Lo inolvidable
(Jacques Ranciére, en VV.AA., Pensar el cine 1. Imagen, ética y filosofía , Buenos Aires, Ediciones Manantial, 2004)
Delante del objetivo Es una imagen de principios del siglo XX en San Petersburgo: al mismo tiempo ordinaria y extraordinaria. La familia imperial pasa, rodeada por una escolta de oficiales y de dignatarios. Un oficial se dirige a la multitud que está allí abajo, a un lado, con un gesto imperioso: conviene descubrirse ante el paso del zar. La voz del relator subraya: "Quisiera que no se olvide esta imagen". ¿Qué nos quiere decir Chris Marker cuando pone esa imagen al comienzo de su filme Le Tombeau d'Alexandre (El último bolchevique}? ¿Que el pueblo estaba verdaderamente oprimido y humillado en Rusia a principios de siglo y que es necesario no olvidar, a la hora de los últimos ajustes de cuenta con la era comunista, lo que había antes y justificó su irrupción? irrupción? El objetor responderá responderá enseguida enseguida que los los males de anteayer no justifican justifican los de ayer que, por lo demás, han sido peores. De aquello que fue, nunca se concluye nada que legitime lo que es. O, más bien, esa conclusión pertenece sólo al dominio de la retórica. Es allí solamente donde las imágenes bastan como demostración. En otra parte se contentan con mostrar, con recordar. La imagen del general Orlov y de sus hombres imponiendo respeto a la multitud no nos dice: a pesar de todo, los bolcheviques tenían algunas ra zones y algunas excusas. Nos
dice menos y más: eso fue, eso pertenece a una historia, eso es historia. Eso fue. Nuestro presente presente no es presa del del escepticismo, escepticismo, como se dice dice a veces escueta escuetamente mente,, sino de la la negación. negación. Si la provocación que niega los campos de exterminio nazis resiste e incluso progresa, es porque está en sincronía con el espíritu de esta época, el espíritu de resentimiento: no simplemente el resentimiento relativo a los ideales del hombre nuevo en los cuales se ha creído, hacia quienes hicieron creer en ellos, quienes los han hecho fracasar y causaron la pérdida de la fe. El resentimiento, nos dice Nietzsche, tiene por objeto el tiempo mismo, el es war : eso fue. No quiere saber nada de ese pasado del futuro que es también un futuro del pasado. Nada de esos dos tiempos tan hábiles para combinar su doble ausencia. No quiere conocer más que el tiempo sin engaños: el presente y su coyuntura coyuntura tal como como se cuenta cuenta de manera interminable, simplemente para p ara asegurarse de que es un entramado de real y sólo de él: el tiempo de los índices, de los cuales se espera que se restablezcan el mes próximo, y de los sondeos que deberían seguir, un mes después, la misma curva. Así como odia los tiempos de la ausencia, odia las imágenes que siempre son del pasado y probablemente fueron ya traficadas por los malos profetas del futuro. Pero al objetivo de la cámara eso no le importa. No tiene necesidad de querer el presente. No puede no estar allí. Él existe sin memoria ni cálculo. Por lo tanto, sin resentimiento. El objetivo registra lo que se le ha pedido: el paso de la familia imperial a principios de siglo; treinta o cuarenta años más tarde, en la Plaza Roja, esas pirámides humanas móviles que sostienen en su cima inmensas efigies de Stalin y pasan delante de él, que aplaude su propia imagen ( Le violon de Rothschild ). Hay un poder que no sólo dejó tomar, sino que ordenó la toma de esos desfiles, que nos resultan abrumadores. Como otro ordenó, en Indonesia, el registro de esas imágenes de niños indígenas torciendo la boca para aprender mejor la lengua del colonizador; o, en Praga, en 1953, la toma de esos rostros bañados en lágrimas frente al retrato de Stalin. El objetivo los ha captado con fidelidad. Pero, por supuesto, a su manera, como un agente doble, fiel a dos amos: aquel que está detrás y dirige activamente la toma; aquel que está enfrente y domina pasivamente la pasividad del aparato. En Jakarta registró esa maravillosa atención del niño, tanto más aplicado en hacer bien las cosas que el camarógrafo ( Chronique coloniale. Mother Dao [ Mother Mother Dao, con forma de tortuga]). En Praga no sólo señaló los rostros desolados por la muerte del Padre de los Pueblos. También señaló el pequeño nicho nicho donde estaba la foto, detrás de un vidrio, similar a aquel donde se ubicaban ayer, donde se volverán a ubicar mañana, quizás, imágenes de la Virgen ( Les mots et la mort. Fragüe au temps de Staline). Y reprodujo tan fielmente a los acusados del proceso de Praga, confesando y explicando su culpabilidad, que fue necesario guardar los filmes en el armario y ocultárselos incluso a aquellos que habían asistido al proceso y estaban convencidos por lo que habían escuchado. El ojo maquínico de la cámara apela al "artista honesto" (Epstein) y desenmascara a quien aprendió su rol sólo para un público circunstancial. Eso fue. Eso pertenece a una historia. Porque para negar lo que fue, como todavía los negacionistas nos lo
muestran, no hay necesidad siquiera de suprimir muchos hechos, basta con quitar el vínculo que corre entre ellos y los constituye en historia. Una historia es un agenciamiento de acciones por el cual no ha habido simplemente esto, luego aquello, a su turno, sino una configuración que hace que los hechos se sostengan juntos y permite presentarlos como un todo; eso que Aristóteles llama un muthos: una intriga, un argumento, en el mismo sentido en que se habla del argumento de una obra de teatro. Entre la imagen del general Orlov y las imágenes de la epopeya soviética y de su desastre, no hay ningún vínculo de causalidad que legitime nada, sea lo que fuere. Sencillamente, hay una historia que puede incluir con legitimidad tanto una como las otras. Por ejemplo, esa historia que se llama El último bolchevique y que anuda toda suerte de imágenes a la imagen oficial del cortejo principesco: las imágenes reencontradas de los filmes de Alexandre Medvedkine que acompañaron de diversos modos las fases de la epopeya soviética -las imágenes surrealistas de Scast'e (La Felicidad), cuya ligereza burlesca parece, a pesar de un guión conformista, interrogar de manera socarrona las promesas de la felicidad oficial-; imágenes militantes del tren-cine que recorría Rusia para recoger y retransmitir inmediatamente a los interesados los debates de aquellos que tomaban en sus manos fábricas, tierras o viviendas; imágenes oficiales surrealizadas -¿o imágenes surrealistas oficializadas?- filmadas para celebrar el trabajo de los arquitectos de la Nueva Moscú; entrevistas a los allegados o a los investigadores que reconstituyen la figura y la obra del cineasta; imágenes que hablan de la Rusia actual: fiestas de una juventud alegre -que el realizador nos permite suponer dorada- desmontando las estatuas; ostentaciones renovadas de la religión, semejantes a aquellas que ponía en escena el autor de Ivan Groznij (Iván, el Terrible] para abarcar tal vez, de una sola mirada, la Rusia de los zares y los popes, y la del dictador soviético; imagen enigmática del rostro reconcentrado de un anciano que asiste a la ceremonia: Ivan Koslovsky, el tenor ruso por excelencia, aquel que habrá atravesado los tormentos del siglo cantando imperturbablemente la melodía del mercader indio de Sadko o los versos de despedida de Lenski en Eugéne Oneguine: ¿Adonde entonces, adonde huyeron oh, días felices de mi primavera? Eso hace una historia. Pero también una historia de cierta época: no simplemente un agenciamiento de acciones a la manera aristotélica, sino una disposición de signos a la manera romántica, un agenciamiento de signos de significación variable: signos que hablan y se ordenan enseguida en una intriga significante; signos que no hablan, que sólo señalan que hay allí materia para la historia; signos que, como el rostro de Koslovsky, son indecidibles -el silencio de un hombre viejo, meditativo como se es a esa edad, o bien el mutismo de una historia bisecular; la historia de la Rusia de Pushkin y de Tchaikovsky en la de la Rusia soviética. Una historia, por lo tanto, de cierta época, una historia del tiempo de la historia. Esta expresión, por su parte, también es sospechosa para el aire de la época, que asegura que todas nuestras desgracias vienen de la creencia maléfica en la historia como proceso de verdad y promesa de realización. Nos enseña a separar la tarea del historiador (hacer historia) del espejismo ideológico según el cual los hombres o las masas habrían tenido que hacer la historia. Pero esta cómoda disociación, ¿no oculta lo que constituye la particularidad de nuestra imagen: la manera en que los príncipes que pasan y la multitud que es apartada comparten la misma luz y la misma imagen? Quizá sea simplemente eso en primer lugar, la "edad de la historia". En otros tiempos, en los tiempos de la pintura histórica, se pintaba la imagen de los grandes y de sus acciones. Sin duda, la multitud y los humildes podían estar en la tela. Es difícil concebir un general sin tropas y un rey sin súbditos. Algunas veces el héroe se dirigía a ellos. Algunas veces, incluso, los roles se invertían y el viejo soldado reconocía con emoción afligida a su general, Belisario, en el mendigo acurrucado a sus pies. Pero eso no quería decir que hubiera comunidad de destino alguna entre el hombre de gloria sometido a los reveses de la gloria y el hombre "infame", excluido de su orden, entre los generales caídos en el infortunio y esos seres que de antemano se habían "hundido en el anonimato" (Mallarmé). La imagen del viejo soldado podía compartir la tela con la de Belisario, pero no compartía la historia de la grandeza y de la decadencia del honesto Belisario. Esa historia pertenecía sólo a los semejantes de Belisario, a quienes debía recordarles dos cosas que sólo tenían interés para ellos: que la fortuna es inconstante, pero que la virtud nunca falta a quien la ha cultivado. Se llamaba "historia" a la colección de esos grandes ejemplos, dignos de ser aprendidos, representados, pensados, imitados. Cada uno enseñaba solamente su propia lección, inmutable a través de los tiempos, y destinada sólo a aquellos que tuvieran vocación para dejar memoria de sus acciones y, por lo tanto, para extraer un ejemplo de los hechos memorables de los otros hombres de memoria. La imagen del general Orlov proporciona, por su parte, una "enseñanza" de naturaleza totalmente distinta. Precisamente porque no fue hecha para dar algo que se deba pensar o imitar. Quien la tomó no pretendía recordar el respeto debido a los príncipes. La tomó porque es normal fijar una representación de todo lo que hacen los Grandes y porque la máquina, de ahí en más, lo hace de manera automática. Sólo que la máquina no establece diferencias. Ignora que hay pinturas de género y pinturas históricas. Captura a grandes y pequeños por igual, los toma juntos. No
los vuelve iguales en virtud de una presunta vocación de la ciencia o de la técnica por asegurar el acercamiento democrático de las condiciones nobles y plebeyas. Simplemente los vuelve susceptibles de compartir la misma imagen, imagen de igual tenor ontológico. Porque, para que ella misma existiera, fue necesario primero que ellos tuvieran algo en común: la pertenencia a un mismo tiempo, precisamente eso que se llama historia -un tiempo que no es más sólo el receptáculo indiferente de acciones memorables, destinadas a quienes deben ser a su vez memorables, sino la trama misma de la acción humana en general; un tiempo cualificado y orientado, que conlleva promesas y amenazas; un tiempo que iguala a todos aquellos que le pertenecen: los que pertenecían al orden de la memoria y los que no. La historia siempre ha sido sólo historia de aquellos que "hacen la historia"-. Lo que cambia es la identidad de los "hacedores de historia". Y la edad de la historia es aquella en la cual cualquiera puede hacerla porque ya todos la hacen, porque ya todos son hechos por ella. La historia es el tiempo en que aquellos que no tienen derecho a ocupar el mismo lugar pueden ocupar la misma imagen: el tiempo de la existencia material de esa luz común de la que habla Heráclito, de ese sol juez del que no se puede escapar. No se trata de una "igualdad de condiciones" bajo la mirada del objetivo. Se trata del doble control al cual éste obedece, el del operador y el de su "sujeto". Se trata de cierta partición de la luz, cuyos términos Mallarmé había emprendido la tarea de fijar, algunos años antes de nuestra imagen, en ese texto extraordinario titulado "Conflicto": conflicto entre el poeta y esos inoportunos, esos obreros del ferrocarril, destruidos por la borrachera del domingo, que le "cierran, por su abandono, la lejanía vespertina"; conflicto interior también por el deber que le incumbe al poeta de no pasar sin decoro por encima del "tapiz de la calamidad", del cual tiene que "comprender el misterio y considerar el deber". "Las constelaciones comienzan a brillar: cómo quisiera que entre la oscuridad que corre sobre el ciego rebaño, también puntos de claridad, tal pensamiento recién surgido, se fijaran, a pesar de esos ojos sellados que no los distinguen -por el hecho, por la exactitud, para que sea dicho-." 1 El poeta francés quería arrebatarle al resplandor de los astros la luz apropiada no sólo para iluminar los rostros obreros sino para consagrar la morada común. A ese sueño, como a todo sueño, ya había respondido con sarcasmo un filósofo alemán algunos años atrás: "La humanidad no se plantea nunca sino los problemas que puede resolver". Fijar puntos de luz sobre las existencias hundidas en el anonimato, eso se hace ya técnicamente, por lo común, eso se llama fotografía: escritura de luz, entrada de toda vida en la luz común de una escritura de lo memorable. Pero el poeta idealista, que soñaba "oficios" nuevos de la comunidad, vio tal vez, mejor que el filósofo materialista de la lucha de clases, el punto central: la luz misma es objeto de partición, no es sino conflictivamente común. Sobre la misma placa fotográfica se inscriben la igualdad de todos ante la luz y la desigualdad de los pequeños ante el paso de los grandes. Por eso se puede leer, en ella, lo que no tenía ni siquiera sentido buscar en el cuadro de Belisario mendigo: la comunidad de dos mundos en el gesto mismo de la exclusión; su separación en la comunidad de una misma imagen. Por eso es posible ver allí también la comunidad de un presente y de un porvenir, el que Mandelstam, en 1917, celebrará en dos versos deliberadamente equívocos: Te levantas por sobre años sombríos Sol, juez, pueblo. Pero la sentencia de luz no es sólo, como quisieran algunos, la historia de los nuevos mitos del sol rojo y de su catástrofe sangrienta. Puede ser, más simplemente, esa "justicia" que las imágenes de Mother Dao, con forma de tortuga hacen a los colonizados de ayer. Los colonizadores holandeses las habían tomado en Indonesia para celebrar su obra civilizadora. En la selva donde vivían unos seres salvajes, se levantaba ahora una ruidosa colmena industrial donde los hijos de aquellos ganaban competencia, dignidad y salario extrayendo y dando forma al metal. En la escuela, en los dispensarios, niños y adultos se prestaban a la instrucción que los educaba, a la higiene de las duchas, a la acuñación que protegía sus cuerpos y a las señales de la cruz que salvaban sus almas. Vincent Monnikendam ha ordenado esas imágenes de ayer de otra manera. Y el gran principio de ese reordenamiento no es mostrar el lado oscuro de la opresión de esa marcha civilizadora ni desplazar esa "felicidad" hecha imagen por el colonizador hacia la desgracia y la rebeldía del colonizado. Y, sin duda, la voz poética en off que acompaña las imágenes dice el dolor de la tierra y el de una vida que aspira a retomar "el curso de sus pensamientos". Pero ese acompañamiento mismo es menos el contrapunto de dolor que la manifestación de una capacidad para decir la situación, para ponerla en ficción. Lo que esa manifestación acompaña entonces en la pantalla es una ínfima y decisiva modificación en la apariencia de los rostros y las actitudes de los colonizados, en la "felicidad" que ellos expresan: frente a la sorpresa de esos ejercicios impuestos, ellos responden con atención, con cierto orgullo de prestarse al juego, lo más perfectamente posible, delante del pizarrón de la escuela o del hierro de la forja. Afirman con tranquilidad la misma aptitud para todos los 1
"Les constellations s'initient a briller: comme je voudrais que parmi l'obs-curité qui court sur l'aveugle troupeau, aussi des points de ciarte, telle pensée tout a l'heure, se fixassent, malgré ees yeux scellés ne les distinguant pas - pour le fait, pour l'exactit ude, pour qu'il soit dit."
aprendizajes, todas las reglas y todas las contorsiones, la misma inteligencia. Y con el rostro de la pequeña que pone todo su empeño en deletrear la lengua del amo, vuelve el eco de un momento de sentimentalismo del ironista Karl Marx cuando evoca las reuniones de la Liga de los Justos y celebra la "nobleza de la humanidad" que brilla sobre las frentes "curtidas por el trabajo". Una nobleza del mismo género hace brillar el ojo de la cámara manipulada por el colonizador. Consciente e inconscientemente. De modo voluntario y más allá d e lo que se había querido.
Detrás de la ventana El cine, dice Oliveira retomado por Godard, es "una saturación de signos magníficos sumergidos en la luz de su ausencia de explicación". La fórmula es bella, pero exige que se la complete. Porque la ausencia de explicación no tiene magnificencia sino como defección o suspenso de la explicación: suspenso entre dos regímenes de la explicación. Explicar quiere decir, en efecto, dos cosas bien distintas. Puede ser proporcionar el sentido de una escena, la razón de una actitud o de una expresión. Pero puede ser, según la etimología de la palabra, dejar que se desenvuelva la plenitud envuelta en su simple presencia. Al cortar el hilo de toda razón, se abandonan la escena, la actitud y el rostro al mutismo que les otorga doble poder: detener la mirada sobre esa evidencia de existencia vinculada a la ausencia misma de razón, mostrar esa evidencia como virtualidad de otro mundo sensible. Una joven está en la ventana, absorta en la contemplación de los tutores de las alubias que el viento ha volteado. Se vuelve y le pregunta al médico que está de visita qué busca, de quien ignorábamos que buscase algo. Dos cuerpos se rozan para atrapar una fusta. Al día siguiente, el doctor está de vuelta. No se ha explicado nada. Simplemente, en el vacío de las explicaciones, Flaubert ha encontrado el medio para desplegar, en lugar de una sala de granja normanda, el gran vacío, el "gran tedio" del desierto de Oriente del que está enamorado, esa infinidad de granos de arena, arena semejante a ese vacío que agita indiferentemente los átomos. Y de ese vacío hizo el lugar mismo del amor de Charles por Emma. Principio romántico de la significancia indeterminada o de la insignificancia determinada. La potencia absoluta del arte para el cual “Yvetot vale Constantinopla” es posible sobre la base de ese pacto con lo insignificante. A ese precio, todo agenciamiento de acciones se ve doblado por un encadenamiento de imágenes que le quita su intencionalidad y lo iguala a la gran pasividad de lo verdadero. A ese precio, igualmente, la desgracia de Charles y de Emma es el reverso exacto de la capacidad de toda vida para ser memorable.
El privilegio de la imagen cinematográfica es el de ser "naturalmente" muestra de esa significancia indeterminada que, en la edad de la historia y de la estética, en una palabra, en la edad romántica, hace de una vida cualquiera la materia del arte absoluto. Flaubert debía construir, mediante una incesante sustracción, ese régimen de significancia insignificante. Pero el cine, con su ojo sin conciencia, tiene el instrumento que efectúa exactamente el concepto romántico de la obra como igualdad de un proceso consciente y de un proceso inconsciente. Por ese motivo, el cine es el arte "inmediatamente" romántico. Aplica con espontaneidad el principio de este doble recurso que dota a todo signo del esplendor de su insignificancia y de la infinitud de sus implicaciones. Testimonio de esto es la Emma Bovary urbana que filman, en 1928, a la manera del cine-verdad, los jóvenes cineastas de Menschen am Sonntag (Hombres en domingo). ¿Qué piensa esa joven vendedora, que fue a pasar un día de campo para acompañar a su amiga y mostrar orgullosa su novísimo fonógrafo portátil, qué piensa exactamente de un presumido que, como Rodolphe, la arrastra aparte bajo los grandes árboles del bosque? ¿Qué piensa la amiga al romper (¿por casualidad?) ese disco que vimos girar bajo el sol, a ras de los rostros, sin oír nada, por supuesto, dado que el filme es mudo? ¿Qué piensan ellas de esos hombres, a la que una se entregó y la otra rechazó, intercambiando una mirada cómplice en el barco de regreso? ¿Pero qué piensa una imagen? ¿Y la historia en todo eso? ¿Qué relación exacta hay entre la gris rutina o las pequeñas alegrías dominicales de las empleadas de la gran ciudad y la vocación del cine por obrar como historia, en la forma llamada "documental"? La siguiente: la edad en que el cine toma conciencia de sus poderes es también el tiempo en que una ciencia nueva de la historia se afirma frente a la historia-crónica, a la historia "de los acontecimientos" que constituía la historia de los grandes personajes con la ayuda de los "documentos" de sus secretarios, archivistas y embajadores, en resumen, con los documentos de los funcionarios de esos grandes personajes. A esa historia, hecha con los rastros mismos que los hombres de memoria habían optado por dejar, opusieron una historia hecha con los rastros que nadie había elegido como tales, con los testimonios mudos de la vida ordinaria. Habían opuesto al documento, al texto de papel intencionalmente redactado para oficializar una memoria, el monumento, entendido en el primer sentido del término: lo que guarda memoria por su misma existencia, lo que habla directamente, por el hecho de que no estaba destinado a hablar -la disposición de un territorio que da testimonio de la actividad pasada de los hombres mejor que toda
crónica de sus empresas; un objeto doméstico, una tela, una vasija de barro, una estela, el decorado pintado de un cofre o bien un contrato entre dos personajes de los cuales no sabemos nada, que revelan un modo de ser de lo cotidiano, una práctica del trabajo o del comercio, un sentido del amor o de la muerte que se ha inscrito allí, por sí mismo, sin que nadie haya pensado en los historiadores del futuro-. El monumento es lo que habla sin palabras, lo que nos instruye sin intención de instruirnos, lo que conlleva memoria por el hecho mismo de no haberse preocupado más que por su presente. Pero, por supuesto, la clara oposición entre monumento y documento se da solamente para ser abolida enseguida. El historiador debe hacer hablar a los "testigos mudos", debe declarar el sentido en la lengua de las palabras. Pero también relee esos testimonios que han sido escritos en la lengua de las palabras y con los instrumentos de la retórica, hace valer, debajo de lo que dicen, contra lo que dicen intencionalmente, lo que dicen sin pensar, lo que dicen como monumentos. Así, Jules Michelet leía, en los procesos verbales de las Fiestas de la Federación de julio de 1790, los "monumentos de la fraternidad naciente". Pero, para leerlos así y darnos a leer esos "monumentos" de un pensamiento común, le era preciso borrar la retórica de los escritores pueblerinos y, en su lugar, hacer hablar a eso que ellos expresaban: el espíritu mismo del lugar, la potencia de la naturaleza durante la cosecha, la potencia de las edades y de las generaciones reunidas, desde el anciano venerable hasta el recién nacido, en torno al nacimiento de la nación. La historia nueva, la historia "del tiempo de la historia", no asegura su discurso sino al precio de la transformación incesante del monumento en documento y del documento en monumento. Es decir, que sólo lo asegura por la poética romántica que opera la constante conversión de lo significante en insignificante y de lo insignificante en significante. Pero entonces, si el cine en general depende de la poética romántica de la doble significancia, se comprende que el cine "documental" se inscriba allí de un modo bien específico. Su vocación misma de mostrar lo "real" en su significación autónoma le brinda, incluso más que al cine de ficción, la posibilidad de jugar con todas las combinaciones de lo intencional y de lo no intencional, con todas las transformaciones del documento en monumento y del monumento en documento. Para captar ese juego y su alcance, transportémonos entonces de esa tarde de sol sobre el Wannsee a un anochecer al borde del canal de la Mancha, algunos años más tarde. El sol se está ocultando, entre jirones de nubes y reflejos sobre la playa. De espaldas, a contraluz, la cámara nos muestra dos hombres sentados en un banco mirando el crepúsculo y el movimiento sin fin de las olas. Están allí como embargados por la inmovilidad frente a ese movimiento perpetuamente semejante y esa luz siempre cambiante, como Bouvard, en la playa de Hachettes, que se olvida de Pécuchet y de la finalidad de su excursión de geólogos para mirar simplemente el movimiento infinito de las olas que es, tal vez, todo lo que se puede saber de "la naturaleza" y de sus secretos. La cámara, sin embargo, se desplazó. Sobre el mismo fondo marino, nos presenta otra silueta a contraluz. Pero el casco que la corona nos hace comprender que esos dos fláneurs son dos guardacostas ingleses que observan, no el infinito del mar, sino la llegada siempre posible del enemigo alemán. El filme se llama Listen to Britain y está destinado en particular a los canadienses. Y su objetivo es mostrar, del otro lado del Atlántico, cómo el pueblo inglés en su totalidad enfrenta no sólo a los alemanes, sino su tarea histórica por cuenta de la humanidad. Sin embargo su autor, Humphrey Jennings, concibió de manera singular su obra propagandista del país que resiste las bombas del enemigo. Su filme no nos muestra ni bombardeos ni destrucción. Apenas, unos aviones pájaro perturban el paisaje de una campiña fértil que parece salir de un filme de Dovjenko. En cuanto a los soldados, no los vemos más que en sus momentos de descanso: cantando en un compartimiento de tren, con acompañamiento de guitarra y acordeón, una canción melancólica que habla de una casa en el país de los gamos y de los antílopes; bailando en un salón; escuchando en una sala un concierto de Mozart que Myra Hess toca para ellos; marchando en un desfile popular al estilo de nuestro 14 de julio, en el que hacen, de alguna manera, de civiles que actúan como soldados, actuación sólo posible en tiempos de paz. El filme va así de escena en escena o de imagen furtiva en imagen furtiva, nos detiene en un breve instante de una noche, frente a una ventana detrás de la cual un hombre sostiene una lámpara y corre una cortina, frente a unos niños que están en un patio de escuela y hacen una ronda que no evoca ningún "cuco", o frente a esos dos espectadores del crepúsculo cuya función militar apenas tenemos tiempo de descubrir, porque el clamor de las olas ha sido reemplazado por una música alegre que anticipa la secuencia del baile. ¿Qué hace entonces este filme militante para dar testimonio de la misión histórica de un pueblo que resiste? Nos presenta lo extraordinario de su guerra corno exactamente semejante a lo ordinario de su existencia pacífica. El equivalente en imágenes, si se quiere, de la oración fúnebre de Pericles, el eterno discurso de Atenas, la civilizada, frente a Esparta, la guerrera: "Nuestra manera de prepararnos para la guerra es nuestra existencia sin obligaciones". Pero lo que nos interesa aquí, más que el mensaje, es el modo en que está construido, cómo esta construcción pone
en práctica el principio romántico de la mezcla de géneros. Para dar testimonio de un enfrentamiento con la historia, el realizador encadena, como en una yuxtaposición de imágenes submotivadas, momentos de reposo o de sueño. Pero esos momentos -un rostro y una luz entrevistos detrás de una ventana, dos hombres que conversan en el crepúsculo, una canción en un tren, un remolino de bailarines- tienen una naturaleza "documental" muy particular. Son, de hecho, esos momentos asignificantes que acentúan los filmes de ficción. Una ficción cinematográfica es un encadenamiento de secuencias finalizadas -según el modo aristotélico del agenciamiento de las acciones- y de secuencias no finalizadas que son como estasis de la acción, momentos de reposo o de sueño. Sólo que, por supuesto, esos momentos "asignificantes" tienen una función bien precisa: lo que se deja allí aprehender, en el suspenso de la ficción, es sencillamente "la vida", de la cual los personajes de la acción finalizada reciben al mismo tiempo el beneficio. La extrañeza del "documental histórico" de Jennings radica en que está hecho de una yuxtaposición de esos estasis de la ficción, en que es una certificación de la realidad construida con lo real de la ficción, el que ella certifica y que la certifica a su vez. La fórmula según la cual "la realidad supera a la ficción" cobra todo su sentido. Sólo la ficción, por la necesidad de sus encadenamientos, es apta para subrayar ese suspenso de las razones que impone la realidad. El documental no alcanzará su evidencia humana sino imitándola incluso más allá de su lógica. Es el juego ficcional de lo significante y de lo asignificante, su aplicación cinematográfica en el juego de la doble mirada, lo que constituye la potencia documental de la imagen. El cine habla de la historia haciendo el inventario de sus medios para hacer una historia, en el doble juego de las razones y de su suspenso. El puro enigma de una sonrisa en el rostro de una joven vendedora berlinesa puede transformarse así en la atención de los guardacostas ingleses, la misma atención de los militares de franco y de los civiles voluntarios, la manifestación colectiva de la participación en ese destino común que comienza en el poder que tienen todos para interesar al mismo tiempo al ojo de un artista y al de una máquina. La vida ordinaria que es la materia del arte absolutizado, el sujeto indiferente que maneja pasivamente el registro de la máquina de luz y ese agente histórico cualquiera que hace activamente la historia común están aquí identificados. ¿Qué le impide entonces a ese sujeto cualquiera pasar detrás de la cámara para hacer la historia con ella? Detrás de una ventana de un edificio de Bucarest, parecido a los demás, una mano puso en marcha el objetivo que toma a lo lejos un desfile de manifestantes en marcha hacia el palacio presidencial ( Videogramme einer Revolution [Videogramas de una revolución]). Porque, desde hace algunos años, el poder rumano ha estimulado la difusión de esos aparatos que deben permitir a sus compatriotas ocuparse tranquilamente de perpetuar sus pequeñas alegrías privadas. Sólo que esa cámara ha cambiado de destinación y sus imágenes vienen a recortar imágenes tomadas detrás de otras ventanas, a converger en ese punto central donde las imágenes de la televisión oficial nos muestran al Conducator arengando a su público habitual interrumpido por el espectáculo y los ruidos disonantes que vienen desde el fondo de la plaza. En Bucarest, en ese mes de diciembre de 1989, nos dicen Harun Farocki y Andrej Ujica, ha pasado algo inédito: el cine no registra sencillamente el acontecimiento histórico sino que crea ese acontecimiento. Agreguemos que, si lo crea, es tal vez en virtud de su propio poder para volver histórica cualquier aparición detrás de una ventana.
El umbral de lo visible ¿Pero no es eso seguir demasiado cómodamente las ilusiones del cine-verdad y la imagen de la historia tal como los vencedores la proponen? El mismo Harun Farocki, quien nos muestra el poder histórico de los cineastas amateurs de Bucarest, nos recuerda, en sus otros filmes, que el ojo sincero de la cámara no ve, a pesar de todo, más que lo que se le ordena ver. Si los Aliados no notaron los campos de concentración, que eran bien "visibles", sin embargo, en las fotografías aéreas donde buscaban localizar las instalaciones industriales a bombardear, es también porque la ventana de lo visible cinematográfico es ella misma, originariamente, un marco que excluye. O es, más bien, el umbral de lo que es y de lo que no es interesante de ver ( Les ouvriers quittent l'usine ). En suma, el primer filme, La sortie des usines Lumiére, habría fijado en cuarenta y cinco segundos el destino del cine, el umbral de lo que debía ver o no ver. El cine siguió realizando sin cesar el mismo guión. Esperó a sus personajes, como el enamorado de Marilyn Monroe en Clash by Night (Tempestad de pasiones), a la salida de la fábrica. Jamás se interesó por lo que se decía adentro. Penetró allí exclusivamente para filmar falsos obreros, gánsters que llegaban para robar el dinero de los sueldos. Es en esa partición inicial de lo visible y de lo invisible, de lo oído y de lo no
oído, donde se destacan esas secuencias de historia en el límite de dos espacios y de dos sentidos que son, por ejemplo, las escenas de la huelga de los estibadores de Hamburgo filmadas por Pudovkin. Se ve allí el rostro impasible de ese huelguista mirando al rompehuelgas que se desploma bajo su carga y cuyo lugar esperan otros rompehuelgas detrás de la reja: rostros demacrados y febriles pegados a los barrotes, donde ya se puede (¿donde se hubiera podido?) reconocer, nos dice Farocki, la figura de los encerrados de esos campos que los militares aliados
siguen sin distinguir todavía en 1944. El poder revelador de la imagen, ¿registra, entonces, alguna vez, algo más que la partición ya dada de lo visible y de lo invisible, de lo audible y de lo inaudible, del ser y del no ser? En 1829, en los albores de los tiempos socialistas, Pierre-Simon Ballanche había reescrito, a la luz del presente, el antiguo relato de la secesión de los plebeyos en el Aventino. Había hecho de ese relato un conflicto acerca de la visibilidad de los plebeyos como seres hablantes. Desarmado frente a esos plebeyos que se obstinaban, contra toda evidencia perceptiva, en adjudicarse la palabra que no poseían, el patricio les asestaba el último argumento: "La desgracia de ustedes es la de no ser y esa desgracia es ineluctable". Después de un siglo y medio de combates destinados a probar esa existencia negada, ¿cómo no sorprenderse por las expresiones que el marxista Franco Fortini lee de su propio libro, en la tenaza soleada donde otros dos marxistas, Jean-Marie Straub y Daniéle Huillet, han instalado su cámara? "En el fondo, hay una sola novedad, dura y feroz: usted no está donde sucede aquello que decide su destino. Usted no tiene destino. Usted no tiene y no es. A cambio de la realidad se le ha otorgado una apariencia perfecta, una vida bien imitada." ¿Cómo comprender esas frases terribles que no sólo se dirigen a las víctimas de las masacres nazis, sino a todos los que han sufrido, como aquellas, una vida decidida por otros, desprovista de toda capacidad propia para hacer historia (Fortini/Canini)? En 1992, Iossif Pasternak viajó a Efremov, ciudad que para Chéjov, Turgueniev o Tolstoi simbolizaba la somnolencia indefinida de la Rusia profunda (Le Fantóme Efremov). Al salir de la estación encontró el mismo barro que había encontrado, en febrero de 1917, el joven Constantin Paustovski, enviado por su diario para hacer un reportaje. "¡Qué ciudad rara!, había dicho entonces el joven a su cochero: no hay nada para mirar", ganándose en devolución esta pregunta sin réplica: "¿Para qué diablos quiere usted que se la mire?". De esta respuesta-pregunta de ayer se hace eco hoy la respuesta-pregunta de los jóvenes periodistas locales, interrogados en el momento del derrumbe del comunismo: "¿Para qué explicar Efremov a personas que jamás han estado allí y que nunca irán?". ¿Y qué mostrar que no se parezca a ese trabajo y a esa somnolencia, a esa brutalidad y a esa cordialidad, a esa pereza y a esa fortaleza que los escritores de ayer describieron cien veces? En el número 10 de la calle Chéjov, un hombre abre y despacha el cerdo que mató. "¿Por qué remueven las palabras?", se pregunta, hablando de los de Moscú, "yo, yo jamás revuelvo nada". El estuvo en Hungría, en 1956, en un tanque. "No lo olvidaré nunca", dice. ¿Pero qué es lo que no olvidará? ¿El hecho de haber ido a arriesgar su vida a un país hostil o la opresión que fue a ejercer allí? ¿O bien, simplemente, la equivalencia de las dos cosas, el hecho de que él, como los húngaros, no tuviera el dominio de su destino? La vieja canción de que es siempre en un lugar lejano donde se decide el destino de los de aquí, allí donde nadie se asume culpable. ¿Pero acaso él mismo no tiene la réplica que le devuelve la responsabilidad de su suerte: "¿Quién de nosotros vive sin pecado?". ¿Un país sin historia, hombres sin destino, desiguales a su destino? ¿Es eso lo que muestra, a pesar de todo, la sonrisa del viejo paisano que entró al kolkhoze el primer día, cumplió diez años de campo cortando troncos de árboles y sólo dice: "Aquí vivo, eso es todo"? En este punto nos es necesario comprender precisamente que la vida, al mismo tiempo, es y no es todo. ¿No deberíamos entonces complicar la fórmula de Fortini y el marxismo de los Straub? Lo que nos entregan esos rostros marcados por el frío, el trabajo o el sufrimiento, esas palabras que, entre los recuerdos del pasado y la irrisión del presente, vuelven siempre a centrarse en la simple afirmación de la vida, no es sencillamente "una vida bien imitada". Es más bien la exacta equivalen cia entre historia y ausencia de historia. En cuanto a aquellos que conocieron el kolkhoze y las fábricas químicas de Efremov, los campos en Siberia o las intervenciones en los países hermanos, ¿cómo afirmar, al verlos y escucharlos, que sufrieron a ciegas o como tontos su destino? Y un día habrá que terminar con la vieja cantinela que asegura que los "vencidos" de la historia lo son porque no comprenden, razonan mal o no saben hablar. Porque están demasiado lejos, demasiado encerrados en su cueva y en su trabajo como para comprender las razones del progreso o de la opresión. Escuchemos, por ejemplo, a los mineros sardos filmados por Daniele Segre (Dinamite). En las categorías oficiales figuran como los representantes de una clase obrera arcaica y de aislamiento insular. Sin embargo, ¿cómo no sorprenderse ante el dominio de su lengua y la implacable lucidez con que analizan la situación, sostienen la argumentación de su combate y destruyen los sofismas oficiales, cuando a la vez retroceden frente a la capacidad misma que manifiestan y se condenan a sufrir esa falsa necesidad cuyo mecanismo saben desmontar? En Efremov también, como en todas partes, uno analiza su destino, su justicia y su injusticia, la parte que tomó y la que no. Les gusta construir frases, saben responder a las preguntas del entrevistador, desbaratarlas y devolvérselas. Participan de la misma potencia del lenguaje que separa a la vida de sí misma, supera su "todo" y la consagra a cumplir el anuncio o la promesa de algunas palabras. Creen y no creen en las palabras de la promesa, no de un modo sucesivo sino simultáneo. Y si prestan el cuerpo a la verificación de las palabras amargas de Chéjov o de Turgueniev es porque las conocen y quieren mostrar que las conocen. De manera que no se sabe más si Chéjov, Turgueniev o Gontcharov
tuvieron razón en cuanto a la eternidad de una vida rusa, consagrada a ser siempre parecida a sí misma, siempre parecida a una "vida bien imitada", o si el movimiento mismo de esa vida, su manera de ser igual al actuar y al padecer de la historia, es una forma de imitar a sus escritores y de asemejarse a las palabras de los maestros de la lengua. El sufrimiento de esas vidas, entonces, no es la vanidad de las palabras que, como nadie ignora, iguala su esplendor. Su sufrimiento es el de ver cómo se desconoce el pacto que impone hablar. Frente al entrevistador que quiere escuchar la evocación que los ancianos y las ancianas hacen de los tiempos soviéticos, la vieja campesina repite obstinadamente lo que nadie le pide que diga, lo que no deja de decir sin tener nunca una respuesta, lo que ella solamente quiere: un rincón con una ventana. "¿Por qué no responde usted? ¿Por qué hace preguntas todo el tiempo y no responde nunca nada?" El ojo del campesino ve justo, se decía en los tiempos maoístas. Lo que ve el ojo de la campesina de Efremov es esta extraña democracia del ojo y del oído mecánicos que van por todos lados, tratan bajo la misma luz a los grandes y a los pequeños, dan rostro, voz y habla a los anónimos, pero sin responder jamás a sus preguntas. Es el pacto de opresión entre quienes siempre interrogan y aquellos que jamás responden, jamás consideran en su igualdad a los seres hablantes a los cuales los primeros "dan" la palabra. Es aquí donde retoma sus derechos el marxismo de las palabras de Fortini y de la cámara de los Straub. Con la condición de separarlo de ese sociologismo cientificista que cree que la vida sufre por ignorancia y que la postergación comporta de manera natural esa ignorancia con ella. Saber entonces "que el conflicto de clases es el último de los conflictos visibles porque es el primero en importancia" (Fortini) no es medir la ignorancia y el saber, sino el ser y el no ser. Es interrogar a lo visible sobre su partición. La palabra dada por la cámara a las campesinas de Efremov, en el momento mismo en que manifiesta su dignidad histórica, las remite a su no ser. Inscribe la palabra de las campesinas en la semejanza a sí de un paisaje de llanura, de nieve y de isbas. La igualdad romántica de lo significante y de lo insignificante, de lo mudo y de lo hablante, es la de este incesante intercambio sin resultado que da voz a los pliegues del rostro o a los plegamientos del suelo para volver sordas las voces y mudas las palabras. La máquina de hacer ver y hacer escuchar retoma inmediatamente para sí el brillo que le da a toda vida. Obrar como historia compete entonces a un arte consciente de su distancia radical con aquello que lo imita: la máquina del mundo que vuelve todo igualmente significante e insignificante, interesante y no interesante, esta máquina de la información y de la comunicación realiza, en suma, la antigua equivalencia sofística del ser y del no ser. ¿Dónde se alojaría el no ser, dado que todo es visible? A lo cual se debe responder que es precisamente esta visibilidad indiferente la que remite a casi toda la humanidad al no ser o a la ausencia de historia: "Todo esto nos quiere persuadir de una sola cosa: no hay ninguna perspectiva, ninguna escala de prioridades. Debes participar ahora en esta pasión ficticia como ya lo has hecho con otras pasiones aparentes. No debes tener tiempo de tomar aliento. Debes prepararte a olvidar todo y rápido. Debes disponerte a no ser ni querer nada" (Fortini). Combatir la anestesia nihilista fijada por el doble juego de la imagen parlante y de la palabra dada obliga entonces a suspender este doble poder de la imagen que habla por su sentido y por su insignificancia. Obliga a apartarse de la evidencia de esos cuerpos que hacen relucir al mismo tiempo sus sufrimientos y sus palabras, a separar las palabras de lo que ellas hacen ver, las imágenes de lo que ellas dicen. Sobre el argumento de Franco Fortini (el entusiasmo de la intelligentsia italiana de 1967 por la causa israelí vive del ocultamiento del pasado fascista, del ocultamiento de la complicidad fascista con la empresa de exterminio y de las víctimas enterradas en suelo italiano), la cámara de JeanMarie Straub y de Daniéle Huillet no pone ninguna imagen documental de la Guerra de los Seis Días, ninguna imagen de archivo de las masacres de Marzabotto y de Vinca en el otoño de 1944. Frente a las palabras del escritor, ningún cuerpo torturado sino, al contrario, su ausencia, su invisibilidad. Desde la terraza donde Fortini relee su texto, extraído una vez más del silencio de las páginas escritas, la cámara se va muy lejos a explorar los lugares de las masacres, colinas mudas, aplastadas por el sol, y pueblos desiertos donde sólo las palabras de las placas conmemorativas recuerdan, dicen, sin mostrarla, la sangre que manchó en otro tiempo esas tierras indiferentes. Al todo-parlante de la poética romántica y al todo-visible de la máquina de información-mundo, es necesario oponer la soledad de la palabra, su sola resonancia afrontando el mutismo de la tierra que no dice ni muestra nada, Gilíes Deleuze: "Es preciso sostener a la vez que la palabra crea el acontecimiento, lo hace surgir, y que el acontecimiento silencioso es recubierto por la tierra. El acontecimiento es siempre la resistencia entre lo que el acto de palabra arranca y lo que la tierra traga. Es un ciclo del cielo y de la tierra, de la luz exterior y del fuego subterráneo, y más aún de lo sonoro y de lo visual, que no vuelve jamás a formar un todo sino que constituye cada vez la disyunción de las dos imágenes, al mismo tiempo que el nuevo tipo de su relación, una relación de una inconmensurabilidad muy precisa, no una ausencia de relación" ( L'Image-temps). Se podría interrogar sin lugar a dudas a los cineastas y provocar a su intérprete sobre la exacta medida de esta
"relación muy precisa". Más que esta pantalla-cerebro o tabla de información conceptualizada por Deleuze, se nos hace ver un juego entre la búsqueda de la relación y su anticipación. En suma, algo que recuerda ese eco, ese Anklang" musical que caracteriza para Hegel al arte simbólico, es decir, el principio del arte donde la significación busca todavía su forma sensible y ese fin en que sabe que ninguna forma sensible le corresponderá, que todas están igualmente a disposición y no son esenciales. Nos acordamos de esto; es la pura resonancia de la música la que sigue, para Hegel, a la capacidad pictórica de mostrar todo. Y el destino del cine, como el de su relación con el destino histórico común, se podría mantener entre dos ideas de la música: la sinfonía bien orquestada de las imágenes que para Canudo, Epstein o Vertov debía sustituir al viejo lenguaje de las palabras, y la apelación distante de las palabras a las imágenes que caracteriza sus formas actualmente más agudas. Si la gran utopía del cine, en los años del octubre ruso y de los modernismos europeos, había sido la de reemplazar las historias y los personajes del viejo mundo por la captación verídica del hombre nuevo a través del ojo sin trampas de la cámara, si la banalidad del cine sonoro había matado ese sueño, la tercera etapa, tanto de su voluntad de arte como de su sentido de historia, ¿no sería la de invertir la relación inicial, la de hacer de las imágenes el medio propio para hacer escuchar palabras, para arrancarlas a la vez del silencio de los textos y del señuelo de los cuerpos que pretenden encarnarlas? Si hay un visible oculto bajo lo invisible, no lo revelará el arco voltaico ni lo sustraerá al no ser, lo hará la puesta en escena de las palabras, el momento de diálogo entre la voz que las hace resonar y el silencio de las imágenes que muestran la ausencia de lo que las palabras dicen.
Frente a la desaparición Así volvemos a nuestra preocupación inicial: ¿qué puede la historia, qué puede la imagen cinematográfica, qué pueden ellas juntas frente a la voluntad de que no haya sido lo que fue? El punto extremo de esta voluntad, se sabe, en alemán se denomina Vernichtung: reducción a nada, es decir, aniquilación, pero también aniquilación de esa aniquilación, desaparición de sus rastros, desaparición de su nombre mismo. Lo que especifica el exterminio nazi de los judíos de Europa es la planificación rigurosa del exterminio y de su invisibilidad. La historia y el arte deben en conjunto responder al desafío de esa nada: presentar el proceso de la producción de la desaparición con respecto incluso a su desaparición. Y se sabe que el negacionismo tiene dos recursos, uno de los cuales es el de no ver lo que, de hecho, no es más visible; el otro, el de desplegar el contexto del acontecimiento hasta el punto en que la especificidad de esa desaparición haya desaparecido. Está el negacionismo vergonzoso que dice que eso simplemente no tuvo lugar. Está el negacionismo "honesto" que se adjudica la vocación científica, que es la de no sólo constatar sino también explicar. ¿Cuáles eran las razones, se pregunta, que tenían los nazis para exterminar a los judíos? Hay todo tipo de respuestas: la primera es que no tenían objetivos al respecto, de donde se deduce tácitamente que un acontecimiento sin razón de ser no tiene tal vez ser; la segunda, que ellos habían perdido la razón porque estaban fanatizados, lo cual, se deja entender, les sucede a las masas fácilmente, sobre todo cuando tienen hambre y están humilladas, porque las masas son primarias y adoran a los jefes, y porque la condición de los seres humanos en
general es la de haber sido arrojados demasiado temprano al mundo, en un estado de dependencia y de miedo que los deja librados a cualquier fantasma mortífero, por ejemplo, al de un artista frustrado cuya madre habría sido mal atendida por un médico judío; la tercera es que la Alemania de esos años afrontaba una verdadera amenaza, la del comunismo, cuyos representantes en gran parte eran judíos; de allí la construcción del enemigo "judeobolchevique", en la cual el adversario real era el bolchevique, y el judío aniquilado era simplemente el sustituto que se tenía a mano. De donde se deduce, en suma, que la víctima pagó en lugar de otro sólo por mala suerte. De donde también se puede deducir que el precio pagado fue ciertamente pesado pero que, de todas formas, el verdadero culpable es la revolución soviética, que obligó a los nazis a esos horrores porque ella misma no era sino horror contagioso. Mostrar el exterminio, como Claude Lanzmann lo hace en Shoah, implica entonces que se conjuguen una tesis sobre la historia con una tesis sobre el arte. La tesis sobre la historia tomada de Raoul Hilberg es simple: la historia de la destrucción de los judíos de Europa es una historia autónoma, que depende de su propia lógica y no necesita ser explicada por ningún contexto: "Los misioneros de la cristiandad habían dicho en efecto: 'Ustedes no tienen derecho a vivir entre nosotros en tanto judíos'. Los jefes laicos que siguieron habían proclamado: 'Ustedes no tienen derecho a vivir entre nosotros'. Los nazis alemanes finalmente decretaron: 'Ustedes no tienen derecho a vivir". De ello se deduce la vanidad de esas sempiternas imágenes de archivo que nos muestran desocupados hambrientos peleando por una ración de sopa alrededor de una olla popular, campos incendiados convertidos en autos de fe o desfiles de cabezas rubias fanatizadas. Entre esas imágenes y el hecho de la aniquilación no habrá jamás otra intriga a construir que la de una historia de los tiempos pasados, una historia del tiempo en que el capitalismo temía al comunismo y no dominaba sus crisis, también del tiempo en que los jóvenes creían en ideales hasta el punto de sacrificar sus vidas por
ellos y, más aún, las de los otros. Una historia de preguerra. De ello se extrae a veces con una facilidad excesiva la idea de que el exterminio es "irrepresentable" o "no figurable", nociones en las cuales vienen a mezclarse cómodamente razones heteróclitas: la incapacidad conjunta de los documentos verdaderos y de las imitaciones de la ficción para dar cuenta del horror vivido; la indecencia ética de la representación del horror; la dignidad moderna del arte que está más allá de la representación y la indignidad de la ocupación artística después de Auschwitz. No obstante, algunos escritores-testigos ya han sabido encontrar las palabras a la medida del horror. Y, ciertamente, toda imagen mimética estará de este lado de lo que las palabras conllevan. Pero la estética sabe desde hace mucho tiempo que la imagen, contrariamente a lo que cree y hace creer la máquina de información, mostrará siempre peor que las palabras toda grandeza que colme la medida: horror, gloria, sublimidad, éxtasis. Además, no se trata de dar imagen al horror, sino de mostrar lo que justamente no tiene imagen "natural", la inhumanidad, el proceso de una negación de humanidad. Es allí donde las imágenes pueden "ayudar" a las palabras, hacer oír, en el presente, el sentido presente e intemporal de lo que dicen, construir la visibilidad del espacio en que ese sentido es audible. Es preciso entonces dar vuelta la demasiado célebre frase de Adorno, que decreta imposible el arte después de Auschwitz. Lo inverso es lo que resulta verdadero: después de Auschwitz, para mostrar Auschwitz, sólo el arte es posible, porque es siempre el presente de una ausencia, porque su trabajo mismo es el de dar a ver un invisible, gracias a la potencia ordenada de las palabras y de las imágenes, juntas o no, porque sólo el arte es así capaz de volver sensible lo inhumano. Ya Alain Resnais confrontaba las fotografías de los sobrevivientes y de los cadáveres, tomadas en la apertura de los campos, con el mutismo de los lugares y la indiferencia de la naturaleza circundante. Claude Lanzmann radicaliza esa relación al excluir todo archivo y confrontar los testimonios minuciosos sobre los detalles de la aniquilación -que sólo se puede relatar pero que también hay que relatar con esos detalles sobre los cuales pesa la voluntad de olvido- con paisajes que han borrado todos sus rastros, es decir, con la simple inhu manidad
de la tierra y de las piedras. Y dado que se trata ante todo de arte, el problema no es rechazar toda representación, sino saber qué modos de figuración son posibles y, entre ellos, qué lugar puede ocupar la mimesis directa. Por eso Claude Lanzmann, que no representó ningún espectáculo de horror, logró que los testigos rehicieran ciertos gestos que marcan precisamente el devenir inhumano de lo humano: le pidió al peluquero que imitara el último corte; a quien era por entonces un adolescente "judío de trabajo", que cantara, en un bote similar al del pasado, la canción nostálgica que gustaba a los verdugos; al conductor, que condujera una locomotora similar a la que llevaba a los contingentes de hombres y de mujeres destinados a las cámaras de gas. Y el antiguo SS, guardián del campo, encontró por sí mismo el canto de trabajo que se les hacía cantar a los condenados de Treblinka. Se trata precisamente de reproducir esos gestos o esas canciones como tales, dichos por hombres que son los mismos, pero ya no justamente aquellos que eran. Se trata de arrancarlos de todo simulacro de cuerpo, de lugar y de tiempo "propios", que los amortajaría, para ubicarlos en la intemporalidad de su presente. Se trata de reservar al rigor del arte la potencia de la representación, que es la del muthos propio, para inscribir la aniquilación en nuestro presente. Arnaud de Fallieres nació bastante tiempo después de la redada de Vel d'Hiv y del campo de Drancy que conoció en su forma "actual": esa "Cité de la Muette" que luego de la guerra volvió a su función inicial de sitio de viviendas baratas. Frente a la cámara de Drancy Avenir (nombre tanto de una estación de tranvía como de otra idea del tiempo, que va del porvenir hacia el pasado), ningún sobreviviente viene a atestiguar. Los testimonios de la redada, del campo de Drancy y de los campos de destino son en el filme lo que son para nosotros: textos. Por eso se plantea de un modo más determinante todavía la cuestión de su puesta en ficción. Entendamos por ello el dispositivo de su agenciamiento, de la voz que los pronuncia, del cuerpo de esa voz, de las imágenes que corresponden a estos textos. La ficción de Drancy Avenir se construye de manera ejemplar como la construcción misma del vínculo entre una idea de la historia y una potencia del arte. Y supone también el encadenamiento de tres niveles de ficción. En el primero se sitúa la ficción "realista" de una clase de historia, durante la cual un historiador hace leer a sus estudiantes los testimonios de los deportados e inscribe la palabra leída en el combate benjaminiano entre dos historias: la historia acumulativa de los vencedores que en un mismo movimiento prosigue sus "triunfos" y arroja el recuerdo de esos triunfos en el pasado; y la potencia mesiánica capaz de hacer brillar en el instante presente la imagen auténtica del pasado para atizar, en el corazón mismo de esos acontecimientos, la llama de una esperanza. En esa ficción "realista" del profesor, único momento en que a la voz que recita se le da un cuerpo, se encadena la cuasificción de la estudiante en búsqueda de memoria. Cuasificción, puesto que la estudiante sólo presta su voz (en off) a la palabra de los textos, y su cuerpo de paseante al movimiento que guía las palabras de la inhumanidad vivida hacia imágenes de humanidad susceptibles de inscribir su rastro. Así, el relato de la "niña de Vel d'Hiv" se ve acompañado por la investigadora en los lugares de arresto, conduce hacia las imágenes sencillas de un apartamento vaciado de signos de
vida, a los acentos de una romántica canción de cuna alemana que manda a los niños a dormir en paz, relato refrendado en el presente por la mirada implacable de una niña en la terraza de un café. El relato de la organización del campo es acompañado por largas panorámicas de los muros de la ciudad y planos de empleados delante de sus computadoras; el llamado nocturno a los niños, por planos picados de niños de la ciudad que juegan en una nieve parecida a la del Censo de Belén de Brueghel. Las imágenes dan a las palabras el espacio analógico donde se impone su presencia, confieren a la inhumanidad del extermino su único equivalente aceptable, la inhumanidad de la belleza. La cuasificción de la estudiante se inscribe a su vez en una ficción de la obra de memoria que se despliega entre tres obras. La primera, la ficción de la víctima, es representada por un fragmento salvado de The Merchant of Ventee de Orson Welles: único cuerpo dado por el filme a los judíos, pero también, quizás, eco de esa historia del cine y del siglo evocada por Godard: la historia de "todos los filmes que habría habido", todos los filmes a los cuales -como a los detenidos de Drancy- se les ha negado la oportunidad de vivir. La segunda, la ficción de la deshumanización, es tomada de la novela de Conrad El corazón de las tinieblas y sigue el camino de ese barco que remonta el río hasta el punto en que la civilización conquistadora y el salvajismo que venía a instruir se vuelven indiscernibles. La tercera, la ficción de la constancia, es encarnada por una aria de Mozart, Come scoglio (Como una roca) de Cosi fan tutte, que repite en Berlín el personaje absolutamente ficcional de una hija de deportados, poseída por una fidelidad indestructible, más allá de toda desgracia y de toda rememoración, al deber del canto y a la pasión del canto alemán. La constancia de Fiordiligi, se sabe, no se sostendrá hasta la noche. Pero la constancia del canto, por su parte, se sostendrá. Y la obra afirma, frente al silencio, la banalización, o la tentación de lo indecible, su poder único de memoria. La constancia del arte vendría entonces a oponerse a esa máxima de filósofo que asegura que vale más callar lo que no se puede decir. Máxima cuya virtud se pretendía crítica pero que, en la actualidad, está demasiado en consonancia con la máxima de los gobiernos "realistas", que identifican la fórmula de su conservación con la dura ley de un real sometido a la necesidad de lo único posible, y con el nihilismo intelectual del fin de la historia o de las ideologías. Lo real de nuestro siglo, en su dureza más radical, sólo puede ser atestiguado por la ficción. Con la condición, claro está, de separar de la ficción la potencia de la exclusiva construcción de la historieta que pone en escena amores y angustias individuales sobre el fondo de grandes pasiones y de grandes catástrofes colectivas. A fines del siglo XIX, Mallarmé, contra la escena irrisoria que proponía simplemente su falsificación a los Señoras-y-Señores de la sala, había querido pensar la potencia nueva de una ficción que no estuviera más ligada a la creencia en la existencia de un personaje sino a la "potencia especial de ilusión" propia de cada arte. Hubo un tiempo, en los años veinte, en que la "potencia de ilusión" del cine, la conjunción del ojo que registra y del ojo que diseña, de la radiografía maquínica y del montaje sinfónico, fue concebida como la de un arte supremo, "que enterraba los trastos viejos del hombre psicológico y de la ficción representativa para estar a tono con el hombre nuevo, constructor y colectivo. Hoy, la capacidad del cine para hacer historia aparece más bien ligada a otra manera de hacer ficción: aquella que interroga la historia del siglo a través de la historia del cine y a esta misma a través de la cuestión de la historia que organizan los signos del arte. De este modo, Jean-Luc Godard, en Allemagne neuf zéro (Alemania nueve cero) o en Histoire(s) du cinema, interroga al siglo a través del diálogo entre la fábrica de sueños leninista y la fábrica de sueños hollywoodense; las imágenes de la Alemania socialista desheredada y de la Alemania capitalista a través de una frase de Rilke, el recuerdo de Goethe, la música de Bach o de Beethoven, pero también la música muda del fonógrafo de Menschen am Sonntag o de la muerte -de Sigfrido en los Die Nibelungen (Los Nibelungos) de Lang, la
estatua y los versos del Pushkin sovietizado o la imagen de Don Quijote dejando atrás, en su cabalgata "utópica", al Trabant descompuesto del "socialismo real". O bien se interroga, a la sombra de un ángel de Giotto, acerca de la relación que bien puede unir el "lugar al sol" de Elizabeth Taylor, cuando actúa en una versión cinematográfica de la American Tragedy de Dreiser, con lo que el realizador George Stevens pudo ver cuando se abrieron los campos nazis. Si no se puede dejar constancia de la historia sin la construcción de una ficción heterogénea es porque la historia misma está hecha de tiempos heterogéneos, de anacronismos. ∗
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Trabant es el nombre de una serie de automóviles y utilitarios que comenzó a ser desarrollada en la República Democrática Alemana a partir de la posguerra (n. del t.).