por m ucho que tra tase de ejercerse, con toda buena fe, sin m enoscabo alguno de la función apostólica y evangelizadora. T e r c e r o . La incierta n aturaleza de la «Potestad Apostólica». Con fecha del 28 de junio de 1077, el en tonces pontífice Gregorio VII dirigió una carta «a los reyes, condes y dem ás príncipes de E spaña» (se da p or sobrentendido que cristianos), en la que les re cordaba cómo, según las an tig u as constituciones, el reino de E spaña estab a dado a San Pedro y a la S an ta Iglesia Rom ana en ju risd icció n y propiedad (regnum Hispatiiae ex antiquis co nstitutionibus beato 648
Petro et sanctae R om anae ecclesiae in ius et proprietatem esse traditum ). E ra esto en tiem pos del rey Al fonso VI de Castilla, a quien poco m ás tarde el m ism o papa im puso la su stitu ció n del rito m ozárabe por el romano. La consecuencia concreta de sem ejante rei vindicación de la ju risd icció n y propiedad fue la re clam ación del cum plim iento de los correspondientes deberes trib u ta rio s p ara con la S anta Sede. Si tal re clam ación b asta de m uestra, hay que concluir que en el siglo X I la «potestad apostólica» venía a in te rp re tarse bajo una concepción cuasi-im perial. Sirva este precedente, en que no ya el Sacro Im perio Carolingio ni el Rom ano-G erm ánico, que el propio Grego rio VII se tom ó el trab ajo de in te n ta r m enoscabar, sino el Pontificado m ism o parece considerarse como a m odo de heredero del Im perio Rom ano de la an ti güedad, p ara ah u y en tar de una vez toda extrañeza ante los grandes extrem os de elasticidad a que la con cepción de la llam ada Apostólica postestas (o bien auctoritas, con igual valor)20 puede llegar a verse som etida e n tre d o ctrin as igualm ente ortodoxas. Si E nrique de Susa, el cardenal O stiense (fallecido en 1271), puede representar, con su doctrina, el polo extrem o de la concepción teo crática de la potestad apostólica del pontificado, en cuanto hace de éste la única y suprem a instancia legitim adora de todo po d er tem poral sobre la T ierra, h asta de los islám icos o no cristianos, reputados, p o r ello, poderes ilegí tim os, y puestos a m erced de cu a lq u ier príncipe cristiano, que podía legítim am ente com batirlos, des poseerlos y despojarlos a su beneplácito, su con tem poráneo Tomás de Aquino (m uerto tan sólo tres años después) representa, con su d o c trin a iusnaturalista, el polo opuesto, la concepción ilu strad a de 20. P ese a qu e h ay u n a c la r a d istin c ió n ju r íd ic a en tre a m b o s té r m in o s: la auctoritas c o m p o rta c a p a c id a d p a r a c r e a r d e re c h o s; 1^ potestas no p u ed e m ás q u e e je c u ta r lo s .
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la potestad apostólica, po r cuanto al fu n d am e n ta r los poderes tem porales en el derecho n a tu ra l21 —que, en contra de la d octrina del Ostiense, no p res cribía ante el derecho divino, dim an ado de la Revelación—, reducía e x trao rd in ariam en te las a tr i buciones pontificias al respecto, reconociendo el po d er de los príncipes gentiles p o r tan legítim o com o el de los príncipes cristianos. In terfiriendo de algún m odo y com o desde fu era con tal d isp a rid a d de doc trin a s propiam ente teológicas acerca del alcance de la potestad apostólica en sí m ism a, y cuando el águi la bicéfala iba logrando ya extender su m ala som b ra sobre la haz de aquel nuevo universo en el que no se ponía el sol, fue acaso el sector laico el que aportó la parte, sin duda m ás exigua, pero tam bién m ás eficaz p a ra la conveniente confusión, siem pre, naturalm ente, sobre el a cad a paso m ás vidrioso asunto de las atribuciones pontificias con respecto al dom inio tem poral. El piam ontés M ercurino Gattinara, gran can ciller de C arlos V y al p a r gonfaloniero de la intelectualidad orgánica im perial, dio en res catar, con éxito m ediano pero suficiente, las ideas de Dante Alighieri, sin du d a p o r la aversión de éste —a quien tal aversión le valió al cabo el ser exilia do de F lorencia— al p ap a que, con su fam osa bula Unam sanctam del 18 de noviem bre de 1302, se e ri gió en m áxim o defensor de los derechos pontificios sobre todo dom inio tem poral, llegando incluso a re clam ar para sí m ism o la ju risd icció n y el señorío de la Italia central, Florencia incluida: B onifacio VIII. Un tanto chapucera, sin em bargo, com o es indefec tible en todo intelectual orgánico, era esta operación 2 1. Pese a ia d istin c ió n d el d e re c h o po sitivo , lla m a d o en to n c es « civil» ; V ito ria : «O tra [p otestad ] e s la c iv il, q u e a u n q u e e s c ie rto q u e tien e su o rig e n en la n a tu ra le z a (y pu ed e, p o r tanto, lla m á r s e le n a tu ra l, co m o lo h a c e S a n to T o m ás en De regimine princi pian, lib. I, cap. 1 P: pues que el hombre es el animal civil), tam b ién e s c ie rto q u e no la e s ta b le c e la n a tu ra le z a , s in o la ley».
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dantesca del gran can ciller del d e stru c to r de Italia y m edia E uropa, de E spaña y de U ltram ar, pues, si es verdad que Dante le servía com o in stru m en to del em perador frente al pontífice, ello era a costa de te ner que p a s a r com o gato p o r b rasas sobre la d o ctri na política de aquél co n tra la form a tradicional de la elección del em perador p o r parte de los príncipes electores alem anes, tai com o se había repetido con el propio C arlos V, incluyendo el no m enos tra d i cional soborno consentido y m anifiesto, inm enso ca pital,22 que de p réstam o en préstam o, de deuda en deuda, de acreedor en acreedor, pasando p o r los ser vicios de las Cortes C astellanas, los em p réstito s de la Mesta, los Fúcares, los Bélzares,23 acabaría cayen do sobre las espaldas de los indios que m o rirían a chorros bajo el peso de sus e sp o rtilla s en los d an tescos pozos y galerías del Potosí. Existe incluso, aun que no he podido verla, una c a rta de M ercurino G attinara a E rasm o de Rotterdam , consultándole so bre el uso que p o d ría hacerse del De M onarchia de Dante en defensa de los intereses del em perador con tra el pontífice Clem ente VII, m ientras, a raíz del Saco de Roma, Alfonso de Valdés, íntim o am igo de Don M ercurino, escribía, po r su parte, el Diálogo de las cosas ocurridas en Rom a, m ás conocido po r Diá logo de L aclando y el Arcediano, en que, en un de term inado m om ento, le hace d ecir a Lactancio: «¿Dónde hallais vos que Jesú Christo instituyó su Vi 22. E l e m b a ja d o r de In g la te r ra en V en ecia, R ic h a r d Pace, le d e c ía en u n a c a r t a a W olsey: « E s la m e rc a n c ía m á s c a r a q u e ja m á s se h ay a s a c a d o a s u b a sta en este m undo». 23. A sí fu e c a ste lla n iz a d o y p u esto en p lu r a l (q u e d an d o d e fin i tivam en te c o n sa g ra d a la g r a fía p o r el c ro n is ta d e V enezuela, J o s é de O vied o y B añ o s) el a p e llid o W elser, b a n q u e ro s a le m a n e s (al ig u a l q u e lo s F u g g e r = F ú c a r e s ) a a u ie n e s, a fin d e r e s a r c ir lo s de lo s p r é s ta m o s r e c ib id o s p a ra el so b o rn o e le c to ra l, c o n ce d ió C a r lo s V la c o n q u ista d e V enezuela, en la que, au n q u e d u raro n só lo 18 añ os, se d ie ro n b u e n a m a ñ a p a ra h a c e r la u n a d e la s m ás in ep tas y c r im in a le s de U ltram ar.
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cario p ara que fuese juez entre príncipes seglares, quanto m ás executor y revolvedor en tre cristianos?» y al final, haciendo cla u d ica r al arcediano ante las razones de Lactancio en defensa del em perador, pone en boca del propio arcediano estas palabras «... ¿Qué os parece que agora su M agestad q u e rrá hazer en una cosa de tan ta im p o rtan cia com o esta? A la fe, m enester ha muy buen consejo, porque si él desta vez reform a la Iglesia, pues todos ya conocen quánto es m enester, allende del servicio que h a rá a Dios, alcanzará en este m undo la m ayor fam a y gloria que nunca p rín cip e alcangó, y dezirse ha h asta la fin del m undo que Je sú C hristo form ó la Iglesia y el E m pe rador Carlos V la restauró...». Ya se irá viendo, en fin, cómo este gibelinismo, no p o r rem asticado m enos ra dical, que llevaría al m ás tonto y m ás infeliz intelec tual orgánico im perial, el olvidado poeta H ernando de Acuña, a a c u ñ a r la célebre consigna: «Una grey y un p a sto r solo en el suelo/.../ Un m onarca, un im perio y una espada», expresaba el proceso po r el que los sucesivos apoderam ientos otorgados por los pon tífices a favor de los m onarcas castellanos y m ás ta r de españoles, en m ateria eclesiástica y esp iritu al acab arían llegando a un punto de inflexión —cuyo hito puede incluso m arcarse entre los años 1537 y 1538— tras el cual fueron ya los m onarcas los que, po r su real gana y a su propio arbitrio, se irían apoderando —y de un m odo total respecto de las Yndias— de p rácticam en te todas las atrib u cio n es y com petencias jurisd iccio n ales de la Iglesia y de la religión. Hay que d escartar, en fin, c u alq u ier posi ble relación en tre la actitu d antipapal de los valdeses y los g attin aras y los recortes de la potestad apostólica del papa sobre el dom inio tem poral po r parte de los neotom istas, pues, al m enos según Vito ria, tanto Tomás de Vio, m ás conocido com o «el c a r denal Cayetano» y que resucitó el tom ism o en 1517, com o el propio V itoria —que, p o r lo dem ás, em pezó 652
a e scrib ir sus «Relecciones» el m ism o año de la m uerte de Valdés (1532) y dos años después de la de G attinara—, si es verdad que recortaron las a trib u ciones pontificias en m ate ria tem poral, no fue, po r cierto, para acrecentar, com o nuestros dos hum anis tas (o sea, p a ra entendernos, de esos que llam aban de ese modo), la del em perador, sino p ara a c ab a r de sautorizando aun m ás las pretensiones de éste com o «señor de todo el orbe», fundadas, respecto de las Indias, en la fam osa «donación» de A lejandro VI (y, por cierto, apoyada, a su vez, en una in terp retació n abusiva de sus bulas, según dem uestra el clarividen te estudio de García-Gallo). Si tal vez no puede de jarse de reconocer que V itoria tuvo algún últim o punto de debilidad con el em p erad o r (concretamen te en la segunda conclusión sobre el 2?de sus «títulos legítim os» — Relecciones sobre los indios, tercera parte, núm . 10—, en que resuena claram ente un eco de las Allegationes de Alonso de Cartagena), en m odo alguno fue esa figura de intelectual orgáni co con que —so color de enaltecerlo, pero en realidad para servirse de él com o in stru m en to contra Las Casas— lo deshonra el falsario M enéndez Pidal (véa se Apéndice IV de este mism o texto, págs. 765-780), ni m enos todavía ese «padre del derecho internacional m oderno» con que toda la canalla europea colonia lista lo ha condecorado para agradecerle unos se r vicios que jam ás quiso prestar, y derivados de una utilización de sus escrito s que con toda su alm a ha b ría aborrecido de h a b e r podido siquiera im aginar la desde u n a lim pieza de conciencia y corazón com o la suya. C u a r t o . La anticipación abstractiva de las tierras y los pueblos por el «m ercado de futuros» castellanoportugués de la dom inación. Una de las expresiones referentes a las Yndias que m ás me han im presio nado desde el p rim e r día en que la leí es aquella de «islas e tie rra s d escu b iertas e p o r descobrir» 653
natu ralm en te cuando ap arecía en un contexto ju r í dico; me escandalizaba que algo «por descobrir» y que por tan to no se sab ía siquiera si existía pudiese se r becho objeto de un derecho. No se trataba, des de luego, de la aplicación del p rincipio de ap ro p ia ción o riginaria, sino que, precisam ente, venía a contradecirlo, en la m edida en que según este p rin cipio, la res nullius, digam os una isla desconocida (dejando, p o r el m omento, a p a rte la im p o rtan te di ferencia de si h ab itad a o no, com o las A ntillas fren te a las Azores), p asab a a s e r de propiedad —si es que quería ejercer ese derecho— del prim ero que pu siese los pies en ella (dejando aquí tam bién a p a rte la no menos im portante distinción entre «propiedad» y «soberanía», con toda su co rte de subdiferenciaciones ju ríd ic a s y jurídico-políticas), en la m edida en que, en nuestro caso, el derecho de apropiación venía ya otorgado de antem ano a un titu la r determ i nado. Pero, aunque el resultado de hecho venga a ser idéntico, la génesis de tal atrib u ció n personal de lo «por descobrir» no es una m era proyección directa sobre á reas m arítim as m ás o m enos vagam ente de finidas del derecho por el cual una m ina que se des cu b ra pasa a s e r propiedad del dueño del te rrito rio en el que esté ubicada (siem pre con las d istin tas re servas que en unos u otros tiem pos o lugares haya podido in tro d u c ir en esto la soberanía, como, por ejemplo, la de que m ien tras en E spaña, si es que no me equivoco, las m inas «por descobrir» son, en p rin cipio, patrim onio del Estado, p o r el contrario, en los EEUU tengo entendido que los pozos petrolíferos pertenecen al dueño de la finca), sino de la co n tin u i dad h istórica p o r la que, en las m onarquías de la Pe nínsula Ibérica, la tradición jurídico-política vigente en tre los príncipes cristian o s p ara las conquistas de la «Reconquista», se prolongó insensiblem ente so bre los descubrim ientos. Si recordam os que la con quista de Ceuta por los portugueses, en 1415, entraba 654
plenam ente todavía bajo el concepto de «Reconquis ta» o de C ruzada contra los sarracenos, y cóm o fue el fracaso de ulteriores conquistas terrestres sobre el reino de Fez lo que fue desviando los im pulsos p o r tugueses de expansión, y en especial a instancias del infante don E n riq u e el Navegante (1393-1460), fu n dador de la escuela de navegantes de Sagres, hacia el m ar y las co stas africanas, entenderem os el pro ceso insensible po r el que las concepciones propias de la R econquista se hicieron extensivas a los des cubrim ientos. Como ejem plo de la trad ició n que re gía entre los príncipes cristianos, a m odo de lo que, con expresión m uy actual, podríam os llam ar «m er cado de futuros» sobre las tie rra s pen in su lares aún bajo el dom inio de los m oros, p o dríam os c ita r el Tratado de Cazóla de 1179, en tre Alfonso II de Ara gón y Alfonso VIII de Castilla, estableciendo la divi soria de aguas entre los ríos J ú c a r y Segura com o lím ite de lo que corresp o n d ía a la co n q u ista de una u o tra corona, o el Tratado de Alm izra de 1244 entre Jaim e I de Aragón y Alfonso X de Castilla, po r el que, ratificando el anterior, se le reconocían a Castilla los derechos sobre M urcia (ya reconquistada por Fernan do III, pero vuelta a sublevar con c ie rta im plicación de c ristian o s en desavenencia) y se le concedía com o «de su conquista» todo el reino m oro de G ranada. La expresión literal que acabo de p o n er entre com i llas, la encontram os, desde luego, todavía en 1454, pero ya referida a zonas recientem ente descubiertas y accesibles tan sólo p o r el m ar: en efecto, habién dole concedido en 1449 el rey Don Ju an II de C asti lla al duque de M edina Sidonia «cierta tie rra que agora nuevam ente se ha d escubierto allende de la m ar al través de las C anarias, que decía que es des de el Cabo de Agüer hasta la tie rra y el Cabo de Boja d o r con dos ríos en su térm ino, el uno llam an la m ar Pequeña, donde hay m uchas pesquerías, e se puede c o n q u ista r la tie rra adentro», y com oquiera 655
que en 1454 los portugueses hubiesen atacado y apre sado algunas naves castellanas que volvían cargadas de aquel trecho de costa, el propio Ju a n II, al pro te sta r po r el atropello ante Alfonso V de Portugal, m etía en su alegato estas palabras: «la tie rra que lla m an Guinea, que es de n u estra c o n q u ista ».24 Sin que haga falta b u sc a r —cosa im posible, al m enos para mí— el docum ento en que esta expresión literal, «ser de m i/n u e s tra conquista», aparece p o r últim a vez en un docum ento de querella o de concordia cas tellano-portugués, basta con este para m ostrar cómo, aunque en algún m om ento acabase po r sustituirse la expresión, la concepción engendrada en los usos de reparto entre príncipes cristianos bajo las represen taciones, terrestres y concretas, de la «Reconquista» se deslizó de m anera insensible y p au latin a hacia lo que ya no era conquista sino descubrim iento, adqui riendo a lo largo de sem ejante transición unos ra s gos de anticipación cada vez m ás abstractiva, que, por su propia incongruencia con la desm esura de los hechos em píricos con los que llegarían a enfrentar24. L a a le g a c ió n «es d e n u e stra c o n q u ista » re su lta , p a ra q u ien se in te rese p o r la historia de la dominación, un im p o rta n tísim o p rec ed en te de to d as la s c o n c e p c io n e s g e o p o lític a s e x p a n sio n istas, p a ra lo q u e é s ta s han lla m a d o « áre a o zona natural d e e x p a n sió n » (d isfra z a n d o de p ro fa n o y n a tu ra l lo qu e, en su o rig e n , fu e re lig io s o y ju ríd ic o ). Así, c u a n d o A le ja n d ro de H u m b old t p re s e n tó a J e ffe r s o n — p ro b a b le m e n te co n to tal in g e n u id a d —, en 1804. los m a p a s q u e h a b ía le v a n ta d o de N u evo M éjico , T ejas, A rizo n a, C a lifo r n ia , etc., q u e to d a v ía p e rte n e c ía n a M éjico , ta m b ién e l p re sid ente n o rteam erican o , q u e se m o stró su m am en te in teresad o p o r a q u e lla s c a rt a s g e o g rá fic a s, p en só tal vez alg o m u y p a rec id o a qu e a q u e llo s te r r ito rio s « eran d e su c o n q u ista » s i bien la c o s a n o se c o n cre tó h a s ta la g u e r r a d e 18 46 -184 8 c o n tra M éjico , b a jo la p re s id e n c ia d e l d ic ta d o r S a n ta Anna, q u e en 18 5 3 vend e a lo s E s t a d o s U n idos tam b ién la p a rte q u e le q u e d a b a d e A rizona. E l m ism o c o n ce p to de « á re a n a tu ra l d e e x p a n s ió n » s u b y a c ía , ig u a lm e n te a la p r á c tic a d e los r u s o s re sp e cto d e S ib e r ia y e s tu v o s ie m p re p r e sen te no só lo en la p r á c tic a sin o ta m b ién en la te o r ía d e s u s geop o lític o s, en lo s im p u ls o s e x p a n s iv o s a le m a n e s.
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se, acab arían lastrán d o lo s con condicionam ientos tan funestos com o absolutam ente imprevisibles. Los factores —com o hoy suele decirse— «técnicos» que se añadían, p a ra agravarlas, a las p rem isas a b stra c tivas de la concepción fueron, en p rim e r lugar, la al menos inicial superioridad de los portugueses sobre los castellanos, tanto en la navegación —especial m ente gracias al infante Don E nrique y su escuela de Sagres— com o en la construcción naval,25 y, en segundo lugar, el desconocim iento de un m étodo pre ciso para d e te rm in a r la longitud, cosa tanto m ás im p o rtan te después del d escubrim iento de Colón, en que los castellanos em pezaron a m overse predom i nantem ente sobre la dirección de los paralelos, y m ás aún desde que, en 1493, la segunda In ter celera de Alejandro VI estableció la «línea de dem arcación» a cien leguas de longitud Oeste de los archipiélagos de las Azores y de Cabo Verde y la C apitulación de Tordesillas, de 1494, la desplazó h a sta 370 leguas de longitud Oeste del segundo. R especto del p rim e ro de estos dos factores «técnicos», la su p erio rid ad de los portugueses en la construcción naval26 p are ce que e stab a en estas tres cosas: prim era, en que se atrevían a h a c er naves m ayores; algunas llegaban a ten er h asta algo m ás de veinte m etros de eslora y siete de m anga, siendo así que en el siglo X V se preferían naves pequeñas, que, aunque m enos velo ces, eran m ás gobernables y estaban m enos expues 25. H a s ta q u e en el e n tr e s ig lo XVI-XVII lo s h o la n d e s e s lle g a ro n a c o n s t r u ir un g a le ó n qu e, p o r su s u p e r io r v e lo c id a d y au to n o m ía, le s p e r m itía lle g a r d e H o lan d a a J a v a co n u n a so la e s c a la y g r a c ia s a l c u a l la « C o m p a ñ ía h o la n d e sa d e la s In d ia s O rie n ta les» (fu n d a d a en 16 2 1), a c a b a r ía d e stro n a n d o p o r c o m p le to a lo s p o rtu g u e se s en la tra ta d e e s c la v o s y au n , en g ra n p a rte, en e l tr á fic o de la e s p e c ie r ía , y fu n d a d o en 16 5 2 la C iu d a d d el C ab o (véa se el Apéndice V de este m ism o texto, p á g s. 797-802). 26. E l v e n e c ia n o L u ig i C a d a M osto en 1444 e s c r ib ía : « Essendo
le Caravelle di Portogallo i megliori navillj che vadino sopra il mare di vele«.
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tas a p artirse en las torm entas; segunda, en que iban provistas de aletas de quilla, lo que aum entaba la efi cacia del tim ón y las hacía m ás seguras frente al ries go de un vuelco de costado (tal vez, y esto no es m ás que una probablem ente tem eraria conjetura mía, de bido a la gran diferencia entre la siem pre fiadera pro fundidad del ab ra de Lisboa y los im previsibles bajíos del bajo G uadalquivir en estiaje y aun quizás la fam osa b a rra de Sanlúcar); y tercera, en que, frente a las naos y carab elas castellanas, en cuyo velam en prevalecían, al parecer, casi en exclusiva las gavias —velas c u ad ran g u lares d isp u estas a lo ancho de la m anga—, las p o rtu g u esas concedían m ucho m ás trapo a las velas latinas —tal vez incluso a las can grejas—, siem pre en el palo de m esana, y a los fo ques —de los que carecían del todo, p o r lo visto, al m enos h a sta finales del siglo XV, las carab elas castellan as—, p ara los cuales sacaban de la proa un largo bauprés, alzado en diagonal, del cual p a rtía hasta el palo de trin q u e te la ja rc ia que sostenía el cateto m ayor del triángulo form ado p o r el foque; con lo que, al ir disp u estas todas estas velas, a diferen cia de las gavias, longitudinalm ente respecto de la eslora, las naves portuguesas podían perm itirse m an ten er el rum bo deseado con vientos que form asen en relación con éste un ángulo de b astantes m ás gra dos que el que, sin v a ria r derrota, consentían las ga vias. El sentim iento de esta su p erio rid ad naval —sin duda históricam ente relativa, pero im portante si me dim os po r lustros o decenios— debió de c o n trib u ir no solam ente a p icar tanto m ás el a m o r propio de los portugueses, h asta el m om ento m ucho m ás afor tunados en sus navegaciones, ante el inesperado des cubrim iento de Colón, sino tam bién a au m e n tar los recelos y el celo p o r a se g u ra r «lo suyo» frente a los castellanos, haciendo su b ir de pronto a tal extrem o la ya vieja pasión com petitiva, que al cabo tuvo que im ponerse, ante los ojos de am bos p ríncipes c ris tia 658
nos, la necesidad de m ed iarla y contenerla. Y así fue como, tras un breve ir y venir de em bajadores con alegatos reivindicativos, au nque sin m enoscabo del com edim iento ni de las oficiosidades de una form al cordialidad, acabaron aviniéndose, pero con algo tan inauditam ente abstractivo com o la ya citad a «línea de dem arcación» (fijada, come he dicho, po r la segun da Inter cetera de Alejandro VI y rectificada luego por el Tratado de Tordesillas), o sea, literalm ente, una raya en el m a r de polo a polo. Y es el segundo de los factores «técnicos» m ás a rrib a enunciados, lo que hacía tanto m ás disparatada, por contradictoria, esta abstracción sin precedentes. En efecto, tan sólo Américo Vespucci llegaría a tra ta r de ex p e rim e n tar ha s ta creerlo practicable, p ara su viaje de 1499 bajo los auspicios de la corona de Castilla, un m étodo as tronóm ico p a ra d e te rm in a r con aceptable precisión la longitud, o sea la dim ensión de las d istan cias so bre la dirección del e cu ad o r y de los paralelos. Para m edir la latitud, es decir, las d istan cias sobre la di rección, p erp e n d icu la r al ecuador, de los distintos m eridianos, todos los navegantes conocían desde an tiguo el m étodo de la estrella polar, aunque sólo ser vía para el hem isferio norte, pues al su r del ecuador, la Polar desaparecía d etrás del horizonte; pero com o la «línea de dem arcación» era precisam ente una lí nea m eridiana, las posiciones y las distancias al Este y al Oeste con respecto a ella p ertenecían a la longi tud. Vespucci fue el prim ero que g racias a su m éto do astronóm ico (consistente en fija r la longitud m ediante la observación de conjunciones —distintas, claro está, p ara cada lu g ar y cada fecha— de los diversos p lan etas con la luna, para lo cual tenía que ir provisto de una tabla con las efem érides de unos y otra), estableció, en el segundo de sus viajes, en 1501 y bajo los auspicios del rey de Portugal, el punto S u r en que la «línea de dem arcación» de Torde sillas incidía con la costa del Brasil, dejando al Este 659
la zona continental tocada en su erte (ya que no a tri buida con conocim iento de la cosa) al rey de P ortu gal, y al Oeste la no m enos fo rtu itam en te recaída bajo el p atrim onio de la reina de C astilla: bautizó a aquel punto com o C ananor,27 y resu ltab a e s ta r a dos m inutos (m enos de c u a tro kilóm etros) de longi tud Oeste del lu g ar que los cálculos m odernos le atribuyen. Puede pensarse que este encuentro de la abstracción con lo concreto era un progreso: otra cosa es juzgar si la prom esa que bajo tal progreso se escondía tenía m ás de h u m an a o de inhum ana. Con todo, y teniendo en cuenta que el triu n fo de la a b s tracción supuesto po r Vespucci te n d ría que e sp e ra r aún com o unos dos siglos y m edio p a ra hacerse de aplicación universal, ta n sólo recom iendo re p a sa r las sucesivas lám inas de un atlas e ir com parando las rayas fronterizas que subdividen y com partim entan en dom inios políticos d istintos las tie rra s del m un 27. C o m o q u ie ra q u e A m é ric o V e sp u cc i fu e v íc tim a d e la g ra n fa ls ific a c ió n de to d os c o n o c id a , q u e le a trib u y e la o b ra Mundus Nouus, con c u a tro v ia je s, en lu g a r d e lo s só lo d o s q u e hizo, c a s i to d os s u s h e c h o s e stá n c o n ta m in a d o s d e ley en d a. A sí p o d ría in c lu s o p a s a r con e ste h a lla z g o de C an an o r. Y a d e m á s, a u n d e s e r cierto , ni tan s iq u ie r a p u ed e ho y d e c irs e s i fu e u n a o b se rv a c ió n a fo rtu n a d a , p e ro a l fin leg ítim a , o un p u ro az a r, d a d o q u e el m é todo d e la co n ju n c ió n d e lo s p la n e ta s co n la lu n a no p a re c e h a ber sid o m u y viab le y au n m en os con el ru d im en tario instru m ental del s ig lo W u X V l; m étod o qu e, en c u a lq u ie r c aso , só lo p o d ría s e r v ir en tie r r a firm e , o sea, p a r a la c a r t o g r a fía , p e ro n u n ca p a ra la n a ve ga ció n , esto es, p a ra c o n o c e r la lo n g itu d en altam a r. De ahí q u e p o r m u ch o q u e fu e s e o b je to d e to d a s u e r te de c o n c u rso s e s ta ta le s, en E s p a ñ a , en F ra n c ia , en H o lan d a, en In g la te rra , m o v ili zan do in gen io s de c u e rd o s y d e lo cos, en d em an d a de los p rem io s, la b u sc a d e so lu c ió n se o rie n tó p ro n to h a c ia la c ro n o m e tría : c o n s tr u ir un relo j q u e a g u a n ta s e lo s m o v im ien to s d e la n a vega ció n . S ó lo tan ta rd e c o m o en 17 6 1, W illia m H a rris o n lo g ró p a ra In g la te rra un c ro n ó m e tro q u e a r r o jó só lo 6 le g u a s d e e r r o r en un v ia je de id a y v u e lta d e P o rtsm o u th a J a m a ic a , y el g ra n p ro b le m a de la lo n g itu d h a lló e l c o m ien zo de su so lu c ió n . (V éase a l resp ecto la c lá s ic a o b ra d e C e s á re o F e rn á n d e z Duro, « D is q u is ic io n e s n á u tic a s» , Disquisición decimoquinta. Im p re n ta , e s te re o tip ia y g a l v a n o p la stia de A r ib a u y C?, M a d rid , 1879.)
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do reconocidas por los blancos h a sta m ediados del siglo X V I II con las que en adelante se verían sujetas a su dom inación, y reflexionar sobre qué a rb itra rie dad podría an to jársen o s m ás digna de que se le re conozca la ap arien cia que al m enos en principio tenderíam os a re p u ta r po r m ás hum ana: si la a rb i tra rie d a d intrin cad am en te enrevesada y cap rich o sa de las irre g u la rid a d e s p rácticam en te irreseguibles de las fronteras, tantas y tantas veces —tam poco hay que olvidarlo— debidas a los albures violentos de las guerras, que com partim entan los antiguos países de la civilización, o la arb itra rie d a d olím picam ente rec tilínea y definible con toda precisión po r solo cu a tro puntos expresados en térm inos num éricos de latitud y longitud como la que predom ina en las fron teras de los países p o sterio rm en te alcanzados y do m ados por los de aquella m ism a antigua civilización. M irad un m ap a de África y el elefante se os a n to ja rá el fantasm a de un ancestro del M am ut; m irad las fronteras estatales de W yoming y pensareis que los bisontes son una pu n ta de la acred itad a g anadería de A ltam ira que C antabria suele m an d a r a invernar allí. Por mi parte, y sólo en cuanto am igo de la c a r tografía y aficionado a rep a sa r las lám inas del atlas, me lim itaré a decir que la segunda form a de abstrac ción me a salta desagradablem ente la m irada com o expresión de una especie de violenta y cruelísim a agresión de la cosm ografía contra la geografía, de un todopoderoso señ o r del firm am ento que hubiese descargado repetidas veces el gigantesco tajo de su espada, haciendo c u a rto s la variable, rugosa y ondulada corteza de la Tierra, com o queriendo que se pareciese un poco a ese perfecto y uniform e m ar tan dócilm ente sujeto y ad ap tad o a la c u a d ricu la d a exactitud de los paralelos y los m eridianos. Si ese era el Dios de Am érico Vespucci, me parece que desde luego no es el mío. No obstante, ni triu n fó la abstracción de Am érico Vespucci —que llegaría a 661
im ponerse, com o he dicho, m uchísim o m ás ta rd e — ni llegó a triu n fa r nada que, hum anam ente h ab lan do, m ereciese siquiera en un grado m ínim am ente m ás aceptable el nom bre opuesto, o sea el de con creción. Lo que prevaleció fue la com binación entre los dos principios abstractivos: el jurídico, o sea la atribución a n ticip ad a del derecho de dom inación sobre lo «por descobrir», y el cosm ográfico, o sea, el del rep a rto de ese derecho en tre las dos coronas m ediante una raya en el m ar de polo a polo, salvo que ni antes ni después de Vespucci, se pudo llegar a un acuerdo sobre la «línea de dem arcación» fun dada en el cálculo astronóm ico. Pues, en efecto, ya dos m eses después de la Capitulación de Tordesillas, doña Isabel de T rastam ara y don F ernando de Ara gón habían requerido los servicios del m atem ático Jaim e Ferrer, que, evaluando en 23 grados las 370 le guas de lo n titud Oeste desde las Cabo Verde, situ a ba la línea de dem arcación en un m eridiano m uy próxim o al que Vespucci c a lc u la ría en C ananor y consiguientem ente al de los cálculos modernos, pero, al parecer, Colón, que conservaba aún la au to rid ad y el crédito ganados con su descubrim iento, no qui so que nadie enm endase su propia estim ación de lon gitudes, que ponía la línea de dem arcación m ucho m ás al Este, en tanto que los portugueses, por su p ar te, la desplazaban casi otro tan to hacia el Oeste. En vano fue, tam bién, que en m arzo de 1508, Don Fer nando, reconociendo el m érito de Vespucci, lo hicie se Piloto Mayor del reino, para que enseñase métodos m ás precisos p a ra fija r la longitud y en vano tam bién que, ante el d esin terés y h asta el desdén m os trad o p o r los pilotos castellanos, hiciese o bligatoria la asistencia de éstos a las lecciones de Vespucci en un h arto curioso docum ento,28 en el que se o rd en a 28. C u r io s o p o r la a n o m a lía de que, e sta n d o e n c a b e z a d o p o r la rein a de C a s tilla , D o ñ a J u a n a , que, en tre a q u e llo s a q u ie n e s d ir i ge el m an dato , c ita , en p r im e r lu gar, « al P rín c ip e Don C a rlo s,
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ba que «ni los m ercadores se puedan c o n c erta r con ellos para que sean pilotos, ni los m aestres los pue dan res^ebir en los navios sin que p rim ero sean exa m inados p o r vos Am érigo Despuchi [sic], nu estro piloto m ayor e les sea dada p o r vos c a rta de examinación e aprobación de com o sabe cada uno de ellos lo susodicho», pues ni aun esto sirvió, porque los pi lotos castellanos siguieron oponiendo la resistencia m ás tenaz a a b a n d o n ar sus m edios em píricos p ara d e te rm in a r la longitud por estim ación, p ara lo cual había que sab er c a lc u la r la velocidad en cada tra mo; cálculo siem pre aleatorio, ya sea porque era pre ciso conocer la m erm a o el aum ento según que las corrientes m arinas fuesen en contra o a favor, ya por que los relojes m ecánicos de entonces no funciona ban en el m a r y los de aren a perdían en precisión a causa del bam boleo o la inclinación de los navios; factores a despecho de los cuales no faltaron pilo tos de tan gran experiencia m arin era que ac erta b a n a calcular con la suficiente precisión como para m os trarse desdeñosos y sobre todo perezosos ante las in seguras com plicaciones del m étodo astronóm ico. De tal m anera fue com o se llegó a la form a m ás ch a pucera y p erniciosa de abstracción, que fue la de asignar las concesiones, adelantam ientos o goberna ciones p o r trechos de costa definidos p o r acciden tes perceptibles desde el mar, de lo cual el ejem plo m ás notable fue la d istribución de los dom inios de la zona n orte de A m érica del Sur, que se m arcaron n u e stro m u y c a ro e m u y a m a d o h ijo » — s ie n d o a s í q u e a q u e lla a lh a ja no te n ía a la sazó n m á s q u e o c h o a ñ o s — , va fir m a d o p o r Don F e rn a n d o co m o «Yo el R ey » y s u s c rito p o r C o n c h illo s con e s ta s p a la b r a s : «Yo L op e C o n c h illo s, s e c r e ta r io d e la R e y n a n u e s tra S e ñ o ra , lo fic e e s c r ib ir p o r m an d a to d e l R e y su P ad re». A sí q u e D on F e rn an d o , en u n a re g e n c ia en la que. p o r lo a d e m á s, a l te rn a b a c o n C isn e ro s, h a b ía reco gid o , tra s la m u e rte d el yern o, la in c a p a c ita c ió n de su h ija , h ech a, en v e rd a d , y tan a su p e sa r, a fa v o r d e F e lip e el H erm o so .
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y adscribieron desde el golfo de P aria al de U rabá según los accidentes m ás visibles de la costa ca rib e ña, sin ten e r ni rem ota idea de lo que pudiese h ab er entrando tie rra ad en tro y sin sa b er d e te rm in a r la longitud. En los rep a rto s entre p rín cip es cristian o s de los dom inios m oros «por conquistar», la Penín sula Ibérica era sobradam ente conocida p ara que pudiesen fijar perfectam ente p o r topónim os geo gráficos y co m arcas concretas lo que en los pactos cada cual se reservaba com o «de su conquista». Pero en el altip lan o de Bogotá, Federm an, cap itán de los W elser en la concesión de Venezuela, que ve nía de la laguna de M aracaibo o sea desde el n ores te, Jim énez de Q uesada, que había rem ontado el río M agdalena y, luego, dejando el río a su derecha, a s cendido la co rdillera orien tal de los Andes, tra s el rastro de un im p o rtan te tráfico de sal, y Belalcázar, que, casi en rebeldía con su g o b ern ad o r Pizarra, su bía hacia el N orte desde Popayán, estuvieron a p u n to de venir a las m anos, po r reivindicar cada uno com o «de su conquista» la golosa y poblada co m a r ca de Tunja y Bogotá, y h a b ría n llegado a ello si, po r rara excepción, no hubiese coincidido allí uno de los pocos hom bres que no eran de la com ún ralea de bellacos a la que pertenecieron casi todos los con quistad o res —y, entre ellos, señaladam ente, un ase sino com o Belalcázar, y, en m enor grado, el propio Federm an—, o sea un p ru d en te caballero com o J i ménez de Q uesada, ante cuya superioridad m oral los otros dos no tuvieron m ás rem edio que avenirse y concertarse. En conclusión, lo que este c u a rto punto ha pretendido señ alar es cóm o la anticipación ab s tractiva —que tuvo consecuencias de tan im previ sible m agnitud y que tan funesta llegó a ser para pueblos no m enos im previsiblem ente num erosos— aparejada por la concesión de derechos sobre lo «por descobrir» resultó de u n a irresp o n sab le traslación al verbo descubrir de lo que p ara el verbo conquis664
lar había valido en los repartos entre príncipes cristia nos respecto de los dom inios en m anos de los moros, prim eram ente en la bien conocida Península Ibérica y luego, por poco tiempo, en el no menos conocido nor te del Magreb; traslación que, en los hechos, fue, sin embargo, produciéndose de un modo casi insensible, cuando, tanto a causa de los escasos progresos p o rtu gueses en la conquista terrestre de M arruecos tras la tom a de Ceuta en 1415 com o a causa del gran aliento dado a la navegación por el infante portugués Don En rique «El Navegante», fue la acción m ism a, antes que la palabra, la que desvió, poco a poco, sus esfuerzos de lo terrestre a lo m arítim o y, sin solución de conti nuidad, el m ism o im pulso transform ó su contenido de lo que llam am os «conquistar» a lo que llam am os «descubrir». Es justam ente en la Capitulación de las Alcágovas, del 4 de septiem bre de 1479, entre los Re yes Católicos y Don Alfonso V de Portugal, donde en contram os todavía los dos verbos juntos: «... e todas las islas que agora tiene descubiertas, e cualesquier otras islas que se fallaren o conquirieren [subrayado mío] de las islas de C anaria para baxo contra Guinea, porque todo lo que es fallado e se fallare e conquiriere o descobriere [subrayado mío] en los dichos térm i nos, allende de lo que ya es fallado, ocupado, descubierto, finca a los dichos Rey e Príncipe de Portogal....» (tomado del texto tal como, en el apéndice 8 de su estudio, lo reproduce García-Gallo, salvo por lo que se refiere a la variante «e conquiriere o desco briere», que él mismo da en nota a pie de página como la que aparece en la edición de López de Toro, que reputa com o más defectuosa que la que él presenta, pero que yo he considerado preferible para esa varian te concreta, por cuanto en la versión de García-Gallo, después de las palabras «lo que es fallado e se falla re» en lugar de «e conquiriere o descobriere», tal como yo he puesto, se leen dos infinitivos «conquerir o descobrir», que no hacen sentido con el resto). 665
Q u i n t o . Las su c e siv a s tra n s fig u r a c io n e s de la im agen y del concepto del «infiel». La d o ctrin a de E nrique de Susa (cuya reactualización se adelantó a la de su contem poráneo Tomás de Aquino —p ara el período que aquí in teresa— en casi m edio siglo, pues García-Gallo da cuenta de nada m enos que ocho reediciones de su S u m m a Aurea e n tre 1473 y 1498 —véase el trabajo repetidam ente citad o en: Alfonso García-Gallo, «Los orígenes españoles de las ins tituciones am ericanas». Real Academia de J u ris p rudencia y Legislación, M adrid, 1987, página 483, nota 350—, m ien tras que la del segundo, am én de algunos defensores de la prim era m itad del siglo X I V —veáse García-Gallo, en la página 447 de la obra que acabó de c ita r— tuvo que e sp e ra r h a sta 1517 para que, ya d e scu b iertas las Indias, y a propósito de sus habitantes, la resu citase Tomás de Vio, el «Cardenal Cayetano»), según la cual ningún poder tem poral que no fuese cristian o tenía legitim idad alguna, y que daba, por eso mismo, a m erced de c u alq u ier p rín c i pe cristiano, que —en principio sin necesidad de autorización ni legitim ación alguna po r p arte del pontífice— se resolviese a conquistarlo, estab a en contradicción con la p rác tic a jurídico-política que los príncipes c ristia n o s de la Península Ibérica h a bían m antenido, casi desde el principio, con los di versos p ríncipes m ahom etanos. En efecto, tanto en el período califal com o en las épocas de los llam a dos Taifas —algunos de los cuales llegaron incluso a se r trib u ta rio s de prín cip es c ristia n o s—■,los in te r m itentes im pulsos de la llam ada «Reconquista», o aun el tácito supuesto de u n a p erm anente enem is tad, convivieron sin m ayor d ificultad con un m utuo reconocim iento jurídico-político, que las propias Ca pitulaciones de 1492 en tre el rey de G ranada y la reina de C astilla no hicieron m ás que confirm ar: in cluso un tratado de rendición en el que, como en esas capitulaciones, el vencido hace entrega de su sobe
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ranía en las m anos del vencedor tra s u n a g u e rra de conquista com porta un pleno reconocim iento de la legitim idad del poder tem poral que e stab a en m a nos del vencido despojado po r las arm as. Mucho m ás parecen acercarse, en cambio, a las d o ctrinas de En rique de Susa, el «Cardenal Ostiense», las expresio nes de la bula R om anus Pontifex, de 1455 y del papa Nicolás V, a favor del m onarca portu g u és (y que re producen con algunas variantes las de un párrafo análogo de la Diuino am ore c o m m u n iti del m ism o papa, pero de 1452), po r la que se concede al rey Al fonso V, y con respecto al M agreb y el África Occi dental, «facultad plena y libre p a ra a cu alesq u ier sarracen o s y paganos y otros enem igos de Cristo, en cu alq u ier p a rte que estuviesen, y a los reinos, duca dos, principados, señoríos, posesiones y bienes m ue bles e inm uebles, tenidos y poseídos p o r ellos, invadirlos, conquistarlos, com batirlos, vencerlos y som eterlos; y red u cir a servidum bre p e rp e tu a a las personas de los m ism os, y a trib u irse p a ra sí y sus sucesores y ap ro p iarse y a p lic a r p ara uso y u tilidad suya y de sus sucesores, sus reinos, ducados, conda dos, principados, señoríos, posesiones y bienes de ellos», de donde bien podem os inferir que el criterio subyacente es el que niega a «sarracenos y paganos y otros enem igos de Cristo» no sólo toda legitim idad política en cuanto al dom inio tem poral, sino inclu so la legitim idad ju ríd ic a en cuanto a la m era pro piedad privada de bienes m uebles e inm uebles. La negación, por así decirlo, «positivam ente hostil», no sólo, po r supuesto, de legitim idad política en cu an to atañe al dom inio tem poral, sino tam bién de p e r sonalidad ju ríd ic a y civil, engloba y equipara, en el párrafo citado, com o «enem igos de Cristo», con los sarracenos, a otros paganos, probablem ente negros según se infiere de otro pasaje de la m ism a bula: «pueblos gentiles o paganos que por allí existen pro fundam ente influidos de la secta del nefandísim o 667
M ahoma»; donde hay probablem ente m ás precisión que la que le supone García-Gallo («tam bién carecía de todo fundam ento c o n sid e rar a los negros a fric a nos de las p artes de G uinea o m ás al su r aliados de los m usulm anes y enemigos declarados de la religión cristiana» —página 450 de la obra c ita d a —), pues si ya a la costa a frican a confrontada a las C anarias se le daba en aquel entonces el nom bre de G uinea y si se tiene en cuenta, en p rim e r lugar, que en 1455, año de la bula, los portugueses apenas habían pasado de la desem bocadura del G am bia, a m enos de 3 grados de latitu d S u r de la del Senegal, y, en segundo lu gar, que hacía siglos que el Islam h ab ía alcanzado este segundo río (en una isla del cual se asentó, po r cierto, a principios del siglo X I el m orabito en cuyo seno se form ó la secta «fundam entalista» —p o r de cirlo con expresión m oderna— que acabaría creando el im perio de los Almorávides), p o r m uy superficial y m in o ritario que llegase a se r su proselitism o en tre los negros, no me parece nada inverosímil que ios portugueses hubiesen percibido su influencia, a u n que, tal vez, el papa o sus inform adores extrem asen su celo p o r la fe, exagerando, p o r su parte, un tanto al decir «profundam ente influidos». Sea de ello lo que fuere, lo que, p ara el asu n to de que aquí es cues tión, im porta retener es cóm o la negación de toda legitim idad política y h a sta de toda personalidad ju rídica y civil (contradecida, com o ya se ha dicho, aun dentro de una perm anente presunción de hostilidad, po r la p rác tic a de un m u tu o reconocim iento entre príncipes c ristia n o s y m ahom etanos, a lo largo de toda la llam ada «Reconquista» hasta las propias Ca pitulaciones de G ranada) de cu a lq u ier príncipe o pueblo no cristiano, concebida, en principio, bajo los térm inos enfáticam ente hostiles que, inspirados en la bien definida figura del sarraceno, se hacía, no obstante, extensiva a otros infieles de creencias m u cho m ás vagam ente precisables, se mantuvo, a p esar 668
de todo y aun perdiendo cu a lq u ier connotación de hostilidad, ante la pau latin a ap arició n de los «Sin secta», po r designar con arreglo a las caracterizacio nes de la época a los infieles que no ofrecieron el me nor pretexto para ser tenidos po r enemigos de Cristo y de la Fe. Un anticipo de ello ya se dio tal vez con res pecto a los canarios, cuando, p rim ero el p ap a Euge nio IV, en sendas bulas de 1433 y 1435, prohibió a los cristian o s el «salteo» (esto es, la reducción a la esclavitud m ediante sim ple c a p tu ra y rapto su b siguiente, com o la que en las Yndias a c ab a ría ha ciendo d esap arecer en pocos años de la haz de la tie rra a la débil y poco num erosa progenie de las lucayos o «yucayos», isleños de las actu ales Bahamas, secuestrados y deportados, com o excepciona les buceadores, para la explotación de los riquísim os yacim ientos o viveros perlíferos de la tristem ente cé lebre islita de Cubagua) de los nativos incluso toda vía po r convertir al cristianism o, y luego Pío II, en una bula de 1462, autorizó al obispo de C anarias y a los arzobispos de Toledo y de Sevilla p ara excomul g ar a los c ristia n o s que se dedicasen a la m ism a práctica con los aborígenes que todavía en gran parte del archipiélago cam paban po r su cuenta. Es esta actitu d de los pontífices la que me hace p e n sar que fueron los can ario s los que incoaron en la im agina ción de los cristian o s la prim era prefiguración con creta de los «Sin secta», aun a despecho de que en la concesión otorgada en 1478 po r doña Isabel de T rastam ara, reina de C astilla, a fray Ju an de Frías, Juan B erm údez y Ju a n Rejón p ara la conquista de Gran C anaria se diga «sus Altezas m andan ir en la isla de la G rande C anaria, p ara sojuzgarla a su co rona real, e para expeler, con el favor de Dios, toda superstición y herejías que allí y en otras islas de in fieles usan los canarios y otros paganos [subrayado mío]», pues, aun a vueltas de este reconocim iento de «supersticiones y herejías», el tono parece ya alejarse 669
de la enconada hostilidad que en tan to s docum en tos se reserva p ara todo lo que pertenezca o tenga algo que ver con «la m aligna seta del nefandísim o M ahoma». Me parece que em pieza a esbozarse la fi gura del infiel inocente de su desconocim iento de C risto y de su paganism o, que pocos años después Colón haría súbitam ente aparecer, tan deslum brante com o deslum brado, a toda luz, ante las candilejas, y que, a su vez, con el tiem po, c u a ja ría en el m ito antropológico del «buen salvaje». E n tretan to con viene in te rca lar la observación de que la a ctitu d cristian a para con los infieles llegó a ser, en cierto modo, y al m enos en teoría, com o la inversa de la que, desde el principio, fue n o rm a del Islam ; pues, en efecto, m ien tras la norm a islám ica prescribía, con respecto a los súbditos de los nuevos países conquis tados, el respeto hacia los creyentes de toda «religión del libro» —de hecho, principalm ente cristian o s y ju d ío s—> expresado en la propuesta: «la fe o el tri buto», m ien tras que p a ra los «Sin libro» —equiva lentes a los que en térm in o s cristia n o s serían los «Sin seta»— la p ro p u esta era: «la fe o la m uerte» (conm utable, claro está, esta últim a, con arreglo al prehistórico y casi universal derecho de guerra, po r la esclavitud), por el contrario, la fórm ula c ris tia na —dejando al m argen los com portam ientos de hecho— llegaría a configurarse, al menos inicialm en te, com o una a c titu d m ás co n sid erad a y m ás piado sa hacia los «Sin seta», conservando, en cambio, incluso increm entada, toda la antigua carga de aver sión hacia las perversas «setas de M ahom a y de Mosén». Pero, volviendo al caso, de pronto y de una form a que a rra s a ría en lágrim as los ojos de quien tuviese la dicha de ig norar lo que sobrevendría po quísim o después, de u n a form a que llam a la aten ción hasta el extrem o de que no se diría sino que toda la C ristiandad estaba esperando, con las sogas de to das sus cam panas en la mano, p ara lan zarlas loca 670
mente al vuelo, al recibir una noticia así, Colón, am én de encarecer el nunca visto asom bro de m ansedum bre y de bondad de aquellos hom bres desnudos que ha encontrado, repite una y o tra vez: «creo que lige ram ente se h a ría n cristianos, que me pareció que ninguna secta tenían» (12 de octubre de 1492), «no les conozco secta ninguna, y creo que m uy presto se to rn arán cristianos» (16 de octubre de 1492), «esta gente es de la m ism a calidad y co stum bre que los otros hallados, sin ninguna secta que yo conozca» (primero de noviembre de 1492), «questa gente no tie ne secta ninguna, ni son idólatras, salvo m uy m an sos, y sin sa b er qué sea mal, ni m a ta r a otros, ni prender, y sin arm as» (12 de noviem bre de 1492), «ellos no tienen secta ninguna ni son idólatras» (27 de noviem bre de 1492), «y non conocían ninguna seta ni idolatría, salvo que todos creen que las fuerzas y el bien es en el cielo (15 de febrero de 1493, c a rta a Santángel).29 Como puede observarse, a p e sar de mis presunciones sobre el p rim er asom o de una nue va percepción de los infieles en relación con los ca narios, que am én de h u rta rse a c u alq u ier posible asim ilación con los sarracenos, no eran tam poco ne gros, no por eso la sú b ita aparición de los lucayos y los tainos, com o infieles «Sin-seta», con el extre m ado y reiterativo énfasis con que C ristóbal Colón los encarece en los inform es de su p rim e r viaje, de ja ría de p ro d u cir la im presión de un salto repentino y capital: he aquí al pagano totalm ente inocente y 29. H a b ie n d o a n u n c ia d o a l p rin c ip io q u e m e a p ro v e c h a r ía d el rep etid o e s tu d io de do n A lfo n so G a rc ía -G a llo no só lo en la d ir e c c ió n te ó r ic a d e s u s razo n am ien to s, sin o ta m b ié n en c u a n to a lo s m a te r ia le s p o r é l re co g id o s en los a p é n d ic e s, no m e he p r e o c u p a do d e e s p e c if ic a r c a d a vez — ni lo h a ré en a d e la n te — la s c it a s d i rectam en te to m a d a s d e s u texto; co n todo, a d v ie r to a q u í q u e e s ta se le c c ió n d e fr a s e s de C o ló n la rep ro d u zco s e g ú n m e la o fr e c e ya h e c h a el d ic h o a u to r (p ágs. 469-471), a h o r rá n d o m e el tr a b a jo d e h a c e r la p o r m í m ism o.
primigenio, que tan lim pia y vacía de toda «seta» tie ne el alm a como desnudo de ropa está su cuerpo, has ta el extrem o de que uno llega a im aginarse a Colón desvelado en m edio de la noche, tra tan d o de ahuyen tar, aterrorizado, la terrible herejía de igualar la edé nica desnudez de aquellos cu erpos con la de Adán y Eva antes del pecado original. De todos modos, este es el m om ento en que verdaderam ente la falta de per sonalidad ju ríd ica de los infieles se subdivide en dos vertientes, a saber: la pública o colectiva, que se re fiere a la soberanía tem poral de las com unidades y a la legitim idad de sus «príncipes», y la privada o individual, que se refiere a la lib ertad de las perso nas singulares y al derecho de posesión y d isfru te de sus propios bienes, ya que, com o se ha visto en el párrafo citado m ás a rrib a , la R om anus Pontifex de N icolás V no sólo negaba la legitim idad política de los príncipes infieles —eq u ip arad o s a los s a rra cenos—•, que podían lícitam ente se r destronados sin m ás por c u alq u ier príncipe cristia n o —conform e a la d o ctrin a del O stiense—, sino que au to rizab a tam bién la reducción a la esclavitud de los p articu lares y el despojo de los bienes m uebles e inm uebles en beneficio de los depredadores. Pues bien, tras el des cubrim iento de Colón, no hubo discusión alguna en cuanto a lo prim ero, p o r cu an to las «islas e tie rra s firm es d escu b iertas e po r descobrir» habían salido ya escritu rad as, selladas, legalizadas e in scritas en el catastro de doña Isabel de T rastam ara, reina de Castilla, desde las propias C apitulaciones de S anta Fe, y tan sólo ya bien e n tra d a la p rim era m itad del siglo X V I em pezaría a d iscu tirse la legitim idad de una tal usu rp ació n de las soberanías autóctonas en el dom inio tem poral, principalm ente fundada en una interpretación —equívoca y abusiva, com o argum en ta García-Gallo de la fam osa «donación» a le jan d ri na. Bien d istin ta sería, en cam bio, au nque sufriese tam bién sus altibajos y sus diferencias de opinión, 672
la cuestión de la p ersonalidad ju ríd ic a de los infie les, en lo que atañ e a los derechos civiles de los in dividuos, tan to en lo que se refiere a la lib ertad personal com o en tocante a la posesión de bienes. Sea de ello lo que fuere, la idílica visión colom bina de la noua progenies sufrió ya un p rim e r golpe en el segundo viaje: po r muy libres que, en principio, pudiesen se r personalm ente, eran, con todo, sú b d i tos de la reina de C astilla y, com o tales, tenían que pagar tributo, y si no podían reu n irlo po r sí m ism os habrían de ganárselo tra b a ja n d o p a ra los castella nos; y así la p rim e ra m ancha, todavía poco im por tante, que estropeó su im agen fue la de holgazanes. Por otro lado, los castellanos, con los herm anos Co lón a la cabeza, p refiriendo em plearlos com o tra b a jadores p ara sí y tra tan d o de forzarlos al trabajo, provocaron las p rim eras sublevaciones, con lo que tuvieron el pretexto —prisioneros de g u e rra — p ara iniciar la esclavización. Sin em bargo, en 1495, ha biendo llegado a Sevilla la p rim e ra rem esa de escla vos tainos enviada po r los Colones desde La Española, la reina de Castilla, tra s h a b e r a u to riza do su venta en un p rim e r m om ento, y tal vez sospe chando que la g u erra alegada p o r los Colones para aquella tom a de esclavos m ás que a una verdadera guerra se parecía al «salteo», excom ulgado po r los papas en relación con los canarios, se volvió a trá s de su acuerdo pocos días después y prohibió la ven ta m ien tras el asunto no fuese debidam ente d iscuti do con ju ris ta s y teólogos. De aquí nació la p rim era declaración form al de la lib ertad de los indios, for m ulada en 1500, pero que, tal com o o c u rriría con casi todas las leyes referentes a los indios, incluida la Recopilación de 1680, no tom ó la form a positiva de afirm ación del derecho de los indios, sino la for m a negativa de prohibición dirigida a los castella nos y m ás tard e españoles, esto es, así: «que no fuesen osados de p ren d er ni cautivar a ninguna ni 673
alguna persona ni personas de los indios de las di chas islas y tie rra firm e [...] para los tra e r a estos m is Reinos ni p ara los llevar a otras p a rte s algunas, ni les ficiesen otro ningún m al ni daño en sus perso nas ni en sus bienes». Pero, en m enos de tres dece nios, y a p a rtir de aquella prim era y poco im portante tacha de la holgazanería, la im agen lim pia, inocen te, herm osa, gentil, risu e ñ a del hom bre de U ltram ar que en la d esn u d a p ersona del lucayo deslu m b ró el p rim er día los ojos de Colón iría precipitando de de fecto en defecto, de pecado en pecado, de abyección en abyección, h asta fo rm ar una figura a veces m ás m onstruosa de lo que nu n ca llegara a se r la del propio sarraceno. H uelga d e c ir que algunas de las tachas, com o la propia holgazanería, se fueron dibu jando a la m edida del interés de los explotadores cas tellanos, que no lograban sa c a r de los indios com o fuerza de trab ajo los rendim ientos que h a b ría n de seado; en lo que no hubo sólo una total incapacidad de com prensión p o r p a rte de los nuevos señores de los indios (com prensión que sólo llegaría a form u lar de m odo explícito m edio siglo m ás tarde M elchor Cano: «No conviene a los antípodas n u e stra indus tria y form a política») hacia la radical inadaptabilidad de éstos a las form as de trabajo y de circulación económ ica p ro p ias de Castilla, sino tam bién una en el m ejor de los casos inconsciente m ala fe en la in terpretación de las conductas de los indios, m ala fe incoada por la creciente irrita ció n de los explotado res ante la resistencia y la incapacidad de a d a p ta ción de los explotados. Así la incom prensión de los explotadores hacia la inad ap tab ilid ad de los explo tados fue exclusivam ente entendida com o in capa cidad de com prensión po r p a rte de éstos, com o estupidez e incluso, por decirlo con la expresión apli cada en aquel tiempo, com o «am encia» o com o m i noridad intelectual (véase, en este volumen, «Sobre el Pinocchio de Collodi», págs. 86-88 y «M ientras no 674
cam bien los dioses, nada ha cam biado», p a rá g ra fos XXVII-XXX). Pero la m ala fe, inicialm ente surgi da de la irrita ció n ante la inad ap tab ilid ad y h asta flaqueza fisiológica y v ulnerabilidad biológica del taino para los inhum anos rendim ientos que como fuerza de tra b a jo se le q u erían im poner, m anifiesta en las citadas tachas de «holgazanería» y de «am en cia», se fue haciendo extensiva a otros terren o s que nada tenían que ver con el trabajo. El angelical «Sinseta» de los prim eros días, que con tan buena volun tad com o im prudencia Colón se h ab ía precipitado a sa lu d a r y en carecer p o r encim a de cu alq u ier pon deración, no sólo se convirtió enseguida en un hol gazán estúpido e incapaz, que suscitó el m enosprecio y hasta el odio de los explotadores defraudados, sino que pronto, al descubrírsele observante de ciertos in genuos y recónditos cultos paganos, la m ala fe y h as ta la m ala sangre de los castellanos ya decididam ente revuelta en co n tra de él no rep aró en incrim inarlo, no ya de m ero idólatra o supersticioso, sino incluso de a d o ra d o r de Satanás. Y en este punto es signifi cativo el hecho de que, lejos de se r los futuros de fensores de los indios los que consideraron la llegada de los castellanos com o una verdadera m aldición para los indios, fuesen, por el contrario, ju stam en te los defensores de los españoles y de los sanguinarios episodios de toda la C onquista los p rim ero s que in terp retaro n su propio advenim iento, con todo el des com edido fu ro r de las m atanzas y las depredaciones que de m odo creciente lo acom pañaría, como una te rrib le m aldición p a ra sus víctim as salvo que a títu lo de castigo desencadenado sobre ellas por la ira del Altísim o ante sus abom inaciones. No de m odo distinto, aproxim adam ente po r los m ism os años, los ideólogos del em p erad o r habían considerado a los crim inales fautores del Saco de Roma com o in stru m ento del fu ro r de Dios p ara escarm iento de las de pravaciones de la Iglesia. Si ya en las inocentes 675
devociones id olátricas de los tainos la m ala volun tad del explotador desencantado p o r la escasa ren tabilidad de los explotados había llegado a ver cultos satánicos, cuesta poco trabajo im ag in ar h asta qué extrem o absolutam ente m onstruoso de bajeza, de in famia, de abyección, iba a p rec ip ita r rápidam ente la un día todavía no tan lejano idílica figura del «Sinseta» colom bino, no bien fueron apareciendo una tra s o tra las tres grandes abom inaciones de los con tinentales; la sodom ía, la antropofagia y finalm ente el sacrificio religioso de víctim as hum anas. H asta tal punto debieron de sentirse los conquistadores c a r gados de razón p ara d a r rien d a suelta, sin la m enor m ala conciencia, a sus m ás vesánicos instintos c ri m inales y a sus im pulsos de depredación, que no fal tan pasajes en las crónicas en que su propia m isión cristian a parece concebida no ya en los térm inos po sitivos de p ro p ag ar en tre los infieles la fe de Je su cristo, sino en los térm inos negativos de vengar a Jesu cristo de las terrib les ofensas com etidas contra él p o r los infieles, ahogando en sangre sus abom i naciones hasta e x tirp ar sus credos. De que estos dos sentim ientos elem entales, o sea el de a rro g arse la función de in stru m en to s de la ira de Dios contra los infieles por sus abom inaciones y el de sentirse ple nam ente ejecutores de su m isión c ristia n a no com o propagadores de la fe de Jesucristo, sino, antes que eso, ya com o m eros vengadores de las ofensas infe ridas a Dios p o r los infieles con sus abom inaciones, no eran sólo im provisaciones au to ju stificato rias de los conquistadores, sino que m uy probablem ente lle garon a ser objeto de alguna elaboración doctrinal po r p a rte tal vez de ciertos clérigos o frailes que, com o el célebre Tomás Ortiz, igualaron, si es que no incluso superaron, en ferocidad co n tra los indios a los m ism ísim os guerreros, bien puede tom arse como indicio el hecho de que el p ad re V itoria se preocu pase de im p u g n ar tales alegaciones en el quinto y 676
el séptim o de los títulos que en sus «Relecciones» pone entre los ilegítim os. En efecto, en el quinto tí tulo, incluye expresam ente la sodom ía, la antropo fagia y h asta los sacrificios hum anos, com o pecados contra natura que, a p esar de ello, ningún cristian o puede legítim am ente a rro g arse el derecho de casti gar en los infieles. En el séptim o dice literalm ente: «Dicen algunos —no sé bien quiénes— que Dios, en sus singulares juicios, condenó a todos estos b á rb a ros a la perdición con m otivo de sus abom inaciones y que los entregó al poder de los españoles, com o puso en otro tiem po a los cananeos en m anos de los judíos [...] Pero sobre esto no voy a d isc u tir mucho, ya que es peligroso c re e r a aquel que sostiene profe cías co n tra la ley com ún y contra las reglas de la E s critura, si no confirm a su doctrina con milagros, que en esta ocasión no existen./Además, aún si fuera cier to que el Señor hubiera decretado la perdición de los bárbaros, no se d ed u ciría de ello que aquel que los destruyese estuviere libre de culpa...». ¡Son todavía los m ugidos del Buey Silencioso resonando casi tres siglos m ás ta rd e de su m uerte en la venerable boca de Francisco de Vitoria! Pero aún nos queda una úl tim a —y en este caso, derivada— desfiguración po sible de la o rig in aria im agen del infiel am ericano, que no fue propiam ente una abom inación congèni ta, sino un pecado a que la propia im prudencia evangelizadora de los cristian o s lo abocaría, y siem pre po r el viejo m étodo de la patente Vicente Ferrer, di fundido con suficiente am plitud quizá tan sólo a raíz de la conquista de Nueva España, cuando al ferviente franciscano fray Toribio de Benavente («Motolinía») se le antojó renovar sobre los súbditos del recién des tru id o Im perio Azteca el espejism o colom bino del «buen salvaje» —po r aplicarle avant la lettre el nom bre de un m ito antropológico bastante m ás tardío—, viendo en aquellos hom bres ajenos a toda codicia o afán de m edro, incapaces de envidia o de rencor, los 677
verdaderos «pobrecillos del Señor» con los cuales, por la sola gracia santificante del Bautism o, podía edificarse una nueva y verdadera C ristiandad. En m ás de 100.000 calculaba el núm ero de indios que po r su sola m ano habían sido bautizados —siendo h asta 12 los prim eros com pañeros de orden, o sea franciscanos, que, seguram ente con el m ism o espí ritu, habían llegado con él en 1524 a Nueva E spaña— el autoapodado M otolinía, uno de los m ás encona dos d etractores de Las Casas, quien, con m ucho m ás buen sentido y aun con una concepción m ás exigen te, m ás com pleta, m ás digna y resp etu o sa de la fe cristiana, c en su ró siem pre el barato populism o de las conversiones m ultitudinarias, com o expresión de un sub-cristianism o de m asas que al p a r que degra daba los rasgos «ilustrados» —o sea anti-m íticos— de la Buena Nueva, retrotrayéndola al nivel de c u a l q u ier superstición, co m p o rtab a a la postre un acto de desprecio hacia esos m ism os «pobrecillos», cuya propia ignorancia, lejos de ser vista com o o b stácu lo a vencer, era, por el contrario, aprovechada com o una ventaja para hacerlos e n tra r a toda prisa, de diez en diez, de cien en cien, de m il en mil, igual que ove jas, en el redil de Jesucristo. Fue, en efecto, la no por bien intencionada m enos irresp o n sab le renovación de la idílica im agen colom bina del pagano inocente, que no n ecesitaba m ás que las aguas del bautism o p ara tro carse en la flor predilecta a los ojos del Se ñor, la que, al propagarse rápidam ente, bajo los m is mos halagüeños auspicios de M otolinía, po r el celo de nuevas oleadas de m isioneros franciscanos, én tre los chichim ecas de Nueva G alicia, la que desfi guró el rostro del indio con la ú ltim a fealdad: la de doblez, acaso hipócritam ente interesada, o cuando m enos falta de franqueza y de plena y cordial since ridad y entrega en su conversión a la fe de Jesucristo. De hecho, la insurrección que am enazó seriam ente la dom inación española en Nueva Galicia —creo que 678
ya in co rp o rad a al virrein ato de Nueva España, a u n que quizá con ciertas com petencias adm inistrativas y ju risd iccio n ales separadas, si bien h asta 1548 no tuvo A udiencia p ro p ia—, conocida com o la «guerra de M ixtón»,30 parece que tuvo po r aglutinante ideo lógico un raro sincretism o religioso en el que se m ezclaban creencias aborígenes con elem entos de aquella fe c ristia n a tan su m aria y superficialm ente difundida por los irresponsables m isioneros francis canos. E sta últim a lacra de la a p o stasía o del sin cretism o herético, p o r h a b e r unido siem pre los conquistadores tan estrecham ente com o si form asen un solo y m ism o cuerpo la sum isión política y la con versión religiosa, acom pañaba casi indefectiblem en te, com o es de suponer, a toda rebelión india contra el dom inio tem poral de los españoles, y a tra ía sobre los sublevados form as de represión y de castigo m ás despiadadas que las de la conquista inicial. Bajo la concepción según la cual tales conflictos tenían que se r diferenciados por tra ta rse de sublevaciones de quienes ya eran súbditos del em p erad o r —m ás ta r de sólo rey— y ya, p o r el c a rism a bautism al, hijos de la S an ta M adre Iglesia, las prescripciones au to rizadas p ara su represión dieron lugar incluso a una denom inación específica: la de «caso de segunda guerra». La distinción sobrevivió aun después de que se prohibiese toda g u e rra de c o n q u ista por p u ra ini ciativa de los españoles, y quedó registrada y au to rizada como lícita según el ius ad bellum, aunque con recom endaciones de m esura y hum anidad en cuanto 30 . R e s p e c to de la s in ie s t r a a c tu a c ió n d e l v ir r e y don A n to n io de M en d oza en e s ta g u e r ra — a p e r r e a r y fu s ila r con b a la de c a ñón a in d io s p u e sto s «en rin g le » (en h ilera), tr a s su re n d ic ió n y sin .a v e rig u a c ió n ni ju ic io p re v io a lg u n o — h a y q u e ten e r en c u e n ta que. si b ien s a lió a b s u e lto — no p o rq u e no re co n o c ie se e l h e cho, sin o p o rq u e s e le a c e p tó la ju s t ific a c ió n —, a l m en os se le hizo d e e llo c a rg o c rim in a l, lo q u e in d ic a q u e en lo s añ o s 40 no h a b ía y a tan to tal im p u n id a d co m o a n te s p a ra la p r á c tic a del a p e rre a m ien to u o tr a s fo r m a s d e v e sa n ia .
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al ius in bello, h a sta en la R ecopilación de 1680, li bro III, títu lo IV, ley IX, folio 25 recto del Tomo Se gundo de la edición de Ju lián de Paredes, M adrid, 1681: «... y si haviendo recevido la S anta Fe, y dadonos la obediencia, la ap o stataren y negaren, se pro ceda com o contra ap o statas y rebeldes, conform e á lo que p o r sus excessos m erecieren, anteponiendo siem pre los m edios suaves y pacíficos á los rig u ro sos y ju rídicos. Y ordenam os, que si fuere necessario hazerles g u e rra a b ie rta y form ada, se nos dé p rim e ro aviso en n u e stro C onsejo de Indias, con las c a u sa s y m otivos, p a ra que Nos proveam os lo que m as convenga al serv icio de Dios N. Señor, y nuestro». La im previsible —y aun, probablem ente, en m ayor o m enor grado in n ecesaria— extensión que ha aca bado po r cobrarse el desarrollo de al m enos cu atro de los cinco factores circu n stan ciales que m ás a r r i ba —b astan te m ás a rrib a de lo que h a b ría e sp era do— consideré o p o rtu n o p o n d erar m e perm ite, po r una parte, confiar en que el subsiguiente despliegue de la línea central del argum ento, a la que, en este mism o punto, me dispongo a retornar, pueda ser, gra cias a tan ta an ticipación de circunstancias, m ucho m ás breve de lo que sin la previa am bientación for m ada (no seré yo quien diga si con m ejor o peor fortuna ni verdad) p o r esta especie de m arco esce nográfico h a b ría llegado a ser, a la vez que, p o r o tra parte, me obliga a socorrer la m em oria del lector con la repetición de los m eros enunciados iniciales de los cinco factores en cuestión: PRIMERO. El c a rá c te r políticam ente exclusivista —es decir privativo p a ra uno u otro de los «prínci pes cristianos»— que después de la Sane ch arissim us de 1418 adoptan, tanto en lo tem poral com o en lo es piritual, todas las b u las referidas a lo que sólo en un principio pudo llam arse propiam ente «Cruzada Occidental». 680
S eg u n d o . La índole g en é ric a m en te a rb itra l que com o m ero efecto resultante, no p o r previo designio intencionado, tuvo, a lo largo de d istintas bulas y pa pas sucesivos, la intervención de Roma en relación con los reinos de C astilla y Portugal. T ercero . La incierta y nunca bien definida n a tu raleza de la «Potestad Apostólica» de los pontífices. CUARTO. La creciente anticipación abstractiva de las tierras y los pueblos por el «m ercado de futuros» castellano-portugués de la dom inación. QUINTO. Las sucesivas transfiguraciones que, ha cia m ejor o hacia peor, sufrieron an te los ojos y en la m ente de los blancos la im agen y el concepto de «infiel». Pareciendo justificado y conveniente dividir en dos series sucesivas (la p rim e ra de nueve y la segunda de once) la nóm ina de papas que, en núm ero de 20, se irán sentando en el solio de San Pedro a lo largo del tiem po que ab arca el argum ento de este apéndi ce, o sea desde M artín V (1417-1431) hasta Pió V (15661572), am bos inclusive, si bien algunos de ellos, como el efím ero M arcelo II, no lleguen tan siquiera a ser m entados, p o r no poderles dar, ni aun con toda mi b uena voluntad, el m ás pequeño papel en este d ra ma, creo justo reconocer que de ninguno de los nueve de la prim era serie (es a saber: el ya citado M artín V, 1417-1431, Eugenio IV, 1431-1447, N icolás V, 14471455, Calixto III, 1455-1458, Pío II, 1458-1464, Paulo II, 1464-1471, Sixto IV, 1471-1484, Inocencio VIII, 1484-1492, y A lejandro VI, 1492-1503) puede decirse, salvo tal vez con una única excepción —la de Nico lás V—, que m ostrase ninguna preferencia m anifiesta p o r el reino de Portugal o el de C astilla. Ú nicam ente de N icolás V (acaso seducido, y con motivo m ás que com prensible, por aquel personaje, no sé si bueno o malo, benéfico o maléfico, pero absolutam ente ex cepcional, al p a r que, sin discusión posible, m ás a rre batadoram ente fascinante de cuantos tom aron parte 681
en la era inaugural de la navegación a vela, o sea el infante don E nrique el Navegante) puede tal vez de cirse que se escoró un bocadinho m ais a sotavento del viento de Lisboa que no del de Sevilla. Parece ser que, al m enos a ten o r de las ideas o prácticas vigentes en el siglo XV , a cu a lq u ier «prín cipe cristiano» le bastaba, en realidad, con la cara negativa de la doctrina de Enrique de Susa, esto es: la que declaraba ilegítimo en sí m ism o todo poder tem poral cuya soberanía estuviese d etentada p o r un príncipe infiel; con eso un príncipe cristiano tenía lo suficiente p a ra que, sin m ediación papal alguna, le fuese m oralm ente lícito aco m eter con la fuerza de las arm as la conquista de cu a lq u ier reino infiel y apoderarse de su soberanía; si después el pontífice bendecía el intento y el logro de tan laudable em pre sa, y tanto m ás si se trataba, como era lo m ás común, de un reino sarracen o —siendo el Islam considera do ya desde las C ruzadas, y m ucho m ás tras em pe z ar el auge del expansivo Im perio Otomano, el enem igo natu ral de la en tera C ristian d ad —, miel so bre hojuelas. Ya M artín V había refrendado la doc trina del O stiense al d e c la ra r que los infieles no podían s e r dueños de ningún lu g ar del mundo, y h a bía celebrado encom iásticam ente la conquista de Ceuta p o r los portugueses en 1415, en la que, po r cierto, siendo aún apenas un m uchacho de 22 años, había tom ado parte el cu a rto hijo de Don Ju an I, rey de Portugal, o sea el propio infante Don Enrique, que m ás tarde se h aría tan fam oso bajo el rom ántico nom bre de E n riq u e el Navegante. Q uiero decir que, a tenor de la convincente argum entación del tan tas veces citado estudio de Alfonso García-Gallo, no era en absoluto necesario ni tal vez —aunque esto según en qué m om ento de la oscilante interpretación ju r í dica de la nunca bien definida «potestad apostólica» del papa— tan siq u iera pertinente que el papa o to r gase ningún p erm iso previo a nom bre de tal o cual 682
concreto p ríncipe cristia n o p ara h acer m oralm ente lícito y jurídicam ente legítim o el derecho de conquis ta y apropiación de la soberanía de un determ inado reino infiel. Parece que el supuesto tácito m ás com ún en lo que se refiere a em presas sem ejantes era —si es que he entendido bien las cosas— el que, de h a berse q u erido h acer explícito, podría form ularse en estos térm inos: «No te concedo el derecho de con quista ni te transfiero el señorío del reino de Fez po r que ya de por sí en su actual situación me pertenezca com o señ o r tem poral del orbe entero, sino porque por mi p otestad estoy facultado p ara reconocer la legitim idad de tu propósito de a p ro p ia rte de su so beranía p o r las arm as, en la m edida en que com o príncipe cristian o te es m oralm ente lícito enseño rearte de un dom inio tem poral que, en tanto que ac tualm ente detentado por un príncipe infiel y, por añadidura, sarraceno, es no sólo ilegítim o sino tam bién positivam ente c o n tra rio a n u e stra Fe. ítem , puesto que has tom ado sobre ti el trabajo, el sa crifi cio y el peligro de este em peño no sólo m oralm ente legítim o sino tam bién espiritu alm en te laudable po r volverse contra el acérrim o enem igo de la fe de C ris to, me com plazco adem ás en reservar, tal com o por mi propia potestad apostólica me pertenece libre m ente hacerlo, de m anera total y privativa, el go bierno y ju risdicción de las cosas eclesiásticas y pertenecientes a la fe a la orden religiosa que, bajo tus auspicios y con todo el favor y protección de tu soberanía, ha venido h asta hoy acom pañando y apo yando esa conquista». (Pues, en efecto, p ara d a r la exclusiva de cuanto concernía a lo que entonces se llam aba «la espiritualidad», o, en portugués, a spiritualidade, a la Ordem de cavalaria de Jesu Christo no necesitaba el pontífice de ninguna prerrogativa que excediese un punto de las ya contenidas en su potestad apostólica para h a c er y deshacer, p ara d a r o quitar, en todo lo concerniente a las c irc u n scrip 683
ciones y facultades ju risd iccio n ales eclesiásticas de la organización diocesana general com únm ente conocida com o «ordinaria».) Pero, de hecho, a este últim o respecto, todavía M artín V, en la Sane charissimus de 1418, corroborando la conquista de Ceuta p o r «Cruzada» y convocando a ella a todos los p rín cipes cristianos, al p a r que au to rizab a a todos los obispos y arzobispos a conceder los privilegios de cruzada, m u estra que en este m om ento —aun exis tiendo ya, com o facultad papal, la de conceder el ius patronatus, y a sólo 20 años de la Pragmática sanción— el dom inio tem poral, p o rtugués en este caso, no tra ía consigo la exclusividad en lo eclesiás tico. Esto últim o, o sea la creciente vinculación del do m inio tem poral con las atribuciones religiosas y ecle siásticas, surgió tan sólo a raíz del conflicto entre C astilla y Portugal a propósito del derecho de con q u ista sobre las Islas A fortunadas —ya p o r enton ces llam adas C an arias— y p a rticu la rm e n te a p a rtir de las Allegationes p resen tad as en 1435 por Alonso de C artagena, obispo de Burgos, en una de las zaran deadas sesiones del Concilio de Basilea; concilio es pecialm ente torm entoso e im portante po r d ebatirse en él la cuestión, a rra s tra d a desde el Cism a de Occi dente, sobre la p rim acía del Concilio sobre el Papa o viceversa, que tuvo p o r adalidades, a un siglo de distancia uno de otro, a G uillerm o de Occam (13001349) y a Juan de Torquem ada (1388-1468), defenso res del Concilio y del Papa respectivam ente, pero que no resolvería definitivam ente m ás que —a golpe de bula, y a favor del papa p o r supuesto— Pío II con su Execrabilis de 1459. M erece la pena ex am in ar si q uiera brevem ente la argum entación p rincipal de esas Allegationes, porque en ellas está el principio y fundam ento de la distribución territo rial excluyente de lo «por descobrir» y, junto con ella, la inevitable adscripción no menos privativa al titu la r del derecho 684
del dom inio tem poral de las atrib u cio n es (natural m ente siem pre delegadas, siquiera fuese po r ficción ju ríd ic a —y de facto cada vez con m ás escandalosos y abusivos rasgos de ficción, conform e se v erá—, de la potestad apostólica) concernientes a la supervisión ad m inistrativa de la ju risd ic c ió n propiam ente ecle siástica, prem isa de algo p o r aquellos años todavía absolutam ente inim aginable: la gigantesca potencia territo ria l del futuro patronato castellano y m ás ta r de español sobre la Iglesia y el C ristianism o de Ul tram ar. Pero, antes de e n tra r en las referid as Allegationes de Alonso de C artagena, quiero p o n e r por proem io galeato a mi ú ltim a afirm ación de aquí a rrib ita m is mo una cita textual de don Alfonso García-Gallo (pá ginas 497-498 del referido estudio sobre las bulas alejandrinas, de 1957-1958, por donde se cita: Alfonso García-Gallo, «Los orígenes españoles de las in stitu ciones am ericanas», Real Academia de Ju risp ru d e n cia y Legislación, M adrid, 1987), que dice como sigue: «Evidentemente la facultad canónica de dispensar sólo a unos Reyes de la prohibición de navegar y co m erciar en determ inadas partes y de ratificar la pro hibición para los demás a p artir de un cierto punto [se refiere a la prohibición de toda relación incluso comercial con cualquier hijo de la abominable seta de Mahoma, relación que, por afectar al orden de las cosas espirituales, podía ser objeto de las atribucio nes morales de la potestad apostólica], unida a la facultad pontificia de disponer de los pueblos con trarios al cristianism o y conceder el dominio sobre ellos a príncipes cristianos [«disponer» y «conce der», a mi entender, no en el sentido enfáticam ente positivo —que García-Gallo no parece presuponer en ningún punto— que erigiese al papa por señor del orbe, sino en el sentido sólo negativo de sancionar como moralm ente lícitas y hasta gratas a Cristo y a su Iglesia em presas semejantes, fuese cual fuese el alcance de la doctrina del Ostiense, que no he tenido 685
ocasión de examinar], creó una situación probable mente imprevista e imprevisible cuando se otorgaron las primeras bulas [subrayado mío]. Esta situación se produjo luego, como síntesis de los resultados [subra yado mío] provocados por el ejercicio normal de una potestad pontificia rectamente aplicada en su origen en los respectivos casos. Ahora bien, esta situación compleja, tal como en su plenitud se presentaba, era evidente que había sido creada por la potestad ponti ficia. ¿Cuál era esta potestad que producía tan am plios efectos y cuál era su fundamento doctrinal o canónico? El problema no se lo planteó nadie a fines del siglo XV [y, a mayor abundamiento, ya el propio García-Gallo, en la nota 350 al pie de la página 483 de su estudio, por donde se cita, nos registra nada menos que ocho ediciones de la Summa Aurea de Enrique de Susa entre 1473 y 1498, mientras que Tomás de Aquino tuvo que esperar hasta 1517 para que Tomás de Vio, el "Cardenal Cayetano”, resucitase sus doctri nas], pero sí fue objeto de viva discusión en el xvi —recuérdese la polémica sobre el valor de las bulas y los justos títulos de los Reyes españoles sobre América— y lo es hoy día entre los investigadores mo dernos. El fracaso de todos ellos al tratar de buscar en las doctrinas o en el Derecho de la época una defi nición o una explicación de esta potestad apostólica, demuestra que no existía. Ni Nicolás V, ni Calixto III, ni Sixto IV, ni Alejandro VI trataron de crearla o de finirla. Todos ellos la ejercieron en cada aspecto con forme al Derecho de la época. Ix> que no pudieron prever es que la síntesis de todas sus decisiones crea ría una situación que como tal presuponía una potes tad pontificia hasta entonces nunca imaginada [subrayado mío].» En una palabra, que la actuación de los pontífices sucesivos y a través de sus diversas bulas, preten diendo únicam ente se r una actuación conciliadora entre derechos preexistentes o pretendidos de p rín cipes cristianos, derechos generalm ente laicos y por ende ajenos a la p otestad apostólica, aunque en al 686
gún aspecto m oral cayesen bajo su com petencia, aca bó desem bocando, sin q u ererlo y por circunstancias absolutam ente im ponderables, en una autén tica o pretendida actuación creadora de derecho. Auténtica para quienes convalidaron la «donación» a le jan d ri na en un sentido rigurosam ente referido al dom inio tem poral, pretendida p ara quienes, com o Vitoria, re chazaron de plano sem ejante convalidación. Si al guien tra tase de apelar, para d a r salida a la cuestión, al alcance, al sentido, a la representación que de su propia «donación» pudiese haberse hecho en 1493 el propio Alejandro VI, no lo conseguiría ni aun d án dose diez años m ás de plazo, o sea los m ism os que la vida le dio a Alejandro VI, m uerto el 18 de agosto de 1503, pues ni aun entonces, incluso habiéndose ya reconocido m uchos grados, en latitud y longitud, de « tierra firm e», se tenía m ás noción de lo descu bierto, y consiguientem ente «lo donado», que la de costas de salvajes. Pero vengam os de una vez a las Allegationes. Para ponerlas, com o d iría un periodista, «en su contexto histórico», hay que ten e r en cuenta, siquie ra sea de m odo su m ario y general y po r no fatigar al lector en los detalles, que en el tiem po que m edia entre la fecha de 1312, en que el genovés Lancellotto da M aloncello d escu b rió las islas C anarias —o re descubrió, si se prefiere, las A fortunadas, ya conoci das desde el Periplo de H annón— o al m enos, en concreto, las de F uerteventura y Lanzarote, p e rp e tuando en el topónim o de e s ta segunda, aún hoy vi gente, su prosopónim o de pila, pues no o tra cosa es «Lanzarote» que la versión castellana de «Lancellot to», y la fecha del 4 de septiem bre de 1479, en que entre los reyes Don Alfonso V de Portugal y Doña Isa bel I, reina de C astilla —ju n to con Fernando V de Aragón, co-reinante u su fru c tu a rio p o r vínculo m a trim o n ia l— se llegó a la C apitulación de las Alcá$ovas, en tre estas dos fechas, digo, se interpone la 687
segunda y decisiva p a rte del desarro llo jurídicopolítico de las instituciones de la dom inación, por el que del llam ado E stado estam ental (en el que los señores, aun reconociéndose vasallos de un prim us inter pares, que era el rey, podían librem ente e n ta b lar g u erras p o r querellas p a rticu la re s entre sí) se pasa al llam ado E stado m oderno, en que la p rim a cía jerárq u ica del rey, si es que aún no puede llam ar se sensu stricto «absolutista», deja desde luego de ser la de un p rim u s in ter pares, p ara c ru z a r el lím ite de distinción cualitativa que la convierte en única. De ahí que, al c o n sid e rar las Allegationes de Alonso de C artagena, convenga ten er presente que en 1435 se navegaba todavía en la in certid u m b re de unas aguas en que, por d ecirlo exageradam ente, entre la m era posesión p a rtic u la r o propiedad privada tal com o m odernam ente se concibe y la soberanía real (o nacional) h ab ía toda una serie de vínculos in te r m edios de ju risd icció n y señorío tem poral (como el que todavía cien años m ás tard e in te n ta ría n resuci ta r en las Yndias los encom enderos, sin ningún éxi to de iure, p ero con notable éxito de facto, lo que ha perm itido a algunos h ab lar de «neofeudalism o» con respecto a América); y basten aquí dos ejem plos de ello: en 1352, Don Pedro IV, rey de Aragón concedió a A rnaldo Roger la conquista de las Islas C anarias con c a rá c te r de feudo, con jurisdicción civil y crim i nal, aunque entonces no se lograse hacer definitiva la conquista, y en 1402, ya incluso pocos años antes del Concilio de Basilea, todavía Don E n riq u e III, rey de Castilla, concedió la conquista de aquellas m ism as islas al n orm ando Juan de B ethencourt, probable m ente con parecidos privilegios feudales —com o lo prueba el hecho de que en 1418 el sobrino de éste, M aciot de B ethencourt, gozase aún del señorío de Lanzarote, con facultad para en ajen ar sus rentas, tal com o hizo en favor del conde de N iebla—, sin p e r juicio de la e stric ta soberanía del rey de C astilla, 688
com o testim onia el que a la m uerte de E nrique III, en 1406, el p rim e r B ethencourt confirm ase su vasa llaje con el sucesor, Don Ju a n II. Pues bien, me pa rece b astan te verosím il p e n sa r que la preocupación p rincipal de las Allegationes de Alonso de C artage na se derivaba sobre todo de la subsistencia en 1435 de las concepciones del E stado estam en talista, a u n que ya en fase de franca recesión, p o r las que aún perm anecía esa am plia zona am bigua y deslizante entre la soberanía y las diversas situaciones ju ríd i cas a que-podía d a r lu g ar la sim ple posesión perso nal por apropiación a m ano arm ada de un particular, y de m odo especial cuando el objeto de ellas eran is las o tie rra s p o r co n q u ista r y aun m ás «por descobrir», que, por añ ad id u ra, tal com o alega el propio C artagena, al e s ta r h a b ita d as sólo p o r infieles, se consideraban «vacuas» («islas [...] que estab an va cuas, com o aú n lo están, y entiendo su vacancia no con relación a sus habitantes, sino con relación a un príncipe católico [...] que en ellas cuasi poseyese el suprem o dominio»). La renovación del acto de vasa llaje po r Ju an de B ethencourt, com o señ o r de Lan zarote, F uerteventura y el resto del archipiélago canario aún p o r conquistar (pues se consideraba que la posesión de hecho de una isla, co m p o rtab a el de recho sobre todo el archipiélago) ante Juan II de Cas tilla, a la m uerte de su padre E n riq u e III, podía sin duda co n sid erarse com o un acto sim bólico y de co r tesía en la m edida en que el no rm an d o B ethencourt era un caballero y un hom bre de honor, pero ¿qué hab ría podido o c u rrir si no lo hubiese sido tanto? ¿No p o d ría acaso h aberse ag a rra d o tal vez a cu al q uier sofística sutileza jurídica, alegando que en rea lidad el vasallaje que, respecto de las Canarias, había rendido a Don E nrique III sobreentendía referirse a la persona de éste en cuanto tal y no en cuanto rey de Castilla, p ara poder tra n sfe rir la soberanía de las C anarias a su señor natu ral el rey de Francia? Vero 689
símil o no, sirva el ejem plo com o la clase de cosas que Alonso de C artagena podía tem er aún de los dis tintos grados de dom inio coexistentes aun en aque llos últim os decenios del E stado estam ental. Por último, es o p ortuno reco rd ar cómo, ju n to a esta la bilidad jurídico-política de que podían apxovecharse las em presas de conquista acom etidas, en principio, «como es debido», ya habían aparecido los aventure ros m arítim os particu lares, una especie de piratas, cuyo derecho a la depredación perm aneció siem pre jurídicam ente bastante indefinido, como la propia pi ratería, en la m edida en que habiéndose d e sarro lla do la idea m ism a del Derecho sobre la bien definible territorialidad terrestre, valga la redundancia, se que daba com o perp leja ante la a-territorialidad propia del mar, a lo que en el caso de estos aventureros se añadía la falta de p ersonalidad ju ríd ic a de los infie les, sobre los cuales, p a rticu la rm e n te en las Cana rias, ejercían la p rác tic a del «salteo», o sea la esclavización po r cap tu ra. A tal respecto, es signifi cativa la respuesta dada por un castellano —cuando ya Lanzarote era señorío de B ethencourt bajo sobe ranía del rey de C astilla— a un aventurero n o rm an do que le proponía el salteo de isleños en la propia Lanzarote, a lo que el castellano se negó diciendo que tal cosa «sería robar», lo que m u estra la índole ju rí dica de cosa y no de persona que tenían los infieles incluso en islas ya bajo el dom inio tem poral de un príncipe cristiano: aún no eran personas, pero ya te nían «dueño», por eso el rapto para la puesta en ven ta era ya un «robo», pero no un atentado a la libertad personal. Ya he señalado m ás arrib a, cóm o tres prohibiciones sucesivas contra el salteo p o r el papa Eugenio IV (en 1431, 1433 y 1435) y una de Pío II (en 1462) parecen in d icar que fueron los aborígenes ca narios —a quienes no se podía considerar, como, aca so con relativo fundam ento, acaso gratuitam ente, a los negros de Guinea, m ínim am ente inficionados por 690
la perversa seta de M ahom a— los p rim eros que em pezaron a m ejorar la figura del infiel a los ojos de los cristianos, si bien, incluso totalm ente liberados de toda posibilidad de esclavización, resulte h arto difícil d efinir los lím ites de su personalidad ju ríd i ca, en la m edida en que incluso en la Recopilación de 1680, la legislación que a ellos se refiere p erm a nece totalm ente sep arad a de la de los criollos y los españoles, en el libro VI, expresam ente titu lad o «De los indios». Si todavía en la Recopilación de 1680 la personali dad ju ríd ic a del indio, en general al m enos p resu n tam ente convertido y bautizado, aparece indecisa,31 habiendo resistido los violentísim os em bates del iusnatu ralism o tom ista renacido en el siglo X V I (cuyos paupérrim os logros son seguram ente incluso bastan te m enores de lo que p o d ría h a c er p e n sar la Recopi lación, cuya actitu d proteccionista y pedagógica respecto de los indios se debe, exam inada m ás de cer ca, m ucho m ás al te rro r de la m etrópoli ante la tre m enda dism inución de la población indígena, cuya fuerza de tra b a jo era absolutam ente indispensable tanto para la supervivencia de los ex com batientes y criollos com o para los intereses m etropolitanos), 3 1. Ya en p r im e r lu g ar, p o r la m e ra e x is te n c ia de e se lib ro vi, q u e e s ta b le c e p a ra e llo s u n a le g is la c ió n p riv a tiv a ; y en seg u n d o lu g ar, p o rq u e au n d e c la ra n d o el títu lo se g u n d o de ese m ism o li bro la lib ertad de los indios, p ro h ibien d o la escla v itu d in clu so p a ra lo s a p re s a d o s en g u e r ra ju s t a , v ien en d e s p u é s m u ltitu d d e re s tric c io n e s a e s a lib e rta d , q u e s e ria e x te n s ísim o y fu e r a d e lu g a r só lo tr a ta r de re su m ir a q u í; b a ste p a ra e llo e l s o lo e n u n c ia d o de la ley re feren te a la lib e r ta d d e re sid e n c ia : « Que los indios se pue dan m udar de vnos lugares á otros.I S i C o n sta re , q u e lo s in d io s se han ¡d o a v iv ir de v n o s L u g a re s á o tr o s de s u volu n tad , no lo s im p id a n la s Iu s tic ia s , ni M in istro s, y d e x e n lo s v iv ir, y m o r a r a llí, excep to d o n d e p o r la s R e d u c c io n e s q u e p o r n u e s tro m an d a to e s tu vieren h e c h a s se haya d isp u e sto lo c o [n] trario , y no fu ere n p e r ju d ic a d o s lo s E n c o m e n d e ro s» . « R e c o p ila c ió n d e la s ley e s d e lo s reyn o s de la s In d ia s» , T om o S eg u n d o , lib ro V I, títu lo I, le y x ij, fo lio 18 9 vuelto , e d ic ió n de J u liá n d e P ared es, M ad rid , 16 8 1.
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nada tiene de extraño que, en 1435, Alonso de C arta gena considerase «vacuas» las C anarias, a tenor de la frase ya citada de sus Allegationes («et intelligo vacuitatem non per respectum ad habitatores, sed per respectum ad principem catholicum , n u llu se n im erat princeps catholicus qui in eis quasi possideret suprem um dom inium », que yo prefiero tra d u c ir así: «y con vaciedad no quiero d a r a en ten d er que e stu viesen vacías de habitantes, sino vacantes para el do m inio de un p ríncipe católico, ya que ninguno había que cuasi poseyese el suprem o dom inio de ellas»). Quizá esta idea de «vacío de dom inio» referida a un pueblo tan prim itivo com o debían de ser entonces los canarios no necesitaba siquiera la d o ctrin a de Enrique de Susa, p ara su sten tarse del m odo m ás es pontáneo en p rácticas inform uladas, m ás que en expresas concepciones, que se rem ontaban a la an tigüedad: imagino, así pues, que el sentim iento táci to de los príncipes cristian o s concebía su derecho a ap ro p iarse del dom inio tem poral de los sa rra ce nos sobre la base de la positiva ilegitim idad jurídi ca de éstos (concepción que, com o ya he dicho m ás a rrib a, se había visto constantem ente contravenida en la Península Ibérica, aun bajo el supuesto de una perpetua y n a tu ra l enem istad, en las p rácticas de la g u erra y de la paz entre los príncipes cristian o s y los príncipes islám icos a lo largo de la llam ada Re conquista), m ientras que su derecho al dom inio tem poral sobre pueblos com o los canarios y m ás tarde los lucayos y tain o s se se n tiría m ás bien com o fun dado en la insuficiencia juridico-institucional de ta les gentes. La situación que dio lugar a las Allegationes de Alonso de C artagena en el Concilio de B asilea —como si éste no tuviera ya b astan te problem a con la querella sobre la p rim acía del Concilio sobre el Papa o viceversa, p ara la cual no se h allaba allí en principio nuestro Don Alonso, obispo de Burgos, sino 692
otros e m isa rio s— es la siguiente: en 1434, no bien hubieron doblado el cabo B ojador —a unos 2 grados de latitud s u r del paralelo de la G ran C anaria— las acuciosas c a rab elas del infante don E nrique el Na vegante, creyendo éste conveniente para el propósi to de sus navegaciones el apoyo que podía ofrecerle la facultad de poner pie en aquella isla, pidió a Don Juan II, rey de Castilla, que le hiciese m erced de su conquista. Tal petición im plicaba, evidentem ente, el reconocim iento del «derecho de conquista» que Juan II, com o titu la r y poseedor de fa d o de la sobe ranía de Lanzarote, tenía sobre las restantes islas del Archipiélago Canario; reconocim iento im plícito que Alonso de C artagena no dejaría de incluir en sus Alle gationes, com o p ru eb a de que el propio infante h a bía considerado las C anarias m eridionales como «de la conquista» de Castilla: «ya que si él, conform e a derecho, las pudiese ocupar como bienes que no per tenecían a nadie, no las h a b ría pedido [...] pues es superfluo p ed ir p o r favor lo que está p erm itido por la ley». Con todo, el rey de C astilla no se lo otorgó. Pese a lo cual, bien porque su herm an o Don Duarte, rey de Portugal desde 1433, no aceptase tal respuesta, bien porque el propio infante Don E nrique lo incita se a b u sc a r otro cam ino, el caso es que Don D uarte acudió al papa Eugenio IV, p ara que le concediese la conquista. No tengo datos p ara sa b e r en qué té r m inos se pedía tal concesión: si en los térm inos fu er tes del, p o r así decirlo, «program a m áximo» de la d octrina del Ostiense, según la cual el papa era se ñ o r tem poral de todo el orbe, o en los térm inos dé biles de un «program a m ínimo», a ten o r del cual el pontífice podía bendecir —lo que, viniendo de su autoridad, era casi san cio n ar— una em presa sem e jante, com o m u estra de un laudable celo po r la difu sión de la Fe de Jesucristo. Tiendo a pensar que debió de ser m ás bien de la segunda form a siquiera en la apariencia, esto es, como Fernández de Oviedo d iría 693
de Cortés, con «palabras en fo rrad as e dissim ulagión», ya que (dejando a p arte al infante don E nrique el Navegante, cuya imagen, aunque nada m ás sea por ciega a rb itra rie d a d estética, me resisto b astan te a dism inuir) ni al rey de Portugal ni al de C astilla —como bien dejarán a d iv in ar las Allegationes que vamos com entando— parecía im portarles la difusión del Evangelio m ás que com o in stru m en to de expan sión de su dom inio tem poral. D ejaré a un lado las alegaciones en que el derecho de C astilla a las Ca n arias se defiende con la argum entación h istórica de que éstas se corresponden con la antigua Tingitania, sobre la cual, a través de los vándalos y los visigodos, el derecho legítim o h a b ría venido a p a ra r a los reyes de C astilla, ya que a tal clase de argum en tos no hay m ás resp u esta sensata que la que el céle bre em bajador veneciano G asparo C ontarini le dio al pontífice Clemente VII sobre los derechos concer nientes a Cervia y a Ravenna: «Santísim o Padre, como nos pusiésem os a dilucidar los derechos de los E stados rigiéndonos p o r sus orígenes, no en contra ríam os hoy ni un solo príncipe con poder legítimo»; pero con la reserva de que esta fundam entación his tórica le servirá, no obstante, a Alonso de C artage na como prem isa de su últim a y decisiva alegación. El segundo títu lo h istórico —m ucho m ás próxim o y efectivo, y, p o r ende, m ás fu n d ad o — era la sobera nía de derecho y de hecho del rey de C astilla sobre Lanzarote desde su co n q u ista po r el norm ando Bethencourt en 1402, lo que según el derecho de la épo ca co m p o rtab a el derecho de conquista sobre todo el archipiélago. La determ inación condicionante que el propio a u to r de las Allegationes antepone a la «re ducción a form a de derecho» de las razones de sus contrincantes, esto es: «Las razones del señor rey de Portugal o de los portugueses que ahora se han ale gado o verosím ilm ente pueden alegarse [subrayado mío]», nos autoriza a c o n sid e rar com o extrem am en 694
te dudoso que Don D uarte o sus em bajadores en el Concilio de Basilea alegasen, al m enos en los térm i nos tan nítidam ente inequívocos y explícitos en que C artagena la declara, la p rim era de ellas: «Que las islas del m ar no ocupadas pasan al ocupante [... y] puesto que las islas C anarias no están ocupadas por ningún p rín cip e católico o grupo de católicos algu no [subrayado mío, que ten d rá im portancia m ás aba jo], en consecuencia deben concederse al ocupante». La fuerte duda viene de que Don D uarte o sus em bajadores no podían esg rim ir de m odo tan taxativo una razón que, com o esta, e n tra b a en la m ás ro tu n da contradicción con el im plícito reconocim iento de la soberanía de Ju an II de C astilla, ya efectiva de he cho en Lanzarote, sobre el «derecho de conquista» de todo el archipiélago (con arreglo a la ya citada nor m a ju ríd ic a de la época con respecto al dom inio de islas y archipiélagos), que co m p o rtab a la petición hecha apenas un año antes, poco m ás o m enos, por el infante Don E nrique al propio Ju an II de C asti lla para que le autorizase la conquista —se supone que bajo enfeudam iento, esto es, sin atribuciones de soberanía—32 de la G ran C anaria y acaso alguna otra isla m eridional del archipiélago. De modo que esta «razón» o es del caletre de Alonso de C artage na, a incluir, po r tanto, entre las razones que «verosí m ilm ente puedan alegarse» por la p arte contraria, o los em bajadores de Don D uarte supieron enunciarla 32 . A u n q u e un p á r r a fo d e la s Allegationes p a re c e m ás b ien im p lic a r q u e s e s u p o n ía el p len o d o m in io : «Deinde Henricus infans Portugallila]e supplicami domino nostro regi q u a te n u s [s u b ra y a do m ío] dignaretur sibi concedere conquestam illarum insularum.
Dominus autem licet libenter uoluissel illi compiacere, sicut dilectissimo consanguineo, quia tamen istud concemebal /¡onore reg ni, et est quid grav e s e g re g a r e a c o ro n a re g n i [su b ra y a d o m ío] quicquam quanticumque sii se ralionabiliter excusauit ». E l p r i m e r su b r a y a d o («quaten us») p a re c e d e ja r a b ie r ta la a lte rn a tiv a en cu a n to al g ra d o d e d o m in io , p ero el s e g u n d o (« se g re g are a co ron a regni») p a re c e s u p o n e r la so b e ra n ía .
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bajo form a de « palabras en fo rrad as e dissim ula?ión». Con todo, ya sea que fuese una razón efectiva m ente adivinada entre líneas de la argum entación de sus contrarios, ya sea que fuese —com o yo tien do a c re e r— hipotéticam ente p ro p u esta ad hoc por el propio Don Alonso com o una razón que «verosí m ilm ente podrían alegar» los portugueses, el caso es que éste no dejó de exprim irla hasta la últim a gota en su argum entación. Como ya he hecho —acogién dom e al sapientísim o consejo de G asparo Contarini— con las alegaciones ju ríd ic a s rem otas, p ara d a r por buena tan sólo la referida a la conquista de 1402, om itiré tam bién la pesada casuística que las Allegationes despliegan en to rn o al «derecho de con quista» por proxim idad geográfica y a los distintos m odos en que el derecho dim anante del acto de apro piación originaria sobre la res nullius puede ap licar se respecto de las islas. Com oquiera que sea, incluso en estos pasajes de la argum entación no deja de lan zar anticipaciones im plícitas o explícitas de la reser va argum ental acum ulada al «reducir [la prim era de] las razones del señ o r rey de Portugal o de los p o rtu gueses que ahora se han alegado, o verosím ilm ente puedan alegarse, en form a de alegaciones de dere cho», con la m irada p uesta en el apoyo decisivo que tal reserva va a p resta rle en su argum entación con tra la tercera, ú ltim a y m ás fu erte de las razones del rey de Portugal en favor de su gestión ante la Santa Sede: la causa fidei. La cosa es que las Allegationes por m ucho que se envuelvan en disim ulaciones, com o la de rem itirse al dominio de la Tingitania p o r los vándalos, van des cubriendo, incluso a su pesar, los rasgos de un dis curso regido p o r factores que, leyendo entre líneas, parecen arro llar, casi a flor de superficie, los com e didos térm inos form ales de un pleito jurídico, que, aunque sin prolongarse sine die, puede siem pre es p e ra r o darse un cierto plazo. El pleito de las Cana 696
rias que en 1435 se estab a debatiendo en Basilea nada tiene que ver con querellas te rrito ria le s com o la actual de las Kuriles, por no hab lar de las que, gra cias al benéfico poder p utrefactor del tiempo, se han m omificado en sím bolos y transform ado en pura ale goría, com o la de G ibraltar. No, las Allegationes van trasluciendo m ás y más, conform e avanza el texto, su cará c te r prem iosam ente perentorio y h asta el rit mo del estilo y lo ordenado de la exposición (salvo que esta im p resió n se deba sólo al hecho de que el texto que nos ofrece García-Gallo om ita algunas p a r tes que no le han parecido sustanciales) se d iría que van perdiendo pie. Al cabo, toda la argum entación aparece dom inada por la urgencia y la circunstancialidad: es evidente que no son derechos a largo plazo ni aspiraciones generales lo que se tra ta de allanar, prevenir y asegurar; se trata, por el co n tra rio, de a ta ja r a tiempo, de d eten er siquiera de m o mento, una am enaza que aprem ia con extrem a inm ediatez. Casi ya disipados los rencores y restañadas las he ridas del m em orable descalabro que las escasas pero in trépidas huestes portuguesas, al m ando del casi im berbe N unho Alvares, hab ían sabido infligirles a las arm as de su abuelo Ju an I en el lugar de Aljubarrota, y, huérfan o de padre a los 2 años de edad, habiendo perdido apenas a los 8 la tu to ría del único genuino caballero de Castilla, su tío don Fernando el de A ntequera —designado en el com prom iso de Caspe, de 1412, p ara ceñ ir la corona de Aragón—, el rey Don Ju a n II de C astilla, tra s h a b e r tenido que a sistir no sólo a la b rillan te conquista de Ceuta por el rey de Portugal, sino tam bién a la de N ápoles po r su prim o Alfonso V, prim ogénito de los llam ados «in fantes de Aragón» (hijos de don Fernando el de An tequera, po r m ás que no saliesen, ciertam ente, al padre), teniendo aún que s o p o rta r p o r veinte años el incansable volligear de los tres restantes, Don 697
Juan, Don Pedro y Don Enrique, m ortales enem igos del único hom bre leal e inteligente que, tras la m ar cha y la m uerte de don Fernando el de Antequera, había acertad o a d arle seguridad y apoyo: el con destable don Alvaro de Luna, ya puede com prender se el celo de C astilla y de su rey por no p e rd e r el único nuevo dom inio conseguido (aparte del de Antequera, tom ada p o r el ya citado Don Fernando, en 1410, siendo, pues, todavía regente de Castilla, por la m inoridad de su sobrino Ju a n II) desde la in sta u ración de la d in astía de T rastam ara, o sea Lanzarote, con el preten d id am en te anejo «derecho de conquista» de todo el A rchipiélago Canario, tanto m ás a la vista de la cada d ía m ás acelerad a y a la r m ante superioridad m arina de los portugueses y por añadidura justam ente ahora cuando las acuciosas ve las del infante don E n riq u e el Navegante, al m ando del c ap itán Gil Eanes, acab ab an de e n cen d er en oro nuevo su blan cu ra al sol naciente del cabo Bojador. Los anticipos que va lanzando Don Alfonso, a m e nudo b astan te traídos p o r los pelos con respecto al curso de la argum entación, extraídos todos ellos, com o digo, del su p u esto de un acto físico de a p ro piación o riginaria, o, com o él dice, «adquisición po r vía de ocupación», despliegan la cuestión en tres sen tidos: el prim ero concierne a las presunciones ju r í dicas del acto mismo, según las cuales podría ser válido —en el sentido de c o n ferir algún derecho, sin p recisar por el m om ento cuál—, podría se r nulo, o sea no tener efecto de derecho alguno, o podría ser, finalmente, ilegítimo, y por tanto punible, po r infrin gir alguna prohibición o v iolar un derecho preexis tente. El segundo sentido concierne solam ente a la presunción del acto válido, y d iscierne los d istin tos alcances del derecho que, a ten o r de la variedad de circunstancias, ad q u iere el acto p o r esa validez. Por fin, el tercer sentido se ocupa de los distintos c ri terios a seguir, según cada m ateria y cada caso, para 698
la previa delim itación de la circunscripción u n ita riam ente afectada por la validez del acto y sujeta, por tanto, a su derecho. (No es que este esquem a aparez ca en tal form a en las Allegationes: sólo se ha u rd i do buscando brevedad y espero que con fidelidad y con acierto.) El m ism o caso le sirve a C artagena para el acto ilegítim o y el nulo: el fracasado intento de conquista de la Gran C anaria acom etido en 1425 por Fernando de C astro p a ra Don Ju an I, el entonces rey de Portugal: «el acto no fue justo [subrayado mío] porque estas islas pertenecían a n u estro rey», bien sea que refiriese sem ejante p ertenencia al an tiq u í sim o derecho h istórico sobre la T ingitania, bien sea que la refiriese a la soberanía de derecho y de he cho del rey de C astilla sobre L anzarote desde 1402 —con la ya rep etid a concom itancia del «derecho de conquista» sobre todo el archipiélago—; la nulidad la explica de este modo: «No puede llam arse o cupa ción, pues [...] se llam a o c u p a r cuando se em pieza a o cu p ar lo que se puede conservar y poseer [...] pero como no poseyó ni retuvo su acto no tiene valor [su brayado mío] de ocupación». En cuanto al acto váli do, no llega a definir, naturalm ente, la m era validez, dado que ésta no parece adm itir, p o r su concepto mismo, la form a de absoluto; pasam os, pues, a los casos que, al d a rla por supuesta, van a parar, según el orden de mi esquem a, ya sea al segundo, ya sea al tercer sentido (rem ítase al lugar donde cada uno de estos ordinales viene subrayado). E n cuanto al se gundo sentido, o sea al alcance del derecho que por el acto válido se adquiere, tras aleg ar el consabido derecho histórico sobre la Tingitania —lo que al efec to aquí es indiferente— y sobre cuanto haya o pueda a p arecer en sus aguas circundantes, acaba por de cir: «Si de nuevo naciesen o se descubriesen las is las Canarias, sus ocupantes o los habitantes de ellas estarían bajo el dom inio y principado de nuestro se ño r rey, pues [...] quien edifica en suelo que es de la 699
jurisdicción de otro, se hace súbdito suyo [subraya do mío]», donde, como puede observarse, hay un acto válido —el de ed ificar— por el que se adquiere un derecho —el de h a b ita r la casa—, pero el alcance de validez de ese derecho tiene p o r lím ite la ju risd ic ción y, consiguientem ente, la soberanía, que, com o siem pre, m u estra aquí tam bién su congénita fundam entación te rrito ria l. Otro ejem plo m ucho m ás explícito de este m ism o segundo sentido de mi es quem a distingue nítidam ente, siem pre respecto del alcance de la ocupación, entre los térm inos extremos de la sim ple propiedad p a rtic u la r y el suprem o do m inio de la soberanía; y dice así: «Pues hay que ad vertir que cuando los D erechos dicen: la isla n a cida en el m a r es del ocupante, o que los bienes que no son de nadie se conceden al ocupante, esto h a de entenderse en cuanto al dom inio plano, en la form a en que el particular tiene el dom inio de sus cosas, pero no en cuanto a la jurisdicción, pues ésta es siem pre del príncipe [subrayado mío; el original latino reza com o sigue: q uantum ad d o m in iu m píanum rei, sicut priautus habet dom inium in rebus suis, non tamen quantum ad iurisditionem , nam illa semper est principis], com o observa B aldo [...] Pues na die dice que las adquisiciones que se hacen de nuevo en el dom inio de algún príncipe se entienden en cuanto a la superioridad y jurisdicción; sino en cuan to al dom inio sim ple, quedando siem pre bajo la tu tela, protección, gobierno y suprem a jurisdicción del príncipe». Vemos, pues, en e sta s citas los dos alcan ces extrem os —m ínim o y m áxim o— del derecho que confiere el «Acto de apropiación» (entre los cuales quedan, claro está, todos los grados interm edios que adm itía el E stado estam ental, entre los que cabía incluso el «señorío con jurisdicción» —el de los fam osos «señores de horca y cuchillo»—> pero sin su prem a soberanía); en la p rim era de las citas se preocupa de la persona, en cuanto determ ina de 700
quién es súbdito el que adquiere algo en tie rra ya su jeta a una soberanía; en la segunda qué grado de do m inio puede p rete n d er sobre la cosa adquirida. (Es e sta una cuestión que a d q u irirá gran relieve repecto de las Indias, y no sólo en lo que se refiere a las «encom iendas», que, ju n to con la secu lar dem anda de que se concediesen a p e rp e tu id a d —esto es, su cesorias p a ra siem pre, y no sólo p ara «dos vidas», ni aun p a ra tres o h a sta cu atro sucesores, según la ley de disim ulación —, com o el propio Cortés solici taba ya en su segunda y secreta c a rta al em perador del 15 de octubre de 1524, fecha de la CUARTA de las Cartas de relación conocidas, secreta, porque, com o él m ism o dice, «hay o tras [cosas] de que con viene que V. M. sea avisado p a rticu la rm e n te [...] sin que el vulgo las participe», no fa lta ría n quienes pi diesen tam b ién la ju risd icció n —cosa a la que C or tés se opuso en un principio, si bien en un parecer de hacia 1544, en el que sigue apoyando la p e rp e tuidad de las encom iendas, dice: «Y no tengo po r ynconueniente que si después de hecho el dicho re partim iento, vbiere quien conpre la jurid ició n de sus yndios, que se les venda m uy bien vendida y se ahorren los sa la rio s de las ju sticia s y corregidores que en ellas se ponen»—, sino tam bién en lo que se refiere a la m ucho m ás ard u a y escabrosa cuestión de la d u alidad —o u n id ad — de la dom inación sobre las tie rra s y sobre las personas, que, por mi parte, no puedo sino dejar a los ju ristas, lim itándom e aquí a c ita r un interesantísim o pasaje del padre Acosta S.J., que la saca a colación al d isc u tir los trib u to s de los indios: «Sea lo tercero que los b á rb a ro s [se refie re a los indios] n ad a deben a los p ríncipes c ristia nos por razón del suelo y tierras que cultivan. Porque solam ente se puede exigir a un p a rtic u la r que pague trib u to por razón del suelo a un príncipe o repúbli ca cuando lo ha recibido de ella. [...] Pero en los tri butos de los indios no se puede seguir este camino, 701
porque no han ocupado ellos n u estra tierra, sino no sotros la suya; ni ellos han venido a nosotros, sino nosotros los hem os invadido a ellos. Así, pues, las tie rra s de los b árb aro s quedan som etidas a los p rín cipes cristian o s al som eterse ellos, pero nada nos deben los bárbaros por razón del suelo, que no lo han recibido de nosotros, antes lo han com unicado con nosotros. E im porta m ucho distinguir si son los hom bres los que quedan som etidos al serlo el suelo, o si, al contrario, es el suelo el som etido po r razón de los hom bres, porque en este caso las cosas no pasan al nuevo señor, sino que quedan del pleno dom inio de los amos». De procuranda indorum salute, «Obras del padre José de Acosta», B iblioteca de Autores E spa ñoles, M adrid, 1954, Tomo LXXIII, página 470; De procuranda... fue escrito en 1577.) Viniendo, finalm ente, al tercer sentido en que las Allegationes despliegan la cuestión de lo que el a u to r llam a «adquisición po r vía de ocupación», o sea el que se refiere a los criterio s previos o sobrentendi dos para la circunscripción que ha de considerarse afectada p o r el acto, a p o rta ré sólo o tra s dos breves anticipaciones, en las que el texto revela quizá aun m ás el sentim iento de celo y de prem ura en a ta ja r la tem ible inm inencia de avances en el dom inio de los m ares con que am aga la audacia de las naves por tuguesas que parece rec o rre r el texto entero de las Allegationes. Y esa p risa se n o ta tanto o m ás en este últim o punto en la m ism a m edida en que no tra ta ya de lim itar el derecho de los otros, sino de ad elan ta r el propio, de ponerlo anticipadam ente a salvo. La prim era de las referencias se aplica a razonar la doc trin a ju ríd ic a vigente con respecto al derecho de do m inio sobre los archipiélagos «El rey Don E nrique [Enrique III de T rastam ara, en 1402] hizo ocupar, o hablando m ás propiam ente, rec u p e rar la isla de Lanzarote, con intención de rec u p e rarla s todas [se sobrentiende "to d as las islas C a n a ria s”]. Mas si es 702
cierto que en las cosas que tienen congruencia basta a p reh en d er u n a p a rte con intención de ap re h e n d e r el todo [...], esto no ha de en ten d erse suficiente en el caso de la proxim idad corporal de alguna tie rra o predio, sino de la unidad intelectual de c u alq u ier conjunto unitario [texto latino: in unitate intellectuali alicuius universitatis], pues, tom ada posesión corpo ral de la iglesia en que está el beneficio, se conside ra tom ada de todo lo que pertenece al beneficio». La segunda y últim a cita no hace m ás que rem itir lo di cho a la situación de facto en aquel m om ento: «Por tanto, com o las otras islas estuviesen vacantes con respecto a la su p erio rid ad que nuestro señor rey tie ne sobre ellas, n atu ralm en te se sigue que tom ada la cuasi posesión del prin cip ad o de una de las islas, se considera tom ado en todas». Y hete aquí ahora a nu estro don Alonso de C arta gena enfrentado p o r fin con el punto al que realm en te apuntaban todas estas anticipaciones, el verdadero punctum pruriens del asunto, en tanto que el m ás vá lido y convincente que el rey don D uarte de Portugal podía alegar y esg rim ir ante el pontífice Eugenio IV, para que le concediese la conquista de las C anarias m eridionales, es a saber: el de la causa fidei. El pro pio Don Alonso, al exponer al prin cip io las razones, explícitas o supuestas, de los portugueses, la ha ci tado en tercero y últim o lugar, p o r s e r éste el orden en que se dispone a rebatirla, tal com o todo buen a r gum en tad o r reserva siem pre para el final lo m ás fuerte del contrario. Tam poco ha dejado de recono cerla p aladinam ente com o la m ás válida y m ás res petable de las que han alegado o puedan alegar los portugueses, co n siderándo la tal vez, secretam ente, tam bién no sólo com o la que m ás podía in cidir en el ánim o del papa, sino tam bién com o la que m ejor se p restab a a envolverse y escu d arse en las a trib u ciones de la potestad apostólica. Com oquiera que sea la ha expuesto así: «La tercera [razón] es ésta: las gen 703
tes de a q u e lla s isla s de q u e h a b la m o s a ú n no h an re cib id o la Fe ca tó lica , co n lo q u e la c a u s a de la Fe [o rig in al latino: causa Fidei] es m ás favorable, y a todo v aró n católico, so b re todo si es príncipe, c o rre s p o n d e d ila ta r el á m b ito de la Fe y p ro c u ra r q u e las g en tes se co n v ie rta n a la Fe c a tó lic a en todo el o rb e [...], y lu c h a r c o n tra los infieles q u e se re sista n es u n a acció n p ia d o s a y h o n esta» . P u es bien, co n el m ism o re c o n o c im ie n to de la le g itim id a d y la s a n tid a d de la s e m p re s a s a c o m e tid a s a títu lo d e causa Fidei em p iez a la ale g a c ió n de Don A lonso c o n tra e sta te rc e ra razón de los p o rtu g u e se s p a ra su d e m a n d a , salvo q u e a h o ra, c a si al final de su d isc u rso y y a a la v ista de su con clu sió n , sab em o s que tales rev erencias h ac ia u n a «acción p ia d o sa y ho n esta» com o e s a no son m ás q u e « p a la b ra s en fo rrad as e d issim u lag ió n » , p u es lo ú n ico q u e allí de veras im p o rta y se d e b a te es el c ru d o y d e sn u d o d o m in io tem p o ra l: «A la tercera razón se responde que la intención de nuestro rey nunca fue, ni es, cerrar el paso a quienes impulsen las cosas que pertenecen a la Fe, antes bien la de ayudarlos y favorecerlos cuanto le sea posible. Pero esta conquista puede ser asum ida de dos modos. El primero, si alguien quiere em prenderla no para usurpar para sí el principado o dominio jurisdiccio nal, sino para forzar a los infieles que allí habitan has ta tanto que perm itan a los predicadores libremente entrar y predicar la palabra de Dios, con el fin de que, oyéndola, se conviertan ellos mismos espontáneamen te a la Fe católica. El segundo, si alguien quiere in tentar esta conquista no con el mero fin de reducir a los isleños a la Fe, sino adem ás con el de sujetarlos a su potestad y a su dominio, de tal modo que, con vertidos en fieles, queden bajo él como príncipe su premo. Si se em prende según el prim er modo, no se les debe im pedir a quienes lo hacen, siempre que sea con autoridad del Romano Pontífice y en las circuns tancias que se deducen de las sentencias de Inocen704
cío y de los otros doctores [...]. Si se hace, en cambio, según el segundo, no puede ser em prendida sino por aquel que tiene derecho a ellas; pues las provincias e islas que pertenecen por derecho de sucesión uni versal a nuestro rey, tal como he dicho, aunque ahora estén en rebelión y en la infidelidad, también, quien quiera que sea el que las reduzca a la Fe católica, re vierten a él por derecho de post liminio [...] Por consiguiente, si es del prim er modo como los portu gueses o cualquier otro quieren atacar las islas y obrar para que los habitantes se conviertan a la Fe católica, su obra será piadosa, si la hacen con las de bidas condiciones. Pero quien quiera que sea el que lo hiciere debe tener por presupuesto que ello se en tiende siempre salvo el supremo dominio y jurisdic ción, porque en cualquier tiempo y de cualquier modo que se rescaten de la barbarie e infidelidad, siempre el principado supremo y jurisdicción serán de nues tro rey». Pero, a d e sp e c h o d e to d as las za le m as p ro d ig a d a s a la causa Fidei, todo el contex to p e rm itía p rev er que A lonso de C a rta g e n a ni s iq u ie ra ib a a c o n fo rm a rse con q u e los e m b a ja d o re s p o rtu g u e s e s a c e p ta se n so m eterse a tales co n d icio n am ien to s, ni con q u e el p ro pio p o n tífic e in clu y ese en la c o n c esió n o to rg a d a a favor de Don D u a rte y de los p o rtu g u e s e s so b re las C a n a ria s la d e c la ra c ió n re s tric tiv a de q u e la validez de la co n c esió n se e n te n d ía só lo h a s ta el p u n to en q u e las a c tu a c io n e s p o rtu g u e s a s fu e se n sin m e n o scab o a lg u n o d e los d erech o s del d o m in io tem p oral y la s o b e ra n ía q u e so b re to d o el a rc h ip ié la g o de las C an arias, « co n q u istad a s e p o r c o n q u istar» , te n ía Don J u a n II d e C astilla, d e c la ra n d o in c lu so la co n c esió n p o r revocada en c u a n to p e rju d ic a s e o p u d iese p e r ju d ic a r ta le s d erech o s. O sea, q u e h a b ie n do dad o p o r legítim a y h asta p o r sa n ta la causa Fidei, a h o ra no a c e p ta b a u n a c o n c esió n q u e se s u p e d ita b a e n te ra m e n te a ella, co n fo rm e a lo q u e él m ism o h a 705
bía definido com o «el p rim e r modo», sino que orde naba al em bajador castellano ante la Santa Sede «no cesar por ello en su em peño m ientras [la concesión] no se revoque del todo». Y el motivo que da para ju s tificar sem ejante conclusión es —com o no podía ser m enos— un motivo de facto. La concesión, som eti da a la restricción de no p e rju d ica r el derecho sobe rano del rey de Castilla, suponía m antenerse siem pre ceñida a una precisa condición; solo a éste, com o soberano tem poral, pertenecía com probar si tal con dición, efectivam ente, se cum plía o dejaba de cum plirse. Y ahora citaré literalm ente la frase en que don Alonso de C artagena revela toda su experiencia y su conocimiento en cuanto al tem ible poder que, en cua lesquiera achaques o querellas de la dom inación, ad quiere el peso de los hechos consum ados: «Ahora bien —dice—>cuando estas cosas llegasen a ejecutar se [subrayado mío] y p o r p a rte de n u estro señ o r rey se dijese que la concesión es en p erjuicio suyo y la otra parte acaso lo negase, ¿quién fallaría la contien da? C iertam ente, la resolución de esta cuestión p er tenece a n u estro señ o r rey [...] Pero si la o tra p a rte no quisiese tal vez atenerse a su fallo, podría n acer entonces alguna gran discordia entre los señores re yes, lo que sin duda no creo que esté en la m ente de Su S antidad, pues siendo el deseo de ésta pacifi ca r a los p ríncipes que e stán en discordia, no puede tenerse po r verosím il que q u iera d a r ocasión para que los p ríncipes que están en concordia entren en discordia. Por consiguiente, com o de esta concesión, aunque se lim ite p ara que sea sin perjuicio, etc., podría n acer u n a gran discordia. Su S antidad debe revocarla totalm ente». En la frase m ás a rrib a su b rayada («cuando estas cosas llegasen a ejecutarse») Alonso de C artagena no sólo m u estra su experien cia política acerca del tem or y la cautela con que hay que precaverse ante la posibilidad de que se nos presenten hechos consum ados, sino que tam bién 706
deja traslucir, una vez más, el aprem iante motivo que da im pulso a sus Allegationes, la urgencia de a ta ja r a toda costa la concesión del papa en favor de Don Duarte. ¡D em asiado sabía Don Alonso que ni el in fante don E n riq u e el N avegante ni su Ordem de cavalaria de Jesu Christo (fundada en 1319 por un grupo de tem p lario s fugitivos, tras la disolución de la Orden del Temple en 1311), ni las naves que al m an do del capitán Gil Eanes acababan de doblar el cabo Bojador (naves de las que diez años m ás tarde un ve neciano —hom bre, p o r ende, m ás de rem os que de velas—, Luigi Ca da Mosto, diría: «Essendo le Caravelle di Portogallo i megliori navillj che vadino sopra il mare di vele»), eran ninguna ban d a de m arineros desm andados y d esh arrap a d o s que anduviesen a la rebusca y al «salteo» po r su propio interés p a rtic u lar, sino la m ás capaz, organizada, valerosa y em pren dedora fuerza naval que su rcab a entonces las aguas del Atlántico! ¡Demasiado sabía que si en los tres de cenios largos tra n sc u rrid o s desde que el norm ando Juan de B ethencourt había puesto en sus m anos el dominio tem poral de Lanzarote, los castellanos, amén de hab er dejado d ecaer casi del todo el de Fuerteventura y el de H ierro, que al p a re c e r tam bién les entregó, no habían podido o q u erid o poner pie en ninguna o tra isla m ás del archipiélago, no podían ya absolutam ente p e rm itirse d e ja r p a s a r ni un verano m ás sin asegurarse de que ni una sola vela portugue sa, aun con todas las bendiciones de la causa Fidei, se asom ase a las costas de las C anarias m eridiona les, rozando siquiera fuese en sim ulacro el «derecho de conquista» que al rey Don Juan II de Castilla, en tanto que soberano de derecho y de hecho de la de Lanzarote, sobre todas las o tra s le correspondía! Pero, adem ás, al m argen de este patético sentim ien to de inferio rid ad naval de los castellanos frente a los portugueses, entraban tam bién, sin duda, proble m as que la jerg a de hoy en d ía llam aría «técnicos». 707
Recordem os, por ejem plo, que incluso el «prim er modo» de Alonso de C artagena, esto es, el que se ce ñía a los restrictivos requisitos de la causa Fidei, no dejaba de com prender siquiera un cierto grado, por pequeño que fuere, de acción a rm a d a (ut cogal in fi deles [...] quatenus d im itta n t libere predicatores ingredi el predicare uerbum Dei, dicen las Allegaíiones, sin que ello im plique llegar al d rástic o com pelle eos intrare de la consigna evangélica). E sta o b e rtu ra a cargo de los in stru m en to s de m etal, antes de d a r en trad a a los violines de la m elodía evangélica, que sin duda las triste s experiencias im buidas en el ánim o de los canarios por el precedente del «salteo» hacían enteram ente previsible, al fin, com o c u alq u ier otra acción a rm a d a —p or d istin ta que fuese su inten ción— se rem itía, por su índole de m edio coercitivo, a la esfera del dom inio tem poral, con todos sus su puestos, costum bres y estatutos. ¿Y quién podía, por ejemplo, prever, el alcance «necesario» a que podía llegar a s e r llevada una determ inada acción, so pena de un desistim iento a m edio trance, que cu alq u ier alm a de soldado no p o d ría m ás que rech azar com o una especie de coitus interruptus? ¿Quién podía pre decir o d e lim itar a p rio ri lo que tras un hecho de a r m as inaccesible a cualquier cálculo previo llegarían a arro g arse o se sen tirían con derecho a exigir los com batientes? ¿Acaso no era de tem er que si tal he cho de a rm a s alcanzaba una im portancia su p e rio r a toda razonable previsión o exigía, por ejemplo, para verse afianzado y mantenido, la construcción de unas defensas o de u n a sim ple casa-fuerte, los com batien tes prefiriesen ofrecer la hazaña a su propio sobera no y ser loados, honrados y prem iados po r él, antes que p e n sar que habían de m a lb a ra ta r sus m éritos de sangre en beneficio de la soberanía de un rey ex traño? (En la posibilidad de tal clase de episodios, cuyos agentes podían s e r capitanes de m ás respeto y calidad que los aventureros del «salteo», debía de 708
e sta r pensando Alonso de C artagena en la frase cu yas últim as p a la b ras he subrayado m ás arrib a: «las islas C anarias no están ocupadas po r ningún p rín cipe católico o grupo de católicos alguno», con el fin de excluir, en tre las razones a trib u id a s a los p o rtu gueses, no sólo las em p resas directam ente reales, sino tam bién iniciativas todavía posibles desde los supuestos del E stado estam ental.) Así pues, bien pudo ser po r estas o p o r o tras sem ejantes p resu n ciones po r donde la experiencia de las servidum bres inherentes al principio de dom inación acendrase en el ánim o de don Alonso de C artagena la evidencia de la incom patibilidad de facto de las em presas ads c ritas al título de la causa Fidei, legítim as en p rin ci pio para todo príncipe cristiano, con la seguridad de un dom inio tem poral sujeto a la soberanía y ju ris dicción de uno solo de ellos. La im p o rtan cia in tern a de las Allegaíiones en sí m ism as e stá en h a b e r razonado p o r p rim e ra vez de form a explícita esta incom patibilidad; esto es, en ha ber propugnado la necesidad de vincular la causa Fi dei al dom inio tem poral. Pero una vez que es a quien tiene el dom inio tem poral, con el concom itante «de recho de conquista» sobre toda la circunscripción pretendidam ente a d sc rita a ese dom inio —com o el que la efectiva posesión de Lanzarote le confería a Juan II sobre todo el A rchipiélago C anario todavía «por conquistar»—■,a quien corresponde com probar si las actuaciones de terceros hechas en nom bre de la causa Fidei cum plen las condiciones requeridas y si van o no en perjuicio de su dom inio tem poral, el resultado es que la causa Fidei no queda ya sola m ente vinculada al poder tem poral, sino tam bién, de modo inevitable, su b o rd in ad a a él. En una palabra, se sienta el fundam ento de algo que, en adelante, será definitivo y sustancial: la identidad política, respec to de cada concreto territorio o dem arcación m aríti ma, entre los titulares del dom in io tem poral y los 709
gestores de la evangelización. No h a b ría problem a alguno en que los agentes de una determ in ad a expe dición fuesen extranjeros —com o Colón, com o Vespucci, que navegó una vez para C astilla y o tra para Portugal, o com o M agallanes—, lo im p o rtan te sería que ya al zarpar de la m etrópoli los eventuales logros de la em presa estuviesen previam ente com prom eti dos, por capitulación o po r contrato, con un d e te r m inado soberano en cu an to a la adscripción del dom inio y la jurisdicción tem porales. En consecuen cia el «prim er modo» de Alonso de C artagena, esto es, el de la p u ra causa Fidei, podría sin du d a su b sis tir com o una m otivación subjetiva, pero no ten d ría ya ninguna fo rm a p ráctica de ejecución real, h asta el extrem o de que en las dos Inter cetera de Alejan dro VI se d ic ta ría que ni siq u ie ra los m isioneros pu diesen, so pena de excom unión, p a s a r a las Indias sin p erm iso de la reina de Castilla, al p a r que en la Piis fidelium , del m ism o papa, se les p e rm itiría ha cerlo, siem pre que estuviesen autorizados po r la rei na, sin n ecesitar licencia de sus propios superiores. En fin, la m encionada im portancia in tern a de las Allegationes llegó a hacerse externa y operante no sólo p o r el inm ediato efecto que éstas hicieron en el ánim o del pontífice Eugenio IV, quien en la bula Dud u m cum ad nos, de 1436, reservó explícitam ente para el rey de Castilla el derecho al dom inio tem po ral sobre todo el A rchipiélago C anario (y es de n o tar el c a rá c te r exclusivam ente tem poral, ajeno a cu al q uier clase de consideraciones religiosas, de las ex presiones concernientes: ... et ex eis [Litteris, o sea bula33 —ablativo] sequi iuris sui d im in u tio n em [...] ñeque etiam uellem us in aliquo prejudicare iuribus tuis [esta segunda persona es el rey de P o rtu g al]...) y aun lo confirm ó en la R ex regum, de 1443, sino m ás 33. In c lu s o p a r a re fe rirs e , co m o aq u í, a u n a so la b u la se u sa b a el p lu ra l litterae.
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todavía por el hecho de que el precedente de estas bulas extendiese sus criterios a un ám bito geográfico de m agnitud todavía ab so lu tam en te inim aginable; ám bito con respecto al cual serían referidos, cien años m ás tarde, por el propio Vitoria, que alude casi sin duda a Eugenio IV y con toda seg u rid ad a Nico lás V cuando en el núm ero 10 de la Tercera Parte de sus «Relecciones» dice: «Segunda conclusión. Aunque esto sea común y per tenezca a todos los cristianos, pudo, sin embargo, el Papa [aquí, evidentemente, no puede referirse sino a Alejandro VI y tal vez también a Julio II] encomen dar esta misión a los españoles y prohibírsela a to dos los demás. / Y esto se prueba porque, aunque el Papa no sea señor temporal, como arrib a queda di cho, tiene, sin embargo, potestad sobre las cosas tem porales en orden a las espirituales, y, por lo tanto, como corresponde al Papa procurar la difusión del Evangelio en todo el mundo, si para la predicación del Evangelio en aquellas provincias tienen más facili dades los príncipes de España, puede encomendársela a ellos y prohibírsela a todos los demás. Y no sólo pue de prohibir a estos últimos la predicación, sino tam bién el comercio, si esto resultara conveniente para la difusión de la religión cristiana, puesto que puede disponer de las cosas tem porales según convenga a las cosas espirituales. [...] Ahora bien, parece que es en absoluto conveniente, ya que si de otras naciones cristianas concurriesen indistintam ente a aquellas provincias, seria fácil que m utuam ente se estorbasen y que surgiesen conflictos [subrayado mío] que pertur barían la tranquilidad y obstaculizarían el asunto de la fe y la conversión de los bárbaros. [...] Y de la mis ma manera que, para conservar la paz entre los prin cipes cristianos [subrayado mío] y extender la religión, pudo el Papa [aquí sí que parece referirse por lo me nos a Eugenio IV y a Nicolás V] distrib u ir las provin cias de los sarracenos entre los dichos príncipes, de modo que ninguno se inmiscuyera en la parte asigna da a otro [subrayado mío], puede también nombrar 711
príncipes [sic; tal vez haya aquí un erro r de traduc ción, que, no disponiendo ahora del original latino, no puedo comprobar] en bien de la religión, sobre todo en donde no hubo nunca príncipes cristianos».
Como puede observarse en las frases subrayadas po r mí, aún aquí resonaban los ecos de las Allegationes, si no directam ente, sí al m enos a través del efecto que tuvieron en las b ulas de los papas de la época, en cu an to a vincular y aun subordinar, mal que les pesara, la causa Fidei a los prepotentes con dicionam ientos del dom inio tem poral. No im porta que Vitoria argum entase el asunto —sin duda alguna con toda buena fe— so color de protección de la cau sa Fidei y no de los intereses del poder tem poral, pues al fin era la universalidad de la causa Fidei («aunque esto sea com ún y pertenezca a todos los príncipes cristianos», son sus palabras) la que se do blegaba a las servidum bres p a rtic u la rista s de la dom inación («sería fácil que m utuam ente se estorba sen y surgiesen conflictos» ... «para conservar la paz entre los príncipes cristianos» ... «de modo que n in guno se inm iscuya en la parte asignada a otro») y és tas las que decidían la necesidad de la exclusiva no sólo de la evangelización sino tam bién del comercio. Tal vez en ningún otro punto podría m ostrarse tanto como en este la clarividencia de García-Gallo al re considerar el D escubrim iento de Colón y las bulas alejandrinas que a él se referían bajo el punto de vis ta no ya de un comienzo, sino de una continuación, y en concreto de la querella naval castellano-portu guesa sobre el dom inio del Atlántico, puesto que las «Relecciones» de V itoria fueron escritas, por lo vis to, nada m enos que en 1532, y hechas públicas tan sólo en 1539. Nicolás V, sucesor de Eugenio IV en el solio de San Pedro, fue m anifiestam ente uno de los m uchos en a m orados antiguos o m odernos, públicos o privados, 712
declarados o secretos —y entre ellos, sin g u larm en te, los reyes de Portugal: su propio herm ano Don D uarte y su sob rin o Don Alfonso V—, que acertó a ganarse, no sabem os si po r virtu d o po r belleza, pues propio del a m o r es ju sta m e n te tro c a r toda belleza por virtud, el infante don E nrique el Navegante, con la audaz y ligera gracia de sus velas, henchidas, tanto o m ás que po r el viento, po r el célebre lema: Viure non necesse, nauigare necesse! Con todo, sin dejarse cegar p o r el am or, hay que reconocer que no todos los encarecim ientos que, en su bula Romanus Pontifex, del 8 de enero de 1455, N icolás V pro diga sobre la persona y la acción de Don E nrique suenan bien a n u estro s oídos de hom bres del si glo X X , que no sólo hem os repudiado el contubernio de la C ruz con la E sp ad a sino que conocem os ade m ás la terrib le tragedia que gracias a las navegacio nes iniciadas p o r el infante em pezaría a caer, aunque bastantes años después de su m uerte, sobre el Áfri ca negra, cu ando el D escubrim iento de Colón hicie se reflorecer, bajo los auspicios de la fe de Cristo, el tráfico de esclavos h asta un grado de inhum anidad desconocido incluso en los im perios de la antigüe dad pagana y, ya en los siglos X V I I y X V I I I , en cu an to al núm ero de «piezas» —que así eran designadas las unidades de aquella m ercancía viviente—>en can tidades nunca alcanzadas siquiera en los m om entos de m ayor auge del Im perio Romano. Así, entre esos encom ios, ofende de m odo especial nuestros oídos el siguiente: Christi miles, ipsiusque Fidei acerrim us ac fortissim us defensor et intrepidus púgil («Solda do de C risto y aceradísim o y fortísim o defensor y va leroso boxeador de su Fe»). Dicho lo cual, vengam os a lo que aquí im porta señ alar de la bula en cuestión. En p rim e r lugar, m arca com o ninguna o tra bula a n te rio r la exclusiva de los portugueses sobre «lo descubierto y lo por descobrir» en el Atlántico orien tal y m eridional (aunque aún, naturalm ente, no se 713
im aginaba la existencia del Brasil), usque ad Indos («hasta los indios» y, p o r supuesto, los de la India propiam ente dicha, pues ya sí se pensaba, por el con trario, en el posible rodeo p o r el s u r de África, a u n que no se tuviera idea de cuán lejos estaba); exclusiva que im porta por tres cosas: 1.a, porque lo es frente a cualesquiera otros cristianos; 2.a, porque la defini ción de éstos p erm ite casi excluir la posibilidad de a trib u ir al a z a r su sem ejanza, aun a despecho de no tables variantes, con la letra de una enum eración equivalente —aunque m ucho m ás breve— de los ex cluidos, esta vez, en favor de la reina de C astilla y respecto de las islas d escu b iertas po r Colón, espe cialm ente en la segunda Inter Cetera de Alejandro VI; y 3.a, porque, al extenderse la exclusión no sólo a la conquista y a la navegación sino tam bién a la pesca y al com ercio incluso de las cosas p erm itid as (las prohibidas a todos eran ya de m ucho antes el hierro, las arm as y toda su erte de cosas ú tiles a la navega ción, com o cuerdas, m ad era y todo género de ap a re jos, ya que tal prohibición había sido pensada contra los sarracenos), la bula m uestra tam bién el preceden te del m ás a rrib a tran scrito parágrafo núm ero 10 de la Tercera Parte de las «Relecciones sobre los indios» de Vitoria. O tra cosa im p o rtan te de esta bula está en el hecho de que aun para la concesión de una ex clusiva de sem ejante alcance y m agnitud N icolás V supo ingeniárselas hábilm ente para hacerlo sin ne cesidad de re c u rrir al que m ás a rrib a he llam ado «program a m áxim o» de E n riq u e de S usa —esto es, el que hace al papa señ o r tem poral de todo el orbe tanto cristia n o com o por c ristia n iz a r—; y no es pre ciso explicar aquí el recurso al que se acoge, pues es el que ya hem os visto escuetam ente definido p o r Vi toria en el parágrafo citado: «Aunque el papa no sea señor tem poral [...], tiene, sin em bargo, potestad so bre las cosas tem porales en orden a las espirituales», donde, p o r cierto, tal vez, pueda oírse reso n ar un eco 714
de la antigua d o ctrin a de la ratio peccati, form ulada en la época de las llam adas luchas en tre el Ponti ficado y el Im perio y usada, po r ejem plo, por Ino cencio III en su decretal N ouil lile, de 1204, para conm inar a Felipe Augusto, ratione peccati («por ra zón del pecado», por la cual, siendo el pecado m ate ria de sus atribuciones espirituales, siem pre que éste m ediase podía el papa intervenir en cuestiones tem porales), a avenirse a las reclam aciones de Juan SinTierra, en la m edida en que éste las fu n d ab a en un pecado de p e rju rio por parte de Felipe Augusto. Ale go la conjetura de este fundam ento, p o r cuanto se ría harto extraño que el tom ista Francisco de Vitoria pudiese haberse a rrim a d o en algún punto a las doc trin as del Ostiense, contem poráneo y adversario de Tomás de Aquino. Finalm ente, la bula que vengo co m entando lleva ya sin rebozo h a sta el extrem o m áxi mo posible la anticipación abstractiva del derecho de dom inio sobre lo «por descobrir». Y así N icolás V declara que las facultades otorgadas en su a n te rio r bula Diuino am ore co m m u n iti, de 1452, quiere que «se extiendan tanto a Ceuta y las tie rra s allí citadas com o a cu a lq u ier o tra a d q u irid a antes de la conce sión de dicha bula y a aquellas provincias, islas, p u er tos, m ares cualesquiera que en el futuro, en nom bre del dicho rey Alfonso V y de sus sucesores y del In fante [el infante don E nrique el Navegante, por su puesto, que sería su p e rio r a sus fuerzas d e ja r de nom brar una vez más], en esta y en o tra s p artes c ir cundantes y en las últim as y m ás rem otas, puedan a d q u irir de los infieles o paganos...». A p e sar del c a rá c te r infam ante que tuvo la disolu ción de la O rden del Temple, en 1311, parece ser que la Ordem de cavalaria de Jesu Christo, fundada, como se ha dicho m ás arrib a, en Portugal y en 1319 por un grupo de tem plarios huidos o dispensados de la quem a, logró conservar al m enos una p arte de las enorm es riquezas confiscadas a la vieja orden disuel 715
ta, con cuyas rentas y m uy probablem ente p o r ges tiones del infante don Enrique el Navegante (regidor y gobernador de la Ordem de cavalaña de Jesu Chris to, según García-Gallo, o ecónom o de la misma, se gún Konetzke, sin que ni lo prim ero ni aun m enos lo segundo deba confundirse, según creo, con el cargo suprem o de «maestre»), se financiaron, siquiera en gran m edida, las expediciones navales portuguesas. En agradecim iento, pues, a este apoyo m onetario y a la participación personal de los caballeros de la o r den en las d istintas em presas terrestres o m arítim as del reino, el rey Don Alfonso V, por carta de donación, otorgada con fecha del 7 de junio de 1454, concedió a la Ordem de cavalaria de Jesu Christo todas las a tri buciones propias de a spiritualidade —esto es, inclu so aquellas que habrían correspondido a lo que en la jerga eclesiástica se llam a «el ordinario»— en to dos los territo rio s e islas de ultram ar, excluida, na turalm ente, Ceuta, que ya tenía su diócesis, así como las Azores y, verosímilmente, M adeira.34 No sería, sin 34. «Porem, consirando Nos como com algíias despensas da dicta Ordem de cavalaria de Jesu Christo, e por contémplamelo sua, a dita conquista joy proseguida e comentada, razotn nos pareceo a ella pertencera spiritualidade das térras conquistadas. E por tanto, querendo Nos satisffazer ao que devenios ao todo poderoso Deus das hostes, senhor dos vencimentos, de cuja mao recebemos o princi pado e esta nova Vitoria, queremos e outorgamos, quanto con direito podemos, que a dita Ordem de Jesu Christo, per o dito lijante e pollos administradores que depois delta veerem, para todo sempre aja daquellas pravas, costas, ilhas, térras conquistadas e por conquistar e de Gazulla, Guinea, Nubia, Ethiopia e per quasquer outros nomes que sejain chamadas, toda espiritual aaministragom e jurisdifom . assi como ha en Thomar, que he cabera da dita or dem, aa qual as ditas térras, assi como a nembros de novo encorporados e ajumados, devem seer anexas. E ja<;a prover aqueles poboos que conquistados jorem, de pregadores e reitores que llie ministrent os eclesiásticos sacramentos. E por que o Padre Sáne lo seja mais ligeiramente demovido a esto outorgar, comoquer que a cousa em si tam honesta e tam piedosa se ja, que sem tongas prezes devía ser impetrada, pois justamente se pode outorgar e sem alheo poerjoizo, a Nos praz porem de noleficar ao dito Santo Pa dre este nosso aprazimiento e consentimento, e de suplicar m uy humidosamente a sua Sanctidade, que ho queira assi outorgar...».
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embargo, Nicolás V quien ratificase y consagrase se m ejante exclusiva, sino su su ceso r en el solio ponti ficio, Calixto III, quien lo hizo en su bula Inter celera (prim era de este nom bre y a no confundir con las dos bulas hom ónim as de A lejandro VI) del 13 de m arzo de 1456, y de la que creo o p o rtu n o d e sta c a r los pa sajes siguientes: «... decretamos, estatuim os y ordenam os a perpe tuidad: que lo espiritual y la plena jurisdicción ordi naria [subrayado mío], el dominio y la potestad ceñida a lo espiritual, en las islas, villas, puertos y lugares desde los cabos Bojador y Nam [síc, p or "Num ”] has ta toda la Guinea y más allá por las playas m eri dionales hasta los Indios ganados y por ganar, cuya ubicación, número, calidad, nombres topónimos,35 lí mites y lugares queremos que se tengan por expresa dos [original latino: pro expressis haberi uolumus]en la presente bula [subrayado mío], correspondan y per tenezcan a la Milicia y Orden [se sobrentiende a la Ordem de cavalaria de Jesu Christo] perpetuam ente en el futuro [...], de tal forma que el p rio r mayor [ori ginal latino prior maior, supongo que designando así al maestre] que en cualquier tiem po tuviere la dicha Orden Militar, todos y cada uno de los beneficios eclesiásticos, con cura o sin cura de almas, ya secula res como de cualquier orden regular, fundados e ins tituidos o que se funden e instituyan [subrayado mío], en las islas, tierras y lugares citados [...] los confiera y provea. Así también pueda proferir excomuniones, suspensiones, privaciones y otras censuras y penas eclesiásticas [...] Y todo lo demás y cada cosa que los ordinarios [subrayado mío] de los lugares en que tie nen potestad espiritual pueden y suelen hacer, dispo ner y ejecutar, por derecho o costumbre, de la misma 35. O rig in a l latin o : uocabula designationes, d o n d e no c re o q u e h ay a e r ra ta , s in o u n a in fre c u e n te p e ro no im p o s ib le d e te rm in a ció n p o r a p o sició n , don de se pretende, evid en tem en te re c o g e r la s p a la b r a s d e la c o n c e sió n d e A lfo n s o V: «e p e r q u a s q u e r o u tro s n o m es q u e s e ja m c h a m a d a s» (véase la n o ta an te rio r).
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m anera y sin ninguna diferencia, pueda y deba [se so brentiende que el prior mayor de la Orden] disponer, ordenar y ejecutar. [...] Y decretamos que las islas, tie rras y lugares ganados y por ganar [se sobrentiende que de la zona definida, aunque en gran parte a cie gas, más arriba] estén fuera de toda diócesis [subra yado mío] y que sea nulo y sin efecto lo que cualquier autoridad pudiese atentar contra ellos a sabiendas o por ignorancia».
Lo interesante y h asta clam oroso de este pasaje está no sólo en el alcance ab soluto de la exclusiva de a spirilualidade que en él se otorga a la Ordem de cavalaria de Jesu Christo, dándole todas las a tr i buciones de «los ordinarios», y acaso (aunque no ten go ahora docum entación a m ano p ara asegurarlo) superándolas, en tanto que com prende potestad so bre las propias órdenes regulares, que, si no me equi voco, solían gozar de u n a cierta autonom ía respecto de los o rd in ario s diocesanos —cuya posible in te r ferencia se preocupa, po r o tra parte, de d e c la ra r expresam ente nula y sin efecto—, sino tam bién en llevar la anticipación ab stractiv a sobre lo «por descobrir» h asta el extrem o de extenderlo tan a ciegas com o com porta el d a r p o r expresados —y po r tanto, sujetos al privilegio de la b u la — aun los propios nom bres topónim os de tierras, islas o lugares cuya m ism ísim a existencia —am én de la ubicación, los lí mites, la extensión y el n úm ero— estab a todavía en las tinieblas de lo desconocido; anticipación que im porta adem ás especialm ente po r el correlato que ten drá, en este caso ya a favor de la reina de Castilla, en las bulas alejandrinas. En cuanto al sucesor de Calixto III en el pontifi cado, Pío II (Enea Silvio Piccolom ini, 1458-1464), ya he m encionado una b u la del 7 de octubre de 1462 —cuya denom inación no he podido averiguar— con tra el «salteo», de la que ahora m e lim itaré a com en ta r que, en la m edida en que com porta, junto con las
precedentes de E ugenio IV, un deseo de protección de pueblos infieles —naturalm ente, no sarracenos—•, puede tal vez s e r co n sid erad a com o un antecedente rem oto de la S u b lim is Deus de Paulo III, que ya nos d a rá m ás ad elante no poco qué hablar. Paulo II (Pietro Barbo, 1464-1471) no hizo, al m enos que yo sepa, novedad alg u n a en la q u erella que traem o s en cues tión. Las nalgas que después de las de Paulo II tuvie ron el valor de aposentarse en el ya gélido, ya ardien te, ya blando, ya espinoso, ya, en fin, ¿por qué no decirlo?, inicuo o verdadero, au nque raram ente, san to Solio de San Pedro fueron, com o es sabido, las de Sixto IV (Francesco della Rovere, 1471-1484). Este pontífice, tío del m ucho m ás fam oso Ju lio II (Giulano della Rovere, 1503-1513), ya ha dado m otivos p a ra salir a relucir m ás a rrib a y p o r dos veces: la prim era, p o r su bu la E xig it sincerae, del prim ero de noviem bre de 1478, en la que concedió a doña Isabel de Trastam ara y a don Francisco Jim énez de C isneros la creación del S anto Oficio de la Inquisición, sujeto al poder real e independiente de los ordinarios diocesa nos, y del que aquí no se va a volver a hablar; la se gunda, por la bula Aeterni Regis, del 21 de ju nio de 1481, ya m encionada por contenerse en ella la ra tificación de la C apitulación de Las Alcágovas, del 4 de septiem bre de 1479 (con que se concluyó la gue rra civil p o r la sucesión de la Corona de Castilla, que fue tam bién g uerra castellano-portuguesa, al h a b e r se unido con apoyo de a rm a s Alfonso V de Portugal a los parciales de la B eltraneja), au n q u e tan sólo en lo que concernía a la querella naval sobre el dom inio del A tlántico entre C astilla y Portugal. Sobre esta bula hay que d e c ir todavía una p alab ra más. En p ri m er lugar, au nque reconozca —por atenerse a lo ca pitulado en Las Alcágovas— el derecho de C astilla sobre las islas del A rchipiélago C anario «conquista das y por conquistar», lo hace (tal vez por haberse 719
entrom etido en el interim una vacilante concesión de E nrique IV de C astilla a los portu g u eses sobre la Gran C anaria, en 1455, de la que, no obstante, se h a bía retractado tres años después, antes de que los be neficiarios hubiesen em prendido acción alguna) sin recordar la D udum cum ad nos de Eugenio IV, y sólo com o una reserva en favor de C astilla, en m edio de una ratificación de la exclusiva de los portugueses sobre el Atlántico m eridional y todas las costas a fri canas, reproduciendo incluso varios capítulos tanto de la R om anas Pontifex de N icolás V com o de la In ter cetera de Calixto III, que ya se han com entado. En segundo lugar, cosa m ucho m ás im portante, sien ta el precedente de una «línea de dem arcación», aunque esta vez en la dirección de los paralelos y —probablem ente debido al hecho de que los p o rtu gueses ya habían en trad o en el golfo de Guinea, h a bían fundado los asentam ientos de El Mina y de Fernando Poo (por su d e scu b rid o r Fernáo do Po) y estaban a punto de a lcan zar la desem bocadura del Congo— con sin g u la r olvido del A tlántico occiden tal, pues las navegaciones, que se habían movido en un principio de n orte a sur, parecían llam arse cada vez m ás hacia orien te tra s la e n tra d a en el in m enso golfo de G uinea y seguían en su em peño de b u sc ar la vuelta de África h acia el O ceáno índico. En tercer lugar, como detalle curioso, la bula no hace m ención alguna de la reina Isabel de C astilla y m ien ta únicam ente a su esposo Don Fernando y, por a ñ a didura, bajo el solo título de ¡rey de C astilla y de León! No se d iría sino que el vino con que sobrelleva ba sus fatigas el alto fun cio n ariad o pontificio pega ba un poquillo m ás de lo que acaso fuera conveniente p ara las responsabilidades de tan san tísim a can ci llería. En cuanto a Inocencio VIII (G iam battista Cibo, 1484-1492), ya ha quedado dicho en su lugar cóm o al otorgar, p o r la bula Orthodoxae fidei, de 1486, el 720
p atronato real sobre el reino de G ranada, ya b a sta n te ad en trad a la conquista, pudo c o n trib u ir no poco a la desventura de los m oros, y cómo, sobre todo al hacerse extensivo a las C anarias, adm ite tal vez ser considerado com o un precedente y un ejem plo para el futuro p atro n ato indiano. Aunque p arece ser que no ha podido averiguarse ni por quién ni exactam ente cuándo —se supone que a últim os de m arzo de 1493 com o lo m ás pronto o a m ediados de ab ril del m ism o año com o lo m ás tard e — fueron solicitadas en la S an ta Sede las céle bres «bulas alejandrinas», o, m ás exactam ente, las tres prim eras de ellas, por los procuradores de la rei na de Castilla, lo que sí, en cambio, parece por lo m e nos b astan te atestig u ad o es que las relaciones entre don Rodrigo de B orja y doña Isabel de T rastam ara no atravesaban, p o r aquellas fechas, ningún p erío do precisam ente idílico. Ésta, en efecto, no bien aquél hubo sentido c a er sobre sus sienes, el 26 de agosto de 1492, el san to peso de la tia ra pontificia, y rep u tando acaso que com o súbdito al fin de la Corona de Aragón y p o r lo tanto de su propio m arido Don Fer nando, cuyo reinado com partía, no d ejaría de m os tra rse propicio a sus deseos, no se había dem orado m ucho tiem po, al parecer, en hacerle llegar, con to dos los respetos, su disgusto de fidelísim a cristia n a e hija de la Santa M adre Iglesia por la tolerancia que en los E stados Pontificios se g u a rd a b a para con los judíos —cuya com unidad rom ana no había dejado de a c u d ir a p re se n ta r sus respetos al nuevo papa a raíz de su coronación— y su piadoso deseo de que al m enos los falsos conversos em igrados de Castilla, sustrayéndose al celo de la S anta Inquisición, fue sen perseguidos o quizá incluso extraditados; pero Alejandro VI no había p restado oídos a tan c ristia na insinuación. Hay que d e c ir que en esto el papa no hacía sino seguir una tradición rom ana a n te rio r al C ristianism o, cuyo origen (según el excelente li721
bro de José M ontserrat Torrents, La sinagoga cristia na, M uchnik Editores, B arcelona, 1989) se rem onta ba nada m enos que al año 48 antes de C., cuando César, tra s la victoria de Farsalia, y atravesando, en persecución de Pompeyo, S iria y Palestina, de cam i no para Egipto, recibió en sus h u estes el apoyo de tres mil m ercenarios judíos; y, m ire usted por dónde, de ahí que fuese C ésar el que in au g u ró los privi legios de que, frente a todas las restan tes religiones no oficiales del im perio, gozarían —con pequeñas excepciones— los ju d ío s de todos los te rrito rio s im periales h asta la sublevación de B ar Kosiba (132-135 después de C.), salvo, naturalm ente, los de la propia Judea, siendo así que ni siq u iera la d estrucción de Jeru salén en el 70 aparejó hostilizaciones p ara las com unidades de la diàspora, que, gracias al intenso proselitism o de las sinagogas entre hom bres de otras razas, habían llegado a alcanzar, según algunos, has ta el diez por ciento —o sea en tre seis y siete m illo nes de perso n as— de la población total del Im perio Romano (por lo demás, ya Octavio Augusto, en su Lex Iulia de Collegiis, había confirm ado y ratificado el singular privilegio de que gozaba, en exclusiva, la re ligión judaica). Así que nada m enos que el respeto hacia esta tradición p rec ristia n a de tolerancia p ara con los judíos a la que Roma había sabido casi siem pre h acer h o n o r era, ju n to con otros, el motivo de la tirantez rein ante entre A lejandro VI y la reina de Castilla cuando los procuradores o em isarios de ésta acudieron an te el papa con las nuevas del afo rtu nado viaje de Colón y con la correspon diente p eti ción de bulas capaces de a se g u ra r —n aturalm ente frente a los p o rtu g u eses— sus descubrim ientos. No parece, así pues, aventurado a trib u ir en algún gra do a un sentim iento de deuda p o r aquella negativa y a un deseo de congraciarse con la reina de C astilla la p ro n titu d con que A lejandro VI satisfizo esta vez cum plidam ente sus dem andas. 722
De esta m anera, en la segunda quincena de abril de 1493 la cancillería pontificia se ap re su ró a redac ta r las tres p rim e ra s bulas en favor de la reina de C astilla con respecto al D escubrim iento de Colón, esto es, la p rim era Inter cetera (naturalm ente, alejan d rin a y a no c o n fu n d ir con su hom ónim a calixtina de 1456), la E xim iae deuotionis (am bas d atad as con fecha 3 de mayo) y la segunda Inter cetera (datada con fechá 4 del m ism o m es y año). Y en este punto es donde la propia argum entación de García-Gallo perm ite m ejor ju stific a r mi aserto sobre el c a rá c ter genéricam ente arb itra l de las sucesivas actuacio nes pontificias; pues, en efecto, en el parágrafo 110 de su estudio (págs. 428-429 de la edición citada) e sta blece un paralelo, fundado en gran m edida en la letra m ism a de los textos, e n tre estas tres p rim e ra s bulas alejan d rin as a favor de C astilla y o tra s tan ta s bu las que él llam a «portuguesas», esto es, la R om anus Pontifex de N icolás V, la In te r cetera de Calixto III y la Aeterni Regis de Sixto IV. Si, tal como, p o r lo dem ás, resulta, expressis uerbis, de la letra m ism a de las bulas, la intención de Alejandro VI era, efec tivamente, favorecer a la reina de C astilla con be neficios com pensatorios equivalentes a los que esos tres papas anteriores se habían dignado conceder al rey de Portugal, no me parece im propio caracterizar com o a rb itra l una actuación tendente, al fin, a m an tener el equilibrio, y con éste la concordia, entre aquellos dos príncipes cristianos po r entonces igual m ente interesados en la navegación, exploración y dom inio del Atlántico. Con todo, he de decir que García-Gallo fuerza tal vez un poco el paralelism o entre las dos tern a s de bulas, según el orden p o r el que van citadas, pues, en efecto, si nada hay que ob je ta r al que establece entre las dos p rim eras y las dos terceras de las tern as respectivas, calificando aquéllas com o de donación y éstas com o de dem ar cación, no parece tan claro que el rasgo com ún al p ar 723
form ado p o r las dos segundas, o sea p o r la Inter cetera calixtina y la Exim iae cleuotionis de Alejandro VI, sea el de concesión de privilegios. La Inter cetera calixtina reproduce íntegram ente la R om anus Pontifex de N icolás V, pero respecto de ella se lim ita a añadirle, p ara d a r m ás firm eza a su vigencia, su «confirm ación apostólica» (texto latino: pro illorum [Litterae=bula] subsistentia firm iori robur apostilic[a]e confirm ationis adiicere), pero de lo que Calix to III pone de verdaderam ente suyo y añade com o nuevo en esta bula, o sea, n ad a m enos que de la con cesión de la m ás plena y rig u ro sa de las exclusivas de a spiritualidade p ara la Ordem de cavalaria de Jesu Christo, nada hay en la E xim iae deuotionis de Alejandro VI que pueda, ni de lejos, considerarse como algo equivalente. En realidad, la única bula que podría tom arse, m u ta tis m utandis, po r correlato de la In te r cetera de Calixto III sería, en c u alq u ier caso, la Piis fidelium de Alejandro VI, de fecha 26 de junio de 1493. «En realidad esta bula —dice de ella García-Gallo— carece de interés directo para el pro blem a de la concesión de las islas y tie rra s descu b iertas a los Reyes Católicos, pues no alude para nada a la concesión ni a los derechos de c u alq u ier clase que los citados príncipes pudiesen tener sobre ellas»; mas, com oquiera que lo que aquí, en cambio, interesa es la subordinación de la causa fidei al do minio tem poral, ha de ser justam ente la Piis fidelium la que pongam os en correlación e incluso, com o ve remos, en contraste, con la Inter cetera de Calixto III. En cuanto a la E xim iae deuotionis, p o r no dejarla atrás, tal vez la pista para d a r razón de su motivo esté —n aturalm ente de e n tre lo que no es repetición de la Inter cetera del m ism o día— en dos puntos preci sos en que la variante respecto de ésta en el texto de la E xim iae consiste exclusivam ente en introducir en m edio de dos frases idénticas en todo lo dem ás una m ención explícita de las b u las concedidas a los re 724
yes de Portugal. Así, donde la In ter cetera del 3 dice: hu iusm odi ó m nibus et singulis gratiis, priuilegiis, exem ptionibus, libertatibus, im m u n ita tib u s et indultis huiusm odi, quorum o m n iu m tenores ac si de uerbo ad uerbum presentibus inseretur, la variante de la Exim iae consiste en in tro d u cir entre im m u nitatibus y et indultis la p alab ra litteris (o sea «bulas», pues en este caso hay que e n ten d er que vale por plural), y entre e[ indultis y hu iu sm o d i las p alab ras Regibus Portugalliae consessae, y donde la In ter cetera del 3, m ás adelante, dice: non obstantibus constitutionibus et ordinationibus apostolicis, necnon ó m nibus illis quae in litteris desuper editis concessa sunt, non obstare caeterisque contrariis quibuscum que, la va riante de la E xim iae consiste en s u s titu ir las pa labras desuper editis, que siguen a litteris po r las palabras Portugalliae Regibus concessis huiusm odi. En una palabra, b a sta con estas dos v ariantes p ara suponer, sin apenas tem or a equivocarse, que la in tención de la E xim iae deuotionis e ra com pletar la equiparación de los privilegios concedidos a C asti lla con los que ya tenía, por sus pro p ias bulas, Por tugal y, sobre todo, h acer c o n sta r la no obstancia de la que éstas pudiesen contener en m enoscabo de Cas tilla. Si la In ter cetera del 3 ya había com parado a am bas coronas, igualando elogiosam ente los m éri tos de una y otra, para a c a b a r expresando la volun tad de conceder a Castilla los m ism os privilegios que había concedido a Portugal, había om itido, sin embargo, h acer m ención explícita de las «bulas por tuguesas», cosa que debía de hab er encarecido ex presam ente, y sobre todo en cuanto a la no obstancia de lo que en el contenido de éstas pudiese dism inuir el de las suyas, la reina de C astilla en sus in stru c ciones a sus p rocuradores ante la S an ta Sede, pues, acaso con toda razón, debía de c o n sid e rar ju ríd ic a m ente m ás operante y determ inativo que se dijese literalm ente «todo cuanto contengan las bulas con 725
cedidas a los reyes de Portugal» a que se hiciese m en ción, todo lo descriptiva que se quiera, de los conteni dos, pero sin rem itirse de m anera explícita a los docum entos m ism os, ni siquiera como Utreras desuper editas («bulas anteriorm ente libradas»), o sea, asi, vagamente, sin mención nom inal de los destinatarios, es decir, de los reyes de Portugal. ¡Pues buena era la Trastamara para que aquellos borrachínes m estureros de la curia vaticana tratasen de colarle vaguedades! Volviendo ahora a la Piis fidelium , he dicho antes que ésta sería, en todo caso, la que pueda ponerse en relación con la Inter cetera calixtina, por cuanto una y o tra conciernen a las cuestiones espirituales, pero tam poco es necesario hacerlo porque haya que em patar, com o se em peña García-Gallo, con un ta n teo de 3 a 3 el p artid o Castilla-Portugal; m ás bien creo que el in terés de c o m p ararlas no e stá en las si m ilitudes sino en las diferencias. El rasgo general de tales diferencias p odría tal vez d escrib irse diciendo que m ientras el tono de la In te r cetera evoca todavía un am biente de Cruzada, en el de la Piis fidelium ese am biente se h a tran sfig u rad o en el de M isión.36 En 36. Un a m ig o a q u ie n he d a d o a le e r e s ta s p á g in a s h asta d o n d e term in a el e xa m e n de la s Atlegaliones d e A lo n so de C a rta g e n a m e h a s u g e rid o q u e ley ese d o s b re v e s c o m e n ta rio s, e l u no del d o c to r R ic h a rd K o n etzk e y el o tro del d o c to r H a ro id B. Jo h n s o n Jr . — a m b o s p u b lic a d o s c o m o a p é n d ic e s (I y 2) en el lib ro d e L e w is H an k e La humanidad es una, Fondo d e C u ltu r a E c o n ó m ic a , tra d u cció n d e Jo r g e A v e n d a ñ o -In e strilla s y M a r g a r ita S e p ú lv e d a d e B a ra n d a , M é x ico D.F., 19 8 5 , y q u e yo d e s c o n o c ía —, q u e m e s ir ven p a ra ju s t i f i c a r y p r e c is a r el u so q u e a q u í s e h ace ele la s p a la b ra s « C ru z a d a y M isión » . E n cu a n to a la a fir m a c ió n d e K onetzke de q u e no deb e c o n fu n d ir s e la idea d e « R e c o n q u ista con la id ea d e C ru z a d a » , e sto y s u s ta n c ia lm e n te d e a c u e rd o (y a u n yo m ism o he s e ñ a la d o m ás a r r ib a lo s p e c u lia r e s r a s g o s d e m u tu o re c o n o c i m iento ju ríd ic o -p o lítico en tre p rín c ip es c ris tia n o s y p rín c ip es m a h o m etan o s con lo s que, au n d en tro del su p u e sto d e u n a m u tu a e n em istad p ro lo n g a d a sine die, la s r e la c io n e s d e la lla m a d a « R e co n qu ista» c o n tra d e cía n la ¡le g itim a c ió n del d erech o tem po ral de los p rín c ip es in fie le s c a ra c te rís tic a d e la s C ru zadas); p ero K onetz ke o lv id a , en p r im e r lu gar, e l g ra n c a m b io d e e s ta ac titu d en tre moros y cristianos c u a n d o no se tr a t a b a y a de m o ro s e sp a ñ o le s,
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efecto, m ientras la In ter cetera calix tin a aparece re c o rrid a de p arte a p a rte po r un aliento de rigor y de severidad, tanto en el énfasis con que, como querien do reforzar la a u to rid ad otorgada, d eclara la total y absoluta exclusiva jurisdiccional de cuanto concier na a la gestión de a spiritualidade en favor de la Ordem de cavalaria de Jesu Christo, com o en la índole de las atrib u cio n es que m ás se esm era en detallar, cual si los propios cristianos recibiesen sobre sí m is mos el reflejo del fu ro r a n tisa rrac e n o inherente a la idea, todavía predom inante, de C ruzada («Así tam bién pueda p ro fe rir excom uniones, suspensiones, privaciones e interdictos y o tra s c en su ras y penas eclesiásticas c u a n ta s veces sea n ecesario y en cu al q u ier m om ento que lo exija la situación de las cosas y la calidad de los negocios»), por el contrario, la Piis fidelium , expedida con la fecha de 26 de ju nio de 1493, y, p o r lo tanto, con la C ristiandad todavía sin o d e in v a s io n e s a f r ic a n a s c o m o la d e lo s a lm o r á v id e s o la de lo s a lm o h a d e s (frente a la c u a l se fo rm ó u n a c o a lic ió n c r is tia n a in teg ra d a no só lo p o r lo s reyes de C a stilla , N a v a r r a y A ragó n sin o tam b ién p o r m u ch o s c a b a lle r o s eu ro p e o s q u e a c u d ie ro n de F ra n c ia y o tro s p a íse s, y p a ra la c u a l el p o n tífic e In o ce n cio III e x p i d ió u n a b u la con lo s p r iv ile g io s de S a n ta C ru z a d a ) y, en se g u n d o lu g ar, q u e la s g u e r r a s p o r tu g u e s a s c o n tra lo s s a r r a c e n o s d el Magreb, c o r o n a d a s p o r la c o n q u ista de C e u ta en 1 4 1 5 y p ro se g u id a s, au n q u e con m ás fr a c a s o s q u e éxito s, p o r b a s ta n te s añ o s d esp u é s, sí q u e tu v ie ro n p len am en te el c a r á c t e r d e C r u z a d a (y p a ra c o m p ro b a rlo b a s ta le e r la s e x p re sio n e s fero zm en te a n tisa rr a c e n a s de la s b u la s Diuino amore com m unili y Romanus Pontifex del P ap a N ic o lá s V). E n c u a n to a la c o n q u ista d e G r a n a d a , tal vez fu e de este preceden te p o rtu gu és de lo qu e su p o h áb ilm en te ap ro ve ch arse e l c o n d e de T e n d illa p a ra v e n d e rle a In o ce n cio V III p o r C ru z a d a lo q u e no e ra , en v erd ad , sin o el ú ltim o e p is o d io d e la lla m a d a R e c o n q u ista , a u n q u e ta m b ién p u d o c o n tr ib u ir a e llo un s ie m p re e s c a s o y v a c ila n te ap o y o a los m o ro s g ra n a d in o s p o r p a rte d e los tu rco s. H a sta a h o r a ten em os, p u es, s ó lo d o s c o s a s , C r u z a d a y R e c o n q u ista , q u e a u n q u e p u ed an in t e r fe r ir s e en o c a s io n e s , se d is tin gu en b ien. L a te r c e ra c o sa q u e fa lt a to d avía e s la q u e to m a el n o m b re de M isió n ; p a ra q u e é s ta se d é en s e n tid o p ro p io son ne c e s a r io s a l m en o s d o s fa c to re s: 1.°, q u e el in fie l a l q u e s e re fie re se h alle, fren te a lo s s a r ra c e n o s —c o n un g ra d o d e in stitu c io n a li-
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a rro b a d a por el desventuradam ente efím ero em beleso del «Sin-seta» del p rim e r viaje colom bino, otorgando respecto de las «tierras e islas» recién d escu b iertas p o r Colón, a petición de los reyes «de C astilla y de León, de Aragón y de G ranada», y a fa vor de fray B ernando Boil, vicario de la Orden de los M ínimos «en los reinos de las E spañas», atrib u cio nes prácticam en te tan om ním odas en la gestión de las cosas e sp iritu a le s com o las que la repetida bula de Calixto III había otorgado a la Ordem de cavalaria de Jesu Christo, aunque, a diferencia de ésta, sin tan siquiera p reo cu p arse de h a c er m ención alguna de una exclusiva equivalente, se expresa en tonos que evocan un am biente diam etralm ente opuesto: el que antes, p o r oposición al de «Cruzada», he lla m ado de «Misión»; b aste para m o strarlo el pasaje que p o r referirse a las atrib u cio n es respecto de los propios c ristia n o s puede ponerse en co rresponden cia con el que acabo de c ita r entre parén tesis de la /.ación ju ríd ic o -p o lític a en to d o c o m p a ra b le a l de lo s p r ín c ip e s c r is tia n o s — , en u n a s itu a c ió n q u e a n te s he d e s ig n a d o co m o d e « in su fic ie n c ia ju ríd ic o -p o lftic a » (de m o d o q u e la n e gació n de p e r s o n a lid a d ju r íd ic a d e q u e s u fr ía n p o r lo s c r is tia n o s n ad a ten ía q u e v e r con la ¡le g itim a c ió n , c a rg a d a d e p o sitiv a h o stilid a d , con q u e ésto s fu lm in a b a n todo p o d e r tem p o ra l en m an o s s a rra c e n a s) y 2 " en e s tre c h a re la c ió n con el 1?, q u e s e trate d e p a g a n o s «Sinseta» , co m o los lu c a y o s y ta in o s qu e en su p r im e r v ia je qu iso , tan im p ru d en tem en te, v e r C o ló n , o, p o r lo m en os, con p eq u eñ o s c u l tos o « su p e rsticio n e s» m u y e le m e n ta le s (en u n a p a la b ra , « relig io n es sin libro», p o r d e c ir lo c o n la fo r m u la c ió n m ah o m etan a, u u e a q u í p a re c e m u y a p r o p ia d a a l caso), ta l com o, a n te lo s o jo s d e lo s c ristian o s, ap a re c ie ro n esp ec ia lm en te los g u an ch es. Así, m ien tras la s g u e r r a s d e la lla m a d a « R e c o n q u ista » e ra n — a u n q u e p u d ie sen m e z cla rse en o c a s io n e s co n fa c to r e s r e lig io s o s — fu n d a m e n talm en te guerras de derecho, y p o r en d e p ro fa n a s, la s C ru z a d a s — a u n q u e m u y a m e n u d o c o m p o rta s e n a m b ic io n e s d e p o d e r po lítico e in tereses m e rc a n tile s—, eran , en cam bio, a l m en os en p rin cip io , guerras de religión-, y, p o r ú ltim o , la s M isio n e s, en cu a n to ta le s m isio n e s p ro p ia m e n te d ic h a s, no e ra n g u e r ra s , au n q u e, se gún el p rin c ip io compelle eos inlrare, p u d iesen s e rv irs e d é l a g u e r ra co m o m ed io s iq u ie r a in ic ia lm e n te n e cesario , o bien , co m o de hech o en su m á x im a p a rte su c ed ió , se c o n v irtie se n en m ero p r e texto ju s t ific a t o r io de un in s a c ia b le fu r o r de d o m in ació n .
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Inter celera calixtina, pues dice así: «Además, para que los fieles cristian o s m ás fácilm ente po r razón de devoción acudan a dichas tie rra s e islas, esperan do m ejor la salvación de sus alm as, a todos y a cada uno de dichos fieles c ristia n o s de am bos sexos, que a las citadas tie rra s e islas personalm ente se tra sla den, aunque p o r m andato y voluntad de dichos Rey y Reyna, p ara que los m ism os y cu alq u iera de ellos puedan elegir confesor idóneo se cu la r o religioso, que los absuelva a ellos y cu alq u iera de ellos, de la form a dicha, de sus crím enes, pecados y delitos, aun de los reservados a dicha Sede, y tam bién c o n m u tar sus votos al igual que de sus pecados, de los que se hubiesen confesado con corazón co n trito y oralm en te, puedan conceder indulgencia y rem isión de los mismos, en la sinceridad de la fe, unidad de la Santa Madre Iglesia y en nuestra obediencia y devoción y de nuestros sucesores los Romanos Pontífices canónica mente introducidos y existentes, una vez en vida y otra vez in articulo mortis, con dicha autoridad». Por otra p a rte y ya respecto de los infieles, es lógi co que en la Piis fidelium hayan desaparecido —p or cuanto no ha lu g a r— las p alab ras de hostilidad an tisarracena, pero tam bién aparecen dulcificados los acentos respecto de los otros infieles, que ya habían asom ado en la R om anus Pontifex (sin duda negros m ás m eridionales que los del Senegal de los que ya no se podía en absoluto decir «profundam ente influi dos po r la secta del nefandísim o Mahoma»), aunque la Inter cetera calixtina —salvo por tran scrib ir el tex to integro de la R om anus Pontifex de su predece so r—, preocupada tan sólo en rem ach ar la exclusiva sobre a spiritualidade en favor de la repetida Ordem, no se digne siquiera hacer m ención de ellos. Así, don de la R om anus Pontifex dice: «Después de ello, m u chos guineos y otros negros, capturados por la fuerza o por cam bio con cosas no prohibidas o por otro con trato legítim o de com pra, fueron traídos a estos rei 729
nos citados; de los cuales, en ellos, un gran núm ero se convirtió a la Fe católica, esp erán d o se que con ayuda de la divina clem encia, si co n tin ú a con ellos el progreso de este modo, estos pueblos se converti rán a la Fe o al m enos las alm as de m uchos de ellos se salvarán en Cristo», el lugar hom ólogo de la Piis fidelium dice: «Nos, esperando que lo que te enco m endam os lo e je c u ta rá s fiel y diligentem ente, a ti, que eres presbítero, a las c ita d as islas y p artes con otros com pañeros de tu Orden o de otra, elegidos por ti o por los m ism o s Reyes, sin necesitar para ello li cencia de vuestros superiores o de cualquier otro [subrayado mío, que se rá objeto de un com entario separado] [concedem os] p red ic ar y se m b ra r la p a la b ra de Dios y conducir a dichos n atu rales y hab i tantes a la fe católica y bau tizarlo s e in stru irlo s en n uestra fe, y, a su debido tiempo, a d m in istra rle s los sacram entos eclesiásticos». Ya se ve que m ientras en el p rim e r caso el m edio de la conversión pasa po r la esclavitud, en el segundo, p o r el contrario, el tono suena ya franca y plenam ente m isional. Las palabras subrayadas aquí a rrib a, o sea la con cesión al padre Boil y a los reyes de que pudiesen enviar a las Indias m isioneros aun sin licencia de sus su periores debió de se r objeto de grandes protestas y «suplicaciones» en especial po r p arte de los supe riores de las órdenes regulares, que incluso obtuvie ron probablem ente en algún m om ento su derogación o po r lo m enos suspensión, pues todavía coleaba el asunto en 1532, ya que C lem ente VII autorizó expre sam ente que cualquier m isionero pudiese pasar a las Indias por orden del e m p erad o r incluso en contra de la voluntad de los su p erio res de su orden. En cuanto a la segunda In ter celera alejandrina, o sea la fechada el 4 de mayo de 1493, que estableció la «línea de dem arcación» a 100 leguas de longitud oeste de los archipiélagos de las Azores y las Cabo Verde, debe se r m irada a la luz de la Aeterni Regis 730
de Sixto IV (aunque en aquel caso fuesen am bas mo narquías las que acudieron de com ún acuerdo al papa, para que sim plem ente ratificase y consagrase lo que ellas habían cap itu lad o ya en tre sí), ya que tam bién ahora el papa se c o n stitu ía en m ediador de «paz y concordia entre príncipes cristianos» en cuan to a sus derechos de dom inio tem poral, pues nada hay en ella —en las p artes que no son repetición de su hom ónim a del 3— de contenido religioso; y, sin em bargo, aun siendo por eso m ism o u n a bula esen cialm ente profana, prefiguró, sin tan siquiera rem o tam ente im aginarlo, el inm enso te rrito rio sobre el que se extendería, con atrib u cio n es cada vez mayo res y excluyentes (hasta el extrem o de que la propia Santa Sede llegaría a verse afectada p o r sem ejante exclusión), el patro n ato regio castellano y m ás tarde español sobre todas las cosas concernientes a la re ligión y a la difusión del C ristianism o en Ultram ar. El propio A lejandro VI, en 1499 y en 1501, com o en seguida se verá, y especialm ente los pontífices si guientes serían los que otorgasen, im prudentem ente, privilegios sucesivos, am pliando cada vez m ás la autonom ía del p atronato regio en las Indias, hasta que llegasen a ser los propios m onarcas los que, a u n que salvando superficialm ente las apariencias, se to m asen de hecho p o r su propia cu enta las m áxim as atribuciones al respecto. Por o tra parte, con tal línea de demarcación (que enseguida sería desplazada has ta 370 leguas de longitud oeste de las Cabo Verde en el tra tad o castellano-portugués de Tordesillas, rati ficado y consagrado a su vez po r Ju lio II —G iuliano della Rovere, 1503-1513— con su bula Ea quae pro bono del 24 de enero de 1506), que, por lo dem ás, no d ejaría de su s c ita r nuevas cuestiones litigiosas —y que em pezarían a in teresar ya a terceros países—, cuando al preverse el encuentro proa co n tra proa de naves castellan as rum bo a oeste y naves p ortugue sas rum bo a este d espertase la im agen del a n tim eri 731
diano que com pletaba en las an típ o d as la o tra m i tad del cíngulo prefigurado en Tordesillas; con tal línea de dem arcación —venía diciendo—, el rom ano pontífice, al repartir, com o entre buenos herm anos, las aguas y las islas y tie rra s del A tlántico entre los dos únicos países que en ese m om ento se las disp u taban, estaba, aun quizá sin qu ererlo ni advertirlo, excluyendo im plícitam ente los derechos de cualquier posible tercero, que, por lo dem ás, no se preocupen ustedes, no dejaría, m ás pronto o m ás tarde, de h a cer aparición. En fin, para ac ab a r con las cu atro bulas alejan d ri nas de 1493, d iré que el reflejo del c a rá c te r genéri cam ente a rb itra l entre p ríncipes cristian o s (en este caso, los de C astilla y Portugal, que fueron los que ya desde los tiem pos de Alonso de C artagena senta ron el precedente de a c u d ir a Roma, ya sea para llo rarle al papa en sus querellas, ya para ser bendecidos po r él en sus concordias, y siem pre, a la postre, en cuestiones de dom inio tem poral, por m uy so color de religión que fuese en ocasiones) que, adquirido como m era resultante —según quedó ya dicho en su lugar—, convirtió las sucesivas intervenciones pon tificias en una actuación m ediadora interexcluyente sobre el reparto de áreas de dom inación —ya que, evidentem ente, ese c a rá c te r a rb itra l tan sólo podía serlo respecto de negocios de orden tem poral, por cuanto los de orden e sp iritu a l pertenecían, huelga decirlo, a la exclusiva jurisd icció n de la libre potes tad dispositiva del pontificado—, sobre todo desde que las Allegationes de don Alonso de C artagena habían argum entado y asentado la necesidad de vin c u la r —y, por lo tanto, aun sin desearlo, de subordi nar— la causa fidei al dom inio tem poral, unido al hecho de que la anticipación abstractiva de derechos de dom inación sobre lo «por descobrir» estuviese abarcan d o en su vigencia, y con tres cu artos de si glo de antelación, territo rio s de extensión por enton 732
ces todavía ab so lu tam en te inim aginable, fue causa, en p rim e r lugar, de que el pontificado, incluso sin quererlo ni preverlo, acabase por tran sfo rm ar de fac to —aunque no de iure, com o pretendían los segui dores de la d o ctrin a del O stiense— su papel de m ero m ediador en tre príncipes cristian o s sobre querellas de derechos tem porales en el de un au téntico crea dor de derechos, y, en segundo lugar, de que los castellanos y m ás tard e españoles que hicieron la C onquista de las Indias, al unir, en consecuencia, y especialm ente tra s la invención del R equirim iento, tan estrecham ente com o si de una sola y la m ism a cosa se tratase, la sum isión de los indios a la sobe ranía real y después im perial de la m etrópoli con su conversión a la Fe de Jesucristo, diesen lugar a que prácticam ente toda rebelión de aquellos nuevos súb ditos contra el poder tem poral de C astilla y m ás ta r de E spaña co m p o rtase de m odo casi autom ático la sim ultánea abjuración del c a rism a bautism al y por ende la ap o stasía del C ristianism o; y así, en efecto, lo revela, todavía en la Recopilación de 1680, el tra tam iento sim ultáneo de la rebeldía y la apostasía en una m ism a ley: «... y si haviendo recevido la Santa Fé, y dádonos la obediencia, la ap o stataren y ne garen, se proceda com o co n tra a p ó sta tas y rebel des...» (libro III, títu lo IV, ley IX, folio 25 recto del Tomo Segundo de la edición de Ju lián de Paredes, M adrid, 1681). O tras dos bulas de Alejandro VI referentes a las Indias interesan aquí todavía. Ambas fueron deno m inadas con las p a la b ras ya u sad as p a ra una de las del 3 de mayo de 1493, esto es: Exim iae deuotionis. La prim era de ellas de 1499 y cuyo texto no he podido conocer, concedía a la corona de Castilla, si es que no me equivoco, algo que ya le había sido concedido al m enos por dos veces d u ran te la conquista del reino de G ranada, es a saber, la décim a p a rte de las ren tas eclesiásticas, lim itada probablem ente, com o en 733
aquella o tra ocasión, a un solo año; lo que en aquel momento, no teniendo todavía los clérigos tal vez apenas otros ingresos que el diezm o que recibían de indios y castellanos, se red u ciría m ás o m enos a la décim a parte del diezmo mismo. La segunda, de 1501, es m ucho m ás im portante; p o r ella A lejandro VI ha cía a la corona de Castilla, m ás tard e de España, y a petición de los reyes m ism os, b en eficiaría p erp e tua de la to talid ad de los diezm os correspondientes a la Iglesia en todos los territo rio s de U ltram ar. La letra de la bula, tras consignar la petición real, dice com o sigue: «Nos, pues, que con sumos afectos deseamos la exal tación y aum ento de la misma Fé, y especialm ente en nuestros tiempos, alabando y estimando mucho en el Señor vuestro piadoso y loable propósito, inclinándo nos á sem ejantes suplicaciones, os concedemos a vo sotros, y a los que por tiempo os fueren sucediendo, de autoridad Apostólica y don de especial gracia por el tenor de las presentes [plural por referirse al latín litterae, que denotaba invariablemente en plural una o más bulas], que podáis percibir y llevar lícita y li bremente los dichos diezmos en todas las dichas Is las y Provincias de todos sus vecinos, moradores, y habitadores que en ellas están, ó por tiempo estuvie ren, después que como dicho es, las hayais adquiri do, y recuperado, con que prim ero realmente, y con efecto por vosotros, y por vuestros succesores de vues tros bienes, y los suyos, se haya de d ar y asignar dote suficiente á las Iglesias, que en las dichas Indias se hubieren de erigir, con la qual sus Prelados y Recto res se puedan sustentar congruamente, y llevar las cargas que por tiempo incumbieren á las dichas Igle sias, y exercitar cómodamente el culto divino á hon ra y gloria de Dios Omnipotente, y pagar los derechos Episcopales [...] no obstante las constituciones del Con cilio Lateranense, y qualesquier otras ordenaciones Apostólicas, y cosas que á esto sean, ó puedan ser con trarias». (Transcripción y verosímilmente traducción de Juan de Solórzano y Pereyra en su Política Indiana 734
—publicada en 1648—, libro IV, capítulo I, n.° 7, pági nas 7-8 del Tomo Tercero de la edición B.A.E. —tomo CCLIV de la colección—, Madrid, 1972)
El alcance ex trao rd in ario de esta bu la estaba, si bien se m ira, en que, al m enos económ icam ente, ve nía a convertir de hecho a todo el clero secular y re gular de la Iglesia am ericana en funcionariado real. Por lo dem ás, esto d a ría lugar, an dando el tiempo, incluso a pleitos en tre el clero se cu la r y el regular, com o el que cuenta Solórzano Pereyra, en el que al depender las Catedrales de la redistribución del diez mo por el fisco real, a quien ahora corresp o n d ía re cogerlo, reclam aban an te éste de que cada vez fuese m enor la cu an tía de lo redistribuido, a causa de que las órdenes regulares, habiendo sabido h acer fru c tificar las asignaciones de ese m ism o fisco recibidas, hasta co m p rar grandes haciendas a p ro p ietario s ci viles, dism inuían el monto general deí diezmo, ya que tales haciendas convertidas ahora en bienes eclesiás ticos quedaban, según los frailes, exentas de pag ar diezm os a la Iglesia, po r m ucho que a h o ra fuese el fisco real el que lo percibía y asignaba, alegando, ade más, que ya no era de com petencia de éste d irim ir el pleito, «porque ya no tenía que ver en éstos [diez mos] el Fisco, ni el Fiscal, pues caso que lo tuviera quando e ran del Rey, ya havía cesado eso por ten er los cedidos y redonados á las Iglesias». Respecto de lo cual, el propio Solórzano, que fue fiscal en el plei to, dice, en tre o tras cosas: «También alegué, que en el caso presente era m ás cierto este conocim iento en el Real Consejo [que era al Real Consejo de Indias, instancia tem poral y no e sp iritu al, a quien com pe tía conocer de tal querella], p o r e s ta r em buelto y m ezclado con él el derecho del Fisco Real, así por tra ta rse de diezm os suyos, com o po r la defensa de sus Iglesias, en que, com o luego verem os, tiene y exerce tan gran patronato. Todo lo cual obra que 735
pueda tra e r á sus T ribunales seculares q u alesq u ier causas, y q u alesq u ier personas, au nque sean Ecle siásticas, que co n tra él litigaren, ah o ra sea dem an dando, ah o ra sea defendiendo...». Y poco m ás abajo añade aún: «Porque aunque hay algunos Doctores que dán a entender, que en m udando persona, m u dan el privilegio, son m uchos más, y de m ás opinión, los que con m uy sólidos fundam entos afirm an, que en haviendo sido los diezm os una vez del Rey, y por el consiguiente héchose con esto tem porales y de su Real jurisdicción, aunque después los dé, y ceda á Iglesias, y Eclesiásticos, no pierden la prim era natu raleza que tuvieran de la Regalía [subrayado mío]». Luego se verá la im portancia que d a ría el doctor Solórzano a esta cesión del diezm o p ara fu n d am e n ta r su d o ctrin a del «vicariato regio», pero no adelan te m os el curso de los hechos. M uerto el 18 de agosto de 1503 el gran nepos Borja, y no habiendo podido so sten er la tiara en la ca beza m ás allá de tres sem anas el nepos Piccolomini, Pío III, co rrió el tu rn o de la cola pasando al nepos de los Della Rovere, con el fam oso G iuliano della Rovere, que, elegido papa el 19 de noviem bre de 1503, y con el nom bre de Julio II fue el que —dicho sea de paso—, al fo rm ar contra los franceses la Liga S an ta en el penúltim o año de su pontificado, a cab aría incitando la intervención de los siniestros españoles en Italia central, con la destrucción de la república de Florencia y las h o rre n d a s m atanzas del saqueo de Prato por la soldadesca del Virrey Cardona... ma questa é un altra storia, y nosotros tenem os que vol ver a n u estras bulas. La p rim era que respecto de las Indias concedió Julio II, solicitada todavía en vida de doña Isabel de T rastam ara, fue la Illiu s fulciti pr-[a]esidio, de 1504, y, al parecer, no satisfizo en n ad a a Don Fernando, quien —aún en vida de Felipe el H er moso, que ni siquiera h ab ía venido todavía a C asti lla ni m enos aun cap itu lad o con el rey ya viudo que 736
éste quedase po r u su fru ctu ario vitalicio, en razón de gananciales, de la m itad de las rentas de las Indias—, con toda seguridad porque C isneros no p arab a de darle con la san d alia en el zapato po r debajo de la mesa, protestó ante el papa —fuese po r procurado res o po r c a rta — el 13 de septiem bre de 1505, por lo m ísera que debía de hab erle parecido aquella p ri m era bula y aprem iando con estas palabras: «Es ne cesario que V uestra S antidad conceda todo el dicho patronato en p erp etu id ad a mí y a m is sucesores». (Citado p o r Levvis H anke en La lucha por la justi cia en la conquista de América, E diciones Istmo, M adrid, 1988, pág. 115, de donde tom o tam bién la fe cha de 1505, especialm ente chocante po r las palabras «a mí y a m is sucesores», siendo así que a él perso nalm ente —ni siq u iera a la Corona de Aragón— le correspondía tan sólo la m itad de las rentas de las Indias, cosa que po r añadidura —tal como he dicho— ni siquiera se había cap itu lad o todavía con su hija y su yerno, los p o r entonces reyes de Castilla.) Con todo, para lo que vendrá, no deja de se r tan veraz com o o p o rtu n o el com entario que el propio Hanke hace al respecto en la m ism a página c itad a en el pa réntesis: «La histo ria u lte rio r de las relaciones hispano-papales m u estra un paralelo excelente con la fábula del cam ello que pidió p erm iso para m eter la cabeza en la tienda de un ára b e d u ran te una tem pestad en el desierto y acabó po r ech arle del todo de la tienda». La bula, tal com o la quería Don Fernando, o sea con el p atronato o patronazgo37 regio a perpetuidad 37. C u rio sam en te, en la p rim e ra e d ició n de la « R e c o p ila ció n de la s ley es de los R e y n o s de la s In d ias» , h e c h a p o r J u liá n de P a re des, M a d rid , 16 8 1, en tre lo s e n c a b e z a m ie n to s q u e en el recto de c a d a fo lio e n u n cia n el c o n ten id o d el títu lo c o rre sp o n d ie n te , de lo s n u eve q u e llevan el d el títu lo V I d el lib r o I, m ie n tra s o ch o de e llo s d ic e n «Del P a tro n a z g o R e a l» , uno, c o n cre ta m e n te el del recto d el fo lio 26 del T om o Prim ero, d ic e «D el P atro n ato R eal» .
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y, com o dice Solórzano, «plenísim o y ad instar del que se les havía concedido de próxim o p ara todo lo Eclesiástico del Reyno de G ranada, de suerte que pu diese tam bién elegir y p re se n ta r Prelados, y que se adm itiesen y recibiesen los así nom brados y presen tados», fue la Uniuersalis Ecclesi[a] e de fecha 28 de julio de 1508. E sta era indudablem ente, po r u sa r la com paración de Hanke, la cabeza del camello, si es que no lo había sido ya la cesión del diezm o por Ale jandro VI en 1501. Adelantem os que la pau latin a in troducción del resto del cuerpo del cam ello serían las sucesivas bulas con que los tres subsiguientes pa pas fueron enriqueciendo el patronato concedido por Julio II, h asta que en 1538, con Paulo III, sobrevino la violenta expulsión del propio árabe, dueño de la tienda. León X (el p rim e r papa Medici, Giovanni, hijo de Lorenzo el Magnífico, y que verosím ilm ente debió a la restau ració n de la oligarquía m edicea en la güelfa Florencia p o r las arm as de F ernando de Aragón, regente de C astilla, su elevación al Solio de San Pedro, en el que perm aneció de 1513 a 1521), al con ceder, en 1518, al todavía-no-pero-ya-muy-prontoem perador C arlos de Augsburgo la facultad de m o d ificar los te rrito rio s de las diócesis am ericanas, o incluso ec h ar la raya de la entera circunscripción afecta a cada nueva diócesis que se fundase, tra sp a só, según Konetzke, todo precedente de las a trib u ciones tradicionalm ente com prendidas por el ius patronatus. Para los te rrito rio s en los que aún no se ¿ S ig n ific a r á e sta an o m a lía q u e hubo, p a ra ese títu lo V I, algú n a ñ a d id o de ú ltim a h o ra y q u e el tip ó g ra fo d e tu rn o c a m b ió in a d v e r tid am en te la fo rm a « p atro n a zg o » p o r la d e « p atro n a to » ? O, m ás b ien, tal vez ni s iq u ie r a q u e p a a s e g u r a r q u e ta l p o s ib le a ñ a d id o — o c o r r e c c ió n — c o r r e s p o n d a a e se títu lo, ni a u n m en o s a e s e fo lio. y au n s e rá im p o s ib le d e b u s c a r m ie n tra s no co n o z cam o s la c o n fo rm a c ió n d e l c u a d e r n illo en tero p o r la im p re n ta d e J u liá n de P a re d es, c u y a ed ic ió n n o ten go yo m ás q u e en fa c s ím il.
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hubiese establecido diócesis alguna, fue A driano VI (Adriano de Utrecht, 1522-1523) quien, en su bula Om ním oda, de 1522, proveyó de am plias facultades al em p erad o r p a ra que, a sus expensas y siem pre con entera sujeción a las disposiciones del regio p atro nato, pudiesen p a sa r a las Indias, con licencia de sus superiores, m isioneros de las órdenes regulares. Mas, com oquiera que algunos de estos su periores se re sistiesen a d a r tales licencias, p o r no ver despobla dos de frailes los conventos m etropolitanos, sería Clemente VII quien en 1532, autorizase que, siem pre que m ediase una orden del e m p e rad o r —o del Real Consejo de Indias, que ad m inistraba, en su nom bre, el regio patronato—, los m isioneros pudiesen em bar c a r incluso saltándose la autorización de los supe riores. En realidad, esto ya lo había concedido, según reza el texto (superiorum uestrorum uel cuiusuis alterius s u p e rh o c licentia m in im e requisita) la Piis fidelium de A lejandro VI, pero debía de h a b e r sido suspendido o revocado en algún momento, probable m ente a petición de los superiores de las órdenes re gulares. Del m ism o Clemente VII (el nepos de León X, Giulio de Medici, 1523-1534) Hanke cita una bula an terior, la Intra Arcana, del 8 de mayo de 1529, que se inclina decididam ente por la consigna com pelle eos intrare, al a u to riza r el em pleo de la fuerza de las arm as, si es preciso, para red u cir a los indios a la Fe de Jesucristo. Pero he aquí que sobrevino la larga peregrinación del dom inico fray B ernardino de Minaya, que debió de em pezar bajo el pontificado de Clemente VII, pues salió del Perú todavía en vida de A tabálipa (agarro tado en C ajam arca el 29 de agosto de 1533), aunque no llegaría a Roma m ás que ya en trad o el año 1537. Probablem ente a m ediados del año a n te rio r había llegado a Valladolid, donde —verosímilm ente porque en Méjico h ab ía tenido noticia de una provisión reciente del Consejo de In d ias en que se volvía a 739
au to riza r la esclavización y venta de los indios— se presentó a fray Francisco G arcía de Loaysa, supe rio r de los dom inicos en E spaña, confesor del em perador, cardenal de Osm a desde 1530 y, sobre todo, a efectos de lo que aquí interesa, presidente del Real Consejo de Indias desde 1524 hasta 1546, a quien, al parecer, tra tó de convencer de que las cosas que so bre la incapacidad de los indios h a b ía escrito fray Domingo de Betanzos no se co rrespondían con su propia experiencia. Loaysa le replicó que se engaña ba y que él, p o r su parte, d ab a entero crédito a las opiniones de Betanzos, de quien —al m enos según el testim onio escrito de M inaya— dijo que «hablaba p or esp íritu profètico». De lo que al presidente del Real Consejo de Indias podía im portarle si los indios eran hom bres p e rru n o s o m ás bien p erro s hum anos podem os tal vez sa c a r alguna co n jetu ra a p a rtir de lo que, a propósito de los protestantes, aconsejaba al em perador en una c a rta del 18 de noviem bre de 1530: «Si quisieran ser perros, séanlo, y cierre Vues tra M ajestad los ojos, pues no tenéis fuerzas p a ra el castigo. C onténtese V uestra M ajestad con que os sir van y os sean fieles, aunque a Dios sean peores que diablos [...] V uestra conciencia es segura: trab ajad com o vuestro E stado no se pierda [...] Piense vues tra M ajestad que todos os obedezcan y sirvan cu a n do los hobiéredes menester, y no os deis un clavo que ellos lleven su s alm as al infierno; de m anera, Señor, que en tretan to se viene al Concilio, y cuando a c tu a l m ente vinieren y en él estuvieren, desde agora pro curéis que todos se llam en vuestros y así lo sean en las obras, y os reconozcan p o r su verdadero señor, y las conciencias sean de turcos [...] De form a, Señor, que es m i voto que pues no hay fuerzas para c o rre gir, que hagais del juego m aña, y os holguéis con el hereje com o con el católico, y le hagais m erced si se igualara con el c ristia n o en serviros. Quite ya Vues tra M ajestad fantasía de salvar alm as a Dios; ocu 740
paos de aquí adelante en convertir cuerpos a vuestra obediencia». La c arta, que se conserva, al p arecer autógrafa, en el archivo de Sim ancas, es buena m ues tra, al m enos, de h asta qué punto toda posible reli giosidad había sido su b su m id a en la m ente y en la conciencia de Loaysa por los intereses de la dom i nación tem poral. Poca cosa, así pues, podía e sp era r de él fray B ernardino de Minaya, quien, no cejando, sin em bargo, en su dem anda y decidido a p roseguir con ella h asta la m ism a Roma, logró que un vocal del propio Consejo de Indias le consiguiese una c a r ta de la em peratriz, regente de E spaña po r ausencia del m arido, p ara el em b ajad o r español ante la Santa Sede. En la fecha de esta carta, 5 de octubre de 1536, fundo mi presunción de que, puesto que no dispo nía de m ás c a rru a je o cab alg ad u ra que los de sus sandalias y de cara al invierno po r añadidura, no de bió de llegar a Roma m ás que a principios de 1537 o a finales de 1536 como lo m ás pronto; lo cual im porta p o r cuanto su llegada hubo de coincidir o de ser pre cedida por m uy pocas fechas po r una carta, de 1536, según Solórzano, dirigida al papa po r el dom inico fray Ju lián Garcés, obispo de Tlaxcala, en la que defendía las m ism as opiniones que Minaya y hacía grandes elogios de la actuación de éste entre los in dios; lo cual, ju n to con las gestiones del em bajador, debió de servirle m ucho para se r recibido por Pau lo III (Alessandro Farnese, 1534-1549, y, por cierto, el que se dio el capricho de que M ichelangelo Buonarroti le rem atase el palacio, em pezado po r Sangallo, con la m onstruosa cornisa «di braccia sei», según Vasari, y p o r ende, tal com o el papa h ab ía exigido, la m ás voladiza de Roma), que, im presionado sin duda por los inform es de fray B ernardino, expidió el 9 de ju nio de 1537 la célebre b u la Su b lim is Deus, to tal m ente c o n tra ria a las opiniones de Betanzos y, con siguientem ente, a la reciente provisión de Loaysa en cuanto a la esclavización y venta de los indios. Mi741
naya, al encargarse p o r su cuenta y riesgo de h a c er llegar lo m ás pronto posible h asta las Indias tan ve nerable documento, no debió de p e n sar ni aun rem o tam ente que estaba haciendo nada malo. Pero sí que estaba haciendo algo m uy m alo y no podía fig u ra r se hasta qué punto: no bien cayó la b ula ante los ojos del em perador, la q uijada debió de salírsele para ade lante dos dedos m ás de lo que ya de nacim iento la tenía, y no digam os cuando se enteró de que varios ejem plares de la b ula navegaban ya por las aguas del Atlántico cam ino de U ltram ar. Y nada ten d ría de ex traño que el cardenal Loaysa, en cuanto presidente del Real Consejo de Indias, adem ás de su p e rio r de los dom inicos en E spaña, encizañase aun m ás los ánim os contra aquel fraile de su propia orden; de modo que, inform ado el provincial, fray B ernardino resultó castigado con la prohibición de no volver a las Indias nunca más, y adem ás con dos años de re tiro, al cabo de los cuales el general de la O.P. lo destinó a la cárcel de Valladolid, al p arecer como ca pellán o auxiliar de capellán de los encarcelados (los datos concretos, no las suposiciones, acerca de Minaya están tom ados de Lewis Hanke, en la obra ci tada m ás arrib a, págs. 117-121). Este, pues, fue el m om ento en que el cam ello la em prendió ya defini tivamente a cabezadas con el árabe hasta echarlo del todo de la tienda. En efecto, el m onum ental cabreo que con la Sublim is Deus se a g a rró el em p erad o r no p aró en casti g ar al tem erario frailecillo, que eso se ría m ás bien cosa de Loaysa, sino que pu so en m archa gestiones con el papa, protestándole la bula, hasta que logró que éste la revocara m ediante un breve del 19 de ju nio de 1538, de tal su e rte que la vigencia de la Sublim is Deus fue exactam ente de un año y diez días; así mismo, a don Antonio de Mendoza, p rim e r virrey de Nueva E spaña, le p erm itió d a r p ru eb a de su celo gibelino, m andándole b u s c a r y re tira r cuantas bulas 742
hubiesen llegado a rep a rtirse p o r el virreinato; ítem, instituyó el llam ado «pase regio», que q u e d a ría in corporado a la Recopilación de 1680, tal com o en re ferencia m arginal consigna la citada edición de Ju lián de Paredes («El E m pe/rador D./Carlos/en Valla/dolid/á 6 de Se/tiem bre/de 1538»), en la ley 2.a del título IX del libro I, Tomo Prim ero, folio 44, recto, cuyo texto —con probables m odificaciones de Feli pe II y de Felipe IV, tam bién m entados en la referen cia m arginal— dice así: «Si Algunas Bulas, ó Breves se llevaren á nuestras Indias, que toquen en la governación de aquellas Pro vincias, Patronazgo y jurisdición Real, m aterias de Indulgencias, Sedevacantes ó expolios, y otras qualesquier, de qualquier calidad que sean, si no constare que han sido presentados en nuestro consejo de las Indias, y passados por él. Mandamos á los Virreyes, Presidentes y Oidores de las Reales Audiencias, que los recojan todos originalmente de poder de cualesquier personas que los tuvieren, y haviendo suplica do de ellos para ante su Santidad, que esta calidad ha de preceder, nos los embien en la prim era ocasión al dicho nuestro Consejo; y si vistos en él, fueren tales, que se devan executar, sean executados; y teniendo in conveniente, que obligue a suspender su execución, se suplique de ellos para ante nuestro muy Santo Pa dre, que siendo m ejor informado, los mande revocar, y entre tanto provea el Consejo, que no se executen, ni se vse de ellos».
El único precedente —aunque no es inverosím il que haya habido o tro s— que he podido encontrar de este llam ado «pase regio» es el de un decreto de 1075 de G uillerm o I el C onquistador que, en fren tad o con el papa Gregorio VII, disponía, entre otras cosas, que ningún docum ento venido de Roma pudiese ser di fundido en su nuevo reino de In g laterra sin el bene plácito real. Pero el em p erad o r im puso tam bién, en 1539, una especie de «pase regio» en sentido inver 743
so, ordenando que todos los prelados de las Indias que quisiesen so licitar algo del pontífice le rem i tiesen a él —o, lo que viene a ser lo mismo, al Real Consejo de Indias— la petición, p a ra que, una vez exam inada, se tra m itase ante el papa, com o dem an da real. En ese m ism o año de 1539, con fecha de 10 de noviembre, las fu rias del e m p erad o r precipitaron sobre el convento de San Esteban, de S alam anca —donde e scrib ía y enseñaba el propio fray Francis co de Vitoria, que ju stam en te acababa de d a r a co nocer entre los frailes sus «Relecciones sobre los indios»—•, m ediante c a rta al padre prior, en la que le requería que confiscase y entregase todos los pa peles privados de los frailes que tocasen cuestiones de las Indias y les prohibiese cu alesq u iera debates o serm ones sobre el m ism o asunto. En cuanto a la form a de ejercer el «Patronazgo (o Patronato) Real» sobre las Indias, en la designación de arzobispos, obispos y visitadores eclesiásticos, el Consejo de Indias presentaba ai rey u n a lista de can didatos, de entre los cuales éste elegía al que le gus tase; una vez elegido, antes de que se despachasen las c a rta s de presentación a su favor, p a ra que fuese consagrado en Roma, y se librase la llam ada «ejecu torial» —p o r la que, so pretexto de tardanza, podía e m b a rca r p a ra las Indias y tom ar posesión, sin es p e ra r a la consagración p ap al— tenía que hacer «ju ram ento solem ne po r ante E scrivano público y testigos de no contravenir en tiem po alguno, ni por ninguna m an era á nuestro Patronazgo Real», etcéte ra (ley prim era, títu lo VII, libro I de la Recopilación de 1680, folio 30 vuelto de la edición citada). Puede observarse que la llam ada «ejecutorial» perm itía es tab lecer ante el p ap a un hecho consum ado con esa tom a de posesión anticip ad a de la diócesis vacante, lo que, a la postre, venía de hecho a convertir la con sagración papal en un trá m ite protocolario. La dis posición co rresp o n d ien te no e stá en form a de ley en 744
la Recopilación de 1680, sino que figura com o p ri m era nota al final del títu lo VI del libro I («Del Pa tronazgo Real»), folio 30 recto del Tomo P rim ero de la Edición citada: Su m agestad en virtu d del Patro nazgo está en possesión de que se despache su Cédula Real, dirigida á las Iglesias Catedrales Sedevacantes, para que entre tanto que llegan las Bulas de su San tidad y los presentados a las Prelacias son consagra dos, les dén poder para govem ar los Arzobispados y Obispados de las Indias, y assí se executa. Solórzaño Pereyra, que fue tal vez el m ás activo e im portante asesor de don Antonio de León Pinelo en la confección de la Recopilación de 1680, aunque nin guno de los dos llegase a verla publicada en vida, pre tendió d a r al patro n ato o patronazgo real sobre las Indias u n a cierta fundam entación o justificación doctrinal en los prim eros capítulos del libro IV de su «Política Indiana» y, acom pañando en esto a otros autores, que no deja de citar, form ó la d o ctrin a o cuasi-doctrina del «Vicariato real», cuya form ulación m ás atrevida la encontram os en el n? 26 del c ap ítu lo II del dicho libro IV de su obra, que, en ju sticia del contexto, conviene c ita r precedido del 25; allá van, pues: 25. Y hablando en lo individual de nuestras Indias, y que el Papa en virtud de esta potestad hizo sus De legados en ellas a nuestros Reyes, concediéndoles no sólo lo temporal, sino lo espiritual, y que así anti guamente ellos solos en virtud de esta Comisión, o delegación, proveían de Ministros, y lo demás que juz gaban convenir a lo Eclesiástico, lo dice expresamen te fray Manuel Rodríguez. De este propio modo de sentir y de hablar usa fray Juan Focher, Veracruz, Bautista, Miranda, Freytas y otros Autores. 26. Los quales (aunque no los citan), pudieron apren der esta doctrina de la de Juan Andrés, referida por Estafileo, que hablando de otro indulto semejante que tienen nuestros Reyes, dice, que así ellos, como los de 745
más que los tuvieren tales, «son Delegados, ó por me jor decir nudos Ministros del Papa; porque todas las veces que el Papa transfiere los derechos espiritua les en algún lego, no los hace temporales, ni son fun dados en el lego, como fundados en él, sino como en un Ministro y Agente en nombre del Papa». Y aun po demos añadir, que en el de Dios, cuyos Vicarios pue den ser llamados [subrayado mío] en esta parte, según doctrina de Gregorio López, á quien refieren Gabriel Pereyra y Don Francisco Salgado.
He puesto p o r delante esa cláusula 25, porque con tiene la argum entación que halla su conclusión en la frase subrayada, donde se contiene la segunda subrogación, esto es, la que dando al Papa po r su brogado en Dios, p erm ite al fin la subrogación con com itante de quien es V icario del Papa en V icario de Dios, y salta, po r ende, el posible equívoco an a fórico de a quién se designa com o Vice-Dios en el núm ero 19 del capítulo X del libro I de la m ism a obra. (Véase la N ota 1 de este m ism o texto.) Con todo, quien no esté versado en las sutilezas de la logom a quia jurídica, podría to m ar com o una contradicción el que, habiendo dicho en este citado núm ero 26 del capítulo II del libro IV: «Todas las veces que el Papa transfiere los derechos espirituales en algún lego, no los hace temporales, ni son fundados en el lego, com o fundados en él [debe de q u erer decir “en él en cuanto lego”], sino com o en un M inistro y Agente en nombre del Papa [subrayado mío], m ás abajo, en el capítulo III del m ism o libro IV de la "Política in d ian a”, tras h a b er distinguido dos especies de patronato, en el núm ero 1 del dicho capítulo: «que la una llam an pa tronato Eclesiástico y la o tra Laycal ó de Legos [su brayado de Solórzano]», se pronuncie decididam ente en el núm ero 4 po r el «laycal» con estas palabras: 4. Pero yo, si no me engaño, tengo por más cierta la contraria [opinión]: conviene á saber, que deben ser tenidos y juzgados [«los patronatos Reales y derechos 746
de presentar que tienen nuestros Reyes de España en las Iglesias de ella»] por de Legos. Porque el privile gio que el Pontífice les concede para am pliar y pro mover su jurisdicción y autoridad, no muda su naturaleza secular y supuesto que ellos son legos, como á legos ó como laycal [subrayado mío], es visto haverles querido conceder el dicho patronato.
No m erecería la pena div ertirse aquí con el hecho de que sólo una sutileza sofística, un ardid de logo m aquia, parece que podría deshacer la aparente con tradicción entre lo aquí subrayado y la afirm ación, ya citada, del núm ero 26 del cap ítu lo II, en el senti do de que los derechos esp iritu ales transferidos por el papa en algún lego no se convierten p o r eso en tem porales «ni son fundados en el lego, com o fundados en él, sino com o en un M inistro y Agente en nom bre del Papa», si no fuese porque al d ecantarse p o r in te rp re ta r com o «patronato laycal» el de los reyes de E spaña sobre la Iglesia de las Indias, el d octor So lórzano sabe m uy bien a lo que va, y que, a la postre, redunda en la defensa ce rra d a de la supeditación de la jurisd icció n eclesiástica a los derechos de la do m inación tem poral. Así, el convalidar com o «laycal» el patronazgo real sobre las Indias le perm ite, en el núm ero 9 del m ism o capítulo III, hacerlo inderogable aun p o r el pontífice mismo: «... el patronato Ecle siástico suele se r fácil de d erogar y a ú n se tiene po r derogado, con solo que el Papa quiera hacer colación [= c o n fe rir un beneficio], eso no procede en el Lay cal ni en el m ixto y m ucho m enos en el Real, que es m ás poderoso y eficaz que el de los inferiores y no cae debaxo de las reservaciones y derogaciones ge nerales, com o se colige del m ism o Concilio Tridentino...», y en el núm ero 14 del m ism o cap ítu lo y libro le proporciona argum ento p a ra c o n sid erar el p atro nato Real sobre las Indias com o «incorporado en [la] Real Corona, com o los dem ás bienes de ella», lo que, finalm ente en el núm ero 17 ibídem , a u to riza rá lo 747
que, según lo que h asta el m enos m alicioso puede sospechar, realm ente le im portaba: «... esta incorpo ración obra, que com o de las dem ás R egalías y bie nes de la Corona del Príncipe, las causas y dudas que se ofrecen, se han de juzgar y declarar por Jueces Se glares, sus Consejos ó Chancellerías diputadas para esto, según lo dispone el derecho com ún y del Reyno [subrayado mío]». Por lo dem ás, la irreversibilidad del patronazgo real sobre la Iglesia en las Indias, ya se había dejado asen ta d a en el n úm ero 15 del capí tulo II del m ism o libro IV de la obra en cuestión: 15. Y esto procederá aun con más llaneza quando en el privilegio de la concesión del derecho de patro nato se puso cláusula anulativa, y decreto irritante [=que deja «irrita», o sea sin efecto, cualquier dispo sición jurídica ulterior] de qualquier acto que en con trario se intentare: porque este liga al Papa [subrayado mío], según la común doctrina de todos los Cano nistas.
Se me p erd o n ará que me haya detenido tanto en la obra de Solórzano Pereyra, pero me interesaba m o stra r h asta qué punto quien, com o él, es com ún m ente tenido po r la m áxim a au to rid ad ju ríd ic a en el últim o im pulso que logró recoger y refu n d ir el in finito y m ás que babilónico desorden secularm ente acum ulativo de los «cedularios» (que si se hubiese de juzgar por papeleo la calidad de los imperios, nin guno se h a lla ría en condiciones de m edirse con el Caroli-filipino, tam bién llam ado «Im perio Español») hasta fo rm ar la Recopilación de 1680, con su p a rti c u la r aportación a la doctrina del «vicariato Regio», dio, p o r así decirlo, fundam entación teó rica a una tan total subordinación de la Iglesia am erican a al poder tem poral de la m etrópoli, que, en principio (y digo «en principio», puesto que tam bién esto, igual que todo lo dem ás, se burló, se allanó y se pisoteó cuanto se quiso, en m edio de aquel fu ro r descontro 748
lado de rebatiña, abandono e incom petencia), ni tan siquiera una m ísera sa crista n ía vacante podía cu brirse sin conocim iento del poder civil. Y para m ues tra basten estos párrafos en tresacad o s del inform e que al final de su m andato dio don Francisco de To ledo, virrey del Perú de 1569 a 1581: «En cuanto al gobierno e sp iritu a l de aquel reino, católica m ajes tad, hallé.cuando llegué a él que los clérigos y frai les, obispos y prelados de las órdenes, eran señores absolutos de todo lo esp iritu al y en lo tem poral casi no conocían ni tenían su p e rio r [...] Tenían los obis pos y prelados la m ano y nom bram iento de los cu ras para las doctrinas y el rem overlos de unas partes a otras cuando querían y por las causas que querían, sin que el virrey y g o b ern ad o r tuviese con ellos mano, ni a u n superintendencia porque el sínodo que les esta b a sentado les pagaban los encom enderos lo que había de se r en plata y la com ida y cam arico co braban ellos m ism os de íos caciques de indios con m ucha vejación y m olestia de los naturales. [...] lo pri m ero que hice fue sa c a r de p o d er de dichos obispos y prelados la presentación y nom bram iento de los clérigos y curas para la doctrina y restituyendo a S.M. en el real patronazgo que tenían usurpado [subraya do mío], h acer po r vuestros m in istro s se p resen ta sen en vuestro real nom bre y se les diesen sus provisiones y presentaciones sin las cuales no se les pagase ninguna cosa de su salario...». Así es como, al fin, desde los rem otos años de la vinculación —e inevitable subordinación— de la cau sa fidei al dom inio tem poral establecida po r don Alonso de C artagena en sus Allegationes, se term i nó en la total integración de la jurisd icció n eclesiás tica en la adm inistración real; del Arzobispo al últim o sa cristá n de la p a rro q u ia m ás rem ota eran ahora —al menos de derecho, por supuesto, que de he cho acaso ni siq u iera se pudiese averiguar—■,puros y pintos, m ondos y lirondos, funcionarios del Estado. 749
Si en tiem pos de Mendoza, o m ucho m ás especial m ente en tiem pos de Cisneros, pudo hablarse de una poderosísim a influencia de la Iglesia, o m ás bien de la religión —del m odo peculiar en que aquí ha de en tenderse esta p a la b ra —■,en el Estado, hasta el punto de ser tal vez la com ponente m ás activa en la fuerza im pulsora de su nueva configuración, sesenta o se tenta años m ás tard e bien podía decirse, por lo m e nos respecto de las Indias, que la Iglesia no era ya sino una de tan ta s dependencias adm in istrativ as en el seno del Estado. O bien, si es que —com o no es en modo alguno incom patible— quieren verse las co sas desde una perspectiva casi opuesta, cabe tam bién d ecir que Isabel de T rastam ara se sirvió sin duda, y «a todo su beneplácito» —p o r decirlo en palabras cervantinas— de la Iglesia C atólica com o de un ins trum ento político, o, en una palabra, de dom inación, pero, en cu a lq u ier caso, como de un instru m en to vivo, al m enos p ara ella, un in stru m e n to en el que creía —a su m anera, claro está, ya que creer siem pre es c re e r cada uno a su m anera— y del que p a rti cipaba (y, por com paración, basten aquí las m ás a rrib a citadas palabras de la c a rta de Loaysa), m ien tras que bajo los Augsburgo la religión y la Iglesia pasaron a ser un ingrediente en la com pacta y estó lida m asa del Estado, un ingrediente todo lo om ni presente que se quiera, pero totalm ente m uerto, y no creo p ecar de m alicioso si añado que tan m uerto com o el Im perio mismo. Pero vivos o m uertos, en c u alq u ier época que sea, y vistos desde el punto de vista que se quiera, lo que no cam bia desde luego en ningún caso es que la religión fue, com o nunca, un in stru m en to de dom inación. S ería un e rro r p en sar que la dom inación necesita, en alguna form a, de la vida; o, p o r lo m enos, eso es lo que uno saca en con clusión tras h a b e r respirado, aunque nada m ás sea unas cuantas noches, el aire absolutam ente sepulcral que asciende de cada u n a de las páginas de la Reco 750
pilación de 1680. Dudo que p u ed a h a b e r otro código en el m undo que acierte a cum plir tan obstinada, tan sesuda, tan grave, tan severa y tan profundam ente como este la función de verdadero cem enterio escrito de la vida. ¡C uánta m uerte, Señor, no cabe en ese punto que en m edio del enunciado de cada ley co rta la prótasis, p a ra iniciar a renglón seguido con m a yúscula la p rim e ra p alab ra de la apódosis: «Man damos...»! Poát sccriptum. Terminado este apéndice, en el diario El País del 30 de noviembre de 1991 leo un artículo de don Octavio Paz que, bajo el título «De mocracia: lo absoluto y lo relativo», empieza con estas palabras: « En la Edad M oderna cambia la vieja relación entre religión y política: en la con quista de América, la política vive en función de la religión, es un instrum ento de la idea religio sa...» Pues bien, si la interpretación de hechos y palabras y la form a en que han sido argum enta dos en este APÉNDICE, desde las propias Allegañones de Alonso de Cartagena, son mínimamente plausibles, la conclusión a la que llevarían, en lo que toca a América, —siempre dentro de la rela tiva validez de toda afirmación unilateral en un tan general orden de cosas— sería la diam etral mente contraria a la de la citada apreciación de Don Octavio.
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p é n d i c e IV. Réplica a Ju lián M arías y a José M aría G arcía E scudero y defensa de V itoria co n tra sus apologetas
A
N uestro querido, benem érito y siem pre inefable d iario m onárquico de la m añana nos regaló el 12 de agosto de 1988 con un a rtícu lo del no m enos q u e ri do, benem érito y cada vez m ás inefable don Julián M arías, titu lad o «Una form a de antiespañolism o». No seré yo tan fatuo que me dé po r personalm ente aludido por el eximio Don Julián, pues no puedo im a ginárm elo ocupándose de m is tím idos c ignorantes, aunque atrevidos escritos, pero sí que, a causa de mi antiespañolism o mental, no puedo por menos de d a r me po r com prendido, lata sententia, en su anatem a. Por el contrario, don José M aría G arcía E scudero se dignó ocuparse, y elegantem ente, de algo escrito por mí, si bien p a ra im pugnarlo totalm ente, pues, au n que no me nom bre, determ in ad as citas literales qui tan cualquier equívoco a la referencia, en un artículo del diario Ya del 31 de julio de 1988 titulado «La nue va izquierda, S alam anca y el V Centerario». A G arcía E scudero le alabo sin reservas el gusto 752
de com placerse en el venerable convento de San E s teban, de Salam anca, lo m ism o que si lo hiciese en el de San Gregorio, de Valladolid, y de reco rd ar al gran dom inico Francisco de Vitoria, con discípulos tan adm irables como su predilecto M elchor Cano, de percepción so rp rendentem ente m oderna —en el buen sentido de la palabra, claro está—■,pero lam ento que hable del caso com o si lo que se cocinó en el si glo X V I en San E steban no hubiese sido, a la postre, y a despecho de algunos logros siem pre lim itados en el espacio y en el tiem po, la c a u sa d e rro ta d a p o r la prepotencia de la historia, que ya en 1539 le dio un p rim e r aviso, y en el propio convento de San E ste ban, al m a n d a r el em p erad o r la recogida y confisca ción de todos los papeles privados de los frailes que tuviesen p o r asunto la cuestión am ericana, al tiem po que p rohibía toda clase de serm ones sobre el tem a, y que en 1545 —con la derogación de los pun tos decisivos de las Leyes N uevas— parece h a b e r in clinado definitivam ente la balanza hacia la victoria final de los derechos de g u e rra de los ex com batien tes y del principio de dom inación; y en tal sentido, lam ento tam bién que, frente a equívocos m estureros y apologías am bivalentes jugadas a dos paños, no rei vindique al V itoria de la c a rta al padre Arcos; c a rta m iserablem ente m anipulada —tal com o puede de m ostrarse texto en mano, que es lo que voy a h a c er m ás adelan te— de una m anera tan sólo com prensi ble por una vigencia del principio de a u to rid ad ra yana en la abyección, ante las n arices de los propios frailes de San Esteban, que se la sa b ría n sin duda de m em oria, precisam ente po r don Ram ón Menéndez Pidal (al que el m ism o G arcía E scudero enum e ra, ju n to con Ortega, como uno de los «gigantes» con quienes yo me atrevo: «después de atreverse con gi gantes com o O rtega y M enéndez Pidal»), sobre todo al p a sar en silencio —con la irresponsabilidad de un erudito provinciano ansioso de ensalzar a cualquier 753
costo la gloria local— la frase decisiva p ara el en tendim iento de la c a rta y que confuta ro tu n d am en te las falsarias intenciones de la frau d u len ta tesis pidaliana —excogitada ad hoc, p a ra dem oler a Las Casas, dejándolo en so litario frente a sus herm anos de orden— de que V itoria no tenía juicios hechos, d u daba en su conciencia, no osaba juzgar, etcétera. Pero V itoria osaba ju zg ar y, al m enos en privado, juz gaba, y con toda la d rástica e inequívoca energía que expresa la m etáfora tom ada del salm o Su p er [lam i na Babiloniae, el m ás trem endo del salterio. Y si en público optó p o r g u a rd a r m ás discreción, ello pro bablem ente se debió a un últim o escrú p u lo de con ciencia de no p o n er en a p rie to s insalvables la conciencia de aquel a quien, a p e sar de todo, seguía reputando, en sus luchas de Alemania, com o el de fensor de la C ristiandad frente al protestantism o. Por eso m ism o tal vez, dejó la salida de poner en el p ri m er lu g ar de los justos títulos —escogido, sin duda, por el criterio de la m ayor inocuidad— el del dere cho de com unicación y comercio, extraído del paga no ius gentium , con arreglo a la m ás alta tradición dom inica: la del iu sn atu ralism o de Tomás de Aquino, el verdadero gigante de esta historia, de quien, siendo un joven gordo y ta c itu rn o y habiendo reci bido por ello, en la Sorbona, el sobrenom bre de «el buey silencioso», su m aestro Alberto M agno había profetizado: «Los m ugidos de este buey resonarán en toda la C ristiandad». Pero si al se ñ ala r com o principio de legitim ación el del derecho de comercio, V itoria pensaba, com o yo creo, en relaciones, si es que no idílicas, al m enos de las m ejores conocidas entre pueblos étnica y cu l tu ralm en te distintos, com o la que p o r varios siglos perduró, con pacíficos y profundos intercam bios, en tre galos y helenos, en la fundación fócense de Massalia (la actual M arsella, donde hoy se odian y m atan m oros y franceses) y en las u lte rio res fundaciones 754
m assaliotas desde la actual A m purias a la d esap a recida Hemeroscopeion, «M irador del día», tal vez so bre el paralelo de Alicante; si en esa form a de relaciones en las que se había visto el com ercio ac tu a r com o m ed iad o r de paz, colocando los intereses de las partes, no ya en oposición, sino en sim biosis, había puesto, com o yo oso pensar, V itoria su espe ran za,1 al-elegir p o r ju sto títu lo el derecho de co mercio, ningún e rro r pudo h a b e r com etido m ás fatídico ni de consecuencias m ás patéticam ente con tra ria s a la buena voluntad de su intención y su m e jo r deseo. M uchas veces me he preguntado qué h o rro r no sen tiría el padre V itoria si levantara la ca beza y extendiera la vista sobre la infinitud de prepotencias, crím enes y depredaciones que, es grim iendo el derecho de com ercio bajo el sutil pero decisivo q uid pro quo que lo invierte de títu lo de legitim ación en patente de corso y en co a rtad a de designios anteriores,2 ha perpetrado desde entonces el colonialism o europeo, em pezando p o r las com pa ñías com erciales inglesas y holandesas, que, pronto —inm ediatam nte después de la fundación de Batavia y unos 40 años antes de las de Nueva Am sterdam (hoy Nueva York) y Ciudad del Cabo, holandesas tam bién, com o B atavia— recibirían el refrendo teórico del Mare Liberum (1604), de Hugo Grocio, que es casi el m anifiesto fundacional del liberalism o, y que, por cierto, no deja de citar, au nque reorien tan d o y p er 1. F u n d o e s ta p resu n c ió n en u na de la s ú ltim a s fra se s, del n ? 18 y ú ltim o d e la III p a rte d e s u s Relecciones: « T én gase en c u e n ta q u e lo s p o r tu g u e se s tien en m u ch o c o m e rc io c o n p u e b lo s s e m e ja n te s a e s to s, sin haberse enseñoreado de ellos [su b ra y a d o m ío], y sa ca n , en v erd ad , g r a n d e s p ro vech o s». 2. T o d avía B is m a rc k , en la se g u n d a m itad d el s ig lo X IX , d a r á e x p re sió n a la d o c trin a en su c é le b re c o n sig n a re sp e cto d e la s c o lo n ia s: Die Flagge folgt dem Handel («Ai c o m e rc io s ig u e la b a n dera»); e s to es, p rim e ro lo s h ac e m o s c lie n te s y lu ego y a los h are m o s sú b d ito s.
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virtiendo ad hoc la intención propia de los argum en tos, a V itoria y a Vázquez de M enchaca. ¡Con qué in finita am argura y repugnancia el buen padre Vitoria a rro ja ría lejos de sí, com o una condecoración del m ism o Satanás, los entorchados de benem érito «pa dre del derecho internacional m oderno» con que toda la piratesca can alla b lan q u irru b ia del colonia lism o y del liberal-capitalism o ha q uerido pagarle, agradecida, los favores recibidos, sin p ararse a con siderar hasta qué punto tal form a de recibirlos y apli carlos era totalm ente inopinable, ajena y h asta diam etralm ente contraria a las intenciones del autor! Sin duda, p a ra una form a de patriotism o, p ara un españolism o que, com o el de M enéndez Pidal o de M arías, adolece de m anías de grandeza, la sola idea de devolver u n a condecoración internacional o tor gada a un español, incluso po r las m anos m ás en sangrentadas y sobre todo si son blancas y de vello rubio, no puede responder m ás que a un arreb ato de «histeria» antiespañola, con «secreción de bilis»3 po r parte de intelectuales resentidos que q u e rrían reb ajar «la talla internacional» de un teólogo ju rista sólo por la inquina que les inspira el que sea español. O bedientes al sistem a de «peer en botija para que retum be», propio de todo apologeta profesional, no conciben que haya quien exam ine y seleccione las condecoraciones y las alabanzas y devuelva las que huelen a sangre y hieden a bandido; no conciben que haya quien, tal vez equivocadam ente, pero con toda buena fe, no crea que se pueda ec h ar sobre las es paldas de V itoria toda la infam ia secu lar que con la co artad a de su ju sto títu lo del derecho de com ercio han p erp etrad o después sobre otros pueblos las na ciones blancas. Como p ara el sistem a de «peer en bo tija para que retum be» todas las condecoraciones buenas son, pero sobre todo las que vienen de la 3. E x p r e sio n e s de J u liá n M a r ía s en el a r tíc u lo citad o .
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E uropa rubia, no pueden im ag in ar que su rechazo pueda proceder del deseo, tal vez ya inútil y deses perado, de re s ta u ra r la m em oria y el buen nom bre del m alcondecorado. Quien ha leído la c a rta de Vi toria al padre Arcos, no en busca de algo de que po d e r servirse en una apologética ya preestablecida, sino tra tan d o de escuchar, con tan to afecto com o condescendencia, alg u n a palpitación de la bondad, po r m uy e n c u b ie rta que esté p o r toda su erte de fac tores contextúales, o m ucho me he engañado o llega realm ente a e sc u c h a r esa palpitación. ¿He leído yo con dem asiada buena voluntad y me equivoco al pen s a r que nada p o d ría se r m ás ajeno al ánim o y a los sentim ientos de V itoria que la infam e función que su derecho de com ercio llegó a c o b ra r en el colonia lism o europeo posterior, o he leído bien y el honor de V itoria está en m is m anos y no en las de quienes, com o M enéndez Pidal, tra tan de d egradarlo con una «talla internacional» que no es sino un baldón de ini quidad, con tal de enaltecerlo socialm ente, dado que en los salones europeos es de mal tono re c u rrir a los peristas para averiguar la procedencia y la buena ley de las condecoraciones? Más abajo, resulta chocante que, respecto de la ce lebración de un centenario, G arcía E scudero diga que, a su juicio, «la celebración m ás eficaz del acon tecim iento h a b ría sido d e ja r la H istoria a los histo riadores». Pero tal proposición no ten d ría m ás resp u esta ap ro p iad a que la de d e ja r a los h isto ria dores la propia celebración del centenario, pues no sé cóm o éste p o d ría se r o tra cosa que una celebración histórica, en la que los histo riad o res nos invitarían a todos los dem ás a p a rtic ip a r en la efem éride. Me temo, pues, que lo que con tal frase quiere decir G ar cía E scudero es que los profanos no nos m etam os a e sc u d riñ a r en los docum entos originales del ayer y confiem os esa ta re a a sus sacerdotes, que son los acreditados y consagrados para estab lecer la verdad 757
canónica y oficial. El C entenario im pondría el cono cim iento histó rico ya m asticado, com o p o r una es pecie de función tro faláctica de los h istoriadores respecto de las m asas retro an alfab etizad as po r los media, proporcionando a los b o q uiabiertos visitan tes de la gran D isneylandia sevillana un conocim ien to histórico ya arm ado en form a de férula ortopédica capaz de hacerlos encajar en un ya prefigurado e ine luctable porvenir, ya que, si se celebra, es que algu na función se le atribuye. ¿O es sólo un pretexto prom otor de incalculables inversiones económ icas que a u m e n tarían la riqueza de la nación, no im p o r ta si incluidos o excluidos los propios v isitantes?4 Pero, en tal caso, ¿qué m ás da el pasado tal com o nos lo cuenten o dejen de co n tar? Bien es verdad que lo que propone G arcía E scudero a cam bio de «me ternos en historias», com o m ás eficaz celebración, tiene, aunque sólo p o r encim a, cierta a p arien cia po sitiva: «E xam inar cuáles son las posibilidades del m undo h isp an o p arlan te c a ra al futuro, y cuáles las de E spaña com o e slabón o b isagra en tre ese m undo y Europa». Pero él sabe muy bien que estas no son m ás que p a la b ras de u n a vieja jerga, estéril y hasta vacía, de funcionarios que necesitan ju stific a r un sueldo, y en los que la falta de convicción se delata sin m ás por el hecho de tener que a u p a rse ilu so ria m ente en los fastos puram ente propagandísticos de un centenario. H acen antes la propaganda que la cosa, para ver si la propaganda los sugestiona y los convence para h acer la cosa. A quienes nos obstinam os, en cam bio, «en desen te rra r el pasado para d estruirlo en un insensato a rre bato patológico» nos acu sa de que nada parece 4. P u e s h o y ya s a b e m o s q u e lo q u e un triste d ía se llam ó , a u n q u e co n la s m e jo re s in ten cio n es, « la riq u e za de la s n acio n es» a p e nas tien e q u e ver con el b ie n e s ta r g e n era lizad o d e los p a rtic u la re s, sa lv o co m o un e fe c to s e c u n d a r io c u a n d o a la « riq u e z a » en a b s trac to le van las c o s a s e x c e p c io n a lm e n te bien.
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im p o rtarn o s la A m érica actual y su porvenir o su presente. Y aquí disiento de él, pues creo que nada renueva y p erp etú a m ejor el pasado que la co n stan te apelación al futuro, la etern a e inalcanzable zana horia que la c a b rita lleva colgando de una cuerda delante de su boca. Pero él m ism o ha dicho, en una apreciación, po r lo dem ás exagerada, p o r infravalorar tal vez las di ferencias:’ «¿Qué es el problem a actual del Tercer M undo sino el problem a que el m undo del D escubri m iento de América planteó a los españoles?». Lo cual no entiendo bien de qué m odo se conciba con su des dén implícito por quienes pretenderían «hacer lo que Pereña llam a el proceso a la conquista». No se tra ta exactam ente de un «proceso a la con quista» p o r sí m ism a y en sí m ism a, sino de un pro ceso a la H istoria Universal, p a ra el cual el proceso al descubrim iento, la conquista y la colonización de Am érica tiene especial interés p o r afe c ta r al p rim e r m ovim iento del últim o d e sp e rta r de la gran bestia; la experiencia de los hechos españoles tiene p a rti cu larísim o interés po r situ arse en el m ism o um bral del despertar, entre el sueño y la vigilia.5 Sólo los españoles recibieron de lleno en sus sentidos el gol pe an o n a d ad o r de una novedad inconm ensurable para su experiencia. Por eso sólo ellos necesitaron potenciar las reservas existentes; un inglés o un ho landés, que ya habían aprendido de españoles y po r tugueses lo que era un indio, un indígena, un nativo, ¿qué necesidad tenían de averiguar si en la S u m m a Theológica había alguna previsión que hiciese al caso? Por eso, sólo en E spaña se dejaron oír po r al gún tiem po los m ugidos del Buey Silencioso, y el iusnatu ralism o de Tomás de Aquino fue, ju stam en te en 5. O m á s bien en tre e l o s c u ro p e ro c a d a vez e sc la re c ie n te su e ñ o d e la E d a d M ed ia y la d e s lu m b ra d o ra p e ro te r r o r ífic a p e s a d illa d e la E d a d M o d e rn a .
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virtud de su propia discronia con respecto al signo de los tiem pos, el verdadero soplo del espíritu, la re sistencia enfrentada a la arro lla d o ra galerna de la H istoria Universal. Que esta ú ltim a fue la que ven ció y que el espíritu fue el d errotado nada podría re frendarlo m ás rotundam ente que el que llegase a d em ostrarse com o c ie rta la hipótesis im plícita en la ya citada frase de G arcía Escudero: «¿Pero qué es el problem a actu al del Tercer M undo sino el problem a del m undo que el D escubrim iento de A m érica plan teó a los españoles?». Sea, si queréis, el iusnaturalism o, ontològica y aca so tam bién antropológicam ente, una ilusión, una fic ción piadosa, pero nadie puede negar que es cuando m enos una hipótesis ética m ilenariam ente resisten te. B asta co n sid erar que lo que dice «hum anidad» en su sentido intensional, esto es, com o categoría cualitativa, no recubre en m odo alguno la experien cia em pírica de lo que dice «H um anidad» en su sen tido extensional, esto es como nom bre colectivo del conjunto de los hom bres dados, pues adm itim os que esta H um anidad com prenda o pueda com prender a muchos hom bres a los que tacharíam os de «inhum a nos». Y aun p o d ría decirse que la p alab ra «hum ani dad» no es sólo el nom bre de la hipótesis ética del iusnaturalism o, sino que im plica, inevitablem ente, una utopía. C am panella resolvía su utopía con el ex pediente ad hoc de que quien no se intregrase en su Ciudad del Sol había de ser reputado por no humano. ¿Por qué necesitaba re c u rrir a tan artificio sa com ponenda, sin que le satisficiese o tra opción m enos problem ática, com o la de llam arlos «hom bres m a los»? Sim plem ente porque la utopía no está en el concepto de virtud ni en ningún otro sem ejante, sino tan sólo en el de hum anidad. No hay cum plim iento utópico parcial; por eso Cam panella, para que los hom bres integrados en su Ciudad del Sol fuesen «to dos los hom bres» y no una p arte de ellos, conform e 760
a la exigencia de cum plim iento total inherente a la utopía, re c u rría al expediente de reducir a «no hom bres» a los que hiciesen defección a la realización de la utopía. El cum plim iento de la utopía im plícita en la p alab ra «hum anidad» y que h a ría verdadera la hipótesis ética del iu sn atu ralism o c o n sistiría en que la categoría cualitativa, o sea, la que designa en sentido intensional la cu alid ad hum ana, conviniese, sin excepción, a la facticidad del conjunto em pírico denotado por el sentido extensional de la palabra Hu m anidad. La d o ctrin a del iu sn atu ralism o to m ista p a rtía de la frase evangélica «Mi reino no es de este m undo». Si Cristo había negado ser rey de la T ierra (o, por m al nom bre, «Príncipe de este Mundo»), el pontífi ce, en cuanto V icario de Cristo, carecía de sobera nía y ju risd icció n se cu la r universal (aunque, com o hom bre, pudiese gozar de un principado territorial), y tanto m enos sobre pueblos paganos o infieles, que, a diferencia de los cristianos, ni siquiera habían re cibido o aceptado la Revelación; los cristianos, habiéndola aceptado, le estaban al m enos espiritual m ente —pero sólo espiritualm ente— sujetos. De esta m anera, p ara Santo Tomás, los príncipes infieles o paganos tenían una soberanía tan legítim a com o la de los cristianos, pues el poder tem poral no se fun daba ni p ara unos ni p ara otros en un derecho divi no relacionado con la Revelación, sino en un derecho natural, ajeno y a n te rio r a ésta, y respecto del cual todos los poderes terren ales eran igualm ente legíti mos (por m ucho que incluso este derecho natural fue se tam bién, en últim a instancia, de origen divino, salvo que solam ente por d im a n a r de la Creación, pero no de la Revelación). Así el iu sn atu ralism o tom ista había dejado im pugnada, con decenios de anticipación, la d o ctrin a de los dos poderes, el Pon tificado y el Im perio, igualm ente divinos, p a rtic u larm ente defendida, com o es notorio, p o r Dante 761
Alighieri; no h ab ría n de tener, sin em bargo, la m is m a fortuna los sucesores de Tomás de Aquino, cu an do los «intelectuales orgánicos» —com o hoy se d iría —6 del e m p erad o r Carlos V quisieron rem ozar la d o ctrin a dantesca bajo el lem a «Un M onarca, un Im perio y una E spada»,7 que si tal vez tuvo poco éxito teórico, triunfó, no obstante, en toda la línea, y extralim itándose incluso de las m eras atrib u cio nes tem porales, en el plano de los hechos, pues el em perador hizo y deshizo «a todo su beneplácito» —por decirlo con palabras cervantinas— no sólo en lo tem poral o profano, que le correspondía, sino tam bién en lo e sp iritu a l o religioso frente a todos los papas, al m enos po r cuanto a las Indias se refiere. El c a rd e n a l C ay etan o —g e n e ra l de la O.P. d e s de 1508— fue quien, estudiando la Secunda Secundae de Tomás de Aquino e inform ado h acia 1517, por frailes de su propia orden, de los hechos de las Anti llas, recu rrió al iu sn atu ralism o to m ista para cues tio n a r las atribuciones pontificias p a ra la donación al rey de E spaña sobre las nuevas islas y tierras des cu b iertas «e p o r descobrir», y de él sa ca ría V itoria en 1532 el fundam ento para im pugnar en sus relec ciones De Indiis la legitim idad de la fam osa bula In ter Caetera otorgada en 1493 po r Alejandro VI, en la que tran sfería a los Reyes Católicos el poder secu lar sobre las islas nuevam ente d escu b iertas «e por descobrir», y a p a rtir de ello, en el capítulo de los títulos no legítimos, recu saría el prim ero con la con clusión: «El e m p erad o r no es señor de todo el orbe». Todo lo cual es sobradam ente conocido y sólo se re cuerda aquí para devolver al iusnaturalism o de San6. Al m e n o s el c a n c ille r M e rc u rin o G a ttin a r a —e x p re sa m e n te c o n o c e d o r y p ro p u ls o r d el De Monarchia d e D an te— y el s e c r e ta rio d e c a r t a s la tin a s A lfo n so d e V ald és, p o r lo q u e yo p u e d a re c o r d a r a h o ra . 7. De lo s v e rs o s de H e rn a n d o de A cu ñ a: «U na g re y y un p a sto r só lo en el su e lo /U n m o n a rc a , un im p e r io y u n a e sp a d a » .
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to Tomás el lu g ar que se m erece. C ontra lo que Vito ria no parece h a b e r encontrado, en cam bio, ningún argum ento de Santo Tomás es contra la tan deb ati da d o ctrin a a risto télica respecto de los llam ados «am entes», o sea, los pueblos que, por su capacidad m ental «se hallan en la necesidad de se r goberna dos y regidos po r otros» (De Indiis prior, 1.a parte, n? 23, epígrafe Respuesta a otro argum ento contra rio)-, tal vez de ello se deriva el hecho de que encon trem os u n a c ie rta incongruencia o, al menos, vacilación entre ciertos pasajes de ese epígrafe y una frase del núm ero 18 de la 3.a p a rte de la m ism a relección; c ita ré de ellas lo e stric tam e n te necesario: I, 23. «... la m ente de A ristóteles no ha sido, c ie rta mente, que los que sean de escaso ingenio sean p o r natu raleza siervos y no tengan dom inio ni de sí ni de sus cosas. Él tra ta b a de la servidum bre civil y le gítim a porque reconoce que nadie es esclavo p o r na turaleza. » III, 18. (Donde es preciso a d v e rtir que sólo m uy condicionalm ente tra ta de un posible octavo títu lo legítim o —habiendo llam ado al a n te rio r «séptim o y últim o [subrayado mío]»— con estas palabras: «Otro título podría, no c iertam en te afirm arse, pero sí dis cutirse...») «Hay que a p u n ta r tam bién que en esta a r gum entación puede aprovecharse lo antes afirm ado: de que hay quienes son siervos por naturaleza, y com o tales parecen se r estos b árb aro s, podrían p o r lo tanto s e r gobernados com o siervos.» Por lo dem ás, tam poco Las Casas, respecto de esta m ism a cuestión de los «am entes» —al m enos a te no r del resum en que de su controversia, de 1550, con el doctor Sepúlveda hizo fray Domingo de Soto—, pa rece que encontró nada en las doctrinas de Santo To m ás que poder esgrim ir contra Aristóteles en cuanto a que los «am entes» sean «siervos por naturaleza», y sólo ac ertó a d istin g u ir «tres m aneras o linajes» de bárbaros, de los cuales sólo a los últim os h a b ría 763
querido, según él, referirse el filósofo al decir que son «siervos p o r naturaleza» («Y p o r aventura —co m enta, siem pre según el resum en de Soto— lo dijo po r algunas gentes que eran en la conquista de Ale jandro», aunque, por cuanto yo pueda sab er o recor dar, el siniestro co n q u istad o r m acedonio, pese a haber tenido tal m aestro y un baño superficial de c u ltu ra helénica, se movió siem pre —diga lo que di jere fray B artolom é— en tre la flor y n a ta de las cul tu ra s orientales, m ucho m enos b á rb a ra s sin duda —salvo alguna reserva que pudiese c a b er respecto de los tracios y los escitas— que los propios macedonios), p ara a c a b a r con el m ero argum ento de he cho de que los indios no encajaban en absoluto en la tercera «m anera o linaje» de bárbaros, «m ostran do —dice el resum en de Soto— que au nque tengan algunas costum bres de gente no tan política [...] no son en este grado b árb aro s; antes son gente gregátil y civil, que tienen pueblos grandes, y casas, y leyes, y artes, y señores, y gobernación...»; argum ento de hecho, que, por cierto, se lee ya en V itoria, en el m is mo lugar I, 23 de De indiis prior, poco m ás a rrib a del pasaje antes citado, casi con las m ism as palabras: «Es m anifiesto que tienen cierto orden en sus cosas, puesto que tienen ciudades debidam ente elegidas, m atrim onios reglam entados, m agistrados, señores, leyes, artesanos, m ercados, todo lo cual requiere uso de razón», cosa que induce a sospechar que, tal como, siquiera en esto, reconoce el propio Don Ramón, Las Casas estaba tan cerca de V itoria que h a sta se p e r m itía abrevarse en su venero, no m enos que V itoria se había abrevado en el de Vio (com únm ente m enta do p o r el sobrenom bre toponím ico de «Cayetano», po r ser n a tu ra l de Gaeta), y éste, a su vez, finalm en te, en Santo Tomás de Aquino. C om oquiera que sea, en este p unto de los «am entes» fueron los argum en tos de hecho los que dom inaron del todo en la disp u ta (que fue, po r in te rfe rir del m odo m ás directo 764
en la buena conciencia n ecesaria p ara ju stific a r los atropellos com etidos con los indios, o, inversam en te, en las acusaciones co n tra sus fautores, la m ás apasionada), tan to po r p a rte de los «detractores» —desde fray Tomás Ortiz, el m ás feroz de todos, pa sando por Fernández de Oviedo (aunque éste no, por cierto, para ju stifica r infam ias que fue m ás duro que nadie en denunciar), h asta fray Domingo de Betanzos, que, sin em bargo, a la hora de la m uerte, se re tra c ta ría .p o r escrito ante testigos de lo que realm ente dijo y de lo que se le a trib u y ó — com o por parte de los «defensores». Pero, antes de e n tra r en el escabroso asunto de la c a rta de V itoria al p a d re Arcos, m e d etendré breve m ente en otra com ponenda que el siem pre idílico Menéndez Pidal arre g la en el m ism o texto («Vitoria y Las Casas», conferencia leída en San Esteban, de Sa lam anca, el 19 de octu b re de 1956) en tre su am ado V itoria8 y su ad m irad o em perador. H ablando de la 8. A m ad o m ás q u e p o r V ito ria m ism o , p o r a v e rsió n a L a s C a sa s, a l ig u a l q u e éste — y a q u í c o in c id o co n la o p in ió n de Don R a m ó n — p a re c e h a b e r a m a d o a los in d io s m á s b ien com o un re fle jo d e la a v e rsió n q u e s e n tía p o r la s o b ra s de lo s e sp a ñ o le s. S a l vo q u e — a u n q u e m en o s v ir tu o so y m e n o s ú til p a ra la p ro p ia s a lv a c ió n p e r s o n a l— e s e o d io se m e a n to ja m u c h o m á s id ó n eo en c u a n to c r ític a d e la h isto ria y del p o d e r — a u n q u e en L a s C a s a s to d avía en el e s ta d io d e in tu ic ió n — q u e la s p ía s te a tra lid a d e s de lo s c o m p a d e c e d o rc s p r o fe s io n a le s de p u e b lo s o p rim id o s, q u e a v e ce s rayan en g ra d o s d e in d e c e n c ia c o m o e l de B e rtra n d Russeil, c u a n d o p ro clam a co m o uno de los se n tim ien to s c a p ita le s qu e han g o b e rn a d o su v id a « u n a in so p o rta b le c o m p a s ió n p o r lo s s u frim ie n to s d e la H u m an id a d » . E n c u a n to a l a m o r d e L a s C a s a s p o r lo s in d io s, no se tra ta , p o r co n sig u ien te , d e p e d ir a n a d ie un sen tim ie n to tan d ifíc il, y fo rz o sa m e n te fic ticio , a c a u s a d e su p r o p ia in co n creció n , sin o d e la so sp e c h a d e u n a p o sitiv a fr ia ld a d q u e sa lta de p ro n to d e un p a s a je de su p ro p ia Historia de las Indias, c u a n d o h a b la n d o d e sí m ism o —en te rc e ra p e rso n a co m o s u e le —, a p ro p ó sito de la d e c isió n d e d e ja r vacos a lo s in d io s d e su e n c o m ien d a, d ice: « N o p o rq u e no e s ta b a n m e jo r en su po der, p o rq u é él los tr a ta b a c o n m ás p ie d a d y lo h ic ie r a co n m a y o r d e sd e a llí ad e la n te y s a b ía q u e d e já n d o lo s é l lo s h ab ía n d e d a r a q u ie n los
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c a rta de éste al p rio r de San E steban, del 10 de no viem bre de 1539, encargándole que prohibiese todo debate o serm ón público sobre cuestiones de las In dias por p a rte de los frailes y que confiscase todos los papeles privados de los dichos frailes que toca sen al asunto «así en lim pio com o en m inutas y m e m oriales» y que se los rem itiese p a ra exam inarlos, am én de o rd en arles que no volviesen a h a b la r m ás de la cuestión, don Ram ón M énendez Pidal alega que el em p erad o r lo hace po r celo de que ello pueda ir «en desacato del Vicario de Cristo», para añ ad ir m ás adelante: «Si hubiese quedado la m enor desconfian h a b ía de o p r im ir e fa t ig a r h a s ta m a ta llo s, co m o a l c a b o lo s m a ta ro n , p e ro p o rq u e, a u n q u e le s h ic ie r a to d o el b u e n tra c ta m ie n to q u e p a d re p u d ie ra fa c e r a h ijo s, co m o el p r e d ic a r a no p o d e rse te n e r co n b u e n a c o n c ie n c ia , n u n c a le fa lta r a n c a lu m n ia s d ic ien d o : "A l fin tien e in d io s; ¿ p o r q u é no lo s d e ja , p u e s a fir m a s e r tir á n i co?", aco rd ó totalm ente d ejallo s» . Tal d esp reo cu p ació n p o r los co n cre to s in d io s c o n o cid o s c u y o d estin o e s ta b a to d avía en su s m anos, só lo p o r no m e n o s c a b a r su a u to r id a d en la m isió n q u e h a b ía to m ad o a carg o, c o n trasta v iv am en te con la ac titu d de V asco de Quiroga, el o b isp o d e M ic h o a c á n , qu e au n h a c ie n d o la s d e n u n c ia s m ás te r r ib le s en c a r t a s a l e m p e ra d o r y a l C o n s e jo de In d ias, e s p e c ia lm e n te so b re la e s c la v itu d , don de a l o íd o d el le c to r re sa lta u na p a r t ic u la r s e n s ib ilid a d c u a n d o a p ro p ó sito d e cóm o se m a r c a b a n a fu e g o (con la G d e « g u e rra » , c o m o se so lía) in c lu so «a n iñ o s de teta de tre s o c u a tr o m eses» , h a c e e s ta p r e c is a o b s e r v a ció n: « h e rrad o s c o n el dich o h ierro tan g ran d e q u e a p e n a s les c ab e en lo s c a r r illo s » , no se p re o c u p ó d e c o n s e r v a r e s c la v o s y e s c la v a s de su p ro p ie d a d , ya se a en la c a s a com o en el o b isp a d o , p ero sí, en cam b io , de h a c e r lo s lib re s a to d o s en su testam en to . V ol vie n d o a L a s C a s a s , e s c u r io s a la o p in ió n de A lfo n so G arcía-G allo , a qu ien , p a re c ié n d o le e x a g e ra d o « q u e d e fe n d ie ra a lo s in d io s p o r o d io a los e sp a ñ o le s» («yo no d ir ía tanto», es su exp resión ), le a t r i b u ye, sin e m b a rg o , la p a rc ia lid a d d e un a b o g a d o d efen so r, que, c o m o tal, no tien e p o rq u é c o n s id e r a r lo s d e re c h o s d e la o tra p a r te, esto es, aq u í la d e lo s e s p a ñ o le s: « É s to s —e s c r ib e — v in ie ro n al N u evo M u n d o co n la e s p e ra n z a de h a c e r fo rtu n a , y al m ism o tiem p o c o n la id ea m isio n a l d e c o n v e rtir a lo s in d io s. M u c h o s d e e sto s e s p a ñ o le s se p a g a ro n e l v ia je d e sd e E s p a ñ a , lu c h a ro n c o n tra lo s in d io s a su co sta , s e ju g a r o n la v id a , s u frie n d o la e n fe rm e d ad y e s p e ra ro n o b te n e r u n a re co m p e n sa q u e a v e ce s lle g a b a y o tr a s no. S in em b a rg o , L a s C a s a s v io ú n ic a m e n te lo s d e re c h o s de
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za respecto a la d o ctrin a sostenida p o r los profeso res de San E steban en los papeles requisados seis m eses antes, no p reten d ería C arlos encom endar la dirección e sp iritu a l de todo el clero de Nueva E spa ña al recién elegido p rio r de San Esteban, fray Do m ingo de Soto, y a sus frailes». El arreglo de Don Ram ón es aq u í conciliatorio h asta lo sonrosado: el golpe de m ano de C arlos V de 1539 sobre el conven to de San Esteban no responde en ab soluto a ningu na sincera preocupación im perial p o r un posible «desacato del V icario de Cristo», sino todo lo con trario; responde a la fu ria del em perador po r las ges tiones de fray B ernardino de M inaya que, a sus espaldas y con una c a rta de presentación de la em peratriz, ha conseguido traslad arse desde las Indias h a sta Roma y p rese n tarse al pontífice Paulo III h as ta lograr de él que prom ulgue la fam osa bula Sublim is Deus, de 9 de ju n io de 1537, las m ás favorable a los indios de cu an tas se han dictado, proclam ando entre o tras cosas que «tales indios y todos los que m ás tard e se descubran po r los c ristia n o s no pue den ser privados de su libertad por m edio alguno, ni de sus propiedades, au nque no estén en la fe de los indios». N o se com pren d e q u e un ju r is ta com o él no se dé c u e n ta de q u e la im p a r c ia lid a d q u e p ide — y q u e a L a s C a sa s, en su p a p el de « a b o g a d o d efe n so r» , d is p e n sa d e te n e r — no s e r ía sin o ¡a q u e c o n s id e ra s e al m ism o n ivel de to d o s lo s d e m á s d e re c h o s el m ás p a r c ia l y u n ila te ra l d e to d os e llo s : el d e re c h o d e g u e r r a del ven ced o r, q u e en e s te c a s o es, p o r a ñ a d id u r a , en un g ra d o a b soluto, a g r e s o r no p ro v o c a d o y c o n q u ista d o r d e fin itivo . E l d e re ch o d e g u e r r a es, sin d u d a , el a b o rig e n p r e h is tó ric o d e la c o n c e p c ió n m ism a d el D erec h o (segú n la te sis d e W alter B e n ja m ín so b re « la v io le n c ia c re a d o ra d e d e re c h o » — v é a se : La policía y el Estado de derecho, T om o I, p á g in a 6 3 9 — ), p e ro p o r e so m ism o e s tá antes y fuera d e to d o s lo s d e m á s d e re c h o s. Lo q u e lo s e s p a ñ o le s p u d ie se n r e c la m a r com o d e re c h o p a r a sí fren te a los in d io s, o m á s b ien sobre e llo s , e r a ni m á s ni m e n o s q u e el d e re ch o d e g u e r r a y d e c o n q u ista q u e c o m o ex combatientes c o n s i d e ra b a n d e ju s t ic ia le s fu e s e c o n ce d id o . P ero y a in c lu so en el s ig lo X V I Vázq uez de M e n c h ac a, a le g a a l re sp e cto m u y g ra c io sa -
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Jesucristo; y podrán libre y legítim am ente gozar de su lib ertad y de sus propiedades, y no serán escla vos...». Pero m ás que al contenido m ism o de la bula (que, por lo dem ás C arlos V logró que el papa se la com iese con p a ta tas frita s apenas un año y 10 días después de su prom ulgación, m ediante un breve que la revocaba el 19 de ju n io de 1538) la fu ria del em perad o r respondía al hecho de que algo, incluso de índole estrictam en te e sp iritu al, pudiese ir de las In dias h asta Roma, sin p a s a r por su supervisión. Tan insincero era, en todo caso, el celo que le atribuye Don Ram ón p o r evitar un «desacato del V icario de Cristo» que, p o r real orden de 6 de septiem bre del m ism o 1538, intro d u jo el llam ado «pase regio», por el cual nada podía salir de Roma hacia las Indias sin p a sa r por las m anos del Consejo de Indias y h ab er obtenido, tras m inucioso exam en, la debida ap ro b a ción o, en caso de no obtenerla, debía volver a Roma p ara que «se suplique de ellos [bulas o breves] p a ra ante nu estro m uy Santo Padre, que siendo m ejor in form ado, los m ande revocar» y en 1539 aún carga m ás la mano, con una especie de «pase regio» a la inversa, según el cual los obispos que solicitasen a l guna m erced al papa ten d rían que enviarla antes a la corte, p ara que, una vez exam inada, siguiese h a cia Roma com o dem anda del propio em perador. De m en te en su Controversiarum Illustrium (lib ro I, cap. X , n ú m e ro s 8 y 9): « M u y a p ro p ó sito de to d o e sto e s la re sp u e sta del R ey Antígó n o c a u d illo de los L a c e d e m o n io s [...]; co m o c ie rto s o fis ta le p re s e n ta s e un lib ro a c e r c a d e la ju s t ic ia , no e s tá s en tu ju ic io , le re sp o n d ió A n tígono, si v ié n d o m e d e s t r u ir co n m is a r m a s c iu d a d es a je n a s , te a tre v e s a d is e r t a r en m i p r e s e n c ia so b re la ju s t ic ia . P o rqu e s a b ía en v e rd a d q u e c u a n to s h ac en g u e r ra ni pu ed en , ni tien en vo lu n tad d e p r o te g e r la s ley es d e la ju s t ic ia ; sin o q u e la m ay o r p a rte de la s v e c e s se g u e r re a p o r el a n s ia de a g r a n d a r el p o d e río y la g lo ria , a u n q u e p re te x ta n d o m ás n o b le c a u sa , co m o s e ría en n u estro c a so si (sigu ien d o el e jem p lo d e A ristóteles, m ae s tro y en e s ta m a te ria a d u la d o r bien p o co d is m u la d o de A le ja n dro) q u isié r a m o s d e c ir q u e a q u e l p rín c ip e , q u e lle v a b a la g u e r ra a re g io n es e x tra ñ a s, lo h a c ía so lam en te p a ra p r o c u r a r el bien de a q u e lla s re g io n e s y h a b ita n te s, a fin d e q u e en lo s u c e s iv o p u d ie ran lle v a r una v id a m á s c iv iliz a d a [ob utilitatem facere quo ma
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modo que este era el verdadero am biente entre el em p erad o r y el papa, y si en 1540 C arlos V encarga a fray Domingo de Soto «la dirección espiritual de todo el clero de Nueva España» la razón de ello no es, com o dice M enéndez Pidal, que, en efecto, ya no que daba «la m en o r desconfianza respecto a la d o ctrin a sostenida p o r los profesores de San Esteban», sino que, entretanto, el em perador ha logrado c o rta r d rás ticam ente cu a lq u ier posibilidad de contacto directo entre las Indias y Roma y viceversa, de m anera que en 1540, com o dirían los am ericanos, «todo está bajo control», bajo el control del emperador, naturalmente. Vengamos, pues, de u n a vez, a la fam osa c a rta de V itoria al padre Arcos, de cuya d a ta no me consta m ás que el año: 1534, esto es, dos años después de h a b e r redactado, conform e se supone, sus «releccio nes »De indis, y habiendo o c u rrid o entrem edias Lo de Cajamarca, po r llam arlo así. «Muy reverendo Padre: C uanto al caso del Perú, digo a V.P. [Vuestra Paternidad] que ya, tam diuturnis studiis, tam m ulto usu [con tan continuos desve los, con tan a sid u a aplicación], no me esp an tan ni me em barazan las cosas que vienen a m is m anos, ex cepto tram p as de beneficios y cosas de Indias, que se m e hiela la sangre en el cu erp o en m entándom e las.» Así empieza la carta. Menéndez Pidal piensa que gis in posterum cultiorem uitam ageretil — en
e l o rig in a l latino]. Oh du lce, h u m a n o y c a rit a tiv o a m o r q u e no se av e rg ü e n z a de v io la r lo s d e re c h o s d el n a tu ra l p a re n te s c o q u e lig a a lo s h o m b res, sin o q u e se a p re s u ra a e llo y q u e co n m u ltitu d d e s e n fre n a d a , qu e el fu r o r y la lo c u ra a r r a s tra n , se a p r e s u r a p o r m e d io d e to d o g é n ero d e e x te rm in io s, d e to rm en to s, de m u e rte s y d e in c e n d io s, a la n z a r a la s s o m b ra s d el E reb o , co m o h e rid o s p o r un rayo, a in n u m e ra b le s m illa re s d e h o m b res, a in c e n d ia r c iu d a d e s , a a r r a s a r c a m p o s, a v io la r d o n c e lla s y a d a r c ru e l m u e rte a an cia n o s, n iñ os y m u je r e s sin a v e rg o n z a rse d e d a r el n o m b re d e b e n e fic io a to d os e s to s c rím e n e s y a o tro s a u n m u c h o p e o re s, m ás n e fa n d o s y d ig n o s d e e x e c ra ció n » . M en c h ac a se r e fe r ía a q u í a la s g u e r r a s d e A n tígono, p e ro e l texto no p r e c is a r ía m u c h a s v a ria c io n e s p a ra s e r a p lic a d o a la C o n q u ista de la s In d ia s p o r lo s e sp a ñ o le s.
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las «tram pas de beneficios» pertenecen tam bién a las «cosas de Indias», quizá fundándose en el a rra n que del texto («Cuanto al caso del Perú»), pero, como entre la tercera frase —aunque sea de una o sc u ri dad sibilina— y el com ienzo de la c u a rta («Lo m is mo procuro hacer con los peruleros») parece sep arar n ítidam ente lo uno de lo otro, yo tiendo a creer que con los «beneficios» se refiere a problem as eclesiás ticos, y au nque «beneficios» suena m ás bien a cosa propia del clero secu lar y no del regular, al que p e r tenecía V itoria, ello no o b sta p a ra que éste, aunque fraile, pudiese se r consultado en negocios de curas; con todo, esto, en sí mismo, es una m inucia, y sólo im porta para in terp retar la cláusula «que se me hiela la sangre en el cuerpo en m entándom elas». En efecto, la am bivalencia contextual a b ie rta po r la presencia de tres antecedentes en fem enino p lu ral («tram pas», «cosas» e «Indias») nos im pide deci dir de modo taxativo si la anáfora en femenino plural de «m entándom e/as» debe ser rem itida a «tram pas» y «cosas» o sola y expresam ente a «Indias», aunque por el hecho de que el verbo «m entar» pida m ás bien un nom bre propio o un nom bre com ún con artícu lo determ inado (del que «tram pas» y «cosas» no van precedidas en el texto), el lector de la c a rta oye m ás espontáneam ente que son las «Indias» —que, por añadidura ocupan el lugar inm ediatam ente an terio r al «que»— las que hacen que a V itoria se le hiele la sangre en el cu erp o en m entándoselas. Las «tram pas de beneficios» —a m enos que Don Ram ón tenga razón al incluirlas entre las «cosas de Indias»— que darían, entonces, como algo sólo incidentalm ente sa cado a relucir, a títu lo de ejemplo, com o la otra cosa de las que le «estorban y em barazan». Hay que decir de p aso que V itoria, sin duda acos tum brado, tam m ulto usu, a e scrib ir en latín, e scri bía, al m enos a ju z g a r p o r e sta c arta, muy mal castellano, no sólo constantem ente entreverado de 770
latinajos (que no siem pre tienen la función de expre sa r la confidencialidad, por lo vidrioso del asunto, como quien baja la voz, sino que a veces parecen gra tuitos, o pretendidos tecnicism os, o tal vez expresio nes recogidas de autores clásicos y aprovechadas pro dom o sua) sino tam bién de latinism os sintácticos, com o «tim eo que no sean de aquellos», donde, a pe sa r del «que», el verbo latino le obliga a e scrib ir con negación:'«no sean», sobre el m odelo latino tim eo ne 4- subjuntivo, largándonos así un h íb rido latinocastellano, que p o d ría in d u cir al e rro r de en tender «temo que no sean» en lugar de lo correcto, que es «temo que sean». Pero lo im portante de la tergiversación de Menéndez Pidal reside en la interpretación de las inhibi ciones y vacilaciones de V itoria com o verdaderas dudas de conciencia, que, com o hom bre m oralm en te escrupuloso, lo o pondrían diam etralm ente a las arrogantes c e rtid u m b res m orales de Las Casas. Lo que la c a rta dem uestra, po r el contrario, es que las dudas de V itoria no son, en m odo alguno, salvo en algún aspecto secundario, d udas sobre la índole mo ral de la cuestión o el juicio que m erezcan las accio nes de los peruleros, sino vacilaciones sobre la conveniencia —y tal vez incluso lo co n trap ro d u cen te de la dureza de ánim o que ello su p o n d ría — de in c rim in arlo s claram ente y sin am bages en su propia cara. Léase con atención: «Lo m ism o [o sea fugere ab illis, “ reh u irlo s”] pro curo hacer con los peruleros, que aunque no muchos, pero algunos acuden p o r acá. No exclamo, nec exci to tragoedias [ni provoco dram atism os] contra los unos y co n tra los otros sino que ya no puedo d isim u lar [subrayado mío], ni digo m ás sino que no lo en tiendo, y que no veo bien la seguridad y ju sticia que hay en ello, que lo consulten con otros que lo entien dan m ejor. Si lo condenáis así ásperam ente, escandalízanse; y los unos allegan al Papa y dicen que sois 771
cism ático porque ponéis en duda lo que el Papa hace; y los otros allegan al E m perador, que condenáis a Su M ajestat y que condenáis la co n q u ista de las In dias, y hallan quien los oiga y favorezca [subrayado mío]. 1taque fateor infirm atatem m eam [así que con fieso m i flaqueza de ánim o —subrayado mío], que huyo cuanto puedo de no rom per con esta gente. Pero si om nino cogor [me veo com pletam ente forzado —subrayado mío] a resp o n d er categóricam ente, al cabo digo lo que siento». Veamos, pues, los cu a tro subrayados míos: 1?: sino que ya no puedo disim ular, esto es, «a m e nos que me exasperen h a sta el punto de que no aguante m ás com edim ientos»; p rim era m anifesta ción de que V itoria no es que tuviese d udas de con ciencia, ni le faltase u n a opinión segura del asunto; sus m edias p alab ras sólo se deben a la pru d en cia y al com edim iento que cree m ás conveniente —o qui zá h a sta m ás cóm odo— g u a rd a r con los que van a consultarle; pero si acaban sacándolo de quicio, ¡vaya si tiene algo que decir! ¡Vaya si tiene una opi nión form ada! Y tan d u ra y tan grave que la reac ción de los otros es escandalizarse y c o n tra a ta c a r acusándolo incluso de a te n tar contra el papa y el em perador y condenar la conquista de las Indias (lo que, a su vez, es d a r a las p alab ras de V itoria un alcance que rebasa, ah o ra sí, su a u tén tica opinión). Lo m is mo vale p ara la frase de mi c u a rto subrayado: «Pero si m e veo com pletam ente forzado a responder cate góricam ente, al cabo digo lo que siento». Tampoco aquí hay fundam ento alguno, sino todo lo contrario, p ara p e n sar en dudas íntim as de conciencia; Vito ria sabe h asta dem asiado bien lo que siente y lo que piensa de lo que p asa en las Indias, y lo sabe con tan apasionado h o rro r «que se [le] hiela la sangre en el cuerpo en m entándose [las]». Por eso m ism o no quie re verse forzado a te n e r que decirlo abiertam ente. Su vacilación no responde, p o r tanto, en m odo algu 772
no, a la falta de una opinión segura sobre el caso, sino a la reluctancia de som eter al otro a la extrem a dure za de su contestación. Lo que hab ría que deducir de todo esto es m ás bien que V itoria quería ser un estu dioso y se sentía muy poco llam ado a la función de consejero o director de alm as y que en las ocasiones en que no tenía m ás rem edio que avenirse a esa fun ción tenía la sabiduría, la nobleza y la elegancia es piritual de sentir verdadera repugnancia por el papelón de fulm inador de pecadores (en esto sí que Don Ram ón podría haberlo com parado m uy venta josam ente con el dram ático fray Bartolomé), tal como él m ism o dice: «No exclamo, nec excito tragoedias»; latinajo que describe m uy bien esa clase de trances de confesonario en que el clam or incrim inatorio del director de alm as provoca en el penitente bien sea una reacción de soberbia y rebeldía, bien una abyecta escena de arrodillam ientos con golpes de cabeza con tra el suelo, reiterados sollozos de profundis, sobrea bundante desbordar de lágrim as y profusión general de toda suerte de m ucosidades. ¡Hasta ahí podíam os llegar! Su h o rro r y su consternación ante las «cosas de Indias» eran tan verdaderos que, aunque se le he lase la sangre en el cuerpo en oyéndolas m entar, pre fería guardarlos para sus adentros antes que caer en la indignidad de u sarlos para cargarse de razón fren te a terceros. Sea com o fuere, consideraba inútil po nerse a ejercer de director de alm as, ya por lo grave del asunto, lo exacerbado de la situación y de las pa siones concitadas, ya po r sus propias limitaciones, de las que él m ism o hum ildem ente se culpaba, a tenor del tercero de m is subrayados: «así que confieso mi flaqueza de ánimo» (itaque fateor infirm itatem meam), y tal vez injustam ente según he conjeturado m ás arriba. En lo que toca al segundo subrayado m ío («y hallan quien los oiga y favorezca»), quede por el momento de retén, para cuando toque com entar la ul terio r referencia a la Orden de Predicadores. 773
Sigam os pues, con los otros dos p asajes e n tre sa cados de la c a rta que m e tengo propuesto com entar. El prim ero de ellos dice com o sigue: «Prim um om nium [ante todo], yo no entiendo la ju sticia de aquella guerra. Nec disputo [tam poco dis cuto] si el E m perador puede co n q u ista r las Indias, que praesuppono [¿doy por supuesto?] que lo puede h acer estrictísim am ente. Pero, a lo que yo he enten dido de los m ism os que estuvieron en la próxim a [re ciente] b a ta lla con Tabalipa [Atahualpa], nunca Tabalipa ni los suyos habían hecho ningund agravio a los cristianos, ni cosa por donde los debiesen h a c er la guerra. / Sed [pero], responden los defensores de los p eru lero s que los soldados no e ran obligados a exam inar eso, sino a seg u ir y h a c er lo que m an d a ban los capitanes. I Accipio responsum [admito la res puesta] p ara los que no sabían que no había ninguna causa m ás de guerra, m ás de p ara roballos, que eran todos o los mas [subrayado mío]. I creo que m ás ru i nes han sido las otras conquistas después acá. / Pero no quiero p a ra r aquí. Yo doy todas las batallas y con q u istas po r buenas y santas. Pero hase de conside r a r que e s ta g u e rr a ex c o n fe ssio n e [según declaración] de los peruleros, es no c o n tra extraños, sino contra verdaderos vasallos del Em perador, com o si fuesen n atu rales de Sevilla, et praeterea ig norantes revera justitiam belli [y por o tra p arte real m ente ignorantes en cuanto a la justicia de la guerra]; sino que verdaderam ente piensan que los españoles los tiranizan y les hacen g u e rra injustam ente. I a u n que el E m perador tenga justos títulos de conquistar los, los indios no lo saben ni lo pueden saber...». El subrayado mío: «que eran todos o los más», in terp retad o con arreglo a la estric ta congruencia sin táctica, debe entenderse referido a los que no sabían que no h ab ía ninguna causa m ás de g u e rra que la de ro b ar a los indios, y po r ende a los que iban de buena fe. Pero tan to el sentido de la frase que inm e 774
diatam ente sigue, com o el trenzado de la trip le ne gación («no sabían», «no había», «ninguna»), con el enrevesam iento sintáctico que com porta, podría ju s tificar la sospecha de que «eran todos o los m ás» tal vez quiera decirse de los que s i sabían que sólo se tra ta b a de robar. Pero esto tóm elo el lector com o un sim ple exceso de m alicia p o r mi parte. Me im porta m ucho m ás la interpretación que me propongo d a r a todo el párrafo, y que, si bien p arecerá, al p rin ci pio, com pletam ente extraña y a rb itra ria , resu lta rá bastante m enos atrevida cuando, al final, la apoye en un pasaje de las Relecciones del propio Vitoria. Pues bien, creo que el conflicto im plícitam ente latente en el desconcierto de V itoria en este pasaje de la c a rta podría enunciarse, con bastante aproxim ación, en los siguientes térm inos: «Incluso dando p o r estrictísim am en te legítim os —según la m ejor d o ctrin a— en cuanto al ius ad bellum los títulos del E m p erad o r p ara las gu erras de las Indias, tal es la escandalosa m agnitud de las in fracciones com etidas, al m enos en el Perú, contra el ius in bello, y tan contrarios a todo derecho de guerra los fines m anifiestos de tales infracciones, que los propios justos títulos que legitim aban estas guerras ante el ius ad bellum quedan hasta tal punto desm en tidos por los fines de los hechos p erp e tra d o s contra el ius in bello que el m ism o ius ad bellum resulta vul nerado y puesto en cuestión. O, dicho en o tras pala bras, si las in ju rias de los peru lero s co n tra el ius in bello no lo violan solam ente p o r se r m edios despro porcionadam ente crueles con respecto a los fines que se han p resu p u esto com o ju sto s títu lo s ante la ins tancia del ius ad bellum , sino que lo violan p o r res ponder a fines propios, ajenos y distintos a los fines constitutivos de dichos ju sto s títulos, el entredicho llega a a fectar al propio ius ad bellum , b o rran d o la ju sticia de tal guerra, al d escalzarla —no de m odo ocasional, sino clam orosam ente sistem ático, en los 775
m otivos dom inantes en la conducta de los com ba tientes— de los fines que, com o ju sto s títulos, fun dam entaban la p resu p u e sta legitim idad». El fundam ento a rrib a referido capaz de convali d a r esta aparentem ente a b s tru s a interpretación del conflicto latente en el citado pasaje de la ca rta al pa dre Arcos, es el párrafo de las Relecciones de Vitoria, que según la versión castellana de Arm ando D. Pirotto (Espasa-Calpe Argentina, S.A., Buenos Aires, 1946), tra n sc rib o continuación. De indiis prior, I, 3, [proposición] tercera, [epígrafe] Duda principal: «Tornando, pues, a nuestro tema, di rem os que ni el asunto de los b á rb a ro s es tan evi dentem ente injusto que no podam os d isc u tir su legitim idad, ni tan notoriam ente ju sto que no poda mos d u d a r de su injusticia, habiendo en él aspectos que perm iten so sten er una y o tra tesis. Porque p ri m eram ente, si consideram os que todo este asunto lo m anejan hom bres doctos y buenos, creerem os que todo se ha hecho con rectitud y ju sticia [o sea, se gún el ius ad bellum ]. Pero luego oímos hab lar de tan tas hecatom bes hum anas, de tan ta s expoliaciones de hom bres inofensivos, de tantos señores desposeí dos de sus posesiones y riquezas [o sea contra el ius in bello], que hay m érito p ara d u d a r de si todo esto ha sido hecho con ju sticia o con injuria [conflicto en tre am bos tura]». Y henos aquí finalm ente an te el p á rrafo de la c a r ta al padre Arcos respecto del cual los designios apologéticos-detractores de don Ram ón M enéndez Pidal llegan al punto de tergiversar, con a rtim a ñ a s de falsario, la letra y el e sp íritu de la dicha carta, sin detenerse en sa crifica r el h onor m ism o de Vito ria en ara s de la tesis que ha decidido defender: con traponerlo radicalm ente a Las Casas, a fin de a n iq u ila r a éste, con la llam ada Leyenda Negra, y siem pre p ara m ayor gloria de E spaña, de la em pre sa de A m érica y del Im perio Carolino —tam bién 11a 776
m ado Im perio Español. E xtractaré, prim ero, los p a sajes de Don R am ón que conciernen esencialm ente a nuestro caso: «En cuanto a los hechos m ilitares, explica V itoria al padre Arcos los m uchos y graves reparos que a esa g u e rra pudieran [s¿c, p o r “ po drían"] oponerse, “ no lo entiendo”, dice, “yo doy to das las b a ta lla s y co n quistas po r buenas y sa n ta s”, concede, pero no quiere o p in a r sobre el trato dado a los vencidos [sobre el sentido de este no entender, de este dar por buenas y justas todas las batallas y conquistas y de este no querer opinar, donde no se ría cabal h a b la r de au tén tica tergiversación, sino sólo, a lo sumo, de una descontextualización intere sada, ya se ha hablado m ás a rrib a, sobre el propio texto de Vitoria, pero sigam os citando a Don Ramón], pues au nque le parece malo, ve que no faltará, aun dentro de la orden de predicadores, quien apruebe m atanzas y despojos hechos [subrayado mío]». Y m ás abajo sigue así: «Toda e sta c a rta revela cóm o Vito ria, con su sentido m oral sum am ente escrupuloso, se halla en extrem o preocupado p o r el pecado de los españoles en Indias, pero ve dificilísim o el juicio en materia tan enrevesada [subrayado mío], tan com pli cada en su aspecto m oral a b stra cto y en su concreta realidad política y eclesiástica. Por nada en este m u n do osaría afirm ar en redondo [subrayado mío y do blem ente para «en redondo»] la inocencia de esos peruleros que participaron en esa guerra, pero duda, se abstiene de dar opinión [subrayado mío]». Pues bien, el pasaje de la c a rta al padre Arcos del que nuestro M enéndez en tresaca la alusión a la Orden de Predicadores y al que se refiere con la frase: «Por nada en este m undo osaría a firm a r en redondo [vuel vo a subrayarlo] la inocencia de esos peruleros...» dice literalm ente com o sigue: «Si yo desease mucho el arzobispado de Toledo, que está vaco [vacante], y me lo hoviesen de d ar porque 777
yo firmase o afirm arse la inocencia destos peruleros, sin duda no lo osara [subrayado mío] hacer. ANTES SE ME SEQUE LA LENGUA Y LA MANO, QUE YO DIGA NI ESCRIBA COSA TAN INHUMANA Y FUE RA DE TODA CRISTIANDAD [versales mías]. Allá se lo hayan, y déjennos en paz. I no faltará, etiam intra Ordinem Predicatorum [hasta dentro de la Orden de Predicadores], quien los dé por libres, im m o laudet et facta et caedes et spolia illorum [e incluso llegue a alabar tanto sus hechos como sus m atanzas y sus depredaciones]».
Como bien se echa de ver —y h a sta resalta de modo clam oroso— la frase capital que dom ina el sen tido de la c a rta entera, desde aquel inicial «que se me hiela la sangre en el cuerpo en m entándom elas», y determ ina la correcta interpretación de otros p asa jes es la que me he p erm itido re sa lta r con versales: «Antes se me seque la lengua y la mano, que yo diga ni escrib a cosa tan inhum ana y fuera de toda c ris tiandad». La m etáfora co n ju rato ria de que se le se quen la lengua y la m ano está tom ada nada m enos que del salm o Super flum ina Babiloniae, terrible sal mo del destierro, de casi fanática añoranza y am or hacia Sión y de en sañ ad as an sias de venganza con tra Edom, aliad a de Babel. A la luz de tal frase la ex presión «sin duda no lo o sara hacer», que Don Ram ón tergiversa en ese aguachinado «por nada en este m undo o sa ría a firm a r en redondo» tran sfig u ra el no osara en jam ás com etería una osadía tan inau dita', y en cu an to al afirm ar en redondo, ¿cóm o que «en redondo»? ¡Ni en redondo ni en cu ad rad o ni en triangular, ni en nada! Y en cuanto la versión menéndezpidalina de la frase sobre la Orden de P redi cadores: «ve que no faltará aun dentro [de ella] quien apruebe m atanzas y despojos hechos», prim ero maltraduce laudet, «alabe» por el aten u ad o «apruebe», pero sobre todo tra n sfo rm a —siem pre gracias a la elusión de la frase c a p ita l— lo que es, evidentem en 778
te, un am argo y h a sta condenatorio sarcasm o de Vi to ria contra su p ropia orden9 (donde sobre la for m ulación m eram ente descriptiva «no faltará [...] quien los dé p o r libres» se redobla inm ediatam ente con todo el énfasis del «im m o laudet et... et... et...») en una especie de m odesto y ponderado reconoci m iento de que incluso entre sus propios herm anos de orden no h an de fa lta r o tra s opiniones distin tas pero igualm ente respetables y dignas de se r consi deradas, p a ra a c a b a r elogiando m elifluam ente a Vi toria (y, po r supuesto, no po r sincera estim a, sino tan sólo en la m edida en que m ejor pu ed a servirse de él com o m ero in stru m en to en co n tra de Las Casas), que m erced a la contraproducente im pericia de Don Ram ón incluso p ara sus propias intenciones, term i na resu ltan d o retrata d o ante el lector com o una es pecie de bo rreg u ito rinconero, m ás acoquinado que fortalecido p o r sus estudios y sabiduría, con tal can tidad de escrú p u lo s de conciencia que, com o piedrecillas en las sandalias, le im piden d a r un solo paso en firm e y en seguro, que nunca osa ju zg ar en redon do, etern am en te ab ru m ad o y casi an u lad o po r la duda, etcétera. ¡Tal la im agen que, co n tra su propia voluntad, acaba dándonos, con su m aldiestro abuso, Don Ramón, de su interesadam ente encom iado Fran cisco de Vitoria! C ierto que era un hom bre e scru puloso y sobre todo discreto y lleno de elegancia esp iritu al en la función —que al p a re c e r no le gus tab a n a d a — de consejero de alm as, con tan alto sen tido de la dignidad propia y ajena com o para se n tir verdadero repeluco ante la sola idea de las grandes escenas, cargadas de histrionism o, a que podían d ar lugar las intim idades entre confesor y penitente; pero 9. Y a q u í e s d o n d e e n c a ja r ía , co m o u n a a n tic ip a c ió n , el s e g u n do s u b ra y a d o m ío d el p r im e r p á rr a fo co m en tad o : «y h a llan q u ien lo s o ig a y fa vo re zca » ; en tre los ta le s e s ta b a in c lu y e n d o ta l vez a e s to s d o m in ic o s c o n tra lo s q u e a h o r a se e x a c e r b a .
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el hecho de que rehuyese el papelón de flagelo de pe cadores no significaba, en m odo alguno, que adole ciese de inseguridad alguna p ara form arse, con los datos en la mano, la m ás firm e y m ás severa opinión sobre el pecado mismo. H ablando de los propios pe ruleros, sólo unas líneas m ás a rrib a del últim o p á rrafo citado, dice: «... non video quom odo [no veo m anera de] excusar a estos conquistadores de ú lti ma im piedad y tiranía...», lo que sería en verdad una extraña form a de dudar, de no osar afirm ar en redon do, sobre culpas o inocencias. Defectos tendría Vitoria, pero no ciertam ente esa casi total incertidum bre de conciencia con que M énendez Pidal quie re pintarlo. No, no se m erecía V itoria sem ejante falsificación de su figura, ni creo que nadie, p o r el sólo interés de d efen d er a u ltran za u n a arg u m en ta ción preconcebida, se haya perm itid o a rra s tra r tan indecentem ente p o r los suelos el h onor de un hom bre, com o don R am ón M enéndez Pidal llegó a a rra s trar, con sus tergiversaciones, el h o n o r de fray Francisco. Y con esto creo que queda b astan te contestada la acusación de G arcía E scudero sobre mi «atreverm e con gigantes». M uchas y m uy extensas son las obras de Don Ram ón, y las m ás de ellas seguram ente m e ritorias; de m odo que dudo m ucho de que esta casi m ínim a invectiva pueda hacerle la m ás pequeña m e lla. Con todo, he de a ñ a d ir que si hay un vicio espe cífico y característico que estropea a m enudo ciertas obras h asta de los m ás sabios autores españoles es la predisposición hacia la actitu d apologética con respecto a la h isto ria de su patria; y es este vicio el que ha torcido m uchas veces los trab ajo s históricos del «gigante» Don Ram ón. Y casi me atrevería a de c ir que tal vez ellos tengan p a rte de cu lp a en el he cho de que los enanos nos veamos, al parecer, torcidos por el vicio inverso. Pero ¿para qué m entir?: este acto de m odestia es totalm ente sincero por cuan 780
to pueda referirse a m is conocim ientos y saberes, pero no lo es en absoluto en lo que atañe a mi esm e ro y mi buen juicio. El propio G arcía Escudero, en el artícu lo citado, llega casi a ponerm e en los labios la p a la b ra «geno cidio» en relación con la co n q u ista de las Indias por los españoles. De paso, q uiero indicar, antes que nada, que, a mi entender, la p alab ra «genocidio» ha concitado sobre sí un recargo de valor peyorativo ex cesivam ente desproporcionado con respecto a lo que podríam os d esignar com o «hom icidio m últiple ge neral e indiscrim inado»; p o r ejem plo, ante acciones de exterm inio com o las de Tam erlán, con la p irá m i de de 70 000 cabezas que levantó, si no recuerdo mal, tras la tom a de Dam asco, uno em pieza a d u d a r de si el factor intencional de la voluntad de aniquila ción total de una etnia concreta en tanto que tal etnia (que es la diferencia específica p o r la que se distingue una m atanza total de la población de una ciudad —com o las que hicieron de Tam erlán el hom bre m ás san g u in ario de la h isto ria — de un «genoci dio» propiam ente dicho), y en vista de la especial carga afectiva con que de hecho se oye esta palabra, no com porta un añadido de valor peyorativo despro porcionado con el tanto de m aldad —si es que tiene sentido h a b la r de e sta m anera, que desde luego no tiene sentido— que la diferencia del dicho facto r de intención étnica efectivam ente (al m enos ante la de cisiva instancia de la sensibilidad) parece que le aña de. Por decirlo a la inversa: ¿no hay un cierto terro rism o verbal en el em pleo de la p alab ra «geno cidio» que —po r m ucho que su sobrecarga de valor peyorativo esté ju stifica d a p o r el añadido del m o m ento étnico— com porta, de rechazo y sin q u e re r lo, un descargo excesivo y h a sta una c ie rta lenidad para m atanzas físicam ente no m enos totales e indis crim in ad as pero que no en tran , en sentido propio, en la noción de «genocidio»? 781
Como a uno, no sé por qué inescrutables designios del Altísimo, siem pre le tocan cau sas —com o la del pacifism o o esta m ism a del A nticentenario— que suelen coincidir con las que defiende la vocinglera grey de los naïfs (y aquí no se me alegren de pronto los sensatos, porque la naïveté a m enudo tiene cura, pero la sagesse jam ás), grey que está lejos de c u id a r la precisión de térm inos, m ás bien tendiendo a so pesarlos com o piedras, y siendo así que la p alab ra «genocidio» p arece que resu lta ser, tom ada a peso, ju stam en te u n a de las m ás pesadas, no p odría tan siquiera im ag in ar G arcía E scudero mi pelea —las contadísim as veces, creo que dos, que m e he visto invitado en alguno de esos, siem pre juveniles, g ru pos— por tra ta r de descastar, con toda su erte de ra zones, el em pleo de tal palabra, insistiendo una y otra vez en la total im procedencia de su aplicación a las gu erras de conquista y a la colonización de A m éri ca por parte de los españoles. N ada qué hacer: ni m a tanzas, ni escabechinas, ni m asacres, ni «hecatombes hum anas» —com o dice V itoria—, les b astab an ni les satisfacían; ellos querían «genocidio», porque esa era la piedra verdaderam ente gorda. De n ad a servía in sistir en que, a p esar de las m uchas y m uy crueles m atanzas que hubo por todas partes, la tónica de los españoles —sobre todo a p a rtir del m om ento en que em pezaron a ver que los tainos se m orían a chorros por la d ispersión y el desarraigo, por las asoladoras epidem ias y p o r la m ás inhum ana explotación— fue, por el contrario, m ás bien la de p ro c u ra r por su conservación, tal com o leem os en la Recopilación de 1680, por ejem plo, respecto del servicio personal de m itayos en las m inas del Perú, Libro VI, Título XII, Ley 21 (tomo segundo, folio 244, recto y verso de la edición de Julián de Paredes, Ma drid, 1681). «Por la mita, y repartim iento ordinario en el Perú, 782
no se pueda sacar de cada pueblo más que la sépti ma parte de los vezinos, que huviere en aquel tiem po, considerando, que no se deve atender tanto á la mas, ó menos saca de plata, y oro, como á la conser vación de los Indios, sin cuyo trabajo, y diligencia cessaria el beneficio, y labor de las minas [subrayado mío]...».
Nada podría m o strar m ás palm ariam ente el dispa rate que hab ría sido toda decisión de genocidio; pues justam ente de la supervivencia de los indios y de su explotación dependía com pletam ente la m anutención y el enriquecim iento de los españoles, que infinidad de veces han dejado explícitam ente declarado depen der del trabajo de los indios h asta el punto de que de llegarles a faltar no habrían tenido m ás opción que la de volverse a E spaña. Algo así fue lo que pasó en las G randes Antillas, y singularm ente en Cuba, que, con la prácticam ente total extinción de los tainos a m ediados de los años cuarenta, se despoblaron casi del todo —salvo los grandes puertos, como Santo Do mingo y La H abana, que se nu trían del tráfico m arí timo— también de españoles, gran parte de los cuales pasaron, atraídos por las nuevas esperanzas de rique za, al continente sudam ericano y sobre todo al Perú, no quedando en las zonas rurales de las G randes An tillas m ás que los em presarios dedicados a la enton ces naciente in d u stria azucarera, necesitada de poca mano de obra —y aun esa fue predom inantem ente ne gra. Por cuanto se me alcanza, el único caso de «ge nocidio» propiam ente dicho de que tenga noticia en la Am érica de lengua castellana fue el decretado en Uruguay, después de la independencia —tanto de Es paña com o de La Argentina—, contra los últimos, «inadaptables» grupos m arginales de indios proba blem ente tupiguaranís, si es que no incluim os tam bién en el capítulo ciertas actuaciones gubernativas m ejicanas de la segunda m itad del siglo X I X , a las que me referiré en el Apéndice V. 783
En cuanto a la frase en que G arcía E scudero p are ce incluirm e bajo el dicterio de «necrófilos, o b stina dos en d e se n te rra r el pasado p a ra d e stru irlo en un insensato arreb ato patológico» parece m ás bien dic tada po r el deseo de no ver desautorizada, po r el re cuerdo de las tragedias y las in ju sticias que la cim entaron, con arreglo al principio de la violencia creadora de derecho —p o r u s a r la expresión de Walte r B enjam ín—, la base de legitim ación no sólo de la dom inación española de U ltram ar sino tam bién de los otros im perios coloniales, lo que significaría poner en entredicho la propia Edad M oderna y aun la C ontem poránea, tan acríticam en te engreídas y autocom placientes con las sum arísim as contabilida des m acroeconóm icas con que hacen el balance ge neral de sus dividendos de progreso histórico. A quien sacase a colación el m illón de galos que —so bre un censo estim ado p o r alto en 10 m illones— fue ron, según Plutarco, m uertos p o r las legiones del co n q u istad o r de las Galias, Ju lio César, ¿tam bién lo tac h a ría G arcía E scudero de necrófilo por no repa ra r m ás que en el m illón de m uertos, acordándose sólo de lo m alo y olvidando lo bueno, al p a s a r en si lencio nada m enos que a los 9 m illones de supervi vientes? Un poco m ás y pronto veríam os a esos 9 m illones de supervivientes acred itad o s en la cuenta de César, en la colum na del HABER, com o m érito suyo, talm ente com o si en vez de no m atarlos, les hu biese dado la vida. La espada de César d ejaría de ser la que ha m atad o un m illón de galos p a ra p a sar a ser la que ha salvado la vida de los nueve m illones que sobrevivieron. ¡Qué delicia las contabilidades de los apologetas de la historia! Y que me perdone Don José M aría, porque ah o ra soy yo quien, dejándose a rra s tra r por la retórica, com ete la injusticia de for zar sus p alab ras hacia im plicaciones que sé m uy bien que él no acep taría. Con todo, le encarezco que piense bien si esas im plicaciones, aunque h iperbó 784
licam ente presentadas, no llevan algún punto de ra zón sobre la form a en que la siem pre eufórica, globalizadora y h asta totalitaria idea del Progreso suele a ju sta r sus cuentas con el sufrim iento, o, en fin, si cree que realm ente m erece se r tachado de necrófilo quien se em pecina en no q u erer ver tan claras y tan limpias esas cuentas, o, dicho en otras palabras, quien se resiste á acep tar la idea de que la historia hum a na —en el supuesto de que necesariam ente tenga que haber tal cosa— haya de ser siem pre quirúrgica. A don Ju lián M arías me lim itaré a protestarle sólo un p a r de letras del artícu lo m encionado al com ien zo; dos letras que son dos breves párrafos, aunque la divisoria de m is protestos no coincide con la de los párrafos, sino que viene a c o rta r p o r la m itad del prim ero de ellos, tal com o voy a in d icar al tra n sc ri birlos. Helos aquí: «El Descubrimiento de América provoca particular secreción de bilis. Con todos sus defectos, que fueron muchos [subrayado mío] pero incomparablemente me nores [subrayado mío] que en las em presas ultram a rinas de todos los demás países en expansión —o terrestres en el caso de Rusia, extendidas desde la pe queña Moscovia hasta el océano Pacífico—, con cruel dades que no admiten comparación [subrayado mío] con las cometidas en Irlanda o en las guerras de reli gión de Francia o en las luchas entre las maravillosas ciudades italianas [subrayado mío] o en la guerra de los Treinta Años, con todo eso, la em presa de Améri ca es algo prodigioso, com parable sólamente a la for mación del Im perio Romano, de la Romanía... [aquí está la divisoria entre mis dos protestos]...: el injerto español en un continente que forma parte plena del mundo actual y tiene como lengua propia y creadora el español, con todo lo que lleva consigo. »Pues bien, el que existan veinte países hispánicos, que se encuentran m utuam ente "en su casa”, que se entienden y se leen íntegramente, saca de quicio a mu chos españoles (y, por supuesto, a algunos hispano americanos)». 785
Em pezaré, pues, con los pasajes de m is dos p ri m eros subrayados: 1? «Con todos sus defectos, que fueron m uchos, pero incom parablem ente m enores que en las em presas u ltra m a rin a s de todos los de m ás países en expansión...» y 2? «... cru eld ad es que no adm iten comparación...». Tan notable por su con tin u a recu rren cia com o significativo p o r su conte nido me ha parecido siem pre este llam ém osle «método» com parativo p a rticu la rm e n te c a ra c te rís tico no tanto de los historiógrafos como de los am an tes de la h isto ria y, en tre éstos, sobre todo de los apologetas. R ealm ente se d iría que han de e s ta r tan obcecados en su apasionam iento o tan ab so rto s en un estado o casi trance de distracción e inadverten cia que no caen, ni de lejos, en la cuenta de lo que im plica, ya de antem ano y p o r sí mismo, el c riterio tom ado p o r barem o de tal operación com parativa. No me refiero tanto al sim ple com parar, a que, com o bien dice el dicho, «Toda com paración es odiosa»; a lo que realm ente quiero referirm e es al terrib le re conocim iento im plícito que com porta, sin que ellos se den cuenta (que, si se diesen cuenta, ¡m ateria les m ando p ara recapacitar!), la sim ple elección de la concreta su stancia (como quien dice plata o plom o o trigo o granos de cacao) que com pone la unidad de m edida u sad a en com paraciones sem ejantes. En efecto, la unidad de m edida que aquí m ism o vemos poner en cada uno de los platillos de la balanza im a ginaria con que solem os rep resen tarn o s toda com paración c u an titativ a está com puesta p o r lo que M arías designa literalm ente «defectos» en un caso y «crueldades» en el otro. E s decir que va a ser la p u ra diferencia en el vicio y la m aldad lo que va a decidir en exclusiva la querella sobre quién es el m e jor. Pero la bondad no puede ser pesada con pesas de m aldad; la diferencia en m aldad que hace su b ir a uno de los platillos e inclina el fiel de la balanza hacia el opuesto, que a su vez desciende, no puede 786
ser com p u tad a y convalidada por bondad de lo que yace en el prim ero. Cuando, com o se hace al d ecir «los hay peores», el vicio se pone p o r única m edida de lo que quiere despacharse por virtud, todo se está, en realidad, reconociendo im plícitam ente com o vi cio. Por eso digo que los que, com o don Ju lián M a rías, hacen su evaluación de los hechos de la historia a p a rtir dé sem ejante «método» com parativo, con fiando p o r entero sus dictám enes a la decisión del fiel de la balanza de esta no por frecuente menos irre flexiva ars ponderandi, están reconociendo de m a nera im plícita —y por m ucho que no acierten a ad vertirlo— que el m al es la su stan cia genuina y de cisiva de la historia, ya que es lo que, en definitiva, aprem iados a la exigencia de la prueba, acaban siem pre tom ando p o r un id ad de cu enta y p o r criterio. Y, verdaderam ente, ¡qué gran ironía la de que justam en te quienes m enos parecen desearlo sean los que im plícitam ente nos están diciendo la m ayor y m ás terrib le verdad sobre la historia! Por otra p a rte —y con esto entro al tercero de m is subrayados, que hace tam bién el últim o de mi p ri m er protesto (el segundo de éstos puede d arse por subrayado todo él)—, ¡hay que ver qué regateo de com paraciones nos a rm a don Julián! Por lo de Ita lia lo digo, y a propósito de ese subrayado «en las luchas en tre las m aravillosas ciu d ad es italianas». ¿Es que desde la B aja Edad M edia puede hablarse de una h isto ria de Italia que no sea al m ism o tiem po h isto ria de E spaña, con la m ás san g u in aria com pañía de m ercenarios, a n te rio r a la época clásica de los condottieros, enviada al s u r de Italia po r la Co rona de Aragón, m ás de dos siglos antes de que ésta se uniese con C astilla? ¿Es que, ya en las g u erras ita lianas del siglo XV, no era precisam ente el Duca Va lentino, el valenciano C ésar Borgia —hijo del papa Alejandro VI, que donó todo un im perio todavía en cubierto a la reina de C astilla— el m ás conspicuo 787
asesino de aquellas m ism as «luchas en tre las m ara villosas ciudades italianas»? O, finalmente, ¿no fue la m ism a Águila Bicéfala que proyectó sobre U ltram ar su m ala som bra de ave carnicera, la que lanzó sobre la propia pontificia Rom a la m ás cru en ta, sacrilega y rapaz de todas las e m presas m ilitares sufrid as por Italia? No puede, pues, Don Julián h a c er la partición de los hechos de la histo ria im itando la fórm ula abs tracta y a rb itra ria del Tratado de Tordesillas (que cre yendo haber puesto la dem arcación toda ella sólo por las aguas pronto d a ría lu g ar a la sorpresa, desagra dable para los castellanos, de que el gran saliente o riental b rasileño que hace pu n ta en el cabo de San Roque e n tra b a todo él en la m arca portuguesa) y e ch ar la raya ad hoc, vale a decir, por donde le con viene; respecto de lo cual se me viene a las m ientes un pasaje de Las Casas (libro III, capítulo CXIV; p á gina 221 del III tom o de la edición del Fondo de Cul tu ra Económ ica, México, 1951), en que, a propósito de un tal Am ador de Lares que había servido 22 años en Italia con el G ran C apitán y ahora estaba en Cuba, de contador, bajo el go b ern ad o r Diego Velázquez, el a u to r dice de sí m ism o: «Solía yo d ecir a Diego Velázquez, po r se n tir lo que de A m ador de Lares yo sentía: “Señor, guardaos de veintidós años de Italia"». A mi segundo y últim o protesto contra Ju lián Ma rías, sobre lo m ucho que le asom bra, com place y anonada de en tu siasm o la difusión del castellano, viene a cuento una cita de Elias Canetti, referida tam bién a la hazaña del co n q u istad o r Julio C ésar en las Galias, que dice así: «No hay ningún historiador que, por lo menos, no ponga en la cuenta de César, como mérito, esto: que los franceses de hoy hablen francés. ¡Como si, de no haber matado César a un millón de ellos, hubieran sido mudos!». 788
M uchas cosas ten d ría yo que d ecir acerca de es tos irreflexivos entusiasm os por la m ultiplicación del núm ero de hab lan tes de u n a lengua com o un bien indiscutible y evidente po r sí mismo, pero me lim i taré a com entarlo recordando ciertos datos h istó ri cos que pueden d a r m ateria p ara reflexionar. Como apasio n ad o de la c a sa de B orbón y del des potism o ilustrado, M arías encarece la expansión, en realidad nunca com pletada, del castellano en Amé rica, pues no hay que o lvidar que, a despecho de la tan cacaread a dedicato ria de N e b rija ,10 no fue sino casi tres siglos después del descubrim iento, en ple no despotism o ilustrado, y con el lum inoso C ar los III, cuando, a instancias del arzobispo de México, Lorenzana, se form uló por p rim e ra vez el m onolingüism o obligatorio en América. C uriosam ente, toda vía en 1769, Lorenzana h a b la de «conquista», com o si los dos siglos y m edio tra n sc u rrid o s desde C ortés no hubiesen b astad o p ara h a c er p re sc rib ir los dere chos de g u erra y p a ra diluir siquiera en parte la d ua lidad de poblaciones, con sus enorm es disparidades jurídico-económ icas: «No ha habido nación culta en el m undo —decía Lorenzana— que cuando extendía sus conquistas no intentase h acer lo m ism o con su lengua». El Consejo de Indias rechazó po r unanim i dad la p ro p u esta de Lorenzana en cu an to a la im po sición o bligatoria del castellano. Pero el ilu strad o y absoluto rey C arlos III, aconsejado p o r su confesor —un vasco, p ara m ayor sarcasm o—, contradijo el pa recer del Consejo de Indias y ordenó en una Real Cé dula la obligatoriedad del castellano, «para que de 10. C on q u ie n , p o r cie rto , sie m p re s e h a c o m e tid o la in ju s tic ia d e m a lin te r p r e ta rle la d e d ic a to r ia d e su g r a m á tic a , p u es, co m o la tin ista q u e e ra , u só la p a la b r a « im p e rio » s e g ú n la a c e p c ió n la tin a d e «m an d o », « au to rid a d » , q u e e s la m á s c o m ú n de imperium, y no en la de « im p e rio » c o m o in stitu c ió n , p u e s F e rn a n d o e Isa b e l sie m p re p e n sa ro n en té rm in o s de reye s y s ó lo su n ieto s e r ía e m p erad o r.
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una vez se llegue a conseguir que se extingan los diferentes idiom as de q ue se usan en los m ism os do m inios y sólo se hable el castellano», com o literal m ente dice la Real Cédula. Diez años m ás tarde, la gran rebelión de Túpac Amaru, en el Perú, volvió a h a c er sensible el peligro que p a ra el rico, holgazán y autosatisfecho crio llaje lim eño rep resen tab an los aborígenes m arginados y abandonados a sí mismos, y el visitad o r Areche volvió a ver en la enseñanza de la lengua un m edio de sum isión de los posibles re beldes, proponiendo que se im pusiese el castellano a los indios, «bajo las penas m ás rigurosas y ju sta s co n tra los que no lo usen después de pasado algún tiem po en que lo puedan h a b e r aprendido». Por for tuna, el virrey se negó a im poner tales castigos." Si tales son los hechos del lum inoso Carlos III, vea mos cómo, por el contrario, el som brío Felipe II, con su p e rio r y verdadero sentido de universalism o c ris tiano, pero, igualmente, en total oposición con el Con sejo de Indias, que esta vez proponía la im posición del castellano, dispuso en 1580 que fuesen los m isio neros los que aprendiesen las lenguas de los indios, para ap licarlas en la predicación del Evangelio y o r denó que en las universidades de Lima y de Méjico se instituyesen cátedras p ara la enseñanza del que ch u a y del n áhuatl. Las colecciones de docum entos de G arcía Icazbalceta recogen todavía traducciones nah u a de oraciones y de d o ctrin a cristian a. El en tu siasm o de M arías po r la difusión del cas tellano, com o un bien en sí mismo, se halla en con11.
V é a n se la s n o ta s a p ie d e p á g in a , n?‘ 14 y 15 d e la p ág. 6 37,
Apéndice III d e e s te m ism o texto. A ctitu d bien d is tin ta d e la q u e h a b ía ten id o en el rein o d e G ra n a d a , a l ren o va r en 15 6 6 la p r a g m á tic a del e m p e ra d o r su p a d re , d el 7 de d ic ie m b re d e 15 2 6 , q u e h a b ía q u ed ad o en s u s p e n s o p o r a p e la c io n e s su c e siv a s, y en la qu e s e p ro h ib ía a lo s m o r is c o s el h a b la y e l v estid o ; « o b lig á ro n lo s a v e stir castellan o », d ic e exp resivam en te don D iego H u rtad o de M en doza. (V éase Apéndice III, pág. 637).
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sonancia con su fervor borbónico y absolutista, pues achaque propio de todo absolutism o o totalitarism o es el de vio len tar y red u cir ortopédicam ente la no ción de «universalidad» con el coselete de la «uni dad» (en n u estro caso, fetichización abstractiva de un país en su in teg rid ad territo ria l) y la féru la de la «univocidad» (en nuestro caso, hom ogeneización lin güística coactiva). La afición tan típica com o invo lu n ta ria e inadvertidam ente co m unista de n u estro Don Ju liá n p o r los todos integrados y hom ogeneizados, en los que cada célula es indiferentem ente fun gible y reem plazable p o r cu a lq u ier o tra (tal com o para Napoleón, otro en tu sia sta de los puros núm e ros, lo eran los franceses cuando, contem plando los cadáveres de los suyos que yacían en el cam po de b a talla de Eylau, dijo: «Todo esto lo rem edia una no che de París»), podría curársela él mismo, fácilmente, volviendo sobre las espléndidas páginas de «La idea de p rincipio en Leibniz» en las que su ta n cacarea do m aestro O rtega, a través de la reflexión etim oló gica sobre la p alab ra «católico»,12 encarece, si no recuerdo mal, el m om ento distributivo, inseparable de toda concepción de «universalidad» hum anam en te aceptable, o sea, precisam ente el m om ento alla nado y m achacado po r su fusión y confusión con las nociones de «unidad» y «univocidad».
12. E n la q u e, a d e c ir v e rd a d , fu e r z a un p o co e l p r im e r co m p o nente g rie g o , r e fle ja n d o so b re él, a b u siv a m e n te se g ú n a c re d ita d os h elen istas, el v a lo r inequívocam en te d istrib u tiv o qu e ha venido a te n e r s u d e sc e n d ie n te « c a d a » en c a ste lla n o : p r u e b a : «to d o s lo s d ía s lo m is m o » / « c a d a d ía a lg o d istin to » . « C a d a d ía d ic e s lo m is m o» es u n e r r o r típ ic o d e lo s c a ta la n e s c u a n d o p rete n d e n h a b la r en c a ste lla n o .
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A
p é n d ic e
V
Hace ya m uchos años que vengo escribiendo toda su erte de reflexiones m uy ram ificadas sobre el fe nóm eno del farisaísm o, entendido com o nom bre co m ún de una d eterm inada inclinación m oral hum ana general, y sin m ás relación con la secta ju d ía de los Fariseos que la puram ente etim ológica, esto es, la que motiva la acepción com ún que me interesa a p a r tir de la p a rá b o la evangélica del fariseo y el publicano. Ateniéndome, pues, a la parábola, redefiní hace años el farisaísm o —en el único texto publicado has ta hoy de en tre todos m is apuntes sobre el caso 1 so bre la frase: «Te doy gracias, Señor, porque no soy com o los otros hom bres..., porque no soy com o ese publicano», a ten o r de la cual, el farisaísm o p ropia m ente dicho venía a resultarm e, de m anera precisa y específica, la conocida actitud m oral de construir la propia bondad con la m aldad ajena. Viene esto a cuento de que el farisaísmo, así redefinido y rescatado de sus com únm ente m ás vagas y desviadas aplicaciones en el habla cotidiana (que. 1. V é ase « R e s titu c ió n del fa ris e o » , v o lu m en I, p ág. 1 3 1 .
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apoyándose en otros denuestos evangélicos, llegan incluso a h acer equivalente «fariseo» con «hipócri ta»), se ha constituido, p o r una especie de inercia ce rebral, en el m étodo característico de los apologetas de «su propia» h isto ria.2 Una de las aplicaciones m ás rec u rre n tes de este m étodo es la de la d o ctrin a oficial española que a p a rta de la conquista y la co lonización españolas de U ltram ar la acusación del «genocidio»,3 no falta fundam ento p a ra ello: en la conquista y la colonización españolas hubo sin duda toda su erte de m atanzas, pero, p o r cuanto yo pueda saber, no hubo nu n ca un genocidio propiam ente di cho. Lo cual, salvo el dudoso y casi sólo sem ántico lenitivo de q u itarse de encim a una p alab ra tal vez sobrecargada de peyoración respecto de otras clases de ferocísim as escabechinas que se ría im propio, no obstante, ta c h a r de «genocidios»,4 tam poco com por ta m ucha m ejoría. La diferencia no dim anó de un m ayor o m enor grado de hu m an id ad o de capacidad de com prensión y de respeto hacia la extrañeza ét nica y cu ltu ral de las gentes descubiertas, sino de la diversa com binación de circu n stan cias entre lo que cada grupo de colonizadores fue a b u s c a r allende Atlántico y lo que efectivam ente se encontró. Sepa rem os, antes que nada, al Colón del p rim e r viaje, ya que éste no dio con lo que fue a b u s c a r y se topó con lo que no buscaba. Pero, a p a rtir de ahí, el m etal pre cioso con que los españoles se toparon «de m anos a boca», p o r así decirlo, desde el p rim e r instante en la isla que bautizaron com o La E spañola fue la señal que m arcó decisivam ente p ara en adelante al Im perio C arolino —tam bién llam ado «Im perio E spa ñol»— com o un im perio fundam entalm ente minero, 2. V é a se e l Apéndice IV de este m ism o texto, p á g s. 786-787. 3. V é a se ibídem, p á g . 782. 4. V é a se e l Apéndice I d e este m ism o texto.
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condicionando a tenor de ese sentido, y de una vez por todas, la relación de los españoles con los indios. Así, dejando a p a rte ah o ra las te rrib le s m atanzas de la conquista y las vesanias del expolio, el desiderá tum perm anente de los poderes m etropolitanos, com prendido y com partido en m ayor o m enor m edida por los sectores m ás conscientes del criollaje tanto de nacim iento com o de elección (incluido el propio Cortés, aunque, a despecho de su m arquesado, aca base m uriendo en la m etrópoli, pero siem pre dejan do bien h eredada en u ltra m a r su descendencia), consistió, de m anera precisa y dem ostrable ley en mano, en e n c o n tra r el eq uilibrio ju sto en tre el m áxi mo grado de explotación de los indígenas y el grado mínim o de dism inución del censo dem ográfico de las poblaciones explotadas, propósito que ya sea el in contenible em puje m axim izador co n n atu ral a cu al q u ier form a de fu ro r del lucro individual, ya sea el im previsible y aso lad o r azote de las recu rren tes epidem ias, ya, en fin, la casi siem pre catastró fica incom petencia y confusión política y social de las ad m inistraciones sucesivas, hicieron fra c a sa r e stre pitosam ente en los tre s siglos de dom inación. Tal relación entre la preocupación p o r la conservación del indio y el interés concreto vinculado a la necesi dad de su reproducción puede en co n trarse en infi nidad de escrito s y de leyes, pero baste p o r m uestra la ley 21 del título XII del libro VI de la Recopilación de 1680 (Tomo segundo de la edición de Ju lián de Pa redes, M adrid, 1681, folio 244 recto y verso): «Por la mita, y repartim iento ordinario en el Perú, no se pue da sacar de cada Pueblo más q[ue] la séptim a parte de los vezinos, q[ue] huviere en aquel tie[m]po, consi derando, que no se deve atender tanto a la más, o m e nos saca de plata, y oro, com o la conservación de los indios, sin cuyo trabajo, y diligencia cessaría el be neficio, y labor de las m inas: y si todavía pareciere necessario aum entar este núm ero a cada vezindad, 794
suspéndase el efecto desta ley, inform ándonos el Vi rrey con expressión de las causas, que le obligaren [acentuación actu alizad a p o r mí]». D ejando a p a rte a los «protectores de los indios», movidos por im pul sos religiosos, que fracasaron en su em peño aun más, si cabe, que la ad m in istració n política m etropolita na, ésta tuvo p o r m ira y por preocupación capital en todo tiem po la de velar p o r la reproducción dem o g ráfica de las poblaciones explotadas, au nque con la clam orosa falta de éxito p o r todos conocida. El genocidio propiam ente dicho ni e n tró nunca en sus m iras ni en sus hechos ni podría h ab er cuadrado con sus intereses. El cariz inicial de la colonización anglosajona, tan to po r lo que ya de p a rtid a iban bu scan d o los colo nos com o por lo que hallaron, de hecho, en Ultram ar, aparece totalm ente distinto. La fó rm u la española de colonización, esto es, la de un em presario individual que, m ediante con trato con el soberano, se convier te en concesionario de una d eterm in ad a zona «des c u b ie rta o p o r descobrir» y en general m ás o m enos vagam ente delim itad a ya sea p o r una franja de cos ta definida de m odo negativo po r su dos extrem os, ya en ocasiones po r puntos card in ales definidos en grados o m ás com únm ente en leguas p o r un solo ex trem o (como la que dio lugar a la querella entre Cor tés y Francisco de Garay sobre el río Panuco o la que fue pretexto de la san g rien ta g u e rra en tre A lm agras y Pizarras a propósito de El Cuzco), ofrece, por cuan to yo pu ed a saber, un único ejem plo im portante en la colonización anglosajona: la fundación de Virgi nia po r W alter R aleigh en 1584; y a u n en este caso se vio pronto su stitu id a po r uno de los m odelos clá sicos tanto b ritán ico com o holandés, o sea el de las com pañías com erciales, puesto que en 1607 la con cesión de Raleigh había sido a b so rb id a p o r la Com pañía de Virginia, que fundó Jam estow n. Pero m ás peculiar y sobre todo m ás relevante p ara lo que aquí 795
me im porta es el otro m odelo de establecim iento co lonial anglosajón: el de una secta religiosa m in o ri taria perseguida o m al vista en la m etrópoli, cuyo paradigm a o arquetipo es el de los 102 puritanos que, de entre los huidos a H olanda en 1608, regresaron en 1620 a S outham pton sólo p ara e m b a rca r en el M ayflow er con rum bo a Jam estow n. Si las c o rrie n tes m arinas y los im ponderables de la navegación les hicieron s u rtir en realidad b a sta n te m ás al norte, su idiosincrasia religiosa debió de hacerles a trib u ir esta deriva de unos 5 grados de latitu d norte a los desig nios de la Providencia, pues el caso es que allí donde arrib aro n allí m ism o se quedaron. Más de 20 000 co rreligionarios fueron a reunirse con ellos hacia 1633, y así quedó form ado el núcleo dem ográficam ente suficiente de Nueva Inglaterra. Pues bien, las in clinaciones vetero testam en tarias del puritanism o, reforzadas en estos em igrantes p o r una su erte de identificación con el pueblo del Éxodo mosaico, uni das, por una parte, a la gran diferencia de las trib u s indígenas con las que se toparon, por cuanto m ás in dóm itas y m ás «prim itivas», con respecto a los tai nos de La E spañola y no digam os con respecto a las gentes del Im perio Azteca o del Im perio Inca, y, p o r otra, a las condiciones de la tierra, sin m uestras ap a rentes de m etales preciosos —que de todos m odos aquellos piadosos pilgrim s se h ab ría n resistido a beneficiar— hicieron que tales establecim ientos pu sieran inicialm ente la colonización anglosajona bajo un signo predom inantem ente agrícola, predisponien do adem ás a los colonos, de m odo aun m ás volunta rio que obligado, a la autosuficiencia. M ientras al colono español jam ás se le pasó po r las m ientes ir a la b ra r la tie rra con sus m anos, sino se r señor de labradores indios que arasen para él, o, aun mejor, patrono de m ineros que lavasen la aren a de los ríos o bajasen al infierno de las m inas p a ra poner en sus m anos el oro o la p lata así obtenidos, en cambio, ya 796
desde el m ism o instante de z a rp a r de Europa, los pu ritanos iban dispuestos a la b ra r la tierra con sus pro pias m anos, a levantar sus c asas y su iglesia y a vivir a solas, en una com unidad hom ogénea y casi teo crática, en sus poblam ientos. De esta m anera, salvo com o expertos guías individuales de tram p ero s ca zadores de pieles, m ás típicam ente franceses (Quebec fue fundada en 1608) que ingleses u holandeses, los indios del N orte eran ya por lo pronto, en el m e jo r de los casos, una gente perfectam ente innecesa ria, y, en el peor, unos fan tasm as inoportunos y obstinados que era preciso ahuyentar, expulsar y dis persar. O tra colonización religiosa —h a rto efím era por lo que yo haya podido averiguar— fue la de un g rupo de hugonotes franceses en la co sta de Florida unos 30 años antes del E dicto de Nantes. En cu an to al m odelo de colonización holandés, que, salvo po r la G uayana y Curasao, fue poco du radero en Am érica, pues tra s h aberse establecido en 1616 poco p o r bajo de donde cuatro años después a rrib a ría el M ayflower a p en as tuvo tiem po de fun dar, en 1652 y bajo el nom bre de Nueva Am sterdam , la que sólo 15 días m ás tarde, habiendo caído en po d er de los ingleses, sería rebautizada com o Nueva York, fue un m odelo que llegó a m ezclar, al m enos en un punto p a rticu la rm e n te sensible, el rasgo de com pañía de navegación com ercial con el de asen tam iento de com unidad religiosa de inspiración vetero testam en taria. Aquel m ism o año de 1652 de la prim era fundación de Nueva York, la C om pañía Ho landesa de las Indias O rientales fundó, com o de pendencia no ya de la m etrópoli, sino de su propia central de B atavia, la C iudad del Cabo. Las exigen cias im puestas a los colonos po r 1a C om pañía prefi guraron la religiosidad patriarcal y en ciertos trances casi neo-m osaica de los futuros boers: una m oralidad intachable en el sentido de la iglesia reform ada, una autosuficiencia económ ica total con prohibición 797
de relaciones tanto con los no holandeses com o con los indígenas y, finalm ente, la lectu ra de la Biblia en fam ilia, que sólo al padre, erigido en p atriarca, com petía com entar. Cuando en 1685 la revocación del Edicto de Nantes, o «de Tolerancia», po r el rey Luis XIV provocó la d esbandada de los hugonotes sobre todo hacia H olanda y Alemania, 550 de ellos decidieron em barcarse en los galeones de la Com pa ñía y fueron am orosam ente recibidos y acogidos en la com unidad de los que ya em pezaban a llam arse boers, «boyeros». Y perm ítasem e aquí in te rc a la r la observación de que tanto los rasgos de m inoría religiosa blanca segregada en la m etrópoli com unes a los pilgrim s p u ritan o s del Mayflower, a los boyeros holandeses llevados por la C om pañía H olandesa de las Indias O rientales a la Ciudad del Cabo —y, en un principio, sólo com o criad o res de reses d estin ad as al aprovi sionam iento de los navios que hacían la c a rre ra de la especiería— y a los hugonotes que se les unieron, com o d eterm in ad as coincidencias en el tiem po con la u lte rio r histo ria de los boers, sugieren una p a rti cu lar interpretación del sionism o y especialm ente de su co rrien te extrem ista «Eretz Yishraél». En 1838, un año después de que los boers, ya som etidos des de 1806 a la dom inación británica, descontentos con c iertas exigencias de la adm inistración, em prenden, en núm ero de 2000 fam ilias, el «Gran Trek» (id est «gran éxodo»), saliéndose, con sus c a rre ta s y sus ganados del te rrito rio colonial, M oisés M ontefiore propone la creación de un E stado p ara los judíos. En 1881, tras la d erro ta de los b ritánico s por los boers de la reciente R epública de Transvaal, presi dida por Paul K rüger, la Corona acepta la indepen dencia del Transvaal, pero reservándose el control de la política exterior, p o r lo que algunos grupos de boers descontentos em prenden un nuevo éxodo y fun dan otras dos repúblicas: «Stellalandia» la una, y la 798
o tra con el significativo nom bre de Goshen (es el nom bre de la región de la p en ín su la del Sinaí, lin dera con Egipto, en la que el Faraón perm itió es tablecerse con toda su fam ilia y sus haciendas a Jacob-Israel, el padre de José, su gran m inistro e in tendente del Alto y Bajo Im perio), y en 1882 León Pinsker, con su libro A utoem ancipación —en el que se propone com o solución del antisem itism o el asen tam iento de los ju d ío s en P alestina— da im pulsos al com ienzo de la p rim e ra Aliá (inm igración de judíos en T ierra Santa). Por o tra parte, nada hay m ás ajeno a la benigna y pacífica religiosidad ju d ía de la sin a goga europea m edieval y m oderna —surgida del triunfo exclusivo de la secta de los F ariseos— que el yaveísmo o el éxodo m osaico y la belicosa invasión de Canaán, ni n ad a m ás extraño a la sociedad u rb a na y burguesa de las ju d e ría s de la d iásp o ra y a sus ocupaciones m ercantiles, artesan as o de profesiones liberales y con u n a m edia de nivel cu ltu ral siem pre m uy su p e rio r a la de todo su entorno, que la dedica ción a la a g ric u ltu ra o la ganadería. Surge así la fortísim a sospecha de que el sionism o no es algo re florecido en el seno de las propias com unidades judías, a p a rtir de una tradición autóctonam ente con servada, sino una artificiosa reinvención secundaria rebotada del veterotestam entarism o rehabilitado ad hoc p o r c ie rta s sectas c ristia n a s reform adas, com o com unidades religiosas m inoritarias perseguidas, es pecialm ente inglesas y holandesas. «Eretz Yishraél» no sería, así pues, sino el últim o caso de arreglo m e diante em igración y establecim iento colonial de una com unidad blanca m in o rita ria d iscrim in ad a y p er seguida, com o en el caso de los pilgrim s del May flower. Una ya un tanto ran cia superproducción n o rteam erican a en tecnicolor sobre el éxodo m osai co se recreaba p recisam ente en todos los detalles capaces de establecer, sin rep arar dem asiado —siem pre que fuese «por exigencias del guión»— en algún 799
que otro anacronism o, una explícita identificación del pueblo de Israel e sta vez no con los pilgrim s del Mayflower, sino con sus feroces sucesores los pyoneers del Destino M anifiesto, con sus c a rre ta s de tol do redondo, sus niños con gatitos en los brazos, sus vigorosas m ujeres de pañoleta a ta d a a la b arb illa y de holgadas y largas sayas rem endadas, y h a sta un Charlton H eston que e n carn an d o a toda b a rb a al m ism ísim o M oisés daba con estas p alab ras la sali da: «¡Partam os hacia la tie rra de la Libertad!».5 De hecho, las discusiones sobre un arreglo m ediante asentam iento colonial p a ra la com unidad ju d ía lle garon a enfocar las cosas, al m enos al principio, com o si se tra tase de cu a lq u ier o tra m inoría social blanca segregada, su p u esto que, com o te rrito rio s idóneos p a ra ello, se b arajaron, que yo sepa, por lo m enos Uganda, M adagascar y el Canadá, incluso des pués de hab erse propuesto Palestina. Para el propio Herzl estaba claro el papel del judío como el del blan co que p o r su su p e rio r civilización está capacitado para colonizar y dom inar: «Para E uropa co n stitu i ríam os allí un trozo de m u ralla contra Asia; se ría mos el centinela avanzado de la civilización contra la barbarie» (Der Judenstaat, 1895). ¡Nada, pues, para él, de idílicas com edias pastoriles, de agropecuarias ficciones patriarcales! ¡Poder tan sólo, puro y duro poder territo ria l, com o es propio de todo colonialis mo blanco! Pero yo digo: entonces, ¿por qué preci sam ente Canaán? ¡2000 años de consanguinidad d e sp arram a d a —y sin em bargo, conservada— p o r cinco continentes no pueden se r realm ente m ás que un caso m uy grave de histrionism o historicista! ¡Ha biéndosenos perdido, al que m ás y al que menos, casi todo o aun todo —y a veces h asta la so m b ra— en to das partes, a ú n seguim os an d an d o p o r el m undo com o el que no ha perdido nada, com o el que todo 5. V é a se « S h a ro n -Jo s u é » , v o lu m en I, p ág. 3 7 7 .
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lo tiene bien gu ard ad o en sí m ism o y en la que se le antoja d e c ir que es su tierra! A ten o r de lo cual, el éxodo sionista se ría una expatriación colonizadora, urd id a sobre el precedente de la de las ya referidas m inorías cristia n as reform adas y sugestivam ente m aquillado con los alegóricos colores, m im ètica m ente asim ilados, de un neoveterotestam entarism o rem asticado ad hoc por dichas sectas cristianas pro testantes. Al retom ar, de este modo, la tradición mo saica de una ya artificio sa rehabilitación cristian a, Eretz Y ishrael se ría com o repatriación, desde el punto de vista de móvil ideológico, algo aun m ás gra tuito y fan tasm al de cuanto p o d ría llegar a serlo un pretendido «retorno» de los sefardís a Sefarad. Volviendo ah o ra a los boers, pronto, a despecho de sus pretensiones de autosuficiencia, se vieron ap re m iados a im p o rta r esclavos negros, ya sea traídos por su propia Com pañía, ya p o r la o tra com pañía ho landesa, dedicada al tráfico negrero tra n sa tlán tico desde el África occidental, porque, de los aborígenes no negros que encontraron en África del sur, los hotentotes les eran utilizables solam ente com o ayu dantes en el pastoreo, y los bosquim anos se dem os traro n absolutam ente hostiles e indom esticables. Si ya respecto de los otros p ueblos los boers tenían po r tentaciones del Dem onio las ideas de tolerancia re ligiosa y de igualdad racial, la total extrañeza e inac cesibilidad de los bosquim anos —que, según las p alab ras de u n a viajero del siglo xvm , eran «unos salvajes que han preferido la libertad a la esclavitud y que prefieren llevar una vida m iserable en la espe su ra de los bosques y en lo m ás inalcanzable de las m ontañas antes que dejarse su b y u g ar p o r ex tran je ros dispuestos a no p e rd o n a r sus fechorías»— ofre ció a los boers la circu n stan cia m ás idónea p ara hacer de los bosquim anos tal vez el p rim e r caso co lonial de un genocidio propiam ente dicho. La cace ría fue tan tenaz y sistem ática que se calcula que 801
entre 1785 y 1795 fueron m uertos unos 10 000 indi viduos. En cuanto a América, p arece ser que las acciones de exterm inio étnico deliberado se produjeron tan sólo m ucho después de las independencias. En U ru guay, contra las trib u s fronterizas probablem ente tupi-guaranís que se resistieron a la dom esticación, y en N orteam érica especialm ente contra los apaches y com anches. Pero es pintoresco cóm o algunas re públicas criollas de h ab la castellana, o po r lo m e nos la de Méjico, com parten la d o ctrin a oficial española según la cual los genocidas fueron tan sólo los anglosajones. Y a e ste repecto p erm ítasem e con ta r cómo, en cierta ocasión, habiéndom e pedido una entrevista un co rresp o n sal de la televisión estatal m ejicana que an d ab a viajando, con su equipo, po r España, al s a lir ocasionalm ente la cuestión del «ge nocidio» de los indios po r los norteam ericanos y tras haberle replicado po r mi parte: «Pero no olvide usted que en 1868, cu ando m uchos apaches y com anches perseguidos p o r la expedición m ilita r de S heridan em pezaron a p asarse a Méjico, el gobierno de Chi h u ahua lanzó contra ellos cazadores de recom pen sas, ofreciendo prim ero h a sta 250 pesos po r cada cabellera de indio presentada, y m ás tarde sólo 150 tal vez p o r la proliferación de cazadores o po r la ab u n d an cia de la caza; y que en 1882 los gobiernos de E stados Unidos y de Méjico hicieron un convenio recíproco de lo que suele llam arse "derecho de p er secución”, para que las tropas de uno u otro país pu diesen p a sa r las fro n teras del opuesto en los casos en que el respeto de las leyes fronterizas com portase tener que fru s tra r cualquier persecución de aquellos indios iniciada en te rrito rio propio», el co rresp o n sal me req u irió el m icrófono y a rrim án d o lo a su boca im provisó velozmente una refutación un tan to em borronada y cantinflesca, pero por eso m ism o tal vez m ás eficaz. Luego, cuando, acab ad a la en 802
trevista, y dirigiéndonos ya hacia la furgoneta del equipo, le dije: «Pero mire, que lo que he dicho so bre los apaches y com anches no es ninguna inven ción», m e replicó con la m ás cordial desenvoltura: «¡Si ya lo sé, profesooor! —se em peñaba, a p e sar de m is protestas, en llam arm e " p ro fe so r”—■. ¡Pero eso no se lo podía yo d e ja r p a s a r así ante m is oyentes!», y a b ría am bas m anos hacia afu era sonriéndom e com o totalm ente seguro de mi com prensión. Para el texto, Madrid, febrero-junio de 1988, para las notas y los apéndices, Madrid, mayo-octubre de 1991
Este libro se acabó de im prim ir Limpergraf, S.A., Ripollet del Vallès (Barcelona) en el mes de mayo de 1992
- Ensayos y artículos II FERLOSIO SANCHEZ RAFAEL Ensayos / Destino
R afael Sánchez Ferlosio
V olum en II
ROBERTOKLES ROSANAE FECIT
Ensayos y artículos
FERLOSIO
Volumen II
RAFAEL SANCHEZ
«El criterio de esta selección n o ha sido el del a c u e rd o actual p o r p a rte del a u to r con ca d a u n a de sus páginas. Y no se tra ta de q ue sobre cu a lq uiera de ellas ten d ría siem pre aun o tr a p a la b ra que decir, sino de q u e tex to s cuyas co n c lu siones p o d ría h o y discutir y hasta alte ra r h a n sido con se rv ad o s p o r creer que ello n o q u ita la utilidad de la a r g u m e n tación. M á s to d a v ía ; au n d e n tro de la p ro p ia selección se h a lla rá n sentires e n c o n tra d o s o al m enos divergentes. C u a tro lecturas y c u a tro ideas p ro p ia s están detrá s de casi to d o s los textos recogi dos; de a h í q ue la “ t e m á tic a ” sea m u ch o m enos extensa q ue intensa. En c u a n to al juicio de valor, el a u to r n o p uede perm itirse m ás q u e rem itirlo al h echo m ism o de h a b e r d a d o a la im p re n ta esta recolección, c o m o indicio de que, ni con m odestia ni sin ella, esti m a su a p a rició n justificada y co nve niente su lectura.» El volum en 11 de los Ensayos y artículos de Rafael Sánchez Ferlosio integra los trab a jo s de m a y o r extensión del a u to r, inéditos a lg u n o s y o tro s pub licad o s ya en libros o revistas. ________________
- Ensavos v artículos II
Rafael Sánchez Ferlosio
Ensayos / Destino