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Roland Barthes: Presentación
Vamos a comenzar con una serie de proposiciones, en las que se anticipa gran parte de lo que pienso desarrollar en la charla, para esbozar, a grandes trazos, una suerte de retrato intelectual de RB, una primera aproximación a la riqueza crítica de su obra. 1. RB fue alguien que reflexionó insistentemente, con una sutileza extrema y seductora, sobre los usos del lenguaje. Hay que reparar en la ambivalencia del genitivo. Reflexionó sobre los usos retóricos y literarios que los hombres hacen del lenguaje (los usos que tienden a la persuasión, a la imposición de valores y al ejercicio de la crítica, en varios sentidos de la palabra, y sobre los usos intransitivos, los que convierten al lenguaje en objeto de múltiples inclinaciones afectivas), y reflexionó también sobre cómo el lenguaje, en tanto discurso social, usa a los hombres: los individualiza, los identifica, los modela, los exalta o los aplasta. 2. RB fue alguien que propuso y practicó, respecto del saber y del discurso, con una constancia y una lucidez también extremas, una (micro)política1 del desprendimiento del poder. Esto lo vamos a ver detenidamente al comentar la primera parte de la Lección inaugural . Por el momento valoremos la diferencia entre desprenderse y
oponerse, la sutileza
del primer movimiento. El desprendimiento siempre lo es respecto de la voluntad de quererasir que mueve al saber y a los discursos, respecto de la consistencia aplastante de las imágenes que inmovilizan la singularidad de la existencia. El desprendimiento persigue un efecto de suspensión (el ejercicio de la suspensión es para Barthes tanto una (micro)política como un “arte de vivir”). La suspensión desorienta la ley (los imperativos del saber, el prestigio del método) y resiste la voluntad de dominio de los lenguajes. La suspensión puede volverse crítica, en el sentido de “poner en crisis”, no en el
A diferencia de las macropolíticas (políticas en el sentido común de la palabra) que se definen como intervenciones en las disputas por el poder, que sirven para instituir relaciones de poder (según la lógica dominante/dominado), las micropolíticas siempre buscan el desprendimiento y la neutralización del poder como dominación. 1
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de la oposición o el develamiento (como es el caso, por ejemplo, de la crítica ideológica, que Barthes practicó en el primer momento de su trayectoria crítica). Barthes liga el efecto de suspensión a lo esencial de la experiencia estética y literaria. Dado que el sentido, que siempre es sentido común, es una fatalidad de la que no hay escape a través del sin-sentido (porque este es otra forma de sentido, igual de convencional), el arte se ocupa menos de fabricar sentido, de reproducirlo, que de suspenderlo. De esta afirmación se deriva la definición de la literatura como sistema de significación deceptivo, como una práctica del lenguaje que señala la inminencia de sentidos que no se realizan, que no se dan: definición borgiana del “hecho estético” en “La muralla y los libros” (ejemplo de las “alegorías” kafkianas;
alegorías sin doctrina cierta –“La respuesta de Kafka”, en Ensayos
críticos).
Ligado a la fuerza (micro)política y existencial del efecto de suspensión, hay que señalar el interés de Barthes (su gusto, en el sentido del “placer”, de lo que afecta activame nte su sensibilidad) por distintas afirmaciones estéticas que suspenden activamente el sentido (se trata de apariciones en las que algo se reserva, se muestra pero no se da: apariciones de nada cierto, presencias in-decibles, i-rrepresentables: inapariciones). Consideremos, a modo de ejemplos, algunos de los “objetos críticos” creados por Barthes (que siempre se manifiestan como detalles que descomponen la unidad de una obra – esto lo vamos a recuperar cuando comentemos su retórica ensayística): punctum (que se opone a studium y es lo que punza, toca el cuerpo del espectador de la fotografía sin que este sepa por qué, sin que responda a una estrategia compositiva, a una previsión del fotógrafo); sentido obtuso (que se opone al sentido obvio, según la misma lógica del anterior, pero a propósito de fotogramas); grano de la voz (que es una cualidad inmediatamente sensible pero indemostrable que hace a lo intransferifle de una voz que canta); texto de goce (que se opone al texto de placer. Me permito aquí una larga digresión a partir de esta diferencia porque concierne a uno de los “objetos críticos” más interesante y conocido – y muchas veces malentendido- de Barthes. Lo
que está en juego en esta oposición son las posibilidades de fundar una “microfísica” de la lectura literaria (un proyecto que algunos críticos consideramos muy valioso, porque nos obliga a revisar los fundamentos y los alcances de nuestra práctica). La diferencia placer/goce no opone sensaciones personales, de signo diverso, que los individuos
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experimentarían durante la lectura. Remite a fuerzas cualitativamente diferentes, que se afirman y entran en tensión en el acto de la lectura literaria, que responden a voluntades de poder también diferentes (el léxico nietzscheano pone en evidencia que en ese momento del desarrollo de su obra – que es también el de la Lección inaugural , entre otros, Barthes piensa todos los problemas que conciernen al sentido en términos de fuerzas, según la oposición activo/reactivo). En todo acto de lectura de un texto que recibimos como literario intervienen fuerzas que se afirman bajo el signo del placer (o del displacer) y pueden intervenir también, según una lógica suplementaria, fuerzas identificables con un deseo intransitivo de goce. Las primeras – siguiendo la nomenclatura y la lógica nietzscheana- son fuerzas reactivas, de constatatición y adaptación a lo conocido, que cristalizan el sentido del acto de la lectura dentro de los límites de las instituciones culturales que establecen el valor de lo literario en términos generales –el placer y el displacer son “gregarios”, compartidos. Desde este punto de vista, el gusto o disgusto que sentimos al leer determinado texto tiene siempre como referencia el poder de determinados códigos culturales (lo que esos códigos, a los que nos sujetamos, muchas veces insensiblemente, imponen como bueno o malo, como interesante o aburrido, como digno o no de ser leído). Por otro lado -habría que decir: según un modo de existencia radicalmente heterogéneo, las fuerzas identificables con un deseo intransitivo de goce son fuerzas que suspenden el valor de los códigos de legibilidad y provocan una pérdida abrupta de la sociabilidad: el goce es intransferible e inargumentable. La experiencia del goce provoca, según Barthes, un debilitamiento de la “unidad moral que la sociedad
exige de todo producto humano” ( El placer del texto), y de esto depende, como veremos más adelante, su potencia transgresiva. La afirmación del goce, que implica la atracción incierta, injustificada, por un fragmento de la obra que estamos leyendo, escinde esa obra, la desdobla (lo que no quiere decir que la duplique: sin convertirla en otra, la vuelve diferente de sí misma). Voy a enlazar esta extensa digresión sobre la diferencia goce/placer con otra más discreta sobre el sentido, el valor y la eficacia, del recurso a las oposiciones en el discurso de Barthes, ya que se trata de uno de los procedimientos ensayísticos que caracterizan su retórica crítica. A Barthes le gusta discurrir a partir de la enunciación de diferencias binarias: goce/placer, punctum/studium, sentido obtuso/sentido obvio, y también, por mencionar otras de la misma
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relevancia,
escribible/legible,
escritor/escribiente,
sistemático/sistema,
connotación/denotación. Hay más. Lo que interesa señalar es que, en todos los casos, se acuña la oposición pero no se la usa convencionalmente (científicamente), como fundamento de una clasificación o una tipología. Como él mismo lo explica en uno de los fragmentos de Roland Barthes por Roland Barthes,
cualquiera de estas diferencias no es más que un
artefacto retórico que alimenta y alienta el ejercicio argumentativo: sirve para decir algo, para producir sentido problematizando el campo en el que se ejercita la reflexión. Paso ahora a la última proposición, el último trazo de este esquemático retrato intelectual. 3. Roland Barthes fue alguien que sostuvo un combate insistente e incesante contra las fuerzas del estereotipo en favor de una ética de la escritura. 2 El estereotipo es inconveniente para cualquier tentativa de reflexión, para cualquier ejercicio intelectual, porque la cristalización del sentido contribuye a que una apreciación circunstancial e interesada se imponga como evidencia. A través de los estereotipos, esos fragmentos de discurso solidificado y desnaturalizado, se deja oír la voz de la doxa, que es tanto la voz prejuiciosa de la Opinión pública, como la arrogante del Espíritu mayoritario, y la estúpida del Consenso pequeñoburgués. Hay estereotipos, palabras que se desconocen como tales, que enmascaran sus fuerzas bajo la apariencia familiar e intimidatoria de lo obvio, para que la violencia de lo que se da por sentado reduzca o elimine lo diferente casi sin hacerse notar. Lo más peligroso de los estereotipos reside en su poder de seducción: sensibilizan la moral o adulan la inteligencia. (Dos ejemplos, uno pobrísimo, tomado de las revistas de espectáculo, el otro, más interesante, tomado del “cortazarismo” – que es la reducción a doxa contracultural de las
intervenciones pretendidamente transgresoras de la escritura de Julio Cortázar. Cada vez que una actriz o una conductora se dejan entrevistar a poco de haber dado a luz, no es raro que el cronista segregue enternecida admiración y exalte su condición de “madraza”. En su ñoñez irredimible este estereotipo expone la voluntad que anima cualquier cristalización discursiva: 2
Tal como lo aprendimos en el Deleuze que leyó a Spinoza, la ética se diferencia de la moral en que no se obsesiona por juzgar lo existente desde el punto de vista de valores trascendentales (anteriores, exteriores, generalizables), sino que se interesa por experimentar qué potencias lo habitan, qué fuerzas ejerce sobre otros modos de existencia y cuáles es capaz de resistir. En una apretadísima síntesis, se podría afirmar que toda la obra crítica de Barthes es el despliegue, en clave ética, de una única interrogación, que varía su sentido según cuál sea el contexto en el que se enuncie: ¿qué puede la literatura?, de qué modo su existencia anómala actúa sobre la cultura para someterla a la prueba de lo indeterminado y cómo se deja afectar – identificar, inmovilizar- por las determinaciones culturales.
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aplastar la singularidad y reducir lo inquietante. ¿Por qué no conformarse con llamarla “madre”? ¿No es acaso suficiente?
La maternidad es en sí misma es algo tan extraordinario y
misterioso (a veces próximo al milagro, otras a lo siniestro) que la idealización solo puede banalizarla cuando pretende hacerle justicia. Para curarnos de tamaña estupidez contamos con la literatura, que sabe cortejar lo irrepetible sin anegarlo de moralidad. Pienso en la Carta a mi madre
de Georges Simenon, o en un texto todavía más inquietante, el Diario de
duelo de Roland Barthes. Paso al otro ejemplo: “cronopio”.
Pocos vocablos con un destino
tan paradójico: nació como una ocurrencia que buscaba dar nombre a un modo de existencia insólito y enseguida, por obra del propio Cortázar primero, y de sus acólitos después, se convirtió en un estereotipo, es decir, en un reductor de excepcionalidad. Cronopio no dice nada de la rareza de alguien porque a lo único que apunta es a imponer el valor de una sola forma, festiva y obvia, de concebir la rareza en general. Cronopio es Cortázar y, a partir de esta primera identificación, cronopios son sus amigos, los artistas que ama, los revolucionarios con los que simpatiza y, claro, sus lectores, sobre todo si son jóvenes. Como todo estereotipo, “cronopio” expresa un punto de vista moral, un criterio de valoración unívoco: los cronopios viven la vida como debe ser vivida, para escándalo de los serios y los solemnes -a veces da la impresión de que el escándalo, tan fácil, tan banal, es la razón última de su existencia.) La mejor manera de combatir los estereotipos no es enfrentarlos (Barthes nos enseñó que todo discurso para-dóxico termina instituyéndose como doxa) sino mantenerlos a distancia. Para eso hay que poner el lenguaje en crisis, es decir, sacudir el discurso de los Otros que acecha el flujo de la significación para orientarlo e inmovilizarlo (en el contexto de exigencias éticas en el que decidimos situarnos, al decir “flujo de la significación” pensamos
en los estremecimientos silenciosos que provoca el paso de la vida – que es lo intransferible por definición- a través del lenguaje). Barthes llama escritura a esos golpes secos que sacuden y destejen fragmentariamente la trama de los estereotipos, que suspenden la reproducción discursiva, para que lo diferente (la diferencia en sí, la ausencia de origen y finalidad) se afirme. Al adoptar la escritura como valor, lo que se rechaza, dice Barthes en “De la ciencia a la literatura”, es la sordera para el lenguaje, para la repetición (que no es la
reproducción sino la variación continua), para la sobreabundancia de sus efectos. La escritura
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elimina la mala fe de los lenguajes estereotipados (todos lo son, incluso el lenguaje literario, es decir, la literatura en tanto institución cultural) porque descubre el ser del lenguaje, su “violencia originaria”, basada “en que ningún enunciado puede expresar directamente la
verdad y no tiene a su disposición más sistema que ejercer la fuerza de la palabra” (“Escritores, intelectuales, profesores”).
No me parece ocioso, tratándose de la presentación ante un público que acaso no lo conozca, o que lo conoce sólo superficialmente, recordar algunas fechas y algunas circunstancias de la biografía de Barthes. Nació en 1915 en Cherbourg y pasó su infancia en Bayona, en el sudoeste francés, entre 1916 y 1924. Su padre murió en combate, durante la Primera Guerra Mundial, en 1916. En compensación (admítaseme la ironía), entabló con la madre un vínculo extraordinariamente estrecho, que la madurez no hizo más que profundizar: vivieron siempre juntos bajo el mismo techo y solo la muerte los pudo separar. En 1924, Barthes se instaló en Paris, pero siguió pasando las vacaciones en Bayona, en la casa de los abuelos paternos. (Algunas fotos y la narración de algunos recuerdos en Barthes por Barthes transmiten la importancia que tuvo esta infancia provinciana y burguesa en su formación sentimental). Entre 1934 y 1935, sufrió las primeras manifestaciones de la tuberculosis – enfermedad literaria, si las hay, y entre 1941 y 1946 se sucedieron las recaídas, las internaciones y los procesos de cura. La familiaridad con el aislamiento y las particularidades de las formas de sociabilidad entre los enfermos se proyectarán con el tiempo en cierto ideal de vida comunitaria del que se ocupará en uno de sus cursos en el Collège de France (Cómo vivir juntos).
Si bien cursó estudios literarios, a causa de la enfermedad, pero acaso también por
otras razones, nunca se presentó a concurso de oposición en la Universidad, por lo que no tuvo una carrera académica ordinaria. Su perfil fue más el de un investigador que ocasionalmente impartía clases (sus famosos seminarios) que el de un catedrático. Entre 1948 y 1950 se desempeñó como Lector de Francés en Bucarest y en Alejandría y entre 1952 y 1959 como Investigador en el CNRS (Centro Nacional de Investigaciones Científicas). En 1960 se incorporó a la Escuela Práctica de Altos Estudios como Jefe de Trabajos; a partir de 1962, y hasta 1977, se desempeñó como Director de Estudios en esa institución. En 1977 ingresó al prestigioso Collège de France como titular de la Cátedra de Semiología
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Lingüística (Michel Foucault presentó su solicitud), pero llegó a dictar solo tres cursos antes de su muerte accidental en 1980. En varias entrevistas, al repasar su carrera profesional, Barthes destacó su pertenencia a instituciones prestigiosas pero marginales (la École y el Collège) ya que en ellas se imparte enseñanza pero no se otorgan diplomas. También a modo de presentación sucinta, les propongo una segmentación en cuatro momentos de la trayectoria y la obra de Barthes como crítico literario: El primer momento es brechtiano (que es como decir, heterodoxamente marxista, lejos de los estereotipos del realismo socialista), y en él la especificidad literaria se define en términos ideológicos, como compromiso formal determinado en última instancia por la Historia. Se trata de un momento sociológico, signado por el encuentro de marxismo y existencialismo, en el que también se leen, nítidas, las huellas de la lectura de Maurice Blanchot. Las obras representativas de este momento son El grado cero de la escritura (1953) y Mitologías (1957). El segundo momento, con menos pretensiones políticas y mayor afán cientificista (coincide con el apogeo de la moda estructuralista), es tal vez el menos interesante. En él, los términos que explican el funcionamiento discursivo de la literatura (y de otros sistemas de signos) lo proveen la lingüística y la semiología. Las obras más representativas de este momento son: “Elementos de semiología” (1965), “Introducción al análisis estructural de los relatos”
(1966) y El sistema de la moda (1967). (A caballo del segundo y tercer momento hay que ubicar un librito que para mí tiene una importancia particular, porque fue lo primero que leí de Barthes siguiendo un interés personal, cuando estaba en segundo año de la carrera de Letras (¡1978!), y con el tiempo, echando una ojeada retrospectiva, se convirtió en uno de los libros “de mi vida”. Se trata de Crítica y verdad
(1966), una obra maestra del arte de la polémica que responde
magistralmente a las impugnaciones virulentas que había recibido un libro anterior, Sobre Racine
(1963), de parte de algunos académicos tradicionalistas. Este librito me descubrió la
posibilidad de un modo de dialogar con la literatura en el que convergen el placer de la conceptualización y la construcción de sistemas, las astucias argumentativas, los afanes de la polémica y el arte de manifestar, discretamente, entre palabras que ambicionan saber, la
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presencia de la sensibilidad del lector. Leyendo este libro, por voluntad de imitación, comencé a convertirme en crítico literario.) El tercer momento es el de la teoría del “texto” (habría que dedicar toda una charla a la
importancia de este concepto en la obra de Barthes, una charla que giraría alrededor de la idea de que llamamos “texto” al devenir auto -diferente
de la obra), teoría apuntalada por el
psicoanálisis lacaniano y las filosofías de la diferencia (Derrida y Deleuze), en la que ya no se trata de lo específico, sino de lo singular, de la literatura como acontecimiento irreductible. S/Z (1970), Sade, Fourier, Loyola (1971) y El placer del texto (1973) son en este caso las obras representativas. Por último, el cuarto momento, el que llamo del giro autobiográfico en clave nietzscheana. En él la literatura funciona como el interlocutor eminente de los ejercicios éticos que ejecuta el crítico cuando ensaya la microfísica de su estupidez y su rareza. Este momento está representado por una trilogía gloriosa: Roland Barthes por Roland Barthes (1975), Fragmentos de un discurso amoroso
(1977) [hacer referencia a las razones de la celebridad
de este libro] y La cámara lúcida (1980). [A partir de 1981, con El grano de la voz , comenzó la publicación de los libros póstumos de Barthes, que incluye compilaciones de ensayos (como El susurro del lenguaje y Lo obvio y lo obtuso,
entre varios otros), diarios personales ( Incidentes, Diario de mi viaje a China y
Diario del duelo)
y la edición de las notas preparatorias de los tres cursos que dictó en el
Collège de France: Cómo vivir juntos , Lo neutro y La preparación de la novela.]
Después de todos estos circunloquios preliminares, voy a centrarme en el comentario de algunas páginas de uno de los textos de Barthes más frecuentados por la reproducción académica, la Lección inaugural , porque en ellas podemos encontrar una justificación elocuente y convincente de por qué es necesario pensar todos los problemas que conciernen a los usos del lenguaje (insisto en la ambivalencia del genitivo) desde el punto de vista del poder, una fuerza proteica y omnipresente, que se infiltra en todas las instituciones y formaciones culturales, cualquiera sea su grado de formalidad, a la que Barthes identifica como una inagotable voluntad de sujeción o, para decirlo con sus palabras, de “querer -asir”.
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Para exponer el vínculo esencial entre poder y lenguaje (o lengua, o discurso: en el nivel de generalidad en el que reflexiona, el ensayista pasa por encima de cualquier tecnicismo y confunde, con ligereza pero sin liviandad, todos los términos), el punto de partida lo provee una afirmación de Jakobson: un idioma se define menos por lo que permite decir que por lo que obliga a decir. Barthes repite la máxima a través de un golpe de efecto discutible y varias veces discutido: “la lengua es fascista”. Pero no es por esta ocurrencia por donde pasa lo
más
interesante de su argumentación, sino por la consideración del discurrir como acto performativo. Se sabe: decir es hacerle a otro algo con palabras y, en el mismo acto, hacerse algo a uno mismo. “Algo”, cualquiera sea el sentido del acto (acariciar o golpear, aproximar o mantener a distancia), remite, en primer lugar, a una voluntad impersonal y transubjetiva de someter y someterse a un orden saturado de moralidad, que se despliega a través de puras generalidades, en el que, para poder individualizarse, además de renunciar a lo irrepetible, hay que identificarse con tal o cual valor establecido. “Antes que comunicar – dice Barthes, discurrir es sujetar.” El adverbio tiene un sentido lógico que precede a su alcance temporal:
para que el intercambio de mensajes o el mero soliloquio resulten posibles, los cuerpos tienen que estar prendidos, lo quieran o no, lo sepan o no, a la reproducción de los estereotipos. No recuerdo en qué lugar Barthes se refiere a la condición paradójica de todo hablante con las siguientes palabras: “El hombre está condenado a hablar de sí mismo con la lengua de los otros”. Esta afirmación remite a lo que en la Lección considera una de las dos rúbricas que se
dibujan al hablar: la gregariedad de la repetición (la otra rúbrica es la autoridad de la aserción,
y tiene que ver con que el discurso es inmediatamente asertivo, aunque se lo use
para negar o dudar). Los signos son por definición gregarios, funcionan en tanto son reconocidos, es decir, porque se repiten: no importa que tan personal sea lo que pretenda comunicar, no puedo hablar más que reproduciendo algo que ya fue dicho. ¿Es posible escapar de la encerrona del lenguaje o imponerle al discurso formas de significar lo irrepetible de cada uno? La respuesta es obvia y negativa, porque el lenguaje no tiene exterior, porque no hay un afuera pre-lingüístico en el que el sujeto podría emplazarse para desde ahí enfrentar y contrarrestar el gregarismo (la condición de sujeto hablante implica, como acabamos de ver, la inmediata sujeción a un orden de puras generalidades, que además
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es un orden esencialmente jurídico: en cada acto de enunciación quedo comprometido con el sentido común, obligado a encarnar estereotipos que, desde luego, no me significan, pero de cuya significación tengo que hacerme cargo, como si los hubiese elegido libremente, porque es a través de ellos que se me reconocerá). La lucha contra el lenguaje se pierde ni bien comienza, porque el combate es retórico y se libra con armas lingüísticas, que confirman e incluso refuerzan la potencia de los estereotipos. Y sin embargo es posible quebrar una lanza en favor de la diferencia irreductible, descubriendo formas de impugnar el orden lingüístico desde su interior, resistiendo – y no enfrentando- las arrogancias del discurso. No podemos destruir la
lógica discursiva, porque no hay exterior donde situarse para poder hacerlo, pero
sí podemos descomponerla desde dentro, sutil y discretamente, mediante el ejercicio de la suspensión y la extenuación del sentido. Aquí, para ponerle un nombre a ese ejercicio, es donde entra en escena la literatura, a la que Barthes piensa en la Lección como una forma de hacerle trampas al lenguaje, de tramar, con palabras desprendidas de cualquier intencionalidad comunicativa, una experiencia de lo neutro (en la ética barthesiana, neutro es todo lo que esquiva o vuelve irrisoria las intimidaciones del poder). La práctica de la escritura literaria moviliza “fuerzas de libertad”, impulsos anárquicos, irrecuperables en términos morales, que no dependen de los compromisos ideológicos asumidos por el escritor, sino del trabajo de desplazamiento que la escritura ejerce sobre la lengua. Gracias a ese desplazamiento, el sujeto experimenta la realidad del discurso, el “halo de implicaciones, efectos, resonancias, vueltas, revueltas” que permanecen imperceptibles cuando lo único que se escucha son las arrogancias del poder. El trabajo de desplazamiento supone una ética de la palabra vaciada de intenciones comunicativas, atópica (que escapa de todo tópico), que neutraliza la voluntad de intervención en debates o conflictos (consustancial a la literatura como institución cultural) para que se ejerzan, soberanas, las políticas del “despoder”.