La vida cotidiana de los primeros cristianos Fer ernand nando o Rivas Rivas ernando
La vida cotidiana
de los primeros cristianos
Qué se sabe de... Colección dirigida y coordinada por: C ARLOS J. GIL A RBIOL RBIOL
La vida cotidiana
de los primeros cristianos Fernando Rivas Rebaque
Editorial Verbo Divino Avenida de Pamplona, 41 31200 Estella (Navarra), España Tfno: 948 55 65 11 Fax: 948 55 45 06 www.verbodivino.es
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Diseño de colección y cubierta: Francesc Sala Fotocomposición: NovaText, Mutilva Baja (Navarra) Fernando Rivas Rebaque © Editorial Verbo Divino, 2011 © De la presente edición: Verbo Divino, 2012 ISBN pdf: 978-84-9945-448-1 ISBN versión impresa: 978-84-9945-127-5
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Prólogo
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o deja de ser sintomático el auge que están teniendo en estos últimos años, tanto en el ámbito académico como en el popular, los estudios sobre el cristianismo primitivo (siglos I al V ). Este fenómeno responde sin duda al hecho de que una de las maneras que tenemos los seres humanos de exorcizar los tiempos de crisis y desconcierto es mediante la memoria de los orígenes. De esta manera se refuerza nuestra identidad personal y colectiva, y adquirimos valor para afrontar no solo el presente, sino también para sentirnos capaces de mirar con confianza el futuro. Este libro responde a esta inquietud, pero en un aspecto muy particular: lo que conocemos del cristianismo primitivo está centrado fundamentalmente en cuestiones doctrinales o personajes y acontecimientos considerados clave en la historia de la Iglesia. La intención de este libro es, sin olvidar estas dimensiones, ampliar nuestra mirada a un campo en gran medida todavía por descubrir: la vida cotidiana de los primeros cristianos, sus relaciones familiares, laborales y cívicas, las dificultades que tenían para conciliar el Evangelio con su realidad, qué era lo que les animaba a continuar en la comu-
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nidad cristiana a pesar de las dificultades y los desánimos..., y tantas otras cosas. De esta manera podemos ver a los primeros cristianos tan cercanos a nuestra experiencia que pueden convertirse en referencia nuestra. Sin embargo, no se trata de imitarlos como si no hubiesen pasado casi dos mil años desde entonces y las cosas no hubiesen cambiado, en muchos casos radicalmente, sino ver cómo su manera de responder al Evangelio y hacerlo vida puede servirnos a nosotros de testimonio y apoyo. Si las comunidades cristianas, en unas circunstancias tan duras y difíciles, se atrevieron a poner en marcha el pro yecto del Reino de Dios, ¿por qué hoy, en unas circunstancias hasta cierto punto similares, no pueden servirnos de estímulo para hacer un mundo más humano y habitable? Una observación previa: a lo largo del libro hay multitud de textos de este período. Esto se debe sobre todo a dos cuestiones: en primer lugar, porque creo que es una forma de acercarnos, aunque sea parcialmente, al pensamiento y la vida de los primeros cristianos; en segundo lugar, al hecho de que los documentos originales de este período están escritos en idiomas que no conocemos, en muchos casos sin traducción castellana o de difícil acceso, de aquí la intención de facilitar el acercamiento a ellos, su lectura y comprensión. Antes de empezar a leer el libro, y siguiendo el consejo de Julio Cortázar en su obra Rayuela, te propongo dos posibilidades de lectura. La primera es la habitual: comenzar por el inicio y seguir hasta el final. Además te brindo otra lectura diferente: empezar por el apartado segundo («¿Cuáles son los aspectos centrales del tema?»), continuar por el tercero y cuarto, y concluir con el primero (el que puede resultar más arduo).
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PRIMERA PARTE
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
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l estudio del cristianismo ha estado ligado hasta fechas muy recientes a la historia de la Iglesia. Esto ha supuesto no solo la confesionalidad de muchos de sus principales investigadores, sino el interés «eclesial» de sus resultados y una cierta focalización en unas determinadas temáticas. En concreto, la mayoría de los estudios sobre la historia de la Iglesia se han caracterizado por una serie de constantes que podemos resumir a grandes rasgos en los siguientes puntos: 1) Se han estudiado los hechos considerados como más explícitamente «religiosos» y, por lo tanto, alejados de lo profano, mientras que los aspectos económicos, sociales o políticos se valoran como poco dignos de entrar en contacto con la «pureza» de la fe. En el caso concreto de la Iglesia católica a este aspecto se le ha añadido el doctrinal (ortodoxia), de tal manera que se investiga prácticamente solo aquello que tiene que ver con la Iglesia como institución, olvidando o marginando tanto los aspectos menos explícitamente eclesiales como aquellas expresiones creyentes que se viven en otros espacios y, en esta misma dinámica, se tiene muy poco en cuenta las
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otras Iglesias o confesiones cristianas y, si se trata de grupos considerados como heterodoxos, lo habitual es la condena o el olvido. 2) La investigación se suele centrar, además, en las dimensiones más cercanas a los aspectos doctrinales y «teológicos», en detrimento del resto de las prácticas creyentes –liturgia, oración, conducta moral, relaciones intracomunitarias...– y los aspectos más sociales o contextuales del cristianismo (relaciones con la cultura, con las estructuras políticas y económicas, con el arte, etc.), por considerar que es en las dimensiones doctrinales donde se encuentra el núcleo configurador fundamental del cristianismo y la perspectiva desde la que se de be leer el resto de los aspectos. Habría que recordar en este sentido que igual que existe un docetismo cristológico (herejía del siglo I que negaba que Jesucristo tuviera un cuerpo real), podemos caer sin darnos cuenta en un «docetismo eclesiológico» al estar tan preocupados por los aspectos relacionados con lo teológico o las creencias que nos olvidemos o no tengamos suficientemente en cuenta las dimensiones más «carnales» o «humanas» de la Iglesia. 3) Los estudios se han focalizado sobre todo en los personajes más «ilustres» e influyentes (papas, obispos, teólogos, santos...), olvidando las personas que no tuvieron tanta incidencia, prestigio o reconocimiento, que de esta manera pasan a ser mero escenario y en muchos casos se convierten simplemente en «invisibles». En esta situación se encuentran la inmensa mayoría de los creyentes, especialmente si son mujeres, laicos o pertenecientes a lo que se denomina como estamento inferior, y no tuvieron un evidente protagonismo eclesial.
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4) De la misma manera se ha producido una visión que prioriza, cuando no contempla únicamente, los acontecimientos más llamativos y con una mayor repercusión «escénica» (concilios, cismas,
sucesiones episcopales, relaciones con los poderosos, grandes construcciones arquitectónicas...), sin tener prácticamente presente nada que tuviera que ver con las dimensiones más ordinarias y comunes (vida cotidiana) o aquello que se hizo sin llamar la atención, a pesar de la importancia y centralidad de muchas de estas cuestiones a la hora de configurar la vida creyente.
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Todo este cúmulo de circunstancias ha dado como resultado que los aspectos relacionados con la vida cotidiana de los primeros cristianos hayan sido muy poco estudiados por los historiadores de la Iglesia y, en el mejor de los casos, han quedado subsumidos en las otras dimensiones, especialmente cuando los documentos de que disponemos son escasos y no están preocupados por esta dimensión social, a la que se considera como conocida o común, siendo priorizados otros aspectos como las cuestiones «teológicas» –dogma, canon, tradición– o los liderazgos y rituales comunitarios (ministerios, sacramentos), a los que se da una especial preferencia. Para ser honestos, esta manera de hacer historia no se ha dado solo en la historia de la Iglesia, sino que está presente en los estudios de historia general hasta prácticamente inicios del siglo XX , aunque tuviera algunos antecedentes en épocas anteriores, y está además condicionada por las fuentes de que disponemos para conocer la Antigüedad (elaboradas casi exclusivamente por varones, pertenecientes al estamento superior, o cercanos a él, y desde una perspectiva urbana y elitista), así como los restos arqueológicos y artísticos que nos han llegado, en su mayor parte relacionados con los miem bros del estamento superior o las clases dominantes. Sin embargo a comienzos del siglo XX empiezan a aparecer una serie de estudiosos y escuelas –entre las que cabe destacar la escuela francesa de los Annales, cuyos inicios habría que colocar en el año 1929
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y su punto de mayor esplendor en los cuarenta y cincuenta– que ponen en cuestión las formas anteriores de hacer historia y a ofrecer un panorama más amplio en el campo de los estudios: a partir de ahora se investigan no solo los aspectos relacionados con las ideas, sino todo lo que está relacionado con las dimensiones económicas, sociales, políticas y culturales, todas ellas estrechamente conectadas entre sí. Se estudian no solo los personajes ilustres, sino el contexto social en el que se mueven, las relaciones que establecen y las influencias que reciben; y no solo los acontecimientos más llamativos sino todo lo que tenga que ver con la vida cotidiana, hasta en sus aspectos considerados como menos significativos o influyentes. Finalmente, a partir de los años 1960, y en conexión con el cambio social tan profundo que se produjo en esos años en los países occidentales y en los del denominado «tercer mundo», se empezó a cuestionar la perspectiva presuntamente «científica» desde la que se había elaborado la historia anterior planteando una seria crítica a la influencia de la clase social del historiador, el lugar donde ha nacido, estudiado y trabajado –perspectiva eurocéntrica o noratlántica–, el sexo (varón/mujer) al que se pertenece, el estatus en el que se encuentra (clero/laico, profesor), los proyectos en los que está implicado y las relaciones que ha mantenido como algunos de los elementos que, consciente o inconscientemente, influyen en su producción intelectual. Así, a partir de mediados del siglo XX se empiezan a elaborar, junto a la historia anterior, una serie de historias sociales, económicas, políticas o culturales que van a continuar en las historias conocidas como «del genitivo»: de la vida cotidiana, de las mujeres, de la familia, de los pobres..., a las que habría que añadir por último los estudios de historia desde la perspectiva de la tradición oral, de las culturas populares, de los pueblos dominados, en clave narrativa, etc., que van a
dar lugar a una profunda revisión de la historia considerada como una explicación global del pasado. Algo que suele expresarse como el paso de una Historia con ma yúsculas (con pretensiones de universalidad y objetividad) a una historia con minúsculas –más consciente de sus límites y olvidos–, y el cambio del singular (una única historia) por el plural –las historias de los diferentes grupos humanos, con sus diferentes perspecti vas–, siempre en un claro intento de recuperar estas dimensiones no suficientemente tenidas en cuenta con anterioridad y la memoria de aquellas personas o grupos olvidados (cf. P. Burke [y otros], Formas de hacer historia... [bibliografía final]).
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Este cambio metodológico y de perspectiva que se ha dado en la historia general no ha tenido una especial incidencia en los estudios de historia de la Iglesia en particular, especialmente el llevado a ca bo por historiadores confesionales, que han seguido en gran medida centrados en las investigaciones de carácter más institucional y local, con una mayor incidencia en el estudio de los personajes considerados como más relevantes (papas, obispos, santos, fundadores...), aunque es preciso reconocer que a partir del concilio Vaticano II se han producido algunos intentos serios de solventar algunas de estas carencias. Todo esto ha dado como resultado que los estudios sobre la vida cotidiana de los primeros cristianos hayan sido bastante escasos y en la mayoría de los casos, hasta fechas relativamente recientes, con un carácter marginal, es decir, no considerados como algo central o nuclear en la historia del cristianismo primitivo. En este sentido el hecho de que algunas de las «historias de la Iglesia» publicadas en los últimos tiempos tengan como título general: «Historia del cristianismo» indica no solo que este campo de estu-
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dio ha salido en gran medida fuera de los circuitos eclesiales, sino que se ha dado una ampliación y un cambio de perspectiva considerables; y como muestra pueden servir los libros que ofrecemos en la bibliografía final. Dentro de estos estudios destacan, por su antigüedad, los historiadores en lengua francesa, a los que habría que añadir los alemanes, ingleses y estadounidenses, entre otros. Sin pretender ser exhausti vos iremos desgranando algunos investigadores de estas corrientes, no necesariamente los únicos, a los que podemos considerar como representantes de una determinada manera de estudiar la vida cotidiana de los primeros cristianos. Para evitar cansancio o agobio por el número excesivo de obras, los libros de cada autor que afectan a nuestro tema los hemos puesto en la bibliografía final (pp. 241-243). a)La escuela francesa dedicada a la historia de la Iglesia primitiva se ha caracterizado por el estrecho contacto que mantiene con los métodos y resultados de la historia universal, en este caso con los de la historia de la Antigüedad grecorromana. Así, desde finales del siglo XIX y comienzos del XX se empezaron a elaborar una serie de diccionarios de carácter enciclopédico (por ejemplo el Dictionnaire d’archéologie chrétienne et de liturgie , comenzado en 1907, o el Dictionnaire d’histoire et de géographie ecclésiastiques , iniciado en 1912) donde aparecen muchas voces en estrecho contacto con la vida cotidiana del cristianismo primitivo.
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A estos diccionarios se viene a añadir la labor de diversos estudiosos, entre los que podemos resaltar los nombres de Paul Allard y A. H. Hamman, con un carácter muy cercano a la institución eclesial. Dentro del ámbito civil y universitario resalta la figura de H. I. Marrou, al que suceden en torno a los años 70 una nueva generación de historiadores, entre los que cabe destacar Paul Veyne y Aline Rousselle.
– P AUL A LLARD (1841-1916), historiador, jurista y arqueólogo francés, podría ser representante de aquellas personas que han dedicado algunas de sus obras a temáticas de corte social dentro del cristianismo primitivo a finales del siglo XIX y comienzos del XX . Entre sus escritos habría que destacar el estudio sobre los esclavos cristianos en los primeros siglos de nuestra era y la serie de volúmenes dedicados a las persecuciones de los cristianos en el Imperio romano.
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– El estudioso de la Antigüedad cristiana A DALBERT G. H AMMAN (1910-2000) pertenece a una generación que vive en torno al concilio Vaticano II, muy preocupada por cuestiones de corte teológico o litúrgico, que de vez en cuando hace algunas incursiones en el campo social. – HENRI-IRÉNÉE M ARROU (1904-1977) es uno de los grandes historiadores de la Antigüedad cristiana. Dentro de la escuela histórica de los Annales su trabajo se centra en el mundo de la cultura y su relación con el cristianismo. – P AUL V EYNE , propulsor del estudio de la vida cotidiana en la Antigüedad (siguiendo la senda ya trazada por Georges Duby para la Edad Media), no estudia directamente el cristianismo primitivo, pero algunos de sus libros ayudan en gran medida a comprender el contexto social en el que se mueven las primeras comunidades cristianas, sobre todo el campo económico. – A LINE R OUSELLE , especialista en Antigüedad tardía, se ha centrado en el estudio del cuerpo y la sexualidad, y su relación con la religión, el derecho y la medicina. b) Los estudiosos alemanes que han investigado la vida cotidiana de la Iglesia primitiva tienen una triple influencia: la espléndida tradición germana sobre los estudios clásicos, la reacción ante las investi-
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gaciones marxistas sobre esta materia (especialmente las realizadas por K. Kautsky en su Orígenes y fundamento del cristianismo, Salamanca 1974, original alemán de 1908) y la influencia de algunos sociólogos de gran talla como Max Weber o Ernst Troeltsch, que han estudiado a fondo el cristianismo. A estos elementos habría que añadir una particularidad, que es el hecho de la diferencia entre estudiosos católicos y protestantes. En esta tradición germánica cabe destacar el Reallexikon für Antike und Christentum , y los estudiosos Martin Hengel, Joachim Jeremias, Gerd Theissen y los hermanos Stegemann. Una de las primeras expresiones de la influencia de los estudios clásicos en el cristianismo es el Reallexikon für Antike und Christentum [RAC] (comenzado en 1950), una enciclopedia debida a la iniciativa en 1935 de una serie de historiadores, filólogos y arqueólogos entre los que ca ben destacar a Franz Joseph Dölger, Theodoro Klause y Hanz Lietzmann. Su pretensión es situar al cristianismo en diálogo con la cultura clásica y el judaísmo. Por su contenido y metodología muchas de sus voces tratan de la vida cotidiana del cristianismo primitivo. Dentro del ámbito alemán todavía encontramos a dos autores que, moviéndose en el campo bíblico y exegético entre los años 1960 y 1980 fundamentalmente, realizan ciertas incursiones por los aspectos más sociales, como son Joachim Jeremias y Martin Hengel: – JOACHIM JEREMIAS (1900-1979), biblista con un gran conocimiento de la Escritura hebrea y los estudios rabínicos, ha realizado unos de los análisis más penetrantes sobre el ambiente histórico de Jesús en la obra Jerusalén en tiempos de Jesús (cf. bibliografía final).
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– M ARTIN HENGEL (1927-2009) es también un biblista especializado en el período helenístico del judaísmo (200 a.C.-200 d.C.) y los orígenes del cristianismo primitivo. En sus obras, incluso en las más teológicas, la vida cotidiana aparece con claridad.
A partir de la década de 1970 se sitúan Gerd Theissen y los hermanos Stegemmann, representantes de lo que sería la influencia de la sociología en los estudios del cristianismo primitivo. – GERD THEISSEN es uno de los pioneros en la aplicación de los métodos sociales al estudio del Nuevo Testamento. Sus trabajos sobre los primeros predicadores itinerantes cristianos o el cristianismo primitivo son ya una referencia obligada para cualquier estudioso de esta materia.
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– Los hermanos W OLFGANG STEGEMANN y EKKEHARD W. STEGEMANN , se han convertido en un clásico en la materia con su obra Historia social del cristianismo primitivo... (cf. bibliografía final). Representan una generación de investigadores que emplean con un carácter ecléctico diferentes ciencias (historia social, psicología social, antropología cultural, sociología...) para sus estudios. c) Pero sin duda donde esta preocupación por la vida cotidiana de los primeros cristianos ha tenido un mayor desarrollo ha sido en el ámbito anglosajón , con estudios llevados a cabo por profesores universitarios sin carácter confesional. Aunque los inicios de esta corriente de investigación habría que colocarlos en la «escuela de Chicago» (grupo de estudiosos de dicha universidad que estudiaron la dimensión social del NT por los años 1920-1930), habrá que esperar a mediados del siglo XX para encontrarnos con una corriente más articulada. Entre los principales representantes de esta corriente destacamos a Edwin A. Judge, Abraham J. Malherbe y Wayne A. Meeks, por una parte, Bruce Malina y John H. Elliot, por otra, y Carolyn Osiek y Mary MacDonald; a ellos habría que añadir los historiadores Ramsay MacMullen, Peter Brown y el biblista Halvor Moxnes. –El neozelandés EDWIN A. JUDGE ,profesor de Historia en la Universidad de Macquarie (Australia), ha sido pionero en el estudio de la influencia de los aspectos sociales y estructurales sobre los primeros cristianos.
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– A BRAHAM J. M ALHERBE , nacido en Pretoria (Sudáfrica) y profesor de la Universidad de Yale desde 1970 a 1994 ha tenido una especial preocupación por las relaciones entre el cristianismo naciente y el mundo grecorromano. – En esta misma línea, pero profundizando mucho más en la preocupación social se encuentra W AYNE A. MEEKS , sin duda uno de los más serios y prestigiosos investigadores tanto por el rigor de su método como por los caminos que abre en sus estudios. Pertenecientes al Context Group, grupo de estudiosos del NT y los orígenes cristianos unidos por la aplicación de las ciencias sociales a sus estudios, son los dos autores estadounidenses que vemos a continuación. – BRUCE J. M ALINA es uno de los iniciadores de esta nueva forma de in vestigación donde se mezcla sabiamente la antropología cultural y los estudios bíblicos, abriendo nuevos y sugerentes campos de estudio. – JOHN H. ELLIOT , otro de los fundadores del Context Group, nos presenta este nuevo método de una manera seria y rigurosa en Un hogar para los que no tienen hogar (cf. bibliografía final), donde nos presenta las enormes posibilidades que ofrece la colaboración de la exégesis con las ciencias sociales. Dentro de esta misma corriente, pero con una particular atención al mundo de la mujer se encontrarían Carolyn Osiek y Margaret Y. MacDonald, coautoras, junto con Janet H. Tulloch, de El lugar de la mujer en la Iglesia primitiva (cf. bibliografía final).
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– C AROLYIN OSIEK comenzó su investigación precisamente con una obra dedicada a los pobres y los ricos en los inicios del cristianismo, que luego ha continuado con el estudio de la importancia de la familia para la configuración de las comunidades cristianas.
– M ARGARET Y. M ACDONALD , cuyos primeros pasos se centraron en el acercamiento a las diferentes formas de estructurarse las comunidades paulinas, ha ampliado este campo de estudio a la investigación sobre la mujer en los orígenes cristianos.
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Esta preocupación por la vida cotidiana de los primeros cristianos aparece también en tres autores de diferente procedencia y recorrido: Ramsay MacMullen, Peter Brown y Halvor Moxnes. – El estadounidense R AMSAY M ACMULLEN , profesor emérito de Historia en la Universidad de Yale, se ha convertido en uno de los grandes estudiosos de la relación entre paganismo y cristianismo a lo largo de todo el período que abarca el Imperio romano. – Nacido en Irlanda, PETER BROWN ha enseñado sobre todo en las universidades de Oxford y Princeton como especialista en Antigüedad tardía. Hoy es considerado como el mejor investigador en este campo, destacando no solo por su profundo conocimiento de los textos cristianos sino por las sugerentes maneras de expresarlo. – Incluyo en este ámbito anglosajón a un autor nacido en Noruega pero que ha publicado la mayor parte de su producción escrita en inglés, H ALVOR MOXNES. Comenzó con un estudio sobre la autoridad en Pablo, pero pronto derivará hacia temáticas de corte social, que se completarán en estos últimos años con algunas obras donde se unen la temática familiar, la sexualidad y los roles de género, todo dentro del contexto social que les da su verdadero sentido. En España esta preocupación por la vida cotidiana de los primeros cristianos no ha tenido una especial incidencia, salvo honrosas excepciones, ni entre los estudiosos relacionados con instituciones eclesiales ni entre los investigadores procedentes del campo civil (basta con leer las historias de la Iglesia o del cristianismo publica-
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das últimamente). A pesar de todo, entre los trabajos de los primeros destaco los capítulos de JESÚS Á LVAREZ , «La vida cotidiana de los cristianos» y «La caridad fraterna: “Ved cómo se aman”» (cf. Historia de la Iglesia, vol. I, Edad Antigua, Madrid 2001, pp. 153-168 y 169-183, respectivamente), y sobre todo el libro de A LBERT V ICIANO , Cristianización del Imperio romano (cf. bibliografía final) , donde se aborda de manera seria y profunda la vida cotidiana y la dimensión social de los primeros cristianos. Dentro de los investigadores procedentes del campo civil muchos de los trabajos de los historiadores JOSÉ M ARÍA BLÁZQUEZ y R AMÓN TEJA se encontrarían en esta línea. A ellos vendrían a sumarse un numeroso grupo de investigadores e investigadoras con estudios so bre aspectos locales o particulares del cristianismo primitivo como el papel de la mujer, la familia, el ejército, las relaciones con el Imperio, el mundo de la cultura y otros muchos.
SEGUNDA PARTE
¿Cuáles son los aspectos centrales del tema?
En el principio era la casa-familia
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la hora de comprender la vida cotidiana de las primeras comunidades cristianas nos vamos a servir de un concepto, básico en la Antigüedad grecorromana, ámbito en el que van a nacer y desarrollarse estas comunidades: el de «casa-familia» (oîkos en griego, domus en latín). Este concepto tenía un sentido amplio y con él se designaba tanto el espacio en el que se vivía como los miembros que componían esta institución y las relaciones que mantenían, o debían mantener, entre sí. La casa-familia constituía el núcleo básico a partir del cual se organizaban y entendían el resto de estructuras sociales, especialmente la ciudad, comprendida como la unión de diferentes familias y el espacio social por excelencia.
La organización de la casa-familia era jerárquica, con el paterfamilias en su cúspide (estructura patriarcal) y una división espacial de las presencias en función del sexo (el espacio público era considerado como lugar «natural» del varón y el espacio doméstico el de la mu jer), englobaba no solo a los miembros estrictos de la familia, sino a los parientes cercanos, personal doméstico e incluso personas espe-
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cialmente ligadas a ella –lo que se ha dado en denominar familia extendida–, mantenía una intensa y estrecha solidaridad interna entre sus miembros (fidelidad) así como unas relaciones de cercanía o competencia con el resto de familias, basadas en una historia común expresada en un sentido de pertenencia a un pueblo, linaje o familia, una memoria colectiva compartida y unos intensos lazos sociales. Aunque existían otras instituciones que influyeron en la forma de organizarse de las primeras comunidades cristianas como las asam bleas políticas de mundo helenístico (ekklesiai) , instituciones de carácter religioso –sinagogas del ámbito judío o cultos mistéricos paganos– y asociaciones de todo tipo ( collegia o asociaciones en el mundo romano), los grupos cristianos se estructuraron fundamentalmente según el modelo que les ofrecía esta casa-familia: – se reunían en las casa de algunos de sus miembros; – sus funciones y prácticas comunitarias estaban muy cercanas a las que se daban en la casa-familia; – sus formas de relacionarse y entenderse tenían una estrecha conexión con este ámbito (por ejemplo , la eucaristía entendida como comida doméstica o el papel de los dirigentes como paterfamilias comunitarios); – la solidaridad interna se parecía en muchas de sus expresiones a la que se daba en la casa-familia.
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Estas comunidades llevaron a cabo, sin embargo, algunas importantes modificaciones en esta forma de vivir en la casa-familia. Fundamental es, en ese sentido, la atribución a Dios del papel del paterfamilias. Un paterfamilias muy particular, porque más que preocuparse por su honor o autoridad está obsesionado por el bienestar de sus hijos e hijas, en una función casi maternal. Este cambio
radical va a ir acompañado por la explícita prohibición de que nadie ocupe su lugar: «No llaméis a nadie padre vuestro en la tierra; porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo» (Mt 23,8). Esta conexión entre las primeras comunidades cristianas y la casafamilia nos ayudará en gran medida a comprender la vida cotidiana de los primeros cristianos desde una perspectiva y unas categorías más cercanas a su tiempo y a su mundo. Así en el capítulo 1 estudiaremos el cristianismo como una casafamilia inclusiva, donde se procuraba eliminar todo tipo de divisiones y discriminaciones que se daban en la sociedad, generando un espacio social alternativo (comunidades cristianas) donde estas diferencias eran abolidas, al menos idealmente, por la común y radical condición de hijos e hijas de Dios hermanados en Cristo.
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En el capítulo 2 descubriremos que en esta casa-familia se acogía so bre todo a los más necesitados, procurando dar sentido a sus vidas. Veremos quiénes son estos necesitados así como las personas encargadas de esta acogida y los medios que las comunidades cristianas pusieron en marcha para su atención y cuidado. El capítulo 3 lo dedicaremos a uno de los temas centrales de la vida comunitaria en el cristianismo primitivo: el uso de los bienes materiales, más en concreto, la práctica de la limosna como medio esencial para intentar vivir una casa-familia donde se comparte lo que se tiene para así poder llegar a compartir lo que se es. Concluiremos este apartado con el capítulo 4, dedicado a las relaciones de la Iglesia con la sociedad, es decir, la casa-familia abierta al entorno donde vive: familia, ciudad, Imperio, mundo de la cultura..., todo con carácter bidireccional, viendo tanto lo que el cristianismo recibe de esta sociedad como lo que aporta a ella.
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En estos cuatro capítulos es fundamental tener presente dos aspectos que nos ayudan a comprender mejor la vida cotidiana de las primeras comunidades cristianas: el aspecto local o espacial y la dimensión temporal. El aspecto local o espacial significa que no todas las comunidades cristianas son iguales ni van al mismo ritmo. Que un fenómeno se produzca en una comunidad concreta y en un tiempo determinado no significa que ese mismo fenómeno tenga que darse en el resto de comunidades por la misma época. Estamos obligados a ser muy cautos y conscientes de nuestras limitaciones, sobre todo cuando no dispongamos de ningún testimonio literario, epigráfico o arqueológico para confirmarlo. La dimensión temporal nos lleva a descubrir que un mismo fenómeno significa una cosa distinta, tiene una incidencia diferente y supone un esfuerzo desigual según el tiempo en que se da. Aplicado a nuestro campo: las cosas no cuestan lo mismo para las comunidades cristianas al inicio, cuando son pocas y dispersas, que después, cuando son la mayoría de la población y están reconocidas por el Imperio como religión oficial. Por ello considero conveniente diferenciar dentro del cristianismo primitivo, a grandes rasgos, tres períodos. – El primero, al que denominaré «orígenes cristianos», es un período constituyente donde todo está en mantillas y solo hay un pro yecto de construcción (Reino de Dios) y un solar inmenso donde trabajar (el mundo en torno al Mediterráneo). Es el período de la creación de las infraestructuras comunitarias básicas (ministerios, sacramentos, canon...) y la apertura misionera, y va desde los inicios del movimiento de Jesús hasta finales del siglo II.
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– El segundo período, que podemos considerar «de consolidación» o «afianzamiento», va desde los inicios del siglo III a Cons-
tantino (313, con el llamado edicto de Milán) y es un período de crecimiento sostenido, donde las energías se dedican sobre todo a cuidar a los que están dentro y se procura completar algunos aspectos que quedaban todavía por rematar (penitencia, catecumenado, otros ministerios, relación con el mundo de la cultura...). – El tercer período es un período «de protagonismo» (christiana tempora, dirían algunos), que iría desde Constantino hasta el inicio de la Edad Media a finales del siglo V . El cristianismo se va a convertir primero en religión lícita y posteriormente en religión oficial del Imperio, con el que a veces llega a confundirse. La Iglesia cuenta con el apoyo del emperador y la mayor parte de los miembros del estamento superior de la sociedad, lo que le permite una mayor inserción y presencia social en espacios donde antes no estaba o su presencia era escasa (política, espacios públicos, cultura, arte...), con capacidad incluso para influir en el resto de instituciones. Será la época donde la dimensión social del cristianismo aparezca de manera más patente y llamativa, como vemos por ejemplo en la atención caritativa, y donde la Iglesia va a crear una amplísima red de ayuda a los segmentos más desprotegidos de la sociedad.
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Este libro se va a centrar especialmente en el primer período porque fue el que configuró en gran medida los resultados posteriores y es el menos estudiado y conocido. Esto no quiere decir que no tengamos presente el segundo y tercer períodos, tanto por las novedades que aparecen como por los numerosos datos que encontramos en ellos y que ayudan a comprender mejor nuestra historia, que comenzó, como hemos visto, en la casa-familia de los hijos e hijas de Dios.
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Una casa-familia donde se vivía como hermanos y hermanas, procurando evitar las discriminaciones CAPÍTULO 1
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esde los inicios, el movimiento cristiano se va a configurar como un movimiento con pretensiones universalistas (frente a cualquier reducción localista o de raza), interclasistas, pues podían pertenecer a él personas de cualquier estamento social –hasta los esclavos–, e inclusivo: hombres y mujeres igualados por una misma fe (cf. Gal 3,26-29). Esta va a ser una de las cla ves que permite explicar su rápida extensión, pero al mismo tiempo uno de los factores que más problemas y dificultades va a causar, tanto internos como externos, al intentar conciliar tantas y tan gra ves diferencias.
1. Las mujeres en las primeras comunidades cristianas La manera de vivir la fe de las comunidades cristianas atrajo desde el inicio a muchas mujeres que veían en el cristianismo una oferta muy atrayente de vida. El comportamiento de Jesús y los primeros
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dirigentes cristianos con respecto a las mujeres, la estructuración comunitaria en torno a la casa (lugar habitual de reunión de las primeras comunidades cristianas y espacio considerado como propio de la mujer por la cultura de este tiempo), el papel fundamental de los laicos en un movimiento sociológicamente cercano a la secta como es el momento inicial de los orígenes cristianos y la importancia de la tradición oral para la transmisión del Evangelio son algunas de las condiciones de posibilidad que pueden ayudar a comprender el gran protagonismo de las mujeres en los orígenes cristianos; a ellos habría que sumar el cambio de mentalidad con respecto a la mujer y su mayor presencia y participación en los espacios públicos que tuvo lugar en el Imperio romano durante los siglos I y II d.C. El paso de las reuniones en las casas privadas a las iglesias (espacio público donde la mujer no podía tener protagonismo), la configuración del obispo como máximo dirigente eclesial, la importancia creciente de la escritura (o el discurso público) para la propagación del cristianismo, la progresiva asimilación a la cultura dominante y la profunda crisis que se produjo en el Imperio romano en el siglo III , así como el posterior intento de restauración que tuvo lugar en el siglo IV , son algunos factores que permiten explicar la marginación o reducción del papel de la mujer en la vida de la Iglesia que tuvo lugar con posterioridad.
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Sin embargo, las mujeres forman parte del movimiento de Jesús desde el comienzo: algunas actuaron como patronas de las comunidades cristianas, otras participaron como misioneras y líderes comunitarias, otras contribuyeron al crecimiento interno de las comunidades (profecía, caridad, diaconía, acogida hospitalaria...), bien en sus propias casas, mediante la influencia en su familia (cf. 2 Tim 1,4-5), bien en la comunidad..., y la mayoría desempeñó un papel
anónimo que las fuentes no nos permiten conocer. En todos los casos poniendo sus bienes, su influencia, su tiempo, su casa y sus vidas al servicio del Evangelio. De esta manera se transformaron en uno de los principales agentes evangelizadores. 1.1. Mujeres cristianas casadas
A pesar de que la mayoría de las mujeres que componían las diferentes comunidades cristianas estaban casadas, tenemos muy pocos testimonios explícitos sobre ellas (en la mayoría de los casos meras referencias a sus hombres o al hecho de ser «esposas de»), pues las fuentes se centran en otras mujeres cristianas que llamaron más la atención: ascetas, profetisas, viudas, diaconisas... Para comprender el papel de las mujeres cristianas casadas en los orígenes cristianos debemos tener presente que dentro de la sociedad grecorromana, y durante los siglos I y II d.C., se dio un proceso de mayor libertad social para la mujer cuya expresión más llamativa dentro del matrimonio fue el paso de la esposa sometida al dominio del paterfamilias a la esposa como compañera (dentro de un orden, claro está). Esta situación se ve reflejada, de hecho, en los textos cristianos más significativos referidos a la mujer de los dos primeros siglos, los llamados códigos domésticos, donde se expone el papel de la mujer –y de los maridos, hijos y esclavos– dentro de la familia, intentando adaptar su situación a la moral imperante en aquel período como vemos en Ef 5,21-28; 6,1-19; Col 3,18–4,1; 1 Pe 2,18–3,7; 5,1-5; 1 Tim 2,9–3,15; 5,11–6,2; Tit 2,1-10; 3,1-2; Didajé 4,9-11; Primera Carta de Clemente de Roma a los corintios 1,3; 21,6-8; Carta de Bernabé 19,5-7; Policarpo, Carta a los Filipenses 4,2–6,3.
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Esta tendencia hacia una valoración más positiva de la mujer quedará sensiblemente disminuida en los siglos III y IV , los cuales, en medio de una grave crisis, se caracterizan por una clara y decidida voluntad de restauración de los valores tradicionales de la familia, lo que afecta profundamente a la mujer. No deja de ser sintomático en este sentido que la falta de referencias a las mujeres casadas en los dos primeros siglos se invierta en el siglo III y, sobre todo, en el IV , donde encontramos numerosos textos (sermones, cartas, canciones de boda...) que hablan o se dirigen a la mujer casada, eso sí, perteneciente o en estrecha relación con el estamento superior, para exhortarla y animarla a una vida cristiana más perfecta, con una actitud claramente paternalista y directiva, y solo en poquísimos casos considerándola como interlocutora. Notables son en este sentido por su novedad la actitud de ciertas nobles romanas de los siglos IV y V , bien algunas de las que Jerónimo acompañó como Paula o Marcela, bien otras como Melania la Anciana y la Joven, o el caso de Olimpia en Constantinopla. En este apartado se debe incluir a un gran número de benefactoras que colaboraron desde los inicios en la difusión del cristianismo poniendo sus casas a disposición de la comunidad, contribuyendo con sus bienes al sustento de los predicadores itinerantes o las necesidades de la comunidad y utilizando sus redes e influencias para cualquier eventualidad. A los ejemplos de María, la madre de Juan Marcos (Hch 12,12ss), Tabita (Hch 9,36-42), Lidia (Hch 16,11-15) y Febe (Rom 16,1-2) habría que añadir muchas otras que colaboraron de manera anónima.
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Va a ser, sin embargo, a partir del siglo III y, sobre todo, IV y V cuando encontremos un grupo de nobles benefactoras con una mayor presencia eclesial, por las grandes propiedades que donaron a las
comunidades cristianas y a los monasterios, así como las influencias que proporcionaron. Así, y sin pretender ser exhaustivos, tenemos los casos de: – la mujer rica que apoyó a Orígenes (cf. Eusebio de Cesarea, Historia ecclesiastica [a partir de ahora HE] 6,2,13); – las mujeres influyentes que rodean al obispo Pablo de Samosata en el siglo III (ibíd., 7,30); – Melania la Anciana (cf. Paladio, El mundo de los Padres del desierto c. 46, también cf. c. 54); – Fabiola (Jerónimo, Carta 77,5); – Paula (íd., Carta 108); – Melania la Joven (cf. Geroncio, Vida de santa Melania 10,144146); – Helena, madre de Constantino; – Olimpia (cf. Jean Chrisostome, Lettres à Olympias. Vie anonyme d’Olympias, París 1968). Una gran conocedora de este período llega a decir: Una actividad importante y socialmente admitida en las mujeres fuera del hogar eran las obras de caridad. Las mujeres ricas podían ayudar al necesitado, indirectamente, mediante donación de fondos a instituciones que proporcionaban servicios sociales, como orfanatos, casas para desamparados, asilos, hospitales y monasterios. Otras preferían implicarse de un modo más personal en el cuidado de sus hermanos más desgraciados y entraban en contacto con enfermos y pobres... Este espíritu filantrópico estaba motivado por la piedad cristiana y se consideraba un modo honorable de servir a Cristo (Alice-Mary Talbot, «La mujer», en G. Cavallo [ed.], El hombre bizantino, Alianza Editorial, Madrid 1994, p. 194).
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1.2. Mujeres misioneras
Pablo contaba con multitud de colaboradores para su tarea evangelizadora entre las que destacan numerosas mujeres. Así en la carta a los Romanos recuerda algunas de ellas: María, Trifena, Trifosa y Pérsida, que «se habían esforzado trabajando [kopiaô: término técnico que emplea Pablo para hablar de la proclamación del evangelio] por el Señor» (Rom 16,12), la madre de Rufo y la hermana de Nereo (cf. Rom 16,13-15). El mismo Pablo saluda en Rom 16,3 a una mujer, Prisca (o Priscila), a la que debemos prestar una especial atención pues vuelve a aparecer con su esposo Aquila en otras ocasiones: cf. 1 Cor 16,19; Hch 18,2; 1 Cor 3,6 y 2 Tim 4,19. Pablo los reconoce como «compañeros de trabajo» (como en Rom 16,9; 21,1; 1 Cor 3,9; 2 Cor 1,24...). Y lo mismo podemos decir de otras dos mujeres de Filipos, Evodia y Síntique (cf. Flp 4,23). En los propios evangelios algunas mujeres como, por ejemplo, la samaritana (Jn 4,28-29.39), las mujeres que fueron al sepulcro (Lc 24,9-10) o María Magdalena (Jn 20,18) son descritas como agentes evangelizadores de primer orden, en estos dos últimos casos por ser testigos de la resurrección.
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Sin embargo, con el paso del tiempo se fue perdiendo este carácter misionero del que solo nos quedan algunas referencias en ciertos escritos apócrifos como los Hechos de Pablo y Tecla , los Hechos de Pedro y los Hechos de Felipe; o en corrientes cristianas gnósticas o montanistas. Mientras el papel misionero de las mujeres dentro del montanismo se centró en la función profética, dentro del gnosticismo las mujeres son consideradas en multitud de ocasiones como portadoras de una revelación divina y secreta; así María Magdalena es considerada como poseedora de un conocimiento secreto por la Pistis Sofía y el Evangelio de
María (cf. Carmen Bernabé, María Magdalena. Tradiciones en el cristianismo primitivo, Verbo Divino, Estella 1994, pp. 205-248).
Apeles iba acompañado de Filomena, una profetisa cuyas revelaciones escribió (cf. Eusebio de Cesarea, HE 5,13,2), el gnóstico Marcos, según Ireneo, habría creado una serie de ritos religiosos, entre los que se incluían la consagración de copas de vino por parte de mujeres, y la compañera de Simón el Mago, Helena, habría sido expresión del pensamiento divino primigenio: Otras veces presenta a una mujer un cáliz con la mezcla [de agua y vino], y le ordena que ella misma dé gracias en su presencia. Enseguida acerca un cáliz mucho mayor que aquel que en la mujer engañada ha celebrado la eucaristía, y luego hace vaciar del cáliz menor en que la mujer ha celebrado la eucaristía, en el mayor que él ha puesto al lado, mientras pronuncia estas palabras: «Que la Gracia incomprensible e inefable que existe desde antes de la creación llene tu Hombre interior, y acreciente en ti su conocimiento, sembrando el grano de mostaza en tierra buena» (Ireneo de Lyon, Contra los herejes , 1,13,2).
No obstante, en la Iglesia a partir de finales del siglo II lo habitual en este campo es lo expresado por Tertuliano: «No está permitido que la mujer hable en la Iglesia. Tampoco puede enseñar, bautizar, realizar las ofrendas o ejercer ninguna función propia del varón, y menos aún el oficio sacerdotal» (Sobre el velo de las vírgenes, 9,1). Por eso el papel misionero de las mujeres cristianas se fue centrando cada vez más en el propio espacio de las mujeres, e incluso aquí con restricciones. 1.3. Profetisas
Las profetisas forman parte del movimiento cristiano desde sus orígenes: las encontramos en la comunidad de Corinto (1 Cor 11,4-5)
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y las vemos después en las hijas de Felipe (cf. Hch 21,9 y Eusebio de Cesarea, HE 3,31,4) y la profetisa de Tiatira que aparece en Ap 2,20. Sin embargo, a comienzos del siglo II , con la desaparición del movimiento profético en general, que empieza a tener serias dificultades y críticas en el interior de las propias comunidades cristianas, y que queda reducido a ciertos grupos de influencia judeocristiana, el papel de las mujeres profetas se va reduciendo asimismo, a pesar de que encuentra su último espacio de expresión en grupos cristianos marginales de corte milenarista, como los montanistas, donde jugaron un papel clave. Aquí se encontrarían Priscila y Maximila, de las que nos han llegado algunos oráculos proféticos, que se convertirán en dirigentes de dicho movimiento a la muerte de Montano (cf. Chistine Trevett, Montanism: Gender, Authority and the New Prophecy, Cambridge University Press, Cambridge 1996). Con la desaparición del profetismo en la Iglesia a finales del siglo II las mujeres cristianas perdieron uno de los espacios donde habían tenido un mayor protagonismo, aunque esta desaparición no debió ser tan rápida, pues todavía en el 256 encontramos una carta de Firmiliano, obispo de Cesarea de Capadocia, dirigida a Cipriano, obispo de Cartago, donde se dice:
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En medio de esta tempestad [terremotos y persecuciones contra los cristianos]... apareció de súbito cierta mujer que, con sus éxtasis se presentaba como profeta y se comportaba como inundada del Espíritu Santo. Estaba arrebatada por los demonios poderosos de tal forma que durante largo tiempo arrastraba y engañaba a los hermanos, realizando obras maravillosas y sorprendentes, y anunciaba que la tierra temblaría... Con estos embustes y alardes se imponía a los espíritus y se hacía obedecer y seguir a donde mandaba y guiaba... Ahora bien, aquella mujer que antes practicaba muchas maravillas con sus fantasmagorías y embustes para engañar a los fieles, entre otros recursos
con que había seducido a muchos, se atrevió repetidas veces a fingir que, con su invocación eficaz, consagraba el pan y realizaba la eucaristía, y ofrecía y bautizaba a muchos con la fórmula usual y auténtica de la pregunta, de modo que, al parecer, no discrepaba de la norma eclesiástica (Cipriano, Carta 75).
1.4. Ascetismo femenino
El ascetismo sexual como aparece en 1 Cor 7,34 fue una opción atrayente para muchas mujeres desde los inicios del cristianismo. Así a mediados del siglo II Justino nos habla de que «entre nosotros hay muchos y muchas que, convertidos en discípulos de Cristo desde niños, permanecen incorruptos hasta los sesenta y setenta años» (1 Apología [1 Apol. desde ahora] 15; cf. también c. 29). Y lo mismo escribe Atenágoras poco tiempo después: «Y hasta es fácil hallar a muchos entre nosotros, hombres y mujeres , que han llegado a la vejez célibes, con la esperanza del más íntimo trato con Dios» ( Legación a favor de los cristianos [ Leg. desde ahora] 33; cf. Tertuliano, Apologético [ Apol. a partir de ahora] 9,19 y Minucio Félix, Octavio , 31,5). A ello habría que sumar la noticia que transmite Eusebio de Cesarea sobre el hecho de que las hijas de Felipe, aparte de profetisas, eran vírgenes ( HE 3,31,3). Este comportamiento ascético es tan llamativo que incluso un médico pagano como Galeno lo considera como una característica de los primeros cristianos: «Pues existen entre ellos [los cristianos] mujeres y hombres que viven en castidad por toda su vida desde el nacimiento» (traducción árabe de la obra de Galeno De sententiis politiae platonicae). De hecho este ideal ascético femenino va a ser clave para algunos escritos apócrifos como el Protoevangelio de Santiago, los Hechos de
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Pablo y Tecla , los Hechos de Tomás o los Hechos de Andrés, donde, dirigiéndose Andrés a Maximila le dice: Por lo demás, preocúpate de conservarte casta, pura, santa, inmaculada, íntegra, libre de adulterio, irreconciliable con el trato de quien nos es ajeno, inflexible, inquebrantable, sin llantos, invulnerable, inconmovible antes las tempestades, sin fisuras, inmune al escándalo, indiferente a las obras de Caín (c. 40).
Sin embargo las referencias fundamentales en torno al ascetismo femenino se van a dar en la Iglesia griega: el Banquete del obispo Metodio de Olimpo, a finales del siglo III , y Sobre la virginidad de Gregorio de Nisa, a finales del siglo IV . Este papel lo ocupa en la Iglesia latina la obra Sobre la virginidad de Ambrosio de Milán, también a finales del siglo IV . Asia Menor y Siria van a constituirse como los dos enclaves geográficos desde donde se extenderá al resto de zonas. Es en esta corriente ascética donde habría que incluir una experiencia muy particular, el fenómeno de las agapetas («amadas», en griego), que son vírgenes consagradas a Dios por un voto de castidad que conviven con un hombre bajo un mismo techo. Esta práctica fue duramente criticada por los obispos y muchos teólogos durante los primeros siglos (cf. Cipriano, Carta 4 y Jerónimo, Carta 22: «¿Dónde fue introducida en las iglesias la peste de las agapetas?»), condena a la que viene a sumarse el concilio de Ancira en el año 314, canon 19. No hay que confundir a estas agapetas con las vírgenes introducidas (virgines subintroductae) , mujeres que vivían con clérigos sin estar casados, práctica muy común en la iglesia de Siria que también fue condenada por el concilio de Nicea (325), que dice en el canon 3:
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El gran concilio prohíbe severamente que ni el obispo ni el sacerdote ni el diácono, ni cualquier otro clérigo se permita tener una mujer en
familia (subintroducida) a no ser que sean la madre, una hermana, una tía o solamente personas que excluyan toda sospecha.
A pesar de las condenas, estas dos maneras de vivir el ascetismo tu vieron una larga tradición y solo con la llegada del monacato femenino, su sustituto, empezó a decaer. El ascetismo femenino se vive más bien en clave personal y doméstica hasta que a mediados del siglo IV empieza a darse un ascetismo femenino diferente: por un lado un grupo de mujeres vive la experiencia ascética en sus propias casas, donde se reúnen las amas junto con sus amigas y criadas, como vemos en Macrina, hermana de Basilio de Cesarea y Gregorio de Nisa (cf. Vida de Macrina) , o los primeros pasos del círculo de mujeres en torno a Jerónimo, en Roma. Por otro lado vemos en Egipto a mujeres que viven esta experiencia ascética en el desierto, como los varones (anacoretas). Por último encontramos testimonios de una experiencia ascética vivida en monasterios, como los conventos pacomianos en Egipto, Siria o Palestina. Mientras que en 1 Cor 7 la motivación para el ascetismo es de corte escatológico, pues ante la inminencia del Reino no hay que preocuparse de cuestiones como el matrimonio (cf. Elizabeth Clarke, Ascetism and Scripture in Early Christianity, Princenton University Press, Princenton 1999), con el paso del tiempo empiezan a aparecer nuevos fundamentos a esta opción creyente por el ascetismo: –la conexión entre virginidad y vida angélica. De hecho el texto de Mt 22,30: «Porque cuando resuciten ni ellos ni ellas se casarán, serán como ángeles en el cielo» va a jugar un papel clave en este sentido; – un cierto menosprecio del cuerpo, y por lo tanto de la sexualidad y el matrimonio (cf. P. Brown, El cuerpo y la sociedad... , en bibliografía final, especialmente los capítulos 7, 12, 13, 17 y 18);
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– el empleo de muchos de los registros culturales relacionados con la mujer: clausura en el espacio doméstico, dependencia del varón eclesiástico, el uso del velo, excesiva incidencia en los aspectos corporales del ascetismo, labores relacionadas exclusivamente con el vestido o la comida...; – una profunda raíz cristológica (la virgen como esposa de Cristo); – la utilización de las críticas al matrimonio procedente de la filosofía cínica y estoica: dominio omnímodo del marido, preocupación por los hijos, pérdida de la salud y la libertad...; – y una serie de recursos para hacer frente a las resistencias que planteaban las familias a esta opción (las ascetas no podían ser utilizadas para establecer alianzas hereditarias). Todo ello viene a conformar buena parte del entramado ideológico sobre el que se fundamenta este ascetismo femenino, propuesto en gran medida por varones eclesiásticos. Sin embargo no se puede dudar de que en muchos casos supuso un espacio de protagonismo, libertad y autonomía impensables para la mujer en aquellos tiempos (cf. Susanna Elm, «Virgins of God». The Making of Ascetism in Late Antiquity, Clarendon Press, Oxford 1996). Dentro de este apartado, como un complemento suyo, resalto la gran importancia que tuvieron las mujeres mártires como agentes evangelizadores, pues tanto su actitud como su comportamiento y sus palabras fueron sin duda algunos de los factores que más contri buyeron no solo al crecimiento de la fe en las propias comunidades, sino a la conversión de muchos de los de fuera. Ejemplares son en este sentido los casos de Blandina en Lyon y Perpetua y Felicidad en Cartago. Pero a ellos se podrían añadir muchos otros.
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De hecho el papel que cumplieron las mujeres ascetas en Oriente durante los siglos II y III fue ocupado en Occidente por las mujeres
mártires, y el ascetismo del siglo IV fue considerado en gran medida como un «martirio incruento» por la propia comunidad eclesial. 1.5. Viudas
Mientras la viudas paganas sufrían una enorme presión social para volver a casarse y su situación de viudedad en la mayoría de los casos suponía entrar en el mundo de la exclusión social y la marginación, las viudas cristianas se encontraban en una situación mucho más favorable. En las comunidades cristianas la viudedad era muy respetada, y se veía en cambio con reticencia las segundas nupcias (al menos en los inicios). Las viudas jugaban un importante papel en la vida de la Iglesia por las atenciones y cuidados de índole caritativa que realiza ban y el gran protagonismo que tenían en las propias comunidades, aunque es conveniente diferenciar entre viudas ricas o acomodadas (que aportaban a la comunidad no solo su dinero y su influencia sino en muchos casos su propia casa) y las viudas pobres, más dependientes de la atención caritativa. Ya en 1 Tim 5,3.5.9-10 encontramos la primera referencia amplia al papel de las viudas en la comunidad cristiana, inscritas en un registro si reunían una serie de condiciones y a las que les competía una serie de funciones de corte litúrgico (oración) y asistencial (acogida hospitalaria, atención al necesitado). Por estas mismas fechas, más o menos, Ignacio de Antioquía nos habla de unas «vírgenes que son llamadas viudas» (Ignacio de Antioquía, A los Esmirnenses 13,1), al tiempo que las coloca bajo la tutela del obispo: «Que no se descuide a las viudas. Después del Señor sé tú su protector» (íd., A Policarpo 4,1).
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Con posterioridad, Policarpo (sobre el 170) llegará a decir: Respecto a las viudas, que sean prudentes en lo que atañe a la fe del Señor, que oren incesantemente por todos, apartadas muy lejos de toda calumnia, maledicencia, falso testimonio, amor al dinero y de todo mal. Que sepan que son altar de Dios y que Dios escudriña todo y nada se le oculta de nuestros pensamientos y propósitos ni de secreto alguno de nuestro corazón (Carta a los Filipenses 4,3).
La consideración de las viudas como «altar de Dios» hace sin duda referencia a su función litúrgica, aunque no podemos excluir una cierta dimensión caritativa (sobre el altar se ponían las ofrendas a los necesitados). Esta expresión va a tener tanto éxito que será retomada por multitud de autores con posterioridad: La viuda, pues, debe saber que es el altar de Dios; que se esté siempre en su casa; que no vaya errante ni circulando por las casas de los fieles como para que le hagan dones; porque el altar de Dios no anda errante y circulando de un sitio para otro, sino que permanece fijo en un mismo lugar ( Didascalia siríaca [ Didasc. desde ahora]15,6,3; cf. Testamento de nuestro Señor I,40: «Ellas serán holocausto y altar de Dios. Sus súplicas serán escuchadas»).
Hermas, a mediados del siglo II , nos habla de una mujer, Grapté, que por su función (enseñanza a las mujeres y las huérfanos) podría pertenecer a esta categoría (Hermas, Pastor. Vis. 5,8). Sobre su consideración eclesial hay diferentes opiniones. Mientras Tertuliano, a comienzos del siglo III , las considera como un ordo (cf. Tertuliano, Ad uxorem 1,7,4.), con un lugar en la asamblea parecido al de los presbíteros, casi por este mismo tiempo la Tradición apostólica habla de ellas en los siguientes términos: 44
Al ser instituida una viuda, ella no será ordenada sino designada con este título. Será instituida si su marido ha muerto hace mucho tiem-
po, pero si hace poco que murió, no se le tendrá confianza, aun cuando fuera anciana se la probará por cierto plazo pues, con frecuencia, las pasiones envejecen junto con aquel que les hizo un lugar en sí mismo. La viuda será instituida solo por la palabra y luego se reunirá con las otras [viudas]. No se le impondrá la mano, pues ella no ofrece la oblación ni tiene servicio litúrgico... La viuda es instituida por la plegaria, que es norma común de todos (c. 11).
Más adelante las viudas fueron recibiendo una serie de responsabilidades adicionales en relación con la caridad y la enseñanza, especialmente con relación a las mujeres, aunque su magisterio quedaba restringido a los elementos más básicos de la fe: Es preciso que la viuda sea dulce, tranquila, moderada, que no tenga malicia ni cólera, que no sea charlatana ni pendenciera, que no sea larga su lengua, que no sea amante de disputas. Si ve o escucha una mala acción, se comportará como si no la viera ni la escuchara. La viuda no debe ocuparse sino en rezar por los bienhechores y por toda la Iglesia. Si es interrogada por alguien, no responderá inmediatamente, a no ser que sea acerca de la justicia y de la fe en Dios. Enviará a quienes presiden los que quieren ser catequizados. Darán una breve respuesta a quienes les pregunten. En cuanto a la refutación de los ídolos, la unidad de Dios, los castigos y la bienaventuranza, el reinado del nombre de Cristo y de su Providencia, acerca de esto no deben ha blar ni la viuda ni el laico; porque, si hablan de ello desconociendo la doctrina, causan injuria a la palabra ( Didasc. 15,5-14).
Por último, en el capítulo 40 del Testamento de nuestro Señor Jesucristo (en torno al 450), las viudas seguían formando parte del clero, con una amplia gama de responsabilidades, sobre todo de cara a las mujeres: eran las encargadas de la enseñanza de las catecúmenas, visitaban a las enfermas y llevaban la comunión, lo mismo que a las monjas cuando no había sacerdote, se encargaban de la unción y poner el velo a las mujeres en el bautismo, controlaban la
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forma de vestir de las mujeres en las celebraciones, los lugares en que se sentaban las mujeres jóvenes, verificaban la integridad corporal de las vírgenes y en ocasiones ejercían de emisarias o representantes de la comunidad. Las viudas realizan un papel tan estrechamente relacionado con el de las diaconisas (aunque se diferenciaba claramente su situación institucional), que con el paso del tiempo, y sobre todo en la parte oriental de la Iglesia, las diaconisas asumirán buena parte de sus funciones comunitarias. 1.6. Diaconisas
La primera referencia a las mujeres diáconos se encuentra en Rom 16,1-2, donde se habla de Febe, una diaconisa de la comunidad cristiana de Cencreas (puerto de Corinto). Aunque no sabemos propiamente qué funciones llevaba consigo este servicio comunitario, debemos presuponer que serían parecidas a las de los diáconos que aparecen en Flp 1,1. El hecho de que el título de «diácono» vaya acompañado por el de «patrona/benefactora», que sea la encargada de representar a Pa blo ante la comunidad cristiana de Roma y la expresión de Pablo («prestadle toda la ayuda que necesite», Rom 16,2) nos hace pensar que nos encontramos ante una persona con un importante papel comunitario. Interesantísima en este sentido es la historia de comprensión de este texto paulino en la tradición cristiana primiti va (cf. K. Madigan y C. Osiek [eds.], Mujeres ordenadas en la Iglesia primitiva..., pp. 35-42 [bibliografía final]).
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Excluyendo la referencia de 1 Tim 3,8-11, donde no está del todo claro si las mujeres del v. 11 son mujeres diáconos o mujeres de los
diáconos –no deja de ser curioso que mientras la mayoría de los bi blistas tienden a considerarlas más bien como esposas de los diáconos, ciertos Padres de la Iglesia las ven como mujeres diáconos–, tenemos que esperar al año 110 para encontrarnos con otra posi ble referencia al diaconado de mujeres, en un texto que dirige Plinio el Joven al emperador Trajano en el que escribe que en una comunidad cristiana del norte de Asia Menor (actual Turquía) ha encontrado a «a dos mujeres que son llamadas servidoras [ministrae]», traducción latina de un posible griego diakonai (cf. Plinio el Joven, Carta 10,96,8). Tampoco en este caso se conocen las tareas comunitarias que realizaban estas mujeres e incluso si podemos hablar de las mujeres diáconos que aparecen en la literatura cristiana posterior. Sin embargo, no es hasta la primera mitad del siglo III cuando un documento de corte legal, la Didascalia , diferencie entre viudas y mu jeres diácono: – mientras las viudas son instituidas, es decir, sin imposición de manos, las diaconisas están ordenadas con la imposición de manos y por lo tanto pertenecen al clero (la Didascalia llega a decir: «Honraréis a la diaconisa, como siendo figura del Espíritu Santo», II,9,26); – las diaconisas ocupan un lugar importante en la liturgia, sobre todo en el entierro y bautismo de las mujeres: «También para muchas otras cosas se precisa el recurso de una mujer diaconisa. En primer lugar, cuando las mujeres descienden al agua [para el bautismo], se requiere que las que descienden al agua sean ungidas con el óleo de la unción por la diaconisa» ( Didasc. 16,12,2); – al mismo tiempo las diaconisas realizan una gran tarea en el ám bito caritativo (atención a las mujeres más necesitadas: viudas, enfermas...) y catequético, pues son las encargadas de la formación de las jóvenes.
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Otro escrito también disciplinar, las Constituciones apostólicas , viene a repetir hacia el 380 lo que ya había dicho la Didascalia , aunque en él encontramos el ritual más antiguo de ordenación de mujeres diáconos. El hecho de que las mujeres estuvieran ordenadas de diaconisas y, por lo tanto, perteneciesen al clero, no les concedía el acceso a todas las funciones del clérigo, aunque la ordenación las situaba en un lugar (ordo) con unas funciones determinadas. Igual que los diáconos, las diaconisas no podían ni ordenar ni bautizar ni presidir la eucaristía. Pero además por el hecho de ser mujeres se las excluía de las tareas sacerdotales y de la enseñanza pública, justificando esta postura con las habituales citas bíblicas (cf. Gn 3,16; 1 Cor 11,3ss; 1 Tim 2,12.14), porque este es el «orden natural» de la creación: Ni es conveniente, pues, ni necesario que las mujeres enseñen, sobre todo acerca del nombre de Cristo y de la redención por medio de su pasión. Porque vosotras, las mujeres, no habéis sido instituidas para enseñar, y sobre todo no lo habéis sido las viudas, sino que más bien lo habéis sido para orar y suplicar al Señor Dios. Porque el Señor Dios, Cristo, nuestro Maestro, nos envió a nosotros, los Doce, a predicar al pueblo y a los paganos. Entre nosotros había discípulas, María Magdalena, María, hija de Santiago, y la otra María, y él no las en vió junto con nosotros a instruir al pueblo. Si hubiera sido necesario que las mujeres predicasen, nuestro Maestro les hubiera mandado que predicasen juntamente con nosotros ( Didasc. 15,61,1-2).
En el siglo IV encontramos gran número de referencias a la ordenación de mujeres diáconos: el concilio de Nicea (325) aconseja la reducción al estado laical de las diaconisas que hay entre los seguidores de Pablo de Samosata. El concilio de Calcedonia (451) prescribe que la edad mínima para ser ordenada como diácono sea la de cuarenta años, algo que será repetido más tarde en el concilio de Trullo (681). Y el mismo planteamiento encontramos en la legislación que puso en
marcha Justiniano I (527-565), donde se atribuye igual posición legal a las mujeres y los hombres ordenados que acceden al diaconado. Las citas sobre las mujeres diáconos son abundantísimas entre los Padres de la Iglesia griegos –Clemente de Alejandría, Orígenes, Basilio de Cesarea, Juan Crisóstomo, Teodoro de Mopsuestia y Teodoreto de Ciro...– y en multitud de inscripciones epigráficas (cf. K. Madigan y C. Osiek [eds.], Mujeres ordenadas en la Iglesia primitiva..., 51-238). Aunque la mayor parte de los testimonios de mujeres diáconos son de la parte oriental de la Iglesia, hay también algunos en Occidente (más tardíos), y las reiteradas prohibiciones de los concilios occidentales a esta práctica prueban su existencia. A partir de siglo V seguimos encontrando diaconisas, pero ahora sus funciones se ven restringidas: ya no participan casi de las tareas litúrgicas, son desplazadas prácticamente del ámbito catequético y siguen teniendo un espacio clave en las tareas de atención al necesitado (que responden perfectamente a la conexión entre ética del cuidado y mujer) y la ayuda a la Iglesia. La novedad de este período es que ahora van a tener un importante papel en las oraciones de los monasterios femeninos, que van a ser presididas por ellas, y en la dirección de estas comunidades femeninas. Es a partir del siglo VI cuando el diaconado femenino va a ir perdiendo vigencia tanto en la Iglesia de Oriente como en la Iglesia de Occidente, donde su realidad había sido muy minoritaria y tardía.
2. Esclavos y esclavas cristianos La estructura social de la Antigüedad grecorromana tenía en la esclavitud un elemento fundamental de su funcionamiento, hasta el
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punto de considerar la esclavitud como algo «natural» e incluso «necesario». Solo unos pocos pensadores, en escasas ocasiones y sin poner en cuestión el orden social dominante, afirmaron que la esclavitud era contraria a la naturaleza humana, como leemos en Séneca: «Son siervos, pero seres humanos» ( Carta a Lucilio 47,1). En cualquier caso, y a pesar de que encontramos esclavos en algunas asociaciones (collegia) de carácter funerario, la opinión extendida entre los estamentos superiores es que «los esclavos no tienen religión o tienen solamente religiones extranjeras» (cf. Tácito, Anales XIV,44), pues su presencia suponía una profanación de los actos religiosos oficiales: Hay algunos templos que solo permiten la entrada una vez al año, otros no se pueden visitar en absoluto; hay lugares donde no se permite entrar a los varones y ritos en los que se excluye la presencia de mujeres e incluso, para un esclavo, participar en algunas ceremonias constituye un escándalo que debe ser expiado (Minucio Félix, Octavio 24,11).
Frente a ello las comunidades cristianas afirman desde su inicio la radical igualdad de todas las personas ante Dios, con la novedad que esto suponía en el ámbito de las relaciones sociales, como Pablo llegará a decir: «Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre , hombre ni mujer: todos sois uno en Jesucristo» (Gal 3,27-28; cf. Col 3,11).
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Sin embargo, esta igualdad radical en Cristo no lleva al cristianismo a impugnar la esclavitud como institución, ni siquiera a su condena, algo que se desarrollará sobre todo a partir del siglo IV . Como suele ser habitual en otros casos, no se pone en cuestión la estructura esclavista, sino que se propone mejorar y dulcificar las diferentes co yunturas relacionadas con el mundo de la esclavitud.
La Carta a Filemón de Pablo va a expresar de manera prototípica esta postura al animar a los esclavos, en este caso Onésimo, a tomar conciencia de su propia dignidad y pedirles, al mismo tiempo, que acepten su injusta situación desde la fe, obedeciendo a sus dueños, mientras a los amos (Filemón) les recuerda la igualdad de todo ser humano ante Dios y el trato humano hacia sus esclavos. Pues para Pablo lo importante, dada la inminencia de la venida del Reino de Dios, no era cómo estuviéramos situados en la vida social, sino ante Dios (cf. 1 Cor 7,21-23). Esta misma postura va a ser continuada en otros escritos cristianos posteriores, como Ef 6,5-9; Col 3,22–4,1; 1 Pe 2,18-25; 1 Tim 6,1-2; Tit 2,9-10; Didajé 4,10-11 y Carta de Bernabé 19,7, donde se anima a la obediencia y sumisión por parte de los esclavos y al trato equili brado e indulgente por parte de los amos. Esta actitud se mantendrá prácticamente igual durante toda la Antigüedad cristiana, y así, aun reconociendo el derecho de propiedad del dueño sobre los esclavos, se exhortará a los amos cristianos: – a reducir el número de esclavos y a mejorar las condiciones de vida de los que tenían (cf. Clemente de Alejandría, Stromata IV,19 o Cipriano, A Demetriano 8); – a que traten a sus esclavos como un buen paterfamilias (Ambrosio de Milán, Carta 2,31); – procurando evitar cualquier tipo de crueldad (Agustín de Hipona, Exp. Ep. ad Gal. 54); – hay incluso familias cristianas que llegan a acoger a sus esclavos en la propia tumba familiar. Los esclavos y esclavas convertidos a la nueva fe eran acogidos en las comunidades cristianas, formando parte de las mismas: podían parti-
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cipar en las asambleas, recibir los sacramentos y acceder a los diferentes ministerios casi en igualdad de condiciones a las personas libres: El canto de los salmos unía la voz de jóvenes y viejos, de ricos y po bres, de hombres y mujeres, de esclavos y libres. El profeta habla, contestamos todos, y todos cantamos juntos. Aquí no hay amos que griten y esclavos que guarden silencio, ricos que hablen y mujeres a quienes no se oiga: todos, compartiendo una misma felicidad, ofrecemos el común sacrificio, la común oblación; ese no es más ni menos que aquel; todos somos iguales en dignidad, y es una misma la oración que diferentes labios elevan al Creador (Juan Crisóstomo, De studio praesentium 2).
Como hemos visto antes, en torno al año 110, Plinio el Joven habla en una de sus cartas de dos esclavas cristianas que ejercían de ministrae (¿diaconisas?) de la comunidad. Y hacia el 150 conocemos la existencia en la comunidad de Roma de un antiguo esclavo, Hermas, autor de un texto clave para conocer dicha comunidad: el Pastor, cuyas reflexiones sobre este tema tienen una especial importancia (cf. Mand . 8,10 y Sem. 1,8; 9,28,8). Por estas mismas fechas tenemos testimonios literarios de dos escla vas que sufrieron martirio por defender su fe, alcanzando una altísima estima en la Iglesia: Blandina en Lyon y Felicidad en el norte de África (cf. Actas de los mártires, BAC, Madrid 1968, pp. 397-451 y 317-348). Hasta el filósofo pagano Celso habla del importante papel de los esclavos cristianos en la difusión de la Buena Nueva:
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Seguidamente aduce Celso [...]: «Nadie que sea instruido se nos acerque, nadie sabio, nadie prudente, (todo eso es considerado entre nosotros como males). No, si alguno es ignorante, si alguno insensato, si alguno inculto, si alguno tonto, venga con toda confianza. Ahora bien, al confesar así que tienen por dignos de su dios a esa ralea de
gentes, bien a las claras manifiestan que no quieren ni pueden persuadir más que a necios, plebeyos y estúpidos, a esclavos, mujerzuelas y chiquillos» (Orígenes, Contra Celso III,44 [también III,50]).
Lo mismo que muchos esclavos llevaban las cuentas de sus amos paganos por su fidelidad y sus conocimientos, podemos suponer que algunos de los que llevaban las cuentas de las comunidades cristianas (diáconos, sobre todo) procediesen de la esclavitud. Un ejemplo de ello lo tenemos en Calixto I, antiguo esclavo que llegó a ser obispo de Roma entre el 217 y el 222. Jerónimo comenta, a finales siglo IV , que las filas del clero están repletas de antiguos escla vos (Carta 82). En pleno siglo IV , Basilio de Cesarea y Gregorio de Nacianzo ordenaron obispo en Capadocia al esclavo de una noble rica llamada Simplicia, que pidió la devolución de su esclavo, amenazando incluso con ir a juicio. La respuesta de Basilio fue tan contundente (cf. Carta 115) que la dueña retiró momentáneamente su exigencia, pero a la muerte de Basilio volvió a la carga. La contestación de Gregorio de Nacianzo no tiene desperdicio: Si reclamas como esclavo tuyo a nuestro colega en el episcopado no sé cómo podré contener mi indignación. ¿Crees que honras a Dios con las limosnas que repartes, cuando te esfuerzas en privar de un sacerdote a la Iglesia? Si tu reclamación está, como me dicen, inspirada en el cuidado de tus intereses pecuniarios, recibirás la compensación debida, porque no entra en nuestro propósito que perjudique a los amos su dulzura y su bondad. Si quieres aceptar mi consejo, no cometas una acción que no será justa ni honrada; no desprecies nuestras leyes pidiendo auxilio y acogiéndote a otras extrañas; nos perdonas el haber obrado acaso con precipitación en este asunto, y es preferible para ti una derrota honrada a una victoria injusta, que solo obtendrías resistiendo al Espíritu Santo (Carta 79).
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Desde los inicios del cristianismo las esclavas cristianas ejercieron de diaconisas, viudas y ascetas, recibiendo el velo de la virginidad lo mismo que sus dueñas: Si tus siervas quieren consagrarse contigo a la virginidad, no adoptes con respecto a ellas modales ni costumbres de ama. Tenéis el mismo esposo, cantáis juntas los salmos y juntas recibís el cuerpo de Cristo, ¿por qué, pues, establecer diferencias? (Jerónimo, Carta 22).
Con respecto al matrimonio de los esclavos, el propio Calixto fue el primero dentro de la Iglesia en autorizar, en contra de las leyes romanas de este tiempo, el matrimonio de mujeres libres con libertos y hasta con esclavos, considerándolo coniugium (matrimonio legal y sagrado) y no contubernium (unión ilícita, cf. Hipólito, Refutatio 9,12). Por este mismo tiempo la Tradición apostólica considera que la esclava concubina que se ha mantenido fiel a un solo hombre puede ser admitida al catecumenado (cc. 14-16). Y en el siglo IV , las Constituciones apostólicas van a defender la legitimidad del matrimonio entre esclavos o entre personas esclavas y libres: Si el esclavo tiene un amo cristiano, y este amo, sabiendo que su esclavo vive desordenadamente, no le proporciona esposa y, de la misma manera, no busca un marido a la esclava, será excomulgado... Si el esclavo admitido al bautismo tiene mujer, o la sierva tiene marido, de be enseñársele a contentarse uno con otro; si son casados, que aprendan a no vivir en la impureza y que se unan en legítimo matrimonio (VIII,32,13).
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Basilio de Cesarea considera que una esclava que vive con un hom bre después de ser liberada su unión se convierte en matrimonio (cf. Carta 199,40.49) y Juan Crisóstomo afirma que los esclavos tienen poder marital sobre sus esposas y paternal sobre sus hijos (cf. Comentario a la Carta a los Efesios XXII,2).
Para entender la novedad de esta práctica acerca del matrimonio de los esclavos, hay que tener presente que en la legislación romana el concubinato con una esclava o esclavo podía romperse si lo decidía el dueño o la dueña del esclavo; que en tiempos de Constantino los hijos de esta unión pasaban a ser esclavos, lo mismo que la mujer (cf. Código de Teodosio 4,12), ampliándose después a pena de muerte para la mujer libre y esclavo (cf. Código de Justiniano 9,3,1). De hecho las leyes de los emperadores cristianos del siglo IV seguían afirmando que el matrimonio entre esclavos no era legítimo y sus hijos eran considerados como «hijos naturales». Incluso en los cementerios, mientras los sepulcros paganos distinguían claramente entre esclavos y libres, en los enterramientos cristianos esta diferencia es prácticamente imperceptible, y hasta podemos encontrar tumbas de esclavos en sepulcros mejores, algo particularmente visible en el caso de los esclavos y esclavas que por su martirio han sido considerados «libres» e incluso reciben culto (siendo incluidos en las listas de mártires junto con nombres más «ilustres»), como expresa con asombro el sofista pagano Eunapio: [Los cristianos] honran como a dioses a hombres castigados con el mismo suplicio, y se prosternan entre el polvo y la basura delante de sus sepulcros. Llaman mártires, diáconos, árbitros de las plegarias, a esclavos infieles que sufrieron el látigo, que llevaron en su cuerpo las cicatrices de los castigos impuestos a sus crímenes, y las huellas de su infamia (Vitae sophistarum, VI. Vita Aedesii, 11,9).
Hasta en la predicación se cuida la presencia de los esclavos, ofreciéndoles modelos ejemplares que guiaran sus vidas (José sobre todo) y la conducta a seguir: Tened confianza: el soberano Juez no hace acepción de personas; no prefiere a los doctos ni a los ignorantes, a los ricos ni a los pobres: aun-
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que estés ocupado en el trabajo del campo, te cogerán los ángeles. No creas que el celeste Juez recibirá al propietario de la tierra y a ti, agricultor, te dejará. Seas esclavo o pobre, no tengas cuidado; el que tomó forma de esclavo no habrá de despreciar a los esclavos... El que desde la servidumbre y el calabozo elevó a José a la suprema jerarquía, te rescatará a ti también de tus aflicciones, para conducirte al reino de los cielos. Ten confianza, trabaja, combate con denuedo: nada de lo que hagas será olvidado (Cirilo de Jerusalén, Catequesis XV,23).
A partir del siglo IV asistimos a un cambio de tendencia en la Iglesia sobre la esclavitud, y así algunos Padres de este período consideran la esclavitud como fruto de la codicia (cf. Juan Crisóstomo, Comentario a la Carta a los Efesios XXII,2), que ha dividido en dos la humanidad (cf. Gregorio de Nacianzo, Poem. Th. II,36); e incluso en un pensador tan especulativo como Gregorio de Nisa encontramos una de las más duras críticas a esclavitud en la Antigüedad, cuestionando desde su raíz el derecho del amo sobre el esclavo: Poseo, suele decirse, esclavos y siervas nacidos en la casa. ¡Qué vano orgullo y qué estúpida arrogancia! Esta frase es un grito de insurrección contra Dios. Cuando condenáis a esclavitud a un hombre, por naturaleza libre y dueño de sí mismo, seguís una ley contraria a la de Dios. A aquel a quien Dios hizo dueño de la tierra y a quien dio vida para que mandase, lo sometéis vosotros al yugo de la esclavitud, vulnerando el precepto divino. ¿Es que habéis olvidado cuáles son los límites de vuestro poder? Ese poder se circunscribe a los seres irracionales. ¿Por qué, olvidando lo que os fue entregado en servidumbre, os revolvéis contra el que por naturaleza es libre, relegándolo a la condición de los animales? ¡Poseo esclavos y siervas! Decidme: ¿En cuánto los habéis comprado? ¿Qué habéis encontrado en el mundo que valga lo que un hombre? ¿Qué precio habéis puesto a la razón? ¿En cuántos óbolos ha béis valorado la imagen de Dios? Dios ha dicho: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza». Al que fue hecho a semejanza de
Dios, al que recibió de Él poder sobre todas las cosas de la tierra, decidme, ¿quién podría venderlo, y quién comprarlo? ¿Es que el esclavo y el amo difieren en algo? ¿Dejarán los dos de convertirse en polvo cuando mueran? ¿No serán juzgados por el mismo Dios? ¿No habrá para ellos un cielo igual o igual infierno? Siendo, pues, este ser humano vuestro semejante, yo os pregunto: ¿qué título de superioridad podéis invocar para consideraros amo suyo? Ser humano tú mismo, ¿cómo puedes llamarte amo de otro ser humano? (Sobre el Eclesiastés 4).
Y es que las comunidades cristianas no se contentan con criticar la esclavitud (como lo habían hecho algunas corrientes filosóficas, como el estoicismo), sino que desde sus inicios van a poner en práctica una serie de medidas para ayudar a mejorar la situación de los esclavos, entre las que destaca su liberación. Así, en torno a los años 90, la Primera Carta de Clemente de Roma a los Corintios [1 Clem. desde ahora] cuenta que miembros de la comunidad cristiana de Roma se habían hecho esclavos para rescatar a otros, y con el dinero de su venta, ayudaban a otras personas (cf. 55,2). No obstante Ignacio de Antioquía, hacia el año 110, se muestra cauteloso contra este tipo de actuaciones por parte de la comunidad, no solo porque podría dejarlas sin fondos, sino para evitar las con versiones interesadas: No desprecies a los esclavos, sean hombres o mujeres. Pero no permitas que estos se engrían, sino que sirvan más fielmente para la gloria de Dios, para que puedan obtener una libertad mejor de Dios. Que no deseen ser puestos en libertad a expensas del pueblo, para que no sean hallados esclavos de su codicia (Carta a Policarpo 4,3).
Aunque la liberación de los esclavos fue ampliamente aconsejada dentro del cristianismo (cf. Clemente de Alejandría, Stomata II,18 y
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Cipriano, Carta 60), no es sino a partir del siglo IV cuando esta práctica se generaliza. Juan Crisóstomo (cf. Comentario a 1 Cor 3,7) y Agustín (Sermón 31,5) van a ser algunos de los máximos exponentes de esta tendencia, y así en algunos epitafios cristianos de los siglos IV y V suele ser habitual leer: «Rescató a los cautivos». Asimismo iglesias y monasterios empleaban parte de sus ingresos para esta manumisión, en la que llegaron incluso a vender objetos litúrgicos (cf. Ambrosio de Milán, De off. II,18,28 y Sócrates, HE VII,2). En la polémica entre el pagano Símmaco y el cristiano san Ambrosio, el obispo de Milán dice: «¡Que los paganos enumeren los cautivos que liberaron, los dones que hicieron a los pobres, los socorros que ofrecieron a los desterrados!» (Carta 18). A comienzos del siglo V , una noble cristiana muy rica, Melania la Jo ven, concedió la libertad a la mayoría de sus esclavos (unos ocho mil según la Vida de Melania 34). Y los testimonios podrían seguir multiplicándose, aunque no deja de ser contraproducente que la propia Iglesia (clero e instituciones eclesiales) sigan teniendo escla vos en este tiempo. El cristianismo viene de este modo a continuar, ampliar y perfeccionar una práctica común en la Antigüedad: la liberación de esclavos con motivo de la muerte de sus dueños, por testamento, cuando ya no era útil o estaba enfermo, para no tener que cuidarlo, práctica a la que intentaron poner freno, sin conseguirlo, las leyes.
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De aquí la preocupación de los Padres de la Iglesia para evitar que con la libertad los esclavos cayesen en una situación peor (cf. Juan Crisóstomo, Comentario a 1 Tim XVI,2, basándose en Dt 15,13-14: «Cuando lo dejes libre, no lo dejarás marchar con las manos vacías, sino que le darás generosamente dones... de los bienes con que el Señor te haya bendecido»).
En este sentido son muy iluminadores los numerosos testimonios de los generosos dones y regalos a los esclavos liberados para que pudieran llevar una vida digna. En el Acta de san Juan y Pablo leemos que el cónsul Galicano liberó a cinco mil esclavos en la ciudad de Roma, distribuyendo entre ellos sus campos y casas, y a este ejemplo podían sumarse los de san Jorge de Capadocia, santa Aglae, santa Eufrasis y muchos más. Juan Crisóstomo responde así a los que decían que tenían esclavos como un acto de caridad, para evitar su desgracia: «Si poseyerais tan gran número de esclavos por caridad, no los emplearíais tanto en serviros, sino que después de haberlos comprado, les enseñaríais los oficios necesarios para ganarse la vida, y luego los dejaríais nue vamente libres» (Comentario a 1 Cor 40,5). Dentro de esta práctica de liberación de los esclavos hay que colocar lo que se conoce como manumisión in ecclesiam, que podría tener uno de sus orígenes en una ley constantiniana de 316 que concedía a los dueños la facultad de liberar a sus esclavos en las iglesias, estando presentes los sacerdotes y el pueblo, que se completa con otra del 321 donde se declaraba que la liberación religiosa de los esclavos tenía la misma validez que las otras formas legales, e incluso bastaba solo con la voluntad del sacerdote (cf. Código de Teodosio 4,7,1). Conservamos un formulario de este acto pronunciado por el amo ante la asamblea cristiana presidida por el obispo, habitualmente los domingos, sobre todo el de Pascua. Su lectura resulta conmovedora: Quiero ser para mi esclavo lo que deseo que sea Dios para mí. Por eso pido a vuestra beatitud que conceda el derecho de ciudadanía romana a Geroncio, cuyas condiciones excepcionales de fidelidad, virtud y honestidad he tenido ocasión de apreciar. Más que autor, quiero ser testigo de esta manumisión. La manera que ha tenido de
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servirme demuestra que no es de naturaleza servil: no le concedo la libertad, sino que se la devuelvo únicamente. Antes de poseer el nom bre de libre, lo ha merecido. Le agradezco, pues, la libertad, de la cual se ha mostrado digno por su vida ejemplar. Pido a esta asamblea que, por la acción de la Iglesia, sea relevado de toda inferioridad y pueda por siempre gozar del derecho de ciudadanía romana y del peculio que le dejo, sin disminuirlo en nada. Sería inicuo retirarle parte de la pequeña fortuna que logó acumular poco a poco, lejos de hacerlo, prometo aumentársela más tarde con más liberalidades (Enodio, Petición por la que fue absuelto Geroncio, hijo de Agapito, Patrología Latina [PL desde ahora] LXIII,258).
El influjo cristiano va a ser patente en el mundo de la esclavitud, y así a comienzos del siglo IV Constantino va a dictar una serie de medidas para mejorar las condiciones de vida de los esclavos: se prohíbe hacerles una marca en la cara, el castigo de la cruz, separar a los padres esclavos de sus hijos, el rapto de esclavas cristianas y la venta de esclavos cristianos a dueños no cristianos, al tiempo que se considera homicidio el asesinato de esclavos por parte de sus amos. Sin embargo, no todo fue tan maravilloso y contracultural, y así a mediados del siglo III , la Tradición apostólica , al hablar de los que piden el ingreso en el catecumenado, dice: Se les preguntará [luego] sobre su estado de vida: ¿tiene una mujer?, ¿es esclava? Si alguno fuera esclavo de un fiel, y su amo lo permite, él escuchará la palabra. Pero si su amo no atestiguara a su respecto diciendo que es bueno, será rechazado. Si su amo fuera pagano, se le enseñará a serle agradable para no ser calumniado por él (c. 15).
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De hecho, a la hora de ordenar a un esclavo como sacerdote, la norma común (con algunas excepciones, como hemos visto en el caso del esclavo de Simplicia) era que no se llevaba a cabo la ordenación si antes no había sido liberado por el amo (cf. Constituciones apostó-
licas VIII,73), decisión que fue ratificada por los papas León y Gela-
sio, así como numerosos concilios de los siglos IV , V y VI. En este mismo sentido el concilio de Calcedonia (451) autoriza a los esclavos a hacerse monjes, siempre que sus amos lo permitan (canon 4). Y sumándose a ello el canon 5 del concilio de Elvira (hacia el 303), decreta que una mujer que azote a su criada produciéndole la muerte debe ser condenada a siete años de penitencia (que se rebajará a cinco si no tenía intención y desaparecerá si la esclava muere después de tres días de la agresión). Lo mismo podemos decir en el caso de que un esclavo muriese por flagelación de su amo, pues el flagelo era prueba de que no se tenía intención de matar (cf. Código de Teodosio 9,12,1). El propio Agustín afirmará que los esclavos que se comporten mal deben ser azotados por sus propios dueños ( La ciudad de Dios 19,16), aunque lo considera como una limosna con carácter pedagógico (cf. Sobre la fe, la esperanza y la caridad 72). No obstante, ha bla de esta manera tan maravillosa de la esclava de su madre: Esta [santa Mónica] alababa mucho menos el celo desplegado por su propia madre en su educación que el que demostró una esclava de mucha edad, que en otro tiempo llevó en brazo a su padre cuando era niño. El agradecimiento, unido al respeto que inspiraban su vejez y la santidad de sus costumbres, le conciliaron en aquella casa cristiana una gran consideración por parte de sus amos. Por eso le confiaron el cuidado de sus hijas, deber que cumplía con extrema vigilancia: prudente y discreta en las lecciones que daba, sabía emplear un santo vigor cuando precisaba corregirlas. Así, por ejemplo, excepto a la hora de la comida, que era muy frugal y hacían en la mesa de sus padres, no consentía, por grande que fuera su sed, que bebieran ni siquiera un vaso de agua. Preveía y temía las consecuencias de esta mala costum bre, y les decía estas sabias palabras: «Ahora solo bebéis agua, porque
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no podéis beber otra cosa; pero mañana os casaréis, y seréis dueñas de la bodega y de la despensa. Entonces preferiréis el vino, y contraeréis el hábito de beber» ( Confesiones IX,8).
Y el propio Paulino de Nola habla así de su antiguo esclavo Víctor: Me ha servido, sí, me ha servido: ¡desgraciado de mí por haberlo soportado! Fue esclavo de un pecador; él, que no era esclavo del pecado; y yo, indigno, me he dejado servir por un servidor de la justicia... Todos los días quería, no solo lavarme los pies, sino limpiarme las botas. Yo he venerado a nuestro Señor Jesucristo en mi hermano Víctor, humilde es el corazón mismo del Señor ( Carta 23).
3. Pobres
Todas las sociedades consideran a algunas personas como necesarias e importantes –y por lo tanto las colocan en los espacios más visibles: son «los famosos»– mientras que a otras las valoran como prescindibles, quedando reducidas al ámbito de la invisibilidad social, casi siempre antesala de la exclusión y marginación posteriores. En la Antigüedad grecorromana los pobres formaban parte de este último colectivo (los invisibles): no es que no existieran; de hecho constituían la inmensa mayoría de la población, pero no nos ha llegado casi ningún testimonio de ellos/as. Esto se debe, en parte, a que la práctica totalidad de los escritos de la Antigüedad han sido compuestos por miembros del estamento dominante, o allegados a ellos, y porque, además, los pobres no entraban dentro de su perspectiva ni pertenecían a sus prioridades personales ni sociales.
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No deja de ser significativo a este respecto la pobreza lingüística del latín en relación con el mundo de los pobres, donde la palabra pauper
sirve para designar prácticamente a todo tipo de «pobre», en comparación, por ejemplo, con la riqueza semántica del hebreo, donde tenemos las palabras: ‘ebyon (pobre considerado como mendigo), dal (pobre en cuanto débil), misquen (dependiente), ‘anî (pobre económico), ‘anaw (humilde), râs (pobre social), y muchas otras con parecido significado. Sin embargo, dentro de este grupo de personas necesitadas habría que diferenciar entre los denominados «pobres» ( penêtes en griego) y los «indigentes» ( ptôjoi en griego). Los «pobres» tenían un traba jo que les permitía vivir, aunque austeramente, un techo bajo el que poder cobijarse y una familia de la que formaban parte y en la que se sentían acogidos, y además podían comer todos los días, aunque fuera muy frugalmente. A los «mendigos o indigentes» les faltaban estas cosas, lo que los situaba en una situación de total indefensión y exclusión social, agudizadas por la falta de mecanismos sociales de integración. Esta situación se agravaba todavía más en las ciudades, donde las redes sociales quedaban a veces muy deterioradas y los pobres se hacina ban en espacios insalubres. A pesar de que los pobres constituían la inmensa mayoría de la sociedad de aquel tiempo (las cifras que se barajan en la actualidad los sitúan entre el 80-90% del total de la población), no se sabe con certeza cuántos de ellos estarían dentro de los «pobres» y cuántos dentro de los «indigentes», aunque podemos pensar en este último caso en un 20-30% de la población, dependiendo de las circunstancias. Juan Crisóstomo plantea, por el contrario, la siguiente división, no exenta de una cierta exageración retórica, para Antioquía a finales del siglo IV : Hay un diez por ciento de ricos, otro diez por ciento de pobres, y el resto de estamentos intermedios. Dividamos, pues, entre los necesi-
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tados toda la muchedumbre de la ciudad y veremos cuán grande es nuestra vergüenza. Porque, sí, los extraordinariamente ricos son pocos; pero los que a estos siguen en riqueza son muchos, y los pobres, a su vez, muy inferiores en número a estos. Y, sin embargo, a pesar de que hay tantos que pudieran alimentar a los hambrientos, muchos se acuestan con hambre, no porque los que tienen no pudieran con facilidad socorrerlos, sino por la crueldad e inhumanidad de los mismos. Porque, si los muy ricos y los que a estos siguen se repartieran entre sí a los que necesitan un pedazo de pan y vestidos, apenas si a cada cincuenta y aun a cada cien ricos le tocaría un solo pobre (Comentario al evangelio de Mateo 66,3).
La respuesta ante esta situación de pobreza se basaba sobre todo en las redes sociales y familiares, cuando estas eran capaces, porque la sociedad de este tiempo no poseía ni la conciencia de que esta respuesta fuera precisa ni las instituciones necesarias para llevarla a la práctica. De hecho, en la mayoría de los casos se trataba de iniciativas particulares o remedios muy parciales que intentaban paliar las consecuencias más graves: alimentos distribuidos de manera gratuita por las autoridades, hospicios para acogida de niños huérfanos, atención a los enfermos en ciertos templos... Incluso en estos casos, las ayudas se les concedían por su condición de ciudadanos y no por el hecho de ser pobres, de ahí que la inmensa mayoría de los pobres quedaban excluidos de estas ayudas.
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Por tanto, el cuidado por el pobre en cuanto tal no existió en la Antigüedad grecorromana, pues este se encontraba dentro de los espacios de invisibilidad e inexistencia que esta sociedad había generado. Los actos de benevolencia y caridad hacia los pobres son en su mayor parte actos aislados y encuadrados dentro de la preocupación por el pueblo en general (los ciudadanos).
Frente a este comportamiento, habitual en la sociedad grecorromana, el cristianismo, en continuidad con su matriz judía, donde los pobres gozaban de una especial predilección por parte de Yahvé, y sobre todo con la vida y la práctica de Jesucristo, impensable sin esta estrecha relación con el mundo de los pobres, va a tener una intensa preocupación por los pobres: comenzando por hacerlos visibles y eliminando la caracterización negativa con que eran contemplados habitualmente, siguiendo con la lucha en el ámbito ideológico contra las causas que daban lugar a esas situaciones de injusticia y marginación, y finalizando con la creación de una serie de prácticas de acogida y protección de los más necesitados (viudas, huérfanos, extranjeros, enfermos...), aspecto este último que veremos en el capítulo siguiente. 3.1. Hacer visibles a los pobres
En sus inicios el movimiento cristiano va a estar compuesto fundamentalmente por miembros del estamento inferior, muchos de los cuales estaban situados en el umbral de la pobreza, que encuentran en la persona y el proyecto de Jesús el sentido de sus vidas y de su historia. Tanto el lenguaje que se utiliza en las comunidades cristianas como las prácticas que se desarrollan en ellas, así como las personas entre las que se propaga este movimiento, tienen su humus vital en el mundo de los pobres, que no solo son objeto de atención, sino su jetos activos del nuevo movimiento. En los escritos cristianos que conservamos de este período, sobre todo aquellos nucleares (evangelios), destacan varios aspectos en este sentido: en primer lugar el lenguaje es sencillo, fácilmente com-
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prensible, muy popular, con una serie de recursos que lo hacen muy atrayente para la gente sencilla (parábolas, milagros, narraciones breves...), pues como dice un conocido médico del siglo II: La mayoría de la gente no es capaz de seguir con la mente un discurso demostrativo continuo, y por esto deben ser enseñados con pará bolas. Así, vemos a nuestro alrededor a los llamados cristianos que buscan su fe únicamente en parábolas y en milagros (traducción ára be de la obra de Galeno, De sententiis politiae platonicae).
Los pobres no solo aparecen con naturalidad en estos relatos, sino que son sus protagonistas principales. Además son contemplados, en oposición a la cultura dominante, con una mirada muy positiva: Jesús, al que se considera como uno de ellos, se dirige en sus acciones sobre todo a los pobres, con la finalidad de ayudarlos y acercarlos al Padre, e invita a sus seguidores a imitar este comportamiento. Los rituales fundamentales que configuran el movimiento cristiano (bautismo, eucaristía) han nacido en este ambiente popular y son fácilmente asimilables por cualquier miembro del estamento inferior. El hecho de que se lleven a cabo en las casas de los propios miembros de la comunidad, las relaciones de fraternidad que allí se establecen (del que pueden ser un buen signo tanto el empleo del término «hermano/a» para designarse entre sí como el beso ritual con que se saludan, el ósculo de la paz), el espíritu de solidaridad que allí se respira, y multitud de otros gestos, animan todavía más a los pobres a unirse a este grupo, en contraste con las distancias sociales, étnicas y de género que configuraban aquellas sociedades, donde los pobres no tenían ni lugar ni parte.
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Tan evidente es esta composición de las comunidades que hasta los de fuera contemplan al cristianismo como un movimiento de po bres y desarrapados, de aquí muchas de las críticas a las que los so-
meten (cf. Celso y Luciano de Samosata). Sin embargo, las comunidades cristianas no niegan a esta acusación, sino que la llevan a gala, convirtiéndose a partir de este momento en uno de los signos distintivos del nuevo movimiento. Un escritor cristiano del siglo II llegará a decir: Entre nosotros, no son los ricos los únicos que cultivan la filosofía, sino que también los pobres disfrutan gratuitamente de la enseñanza; pues lo que viene de Dios no puede compensarse con presentes del mundo. Nosotros, pues, acogemos a todos los que quieren escuchar, ya sean señoras ancianas ya sean jovencitas; en una palabra, todas las edades son honradas por igual entre nosotros; pero alejamos de nosotros toda clase de impurezas (Taciano, Orat. 32).
3.2. Lucha en el ámbito ideológico contra las causas que daban lugar a esta injusticia y marginación
La marginación a que eran sometidos los pobres de la Antigüedad grecorromana tenía sus raíces en multitud de ideas que conforma ban el tejido de esta cultura y que legitimaban la situación, considerándola como «natural» o «normal». Por eso el movimiento cristiano, desde sus inicios, tuvo que hacer frente a estas ideas, cuestionándolas, y ofreciendo alternativas en su lugar. La Antigüedad grecorromana consideraba natural que la sociedad estuviera dividida en dos grupos: el de los miembros del estamento superior, una reducidísima minoría dirigente que tenía en sus manos el poder, la riqueza y la más alta valoración social, y los miem bros del estamento inferior, el resto de la población bajo el dominio de esta minoría, dentro del cual podemos diferenciar, en un primer momento, entre las personas libres y las esclavas, a las que en multi-
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tud de ocasiones no se consideraba seres humanos; y en un segundo lugar, entre aquellas que podían vivir de su propio trabajo (po bres) y las que necesitaban de los demás para subsistir (indigentes). No solo se veía normal esta división sino también el hecho de que los miembros del estamento superior tuvieran estos privilegios y fueran considerados por encima del resto e incluso favorecidos por los dioses, porque así lo había querido la fortuna, que había establecido esta división como algo intocable e inmutable. Quien se opusiera a esta división no solo rompía el orden social, sino que atacaba el orden natural querido por la divinidad. Las primeras comunidades cristianas van a cuestionar desde sus raíces esta división al considerar que el Dios de Jesucristo, y por lo tanto Jesús mismo, tiene una especial predilección por aquellas personas menos valoradas socialmente (pobres e indigentes, esclavos, mujeres, niños...). Dios no solo deja de legitimar teológicamente esta división sino que impulsa a luchar contra ella. Es más, invita a los miembros del estamento superior a poner sus bienes y sus vidas al servicio de esta tarea. Lo importante a partir de ahora no va a ser el grupo social al que se pertenezca, sino la común condición de hijos e hijas de Dios, hermanos en Cristo. Este ideal fundacional entró en conflicto desde muy pronto con la realidad, y en multitud de ocasiones fue silenciado o manipulado, pero continuó siendo la fuente de la que bebieron multitud de personas y grupos.
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Estrechamente conectado a este proyecto igualitario, con la finalidad de concretarlo y personalizarlo, se encuentra la importancia que adquiere el Evangelio como norma de vida (no solo para ciertas personas sino para todos los creyentes, no solo para momentos determinados sino para toda la existencia).
De esta forma el cristianismo ofrece un modelo de vida alternativo a los ya existentes, que se vive no solo de manera individual, sino también colectiva –en sus diferentes espacios: familia, amigos, comunidad, Iglesia– y que además está refrendado por un acontecimiento de carácter cósmico y universal: la venida del Cristo y el juicio final a que dará lugar. Es de aquí donde le nace la necesidad de compartir los bienes, que ya podemos descubrir a finales del siglo I en la Didajé , como un de ber específico de los cristianos: «No rechazarás al necesitado, sino que compartirás todo con tu hermano y de nada dirás que es tuyo propio. Pues si compartís los bienes inmortales, ¿cuánto más en los mortales?» ( Did. 4,8). Clemente de Alejandría, a finales del siglo II , en una obra clave para este tema, ¿Pueden los ricos salvarse? (Quis dives salvetur?), plantea que esta comunión de bienes es no solo una obligación sino un mandato divino (c. 13) y una de de las formas de poner en marcha el Reino de Dios (c. 33). La presencia de Cristo en los pobres, que tiene una de sus más bellas expresiones en Mt 25,31-46, se va a convertir en una constante en el cristianismo primitivo: «La viuda [cf. Lc 21,3-4] aun en su limosna es viuda porque, puesto que si todo lo que se da se destina a viudas y huérfanos, ella da lo que debía recibir, para que comprendamos el castigo que está reservado al rico avaro, ya que con este ejemplo ni los pobres están libres de dar limosna, y para que entendamos que esta limosna se da a Dios y que todo el que la practica contrae méritos para con Dios» (Cipriano, Sobre las buenas obras y la limosna 15). Es más, los pobres van a convertirse en maestros de vida (por eso se encuentra a las entradas de las Iglesias, para servir de ejemplo; cf.
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Juan Crisóstomo, Comentario a 1 Tes 11,4) y hasta se transforman en verdaderos patronos nuestros ante Dios (cf. Paulino de Nola, Carta 13,11). Debemos tener presente, sin embargo, que en los siglos I y II la ayuda a los pobres va a ser bastante limitada por las necesidades de las propias comunidades y la escasez de recursos que suponía el reducido número de cristianos. Sin embargo, a partir de inicios del siglo III y, sobre todo, durante el siglo IV , la Iglesia va a desarrollar una multitud de iniciativas de cara a la ayuda e integración de los pobres. Así, en los dos primeros siglos los recursos para ayudar a los pobres provienen fundamentalmente de las limosnas que se recogían en las eucaristías (bien en metálico, bien en especie) y, en algunas comunidades, de ciertas cotizaciones fijas muy parecidas a las existentes en el judaísmo, como diezmos y primicias. Las donaciones fuera de este espacio son muy extrañas, aunque conocemos casos. El gestor fundamental de estos donativos va a ser el presidente u obispo, que delega casi siempre esta función, así como las acciones relacionadas con los bienes materiales, en el diácono. La Iglesia aparece más bien como una familia extendida y su actividad se centra sobre todo en las familias que componen la propia comunidad, especialmente las más vulnerables: viudas, huérfanos, sin trabajo, enfermos, etc. (cf. Tertuliano, Apol. 39,6). Un ejemplo típico de este comportamiento lo tenemos en la obra de Hermas, un laico cristiano de mediados del siglo II en Roma:
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Escucha ahora lo que de estas [virtudes] se sigue: redimir de sus necesidades a los huérfanos y necesitados, redimir de sus necesidades a los siervos de Dios, ser hospitalario (pues en la hospitalidad se da alguna vez la beneficencia), no resistir a nadie, ser tranquilo, hacerse uno el más pobre de todos los hombres, venerar a los ancianos, ejer-
citar la justicia, conservar la hermandad, soportar la insolencia, consolar a los enfermos del alma, no rechazar de la fe a los que han padecido escándalo, sino tratar de convertirlos y darles ánimo; corregir a los que pecan, no atribular a los deudores y necesitados, y todo lo demás que a esto se asemeje ( Pastor. Mand. 8,10).
Es en el siglo III y, sobre todo, en el siglo IV cuando asistimos a un cambio sustancial en la actividad de las comunidades cristianas con respecto a los pobres. Se dispone de una considerable cantidad de dinero fruto de las limosnas que se entregan, sobre todo en contexto eucarístico, a las que hay que añadir un creciente número de donaciones, especialmente de algunos miembros del estamento superior como: Fabiola y Pammaquio (cf. Jerónimo, Carta 66,5), Paula (ibíd., 108,5), Melania la Joven y su marido Piniano (cf. Geroncio, Vida de santa Melania 9), Olimpia y Paulino de Nola, por poner algunos ejemplos. Este dinero está además centralizado en la persona del obispo que, aunque sigue disponiendo de diáconos y otros colaboradores en estas tareas, se comporta como un patrono local con los sacerdotes que de él dependen (a los que en ciertos casos paga su salario) y la comunidad a la que preside. De él se espera que se comporte como un noble benefactor que ayuda a los miembros más desvalidos de la comunidad no solo con la entrega de dinero y alimento sino con su influencia. Esta centralización da lugar a que se potencie, más que la ayuda directa al pobre o necesitado, su gestión por medio de los servicios comunitarios. Un modelo de este funcionamiento lo tenemos en la persona de Cipriano de Cartago: No omita vuestro celo los cuidados para los pobres igualmente, como ya muchas veces he escrito, a aquellos, se entiende, que han per-
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manecido firmes en la fe y, combatiendo valerosamente con vosotros, no han abandonado el campo de Cristo. A estos, por cierto, en tales circunstancias, les hemos de prestar mayores servicios de caridad, ya que ni la pobreza los ha abatido ni la furia de la persecución los ha derribado, sino que, conservándose fieles servidores del Señor, han dado, además, un ejemplo de fidelidad a los demás pobres ( Carta 12,2).
La Iglesia va a tener como principal dificultad para realizar esta tarea caritativa las graves persecuciones que sufre durante todo el siglo III , pero a partir de Constantino va a contar incluso con la ayuda y el fa vor imperial, lo que le permite ampliar considerablemente su campo de acción a partir del siglo IV con la creación de una inmensa red de atención a los necesitados, especializada en cada una de las situaciones de marginación: – la comunidad eclesial dispone a partir de mediados del siglo IV de una gran riqueza solo comparable a la del emperador y además está exenta de impuestos; – dispone de un gran número de personas, la mayoría de ellas con una gran preparación y sólida vocación –muchos de los obispos más dedicados a los pobres como Basilio de Cesarea, Juan Crisóstomo, o Agustín de Hipona, han tenido una experiencia monástica previa–, dispuestas a trabajar por las necesidades de los pobres desde el Evangelio; – y una organización que se ha ido gestando a lo largo de muchos años y en unas condiciones extremas.
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Por eso no es extraño que en el período posterior a Constantino encontremos prácticas como la venta para los pobres de objetos litúrgicos valiosos en caso de una grave necesidad, defendida y practicada no solo por Cipriano y Ambrosio de Milán, sino por mu-
chos otros obispos occidentales y orientales, lo mismo que la costumbre de dividir los ingresos en cuatro partes (una para el obispo, otra para el clero, otra para el mantenimiento de los edificios y otra para cáritas). De hecho, a finales del siglo IV la Iglesia de Antioquía atendía a más de 3000 necesitados, a finales del siglo VI e inicios del VII la lista de personas atendidas en Roma ocupa todo un libro de registros y en Alejandría estamos hablando de un número superior a los 7500. En síntesis, la configuración de las comunidades cristianas como casafamilia dio como resultado no solo la búsqueda de unas relaciones más fraternas e igualitarias sino también una especial preocupación y sensibilidad hacia los miembros más desprotegidos y vulnerables –incluso los de fuera–, a los que se ha va hacer visibles, situándolos en el centro de las comunidades y conectando estrechamente el comportamiento con el necesitado al seguimiento de Jesús y la experiencia de Dios, algo inusitado en la Antigüedad grecorromana, si excluimos el judaísmo. Esta misma preocupación por la persona necesitada va a dar lugar a un combate en el plano ideológico contra las causas que daban lugar a esta injusticia y marginación, descubriendo que los pobres no solo no están «olvidados» por Dios y por la historia, sino que son sus favoritos y aquellos a los que va dirigido de manera preferente el Evangelio. Pero además el cristianismo puso en marcha una amplia serie de iniciativas de todo tipo para intentar solucionar sus problemas y dar sentido a sus vidas, integrándolos en las comunidades cristianas, como vamos a ver en el siguiente capítulo.
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Una casa-familia donde se acoge a los más necesitados y se da sentido a sus vidas CAPÍTULO 2
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as iniciativas que las comunidades cristianas pusieron en marcha para acoger a los más necesitados muestran una gran creatividad, capaz de acoger prácticas ya existentes de ayuda a los pobres, pero dándoles un sentido nuevo y profundizando en sus posibilidades solidarias. De esta manera la caridad se va a convertir no solo en una referencia en torno a la cual gira buena parte de la vida comunitaria (sacramentos, ministerios, reflexión teológica, oración...), sino en un medio privilegiado de evangelización, como destaca un sociólogo de la religión americano actual, Rodney Stark: El cristianismo revitalizó la vida en las urbes grecorromanas proporcionando nuevas normas y nuevos tipos de relaciones sociales capaces de lidiar con muchos y urgentes problemas urbanos. En ciudades llenas de vagabundos y desposeídos, el cristianismo ofreció tanto caridad como esperanza. En ciudades abarrotadas de forasteros y extraños, ofreció una base inmediata para establecer lazos y adhesiones personales. En ciudades llenas de huérfanos y viudas, el cristianismo ofreció un sentido de familia más amplio. En ciudades desgarradas
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por la violencia y las disputas étnicas, el cristianismo ofreció una nue va base para la solidaridad social... Y en núcleos urbanos enfrentados a epidemias, incendios y terremotos, el cristianismo ofreció atenciones y cuidados efectivos (R. Stark¸ La expansión del cristianismo. Un estudio sociológico, Trotta, Madrid 2009, p. 149).
1. Acogida a los pobres y más necesitados Cuando la Escritura quiere hablar de los grupos más necesitados utiliza una expresión típica: «Pobres, viudas, huérfanos (y emigrantes)», aunque a veces dice simplemente «pobres» para englobar a todos. El cristianismo va a continuar con esta manera de expresarse, incluyendo en esta realidad a otros grupos sociales, como los enfermos, los extranjeros y los encarcelados. Así lo expresa Arístides a mediados del siglo II: [Los cristianos] no desprecian a la viuda, ni entristecen al huérfano; el que tiene, le suministra abundantemente al que no tiene. Si ven a un forastero, lo acogen bajo su techo y se alegran con él como con un verdadero hermano. Porque no se llaman hermanos según la carne, sino según el alma ( Apol. 15,7).
Dado que en el capítulo anterior hemos visto a los «pobres» de manera genérica, en este capítulo nos centraremos en algunas expresiones particulares de la pobreza, sabiendo que en realidad nos referimos al mismo grupo, pero ahora contemplado en diferentes situaciones. 1.1. Viudas y huérfanos
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En la Antigüedad ser viuda suponía en la inmensa mayoría de los casos, salvo para los miembros del estamento superior, pasar a la con-
dición de pobre, cuando no de indigente. La muerte del marido lle vaba consigo la desaparición de los ingresos económicos, pues los trabajos realizados por la mujer estaban mucho peor pagados, suponía salir del espacio doméstico que les estaba socialmente asignado, abandonar a sus hijos y verse reducidas a situaciones degradantes, sobre todo cuando el regreso a la familia paterna, convertida en una carga, no era posible; pero también suponía la pérdida de toda vinculación social y la vulnerabilidad de no tener a nadie que la defendiera frente a las presiones a que era sometida, por lo que en muchos casos la única salida era volver a casarse de nuevo, cuando se podía, la prostitución o verse reducidas a estados cercanos a la esclavitud. Las comunidades cristianas, desde el inicio, van a contar en su seno con multitud de viudas: así hacia el 170 d.C. Luciano de Samosata, uno de los críticos más incisivos del cristianismo, se sorprende por el importante papel que ocupan las viudas y los huérfanos en la comunidad cristiana (cf. La muerte de Peregrino 12). Aunque habitualmente se les proponía a las viudas volverse a casar, en otros casos no era así, por lo que desde muy pronto se van a establecer una serie de medidas para ayudar a las viudas (pobres) como podemos descubrir en Hch 6,1-7, 1 Tim 5,3-16 y sobre todo en Sant 1,27 («el verdadero culto cristiano consiste en socorrer a los huérfanos y las viudas»), que quedan al cargo y protección de la comunidad. Tanto Ignacio de Antioquía ( A Policarpo IV,1) como el propio Policarpo (Carta a los Filipenses 4,3) y Hermas («los obispos, además, protegieron incesantemente con su ministerio a los necesitados y a las viudas», Pastor. Sem. IX,27) consideran esta atención a las viudas y los huérfanos fundamental para la vida cristiana, lo que le sirve a Arístides para ponerlo como ejemplo frente al comportamiento de los paganos (cf. Apol. 15,7).
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La Carta a las vírgenes, de la segunda mitad del siglo II , confiaba este cuidado especialmente a las vírgenes: «Es hermoso y útil el visitar a los huérfanos y a las viudas, sobre todo a las que son pobres y tienen muchos hijos» (I,12), lo mismo que Tertuliano a inicios del siglo III: «Los primeros beneficiarios del socorro de la caridad mutua son los confesores de la fe, los pobres, las vírgenes y las viudas» ( Sobre las prescripciones de los herejes 41,8). A mediados del siglo III , bajo el papa Cornelio (251-253), la comunidad cristiana de Roma tenía a su cargo 1500 viudas y necesitados (cf. Eusebio de Cesarea, HE VI,43,11), cifra realmente sorprendente si tenemos en cuenta que esta comunidad no contaba probablemente con más de 50.000 fieles por este tiempo. En esta misma línea de ayuda a las viudas debemos situar ciertos ágapes cristianos donde se convidaba a las viudas: Si se invitara a las viudas a una comida, ellas serán de edad madura y regresarán a sus casas al caer la tarde. Si por el cargo que desempeña [el clérigo], no puede recibirlas, les ofrecerá el alimento y el vino; ellas regresarán, entonces, y lo comerán en su casa como más les agrade (Tradición apostólica 30).
En el siglo V , por lo menos en Egipto, las viudas llegaron a tener un edificio dedicado a ellas: «También allí estará la casa de las viudas que se dice que tienen precedencia de asiento» ( Testamento de nuestro Señor I,19).
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No era mucho mejor la situación de los huérfanos en la sociedad de aquel tiempo pues, a lo que hemos visto en el caso de las viudas, se unía la indefensión y desvalimiento que le añaden su tierna edad. Excepcionalmente conocemos algún caso, como el de Plinio el Jo ven que, a inicios del siglo II , se preocupó por la situación jurídica de estos niños y niñas, o la del emperador Trajano, que organizó una
serie de servicios para atenderlos, aunque no en el caso de que fueran esclavos (cf. Plinio del Joven, Panegírico 25-27). Pero la mayoría de ellos, cuando su madre no podía atenderlos o la familia no los acogía, eran abandonados, lo mismo que los hijos no deseados, a la exposición de niños, cuyo destino habitual era la muerte o la esclavitud, cuando no la prostitución. Las comunidades cristianas no solo condenaron durísimamente la exposición de niños, sino que además llevaron a gala que entre los cristianos los huérfanos no quedaban desatendidos, como entre los paganos: «Evitamos además la exposición de los niños, por temor de que, al no ser recogidos algunos de los expósitos, vengan a morir y seamos nosotros reos de homicidio» (Justino, 1 Apol. 29). De hecho los huérfanos se convirtieron en una de las preocupaciones fundamentales de la comunidad cristiana. Desde muy pronto pusieron en marcha una serie de medidas para acoger a estos niños y niñas huérfanos. Así, en el año 202, a la muerte de la mártir Perpetua, su hijo pequeño es acogido por su propia familia (cf. Pasión de Perpetua y Felicidad 3), mientras que el hijo de Felicidad, la esclava que da a luz en la propia prisión, es adoptado por una cristiana de la comunidad (ibíd., 15). Y en la Didascalia leemos:
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Si alguno de los cristianos queda huérfano –sea muchacho o muchacha–, es bueno que alguno de los hermanos que no tenga hijos adopte al muchacho como hijo; a la muchacha la adopte quien tenga un hijo varón, y cuando haya llegado el tiempo, se la dé como su mujer, para que su obra llegue a su cumplimiento en el servicio de Dios (II,17,1,1).
Es más, el obispo, considerado como padre de los que están sin padre, tiene en los huérfanos una de sus principales responsabilidades comunitarias:
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Vosotros obispos, tomad, pues, la carga de que [los huérfanos] sean atendidos de tal manera que nada les falte. Y, cuando ya haya llegado el tiempo a la muchacha, dadla a un varón entre los hermanos; pero el muchacho, cuando haya crecido, debe aprender un oficio y, cuando sea adulto, ganar el salario que corresponda a su oficio..., para que así no resulte fatigoso a la caridad de los hermanos que le fue concedida sin segundas intenciones y sin hipocresía (ibíd.).
Después de la paz constantiniana, la Iglesia creará centros específicos de acogida para los niños huérfanos (orphanotrophia). Así Fa biola y Pammaquio colaboran para la creación en Roma de un hospicio (Jerónimo, Carta 77,10) y Paula en Belén (íd., Carta 66,14). 1.2. Extranjeros
Uno de los espacios donde la casa-familia cristiana se muestra más abierta e inclusiva es con la hospitalidad o la acogida del extraño/extranjero , presente en todas las culturas y con una gran importancia en el mundo mediterráneo antiguo. De hecho la hospitalidad es una de las prácticas sociales más valoradas por el Antiguo y el Nuevo Testamento desde una doble perspectiva: como deber de acogida al extranjero/necesitado (dimensión ética) y como presencia de Dios en el huésped y bendición-recompensa para la persona que acoge (dimensión teológica). Ambas perspectivas están estrechamente unidas. De ahí que los ejemplos de Abrahán y Lot (Gn 18-19), Rebeca (Gn 24,15-28), Ra jab (Jos 2,1-11), Zaqueo (Lc 19,1-9), Simón (Mc 14,3-9), Marta y María (Lc 10,38-42) sean considerados como modelos a seguir.
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Desde los inicios del movimiento cristiano la hospitalidad se verá como un mandato del Señor que imita los mejores ejemplos bíbli-
cos (cf. Mt 10,11-15 y sobre todo Mt 25,35): «Fui extranjero y me acogisteis». Esta práctica va a ser una de las características más peculiares de las comunidades cristianas primitivas, convirtiéndose en una institución que posibilitaba a los primeros misioneros itinerantes tener una plataforma desde donde poder comenzar la evangelización al tiempo que ponía en contacto a los miembros de las diferentes comunidades locales o iglesias, permitiéndoles una gran movilidad geográfica (algo muy importante sobre todo en ciertas profesiones: artesanos, comerciantes, funcionarios, etc.). De aquí las abundantes recomendaciones sobre la hospitalidad que encontramos (cf. Rom 12,13; 1 Tim 5,10; Tit 1,8; Heb 6,10; 13,2; 1 Pe 4,9). Cuando en la Antigüedad un cristiano o una cristiana emprendía un viaje, sabía que iba a ser acogido por las comunidades que encontrara en su camino. La hospitalidad se encuentra conectada desde el comienzo con la idea de los cristianos como extranjeros residentes, «sin papeles» (cf. Lc 24,8; Hch 7,29; 13,17; 1 Pe 1,17; 2,11; Ef 2,19; Heb 11,9), cuya auténtica patria es el cielo (cf. Flp 3,20; Heb 13,14). La venida más o menos inminente del Mesías impedía a las comunidades cristianas asentarse de manera definitiva en cualquier lugar y les permitía desligarse de uno de los principales vínculos de la Antigüedad, la atadura al espacio, sustituida en gran medida por las relaciones fraternas entre los miembros de una misma ekklesía. La renuncia a considerar como «patria» el lugar donde se vive se compensa por una apertura de horizontes vitales que les abre a la posibilidad de poder recibir acogida en cualquier lugar donde hubiera una comunidad cristiana. Una confirmación de la importancia de la hospitalidad en los orígenes cristianos la tenemos en el hecho de que aparezca de manera
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clara en los dos textos cristianos más antiguos fuera de canon: la Didajé y la Primera Carta de Clemente de Roma a los Corintios , dinámica que continuará en los siglos posteriores. Así en la Didajé aparece un tipo particular de hospitalidad, la acogida de los misioneros itinerantes, algo que ya aconsejaban los evangelios, pero en este caso con la particularidad de que establece unas reglas de discernimiento sobre cómo debe ser esa acogida: Así pues, el que venga para enseñaros todo cuanto ha sido dicho anteriormente, recibidlo. Pero si el que enseña, cambiando, enseña otra enseñanza para destruir, no lo escuchéis. Pero [si es] para acrecentar la justicia y el conocimiento del Señor, recibidlo como al Señor... Que todo apóstol que venga a vosotros sea recibido como el Señor. Pero no permanecerá sino un día, y si tuviera necesidad, incluso otro. Pero si permanece tres [días] es un falso profeta. Y cuando salga que el apóstol no reciba nada excepto pan, mientras va de camino. Pero si quiere establecerse entre vosotros, estando en un oficio, que trabaje y coma. Y si no tiene un oficio, proveed según vuestra inteligencia para que un cristiano no viva ocioso entre vosotros. Y si no quiere actuar de esta manera, es un traficante de Cristo. Guardaos de estos ( Didajé 11,1-2.4-6; 12,3-5).
Pocos años después la hospitalidad ( filoxenía , «amor al extranjero» en griego) aparece de nuevo en 1 Clem. como una de las virtudes características de esta comunidad, algo debido no solo a su privilegiada situación geográfica (Corinto era paso obligado de muchas rutas marítimas), sino sobre todo a su generosidad y acogida. Abrahán, Lot y Rajab se van a convertir en los modelos de cómo debe ser esta acogida, a la que Dios responde siempre con una bendición:
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Por la fe y la hospitalidad le fue dado a [a Abrahán] un hijo en la ve jez, y por la obediencia lo ofreció a Dios en sacrificio sobre uno de los montes que le mostró (1 Clem. 10,7).
Por su hospitalidad y piedad, Lot fue salvado de Sodoma, cuando toda la comarca en torno a él fue juzgada por el fuego y el azufre (ibíd., 11,1). Por su fe y hospitalidad se salvó Rajab la prostituta. Pues, cuando Josué, el hijo de Nave, envió espías a Jericó, el rey de aquella tierra supo que habían venido a espiar el país y envió hombres para detenerlos y, una vez detenidos, matarlos. Ahora bien, la hospitalaria Rajab, que los había acogido, los ocultó en la azotea bajo unos rastrojos de lino. Se presentaron los que venían de parte del rey y dijeron: «En tu casa han entrado los espías de nuestra tierra; sácalos, pues así lo manda el rey». Ella contesto: «En efecto, los hombres que buscáis entraron en mi casa, pero se fueron enseguida y van de camino», al tiempo que les señalaba la dirección contraria (ibíd., 12,1-4; cf. Jos 2,1-11).
La hospitalidad no desapareció con el final de los misioneros itinerantes, sino que continuó siendo una de las prácticas cristianas más valoradas. Así Ignacio de Antioquía está continuamente alabando en sus escritos la acogida tan entrañable de que había sido objeto camino de su martirio en Roma. Lo que sí va a cambiar va a ser la forma de llevar a cabo esta acogida. Aunque en los inicios inicio s era toda la comunidad la que qu e acogía al huésped, que se hospedaría en la casa donde se reunía la iglesia local (ha(ha bitualmente la casa del líder comunitario), con el paso del tiempo ciertas personas se encargaban más específicamente de esta tarea: viudas, obispos y familias acomodadas. Como las mujeres eran las principales responsables de la hospitalidad, pronto pasó a ser un ministerio encomendado a ciertas viudas (cf. 1 Tim 5,10). También los obispos, ayudados por los diáconos y diaconisas, desde muy pronto serán los encargados de esta acogida, como vemos a mediados el siglo II en la comunidad de Roma:
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Los que creyeron del monte décimo, donde había árboles que som breaban a unas ovejas, son: obispos y gentes hospitalarias (filoxenoi) , (filoxenoi) , que en todo tiempo acogieron gustosos a los siervos de Dios en sus casas sin hipocresía (Hermas, Pastor. (Hermas, Pastor. Sem. 9,27).
En el siglo III y para la zona siria leemos la siguiente recomendación: Que [el obispo] extienda su mano para dar, que atienda a los huérfanos y a las viudas, así como a los pobres y a los peregrinos los peregrinos;; que viva entregado a su ministerio, que lo cumpla fielmente, que sea trabajador, que no se ruborice y que sepa quién es el que más necesidad tiene de recibir ( Didasc ( Didasc . 4,4,1).
En ciertas comunidades, sobre todo las más grandes, la hospitalidad va a estar financiada por po r la caja comunitaria (cf. Justino, 1 Apol. 67 y Tertuliano, Apol. 39), con el paso del tiempo fueron las personas acomodadas, sobre todo mujeres cristianas, las que solían acoger a los huéspedes, hasta que en el siglo IV creció tanto el número, sobre todo con motivo de las peregrinaciones, que las comunidades cristianas se vieron obligadas a crear edificios especiales para la acogida, las llamadas «casas de extranjeros»(xenodochia) , que el obispo encargaba a algún presbítero para su gestión. Así, a mediados del siglo V leemos: «La iglesia tendrá cerca de ella una hospedería donde el protodiácono acogerá a los peregrinos», Testamento de nuestro Señor I,19. Y a finales del siglo V , Pammaquio fundará en Roma un centro de acogida de peregrinos (cf. Jerónimo, Carta 66,11).
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Dadas las ventajas de esta hospitalidad no es de extrañar que algunas personas intentasen aprovecharse de las comunidades locales (como falsos misioneros itinerantes). Por ello desde el inicio van a ponerse en marcha determinados remedios contra esos abusos como las normas sobre cómo deben ser acogidos los cristianos que apare-
cen en la Didajé , las cartas de presentación presentación (litterae comunicatoriae) firmadas por el obispo que los peregrinos debían llevar consigo o pequeñas láminas de metal o trozos de cerámica (tesserae hospitalis) que debían completar o reconocer en la comunidad de origen. Aun así, todavía en el 303 el concilio concilio de Elvira seguía intentando poner freno a esta práctica fraudulenta, y en el 394 el concilio de Nimes denunciaba la existencia de falsos clérigos orientales que vivían a expensas de las comunidades galas. Y no son los únicos casos que conocemos. Hay que decir, sin embargo, que aunque la hospitalidad fue un elemento clave en la configuración del cristianismo primitivo, no siempre se llevó a cabo de la manera más adecuada como muestran Heb 13,2; 1 Pe 4,9 y 1 Clem. Algunas causas de este comportamiento las podemos encontrar en: – las disputas y rivalidades que existieron entre diferentes grupos o corrientes cristianas como vemos en las cartas segunda (cf. 2 Jn 1,10-11) y tercera de Juan (cf. 3 Jn 1,5-8.10, texto durísimo); el propio Ignacio de Antioquía llegará a escribir: Yo hago de centinela por vosotros contra esas fieras en forma humana, a las que es menester que no solo no las recibáis entre vosotros, sino que, de ser posible, ni aún debéis toparos con ellas. Lo único que os cabe es que recéis por ellos, por si se convierten, cosa difícil por cierto ( A los Esmirnenses 4,1; cf. Cipriano, Carta 75,25);
– el paso de una Iglesia Iglesia organizada organizada en torno al oîkos, una casa habitada donde sería más fácil la hospitalidad, a unas comunidades cristianas que se reúnen en la domus Dei o domus ecclesiae, es decir, un edificio sin habitar, dedicado a las reuniones y celebraciones, donde se haría más difícil la hospitalidad, proceso pro ceso que podemos intuir en la primera carta de Pedro y la carta a los Hebreos;
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–el elevado coste que suponía la hospitalidad, especialmente en las comunidades de grandes ciudades como Roma, Alejandría, Antioquía, Éfeso o Corinto, así como la baja extracción social de muchos miem bros de las comunidad comunidades es cristiana cristianass de este período período o la presenci presenciaa de falsos predicadores itinerantes que vivían a costa de la generosidad comunitaria (cf. Luciano de Samosata, La muer muerte te de Peregr Peregrino ino 12-13). A pesar de todo la hospitalidad ha sido una de las prácticas cristianas mejor valoradas, hasta tal punto que ocupa un papel clave en el monacato y tendrá su continuidad en la Edad Media. 1.3. 1.3. Enferm Enfermos os
En una sociedad acostumbrada a que la muerte y la enfermedad estuvieran presentes en todos los espacios, estamentos y edades, y donde no había forma de controlar la enfermedad, la salud ocupaba el primer lugar en la lista de las preocupaciones cotidianas. Ante ella solo cabían dos do s alternativas: recurrir a los dioses dio ses para que devolvieran la deseada salud por medio de oraciones y ofrendas o acudir a los médicos –no del todo fiables además de carísimos, por lo que solo los ricos podían pagarlos– y curanderos de todo tipo. La mayoría recurría a ambos (dioses y médicos-curanderos), pero esto no mejoraba mucho los resultados. El cristianismo va a proponer una tercera alternativa: considerar al Padre y a su Hijo Jesús como los únicos que concedían la auténtica salud-salvación –tanto la palabra griega, sotêría como la latina salus tienen este doble sentido– y acompañar a la persona enferma, ayudándole a sobrellevar esta difícil situación.
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Esta presencia se consideró tan importante que desde el inicio se transformó en uno de los signos distintivos de los creyentes en Jesús
(«estaba enfermo y me visitasteis», Mt 25,36.39), en un Jesús que había curado a ciegos y paralíticos, y había puesto sus manos sobre los leprosos, manifestando de este modo el amor salvador-sanador de Dios, haciendo del enfermo un prójimo y hermano. Es dentro de este contexto donde debe comprenderse la actitud de las primeras comunidades cristianas ante la enfermedad: aunque los obisob ispos tenían entre sus principales tareas la atención y el cuidado de los enfermos, de hecho eran las viudas, junto con los diáconos, diaconisas y las vírgenes vírgenes –en –en la medida medida en que el diaconado diaconado fue rituali ritualizán zándose dose y clericalizándose– las personas encargadas realmente de este servicio. En una cultura donde las mujeres y los esclavos eran las personas encargadas de la atención a los enfermos, no extraña que este cuidado fuera llevado a cabo por mujeres –viudas, diaconisas y vírgenes–, aunque tiene un cierto toque contracultural el hecho de que esta terea fuera llevada a cabo por varones como los diáconos. No tanto si pensamos que muchos de estos eran esclavos o libertos y el hecho de que las funciones diaconales son las propias del esclavo. 1)El diácono se encargaba de averiguar qué persona estaba enferma y la mejor manera de atenderla, atenderl a, llevándoles además la eucaristía y la ayuda económica (cf. Justino, 1 Apol. 67,6). Así en dos textos del siglo III leemos:
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Cada diácono, con los subdiáconos, estará asiduamente cerca del obispo. Ellos le indicarán los fieles que están enfermos, a fin de que, si agrada la obispo, él los visite, pues da vigor y reconforta a un enfermo que algún sacerdote lo recuerde (Tradición apostólica 34).
Y también: El número de los diáconos será proporcionado al de la multitud de fieles de la Iglesia para que puedan conocer y socorrer a cada uno.
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Prestarán a todos los servicios de los que tienen necesidad, tanto a las personas ancianas y sin fuerzas, como a los hermanos y a las hermanas que están enfermos. La mujer [diaconisa] se ocupará activamente del servicio de las mujeres y el hombre, diácono, del servicio de los hombres ( Didasc. III,16,13).
Todavía en el siglo V el Testamento de nuestro Señor ordenaba al diácono «buscar en las hostelerías para ver si encontraba algún enfermo o pobre, o si hay algún enfermo abandonado» (II,34). 2)También las viudas se encargan, junto con la hospitalidad y la oración, de realizar «buenas obras» (cf. 1 Tim 5,10), entre las que no cabe excluir, sino más bien incluir, la atención a los enfermos y enfermas. Más adelante, la Didascalia va a establecer que las viudas y las diaconisas se ocupen de un modo especial de las mujeres po bres y enfermas: El ministerio de las diaconisas te es también necesario para determinadas cosas. En las casas de los paganos en las que habitan mujeres fieles, es necesario que sea la diaconisa la que vaya allí y visite a las mu jeres enfermas, para que les abastezca de lo que les es necesario y lave a las personas débiles que salen de la enfermedad (III,16,13).
3) En un escrito de finales del siglo II atribuido a Clemente de Roma se encarga el cuidado de los enfermos a las vírgenes: De este modo hemos de acercarnos al hermano o hermana enfermos, y visitémosles de la manera que conviene hacerlo: sin engaño y sin amor al dinero, sin alboroto, sin garrulería y sin obrar de manera ajena a la piedad, sin soberbia, y con el ánimo abatido y humilde (Pseudo-Clemente, Carta a las vírgenes XII,4 y 6).
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Pero el cristianismo no se conformó con la atención personalizada a los enfermos, lo que ya era muy importante en este tiempo, sino que creó además una serie de medios para integrarlos en la socie-
dad. Así, dentro de la liturgia, los exorcismos tenían, entre otras funciones, una profiláctica: preservar al creyente de toda enfermedad y ayudarle a enfrentarse a ella, lo mismo que hay ciertos enfermos –epilépticos, disminuidos psíquicos, depresiones profundas– excluidos de todo espacio social que participaban en la eucaristía (energoumenoi). Y, en este mismo campo, es al cristianismo al que debemos atribuir la creación de los hospitales, una institución pú blica dedicada a los enfermos que no existió como tal hasta la llegada de las comunidades cristianas. La actitud de Jesucristo ante los enfermos y la fe en la resurrección fueron sin duda claves para comprender la libertad y al mismo tiempo la servicialidad que los primeros cristianos tuvieron de cara a la enfermedad, algo que sin duda fue muy útil en momentos críticos como epidemias y catástrofes, donde las comunidades cristianas mostraron por lo general un comportamiento generoso y heroico, en contraste con la cobardía o el sálvese quien pueda de buena parte de la población pagana. Así, en la peste que asoló Alejandría en el 259, el obispo de aquella ciudad, Dionisio, escribe: En todo caso, la mayoría de nuestros hermanos, por exceso de su amor y de su afecto fraterno, olvidándose de sí mismos y unidos unos con otros, visitaban sin precaución a los enfermos, los servían con abundancia, los cuidaban en Cristo y hasta morían contentísimos con ellos, contagiados por el mal de los otros, atrayendo sobre sí la enfermedad del otro y asumiendo voluntariamente sus dolores. Y muchos que curaron y fortalecieron a otros, murieron ellos trasladando a sí mismos la muerte de aquellos y convirtiendo entonces en realidad el dicho popular, que siempre parecía de mera cortesía: «Despidiéndose de ellos humildes servidores». En todo caso, los mejores de los nuestros hermanos partieron de la vida de este modo, presbíteros (algunos), diáconos, y laicos, todos
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muy alabados, ya que este género de muerte, por la mucha piedad y la fe robusta que entraña, en nada parece ser inferior incluso al martirio. Y así tomaban con la palma de sus manos y en sus regazos los cuerpos de los santos, les limpiaban los ojos, cerraban sus bocas y, aferrándose a ellos y abrazándolos, después de lavarlos y envolverlos en sudarios, se los llevaban a hombros y los enterraban. Poco después recibían ellos mismos cuidados, pues siempre los que quedaban seguían los pasos de quienes los precedieron. En cambio, entre los paganos fue al contrario: incluso apartaban a los que empezaban a enfermar y rehuían hasta a los más queridos, y arro jaban a moribundos a las calles y cadáveres insepultos a la basura, intentando evitar el contagio y compañía de la muerte, empeño nada fácil hasta para los que ponían más ingenio en esquivarla (Eusebio de Cesarea, HE 7,22,7-9.19; cf. ibíd., IX,8,13-14 donde describe en mismo comportamiento en otras epidemias).
El sociólogo Rodney Stark considera este comportamiento con los enfermos como uno de los factores que contribuyeron al crecimiento del cristianismo primitivo, no solo por la atracción que esta actitud supuso por parte de resto de la población (preferible pertenecer a un movimiento que en momentos de especiales dificultades acude en tu ayuda que a otros que te abandonan cuando más lo necesitas), sino incluso porque demográficamente este cuidado de los enfermos contri buyó a una menor tasa de mortalidad de los cristianos en una sociedad donde estas situaciones se repetían de manera casi cíclica (cf. R. Stark, La expansión del cristianismo..., Trotta, Madrid 2009, pp. 81s). 1.4. Presos
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La preocupación por los que sufren prisión a causa del Evangelio forma parte de la identidad cristiana desde los orígenes (cf. Mt
25,36; Flp 1,16s; Hch 28,16), y de ello nos da buena muestra la carta a los Hebreos en 10,32-36. Por estas mismas fechas encontramos el siguiente testimonio en Clemente de Roma: «Sabemos que entre nosotros muchos se han entregado a las cadenas para rescatar a otros; muchos se han vendido por esclavos y con el precio de su li bertad han alimentado a otros» (1 Clem. 55,2). Y a inicios del siglo II , Ignacio de Antioquía, preso, fue recibido como un auténtico héroe por cada una de las comunidades en las que hizo escala durante su viaje hacia el martirio camino de Roma, y él mismo critica justamente a los docetas que no se preocupen por los cristianos en prisión (cf. A los Esmirnenses 6,2). Una mente tan sarcástica y crítica como la del pagano Luciano de Samosata no deja de sorprenderse y admirarse de los medios que los primeros cristianos ponen en marcha para ayudar a uno de los suyos cuando está en prisión: Prendido por esta razón [anuncio del Evangelio], Proteo fue a dar con sus huesos en la cárcel, cosa que le granjeó mayor aureola aún para las otras etapas de su vida y con vistas a la fama de milagrero que tanto anhelaba. Pues bien; tan pronto estuvo preso, los cristianos, considerándolo una desgracia, movieron cielo y tierra para conseguir su libertad. Al fin, como esto era imposible, se procuró al menos proporcionarle cuidados y no precisamente al buen tuntún, sino con todo el interés del mundo. Y ya desde el alba podía verse a las puertas de la cárcel una verdadera multitud de ancianos, viudas y huérfanos, e incluso los jerarcas de su secta dormían con él en la prisión, previo soborno de los guardianes. Luego eran introducidos toda clase de manjares, se pronunciaban discursos sagrados y el excelente Peregrino (pues todavía llevaba este nombre) era calificado por ellos de nuevo Sócrates.
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Es más: incluso desde ciertas ciudades de Asia llegaron enviados de las comunidades cristianas para socorrer, defender y consolar a nuestro hombre. Porque es increíble la rapidez que muestran tan pronto se divulga un hecho de este tipo. Y es que (para decirlo con sus propias palabras) no tienen bienes propios. Y ya tienes que va a parar a los bolsillos de Peregrino, procedentes de manos de esas gentes, una gran suma de dinero en razón de su condena; con ello le ayudaron, y no poco, monetariamente ( La muerte de Peregrino 12-13).
Se trata de una preocupación por los encarcelados a causa del Evangelio que corrobora el propio Tertuliano a principios del siglo III en uno de sus escritos dedicados a los mártires: Bienaventurados testigos de Cristo, vais a ser matados en seguida, cuando la Iglesia nuestra madre se preocupa de aportaros los alimentos necesarios para sustentaros, enviando a vuestros hermanos a vuestra prisión, para participar con vosotros del fruto de sus trabajos, dejadme que yo pueda sostener vuestras almas (Tertuliano, A los mártires 1).
Desde muy pronto, finales del siglo II o inicios del siglo III , la atención a los presos cristianos va a ser una de las funciones de los diáconos. Así son diáconos los que visitan a Perpetua, Felicidad y sus compañeros en la cárcel para celebrar con ellos un ágape, que sustituye a la coena libera concedida a los condenados (cf. Pasión de Perpetua 2,7). Y a mediados del siglo III leemos en la Didascalia:
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Rescatad a los siervos, a los esclavos, a los prisioneros, a los que son conducidos por la fuerza, a los que son condenados injustamente, bien sea a los juegos del circo, bien sea a las minas, al destierro, al anfiteatro, o a los que se encuentran afligidos. Que los diáconos acudan junto a ellos, que los visiten a todos, que les distribuyan lo que les haga falta (IV,18,9).
Esto no quita que Tertuliano lo considere como uno de los deberes de la mujer cristiana casada, junto con la visita a los enfermos, algo que sin duda no permitiría un marido no cristiano (cf. Tertuliano, A su esposa 2,4), y que la Didascalia lo vea como una obligación de todo cristiano: Ayudad, con gran solicitud y mucha paciencia, a vuestros miembros: a los fieles que son detenidos, encarcelados y encadenados por el poder inicuo como si fueran criminales; hacedlo para arrancarles de las manos de quienes obran el mal. Si alguien que se les acerca es detenido al mismo tiempo y tratado inicuamente a causa de su hermano, bienaventurado es por haber sido llamado cristiano, por haber confesado al Señor y por vivir en la presencia de Dios. Si alguien se acerca a los que han sido encadenados por el nombre del Señor y es detenido juntamente con ellos, bienaventurado es por haber sido considerado digno de tal compañía (V,20,2).
Si los cristianos en prisión son objeto de una especial atención por parte de las comunidades cristianas, en el caso de que esta prisión sea con vistas al martirio hace que las cárceles se conviertan en auténticos lugares de peregrinación y su cuidado en algo sagrado: No apartéis los ojos del cristiano que, por el nombre de Dios, a causa de su fe y de su caridad, hubiere sido condenado al anfiteatro o a las fieras, o a las minas; antes bien, como fruto de vuestro trabajo y del sudor de vuestra frente, enviadle alimentos y hacedle llegar dinero para los guardianes que lo custodian, a fin de que sea tratado con atención, reciba cuidados, y para que vuestro bienaventurado hermano no se encuentre completamente afligido ( Didasc. V,20,1).
Por esta misma época Cipriano nos cuenta cómo algunas iglesias de la zona de Cartago han reunido una gran cantidad de dinero (solo la comunidad de Cartago ha reunido 100.000 sestercios) para poder pagar el rescate por unos cristianos secuestrados por bandidos:
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Esta comunidad de hermanos, pensando todo esto [rapto de hom bres, mujeres y niños]..., y reflexionando con pena sobre ello, todos con prontitud, de buena voluntad y generosamente, han aportado subsidios en dinero para los hermanos, dispuestos siempre al unísono con la firmeza de su fe a toda empresa de Dios, pero en estas circunstancias todavía más encendidos, con espectáculo tan doloroso, para las obras de salvación. Pues diciendo el Señor en su evangelio: «Estuve enfermo y me visitasteis» (Mt 25,36), cuánto más dirá prometiendo mayor recompensa: «Estuve cautivo y me rescatasteis». Y diciendo además: «Estuve en la cárcel y me visitasteis» cuánto más ha de decir: «He estado en la cárcel y cautividad y encerrado y encadenado en los bárbaros y me librasteis de aquella cárcel y esclavitud», cuando viniere el día del juicio en el que habéis de recibir el premio (Carta 62,3).
Basilio de Cesarea atribuye este mismo comportamiento a la comunidad de Roma con respecto a Capadocia (cf. Carta 70) y Am brosio de Milán nos habla de que la Iglesia se había gastado grandes sumas de dinero en la liberación de los cristianos hechos prisioneros por los bárbaros (cf. Carta 18,16). Esta práctica se mantendrá como una constante a lo largo de la Antigüedad cristiana y dará lugar en la Edad Media a la creación de una orden religiosa dedicada a la redención de cautivos, la Orden de la Merced (fundada a comienzos del siglo XIII).
2. Personas dedicadas a la dimensión caritativa
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Aunque toda la comunidad cristiana es la encargada de la atención a los necesitados, como podemos ver en la Tradición apostólica , donde se preguntaba al candidato al bautismo: «¿Han honrado a las
viudas? ¿Han visitado a los enfermos? ¿Han hecho toda suerte de obras buenas?» (c. 20). Sin embargo desde el inicio podemos ver una serie de personas que están especialmente dedicadas a esta tarea caritativa como el obispo y el diácono (o la diaconisa), a los que vienen a sumarse las viudas y, con posterioridad, a partir del siglo IV , los monjes y monjas. 2.1. Los obispos y la atención al necesitado
Ya en las Cartas pastorales algunas de las características del perfil de los obispos se encuentran en estrecha relación con la función social y caritativa, como el hecho de que deba ser «hospitalario» y «desinteresado» (1 Tim 3,2-3; cf. Tit 1,7-8). Pero va ser el propio Ignacio de Antioquía el que le recuerde al obispo Policarpo que «no se abandone a las viudas. [Pues] después del Señor tú eres su valedor» (Carta a Policarpo IV,1). A mediados del siglo II contamos con dos testimonios de la comunidad de Roma sobre el papel caritativo de los obispos, el primero es de Hermas , y dice así: Estos obispos protegieron siempre, sin cesar, a los necesitados y a las viudas mediante su ministerio y llevaron siempre una conducta pura. Estos serán protegidos continuamente por el Señor. Los que hacen esto son gloriosos ante Dios, y su lugar está ya con los ángeles si permanecen hasta el fin sirviendo al Señor ( Pastor. Sem. 9,27,2-3).
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El segundo es de Justino, el cual, escribiendo sobre la eucaristía, al narrar las funciones del presidente, dice: Los que poseen bienes acuden en ayuda de los que están en la necesidad y todos nos prestamos asistencia mutua. Lo que se recoge se
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pone en manos del presidente, este asiste a los huérfanos, a las viudas, a los enfermos, a los indigentes, a los encarcelados, a los huéspedes extranjeros; en una palabra, socorre a todo el que está necesitado (1Apol. 67,6).
Alguien podría pensar que nos encontramos ante una función semejante a la que realizaban los patronos romanos con sus clientes, pero hay notables diferencias: – el presidente no lleva a cabo esta donación con sus propios bienes, sino con los que ha recibido de la comunidad; – aquellos a los que se hace entrega no son clientes obligados a proclamar el honor del benefactor, sino el de Dios y su Iglesia; – por último, ningún patrono querría tener semejantes clientes que, más que redundar en su fama, contribuirían a su descrédito. Más adelante, a mediados del siglo III , Cipriano va a sentir y vivir su episcopado en cierta medida desde una clave patronal, aunque moldeada por la experiencia del Evangelio. Desde aquí podemos leer la renuncia y distribución de sus riquezas (algo que fue haciendo a lo largo de su vida), la gestión de los bienes comunitarios a través de las limosnas y el influjo en la sociedad por medio de su acción. A destacar, en ese sentido, el importante papel que tuvo Cipriano durante la peste que asoló Cartago en el año 252, como nos cuenta en su obra Sobre la peste y especialmente en Sobre las buenas obras y la limosna , uno de los escritos que más han influido a lo largo de la historia de la Iglesia sobre la limosna y la caridad.
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Este «amor a los pobres» del obispo (cf. Constituciones apostólicas II,50) va a adquirir tanta importancia que se convertirá en una de las características fundamentales del perfil para su elección, como vemos a mediados del siglo III en la Didascalia:
Que [el obispo] extienda su mano para dar, que atienda a los huérfanos y a las viudas, así como a los pobres y a los peregrinos; que viva entregado a su ministerio, que lo cumpla fielmente, que sea trabajador, que no se ruborice y que sepa quién es el que más necesidad tiene de recibir (II,4,4).
Y también: Como buenos administradores de Dios, administrad bien, pues, todo cuanto es dado y entra en la Iglesia; administradlo para bien de los huérfanos y de las viudas, para bien de quienes pasan necesidad y de los peregrinos, sabiendo que Dios, que os ha confiado este cargo de administradores, es quien os pedirá cuentas del mismo (VIII,25).
Desde mediados del siglo III los obispos se van a encargar no solo de la atención a los pobres, sino de otras muchas necesidades sociales como el diálogo con la autoridad imperial, la promoción de obras cívicas, la atención a las penurias populares y muchas otras actividades que los convertirá en auténticos patronos locales con una gran influencia social en todos los campos. Así, aunque desde los inicios del cristianismo la dimensión caritativa es un componente fundamental del papel de los dirigentes comunitarios y los obispos, en el siglo IV asistimos a un florecer excepcional de un gran número de obispos –Basilio de Cesarea, Ambrosio de Milán, Juan Crisóstomo, Agustín de Hipona...– que, junto a otras dimensiones (teológicas, pastorales, litúrgicas, espirituales), destacan por su tarea social y caritativa. Me voy a centrar en dos que pueden servir como exponente del resto: Basilio de Cesarea y Juan Crisóstomo. La vida y la obra de Basilio de Cesarea (330-379) están estrechamente relacionadas con el mundo de los necesitados: procedente de una noble y adinerada familia, va a optar por una vida pobre al
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consagrarse primero a la vida monástica y después a la Iglesia local como presbítero y obispo, poniendo sus bienes al servicio de los necesitados. Pero no solo se contentó con esta experiencia personal, sino que puso sus dotes intelectuales al servicio de los pobres dedicando una serie de escritos a su defensa ( Homilías VI, VII y VIII sobre todo). Además puso en marcha una serie de actividades al servicio de los más necesitados entre las que destaca especialmente la construcción de un conjunto asistencial a las afueras de Cesarea, a la que más tarde se denominó Basilíada, donde podemos encontrar un comedor popular, un taller de artes y oficios, un hospital y un centro de acogida de inmigrantes (cf. Fernando Rivas Rebaque, Defensor pauperum. Los pobres en Basilio de Cesarea... [Bibliografía final]). Con Juan Crisóstomo (347-407) asistimos a un recorrido bastante parecido al de Basilio: monje, diácono, presbítero, obispo... La gran diferencia es que Juan es antioqueno y ha visto desde niño el papel clave que juega la dimensión social y caritativa de la Iglesia en una inmensa ciudad como era Antioquía en el siglo IV . Sabe de los pocos recursos que las autoridades civiles dedican a estos colectivos más desfavorecidos, especialmente en una gran ciudad, donde han perdido todas sus redes sociales, de la necesidad de que la Iglesia ponga en marcha sus potencialidades, anunciando la Buena Noticia no con palabras sino con hechos, de la importancia que tiene la organización cuando se trata de tantas personas, de la conveniencia de que personajes influyentes colaboren en estas tareas, y muchas otras cosas que ha aprendido en Antioquía.
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Por eso, cuando es nombrado obispo de Constantinopla va a poner en marcha una red caritativa muy parecida, intentando paliar la po-
breza de las masas necesitadas que poblaban la capital del Imperio, ante la despreocupación del emperador, de su corte y de la multitud de obispos que residían en la misma. Y en esta tarea contará con la inestimable colaboración de una mujer excepcional, Olimpia, que le ayudará no solo económicamente, sino poniendo a su servicio sus amistades, su influencia y su realismo práctico. No hay que excluir que su destierro se produjera por los celos y la animadversión, tanto de la corte como de otros obispos, aparte de por su postura valiente en la defensa de los pobres (sobre todo en multitud de homilías que predicó sobre la limosna). Sin embargo, aunque el obispo tenía un papel clave en las cuestiones relacionadas con la caridad, en las comunidades más amplias esta tarea va a ser realizada fundamentalmente por el diácono, el cola borador más cercano y estrecho del obispo, que va a tener en esta labor su campo fundamental de actuación. 2.2. Los diáconos y la caridad
La palabra diakonos, que en el mundo griego estaba asociada al ser vicio de las mesas, pasa a tener un sentido religioso en Flavio Josefo y el filósofo Epicteto, lo mismo que en algunas inscripciones griegas. En las primeras comunidades cristianas, esta palabra se utiliza con un doble sentido: por un lado los diáconos se encargan del servicio de las mesas (papel litúrgico), pero por otro lado tienen una función caritativa y social, estrechamente conectada a la eucaristía, que es el que vamos a ver en este apartado. Si exceptuamos Hch 6,1-6 (donde los nombrados para el servicio a las mesas, luego no realizan esta función, sino un papel evangelizador), la siguiente referencia a la función caritativa de los diáconos la
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encontramos en Ignacio de Antioquía, en torno al 110, que asocia el papel de los diáconos con la diaconía de Cristo (cf. A los Magnesios 6,1) al tiempo que continúa con el servicio a las mesas con alimentos y bebidas (cf. A los Tralianos 2,3). Policarpo de Esmirna (c. 135) enumera entre las características del diácono que sean «desinteresados y no avariciosos», al tiempo que «servidor de todos», lo que muestra su relación con los fondos comunitarios (cf. Carta a los Filipenses 11,1). Lo mismo que nos indica el Pastor de Hermas hacia el 150, cuando habla de diáconos que utilizaban los fondos comunitarios para beneficiarse de ellos (cf. Sem. IX,26,1-2). Incluso en textos apócrifos como los Hechos de Tomás vemos que los fieles «aportan mucho dinero para el servicio de las viudas. Pues las había reunido en las ciudades a todas y enviaba sus diáconos para lo necesario, ya se tratase de vestidos o de alimento» (c. 49). Va a ser, sin embargo, en los siglos III y IV cuando esta función social y caritativa de los diáconos aparezca de manera más clara. Así, mientras en Tertuliano los diáconos se encargan fundamentalmente de los fondos comunitarios, es Cipriano, a mediados del siglo III , el que nos da la visión más completa del papel de los diáconos: – visita a los que por causa de su fe se encuentran en prisión: a inicios del siglo III esta función ya la realizaban en la Pasión de Perpetua y Felicidad 3,7; 6,7; 10,1; – ayuda a los pobres e indigentes:
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Respecto al suministro de recursos, os ruego que nada falte, tanto a los que por confesar gloriosamente al Señor están en la cárcel, como a los que viéndose en pobreza y necesidad permanecen, no obstante, fieles al Señor; pues todo el dinero recogido ahí, está distribuido entre los miembros del clero para casos de este género, de manera que
haya muchos que puedan subvenir a las necesidades y apuros particulares (Cipriano, Carta 5, I,2);
– presta auxilio a los enfermos, las viudas y los peregrinos: Os ruego tengáis extremada solicitud de las viudas, de los enfermos y de todos los necesitados. Pero aun para los forasteros, si estuvieran necesitados, tomad socorros de mi peculio que dejé en poder de Rogaciano, nuestro copresbítero. Y por si este fondo se hubiere ya distribuido, he remitido al mismo Rogaciano otra suma por el acólito Narico, con el fin de que con toda largueza y prontitud pueda hacerse la distribución (Carta 7,2);
– ante la ausencia del obispo, algo habitual en este tiempo de persecuciones, eran los encargados de presidir la caridad y la administración de los bienes comunitarios, gestionando, por ejemplo, la «caja de las viudas y los huérfanos» (cf. Carta 50 y 52,1). Ver también Carta 12,2 en las pp. 71s. En Roma los diáconos son los encargados de los servicios a la caridad y se encargan de la caja común, lo mismo que en Cartago. A mediados del siglo III Roma fue distribuida en siete zonas encomendadas a siete diáconos: dado que el número de registrados como pobres era en torno a 1500, cada diácono tenía a su cargo unas 200 personas (cf. Eusebio de Cesarea, HE VI,43,11). Jerónimo aún seguirá llamando a los diáconos «servidores de las mesas y las viudas» ( Carta 146,1).
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A finales del siglo VI Gregorio Magno habla de diaconía para designar el lugar donde se ejercía este servicio a la caridad ( Cartas 5,28 y 11,27). En el siglo VI y en Roma se conoce la existencia de un edificio eclesiástico diferente de las basílicas, denominado «diaconía», donde se distribuían alimentos para los necesitados. Van a ser, sin embargo, los textos de carácter legal los que más nos hablen del papel caritativo de los diáconos. Así en la Didascalia vemos que:
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– las ofrendas de los fieles pasan habitualmente por las manos de los diáconos (cf. IX,27,3); – visita a los pobres, los ancianos y los indigentes para socorrerlos: No buscarán el lucro profano, a fin de ser competentes en su servicio. El número de los diáconos será proporcionado al de la multitud de fieles de la Iglesia para que puedan conocer y socorrer a cada uno. Prestarán a todos los servicios de los que tienen necesidad, tanto a las personas ancianas y sin fuerzas, como a los hermanos y a las hermanas que están enfermos (III,16,1; cf. XVI,13,5);
– lava los pies de los enfermos, XVI,13,5; – por último, se encarga de mostrar todas las necesidades de la comunidad al obispo: Es preciso, pues, que vosotros, diáconos, visitéis a todos los indigentes, y deis a conocer al obispo aquellos que pasan necesidad; debéis ser el alma y el pensamiento del obispo, dispuestos a llevarlo todo a cabo y a obedecerle en todo (III,16,7).
A mediados del siglo V , en el Testamento de Nuestro Señor , los diáconos son los encargados de realizar una función que por desgracia hoy está de plena actualidad:
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Si una mujer es objeto de violencia por parte de un varón, el diácono investigará cuidadosamente si se trata de una mujer creyente y cuándo fue objeto de violencia, y también si quizá no fue su mismo amante el que la hubiera raptado. Y si [después de la investigación] encontrase que esto era lo que realmente le había pasado a aquella mujer y que estaba afligida a causa de la violencia que había sufrido, lo hará llegar a oídos del obispo, para que se haga patente que ella pertenece plenamente a la comunión de la Iglesia. En el caso que el violento raptor fuera un creyente, el diácono no le dejará entrar a la iglesia para la comunión, aunque haga penitencia; pero si se tratase de un ca-
tecúmeno y hace penitencia, que sea bautizado y admitido a la comunión (I,37).
Algo muy parecido encontramos en la Tradición apostólica , donde el diácono visita a los enfermos e indica sus nombres al obispo para que los visite (c. 30); y en ausencia del presbítero es el encargado de recibir y distribuir los dones de la comunidad a los pobres, a las viudas y a los enfermos, con la bendición. Estas ofrendas de caridad son llamadas en alguna ocasión «pan de los pobres». En el Testamento de nuestro Señor Jesucristo encontramos las siguientes expresiones relacionadas con el diácono: [El diácono] visitará las casas de los catecúmenos para infundir cora je a los que dudan y para instruir a los ignorantes. Vestirá y arreglará a los varones que hubieran muerto; dará sepultura a los peregrinos; orientará a los que hubieran emigrado de sus casas o les hubieran arrojado al destierro; dará a conocer a la Iglesia a los que pasan por alguna necesidad (c. 17).
Y también: Si el diácono se encuentra en una ciudad del litoral marítimo, recorrerá con diligencia aquellos lugares del litoral en los que quizá pueda haber algún muerto que hubiera naufragado, lo vestirá y le dará sepultura. Igualmente, inspeccionará el lugar de acogida de los huéspedes, no fuera que allí hubiera algún enfermo, o algún necesitado o se encontrara algún muerto. Dará a conocer estos casos a la Iglesia para que puedan ser atendidos según convenga a cada uno. Lavará a los paralíticos y a los enfermos, para que de alguna manera se sientan ali viados de sus males. A cada uno, por medio de la Iglesia, le dará lo que sea conveniente (ibíd.).
Sin embargo, en la Antigüedad cristiana también son numerosos los testimonios de diáconos que se marcharon con el dinero de la
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comunidad o que no cumplieron con su tarea. En el Pastor de Hermas leemos: Los creyentes del noveno monte, el yermo, el que tenía reptiles y fieras que matan a los hombres, son así: los que tienen manchas son los diáconos que sirven mal, saquean la vida de las viudas y los huérfanos y se lucran del ministerio que recibieron para servir. Si permanecen en su pasión, ya han muerto y no tienen ninguna esperanza de salvación. Si cam bian y cumplen con pureza su ministerio, podrán vivir (Sem. IX,26,1-2).
En el apócrifo Apocalipsis de Pablo se habla de un diácono que se encontraba en un río de fuego gimiendo, llorando y pidiendo piedad al Señor. Pablo pregunta: «¿Quién es este, Señor?». Y el Señor me respondió: «El que tú ves es un diácono. Recibía las ofrendas y las despilfarraba. No ha hecho lo correcto delante de Dios. Por eso sufre sin cesar este castigo» (I,36).
También en torno al año 250 Orígenes, comentando Mt 23,5 (fariseos que gustan de los primeros sitios en los banquetes), dice: Todavía hay en la Iglesia de Cristo quienes no solamente reciben in vitaciones a los banquetes y frecuentan las mesas que organizan, sino que buscan los primeros puestos y se significan de diversas maneras: en primer lugar los diáconos, que no responden a los criterios de la Escritura sino que devoran las casas de las viudas y hacen largas oraciones. Y por eso ellos se preparan a un juicio más severo ( Comentario a Mateo , 12 [Patrología griega, PG desde ahora] 13,1616).
Y lo mismo al explicar el episodio de los cambistas en el templo:
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Los que compran y venden en el templo son los diáconos que no gestionan honestamente los bienes de la Iglesia, sino que amasan dinero que la gente llama riquezas, para enriquecerse con aquello que les ha sido entregado para los pobres. Estos son los cambistas: ellos son las mesas de plata que el Señor vuelca (ibíd., 16,22 [PG 13,1450]).
En esta misma línea encontramos una carta de Cornelio, obispo de Roma, que comunica a Cipriano la llegada a Cartago del diácono Nicóstrato, que: ... no solamente ha usado de fraude y de rapiña con su patrona según la carne, cuyos negocios gestionaba, sino que incluso habiendo reci bido unos depósitos considerables de la Iglesia, se los ha llevado consigo, lo que le queda reservado para el castigo futuro (Cipriano, Carta 50,1,2).
Cipriano le contesta diciendo que: ... [este diácono], después de haber perdido su santo oficio de diácono, y de sustraer por fraude sacrílego el dinero de la Iglesia, de negar el depósito de las viudas y huérfanos, no ha querido venir a África cuanto huir de Roma temeroso de sus rapiñas y crímenes (ibíd.).
En el curso de dos siglos (del siglo III al V ) el papel de los diáconos va a cambiar sustancialmente en dos espacios: de una función de atención al necesitado se pasa a una clericalización donde el diaconado se considera una etapa más para el acceso al sacerdocio; de un gran protagonismo comunitario, sobre todo en el campo social y caritativo, el diácono se convirtió en un mero ayudante litúrgico del obispo, subordinado, además, a los sacerdotes (cf. canon 16 del concilio de Nicea).
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2.3. Las viudas y su tarea asistencial
Las viudas no solo son objeto de la atención caritativa en la comunidad, sino que también se transforman, sobre todo las que tenían una situación más acomodada, en uno de los más importantes agentes caritativos de la propia comunidad.
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Dado que las mujeres eran las principales responsables de la acogida hospitalaria podemos suponer que muchas de las llamadas a la hospitalidad de los cristianos de paso, en especial de los misioneros itinerantes, que en un principio debió ser realizada por los líderes comunitarios, desde muy pronto comenzó a ser encomendada a las viudas que estaban en situación de recibir huéspedes, como podemos descubrir en 1 Tim 5,10, donde no solo se espera de ellas que acojan a los extranjeros, sino que también ayuden a los que están «afligidos» (uno de los términos técnicos para designar a los po bres en la Antigüedad) y lleve a cabo «obras buenas» (expresión para indicar una acción caritativa). A mediados del siglo III la Didascalia llega a decir: [La viuda] trabaja la lana, a fin de prestar ayuda a los indigentes y dar a los demás antes de recibir algo de ellos, porque esta viuda se parece a aquella de la que habla nuestro Señor en el Evangelio, aquella que «llego y echó en el tesoro público dos monedas pequeñas, es decir, un óbolo» (III,15,7,8).
En el siglo IV una parte importante de los donativos fueron llevados a cabo por nobles viudas cristianas que, habitualmente tras el fallecimiento de su marido, se dedican a una tarea asistencial, como podemos ver de manera paradigmática en Melania la Joven y, sobre todo, en Olimpia, una de las grandes fortunas del Imperio, que, después de haber colaborado activamente en la acogida hospitalaria de multitud de dirigentes eclesiásticos y monjes, puso a disposición de Juan Crisóstomo todos los recursos y medios necesarios para poner en marcha su obra asistencial en Constantinopla, implicándose ella misma muy activamente en este proyecto:
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Viviendo [Olimpia] en medio de lágrimas sin medida..., inclinándose ante los santos, venerando a los obispos, honrando a los presbíteros,
respetando al clero, acogiendo a los ascetas, amando profundamente a la virgen, socorriendo a la viuda, alimentando al huérfano, protegiendo al anciano, vigilando por el enfermo, compadeciéndose de los pecadores, guiando a los extraviados, teniendo piedad de todos, apiadándose con intensidad de los empobrecidos, catequizando a muchas mujeres no creyentes y procurándoles lo necesario para vivir: por toda su vida dejó un renombre de bondad inolvidable (Paladio, Vida de san Juan Crisóstomo XIV,3.5-14).
Y en otro lugar este mismo autor llega a decir de la noble Olimpia: Ningún lugar, ningún país, ningún desierto, ninguna isla, ningún lugar por alejado que fuese quedó indiferente a los donativos de esta mujer digna de alabanza, pues fue de gran ayuda para las iglesias a través de sus ofrendas litúrgicas, para los monasterios y con ventos, para los pobres, para los prisioneros, para los exiliados, distribuyendo generosamente sus limosnas por toda la tierra (ibíd., XIII,4-9).
A mediados del siglo V , en el Testamento de nuestro Señor , leemos: [La viuda] en la Iglesia debe callar, debe ser asidua en la oración, de be visitar a las mujeres enfermas y todos los domingos, llevando consigo un diácono o dos, les prestará ayuda. Si algo posee, que lo distri buya a los pobres o a los fieles (c. 40).
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2.4. El monacato y los pobres
En el siglo IV , a medida que los obispos empezaban a dedicarse casi exclusivamente al culto (salvo honrosas excepciones) y el papel social de los diáconos va disminuyendo, contemplamos la aparición de una serie de instituciones especializadas en la atención a los po bres, entre las que destacan las diaconías monásticas.
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Las encontramos por primera vez en el siglo IV en Egipto y tenemos una referencia a ellas en Juan Casiano, monje en el desierto de Escete por el año 385, donde conoce al abad Juan, diácono en el monasterio, que habla así de las ofrendas que recibe de los campesinos: Con gran placer, queridos hijos, contemplo vuestros presentes, que simbolizan vuestra piadosa largueza. Mi corazón siente una honda satisfacción al recibir de vuestras manos estas devotas ofrendas, cuya dispensación se me ha concedido. Con ello ponéis de manifiesto vuestra fidelidad en dar al Señor, como un sacrificio de olor suavísimo, las primicias y los diezmos de los que os pertenece para subvenir a las necesidades de los indigentes (Juan Casiano, Colaciones 21,2).
En los monasterios encontramos, pues, un servicio de asistencia social que se encarga sobre todo de alimentar a los pobres con las ofrendas aportadas por los particulares a las que se suma lo aportado por el trabajo de los monjes. De hecho Basilio de Cesarea llamará para poner en marcha la Basilíada (red de instituciones caritativas a las afueras de Cesarea) a monjes del entorno de Eusebio de Samosata, su director espiritual. Lo mismo que los obispos, con la ayuda inseparable de los diáconos, se van a convertir en los principales protagonistas de la tarea asistencial de la Iglesia en la ciudad, el monacato va a tener un papal análogo en el campo y las aldeas, en todo ese amplio espacio rural que rodea a la ciudad ( par-oikía, de donde procede nuestra palabra parroquia), allí donde no llegaban los obispos, que se encontraban en sus sedes episcopales.
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Tanto el perfil de los monjes, muchos de ellos procedente del mundo rural y con una mentalidad campesina, como las estructuras mo-
násticas se van a adaptar perfectamente a este mundo rural, la única instancia social y religiosa a la que el campesinado podía acudir en caso de necesidad.
3. Instituciones y prácticas de acogida e integración de las personas más necesitadas El cristianismo va a desarrollar y profundizar desde el principio en esta especial predilección de Jesucristo por el mundo de los pobres creando una serie de instituciones y prácticas de acogida e integración de las personas y colectivos más desfavorecidos, algo que le valió no solo el aplauso o la envidia de sus adversarios, como veremos con posterioridad en Juliano el Apóstata (cf. Carta 89 A; véase en pp. 116s), sino que se convirtió, de hecho, en una de las principales fuentes de evangelización, aspecto este último que a veces se ha olvidado. La mayoría de estas instituciones y prácticas no son creación específicamente cristiana sino que son realidades existentes ya antes del cristianismo –muchas proceden de nuestra matriz judía, otras son de origen pagano–, pero a las que la comunidad cristiana dota de un sentido y orientación tan novedosas que las transforman radicalmente. Entre ellas destaca la limosna que, por su centralidad e importancia, trataremos en el capítulo siguiente, a la que habría que sumar la práctica de la caja común y las listas de personas necesitadas, las comidas de caridad (ágapes), todo lo relacionados con el entierro y, ya entrado el siglo IV , los hospitales y las casas para emigrantes, pobres, huérfanos y viudas.
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3.1. Caja común y listas de necesitados
Desde muy pronto las comunidades cristianas van a disponer de una caja común alimentada por la donación de los creyentes: las limosnas espontáneas (en dinero o en especie) que los fieles entregaban en la eucaristía se va convertir en un espacio privilegiado para el compartir. Además algunas comunidades contaban con una serie de contribuciones que los fieles hacían de manera fija a la comunidad, algo muy parecido a lo que encontramos en las comunidades judías y ciertas asociaciones paganas de carácter profesional o funerario. Por último, en algunos casos excepcionales ciertas personas adineradas cedían parte de sus bienes a la comunidad. Así, en un texto de Tertuliano, hacia el año 190, leemos: Presiden [las comunidades cristianas] ancianos probados, que han alcanzado este honor no por precio sino por testimonio a su favor, puesto que ninguna realidad de Dios se valora a precio. De la misma manera, si hay algo de bolsa común, no se reúne a fuerza de honorarios de una religión subastada. Cada uno aporta, si quiere y puede, una módica contribución mensual o cuando lo estime oportuno. Nadie es obligado a pagar, sino que lo hace espontáneamente. Son como depósitos de piedad. No se hace el dispendio para comilonas, bebidas o francachelas, sino para dar de comer y sepultar a los necesitados, para socorrer a los niños y niñas desprovistos de bienes y de padres, lo mismo que a los sirvientes ancianos ya jubilados y también a los náufragos; y si algunos son condenados a las minas, a las islas o a las cárceles, a causa del grupo de Dios, se hacen acreedores al socorro de su confesión ( Apol. 39,5-6).
Tertuliano quiere evitar a toda costa que esta caja común se confunda con las cuotas mensuales que se pagaban en los collegia paganos –asociaciones de carácter civil o religioso– y con los diezmos y primicias del judaísmo. Frente al judaísmo destaca el carácter libre
(«cuando quiere, y si quiere y puede») y frente al paganismo, el destino de estos fondos: no para diversiones de los propios miem bros sino para atender a los necesitados. Todavía en el siglo V encontramos dentro de algunas iglesias cristianas egipcias esta caja común: «El chorbanás y gazophylacium estará totalmente cerca del diaconicon» (Testamento de nuestro Señor I,19). Junto a la caja común las comunidades cristianas contaban desde muy pronto con una serie de listas de personas necesitadas. Así, a inicios del siglo II encontramos una lista de viudas en 1 Tim 5,9, con los requisitos para entrar en dicha lista. Más adelante, en el primer tercio del siglo III , Hipólito nos habla de una lista de personas necesitadas en la comunidad de Roma (cf. Philosophoumena IX,12), lo mismo que el papa Cornelio menciona a mediados de este siglo otra lista de 1500 viudas y menesterosos (cf. Eusebio de Cesarea, HE VI,33,11). A finales del siglo IV Juan Crisóstomo nos habla de que en Antioquía había una lista de pobres con 3000 viudas, a los que habría que añadir presos, enfermos y gente de paso por la ciudad (cf. Comentario al evangelio de Mateo , 66), y al concluir el siglo VI encontramos en el papa Gregorio Magno un registro detallado de cada uno de los necesitados.
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3.2. Eucaristía y ágape
Las dos primeras referencias a la palabra agapê en el sentido técnico del término «comidas ofrecidas a los pobres de la comunidad en casa de un cristiano rico, que paga los gastos, o en los locales de la comunidad, presididas por el obispo o un delegado suyo» son un tanto oscuras: comidas de los falsos doctores en Judas 12 e Ignacio
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de Antioquia, A los Esmirnenses 7,1. En este último caso no sabemos si se refiere a «practicar la caridad» o «celebrar ágapes». En ambos testimonios podemos preguntarnos: ¿son celebraciones eucarísticas o comidas fraternas, con un carácter comunitario o más bien privado y simplemente de convivencia? De todas maneras en los Oráculos sibilinos VIII, escrito de fuerte influencia cristiana del siglo II , encontramos la siguiente referencia: El ser humano es mi imagen, dotado de sana razón, levántale una mesa pura y sin mancha, tú lo has colmado de bienes, rompe el pan con quien tiene hambre, da de beber al que tiene sed, viste al que está desnudo, da de los frutos de tu trabajo con santas manos. Preocúpate del afligido y reconforta al que está cansado, y presenta una ofrenda viva a mí, el Viviente. Tú siembras hoy la piedad, yo te concederé, un día, frutos imperecederos. Tú obtendrás la luz eterna y la vida incorrupti ble (VIII,402-411.483-486).
Y un poco más adelante continúa: Nosotros somos del linaje de Cristo, de una raza celeste, somos de una misma sangre; hacemos fielmente memoria del festín de alegría que celebramos, pisando el celeste sendero que la piedad y la verdad..., el alma en paz y el corazón en fiesta, con abundantes limosnas y las manos generosas, con los salmos de alegría y los cantos agrada bles a Dios (VIII,496-500).
Hay que esperar a Clemente de Alejandría (finales del siglo II) para encontrar el siguiente texto:
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El ágape es verdaderamente un alimento celeste, el banquete del Logos: la caridad acoge todo, soporta todo, espera todo; la caridad jamás pasa. Felices los que comen el pan en el reino de Dios... Ley y Logos están ligados por completo a esta caridad. Si tú amas al Señor tu Dios y a tu pró jimo, en los cielos se encuentra el banquete celeste, pero si es terrestre, se
llama comida, como destaca la Escritura. La comida está inspirada por la caridad, pero ella no es caridad. Es digna de una bondad que se comunica y es generosa... El ágape es pues una realidad pura y digna de Dios, su obra es compartir... La caridad no es pues una comida, pero la cena debe estar inspirada por la caridad ( Pedagogo II,1,5,3; II,1,6,1-7,1).
Y lo mismo una serie de textos que encontramos en unos escritos denominados «Pseudoclementinos», donde, a pesar de no utilizar el término técnico agape, se describe perfectamente esta institución: A causa de esto, amad todos a vuestros hermanos con los ojos de la piedad y de la misericordia. Yo sé que vosotros lo hacéis si dejáis un lugar a la caridad en vuestro espíritu. Para llegar a esto existe un medio idóneo: la participación en una mesa común. Por eso esforzaos en comer con unos y con otros más frecuentemente, mientras podáis, para no perder la caridad. Pues la causa de la bondad es el beneficio de la salvación. Ofreced todos vuestras vidas comunes a todos vuestros hermanos según Dios, sabiendo que, al dar lo que pasa, reci bís lo que es eterno. Más incluso: alimentad a los que tienen hambre, dad de beber a los tienen sed, vestid a los que están desnudos, visitad a los que están enfermos, acoged a los extranjeros en vuestras casas, con toda consideración (c. 9 [PG 2,44-45]).
Va a ser, sin embargo, Tertuliano uno de los principales testimonios de estas comidas de caridad que se celebran de noche, y no por el día como la eucaristía, una manera eficaz y al mismo tiempo delicada de socorrer las necesidades de los pobres sin hacerles sentirse ni clientes ni parásitos: ¿Y por qué os admiráis si celebramos en convites caridad tan grande? ¡Pues también a nuestras frugales cenas las tildáis de pródigas, además de infames por sus crímenes! Podéis aplicarnos el dicho de Diógenes: «Los megarenses banquetean como si fueran a morirse al día siguiente, pero edifican como si nunca hubieran de morirse». Nuestra cena
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da razón de sí por su propio nombre: se llama igual que amor entre los griegos. Cualquiera que sea el precio, es beneficio derrochar en nom bre de la piedad, ya que ayudamos a pobres con este refrigerio; no como a los parásitos que entre vosotros aspiran a la gloria de una libertad sacrificada con tal de llenarse el vientre entre insolencias, sino porque ante Dios los más modestos gozan de mayor consideración... Si honesta es la causa del convite, estimad desde ella el restante orden de su regulación. Puesto que forma parte de oficio religioso, no admite nada de vileza, nada de inmodestia. No nos sentamos a la mesa antes de pregustar una oración a Dios; se come cuanto toman los que tienen ham bre; se bebe cuanto es útil a los honestos ( Apol. 39,14.16-17).
Hay dos textos canónicos, ambos de mediados del siglo III , que nos hablan de manera más pormenorizada de la celebración de estos ágapes: la Didascalia y la Tradición apostólica. La Didascalia dice: Los que convocan a las ancianas a los ágapes convocarán más a menudo a las que se sabe que son más indigentes, y si uno hace dones a las viudas, dará más a la que mayor necesidad tiene de ellos (IX,28,1).
Y en la Tradición apostólica , más explícita, leemos: Durante la comida, los fieles presentes recibirán de mano del obispo un pedazo de pan antes de cortar del suyo propio, pues se trata de una eulogia [bendición] y no de una eucaristía [acción de gracias], símbolo del cuerpo del Señor. Conviene que todos, antes de beber, tomen una copa y den gracias sobre ella; después beberán y comerán disciplinadamente. A los catecúmenos se les dará un pan de exorcismo, y cada uno ofrecerá una copa...
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Cuando comáis y bebáis, hacedlo mesuradamente, y no hasta el hartazgo y la ebriedad, a fin de que no se burle de vosotros aquel que os invitó y no se entristezca por vuestra turbulencia. Haced, en cambio,
que se sienta digno de que los santos entren en su casa. Sois, decidle, la sal de la tierra (Mt 5,13). Si se os ofreciera un manjar para llevar, tomadlo; pero, ya que todos deben comer suficientemente, tratad de que sobre algo. De ese modo, aquel que os invitó podrá enviar a quién desee un poco de comida, como si ella fuese una reliquia de santo, y así se regocije. Durante las comidas, los invitados comerán en silencio, sin discusiones retóricas, hablando solamente sobre temas que el obispo ordena; solo si él interrogara se le responderá. Y si el obispo tomara la palabra, que cada cual se calle, aprobando con humildad lo que él dijera. Si en ausencia del obispo los fieles asisten a una comida en presencia del sacerdote o el diácono, comerán del mismo modo humilde y se apresurarán a recibir la eulogia de mano de uno u otro. El catecúmeno recibirá, además, un pan de exorcismo. Si los laicos estuvieran reunidos solos, actuarán con disciplina, pero ningún laico puede efectuar la eulogia. Cada uno comerá en nombre del Señor; y lo que más agrada a Dios es que le demostremos emulación, incluso las naciones, manteniéndonos todos unidos y mesurados (cc. 26.28-29).
Sin duda nos encontramos ante un ágape, comida que nace de la iniciativa de un particular, en cuya casa se celebra, donde se invitaba de manera especial a los pobres. Se recomienda no consumir totalmente los alimentos, sino enviar una parte a otros miembros de la comunidad como los enfermos y necesitados. Además cada uno de los invitados recibía una porción que se llevaba y consumía en su propio domicilio. Este mismo ágape es el que está presente en otro texto canónico del siglo V , el Testamento de nuestro Señor : Desde el fondo de nuestros corazones te alabamos, Señor, a ti, que eres dador de la vida, que visitas las almas de los pobres y no eres indiferente a los espíritus de los que sufren, que prestas auxilio a los que padecen persecución, que ayudas a los que han sido arrojados al mar,
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que liberas a los maltratados, que eres providente con los hambrientos, que eres el defensor de los tratados inicuamente, que amas a los que te son fieles, que eres familiar de los santos, morada de los puros, acogedor de los que te invocan con sinceridad, protector de las viudas, liberador de los huérfanos, que concedes un recto gobierno a tu Iglesia, en la que instituiste ágapes fúnebres, ministerios, convivios de los fieles, comunicación del espíritu, dones de gracia y virtudes. Es a ti a quien en nuestros corazones alabamos sin cesar en todo tiempo, configurando en nosotros la imagen de tu Reino, por ti y por tu amado Hijo Jesucristo, por quien te sea dada la gloria y el poder, con el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén (I,32).
Los testimonios encontrados nos indican que el período de máximo florecimiento de los ágapes va a ser el siglo III. Sin embargo, con la llegada de la paz constantiniana las cosas cambiarán radicalmente: de ser un grupo minoritario, perseguido en muchos casos y con unas estructuras muy flexibles, el cristianismo se va a convertir en un movimiento cada vez más centralizado en torno a la figura del obispo que, con un gran sentido de la organización, va a asumir la gestión de los bienes de la comunidad. Así, aunque los ágapes sobrevi ven, pierden su carácter privado, siendo presididos por el obispo, o bispo, lo que los convierte en algo litúrgico, al tiempo que dejan de celebrarse en las casas particulares para pasar a las iglesias. Esto no quita que todavía en este período sigan funcionando como uno de los principales elementos de expansión del cristianismo, como certifica el emperador Juliano (denominado por los cristianos «el Apóstata»):
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Pues ha sucedido, creo, que los pobres, despreciados por los sacerdotes, no han recibido la atención, y los impíos galileos [cristianos], comprendiéndolo, se han dado a esta filantropía y han reforzado la peor de las acciones bajo la apariencia de sus prácticas. Así como a los niños engaña-
dos por un pastel, al darles dos o tres veces de él los convencen a seguirles y después, cuando se han alejado de sus casas, los arrojan en una nave y los venden, y lo que parecía un corto placer se convierte en toda una amarga vida futura, de la misma manera, comenzando también los galileos por lo que ellos llaman ágape, hospitalidad y servicio de mesas, pues entre ellos la acción es tan variada como su nombre, han llevado a una gran muchedumbre al ateísmo [cristianismo] ( Carta 89 A, en Contra los galileos. Cartas y fragmentos, Madrid 1992, p. 174).
De hecho hay algunos intentos de recuperar esta tradición, como podemos descubrir en Juan Crisóstomo, donde compara estas comidas en común con las que se realizaban en las primeras comunidades cristianas: En las iglesias se manifiesta una costumbre admirable: reunidos los fieles, después de haber comprendido la palabra de Dios, todos participaban en las oraciones habituales después de los misterios. Al fin de la reunión, en lugar de entrar inmediatamente en las casas, los ricos se encargaban de traer de sus casas provisiones en abundancia, invita ban a los pobres y todos se sentaban a la misma mesa, mesa, levantada en la iglesia misma, todos sin distinción comían y bebían de las mismas cosas. Se comprende que la mesa común, la santidad del lugar, la caridad fraterna que se manifestaba en todo, se convertía para todos en una fuente inagotable de alegría y de virtud. Los pobres se sentían ele vados y los ricos se ganaban el reconocimiento de las personas a las que alimentaban, y de Dios por el amor del que hacían gala (Comentario a los Hechos de los Apóstoles 7,2).
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Y en otra ot ra obra, llega a decir: Vosotros, ricos, que ofrecéis las comidas a los dignatarios de la corte y del ejército, invitad a los pobres, reunidlos en abundancia en torno a vuestra mesa, y veréis si todo el mundo no os aprueba, si todos os aman por encima de otros, si todos no os miran como a un padre (íd., Comentario a 1 Tes 11,5).
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Y el propio Agustín de Hipona responde de esta manera a los maniqueos que acusan a los cristianos de organizar los ágapes, a pesar de ser una costumbre inspirada en los sacrificios paganos: No hemos convertido en ágapes los sacrificios paganos. Nosotros nos atenemos al sacrificio al que he hecho alusión antes, al citar la palabra del Señor: «Prefiero antes la misericordia que el sacrificio». Nuestros ágapes alimentan a los pobres de frutos y de carne. La criatura de Dios se alimenta de otra criatura de Dios, que le sirve de alimento. Vosotros os mostráis ingratos de cara al Creador, al devolverle por sus beneficios injurias sacrílegas. Y porque servimos servimos el alimento a los po bres en los ágapes, á gapes, asimiláis la caridad misericordiosa a los sacrificios de los paganos, en esto os parecéis a muchos de ellos ( Contra Faust. Manich. 20,20).
3.3. 3.3. Entier Entierros ros
Dada la gran importancia que en la Antigüedad se le concedía a los ritos relacionados con el enterramiento (hasta tal punto que podemos decir: «Dime cómo te entierran y te diré quién eres»), los miembros del estamento inferior van a crear una serie de asociaciones o colegios funerarios para asegurarse un entierro digno. Los cristianos van a funcionar de una manera muy parecida a estas asociaciones funerarias.
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En un principio enterraban a sus muertos en zonas comunes de los cementerios y en sepulturas, pues preferían el enterramiento a la práctica más común de la incineración, más fácil y económica: «En contra de lo que creéis tampoco tememos daño alguno de la incineración, pero practicamos la antigua y preferible costumbre de la inhumación» (Minucio Félix, Octavio 34,10).
Más adelante vemos en los cementerios que los cristianos poseen una serie de capillas (cellae) donde tenían lugar las ceremonias rituales. Estas capillas, así como el terreno donde están enterrados los cristianos cristi anos (area) , suelen ser propiedad de la comunidad, que controlaba las celebraciones que aquí se realizaban, habitualmente bajo la presidencia del clero. Hasta el siglo III no podemos hablar de cementerios cristianos, pro venientes de d e donaciones de ricos propietarios convertidos a la fe o comprados por la comunidad, aunque en algunos casos (por no ser una asociación reconocida legalmente) el titular que figuraba era un miembro de la comunidad. Sin embargo, la gestión de estos cementerios cristianos era llevada a cabo por el obispo, que delegaba en los diáconos. De hecho a finales del siglo II y comienzos del III , , el diácono d iácono Calixto fue encargado por el obispo Ceferino de la administración del gran cementerio que poseía la Iglesia de Roma. En todos los casos, la preocupación por un «entierro digno» va a ser una de las características de los cristianos, y sin duda uno de los elementos que hizo más atrayente el movimiento cristiano, sobre todo para los miembros del estamento inferior que no podían disponer de los medios para un funeral en condiciones. Recordemos que no solo los esclavos, sino buena parte de la población eran enterrados en fosas comunes. Arístides (en torno al año 130), al enumerar las características del cristianismo, dice: «Asimismo, apenas alguno de los pobres pasa de este mundo y otro cristiano lo ve, se encarga según sus posibilidades de darle sepultura» ( Apología 15, lo mismo que encontramos en Tertuliano a finales del siglo II; cf. Apol. 39,6). Y a mediados del siglo III la Tradición apostólica nos ofrece un importante testimonio sobre esta cuestión:
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No se impondrá un precio gravoso por sepultar en los cementerios, ya que allí son sepultados solamente los pobres. Sin embargo, se pagará un jornal al obrero que cava la fosa y compra los ladrillos. En cuanto a los cuidadores del cementerio (fossores) , (fossores) , el obispo los alimentará de las limosnas que recibe la Iglesia, a fin de que los parientes de los difuntos no tengan una pesada carga (c. 40).
Esta preocupación por los entierros va a tener una de sus principales expresiones en la costumbre pagana de reunirse en la tumba de los difuntos una serie de días y los refrigeria («banquetes a los difuntos»; cf. Tertuliano, Sobre la monogamía.10). Los cristianos continuamos con esta práctica, habitual en las asociaciones religiosas de este tiempo (cf. Tertuliano, Sobre la corona 3; Hechos de Juan 72; Didasc. XXVI,22,2-3...). Pero vamos a realizar dos aportaciones principales: situaremos los banquetes en el contexto de los ágapes (cf. Tertuliano, Sobre la fuga 12; Jerónimo, Carta 58,6) y les daremos, además del carácter religioso y familiar que tenía antes, una dimensión caritativa y social, como vemos en las Constituciones apostólicas: En lo referente a los muertos, se celebrará el tercer día con salmos, lecturas, oraciones, a causa del que ha resucitado el tercer día. Lo mismo el día noveno, para recordar a los que viven y a los muertos. Igualmente el día cuadragésimo, según una antigua costumbre, pues es de esta manera como el pueblo ha llorado a Moisés (cf. Dt 34,8). Por último, el día de su aniversario, para recordar al difunto. En cuanto a sus bienes, se los distribuirá entre los pobres, en memoria suya. Pues para los impíos harás algo bello al dar a los pobres todos tus bienes de la tierra, algo que no te sirve de nada... Si habéis invitado a banquetes conmemorativos, comed con moderación y con temor de Dios, para que vosotros podáis rezar igualmente por los que han dejado la vida. Pues los que son sacerdotes o diáconos de Cristo deben estar siempre sobrios (VIII,42,1-44,1).
El carácter caritativo de los banquetes funerarios cristianos aparece en las propias catacumbas, donde los pobres son invitados a la comida y se les distribuía las ofrendas (apophoreta) recogidas para estas ocasiones: en este contexto adquieren su sentido las bandejas llenas de pan que se encuentran en muchos sarcófagos o los frescos del cementerio de Pedro y Marcelino donde se representan a los pobres, con servilletas y las manos levantadas, que vienen a un banquete funerario. De hecho, cuando murió Paulina, mujer de Panmaquio, este reunió a un amplísimo número de pobres en San Pedro para un banquete, descrito de la siguiente manera por Paulino de Nola: Tú has reunido a los pobres, los patronos de nuestras almas, todos los que en Roma viven de la limosna, has reunido a esta multitud en la basílica del Apóstol. Gozo con tan bello espectáculo de esta gran obra tuya. Me parece, en efecto, ver afluir todos estos enjambres de un pueblo digno de piedad, estos hombres que alimenta el amor di vino... Los veo, una vez reunidos, repartidos con orden por las mesas, y saciados de un copioso alimento, aunque yo tenga delante de los ojos la abundancia de una bendición evangélica y la imagen de esta multitud que Cristo mismo, verdadero pan y bebida de agua viva, ha saciado con los cinco panes y los dos peces... Del mismo tú has distribuido el pan a las numerosas bocas de los po bres, como los apóstoles un día, cuando los panes fueron bendecidos por él para distribuirlos... En tu festín [Cristo] ha cambiado el pan carnal en alimento espiritual y te lo ha reservado para su saciedad eterna. Tú podrás reposar legítimamente con Abrahán, Isaac y Jacob para el festín de Cristo, revestido de la ropa nupcial, pues aquí Cristo, bajo el vestido de los pobres, ha encontrado alimento en ti, y en ti el Hijo del hombre ha encontrado un lugar donde reposar la cabeza ( Carta 13,11-16).
A fines del siglo V en el norte de África, donde está práctica está muy afianzada, Agustín, intentará reconducir estos banquetes hacia la di-
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mensión más caritativa recomendando la limosna como ayuda para las almas de los difuntos (cf. Sobre el cuidado por los muertos 18,22 y Carta 22,6), llegando a establecer un paralelismo entre la eucaristía y la limosna, como una prolongación del sacrificio de Cristo en la ayuda a las necesidades de su cuerpo, es decir, los pobres (cf. Sermón 172,2). 3.4. Instituciones destinadas a diferentes necesidades
Hasta mediados del siglo III la atención de los necesitados se llevó a cabo fundamentalmente en el lugar de reunión (denominado domus ecclesiae, «casa de la Iglesia» o domus Dei , «casa de Dios»), pero a partir de esta fecha la Iglesia, sobre todo en las comunidades más numerosas, va a disponer de una serie de edificios destinados a las di versas situaciones; en cambio en las pequeñas comunidades la iglesia va a seguir siendo el lugar de acogida, aunque dentro de ella hay una serie de habitaciones como almacén de alimentos o vestidos. Al inicio estos edificios tienen un uso amplio, polivalente diríamos hoy, y en un mismo sitio se acogía a los peregrinos, se atendía a los enfermos y se cuidaba de los huérfanos o las viudas. Con el paso del tiempo algunos de estos edificios acaban especializándose en una función, sobre todo los hospitales, centros de acogida de peregrinos y hospicios. Por ejemplo, Eustacio, obispo de Sebaste, habría mandado construir hacia el 365 en esta ciudad un albergue de peregrinos donde también se acogía a leprosos (cf. Epifanio, Panarion 3,55). a) Hospitales
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En Egipto y en Grecia los albergues situados junto a los templos eran más bien lugares de espera de los enfermos y de su familia an-
tes de la visita al dios o la atención de los sacerdotes-médicos que allí se encontraban. En Roma solo conocemos el caso de algunos nobles que tenían lugares especiales para el cuidado de esclavos ancianos o enfermos que habían estado a su servicio, aunque esta no era la práctica cotidiana, sino más bien la contraria: abandono de los esclavos que ya no eran útiles en la isla Tiberina para que Esculapio, el dios de la salud, se encargara de ellos. El espectáculo debió ser tan vergonzoso que el emperador Claudio lo condenó (cf. Suetonio, Vida de Claudio 25). En esta misma línea se habían creado también instituciones para la atención de soldados enfermos o heridos. En ambos casos la finalidad es práctica (mantener el rendimiento de esclavos y soldados) o el agradecimiento por el trabajo prestado. En cambio, no se han encontrado edificios para atender a la población enferma o referencias escritas a ellos antes de la llegada del cristianismo. En los tres primeros siglos la atención a los enfermos por parte de los cristianos era llevada a cabo de manera habitual en el propio domicilio o en el de algún miembro adinerado de la comunidad. La situación de la Iglesia en este tiempo no permitía una actividad pública abierta y libre, aunque la referencia a la fundación por parte del mártir Lorenzo, diácono de Roma, de un hospital donde se atendía a los enfermos, ya a mediados del siglo III , nos permite pensar que estamos ante los inicios de los hospitales, una institución que antes solo existía de manera parcial y que los cristianos potenciaron hasta convertirlos en edificios especializados en la atención pública a los enfermos. Parece ser que fue Elena, la madre de Constantino, la que habría mandado construir los primeros hospitales, que rápidamente se difundieron por todo el Imperio, señal evidente de su necesidad. Así
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en Constantinopla su hijo Constantino habría ordenado la edificación del primer hospital, aunque fue en tiempos de Juan Crisóstomo y Olimpia –su colaboradora infatigable, aparte de rica benefactora– cuando tuvieron un mayor desarrollo (cf. Paladio, Vida de san Juan Crisóstomo 5 y Historia lausíaca 56). Más tarde Justiniano, con la ayuda de su esposa Teodora, hizo construir dos grandes hospitales en compensación por la pérdida de un antiguo hospital destruido por un incendio. La iglesia de Antioquía tenía, además de un centro de acogida de peregrinos, un amplio hospital (cf. Juan Crisóstomo, Comentario al evangelio de Mateo 66), y a finales del siglo IV , junto a los más de tres mil pobres, la comunidad antioquena atendía a «los presos, los enfermos y convalecientes en los hospitales para peregrinos, los forasteros, los lisiados, el clero y otros más que pasan accidentalmente a diario» (Sozomeno, HE 3,16,12-15). Desde muy pronto conocemos la existencia de hospitales especializados en ciertos tipos de enfermos: Efrén Sirio habría fundado en Edesa el primer hospital dedicado a enfermos de peste con más de trescientas camas (cf. Sozomeno, HE 3,16,12-15). Juan Crisóstomo menciona otro hospital en las afueras de Constantinopla que acogía sobre todo a leprosos (cf. Ad Stag. cons. III,13, PG 47,490). En Alejandría existía incluso una especie de cofradía dedicada al cuidado de los enfermos y bajo la supervisión del obispo, cuyos miem bros eran conocidos como parabalanos –a veces fueron utilizados para otros fines, incluso como brazo armado del obispo–, lo mismo que los lecticari («enfermeros», propiamente, «los que están junto al lecho») en Constantinopla, o los fossores –«enterradores»– en Roma.
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En Roma el Liber pontificalis cuenta las liberalidades de los papas en favor de los hospitales y otros albergues para pobres: así el papa Pe-
lagio II (578-590) donó su casa paterna para un hospital (c. 1) y Símaco construyó tres albergues para los pobres y enfermos (cf. Crónica de Adón, PL 123,106). b) Otras instituciones dedicadas a los necesitados
A partir de la legalización de la Iglesia con el edicto de Milán (311), las comunidades cristianas van a empezar a crear una serie de instituciones especializadas en la atención a las diferentes necesidades: aparte de los hospitales (nosokomia) , encontramos edificios para huérfanos (orphanotrophia) y ancianos (gerontokomia) , a los que ha bría que añadir los centros de acogida para los peregrinos o transeúntes (xenodoquia) y los mendigos o indigentes (ptochotropheia). En el siglo IV , con motivo sobre todo del aumento del número de peregrinos hacia lugares como Roma, Jerusalén, o los diferentes santuarios más venerados, aparecerán casas o albergues de peregrinos (xenodoquia) , que solían tener al lado algún pequeño hospital, habitualmente cerca de la residencia del obispo (cf. Juan Crisóstomo, Comentario a los Hechos de los Apóstoles 45,4). El canon 8 del concilio de Calcedonia habla de la existencia de edificios para los indigentes regidos por sacerdotes bajo la autoridad del obispo:
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Los clérigos de las casas de pobres [ptochotropheia] , de monasterios y de capillas de mártires deben estar bajo la autoridad del obispo de cada ciudad, de acuerdo con la tradición de los Santos Padres, y no deben tener la arrogancia de resistir a su obispo.
Todos estos edificios, actividades y personas dedicadas a los necesitados se llevaron a cabo gracias a multitud de voluntarios y voluntarias
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que dedicaron su tiempo, su esfuerzo y su dedicación a la puesta en marcha, desarrollo y mantenimiento de estas obras, pero también gracias al dinero aportado por las colectas y donaciones de los fieles, que juegan un papel clave en la vida cotidiana de los primeros cristianos y que ellos denominaban con el término de «limosna».
Una casa-familia donde se compartía lo que se era y se tenía: la limosna CAPÍTULO 3
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na de las expresiones más llamativas y visibles que tuvieron las primeras comunidades cristianas de encarnar este sentir y vivirse como casa-familia de los hijos e hijas de Dios son las diferentes maneras con que afrontaron el uso de los bienes materiales. Sin embargo, para acercarnos a este uso debemos tener presente que en la Antigüedad no se tenía el concepto de economía que tenemos nosotros, sino uno muy diferente que debemos intentar comprender si no queremos caer en el grave riesgo del anacronismo histórico: juzgar su realidad desde nuestros presupuestos y categorías. La economía no ocupaba un lugar tan central en la vida de las personas de la Antigüedad como hoy. No es que no estuvieran preocupadas por la comida, el vestido, la casa o la familia como lo estamos nosotros (o incluso más), sino que sencillamente había otros valores por encima de la preocupación económica, como era la cuestión del honor (cómo eran vistos por los demás), la familia o la pertenencia social. La economía estaba incrustada dentro de estos valores fundamentales y no tenía la función independiente (o incluso central) que tiene en nuestra sociedad.
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Pero además la economía era contemplada desde una serie de presupuestos comunes como los conceptos de «economía de bienes limitados» y «economía moral», donde tenían una gran incidencia ciertos factores antropológicos. a)La economía de bienes limitados significaba que la mayor parte de la población de la Antigüedad creía que la totalidad de los recursos existentes estaban limitados, y en cantidades escasas, por lo que el incremento o la posesión de las riquezas es aceptable si procedía del exterior, pero si venía del interior suponía privar a algún miembro de estos bienes limitados. De aquí la existencia de mecanismos sociales que obligaban al rico a distribuir sus bienes, la insistencia en el trabajo duro y la vida frugal, así como el establecimiento de alianzas con aquellas personas que pueden ayudar a progresar (patronos). Las comunidades cristianas van a emplear algunos estos mecanismos que impulsaban a los ricos a distribuir parte de sus bienes para reforzar su propia ética comunitaria. Así lo podemos ver en el caso de la beneficencia o evergetismo, palabra que podemos traducir por «buena acción»(eu-ergeteîn) , que consistía en la donación por parte de los miembros del estamento superior a la ciudad de una serie de bienes y servicios –financiación de espectáculos públicos, construcción de edificios, ofrecimiento de alimentos...–, a cambio de recibir por parte del pueblo una serie de recompensas de tipo simbólico u honorífico: estatuas, placas, primeros puestos en las reuniones, aplausos... El cristianismo va a convertir esta institución, tan sólidamente asentada en la sociedad de aquel tiempo, en un evergetismo cristiano: – donde el beneficiario no va a ser el pueblo en general, sino los po bres, algo inaudito en el mundo clásico;
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– su finalidad no va a consistir tanto en la búsqueda de la fama o el honor, valor básico para aquellos tiempos, por encima del poder o
la riqueza, sino la «gloria», es decir, el honor que Dios concede (eterno y universal); – y los actos benéficos no van a estar en relación con el ocio o la cultura, sino con la alimentación de los necesitados y la financiación de las actividades eclesiales. El trabajo duro y la vida frugal o austera van a tener una altísima valoración dentro del cristianismo, pero ahora insertos dentro del estilo de vida ideal para todos (ascesis) y considerado como uno de los medios fundamentales para el cumplimiento del Evangelio, la formación de una sólida personalidad y la manera de poder contri buir a la ayuda al necesitado. A la economía de lo superfluo (si puedo tenerlo, por qué no conseguirlo, al fin y al cabo los bienes son míos), propia del estamento dominante, se contrapondrá una economía de lo necesario –mínimos vitales de la economía moral–, donde el rico no es considerado como propietario, sino como administrador (oikónomos) de unos bienes que en realidad pertenecen a Dios y por los que se le pedirá estricta cuenta del uso que haya hecho de ellos. De hecho, este será uno de los temas fundamentales para los ricos en el juicio final. Tanto el rico como el pobre son considerados como necesitados, el pobre de bienes materiales y el rico de bienes espirituales, por lo que la única manera de complementarse es lo que se conoce como «limosna redentora»: el rico aporta parte de sus bienes materiales a los pobres que, agradecidos por esta donación, rezan a Dios por los ricos benefactores, los cuales a cambio de bienes materiales reciben el perdón de los pecados y la vida eterna. En realidad la limosna dada al pobre es un préstamo que se hace al Señor (cf. Prov 19,17 y Eclo 20,8-13). Como leemos en la Escritura:
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– «el agua apaga las llamas, la limosna repara los pecados» (Eclo 3,30); – «por tanto, majestad, acepta mi consejo: “Redime tus pecados dando limosna, y tus maldades socorriendo a los necesitados. Tal vez así se prolongará tu prosperidad”» (Dn 4,24); – «dichoso el que cuida del pobre y desvalido, en el día aciago lo pondrá a salvo el Señor» (Sal 41,2). b) La economía moral complementa la economía de bienes limitados y afirma que la mayoría de la población tiene como preocupación fundamental la subsistencia, de aquí que se necesiten unos mínimos vitales a los que toda persona tiene derecho (casa, alimento y vestido). Las diferencias sociales y económicas son consideradas como legítimas siempre y cuando se respete esta renta mínima. El ideal económico será el justo medio, porque evita tanto los excesos –lujo desmedido de los ricos– como las carencias –pobreza degradante– y es considerada como la mejor forma de mantener el equilibrio y la armonía tanto social como personal. Lo importante no era si se tenía dinero o no, sino las formas de adquirirlo y, sobre todo, de gastarlo: si se ganaba a costa de otro o para satisfacción de los propios deseos era malo, si se ganaba con esfuerzo y se gastaba para mejorar las condiciones sociales era bueno. Uno de los pensadores romanos más influyentes del siglo I llegará a decir:
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Los bienes patrimoniales deben haber sido adquiridos honestamente, no con medios indecorosos y execrables; han de ser útiles al mayor número posible de gente, siempre que merezcan utilizarlos. El aumento de estos bienes debe conseguirse mediante una ordenada acti vidad, con diligencia y economía. No deben emplearse en caprichos y
suntuosidades, sino en benéficas liberalidades. Con la observancia de todos estos preceptos se puede vivir brillantemente, al propio tiempo que ser sencillo y leal con los demás (Cicerón, De off. I,26).
1. Postura del cristianismo con respecto a los bienes materiales En los orígenes cristianos se pueden descubrir, con matices y a grandes rasgos, dos posturas en torno a la riqueza: una, con profundas raíces judeocristianas, y otra predominante en las comunidades de corte helenístico. a) La postura judeocristiana, que podemos ver, por ejemplo, en algunas referencias de Hechos de los Apóstoles y en la carta de Santiago, nace de una concepción relativizadora de la riqueza: los bienes materiales no tienen ningún valor «teológico», son un estorbo para el seguimiento y la salvación, y se convierten en un factor clave para la ruptura de la armonía personal (pasiones) y social (divisiones internas). Por ello su única y legítima salida es compartir lo que se tiene, sobre todo por la prioridad divina de que gozan los necesitados en esta teología (en conexión con lo que se conoce como «pobres de Yahvé»).
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Esta postura se consideró como ideal comunitario mientras tuvo vigencia la cercana venida de Cristo (escatología inminente) y no ha bía excesivos miembros del estamento superior en las comunidades, pero cuando estas dos condiciones dejaron de darse pasó a formar parte del «mito fundacional» sirviendo como inspiración de aquellos individuos y grupos que intentaban revivir este ideal. b) La postura helenística tiene una concepción más positiva y pragmática de la riqueza, que ya no es considerada como intrínseca-
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mente perversa, sino que depende del uso que se haga de ella: es mala si se utiliza para las propias pasiones y en contra del bien común; es buena si está conectada con una vida sana y contribuye al bien común, especialmente de los más necesitados. La solución, en este caso, pasa por el control que la persona ejerce so bre su propia vida (no vivir esclavizado de las riquezas) y la toma de conciencia de la procedencia divina y la «hipoteca social» de los bienes: son dones que Dios ha colocado en manos de los ricos para que estos hagan un uso apropiado de los mismos. Para la regulación del uso de los bienes se va servir de los modelos sociales entonces vigentes, sobre todo el evergetismo. Un ejemplo de esta postura la encontramos en Clemente de Alejandría, cuando dice a finales del siglo II: Dios mismo hizo al género humano para que participara de sus propios bienes, no sin antes repartir y poner a disposición de todos los seres humanos, como bien común, su propio Logos, haciéndose todo para todos. Así que todos estos bienes son comunes, y los ricos no tienen por qué apropiarse más que los demás. No es humano ni equitativo decir cosas como estas: «Esta es mi disposición y me sobra, ¿por qué no disfrutarlo?». En cambio, es más conforme a la caridad decir: «Esta es mi disposición, ¿por qué no repartirlo entre los que están necesitados?». En efecto, es perfecto el que cumple el precepto: «Amarás al prójimo como a ti mismo» (Mt 19,19). Este es el verdadero gozo; esta es la verdadera riqueza que acumula tesoros para sí, mientras que el gastar en vanos deseos se ha de contabilizar como dispendio y no como gasto. Sé muy bien que Dios nos ha permitido hacer uso de las cosas, pero dentro de los límites de la necesidad. Y ha querido que este uso fuese común a todos. Está fuera de lugar que uno disfrute mientras los demás pasan necesidad ( Pedagogo II,120,3-6).
Estas dos posturas (judeocristiana y helenista) no son excluyentes, pues en contextos judeocristianos, sobre todo si cuentan con un
grupo importante de miembros del estamento superior o próximos o él, podemos encontrar posturas cercanas a la helenística (como vemos en el Pastor de Hermas); y a la inversa: en contextos helenísticos descubrimos llamadas a un desprendimiento total de los bienes (así las referencias a la comunidad de bienes de Jerusalén que encontramos en Hechos). Hay una cosa, sin embargo, en la que coinciden la postura judeocristiana y la helenística: el papel crucial que va a jugar la limosna en la vida comunitaria. A ello contribuyen, entre otros, los siguientes factores: –la inmensa mayoría de la población se encontraba dentro de lo que podemos denominar como economía de subsistencia, por lo que era muy fácil caer en la indigencia; – la sociedad de este tiempo no disponía de casi ninguno de los medios de protección social de que hoy disponemos en ciertos países; –los vínculos sociales eran mucho más estrechos, jerarquizados y limitados que los nuestros, de aquí la mayor insistencia en la solidaridad interna como medio fundamental para solucionar las dificultades;
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– por último, el sistema social predominante favorecía la concentración de la riqueza y el poder en manos de unos pocos miembros del estamento superior, quedando el resto de la población desvalida ante cualquier adversidad (enfermedad, falta de trabajo, deudas...).
2. La limosna en las primeras comunidades cristianas Una de las principales características del cristianismo, herencia sin duda de nuestra matriz judía, es la importancia y centralidad que
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van a adquirir los pobres y necesitados en la experiencia creyente, como concreción del amor cristiano (agapê-caritas). Es en esta experiencia donde van a nacer una serie de prácticas acordes con el nuevo papel que se le va a asignar al pobre. Entre estas prácticas caritativas destaca sobre todo la limosna, asimismo tomada del judaísmo, pero que adquirirá dentro del cristianismo una forma particular (cf. Fernando Rivas Rebaque, La praxis caritativa como ternura en acción... , pp. 169-216 [bibliografía final]). 2.1. La limosna en el Nuevo Testamento
En el Nuevo Testamento la limosna está enmarcada por la identificación de Jesús con el pobre y necesitado (cf. Mt 25,34ss). Aunque la palabra habitual para designar esta práctica es «limosna» (eleêmosynê), a veces se mantiene la referencia del Antiguo Testamento a «justicia» (dikaiosynê, Hch 24,27 o Mt 6,4), mientras que en Pablo encontramos un amplio grupo de palabras para referirse a la limosna: –comunión (koinonía, Rom 15,26); –bendición (eulogía, 2 Cor 9,5-6); – favor ( jaris, 1 Cor 16,3); – liturgia (2 Cor 9,12); – colecta (1 Cor 16,1); –y servicio (diakonía, 2 Cor 8,4; 9,1).
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La vida de la primera Iglesia muestra cómo se asume esta práctica no solo en el plano personal sino también comunitario, pues ya desde los inicios se realizan en la comunidad cristiana de Jerusalén distribuciones de ayudas realizadas regularmente del que son objeto
sobre todo las viudas (cf. Hch 6,1ss). Incluso, a semejanza de lo que hacían los judíos de la Diáspora con respecto a los judíos de Palestina, se van a establecer una serie de colectas a favor de los cristianos «indigentes» (ptôchoi) de Jerusalén (cf. Hch 11,29-30). De hecho este va a ser uno de los acuerdos del llamado «concilio» de Jerusalén, donde según Pablo: «Tan solo nos pidieron que nos acordásemos de sus pobres, cosa que yo he procurado cumplir con gran solicitud» (Gal 2,10). Y así el propio Pablo organizó entre sus comunidades diversas colectas con este fin (cf. 1 Cor 16,1-4 y 2 Cor 8,2-4). Estas colectas darán lugar a la reflexión más larga y en profundidad del NT sobre la limosna, en lo que se ha dado en llamar «sermón de la caridad» (2 Cor 8-9), donde Jesucristo se convierte en el modelo de caridad especialmente para los ricos (cf. 2 Cor 8,9). Una predicación que tendrá su continuidad, dentro de esta misma tradición paulina, en 1 Tim 6,17-19. Los elementos claves que el NT destaca para una correcta práctica de la limosna son: – la importancia que adquiere la intención del donante (corazón) frente a todo tipo de escenificación pública, a la espera de conseguir el aplauso (cf. Mt 6,2-4);
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– la recomendación de que se haga sin esperar nada a cambio (cf. Lc 6,29-30); – el gran valor que tiene la limosna frente a cualquier otro tipo de prácticas religiosas (cf. Lc 11,37-54). Mateo la considera como uno de los tres pilares de la vida religiosa, junto con el ayuno y la oración: Mt 6,1-18; – la integración de la limosna dentro del contexto de la confianza absoluta en el Reino y en Dios, con la consiguiente relativización del dinero;
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– y, en continuidad con la tradición judía más tardía, la limosna se convierte en fuente de retribución celestial («tesoro en el cielo», Mt 6,2.4 y Lc 12,35), es decir, limosna redentora: dinero a cambio de vida eterna. 2.2. La limosna en los orígenes cristianos
Tanto la Didajé (finales del siglo I en Siria) como al Pastor de Hermas (mediados del siglo II en Roma) son textos claves para comprender el papel de la limosna en los orígenes cristianos. Así en la Didajé nos encontramos con comunidades rurales compuestas fundamentalmente por miembros del estamento inferior que viven en los límites de la subsistencia. En ella aparecen dos tipos de limosnas: las realizadas con miembros de la propia comunidad o las que se hacen a gente de fuera (misioneros itinerantes). En am bos casos la limosna es entregada directamente a la persona necesitada, sin intermediarios, y goza de un altísimo valor moral por nacer de un mandamiento divino y convertirse en un elemento clave de la cohesión dentro del grupo (cuanto más se comparta, más comunidad se crea), de aquí la obligación social de compartir. Como la limosna solo se podía sacar de un enorme esfuerzo por parte del donante, encontraremos severas críticas a quienes se aprovechan de la limosna sin necesitarla realmente. Vemos el primer tipo de limosna, el realizado a un miembro de la propia comunidad: Si alguien coge tu manto, dale también la túnica. Si alguien toma de lo tuyo, no se lo reclames, [pues no puedes]. A todo el que te pida dale y no se lo reclames, pues el Padre quiere que se comparta con todos de los propios dones. Bienaventurado el que da según el mandamiento (cf. Hch 20,35) pues es inocente. ¡Ay del que lo tome! Porque si alguien toma porque tiene necesidad, será inocente; pero al
que no tiene necesidad se le pedirá cuentas de por qué ha cogido y para qué. Y una vez encadenado se le examinará sobre lo que hizo y no saldrá de allí hasta que no haya devuelto el último céntimo. Sin em bargo también sobre esto se ha dicho: «Que tu limosna no sude en tus manos, hasta que conozca a quién se la das» ( Didajé 1,4b-6).
Pero en la Didajé también encontramos la limosna entregada a los misioneros itinerantes que, una vez desaparecido el templo de Jerusalén (en el año 70 d.C.), se van a transformar para los cristianos en los receptores de las primicias que antes recibían los sacerdotes, aunque con la precisión de que si no hay predicadores itinerantes, esa limosna debe ir a los menesterosos: Y todo profeta verdadero que quiera establecerse entre vosotros es digno de su alimento. De la misma manera el maestro verdadero es digno él también, como el trabajador, de su alimento (cf. Mt 10,10). Por consiguiente, al coger todas las primicias de los productos del lagar y la era, de los bueyes y las ovejas, los entregarás como primicia a los profetas, pues ellos son los sumos sacerdotes. Y si no tenéis profetas, entregádselo a los menesterosos. Si haces pan, al tomar las primicias, entrégalas según el mandamiento. De la misma manera, al abrir un cántaro de vino o de aceite, cogiendo las primicias, entrégalas a los profetas. Y de tu dinero y de tus vestidos, y de todos tus bienes, cogiendo las primicias, como te parezca, entrégalas según el mandamiento ( Didajé 13,1-7).
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El Pastor de Hermas supone un cambio radical en la manera de entender la limosna. Nos encontramos en un contexto urbano, con comunidades en las que existen notables diferencias sociales entre ricos y pobres, donde la limosna sirve no solo para equilibrar estas diferencias sino también para la salvación o la condena del rico (limosna redentora): Así pues, escuchadme ahora, vivid en paz entre vosotros, estad al tanto unos de otros, haceos cargo mutuamente y no acaparéis para vo-
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sotros mismos la creación de Dios; por el contrario, haced partícipes de vuestra abundancia también a los necesitados... Así pues, esta inmoderación os perjudica a los que tenéis y no hacéis partícipes a los necesitados. Mirad que viene el juicio. Por tanto, los que tenéis en abundancia buscad a los hambrientos mientras no esté acabada la torre, pues después que la torre se haya acabado, querréis hacer el bien y ya no tendréis ocasión. Así pues, mirad vosotros, los que estáis orgullosos de vuestra riqueza; que no giman los necesitados y su gemido suba al Señor, y con vuestros bienes quedéis fuera de la puerta de la torre (Vis. III,9,2-6).
Encontramos motivos típicos de la limosna que aparecen en la Escritura como: – conexión entre el «gemido de los pobres» y Dios (cf. Ex 2,24; 6,6; Dt 24,15; Sal 12,6; 79,11; Sant 5,4); – nulidad de los bienes terrenos para asegurar la vida futura (sobre la unión de posesión de riquezas con la muerte, cf. Lc 12,20; Mt 6,19; 1 Tim 6,7); – relación entre juicio final y exigencia ética; – y concepción de Dios como dueño de todos los bienes y protector-defensor (Goel) del pobre.
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La segunda referencia de Hermas a la limosna se va a convertir en un clásico sobre el tema por su reflexión sobre la vida frugal y solidaridad (cf. Flp 4,11-13 y 1 Tim 6,6-8), su planteamiento de corte «comercial» de la caridad, variante de la limosna redentora que hemos visto con anterioridad («en lugar de campos comprad almas atribuladas», cf. Mt 6,19), con un gran éxito posterior, y la contraposición entre el «lujo bueno y alegre» (permitido a los cristianos) y el «lujo que produce tristeza y amor» (practicado por los paganos):
Tened cuidado los que servís al Señor y lo tenéis en el corazón. Practicad las obras de Dios recordando sus mandamientos y las promesas que hizo, y creed en Él porque las cumplirá si se guardan sus mandamientos. En lugar de campos, comprad almas atribuladas, según las posibilidades de cada uno (cf. Tob 4,8); estad al tanto de las viudas y de los huérfanos; no los despreciéis; gastad vuestra riqueza y vuestros lujos en esta clase de campos y casas que habéis recibido de Dios. Pues el Señor os enriqueció (cf. 2 Cor 8,9) para esto, para que le prestéis estos servicios. Es mucho mejor comprar tales campos, bienes y casas porque las encontrarás en tu ciudad cuando vivas en ella. Este lujo es bueno y alegre pues no ofrece tristeza ni temor, sino alegría. No practiquéis el lujo de los paganos, pues es perjudicial para vosotros, los sier vos de Dios. Practicad el lujo propio en el que podéis alegraros. No engañéis, no toquéis lo ajeno, ni siquiera lo deseéis, porque es malo desear lo ajeno. Realiza tu trabajo y te salvarás ( Pastor. Sem. 1,7-11).
Sin embargo el texto del Pastor que más va a influir con posterioridad es una imagen tomada del mundo de la agricultura: la vid entrelazada al olmo. Anteriormente empleada por los autores latinos para referirse a la relación entre hombre y mujer, ahora es utilizada por Hermas para referirse a la complementariedad entre ricos y pobres: Escucha, me dice: «El rico tiene muchos bienes, pero ante el Señor es un indigente, pues anda ocupado en su riqueza y se ocupa muy poco de la confesión y de la oración al Señor; y la que tiene es pequeña, dé bil y sin fuerza para ir arriba. Ahora bien, cuando el rico se entrelaza con el pobre y le suministra lo que necesita, creyendo que lo que hace por el pobre podrá encontrar recompensa ante Dios (porque el pobre es rico en la oración y en la confesión, y su oración tiene un gran poder ante Dios), el rico le procura al pobre todo sin vacilar. Y el pobre, ayudado por el rico, intercede por este, dando gracias a Dios por lo que le dio. Aquel, además, se afana por el pobre para que no le falte nada en su vida. Pues sabe que la oración del pobre es agradable
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y rica ante Dios. Ambos cumplen su obra. El pobre hace oración, en la cual es rico y la cual recibió del Señor. La devuelve al Señor que se la dio. E igualmente el rico, sin vacilar, da al pobre la riqueza que recibió de Dios. Y esta es una obra grande y grata a Dios, porque comprendió el sentido de su riqueza, obró a favor del pobre con los dones del Señor y cumplió el servicio rectamente...». Así también, los pobres, al interceder por los ricos ante el Señor, colman la riqueza de estos y, a su vez, los ricos, al dar a los pobres lo necesario, colman las vidas de estos. Por tanto, los dos participan en la obra justa. El que haga esto no será abandonado por Dios, sino que será inscrito en el libro de los vivos (cf. Dn 7,10; Ap 20,12). Bienaventurados los que poseen y comprenden que han recibido la riqueza de Dios. Pues el que comprende eso podrá hacer un servicio ( Pastor. Sem. II,5-10).
Aparece una nueva teología de la riqueza: tener bienes ya no es malo, sino una posibilidad para el servicio a Dios si se usan para ayudar al necesitado; encontramos por primera vez en un documento cristiano la bendición a los ricos de la comunidad, a los que se propone que se comporten de manera parecida a como lo hacen los ricos en la sociedad, pero con alguna diferencias: –mientras que en la vida normal cualquier donación de los ricos a los pobres suponía una relación asimétrica donde el pobre debía responder con las gracias al rico, ahora en cambio las relaciones van a ser más simétricas, pues cada uno tiene algo que aportar en esta relación: el rico la riqueza, el pobre la oración y la acción de gracias a Dios; –de esta manera la única asimetría es con respecto a Dios, considerado como sumo y eterno Benefactor al que todos (ricos y pobres) de ben estar agradecidos (cf. 1 Clem. 38,2: «El rico suministre al pobre, y el pobre dé gracias a Dios que le dio a quien remedie su necesidad»);
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– se mantiene la tradicional inversión de papeles entre ricos y po bres (algo típico de los textos bíblicos: a los ojos de Dios el rico es
pobre y el pobre es rico), y se ofrece al rico la oportunidad de cola borar no solo en la liberación del pobre sino en su propia salvación por medio de sus riquezas, al tiempo que el pobre es considerado desde una óptica no pasiva sino activa.
2.3. Desarrollo posterior de la limosna en el cristianismo primitivo
La limosna es una de las prácticas que van a permanecer más esta bles a lo largo de la historia del cristianismo primitivo, como podemos descubrir en una sencilla panorámica: – Policarpo de Esmirna en su Carta a los Filipenses recomienda encarecidamente la limosna: «Si tenéis posibilidad de hacer el bien, no lo difiráis, pues la limosna libra de la muerte» (c. 10,2); – Clemente de Alejandría, en una de las obras más influyentes sobre la temática de la limosna y la riqueza: ¿Acaso un rico puede salvarse? (Quis dives salvetur?) , homilía a Mc 10,17-31 compuesta hacia el año 200, considera que el rico puede salvarse si usa sus bienes para ayudar a los necesitados;
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– Cipriano de Cartago compone en torno al año 250 Sobre las buenas obras y las limosnas , uno de los textos básicos sobre la limosna en la Antigüedad cristiana; – Basilio de Cesarea tiene cuatro homilías: la VI, la VII, la VIII y la XIVB dedicadas expresamente a la temática de la pobreza, donde la limosna está omnipresente; – Juan Crisóstomo tiene una inmensa producción literaria dedicada a este tema (cf. R. Sierra Bravo, Doctrina social y económica de los Padres de la Iglesia, pp. 306-535 [cf. bibliografía final]).
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A pesar de esta continuidad de la limosna a lo largo del cristianismo primitivo hay ciertos aspectos que cambian, como la forma de realizar la limosna, los receptores de la misma y los criterios de discernimiento sobre a quién debe entregársela o la manera de gestionarla. a) Aunque está clara la obligación para todos de dar limosna, la forma habitual de llevar a cabo esta práctica caritativa va a ser mediante colectas en las celebraciones o donativos personales (cf. Justino, Apol. 67,6; Tradición apostólica 5,1-2; 28,1-8), mientras que la fórmula de contribuciones fijas (tipo diezmos y primicias judías) va a tener una menor extensión, aunque se mantuvo en ciertas zonas por bastante tiempo, como por ejemplo en Siria hasta el siglo IV (cf. Didasc. IX,34,4-6 y Constituciones apostólicas VII,29,1-3) o el norte latino de África al menos hasta mediados del siglo III. b) Acerca de los receptores de la limosna no va a haber ninguna duda: los pobres. Pero además la limosna va a ser utilizada también para los ministros del culto, sobre todo a partir de que en el siglo III empiecen a ser liberados para el servicio eclesial, y las necesidades comunitarias (edificios, objetos litúrgicos, encuentros comunitarios...). Además esta limosna va dirigida en multitud de ocasiones a la colaboración con otras iglesias, como podemos ver en una carta que escribe Dionisio, obispo de Corinto, a la comunidad de Roma hacia el 170:
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Porque desde el principio tenéis esta costumbre, la de hacer el bien de múltiples maneras a todos los hermanos y enviar provisiones a muchas iglesias; remediáis así la pobreza de los necesitados y, con las provisiones que desde el principio estáis enviando, atendéis a los hermanos que se hallan en las minas, conservando así, como romanos que sois, una costumbre romana transmitida de padres a hijos, costumbre que vuestro bienaventurado obispo Sotero no solamente ha
mantenido, sino que incluso la ha incrementado, suministrando, por una parte, socorros abundantes para enviar a los santos, y, por otra, como padre que ama tiernamente a los suyos, consolando con afortunadas palabras a los hermanos que llegan a él (Eusebio de Cesarea, HE IV,23,10).
c) Las reglas de discernimiento sobre las maneras de hacer la limosna suelen ser muy simples: averiguar si la necesidad es real o ficticia. En el primer caso la obligación de la limosna es ineludible y si no se cumple esto supone tener que vérselas con Dios, protector y guardián del pobre. Así lo podemos ver ya en el Pastor de Hermas: Obra el bien y del fruto de los trabajos que Dios te ofrece, da con generosidad (cf. Rom 12,8 y Sant 1,5) a todos los necesitados, sin dudar a quién darás o a quién no darás. Da a todos. Pues Dios quiere que se dé a todos de sus propios dones. Por tanto, los que reciban darán cuenta a Dios de por qué y para qué recibieron. Pues los que recibieron porque estaban en apuros no serán juzgados, pero los que recibieron con engaño serán castigados. Así pues, el que da es inocente, pues tal como habría aprendido del Señor a realizar este servicio, lo realizó con generosidad, sin analizar a quién daba o a quién no. Así pues, este servicio realizado con generosidad fue glorioso en la presencia de Dios. Por tanto, el que sirve con generosidad vivirá para Dios. Así pues, guarda este mandamiento tal como te lo he expuesto, para que tu penitencia y la de tu casa sea hallada con generosidad, y tu corazón, puro y sin mancha ( Mand. II,4-7).
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La necesidad ficticia obliga al donante a ser cauto y lo exime de dar limosna, al tiempo que amenaza con severas penas al que la practique. En un escrito atribuido a Basilio de Cesarea, del siglo IV , se llegará a decir: Hay que complacer con gusto al mendigo siempre que se atienda también la necesidad del individuo. Pues muchos, prescindiendo
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de la necesidad, hacen del mendigar un negocio y abusan de las limosnas para saciar su opulencia; por eso es necesario distribuir dones con inteligencia y prudencia según la necesidad. A quienes componen canciones obscenas de amor para conquistar así a las mujeres o muestran heridas y muñones falsos no les resultan pro vechosas las ricas donaciones, les sirven más bien para empeorar. Con una pequeñez hay que quitar de en medio el griterío de tales hombres; pero misericordia y caridad convienen solo a aquellos que soportan pacientemente una grave necesidad. Por ello se necesita experiencia para distinguir el verdadero pobre del mendigo codicioso. Quien da a un pobre presta al Señor y recibe su salario, pero quien apoya un vagabundo de ese tipo es como si echara desperdicios a los perros, que se hacen cargantes por su fogosidad, pero que no son dignos de compasión como los pobres (Sermón sobre la limosna 4).
d) Donde sí va a haber diferentes opiniones, a veces encontradas, es sobre la conveniencia de dar la limosna directamente a la persona necesitada o donarla a una institución que se encargue de gestionar este donativo de la mejor manera posible.
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Ambas prácticas parecen convivir en todos los períodos, pero en los momentos iniciales y en comunidades más reducidas, donde predominan los elementos más carismáticos, hay una cierta predilección por la donación directa y voluntaria. Con posterioridad, en comunidades más amplias y ante las dificultades que esta forma de donación encuentra (localismo, falta de generosidad, engaño, abuso de los elementos emocionales, vanagloria, ineficacia por no sa ber canalizar los recursos en la dirección más adecuada...) se pasará a una cierta institucionalización de la limosna: gestión por personas especialmente encargadas –obispos y diáconos en las comunidades cristianas– y asociación a prácticas (ayuno) y tiempos preestablecidos.
Esto no quita que de vez en cuando aparezcan en el cristianismo primitivo llamadas invitando a la donación directa a la persona necesitada porque supone una relación más personalizada, se ahorran las esperas y la inevitable burocracia que envuelve esta gestión así como los abusos a que puede dar lugar esta concentración de riquezas en manos del obispo. En todos los casos la comunidad cristiana tenía siempre un criterio claro: no recibir nunca dinero «injusto». Llamativo es el caso de Marción: después de haber entregado a la comunidad romana la ele vadísima cantidad de 200.000 sestercios, esta se los devolvió cuando fue declarado hereje (cf. Tertuliano, Contra Marción 4,4). En esta misma línea el concilio de Elvira (hacia el 303) prohíbe recibir cualquier donativo de personas excomulgadas y en la Didascalia leemos: Pero si las iglesias son tan pobres que los indigentes deben recibir alimento por medio de aquellos que son así [de los pecadores], es me jor que muráis de hambre antes que aceptar nada de los que obran el mal. Preguntad e indagad a fin de recibir, para nutrir a los necesitados, [solamente de donativos] de los fieles que están en las Iglesias y que tienen buen comportamiento. No aceptéis nada de los excomulgados, mientras no sean juzgados dignos de ser miembros de la Iglesia ( Didasc. IV,18,8).
Por último, en la vida de la Iglesia la limosna está en estrechísima relación y posibilita otras prácticas caritativas como: – la visita y el cuidado de prisioneros y cautivos (1 Clem. 55,2. Cf. Mt 25,36; Heb 10,34; 13,3; Flp 4,18 y Luciano de Samosata, La muerte de Peregrino 11-14); – la preocupación por los extranjeros (cf. Mt 25,35; 1 Tim 3,2; 5,10; Tit 1,8 [en estos tres últimos casos la hospitalidad es ejercida por el obispo]; 3 Jn 5. También 1 Clem., 10,7; 11 y 12; Justino, 1 Apol. 67; Tertuliano, Ad uxorem 4);
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– la atención a las viudas, huérfanos y personas sin recursos (cf. Sant 1,27; 2,15-17; Ignacio de Antioquía, A Pol. 4; Actas de Perpetua y Felicidad, 5,2; Tertuliano, Apol. 39); – y el cuidado por los enfermos (cf. Mt 25,36; Lc 10,30-37 y Justino, 1 Apol. 67). Expresiones todas ellas de la especial predilección y ternura que Jesús tuvo en vida por los pobres y que acabó por convertirse en seña de identidad para sus seguidores. Sin duda una de las maneras más explícitas y profundas de sentirse y vivir como casa-familia de los hi jos e hijas de Dios. Sin embargo, no todo se reduce a la vida en el interior de la propia casa-familia que es la Iglesia, sino que las comunidades cristianas, al contrario de otros grupos de su tiempo, no permanecen aisladas o encerradas en sus guetos, sino que se caracterizan por una gran apertura al mundo en el que se encuentran sin perder su propia identidad, algo sumamente peculiar no solo en la Antigüedad sino incluso hoy.
Una casa-familia abierta al mundo: la familia, el espacio cívico, el Imperio y el mundo de la cultura CAPÍTULO 4
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odos los seres humanos nacemos en medio de una cultura que nos configura como personas dotándonos de los medios para comprender el mundo en el que nos movemos, las relaciones que establecemos y la manera de entender nuestra propia existencia. Este proceso no es algo automático sino que supone una actividad personal por la que entran en diálogo nuestra propia realidad individual con esta cultura en la que nacemos, apropiándonos de algunos de sus elementos, excluyendo otros e innovando en ciertos aspectos. Algo muy parecido le sucede a la experiencia cristiana. Cuando aparece se encuentra inserta en una cultura con la que entra en un diálogo en el que se pueden establecer dos etapas interconectadas: una primera de inculturación, por la que el cristianismo aprende, piensa y se expresa en las categorías, modos de ser y costumbres de esa cultura concreta. Pero, además, la experiencia creyente no es algo puramente pasivo, sino que también cuestiona y propone alternativas a elementos de esa cultura desde la perspectiva del Evangelio (evangelización). En este proceso de inculturación y evangelización de la fe cristiana en la Antigüedad podemos diferenciar dos momentos: el primero,
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que duraría los tres primeros siglos, sería de carácter más capilar y subterráneo, con una escasa presencia en las instituciones, y centrándose más bien en las redes sociales entonces existentes, sobre todo la familia y la ciudad. A partir de inicios del siglo IV , en lo que se conoce como «giro constantiniano» (año 313), se establece una estrecha conexión entre la Iglesia y el Imperio por la que el Imperio ayuda y promueve a la Iglesia, interfiriendo incluso a veces en sus asuntos internos, y la Iglesia se estructura y empieza a funcionar en su propia organización desde formas muy parecidas a las imperiales. Al contrario de otras corrientes religiosas de la Antigüedad (como el judaísmo, por ejemplo), los cristianos nos vamos a integrar en la sociedad en la que nacemos, el Imperio romano, negándonos a ser una raza aparte, a vivir como emigrados o concentrarnos en guetos. Nada nos va a distinguir de nuestros conciudadanos sino el estilo de vida, como veremos con posterioridad en A Diogneto 5. Esta opción del cristianismo por insertarse en la vida común va a suponer grandes ventajas, pero también una serie de conflictos y dificultades en las relaciones diarias y habituales con una sociedad que no solo tiene dioses diferentes sino en muchos casos valores distintos y diversas maneras de concebir la existencia, en una trama que empapa la vida en todos sus ámbitos: familiar, profesional y cívico.
1. La casa-familia cristiana
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Todas las familias de este tiempo, sean judías, paganas o cristianas, están estructuradas en torno a la figura del paterfamilias , que
ocupa el lugar central, cuya autoridad es considerada como indiscutible y a cuyo servicio estaba el resto de los miembros de la familia. El cristianismo no cuestionó esta estructura patriarcal de la familia, sino que intentó humanizarla o suavizarla, cambiando algunos de sus valores y comportamientos, sobre todo aquellos que parecían más hirientes o discriminatorios; algo que ya se estaba produciendo, en cierta medida, en el Imperio romano desde mediados del siglo I , aunque solo entre los estamentos superiores, mientras que el cristianismo «democratizó» y popularizó esta conducta de la élite que se caracterizaba, entre otras cosas, por considerar a la pareja como sujeto de derechos y deberes, frente a la concepción tradicional de la familia consagrada a la continuidad de linajes y herencias, o el establecimiento dentro de la familia de unas relaciones basadas en los afectos, frente al antiguo concepto de ordenamiento legal basado en las costumbres. Las ceremonias en torno al casamiento eran iguales entre los cristianos que entre los paganos: se daban la mano derecha en señal de fidelidad, se organizaban fiestas familiares, se entregaba la dote por parte del padre de la mujer, e incluso se redactaban las «tablas nupciales», una especie de contrato matrimonial. Y lo mismo podemos decir de la legislación vigente en torno al matrimonio, que se mantuvo sustancialmente igual incluso con el proceso de cristianización de la sociedad. La particularidad cristiana consiste en la presencia del obispo en estas celebraciones (cf. Ignacio de Antioquía, A Policarpo 5,2), una bendición por parte del sacerdote a esta unión y la promesa de fidelidad de los esposos ante Cristo (cf. Basilio de Cesarea, Homilías sobre el Hexamerón VII,5-6; Ambrosio de Milán, Carta 72,7).
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Las comunidades cristianas van a mantener, sin embargo, una serie de principios y prácticas que en muchos casos se oponen a la cultura ambiental de esta época como son, entre otros: – negativa absoluta al aborto, el infanticidio o el abandono de niños, ampliamente difundidos en la Antigüedad grecorromana. Albert Viciano cita el caso de un obrero egipcio que en el año 1 a.C. escri be así a su mujer: «Si has dado a luz (¡mucha, mucha suerte!), si ha sido chico, déjalo [vivir], pero si ha sido chica, abandónala» (cf. Cristianización del Imperio romano, p. 201 [bibliografía final]). Apule yo habla en las Metamorfosis de un hombre que ordena a su mujer lo mismo (10,23,3); – condena de las relaciones homosexuales y extramatrimoniales, muy aceptadas en este tiempo; – rechazo del divorcio, excepto en casos de adulterio, en los que se admitía un segundo matrimonio. Un buen resumen de la moral cristiana sobre el matrimonio en este período nos lo ofrece Arístides, a mediados del siglo II: Los cristianos... no cometen adulterio ni practican la fornicación... Y sus mujeres son puras como vírgenes, y sus hijas son modestas, y sus hombres se abstienen de toda unión ilegítima y de toda impureza con la esperanza de la retribución que tendrán en el otro mundo... Y cuando a uno de ellos le nace un niño, alaban a Dios; y también si sucede que muera en su infancia, alaban a Dios grandemente, como por quien ha atravesado el mundo sin pecados ( Apol. 15).
A mediados del siglo III , en una de las entrevistas a los que iban a ser bautizados, se lee:
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Se les preguntará [luego] sobre su estado de vida: ¿tiene una mujer?, ¿es esclava? Si alguno fuera esclavo de un fiel, y su amo lo permite, él escuchará la palabra. Pero si su amo no atestiguara a su respecto di-
ciendo que es bueno, será rechazado. Si su amo fuera pagano, se le enseñará a serle agradable para no ser calumniado por él. Si un hom bre tuviera una mujer o una mujer marido, se les enseñará a contentarse, al marido con su mujer y la mujer con su marido. Si alguien no tuviera mujer, aprenderá que no debe cometer fornicación. Él tomará mujer conforme a ley; de lo contrario, permanecerá tal como está (Tradición apostólica 15).
Afirmaciones completadas por uno de los mejores conocedores del matrimonio cristiano en la Antigüedad cuando escribe: La doctrina matrimonial de la Iglesia se desarrolla, en la época anterior a Constantino, a partir de los principios formulados en los evangelios y los escritos apostólicos. Los cristianos se casan según las leyes de la ciudad y sus reglas propias; se esfuerzan por vivir su vida conyugal siguiendo las normas éticas en vigor en sus comunidades. En efecto, muy a menudo se elabora una catequesis cuyas reglas son inculcadas a los candidatos al bautismo. La jerarquía vigila que se observen estos preceptos: la exclusión definitiva o temporal de la comunión eucarística sanciona las faltas más graves. Así pues, se va fijando progresivamente un sistema ético-jurídico cuyas líneas maestras se perfilan con claridad: dignidad del matrimonio, pero superioridad de la virginidad consagrada a Dios; libertad en la elección del matrimonio o el celibato, pero posibilidad para todos de vivir una unión regida por principios cristianos; igualdad de los esposos de cara a las obligaciones del matrimonio, claramente en lo que concierne al deber de la fidelidad; indisolubilidad del lazo matrimonial. Estas concepciones difieren, en distinto grado, de las costumbres y de los principios jurídicos que inspiran los derechos de la Antigüedad (Ch. Munier, L’E glise dans l’Empire romain..., p. 3 [bibliografía final]).
Tanto el aborto como el infanticidio o el abandono (exposición) de niños no aparecen en el NT. Sin embargo, ya a finales del siglo I , encontramos en la Didajé el siguiente texto formando parte del «camino
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de la vida» en contraste con el «camino de la muerte»: «No matarás, no adulterarás, no corromperás a los menores, no fornicarás..., no matarás el hijo en el seno materno, ni quitarás la vida al recién nacido» (c. 2,2). Las mismas ideas aparecen en otros textos de la época como: –la Carta de Bernabé , que dice: «No matarás al hijo en el seno de la madre, ni una vez nacido le quitarás la vida», 19,15; –el Apocalipsis de Pedro (c. 8); – y Justino, que llega a afirmar: «Se nos ha enseñado también que es cruel exponer a un bebé recién nacido..., [puesto] que seríamos unos asesinos», 1 Apol 29,1. Esta conducta contraria al aborto o infanticidio es considerada no solo como un tema de identidad creyente, sino que es empleada por los intelectuales cristianos de esta época para defenderse de las acusaciones que se les hacía a los cristianos. Así, poco tiempo después de Justino, Atenágoras responderá a los que acusan a los cristianos de ser homicidas: Nosotros afirmamos que las que intentan el aborto cometen un homicidio y tendrán que dar cuenta a Dios de él; entonces, ¿por qué razón hablamos de matar a nadie? Porque no se puede pensar a la vez que lo que lleva la mujer en el vientre es un ser vivo y objeto, por tanto, de la providencia de Dios, y matar luego al que ya ha avanzado en la vida; no exponer lo nacido, por creer que exponer a los hijos equi vale a matarlos, y quitar la vida a lo que ya ha sido criado. Nosotros somos en todo y siempre iguales y acordes con nosotros mismos, pues servimos a la razón y no la violentamos ( Leg. 35).
Tertuliano, a finales del siglo II , continúa en esta misma línea:
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En cuanto a nosotros, no solo nos está absolutamente prohibido el homicidio, sino que nos está prohibido también destruir al concebi-
do, cuando todavía la sangre lo alimenta en el seno materno para formar un hombre. El impedir el nacimiento es un homicidio anticipado; y no hay diferencia entre quitar la vida ya nacida o destruir la vida en el nacimiento: también es hombre el que ya va a serlo, como todo el fruto está ya en la semilla ( Apol. 9,8).
Por estas mismas fechas, y en un contexto parecido, el escritor cristiano Minucio Félix escribía en Roma: Veo por un lado que exponéis a vuestros recién nacidos a las bestias salvajes y aves de presa; y por el otro, que os descomponéis cuando os azota un tipo de enfermedad incurable. Hay muchas mujeres [entre los vuestros] que, por medio de preparaciones médicas, extinguen la fuente de un futuro ser humano en su propio vientre, y cometen de este modo un parricidio antes de traerlo al mundo. Y estas cosas pro vienen ciertamente de vuestros dioses. Saturno no expuso a sus hijos, sino que los devoró. Con razón se sacrifican algunos niños en su honor en algunos lugares de África (Octavio 33).
Clemente de Alejandría llega a decir a comienzos del siglo III que el aborto convierte al vientre materno en una tumba, en vez de ser cuna de la vida (cf. Stromata 2,18) y Basilio de Cesarea afirma en el siglo IV algo que es opinión común dentro del cristianismo: que el aborto es un homicidio (cf. Carta 182,2). Una idea muy parecida se tiene con respecto a los «métodos anticonceptivos», considerados como una forma de asesinato, y así lo vemos, aparte de algunos textos vistos con anterioridad, en algunos autores como: – Jerónimo, que comenta en una de sus cartas más conocidas: Otras toman de antemano pócimas de esterilidad y cometen homicidio con el ser humano que no pudo ser concebido. Algunas, cuando advierten que han concebido criminalmente, preparan los vene-
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s o n a i t s i r c s o r e m i r p s o l e d a n a i d i t o c a d i v a L . . e d e b a s e s é u Q ¿
nos del aborto y frecuentemente acontece que, muriendo también ellas, bajan a los infiernos acusadas de un triple crimen: homicidas de sí mismas, adúlteras de Cristo y parricidas del hijo aún no nacido (Carta 22,13);
– el propio Agustín, que habla de esta cuestión sobre todo en su crítica a los maniqueos, que permitían ciertos métodos anticoncepti vos (cf. Sobre las costumbres de la Iglesia católica 1,63 y 1,79; Contra Fausto 30,5-6; Contra Secundino 21 y 22; Sobre los herejes 46,13). Los pensadores cristianos proclaman desde el inicio la esencial igualdad del varón y la mujer a los ojos de Dios, de la que se derivan la obligación de la mutua y recíproca fidelidad de los esposos frente a las costumbres de este tiempo, muy indulgentes con la infidelidad del marido, castigando con severas penas el adulterio (cf. Justino, Diálogo con el judío Trifón 93,1-2; Teófilo de Antioquía, A Autólico III,25 y Didasc. VI,22). Esta igualdad «teológica» no les impide subrayar, al mismo tiempo, la autoridad del varón, al que la mujer debe estar sometida. Una mujer pudorosa que considera a su marido como señor y maestro, atenta a su servicio, que ocupa el lugar más escondido de la casa, lejos de las miradas de los extraños y dedicada a sus labores domésticas. Interesante en este sentido son las líneas de continuidad e innovación que podemos descubrir entre Ef 5,21-25; Tit 2,5; 1 Pe 3,1; Ignacio de Antioquía, A Pol. 5; e Ireneo de Lyon, Contra los herejes IV,20,12.
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Por ejemplo, basándose en Mt 5,32 y 19,9 en la Iglesia de Oriente se permitió la expulsión de la mujer por «deshonestidad» (cf. Basilio, Carta 188,9), y el marido separado de una mujer por un adulterio causado por él mismo podía volver a casarse de nuevo tras siete años de penitencia (cf. ibíd., 217,77). Además, aunque las leyes civiles per-
mitían el divorcio, cada vez se fue imponiendo dentro de la Iglesia la condena del segundo matrimonio en vida del cónyuge separado. Uno de los problemas con los que tuvieron que enfrentarse las primeras comunidades cristianas es el de los «matrimonios mixtos» entre creyente y no creyente. Cuando el converso era el paterfamilias esto suponía una gran ventaja para el cristianismo, dado que con él habitualmente se convertían todos los que pertenecían a la casa-familia. Las dificultades venían cuando la conversión era la de la mujer o los esclavos. En el caso de las esposas, estas solían encontrar muchos pro blemas para poner en práctica su fe, especialmente la participación en las celebraciones y encuentros comunitarios, por la imagen que la mujer daba de cara a la sociedad (cf. Tertuliano, Ad uxorem 2,5,2). Ante esta situación, las propuestas que se daban dentro de la comunidad cristiana iban sobre todo en dos direcciones: una, que podríamos denominar «petrina» propondría que la mujer aguantara al marido hasta el final, incluso en las circunstancias más adversas, pues mediante este testimonio y perseverancia el marido acabaría convirtiéndose a la nueva fe. La línea más «paulina» propondría que en caso de conflicto entre matrimonio y fe, la esposa debería elegir esta última. La conversión de los esclavos conllevaba unos problemas muy similares a los de las mujeres, con el agravante del castigo o persecución por parte de los amos, en el caso de que estos no fueran cristianos, lo que les obligaba a llevar una vida en gran medida oculta a sus dueños. Los matrimonios cristianos educaban a sus hijos e hijas de manera muy semejante al resto de matrimonios: los hijos aprendían en la escuela la cultura de su tiempo (paideia) , y los padres les enseñaban en la familia las formas de comportarse dependiendo de su sexo y
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estatus (aprendizaje de las cuestiones relativas a la casa para las mu jeres, de las relaciones sociales en el caso de los varones). Los padres cristianos van a tener un papel fundamental en la educación religiosa de sus hijos que gira en torno a la persona de Jesús («la instrucción y la exhortación según el Señor», Ef 6,4) y el temor de Dios: «No dejarás de la mano a tu hijo o a tu hija, sino que desde la juventud les enseñarás el temor de Dios» (cf. Didajé 4,9; Carta a Bernabé 19,5; Policarpo, Carta a los filipenses 4,2). Las virtudes fundamentales que se deben inculcar en los hijos son el amor filial, la obediencia y el respeto a los padres (pietas) , dentro de una educación basada en la huida de las malas compañías, la formación del carácter y el deber de asistencia a los padres necesitados (cf. F. Rivas Rebaque, La pedagogía en los códigos domésticos...[bibliografía final]). Habrá que esperar al siglo IV para encontrar un planteamiento explícitamente cristiano sobre la educación de los hijos con dos obras claves para esta cuestión: Exhortación a los jóvenes sobre la manera de aprovechar mejor los escritos de autores paganos, de Basilio de Cesarea, y Sobre la vanagloria y educación de los hijos, de Juan Crisóstomo. Mientas Basilio se centra más en cuestiones culturales (¿qué se puede aprovechar de la cultura pagana?), Juan Crisóstomo exhorta a los padres a educar cristianamente a sus hijos en sus casas, no lle vándolos a los monjes para que los eduquen allí, al tiempo que ofrece una imagen de la familia cristiana como núcleo, principio y fundamento de la vida comunitaria.
2. Espacio cívico: la ciudad
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Aunque más del 90% de la población vivía en el campo, la inmensa mayoría de los testimonios que tenemos de la Antigüedad van a ser
sobre la ciudad, porque la ciudad era el lugar donde vivían los estamentos superiores, el centro desde el que se gestionaba la vida del resto de habitantes y el espacio donde se llevaba a cabo la mayor parte de actividades culturales. De hecho el cristianismo, que nace como un movimiento eminentemente rural en Palestina, desde muy pronto se va a insertar en las ciudades del Imperio, adaptándose perfectamente a las estructuras cívicas, y solo más tardíamente iniciará la evangelización de los campos, donde se encontraban las «aldeas» ( pagi , de aquí el nombre de «paganos»). En unas ciudades donde una parte importante de la población se sentía perdida y desarraigada, el reunirse en las propias casas, vivir como comunidades familiares abiertas e inclusivas y realizar una serie de rituales estrechamente conectados con el ámbito doméstico (Pablo y las comunidades por él fundadas tienen mucho que decir a este respecto), sin duda es uno de los factores claves que permiten explicar el éxito del cristianismo en estos primeros tiempos. 2.1. El mundo del trabajo
Aunque la Antigüedad grecorromana no condenó propiamente el trabajo, sino solo sus formas más serviles, porque no permitían el desarrollo de otras dimensiones del ser humano, sin embargo sí tenía una valoración negativa del mismo como podemos observar, por ejemplo, en la etimología de la palabra «trabajo», derivada de tripalium –un instrumento de tortura formado por tres palos– o la división entre el tiempo dedicado a lo más plenamente humano (otium) y lo que lo impide (nec-otium , «negocio»), conceptos propios de una sociedad esclavista donde los siervos realizaban las tareas que los amos consideraban indignas de su estatus.
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El cristianismo, por el contrario, va a considerar el trabajo no solo como algo bueno –factor de disciplina personal y equilibrio social–, sino incluso querido por Dios como una forma de colaborar en la tarea de la creación: «Dios ha dado al ser humano manos para tra bajar. Quien es partícipe del arte y de la sabiduría divinas, es también partícipe de su poder» (Ireneo de Lyon, Contra los herejes. V,3,2). Mediante el trabajo, además, tomamos conciencia de nuestras ha bilidades (cf. 1 Clem. 34,1), nos aseguramos el sustento, colaboramos con el desarrollo de la sociedad y podemos ayudar a los necesitados (cf. Arístides, Apol. 15, Tertuliano, Apol. 42,1-2 y Clemente de Alejandría, Stromata I,25-26). No en vano tanto su fundador, Jesús, como uno de los líderes más influyentes de este movimiento, Pablo, habían tenido un trabajo manual (cf. Mc 6,3 y Hch 18,3). Por eso, desde los inicios en las comunidades cristianas hay una clara insistencia sobre la obligación de trabajar (cf. 1 Tes 4,11-12), aunque siempre considerando el tra bajo como un medio y no como un fin (cf. Hermas, Pastor. Vis. III,6,5-7 y Mand. X,1,1-4). Los problemas se van a plantear, sin embargo, en el tipo de trabajo que se elije porque ciertos oficios son considerados como honestos y otros como no. En principio hay profesiones que no parecen plantear ningún problema como la agricultura, el comercio, la artesanía –por la que parece haber una cierta predilección–, la medicina, la filosofía o incluso el servicio al Imperio, en este caso con ciertas limitaciones:
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Habitamos con vosotros este mundo, utilizamos el foro, los mercados, los baños, las tiendas, los talleres, los hostales, las ferias y todos los demás lugares vuestros de comercio. Navegamos también con vosotros, y con vosotros servimos en el ejército y trabajamos la tierra y
practicamos el comercio, igualmente con vosotros realizamos vuestros trabajos y vendemos nuestras obras para uso vuestro (Tertuliano, Apol. 197).
Pero hay otros oficios, en cambio, absolutamente desaconsejados o por lo menos considerados peligrosos, como expresa de manera bastante exhaustiva un documento romano de la primera mitad del siglo III en relación con las personas que pueden ser admitidas al catecumenado: Se hará una encuesta a fin de conocer cuáles son los oficios y profesiones de aquellos que fueron traídos para su instrucción. Si alguno tuviera una casa de prostitución, cesará [en su explotación] o será rechazado. Si alguno fuera escultor o pintor, se le enseñará a no fabricar ídolos: dejará de hacerlo o será rechazado. Si alguno fuera actor, o hiciere representaciones en el teatro, dejará de hacerlo o será rechazado. Aquel que enseña a los niños, es mejor que deje de hacerlo; si él no tuviera [otro] oficio, [entonces] se les permitirá enseñar. Del mismo modo, tanto el cochero que asiste, como aquel que toma parte en los juegos, dejarán de hacerlo o serán rechazados. El gladiador [así como] aquel que enseña a los gladiadores a combatir, el bestiario que [en la arena] participa en la cacería [y también] el funcionario vinculado con los juegos, dejarán de hacerlo o serán rechazados. Si alguno fuera sacerdote o guardián de un ídolo, dejará de serlo o será rechazado. El soldado subalterno a nadie matará y, en caso de recibir la orden, no la ejecutará ni prestará juramento. Si así no lo hiciera, será rechazado. El que tiene el poder de la espada, y también el magistrado que lleva la púrpura, lo dejarán o serán rechazados. El catecúmeno y el fiel que pretendan hacerse soldados, serán rechazados, pues han menospreciado a Dios. La prostituta, el homosexual, el obsceno y cualquiera que hiciere aquellas cosas de las que no se puede hablar, serán rechazados por ser impuros. No se admitirán magos en la elección. El encantador, el astrólogo, el adivino, el intérprete de los sue-
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s o n a i t s i r c s o r e m i r p s o l e d a n a i d i t o c a d i v a L . . e d e b a s e s é u Q ¿
ños, el charlatán, el «cortador» que cercena monedas y el fabricante de amuletos dejarán esas ocupaciones o serán rechazados ( Tradición apostólica 16).
2.2. El servicio militar
Un caso particular es el servicio militar. Al no ser obligatorio el cristiano podía estar exento de esta profesión que llevaba consigo no solo la exigencia de matar, sino el culto a los emperadores u otras ceremonias de corte pagano. De aquí que muchos pensadores cristianos, sobre todo antes del edicto de Milán (313), se oponen a la presencia de cristianos en el ejército: Tertuliano (a su paso al montanismo, pues antes defendía lo contrario), Hipólito, Orígenes, Lactancio... Sin embargo, también tenemos numerosos testimonios de cristianos en el ejército durante este período: Cipriano menciona una familia de mártires, dos de cuyos miembros pertenecían al ejército, y las persecuciones de Decio y Valeriano produjeron la muerte de muchos soldados cristianos, algo que muestra de manera más evidente el hecho de que Diocleciano tuviese que expulsar a muchos soldados de la milicia o que el ejército de Constantino tuviese un elevado componente de cristianos. Ya a finales del siglo II Clemente de Alejandría se había expresado de esta manera: «Labra, si eres labrador, pero confiesa al Dios de las labores; navega, tú que disfrutas navegando, pero invoca al Piloto del cielo; la fe te ha sorprendido en el ejército, escucha al General que te ordena la justicia» ( Protréptico X,100).
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Las cosas cambian radicalmente con la proclamación del cristianismo como religión oficial del Imperio (edicto de Tesalónica por
Teodosio, 380). A partir de este momento el servicio militar se consideró como un deber de todo ciudadano para la defensa del Imperio cristiano, y los ejércitos van a estar formados solo por cristianos (prohibiendo la entrada a judíos y paganos). Agustín llega a justificar la muerte causada por los soldados como desempeño de una función pública: se mata por el bien común y en virtud del legítimo poder que otorga la sociedad. Sobre todo este tema (cf. J. Fernández Ubiña, Cristianos y militares. La Iglesia antigua ante el ejército y la guerra, Universidad de Granada, Granada 2000). 2.3. La escuela
Con respecto a la escuela, el cristianismo de los cinco primeros siglos no tiene mucho que aportar: los niños y niñas paganos y cristianos iban a la misma escuela (los que iban) y recibían los mismos contenidos. La educación, sobre todo la superior, era necesaria para poder tener cierto estatus y acceder a ciertos cargos en la Antigüedad, por lo que tanto los estamentos superiores como los cercanos a él los realizaban, independientemente que fueran luego senadores u obispos. El único lugar donde el cristianismo innovó dentro del espacio educativo fue en el catequético. La escuela fue «cristianizada» mucho más tarde, con la entrada de los pueblos germanos en Occidente, y eso no tanto como se piensa –de hecho en Oriente el sistema escolar se mantiene prácticamente hasta la llegada de los turcos–, pues se seguía con el esquema tradicional de la división de la escuela en ludus litterarius (entre 7 y 12 años), la escuela del grammaticus (1217 años) y la retórica o enseñanza superior, la metodología y gran parte de los contenidos. De hecho, todos los escritores cristianos, in-
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s o n a i t s i r c s o r e m i r p s o l e d a n a i d i t o c a d i v a L . . e d e b a s e s é u Q ¿
cluso los que más se opusieron a la cultura clásica, pasaron por las escuelas paganas y recurrieron a esta cultura como algo natural. Otra cosa es lo relacionado con los maestros cristianos: aunque inicialmente se tuvieron ciertas reservas dentro de algunas comunidades cristianas sobre el ejercicio de esta profesión por el influjo nefasto que podía tener la cultura pagana, como hemos visto en la Tradición apostólica, no hubo sin embargo prohibición de dicho ejercicio, y de hecho contamos con teólogos, como Justino, Orígenes o Malquión de Antioquía, que ejercieron la docencia, y en el siglo IV fue común el aprecio entre maestros paganos y algunos de sus discípulos cristianos, como podemos ver en el caso del maestro pagano Libanio, uno de cuyos alumnos más aventajados fue Juan Crisóstomo. Desde mediados del siglo II florecieron dentro del Imperio algunas escuelas cristianas: en Roma, donde destaca en torno al 150 la figura de Justino y sobre todo en Alejandría: la escuela, iniciada por Panteno, tuvo sus continuadores en Clemente y Orígenes, que fue director de dicha escuela a la edad de 18 años y después continuó esta tarea en Cesarea de Palestina, donde fundó un nuevo didaskaleion (escuela) que conocemos gracias a la obra de Gregorio Taumaturgo, Agradecimiento a Orígenes. Otra cuestión es la relacionada con las escuelas monásticas: inicialmente las escuelas monásticas respondían al hecho de que muchos de los monjes, de procedencia campesina, no conocían las letras, por lo que no podían leer la Escritura, de aquí la creación de dichas escuelas, con bibliotecas y copistas para poder difundir algunos li bros considerados esenciales.
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No será hasta el siglo VI que podamos hablar propiamente de escuelas monásticas que desarrollen un itinerario educativo indepen-
diente del de las escuelas profanas, a las que habría que añadir tam bién la creación en este período de «escuelas episcopales» que, junto con la progresiva decadencia de las ciudades, acabó por dar el toque de gracia a la escuela pagana.
2.4. Cargos públicos
La aceptación de los cargos públicos llevaba consigo una serie de tareas donde los sacrificios a los dioses o el culto al emperador eran inevitables, por lo que los cristianos, en principio, no podían desempeñar ciertas funciones públicas como el cargo de flaminio, oficio en sus orígenes sacerdotal que fue perdiendo esta condición hasta convertirse en algo más honorifico. Con respecto al cargo de duun viro o magistrado de la ciudad las autoridades eclesiásticas fueron más tolerantes: el concilio de Elvira, por ejemplo, solo les impide frecuentar la iglesia mientras ejercen esta función. De hecho, a finales del siglo III los cristianos de Oriente ocupan cargos elevados en las ciudades y hasta en la corte imperial de Diocleciano, a inicios del siglo IV , lo que nos permite hablar de una evolución dentro de las comunidades cristianas que iría desde el rechazo inicial a la participación en cargos públicos a una aceptación progresiva de estos cargos a finales del siglo III e inicios del siglo IV .
2.5. Espectáculos
Durante los cinco primeros siglos de nuestra era los espectáculos más populares tenían lugar en el teatro (teatro y pantomima), el
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s o n a i t s i r c s o r e m i r p s o l e d a n a i d i t o c a d i v a L . . e d e b a s e s é u Q ¿
anfiteatro y el circo (luchas de gladiadores, entre sí o con fieras, luchas a caballo, luchas con carro, competiciones gimnásticas...), o el hipódromo (carreras de caballos). A ellos había que sumar los espectáculos con música y danza o representaciones de mimo que se producían con motivo de las fiestas familiares, como bodas o banquetes. La postura de los cristianos ante estos rituales cívicos va a ir variando con el paso del tiempo y el tipo de espectáculo, pero siempre se los considerará desde una perspectiva bastante crítica y negativa: de un rechazo profundo inicial se va a pasar a una cierta aceptación resignada hasta que, a finales del siglo IV e inicios del V , cuando su influencia en la corte fue lo suficientemente intensa, consiguieron la ilegalización de la mayoría de ellos: las carreras de caballos fueron de los únicos espectáculos que sobrevivieron. No deja de ser aleccionador, en este sentido, la sucesiva serie de prohibiciones imperiales que se suceden a lo largo de los siglos IV y V , señal por otra parte de que no fueron nada eficaces. Por ejemplo, a la prohibición por Constantino de los juegos de gladiadores en el 325 le sucedieron las de otros emperadores en el 357 y el 397. Por no hablar de las condenas morales y quejas que dejaron escritas algunos oradores cristianos de este momento, como cuando Agustín de Hipona se queja de que hay más gente en el anfiteatro que en la Iglesia, o Juan Crisóstomo de que los fieles cristianos atienden menos a Cristo que a un pantomimo (cf. Comentario al evangelio de Juan 17,4)
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El juicio positivo de Clemente de Alejandría (en Pedagogo III,10 acepta los juegos gimnásticos como útiles y provechosos) no era el habitual entre los escritores y autoridades cristianas, que se queja ban amargamente de la participación de los cristianos en estos es-
pectáculos por motivos religiosos y morales, pues los juegos del circo y el anfiteatro serían para los cristianos: – idolátricos: «¿Qué espectáculo hay sin ídolo? ¿Qué juego sin sacrificio?» (Cipriano, De spect . 4; cf. Tertuliano, Apol. 32; De spect. 11,1-3; Taciano, Orat. 22-24); – violentos e inútiles (Tertuliano, De spectac . 18,1-3); – y homicidas (Atenágoras, Leg. 24,4-5; Teófilo de Antioquía, A Autólico III,15). El teatro no queda mejor parado: es un espectáculo inmoral (cf. Clemente de Alejandría, Pedagogo III,11) y lo que se representa es pecaminoso (cf. Cipriano, A Donato 8), por lo que se desaconseja la participación no solo de los catecúmenos sino de los cristianos bautizados (cf. Agustín de Hipona, Sobre la catequesis a los rudos 25,28; Basilio de Cesarea, Homilías sobre el Hexamerón 4 y Juan Crisóstomo, Comentario de la carta a los Colosenses 48,3). De hecho, en algunas fórmulas bautismales tenemos una cierta reminiscencia de esta actitud cuando se habla de las «pompas del dia blo» (cf. Juan Crisóstomo, Comentario al evangelio de Juan 1,4). De aquí la exhortación dirigida a los padres para que alejen a sus hijos del teatro al considerarlo una pérdida de tiempo, de dinero y de prestigio (cf. id., Comentario al evangelio de Mateo 58,4). Esta condena de los espectáculos públicos estuvo acompañada además por la propuesta de un tipo de espectáculos «decentes», como son la contemplación de la naturaleza, la escucha de la Escritura, las celebraciones litúrgicas, el canto de los salmos e himnos, las visitas a los monasterios y el culto a los mártires, donde se peregrinaba entre cantos, luces, flores, comidas... (cf. Basilio de Cesarea , Carta 107,3).
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3. Cristianismo-Imperio romano El cristianismo primitivo va a desarrollar una serie de formas o modos de relacionarse con el Imperio, que podemos diferenciar, inicialmente y grosso modo, en dos tipos: uno más radical y otro más conciliador. El primer modelo, el más radical, considera el Imperio romano como algo esencialmente pernicioso y caduco, cuando no un estorbo para la fe, por lo que va a propugnar una huida de todo compromiso con la sociedad y, por tanto, el rechazo del Imperio y todo lo que tenga que ver con él. El modelo conciliador contempla el Imperio desde una perspectiva más pragmática: si se quiere convivir en sociedad hay que aceptar obligatoriamente una serie de consensos sociales, de aquí la necesidad de buscar estrategias y comportamientos que, sin renunciar a las propias creencias, ayuden a asumir la realidad existente.
3.1. Modelo radical
Este modelo tenía en sus orígenes una estrecha conexión con la inminente venida del Señor, una venida que relativizaba y ponía en cuestión todo lo que tenía que ver con las estructuras políticas, sociales o económicas.
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A pesar de que en multitud de ocasiones esta corriente radical se redujo a grupos sectarios y marginales, con escasa incidencia o continuidad dentro de la Gran Iglesia, no podemos minusvalorar su influencia en las diferentes corrientes ascéticas que pueblan las comunidades cristianas de los tres primeros siglos: aparece en teó-
logos de primer nivel de este período, es uno de componentes fundamentales de este humus que contribuyó a la aparición del monacato, y vuelve a resurgir en algunos pensadores cristianos de mediados del siglo V e inicios del VI , en una especie de revival («resurgir») del esquema apocalíptico de la historia. Dentro de esta visión del Imperio como algo radicalmente negativo o modelo radical conviene diferenciar, a su vez, entre dos corrientes: una que tendría todas las características del «modelo milenarista» y otra que denominaremos «modelo disidente». a) Modelo milenarista
Para comprender este modelo debemos tener presente que en el año 12 a.C. Augusto incorporará al Principado la dignidad de Pontifex Maximus, con todo lo que esto suponía, y durante el gobierno de Julio César se empieza a implantar, procedente de Oriente, el culto al emperador, considerado como Señor (Kyrios) y Salvador (Sôter) manifiesto (Epífanês) de sus súbditos, en un curioso mestizaje entre el culto a los héroes griegos, el culto a los soberanos helenísticos y el culto al genio de los césares. Un culto al emperador que llegó hasta su divinización e inclusión en el panteón divino (apotheosis). Frente a esta teología imperial, las corrientes milenaristas cristianas consideran el Imperio romano como una estructura radicalmente perversa e idolátrica, sobre todo por la oposición que mantenía a la extensión del cristianismo. Este modelo milenarista hunde sus raíces en las corrientes apocalípticas del judaísmo tardío, con su desconfianza hacia todos los poderes terrenos, como bien reflejan el libro de Daniel, la historia de
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s o n a i t s i r c s o r e m i r p s o l e d a n a i d i t o c a d i v a L . . e d e b a s e s é u Q ¿
los Macabeos y el propio Apocalipsis de Baruch cuando, a finales del siglo I d.C., llega a decir: «Contemplamos la fastuosa potestad de los reyes paganos, quienes desconocen la bondad de Dios, de quien han recibido ese poder, pero ellos desaparecerán como una nube que pasa» (c. 82,9). Pero va a tener su expresión más clara, en el Apocalipsis, escrito que nace en Asia Menor (actual Turquía), también a finales del siglo I , en un contexto de profunda crisis y persecución, y dentro de las pretensiones de Domiciano de ser adorado en vida como Señor y Dios (Dominus et Deus). Algunas comunidades cristianas de esta región se vieron obligadas a plantearse, quizá por primera vez en profundidad, el dilema: «¿Quién es el auténtico Señor (Kyrios) , Cristo o el César?». La solución que había dado el judaísmo de la Diáspora, asumida en gran medida por Pablo: «La autoridad es puesta por Dios», ya no ser vía. Por otro lado, era difícil sustraerse a la tentación de pensar que la historia estaba dominada por las fuerzas del mal: las bestias que emergen del mar y de la tierra en Ap 13, símbolos del emperador, o la representación de Roma en la prostituta y la caída de Babilonia, Ap 17,119,10, dan buena idea de ello. El libro del Apocalipsis hace una lectura en profundidad de la situación: la victoria de las potencias malignas es solo provisional y además es algo permitido por Dios como prueba para los creyentes, porque Cristo vencerá a todas estas fuerzas demoníacas e instaurará el reinado de Dios, que es el que en definitiva conduce los hilos de la historia.
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Esta lectura milenarista no desaparecerá con el libro del Apocalipsis, sino que se mantendrá viva en las comunidades cristianas por mucho tiempo, como podemos descubrir a mediados del siglo II en el
movimiento montanista en Asia Menor, en ciertas expresiones de los mártires de Lyon del año 177 o incluso en el propio Ireneo de Lyon y otros teólogos de este período. Así, a inicios del siglo III , coincidiendo con el auge de las persecuciones contra los cristianos en este período, un autor como Hipólito, al comentar una visión de Daniel, hace del Imperio romano la personificación del Anticristo: «El cuarto animal, terrible y admira ble a la vez, tiene dentadura de hierro y garras de bronce. ¿Qué otra cosa es esto sino el romano? Porque férrea es la actual potestad del Imperio», Sobre Cristo y el Anticristo 25. b) Modelo disidente
El modelo disidente coincide con el milenarista en la consideración del Imperio romano y todo lo que tenga que ver con lo social, lo político y lo económico como algo radicalmente caduco y llamado a desaparecer, pero este caso por un motivo diferente: no es la intervención de Dios la que transformará la historia, como en el modelo milenarista, sino que toda la historia universal no es más que la sombra de un mundo aparente. Y, como llegarán a decir en última instancia las corrientes gnósticas, este mundo no es más que fruto de un error, llevado a cabo por dioses de segunda fila (el demiurgo y sus ángeles), que en última instancia no tiene una entidad real. Lo espiritual adquiere para este modelo tal importancia que se llega a un absoluto desinterés por todo lo que afecte a la organización social y a la vida material, porque según esta postura lo esencial de nuestra existencia nos lo jugamos en el reconocimiento de que la auténtica realidad es el espíritu.
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Esta prioridad absoluta de lo espiritual sobre lo material lleva a un abandono de las responsabilidades familiares y sociales, a una despreocupación por la marcha de la sociedad y una mirada despegada de la realidad, que hace que todo lo relacionado con la cuestión política, hasta en su expresión más amplia (lo que atañe a la polis), pase a último lugar. Aunque este modelo es el predominante en ciertos grupos gnósticos de los primeros siglos, está en el trasfondo de algunas corrientes ascéticas de la Antigüedad cristiana, como el encratismo (corriente judía y cristiana que considera, como negativo todo lo que tiene que ver con la sexualidad, la carne, la comida...), y no está muy lejos de ciertas expresiones monásticas que propugnan la fuga mundi y la vida en el desierto, al tiempo que critican duramente la vida cívica y la preocupación por la cultura. De hecho, bastantes pensadores cristianos de este período están influidos en gran medida por este modelo absentista o disidente. Desde estas dos posturas, tanto la milenarista como la disidente, se entiende perfectamente la crítica que, hacia el año 180, dirige el pagano Celso a los cristianos:
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La razón da a elegir entre una de las dos alternativas: si se niegan a participar en los actos públicos ordinarios del culto y a honrar a quienes los presiden, que no lleguen a hombres, que no tomen mujer, que no procreen niños, que no tengan nada en la vida, que se marchen de aquí sin dejar el más mínimo rastro, como si sobre la tierra no hubiera existido tal raza. Si toman mujeres, procrean niños, prueban los frutos de la vida y soportan los males que le están ordenados –pues es ley de la naturaleza que todos los hombres pasen males, pues los males son necesarios e inevitables–, en este caso deben rendir honores a quienes tienen esto encomendado y prestar los debidos servicios a la vida hasta que se desaten las cadenas (Orígenes, Contra Celso VIII,55).
3.2. Modelo conciliador
Frente al modelo más radical el modelo conciliador propugna una relación entre el cristianismo y la sociedad que permita a los cre yentes y a la propia Iglesia poder llevar una existencia más normalizada y acorde con las múltiples exigencias que suponía vivir en sociedad, ya que en este modelo los cristianos no tenían por qué renunciar a la familia, ni a los bienes materiales, ni a las relaciones sociales, sino simplemente ver cómo compatibilizar estas con la experiencia creyente y el Evangelio. Por eso es comprensible que desde muy pronto este modelo conciliador se constituya como la corriente predominante dentro del cristianismo primitivo, aun con diferentes variantes, y que con posterioridad sea considerada como la postura oficial de la Iglesia, con virtiéndose sin duda en uno de los factores que permitió en el siglo IV la legalización y posterior declaración del cristianismo como religión oficial del Imperio. Tal y como hemos hecho antes, vamos a diferenciar en su interior tres corrientes: la que propugna una coexistencia pragmática, la que hemos dado en denominar «capilar» y la imperial, que fue la que finalmente se impuso. a) Modelo de coexistencia pragmática
El modelo de coexistencia pragmática es un modelo que tiene su origen en la Diáspora judía y va a ser asumido por algunas corrientes cristianas, como podemos descubrir dentro del NT en Pablo (Rom 13,1-2), el autor de Lucas-Hechos, la primera carta a Timoteo (1 Tim 2,1-12) o la primera carta de Pedro (1 Pe 2,17). Este modelo va ser el predominante dentro del cristianismo hasta prác-
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ticamente mediados del siglo IV , cuando fue sustituido por el modelo imperial. En el modelo de coexistencia pragmática la autoridad es considerada como algo positivo y querido por Dios, incluso como una cierta participación en los poderes del Creador, que ha puesto los gobiernos al servicio de la justicia y de la paz, de aquí la conveniencia, y hasta la necesidad, no solo de la aceptación de la autoridad, sino incluso de un sometimiento a sus órdenes, siempre y cuando no estén en contradicción con los mandatos divinos o supongan un colocarse en lugar de Dios. Por eso, aunque los cristianos no tienen su corazón puesto en los dinamismos de la ciudad o del Imperio, se vive un cierto grado de fidelidad a las instituciones que los acogen, lo que les permite a su vez llevar una vida tranquila y sosegada, pues el buen gobierno repercute en una existencia más pacífica y feliz. Ya en uno de los primeros escritos cristianos fuera del Nuevo Testamento, la primera Carta de Clemente de Roma a los Corintios , podemos leer: Danos docilidad para obedecer en tu Nombre, que es Santo y Todopoderoso, a nuestros gobernantes y jefes sobre la tierra. Les diste, oh Señor, la potestad del gobierno, y la virtud de tu infinito e inefable Poder, para que nosotros, reconociendo la magnificencia y la gloria que les has concedido, les seamos sumisos y ni en lo más mínimo ofendamos tu santa Voluntad. Concédeles, oh Señor, paz, concordia y firmeza para que puedan ejercer sin debilidad el poder que les ha sido dado. Porque Tú, oh Señor, celeste Rey de la eternidad, otorgas a los hijos de los hombres dignidad, gloria y virtud sobre todas las cosas de la tierra. Guía sus pensamientos, oh Señor, a fin de que conozcan lo que es bueno y agradable a tus divinos ojos; para que el poder que de ti les vino lo ejerzan en paz y con mansedumbre, y penetrados de tu santo temor, participen así de tu misericordiosa bondad (1 Clem. 60,4; 61,1-3).
Este modelo de coexistencia pragmática va a sufrir una serie de revisiones a lo largo de la historia, y así, unos pocos decenios más tarde, en torno al 180, Teófilo, obispo de Antioquía, nos ofrece una primera clave, que permanecerá como nuclear en esta postura: la autoridad, por muy querida por Dios que sea, por muy excelsa que sea considerada y por muy encumbrada que se tenga, es ejercida por seres humanos mortales y, por lo tanto, no puede pretender arrogarse la categoría de Dios, ni ser adorada: Yo quiero venerar al César, lo cual no ha de tomarse como adoración sino como oración por él. Adoro solamente al Dios verdadero y real, sabiendo que el emperador ha sido constituido por Él. Me dirás: «¿Por qué no adoras al César?». Porque no ha sido constituido en la dignidad del emperador para ser adorado, sino reverenciado con aquella especial reverencia que le corresponde. Porque no es Dios, sino un hombre constituido por Dios en ese su lugar, no para ser adorado, sino para que ejerza juicio justo. Pues a él, para usar de una comparación, le ha sido confiado por Dios el gobierno de los pueblos. Ahora bien, así como el emperador no puede querer que sus súbditos sean nombrados o tenidos como emperadores –César es su nombre especial y a otros no les es lícito apropiárselo– así también debe decirse de la adoración. Ya ves, pues, oh hombre, que estás en un grave error. Respeta al César, amándole, obedeciéndole y orando por él. Si obras así cumples la voluntad de Dios. Es claro a este respecto el mandato del Señor: «Honra a Dios y al rey, hijo mío, y a ninguno de entrambos seas desobediente. Porque sus enemigos muy pronto harán que se cumpla el castigo» (Prov 24,21-22) ( A Autólico I,11).
b) Modelo capilar
A pesar de no haber sido ni el modelo predominante ni el más extendido en el cristianismo primitivo, el modelo capilar representa
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una radical innovación con respecto a los modelos conocidos de relación entre fe y política de la Antigüedad, de aquí su importancia. Según este modelo, el cristianismo no tiene una organización social propia, ni un modo específico de situarse en la sociedad, sino que forma parte de la vida y las leyes de la ciudad, sin diferenciarse en estos aspectos, sino en su estilo de vida, base de su identidad, como expresa de forma magistral un escrito dirigido a un tal Diogneto: Los cristianos, en efecto, no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña ni llevan un género de vida aparte de los demás. En verdad, esta doctrina no ha sido por ello inventada gracias al talento y especulación de hombres curiosos, ni profesan, como otros hacen, una enseñanza humana; sino que, habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta, admirable, y, por confesión de todos, sorprendente. Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña. Se casan como todos; como todos engendran hijos, pero no exponen a los que les nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen las leyes establecidas; pero con su vida sobrepasan las leyes. A todos aman y por todos son perseguidos. Se los desconoce y se los condena. Se los mata y en ello se les da la vida. Son «pobres y enriquecen a muchos» (2 Cor 6,10). Carecen de todo y abundan en todo. Son deshonrados y en las mismas deshonras son glorificados.
Se los maldice y se los declara justos. «Los vituperan y ellos bendicen» (1 Cor 4,22). Se los injuria y ellos dan honra. Hacen bien y se los castiga como malhechores; castigados de muerte, se alegran como si se les diera la vida. Por los judíos se los combate como a extranjeros; por los griegos son perseguidos y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben decir el motivo de su odio ( A Diogneto 5).
Frente a la integración en la cultura global del Imperio, que actúa como dosel sagrado desde el que se explica toda la realidad (la oikoumenê que propuso Alejandro se ve realizada con Augusto), una cultura común con pretensiones de universalidad que exige la sumisión y que considera a todo elemento extraño a ella como bárbaro y llamado a la absorción; frente a la postura judía de defender la propia identidad mediante un sistema de separaciones, murallas y guetos que impida todo encuentro, el cristianismo se sitúa como una tercera vía: identidad sí, pero no a costa de la separación o la exclusión, sino una identidad basada en elementos tan profundos (un «tenor de peculiar conducta», dirá el texto, que nosotros podríamos traducir por «estilo de vida»), que sea capaz de vivir en todos los contextos, sin importarle las circunstancias o las situaciones. Ante la dificultad de explicar una relación tan particular, el escrito acude a una comparación: Más, para decirlo brevemente, lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El alma está esparcida por todos los miembros del cuerpo, y cristianos hay por todas las ciudades del mundo. Habita el alma en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; así los cristianos habitan en el mundo, pero no son del mundo. El alma invisible está encerrada en la cárcel del cuerpo visible; así los cristianos son conocidos como quienes viven en el mundo, pero su religión sigue siendo invisible. La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido agravio alguno de ella, porque no le deja gozar de los placeres; a los cristianos los aborrece el mundo, sin haber recibido agravio de
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s o n a i t s i r c s o r e m i r p s o l e d a n a i d i t o c a d i v a L . . e d e b a s e s é u Q ¿
ellos, porque renuncian a los placeres. El alma ama la carne y los miem bros la aborrecen, y los cristianos aman también a los que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo, pero ella es la que mantiene unido al cuerpo; así los cristianos están detenidos en el mundo, como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del mundo. El alma inmortal habita en una tienda mortal; así los cristianos viven de paso en moradas corruptibles, mientras esperan la incorrupción en los cielos. El alma, maltratada en comidas y bebidas, se mejora; lo mismo los cristianos, castigados de muerte cada día, se multiplican más y más. Tal es el puesto que Dios les señaló y no les es lícito desertar de él ( A Diogneto 6).
c) Modelo imperial
El modelo de coexistencia pragmática, predominante dentro del cristianismo en los tres primeros siglos, tuvo un grave problema para defender la autoridad como algo querido por Dios en tiempo de persecuciones contra los cristianos, especialmente las que se dieron desde Decio (en el 249) a Diocleciano (303), por su carácter de generales y ordenadas por el emperador. Sin embargo, con el edicto de tolerancia de Galerio (publicado en el 311) y sobre todo con el edicto de legalización de Milán (313) la situación cambió radicalmente: no solo se les reconoce a los cristianos la libertad de reunión y de culto, y se les restituyen sus propiedades, sino que a partir de Constantino la religión cristiana empieza a ser favorecida frente a los cultos paganos y otras religiones, hasta llegar a ser declarado el cristianismo como religión oficial por Teodosio (edicto de Tesalónica, 380).
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Es entonces cuando empieza a plantearse otra forma diferente de vi vir la relación entre fe y política que vamos a denominar modelo im-
perial: el gobernante es una representación de la Providencia que invita a los seres humanos a reconocer la presencia de Dios aquí en la tierra mediante su apoyo a la Iglesia. Una teología política que tendrá su máximo exponente en el historiador y teólogo Eusebio de Cesarea, que afirma: «el Imperio romano, desde sus orígenes, ha tenido una función providencial como preparación del cristianismo». De hecho hay un gran parecido entre la relación de Dios Padre y su Hijo Jesucristo y la que existe entre Cristo y el emperador, pues lo mismo que la obra de Cristo prepara el reino definitivo para el Padre, así la acción del emperador puede contribuir al crecimiento del reino de Cristo en la tierra. Con la conversión de Constantino se ha producido una unidad sustancial entre el Imperio romano-cristiano, convertido en imagen del reino de Cristo en la tierra, y el cristianismo, transformado en Iglesia universal. A pesar de esta unidad, se mantiene, sin embargo, una distinción de tareas o esferas: la dimensión religiosa, a cargo de los obispos, y la ci vil, desempeñada por los gobernantes y magistrados. El emperador se convierte, de hecho, en mediador entre Dios y los seres humanos, y, como alma del Imperio, también responsable de las cuestiones que atañen a la vida de la Iglesia. Con esto se deja abierta la posibilidad, e incluso la necesidad y hasta la obligación, de injerencias en el terreno religioso, cuando las circunstancias así lo exijan. Y no van a tardar mucho, como veremos con la defensa que algunos emperadores hacen del arrianismo durante el siglo IV , lo que va a dar lugar, junto con el desigual desarrollo social, político y económico de las dos partes del Imperio, a dos formas diferentes de plantear este modelo imperial: el oriental y el occidental.
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En Oriente, donde las estructuras sociales y política se mantuvieron de manera más estable, con su continuidad incluso en el Imperio bizantino, y siguieron perviviendo, bajo formas cristianizadas, antiguas concepciones de la sacrosanta majestad del emperador, el modelo imperial continúo, pero en su forma cesaropapista , cuyo prototipo podemos descubrir en Justiniano: «Un único Imperio, una sola Iglesia bajo la guía del emperador». El emperador, considerado como «semejante a los apóstoles» y «obispo de los obispos», ejerce una especie de supervisión sobre la comunidad eclesial, velando por sus intereses y participando de manera activa en su funcionamiento interno. La intervención beligerante del poder político durante la crisis arriana dio un resultado diferente en un Occidente en plena crisis de sus estructuras sociales, políticas y militares. En el seno de la Iglesia adquiere cada día mayor consistencia una corriente que sostiene que no se deben mezclar las cosas de la civitas (causa civilis) con las de la Iglesia (causa religionis) , es más, que en las cuestiones de fe son los obispos los que han de de juzgar a los emperadores, y no a la inversa. Y empiezan a reivindicar la libertad e independencia de las Iglesia en sus propias funciones, e incluso a finales del siglo V algunos papas como Félix II (483-492) o Gelasio (492-496) exigen la subordinación del soberano a la Iglesia en cuestiones espirituales, en un anticipo de lo que sería la teoría medieval de los dos poderes. Un ejemplo paradigmático de ese modelo imperial en Occidente lo tenemos en la figura de Ambrosio de Milán, personaje clave en este período en Occidente, el cual propone una teología política que se puede reducir a cuatro puntos:
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– la Iglesia es independiente del Imperio;
– el emperador, en cuanto cristiano, está en la Iglesia, no por encima de ella; – la Iglesia es la guardiana de la moral; – y la Iglesia tiene derecho a la protección del Imperio. Una teología política que podemos ver reflejada en el discurso que Ambrosio dirige al pueblo creyente encerrado con él en la basílica de Milán para evitar la orden del emperador de que se la entregaran al arriano Auxencio: Si Cristo ha sido obediente, tengan bien presente mis adversarios, empeñados en verme en desgracia ante el emperador, los principios de obediencia que siempre hemos tomado como norma: damos al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Los impuestos corresponden al emperador, no le son negados. La Iglesia pertenece a Dios, y por lo tanto no será entregada al emperador, ya que él no tiene derecho alguno sobre la Iglesia. He hablado con todo respeto ante el emperador. Nadie podrá desmentirme. ¿Qué honra mayor puede tributarse a un emperador que el de llamarle «Hijo de la Iglesia»? Al hacerlo así, no se infiere una ofensa; por el contrario, se le honra. El emperador está dentro de la Iglesia, no por encima de ella. Un buen emperador busca favorecer a la Iglesia. Si grande es la reverencia con que esto decimos, no será menor la firmeza con que nos mantendremos, por mucho que se nos quiera amenazar con el cuchillo o con la hoguera. Los siervos de Cristo han olvidado lo que es el miedo. Un hombre, que ha perdido el miedo, no se doblega ante el terror (Sermón contra Auxencio 36).
Este modelo imperial occidental va a ser sometido a la revisión crítica de san Agustín, sobre todo en su Ciudad de Dios , donde habla de la existencia de dos «ciudades» o modos de vida en lucha permanente: una que estaría basada en el amor de sí según la carne bajo el dominio del mal (ciudad de los hombres) y otra que se le opone,
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que sería la «ciudad de Dios», cuyo fundamento estaría en el amor de Dios según el espíritu. Ambas ciudades coexisten como el trigo y la cizaña y no se pueden identificar con ninguna institución concreta (ciudad de Dios = Iglesia, ciudad de los hombres = Imperio o sociedad), aunque el fin del Imperio sea intramundano –bienestar público, paz y concordia–, y el de la Iglesia más allá de lo terreno: encuentro pleno con Dios. Además son dos instituciones llamadas a entenderse: por un lado el Imperio (la sociedad, la familia) es necesario para el ser humano como ser social, y el poder de los gobernantes procede de Dios, que es el que se lo ha otorgado para un recto gobierno; por otro lado la Iglesia, al formar buenos ciudadanos, contribuye al crecimiento del Imperio, que debe velar por el bien de la Iglesia, aunque esta esté más preocupada por los asuntos celestes que por los terrenos. Sin embargo, el ser humano, cargado con el pecado original, va a estar siempre sometido a una doble tentación: por un lado emplear el gobierno para su propio egoísmo y por otro su soberbia le puede lle var a sacralizar la autoridad. 3.3. Relaciones entre cristianismo e Imperio romano durante los cuatro primeros siglos
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En los dos primeros siglos el cristianismo fue visto como uno de los múltiples movimientos religiosos de origen oriental que pulularon por el Imperio romano durante este período. Pasó prácticamente desapercibido para la mayoría de la población y solo algunos pocos intelectuales como los historiadores Suetonio y Tácito, los escritores Plinio el Joven y Luciano de Samosata o el médico Galeno nos han dejado unas leves referencias de él.
Con el siglo III la situación cambió considerablemente: de ser un grupo minoritario reducido a ciertos enclaves en medio de algunas de las grandes ciudades del Imperio y cuyos componentes pertenecen en su inmensa mayoría a los estamentos inferiores, el cristianismo se convierte en un movimiento en continua expansión, con una fuerte y sólida organización, muy implantado en todos los sectores de la población, incluso con algunos miembros del estamento superior; y su influencia es comparable a la de las otras instituciones sociales y políticas, con las que se atreve a competir. Para el Imperio romano el cristianismo del siglo III no va a ser solo una cuestión de orden público, como era contemplado en los dos primeros siglos, sino que se va a transformar en una cuestión de Estado. De aquí la serie de medidas de todo orden (legislativas, punitivas e incluso represivas) para intentar frenar por todos los medios el crecimiento del cristianismo, medidas que no solo no impiden su expansión, sino que más bien parecen incentivarla. Las persecuciones contra los cristianos deben contemplarse, al menos en los dos primeros siglos, dentro de la indiferencia, cuando no extrañeza o desconfianza e impopularidad con la que eran contemplados los cristianos por el resto de ciudadanos. Los cristianos procuraban evitar la mayoría de las fiestas religiosas, se apartaban del teatro y del circo, no participaban en la mayor parte de los rituales de socialización existentes en aquella época. Y además se reúnen en encuentros reservados a los iniciados donde realizaban una serie de prácticas en muchos casos opuestas o alternativas a las habituales: pensemos, por ejemplo, en la estrecha solidaridad entre personas de diferentes estamentos sociales, el papel que tiene la mujer en muchas comunidades cristianas, su comportamiento con los extraños, la existencia de algunas corrientes cristianas más radicales, a lo que habría que sumar las acusaciones que la intelectualidad de aquella época lanzaba contra los cristianos:
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–ateísmo: De ahí que se nos dé también el nombre de ateos; y, si de esos supuestos dioses se trata, confesamos ser ateos; pero no respecto del Dios muy verdadero, padre de la justicia y de la moderación (Justino, 1 Apol. 6.1);
– ingenuidad y facilidad para ser engañados por cualquier impostor (cf. Luciano de Samosata, La muerte de Peregrino 11-14); – reuniones orgiásticas: En el día fijado se reúnen para el banquete con todos sus hijos, sus hermanas, sus madres; se juntan así gentes de todos los sexos y edades. Allí, tras un copioso banquete, cuando el festín ha adquirido ya un cierto calor y el ardor de la pasión incestuosa ha inflamado a los comensales ya borrachos, se azuza a un perro, que tienen atado al candelabro, para que salte y se lance a por un trozo de carne que le ha sido lanzado más allá del círculo al que está atado; una vez que de esta forma ha caído y se ha apagado la luz que hasta ahora servía de testigo, protegidos por el impudor de la oscuridad, mezclan los lazos de su repugnante pasión de jándose llevar por el azar de la suerte. De esta forma se convierten todos en incestuosos, si no de hecho, sí al menos por complicidad, ya que con el acuerdo de todos se llega a aquello que pueda suceder en cada uno de los actos individuales (Minucio Félix, Octavio IX,10);
– infanticidio y canibalismo:
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En lo que se refiere a la iniciación de vuestros prosélitos corre por ahí una historia tan detestable como conocida. Un niño cubierto de harina, para engañar así a los incautos, es puesto delante de aquel que debe ser iniciado en el culto. El neófito, incitado a lanzar golpes que él cree inofensivos contra la superficie de la harina, mata con golpes ciegos y oculta al niño. Y, ¡oh impiedad!, beben con ansia la sangre del niño y se disputan acaloradamente los miembros del mismo: con esta ofrenda firman su alianza, con esta complicidad en el crimen se
comprometen a un silencio mutuo. Estos sacrificios son mucho más tétricos que todos los demás sacrificios. Lo que atañe a vuestros banquetes es bien conocido. Todo el mundo habla por todas partes de ellos (ib., 9,5).
El filósofo pagano Celso escribirá en torno a mediados del siglo II en su Discurso verdadero que los cristianos no solo proceden de la extracción más baja de sociedad, han sido fundados por un embaucador y utilizan métodos contrarios a todo tipo de moral, sino que ponen en cuestión los valores sobre los que se cimenta la cultura grecolatina, escabulléndose de sus responsabilidades sociales y políticas con respecto a la ciudad y el Imperio, aunque luego se apro vechan de sus ventajas. Por eso, cuando se producía algún acontecimiento funesto la autoridad encontraba en las comunidades cristianas un fácil chivo expiatorio sobre el que cargar las culpas, y a veces el furor popular se imponía a los propios gobernantes, sobre todo cuando el cristianismo de este período, a raíz de su separación del judaísmo, no estaba todavía encuadrado entre las religiones reconocidas oficialmente, ni siquiera entre los cultos tolerados, sino entre los cultos no lícitos o la superstición, condenada en ocasiones con la muerte. En cualquier caso, a la hora de comprender las persecuciones debemos tener presente, junto a los elementos vistos con anterioridad, otra serie de factores: por un lado, el cristianismo, por su propia manera de entender la divinidad, supuso una ruptura con las concepciones habituales de la religión en la sociedad grecorromana. El Dios cristiano, como el judío, era celoso y excluyente, a diferencia de los dioses paganos, que acostumbraban a compartir de buen grado su condición divina con otros dioses, o incluso con los gobernantes (teología política). Por eso el cristianismo fue acusado de
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s o n a i t s i r c s o r e m i r p s o l e d a n a i d i t o c a d i v a L . . e d e b a s e s é u Q ¿
ateísmo, porque relegaba al resto de los dioses al papel de «espíritus» perversos que conducían a los seres humanos al mal y a la idolatría; y a sus seguidores se los tachó de una prepotencia inaceptable que iba en contra de la costumbre tradicional. El cristianismo no solo creó problemas de carácter teórico, sino que afectó a otras muchas cuestiones prácticas y cotidianas. Todo fenómeno religioso, a medida que se desarrolla y adquiere rango institucional, hace crecer en su entorno actividades de todo tipo (templos, cultos, sacerdotes...), por tanto, las críticas de los cristianos a las antiguas tendencias religiosas ponían en cuestión o «agredían» a toda una serie de intereses ya creados que giraban en torno a estas religiones, como podemos ver en el tumulto de los orfebres de la diosa Artemisa ante la predicación de Pablo en Éfeso (cf. Hch 19,13-40), o las denuncias a los cristianos que aparecen en la Carta 10,96 de Plinio el Joven, a inicios del siglo II en Bitinia (norte de la actual Turquía). Además, la opción por no participar en el culto imperial, las reservas a la hora de colaborar con el ejército o la administración poniendo en tela de juicio muchas de las instituciones políticas consideradas como esenciales para ese período colocaba a las comunidades cristianas en una situación no solo de inseguridad legal, sino también de sospecha generalizada y desafío a la autoridad, rebeldía, cuando no huida de las responsabilidades cívicas.
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Y es que el cristianismo cuestionaba muchos de los valores y costumbres en los que se fundamentaba el mundo grecorromano como el valor sagrado de la familia (oîkos) y la ciudad (pólis) , la importancia de la razón (lógos) y la educación (paideia) , que quedan severamente relativizados por la obediencia a la nueva fe, de aquí la consideración del cristianismo como superstitio nueva y aborrecible (cf. Tácito, Ana-
les XIV,44,4ss y
Plinio el Joven, Carta 10,96,8), cuando no creencia irracional (cf. Marco Aurelio, Meditaciones 11,3). Hasta el 202, las primeras persecuciones a los cristianos entran dentro de la dinámica de persecuciones esporádicas (con motivo de algún suceso desgraciado), tienen carácter local, nacen del interés de la autoridad por buscar un chivo expiatorio al que echar las culpas o bien del furor popular. En todos los casos la acusación es «odio al género humano» y «nueva y maléfica superstición», pues todavía no hay una legislación específica al respecto. En un segundo período de las persecuciones (que iría desde el año 202 al 250) asistimos a un recrudecimiento de las medidas tomadas con anterioridad por la administración, todavía con un carácter no sistemático y sin afectar a la Iglesia en su totalidad, sino a algunos de sus elementos (miembros que se inician a la nueva religión, autoridades eclesiales, catequistas). El tercer ciclo de persecuciones, que afecta a todos los cristianos, tiene ya un carácter sistemático y planificado y abarca todo el Imperio, desde la persecución de Decio (250, sin duda la que más afectó a la Iglesia) a las de Diocleciano (303), y acaba con el edicto de tolerancia de Galerio (311) y la posterior legalización cristianismo en el llamado «edicto de Milán» (313), siendo incluso favorecido después por Constantino y sus sucesores, hasta que finalmente terminó siendo considerado religión oficial del Imperio por Teodosio (edicto de Tesalónica, 380). En cualquier caso, las consecuencias que tuvieron estas persecuciones para las comunidades cristianas fueron múltiples: por un lado, el número total de mártires rondaría según los autores entre los 10.000 y los 100.000 para todo el Imperio, lo que supone un número considerable, sobre todo si tenemos en cuenta que afectaría a las
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s o n a i t s i r c s o r e m i r p s o l e d a n a i d i t o c a d i v a L . . e d e b a s e s é u Q ¿
personas con una mayor proyección dentro de la comunidad cristiana. Esto supuso un serio obstáculo para la difusión del cristianismo, no solo porque dificultaba el ingreso de nuevos miembros, sino porque animaba a la deserción de muchos de los que ya estaban dentro, al tiempo que impedía cualquier tipo de organización. Pero al mismo tiempo las persecuciones también ayudaron al crecimiento del cristianismo por el ejemplo de las personas que se mantuvieron fieles a su fe (mártires) y la revisión de algunas prácticas comunitarias como: – promoción del catecumenado, que tuvo en este período uno de sus momentos de mayor esplendor; – revisión de la penitencia; – renovación de la espiritualidad; – afianzamiento de la constitución eclesial; – y, por último, la aparición de un pensamiento cristiano en diálogo con la cultura de este tiempo (apologistas).
4. Cristianismo y mundo de la cultura El cristianismo nace en un momento de imperialismo cultural: la cultura grecolatina se ha convertido en «natural y común» (koinê) , y abarca todo el mundo conocido (oikoumene). Cualquier intento de resistencia u oposición a este pensamiento único es rechazado por obsoleto, destructivo, tribal e inútil.
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Ante esta situación las comunidades cristianas tuvieron diferentes reacciones: por un lado encontramos algunos procesos de vuelta nostálgica a los orígenes, como podemos descubrir en ciertos mo-
vimientos judeocristianos o milenaristas. El gnosticismo va a suponer, en cambio, un proceso de integración en la cultura dominante con el olvido de las propias raíces. Sin embargo, la postura más influyente dentro del cristianismo de los inicios fue la que se descubría como minoría marginada, pero capaz de generar una cultura de la resistencia en una mezcla de aceptación y crítica, asumiendo algunos de los elementos de esta cultura dominante, pero negando otros y proponiendo alternativas. La forma predominante de este encuentro cultural en los orígenes fue una inculturación de carácter indirecto: son las personas y sus contextos, y no las estructuras ni las instituciones, las que llevaron a cabo este intercambio. De esta manera se favoreció una inculturación más respetuosa y libre, en un proceso de abajo hacia arriba, más lento y capilar, a través sobre todo del testimonio personal y el encuentro comunitario. Por lo general, mientras los escritores de origen oriental, como Justino, Clemente de Alejandría y Orígenes, por ejemplo, tienden a la complementariedad entre fe y cultura; los occidentales, Tertuliano y Lactancio serían dos personajes representativos de esta postura, se muestran más reacios a este encuentro. En este proceso de conciliar la fe cristiana con la cultura pagana podemos diferenciar tres etapas o momentos: los inicios del movimiento cristiano, la aparición de lo que conocemos como padres apologistas y escuela alejandrina (primeros intentos de diálogo entre ambos universos culturales) y el siglo IV . 1) Ya en los inicios el movimiento cristiano había conseguido pasar de una matriz judía, palestinense y agraria a un contexto profundamente diferente: pagano, imperial y urbano. Esto supuso no solo el
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empleo de la lengua griega (y posteriormente la latina) como lengua común (koinê) , sino el uso de una serie de conceptos, categorías y prácticas nuevos, adaptados a la nueva realidad, así como la utilización de una serie de formas literarias propias de esta época. Pablo tu vo un papel clave en este proceso, pero no fue el único ni el primero. De hecho, una de las particularidades más notables del cristianismo primitivo será esta obsesión inculturadora por traducir la Escritura (y posteriormente la liturgia y la teología) a la lengua vernácula de los diferentes países a los que llega la nueva fe: griego, latín, siríaco, copto, arameo, georgiano... Llegará incluso a crear un lenguaje escrito para poder recibir la Palabra en casos donde no lo había, como sucedió con ciertos pueblos germanos o eslavos. 2) Desde mediados del siglo II a mediados del siglo III el cristianismo va a generar dos importantes expresiones de este diálogo entre fe y cultura: los padres apologistas y la escuela de Alejandría, con evidentes conexiones entre ambos, pero con sus particularidades. Los padres apologistas suponen un cambio de tendencia frente a la producción literaria cristiana anterior, los padres apostólicos. Mientras los escritos de los padres apostólicos (final del siglo I a mediados del II) tienen como interlocutores las propias comunidades cristianas y su contenido es claramente confesional (literatura de consumo interno), los padres apologistas suponen una apertura a la sociedad a la que se dirigen, representada en las autoridades, los intelectuales o los simpatizantes con el cristianismo.
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Su contenido ya no es tan explícitamente confesional, a primera vista podría sorprender, por ejemplo, la ausencia de elementos cristológicos, sino que nos encontramos ante una defensa (apología) del cristianismo mediante el diálogo con la cultura dominante y la utilización de algunos de sus elementos filosóficos, retóricos, literarios...
En su interior podemos descubrir dos grandes líneas: una, representada por Justino (mediados del siglo II), intenta descubrir los elementos positivos que hay dentro de la cultura ambiental para, a partir de ahí, anunciar el mensaje cristiano; otra, dentro de la que se encontraría Tertuliano (norte de África, finales del siglo II-inicios del siglo III), se dedicará a una crítica demoledora de todo lo que representa esta cultura pagana, a pesar de que para ello tenga que utilizar elementos de la propia cultura: [El apóstol Pablo] había estado en Atenas y, en virtud de los encuentros habidos, había conocido esta sabiduría humana simuladora y falsificadora de la verdad, ella misma fragmentada también en sus here jías por la variedad de sectas que se oponen entre sí. ¿Qué tienen, por tanto, en común Atenas y Jerusalén? ¿Qué tienen en común los herejes y los cristianos? Nuestra doctrina viene del pórtico de Salomón que, también él, había enseñado que el Señor ha de ser buscado con simplicidad de corazón... Nosotros no tenemos necesidad de curiosidad después de Cristo, ni de búsqueda después del Evangelio (Tertuliano, Sobre la prescripción de los herejes 7,10-12).
Con la escuela alejandrina , cuyos principales representantes serán Clemente y Orígenes, la cultura helenística, en todas sus manifestaciones (filología, filosofía, retórica), sirve para interpretar y comprender mejor la Escritura. Es más, esta cultura se va a ver como un momento preparatorio y pedagógico para la revelación plena del Logos-Cristo. No se actúa reactivamente (como podría ser el caso de buena parte de los padres apologistas), sino proactivamente: asumiendo como propios y positivos aquellos elementos culturales que se consideran más interesantes. De esta forma el cristianismo no se ve obligado a situarse aparte o frente a la cultura, sino dentro de la propia cultura, contribuyendo al crecimiento de la misma. Los riesgos que tendrá este planteamien-
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s o n a i t s i r c s o r e m i r p s o l e d a n a i d i t o c a d i v a L . . e d e b a s e s é u Q ¿
to se centrarán sobre todo en la asimilación a la cultura dominante y la pérdida de la propia identidad al tiempo que un cierto elitismo intelectualista. 3) El siglo IV va a convertirse en modelo de la relación entre fe y cultura para épocas posteriores. Frente a algunas corrientes cristianas que no daban ningún valor a la cultura y propugnaban un abandono de la misma, como podemos ver, por ejemplo, en ciertos sectores del monacato, la postura mayoritaria de la Iglesia, representada entre otros por los padres capadocios (Basilio de Cesarea, Gregorio de Nacianzo, Gregorio de Nisa), va a apostar por una inculturación de la fe en los moldes culturales de la época, excluyendo solo aquellos que entrasen en contradicción con la propia fe. De esta manera se muestra que se puede ser cristiano y, al mismo tiempo, asumir la cultura de la época, y así el cristianismo aparece como heredero de todo lo que parecía digno de sobrevivir de la tradición grecorromana. De hecho tanto este siglo IV como su continuación en el siglo V supuso (gracias a los Padres de la Iglesia griegos y latinos de este período) no solo el período de máximo esplendor de los escritores cristianos, sino un renacimiento de la literatura grecorromana. Así Basilio de Cesarea (330-379) propone la utilización de la literatura clásica en la educación de los jóvenes cristianos, eliminando aquellos contenidos contrarios a la fe cristianas, quedándose con las formas y valores que podían ser asumidos.
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Gregorio de Nacianzo (329-389) intenta revitalizar aquellos géneros en los que hasta ese momento el cristianismo no había conseguido una altura intelectual, así como la utilización de los autores clásicos como parte de la argumentación teológica.
Gregorio de Nisa (330/335-394) propone la educación cristiana como la imitación de Cristo que nacería del estudio de la Biblia: lo mismo que la paideia griega consistía en el cuerpo entero de la literatura griega, la paideia cristiana es la Biblia en la medida en que contiene las reglas más altas de la vida humana. De hecho esta «batalla cultural» entre los defensores del anterior sistema (paganismo) y los intelectuales cristianos va a ser uno de los factores que configuraron la cultura de los siglos IV y V , en los que el intercambio y los préstamos se daban con naturalidad dentro del proceso de tradición e innovación habitual en toda transmisión cultural.
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TERCERA PARTE
Cuestiones abiertas en el debate actual
Antes de Constantino todo era bueno en la Iglesia, después todo está corrompido CAPÍTULO 1
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na de las ideas más difundidas y que más ha daño ha hecho al estudio de la vida cotidiana de los primeros cristianos es la que divide la Antigüedad cristiana en dos períodos sin conexión: el que hay antes de Constantino, con una Iglesia pobre, encarnada en la realidad, sin divisiones internas y viviendo plenamente el Evangelio, y la que viene después, donde la Iglesia está ya aliada con el poder, la jerarquía eclesiástica empieza a hacer de las suyas y el Evangelio solo lo viven unos pocos alejados de las estructuras eclesiales. Aun teniendo en cuenta el gran influjo que supuso la conversión de Constantino (y los emperadores que lo sucedieron) en la vida interna de las comunidades cristianas, esta manera de ver la historia supone un profundo desconocimiento del poder del mal en nuestra vida personal y nuestras relaciones sociales. Desde los inicios del cristianismo los conflictos con los de fuera, las infidelidades al Evangelio, los compromisos espurios, las divisiones internas y el egoísmo están presentes en las diversas comunidades cristianas. No deja de ser sintomático, en este sentido, el intento del autor de los Hechos
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de los Apóstoles de hacer una lectura «pacificadora» de los conflictos que se produjeron en la primera comunidad, tarea que después continuaron otros escritores eclesiásticos como Clemente de Roma, Justino y, sobre todo, Eusebio de Cesarea. Hay una línea de continuidad entre los procesos que se vivieron dentro de la Iglesia antes de la conversión de Constantino y los que se vi vieron con posterioridad, y no se puede leer en clave estrictamente negativa la estructuración ministerial, la vertebración sacramental o las búsquedas identitarias que se produjeron en el cristianismo, ine vitables y necesarias en todo grupo social. No podemos caer ni en un maniqueísmo histórico (orígenes cristianos: todo bueno; después de Constantino: todo malo), que en el fondo se nutre del pesimista «todo tiempo pasado fue mejor», ni en una lectura simplificadora y dualista de la historia. La mitificación de los orígenes es hasta cierto punto inevitable en una institución histórica como la Iglesia, pero la fidelidad a nuestro presente y la honradez con nuestro futuro nos impiden caer en esta tentación. De hecho en la actualidad hay una convergencia entre los estudiosos del cristianismo primitivo en acentuar la línea de continuidad (aun teniendo presente las innovaciones) que existe a lo largo de todo este período más que a resaltar lo que supuso la fractura constantiniana del siglo IV , y a adelantar los cambios profundos que se dieron en la Iglesia a un período anterior que estaría situado en torno a finales del siglo II y a mediados del siglo III.
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¿Modelo secta o modelo Iglesia? CAPÍTULO 2
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esde hace bastante tiempo viene siendo habitual en sociología de la religión hablar de dos modelos de configuración del fenómeno religioso: secta e iglesia. Por un lado se encontraría la secta, no considerada en sentido negativo sino como grupo de tamaño reducido, con una gran influencia del líder fundacional, donde predomina la insistencia en la experiencia carismática, de aquí la igualdad radical de todos los miembros, con una fuerte identidad grupal, considerada como muy positiva, en contraposición a la imagen negativa que se tiene del entorno, y una gran exigencia ética. Y por otro se encontraría la iglesia, que potencialmente abarcaría a toda la sociedad, al menos de forma ideal, donde la influencia del líder fundacional ha sido sustituida por una serie de responsables comunitarios más cercanos a la figura del funcionario, la división jerárquica (especialmente la que se da entre clero-fieles) predomina por encima de la igualdad de sus miembros, se ve el mundo con una valoración más positiva (incluso se está dispuesto a transigir con ciertos valores imperantes en él), y la exigencia ética queda contrapesada por la participación en los actos comunitarios.
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Planteada de esta forma la decisión parece clara: la iglesia supone sociológicamente una «corrupción» o degradación de los orígenes. Aplicado al cristianismo: este supuso una praxis alternativa e innovadora mientras se configuró sociológicamente como secta, pero desde el mismo momento en que empieza a ser y actuar como iglesia pierde todo ese potencial. Sin embargo considero que, aun reconociendo la valía de este modelo de explicación sociológica de todo fenómeno religioso, habría que hacer algunas correcciones a dicho modelo, así: – para describir la realidad del cristianismo primitivo sería conveniente colocar entre la secta y la iglesia al menos, como hacen ciertos estudiosos, un grupo intermedio (congregación, eclesiola...) que reúna algunas de las características de ambos; – dentro de las iglesias encontramos grupos que tienen un comportamiento sociológico que los acercaría al modelo secta, y a la inversa, por lo que los modelos deben ser tomados con cierta precaución y nunca desde una perspectiva matemática o determinista; – cada uno de los modelos tiene sus puntos débiles y sus puntos fuertes, y no se puede idealizar ninguno de los dos, sino tener presente cómo van evolucionando. De hecho el primer modelo es el predominante en los inicios mientas que, pasado el tiempo, tiende a imponerse el segundo; es más, se puede decir que todo grupo religioso que no se acabe constituyendo como iglesia acaba por desaparecer o quedar reducido a una situación marginal y de insignificancia social.
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– no deja de ser curiosa la conexión entre esta manera dualista de entender el fenómeno religioso y la conexión que mantiene habitualmente (en muchos casos no explicitada) con la contraposición entre carisma e institución, con muchos más antecedentes y recorridos, sobre todo a partir del sociólogo alemán Max Weber.
Cristianización de los espacios y de los tiempos CAPÍTULO 3
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no de los temas más estudiados últimamente, pero que creo requiere todavía una mayor investigación, se refiere a cómo el cristianismo, sobre todo a partir de finales del siglo III e inicios del siglo IV , se fue apropiando de los espacios y de los tiempos tradicionalmente ocupados por lo que hemos dado en denominar «paganismo». Fue una lucha silenciosa donde cada uno de los adversarios conta ba con importantes apoyos: el cristianismo con la ayuda del emperador, el favor de cada vez más amplias capas populares, obispos con grandes dotes de liderazgo, una institución cada vez más sólidamente cimentada (Iglesia) y una ideología homogénea y compacta, a pesar de sus aparentes divisiones. El paganismo contaba con el favor y el beneplácito de los estamentos nobles, fundamentados en grande medida en él, la inercia de muchos siglos de funcionamiento, el apoyo de una parte importante de las masas populares, sobre todo en el campo, y una cultura sofisticada que lo constituía.
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Este enfrentamiento no se puede considerar desde una perspectiva simplista –cristianismo triunfante frente a un paganismo en retirada–, o incluso martirial y victimista (cristianos sufriendo el furor de las masas sedientas de sangre y unas autoridades corruptas), como en ocasiones se ha planteado, sino que supuso, explícita o implícitamente, por parte de cada uno de los oponentes, una tarea de apropiación de elementos que consideraba valiosos de la otra parte, una reafirmación de la identidad propia en torno a ciertos valores y expresiones sociales, una estrategia de ocupación de cargos, espacios e imaginarios sociales, e incluso en ocasiones una «disciplina de partido» de cara a conseguir ciertos objetivos. Hasta ahora la investigación de este enfrentamiento se ha llevado a cabo sobre todo en la aparición de una literatura cristiana que se hace un hueco dentro de la cultura existente hasta conseguir estar a la altura, cuando no ser superior, a la literatura pagana, contando además con muchas más posibilidades de divulgación: desde las homilías pronunciadas semanalmente, a veces incluso a diario, ante grandes masas, o la copia y lectura masiva de los originales con el marchamo de «autoridad sagrada», por no decir la posibilidad de contar con un amplio cuerpo de auxiliares, como en el caso de algunos episcopados. Sin embargo sería conveniente, de cara a un estudio más en profundidad de las relaciones entre cristianismo y paganismo, investigar, por ejemplo: – la gran importancia que tuvo la aparición de las primeras grandes basílicas y edificios cristianos en el centro de los entornos urbanos y rurales;
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– unos rituales sociales tan elaborados y configuradores de la identidad personal y comunitaria como el bautismo o las eucaristías, a
los que habría que añadir los traslados de las reliquias de los mártires o las festividades que fueron completando el calendario litúrgico y marcando el tiempo social; – la contraposición entre la autoridad emergente de los obispos y la ausencia o retirada de los nobles de las ciudades; – las obras de caridad cristianas que beneficiaban a un gran número de necesitados; – la aparición en los siglos IV y V de un numeroso grupo de intelectuales y personajes con dotes de mando que prefirieron la «carrera eclesiástica», donde podían desarrollar sus cualidades prácticamente sin cortapisas, a las dificultades y esclavitudes que suponían las otras dos posibilidades de ascenso y promoción social: el ejército y la corte;
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– el papel que el simbolismo cristiano empieza a ocupar en monedas, adornos, costumbres; – la propuesta de modelos alternativos de vida que afectaban a la totalidad del ser humano, como el ascetismo o el monacato... Y un largo etcétera que sería pesado enumerar, pero que es preciso estudiar y analizar más a fondo, sobre todo interrelacionando las distintas investigaciones en los diferentes campos.
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Conexión entre institucionalización ministerial, ritualización sacramental y dogmatización teológica CAPÍTULO 4
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asta ahora estos tres procesos se han estudiado de manera independiente, con muy buenos resultados en cada caso, pero sería fundamental investigar las conexiones entre ellos, desde las más evidentes a las más sutiles, como, por poner algunos ejemplos: – la relación entre el aumento del número de los fieles, la ampliación de funciones rituales y la creación de nuevos ministerios: lectores, acólitos, subdiáconos...; – la conexión entre el apoyo imperial a la Iglesia, el nacimiento de los patriarcados, los primeros concilios ecuménicos y los primeros credos con carácter vinculante para todos; – los vínculos entre la aparición del episcopado monárquico, el proceso de canonización de los textos sagrados y el control de la memoria colectiva; – o la correlación entre el crecimiento de las zonas de influencia de ciertas comunidades (Antioquía, Alejandría, Roma), la unificación de la liturgia y la desaparición de la autonomía de las comunidades locales en la designación de sus obispos.
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En el estudio de las interrelaciones entre estos tres aspectos sería interesante ver, en cada uno de los casos, cuál fue la dimensión que marcó la tónica, las interferencias o resistencias que se produjeron entre ellas, los desfases temporales o institucionales que dieron a lo largo de la historia, las diferencias locales que se fueron dando, las influencias de unas comunidades sobre otras, la incidencia de cada una de estas parcelas en la vida cotidiana de los cristianos en general, así como múltiples factores asociados. Este tipo de investigaciones nos ofrecería una visión más integral de la vida de la Iglesia, donde se conjugasen diferentes aspectos, evitando en la medida de lo posible tener una concepción unilateral, sobre todo por centrarnos exclusivamente en el mundo de las creencias explícitas realizadas por los personajes considerados como claves (varones eclesiásticos, célibes en la inmensa mayoría de los casos) mediante testimonios escritos. La riqueza y profundidad de la Iglesia puede ser recogida mucho me jor si se tiene una perspectiva pluridimensional, con múltiples elementos conectados entre sí, dentro de los cuales habría que destacar, por su importancia y centralidad: el mundo de las creencias compartidas, los rituales a través de los cuales se expresan estas creencias y los ministerios de que la comunidad se dota para su propia vida. Descubrir en qué medida estas tres dimensiones fueron configurando el ser y el quehacer de la Iglesia y cada uno de sus componentes es una tarea fascinante en gran medida todavía por realizar. Tenemos multitud de datos, cada día más y más accesibles, ahora nos toca interrelacionarlos; de aquí la importancia de métodos que nos ayuden a esta labor.
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Empleo de métodos tomados de las ciencias sociales (antropología, sociología, psicología) CAPÍTULO 5
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n esta tarea de interrelacionar multitud de datos, en gran medida inconexos y pertenecientes a otros tiempos y culturas, nos puede ser muy útil, junto a los métodos hasta ahora utilizados, el empleo de ciertos métodos tomados de las ciencias sociales, sobre todo de la antropología cultural, la sociología y la psicología social, especializadas en el estudio de diferentes culturas, muchas de ellas del pasado. A pesar de que estos métodos están siendo utilizados en el campo de la historia de la Antigüedad, con excelentes resultados, hay una cierta resistencia a admitirlos dentro del estudio de la historia de la Iglesia, como ya vimos al inicio de este libro, sobre todo en los espacios eclesiales, no así en los estudios universitarios, donde ya gozan de un reconocido prestigio. En concreto, hay campos donde sería muy útil el empleo de estos métodos tomados de las ciencias sociales como son, por ejemplo y sin pretender ser exhaustivos –el estudio de la figura del obispo considerado como paterfamilias (hasta mediados del siglo III) o patrono (a partir de mediados del ter-
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cero), en clara continuidad, aunque con ciertas diferencias, con las relaciones de patronazgo y clientelismo existentes en la Antigüedad; – la investigación sobre el mundo de los sacramentos desde las categorías antropológicas de los ritos de paso (de inicio, pertenencia o exclusión); – la importancia que tienen los conceptos de economía moral o economía de bienes limitados para la comprensión que tiene el cristianismo primitivo sobre las riquezas, la existencia de los pobres, la obligación de compartir o la limosna; – el valor de los conceptos de honor y vergüenza para entender las relaciones entre varones y mujeres, la idea del cuerpo y las formas de situarse ambos en la sociedad de los primeros siglos del cristianismo; – el concepto de Dios no solo como Patrono cósmico, sino como Evergeta o Benefactor universal, donde Jesucristo ocuparía el papel de intermediario necesario y obligado; – la centralidad que adquieren los modelos ejemplares (tomados al inicio de la Escritura y posteriormente de la vida de los mártires y santos), los códigos morales y los rituales de iniciación para la configuración de las personalidades de este período, en una especie de socialización secundaria. Y así muchos otros conceptos y métodos que pueden ser aplicados en unión y complementariedad a los ya existentes.
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CUARTA PARTE
Relevancia actual del tema
Cómo pasar de una mayoría social (cristiandad) a una minoría activa, consciente y feliz (fermento en la masa) CAPÍTULO 1
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espués de casi dos mil años, en muchos países de Europa, como España, nos encontramos ante una realidad que se parece bastante a la que tuvieron que vivir los primeros cristianos: comunidades minoritarias, muchas de ellas en un medio urbano, dentro de una sociedad que tiene unos principios y valores en ocasiones diferentes al Evangelio, donde la religión se reduce en muchos casos a la esfera personal, como hijos de un dios menor. Esta misma experiencia (o muy parecida) fue la que tuvieron las primeras comunidades cristianas, y esto no les hizo caminar ca bizbajas o con miedo, sino todo lo contrario, considerando esta situación de minoría como la oportunidad de actuar como fermento en la masa. Algunos elementos que contribuyeron a esta vitalidad fueron: – la mezcla de una fuerte identidad creyente con una inserción plena en los contextos sociales, sin encerrarse en sus propios espacios o instituciones, como si fueran guetos o invernaderos; es más, es en esta integración social donde el testimonio personal y comunitario fue mucho más eficaz. Esto suponía formar cristianos y cristianas
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adultos, capaces de dar razón de su fe y con una gran conciencia de pertenecer al pueblo de los hijos e hijas de Dios; – la importancia clave que tiene la comunidad como unión de las diferentes casas-familias que la componen: el cristianismo primitivo llevó a cabo una peculiar combinación de familias creyentes y pequeñas comunidades donde se compartía no solo la fe, sino el dinero, las preocupaciones y la vida. Los sacramentos, cálidos, cercanos y vividos, ocupaban un lugar central en esta vida comunitaria. Los procesos formativos, exigentes, personalizados y con un largo acompañamiento a cargo de toda la comunidad, van a ser una experiencia común a todos los creyentes, incluso de los propios ministros ordenados. La comunión de bienes como expresión de este sentirse y vivirse como hermanos y hermanas en Cristo contribuye a afianzar y concretar todavía más esta experiencia; – la especial capacidad inculturadora que tuvo el cristianismo desde sus orígenes y a todos los niveles: nacido en un contexto rural y localista, Palestina, muy pronto se convierte en un fenómeno urbano y global inserto en multitud espacios sociales, en un peculiar mestizaje de cultura de la élite y cultura popular que algunos historiadores han denominado como «democratización» de los valores de la élite, que ahora podían ser vividos por todos, y con un especial cuidado en la atención a las culturas locales, que pudieron expresarse con sus propios lenguajes y formas, en medio del monopolio de la «cultura imperial». Y todo ello a través de procesos de una inmensa creatividad, donde se asimilaban los valores, instituciones y costumbres considerados como valiosos, procedieran de donde procedieran, pero dándoles otro sentido, más cercano al espíritu evangélico.
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En este sentido una de las mayores aportaciones que el cristianismo primitivo puede realizar a nuestra realidad actual es la comprensión de la religión cristiana como una matriz de ideas, valores
y prácticas sociales alternativas que, empezando por ser pensadas y vividas por una minoría, acaban por universalizarse al resto de las personas. Pongo un ejemplo sobre esta cuestión: ante la realidad de las personas enfermas e indefensas, sin medios ni personas para cuidar de ellas, el cristianismo generó una nueva institución, el hospital que, poco a poco, fue universalizándose hasta que fue asumida como una función obligatoria por la sociedad y el Estado en los siglos XVIII , XIX y XX . La Iglesia, que inicialmente participó en la puesta en marcha, desarrollo y configuración a través de la historia de los diferentes modelos de hospital, empezó a sentir que la sociedad civil, y más tarde el Estado, le «hacía la competencia» en este terreno, hasta conseguir que el derecho a la salud forme parte de nuestros derechos fundamentales. Tras una fase de ciertos celos mutuos, hemos llegado a una especie de acuerdo por el que la Iglesia se encarga no tanto de competir con el Estado o la sociedad, sino por mostrar algunos caminos donde este derecho todavía no está desarrollado, bien porque todavía no ha llegado a ciertos espacios y personas, bien porque la forma en que ha llegado olvida la dignidad de los seres humanos en algunos aspectos o bien porque hay dimensiones y facetas en las que se puede profundizar en este derecho. Considero que aquí estaría hoy el papel de las comunidades cristianas, no solo en el mundo de la salud, sino en muchos otros campos: hacer visibles las nuevas necesidades, ponerles nombre, generar alternativas culturales y prácticas que las conviertan en tarea colectiva para así hacer presente el Reino de Dios en nuestra historia, en campos como la dignidad del inmigrante, el valor social de lo gratuito y
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del servicio, el papel de la mujer, un estilo de vida austero, el carácter inclusivo, la preocupación por los más necesitados, la propuesta de una comunidad fraterna o la preocupación de que nuestro mundo vaya siendo cada día más humano y habitable.
Evangelización «vía cabeza», «vía corazón», «vía estómago» CAPÍTULO 2
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l cristianismo primitivo conjuga de manera realista tres canales de evangelización: una evangelización «vía cabeza» (creencias y reflexión), otra «vía corazón» (relaciones y afectos) y otra «vía estómago» (necesidades y bienes). Mientras que hoy en muchos casos se prioriza el primer canal (ca beza), sin tener presente los otros dos; y en ocasiones se consigue compatibilizar el primero con el segundo (cabeza y corazón), en la inmensa mayoría de los casos hay un fuerte rechazo o resistencia a que una persona pueda acercarse a Jesucristo «vía estómago», como si fuera indigno de la pureza del Evangelio entrar en contacto con los bienes materiales y las necesidades, pues detrás de ellos se esconderían siempre unos intereses espurios. El cristianismo primitivo nos ayuda a comprender que lo importante no es por dónde se empieza el acercamiento al Evangelio, pues cada persona y grupo lo hará desde canales diferentes (dependiendo de su situación), sino que, se comience por donde se comience, se complete el circuito, es decir, el ser cristiano o cristiana consiste en ser capaces de conocer y vivir a Jesús con todo nuestro ser: la cabeza,
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el corazón y el «estómago». En este sentido quiero hacer referencia a una cita del sociólogo americano R. Stark al respecto, que dice: Lo que motivaba a los cristianos [de la Antigüedad] no era solo la promesa de salvación, sino también el hecho de que serían recompensados ampliamente aquí y ahora por pertenecer a la Iglesia. Ser miembro de ella era caro, pero de hecho resultaba una ganga. Es decir, como la Iglesia pedía mucho a sus miembros, poseía recursos para dar mucho. Por ejemplo, como se esperaba que los cristianos ayudaran a los menos afortunados, muchos de ellos recibieron tal ayuda, y todos podían sentirse seguros ante los malos tiempos. Puesto que se esperaba de ellos que cuidaran de los enfermos y moribundos, muchos recibieron también similares atenciones. Como se les pidió que amaran a los otros, fueron amados a su vez. Y como se les exigía observar un código moral mucho más estricto que el de los paganos, los cristianos (especialmente las mujeres) disfrutaron de una vida familiar más segura. De modo similar, el cristianismo dulcificó mucho las relaciones entre las clases sociales, precisamente en el momento en el que estaba creciendo la brecha entre ricos y pobres... No predicaba que todos debían o podían ser iguales en riqueza y poder en esta vida, pero sí que todos eran iguales a los ojos de Dios y que los más afortunados tenían el deber prescrito por Dios de ayudar a los necesitados... (R. Stark, La expansión del cristianismo... , Trotta, Madrid 2009, p. 172).
Hacia un cristianismo inclusivo
CAPÍTULO 3
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na de las características más peculiares de las comunidades cristianas, en contraposición a las costumbres habituales de aquel tiempo y en continuidad con la práctica de Jesús, fue su carácter inclusivo. Una inclusividad que se expresa en el interior de las propias comunidades, donde las diferencias de sexo (hom bres-mujeres), clase social (libres-esclavos) y estatus (ricos-pobres) quedaban relativizadas, al menos idealmente, por la común pertenencia al grupo de los creyentes en Cristo; y una inclusividad que permite superar incluso las diferencias culturales, nacionales o de etnia existentes en la sociedad de su tiempo como un profundo y fortísimo signo de identidad, hasta llegar a sentirse miembros de una misma Iglesia. Una inclusividad que tiene una de de sus expresiones más llamativas en la práctica de la hospitalidad y la caridad, no solo a los de dentro, sino también a los de fuera, haciendo visible de esta manera el Reino. En sociedades como la nuestra, tentadas a encerrarse en su bienestar, con miedo a todo lo que suponga diferencia e inseguridad a la hora de enfrentarse al extraño/extranjero, el cristianismo primitivo
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nos puede ayudar a descubrir que la acogida al extraño/extranjero ha sido una de las matrices más fecundas de la cultura y la convi vencia humanas, liberándonos de los efectos perversos de cualquier tipo de endogamia o prejuicios localistas y etnocéntricos, de cara a conseguir un auténtica ecología del vivir que no se quede en la mera donación de bienes (limosna), o solidaridad a la baja (empezando por el 0,7%), dignos sin duda de alabanza, para entrar en la disponibilidad recíproca y la comunicación personal que nace de sentirnos y vivirnos como una única familia, pues solo así podremos alcanzar nuestra auténtica talla humana.
Servicio (diakonía), comunión (koinonía) y sacramentos (leitourgía), elementos imprescindibles de toda comunidad cristiana auténtica
CAPÍTULO 4
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a Antigüedad cristiana nos enseña que la diakonía (servicio), la koinonía (comunión) y la leiturgía (liturgia, sacramentos), no solo van juntas, sino que además son inseparables, no pudiendo concebirse una sin las otras, y que cualquier deficiencia en una de ellas contribuye al deterioro de las otras dos, que el culto a Dios exige el servicio a la persona concreta, en la totalidad de su ser, y que este servicio y culto son elementos claves para crear y reafirmar la comunión, y sin ellos no hay comunidad posible, sino mera apariencia de comunión. Y que la comunión es la que da sentido y nos permite llevar a cabo un servicio y culto acordes con el Evangelio, que así se va haciendo presente. Esto significa, por ejemplo, la estrecha relación que el cristianismo primitivo establece entre liturgia y preocupación por los necesitados, como expresa la carta a Santiago cuando dice: «El verdadero culto cristiano consiste en socorrer a los huérfanos y las viudas...» (Sant 1,27). Pero también, al mismo tiempo, que nuestra evangelización no puede ni debe basarse solo en el anuncio o la catequesis, que también, si estas no van unidas a la caridad (cáritas) , son pura ideología.
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No deja de ser significativo en este sentido el hecho de que a mediados del siglo IV el emperador Juliano (denominado por los cristianos como «el Apóstata») viera que uno de los factores clave de la expansión del cristianismo sea esta preocupación por la persona necesitada, como expresa en una carta dirigida al sumo sacerdote de Asia en el 365, dentro de su plan de reformas del culto pagano (cf. Carta 89 A, ya vista con anterioridad). O que en la controversia entre el pagano Símaco y san Ambrosio sobre si mantenían o no el altar a la diosa Victoria en el Senado de Roma, el obispo de Milán se expresa de una manera que no sé si seríamos capaces de mantener hoy: La Iglesia no posee nada para sí misma más que la fe. Todo lo demás son ingresos o ganancias que ella tiene para ofrecer. La propiedad de la Iglesia sirve para dar apoyo a los pobres. Los paganos deben contar por una vez cuántos presos han liberado sus templos, cuántos alimentos han proporcionado a los necesitados y a cuántos desterrados han procurado refugio para sus vidas ( Carta 73,16).
Un ejemplo típico de esta interconexión entre la diakonía, la koinonía y la leitourgía lo tenemos en la eucaristía, que se va a convertir, mediante la gran importancia que adquiere la limosna dentro de ella, en una plataforma perfecta para conectar el comportamiento ético (con los pobres) y el resultado escatológico (salvación), construir una teología de la riqueza-pobreza y contribuir a la solidaridad intragrupal, como bien expresa a comienzos del siglo V Juan Crisóstomo:
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Si te acercas a la eucaristía, no hagas nada indigno de ella, no olvides al pobre. Cristo no ha excluido a nadie cuando dice: «Tomad y comed». Ha dado su cuerpo por igual a todos, y tú no das ni un vulgar trozo de pan. Si tú celebras el aniversario de tu hijo o de tu hermano muerto, tu conciencia quedará rota si no invitas a los pobres según la costumbre. Y cuando haces la conmemoración de tu Señor, no compartes la mesa con ellos... Has gustado la sangre de Cristo y no reco-
noces a tu hermano. Deshonras esa mesa, al no juzgarte digno de compartir tu alimento con el que ha sido juzgado digno de tomar parte en esta mesa (Comentario a 1 Tim 24,7 [PG 61,220-230]).
Dentro de la Iglesia se hace un enorme hincapié en asegurar el ám bito de las creencias, lo cual es absolutamente necesario, pero no sé si se hace el mismo esfuerzo por asegurar que las prácticas y actitudes de los y las creyentes sean acordes con el Evangelio, sobre todo en los campos social y caritativo, como expresaba Ignacio de Antioquía a inicios del siglo II: De la caridad ellos [los docetas, corriente heterodoxa que considera ba que Jesucristo no tenía un cuerpo real] no tienen ni la más mínima preocupación, ni de la viuda ni del huérfano ni del oprimido, ni de los prisioneros o liberados, ni del que tiene hambre o sed. Ellos se abstienen de las eucaristías y de la oración para no confesar que la eucaristía es la carne de nuestro salvador Jesucristo, la que padeció por nuestros pecados, la que en su bondad del Padre resucitó. Pues los que rechazan el don de Dios mueren en sus disputas. Les sería útil para ellos practicar la caridad para también resucitar ( A los Efesios 6,2-7,1).
La relación entre ortodoxia (fe) y ortopraxis (amor) es un camino de ida y vuelta: igual que una creencia errónea conduce a una práctica errónea, también podemos pensar que una praxis errónea (heteropraxis) conduce del mismo modo a una doctrina errónea (heterodoxia), y que por lo tanto, «debemos vivir como pensamos, porque si no acabaremos pensando como vivimos».
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Pasar del paternalismo de los benefactores al protagonismo de las propias personas necesitadas CAPÍTULO 5
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on respecto a las cuestiones relacionadas con la atención al pobre y al necesitado, como cáritas o la limosna, debemos tener presente que el cristianismo primitivo se encuentra situado en lo que se conoce como sociedad preindustrial, que funcionaba con algunos presupuestos: – la pobreza o desigualdad entre los seres humanos es algo natural, inevitable y hasta querido por los dioses; – cualquier intento de cambiar la sociedad solo podía ser posible si provenía de los miembros del estamento superior, jamás si era una propuesta de los subordinados; – en ningún caso se luchaba por conseguir la igualdad entre los seres humanos, sino que la distancia fuera tolerable. Estos presupuestos daban lugar a que la actitud con la que se realizaba esa ayuda al pobre y necesitado fuera de carácter paternalista en la inmensa mayoría de los casos, mantenedora del estatus social, sin ser consciente de los elementos estructurales que generaban esta pobreza o injusticia (algo impensable en este período), sino que
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se centraba en las actitudes personales de misericordia o benevolencia hacia los necesitados. No podemos pedir al cristianismo primitivo cosas que superen sus condiciones históricas de posibilidad, pues esto supondría una falta de respeto y un anacronismo semejantes al que acuse a este período de ignorancia por no haber descubierto la teoría de la relatividad. Sin embargo, igual que no podemos pedir a las comunidades cristianas de la Antigüedad que superen sus condiciones históricas de posibilidad, tampoco hoy podemos quedar anclados en sus soluciones, porque han pasado más de mil quinientos años desde entonces. En nuestra soluciones con respecto a la situación de pobreza e in justicia, no solo no podemos trabajar en clave paternalista y como si fuese una situación inmutable (y mucho menos querida por Dios), sino que debemos ser conscientes de algunos elementos como: – que la historia la construimos los seres humanos contando con nuestras posibilidades y limitaciones; – que aunque la raíz y el principio de la caridad es el amor, también es necesaria la justicia; – que en todo proceso de cambio debemos contar con los elementos estructurales y el sistema social en que nos movemos (con todos sus factores); – que los pobres y necesitados no deben ser solo receptores de bienes y servicios, sino protagonistas de su vidas;
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– y que la experiencia creyente no nos exime de participar en nuestra historia, sino que justamente nos invita a ello, con todas nuestras fuerzas, pues no estamos solos, sino que el Señor nos anima por medio de su Espíritu a orientar nuestras vidas hacia el Reino del Padre.
Ni teología imperial ni absentismo político, cristianismo como alma del mundo (modelo capilar) CAPÍTULO 6
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rente a los dos modelos hoy predominantes de comprensión de las relaciones entre sociedad y religión: la religión como fenómeno puramente individual propugnado por ciertas corrientes liberales, progresistas y posmodernas, o la íntima conexión entre religión y sociedad típica de las ideologías de cuño conservador, con sus expresiones extremas fundamentalista e integrista, el cristianismo primitivo, sobre todo el anterior al siglo IV , ofrece una tercera alternativa. De cara a la mentalidad dominante en la Antigüedad grecorromana, con una religión marcadamente política y estrechamente unida a la vida cívica, el cristianismo optó por una vivencia personal y comunitaria, donde las diferencias sociales quedaban en gran medida difuminadas ante la esencial igualdad ante Dios; y frente a una mentalidad de corte holístico, para la que lo importante es la totalidad (holos) del cuerpo social, en función del cual deben estar los individuos, las partes, el cristianismo potenció la importancia de la opción personal, la fe, como elemento clave de la experiencia creyente.
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Esto supuso una peculiar combinación de la esferas pública y privada, diferente tanto de las religiones mistéricas (más cercanas a lo que sería nuestra actual comprensión de la religión como fenómeno individual) como de la religión política del Imperio, con induda bles parecidos a la propuesta conservadora actual. Más en concreto, el cristianismo primitivo, que en sus inicios optó preferentemente por un cristianismo muy cercano a lo que hoy se denomina «cristianismo de la mediación», es decir, una evangelización capilar, empleando las instituciones, estructuras y costum bres ya existentes, con posterioridad se situó mayoritariamente en un «cristianismo de la presencia», creando instituciones y estructuras específicamente cristianas. En ambos casos con el contrapeso de otras corrientes como los movimientos de corte milenarista o apocalíptico, el ascetismo o el monacato, contrarias a cualquier tipo de «pacto» con la sociedad o el Imperio. No deja de ser sintomático que mientras el cristianismo primitivo optó por un cristianismo de la mediación tuvo una expansión creciente, una enorme creatividad y una gran capacidad de adaptación, quizá porque aprovechó con mayor eficacia las relaciones sociales capilares que marcaban en buena medida la vida cotidiana de la gente.
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Con respecto a ciertas posturas nostálgicas que podrían añorar una relación Iglesia-Estado como la existente en la Antigüedad cristiana habría que recordar que desde el momento en que el emperador se declaró cristiano, el Imperio se fue cristianizando de manera progresiva y a partir de este momento las cuestiones relativas al cristianismo empezaron a ser consideradas como cuestiones vitales para el Imperio, por lo que el emperador estaba legitimado para intervenir con normalidad en las cuestiones eclesiales. Situaciones como el
problema arriano, por poner un ejemplo, que tuvo en jaque toda la Iglesia durante el siglo IV , serían impensables i mpensables sin esta realidad. Este apoyo directo o implícito del poder imperial va a suponer para el cristianismo un arma de doble filo: por un lado se ve favorecido en ciertos aspectos de su misión (subvención de obras, financiación de ayudas caritativas, influencia en la legislación...), pero por otro lado llevó a una serie de contradicciones difíciles de superar que encontrarán una admirable expresión de san Jerónimo: «Desde el momento en que la Iglesia vino a estar bajo los emperadores cristianos ha aumentado su poder y riqueza, pero ha disminuido su fuerza moral» (Vida de san Malco 1). Mientras el cristianismo había sido una minoría sospechosa y mal considerada había podido mantenerse, en cierta medida, encerrado en sus problemas y al margen del colectivo social, planteando incluso soluciones imaginativas y alternativas, pero desde el mismo momento en que el cristianismo es considerado como religión oficial, tenía que hacer frente a nuevas exigencias y responsabilidades. Los problemas con el exterior, hasta ese momento predominantes, se van a convertir a partir de ahora en problemas internos: mientras el adversario declarado era el paganismo exterior, las fuerzas internas se dirigían fundamentalmente en esta dirección, de donde se presumía venían la mayoría de los males. Pero cuando el paganismo comienza a verse reducido a círculos marginales (aunque influyentes en algunos casos, como la nobleza romana), las energías se dirigen ahora al interior, donde se ven toda clase de influencias malignas, creándose una serie de divisiones y banderías no solo por cuestiones teológicas, teo lógicas, sino en muchos casos por estrategias de política eclesial, zonas de influencia o incluso ri validades personales.
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A L I P A C O L E D O M ( O D N U M L E D A M L A O M O C O M S I N A I T S I R C , O C I T Í L O P O M S I T N E S B A I N L A I R E P M I A Í G O L O E T I
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La nueva situación dio lugar también a un doble proceso en el reclutamiento de nuevos miembros: por un lado comienzan a llegar al cristianismo un gran número de personalidades ilustres que descu bren en la Iglesia una institución donde poder desarrollar sus potencialidades de manera más libre y atractiva que en el ejército o la administración imperial; pero por otro lado los cargos eclesiásticos empiezan a ser considerados como un medio de ascenso social, con los problemas que esto lleva consigo: sistema de promoción interna por vía de escalafón, politización de los cargos, fidelidad en función de las corrientes dominantes, mundanización de la Iglesia... En resumen, que aunque las dos posturas (cristianismo de la mediación y cristianismo de la presencia) tienen sus pros y sus contras, considero que para el período que abarca el cristianismo primitivo, y en gran medida también para el nuestro, es mucho más eficaz y con una presencia más misionera y evangelizadora el cristianismo de la mediación, y no deja de ser interesante a este respecto que la aparición de un movimiento con tanta fuerza e influencia posterior como el monacato coincida precisamente con el momento del paso del cristianismo de la mediación al cristianismo de la presencia (en buena medida como reacción a lo que suponía supo nía este paso), y que un proceso tan rico y de tanta importancia y centralidad centralid ad para la Iglesia como el catecumenado entrase también en crisis a partir de este momento, por no hablar de la escolastización de los saberes teológicos, la falta de protagonismo real de las propias comunidades cristianas, la sumisión de los obispos a los dictámenes del emperador y toda una serie de consecuencias, sin duda no queridas, pero resultado de esta forma de relacionarse con la sociedad.
Conexión entre monoteísmo teológico y autoritarismo político CAPÍTULO 7
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ay una corriente de pensamiento bastante extendida, sobre todo en Europa, que considera que el cristianismo, el islamismo (y también en cierto sentido el judaísmo), por su monoteísmo estricto y excluyente, se convierten de manera inevita ble en gérmenes de sociedades monolíticas monolí ticas y excluyentes y, a pesar de los intentos por dulcificarlo, en última instancia en legitimadores de sistemas políticos de corte autoritario. Frente a ello proponen bien un «politeísmo» de dioses y valores, que permitan una sociedad más abierta y tolerante, al no pretender nadie imponer sus normas y criterios; o bien una especie de reducción de la religión al espacio de la conciencia privada, pero sin ninguna expresión pública, dado que en este caso alteraría el orden establecido en torno a una serie consensos sociales generales de corte laico que cualquier religión, por respetuosa que fuera, vendría a trastornar. Este planteamiento tiene mucho que ver con el que hizo la Ilustración europea, en gran medida como reacción reacc ión a las guerras de religión que agitaron Europa durante los siglos XVI y XVII , , que ahora ven re-
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nacer en los fundamentalismos que asolan las tres grandes religiones monoteístas, y no solo el Islam. Hay miedo a que en época de crisis generalizadas las religiones ocupen espacios que «no le pertenecen» y sirvan de cobertura a las tendencias más regresivas de la cultura actual, cuando no animen a un desmantelamiento de las estructuras ideológicas en las que se fundamenta nuestra sociedad. Siendo honestos históricamente deberíamos comenzar por reconocer que muchos de los temores que alberga esta corriente de pensamiento se han hecho realidad en el pasado y pueden estar todavía activos o latentes hoy, pero, centrándonos en nuestro tema, la situación a la que nos encaminamos a corto y medio plazo, al menos en nuestro contexto europeo y español, se parece más a la que vivió el cristianismo primitivo en el Imperio romano que a la de los siglos XVI y XVII en Europa, es decir, un sistema politeísta de creencias que en el fondo sirve de legitimación a un sistema político imperial, esclavista y excluyente. Lo que el Imperio romano llevó a cabo con un carácter parcial (cuenca mediterránea) ahora se propone como universal (globalización), pero sin cambiar sustancialmente sus principios. En el fondo se trata no solo, como hasta ahora, de que una minoría de la población (20%, «primer mundo») viva a costa de la inmensa mayoría (80%, «tercer mundo»), sino que incluso dentro de este primer mundo se establezca un sistema de castas o estamentos en función del lugar que ocupen en el sistema productivo: un 30% con trabajos fijos y salarios buenos, un 30% con trabajos y salarios precarios e insuficientes y un 30% con paro o trabajos coyunturales y salarios miserables.
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Y no solo esto, se intenta, y en la mayoría de los casos se consigue, ir desmantelando progresivamente el Estado del bienestar que se ha-
bía ido construyendo en Europa a lo largo de los años 1960-1990 en nombre de un dios de nuevo cuño llamado «mercado» ante el cual todos tenemos que arrodillarnos, pues su poder es infinito y nos promete la felicidad, eso sí, a largo plazo y solo para unos pocos, y cuyo castigo es más terrible que la gehena evangélica. El cristianismo primitivo nos puede ayudar a enfrentarnos a este nuevo ídolo, con sus nuevos credos, sacerdotes y rituales, por la gran capacidad que tuvo de generar alternativas ideológicas y prácticas a la sociedad de su tiempo y su resistencia a abandonar el culto al Dios verdadero por el culto al emperador. Además, frente a las acusaciones de que en todo monoteísmo late una mentalidad excluyente, habría que recordar que el Dios de Jesús no es ningún poder absoluto que se impone a toda costa, sino el Abba (Padre) ocupado y preocupado por sus creaturas, y especialmente por las más necesitadas. Y que el Dios cristiano no es un Dios que vive solo, sino un Dios en comunidad, Trinidad, basada en el amor, que invita a compartir y vivir su misma vida.
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QUINTA PARTE
Para profundizar
Bibliografía
Bibliografía escogida y comentada RIÈS , Philippe y Georges D UBY (dirs.), Historia de la vida priva1) A RIÈS da, 1. Imperio romano y antigüedad tardía (tomo a cargo de Peter EYNE), Taurus, Madrid 1991 (oriBROWN , Ivon THÉBERT y Paul V EYNE ginal francés de 1985). Sin duda uno de los mejores ejemplos del cambio de paradigma en la forma de estudiar la historia a partir de la escuela francesa de los Annales, en este caso centrado en el estudio de la vida privada. Dos de los mejores conocedores de la Antigüedad romano-helenística y cristiana se reúnen para elaborar, junto con Y. Thébert, que se centra en cuestiones urbanísticas, un espléndido manual de la historia de la vida cotidiana en este período. P. Veyne analiza el Imperio romano, con capítulos tan sugerentes como el que se titula «Desde el vientre materno hasta el testamento» o «Donde la vida pública era privada», por no hablar de «Placeres y excesos» o «Tranquilizaciones». El contenido es todavía más atrayente. La Antigüedad cristiana es estudiada por P. Brown, de una manera tan original y, si ca-
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be, más profunda, como cuando habla de la nueva antropología (cristiana), o la carne en Oriente y Occidente. 2) BROWN , Peter, Pete r, El cuerpo cuer po y la sociedad. socie dad. Los hombres, homb res, las mujeres muje res y la renuncia sexual en el cristianismo primitivo, Muchnik Editores, Barcelona 1993 (origin (original al inglés inglés de 1988). 1988). Espléndido ensayo sobre las diferentes maneras que los cristianos y cristia cri stianas nas de los cinco cinc o primero pri meross siglos sigl os tuviero tuvi eronn de enfrenta enfr entarse rse a la sexualidad, el matrimonio, la familia y el cuerpo. Profundo conocedor de este período, sin duda uno de los mejores, analiza con un gran maestría y lucidez estas cuestiones en diecinueve capítulos dedicados a Pablo, Tertuliano, Marción, Valentín, Clemente de Alejandría, Orígenes, Metodio, Cipriano, Antonio Abad, los monjes y monjas del desierto, Gregorio de Nisa, Juan Crisóstomo, Ambrosio, Jerónimo y Agustín, entre otros. Leerlo ya es un gozo, pero además es de los autores que te hacen pensar con lo que dicen. 3) BURKE , Peter (ed.), (ed. ), Formas de hacer historia, Madrid, Alianza Editorial 1996 (original inglés de 1981). Libro editado por Peter Burke en colaboración con diversos historiadores. Nos presenta una panorámica muy atractiva sobre algunas formas diferentes de hacer historia (historiografía) en la actualidad: historia desde abajo (a cargo de Jim Sharpe), historia de las mujeres (Joan Scott), historia de ultramar (colonización, descolonización e imperialismos, realizado por Henk Wesseling), microhistoria (Giovanni Levi), historia oral (Gwyn Prins), historia de la lectura (con todos los problemas en torno a la intertextualidad o relación entre los diferentes textos, elaborado por Robert Darnton), historia de las imágenes (Ivan Gaskell), historia del pensamiento político (Richard Tuck), historia del cuerpo (Roy Portes) y una especie de conclusión dedicada la historia de los
acontecimientos y renacimiento de la narración a cargo del propio Peter Burke. 4) H AMMAN , Adalbert, La vida cotidiana de los primeros cristianos , Palabra, Madrid 1985 (original francés de 1971). El gran patrólogo A. Hamman compone un espléndido y sencillo li bro, de carácter muy divulgativo, pero no exento de seriedad, dedicado a la vida cotidiana de los cristianos en los (dos) primeros siglos. La primera parte está dedicada al entorno y trata del marco geográfico, los medios de comunicación y el ambiente social. La segunda parte se titula «La presencia en el mundo» y tiene un primer capítulo dedicado a las relaciones con los judíos, los métodos de evangelización y la conversión, y un segundo a los enfrentamientos con la ciudad. La tercera parte: el rostro de la Iglesia, se centra en la vida interna de la comunidad en un sentido amplio (ministerios, cáritas, unidad y diversidad, y algunos personajes «célebres» de este período: Ignacio de Antioquía, Justino, Blandina o Ireneo de Lyon). La cuarta parte, titulada «El heroísmo de lo cotidiano», versa sobre el ritmo de los días y las etapas de la vida. Muy sugerente es la conclusión: «Del sueño y la realidad». 5) H AMMAN , Adalbert, Vie liturgique et vie sociale. Repas des pauvres, diaconie et diaconat. Agape et repas de charité. Offrande dans l’Antiquité chrétienne, Desclée, París-Tournai 1968. Uno de los mejores conocedores de los Padres de la Iglesia dedica esta espléndida obra a la conexión entre liturgia y caridad en la Antigüedad cristiana centrándose en torno al concepto de servicio (diakonía) y de eucaristía. Estructurada en cuatro partes, hace un repaso a toda esta dimensión social de la vida de las primeras comunidades cristianas: 1. La comida de los pobres, con dos capítulos (la comida de los pobres en el AT y el Mesías de los pobres en el NT). 2. Diaconía y diaconado, que consta de cuatro capítulos: la noción
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de diaconía o de servicio en el NT, origen y función del diaconado (hasta el siglo II), funciones del diaconado (a partir del siglo III), y origen y función de las diaconisas. 3. El ágape y las comidas de caridad, donde encontramos los siguientes capítulos: la palabra ágape, las primeras comidas de caridad, los testimonios antiguos, el ágape en el siglo III , el ágape en el siglo IV , el ágape en los textos canónicos y litúrgicos, el ágape en las intervenciones conciliares y los libros litúrgicos, las comidas en honor de los muertos, culto de los mártires y comidas de caridad, supervivencia del ágape, las comidas litúrgicas en Oriente y dónde buscar el origen del ágape. 4. La ofrenda de los fieles, con cuatro capítulos: la enseñanza del NT, los escritores de los tres primeros siglos, los textos litúrgicos y conciliares y la edad de oro de los Padres. Unas sugerentes conclusiones generales dan término a esta obra, tesoro de multitud de referencias, alguna de las cuales he utilizado para este libro. 6) JEREMIAS , Joachim, Jerusalén en tiempos de Jesús. Estudio económico y social del mundo del Nuevo Testamento, Cristiandad, Madrid 1977 (original alemán de 1967). Saliéndose de su trayectoria, fundamentalmente exegética, el biblista alemán compuso un libro de historia social y económica fundamental para entender la situación de Jerusalén, y en parte de Israel, en tiempos de Jesús por su gran conocimiento de los testimonios literarios, sobre todo judíos, de este período. Dividido en cuatro partes, en la primera trata de las profesiones, el comercio y el movimiento de extranjeros; la segunda se centra en los ricos, la clase media, los pobres y los factores determinantes de la situación económica; en la tercera estudia las clases sociales: clero, nobleza laica, escribas y fariseos. Y en la cuarta las diversas situaciones sociales, los israelitas de origen puro, los oficios despreciables, los israelitas ilegítimos, los esclavos paganos, los samaritanos y la situación de la mu-
jer. A pesar de los años (original de 1967) sigue siendo una referencia obligada. 7) M ADIGAN , Kevin y Carolyn OSIEK (eds.), Mujeres ordenadas en la Iglesia primitiva. Una historia documentada, Verbo Divino, Estella (Navarra) 2006. Colección de textos e inscripciones de los siglos II al V en los que aparecen mencionadas mujeres y oficios eclesiales, y una referencia obligada para toda persona que desee profundizar en el papel de la mujer dentro de la Iglesia primitiva no solo porque aquí encontrará el material necesario para su estudio sino por las breves y jugosas introducciones a los diferentes textos, realizados desde una perspecti va sobria y rigurosa. Contiene los siguientes capítulos: 2. Textos del Nuevo Testamento y sus comentaristas patrísticos; 3. Mujeres diáconos en la Iglesia oriental: textos literarios, referencias literarias, inscripciones; 4. Mujeres diáconos en la Iglesia oriental: cánones y comentarios sobre la práctica eclesiástica; 5. Mujeres diáconos en la Iglesia oriental: textos posteriores; 6. Mujeres diáconos en la Iglesia occidental; 7. Mujeres diáconos: Testamentum Domini Nostri Jesu Christi y textos relacionados; y 8. Mujeres presbíteros. Unos muy buenos índices ayudan a completar la obra. 8) MEEKS , Wayne A., Los primeros cristianos urbanos. El mundo social del apóstol Pablo, Sígueme, Salamanca 1988 (original inglés de 1984). Uno de los mejores ejemplos del empleo de los métodos socioantropológicos aplicados al estudio de Pablo y sus comunidades en seis capítulos y una impresionante bibliografía. El primer y el segundo capítulos, dedicados respectivamente al ambiente urbano dentro del que se movía el cristianismo paulino y el nivel social de los cristianos paulinos tienen un cierto carácter introductorio con respecto a los otros cuatro: la formación de la ekklesía , el gobierno, los ritos y los modelos de creencias y modelos de vida. Por su carácter
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ecléctico, con elementos tomados de G. Theissen pero innovando en muchos aspectos, y su estructura (basada en los tres elementos claves de toda comunidad: roles-ritos-ideología) puede servir de paradigma de los estudios sobre el cristianismo primitivo. 9) MOXNES , Halvor, Poner a Jesús en su lugar. Una visión radical del grupo familiar y el Reino de Dios, Verbo Divino, Estella (Navarra) 2006. Partiendo de la importancia que tiene el lugar para las personas, este teólogo noruego realiza un estudio provocador y sugerente sobre la persona de Jesús en torno a la categoría de Reino de Dios como «lugar imaginado». La propia descripción de los capítulos no puede ser más aleccionadora: ¿Qué implica un lugar? (c. 1). El hogar es el comienzo del lugar. Jesús en el contexto de la casa y el grupo familiar (c. 2). El abandono del lugar. La despedida del grupo familiar (c. 3). Dejar el espacio masculino. Eunucos en el movimiento de Jesús (c. 4). Entrar en un espacio «raro» (c. 5). El Reino vuelve a casa (c. 6). El poder del lugar. El exorcista y su reino (c. 7). Jesús, el grupo familiar y el Reino en Galilea (c. 8). 10) MUNIER , Charles, L’Église dans l’Empire romain ( II - III siècles), tercer volumen del segundo tomo de Histoire du Droit et des Institutions de l’Église en Occident (dirigido por Gabriel LE BRAS y Jean G AUDEMET), Cujas, París 1979. Historia social de la Iglesia compuesta por uno de los mejores conocedores de la Iglesia de este período, dividida en dos libros. El primero trata sobre los cristianos en la sociedad romana y consta de cuatro capítulos: 1. Los cristianos y la vida familiar; 2. Los cristianos y la vida social; 3. Los cristianos y la civilización pagana; 4. Cristianos y judíos. El segundo libro está dividido en dos capítulos: 1. Los cristianos y el poder secular y 2. La actitud del poder civil. Especialmente interesantes son los capítulos dedicados a la familia y a la vi-
da social, tanto por los datos que aporta como por la interpretación que hace de ellos. 11) OSIEK , Carolyn; M ACDONALD , Margaret Y. y Janet H. TULLOCH , El lugar de la mujer en la Iglesia primitiva. Iglesias domésticas en los albores del cristianismo, Sígueme, Salamanca 2007 (original inglés de 2006). Espléndido estudio del papel de la mujer en los primeros siglos del cristianismo basado en la categoría de comunidad doméstica. Ya la propia definición de los diferentes capítulos indica la orientación del libro: «Esposas obedientes y no tanto», «Dar a luz, amamantar y cuidar de los bebés en comunidades de iglesia doméstica», «Criarse en comunidades de iglesia doméstica», «Las esclavas, doblemente vulnerables», «Efesios 5 y la política matrimonial» (capítulo denso pero muy interesante), «Mujeres que dirigen casas y asambleas cristianas», «Mujeres que dirigen banquetes funerarios familiares» (a cargo de Janet H. Tulloch basándose en testimonios epigráficos y artísticos), «Las patronas en la vida de las iglesias domésticas» y «Las mujeres como agentes de expansión». 12) R IVAS R EBAQUE , Fernando, Defensor pauperum. Los pobres en Ba silio de Cesarea: las homilías VI, VII, VIII y XIVB, BAC, Madrid 2005. Estudio socioantropológico centrado en la temática de los pobresricos en el padre Capadocio. En el prólogo y la introducción se presenta la parte metodológica y la situación general del Imperio romano en el siglo IV . La primera parte está dedicada al análisis retórico, semántico y pragmático de dichas homilías. La segunda parte, la más importante por lo que se refiere a nuestro tema, versa sobre el modelo de sociedad (c. 3), de ciudad (c. 4), de familia (c. 5), de personalidad (c. 6), de relaciones sociales (c. 7) y de economía (c. 8), contrastándolos con el texto de las propias homilías.
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Unas conclusiones finales, el texto griego y la traducción castellana de las mismas vienen a completar el estudio. —, Desterradas hijas de Eva. Protagonismo y marginación de la mujer en el cristianismo primitivo, San Pablo-Universidad de Comillas, Madrid 2008. Ensayo sobre el papel de la mujer dentro de la Iglesia primitiva divido por períodos (siglos I al V ) y por geografía (Asia Menor, África latina, Egipto, Capadocia, Roma y Constantinopla), de aquí los diferentes capítulos: 1. Mujeres cristianas en Asia Menor (ss. I-II); 2. La mujer cristiana en el norte de África latina (s. III); 3. Martirios de Blandina, Perpetua y Felicidad: acompañamiento hasta el fin; 4. Orígenes del monacato femenino en Egipto; 5. Las mujeres vistas por Basilio de Cesarea: Capadocia, siglo IV ; 6. Ascetismo femenino en Roma (finales del siglo IV -inicios del siglo V ); 7. Dos mujeres cristianas de Constantinopla: Olimpia (c. 370-410) y Pulqueria (399-453). —, «La praxis caritativa como ternura en acción. La limosna en la Didajé», en Nurya M ARTÍNEZ G AYOL (ed.), Un espacio para la ternura. Miradas desde la teología , DDB-Universidad de Comillas, Bil bao-Madrid 2006, pp. 169-216. —, «La limosna en el “Pastor” de Hermas», en Fernando R IVAS R EBAQUE-Rafael María S ANZ DE DIEGO (eds.), Iglesia de la historia, Iglesia de la fe: homenaje a Juan María Laboa Gallego , Universidad de Comillas, Madrid 2005, pp. 341-378.
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—, «La pedagogía en los códigos domésticos de la Primera Carta de Clemente a los Corintios», en Elisa ESTÉVEZ y Fernando MILLÁN (eds.), Soli Deo gloria. Homenaje a Dolores Aleixandre, José Ramón García-Murga, Marciano Vidal, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2006, pp. 373-385.
—, «Modelos de hospitalidad en la primera Carta de Clemente a los Corintios», en CarmenBERNABÉ y CarlosGIL (eds.), Reimaginando los orígenes cristianos. Relevancia social y eclesial de los estudios sobre Orígenes del cristianismo, Verbo Divino, Estella (Navarra) 2008, pp. 373-398.
—, «Teología política de los primeros cristianos», Estudios Eclesiásticos (2011) [en prensa].
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13) SIERRA BRAVO , Restituto, Doctrina social y económica de los Padres de la Iglesia. Colección general de documentos y textos, Compañía Bi bliográfica Española, Madrid 1967. Con sus cerca de mil páginas, sus excelentes introducciones a los autores, sus traducciones y su amplio índice temático este libro sigue siendo, a pesar de los años, uno de los mejores medios de acceso a los propios textos de los Padres de la Iglesia sobe cuestiones sociales y económicas; destacan especialmente los capítulos dedicados a san Juan Crisóstomo y san Agustín. 14) STEGEMANN , Ekkehard W. y Wolfgang STEGEMANN , Historia social del cristianismo primitivo. Los inicios del cristianismo y las comunidades cristianas en el mundo mediterráneo, Verbo Divino, Estella (Nava-
rra) 2001. Estudia los cien primeros años del cristianismo, situándolo en el marco de las sociedades mediterráneas del siglo I. Consta de cuatro partes. La primera, de carácter general, versa sobre la economía y sociedad en el mundo mediterráneo en el siglo I , la segunda y la tercera, las más extensas y centrales, tratan sobre la historia social del judaísmo en la tierra de Israel y los seguidores del movimiento de Jesús y las comunidades cristianas en las ciudades del Imperio romano respectivamente. La cuarta parte está centrada en las funciones y condición social de las mujeres en el mundo mediterráneo y el cristianismo primitivo. Su método, ecléctico, recoge los resultados
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de diferentes ciencias sociales: historia, economía, sociología, antropología, psicología social; las espléndidas síntesis que realizan a lo largo del libro de conceptos que se encuentran en otros autores así como la manera de abordar el estudio de los orígenes cristianos, tan original, y la amplia y selecta bibliografía que manejan lo han con vertido en un manual de referencia obligada. 15) THEISSEN , Gerd, La religión de los primeros cristianos. Una teoría del cristianismo primitivo. Sígueme, Salamanca 2002. Como bien expresa el título, se analiza la religión de los primeros cristianas desde el punto de vista de la ciencia de la religión, entendida como un sistema cultural de signos con tres formas básicas de expresión: el mito, el rito y la ética. De aquí las partes de que se compone el libro, a las que se añade un capítulo cuarto dedicado a la religión cristiana primitiva como mundo semiótico propio, y el quinto: crisis y consolidación del cristianismo primitivo. Después de una larga trayectoria dentro de los estudios de sociología del cristianismo primitivo, este libro viene a ser una especie de «testamento» de uno de los mejores estudiosos de los orígenes cristianos. 16) V ICIANO , Albert, Cristianización del Imperio romano. Orígenes de Europa, Universidad Católica San Antonio, Murcia 2003. Ensayo sobre las relaciones entre la Antigüedad y el cristianismo en diferentes aspectos. Dividida en tres partes (cristianización del pensamiento y de la cultura, cristianización de las costumbres y de las instituciones, cristianización del espacio y del tiempo), consta de once capítulos: 1: Diálogo de los cristianos con la cultura; 2. Inculturación del cristianismo en la época romana; 3. Preocupación social de las primeras comunidades cristianas (ss. I-III); 4. Preocupación social de las comunidades cristianas después del giro constantiniano (ss. IV - VI); 5. Matrimonio y familia en las primeras comunidades cristianas (ss. I-III); 6. Matrimonio y familia en las co-
munidades cristianas de los siglos IV al VI; 7. Cristianización de la legislación civil a partir del siglo IV : familia y esclavitud; 8. Cristianización de la legislación civil a partir del siglo IV : le ley del domingo y los privilegios del clero; 9. Controversia con la religión pagana; 10. Cristianización del espacio: veneración de los mártires y de los santos; 11. Cristianización del tiempo: calendario litúrgico. Una abundante bibliografía completa este espléndido libro, que nada tiene que envidar a otros de su género y temática.
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Índice
Prólogo .............................................................................................................................................
7
Primera parte: ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ...........................................
9
Segunda parte: ¿Cuáles son los aspectos centrales del tema? .................. En el principio era la casa-familia ......................................................................... 1. Una casa-familia donde se vivía como hermanos y hermanas, procurando evitar las discriminaciones ..................................................... 1. Las mujeres en las primeras comunidades cristianas ................ 1.1. Mujeres cristianas casadas .................................................................. 1.2. Mujeres misioneras ................................................................................. 1.3. Profetisas ......................................................................................................... 1.4. Ascetismo femenino ............................................................................... 1.5. Viudas ............................................................................................................... 1.6. Diaconisas ...................................................................................................... 2. Esclavos y esclavas cristianos ...................................................................... 3. Pobres ......................................................................................................................... 3.1. Hacer visibles a los pobres .................................................................. 3.2. Lucha en el ámbito ideológico contra las causas que daban lugar a esta injusticia y marginación ............................
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2. Una casa-familia donde se acoge a los más necesitados y se da sentido a sus vidas ..................................................................................................... 1. Acogida a los pobres y más necesitados ............................................. 1.1. Viudas y huérfanos ................................................................................... 1.2. Extranjeros ..................................................................................................... 1.3. Enfermos ......................................................................................................... 1.4. Presos ............................................................................................................... 2. Personas dedicadas a la dimensión caritativa .................................. 2.1. Los obispos y la atención al necesitado .................................... 2.2. Los diáconos y la caridad .................................................................... 2.3. Las viudas y su tarea asistencial ....................................................... 2.4. El monacato y los pobres .................................................................... 3. Instituciones y prácticas de acogida e integración de las personas más necesitadas .............................................................................. 3.1. Caja común y listas de necesitados .............................................. 3.2. Eucaristía y ágape ...................................................................................... 3.3. Entierros .......................................................................................................... 3.4. Instituciones destinadas a diferentes necesidades ............. a) Hospitales ................................................................................................ b) Otras instituciones dedicadas a los necesitados .......... 3. Una casa-familia donde se compartía lo que se era y se tenía: la limosna .............................................................................................................................. 1. Postura del cristianismo con respecto a los bienes materiales 2. La limosna en las primeras comunidades cristianas .................. 2.1. La limosna en el Nuevo Testamento ......................................... 2.2. La limosna en los orígenes cristianos ......................................... 2.3. Desarrollo posterior de la limosna en el cristianismo primitivo .......................................................................................................... 4. Una casa-familia abierta al mundo: la familia, el espacio cívico, el Imperio y el mundo de la cultura .............................................................. 1. La casa-familia cristiana .................................................................................. 2. Espacio cívico: la ciudad ................................................................................ 2.1. El mundo del trabajo .............................................................................. 2.2. El servicio militar .......................................................................................
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2.3. La escuela ........................................................................................................ 2.4. Los cargos públicos ................................................................................. 2.5. Espectáculos ................................................................................................. 3. Cristianismo-Imperio romano .................................................................. 3.1. Modelo radical ............................................................................................ a) Modelo milenarista ........................................................................... b) Modelo disidente ............................................................................... 3.2. Modelo conciliador ................................................................................. a) Modelo de coexistencia pragmática ...................................... b) Modelo capilar ..................................................................................... c) Modelo imperial .................................................................................. 3.3. Relaciones entre cristianismo e Imperio romano durante los cuatro primeros siglos ...................................................... 4. Cristianismo y mundo de la cultura ......................................................
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Tercera parte: Cuestiones abiertas en el debate actual ................................. 1. Antes de Constantino todo era bueno en la Iglesia, después todo está corrompido ...................................................................................... 2. ¿Modelo secta o modelo Iglesia? ............................................................. 3. Cristianización de los espacios y de los tiempos .......................... 4. Conexión entre institucionalización ministerial, ritualización sacramental y dogmatización teológica .................................. 5. Empleo de métodos tomados de las ciencias sociales (antropología, sociología, psicología) ..........................................................
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Cuarta parte: Relevancia actual del tema ................................................................ 1. Cómo pasar de una mayoría social (cristiandad) a una minoría activa, consciente y feliz (fermento en la masa) .............. 2. Evangelización «vía cabeza», «vía corazón», «vía estómago» 3. Hacia un cristianismo inclusivo ................................................................ 4. Servicio (diakonía) , comunión (koinonía) y sacramentos (leitourgía) , elementos imprescindibles de toda comunidad cristiana auténtica ...............................................................................................
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