LAS ELECCIONES PAPALES Dos mil años de historia
AMBROGIO M. PIAZZONI
LAS ELECCIONES PAPALES Dos mil años de historia
DESCLÉE DE BROUWER
Título original: Storia delle Elezioni Pontificie © 2003 Edizioni Piemme, Casale Monferrrato, Italia Traducción: Xabier Pikaza Revisión: Natalia Álvarez
© EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2005 Henao, 6 - 48009 Bilbao www.edesclee.com
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Impreso en España - Printed in Spain ISBN: 84-330-1959-7 Depósito Legal: BIImpresión: RGM, S.A. - Bilbao
A Maria Giovanna, Davide, Maria Francesca, Guido
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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1. EL PAPA ESCONDIDO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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2. EMPERADORES Y REYES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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3. EL PAPADO AMPLÍA SUS HORIZONTES . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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4. NUEVOS EMPERADORES Y NUEVOS SEÑORES . . . . . . . . . . 101 5. LA LIBERTAD DE LA IGLESIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133 6. EL NACIMIENTO DEL CÓNCLAVE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159 7. LOS PAPAS EN AVIÑÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189 8. CISMA, CÓNCLAVE Y CONCILIO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 201 9. LOS PAPAS DEL RENACIMIENTO, PROTESTANTISMO Y REFORMA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 217 10. EL PAPADO BAJO VETO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 241 11. LA REVOLUCIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 259 12. DE LA RESTAURACIÓN A LA INFALIBILIDAD . . . . . . . . . . . . 273 13. EL PAPADO SIN REINO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 291 14. EL PAPA UNIVERSAL . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 315 BIBLIOGRAFÍA RAZONADA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 353 LISTA CRONOLÓGICA DE PAPAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 379 ÍNDICE DE DOCUMENTOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 387 ÍNDICE ONOMÁSTICO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 389
A petición del editor, he mantenido a pie de página sólo aquellas notas que resultaban indispensables. Salvo raras excepciones, esas notas se limitan a indicar la fuente de la que proviene una determinada cita. Al final del volumen, he ofrecido una amplia bibliografía razonada con indicaciones que podrán ser útiles para un estudio más profundo de los temas tratados. Por su misma naturaleza, sea de un modo directo o indirecto, un libro como éste debe mucho a muy diversas personas, a las que no puedo citar. A pesar de ello, debo recordar con un agradecimiento especial a todos aquellos que han querido aconsejarme, corrigiendo de manera generosa el libro, tras haber leído con paciencia el manuscrito: Su Eminencia el Cardenal Jorge M. Mejía, Bibliotecario de la Santa Iglesia Romana; don Rafael Farina, Prefecto de la Biblioteca Apostólica Vaticana; el doctor Paolo Vian, Scriptor Latinus de la misma Biblioteca; el doctor Diego Manetti de las Ediciones Piemme. Debo un agradecimiento particular a la doctora Andreina Rita, que me ha ayudado a establecer con rigor el aparato bibliográfico. Doy gracias, en fin, a mi esposa que ha sido también mi primera lectora, que me ha animado siempre y que, lo mismo que mis hijos, ha soportado bondadosamente el tiempo que he debido “robar” a la familia para escribir este libro. Sólo me queda dar gracias a todos los lectores, con el deseo de que puedan compartir la aventura de una historia que resulta de verdad muy interesante.
INTRODUCCIÓN
Nuntio vobis gaudium magnum: habemus Papam! (Os anuncio una gran alegría: ¡Tenemos Papa!). Gran parte de los lectores han escuchado probablemente estas palabras que un prelado anciano, el protodiácono entre los cardenales, pronuncia solemnemente en Roma, desde la balconada externa de la Basílica de San Pedro, para notificar el nombre del nuevo jefe o cabeza de la Iglesia católica romana. Estas palabras las recogen decenas de veces todos los noticiarios del mundo en los días de elección papal y las repiten los servicios periodísticos más o menos profundos que medios de comunicación dedican luego al que ha sido elegido como nuevo papa. Aunque quizá no hayan visto el “humo blanco”, todos han oído hablar también de la existencia del rito de la “fumata bianca” o humareda blanca (que indica que el papa ya ha sido elegido). Esta expresión ha entrado en el lenguaje común y se emplea incluso en las informaciones sobre sesiones parlamentarias y en artículos de crónica sobre reuniones políticas de importancia, para indicar que algún problema significativo ha sido bien resuelto. El mismo término “cónclave” llega a emplearse algunas veces para indicar una reunión más o menos secreta de personas poderosas que deben tomar decisiones sobre asuntos fundamentales. Cuando un papa muere, televisiones y periódicos se esfuerzan por explicar aquello que sucederá después, y lo harán con una precisión que depende de la atención que los periodistas hayan prestado a los folios que suelen distribuir las agencias informativas del Vaticano. Así, los periodistas explicarán la forma en que los cardenales quedarán “encerrados” en cónclave, palabra que significa precisamente “cerrado con llave”; hablarán de la forma en que se desarrollará la elección del nuevo
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cabeza de la Iglesia, sucesor de San Pedro; de la manera en que se anunciará su elección; cómo se vestirá el elegido; qué nombre escogerá, etc. Algunos periodistas se arriesgarán incluso a trazar previsiones que raramente suelen cumplirse sobre quién será el nuevo papa; otros discutirán el carácter extraño y, al mismo tiempo, extraordinario de una institución electoral como ésta, que constituye el ejemplo más antiguo, aún en uso, de la forma en que se origina una monarquía, la monarquía electiva del papado, que existe desde hace veinte siglos y que constituye la más antigua de las instituciones existentes, que se dispone a superar el tiempo que duraron los faraones egipcios y los emperadores chinos. Serán pocos, sin embargo, los que recordarán que la elección del papa no se ha realizado siempre en la forma actual, es decir, con un cónclave y con todas las normas que ahora lo regulan. Para hablar con precisión, debemos indicar que las reglas actuales resultan muy recientes, pues se remontan a la Constitución Apostólica Universi dominici gregis, promulgada por Juan Pablo II el 22 de febrero de 1996, que no ha podido aplicarse todavía a ninguna elección papal. Las normas anteriores, promulgadas por Pablo VI el año 1975, se utilizaron sólo para dos elecciones, la de Juan Pablo I y la de Juan Pablo II, que tuvieron lugar el año 1978. Antes de eso, los pontífices habían intervenido decenas de veces para fijar la legislación sobre la elección de los papas. Más aún, si vamos hacia atrás, hasta llegar al primer cónclave, no habremos recorrido ni siquiera la mitad de la vida del papado; de hecho, en los primeros doce siglos de historia de la Iglesia no existía cónclave y, sin embargo, se elegían papas, algunas veces de un modo turbulento, otras veces sin oposición de tipo alguno. Desde siempre, y todavía en la actualidad, se puede elegir papa a cualquier varón que esté bautizado. Sin embargo, el “cuerpo electoral”, es decir, el conjunto de aquellos que tienen el derecho de elegir al papa se ha modificado mucho con el paso del tiempo; también se han modificado de un modo notable los procedimientos para la elección. Han existido elecciones por aclamación de todo el pueblo cristiano de Roma; otras se han dejado en manos de la votación de un par de cardenales; han existido elecciones impuestas por algún emperador poderoso y elecciones en las que el grupo de electores ha escogido con absoluta libertad; hay papas que han sido elegidos por unanimidad y hubo períodos en los que giraban por Europa, el mismo tiempo, dos, tres e incluso cuatro “papas” o “antipapas” (el nombre papa o antipapa se les atribuía conforme a las diversas opiniones sobre su validez).
INTRODUCCIÓN
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Este libro pretende recorrer con cuidado la historia de las elecciones papales, «el acto más sublime, el más sagrado, el más venerable que pueda realizarse sobre el mundo», como escribió hace ciento cincuenta años Cayetano Moroni, un erudito que merece todo nuestro respeto. Este es un acto en el que los creyentes descubren la intervención específica, misteriosa pero real, del Espíritu Santo. Por el contrario, los nocreyentes piensan que las elecciones de los papas se pueden interpretar con los mismos principios y métodos con los que se explican la sucesión de los presidentes de una sociedad multinacional o la elección de los diversos políticos. En realidad, cada elección papal acaba influyendo, de manera más o menos significativa, en la vida de los hombres, aún de aquellos que ignoran quién es el papa actual o que no saben exactamente lo que significa ser papa. Más aún, la elección del papa influye incluso en la vida de aquellos que no tienen ni quieren tener ningún tipo de relación con la Iglesia católica o en la vida de aquellos que consideran o exigen que se considere al papa como un “jefe de estado” o un “jefe religioso” semejante a otros muchos. La historia de las elecciones papales nos permitirá comprender también lo que el papa ha sido en el pasado y lo que es actualmente: la forma y medida en que la iglesia se encuentra en relación con el mundo que la rodea, la manera en que influye en ese mundo o ese mundo influye en ella, etc. Esta es una historia siempre imprevisible: de las casi trescientas elecciones pontificias, entre legítimas e ilegítimas, menos de una docena han concluido con los resultados que la mayoría había previsto de antemano. Pero, sobre todo, esta es una historia que resulta muchas veces enrevesada como una novela policíaca, dramática como una tragedia, divertida como una comedia, fascinante como un poema, interesante como una narración de viajes, apasionante como una novela de aventuras. Sea como fuere, esta es una historia que merece la pena leer.
1 EL PAPA ESCONDIDO
«En el día dieciséis antes de las calendas de agosto del año 1959, en el primer año de su pontificado, el Sumo Pontífice Juan XXII hizo colocar a la entrada de la Biblioteca Vaticana la estatua de Hipólito, eclesiástico doctísimo». Así reza la lápida colocada bajo la estatua que hoy acoge desde su trono a quien se dirige a estudiar en una de las bibliotecas más prestigiosas del mundo. El grupo de mármol representa a un escritor que está sentado sobre un escabel donde aparece inscrita en griego una lista de los escritos atribuidos a Hipólito, un famoso presbítero romano de los primeros decenios del siglo III. A causa del lugar donde se hallaba y por la lista de libros que incluía, se creyó durante mucho tiempo que aquella estatua representaba de verdad al personaje del que hablamos, el único “antipapa” –por emplear una expresión del medioevo tardío– a quien se venera como santo. Estudios más recientes han mostrado, sin embargo, que la estatua que vemos constituye en realidad el fruto de una composición de orígenes distintos y de épocas diversas: la parte inferior del cuerpo proviene de una estatua femenina del siglo II, el busto y la cabeza se añadieron en el siglo XVI y los nombres de los libros fueron grabados sobre un escabel del siglo III1. 1. La estatua, a la que faltaba la parte superior, se encontró el año 1551 en el área superior del cementerio de Hipólito, junto a la vía Tiburtina. Fue restaurada por Pirro Ligorio y ha sido colocada en varios lugares, entre ellos, en el Museo Lateranense y, por fin, en el atrio de la Biblioteca Apostólica Vaticana. Cf. L. M ICHELINI TOCCI, La statue du bon Aristide, en Studi offerti a Giovanni Incisa della Rocchetta, (Miscellanea della Società Romana di Storia Patria), 23, Roma 1973, pp. 337-353. G. BOVINI, La statua di S. Ippolito del Museo Lateranense, en Bullettino della Commissione archeologica del Governatorato di Roma 68 (1940), pp. 19-128; M. G UARDUCCI, La statua di “Sant’Ippolito” in Vaticano, en Atti della Pontificia Academia
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El motivo por el que he citado este dato para comenzar la narración de la historia de las elecciones papales es el hecho de que en la lista de las obras del citado Hipólito de Roma2 se encuentra un título que se refiere a un libro que proviene aproximadamente del año 215 y que se titula Tradición apostólica, un texto que durante muchos siglos se conocía sólo de un modo fragmentario, pero que ahora ha sido finalmente reconstruido3. En ese libro (la Tradición apostólica) se describen algunas costumbres litúrgicas y, sobre todo, se describe la estructura de la Iglesia cristiana, al comienzo del siglo III, a partir de los obispos, de su elección y de su consagración posterior. La primera indicación que aquel texto ofrece es que «se ordene obispo a aquel que ha sido elegido por todo el pueblo»; pero el resultado de esa elección constituye sólo el primer paso de un proceso más amplio: es necesario que otros obispos «impongan las manos» sobre aquel que ha sido previamente elegido, con el consentimiento de todos. Después se describe la ceremonia durante la cual la única tarea que se le asigna al pueblo, que había realizado ya la elección, es la de estar presente y orar en el silencio del propio corazón, a fin de que el Espíritu Santo descienda sobre el nuevo obispo. Romana di Archeologia. Rendiconti» 47 (1976), pp. 163-190; Íd., La “Statua di Sant’Ippolito” e la sua provenienza, en Nuove ricerche su Hipólito, (Studia Ephemeridis Augustinianum 30), Roma 1989 pp. 61-74; Íd, San Pietro e Sant’Ippolito: storia di statue famose in Vaticano, Roma 1991. 2. No sólo la estatua, sino también la persona de Hipólito sigue siendo hasta en la actualidad muy discutida. Conforme a la opinión de algunos eruditos, la expresión “Hipólito de Roma” implicaría la identificación errónea (propuesta por primera vez en el siglo XIX) de dos personas distintas: un teólogo oriental, llamado Hipólito, que actuaba en Roma entre el siglo II y III, y un contemporáneo suyo, de nombre desconocido, que sería el autor de varias obras, entre las cuales se encuentra la Refutación de todas las herejías y quizá la misma Tradición apostólica. La cuestión sigue siendo discutida. Una presentación objetiva de los datos ya seguros y de los problemas relacionados con ellos la ofrece E. PRINZIVALLI, Ippolito, antipapa, santo, en Enciclopedia dei Papi, Roma 2000, pp. 246-257. 3. B. B OTTE , La Tradition apostolique de saint Hippolyte. Essai de reconstitution, (Liturgiewissenschaftliche Quellen und Forschungen, 39), Münster 1963; la quinta edición de la obra ha sido preparada por Z. Gerhards y S. Feldbecker, Münster 1989; traducción italiana: I PPOLITO, Tradizione apostolica, preparada por E. Peretto, Roma 1996 (Collana di testi patristici, 133). Los eruditos vienen diciendo desde hace tiempo que el título que hallamos en el escabel de la estatua (donde se lee Sobre los carismas tradición apostólica, aunque algunos encuentran allí dos títulos distintos: Sobre los carismas y Tradición apostólica) se refiere a esta obra de Hipólito, pero hoy se tiende a sostener que ese texto no se refiere a Hipólito.
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El procedimiento descrito por Hipólito, y vigente en la Iglesia de su tiempo, había sido instaurado probablemente hacía más o menos un siglo, es decir, cuando se constituyó aquello que suele definirse como episcopado monárquico. Los tiempos y los modos según los cuales la figura del obispo había sustituido, en el vértice de las diversas iglesias locales, a aquella más antigua de un colegio de presbíteros se deducen de una serie de testimonios que resultan a veces difíciles de descifrar y que siguen siendo, por tanto, un objeto de continua investigación y estudio. Pues bien, hay un dato en el que coinciden todos los estudiosos, incluso los de distinta proveniencia, y es que hacia la mitad del siglo II las diversas comunidades cristianas diseminadas en torno al Mediterráneo se encontraban dirigidas por obispos a quienes ayudaban en su tarea fundamental de predicación y de cuidado pastoral otras personas consagradas, definidas de modos diferentes, aunque más a menudo como presbíteros y diáconos. Dentro de la comunidad, al obispo se le reconocía una autoridad doctrinal específica, que derivaba de aquella misma autoridad que los escritos del Nuevo Testamento atribuían a los apóstoles y a quienes los apóstoles habían asociado con ellos en la obra de fundar y dirigir las primeras comunidades cristianas. Como es obvio, para la primera generación cristiana que vino después de la desaparición de los apóstoles, que habían conocido personalmente a Jesucristo, fue crucial el tema del fundamento de la verdad del anuncio evangélico. De ello se ocupan a menudo los más antiguos escritores cristianos, los así llamados “padres apostólicos”, que habían sido a su vez discípulos directos de los apóstoles. Por ejemplo, en las cartas de Ignacio de Antioquía, escritas en torno al año 110, se considera el episcopado monárquico como una institución obvia: las iglesias verdaderas se definen y constituyen partiendo de la garantía que les ofrece la presencia de un obispo y se distinguen precisamente en este punto de otros grupos separados de cristianos que no se colocan de manera expresa bajo la autoridad de un obispo4. El proceso de estructuración de las comunidades antiguas fue gradual y diferenciado según los lugares. Sólo algunos años antes que 4. IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Epistulae, en Patres Apostolici, edición preparada por F.-X. Funk, Tübingen 19133, reedición de Bihlmeyer; trad. italiana de A. Quacquarelli (ed.), Lettere, en I Padri Apostolici, Roma 19989; trad. española D. Ruiz Bueno, Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1950. Sobre nuestro tema resulta útil la lectura de B. Dupuy, Aux origines de l’épicopat. Le corpus des Lettres d’Ignace et le ministère d’unité, en Istina 27 (1982), pp. 269-277.
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Ignacio de Antioquía, Clemente de Roma había escrito una carta dirigida a los cristianos de Corinto, de un modo más preciso «a la iglesia de Dios peregrina en Corinto», de parte de «la iglesia de Dios peregrina en Roma». El autor de esta carta parece presentarse en ella como el portavoz de una estructura colegial, que gobierna en conjunto sobre la comunidad de Roma, más que un obispo como aquellos que se describen en las cartas de Ignacio. Por otra parte, la existencia de un colegio presbiteral en el vértice de la iglesia romana, todavía en los primeros años del siglo II, parece hallarse igualmente confirmada por indicaciones que encontramos también en otros textos5. La Carta de Clemente resulta particularmente significativa no sólo porque presenta el testimonio precioso de una fase del desarrollo de la comunidad romana, sino porque nos ofrece el testimonio de una situación del todo especial de la iglesia de Roma respecto de las otras. El motivo de la carta había sido los desórdenes provocados por algunos fieles de la iglesia de Corinto que se habían rebelado contra los presbíteros de esa comunidad y los habían destituido de un modo arbitrario. Las palabras de Clemente invitaban a la concordia, condenaban la ambición y la presunción de algunos individuos particulares y les exhortaban a someterse a los jefes eclesiásticos, llamados obispos y diáconos y en otros lugares presbíteros, instituidos por los apóstoles y por sus sucesores. Pues bien, el aspecto más digno de atención es el hecho de que la iglesia de Roma intervenga para suscitar la paz al interior de la iglesia de Corinto, sin haber sido requerida en modo alguno para ello. La iglesia de Roma se manifestaba con autoridad afirmando, por ejemplo, que ella había escrito «bajo la guía del Espíritu Santo» y exhortando a los corintios a no desobedecer «a las palabras dichas por Dios por medio de nosotros»6. Aunque a partir de este texto, cuyo lenguaje puede interpretarse en la línea del género de la corrección fraterna, no puede deducirse una superioridad formal, capaz de obligar jurídica5. Por ejemplo, un pasaje del Pastor de Hermas (Vis. III, 9, 7-10) supone que el grupo dirigente de la iglesia romana lo forma un colegio de presbíteros. En esa misma línea, la carta que Ignacio de Antioquía dirige a los cristianos de Roma no se puede aludir a la existencia de un obispo (pues en Roma no existía todavía un obispo). 6. A. Jaubert (ed.), Épitre aux Corinthiens (Sources chrétiennes, 167), Paris 1971, pp. 63 y 59. Trad. italiana, E. Peretto (ed.), Lettera ai Corinzi, Scritti delle origini cristiane 23, Bologna 1999, con introducción, versión y comentario. Trad. Castellana en D. Ruiz Bueno, Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1950 y en J.J. Ayán (ed.), C LEMENTE DE ROMA. Carta a los Corintios, Fuentes Patrísticas 4, Madrid 1994.
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mente a la comunidad de los hermanos (de Corinto), resultan singulares su tono, su contenido y sus circunstancias. No parece posible que otras comunidades pudieran haberse expresado en la forma en que lo hace la comunidad de Roma, en sus relaciones con una iglesia importante como era la de Corinto, que se gloriaba de sus orígenes apostólicos, pues se encontraba directamente ligada a san Pablo. La Carta a los Corintios gozó inmediatamente de una autoridad enorme, de manera que, por algún tiempo, la iglesia de Siria la incluyó entre los libros canónicos, siendo también introducida en el mismo Codex Alexandrinus de la Biblia. Pero, sobre todo, resulta importante destacar aquí la forma en que la iglesia de Roma, a la que vemos expresándose en aquella carta a los Corintios, recibió muy pronto unas muestras especiales de respeto. Hemos recordado ya a Ignacio de Antioquía quien, en sus cartas, fue exhortando a las diversas comunidades cristianas a que mantuvieran la unidad, en especial con el obispo; de esa forma amonesta y pone en guardia a las iglesias en contra de las herejías. Pues bien, al referirse a la iglesia de Roma, Ignacio no se permite elevar ninguna crítica, sino que expresa solamente elogios. En este caso, Ignacio no se toma la libertad de impartir enseñanzas, porque la iglesia de Roma “ha instruido a los otros”. El encabezamiento de saludos de su Carta a los Romanos ofrece una serie extraordinaria de testimonios de respeto hacia aquella iglesia que, entre otras cosas, “preside en la caridad”7. La interpretación de esta frase (la iglesia de Roma “preside en la caridad”) resulta muy discutida entre los especialistas; pero implica sin duda una posición de preeminencia de la iglesia de Roma, aunque esa preeminencia no pueda precisarse por ahora de un modo exacto. El ser “primera” en la caridad no se refería de hecho sólo a la extraordinaria obra de asistencia material y de sustento espiritual que la comunidad de Roma ofrecía desde el principio también a las otras iglesias. De manera cada vez más amplia se le reconoció a la comunidad de Roma aquella función autorizada de arbitraje y de reconciliación que en la carta de Clemente aparece como algo que se ejerce de un modo pacífico, es decir, sin que existan controversias por ello. Algunos decenios más tarde, hacia el 170, el obispo Dionisio de Corinto reconoce a la comunidad romana la función de exhortación y guía espiritual, como 7. IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a los Romanos, encabezamiento de saludo. En I Padri apostolici, o.c., p. 120.
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algo que ella ha venido realizando “desde el comienzo”, mientras que el mismo Dionisio dirige amonestaciones y críticas incluso ásperas en contra de otras iglesias hermanas8. Al final del siglo II se había difundido ya, por tanto, la consideración de que la iglesia romana gozaba de una importancia particular, de tipo religioso y espiritual. Para comprender el origen de este dato hay que tener en cuenta un factor de importancia capital: había sido precisamente en Roma donde Pedro y Pablo habían predicado y habían ofrecido su testimonio hasta la muerte. La memoria de su martirio se conservaba muy viva en esa comunidad y de alguna forma la acreditaba como una comunidad que se hallaba fundada sobre dos personas que habían gozado del mayor relieve en los escritos del Nuevo Testamento9. De un modo más concreto se le reconocía a Pedro una posición especial. Jesús mismo le había escogido de entre los doce y le había confiado una preeminencia dentro del círculo de los apóstoles, como quedaba claro en los evangelios y en otros escritos del Nuevo Testamento10. El significado exacto del primado de Pedro y la forma en que debía ser ejercido será objeto de una reflexión que se desarrollará a lo largo de los siglos, como iremos viendo, pero el hecho de que ese primado derivaba directamente de Cristo es algo que aceptaron desde el principio todas las comunidades cristianas. El detalle de que gran parte de los textos relacionados con Pedro hayan sido redactados sólo después de su muerte, como hoy suponen muchos, sirve sólo para indicar el interés constante que la iglesia primitiva sintió por su persona y su función. En 8. Así lo indica el testimonio de Eusebio de Cesarea, Historia ecclesiastica, IV, 23 Edición del texto a cargo de E. Schwartz, Eusebius Werke, II, 1. Die Kirchengeschichte, en Die Griechischen christilichen Schrifsteller Leipzig 1903. Traducciones italianas: sigue siendo óptima la de G. Del Ton, con texto griego y notas, EUSEBIO DI C ESAREA. Storia eclesiastica e i Martiri della Palestina, Roma, Parigi, Tournai, New York 1964; véase también la edición preparada por F. Migliore, S. Boris y G. Lo Castro, Roma, 2001, 2 vol. (en Collana di testi patristici, 158-159). Traducción castellana en Historia Eclesiástica I-II, en Ediciones Clie, Terrasa 1998-1999 y en la BAC, Madrid 2002. 9. Cf. Pietro e Paolo. Il loro rapporto con Roma nelle testimonianze antiche, XXIX Incontro di studiosi dell’antichitá cristiana (Roma 4-6 de mayo de 2000), en Studia Ephemeridis Augustinianum 74, Roma 2001. 10. Los textos que se toman más a menudo en consideración son Mt 16, 13-16, Lc 23, 31-2 y Jn 21, 15-17. Pero a ellos se añaden otros textos particulares, como el hecho de que Pedro ocupe siempre el primer puesto en el elenco de los discípulos o el hecho de que haya ofrecido el primer testimonio de la resurrección según 1 Cor 15, 5.
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la actualidad, incluso aquellos que –como los miembros de las comunidades cristianas no católicas– dudan que aquel encargo de Jesús a Pedro pueda configurarse como un “ministerio permanente” y pueda transmitirse a lo largo del tiempo aceptan que fue el mismo Jesús el que se lo concedió a Pedro. Por tanto, fundada sobre Pedro y Pablo, la iglesia romana custodiaba su mensaje de un modo totalmente singular. Otras iglesias como Antioquía, Filipos, Éfeso, Corinto o Tesalónica habían sido fundadas sobre la predicación indudable de los apóstoles. También ellas eran “sedes apostólicas”, a las que se les reconocía la cualidad especial de ser depositarias del mensaje evangélico originario. Pero Roma poseía entre todas una importancia particular, difícilmente igualable. En las comunidades cristianas, la necesidad de precisar aquella que era la “verdadera” doctrina evangélica surgió bastante pronto, porque la reflexión sobre algunos puntos particulares conducía a la búsqueda de una aclaración doctrinal de la que pudiese derivarse después una praxis sacramental. Existen huellas de esto desde los tiempos más antiguos, en los Hechos de los Apóstoles y en bastantes cartas de Pablo. En diversos lugares surgieron doctrinas discutibles y consideradas erróneas, definidas ya en el Nuevo Testamento como herejías, y la respuesta a las preguntas sobre la verdadera enseñanza de Jesús se fue buscando de la manera más directa posible en la predicación de sus discípulos, pues sólo esa predicación podía considerarse como fuente y prueba segura de la ortodoxia. De esa manera se volvía necesaria la reconstrucción de la lista de responsables, dirigentes de las diversas iglesias, para descubrir si es que existía o no existía una transmisión ininterrumpida de la enseñaza de un obispo a su sucesor. Nacieron las primeras listas episcopales, que respondían, por tanto, a una necesidad de carácter doctrinal más que histórico y, en ese sentido, ellas se distinguen de los diversos elencos cronológicos que existían por entonces, como las tablas de los cónsules de Roma o la serie de emperadores romanos o la secuencia de los discípulos de las escuelas filosóficas. En los últimos decenios del siglo II se dieron nuevos impulsos a esta búsqueda de continuidad en el ámbito de las discusiones contra el gnosticismo, una doctrina que –entre otras cosas– pretendía la existencia de una comprensión más alta de la verdadera fe, que sólo resultaba accesible a algunos y que era transmitida por medio de tradiciones secretas. Precisamente, para responder a estas teorías y para «exponer la sana doctrina, tal como fue propuesta por los apóstoles», un cristiano, llamado Hegesipo, de origen oriental, visitó diversas comunidades y llegó
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a Roma poco después de mediados del siglo II. Allí pudo confirmar su convencimiento de que la mejor garantía de la verdad de la enseñanza estaba constituida por la continuidad ininterrumpida de los obispos a partir de los apóstoles. Allí encontró de hecho, entre los documentos que hoy llamaríamos de archivo, y sin necesidad de investigaciones más profundas, una lista completa de la sucesión de los responsables de la iglesia de Roma, a partir de Pedro, hasta el obispo Aniceto, que se hallaba en funciones en el momento de su visita. Hegesipo incluyó esa lista en su obra11. Pocos años más tarde, Ireneo, originario de Asia Menor y después presbítero y obispo de Lyon, en la actual Francia, trascribió también una lista semejante. En su obra Contra las herejías, escrita en los años 80 del siglo II, desarrolló con profundidad el principio ya enunciado por Hegesipo, dándole densidad teológica: la fuente y regla de la fe se encuentra constituida por la doctrina transmitida por los apóstoles, doctrina que se apoya en las tradiciones públicas de las iglesias y que ha sido transmitida de obispo a obispo, en contra de las tradiciones secretas de los gnósticos. Ireneo afirma que sería demasiado largo enumerar la sucesión episcopal de todas las comunidades; por eso, toma como ejemplo «la iglesia grandísima y antiquísima, conocida por todos nosotros, fundada y establecida en Roma por los dos gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo», cuya fe, anunciada a los hombres, «llega hasta nosotros a través de la sucesión de los obispos». Más adelante, continúa afirmando que, por razón de «su origen más excelente», potentior principalitas, todas las iglesias, es decir, los fieles que vienen de todas las partes, deben estar de acuerdo con esta iglesia de Roma; han de hacerlo precisamente y sólo con «esta iglesia en la cual se ha conservado siempre, para todos los hombres, la tradición que viene de los apóstoles»12. Este 11. La obra de Hegesipo (que se titulaba Memorias y que constaba de cinco volúmenes, escritos en torno al año 180, después que retornó a su patria) se ha perdido, pero se conservan varias partes de ella en Eusebio de Cesarea, Historia Eclesiástica, II, 23, 4-8; III, 20, 1-2; 32, 3.6; IV, 8, 2; 22, 1-7. 12. IRENEO DE LYON, Adversus haereses, liber III, III, 3, 2, edición preparada por A. Rousseau y L. Doutreleau, Sources chrétiennes num. 211, Paris 1974. Trad. italiana de E. Bellini, Ireneo di Lione. Contro le eresie e altri scritti, con nueva edición de G. Maschio, Milano 1997 2, pág. 320 (en la edición anterior, no en la segundo). Dada su importancia, merece la pena reproducir el texto, tal como lo conocemos, en su versión latina: «... ad hanc enim Ecclesiam propter po(ten)tiorem principalitatem necesse est omnem conuenire Ecclesiam, hoc est eos qui sunt undique fideles, in qua semper ab his qui sunt undique, conseruata est ea quae est ab apostolis traditio».
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es uno de los pasajes más discutidos de la primitiva literatura cristiana y ha sido objeto de innumerables estudios e interpretaciones que siguen aún abiertos y que son en algún sentido irresolubles, por la falta del original griego, dado que sólo se conserva la traducción latina. Se discute sobre todo su valor para demostrar el “primado” de la iglesia romana, siendo difícil decidir si, como se propugna por la parte católica, en este contexto se está refiriendo sólo a Roma o, de un modo general, a cualquier iglesia de origen apostólico o a la Iglesia universal, concebida como conjunto de todas las iglesias. Para los fines de nuestra historia, sigue siendo básico el hecho de que, a continuación, Ireneo pone la lista de los obispos de Roma, tal como la presentaban documentos conservados in loco y tal como la conocían también las comunidades de la Galia, que no habían sido fundadas por Roma, sino por cristianos provenientes del Oriente. Eusebio de Cesarea, en su Historia eclesiástica, retomó y actualizó más tarde la misma lista, actualizándola hasta el pontificado de Marcelino, en los años 296-304. Eusebio retiene y confirma los dos nombres de Pedro y Pablo en los orígenes de la iglesia de Roma, proponiendo después a Lino como el primero de sus sucesores. Resulta notable la tentativa que Eusebio realizó de establecer una cronología en la lista de la serie de nombres de obispos, a quienes colocó por primera vez al lado de los emperadores romanos, contemporáneos suyos, mostrando así un nuevo tipo de orientación, que ya no era sólo doctrinal como en caso de Hegesipo e Ireneo. Ahora se trataba de una aproximación histórica, que viene a presentarse como expresión de una situación cultural diferente, que hacía necesaria una reintepretación de la historia, que fuese capaz de dar razón de la actividad del cristianismo que, en la época de Eusebio, se había convertido en una de las grandes religiones del imperio romano13. 13. Eusebio de Cesarea está considerado como uno de los historiadores más eminentes de la antigüedad cristiana. Su Historia eclesiástica apareció en siete libros, antes de la persecución de Diocleciano (el 305), pero los importantes acontecimientos posteriores le impulsaron a retomar la redacción de la obra, que fue continuada hasta alcanzar diez libros, llegando hasta el momento de la victoria de Constantino sobre Licinio (324). A pesar de hallarse dominada por una intención apologética (la victoria del cristianismo sobre el estado pagano es la mejor prueba de su origen divino) la obra tiene muchísimo valor por la cantidad y calidad de los materiales que recoge.
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Un paso posterior en esta dirección lo cumplió el así llamado Cronógrafo romano del 354, un texto complejo donde, al lado del calendario civil, de los fastos consulares, de las tablas pascuales, de una lista de los prefectos de Roma y de una crónica universal, se conserva la Depositio Episcoporum, un elenco del lugar donde están sepultados los obispos de Roma, del año 255 al 352 y sobre todo la lista completa de los papas, hasta Liberio (352-366). Este elenco, que por el nombre del último papa suele llamarse también Catálogo liberiano, pone en primer lugar sólo a Pedro y presenta después el orden de sus sucesores, indicando las fechas del pontificado de cada uno. Obviamente, y de un modo especial para los datos que se ofrecen hasta el final del siglo II, aquí se ofrecen unas dataciones aproximadas y poco exactas, que han sido enriquecidas sucesivamente con datos biográficos incluidos, por ejemplo, en las Vidas recogidas en el Liber Pontificalis14, dataciones que de hecho no tienen la posibilidad de ser verificados de un modo preciso. Por tanto, mientras que aquello que la tradición ha conservado sobre la lista y los nombres de los primeros papas puede retenerse en sustancia como algo que está bien fundado, lo que dice en relación con los años de su pontificado debe considerarse como fruto de reconstrucciones posteriores. Según eso, aunque sean verosímiles y relativamente probables, las fechas de los pontificados más antiguos deben tomarse como necesariamente aproximativas, de manera que no podemos alcanzar certeza sobre ellas. Los primeros guías de la iglesia de Roma después del martirio de Pedro y Pablo fueron Lino15, Anacleto16 y Clemente, el autor de la célebre carta, de la que ya hemos hablado. Es poco lo que en relación con ellos se puede afirmar sobre la manera en que vinieron a convertirse en responsables de la comunidad y es poco también lo que se puede afirmar sobre su función exacta, pues en aquella época no se hallaba aún 14. De ese texto, que es fundamental para el conocimiento de la historia de la comunidad cristiana de Roma y de sus obispos, cuya primera redacción se remonta al siglo VI, me ocuparé extensamente en el próximo capítulo (cf. cap. II, nota 21 y contexto). 15. Ireneo de Lyon lo identifica con el personaje del círculo paulino citado en 2 Tim 4, 21. 16. Así Ireneo y Eusebio. El Catálogo liberiano cita dos personas distintas, de nombre Cleto y Anacleto, que se habrían sucedido; en contra de eso, el Liber pontificalis pone a un Cleto después de Lino y a un Anacleto más tarde. La confusión sobre los nombres y grafías es un indicio de la falta de informaciones precisas.
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bien definido el así llamado episcopado monárquico. De todas formas, resulta interesante lo que dice de ellos Ireneo de Lyon: el primer Lino “recibió” su función de parte de los apóstoles; de Anacleto afirma que “sucedió” a Lino y de Clemente que “obtuvo el episcopado”. Los tres eran discípulos directos de los apóstoles. Este es un dato que se pone de relieve para mostrar la seguridad de la tradición que ellos representaban trasmitiendo el mensaje evangélico. En el curso del siglo II, cuando también en la iglesia de Roma se fue desarrollando el episcopado monárquico, que ya se había formado en otras comunidades, la sucesión de los obispos de Roma debió realizarse conforme a procedimientos que eran iguales a los que se adoptaban para todos los restantes obispos, procedimientos que están descritos, como hemos visto, en la Tradición apostólica. Según eso, en el principio, también en Roma, el obispo «era elegido por todo el pueblo”. Esto significa que lo elegían todos los cristianos de la comunidad. No se sabe cómo se desarrollaba en concreto la forma en que el pueblo cristiano indicaba su preferencia o escogía a un candidato, de manera que, a falta de otras fuentes, todo intento de ofrecer una descripción más precisa de ello no podrá ser más que una mera hipótesis. Lo cierto es que, una vez recogido el consenso ¿unánime? de la comunidad, aquel que había sido elegido debía ser consagrado obispo a través de la «imposición de manos» de otros obispos y, más en concreto, de los obispos de las iglesias vecinas que debían estar de acuerdo entre ellos. En esta fase “sacramental”, el conjunto de la comunidad estaba llamada a participar en la ceremonia solamente a través de la asistencia y la oración. Durante mucho tiempo, aquello que hoy llamaríamos el procedimiento para la elección del papa permaneció configurado de esa forma, sin ninguna diferencia respecto a la consagración de los obispos de otras diócesis. Sin embargo, aquello que continuó precisándose y tomando forma de un modo progresivo fue la posición de la iglesia de Roma y, por tanto, de sus obispos, en relación con las otras comunidades cristianas. Aquella situación especial, que hemos visto emerger ya en el testimonio de los padres apostólicos como «preeminencia en la caridad», fue reforzándose poco a poco, encontrando un campo de expresión particular en el terreno de los conflictos doctrinales, a través de los cuales el cristianismo iba madurando y definiendo sus propias características. Las discusiones sobre la fecha de la Pascua, que en Roma se celebraba
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siempre en domingo, mientras que en las comunidades orientales se celebraba –conforme al uso judío– el día 14 del mes de Nisán o, más tarde, las controversias sobre la eventualidad de un segundo bautismo para quien hubiera recibido el primero en una comunidad que se juzgaba no ortodoxa, se resolvieron, quizá después de largas controversias, de la forma propuesta por la iglesia de Roma. La autoridad que ejercía la iglesia de Roma se fundaba sobre su propia tradición apostólica, que venía a presentarse como más segura y cierta que otras tradiciones que surgían en un lado o en otro, en las diversas iglesias, y que a veces se presentaban como tradiciones que habían brotado de la predicación de algún apóstol. Resulta conocida, por ejemplo, la historia de Policarpo de Esmirna, uno de los obispos más prestigiosos de la época, que fue incluso discípulo de Juan. Este Policarpo llegó a Roma durante el pontificado de Aniceto (157?–168?), enviado por su misma comunidad, para regular la cuestión de la observancia pascual. Aunque por el momento el episodio concluyó con el consentimiento de Aniceto para celebrar la Pascua conforme al uso oriental, resulta significativo el hecho de que haya sido Policarpo el que vino a Roma y no Aniceto el que fue a Esmirna. Pues bien, algunos decenios más tarde, el papa Víctor (186?–197) resolvió la cuestión quizá de manera demasiado enérgica, como le reprochó Ireneo de Lyon, imponiendo el uso romano para la celebración de la Pascua, amenazando con excluir de la comunión, no sólo con Roma, sino también con todas las restantes iglesias, a aquellas comunidades que no hubiesen adecuado sus tradiciones locales. No se olvide que Roma era también la capital del Imperio, lugar de atracción para cualquiera que buscase una situación favorable para la propagación de las propias ideas. Fue también allí donde tuvieron lugar diversas tentativas de implantar movimientos filosófico-religiosos como los de tipo gnóstico de Valentín que fue el concurrente de Pío I, en el momento de la elección de este último como obispo de Roma, y de su contemporáneo Marción, que fundó su propia “iglesia”, destinada a durar por algunos siglos, como antagonista de aquella que ya existía. Fue precisamente a partir y como consecuencia de este debate en materias teológicas, en los momentos de crisis más aguda en relación con las diversas formas de gnosticismo, que llegaron a amenazar la misma supervivencia de la Iglesia apostólica, cuando la comunidad romana se consolidó dando vida a una realidad eclesial en la que se fue definiendo progresivamente la función del obispo, en su dimensión monár-
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quica. Este proceso no se limitaba a consolidar mejor la institución en un sentido jerárquico, sino que el mandatario más alto de la iglesia de Roma vino a convertirse en el representante y, sobre todo, en el guardián de la tradición apostólica que precisamente allí se encontraba confirmada por la serie ininterrumpida de sus obispos. En los casos de disputa doctrinal, en los momentos de enfrentamiento, ya no se apeló de un modo general a lo que pensaba o decía la comunidad romana, sino a aquello que había hecho o dicho su obispo, a quien se le reconoció el ejercicio de una autoridad especial, incluso en relación con las otras iglesias, hacia las cuales debía mostrar una solicitud especial, de orden material, pero sobre todo espiritual y doctrinal. La elección del obispo de Roma, que, como hemos visto, se realizaba con modalidades electivas que implicaban a toda la comunidad, lo mismo que sucedía en las otras iglesias, no parece haber dado origen a tensiones especiales hasta el comienzo del siglo III. Fue entonces cuando tuvo lugar la primera amenaza seria de separación interna en la comunión, en el momento en que la elección del obispo Calixto (218-222) no fue aceptada por Hipólito, el personaje a quien la tradición quería ver representado en la estatua que hoy se encuentra en el ingreso de la Biblioteca Vaticana, como hemos indicado al comienzo de esta historia. Los protagonistas representaban dos corrientes diversas de la iglesia de Roma. Hipólito se había convertido en breve tiempo en un presbítero lleno de autoridad y era quizá el hombre de cultura más refinada de la comunidad cristiana de Roma en aquel tiempo. Escribía en griego, de temas diversos y con amplitud. En el campo teológico, sostenía la doctrina discutida del Logos (sin descender a detalles, diré sólo que esa doctrina constituía sólo una de las varias aproximaciones posibles al tema de la persona de Cristo, una tema que seguirá estando a lo largo de los siglos en el centro del debate entre los teólogos). En el campo disciplinar pertenecía al grupo más intransigente y rigorista de aquellos que juzgaban que la iglesia debía convertirse en la «comunidad de los santos». Calixto era en cambio un esclavo liberado, que se había convertido en colaborador del papa Ceferino (198?–217?) y en el hábil administrador de un cementerio sobre la vía Apia, cementerio que hoy conserva su nombre, después de haber llevado una vida azarosa cuyos particulares, entre ellos la mala administración de unos negocios, la participación en enfrentamientos, su condena y liberación, nos han sido transmitidos a través de los escritos de sus adversarios, de manera que
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podemos sospechar que han sido objeto de exageraciones y amaños. Su posición teológica era menos innovadora que la de Hipólito y en el aspecto disciplinar sostenía, con escándalo de los rigoristas, que debía ofrecerse una posibilidad de reconciliación a aquellos que hubiesen caído en pecado después de haber recibido el bautismo, pues la Iglesia era una casa en la que cabían tanto los santos como los pecadores. Cuando Calixto fue elegido obispo de Roma, Hipólito se negó a aceptar aquella decisión de la comunidad y así, poniéndose a la cabeza de un grupo minoritario, se convirtió, según la tradición, en el primer antipapa, es decir, papa ilegítimo, que recuerda la historia. Esta es, al menos, la reconstrucción más probable de los hechos, aunque la discusión entre los estudiosos sigue todavía abierta, tanto sobre la figura de Hipólito como sobre el hecho de que haya existido una “elección” suya como antipapa. Lo cierto es, por lo menos, que Hipólito se opuso sistemáticamente a la postura de Calixto, acusándole de errores doctrinales, en realidad inexistentes, y de un comportamiento laxista en el campo de la disciplina. Hipólito acusaba a Calixto de readmitir en la comunidad a los convertidos de sectas cismáticas, sin una adecuada penitencia, le acusaba de aceptar el matrimonio entre mujeres de una clase elevada y hombres de condición más humilde, cosa que estaba prohibida por la ley romana, y de ordenar presbíteros a hombres que se habían casado más de una vez; le acusaba, en fin, de ofrecer el perdón de un modo indiscriminado. La contraposición no era sólo personal. En Roma se formaron dos comunidades cristianas rivales, una oficial, guiada por Calixto, y otra disidente, que se apoyaba en Hipólito. Eran expresiones de dos modos radicalmente distintos de entender la Iglesia y el contraste que ellas reflejaban entre posiciones radicales y moderadas, entre el deseo de crear una comunidad perfecta de puros, que no se dejaban manchar por el mundo, y el deseo de adaptarse a las condiciones concretas impuestas por la misma expansión del cristianismo, volverá a aflorar más de una vez en los decenios siguientes. No se trataba de una cuestión puramente personal, como vino a mostrarse, por otro lado con claridad, cuando una vez muerto Calixto, la división continuó y la comunidad disidente se negó a reconocer a los obispos siguientes: Urbano (222-230) y Ponciano (230-235). Mientras tanto, las cosas fueron cambiando también en el campo político. La época de los emperadores de la familia de los Severos, durante la cual la organización del Estado había mostrado graves señales de crisis institucional, económica y social, pero que había ofrecido largos años de
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tolerancia y paz religiosa, terminó bruscamente con la muerte violenta de Alejandro Severo, a quien mataron en Germania en el curso de una rebelión militar, en la primavera del 235. Con el nuevo emperador, Maximino el Tracio, cambió bruscamente la política romana y, como había pasado otras veces, esto supuso sobre el plano religioso una ofensiva anticristiana. En la capital del Imperio quedaron arrestados los dos jefes de las comunidades, Ponciano e Hipólito, y ambos fueron condenados ad metalla, es decir, a trabajos forzados en las minas de Cerdeña. La pena de deportación duraba normalmente toda la vida. Movido probablemente por esta perspectiva, en el momento de su alejamiento de Roma, Ponciano renunció de manera formal a su cargo e invitó a la comunidad a elegir un sucesor en su lugar. Esta fue la primera abdicación papal y sucedió en lunes 28 de septiembre del 235, fecha que ofrece también el primer dato biográfico de la historia del papado que puede registrarse con precisión y no partiendo de deducciones17. Afectados por las crueles condiciones de la vida en prisión, Ponciano e Hipólito murieron a breve distancia uno del otro. Tuvieron, sin embargo, tiempo para reconciliarse, no se sabe si en la cárcel de Roma o si en Cerdeña, y el disidente Hipólito renunció a su pretensión de ser obispo de Roma, pidiendo a sus seguidores que pusieran fin a su separación de la comunidad, cosa que sucedió con la elección, ya sin divisiones, de Antero, que sólo fue obispo durante algunos meses, en el invierno del 235-236. El tema de la deportación de los dos exponentes principales de la comunidad cristiana de Roma exige que tratemos un tema que, aunque no está directamente ligado a la historia de la elección de los papas, constituye una clave de lectura para comprender mejor el desarrollo de la Iglesia en los primeros siglos. Se trata de la cuestión de las persecuciones y, más en general, de las relaciones de la Iglesia con el poder civil y, en particular, con el poder imperial. Dejando a un lado la imagen apologética tradicional, según la cual el paganismo habría perseguido de manera sistemática a unos cristianos concebidos permanentemente como mártires, la historiografía de los últimos decenios ha desarrollado un análisis más preciso, con posturas menos sistemáticas, mostrando que hubo condiciones muy diferencia17. La fuente de ese dato es el Catálogo liberiano. Otros datos aparentemente seguros de la historia primitiva del papado son en realidad sólo fruto de deducciones, aunque puedan ser fiables.
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das, según los tiempos y lugares. Sin duda, las situaciones en la que se desarrolló la primera organización de la Iglesia cristiana fueron radicalmente dramáticas, en un contexto en el que la conflictividad latente podía convertirse en una oposición abierta; pero el cuadro de conjunto se puede describir, sin embargo, como una alternancia de momentos de persecución violenta y momentos de tolerancia relativa. Básicamente, el origen de la dificultad se encontraba dentro del mismo cristianismo, que debería esperar todavía mucho tiempo para ofrecer soluciones nuevas a aquella antinomia estructural entre «ciudadanía terrena» y «ciudadanía celestial», antinomia que estuvo en el centro del debate de las primitivas generaciones cristianas. En general, desde una perspectiva religiosa, las posturas del mundo pagano resultaban menos radicales, pues ese mundo se hallaba habituado a la presencia simultánea, más o menos sincretista, de diversas creencias, de numerosísimas divinidades, de tradiciones muy variadas, ninguna de las cuales podía ostentar la pretensión de exclusividad. Desde la perspectiva del poder imperial, lo que importaba era que todos los habitantes del Imperio reconocieran su pertenencia leal a ese Imperio, se encontraran políticamente integrados en él y respetasen de hecho sus leyes. Esa unidad del imperio no iba en contra de la multiplicación de sus cultos. Pero el cristianismo exigía que sus creyentes tuvieran una fe que impedía, por ejemplo, que se considerara al emperador como una divinidad y que no podía admitir el culto idolátrico, que se hallaba a menudo vinculado de forma inseparable al ejercicio de las funciones públicas. Cada vez que el poder civil exigía que los ciudadanos, y por tanto también los cristianos, manifestaran de una forma explícita su propia adhesión a los ideales del Estado, incluso a través de formas cultuales (de culto), esto podía suscitar fácilmente reacciones de rechazo en aquellos que tenían el convencimiento de que esos gestos de culto implicaban una grave infidelidad contra el mensaje del evangelio. Cuando las condiciones que hacían posible la coexistencia de los cristianos con el orden vigente se deterioraban ellas podían convertirse en ocasión de martirio, y la misma fe cristiana ofreció a muchos la fuerza de afrontar el martirio, sacrificándolo todo, incluso la propia vida. Esto sucedió repetidamente y de un modo especial cuando era más urgente la necesidad que tenía el poder civil de manifestar de forma pública su propia autoridad, comenzando por la persecución de Nerón, en la que en la que fueron ajusticiados Pedro y Pablo. Tras él, todavía Domiciano, en el siglo I, y después Trajano, Marco Aurelio y
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Septimio Severo en el siglo II, trazaron unos caminos políticos que condujeron a momentos de opresión para los cristianos. Los motivos que estaban al origen de cada una de las persecuciones hay que buscarlos cada vez en la situación política concreta del momento y en la actitud de los diversos emperadores. En algunas circunstancias, los cristianos suscitaron las iras de la opinión pública, apareciendo como causantes de dificultades que en realidad tenían sus raíces en otros lugares. Pero en la mayoría de los casos la sospecha o incluso la hostilidad en relación con los cristianos nacía del hecho de que la nueva religión venía a considerarse como un elemento peligroso de desestabilización. Algunas opciones de vida de los cristianos, que no compartían muchos de los comportamientos diarios de los demás y que a menudo rechazaban por cuestión de conciencia las responsabilidades cívicas o las obligaciones militares, podrían interpretarse como “extrañezas”. El mensaje del amor fraterno o de la igualdad entre todos los hombres, libres o esclavos, ricos o pobres, tenía carácter destructor y estaba destinado a modificar incluso las relaciones sociales. La misma idea de persona, entendida como centro de derechos morales, cargada con la dignidad que deriva de la paternidad de Dios y de la fraternidad fundada en Jesús, amenazaba con romper los fundamentos de la misma estructura de la sociedad del imperio romano. En un plano cultural, algunos escritores paganos más agudos, como Luciano de Samosata o Celso y más tarde Porfirio, reaccionaron contra el cristianismo, intentando defender las religiones tradicionales del Imperio Romano, poniendo de relieve la función que esas religiones habían tenido y que todavía tenían en la conservación de la grandeza del Estado. En el campo cristiano se difundió el género de la literatura apologética, que pretendía exponer de forma racional y científica las argumentaciones de la nueva religión de Jesús, presentando a veces su “superioridad” sobre el plano filosófico, “demostrando” en otros casos las verdades específicas del mensaje cristiano, como la unidad de Dios, y poniendo también de relieve en otras ocasiones aquellos principios o razones que habrían podido suscitar una convivencia pacífica entre el cristianismo y el Imperio. Sobre un plano político y social, se había dado un nuevo momento de aguda actividad anticristiana en los primeros decenios del siglo III, con la persecución ya recordada de Maximino el Tracio, que había llevado a la muerte del papa Ponciano en Cerdeña. Sucedió a ese papa Fabián (236-250), sobre cuya elección se nos ha transmitido el relato de
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un acontecimiento prodigioso. Mientras la comunidad se hallaba unida para elegir a su nuevo obispo, una paloma se posó encima de Fabián, un hombre en quien nadie había pensado; y este hecho fue considerado como una indicación divina18. Tras la muerte del emperador Maximino, la política de tolerancia religiosa de sus sucesores, Gordiano III y Felipe el Árabe permitió que Fabián articulara mejor la estructura de la iglesia romana. Debemos considerar también como indicación de la estabilidad y autoconciencia alcanzada por la comunidad cristiana de Roma el hecho de que entonces comenzaran a registrarse exactamente y a conservarse en archivo las fechas de la elección y de la muerte de los obispos de Roma. Al papa Fabián se le atribuye también la división de la ciudad en siete zonas (zonas que, sin embargo, no fueron trazadas sobre las catorce regiones administrativas de Augusto), cada una de ellas con un diácono responsable, ayudado por varios colaboradores. En aquellos años el obispo de Roma llegó incluso a gozar quizá de un cierto crédito en la corte imperial, como lo indica el hecho de que logró trasladar a la ciudad, para sepultarlos en dos cementerios distintos, los cuerpos de Ponciano e Hipólito, cosa que habitualmente no se concedía a los cadáveres de los deportados. Su actividad fue interrumpida bruscamente el año 250, cuando el nuevo emperador Decio apoyó una oleada tradicionalista radical, que condujo a una nueva persecución anticristiana, de la que el mismo Fabián fue una de las primeras víctimas. A lo largo de un año no se eligió ningún sucesor y durante ese tiempo la comunidad, muchos de cuyos miembros se encontraban en la cárcel, fue gobernada colegialmente por un grupo de personas, entre las que destacaba la figura de Novaciano, un buen literato, que fue el primer teólogo que escribió en Roma en lengua latina19. Al atenuarse las tensiones, la iglesia de Roma eligió finalmente a su propio obispo, escogiendo al 18. La narración aparece en EUSEBIO, Historia Eclesiástica, en o.c., VI, 29, 2-4. 19. Aquellos que escribían teología en Roma a lo largo del siglo II y a principios del siglo III (como Clemente, Hermas, Justino, Cayo e Hipólito) se expresaban en griego y esta era también la lengua “oficial” de la iglesia de Roma, tanto en la predicación como en la liturgia. Sin embargo, a mediados del siglo II, la mayoría de los fieles hablaba latín; a finales de ese siglo las cartas de los papas comenzaron también a redactarse en latín; por fin, a mediados del siglo III, precisamente con Novaciano, que fue el autor de un De Trinitate en prosa rítmica, también en Roma empezó a escribirse la teología en lengua latina. Los comienzos de la teología en latín han de buscarse en África, donde actuaban Tertuliano, Minucio Félix y Cipriano.
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presbítero Cornelio (251-253) y no a Novaciano, que aspiraba al cargo. Desilusionado y convencido de que se trataba de una elección equivocada, éste se hizo consagrar por tres obispos de Italia meridional, convirtiéndose así en el segundo antipapa. De esa forma se reprodujo una situación de división semejante a la que había existido tres decenios atrás, cuando Hipólito se había opuesto a la mayoría de la comunidad. También en este caso, la división profunda fue la que se dio entre una corriente más rigorista, guiada por Novaciano que defendía, entre otras cosas, la doctrina ya recordada del Logos, y otra que era más indulgente en relación con los así llamados lapsi (caídos). Estos eran aquellos numerosos cristianos que durante la persecución de Decio, que había ofrecido la posibilidad de salvar la vida a quienes ofrecieran un sacrificio a los dioses tradicionales20, habían abjurado de la propia fe y deseaban ahora ser aceptados de nuevo en la comunidad. La controversia quedó superada cuando Cornelio, valiéndose también del apoyo de hombres autorizados como Cipriano de Cartago y Dionisio de Alejandría, en las sesiones de un sínodo en el que participaron cerca de sesenta obispos, logró que se aprobara su política a favor de la readmisión de los lapsi en la Iglesia, después que hicieran una oportuna penitencia. El pontificado de Cornelio concluyó con su muerte, acaecida durante una nueva y breve persecución suscitada por el emperador Cayo, que se extendió también a los comienzos de la actividad de Lucio (253254), sucesor de Cornelio. Tras él fue elegido obispo Esteban (254-257), que pertenecía a la antigua gens Iulia (casa o familia de los Julios). Esteban tiene una importancia particular para nuestra historia porque, en varias circunstancias, tomó decisiones que manifestaron indudablemente su convencimiento del lugar especial que el obispo de Roma ocupaba en la Iglesia. 20. Sobre el sacrificio realizado se redactaba un documento adjunto, llamado el libellus (libelo, librito), y hubo personas que lograron conseguir documentos falsos (como si hubieran realizado el sacrificio sin hacerlo). Estos últimos se conocían como los libellatici y su culpa se consideraba menos grave que la culpa de los thurificati, que habían quemado algunos granos de incienso ante el altar pagano, o que la culpa de los sacrificati, que habían ofrecido de hecho un sacrificio ante la imagen de los dioses. De ellos habla repetidamente CIPRIANO en el De lapsis, que ha sido editado en De lapsis and De ecclesiae catholicae unitate (edición de M. Bévenot, Oxford early Christian Texts, Oxford 1971 (trad. italiana: E. Gallicet [ed.], CIPRIANO. La chiesa, Letture cristiane del primo millennio 161, Milano 1997) y en la Epistula 55, 2, editada por G.F. Diercks, Epistolarium, Corpus Christianorum Series Latina 3B-D, Turnholti 1994-1999 (trad. italiana de N. Marinangeli [ed.], CIPRIANO. Le Lettere, Alba 1979).
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Un primer episodio tuvo lugar cuando dos obispos hispanos que, a causa de su comportamiento durante la persecución de Decio, habían sido depuestos por un sínodo de obispos de su región, se dirigieron a él. Esteban decidió reintegrarlos en el cargo. Importa poco el hecho de que, según Cipriano –a quien se debe el relato de los acontecimientos21– el papa hubiera sido engañado por la falsa información de los interesados. Quedan firmes dos datos significativos: en primer lugar, que los obispos depuestos se dirigieran a Roma, señal de que consideraban que esa sede era la apropiada a la que podían apelar contra la decisión del sínodo hispano; en segundo lugar, el hecho de que Esteban haya decidido considerar el caso y tomar una decisión pertinente. Un segundo acontecimiento resulta aún más sintomático. El mismo Cipriano de Cartago escribió al papa22, para pedirle que depusiera al obispo Marciano de Arlés, que seguía a Novaciano en la intransigencia hacia los lapsi, y que diera un nuevo jefe para aquella iglesia. Cipriano pedía además que le informaran de lo sucedido, para saber con quién debía considerarse en comunión. No sólo no se ponía en duda la competencia exclusiva de Roma en las cuestiones de una diócesis de la Galia y su posibilidad de decidir a quién se podía admitir o no en la comunión de la Iglesia, sino que esa competencia se daba por descontada. Hubo, en fin, una tercera cuestión, más importante en el aspecto teológico: era aquella que se refería a la validez o no validez del bautismo impartido por herejes. Existían de hecho cristianos que sostenían que era necesario bautizar una segunda vez a aquellos que, habiéndose hecho cristianos y bautizado en una comunidad “herética”, es decir, en una comunidad que se suponía que estaba fuera de la comunión de las iglesias, quisieran reconciliarse. Otros, en cambio, seguían la opinión de que el bautismo administrado en el nombre de Cristo era válido siempre, aún en el caso de que aquel que lo administrara fuera un hereje. La tradición romana, lo mismo que la de otras comunidades, en Alejandría y en Palestina, suponía que el bautismo era válido en todos los casos; según eso, los herejes arrepentidos venían a ser admitidos en la iglesia sin un nuevo bautismo, sino sólo con una ceremonia de imposición de manos, como signo de perdón. Por el contrario, en África, lo mismo que en Asia Menor y en Siria, la práctica corriente era la de proceder a un nuevo bautismo. Cipriano de Cartago sostenía esta tesis y para afian21. Cf. C IPRIANO, Epistula 67, lugar citado. 22. Cf. C IPRIANO, Epistula 68, lugar citado.
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zarla convocó un sínodo en el 255 y otro en el año siguiente. Cuando quiso presentar en Roma la conclusión de los trabajos, el papa Esteban se negó a ratificarla y siguió manteniendo su práctica, que ya había expresado de manera muy decidida escribiendo a las iglesias de Asia Menor y diciendo que, si esas iglesias seguían manteniendo la práctica de rebautizar a los herejes, la iglesia de Roma no podría mantener la comunión con ellas. Dionisio, obispo de Antioquía, aunque estaba de acuerdo con la tradición romana, invitó a Esteban a ser menos duro. Pero la rigidez de las respectivas posturas hacía que se corriera el riesgo de llegar a una ruptura. Pero no se llegó a ella, quizá también por la muerte del papa Esteban el 257 y por la ejecución de Cipriano, el año siguiente, durante una nueva oleada persecutoria, bajo el emperador Valeriano. Más tarde, la cuestión teológica vendría a ser resuelta en la línea de Roma, reconociendo la validez del bautismo, aunque fuera administrado por herejes. Los tres años del breve pontificado de Esteban significaron, por tanto, como el lector ha podido bien observar, un momento importante para el reconocimiento del lugar especial que el obispo de Roma había ya adquirido. Para las iglesias de Hispania, Galia y África occidental el obispo de Roma representaba la instancia a la que se podía apelar en caso de controversia: y para todas las otras iglesias, Roma representaba al menos una sede con la que resultaba necesario mantenerse en comunión. Por otra parte, el hecho de que su obispo tuviera la plena conciencia de esta función particular lo atestigua también una carta de Firmiliano de Cesarea, conservada en la correspondencia de Cipriano; según esa carta de Firmiliano, Esteban pretendía «tener la sucesión de Pedro, sobre el cual se habían puesto los fundamentos de la Iglesia»23. La expresión, que apela literalmente a las palabras del evangelio Mt 16, 18, supone que Esteban ha debido referirse de manera explícita a ese pasaje que, en los siglos siguientes vendrá a considerarse cada vez con más fuerza como texto decisivo para el primado del papa. Según eso, por medio de Esteban, se habría enriquecido el reconocimiento del lugar especial de la iglesia de Roma y de su obispo, trascendiendo con mucho su carácter por así decir honorífico y alcanzando una autoridad más vinculante y más solidamente fundada. 23. C IPRIANO, Epistula 75, 17, en o.c., afirma.: ·«... et se successionem Petri tenere contendit, super quem fundamenta ecclesiae collocata sunt».
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La postura de Esteban sobre el bautismo de los herejes fue mantenida también por su sucesor, el griego Sixto II (257-258), que fue ajusticiado en el curso de las persecuciones del emperador Valeriano. Este emperador abandonó la política de Decio, que quería golpear a la Iglesia con una opresión generalizada, pues ella había dado escasos resultados, ya que muchos apóstatas habían retornado después a la comunidad. Por eso –quizá también por motivos económicos– buscó más bien la forma de quebrantar la organización de la iglesia. Por medio del edicto del 257 amenazó con el exilio y en algunos casos con la condena a muerte a los jefes de la comunidad y dictó la prohibición del culto y la confiscación de iglesias y cementerios; el año siguiente, con un nuevo edicto, ampliaba la pena a muerte a los obispos, presbíteros y diáconos y preveía también la confiscación de los bienes personales de los cristianos de alta condición. Esos signos indican que la comunidad, que según la indicación de Eusebio de Cesarea contaba en Roma entre treinta y cincuenta mil fieles24, tenía cuantiosas propiedades e incluía personas que pertenecían a los diversos estratos de la sociedad, de manera que no se circunscribía a los estratos más pobres. Galieno, hijo de Valeriano, restituyó a la Iglesia los bienes confiscados, inaugurando un período de paz para la Iglesia, que duró casi cincuenta años. Esto supuso, en Roma igual que en otras partes, la posibilidad de una mayor difusión del cristianismo y de un reforzamiento de las estructuras comunitarias, tanto en la práctica litúrgica como en la asistencial. Fueron numerosas las ampliaciones de los cementerios, que resultaban particularmente importantes, pues estaban relacionados cada vez de una forma más acentuada con el culto de los mártires que allí estaban enterrados. No son muchas las informaciones relacionadas con los papas de ese momento, y no sabemos nada especial sobre su nombramiento, cosa que nos hace suponer que se venía realizando del modo habitual, con la elección por parte de toda la comunidad cristiana y con la consagración por parte de los obispos del entorno. Hay sin embargo dos noticias que resultan particularmente interesantes para expresar el prestigio 24. E USEBIO, Historia eclesiástica, VI, 43, 11, afirma que en Roma existía un obispo, 46 presbíteros, 7 diáconos, 7 subdiáconos, 42 acólitos, 52 exorcistas, lectores y ostiarios y más de 1500 viudas y pobres. A partir de estos datos, con la ayuda de proyecciones estadísticas, se han venido a deducir las dimensiones de la comunidad cristiana de Roma.
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que gozaba el obispo de Roma. La primera se relaciona con la intervención oficial del papa Dionisio (259-268) en una controversia teológica que había surgido en la iglesia de Alejandría, cuyo obispo, también llamado Dionisio, había hecho unas afirmaciones sobre la persona de Cristo que no eran compartidas por algunos de sus fieles, que habían presentado el problema en Roma. La segunda se refiere a una causa juzgada en Antioquía por el emperador Aureliano: se trataba de la propiedad de los lugares de culto, disputados entre el depuesto Pablo de Samosata y el nuevo obispo que había sido designado. Conforme al relato de Eusebio de Cesarea, situado ante el enfrentamiento de las dos facciones en que se había dividido la comunidad de Antioquía, el emperador decidió a favor de «aquellos que estaban en comunión epistolar con los obispos de Roma y de Italia»25. Las relaciones pacíficas que se habían instaurado entre la Iglesia y el Imperio sufrieron un brusco cambio el año 304, cuando Diocleciano comenzó una persecución que fue más dura y larga que todas las anteriores. Entre las primeras víctimas se encontraba también el papa Marcelino (296-304), a quien se acusó, de manera póstuma, de hallarse entre los traditores, es decir, entre aquellos que habían entregado (tradito) los libros sagrados, declarando que había renunciado a la propia fe. Después de su pontificado, que no se sabe cómo acabó (por deposición, dimisión o muerte), vino un período en que las condiciones de opresión fueron tan grandes que impidieron la elección de un nuevo obispo. Sólo algunos años más tarde, entre el 306 y el 310, fue posible elegir a Marcelo y a Eusebio, que debieron enfrentarse con problemas disciplinares, relacionados con los lapsi, como ya había sucedido después de la persecución de Decio. Tras otro período de “sede vacante” de la iglesia de Roma, fue elegido el africano Milcíades o Melquíades (311-314) y durante su pontificado sucedió un hecho de importancia capital para la historia del cristianismo. El año 313, Constantino, que tras la victoria sobre su rival Majencio, obtenida el año anterior, imperaba ya sobre la parte occidental del Imperio, promulgó en Milán un edicto en el que se admitía la posibilidad de profesar públicamente la religión cristiana que, igual que otras muchas, venía a ser considerada como religión lícita. Ya en ocasiones anteriores se habían promulgado procedimientos de tipo más o menos semejante, el último de los cuales había sido el así llamado “edicto de 25. Eusebio, Historia eclesiástica, VII, 30, 19, o.c.
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tolerancia” de Galerio, el año 311. Pero la novedad determinante consistió en el hecho de que Constantino, que de allí a pocos años se convertiría en emperador único y verdadero señor del estado romano, inauguró una nueva fase en las relaciones con la iglesia. Constantino era consciente de que la Iglesia, en continua expansión, representaba ya una de las mayores expresiones religiosas de los ciudadanos del Imperio y que era con mucho la mejor organizada; por eso estaba interesado no sólo en consentir su actividad, a fin de obtener su sostén, sino, sobre todo, en controlarla de la manera más directa posible. Abandonando las políticas de persecución de algunos de sus predecesores, que se habían mostrado sustancialmente poco eficaces, instauró relaciones de colaboración. Aquí se fundan los favores concedidos a los cristianos y a las jerarquías eclesiásticas, las muchas donaciones, entre ellas el palacio de la emperatriz Fausta, sobre la colina del Celio –Letrán–, que desde entonces se convertirá en la residencia de los obispos de Roma, lo mismo que las numerosas facilidades que el emperador concedió a los cristianos para la construcción de los lugares de culto, e igualmente las fuertes exenciones fiscales. Esta nueva situación, conforme a la cual la Iglesia cristiana se integraba en la vida del Imperio, hizo que los cristianos se insertaran en la tradición romana conforme a la cual el emperador, que era jefe del poder político, actuaba también como “sumo pontífice”, esto es, como cabeza de la organización religiosa. Este fue, por tanto, un proceso casi natural, proceso en que el emperador, que de hecho podía ya determinar la vida de la Iglesia, vino a convertirse también de derecho en su cabeza. Así por ejemplo se empezó a apelar al emperador en contra de las decisiones tomadas por los sínodos locales. Desde hacía tiempo había aparecido la exigencia de que existiera una instancia de apelación, por encima de los obispos particulares o reunidos en sínodo; y, como el lector bien sabe, la respuesta había llegado a través del hecho de que el obispo de Roma fuera asumiendo de manera progresiva esa función; de ese modo se había ido configurando cada vez más el primado del obispo de Roma, no sólo como distinción honorífica sino también como primacía de tipo teológico y disciplinar. Este proceso pareció interrumpirse ahora que se le atribuía al emperador, que por otra parte tenía el poder de hacer respetar sus propias decisiones, la función de juez sobre las diversas partes. Muy pronto se vio la forma en que Constantino, solicitado a menudo por los mismos obispos, entendía su relación con la Iglesia. En Áfri-
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ca se habían creado, por obra del obispo Donato y de sus seguidores, varias comunidades separadas, nacidas como en otras situaciones anteriores, de las que ya hemos hablado, de las disensiones constantes sobre el tipo de comportamiento disciplinar que se debía seguir en relación con los lapsi, es decir, con aquellos que después de las persecuciones recientes pedían que se les admitiera de nuevo en la comunidad. Los cismáticos donatistas, que mientras tanto habían ocupado algunas sedes episcopales, para hacer valer sus propias opiniones, se dirigieron al emperador y no al obispo de Roma, como había pasado siempre. Para dirimir la controversia, Constantino creó una comisión y nombró como presidente de ella, al papa Milcíades. Este convocó un sínodo en el palacio de Letrán donde, en octubre del 313, algunos obispos de Italia y de Galia se mostraron contrarios a los donatistas, los cuales no aceptaron el veredicto y recurrieron de nuevo al emperador. Esta vez fue el mismo emperador el que convocó otro sínodo, que tuvo lugar en Arlés, el año siguiente. Esta era una afirmación inequívoca de que Constantino no juzgaba vinculantes las decisiones sinodales anteriores, por más que estuvieran avaladas por el obispo de Roma, como aparece de manera aún más clara por el hecho de que Silvestre (314-335), sucesor de Milcíades, no fue ni siquiera invitado a la reunión. En ese contexto, importa poco el hecho de que en Arlés se confirmaran las conclusiones del Sínodo de Letrán, en contra de los donatistas. Y, además, fue después el emperador, y no otras personas, quien impuso el cumplimiento de aquellas decisiones, exigiendo a los cismáticos que abandonaran las sedes ilícitamente ocupadas. De esta manera, de un modo totalmente natural y sin contestación de ningún tipo, se llegó a reconocer el hecho de que el emperador, y sólo él, tenía el derecho de convocar incluso un concilio ecuménico, es decir, un sínodo general de todas las iglesias. Esto es lo que sucedió el 325 en Nicea, como consecuencia de la controversia arriana. Arrio era un presbítero de Alejandría que en torno al año 320 había suscitado de nuevo el debate teológico, nunca del todo apagado, sobre la figura de Jesucristo, retomando la doctrina del Logos que desde hacía más de un siglo era causa de discusiones entre aquellos que intentaban encontrar la forma de conciliar la afirmación de la divinidad absoluta del Hijo de Dios con la afirmación de la unicidad absoluta de Dios. La disputa salió pronto del ámbito de la especulación teológica y se convirtió en áspera polémica y, a menudo, en campo de conflicto abierto entre aquellos que pensaban, con Arrio, que Cristo era una criatura del
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Padre, y que por tanto sólo se le podía considerar como Hijo de Dios en un sentido traslaticio y no real, y aquellos que veían en las afirmaciones de Arrio una negación de la divinidad de Jesús. Como había sucedido en el pasado, también en esta circunstancia surgieron divisiones que repercutieron en la vida cotidiana de la comunidad cristiana, creando incluso problemas de orden público. Por otra parte, de hecho, los debates teológicos se convirtieron a menudo en instrumentos de contraposición ideológica entre los diversos componentes de la sociedad civil, dentro de aquel apretado cruzamiento de instancias sociales, económicas, civiles y religiosas que constituye una de las claves de la historia que estamos narrando. Las discusiones sobre la persona de Cristo y las opiniones consiguientes de los diversos obispos, que a causa de la progresiva integración de la iglesia en la estructura del Estado habían conseguido ya posiciones de prestigio incluso ante la sociedad civil, vinieron a cruzarse con las diferentes opciones políticas. De esa manera, el apoyo o la oposición a la doctrina de Arrio se concretó también en la forma de apoyar con más o menos fuerza a los responsables de la sociedad. De forma consiguiente, la falta de paz religiosa corría el riesgo de transformarse también en falta de paz en el ámbito político. Fue sobre todo por esto, por lo que Constantino exigió que se celebrara una reunión general de los obispos de toda la Iglesia, de Oriente y de Occidente. Se cumplió de esa forma aquello que hoy se considera el primer concilio ecuménico, formalmente convocado y presidido por el mismo emperador en Nicea, Asia Menor. No es este el lugar para describir el desarrollo de las discusiones del concilio. Sólo diré que ellas se concluyeron con la condena de Arrio y con la afirmación de la perfecta divinidad de Cristo a quien se definió como homoousios o “consustancial” con el Padre, es decir, como participante de la misma sustancia de Dios, no creado; las reuniones concluyeron, en fin, con una formulación precisa de la profesión de fe de los cristianos, el así llamado Símbolo niceno26. Conforma a la finalidad de nuestra historia, debemos destacar en primer lugar algunos datos importantes. Ante todo, que el obispo de Roma, el papa Silvestre, no participó en el concilio, sino que se hizo representar por dos enviados especiales; esto inauguró una praxis que después 26. Cf. G. Alberigo, P. P. Joannou, C. Leonardi y P. Trodo (eds.), Conciliorum oecumenicorum decreta, Basileae, Barcinonae, Friburgi, Romae, Vindobonae 19622 (citado de ahora en adelante con el título de Conciliorum oecumenicorum decreta), p. 4.
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seguirían otros papas y que quizá –al menos en las intenciones de Roma– quería ser un modo de no quedar ligados a las decisiones de los obispos, conservando así la garantía de poder discutirlas. En segundo lugar, debemos tener en cuenta que fue el poder imperial el que impuso sobre Arrio la pena del exilio y el que hizo que se cumpliera, empleando para ello a sus propios funcionarios. A pesar de que los padres conciliares hubieran sostenido de hecho la postura defendida también por el Papa y los obispos de Occidente, el verdadero cabeza de la iglesia, capaz incluso de imponer una visión teológica, pareció ser ante todo el emperador, y no ciertamente el lejano y ausente obispo de Roma, ciudad que, mientras tanto, estaba dejando ya de ser la capital y centro político del Imperio. La nueva ciudad que de allí a poco fundaría Constantino con su propio nombre (Constantinopla) y que él mismo definiría como Nea Roma, Nueva Roma, en el discurso de apertura del Concilio de Nicea, constituía la prolongación de la antigua capital y heredaba sus funciones. La nueva ciudad, dotada incluso artificialmente de siete colinas, con una arquitectura que imitaba la de Roma, constituía de algún modo una copia nostálgica de la antigua capital. Llamada siempre polis, lo mismo que Roma había sido la urbs por excelencia, la nueva ciudad se convirtió en la heredera de la antigua capital del Estado y era natural que, en algún sentido, aspirase a sustituirla en la función de guía de la Iglesia, como se vio en los decenios siguientes, cuando el patriarca de Constantinopla quiso tener, en las intenciones y en los decretos imperiales, una posición de preeminencia. Tras el Concilio de Nicea, donde la doctrina del Logos se había difundido de manera más extensa, se desarrolló en Oriente uns fuerte reacción que llevó incluso a la condena, por parte de los poderes imperiales, de algunos exponente antiarrianos. Esta vez las sentencias se pronunciaron sobre la base de motivaciones de orden disciplinar, sin que se pusieran en discusión las conclusiones doctrinales alcanzadas en Nicea y aprobadas ya por el emperador. El poder político se había convertido de hecho también en un elemento importante y crucial en la vida de la Iglesia; de un modo recíproco podemos decir también que la iglesia se había convertido en un factor decisivo e influyente de la autoridad civil. La integración de la Iglesia en el Estado, inaugurada por Constantino, suponía que los jerarcas eclesiásticos, disidentes o no, sólo conseguían hacer valer sus propias razones con el apoyo del emperador; esto significaba, por otra parte, que el poder político podía alcanzar sus propias ventajas apoyando, según las circunstancias, a una u otra parte de la Iglesia.
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Una clara demostración de esto se tuvo cuando, tras la muerte de Constantino, los dos hijos que le sobrevivieron en las luchas por la sucesión, Constante en Occidente y Constancio en Oriente, apoyaron o fueron apoyados por diversas corrientes eclesiásticas, con las que compartieron políticas distintas. Entre las víctimas de la reacción antinicena –de la que el obispo de Roma, en general, el occidente habían permanecido básicamente alejados– debemos recordar también a Atanasio, obispo de Alejandría, exiliado por Constantino, que retornó a su propia sede y que fue de nuevo expulsado por Constancio, refugiándose en Roma. Allí encontró el favor del nuevo papa Julio (337-352), el cual, en el año 341, reunió un sínodo de cerca de cincuenta obispos italianos, que juzgaron inocente a Atanasio con otros exponente antiarrianos. Resulta de gran interés la carta que en aquella ocasión envió Julio a los obispos de oriente. En esa carta recordaba –forzando un poco los datos– que la tradición exigía que las decisiones de mayor importancia fueran sometidas a la aprobación del obispo de Roma, en su calidad de sucesor del apóstol Pedro. Los orientales ignoraron aquella pretensión de Julio, pero los obispos de occidente la apoyaron de un modo unánime, de tal forma que el emperador Constante pensó que era oportuno presionar sobre su hermano, que gobernaba en Oriente, a fin de que se reconsiderara la suerte de los exilados (de los partidarios de Atanasio). Constancio convocó entonces un nuevo concilio ecuménico que se reunió el año 343 en Sérdica o Sárdica, hoy Sofía, en Dacia, con el fin de discutir las cuestiones que parecían haber quedado aún sin solución después de Nicea. El fracaso sustancial de la reunión, que en realidad sancionó la división en vez de resolverla, no impidió que en aquellas circunstancias se tomaran algunas decisiones que, pasado el tiempo, serían invocadas por los obispos de Roma. Pues de hecho se reconoció a los obispos de Roma, «en honor del apóstol Pedro», el derecho de intervenir, como instancia de apelación, incluso en contra de las sentencias sinodales27. Pero se trató de un reconocimiento que vino sólo del episcopado de Occidente, dividido de hecho (y quizá también 27. Para los cánones del Concilio de Sérdica, cf. C. H. Turner (ed.), Ecclesiae occidentalis monumenta iuris antiquissima, I, 2, Oxonii 1939, pp. 442-560. Sobre el canon 3, al que se alude aquí («... ut iterum iudicium renovetur... sanctissimi Petri apostoli memoriam honoremus»), cf. también P.-P. Joannnou (ed.), Les canons des conciles particuliers, Grottaferrata 1962, p. 163.
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de derecho), del episcopado de Oriente, lo mismo que el Estado se había dividido en dos zonas o regiones (de Oriente y Occidente). Pocos años más tarde, el cambio político que siguió al establecimiento de Constancio como único emperador (de Oriente y Occidente) suscitó un comportamiento distinto y llevó al intento de lograr también en el campo eclesiástico aquella reunificación que se había logrado en el campo civil. Como primer acto de este proyecto, el nuevo soberano único intentó que también los obispos de Occidente, y en particular el de Roma, que era su máximo representante eclesiástico, aprobaran la condena que algunos años antes se había pronunciado en Oriente contra Atanasio de Alejandría. El papa Liberio (352-366), elegido hacía poco como sucesor de Julio, quiso oponerse pidiendo la convocación de un concilio. Se celebraron dos, uno en Arlés, el año 353, y otro en Milán, dos años más tarde. El emperador obtuvo en ambos la condena de Atanasio, pero Liberio, como era ya costumbre, no había estado presente en los trabajos, sino que había enviado sólo a sus representantes. Cuando Constancio intentó obligarle a suscribir la condena de Atanasio, el papa lo rechazó y por esto fue inmediatamente arrestado y exilado en Tracia. La sede del obispo de Roma quedó así vacante por la fuerza y el emperador no tuvo escrúpulos en intervenir de un modo directo en la elección del sucesor, como veremos más adelante. Esta fue la primera vez. Pero lo que entonces sucedió no era más que una consecuencia de la nueva vinculación que Constantino había introducido en las relaciones entre el Imperio y la Iglesia y que sus sucesores mantuvieron. Este nuevo comportamiento, que supone una fase verdaderamente nueva y distinta en la historia del cristianismo, tuvo de hecho como resultado inmediato la integración de la iglesia en la estructura del Estado y esto repercutió también de un modo directo en las elecciones de los nuevos obispos de Roma. El papa, un apelativo afectuoso que en el lenguaje familiar griego significa “padre”, apelativo que se atribuyó desde el comienzo del siglo III al obispo de Roma, lo mismo que a otros muchos obispos en Oriente y Occidente y que con el paso del tiempo adquirió un significado cada vez más técnico, hasta reservarse en Occidente de un modo exclusivo al obispo romano, se había convertido ya en alguien con quien se debía contar. Aunque el emperador pensara que los papas eran poco importante, de manera que no exigió su participación en los encuentros en los que se asumían decisiones significativas para la vida de la Iglesia, ese mismo emperador pensó que era necesario y políticamente rentable
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intervenir en las elecciones internas de la comunidad cristiana, a fin de controlar la elección de los papas. Después de siglos en los que el jefe de la comunidad cristiana de Roma había vivido en situación de precariedad y ocultamiento, siendo a menudo objeto de persecución, se abría por tanto un capítulo nuevo en la historia del cristianismo. Recapitulación cronológica del capítulo PAPAS San Pedro apóstol, muerto mártir en Roma, entre el 64 y el 67. San Lino, ¿68–79? San Anacleto o Cleto, ¿80–92? San Clemente, ¿92–99? San Evaristo, ¿99–108? San Alejandro I, ¿108–118? San Sixto I, ¿117–126? San Telesforo, ¿127–137? San Higinio, ¿128–142? San Aniceto, ¿157–168? San Sotero, ¿168–177? San Eleuterio, ¿177–185? San Víctor, ¿188–217? San Ceferino, ¿198–217? San Calixto I, 218-222 San Hipólito, 217–235 San Ponciano, 21.7.230 – 28.9.235 San Antero, 21.11.235 – 3.1.236 San Fabián, 236 – 20.1.250 San Cornelio ¿?.3.251 – ¿?.6.253 Novaciano, 251 – muerto ca. 258 San Lucio, 1.6 ó 7.253 – 5.3.254 San Esteban, 1.12.254 – 2.8.258 San Sixto II, 30.8.257 – 6.8.257 San Dionisio, 22.7.259 – 27.12.268 San Félix I, 5.1.269 – 30.12.283 San Eutiquiano, 4.1.275 – 7.12.283 San Cayo, 17.12.283–22.4.296 San Marcelino, 30.6.296 – 25.10.304 San Marcelo I, 306 (307 ó 308) – 16.3.308 (309 ó 310) San Eusebio, 14.4.208 (309 ó 310) –17.8.308 (309 ó 310)
ACONTECIMIENTOS Y DOCUMENTOS
97 ca.
Carta de Clemente
110 ca.
Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos
157 ca.
Hegesipo en Roma. Policarpo de Esmirna en Roma
180 ca.
Ireneo de Lyon, Contra las Herejías
215 ca.
Hipólito de Roma, La tradición apostólica
255, 256 Sínodos de Cartago
303-324 Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica
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PAPAS San Milcíades o Melquíades, 2.7.311 –10.1.314. San Silvestre I, 31.3.314 – 31.12.335 San Marcos, 18.1.336 – 7.10.336 San Julio I, 6.2.337 – 12.4.352 Liberio, 17.5.352 – 24.9.366
Félix II, 355–22.13.365
ACONTECIMIENTOS Y DOCUMENTOS 313 Edicto de Milán Sínodo de Letrán 314 Sínodo de Arlés 325 Primer Concilio Ecuménico en Nicea 343 Sínodo de Sérdica 353 Sínodo de Arlés 354 Cronógrafo romano 355 Sínodo de Milán
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Comenzamos presentando una primera y tímida tentativa de intromisión del emperador en el tema de la sucesión sobre la cátedra romana y el resultado de ella fue modesto: cuando en el año 355 Constancio intentó deponer al papa Liberio, sustituyéndolo por el archidiácono Félix, la mayor parte de la comunidad cristiana de Roma permaneció fiel al pontífice y la cuestión quedó resuelta por un motín popular que expulsó a Félix de la ciudad. De todas formas, aquella intervención del emperador constituyó el comienzo de un proceso que tendría más tarde desarrollos importantes. Igualmente tímida, pero también cargada de consecuencias, fue una expresión que había utilizado un año antes (el 354) el papa Liberio, en una carta dirigida al obispo Eusebio de Vercelli, en la que definía la sede del obispo de Roma como sedes apostólica. Era la primera vez que esta expresión se utilizaba no de un modo genérico, para todos las iglesias fundadas por los apóstoles, como hasta entonces se hacía, sino para indicar solamente los orígenes que la cátedra romana tenía en Pedro1. Estos dos temas –intervención del poder civil en la elección del obispo de Roma y autoconciencia progresiva del papado– constituirán como las corrientes de un río, como las líneas entre las que se moverá por siglos la historia de las elecciones papales. Estos dos temas seguirán siendo básicos, por lo menos hasta la vigilia del gran movimiento de reforma de la Iglesia que se realizará en el siglo XI. Las relaciones con 1. Cf. M. Maccarrone (ed.), Il primato del vescovo di Roma nel primo millenio: ricerche e testimonianze. Atti del symposium storico-teologico, Roma 9-13 ottobre 1989 (Atti e documenti del Pontificio Comitato di scienze storiche), Città del Vaticano 1991, p. 282.
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el poder civil –al principio el imperial, pero después también el de los reyes y el de los ciudadanos– conocieron a menudo momentos de tensión, a veces de colaboración. Pero esas dos fases, de tensión y de colaboración, que se alternaban como los movimientos de un péndulo, oscilaron siempre en torno al esfuerzo secular por clarificar y definir los mismos confines de aquello que se llamará después el ámbito civil y el ámbito religioso, es decir, el plano material y el espiritual de la convivencia humana, confines que las dos partes sobrepasarán a menudo. Por otra parte, al mismo tiempo, también la autoconciencia del papado, entendido como guía espiritual del pueblo cristiano, pasó a través de dificultades teológicas e históricas muy intensas, que ocasionaron divisiones y heridas a veces muy profundas. A la muerte de Liberio, el 24 de septiembre del 366, dos facciones interiores a la comunidad cristiana de Roma se disputaron la elección del nuevo obispo de la capital. Un grupo minoritario eligió al diácono Ursino, mientras que una asamblea constituida por la mayoría del clero y del pueblo eligió al noble Dámaso (366-384). Siguieron días de combates y tumultos, de tal forma que Dámaso pidió la intervención del prefecto de la ciudad, el cual tomó postura y ofreció su propio apoyo a la parte que parecía vencedora, decretando el exilio para Ursino. Era la primera vez que el obispo de Roma reclamaba la ayuda del poder civil para hacer valor sus derechos en contra de sus adversarios y era también la primera vez que una elección disputada del obispo de Roma suscitaba desórdenes muy graves, incluso con efusión de sangre. Esta era quizá una señal de que ahora el papa se había convertido en un personaje muy importante, en torno al cual podían moverse facciones dispuestas a todo. Dámaso, que había nacido en Roma el 305, de una familia noble de origen hispano, y que fue papa por casi veinte años juega un papel importante en nuestra historia, tanto por los hechos que acompañaron a su discutida elección, como por la importancia que dio a la cuestión del primado del obispo de Roma, que empezó a tener con él una sistematización jurídica, con consecuencias de relieve, incluso para las elecciones papales. Fue un papa discutido. Muchos le acusaron por su comportamiento, que no había sido en modo alguno rectilíneo; en los años que precedieron a su elección había sido diácono del papa legítimo, Liberio, y lo había acompañado en el exilio; pero después había vuelto a Roma, poniéndose al servicio del intruso Félix, para reconciliarse nuevamente muy pronto con Liberio, cuando este volvió. Algunos criticaron su
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incapacidad de mediar entre las varias facciones de la comunidad cristiana de Roma: las primeras semanas después de su consagración, que tuvo lugar el 1 de octubre del 366, estuvieron marcadas por graves desórdenes, con muertos y heridos en las calles y en las iglesias. Las fuentes afirman que en una sólo tarde se recogieron 120 cadáveres en la ciudad, y Ammiano Macellino –un historiador pagano muy crítico en relación con la jerarquía cristiana– cuenta que hubo 137 muertos en la Basílica Liberiana, ocupada por los partidarios de Ursino y asaltada por los partidarios de Dámaso el 26 de octubre2. Otros, en fin, han puesto de relieve su incapacidad de comprender los esfuerzos de distensión que se estaban realizando en Oriente. Por ejemplo, con ocasión de un cisma en la iglesia de Antioquía, sin conocer bien la situación, Dámaso se puso de parte de Paulino, obispo de una minoría, dejando desconcertado a Basilio, que estaba mejor informado y que, sosteniendo a Melecio, el obispo legítimo, se esforzaba por recuperar de nuevo la ortodoxia nicena y la unidad teológica de la Iglesia. Pero fue precisamente en el curso del discutido pontificado de Dámaso en el que tuvo lugar un hecho de importancia capital para la historia del cristianismo, un hecho cargado de consecuencias muy significativas. El 27 de febrero del 380, un decreto del emperador Teodosio estableció que todos los súbditos del imperio debían aceptar la religión «que el apóstol Pedro ha consignado a los romanos y que ahora es profesada por el pontífice Dámaso y por el obispo Pedro de Alejandría»3. En la práctica, Teodosio hizo del cristianismo, al que Constantino había retirado su carácter ilegal, la religión del imperio romano. Pero lo hacía en una perspectiva muy particular, que terminaba por disminuir la función del obispo de Roma. Aquella especie de supremacía y de paridad de las iglesias de Roma y de Alejandría, proclamada por el decreto, vino como a desvanecerse en realidad muy pronto: precisamente el año siguiente, el 381, se tuvo en Constantinopla, sin la presencia de Dámaso y convocado por el emperador, un concilio, el segundo ecuménico. En los debates del concilio, la iglesia de la nueva capital del imperio tomaba decididamente el puesto de la iglesia de Alejandría y se elevaba a una posición de iglesia principal. Ciertamente, se reconocía a Roma una 2. Cf. M.A. Marié (ed.), A MMIANO MARCELLINO. Historiae XVI-XVIII, 5, Paris 1984, XVII, 12, p. 110. Trad. italiana de A. Selem (ed.), A MMIANO MARCELLINO. Le storie, I classici greci e latini, TEA, 11-12, Torino 1994. 3. Codex Theodosianus, XVI, 1, 2.
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preeminencia de honor, pero con eso mismo se ponía en discusión que el primado romano fuera algo más que un primado de honor. La iglesia de la antigua capital venía relegada a la función de sede “histórica” y al final del Concilio, en el edicto del 30 de julio del 381, con el que Teodosio sancionaba sus decretos, la iglesia de Roma no venía ni siquiera mencionada. Según eso, el emperador había elevado el cristianismo, haciéndolo religión del Imperio, había convocado el Concilio, dando después fuerza legal a sus decisiones, y había elegido, en fin, la sede de Constantinopla como guía de la iglesia entera. La reacción contra el intento imperial de imponerse como única autoridad, con el poder de guiar a la Iglesia e incluso con el poder de vigilar sobre su ortodoxia, vino de Roma: con el papa Dámaso comenzó un proceso de elaboración de algunos principios que conducirán a la afirmación del “primado” del obispo de Roma e incluso al gobierno papal. En este línea debe citarse el hecho de que se retome la calificación de sede apostólica para la sede romana, una expresión a la que Dámaso concedió un contenido jurídico más preciso que aquel que tenía en la formulación del papa Liberio. El papa Dámaso había tomado la costumbre de convocar sínodos, reuniendo cada año, en el día del aniversario de su elección, a los obispos de la Italia suburbicaria, es decir, a los responsables de las comunidades geográficamente vecinas a Roma. En el sínodo que tuvo lugar en el año 382, el primero después del Concilio de Constantinopla, se afirmaron algunos principios fundamentales y se alcanzaron algunos resultados ideológicos importantes: se recordó ante todo que la iglesia de Roma no había sido fundada por un decreto sinodal, como sucedía con la de Constantinopla, sino directamente por los dos apóstoles Pedro y Pablo y que ninguna otra iglesia podía vanagloriarse de un origen semejante; más aún, la justificación histórica del primado de la sede romana venía a estar fundada y ratificada por una justificación teológica, es decir, por el reconocimiento del primado que el mismo Jesús había confiado a Pedro. «La Santa Iglesia de Roma tiene la precedencia sobre todas», no por una decisión de este o aquel concilio, sino «porque el primado le ha sido conferido por una declaración de Nuestro Señor y Salvador, que ha sido transmitida por una frase del Evangelio»4. Esa frase en cuestión, no será necesario recordarlo, es aquella que se con4. En J.-P. Migne (ed.), Patrologia cursus completus. Series Latina, Paris 1844-1964 (que de ahora en adelante se citará simplemente como Patrologia Latina), 13, col. 374.
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tiene en el evangelio según Mt 16, 18-19: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia... A ti te daré las llaves del reino de los cielos y todo lo que tú atares sobre la tierra será atado en el cielo, y todo lo que tú desatares sobre la tierra quedará desatado en el cielo». «Sede apostólica» y «primado de la iglesia romana»: estas son dos expresiones que han tenido una incidencia extraordinaria y gran parte de la historia papal posterior viene determinada por el sentido que se ha querido ir dando progresivamente a esas expresiones. Por otra lado, precisamente con Dámaso, el obispo de Roma comenzó a intervenir con “autoridad” en la vida de la iglesia. A algunos obispos, que se habían dirigido a él para obtener unas aclaraciones sobre temas de disciplina eclesiástica, les respondió sedis apostolicae auctoritate, es decir, con la autoridad de la sede apostólica y fue la certeza de que poseía esa “prerrogativa” (también este es un término introducido por Dámaso) la que fundó jurídicamente las intervenciones del papa. Algunos sínodos locales, como los de Roma del 369 y el de Antioquía del 378, habían establecido por ejemplo que un obispo podía ser considerado legítimo sólo si era reconocido como tal por el obispo de Roma. Pues bien, Dámaso, sostenido en esta línea por Ambrosio, obispo de Milán, no dudó en declarar depuestos a varios obispos arrianos occidentales, especialmente de Iliria. El papa Dámaso asumió también diversas iniciativas en relación con toda la comunidad cristiana, en abierto contraste con lo que habían previsto los decretos de Constantinopla, que impedían a un obispo intervenir en las cuestiones de otras diócesis. Muchas de aquellas decisiones no tuvieron ningún efecto práctico y la acción del papa fue ineficaz en Oriente, pero la apelación continua de Dámaso a la función y presencia de san Pedro como fundamento para las decisiones del obispo de Roma terminó por dar fuerza a los principios que hasta ahora sólo habían sido enunciados por teólogos como Cipriano que había introducido la expresión cathedra Petri y como Tertuliano el cual había mostrado que las tesis cristianas de Roma podían ser sostenidas valiéndose del derecho romano, pero que no se habían vuelto nunca criterios normativos y de gobierno. Ciertamente, el ejercicio de la autoridad papal, tal como fue ejercida por Dámaso, no significaba todavía una plena jurisdicción de la iglesia romana sobre otras iglesias, pero su nueva impostación dio muy pronto los primeros frutos. Para sucederle fue elegido por unanimidad el diácono Siricio, a pesar de que Ursino se presentó de nuevo como candidato. Considerado como ingenuo por Jerónimo, que había sido por
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años secretario de Dámaso, que le había invitado a traducir la Biblia en un latín legible y moderno, pero a quien el mismo Siricio había contribuido a alejar de Roma y oscurecido por la fama de Ambrosio de Milán, el papa Siricio (384-399) fue, en realidad, un hombre decidido y muy consciente de su propia función como sucesor de Pedro y de la supremacía que la iglesia romana debía ejercer. Tenemos un ejemplo muy claro de ello en una carta del 10 de febrero del 385, solo dos meses después de la muerte de Dámaso. Siricio respondió al obispo Himerio de Tarragona en esa carta con el mismo estilo de los decretos que el emperador enviaba a los gobernadores de las provincias. Los decretos imperiales actuaban como fuentes jurídicas, es decir, tenían fuerza de ley y venían a formar parte de los “precedentes” que se invocarían después en los casos análogos5. Pues bien, esta carta de Siricio suele considerarse como el primer decreto (la primera decretal) de un papa y a continuación se producirían decenas de miles de ese tipo. En el proemio, Siricio se declara heredero de Pedro y en cuanto tal afirma que “lleva el honor de todos” y que, según eso, siente la responsabilidad de toda la Iglesia. Discute después sobre varios temas, como el bautismo de los herejes y el celibato del clero, dando no sólo consejos y opiniones, sino dictando con autoridad jurídica juicios definitivos; concluye afirmando que aquellas decisiones (que él define precisamente como decretalia o decretales) han de ser observadas lo mismo que los cánones conciliares e invita a Himerio no sólo a aplicarlas en su diócesis, sino también a informar sobre ellas a todos los obispos vecinos de Hispania, de África y de Galia. Pero ¿qué relación tiene todo esto con una historia de las elecciones pontificias? El hecho es que la supremacía reivindicada por el obispo romano, sobre la base de la herencia de Pedro, vino a obtener, aunque en formas todavía poco definidas, una adhesión creciente en muchas partes del Imperio y tuvo también la consecuencia, que se puede suponer razonablemente como no deseada por los papas, de que el emperador se sintiera impulsado a ocuparse de manera más inmediata de las elecciones papales. En el momento de la elección del papa Siricio, Valentiniano II había escrito a Piniano, prefecto de la Urbe, expresando su complacencia por esa elección, probablemente con el fin de cortar de raíz las even5. S IRICIO, Epistula ad Himerium Tarraconensem, en Patrologia Latina, 13, col 11311148.
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tuales revanchas de los ursinianos; pero en sustancia esa carta se limita a tomar nota de la elección ya realizada y no aparece como una confirmación de ella. Sólo una generación más tarde, la intervención del emperador Honorio tendrá un tono y peso muy distinto. El día después de Navidad del 418 murió el papa Zósimo, un griego de origen judío. Desde el tiempo de Siricio se habían sucedido sobre la cátedra de Roma, Anastasio I (399-401), su hijo Inocencio I (401-417) y el mismo Zósimo, todos con elecciones que no fueron disputadas. Con ellos había continuado el proceso de afirmación de la supremacía del obispo de Roma, especialmente por obra de Inocencio I, que en algunas cartas de enero del 417 había enunciado de manera extremadamente clara su idea de que la sede romana tenía autoridad suprema en el campo doctrinal. Pues bien, a la muerte de Zósimo, sin que hubieran terminado aún los funerales, los diáconos y algunos presbíteros se reunieron en la Basílica de Letrán y eligieron papa a Eulalio. Sin embargo, el día siguiente, la mayoría de los presbíteros y laicos eligieron al anciano presbítero Bonifacio. Los dos elegidos fueron consagrados por separado, el 29 de diciembre: el primero, por el obispo de Ostia, que tradicionalmente consagraba el pontífice recién elegido; y el segundo, por otros nueve obispos. El prefecto de Roma, el pagano Símaco, que era más bien ignorante de las costumbres que privilegiaban la elección que se hubiera logrado por una cierta mayoría, escribió a Honorio, el hijo de Teodosio, que reinaba en Occidente y residía en Rávena, mostrándose favorable a Eulalio, que había sido elegido cronológicamente en primer lugar. La consecuencia de esto fue una orden de Honorio que obligó a Bonifacio a dejar la ciudad, cosa que hizo. Pero los presbíteros que lo habían elegido hicieron llegar a Rávena, incluso con el apoyo de Gala Placidia, hermana de Honorio, una versión distinta de los acontecimientos, destacando que la mayoría de los electores se había manifestado a favor de Bonifacio. El emperador decidió resolver la cuestión en un sínodo, que se celebró en Rávena, pero sin resultado. Convocó otro, que debería haberse reunido en Espoleto, el 13 de junio del 419, y ordenó que mientras tanto ninguno de los dos elegidos se acercase a Roma. Eulalio no respetó la orden del emperador, el cual, irritado, reconoció inmediatamente a Bonifacio como legítimo pontífice. Se trataba de un hecho nuevo. Era el 3 de abril del 419, jueves después de Pascua, y un papa alcanzaba definitivamente su autoridad ante la opinión pública por un decreto imperial. Pero la intervención de Honorio no había concluido todavía.
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El año siguiente, a petición de Bonifacio, que estaba enfermo y temía que surgiera un cisma en el momento de su muerte, el emperador estableció que, en el caso de que viniera a darse de nuevo una doble elección, ninguno de los dos elegidos sería reconocido como obispo de Roma, sino que el cargo lo recibiría solamente «aquel a quien una nueva elección hubiese designado de un modo unánime»6. Y para garantizar la regularidad del desarrollo de los procedimientos, desde aquel momento, un representante del emperador estaría presente en el momento de las elecciones papales. De esa manera, a pesar de que aquel decreto no llegó nunca a aplicarse, se puso en marcha el primer intento “laico” de regulación de las elecciones papales, abriéndose una etapa importante para nuestra historia. Los ocho papas siguientes fueron elegidos, de hecho, sin graves contratiempos y sólo muchos decenios más tarde, en el año 498, tendrá lugar una nueva elección múltiple. Pero, mientras tanto, había cambiado mucho la situación general y el imperio de Occidente ya no existía. Junto al progresivo interés del poder civil por la elección del obispo de Roma, he recordado la importancia de la conciencia siempre creciente que los papas fueron adquiriendo de la superioridad de la iglesia de Roma, fundada sobre aquello que se definía como una derivación directa del mandato petrino (del poder de las llaves que Jesús concedió a Pedro, según Mt 16, 16-18). Esta superioridad se fue mostrando ya en un ámbito de jurisprudencia y disciplina, esto es, por ejemplo con el ejercicio del poder papal para deponer o readmitir en sus funciones a los obispos que habían sido impugnados o para ofrecer las declaraciones de ortodoxia o heterodoxia sobre las proposiciones teológicas. Pero esta superioridad se fue expresando también y, sobre todo, con un desarrollo teológico constante que contribuía a la gran construcción, ladrillo tras ladrillo, del primado pontificio. La reivindicación de la autoridad doctrinal de la sede apostólica por parte de Inocencio I, el año 417, fue perfeccionada por Bonifacio I, cuando afirmó, en una carta a los obispos de Tesalia, del 11 de marzo del 422, que la cátedra de Pedro constituía la fuente de la disciplina para todas las iglesias. En otra carta, enviado con la misma fecha a los obispos de Macedonia, citando de manera explícita el pasaje de Mateo rela6. O. Guenther (ed.), Collectio Avellana, Epistulae 14-37, Corpus scriptorum ecclesiasticorum Latinorum 35, Vindobonae-Lipsiae 1895-1898. También en el Epistolario de BONIFACIO, Epistula 8, en Patrologia Latina, 20, col. 767-769.
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cionado con el primado de Pedro, el papa invitaba también a las iglesias de Oriente a consultar a la iglesia de Roma; recordaba después que no había una segunda o tercera sede a la que se pudiera apelar tras la sede de Roma y añadía que no se podían rechazar las decisiones tomadas por ella; con una expresión significativa, él definía el papado como apostolicum culmen, la cúspide apostólica7. En el tiempo de su sucesor Celestino I (422-432) se celebró el gran Concilio de Éfeso, el tercero de los ecuménicos. Fue convocado por el emperador Teodosio II, para resolver el problema de la doble naturaleza humana y divina de Cristo, tema que en la Iglesia de Occidente, menos inclinada que la oriental a las discusiones teológicas, no había adquirido gran relieve, pero que en Oriente había asumido grandes dimensiones y había creado rupturas entre las facciones opuestas. Los representantes occidentales en Éfeso fueron escasos y su aportación a las definiciones de los decretos fue casi nula. Sin embargo, los legados papales que habían recibido de Celestino el encargo de «custodiar la autoridad de la sede apostólica», encontraron la forma de presentar una declaración que adquiriría después una importancia fundamental, incluso porque, habiendo sido cuidadosamente conservada en los archivos papeles, que estaban recibiendo también la función de verdaderas y auténticas oficinas ideológicas, vendría a ser requerida y repropuesta en los siglos posteriores, siendo retomada todavía en los decretos de los concilios Vaticano I y Vaticano II, del 1870 y del 1964. Pues bien, el viernes 10 de julio del 431, el presbítero Felipe, jefe de la delegación romana, leyó un mensaje de Celestino en la cual se definía (por primera vez en las cartas de un papa) el concepto de colegio de los obispos como sucesor del colegio de los apóstoles. Los padres conciliares aprobaron la carta y Felipe se lo agradeció, afirmando que de esa manera ellos estaban unidos a la cabeza, porque, sin duda, no ignoraban que la cabeza de toda la fe y la cabeza de los apóstoles era Pedro. El día siguiente Felipe proclamó un discurso solemne, pronunciado en latín y traducido simultáneamente al griego, en el que ofreció la interpretación teológica de la cuestión. La función de cabeza, atribuida al pontífice romano en el colegio de los obispos, venía a ser pre7. Ph. Jaffé, G. Wattenbach, S. Lewenfeld, F. Kaltenbrunner P. Ewald (eds.), Regesta Pontificum Romanorum I, Lipsiae 1865, n. 365 (citado de ahora en adelante como Regesta Pontificum Romanorum); BONIFACIO, Epistula 15, en Patrologia Latina, 20, col. 779-784 (aquí se fecha la carta el 3 de marzo, no el 11, como hemos indicado).
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sentada como una consecuencia directa de la función de cabeza que el mismo Cristo había atribuido a Pedro en el colegio de los apóstoles. Todos sabían –declaró– que el fundamento de la iglesia universal se encontraba en San Pedro y que su sucesor, vicario y locum tenens o lugarteniente, era el obispo de Roma, que en aquel momento se llamaba Celestino I8. Este fue un hecho de gran importancia desde la perspectiva de la construcción del primado de la sede de Pedro. Era sábado, 11 de julio del 431. Todos los hilos, que hemos visto desplegarse por decenios, fueron recogidos y tejidos con maestría por León I (440-461), el papa más grande de su siglo. Reflexionando de un modo profundo sobre las características y sobre las prerrogativas del obispo de Roma, León elaboró en términos claros una construcción teológica y jurídica bien articulada que puede considerarse como punto de llegada de la primera fase de la historia papal. Elegido a la muerte de Sixto III (432-440), al parecer por unanimidad, mientras se encontraba en la Galia, León I (440-461) consideró la fecha de su consagración, que tuvo lugar en Roma el 29 de septiembre, como su «día de nacimiento», que celebró cada año con importantes discursos, centrados a menudo sobre la figura de San Pedro. León aprovechó todas las ocasiones para recordar que el Papa era el “sucesor” del apóstol. Esta palabra no estaba elegida al azar, ni tenía un significado genérico, sino aquel más riguroso, que provenía del derecho romano sobre el tema preciso de la “sucesión”: el heredero tomaba legítimamente el lugar de la persona muerta, asumiendo el mismo status jurídico. Aplicando ese mismo principio al obispo de Roma y distinguiendo de un modo preciso entre el status jurídico, que se podía heredar según derecho, y el status personal, obviamente no trasmisible, León acuñó la expresión de “indigno sucesor de Pedro”. Esto significa, en sustancia, que el obispo de Roma no heredaba los méritos personales ni la santidad de Pedro, sino su oficio, es decir, la función que el evangelio indica de un modo preciso al hablar de la tarea de guardar las llaves del reino de los cielos, de atar y desatar. Roma adquiría así una especificación ulterior: no era solamente la “sede apostólica”, sino más precisamente la “sede de Pedro”, más aún, como León vino a escribir al obispo Anastasio de Tesalónica, en el año 8. Cf. E. Schwartz (ed.), Acta conciliorum oecumenicorum, 1/I/III, Argentorati 1914, 60.
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446, «la única sede de Pedro, sede que ha de cuidar de la iglesia universal»9. Y ese cuidado, que él concebía como servicio, consistía en ejercer la plenitud del poder, la plenitud potestatis. La enorme importancia de la construcción teológico-jurídica de León aparece inmediatamente clara tan pronto como se reflexiona sobre el hecho de que ante la función papal, que es la misma de Pedro, pierde su valor la persona que en un determinado momento histórico actúa como papa: no importa que sea santo o no, que sea bueno o malo; eso no tiene importancia para los fines de su función de gobierno de la Iglesia, pues, cuando gobierna, cada papa es, sin intermediarios, el heredero directo de Pedro, a quien Jesucristo había constituido cabeza de los apóstoles. Estas afirmaciones de León I no fueron sólo de tipo teórico. Él actuó según esos principios, con energía, haciendo valer la autoridad pontificia, doctrinal y disciplinar ante obispos y emperadores, negándose incluso a acoger las conclusiones de un sínodo que Teodosio II había convocado en Éfeso, el año 449. En aquella ocasión no se había consentido la lectura de un documento de contenido cristológico que el mismo León había enviado para aclarar la doctrina de la distinción de las dos naturalezas en la única persona de Cristo, el célebre Tomo a Flaviano 10. Por eso definió las conclusiones de aquel sínodo como “latrocinio” y obtuvo la convocatoria de otro concilio ecuménico, el cuarto, que se dedicaría a resolver el problema. En Calcedonia se reunieron entonces casi 600 obispos, con sólo tres representantes de Roma, pero León obtuvo un clamoroso revancha y victoria: no sólo se leyó y se aprobó su Tomo, sino que en la Epístola Sinodal, es decir, en el documento que los padres conciliares enviaron colegialmente al papa, al final de los trabajos del concilio, en noviembre del 451, se afirma que en aquello que León había escrito había hablado «con la voz de Pedro»11. Lamentamos el hecho de que, por la necesidad de mantener la línea de nuestra historia, no podamos seguir y exponer tantas otras cuestio9. Cf. H. Denzinger y A. Schönmetzer (eds.), Enchiridion symbolorum definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Barcinone - Friburgi - Romae 197636, 282. Última edición de H. Denzinger y P. Hünermann, El Magisterio de la Iglesia. Enchiridion Symbolorum, Herder, Barcelona 2000 (de ahora en adelante citado simplemente como DENZINGER). 10. C.S. Silva Tauroca (ed.), Leonis Magni Tomus ad Flavianum episc. Contantinopolitanum, Roma 1992. 11. DENZINGER, 306.
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nes, como los desarrollos de la doctrina cristológica de Calcedonia o la suerte que tuvo en el mismo Concilio un decreto –que el papa de Roma no aprobó jamás– con el que se establecía la paridad ente la sede de Roma y aquella de Constantinopla, la Nueva Roma. Por otra parte, debemos dejar a un lado otros acontecimientos importantes del papado de León, como su comportamiento en la embajada que el año 452 detuvo a los hunos de Atila y sus relaciones con los vándalos de Genserico que el año 455 saquearon Roma. Pero lo que aquí pretendemos es reconstruir la historia de las elecciones papales y a esa historia debemos tornar. Tras el decreto ya recordado de Honorio el año 420, las elecciones de los sucesores en la cátedra de Pedro habían sido seguidas de cerca por los representantes imperiales. Así había pasado con Hilario, en el 461, y con Simplicio, el 468. Con las primeras elecciones que sucedieron tras el 476, es decir, después que Odoacro, rey de los hérulos, había puesto fin de un modo formal al imperio romano de Occidente, deponiendo a Rómulo Augústulo, la situación se complicó. El nuevo rey, arrogándose las prerrogativas imperiales, tras la muerte del papa Simplicio 468-483, envió a Roma un legado que reunió al clero y al pueblo, presentando un documento, presuntamente firmado por el mismo Simplicio, en el cual se afirmaba que las elecciones deberían desarrollarse «después de haber consultado al delegado real»12. Sobre la base de aquel documento, cuya autenticidad no fue entonces discutida, el representante real adquiría una función mucho más significativa que la de ser un simple garante formal de la regularidad de las operaciones de voto. En aquel momento fue elegido Félix III (483-492), que recibió un tipo de aprobación del rey. La circunstancia no se repitió a su muerte, dado que Odoacro se encontraba por entonces sitiado en Rávena por Teodorico, rey de los ostrogodos, y de esa manera fue elegido papa, sin ninguna interferencia del poder civil, Gelasio I (492-496), un africano nacido en Roma, que había sido ya colaborador de Félix. Por otra parte, Gelasio escribió al emperador de Oriente, que era entonces Anastasio I (491-518), comunicándole la elección ya realizada, pero no recibió ningún tipo de respuesta. Las relaciones entre Roma y Constantinopla eran, por lo demás, muy tensas: el primer cisma entre las dos iglesias se había formalizado en el 484 con la excomunicación que Félix III impuso sobre Acacio, patriarca 12. Así lo refiere el papa Símaco durante el sínodo romano del 502. Cf. T. Mommsen, Acta Synodorum habitarum Romae a. CCCCXCIX.DI.DII, en Monumenta Germaniae historica. Auctores antiquissimi, 12, Berolini 1894, p. 445.
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de Constantinopla, por los motivos acostumbrados de teología cristológica, y Gelasio se mostró repetidamente inflexible sobre ese tema. Nosotros, modernos, tenemos a veces dificultad para comprender por qué razón discusiones de tipo cristológico, como aquellas que se referían a la persona de Cristo, discusiones que en formas distintas duraron varios siglos, pudieron tener repercusiones tan importantes en el nivel político y a menudo también en el nivel social; nos cuesta comprender por qué razón se pudieron formar incluso movimientos populares en torno a las decisiones conciliares, por qué la excomunión de un obispo pudiera venir a transformarse en ocasión de violencias y rebeliones populares. Logramos comprender que se pueda luchar, e incluso dar la vida, en el nombre de una idea y existen numerosos ejemplos de ello, incluso en nuestro tiempo, de manera que no nos sorprenden las listas de mártires cristianos que fueron sacrificados por su fe. Pero encontramos mayor dificultad en comprender por qué, al interior de la misma comunidad cristiana hayan surgido luchas acérrimas por causa de distinciones teológicas muy sutiles sobre la forma en que las dos naturalezas, humana y divina, se encuentran presentes en la única persona de Cristo. Estas distinciones, que, como sabemos bien, resultan en su mayor parte del todo incomprensibles, han dado lugar a luchas acérrimas e incluso a guerras que condujeron a divisiones políticas y culturales muy graves, que implicaron a generaciones enteras y sus consecuencias resultan todavía visibles en la actualidad. Pienso que se debe aclarar este punto. Ello ha de hacerse tanto más porque, entre las muchas respuestas posibles, hay una que toca de cerca de nuestra historia de las elecciones pontificias, pues está relacionada con el mismo significado que los papas concedían al papado. Las zonas occidentales del Imperio se hallaban, de hecho, política y económicamente cada vez más abandonadas por la capital, Constantinopla, que se consideraba a todos los efectos como heredera histórica de una construcción política que había nacido en Roma y que todavía llevaba su nombre. El emperador, que residía en Bizancio, se llamaba emperador romano, su derecho era el derecho romano y todo aquello en otro tiempo podía aplicarse a la vieja Roma venía a trasferirse sin más a la Nueva Roma. La ineptitud de los gobiernos imperiales de Occidente, que acabaron cayendo en manos de los invasores germánicos, había creado, por una parte, las condiciones para que el obispo de Roma se convirtiese de hecho en una fuerza de gobierno y había contribuido, por otra parte, a que se destacara la función romana del único empera-
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dor (residente en Constantinopla), que quería ejercer sus propias prerrogativas civiles y religiosas siguiendo el modelo que había querido Constantino y que había sido cristianizado por sus sucesores. El esquema constituyente dentro del cual se había diseñado el proyecto constantiniano del Edicto de Milán, el año 313, había introducido de hecho a la iglesia romana y a todas las otras en el ámbito del derecho público romano, que incluía también el ius in sacris, sin limitar en modo alguno el derecho del emperador, que era también el pontifex maximus. Como ya se ha visto, nadie había tenido, por ejemplo, dificultad en reconocer que el emperador tuviera el deber de convocar un concilio para la discusión de los argumentos teológicos, algo que hoy todos nosotros percibimos como una cuestión “interna” de la Iglesia, pero que entonces tenía también un valor jurídico de tipo público y civil. Cuando el primer concilio de Nicea condenó al presbítero Arrio por sus doctrinas cristológicas fue el poder civil el que aplicó las sanciones de condena y exilio para Arrio. En los tiempos del patriarca Acacio, la tendencia doctrinal que se impusiera en las altas esferas eclesiásticas orientales, divididas entre aquellos que aprobaban las soluciones dadas por el concilio de Calcedonia y los que sostenían que Cristo tenía una única naturaleza, los así llamados monofisitas, se concretizaba también en la elección de los obispos de una y otra parte. Cada obispo tenía sus partidarios, que compartían sus orientaciones políticas antes que las teológicas, partidarios que esperaban que ese obispo les ofreciera mejoras en sus condiciones de vida. De aquí nacía el interés popular, a menudo combativo e incluso violento por el tema de la elección de los obispos. En Oriente, los obispos venían confirmados por Acacio, en su calidad de patriarca de Constantinopla; las discusiones por el tema resultaban cotidianas y en ellas intervenía igualmente la corte, que estaba muy interesada en los nombramientos episcopales, por las mismas razones que la gente común. El emperador Zenón pensó entonces que podía aplacar los ánimos promulgando un edicto conocido como el Henotikon en el cual se trazaba una profesión de fe, en el que venían fijados los dogmas que todos los ciudadanos del imperio romano deberían haber seguido. Pero el lenguaje de Zenón, mucho más basto y menos preciso que las ponderadísimas palabras de las decisiones conciliares, ayudaba a confundir más que a clarificar los términos de la cuestión. Otras veces, sin escándalo ninguno, los emperadores habían promulgado decretos de contenido doctrinal, pero se había tratado siempre de ratificar las discusiones de la jerarquía eclesiástica. Por el contrario, el Henotikon fue promulgado sin
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ninguna consulta sinodal, partiendo de la simple iniciativa del emperador y en ese sentido se puede considerar como el desarrollo lógico de las premisas que venían ya dadas en el proyecto Constantino: el emperador “romano”, el pontifex, se consideraba el portavoz de Cristo sobre la tierra. Era el 482. Los acontecimientos sucesivos, como el hecho de que el monofisita Pedro Mongo ocupara la sede de Alejandría, que en aquella época era la segunda ciudad más importante del Imperio, y el hecho de que Acacio se negara a deponerle, como lo exigían en Roma, hicieron precipitar las cosas. El papa era Félix III, un aristócrata culto, que fue capaz de ver muy bien, tanto las implicaciones teológicas del contenido del edicto imperial, que hacía vanos los esfuerzos calcedonenses, como las implicaciones teológico-institucionales que derivaban de la forma en que se había promulgado ese decreto. El violento temporal que, según las fuentes, descargó sobre Roma el sofocante sábado 28 de julio del 484, mientras el sínodo reunido por Félix sancionaba la condena de Acacio, parecía poner de relieve el carácter dramático del momento en el que se formalizaba el primer cisma entre las iglesias. Para aumentar el impacto de aquella decisión, los que publicaron la sentencia de excomunión contra el patriarca Acacio fueron algunos monjes de Constantinopla, demasiado celosos, fieles a Roma; ellos lo hicieron pegando el documento de condena sobre el palio, símbolo de la dignidad del patriarca, mientras él celebraba la misa. Volvamos ahora al papa Gelasio, al que hemos dejado en el momento de su elección, sin que interviniera el poder civil. Dos años más tarde, en el año 494, cuando Teodorico se había instalado definitivamente en Occidente, asumiendo el título de rey de Italia y que, a pesar de ser de confesión arriana, mantenía estrechos lazos de amistad con el romano pontífice, que le había ayudado a afrontar una grave carestía, Gelasio escribió al emperador Anastasio una carta celebérrima que ofrecerá a toda la Edad Media el punto de partida para plantear todas las discusiones sobre el problema de las relaciones entre el poder espiritual y el poder temporal. Vale la pena leer un extracto, extremadamente explícito y directo. Así escribía el papa Gelasio: «Dos son, en realidad, oh augusto emperador, los poderes por los cuales este mundo está principalmente dirigido: la autoridad en virtud de la consagración de los obispos, auctoritas sacrata pontificium y la potestad real, regalis potestas. De esos dos poderes es tanto más grande el peso de los sacerdotes, en tanto que estos
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darán cuenta en el juicio divino de los mismos reyes de los hombres. En efecto, tú sabes, hijo clementísimo, que aunque seas el primero en dignidad entre los hombres, te sometes, sin embargo, devotamente a los que están al frente de las realidades divinas, y les pides lo que procura tu salvación y reconoces que en la recepción de los sacramentos celestes y en su administración, como corresponde, debes más bien someterte al ordenamiento religioso que presidirlo. Sepas, pues, que en esto dependes del juicio de ellos y no puedes querer que vengan a someterse a tu voluntad. Si, en efecto, por lo que atañe al orden de la pública disciplina, sabiendo que por disposición superior el gobierno te ha sido conferido, también los mismos prelados de la religión obedecen a tus leyes, porque saben que la potestad imperial te ha sido dada por disposición divina». [Y después añadía una frase relativa al papa]. «En esto tu piedad constata claramente que nunca nadie en cualquier plano puramente humano puede elevarse al privilegio y a la profesión de fe de aquel a quien la palabra de Cristo ha puesto por encima de los demás y a quien la venerable Iglesia siempre ha reconocido y siempre ha tenido como su primado (primas)»13. Por tanto, el portavoz de Cristo en la tierra no era el emperador, como había supuesto hacía sólo doce años Zenón en su Henotikon, sino el papa de Roma. Más aún, según una fórmula que apareció precisamente en el tiempo de Gelasio, el papa, además de ser obispo de Roma, sucesor y heredero indigno de Pedro, depositario de la autoridad de la sede apostólica, era el “vicario de Cristo”14. El emperador tiene el deber de aprender, no de enseñar lo que significa ser cristiano; su autoridad, que proviene de Dios, que es la única fuente de toda autoridad, está sometida en el ámbito espiritual, que es el más importante, a la autoridad del pontífice. No es de admirar, según pienso, que la epístola del papa Gelasio haya sido definida como la magna charta del papado medieval. Paralelamente al desarrollo teórico de las prerrogativas del papado en el campo espiritual, se andaba precisando y reforzando también, de manera empírica, y a menudo por circunstancias contingentes, la actividad concreta de gobierno civil que el papa ejercía sobre la ciudad de 13. DENZINGER, 347. [Hemos seguido la traducción española de H. DENZINGER y P. H ÜNERMANN, El Magisterio de la Iglesia. Enchiridion Symbolorum, Herder, Barcelona 2000, pp. 177-178]. 14. Cf. M. MACCARRONE, Vicarius Christi. Storia del titolo papale, Roma 1952, p. 54.
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Roma y sus territorios vecinos. Los nuevos gobernantes germanos se esforzaron por obtener legitimación formal, como herederos del gobierno romano de parte del emperador de Bizancio y así, por ejemplo Odoacro y Teodorico habían recibido el título de Patricius Romanorum y después el de Rex Italiae, pero no tenían la capacidad administrativa de la antigua burocracia romana, capacidad que habían heredado, en cambio, las estructuras eclesiásticas. De aquí nace también el interés por la elección papal, demostrado por Teodorico el año 498, cuando el papa Anastasio II 496-498 había desaparecido de improviso, con una muerte que el Liber Pontificalis, haciéndose portavoz de sus adversarios, considera como justo castigo divino para un traidor de la sede apostólica15. En realidad, Anastasio había intentado recomponer de nuevo las roturas del cisma, haciendo incluso concesiones a la iglesia de Oriente; él había sido elegido por influjo de aquellos que habían juzgado que el comportamiento de su predecesor Gelasio resultaba demasiado intransigente. Las dos tendencias distintas, una conciliadora y otra no conciliadora, en relación a Constantinopla, se hallaban presentes en la comunidad cristiana de Roma y se expresaron en una elección doble. Era el 22 de noviembre del 498 cuando la mayoría del clero, reunida con la minoría del senado en la Basílica Lateranense, eligió al diácono Símaco. Pocas horas más tarde, sobre la colina que estaba de frente, en Santa María la Mayor, la minoría del clero, apoyada por la mayoría del senado, y favorable a una política de distensión respecto a la iglesia oriental, eligió al arcipreste Lorenzo. Ambas elecciones, como es obvio, fueron contestadas, se intercambiaron fuertes acusaciones de corrupción entre las partes y, como algo que podía preverse por haber sucedido otras veces, se registraron tumultos populares y muerte en las calles de la ciudad. Simaquianos y lorencianos –llamémosles así– apelaron a Teodorico, el cual estableció que sería papa el que hubiera sido elegido primero o el que tuviera la mayoría de los votos. Las condiciones formales favorecían por tanto a Símaco que, por otra parte, podía servir de apoyo al rey, que en aquellos años realizaba una política antibizantina. Uno de los primeros actos del papa Símaco, tan pronto como volvió a Roma desde Rávena, fue la convocación de un importante sínodo, en el que participaron 72 obispos de Italia, a quienes el pontífice 15. Cf. L. Duchesne (ed.), Le liber pontificalis I, Paris 19552, pp. 258-259.
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pidió que estudiaran una fórmula para impedir que a cada elección pontificia surgieran los tumultos que habían acompañado a la suya. El 1 de Marzo del 499 se aprobó el decreto Consilium dilectionis vestrae, de gran importancia para nuestra historia. En primer lugar, se establecía la prohibición de que alguien realizara tentativas para la elección del sucesor del papa, mientras este se hallara todavía vivo y sin él saberlo; pues bien, si ellas tenían que ser explícitamente prohibidas, eso significa que se había realizado; después se le daba al pontífice la posibilidad de designar a su propio sucesor y, en el caso de que ello no se hubiera dado, se establecía que sería elegido legítimamente obispo de Roma aquel que hubiera sido elegido por todo el clero o, en caso de división, por la mayoría16. Símaco quiso llevar hasta el límite el intento de eliminar las ingerencias del poder secular en la vida de la Iglesia. Así lo muestra, además de su famoso decreto –sobre el que volveremos muy pronto–, una decisión que se tomó en el sínodo reunido en la Basílica de San Pedro el 6 de noviembre del 502. La asamblea declaró inválida una ley del 483 en la que se prohibía al obispo de Roma alienar bienes eclesiásticos, no por su contenido, sino sólo por el hecho de que esa ley había sido promulgada por el prefecto Basilio, por orden del rey Odoacro. Y así, después de la declaración de invalidez, el mismo sínodo promulgó inmediatamente la misma ley, pero esta vez con la aprobación del papa y de los obispos presentes. Sólo en apariencia resulta contraria a lo anterior la forma de precisar la distinción entre el ámbito temporal y el espiritual, que Símaco no perdió ocasión de clarificar ante el emperador Anastasio I, el mismo a quien quince años antes había dirigido Gelasio su famosa carta: «El honor del emperador y el honor del pontífice distan tanto como las cosas humanas distan de aquellas que son divinas. Tú, emperador, recibes del pontífice el bautismo y los sacramentos, a él le pides 16. El primero entre los presbíteros que firmaron el documento, inmediatamente después de los obispos, fue Lorenzo, que de esa manera reconocía plenamente la consagración de su rival. Sin embargo, en realidad, las cosas no terminaron así, pues los partidarios de Lorenzo lograron entronizar de nuevo en la sede al que ellos habían elegido, de manera que Lorenzo gobernó la ciudad por algunos años; pero seguir con detalle toda esa historia nos llevaría lejos de nuestro tema. C.T. Mommsen (ed.), Actae Synodorum habitarum Romae a. CCCCXCIX.DI.DII, en Monumenta Germaniae. Auctores antiquissimi 12, Berolini 1894, pp. 402-405. La firma de Lorenzo aparece en p. 410.
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oraciones, de él esperas la bendición, a él le pides penitencia. Tú administras las cosas humanas, el pontífice te dispensa las cosas divinas»17. Ahora debemos detenernos un momento en el decreto de Símaco, del año 499, sobre la sucesión en la sede de Pedro, decreto que fue el primer intento formal de un papa por reglamentar la elección de su propio sucesor. La introducción del concepto de mayoría, que venía a colocarse al lado del concepto de unanimidad, prescrito por el decreto de Honorio del 420, constituía ciertamente un reconocimiento de la situación de hecho que se había creado muchas veces. Pero era la primera vez que venía a expresarse de un modo formal la idea de que aquellos que realizaban la elección del obispo de Roma podían ser un cuerpo restringido y determinado de electores y no el conjunto de fieles de la ciudad. Más aún, se trataba de una restricción en el sentido clerical, porque la mayoría prevista era sólo la del clero. No es cierto que la parte laica de la comunidad cristiana de Roma –y en aquel momento esa parte laical se identificaba en la práctica con los representantes de las grandes familias de la ciudad, que casi coincidían con los miembros del senado– fuese totalmente excluida de la elección. Pero probablemente la intención del decreto iba en esa línea: el Populus Romanus no tenía otra función que la de aclamar al nuevo papa, dejando en manos del clero (clerus) la tarea de elegirlo, como de hecho ya había sucedido en el pasado. Tampoco la idea de que un papa pudiera designar a su sucesor era, como pudo aparecer entonces, una novedad: así se había realizado la transmisión del oficio papal en las primeras generaciones cristianas y, además, aquello que había distinguido a la iglesia de Roma de otras iglesias que según la tradición habían sido fundadas por el mismo Pedro era precisamente el hecho de que el apóstol Pedro sólo había indicado un sucesor para la iglesia de Roma. También en otras iglesias se había extendido el uso de que los obispos designasen en vida a su propio sucesor (y de ello nos hablan también Eusebio y Agustín), pero ese comportamiento se había tomado después como menos correcto y ya un sínodo celebrado el año 241 en Antioquía había anulado toda disposición de este tipo y había recomendado que se volviera de nuevo a las elecciones para nombrar nuevos obispos. También los papas habían 17. DENZINGER, 362. El documento es auténtico. Más tarde se redactaron, sin embargo, muchos apócrifos, llamados “simaquianos”, en los que se citaban deliberaciones inexistentes de concilios anteriores a favor de las tesis petrinas, que entraron en las colecciones jurídicas. Cf. cap IV, nota 2 y contexto (de este libro).
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tenido la misma actitud y, por ejemplo, el papa Hilario, el año 464, había negado de nuevo a los obispos la capacidad de elegir a los que debían sucederles y así lo hicieron tras él otros papas. Quizá también por eso, la indicación del decreto del papa Símaco sobre la designación del sucesor fue sistemáticamente ignorada y en los decenios sucesivos aquellos que habían sido designados por los papas para sucederlos, cuando los hubo, no fueron automáticamente elegidos, como para indicar una reivindicación de independencia. Pero me parece que la razón más profunda hay que buscarla en el hecho de que hacia el final del siglo V la función del obispo de Roma y su primacía sobre toda la Iglesia se encontraba ya definida también en términos jurídicos y la Iglesia misma no estaba ya en condición de recorrer de nuevo de un modo formal el camino que había recorrido la comunidad de los primeros cristianos (este no es el momento para ver si ella estaba capacitada para recorrer ese camino de un modo espiritual). Sólo en el breve y convulso período de los años 30 del siglo VI se dieron tentativas de aplicación del decreto de Símaco sobre la designación del sucesor, con resultados dudosos. Mientras tanto, Hormisdas (514523) había sido elegido por unanimidad y en el año 519 había resuelto positivamente el cisma con la iglesia de Oriente, que había durado por un tiempo de dos generaciones. No se sabe nada con precisión sobre el comienzo de borrascoso pontificado de Juan I (523-526), que murió prisionero de Teodorico, después de un viaje a Constantinopla –el primero de un papa fuera de Italia– donde fue acogido espléndidamente por el emperador Justino, pero de donde volvió sin haber alcanzado los resultados que el rey ostrogodo y arriano había esperado sobre el fin de las persecuciones contra sus correligionarios. La elección siguiente, de Félix IV (526-530), se había realizado prácticamente por imposición de Teodorico o al menos eso es lo que afirma el Liber Pontificalis18. No parece, pues, que haya existido designación. Por el contrario, Félix IV, estando enfermo y sintiéndose próximo a su fin, reunió en torno a su lecho algunos representantes del clero y del senado y con un documento autógrafo designó como sucesor suyo al archidiácono Bonifacio, consignándole incluso la insignia de su poder, el palio19. Después hizo pública esta decisión en Roma y envió copia 18. Le Liber pontificalis I, en o.c., pp. 279-280. 19. Con la precisión importante de que el pontificado volvería a ser suyo en caso de curarse. Cf. Praeceptum papae Felicis et Contestatio Senatus, en E. Schwartz (ed.), Acta
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de ella a la corte de Rávena, donde reinaba Atalarico con su madre Amalasunta. Pero la gran mayoría del senado y del clero se rebeló en contra de este procedimiento inusitado y eligió a la muerte del papa, el 23 de septiembre de 530, al diácono Dióscoro, en la Basílica lateranense. Entonces la minoría procedió inmediatamente a la elección del designado Bonifacio. Obviamente, el cisma que de aquí surgió era sólo en un sentido externo el fruto de una discusión sobre el procedimiento de la elección papal. En realidad, ese cisma era el síntoma de la incertidumbre y de la oposición que existía en la comunidad romana entre el partido filogodo, que apoyaba a Bonifacio, de estirpe germánica, aunque hubiera nacido en Roma, y el partido filobizantino, que sostenía al alejandrino Dióscoro. Los hechos se encargaron de resolver el problema en un tiempo muy rápido: sólo tres semanas más tarde, el 14 de octubre, murió Dióscoro, y sus partidarios, que algunas fuentes presentan como aterrorizados por aquel signo divino, se apresuraron a reconocer a Bonifacio II (530-532). Este pretendió que la parte del clero que había elegido a su rival –se trata de sesenta presbíteros– firmase un documento en el que, después de haber reconocido que habían desobedecido a la designación querida por Félix, condenaban la memoria de Dióscoro20. Bonifacio II tuvo a su vez gran interés por el tema del nombramiento del propio sucesor, que obviamente quería que siguiera en la línea de sus mismas posiciones. Eligió al diácono Vigilio e impuso al clero romano, reunido en sínodo, que jurara solemnemente que le elegiría. No se ha conservado el proceso verbal de la reunión, pero se conserva el relato que hace de la reunión el Liber Pontificalis, una recopilación de vidas de los papas que he citado repetidamente y que ahora merece, a mi parecer, una breve presentación. El Liber Pontificalis comenzó a ser redactado con un cierto carácter sistemático a comienzos del siglo VI, por compiladores que probablemente eran clérigos al servicio de la curia, contemporáneos y a menuconciliorum oecumenicorum, IV, 2, Argentorati 1914, pp. 96-97; Le liber pontificalis I, pp. 281-284; A.M. AMELLI, Documenti inediti relativi al Pontificato di Felice IV [526] e Bonifacio II [530] estratti da un codice della Biblioteca capitolare di Novara, en La Scuola Católica 22 (1883), tomo XXI, cuad. 122, pp. 176-182. 20. El documento fue depositado en los archivos papales, para perenne memoria futura, pero pasados sólo algunos años, Agapito (535-536), contrario al procedimiento de la designación del sucesor del papa, inauguró su pontificado haciendo quemar públicamente aquel documento en la Basílica de San Pedro.
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do testigos oculares de los acontecimientos narrados, característica que hace de este documento una de las fuentes más preciosas de la historia del papado y de Roma desde el siglo VI hasta mediados del siglo IX. Los relatos que se refieren a los pontificados anteriores al de Anastasio II, del fin del siglo V, tienen por el contrario un carácter muy distinto, y aún siendo extraordinariamente interesantes desde diversas perspectivas, no se pueden considerar fiables como fuentes de información sobre los acontecimientos, porque se limitan a recoger noticias precedentes, a menudo de origen legendario. Una primera redacción, publicada probablemente bajo el papa Hormisdas y continuada en los años sucesivos, se ha perdido. El Liber Pontificalis que hoy podemos leer está constituido por la reelaboración de aquella primera redacción, realizada probablemente por un autor que escribió a mediados del siglo VI. Esa compilación no tiene pretensiones literarias, pero el carácter directo del estilo y la frescura de los relatos hace que su lectura resulte aún hoy agradable. La implicación personal de los autores, a menudo estrechamente vinculados a una de las facciones ciudadanas, viene a ser como un espejo muy preciso donde se reflejan las tendencias presentes en el clero –y no sólo en el clero– de Roma, porque los hechos no vienen sólo narrados, sino a menudo también comentados y el tenor de las anotaciones revela el pensamiento del autor en relación, por ejemplo, con la política favorable o contraria a Bizancio o en relación con el comportamiento de un papa respecto de una determinada postura teológica. El Liber Pontificalis constituye también una fuente óptima para la historia y arqueología de la ciudad, porque en él se recogen habitualmente las fundaciones y dotaciones de iglesias y las intervenciones de restauración promovidas por los diversos pontífices. La mayor o menor lejanía del autor de cada vida concreta respecto de los acontecimientos narrados ha determinado también de ordinario la fiabilidad de lo que se cuenta que, por esta razón, resulta más bien discontinua. A veces no quedan recogidos algunos acontecimientos importantes y existe confusión en torno a otros, pero en general no han sido falsificados, aunque, como es obvio, la misma opción de narrar algunos episodios en vez de otros constituye ya el signo de una determinada tendencia que hoy llamaríamos historiográfica. El conjunto de aquellas vidas terminó convirtiéndose en el hilo conductor capaz de ligar entre ellos los documentos conservados en los archivos papales, documentos que deberían utilizarse cuando se quisiera estudiar la forma en que los papas se habían com-
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portado en relación con un cierto problema. Este dato ha hecho que algunos piensen que los autores escribieron por una especie de encargo, como “historiadores oficiales” de los acontecimientos relacionados con los papas, pero esto es sólo una hipótesis y más sabiendo que algunas partes del libro fueron escritas sólo después de un cierto período. Las vidas del Liber Pontificalis, algunas de las cuales se extienden por muchas páginas, mientas que otras no ocupan más que un folio manuscrito, pudieron ser redactadas por encargo de los papas; también pudieron nacer automáticamente en los ambientes clericales romanos. Sea como fuere, en todo caso, el mismo hecho de recoger una serie de textos de ese tipo me parece que indica bien la importancia que se le venía atribuyendo al papado al comienzo del siglo VI: no sólo se reconstruyeron sus orígenes históricos, aunque a veces, como he dicho, sobre bases legendarias, sino que se dio comienzo a una fijación casi sistemática de los acontecimientos, cosa de la que no tenemos más ejemplos en aquel período, en relación con otras instituciones, también muy prestigiosas, como puede ser la del imperio. Debo añadir sólo que la complejidad de la tradición manuscrita del texto, subdividida en miles de secciones ha hecho que, a pesar de que el libro haya sido estudiado y utilizado durante siglos, su edición crítica, científicamente fiable, sólo ha podido realizarse a finales del siglo XIX21. Pero volvamos a la Basílica de San Pedro, donde el Liber Pontificalis cuenta que Bonifacio II obligó a los sacerdotes romanos a jurar que a su muerte elegirían papa al diácono Vigilio. No parece que hubiera habido oposición y el documento fue firmado por todos los sacerdotes y, con un gesto simbólico de no poca importancia, fue colocado solemnemente sobre el altar de la Confesión, el punto central de la Basílica, precisamente sobre la tumba de san Pedro. Este fue un suceso cierta21. La mejor edición, con amplia introducción y comentario, es la de L. DUCHESNE, Le liber pontificalis, en o.c., de dos volúmenes, publicados de nuevo más tarde, con un tercer volumen de añadidos y correcciones del mismo Duchesne, por obra de C. Vogel, Paris 1955-1957. Sigo las indicaciones de Duchesne sobre la composición del texto. A él se debe también la reconstrucción de las primeras redacciones, sobre la base dos catálogos independientes entre sí, conocidos como “feliciano” (hasta el papa Félix IV, 526-530) y “cononiano” (hasta Conón, 686-687). Otra edición, sin comentario, que llega hasta el papa Constantino (708-715), ha sido realizada por Th. MOMMSEN, Liber pontificalis, en Monumenta Germaniae historica. Gesta Pontificum Romanorum, I, Berolini 1898, que sitúa las dos primeras redacciones del texto en el siglo VII.
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mente extraordinario, pero resultó aún más extraordinaria la retractación igualmente solemne que Bonifacio hizo de aquel juramento, no se sabe por qué: por las protestas del senado o por las objeciones que llegaron de Rávena o por la falta de entendimiento con Vigilio o por el influjo cruzado de estos y otros factores. El Liber Pontificalis afirma que los mismos sacerdotes, movidos de «reverencia hacia la Santa Sede», fueron los que impusieron que se revisara aquel juramento22. El hecho es que, pasado algún tiempo, no se sabe exactamente cuánto, Bonifacio reunió otra vez al pueblo, al senado y al clero romano en la Basílica de San Pedro y, reconociendo que había cumplido un gesto abusivo, revocó su designación (a favor del diácono Vigilio) y quemó delante de todos el documento que anteriormente había sido firmado por todo el clero y depositado sobre el altar de la confesión de San Pedro. Pero ¿qué pasó con el diácono Vigilio, que había sido preelegido de manera tan solemne como sucesor de Bonifacio y de manera igualmente solemne revocado? Ciertamente, él se convertiría en papa, pero sólo cinco años más tarde y después de que se hubieran sentado sobre la cátedra de san Pedro otros tres papas: Juan II (533-535), el primero que, al ser elegido, cambió su propio nombre (antes se había llamado Mercurio), Agapito I (535-536), que murió en Constantinopla, mientras intentaba disuadir sin éxito al emperador Justiniano, para que pusiera fin a la guerra en Italia, y Silverio (535-536), el hijo del papa Hormisdas, elegido por imposición del rey ostrogodo Teodato y muerto después de haber sido violentamente depuesto y aprisionado en circunstancias a las cuales no fue ajeno el mismo ambicioso Vigilio. Resulta importante observar que la corte de Rávena, apoyándose en una decisión del rey Atalarico del 533, pretendió que estos tres papas pagaran un cuantioso tributo en dinero, que debían entregar en el momento en que el rey ostrogodo firmase el acta de aprobación formal de la elección. Después de que había sido revocada su designación como futuro papa, Vigilio que evidentemente, en aquel momento, no gozaba del favor del clero romano, fue prudentemente alejado de la ciudad y enviado a Constantinopla como apocrisario, con funciones semejantes a las que ahora son propias de los embajadores. En la corte imperial, que frecuentaba con asiduidad, supo ganar pronto la confianza de Teodora, mujer de Justiniano. Desde aquel lugar privilegiado de observación y de maniobras, Vigilio siguió de cerca las elecciones de los sucesores de 22. Le liber pontificalis I, o.c., p. 281.
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Bonifacio II y la evolución de la política italiana. El asesinato de la reina ostrogoda Amalasunta había hecho precipitar la situación, concediendo al emperador un pretexto para una intervención que, según sus intenciones, habría reconducido Italia y todo el Occidente bajo el control directo de Bizancio. En ese contexto, se situó la llegada a Constantinopla, en febrero del 536, del papa Agapito. Desde una perspectiva política, su viaje fue un fracaso, porque no obtuvo lo que esperaba: que Justiniano renunciase a su intento, que era en el fondo el sueño de reunificar el imperio romano. El enérgico pontífice logró, sin embargo, defender al menos las tesis cristológicas de Calcedonia y hacer que depusieran al patriarca Antimo, tras una disputa pública, bajo acusación de monofisismo. La cosa suscitó un profundo disgusto en Teodora, que había defendido con fuerza a Antimo. Pocas semanas más tarde, el 22 de abril, murió Agapito, y el emperador y la emperatriz se comprometieron a apoyar la candidatura de Vigilio para el papado, a condición de que se revisaran los decretos cristológicos de Calcedonia y se reintegrase a Antimo a la sede de Constantinopla. Vigilio, a quien incluso las fuentes más benévolas definen como ambicioso y ambiguo, aceptó la propuesta. A su retorno a Roma encontró, sin embargo, la sorpresa de que ya había sido proclamado un nuevo papa, Silverio, a quien el clero de la ciudad había elegido a toda prisa, el 8 de junio del 536, bajo la amenaza del rey ostrogodo Teodato, asesino de Amalasunta. La guerra, ya declarada, empezó con el éxito inicial del general bizantino Belisario, que ocupó Roma en diciembre y quiso lograr la abdicación del papa, cosa en la que éste no pensaba en modo alguno. Rápidamente, el 11 de marzo del 537, se construyeron falsas acusaciones contra el papa, diciendo que había favorecido a los enemigos de Bizancio, mientras los godos, dirigidos por su nuevo rey Vitiza, cercaban a Roma. De esa forma, con un gesto de prepotencia, fue depuesto el papa Silverio. Procopio de Cesarea, historiador cercano a la corte real, consejero y secretario de Belisario, dedica al acontecimiento dos líneas embarazosas, afirmando lacónicamente que el general, sospechando que el obispo de Roma estuviera intrigando a favor de los godos, «lo mandó de pronto a Grecia»23. Por el contrario, el Liber Pontificalis, manifestando una evidente perspectiva antibizantina, cuenta con lujo de detalles aquel episodio, que no fue en modo alguno un proceso regular. La deposición se consumó en una 23. D. Comparetti (ed.), PROCOPIO DE C ESAREA, La guerra gotica, Fonti per la storia d’Italia. Scrittori, 23, Roma 1895, 1, I, c. 25, p. 182.
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habitación de la residencia de Belisario, ante la mujer, Antonina, tumbada sobre el lecho y con un subdiácono que pertenecía al nivel más bajo del orden clerical, que quitó al pontífice el palio y lo revistió con una túnica monástica, mientras que otro subdiácono anunciaba públicamente que se había realizado ya la deposición24. Sea como fuere, después que Silverio fue enviado al exilio, a Patara, un puerto lejano del Asia Menor, Vigilio fue elegido muy pronto, el 29 de marzo. El obispo de Patara se encargó de protestar contra la injusticia padecida por Silverio y obtuvo de Justiniano que el exiliado volviese a Roma para someterse a un proceso imparcial, cosa que no se realizó. Parece que de ello fue cómplice el ya consagrado Vigilio quien, logrando que Belisario le entregase a Silverio, hizo que le deportaran a la isla de Palmeria, en la zona de la costa de Gaeta, donde, aunque sobre este detalle particular las fuentes no son del todo fiables, parece que lograron arrancarle la renuncia al pontificado, el día 11 de noviembre, poco antes de que muriera a consecuencia de los malos tratos, el 2 de diciembre del 537. Una vez que quedó como papa único y siendo reconocido por la mayoría del clero, Vigilio (537-555) no mantuvo las promesas que había hecho a Teodora sobre la revisión de la cristología calcedonense y sobre el perdón de Antimo. Esta fue, al menos, la postura oficial, aunque parece que Vigilio escribió privadamente a la emperatriz y al patriarca prometiéndoles ayuda y atenuando la intransigencia contra el monofisismo25. Aquí no puedo exponer los desarrollos ulteriores del intento de Justiniano por reconstruir la unidad teológica de la Iglesia, que le parecía necesaria para garantizar la unidad política del imperio romano en la que soñaba, apelando para ello a la condena de los “tres capítulos”. Vigilio mantuvo una postura ambigua, entre oposición y consentimiento. Habiendo sido apresado por las tropas imperiales, el año 547, y trasladado a Constantinopla, su resistencia fue al fin vencida. Después de una declaración en la que aceptaba la condena de los “tres capítulos”, establecida precisamente por el quinto Concilio Ecuménico, el de Constantinopla II, convocado por el emperador el año 553 (y desarrollado de un modo tan poco tranquilizante que Vigilio y los otros representantes de Roma no participaron en él), el papa quedó en libertad para volver a Roma, donde, sin embargo, no llegó, porque la muerte le sorprendió durante el viaje, en Sicilia. 24. Le liber pontificalis I, en o.c., p. 293. 25. Ibíd, p. 296. La carta es probablemente apócrifa (cf. ibíd, p. 300, nota 9).
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Sin embargo, él había obtenido, quizá a cambio de su condescendencia, un documento de singular importancia para la historia de las elecciones papales, la Pragmática sanción del 13 de agosto del 554. El emperador, reorganizando el gobierno imperial en Italia, que había sido ya conquistada a los godos, concedía importantes privilegios a los papas y a los obispos, a los que se atribuía una especie de sobreintendencia que servía para aumentar su autoridad sobre los funcionarios estatales. Pero, precisamente a causa de los nuevos poderes civiles atribuidos a los pontífices, ese mismo decreto exigía que, para alcanzar su validez, la elección del papa fuese confirmada por el emperador El emperador retomaba de esa forma antiguas costumbres y pretensiones que el poder secular intentaba establecer desde hace doscientos años. He indicado ya los pasos progresivos de este recorrido por parte de los emperadores Constancio (355) y Honorio (420) y por parte de los reyes germánicos Odoacro (483), Teodorico (498) y Atalarico (533). Justiniano reivindicaba ahora aquellos mismos derechos de control y lo hacía con una formulación jurídica precisa e impositiva. Una de las consecuencias de la Pragmática sanción fue la de alargar la duración de la sede vacante, es decir, del período transcurrido entre la muerte de un papa y la entronización de su sucesor. La instancia a la cual el papa neoelecto debía dirigirse a fin de recibir la aprobación formal que le capacitaría para ejercer su propia jurisdicción no era ya la corte relativamente cerca de Rávena, sino la lejana capital del imperio bizantino. La distancia geográfica y la lentitud de comunicaciones entre Roma y Constantinopla, que en cualquier caso requería varios meses para que un enviado realizara el viaje de ida y vuelta, no eran sin embargo las únicas causas de que se alargaran las sedes vacantes. Se añadían a ello las intrigas de palacio, las maniobras políticas, las discusiones y cavilaciones burocráticas, teniendo además siempre en cuenta que el emperador se ocupaba de resolver rápidamente el problema sólo cuando el elegido gozaba de su favor. Si hasta aquel momento la duración de una sede vacante no había superado normalmente dos semanas, desde la muerte de Vigilio hasta el fin del siglo VII, hubo períodos larguísimos en los cuales el papa, regularmente elegido pero privado aún de la confirmación imperial, no podía ejercer sus propias funciones que quedaban confiadas mientras tanto a las tres dignidades más altas de la iglesia romana: el arcipreste, el archidiácono y el primicerio de los notarios. La consagración de Pelagio I (556-561) tuvo lugar pasados ya diez meses de la muerte de Vigilio y en circunstancias al menos curiosas:
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parece incluso que no hubo ni siquiera elecciones, sino que Pelagio vino a Roma desde Constantinopla donde se encontraba, como candidato de Justiniano, el cual había obtenido el asentimiento del clero romano que se hallaba presente en la capital del imperio, esto es, en realidad, de sólo poquísimas personas. Su consagración fue postergada porque no se encontraron obispos dispuestos a celebrarla y se realizó, al fin, con la presencia de sólo dos obispos, los de Perugia y Ferentino. Entre su muerte y la consagración de Juan III (561-574), que gozaba del favor del emperador y de Narsés, su exarca en Italia, trascurrieron sólo cuatro meses; por el contrario, su sucesor Benedicto I (575-579) tuvo que esperar once meses. Circunstancias dramáticas obligaron, en cambio, a la consagración inmediata de Pelagio II (579-590), papa de origen godo cuyo padre se llamaba Unigildo. Fue elegido y consagrado en agosto del 579, sin esperar la confirmación imperial. Roma se encontraba de hecho asediada por los lombardos o longobardos, que sólo hacía un decenio que habían entrado en Italia y que ya habían conquistado Espoleto y Benevento, después de haber ocupado la Italia del Norte. Pero su pontificado sólo fue oficialmente inscrito en los documentos el mes de noviembre, cuando llegó el rescrito imperial. El problema de la excesiva duración de las sedes vacantes permaneció todavía por mucho tiempo, haciendo que surgieran episodios curiosos, que iré señalando de vez en cuando. Ahora, llegado el momento de la muerte de Pelagio II, debo cambiar de capítulo, como cambió el papado con la elección de Gregorio I que, como León I, fue llamado Magno, es decir, el Grande. Recapitulación cronológica del capítulo PAPAS San Dámaso I, 1.10.366 – 11.12.384 Ursino, 24.9.366–367, († tras el 381) San Siricio, ¿?.12.384 – 26.11.399 San Anastasio I, 27.11.399 –19.12.401 San Inocencio I, 27.11.401 – 12.3.417 San Zósimo, 13.4.417– 26.12.418 San Bonifacio I, 28(29).12.418 – 4.9.422 Eulalio, 27.12.418 –29.3.419 San Celestino I, 10.9.422 – 24.7.432 San Sixto III, 31.7.432 – 19.8.440 San León I Magno, 29.9.440 – 10.11.461 San Hilario, 19.11.461 –29.2.468
ACONTECIMIENTOS Y DOCUMENTOS 380 Decreto del emperador Teodosio 381 Primer Concilio de Constantinopla 385 Carta decretal de Siricio
420 Decreto del emperador Honorio 431 Concilio de Éfeso 451 Concilio de Calcedonia
EMPERADORES Y REYES
PAPAS San Simplicio, 3.3.468 – 10.3.483 San Félix III (II), 13.3.483 – 25.2 ó 1.3.492 San Gelasio I, 1.3.492 –21.11.496 Anastasio II, 24.11.496 – 19.11.498 San Símaco, 22.11.498 –19.7.514 Lorenzo, 22.11.498 – ¿502? ¿506? San Hormisdas, 20.7.514 – 6.8.523 San Juan I, 13.8.523 – 18.5.526 San Félix IV (III),12.7.526 – 22.9.530 Dióscoro, 20 ó 22.9.530 – 14.10.530 Bonifacio II, 20 ó 22.9.530 – 17.10.532 Juan II, 31.12.532 ó 2.1.533 – 8.5.535
San Agapito I, 13.5.535 – 22.4.536 San Silverio, 1 ó 8.6.536 –537 Vigilio, 29.3.537 – 7.6.555 Pelagio I, 16.4.556 – 4.3.561 Juan III, 17.7.561 –13.7.574 Benedicto I, 2.6.575 – 30.7.579 Pelagio II, 26.11.579 –7.2.590.
ACONTECIMIENTOS Y DOCUMENTOS 482 Henotikon del Emperador Zenón 484 Excomunión del patriarca Acacio 494 Carta de Gelasio al emperador Zenón 499 Decreto Consilium dilectionis vestrae 519 Fin del cisma de Acacio
533 El rey Atalarico impone un tributo para la aprobación de las elecciones pontificias 533 Concilio de Constantinopla II
554 Pragmática sanción del emperador Justiniano
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Con la elección del papa Gregorio, el año 590, se abrió en verdad un capítulo nuevo: el papado profundizó la reflexión sobre su propia tarea en términos de servicio y amplió los horizontes de la Iglesia incluso a territorios y pueblos que hasta ese momento se hallaban al margen del cristianismo, abriendo nuevas y prometedores perspectivas, que muchos contemporáneos no advirtieron, de tal manera que el Liber Pontificalis no concedió al papa Gregorio una atención particular. Entre sus antepasados se contaban dos papas, Félix III y Agapito I. Su madre era la noble Silvia y su padre el senador Gordiano, de la antigua familia de la Anicios. Cuando tenía treinta años, el emperador Justino II lo nombró prefecto de Roma –el mayor cargo civil de la ciudad– y esta experiencia administrativa, aunque breve (572-574), le sirvió ciertamente de ayuda en los años posteriores. Muerto su padre, Gregorio abandonó la carrera política y se hizo monje, disponiendo sus propias riquezas para ayudar a los pobres, transformando la casa familiar, que se encontraba en el Clivus Scauri, sobre el Monte Celio, en un monasterio, y fundando seis nuevos monasterios en Sicilia, en las posesiones que allí tenía. Su elección de vida y su persona no pasaron inadvertidas. Benedicto I le llamó del monasterio, donde llevaba una vida retirada según la Regla de San Benito del que escribió una biografía de divulgación, en el libro segundo de sus Diálogos, para hacerle diácono. Pelagio II le envió a Constantinopla en función de apocrisario (legado); allí vivió como un monje en su residencia oficial, pero instauró relaciones de amistad con la corte imperial y vino a convertirse en un experto en cuestiones relacionadas con la iglesia de Oriente. Habiendo vuelto, tras algunos años, a su monasterio romano, el papa Pelagio le hizo su consejero, no sólo teológico, sino también político, y a su muerte fue ele-
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gido papa por unanimidad. Escribió entonces al emperador Mauricio, a quien conocía personalmente, no para pedirle el consentimiento previsto, sino para suplicarle que no se lo concediera. Las cosas sucedieron de un modo distinto a lo que él deseaba y así fue consagrado el 3 de septiembre del 590. Los catorce años de su pontificado supusieron un cambio importante bajo diversos aspectos en la historia de Roma, de Italia, de Europa, de la Iglesia y del papado. Se ocupó de las cuestiones que tenían un interés directo para la ciudad, llevando una cuidadosa gestión administrativa, ejercida con los medios más adecuados, de los bienes que constituían el así llamado “Patrimonio de San Pedro”, patrimonio que era especialmente abundante en Sicilia y Campania, pero también en Dalmacia, la Galia y África. Actuó con una tenacidad poco común frente a las adversidades y con una generosidad que le impulsó a ocuparse de las necesidades de la gente, empleando para ello incluso sus propias riquezas personales, con el convencimiento, expresado en sus escritos, de que la limosna era una obra de justicia, necesaria para el logro de la redistribución de los bienes pertenecientes a todos los hombres. Resultado de ello fue la adquisición y el ejercicio de un control completo sobre Roma y sobre los territorios del entorno, que venían a tomar cada vez más los rasgos de un “Estado” gobernado por el pontífice. Gregorio subsanaba de esa manera la incapacidad absoluta de gestión que mostraban los representantes imperiales y la falta de interés concreto que la corte bizantina demostraba en relación con la antigua capital. En Italia, las dificilísimas relacionas con los lombardos fueron reguladas por el papa, sin negar por ello su lealtad con respecto al emperador. Actuó en este campo con un gran cuidado, que se expresó en el bautismo católico de Adaloaldo, hijo de la reina Teodolinda, con la que el papa mantuvo una intensa correspondencia epistolar; este gesto marcó el comienzo de un camino que fue llevando al conjunto del pueblo lombardo, que hasta entonces había sido arriano, a la órbita de la iglesia católica. Con Gregorio se abrieron también otros horizontes para las Iglesia de Occidente. En esa línea, tuvo una enorme importancia su decisión de enviar el año 595 a Agustín, prior de su monasterio romano, junto con otros cuarenta monjes, para evangelizar la Britania (actual Inglaterra), donde la antigua iglesia celta, fruto de una primera evangelización, se encontraba muy reducida. La idea era valiente, pero también muy arriesgada. Evangelizar el Occidente, que los reinos bárbaros habían sustraído
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al control imperial, significaba de hecho enviar misioneros entre poblaciones hostiles, con las cuales resultaba a veces difícil el simple hecho de ponerse en comunicación. Esto significaba también que volvía a tomarse la línea de la misión apostólica y, por tanto, de la expansión del evangelio y ello permitía al obispo de Roma moverse con libertad, pues no tenía que enfrentarse con las pretensiones de control religioso que el emperador reivindicaba constantemente en los territorios bizantinos, ni tenía que situarse ante todas las cuestiones teológicas que en Oriente constituían un motivo perenne de discusión y divisiones. La apuesta resultó triunfadora. La evangelización de Britania tuvo éxito: sólo a los cinco años de su partida, Agustín fue nombrado arzobispo de Canterbury y se fundó en la región la diócesis de York; fue en aquella región donde tomaron forma los fundamentos ideológicos de aquello que será después la Europa occidental latina. La fisonomía de esa nueva Europa era romana, los fuertes pueblos que gobernaban la tierra eran germanos y el nexo de unión era la fe propagada por la Iglesia, de tal manera que parece justificado el título que algunos han dado a Gregorio Magno, llamándole «Padre de Europa». No es un dato casual el hecho de que, después de que se apagó el impulso proveniente de la Hispania visigoda, convertida al catolicismo, donde Isidoro de Sevilla había desarrollado una obra esencial de fusión de elementos germanos y romanos, sobre el fundamento del cristianismo, ciento cincuenta años más tarde, los impulsos básicos para la conversión de los territorios centrales del continente europeo vinieran a partir de las Islas Británicas. Esos impulsos llevarán a la construcción de una Europa que no será sólo heredera de Roma, liberada ya de la dependencia imperial bizantina, sino que formará una nueva unidad espiritual y cultural que caracterizará la historia de los siglos posteriores. Si a lo dicho hasta aquí se añaden las intervenciones en materia teológica y disciplinar y las numerosas obras que escribió, y que tuvieron una enorme difusión durante todo el medioevo, podrá verse mejor la importancia que Gregorio Magno ha tenido en la historia de la humanidad. Lo que, sin embargo, más nos interesa en este contexto de elecciones pontificias es la revisión radical, por no decir la inversión que este monje papa introdujo en el mismo concepto de cabeza de la Iglesia. Gregorio concibió, de hecho, la función papal como la del «siervo de los siervos de Dios». La expresión servus servorum Dei, utilizada todavía hoy por los papas, había sido ya empleada por Gregorio cuando era un
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simple monje, en un acto de donación, el año 5871. Pero después de la elección comenzó a introducirla en sus propias cartas, como verdadero y auténtico título, que caracterizaba su misión de papa, inmediatamente después del título de obispo de Roma. No se trataba de una humildad afectada, sino que ese título reflejaba su concepción de un papado, dedicado a los más pobres y al anuncio del evangelio en todas las gentes. Esta expresión asumía aún más significado si se comparaba con el pomposo título de «patriarca ecuménico», rechazado con tenacidad por Roma, que había comenzado a ser utilizado por Juan, patriarca de Constantinopla. En la misma línea de este signo, que pertenece al nivel de las formas externas, Gregorio pretendía resolver también aquella otra ambigüedad que se había introducido en la función papal con la presencia de los dos aspectos, uno religioso y otro político, que coexistían de hecho en su persona. Gregorio fue el primer monje que vino a ser papa, admirador de san Benito, que había muerto cincuenta años atrás. Él alejó de las oficinas de la curia pontificia a numerosos laicos, sustituyéndoles por monjes y su concepto de papado como servicio, que había sido solo esbozado por León I, se fundaba quizá también en su vocación monástica. Sin olvidar lo que ya se había conseguido en los siglos anteriores, en términos de supremacía teológica, magisterial y disciplinar o de gobierno, Gregorio quiso mostrar que el fundamento del primado romano debía expresarse en términos servicio y anuncio evangélico, y esta doble exigencia fue después destacada por pontífices especialmente conscientes de su tarea. A los ojos de los contemporáneos, como sucede a menudo y como he recordado ya al recoger la opinión del Liber Pontificalis, muchas de las decisiones de Gregorio no fueron entendidas en su significado más profundo. Por otra parte, entre sus sucesores, a lo largo de algunos decenios, no hubo personas capaces de proseguir su política y su esfuerzo. Más aún, el papado se encontró en una situación de extrema debilidad y de sujeción sustancial al poder bizantino, en el tiempo los nueve papas siguientes (Sabiniano, Bonifacio III, Bonifacio IV, Adeodato I, Bonifacio V, Honorio, Severino, Juan IV y Teodoro I), que se sucedieron en los cuarenta y cinco año que separan la muerte de Gregorio de la elección de Martín I (649-654). 1.P. Ewald y L.M. Hartmann (eds.), Gregorii I papae Registrum epistularum. Appendix I, en Monumenta Germaniae historica. Epistula 2, Berolini 1895, p. 437.
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Las reglas para la elección no sufrieron modificaciones durante ese período, pero debo señalar una directiva de Bonifacio III (607) quien, en su brevísimo pontificado –duró menos de nueve meses– reunió en San Pedro un sínodo en el que participaron setenta y dos obispos. Allí se tomo el acuerdo de que, viviendo aún un papa, no se discutiese sobre su sucesor, como se había establecido ya el año 499, y que las elecciones se desarrollaran al menos tres días después de los funerales del difunto pontífice. En realidad, la norma no fue aplicada, pero en aquel tiempo el peligro no era el exceso de rapidez. Los períodos de sede vacante entre un pontificado y otro duraron, por término medio, siete meses cada uno, con dos extremos: sólo fueron necesarios dos días para elegir y entronizar a Honorio I, pues el placet imperial fue concedido por el exarca Isacio, que se encontraba en Roma; por el contrario, tuvieron que pasar veinte meses después de la muerte de Honorio para que Severino pudiera recibir el mandato imperial necesario para la consagración. En ciertos momentos fueron más largos los períodos en lo que no hallamos ningún papa que los períodos en los que había un papa actuando de forma regular. Pues bien, en una situación como esta no suscitará mucha extrañeza el descubrir que los emperadores bizantinos pudieron intervenir con facilidad para tener bajo control la elección del obispo de Roma, ciudad a la que se consideraba como otras ciudades el Imperio pues no era ni siquiera la capital del Occidente, porque el exarca residía en Rávena, ciudad más defendible y mejor comunicada con Bizancio; por eso, la corte del imperio consideraba al obispo de Roma como a todos los otros obispos orientales, cuyo nombramiento debía ser aprobado y ratificado por el emperador. Muchos de los papas de ese período fueron de cultura griega o habían residido en Constantinopla como apocrisarios o, en general, siguiendo el ejemplo de Gregorio, se habían esforzado por mantener buenas relaciones con la corte del imperio, en especial por la inestabilidad de la situación política italiana y por la falta de fiabilidad de los gobernantes lombardos. Por el contrario, en Constantinopla, durante casi treinta años el emperador Heraclio y el patriarca Sergio I llevaron a cabo una política religiosa constante, de tipo compartido, que ellos pensaban que podía servir de ayuda para afrontar los grandes peligros que amenazaban la integridad del imperio, también desde el exterior. Primero el avance de los persas hacia el Bósforo y luego la naciente expansión de los árabes constituían, sobre todo, una amenaza para Egipto, Palestina y Siria, regiones donde el monofisismo se encontraba muy arraigado y donde
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era siempre más real el riesgo de una secesión, que habría hecho que la situación fuese aún más crítica. Con el intento de evitar que las tensiones políticas pudieran unirse a las religiosas (y no se debe olvidar que la doctrina monofisita ponía en discusión el mismo estatuto de la figura del emperador) y para ganar el favor de aquellas regiones, el patriarca Sergio propuso una nueva lectura de la problemática cristológica, que pudiera poner fin a las infinitas discusiones teológicas y resolver al menos uno de los problemas, contribuyendo así a la reconstrucción de la unidad del imperio en perspectiva religiosa. Introdujo así una fórmula en la que, admitiendo las dos naturalezas de Cristo, se afirmaba que en él existía sólo un único principio de operatividad (en griego enérgheia) y una sola voluntad (en griego thélema). Dejo que los teólogos decidan la manera en que esta postura, que suele llamarse monoenergetismo o monotelismo, se diferenciaba sustancialmente del monofisismo tradicional. De todas maneras, el patriarca quería acercar las fuerzas dispersas del Imperio, incluida la iglesia de Occidente. En efecto, el papa Honorio I, verosímilmente sin comprender las implicaciones teológicas y políticas de la nueva teoría, escribió el año 634 a Sergio, aprobando la formulación. A pesar de la oposición de diversos teólogos, entre los cuales se hallaban Sofronio, patriarca de Jerusalén, y Máximo el Confesor, el emperador Heraclio publicó el año 638 un decreto, la Échthesis, en el que pretendía decir la última y definitiva palabra sobre el tema, imponiendo, conforme al estilo de otros decretos de sus predecesores, la necesidad de creer en la única voluntad de Cristo. Ese decreto influyó en el trascurso de la siguiente elección papal. Honorio I había muerto e Isacio, exarca de Rávena, había recibido la orden de que el nuevo elegido, Severino, firmase la Échthesis antes de concederle el permiso necesario para la consagración. Pero este se negó a firmar y así sucedió que, habiendo sido elegido algunos días después de la muerte de Honorio, en octubre del 638, tuvo que esperar casi veinte meses, durante los cuales fue obligado a sufrir humillaciones de diverso tipo, antes de recibir el mandato imperial, que los embajadores habían logrado obtener, prometiendo que ellos convencerían al nuevo papa, para que firmase la formulación dogmática que se hallaba en discusión. El pontificado oficial del anciano Severino tuvo, según eso, una duración de sólo dos meses, del 28 de mayo al 2 de agosto del 640, en los cuales el pontífice siguió negándose a firmar aquello que en Roma se interpretaba ya como una forma disimulada de herejía monofisita.
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Su sucesor, Juan IV (640-642) rechazó también la imposición del decreto de Heraclio e hizo que un sínodo, reunido en Roma en junio del 641, condenara formalmente la doctrina monotelita. La elección del 642 llevó al nombramiento de Teodoro I (642-649), hijo de un obispo oriental y nacido en Jerusalén. Teodoro era muy intransigente contra el monotelismo y estaba en contacto con Sofronio y con Máximo el Confesor. Este papa pidió al nuevo emperador, Constante II, todavía niño y con un poder debilitado por la pérdida de grandes regiones, de Egipto a Siria, gobernadas ahora por los árabes, que retirara el texto de la Échthesis de las plazas públicas en las que se había colocado y pretendió que se condenara a Pirro, patriarca de Constantinopla. Este, dándose por vencido en una disputa pública con Máximo el Confesor, se trasladó a Roma donde renunció al monotelismo con una retractación solemne y espectacular, delante del pontífice. Manifestaciones de este tipo –una disputa teológica de carácter público, un cartel que se pega en las plazas con un decreto sobre el tema de la persona de Cristo, una retractación espectacular– no resultan hoy probablemente muy comprensibles, pero en aquella época constituían formas apropiadas para influir sobre la opinión pública y para crear consenso. Quizá era sólo una cuestión de imagen, pero el impacto fue notable y esa historia del patriarca Pirro se convirtió en una confirmación del primado del papa, al menos en Occidente. Por su parte, en Bizancio, el nuevo patriarca Pablo convenció a Constante II para que retirara la Échtesis (que no había alcanzado los objetivos esperados de pacificación y que no tenía ya sentido para mantener la unidad de las provincias monofisitas, ahora bajo dominio árabe) y para que promulgara otro edicto, el Typos del 648, el cual se limitaba simplemente a prohibir ulteriores discusiones sobre la cuestión de la voluntad o de las voluntades de Cristo. Los tiempos estaban maduros para el breve pero, en algún sentido, extraordinario pontificado de Martín I (649-655), que era natural de Todi y que había sido apocrisario del papa Teodoro en Constantinopla. Era de temperamento decidido y se hizo consagrar obispo sin esperar, e incluso sin pedir, la ratificación imperial. Convocó después inmediatamente un sínoco en el cual participaron ciento cincuenta obispos occidentales y un grupo de teólogos orientales. Tras una amplia discusión se llegó a la condena del monotelismo y del reciente Typos. La reacción imperial fue muy dura y se dio la orden de apresar al papa y de llevarlo a Constantinopla. Tras una primera tentativa fallida, Martín,
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que estaba enfermo y que se hizo llevar en su lecho al interior de la Basílica de Letrán, fue capturado y formalmente depuesto, el 17 de junio del 653, por parte del exarca y fue conducido a Bizancio, donde llegó, como él mismo refiere en una carta2, sin haber tenido siquiera la posibilidad de lavarse, a pesar de estar enfermo de desintería3. En otro lugar (cf. bibliografía final, para el cap. 3) he contado los detalles particulares de los maltratos a los que fue sometido, la prisión que sufrió, el proceso-farsa, la condena y, en fin, el traslado al exilio, en la desolada Crimea, donde padeció incluso de hambre, por falta de comida cotidiana, hasta la muerte que le alcanzó el 16 de septiembre del 655. Para aquella fecha hacía ya más de un año que había sido entronizado el nuevo papa, Eugenio I (654-657), un manso y anciano presbítero, que habría deseado una reconciliación. Martín había conocido la elección, que él esperaba que se realizaría sólo después de su muerte; pues bien, conforme a una carta, parece que él aceptó la elección (aunque persisten necesariamente ciertas dudas, porque el texto de la carta se presta a diversas interpretaciones). Y mientras pasaban estas cosas, en la hondura de la historia se iban sucediendo movimientos grandiosos, que marcan el surgimiento una nueva época como son: la impetuosa conquista musulmana de la franja sur del Mediterráneo, el desarrollo de los varios reinos bárbaros en Europa y la difusión del cristianismo en territorios y poblaciones que dentro de poco tiempo vendrían a convertirse en protagonistas de la historia. Pues bien, en medio de todo eso, el problema de las relaciones entre el obispo de Roma y el emperador de Bizancio, más o menos enmascarado con trazos de debate teológico, siguió estando todavía por mucho tiempo en el centro de interés de numerosos papas que reinaron en los decenios que siguieron a esa historia de Martín. Se alternaron muchas fases, con nuevos edictos y nuevos concilios, nuevas divisiones y nuevas reunificaciones, y las fuentes históricas han registrado numerosos episodios significativos. Sólo contaré uno de ellos, al que el Liber Pontificalis ha dado cierta importancia. Como he dicho ya, Eugenio I hubiera deseado que las relaciones con la corte bizantina fuera más distendidas. Sus enviados se encontraron con el patriarca Pedro y se dejaron convencer por él, aceptando una nueva fórmula de compromiso, según la cual Cristo tenía dos naturalezas y 2. Carta Noscere voluit, a Teodoro Spudeo, en Patrologia Latina, 129, col. 590. 3. Carta Omne desiderium, en Patrologia Latina, 129, col. 601-602.
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dos voluntades, pero, en cuanto persona única, sólo poseía de hecho una naturaleza y voluntad, es decir, una acción. Los teólogos más atentos habrían podido objetar que en realidad esta tesis estaba suponiendo que debían admitirse en Cristo tres voluntades, pero los enviados de Eugenio no se dieron cuenta de ello y, con gran solemnidad, el domingo de Pentecostés, día 17 de mayo del 655, sancionaron y ratificaron formalmente la nueva comunión entre las iglesias de Oriente y de Occidente. En Roma las proposiciones pactadas en Bizancio se leyeron públicamente en la Basílica de Santa María la Mayor, suscitando la reacción del clero y del pueblo presente, que impidió que el papa Eugenio continuara la celebración de la misa, mientras no prometiera que rechazaría el documento, confirmando de nuevo las decisiones precedentes, que condenaban el monofisismo. La sucesión de los papas continuó regulándose como antes y la elección se realizaba según las formas tradicionales, con la participación de los laicos y del clero romano y con la petición ulterior de aprobación imperial, necesaria para proceder a la consagración. Pero tuvieron lugar dos novedades de importancia. La primera fue que Agatón (678-681), al que recordamos también porque durante su pontificado el gobierno bizantino dejó de apoyar al monotelismo, consiguió que el emperador Constantino IV Pogonato retirara la obligación de pagar los tres mil sueldos de oro de tributo, que, como el lector recordará, los pontífices tenían que entregar en el momento de su coronación, desde hace casi ciento cincuenta años, es decir, desde el momento en que mandaba en Rávena el rey Atalarico. La segunda novedad fue la decisión tomada por el mismo emperador de confiar al exarca de Italia la ratificación de la elección papal, de manera que, desde aquel momento, la duración de la sede vacante fue sólo de dos o tres meses, pues Rávena se hallaba mucho más cerca y era mucho más accesible desde Roma que Constantinopla. La petición había sido planteada con insistencia por Benedicto II (684-685), que había sido consagrado doce meses después de la muerte por su predecesor León II (682-683), el cual, a su vez, había tenido que esperar casi diecinueve meses, porque el emperador había querido que concluyera el Concilio de Constantinopla III (el VI ecuménico), antes de conceder su beneplácito. Entre otras cosas, el concilio había decretado la condena solemne por herejía del difunto papa Honorio que, como se recordará, había aceptado las tesis monotelitas, y los decretos conciliares fueron después aprobados incluso por León II. Este hecho
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dio origen a una discusión literalmente milenaria sobre el significado de la infalibilidad papal en materia de fe4. El episodio de la condena conciliar de Honorio resulta suficiente para mostrar la situación de debilidad en que el papado estaba viviendo y, ciertamente, desde mediados del siglo VII hasta mediados del siglo VIII, hubo una extrema inestabilidad, cuando no una degradación abierta, del papado. En ese período se sucedieron una veintena de pontificados, algunos breves (Dono, León II, Benedicto II, Juan V y Conón reinaron menos de dos años) y otros brevísimos (Sisinio fue papa durante veinte días, Esteban II sólo diez). A menudo la elección estuvo determinada por maniobras que consistieron en apelar al poder político y militar de los partidarios de cada uno y algunas veces se recurrió al dinero. Pero, al menos en un caso, esa tentativa fracasó, y esta es la historia que ahora ha de contarse. A la muerte de Juan V (685-686) el clero habría querido elegir al arcipreste Pedro, pero el laicado o, mejor dicho, el ejército sostenía al presbítero Teodoro y se pusieron piquetes armados para impedir que el clero entrara en la Basílica de Letrán para proceder a una elección regular. Se encontró un compromiso en la elección del anciano Conón (686-687), un siciliano, hijo de un general, que consiguió el apoyo de las dos partes. Habían pasado sólo pocos meses cuando el archidiácono Pascual comenzó a maniobrar para suceder a Conón y prometió por escrito al exarca, Juan Platino, la elevada suma de cien libras de oro, si es que aseguraba su elección. El exarca aceptó y transmitió las instrucciones pertinente a los funcionarios civiles y militares de Roma, pero las cosas no sucedieron de la forma que se esperaba. A la elección de Pascual, que se daba por descontada, se opuso la elección de Teodoro, candidato del ejército, que el año anterior había esperado obtener la sucesión de Juan V. Ambos pretendientes de precipitaron con sus propios sostenedores en el palacio de Letrán, que cada uno ocupó por una parte, y la disputa se alargó por meses, hasta que los representantes principales de la parte civil, militar y clerical procedieron a la elección unánime de un tercer hombre, el presbítero Sergio, que fue coronado en Letrán sólo después del desalojo forzado del palacio, que había sido ocupado y defendido por los dos contendientes anteriores. Teodoro aceptó entonces la nueva elección que se había realizado, mientras que 4. El episodio fue estudiado atentamente, de nuevo, con ocasión de las discusiones que precedieron y acompañaron al Concilio Vaticano I, el año 1870.
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Pascual se dirigió secretamente al exarca. Juan Platino, que veía esfumarse la cuantiosa compensación que le habían prometido, apareció inesperadamente en Roma donde, sin embargo, dándose cuenta de las relaciones de fuerza allí existentes y de la imposibilidad de actuar de otra manera, confirmó la elección de Sergio, del cual, sin embargo, pretendió y obtuvo, el pago de las cien libras de oro que Pascual le había prometido. El pontificado de Sergio I (687-701) tuvo importantes resultados en lo referente a la afirmación de la autoridad primada de Roma en su relación con Rávena, con Aquileia y con Inglaterra, de manera que se resolvieron problemas que se hallaban abiertos durante varios decenios. Por el contrario, las relaciones con oriente estuvieron llenas de controversias. El emperador Justiniano II había convocado una reunión de los obispos orientales, que tomó el nombre de Concilio Quinisexto (692), porque tenía el propósito de completar los trabajos de los Concilios Ecuménicos V y VI. Numerosos cánones propuestos por ese nuevo concilio no tenían en cuenta la legislación de la iglesia de Roma y por eso Sergio respondió con un neto rechazo a la petición de aprobación enviada por el emperador. El intento posterior de aprisionar al papa suscitó vivas reacciones, no sólo en Roma, sino también en Rávena y en el territorio adyacente a la Pentápolis, de manera que el comandante bizantino Zacarías sólo pudo salvar la vida por intervención del mismo pontífice, en cuya cámara particular había buscado refugio «implorando con lágrimas piedad», como cuenta el Liber Pontificalis5. Tanto las medidas de fuerza como, todavía más, su fracaso son signos que nos permiten valorar cuánto se había reducido en esa época la influencia del emperador en Italia y cómo, por el contrario, había crecido el influjo del obispo de Roma, al menos en términos de conciencia de sí mismo y de su propia fuerza. Así se cerraba para el papado un siglo y se clausuraba una época: el papa Constantino (708-715) se trasladó a Bizancio, de octubre del 710 a octubre del 711, y allí fue recibido con grandes honores, y el emperador Justiniano II confirmó el primado de Roma en los asuntos eclesiásticos, como ya lo habían hecho sus predecesores Justiniano y Focas. El papa Constantino no aceptó las resoluciones del Concilio Quinisexto. Aquel viaje fue el último de un pontífice a Constantinopla y precedió inmediatamente a un cambio 5. Le Liber pontificalis, I, en o.c., p. 373.
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importante y significativo: con su sucesor Gregorio II (715-732) creció de hecho el distanciamiento de los papas respecto a la dependencia del emperador bizantino y comenzó la búsqueda de nuevos agentes políticos que por un tiempo fueron los lombardos y después, con mayor éxito, los francos. De esa forma se inició un proceso que algunos decenios más tarde conduciría a la restauración de un nuevo y antiguo imperio romano en Occidente. Dos hombres nuevos, que se movían fuera de los esquemas de los últimos decenios, se encontraron frente a frente. (1) Por una parte el emperador León III Isáurico, un sirio capaz de salvar con las armas la capital bizantina, amenazada por los árabes, poniendo por siglos unos límites a la expansión islámica hacia el Bósforo y dando así comienzo a un nuevo período de la política bizantina. (2) Y por otra parte el papa Gregorio II, de una familia romana acomodada, el primer italiano después de treinta años en los que se habían sucedido siete pontífices originarios de Grecia o de Siria. Las características de su pontificado, rico de acontecimientos que tendrían una larga repercusión en la vida de la Iglesia, fueron la habilidad política y una firme resolución en las cuestiones doctrinales. Tuvo unas relaciones borrascosas e inestables con el rey lombardo Liutprando, del cual, en todo caso, obtuvo la restitución de posesiones importantes en la zona de los Alpes y en Campania, y la cesión de la fortaleza de Sutri; este hecho se definió después como “donación” de un territorio que, en cuanto consignado al papa, se consideraría como núcleo primitivo del Patrimonio de San Pedro y condujo al reforzamiento de un sentimiento de cohesión en torno a Roma y al papado, tal como vino a destacarse como consecuencia de las relaciones igualmente tempestuosas con Bizancio. Gregorio se encontró a la cabeza de un amplio movimiento de protesta contra el fuerte aumento de impuestos, que había decidido el emperador León III, en guerra contra los árabes, mientras que –como era costumbre– le daba una connotación fuertemente política a un problema de origen teológico. Arrinconada la cuestión cristológica después de siglos de disputa, León III había puesto en marcha una activa política iconoclasta (de rechazo de las imágenes religiosas). Parecía que el prohibir el culto de las imágenes sagradas, como había hecho el califa Jesid en el año 723, podía resolver al mismo tiempo dos problemas: el de las relaciones con los árabes y el de la conversión de los judíos, que el emperador había ordenado por decreto. En un plano teológico, la prohibición se hallaba justificada por la necesidad de salvaguardar,
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sobre todo en la mentalidad de los más simples, el concepto de la trascendencia de Dios, que se decía que se hallaba amenazada por el comportamiento a menudo supersticioso que acompañaba al culto de las imágenes sagradas. Con una finalidad demostrativa, el emperador hizo destruir, o quizá hizo creer que se había destruido, la veneradísima imagen del Cristo de la puerta de Cálcide, el año 726, suscitando indignaciones y rebeliones, que tuvo que sofocar por las armas. Ni el patriarca Germano ni el papa le dieron su apoyo y un intercambio de correspondencia sobre el tema no condujo a ningún acuerdo6. El pontífice respondió de manera decidida y precisa: desde una perspectiva teológica, la iconoclastia (rechazo de las imágenes) debía concebirse como una verdadera herejía y en todo caso la definición de los dogmas no era asunto del emperador, sino de la Iglesia, cuyas competencias debían ser bien distintas de las competencias imperiales. El emperador León III destituyó a Germano y dio comienzo a una represión que llegó a ser sangrienta en Oriente, pero esa represión no pudo superar la resistencia del Occidente y todo el tema se resolvió con un alejamiento mayor de los súbditos italianos respecto del Imperio. Estos súbditos italianos se apretaron aún más en torno a la figura del pontífice y los bizantinos no lograron culminar una conjura tramada para deponer a Gregorio II, pues las tropas de Roma salvaron al papa. Como señal del progresivo alejamiento de los intereses relacionados con Oriente se puede citar también la gran atención que puso el papa en la obra de evangelización de las tierras germánicas, más allá del Danubio y del Rin: la ampliación significativa del área de influencia de la cristiandad occidental fue tan grande que el papa proyectó incluso un viaje, que no se realizó por su muerte, hacia los territorios recientemente ganados para el cristianismo. Las elecciones siguientes se realizaron por aclamación. Durante los funerales de Gregorio II, una multitud llevó entre aplausos a un presbítero, también llamado Gregorio, hasta el Laterano y lo eligió papa. Todavía no era costumbre añadir un número ordinal (1º, 2º, 3º...) al nombre del papa. Por eso, para no confundirlo con el anterior (también llamado Gregorio), algunos empezaron a llamar al nuevo iunior (el joven, el nuevo), pero como ese nombre se lo habían dado ya otros a 6. Se conservan dos cartas de Gregorio, en Patrología Latina, 89, col 495-534. Su autenticidad, discutida en el pasado, se reconoce ahora, a excepción de algunas partes menores.
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Gregorio II, para distinguirlo de Gregorio Magno, al nuevo papa empezaron a llamarle pronto Gregorio III. Este papa pidió al exarca el permiso para la consagración y fue el último en hacerlo; pero no por eso tuvo un comportamiento condescendiente hacia la política imperial. Fue intransigente sobre el tema del culto a las imágenes e hizo condenar de nuevo la iconoclastia en un sínodo convocado poco después, provocando con ello reacciones muy fuertes de parte del emperador León III, que separó de la jurisdicción de Roma las provincias eclesiásticas de la Iliria y de la Italia meridional y confiscó los patrimonios pontificios de Calabria y Sicilia, asumiendo él mismo la gestión directa de ellos, por medio de la fuerza. Esto contribuyó a que la política papal se fuera orientando aún más hacia Occidente. Gregorio III, que se encontraba en una situación difícil con Liutprando, que había ocupado Espoleto y había invadido el ducado de Roma, no buscó la ayuda de los bizantinos, sino que se dirigió a los francos, enviando el año 739 embajadas a Carlos Martel, maestro de palacio de los reyes merovingios y hombre fuerte del reino. Este no respondió a la llamada, pues estaba en deuda con Liutprando que le había ayudado en contra de los invasores árabes en Provenza, pero la iniciativa de Gregorio fue como una señal política que, proseguida por los papas en los decenios siguientes, vendría a tener consecuencias fundamentales para la historia europea. Los pontífices que sucedieron, entre la muerte de Gregorio III (741) y la coronación de Carlomagno en la Navidad del 800, fueron a veces víctimas y a veces artífices de grandes acontecimientos, en momentos en los cuales la situación de la cristiandad occidental resultaba objetivamente preocupante. África e Hispania, regiones que siempre habían sostenido al papado en su constante política de afirmación del primado petrino, actuando incluso en forma antibizantina, habían sido conquistadas por el Islam. Roma había perdido sus derechos patriarcales sobre amplias regiones como Sicilia y el otro lado del Adriático (Iliria, Grecia, Macedonia) y aparecía ante Constantinopla como un pequeño patriarcado local. La situación económica era desastrosa porque las amplias posesiones sicilianas, que eran la base de la economía pontificia en los últimos doscientos años, habían sido confiscadas. Entre los cristianos de Occidente, además de los habitantes de Italia, con los siempre inquietos lombardos, en quienes no se podía fiar, el papa sólo se podía apoyar en los irlandeses, anglosajones y francos (con los aquitanos y los bávaros).
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Y sin embargo, a pesar de las vacilaciones y contradicciones, entre los equilibrios dificilísimos e inestables que se iban haciendo y deshaciendo entre papas, emperadores bizantinos, reyes lombardos y francos y los califas árabes, en la convulsa segunda mitad del siglo VIII asistimos a un cambio radical en la situación de conjunto en torno al Mediterráneo. Dentro de esa situación podemos destacar estos elementos: el ingreso de los francos en la política italiana, la desaparición del reino lombardo, la formación de un verdadero y auténtico Estado de la Iglesia, política y administrativamente sometido al papado, la definitiva reducción de la influencia bizantina en Occidente, la detención de la expansión árabe hacia Europa. En ese mismo período, desde la perspectiva de la historia de las elecciones papales y de la afirmación del primado pontificio, se deben destacar algunos hechos significativos. El papa Zacarías (741-752) fue el último papa de origen griego y también el último que comunicó al emperador bizantino su propia elección, pidiéndole la confirmación. Pero repárese en esto: lo hizo después de haber tomado posesión. De ahora en adelante, los papas se limitarán a informar al emperador. Mantuvo una política que le llevó al acuerdo con los lombardos y con los bizantinos, pero fue él quien realizó un acto de gran importancia, que nos ofrece la medida del prestigio que había alcanzado la autoridad papal, fundada sobre la reverencia y el culto de Pedro. Veamos, Pipino el Breve, hijo de Carlos Martel y maestro de palacio del rey merovingio Childerico III, que tenía de hecho el poder en el reino de los francos, se había dirigido al papa para pedirle aclaraciones sobre quién debía ser considerado legítimamente el rey. La respuesta de Zacarías, llena de realismo y largueza de miras, fue que el título de rey debía pertenecer a quien de hecho ejerciera el poder real7. Las consecuencias de la opinión expresada por el papa, a quien evidentemente se reconocía una autoridad moral superior, no se hicieron esperar y algunos meses más tarde Pipino depuso a Childerico y fue coronado rey de los francos. Había comenzado la dinastía real carolingia. En efecto, ya desde hacía algún tiempo, el papa se había interesado por las cuestiones de los francos, sosteniendo la actividad misionera de Bonifacio en las tierras germánicas, bien vista también por los carolingios. La continua correspondencia de contenido doctrinal entre 7. Cf. G.H. Pertz (ed.), Annales Laurissensses et Einhardi, en Monumenta Germaniae historica. Scriptores, I, Hannoverae, 1826, pp. 136 y 137.
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Zacarías y el mundo franco (el misionero Bonifacio, Pipino, los obispos y abades del reino) había reforzado y extendido mucho la autoridad y la jurisdicción papal, de manera que en el año 747, los obispos de todas aquellas regiones, reunidos en un sínodo general, habían realizado una declaración solemne de fidelidad a la sede pontificia. La declaración que Zacarías había hecho a Carlos Martel, declaración que legitimó la toma formal de poder de parte de los carolingios, sólo fue por tanto un paso más que llevó hacia la creación de aquellas condiciones que permitirían la estrecha colaboración entre el papado y la nueva dinastía real de los carolingios. Algunas páginas atrás he señalado el significado simbólico –de clausura de una época– que se puede atribuir al último viaje de un papa a Bizancio (había sido el otoño del 710 y el papa tenía un nombre imperial, Constantino). Un significado semejante, pero de tipo opuesto –de apertura de una época– es el que puede reconocerse a otro viaje, cuarenta años más tarde: un papa, con el nombre de un diácono, Esteban, atravesaba el paso alpino que hoy llamamos el Gran San Bernardo y se acercaba al rey de los francos, para pedirle ayuda y protección contra los lombardos del rey Astolfo. Y esto sucedía después de que había fracasado una tentativa que habían realizado el mismo pontífice y un enviado del emperador (que no tenía la posibilidad de ofrecer tropas para la defensa de Roma), los cuales habían pedido en vano al rey de los lombardos que dejara de amenazar a Roma y que restituyera Rávena al Imperio. El viaje del papa al reino de los francos fue un éxito diplomático de primera magnitud. Este viaje de Esteban II (752-757), a quien se la llama a veces también Esteban III, porque antes de él hubo otro Esteban II que sólo fue papa por cuatro días, en marzo del 752, culminó con unas conversaciones que mantuvo con el rey en Quierzy, junto a Lyon, el domingo de Pascua del 754. En esas conversaciones, el papa obtuvo de Pipino el compromiso de liberar de los lombardos «a los santos Pedro y Pablo y al pueblo romano» y de defender las prerrogativas papales, compromiso que Pinino asumió también en nombre de sus hijos. No sólo eso. Esteban logró incluso que el rey garantizase como posesiones legítimas de San Pedro, es decir, del papa, además del ducado de Roma, también los territorios formalmente bizantinos, pero que en ese momento estaban en manos de los lombardos: Rávena con el Exarcado y la Pentápolis y otros territorios de la Italia central y meridional. La promesa se mantuvo y se cumplió, tras una doble y victoriosa campaña armada de Pipino contra Astolfo, de manera que a la muerte
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de Esteban (757) existía un estado pontificio. Se había cumplido así un paso sustancial hacia la separación incluso formal de Roma respecto de Bizancio. Como se comprende muy bien, esta «donación de Pipino» tuvo una importancia fundamental. Para ella se encontró un precedente muy autorizado en la así llamada «donación de Constantino», de cuya existencia se hablaba de tiempo en tiempo. Pero ahora, en este contexto, aquella donación se probó incluso documentalmente, produciendo un falso diploma8, que se pretendía emanado de Constantino. Conforme a ese documento, el papa Silvestre I habría recibido de parte del anti8. Me parece necesaria una breve digresión sobre el así llamado Constitutum Constantini, cuyo texto, en una edición reducida, propia del anotador Palea, aparece incluso, aproximadamente a mediados del siglo XII, en los añadidos al Decretum de Graciano, p. I., dist. XCVI, cap. 124 (en Ae. Friedberg [ed.], Corpus iuris Canonici, Lipsiae 1879, col. 342-345; edición crítica de H. Fuhrmann en Fontes iuris Germanici antiqui 10, Hannover 1968). Comprendía una serie de presuntas declaraciones que el emperador Constantino habría pronunciado en el 313, después de haberse convertido al cristianismo, entre las que destaca la afirmación del primado de la iglesia de Roma sobre las otras iglesias patriarcales de Alejandría, Antioquía, Jerusalén y Constantinopla, la soberanía del papa sobre todos los sacerdotes del mundo y la superioridad del poder papal sobre el poder imperial. A estas declaraciones de principio seguían varias concesiones hechas a los papas (como los honores, las insignias y la diadema imperial) y, sobre todo, la donación al papa Silvestre y a sus sucesores de muchos territorios, entre los cuales estaba Roma, Italia y algunas provincias del Occidente. La decisión de Constantino de dejar Roma y fundar una nueva ciudad en Bizancio, recordada en el mismo documento, derivaría además de la conciencia de la superioridad del poder papal, al que se cedía por eso la capital del Imperio. Nos se trataba –como hoy se sabe con seguridad– de un documento auténtico, sino que era un texto redactado en la segundo mitad del siglo VIII e inserto ya, junto a otros textos apócrifos, en las así llamadas Decretales pseudo-isidorianas, aproximadamente a mediados del siglo IX. Existen todavía hoy diversas hipótesis sobre los orígenes, el autor y la finalidad de este falso documento (cf. D. MAFFEI, La donazione di Costantino nei giuristi medievali, Milano 1964). Los que ponen sobre todo de relieve los beneficios que el papado podía obtener de esa donación sostienen que el documento nació en el ambiente de la curia romana; pero eso no explica el hecho de que el documento venga luego ignorado por siglos, antes de ser retomado por Inocencio III, en el siglo XIII. Otros piensan que ese documento tuvo un origen francés, surgiendo quizá en el monasterio de Saint-Denis, porque de allí provienen los manuscritos más antiguos que lo conservan; pero esto no da razón del lenguaje del texto, que muestra un origen romano. Una tercera hipótesis, más reciente, sostiene que el documento fue compuesto en Roma, pero no en un ambiente curial ni tampoco para ser instrumentalizado por el papado, al que le habría convenido que su poder derivase de la voluntad divina y no de la voluntad de un emperador; conforme a esta teoría, el Constitutum expresaría más bien una eclesiología de tipo oriental y habría sido redactado por un monje bizantino en el monasterio de San Silvestre de Roma, sin segundas intenciones de tipo político, sino sólo como un ejercicio retórico, para un panegírico del papa Silvestre.
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guo emperador Constantino la ciudad de Roma y otros territorios. Según la leyenda, el papa Silvestre habría incluso bautizado a ese emperador a quien en la Edad Media se le suponía, sin duda, como el primer emperador cristiano. Esa apelación a Constantino servía incluso para dar una base legal a la donación de Pipino, porque también en Occidente, al menos en la corte papal de Roma (e incluso quizá en la corte de los francos), se tenía la conciencia de que sólo el emperador de Constantinopla podía promulgar una disposición de ese tipo. Este documento, puesto muchas veces en discusión, pero sólo desenmascarado definitivamente a finales de la Edad Media, por obra de Lorenzo Valla9, constituye sin duda la falsificación que más ha influido en los acontecimientos posteriores, en la historia occidental. Por su parte, a cambio de la protección militar y política garantizada por el rey franco, el papa le ofreció la fuerza del prestigio que la sede romana gozaba ya ante los francos. La parte de la nobleza que sostenía a Carlomán, hermano del rey Pipino, tuvo que callar cuando Esteban en persona, en una solemne ceremonia, desarrollada el domingo 28 de julio, a las puertas de París, en la abadía de Saint-Denis, ligada desde entonces de manera inseparable a la realeza francesa, ungió y consagró al rey y a sus hijos y le dio el título honorífico, pero en realidad sin contenido, de Patricius Romanorum, título que algunos siglos antes había sido atribuido por el emperador de Oriente a los soberanos godos. La elección del 757, que siguió al pontificado de Esteban, que fue breve pero extraordinariamente innovador, recayó en su hermano Pablo I (757-767), tras el disenso de una parte minoritaria del clero, que habría preferido al archidiácono Teofilacto, contrario al acuerdo con los francos. Pablo anunció precisamente su propia elección a Pipino, rey de los francos, de la misma forma que solía usarse en el pasado para informar al exarca bizantino. Con este anuncio, el nuevo papa no pedía 9. El tratado De falso credita et ementita Constantini donatione (editado por W. Setz, en Monumenta Germaniae historica. Quellen zur Geistesgeschichte des Mittelalters, 10, Weimer 1976; trad. italiana a cargo de O. Pugliese, La falsa donazione di Costantino, Milano 1994) constituye la obra más célebre y más discutida del gran humanista Lorenzo Valla. Realizada en el año 1440, mientras el autor se encontraba al servicio de Alfonso V de Aragón, en un momento de ruptura con el papa Eugenio IV, la obra resolvió de un modo definitivo la cuestión del texto de la pretendida donación de Constantino. Valla demostró con argumentos históricos, y con una técnica de análisis textual que se puede tomar como principio de la filología moderna, que el documento no puede datarse en la época que el mismo documento pretendía, sino sólo muchos siglos más tarde.
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en realidad ninguna ratificación, sino que se apresuraba simplemente a confirmar el pacto que su hermano y predecesor había estipulado con el rey de los francos. El decenio de su pontificado estuvo centrado en la consolidación de los territorios recientemente adquiridos, amenazados después por los lombardos de Desiderio y por los bizantinos de Constantino V, y también en la consolidación de los vínculos con la casa real de los francos, incluso con gestos simbólicos que en aquella época tuvieron gran relieve. Fue significativa, por ejemplo, la dedicación de una iglesia romana a san Dionisio el mismo santo del monasterio parisino donde se había celebrado la consagración de Pipino; esa iglesia pertenecía al monasterio de san Silvestre, protagonista de la leyenda vinculada a la conversión del emperador Constantino el Grande. Todavía fue más significativa la historia de las reliquias de santa Petronila. En Roma se veneraba de hecho, desde hacía tiempo, la tumba de aquella santa, legendariamente considerada hija de san Pedro. Pipino, que se había hecho promotor de su culto, pidió al papa Pablo que colocase su cuerpo junto al cuerpo del príncipe de los apóstoles. La traslación de los restos desde un cementerio en la vía Ardeatina a una capilla, preparada para ello en el Vaticano, tuvo lugar el 8 de octubre del 757, en presencia del pontífice. Poco más tarde se llevó solemnemente a la capilla de la santa venerada por los francos el paño sobre el cual había sido colocada Gisella, hija de Pipino, después de haber sido bautizada. El papa Pablo se consideró desde entonces su padre espiritual y así, en su correspondencia con el rey, añadió el título de compater (compadre)10. Las dificultades de orden político y administrativo de un verdadero Estado, del que el papa era ya también soberano temporal, tuvieron consecuencias que debieron reflejarse también en el tema de la elección. El Liber Pontificalis no puede dejar de observar que algunos funcionarios papales fueron injustos y despóticos y que la burocracia fue opresora, de forma que a la muerte de Pablo I la aristocracia buscó la manera de elegir un representante suyo. Este fue Constantino, un laico que fue aclamado papa por una turba de soldados, con un procedimiento que recuerda más el que se empleaba para nombrar algunos emperadores romanos que aquel que se había previsto para una elección papal. Su carácter laical fue rápidamente superado, pues en una semana recibió 10. Cf. Monumenta Germaniae historia. Epistula, 3, pp. 511-557.
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las órdenes menores y mayores y fue consagrado obispo de Roma, pero un año más tarde el partido clerical, que no se había resignado a aquella elección irregular, logró obtener la ayuda de los lombardos para proceder a una nueva elección, esta vez según las normas. Las tropas lombardas capturaron a Constantino y pretendieron imponer como papa al presbítero Felipe, elegido la mañana y depuesto la tarde del 31 de julio del año 768, pero finalmente hicieron que fuera posible una elección regular, que llevó al nombramiento del presbítero Esteban III ó IV (768772). A este papa inconstante y mudable, por no decir intrigante, incapaz de oponerse a las iniciativas que podemos definir sin exageración como criminales, como la matanza brutal de aquellos que de vez en cuando parecían considerarse opositores, se debe, sin embargo, una iniciativa que a su manera resulta moralizadora. En un sínodo que el papa reunió en el Laterano, en abril del 769, con la presencia también de obispos francos, expertos en derecho canónico, se establecieron de hecho nuevas reglas para la elección del obispo de Roma. Por dos días enteros la asamblea se ocupó de Constantino, a quien se procesó y condenó como usurpador de la cátedra de Pedro, pues se consideró que había sido elegido irregularmente. Durante la asamblea fue incluso maltratado y terminó después sus días encerrado en un monasterio. El decreto de su elección fue públicamente quemado y todos los actos oficiales que él había cumplido, incluidas las ordenaciones, fueron invalidados. El temor de que se repitiese el nombramiento de un laico para la cátedra de san Pedro impulsó a los padres sinodales a asumir decisiones importantes que, de haber sido respetadas en tiempos posteriores, habrían configurado de manera distinta la historia de las elecciones papales. Establecieron de hecho que sólo los diáconos y presbíteros cardenales (un término que entonces era todavía bastante genérico y que probablemente se refería a los responsables de una diaconía o de una iglesia) podían ser elegidos para la sede papal y redujeron la intervención de los laicos en los procedimientos electorales. El texto del decreto sinodal ha sido transmitido sólo de forma indirecta11 y ello nos obliga a ser cautelosos. Parecería en todo caso que la elección preveía tres momentos. (1) En un primer momento, la elección del nuevo pontífice la realizaría sólo el clero romano, del que se dice que está compuesto por los sacerdotes, los dignatarios de la Iglesia y 11. Cf. G.D. Mansi (ed.), Sacrorum Conciliorum nova et amplissima collectio, 12, Florentiae 1766, col. 719; también Regesta Pontificum Romanorum, p. 285.
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todo el clero, sin ninguna imposición externa, con la prohibición incluso de la mera presencia de los laicos o de hombres armados. (2) En un segundo momento, definido todavía como “previo” a la elección, mientras el preelegido sería conducido al palacio de Letrán, los laicos y los comandantes del ejército, con todos los soldados, los ciudadanos honestos y todo el pueblo aprobarían por aclamación la elección ya realizada. (3) En fin, se redactaría y se firmaría por todos el documento conclusivo del proceso electoral. Sólo entonces se podría decir que la elección estaba completa y podían comenzar los procedimientos de la consagración. Los padres sinodales prescribían por otra parte que durante las elecciones no entrasen en la ciudad hombres armados procedentes del exterior. Las restricciones eran por tanto grandes y se relacionaban tanto con las personas elegibles como con el cuerpo electoral, pero en los años posteriores fueron repetida y fácilmente cambiadas. Para hacer posible la elección, se podía ordenar como clérigo al que hubiera sido preelegido. Y por otra parte, la exclusión de los laicos, cuya función quedaba reducida simplemente a ofrecer su gesto de aclamación, no significó de hecho, como el lector puede bien imaginar, que los laicos entre los cuales, como se habrá notado, no aparecen ya los senadores (pues están sustituidos por los comandantes de la tropa), no tuviesen la posibilidad de orientar, de sugerir e incluso de imponer un candidato. De hecho, lo podrían haber hecho, sin necesidad de estar presentes en el momento del voto, pues, además, el derecho de aclamación de aquel que había sido preelegido continuaba siendo una parte importante del procedimiento que conducía al decreto de elección. También en este caso, como ya se ha visto en otras intervenciones formales de este tipo (la de Honorio en el 420, la de Símaco en el 499 y la de Bonifacio II en el 607), las decisiones que se tomaban querían responder a las necesidades concretas del momento y querían impedir que se repitiesen los abusos y las irregularidades recientes. El hecho de que después esas decisiones se aplicaran de verdad constituye una cuestión muy distinta. De todas formas, esa inestabilidad y esa, por así decirlo, aproximación en la aplicación de las normas constituye algo que era común también fuera del ámbito eclesiástico. Por ejemplo, la constitución de un Estado regido administrativamente por el pontífice no había cancelado del todo la autoridad bizantina sobre aquellos territorios. Todavía durante muchos años fue la efigie del emperador de Constantinopla la que se imprimía sobre las monedas y a él se le atribuía la com-
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petencia jurisdiccional para los delitos de lesa majestad, como lo demuestra el caso de Pablo Afiarta, jefe del partido lombardo de Roma, a quien Adriano I (772-795) hizo arrestar. Las relaciones con Bizancio no habían quedado interrumpidas, ni siquiera en el tiempo de las luchas iconoclastas e incluso habían tenido un momento de relanzamiento, con ocasión del Concilio Ecuménico de Nicea II, el séptimo de los ecuménicos del año 787, que había condenado en Oriente a los iconoclastas y que había retomado y purificado el culto de las imágenes. Pues bien, la emperatriz Irene en una carta al papa de Roma le definía como el «primer sacerdote verdadero, aquel que preside en el lugar y sobre la cátedra del santo y laudabilísimo apóstol Pedro»12. Sin embargo, el proceso de expansión de los francos era ya irreversible y condujo a modificaciones radicales en la situación política general. En el curso del largo pontificado de Adriano I, Carlomagno, que había sucedido a su padre Pipino, absorbió el reino de los lombardos, asumiendo el título de rey de los lombardos, que añadió al de rey de los francos y al otro título, hasta ahora sólo simbólico, de patricio de los romanos. Su poder político, el mayor del Occidente, unido a la fidelidad a la iglesia de Roma y al papado, al que debía la legitimidad de su realeza, fueron condiciones favorables y determinantes para uno de los acontecimientos más significativos de toda la historia medieval, que se verificó en la Navidad del año 800, durante el pontificado de León II (795816), que vendremos a narrar en el próximo capítulo. Recapitulación cronológica del capítulo PAPAS San Gregorio I Magno, 3.9.590 – 12.5.604 Sabiniano, 13.9.604 – 22.2.606 Bonifacio III, 19.2.607 – 12.11.607 San Bonifacio IV, 25.8.608 – 8.5.615 San Adeodato I, 19.10.615 – 8.11.618 Bonifacio V, 23.12.619 – 25.10.625 Honorio I, 27.10.625 – 12.10.638 Severino, 28.5.640 – 2.8.640 Juan IV, 24.12.640 – 12.10.642 Teodoro I, 24.11.642 – 14, 5.649 San Martín I, ¿?.7.649 – 16.9.655 San Eugenio I, 10.8.654 – 2.6.657
ACONTECIMIENTOS Y DOCUMENTOS
607 Sínodo de san Pedro
638 Échthesis del emperador Heraclio
648 Typos del emperador Constante II
12. Sacrorum Conciliorum nova et amplissima collectio, en o.c., col. 985.
EL PAPADO AMPLÍA SUS HORIZONTES
PAPAS San Vitaliano, 30.7.657 – 27.1.672 Adeodato II, 11.4.672 – 17.6.676 Dono, 2.11.676 – 11.4.678 San Agatón, 27.6.678 – 10.1.681
San León II, 17.8.682 – 3.7.683 San Benedicto II, 26.6.684 – 8.5.685 Juan V, 23.7.685 – 2.8.686 Conón, 21.10.686 – 21.9.687 Teodoro, 21.9.687 – 15,12.687 Pascual, 21.9.687– ¿? 692 San Sergio I, 15.12.687– 8.9.701 Juan VI, 30.10.701 – 11.1.705 Juan VII,1.3.7051- 8.10.707. Sisinio, 15.1.708 – 4.2.708 Constantino, 25.3.708 – 9.4.715 San Gregorio II, 19.5.715 – 11.2.73l San Gregorio III, 11.2 (18.3). 731 – 29.11.741 San Zacarías, 10.12.741 – 22.3.752 Esteban II, elegido y muerto entre el 6 y el 25.11.741 Esteban II (III), 26.3.752 – 26.4.757 Teofilacto, ¿?.4.757 – ¿?.5.757 San Pablo I, Abril ó 29.5.757-28.6.767 Constantino, 28.6, 5.7.767 – 769 Felipe, 31.7.768 Esteban III (IV): 1, 7.8.768 – 24.8.772 Adriano I, 1, 9.2.772 – 25.12.795
ACONTECIMIENTOS Y DOCUMENTOS
678 Agatón consigue que Constantino IV no le obligue a pagar la tasa por la elección 680-1 Concilio de Constantinopla III 684 La ratificación imperial de la elección papal queda en manos del exarca de Rávena
692 Concilio Quinisexto
7.10.711 Viaje del papa a Constantinopla
750 Carta del papa a Pipino el Breve
754 Viaje del papa al reino de los francos. “Donación de Pipino”
769 Sínodo lateranense 787 Concilio de Nicea II
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La escena es una de aquellas que ha estado destinada a quedar impresa y a sacudir la fantasía de muchos, tanto en un plano popular como historiográfico. El escenario es el interior de la basílica que Constantino el Grande había hecho construir sobre la tumba de san Pedro, en Roma. Personajes principales: (1) un papa, físicamente marcado por las heridas que había sufrido en un atentado, en el cual apenas había logrado salvar la vida, y psicológicamente tocado por una difícil prueba a la que había debido enfrentarse sólo dos días atrás; (2) un rey, el mayor rey del momento, el más fuerte y decidido que se había visto desde hacía siglos sobre las orillas del Mediterráneo. Los protagonistas se encuentran rodeados por dignatarios, con vestiduras oficiales muy distintas; en ambos grupos había algunos dignatarios religiosos y otros laicos. No faltan los cronistas, dispuestos a transmitir el recuerdo del acontecimiento a las generaciones futuras. El público no está destinado a actuar simplemente como espectador, sino también a representar un papel importante. Es muy numeroso y, entre otras cosas, contribuye a elevar la temperatura del momento, incluso la física, dado que nos hallamos en invierto. Es una fecha redonda: la Navidad del 800. En el curso de la celebración religiosa solemne del nacimiento de Jesús, con un ritual minuciosamente preparado, el papa León III se dirige a todo el pueblo y al clero presente y les invita a saludar al rey Carlos como augusto y como emperador. La muchedumbre aclama. León coloca después sobre la cabeza de Carlos, que se inclina para recibirla, una preciosa diadema. Ha renacido en Occidente el Imperio, que se llamará “sacro y romano”.
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Pero ¿por qué fue tan significativo aquel episodio? ¿Qué consecuencias tuvo? ¿Qué acontecimientos lo habían preparado y quiénes eran sus protagonistas? León III, un romano de origen modesto, había sido elegido papa exactamente cinco años antes, el 26 de diciembre del 795, el día siguiente a la muerte de Adriano I y había sido consagrado el 27. Algunas fuentes dicen que fue una elección unánime, pero la afirmación es dudosa, porque el neoelecto se encontró muy pronto con la necesidad de afrontar la hostilidad de un partido adverso. Privado como estaba de lazos de parentesco con la nobleza de la ciudad y necesitado de apoyos externos, se apresuró a enviar al rey Carlos el decreto de la elección, al mismo tiempo que las llaves de la confesión (lugar del martirio y enterramiento) de San Pedro y el estandarte de la ciudad, con la petición de que enviase un representante suyo, para recibir el juramento de fidelidad de los romanos. En su respuesta, el rey franco afirmó que no tenía ninguna intención de intervenir en la elección de los pontífices y expresó su pensamiento sobre la cuestión de la división de funciones: el rey tenía que defender a la Iglesia de sus enemigos interiores y exteriores; por su parte, León debía elevar las manos al cielo, como Moisés en la batalla contra los amalecitas, para rogar y obtener de Dios la victoria. El rey Carlos fue siempre fiel a esta interpretación: reconoció a los pontífices la supremacía en cuestiones doctrinales y de fe, y no puso en discusión la base petrina del papado, que los teólogos francos de las generaciones anteriores también habían apoyado y difundido, de tal manera que ese convencimiento formaba ya parte del bagaje cultural de la población. Sostenía, sin embargo, que las prerrogativas y funciones papales no eran suficientes para el buen gobierno del pueblo cristiano, del que el mismo Carlos se consideraba cabeza y guía, situándose en el lugar donde había estado Constantino, el emperador ideal, y David, el rey sacerdote ideal de la tradición bíblica. Fueron muy significativas algunas opciones simbólicas e iconográficas, el uso de ciertas fórmulas en los documentos públicos, la introducción de un protocolo particular en la corte y, sobre todo, para el gran público, la construcción de la Capilla Palatina en Aachen, la antigua Aquisgrán, capital privilegiada del imperio carolingio, siguiendo las formas de la Basílica de San Vital de Rávena, que era el modelo de basílica “imperial” más fácilmente disponible que, a su vez, se inspiraba de hecho en Santa Sofía de Constantinopla. Cuatro siglos más tarde, en un momento en que el Imperio reivindicó con fuerza particular su propia
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función, se construyó el relicario para conservar los restos del rey Carlos, una obra cumbre de la orfebrería renana, en el que se transmitía incluso de un modo iconográfico el mensaje carolingio: Jesucristo, Señor del universo, protege con la derecha a Carlos, sentado en el trono, que lleva en las manos el globo terrestre; a sus lados, mucho más pequeñas, encuentran su lugar dos figuras que representan al papa León III y al obispo Turpín. Es Carlos el que aparece como vicario de Cristo en la tierra. Precisamente a causa de esta elevada consideración de aquello que él interpretó como su misión propia, el rey de los francos intervino repetidamente en cuestiones eclesiásticas, para resolver por ejemplo disensos o disputas de disciplina en los territorios que le estaban sometidos, incluso sin consultar al papa. Carlomagno se ocupó también de los debates teológicos: así, por ejemplo, el año 798, invitó al papa León a convocar un sínodo para tratar sobre la condena contra la herejía adopcionista (como había sucedido ya en Regensburg en el año 792 y en Frankfurt, en el 794). Las dificultades de León, hostigado por un partido que encabezaban dos sobrinos del difunto Adriano, se habían hecho cada vez más graves. A ellas se unió un complot organizado en contra de él, el 25 de abril del 799: fue asaltado y herido gravemente por gentes armadas que intentaron arrancarle los ojos y cortarle la lengua; por fin, el desgraciado pontífice fue aprisionado. Logró luego escaparse, llegando hasta la corte del rey que aquel verano se hallaba en Paderborn. Fue recibido con todos los honores, con un ceremonial muy cuidado, que se desarrolló en el palacio real, el primer edificio señorial de Westfalia; el hecho lo cuenta también con amplitud la fuente escrita más importante, un poema anónimo y contemporáneo a los acontecimientos, llamado el Epos de Paderborn, que resulta particularmente precioso por las informaciones que ofrece sobre la estancia del papa en la corte, que duró tres meses. Durante aquellos días, el soberano y el pontífice tuvieron ocasión de aclarar las respectivas maneras de concebir las relaciones entre el poder religioso y el poder civil, proyectando una línea de acción común. A su regreso a Roma, en el mes de noviembre, León venía acompañado por un imponente cortejo de dignatarios eclesiásticos y civiles, encargados de volver a ponerle en su puesto, pero también de investigar el atentado del 25 de abril y de verificar la fiabilidad de las acusaciones que le dirigian aquellos que atentaron contra él. Los delegados del rey no fueron capaces de resolver la cuestión y el año siguiente, en noviembre del 800, el mismo Carlomagno llegó a Roma.
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Estos eran los problemas todavía no resueltos, como recuerda una carta que su consejero Alcuino dirigió por entonces a Carlomagno1: el relacionado con el papa, el problema del Imperio de Oriente donde reinaba una mujer, Irene, que había depuesto y cegado a su hijo Constantino VI, y el de la “dignidad real” del mismo Carlos, que aún debía precisarse, en sus relaciones con el papa y con el imperio bizantino. El 1 de diciembre se celebró en San Pedro una gran reunión, presidida por Carlos y León, para discutir los acontecimientos del atentado y las acusaciones dirigidas contra el pontífice por sus adversarios. La situación era delicada: los juristas y la misma costumbre –como lo recordó también Alcuino– sostenían que el papa no podía ser juzgado por ningún tribunal, ni siquiera por el tribunal del emperador. El principio se encontraba ya establecido desde hace siglos, sancionado con precisión al menos desde los tiempos de Gelasio I2 y formalizado por las así llamadas “falsificaciones de Símaco”, del 500 aproximadamente, con la expresión prima sedes, es decir, la sede apostólica romana, a nemine iudicatur no puede ser juzgada por nadie3. Sin embargo, la falta de una clarificación habría creado la impresión de que las acusaciones eran verdaderas y el pontífice habría quedado en una situación de debilidad objetiva. León decidió entonces disculparse, a través de un solemne juramento, procedimiento para el cual se buscaron precedentes más o menos legendarios, que permitían salvaguardar enteramente el principio de la supremacía y de la no-judicabilidad del papa. En relación con ese iuramentum purgationis, que tuvo lugar el 23 de diciembre del 800, ante la asamblea reunida de nuevo en San Pedro, se elaboró un texto extremadamente cuidadoso donde se clarificaba que aquel gesto era totalmente voluntario, que no había sido en modo alguno impuesto y que no podría ser invocado como precedente para obligar a otros papas u obispos a 1. ALCUINO, Epistula 109, en Patrologia Latina, 1000, col. 329-331. 2. En particular en la Carta a Fausto, su apocrisario en Constantinopla, el año 493 (en Patrología Latina, 59, col. 28) y en la Carta a los obispos de Dardania, del 495 (Ibíd., col. 66). 3. Fue precisamente esta formulación del tiempo de Símaco, y no las afirmaciones menos concisas de las fuentes anteriores, la que entró en las Decretales pseudoisidorianas del siglo XI; en torno a ese tema, véase más adelante lo que se dice en la nota 8 y su contexto. Sobre la formación y evolución del principio de que al papa no se le puede juzgar, cf. K. SCHATZ, Il primato del papa. La sua storia dalle origini ai nostri giorni, Brescia 1996, pp. 118-121.
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repetirlo. El hecho confirmó ciertamente la soberanía del papa, pero mostró también todo lo que él debía a la protección del rey, que, como recuerda el mismo texto del juramento, había venido a Roma precisamente para resolver la cuestión de las acusaciones contra el pontífice. Fue en este clima en el que, dos días más tarde, en la Navidad del 800, tuvo lugar en San Pedro el episodio ya narrado de la coronación, que constituía una refundación consciente del imperio romano en sentido cristiano. Se ha discutido mucho sobre aquel gesto, que marcó los siglos posteriores de la historia, pero la impresión que se recibe de las fuentes es que, en contra de lo que sostenía su biógrafo Eginardo4, el acontecimiento no causó extrañeza en el rey Carlos, como si no hubiera estado preparado para ello. La ceremonia se desarrolló sin sorpresas, conforme al ritual puesto a punto anticipadamente por los protagonistas. No se sabe con precisión si la iniciativa fue tomada por el papa o por el rey, pero, sin duda, en la imaginación colectiva y en la historiografía quedó impreso el gesto de un pontífice que colocaba la corona sobre la cabeza de un emperador arrodillado ante él y fue este gesto el que, repetido con obstinación constante por los sucesores de León con los sucesores de Carlos, y justificado más tarde con oportunas elaboraciones teóricas, terminó por crear la idea de que era el papa quien hacía al emperador. En unos pocos decenios se había invertido de alguna manera la situación anterior, según la cual era el papa, regularmente elegido, el que debía esperar el permiso imperial (de Bizancio) para ser consagrado. El título de Augustus et Imperator atribuido a Carlos, es decir, el renacimiento del Imperio en Occidente, suscitaba obviamente el problema de las relaciones con aquel Imperio que no había dejado nunca de existir en Oriente y sólo en los siglos posteriores se hablará de una translatio imperii, es decir, de un traslado de la dignidad imperial que viene (de nuevo) de Constantinopla a Roma. La radical ambigüedad de la situación era percibida incluso por la corte carolingia, de tal forma que se intento un matrimonio entre Carlos e Irene, emperatriz de Oriente, matrimonio que habría podido reconstruir la unidad del imperio y resolver los problemas institucionales. La realidad fue que los bizantinos siguieron viendo por mucho tiempo a los reyes francos de la mis4. R. Rau (ed.), EGINARDO, Vita Karoli Magni, en Quellen zur Karolingischen Reichsgeschichte, 1, Berlin 1955, p. 198. Trad. italiana de G. Bianchi, Vita di Carlo Magno, Roma 1988.
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ma forma que en tiempos anteriores habían considerado a los que gobernaban sobre la parte occidental del único imperio romano (que era el suyo). Por su parte, Carlos y con él el papa León, no consideraron el imperio bizantino como algo ya acabado, sino que lo retuvieron de hecho como una “entidad extranjera”, con la que debían mantenerse aquel tipo de relaciones que hoy definiríamos de política de asuntos exteriores. Lenta y gradualmente se llegó a retener como jurídicamente legítima aquella situación fáctica, es decir, la existencia de dos imperios. El gesto del rey franco y del papa romano constituyó una etapa fundamental en la formación de una sociedad europea consciente de su propia existencia autónoma, en la que ambos (emperador y papa) aparecen como guías. Sin embargo, no se había resuelto en modo alguno, ni de hecho ni en el plano teórico, el serio problema de los límites y competencias de cada una de las dos autoridades, religiosa y civil. Por una parte, Carlos sostenía que la función sacerdotal formaba también parte de la función real, como en el caso del rey bíblico, David, y una lectura mal comprendida o, más probablemente, partidista del De civitate Dei de San Agustín le confirmaba en el convencimiento de que era precisamente él quien, como emperador, debía guiar al pueblo cristiano que existe sobre la tierra y en la historia. Por otra parte, en la perspectiva pontificia, el nuevo Sacro Imperio Romano, a diferencia del imperio bizantino que tenía orígenes antiguos –e incluso anteriores al nacimiento de la iglesia–, no se situaba al lado o por encima del papado; ese nuevo imperio constituía más bien una creación de la Iglesia y por eso venía a colocarse, a los ojos del papa, al interior de la visión del episcopado universal que los pontífices habían construido en el curso de los siglos. Esteban IV (V) (816-817), elegido diez días después de la muerte de León III, pensó que debía confirmarse la idea de que la intervención del papa resultaba necesaria para el pleno ejercicio del poder imperial. Envió la noticia de su propia elección a Ludovico Pío, a quien su padre Carlomagno había ya asociado con él como emperador, el año 813, y se acercó a Reims para encontrarse con él, en octubre del 816. En aquella ocasión repitió perfeccionándolo el gesto de su predecesor: ungió solemnemente a Ludovico en la catedral de la ciudad e impuso sobre su cabeza una corona traída a propósito de Roma y que se decía incluso que había pertenecido a Constantino. No causa, por tanto, demasiada sorpresa el saber que el año siguiente, siendo papa Pascual I, elegido
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y consagrado a las veinticuatro horas de la muerte de Esteban, el primer emperador ungido (y no sólo coronado) por un papa publicara un estatuto conocido como el Privilegium o Pactum Ludovicianum (Pacto de Ludovico), en el que, además de confirmar la posesión de los territorios pontificios, delimitados por primera vez de un modo preciso en su extensión geográfica y de definir la soberanía jurisdiccional y administrativa del papa, el emperador reafirmó el compromiso, ya asumido por su padre Carlomagno, de no intervenir en la elección papal: los romanos serían del todo libres para elegir y consagrar a un pontífice; sólo se pedía que, tras la consagración, el nuevo papa enviase un legado ante el emperador para confirmar el tratado de amistad y de paz5. Tampoco el papa Pascual, destinatario del Pacto de Ludovico, dejó escapar la ocasión para repetir y perfeccionar el gesto simbólico de la unción y coronación. Lo hizo el 823, cuando vino a Roma Lotario, hijo de Ludovico, a quien su padre había ya coronado emperador en Aquisgrán, el año 817, asociándolo al gobierno: la ceremonia, a la que se le añadió un gesto simbólico especial de parte del papa, la consigna de la espada signo de poder temporal, tuvo lugar con toda solemnidad durante la misa del domingo de Pascua. Con cierta frecuencia sucede, sin embargo, no sólo en la política contemporánea y en nuestra vida cotidiana, sino también en la historia, que algunos compromisos solemnes, llenos de convencimiento y firmeza, no se mantienen demasiado largo tiempo. Pues bien, en los dieciocho meses que siguieron a la grandiosa ceremonia pascual de la coronación se dieron al menos tres hechos que desmintieron las promesas anteriores, que estaban relacionadas con temas como la soberanía del papa y la forma de las elecciones pontificias. El primer hecho se encuentra relacionado con Pascual I. Después que Lotario hubiera salido de Roma, un motín o revuelta, apoyada por el partido filoimperial, desembocó en una violenta represión por parte del gobierno pontificio, que culminó en un doble asesinato político, que se consumó por añadidura en el Laterano, sede del obispo de Roma. La noticia llegó a la corte de Aquisgrán, junto a las dos proposiciones contrapuestas: la de aquellos que afirmaban que el papa era cómplice del asesinato y la de aquellos que defendían su inocencia. La comisión 5. Texto ofrecido por A. BORETIUS, en Monumenta Germaniae historica. Legum Sectio II. Capitularia Regum Francorum, 1, Hannoverae 1883, 353-355.
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investigadora, enviada por el emperador, no logró aclarar los acontecimientos y Pascual I fue obligado realizar, en el otoño del 823, un juramente público de disculpa, delante de numerosos obispos y de otros enviados del emperador. Se repitió de esa forma la situación que veintitrés años atrás había obligado a León III a una declaración semejante, a pesar de que en aquella ocasión, como se recordará, se tomó el compromiso solemne de no tomar ese juramento como un precedente que pudiera invocarse en circunstancias análogas. Pascual murió el mes de febrero que siguió a su juramente y el tumulto que estalló en los mismos funerales hizo prever nuevos momentos difíciles. En efecto, durante cuatro meses, la contraposición entre el partido del clero y del pueblo, y el partido de la nobleza laica impidió que se realizasen las elecciones regulares. Sólo en junio se llegó a una solución, prácticamente impuesta por el monje Wala, enviado de Ludovico Pío, eligiéndose al arcipreste Eugenio II (824-827); este se apresuró no sólo a comunicar su propia elección al emperador, sino que le prestó juramento de fidelidad, reconociendo su soberanía, incluso sobre los estados pontificios. Al final del verano, vino a Roma Lotario y, de acuerdo con el papa, elaboró una serie de procedimientos que se presentaron como necesarios para garantizar el orden público y el gobierno en los territorios pontificios. En realidad, se trataba de dos desmentidos de aquello que se había concordado previamente: (1) En primer lugar, la administración temporal del papa fue puesta bajo el rígido control de una comisión particular de supervisión que se comunicaba directamente con el emperador; y de esa manera se canceló la autonomía concedida por el Pacto de Ludovico hacía sólo quince años. (2) En segundo lugar, se fijaron normas sobre la elección del papa, normas que pretendían tomarse como un retorno a las tradiciones, como al reconocer que sólo los romanos tenían el derecho de elección del papa; pero en la práctica esas normas cancelaban todo lo que se había establecido en el Sínodo del 769, cuando se intentó que el poder civil quedara alejado de la elección papal. La promulgación pública de las nuevas disposiciones tuvo lugar en la Basílica de San Pedro y la Constitución romana de Lotario6, que surgió de esa manera, marca el punto más alto del control franco sobre el papado. Era el 11 de noviembre del 824, un viernes, un día que no se eligió ciertamente al azar, en unos tiempos en los que los símbolos jugaban un 6. Editada por A. BORETIUS, Ibíd., pp. 323-324.
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gran papel; era de hecho el día de la fiesta de San Martín, patrono de la monarquía franca, ya desde el tiempo de los merovingios7. Las normas electorales fueron ratificadas por un importante sínodo convocado por Eugenio II en el Laterano, el año 826. Se restituyó a los laicos romanos el derecho de tomar parte activa en las elecciones, al lado del clero, y se fijó la obligatoriedad de la presencia de los embajadores imperiales en el momento de la consagración del elegido, que en aquella ocasión debía prestar un juramento de fidelidad al emperador. Las elecciones pontificias se realizaron conforme a esta modalidad durante medio siglo y el primer intento de eludir la Constitución Romana, que se dio en la consagración de Sergio II, el año 844, sin la presencia de los enviados imperiales, provocó la reacción inmediata del soberano franco. Pero la grave inestabilidad que se había apoderado del imperio carolingio, debida a las largas y confusas luchas por la sucesión, y la consiguiente debilidad del imperio, permitieron que el papado siguiera recorriendo el camino de reafirmación de su propia autoridad, que encontró una expresión significativa cuando se repropuso el tema de la consagración de los emperadores. Todavía Sergio II aprovechó la ocasión de la presencia de Ludovico, hijo de Lotario, quien, de hecho se había presentado en pie de guerra, a fin de restablecer el derecho imperial de presencia en la consagración papal, para ungirlo y coronarlo como rey de los lombardos, uno de los títulos de los soberanos francos, de manera solemne, el domingo 15 de junio del 844. Y pocos años más tarde, el 850, fue el mismo Lotario el que pidió al papa (que entonces era León IV) que ungiera y coronara emperador a su hijo Ludovico II. Todavía una vez más se encontró una forma de perfeccionar la ceremonia, en sentido favorable al pontífice. Junto a la corona, el aceite de la unción y la espada, se introdujo otro gesto particularmente simbólico: como signo de sumisión y humildad, el emperador llevó por las bridas el caballo del papa durante un breve trayecto del camino, en el espacio de un tiro de arco, repitiendo aquel officium stratoris, del que ensilla y guía al caballo de su dueño, que había realizado ya Pipino casi cien años antes con Esteban II. 7. San Martín tuvo una enorme popularidad, que surgió a través de los escritos de su contemporáneo Sulpicio Severo, a finales del siglo IV, y su nombre entró muy pronto en los elencos de los santos, con una fecha de fiesta (11 de noviembre) que ha permanecido fija hasta el día hoy. El rey Clodoveo acudió el año 506 a la basílica que le estaba dedicada en Tours.
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Un cuarto de siglo más tarde, con la muerte de Ludovico II, el papado vino a encontrarse incluso en la posición de elegir al que debía ser emperador. Entonces, Juan VIII coronó a Carlos el Calvo, en San Pedro, el día de Navidad del 875, con una alusión evidente a otra consagración de otro Carlos, en otra Navidad. Aquel gesto tuvo una consecuencia muy significativa para nuestra historia de las elecciones papales: se revocaron las normas de la Constitución de Lotario que preveían la intervención imperial en la consagración del pontífice. La convulsa multiplicación de coronaciones que el mismo papa Juan VIII realizó en los años sucesivos (el 878 coronó a Ludovico el Tartamudo y el 881 a Carlos el Gordo) y su negativa, a pesar de las fortísimas presiones, de consagrar a otros pretendientes, no hizo sino confirmar la opinión de los juristas, y también de la gente común, de que el pontífice de Roma era el árbitro del cargo imperial. Pero hagamos un pequeño paso hacia atrás, recordando que el reconocimiento siempre unánime y pacífico del derecho papal de coronar al emperador había sido también el fruto del lento proceso por el que el papado había buscado la manera de liberarse de la tutela carolingia en los cincuenta años anteriores. Ese proceso se encuentra vinculado a dos sínodos significativos que tuvieron lugar en los pontificados de León IV y Nicolás I, a los cuales pienso que debo dedicar algunas páginas. León IV (747-855) estuvo a menudo cerca de una ruptura con el poder imperial, pero el contencioso no desembocó nunca en un conflicto abierto. Elegido por unanimidad, el mismo día de la muerte de Sergio II, el 27 de enero del 747, fue consagrado obispo el 10 de abril sin esperar el consenso imperial que estaba prescrito. Para justificar esa actitud se adujo la grave situación de Roma, atacada algunos meses antes por los piratas sarracenos que habían saqueado San Pedro y San Pablo, las dos basílicas que estaban situadas fuera de las murallas y no tenían defensas; al mismo tiempo, el papa aseguró al emperador Lotario que en el futuro se mantendrían los procedimientos más regulares. La afirmación de la autoridad del papa encontró después un apoyo ulterior debido a los éxitos logrados por León IV, que hizo reforzar con gran energía las murallas de la ciudad y que puso guarniciones militares a lo largo de la costa del Tirreno. El papa construyó además una flota de guerra y, sobre todo, retomando un antiguo proyecto de León III, hizo construir nuevas murallas que, uniendo el Trastévere con el Castillo de Sant’Angelo, incluían dentro de la ciudad gran parte de las colinas del
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Vaticano y la Basílica de San Pedro, protegiéndola de nuevas eventuales incursiones. En esos proyectos participaron también los habitantes de los territorios pontificios, con un eficiente sistema de trabajo rotatorio, y los prisioneros sarracenos capturados en la batalla de Ostia, en la que vencieron las flotas unidas de Nápoles, Amalfi, Gaeta y Roma, que el papa León había logrado organizar en alianza. Aquellas murallas, solemnemente inauguradas el 27 de junio del 852, fueron también el símbolo de una reencontrada y creciente autoridad del papa que fue quien realizó la ya recordada coronación de Ludovico el 850. Esa autoridad le ofreció amplios márgenes de maniobra, en muchas ocasiones significativas, incluso contra los deseos del emperador. Entre los numerosos episodios que así lo muestran recordaré aquí sólo estos: la negativa a la concesión del título de vicario papal para las Galias a Incmaro de Reims, la excomunión de Anastasio llamado después el Bibliotecario y la no aprobación del Sínodo de Soissons, del 853, con la exigencia de que se repitiesen los trabajos en presencia de los legados papales. Tres años después de la muerte de León IV en los cuales, tras el fracaso del intento de consagrar a Anastasio el Bibliotecario, había sido papa Benedicto III (855-858), se inició el pontificado de Nicolás I (858867), uno de los más significativos del Alto Medioevo, como fue percibido incluso por los contemporáneos, y del que se conserva mayor documentación, en los siglos comprendidos entre Gregorio Magno y Gregorio VII. Hijo de un eminente funcionario, amante de las letras, como precisa el Liber Pontificalis, Nicolás recibió la mejor educación del momento. Era inteligente, tenía una preparación mucho más alta que la media de sus contemporáneos y le dirigieron hacia la carrera eclesiástica, donde pronto fue valorado por Sergio II. Gozó después de la confianza de León IV y llegó a ser, en fin, el consejero a quien escuchaba Benedicto III. A la muerte de este, se quería elegir al cardenal Adriano, quien, sin embargo, no se declaro dispuesto a ello, como lo había hecho ya en el 855 (aunque al fin llegará a ser papa, el año 867); por otra parte, otro posible candidato, aquel mismo Anastasio Bibliotecario, que en el verano del 855 había sido elegido antipapa, no gozando ya más del favor del emperador, no fue tomado ahora en consideración. Así fue elegido Nicolás, que aún no tenía cuarenta años. En su consagración el 24 de abril del 858 estuvo también presente el emperador Ludovico II, que algún día más tarde, realizó, como señal de respeto, el officium stratoris (llevando por la brida el caballo del papa).
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El problema de un correcto equilibrio en las relaciones ente el papado y el emperador fue afrontado por Nicolás con una vigorosa promoción de la figura del pontífice, acompañada siempre por un prudente y también vigoroso respeto hacia las condiciones que imponía la situación. Y no se limitó a tener en cuenta sólo a los emperadores francos. Había también otro emperador, el basileus, que reinaba en Constantinopla en aquel momento, Miguel III. Nicolás se sentía responsable ante Dios de la iglesia entera, del Occidente al Oriente. Su concepción del primado universal del obispo de Roma se apoyaba sobre las elaboraciones más refinadas de los siglos anteriores, que querían que el papa fuese un representante de Cristo sobre la tierra, heredero de Pedro y depositario único de su primado. Por eso, a sus ojos, concilios y sínodos, cuerpo episcopal y jerarquía eclesiástica constituían los organismos encargados de aplicar las decisiones de la sede apostólica. El papa expuso repetidamente estas ideas y fueron de particular importancia una carta a los obispos franceses, de enero del 865, y una larga misiva enviada a Miguel III, en septiembre del mismo año, en la cual afirmaba entre otras cosas «que se sentía obligado a asumir la responsabilidad de todas las iglesias», por razón de los «privilegios que Cristo, y no los concilios, ha conferido a la iglesia de Roma»8. En la misma carta encontró también la ocasión de recordar, con expresiones semejantes a las que habían utilizado Gelasio o Símaco, que «aquellos que administran los negocios de este mundo deben mantenerse alejados del gobierno de las cosas sagradas, lo mismo que a los clérigos no les corresponde tomar parte alguna en los negocios seculares». Pero si las interferencias debían considerarse ilegítimas, esto no significaba que la Iglesia no pudiese y no debiese ejercer un tipo de control y de influencia sobre la autoridad civil, de la cual esperaba protección y apoyo, y a la cual se sentía con derecho de proponer directivas de conducta. No se trataba sólo de afirmaciones de principio. Nicolás supo adaptar a su propia acción todos los instrumentos jurídicos y culturales de los que podía disponer. Así utilizó ante todo los textos canónicos recogidos en los siglos anteriores, pero también la colección de las así llamadas Falsas decretales o Decretales pseudo-isidorianas, compiladas en Francia entre el 847 y el 852. Resulta discutible e inseguro que el papa 8. Cf. E. Perels (ed.), Epistula 88, en Monumenta Germaniae historica. Epistolae, 6, Berolini 1912, pp. 465-486. Los pasajes más significativos vienen también en DENZINGER, 638-642.
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tuviera conciencia de que aquellos textos resultaban el fruto de una construcción, no eran auténticos, pero resulta suficientemente claro que ellos podían ponerse al lado de los cánones auténticos, corroborando los principios que en ellos se exponían9. A veces, el papa apeló incluso a una exégesis tendenciosa: resulta célebre su interpretación de un canon del Concilio de Calcedonia, donde la lectura de una palabra en plural en vez de en singular daba al pontífice de Roma el primado de las diócesis, es decir, el poder de apelación, que ante se había reconocido al primado de la diócesis10. Entre sus colaboradores se encuentra también Anastasio Bibliotecario, hombre entre los más doctos de su tiempo, autor y traductor de textos, cardenal con el título de San Marcelo, condenado por León IV, antipapa en el 855, rehabilitado por Benedicto II y, al fin, colaborador leal de Nicolás, que tuvo sin duda una gran importancia en la redacción de sus cartas y cuya biografía, integrada en el Liber Pontificalis, escribió probablemente. Además de promover la autonomía de la Iglesia en relación con el poder político, Nicolás procuró con gran fuerza la afirmación del primado del papa sobre las otras autoridades internas de la Iglesia. Lo hizo a través de una defensa muy precisa de las prerrogativas pontificias en relación con las sedes episcopales (son célebres los casos de los arzobispos Juan VII de Rávena y de Incmaro de Reims) e incluso en relación con las decisiones sinodales que en algún caso no dudó en declarar nulas, como había hecho ya León Magno. Actuó de igual manera en relación con la iglesia oriental, por ejemplo, después de la conversión 9. La importancia que tuvieron estas colecciones falsificadas de cánones se muestra incluso por la acritud con que han sido criticados. Ya en el siglo XVI los protestantes afirmaron que se trataba de documentos falsos y así quedó probado filológicamente en el año 1628. El historiador Ignaz von Döllinger, en un escrito publicado con el pseudónimo de JANUS, Der Papst und das Concil, Leipzig 1869 (eran los años centrales del debate sobre la infalibilidad del papa), sostuvo, retomando un pensamiento que había expuesto Febronio, el año 1763, que las decretales pseudoisidorianas habían constituido el «pecado original» del primado pontificio, porque habrían destruido la estructura sinodal de la iglesia, haciendo que ella se desarrollase en la línea del centralismo romano y papal. Es de un parecer diverso K. SCHATZ, Il primato del papa, en o.c., pp. 113-118, quien, de un modo a mi juicio adecuado, muestra que esta fase de la evolución del primado papal se remonta a la integración de la Iglesia en «estructuras de soberanía», con la formación de la «iglesia propia» (Eigenkirche), es decir, de una Iglesia que se encuentra integrada y sometida al poder civil. 10. Cf. Epistula 53 y Epistula 71, en Monumenta Germaniae historica. Epistolae, 6, en o.c., pp. 346 y 393.
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de los búlgaros, por obra de los misioneros bizantinos Cirilo y Metodio, respondiendo a algunas preguntas que le había planteado el rey Boris I11 e interviniendo en la organización eclesiástica del reino, iniciativa que hizo precipitar la ya delicada cuestión del patriarca Focio, a quien Nicolás había declarado depuesto y excomulgado el año 863. Focio reaccionó convocando en año 867 un sínodo en Constantinopla que, a su vez, declaró depuesto y excomulgado a Nicolás el cual, sin embargo, no llegó a saberlo, porque mientras tanto había muerto. Después de un pontificado como el de Nicolás I no resulta extraño lo que sucedió en el momento de la elección de su sucesor, el aristocrático Adriano II (867-872). Hombre de carácter voluble e irresoluto, como demostrará en los siguientes años, Adriano había sido repropuesto por tercera vez y fue elegido, sobre todo por el espíritu de caridad del que tenía fama, sólo después de un mes de discusiones. Los legados imperiales, presentes en Roma, protestaron porque no habían sido admitidos a la elección, pero el clero y el pueblo romano respondieron que el emperador sólo tenía derecho de aprobar, no de elegir al papa. La aceptación de una respuesta semejante por parte de Ludovico II fue una señal de que se había logrado una independencia del papado. En esa línea, más adelante, tan pronto como se sentó sobre la cátedra de Pedro un pontífice más resuelto que el anciano y débil Adriano, cambiaron las cosas. Ese nuevo pontífice fue Juan VIII, un enérgico archidiácono que se inspiró en Gregorio Magno y logró que Carlos el Calvo revocase la Constitución de Lotario, como ya he narrado. Pero se trataba de un éxito sólo aparente: la muerte violenta de Juan VIII el año 882 (fue envenenado y luego rematado a bastonazos por un ávido pariente) constituye el primer caso de un pontífice romano asesinado, después de los papas mártires preconstantinianos y este caso parece presagiar la llegada de uno de los períodos más oscuros de la historia del papado. Por algún tiempo todavía las elecciones de los papas se realizaron sin intervención de los emperadores: así pasó con Marino (882884), elegido el mismo día de la muerte de su predecesor y que ya era obispo (regentaba la cátedra de Gaeta), antes de convertirse en papa, violando los antiguos cánones que impedían que un obispo pasara de una sede a otra Y eso no fue cosa de poca importancia, porque las 11. Cf. E. P ERELS (ed.), Epistula 99, del 13 de noviembre del 866 al rey Boris de Bulgaria, conocida también con el nombre de Ad consulta vestra, en o.c., pp. 568600.
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mismas normas (en particular el canon 15 del Concilio de Nicea) habían sido invocadas por Nicolás I, sólo quince años atrás para impedir que Formoso, que era obispo de Porto, fuera nombrado arzobispo de Bulgaria. El emperador no fue consultado tampoco para le elección de Adrián III (884-885), que fue consagrado sin la presencia de los legados imperiales, y de Esteban V (885-891). En este último caso protestó Carlos el Gordo, pero con poco convencimiento, empeñado como estaba en temas de mucho más peligro: en noviembre del 887 fue depuesto por la fuerza y con su muerte, en enero del 888, terminó el imperio carolingio. En los decenios posteriores, los papas se encontraron como prisioneros dentro de una situación confusa, en la que la necesidad desesperada de ayuda económica y militar para la gestión de los territorios pontificios, la defensa frente a las incursiones sarracenas y el control de las facciones romanas constituyó a menudo el móvil principal de sus acciones. En esta perspectiva han de leerse de un modo básico tanto la política conciliadora con la iglesia de Bizancio, tras las excomuniones recíprocas de Focio y de Nicolás I (Roma buscaba un acuerdo también porque esperaba una ayuda del imperio de Oriente contra los musulmanes), como la búsqueda afanosa y a veces convulsa de figuras que pudieran dar de nuevo prestigio y contenido a la función imperial en Occidente. Esteban V se dirigió primero a Arnolfo, rey de los francos orientales, y después coronó emperador a Guido, duque de Espoleto, en febrero del 891, en San Pedro de Roma; la ceremonia la repitió en abril del año siguiente 892, esta vez en Rávena, el papa Formoso (891-896), un papa del que me ocuparé dentro de poco, que coronó también a Lamberto, hijo de Guido. Pero el mismo pontífice, para sustraerse de la pesada y peligrosa tutela de los duques de Espoleto, pidió la ayuda de Arnolfo y cuando este llegó finalmente a Roma recibió del papa la corona imperial en San Pedro, en abril del año 896. Cinco años más tarde le tocó el turno a Ludovico III, conde de Provenza y, en fin, el año 915, a Berengario, conde del Friuli. Los pontífices romanos continuaron así coronando emperadores, pero de cuando en cuando se vieron obligados a dirigirse a los príncipes reinantes, alemanes y franceses (como pueden llamarse desde ahora los francos orientales y los occidentales) o a los duques italianos. La renuncia obligada a una continuidad política les puso, sin embargo, en una situación de dependencia respecto de los señores a los que ellos mismos coronaban y, cuando después del asesinato de Berengario, en abril del 924, el imperio quedó vacante por falta de candidatos
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creíbles, el papado se encontró sin ninguna protección frente a la aristocracia romana, bajo cuyo control acabó encontrándose pronto. Los cien años que siguieron a la muerte de Formoso, en el 896, han venido a definirse como el «siglo oscuro» del papado, que en efecto vivió uno de sus momentos más trágicos. Treinta fueron los papas y antipapas y la mitad de ellos murieron de muerte violenta, a menudo después de la deposición, de la cárcel y a veces tras mutilaciones bárbaras. La confusión institucional, la incertidumbre y la escasez de fuentes para el conocimiento de este período hacen que en algún caso resulte incluso difícil establecer con certeza qué elecciones habían sido regulares y cuáles no, de tal manera que, precisamente por esta razón, incluso el Anuario pontificio, publicación oficial de la Santa Sede, desde la edición del 1947, ha renunciado a indicar el número progresivo de los papas. En el siglo X, el primer siglo sin papas santos o al menos sin papas que hayan sido oficialmente reconocidos como tales, se verificaron también episodios del todo inéditos y que no han sido después repetidos: hubo un hombre que llegó a papa a los dieciocho años (Juan XII) y otro que lo fue a los veinte (Juan XI); hubo quien no se detuvo ante la perspectiva de asesinar a sus dos –más o menos legítimos– predecesores (Sergio III) y hubo quien se hizo cómplice de injusticias y brutalidades, que vendió bienes eclesiásticos para enriquecerse, que frecuentó mujeres y ambientes de mala vida; hubo, en fin, alguno que no tuvo ninguna percepción de lo que significaba ser obispo de Roma y papa, siendo simplemente, por así decirlo, un inepto. No es de extrañar que la leyenda (porque de pura leyenda se trata) hable de una presunta “papisa”, leyenda que ha sido ambientada, en la mayor parte de sus variantes, precisamente en este siglo12. 12. La leyenda de la existencia de una papisa (llamada casi siempre Juana y situada en momentos variados entre el siglo IX y el XI) surgió hacia mediados del siglo XIII, en una crónica de Metz, atribuida a Juan de Mailly, y fue pronto retomada y modificada. La versión más difundida se encuentra en una crónica de Martín de Troppau (Martín Polono), un dominico polaco muerto el 1297, que habla de una mujer llamada Juana que, haciéndose pasar por hombre, habría sucedido a León IV, siendo papa durante dos años y muriendo después al dar a luz a un hijo durante una procesión. La tradición de una “papisa” se mantuvo viva por siglos y fue muy utilizada en las polémicas sobre el papado que acompañaron a la reforma protestante. Pues bien, fue precisamente un protestante, David Blondel (15901655), el que demostró después el carácter absolutamente infundado de esa tradición, reconstruyendo su origen literario. Sobre el origen de la leyenda (quizá derivada de un cuento popular romano) y sobre los motivos que pueden haber
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El período había comenzado, por otra parte, con un episodio macabro, con el famoso «sínodo del cadáver». Tras la muerte del papa Formoso, hombre inteligente, asceta de vida ejemplar, repetidamente caído en desgracia y perseguido, pontífice activo, y tras el papado de Bonifacio VI, que sólo duró quince días, fue elegido papa el obispo de Anagni, Esteban VI (896-897), sostenido por una poderosa facción romana, políticamente favorable a Lamberto de Espoleto, coronado emperador por Formoso el año 892, y contraria a Arnolfo de Carintia coronado después emperador por el mismo Formoso el año 896. La indignación de los habitantes de Espoleto por la consagración de Arnolfo había sido tal que, en enero del 897, Esteban reunió y presidió en San Pedro un sínodo para procesar al ya difunto pontífice: se exhumó el cadáver momificado de Formoso y, revestido con sus ornamentos pontificios, fue colocado sobre una sede y sometido a un juicio solemne. Fue acusado de perjurio (pues la segunda consagración imperial había sido una violación de los compromisos adquiridos con la primera), de ambición por haber aspirado al trono papal y de violación de los cánones que prohibían el cambio de sede para los obispos (pues Formoso era obispo de Porto en el momento de su elección como papa). De nada valió la parodia de su defensa, confiada a un diácono atemorizado que, de pie junto al cadáver, respondía por él: Formoso fue condenado, su cuerpo fue despojado de los ornamentos pontificios, se le cortaron los tres dedos de la mano con los que había jurado y consagrado y, en fin, fue arrojado al río Tíber. Todos sus actos fueron declarados nulos, incluidas las ordenaciones; este último particular tenía gran importancia, porque el mismo para Esteban había sido consagrado obispo de Anagni precisamente por Formoso y la nulidad de este nombramiento permitía afirmar que no era obispo en el momento de su elección como papa, de manera que no podían acusarle por haber violado los cánones. Como se puede bien imaginar, de allí a poco hubo una fuerte reacción contra el macabro «sínodo del cadáver», como se definió muy pronto el hecho; esa reacción fue alimentada también por el relato de milagros que se decía que habían sido realizados a través del cuerpo de Formoso, recuperado del río Tíber por un piadoso eremita, que le había influido en su formación, cf. C. D’ONOFRIO, Mille anni de leggenda. Una donna sul trono di Pietro, Roma 1978; M. P RAZ, La leggenda della papessa Giovanna, en Belfagor 34 (1979) pp. 453-442; A. BOUREAU, La papessa Giovanna. Storia di una leggenda medioevale, Torino 1991.
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concedido una sepultura cristiana, aunque clandestina. En el verano del 897 una sublevación popular depuso al papa Esteban, que fue llevado a la cárcel y allí estrangulado. En los cinco años que siguieron a aquel asesinato fueron elegidos cuatro papas. Romano, del partido de Formoso, fue papa hasta noviembre; después, sus mismos sostenedores lo depusieron y lo confinaron en un monasterio, sustituyéndolo por el más enérgico Teodoro II. En sólo veinte días, antes de morir en circunstancias desconocidas, este papa celebró un sínodo en el que anuló lo que se había hecho en el sínodo que condenó al cadáver de Formoso; este nuevo sínodo concluyó con la completa rehabilitación del pontífice condenado, de manera que su cadáver fue exhumado, revestido con los ornamentos pontificios y sepultado de nuevo con honor en San Pedro. Pero Teodoro murió de un modo imprevisto, en enero del 898 y los antiformosianos eligieron a Sergio, obispo de Caere, que tomó posesión en el palacio de Letrán; pero Lamberto de Espoleto, a quien Formoso había coronado emperador, lo expulsó por las armas y hubo una nueva elección que llevó al nombramiento de Juan IX 897 (ó 898) – 900, un monje benedictino. Las cuatro elecciones de los últimos cinco meses y los desórdenes continuos y graves que hubo en la ciudad fueron argumentos suficientes para invocar la necesidad de mantener el orden público, tarea que el papa era evidentemente incapaz de cumplir. Por eso, Juan IX convocó inmediatamente un sínodo, en el cual estuvieron también presentes algunos obispos del Norte de Italia, que estableció la necesidad de poner de nuevo en vigor la Constitución romana de Lotario, del año 824, donde se preveía que la elección del papa la realizara el clero, con la participación activa de los laicos y que su consagración se hiciera con la presencia de los legados imperiales. Como hemos visto, habían sucedido muchos acontecimientos, pero en realidad sólo había pasado una generación desde que Juan VIII había sido capaz de cancelar el control imperial sobre las elecciones papales, en la navidad del 875. La decisión de ponerse en manos del poder civil para que garantizara el orden en la sucesión sobre la cátedra de Pedro vino a revelarse llena de consecuencias para el papado. La falta de una autoridad imperial, pues en este momento era sólo una mera formalidad (volverá a encontrar un contenido con Otón I, tras la segunda mitad del siglo X), dejó a Roma, y con ella a su obispo, a merced de la aristocracia ciuda-
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dana, dentro de la cual, a lo largo de decenios, fue predominante la familia del noble Teofilacto, administrador pontificio, cónsul y comandante del ejército. En él se apoyó mucho el papa Sergio III (904-911) quien, apenas elegido con la ayuda de las armas de Alberico I, duque de Espoleto, había consentido, o quizá incluso había mandado, que fueran asesinados en la cárcel sus dos predecesores inmediatos, el legítimo León V y el usurpador Cristóbal. La actuación del pontífice que dató los años de su propio pontificado a partir del 897, año en que había sido elegido irregularmente por primera vez, estuvo totalmente dirigida a cancelar la obra de sus predecesores inmediatos, a quienes juzgaba ilegítimos: convocó un sínodo en el que confirmó de nuevo la condena de Formoso y quiso lograr, incluso con amenazas, que los obispos y presbíteros consagrados por sus predecesores inmediatos se hicieran ordenar de nuevo, creando como es obvio una enorme confusión. La oposición que esta política suscitó en toda Italia13 no se manifestó, sin embargo, en Roma donde el papa gozaba del apoyo de Teofilacto, verdadero señor de la ciudad, y de Teodora, esposa de Teofilacto. Se ha hablado y murmurado mucho sobre las relaciones que habrían existido entre el papa Sergio y Marocia, la hija de Teofilacto y Teodora. La lista de pontífices, que constituyen la continuación más fiable del Liber Pontificalis para el siglo X, dice de hecho que Juan XI (931-936) era hijo de Marocia y del papa Sergio. La misma noticia aparece también en otras fuentes, en especial en la Antapodsis de Liutprando, aunque su parcialidad y, por tanto, la sospecha de que es un texto poco fiable, han hecho que se ponga más de una vez en discusión la verdad de este acontecimiento. Lo que sucedió en realidad entre el para Sergio, que era un cuarentón, y Marocia, que tenía 16 años, no es de hecho una cuestión de interés particular y, además, como Thomas Mann ha escrito en otro contexto, «expiar lo que ha pasado en una alcoba constituye un dato en contra de la dignidad de aquel que está narrando esa his13. Entre aquellos que se opusieron a las directrices de Sergio debemos recordar de manera especial al presbítero Auxilio, de origen franco, que escribió diversos opúsculos en defensa de las ordenaciones realizadas por Formoso, con argumentos sólidamente fundados sobre el derecho canónico. Sus escritos tuvieron un amplio eco en Italia y constituyen todavía hoy la fuente más rica sobre la controversia. Véase el trabajo antiguo, pero aún precioso, de E. DÜMMLER, Auxilius und Vulgarius: Quellen und Forschungen zur Geschichte des Papstthums im Anfange des Zehnten Jahrhunderts, Leipzig 1896.
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toria»14. En todo caso, esa relación ilícita fue considerada verdadera por los contemporáneos y el hecho de que ella haya sido registrada en los catálogos pontificios constituye un testimonio que no puede ser infravalorado. Las elecciones pontificias de la primera mitad del siglo X estuvieron no sólo influenciadas, sino también directamente manejadas por la familia de Teofilacto. Conforme a su deseo, fueron elegidos Anastasio III (911-913), Landón (913-914) y Juan X (914-928). Una vez muertos Teodora y Teofilacto, su hija Marocia recibió el título de senadora y desplegó una política de alianzas sin prejuicios (se desposó con todos los reyes y pretendientes reales de Italia que estuvieran disponibles en aquel momento: Alberto de Espoleto, Guido de Toscana y, en fin, Hugo de Provenza). Hizo deponer a Juan X, que intentaba oponerse al poder de la aristocracia ciudadana e hizo elegir un par de papas, León VI y Esteban VII, a quienes consideró “transitorios”, esperando entronizar un día sobre la cátedra de San Pedro a su hijo ilegítimo Juan, de veinte años, que haría el número once de los de ese nombre (Juan XI), cosa que logró el año 931. Pero sólo un año más tarde, el último matrimonio de Marocia provocó la reacción violenta de otro hijo suyo, Alberico II, que ella había tenido con su primer marido. Alberico tomó el poder, poniendo en fuga a Hugo de Provenza y aprisionando a su madre y a su hermanastro (que era el papa Juan XI). Desde ese momento y sólo por pocos años (murió cuando tenía veinticinco), Juan XI ejercitó su ministerio prácticamente desde una situación de arresto domiciliario, limitándose a las actividades litúrgicas y religiosas15. 14. Th. MANN, Joseph der Ernährer, trad. Italiana: Giuseppe il nutritore, Milano 19633, p. 359. Entre aquellos que defienden con más convicción la hipótesis de que la noticia de la paternidad del papa Sergio debe atribuirse sólo a la invención interesada de Liutprando está P. F EDELE, Ricercha per la storia di Roma e del papato nel secolo X, en Archivio della R. Società romana di storia patria 3 (1910), pp. 177-240. Pero las bases paleográficas sobre las cuales apoyaba su hipótesis han sido documentalmente criticadas y devaluadas por L. DUCHESNE, Serge III et Jean XI, en Mélanges d’archéologie et d’histoire 33 (1913), pp. 28-41. 15. Resulta interesante indicar un hecho que tendrá grandes repercusiones: Juan XI confirmó algunos importantes privilegios a la abadía de Cluny, en Borgoña (donde entonces era abad Odón) y animó a la abadía para que se convirtiese en modelo para otros monasterios que pretendían reformarse. Este dato tiene una cierta importancia porque, como el lector verá muy pronto, el movimiento de reforma de la Iglesia que se desarrollará en el siglo XI se apoyará y se alimentará también a partir de la reforma monástica cluniacense.
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Alberico II de Espoleto tomó y mantuvo por treinta años el poder que habían tenido sus abuelos Teofilacto y Teodora, y su madre Marocia en el gobierno de la ciudad y del papado. También él hizo elegir papas a quienes pudo controlar fácilmente y logró obtener incluso la solemne promesa de los nobles romanos, quienes se comprometieron a elegir papa a su hijo Octaviano, que era ya príncipe heredero de la ciudad, cosa que cumplieron el 955, un año después de su muerte (de Alberico). Convertido en papa a los dieciocho años, Octaviano cambió el nombre, tomando el de Juan XII (955-964) y asumió los dos cargos, de obispo y de príncipe de Roma. Las fuentes romanas le describen como un hombre que estaba mucho más interesado en las cuestiones temporales que en las espirituales y, a pesar de ello, su prestigio personal no pareció disminuir en Occidente, como lo muestran algunas relaciones que tuvo con la iglesia española e inglesa. Su política sufrió, en cambio, algunos grandes fracasos: terminó mal su intento de ampliar los territorios pontificios a costa de Benevento y Capua y, a causa de las conquistas de Berengario, rey de Italia, el ducado de Espoleto fue arrebatado del control papal. Movido por esas circunstancias y por la oposición interna de Roma, Juan XII dio un giro radical en la política internacional y se dirigió a Otón I, rey de Alemania, ofreciéndole la corona de emperador que el papa Agapito II (945-955) le había rehusado. Con la ceremonia de unción y coronación, celebrada de manera solemne en San Pedro, el 2 de febrero del 962, renacía el Sacro Imperio Romano y pocos días más tarde, con el Privilegio otoniano16, el nuevo emperador renovó las donaciones de Pipino y Carlomagno, extendió el territorio puesto bajo el control temporal del obispo de Roma y garantizó su protección al sucesor de Pedro. A cambio de eso obtuvo la prerrogativa de que el rey de Alemania sería el portador del título imperial y por esta razón se empezó a hablar desde entonces del Sacro Imperio Romano de la nación germánica. La última parte del Privilegio, que quizá fue agregada el año siguiente, regulaba las elecciones pontificias, poniendo de nuevo sustancialmente en vigor la constitución de Lotario del 842: según se aseguraba, la elección sería 16. Editado por L. Weiland, Monumenta Germaniae historica. Legum sectio IV. Constitutiones, I, Hannoverae 1893, pp. 24-27.
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libre, se confiaría al clero y al pueblo romano, pero después resultaba necesaria la aprobación imperial y el elegido debería jurar fidelidad al emperador. No era precisamente eso lo que el papa Juan esperaba y por eso comenzó a maniobrar inmediatamente para liberarse de una tutela que se le presentaba como muy pesada. Pero Otón no era el tipo de persona que permanece tranquilo, sin actuar. Por eso, en el otoño del 963 volvió a Roma y Juan huyó a Tívoli llevando consigo el tesoro papal. En un solemne sínodo, celebrado en San Pedro, el pontífice, que no había querido presentarse y defenderse, fue acusado por el clero de conducta inmoral y por el emperador de traición. El 4 de diciembre fue declarada solemnemente su deposición y dos días más tarde, con la aprobación de Otón fue elegido papa el protoscriniario (protosecretario) León VIII (963-965), un laico al que se le confirieron inmediatamente todas las órdenes sagradas. La legitimidad de este papa suele considerarse dudosa, porque la deposición de Juan XII se había realizado tras una condena que contradecía el principio según el cual el papa no podía ser juzgado por ningún tribunal. Tras la partida del emperador, nuevos tumultos, fomentados por el papa depuesto, obligaron a huir el neoelecto León. Las venganzas de Juan, cuando volvió a entrar en la ciudad, fueron crueles, pero no duraron mucho: Otón retornó rápidamente a la ciudad y Juan huyó a la región de Campania donde, según la continuación del Liber Pontificalis, se escondió entre selvas y sobre las montañas, muriendo poco después, durante una de sus licenciosas aventuras, conforme a Liutprando. Por su parte, los romanos no encontraron nada mejor que elegir, en contra de la voluntad imperial, a Benedicto V. Pero sólo treinta días después, este pontífice al que las fuentes presentan como piadoso, pero que no se sabe si debe considerarse legítimo porque si León fue verdadero papa Benedicto fue antipapa, fue depuesto y León VIII, que volvió a entrar finalmente en la ciudad con Otón, fue reintegrado en su cargo. Las formalidades tuvieron lugar en un sínodo, presidido al mismo tiempo por el emperador y por el papa. Ese sínodo depuso a Benedicto con un gesto significativo: partió sobre su cabeza el bastón pastoral que este había utilizado17. En esa misma circunstancia, León 17. Este es un dato curioso y parece ofrecernos la primera noticia de un bastón pastoral utilizado por el pontífice.
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atribuyó al emperador Otón y a sus sucesores el permiso de nombrar, incluso, al papa y a los obispos y declaró que un obispo, elegido por el pueblo y por el clero de una diócesis, podría ser consagrado solamente después de la aprobación y la investidura feudal de parte del emperador18. El comportamiento de Otón fue mantenido por sus sucesores y la intervención de los emperadores sajones en las elecciones pontificias resultó tan fuerte que no se puede hablar en realidad de libertad de elección, una libertad que, sin embargo, debían haber garantizado los compromisos solemnes de los mismos emperadores. En realidad, el comportamiento de los otones en relación con el papado no era más que un aspecto, aunque fuera el más alto y significativo, de una política más amplia que pretendía regular las relaciones entre poder civil y religioso en el cuadro de una sociedad, de tipo feudal, que se había ido afirmando progresivamente en Europa y que definía ahora sus relaciones políticas. El núcleo originario del modelo feudal, de origen germánico, había adquirido, incluso formalmente, algunas características cristianas, como la utilización del evangelio o de las reliquias de los santos en la ceremonia de investidura en la que el señor concedía un beneficio a su propio vasallo. Pero el influjo entre cristianismo y orden germánico fue recíproco y no sólo el sistema feudal vino a ser “cristianizado” por así decirlo, sino que también la administración de la Iglesia vino a ser “feudalizada” en cierto sentido, de manera que aquel sistema terminó poco a poco por constituir la estructura política y social de la cristiandad. Los pueblos germánicos, a los cuales les resultaba del todo extraño el principio del derecho romano conforme al cual una propiedad podía ser asignada a una sociedad o a una organización, consideraban que cualquier tipo de institución eclesiástica fundada por un laico debía considerarse como propiedad privada del fundador, como “iglesia propia”, Eigenkirche. La consecuencia que de aquí se deducía era la pretensión, retenida del todo coherente, de que el fundador confiase la propia institución a quien quisiera, lo que limitó el poder de los obispos, que sólo poseían la jurisdic18. Ese canon, de validez jurídica muy dudosa, también por el hecho de que fue promulgado por un pontífice al que no se sabe si podemos definir como legítimo, ha sido conservado en la colección de Graciano (23, dist. 43). La cuestión de las investiduras fue durante mucho tiempo una causa de discusión entre el papado y el imperio y constituyó uno de los temas constantes de toda la controversia escrita que acompañó al gran movimiento de reforma de la Iglesia en el siglo XI.
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ción sobre las iglesias y monasterios que ellos mismos hubieran fundado. El mismo principio, aplicado al rey, permitió constituir una verdadera y propia “iglesia del rey”, Reichskirche, fiel y devota al soberano de quien dependía, conforme a la mentalidad feudal. En el nivel de las iglesias locales, la política de los otones había encontrado su propia magnitud en las figuras de los así llamados obispos-condes, es decir, de personas que poseían al mismo tiempo los dos cargos, como cabezas de la iglesia local y cabezas civiles de la misma región. Las ventajas que esa institución implicaba para el emperador residían sustancialmente en el hecho de que al confiar a un hombre de iglesia la gestión política, económica y jurisdiccional de un feudo se suponía que el emperador recuperaba la posibilidad de disponer de ese feudo cada vez que el clérigo-feudatario, es decir, el obispo-conde, moría, evitando de esa forma el problema de los herederos que pretendían mantener sus prerrogativas. Pues bien, a pesar de que el feudalismo estuviera fundado sobre el principio de la relación personal –que se expresaba en el juramento que los grandes feudatarios hacían al rey y así sucesivamente, mientras se iba descendiendo desde el vértice a la base del sistema piramidal–, de tiempo en tiempo, los hijos de los feudatarios se consideraban investidos de los mismos derechos que los padres; de esa forma se llegó al reconocimiento legal del carácter hereditario de los grande feudos mayores y después de todos, incluso de los más pequeños (de manera que el carácter hereditario del beneficio quedó sancionado, algunos decenios más tarde, en el 1037, con la famosa Constitución de los feudos de Conrado II). Ciertamente, el sistema por el cual se identificaba al feudatario con el obispo del lugar constituía una ventaja para el gobierno imperial; sin embargo, para la vida de la Iglesia esto significaba una dependencia sustancial en el nombramiento de los obispos que, obviamente, debían ser del agrado del emperador. A los ojos de los otones el mismo obispo de Roma quedaba incluido dentro de ese esquema y no podemos sorprendernos por el hecho de que muchos papas hayan sido no sólo aprobados, sino también elegidos e impuestos por los emperadores, que de esa forma influían en los electores que formalmente continuaban expresando su propio voto. Otón II que había sido coronado por el papa cuando apenas tenía doce años, el 967 (también él en San Pedro, también él en Navidad) hizo elegir a Benedicto VII (974-983) e impuso el nombramiento, al parecer sin elección regular, de Juan XIV (983-984). Siempre por indicación imperial fueron elegidos Bruno de Carintia, primo de Otón II,
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que fue papa cuando sólo tenía veinticuatro años, con el nombre de Gregorio V (996-999), siendo el primer papa alemán de la historia, y también Gerberto de Aurillac, el primer papa francés, amigo del emperador, famosísimo y culto maestro que tomó el nombre de Silvestre II (999-1003). Elegido en las vísperas del nuevo milenio, el papa eligió aquel nombre aludiendo de manera explícita al Silvestre precedente, quien, conforme a la tradición legendaria, oportunamente actualizada por aquellos años, habría bautizado a Constantino el Grande. La historiografía oficial trazó, de manera obvia y abundante, un paralelo entre la renovación de la Iglesia, a la que Constantino había hecho salir de la ilegalidad y de las catacumbas, y la renovatio imperii o renovación del imperio, que debería permitir que brotara de nuevo un tiempo de revitalización para la sociedad cristiana, partiendo de la colaboración entre un nuevo papado y un nuevo imperio. Pero aquellos sueños fueron sólo eso, unos sueños, también a causa de la muerte precoz de Otón III, a los veintiocho años; de esa forma, el papado vivió todavía otros decenios muy difíciles. El emperador alemán volverá a intervenir en las elecciones papales sólo más tarde, con Enrique III, sea de un modo formal, sea de hecho, como veremos dentro de poco. A lo largo de esos años, cuando no era el emperador el que imponía la elección de su propio candidato, lo hacía la aristocracia romana, siempre pronta a tomar el poder en los momentos en que los soberanos germánicos encontraban dificultades, a menudo empeñados en otras tareas, en otros lugares, a veces simplemente niños bajo la tutela de otros. La familia de los Crescencios y luego la familia de los señores del Túsculo sustituyeron después en el gobierno de la ciudad a la familia de Teofilacto, con la cual estaban emparentados, heredando sus métodos que, de un modo eufemista, podemos definir como “desenvueltos”. Digamos, por ejemplo, que al partido de los Crescencios pertenecía el personaje que fue elegido papa o, por mejor decir, antipapa por dos veces y que asesinó a dos pontífices legítimos: se llamaba Francón y era cardenal diácono en junio del 974, cuando fue consagrado con el nombre de Bonifacio VII, después de un alzamiento que había llevado a la prisión al papa legítimo, Benedicto VI. Cuando llegaron, de un modo inmediato, los imperiales, el usurpador, para impedir que el papa fuese restituido a su puesto, no encontró mejor manera que hacerlo estrangular en la cárcel. Pero el asesinato suscitó tal irritación que Bonifacio (que significa Hacedor de bien), empezó a ser llamado desde ahora Malefacio (Hacedor de mal, no sólo en el lenguaje popular, sino
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incluso en fuentes escritas, por ejemplo en la misma continuación del Liber Pontificalis19), tuvo que darse a la fuga. Volvió de nuevo, durante algunas semanas en el año 980 y, en fin, en el verano del 984; con dinero de los bizantinos y ayuda de algunos romanos hizo aprisionar y asesinar a Juan XIV, papa legítimo pero impopular, y retomó el poder que mantuvo por un año entero. Con el apoyo de los Crescencios fueron elegidos todavía otros papas o antipapas, como Juan XV (985-986), Juan XVII (1003), Juan XVIII (1004-1009), Sergió IV (1009-1012), que cambió su propio nombre, que era Pedro, por no llamarse como el primer papa, y Silvestre III (1045). Con el apoyo de los condes de Túsculo fueron, en cambio, pontífices: Benedicto VIII (1012-1024), Juan XIX (1024-1032) y Benedicto IX (1032-1044; 1045; 1047-1048). El lector habrá podido advertir sin dificultades que la situación era de gran confusión y que se había degenerado mucho: el papado era objeto de disputa, sobre todo por las implicaciones políticas y económicas que el cargo conllevaba, y, con frecuencia, los contendientes solían ser elegidos simplemente porque pertenecían a la familia dominante de la ciudad, de tal forma que se ha hablado incluso de un “papado hereditario” en la dinastía iniciada por Teofilacto y continuada por las dos ramas de los Crescencios y de los Túsculo. Se llegó hasta la compra-venta del pontificado. El jovencísimo Benedicto IX (que probablemente no tenía veinte años cuando fue elegido por un clero que se hallaba muy corrompido por el dinero de su padre Alberico III) fue papa durante doce años y tuvo un poder estable; así pudo alejarse varias veces de Roma, sin sufrir consecuencias por ello gracias, sobre todo, a los lazos de parentesco que le permitieron tener un poder absoluto sobre la ciudad y gracias a la indiferencia del emperador Conrado II, que no tenía posibilidad ni interés por ocuparse de Roma, que, por otra parte, en aquel momento no constituía un centro significativo de la política occidental. El pontífice llevó una vida escandalosamente disoluta, dedicada a todo menos al cuidado del pueblo de Dios y esto provocó al fin una reacción, que, en enero del 1045, llevó a su expulsión y a la elección de Silvestre III. Benedicto volvió, sin embargo, al poco tiempo a la ciudad, donde renunció formalmente al pontificado, después de haberlo cedido por dinero al arcipreste Juan Graciano, que en mayo de ese mismo año vino a ser papa con el nombre de 19. Le Liber pontificalis, en o.c., p. 257.
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Gregorio VI. Pero la historia no había terminado todavía, porque Benedicto volverá de nuevo a ser papa, de octubre de 1047 a julio de 1048, siendo así el único pontífice a quien el Anuario pontificio registra como papa regular por tres períodos distintos. Ciertamente, si la tarea de quien cuenta una historia fuera también la de expresar juicios de valor en torno a ella, personalmente no tendría más remedio que compartir aquel juicio, formulado ya hace más de un siglo por Gregorovius, según el cual «en línea de decadencia moral, el papado tocó fondo con Benedicto IX»20. Quizá se tocó fondo, porque a partir de entonces comenzó una recuperación que en el arco de una sola generación suscitaría un cambio radical en el papado y, de un modo más amplio, llevaría a una reforma radical de la Iglesia. Ya desde hace un tiempo, un ambiente minoritario pero muy influyente, el ambiente monástico, había comenzado un recorrido de reforma de las propias formas de vida, especialmente por impulso del movimiento cluniacense, que se había originado en la abadía benedictina de Cluny, fundada en Borgoña en el 909 o 910, por Guillermo I el Piadoso, duque de Aquitania y que se había difundido muy pronto de manera enorme. Algunas características estructurales, como la absoluta autonomía del monasterio respecto a los obispos del lugar y su dependencia directa respecto al pontífice romano, unidas a una rígida centralización en el único abad que gobernaba desde Cluny sobre decenas y luego sobre centenares de otras fundaciones, favorecieron la aplicación de la reforma de los monasterios. La acción de abades inteligentes y longevos, como Odón (927-942), Maiolo (942-994) y Odilón (994-1049), contribuyó después a difundir por la Iglesia, en todos los niveles, la exigencia de un rigor más grande de la vida cristiana. Incluso en algunos ambientes laicales era vivo el deseo de poner fin al comportamiento corrompido de amplias parcelas del clero, dedicadas a prácticas como la simonía (es decir, a la adquisición por dinero de oficios y beneficios eclesiásticos), y al concubinato (es decir, a la convivencia con mujeres). Un impulso decisivo para la obra de la reforma vino desde el vértice laico de la cristiandad, es decir, desde el emperador. Ya los otones, con su toma de postura, habían privilegiado en general la elección pontificia de hombres dignos, como en el caso de Bruno de Carintia, Gregorio V, que fue muy activo en la reforma de la Iglesia según las ideas cluniacenses, y en el caso de Gerberto de Aurillac, Silvestre II; y 20. G. G REGOROVIUS, Storia della città di Roma nel Medio Evo, Torino, 1973, p. 820.
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en muchas otras ocasiones, sus intervenciones habían asumido una línea de acción moralizadora y de apoyo del papado, en oposición a las intromisiones de la nobleza romana. Pues bien, la nueva dinastía imperial de Franconia que, desde Conrado II había sustituido a los otones de Sajonia, asumió con Enrique III una función de guía de la comunidad cristiana, sea por convencimiento propio, sea por impulso del abad Odilón de Cluny, con el que mantenía relaciones amistosas, sea porque pensaba que a una estabilidad bien organizada del imperio debía corresponder también necesariamente una estabilidad organizada de la jerarquía eclesiástica. Un poco antes he recordado la expresión “tocar fondo en la decadencia», utilizada por Gregorovius, al referirse al pontificado de Benedicto IX, a quien se contraponían, en la Roma del año 1046, otros dos papas elegidos el año anterior: Silvestre III y Gregorio VI. Fue precisamente en aquel momento cuando el emperador intervino con fuerza. Vino a Italia con la firme intención de recibir la corona de manos de un papa que no fuese un corrupto ni estuviese comprometido con las facciones romanas. Con ánimo resuelto, Enrique III hizo que un sínodo, reunido en Sutri, en diciembre del 1046, le concediera el derecho de indicar el nombre del candidato a la elección papal (el principatus in electione pontificiis), elección que después debían realizar el clero y el pueblo romano, según las formas canónicas. Convocó al mismo sínodo a los tres papas e hizo que fueran declarados depuestos21. Luego designó como candidato para la elección pontificia (después de la renuncia de su primer candidato, Adalberto, arzobispo de Hamburg-Bremen) a Suidger, obispo de Bamberg, que le había acompañado en el viaje y que fue elegido en la vigilia de la Navidad del 1046. Este tomó el nombre de Clemente II (1046-1047) y fue el primero de los cuatro papas alemanes prácticamente impuestos por Enrique III. El día siguiente, el soberano recibió, con su mujer Inés, la corona imperial, de manos del pontífice (no hará falta decir que fue el día de Navidad y en San Pedro), e hizo después que le atribuyeran el título de 21. El embarazo suscitado por el comportamiento del emperador, que tuvo la audacia de convocar un sínodo y de juzgar a los pontífices, estuvo al origen de diversas interpretaciones del episodio, como aquella que pretende que la reunión fue convocada por Gregorio VI el cual, reconociendo la culpa de haber adquirido el pontificado por dinero, habría renunciado voluntariamente al cargo.
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Patricio de los Romanos, que lo legitimaba ulteriormente para la designación de los pontífices, con el consiguiente compromiso solemne del clero y del pueblo de no elegir un papa sin su aprobación. Suidger, que había tomado el nombre de Clemente, para indicar el deseo de apelar al cristianismo primitivo, tema muy querido de los reformadores, comenzó de inmediato su programa de renovación con la rigurosa condena de la simonía. Su programa preveía, entre otras cosas, la imposición de una penitencia ejemplar para aquellos que se hubiesen dejado ordenar por un obispo simoníaco y el control de los candidatos para el cargo episcopal, de manera que se pudiera tener la seguridad de que no había simonía. Un reformador más ardiente, Pedro Damiano, le escribió lamentándose porque el proceso de renovación era demasiado lento, pero en todo caso se puede afirmar que con Clemente II comenzó, por obra e influjo del poder imperial, el papado reformador del siglo XI. Tras el paréntesis del tercer retorno de Benedicto IX (entre el 1047 y el 1048), siempre bajo indicación del emperador Enrique III, fueron elegidos otros papas alemanes de tendencia reformadora. En primer lugar fue elegido el bávaro Poppone, que tomó el nombre de Dámaso II (otro nombre que apelaba a la iglesia de los orígenes) y que murió después de haber sido papa solamente a lo largo de veintitrés días, probablemente a causa de una malaria que contrajo por los calores del verano romano. Tras él fue papa León IX (1049-1054), que se llamaba Bruno y era alsaciano, de la familia de los condes de Egisheim, emparentado con la misma casa imperial. León IX había realizado ya una labor reformadora en su propia diócesis de Toul, donde había procurado elevar el nivel moral del clero y de los monasterios. Designado por el emperador en diciembre del 1084, aceptó con una condición: que fuera elegido, de un modo regular, por el clero y el pueblo de Roma. Sólo entonces vino a Roma, a pie, vestido de peregrino. En su decisión de someterse a la voluntad de la iglesia de Roma podemos reconocer la importancia que atribuía incluso a la forma de la elección del papa, como elemento de un retorno a la pureza de la vida de la iglesia. En el entusiasmo con que Bruno fue acogido en la ciudad por una muchedumbre que le aclamaba y en el hecho de que fue elegido con el glorioso nombre de León se puede ver quizá el comienzo de una nueva fase en la historia de la Iglesia y del pontificado
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Recapitulación cronológica del capítulo PAPAS San León III, 26, 27.12.795 –12.6.816 Esteban IV (V), 22.6.816 – 24.1.817 San Pascual I, 25.1.817 – 2.5.824 Eugenio II, ¿?.2(-5).824 – ¿?.8.827 Valentín, ¿?.8.827 – ¿?.8.827 Gregorio IV, 9.827, 2.9.3.828 – 25.1.844 Juan, 25.1.844 Sergio II, 25.2. 844– 27.1.847 San León IV, 10.4 847 – 17.7.855 Benedicto III, 19.9.855 – 17.4.858 Anastasio el Bibliotecario, 21-24.9.855 San Nicolás I el Grande, 24.4.858 – 1.3.867 Adriano II, 14.12.867 – 11.12.872 Juan VIII, 14.12.872 – 16.2.882
Marino I, 16,12.882 – 15.5.884 San Adriano III, 17.5.884 – 8 ó 9.885 Esteban V (VI), ¿?.9.885 – 14.9.891 Formoso, 6.10.891- -4.4.896 Bonifacio VI, ¿?.896 – ¿?.4.896 Esteban VI (VII), ¿?.5.896 – 7 ó 8.897 Romano, 7.8.897 – ¿?.11.897 Teodoro II, ¿?.12.897 – ¿?.12.897 (898) Juan IX, 12.897 (898) – 1.(5).900 Benedicto IV, 1.(-5).900 – ¿?.7.903 León V, 7. 903 – 9.903 Cristóbal, ¿?.9.903 – ¿?.7.903 Sergio III, 29.1.904 – 14.4.911 Anastasio III, ¿?.4.911 – ¿?.6.913 Landón, ¿?.7.913 – ¿?.3.914 Juan X, 3 ó 4.914 – 5 ó 6. 928 León VI, 5 ó 6 914-5 ó 6.928 Esteban VII (VIII), 12.928 (1.929) – ¿?.2.931 Juan XI, ¿?.2, 3.931 –1.936 León VII, 1.936 – 13.7.939 Esteban VIII (IX), 14.7.939 – ¿?.10.942 Marino II, 30.10.942 – ¿?.5.946 Agapito II, 10.5.946 – ¿?.12.955
ACONTECIMIENTOS Y DOCUMENTOS 800 816 817 823 824 826
Coronación de Carlomagno Coronación de Ludovico Pío Privilegio de Ludovico Coronación de Lotario Constitución romana de Lotario Sínodo Lateranense
850 Coronación de Ludovico II
867 Clero y pueblo romano aceptan que el emperador apruebe, pero que no elija al papa 869/871 Concilio de Constantinopla IV 875 Coronación de Carlos el Calvo. El emperador renuncia al control de las elecciones 878 Coronación de Ludovico el Tartamudo 881 Coronación de Carlos el Gordo
891 892 896 898
Coronación de Guido de Espoleto Coronación de Lamberto de Espoleto Coronación de Arnolfo de Carintia Entra de nuevo en vigor la Constitución romana del 824
901 Coronación de Ludovico de Provenza
928 Coronación de Berengario de Friuli
NUEVOS EMPERADORES Y NUEVOS SEÑORES
PAPAS Juan XII (Octaviano de Túsculo), 16.12.955 – 14.5.964 León VIII, 4, 6.12.963 – 3.965 Benedicto V, 5.964 – 4.6.964 (ó 965) Juan XIII, 1.10.965 – 6.9.972 Benedicto VI, 12.972, 19.1.973 – ¿?.6.974 Bonifacio VII, 6.7.974; 8.984 – 10.7.985 Benedicto VII, ¿?.10.974 – 10.7.983 Juan XIV (Pedro Canepanova), 11 ó 12.983 – 20.8.984 Juan XV, ¿?.8.985 – ¿?.3.996 Gregorio V (Bruno de Carintia), 3.5.996 – 18.2 ó 3.999 Juan XVI, ¿?.2 ó 3. 997 – ¿?.5.998 Silvestre II (Gerberto de Aurillac), 2.4.999 – 12.5.1003 Juan XVII (Siccone), 16.5.1003 –6.11.1003 Juan XVIII (Fasano), 25-3-1004 – ¿?.7.1009 Sergio IV (Pedro), 31.7.1009 – 12.5.1012 Benedicto VIII, 8 ó 9.1012 – 9.4.1024 Gregorio, 1012 Juan XIX (Romano de Túsculo), 19.4.1024 – ¿?.1032 Benedicto IX (Teofilacto de Túsculo), 8 ó 9.1032 – 9.1044 Silvestre III, 13 ó 20.1.1045 – 3.1045 Benedicto IX (por segunda vez) 10.3.1045 – 1.5.1045 Gregorio VI (Giovanni Graciano), 1.5.1045 – 20.12.1046 Clemente II (Suidger de Mosleben von Hornesburg), 24.12.1046 – 9.10.1047 Benedicto IX (por tercera vez), 10.1047 – 7.1048 Dámaso II (Poppone), 17.7.1048 – 9.8.1048
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ACONTECIMIENTOS Y DOCUMENTOS 962 Coronación de Otón I Privilegio otoniano 964 León VIII atribuye a Otón I el derecho de nombrar al papa 967 Coronación de Otón II
996 Coronación de Otón III
1046 Sínodo de Sutri Principatus in electione pontificis Coronación de Enrique III
5 LA LIBERTAD DE LA IGLESIA
Bruno, el alsaciano, había llegado a Roma sin boato ni ejército, acompañado sólo por algún amigo. Ante el clero, solemnemente reunido, declaró que, en el caso de que la iglesia romana no diese el consentimiento unánime para su elección de pontífice, estaría muy contento de poder volver a su diócesis de Toul. Quizá agradó su discurso, quizá se tuvo en cuenta el hecho de que había sido designado por el emperador, aunque se encontrara ausente. Lo cierto es que Bruno fue elegido unánimemente, siendo aclamado de un modo entusiasta y, tomando el nombre de León IX (1049-1054), inició una actividad febril de reforma. Su pontificado constituyó en ciertos aspectos una paradoja: un papa, colocado sobre la cátedra de San Pedro por la voluntad decidida de un emperador, retomó, desarrollo y dio contenido concreto a una acción de gobierno que, en un tiempo muy breve, dislocaría e incluso invertiría las relaciones entre el papado y el imperio. Ciertamente, Enrique III, igual que habían hecho los emperadores otones algunos decenios atrás, contribuyó a elevar al papado de su crisis y su acción fue determinante en contra de la prepotencia de la nobleza romana. Sin embargo, objetivamente, el programa del nuevo emperador se oponía de una forma abierta al programa de los defensores de la reforma, porque, en principio, conforme a su visión, el papado debía hallarse subordinado a la autoridad imperial. Un programa de ese tipo no podía ciertamente encontrar la aprobación de los papas, quienes a pesar de que ellos debían su propia elección al emperador, estaban comprometidos a luchar a favor del ideal de la libertas ecclesiae, de la “libertad de la iglesia”, que constituía la palabra clave del movimiento de reforma.
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Los cinco años del pontificado de León IX fueron intensos. Viajó por toda Europa, realizó más de doce sínodos papales, muchos de ellos lejos de Roma, asumió iniciativas políticas de gran importancia, se enfrentó con los normandos, que se estaban instalando en la Italia meridional... Sus decisiones y sus pronunciamientos (a partir de aquellos sobre la simonía y el celibato del clero) constituyeron momentos importantes en la realización de la reforma. Incluso en temas que parecían aparentemente menores, como el funcionamiento de cancillería papal y el uso del pergamino en lugar del papiro en los documentos papales1, vinieron a darse signos de cambio. Se trataba, sin embargo, en todos los casos, de un retorno hacia normas que encontraban su origen (en algunos casos un origen sólo presunto) en antiguas tradiciones, que se pretendían propias de la iglesia primitiva, que constituía el verdadero faro que dirigía al ambiente reformista. En la base de la acción de León hallamos dos instrumentos cruciales: ante todo, la estrecha colaboración con un grupo de consejeros reformistas, a quienes implicó de un modo totalmente nuevo, de tal manera que ellos desembocarían, en los años inmediatamente posteriores, en la creación del colegio de los cardenales; y después en la misma concepción del primado petrino, que fue enriquecido con nuevos contenidos teológicos. Ya antes de su llegada a Roma, e inmediatamente después, León llamó a su lado a personas de gran capacidad, que tenían como él la intención de comprometerse en la renovación de la iglesia. Las diversas iniciativas de reforma, antes separadas unas de las otras, fueron de tal forma reunidas y canalizadas, de manera directa, por el papa que este vino a presentarse como guía de la cristiandad, sustituyendo en esta función, de un modo decidido, al emperador. La reforma progresó sensiblemente por obra de los hombres de León IX, tres de los cuales se convirtieron a su vez en papas: Hugo el Cándido, del monasterio de Remiremont, y futuro cardenal de San Clemente; Federico de Lorena, del cabildo de la catedral de Lieja, bibliotecario y después papa, con el 1. El uso de redactar los documentos sobre el pergamino, abandonando el papiro, se inspiraba quizá en lo que se hacía ya desde hace un tiempo en la cancillería imperial (León IX había sido capellán de corte, antes de convertirse en obispo de Toul). Incluso la forma externa de los documentos se volvió semejante a la del imperio, por ejemplo, a través del alargamiento de los caracteres de la escritura en la primera línea y de otras modificaciones. Cf. P. RABIKAUSKAS, Diplomatica pontificia. Praelectionum lineamenta ad usum auditorum, Romae 19723, p. 35.
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nombre de Esteban IX; Humberto, del monasterio de Moyenmoutier, futuro cardenal de Silva Cándida; el monje Hildebrando, que se convertirá en el papa Gregorio VII; Pedro Damiano, prior de Fonte Avellina y después cardenal de Ostia; Anselmo de Baggio, obispo de Lucca y después papa Alejandro II; Alinardo, obispo de Lyon… Todos estos pusieron su inteligencia y su trabajo al servicio de la reforma, guiada por el papado, y ellos dieron también un nuevo y decisivo impulso a la cuestión del primado. El punto de partida venía dado por la tradición anterior, recogida hacía poco tiempo en el Decretum de Burcardo, de mediados de los años veinte de ese siglo (siglo XI): allí se trataba de un modo extenso de la cuestión del obispo de Roma, apelando incluso a textos provenientes de las falsas decretales, de los que ya hemos hablado en el capítulo precedente. Esta colección canonística constituía sin duda un buen fundamento doctrinal, pero no ofrecía aún una renovación de la teología a propósito de primado, teología que nacerá, sin embargo, propiamente por obra de los papas reformadores y de sus consejeros. Tras el tímido inicio de un nuevo estilo por parte de Clemente II2, fue sobre todo León IX el que dio un impulso determinante al tema. En los privilegios que los papas ofrecían a los monasterios e iglesias se encuentran numerosas afirmaciones en las que la sede de Roma no aparece sólo como la dispensadora de concesiones (como aparecía en general en los documentos de los papas anteriores), sino más bien como punto de convergencia de toda la Iglesia. El papado se presentaba en esos privilegios como centro dinámico que por su naturaleza debe estar presente y actuar de una forma eficaz por doquier, sobre todo para el bien de las instituciones eclesiásticas, pero más en general –y en esto consiste su función en la Iglesia– para levantar lo caído o debilitado y para asegurar la libertad y estabilidad del conjunto de la Iglesia. En sus cartas, León IX muestra también que tiene una idea clara de que el papa es el vértice de la jerarquía eclesiástica y que, sin embargo, no debe hacerlo de una forma autoritaria: las relaciones con el episcopado, al que se concibe de un modo unita2. En una bula (del 24 de septiembre del 1047), en la que confirmaba las posesiones de la diócesis de Bamberg, de la que había sido obispo, se refiere a la iglesia de Roma como madre de todas las iglesias, y como aquella ante la cual nos debemos arrodillar, pues ella abre y cierra las puertas del cielo, y contra ella no prevalecerán las puertas del infierno. Cf. I. von P FLUCK-HARTTUNG, Acta pontificum romanorum inedita II, Stuttgart 1884, p. 68.
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rio y del que el papa forma parte en unión con los otros obispos, deben estar caracterizadas por un espíritu de fraternidad y comunión. Entre los redactores de las bulas de León IX se encontró ciertamente también Humberto de Silva Cándida y entre los inspiradores del papa tuvo también un puesto importante Pedro Damiano. Pero la teología elaborada por ellos fue asumida por León y transmitida en sus documentos pontificios oficiales. Aquellos pensamientos no quedaron por tanto abandonados en el ámbito de la discusión entre los doctos, sino que vinieron a tomarse como base para un programa concreto de gobierno del cual fueron inspiradores; en esa línea, el pensamiento teológico vino a convertirse en el eje central de la acción de la iglesia de Roma. De esa manera se llegó a una transformación de consecuencias revolucionarias: se había logrado que se diera una soldadura entre las tradiciones de la teología del primado y los ideales de la reforma. Nació en esa línea el convencimiento de que el único instrumento seguro para una regeneración de la Iglesia y de la sociedad entera estaba constituido por la afirmación del primado papal, el cual no era ya considerado sólo como una de las características históricas y concretas de la función papal, sino que adquirió un valor teológico determinante: el primado fue ahora colocado explícitamente y con fuerza en el centro de la verdad cristiana y se convirtió en objeto de fe. Una consecuencia de esta nueva impostación fue el cisma dramático, pero en algún sentido predecible, con la iglesia de Oriente. El debate con el patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario, que se definía «patriarca ecuménico» y que se ponía en concurrencia con el patriarca de Roma, se centraba aparentemente en cuestiones litúrgicas (como el uso del pan ácimo en la misa) y en cuestiones doctrinales (como la procesión del Espíritu Santo a partir del Padre y del Hijo); pero en realidad ese debate se centraba propiamente en el derecho de Roma para afirmar su propio primado sobre todas las restantes sedes. El problema resultaba aún más fuerte porque, incluso desde la perspectiva política, el papa consideraba la Italia meridional como perteneciente al patrimonio de San Pedro; por esa razón, en el verano del 1053, el papa había luchado contra los normandos, siendo derrotado y teniendo que permanecer prisionero por algunos meses. La cuestión la afrontó, de manera muy decidida y sin vacilaciones, el monje Humberto, que había sido nombrado arzobispo de Sicilia y cardenal de Silva Cándida, y llegó a su culminación en 16 de julio del año 1054 cuando colocó sobre el altar de la
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Basílica de Santa Sofía la bula donde el papa condenaba al patriarca de Constantinopla; este, por su parte, excomulgó al obispo de Roma3. «Cualquier grupo de personas que no esté de acuerdo con Roma no es una iglesia, sino un agrupamiento de herejes, un conventículo de cismáticos y una sinagoga de satanás»4. Así escribía el Papa León a Miguel Cerulario; y sólo algunos años más tarde Pedro Damiano afirmaba también que el rechazo del principio del primado papal no era sólo un pecado, sino una verdadera herejía5. Con una concepción semejante del primado de la iglesia de Roma y del papado resulta obvio que en el ambiente de la reforma resultase también determinante la cuestión de las elecciones papales. El control ejercido por el emperador a través de la designación de un único can3. Los contemporáneos no percibieron aquel gesto como definitivo y León IX no llegó ni siquiera a conocerlo, pues murió antes de que le llegara la noticia de la excomunión, pero se trató de una ruptura que todavía hoy no ha sido sanada. Sólo en el año 1965, en el clima de ecumenismo y diálogo que acompañó al Concilio Vaticano II, el papa Pablo VI y Atenágoras, patriarca de Constantinopla, anularon de manera formal y solemne la antigua excomunión recíproca. Fue emblemático y muy significativo el momento en que Pablo VI abrazó a Atenágoras. Cf. E. DVORNIK y A. BURG, La separazione tra Roma e Constantinopoli nel 1054 e l’avvenimento del 7 dicembre 1956 (documentazione), en Concilium 2 (1966) pp. 172 ss (edición italiana). Pero estamos todavía muy lejos del deseado fin del cisma y de la reunificación de las iglesias. 4. LEÓN IX, Epistula 100, en Patrologia Latina, 143, col. 744-769. A la redacción de esta carta no fue ajeno el mismo Humberto de Silva Cándida. 5. La afirmación se encuentra en los informes que Pedro Damiano dirigió a Hildebrando sobre la misión que había realizado en Milán, el año 1059, en una de las fases más dramáticas de la problemática patarina. Teniendo necesidad de justificar doctrinalmente la trasformación que de hecho se estaba realizando en la eclesiología tradicional, Pedro Damiano subrayaba el valor del primado como fundamento de la misma vida de la iglesia. «Sólo la iglesia romana, a través de la cátedra de San Pedro, ha sido situada como cabeza de toda la religión cristiana, a fin de que dirija todas las otras iglesias» (Opúsculo 5, ahora Carta 65, en la edición a cargo de K. REINDEL, Die Briefe des Petrus Damiani, en Monumenta Germaniae historica. Briefe der deutschen Kaiserzeit 4, II, München 1988, pág. 229 (trad. italiana a cargo de G.I. Gargano y N. D’Acunto, Opere di Pier Damiani, 1/1, Roma 2001). Él continúa diciendo que refutar este principio constituye una verdadera y auténtica herejía y no sólo un pecado, porque se apoya sobre un dogma falso. Pues de hecho, a diferencia de todas las otras iglesias, la iglesia de Roma ha sido fundada por el mismo Cristo, en el momento en que ha confiado a Pedro las llaves del Reino. «Aquel que intenta arrebatar a la iglesia de Roma el primado que el mismo Cristo le ha concedido, ese incurre sin duda en una herejía», afirma con fuerza, añadiendo después que «aquel que actúa en contra de aquella iglesia que es madre de la fe viola la fe; y aquel que no antepone la iglesia de Roma a todas la otras iglesia debe ser reconocido como rebelde».
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didato podía contribuir sin duda a garantizar la estabilidad de la elección y podía incluso dar buenos papas a la Iglesia siempre que emperador tuviera la posibilidad de indicar personas de altura. Pero esta practica parecía estar y estaba en claro contraste con el principio de la libertas ecclesiae y del primado del obispo de Roma y también iba en contra del convencimiento que había en el ámbito eclesial de la superioridad de los clérigos respecto de los laicos. Según eso, el hecho de que las elecciones papales debieran sustraerse al control de los laicos (aunque se tratase del laico cristiano más importante, como era el emperador) constituía desde una perspectiva ideológica una consecuencia directa de los principios de la reforma. Muy pronto se vio también con claridad que ese tema resultaba también urgente desde una perspectiva práctica. Enrique III murió el año 1056 y la sucesión al trono de su hijo, que sólo tenía cinco años, quedó asegurada solamente gracias a la habilidad diplomática del papa alemán Víctor II (1055-1057), que había hecho nombrar regente a la emperatriz Inés. Ya no había por tanto un emperador sino sólo un niño destinado a convertirse en rey de Alemania y candidato al imperio. Al papa Víctor se le debe también una modificación en la bola (bula) de plomo que se pegaba sobre los documentos que emanaban de la cancillería pontificia: además del nombre del papa, ya en uso desde el fin del siglo IX, la bula comenzó a llevar impresa, en uno de los lados, la figura de Pedro que recibe las llamas de manos de Cristo y, en el otro lado, la imagen de Roma6. ¡Una cosa bien pequeña!, pensará quizá algún lector, pero en realidad muy significativa, si se tiene en cuenta el valor simbólico que las novedades de este tipo implicaban en el contexto de la reforma y de la afirmación del papado. A la muerte de Víctor II, sin que la familia imperial viniese implicada en modo alguno, fue elegido con gran prisa Esteban IX (1057-1058), que se llamaba en el mundo Federico de Lorena, abad de Montecasino, uno de los hombres que León IX había llamado a Roma. Su pontificado se presentaba en una línea de continuidad con los precedentes, pero sólo duró ocho meses y a su muerte, ausente Hildebrando, fue elegido el candidato romano de la familia de los Túsculo, con el apoyo del pueblo. Pedro Damiano, que en cualidad de cardenal obispo de Ostia, debería haber consagrado al neoelecto se negó a hacerlo. Todos los cardenales reformadores desaprobaron la elección y consideraron al elegido (que 6. Cf. RABIKAUSKAS, Diplomatica pontificia, en o.c., p. 53.
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había tomado el nombre de Benedicto X, como el último de los papas tusculanos) como un antipapa usurpador y algunos meses más tarde, reunidos en Siena, presente ya también Hildebrando, que en ese tiempo había llegado de Alemania, eligieron papa al obispo de Florencia, Gerardo de Borgoña, que tomó el hombre de Nicolás II (1058-1061), con clara referencia al gran pontífice que dos siglos atrás, con aquel nombre, había sido gran defensor del primado papal. Fue una elección verdaderamente insólita, realizada por cinco cardenales obispos, reunidos fuera de Roma, sin la intervención del clero ni del pueblo romano; se pidió la aprobación de la emperatriz Inés, regente en lugar de su hijo menor Enrique, pero se discute si el consenso llegó antes o después de la elección. Lo cierto es que en enero del 1059 el papa llegó a Roma, acompañado por las tropas toscanas de Godofredo de Lorena, margrave de Toscana y hermano del difunto papa Esteban IX, de Viberto, canciller imperial en Italia, de los obispos cardenales y de otros reformadores. Benedicto X, formalmente depuesto, huyó de la ciudad. La reforma y la búsqueda de libertad de la iglesia estuvieron vinculadas, por tanto, con el restablecimiento de la libre elección del papa. Todo esto derivaba de las premisas teológicas de las que hemos hablado, pero el rechazo de Pedro Damiano a la consagración de Benedicto y la decisión de los cardenales de elegir a Nicolás constituyen también una prueba decisiva de la importancia que había tomado el colegio cardenalicio en los últimos años. El proceso iniciado por León IX, y continuado por sus sucesores encontrará sólo algunos meses después de la elección de Nicolás una legitimación extraordinaria en un decreto pontificio sobre las elecciones de los papas. Pero ¿quiénes eran los cardenales? Con ese término se había aludido desde la antigüedad a los responsables (“cardini”, los “encardinados”) de una iglesia romana7, colaboradores del obispo en las funciones litúrgicas y a veces también en la dirección de la vida eclesial. Ellos recibieron cada 7. Existieron también fuera de Roma, desde finales del siglo VIII, clérigos que participaban en la liturgia al lado de su obispo en varias diócesis de Inglaterra, Francia, Alemana, España e Italia, que llevaban el nombre de “clérigos cardenales”. Ese título genérico vino a caer después en desuso y desde el siglo XI los cardenales romanos asumieron la fisonomía características de la que ahora hablamos. Cf. C.G. F ÜRST, I cardinali non romani, en Le instituzioni ecclesiastiche della “societas christiana” dei secoli XI-XII; papato, cardinalato ed episcopato, Atti della V settimana internazionale di studio (Mendola 26-31 agosto 1971), Milano 1974, pp. 185-198.
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vez más importancia. Eran, por ejemplo, los primeros que suscribían las actas sinodales después de los obispos. En ese sentido, el lector recordará que en el año 769, un Sínodo lateranense –que después no se cumplió– había declarado que sólo los cardenales (no los simples obispos) podían ser elegidos para la sede pontificia. Ellos comenzaron a cumplir una función distinta con León IX, que nombró para aquel cargo a sus colaboradores no romanos, los cuales, compartiendo sus sentimientos y aspiraciones reformistas, lo sirvieron con competencia y pasión, como consejeros y legados, asumiendo una conciencia creciente de responsabilidad común en relación con el papado. Los cardenales obispos eran siete, titulares de las siete diócesis suburbicarias (de los alrededores de Roma): Ostia, Albano, Túsculo (sustituida después por Frascati), Porto y Santa Rufina, Sabina y Poggio Mirteto, Silva Candida (sustituida después por Segni y más tarde por Velletri) y Palestrina. Hacia fines del siglo XI fueron más numerosos los cardenales presbíteros y los cardenales diáconos, que eran respectivamente veinticuatro y dieciocho. Nicolás II había sido elegido papa precisamente por los cardenales obispos; después, en el sínodo convocado inmediatamente en el Laterano, en la Pascua del 1059, afrontó directamente el problema de la regulación precisa de las elecciones pontificias, conforme a principios nuevos, distintos de aquellos que se aplicaban generalmente para los obispos, en los que hasta ahora se habían inspirado las intervenciones formales en los temas de elecciones. El decreto, que fue promulgado en aquella ocasión por el papa, con la bula In nomine Domini, datada el 13 de abril del 1059, constituía al mismo tiempo una legitimación de la elección que había tenido lugar en Siena y una garantía para las elecciones futuras. El decreto8 resulta muy significativo, al menos bajo tres aspectos: las reglas para la elección del pontífice, la definición del momento en que el elegido es papa a todos los efectos y la función del colegio de los cardenales durante la sede vacante. La elección prevé tres fases sucesivas: (1) en primer lugar, los cardenales obispos consultan entre sí y eligen el nuevo pontífice; (2) después, los otros cardenales se asocian a la consulta; (3) finalmente, el cle8. Junto a la redacción auténtica del texto existe también una redacción falsificada, realizada probablemente en la primavera del 1076, que marca un acento diverso sobre las cláusulas que se relacionan con la intervención de la casa imperial. La edición crítica, con sinopsis de ambas redacciones, que solían llamarse en el pasado pontificia e imperial, en D. JASPER, Das Pappstwahldekret von 1059. Überlieferung und Textgestalt, Singmaringen 1986, 98-119.
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ro restante y el pueblo romano se asocia a la elección. Los cardenales obispos, asimilados a todos los efectos a los obispos metropolitanos (arzobispos), son los que tienen el derecho de elegir al papa. Su libertad de elección está protegida y garantizada por disposiciones que prevén para ellos la posibilidad de reunirse y proceder a la elección incluso fuera de Roma, en el caso de existan dificultades que puedan comprometer la libertad de los electores. El decreto precisa después –y también esta es una novedad significativa– que el papa así elegido posee inmediatamente todos los poderes del cargo, independientemente de su toma de posesión de la sede romana y de su entronización9. Se estableció en fin que, durante los períodos de sede vacante, serían los cardenales obispos los que tendrían la responsabilidad de la iglesia romana: en cualquier lugar donde los cardenales, y después el papa elegido, se establecieren allí se encuentra la iglesia romana. Pues bien, esta decisión que, en principio, fortalece los vínculos de los cardenales obispos y del mismo papa con la ciudad (de la que él es obispo) estará en el futuro cargada de consecuencias. Sólo de paso y con una frase ambigua se evoca en el decreto el derecho del emperador, aunque sin precisarlo («teniendo en cuenta los honores y reverencias que se deben a nuestro querido hijo Enrique»)10: probablemente se trataba del derecho de aprobación, pero no se sabe si del candidato o del elegido. Lo que, sin embargo, viene determinado, y esta es también una novedad significativa, es que ese derecho tiene que ser explícitamente concedido por el papa a cada nuevo emperador, con la consecuencia de que, si la prerrogativa imperial depende también del papa, es sólo la autoridad eclesiástica la que posee todas las competencias en la elección del sucesor de Pedro. Por lo que toca a la elección del papa, el decreto de Nicolás II resolverá una serie de problemas recurriendo a dos instrumentos significativos: (1) por una parte, pondrá de relieve la importancia del aspecto jerárquico de la autoridad eclesiástica; (2) y, por otra parte, destacará la disminución drástica del cuerpo electoral. De esta manera, de hecho, la elección venía sustraída al poder de los laicos y se ponían las premisas para que se evitaran tanto los problemas ligados a la situación romana, 9. Ibíd, pp. 105-106. «Plane postquam electio fuerit facta... electus tamen sicut papa auctoritatem obtineat regendi sanctam Romanam ecclesiam». 10. Ibíd, p. 104. «... salvo debito honore et reverentia dilecti filii nostri Henrici». La redacción falsificada del decreto, poniendo la misma frase en un contexto distinto (Ibíd, pp. 101-102) atribuía, sin embargo, al emperador un papel mucho más activo, poniéndolo en el nivel de los cardenales, considerados todos electores.
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siempre incontrolable, como los problemas derivados de la intervención de fuerzas extrañas. De todas formas, como veremos muy pronto, a lo largo de un siglo, el decreto de Nicolás II no se aplicó nunca del todo a las elecciones pontificias sucesivas. Pero el principio según el cual el hecho más significativo, aquel que de verdad resultaba determinante para la elección del pontífice, venía constituido por la elección que realizaban solamente los cardenales, quedó como algo adquirido para tiempos posteriores. Los mismos hechos demuestran que cada vez que se verificó una elección doble el candidato reconocido al fin como legitimo fue siempre aquel que había sido elegido por una mayoría de cardenales obispos. La “libertad de la iglesia” había recibido, al menos en el papel, un reconocimiento determinante. En la intención de los reformadores no se trataba de una ausencia absoluta de vínculos (con el poder secular), sino de una libertad respecto a lo que pertenecía al mundo y, por tanto, respecto a toda interferencia de los elementos extraños a la Iglesia. Hildebrando, uno de los reformadores más activos, colaborador de todos los papas a partir de León IX, que fue ciertamente uno de los principales inspiradores del decreto de Nicolás, vino a definir el estado de libertad como el estado de aquel se encuentra sometido exclusivamente «a la grande y santa iglesia romana». Muy lejos de esta perspectiva se encontraba ciertamente el sistema de la «iglesias privadas», un sistema que precisamente por las razones anteriores vino a ser combatido en el mismo Sínodo del 1059 de un modo directo, con la prohibición de la investidura de las iglesias menores, es decir, con la prohibición de que los laicos pudieran nombrar al clero de las iglesias de su propiedad. Este era otro punto a favor de la reforma, que de allí a poco encontraría otro campo o nudo de enfrentamiento esencial, el de la investidura de los obispos que conocerá momentos de grande y dramática intensidad, con el enfrentamiento directo entre el emperador Enrique IV e Hildebrando, que para ese tiempo se habría convertido en papa con el nombre de Gregorio VII. En su breve pontificado, Nicolás II tomó también otras decisiones muy significativas, siempre desde la perspectiva de una reforma que condujera de verdad a la tan invocada libertas ecclesiae. En esta línea ha de entenderse también la política innovadora que asumió en relación con la fuerza emergente del momento: los normandos, que se habían instalado ya de un modo estable en la Italia meridional y a los que León IX se había opuesto en vano. Ellos constituían una fuerza que podría haber constituido una buena base de apoyo para resistir al emperador, que
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evidentemente estaba descontento por el hecho de que hubieran disminuido su papel en la elección (y por tanto en el control) del papa. Nicolás II cultivó con inteligencia y amplitud de miras esta intuición, sopesó con mucha perspicacia aquellos que podían ser los deseos de los normandos, desde una perspectiva de política internacional, buscó un acuerdo y lo selló con ellos de un modo muy favorable a las necesidades del papado. En agosto del 1060 presidió un Sínodo en Amalfi, en territorio normando; depuso a los obispos simoníacos, publicó decretos de reforma y, sobre todo, reconoció las posesiones de Roberto de Guiscardo y de Ricardo de Capua, los cuales, según eso, dejaban de ser conquistadores abusivos de tierras ajenas (formalmente se trataba de regiones sustraías al imperio de Bizancio) para convertirse en príncipes con dignidad legal. El instrumento jurídico fue simple y eficaz: los territorios normandos fueron considerados como feudos papales, en cuanto formaban parte del Patrimonio de San Pedro, y los dos condotieros normandos (Roberto y Ricardo) ofrecieron un juramento de vasallaje, prometiendo obediencia al pontífice y comprometiéndose a sostener en el futuro a sus sucesores, regularmente elegidos por la mayoría de los cardenales obispos. Como el lector puede bien imaginar, aquel acto de sumisión tendrá desde ahora importantes consecuencias. Bastará con observar lo que sucedió el año siguiente, a la muerte de Nicolás II. Una delegación de ciudadanos romanos salió a escondidas hacia Alemania, para pedir a la corte imperial el nombramiento de un candidato (con la consiguiente irritación de Hildebrando). La emperatriz Irene eligió a Cadalo, obispo de Parma, pero mientras tanto los cardenales reformadores habían procedido a la elección de Anselmo de Baggio, obispo de Lucca, uno de los hombres a los que León IX había llamado a colaborar en la reforma y que, en diciembre del 1059 había sido enviado como legado a Milán, con Pedro Damiano, en uno de los momentos más duros de la crisis que provocaron en la ciudad los movimientos reformadores de los pátaros. Anselmo, con el nombre de Alejandro II (1061-1073), fue coronado con el apoyo de las milicias normandas. En Alemania se procedió igualmente a la elección de Cadalo, que se hizo llamar Honorio, en Basilea, siendo el primero de una serie de antipapas. Por su parte, Alejandro tuvo que empeñarse algunos años antes de ser reconocido por todos como papa legítimo. La reforma electoral de Nicolás II, en su primera aplicación, había tenido necesidad de las armas normandas: en realidad, la libertas ecclesiae se encontraba todavía bien lejana. Uno de los mayores obstáculos
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estaba constituido por las investiduras de los obispos, es decir, por la decisión de saber quién tenía el poder de nombrar a los obispos. Conforme a una praxis iniciada por los otones, el emperador pretendía tener ese derecho, porque los obispos de las diócesis sometidas al imperio tenían a menudo también funciones jurisdiccionales de tipo civil, que les hacían de hecho también administradores de aquellas regiones, siendo vasallos (feudales) del emperador. Pero, obviamente, el papado reivindicaba con fuerza aquello que a sus ojos era una prerrogativa característica de la vida eclesial. El enfrentamiento fue muy duro, de tal forma que esta fase de la reforma vino a llamarse “lucha por las investiduras”. Los protagonistas fueron Enrique IV, que había salido finalmente de la minoría de edad, e Hildebrando, convertido en papa Gregorio VII (1073-1085). Su elección se realizó de un modo distinto al prescrito por el decreto de Nicolás II, de tal forma que suscitó el embarazo de los historiógrafos. El hecho es que se estaban aún celebrando los funerales de Alejandro II, en Letrán, cuando la muchedumbre tumultuosa (hábilmente dirigida, según parece, por Hugo el Cándido, cardenal presbítero de San Clemente) aclamó como papa a Hildebrando, el 22 de Abril de 1073. Más tarde, la elección fue aprobada por el clero, estando ya presentes los cardenales obispos, y el nuevo papa fue entronizado en la iglesia de San Pedro in Vincoli. Informó de ello inmediatamente a los obispos, abades, reyes y príncipes, pero no a Enrique IV, futuro emperador. Resulta significativo el hecho de que en lo sucesivo, incluso en los momentos de mayor tensión, la elección fue criticada porque no se había pedido el consentimiento de la corte alemana, pero nunca se puso en duda la legalidad del procedimiento seguido para elegir a Gregorio. Gregorio VII constituye una figura muy controvertida, un hombre que estuvo en el centro de un enfrentamiento que marca época en la historia de Occidente. Pues bien, las fuentes no le han presentado nunca como un hombre apocado. La libelística o literatura de propaganda de este tiempo ha descrito de un modo fuerte la acción de este pontífice, tanto a favor como en contra, pero en la línea que fuere, todos le han reconocido como uno de los hombres más importantes de la historia del papado11. En el centro de su programa vino a ponerse de manera 11. Gran parte de los escritos de controversia sobre el tema han sido recogidos en los tres volúmenes de Libelli de lite imperatorum e pontificum saeculis XI et XII concripti, en Monumenta Germaniae historica, Hannover 1891-1897.
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tan intensa la reforma de la iglesia que para indicar todo el fenómeno nació la expresión “reforma gregoriana”12. Por otra parte, los juicios entusiásticamente positivos u hostilmente negativos que dividieron a los contemporáneos han continuado a lo largo de los siglos: Gregorio fue proclamado santo el año 1606, pero su culto fue combatido y hasta prohibido en algunos estados absolutistas europeos, e incluso hoy se asiste a interpretaciones de su pontificado que están muy influidas por prejuicios ideológicos. Lo que estaba en juego a los ojos de Gregorio VII era la misma concepción del orden del mundo y quién era el que debía guiarlo. Un compendio de aquello que el pontífice entendía como derechos de la Sede Apostólica se encuentra en un documento de origen discutido, conocido como el Dictatus Papae, pero que se debe definir de un modo más correcto como Veintisiete máximas papales13, inserto en el registro de las cartas de Gregorio VII. Se trata de un texto que no estaba dedicado a la publicación y que no tuvo entonces ninguna difusión; de un modo relativamente desordenado presenta en forma de tesis, es decir, como afirmaciones indiscutibles, algunas proposiciones tomadas a veces de cánones antiguos o de declaraciones pontificas anteriores, pero otras veces 12. En los últimos decenios se ha planteado la cuestión sobre si ha existido de verdad una “reforma gregoriana”. La erudición historiográfica ha respondido en general de una forma negativa, en el sentido de que la reforma fue mucho más amplia y anduvo mucho más allá de la personalidad de Gregorio, pues empezó antes y terminó después de su pontificado. De todas maneras, la fascinación ejercida por su figura ha hecho difícil separar su nombre de la reforma, que hoy suele definirse como «la así llamada reforma gregoriana”. 13. Este es el título que le ha dado el editor moderno del texto: cf. E. Caspar, Das Register Gregors VII, en Monumenta Germaniae historica. Epitolae selectae, 2, 2 vol., Berolini 1920-1923, Reg. II 55a, pp. 201-208 (reproducción anastática en München 1978). En la base del documento se encuentra probablemente una recopilación de materiales canonísticos, redactada en forma de frases breves que recuerdan los índices de las compilaciones canónicas. Sobre esta característica del texto, G.B. BORINO, Un’ipotesi sul Dictatus Papae di Gregorio VII, en Archivio della Deputaziones romana di storia patria, 67 (1944), pp. 237-252, ha sostenido que se trataba de una simple compilación de índices, que no está necesariamente ligada a las ideas de Gregorio; por el contrario, J. HALLER, Das Pamsttum. Idee und Wirklichkeit, II, Der Aufbau, Stuttgart 19512, pp. 382-383, afirmó que se trataba de un verdadero programa de reforma, incluso más radical de lo que aparece en los documentos. Sobre la cuestión, cf. H. F UHRMANN, Papst Gregor VII und das Kirchenrecht zum Problem des Dictatus Papae, en La riforma gregoriana e l’Europa. Congresso internazionale, Salerno 20-25 de mayo de 1985, I. Relazioni, Toma 1989, en Studi gregoriani per la storia de la “Libertas ecclesiae”, 13, 123-149.
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proposiciones originales y extraordinariamente osadas sobre las prerrogativas de la iglesia romana y del papado, sea en relación con las restantes autoridades eclesiásticas y con los soberanos, sea en relación con el papa en cuanto persona, llegando a afirmar que el papa, si estaba canónicamente ordenado «era de hecho santo» por los méritos de Pedro14. La altísima consideración de la figura del pontífice, santo heredero de Pedro y único vicario de Cristo sobre la tierra, llevaba de inmediato a la consideración, expresada con tonos que aparecen decididamente arrogantes, de la subordinación que le deben los soberanos, todos los soberanos, incluido el emperador, a quien el papa, y sólo el papa, tiene el derecho de deponer. Para comprender mejor la cuestión resulta quizá útil recordar que todas las discusiones y luchas no debían considerarse como enfrentamientos entre una iglesia y un estado, que hoy nosotros concebimos como realidades distintas entre sí y autónomas; de hecho, conforme a la visión del tiempo, también el imperio, como cualquier otro Estado y como la sociedad entera formaba parte de la única ecclesia universalis. Se trataba más bien de una lucha interna de la Iglesia, sobre quien debía ser el guía espiritual y político de la cristiandad. Los reformadores pensaban que esa tarea correspondía al estamento religioso (al sacerdotium), a través de su vértice jerárquico, el papa, a quien debía subordinarse necesariamente el regnum, es decir, el componente político y social de la cristiandad. La teocracia, que a partir de Constantino había sido elaborada por los soberanos laicos, primero por los emperadores orientales y después por los occidentales, había guiado por siglos a la cristiandad, concebida siempre como una única realidad político-social; esa teocracia se hallaba fundada sobre consideraciones del carácter sacramental de la dignidad real, que participaba de un modo específico del sacerdocio y del reino de Cristo. Pero a los ojos de Gregorio VII y de los restantes reformadores, aquella teocracia (donde el emperador ocupaba el centro) aparecía como una inversión del orden justo, como una realización fracasada del aspecto religioso de la vida cristiana, que era superior al aspecto civil, como el alma es superior al cuerpo. El cambio crucial, bien claro para Gregorio, debía ser la negación del carácter sacramental del “reino” y su subordinación necesaria al “sacerdocio”, en cuya cúspide se hallaba el primado del obispo de Roma. Sólo de esa forma se 14. Proposición XXIII: “Quod Romanus pontifex, si canonice fuerit ordinatus, meritis beati Petri indubitanter efficitur sanctus...”. Das Register Gegors VII, en o.c., p. 207.
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podía fundar una nueva relación del papa en relación con los reyes cristianos, los cuales, aunque importantes, no eran más que laicos y en cuanto tales no podían colocarse sobre el sumo sacerdote, ni siquiera a su mismo nivel, sino que le debían estar subordinados. Con estas ideas, Gregorio planteó el tema de sus relaciones con Enrique IV, rey de Alemania y en cuanto tal futuro emperador, culminación jerárquica del elemento laico de la cristiandad. Las relaciones entre ambos fueron inicialmente buenas, pero pronto degeneraron en un enfrentamiento abierto y en algún sentido impostergable, enfrentamiento que derivaba de la misma oposición entre primado papal e imperio en la guía del mundo occidental. El motivo de enfrentamiento se relacionaba con el problema del nombramiento de los obispos del imperio y la ocasión vino dada por el hecho de que Enrique nombró arzobispo de Milán y otros dos obispos italianos en contra de la voluntad del Papa. El emperador respondió a la firme protesta de Gregorio convocando una dieta en Worms (en enero del 1076) desde donde, sostenido por el obispado alemán, que hasta aquel momento no se había mostrado receptivo a las ideas reformistas, invitó al pontífice a renunciar a su propio cargo e invitó a los romanos a proceder a una nueva elección. La respuesta, inaudita pero perfectamente en la línea de las ideas reformistas, fue inmediata: Gregorio VII, sostenido por la aprobación unánime del sínodo convocado en Letrán el 14 de febrero del 1076, declaró depuesto y excomulgó a Enrique. Las consecuencias fueron muy graves, pues la excomunión implicaba que los súbditos creyentes quedaban liberados de su juramente de fidelidad al soberano. De ello se aprovecharon muy pronto los príncipes alemanes, que soportaban mal el comportamiento centralizador de Enrique. Éste se vio obligado a buscar de nuevo la pacificación con el Pontífice y se apresuró a encontrarse con él antes de que la situación se volviera irrecuperable; le encontró en Canossa, castillo de la condesa Matilde, en los Apeninos de la región de Emilia, el 25 de febrero de 1077. El episodio es tan conocido que ha venido a convertirse en proverbial: el invierno era especialmente frío (casi todos los ríos se habían helado al norte de los Alpes) y Enrique IV se presentó delante del castillo «sin ninguna enseña real, sino con el aspecto de alguien que merece compasión, descalzo, vestido de penitente”, como llegó a escribir más tarde el mismo Gregorio VII15. Pedía que se le perdonara y se le absolviera de 15. Epistula 12, en Patrologia latina, 148, col. 466.
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la excomunión, pero sólo fue admitido a la presencia del pontífice después de haber pasado tres días sobre la nieve, a los pies del castillo. El papa, después de haber obtenido el compromiso escrito y jurado de Enrique, lo reintegró en la Iglesia con un ceremonia durante la cual le hizo alzarse de la tierra, donde se hallaba postrado en forma de cruz, y le readmitió a la celebración eucarística, dándole él mismo la comunión, en presencia de los obispos de Estrasburgo, Basilea y Lausana. Formalmente, Enrique IV había sido reintegrado en la Iglesia, pero no en su función real (como el mismo Gregorio VII lo puso de relieve algunos años más tarde, en un nuevo momento de tensión). Pero de hecho la absolución de la excomunión había quitado un arma esencial a sus adversarios, sobre los cuales Enrique logró imponerse de nuevo. La pacificación con Gregorio no fue definitiva y en los años siguientes se registraron algunos acontecimientos dramáticos: desde una nueva excomunión, menos eficaz que la primera, a la elección del antipapa Clemente III; desde la ocupación alemana de Roma a la ocupación normanda, hasta el momento en que el papa murió prácticamente exiliado en Salerno. El suceso de Canossa fue por tanto sólo un éxito político temporal para el papado. Pero fue mucho más significativo para los decenios posteriores el hecho de que en aquella ocasión el obispo de Roma hubiera podido elevarse solemnemente como juez de las cuestiones seculares. La idea del origen divino inmediato del poder real había sufrido un golpe formidable y en algún sentido irremediable, pues se había demostrado que el poder soberano se encontraba en algún sentido sometido a mediaciones y que también el rey se hallaba bajo la autoridad de la Iglesia: el sacerdotium se había impuesto como superior al regnum. De hecho, incluso en medio de enfrentamientos y dificultades, en los decenios de reforma, el papado adquirió y mantuvo por un cierto período el liderazgo efectivo, tanto religioso como político, de la cristiandad occidental, en formas siempre más complejas. La investidura feudal de los normandos por obra de Nicolás II, la excomunión conminada por Gregorio VII a Enrique IV y el consiguiente episodio de Canossa, el comienzo de la aventura de las cruzadas, que vendrían a ser promulgadas de aquí a pocos años por el papa Urbano II, constituyen todos ellos momentos importantes de este proceso. Pero la hierocracia, es decir, el gobierno de la religión sobre la política, vendría a demostrarse insatisfactoria, tanto como la teocracia imperial ya experimentada. Esto influyó en el hecho de que se retomaran también antiguas reflexiones, como las del papa Gelasio que, como se recordará, a finales del siglo V,
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había elaborado la doctrina de la división de los dos poderes (entonces para fundar la autonomía del poder papal); más aún, con la ayuda importante de los instrumentos jurídicos derivados del redescubrimiento del derecho romano, se fue abriendo gradualmente un camino que en los siglos posteriores conduciría al reconocimiento de la independencia real y de la autonomía, también al interior de la sociedad cristiana, del poder religioso y del poder civil. Teniendo presente este cuadro general, se pueden comprender mejor las elecciones papales del siglo que sigue a Gregorio VII, período durante el cual, al lado de catorce pontífices legítimos, pueden contarse, por lo menos, once antipapas. Pocos días antes de morir en Salerno, el 25 de Mayo del 1085, en una situación de aparente derrota, Gregorio VII había dado a los cardenales y obispos que le pedían indicaciones sobre su sucesor, los nombres de tres posibles candidatos, en orden de preferencia y había pedido una elección que se desarrollara conforme a las normas canónicas –esto es, al menos, lo que se afirma en el “testamento” escrito tras su muerte por un clérigo de su círculo–. En realidad, su primer sucesor no se hallaba en la terna indicada, sino que vino elegido en Roma de una forma tumultuosa y forzada, después que pasaron más de doce meses. Se trataba de Desiderio de Montecasino (Víctor III, 1086-1087), quien confirmó su propia renuncia cuando, obligado a dejar la ciudad sólo cuatro días más tarde, retornó a su monasterio y se despojó de sus insignias papales, que él no quiso llevar por mucho tiempo. Tuvo que pasar casi un año antes que se regulara la elección pontificia, cosa que sucedió en marzo del 1087 en Capua, cuando Desiderio, tras la fingida conjura de los príncipes normandos y de los cardenales reformadores, aceptó su elección y las insignias pontificias. Murió pocos meses más tarde, aconsejando que eligieran a una persona que formaba ya parte de la terna indicada por Gregorio VII, al cardenal obispo de Ostia, que se llamaba Odón, quien, después de haber estudiado en la escuela catedralicia de Reims bajo la guía de san Bruno, el fundador de los Cartujos, se había hecho monje en Cluny y después había servido fielmente al papado y a la reforma. La asamblea de los cardenales reformadores presentes a la muerte de Víctor III en Montecasino, no pudiendo entrar en una Roma que se hallaba firmemente controlada por el antipapa Clemente III, tras algunos meses de inútil espera, siguió las indicciones de los dos pontífices anteriores. Esa asamblea eligió en Terracina a Odón, que tomó el nom-
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bre de Urbano II (1088-1099), con un procedimiento que también en estas circunstancias sólo había respetado parcialmente las normas canónicas. Urbano fue un papa realista y diplomático y logró que reconocieran gradualmente la legitimidad de su elección. Por otra parte, el éxito de la primera cruzada, que él promulgó durante el Sínodo de Clermont, en noviembre del 1095, constituye ciertamente la señal de lo mucho que el papado se había reforzado, de manera que el papa pudo ponerse visiblemente a la cabeza de la comunidad cristiana, a pesar de que otras de sus aspiraciones (como la reunificación con la iglesia de Oriente) no encontraron manera de poder cumplirse. Sin embargo, todavía eran poderosos, especialmente en Roma, los adversarios de los papas reformistas, de tal manera que los restos de Urbano II, que murió en Roma el año 1099, en la fortaleza de los Pierleone (pues el castillo de Sant’Angelo se hallaba controlado por los partidarios del antipapa Clemente III), tuvieron que se transportados de incógnito a San Pedro. Sólo dos semanas más tarde los cardenales eligieron por unanimidad a Raniero de Bieda, cardenal presbítero de San Clemente, que tomó el nombre de Pascual II (1099-1118). Por primera vez, el Liber Pontificalis16 enumera algunos gestos rituales y describe rasgos especiales de la elección, que sirven también para poner de relieve su legitimidad. En el curso del pontificado de Pascual II se sucedieron otros tres antipapas, pero él supo mantenerse sobre todos ellos. Sin embargo, no logró un éxito semejante en la espinosa cuestión de las investiduras: un privilegio que él mismo había concedido, fruto de un acuerdo con el rey Enrique V, el año 1111, fue obstaculizado por el colegio de cardenales, que consideraron que sus concesiones resultaban demasiado exageradas, de manera que el privilegio fue finalmente revocado. Su sucesor Gelasio II (1118-1119) fue elegido con una modalidad en la que alguno ha querido ver una anticipación de aquello que más tarde sería el “cónclave”, porque los cardenales se habían reunido secretamente en Santa María in Pallara, un monasterio del Palatino, para poder proceder con seguridad a la elección, sin ingerencias imperiales. Gelasio se negó a poner nuevamente en vigor el privilegio de Pascual II y por eso se vio obligado a huir y murió exiliado en Cluny, después de haber indicado como sucesor a Conón, obispo de Palestrina, y en caso de que rehusara a Guido de Borgoña, arzobispo de Vienne. 16. Le Liber Pontificalis, II, en o.c., pp. 296-297.
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Fue este último, en efecto, el que vino a convertirse en papa con el nombre de Calixto II (1119-1124), elegido con unanimidad por los pocos cardenales presentes en Cluny (el 12 de febrero) y confirmado posteriormente con el consentimiento retroactivo de los otros cardenales, del clero y del pueblo de Roma (1 de Marzo). Al breve pontificado de este papa, también él elegido de un modo parcialmente poco conforme con los ritos, se deben dos gestos significativos: consigue el acuerdo con el emperador y convoca un concilio ecuménico. La cuestión de las investiduras quedó finalmente resuelta en noviembre del 1122 con el así llamado “Concordato de Worms” que, aunque admitiendo procedimientos distintos en Italia y en Alemania, reconoció que la investidura del poder espiritual de obispo debía realizarla el papa (reservando al emperador la investidura feudal). De esa forma se había alcanzado uno de los objetivos de la reforma, aunque con algunos compromisos, como el hecho de que se admite la presencia del emperador en las elecciones episcopales en Alemania; el orgullo del papa Calixto II quedó satisfecho con ese resultado y así lo celebró en unos frescos realizada para esa ocasión en Letrán. La “libertad de la iglesia”, que se había logrado en este punto tan significativo, vino vinculada inmediatamente, como siempre habían querido los reformistas, con la renovación interior de la Iglesia. El año 1123 quedó convocado, por vez primera en Occidente un concilio ecuménico solemne en Letrán, dos siglos y medio después del último Concilio de Constantinopla, celebrado los años 869-871. En ese concilio se ratificó solemnemente el concordato alcanzado con el emperador y se retomaron los temas clásicos de la reforma como: la condena de la simonía, el concubinato de los presbíteros y el empeño de laicos en la administración de los bienes eclesiásticos. Todavía una vez más fue confirmado el primado de la iglesia de Roma en la persona del Papa. La siguiente elección pontificia fue muy turbulenta, con la intervención armada de la familia de los Frangipani, precisamente en medio de la asamblea que, con el apoyo de la familia Pierleoni, estaba entronizando a Tebaldo Buccapecus, anciano cardenal de Santa Anastasia, con el nombre de Celestino. Hubo una batalla. Teobaldo fue maltratado y le convencieron para que renunciara a la cátedra. El mismo día tuvo lugar la elección de Lamberto Scannabecchi, cardenal de Ostia, con el nombre de Honorio II (1124-1130). Este episodio recuerda otros que se verificaron antes de la reforma, aunque en este caso no se trataba de rivalidades internas de las familias romanas, sino más bien de enfrenta-
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mientos entre las diversas tendencias reformistas de los cardenales. Según eso, el acuerdo con el imperio que se había logrado en Worms no dio al papado un período inmediato de paz. Antiguos y nuevos reformistas se enfrentaban en el colegio cardenalicio, cada vez más influyente en el gobierno de la Iglesia. Su canciller, el poderoso cardenal Americo, canónigo regular, lo mismo que el elegido, Honorio II, quien reconfirmó inmediatamente en su cargo al canciller, era un amigo de los Frangipani. Algunos se inspiraban en las ideas de reforma del período apenas concluido y pensaban que era preciso obtener nuevas concesiones del emperador; en contra de eso, había en cambio otros que pensaban que había ya terminado la fase de lucha con el poder político y, más sensibles a las necesidades de la época, querían situarse en la línea de la reforma de las nuevas órdenes de los monjes y canónigos, especialmente bajo el perfil de contenido religioso. El enfrentamiento alcanzó su punto culminante con la doble elección pontificia del 1130, a la que siguieron ocho años de un cisma grave, porque se originaba precisamente en el mismo seno del gobierno de la Iglesia. En la noche en que murió Honorio II, en el Monasterio de San Gregorio Magno, un pequeño grupo de cardenales procedió a la elección de Gregorio Papareschi, con el nombre de Inocencio II (11301143), al que entronizaron en Letrán. Aquellos cardenales formaban parte de una especie de comisión electoral, representativa de los tres órdenes de cardenales (obispos, presbíteros, diáconos), que el mismo colegio cardenalicio había destinado desde hacía algunas semanas para que pudiera darse una elección sin disturbios. Pero la comisión no se había reunido en su totalidad y algunas de sus tendencias no estaban adecuadamente representadas. A la mañana siguiente, conocidos los acontecimientos de la noche anterior, los otros cardenales, que habían sido excluidos y que formaban la mayoría, se reunieron en San Marcos, donde eligieron a Pedro Pierleoni que, con el nombre de Anacleto II (1130-1138), fue entronizado inmediatamente en San Pedro. Aquel jueves 14 de febrero habían sido elegidos, por tanto, dos papas, y la elección de cada uno de ellos era canónicamente irregular. El tema de la afirmación de uno o de otro era algo que no se podía resolver en la ciudad (Roma) y, por eso, ambos tuvieron que buscar la manera de ganar para su propia causa a toda la cristiandad. Al final la victoria fue para Inocencio II, no sólo gracias al apoyo de las nuevas órdenes, como los cistercienses de Bernardo de Claraval y los premostratenses de Norberto de Magdeburgo, sino también de instituciones
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consideradas más tradicionales, como los cluniacenses de Pedro el Venerable. De todas maneras, el cisma sólo acabó el año 1138, con la muerte de Anacleto II (sus partidarios eligieron a Víctor IV quien, sin embargo, dimitió algunos meses más tarde); en esa línea, el concilio celebrado el año siguiente (II de Letrán, X Ecuménico) confirmó con decisión la legislación reformadora precedente y cerró el período de los conflictos jurídicos con el poder político. Los papas posteriores continuaron en efecto en la línea de reforma religiosa de Inocencio II y fueron simpatizantes respecto a las nuevas órdenes, como el anciano Guido de Città di Castello, amigo del canciller Americo, unánimemente elegido, que tomó el nombre de Celestino II (1143-1144). Otros formaron incluso parte de esas órdenes, como Lucio II (1144-1145), canónigo regular, o Eugenio III (1145-1153), cisterciense. Menos felices fueron algunas opciones políticas, como la promulgación de una nueva cruzada, la 2ª, para reconquistar Édesa, caída en manos de los musulmanes. A pesar de que esa cruzada hubiera sido predicada por el monje más conocido de la época, Bernardo de Claraval, y a pesar de que hubiera participado en ella el mismo emperador Conrado III, la empresa concluyó con un fracaso militar y político, que implicó negativamente al mismo papado, que había actuado como promotor de ella. Los pontífices de ese período encontraron también dificultades para la administración de la ciudad de Roma, donde en aquellos mismos años se había afirmado un gobierno comunal, con un senado y con ordenamientos propios. Los partidarios del gobierno comunal proclamaban la necesidad de que el clero se dedicase sólo a los asuntos espirituales, poniéndose así en una actitud básicamente hostil, en contra del gobierno civil del pontífice sobre el territorio del Patrimonio de San Pedro, con momentos previsibles de gran tensión, como cuando el papa Lucio II murió a consecuencia de un encuentro armado, mientras guiaba a sus soldados para que reconquistaran el Capitolio ocupado por los partidarios de la otra tendencia o cuando a las reivindicaciones autonomistas de la ciudad de Roma se unió la apasionada predicación de Arnaldo de Brescia en contra del poder temporal de la iglesia. Quizá por dar también una respuesta a los problemas de la ciudad, tras la muerte de Eugenio III fue elegido papa el romano Anastasio IV (1153-1154), que mantenía buenas relaciones con los representantes de la vida comunal. Pero la situación se invirtió el año siguiente, con la elección, por consenso unánime de los cardenales, de Adriano IV (11541159), el único papa inglés que ha existido –hasta la actualidad–, que se
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llamaba Nicolás Breakspear. Adriano IV tuvo que enfrentarse no sólo con los problemas de la ciudad, sino también, con aquellos que estaban vinculados a las reivindicaciones del rey alemán, Federico Barbarroja, a quien él mismo coronó como emperador en San Pedro, pero que se movió inmediatamente en una dirección opuesta a la del papado. La ruptura aconteció en noviembre del 1158, cuando Federico, en la dieta de Roncaglia, logró imponer derechos imperiales claramente contrarios a las prerrogativas papales. Adriano, refugiado en Anagni, puso en marcha tratativas con los exponentes de las ciudades lombardas, favoreciendo su alianza contra el emperador y este hecho constituyó el punto de partida de aquel tipo de alianza que se constituirían en los años sucesivos entre las ciudades italianas y el papado. Pero en el colegio cardenalicio no todos compartían el comportamiento político anti-imperial y por consecuencia filonormando de Adriano IV. Por esta razón, también hubo tras su muerte una doble elección: un pequeño grupo de cardenales eligió a Octaviano, de los señores de Monticelli, con el nombre de Víctor IV, favorable a la paz con Barbarroja, mientras que la gran mayoría dio su voto a Rolando Bandinelli, quizá discípulo de Abelardo y, después, profesor ilustre de Boloña, consejero íntimo de Adriano y decidido a seguir su política. Este Rolando tomó el nombre de Alejandro III (1159-1181) y en sus veintidós largos años de pontificado, obligado a morar casi siempre fuera de Roma, tuvo que afrontar el problema del cisma (porque a Víctor IV le sucedieron otros tres antipapas: Pascual III, Calixto III e Inocencio III, hasta el 1180) y el intento de Federico I Barbarroja de llevar nuevamente a la Iglesia a una situación de dependencia. Fueron los años de luchas de los “comunes” (ciudades) de Italia, de la liga de las ciudades lombardas, de la fundación de Alejandría –llamada así en honor del papa y de su apoyo contra el emperador–, los años de la batalla de Legnano y, en fin, de la paz de Venecia. Pero el motivo por el que Alejandro III es uno de los protagonistas de nuestra historia se encuentra en un importante decreto relacionado con las elecciones papales, cuyas indicaciones fundamentales siguen siendo válidas todavía hoy. En la primavera del 1179 se celebró en Roma en Concilio de Letrán III, el undécimo de los ecuménicos, una gran reunión en la que participaron más de trescientos obispos y numerosísimos abades, priores y expertos, con un total de casi mil personas. Los obispos provenían de todas las regiones de Europa, incluso de Hungría y Dinamarca, además de venir de Italia y Sicilia, de Alemania, de Francia y
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Borgoña, de Inglaterra, Irlanda, España e incluso de algunos estados cruzados de Oriente. Los trabajos comenzaron un lunes después del domingo 3º de Cuaresma (5 de marzo del 1179) y concluyeron tras dos semanas. Tenemos noticia de algunos de sus participantes, como Roger de Hoveden, Alberto de Stade, Pedro Comestor, Pierre de Blois y Walter Map, a pesar de que las actas conciliares propiamente dichas se han perdido. El discurso introductorio lo tuvo Rufino, obispo de Asís, un canonista amigo de Alejandro que expuso ampliamente los temas relacionados con la iglesia de Roma. En el curso de las sesiones posteriores se aprobaron numerosos cánones (son importantes los relacionados con las escuelas catedralicias y las universidades) entre lo cuales el primero trataba de las elecciones papales y llevaba significativamente este título introductorio: Licet de evitanda discordia (Para evitar las discordias se puede...). El objetivo era de hecho siempre el mismo: garantizar que las elecciones fuesen libres de condicionamientos externos y que no diesen motivo a disensiones e inseguridades, como había sucedido por último incluso en el momento de la elección del mismo Alejandro. Con el fin, por tanto, de «evitar las discordias» fue confirmada y precisada una de las soluciones que ya habían sido adoptadas por el decreto de Nicolás II, del 1059, es decir, se fijó la definición precisa del cuerpo electoral, identificado con los componentes del colegio cardenalicio; se abandonó por eso la distinción entre cardenales obispos y otros cardenales, y no dijo nada sobre la intervención del clero y del pueblo romano, de tal forma que la responsabilidad de la elección quedó total y exclusivamente en manos de los cardenales. También se había mostrado insuficiente el principio de la mayoría del 1059 y por eso vino modificado, fijando la obligatoriedad de una mayoría cualificada (de los dos tercios del colegio cardenalicio), siempre «que no se hubiera logrado ente los cardenales una concordia unánime»17. La elección como privilegio únicamente de los cardenales y el número de dos tercios para la mayoría sigue siendo todavía hoy una norma en vigor. 17. Licet de evitanda discordia, en Conciliorum oecumenicorum decreta, p. 187: «... Statuimos igitur ut si forte... inter cardinales de susbtituendo pontifice no potuerit concordia plena esse, et duabus partibus concordantibus tertia parx noluerit concordare..., ille Romanus pontifex habeatus, qui a duobus partibus fuerit electus et receptus».
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Era la primera vez que la legislación sobre la elección del papa venía reformada por un concilio ecuménico. Este hecho solemne indica emblemáticamente también que estamos ante el punto de llegada de un largo proceso de formación del colegio cardenalicio que se había convertido ya no sólo en el árbitro de la elección de los pontífices, sino que constituía también, junto al papa elegido, el nuevo equipo directivo en el vértice jerárquico de la Iglesia. ¿Bastaría esto? Las nuevas reglas ¿podrían asegurar de verdad unas elecciones papales libres y sin disensiones? Ciertamente, tras la Licet de evitanda discordia se extendió un largo período sin antipapas, un período en el cual el papado vivió un momento que alguno ha definido su “siglo de oro”, expresión que como la otra, la antitética, del “siglo de hierro” (siglo X), tiene un valor indicativo y obviamente debe ser probada. Recapitulación cronológica del capítulo PAPAS San León IX (Bruno de Egisheim, Alsacia), 12.2.1049 – 19.4.1054 Víctor II (Gebhard de Dollnstein-Hirschberb, Suabia), 16.4.1055 – 28.6.1057 Esteban IX (X) (Frederick de Lorena, Francia), 3.8.1057– 29.3.1058 Benedicto X, 5.4.1058 – 24.1.1969 Nicolás II (Gerardo de Borgoña, Francia), 24.1.1059 – 27.7.1061
Alejandro II (Anselmo de Baggio, Milán), 1.10.1061 – 21.4.1073 Honorio II, 28.10.1061 –31.5.1064 († 1072). San Gregorio VII (Hildebrando, Toscana), 22.4 (30.6) 1073 – 25.5.1085 Clemente III, 25.6.1080 y 24.3.1084-8.9.11000 Beato Víctor III (Desiderio de Montecasino): 24.5.1086 y 3.5.1087– 16.9.1087 Beato Urbano II (Odón de Lagery, Francia), 12.3.1088- 29.7.1099 Pascual II (Raniero), 13, 14.8.1099 – 21.1.1118 Teoderico, ¿?.1100; † 1102 Alberto ¿?.1101 Silvestre IV, 18.11.1105 –12 ó 13.4.1111
ACONTECIMIENTOS Y DOCUMENTOS 1054 Cisma de Constantinopla
1059 Decreto In nomine Domini, sobre la elección del papa Sínodo de Melfi
1085 Las Veinteisiete máximas papales (Dictatus Papae)
1099 Primera cruzada
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PAPAS Gelasio II (Giovanni Caetani), 24.1, 10.3.1118 – 28.1.1119 Gregorio VIII, 10.3.1118 –¿? 4.1121 († ca. 1136) Calixto II (Guido de Borgoña, Francia), 2, 9.2.1119 –13.12.1124 [Celestino II (Teobaldo Buccapecus), 14.12.1124. Abdicó inmediatamente] Honorio II (Lamberto Scanabecchi), 15, 21.12.1124 – 13.2. 1130 Inocencio II (Gregorio Papareschi), 14, 23.2.1130 –24.9.1143 Anacleto II (Pietro Pierleoni), 14, 23.2.1130 – 25.1.1138 Víctor IV (Gregorio), 3.1138 – 29.5.1138 Celestino II (Guido de Città di Castello), 26.9, 3.10.1143 – 8.3.1144 Lucio II (Gerardo Caccianemici), 12.3.1144 – 15.2.1145 Beato Eugenio III (Bernardo Paganelli), 15, 18.2.1145 – 8.7.1153 Anastasio IV (Conrado), 12.7.1153 – 3.12.1154 Adriano IV (Nicolás Breakspear, Inglaterra), 4, 5.12.1154 – 1.9.1159 Alejandro III (Rolando Bandinelli). 7, 20.9.1159 – 30.8.1181.
Víctor IV (V) (Octaviano de Monticelli), 7.9, 4.10.1159 – 20.4.1964 Pascual III (Guido di Crema), 22, 26.4.1164 – 20.9.1168 Calixto III (Juan, abad de Strumi), ¿?.9.1168 – 29.8.1178 († antes del 10.10.1183) Inocencio III (Lando), 29.9.1179 –¿?.1.1180
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ACONTECIMIENTOS Y DOCUMENTOS
1122 Concordato de Worms 1123 Concilio de Letrán I
1139 Concilio de Letrán II
1146 Segunda cruzada
1179 Concilio de Letrán III Decreto sobre la elección del papa: Licet de evitanda discordia
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¡Ciento cincuenta años sin antipapas! Hay que volver atrás muchos siglos, hasta los tiempos de Gregorio Magno, para encontrar un período tan largo. Las nuevas reglamentaciones de la constitución Licet de evitanda discordia, formulada por Alejandro III y el concilio de Letrán III, que coimplicaban a todos los grupos de cardenales (obispos, presbíteros, diáconos) y requerían una mayoría de dos tercios de los votantes, dieron comienzo a una etapa en la que los papas elegidos no tuvieron miedo de verse enfrentados en el horizonte por otros presuntos papas, que tenían también sus partidarios. Fueron distintas, sin embargo, las consecuencias desde la perspectiva de la duración de la sede vacante, es decir, del tiempo que los cardenales necesitaban para lograr un acuerdo sobre el nuevo pontífice. Muchas elecciones tuvieron lugar a los pocos días de la muerte de un papa, pero en este mismo período encontramos también la más larga de las sedes vacantes de la historia, con una duración de más de treinta y tres meses. Y fue aquella ocasión la que llevó a definir aún mejor las reglas que conducirán a la institución del cónclave. La mayoría de las veces, las normas de la Licet de evitanda discordia del 1179 garantizaron, sin embargo, elecciones rápidas o rapidísimas, realizadas en el mismo día o pocos días después de la muerte del papa. Esto sucedió para el cisterciense Ubaldo Allucingoli, de Lucca, que fue elegido papa dos días después de la muerte de Alejandro III y que tomó el nombre de Lucio III (1181-1185). Lucio se negó a consagrar emperador a Enrique, hijo de Federico Barbarroja, afirmando que no era posible que hubiera contemporáneamente dos emperadores, pero en realidad preocupado por las consecuencias políticas del matrimonio
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anunciado entre el príncipe Enrique y Constanza, hija del difunto rey Ruggiero III de Sicilia y tía del Guillermo II, que reinaba en ese tiempo. Pero en general fue más bien acomodaticio frente al imperio. Murió en Verona y allí (donde aún hoy se encuentra su sepulcro) fue donde, en el mismo día de su desaparición, los cardenales eligieron al aristocrático arzobispo de Milán, Humberto Crivelli. El nuevo papa, que quiso llamarse Urbano III (1185-1187) era un enemigo declarado de Barbarroja (su familia había sido muy directamente dañada, en el saqueo por las fuerzas imperiales, el año 1162), de tal manera que, en contra de la costumbre, una vez convertido en obispo de Roma, conservó también la sede de Milán, para impedir que las significativas ganancias de la diócesis, durante el tiempo de que estuviera sin obispo, fueran a engrosar las arcas imperiales, como estaba previsto por las leyes. Pero no pudo oponerse a la boda de Enrique con Constanza de Altavilla, a pesar de que era consciente del peligro potencial que podía significar para el papado una alianza entre el Imperio y el reino de Sicilia. Su política de enfrentamiento abierto con Federico Barbarroja condujo a resultados desastrosos, de tal manera que los veroneses, para no enfrentarse con el emperador, impidieron que el papa se alojara en la ciudad, de forma que tuvo que seguir hasta Ferrara, donde llegó enfermo y murió. El día siguiente, la mayoría prescrita de dos tercios de los cardenales presentes eligió tras algún titubeo a Alberto de Morra, Gregorio VIII (1187). Fue papa durante menos de dos meses, pero su actitud conciliadora cambió el clima de las relaciones con el emperador, que le libró de aquello que en la práctica era un arresto domiciliario en Ferrara, favoreciendo su retorno a Roma, de donde los papas habían estado ausentes desde hacía ya seis años. El gobierno de la ciudad, hostil al papa desde hace decenios, manifestó un parecer favorable a su retorno y Gregorio VIII se dirigió hacia allí, pero murió en el viaje, en Pisa. En su brevísimo pontificado tuvo, sin embargo, tiempo de proclamar una cruzada, la tercera, tras la noticia de que Saladino había conquistado Jerusalén. La elección del sucesor fue de nuevo rapidísima, pero el elegido, que se llamaba Teobaldo y era cardenal de Ostia –como rarísimamente sucedió– no aceptó el nombramiento. Las normas de elección, tanto para el papa como para los obispos, preveían desde siempre como algo indispensable la aceptación por parte del elegido. En segunda instancia vino, pues, elegido el romano Paolo Scolari, que se convirtió en Clemente III (1187-1191). Quizá también gracias a sus amistades y a las
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relaciones de parentesco que mantenía con las mejores familias romanas, pero ciertamente y sobre todo por el consenso imperial, sus tratativas con el gobierno comunal de Roma tuvieron éxito y el papa pudo volver triunfantemente a Roma. También contribuyó a que el papado tuviera una actitud conciliadora el interés que Gregorio VIII tenía para que la cruzada que él había promulgado se desplegase en un clima de armonía entre los soberanos europeos. En efecto, la expedición del contingente alemán partió en 1189, bajo la dirección del emperador Federico Barbarroja, mientras que Guillermo II de Sicilia había enviado una primera ayuda, contribuyendo a impedir la caída de Tiro y de Trípoli. Sólo el año siguiente se aplacaron los enfrentamientos entre los ingleses y franceses, y para combatir a Saladino partieron también Felipe II Augusto, rey de Francia, y Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra. Pero dos muertes inesperadas cambiaron el panorama: Guillermo II, rey de Sicilia desde hacía veinte años, murió en noviembre de 1189, sin dejar herederos masculinos, y el emperador murió durante la cruzada, el 10 de junio de 1190. Su hijo Enrique se había casado con Constanza de Altavilla, hija de Ruggiero II y heredera del trono de Sicilia. La tan temida unificación del imperio con el reino de Sicilia, que los papas habían intentado evitar desde los tiempos de Lucio III, cuando los dos jovencitos se habían casado, estaba por convertirse en realidad. La situación era tan compleja y tan potencialmente amenazadora para el papado que Clemente III consintió que el conde Tancredi de Lecce, elegido rey por una asamblea de grandes del reino, fuese coronado en Palermo como soberano de Sicilia (aunque evitó concederle la investidura feudal). La muerte sorprendió al pontífice en medio de estos aprietos, cuando el rey Enrique de Alemania se encontraba a las puertas de Roma, en marcha hacia el reino normando de Sicilia, al que pretendía reconducir inmediatamente bajo la soberanía de su esposa, heredera legítima. Fue entonces cuando, para evitar un posible cisma, el cardenal diácono Jacinto Bobone aceptó convertirse en papa Celestino III, uno de los pontífices más ancianos, elegido a los ochenta cinco años (y sólo entonces ordenado presbítero y consagrado obispo, en la Pascua del 14 de abril 1191). En su juventud había frecuentado la escuela de Abelardo y lo había defendido en el concilio de Sens, a pesar de la actitud hostil de Bernardo de Claraval. Gestionó con moderación y paciencia las difíciles relaciones con Enrique VI, a quien él mismo coronó emperador el 15 de abril, y tras siete largos años de pontificado expresó el deseo de
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abdicar, a condición de que los cardenales se comprometieran a elegir a un colaborador suyo, pero la propuesta fue rechazada. El mismo día de su muerte, el 8 de enero del 1198, los cardenales se reunieron en una zona benedictina, llamada ad Septa Solia, situada en el septizonium de Septimio Severo, un antiguo edificio imperial transformado en fortaleza por los Frangipani. Los electores del papa se pusieron voluntariamente en una situación de clausura «para poder discutir sobre la sustitución del pontífice del modo más libre y más seguro», como escribirá el mismo futuro papa1, de tal forma que alguno ha querido descubrir aquí realmente «el primer cónclave» de la historia2. Por testimonios de los contemporáneos hemos venido a conocer algunas novedades introducidas por primera vez, como el rezo de una Oratio pro eligendo pontifice y el uso de algo que podría definirse como papeleta electoral: se eligieron algunos cardenales como escrutadores quienes, después de haber comprobado uno a uno los votos de todos, redactados por escrito, comunicaron el resultado al colegio electoral3. Al segundo escrutinio, los reunidos eligieron unánimemente a Lotario, de los Condes de Segni, cardenal diácono con el título de los santos Sergio y Baco, que tomó el nombre de Inocencio III (1198-1216). Fue ordenado presbítero el 21 de febrero y consagrado obispo al día siguiente, día significativo, dedicado desde hacía tiempo a la fiesta de la Cátedra de San Pedro, atestiguada ya en el Cronógrafo romano del 354. Entre la enorme cantidad de nombres que –por fuerza– encontramos en esta historia y que tienden a menudo a confundirse en nuestra memoria y a perder quizá su identidad, se destaca de un modo particular este de Inocencio III, como el de Gregorio Magno, Gregorio VII y unos pocos más. Muchos consideran que su pontificado marca el período más espléndido del papado medieval, de tal forma que, con no 1. «...simul in unum secessimus, ut... licentius et tutius de substitutione pontificis tractaremus», escribe Inocencio III en la Epistula 1, del 9 de enero del 1198, con la que anuncia su propia elección ya realizada. Cf. Patrología Latina, 214, col 1. 2. M. MACCARRONE, en L’Osservatore Romano (20 de Junio del 1963) sostiene que este fue «el primer cónclave de la historia». Otros piensan que la expresión puede aplicarse mejor a la elección de Gelasio II, que tuvo lugar en Santa María in Pallara ochenta años atrás. Sobre este tema podrá verse lo que hemos dicho antes, en cap. 5. 3. «...examinatores fuerunt –secundum morem– electi que singillatim votis omnium perscrutatis, et in scriptis redactis, examinationem factam retulerunt ad fratres». Así dice el autor de las Geste Innocentii papae, en Patrologia Latina, 214, col. 19.
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poca frecuencia, en los siglos posteriores se han inspirado en él precisamente muchos partidarios de un “papado del éxito”. De todas formas, como todos sabemos, toda luz tiene sus sombras y a Inocencio III se le acusa por ciertas decisiones relacionadas, por ejemplo, con los judíos, musulmanes, cátaros y, en general, con todos aquellos a quienes consideraba enemigos de la Iglesia. Este joven pontífice (tenía treinta y siete años en el momento de su elección), formado como teólogo en París y como jurista en Boloña, demostró una singular energía y capacidad de gobierno. Reconquistó el dominio de los territorios de la Iglesia en la Italia central –que de hecho habían estado por decenios bajo el control de feudatarios imperiales–, creando así de nuevo una separación física entre el Imperio y el reino de Sicilia. Expandió las fronteras del poder feudal del papa, extendiéndolo de manera estable también sobre Hungría, Polonia y Bulgaria y sobre los nuevos principados que se iban formando en la península ibérica; sus intervenciones en Escandinavia y en los Balcanes, en Inglaterra y en Francia fueron, al mismo tiempo, decididas y respetuosas con las situaciones particulares. El completo fracaso de la cruzada que él había promulgado (la cuarta, del 1202 al 1204, que se resolvió en realidad como una expedición al servicio de los intereses venecianos en contra de Zara [Dubrovnik] y de Constantinopla, que fue duramente saqueada) no le hizo perder el ánimo y durante años continuó preparándose para organizar otra cruzada, promulgada finalmente el año 1215. La atención al mundo alemán y la difícil opción a favor de la coronación imperial de Otón IV de Braunschweig durante la minoría del pequeño Federico, del que había aceptado la tutela que le había confiado su madre, Constanza de Altavilla, viuda del emperador Enrique VI, por encargo de la cual ejercía la regencia del reino de Sicilia, no le impidieron dedicarse con diligencia a sus deberes de papa. De hecho, al lado de las actividades, por así decir, temporales, Inocencio III realizó un intenso trabajo en el ámbito más propiamente eclesial. Su voluntad de reforma fue constante, comenzando desde la simplificación del modo de vida de la curia romana y de las relaciones entre los obispos y la sede romana, hasta los procedimientos para lograr la mejora de costumbres y, sobre todo, la formación del clero. Comprendió las exigencias de una religiosidad popular que, no reconociéndose en las instituciones, confluía y se expresaba en los nuevos movimientos que buscaban la realización de la pobreza evangélica; en esa línea, consintió
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que Francisco de Asís y sus primeros compañeros se dedicaran a la predicación itinerante. Por tanto, prestó también atención a los movimientos de pobreza que se estaban extendiendo especialmente a través de grupos heréticos, y con algunos de ellos, como los Humillados de Lombardía y los Valdenses de España, logró tener éxito en sus diálogos, de tal manera que los recondujo pacíficamente al ámbito de la ortodoxia. Preocupado por la herejía cátara, difundida especialmente en la Francia meridional, antes de que se iniciara aquella que se llamó la “cruzada contra los albigenses” –que fue ocasión de devastaciones y masacres atroces– había enviado repetidamente a obispos para que estudiaran sus causas y había encargado a Domingo de Guzmán, el futuro fundador de los Hermanos Predicadores (dominicos) que combatiera ese herejía con el arma del estudio, de la predicación y del ejemplo. De las más de seis mil cartas de Inocencio III (cuyo registro, hoy conservado en el Archivo Secreto Vaticano, da comienzo a la colección preciosísima de fuentes representada por la serie continua de registros pontificios) muchas son decretales, recogidas y estudiadas muy pronto por los canonistas. Fueron más de setenta los decretos emanados del Concilio de Letrán IV, el duodécimo ecuménico, celebrado en noviembre del 1215 con la presencia de más de 400 obispos provenientes de ochenta provincias eclesiásticas distintas y de más de 800 abades y religiosos; en aquellos decretos se encuentra la síntesis de las actividades de reforma precedentes, precisiones teológicas muy importantes y los fundamentos para la cruzada que el papa proyectaba y que debería partir el año 1217. Sin embargo, más que en las actuaciones efectivas –a veces grandiosas y a veces desconcertantes– de Inocencio III, me parece significativa que nos paremos de un modo especial en aquello que se relaciona con la figura del papa y del colegio de cardenales, que resulta de particular importancia para esta historia. De su maestro de Boloña, el gran decretista Ugoccione de Pisa, había heredado la concepción de que la plenitud del poder, la plenitudo potestatis, tenía que ser interpretada como plenitudo potestatis ecclesiasticae (plenitud de poder eclesiástico). La plenitud del poder papal debía ser sustancialmente espiritual y por esto Inocencio III reconocía que él sólo ejercía la potestas secularis (o potestad temporal) en aquellos territorios donde ejercía el poder real, como los territorios del Patrimonio de San Pedro y los de sus vasallos. Tenía bien clara la diferencia entre el poder temporal y el espiritual, y en una de las constituciones del Concilio de Letrán IV se afirma que «así como los
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laicos no deben usurpar los derechos de los clérigos, de igual manera, los clérigos no deben asumir los derechos de los laicos»4 y sigue luego citando las palabras de Jesús sobre el «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». En esta perspectiva recibe un valor particular el apelativo de «Vicario de Cristo», un título que no es nuevo para los papas, pero que Inocencio III introdujo en el uso común, título que apelaba inmediatamente a la conciencia de un origen divino de la función de primado del obispo de Roma. Inocencio atribuyó también al colegio cardenalicio unas connotaciones teológicas de gran relieve. En la famosa decretal Per venerabilem5 de septiembre del 1202, dirigida a Guillermo de Montpellier (y en la cual –digamos de paso– se trata de un problema de la legitimación de los hijos), parece que, según algunos estudiosos, él identifica a los cardenales con los levitas del Antiguo Testamento, cuya finalidad era la de ser «coadjutores en el desarrollo del oficio sacerdotal», que era propio del «sacerdote y juez» colocado por encima de ellos, es decir, del Papa. De esa forma se logra que la existencia y el poder de los cardenales provenga de un modo directo de la voluntad divina, manifestada en la institución del sacerdocio levítico. En cuanto a la colaboración que ellos debían prestar al pontífice, conforme a la visión de Inocencio, no se trataba ya ciertamente de una simple asistencia litúrgica: los cardenales participaban en algún sentido del poder supremo de la Iglesia y los pontífices les confiaban encargos que se relacionaban con todos los aspectos de las funciones eclesiásticas. Inocencio III murió de un modo imprevisto, el 6 de julio del 1216, a causa de un intenso ataque de fiebre, cuando se encontraba en Perugia, dirigiéndose hacia la Italia septentrional donde quería llegar para componer de un modo personal los enfrentamientos entre Génova y Pisa, a fin de facilitar la cruzada que estaba organizando de un modo incansable. Dejaba una herencia difícil. El papado se había convertido con él en la primera potencia de la cristiandad, de la que había asumido decididamente la función de guía. El joven Federico II, que no era todavía 4. De saeculari iustitia, Constitución 42: «Sicut volumus ut iura clericorum non usurpent laici, ita velle debemus, ne clerici iura sibi vindicent laicorum», en Conciliorum oecumenicorum decreta, p. 229. 5. En Patrologia Latina, 214, col. 1130-1134.
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emperador, había asegurado al papa Inocencio que mantendría la división política entre el Imperio y el Reino de Sicilia, confiando este último a su mismo hijo Enrique, pero las cosas no se habían arreglado todavía. Había asegurado también que partiría para la cruzada, pero muchos habían comprendido ya que no estaba seriamente decidido a ello. Muerto Inocencio III, los diecinueve cardenales presentes en Perugia se reunieron en el Palacio Pontificio, donde se mantuvo de nuevo una situación de clausura semejante a aquella que se había verificado en el septizonium dieciocho años antes. Se ha discutido si se trataba de una clausura voluntaria o si aquella reclusión de los cardenales se debía a la intervención de la autoridad civil de la ciudad. Esta última hipótesis ha sido formulada sólo algunos años más tarde por algunos canonistas en los comentarios a las disposiciones relacionadas con las elecciones de los papas. Para defender el recurso al “brazo secular”, a fin de obligar a los cardenales a encontrar un acuerdo, escriben que “según se cuenta” esto sucedió ya en Perugia, en las circunstancias a las que estamos aludiendo 6. Queda por tanto la duda sobre el origen del encerramiento, pero se sabe con certeza que en un par de días se llegó a la elección del nuevo pontífice, elección que se puso en manos de dos cardenales (Hugolino de Ostia y Guido de Preneste) que habían sido delegados unánimemente con este fin por sus colegas. El 18 de julio del 1216 fue elegido un anciano romano, llamado Censio, cardenal de San Lorenzo in Lucina, quizá (pero la cuestión es muy discutida) de la familia Savelli. Como camerarius (camarlengo) había compilado ya el año 1192 el Liber censuum, un repertorio importantísimo de todas las instituciones dependientes de la sede apostólica (a la que pagaban regularmente tributos) que había constituido un paso importante para la reorganización económica y financiera del papado. Tomó el nombre de Honorio III (1216-1227) y su pontificado está caracterizado por el empeño infructuoso de implicar en la cruzada a Federico II. El año 1220 lo coronó emperador, a pesar de que había retrasado repeti6. Esto es lo que sostienen, por ejemplo, con fórmulas en las que se apela a fuentes de segunda mano («ut fertur», «ut dicitur»), Tancredo de Boloña, muerto el 12341236 (pero sólo en una glosa recogida por Enrique de Susa, el Ostiense, In primum Decretalium librum Comentaría, I, Venetiis 1581, fol. 39v); Bernardo de Parma, muerto el 1266, en la Glossa alla Licet de evitanda, en Apparatus, Venetiis 1582, fol 27v); Balduino de Brandenburgo, que escribe entre el 1265 y el 1270, en la Summa titulorum sive Sceda, en J.F. SCHULTE, Geschichte der Quellen und Literatur des Canonischen Rechts, II, p. 500, nota 32.
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damente la promesa de salir para la cruzada y a pesar de que no hubiera cumplido el compromiso de mantener el Reino de Sicilia separado del Imperio, haciendo que su pequeño hijo Enrique, ya rey de Sicilia, fuese elegido también rey de Alemania. Tras ulteriores vacilaciones y repetidos retrasos, Federico estipuló en San Germano un tratado con Honorio, prometiendo solemnemente que partiría en el verano del 1227 y aceptando ser excomulgado en el caso de que dejara pasar también esta fecha. El papa Honorio murió el 18 de marzo del 1127, antes de que se cumpliera ese plazo; pero a este pontífice manso y anciano, a quien se le reprocha la actitud demasiado paciente en relación con Federico, se le deben algunas decisiones de gran importancia, como la aprobación de la Orden de los Predicadores, los dominicos (el 1216) y de las reglas de los Franciscanos (1223) y de los Carmelitas (1226), además de la autorización de recoger sus decretales en la así llamada Compilatio quinta que, habiendo sido enviada a todas las universidades, viene considerada como el primer libro oficial de derecho canónico. En lo relacionado con la historia de las elecciones papales se debe señalar también que en el año 1225 Honorio publicó de nuevo el Ordo Romanus de consuetudinibus, que formaba parte de su Liber cenuum, en el cual se establecía también el ceremonial que habría debido acompañar a las elecciones pontificias7. De un temperamento bien distinto fue su sucesor Gregorio IX (12271241), llamado Hugolino, de los condes de Segni (sobrino de Inocencio III, que le había creado cardenal obispo de Ostia), que había sido convencido predicador de la cruzada, el año 1221, amigo de Domingo de Guzmán y de Francisco de Asís, a quienes canonizará siendo papa. Fue elegido en un día por tres cardenales a quienes sus colegas habían confiado unánimemente el nombramiento, conforme a una praxis ya experimentada otras veces. Sus relaciones con el emperador tuvieron momentos de gran tensión, sea por el problema del retraso de la cruzada –que se realizó por fin entre el 1228 y el 1229–, sea por las profundas divergencias políticas a propósito de la organización del Reino de Sicilia, que Federico quería gobernar como estado centralizado, sometido a la potestad imperial, mientras que Gregorio quería introducir de nuevo en el ámbito de sometimiento feudal a la sede de Roma; por estas razones, el papa llegó a excomulgar al emperador por dos veces, en 1227 y en 1239. 7. Cf. P. Fabre, L. Duchesne y G. Mollat (eds.), Le Liber censuum de l’Église Romaine, Paris 989-1952, vol I, 3 (Paris 1902), pp. 311-313.
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Pocos días antes de la segunda excomunión, Federico había escrito una carta a los cardenales8, intentando convencerles para que no sostuvieran la política papal. Por sugerencia de Pier delle Vigne, aquel documento presentaba un tesis teológica innovadora, sosteniendo que la institución del colegio de los cardenales se debía al mismo Cristo, siendo los cardenales los sucesores de los apóstoles, con la tarea de asistir al papa en el gobierno de la Iglesia. Junto a los orígenes veterotestamentarios, que Inocencio III veía en el sacerdocio levítico, nacía también, según eso, la opinión de un origen evangélico del colegio cardenalicio. La muerte de Gregorio IX, el 22 de agosto del 1241, llegó cuando aún no se habían resuelto los problemas de su relación con Federico. Este había cerrado incluso las vías de acceso a Roma para impedir que se pudiera celebrar un concilio convocado por el papa y había aprisionado a un centenar de eclesiásticos que intentaban llegar a la ciudad por el mar; entre ellos se encontraban también dos cardenales, el cisterciense Giacomo de Pecorara y Otón de Tonengo. Los diez cardenales restantes se reunieron en el septizonium, donde cuarenta años antes se había realizado la elección de Inocencio III. Las tendencias se encontraban divididas, entre los que querían un pontífice capaz de continuar la política de contraposición con Federico y los que se inclinaban, en cambio, hacia una solución pacífica de los problemas existentes. Las discusiones se sucedían, sin que ningún candidato obtuviese los dos tercios de votos necesarios. Para obligar al colegio cardenalicio a tomar una decisión, Matteo Rosso Orsini, senador único de Roma, impidió que los cardenales abandonaran el palacio, poniéndoles de hecho en una situación de encerramiento o cárcel, como narra una fuente9. El franciscano Niccolò da Calvi, secretario del cardenal Sinibaldo Fieschi (el futuro Inocencio IV) y autor de su Vita, ha dejado una descripción precisa, probablemente de primera mano, de aquellos dos meses que los cardenales pasaron en una situación que define como carcerali ergastulo (condena de cárcel)10. Era escasa la 8. Carta del 10 de marzo del 1239. 9. Cf. O. Holder-Egger (ed.), Chronica S. Petri Erfordensis moderna, en Monumenta Germaniae historica. Scriptores, 30, 1, Hannoverae 1896, 394: «Gregorio papa defuncto, Romanus senator X cardinales ad Romanum pontificen eligendum in domo quadam, sicut est moris, reclusit». 10. Cf. F. Pagnoti (ed.), Vita Innocentii IV scripta a fr. Nicolao de Carbio, publicada de nuevo con ligeras variantes por A. MELLONI, Innocenzo IV. La concezione e l’esperienza della cristianità come regimen unius personae, Génova 1990, p. 261.
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comida, desastrosas las condiciones higiénicas, extraordinario el calor estivo, duro el trato de los carceleros, larga la reclusión, brutales las amenazas del senador Orsini. Muchos cardenales enfermaron y uno de ellos, Roberto de Somercotes, murió. El 25 de octubre del 1241 se llegó finalmente a la elección, realizada per scrutinium, del cardenal filoimperial milanés, Godofredo de Castiglione; su avanzada edad y las malas condiciones de salud, agravadas en las últimas semanas, no fueron ajenas –según parece– a la decisión (imperial) que consentía que los cardenales recuperaran una relativa libertad de movimiento. Algunos de ellos, al menos tres, se encontraban ya en Anagni pocos días más tarde, cuando murió Celestino IV, que así había querido llamarse el nuevo papa. Era el 10 de noviembre y prácticamente no había cambiado nada desde el momento de las elecciones. Los cardenales que habían permanecido en Roma (eran los más cercanos a la facción filoimperial) invitaron a sus colegas a volver a juntarse de nuevo, para proceder a una nueva elección, pero los de Anagni, además de su rechazo les transmitieron su ultimátum, advirtiéndoles que no llevaran a cumplimiento un proyecto de ese tipo, en una carta en la que se recuerdan las desastrosas y tristes experiencias de la última reunión electoral11. Debieron transcurrir más de diecinueve meses antes de que el colegio cardenalicio pudiera reunirse para una nueva elección, después de haber obtenido del emperador la liberación de los dos cardenales todavía prisioneros (Giacomo de Pecorara, en agosto del 1241 y Otón de Tonengo, en mayo de 1243). Reunidos en Anagni, el 25 de junio del 1243, los cardenales12 eligieron finalmente, parece que por unanimidad, al genovés Sinibaldo Fieschi, canonista formado en Boloña, que tomó el nombre 11. La carta de los cardenales que se encontraban en Anagni aparece en K. HAMPE, Ein ungedruckter Bericht über das Konclave von 1241 im römischen Septizonium, en Sitzungberichte der Heidelberger Akademie er Wissenshcaften. Philosophisch-historische Klasse 4 (1913) I, pp. 27-30. Recogemos sólo algunos ejemplos del texto: «passiones multiplices, fetores, calores continuos et prolixos, arti carceris miserias, opprobria, improperia, fames, inedias et dolores, quibus supra modum et supra virtutem aggravati fuimus... Nonne fratres debiles crudeliter in antro conclusi... nonne visitandi fratres nostros infirmos frequencius petita licentia negabatur... Senator nos concuciebat terroribus et tonitruis et choruscationibus fulgurabat...». 12. Eran probablemente ocho, de los nueve componentes del colegio cardenalicio. A. PARAVICINO BAGLIANI, Cardinali di curia e “famigliae” cardinalizie dal 1227 al 1254, 2 vol., Padova 1272, ha investigado con atención el número y la composición exacta de los electores del 1241 y del 1243. Quedan todavía algunos aspectos inciertos.
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de Inocencio IV (1243-1254), con una alusión clara y –dadas las circunstancias– valiente a su predecesor, que había llevado el mismo nombre. El nuevo papa compartía con Inocencio III la opinión de la centralidad absoluta del poder pontificio, como plenitud de potestad. De todas formas, el papa Fieschi imprimió todavía un desarrollo ulterior y radical a este tema. De esa manera, se llegó de hecho a la definición de una especie de «absolutismo papal»13 en el ámbito de una cristianitas que no estaba ya determinada por el binomio papado-imperio, sino que encontraba su principio unitario y organizador sólo en el papado. Con el obispo de Roma colocado en la cumbre de la jurisdicción de la sociedad, el poder civil –incluso el poder imperial– podría encontrar su propia legitimación sólo sometiéndose de un modo radical a la potestad del pontífice, si es que quería seguir perteneciendo a la christianitas. Sobre la base de estas concepciones, Inocencio IV, habiéndose trasferido por motivos de seguridad a Lyon, llegó a deponer a Federico II en el curso de aquel concilio que Gregorio IX había convocado, pero que el emperador había impedido que se desarrollara; ese concilio se celebró, al fin, el año 1245 y fue el XIII de los concilios ecuménicos. Un papa jurista, que había sufrido en el dramático apresamiento del septizonium del 1241 (estaba entre los cardenales que habían enfermado, de tal forma que pensaron que moría), que había vivido después todas las dificultades de una larguísima sede vacante y que tenía un concepto muy alto del colegio de los cardenales (digamos de paso que había acusado a Federico de delito de lesa majestad por el arresto de los dos cardenales), no podía dejar de sentir la urgente necesidad de unas normas que regulasen mejor las elecciones pontificias. Comentando la constitución Licet de evitanda discordia de 1179, había subrayado ya en el pasado que el pontífice elegido gozaba inmediatamente de todos sus poderes, aún antes de la ceremonia de coronación. Convertido en papa, a través la constitución Quia frequenter, publicada el 13 de marzo de 1246, aunque era ya conocida en el curso del Concilio de Lyon14, dispuso que se pudiera dar comienzo a los procedimientos electorales inmediatamente, en el mismo lugar en el que hubiera muerto el pontífice. La misma permanencia del papa fuera de Roma, que se había dado 13. Cf. A. M ELLONI, Innocenzo IV, en o.c., p. 165. 14. Cf. S. KUTTNER, Die Konstitutionen der ersten allgemeinen Konzils von Lyon, en Studia et documenta historiae et iuris 6 (1940), pp. 120-124.
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a menudo en el pasado y que se había convertido incluso en una situación predominante en los últimos decenios, vino a recibir, con las tesis de Inocencio IV, un significado particular; a su juicio, la sede del papa se hallaba allí donde estuviere el papa, tema después vulgarizado con el slogan ubi papa ibi Roma (donde está el papa, allí se encuentra Roma). A él se debe también la introducción del capelo rojo como signo distintivo para el sacro colegio de los cardenales. Se trataba del color que hasta entonces había estado reservado al papa y, al extenderlo a los cardenales, el papa quería destacar que estos participaban de algún modo de su autoridad. Inocencio murió el 7 de diciembre del 1254 en Nápoles donde había trasferido su propia residencia, pocas semanas después de haber unificado el Reino de Sicilia con el Estado de la Iglesia, en medio de un cúmulo casi irresoluble de problemas por la sucesión de Federico II, muerto el 1250, entre herederos legítimos (Conrado y Conradino) e ilegítimos (Manfredo), con ofertas de reino a Ricardo de Cornualles y a Carlos de Anjou y con promesas de investidura al príncipe Edmundo, hijo del rey inglés Enrique III. Los cardenales presentes en Nápoles habrían debido retornar a Roma, pero el podestá o gobernador de la ciudad, Bertolino Tavernerio de Parma, les obligó a proceder inmediatamente a la elección, cerrando las puertas de Nápoles e impidiendo que se alejaran de la ciudad. La elección se realizó a los pocos días en el palacio que había sido de Pier delle Vigne, el mismo lugar donde había muerto el papa, y los cardenales se pusieron de acuerdo para elegir a Rinaldo, de los señores de Ienne, cardenal obispo de Ostia, sobrino de Gregorio IX, que tomó el nombre de Alejandro IV (1254-1261). Por el contrario, a la muerte de Alejandro pasaron tres meses hasta la nueva elección. El colegio cardenalicio se hallaba extremadamente reducido y se componía sólo de ocho prelados, los cuales, como narra una crónica, tuvieron, sin embargo, «magnam inter se discordiam» (una gran disputa entre ellos)15. Las discusiones se alargaron mucho hasta la elección de un candidato no cardenal, el francés Jacques Pantaléon, patriarca de Jerusalén, que en aquel momento se hallaba en Viterbo, y que como papa recibió el nombre de Urbano IV (1261-1264). 15. Cf. Ph. Jaffé, Annales S. Iustinae Patavini, en Monumenta Germaniae historica. Scriptores, 19, Hannoverae 1866, p. 181.
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Fueron necesarios otros cuatro meses para elegir en Perugia al sucesor de Urbano IV. Esta vez, gracias a los numerosos nombramientos de Urbano, el colegio estaba compuesto por ventiún cardenales, de los cuales dieciocho se encontraban en la ciudad. En una carta a uno de sus colegas ausentes, el cardenal Ottobono Fieschi habla de la «salutare discordia” (enfrentamiento saludable) que se expresó en numerosas discusiones, que tuvieron lugar en una situación de encarcelamiento o de cohabitación forzosa16; otras fuentes afirman que los electores fueron encerrados a la fuerza por los habitantes de Perugia17. Tras muchas tentativas de alcanzar un acuerdo, se optó por el procedimiento del compromisum, que había sido experimentado ya con cierta frecuencia, y que consistía en el hecho de que los cardenales, por unanimidad, delegaban la elección poniéndola en manos de unos pocos, comprometiéndose a ratificar después esa elección. El encargo se concedió a los dos cardenales más hostiles entre sí y ellos eligieron al cardenal provenzal Guido Fulcodi, que fue Clemente IV (1265-1268), que se hallaba ausente de Perugia, donde llegó más tarde, vestido como un simple monje, por miedo a los partidarios de Manfredo (hijo de Federico II). Antes de recibir las órdenes sagradas, Guido, había estado casado y era padre de dos hijos. Era un jurista famoso, consejero de Luis IX, rey de Francia, y se encontraba ausente de la reunión electoral de Perugia precisamente porque había recibido el encargo de realizar una delicada misión diplomática de pacificación en Inglaterra. Por nacimiento, era súbdito de la casa de Anjou (de Francia) y llevó a término las tratativas de su predecesor para el alejamiento definitivo de los Hohenstaufen del reino de Sicilia (con las derrotas y las muertes de Manfredo y de Conradino), de manera que fue entronizado Carlos de Anjou como rey de Sicilia. A la muerte de Clemente IV, sucedida en Viterbo el jueves 29 de noviembre del 1268, se abrió el período más amplio de sede vacante de la historia y la reunión electoral de cardenales más famosa, conocida con el nombre de “cónclave” de Viterbo, que terminará sólo el 1 de septiembre de 1271, después de treinta y tres meses. 16. Carta del cardenal Ottobono Fieschi al cardenal Simón Paltinieri, en la primera mitad de enero del 1265, editada en K. HAMPE, Reise nach England vom Juli 1895 bis Februar 1896, en Neues Archiv 22 (1987), 367-369. 17. Cf., por ejemplo, el Chronicon pontificum et imperatorum, de Martín di Troppau, editado por L. Weiland, en Monumenta Germaniae historica. Scriptores, 22, Hannoverae 1872, p. 441.
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Las discusiones entre los diecinueve cardenales del colegio (de los cuales dos murieron durante el cónclave) reflejaban posturas contrapuestas de tipo político, pero también eclesiológico. La desaparición del Imperio, entrado en un confuso período de interregno, había facilitado el crecimiento del poder de los Anjou, no sólo en Sicilia, sino también en toda Italia, de tal manera que se venía haciendo claro que Carlos de Anjou se transformaba de socorredor en dominador duro del papado. La atención colocada sobre problemas sustancialmente locales, como la sucesión monárquica en Italia meridional y los desórdenes que surgían en el resto de la península italiana, habían hecho dejar a un lado importantes compromisos en Oriente (donde el año 1261 Bizancio había quedado perdida para Occidente) y en la dirección de la iglesia universal, de tal manera que en varios estratos de la sociedad cristiana se advertía la necesidad de una reforma que combatiera la amenazante decadencia espiritual. Los cardenales reunidos en Viterbo no discutían, por tanto, sólo sobre la oportunidad de constituir un contrapeso de poder frente a los Anjou, restaurando el Imperio (y así pensaba la mayoría, menos de dos tercios); ellos querían buscar también a un hombre que fuese capaz de orientarse en la confusión de la época, sacando al papado de la situación de parálisis en que había venido a encontrarse y de darle de nuevo aquellas perspectivas espirituales de universalidad y de gobierno de la Iglesia que se percibían como sus características fundamentales. Fueron muchos los que se empeñaron en que los cardenales procedieran con rapidez a la elección del nuevo papa. Felipe III, rey de Francia, de vuelta de la desastrosa cruzada en la cual había muerto su padre Luis IX, se acercó a Viterbo, junto a su tío Carlos de Anjou; a la ciudad llegaron también, en momentos diferentes, Balduino, exemperador de Bizancio, con su hijo Felipe y el príncipe Enrique de Cornualles (que allí encontró su muerte, de manos de Guido de Monfort). Otros nobles, obispos y religiosos enviaron sus cartas y legados, insistiendo sobre este o aquel cardenal; y, sobre todo, fueron los habitantes de la ciudad, exasperados por la tardanza de la decisión, los que tomaron algunas iniciativas tan sorprendentes que suscitaron un eco extenso en la fantasía popular y en toda la tradición sucesiva, que quizá ha malentendido, confundido y amplificado las noticias. Los documentos del cónclave, que sólo han sido estudiados en los últimos decenios, nos indican que, tras algunas semanas de reuniones, quizá en la catedral o más probablemente en la gran sala del palacio
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papal que había recientemente construido allí al lado, los cardenales decidieron mantenerse voluntariamente encerrados y estipularon un acuerdo18 al respecto con las autoridades de la ciudad de Viterbo (el gobernador y el capitán del pueblo), para garantizar la tranquilidad de los recluidos y para asegurar también el control de las calles, de tal forma que fuera posible y seguro llegar a la curia pontificia. No se debe olvidar que esta curia continuaba ejerciendo varias funciones administrativas, políticas y religiosas incluso durante el período de sede vacante y, para poner un ejemplo, fueron más de 264 las cartas que la cancillería del colegio apostólico envió en aquel espacio de tiempo. No era la primera vez que los cardenales decidían un tipo de clausura para la elección del nuevo papa. Quizá algunos lectores recuerdan que la elección de Gelasio II, en 118, la habían realizado los cardenales reunidos de un modo secreto y voluntario en el monasterio romano de Santa María in Pallara; también en el año 1145 los electores se habían reunido de un modo voluntario y secreto en la clausura de monasterio de San Cesáreo, para elegir a Eugenio III, sin el apremio de las facciones romanas; más recientemente, Inocencio III había sido elegido en el septizonium por los cardenales que se habían encerrado allí y, tras él, Honorio III en el palacio de los papas de Perugia; Celestino IV había sido elegido en el septizonium de Roma y Alejandro IV en Nápoles, tras un tiempo de clausura forzosa del colegio cardenalicio, obligado por la intervención del poder civil de la ciudad; y lo mismo había pasado quizá en la elección de Clemente IV en Perugia. Pero, a pesar de estos precedentes, la reunión electoral de Viterbo suscitó una impresión extraordinariamente grande. Ella fue recogida en todas las crónicas del tiempo, fue recordada en los testimonios posteriores y todavía hoy viene siendo citada por la prensa de divulgación cada vez que se trata de una elección pontificia. Esta reunión suele recordarse quizá por su larguísima duración o también por el famoso 18. El documento se ha perdido, pero tenemos un amplio extracto en un texto conservado en el Archivo Secreto Vaticano: en el registro del notario Basso de Civitate, notario de la Cámara apostólica (ASV, Misc. Arm XV, t. 228, Quaternus Bassus), que Garampi conoció ya en el siglo XVIII, pero que ha sido poco y mal utilizado por los historiadores y que ha sido presentado de nuevo por N. KAMP, Una fonte poco nota sul Conclave del 1268-1271: i protocolli del notaio Basso della Camera apostolica, en Atti del convengo di studio, VII centenario del 1º conclave (1268-1271), Viterbo 1970, pp. 63-68, y parcialmente editado por A. FRANCHI, Il conclave di Viterbo (1268-1271) e le sue origini. Saggio con documenti inediti, Ascoli Piceno 1993.
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episodio del levantamiento del tejado del palacio donde los cardenales estaban reunidos y separados. Como hemos dicho ya, al principio la clausura no fue impuesta a los cardenales, a pesar de lo que suele decirse con frecuencia, sino que la eligieron ellos mismos. Más aún, las modalidades de la clausura fueron incluso pactadas con las autoridades civiles de la ciudad, que habían aceptado el encargo de custodiar la tranquilidad del colegio cardenalicio. Pero el tiempo trascurría sin llegar a resultados. Como dice una fuente19, entre los cardenales «máxima erat discordia», la discordia era máxima, quizá también por el hecho de que cada uno de ellos aspiraba al pontificado y ninguno estaba dispuesto a ceder20. La falta de una decisión, pasado casi un año, hizo precipitar las cosas. Probablemente en el otoño del 1269, Conrado de Alviano, gobernador de la ciudad, tomó la decisión de cerrar materialmente las puertas del palacio papal para los cardenales. La intervención, que las fuentes definen como arctatio (es decir, como una acción violenta de limitación de la libertad), fue ciertamente de gran desagrado para los cardenales, que reaccionaron excomulgando al gobernador, el cual fue sustituido provisionalmente por un vicario. Algunos documentos afirman que hubo tentativas de reconciliación, que tuvieron lugar en los primeros días del 1270, con manifestaciones de arrepentimiento por parte de Conrado y con exigencias de los cardenales, con la intención de que se mantuvieran los pactos establecidos. Se alcanzó quizá una situación en la que disminuyó la tensión, dado que en el mes de abril un cardenal recibió el permiso de salir21, pero el gobernador Conrado no fue reintegrado en su cargo, sino que fue definitivamente sustituido por Alberto de Montebono, natural de Arezzo. En torno a Pentecostés del año 1270, que cayó el 1 de junio, la situación se deterioró de un modo dramático, con el famoso episodio del levantamiento del tejado del palacio papal, realizado por los ciudadanos de Viterbo, episodio que ha suscitado muchas fantasías, ya entre los contemporáneos y cuya realidad puede deducirse de un modo bastante preciso a partir de algunos documentos importantes. Nos ha llegado de hecho la copia completa de una carta, corroborada con el sello de los 19. Cf. G.H. Pertz (ed.), Annales Placentini Gibellini, en Monumenta Germaniae historica. Scriptores, 18, Hannoverae 1863, 533. 20. O. PANVINIO, Adnotatio a la vida de Gregorio X, en B. PLANTINA, Historia de vitis Pontificum Romanorum..., Colonia 1568, p. 232. 21. El genovés Ottobono Fieschi salió del palacio el 26 de abril y se acercó a la iglesia de Santa María de Cellis donde estuvo presente en la redacción de unas actas.
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dieciocho cardenales restantes (uno, Giordano Pirunto, había muerto algunos meses antes), datada el 6 de junio del 1270 y redactada in discoperto palatio Viterbiensis episcopatus22 (en el palacio episcopal de Viterbo, al descubierto o sin tejado). En esa carta, el colegio cardenalicio mandaba de forma imperiosa al nuevo gobernador de Viterbo que permitiera que aquel mismo día, el viernes de la octava de Pentecostés, salieran del palacio tres cardenales enfermos, para que pudieran obtener un alojamiento más adecuado a sus condiciones y que todos los cardenales y sus “familiares” pudieran acercarse sin obstáculos a los servicios higiénicos. Se exigía después que aquel mismo día o al máximo el día siguiente, se reparara todo el palacio y en particular los techos. El colegio exigía, en fin, que cesaran todas las violencias contra los cardenales y amenazaba, en caso de que no se cumpliera lo dicho, con una serie de sanciones, desde la excomunión del gobernador y del capitán del pueblo hasta el entredicho para toda la ciudad de Viterbo, de la anulación de beneficios hasta la confiscación de bienes, desde la privación de feudos hasta la expulsión de los habitantes fuera de todas las tierras de la iglesia romana. El mismo día, el documento se leyó públicamente en la iglesia de San Lorenzo y se redactó un acta notarial de la lectura realizada. Dos días después el tejado no había sido todavía reparado. Se redactó otro documento solemne, cuyo original se conserva, esta vez, con el sello de los dieciocho cardenales respectivos23, y redactado también “en el palacio descubierto”; esa carta informaba igualmente de la enfermedad de Enrique de Susa, cardenal de Ostia, de su renuncia a participar en las elecciones y de la necesidad de que él saliera del palacio en el cual estaban encerrados los cardenales. Otros documentos redactados en los días siguientes, con resistencias por parte de la autoridad ciudadana, con promesas de intervención y con nuevas lecturas públicas de la carta de los cardenales, nos hacen ver que el trabajo de reparación de los techos no se realizó inmediatamente. Es cierto, sin embargo, que el 22 de junio el palacio había sido reparado y en su interior el gobernador y 22. Una síntesis aparece ya citada en el registro del notario Basso, pero se conserva también la trascripción completa del documento, realizada por F. Contelori, en el manuscrito Vat. Lat. 12123, ff. 61r-63r, editada parcialmente por A. FRANCHI, Il conclave de Viterbo, en o.c., 86-91. 23. La carta se conserva en Viterbo, en la Biblioteca Comunal, pergamino 194. Ha sido editada por P. CORETINI, De episcopis Viterbii provintiae metropolis summa cronologica, Viterbii 1640, pp. 129-130.
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el capitán del pueblo se reunieron con los cardenales: el documento está ya redactado in palatio (sin que se diga ya más que está discoperto, descubierto) y se alude a la coartatio nuper facta, es decir, al reciente episodio de violencia24. La rapidez de las operaciones de recubrimiento del tejado y, sobre todo, la petición que los cardenales habían hecho de que se reparase en un día o dos, indican que no se habían quitado en el incidente todos los techos del palacio; por eso, la imagen de los ancianos prelados obligados durante meses a vivir casi sin tejado, víctimas del calor estival y de la intemperie invernal es sólo una fantasía popular. Por otros testimonios, y en particular por el relato de Enrique de Susa25, se puede demostrar que quedaron descubiertas (sin techo) y por tanto inutilizables las “habitaciones privadas”; de esa forma quedaron también dañados los servicios higiénicos, de manera que no podían utilizarse, creándose una situación decididamente humillante y contra la cual los cardenales reaccionaron con gran vigor. Las acciones de los habitantes de Viterbo, incluso llegando a manifestaciones tan notorias, no lograron obligar, sin embargo, a los miembros del colegio cardenalicio para que tomaran una decisión. Antes de llegar a ello tuvo que pasar todavía más de un año, durante el cual se discutieron varias posibilidades y se tomaron en consideración varios nombres de candidatos de fuera del colegio cardenalicio. La historiografía ha indicado repetidamente el nombre del Felipe Benizi, prior general de los Siervos de María, y el de Buenaventura de Bagnoreggio, ministro general de lo franciscanos; se trata, sin embargo, de suposiciones que se fundan sobre noticias posteriores, que aparecieron sólo más tarde en las legendae o leyendas relativas a estos dos santos. Lo cierto es, sin embargo, que el 1 de septiembre de 1271 se reunieron como de costumbre quince cardenales (sólo dos estaban ausentes: el inglés Juan de Porto, que prefirió quedarse en su habitación, el italiano Enrique de Ostia, fuera del palacio, por enfermedad) y tras la enésima discusión llegaron a la decisión común de utilizar la forma jurídica del compromisum, confiando a seis de entre ellos la tarea de elegir al nuevo pontífice. Sabemos con precisión lo que sucedió aquel martes de septiem24. Se trata de otro documento que aparece en el registro notarial de Basso; cf. FRANCHI, Il conclave di Viterbo, en o.c., 96. 25. HENRICUS DE SEGUSIO CARD. HOSTIENSIS, In Primum decretalium librum Comentaria, I, Venetiis 1581, 91v.
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bre, porque estamos bien informados por tres documentos26, en los cuales merece la pena detenerse. En primer lugar, se puede observar que los seis cardenales elegidos como compromisarios eran los menos importantes (entre ellos ninguno era obispo, sólo uno presbítero y cinco diáconos), aquellos que no representaban posiciones políticas o eclesiológicas extremas: según eso, la elección que ellos hicieran no habría representado la victoria o la derrota de ninguno. Los seis aceptaron “con reverencia” la tarea que les asignaron todos los demás –incluso Juan de Porto, ausente de la reunión pero expresamente interrogado sobre el tema– y en un tiempo brevísimo llegaron a una decisión concorde, que fue explícitamente aprobada y ratificada por todos los cardenales, incluido Enrique de Ostia, que se encontraba enfermo, fuera del palacio, pero que fue convocado y, uniéndose al grupo, suscribió la decisión. ¿Quién fue el elegido? La elección recayó sobre un candidato no cardenal, que no estaba presente en Viterbo, que no era sacerdote, ni pertenecía a ningún partido de la curia: fue elegido Tedaldo Visconti, de Piacenza, archidiácono de Lieja, un italiano que había vivido casi siempre en el extranjero y en contacto con las cortes de fuera de Italia, un estudioso, colega de Tomás de Aquino y de Buenaventura de Bagnoreggio en la universidad de París, uno de los organizadores del primer Concilio de Lyon, apóstol celoso de la fe, legado en Tierra Santa. En el momento de la elección se encontraba precisamente en Oriente, en Acre, en el séquito del príncipe cruzado Eduardo de Inglaterra. Pasaron cuatro meses antes de que llegase a Viterbo y después a Roma, donde el 27 de marzo de 1272, tras la ordenación sacerdotal y la consagración episcopal, fue entronizado solemnemente con el nombre de Gregorio X (1271-1276). Su breve pontificado marcó, sin duda, un momento importante. Sucedió a unos papas que habían estado empeñados, sobre todo, en garantizar la seguridad del Estado y quizá también por esto su visión más amplia y orgánica de las necesidades de la Iglesia apareció como una novedad. No pocos han reconocido en él un comportamiento de pastor universal, que concedía a las cosas espirituales el valor prioritario que habían perdido. Además de sus intervenciones más propiamente políticas, centradas en la paz que hizo firmar en Italia entre los vence26. Se trata de tres Instrumenta electionis (precisamente el compromisum, el processus y el decretum), parcialmente editados en el pasado y ahora críticamente por FRANCHI, Il conclave di Viterbo, en o.c., pp. 99-109.
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dores güelfos de Carlos de Anjou y los gibelinos vencidos, o en la restauración del cargo imperial que recayó el año 1273 en la persona de Rodolfo de Augsburgo (Austria), debe destacarse su valerosa iniciativa para la reunificación de las iglesias, latina y griega, que buscó con una tenaz decisión, anunciando poco después de su elección un concilio ecuménico (el decimocuarto), una reunificación que se proclamó de un modo solemne el 17 de julio del 1274, al término del concilio, que se tuvo finalmente en Lyon (por eso suele llamarse el Concilio de Lyon II) y en el que participó también una delegación de eminentes prelados bizantinos. Se trató de una reunificación sólo temporal, que no pasó casi de ser una declaración de principios y que vino a romperse después, pues faltaba un compromiso de parte del clero (oriental y occidental) y del pueblo cristiano, que no compartía el celo del papa. Pero se trató de uno de los intentos ecuménicos más serios que se han realizado en el segundo milenio, incluso desde una perspectiva doctrinal. Pero lo que más interesa para nuestra historia es la codificación relativa a las elecciones pontificias que, propuesta por Gregorio X, fue votada por el Concilio de Lyon II. Se trata de la constitución Ubi periculum27, en la que fue instituido el cónclave como medio para la elección de los pontífices. La misma palabra cónclave apareció aquí por primera vez para indicar al mismo tiempo dos cosas: (1) el lugar en el se reúnen los cardenales para proceder a la elección del nuevo papa; (2) y la misma asamblea de los cardenales reunidos con ese fin. Su significado etimológico, tomado de las palabras cum y clavis, indicaba ya en latín clásico un espacio peculiar que podía cerrarse bajo llave. La normativa, que obviamente quería evitar que se repitieran situaciones como aquella que había tenido lugar en Viterbo durante la larguísima vacante pontificia, intentaba asegurar al colegio cardenalicio la posibilidad de elegir al nuevo papa de un modo absolutamente libre, sin ninguna interferencia externa y, al mismo tiempo, pretendía evitar que las operaciones del voto durasen demasiado tiempo. La constitución Ubi periculum incluye, por tanto, una serie de prescripciones muy concretas y de indicaciones procedimentales muy precisas, hasta en los detalles particulares. A la muerte de un papa, los cardenales presentes tendrán que esperar la llegada de sus colegas por un tiempo limitado de diez días; trascurrido este tiempo, se reunirán en el palacio donde residía el papa difunto, en un local cerrado, de manera que nadie pueda 27. Conciliorum oecumenicorum decreta, pp. 290-294.
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entrar o salir de allí. En ese lugar, los cardenales, cada uno con un solo servidor (o en casos particulares con dos) llevarán una estrecha vida común, sin habitaciones para alojamiento particular, instalados en un único gran salón, sin hallarse separados entre sí por muros, telas de tienda de campaña o tejidos de otro tipo, con la excepción obvia de lo que fuere necesario para los servicios higiénicos. La clausura del cónclave estará garantizada desde el interior por los mismos cardenales, cuyo camarlengo (aquel que se ocupaba de la Cámara apostólica, un organismo administrativo de la curia) guardará la llave, pero también desde el exterior, cosa que hará un oficial expresamente designado para ello, que se ocupará también de la alimentación de los allí encerrados. Con este fin se realizará una apertura, que no consentirá ni el ingreso ni la salida de nadie, pero que permitirá la introducción de las comidas, las cuales quedan también reguladas con precisión. Después de tres días del comienzo del cónclave, el alimento se reducirá a un solo plato a la comida y a la cena y después de cinco días más sólo se consentirá el ingreso de pan, agua y un poco de vino, hasta que no se alcance la elección. Por otra parte, durante toda la duración del cónclave, la administración de los bienes de los cardenales será confiada al camarlengo y todas las entradas económicas serán requisadas por éste y entregadas al futuro pontífice. Obviamente, ninguna persona externa podrá comunicarse con los cardenales, ni de viva voz, ni por escrito, bajo pena de excomunión. El único argumento del que deberá ocuparse el colegio cardenalicio será el de la elección del papa. Sólo se permitirá una excepción en casos de peligro inminente o de problemas tan graves que todos los cardenales, de un modo unánime, decidan tratar de ellos. Otras normas regulan, en fin, los deberes de las autoridades de la ciudad en la que se celebra el cónclave y de algunos otros temas menores. En un plano distinto, la Ubi periculum exhorta después a los cardenales a liberarse de sus propios intereses personales, a olvidar todas las enemistades y enfrentamientos, a pensar únicamente en el bien de la Iglesia; y recuerda que carece absolutamente de valor cualquier pacto, promesa, juramento o cualquier otro acuerdo que se haya tomado con el fin de elegir a alguno en particular o de obligar al nuevo elegido a cualquier tipo de exigencia. No se cambia, sin embargo, nada de la legislación precedente sobre la mayoría de los dos tercios. Como se ve, las novedades son muchas. El intervalo de los diez días consentía la llegada de los cardenales ausentes pero, al mismo tiempo, fijaba un término claro para las operaciones electorales. La obligación
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de la clausura, incluso con las formas impositivas de la vida común y de la reducción de comida y la suspensión de todas las entradas para los cardenales constituían instrumentos eficaces para que se lograra la elección en un tiempo razonable; el compromiso de ocuparse exclusivamente de la elección del nuevo pontífice era un principio importante, que impedía que el colegio cardenalicio tomara durante la sede vacante unas decisiones que habrían podido condicionar al neoelecto. También fueron muchas, como el lector puede bien imaginar, las resistencias por parte de los cardenales quienes veían que, en algún sentido, quedaba reducido aquel poder que el colegio había ido adquiriendo progresivamente en el curso del último siglo. Pero aquellas resistencias fueron al fin vencidas por la tenacidad y, se podría decir, por la sagacidad de Gregorio X, que hizo que la constitución fuera votada por toda la asamblea del concilio ecuménico entonces en curso. Esto sucedió el 7 de julio del 1274, una fecha muy importante en la historia de las elecciones pontificias. Aunque sea discutible que la nueva normativa constituyera de verdad un atentado contra el poder de los cardenales, pues el prestigio del “sacro colegio” había salido muy malparado de los acontecimientos de Viterbo, ella limitaba sin duda la libertad de maniobra que los cardenales particulares podían poner al servicio de sus propias políticas personales. Y limitaba de un modo todavía más decidido toda posibilidad de intervención externa por parte del poder político, ya fuese imperial, nacional o de la ciudad donde se celebrara el cónclave. Por este conjunto de motivos, la Ubi Periculum fue repetidamente suspendida y reintroducida, y necesitó más de veinte años para que pudiera cumplirse de un modo definitivo. De todas maneras, a la muerte de Gregorio X, fue elegido con las nuevas normas, en un solo día de cónclave, el dominico Pedro de Tarantasia, amigo de Tomás de Aquino, que tomó el nombre de Inocencio V (1276) y que fue papa sólo por cinco meses. Tras él fue elegido en Roma el cardenal diácono Ottobono Fieschi, que tomó el nombre de Adriano V (1276), en siete días de cónclave, en los cuales Carlos de Anjou hizo que se aplicaran rígidamente las normas, incluidas las relacionadas con los alimentos. Un día después de la elección, el nuevo pontífice convocó a los cardenales en Letrán y suspendió el decreto Ubi periculum, que juzgaba insoportable, prometiendo proponer una nueva norma electoral. No tuvo tiempo para ello, pues enfermó y murió un mes más tarde en Viterbo, sin haber sido ni siquiera ordenado presbíteros ni consagrado obispos.
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Diez días después de su muerte, los cardenales presentes en la ciudad no se habían puesto aún de acuerdo sobre el sucesor y los intentos del gobernador de encerrarlos en cónclave provocaron desórdenes y tumultos porque los interesados, tomando nota de la abrogación de las normas de Gregorio X, se negaron a proceder a la elección de la manera prevista por la Ubi periculum. Sólo algunos días más tarde, vuelta la calma, el colegio cardenalicio se reunió y procedió rápidamente a la elección del portugués Pedro Giuliano, estudioso y médico, más conocido como Pedro Hispano, que se convirtió en el Papa Juan XXI28 (12761277). Siendo inexperto en cuestiones de curia y teniendo la intención de continuar con sus estudios, Juan XXI se retiró a una pequeña habitación que hizo construir detrás del palacio de Viterbo y dejó al cardenal Orsini, su gran elector, la mayor parte de las decisiones y la solución de los problemas importantes. Pues bien, entre las primeras decisiones de Juan XXI se encuentra la constitución Licet felicis recordationis del 30 de septiembre del 127629, donde se confirma la abrogación del decreto sobre el cónclave. De esta manera, el sacro colegio quedaba sin limitaciones temporales para las operaciones electorales. Sucedió así que a su muerte, que se debió a la inesperada caída del techo de su habitación, construida quizá de manera demasiado apresurada, pasaron seis meses antes que los cardenales, reducidos al número de siete, se pusieran de acuerdo en torno al nombre de Giovanni Gaetano Orsini, que se convirtió en Nicolás III (1277-1280). Este papa era hijo de Matteo Rosso Orsini, aquel senador que había tenido un papel importante en la elección del 1241, en el septizonium de Roma, y estaba fuertemente decidido a enfrentarse con el poder de Carlos de Anjou. Cuando terminó el tiempo establecido para senador de Roma, que ostentaba Carlos de Anjou, Nicolás le convenció para que no pidiera su renovación e inmediatamente después, con la constitución Fundamenta militantis ecclesiae, del 11 de julio del 127830, estableció que ese cargo se atribuiría en el futuro sólo a los ciudadanos romanos, e hizo que le nombraran a él mismo senador por vida, dando así comienzo al “señorío” del 28. El hecho de llamarse Juan XXI, cuando nunca había existido un Juan XX, se debe probablemente a la confusión en la enumeración de los papas que habían llevado ese nombre en los siglos anteriores. En realidad, Pedro Hispano debería haberse llamado Juan XIX, porque Juan XVI fue antipapa. 29. Bullarium diplomatum et privilegiorum Sanctorum Romanorum Pontificum... (citado de ahora en adelante como Bullarium), 4, Augustae Taurinorum 1859, pp. 37-38. 30. Ibíd, pp. 42-45.
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papa sobre la ciudad. En el mismo documento se reafirmaba que las elecciones de los pontífices deberían realizarse sin imposiciones externas, en plena libertad y sin ninguna influencia de los laicos. Pero no fue eso lo que sucedió en el momento de su muerte, cuando los cardenales, reunidos en Viterbo, tras seis meses de enfrentamientos e indecisiones, eligieron a Martín IV31 (1281-1285), un francés llamado Simón de Brie, a consecuencia de una intervención brutal del gobernador de la ciudad, un partidario ferviente de Carlos de Anjou, que incluso había arrestado a dos cardenales de la familia de los Orsini, impidiendo que participaran en la votación. Se necesitaron sólo cuatro días para la elección de Honorio IV (1285-1287) en Perugia (Carlos de Anjou había muerto hacía poco); pero después transcurrieron casi once meses para la elección del franciscano Nicolás IV (1288-1292) y se necesitaron incluso veintisiete meses para que se lograra la elección de Celestino V (1294). El brevísimo pontificado de este eremita, Pedro de Morrone, es uno de aquellos que más fantasías ha suscitado y su abdicación o renuncia ha sido interpretada por sus contemporáneos de modos opuestos32. Del solitario eremitorio del Abruzzo en que vivía, le llamaron en el verano de 1294 los doce cardenales que se habían reunido repetidamente en Roma y en Perugia, sin conseguir un acuerdo, por contrastes personales y familiares más que políticos. De nada habían valido las súplicas y presiones de todo tipo, incluidas las populares, las eclesiásticas y, sobre todo, las de Carlos II de Anjou que había incluso propuesto a los cardenales una lista de cuatro nombres para acelerar la elección. La elección de Celestino, que no tenía experiencia de gobierno, ni conoci31. También el número IV de Martín IV se debe a una confusión. En los catálogos papales que circulaban en el siglo XIII venían inscritos con el nombre de Martín otros dos papas que se habían llamado Marino. Por eso, en realidad, Martín IV tendría que haberse llamado Martín II. 32. Algunos vieron en ella un signo de vileza (así quizá Dante Alighieri, si es que en el Inferno III, 59-60 se refiere al papa Celestino), mientras que otros (por ejemplo, Francisco Petrarca) interpretaron el gesto del pontífice como un signo de gran libertad, realizado con un espíritu angélico que no soportaba las imposiciones dictadas por la necesidad de una gestión también práctica y política del papado. Sobre estos y otros temas de este singular pontificado pueden consultarse con utilidad: A.M. FRUGONI, Celestiniana, Roma 1954, P. HERDE, en Dizionario biografico degli Italiani, 23, pp. 402-415 (con extensa bibliografía); P. GOLINELLI, Il papa contadino. Celestino V e il suo tempo, Firenze 1996; A.M. PIAZZONI, Pietro di Morrone (Celestino V), en Il grande libro dei santi, Cinisello Bálsamo, pp. 1163-1634.
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miento de los mecanismos de la curia, pero que gozaba de una gran fama de santidad, fue acogida con júbilo en muchos ambientes eclesiásticos, que vieron en su nombramiento una especie de confirmación de las profecías de Joaquín de Fiore y el comienzo de una nueva era para la iglesia, que vendría a ser guiada por un papa angélico o espiritual. Hubo manifestaciones de entusiasmo popular, que acompañaron al anuncio de la elección, anuncio que se realizó el 18 de julio en la gruta de aquel hombre santo, que rehusó desde el principio, pero que al fin aceptó, aunque con reluctancia. Entre sus primeros actos, Celestino V nombró doce nuevos cardenales -una referencia evidente a los apóstoles– y con la bula Quia in futurum del 28 de septiembre puso de nuevo en vigor las normas de la Ubi periculum que Gregorio X había fijado hacía veinte años para regular el cónclave. Al acercarse el Adviento, el papa habría querido retirarse en oración, confiando el gobierno de la Iglesia a tres cardenales, pero encontró una neta oposición a su proyecto. Hizo entonces que se examinara desde una perspectiva jurídica la posibilidad de que un pontífice pudiera renunciar voluntariamente al pontificado, confiando el estudio del tema a los cardenales Benedetto Caetani y Gerardo Bianchi, conocidos expertos en derecho canónico. Obtenida una respuesta positiva (pues de hecho la doctrina canónica admitía la posibilidad de la dimisión del papa, aunque discutía sus formas: ante un concilio, ante los cardenales o de un modo automático), el 10 de diciembre, Celestino publicó la bula Constitutionem, con la que declaraba que las normas establecidas por el cónclave por Gregorio X deberían observarse incluso en caso de abdicación. Tres días después, delante de los cardenales reunidos, leyó la fórmula de su propia renuncia, se quitó las insignias pontificias y pidió a los cardenales que procediesen lo más rápidamente posible a la elección de un nuevo papa. Así fue. Después de diez días, según las formas previstas por la Ubi periculum, comenzó un cónclave que en menos de veinticuatro horas eligió papa a Benedetto Caetani, que se llamaría Bonifacio VIII (1294-1303), la vigilia de Navidad del 1294. La situación era inédita. Otros habían dejado el pontificado, pero en circunstancias totalmente distintas. La abdicación legendaria (como hoy se sabe) de Clemente I el año 97, y quizá otras abdicaciones de los primeros siglos, se habían verificado durante momentos dramáticos de persecución. La abdicación (segura) de Ponciano el año 235 y aquella otra (discutida) de Martín I el año 654 se habían realizado a consecuencia de
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un exilio o de un aprisionamiento del que no había una razonable esperanza de retorno. Más recientemente, los únicos casos, eran el de Juan XVII en el 1009 (dudoso) y otro muy confuso, todavía hoy poco aclarado en sus motivaciones y en sus formas, de Benedicto IX el año 1045. Era por tanto algo nuevo este caso, con un papa que vuelve a ser monje y desea retornar pronto a su eremitorio sobre las montañas del Abruzzo y con su sucesor, elegido de manera regular y rápida. La situación creó inmediatamente dificultades. Teniendo miedo de que el antiguo pontífice pudiera constituir un punto de referencia para sus opositores (o incluso conducir a un cisma), Bonifacio hizo ponerle primero bajo vigilancia y encerrarle después en una torre del castillo de Fumone, en la región del Ferentino, donde Celestino murió el 19 de mayo del 1296. Inmediatamente corrió la voz de que no se había tratado de un acontecimiento natural y todavía hoy Bonifacio VIII viene acompañado a menudo por la sospecha de haber sido el principal artífice de la renuncia de su predecesor al pontificado y en algún sentido responsable de su muerte. Defensor convencido del principio de que el pontífice debía ejercer también una función de árbitro universal, Bonifacio expuso de un modo completo su concepción del papado en la famosa y discutida bula Unam sanctam del 1320, que retomaba y desarrollaba los principios del absolutismo papal, entendido como plenitudo potestatis: a la Iglesia pertenece el poder espiritual, ejercido directamente a través del obispo de Roma, y el poder temporal, ejercido a través de los príncipes, que deben comportarse conforme a las directrices del pontífice. De esa forma, intervino de un modo continuo en el ámbito internacional, con algún éxito y con muchos fracasos, hasta suscitar una situación de controversia incurable con los Colonna (a los que combatió incluso militarmente, llegando a deponer y excomulgar a dos cardenales de esa familia) y, sobre todo, con Felipe el Hermoso, rey de Francia. Se llegó así al conocido episodio de Anagni, cuando el enviado del rey, Guillermo de Nogaret, acompañado por Sciarra Colonna, asaltaron el palacio pontificio y capturaron al papa, que fue al fin liberado por una revuelta ciudadana, pero el ultraje sufrido por el papa (hacía siglos que no se verificaba un episodio semejante) estuvo lleno de consecuencias. Más positiva fue, en cambio, la contribución de Bonifacio VIII en otros campos, por ejemplo, en el derecho canónico, en la reorganización del sistema administrativo de la curia, en la organización de los archivos y de la biblioteca pontificia (de
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la que hizo elaborar el primer catálogo), en la preocupación por la cultura y en la fundación de la universidad de Roma, sin olvidar el éxito que tuvo la proclamación del primer Jubileo, el año 1300. A él se debe, sobre todo, por lo que toca a nuestra historia, la decisión de confirmar el procedimiento con el que Celestino V había puesto de nuevo en vigor el decreto Ubi periculum y de haber inscrito aquel texto, de un modo estable y orgánico, en el Corpus iuris canonici. Desde entonces, aunque con varios cambios, que son también significativos, introducidos en los siglos siguientes, y a pesar de varias derogaciones, han quedado fijos dos principios: que la elección de los papas debía realizarse rápidamente; y que los participantes del cónclave debían permanecer encerrados hasta el final de los trabajos. A su muerte, con la exclusión de los dos cardenales de la familia Colonna, a quienes Bonifacio había depuesto, el cónclave, reunido en el Vaticano, se resolvió en un solo día con la elección unánime del dominico Niccolò de Bocasio, Benedicto XI (1303-1304). Pero, tras un breve pontificado de sólo ocho meses, el nombramiento de su sucesor fue más complejo: los cardenales, reunidos en Perugia, encontraron de hecho dificultades para lograr un acuerdo. Estaban divididos entre los partidarios de la política antifrancesa inaugurada por Bonifacio y entre aquellos que deseaban, en cambio, una actitud más conciliadora con los Colonna y con Felipe IV de Francia. Quizá una aplicación rígida de las normas sobre el cónclave hubiera conducido a una decisión rápida. Se comenzó, en cambio, a discutir si los cardenales (que durante el breve pontificado anterior habían sido sistemáticamente consultados e implicados en las decisiones más importantes, de tal forma que alguno ha visto en el comportamiento de Benedicto XI un ejemplo de gestión colegial) podían cambiar o no las reglas para el cónclave y se llegó a la conclusión de que la asamblea electoral podía mitigar esas reglas. De esa forma fueron necesarios once meses para que se llegara a la elección de un francés, Bertrand de Got, arzobispo de Burdeos, que tomó el nombre de Clemente V (1305-1314). El papado se encontraba en vísperas de un acontecimiento decisivo en su historia, su traslado a Aviñón, que supondría un peligroso alejamiento del contexto eclesial romano.
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Recapitulación cronológica del capítulo PAPAS Lucio III (Ubaldo Allucingoli), 1.6, 9.1181 – 25.9.1185 Urbano III (Uberto Crivelli), 25.11, 1.12.1185 – 20.9.1187 Gregorio VIII (Alberto de Morra), 21, 25.10.1187 – 17.22.1187 Clemente III (Paolo Scolari), 19, 20.12.1187 – ¿?.3. 1191 Celestino III (Giacinto Bobone), 30.3, 14.4.1191 – 8.1.1198 Inocencio III (Lotario, de los condes de Segni), 8.1, 22.2.1198 – 16.7.1216
Honorio III (Censio Savelli), 18, 24.7.1216 – 18.3.1227 Gregorio IX (Hugolino de Segni), 19, 21.3.1227 – 22.8.1241 Celestino IV (Godofredo de Castiglione), 12, 20.1241 – 10.11.1241 Inocencio IV (Sinibaldo Fieschi), 25, 28.6.1243 – 7.12.1254 Alejandro IV (Rinaldo de Ienne), 12, 20.12.1254 – 25.5.1261 Urbano IV (Jacques Pantaléon), 29.8, 4.9.1261 – 2.10.1264. Clemente IV (Guido Foucois, de Francia), 5, 15.2.1265 – 29.11.1268 Beato Gregorio X (Teobaldo Visconti), 1.9.1271, 2.3.1272 – 10.1.1276 Beato Inocencio V (Pedro de Tarantasia, Francia), 21.1, 22.2 – 22.6.1276 Adriano V (Ottobono Fieschi), 11.7.1276 – 8.8.1276 Juan XXI (Pedro Hispano, de Portugal), 8, 20.9.1276 – 20.5.1277 Nicolás III (Giovanni Gaetano Orsini), 25.11, 26.12.1277 - 22.8.1280 Martín IV (Simón de Brie, Francia), 22.2, 23.3.1281 – 28.3.1285 Honorio IV (Giacomo Savelli), 2.4, 20.5.1285 3.4.1287
ACONTECIMIENTOS Y DOCUMENTOS
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“Cónclave” del septizonium Concilio de Letrán IV “Cónclave” de Perugia Ordo Romanus de consuetudinibus; ceremonial de las elecciones
1241 “Cónclave” del septizonium
1245 Concilio de Lyon I Constitución Quia frequenter
1264-1265 “Cónclave” de Perugia 1268-1271 “Cónclave” de Viterbo 1274 Concilio de Lyon II Constitución Ubi periculum. Institución del cónclave
1276 Suspensión de la Ubi periculum Constitución: Licet felicis recordationis
1278 Constitución: Fundamenta militantis ecclesiae
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LAS ELECCIONES PAPALES
PAPAS Nicolás IV (Girolamo Masci), 22.2.1288 – 4.4.1292 San Celestino V (Pedro de Morrone), 5.7, 29.8 – 13.12.1294 († 11.10.1296) Bonifacio VIII (Benedetto Caetani), 24.12.1294, 23.1.1295 – 11.10.1303 Beato Benedicto XI (Niccolò de Boccasio), 22, 27.10.1303 – 7.7.1304
ACONTECIMIENTOS Y DOCUMENTOS
1294 Bula Quia in futurum. De nuevo en vigor la Ubi periculum 1298 Introducción de la Ubi periculum en el Corpus iuris canonici
7 LOS PAPAS EN AVIÑÓN
Fue en Francia y no en Roma donde el nuevo papa Clemente V convocó a los cardenales que le habían elegido con tanta dificultad. Quería hacerse coronar pontífice en su patria en la que de momento se encontraba y precisamente en Vienne donde pretendía que el rey inglés y el francés hicieran las paces, de forma que pudieran iniciar una nueva cruzada. Al cumplirse aquella decisión, en el cortejo de cardenales que desde Perugia, donde se había realizado el cónclave, se dirigían hacia el Norte, dejando Roma a las espaldas, puede verse quizá el signo de un cambio de orientación más hondo, como si el papado se alejara del ámbito eclesial romano. Deberán pasar más de setenta años para que la ciudad eterna viniera a recibir de nuevo a su obispo. Ciertamente, las vinculaciones de Clemente con el reino francés, más allá de los Alpes, eran muy fuertes. Allí le llamaban y le atraían muchas cosas: su nacimiento en Gascuña, los estudios en Orleáns, la carrera eclesiástica en Burdeos, en Lyon, en Comminges donde fue obispo y de nuevo en Burdeos, como arzobispo... Había estudiado también en Boloña y había desarrollado misiones diplomáticas en Inglaterra y había participado en Roma en el sínodo convocado por Bonifacio VIII. Pero lo que más le atraía hacia Francia eran sus amistosas relaciones con el rey Felipe el Hermoso, en cuya corte gozaba de una particular benevolencia. Este hecho, unido quizá a una debilidad de carácter y a una fragilidad física que le impedía aparecer en público, a veces a lo largo de semanas, le situaron en una condición de dependencia respecto del hábil soberano francés. La ceremonia de coronación papal tuvo lugar, por fin, en Lyon, el 14 de noviembre del
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1305 y la opinión popular quiso ver en el incidente que pasó durante lo festejos (cayó un muro y hubo muertos y heridos) una señal premonitoria de desventuras. El mes siguiente, Clemente nombró diez cardenales (nueve de los cuales eran franceses y cuatro eran sobrinos suyos). Otras elecciones de los años siguientes fueron en la misma dirección y condujeron a la composición de un colegio cardenalicio de mayoría francesa, que condicionaría durante largo tiempo las sucesivas elecciones pontificias. No era ciertamente la primera vez que un papa moraba fuera de Roma y el lector recordará que ya cincuenta años atrás Inocencio IV había sostenido incluso que la sede del papa está allí donde él se encuentra. Lo cierto es, sin embargo, que Clemente no fue capaz de resistir a las hábiles presiones del rey Felipe, transfiriendo su morada a diversos lugares (a Lyon, luego a Cluny, a Burdeos, a Poitiers) hasta que se estableció en Aviñón, ciudad con características singulares y favorables. Situada al sur de Francia, la ciudad se encontraba de hecho en un territorio que pertenecía al rey de Nápoles (de la dinastía de los Anjou), que era vasallo del papa y estaba rodeada por el condado Venassino, que pertenecía ya desde hacía algunos decenios a la iglesia romana. El traslado a Aviñón tuvo, al menos inicialmente, un carácter provisional: no se construyó una residencia para el papa, que moraba en la ciudad, en el convento de los dominicos, y con mucha frecuencia en los campos del entorno; de Roma se trasladaron sólo los archivos que eran estrictamente necesarios para la dirección de los asuntos corrientes, lo cual nos muestra que es arriesgado suponer que Clemente V tenía una voluntad explícita y clara de abandonar Roma, la ciudad para la que había sido elegido obispo. Pero el desarrollo posterior de los acontecimientos, el progresivo afianzamiento de la curia en Aviñon y los siete papas siguientes que moraron allí, llevan inevitablemente a ver en las decisiones de Clemente V, incapaz de sustraerse en realidad al control de Felipe IV de Francia, el comienzo de aquel período que más tarde se presentará como la “cautividad de Aviñón”, interpretada como un paralelo infeliz de la “cautividad bíblica de Babilonia” que había mantenido al pueblo de Israel lejos de la Tierra Prometida por un tiempo igual de setenta años. El comportamiento del papa fue también permisivo en dos cuestiones que le preocupaban mucho al rey de Francia: la condena de Bonifacio VIII y la de los templarios. (1) En cuanto al primer tema, el
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papa Clemente V no condenó a Bonifacio VIII, pero hizo concesiones significativas en esa línea: anuló las actas antifrancesas del difunto pontífice, rehabilitó a los cardenales de la familia Colonna, levantó la excomunión a Guillermo Nogaret, publicó una bula de alabanza a favor del rey Felipe de Francia y en contra del papa Bonifacio... (2) Por lo que toca al segundo tema, se convocó incluso un concilio ecuménico en Vienne, entre el 1311 y el 1312, que se concluyó con la disolución de la Orden del Temple, sobre la base de acusaciones falsas y de confesiones arrancadas con violencia y con la consiguiente confiscación de las ingentísimas riquezas de los templarios, que pasaron a estar bajo el control de la corona francesa. En la perspectiva de nuestra historia, resulta de interés el hecho de que, en el año 1311, el papa Clemente publicó la bula Ne Romani, con la que ratificaba la Ubi periculum y obligaba a los cardenales a que no abandonases el cónclave hasta el momento de su conclusión. Sin embargo, a la muerte del papa Clemente, los cardenales, reunidos en Carpentras, suspendieron rápidamente las discusiones y algunos de ellos abandonaron la ciudad, porque habían sido amenazados por los otros. Transcurrieron casi dos años antes de que pudieran reunirse de nuevo; lo hicieron en Lyon donde, obligados por el Conde de Poitiers, futuro Felipe V de Francia, eligieron finalmente, tras muchas disputas, fundadas también en los enfrentamientos de los varios grupos nacionales, a Juan XXII (1316-1334), que se llamaba Jacques Duèse y era natural de la Gascuña y cardenal de Porto; esta papa reinó durante dieciocho años y confirió a la sede de Aviñón aquel carácter de estabilidad que hasta ahora no había tenido nunca en realidad. El anciano pontífice (que tenía más de setenta años en el momento de la elección) demostró un activismo muy considerable, a pesar de su maltrecha salud, y se preocupó mucho también por regular la eficiencia y rentabilidad del trabajo de la curia, siguiendo con atención los aspectos administrativos y financieros que muchos de sus predecesores habían dejado de lado. A pesar de haber declarado, al menos al comienzo del pontificado, su voluntad de retornar a Roma, fijó de un modo estable su propia sede en Aviñón, haciéndose construir allí un palacio nuevo y reorganizando también la biblioteca. Su carácter impetuoso le condujo a enfrentamientos abiertos y graves con la Orden de los Franciscanos, orden que se hallaba sacudida ya por la disputa de los así llamados “espirituales”, un fuerte grupo inter-
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no que buscaba más rigor en cuestiones de pobreza. Una declaración solemne, en la que el Capítulo General de los Franciscanos, celebrado en Perugia, el año 1322, declaraba correcta la doctrina según la cual Jesús y sus discípulos no habían tenido posesión material alguna, fue, en cambio, declarada herética por el papa. La mayoría de la Orden aceptó la decisión del pontífice, pero una extensa minoría, guiada precisamente por el General, Miguel de Cesena, dio comienzo a una corriente cismática que terminó por aliarse con Ludovico IV el Bávaro, rey de Alemania que pretendía el trono imperial y que había sido ya excomulgado. Miguel, el general de los Franciscanos, huyó a la corte de Ludovico de Baviera, con otros dos franciscanos de gran importancia: Guillermo de Ockham y Buonagrazia de Bergamo. El rey Ludovico llegó a Roma en enero del 1328 y allí se hizo elegir emperador por una asamblea presidida por el anciano capitán del pueblo, que era Sciarra Colonna, el mismo al que vimos en Anagni el año 1303, siendo después coronado en San Pedro por dos obispos rebeldes al pontificado de Aviñón. Pocos meses más tarde convocó una nueva asamblea que procedió a la deposición de papa Juan y a la elección y consagración (realizada con un ritualismo poco común, cargado de significados políticos, ligados a las circunstancias del momento) del franciscano Pedro Rainalducci, con el nombre de Nicolás V. Hacía ciento cuarenta años que no se veían antipapas, desde los tiempos de las luchas entre Alejandro III y Federico Barbarroja. En apoyo de la acción de Ludovico el Bávaro venía también la obra escrita por Marsilio de Padova, con la colaboración de Juan de Jandun, un libro titulado Defensor pacis (que originariamente circuló de forma anónima), un libro que constituía el rechazo más radical de las mismas fuentes del poder del papado. El debate político-eclesiológico había estado centrado a lo largo de todo el Medioevo sobre la concepción del poder como fundado sobre un ordenamiento superior y trascendente. Las discusiones versaban sobre quién (sacerdote o soberano) sería verdaderamente el representante sobre el mundo y en la sociedad de ese tipo de poder. A lo largo de los siglos, las respuestas cada vez más razonadas a una pregunta de ese tipo habían configurado de un modo directo las relaciones entre el poder religioso y el poder civil y habían influido también, como hemos visto repetidamente, en las modalidades y significado de las elecciones pontificias. La novedad del Defensor pacis fue la introducción en el debate de un argumento com-
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pletamente nuevo para el mundo cristiano, un argumento que se originaba en la traducción latina y, por tanto, en la propagación de la obra de Aristóteles (la Política). Influía además, obviamente, la evolución de la sociedad civil. Algunos decenios atrás, Alberto Magno y Tomás de Aquino habían comentado ya aquel texto, poniendo de relieve la necesidad de definir el concepto de autoridad, teniendo también en cuenta el concepto aristotélico de sociedad civil, es decir, de aquella civitas (ciudad) que traducía el término griego de polis. Marsilio fue más lejos y sostuvo que era precisamente la sociedad de los hombres (o, al menos, su “parte mejor”) la que constituía la fuente de las leyes. Sobre estos principios elaboró una teoría del origen natural del Estado. En ese Estado encontraba también un puesto la Iglesia, la cual, a su juicio, no podía considerarse como portadora de una jurisdicción o poder que se ponía al lado del Estado (de forma que hubiera dos poderes), sino más bien como una comunidad de fieles que vivían en el interior del Estado y respetaban sus leyes. Según eso, la Iglesia no podía ejercer sobre la tierra un poder coactivo: su tarea era la proclamación del evangelio y su poder supremo estaba representado por el concilio general de todos los obispos, a cuya autoridad debía estar sometido incluso el pontífice. La crítica radical que Marsilio hacía al concepto mismo de “plenitud de poder”, es decir, a la plenitudo potestatis que había sido objeto de reflexión a lo largo de siglos, abría el camino para la justificación del derecho del emperador para deponer al pontífice e incluso para la negación del origen divino del poder papal. Las reacciones no se hicieron esperar y fueron muchos los teóricos que rechazaron tanto las premisas como la corrección racional del desarrollo del pensamiento de Marsilio1, pero la idea de una supremacía de un concilio general sobre el pontífice seguirá siendo todavía materia de larga discusión y conducirá a numerosos desarrollos. No fue este, sin embargo, el argumento central del cónclave que se reunió en Aviñón, donde el nonagenario Juan XXII había muerto el 4 de diciembre del 1334, después de haber recogido y distribuido entre sus parientes un patrimonio que los contemporáneos afirmaron que era 1. Entre los críticos más eficaces de las teorías de Marsilio de Padova se deben recordar al menos a Guillermo Amidani de Cremona, Conrrado de Moegenburg y, sobre todo, a Álvaro Pais.
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muy ingente, continuando e incrementando el nepotismo de su predecesor. El debate de los cardenales se centró sobre todo en la hipótesis de un retorno de la sede papal a Roma. Fue elegido rápidamente el cisterciense Jacques Fournier, que tomó el nombre de Benedicto XII (13341342) y que, al parecer para sorpresa suya, había prevalecido sobre el favorito, que era Jean Comminges, del que se dice que fue excluido de la elección porque tenía la intención de abandonar Aviñón. También se suele decir que el nuevo papa tenía la intención de un eventual retorno a Roma, porque ordenó que se realizaran costosas obras de restauración en San Pedro y en Letrán; también parece que tenía la intención de fijar la sede papal en Boloña, al menos por un tiempo. Pero otras decisiones, como la construcción de un palacio fortaleza en Aviñón, que debería servir de residencia papal y el traslado del archivo papal que se encontraba en Asís, son rasgos que indican que estaba decidido a que la corte pontificia se instalara de una manera prolongada en Francia. A ello le inclinaba el rey francés y la mayor parte de los cardenales. Evidentemente, la intención que el papa Benedicto tenía de retornar a Italia no era demasiado fuerte. Su sucesor, Clemente VI (1342-1352), fue elegido en pocos días. También él era francés y no manifestó nunca la intención de tornar a residir en Roma, a pesar de que en el conjunto de la cristiandad se elevasen cada vez con más número y más fuerza las voces y llamadas para que el Papa saliese de su estado de sometimiento a Francia, que duraba ya desde muchos decenios, aunque la estancia en Aviñón contara con el apoyo del colegio de cardenales, compuesto ahora por una gran mayoría de franceses. Pero la ampliación posterior de palacio de Aviñón, la compra de la ciudad y de sus alrededores por Juana I de Nápoles, por la considerable suma de ochenta florines de oro, fueron signos muy elocuentes (de que la voluntad del papa era seguir residiendo en Aviñón). La corte papal asumió en aquellos años características de vida fastuosa, teniendo muchos gastos, de manera que se volvió muy semejante a las cortes principescas de Europa; por otra parte, Clemente VI distribuyó generosamente rentas y riquezas a sus propios parientes y connacionales. Muchos contemporáneos quedaron escandalizados y pensaron que ya no podía demorarse el retorno del papado a Roma. Entre ellos, aunque con motivaciones diversas, encontramos a Catalina de Siena, Brígida de Suecia, Francisco Petrarca y Cola de Rienzo. Estos últimos se encontraban en Aviñón el año 1343, cuando llegó allí una delegación ciudadana de
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Roma para entregar al pontífice el título de «senador, capitán y defensor del pueblo romano» y para pedirle que volviera a aquella que venía a ser considerada como la sede natural del papado2. Lo que empujó a los romanos a dar aquel paso fue ciertamente también la experiencia de una disminución radical de las actividades económicas de la ciudad que, privada de la curia pontificia y de todo lo que esa implicaba, estaba viviendo un momento de declive, no lejano a la degradación: había quedado postergada, manteniéndose en la periferia de los centros de poder europeo y en la periferia de los pensamientos de su obispo, el papa. Fue también el deseo de responder a esta grave situación lo que hizo que Clemente VI aceptara la petición de establecer que el año jubilar, instituido por Bonifacio VIII el año 1300 y que debería repetirse cada siglo, viniera a celebrarse cada cincuenta años, teniendo en cuenta la brevedad de la vida humana y para hacer posible que todas las generaciones pudieran disfrutar de ese años de Jubileo. En efecto, la celebración del Jubileo del 1350 hizo que afluyeran a Roma numerosos peregrinos, lo que aportó un beneficio a las finanzas ciudadanas (por otra parte, la ciudad había vivido en ese tiempo la aventura del gobierno comunal de Cola de Rienzo). Pero si la ciudad estaba perjudicada por la ausencia del papa, era aún más grave el daño que el papa sufría por su separación de Roma. Desde una perspectiva política, la sede romana, con el reforzamiento de su carácter central y con su propio prestigio, había significado durante siglos la posibilidad de que el papado se fuese separando de las presiones de los grupos de poder dominante que iban surgiendo de tiempo en tiempo. El alejamiento de esa sede, que ya no podía tomarse como algo episódico, llevaba de hecho al debilitamiento del papado y a su sometimiento a uno de los centros del poder civil, que en ese momento era el de Francia. Desde una perspectiva religiosa, el carácter puramente formal que había ya tomado el título de “obispo de Roma” y el desinterés por la 2. Sobre el significado de la presencia en Aviñón de Cola de Rienzo, considerado por largo tiempo como el jefe de la delegación romana, cf. H. SCHMIDINGER, Die Antwort Clemens VI an die Gesandtschaft der Stadt Rom vom Jahre 1343, en Miscellanea in onore di mons. Martino Giusti, II, Collectanea Archivi Vaticani 6, Città del Vaticano 1978, pp. 323-365 y A. PARAVICINI BAGLIANO, Clemente VI e il Giubileo del 1350, en La storia dei Giubilei; volume primo (1300-1423), Roma 1997, pp. 270-277.
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ciudad que demostraban los papas de Aviñón era una consecuencia y al mismo tiempo una señal de la separación real del papado respecto al contexto eclesial romano, que llevaba consigo un empobrecimiento de lo contenidos de la figura del pontífice y un estrechamiento miserable de su mensaje. El hecho de que las raíces del papado se separaran de la iglesia de Roma repercutía también de un modo directo en el gobierno de la iglesia universal. Las actividades misioneras y apostólicas, el nombramiento de los obispos y cardenales, las intervenciones en la vida de las órdenes religiosas... todo se encontraba guiado por los intereses de Aviñón más que por los propios de la Iglesia. Esto no se refería sólo al papa, sino a todo el grupo de sus electores, el colegio cardenalicio. En los primeros cincuenta años del siglo XIV, de entre unos ochenta, más de sesenta cardenales fueron franceses y esto creó las premisas para que se pudiera perpetuar el papado de Aviñón. El deseo del colegio cardenalicio de adquirir un poder de decisión más grande al interior de la jerarquía eclesiástica, condicionando incluso al pontífice, se manifestó de manera muy clara en el cónclave que tuvo lugar a la muerte de Clemente VI en el año 1352. Esto se reflejó, dicho sea de paso, con una mitigación de las normas alimenticias y con la abolición del dormitorio común, cosa que el mismo pontífice había decidido con la bula Licet in constitutione del año 13513. En sólo dos días se llegó a la elección del francés Etienne Aubert, que tomó el nombre de Inocencio VI (1352-1362). En el curso de la reunión, los veinticinco cardenales presentes habían tomado el compromiso jurado de lograr la reducción del número de cardenales (habrían debido convertirse en dieciséis y luego, al máximo, en veinte) y de controlar de un modo directo su elección (no consintiendo que el pontífice hiciera nuevos nombramientos que no fueran aprobados por dos tercios de los purpurados). Será superfluo notar que las intenciones que les habían llevado a tomar aquella decisión no se podían atribuir ciertamente al deseo de una dirección más participativa y colegial de la Iglesia, de manera que los cardenales tuvieran una función de sostener y de aconsejar al papa; sus intenciones expresaban un avidez todavía 3. Bullarium, 4, Augustae Taurinorum, 1859, p. 501. Las normas de Clemente VI indicaban que, en cada una de las comidas, los cardenales pudieran tomar carne, pescado o huevos, una sopa, ensalada, fruta y queso. Además, se permitía que cada cardenal tuviera dos criados y la posibilidad de que las camas estuvieran separadas por telas de tienda de campaña.
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mucho más terrena, que podemos definir quizá como avidez corporativa de gestión del poder y de logro de prebendas. Inocencio VI, que era un experto canonista, se dio cuenta muy pronto de que aquel pacto jurado de los cardenales habría desembocado en un tipo de gobierno oligárquico de la Iglesia, anulando de esa forma totalmente la plenitudo potestatis del pontífice en la que él creía firmemente. A los seis meses de su elección, con la bula Sollicitudo pastoralis, declaró nulas las decisiones tomadas por los cardenales y aceptadas por él mismo, porque violaban las normas según las cuales el cónclave sólo debía ocuparse de las elecciones papales4. Con la misma actitud decidida se dedicó a la restauración del poder pontificio en Roma, confiando esta tarea al cardenal español Gil de Albornoz (Egidio), que consiguió en pocos años los resultados esperados, en el campo militar y administrativo, preparando así el terreno para un posible retorno del papa a Roma, retorno que Inocencio posiblemente deseaba, pero que no realizó. Fue, sin embargo, su sucesor, Guillermo de Grimoard, que llegó a ser papa (Urbano V: 1362-1370) sin haber sido cardenal, el que llevó la curia pontificia a Roma, aunque sólo de un modo temporal. Era abad del monasterio de San Víctor, en Marsella, y no dejó de vivir como un monje, aún después de la elección, dedicándose a una obra de reforma y a la preparación de una cruzada, que era su sueño, para reconstruir la unidad con la Iglesia de Oriente. Más de una vez tuvo enfrentamientos con el colegio cardenalicio, del que no había formado parte, particularmente cuando decidió, con gran valentía, trasladarse a Roma, donde llegó el 16 de octubre del 1367, a la cabeza de una curia reluctante y escoltado por un gran ejército. Se estableció en el Vaticano y comenzó la reconstrucción de la Basílica de San Juan de Letrán, que había sido destruida por un incendio algunos años atrás. La presencia y vida en Roma se demostró más difícil de lo que se había previsto. La falta de apoyo, por no decir el boicot de los numerosos cardenales franceses (a los cuales se añadieron otros seis a los que nombró el mismo Urbano), las dificultades organizativas para la deseada cruzada, a pesar de la llegada a la ciudad del emperador Carlos IV, en el 1368, y del emperador bizantino Juan en el 1369, el nuevo estallido de la guerra de los cien años entre Francia e Inglaterra, las turbulencias internas en los territorios pontificios, siempre amenazados por Bernabò 4. Ibíd, pp. 506-508.
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Visconti, que había intentado apoderarse de Boloña, convencieron al pontífice de la necesidad de retornar a Aviñón. De nada valieron las súplicas de Petrarca y de los romanos, ni las palabras de Brígida de Suecia, que profetizó una rápida muerte del papa en el caso de que dejara Italia. Urbano tomó de nuevo el camino de Francia, donde llegó al final del verano de 1370 y donde murió pocos meses más tarde. El cónclave de los diecisiete cardenales reunidos en Aviñón no necesitó ni dos días para elegir por unanimidad a su sucesor, Pedro Roger de Beaufort, que era sobrino de Clemente VI, quien lo había creado cardenal y que tomó el nombre de Gregorio XI (1370-1378). Determinado a llevar el papado otra vez a Roma, que a su juicio era su sede propia, debió retrasar mucho tiempo el traslado, que sucedió al fin el año 1377. Antes había intentado resolver –en realidad sin mucho éxito– una serie de problemas de política italiana e internacional y había tenido que vencer la fuerte oposición de los cardenales, de sus parientes y de la corte francesa, aunque contaba con el apoyo de la dominica Catalina de Siena, que precisamente por esta razón se había incluso trasladado a Aviñón. Gregorio se embarcó en Marsella el 2 de octubre del 1376, pero sólo logró fijar su residencia en el Vaticano el 17 de enero de 1777. Su retorno, que ponía fin a la así llamada “cautividad aviñonense”, fue saludado con entusiasmo y con gran fuerza por aquellos que pensaban que la conexión con la realidad eclesial de Roma era esencial para el papado; entre esos se encontraba Catalina de Siena, que había comparado a Roma con la esposa del papa. Extremadamente lúcido era el análisis que esta religiosa dominica hacía del colegio cardenalicio. Muchas de sus cartas tocan el tema de la importancia sólo relativa que el pontífice ha de dar al consejo de los cardenales, al menos hasta que ellos dejen de ser “malos pastores” y flores podridas de un jardín, que el papa debe renovar, plantando nuevas flores, de esencia y perfume, es decir, cardenales que sean «verdaderos siervos de Cristo... y padres de los pobres”»5. En la correspondencia entre Gregorio XI y Catalina de Siena se discuten también otros temas importantes, relacionados con el sistema electoral, que condujeron después a la decisión de modificarlo, estableciendo que el cónclave podría realizarse también en un lugar distinto al de la muerte del papa y sin necesidad de la presencia de la mayoría de los 5. Lettera 231, en L. Ferreti (ed.), Le lettere di Santa Caterina da Siena, vergine domenicana, 3, Siena 1924, pp. 408-411.
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cardenales, sino allí donde se reuniera el mayor número posible de cardenales y sobre la base de una mayoría simple de votos6. De esa manera, conforme al pensamiento de Catalina, compartido por Gregorio XI, se recuperaba la independencia del papa respecto a los cardenales y su indiscutible superioridad se expresaba no como deseo de un aumento de poder personal del papa, sino desde la perspectiva de una fuerte relación del papa con Roma, relación que la dominica definía de un modo esponsal. El papa era como esposo de la iglesia de Roma y los cardenales deberían haber sido, como en realidad lo fueron en los comienzos del cardenalato, los mejores representantes de esa iglesia. La muerte, que le sorprendió el 27 de marzo de 1378, a poco más de un año de su vuelta a Roma, impidió que Gregorio XI llevara a cabo una verdadera reforma del colegio cardenalicio. Pero finalmente, por vez primera desde el año 1303, se tuvo en Roma un cónclave y este hecho prometía señalar un cambio definitivo en la vida del papado y de la Iglesia. Recapitulación cronológica del capítulo PAPAS Clemente V (Bertrand de Got), 5.6, 14.11.1305 – 20.4.1314
Juan XXII (Jacques Duèse), 7.8, 5.9, 1316 – 4.12.1334 Nicolás V (Pedro Rainalducci), 12, 22.5.1328 – 25.8.1330 († 16.10.1333). Benedicto XII (Jacques Fournier), 20.12.1334, 8.1.1335 – 25.4.1342 Clemente VI (Pierre Roger), 7, 19.5.1342 – 6.12.1352. Inocencio VI (Etienne Aubert), 18, 30.12.1352 – 12.9.1362. Beato Urbano V (Guillaume de Grimoard), 28.10, 6.11.1362 – 17.12.1370. Gregorio XI (Pedro Roger de Beaufort), 30.12.1370, 5.1.1371 – 26.3.1378
ACONTECIMIENTOS Y DOCUMENTOS 1305 El papa fija su residencia en Francia 1311 La bula Ne Romani confirma la Ubi periculum 1311-1312 Concilio de Vienne
1351 Bula Licet in constitutione 1353 Bula Sollicitudo pastoralis 1367-1370 El papa mora en Roma 1377 El papa retorna a Roma
6. Este es el contenido de una discutida bula, fechada el 19 de marzo del 1378, precisamente una semana antes de la muerte del pontífice, pero no sabemos con seguridad si la bula fue de hecho publicada.
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¡Hubo espadas! También las espadas hicieron su ingreso en aquel que fue uno de los cónclaves más dramáticos de la historia. Los dieciséis cardenales presentes en Roma, once franceses, cuatro italianos y un español, se reunieron en el Vaticano después de los diez días previstos tras la muerte del papa, durante los cuales, desde el mismo día de los funerales de Gregorio XI, la muchedumbre había realizado diversas manifestaciones en la plaza, pidiendo la elección de un papa romano o, por lo menos, italiano. La tarde del martes 6 de abril de 1378, el primer día del cónclave, la muchedumbre entró incluso en el palacio, de donde fue rechazada por hombres armados, a sueldo de los cardenales franceses. Los regentes de las diversas zonas de la ciudad se hicieron portavoces de la voluntad popular y se reunieron con los purpurados. Los cardenales más ancianos salieron del cónclave para hablar con la gente y calmarla, aludiendo a la hipótesis de la elección de un candidato italiano, de tal forma que algunos pensaron que aludían a Tebaldeschi, anciano cardenal romano quien, en contra de su voluntad, fue colocado sobre el trono. El día siguiente, mientras la muchedumbre alzaba la voz por las calles y delante del palacio vaticano donde estaba reunido el cónclave, fue elegido, con un solo voto en contra, el italiano Bartolomeo Prignano, arzobispo de Bari. No formaba parte de los cardenales, pero estos le conocían bien, porque había trabajado durante veinte años en la curia de Aviñón. Se llegó a la decisión después de que las divisiones internas del grupo de los cardenales franceses hubieron creado las condiciones para un acuerdo, que logró al final que la gran mayoría sostuviera la elección de Bartolomeo. Aún no habían acabado las operaciones electorales ni el
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elegido había dado su consentimiento, cuando la muchedumbre irrumpió en el palacio y los cardenales huyeron para encontrar refugio, algunos en el castillo de Sant’Angelo y otros en otros lugares fortificados. El día siguiente, el 8 de abril, doce cardenales se reunieron de nuevo y confirmaron la elección de Bartolomeo Prignano, que tomó el nombre de Urbano VI (1378-1389) y fue solemnemente entronizado diez días más tarde, el domingo de Pascua. Sus contemporáneos lo describen como un hombre de índole obstinada y, ciertamente, demostró en su gobierno una intransigencia tan grande que se encontró muy pronto rodeado por descontentos y enemigos. Sus proyectos de reforma, que buscaban la libertad de la Iglesia respecto del poder civil, o de simplificación del estilo de vida de los cardenales, aun cuando fueran compartidos por muchos, fueron ejecutados con métodos que rozaron la violencia y la brutalidad, de tal forma que, incluso Catalina de Siena, que le había apoyado con convencimiento, empujándole a la reforma, tuvo que invitarle a la moderación1. Por otra parte, las tentativas reformistas de Urbano se enfrentaban con una serie de realidades contrarias bien consolidadas: por demasiados decenios el papa había sido un intérprete de la política francesa, por demasiado tiempo los intereses de la iglesia universal habían quedado en un segundo plano, por un tiempo muy largo la corte pontificia había estado caracterizada por un estilo de vida costoso y arrogante, por demasiados años los cardenales habían llevado una vida de príncipes, por demasiado tiempo Roma había estado privada de su obispo... Urbano intentó reformar el poder cardenalicio en la línea que le había indicado Catalina de Siena, que le invitaba a hacer de los cardenales verdaderas «columnas que le ayudasen [al papa] a sostener el peso de sus muchas fatigas»2, para que pudiera recuperar aquella tarea que había estado en el origen de su compromiso a favor del gobierno y de la reforma de la Iglesia, al menos en el siglo XI. Pero Urbano, también por la agresividad de su comportamiento (amenazó a los cardenales, diciendo que les quitaría todos los privilegios y entradas económica e incluso que los reduciría a la esclavitud), sólo obtuvo la exasperación y el abandono de los cardenales. Uno tras otro, a partir de los franceses, en los cuales nunca se había apagado el deseo de volver a Aviñón, los cardenales abandonaron Roma, con el convencimiento de que el papa era 1. Epistula 364, en o.c., 5, Siena 1930, pp. 261-267. 2. Epistula 306, en o.c., 4, Siena 1927, pp. 346-351.
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incapaz de gobernar, si es que no se hallaba incluso loco, y se reunieron en Anagni. Desde allí, tras encuentros y desencuentros, tras intentos de mediación y rechazos de alcanzar un compromiso por parte de Urbano, el 2 de agosto, los cardenales proclamaron una declaración conforme a la cual la elección que había tenido lugar en el sínodo romano algunos meses antes debía considerarse inválida, porque sus actuaciones no se habían desarrollado libremente, sino que estaban condicionadas por el miedo de la violencia popular. Una semana más tarde (el 9 de agosto) informaron a toda la cristiandad que el pontífice había sido depuesto y el 20 de septiembre se reunieron en Fondi, en el territorio del Reino de Nápoles, bajo la protección de la reina Juana. Allí procedieron a un nuevo cónclave que se cerró con la elección de Roberto, de los condes de Genevois, emparentado en el rey de Francia, que era cardenal desde hacía tiempo y que tomó el nombre de Clemente VII (1378-1394). Se inició de esa manera, de un modo formal, aquello que se llamará el gran cisma de Occidente, que a lo largo de cuarenta años vio a papas y antipapas, incluso tres al mismo tiempo, enfrentándose entre sí por el título y por la obediencia de la Iglesia, un cisma que sólo acabaría tras una tormentosa y profunda reflexión sobre el significado mismo del papado, sobre su función y cometido. Tras un intento fallido de conquistar Roma por las armas, Clemente fijó su sede en Aviñón. El conjunto del mundo cristiano se dividió entre aquellos que sostenían al papa de Roma y aquellos que sostenían al de Aviñón. Cada uno de los dos se dotó de una curia eficiente, buscó y obtuvo el consenso de obispos, ciudades, universidades, príncipes y reyes, nombró cardenales y gobernó activamente sobre el territorio que logró controlar. La división se manifestó incluso en varias órdenes religiosas, con dos capítulos generales distintos y con sus respectivos superiores. En algunos casos se llegó a la división en el interior de una misma diócesis, con dos obispos de obediencia distinta, que reproducían el mismo contraste que había entre papa y antipapa. La inseguridad en la elección de Urbano, que se había realizado ciertamente en circunstancias difíciles, hacía que algunos pensaran que el colegio cardenalicio no había actuado con libertad y que, por tanto, aquella elección debía considerarse inválida. Por otra parte, se objetaba que a lo largo de varios meses los cardenales electores no habían discutido en modo alguno aquella elección, que ellos habían incluso asumido y anunciado a toda la cristiandad y que sólo en un segundo momento, encontrándose en desacuerdo con las tentativas reformistas del papa, se habían rebelado.
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En los años inmediatamente posteriores se organizaron incluso interrogatorios de testigos (en Roma, en Barcelona, en Aviñón) a fin de comprender cómo se habían desarrollado realmente los hechos y gran parte de aquel material, utilizado en las disputas a favor de un grupo o del otro, ha llegado hasta nosotros3. El alargamiento de la situación de incertidumbre, el frecuente cambio de campo de reinos enteros4, el cruzamiento de intereses políticos no hicieron más que consolidar el cisma, de manera que en los dos colegios cardenalicios se fue abriendo paso la idea de que para resolver la situación se necesitaría la renuncia de uno de los elegidos o de los dos, para que hubiera una nueva elección. En el mundo académico empezaron a circular muy pronto teorías mucho más radicales. Algunos teólogos retomaron de un modo sistemático antiguas intuiciones teóricas, que se atribuían a Guillermo de Ockham y a Marsilio de Padova, poniendo de esa forma en vigor la teoría así llamada “conciliarista”5, según la cual, el poder supremo de la Iglesia, al menos en casos extremos, reside en el concilio ecuménico, que goza de un poder superior al del papa. Precisamente se apelaba cada vez más a esta idea, mientras el cisma continuaba y se complicaba; algunos pensaban incluso que la vía del concilio resultaba el único remedio posible. Estas ideas aumentaban siempre más, pues el clima de confusión e incertidumbre no tenía visos de disminuir. A la muerte de Urbano VI, los cardenales romanos eligieron rápidamente al cardenal napolitano Pedro Tomacelli, con el hombre de Bonifacio IX (1389-1404), sin tener 3. Resultan de singular interés los Libri de schismate, una colección de varias decenas de manuscritos, conservados en el Archivo Secreto Vaticano y recogidos por Martín de Zalva, uno de los defensores de Benedicto XIII. Cf. M. S EIDLMAYER, Die Spanischen “Libri de schismate” des Vatikanischen Archivs, en Gesammelte Aufsätze zur Kulturgeschichte Spaniens 8 (1940) pp. 199-262; cf. también Arch. Vat. Lat. 5608 e Il “consilium pro Urbano VI” di Bartolomeo da Saliceto, en Collectanea Vaticana in honorem A.M. card. Albareda, I, Città del Vaticano 1962, Studi e testi 219, pp. 213-263. 4. Por ejemplo, Portugal, después de un período neutral de espera, se pronunció a favor de Clemente en el 1380; después, a favor de Urbano en el 1381; de nuevo por Clemente, en el 1382 y finalmente, de un modo definitivo, por Urbano, en 1385. El reino de Navarra, muchas zonas de los confines del Imperio e incluso diversos territorios en Italia y en Francia se inclinaron alternativamente hacia una parte o hacia otra. 5. En esa línea se movieron de un modo particular el preboste de Worm, Conrad de Gelnhausen (Epistula brevis, del 1379, y Epistula concordiae del 1380) y el profesor de París Heinrich de Langenstein (Epistula pacis de mayo del 1379 y Epistula concilii pacis del verano de 1381.
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en cuenta la proposición, que habían formulado algunos cardenales de ambos bandos, de posponer la elección, a la espera de la muerte de Clemente VII, cosa que había podido consentir que se procediera a una nueva elección unitaria. De igual manera, a la muerte de Clemente VII se esperaba que se podría poner fin al cisma en el caso de que los cardenales de obediencia aviñonense no hubieran procedido a la elección de un sucesor. Pues bien, en contra de eso, a los veinte días fue elegido Benedicto XIII (1394-1417, muerto el año 1423), el cardenal Pedro de Luna, que había sido uno de los últimos en abandonar la obediencia a Roma, convirtiéndose después en un fiel sostenedor de la causa de Aviñón. Y de nuevo (en la línea de Roma), a la desaparición de Bonifacio IX, fue elegido Inocencio VII (1404-1406) y después de él llegó a ser papa el veneciano Ángelo Correr, Gregorio XII (14-6-1415), sin que las diversas declaraciones y los compromisos más o menos solemnes de todos los protagonistas, que decían tener la seria voluntad de superar el cisma, condujeran a nada. No se lograba recorrer, por tanto, la via cessionis (la dimisión de uno o los dos contendientes), camino que muchos, incluso entre los cardenales, invocaban como solución y que, en efecto, no hubiera planteado problemas desde la perspectiva del derecho canónico, porque siempre se había considerado posible que un papa renunciase voluntariamente al pontificado. Se dieron algunos pasos concretos en abril del 1407 en Marsella, lográndose un acuerdo donde se preveía el encuentro directo entre Benedicto XIII y Gregorio XII, que debería haberse desarrollado el mes de septiembre en Savona. Parecía finalmente que el cisma iba llegando a su conclusión. Los dos se acercaron, pero aunque se hallaban a pocos kilómetros de distancia –Benedicto en Portovenere y Gregorio en Lucca– el encuentro no se celebró, mientras aparecía claro que el primero, Pedro de Luna, no tenía ninguna intención de dimitir y el comportamiento del segundo, Ángelo Correr, inicialmente favorable iba tendiendo hacia la desconfianza. Y todo se hallaba complicado por cuestiones políticas que implicaban a casi todos los estados europeos. Tras meses de estériles tratativas, visto que el camino de la renuncia voluntaria resultaba una vez más imposible de recorrer, resultaba cada vez más insistente la búsqueda de una autoridad que pudiera imponerse sobre la voluntad de los pontífices. La vía conciliar era confusa, porque existía una gran variedad de opiniones sobre aquello que debía entenderse por concilio; pero ella iba gozando cada vez de más crédito, al menos en el sentido de que una asamblea de representantes de
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toda la cristiandad había podido hacer que los papas contendientes razonasen, impulsándoles a encontrar una solución. Pero ¿quién habría debido convocar el concilio? Fueron los cardenales de ambas obediencias los que asumieron la iniciativa: se enviaron miles de invitaciones a la jerarquía eclesiástica, a las ciudades, a los príncipes, para un concilio que debería celebrarse el año 1409 en Pisa, un concilio al que obviamente se encontraban también invitados Benedicto y Gregorio. Sin embargo, ni uno ni otro quiso participar en una asamblea que ellos no habían convocado y cada uno de ellos convocó un pequeño concilio, el primero en Perpiñán y el segundo en Cividale. Sin embargo, la mayoría de los invitados vino a Pisa y la reunión se abrió el 25 de Marzo del 1409, sin la presencia de los dos pontífices contendientes, a los que se definió como pro papa se gerentibus, es decir, como personas que se “se tenían a sí mismas por papas”. Hubo en el concilio una amplia participación: veinticuatro cardenales (de Roma y de Aviñón), cuatro patriarcas, ochenta obispos y otros tantos abades, más de trescientos representantes de otros obispos y abades, con muchos teólogos, superiores generales de las órdenes religiosas, con enviados de las ciudades, universidades y reyes. Fue un verdadero y auténtico proceso hecho a Benedicto y Gregorio, con acusaciones, testimonios y defensas. El 15 de junio ambos papas fueron declarados depuestos, pues se les juzgó notoriamente como cismáticos, herejes y perjuros, de manera que la sede papal fue declarada vacante. Los cardenales reunidos en Pisa procedieron después a celebrar un cónclave, del cual salió unánimemente elegido un franciscano, llamado Pedro Filargo, que era el arzobispo de Milán y que tomó el nombre de Alejandro V y que fijó provisionalmente su propia residencia en Boloña. Habitualmente considerado como antipapa, algunos historiadores le definen, con una palabra de compromiso, como “papa del concilio”. Pero con esta elección no cesó, sino que creció la confusión institucional y la desorientación de los fieles. Los “papas” eran ahora de hecho tres, pues ni Gregorio XII, ni Benedicto XIII aceptaron la sentencia de Pisa, mientras que la cristiandad no hacía otra cosa que dividirse aún más en la obediencia a uno o al otro, entrelazando convencimientos religiosos e intereses políticos que condicionaban con fuerza la elección entre los varios papas. La cristiandad había asistido ya en el pasado a luchas entre papas y antipapas, pero nunca como en esta circunstancia había sido tan difícil saber quién era y dónde se encontraba el verdadero obispo de Roma. Fue significativa la decisión que tomó el arzobispo
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de Toledo, sustituyendo en el canon de la misa el nombre del pontífice con la fórmula de oración “por aquel que sea el verdadero pontífice”. Ciertamente, no había concluido el debate sobre la relación entre papado, colegio cardenalicio, episcopado, concilio e universalidad de los fieles. Ni había quedado resuelto el problema de la legitimidad de los actos cumplidos por los supuestos pontífices, porque todos tenían claro que sólo era legítimo aquello que hacía el papa verdadero, aunque ninguno podía decir con certeza quién lo era. Pero, sobre todo, la situación hacía que no quedara claro aquello que debía ser el papa y si existían –y cuáles eran– las limitaciones de la plenitudo (plenitud) de su potestas, porque pueden darse dos visiones distintas: (1) un papa cuya potestad se encuentra limitada por el conjunto de los fieles o de sus representantes, o de aquellos que le han elegido; (2) y un papa que, una vez que ha sido regularmente elegido, resulta superior al mismo organismo por el que ha sido elegido. Una vez más se pensó en el concilio como instrumento de solución y una serie de circunstancias políticas contribuyeron a hacer posible su realización. Pasado menos de un año murió Alejandro V y muy pronto, los cardenales que le apoyaban eligieron en Boloña un sucesor, Baldassarre Costa, hombre de armas más que de oración, que tomó el nombre de Juan XXII y que logró asediar Roma, que había sido arrancada del dominio de Ladislao de Nápoles con la ayuda de Luis II de Anjou. Pero, descontento del apoyo insuficiente que le ofreció el príncipe de Anjou, Juan XXII pactó con Ladislao, al que invistió como rey de Nápoles. Pero Ladislao cambió nuevamente muy pronto de partido y Juan XXII, que entre los tres papas contendientes era aquel que de momento gozaba de mayor apoyo, fue obligado a buscar refugio en Florencia y luego más al norte, poniéndose bajo la protección de Segismundo de Luxemburgo, rey de Alemania. Este último, convencido ya hace tiempo de la necesidad de poner fin a las hostilidades existentes en Europa y de reconstituir en sus dominios la unidad del mundo cristiano, jugó un papel muy importante, convenciendo a Juan XXII para que convocara un concilio. Después de largos meses de tentativas del rey alemán con soberanos y príncipes de Francia, Inglaterra, Castilla, Aragón, Borgoña, Nápoles y otros estados italianos, Juan XXII convocó el Concilio de Constanza y lo inauguró solemnemente el 5 de noviembre de 1414. El número de los participantes, que en la primera sesión del concilio había sido relativamente reducido, creció notablemente desde el
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comienzo del año 1415. A la ciudad llegaron cardenales, obispos, abades, representantes de las órdenes religiosas y de los capítulos catedralicios, de los reyes y de los príncipes, de las ciudades y de las universidades en número tan considerable que, aunque no podemos precisarlo6, hizo que este Concilio de Costanza fuera la mayor reunión de la iglesia medieval, después del Concilio de Letrán IV, que se había celebrado doscientos años atrás. Juan XXII esperaba que la asamblea confirmase las decisiones tomadas en Pisa, es decir, la deposición de sus dos antagonistas, Gregorio XII y Benedicto XIII. Pero una importante novedad de procedimiento desbarató esas esperanzas: se decidió que las votaciones se hicieran per nationes, es decir, por grupos nacionales de participantes y que en cada nación se votaría per capita (es decir, por individuos). Los cardenales en conjunto constituirían una natio o nación. Este procedimiento hizo posible que se superara la preponderancia de los italianos y, por tanto, de la mayoría de los partidarios de Juan XXII e hizo que se pudiera seguir aquel camino que muchos estaban buscando, el camino de la renuncia de los tres contendientes. Juan, el único de los tres “papas” que estaba presente en el concilio, pareció ceder a las presiones en ese sentido, pero tardó varias semanas, hasta que decidió abandonar el concilio, con la única finalidad de hacer que se disolviera y de esa manera, la noche entre el 20 y 21 de marzo del 1415, camuflado de palafranero, dejó secretamente Constanza, buscando refugio en Shaffhausen y después en Friburgo. Su partida no tuvo, sin embargo, el resultado que él esperaba. Tras un primer momento de incertidumbre, la asamblea conciliar decidió no disolverse, sobre todo, por la habilidad diplomática de Segismundo, rey de Alemania, y por la autoridad de un cardenal como Pierre d’Ailly y de un teólogo como Juan Gerson. La fuga de Juan XXII concedió todavía más fuerza a las tesis de los que defendían la necesidad de que todos los contendientes renunciaran y la superioridad del concilio sobre el papa. Fue en aquellos momentos dramáticos y convulsos cuando la asamblea aprobó el documento Haec sancta synodus, del 6 de abril de 1415, en el cual se proclamaba que el concilio ecuménico legítimamente reunido en el nombre del Espíritu Santo, en cuanto represen6. Las cifras ofrecidas por Ulrich Richental, cronista del concilio, son ciertamente exageradas, aunque sin duda fueron miles las personas que vinieron a Constanza entre participantes a las sesiones, acompañantes y personal de servicio. Cf. W. B RANDMÜLLER, Das Konzil von Konstanz 1414-1418, Paderborn 1991.
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tación de toda la iglesia militante, recibía su propia potestad immediate de Cristo, es decir, sin ninguna otra mediación, y que por esto resultaba superior incluso al papa7. Se instruyó, por tanto, un proceso contra el fugitivo Juan XXII (que mientras tanto había sido capturado y llevado de nuevo a Constanza), que fue condenado y depuesto, el 29 de mayo de 1415. Baldassarre Costa aceptó el juicio y ratificó la sentencia del concilio (en realidad ilegítima desde la perspectiva canónica), renunciando a todo posible derecho eventual que tuviera al papado y prometiendo que no pondría en discusión su propia condena; así vino a quedar retenido en los confines de Alemania. El concilio se ocupó después del papa de Roma, el ya nonagenario Gregorio XII, el cual se comportó con una gran dignidad, declarándose dispuesto a abdicar, pero ante un concilio que él mismo hubiera convocado. La propuesta fue acogida y el 4 de julio del 1415 el cardenal Giovanni Dominici leyó la bula con la que Gregorio XII convocaba el concilio (el mismo que de hecho se hallaba ya reunido) e inmediatamente después Carlo Malatesta, señor de Rimini, leyó la renuncia de Gregorio a la cátedra de Pedro. El papa al que la Iglesia católica considera legítimo dejó, por tanto, su cargo con un procedimiento que no daba ningún motivo de contestación desde una perspectiva jurídica y teológica. Permanecía aún el problema de la así llamada “obediencia aviñonense” (reducida ya a España, Portugal y Escocia) y de su representante Benedicto XIII, el cual, sin embargo, se negó a renunciar a sus propias pretensiones, refugiándose en la fortaleza de Peñíscola, cerca de Valencia, a pesar de las presiones del rey Segismundo y de toda la comunidad eclesial. En medio de las infructuosas tratativas, en octubre del 1415, la sorprendente victoria de los arqueros ingleses contra el ejército francés en Azincourt recordó improvisamente a los padres conciliares la precariedad de la paz política que había permitido la convocatoria de su asamblea. Sin embargo, no se quiso proceder a una nueva elección del obispo de Roma sin haber superado antes, de hecho y formalmente, las divisiones de todos los pretendientes. Fueron necesarios todavía casi dos años antes de que los estados españoles se separaran
7. Conciliorum oecumenicorum decreta, p. 385.
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definitivamente de la obediencia de Aviñón y estuviesen representados en el concilio como “nación” y sólo el 26 de julio del 1417 Benedicto XIII fue declarado depuesto. Se declaró por tanto la sede vacante. Se iniciaron entonces fuertes discusiones para establecer si el concilio habría debido ocuparse primera de la elección del papa o, más bien, de la reforma de la Iglesia, tema que nunca se había abandonado y al cual se habían dedicado los participantes del concilio, alcanzando importantes decisiones de carácter doctrinal (que habían llevado entre otras cosas a la condena del bohemio Juan Hus) y también organizativo. Había habido repetidos intentos de reforma del colegio cardenalicio (que debería ser más representativo de las diversas regiones, menos numeroso y menos dotado de riquezas) y se había hecho un esfuerzo constante por sustraer al papa aquellas prerrogativas que, por sus consecuencias económicas lo convertían de servus servorum Dei (siervo de los siervos de Dios) en dominus dominorum, en señor de señores, que disponía de reservas y provisiones, que distribuía beneficios de todo tipo, consiguiendo con ello grandes rentas. La discusión sobre la prioridad de las decisiones y sobre el procedimiento que debía seguirse no era sólo de tipo metodológico, sino que tenía un significado profundo, de manera que condicionaba el mismo modo de concebir la figura del papa, a quien la Haec sancta synodus había subordinado en cierto sentido al concilio. Se alcanzó un compromiso. El 9 de octubre de 1417 se aprobó el decreto Frequens, por el que se preveía la reunión de concilios generales a intervalos regulares de cinco, después de siete, después de diez años, que deberían ser convocados por el papa y, en su caso, por el mismo concilio, a fin de realizar un tipo de reforma permanente de la Iglesia8; también fueron promulgadas algunas decisiones que ya habían sido votadas por todas las naciones. Inmediatamente después se discutió sobre el método que debía utilizarse para la elección del nuevo pontífice y sobre la composición del colegio electoral. Por una parte, estaban los cánones que, como el lector bien sabe, atribuían a los cardenales el derecho exclusivo de la elección y, por otra, el concilio, reunido ya desde hacía tres años, no aceptaba ciertamente el que fuera excluido del próximo cónclave, especialmente después de los debates que se habían tenido sobre la función misma del papado y del concilio en la vida de la Iglesia. La solución podía ser que en las operaciones electorales, al lado de los 8. Ibíd, pp. 414-415.
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cardenales, participaran también algunos representantes de las cinco naciones presentes en el concilio y en esa dirección se había ya expresado el colegio cardenalicio desde Pentecostés del 1417. Se llegó, en fin, al decreto Ad laudem9 del 30 de octubre que preveía una asamblea electoral compuesta de veintidós cardenales presentes y de seis representantes por cada una de las cinco naciones. El mismo decreto preveía que el elegido tenía que obtener la mayoría de dos tercios de los votos de cada nación además de los dos tercios de los votos de los cardenales. El 8 de noviembre se reunieron los cincuenta y dos electores en el aula disponible más grande de la ciudad, en el Kaufhaus de Constanza (lugar donde ordinariamente se desarrollaban las operaciones comerciales y mercantiles) y dieron comienzo las operaciones de voto, que no fueron secretas. El escrutinio se realizaba de hecho pidiendo a cada elector que reconociera su propia papeleta y que confirmara a viva voz su intención. Faltaban algunas características propias del cónclave, como la presencia exclusiva de cardenales, la segregación, el carácter secreto... Como contrapunto debe destacarse la participación activa de la población que se reunía cada día con los padres conciliares, en gesto de procesión, cantando el Veni creator spiritus. A pesar del complicado sistema de las seis mayorías requeridas, en solo tres días se llegó a la conclusión, con la elección del cardenal diácono romano Odón Colonna, que tomó el nombre del santo de aquel día, 11 de noviembre, llamándose Martín V (1417-1431). Fue inmediatamente ordenado sacerdote y consagrado obispo y después coronado solemnemente en la catedral. La noticia de la unidad reencontrada, bajo un único soberano pontífice, después de casi cuarenta años de cisma, fue acogida con manifestaciones de júbilo en la ciudad y encontró un eco favorable en todo Europa. El nuevo papa tomó de inmediato la dirección del concilio y logró llevarlo a su conclusión en la primavera del 1418 después de haber publicado una serie de normas, que respondían sólo en parte a las expectativas de la reforma, y se dedicó después al ordenamiento de los Estados Pontificios, que habían caído en grave desorden durante el largo cisma. El reordenamiento de la curia, la nueva toma de posesión de territorios y las entradas monetarias por rentas, una hábil política y una voluntad inamovible le permitieron hacer que Roma alcanzara unas 9. Ibíd, pp. 421-422.
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condiciones dignas de habitabilidad, contando también con el apoyo de la población que desde hacía 135 años no tenía un conciudadano papa. Conforme a lo previsto en el decreto Frequens, convocó para el año 1423 un concilio en Pisa (después trasladado a Siena, a causa de una epidemia), pero lo clausuró rápidamente, aprovechándose de la escasez de los participantes, para no dejar que se expandieran las tendencias antipapales que se habían manifestado de inmediato. Promulgó, en cambio, un decreto de reforma, relacionado, sobre todo, con el estilo de vida de la curia, y prometió convocar un nuevo concilio en Basilea para el 1431. Y así lo hizo, aunque a su pesar, después de haber dedicado algunos años a la pacificación y a la reorganización del Estado Pontificio, cosa que fue también posible por la desaparición de Braccio de Montone, un aventurero (“capitano di ventura”) que hasta aquel momento había actuado como dueño de Italia central. Martín V no pudo, sin embargo, participar en el nuevo concilio: delegó la presidencia en manos del cardenal Giuliano Cesarini, legado en Alemania; pero, inesperadamente, antes que el concilio se abriese, el papa murió. El cónclave se ocupó, ante todo, de la redacción de unas “capitulaciones”, es decir, de una serie de capítulos que todos los cardenales tenían que suscribir antes de proceder a la elección, comprometiéndose cada uno a mantener lo que había sido concordado. En aquel acuerdo se exponían con claridad las aspiraciones que tenía el colegio cardenalicio de participar de alguna forma en el gobierno de la Iglesia; eso lo hacían también como reacción en contra del pontificado apenas concluido en el que Martín V, con habilidad, pero también con fuerza y determinación, había concentrado en sí mismo todo lo que había podido de las prerrogativas pontificias. Los cardenales, por tanto, deseosos de una revancha, se empeñaron en actualizar aquellas disposiciones del Concilio de Constanza que, por encima de las otras, les concedían una participación en el poder central de la Iglesia, en el campo administrativo y económico; se empeñaron en realizar una reforma de la Iglesia a través del instrumento conciliar y a defender las prerrogativas cardenalicias, destacando, por ejemplo, la necesidad del consenso de la mayoría del colegio cardenalicio para proceder en contra de uno de sus componentes. Obviamente, la validez canónica de un compromiso preelectoral como ese resultaba muy discutible. Lo cierto es, en todo caso, que pocos días más tarde fue elegido papa el canónigo veneciano Gabriel Condulmer,
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el cual, tomando el nombre de Eugenio IV (1431-1447), confirmó aquellos compromisos y los incluyó además en una constitución apostólica. El pontificado estuvo enteramente condicionado por las atormentadas relaciones con el concilio e intentó –y en realidad logró– que se contuvieran las tendencias que apoyaban un redimensionamiento o reducción drástica de la figura y poderes del papado. Sólo pocos meses después del comienzo de los trabajos en Basilea, Eugenio IV disolvió el concilio, prometiendo convocar otro en poco tiempo. Pero los padres conciliares se negaron a dispersarse y promulgaron un documento inspirado en las decisiones de la asamblea de Constanza, sosteniendo la superioridad del concilio sobre el obispo de Roma. Se veía venir un nuevo cisma, que fue evitado también gracias a la mediación del rey Segismundo (que en el entretiempo había sido coronado emperador por el papa) y el papa redujo las hostilidades revocando en diciembre del 1433 la bula con la que había disuelto la asamblea conciliar. Se trataba sólo de un armisticio, pero el conflicto no había cesado. Mientras el concilio continuaba en Basilea, discutiendo y deliberando sus temas, graves dificultades afligían a Eugenio, que se vio obligado incluso, a consecuencia de un tumulto fomentado por la familia de los Colonna, a escaparse de manera precipitada y arriesgada, en una barca sobre el río Tíber, perseguido a pedradas por los revoltosos. Su decisión de establecerse en Florencia, decisión que tendrá también consecuencias importantes para la apertura del papado hacia las nuevas tendencias culturales del humanismo, no hizo sino complicar la situación, pues ella indica la debilidad extrema de la posición papal. Entre los decretos que el concilio publicó en aquellos años, tienen una importancia especial para la historia que aquí estamos contando, aquellos que están relacionados con las elecciones pontificias. Se abandonaron los procedimientos adoptados en Constanza y se volvió a la definición de los cardenales como electores únicos del papa, pero las instancias conciliaristas fueron de algún modo adoptadas en la fórmula de juramento que debía prometer el nuevo elegido (conservar la fe que había sido transmitida por los apóstoles y por los concilios, incluidos los de Constanza y Basilea) y en la promesa de continuar convocando de manera regular los concilios ecuménicos. Desde la perspectiva del procedimiento, se endurecían los controles sobre la clausura del cónclave y se preveía que en las votaciones, sólo una por día, los electores pudieran indicar más de una preferencia, pero en este caso debían incluir el nombre de alguien que fuera extraño al colegio cardenalicio. Al final de cada
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escrutinio que no hubiera alcanzado resultados positivos, las cédulas o papeletas deberían ser inmediatamente quemadas. Las garantías formales de las operaciones electorales se encontraban también estrechamente vinculadas a las actividades litúrgicas, con muchas recomendaciones sobre los criterios de la elección, que deberían ser, sobre todo, de tipo espiritual, para el bien de la Iglesia. Otras indicaciones se relacionaban, en fin, con los deberes del papa en relación con los cardenales, definidos como «parte del cuerpo del pontífice romano». Se les garantizaba la participación en algunas decisiones y en el control de algunas actividades administrativas e incluso se les daba el derecho de corregir al papa. Con estar normas, promulgadas en el decreto Quoniam salus del 26 de marzo de 1436 no fue elegido ningún pontífice porque el conflicto, sólo adormecido entre el papa Eugenio y los padres conciliares, se avivó otra vez y llegó pronto a su culminación, con la consecuencia, entre otras cosas, de la anulación papal de todas las decisiones tomadas en aquella asamblea (en el Concilio de Basilea). La cuestión que condujo a la ruptura fue el tema de la unión con la iglesia griega, buscada y sinceramente deseada, tanto por el concilio como por el papa. En los tiempos de Martín V se había acordado ya la convocatoria de un sínodo ecuménico y general, durante el cual se discutieran los problemas teológicos, eclesiológicos y normativos que habían estado en el origen de la separación, pero después no se había realizado. Eugenio IV retomó la iniciativa por la reunificación de las iglesias, proponiendo una sede italiana, a lo que obviamente se opusieron los padres reunidos en Basilea. El papa decidió entonces transferir el concilio, apoyándose en el parecer de la minoría de los padres conciliares, a quienes él consideraba la pars sanior, parte más sana, convocándolo en Ferrara, con la bula Doctoris gentium, del 18 de septiembre del 1447. Se tuvieron así, contemporáneamente, dos concilios: ambos se proclamaban generales, pero fue el concilio de Eugenio (el de Ferrara) el que recibió la participación de los griegos, cuya delegación se hallaba dirigida por el docto humanista Bessarion, arzobispo de Nicea. Después de largas discusiones (en las que se trató de la inserción de la fórmula Filioque en el Credo, del primado del obispo de Roma, del purgatorio, de la eucaristía), se llegó al solemne decreto Laetentur caeli, con el que se proclamaba el acta de unión de las dos iglesias, promulgada el 6 de julio de 1439, en Florencia, donde el concilio se había trasladado en ese tiempo por razones financieras. La reunificación alcanzada (que, sin embargo, no ten-
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dría una larga duración)10 constituirá un éxito indudable para Eugenio IV, cuya posición había alcanzado ya un refuerzo notable por las numerosas defecciones de los padres sinodales que habían abandonado Basilea para participar en el Concilio de Ferrara-Florencia. El papa había promulgado una bula condenando por infidelidad y herejía a aquellos que habían permanecido en Basilea y estos, por su parte, llegaron a declarar depuesto a Eugenio y eligieron para la sede pontificia, el 5 de noviembre de 1439, al duque de Saboya, Amadeo VIII, que tomó el nombre de Félix V y fue el último antipapa. Se había tratado de una elección claramente irregular en la que habían participado un solo cardenal y treinta y dos electores nombrados para la ocasión. El antipapa Félix sólo fue reconocido por un estrechísimo círculo de personas y el Concilio de Basilea, que pretendía trasformarse en una institución permanente, siguió intentando elaborar una reforma de la Iglesia, pero sólo contó con un apoyo político y eclesiástico siempre más pequeño. El pontificado de Eugenio IV parecía cerrarse, por tanto, con la victoria definitiva del papa sobre los conciliaristas, con una solución positiva para el papa de Roma de gran parte de las cuestiones que habían surgido después del gran cisma. El “verdadero” concilio no era aquel que celebraban los rebeldes de Basilea, sino el que había sido convocado por el pontífice y que con él se había transferido por fin de Florencia a Roma el año 1443. Este concilio era el que había encontrado la tan buscada reunificación con el Oriente y también la iglesia griega había aceptado y reconocido, después de siglos, el primado del obispo de Roma, verdadero heredero de Pedro. Pero estos resultados, y en particular la unión de las iglesias, se habían obtenido con perjuicio de otras exigencias, especialmente la de la reforma que, en aquella circunstancia, el papado no había sido capaz de realizar como se debiera. Quedaban así, abiertas y sin haberse resuelto, graves cuestiones, de tal forma que algunos historiadores han dicho que esta “reforma frustrada” fue la primera causa de la reforma protestante que algunos decenios más tarde conducirá a una nueva división del mundo cristiano. 10. Lo mismo que la unificación oficial que se firmó en el concilio del Lyon del año 1274 (concilio en el que se había instituido el cónclave), la unión decretada en Florencia tuvo una vida breve; ello se debió, sobre todo, al hecho de que no fue aceptada por el clero griego que de allí a unos pocos años, tras la caída de Constantinopla en el 1453, se encontró bajo el dominio turco, sin que interviniese nadie desde el Occidente.
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Recapitulación cronológica del capítulo PAPAS Urbano VI (Bartolomeo Prignano), 8, 18.4.1378 – 15.10.1389 Bonifacio IX (Pietro Tomacelli), 2, 9.11.1389 – 1.10.1404 Inocencio VII (Cosma Migliorati), 17.10, 11.11.1404 – 6.11.1406. Gregorio XII (Ángelo Correr), 30.11, 19.12.1406 – 4.7.1415 (†) 18.10.1417
ACONTECIMIENTOS Y DOCUMENTOS
1409 Concilio de Pisa 1414 Comienza el Concilio de Constanza
Papas de Aviñón Clemente VII (Roberto de Genevois) 20.9, 31.10.1378 – 16.9.1394 Benedicto XII (Pedro de Luna), 28.9, 11.10.1394 – 26.7.1417 – 23.5.1423(†) Clemente VIII (Gil Sánchez Muñoz), 10.6.1423 – 26.6.1429 – 28.12.1447(†) Benedicto XIV (Bernardo Garnier), 12.11.1425 – ¿?.1430 Papas de obediencia pisana Alejandro V (Pedro Filargis o de Candia), 26.6, 7.7.1409 – 3.5.1410 Juan XXII (Baldassarre Costa), 17, 25.5.1410 – 29.5.1415 – 27.12.1419(†) Martín V (Odón Colonna), 11, 21.11.1417 – 20.2.1431 Eugenio IV (Gabriel Condulmer), 3, 11.3.1431 – 23.2.1447 Félix V (Amadeo, duque de Saboya), 5.11.1439, 24.7.1440 – 7.4.1449 – 7.1.1451(†)
1415 Decreto Haec sancta synodus 1417 Decreto Frequens 1417 Decreto Ad Laudem 1418 Fin del Concilio de Constanza 1435 Bula Laetentur caeli 1431-1437 “Concilio” de Basilea 1438-1445 Concilio de Ferrara-Florencia-Roma
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Un sueño: una nueva y maravillosa iglesia dedicada a San Pedro que sustituyera a la ya vetusta y decrépita basílica constantiniana; una celebración, incluso visual y majestuosa, de la grandeza espiritual del papado, que se expresaba en forma antiguas y nuevas, formas que estaba descubriendo al mismo tiempo el Humanismo, en el campo artístico y literario, y que expresaban el deseo de dejar rápidamente a las espaldas aquel milenio que, de allí a poco tiempo, se definiría con desprecio como Edad Media: es decir, la edad del medio, una edad que parecía no haber tenido ninguna característica propia, sino que se hallaba colocada simplemente en el hueco entre la antigüedad clásica y el clasicismo renovado que ahora venía a redescubrirse y reproponerse. La nueva corriente de pensamiento, que colocaba al hombre en el centro del universo, parecía oponerse a las visiones de los siglos anteriores, que querían que la grandeza de Dios resaltara más allí donde se subrayaba la miseria del hombre. Ahora, en cambio, se pensaba que era en la grandeza del hombre, en su dignidad y su capacidad, donde se podía descubrir la imagen de la grandeza de Dios. Siendo consciente de esto, la iglesia de Roma asumía la tarea de ser centro de luz y de irradiación cultural para todo el mundo, de forma que el papado debía asumir el papel de guía de la civilización. Este fue el sueño del primer papa humanista, Nicolás V (1447-1455), elegido en dos días por dieciocho cardenales reunidos en cónclave en Santa María sopra Minerva, tras la muerte de Eugenio IV. En realidad, la curia pontificia había ya aceptado en gran parte el ambiente humanista y al servicio de papas y cardenales se habían enrolado ya muchos literatos que compartían las nuevas perspectivas culturales. Además, había tenido gran importancia el tiempo en que el papa Eugenio había residi-
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do en Florencia, tiempo en que la curia había adquirido un conocimiento profundo de las aspiraciones no sólo literarias y artísticas, sino también más ampliamente culturales de los humanistas y que había impulsado al mismo pontífice a reunir una considerable biblioteca. Pues bien, ahora, el Humanismo no se hallaba ya representado en la curia solamente por la presencia de algún funcionario culto, que era capaz de escribir en un latín bien distinto de aquel que utilizaban los teólogos y canonistas medievales, retomando reglas y modelos clásicos con resultados apreciables. Ahora llegaba a ser papa un humanista verdadero, aquel Tomás Parentucelli de Sarzana que a lo largo de veinte años había sido secretario de otro docto humanista, el cardenal Niccolò Albergati, de quien tomó el nombre una vez elegido papa. Para realizar su sueño, Nicolás V concibió el proyecto (que no pudo llevar a cumplimiento) de edificar una nueva basílica y un nuevo palacio papal en el Vaticano, para lo que llamó a artistas como Piero della Francesca, Benozzo Gozzoli y el Beato Angélico. Sin embargo, la construcción ideal de Nicolás no debía ser sólo de piedras, sino también de libros. Ese mismo sueño le impulsó, de hecho, a enviar a sus encargados por el mundo, para adquirir y hacer que se copiaran manuscritos importantes, que hizo reunir con los suyos personales (que eran casi 350) en aquella, que en los pocos años de su pontificado, se convirtió en una de las mayores bibliotecas de Europa, con más de 1240 códices, entre latinos y griegos. En un período anterior a la invención de la imprenta, esto implicaba una enorme cantidad de libros, si se piensa que las otras grandes colecciones, la de los señores de Milán en Pavia o la de París no llegaban a tener mil manuscritos. Y todos aquellos libros, que recogían el saber de la humanidad, debían volverse accesibles para muchos estudiosos. Aquella que hasta ahora había sido una biblioteca privada del papa (que ya existía en los siglos anteriores, pero que había sido dispersada) venía a proponerse ahora como biblioteca abierta «para el uso común de los hombres doctos», como todavía hoy se recuerda en el primer artículo de los estatutos de la Biblioteca Apostólica Vaticana1. El ideal de proceder a la renovatio Urbis, esto es, de ser el restaurador de Roma, y el deseo de favorecer a los hombres de letras y artes, no hizo que Nicolás olvidara la atención a los pobres, para los que organizó una “institución de limosnas”, que alimentaba cada semana a 900 indigentes. La idea de que el papado debía ser guía de civilización se conjugaba en 1. Breve del 30 de abril del 1451: «... pro communi doctorum virorum commodo».
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el papa con un comportamiento inusitado de aversión a la guerra y de apertura mental, que le llevó a propugnar repetidamente la tolerancia religiosa en relación con los judíos, de quienes pensaba, sin embargo, que debían convertirse al cristianismo. El papa Nicolás mostró también una disponibilidad personal para relacionarse con las personas y así permitía que las gentes le vieran, con mucha más frecuencia que sus predecesores, ofreciendo audiencias sin demasiadas formalidades. El año 1450 pudo celebrar solemnemente el año jubilar y mostrar a los numerosos peregrinos el alcance y realidad de las pretensiones que el papado –superados ya y casi olvidados los problemas del cisma– tenía de ponerse al timón en un nuevo camino de crecimiento religioso, cultural y político, desde un Estado Pontificio reunificado y pacificado, en una ciudad donde se multiplicaban las restauraciones de los edificios antiguos y se construían otros nuevos. En este contexto, el papa coronó también, en la Cuaresma del 1452, a Federico III de Augsburgo como emperador. Esta fue la última coronación imperial que tendría lugar en Roma. Los años finales de su pontificado estuvieron, sin embargo, marcados de un modo funesto por acontecimientos que mostraron con nitidez que la situación se encontraba sólo aparentemente en calma. Se descubrió en Roma un complot contra el papa, en enero de 1453, que concluyó con la pena capital contra algunos de los conjurados. Unos meses más tarde llegó la noticia de que los turcos habían conquistado y saqueado Constantinopla. Bizancio había quedado reducido hace ya un tiempo a un pequeño estado, económicamente colonizado por los latinos, amenazado militarmente por los sultanes y territorialmente estrechado en la región del Bósforo y Morea, en el Peloponeso. A pesar de ello, el hecho de la conquista turca de la ciudad marcó una época y puso definitivamente un fin a aquello que había sido el Imperio Romano de Oriente. Por otra parte, las luchas entre los numerosos estados italianos por el predominio sobre la península hacían que los Estados Pontificios quedaran cada vez más implicados y aún no se podía saber si la paz, acordada finalmente en Lodi, el año 1454, podría ser duradera. A la muerte del papa Nicolás, los quince cardenales presentes en Roma, se reunieron en cónclave en San Pedro y eligieron inesperadamente al casi octogenario Alfonso de Borja, como única solución del conflicto entre los candidatos, divididos entre las dos grandes familias de los Colonna y los Orsini. El anciano cardenal valenciano tomó el nombre de Calixto III (1455-1458) y en los breves años de su pontificado se dedicó a la organización de una cruzada por la liberación de
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Constantinopla, pero no logró que los gobernantes de Europa compartieran su entusiasmo. A fin de conseguir dinero para la empresa, el papa, relativamente indiferente hacia los nuevos movimientos culturales, suspendió varios proyectos de edificación que se estaban realizando e incluso hizo fundir algunas obras de arte del tesoro papal para obtener oro y plana, suscitando críticas, a veces exageradas, entre los humanistas del tiempo2. Pero los resultados fueron, sin embargo, modestos y la victoria obtenida en la defensa de Belgrado en contra de Mahomet II, que fue muy celebrada, no tuvo consecuencias, y ello se debió también a la muerte de Juan Hunyadi y Juan de Capistrano, que habían sido sus artífices. Para garantizar apoyos seguros desde dentro, Calixto desarrolló aún más el ya existente fenómeno del nepotismo, una forma de gobierno que podía garantizar la presencia de ejecutores fieles de las opciones políticas de un soberano que, como el papa, no podía tener sucesores, dentro de un estado que carecía todavía de las redes y sistemas de la burocracia moderna. Calixto nombró de hecho cardenales a dos sobrinos suyos, uno de los cuales era Rodrigo, que tenía veintisiete años, el futuro Alejandro VI, y confió los principales cargos de gobierno a parientes y amigos catalanes y valencianos. Estos abusaron, sin embargo, de su posición y actuaron con tanto despotismo que a la muerte del pontífice se desencadenó en los territorios pontificios una especie de persecución popular espontánea en contra de ellos. En el nuevo cónclave que se reunió en Roma, preparado bajo un gran pórtico del palacio apostólico, los cardenales se pusieron de acuerdo sobre unas capitulaciones electorales semejantes a tantas ya realizadas en el pasado, e igualmente ilegítimas, según las cuales se deberían ampliar los poderes del colegio cardenalicio y limitar los del pontífice. Fue elegido Eneas Silvio Piccolomini, una figura sobresaliente de aquella época. Había participado en el Concilio de Basilea, convirtiéndose en uno de sus funcionarios más significativos; después había sido secretario del antipapa Félix V; finalmente se había reconciliado con Eugenio IV, y llegó a 2. Vespasiano de Bisticci, el humanista bibliófilo colaborador de Nicolás V, sostiene incluso que Calixto III habría dilapidado los manuscritos recogidos por su predecesor, pero ya desde hace tiempo, los estudios más precisos y, por último, la identificación de gran parte de los códices de la biblioteca de Nicolás V, conservados todavía hoy en la Biblioteca Apostólica Vaticana, han mostrado la falsedad de esa noticia, que se hizo circular probablemente con la intención de desacreditar al nuevo pontífice. Cf. A. MANFREDI, I codici latini de Niccolò V. Edizione degli inventari e identificazione dei manoscritti, Studi e testi, 359, Città del Vaticano 1994.
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ser cardenal con Calixto III. Era un escritor fecundo y elegante, muy conocido en los ambientes humanistas, que aplaudieron su elección. Tomó el nombre de Pío II (1458-1464), con una alusión explícita al “pío” (piadoso) protagonista de la Eneida de Virgilio. Era sensible a los temas del conciliarismo y de la reforma de la Iglesia y elaboró, contando con la ayuda del cardenal alemán Nicolás de Cusa, algunos proyectos de renovación que, sin embargo, no encontró manera de llevar a cumplimiento, ocupado como estaba en la organización de una nueva cruzada contra los turcos que, mientras tanto, habían ocupado Grecia y estaban avanzando en los Balcanes. Muy significativo para conocer la personalidad de este pontífice –humanista y literato, lleno de aspiraciones idealistas– fue un escrito peculiar, una Carta a Mahoma, dirigida, aunque quizá nunca enviada, al sultán Mahomet II, en la que el papa desarrollaba una refutación bien precisa del Corán, invitando al sultán a convertirse al cristianismo (como se habían convertidos muchos grandes soberanos del pasado) y ofreciéndole incluso la corona del Imperio de Oriente3. La realidad de la empresa contra los turcos fue muy distinta de aquello que Pío II había esperado; por eso, ante las vacilaciones de los soberanos europeos decidió guiar él mismo la expedición, acercándose con esta intención hasta Ancona, pero allí murió. Dejaba muchas obras incompletas, como los proyectos de reforma de la Iglesia o la empresa del Oriente. Y dejaba también favorecidos a numerosos amigos y parientes. Quizá por esto, los diecinueve cardenales reunidos en cónclave en Roma intentaron limitar el nepotismo papal, con las acostumbradas capitulaciones electorales ilegítimas, en las que venían a confirmarse las diversas orientaciones que tendían a aumentar la posibilidad de intervención de los cardenales en el gobierno de la Iglesia y disminuían el poder del papa, de manera que lo reducían a una especie de presidente del colegio cardenalicio. El lector se preguntará cuál era la causa por la que, tras cada muerte del papa, los cardenales intentaran ofrecer unas indicaciones obligatorias para el futuro papa, el cual, después, una vez elegido, sistemáticamente, no las tenía nunca en cuenta. Esta práctica constituye probablemente el indicio más claro de la debilidad del colegio cardenalicio. Ante un pontífice que no estaba ya obligado a vagar por Italia y por Europa, 3. Pío II, Epistula ad Mahumetem, reeditada y traducida recientemente por L. D’Ascia (ed.), Il Corano e la tiara: l’epistola a Maometto di Enea Silvio Piccolomini (papa Pio II), Bologna 2001.
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sino que, asemejándose cada vez más a un príncipe secular, regía sobre su Estado Pontificio, ya restaurado, y sobre toda la Iglesia con formas que alguno ha definido como despóticas, el colegio cardenalicio tenía que limitarse a desarrollar unas vagas tareas de asistencia y consejo, que dependían más del prestigio de cada uno de los cardenales que de la colegialidad de la institución. Los purpurados eran cada vez más dependientes del papa, que los nombraba ya sin consultar siquiera a los otros cardenales y que les concedía beneficios y prebendas que les permitían llevar una vida dispendiosa y principesca, con decenas de clientes y siervos. Esto era exactamente lo contrario de lo que había sido previsto en la reforma del colegio cardenalicio, que Pío II había delineado en una bula titulada Pastor aeternus, que no había tenido tiempo de publicar y que no fue retomada por sus sucesores. En aquel documento, elaborado con la colaboración de Nicolás de Cusa, que asumía algunos temas característicos del movimiento conciliarista, se pretendía que los cardenales estuviesen llenos de celo por el bien de la Iglesia y que fueran, según eso, cardines o quicios, que aconsejaran al papa del mejor modo posible y que llevaran una vida ejemplar y sobria4. Del cónclave, en el que fue elegido con mucha rapidez el veneciano Pietro Barbo, con el nombre de Pablo II (1464-1471), nos ha llegado una descripción realizado por el enviado del marqués Luis III de Mantova: se cerraron las ventanas y puertas de una capilla del palacio pontificio, de manera que en las estancias interiores era necesario tener siempre una luz encendida; las diversas habitaciones, que se distinguían entre sí por una letra, fueron asignadas a suertes; comida y acceso estaban controlados por tres sucesivos cuerpos de guardia5. El nuevo papa, Pablo II, sobrino del papa Eugenio IV, tuvo mucho cuidado de no reconocer a los cardenales todo aquello que estos habrían pretendido. Era amante de la ostentación y se le recuerda por sus decisiones sobre las diversiones del carnaval romano, para lo cual hizo organizar carreras de caballos en la calle principal de la ciudad, que por tomó por ello el nombre de via del Corso (del curso, desfile o carrera), 4. El texto del proyecto de reforma ha sido publicado como Apéndice 62 por L. VON PASTOR, Storia dei papi dalla fine del Medioevo, 2, pp. 722-727. Esos mismos conceptos aparecerán también en la bula de Sixto V, Postquam verus, de la que hablaremos más adelante, en la nota 17 y en su contexto. 5. El informe del 1 de septiembre de 1464, realizado por Pedro Arrivabene, hoy conservado en el Archivo Gonzaga de Mantova, ha sido reproducido por VON PASTOR, Storia del papi, en o.c., p. 280.
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entre San Lorenzo in Lucina y el palacio de San Marco (después plaza y palacio Venecia), que él mismo había hecho construir cuando era todavía un cardenal y que desde el 1466 se convirtió en su residencia preferida en la ciudad. Pero ¿en qué se estaba convirtiendo el papa de Roma? En muchos aspectos no se distinguía de los otros príncipes italianos. Estaba preocupado por la gestión del estado y se inmiscuía con pleno derecho en los juegos y maniobras políticas internacionales, participando en sistemas de alianzas siempre cambiantes y empeñándose en continuas y caras campañas militares. Igual que los otros príncipes, también los papas tenían a gala el favorecer a los artistas y literatos, manteniendo en la corte un estilo de vida principesca, lleno de magnificencia. Por otra parte, en estos decenios, los papas provenían a menudo de aquellas nuevas familias nobiliarias del primer Renacimiento, que estaban adquiriendo un predominio económico y social en las ciudades italianas y en Europa. Los Borja españoles, los Piccolomini de Siena y los Barbo de Venecia habían dado los últimos tres pontífices y así continuó a lo largo de decenios: Sixto IV (1471-1484) era Della Rovere, de Savona; Inocencio VIII (1484-1492) era de los Cibo, de Génova; Alejandro VI (1492-1503) era de los Borja, sobrino de Calixto III; Pío III (1503) era sobrino de Pío II, Piccolomini; Julio II (1503-1513) era Della Rovere, sobrino de Sixto IV; León X (15131521) era hijo de Lorenzo de Médici, el Magnífico; y después del breve paréntesis del papa nórdico, Adriano VI (122-1523), que era hijo de un carpintero, vinieron a ser papas Clemente VII (1523-1534), sobrino de Lorenzo el Magnífico, y Pablo III (1534-1549), de la familia Farnese. No todas sus acciones merecen obviamente los reproches que, de formas diversas, han elevado en contra de ellos a lo largo de los siglos muchos críticos. Además, para cada uno de los pontífices del período del Renacimiento pueden recordarse intervenciones significativas, especialmente en el ámbito de la cultura y de las artes, y a veces en el área de gobierno. Fue, por ejemplo, en este período cuando (bajo Pablo II) se introdujo en Roma la primera imprenta, por la que se abría un modo revolucionario de producir los libros y de difundir la cultura que ni en tiempo ni en costes podía compararse con aquello que se había hecho en el pasado. A Sixto IV se deben transformaciones urbanísticas importantes: construcciones de calles, puentes y palacios, una nueva sede de la Biblioteca Vaticana que, con más de tres mil códices –de ellos, ochocientos griegos– resultaba tan grandiosa que no podía compararse con las demás bibliotecas del tiempo; también hizo construir la Capilla
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Sixtina y encargó su decoración a los mejores artistas del momento, como Ghirlandaio, Boticcelli y el Perugino. Julio II asumió iniciativas políticas y militares que llevaron a la ampliación y consolidación de los Estados Pontificios; él fue quien comenzó la construcción de la Basílica de San Pedro, confiada a Bramante, y quien encargó a Miguel Ángel que pintara los frescos de la bóveda de la Capilla Sixtina y a Rafael las logias o galerías del palacio pontificio. Pero el generoso mecenazgo papal (y proporcionalmente también cardenalicio), que continuó a lo largo de todo el pontificado de León X, no parece que se encuentra ya animado por aquellas motivaciones de los primeros humanistas que, al menos de un modo ideal, querían que el obispo de Roma se pusiera a la cabeza de una nueva civilización. Estos nuevos papas tenían más bien un deseo muy terreno de aventajar a otros en un tipo de vida principesco, querían competir unos con otros para hacer que Roma viniera a ser una ciudad más bella y espléndida que las demás, querían que la residencia del papa fuera más suntuosa que la de los restantes soberanos. La práctica del nepotismo continuó siendo ejercida por todos los pontífices del período. Sixto IV había concedido la púrpura cardenalicia a dos de sus sobrinos, Pedro Riario y Giuliano della Rovere. Después, Inocencio VIII no tenía solo sobrinos, sino varios hijos, nacidos antes de su consagración, para los cuales procuró ventajosos matrimonios con personas de casas ricas y nobles; para uno de ellos, Franceschetto, celebró en el Vaticano unas bodas solemnes con Magdalena, hija de Lorenzo de Médici. Es conocido el interés perjudicial y constante de Alejandro VI por alguno de sus hijos, especialmente por César (que por algún tiempo fue incluso cardenal), por Juan y por Lucrecia, para favorecer a los cuales no dudó en realizar repentinos cambios de alianzas políticas o en pedir ingentes sumas de dinero a cambio de la concesión del nombramiento cardenalicio. De los cónclaves de este período existen informaciones mucho más detalladas que de los precedentes. A pesar de las repetidas llamadas al secreto en relación con las actividades del cónclave, tenemos varias fuentes que dan noticias sobre el desarrollo de las votaciones y sobre otros aspectos del cónclave. Esto fue posible también porque la clausura no era siempre muy rígida, de manera que los enviados de diverso género, sin lograr un acceso a las reuniones en cuanto tales, podían alcanzar una cercanía tal que les permitiera poner al corriente de lo que pasaba en el cónclave a sus respectivos señores.
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Las votaciones del cónclave de 1471, que llevaron a la elección de Sixto IV, son conocidas de un modo detallado, por el informe que Nicodemo de Pontremoli envió a su duque, Galeazzo María Sforza, de Milán, donde se incluía la lista completa de los cardenales participantes en el cónclave y el número de votos que obtenía cada uno6. En el año 1492, el enviado florentino Valori, que formaba parte de la custodia del cónclave, informó al gobierno de su ciudad sobre el trascurso de las votaciones, de las que nos han llegado incluso las listas7. De las elecciones del 1503 existen informes en el diario (cuya objetividad ha de valorarse con atención en cada caso) del maestro de ceremonias Jean Burhard de Estrasburgo8, que ofrece incluso la lista de votos de Pío III. Por otra parte, algunos embajadores anunciaron la elección de Julio II, que tuvo lugar a las pocas horas, en uno de los cónclaves más breves de la historia, aún antes de que el resultado se comunicara de un modo oficial9. Sobre la elección de León X, en el año 1514, se ofrecen informaciones detalladas en el diario de Paride de Grassi10, uno de los maestros de ceremonias, a quien se le confiaron las llaves del cónclave, que se desarrollo en la Capilla Sixtina. Allí se construyeron para la ocasión treinta y un celdas para todos los cardenales (aunque sólo estuvieron presentes veinticinco) y allí se alojaron también otras setenta y cinco personas, entre servidores y secretarios. Por el contrario, se sabe poco del cónclave de diciembre del 1521, que eligió a Adriano I, porque la custodia fue muy rigurosa, pero se conserva el elenco de la distribución de las celdas, colocadas todas ella en torno a la Capilla Sixtina. Diversos informes de los embajadores de toda Europa informan sobre el largo cónclave del año 1523, con la elección de Clemente VII Médici y sobre el cónclave del 1534 con la elección de Pablo III Farnese. Nos han llegado a menudo incluso las noticias de las maniobras que precedieron al cónclave, de los acuerdos y alianzas que se cerraron de 6. Informes y listas aparecen como Apéndices 107-110, 112 en ibíd, 2, pp. 759-764. 7. La relación de Valori ha sido publicada en Apéndice 12, en ibíd, pp. 1020-1021. Las listas, conservadas en el Archivo Secreto Vaticano, han sido publicadas por V. SCHWEITZER, en Historisches Jahrbuch 30 (1909), pp. 811 ss. 8. Cf. E. Celani (ed.), Liber notarum ab anno 1483 usque ad annum 1506, 2 vol., p. 1907-1942, en Rerum Italicarum Scriptores, nueva edición del año 1900 ss.; 32. Trad. italiana de L. Bianchi (ed.), Alla corte di cinque papi. Diario 1483-1506 di Giovanni Burcardo, Milano 1988. 9. Cf. VON PASTOR, Storia dei papi, en o.c., 3, p. 662, nota 1. 10. P. DELICATI y M. ARMELLINI, Il diario di Leone X di Paride de Grassi, Roma 1884.
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vez en cuando entre los cardenales, incluso a base de intercambios de promesas y dineros que a veces hicieron que las elecciones llegaran a caer bajo sospecha de simonía, como en el caso de Alejandro VI o de Julio II (el cual, una vez elegido, publicó unas severas disposiciones precisamente en contra de ese sistema). Se llegó incluso a una situación en la que el mismo contenido específico de las capitulaciones electorales vino a convertirse en algo de dominio público11. Esas capitulaciones, preparadas en cada cónclave, sistemáticamente juradas por los participantes y no respetadas después de la elección, se convirtieron cada vez más en una lista de pretensiones corporativas de los cardenales. Sólo de un modo secundario (y quizá sin mucho convencimiento) buscaron un modo de comprometer al nuevo elegido en empresas como la lucha contra los turcos o la construcción de la paz en Europa o la convocatoria de un concilio o la reforma de la Iglesia. Ante un papa que actuaba como un príncipe y ante un colegio cardenalicio prácticamente privado de poder (aunque se le confiara siempre, de un modo exclusivo, el tema de la elección papal) pero empeñado en emular los fastos del pontífice, no resulta extraño que se elevaran voces de crítica por parte de aquellos que estaban más interesados en el bien de la Iglesia y querían que ella se reformara de un modo profundo. En esta línea se sitúa ante todo Girolamo Savonarola, el prior del convento dominicano de San Marco de Florencia. Por sus denuncias contra la corrupción del papa y de la curia romana (pero también, sin duda, por su postura política contraria a la liga anti-francesa que el papa, en cambio, sostenía), Savonarola mantuvo una trágica controversia con Alejandro VI, en contra del cual apeló incluso a un concilio universal, para que depusiere al papa y reformase la Iglesia. Habiendo sido excomulgado por el papa y abandonado por los suyos, Savonarola fue al fin condenado a morir en la hoguera por el gobierno florentino y sólo en los últimos decenios su figura ha sido ampliamente revalorizada. Otras voces se elevaron también, en gran número, en diversas partes de Europa, voces que provenían del ambiente del clero, y a veces del episcopado, y que tenían siempre como objetivo principal el entourage o entorno corrompido, rico y secularizado, de la curia romana, que se movía en torno a un papa concebido ya como distante del pueblo fiel. 11. Las capitulaciones estipuladas en el cónclave del 1513, antes de la elección de León X llegaron incluso a publicarse en imprenta: Ista sunt capitula facta in conclavi, quae debent observari cum Summo Pontifice, s.l., 1513; cf. VON PASTOR, Storia dei papi, en o.c., 4, p. 14 nota 1.
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Nicolás V fue el último papa que celebraba regularmente las funciones litúrgicas en público. Tras él, la liturgia pontificia se cargó cada vez más de fasto exterior y de simbolismo ligados al poder supremo del obispo de Roma, que venía a situarse, incluso materialmente, a tanta distancia de los fieles que parecía inalcanzable. Los papas del Renacimiento celebraban en público sólo rarísimas veces al año, en ocasión de las grandes festividades y aparecían –y realmente lo estaban– cada vez más alejados de las necesidades de la Iglesia. La reforma que tantos habían invocado y que los concilios habían querido realizar, aunque de formas no siempre adecuadas, quedó en la práctica olvidada. Hubo en verdad algunas tentativas, que en la práctica se abandonaron siempre demasiado pronto. Treinta años después del ya recordado proyecto incumplido de Pío II, también el papa Alejandro VI, profundamente turbado por el asesinato de su hijo Juan, pretendió realizar algo semejante, confiando a una comisión la redacción de un programa de reforma que afrontara los problemas radicales del nepotismo, de la politización y de la corrupción; pero también este proyecto quedó sólo en una fase de preparación, como un esbozo, y no se transformó en un decreto promulgado. Más adelante parece haber ido Julio II, con la convocatoria de un concilio en Letrán, en el año 1512, pero el motivo principal de aquella reunión no fue el deseo de introducir reformas en la vida de la Iglesia, sino más bien el deseo de responder a otro concilio convocado por algunos cardenales en Pisa (con el apoyo del rey de Francia y con el favor inicial del emperador), que amenazaba con llevar a una deposición del mismo pontífice y al surgimiento de nuevo cisma. Aquel fue el Concilio de Letrán V (el XVIII de los ecuménicos), que se alargó por años bajo el pontificado de León X, limitándose a promulgar reformas que no se pusieron nunca en práctica, dado que la atención del pontífice se encontraba dirigida, sobre todo, a los problemas políticos, pues las dos grandes potencias (Francia y España) luchaban y se disputaban los territorios pontificios, amenazando de un modo directo la supremacía que el Estado Pontificio había logrado desde el tiempo de su predecesor. La exigencia de una verdadera renovación espiritual de la Iglesia se hallaba, sin embargo, presente y estaba creciendo en ámbitos distintos de aquellos del papado y de la curia. Desde los últimos años del siglo XV habían comenzado a surgir grupos de personas que, estructuradas como las confraternidades del Medioevo tardío, se dedicaban a la bús-
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queda de una sincera vida religiosa y a las actividades caritativas, especialmente en Italia y en España. Se llamaban a menudo “oratorios” y aparecieron en Vicenza (1494), en Génova (1497), en Orvieto (1510) y, sobre todo, en Roma donde el 1515 surgió el Oratorio del Divino Amor, que reunía a laicos y clérigos, que se comprometían en actividades de oración y caridad, especialmente en la asistencia a los necesitados y a los enfermos. Se habían ido formando otros círculos, por ejemplo en Venecia, en torno al joven patricio Pablo Giustiniani quien, desde el 1505, había juntado a algunos compañeros con los cuales se dedicaba al estudio de la Escritura y de los Padres de la Iglesia y que más tarde se convirtió en Camaldulense, en compañía de su amigo Pedro Quirini. Ambos enviaron al Concilio de Letrán V un memorial de denuncia y de propuestas, que, sin embargo, no fue tenido en cuenta. De esos mismos ambientes, y a menudo con la contribución de las mismas personas, nacerán después también nuevas órdenes religiosas, como los Teatinos, fundados el 1524 por Cayetano de Thiene y por Gian Pietro Carafa, ambos provenientes del Oratorio del Divino Amor; nacieron así también los Barnabitas, de Antonio María Zaccaria (1533), las “Hermanas humildes” de Santa Úrsula –principio de las Ursulinas– de Ángela Merici (1535), los Somascos de Jerónimo Emiliani (1540) y, sobre todo, los Jesuitas de Ignacio de Loyola (1540). Se trataba, sin embargo, siempre de grupos minoritarios y dispersos y sólo de un modo excepcional algún representante de la jerarquía participaba también de sus mismos ideales. Lo que ciertamente faltaba era una sensibilidad por la reforma en la cúspide de la Iglesia y, en particular, en el papado y en la curia romana. No puede causarnos, por tanto, extrañeza que muchos historiadores hayan afirmado que la causa principal del cisma que se desarrolló por aquellos años en la cristiandad occidental fue la carencia de reformas guiadas por el pontífice. El movimiento que se define de hecho como reforma protestante se originó pocos meses después de la clausura del Concilio de Letrán V, con la así llamada cuestión de las indulgencias. León X había renovado la indulgencia concedida por Julio II, es decir, la posibilidad de que los fieles lograran la remisión de las penas, tras la necesaria exigencia de la confesión sacramental de las propias culpas, a través de la donación de dinero. Fueron pocos los que atribuyeron a las indulgencias su sentido original, para la adquisición de gracias espirituales. En la práctica común, conforme al sentir de la población, la concesión de las indul-
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gencias se transformó en una verdadera y propia operación financiera, una especie de odiosa tasa particular que servía para financiar la construcción de la nueva gran Basílica de San Pedro y para sostener los enormes gastos que el papado afrontaba para mantener la política territorial y el tenor principesco de la vida de la curia. El monje agustino alemán Martín Lutero, profesor de Wittenberg, publicó el 31 de octubre de 1517 (fijándolas como era costumbre sobre la puerta de la iglesia de la ciudad)12 y envió a los obispos competentes una serie de cuestiones sobre las que solicitaba una disputa teológica que aclarase el significado de las indulgencias. Las 95 tesis inmediatamente famosas de Lutero, difundidas en imprenta por algunos de sus amigos (no se sabe si con la autorización del autor) salieron inmediatamente del ámbito de la discusión de teólogos doctos. La rápida difusión y aceptación que tuvieron en toda Alemania sacó a la luz lo profundos y difusos que eran el enojo y desconcierto de la gente frente al mercado que se estaba produciendo con aquello que Lutero definía como una ilícita “venta de indulgencias”. Ese enojo y desconcierto llevaron a incrementar un sentimiento de aversión, que en Alemania había echado raíces hacía ya decenios y que estaba presente de un modo especial en el pueblo y en el clero hacia un papado distante e incapaz de dialogar y de realizar una acción eficaz en la dirección de una verdadera reforma, que llevase de nuevo a la Iglesia a su tarea principal de predicación del evangelio. En Roma la cuestión no fue tomada en serio. Las repetidas señales de la difícil situación que estaba creando en Alemania el tráfico de las indulgencias fueron consideradas como simples lloriqueos en contra de la presión fiscal. En el año en que Lutero publicó sus tesis, León X se hallaba ocupado en una campaña militar por la adquisición del ducado de Urbino, que quería reservar para su sobrino Lorenzo de Médici (y que le llevó a un gravísimo fracaso financiero). Y después de que se descubriera una conjura, el papa se empeñó en una lucha sin cuartel contra el colegio cardenalicio (lucha que concluyó con la demostración del absoluto dominio del papa sobre los cardenales, cuyo número se había prácticamente duplicado, con el resultado de que el colegio cardenali12. El episodio en realidad no es seguro y sólo ha sido recordado algunos años más tarde; sin embargo, es verosímil, porque la fijación de carteles con tesis sobre las que se invitaba al debate era una práctica relativamente difundida.
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cio quedó casi reducido a una simple función decorativa)13. En los años siguientes, tramas políticas de todo tipo y en particular el deseo de apoyar al príncipe elector Federico de Sajonia (protector de Lutero), en contra de la candidatura imperial de Carlos de Augsburgo (de Austria), retardaron la respuesta del papa que actuó de un modo dubitativo y que no afrontó la cuestión, hasta que la resolvió, si así se puede decir, amenazando a Lutero con una excomunión, que después hizo efectiva, el 3 de enero de 1521. Un año más tarde, el cónclave eligió inesperadamente como sucesor de León X al cardenal Adrián Florensz de Utrecht, último pontífice no italiano antes de Juan Pablo II, que mantuvo su propio nombre de bautismo, llamándose Adriano VI (1522-1523). El pontificado de este austero profesor de Lovaina, profesor y consejero de Carlos V, fue demasiado breve. En Roma le recibieron con difusa hostilidad y con falta de colaboración y por eso no logró llevar a cabo sus ideas que eran ya, por fin, reformadoras. Mientras tanto, la predicación de Lutero encontraba un número creciente de seguidoras, abandonaba la discusión sobre la licitud de las indulgencias y se transformaba en una crítica radical de las mismas estructuras de la Iglesia y de la función de primado del papa. Lutero rechazaba también de un modo ardoroso la validez de la interpretación de la Escritura realizada por el Magisterio y discutía igualmente otros temas teológicos como las relaciones entre gracia y mérito del hombre, la existencia del libre arbitrio y el significado de los sacramentos. La propuesta luterana se había convertido ya en un verdadero cisma dogmático, tal como no había aparecido desde hacía siglos y no era ya sólo un cisma institucional, como habían sido los más recientes, derivados de las elecciones de antipapas. Pero en la mayoría de los casos, la cuestión religiosa se convirtió en un pretexto y se vinculó con ambiciones políticas de todo tipo, dando inicio a un período de guerras de religión que no habían existido nunca antes en Europa y que por más de un siglo condicionarían de un modo negativo la vida del continente europeo y de la Iglesia. 13. Se había organizado una conjura entre algunos cardenales para envenenar al papa, que reaccionó con la condena a muerte del principal responsable, el cardenal Petrucci, y con la privación de la púrpura o deposición de los restantes conjurados. Después, el papa decidió nombrar de una sola vez el increíble número de treinta y un nuevos cardenales, a muchos de los cuales les eligió por su capacidad de contribuir económicamente en la guerra contra Urbino.
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El mundo entero se había cambiado mientras tanto y los descubrimientos geográficos habían ampliado de un modo desmesurado los confines de la tierra. Se habían explorado ya las costas africanas; se había encontrado, hacia Oriente, el camino para la India; y hacia Occidente se habían descubierto nuevos continente. Cristóbal Colón había abierto un recorrido que españoles y portugueses se apresuraron a recorrer, buscando nuevas oportunidades económicas y políticas, siendo pronto imitados por otros pueblos europeos. El encuentro con nuevas poblaciones y con civilizaciones desconocidas hasta entonces abrió también un importante camino para la misión y la evangelización, de la que se ocuparon los papas más atentos, pero quizá no tanto como hubiera sido necesario: demasiado a menudo se dejó que el mensaje del evangelio se anunciara siguiendo los pasos y utilizando el apoyo de aquellos que buscaban nuevas conquistas territoriales y lo hacían con brutalidad y prepotencia. De esa manera, la opresión que los europeos impusieron en el nuevo mundo vino a coincidir a menudo con la difusión del mensaje cristiano, creando situaciones de profunda injusticia, por las cuales, al final del siglo XX, Juan Pablo II ha sentido la necesidad de pedir perdón. En Europa se andaban perfilando nuevos equilibrios políticos, en la lucha entre Francisco I de Francia y Carlos V, soberano de España y después emperador. Esta situación influyó en el cónclave reunido a lo largo de cincuenta días en el año 1523, que concluyó con la elección de Clemente VII (1523-1534), otro miembro de la familia de los Médici. Pero la indecisión de este pontífice, que buscaba el consenso entre los dos grandes contendientes, apoyando a unos u otros conforme a sus éxitos o fracasos vino a mostrarse desastrosa. Las tropas imperiales, que en aquel momento eran enemigas, invadieron y saquearon Roma en mayo de 1527, capturando al mismo Clemente, que se había refugiado en vano en el castillo de Sant’Angelo, y lo tuvieron prisionero a lo largo de seis meses. El episodio, gravísimo en sí mismo por la violencia con la que se había realizado, adquirió también un significado simbólico para muchos contemporáneos, que vieron también en ese hecho un reflejo simbólico del juicio de Dios sobre la ciudad que ahora aparecía comparada con la Babilonia de la Biblia. Cuando algunos años más tarde murió Clemente VII, reconciliado con Carlos V, a quien él mismo coronó emperador en Boloña el año 1530, casi una tercera parte de Europa había abandonado la obediencia a la Iglesia católica, a favor de la nueva reforma luterana, e incluso ya Inglaterra había ya iniciado el camino del cisma.
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Un cónclave que duró sólo dos días llevó a la elección unánime de Alejandro Farnese, que tenía ya sesenta y siete años, que era el más anciano de los cardenales y que había sabido mantener una posición neutral en las luchas entre franceses e imperiales y había manifestado más de una vez deseos reformistas. Por primera vez tras decenios –y esto es algo que debe subrayarse– en el cónclave no se habían preparado ningún tipo de capitulaciones electorales. El nuevo elegido tomó el nombre de Pablo III (1534-1549) y en su pontificado suele situarse el comienzo de aquello que la historiografía define actualmente como la “reforma católica”, expresión que requiere alguna puntualización. De hecho, durante mucho tiempo, se ha utilizado el térmico “contrarreforma” para designar la actividad de la iglesia católica durante la segunda mitad del siglo XVI, y eso en contraposición a la “reforma” protestante que había comenzado por Lutero. En contra de eso, como hoy se reconoce ampliamente14, debemos distinguir dos aspectos. (1). Existió una reforma católica, es decir, de un movimiento interior de autorrenovación que condujo al Concilio de Trento y a una nueva autoconciencia de la Iglesia. (2) Y existió después una contrarreforma católica, entendida como lucha contra el protestantismo, que tuvo el intento de reconquistar las posiciones perdidas, a través de aquello que se puede definir como un proceso de recatolización, que ocupó prácticamente toda la primera mitad del siglo XVII. Obviamente, como sucede siempre en la historia, reforma y contrarreforma no fueron movimientos separados entre sí, de manera que a veces se solaparon, como por ejemplo en algunos momentos del Concilio de Trento, pero sigue siendo aún útil mantener una distinción entre estos dos aspectos, a menos por motivos de claridad expositiva. Como hemos dicho, el papa a quien se atribuye el comienzo de la reforma católica fue Pablo III. Bajo muchos aspectos, él fue en realidad un papa del Renacimiento, sin que en eso se pueda distinguir de sus predecesores: fue nepotista (apenas elegido nombró cardenales a dos sobrinos suyos, de catorce y dieciséis años), fue amante de las letras (restauró la Universidad de Roma y enriqueció la Biblioteca Vaticana) y pro14. Como estudio conclusivo sobre el debate se puede considerar el opúsculo de H. J EDIN, Riforma catolica o controriforma?, Brescia 1957, 19955 (original del 1946) en el que el gran historiador del Concilio de Trento recoge la serie de reflexiones desarrolladas en el siglo anterior por historiadores como L. von Ranke, W. Maurenbrecher, L. von Pastor y otros.
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tector de artistas (fue quien encargó a Miguel Ángel que pintara al fresco la pared de la Capilla Sixtina con el Juicio Universal); él fue quien restauró la fiesta del carnaval romano en el año 1536 y se ocupó de acrecentar el poder de su propia familia. Había sido ordenado sacerdote a la edad de cincuenta años, habiendo antes sido cardenal diácono por decenios; sólo desde ese momento, habiendo interrumpido toda relación con la madre de sus cuatro hijos, comenzó a llevar una vida privada irreprensible. Pues bien, fue este papa el que puso en el centro de su propio programa el compromiso doble e inseparable a favor de la reforma y del concilio. El primer paso en esa línea fue un cambio radical en el colegio cardenalicio, que se consiguió de hecho con el nombramiento de un nuevo grupo de cardenales decididamente reformistas, entre los que destacan los nombres de Gian Pietro Carafa (uno de los fundadores de los Teatinos) Reginaldo Pole, Marcello Cervini, Gaspar Contarini (del grupo veneciano que se había formado en torno a Pablo Giustiniani) Juan Fischer, Girolamo Aleandro, Jacobo Sadoleto, Giovanni Morone. Con algunos de ellos se instituyó una comisión para el estudio de la reforma, que en el 1537 presentó un texto titulado Consilium de emendanda Ecclesia, en el cual se indicaban con crudeza y desencanto los abusos internos de la Iglesia y los problemas principales que debían resolverse15. Muchos de los cardenales y otros consejeros implicados en el proyecto provenían de círculos de renovación o de las nuevas órdenes religiosas que hace poco he mencionado. De esa forma se venía a dar una convergencia, semejante en muchos campos a la que se había realizado en el curso de la reforma del siglo XI, entre las instancias provenientes de la base de los fieles y aquellas que –finalmente puede ya decirse– provenían ahora también de la cúpula de la Iglesia. De esa forma pudo dar comienzo un momento de profunda reflexión y reorganización, que vino a cumplirse en el Concilio de Trento. Ese concilio, que fue convocado primero por Pablo III en Mantova y después en Vicenza, aunque sin éxito, se abrió al fin el 13 de diciembre del 1545 en Trento, ciudad de población italiana, pero situada en el 15. El memorial no permaneció reservado. La descripción de los abusos era tan dura que incluso en los países protestantes (pero también en Roma, en la imprenta de Antonio Blado) se hicieron diversas ediciones de ese documento, que se difundieron para demostrar hasta qué punto había llegado la iglesia romana.
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territorio del Imperio. Se desarrolló en tres fases: (1) La primera hasta el 1549, con un traslado a Boloña, por miedo a la peste. (2) La segunda del 1551 al 1552, interrumpida por el temor a un acercamiento de las tropas protestantes. (3) La tercera del 1562 al 1563. En el curso de los trabajos se asumieron decisiones de gran importancia. Desde una perspectiva dogmática, la reflexión básica y la especializada, que se realizó también bajo los estímulos que nacían de la discusión de las tesis protestantes, llevo a precisar varias cuestiones y a elaborar un cuadro sistemático de teología católica. Desde la perspectiva pastoral y disciplinar se introdujeron importantes novedades organizativas, como la obligación de residencia y predicación para obispos y párrocos, la celebración regular de los sínodos diocesanos y la visita pastoral que cada obispo estaba obligado a cumplir en su propia diócesis. También se instituyeron los seminarios para la formación del clero, algo que vendría a tener un gran influjo en los siglos siguientes. Pero, sobre todo, el concilio desarrolló una mentalidad distinta, poniendo en primer lugar no los “beneficios” de los que gozaban los eclesiásticos, sino la tarea pastoral que estaban llamados a desarrollar. El Concilio de Trento fue un gran acontecimiento del que la Iglesia salió renovada en el espíritu aún más que en el plano de las estructuras. Fueron necesarios varios decenios para que los principios tridentinos penetraran con profundidad en el tejido de la vida cotidiana; fueron unos decenios en los que, al lado de los esfuerzos de los papas, se desarrolló también la acción de muchas órdenes religiosas nuevas o renovadas, de muchos laicos, sacerdotes, obispos y cardenales que se pusieron al servicio de la renovación en los ambientes más diversos. Estructuralmente vinculado con el movimiento de reforma actuaba también el espíritu de contrarreforma, es decir, el intento de reconquistar aquellos espacios que la Iglesia católica había perdido, luchando para ello contra los protestantes. Al final del Concilio de Trento la catolicidad se hallaba fuertemente reducida en su consistencia numérica. En la práctica seguían siendo católicos sin demasiadas discusiones sólo los estados italianos, España y Portugal. En Francia se estaba difundiendo la iglesia reformada de Calvino; la Europa insular (Gran Bretaña) y la septentrional o del Norte era ya protestante, en algunas de las diversas acepciones de la Reforma. En los territorios germánicos del Imperio, la paz de Augsburgo del 1555 había admitido la coexistencia de católicos y luteranos. En Polonia, igual que el reino vacilaba el mismo catolicismo. Al antagonismo políticoterritorial se añadía también el ideológico,
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con la necesidad que iba advirtiéndose de precisar del todo las distinciones entre las diversas confesiones religiosas, cosa que llevó, a menudo, a subrayar de un modo exagerado las diferencias que de esa forma se exacerbaron en cada uno de los bandos contrapuestos. En el ambiente católico adquirió mucha importancia la Inquisición como medio para defender la pureza de la fe. Asimismo, los intentos de recatolización, característicos de la contrarreforma, comenzaron ya durante el Concilio de Trento, en particular con el pontificado de Pablo IV. Durante el período del concilio se discutieron y elaboraron, sea en la asamblea tridentina, sea en la curia romana, varios proyectos para la modificación del colegio cardenalicio y del sistema de elección del papa. Tras la muerte de Pablo III, fueron necesarios casi tres meses para la elección de Julio III (1550-1555), con un cónclave en el que se introdujo la novedad de la presencia de algunos médicos, novedad que después se dejó a un lado. El nuevo papa reabrió el concilio, pero no logró que terminara. Sus decretos quedaron como esbozos, entre ellos uno (Varietas temporum) que preveía también la reforma del cónclave, tomando como referencia algunas de las decisiones que ya se habían tomado en Trento sobre la obligación de residencia para los cardenales. A este papa sucedió Marcello Cervini, que desde hacía mucho tiempo había colaborado en la reforma y que, por último, con el título de Bibliotecario de la Santa Iglesia Romana, había renovado la Biblioteca Vaticana. Mantuvo el propio nombre del bautismo, queriendo permanecer fiel a sí mismo, y así se llamó Marcelo II. Pero su pontificado fue uno de los más breves de la historia, pues duró sólo 22 días, entre abril y mayo del 1555. A su muerte fue elegido papa otro historiador, un representante riguroso de la reforma, el casi octogenario Gian Pietro Carafa, que tomó el nombre de Pablo IV (1555-1559). Este papa no tomó ni siquiera en consideración la hipótesis de reabrir el concilio, pues estaba convencido de poder proceder por sí mismo, cosa que hizo con determinación y dureza, aun en el caso de que sus iniciativas fueran en contra de sus intereses más directos; por ejemplo, la sola reestructuración de la Dataría (organismo que se había convertido en fuente a veces escandalosa para conseguir dinero), con lo cual redujo en dos tercios las entradas del pontífice. Entre las reformas que realizó Pablo IV es importante para nuestra historia la bula Cum secundum Apostolum, del 16 de diciembre de 1558, en la que se prohíben taxativamente todas las tratativas sobre el futuro cónclave mientras el pontífice esté en vida y sin que él lo sepa. Reconoció al colegio cardenalicio una función consultiva, que él tuvo en considera-
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ción de un modo efectivo y sincero; pero, al mismo tiempo, con el rigor que le caracterizaba, excluyó cualquier tipo de limitación de la libertad del papa. Su celo por la pureza de la fe y por la lucha contra la herejía le impulsó a aumentar las atribuciones de la Inquisición romana (cuya renovación él mismo había aconsejado a Pablo III desde el 1542); esas atribuciones iban más allá del ámbito dogmático, de manera que incluían competencias que permitían juzgar trasgresiones relacionadas con las costumbres y las disposiciones eclesiásticas en general. Aquel organismo publicó en el año 1557 un largo elenco (o Índice) de libros que se juzgaban no ortodoxos y cuya lectura fue prohibida. Pocos meses antes habían sido incluso investigados por herejía dos cardenales, Pole y Morone (a quien se tuvo bajo arresto por dos años, antes de ser reconocido inocente), cosa que, junto a otros diversos episodios de ejercicio inmoderado de poder, cuando no incluso de injusticia, hicieron que la Inquisición fuese un signo emblemático de los aspectos más reaccionarios de la contrarreforma. El hecho de que la Inquisición se considerara como símbolo de un poder represivo se mostró también en el momento de la muerte de Pablo IV, cuando el pueblo romano saqueó e incendió el palacio donde tenía su sede el tribunal de la Inquisición. Fueron necesarios cuatro meses para elegir a un sucesor, el milanés Pío IV (1559-1565), tras un cónclave abierto con retraso a causa de las insurrecciones romanas y desarrollado bajo fuertes intervenciones externas. Algunos enviados de las cortes europeas habían entrado en el cónclave en calidad de servidores de los cardenales de manera que, a través de las ventanas y aperturas de los muros, los embajadores imperiales, franceses y españoles mantenían conversaciones frecuentes con los cardenales de sus respectivos partidos. En la ciudad se hacían también apuestas sobre el futuro papa y los servidores de los cardenales lograron de esa forma (por sus informaciones) beneficios personales. Era tan clara la dependencia de los electores respecto de las indicaciones provenientes del exterior, con correos que iban y venían de media Europa, que hubo incluso repetidas visitas de las autoridades ciudadanas de Roma que amenazaron a los cardenales con hacer uso del poder para impedir las comunicaciones epistolares. Precisamente para evitar abusos de ese tipo, Pío IV promulgó el 9 de octubre de 1562 la bula In eligendis ecclesiarum praelatis16, con la que se 16. Bullarium 7, Augustae Taurinorum 1862, pp. 230-236.
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aplicó también al desarrollo de las elecciones del papa el espíritu de la reforma católica. El documento definía una serie de normas de carácter práctico y disciplinar, relativas a las celdas, a los acompañantes de los cardenales y, en general, al mantenimiento de la clausura, con recomendaciones como la frecuente inspección de las paredes, para que no hubiera aperturas ilícitas o con la prohibición de apostar sobre la elección del futuro papa. Un dato de importancia fue también la disposición que impedía que el Colegio cardenalicio dispusiera de dinero durante la sede vacante. La bula declaraba también que los cardenales electores tenían que ser al menos subdiáconos, excluyendo de ese modo a los eventuales cardenales “laicos”17, que frecuentemente solían ser nombrados por motivos de nepotismo o de política. Por otra parte, introducía de manera clara la distinción entre las competencias electorales del cónclave y la competencia de los cardenales en la gestión de la Iglesia durante el período de la sede vacante. En ese sentido, se ratificaba la incapacidad jurídica del Colegio cardenalicio para asumir poderes propios del papa, como el legislativo y el jurisdiccional; pero, al mismo tiempo, se fijaban los poderes administrativos del Estado temporal (de los Estados Pontificios), confiándolos a una especie de comisión compuesta por cuatro cardenales. Por lo que toca a la elección propiamente dicha, se imponía que se tuviera un escrutinio cada día y se definían los cuatro modos posibles para el procedimiento electoral, consagrados ya por la tradición (por inspiración, por compromiso, por escrutinio o por acceso), términos sobre los que tendré ocasión de volver. Los cónclaves sucesivos mantuvieron las prescripciones de In eligendis ecclesiarum praelatis y se observó la prohibición de comunicaciones con el exterior, aunque eso no impidió que los cardenales mismos se hicieran portavoces del deseo de sus respectivos soberanos. Pío IV fue también el papa que reabrió y llevó finalmente a su conclusión el concilio, con la ayuda del rehabilitado y excarcelado cardenal Morone y de su joven sobrino el cardenal Carlos Borromeo. Para interpretar, ejecutar y eventualmente para coordinar las decisiones conciliares, se instituyó en el año 1564 una congregación especial, es decir, un grupo estable de cardenales, ayudados por otras personas; ella se llamó 17. Los así llamados cardenales “laicos” no estaban ordenados in sacris, pero normalmente solían tener la tonsura y eran, por lo tanto, clérigos, siendo por tanto capaces de gozar de los beneficios eclesiásticos.
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precisamente Congregación del Concilio. En los años siguientes se aplicaron con coherencia los decretos tridentinos y se cumplieron otras reformas que el concilio había recomendado, como la redacción del texto del catecismo, la nueva edición de la Biblia (Vulgata), la reforma litúrgica y otras muchas. Esto sucedió especialmente en los pontificados de Pío V (1566-1572), el único papa declarado santo entre Celestino V y Pío X, el cual fue también el artífice de la liga entre Venecia y España que llevó a la victoria de Lepanto y a la destrucción de la supremacía turca sobre el Mediterráneo. También se aplicaron los decretos tridentinos en el pontificado de Hugo Boncompagni, natural de Boloña, elegido en un solo día, y que tomó el nombre de Gregorio XIII (1572-1585), al que se debe entre otras cosas la reforma del calendario juliano, sustituido por el así llamado calendario juliano-gregoriano, todavía en uso. En esa línea siguió el pontificado del franciscano Félix Peretti, Sixto V (1585-1590), elegido por aclamación, que buscó una nueva sede para la Biblioteca Vaticana y que dio a la ciudad de Roma la impronta urbanística que tiene todavía hoy, culminando, entre otras cosas, los trabajos de construcción de la cúpula de la Basílica de San Pedro. A Sixto V se debe también la decisión (tomada con la bula Postquam verus, del 3 de diciembre del 1596)18 de fijar el número de cardenales en setenta, pues setenta habían sido los ancianos del pueblo de Israel, y ese número permaneció estable hasta Juan XXIII, en el siglo XX. Este papa estaba convencido de que la gestión de las cuestiones eclesiásticas y de las político-económicas podría realizarse a través de congregaciones de cardenales, en vez de realizarse, como se había hecho hasta el momento, a través de consistorios, es decir, de reuniones generales del colegio cardenalicio. Por eso, Sixto V reorganizó la curia, creando unas quince congregaciones permanentes, que absorbieron muchísimas de los oficinas u oficios anteriores, que debían encargarse de las diversas cuestiones relacionadas con el gobierno central de la Iglesia, de la que vinieron a convertirse en estructura gestora (también esta organización ha permanecido prácticamente intacta hasta las reformas del siglo XX). De esa forma se promovió, se institucionalizó y al mismo tiempo se encauzó, se guió y se controló la colaboración de los cardenales, los cuales empezaron a estar efectivamente encargados y, por lo tanto, responsabilizados de la gestión de los asuntos que se les encomendaba. Al 18. Ibíd, 8, Augustae Taurinorum 1863, pp. 808-816.
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mismo tiempo, el pontífice, que mantuvo la presidencia de algunas congregaciones importantes, tenía la libertad de nombrar y de revocar a los diversos componentes de las congregaciones. A consecuencia de eso, se limitaron progresivamente las competencias de los consistorios y su misma frecuencia, de manera que terminaron convirtiéndose en raras ocasiones de encuentro de todos los cardenales, hasta que llegaron a ser unos momentos de encuentro puramente formal. Con esta importante reforma de la curia se completó un largo proceso de transformación del colegio cardenalicio, sobre el que debemos ahora detenernos. Los cardenales se convirtieron en hombres indispensables al servicio de la administración de la Iglesia y a veces también en preciosos consejeros para las actividades del papa, pero, ciertamente, no constituían ya una corporación autónoma, ni representaban, en cuanto conjunto, un verdadero centro de poder. De esa manera, de un modo improviso, perdían su peso las reivindicaciones que el colegio cardenalicio había elevado desde hace siglos, intentando desarrollar a veces una función casi orgánica de mediación entre el papa y el resto de la Iglesia, función que podía aparecer demasiado fácilmente como un atentado contra el primado del pontífice y que, por eso, los papas temieron y obstaculizaron. A los cardenales como conjunto les quedaba ahora sólo el derecho fundamental de elegir al sucesor de Pedro. Pero la fragilidad institucional del sacro colegio terminó por hacerlo particularmente débil y por eso más fácilmente sujeto a presiones externas, precisamente en el momento en que, reunidos en cónclave, los cardenales debían ejercer el derecho-deber electoral. Con la muerte de Sixto V llegaba por tanto a su fin un período de sufrimiento que había llevado a la Iglesia desde el papado renacentista y principesco a la nueva función reformadora del Concilio de Trento. El catolicismo se encontró ante una nueva fase en la que, con una bravura que se fundada en su renovada autoconciencia, intentaría luchar contra el protestantismo para reconquistar los espacios perdidos y ensancharía también sus propios horizontes en una dimensión universal y misionera hacia las nuevas regiones que ahora formaban parte del mundo. Se abría una nueva época también para la figura del papa que aparecía ahora definitivamente victorioso sobre las tentativas conciliaristas de limitar su poder, presentándose solidamente, a todos los efectos, como vértice o cúpula del sistema eclesial.
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Recapitulación cronológica del capítulo PAPAS Nicolás V (Tomás Parentucelli), 6, 19.3.1447 – 24.3.1455 Calixto III (Alfonso Borja, de Valencia) 8, 20.4.1455 – 6.8.1458 Pío II (Enea Silvio Piccolomini), 19.8, 3.9.1458 – 14.8.1464 Pablo II (Pedro Barbo), 30.8, 16.9.1464 – 26.7.1471 Sixto IV (Francisco della Rovere), 9, 25.8.1471 – 12.8.1484 Inocencio VIII (Juan Bautista Cibo), 29.8.1471 – 25.7.1492 Alejandro VI (Rodrigo Borja, de Valencia), 11, 26.8.1492 - 18.8.1503 Pío III (Francisco Todeschini), 22.9, 8.10.1503 – 18.10.1503 Julio II (Giuliano della Rovere), 31.10, 26.11.1503 – 21.2.1513 León X (Juan de Médici), 9, 19.3.1513 - 1.12.1521 Adriano VI (Adriano Florensz), 9.1, 31.8.1522 – 14.9.1523 Clemente VII (Julio de Médici), 19, 26.11,1523 – 25.9.1534 Pablo III (Alejandro Farnese), 13.10, 3.11.1534 - 10.11.1549 Julio III (Juan María Ciocchi del Monte), 7, 22.2.1550 – 23.3.1555 Marcelo II (Marcello Cervini), 9, 10.4.1555 – 1.5.1555 Pablo IV (Gian Pietro Carafa), 23, 26.5.1555 – 18.8.1559 Pío IV (Juan Ángelo de Médici de Marignano), 25.12.1559, 6.1.1560 – 9.12.1565 San Pío V (Miguel Ghislieri), 7, 17.1.1566 – 1.5.1572 Gregorio XIII (Hugo Boncompagni), 13, 25.5.1572 – 10.4.1585 Sixto V (Felix Peretti), 24.4, 1.5.1585 – 27.8.1590
ACONTECIMIENTOS Y DOCUMENTOS
Proyecto de bula Pastor Aeternus
1498 Muerte de Girolamo Savonarola
1512 Comienza el Concilio de Letrán V 1517 Concluye el Concilio de Letrán V Las 95 tesis de Lutero
1545 Comienza el Concilio de Trento 1554 Proyecto de bula Varietas Temporum
1558 Bula Cum secundum apostolum 1559 Constitución In eligendis ecclesiarum praelatis 1563 Concluye el Concilio de Trento
1586 Bula Postquam verus 1588 Reforma de la curia romana
10 EL PAPADO BAJO VETO
Fue un septiembre particularmente caluroso en Roma y la zona del Vaticano se encontraba infestada de mosquitos. Uno de los testigos de aquellos acontecimientos narra que, en la primera noche tras su elección como papa, Giambattista Castagna, Urbano VII (1590) no fue capaz de conciliar el sueño1. Dos días mas tarde se vio por la fiebre que había enfermado de malaria, una enfermedad que le llevó a la muerte a los diez días. Se cerró de esa forma un pontificado que no había tenido casi tiempo de abrirse. El cardenal Castagna había sido elegido (en el primero de los cuatro cónclaves que se tendrían en sólo dieciséis meses, entre septiembre de 1590 y enero de 1592) porque era un hombre moderado, sereno y de gran experiencia. Las expectativas que había suscitado de inmediato, con sus primeras disposiciones a favor de los pobres de la ciudad y con sus declaraciones, diciendo que no quería continuar gastando dinero en construcciones y que consideraría a sus parientes como a los últimos a quienes ofrecería su ayuda, hicieron que durante su breve enfermedad la ciudad manifestase su consternación y su dolor sincero, con plegarias a las cuales se asoció incluso la comunidad judía de Roma, que desde el tiempo de Pablo IV había sido obligada a vivir en un geto. Se tuvo también una prueba de su atención hacia los pobres cuando, tras su muerte, conforme a su testamento, se vio que dejaba sus numerosos bienes familiares a una confraternidad que se ocupaba de dar la dote a muchachas necesitadas. 1. Habla de ello G.P. Mucanzio, maestro de ceremonias, en un texto parcialmente reproducido por J.B. GATTICUS, Acta selecta caeremonialia Sanctae Romanae Ecclesiae ex variis mss., codicibus et diariis saeculi XV, XVI, XVII..., 1, Romae 1753, p. 452.
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Había pasado por tanto menos de un mes desde el último cónclave cuando se abrió uno nuevo, en el cual tomaron parte cincuenta y dos cardenales, casi los mismos que habían elegido a Urbano VII. Pero las cosas no sucedieron con la rapidez que se esperaba. Sólo después de cincuenta y siete días de discusiones y tratativas fue elegido Niccolò Sfondrati, hijo del cardenal Francisco –un senador milanés que había abrazado el estado eclesiástico tras la muerte de su esposa–, que tomó el nombre de Gregorio XIV (1590-1591). Aquel cónclave estuvo caracterizado por una innovación cargada de consecuencias, en la línea de aquello que después se definirá como “derecho de veto”. El lector recuerda ciertamente la frecuencia con que el poder político había intervenido, incluso de un modo muy aplastante, desde el tiempo de los emperadores romanos, en la elección de los papas. También recordará el carácter fatigoso y largo del esfuerzo que el papado debió realizar por siglos para sustraerse de influjos extraños, buscando de esa forma su propia libertad. Habrá observado sin duda la forma en que, especialmente después de la reforma protestante, los estados católicos, España, Francia y el Imperio, además de los varios principados italianos, habían buscado la manera de influir en el colegio cardenalicio, imponiendo a los purpurados las directrices de sus propios países, a fin de que votaran a este o aquel candidato. Por otra parte, la orientación política además de eclesial de los candidatos había jugado a menudo un papel importante en las elecciones que realizaba el colegio cardenalicio. Sin embargo, aquello que sucedió en el segundo cónclave del 1590 no había tenido precedentes. El enviado de Felipe II, rey de España, ofreció a los cardenales que estaban entrando en el cónclave dos listas de nombres: una con siete nombres que el rey aceptaría agradecido como papas; otra con hasta treinta nombres de cardenales que no habrían sido bien aceptados. Felipe II había elaborado la lista sobre la base de sus propias convicciones, según las cuales las relaciones entre poder civil y poder religioso debían ser tales que el poder civil pudiera extender su propia competencia sobre el campo religioso, incluso en problemas teológicos y disciplinares. Se trataba de una reedición del así llamado cesaropapismo, que se había presentado ya con los emperadores bizantinos y que se presentará todavía de formas distintas, por ejemplo, en la iglesia ortodoxa con el zar de Rusia. Los deseos de cualquiera, incluso de un rey, pueden ser legítimos, pero el hecho relevante fue que en el interior del cónclave, exceptuan-
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do una débil protesta de los “excluidos” (que eran la mayoría de los cardenales), se aceptó en sustancia la idea de que sería oportuno elegir a alguno de los que estaban presentes en la lista de los que serían bien aceptados, cosa que efectivamente sucedió con la elección de Gregorio XIV. Resultará desde ahora muy importante el hecho de que, a lo largos de un par de siglos, raramente haya sido elegido pontífice un candidato que hubiera recibido el veto explícito de una gran potencia católica. Es cierto que más de una vez se intentará reglamentar este pretendido derecho de veto o se intentará eludirlo con hábiles maniobras, pero de hecho se seguirá ejerciendo hasta el comienzo del siglo XX. Esto ha de ponerse probablemente en relación con aquella que he llamado la “fragilidad institucional” del colegio cardenalicio, que, en sustancia, había quedado redimensionado tras el largo y doloroso recorrido del último siglo; el otro aspecto de ese mismo recorrido había sido la verticalización de la figura del papa, que, en paralelo con lo que estaba sucediendo en Europa con la formación de los estados absolutos, venía a encontrarse en una posición mucho más fuerte, pero también mucho más solitaria. La importancia, la influencia y –si se quiere– el poder de muchos cardenales en particular era notable; pero el colegio cardenalicio en cuanto tal no tenía autoridad propia y esto hacía que se hallara sujeto a presiones externas, particularmente en los períodos de sede vacante, entre un papa y otro. Casi todos los pontífices de este período intentaron proteger la libertad electoral dentro del cónclave, con resultados diversos. Apenas elegido, Inocencio IX (1591) nombró una comisión encargada de ofrecer propuestas para una reforma del sistema electoral, pero su brevísimo pontificado, que apenas duró dos meses, le impidió tomar cualquier decisión significativa. Algo más avanzó su sucesor Clemente VIII (1592-1605), el cual llegó a preparar una bula en torno a la materia, pero no la promulgó. La importancia del tema eran tan grande que, tras su muerte, según las capitulaciones electorales redactadas durante el cónclave del 1605, el futuro elegido debería empeñarse en promulgar, en el tiempo de seis meses, una nueva constitución sobre la temática del cónclave y sobre el sistema electoral. El neoelecto, cardenal Alejandro de Médici, que quiso llamarse León XI (1605), como su tío el papa León X, había sido uno de los discípulos predilectos de Felipe de Neri y se había dedicado generosamente a la reforma y a la introducción de los decretos tridentinos en las diócesis
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donde había gobernado. En los primeros días de su pontificado instituyó una comisión para redactar la deseada nueva constitución, pero murió antes de que pasaran tres meses. Su sucesor fue Camilo Borguese, que tenía cincuenta y dos años y que tomó el nombre de Pablo V (1605-1621). Él retomó el proyecto, aumentó el número de componentes de la comisión ya formada por León XI y le dio el encargo de examinar de nuevo la bula que había sido preparada por Clemente VIII. Algunos meses más tarde, el pontífice comunicó a los cardenales que no publicaría ninguna disposición nueva sin haber escuchado antes las opiniones de todos los componentes del colegio cardenalicio. Esos pareceres se recogieron en diciembre del 1605, pero el papa no llegó a promulgar una nueva bula, quizá por la oposición decidida de algunos cardenales. Fueron otras las cuestiones que absorbieron al pontífice, como la defensa de las prerrogativas de la Iglesia y de la supremacía del papa, que él impulsó quizá con una excesiva rigidez. Se enfrentó con los estados italianos, en especial con la república de Venecia, contra la cual promulgó un entredicho que no fue tomado en cuenta; también se enfrentó con la Inglaterra de Jacobo I, donde los mismos católicos se dividieron sobre la legitimidad del papa para deponer a los príncipes, y con Francia, donde la reiterada condena del galicanismo2 impulsó a los Estados Generales (o cortes) a prohibir la promulgación de los decretos tridentinos en el territorio francés. Pablo V impulsó con gran interés las misiones en América, en la India, en África y en China, donde autorizó la celebración de la liturgia en la lengua local, hecho que fue de gran importancia y que tuvo un gran impacto. Su amplitud de miras no fue igualmente profunda en otros campos y fue en el tiempo de su pontificado cuando se celebró el primer proceso en contra de Galileo Galilei, que concluyó con la prohibición de la enseñanza de la teoría heliocéntrica; en su tiempo, en el año 1618, comenzó en Alemania una 2. Se trataba de una antigua tendencia presente en la iglesia francesa desde la Edad Media, que se había desarrollado particularmente en el período del conciliarismo, vinculándose después con las doctrinas y las prácticas absolutistas de Luis XIV, de manera que adquirió gran vigor y capacidad de penetración, de tal forma que tuvo importantes repercusiones en las relaciones entre el papado y Francia. Al contenido dogmático, que se concretaba esencialmente en las ideas conciliaristas, se añadía un contenido político-eclesial, con el convencimiento de que la iglesia francesa debía ser independiente de la iglesia de Roma, de forma que el Estado debía intervenir para defender la “libertad” y los privilegios de los obispos franceses.
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guerra de religión que se recordará después como la “Guerra de los treinta años”, uno de los acontecimientos más terribles y devastadores de la historia europea de los últimos siglos. Su pontificado se cerró con las obras finales de culminación de la Basílica de San Pedro (donde, con un poco pedantería, el gran letrero que atraviesa la ensambladura horizontal de la fachada está ingeniado de tal forma que en el centro, en la posición más fácilmente legible, aparece el nombre de Pablo V Borguese, dejando como escondido, en segundo lugar, el nombre del Príncipe de los Apóstoles); se concluyó San Pedro, pero no hubo nada decisivo sobre la cuestión de los cónclaves. Su sucesor, fue elegido por aclamación, en un cónclave rápido, en el que influyeron también las maniobras de otro cardenal Borguese, sobrino del papa anterior. Los cardenales eligieron a Alejandro Ludovisi, sobrino de su predecesor, que tomó el nombre de Gregorio XV (16211623). Este retomó la cuestión de los cónclaves, confiriéndole una importancia significativa. Fue el primer papa educado por los jesuitas y tuvo un pontificado breve pero intenso. En 1622, fueron canonizados cuatro grandes santos del siglo XVII, Teresa de Ávila, Ignacio de Loyola, Felipe Neri y Francisco Javier, y ese mismo año se instituyó la Congregación de Propaganda fide, que vino a convertirse en el organismo central de la Iglesia para la coordinación de las empresas misioneras, tanto en tierras no cristianas como en tierras protestantes. Y de un modo especial, por lo que toca nuestra historia, el breve pontificado de Gregorio XV dejó también una huella incisiva y duradera en el sistema electoral del papa. En noviembre de 1621, se promulgó de hecho la bula Aeterni patris3. Este documento, que fue producto de un compromiso entre las ideas de un cambio más radical y el deseo de no apartarse demasiado de la tradición, introdujo una novedad importante: el voto para la elección debía expresarse siempre en secreto. Se confirmaba además la necesidad de una mayoría de dos tercios y se aclaraba bien que la elección sólo podía realizarse después de que se cerrara (el local del) el cónclave y después de que los cardenales hubieran asistido a la misa, comulgando en ella. Como bien se comprende, el carácter secreto del voto habría podido modificar el comportamiento de los cardenales en el cónclave, pues ya no estaban obligados a manifestar su decisión en público. No faltó la oposición de aquellos que pensaban que el nuevo sistema del escrutinio 3. Bullarium, 12, Augustae Taurinorum 1867, pp. 619-627.
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secreto era una complicación estructural inútil, que alargaría los tiempos de las elecciones y que, por lo tanto, podría hacer que soberanos tuvieran más posibilidades de intervención. Además, se hacía observar que también con otros procedimientos se habían elegido muchas veces unos papas absolutamente dignos de serlo. En esa última línea, junto a la disposición fundamental sobre el carácter secreto del voto, el documento examinaba, confirmaba y regulaba también los otros procedimientos electorales posibles, ya indicados en la bula In eligendis, promulgada por Pío IV sesenta años atrás. El método de la “adoración” o “cuasi inspiración” (que tenía lugar cuando todos los electores, sin excepción y sin pactos previos, manifestaban su acuerdo sobre una misma persona, por aclamación) no era por tanto abolido, pero su validez venía subordinada a la confirmación posterior, a través del voto secreto unánime. La decisión era tanto más significativa por cuanto el mismo Gregorio XV había sido elegido por aclamación. También el método del “compromiso” (que consistía en la posibilidad de que el colegio confiase la elección a un grupo restringido de cardenales, delegando en ellos la elección) podía ser adoptado, pero sólo a través de un voto dado por escrito para ello. Más compleja fue la solución que se empleó para no excluir ni siquiera el método del así llamado “acceso”, que podía contribuir a que las elecciones fueran más rápidas. Ese método se centraba en una segunda fase del escrutinio, cuando, después que se hubieran leído los votos, sin que se hubiese alcanzado un resultado válido, es decir, sin alcanzar la mayoría necesaria de los dos tercios, un elector, que había votado a un cierto candidato recibía la posibilidad de renunciar al propio voto y de expresar una nueva preferencia por otro candidato votado por los colegas. En el caso de que no quisiera cambiar su propio voto, el cardenal lo expresaba con la fórmula “accedo nemini”, es decir, “no accedo o me paso a ninguno”. Este procedimiento se había desarrollado hasta ahora de un modo público y de mantenerse así habría anulado el carácter secreto del voto. Por eso se preveía ahora que la declaración de “acceso” a otro candidato debía realizarse por escrito y sólo una vez después de cada votación. Llegados a ese punto, se debía encontrar un sistema por el que la cédula o papeleta no traicionase el nombre del elector y, al mismo tiempo, diese la posibilidad, si fuera necesario, de controlar el proceso, para que ninguno abusara del secreto y declarase que accedía o se sumaba a un candidato al que ya había votado antes (pues de ese modo habría dado su voto por dos veces a la misma persona) y para que ninguno se
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votara a sí mismo, porque, en contra de lo que sucedía en el pasado, la bula prohibía también la autoelección. Con este fin se elaboró una papeleta sobre la cual cada cardenal debía escribir en la parte de arriba su propio nombre y en la parte de abajo un lema (como, por ejemplo, un versículo de la Escritura). La papeleta venía después pegada y sellada arriba y abajo, de tal modo que nombre y lema no fueran visibles. En la parte central el elector debía indicar, si fuera posible con escritura alterada, el nombre del candidato. La operación debía realizarse sobre mesas especiales, separadas, de manera que ninguno pudiera ver aquello que escribía su colega. En caso de necesidad era posible el control, para que no hubiera abusos. Tras la declaración de acceso se separaba la parte inferior de la papeleta, controlando que no hubiera dos lemas idénticos y, en el caso de que se hubiera alcanzado, pero no superado, la mayoría de dos tercios se debía proceder a la apertura de la parte superior de la papeleta, para controlar que el elegido no se hubiera votado a sí mismo. Otras normas se ocupaban después de regular aquellos posibles casos en que dos o más cardenales hubieran elegido fortuitamente el mismo lema. Se trataba, por tanto, de normas dirigidas a la defensa de la libertad de cada elector para expresar su propia voluntad; normas que indicaban también de un modo preciso los modos en que esa libre decisión podía garantizarse incluso en sus formas de realización concreta. Un intento posterior en esta dirección fue también el que ofrecía otro documento promulgado por Gregorio XV, la constitución Decet Romanum Pontificem del 12 de marzo del 16224. Aparentemente, parecía destinada a los aspectos litúrgicos del despliegue del cónclave, a partir de la ceremonia de ingreso de los cardenales en la clausura electoral; pero, en realidad, era un documento que destacaba el aspecto religioso del acontecimiento del cónclave y ofrecía unos medios óptimos para excluir con el mayor vigor los aspectos más laicos y para tener alejados a los representantes de los poderes políticos. Además, este documento confirmada y especificaba hasta en los detalles más minuciosos las normas que habían sido promulgadas cuatro meses antes. Sobre la base de estas disposiciones y sobre la observancia formal de estos procedimientos se desarrollaron desde entonces los cónclaves hasta el comienzo del siglo XX. Esto no impidió, sin embargo, la ingerencia de las potencias católicas que –como se verá– continuaron condicio4. Ibíd, pp. 662-673.
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nando con su veto las decisiones del cónclave. Las normas precisas de Gregorio XV regularon de hecho y formalizaron el carácter secreto del voto, pero no impidieron que los cardenales electores, hablando en nombre propio, o de un grupo de colegas, o haciéndose portavoces de los intereses de su propio país, declarasen en cónclave que no querían que determinado candidato fuese papa; esas normas no impidieron que los embajadores de las potencias católicas, antes que los electores se encerrasen en cónclave, declarasen pública y oficialmente su “exclusión” (su veto) hacia cierto candidato. Esto no sucedió, sin embargo, en el momento de la elección del florentino Maffeo Barberini, que no fue condicionada por los enredos de las potencias católicas, quizá por el hecho de que la reforma del sistema había acaecido hacía poco tiempo5. Barberini, que fue papa a lo largo de veinte años, con el nombre de Urbano VIII (1623-1644), desarrolló una actividad digna de notarse en el campo religioso, como la fundación de un colegio especializado en la formación de misioneros (el actual Colegio Urbaniano, frente al Vaticano) y la fundación de una imprenta políglota capaz de publicar libros en los diversos alfabetos que se utilizaban en Europa. Intervino también personalmente en la reforma del breviario, promulgó los nuevos procedimientos con los que la iglesia católica debería canonizar en adelante a los santos, aprobó nuevas órdenes religiosas y actúo intensamente para la aplicación de los decretos del Concilio de Trento. También en el campo artístico el largo pontificado del Papa Barberini, especialmente por la presencia de Juan Lorenzo Bernini, dejó una huella profunda en Roma. En el busto hoy conservado en la Biblioteca Vaticana, Bernini nos muestra al papa como un hombre ingenioso, inteligente y decidido. No fue igualmente constructivo, en cambio, su compromiso político. Todo su pontificado transcurrió durante la guerra de los treinta años, mientas el cardenal Richelieu intentaba imponer la hegemonía francesa sobre Europa, desde una perspectiva contraria a los Austrias; mientras tanto, la postura de Urbano VIII, formalmente neutral pero en su raíz filofrancesa, contribuyó paradójicamente a las victorias del rey de Suecia, Gustavo Adolfo, que reforzaban el protestantismo en Alemania. Muy seguro de sí y a 5. Existen varias fuentes que nos permiten conocer el cónclave que llevó a la elección de Urbano VIII, entre las cuales debemos señalar los registros de los escrutinios y el plano del cónclave, que se contiene en el manuscrito de la Biblioteca Vaticana, Barb. Lat. 4435.
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veces colérico, a él se debe también el endurecimiento que llevó a la condena definitiva de Galileo Galilei, de quien había sido amigo personal. Su comportamiento cambió de hecho después de haber reconocido como argumentaciones auténticas aquellas que el científico florentino, en el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, ponía en boca del personaje Simplicio, que quizá interpretaba a un famoso comentador aristotélico de ese nombre, o quizá era alguien de quien Galileo se burlaba como de un hombre muy simple. A la muerte de Urbano VIII, en un cálido y poco saludable mes de agosto romano, se reunieron los electores. Más de una vez había surgido la idea de construir un (edificio de) cónclave estable, es decir, un espacio en el que los cardenales pudieran reunirse para elegir al nuevo papa, evitando así que tuvieran que hacerse cada vez los complicados y costosos trabajos de instalación de las celdas en madera. Hubo incluso alguno que formuló la hipótesis de construir sobre la columnata de Bernini una serie de ambientes o habitaciones adaptadas para ello, que habrían podido incluso aislarse fácilmente. Pero no se hizo nada y el cónclave se abrió en el Vaticano. Se abrió en un sentido literal: a lo largo de todo el primer día, tras la ceremonia de “clausura” del espacio de las reuniones, los embajadores y los enviados europeos tuvieron ocasión de conversar con los cardenales. Después de treinta y siete días fue elegido el cardenal romano Juan Bautista Pamphili, exponente de la corriente contraria a las tendencias filofrancesas de su predecesor. Y, de hecho, la corte de Francia se opuso a aquella elección, pero el veto del cardenal Mazzarino llegó demasiado tarde y fue elegido Inocencio X (1644-1655), después que el jefe de los cardenales españoles hubiera declarado su no conformidad definitiva respecto de otro candidato, el cardenal Sacchetti, sostenido por los franceses. Pocos años más tarde, en 1648, la paz que se firmó en Osnabrück y en Münster, en Westfalia, puso fin a las guerras de religión que habían dividido a Europa (con la excepción de Inglaterra) y con eso determinó, al menos en líneas generales, una definición de los confines confesionales, sancionando en la práctica y reconociendo de hecho como insuperable la escisión religiosa. Fue un cambio importante: España y el Imperio perdieron su papel de grandes potencias, a beneficio de Francia cuyo ascenso político, económico y cultural encontraría en los próximos decenios un protagonista, el joven rey Luis XIV, que de allí a poco tiempo dejaría ya de estar bajo la tutela del cardenal Mazzarino.
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Fue un cambio importante también para el papado, que no tuvo más remedio que aceptar la situación que ahora se había creado y fijado, también en contra de sus deseos. Los Estados, católicos o no, iniciarán un recorrido que les llevará a reforzar cada vez más su poder, incluso en aquellas cuestiones que debían haber sido propias de la iglesia. Y por su parte la Iglesia tuvo que adaptarse una y otra vez a un sistema de relaciones, que eran diferentes de región a región, pero en el cual resultaba cada vez siempre más pequeña no sólo la influencia de la “política” papal, sino también la función de guía moral que el papado ejercido tantas veces en Europa. Durante las tratativas de la paz de Westfalia, los legados papales de Inocencio X habían jugado un papel activo, aunque a veces sin éxito, en las discusiones. Sólo diez años más tarde, en el 1659, los enviados del papa fueron excluidos de las tratativas de la paz de los Pirineos y hasta el fin de siglo, de un modo frecuente, ellos no fueron ya escuchado, a nos ser con gran dificultad. Después, a lo largo de todo el siglo XVIII, se volvió normal que el papa de Roma no fuera ni siquiera consultado en las grandes cuestiones sobre las relaciones entre lo Estados, que resolvían entre sí todo lo que les interesaba. Sólo en la cuestión turca, que se percibió siempre como una amenaza común para Europa, el papado mantuvo todavía cierto tipo de iniciativa que podríamos situar en el nivel de la política internacional. En este contexto, podríamos haber pensado que los diversos países católicos se habrían desinteresado de todo lo relacionado con la cuestión de las elecciones del papa, pero no fue así. La península italiana era una tierra disputada entre la mayor parte de las potencias europeas y el Estado Pontificio jugaba dentro de ella un papal territorialmente significativo, aunque su inviolabilidad no podía ciertamente ser garantizada por las escasas e insuficientes tropas de las que disponía. Gran parte de los cónclaves fueron, por tanto, testigos de una fuerte contraposición entre grupos de cardenales favorables a Francia, al Imperio o a España y, a menudo, no fue ni siquiera necesario que un Augsburgo o un Borbón manifestase de un modo explícito su propio voto, porque le bastaba tener bajo su tutela a un tercio de los cardenales para impedir cualquier elección que no fuera bien vista. Por ejemplo, el cónclave que llevó la elección de Fabio Chigi, de Siena, que fue Alejandro VII (1656-1667), duró ochenta días, la mitad de los cuales transcurrió mientras se esperaba a que llegase de Paris el parecer que había pedido el cardenal Mazzarino, que era inicialmente favorable a otro candidato. La rapidez (dieciocho días de cónclave) de la
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elección del cardenal Secretario de Estado, Julio Rospigliosi, que se llamó Clemente IX (1667-1669), se debió al favor que gozaba ante los reyes de España y de Francia, mientras que los vetos cruzados de las dos cortes hicieron que el cónclave que llevó a la elección de Clemente X (1670-1676) durara más de cuatro meses; en este cónclave tuvo también su importancia la intervención externa de la exreina Cristina de Suecia, en su función de intermediaria entre algunos cardenales (con los cuales mantenía correspondencia casi diaria, que ha llegado hasta nosotros)6 y los enviados franceses y españoles en Roma. Con el fin de influir en el nombramiento pontificio, los reyes se ocupaban también con gran interés de que fuera nombrado un número suficiente de cardenales del propio país, los así llamados “cardenales de la corona” o, al menos, favorables a ella. No faltaron las desilusiones y los incidentes, como en el caso del enviado de Luis XIV, en el 1675, cuando el duque D’Estrées, al final de una audiencia concordada con Clemente X, durante la cual había protestado porque el papa no había nombrado los cardenales que el rey quería, había aferrado la mano del pontífice, para impedirle que tocara la campanilla que marcaba el fin de la audiencia y había inmovilizado al papa en su sede. El resultado de ello fue que algunos días más tarde Clemente creó seis nuevos cardenales, ninguno de ellos francés. La elección de Inocencio XI (1676-1689) sólo fue posible cuando, a la entrada del lugar del cónclave, se entregó el consentimiento de Luis XIV, que precedentemente se había opuesto a aquella candidatura. Las potencias se dieron también mucha prisa para influir en las elecciones del 1689: por primera vez, Francia y el Imperio enviaron dos representantes extraordinarios, que recibieron audiencia solemne a las puertas del cónclave, aunque en realidad la elección de Alejandro VIII Ottoboni (1689-1691) había sido ya en realidad libremente elegida por los cardenales. Dos años más tarde tuvo lugar el cónclave más largo del siglo: hicieron falta más de cinco meses de discusiones y divisiones entre los partidarios habituales de Francia y del Imperio, meses de vetos cruzados provenientes de las cortes y de desórdenes en la ciudad, para que se llegara a la elección de Inocencio XII (1691-1700). Un decenio más tarde, el larguísimo pontificado de Clemente XI (1700-1721) se abrió después de seis semanas de vetos cruzados que impidieron que las dos facciones, 6. Resulta de particular interés la correspondencia de Cristina de Suecia con el cardenal Azzolini, sobre lo cual cf. C.N.D. De B ILDT, Christine de Suède et le conclave de Clément X, Paris 1906.
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filofrancesa y filoimperial, impusieran sus propios candidatos, a pesar de que las maniobras habían comenzado antes de la muerte del predecesor. Las intervenciones de las potencias católicas habituales, y en particular el veto que el emperador ponía contra la elección del favorito, el cardenal Paolucci, caracterizaron también el cónclave del que salió el papa Inocencio XIII (1721-1724). Por el contrario, el acuerdo entre las opiniones de España, Francia y el Imperio, a favor del dominico Pedro Francisco Orsini, que fue el papa Benedicto XIII (1724-1730), encontraba su apoyo en la opinión común de que aquel piadoso pastor de almas, que hasta entonces se había dedicado a la reforma religiosa, tenía una carencia total de experiencia política; ese dato servía para garantizar una verdadera neutralidad de la Santa Sede. Fueron, en cambio, muy distintos los cuatro meses de cónclave en el que fue elegido por unanimidad el cardenal Lorenzo Corsini, anciano gentilhombre florentino, que tenía ya setenta y ocho años y que tomó el nombre de Clemente XII (1730-1740). La elección tuvo lugar después de acérrimas disputas y de vetos de los diversos partidos, entre los cuales apareció por primera vez el representante de los intereses de Vittorio Amadeo II de Saboya, recientemente promovido al rango de rey, tras el final de la guerra de sucesión española. Durante los diez años de su pontificado, la maltrecha salud de Clemente XII le obligó cada vez más a ponerse en manos de un pequeño círculo de fieles amigos y parientes, que a menudo gobernaban en su nombre, sin que él ni siquiera supiese lo que hacían. Dos años después de su elección quedó, de hecho, totalmente ciego, más tarde perdió la memoria y, en fin, por más de un año se vio obligado a permanecer enfermo en cama antes de morir. A él se debe, sin embargo, la intervención más significativa del siglo en el tema de la normativa relacionada con el cónclave, la constitución Apostolatus officium del 17327, publicada con una bula que firmaron numerosos cardenales. Allí se pretendía limitar una vez más el influjo de las cortes católicas en la elección pontificia y se quería impedir, o al menos obstaculizar, la presentación de vetos o de “exclusiones” en el cónclave. Para ello no se introducían nuevas reglas (sólo se hacían pequeñas modificaciones), sino que se reafirmaban con vigor aquellas que se habían establecido anteriormente. Después de haber recordado su propia experiencia, por haber formado parte de tres cónclaves, y tras 7. Bullarium, 23, Augustae Taurinorum 1872, pp. 443-455.
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recordar también a todos los papas que en el pasado habían publicado constituciones relacionadas con los procedimientos electorales, insistiendo en la necesidad de que hubiera oración y recogimiento, Clemente XII confirmó la prohibición de que se conocieran al exterior del cónclave los resultados de los escrutinios, recomendó la frugalidad en la comida y la sobriedad en los alojamientos y, de un modo especial, endureció las normas relacionadas con la presencia de extraños en el cónclave, precisando incluso el número de servidores que podían ser admitidos. Fue también importante la redefinición de las tareas de gobierno del Estado Pontificio durante la sede vacante, confirmadas algunas meses más tarde en Avendo noi con speciale nostra bolla, que intentaba garantizar el funcionamiento del Estado incluso en ausencia de su soberano8. A su muerte se tuvo el cónclave más largo de la historia moderna: fueron necesarios más de seis meses para la elección de Próspero Lambertini, el año 1740, que tomó el nombre de Benedicto XIV (17401758). Fue un papa extraordinario en muchos aspectos, un hombre que se esforzó por introducir la curia romana en el ámbito cultural europeo, de cuyo desarrollo había permanecido ajena por decenios. Su grande y sincero interés por todos los campos del saber hizo que estuviera atento a las necesidades de los científicos, a quienes favoreció de diversos modos, financiando incluso investigaciones de gran importancia. Fue significativa también la institución de cátedras universitarias de matemáticas, química y física, y de esas forma Roma se convirtió en un centro de estudios de altísimo nivel. El mismo Lambertini fue autor de obras fundamentales de derecho canónico. Fue un hombre docto, capaz de mantener relaciones con otros hombres doctos de su tiempo: era amigo de Ludovico Antonio Muratori, el mayor historiador de su época, mantuvo contactos incluso con Voltaire, quien le dedicó una obra. Adquirió la mayor biblioteca privada que se hallaba disponible en Roma, la de los Ottoboni, para enriquecer con ella la Biblioteca Vaticana, que confió al cuidado del docto cardenal Passionei, mientras que el célebre historiador José Garampi era responsable del archivo. Promovió la revisión del Índice de libros prohibidos (del que se quitó la prohibición general contra las obras que enseñaban la teoría heliocéntrica) y cambió la misma revisión de los criterios empleados para su elaboración, incluyendo entre 8. Ibíd., pp. 456-463.
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ellos la obligación de consultar al autor impugnado, dándole la posibilidad de defenderse y de aclarar su pensamiento. Ese gran vigor en el campo cultural estuvo acompañado, en el campo religioso, por una actitud que algunos han tildado de debilidad y de condescendencia excesiva en relación con las potencias católicas, con las cuales estipuló concordatos que a menudo resultaban desfavorables a los intereses de la Santa Sede, dejándose condicionar con frecuencia por esas potencias para el nombramiento de los cardenales. Sin embargo, situada en un contexto más amplio, esa actitud puede interpretarse como un intento valiente por alcanzar una reconciliación entre la Iglesia y la modernidad, respetando las prerrogativas de los soberanos y manteniendo una distinción, antes desconocida, entre el poder temporal y el espiritual, cosa que Benedicto XIV intentaba mantener siempre, sin cansarse nunca de ello. El cónclave que se abrió a la muerte de Benedicto se disponía elegir, por gran mayoría, al cardenal Cavalchini, cuando Francia, por boca de Luynes, cardenal de la corona, elevó un veto formal y público en contra de esa elección. La razón era el deseo francés de llevar hasta el fin la lucha ya iniciada hace decenios contra la Orden de los Jesuitas (a favor de los cuales parecía orientado positivamente el candidato), Orden que había alcanzado una fuerza extraordinaria en muchos países europeos y que a menudo actuaba en las misiones americanas, africanas y asiáticas de una manera que las naciones conquistadoras europeas juzgaban poco compatible con su política. La potencia cultural, política y económica de la Compañía de Jesús había suscitado un clima de hostilidad que se alimentaba en el terreno cultural por la ilustración, en el político por el absolutismo (que buscaba cada vez una mayor ingerencia en los asuntos eclesiásticos) y en el plano eclesial por movimientos espirituales como el jansenismo. Fue elegido así el veneciano Carlo Rezzonico, que tomo el nombre de Clemente XIII (1758-1769). Intentó oponerse, aunque sin éxito, a la expulsión de los Jesuitas de Portugal, en el 1759, e inmediatamente después de los territorios portugueses de ultramar. En 1762, los Jesuitas fueron expulsados de Francia por decreto de Luis XV y la respuesta del papa, con la bula Apostolicum pascendi, del 7 de enero de 17659, con la 9. Bullarii romani continuatio (que de ahora en adelante se citará como Bullarii cont.) 2, 3, Prati 1843, pp. 918-920.
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que se volvía a confirmar y se alababa a la Orden, tuvo un resultado contrario de aquello que se esperaba, dando así cuerpo a la sospecha de que el asunto escondiese en realidad una lucha contra el papado, del que la Compañía de Jesús venía a presentarse como fuerte valedor. Siguió la expulsión de los Jesuitas de las diversas cortes borbónicas de España, Nápoles, Parma y Piacenza y de los territorios españoles de ultramar, donde las reducciones jesuíticas del Paraguay, que eran comunidades agrícolas y artesanales, organizadas de forma que garantizaran condiciones de vida digna a los indios, pero que se oponían a la política de aprovechamiento económico de la región por parte de los conquistadores, ofrecían un fácil pretexto para la intervención estatal. Incluso María Teresa de Austria, que tenía varios consejeros pertenecientes a la Orden, se mostraba dubitativa. Parecía que todo concurría a imponer al papa un decreto de supresión, pero en la misma víspera de la ya convocada reunión de cardenales, en la que debía discutirse la cuestión, Clemente XIII murió de infarto cardíaco. Como el lector ciertamente está esperando, el cónclave siguiente estuvo dominado por el problema de la Compañía de Jesús. Todas las potencias católicas se hallaban de acuerdo en que era necesario elegir un papa que no fuese favorable a la Orden de los Jesuitas y, en esa línea, España pretendía incluso que los candidatos suscribiesen unas capitulaciones electorales en las que se incluyese el compromiso de la supresión de los jesuitas. Lo que el lector quizá no esperaba es que sucediera un hecho poco acostumbrado: la intervención en el cónclave del emperador José II de Augsburgo, hijo de María Teresa de Austria. Llegó a Roma con su hermano Leopoldo, archiduque de Toscana; habían pasado más de dos siglos y medio desde los tiempos en que un emperador, Carlos V, entrara en la ciudad. En las dos últimas semanas de marzo de 1769, se dedicó a coloquios con los cardenales, ya reunidos en cónclave, sin darles, sin embargo, indicaciones precisas, limitándose a expresar el deseo de que el nuevo papa fuera capaz de ejercer el poder temporal con el debido respeto ante los príncipes. Se fue el emperador y trascurrió otros mes antes de que llegasen a Roma los cardenales españoles, sin los cuales parecía imposible alcanzar cualquier tipo de decisión. Tras algunas semanas más de discusiones, los cardenales eligieron a un franciscano de la Romagna, Lorenzo Ganganelli (que tenía como nombres de bautismo los de Juan Vicente Antonio), conocido por su conducta personal irreprensible y por su competencia teológica, pero tam-
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bién por su ambición, de tal manera que algunos detractores de su tiempo sostenían que él había rehusado por dos veces la elección como General de su Orden precisamente para mantener abiertas otras perspectivas superiores. Se llamó Clemente XIV (1769-1774) y fue el último papa que llevó este nombre. Había sido desde antiguo amigo de los Jesuitas, pero tras su nombramiento como cardenal había ido tomando progresivamente distancias frente a ellos y aunque no parece que antes de la elección como papa hubiera tomado el compromiso de suprimir la Compañía de Jesús (la cuestión resulta discutida), había declarado que un papa, canónicamente, tenía el derecho de disolver la Orden de los Jesuitas, lo mismo que cualquier otra Orden religiosa. Esta era una afirmación ciertamente correcta, pero, en un clima como aquel, estaba indicando su disponibilidad para realizar aquello que deseaban las potencias católicas. En efecto, tras un tiempo de incertidumbre, Clemente XIV no supo oponerse más a las exigencias de las potencias europeas, tomando la decisión de suprimir la Compañía de Jesús, y así lo decretó por el “breve” Dominus ac Redemptor noster del verano de 177310. El acontecimiento fue festejado por las clases dominantes como una victoria de la razón sobre el oscurantismo; en realidad fue la victoria de una Ilustración deteriorada y del absolutismo político sobre el papado, de tal manera que la figura de Clemente XIV aparece irremediablemente comprometida a los ojos de los historiadores posteriores, precisamente por aquella decisión. Los Jesuitas no se opusieron en modo alguno a la decisión pontificia. Su General, el Padre Lorenzo Ricci, fue mantenido en prisión hasta la muerte en el castillo de Sant’Angelo. La disolución de la Compañía se realizó de diversas maneras en los distintos países y obviamente, los bienes de la Orden (que, como se vio, habían sido supravalorados) fueron apropiados por los diversos Estados. Los Jesuitas sobrevivieron en regiones no católicas, en la Prusia protestante y en la Rusia ortodoxa, donde los respectivos soberanos se negaron a promulgar el decreto de disolución, que entre otras cosas hubiera significado dejar en una situación precaria el sistema escolar y educativo de aquellos territorios, regido de un modo preferente por religiosos de la Compañía. 10. Ibíd., 4, Prati 1845, pp. 619-629.
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A la muerte de Clemente XIV, es decir, en vísperas de los grandes acontecimientos de la Revolución Francesa, el papado aparecía extremadamente debilitado y privado de prestigio, tanto espiritual como político. El papa venía a presentarse como vértice de una Iglesia que desde hacía tiempo había perdido el impulso interior de reforma. La oposición en contra de algunos aspectos de la Ilustración, que eran francamente inaceptables, la habían conducido demasiado a menudo hacia un comportamiento de estéril clausura, que le hicieron incapaz de valorar los ideales positivos de tolerancia y de humanidad que propugnaban las nuevas doctrinas. La Iglesia parecía incapaz de reencontrar en su interior aquellas fuerzas que tantas veces le habían capacitado, en tiempos anteriores, para presentarse como guía moral de la humanidad y, aún más, el impulso misionero en los nuevos mundos parecía estarse apagando. Privada de propuestas innovadoras y cerrada en un formalismo excesivo, la Iglesia católica terminó por ser considerada, especialmente entre las clases cultas, como una institución que ya no era capaz de hallarse a la altura de los tiempos y por esta razón muchos se alejaron de ella. Desde una perspectiva política, el Estado Vaticano vino a encontrarse muy pronto entre los más anticuados de Europa: la incapacidad de promover o incluso sólo de permitir las reformas fue una señal de debilidad del papado, que se aferró con intransigencia a posturas ligadas a normas que se hallaban ya vacías de sentido, que se empeñó en mantener privilegios e inmunidades antiguas, rechazando toda propuesta de cambio como si fuera un atentado contra los derechos de la Iglesia. Incluso cuando se destacaban las exigencias espirituales, ello aparecía más como un repliegue negativo, que se debía a su debilidad en el plano temporal frente a los estados absolutos, fuertes y bien organizados, que como una exigencia que brotaba de las fuentes y de la misión de la Iglesia. Los cónclaves del período sólo podían ser un espejo de aquella compleja situación, con un colegio cardenalicio extremadamente sensible a los deseos del poder político, al que muchos purpurados, divididos entre su amor propio (o incluso la pura ambición) y el deseo de que su vida se fuera desarrollando de un modo tranquilo y lleno de comodidades), debían su cargo. Parece incluso extraño que, a pesar de todo, muchos de los elegidos en aquellos condiciones, entre vetos y tratos políticos, hayan sido papas decorosos y dignos.
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Recapitulación cronológica del capítulo PAPAS Urbano VII (Juan Bautista Castagna), 15.9.1590 – 27.10.1590 Gregorio XIV (Niccolò Sfondrati), 5, 8.12.1590 – 16.10.1591 Inocencio IX (Juan Antonio Facchinetti, 29.10, 3.11.1991 – 30.12.1591 Clemente VIII (Hipólito Aldobrandini, 30.1, 9.2.1592 – 3.3.1605 León XI (Alejandro de Médici), 1, 10.4.1605 – 27.4.1605 Pablo V (Camilo Borguese), 16, 29.5.1605 – 28.1.1621 Gregorio XV (Alessandro Ludovisi), 9, 14.2.1621 – 8.7.1623 Urbano VIII (Maffeo Barberini), 6.9, 29.9.1623 – 29.7.1644 Inocencio X (Juan Bautista Pamphili), 15.9, 4.10.1644 –7.1.1655 Alejandro VII (Fabio Chigi), 7, 18.4.1655 – 22.9.1667 Clemente IX (Julio Rospigliosi), 20, 26.6.1667 –9.12.1669 Clemente X (Emilio Altieri), 29.4, 11.5.1670 – 22.7.1676 Beato Inocencio XI (Benedetto Odescalchi), 21.9, 4.10.1676 – 12.8.1689 Alejandro VIII (Pietro Ottoboni), 6, 16.10.1689 – 1.2.1691 Inocencio XII (Antonio Pignatelli), 12, 15.7.1691 – 27.9.1700 Clemente XI (Giovanni Francesco Albani), 23, 30.11, 8.12.1700 – 19.3.1721 Inocencio XIII (Miguel Ángel Conti), 8, 18.5.1721 – 7.3. 1724 Benedicto XIII (Pedro Francisco Vincenzo María Orsini), 29.5, 4.6.1724 – 21.2.1730 Clemente XII (Lorenzo Corsini), 12, 16.7.1730 – 6.2.1740 Benedicto XIV (Próspero Lambertini), 17, 22. 8.1740 – 3.5.1758 Clemente XIII (Carlos Rezzonico), 6, 16.7.1758 – 2.2.1769 Clemente XIV (Juan Vincente/Antonio Lorenzo Ganganelli), 19.5, 4.6.1769 – 22.9.1774
ACONTECIMIENTOS Y DOCUMENTOS
1621 Bula Aeterni patris: el voto secreto 1622 Constitución Decet Romanum Pontificem
1732 Constitución Apostolatus officium
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El hombre que llegó a ser papa con el nombre de Pío VI (1775-1799) había nacido un día de Navidad (el 25 de Diciembre de 1717). Tras un cónclave que duró más de cuatro meses, fue elegido el 15 de febrero de 1775 y coronado el 22 del mismo mes, fecha significativa de la fiesta de la Cátedra de San Pedro, para un papa destinado a morir deportado y prisionero, cosa que no sucedía desde hacía siglos a los papas. La reunión electoral se había desarrollado por primera vez en el palacio del Quirinal, que era la residencia acostumbrada de los papas desde finales del siglo XVI. La propuesta de tener allí el cónclave nacía del hecho de que aquella zona de Roma era más saludable que el entorno de la colina vaticana, decididamente malsana, especialmente en el período del verano, debido a la cercanía del río Tíber y a los lugares de aguas pantanosas que lo rodeaban. Algunos cónclaves que se habían celebrado en el Vaticano habían estado incluso acompañados de la muerte o de la enfermedad de varios cardenales, determinadas también probablemente por las pésimas condiciones higiénicas en las que los electores estaban obligados a vivir a lo largo de semanas o meses. Por ejemplo, en el cónclave del año 1623, que había elegido a Urbano VIII, muchos cardenales se habían puesto enfermos y cinco habían muerto en el trascurso de las semanas siguientes, así como en el cónclave de 1644 y en los días inmediatamente posteriores habían caído seriamente enfermos dos prelados y otros tres habían muerto. Por eso, ya en 1667, en el momento de la muerte de Alejandro VII, se había hablado de la hipótesis de celebrar el cónclave en el Quirinal, pero no se hizo después nada.
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Sucedió pues que sólo al comienzo del otoño de 1774 los cardenales se reunieron por primera vez en el suntuoso palacio del Quirinal para elegir al papa. Todas las discusiones se movieron en torno a la cuestión de la interpretación más o menos rígida que tenía que darse al hecho de la supresión de la Compañía de Jesús, que se había decretado dos años atrás, y fue elegido Giannangelo Braschi, a quien algunos cardenales habían preferido pensando que era filojesuita, mientras que otros le habían votado confiando que habría mantenido la línea de su predecesor. Sobre su nombre habían confluido también los votos inicialmente contrapuestos, por un lado, de los representantes de Austria y Francia (que deseaban una aplicación moderada del documento de supresión) y, por otro, de los representantes de España y Portugal. Nadie podía entonces predecirlo, pero el cónclave siguiente sólo se celebraría en Roma pasado más de medio siglo. Estaba para comenzar de hecho una nueva etapa, marcada por la Revolución Francesa y por Napoleón, que provocaría consecuencias inimaginables incluso para la historia del papado. Pío VI fue un hombre valiente en su intento de modernización del Estado Pontificio, con iniciativas como el saneamiento de las lagunas pontinas, la modernización de los puertos de Anzio y Terracina, la mejora de las redes viarias o la organización de catastro; financió varias iniciativas para el embellecimiento de Roma, fue protector de artistas y creador del Museo Pío Clementino, que hoy forma parte de los Museos Vaticanos. Pero fue también nepotista e hizo construir para su sobrino Luis el gran palacio Braschi, en la Piazza Navona. Las ingentes sumas necesarias para estas empresas, muchas de las cuales fracasaron por la ineptitud de sus colaboradores o por la oposición de otros, agotaron las reservas monetarias del Estado que, por otra parte, no había sabido organizarse en una línea productiva, industrial y mercantil. En el plano de la política internacional, Pío VI tuvo que afrontar el creciente secularismo y los intentos de varios países por controlar a la Iglesia. En particular en los territorios del Imperio, la combinación de absolutismo e ilustración llevaron a José II a una política de duro y a veces pedante intervensionismo del Estado en la vida de la Iglesia, desde la perspectiva de una redefinición de las tareas de la sociedad civil, que limitaba las actividades religiosas a la pura esfera espiritual. José II empezó con unas reformas que, más o menos criticables, dejaban cierto respiro a la Iglesia, como el Edicto de tolerancia del 1781, con el que se concedían iguales derechos a todas las confesiones religiosas o la supresión de cerca de 750 conventos, monasterios y casas o instituciones reli-
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giosas (cuyos bienes pasaron básicamente al Estado). Pero después pasó al intento de organizar incluso una distribución “racional” de las parroquias, de manera que pudiera llegarse a la Iglesia en una hora de camino (desde cualquier lugar habitado). En esa línea llegó a la pretensión ridícula de regular los mínimos detalles de cada manifestación pública de la vida religiosa, comprendidas las normas para encender las velas en las funciones litúrgicas, la duración de los sermones o el tiempo de recreo en los colegios religiosos. Para discutir sobre esta legislación, Pío VI se acercó incluso a Viena, el año 1782, pero no logró ningún resultado. Tampoco logró instituir, unos años más tarde, una nunciatura apostólica en München, en Baviera. En aquella ocasión se opusieron los obispos alemanes, influidos también por la doctrina del febronianismo1, un tipo de variante germánica del galicanismo; esos obispos sostenían que no había ninguna necesidad de que hubiera un representante pontificio en una iglesia que podía y sabía regirse por sí misma. Pero estas dificultades, agravadas por el hecho de que el josefinismo se extendía también en la vecina Toscana (cuyo gran duque, Leopoldo, era hermano del emperador), y por las diversas cuestiones relacionadas con el también vecino reino de Nápoles, que rechazó el tradicional juramento feudal (de sumisión al Papa) y pretendió el derecho de presentar sus candidatos para el cargo episcopal, tienen poca importancia en relación con aquello que sucedió en la Francia revolucionaria y napoleónica. Con la convocatoria de los Estados Generales por Luis XVI en Versalles, el mayo de 1789, dio comienzo un nuevo período de la historia. Se trataba de la primera reunión que los representantes del clero, de la nobleza y de la burguesía realizaban desde 1614. Ellos habían sido llamados a deliberar sobre los tributos que el rey pretendía establecer, pero pronto mostraron la intención de discutir sobre problemas socia1. Este movimiento tomaba nombre del pseudónimo Febronius con el que el obispo Nicolás von Hontheim había publicado en el año 1763 una obra en la que sostenía la necesidad de redimensionar el poder del papa en relación con los obispos, con la finalidad de un posible acercamiento entre católicos y protestantes. Él pensaba que, dado que la máxima autoridad de la Iglesia residía en el concilio y en el colegio episcopal, el pontífice no tenía otro deber que el de hacer que se respetaran las decisiones de los obispos. Todos los restantes poderes pontificios debían considerare, por tanto, como el resultado de usurpaciones o de malas interpretaciones de los cánones, que se habían realizado en los siglos pasados; por eso invitaba al poder civil para que colaborara, con el fin de que esos poderes (que actualmente tenía el papa) fueran restituidos a los obispos.
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les y políticos de mucha mayor importancia, partiendo de la limitación del poder real. No es este el lugar para recorrer de nuevo todas las etapas de aquella que será llamada la “revolución francesa”, pero ciertamente debemos indicar que en aquel período el papado vivió momentos de enorme dificultad. El pontífice se convirtió, muy pronto, de hecho, en el blanco de todos los reproches que se dirigían en contra de la Iglesia, considerada como sostenedora de la monarquía absoluta y de los privilegios que habían acompañado al antiguo régimen. El clero francés se hallaba en realidad dividido: las altas jerarquías, cardenales y obispos, se mostraban por lo general solidarias de la nobleza, mientras que la mayoría de lo párrocos y de los simples sacerdotes habían manifestado desde el principio su interés por los ideales democráticos y revolucionarios, de manera que incluso se adherían a ellos. Muchos de sus representantes en los Estados Generales habían apoyado, por ejemplo, el Tercer Estado, en la famosa reunión del 23 de junio del 1789, negándose a obedecer la orden de disolución y realizando de esa forma el primer acto formal de rebelión, que conduciría a la Asamblea Nacional, marcando así el comienzo de la Revolución2. Aún más representativo fue el apoyo casi unánime dado por el clero, en agosto de ese año, a la decisión de abolir los privilegios feudales, con todas las consecuencias, incluso muy desagradables, que eso implicaba para la organización eclesiástica, incluida la supresión de los diezmos. En esa misma línea, la votación de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, del 26 de agosto de 1789 no había suscitado objeciones especiales de parte de los católicos. Más aún, fue el obispo de Autun, el habilísimo Charles-Maurice de Talleyrand, quien sostuvo, hasta hacerlo aprobar en la Asamblea de noviembre de ese mismo año, un decreto por el que todos los bienes eclesiásticos pasaban a disposición del Estado, de tal forma que debía ser el mismo estado el que asumiera los costes del culto religioso y de la asistencia a los pobres. Sin embargo, los desarrollos posteriores de la política eclesiástica de la Revolución implicaron una serie de procedimientos que crearon gra2. Algunos sostienen incluso que es el día 23 de junio el que debería haberse convertido en fiesta nacional francesa y no el 14 de julio, aniversario de la toma de la Bastilla. Pero resulta necesario que se tenga en cuenta el poder de los símbolos. En sí misma, la toma de la Bastilla fue un acto de poca importancia, porque los prisioneros allí encerrados, a quienes liberó el levantamiento popular eran sólo siete; pero en aquella ocasión se dieron las primeras víctimas en los enfrentamientos con el ejército y, por eso, aquel episodio se convirtió en símbolo de la Revolución.
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ves dificultades para la iglesia francesa. En primer lugar, fueron suprimidas las órdenes religiosas (23 de febrero de 1790); después se decretó la «constitución civil del clero» (12 de julio), lo que en la práctica significaba la transformación del clero en personal asalariado dependiente del Estado, con párrocos y obispos elegidos por los ciudadanos (católicos o no católicos), conforme a los criterios de las leyes electorales basadas sobre el censo; se introdujo, en fin, la obligación del juramento de fidelidad a la Constitución (27 de noviembre), procedimiento que dividió al clero francés entre los así llamados constitucionales (obispos y sacerdotes que prestaron el juramento prescrito) y los así llamados refractarios, es decir, aquellos que se negaron a hacerlo (y estos fueron la mayoría). Pío VI, tras muchas incertidumbres y quizá con demasiado retraso, tomó al fin una postura, con el breve Cum populi et Charitas de la primavera de 17913, condenando la legislación eclesiástica de los revolucionarios y la constitución civil del clero y declarando, además, que aquella parte de la iglesia francesa que había jurado fidelidad a la Constitución era cismática. Sin embargo, no supo distinguir, en contra de lo que había sugerido un cierto número de obispos franceses, entre los principios indiscutibles en un plano religioso y lo que pertenecía a la esfera civil que, sin duda, podía ser de algún modo aceptado o, si fuera el caso, también combatido pero que, al menos, podía ser siempre discutido. De esa manera, Pío VI condenó las decisiones de la Asamblea Constituyente de un modo general, incluyendo en esa condena hasta la Declaración de los derechos del hombre, que en realidad constituye –como se puede hoy bien decir, después de dos siglos– la herencia más positiva que la Revolución dejó a la historia de Occidente. Aquella condena crearía por largos decenios una hendidura o separación profunda entre el mundo católico y las fuerzas que había llevado a la Revolución. Mientras tanto, la situación en Francia se precipitaba. El clero refractario empezó a ser perseguido, con deportaciones de miles de sacerdotes e incluso con ejecuciones en masa, como sucedió en las masacres de septiembre de 1792, en París. Se llegó después a la ejecución del rey Luis XVI en la guillotina, en enero de 1793 y a los decretos de la Asamblea con los que en noviembre de ese mismo año fue abolido oficialmente el cristianismo e instituido el culto a la Razón y a la Naturaleza (a lo que más tarde se unió el deísmo y el teofilantropismo). 3. Bullarii cont., 6, 3, Prati 1845, pp. 2323-2333.
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A consecuencia de estos acontecimientos, fueron creciendo en los Estados Pontificios los sentimientos antirrevolucionarios, que desembocaron incluso en desórdenes en contra de algunos franceses que desarrollaban una acción de propaganda en Roma. Esto condujo, tan pronto como se presentó ocasión para ello, a la ocupación parcial del territorio pontificio por parte de las tropas del general Napoleón Bonaparte el año 1796. El año siguiente, con la paz de Tolentino, Pío VI se vio obligado a renunciar a amplias porciones del Estado y a pagar un cuantioso tributo, que incluía algunas obras de arte y centenares de manuscritos preciosos de la Biblioteca Vaticana. Pero la misma existencia de un Estado monárquico, gobernado por el jefe de la Iglesia, constituía un desafío para los revolucionarios republicanos: era como un objetivo que se debía abatir, lo mismo o más que otros regímenes que a los ojos de los revolucionarios eran tiránicos. Se llegó de esa manera, tras desórdenes provocados por los jacobinos franceses, a un hecho de aquellos que marcan una época: el 15 de febrero Roma fue ocupada por el ejército francés y se proclamó la República Romana, declarando que el papa quedaba depuesto. Era el fin, aunque provisional, del Estado de la Iglesia. Pío VI, ya octogenario, no había querido abandonar Roma, pero fue obligado por los acontecimientos, teniendo que retirarse al Gran Ducado de Toscana, que en aquel momento era aún independiente. Fue primero a Siena y después a la Cartuja del Galluzo, en Florencia, de donde los franceses, que mientras tanto habían ocupado Toscana, lo llevaron prisionero a Grenoble y al fin a Valence. Llegó allí gravemente enfermo, en julio de 1799, y murió algunas semanas más tarde. Terminaba de esa forma el pontificado más largo que hasta entonces se había conocido, de más de veinticuatro años, y ciertamente uno de lo más dramáticos de la historia. Parecía que el papado había sido verdaderamente aniquilado. El pontífice había muerto en la prisión, su dominio temporal había sido suprimido, Roma se hallaba ocupada por las tropas revolucionarias, la organización eclesiástica se estaba disolviendo en muchas partes de Europa, la Iglesia entera se hallaba alejada de la vida social y cultural: estos eran hechos de extraordinaria importancia y no se podía entrever una salida posible. De un modo particular, no parecía que existiese un futuro para el “papismo”, es decir, para aquel «sistema papal» de gobierno central de la Iglesia que parecía destinado a ser sustituido por un «sistema episcopal», con una iglesia parcelada en diversas unidades regionales o nacionales, cada una con su propia fisonomía y con sus
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propias relaciones con el poder civil, conforme a las viejas aspiraciones del galicanismo. No eran pocos los que pronosticaron que no habría ya papa ninguno después de aquel Pío, que había sido “el VI y el último”. Y, sin embargo, precisamente el mismo año de la muerte del pontífice, el monje camaldulense Mauro Cappellari (futuro papa Gregorio XVI) publicó un libro con el título que parecía estar en abierto contraste con la realidad, de ningún modo “triunfal”, que estaba viviendo la iglesia: Il trionfo della Santa Sede e della Chiesa contro gli assalti dei novatori (El triunfo de la Santa Sede y de la Iglesia contra los asaltos de los innovadores). En este libro sostenía, entre otras cosas, la visión de una Iglesia fundada sobre el primado y sobre la infalibilidad del papa, de una Iglesia destinada a superar con su inmutabilidad las transformaciones de los tiempos. Pero se trataba sólo de un libro. La realidad, con Pío VI muerto en prisión, era verdaderamente crítica y fue el sacro colegio cardenalicio, depositario del derecho-deber de elegir al pontífice, el que tomó la iniciativa de reunirse en cónclave, por impulso del cardenal decano, Juan Francisco Albani, y sobre la base de una legislación que podríamos llamar de emergencia, que había promulgado Pío VI en sus últimos años. La bula Christi Ecclesiae regendae munus, del 3 de enero del 17974, había concedido de hecho que, cuando existieran dificultades, la mayoría de los cardenales habría podido decidir un lugar de reunión para el cónclave diverso de aquel que estaba previsto, en Roma o en la localidad donde muriera el pontífice. Se trataba de una norma ciertamente útil, pero los nuevos e inesperados acontecimientos, sobre todo la deportación del papa, habían mostrado que era insuficiente, incluso por la dificultad de recoger, en circunstancias de ese tipo, el parecer de la mayoría de los cardenales acerca del lugar en que debería celebrarse el cónclave. Pío VI había ofrecido más tarde, con la bula Cum nos superiori anno, fechada en la Cartuja de Florencia el 13 de noviembre de 17985, unas normas ulteriores para facilitar la elección posterior del papa: el decano del colegio cardenalicio, junto a tres o cuatro cardenales, determinaría el lugar y tiempo del cónclave y, en la hipótesis de que hubiera diversos grupos de cardenales reunidos, el derecho de elección lo tendrían aquellos cardenales que se reunieran en mayor número en el territorio de un Estado católico; esta norma se había dado para evi4. Ibíd., pp. 2976-2978. 5. Ibíd., pp. 3097-3101.
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tar el peligro de una elección doble y, por tanto, de un cisma. En la misma bula se concedía a los cardenales la posibilidad de discutir, incluso antes de la muerte del papa, sobre las circunstancias (aunque no sobre las personas) del cónclave que debía celebrarse después, se confirmaba la necesidad de la mayoría tradicional de los dos tercios de los votos y se insistía en el hecho de que los electores debían ser bien conscientes de su deber y de su responsabilidad. El cónclave se organizó según esas normas, tres meses después de la muerte de Pío VI, en el monasterio benedictino de San Giorgio de Venecia, en un territorio que estaba bajo control austriaco y, por tanto, en un Estado católico que además se hallaba seguro contra las intromisiones de los temidos ejércitos revolucionarios franceses. A pesar de la urgencia y del carácter dramático de la situación, las discusiones se alargaron durante tres meses y medios. El favorito era obviamente el candidato de los austriacos, los cuales habían presentado también numerosos “vetos”, pero la acción de secretario del cónclave, Ercole Consalvi, fue conduciendo gradualmente a los cardenales a que se pusieran de acuerdo en torno a la figura del obispo de Imola, el monje benedictino y cardenal Barnaba Chiaramonti. Eran muchos los obstáculos que se oponían a su elección: su edad relativamente joven (tenía cincuenta y ocho años), sus estrechos lazos con la familia del pontífice anterior, las sospechas de tendencias jansenistas que acompañaban a todos los benedictinos, una supuesta simpatía a favor de Napoleón y, no en último lugar, el recuerdo de un memorable sermón en el que, doce años atrás, había sostenido que debíamos someternos a la autoridad constituida, desconcertando además a los conservadores al afirmar que, haciéndonos de verdad cristianos, seríamos también buenos demócratas6. Pero su aguda capacidad de discernimiento, su apertura mental (en su biblioteca se encontraba incluso la Encylopédie, el monumento de la cultura laica de los ilustrados), unida a una visión realista de la situación política general, su capacidad de mantener con firmeza las cosas importantes, dejando a un lado las otras, acabaron por convencer a la mayoría de los purpurados. El 14 de marzo de 1800 fue elegido el cardenal Chiaramonti y tomó el nombre de Pío VII (1800-1823). 6. «Sì, miei cari fratelli, siate buoni cristiano e sarete ottimi democratici» (“Sí, mis hermanos carísimos: sed buenos cristianos y seréis óptimos demócratas”), texto que ha sido citado también en V.E. Giuntella, La religone amica della democazia. I cattolici democratici del triennio rivoluzionario (1796-1799), Roma 1990, p. 289.
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Mientras tanto, en Francia habían cambiado las cosas. La Revolución había dejado paso al general Bonaparte, quien, a consecuencia del golpe de estado del 18 brumario (9 de noviembre) de 1799 había asumido el título de Primer Cónsul. Entre sus primeras decisiones significativas se encuentra la abolición de la fiesta por la ejecución del rey Luis XVI y la celebración de un oficio fúnebre por la muerte de Pío VI. La indiferencia básica de Napoleón en materia religiosa le permitía no oponerse a la Iglesia por motivos ideológicos, en contra de lo que habían hecho en cambio los revolucionarios anteriores, y le capacitaba para valorar las posibles ventajas que podían nacer de la religión, entendida como medio de pacificación social e instrumento de legitimación de su poder. Por otra parte, el interés de Pío VII por recuperar a los católicos franceses y por la recomposición de la Iglesia estaba muy por encima de la pretensión de apoyar a la monarquía ya caída de los borbones (algo que, en cambio, quería con gran fuerza el clero francés que había emigrado); desde esta perspectiva, dejó a un lado las estériles reivindicaciones legitimistas y buscó más bien la forma de aceptar de la herencia revolucionaria todo lo que en ella hubiera de constructivo y aceptable. Las diversas pero convergentes visiones pragmáticas de la situación de esos dos hombres nuevos condujo a un acontecimiento extraordinario, simplemente impensable sólo algunos años atrás: el 15 de julio del 1801, tras arduas tratativas, la Santa Sede firmó un concordato con Francia7. Para Napoleón aquello constituía el reconocimiento deseado que legitimaba la nueva República francesa, poniéndola sobre el mismo plano institucional de los otros Estados soberanos cristianos; para Pío VII era un reconocimiento implícito e inesperado del primado del papa, a quien el concordato tomaba como único representante de la Iglesia universal, como única autoridad capaz de impulsar una reestructuración del orden eclesial que se hallaba desmantelado. El concordato ofrecía también la posibilidad de que se diera un renacimiento del catolicismo francés. La religión católica venía declarada de hecho como religión de la mayoría del pueblo francés y se le reconocía el derecho de ejercer públicamente sus funciones. La Iglesia renunciaba a todos los bienes que habían sido secularizados durante la revolución, pero el Estado se comprometía a mantener al clero. Todos los obispos en el cargo que hubiesen jurado (la “cons7. El texto, en latín y francés, se encuentra en A. Mercati (ed.), Raccolta di concordati su materie ecclesiastiche tra la Santa Sede e le autorità civili, I: 1098-1914, Città del Vaticano 1954, pp. 561-565.
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titución civil del clero”) debían dimitir y se diseñaría de nuevo la organización de la estructura eclesiástica en Francia, conforme a un acuerdo entre la Santa Sede y la República Francesa, con la institución de nuevas diócesis cuyos obispos serían nombrados por el Primer Cónsul, pero cuya investidura canónica, necesaria para su ejercicio episcopal, correspondía al papa. Terminaban así también las reivindicaciones del galicanismo que a lo largo de siglos había buscado la independencia de los obispos franceses respecto del papa y de la nación francesa respecto de Roma. Se trataba, sin embargo, de un equilibrio momentáneo y bien pronto las expectativas de una parte y de otra tuvieron que chocar, de un modo ineluctable. El concordato permanecerá en vigor durante más de un siglo, aunque Napoleón intentó influir muy pronto en su aplicación práctica, introduciendo algunos “artículos orgánicos” contra los que Pío VII protestó en vano. En el año 1804, contra el parecer de sus consejeros, el papa se trasladó incluso a París, con la esperanza, no cumplida, de obtener la restitución del Estado de la Iglesia, ocupado por los franceses, y de lograr una aplicación más favorable del concordato. En aquella ocasión presenció la autocoronación de Napoleón, que quería presentarse como un nuevo Carlomagno (y con el mismo propósito se coronaría también en el año 1805 como Rey de Italia, con la corona de hierro de los lombardos). Napoleón habría querido mantener a Pío VII bajo su control en Francia, pero tuvo que renunciar a la idea, porque el papa había redactado ya un documento de abdicación para el caso de que estuviera en la imposibilidad de retornar libre a Roma. Napoleón tuvo que consentir, por tanto, en que volviera a su sede, porque en el caso contrario habría tenido prisionero sólo a un expapa. Las relaciones entre emperador y pontífice se fueron ulteriormente deteriorando: el primero impuso y obtuvo la dimisión del cardenal Consalvi de la Secretaría de Estado y el segundo se negó a apoyar el bloqueo continental contra Inglaterra y se opuso sistemáticamente a todas aquellas medidas que consideraba intrusiones en el campo religioso. Los franceses ocuparon nuevamente Roma, hasta aniquilar aquello que quedaba del Estado Pontificio. En fin, la noche entre el 5 y el 6 de julio de 1809, Napoleón hizo asaltar el Quirinal y arrestar al papa, que fue trasladado como prisionero a la fortaleza de Savona. Los intentos de plegar la resistencia del papa (su negativa a conferir la institución canónica a los candidatos episcopales nombrados por Napoleón estaba creando un aumento peligroso de sedes episcopales vacantes en Francia) se organizaron de diversos modos: fueron “degradados” algunos cardenales (a
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quienes se llamó cardenales negros, porque les estaba prohibido llevar vestidos rojos); se convocó un concilio del Imperio, presidido por el cardenal Fesch, tío de Napoleón; y, en fin, el papa fue trasladado a Fontainebleau y se le impuso la firma de un nuevo concordato (que Pío VII retractó después de algunas semanas)8. La prisión del papa acabó sólo en la primavera de 1814, cuando las derrotas militares obligaron a Bonaparte a dejar en libertad al pontífice, pocas semanas antes de que los ejércitos enemigos entraran victoriosos en París. El comportamiento de resistencia valerosa de Pío VII frente a Napoleón había hecho crecer la autoridad moral y el prestigio internacional del papado. El cardenal Consalvi, nombrado otra vez Secretario de Estado, participó en el Congreso de Viena (donde los vencedores intentaron conseguir que Europa volviera a la situación prerrevolucionaria) y obtuvo la reconstitución del Estado Pontificio. Signo de la autoridad reconquistada por la Iglesia fue también la decisión de considerar desde entonces a los Nuncios de la Santa Sede como decanos de los cuerpos diplomáticos. Según eso, el papado no sólo había sobrevivido a aquella que ha sido definida como la “tempestad revolucionaria y napoleónica”, sino que había reconquistado una función de guía y se encontraba en situación de ponerse a la cabeza de un renacimiento espiritual de los católicos de Europa. Podían advertirse de hecho muchos signos del despertar religioso, que ya durante el régimen napoleónico habían tomado forma en las iniciativas de nuevas o renovadas congregaciones y asociaciones, en la actividad pastoral de obispos y párrocos y también en la publicación de obras como El genio del cristianismo, con la que el gran escritor Chateaubriand había contribuido a la presencia del catolicismo en el ambiente culto de Europa, poniendo de relieve sus aspectos positivos, de gran fuerza y fecundidad no sólo espiritual, sino también cultural y removiendo los prejuicios del siglo XVIII que lo habían presentado como causa de barbarie y mediocridad. Pío VII no se sustrajo a estos nuevos retos y los últimos años de su largo pontificado pusieron las bases para una renovación espiritual de la Iglesia, a pesar de que algunas de sus decisiones (como la reconstrucción de la Compañía de Jesús en el 1815 o la renovación de la condena de la masonería en el 1821) fueron considerada por muchos de sus con8. El así llamado “concordato de Fontainebleau” del 23 de enero de 1813 y la carta de retractación del 24 de marzo están publicados en Ibíd., pp. 579-585.
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temporáneos, para los cuales los veinte años de revolución y de régimen napoleónico no habían pasado en vano, como indicios de una mentalidad de restauración. De singular importancia fue además, como es obvio, la reconstitución del Estado Pontificio, que volvía a situar al papa ante todas las cuestiones vinculadas al dominio temporal. No se trataba, sin embargo, sólo de un problema político, ligado a la gestión de un territorio. La discusión sobre la legitimidad y sobre las formas de un poder temporal del papa, discusión obviamente complicada por las presiones de los movimientos románticos europeos y por las nacientes tensiones nacionales del resurgimiento italiano, seguirán agitando por largo tiempo la conciencia de los católicos y sólo encontrarán su solución un siglo más tarde. Tras la derrota de Napoleón, el papa Pío VII, de ánimo generoso y valiente, había recibido en Roma a los parientes de su perseguidor, que buscaban un refugio que en otras partes se les negaba. Les dio protección y alojamiento en un palacio que se abre hacia lo que actualmente es la Piazza Venezia y todavía puede divisarse allí la terracita, protegida por una cobertura, que les permitía mirar hacia el exterior sin ser vistos ni molestados desde fuera. Aquella terracita, que es signo de la magnanimidad de un papa, me parece también signo de una fuerza extraordinaria. Al fin, la Revolución había pasado y paradójicamente el papado había salido reforzado de ella, y estaba destinado a que su propia posición institucional creciera en el interior de la Iglesia. Por extraño que pueda parecer, fue precisamente la Revolución francesa la que preparó el terreno para aquel proceso que conduciría, con el Concilio Vaticano I, en el 1870, a la plena y definitiva victoria del “papismo” frente a cualquier otro tipo posible de estructuración eclesiástica. Lo había hecho suprimiendo para siempre aquel orden político y social que en la edad del absolutismo y de antiguo régimen había constituido la base de las pretensiones de independencia de los obispos y de las iglesias locales respecto del papa de Roma. Incluso la tan discutida “constitución civil del clero” había sido la concreción, ciertamente radicalizada, de ideas que se habían originado en el episcopalismo y en la Iglesia de Estado como modelos alternativos al papismo romano. Removiendo desde los fundamentos los obstáculos y anulando todo otro tipo posible de poder dentro de la Iglesia, la Revolución francesa y Napoleón, ciertamente sin quererlo, habían abierto el camino que conduciría a la definición del dogma de la infalibilidad magisterial del papa y al crecimiento de su primado jurisdiccional.
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Recapitulación cronológica del capítulo PAPAS Pío VI (Juan Ángel Braschi), 15, 22.2.1775 – 29.8.1799 Pío VII (Luis Barnabà Chiaramonti), 14, 21.3.1800 – 20.8.1823
ACONTECIMIENTOS Y DOCUMENTOS 1797 Bula Christi Ecclesiae regendae munus 1798 Bula Cum nos superiori anno
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En los espléndidos salones del palacio del Quirinal, que volvió a ser residencia papal, y en el tranquilo silencio de sus jardines, se tuvo a la muerte de Pío VII, en el 1823, un cónclave borrascoso y difícil. Hacía ya casi cincuenta años que los cardenales no se reunían en Roma para elegir un papa: la última vez había sido en el 1774-1775 y los acontecimientos que habían sucedido desde entonces habían modificado enteramente toda Europa. Los cardenales se hallaban divididos en dos corrientes, que habían quedado ya claras en el cónclave de Venecia del 1799, la de los “celosos” y la de los “políticos”. Los primeros deseaban una restauración completa de la situación que había precedido a la Revolución y acusaban a los segundos diciendo que se habían rendido excesivamente a las grandes potencias, pues interpretaban así la política concordataria1. Por el contrario, los segundos, que tenían como representante máximo al cardenal Consalvi, pensaban que se debía buscar una adaptación a las nuevas condiciones políticas y sociales, siempre que fuera compatible con lo que permite la doctrina católica. Tras algo más de un mes de discusión, 1. La política concordataria, que era realista y quería dar una base jurídica, reconocida por las leyes de los varios Estados, a la presencia y actividad de la Iglesia, había sido guiada e impulsada en los años precedentes sobre todo por el Cardenal Secretario de Estado, Consalvi, a quien sus adversarios acusaban, por eso, de ser de tendencias liberales. Entre otros, se habían celebrado concordatos con Baviera en el año 1817 y con Nápoles en el 1818; se habían tomado acuerdos con la Rusia ortodoxa en el 1818 y con la Prusia protestante en el 1821. Cf. A. Mercati (ed.), Raccolta di concordati su materie ecclesiastiche tra la Santa Sede e le autorità civili I: 1098-1914, Città dal Vaticano 1954, pp. 591-666. Son interesantes las Memorie del card. Consalvi, publicadas por M. Nasalli Roca, Roma 1950.
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fue elegido Annibale della Genga, León XII (1823-1829), representante de los “celosos”. Su elección, realizada después del “veto” de la corte imperial de Viena contra el cardenal Severoli, que el cardenal Albani formuló en el cónclave, pareció constituir una reacción en contra del papado precedente, desde una perspectiva política. Entre los primeros gestos de León XII se encontraron de hecho el alejamiento de Consalvi del cargo de Secretario de Estado y la introducción de medidas conservadoras e incluso reaccionarias y policiales en la gestión del Estado. Pero pasado algún tiempo el papa empezó a consultar sistemáticamente, en secreto, al antiguo Secretario de Estado; esto le llevó a una política más realista y moderada, pero no impidió un progresivo deterioro de las condiciones económicas y sociales, que dieron como resultado el hecho de que las regiones administradas por el pontífice se encontraran entre las más atrasadas de Europa. Las contradicciones del pontificado de León XII, apretado entre la necesidad de la gestión política del Estado (gobernado de hecho del peor modo posible) y el deseo de poner en el centro de interés la renovación de la vida religiosa, estaban destinadas a mantenerse también en los años sucesivos. La elección de Pío VIII (1829-1830), el anciano Francesco Saverio Castiglioni, marcó un acercamiento más moderado a la administración del Estado, con la atenuación del odioso régimen policial, pero a su muerte se planteó de nuevo a los cardenales electores el problema de encontrar una solución al conflicto entre las dos tendencias: (1) la de los tradicionalistas, que no lograban encontrar más camino que el de la restauración; (2) y la de aquellos que pensaban que las nuevas circunstancias exigían una confrontación y un debate serio con el liberalismo naciente, una necesidad especialmente sentida en algunos ambientes católicos franceses e italianos. El cónclave, reunido en el Quirinal a la muerte de Pío VIII, concluyó, tras repetidos vetos de Viena y de Madrid y después de casi dos meses de discusiones, con la elección de un monje camaldulense, el cardenal Bartolomeo Alberto (en religión Mauro) Cappellari, que tomó el nombre de Gregorio XVI (1831-1846). A su pontificado se deben algunas importantes iniciativas, como la condena decidida de la esclavitud y de la trata de esclavos, la reorganización eficaz de las misiones en los países de fuera de Europa, el interés por la formación del clero y por la creación de una jerarquía eclesiástica indígena en los territorios de misión. Pero, desde otras perspectivas, se trató sin duda de un pontificado de orientación conservadora, en la línea de algunas ideas que el
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nuevo papa había expresado ya anteriormente como lo hemos recordado ya, en un libro (Il trionfo della Santa Sede e della Chiesa contro gli assalti dei novatori, El triunfo de la Santa Sede y de la Iglesia contra los asaltos de los innovadores) publicado hacía algunos decenios, cuando Pío VI se encontraba prisionero en Francia. En aquel libro había tomado una postura decidida en contra de la abolición del Estado de la Iglesia, sosteniendo la necesidad de la soberanía temporal de la Santa Sede, y había afirmado el carácter monárquico del papa, de quien defendía incluso la infalibilidad. Ideas de este tipo fueron expuestas de nuevo en la encíclica programática de su pontificado, la Mirari vos del 18322, en la que, siguiendo el surco ya trazado por León XII en la Ubi Primum3, condenó, de manera que hoy nos parece demasiado precipitada, algunas instancias y tendencias espirituales y políticas del tiempo (del siglo XIX). Sobrepasando en mucho los límites mantenidos por sus predecesores, Gregorio XVI condenó las doctrinas liberales, interpretadas como fruto del indiferentismo religioso de la edad de la Ilustración y expresó un juicio muy negativo incluso sobre la libertad de conciencia, considerada nociva, tanto para la Iglesia como para la sociedad civil. Esa actitud de encerramiento y de condena global respecto a todas las teorías innovadoras, que venían a juzgarsse peligrosas en sí mismas, actitud que se mantendría en los decenios posteriores, condujo quizá a criticar duramente el mismo primado petrino, incluso porque asumía temas que estaban fuera de su competencia, con el resultado de que durante gran parte del siglo se trazó una línea de demarcación rígida entre católicos y no católicos, con superposiciones y confusiones inevitables entre el plano espiritual y el religioso, entre el plano político y social. De esa forma recibieron un perfil ideológico incluso temas como la discusión sobre la introducción de los ferrocarriles, de la iluminación por gas en las calles y de los puentes colgantes, porque se juzgaban técnicas “modernas” y por eso mismo parecían signos peligrosos de “progreso”. La preocupación y el temor por los movimientos revolucionarios, tanto por los de tipo nacionalista, como el “risorgimento” italiano, como por los que tendían a una modificación radical de la forma de dirigir el Estado Pontificio (movimientos sistemáticamente reprimidos, incluso con la ayuda de las tropas francesas y austriacas), hacían que en la curia se viviera un clima de inquietud y una visión pesimista sobre los posi2. Bullarii cont., 19, Romae 1856, pp. 126-132. 3. Del 5 de Mayo de 1824, en Ibíd, 8, Prati 1854, pp. 53-57.
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bles desarrollos posteriores. Ese clima se reflejó también en la amplia legislación electoral publicada por Gregorio XVI, quien, especialmente coincidiendo con momentos de particular tensión política, fijó normas que se retenían como adaptadas para garantizar el desarrollo del futuro cónclave incluso en el caso de que debiera celebrarse en momentos de especial emergencia. En la bula Auctas undequaque, fechada el 1 de marzo del 1831, pero que no fue publicada4, se reguló la hipótesis de que el papa, obligado a dejar Roma, muriese fuera de la ciudad. En esa circunstancia, el cardenal decano u otros que aparecen indicados en el documento deberían elegir el lugar de la reunión del cónclave que se realizaría tan pronto como estuviera presente la mayoría de los cardenales. El año siguiente, 1832, en la bula Temporum quae nacti sumus, desarrolló también algunas normas sobre la hipótesis de que el papa muriese en Roma pero no fuera posible desarrollar el cónclave en la ciudad. Las preocupaciones del pontífice debían ser aún mayores cuando el 26 de octubre de 1837, en la bula Teterrimis, aprobó un procedimiento totalmente nuevo, que introducía modificaciones significativas en la tradición. Se trata de normas que nunca fueron aplicadas, pero que merece la pena evocar. A la muerte del papa, cinco cardenales (el vicario de Roma, el camarlengo y los tres primeros de cada uno de los órdenes cardenalicios: de los obispos, presbíteros y diáconos) deberían reunirse ante todo para decidir si se aplicaban o no las nuevas leyes. En caso afirmativo, habrían podido proceder inmediatamente a la elección, aún antes de que se celebraran los funerales por el pontífice difunto (praesente cadavere). En ese caso, los otros cardenales presentes tendrían que adherirse a la elección de los cinco colegas. Para ser válida, la elección habría requerido la mayoría cualificada tradicional de los dos tercios sólo en los primeros dos escrutinios. En el tercero sería suficiente una mayoría simple de votos. Este procedimiento preveía la posibilidad de que bastaran sólo tres cardenales para elegir un papa (esos tres formarían la mayoría de los cinco obligatoriamente prescritos). La superposición de las disposiciones electorales y el peligro de crear confusiones impulsaron, en fin, a Gregorio XVI a publicar un nuevo 4. El texto de esta bula y de otros documentos procedentes de Gregorio XVI en materia de cónclave permanecieron secretos, es decir, no fueron publicados y no están incluidos por lo tanto en el Bullarium Romanum. Existe copia de ellos en dos volúmenes conservados en el Archivo Secreto Vaticano y han sido presentados por G. MARTINA, Pio IX (1846-1850), Roma 1974, p. 53 y notas 11, 81, 82.
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documento, la bula Ad supremam, datada el 1 de noviembre de 1844, donde se abrogaban las precedentes y se organizaba de nuevo toda la materia. Allí se preveía que, en el caso de que el papa muriera en Roma, los cardenales presentes habrían podido proceder a la elección del sucesor incluso sin encerrarse en un verdadero cónclave y sin esperar la llegada de los cardenales lejanos; esa bula reintroducía después la mayoría de los dos tercios de los presentes, sin la cual la elección no habría sido válida. En la hipótesis de que el pontífice muriera fuera de Roma, deberían aplicarse en cambio las normas previstas en la Cum nos superiori anno, publicada por Pío VI el año 1798: la elección podrían realizarla aquellos cardenales que estuvieran reunidos en mayor número, en cualquier lugar, con tal de que el elegido obtuviese lo dos tercios de los votos. Gregorio XVI murió en Roma, pero los cardenales decidieron no utilizar la facultad de proceder inmediatamente a la nueva elección y esperaron por algunos días la llegada de los otros colegas. El cónclave se reunió una vez más (y esta fue la última) en el palacio del Quirinal, con la participación de cincuenta cardenales, sobre un total de sesenta y dos; estaban ausentes los ocho electores no italianos y algunos otros. La discusión, como resulta imaginable, estuvo totalmente dedicada a la problemática política vinculada a la gestión del Estado Pontificio. La parte más intransigente, que estaba vinculada con la política austriaca del emperador Fernando I y del primer ministro Metternich, sostenía la candidatura del cardenal Lambruschini quien, en su calidad de Secretario de Estado, había sido el principal artífice de la política de inmovilismo y de represión policial de los últimos años de Gregorio XVI. La parte más moderada del colegio cardenalicio, que deseaba reformas en el plano administrativo y constitucional, teniendo en cuenta el veto austriaco en contra del cardenal Bernetti, que era su representante principal, sostenía, en cambio, la candidatura del cardenal Giovanni Mastai Ferretti, obispo de Imola, de quien se suponía que era capaz de dialogar con los ambientes liberales, un hombre al que se apreciaba por sus actitudes tolerantes y que, en el pasado, se había mostrado favorable a la introducción de algunas reformas moderadas. El cónclave fue rapidísimo, como no se veía desde hace mucho tiempo: bastaron sólo dos días y cuatro escrutinios para que Mastai Ferretti se convirtiera en el papa Pío IX (1846-1878). Fue un pontificado de los más complejos y con su duración de casi 32 años fue también el más largo de la historia. La valoración que los historiadores, no sólo los italianos, han hecho de este pontífice ha estado siempre muy condicionada
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por el entrecruzamiento de los acontecimientos que acompañaron el nacimiento del Estado unitario de Italia. No es rato que los juicios positivos o negativos se deriven de la manera más o menos favorables de interpretar el comportamiento de Pío IX en relación con el movimiento del risorgimento, es decir, del resurgimiento nacional italiano. Los primerísimos años del pontificado suelen interpretarse habitualmente como años de apertura particular desde varias perspectivas: desde una perspectiva política (por la concesión de una amnistía a los prisioneros políticos y por la simpatía que manifestó hacia el movimiento nacional italiano), administrativa (por algunas reformas como la constitución del Consejo de Estado y de la Ciudad, en la que estaban también presentes los laicos) y económica (por la decisión de permitir la construcción de los ferrocarriles). Se trató en realidad de intervenciones mínimas, pero, en aquella situación particular, crearon en los contemporáneos un clima de entusiasmo popular y suscitaron esperanzas que fueron mucho más allá de los deseos del mismo pontífice, haciendo así posible que se difundiera la impresión, o más bien el mito, de un “papa liberal”, una impresión que venía alimentada por los mismos círculos innovadores, por motivos propagandísticos. De esa manera se supervaloró la opinión de que el nuevo pontífice estaba dispuesto a participar, de un modo pleno, en el proceso de formación del nuevo estado nacional italiano, y que lo haría incluso muy pronto, y que, conforme a los auspicios del movimiento neogüelfo, estaba dispuesto a asumir la dirección de ese Estado, que tendría una estructura federal. En marzo del 1848, dos decisiones del papa suscitaron gran pasión: (1) la decisión de permitir que, desde los Estados Pontificios, salieran tropas voluntarias para sostener al ejército piamontés en la “guerra de liberación” de Italia (2) y la concesión de una constitución parlamentaria (para el Estado Pontificio). Pero luego suscitó también una desilusión muy grande su famosa Alocución del 29 de abril del mismo año, en la que declaraba que no participaría en ninguna guerra contra Austria, que consideraba que ello resultaba irreconciliable con la misión universal del papado. Los acontecimientos que siguieron fueron traumáticos para la opinión pública internacional, pero sobre todo para el papado. Una gestión moderadamente liberal del gobierno acabó en el fracaso cuando, en el mes de noviembre, fue asesinado el primer ministro Pellegrino Rossi. Además, pocos meses más tarde, Pío IX se vio obligado a abandonar Roma, para residir en Gaeta, en el Reino de las dos Sicilias, bajo la protección de los Borbones. Al comienzo de 1849, una asamblea constituyente proclamó
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la República romana y el papa sólo pudo volver a la ciudad después de haberla reconquistado por medio de las tropas francesas el mes de abril del año siguiente. A partir de entonces, especialmente por obra del Secretario de Estado, Giacomo Antonelli, uno de los últimos cardenales laicos5, se instauró un régimen de tipo absolutista y paternalista, que los contemporáneos juzgaron decididamente reaccionario. Sin embargo, unos análisis más atentos han mostrado que el esquema historiográfico que supone que hubo un cambio que llevó de un papa “liberal” a un papa “reaccionario” no logra reflejar bien el de acercamiento de Pío IX hacia los acontecimientos políticos y de gobierno. Pío IX miró siempre hacia esos acontecimientos con una cierta distancia, convencido de que los problemas de tipo político se resolverían por intervención sobrenatural; además, para él, los aspectos religiosos y eclesiales de su misión resultaban mucho más importantes Sea como fuere, los años de su pontificado estuvieron marcados por un hecho político que marca época en la historia del papado: el fin de su poder temporal. El proceso de unificación italiana había llevado gradualmente a una sensible disminución de los territorios del Estado Pontificio, que el año 1860 quedaba ya prácticamente reducido a la región de Lacio, defendida por tropas francesas. Tan pronto como lo permitieron las circunstancias internacionales, con Francia en guerra contra Prusia, el ejército italiano procedió a la ocupación militar de Roma, después de una resistencia simbólica (como había querido Pío IX) de las tropas pontificias en la Porta Pía de Roma. Era el martes 20 de septiembre de 1870, fecha que por decenios ha representado simbólicamente una gran victoria o una gran derrota, según el punto de vista que se tome. Algunos meses más tarde se promulgó en Italia una ley, llamada de las Guarentigie (Garantías), por la que se aseguraban al papa la inviolabilidad de su persona, algunas prerrogativas soberanas, la plena libertad en el despliegue de su ministerio y el uso (no la propiedad) de los palacios del Vaticano y de Letrán, con una renta anual. Sin embargo, estas disposiciones no fueron aceptadas por Pío IX que, en signo de desacuerdo, no salió más del Vaticano, declarándose “prisionero”. La dificultad de esa situación 5. Giacomo Antonelli fue nombrado cardenal en junio de 1847. El último cardenal laico fue el jurista romano Teodolfo Mertel, uno de los autores del Estatuto del Estado Pontificio, nombrado cardenal por Pío IX en marzo de 1858 y ordenado diácono en mayo del mismo año. Sobre el significado de la expresión “cardenal laico” cf. cap. IX, nota 17.
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tuvo también repercusiones directas en la falta de participación de los católicos italianos en la vida política, pues la Iglesia había prohibido de hecho toda colaboración con aquel poder al que la curia romana siguió llamando por decenios el “gobierno piamontés”, del que se decía que había usurpado los derechos legítimos del pontífice, privándole de sus territorios con la fuerza de las armas. Los acontecimientos políticos no deben hacer olvidar otros aspectos de un pontificado que fue muy rico en iniciativas, por ejemplo, en el ámbito misionero, en la organización eclesiástica de muchos países, en los concordatos estipulados con varios estados europeos y americanos, en el incremento de las visitas ad limina de los obispos y en el sostenimiento de innumerables formas de asociacionismo católico, que surgieron en varias partes de Europa. La obra de reforma de la Iglesia que ello implicaba fue concebida siempre por Pío IX como una reforma desde arriba, con una desconfianza subyacente hacia todas las propuestas que implicaran una función más activa por parte de los simples fieles. Por este comportamiento, el pontífice se identificó también plenamente con las expectativas de un importante movimiento que se había desarrollado en Francia y Alemania, desde la primera mitad de ese siglo, a favor y para sostén de la Iglesia romana, que se hallaba ultra montes (más allá de los montes, Alpes) y que por eso se llamó ultramontanismo. Se trataba de una tendencia de pensamiento que proclamaba el primado absoluto del papa, tanto desde el punto de vista dogmático como jurisdiccional. En sus aplicaciones políticas se oponía al hecho de que las iglesias nacionales dependiesen de los Estados y en la vida eclesiástica propugnaba la necesidad de un centralismo jerárquico en torno a la figura del pontífice. Pío IX impulsó sistemáticamente el proceso de centralización eclesiástica con una concentración progresiva y creciente de los poderes del papa y con una pérdida consiguiente de la autonomía del episcopado. Por otra parte, su contribución a la afirmación del ultramontanismo de la Iglesia tuvo también otro aspecto muy significativo: el reforzamiento, por así decir, emocional de los lazos de los católicos con Roma y con la persona misma del papa, lazos que venían facilitados por la calidad humana y por la fascinación personal del papa. Era un hombre lleno de celo pastoral, de gran espontaneidad; estaba dotado de un gran sentido del humor y de una gran capacidad de contacto, era de carácter conciliador y suscitaba casi siempre sentimientos de simpatía en aquellos que se relacionaban con él. Alcanzó así una popularidad y una
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devoción que no tenían precedente en la época moderna, de tal manera que en aquellos años se desarrolló la idea de la peregrinación a Roma, para ver al papa, y no sólo para orar sobre la tumba de San Pedro, como siempre se había hecho. Las manifestaciones de apoyo a Pío IX crecieron aún mucho más cuando él fue percibido por los católicos de todo el mundo como un mártir, a causa de las circunstancias políticas ligadas a la pérdida de los Estados Pontificios. Pero ¿quién era el papa? Para definir de una forma aún más precisa su figura contribuyeron también, de manera significativa, en el curso de los siglos, algunos desarrollos teológicos y dogmáticos que alcanzaron su punto álgido en las declaraciones del Concilio Vaticano I, pero que estuvieron precedidos por un documento muy importante, el Sílabo (Syllabus), publicado en diciembre de 1864, como anejo a la encíclica Quanta cura6, en el que se presentaba una lista con aquellos que parecían ser los principales errores del tiempo (errores que habrían conducido a una concepción inexacta de la Iglesia y de sus relaciones con la sociedad civil) y se recomendaba al episcopado que se dedicara con celo pastoral a la enseñanza de la verdad cristiana. El Sílabo era fruto de un trabajo, que había durado más de diez años, de diversas comisiones que Pío IX había formado desde 1852 con la misión de evaluar la hipótesis de condenar de una manera explícita aquellos que se consideraban como los errores de la sociedad moderna, en los campos de la fe y de la moral. Esas comisiones se habían ocupado ya del estudio de la formulación del dogma de la Inmaculada Concepción (proclamado en 1854), dogma en el que venían reafirmados algunos aspectos sobrenaturales del catolicismo, como los relacionados con el pecado original, con la gracia y con la salvación. Conforme a la versión finalmente publicada, el Sílabo condenaba 80 afirmaciones, que se juzgaban erróneas, y en su conjunto constituía una reprobación de la civilización moderna y una confirmación del verticalismo papal7. 6. Pii IX Pontificis Maximi Acta, p. I, 3, Romae 1864, pp. 687-700. 7. El título completo del documento es Syllabus complectens praecipuos nostrae aetatis errores (“Sílabo o catálogo que recoge los errores principales de nuestro tiempo”). Las ochenta proposiciones condenadas se encuentran subdivididas en diez grupos, que merece la pena recordar: panteísmo, naturalismo y racionalismo absoluto (prop. 1-7), racionalismo moderado (8-14), indiferentismo y latitudinarismo o tendencia a igualar todas las religiones (15-18), socialismo, comunismo, sociedades secretas, sociedades bíblicas y sociedades de clérigos liberales (en este campo no se
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La publicación del documento suscitó reacciones y creó enfrentamientos. A la aprobación incondicionada de los ultramontanos respondió la dura condena de los liberales no católicos, que consideraron el documento como una especie de declaración de guerra del pontífice contra la cultura moderna. El Sílabo suscitó también la desilusión de los católicos liberales, que vieron totalmente desacreditado su intento de conciliar la pertenencia a la Iglesia con las ideas de libertad que se hallaban en la base del liberalismo. Como sucede siempre, ante afirmaciones tan decidas como aquellas del Sílabo, se propusieron inmediatamente diversas interpretaciones. Por ejemplo, Félix Dupanloup, obispo de Orleáns, introdujo algunas distinciones y precisó que debía tomarse como verdadera no la proposición contraria, sino sólo la contradictoria respecto de aquella que había sido condenada y el pontífice se lo agradeció públicamente. Pero todavía fue más caluroso el agradecimiento que Pío IX manifestó hacia otros intérpretes más intransigentes, como el teólogo jesuita Klemens Schrader, y hacia movimientos como la Società della Gioventù Cattolica y la Obras de los Congresos Católicos, que asumieron decididamente posiciones antiliberales y que sostuvieron de un modo incondicional el centralismo del papa. Tras la promulgación del Sílabo maduró en el pontífice la idea de convocar un concilio ecuménico que culminara el camino allí emprendido, redefiniendo con precisión los contenidos de la fe católica. Los documentos preparatorios de aquel que será el Concilio Vaticano I –el XX de los ecuménicos, que se abrió al fin el 8 de diciembre de 1869, y fue el primero al que no fueron invitados los príncipes católicos– estuvieron, en efecto, orientados todos ellos hacia la defensa de la Iglesia frente a los errores modernos. Sin embargo, desde la apertura de los trabajos, surgió la tendencia de poner también en discusión el tema de la infalibilidad magisterial del papa. Esto se debió a un conjunto de factores de diverso tipo. (1) En primer lugar, una parte de la prensa, comenzando por La Civiltà Cattolica, una revista de los Jesuitas que había nacido el año 1850 y que era muy ofrecen proposiciones particulares, pero se recuerdan los documentos en los cuales habían sido condenadas aquellas doctrinas), errores relacionados con la Iglesia y sus derechos (18-38), errores sobre la sociedad civil (39-55), errores sobre la ética natural cristiana (56-64), errores relacionados con el matrimonio cristiano (65-74), errores sobre la soberanía temporal del pontífice (75-76) y errores que se relacionan con el liberalismo moderno (77-80). Sobre el trabajo preparatorio de las varias comisiones, cf. G. MARTINA, Osservazioni sulle varie relazioni del Sillabo, en Chiesa e Stato nell’Ottocento. Miscellanea in onore di P. Pirri, 2, Padova 1962, pp. 418-524.
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cercana a las posturas de Pío IX, había publicado artículos donde se sostenía que los católicos tenían el deseo vivísimo de que el concilio llegara a definir la infalibilidad pontificia; a pesar de que ello suscitara fuertes reacciones por parte de los que eran contrarios a la idea, como Ignaz von Döllinger, decano de la facultad de teología de München, ese apoyo de la prensa había sido determinante para introducir el tema en el orden del día del Concilio. (2) Influyó, en segundo lugar, la actividad de algunos grupos ultramontanos, como aquellos que estaban guiados por el arzobispo de Westminster, el cardenal Henry Edward Manning, y de Ignatius von Senestrey, arzobispo de Regensburg. (3) Finalmente, ha de tomarse en cuenta el hecho de que, desde hacía siglos, se había venido trazando un recorrido de reflexión teológica que tendía de manera concorde al reconocimiento de la infalibilidad magisterial del sucesor de Pedro. Este conjunto de circunstancias llevaron a Pío IX al convencimiento de que el Concilio no habría cumplido una de sus finalidades si no lograba alcanzar una solución definitiva de la cuestión de la infalibilidad. Este convencimiento quedó ulteriormente reforzado también por la intervención de don Juan Bosco, sacerdote piamontés, fundador de los Salesianos, que en febrero de 1870, en un momento crucial de las discusiones, exhortó al papa a intervenir con energía, para superar las discordias entre los padres conciliares. Por todo eso, el pontífice (que hasta entonces había dejado que los casi setecientos participantes del concilio discutiesen, sin él intervenir) intervino para que se alcanzase una definición clara e inequívoca. Después de que se tomó la decisión de introducir en la constitución que trataba de la Iglesia un capítulo relacionado con la infalibilidad, una minoría conciliar, que no superaba el veinte por ciento de los presentes, se opuso, pero no obtuvo más resultado que exasperar el debate. Se llegó así a una elección significativa. En primer lugar, los capítulos que tratan del papa se colocaron el comienzo del documento proyectado (sobre la Iglesia) y, de hecho, sólo estos fueron aprobados por el Concilio, que no tendría tiempo para ocuparse de toda la constitución sobre la Iglesia. Las referencias a la necesidad de un reconocimiento preventivo donde se dijera que el Magisterio pontificio debía estar en conformidad con las Sagradas Escrituras y con la Tradición apostólica (como quería la minoría de los obispos) se colocaron sólo en la introducción histórica y no en la definición propia y verdadera. Se introdujeron en fin algunos elementos antigalicanos, al asumir la afirmación, propuesta por los más intransigentes, de que las definiciones pontificias son irreformables «por sí mismas y no por el
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consenso de la Iglesia» (ex sese, non autem ex consensu Ecclesiae), afirmación que eliminaba también cualquier posible interpretación conciliarista de la misión del papado. El lunes 18 de julio de 1870, al final de la cuarta sesión del concilio, se llegó a la aprobación casi unánime de la constitución Pastor aeternus8. Los padres conciliares que no votaron o que votaron en contra parecieron hallarse en desacuerdo más sobre la oportunidad de llegar en aquel momento y en aquellas circunstancias a una definición de ese tipo, que sobre la oportunidad del contenido mismo del dogma, de forma que en el curso de los años posteriores todos manifestaron su propio asentimiento. Sin embargo, algunos círculos del catolicismo alemán pensaron que las decisiones del Concilio habían configurado una “nueva Iglesia”, diversa de la precedente, y suscitaron un movimiento cismático, llamado de los veterocatólicos, que algunos años más tarde se unió a la iglesia de Utrecht, que se había separado ya de Roma en el tiempo de las disputas jansenistas. Dos elementos de la Pastor aeternus se refieren de un modo particular a nuestra historia. El aspecto más conocido –el más subrayado y debatido en aquella época– es la definición dogmática de la infalibilidad pontificia, que se ejerce allí donde el papa, en asuntos relacionados con la fe y la moral, se pronuncia ex cathedra, es decir, en su función de maestro, como maestro universal de todos los fieles, apareciendo así como garante de la tradición de la Iglesia9. El aspecto menos conocido –que en aquella época no tuvo mucha resonancia, pero que estaba destinado a influir de un modo más fuerte en la vida de la Iglesia– es la definición del primado del 8. Los votos favorables fueron 532; los contrarios 2. No tomaron parte en la votación, quizá también por no verse obligados a votar, 88 padres, cuyo eventual voto contrario no habría cambiado en modo alguno los resultados. Entre ellos había 51, entre franceses, alemanes, austriacos y húngaros, que estaban volviendo a sus propios países porque se esperaba la inminente guerra franco-prusiana que, de hecho, estalló el 19 de julio. El resto de la constitución se encuentra en Pii IX Pontificis Maximi Acta, p. I, 5, Romae 1871, pp. 207-218. 9. El texto completo del pasaje, traducido al castellano, es el siguiente: «El Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra –esto es, cuando cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal–, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres; y, por tanto, que las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia» (texto castellano en Denzinger-Hünermann, Enchiridion Symbolorum, Herder, Barcelona 2000, 3074).
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papa; a él se le reconocía «el pleno y supremo poder de jurisdicción sobre toda la Iglesia, no sólo en lo que se refiere a la fe y a las costumbres, sino también en lo que se refiere a la disciplina y al gobierno de la Iglesia», utilizando para ello la fórmula de la potestas ordinaria et immediata in tota Ecclesia, es decir, con un poder ordinario y directo; de esta forma se aumentaba la autoridad de gobierno del papa, con disminución del poder episcopal10. Con este documento se puso también fin a la controversia secular entre conciliarismo y monarquía papal, a favor de esta última, y el concepto de plenitud de poder (plenitudo potestatis), fórmula cuyo uso recordará sin duda el lector, desde los tiempos de Inocencio III, en el siglo XIII, vino ulteriormente reforzado con dos adjetivos importantes: el pontífice posee la plenitud entera del poder supremo (tota plenitudo huius supremae potestatis). Se trata de una definición tan precisa de la infalibilidad y sobre todo del primado papal, que ha permitido incluso que algún especialista en estos temas haya llegado a plantearse la pregunta de si será posible una “historia del primado” tras el Concilio Vaticano I o de si, con el texto de 1870, se ha llegado al punto final de la elaboración de estos conceptos11. Pero, como se verá más adelante, sin que cambie obviamente el dogma, tanto el debate teológico como las declaraciones magisteriales conocerán nuevos desarrollos en estos temas. El Concilio Vaticano I no llegó a concluirse. Fue interrumpido bruscamente con la toma de Roma del 20 de septiembre de 1879, sin que hubiera llevado a término sus trabajos. En los años siguientes quedó claro que la centralización de la potestad papal había contribuido a reforzar la idea de la universalidad y de la unidad de la Iglesia, pero, al mismo tiempo, el pontificado de Pío IX tuvo que afrontar una fuerte reacción de parte de movimientos –de orígenes e influjos históricos distintos– que individuaron en la lucha contra la Iglesia y sus estructuras la posibilidad de una afirmación de la civilización moderna. Entre esos movimientos 10. El texto completo del pasaje, traducido al castellano, es el siguiente: «Si alguno dijere que el Romano Pontífice tiene sólo deber de inspección y dirección, pero no plena y suprema potestad de jurisdicción sobre la Iglesia universal, no sólo en las materias que pertenecen a la fe y costumbres, sino también en las de régimen y disciplina de la Iglesia difundida por todo el orbe, o que tiene la parte principal, pero no toda la plenitud de esta suprema potestad; o que esta potestad suya no es ordinaria e inmediata, tanto sobre todas y cada una de las iglesias, como sobre todos y cada uno de los pastores y de los fieles, sea anatema» (texto castellano Ibid, num. 3064). 11. Cf. K. SCHATZ, Il primato del papa. La sua storia dalle origini ai giorni nostri, Brescia 1996, p. 224.
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se encuentra precisamente aquel que se llamó Kulturkampf, es decir, “lucha a favor de la cultura” aquel conjunto de normas que el canciller alemán, Otto von Bismarck, aplicó en el Reich alemán tan pronto como salió victorioso de su guerra contra Francia el año 1870. En esa línea se introdujeron leyes sobre el control (censura previa) de la predicación, con la expulsión de varias órdenes religiosas del territorio nacional alemán; el Estado asumió el derecho de apelación contra las decisiones episcopales e introdujo un examen de Estado para los seminaristas, candidatos al sacerdocio... De esa forma se expresó el intento explícito de controlar la vida de la Iglesia dentro del imperio alemán; ello tuvo como resultados la clausura de los seminarios y una disminución drástica del clero. En los últimos años del pontificado de Pío IX se dieron también algunas intervenciones en materia de elecciones pontificias que son de particular interés para nuestra historia. Se trata de tres procedimientos, que vienen todos ellos tras la caída del Estado Pontificio, realizados en un clima de desconfianza en relación con el Reino de Italia, sospechoso ahora de querer intervenir en las elecciones pontificias, en un clima también de incertidumbre, debida al hecho de que ya no existían aquellas certezas materiales que antes habían estado ligadas a la existencia de un Estado político propio. A esto se añadió también el excesivo crédito que el papa y la curia dieron a ciertas voces alarmantes, pero probablemente carentes de fundamento, de algunos sectores en realidad muy minoritarios del Parlamento y de la opinión pública italiana, que habrían tenido la intención de impedir que existieran nuevas elecciones pontificias. Se trataba de intervenciones polémicas, que se venían dando desde el tiempo de la discusión sobre la ley de Garantías y que eran fruto de la vivacidad del debate político. No se debe olvidar, sin embargo, que Pío IX consideró siempre que el Estado Italiano era un “usurpador” del que se creía un “prisionero”. A partir de estas condiciones, la constitución In hac sublimi, del 23 de agosto de 187112, prevé que se pueda proceder a la elección incluso 12. Esta y también las constituciones siguientes que provienen de Pío IX sobre el tema del cónclave, lo mismo que las de Gregorio XVI, permanecieron en secreto y no han sido publicadas en las Acta o actas oficiales. Se conserva copia de ellas en los mismos volúmenes que he citado arriba, en la nota 4. Cf. G. MARTINA, Pio IX (1867-1878), Roma 1990, 504-511. La datación de la In hac sublimi sería del 23 de agosto de 1871 (correspondiente al X Kal. Sept, como dice el documento) y no del 21, como afirma Martina.
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en un lugar distinto del de la muerte del papa, en el caso de que los cardenales presentes en la curia lo considerasen oportuno, incluso sin necesidad de que se observaran las formas tradicionales de clausura del cónclave y sin la obligación de esperar a los cardenales ausentes. En cualquier caso, para que la elección fuese válida sería necesaria la presencia de la mayoría de los cardenales y el voto de los dos tercios de ellos. Algunos años más tarde, otra constitución, Licet per apostolicas, del 8 de septiembre de 1874, simplificó aún más la organización del cónclave, cuando pudiera pensarse que los usurpadores italianos intentaran injerirse en la libertad de las elecciones pontificias. Para alejar al máximo la posibilidad de intervención de las autoridades laicas, se abrogó también la antigua función de los guardianes del cónclave, que había sido realizada tradicionalmente por las autoridades ciudadanas. En el caso de que las condiciones políticas de Italia fueran incluso tales que no permitieran que el cónclave se realizara libremente, Pío X, con la constitución Consulturi ne post obitum nostrum, del 10 de octubre de 1877, reguló en fin la posibilidad de que los cardenales procediesen a la elección incluso en otro país, con la posibilidad de transferir también a otro lugar los trabajos comenzados. En el documento y en el reglamento aplicativo del 10 de enero de 1878 se preveían, en fin, situaciones verdaderamente singulares, como la hipótesis de que italianos disfrazados de sacerdotes pudieran infiltrarse y amenazar a los cardenales; al mismo tiempo, se establecieron normas específicas para regular las cosas ante una posible intervención de la monarquía de los Saboya en las elecciones o ante intentos de violencia de cualquier tipo. Un mes más tarde, el 17 de febrero del 1878, murió Pío IX, cerrando el pontificado más largo de la historia (aunque no alcanzó los treinta y dos años que la tradición atribuye a Pedro), durante el cual había cambiado profundamente la imagen del papa, tanto en la sensibilidad interna de la Iglesia como en la de aquellos que no eran católicos. No existía ya un Estado Pontificio y resultaba claro para todos que no se trataba de una supresión momentánea, como aquella que había acaecido durante el vendaval revolucionario y napoleónico: la anexión al Reino de Italia era definitiva y el proceso de formación del Estado nacional unitario resultaba irrevocable. La pérdida del poder temporal, poder que había acompañado a la figura del pontífice a lo largo de una docena de siglos, exigía también una reflexión sobre el concepto mismo del papado y más precisamente sobre la forma en que poco a poco se
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había llegado a una situación en la que el poder temporal había estado asociado con el obispo de Roma. Esa reflexión resultaba tanto más necesaria desde el momento en que el Concilio Vaticano I había dado la confirmación dogmática del primado del papa, primado que, sin embargo, debía valorarse como algo que se hallaba situado al interior de un mundo católico que desde hacía tiempo ya no coincidía más con las respublica christiana. Nos hallamos en sustancia ante el intento de la Iglesia por definir su propio lugar dentro de un mundo y de una sociedad que iban secularizándose progresivamente, en un mundo donde era no sólo comprensible, sino casi obvio, que la comunidad de los creyentes se apiñara en torno a su propio centro institucional. Con su primado institucional y con su infalibilidad, el papa se convirtió en el signo y en la garantía de unidad y de identidad de la Iglesia. Y en ese contexto importa poco que el recurso al dogma de la infalibilidad, con un pronunciamiento explícitamente ex cathedra, se haya aplicado sólo una vez (el 1950, con el dogma de la Asunción). El reconocimiento de la infalibilidad tuvo más bien la consecuencia de dar seguridad al camino de la Iglesia, reunida en torno al papa. La Iglesia se reunía en torno a un papa, Pío IX, cuya popularidad creció desde entonces en el mundo católico, hasta alcanzar niveles antes desconocidos. Su atención particular a los aspectos pastorales, a lo que se debe gran parte del consenso que alcanzó, le había llevado también a diversas opciones, también en lo relacionado con la composición del colegio cardenalicio: redujo radicalmente los purpurados provenientes de la aristocracia romana y aumentó el número de aquellos que fue escogiendo entre los obispos que mejor habían realizado su labor en sus propias diócesis; también aumentó progresivamente el número de los cardenales extranjeros (no italianos), mostrando de esa forma que la tarea esencial de los cardenales no era ya la administración del Estado pontificio. Los cardenales no italianos, que al comienzo de su pontificado eran menos del quince por ciento, constituían a la muerte de Pío IX el cuarenta por ciento del sacro colegio. A estos cardenales quedaba ahora asignada la tarea de elegir un sucesor para Pío IX (que ha sido el único papa declarado beato de su siglo).
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Recapitulación cronológica del capítulo PAPAS León XII (Annibale della Genga), 28.9, 5.10.1823 – 10.2.1829 Pío VIII (Francesco Saverio Castiglioni), 31.3, 5.4.1829 – 30.11.1830. Gregorio XVI (Bartolomeo Alberto Mauro Cappelari), 2, 6.2.1831 – 1.6.1846
Beato Pío IX (Giovanni Maria Mastai-Ferretti): 16, 21.6.1846 – 7.2.1878
ACONTECIMIENTOS Y DOCUMENTOS
1831 1832 1837 1844
Bula Auctas undequaque Temporum quae nacti sumus Teterrimis Ad supremam
1861 Nace el Reino de Italia 1869/1870 Concilio Vaticano I 1870 Anexión de Roma al Reino de Italia 1871 In hac sublimi 1874 Licet per apostolicas 1877 Consulturi ne post obitum nostum
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Las naves de vapor surcaban los mares, los trenes recorrían rápidamente muchas regiones en las que cientos y cientos de kilómetros de vías férreas lograban que los desplazamientos fueran más fáciles y rápidos que nunca, el telégrafo permitía difundir en un instante las noticias. Fueron precisamente los nuevos medios de transporte y comunicaciones los que hicieron posible que en el cónclave abierto a los once días de la muerte de Pío IX estuvieran presentes casi todos los sesenta y cuatro cardenales, veintiséis de los cuales no eran italianos. Formaban parte del sacro colegio franceses, austrohúngaros, españoles, ingleses, portugueses, alemanes, un belga y un norteamericano. El papa había querido incrementar la presencia de miembros de otras naciones para reducir también la posibilidad de que el gobierno italiano pudiera influir en la elección. Se trataba de una reunión electoral muy distinta de las anteriores y no sólo por la presencia de cardenales extranjeros. Había llegado el momento de encontrar un sucesor para un papa como Pío IX cuya herencia, como se ha dicho en realidad de muchos papas, aparecía particularmente difícil. El cónclave estaba llamado, sobre todo, a elegir a un papa que ya no era también un soberano temporal. Según eso, ya no entraban en juego los problemas vinculados con el gobierno de un Estado Pontificio ahora inexistente y con sus relaciones, incluso territoriales, con otros Estados, que tanto habían influido en las elecciones precedentes. En un contexto semejante, las rivalidades tradicionales entre las potencias católicas que se juzgaban portadoras del derecho de veto no podían tener ya el mismo significado de otro tiempo.
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El cuadro general había, por tanto, cambiado y parecía permitir en varios planos una mayor libertad para los electores, aunque permaneciera siempre el problema de la relación con el Reino de Italia a través del cual debían pasar los electores necesariamente para acercarse al Vaticano (hubo alguno que imaginó incluso una entrada al Vaticano a través de aeróstatos o dirigibles). El día que siguió a la muerte de Pío IX, los cardenales presentes en Roma tuvieron un encuentro, precisamente para decidir si el cónclave debía celebrarse fuera de Italia (se propuso que se celebrara en España), como lo consentían las normas electorales que habían aparecido el año precedente y esta pareció la tendencia dominante al final de la reunión. Pero al día siguiente, especialmente por influjo del cardenal Di Pietro, que cumplía las funciones del decano, en lugar del cardenal Amat, que estaba enfermo, se decidió tener el cónclave en Roma; ello se debió también al hecho de que en ese tiempo habían llegado las garantías de seguridad de parte del gobierno italiano, al que tanto Francia como Austria habían comunicado su deseo de que no hubiera intromisiones en la elección del papa. Ciertamente, Roma no podía significar ahora el palacio del Quirinal, que se había convertido ya en residencia del rey de Italia. Fue, por tanto, obligada la opción a favor del palacio vaticano, donde comenzó efectivamente el cónclave, el 18 de febrero de 1978. Había pasado más de un siglo desde que no se celebraban allí las elecciones, pero el aparato organizativo funcionó de un modo espléndido. Bastaron tres votaciones para que fuese elegido, con el nombre de León XIII (1878-1903), el cardenal Vincenzo Gioacchino Pecci, que estaba presente desde hace pocos meses en Roma como camarlengo (encargado también de la administración provisional de la curia durante la sede vacante), después de haber sido por más de treinta años arzobispo de Perugia, en una situación de casi marginación, debida a la hostilidad del Secretario de Estado, el cardenal Antonelli, que lo consideraba de visiones demasiado amplias. El cónclave había sido incluso más breve que el anterior, ya muy breve, y esto se debió quizá al hecho de que el grupo de cardenales no italianos se decantó muy rápidamente a favor de Pecci, que ya gozaba del consenso de la mayoría de los italianos. Tenía sesenta y ocho años y era de salud delicada, de manera que muchos pensaban que sería un papa destinado a permanecer poco tiempo en la cátedra de Pedro. Fue, en cambio, uno de los más longevos: su pontificado duró veinticinco años y fue renovador en muchos aspectos.
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A pesar de su prolongada permanencia en una diócesis relativamente pequeña como la de Perugia, era conocido como persona inteligente, lúcida, culta y abierta, dotada de aquella moderación que proviene de los amplios estudios, de las reflexiones profundas y de los constantes intercambios de opinión. En sus largos años de Perugia han de buscarse también los precedentes de su actuación como pontífice. Además de ocuparse de las actividades pastorales de la diócesis, en la que obtuvo relevantes resultados, por ejemplo en la reorganización de los estudios para los candidatos al sacerdocio y en el compromiso de los católicos en el ámbito de la lucha contra la miseria económica, Pecci tuvo ocasión de profundizar en la teología tomista y de mantener una densa correspondencia con muchos prelados, incluso extranjeros, nutriendo sus meditaciones con numerosas lecturas, de tal manera «que no había libro, ni revista, ni periódico de cierta importancia que no leyera»1. Que su situación había sido sólo aparentemente “periférica” se vio claro cuando, tras un largo proceso de maduración, aparecieron, a partir del 1874, sus innovadoras cartas pastorales, dedicadas a temas como La Iglesia y el siglo XIX (1876) o La Iglesia y la civilización (1877 y 1878), las cuales demostraban, por el contrario, la forma en que el pensamiento del cardenal Pecci se movía en el centro de los problemas reales de aquel tiempo. No era ciertamente un liberal (como alguno ha sostenido), defendía la necesidad del poder temporal de la Iglesia y en el año 1860 había protestado vigorosamente contra la anexión de Perugia al Reino de Cerdeña; además, estaba de acuerdo con las aserciones del Sílabo y en el Concilio Vaticano I había votado inmediatamente, de manera favorable, al documento sobre la infalibilidad y el primado pontificio. Lo que resultaba nuevo y diverso era su convencimiento de que debían repensarse muchos problemas, empezando por el de las relaciones entre Iglesia y sociedad moderna, en la cual, a su juicio, debía distinguirse bien entre aquello que no era aceptable y aquello que constituía una conquista positiva del progreso humano, compatible con los valores cristianos. El cardenal Pecci rechazaba las condenas indiscriminadas y se esforzaba por introducir un discernimiento crítico sobre los temas concretos planteados por el progreso de la civilización. 1. Así lo afirma E. SODERINI, Il pontificato di Leone XIII, I, Milano 1932, biografía en muchos aspectos incompleta y superada, pero que ofrece una rica documentación de primera mano.
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Elegido papa, León XIII manifestó de inmediato que quería mantener una fuerte continuidad con sus predecesores sobre algunos temas importantes, a partir de la cuestión romana. Su primera y dolorosa decisión fue la de no impartir la bendición papal desde los ventanales de San Pedro que se abren externamente hacia la plaza, como era la costumbre, sino desde los que se abren al interior de la Basílica. Y algunos días más tarde, la ceremonia de la coronación se realizó sólo en la Capilla Sixtina, sin el tradicional cortejo ciudadano. Estos eran signos precisos de que el nuevo pontífice pensaba que la situación de las relaciones entre la Santa Sede y el gobierno italiano debía discutirse de nuevo. Quiso hacer esto de un modo casi obsesivo, sin perder la ocasión para insistir sobre la necesidad de resolver la cuestión de la manera más rápida posible: en los primeros doce años de su pontificado publicó unos sesenta documentos oficiales en los que se hablaba del problema. Cuando, ya desilusionado, se dio cuenta de que los intentos de un acuerdo directo con Italia no conducían a logro ninguno, quiso internacionalizar de todas formas la cuestión –como ya había hecho Pío IX–, con la esperanza de que con la intervención de otras potencias europeas se pudiera llegar a la independencia política plena del Papa respecto de Italia, independencia que él consideraba indispensable para garantizar también la independencia religiosa de la Santa Sede y para que la Iglesia desplegara su propio ministerio. En contra de esa intransigencia, en algunos ambientes católicos existía también el convencimiento de que la pérdida del poder temporal constituía una ventaja para el papa. En este sentido, se expresó por ejemplo en 1887 el abad de Montecasino, Luigi Tosti, con un escrito titulado La conciliazione (La conciliación), donde se deseaba que se llegara a la renuncia del poder temporal para que resplandeciera mejor el poder espiritual del papado; pero su propuesta fue rápidamente desmentida por la Santa Sede. El concepto que el papa tenía del primado pontificio no era diferente de aquel que había sido delineado por el Concilio Vaticano I. Fortalecido por este convencimiento, León XIII prosiguió el proceso de centralización de la vida eclesial en torno al papa y a los organismos centrales de la Iglesia que formaban parte de la cabeza de la curia romana. Quizá lo hizo con más tacto y flexibilidad que Pío IX, pero continuó en su mismo camino. De esa forma favoreció la centralización de las grandes órdenes religiosas, reuniendo en Roma sus casas generales (incluso los siempre descentrados y autónomos benedictinos, tras muchas resistencias, establecieron en la ciudad un tipo de abad primado); envió lega-
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dos pontificios, como representantes suyos, a las más importantes manifestaciones religiosas que se daban en el mundo, acrecentó las exhortaciones a los episcopados nacionales, convocó a su lado reuniones significativas, como el primer “concilio regional” de los obispos latinoamericanos, el año 1900, que él mismo presidió en el Vaticano. Instrumento de esta centralización fueron cada vez más las nunciaturas apostólicas, que vieron reforzada su propia función: los nuncios no tenían sólo un papel diplomático, como representantes del papa ante los gobiernos de los diversos países, sino que eran «órganos naturales de la Santa Sede» ante todos los creyentes, actuando así como delegados del pontífice, que podía confiarles sus tareas específicas, sus propios poderes2. El carácter central de la figura del papa en la Iglesia no se refería sólo a los aspectos teológicos y administrativos, sino que llevaba también consigo un componente por así decir “afectivo”, cuyas primeras manifestaciones masivas se habían visto ya con Pío IX. No se trataba sólo de fama o de notoriedad (aspectos comunes a muchos hombres políticos o soberanos), sino de una vinculación casi filial o personal, afectuosa y a la vez respetuosa, que se reservaba a aquel a quien de verdad se percibía como el «santo padre» de los creyentes. También León XIII gozó de este tipo de popularidad. Con ocasión de la celebración de su jubileo pastoral, en 1887, llegaron de todas partes mensajes de felicitación y testimonios de devoción; son más de quinientos mil (un número absolutamente extraordinario para aquella época) los que se encuentran hoy conservados en la Biblioteca Apostólica Vaticana. También a propósito de su actitud hacia algunas corrientes de pensamiento de su tiempo (naturalismo, racionalismo, liberalismo laicista), León XIII mostró una continuidad sustancial con Pío IX, con quien compartió también la exigencia de que se siguiera la Teología de Tomás de Aquino, que volvió a proponer solemnemente en una de sus primeras encíclicas, la Aeterni patris, del 18793. Apeló a menudos a los princi2. En esta línea resulta significativa la nota publicada en Acta Sanctae Sedis 17 (18841885), pp. 561-569, inspirada ciertamente por el mismo papa, en respuesta a una cuestión que había surgido en España, donde se había afirmado que el derecho de un obispo era superior al de un nuncio. Cf. E. DE MARCHI, Le Nunziature apostoliche dal 1800 al 1956, Roma 1957. 3. Leonis XIII Pontificis Maximi Acta, I, Romae 1881, pp. 255-284. León XIII impulsó también la edición crítica de las obras de Santo Tomás, la así llamada Editio Leonina, de la que han sido publicados hasta hoy unos cincuenta volúmenes; él fundó también la Academia romana de santo Tomás, para el estudio de la renovación de la teología.
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pios del Sílabo, desilusionando de esa forma a los que, quizá de manera demasiado ingenua, esperaban que fuera un papa “liberal”. En esta línea pueden interpretarse también sus claras críticas contra el nihilismo, el socialismo y el comunismo, expresadas en la Quod apostolicis muneris, del 1978, sus críticas al divorcio y al matrimonio civil en Arcanum, del 1880, y a la masonería en la Humanum genus, del 1884. Sin embargo, a pesar de mantener inalterados los principios doctrinales de sus predecesores, León XIII se mostró original en el intento de reconciliar la Iglesia con el mundo moderno, cosa que hizo de una forma decididamente innovadora. Los numerosos documentos que él publicó tomaron siempre posturas muy claras en contra de aquello que él consideraba desviaciones del pensamiento recto o peligros para la Iglesia, pero no se limitaron a condenar aquello que criticaban. El papa proponía siempre, y este es el aspecto nuevo, un camino que debe recorrerse, un ideal que ha de alcanzarse, procurando que todos los componentes del pueblo cristianos se comprometieran en la búsqueda de soluciones alternativas a aquellas que otros sistemas de pensamiento proponían para resolver los problemas del mundo moderno. Se trataba de problemas complejos, en una sociedad ya decididamente industrializada, con temas nuevos que debían afrontarse, especialmente en el campo social, como aquellos que estaban vinculadas a la situación de las masas cada vez más grandes de obreros oprimidos a veces hasta el límite de la supervivencia. Capitalismo, socialismo y comunismo proponían interpretaciones diferentes de las dinámicas económicas, productivas y sociales, y proyectaban soluciones diversas a problemas que todos podían observar, soluciones que, sin embargo, León XIII no juzgaba adecuadas. Él no podía compartir la indiferencia que el capitalismo y el liberalismo mostraban ante los grupos sociales más débiles, considerados como una fuerza de trabajo de la que había que aprovecharse conforme a las leyes de la oferta y la demanda; pero tampoco compartía la propuesta comunista de una lucha de clases, porque, estando fundada en la contraposición entre las partes, llevaba en sí gérmenes de violencia. El papa intervino en este campo con la encíclica Rerum novarum del 1891, que desde su aparición tuvo una enorme resonancia y mostró su propia fuerza renovadora frente a los esquemas viejos. Para sorpresa de muchos, la Iglesia intervenía por primera vez en el campo social, y lo hacía de una forma que suscitaba ampollas. En contra del pensamiento
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liberal, el pontífice apoyaba en el documento la intervención del Estado en los problemas económicos y sociales, destacando la necesidad de un salario justo para los obreros, un salario que no estuviera determinado por las leyes del mercado, sino que les permitiera un mantenimiento digno, aunque frugal, para los obreros y para sus familiares. Pero, al mismo tiempo, en contra del pensamiento comunista, el papa proclamaba la legitimidad de la propiedad privada. Sostenía, además, el surgimiento de asociaciones de obreros para la defensa de sus derechos, entre los cuales incluía también el derecho a la huelga, aunque sólo podía acudirse a ella como último medio para resolver los enfrentamientos. La Rerum novarum, considerada como punto de partida de la que hoy se llama “doctrina social de la iglesia”, tuvo un impacto notable y suscitó iniciativas nuevas o renovadas en el mundo católico. Por ejemplo la Obra de los Congresos, que desde el tiempo de Pío IX se ocupaba de las actividades caritativas y asistenciales, pasó a ocuparse de temas de tipo económico y social. Un poco por doquier, los católicos fundaron en Europa Cajas rurales, Sociedades Aseguradoras contra los daños provocados por las tormentas o por la muerte del ganado, Cajas obreras de ahorro obligatorio, Cajas obreras con obligación de rescate, de forma que los ingresos pudieran quedar en la familia de un obrero que muriera antes de haber pagado todas las cuotas. Así nacieron, en especial, las diversas actividades de las cooperativas, que se consideraban formas privilegiadas de comportamiento, que no eran ni capitalistas ni socialistas; en esa línea vieron la luz cooperativas de consumo, hornos, farmacias y otras actividades económicas gestionadas en común. Otras iniciativas, que habían comenzado a veces antes de la encíclica, encontraron un vigor más fuerte tras la publicación de la Rerum novarum; entre ellas se pueden contar las asociaciones de artesanos de Adolf Kolping y las uniones campesinas de Burghard von Schorlemer-Ast, en Alemania, y los curas obreros en Francia. Nuevo fue incluso en León XIII el modo de gestionar las relaciones con los Estados (menos con Italia), que llevó incluso a éxitos diplomáticos y a la solución de problemas antiguos, como la abolición de las leyes anticlericales de la Kulturkampf en Alemania, la distensión en las relaciones con Suiza, Bélgica y Rusia y la espectacular (aunque efímera) mediación internacional del 1885 en la disputa entre España y Alemania por la posesión de las islas Carolinas en el Pacífico. Desilusionado por la falta de apoyo de Alemania para resolver el problema del poder tempo-
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ral de la Iglesia (Alemania renovó en 1887 la triple alianza con AustriaHungría y con Italia), se dirigió hacia Francia, conforme al consejo del nuevo y joven Secretario de Estado, el cardenal Mariano Rampolla, pero sin éxito, quizá también por la decidida oposición de muchos católicos franceses, contrarios a toda colaboración con el gobierno republicano y deseosos de un retorno al imperio (francés). Pues bien, ya en la Immortale Dei, del 1885, León XIII había afirmado la legitimidad de los diversos tipos de gobierno, incluso del republicano, aborrecido por sus predecesores, siempre que ese tipo de gobierno asegurase el bien común; el papa había definido los campos recíprocos del poder temporal y del poder espiritual. Pero ni los legitimistas franceses ni los carlistas españoles escucharon estas invitaciones de anchas miras del papa. Deben todavía recordarse, aunque sea de un modo rápido, los méritos de León XIII en el campo del ecumenismo (fue el primer pontífice que empleó la expresión “hermanos separados”) y de la cultura. A la apertura que manifestó en relación con las investigaciones científicas debe unirse el apoyo que mostró hacia los estudios históricos, incluso con la apertura, que el mundo internacional de los estudiosos acogió con entusiasmo, del Archivo Secreto Vaticano, para los investigadores de todas las confesiones religiosas; ofreció también mayores facilidades para la asistencia a la Biblioteca Vaticana, que fue dotada con una nueva y extensa sala de lectura, que todavía hoy se llama Sala Leonina, en cuyos extremos se han colocado una estatua de Santo Tomás de Aquino y un busto del pontífice. Pues bien, podrá parecer quizá sorprendente que un pontificado tan largo no haya introducido ninguna norma tocante a las elecciones pontificias. En realidad, ya desde el 1882, el papa León había preparado el borrador de un reglamento para el caso de sede vacante en circunstancias difíciles y en el 1884 había preparado otros dos proyectos relacionados con la hipótesis de la celebración del cónclave fuera de Italia. Pero no se llegó a la promulgación oficial de los documentos. En esa misma línea, tampoco tuvieron consecuencias los trabajos de una comisión cardenalicia constituida el 1892, con el fin de estudiar y elaborar nuevas normas para la elección del papa; esa comisión no llegó a ningún resultado, quizá también por el escaso interés del papa León. Esto se explica también por el papel siempre más reducido, de hecho y de derecho, que estaba reservado al colegio de los cardenales, debido a la política sistemática de centralismo –jurídico y magisterial, ciertamente, pero también
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administrativo y político– de la dirección de la Iglesia en la persona misma del pontífice. Tampoco los nombramientos cardenalicios de León XIII correspondieron en realidad a las expectativas de renovación que muchos alimentaban y fueron relativamente pocas las personalidades de relieve llamadas al purpurado, entre las que, sin embargo, no podemos olvidar a John Henry Newman, conocido teólogo inglés, convertido del anglicanismo. León murió a los noventa y tres años. En algunas ocasiones había indicado incluso, con discreción, algunos nombres de cardenales que a su juicio podrían haberle sucedido, pero a la apertura del cónclave los electores parecían decididamente divididos en dos grupos opuestos. Pesaban sobre la elección algunos problemas todavía no resueltos: ante todo, la relación con el Reino de los Saboya (Reino de Italia) y otros derivados de la política del antiguo Secretario de Estado, el cardenal Rampolla, hostil a la triple alianza de Alemania, Austria-Hungría e Italia, y decididamente favorable a Francia donde, sin embargo, el creciente anticlericalismo mostraba que aquella actitud no había dado los frutos esperados. Los cardenales no estaban divididos sólo por las diferentes orientaciones políticas, sino también por las tareas que el nuevo pontífice debería asumir. Eran muchos, de hecho, los que, apoyados por amplios estratos de la opinión pública católica, sostenían que tras el pontificado de León XIII, un cuarto de siglo en el que se había dado una actividad diplomática muy intensa, era necesario concentrarse en los aspectos más internos de la vida de la Iglesia. En esa línea, por tanto, el nuevo papa elegido debería provenir de fuera del ambiente curial, siendo de aquellos que se habían dedicado a la actividad pastoral. Los sesenta y dos cardenales, entre los que había veinticuatro no italianos, que se encerraron en cónclave en el Vaticano, en la mañana del 31 de julio de 1903, a pesar de la división inicial, sólo necesitaron pocos días para llegar a una decisión. Fue el primer cónclave del siglo y fue también el último en el que se ejerció el pretendido derecho de “veto” o exclusión por parte de un gobierno católico. Se trataba ciertamente de una praxis un poco anacrónica y que, en este caso particular, se reveló del todo inútil. El veto fue presentado por Austria (y se ha discutido si nació de la voluntad del emperador Francisco José o fue más bien solicitado por alguno de los cardenales austrohúngaros) y obviamente se dirigió en contra del car-
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denal Rampolla, candidato principal de aquellos que querían que continuara la línea filofrancesa del pontificado anterior. Pero aquel veto no sólo no tuvo el resultado esperado (tras su comunicación en el cónclave por parte del arzobispo de Cracovia, Johannes Puzyna, el candidato “excluido” obtuvo el mismo número de votos que en los escrutinios precedentes), sino que provocó, de inmediato protestas doloridas e indignadas, por la injerencia indebida del poder civil en la elección, de manera que se llegó, algunos meses más tarde, incluso a la abolición formal del derecho de veto. Pero el elegido no fue, sin embargo, Rampolla: sus sostenedores, aunque tenían un número de votos suficientes para impedir cualquier otra elección, se dieron cuenta de que no llegaban a la mayoría requerida de los dos tercios. También ellos se orientaron por tanto hacia el candidato que durante el transcurso del cónclave había ido recogiendo el consenso de muchos, Giuseppe Melchiorre Sarto, patriarca de Venecia, el cual, tras muchas resistencias, aceptó y se convirtió en Pío X (1903-1914), después de haber sido elegido con una cincuentena de votos, en la mañana del 4 de agosto. Formaba parte de los así llamados papables, y su nombre se encontraba incluso entre los indicados por León XIII. Pero, a pesar de ello, su elección constituyó una novedad. Fue, tras muchos siglos, el primer papa que provenía del campesinado, el primero que había desarrollado toda su carrera en la actividad pastoral, pudiendo así dar prueba de una sensibilidad paterna ante los casos concretos, unida a una intransigencia en el plano de las doctrinas y principios, intransigencia que se expresó algunas veces incluso en una forma de comportamiento rudo, derivada quizá de su carácter volitivo y carente de matices. Estas características se expresaron también en su acción como pontífice: siendo profundamente conservador e incluso restauracionista, como muestran muchos de sus rasgos, Pío X llegó a ser de hecho uno de los papas más constructivos en términos de reformas concluidas o dirigidas hacia un buen fin. En primer lugar, debemos recordar la reforma estructural de la curia romana, es decir, del aparato central de la Santa Sede, que se hallaba todavía organizada, salvo adaptaciones leves, según las estructuras que había querido Sixto V a finales del siglo XVI. Con Pío X se redujo sensiblemente el número de congregaciones, se introdujo una distinción apropiada entre competencias administrativas y judiciales, crecieron las funciones de la Secretaría de Estado y se suprimieron organismos inú-
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tiles, entre los que estaban aquellos que mantenían todavía las autoridades relacionadas con la administración del Estado Pontificio, hacía tiempo desaparecido. Esta supresión venía a mostrar también que empezaba un modo distinto de concebir y afrontar el tema del poder temporal y de la cuestión romana. Para completar la obra de reorganización, se inició también la compilación de un códice de derecho, del que ya se había programado la redacción desde finales del siglo XVI, como resultado del Concilio de Trento, pero que hasta ahora se había diferido siempre, mientras que la sociedad civil, a partir de los códigos napoleónicos, se había dotado ya de códigos de derecho desde el siglo anterior (siglo XIX). Sin embargo, aunque el nuevo código se encontraba ya prácticamente acabado en el tiempo de su pontificado, Pío X no logró ver la culminación de la obra, de manera que ese texto fundamental, que es el Codex iuris canonici (Código de Derecho Canónico), será promulgado sólo por su sucesor, el año 1917. En ese código, que es un verdadero monumento jurídico, viene a reflejarse como es obvio la concepción de una iglesia rígidamente ordenada, conforme a los principios del Concilio Vaticano I. A lado de estos aspectos, por así decir exteriores, la atención del pontífice se dirigió también sistemáticamente hacia la reforma interior de la vida cotidiana de la Iglesia, comenzando por la formación religiosa del pueblo cristiano, que era muy necesaria porque en realidad había sido muy escasa. En la encíclica Acerbo nimis, del 1905, manifestó su atención por el laicado y por su formación, que debía pasar a través del catecismo obligatorio de tipo propedéutico a la primera comunión y a la confirmación; se preocupó por la preparación de buenos catequistas laicos, por la creación de escuelas especiales de religión para los estudiantes de las ciudades y quiso que surgieran grupos de catequistas en todas las parroquias. Siempre en esta perspectiva didáctica, hizo que se preparara también en los años siguientes un compendio de la religión católica, el así llamado Catecismo de Pío X, que constaba también de una versión más reducida para los niños, y que fue uno de los libros que ha tenido más ediciones de la historia. Otras reformas que influyeron de manera profunda y práctica en la vida de los católicos fueron las relacionadas con la liturgia y la práctica sacramental: la reforma del breviario y de la música litúrgica, la puesta en marcha de la revisión del misal y la reducción de muchas fiestas de precepto, la insistencia en el domingo como momento central de la
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celebración, la revalorización de los tiempos del año litúrgico sobre las fiestas de los santos... Todo esto estuvo siempre acompañado por la recomendación de acercarse de manera más frecuente, e incluso cotidiana, a la eucaristía (contra los últimos restos de la mentalidad jansenistas) y por la indicación de que se debía rebajar la edad para recibir la primera comunión. Se trataba de intervenciones que influían en la práctica cotidiana de los católicos en todo el mundo y que contribuían a lograr que ellos se sintieran participantes en la vida de la Iglesia, más unida en torno a su pastor supremo, a quien el Catecismo definía de una forma clarísima y simple como «el sucesor de San Pedro en la sede de Roma y en el primado... la cabeza visible, el vicario de Jesucristo que es cabeza invisible, de toda la Iglesia”4. Para la realización concreta de estas reformas, Pío X acudió también a la colaboración de los laicos, de cuya aportación en la Iglesia se demostró siempre sinceramente convencido, anticipando en algún sentido lo que será la Acción Católica. Sin llegar a reconocer a los laicos una autonomía de acción, pues a su juicio lo que ellos debían hacer era un tipo de prolongación de la obra del clero5, el papa insistió en que ellos colaboraran en la catequesis, en las actividades caritativas, en el mantenimiento de las devociones (y en esta línea se explica la supresión el año 1904 de la Obra de los Congresos católicos, que desde el tiempo de la Rerum novarum tenía una orientación básicamente política y social). A pesar de que con la encíclica Il fermo proposito, del 1905, hubiera atenuado (dejando la decisión en manos de cada uno de los obispos) la prohibición de que los católicos italianos participaran en le vida política, prohibición sancionada por Pío IX y confirmada por León XIII, Pío X fue decididamente contrario a la constitución de un partido católico, de manera que excomulgó a su fundador, don Romolo Murri, e insistió para que los católicos elegidos como diputados se definieran como «diputados católicos» y no como «católicos diputados». Mantuvo la misma actitud frente a otras experiencias de cristianismo democrático, como el 4. Catecismo de la Doctrina Cristiana, publicado por orden del Sumo Pontífice Pío X, n. 113. 5. La eclesiología que está en el fondo de esta concepción clerical de la actividad de los laicos está expresada claramente en la encíclica Vehementer nos, del 11 de febrero de 1906 (en Pii X Acta, III, Romae 1908, pp. 24-39), donde Pío X aparece, al mismo tiempo, igual que en muchos otros campos, como un precursor y un tradicionalista. Por otra parte, para el redescubrimiento del carácter específico de la aportación de los laicos en la Iglesia, se deberá esperar al Concilio Vaticano II.
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movimiento del Sillon en Francia, las actividades del padre Ceslaus Rutten en Bélgica o del sacerdote Hendrick Poels en Holanda. El aspecto más frecuentemente criticado del pontificado de Pío X fue el de las relaciones con el mundo moderno, ámbito en el cual no pocos vieron un retroceso en relación con la apertura de León XIII. Horrorizado por un liberalismo básicamente antirreligioso, por un socialismo materialista y por un cientificismo a menudo presuntuoso, el pontífice y sus más estrechos colaboradores no buscaron instrumentos y formas de estudio y diálogo sobre los temas, sino que se encerraron en un tipo de rechazo generalizado, negándose incluso a la discusión, en una actitud que marcaría por decenios las relaciones entre catolicismo y mundo cultural. Los que más sufrieron en el campo católico fueron sobre todo los partidarios del así llamado movimiento modernista, al que el decreto Lamentabili sane exitu, de julio de 1907, publicado por el Santo Oficio, define como la síntesis de todas las herejías y al que la encíclica Pascendi, publicada dos meses más tarde, condena sin apelación posible. Se trataba de un movimiento de reforma que intentaba reanimar la vida religiosa de la Iglesia católica, a la cual se declaraba absolutamente fiel, utilizando los resultados del trabajo científico, histórico o crítico moderno. Hoy nadie habría reprochado a Pierre Battifol por haber demostrado, partiendo de excavaciones arqueológicas, que las diócesis francesas no habían sido instituidas por los apóstoles, ni tendría nada que contestar a los estudios bíblicos de Marie-Joseph Lagrange, fundador de la École biblique de Jerusalén, ni a los trabajos de Louis Duchesne sobre la historia antigua de la Iglesia. Pero el lenguaje utilizado por los defensores moderados del modernismo no fue comprendido y las teorías exacerbadas de su exponente máximo, el sacerdote francés Alfred Loisy, llevaron a pensar que los métodos científicos utilizados por el movimiento habrían terminado por negar la trascendencia de Dios, atribuyéndolo todo a la capacidad de conocimiento de la razón humana. De los equívocos, de la falta de comprensión recíproca y de la inaceptabilidad objetiva de algunos presupuestos teóricos nacieron la condena papal de la Pascendi y la decisión posterior de imponer un juramento antimodernista a todo el clero dedicado al ministerio y a la enseñanza (juramento que ha permanecido en vigor hasta su supresión por parte de Pablo VI en 1967). Todo esto, junto a la reorganización de la Comisión Bíblica, transformada casi en un tribunal doctrinal, y a la instauración de un clima de presión, que a veces fue incluso de delación y denuncia
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contra intelectuales sospechosos de simpatías modernistas, crearon no pocas dificultades al desarrollo de la vida intelectual en la Iglesia6. Incluso las relaciones con los Estados, con los cuales un papa “no político” como Pío X tenía que entrar en contacto, estuvieron marcadas por un comportamiento de intransigencia que nacía en este caso de su radical convencimiento de que la Iglesia tenía que gozar de la más amplia libertad de acción en su enfrentamiento con el poder civil. Esto condujo, por influjo también del cardenal español Merry del Val, convertido en Secretario de Estado a los treinta y siete años, suscitando la hostilidad de muchos, a un endurecimiento y a un deterioro de las relaciones con varios países como España, Portugal, Inglaterra, Rusia y Alemania. Particularmente clamoroso fue el enfrentamiento con el gobierno de la República francesa, que llevó el año 1904 a la denuncia unilateral del concordato estipulado un siglo atrás por Napoleón. Ante el hecho de que todos los bienes eclesiásticos fueran transferidos a asociaciones laicas, Pío X y Merry del Val se negaron a cualquier tipo de solución de compromiso (que el episcopado francés habría deseado), asegurando de esa forma la independencia de la Iglesia, pero a precio de su ruina económica –aunque los resultados se verían sólo más tarde–. Sólo con Italia el comportamiento del papa fue más suave, por ejemplo con la apertura, aunque cautelosa, a la participación de los católicos en la vida política y con la renuncia a las continuas, y en algún sentido estériles a incluso contraproducentes reivindicaciones que habían caracterizado los pontificados anteriores. En la actividad de Pío X encontraron también un lugar desde el comienzo una serie de medidas importantes relacionadas con las elecciones pontificias y el colegio cardenalicio, que el lector podrá entender mejor ahora, teniendo en cuenta el aspecto tan conservador y, al mismo tiempo, tan reformador del pontificado. 6. Por iniciativa de Humberto Benigni, sacerdote de la curia, cercano al cardenal Merry del Val, surgió también el así llamado Sodalitium Pianum (SP, que los franceses llamaron con el nombre cifrado de la Sapinière, es decir, el bosque de abetos), que fue el principal responsable de la campaña contra aquellos que eran sospechosos de tener simpatías modernistas. Se ha sobrevalorado en gran manera la consistencia real de este grupo de delatores demasiado celosos, presentado a veces como una especie de sociedad secreta, que habría creado un clima semejante a aquel se dio en los decenios siguientes en la Unión Soviética de Stalin o en el fenómeno del maccartismo en los Estados Unidos. Para un examen más calmado, sólidamente fundado sobre amplias investigaciones, cf. È. POULAT, Intégrisme et catholicisme intégral, Tournai-Paris 1969.
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No habían pasado aún seis meses desde su elección cuando, el 20 de enero de 1904, publicó la constitución Commissum nobis7, provocada en algún sentido por lo que había acaecido durante el último cónclave, con la presentación del veto por parte de Austria. En la constitución se prohibía con vigor el pretendido derecho de exclusión o veto de las potencias católicas «expresado incluso en forma de simple deseo, lo mismo que quedaban prohibidas las intervenciones e intercesiones de cualquier tipo» y se preveía para los cardenales que hubieran comunicado al colegio un veto de ese tipo, de parte de las autoridades laicas, una excomunión latae sententiae (es decir, que actúa por sí misma, sin necesidad de comunicarla de un modo formal), cuya absolución quedaba reservada al futuro pontífice. Se confirmaban con eso, pero de un modo formalmente más decidido y eficaz, las prohibiciones muchas veces expresadas por los pontífices anteriores, aunque nunca observadas8. Menos de un año más tarde, el papa retomó y reorganizó toda la materia relacionada con el cónclave en la constitución Vacante Sede Apostolica, datada el 25 de diciembre de 19049. Las nuevas normas, que tendían a garantizar la máxima libertad para el proceso de la elección, defendiéndola de toda posible forma de intrusión externa y poniendo de relieve su carácter secreto, incluso después de que el papa hubiera sido elegido, dispusieron, sin embargo, que la documentación del cónclave fuera conservada en los archivos. Fue importante la abolición del accessus (acceso) que, como el lector quizá recuerda, estaba en vigor al menos desde el siglo XVI, y que consistía en manifestar la propia adhesión (el acceso) a un candidato distinto de aquel por el que se había optado en la votación inmediatamente anterior. Para no perder las ventajas del sistema, es decir, la rapidez con la que se obtenía rápidamente un segundo voto, se doblaron los escrutinios, que se convirtieron en cuatro, en vez de dos por día, procediendo de inmediato, mañana y tarde, a una nueva votación en el caso de que la anterior no hubiera logrado resultado. Los sistemas admitidos quedaron fijados por tanto de este modo: la “cuasi inspiración”, el “compromiso” y el “escrutinio”, y 7. En Pii X Acta, III, Romae 1908, pp. 289-292. 8. De un modo particular habían condenado las intervenciones del exterior sobre el cónclave, a través del veto, Gregorio XV (Decet Romanum Pontificem, del 1622) y Clemente XII (Apostolatus officium, del 1732). Esa condena había sido confirmada recientemente por Pío IX (In hac sublimi, del 1871) y por León XIII (Praedecessores nostri, del 1882). 9. En Pii X Acta, III, Romae 1908, pp. 239-288.
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así han permanecido en todos los cónclaves hasta el día de hoy. Pero no sucederá así en el futuro cónclave, como veremos más adelante. Han de señalarse también para nuestra historia dos documentos con las cuales Pío X intervino regulando el sistema de gobierno de las diócesis suburbicarias, es decir, las del entorno de Roma10. La titularidad de aquellas sedes (muy prestigiosas, porque a ellas estaba ligado el título de cardenales del orden de los obispos, que tiene la precedencia sobre los cardenales presbíteros y diáconos) cambiaba frecuentemente, pues nunca quedaba vacante. Pues bien, para garantizar la gestión de aquellas diócesis se instituyeron obispos sufragáneos, que pudiesen gobernarlas de hecho, en nombre de los cardenales titulares. Pío X, que será el primer papa declarado santo después de San Pío V, que vivió tres siglos antes, murió el 20 de agosto de 1914, el día en que las tropas alemanas ocupaban Bruselas, en la Bélgica neutral. Había comenzado hacía algunas semanas la primera guerra mundial, la Gran Guerra, que daría un vuelco no sólo a los mapas geográficos, sino también a aquel modelo de civilización centrado en Europa que había prevalecido desde la caída del modelo mediterráneo de la antigüedad. El conflicto no era sólo militar, algo que nacía sólo por cuestiones nacionales y territoriales; se trataba también de un enfrentamiento entre dos economías diferentes, entre dos modelos de sociedad, dos concepciones políticas, dos modos de comprender las relaciones internacionales que desde hacía tiempo habían creado los presupuestos para un enfrentamiento violento. A pesar de la dificultad que los cardenales de los países que estaban en guerra tuvieron para alcanzar rápidamente Roma, el cónclave que se reunió en el Vaticano el 31 de agosto de 1914 logró reunir a cincuenta y siete de los sesenta y cinco electores. La elección era difícil y limitada, pues se quiso excluir desde el principio a los purpurados de los países beligerantes y a aquellos que manifestaban unas simpatías demasiado fuertes por un bando o el otro. La neutralidad de Italia impulsaba a la búsqueda tradicional entre los candidatos italianos y entre estos el colegio se dividía también partiendo de la base del comportamiento que se debía tener en relación con la controversia de la cuestión del modernismo. 10. Constitución Apostolicae Romanorum Pontificum, del 15 de abril de 1910, en Acta Apostolicae Sedis 2 (1910), pp. 277-281, y el motu proprio titulado Edita a nobis, del 5 de mayo de 1914, en ibíd. 6 (1914), pp. 219-220.
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El cónclave duró menos de cuatro días. Según las nuevas normas que había publicado Pío X se tuvieron cuatro escrutinios cada día y, por lo que se sabe11, a la décima votación se logró la mayoría exacta de los dos tercios, a favor del cardenal Giacomo Della Chiesa. Desde que se había introducido el voto secreto, conforme al deseo de Gregorio XV, en el 1621, resultaba inválido votarse a sí mismo y por eso debió procederse en este caso a controlar las papeletas, para ver si el elegido había votado a otro candidato, pues, como se sabe, precisamente para verificar esta eventualidad, cada papeleta llevaba en su parte externa un lema que sólo el propio autor del voto conocía. La elección del cardenal Della Chiesa resultó sorprendente para la opinión pública y en parte también para el aparato curial, de tal manera que ninguna de las vestiduras papales preparadas de antemano, como es costumbre, resultaba lo suficientemente pequeña para el nuevo elegido que era de constitución bastante baja. Pero aquella elección encontraba sus razones en la equilibrada experiencia pastoral que el nuevo papa había desarrollado en los últimos años, como arzobispo de Boloña, en su sensibilidad por la cultura y también en su gran experiencia diplomática de veinte años pues, habiéndose formado con Rampolla, había continuado trabajando también después en la Secretaría de Estado, con Merry del Val. Todos estos eran componentes que se hallaban unidos en un hombre de gran hondura, que estaba inclinado por su carácter a la moderación y a la concreción, que hacían prever un papa que no favorecería las tendencias integristas de los últimos años y que podría mantener una actitud equilibrada en una situación de conflicto que, como se preveía, alcanzaría unas proporciones espantosas, tales como no se habían visto desde los tiempos napoleónicos. Eligió como nombre el de Benedicto XV (1914-1922), lo mismo que había hecho Próspero Lambertini, otro arzobispo de Boloña, elegido papa en el siglo XVIII. En el nuevo documento dirigido a los católicos de todo el mundo pocos días después de la elección, el nuevo pontífice pedía un cese inmediato de las hostilidades, sin ninguna referencia eventual a las razones de una o de otra parte, y se proponía realizar una acción de paz, fundada sobre el convencimiento de la misión pastoral 11. Informaciones precisas, aunque privadas, sobre el cónclave nos han llegado a través de la publicación de los diarios del cardenal de Viena, F.G. Piffl, publicadas en el año 1963, a pesar de que el autor había dejado aquellos escritos en un sobre sellado, con la indicación de que se quemaran tras su muerte, cosa que no se cumplió.
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del papa, con una llamada explícita a Jesucristo, buen pastor, dispuesto a dar la vida por sus ovejas. El mismo tema del buen pastor volvió también en su primera encíclica, en la que exponía tradicionalmente el programa del pontificado, la Ad beatissimi, del 1 de noviembre de 1914. Pero en ella se encuentra una novedad de relieve, porque en ella el pontífice identifica el rebaño del que intenta ocuparse como pastor con todos los hombres, y no sólo con la Iglesia, destacando de un modo significativo el aspecto universal de la misión del papa. En estos principios fundó Benedicto XV su opción de mantener una rigurosa neutralidad durante el conflicto. Actualmente, esa actitud puede parecernos obvia, pero no podemos olvidar que hasta entonces, salvo algunas excepciones, la Iglesia había intervenido generalmente en las guerras a favor de una u otra parte. A esta nueva actitud contribuyó también ciertamente el hecho de que no existiera ya un Estado Pontificio, con todos los vínculos políticos y territoriales que ello había implicado, pero se trató sobre todo de una elección de principios, como lo muestra claramente la alocución de Benedicto XV el 22 de enero de 1915: Cristo ha muerto por todos los hombres y el papa, como su representante, ha de favorecer a todos los hombres, sus hijos, de los que él se siente paternalmente responsable, se encuentren en uno y otro lado de los frentes de batalla; por eso debe fijarse más en el vínculo común que les une que en las razones particulares de cada uno, razones que contribuyen a la división y al conflicto. Ese comportamiento de neutralidad no fue muy bien comprendido por las naciones en guerra y cada una de las partes habría querido que el pontífice condenara a los contrarios. Las repetidas llamadas e intervenciones de Benedicto, que en el 1917 llegó incluso a proponer un programa de paz basada sobre la justicia y no sobre la victoria militar, fueron más elogiadas con palabras que escuchadas con los hechos y al final del conflicto la Santa Sede no fue involucrada en modo alguno en las tratativas de paz. A esta decisión de los vencedores, que ellos habían asumido ya secretamente en el Pacto de Londres de abril de 1915, se había llegado especialmente por la intervención del gobierno italiano, que quería evitar de todas formas que la cuestión romana asumiera una relevancia internacional. Y a nada condujeron los intentos de modificar aquella decisión al final del conflicto. Fue fructífera, en cambio, la intensa actividad asistencial y caritativa desarrollada a favor de los combatientes y de los civiles. A favor de los primeros, se puso en movimiento una organización que, con la ayuda
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de las jerarquías locales y de las asociaciones laicas, se ocupaba de recoger y de transmitir informaciones sobre los soldados caídos y prisioneros; de esa forma se obtuvieron diversos éxitos, favoreciendo el intercambio de prisioneros y el traslado de los heridos y enfermos a los países neutrales. A favor de los civiles, la Iglesia intervino también sosteniendo los organismos internacionales laicos como la Cruz Roja que lograban recoger menos dinero y menos bienes para socorrer a los demás, con ayudas incluso materiales para viudas y huérfanos; la Iglesia intervino en general en todo aquello que pudiera aliviar la situación de las víctimas de guerra, sin tener en cuenta el campo al que pertenecieran. Fue significativo el reconocimiento que la Turquía Islámica tuvo con Benedicto XV, a quien erigió en Estambul un monumento, en honor del papa a quien se llamaba «benefactor de los pueblos, sin distinción de nacionalidad o de religión». Aunque las llamadas a la paz y a la reconciliación no fueron escuchadas, y aunque las ofertas de mediación no fueron tomadas en cuenta o fueron incluso recibidas con desagrado por las potencias beligerantes, la obra de la Santa Sede sobre el plano diplomático internacional no quedó sin frutos. La fuerte condena de la guerra, que Benedicto XV definió como «carnicería horrenda»12 y como «destrucción inútil»13, vino acompañada sistemáticamente por una acción de defensa y de representación de los derechos de los más débiles, incluso de los pueblos y grupos étnicos minoritarios y oprimidos. Atrocidades enormes, como el genocidio de los armenios (que costó al menos un millón de vidas humanas) o la deportación de más de cien mil católicos asirio-caldeos, expulsados de Anatolia y diezmados por el hambre, no pudieron ser detenidas por el papa; pero él intervino logrando obtener a veces la supresión de las masacres y la salvación de algunas vidas o el socorro de los huérfanos. Aún más significativa fue su amplitud de miras en el intento por solucionar las relaciones internacionales en un nivel que fuera distinto al de la guerra. Ya en el año 1915, el papa había afirmado que sin una definición de los objetivos de la guerra y de las aspiraciones de todos los pueblos en lucha, y sin un diálogo honesto entre esos pueblos no se 12. En la carta al decano del Sacro Colegio cardenalicio, cardenal Serafino Vannutelli, del 25 de mayo de 1915, en Acta Apostolicae Sedis 7 (1915), pp. 253-255. 13. Nota del 1 de agosto del 1917 a los gobiernos de las partes en guerra, Ai capi dei popoli belligeranti, en ibíd. 9 (1917), pp. 421-423 (versión italiana).
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habría podido avanzar en los caminos de la paz14. Con el paso del tiempo y con el endurecimiento de las partes en lucha, Benedicto XV comenzó a pensar en la forma en que se debería actuar tras el fin del conflicto. A su juicio, era necesaria ante todo una clarificación de principio para poder solucionar después las cuestiones particulares. Con este fin, el pontífice se dedicó también a trazar un proyecto para el desarrollo de los estudios de derecho internacional. Pero, sobre todo, el papa llegó al convencimiento de que sólo sobre una concepción moral y jurídicamente nueva de las relaciones entre los Estados se podía y se debía construir un tipo de Código de las relaciones entre las naciones. Y esta nueva concepción se fundaba precisamente sobre el convencimiento del primado absoluto del derecho y no de la fuerza. Los medios preliminares para alcanzar una definición de las nuevas reglas habrían debido ser estos: (1) la reducción gradual de los armamentos, hasta llegar a un desarme total (con excepción de aquello que fuera necesario para las necesidades internas de orden público); (2) la aceptación del principio del arbitraje internacional; (3) y la libertad de comunicación entre los pueblos. Uno de los méritos del pontificado de Benedicto XV fue sin duda aquel que haber contribuido a la apertura de un nuevo horizonte de derecho internacional, en el que encontraba también su lugar una definición nueva de los derechos personales y civiles, de aquellos que hoy llamaríamos “derechos humanos”. La atención al derecho, entendido también como medio para una estructuración correcta y serena de las relaciones en el interior de la Iglesia y con el mundo externo, se manifestó también en la promulgación del Código de Derecho Canónico, en junio del 1917. Había sido casi enteramente realizado durante el pontificado de Pío X; pero los últimos retoques, realizados bajo la guía del cardenal Secretario de Estado, Pietro Gasparri (que había dirigido desde el principio la comisión redactora del Código), acogieron las orientaciones pastorales del pontífice, destacando de un modo especial la fuerza pacífica de la ley, como garantía de un gobierno justo de la Iglesia15. Se trató de un gran esfuerzo de sistematización. El nuevo Codex reorganizaba, de hecho, de una 14. Discurso a los cardenales en el consistorio del 6 de diciembre de 1915, Nostis profecto, en ibíd., 7 (1915), pp. 509-515. 15. Resulta de interés el discurso pronunciado por Benedicto XV a los cardenales en el consistorio del 4 de diciembre del 1916, cuando anunció la próxima promulgación del Codex Iuris Canonici. Cf. ibíd., 8 (1916), pp. 467-477.
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forma ordenada el conjunto caótico de las normas que se habían ido recogiendo, o más bien acumulando, en el curso de los siglos anteriores en el Corpus o cuerpo del derecho canónico, que continuó constituyendo en todo caso la fuente de la nueva codificación ahora sistematizada. Por lo que toca a la elección del romano pontífice, el Código no introduce ninguna novedad particular, sino que confirma significativamente que ella es una atribución exclusiva del colegio cardenalicio, aun en el caso de que se realizara en el momento en el que se estaba celebrando un concilio ecuménico, el cual debía considerarse disuelto en el mismo momento de la muerte del papa. Se precisa después que en el caso del cónclave tendrían también un derecho de participación a título pleno incluso los cardenales eventualmente excomulgados o bajo entredicho o sospecha. El elegido, desde el momento mismo de su aceptación, gozaría de la plenitud de potestad jurisdiccional, incluso aunque fuese laico, aún antes de su consagración episcopal (la situación fue corregida medio siglo después)16. Los electores, sin embargo, no podrían ser laicos, pues los cardenales, conforme a una tradición ya consolidada, podían ser elegidos por el papa entre los presbíteros y los obispos. Se confirmó también la estructura del colegio cardenalicio con los tres órdenes (obispos, presbíteros y diáconos) por un total máximo de setenta componentes, que había sido ya establecido por Sixto V, y se confirmó la imposibilidad de que los purpurados, aun colegialmente reunidos, tuvieran el poder jurisdiccional propio del pontífice. Fue en fin de gran importancia el hecho de que se pusiera de relieve que sólo el sumo pontífice tenía el derecho de legislar específicamente en materia de cónclave. La guerra mundial, que había marcado desde el comienzo el pontificado de Benedicto XV, acabó finalmente en 1918, con la derrota de los imperios centrales. En el tiempo inmediato que siguió tras ella, el papa dirigió la obra de la construcción de la paz, centrándose especialmente en el socorro de las necesidades de la población, con la ayuda de los nuncios y de los delegados pontificios, que se ocuparon no solamente de problemas diplomáticos, sino también de acciones concretas 16. La necesidad de la ordenación episcopal para que el elegido adquiriera la plenitud de la potestad jurisdiccional del pontífice romano será introducida como condición indispensable sólo a partir de la legislación papal posterior al Concilio Vaticano II.
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de asistencia material. La Iglesia no quiso ayudar sólo a las comunidades católicas, como las de Polonia o de las costas del Báltico que, tras la caída del imperio ruso, a consecuencia de la revolución, se hallaban amenazadas por una nueva guerra interna; ella mostró un interés análogo hacia la península de los Balcanes y hacia el Asia Menor, que antes habían formado parte del Imperio Otomano, destruido por la guerra, mostrando siempre un acercamiento de tipo humanitario, respetando las diversas culturas y religiones. Esa actitud era una aplicación del programa modelado sobre el ejemplo del “buen pastor” que Benedicto XV había expresado ya en su encíclica programática. En esta línea se inserta también el compromiso por las actividades misioneras, a las cuales el papado se dedicó con un cuidado particular, especialmente después de la guerra. Fue un signo de notable apertura en aquellos tiempos la exhortación dirigida a los misioneros para que favorecieran el crecimiento del clero indígena y para que procuraran el bien de los países en misión, sin tener en cuenta los intereses (imperialistas) de sus países de origen17. Benedicto XV murió en enero del 1922, dejando un mundo profundamente cambiado por la trágica experiencia de la guerra mundial y una Iglesia también profundamente distinta de aquella que él había encontrado, especialmente en el plano de las relaciones con la sociedad moderna. Como signo de ese nuevo tiempo podemos citar el cese de los excesos persecutorios en relación con el modernismo, la atención al desarrollo de la investigación científica y al despliegue de algunas iniciativas culturales (como la fundación de las Universidades Católicas de Milán y de Lublín) y, sobre todo, la nueva actitud de apertura hacia la madurez de los laicos. El nacimiento en Italia del Partido Popular, que era aconfesional pero que aparecía como la expresión política del catolicismo, fue una iniciativa de un grupo guiado por el sacerdote siciliano Luigi Sturzo, pero fue implícitamente aprobado por el pontífice, que de esa forma aceptaba una actividad que implicaba una colaboración política de los católicos en formas nuevas, independientes de la autoridad eclesiástica. El éxito de las elecciones de 1919 repercutió también de manera positiva en el relanzamiento de la Acción Católica, especialmente en sus organizaciones juveniles, a las que el papa ofreció unas directrices renovadas de compromiso. 17. Cf. La carta apostólica Maximum illud del 30 de noviembre de 1919, en Acta Apostolicae Sedis 11 (1919), pp. 440-455.
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No se había resuelto la cuestión romana, pero se habían puesto las premisas para que pudiera llegarse a la solución. La vieja fórmula de Cavour, de una Iglesia libre en un Estado libre, había sido sustituida al comienzo del siglo XX por la imagen de Giolitti, de dos líneas paralelas que nunca se encuentra, pero que tampoco se enfrentan nunca. Pues bien, con Benedicto XV se fue abriendo camino una perspectiva más pragmática, pero también más positiva, en la búsqueda de una solución que respondiera al mismo tiempo a las exigencias de una democracia liberal y de una nación católica. El Secretario de Estado, cardenal Gasparri, ofreció el 28 de junio de 1915 una entrevista al principal periódico católico, el Corriere d’Italia, en la que abandonaba la política tradicional de reivindicación por los daños sufridos. Tras la batalla de Caporetto y el cambio de gobierno italiano, se organizaron coloquios reservados, especialmente a través del Ministro de Finanzas, Nitti, en un clima de creciente confianza mutua. En junio de 1919, en el entorno de la conferencia de paz de París (a la que no había sido admitida la Santa Sede), el nuncio en Francia, Bonaventura Cerretti, discutió con el primer ministro italiano, Vittorio Emmanuele Orlando, un texto preparado por el cardenal Gasparri, en el que se preveían, entre otras cosas, la revisión de la ley de las Garantías y la hipótesis de un Estado soberano de la Santa Sede en el territorio italiano. No se hizo nada, por la oposición del rey Vittorio Emmanuele III, pero aquellos intentos constituían una señal de la voluntad papal de abandonar definitivamente la aproximación tempestuosa (de tiempos anteriores) y de afrontar la solución del largo problema sobre la base de un compromiso honorable. Cincuenta años de papa sin reino habían servido también, por otra parte, para decantar la cuestión romana y para limar los ángulos más hirientes de la discusión (y además, en ese tiempo, habían muerto todos los protagonistas de 1870). De esa forma se podía también estimular una profunda reflexión sobre el significado del poder temporal. Esto había hecho también posible que el papado iniciara caminos nuevos, como el de la atención a los problemas sociales (a veces desde una línea antiliberal, en contra de la burguesía dominante en Italia, a veces en una línea antisocialista y anticomunista), y, sobre todo, el camino de la apertura más intensa hacia los territorios de misión, en cuyas cultura autóctonas había entrevisto Benedicto XV la posibilidad de un impulso regenerador, que diese un aliento más universal a la acción pastoral de la Iglesia, desbordando los espacios físicos y culturales de Europa, ahora ya demasiado estrechos.
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También la “Gran Guerra” había mostrado la crisis del modelo europeo-céntrico, en un mundo cuyos confines se habían ampliado de un modo inmenso, mundo en el que venían a desplegarse nuevos poderes, entre ellos el de los Estados Unidos de América, con una determinación muy significativa. La indiscutible preeminencia mundial de Inglaterra en el curso del siglo XIX había ido cediendo el paso a aquella que será la preeminencia de los Estados Unidos en el siglo XX. Esa ampliación de horizontes llevó también a relativizar el problema de la relación entre la Santa Sede e Italia, de manera que pudieran crearse condiciones favorables para que se desatara el nudo de la cuestión romana, de la “prisión” del papa y de su soberanía. Recapitulación cronológica del capítulo PAPAS León XIII (Vincenzo Gioacchino Pecci), 20.2, 3.3.1878 – 20.7.1903 San Pío X (Giuseppe Melchiorre Sarto), 4, 9.8.1903 – 20.8.1914 Benedicto XV (Giacomo della Chiesa), 3, 6.9.1914 – 22.1.1922
ACONTECIMIENTOS Y DOCUMENTOS 1882-1884 Proyectos de nuevas regulaciones electorales. 1904 Constitución Commissum nobis 1904 Constitución Vacante sede apostolica 1914 Comienzo de la primera guerra mundial 1917 Codex iuris canonici
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Un gran rumor de gente que corre, echa por los suelos sillas y bancos, gente se amontona y precipita fuera de la Basílica de San Pedro: este es el primer resultado de un anuncio inesperado y extraordinario. Eran las primeras horas de la tarde del lunes 6 de febrero de 1922. Poco antes del mediodía, la esperada humareda blanca había indicado a los romanos que había sido elegido un nuevo papa y miles de personas se habían reunido en la plaza, delante de la basílica, a la que habían entrado después para asistir a la primera bendición del nuevo pontífice. En los balcones internos había aparecido el cardenal protodiácono, Gaetano Bisleti, que, con la fórmula tradicional, había anunciado a los presentes, que llenaban la iglesia, la elección de Pío XI (1922-1939), el cardenal de Milán, Achille Ratti. Pero este no había aparecido. En lugar de él, un prelado de la Casa Pontificia había comunicado la noticia sorprendente: el papa impartiría su primera bendición desde la balconada externa de la basílica, aquella que miraba hacia Roma, cosa que no sucedía desde la elección de Pío IX, el año 1846, cuando existía aún un Estado Pontificio y el papa no se definía como “prisionero en el Vaticano”. Este anuncio suscitó el impulso a precipitarse todos al exterior donde, bajo el tañido abierto de las campanas de San Pedro, repetido por todas las de la ciudad y los asistentes pudieron recibir la primera bendición del papa. Era un gesto rico de significados, que el neoelecto quiso realizar y que comunicó al colegio de cardenales, reunido todavía, inmediatamente después de haber escogido el nombre de Pío, el mismo de otro papa en cuyo tiempo había nacido (el 31 de mayo de 1857, bajo Pío IX) y de
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otro que le había llamado a Roma (Pío X, en 1911), un nombre que era signo de paz, como parece que dijo. Y precisamente en señal de paz había decidido mostrarse al exterior de la basílica, cosa que los papas no habían hecho desde el 1870, para dirigirse de esa forma, simbólicamente, hacia Roma, hacia Italia y hacia el mundo entero. Era el signo de que quería emprender un nuevo recorrido que pusiera fin a la situación ya insostenible en las relaciones entre el papado y el reino de Italia. Por eso, confirmó inmediatamente al cardenal Gasparri como Secretario de Estado (sin esperar ni siquiera un día, lo que era también una novedad), mostrando que estaba decidido a seguir en esa dirección, porque precisamente ese cardenal había sido el fiel intérprete de Benedicto XV para cumplir los pasos necesarios en el acercamiento hacia el gobierno italiano durante el pontificado precedente. Achille Ratti había sido elegido después de catorce escrutinios (lo que significa el número mayor para el siglo XX), en un cónclave en el que participaron cincuenta y tres cardenales, entre los cuales había treinta y un italianos. Como de costumbre, se habían formado dos corrientes: aquellos electores que habrían querido volver a la política de Pío X, sosteniendo la candidatura de Merry del Val, y aquellos que habrían querido seguir la línea de Benedicto XV, que defendían la candidatura de Gasparri. Sin embargo, ninguno de los dos candidatos logró recoger la prevista mayoría de los dos tercios, pero los dos grupos se enfrentaron duramente de manera que la elección de Ratti, el lunes 6 de febrero, fue resultado de una fatigosa búsqueda de una tercería vía de mediación. En realidad, Ratti se había encontrado siempre entre los así llamados papables y desde el comienzo del cónclave había recibido un número constante aunque pequeño de votos, a pesar de que en el momento de abrirse el cónclave sólo era cardenal desde hacía seis meses, después de haber desarrollado su carrera sustancialmente fuera de los organismos políticos y diplomáticos de la curia. Después de haber cursado sus estudios, había trabajado por más de veinte años en la Biblioteca Ambrosiana de Milán, de la que llegó a ser Prefecto, hasta que fue llamado a Roma como Viceprefecto de la Biblioteca Apostólica Vaticana en el 1911, por sugerencia del entonces Prefecto, Franz Ehrle, a quien había sucedido el año 1914 en la dirección de la institución cultural más prestigiosa de la Santa Sede. Sus trabajos científicos, notables por su sólida preparación filológica y la amplitud de sus conocimientos y lecturas, le habían hecho conocido en
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el mundo de los estudios como hombre culto, dedicado a la investigación1. Sin embargo, había realizado varios viajes, con estancias en el extranjero, y había participado también activamente en la vida de la ciudad y de la diócesis de Milán; por ejemplo, en mayo de l898, había formado parte de la delegación de ciudadanos que habían protestado ante el general Bava Beccaris por la represión de los movimientos obreros. Benedicto XV le alejó de la vida de estudio, enviándole en abril de 1918 como visitador apostólico a Lituania y Polonia, que en aquel momento eran una de las sedes diplomáticamente más delicadas, después de que el hundimiento del imperio del Zar y la revolución rusa habían creado las condiciones para la independencia polaca. Como nuncio en Varsovia, en el curso de la guerra ruso-polaca del 1920, mostró su firmeza de carácter y el convencimiento de sus propias opiniones y no dejó la ciudad (abandonada, en cambio, por el gobierno, que se había trasferido a Posen) ni siquiera en el momento de peligro, cuando la amenaza de un ataque bolchevique fue tan grande que se pudo temer por la propia supervivencia. Después de eso, su irreducible aversión por toda forma de nacionalismo exasperado, con ocasión del plebiscito por la Alta Silesia, donde se hallaba formando parte de la comisión de control de los aliados, le hizo objeto de la aversión de los grupos ultranacionalistas. Juzgado demasiado filoalemán por los polacos y demasiado filopolaco por los alemanes, su actividad se vio gravemente comprometida, de manera que fue imposible una presencia provechosa suya en la región. Benedicto XV lo sacó de la incómoda posición en que estaba, nombrándole inesperadamente arzobispo de Milán y al mismo tiempo cardenal. Algunos meses más tarde, apenas elegido papa, Pío XI intervino en la legislación relativa al cónclave con el motu proprio Cum proxime, del 1 de marzo de 19222, con el cual determinó que se esperaran no diez, sino quince días desde la muerte del pontífice, antes de que se iniciara el cónclave, para permitir así también la participación de los cardenales provenientes de países lejanos. Esto no había sucedido, en efecto, en el caso de su elección, a la que habían faltado los purpurados 1. Parte de sus trabajos fueron publicados de nuevo en A. RATTI, Scritti storici, bajo la dirección de P. Bellezza, Firenze 1932. Sobre su actividad científica, cf. G. GALBIATI, La produzione scientifica di Achille Ratti, en Aevum 13 (1940), pp. 300-312; Biobibliografia di Achille Ratti, dirigida por la Biblioteca Ambrosiana, Milano 1927. 2. Acta Apostolicae Sedis 14 (1922), pp. 145-146.
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americanos, que no podían atravesar el océano en los días hasta entonces previstos. Las mismas normas serán después confirmadas de un modo solemne en la constitución Quae divinitus, del 25 de marzo de 19353, publicada también con el fin de confirmar las prerrogativas papales para legislar en materia de cónclave. Pío XI llevaba pocos meses de papa cuando el movimiento fascista italiano tomó el poder y Benito Mussolini se convirtió en jefe de gobierno. Con él se debía negociar ahora si se quería alcanzar una solución al problema de la cuestión romana, que se venía arrastrando desde hacía decenios. La confirmación del cardenal Gasparri como Secretario de Estado había sido una señal de que el nuevo pontificado quería continuar en la política de las tratativas, siguiendo el camino iniciado por Benedicto XV. Al deseo de la Santa Sede y también de la iglesia italiana, de poner fin a una situación cada vez más insostenible, se vinculaban ahora los intereses del Reino de Italia, para el que la falta de una solución que restableciera las relaciones con el papado significaba un motivo constante de desaprobación en el ámbito internacional. A todo esto se sumaba el interés del nuevo gobierno nacionalista fascista, que en aquellos años se mostraba particularmente disponible en relación con la Iglesia, no sólo por el prestigio que la solución de la cuestión romana le daría a Mussolini, sino también porque pensaba que esto podía favorecer la expansión italiana en el mundo. A partir del 1925, con los proyectos de revisión de la legislación eclesiástica italiana, comenzó un proceso que, a través de varios contactos, proyectos, tratativas secretas, interrumpidas y retomadas más de una vez, condujo finalmente a la firma de los así llamados Pactos Lateranenses, firmados por Mussolini, como primer ministro de Italia, y por Gasparri, Secretario de Estado, en nombre de la Santa Sede, el 11 de febrero de 1929. Los pactos, que entraron en vigor algunos meses más tarde, tras su conversión en ley y su ratificación por parte del rey de Italia y del pontífice, comprendían tres importantes documentos: el tratado, el concordado y la convención financiera. Con el tratado, el Estado italiano reconoció la soberanía e independencia de la Santa Sede, en un minúsculo territorio, de menos de medio kilómetro cuadrado de extensión que, con el nombre de Estado de la Ciudad del Vaticano, comprendía en sustancia la Plaza y la Basílica de 3. Ibíd., 27 (1935), pp. 97-113.
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San Pedro y los palacios y jardines vaticanos. Por su parte, la Santa Sede reconocía al Estado de Italia, con Roma como capital y declaraba «definitiva e irrevocablemente solucionada y por tanto eliminada la cuestión romana»4. El nuevo pequeñísimo territorio permitía restituir de alguna forma al pontífice el status de soberano libre, sin recrear un poder temporal ya definitivamente superado, un poder temporal que tantas discusiones había suscitado y que, en la situación pastoral de la Iglesia ahora reencontrada, había perdido muchos de sus sostenedores y muchas de sus razones. Entre los anejos al tratado, una convención financiera o económica atribuía a la Santa Sede mil setecientos cincuenta millones de liras por la “solución definitiva” de los problemas financieros «que derivaban de los acontecimientos de 1870». Se trataba obviamente de una suma muy alejada de aquello que hubiera supuesto una devolución de los bienes eclesiásticos de los que el Reino de Italia se había apoderado, como se declara por otra parte, de un modo explícito en las premisas de esa convención5; pero ella ofreció al recién nacido Estado Vaticano la posibilidad concreta de tener una autonomía económica suficiente y de dar inicio a una imponente obra de consolidación de los edificios vaticanos, después que por decenios hubieran faltado incluso las obras de mantenimiento normal. El concordato completa los Pactos Lateranenses regulando las relaciones entre Estado e Iglesia, a la luz de lo que se decía en la entonces vigente constitución italiana (el Estatuto Albertino), que se retomaba en el artículo 1º del Tratado Lateranense, que reconocía la religión católica como “única religión del Estado”. Puntos significativos para la Santa Sede fueron sobre todo el reconocimiento de los efectos civiles del matrimonio católico, regulado por el derecho canónico (art. 34: a los tribunales civiles se reservaban las causas para las declaraciones de nulidad; a la autoridad jurídica civil, las de separación), la declaración de que 4. Art. 4 del tratado. Cf. A. Mercati (ed.), Raccolta di concordati su materie ecclesiastiche tra la Santa Sede e le autorità civili, II: 1915-1954, Città del Vaticano 1954, p. 90. 5. Entre los varios argumentos para justificar la decisión del pontífice de «limitar a lo estrictamente necesario la exigencia de indemnización, pidiendo una suma... de valor muy inferior a aquella que el Estado debería haber concedido a la Santa Sede en la actualidad, poniendo en ejecución incluso sólo aquello a lo que se había comprometido el Estado italiano con la ley de las Garantías..., se hallaba la situación financiera del Estado y las condiciones económicas del pueblo italiana, especialmente después de la guerra». Cf. Raccolta di concordati, en o.c., II, p. 91.
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«la enseñanza católica constituía el fundamento y culmen de la instrucción pública» (art. 36) y el reconocimiento de la Acción Católica por su actividad «al exterior de todo partido político... para la difusión y cumplimiento de los principios católicos» (art. 43). Se regulaban, además, todos los restantes puntos de interés: el respeto por las fiestas religiosas, la autonomía de la enseñanza en los seminarios, el nombramiento de los obispos y, en general, todo aquello que se hallaba relacionado con el ejercicio libre y público del culto. Para el gobierno italiano, y en particular para Mussolini, la celebración del acuerdo fue un indudable éxito político, que aumentó su prestigio ante los católicos de todo el mundo, aunque, sin duda, los motivos que le impulsaron a tomar aquella solución fueron de tipo político, pues la reconciliación con el papado sólo tenía para él un significado instrumental. En un plano temporal inmediato, la conciliación que se alcanzó con Italia constituyó también para el papado una indudable ventaja. El fin de la cuestión romana, con la renuncia definitiva al poder temporal, liberó el centro de la Iglesia de condicionamientos onerosos y la puso en una situación mejor para poder ejercer con libertad su propia misión universal y para ocuparse con más fuerza de los aspectos pastorales. También la situación de la iglesia en Italia podía ser juzgada positivamente, pues terminaba la injerencia estatal en las cuestiones eclesiásticas y el reconocimiento de las organizaciones católicas haría posible una presencia mucho más amplia que la del episcopado y el clero en la vida del país. Más discutidas son, en cambio, las consecuencias que a largo término vendría a tener la política concordataria. En particular, surgió pronto la pregunta (planteada inmediatamente también en el campo católico) de si el apoyo implícito que la Iglesia ofrecía al gobierno fascista, por el mismo hecho de mantener acuerdos con él, no ha permitido que ese gobierno recibiera, tanto a nivel internacional como a nivel de los católicos italianos, un trato de favor que no merecía. Y se trataba –no podemos olvidarlo– de un gobierno que ya entonces era muy reprobable por los métodos antidemocráticos que introducía en la vida política italiana y que en los años siguientes demostraría aún más su propia naturaleza despótica y totalitaria. En los años inmediatamente siguientes a los acuerdos lateranenses, el papa publicó tres encíclicas sobre temas importantes, como la educación (Divini illius magistri, 1929), la familia (Casti connubii, 1930) y la cuestión
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social (Quadragesimo anno, 1931). Ellas sirvieron para mostrar la forma en que el interés del papa se había trasladado del ámbito de las relaciones con el Estado al campo más amplio y significativo de las relaciones con la sociedad en la que los cristianos, y sobre todo los laicos, estaban llamados a comprometerse para así influir en la vida de los mismos países. También a consecuencia de esta opción pastoral, las relaciones entre el papado y el gobierno se fueron deteriorando rápidamente en Italia. La actividad de la Acción Católica se situaba de tal forma en concurrencia respecto de las diversas organizaciones fascistas que se llegó a un momento de profunda crisis en el año 1931, cuando Mussolini disolvió todos los grupos juveniles de la Acción Católica, acusados de intervenir también en el campo social y de no limitarse a las actividades religiosas previstas por el Concordato. De nada valieron las protestas de Pío XI, que llegó a promulgar una encíclica en lengua italiana, Non abbiamo bisogno (“No tenemos necesidad...”)6, del 29 de junio de 1939, en la cual, aún sin llegar a la condena explícita del partido y de régimen fascista en cuanto tal, afirmaba que la ideología fascista se convertía de manera bien clara «en una verdadera y propia idolatría pagana del Estado», en contraste con los principios cristianos, siendo por tanto inaceptable para un católico. Resultado de ello fue una disminución del poder de la Acción Católica, que no tuvo ya más un carácter nacional, sino que se desmembró en tantas asociaciones como diócesis. También al exterior de Italia fueron muchas las dificultades que surgieron para el pontificado de Pío XI, que se encontró con la necesidad de afrontar la compleja situación del período entre las dos guerras mundiales: cuatro dictadores (en este orden: Mussolini, Stalin, Hitler, Franco), la gran crisis económica mundial del 1929, las guerras coloniales e imperialistas, la persecución violenta de la iglesia en México (a la que dedicó tres encíclicas), la guerra civil española, las leyes raciales en Alemania y en Italia. Las ideas políticas de Pío XI, derivadas del risorgimento italiano y en particular de Alessandro Manzoni, le llevaban a valorar positivamente el patriotismo y, por tanto, el nacimiento y afirmación de las naciones, en una perspectiva según la cual la pluralidad de los Estados debería ser siempre creciente y, en este sentido, había en él también una anticipación de aquello que sería la descolonización. Lo que él no comprendía, ni podía aprobar, era aquello que definía como “naciona6. En Acta Apostolicae Sedis, 23 (1931), pp. 285-312.
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lismo exagerado”, que se expresaba en forma de conflicto permanente entre los diversos pueblos, nacionalismo que había dado origen a las guerras de expansión colonial fuera de Europa y a la primera guerra mundial y que amenazaba con destruir por las armas los equilibrios internacionales. A su juicio, la unidad del género humano y por tanto la paz podía alcanzarse en un plano de fe y no debería realizarse en el plano político, con la construcción de un estado universal como aquel en que soñaban los medievales ni mucho menos a través de la conquista y del sometimiento de unos pueblos por parte de otros pueblos. La acción política debería presentarse como un factor de unidad en la promoción del bien común al interior de cada país y en las relaciones internacionales, a través de la promoción del bien común de la humanidad entera, es decir, a través de la paz. Desde el interior de esta lógica, el papado concertó decenas de concordatos y de pactos de diverso tipo con otros tantos Estados. Suscitó discusiones y críticas el concordato con el Reich alemán de Hitler y más tarde los pactos con los regímenes dictatoriales de Franco en España y de Salazar en Portugal. De esa forma vino a cumplirse muchas veces lo contrario de aquello que la Iglesia hubiera querido. Por ejemplo, en países como Italia y España, el proyecto papal –que hoy se tomaría como utópico– era el renacimiento de un “Estado católico”, que se pensaba que podría venir a instalarse utilizando de un modo instrumental las estructuras totalitarias para reforzar el poder de la Iglesia. Pero sucedió lo contrario: fue la Iglesia la que vino a ser instrumentalizada, para que sirviera de apoyo a diversos regímenes. De hecho, en un contexto totalitario, la política concordataria terminaba con ofrecer una legitimación internacional a aquellos regímenes y contribuía a convertir a la Iglesia, incluso en contra de sus intenciones, en un verdadero instrumentum regni, un instrumento para sostener a los gobiernos (“reinos”), que controlaban la obra social desarrollada por las instituciones católicas, que, sin embargo, podían mantenerse arriba en un plano de pura acción pastoral (no social). Pues bien, a primera vista, parecía todavía como más peligrosamente enemigo de la Iglesia y del cristianismo otro tipo de régimen totalitario, aquel que se fundaba sobre la ideología comunista y que se había impuesto ya de un modo sólido en la Rusia de Stalin. Fueron inútiles los intentos (realizados, al menos en tres ocasiones distintas, del 1922 al 1927) por lograr acuerdos que garantizaran alguna forma de libertad religiosa. Pío XI llegó así a una dura condena del ateísmo militante,
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encarnado en el régimen comunista, con la encíclica Divini Redemptoris, del 19 de marzo de 1937, en la cual el materialismo dialéctico de Karl Marx, que está en la base del comunismo, se presentaba como una doctrina expresamente atea y por tanto inaceptable. Igualmente enemigos de la Iglesia aparecieron para Pío XI también los regímenes totalitarios de carácter nacionalista. Sólo cinco días antes de la encíclica contra el comunismo, el papa había publicado otra encíclica, en lengua alemana en la que denunciaba el anticristianismo irreducible y radical de la ideología nazi, que proponía un “culto idolátrico” del Estado, una “divinización” de la raza y el sometimiento del derecho a los pretendidos intereses del pueblo alemán. La encíclica había sido redactada con la contribución esencial del cardenal M. Faulhaber, arzobispo de München, y del cardenal Eugenio Pacelli (futuro papa Pío XII), que había sustituido a Gasparri como Secretario de Estado el año 1930. Con el mandato, dado a todos los obispos alemanes de que hicieran leer públicamente en las iglesias el texto de la encíclica Mit brennender Sorge (“Con aguda preocupación...”), del 14 de marzo de 1937, el papa tomó resueltamente una distancia respecto del nacionalsocialismo y mostró ante el mundo la fuerza que tenía su aversión a la política nacionalista y antisemita de Hitler. Esta ruptura pública llegaba después de más de treinta notas oficiales de protesta que la Santa Sede había enviado al gobierno nazi en los tres años anteriores. Prosiguiendo la reflexión sobre los mismos temas, el año siguiente, Pío XI proyectó una encíclica contra el racismo y el antisemitismo, condenados de un modo conjunto, sin apelación posible: era la Humani generis unitas, que no tuvo tiempo de llevar a término7. Siempre en el año 1938, en diversos discursos, Pío XI se pronunció en contra de todo tipo de discriminación racial, recordando que «el género humano constituye una sola, grande y universal raza humana»8 y que «católico quie7. En junio de 1938, Pío XI dio el encargo de escribir la primera redacción al jesuita americano J. La Fargue, el cual, con la ayuda de algunos colaboradores, preparó un texto que fue enviado a Roma en enero de 1939 y que se encontró en la mesa de estudio del pontífice el día de su muerte Cf. G. MICCOLI, I dilemmi e i silenzi di Pio XII, Milano 2000, p. 389. Cf. también G. PASSELECQ y B. S UCHECKY, L’encyclique cachée de Pie XI. Una occasion manquée de l’Église face à l’antisémitisme, Paris 1995. Sigue todavía abierto el motivo por el que Pío XII, que antes de su elección había colaborado en la redacción de Mit brennender Sorge, no retomó el texto de la encíclica contra el racismo y el antisemitismo que él conocía. 8. Discurso del 28 de julio de 1938 a los alumnos del Colegio Urbano De Propaganda Fide; cf. La Civiltà Cattolica 89/3 (1938), p. 271.
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re decir universal, no racista ni nacionalista»9. Después de las primeras medidas raciales del gobierno fascista, el papa reafirmó que el antisemitismo era incompatible con el pensamiento y realidad de la Biblia, recordando la descendencia espiritual de los cristianos a partir de Abrahán10, de manera que tuvo que afrontar otro momento de crisis grave precisamente en Italia. El gobierno había cambiado de hecho su propia legislación matrimonial en sentido racial, con la consecuencia de que los matrimonios religiosos celebrados entre católicos y judíos (estuviesen o no bautizados) no tendrían ya efectos civiles. Numéricamente hablando, se trataba de una nimiedad, pues los matrimonios de este tipo no eran más de una docena cada año sobre un total de cerca de trescientos mil. Pero Pío XI reaccionó con vigor extremo, porque la legislación del gobierno negaba el significado sacramental del matrimonio y la universalidad de la misión de la Iglesia abierta hacia todos los hombres. Tampoco en este caso valieron de nada las protestas y la reforma italiana se hizo. Pero con su comportamiento, el papa obtuvo el apoyo de los fieles italianos, quienes, sin embargo, en el caso de la de la crisis anterior con el régimen fascista a propósito de la Acción Católica, se habían mostrado muchos más vacilantes o tibios. Entre los motivos que impulsaban al papa a oponerse a los nacionalismos característicos de la época, además de la preocupación por la paz, estaba también el convencimiento de que aquella ideología se contraponía precisamente de un modo radical a la universalidad de la Iglesia y a su acción misionera, que fueron siempre uno de los aspectos característicos de su pontificado, al que dedicó gran atención. De hecho, apenas elegido, Pío XI había reorganizado el sistema de recogida y distribución de las ofertas para las misiones, reforzando las estructuras y ampliando las competencias de la congregación correspondiente, De propaganda fidei (De la propagación de la fe). En el primer Pentecostés que celebró, el pontífice pronunció un discurso en el cual presentó como tarea primaria de la Iglesia la actividad misionera, con la predicación del evangelio, y a las palabras siguieron los hechos, en varios países del mundo. 9. A un grupo de asistentes de la Acción Católica, cf. ibíd., pp. 371-375. 10. En un discurso el 6 de septiembre del 1938 a los peregrinos de la radio católica belga. Sin embargo, en la referencia que ofrece L’Osservatore Romano se omitieron las referencias al problema judío. Cf. G. M ICCOLI, I dilemmi e silenzi di Pio XII, Milano 2000, p. 309.
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El papa mandó a China un delegado apostólico muy activo, monseñor Celso Constantini, y dirigió a los católicos chinos la carta Ab ipsis del 15 de junio de 1926, en la que aseguraba que la Iglesia respetaba las aspiraciones de aquel pueblo y que no quería ser en modo alguno un instrumento político de las potencias occidentales. A pesar de las fuertes críticas, en octubre de ese mismo año, consagró personalmente en San Pedro a los seis primeros obispos chinos. Mostró la misma atención hacia el Japón (el primer obispo indígena fue consagrado en 1927), hacia Indochina, donde fue organizada la jerarquía eclesiástica de un modo autónomo respecto a la de Francia, que ejercía el control político sobre la región. También se interesó por el África inglesa, por el Congo belga y por la India. En Sudáfrica, los obispos locales con el apoyo del papado, publicaron una carta en la que mostraban su deseo de que también las poblaciones de color pudiesen ejercer funciones importantes en la vida política del país; en Egipto y en Etiopía se valoraron las tradiciones locales coptas, renunciando a cualquier forma de “latinización”. En la encíclica Rerum Ecclesiae del 28 de febrero de 1926, Pío XI afirmó que para completar la evangelización del mundo, que era la tarea principal de la Iglesia, resultaba necesario que ella mantuviera una absoluta independencia respecto de las lógicas políticas, especialmente del occidentalismo y de los intereses de las grandes potencias europeas. Un instrumento principal para ello habrá de ser la universalización del clero, que debería volverse, siempre que fuera posible, local e indígena. Se opuso por tanto con determinación a las ideologías muy difundidas que presentaban a las poblaciones de aquello que hoy llamamos el “tercer mundo” como una “variedad humana inferior” e invitó a que esas poblaciones fueran respetadas y a que se tuviera en cuenta el hecho de que muchas de las dificultades que podían encontrarse en el clero indígena dependían de las condiciones desfavorables del ambiente, condiciones que se mantenían también de esa manera por la acción de los colonizadores occidentales. Por eso, los sacerdotes indígenas debían ser tratados igual que sus hermanos europeos; más aún, ellos debían ser considerados como superiores, porque estaban llamados a ser pastores de sus iglesias y de entre ellos debían surgir los futuros obispos. Pues bien, en contra de esa actitud del papa, surgieron también duras críticas por parte de algunos ambientes católicos, donde los misioneros tenían miedo de perder sus privilegios adquiridos. De un modo particular, la polémica se asoció en Francia con la condena casi contemporá-
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nea de la Action Française, que había sido durante muchos años un punto de referencia política muy importante para los católicos franceses, pero a la que Pío XI había desaprobado con gran fuerza por su tendencia nacionalista. Sin embargo, como se puede imaginar, las críticas vinieron sobre todo de los ambientes racistas y colonialistas, tanto en los países totalitarios como en los democráticos. Por otra parte, hacía ya tiempo que el pontífice había descubierto que el nacionalismo era el enemigo más fanático de las misiones y, de un modo más general, lo había presentado como aquella ideología que se alzaba con más fuerza contra el despliegue de la misión universal de la Iglesia, que desbordaba todos los intereses de las naciones particulares, poniéndose al servicio del hombre. Desde esta perspectiva universalista ha de entenderse también el interés del pontífice por los medios de comunicación social, la atención que prestó a la prensa y a las potencialidades del cine (al que dedicó la encíclica Vigilanti cura del 1936) y de la radio. Así pidió a Guglielmo Marconi que construyese la emisora de la Radio Vaticana, cuya gestión confió a los padres jesuitas. El pontificado de este papa bibliotecario, el más docto desde los tiempos de Benedicto XIV (en el siglo XVIII), dejó también huellas importantes en el mundo de la cultura. A él se debe, por ejemplo, el potenciamiento de los institutos de estudios superiores, la apertura de nuevas facultades, la recomendación de seriedad y rigor científico en la enseñanza, la introducción sistemática del método histórico en los estudios eclesiásticos y, no como cosa de menos importancia, la fundación el año 1936 de la Academia Pontificia de las Ciencias (heredera de la Academia dei Lincei, que se había convertido en institución italiana), confiándola al P. Agostino Gemelli, rector de la Universidad Católica de Milán y defensor de la necesidad de una conciliación entre ciencia y fe. La prestigiosa institución recogía setenta (ese mismo era el número de los cardenales) científicos de todo el mundo, elegidos con independencia de su pertenencia religiosa, con el fin de que constituyeran el “senado científico” de la Santa Sede. La muerte de Pío XI no llegó de improviso. Sus condiciones de salud, vinculadas con su avanzada edad y agravadas por una enfermedad que había sufrido el año 1936, habían obligado al pontífice hace ya tiempo a frenar su actividad personal, de manera que en muchas circunstancias públicas, incluso de importancia solía hacerse representar por el Secretario de Estado, el cardenal Pacelli.
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Esto permitió que el sacro colegio cardenalicio pudiera reflexionar con cierta anticipación sobre su sucesor y quizá también por eso el cónclave que se reunió en la tarde del miércoles, 1 de marzo de 1939, dieciocho días después de la muerte del pontífice, fue rapidísimo y uno de los pocos, en toda la historia de la Iglesia, cuyo resultado se daba por descontado. El día siguiente, en sólo tres escrutinios, fue elegido de hecho papa, según las previsiones de la mayoría, el cardenal Eugenio Pacelli, que tomó el nombre de Pío XII (1939-1958). En el cónclave participaron, por primera vez desde hace mucho tiempo, todos los cardenales (que eran sesenta y dos) gracias a las disposiciones del motu proprio Cum proxime, con el que Pío XI había prolongado el tiempo de espera, para permitir la llegada de los más lejanos. La elección de Pacelli, que no fue unánime como alguno sostuvo, se debió al máximo concurso de los cardenales no italianos, entre los cuales era muy conocido y apreciado. Rápidamente cayeron, según parece, otras candidaturas, como la del arzobispo de Florencia, Elia Dalla Costa. Habían pasado ya más de dos siglos y medio desde que no había un papa romano (desde los tiempos de Emilio Altieri, Clemente X) y había pasado un tiempo aún mayor sin que hubiera sido elegido un Secretario de Estado (desde el tiempo de Giulio Rospigliosi, Clemente IX). La elección suscitó consensos concordes en Francia, Inglaterra y Estados Unidos, pero fue duramente criticada en Alemania, donde Eugenio Pacelli había pasado muchos años como nuncio, primero en München y después en Berlín. Los periódicos alemanes del día siguiente le acusaron de no haber comprendido nunca «los valores políticos e ideológicos que han iniciado su marcha victoriosa en Alemania», le acusaron de haber sido siempre «enemigo del nacional socialismo» y por haber demostrado «escasa comprensión» hacia sus instituciones11. Fueron de un matiz totalmente distinto los comentarios de algunos periódicos de la izquierda francesa, en los cuales se afirmaba que el nuevo papa era «enemigo del racismo y amigo de la libertad de conciencia y de la dignidad humana», «un campeón de la resistencia europea»12. También la prensa judía había comentado positivamente la elec11. Comentarios de este tipo aparecieron en periódicos como Berliner Morgenpost y Frankfurter Zeitung y en el órgano oficial de la SS, Das Schwarze Korps, inmediatamente después de la conclusión del cónclave. 12. Cf. L’Humanité, órgano del partido comunista francés del 3 de marzo del 1939 y La Correspondance Internationale, periódico parisino ligado a la Internacional comunista, del 11 de marzo de 1939.
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ción de Pacelli, destacando su oposición a las teorías racistas y recordando un famoso discurso suyo, de tipo antinazi, pronunciado hacía algún tiempo en Lourdes13. Esta reseña, aunque rápida, nos ofrece no sólo aquella que era la opinión sobre el nuevo pontífice, muy conocido incluso entre el gran público porque en el último decenio había sido Secretario de Estado y el mayor artífice de la política vaticana, sino también el interés que las diversas partes tenían por implicar al papa en sus perspectivas y en sus propios planes políticos. Por otra parte, parece que la nota característica del pontificado de Pío XII ha sido esta: muchos han querido instrumentalizar su figura, todavía hoy muy discutida, especialmente a propósito de su comportamiento en relación con los judíos y los nazis14. Le han acusado de no haberse expresado con suficiente claridad contra las atrocidades del régimen nacionalsocialista, a pesar de que sus condenas contra el exterminio (de los judíos) por motivos raciales (por ejemplo en los discursos del 24 de diciembre del 1942 o del 2 de junio 1943) hayan sido muy claras. Esa acusación ha sido refutada por aquellos que han sacado a luz la acción eficiente y eficaz de ayuda que el papa (de un modo personal o a través de las estructuras vaticanas, que actuaban por encargo suyo) ofreció a un gran número de judíos, para protegerlos y ponerlos a salvo15. En esa línea, debemos afirmar, por un lado, que el lenguaje tradicionalmente moderado de los documentos oficiales no podía constituir el instrumento adecuado para condenar la locura del genocidio. Por otra parte, debemos añadir que las intervenciones más explícitas y públicas habrían provocado probablemente sólo venganzas y represalias. De todas formas, para alcanzar unas conclusiones más equilibradas será casi 13. Véanse, por ejemplo, Palestine Post, del 6 de marzo, (London) Jewish Chronicle, Canadian Jewish Chronicle ¸y Zionist Review del 16 de marzo del 1939. 14. La producción bibliográfica sobre este tema es enorme. Entre las últimas obras, cf. J. CORNWELL, Il Papa di Hitler, Milano 2000, que ha sido criticada de manera precisa y documentada por A. TORNIELLI, Pio XII, el papa degli Ebrei, Casale Monferrato 2001. Véase también M. MARCHIONE, Il silenzio di Pio XII, Milano 2002. 15. Quizá marginal por sus dimensiones, pero de gran significado, fue también la actividad del Cardenal Bibliotecario, Giovanni Mercati, iniciada durante el pontificado de Pío XI y continuada con Pío XII, que él realizó para favorecer a numerosos estudiosos judíos, buscando para ello nuevas colocaciones académicas, especialmente en los Estados Unidos. Cf. el documentado estudio de P. VIAN, L’opera del card. Giovanni Mercati per gli studiosi perseguitati per motivi razziali. L’apello alle università americane (15 dicembre 1938), en Miscellanea Bibliothecae Apostolicae Vaticanae IX, Studi e Testi 409, Città del Vaticano 2002, pp. 417-500.
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sin duda necesario esperar a la apertura de los diversos archivos (del Vaticano y de las naciones implicadas), para examinar dasí e un modo preciso y neutral la documentación que ellos conservan16. Los casi veinte años de pontificado de Pío XII cubren un arco de tiempo que va del comienzo de la segunda guerra mundial a la vigilia de los años 60 del siglo XX. Son numerosísimos, como es obvio, los temas que podrían destacarse, y es posible que el lector quede desilusionado por la necesidad de dejarlos a un lado para que podamos seguir nuestra historia. De todas formas, para comprender mejor esa historia resulta siempre no sólo oportuno, sino también necesario, que ofrezcamos, al menos de un modo general, el encuadre en el que se sitúa la vida de la Iglesia, pues ella no se encuentra nunca separada del mundo que la rodea. Y esto no ha de entenderse de un modo sólo general, tal como se puede aplicar a cualquier tipo de historia, sobre cualquier argumento, pues siempre se requiere en la historia un conocimiento del contexto. Esto ha de entenderse de un modo muy peculiar, pues la Iglesia, cuya misión fundamental es la evangelización, es decir, el anuncio del mensaje cristiano a todos los hombres, quiere introducirse explícitamente en el mundo que la rodea: ella tiene la intención de influir en ese mundo y así aspira a modificarlo, pues tiene la ambición de conducirlo cada vez con más fuerza hacia la realización del ideal cristiano. Por eso, teniendo que realizar su obra en el mundo, toda la historia de la Iglesia se encuentra necesariamente influida, condicionada y vinculada a ese mundo, no sólo la historia de la Iglesia en general, sino esta historia específica y particular de la que aquí nos ocupamos, al tratar de las elecciones papales. Es por tanto necesario, incluso para nuestros fines, recordar que la terrible segunda guerra mundial se concluyó en Europa con la completa invasión de Italia y Alemania por parte de los ejércitos aliados y en Extremo Oriente con el uso de la nueva y espantosa bomba de energía nuclear (o bomba atómica), lanzada en contra de dos ciudades de Japón. El tiempo tras la guerra se abrió con escenarios apocalípticos. (1) 16. Una recopilación monumental de los documentos conservados en algunos archivos vaticanos (el archivo de la Secretaría de Estado, el Archivo Secreto Vaticano y el de algunas nunciaturas) ha sido publicado en 11 volúmenes (en 12 tomos) por la serie Actes et documents du Saint Siège relatifs à la seconde guerre mondial, preparados por P. Blet, A. Martini, B. Schneider y R. A. Graham. Obviamente, a esta documentación se le podrá añadir otra, todavía no disponible para los estudiosos, que está conservada en los archivos de diversos países.
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En primer lugar, el descubrimiento cada vez más preciso de aquello que algunos habían sido capaces de realizar en los campos de exterminio nazis, con la eliminación científicamente buscada y organizada de grupos enteros de hombres, juzgados inferiores, partiendo para ello de teorías extorsionadas, abría horizontes insoportables sobre los ilimitados abismos de la mente humana. Se trataba de hechos tan graves, que no sólo obligaban (y aún hoy nos obligan), a plantear la pregunta radical sobre el por qué y cómo aquello fue posible, sino que imponían a todos la obligación de no olvidar lo que había pasado. (2) En otra línea, las consecuencias trágicas ya experimentadas del uso de las nuevas armas nucleares abrían horizontes igualmente insoportables sobre la capacidad que el hombre tiene de destruirse a sí mismo, con la posibilidad, hecha realizable, de la aniquilación de toda forma de vida sobre la tierra. En este clima comenzó el período de la reconstrucción y se implantó aquel nuevo equilibrio mundial fundado sobre el acuerdo que se había alcanzado en Yalta entre los representantes de los tres grandes vencedores (Estados Unidos de América, Inglaterra y Unión Soviética), aun antes de que la guerra hubiera terminado. Era un equilibrio fundado sobre la división del mundo entero en dos zonas de influencia, caracterizadas por un antagonismo ideológico aún más que económico o político. La paz que surgió de esa manera, fundada sobre el temor al uso de las nuevas armas terribles, de la que cada una de las partes se dotó de un modo siempre creciente, no impidió el surgimiento de numerosísimos conflictos en diversas partes del mundo. En ese nuevo escenario, Pío XII tuvo el convencimiento de que debía cumplir una misión de guía moral para el mundo entero, desbordando los cada vez más estrechos confines europeos, actuando así como cabeza de una Iglesia que se podía proponer como verdadero modelo de civilización, porque estaba providencialmente llamada a “formar al hombre completo”. El pontífice se sentía llamado a ser el defensor de la civilización cristiana y humana, de manera que debía dar consuelo a los hombres en el nombre de Cristo. Debía dar consuelo a todos los hombres. Así lo había hecho en Roma, donde corrió inmediatamente después de la incursión aérea aliada del 19 de julio de 1943, con un gesto que había sacudido y conmovido a la opinión pública, pues había tenido que volver al Vaticano con sus vestiduras blancas manchadas con la sangre de los caídos y sobre un auto distinto de aquel con el que había llegado al lugar del bombardeo, pues el suyo había quedado inservible a causa de las abolladuras producidas por la muche-
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dumbre que se apretaba en torno a él17. El mismo comportamiento de cercanía y de cuidado hacia las gentes puede también descubrirse en algunas grandes manifestaciones de masas, como las del Jubileo del año 1950, durante el cual fue declarado el dogma de la Asunción de María, con referencia explícita a la infalibilidad del papa ex cathedra, en materia de fe, definida por el concilio Vaticano I o durante el año mariano del 1954 o en otras innumerables ocasiones de audiencias abiertas a millares de fieles. A pesar de estos aspectos universalistas de su pontificado, Pío XII continuó siendo, y cada vez con más intensidad, un hombre solitario. Incluso personalmente, el papa era un hombre propenso a la soledad y amante de ella; quizá por eso, después de la muerte del cardenal Maglione, el año 1944, no había querido nombrar ningún Secretario de Estado, de manera que él mismo se ocupó directamente de todas las cuestiones más importantes, sin recurrir siquiera al consejo de nadie. De esa manera vino a producirse un proceso de casi aislamiento del sumo pontífice, que aparecía cada vez más, en su hierática figura, como vértice inalcanzable de una pirámide. La impresión que producía es que la Iglesia prefiere poner de relieve el propio ideal de perfección, más que mostrarse en su realidad cotidiana como una comunidad en camino hacia la perfección, atenta y abierta a las necesidades de los hombres. El papa no pudo, por tanto, desarrollar aquella tensión universalista de apertura a la humanidad entera que, sin embargo, aparece muchas veces en sus discursos. Hubieran sido necesarias algunas reformas estructurales para adecuar la actividad de la Iglesia a las nuevas exigencias. No bastó la creación de numerosos cardenales, provenientes de diversas regiones del mundo, como sucedió en el 1946, cuando fueron creados treinta y dos nuevos cardenales, de los cuales sólo cuatro eran italianos. No bastó el crecimiento del número de diócesis, que en el tiempo de su pontificado aumentaron en una quinta parte. No bastaron algunas intervenciones de reforma en la liturgia y en la acción misionera. No bastó el uso de la radio y de la televisión, a través de la cual la figura del papa se volvió conocida en todo el mundo como nunca antes había podido suceder. 17. En la crónica de la improvisada visita del papa al barrio de San Lorenzo, que apareció en L’Osservatore Romano del 20 de julio de 1943 se mencionaban «las páginas más esplendorosas del pontificado romano, desde San Gregorio Magno a San León I, desde San León IV a San Pío X».
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La Iglesia tenía necesidad de un momento de renovación que iniciara una época nueva, como había sucedido a menudo en su historia. Y esto comenzó a verificarse con la elección pontificia que siguió a la muerte de Pío XII, que aconteció en Castel Gandolfo, el 9 de octubre de 1958. El cónclave se reunió en el Vaticano según los nuevos procedimientos que el papa Pacelli había establecido con la constitución Vacantis Apostolicae Sedis, del 8 de diciembre de 194518. En ella había precisado los procedimientos para la elección, disponiendo que a los dos tercios de los votos, que se exigían ya desde los tiempos de Alejandro III para la validez de la elección, debía añadirse todavía, por prudencia, otro voto. Este nuevo voto haría superfluo el control de la papeleta con el voto de aquel que había sido elegido, en el caso de que se hubiera alcanzado el mínimo exacto de los votos requeridos, control que sólo había sido necesario una sola vez, en el cónclave del 1914, con la elección de Benedicto XV. Teniendo esto en cuenta, se anuló el complicado sistema de personalización de las papeletas electorales (que llevaban el nombre y el lema escogido por cada uno de los electores). La constitución reguló también de un modo preciso el funcionamiento del aparato central de la Iglesia en el período de la sede vacante. Ella confirmó además, como tantas veces se había hecho en el pasado, la imposibilidad de que los cardenales, aunque estuvieran reunidos en colegio, dispusieran de las prerrogativas jurisdiccionales y de los derechos reservados al pontífice. Ella estableció también que todos los prefectos, es decir, los cardenales responsables de las congregaciones e incluso el Secretario de Estado cesaran en sus propias funciones tras la muerte del papa. Para garantizar el desarrollo de algunas tareas ordinarias, permanecerían en sus cargos, incluso después de la muerte del pontífice, los cardenales camarlengo, el penitenciario y el vicario de Roma. Así sucedió. El cónclave fue breve, con la presencia de cincuenta y un cardenales, de los cincuenta y tres que estaban vivos en ese momento; ese reducido número se debía a la reluctancia que Pío XII había tenido para nombrar nuevos purpurados19. La tarde del martes 28 de octubre de 1958, parece que en el undécimo escrutinio, fue elegido Angelo Giuseppe Roncalli, patriarca de Venecia, que tomó el nombre de Juan XXIII (1958-1963). Algunos tomaron su elección como fruto de la incertidumbre y la expresión “papado de transición”, que había apare18. En Acta Apostolicae Sedis 38 (1946), pp. 63-99. 19. Después de los 32 creados en 1946, sólo creó otros 24 en 1953.
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cido ya algunos años antes de la muerte de Pío XII como posible camino a recorrer20, se utilizó a menudo en los comentarios tras la elección de un cardenal que tenía casi setenta y siete años y del que no parecía que pudieran esperarse novedades de relieve. Y así fue, en realidad, un “papa de transición”, pero de una forma inesperada, de una forma que esa expresión, entendida en su significado habitual, no sugiere21. Los pocos años de su pontificado fueron ricos de iniciativas, de sugerencias, de invitaciones que indicaron algunas trayectorias nuevas para el futuro de la Iglesia y que se tomaron casi como quicios o ejes de un gran giro que empezaba a darse. Incluso el aspecto físico de su persona, con su forma bondadosa de presentarse, tan diversa de su predecesor, aparecieron inmediatamente ante la opinión pública como signos de un papa diferente, signos que Juan XXIII confirmó rápidamente, presentándose con los rasgos de un “buen pastor”, como él mismo dijo el día de su coronación22. En su primera Navidad, el papa retomó la costumbre, abandonada desde 1870, de visitar una cárcel y un hospital de Roma, suscitando el entusiasmo popular, así como lo siguió suscitando en otras muchas ocasiones, durante las audiencias y los viajes que realizó, saliendo frecuentemente del Vaticano e incluso de Roma, por primera vez después de Pío IX. Sus encíclicas fueron percibidas, tal como lo eran, como innovadoras, especialmente la Mater et Magistra, sobre temas de doctrina social, y la Pacem in terris, en la que insistió en el reconocimiento de los derechos y de los deberes del hombre como fundamento de la paz en el mundo. En esta última se introducía también una importante distinción entre la ideología marxista, cuyos fundamentos ateos y materialistas se tomaban –obviamente– como contrarios al cristianismo, y las aspiraciones de los movimientos políticos y de los regímenes comunistas, a los que se les reconocía un ansia de justicia. Este comportamiento, muy diverso de aquel que había llevado a las condenas del comunismo decre20. Parece que la expresión se debe al embajador francés Wladimir D’Ormesson, en una carta dirigida al ministro de asuntos exteriores de su país el año 1954. La misma expresión apareció también en una nota del embajador italiano Franceso Giorgio Mameli al ministro Attilio Piccioni, del 1 de marzo del mismo año. Cf. A. M ELLONI, Il conclave. Storia di una instituzione, Saggi 543, Bologna 2001, p. 108. 21. Así se expresó el cardenal Leo Josef Suenens ante la asamblea del Concilio Vaticano II, tras la muerte de Juan XXIII. 22. Discorsi, messaggi, colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, I, Città del Vaticano 1960, pp. 10-144.
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tadas por el Santo Oficio durante el pontificado anterior23, suscitó incluso la atención de los países pertenecientes a la esfera de influjo soviético y contribuyó a moderar las tensiones que entonces existían entre los dos bloques ideológicos en que el mundo se hallaba dividido. Por otra parte, había sido ya determinante su intervención pública de tipo pacificador durante la crisis de los mísiles cubanos del año 1962, que le había ganado la confianza y el aprecio de las dos partes, guiadas por los presidentes John F. Kennedy y Nikita Kruchov. La búsqueda constante de la paz, que la Iglesia debía reclamar con un comportamiento que él definió como «neutralidad activa», no podía limitarse a conjurar a los gobiernos para que evitasen el recurso a la fuerza de las armas, sino que debía «contribuir a formar hombres de paz, hombres que tuvieran pensamientos, corazones y manos pacíficas»24. Esta construcción de un hombre nuevo se hallaba también precisamente en el centro de los pensamientos de Juan XXIII cuando anunció el 25 de enero de 1959 la convocatoria de un concilio ecuménico, el XXI, que se llamaría el Concilio Vaticano II, que ha sido probablemente el acontecimiento principal de la vida de la Iglesia en el siglo XX. Hacía mucho tiempo que no se celebraban concilios ecuménicos, desde que había sido suspendido el Vaticano I en el año 1870; el anterior, que era el de Trento, se había celebrado cuatro siglos atrás. También Pío XII había comenzado a pensar en un concilio, pero el convocado por Juan XXIII se situó muy pronto en una perspectiva distinta de todos los anteriores. De hecho, por primera vez, los obispos de la iglesia entera venían a ser convocados, no con la finalidad de combatir y condenar alguna doctrina errónea, sino para mostrar la validez de la doctrina y para presentar el mensaje cristiano de una manera positiva y afirmativa, en un lenguaje comprensible para los hombres modernos, de la forma que los tiempos requerían, como dijo el papa en el discurso de apertura, celebrada de un modo solemne en San Pedro, el 11 de octu23. Conforme a los decretos del 1 de julio de 1949 y del 28 de julio de 1950, venían condenados a la excomunión no sólo los que pertenecían a los partidos comunistas, sino también aquellos que les apoyaban, sin distinción entre la adhesión a la ideología materialista y el hecho de compartir con los comunistas algunos objetivos en la lucha política. Cf. Acta Apostolicae Sedis 41 (1949), p. 334; 42 (1950), p. 533. 24. Discurso pronunciado el 7 de marzo de 1963 al recibir a la comisión de la fundación internacional Balzan que le había concedido el Premio por la Paz, en Discorsi, messaggi, colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, I, Città del Vaticano 1960, pp. 149151 (el original está en francés).
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bre de l962 en el que precisó bien que una cosa es el depositum fidei, es decir, el conjunto de verdades cristianas, y otra cosa es el modo en que esas verdades vienen expuestas25. Esta actitud del papa fue comprendida por los participantes y se mantuvo con coherencia a lo largo de todos los trabajos del Concilio. La celebración del Concilio implicó un enorme esfuerzo por parte de la Santa Sede, incluso en el campo económico. A lo largo de dos años se prepararon los trabajos de numerosas comisiones que produjeron una mole imponente de documentos26. Participaron en la asamblea más de dos mil quinientos “padres” con derecho a voto (cardenales, patriarcas, obispos, superiores de órdenes religiosas), muchos representantes de otras iglesias cristianas e innumerables consultores de diverso tipo. En ningún otro concilio se había alcanzado nunca un número tan grande de participantes. Las discusiones mostraron inmediatamente la forma en que la aportación de los padres conciliares vendría a ser determinante y decisiva. Los proyectos de los documentos sirvieron a menudo sólo para situar el debate, de manera que los documentos finales resultaron muy distintos, siendo enriquecidos y, a menudo, incluso totalmente cambiados por el intercambio de ideas que se verificó en el aula, incluso a veces de un modo polémico. En esas circunstancias, el colegio episcopal, llamado a una participación activa y comprometida, descubrió de una forma nueva su propia identidad en la función magisterial que es propia del oficio del obispo. De esa manera, el concilio, incluso través de las tensiones que surgieron entre sus varios componentes, vino a convertirse en un momento de capital importancia en el que se intentó trazar una orientación de la Iglesia que garantizara al mismo tiempo la fidelidad a sí misma y la fidelidad a las nuevas esperanzas del mundo. 25. Cf. ibíd., 4, Città del Vaticano 1963, p. 585: «... oportet ut haec doctrina certa et immutabilis cui fidele obsequium est praestandum, ea ratione pervestiguetur et exponatur, quam tempora postulant nostra... Aliud ipsum depositum Fidei, id est veritates, quae veneranda doctrina nostra continentur, aliud modus, quo eaedem enuntiantur» (Conviene que esta doctrina cierta e inmutable, a la que se debe prestar un fiel obsequio, se investigue y exponga de la forma que lo exigen nuestros tiempos... Pues una cosa es el mismo depósito de la fe, esto es, las verdades que según nuestra doctrina han de venerarse, y otra cosa es el modo en que ellas han de enunciarse). 26. Los textos de los varios esquemas de los documentos, que en principio estaban reservados para los interesados, pero que hoy se encuentran a disposición de todos, comprenden decenas de volúmenes de la serie antepraeparatoria y praeparatoria, que forman un total de cerca de 18.000 páginas, publicadas entre el 1960 y el 1995. Las Actas del Concilio ocupan después otros 35 volúmenes, con casi 30.000 páginas.
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En una Iglesia que parecía dividida entre tradicionalistas y progresistas, Juan XXIII sorprendió tanto a los unos como a los otros, diciendo que «la Iglesia no había aún terminado de nacer»27, de manera que ella debía presentarse con el entusiasmo de una juventud y de una conversión evangélica permanente. Como había dicho a los seminaristas de su diócesis, cuando se disponía a viajar para el cónclave que le elegiría papa, Juan XXIII sostenía que la Iglesia era joven y que «continuaba siendo susceptible de transformaciones, como siempre lo había sido a lo largo de su historia»28. Fue también nueva la atención que Juan XXIII prestó al colegio cardenalicio, del que se ocupó mucho más que sus predecesores, sea implicándolo de un modo más intenso en el gobierno de la Iglesia, sea reformando algunas de sus estructuras, sea renovándolo a través de numerosísimos nombramientos, como término medio una docena cada año. Comenzó a actuar ya de esa forma cuando aún no había pasado un mes de su elección, anunciando la creación de veintitrés nuevos cardenales, a quienes instituyó después solemnemente en el consistorio del 15 de diciembre de 1958. Con los nuevos nombramientos (entre los cuales se hallaba el de Domenico Tardini, nombrado Secretario de Estado, y el de Giovanni Battista Montini, arzobispo de Milán), el sacro colegio quedaba compuesto por setenta y cinco purpurados, que era por primera vez un número mayor que aquel de setenta que Sixto V había establecido hacía casi cuatro siglos. Otra intervención significativa en la estructura del colegio, que influyó profundamente en las tradiciones de la curia romana, fue la abrogación del antiguo derecho de opción por las sedes suburbicarias vacantes, que permitía que los cardenales se “autopromovieran” a la titularidad de una sede, cosa que implicaba después la posibilidad de convertirse en decanos del colegio cardenalicio29. Se asignaron para aquellas sedes obispos residenciales con todas las prerrogativas, de manera que los cardenales conservaron sólo el título de ellas. Debe señalarse, en fin, la decisión de que todos los cardena27. La expresión aparece en un discurso pronunciado por el entonces nuncio apostólico Roncalli, en Estambul 1935, y ha sido recogida por E. BALDUCCI, Giovanni XXIII, Casale Monferrato 2000, p. 47 (nueva edición a cargo de la Fundación Balducci, de la obra que había aparecido en 1964). 28. Palabras citadas por H. JEDIN, Storia della Chiesa, Vol X/1, Milano 1980, p. 107. 29. Con el motu proprio titulado Ad suburbicarias dioceses, del 10 de marzo de 1961, en Acta Apostolicae Sedis 53 (1961), p. 198, decisión que después fue retomada en Suburbicariis sedibus, del 11 de abril de 1962, en ibíd, 54 (1962), pp. 253-256.
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les debían ser consagrados obispos30, una decisión por la cual la antigua división de los tres órdenes de cardenales (obispos, presbíteros y diáconos) venía a convertirse definitivamente en algo puramente formal. El 19 de abril de 1962, el papa ordenó personalmente como obispos a los cardenales que no lo eran. Se trataba de normas importantes que, interpretadas a posteriori, marcaron una transición significativa. El interés de Juan XXIII respecto al colegio cardenalicio encontró en fin su cumplimiento el 5 de septiembre de 1962, en vísperas del Concilio, con la publicación de un documento titulado Summi Pontificis electio31, con la que el papa intervino de un modo directo sobre la institución del cónclave. Ese documento introducía algunas modificaciones respecto a la normativa precedente. Se trataba de cambios que tendían a simplificar la celebración del cónclave, eliminando de su visión de conjunto aquellos aspectos, quizá un poco paradójicos, de mal escondida desconfianza respecto del cuerpo electoral. Las reglas siempre más precisas que se habían introducido en el pasado, que a veces resultaban tan minuciosas que parecían hasta sofisticadas, parecían haber sido trazadas de hecho para garantizar el desarrollo correcto de los procedimientos electorales a pesar de la eventual falta de confianza que suscitaban, por así decirlo, los electores, a quienes se les mantenía sometidos por lazos y amenazas de excomunión. Ciertamente, no se mitigó el secreto sobre el desarrollo de los escrutinios, pero se reconoció explícitamente al nuevo papa la posibilidad de que aprobara después su divulgación. Se volvió a aprobar también la conservación de los registros de los escrutinios que, cerrados en sobres sellados, se conservarían en el archivo, pudiendo ser consultados solamente con el permiso del papa. Se aplicó la misma disposición para los eventuales escritos y notas redactadas por los cardenales durante el cónclave; sólo las papeletas electorales deberían ser quemadas. De esa forma se garantizaba el secreto de las sesiones y la posibilidad de que en un futuro se examinaran los acontecimientos. El documento introdujo también otros cambios. Se aceptó de nuevo el principio tradicional de la mayoría de los dos tercios de los votos necesarios para la elección, una mayoría que eventualmente debería redondearse con un voto más en el caso de que el número de los par30. Cf. motu proprio titulado Cum gravissima, del 15 de abril de 1962, en ibíd, 54 (1962), pp. 256-258. 31. Ibíd, 54 (1962), pp. 632-640.
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ticipantes no fuera divisible por tres (y con eso se abolía el número de la mitad más uno que había requerido Pío XII). De esa forma, se redujeron las situaciones en las que los participantes en el cónclave incurrirían por ello mismo en la excomunión. Por el contrario, se aplicó un rigor más grande para algunos casos que no se relacionaban directamente con la libertad de los cardenales, sino más bien con el decoro de las instituciones; en esa línea se prohibió, por ejemplo, que se hicieran fotografías del cadáver del pontífice difunto, antes de que fuera revestido con los ornamentos episcopales, una situación desagradable que se había dado en el momento de la muerte de Pío XII y que había suscitado justificadas protestas. Las normas de la Summi Pontificis electio parecen asumir, según eso, aquel nuevo espíritu que, con el concilio, estaba introduciéndose en la Iglesia; de esa manera, el colegio cardenalicio recibió un nuevo reconocimiento y un nuevo valor, en la línea de aquello que estaba sucediendo para todo el colegio episcopal. Más que amenazados por excomuniones automáticas en caso de trasgresión, los cardenales quedaban invitados a sentirse serena y responsablemente comprometidos en su función electoral. Juan XXIII no logró ver el final y cumplimiento del Concilio, pues murió después de la primera sesión. Sin embargo, el gran movimiento de renovación que él había suscitado había ya iniciado su camino, aunque en medio de dificultades de diverso tipo, que se reflejaban también en un episcopado y en un colegio cardenalicio dividido a veces entre los que defendían y los que combatían aquel modo de concebir el puesto de la Iglesia en el mundo que las discusiones conciliares estaban trazando. El cónclave que se abrió tras su muerte no era el primero que venía a realizarse durante un concilio. Había sucedido ya eso mismo en Constanza, en el 1417, y durante el concilio de Letrán V, en 1513, y luego cuatro veces a lo largo del concilio de Trento. Esta vez no hubo, por parte de los obispos, ningún intento de violar la competencia exclusiva de los cardenales en la elección del pontífice, competencia que, como hemos visto, había sido confirmada recientemente por el mismo Juan XXIII. Se respetó, según eso, plenamente, la regla según la cual el Concilio no debía interferir en el cónclave; a pesar de ello, se puede decir que la reunión electoral estuvo condicionada en cierto sentido por el concilio ecuménico, a pesar de que, según el derecho canónico, ese Concilio se hallaba formalmente derogado con la muerte del pontífice. Según eso –y el tema no podrá sorprender al lector– el cónclave se cen-
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tró en la discusión relacionada con la forma de continuar el concilio; se trataba de encontrar a aquel que habría podido y sabido interpretar mejor las exigencias de una Iglesia que se hallaba abierta de un modo consciente y que estaba decidida a enfrentarse de un modo radical con las necesidades del conjunto de la humanidad, buscando nuevas formas en las cuales pudiera realizar la propia y perenne vocación de anunciar el evangelio. En solo tres días, el cónclave, en el que se hallaban reunidos ochenta cardenales, un número jamás visto hasta entonces, eligió a Giovanni Battista Montini, arzobispo de Milán, que quiso llamarse Pablo VI (1963-1978). La elección del nombre del apóstol de los gentiles sugirió inmediatamente una apertura incluso hacia aquellas partes de la humanidad que no pertenecían a la iglesia católica. Por otra parte, sus declaraciones inmediatas (todavía dentro del cónclave, apenas elegido, y después en público, el día siguiente)32, diciendo que quería abrir de nuevo y seguir el Concilio no hizo más que confirmar aquella sugerencia de apertura que implicaba su nombre. El cardenal Montini había entrado en el cónclave acompañado por el favor de muchos y, en algún sentido, también su elección, como la de Pío XII, era predecible, a pesar de que fuera intensa la oposición por parte de algunos miembros del colegio cardenalicio. Siendo muy distinto de su predecesor, por origen social y formación, por carrera eclesiástica y por espiritualidad, Montini había gozado, sin embargo, de un gran aprecio por parte de Juan XXIII, que lo había nombrado cardenal en su primer consistorio. Aquel gesto había sido interpretado casi como la reparación de un agravio que había sufrido Montini, que había sido enviado a Milán, sin el título cardenalicio, alejado de la Secretaría de Estado después de decenios de colaboración, como rechazado por el entorno de la curia romana. En efecto, el Concilio se continuó con decisión y se introdujeron incluso importantes reformas de procedimiento, como la admisión de observadores laicos (en la segunda sesión) e incluso de mujeres –religiosas y laicas– a partir de la tercera sesión; se nombraron cuatro moderadores y su buscaron normativas más respetuosas para los debates, con mayores garantías para los procedimientos de votación. No es este el 32. Cf. Insegnamenti di Paolo VI, I, 1963, Città del Vaticano 1964, p. 4.
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lugar para ofrecer el desarrollo de las discusiones relacionadas con los diversos documentos conciliares. Bastará indicar, sin embargo, que los padres conciliares se detuvieron y profundizaron en todos los temas previstos y que el Concilio Vaticano II constituye todavía hoy el punto de referencia para la vida de la Iglesia católica. Para nuestra historia tienen, sin embargo, una importancia particular las conclusiones relativas al concepto del episcopado y del colegio episcopal en relación con aquellas del primado papal, incluso también porque las normas relacionadas con la función de los cardenales y del cónclave que se dispondrán a continuación serán el espejo de la eclesiología elaborada por el Concilio, particularmente en la Constitución sobre la Iglesia, Lumen Gentium, promulgada al final de la segunda sesión, el 21 de noviembre de 1964. Después de unos debates largos, encendidos e incluso ásperos, pudieron lograrse unas clarificaciones importantes en la doctrina sobre los obispos, de manera que se pudo alcanzar una precisión importante: el colegio episcopal (en el que cada obispo particular viene integrado por su ordenación), actuando en estrecha conexión con el papa, su cabeza, comparte la responsabilidad y el poder del papa ante toda la Iglesia. Como fundamento para ello se retoma, según la tradición, aquel principio donde se afirma que el colegio episcopal es el sucesor del colegio apostólico33. Esto suponía implícitamente, la negación de aquella visión que, desde el siglo XIII, aunque no se hubiera convertido nunca en doctrina común, había interpretado a los cardenales como sucesores de los apóstoles. De aquí nacieron a continuación sugerencias que intentaban convertir el colegio cardenalicio en un organismo electivo en el que estuviera representado el episcopado universal; existieron incluso propuestas de abolir la figura y función de los cardenales, confiando la elección del papa a los obispos representantes de las diversas iglesias locales. Esas propuestas habrían desnaturalizado sin duda el mismo sentido del colegio cardenalicio que ha sido desde los orígenes, como el lector sin duda recuerda, el representante de la iglesia de Roma y que, en virtud de ello, está llamado a elegir al obispo de Roma, que es el pontífice de toda la Iglesia. 33. Cf. Lumen gentium, num. 20-23. Los mismos conceptos fueron retomados un año más tarde en el decreto sobre el oficio pastoral de los obispos, Christus dominus, del 28 de octubre de 1965.
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Resultaba, por tanto, necesaria una aclaración y fue el mismo papa quien la dio, en los años inmediatamente posteriores a la clausura del concilio, que tuvo lugar el año 1965, mientras comenzaba a tomar forma la institución nueva y, en algún sentido, revolucionaria del Sínodo de los Obispos, que tenía precisamente la finalidad de realizar aquella “colegialidad” que el concilio había recomendado como signo tangible de la “comunión” que debía distinguir la vida de la Iglesia. Tres meses antes de que se reuniese la Asamblea General del Sínodo, Pablo VI recordó que los cardenales, además de ser una parte del colegio espiscopal, estaban «unidos al papa a través de un lazo que era necesariamente muy fuerte porque, conforme a la ley canónica, les correspondía el derecho de elegir al sucesor de Pedro»34. La precisión de que esta prerrogativa pertenecía al colegio cardenalicio en virtud del derecho canónico, y no por derecho divino, podía parecer una disminución del prestigio de los cardenales, pero en realidad así se afirmaba también con rigor que el derecho de elección del pontífice no pertenecía a ningún otro organismo; y por otra parte se destacaba que sólo el pontífice podía legislar en este campo. Al mismo tiempo se atribuía el título de cardenal también a los patriarcas de las iglesias orientales unidas a Roma, con una decisión de Pablo VI que quería ser un signo positivo en la línea del ecumenismo; pero ella fue recibida también con muchas polémicas, porque la tradición reconocía a los patriarcas orientales una dignidad más antigua y mayor que la de los cardenales. La legislación postconciliar de Pablo VI, directamente relacionada con el tema de la elección del papa, se encuentra en dos documentos fundamentales: el motu proprio Ingravescentem aetatem del 21 de noviembre de 197035 y la constitución apostólica Romano Pontifici eligendo del 1 de octubre de 197536. En el primer documento fija los ochenta años como edad límite para participar en el cónclave; una vez que cumplen esos años, los cardenales pierden por tanto el derecho de elegir al papa. Esta decisión, que aún sigue en vigor, constituía una absoluta novedad, pero había sido precedida por las orientaciones conciliares, que invitaban a los obispos a presentar su dimisión de las tareas de gobierno de sus propias diócesis una vez que cumplieran cierta edad 34. Discurso al Consistorio del 28 de junio de 1967, en Acta Apostolicae Sedis 59 (1967), p. 760. 35. Acta Apostolicae Sedis 62 (1870), pp. 810-813. 36. Ibíd., 67 (1975), pp. 609-645.
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(edad que Pablo VI fijó después en los setenta y cinco años). Esta decisión se hallaba también precedida por las normas de reforma de la Curia romana sobre este punto, que eran análogas a las que se referían a los obispos. Las consecuencias inmediatas de aquella medida (con la exclusión de las tareas activas y del futuro cónclave de los 18 cardenales, de más de ochenta años, entre los cuales se hallaban algunos de los opositores de Pablo VI) hicieron que alguno pensara que se trataba de una operación vinculada solamente a esa circunstancia. Pero algunos años más tarde esa norma quedó plenamente integrada en la constitución Romano Pontifici eligendo, con la que el papa, siguiendo una praxis ya habitual, intervino de manera orgánica en aquel tema. Con las nuevas normas, Pablo VI abandonó un proyecto que había elaborado en los años inmediatamente anteriores y que, de haberse realizado, habría modificado profundamente el mismo sentido de la elección papal. Hablando de hecho con los cardenales que acababan de ser elegidos, el año 1973, el papa les manifestó que había tomado en consideración la hipótesis de “asociar” también al colegio cardenalicio, con ocasión del cónclave, a los componentes del Consejo de la Secretaría general del Sínodo de los Obispos37. Algunas semanas más tarde, el papa volvió sobre el tema38. Se trataría de hacer que fueran también electores del pontífice una quincena de representantes del episcopado, elegidos en su mayor parte por los obispos de todo el mundo y frecuentemente renovados. Pero más tarde Pablo VI abandonó este proyecto y al comienzo de la constitución Romano Pontifici eligendo confirmó el principio fundamental de que «conforme a una antigua tradición, la elección del pontífice romano compete a la iglesia de Roma, es decir, al sagrado colegio de cardenales que la representan»39; según eso, ella no es algo que competa a los representantes de la iglesia universal. A partir de ese principio, que posee y conserva una validez teológica y eclesiológica que se funda en los orígenes mismos del papado, se despliegan después las diversas normas que sirven para regular, como era ya costumbre, la sede vacante y el cónclave. Recibe así un significado particular el recurso a la participación universal de la Iglesia, llama37. Discurso al Consistorio del 5 de marzo de 1973, en ibíd., 65 (1973), pp. 161-167. 38. Discurso a los obispos de la Secretaría del Sínodo, el 24 de marzo de 1973, en ibíd., pp. 247-249. 39. Romano Pontifici eligendo, Introducción, en o.c., Edición Citada, p. 610.
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da toda ella a estar unidad, en actitud espiritual y de oración con los cardenales del cónclave: «De esa manera –dice el texto–, la elección del nuevo pontífice no será un hecho que puede separarse del Pueblo de Dios, algo que sólo compete al colegio de los electores, sino que, en cierto sentido, será una acción de toda la Iglesia»40. No hará falta insistir en los elementos tradicionales que la constitución de Pablo VI ha conservado, como las tres modalidades clásicas de la elección (inspiración, compromiso, escrutinio), la necesidad de la clausura y del secreto, el cese de los oficios o tareas de los cardenales de curia, con la excepción del camarlengo, del penitenciario y del vicario de Roma etc. Resulta más interesante resaltar las novedades. El texto pone de nuevo en vigor la mayoría de los dos tercios más uno (introducida por Pío XII y abolida por Juan XXIII) y, sobre todo, introduce la posibilidad de que, pasados treinta escrutinios sin haberse logrado la elección, los cardenales puedan decidirse a utilizar criterios diferentes, como la mayoría simple de los votos o la elección entre los dos candidatos más votados o la fórmula tradicional de elegir unos compromisarios. Resulta también importante la introducción, después de tres días de escrutinios y en momentos posteriores, de pausas especiales para la oración y el «diálogo libre entre los votantes». Entre las novedades debe señalarse también la abolición de la figura de los “conclavistas” (acompañantes o servidores de los cardenales), salvo casos de verdad excepcionales41, y la precisión de que el elegido es ya inmediatamente papa, en el momento en el que manifiesta su propio consentimiento, en el caso de que sea ya obispo; de lo contrario debe ser consagrado inmediatamente. El papa estableció además que el número máximo de cardenales electores sería el de ciento veinte, confirmando la exclusión del cónclave para quienes hubieran cumplido ya los ochenta años. Pero se volvió a aceptar la contribución de estos últimos, al menos en las reflexiones que precedían a la elección: ellos fueron admitidos de hecho a participar en las Congregaciones Generales que los cardenales tendrían cada día, durante el tiempo de la sede vacante. Pues bien, 40. Ibíd., n. 85, pág. 643. 41. Los “conclavistas” eran los acompañantes, secretarios o criados, que cada cardenal tenía derecho de llevar consigo al cónclave, normalmente en número de dos. Concedida por Gregorio X (1271-1276), esta facultad fue repetidamente confirmada, incluso en el curso del siglo XX, por Pío X, Pío XII y Juan XXIII.
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en estas reuniones, a las que se extendió la obligación del secreto, no se prohibían los «intercambios de ideas en torno a la elección»42. Pablo VI fue un pontífice atormentado y complejo, que asumió iniciativas valientes, como la apertura ecuménica hacia las otras confesiones cristianas, llegando a la revocación de la excomunión conminada en el año 1054 (en relación con la iglesia ortodoxa), la internacionalización de la curia romana y su reorganización para que fuese más capaz de responder a las exigencias surgidas en el curso del Concilio Vaticano II. Fue un hombre de elevada sensibilidad y cultura, capaz de gestos simbólicos de gran impacto, como la reducción de las pompas en las ceremonias papales o la venta de la tiara para socorrer a los pobres. Inauguró también la era de los viajes apostólicos: por primera vez tras los conflictos napoleónicos, un papa salió de los confines de Italia, para visitar regiones lejanas, desde la Tierra Santa hasta el extremo Oriente, desde Europa a África y América donde, con ocasión de un célebre discurso en la Asamblea de las Naciones Unidas, en Nueva York, abogó por la causa de la paz entre los pueblos y definió a la Iglesia con la extraordinaria expresión de experta en humanidad, asumiendo «la voz de los pobres, de los desheredados, de los sufrientes, de aquellos que anhelan la justicia, la dignidad de la vida, la libertad, el bienestar y el progreso”43. Básicamente, las normas que promulgó habían querido reducir la importancia de los cardenales de curia, dentro del colegio cardenalicio, destacando el papel de aquellos que residían en las diversas partes del mundo. De un modo paralelo, sus nombramientos cambiaron profundamente la composición del cuerpo electoral que, a su muerte, contaba con 114, entre los cuales los europeos eran menos de la mitad (mientras que en el cónclave anterior habían sido el setenta por ciento). Con esos cardenales y sobre la base de las normas de PabloVI se desarrollaron las dos últimas elecciones papales. El cónclave que se abrió tras su muerte, contó con la participación de ciento once cardenales. Entre aquellos que tenían derecho, sólo tres se hallaban ausentes, por estar gravemente enfermos, mientras que, por primera vez en la historia, habían quedado sin derecho de voto quince 42. Romano Pontifici eligendo, n. 82, en o.c., p. 642. En los nn. 7-13 (pp. 613-616) se indican incluso algunos temas sobre los cuales deben deliberar las Congregaciones Generales en la que está presente una mayoría de los cardenales: sobre los aspectos organizativos de las exequias del papa difunto y del cónclave, sobre los eventuales documentos dejados por el pontífice y, en casos de excepción, sobre la interpretación de las normas. 43. Insegnamenti di Paolo VI, III, 1965, Città del Vaticano 1966, pp. 516-522.
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cardenales, por haber pasado ya de los ochenta años. Como es obvio, por la cercanía de los hechos, no existen aún testimonio seguros sobre el desarrollo de los escrutinios y los datos que conocemos resultan a veces contradictorios entre sí44. Lo cierto es que la elección del cardenal Albino Luciani, patriarca de Venecia, se realizó en un tiempo muy rápido, posiblemente ya en el cuarto escrutinio y quizá también con el apoyo decisivo de muchos cardenales del Tercer Mundo. La opinión pública se preguntaba si el nuevo pontífice sería “un Juan” o más bien “un Pablo”, evocando con estas expresiones las personalidades tan diversas y complementarias de los dos últimos papas. Resultó sorprendente la elección, que nunca se había dado todavía, del doble nombre de Juan Pablo I (1978), lo mismo que había sido sorprendente e inesperada su elección. Su pontificado fue brevísimo, de poco más de un mes, pero tuvo algunos gestos significativos. La primera decisión del neoelecto fue la de no cerrar inmediatamente el cónclave, sino de mantener reunido el colegio cardenalicio hasta el día siguiente, para así pronunciar un discurso ante sus electores, pero invitando a escucharlo también a los cardenales de más de ochenta años, que no habían participado en el cónclave. Decidió también reconfirmar de inmediato los cargos de todos aquellos que habían cesado con la muerte del pontífice, señal de que no tenía intención de dedicarse, en un tiempo breve, a una reestructuración del organigrama de los organismos centrales de la Santa Sede. En fin, con una decisión que tuvo visibilidad inmediata y que alcanzó el consenso popular, renunció a la pomposa ceremonia de la coronación, sustituyéndola con una liturgia celebrada sin los signos tradicionales del poder (la tiara y el trono), celebración durante la cual se dirigió a los fieles hablando en primera persona y aboliendo así el plural mayestático acostumbrado (“Nos...”). El cónclave que se abrió sólo cincuenta días después del anterior vio en sustancia la participación de los mismos ciento once cardenales electores45, pero en el estado actual de nuestros conocimientos no podemos 44. Se trata a menudo de “confidencias” hechas a sus amigos por alguno de los protagonistas y recogidas en los periódicos, pero ellas carecen de cualquier posibilidad de que podamos confirmarlas. Resulta extraño que esas confidencias hayan sido, sin embargo, utilizadas por autores que, en otras ocasiones, se muestran muy atentos a la verificación seria y puntual de las fuentes. 45. Los cardenales presentes fueron también en este caso 111. La ausencia del difunto Luciani vino compensada numéricamente por la presencia del cardenal Wright, que había estado ausente en el cónclave anterior.
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saber si en la elección del nuevo pontífice se produjo la misma mayoría que se había expresado a favor de Luciani. Tras dos días de cónclave y probablemente tras ocho escrutinios, fue elegido el 16 de octubre de 1978 el polaco Karol Wojtyla, arzobispo de Cracovia, que tomó el nombre de Juan Pablo II, quien sigue siendo todavía hoy «pastor universal de la Iglesia», para utilizar la expresión adoptada significativamente por el Anuario Pontificio para sustituir la más antigua de «felizmente reinante»46. Esta elección ha interrumpido, después de cuatrocientos cuarenta y seis años, la lista de los papas italianos, que había sido constante después de Adriano VI (1522-1523). Su largo pontificado (que ya hoy, el 2005, es el tercero más largo de todos los tiempos47) no puede aún ser objeto de investigación histórica, pero algunos actos realizados por este pontífice extraordinario parecen destinados ya desde ahora a dejar una huella profunda. Entre ellos podemos citar el reconocimiento y la consiguiente petición de perdón por algunas culpas del tiempo pasado de la Iglesia y las iniciativas de oración realizadas con representantes de otras religiones del mundo. Hay en su pontificado algunos gestos que han marcado época, como la visita a la Sinagoga de Roma o al Parlamento italiano. También podemos citar algunos encuentros memorables como aquel que tuvo con los jóvenes durante el gran jubileo del 2000 y varias reflexiones teológicas y pastorales como las dedicadas a la «teología del cuerpo», igual que algunas iniciativas ecuménicas de fuerte aliento y renovaciones profundas de la estructuras de la curia. Este papa ha promulgado dos nuevos Códigos de derecho canónico (uno para las Iglesias orientales) y ha contribuido incluso a la transformación pacífica de los equilibrios mundiales. Estos no son más que algunos ejemplos de su actividad. Podemos recordar que, de hecho, el conjunto de los discursos que ha pronunciado en público, con encíclicas, exhortaciones, cartas y otros textos ocupan ya actualmente más de noventa mil páginas48. Los viajes de Juan Pablo II, sin contar los que ha realizado en Italia, son ya más de cien y en ellos ha visitado todas las partes del mundo, llegando a tierras lejanísimas y ponién46. A partir de la edición de 1979. 47. El pontificado más largo ha sido, después de san Pedro, el de Pío IX (más de 31 años y medio). El de Juan Pablo II es ya más largo que los de León XIII (25 años y 3 meses) y el de Pío VI (más de 24 años y medio) 48. En la colección Insegnamenti di Giovanni Paolo II, Città del Vaticano 1978ss, que sigue publicándose aún, han aparecido hasta el año 1998, 21 volúmenes, en 45 tomos, con un total de casi 75.000 páginas.
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dose en contacto con muchos centenares de millones de personas. Son además miles de millones los hombres y mujeres que han tenido la posibilidad de verle y escucharle a través de los medios de comunicación... Si se tiene en cuenta todo esto, resultará claro que todo intento de resumir lo que ha dicho o ha hecho resultaría incompleto y correría el riesgo de dejar de lado algunos aspectos importantes de su pontificado. Pues bien, a pesar de eso, para quien escribe una historia de las elecciones papales supone un deber examinar con atención la constitución apostólica Universi dominici gregis, publicada en la fiesta de la Cátedra de San Pedro, el 22 de febrero de 199649. En esa constitución se ofrecen las normas que están hoy vigentes y que regularán el próximo cónclave. Antes de examinar el texto de esa constitución resulta interesante que tengamos en cuenta una afirmación colocada en la premisa del documento, aquella donde se habla del “deber” de fundar y actualizar constantemente las normas que regulan la sucesión en la iglesia de Roma. Según eso, lo que el nuevo texto pretende no es ya solamente seguir una praxis, usual desde hace siglos, de adaptar las normas anteriores a los casos especiales vinculados con las nuevas experiencias, como el lector recordará que se ha hecho a través de las diversas «legislaciones de emergencia» promulgadas en momentos dramáticos de la vida del papado. El texto establece más bien el principio de la reformabilidad constante en el ordenamiento de las elecciones, a fin de adecuarlo en cada caso a la situación concreta en la que vive la Iglesia. Junto a esta declaración de principios resulta también significativa aquella afirmación en la que se destaca que esas leyes entran en vigor en el momento en que la sede romana se encuentra vacante «por cualquier motivo que sea». En sí misma, esta no es una afirmación nueva. Varias veces a lo largo de esta historia hemos encontrado que la sede apostólica ha quedado vacante por motivos distintos de la causa natural de la muerte del pontífice: los papas que han presentado la dimisión han sido al menos cinco50; parece, además, que en los tiempos moder49. Acta Apostólicae Sedis 88 (1996), pp. 305-342. 50. Se trata de Ponciano en el 235, de Juan XVIII en el 1009 (quizá), de Benedicto IX en el 1045, de Celestino V en el 1294 (este es el caso más célebre) y de Gregorio XII en el 1415. Además, no se puede excluir la posibilidad de que en los primeros siglos se hayan verificado otros casos semejantes. Resulta, sin embargo, dudoso el caso de Martín I, en el 654: podemos encontrarnos ante una abdicación o ante una deposición forzada. La abdicación de Clemente I en el año 97 resulta indudablemente legendaria.
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nos han pensado también en esta posibilidad Pío XII y Pablo VI. Por otra parte, el mismo Código de Derecho Canónico prevé explícitamente que un papa puede «renunciar a su propio oficio» y, en ese caso, para la validez se requiere «que la renuncia se haga libremente y que se manifieste de un modo debido, sin que deba ser aceptada por nadie»51. Esa última precisión resulta fundamental. El papa no presenta su eventual dimisión ni ante aquel que le ha elegido (como sucede normalmente en la sociedad civil) ni ante ningún otro, y no existe ninguna autoridad que pueda rechazar esa dimisión. Además del caso de la dimisión (y dejando a un lado conjeturas puramente teóricas y escolásticas)52, existe también la hipótesis, que han hecho posible los progresos en el campo de la medicina, de una incapacidad irreversible (por ejemplo, por enfermedad) tan grande que imposibilite al pontífice para realizar su propio oficio, de tal manea que él no puede comunicarse con los demás ni manifestar libremente su propia decisión de renunciar a la sede pontificia. Se cumpliría en ese caso la situación que el Código de derecho canónico define como de «sede impedida» y se procedería según normas particulares (que hasta el momento actual no han sido legisladas) o por analogía con lo que sucede en un caso eventual de impedimento del obispo diocesano; en este caso, según la opinión de algunos canonistas, se podría atribuir al cardenal camarlengo, que tiene ya la función de certificar la muerte de un pontífice, la función de certificar también la eventual incapacidad irreversible de un pontífice53. Ciertamente, la posibilidad de que la sede romana se encuentre vacante «por cualquier motivo» no es nueva. Pero el hecho de que se tengan en cuenta de un modo explícito las consecuencias normativas que ello implica nos ofrece el testimonio de que la Constitución Universi dominici gregis mantiene una actitud serena frente a eventualidades que son dolorosas pero que, sin embargo, no pueden excluirse. De todas maneras, hasta el momento actual se trata sólo de casos hipotéticos para el comienzo de una sede vacante. Lo que, sin embargo, deberá realizarse actualmente de un modo efectivo se encuentra 51. Codex Iuris Canonici, can. 332, par. 2. 52. Por ejemplo, los canonistas medievales y posteriores habían planteado la hipótesis de un papa que se apartara de la fe, afirmando que por ese mismo hecho dejaría de ser papa. 53. Cf. J. P ROVOST, «De sede apostolica impedita». Due to Incapacity, en A. Melloni, D. Menouzzi, G. Ruggieri y M. Toschi (eds.), Cristianesimo nella storia. Saggi in onore di Giuseppe Alberigo, Bologna 1996, pp. 101-130.
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regulado por la legislación promulgada por Juan Pablo II que, confirmando de manera significativa varios procedimientos que la tradición ha elaborado a lo largo de los dos milenios precedentes, introduce también otras varias novedades significativas, especialmente por lo que se refiere al lugar y al modo de la elección. La primera gran novedad es que el lugar de la elección viene fijado en el Vaticano y más precisamente en la Capilla Sixtina, un templo «en el que todo ayuda a alimentar la conciencia de la presencia de Dios», como dice la misma Constitución. El cónclave se viene realizando de hecho en el Vaticano de un modo ininterrumpido desde el 1878, pero Pablo VI se había limitado a decir que el cónclave se celebra «habitualmente» en el palacio vaticano, sin abrogar la antigua norma según la cual la elección debía tenerse –salvo derogaciones– en el lugar de la muerte del pontífice. Se trataba de una regla introducida en el pasado para garantizar la liberad de los electores, pero en las condiciones actuales aquella libertad se garantiza mejor fijando un lugar determinado, al interior de aquella Ciudad del Vaticano que goza de un estatuto independiente, internacionalmente reconocido. La decisión de “fijar” el lugar se comprende aún más si se tiene en cuenta la “movilidad” característica del último papa que ha convertido las peregrinaciones apostólicas en un elemento típico de su propia acción pastoral. Quizá puede verse en ello también la voluntad de poner de relieve la vinculación de Roma tanto con su obispo, a menudo lejano por la tarea de predicar el evangelio, como con aquellos que lo deben elegir que, a pesar de que no pertenecen de forma estadística a la iglesia de Roma, sólo en cuanto representantes de esa iglesia poseen el derecho de elegir a su obispo. Nueva es también la fijación del lugar en el que los cardenales han de morar durante el cónclave. Ya no se prepararán en el futuro unos alojamientos provisionales y normalmente incómodos e inadecuados –como los lectores saben bien por las lamentaciones de los protagonistas de los cónclaves–, sino que se indican unos lugares apropiados, donde los electores puedan vivir en común, lugares ya preparados con la reciente reestructuración de la Domus sanctae Marthae (la “Casa de Santa Marta”, dentro del Vaticano), lugares que podrán ponerse inmediatamente a disposición del cónclave; dado que ellos no se encuentran directamente unidos a la Capilla Sixtina, los cardenales serán trasportados en automóvil, a través de recorridos que garanticen la clausura prescrita.
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Hay otra novedad de importancia en relación con el modo de elección y es la supresión de los dos modelos tradicionales de la “inspiración” y del “compromiso”. Para emplear unas palabras de Pablo VI, que lo había confirmado el año 1975, el método de inspiración o aclamación tenía lugar «cuando los cardenales electores, como inspirados por el Espíritu Santo, libre y espontáneamente, proclamaban a alguno como Sumo Pontífice, por unanimidad y a viva voz». El último papa elegido con este método había sido Gregorio XV, el año 1621, pero él mismo había procedido inmediatamente después, con su reforma, a subordinar este tipo de elección a la verificación (por escrito) de la absoluta unanimidad de los votantes. Tenemos que ir aún más lejos en el tiempo para encontrar al último pontífice que había sido elegido a través del método de compromiso, que consistía en confiar el poder de elegir al papa a un número muy reducido de cardenales (según la legislación más reciente tenían que ser entre nueve y quince; pero, por ejemplo, Clemente IV había sido elegido por dos únicos cardenales, el año 1265). El último que había sido elegido de esta forma fue Gregorio X, el año 1271, al final del famoso cónclave de Viterbo. Después de este papa, que había procedido a institucionalizar el cónclave y a codificar las diversas formas de elección, no se había dado ya más la circunstancia de un modo de elección semejante. La abolición de estos dos sistemas electorales, aunque en realidad constituya simplemente el reconocimiento formal de que habían caído en desuso hace ya siglos, tiene diversas justificaciones. El método de aclamación, entendido como algo que se realiza por inspiración, viene a tomarse ya como un medio inadecuado para representar el pensamiento de un cuerpo electoral complejo y numeroso; además, puede decirse que en realidad resultaba inútil porque después debía ser confirmado por un procedimiento de votación que debía hacerse también por unanimidad. El método de compromiso no es quizá inútil, pero se trata, ciertamente, de un sistema electoral difícil de reglamentar y, por otra parte, parece que su desarrollo no rinde justicia a la responsabilidad personal de cada uno de los electores. El único sistema electoral que sigue en vigor es, por tanto, el del escrutinio, es decir, el voto secreto expresado por escrito, de un modo particular, por cada uno de los electores. El documento perfecciona además las normas que habían sido introducidas ya en el año 1975 sobre la alternancia entre los días de votación y los días de pausa, destinados a la oración y al “libre diálogo” entre los electores. En los pri-
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meros treinta y cuatro escrutinios (que se desarrollarían en dos semanas) es necesario alcanzar la mayoría tradicional de los dos tercios, redondeando el número hacia arriba, en el caso de que el número total de votantes no fuera divisible por tres, pero sin necesidad de acudir al voto de más (la mitad más uno) que habían introducido Pío XII y Pablo VI. A partir del día decimoquinto de cónclave, los cardenales pueden decidir, por mayoría simple, la forma en que deberán seguir las votaciones que, en todo caso, habrán de hacerse por escrutinio escrito y secreto. Se podrá seguir buscando el consenso de los dos tercios o se podrá optar por un desempate entre los que han obtenido mayor número de votos o se podrá exigir sólo una mayoría absoluta (sin necesidad de los dos tercios). Se trata, sin embargo, de una hipótesis relativamente remota si se considera que desde hace mucho tiempo no se realizan tantos escrutinios (más de treinta y cuatro) y todo deja prever que, como ha sucedido siempre desde que Alejandro III fijó el quorum de los dos tercios, el año 1179, tampoco el próximo pontífice será elegido con un número menor de votos. En fin, dejando a un lado otras normas de menor importancia, sólo nos queda recordar que la legislación de Juan Pablo II, retomando las normas de Pablo VI, confirma la exclusión del cónclave de los cardenales que tienen más de ochenta años y excluye también su participación en las congregaciones generales durante la sede vacante. El papa confirma también el número máximo de ciento veinte electores, que se considera “hoy” suficientemente representativo; pero este no es un número obligatorio, dado que con la creación de nuevos cardenales de febrero del año 2001 se había llegado ya el número de ciento cincuenta cardenales menores de ochenta años (sobre un total de ciento ochenta y cuatro). [[Al comenzar el año 2004, los miembros del Colegio de Cardenales eran 193, de los cuales 131 eran electores y 62 habían perdido el derecho a participar en el cónclave por haber cumplido 80 años de edad]]. Estos cardenales –a menos que haya nuevas creaciones– están destinados a disminuir de número, con el ineluctable paso del tiempo. A ellos está destinada la tarea de elegir al nuevo pontífice. Actualmente (2004), ninguno de esos cardenales es “romano” (ninguno forma parte de la diócesis de Roma); pero todos ellos pertenecen por pleno derecho a la iglesia de Roma y la representan de un modo legítimo, teniendo la función fundamental de elegir a su obispo, a quien le compete, como al príncipe de los apóstoles, de quien es sucesor, la tarea de predicar el evangelio y de confirmar a los hermanos en la fe.
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Recapitulación cronológica del capítulo PAPAS Pío XI (Achille Ratti), 6, 12.2.1922 – 10.2.1939.
Pío XII (Eugenio Pacelli), 2, 12.3.1939 – 9.10.1958 Beato Juan XXIII (Angelo Giuseppe Roncalli), 28.10, 4.11.1958 – 3.6.1963. Pablo VI (Giovanni Battista Montini), 21, 30.6.1963 - 6.7. 1978.
Juan Pablo I (Albino Luciani), 26.8, 3.9.1978 – 28.9.1978. Juan Pablo II (Karol Wojtyla), 16, 22.10.1978 –
ACONTECIMIENTOS Y DOCUMENTOS 1922 Motu proprio Cum proxime 1929 Pactos lateranenses 1935 Constitución Quae divinitus 1945 Constitución Vacantis apostolicae sedis 1962 Motu proprio Summi Pontificis electio 1962 Comienza el Concilio Vaticano II 1965 Finaliza el Concilio Vaticano II 1967 Constitución Regimini Ecclesiae universae 1970 Motu proprio Ingravescentem aetatem 1975 Constitución Romano Pontifici eligendo 1996 Constitución Universi dominici gregis
BIBLIOGRAFÍA RAZONADA
Cada año se publica en el Archivum historiae pontificiae, que es una revista especializada sobre el tema, editada por la Facultad de Historia Eclesiástica, de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, una bibliografía amplia y tendencialmente completa de los textos que se relacionan con la la historia de papado y, por lo tanto, también de las elecciones pontificias. Desde el año 1963 hasta el 2001 se recogen allí, en más de 8.000 páginas, no menos de 150.000 títulos, bien subdivididos por argumentos y períodos. Teniendo eso en cuenta, resulta imposible que yo tenga la pretensión de presentar aquí una bibliografía exhaustiva sobre el tema; por eso, me siento obligado a ofrecer sólo algunas indicaciones útiles para aquellos que quieran profundizar sobre los temas de los que he tratado en este volumen. Sólo en caso de estricta necesidad he querido citar obras que no puedan encontrarse en italiano. Salvo en los casos en los que se indique, he seguido un orden cronológico. 1. Elecciones pontificias 1.1. Sobre el tema específico de las elecciones pontificias se pueden consultar con provecho algunos títulos recientes, en lengua italiana; ellos están dedicados sustancialmente a la época moderna: G. ZIZOLA, Il Conclave, storia e segreti. L’elezione papale da San Pietro a Giovanni Paolo II, Roma 1993. A. MELLONI, Il conclave. Storia di una istituzione, Bologna 2001. 1.2. Resulta también interesantes algunos artículos de enciclopedias, dedicados al tema, como: T. ORTOLAN, Conclave y Élection des Papes, en Dictionnaire de Théologie Catholique, 3, Paris 1921, col. 707-727; y 4, Paris 1908, col. 2281-2319. H. LECLERQ, Élections episcopales, en Dictionnaire d’archéologie chrétienne et de liturgie, 4, Paris 1921, col. 2618-2652.
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A. MOLIEN, Conclave, en Dictionnaire de droit canonique, 3, Paris 1942, col. 13191342. V. BARTOCCETTI, Conclave, en Enciclopedia Cattolica, 4, Città del Vaticano 1950, col. 1319-1342. A. SWIFT, Popes, Election of, en New Catholic Encyclopedia, 11, Washington 1967, pp. 572-574. P. K RÄMER, Papstwahl, en Lexikon für Theologie und Kirche, 7, Freiburg-BaselRom-Wien, 1998, col. 1352-1354. 1.3. Una recopilación comentada de las fuentes relacionadas con las elecciones papales se encuentre en: J. GAUDEMET – J. DUBOIS – A. DUVAL – J. CHAMPAGNE, Les élections dans l’Église latine des origins au XVIe siècle, Paris 1979 (Institutions, société, histoire 2). 1.4. Sobre algunas elecciones particulares o sobre grupos de elecciones pontificias se ha publicado mucho material, de valor científico desigual, estudios que han surgido a veces de ocasiones particulares, que incluso se han editado por motivos polémicos, mientras que otras veces son el resultado de un estudio atento. De todas formas, puede ser útil que se consulten los siguientes trabajos: G. LETI, Conclavi de’Pontefici Romani quali si sono potuti trovar fin à questo giorno, s. l., 1667. Conclave de Clement IX, ou Journal de ce qui s’est passé pendant la siège vacant, et durant le conclave, dan lequel futélu pape le cardinal Jules Rospigliosi, Paris 1669. Conclave fatto per la sede vacante d’Alessandro Settimo, nel quale fu creato pontefice il card. Giulio Rospligliosi... detto Clemente IX, s.l., s.a. (1669). Conclave di Clemente IX, diviso in sei discorsi curiosi, e politici, per Maggiore intelligenza del lettore..., Lucerna 1672. Relatione overo conclave per la morte della felice memoria di Clemente IX, s. l., 1672. A.N.A. DE LA HOUSSAIE, Relation du conclave de MDCLXX, Paris 1676. G. LETI, L’idée du conclave présent du 1676 ou le pronostique du pape futur avec des reflexions sur la cour de Rome durant le siège vacant, Amsterdam 1676. G. LETI, Histoire des conclaves depuis Clement V jusqu’à present, Paris 1689 (obra reeditada y traducida varias veces). Conclave aperto, overo sincero racconto delle cerimonie fatte nell’elezione del nuevo sommo pontefice Innocenzo XII, Roma 1691. G.M. ZUCCHI, Conclave pro electione novi Summi Pontificis anno Iubilaei MDCC..., Beneventi 1700. S. CAMBI, Osservazioni solite farsi dagli eminentissimi e reverendissimi signori cardinali, subito seguita la morte del Papa, avanti l’ingresso loro in conclave, e dentro a quello..., Venetiis 1721. Ceremoniale del conclave, o esposizione di ciò che si suol praticare per l’elezione del Sommo Pontefice..., Verona 1758.
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Notizie esatte di quanto si pratica dal giorno dell’entrata degli Em.i Signori Cardinali nel conclave sino alla elezione del nuovo sommo pontefice, Roma 1769. Notizia esatta delle funzioni fatte nel conclave e nella Basilica Vaticana per la creazione del nuovo Sommo Pontefice Clemente XIV, Roma 1769. Relazione di tutte le cerimonie fatte per la consecrazione in vescovo della Santità di nostro signore Papa Clemente XIV..., Roma 1769. F. CANCELLIERI, Notizie istoriche delle stagioni e de’ siti diviersi in cui sono stati tenuti i conclavi della città di Roma con la descrizione della gran loggia da cui si annunzierà il nuovo papa, della scala e sala regia, della cappella paolina, in cui si fanno gli scrutini e di tutto el braccio del palazzo Quirinale ove sono le celle del presente conclave, Roma 1823. Breve ragguaglio della sede vacante in cui si dà ... notizia di tutte le funzioni ... le quali far si sogliono dal giorno della morte del Sommo Pontefice sino all’ellezione del successore, Roma 1829. G. MOSCARELLI, Il conclave nella sua dignità e salvezza, Palermo 1845. Metodo che si practica nelle elezioni del Sommo Pontefice, ossia Ceremoniale del conclave con la serie degli eminentissimi cardinali..., Roma 1846. E. CIPOLLETTA, Memorie politiche sui conclavi da Pio VII a Pio IX, compilate su documenti diplomatichi segreti, rinvenuti negli archivi degli esteri del’ex Regno delle Due Sicilie, Milano 1863. E. PETRUCCELLI DELLA GATTINA, Histoire diplomatique des conclaves, 4 volúmenes, Paris 1864-1866. B. DE MONTAULT, Le conclave et le pape, Paris 1878. P. DARDANO, Diario dei Conclavi del 1829 e del 1830/31, editado por D. Silvagni, Firenze 1879. R. DE CESARE, Il conclave di Leone XIII, Città di Castello 1887. R. DE CESARE, Il conclave di Leone XIII, con aggiunte e nuovi documenti per il futuro conclave, Città di Castello 1888. G. BERTHELET, La elezione del papa; storia e documenti, Roma 1891. LUCIUS LECTOR (pseudónimo de J. GUTHLIN), Le Conclave. Origines, histoire, organisation, législation ancienne et moderne, avec un appendice contenant le texto des Bulles secrètes de Pie IX, Paris 1894. A. GIOBBIO, L’esercizio del veto d’esclusione nel conclave, Monza 1897. LUCIUS LECTOR (pseudónimo de J. GUTHLIN), L’élection papale. Ouvrage orné de gravures et de plans, suivi d’un tableau chronologique des papes et des conclaves, Paris 1898. G. CAPELLO, Il conclave di Venezia (1 dicembre 1799 - 14 marzo 1800). Saggio storico, en Rassegna nazionale 22 (1900). A. CECCARONI, Il conclave: storia, costituzioni, cerimonie, Torino-Roma 1901. G. BERTHELET, Conclavi pontifici e cardinali nel secolo XIX. Atti concernenti la malattia, morte ed elezione del papa, Torino - Roma 1903. Il conclave, descritto da un sacerdote della Pia Società delle missioni (Pallotini), Roma 1903.
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G. GRABINSKI, Il conclave, Firenze 1903. A. LUMBROSO, Ricordi e documenti sul conclave di Venezia (1800), Roma 1903. G. BERTHELET, Storia e rivelazione sul conclave del 1903: elezione di Pio X, Roma 1904. C.N.D. DE BILDT, Christine de Suède et le conclave de Clément X, Paris 1906. E. PACHECO Y DE LEYVA, El cónclave de 1774 a 1775; acción de las cortes católicas en la supresión de la Compañía de Jesús, según documentos españoles, Madrid 1906. G. B. MANNUCCI, Il conclave di papa Marcello, en Bulletino senese di storia patria. L. ALPAGO-NOVELLO, Il conclave di Gregorio XVI, Venezia 1923. A. GABRIELLI, Un Conclave a Velletri. Elezione e residenza di Lucio III, Velletri 1923. O. BUONOCORE, Il conclave, Napoli 1928. O. JOELSEN, Die Papstwahlen des 13. Jahrhundert bis zur Einführung der Conclaveordnung Gregors X, Berlin 1928. F. LA TORRE, Del conclave di Alessandro VI, papa Borgia, Firenze 1933. F. EHRLE - H. EGGER, Die Conclavepläne. Beiträge zu ihrer Entwicklungsgeschichte, Città del Vaticano 1933. M. ROSSI, Il conclave di Leone XII. Lo Stato pontificio e l’Italia all’indomani del Congresso di Vienna, Perugia 1935. E. PONTI, Il conclave nella storia, Roma 1939. E. EICHMANN, Weihe und Krönung des Papstes im Mittelalter, München 1961. T. GALLARATI SCOTTI, Il Conlave del 1800, en La civiltà veneziana nell’ettà romantica, Firenze 1961, pp. 1-37. G. INCISA DELLA ROCCHETTA, Il Conclave di Venezia nel Diario del Principe Don Agostino Chigi, Venezia 1962. L. BERRA, Il diario del conclave di Clemente XIV del Cardinal Filippo Maria Pinelli, en Archivio della Società romana di storia patria, 85-86 (1962/63), pp. 25-319. L. PÁSZTOR, Le “Memorie sul conclave tenuto in Venezia” di Ercole Consalvi, en Archivum historiae pontificie, 3 (1965), pp. 239-308. P. LESOURD - G. PAILLAT, Dossiers secrets des conclaves, Paris 1969. Atti del convegno di studio; VII centenario del 1º conclave (1268-1271), Viterbo 1970. N. GUSSONE, Thron und Inthronisation des Papstes von den Anfängen bis zum 12. Jahrhundert. Zur Beziehung zwischen Herrschaftszeichen und bildhaften Begriffen. Recht und Liturgie im christilichen Verständnis von Wort und Wirklichkeit, en Bonner historische Forschungen, 41, Bonn 1978. M. GREELEY, The Makint of Popes, London 1979. C. COMMEAUX, Les Conclaves contemporaines, Paris 1985. G. CITTADINI, Il conclave dal quale uscì Giovanni M. Mastai-Ferretti papa, Napoli 1986. P. DAILAEDER, One Will, One Voice and Equal Love; Papal Elections and the Liber Pontificalis in the Early Middle Ages, en Archivium historiae pontificiae, 31 (1993), pp. 11-31. A. FRANCHI, Il conclave di Viterbo (1268-1271) e le sue origini. Saggio con documenti inediti, Ascoli Piceno 1993.
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, donde pueden encontrarse también índices y biografías de los cardenales con una abundante bibliografía que, algunas veces, resulta, sin embargo, imprecisa. 2. Colegio cardenalicio 2.1. Sobre la historia, características y competencias del colegio cardenalicio, pueden verse las siguientes obras: H.W. KLEWITZ, Die Entstehung des Kardinalkollegiums, en Zeitschrift der SavignyStiftung für Rechtsgeschichte. Kanonistische Abteilung 56 (1936), 115-521. Reeditado en Reformpapsttum und Kardinalkolleg, Darmstadt 1957, pp. 1-134. S. KUTTNER, Cardinalis. The History of a Canonical Concept, en Traditio 3 (1945), pp. 129-214. M. ANDRIEU, L’origine du titre cardinal dans l’Église Romaine, Paris 1963. P.C. VAN LIERDE - A. GIRAUD, Le Senat de l’Église, Paris 1963. K. GANZER, Die Entwicklung des auswärtigen Kardinalats im hohem Mittelalter; ein Beitrag zur Geschichte des Kardinalkollegiums vom 11. bis 13. Jahrhundert, Bibliothek des Deutschen Historischen Instituts in Rom, 26, Tübingen 1963.
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J. LECLERCQ, Pars corporis papae… Le sacré collège dans l’eclésiologie médiévale, en L’homme devant Dieu. Mélanges offerts au père Henri de Lubac, 2, Paris 1964, pp. 183-194. C.G. FÜRST, Cardinalis: Prolegomena zu einer Rechtsgeschichte des römischen Kardinalskollegiums, München 1967. G. ALBERIGO, Cardinalato e collegialità. Studi sull’ecclesiologia tra l’XI e il XIV secolo, Testi e ricerche di scienze religiose, 5, Firenze 1969. H. JEDIN, Proposte e progetti di riforma del collegio cardinalizio, en G. ALBERIGO (ed.), Chiesa della fece, Chiesa della storia. Saggi scelti, Brescia 1972, pp. 156-192. L. PELLEGRINI, Cardinali e curia sotto Callisto II, en Raccolta di studi in memoria di S. Mochi Onory, 2, Milano 1972, pp. 507-549. C.G. FÜRST, I cardinalati non romani, en Le istituzioni ecclesiastiche della “societas christiana” dei secoli XI-XII; papato, cardinalato ed episcopato, Atti della V settimana internazionale di studio (Mendola 26-31 agosto 1971), Milano 1974, pp. 185-198. K. GANZER, Das roemische Kardinalkollegium, en ibíd., pp. 153-181. R. HÜLS, Kardinäle, Klerus und Kirchen Roms 1049-1130, Bibliothek des Deutschen Historischen Instituts Rom, 48, Tübingen 1977. J.F. BRODERICK, The Sacred College of Cardinals: Size and Geographical Composition )1099-1986), en Archivum historiae pontificiae 27 (1987), pp. 7-71. T.J. HOLTON, The Power of the Cardinals to elect the roman Pontiff. Past, Present and Future, Tesi di Laurea Pont. Univ. S. Tomasso, Roma 1988. E. REINHARD, Struttura e significato sul Sacro Collegio tra la fine del XV e l’inizio del XVI secolo, en Città italiane del ‘500 tra Riforma e Controriforma, Lucca 1988, pp. 257-265. T. BERTONE, Il servizio del cardinalato al ministerio del successore di Pietro, en Salesianum 48 (1986), pp. 109-121. A. ROSSI, Il collegio cardinalizio, Città del Vaticano 1990. C. WEBER, Senatus divinus: Verborgene Strukturen im Kadinalskollegium der frühen Neuzeit (1500-1800), Frankfurt am Main 1996. E. PÁSZTOR, Onus Apostolicae Sedis. Curia romana e cardinalato nei secoli XI-XV, Roma 1999 (esta obra recoge estudios publicados entre 1962/1994). 2.2. El nombre y algunos datos biográficos de los cardenales aparecen recogidos desde 1912 en el Anuario Pontificio, publicación anual, preparada por la Secretaria de Estado de Su Santidad. Sustituye a publicaciones anuales precedentes, como: Notizie del l’anno... (del 1716 al 1858), Annuario Pontificio (1860-1871) y Gerarchia Cattolica (1872-1991). Para los períodos anteriores, a partir del 1198, fecha en que comienza la serie continua de los registros pontificios, puede verse: Hierarchia Catholica Medii Aevi, iniciada por C. EUBEL, I (1198-1431), Monasterii 19133, que ha sido continuada de diversas maneras (después con el título: Hierarchia Catholica Medii et recentioris Aevi) hasta el volumen IX (1903-1922), Patavii 2002.
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Existen además, obviamene, muchos estudios sobre cardenales en particular, que, sin embargo, quedan fuera de los límites de esta biblografía. 2.3. Entre los portales de internet que ofrecen información actualizada sobre el colegio cardenalicio, cf. , que es el sitio oficial de la Santa Sede, riquísimo en información y documentos. 3. Historia de los papas 3.1. Se pueden recoger muchas informaciones sobre las elecciones pontificias en numerosas publicaciones de tipo general, dedicadas a la historia de los papas. Hubo varias tentativas más o menos parciales, entre las cuales quiero señalar la de L. VON RANKE, cuya segunda edición fue publicada en Leipzig, en el año 1838/39 con el título Römischen Päpste in den letzen 4 Jahrhunderten; la edición italiana, con el título Storia del papi ha aparecido por primeva vez en Firenze, en el año 1959. Edición castellana: Historia de los Papas en la época moderna, con traducción de Eugenio Imaz, FCE, México 2000. Esta es la primera obra científicamente seria sobre el tema y sigue siendo aún punto de referencia para el período del que se ocupa, es decir, para los siglos XIV al XVIII. Además de ella: L.
PASTOR, Storia dei papi dalla fine del Medioevo, 16 volúmenes publicados entre el 1886 y el 1933 (el último es póstumo). Edición italiana en Trento (1890) y en Roma (1910). Nueva edición italiana (a la que se añade el volumen XVII, de índices, Roma 1931-1946, preparada por A. Mercati y P. Cenci (reeditada por última vez en 1950-1965). Trad. castellana por R. Ruiz Amado y otros, Historia de los papas desde fines de la Edad Media, Gustavo Gili, Barcelona 1910-1961, 39 vols. La continuación de la obra anterior (menos lograda), preparada por un antiguo colaborador de von Pastor, L. S CHMIDLIN, Papsgeschichte der neuesten Zeit, München 1933-1939, en 4 volúmenes, no ha sido traducida al italiano. F.X. SEPPELT, Geschichte der Päpste von den Anfängen bis zur Mitte des 20. Jahrhunderts, München 1933-1939, se ocupa de todo el trascurso cronológico de la historia del papado. La obra consta de seis volúmenes (de los cuales el 1, 2, 4 y 5 han sido revisados para la segunda edición por G. Schwaiger, München 1954-1959). Existe una edición italiana parcial de la obra (hasta el siglo XVIII), publicada en Roma en el 1975. No hay traducción castellana. VON
Se pueden consultar, aunque no exista traducción italiana, otros libros como: H.K. MANN, The Lives of the Popes in the Early Middle Ages, London 1925-1932, en 18 volúmenes. E. CASPAR, Geschichte des Pappstums, von den Anfängen bis zur Höhe der Weltherrschaft, 2 volúmenes, Tübingen 1930-1933. J. HALLER, Das Papstum. Idee und Wirkiclichkeit, 5 volúmenes, Stuttgart 1950-19532.
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Son útiles y están llenos de sugerencias, los siguientes libros: P. PASCHINI y V. MONACHINO (eds.), I papi nella storia, 2 volúmenes, Roma 1961. P. BREZZI, Il papato, Roma 19672. C. FALCONI, Storia del papa e del papato, 4 volúmenes, Roma 1967-1972. F. GREGOROVIUS, Storia della città di Roma nel Medioevo, 3 volúmenes, Torino 1973. M. GRESCHAT y E. GUERRIERO (eds.), Storia dei papi, Cinisello Balsamo 1994. Edición italiana ampliamente reelaborada, en la primera y última parte, de la obra en dos volúmenes de M. GRESCHAT, Das Papstum, Berlin-Köln-Mainz 1984-1985. Parecen, sin embargo, menos fiables, porque se encuentran excesivamente influidas por exigencias de apologética y de crítica del papado: A. SABA y C. CASTIGLIONI, Storia dei papi, 2 volúmenes, Torino 1936 (19663). C. MARCORA, Storia del papi, 6 volúmenes, Milano 1973-1975. C. RENDINA, I Papi. Storia e segreti, Roma 1983 (con varias reediciones). 3.2. Hay otras obras de carácter general, que son a veces útiles sobre temas particulares: W. ULLMANN, Il papato nel Medioevo, Bari 1975 (original inglés: London 1974). Puede consultarse la edición española de otra obra suya: Escritos sobre teoría política medieval, Eudeba, Buenos Aires 2003. P. PRODI, Il sovrano pontefice: un corpo e due anime. La monarchia papale nella prima età moderna, Bologna 1982. J.M. TILLARD, Il vescovo di Roma, Brescia 1985. Edición española: El obispo de Roma. Estudios sobre el Papado, Sal Terrae, Santander 1986. K.A. FINK, Chiesa e papato nel Medioevo, Bologna 1987 (original: München 1981). A. FRANZEN - R. BAÜMER, Storia del papi. La missione di Pietro nella sua essenza e nella sua realizzazione storica attraverso la Chiesa, Brescia 1987 (original: Freiburg 1978). A. PARAVICINI BAGLIANI, El corpo del papa (Biblioteca di cultura storica, 204), Torino 1994. A. PARAVICINI BAGLIANI, Le chiavi e la tiara. Immagini e simboli del papato medievale, (La corte dei papi 3), Roma 1998. En la colección Päpste und Papstum, dirigida por G. DENZLER, Stuttgart 1971 ss, han aparecido una serie de estudios monográficos de gran nivel, casi todos en alemán. Hasta el 2001 se han publicado ya 30 volúmenes. 3.3. Las colecciones completas de las vidas de los papas tienen una larga tradición, que se inició con el Liber Pontificalis de la Edad Media y con sus continuaciones. En el año 1479 se publicaron en Venecia las Vitae Pontificum del humanista Bartolomeo Platina, a quien Sixto IV había nombrado algunos años atrás bibliotecario de la Biblioteca Vaticana. Estas Vitae, revisadas y actualizadas en el
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siglo siguiente por onofrio Panvinio y después por otros continuadores tuvieron un gran éxito (no menos de ochenta ediciones en seis lenguas distintas) y también tuvieron diversas desventuras a causa de la censura eclesiástica por algunos juicios que los autores expresaban sobre algunos papas. Ellas constituyeron en todo caso la forma habitual de la “historia de los papas” hasta que se renovó la historiografía en el siglo XVIII. Actualmente entre las colecciones completas de vida de los papas, en lengua italiana (dejando a un lado aquellas que tienen escaso valor científico) se pueden recordar las que siguen: F. GLIGORA - B. CATANZARO, Breve storia dei papi da s. Pietro a Giovanni Paolo II, Padova 1984. N. FABRETTI, I vescovi di Roma. Breve storia del papi, Cinisello Balsamo 1986. J. GELMI, I Papi, Milano 1986. T. MATTHIEU-ROSAI, Dizionario cronologico del papi, Milano 1990. B. MONDIN, Dizionario enciclopedico dei papi: storia e insegnamenti, Roma 1995. P.G. MAXWELL-STUART, I Papi e la loro storia. Pontificato per pontificato la storia del papato, da s. Pietro a oggi, Roma 1998. F.J. PAREDES ALONSO (ed.), Diccionario de los papas y concilios, Ariel, Barcelona 1998. C. VIDAL MANZANARES, Diccionario de los papas, Península, Barcelona 2002. Especialmente importantes son las dos obras que siguen: J.N.D. Kelly, Vite dei Papi, Casale Monferrato 1995 (traducción italiana actualizada del Oxford Dictionary of Popes, Oxford 1986). Había sido editado antes con el título de Grande dizionario ilustrato dei papi, Casale Monferrato 1989. Enciclopedia dei papi, 3 volúmenes. Obra preparada por el Istituto della Enciclopedia Italiana, Roma 2000. W. KASPER (ed.), Diccionario enciclopédico de los papas y del papado, Herder, Barcelona 2003. 3.4. Entre las enciclopedias y los diccionarios que dedican algunas voces a los pontífices podemos recomendar, en orden alfabético: Espasa. Enciclopedia universal ilustrada europeo-americana. La obra básica fue publicada por la editorial Espasa-Calpe de Madrid entre 1908 y 1930, en 72 volúmenes, donde aparecen las vidas de todos los papas. Desde entonces se vienen publicando apéndices y reediciones. Sigue siendo una obra básica para el estudio de conjunto del papado, aunque a veces pueda resultar menos críticas, pues los artículos no van firmados. Bibliotheca Sanctorum, Roma 1961-1970 (en 12+1 volúmenes, y 2 volúmenes de actualización, hasta el 2000; aparecen los papas que son santos y beatos). Catholicisme, Paris 1948 ss (ha llegado hasta la letra T, en 14 volúmenes). Dictionnaire d’Histoire et de Géographie ecclésiastiques, Paris 1912 ss (en el 2000 había llegado hasta la letra J, en 27 volúmenes).
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Dictionnaire de spiritualité, ascétique et mystique, Paris 1937-1995 (en 15+2 volúmenes). Dictionnaire de Théologie Catholique, Paris 1910-1972 (en 15+2 volúmenes). Dizionario biografico degli Italiani, Roma 1960 ss (en el 2001 había llegado a la letra G, en 57 volúmenes). Dizionario patristico e di antichità cristiane, Casale Monferrato 1983/88 (en 3 volúmenes). Edición española: Diccionario patrístico y de la antigüedad cristiana, Sígueme, Salamanca 1998 ss. Dizionario storico del papato, editado por P. Levillain, Milano 1996, en 2 volúmenes (original francés, en Paris 1994, en un volumen). Enciclopedia Cattolica, Città del Vaticano 1948-1954 (en 2 volúmenes). Il grande libro del santi. Dizionario enciclopedico, Cinisello Balsamo, 1998 (en 3 volúmenes; incluye los papas santos y beatos). Lexikon für Theologie und Kirche, Freiburg - Basel - Rom - Wien, 1993-20013 (en 10+1 volúmenes). Gran Enciclopedia Rialp, en 24 volúmenes, Editorial Rialp, Madrid. Actualizada desde 1989. Contiene referencias a la mayoría de los papas. Mondo Vaticano. Passato e presente, editado por N. del Re, Città del Vaticano 1995. New Catholic Encyclopedia, Washington 1967 (en 15 volúmenes). Theologische Realenzyklopädie, Berlin - New York 1977 ss. (en el año 2001 había llegado a la letra T, con 32 volúmenes). 3.5. Sobre el tema del primado del papado es básica la obra titulada Il primato del successore di Pietro nel mistero della Chiesa. Considerazione della Congregazione per la Dottrina de la fede, Roma 1998. Esta obra, ha sido publicada de nuevo con ciertos retoques y con comentarios de R. Pesch, R. Minnerath, P. Rodríguez, F. Ocáriz, P. Goyret, A. M. Sicari y N. Bux en Roma, Città del Vaticano 2002. Cf. también: M. MACARRONE, Vicarius Christi. Storia del titolo papale, Roma 1952. V. MONACHINO, Il primato nella controversia ariana. En Saggi storici intorno al papato, Miscellanea historiae pontificiae 21, pp. 17-89, Roma 1959. M. MACARRONE, La dottrina del primato papale dal IV all’VIII secolo nelle relazioni con le Chiese occidentali, en Le Chiese nei regni dell’Europa Occidentale e i loro rapporti con Roma sino all’800, Settimane di studio del Centro Italiano di Studi sull’Alto Medioevo, 7, Spoleto 1960, pp. 633-742. V. MONACHINO, Il primato nello scisma donatista, en Archivum historiae pontificiae 2 (1964), pp. 7-44. J.A. WATT, The Theory of Papal Monarchy in the Thirteenth Century; the Contribution of the Canonists, London 1965. O. CULLMANN (ed.), Il Primato di Pietro nel pensiero cristiano contemporaneo, Bologna 1968 (ejemplo de debate entre estudiosos católicos, protestantes y ortodoxos). E. TESTA, Le comunità orientali nei primi secoli e il primato di Pietro, en Rivista Biblica 16 (1968), pp. 547-555.
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V. MONACHINO, Communio e primato nella controversia ariana, en Archivum historiae pontificiae 7 (1969), pp. 43-78. P. CONTE, Chiesa e primato nelle lettere dei papi del secolo VII, Milano 1971 (con un apéndice crítico). M. MACARRONE, La teologia del primato romano del secolo XI, en Le istituzioni ecclesiastiche della “societas christiana” dei secoli XI-XII; papato, cardinalato ed episcopato, Atti della V settimana internazionale di studio (Mendola 26-31 de agosto 1971), Milano 1974, pp. 21-122. Papal Primacy and the Universal Church: Lutherans and Catholics in Dialogue, obra editada por P.C. Empie y T. Austin Murphy, Minneapolis 1974. H. LEGRAND, Ministero romano e ministero universale del papa. Il problema della sua elezione, en Concilium 11 (1975), pp. 1291-1306. J.J. VON ALLMEN, Il primato della Chiesa di Pietro e di Paolo: osservazioni di un protestante, Brescia 1982. (cf. en castellano: Íd., El ministerio en el diálogo interconfesional, Sígueme, Salamanca 1975). P. GRANFIELD, The Limits of Papacy. Authority and Autonomy in the Church, New York 1987. Traducción española: los límites del pasadp. Desclée De Brouwer, Bilbao, 1990. G. FALBO, Il primato della Chiesa di Roma alla luce dei primi quattro secoli, Roma 1989. A. CARRASCO ROUCO, Le primat del l’éveque de Rome. Étude sur la cohérence ecclésiologique et canonique du primat de jurisdiction, Studia Friburgensia, Nouvelle série, 73, diss., Fribourg 1990. H. POTTMEYER, Lo sviluppo della teologia dell’ufficio papale nel contesto ecclesiologico, sociale ed ecumenico nel XX secolo, en G. Alberigo y A. Riccardi (eds.), Chiesa e papato nel mondo contemporaneo, Bari 1990, pp. 5-64. M. MACARRONE (ed.), Il primato del vescovo di Roma nel primo millennio. Ricerche e testimonianze, Atti del symposium storico-teologico, Roma 9-13 ottobre 1989, Atti e documenti del Pontificio Comitato di scienze storiche, Roma 1890 (Reedición del 1997). K. SCHATZ, Il primato del papa. La sua storia dalle origini ai nostri giorni, Bescia 1996 (original: Würzburg 1990). Trad. castellana: El primado del papa. Desde los orígenes hasta nuestros días, Sal Terrae, Santander 1996. Il primato del successore di Pietro, Atti del simposio teologico, Roma 2-4 dicembre 1996, Città del Vaticano 1998. A. RECCHIA, L’uso della formula plenitudo potestatis da Leone Magno a Ugoccione da Pisa, Roma 1999. A. GARUTI, Primato del vescovo di Roma e dialogo ecumenico, Roma 2000 R. DE MATTEI, Quale papa dopo il papa, Casale Monferrato 2002. 3.6. Entre los portales de internet en los cuales se puede encontrar información sobre los papas, quiero destacar: , donde aparece toda la primera edición de la Catholic Enciclopedia (1908-). (En castellano, en ).
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4. Historia de la Iglesia 4.1. Evidentemente, las obras que están dedicadas a la historia general de la Iglesia ofrecen también una información riquísima sobre los papas. Entre las más recientes disponibles en lengua italiana (y en castellano): A. FLICHE Y V. MARTIN (ed.), Storia della Chiesa dalle origini ai nostro giorni, Torino 1957-1987. Edición que, a partir del año 1986, ha sido retomada en Cinisello Balsamo, llegando al volumen 25. Edición castellana: Historia de la iglesia, Edicep, Valencia 1974-1980 (30 volúmenes). L.J. OGIER, A. AUBERT, M.D. KNOWLES (eds.), Nuova storia della Chiesa, Casale Monferrato 1973-1979 (en 5 volúmenes). Edición castellana: Nueva historia de la iglesia, Cristiandad, Madrid 1984 (5 volúmenes). H. JEDIN (ed.), Storia della Chiesa, Milano 1976-1979, en 10 volúmenes (con 12 tomos) a los que se han añadido algunos suplementos sobre temas particulares. Edición castellana: Manual de historia de la iglesia, Herder, Barcelona 1966 ss. (8 volúmenes). D. ROPS, Historia de la Iglesia de Cristo, Barcelona 1968 (5 volúmenes). B. LLORCA, R. VILLOSLADA, J.M. LABOA (y otros), Historia de la Iglesia (4 volúmenes), BAC, Madrid 1976 ss. J. LORTZ, Storia della Chiesa nello sviluppo delle sue idee, Alba 1976 (2 volúmenes). Edición castellana: Historia de la iglesia, Guadarrama, Madrid 1965. G. MARTINA, Storia della Chiesa, Roma 1980. R. KOTTJE y B. MOELLER (eds.), Storia ecumenica della Chiesa, Brescia 1981 (en 3 volúmenes). J. DELUMEAU (ed.), Storia vissuta del popolo cristiano, Torino 1985. K. BIHLMEYER - H. TUECHLE, Storia della Chiesa, Brescia 1994-19962 (en 4 volúmenes). J.M. LABOA, La larga marcha de la Iglesia, Atenas, Madrid 1995. J.M. MAYEUR (ed.), Storia del cristianesimo: religione, politica, cultura, Roma 1995. ss (hasta ahora han aparecido 8 volúmenes. Original francés: París 1990-2000, en 13 volúmenes). A. FRANZEN, Breve storia della Chiesa, Cinisello Balsamo 19972. L. VON HERTLING, Storia della Chiesa, Roma 2001. F. MARTÍN HERNÁNDEZ, La Iglesia en su historia, Sígueme, Salamanca 2004. 4.2. Entre las historias parciales de la Iglesia, que están limitadas en plano cronológico o geográfico, pero que son de gran utilidad: G. MICCOLI, La storia religiosa, en Storia d’Italia. 2. Dalla caduta dell’Impero romano al secolo XVIII, 1, Torino 1974, pp. 429-1079. H.C. PUECH (ed.), Il cristianesimo medievale, Storia delle religioni 10, Bari 1977. Edición castellana en Historia de las religiones, Siglo XXI, Barcelona 1979. G. PENCO, Storia della Chiesa in Italia, Milano 1978 (19822).
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G. MARTINA, La chiesa nell’età della Riforma, nell’età dell’assolutismo, nell’età del liberalismo, nell’età del totalitarismo. Edición castellana: La iglesia, de Lutero a nuestros días, (4 volúmenes), Cristiandad, Madrid 1974. La Chiesa e il potere político dal Medioevo all’età contemporanea, Storia d’Italia, Annali 9, Torino 1986. L. M EZZADRI, Storia della Chiesa tra Medioevo ed epoca moderna, Roma 2001 (en 3 volúmenes, que van de los años 1294 al 1648). J.M. LABOA, Los papas del siglo XX, BAC, Madrid 1998. 4.3. Puede ser útil la consulta de obras dedicadas a temas particulares como las instituciones eclesiásticas, las historia de los concilios, el ecumenismo... Señalo solamente: K.J. HEFELE - C. LECLERCQ (eds.), Histoire des conciles d’après les documents originaux, Paris 1907-1952 (11 volúmenes en 22 tomos). V. PERI, I Concili e le Chiese. Ricerca storica sulla tradizione d’universalità del sinodi ecumenici, Roma 1965. H. J EDIN, Breve storia dei concili, Roma - Brescia, 1978. Edición castellana: Breve historia de los concilios, Herder, Barcelona 1960. G. ALBERIGO, Nostalgie di unità. Saggi di storia dell’ecumenismo, Genova 1989. En castellano puede consultarse su obra: Historia de los concilios ecuménicos, Sígueme, Salamanca 1993. K. SCHATZ, Los concilios ecuménicos, Trotta, Madrid 1998. G. LE BRAS (ed.), Histoire du droit et des institutions de l’Église en Occident, Paris 1955-1990 (hasta ahora han aparecido 11 volúmenes). G. DUMEIGE (ed.), Storia dei concili ecumenici, Città del Vaticano 1994 ss (hasta ahora han aparecido los volúmenes 1, 2, 5, 6, 8). También ofrece un precioso instrumento de trabajo el Atlante universale di storia della Chiesa. Le Chiese cristiane ieri e oggi, editado por H. JEDIN, K. SCOTT LATOURETTE y J. MARTÍN, Casale Monferrato - Città del Vaticano 1991. En esa línea, en castellano: J.M. LABOA, Atlas histórico del cristianismo, San Pablo, Madrid 1998. Esquema popular, pero muy útil en H. J. PEREDA, 2000 años de cristianismo. Historiograma del camino de la iglesia, Verbo Divino, Estella, 20026. 4.4. Entre los lugares en internet que se ocupan de los diversos aspectos de la historia de la Iglesia, puede ofrecer un buen punto de partida: . 5. Recopilación de fuentes 5.1. Entre las recopilaciones generales de fuente deben citarse ante todo (entre otras semejantes) las colecciones más grandes y conocidas, empezando por las dos Patrologías: J.-P. MIGNE (ed.), Patrologia. Series Latina, Paris 1844-1864, 221 volúmenes. J.-P. MIGNE y otros (eds.), Patrologia. Series Graeca, Paris 1857-1912, 161 volúmenes.
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Monumenta Germaniae historica, (1826-). Corpus Christianorum: Series Latina (Turnholti 1954-); con su Continuatio Mediaevalis (Turnholti 1971-). Corpus Christianorum: Series Graeca (Turnhout-Leuven 1977-). Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum (Wien 1866-). 5.2. Para los documentos pontificios: Magnum Bullarium romanum, que recoge los documentos del 440 al 1758. Amplia colección en 32 volúmenes, Romae 1733-1758. La obra anterior tuvo dos continuaciones (Bullarii romani continuatio) publicadas una en Roma, en 19 volúmenes y otra en Prato, del 1840 al 1856. Una nueva edición del Magnum Bullarium romanum, llamada Bullarium Taurinense, fue publicada en 25 volúmenes (24 en Torino del 1857 al 1872 y 1 en Napoli, el año 1885), con el título: Bullarum diplomatum et privilegiorum Sanctorum Romanorum Pontificum Taurinensis editio. Regesta Pontificum Romanorum inde ab a. post Christum natum MCXCVIII ad a. MCCCCIV, editada por A. POTTHAST, Berolini 1874-1875, en 2 volúmenes. Un tercer volumen está en preparación. Regesta Pontificum Romanorum ab condita ecclesia ad annum post Christum natum MCXCVIII, editada por PH. JAFFÉ - G. WATTENBACH - S. LEWENFELD - F. KALTENBRUNNER - P. EWALD, Lipsiae 1985-, en 2 volúmenes. Quellen zur Geschichte des Papsttums und des römischen Katholizismus, editado por C. M IRBT, Tübingen 19345, obra continuada en Quellen zur Geschichte des Papsttums und des römischen Katholizismus; von den Anfängen bis zum Tridentinum, editada pora C. MIRBT y K. ALAND, Tübingen 1967-19712. Enchiridion Symbolorum definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, editada por H. DENZINGER - A. SCHÖNMETZER, Barcinone - Friburgi - Romae 197625 (Citamos por la última edición de H. DENZINGER y P. HÜNNERMAN, Barcelona 2000). Muchos documentos pueden encontrarse en Acta Sanctae Sedis, periódico mensual, preparado y publicado por el sacerdote Pedro AVANZINI, en Roma del 1865 al 1908 de una forma oficiosa. Recibirá carácter oficial con el rescripto de la Sagrada congregación de Propaganda Fide, del año 1904. Desde el año 1909 los documentos oficiales son publicados sistemáticamente en Acta Apostolicae Sedis, boletín oficial de la Santa Sede, al que el Código de Derecho Canónico atribuye un valor legal (canon 8, §1). Para los documentos más recientes se puede consultar también por internet el portal oficial de la Santa Sede: . 5.3. Para los documentos conciliares: G.D. MANSI (y continuadores) Sanctorum Conciliorum nova et amplissima collectio, Roma 1759-1927 (53 volúmenes); reeditados en Graz 1960-1961.
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Acta Conciliorum oecumenicorum, publicada por E. SCHWARTZ, Argentorati 1914. G. ALBERIGO – P.-P. JOANNOU - C. LEONARDI – P. PRODI (eds.), Conciliorum oecumenicorum decreta, Basileae - Barcinone - Friburgi - Romae - Vindobonae 19622, que ha sido varias veces ampliado y reeditado. 5.4. Otras colecciones notables: C. KIRCH (ed.), Enquiridion fontium historiae ecclesiasticae antiquae, Barcinone Friburgbi - Romae 19759. S. SABUGAL, Credo. La fe de la iglesia, Monte Casino, Zamora 1986. Enchiridion Vaticanum, Boloña 2000. J. COLLANTES (ed.), La fede della Chiesa Cattolica; le idee e gli uomini nei documenti dotrinali del Magistero, Città del Vaticano 1993. A. GONZÁLEZ MONTES y otros (eds.), Enchiridion oecumenicum: relaciones y documentos de los diálogos interconfesionales de la Iglesia Católica y otras iglesias cristianas y declaraciones de sus autoridades, 2 volúmenes, Universidad Pontificia, Salamanca 2004. 5.5. Para el Liber Pontificalis: L. DUCHESNE, Le Liber Pontificalis, Paris 1886-1892; en 2 volúmenes. Obra publicada de nuevo con un tercer volumen con añadidos y correcciones del mismo Duchesne, por C. Vogels, Paris 1955-1957. Puede verse también C. VOGEL, Le Liber Pontificalis dans l’édition de L. Duchesne; état de la question, en Mons. Duchesne et son temps, Roma 1975, pp. 99-127. Otra edición, sin comentarios, y que llega hasta el papa Constantino (708-715), ha sido realizada por Th. MOMMSEN, Liber Pontificalis, en Monumenta Germaniae historica. Gesta Pontificum Romanorum I, 1898. 5.6. Colecciones en formato electrónico: Tanto en CD-ROM como en Internet pueden encontrarse numerosas colecciones de fuentes de diverso tipo (literario, jurídico, teológico, filosófico, histórico). Señalo sólo el portal que puede ser un eficaz punto de partida. 6. Argumentos tratados en cada uno de los capítulos Además de los títulos ya arriba indicados o de las notas a pie de página, pueden consultarse también las obras que siguen, en las que evocamos por orden el tema de cada capítulo. Queremos advertir que algunas obras se refieren a un arco cronológico más extenso que el del capítulo en que aparecen citadas. Dejamos de lado, salvo raras excepciones, las investigaciones monográficas de los papas en particular, pues ellas se pueden encontrar fácilmente en las bibliografías recientes sobre el tema, por ejemplo en la Enciclopedia dei papi (citada en 3.3).
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6.1. Para el capítulo 1 (El papa escondido): G. BARDY, La conversione al cristianesimo nei primi secoli, Milano 1975 (Trad. española: La conversión al cristianismo durante los primeros siglos, Desclée De Brouwer, Bilbao 1962; reeditado en Encuentro, Madrid 1990). P. BROWN, Religione e società nell’età di sant’Agostino, Torino 1975. P. BROWN, La società e il sacro nella tarda Antichità, Torino 1988. J. COLSON, L’épiscopat catholique. Collegialité et primauté dans les trois premiers siècles, Paris 1963. E. DAL COVOLO, I Severi e il cristianesimo. Ricerche sull’ambiente storico-istituzionales delle origini cristiane tra il secondo e il terzo secolo, Biblioteca di scienze religiose, 87, Roma 1989. E. DAL COVOLO y R. UGLIONE (eds.), Cristianesimo e istituzioni politiche; da Augusto a Costantino, Biblioteca di scienze religiose, 117, Roma 1995. J. DANIÉLOU, La teologia del giudeo-cristianismo, Bologna 1974. J. DANIÉLOU, Messagio evangelico e cultura ellenistica, Bologna 1975 (Trad. castellana: Mensaje evangélico y cultura helenista, Encuentro, Madrid 2002). R. FARINA, L’impero e l’imperatore cristiano in Eusebio di Cesarea. La prima teologia politica del Cristianesimo, Zürich 1966. G. FEDALTO, S. Pietro e la sua Chiesa tra i Padri d’Oriente e d’Occidente nei primi secoli, Roma 1976. G. FIROLAMO, L’attesa della fine. Storia della gnosi, Roma - Bari 1983. R.M. GRANT, Cristianesimo primitivo e società, Brescia 1987. R.M. GRANT, Gnosticismo e cristianesimo primitivo, Bologna 1976. R.P.C. HANSON, The Search for the Christian Doctrine of God. The Arian Controversy 318-381, Edinburgh 1988. J.N.D. KELLY, Il pensiero cristiano delle origini, Bologna 1972. A. MANDOUZE, Le persecuzioni nei primi secoli della Chiesa, en J. Delumeau (ed.), Storia vissutta del popolo cristiano, Torino 1985, pp. 33-60. S. MAZZARINO, L’impero romano, Roma 1956 (con varias ediciones). W.A. MEEKS, I cristiani del primi secoli, Bologna 1992. J. MOREAU, La persecuzione dei cristianesimo nell’impero romano, Brescia 1977. A. O RBE, Introducción a la teología de los siglos II y III, 2 volúmenes, Roma 1987 (Sígueme, Salamanca 1988). A. ORBE, Cristología gnóstica. Introducción a la soteriología de los siglos II-III, BAC, Madrid 1976. L. ORTIZ DE URBINA, Nicea e Constantinopoli, Storia dei concili ecumenici 1, Città del Vaticano 1994. C. PIETRI, Roma Christiana. Recherches sur l’Église de Rome, son organisation, sa politique, son idéologie de Miltiade à Sixte III (311-440), Rome 1976 (en 2 volúmenes). H. RAHNER, Chiesa e struttura polita nel cristianesimo primitivo, Milano 19752. M. SIMONETTI, La crisi ariana del IV secolo, Roma 1975.
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LAS ELECCIONES PAPALES
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LISTA CRONOLÓGICA DE PAPAS
San Pedro apóstol, muerto mártir en Roma, entre el 64 y el 67. San Lino, ¿68–79? San Anacleto o Cleto, ¿80–92? San Clemente, ¿92–99? San Evaristo, ¿99–108? San Alejandro I, ¿108–118? San Sixto I, ¿117–126? San Telesforo, ¿127–137? San Higinio, ¿128–142? San Pío, ¿142–157? San Aniceto, ¿157–168? San Sotero, ¿168–177? San Eleuterio, ¿177–185? San Víctor, ¿186–197? San Ceferino, ¿198–217? San Calixto I, 218-222 San Hipólito, 217–235 San Urbano I, 222-230 San Ponciano, 21.7.230 – 28.9.235 San Antero, 21.11.235 – 3.1.236 San Fabián, 236 – 20.1.250 San Cornelio ¿?.3.251 – ¿?.6.253 Novaciano, 251 – muerto ca. 258 San Lucio, I, 6 ó 7.253 – 5.3.254 San Esteban, I, 12.3.254 – 2.8.257 San Sixto II, 30.8.257 – 6.8.258 San Dionisio, 22.7.259 – 26.12.268 San Félix I, 5.1.269 – 30.12.274 San Eutiquiano, 4.1.275 – 7.12.283
San Cayo, 17.12.283–22.4.296 San Marcelino, 30.6.296 – 25.10.304 San Marcelo I, 306(307 ó 308) – 16.1.308(309 ó 310) San Eusebio, 18.4.308(309 ó 310) –17.8.308(309 ó 310) San Milcíades o Melquíades, 2.7.311 –10.1.314. San Silvestre I, 31.1.314 – 31.12.335 San Marcos, 18.1.336 – 7.10.336 San Julio I, 6.2.337 – 12.4.352 Liberio, 17.5.352 – 24.9.366 Félix II, 355–22.11.365 San Dámaso I, 1.10.366 – 11.12.384 Ursino, 24.9.366–367, († tras el 381) San Siricio, ¿?.12.384 – 26.11.399 San Anastasio I, 27.11.399 –19.12.401 San Inocencio I, 22.12.401 – 12.3.417 San Zósimo, 18.3.417– 26.12.418 San Bonifacio I, 28, 29.12.418 – 4.9.422 Eulalio, 27, 29.12.418 –29.3.419 San Celestino I, 10.9.422 – 24.7.432 San Sixto III, 31.7.432 – 19.8.440 San León I Magno, 29.9.440 – 10.11.461 San Hilario, 19.11.461 –29.2.468 San Simplicio, 3.3.468 – 10.3.483 San Félix III (II), 13.3.483 – 25.2, 1.3.492
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LAS ELECCIONES PAPALES
San Gelasio I, 1.3.492 –21.11.496 Anastasio II, 24.11.496 – 19.11.498 San Símaco, 22.11.498 –19.7.514 Lorenzo, 22.11.498 – ¿502? ¿506? San Hormisdas, 20.7.514 – 6.8.523 San Juan I, 13.8.523 – 18.5.526 San Félix IV (III) 12.7.526 – 22.9.530 Dióscoro, 20 ó 22.9.530 – 14.10.530 Bonifacio II, 20 ó 22.9.530 – 17.10.532 Juan II, 31.12.532 ó 2.1.533 – 8.5.535 San Agapito I, 13.5.535 – 22.4.536 San Silverio, 1 ó 8.6.536 – 537 Vigilio, 29.3.537 – 7.6.555 Pelagio I, 16.4.556 – 4.3.561 Juan III, 17.7.561 –13.7.574 Benedicto I, 2.6.575 – 30.7.579 Pelagio II, 26.11.579 –7.2.590 San Gregorio I Magno, 3.9.590 – 12.3.604 Sabiniano, 13.9.604 – 22.2.606 Bonifacio III, 19.2.607 – 12.11.607 San Bonifacio IV, 25.8.608 – 8.5.615 San Adeodato (=Diosadado) I, 19.10.615 – 8.11.618 Bonifacio V, 23.12.619 – 25.10.625 Honorio I, 27.10.625 – 12.10.638 Severino, 28.5.640 – 2.8.640 Juan IV, 24.12.640 – 12.10.642 Teodoro I, 24.11.642 – 14.5.649 San Martín I, ¿?.7.649 – 16.9.655 San Eugenio I, 10.8.654 – 2.6.657 San Vitaliano, 30.7.657 – 27.1.672 Adeodato II, 11.4.672 – 17.6.676 Dono, 2.11.676 – 11.4.678 San Agatón, 27.6.678 – 10.1.681 San León II, 17.8.682 – 3.7.683 San Benedicto II, 26.6.684 – 8.5.685 Juan V, 23.7.685 – 2.8.686 Conón, 21.10.686 – 21.9.687 Teodoro, 21.9.687 – 15.12.687 Pascual, 21.9.687– ¿? 692 San Sergio I, 15.12.687– 8.9.701 Juan VI, 30.10.701 – 11.1.705
Juan VII, 1.3.705 - 8.10.707. Sisinio, 15.1.708 – 4.2.708 Constantino, 25.3.708 – 9.4.715 San Gregorio II, 19.5.715 – 11.2.73l San Gregorio III, 11.2, (18.3).731 – 29.11.741 San Zacarías, 10.12.741 – 22.3.752 Esteban II, elegido y muerto entre el 16 y el 25.3.752 Esteban II (III), 26.3.752 – 26.4.757 Teofilacto, ¿? 4.757 – ¿?5.757 San Pablo I, 4 ó 29.5.757-28.6.767 Constantino, 28.6.(5.7).767 – 769 Felipe, 31.7.768 Esteban III (IV) 1, 7.8.768 – 24.1.772 Adriano I, 1, 9.2.772 – 25.12.795 San León III, 26, 27.12.795 –12.6.816 Esteban IV (V), 22.6.816 – 24.1.817 San Pascual I, 25.1.817 – 2.5.824 Eugenio II, ¿? 2-5.824 – ¿?.8.827 Valentín, ¿?.8.827 – ¿?9.827 Gregorio IV, 9.827(9.3.828) – 25.1.844 Juan VIII, 25.1.844 Sergio II, 25.1.844 – 27.1.847 San León IV, 10.4 847 – 17.7.855 Benedicto III, 19.9.855 – 17.4.858 Anastasio el Bibliotecario, 21-24.9.855 San Nicolás I el Grande, 24.4.858 – 13.11.867 Adriano II, 14.12.867 – 11-12.872 Juan VIII, 14.12.872 – 16.2.882 Marino I, 16,12.882 – 15.5.884 San Adriano III, 17.5.884 – 8 ó 9.885 Esteban V (VI), ¿?.9.885 – 14.9.891 Formoso, 6.10.891 – 4.4.896 Bonifacio VI, ¿?.4.896 – ¿?.4.896 Esteban VI (VII), ¿?.5.896 – 7 ó 8.897 Romano, 7 ó 8.897 – ¿?.11.897 Teodoro II, ¿?.12.897 – ¿?.12.897 ó 1.898 Juan IX, 12.897 ó 898 – 1.5.900 Benedicto IV, 1.(-5).900 – ¿?.7.903 León V, 7.903 – 9.903
LISTA CRONOLÓGICA DE PAPAS
Cristóbal, ¿?.9.903 – ¿?.1.904 Sergio III, 29.1.904 – 14.4.911 Anastasio III, ¿?.4.911 – ¿?.6.913 Landón, ¿?.7.913 – ¿?.3.914 Juan X, 3 ó 4.914 – 5 ó 6.928 León VI, 5 ó 6.928 – 12.9.928 ó 1.929 Esteban VII (VIII), 12.928 ó 1.929 – ¿?.2.931 Juan XI, ¿?.2, 3.931 – 1.936 León VII, 1.936 – 13.7.939 Esteban VIII (IX), 14.7.939 – ¿?.10.942 Marino II, 30.10.942 – ¿?.5.946 Agapito II, 10.5.946 – ¿?.12.955 Juan XII (Octaviano de Túsculo), 16.12.955 – 14.5.964 León VIII, 4, 6.12.963 – 3.965 Benedicto V, 5.964 – 4.6.964 ó 965 Juan XIII, 1.10.965 – 6.9.972 Benedicto VI, 12.972, 19.1.973 – ¿?.6.974 Bonifacio VII, 6.7.974, 8.984 – 20.7.985 Benedicto VII, ¿?.10.974 – 10.7.983 Juan XIV (Pedro), 11 ó 12.983 – 20.8.984 Juan XV, ¿?.8.985 – ¿?.3.996 Gregorio V (Bruno de Carintia), 3.5.996 – 18.2 ó 3.999 Juan XVI, ¿?.2 ó 3.997 – ¿?.5.998 Silvestre II (Gerberto de Aurillac), 2.4.999 – 12.5.1003 Juan XVII (Siccone), 16.5.1003 – 6.11.1003 Juan XVIII (Fasano), 25.2.1004 – ¿?.7.1009 Sergio IV (Pedro), 31.7.1009 – 12.5.1012 Benedicto VIII (Teofilacto de Túsculo), 18.5.1012 – 9.4.1024 Gregorio VI, 1012 Juan XIX (Romano de Túsculo), 19.4.1024- ¿?.1032 Benedicto IX (Teofilacto de Túsculo), 8 ó 9.1032 – 9.1044
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Silvestre III, 13 ó 20.1.1045 – 3.1045 Benedicto IX (por segunda vez) 10.3.1045 – 1.5.1045 Gregorio VI (Juan Graciano), 1.5.1045 – 20.12.1046 Clemente II (Suidger de Mosleben von Hornesburg), 24.12.1046 – 9.10.1047 Benedicto IX (por tercera vez), 10.1047 – 7.1048 Dámaso II (Poppone), 17.7.1048 – 9.8.1048 San León IX (Bruno de Egisheim, Alsacia), 2, 12.2.1049 – 19.4.1054 Víctor II (Gebhard de DollnsteinHirschberg, Suavia), 13.4.1055 – 28.7.1057 Esteban IX (X) (Frederick de Lorena, Francia), 3.8.1057– 29.3.1058 Benedicto X, 5.4.1058 – 24.1.1059 Nicolás II (Gerardo de Borgoña, Francia), 12.1058, 24.1.1059 – 27.7.1061 Alejandro II (Anselmo de Baggio, Milán), 1.10.1061 – 21.4.1073 Honorio II, 28.10.1061 –31.5.1064 († 1072). San Gregorio VII (Hildebrando, Toscana), 22.4, 30.6.1073 – 25.5.1085 Clemente III, 25.6.1080, 24.3.1084 – 8.9.1100 Beato Víctor III (Desiderio de Montecasino) 24.5.1086, 3.5.1087– 16.9.1087 Beato Urbano II (Odón de Lagery, Francia), 12.3.1088- 29.7.1099 Pascual II (Raniero), 13, 14.8.1099 – 21.1.1118 Teoderico, ¿? 1100; † 1102 Alberto ¿? 1101 Silvestre IV, 18.11.1105 –12 ó 13.4.1111
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LAS ELECCIONES PAPALES
Gelasio II (Juan Caetani), 24.1, 10.3.1118 – 28.1.1119 Gregorio VIII, 10.3.1118 –¿? 4.1121 († ca. 1136) Calixto II (Guido de Borgoña, Francia), 2 ó 9.2.1119 –13 ó 12.1124 [Celestino II (Teobaldo Buccapecus), 15.12.1124. Abdicó inmediatamente] Honorio II (Lamberto Scannabecchi), 15, 21.12.1124 – 13.2.1130 Inocencio II (Gregorio Papareschi), 14, 23.2.1130 – 24.9.1143 Anacleto II (Pietro Pierleoni), 14, 23.2.1130 – 25.1.1138 Víctor IV (Gregorio), 3.1138 – 29.5.1138 Celestino II (Guido), 26.9, 3.10.1143 – 8.3.1144 Lucio II (Gerardo Caccianemici), 12.3.1144 – 15.2.1145 Beato Eugenio III (Bernardo Paganelli), 15, 18.2.1145 – 8.7.1153 Anastasio IV (Corrado), 12.7.1153 – 3.12.1154 Adriano IV (Nicolás Breakspear, Inglaterra), 4, 5.12.1154 – 1.9.1159 Alejandro III (Rolando Bandinelli), 7, 20.9.1159 – 30.8.1181 Víctor IV (V) (Octaviano de Monticelli), 7.9, 4.10.1159 – 20.4.1164 Pascual III (Guido de Crema), 22, 26.4.1164 – 20.9.1168 Calixto III (Juan, abad de Strumi), ¿? 9.1168 – 29.8.1178 († antes del 19.10.1183) Inocencio III (Landón), 29.9.1179 –¿? 1.1180 Lucio III (Ubaldo Allucingoli), 1, 6.9.1181 – 25.9.1185 Urbano III (Uberto Crivelli), 25.11, 1.12.1185 – 20.10.1187
Gregorio VIII (Alberto de Morra), 21, 25.10.1187 – 17.12.1187 Clemente III (Paolo Scolari), 19, 20.12.1187 – ¿?.3.1191 Celestino III (Giacinto Bobone), 10, 14.4.1191 – 8.1.1198 Inocencio III (Lotario, de los condes de Segni), 8.1, 22.2.1198 – 16.7.1216 Honorio III (Censio Savelli), 18, 24.7.1216 – 18.3.1227 Gregorio IX (Hugolino de Segni), 19, 21.3.1227 – 22.8.1241 Celestino IV (Godofredo de Castiglione), 25, 28.10.1241 – 10.11.1241 Inocencio IV (Sinibaldo Fieschi), 25, 28.6.1243 –7.12.1254 Alejandro IV (Rinaldo de Ienne), 1, 20.12.1254 – 25.5.1261 Urbano IV (Jacques Pantaléon), 29.8, 4.9.1261 – 2.10.1264. Clemente IV (Guy Foucois, de Francia), 5, 22.2.1265 – 29.11.1268 Beato Gregorio X (Teobaldo Visconti), 1.9.1271, 2.3.1272 – 10.1.1276 Beato Inocencio V (Pedro de Tarentaise, Francia), 21.1, 22.2. 1276 – 22.6.1276 Adriano V (Ottobono Fieschi), 11.7.1276 – 8.8.1276 Juan XXI (Petrus Hispanus, de Portugal), 16, 20.9.1276 – 20.5.1277 Nicolás III (Juan Cayetano Orsini), 25.11, 26.12.1277 - 22.8.1280 Martín IV (Simón de Brie, Francia), 22.2, 23.3.1281 – 28.3.1285 Honorio IV (Giacomo Savelli), 2.4, 20.5.1285 - 3.4.1287 Nicolás IV (Girolamo Masci), 22.2.1288 – 4.4.1292
LISTA CRONOLÓGICA DE PAPAS
San Celestino V (Pedro de Morrone), 5.7, 29.8 – 13.12.1294 († 19.5.1296) Bonifacio VIII (Benedicto Caetani), 24.12.1294, 23.1.1295 – 11.10.1303 Beato Benedicto XI (Niccolò Boccasi), 22, 27.10.1303 – 7.7.1304 Clemente V (Bertrand de Got), 5.6, 14.11.1305 – 20.4.1314 Juan XXII (Jacques Duèse), 7.8, 5.9,1316 – 4.12.1334 Nicolás V (Pedro Rainalducci), 12, 22.5.1328 – 25.8.1330 († 16.10.1333). Benedicto XII (Jacques Fournier), 20.12.1334, 8.1.1335 – 25.4.1342 Clemente VI (Pierre Roger), 7, 19.5.1342 – 6.12.1352. Inocencio VI (Etienne Aubert), 18, 30.12.1352 – 12.9.1362. Beato Urbano V (Guillaume de Grimoard), 29.9, 6.11.1362 – 19.12.1370. Gregorio XI (Pierre Roger de Beaufort), 30.12.1370, 3.1.1371 – 26.3.1378 Urbano VI (Bartolomeo Prignano), 8, 18.4.1378 – 15.10.1389 Bonifacio IX (Pedro Tomacelli), 2, 9.11.1389 – 1.10.1404 Inocencio VII (Cosme Migliorati), 17.10, 11.11.1404 – 6.11.1406. Gregorio XII (Ángelo Correr), 30.11, 19.12.1406 – 4.7.1415 († 18.10.1417) Papas de Aviñón Clemente VII (Roberto de Genevois) 20.9, 31.10.1378– 16.9.1394 Benedicto XII (Pedro Martínez de Luna), 28.9, 11.10.1394 – 26.7.1417 († 23.5.1423)
383
Clemente VIII (Gil Sánchez Muñoz), 10.6.1423 – 26.6.1429 († 28.12.1447) Benedicto XIV (Bernardo Garnier), 12.11.1425 – ¿?. 1430 Papas de obediencia pisana Alejandro V (Pedro Filargis o di Candia), 26.6, 7.7.1409 – 3.5.1410 Juan XXIII (Baldassarre Cossa), 17, 25.5.1410 – 29.5.1415 († 27.12.1419) Martín V (Odón Colonna), 11, 21.11.1417 – 20.2.1431 Eugenio IV (Gabriel Condulmer), 3, 11.3.1431 – 23.2.1447 Félix V (Amadeo, duque de Saboya), 5.11.1439, 24.7.1440 – 7.4.1449; † 7.1.1451 Nicolás V (Tomás Parentucelli), 6, 19.3.1447 – 24.3.1455 Calixto III (Alfonso Borja, de Valencia) 8, 20.4.1455 – 6.8.1458 Pío II (Enea Silvio Piccolomini), 19.8, 3.9.1458 – 15.8.1464 Pablo II (Pedro Barbo), 30.8, 16.9.1464 – 26.7.1471 Sixto IV (Francisco della Rovere), 9, 25.8.1471 – 12.8.1484 Inocencio VIII (Juan Bautista Cibo), 29.8, 12.9.1471 – 25.7.1492 Alejandro VI (Rodrigo Borja, de Valencia), 11, 26.8.1492 18.8.1503 Pío III (Francesco TodeschiniPiccolomini), 22.9, 8.10.1503 – 18.10.1503 Julio II (Giuliano della Rovere), 1, 26.11.1503 – 21.2.1513 León X (Juan de Médici), 11, 19.3.1513 – 1.12.1521 Adriano VI (Adrianus Florensz), 9.1, 31.8.1522 – 14.9.1523
384
LAS ELECCIONES PAPALES
Clemente VII (Julio de Médici), 19, 26.11.1523 – 25.9.1534 Pablo III (Alejandro Farnese), 13.10, 3.11.1534 - 10.11.1549 Julio III (Juan María Ciocchi del Monte), 7, 22.2.1550 – 23.3.1555 Marcelo II (Marcelo Servini), 9, 10.4.1555 – 1.5.1555 Pablo IV (Gian Pietro Carafa), 23, 26.5.1555 – 18.8.1559 Pío IV (Juan Ángelo de Médici de Marignano), 26.12.1559, 6.1.1560 – 9.12.1565 San Pío V (Antonio Miguel Ghislieri), 7, 17.1.1566 – 1.5.1572 Gregorio XIII (Hugo Boncompagni), 13, 25.5.1572 – 10.4.1585 Sixto V (Felix Peretti), 24.4, 1.5.1585 – 27.8.1590 Urbano VII (Juan Bautista Castagna), 15.9.1590 – 27.10.1590 Gregorio XIV (Niccolò Sfondrati), 5, 8.12.1590 – 16.10.1591 Inocencio IX (Juan Antonio Facchinetti), 29.10, 3.11.1591 – 30.12.1591 Clemente VIII (Hipólito Aldobrandini, 30.1, 9.2.1592 – 3.3.1605 León XI (Alejandro de Médici), 1, 10.4.1605 – 27.4.1605 Pablo V (Camilo Borguese), 16, 29.5.1605 – 28.1.1621 Gregorio XV (Alejandro Ludovisi), 9, 14.2.1621 – 8.7.1623 Urbano VIII (Maffeo Barberini), 6.8, 29.9.1623 – 29.7.1644 Inocencio X (Juan Bautista Pamphili), 15.9, 4.10.1644 – 7.1.1655 Alejandro VII (Fabio Chigi), 7, 18.4.1655 – 22.5.1667 Clemente IX (Julio Rospigliosi), 20, 26.6.1667 – 9.12.1669
Clemente X (Emilio Altieri), 29.4, 11.5.1670 – 22.7.1676 Beato Inocencio XI (Benedicto Odescalchi), 21.9, 4.10.1676 – 12.8.1689 Alejandro VIII (Pedro Ottoboni), 6, 16.10.1689 – 1.2.1691 Inocencio XII (Antonio Pignatelli), 12, 15.7.1691 – 27.9.1700 Clemente XI (Juan Francisco Albani), 23, 30.11, 8.12.1700 – 19.3.1721 Inocencio XIII (Miguel Ángel Conti), 8, 18.5.1721 – 7.3.1724 Benedicto XIII (Pedro Francisco Vincente María Orsini), 29.5, 4.6.1724 – 21.2.1730 Clemente XII (Lorenzo Corsini), 12, 16.7.1730 – 6.2.1740 Benedicto XIV (Próspero Lambertini), 17, 22.8.1740 – 3.5.1758 Clemente XIII (Carlos Rezzonico), 6, 16.7.1758 – 2.2.1769 Clemente XIV (Lorenzo Juan Vincente Antonio Ganganelli), 19, 4.6.1769 – 22.9.1774 Pío VI (Juan Ángelo Braschi), 15, 22.2.1775 – 29.8.1799 Pío VII (Luis Barnaba Chiaramonti), 14, 21.1800 – 20.8.1823 León XII (Anibal della Genga), 28.9, 5.10.1823 – 10.2.1829 Pío VIII (Francisco Javier Castiglioni), 31.3, 5.4.1829 – 30.11.1830. Gregorio XVI (Bartolomeo Alberto Mauro Cappellari), 2, 6.2.1831 – 1.6.1846 Beato Pío IX (Juan María Mastai Ferretti), 16, 21.6.1846 – 7.2.1878 León XIII (Vincente Gioacchino Pecci), 20.2, 3.3.1878 – 20.7.1903
LISTA CRONOLÓGICA DE PAPAS
San Pío X (José Melchor Sarto), 4, 9.8.1903 – 20.8.1914 Benedicto XV (Giacomo della Chiesa), 3, 6.9.1914 – 22.1.1922 Pío XI (Achille Ratti), 6, 12.2.1922 – 10.2.1939 Pío XII (Eugenio Pacelli), 2, 12.3.1939 – 9.10.1958
385
Beato Juan XXIII (Ángelo José Roncalli), 28.10, 4.11.1958 – 3.6.1963. Pablo VI (Giovanni Battista Montini), 21, 30.6.1963 – 6.7.1978. Juan Pablo I (Albino Luciani), 26.8, 3.9.1978 – 28.9.1978. Juan Pablo II (Karol Wojtyla), 16, 22.10.1978 –
ÍNDICE DE DOCUMENTOS
Ab ipsis: 325 Acerbo nimis: 301 Ad beatissimi: 308 Ad laudem: 211, 216 Ad suburbicarias dioceses: 336 Ad supremam: 277, 289 Aeterni patris: 245, 258, 295 Apostolatus officium: 252, 258 Apostolicum pascendi: 254 Auctas undequaque: 276, 289
Decet Romanum Pontificem: 247, 258 Decretum de Burcardo: 135 Decretum de Graciano: 93 Dictatus papae: 145, 156, 371 Divini illius: 320 Divini Redemptoris: 323 Doctoris gentium: 214 Dominus ac Redemptor noster: 256
Casti connubii: 320 Christi Ecclesiae regendae munus: 265, 271 Christus dominus: 340 Commissum nobis: 305, 314 Consilum de emendanda Ecclesia: 233 Consilium dilectionis vestrae: 64, 75 Constitutionem: 184 Constitutum Constantini: 93 Consulturi ne post obitum nostrum: 287, 289 Constitución romana de Lotario: 108, 109, 110, 114, 118, 130 Cronógrafo romano: 24, 44, 162 Cum gravissima: 337 Cum nos superiori anno: 265, 271, 277 Cum populi: 263 Cum proxime: 317, 327, 352 Cum secundum Apostolum: 235, 240
Frequens: 210, 211, 212, 216 Fundamenta miliantis ecclesiae: 182, 187
Échtesis: 82, 83, 98 Edita a nobis: 306
Haec sancta synodus: 208, 210, 216 Henotikon: 60, 62, 75 Humani generis unitas: 323 Humanum genus: 296 Il fermo proposito: 302 Immortale Dei: 298 In eligendis ecclesiarum praelatis: 236, 237, 240, 246 In hac sublimi: 286, 289 In nomine Domini: 140, 156 Ingravescentem aetatem: 341, 352 Lamentabili sane exitu: 303 Laetentur caeli: 214, 216 Licet de evitanda discordia: 155, 156, 157, 159, 170
388
LAS ELECCIONES PAPALES
Licet felicis recordationis: 182, 187 Licet in constitutione: 196, 199 Licet per apostolicas: 287, 289 Mater et Magistra: 333 Mirari vos: 275 Mit brennender Sorge: 323 Ne Romani: 191, 199 Non abbiamo bisogno: 321 Ordo romanus de consuetudinibus: 167, 187 Pacem in terris: 333 Pascendi: 303 Pastor aeternus: 222, 240, 284, 376 Postquam verus: 222, 238, 240 Pragmática sanción: 73, 75 Principatus in electione pontificis: 128, 131 Privilegio otoniano: 121, 131, 371 Privilegium o Pactum Ludovicianum (Pacto de Ludovico): 107, 108, 130 Quadragesimo anno: 321 Quae divinitus: 318, 352 Quanta cura: 281 Quia frecuenter: 180, 187 Quia in futurum: 184, 188 Quod apostolici muneris: 296
Regimini Ecclesiae universae: 352 Rerum Ecclesiae: 325 Rerum novarum: 296, 297, 302 Romano Pontifici eligendo: 341, 342, 344, 352 Sílabo (Syllabus complectens praecipuos nostrae aetatis errores): 281, 282, 293, 296, 377 Sollicitudo pastoralis: 197, 199 Suburbicariis sedibus: 336 Summi Pontificis electio: 337, 338, 352 Temporum quae nacti sumus: 276, 289 Teterrimis: 276, 289 Tomo a Flaviano: 57 Typos: 83, 98 Ubi periculum: 179, 180, 181, 182, 184, 186, 187, 188, 191, 199 Ubi primum: 275 Unam sanctam: 185 Universi dominici gregis: 12, 347, 348, 352 Vacante sede apostolica: 305, 314 Vacantis apostolicae sedis: 332, 352 Varietas temporum: 235, 240 Vehementer nos: 302 Vigilanti cura: 326
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Abelardo, P.: 154, 161 Acacio, patriarca de Constantinopla: 58, 60, 61, 75 Adalberto, obispo de Bremen: 128 Adaloaldo, rey: 78 Adeodato I, papa: 80, 98 Adeodato II, papa: 99 Adriano I, papa: 98, 99, 102, 103 Adriano II, papa: 114, 130 Adriano III, papa: 115, 130 Adriano IV, papa: 153, 157, 174 Adriano V, papa: 181, 187 Adriano VI, papa: 223, 225, 230, 240, 346 Agapito I, papa: 70, 71, 75, 77 Agapito II, papa: 121, 130 Agatón, papa: 85, 99 Agustín de Canterbury, san: 78, 79 Agustín de Hipona, san: 65, 106, 368 Aland, K.: 366 Albani, J.F., cardenal: 258, 265, 274 Albareda, A.M., cardenal: 204 Albergati, N.: 218 Alberico I: 119 Alberico II: 120, 121 Alberico III: 126 Alberigo, A.: 378 Alberigo, G.: 40, 348, 358, 363, 365, 367, 371, 374, 378 Alberto de Espoleto: 120, 156
Alberto de Montebono: 175 Alberto de Morra, cf. Gregorio VIII, papa: 160, 187 Alberto de Stade: 155 Alberto Magno, san: 193 Alcuino: 104 Aldovrandini, H. cf. Clemente VIII, papa: 258 Aleandro, G., cardenal: 238 Alessandrini, A.: 373 Alejandro I, papa: 44 Alejandro II, papa: 135, 143, 144, 156 Alejandro III, papa: 154, 157, 159, 192, 332, 351, 373 Alejandro IV, papa: 171, 187 Alejandro V: 206, 207, 216 Alejandro VI, papa: 220, 223, 224, 226, 227, 240, 356 Alejandro VII, papa: 250, 258, 259, 354 Alejandro VIII, papa: 251, 258 Alejandro Severo, emperador: 29 Alfonso V de Aragón: 94 Alighieri, Dante: 183 Alinardo, obispo de Lyon: 135 Allmen, J.-J. von: 363 Allucingoli, U., cf. Lucio III, papa: 159, 187 Alpago - Novello, L.: 356 Altieri, E., cf. Clemente X, papa: 258, 327
390
LAS ELECCIONES PAPALES
Amalasunta: 67, 71 Amat, cardenal: 292 Ambrosio de Milán, san: 51, 52 Amadeo VIII de Saboya, cf. Félix V, papa: 215, 216, 374 Amelli, A.M.: 67 Americo, canciller: 153 Amidani G., de Cremona: 193 Ammiano Marcellino: 49 Anacleto I, papa: 24, 25, 44 Anacleto II, papa: 152, 153, 157 Anastasio I, papa: 53, 58, 74 Anastasio II, papa: 63, 68, 75 Anastasio III, papa: 120, 130 Anastasio IV, papa: 153, 157 Anastasio I, emperador: 61, 64 Anastasio, obispo de Tesalónica: 56 Anastasio el Bibliotecario: 111, 113, 130, 370 Anderson, R.: 376 Andrieu, M.: 357 Ángela Merici: 228 Aniceto, papa: 22, 26, 44 Anselmo de Baggio, cf. Alejandro II, papa: 135, 143, 156 Antero, papa: 29, 44 Antimo, patriarca de Constantinopla: 71, 72 Antonazzi, G.: 374 Antonelli, G., cardenal: 279, 292, 376 Antonina: 72 Aristóteles: 193 Armellini, M.: 225 Arnaldi, G.: 370 Arnaldo de Brescia: 153 Arnolfo de Carintia, emperador: 115, 117, 130 Arrigoni, mons.: 377 Arrio, hereje: 39, 40, 60 Arrivabene, H.P.: 222 Astolfo, rey: 92 Atalarico, rey: 67, 70, 73, 75, 85 Atanasio de Alejandría, san: 42, 43
Atenágoras, patriarca de Constantinopla: 137 Atila, rey: 58 Auber, A.: 364 Aubert, R.: 376, 377 Aubert E., cf. Inocencio VI, papa: 196 Augusto: 32, 368 Aureliano Lucio Domicio, emperador: 37 Auxilio, presbítero: 119 Austin Murphy, T.: 363 Avanzini, P.: 366 Baco, san: 162 Baldan, S.: 357 Balduino de Brandenburgo: 166 Balduino, emperador: 173 Balducci, E.: 336, 378 Bandinelli, R., cf. Alejandro III, papa: 154, 157 Barberini, M., cf. Urbano VIII, papa: 248, 258 Barbo, P., cf. Pablo II, papa: 222, 240 Bardy, C.: 368 Bartoccetti, V.: 354 Bartocci, A.: 372 Basilio de Cesarea, san: 49 Basilio, prefecto: 64 Basso de Civitate, notario: 174, 176, 177 Battifol, P.: 303 Baümer, R.: 360 Beato Angélico: 218 Beaufort, P.R. de, cf. Gregorio XI, papa: 198, 199 Beccaris, B.: 317 Belisario: 71, 72 Bellini, E.: 22 Bendiscioli, M.: 374 Benedicto I, papa: 74, 75, 77 Benedicto II, papa: 85, 86, 99, 113 Benedicto III, papa: 111, 130 Benedicto IV, papa: 130 Benedicto V, papa: 122, 131
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Benedicto VI, papa: 125, 131 Benedicto VII, papa: 124, 131 Benedicto VIII, papa: 125, 131 Benedicto IX, papa: 125, 127, 128, 129, 131, 184, 347 Benedicto X, papa: 139, 156 Benedicto XI, papa: 186, 188 Benedicto XII, papa: 193, 199, 216 Benedicto XIII, papa: 204, 205, 206, 208, 209, 210, 252, 258 Benedicto XIV, papa: 216, 253, 254, 258, 326, 375, 377 Benedicto XV, papa: 307, 308, 309, 310, 311, 312, 313, 314, 316, 317, 318, 332 Benito de Nursia, san: 77, 80 Benigni, U.: 304 Benizi, F., prior: 177 Benozzo Gozzoli: 218 Berengario de Friuli, emperador: 115, 121, 130 Bernardo de Parma: 166 Bernardo de Claraval, san: 152, 153, 161 Bernardo Paganelli, cf. Eugenio III, papa, 157 Bernetti, T., cardenal: 277 Bernini, J.L.: 248 Berra, L.: 356 Berthelet,G.: 355, 356 Bertolini, O.: 369, 370 Bertone, T.: 358, 375 Bertrand de Got, cf. Clemente V, papa: 186, 199 Bessarion, arzobispo de Nicea: 214 Betti, U.: 376 Bévenot, M.: 33 Bianchi, G., cardenal: 184 Bianchi, L.: 225 Bignami Odier, J.: 374 Bihlmeyer, K.: 364 Bisleti, G.: 315 Bismarck, O. von: 286
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Blado, A.: 233 Blet, P.: 329 Blondel, D.: 116 Boberski, H.: 357 Bobone, J., cf. Celestino III, papa: 161, 187 Bonatti, F.: 375 Boncompagni, cf. Gregorio XIII, papa: 238, 240 Bonifacio I, papa: 53, 54, 55, 74 Bonifacio II, papa: 666, 67, 68, 69, 70, 71, 75, 97 Bonifacio III, papa: 80, 81, 98 Bonifacio IV, papa: 80, 98 Bonifacio V, papa: 80, 98 Bonifacio VI, papa: 117, 130 Bonifacio VII, papa: 125, 131 Bonifacio VIII, papa: 184, 185, 186, 188, 189, 190, 191, 195, 373 Bonifacio IX, papa: 204, 205, 216 Bonifacio Vinfrido, san: 91, 92 Bono, G.B.: 371 Boretius, A.: 107, 108 Borguese, C., cf. Pablo V, papa: 244, 248 Borino, G.B.: 145 Boris I, rey: 114 Boris, S.: 20 Borja, A. de, cf. Calixto III, papa: 219, 240 Borja, L.: 224, 375 Borja, R. de, cf. Alejandro VI, papa: 220, 240 Botte, B.: 16 Boticelli (Sandro Filipepi, llamado Boticelli): 224 Boureau, A.: 117 Bovini, G.: 15 Bramante (Donato di Pascuccio d’Antonio, llamado el Bramante): 224 Brandmüller, W.: 208, 370, 374 Braschi, J.A., cf. Pío VI, papa: 260, 271
392
LAS ELECCIONES PAPALES
Braschi, L.: 260 Breakspear, N., cf. Adriano IV, papa: 154, 157 Brezzi, P.: 360 Brígida de Suecia, santa: 194, 198 Broderick, J.F.: 359 Brown, P.: 368 Bruno, san: 149 Bruno de Carintia, cf. Gregorio V, papa: 124, 127, 131 Bruno de Egisheim, cf. León IX, papa: 129, 133 Buenaventura de Bagnoreggio, san: 177, 178, 372, 373 Buonagrazia de Bérgamo: 192 Buonarroti, M.A.: 224, 283 Buonocore, O.: 356 Burcardo, G., cf. Burhard, J.: 225 Burg, A.: 137, 371 Burhard, J.: 225 Burkle-Young, F.A.: 357 Bux, N.: 362 Cadalo, cf. Honorio II, antipapa: 143 Caetani, B., cf. Bonifacio VIII, papa: 184, 188 Caetani, J. cf. Gelasio II, papa: 157 Cayo, papa: 44 Caillet, I.: 373 Calixto I, papa: 27, 28, 44 Calixto II, papa: 151, 157, 358 Calixto III: 154, 157 Calixto III, papa: 219, 220, 221, 223, 240 Calvino, G.: 234 Cambi, S.: 354 Camelot, P.-T.: 369 Cancellieri, F.: 355 Canepanova, Pedro, cf. Juan XIV, papa: 131 Cantarella, G.M.: 370 Capitani, O.: 371
Cappellari, B.A. (M.), cf. Gregorio XVI, papa: 265, 274, 289 Cappello, G.: 355 Caprile, G.: 378 Caracciolo, A.: 374 Carafa, G.P., cf. Pablo IV, papa: 228, 233, 235, 240 Caravale, M.: 374 Cardini, F.: 371 Carlos Borromeo, san: 237 Carlos I Magno (Carlomagno), emperador: 90, 98, 101, 102, 103, 104, 105, 106, 107, 110, 121, 130, 268, 370 Carlos II el Calvo, emperador: 110, 114, 130 Carlos III el Gordo, emperador: 110, 115 Carlos IV de Luxemburgo, emperador: 130, 197, Carlos V de Augsburgo, emperador: 230, 231, 255 Carlos I de Anjou: 171, 172, 173, 181. 182, 183 Carlos II de Anjou: 183 Carlos Martel, rey: 90, 91, 92 Carlomágno, rey: 91 Carrasco Rouco, A.: 363 Casieri, A.: 375 Caspar, E.: 145, 359 Castagna, J.B., cf. Urbano VII, papa: 241, 258 Castiglioni, C.: 360 Castiglioni, F.S., cf. Pío VII, papa: 274, 289 Casula, C.F.: 378 Catalina de Siena, santa: 194, 198, 199, 202, 373 Catanzaro, B.: 361 Cavalchini, cf. Guidobono Cavalchini: 254 Cavour C. Benso, conde de: 313 Cayetano de Thiene, san: 228
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Cayo: 32, 33, 44 Ceccaroni, A.: 355 Cecchelli, M.: 375 Ceferino, papa: 27, 44 Celani, E.: 225 Celestino I, papa: 55, 56, 74 Celestino II, papa: 151, 153, 157 Celestino III, papa: 161, 187 Celestino IV, papa: 169, 174, 187 Celestino V, papa: 183, 184, 185, 186, 188, 238, 347, 372, 373 Celso: 31 Cenci, P.: 359, 372 Censio Savelli, cf. Honorio III, papa: 166, 187 Cervini, M. cf. Marcelo II, papa: 233, 234, 240 César: 224 Cesarini, G., cardenal: 212 Chadwick, O.: 376 Champagne, J.: 354 Chateubriand, F.R.: 269 Chiaramonti, L.B., cf. Pío VII, papa: 266, 376 Chigi, F., cf. Alejandro VII, papa: 250, 258, 356 Childerico III, rey: 91 Chiocchetta, P.: 377 Cibo, J.B..: 240 Ciocchi del Monte, J.M., cf. Julio III, papa: 240 Cipolletta, E.: 355 Cipriano, obispo de Cartago, san: 32, 33, 34, 35, 51 Ciprotti, P.: 378 Cirilo, san: 114 Cittadini, G.: 356 Clemente I, papa: 24, 25, 32, 44, 184, 347 Clemente II, papa: 128, 129, 131, 135 Clemente III, papa: 148, 149, 150, 156, 160, 187
393
Clemente IV, papa: 172, 174, 187, 350 Clemente V, papa: 186, 189, 190, 191, 199, 354 Clemente VI, papa: 194, 195, 196, 198, 199, 373 Clemente VII, papa: 223, 225, 231, 240 Clemete VII: 203, 205, 216 Clemente VIII, papa: 216, 243, 244, 258 Clemente IX, papa: 251, 258, 327, 354 Clemente X, papa: 251, 258, 327, 356 Clemente XI, papa: 251, 258 Clemente XII, papa: 253, 258, 305 Clemente XIII, papa: 254, 255, 258 Clemente XIV, papa: 256, 257, 258, 355, 356 Clemente de Roma: 18 Cleto, cf. Anacleto I, papa: 24, 44 Clodoveo, rey: 109 Cola de Rienzo: 194, 195 Colapietra, A.: 376 Collantes, J.: 367 Colonna, O. cf. Martín V, papa: 210, 216 Colonna, S.: 185, 192 Colson, J.: 368 Commeaux, C.: 356 Comminges, J., cardenal: 194 Comparetti, D.: 71 Condulmer, G., cf. Eugenio IV, papa: 212, 216 Congar, Y.: 371, 376 Conón, papa: 69, 86, 99 Conón, obispo de Palestrina: 150 Consalvi, E., cardenal: 266, 268, 269, 273, 274, 356, 376, Contarini, G., cardenal: 233 Conte, P.: 363, 369 Contelori, F.: 176 Conti, M.A., cf. Inocencio XIII, papa: 258 Coretini, P.: 176
394
LAS ELECCIONES PAPALES
Cornelio, papa: 44 Cornwell, J.: 328, 378 Conrado II, emperador: 124, 126, 128 Conrado III de Suabia, rey: 153 Conrado IV de Suabia, rey: 171 Conrado V (Conradino) de Suabia: 171, 172 Conrado de Alviano: 175 Conrado de Gelnhausen: 204 Correr, Á., cf. Gregorio XII, papa: 205, 216 Constancio II, emperador: 42, 43, 47, 73 Constante I, emperador: 42 Constante II, emperador: 83 Constantino I, el Grande, emperador: 23, 37, 38, 39, 40, 41, 42, 43, 49, 60, 61, 93, 94, 95, 101, 102, 125, 146, 368 Constantino IV, emperador: 85 Contantino V, emperador: 95 Constantino VI: 104 Constantino: 95, 96, 99 Constantino, papa: 69, 87, 92, 99, 367 Constanza de Altavilla: 160, 161, 163 Costantini, C.: 325, 376 Cornelio: 33 Corsini, L., cf. Clemente XII: 252, 258 Costa, B., cf. Juan XXIII, papa: 207, 209, 216, 284 Cristina de Suecia, reina: 251 Cristóbal: 119, 130 Cristóbal Colón: 231 Crivelli, U., cf. Urbano III, papa: 160, 187 Culmann, O.: 362 Cusa, N., cardenal: 221, 222 D’Acunto, N.: 137 D’Ascia, L.: 221 D’Estrées, duque: 251 D’Onofrio, C.: 117 D’Ormesson, W.: 333
Dailaeder, P.: 356 Dal Covolo, E.: 368 Dalla Costa, E.: 327 Dámaso I, papa: 48, 49, 50, 51, 52, 74 Dámaso II, papa: 129, 131 Daniélou, J.: 368 Dardano, P.: 355 David, rey: 102, 106 De Agostini, C.: 357 De Bildt, C.N.D.: 251, 356 De Cesare, R.: 355 De Feo, I.: 374 De Lubac, H.: 358 De Marchi, E.: 295, 377 De Mattei, R.: 375, 376 De Montone, B.: 212 De Morrone, P., cf. Celestino V, papa: 183, 188 Decio, emperador: 32, 33, 34, 36, 37 De Città di Castello, G. cf. Celestino II, papa: 153 Del Ton, G.: 20 Delicati, P.: 225 Della Chiesa, G., cf. Benedicto XV, papa: 307, 314 Della Genga, A., cf. León XII, papa: 289 Della Rovere, G., cf. Julio II, papa: 224, 240 Della Rovere, F. cf. Sixto IV, papa: 240 Delumeau, J.: 364, 368, 375 Del Re, N.: 362 Denzler, G.: 360 Denzinger, H.: 57, 62, 65, 112, 366 Desiderio de Montecasino, cf. Víctor III, papa: 149, 156 Desiderio, rey: 95 Di Prieto, cardenal: 292 Diercks, G.F.: 33 Diocleciano, emperador: 23, 37 Dionisio, san: 95 Dionisio, obispo de Antioquía: 35
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Dionisio, obispo de Corinto: 19, 20 Dionisio de Alejandría, san: 33, 37 Dionisio, papa: 37, 44 Dióscoro: 67, 75 Döllinger, I. von: 113, 283 Domingo de Guzmán, santo: 164, 167, 373 Dominici, J., cardenal: 209 Domiciano, emperador: 30 Donato, hereje: 39 Dono, papa: 86, 99 Doutreleau, L: 22 Dubois, J.: 354 Duchesne, L: 63, 69, 120, 167, 303, 367, 370 Duèse, J., cf. Juan XXII, papa: 191, 199 Dumeige, E.: 365 Dümmler, E.: 119 Dupanloup, F., obispo de Orleáns: 282 Duprè Theiseider, R.: 373 Dupuy, B.: 17 Duval, A.: 354 Dvornik, F.: 137, 370, 371 Dykmans, M.: 375 Eastmann, J.R.: 379 Edmundo de Inglaterra, príncipe: 171 Eduardo I, rey: 178 Eginardo: 105 Ehrle, F. - H. Eqqer: 316, 356 Eichmann, E.: 356 Eleuterio, papa: 44 Empie, P.C.: 363 Enrique III, emperador: 125, 128, 131, 133, 138, 141 Enrique IV, emperador: 139, 142, 144, 147, 148 Enrique V, emperador: 150 Enrique VI, emperador: 159, 160, 161, 163, 166, 167 Enrique III, rey: 171 Enrique de Cornualles: 173 Enrique de Susa, cardenal: 166, 176, 177
395
Esteban I, papa: 33, 34, 35, 36, 44 Esteban II, papa: 86, 92, 99 Esteban II (III), papa: 92, 93, 94, 99, 109 Esteban III (IV), papa: 96, 99 Esteban IV (V), papa: 106, 130 Esteban V (VI), papa: 115, 130 Esteban VI (VII), papa: 117, 118, 130 Esteban VI (VIII), papa: 120, 130 Esteban VIII (IX), papa: 130 Esteban IX(X): 135, 138, 139, 156 Eubel, C.: 358 Eugenio I, papa: 84, 85, 98 Eugenio II, papa: 108, 109, 130 Eugenio III, papa: 153, 157, 174 Eugenio IV, papa: 94, 213, 214, 215, 216, 217, 220, 222, 374 Eulalio, papa: 53, 74 Eusebio, papa: 37, 44 Eusebio, obispo de Vercelli: 47 Eusebio de Cesarea: 20, 22, 23, 24, 32, 36, 37, 44, 65, 368 Eutiquiano, papa: 44 Evaristo, papa: 44 Ewald, P.: 55, 80, 366 Fabretti, N.: 361 Fabián, papa: 31, 32, 44 Fabre, P.: 167 Fachinetti, J.A., cf. Inocencio IX, papa, 258 Falbo, G.: 363 Falchi, G.L.: 369 Falco, G.: 370 Falconi, C.: 360, 375, 376, 377 Farina, R.: 368 Farnese, A., cf. Pablo III, papa: 232, 240 Fasano, cf. Juan XVIII, papa: 131 Faulhaber, M.: 323 Fausta, emperatriz: 38 Febronio, 113, 261 Fedalto, G.: 368
396
LAS ELECCIONES PAPALES
Fedele, P.: 120, 370 Federico I Barbarroja, emperador: 154, 159, 160, 161, 192, 371 Federico II, emperador: 163, 165, 166, 167, 168, 170, 171, 172, 373 Federico III de Augsburgo, emperador: 219 Federico III, elector de Sajonia: 230 Federico de Lorena, cf. Esteban IX, papa: 134, 138 Felipe I el Árabe, emperador: 32 Felipe II Augusto, rey: 161 Felipe II, rey: 242 Felipe III, rey: 173 Felipe IV el Hermoso, rey: 185, 186, 189, 190, 191 Felipe V, rey: 191 Felipe, hijo de Balduino el emperador: 173 Felipe, presbítero: 55 Felipe, presbítero: 96, 99 Felipe Neri, san: 243, 245 Félix I, papa: 44 Félix II: 45, 47, 48 Félix III, papa: 58, 61, 75, 77 Félix IV, papa: 66, 67, 69, 75 Félix V, papa: 214, 216, 220, 374 Fernando I, emperador: 277 Ferrasoli, A.: 375 Ferretti, L.: 198 Fesch, G., cardenal: 269 Fieschi, O., cf. Adriano V, papa: 172, 175, 181, 187 Fieschi, S., cf. Inocencio IV, papa: 169, 187 Filargo, P., cf. Alejandro V, papa: 206 Filargis, P., cf. Alejandro V, papa: 216 Fink, K.A.: 360, 370, 374 Fiorentino, C.M.: 357 Firmiliano de Cesarea: 35 Firolamo, G.: 368 Fischer, J., cardenal: 233 Fliche, A.: 364
Florensz, A., cf. Adriano VI, papa: 230, 240 Focas, emperador: 87 Focio, patriarca de Constantinopla: 114, 115, 370 Fois, M.: 371, 374 Folz, R.: 370 Fontaine, R.: 369 Foreville, R.: 372 Formoso, papa: 115, 116, 117, 118, 119, 130 Fornasari, G.: 372 Fournier, J., cf. Benedicto XII, papa: 194, 199 Francisco I, rey: 231 Francisco de Asís, san: 164, 167, 373 Francisco José, emperador: 299 Francisco Javier, san: 245 Franchi, A.: 174, 176, 177, 178, 356, 372 Franco, F.: 321, 322 Franco, G.C.: 376 Francón: 125 Franzen, A.: 360, 364 Fiedberg, Ae.: 93 Frugoni, A.: 183, 372, 373 Fuhrmann, H.: 93, 145, 372 Fulcodi, G., cf. Clemente IV, papa: 172 Fulvi Cittadini, M.: 377 Funk, F.-X.: 17 Fürst, G.G.: 139, 358 Gabrielli, A.: 356 Gaeta, F.: 375 Gala Placidia: 53 Galazo, G.: 374 Galbiati, G.: 317 Galerio, emperador: 38 Galieno, emperador: 36 Galileo Galilei: 244, 249, 375 Galland, B.: 373 Gallarati Scotti,T.: 356 Gallicet, R.: 33
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Ganganelli, L., cf. Clemente XIV, papa: 255, 258 Ganzer, K.: 257, 258 Garampi, J.: 174, 253 Gargano, G.I.: 137 Garnier, B., cf. Benedicto XIV, papa: 216 Garuti, A.: 363 Gasparri, P., cardenal: 310, 313, 316, 318, 323, 378 Gatticus, J.B.: 241 Gatto, L.: 373 Gaudemet, J.: 354, 369 Geertman, H.: 369 Gelasio I, papa: 58, 59, 61, 62, 63, 64, 75, 104, 112, 148 Gelasio II, papa: 150, 157, 162, 174 Gelmi, J.: 361, 375 Gemelli, A.: 326 Genserico, rey: 58 Gerardo Cachanemici, cf. Lubio II, papa: 157 Gerardo de Borgoña, cf. Nicolás II, papa: 139, 156 Gerberto de Aurillac, cf. Silvestre II, papa: 125, 127, 131, 371 Gerhards, A.: 16 Germán, patriarca de Constantinopla: 89 Gerson, Juan: 208 Ghirlandaio (Domenico Bigordi, llamado el Ghirlandaio): 224 Giuntella, V.E.: 266, 375 Giacomo de Pecorara, cardenal: 168, 169 Gil (Egidio) de Albornoz, cardenal: 197 Gill, J.: 374 Giolitti, G.: 313 Giraud, A.: 357 Gisella, hija de Pipino: 95 Giustiniani, P.: 228, 233 Gligora, F.: 361
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Godofredo de Castiglione, cardenal: 169, 187 Godofredo de Lorena: 139 Golinelli, P.: 183, 373 González Montes, A.: 367 Gordiano III, emperador: 32 Gordiano, senador: 77 Goyret, P.: 362 Grabinski, G.: 356 Graciano: 93 Graciano: 123 Graciano de S. Teresa: 374 Graham, R.A.: 329 Granfield, P.: 363 Grant, R.M.: 368 Grassi, P. de: 225 Greeley, M.: 356 Gregorio I Magno, papa: 74, 77, 78, 79, 80, 81, 90, 98, 111, 114, 142, 152, 159, 369, 370 Gregorio II, papa: 88, 89, 90, 99 Gregorio III, papa: 90, 99 Gregorio IV, papa: 130 Gregorio V, papa: 125, 127, 131 Gregorio VI, papa: 127, 128, 131 Gregorio VII, papa: 111, 135, 142, 144, 145, 146, 147, 148, 149, 156, 162, 371, 372 Gregorio VIII, papa: 157, 160, 161, 187 Gregorio IX, papa: 167, 168, 170, 171, 187 Gregorio X, papa: 175, 178, 181, 182, 184, 187, 343, 350, 356, 373 Gregorio XI, papa: 198, 199, 201 Gregorio XII, papa: 205, 206, 208, 209, 216, 347 Gregorio XIII, papa: 238, 240 Gregorio XIV, papa: 242, 243, 258 Gregorio XV, papa: 245, 246, 247, 248, 258, 305, 307, 350 Gregorio XVI, papa: 265, 275, 276, 277, 286, 289
398
LAS ELECCIONES PAPALES
Gregorio: 131, 157 Gregorovius, F.: 127, 128, 360, 375 Greschat, M.: 360 Grillmeier, A.: 369 Grimoard, G., cf. Urbano V, papa: 197 Guarducci, M.: 15 Guenther, O.: 54 Guerriero, E.: 360 Guido de Borgoña, cf. Calixto II, papa: 150, 157 Guido de Città di Castello, cf. Celestino II, papa: 157 Guido de Espoleto, emperador: 115, 130 Guido de Monfort: 173 Guido de Preneste: 166 Guido de Toscana: 120 Guido Foucois, cf. Clemente IV, papa: 187 Guillermo I el Piadoso: 127 Guillermo II, rey: 160, 161 Guillermo de Montpellier: 165 Guillermo de Nogaret: 185, 191 Guillermo de Ockham: 192, 204 Guillemain, B.: 373 Guillet, R.: 369 Gussone, N.: 356 Gustavo Adolfo, rey: 248 Guthlin, J.: 355 Haller, J.: 145, 359 Hampe, K.: 169, 172 Hanson, R.C.P.: 368 Hartmann, L.M.: 80 Hasler, A.B.: 376 Hayward, F.: 377 Hegesipo: 21, 22, 23, 44 Hefele, K.J.: 365 Heraclio, emperador: 81, 82, 83, 98 Herbers, K.: 370 Herde, P.: 183 Hermas: 32 Hertling, L. von: 364
Higinio, papa: 44 Hilario, papa: 58, 66, 74 Hildebrando, cf. Gregorio VII, papa: 135, 137, 138, 139, 142, 143, 144, 156 Himerio, obispo de Tarragona: 52 Hipólito: 15, 16, 17, 27, 28, 29, 32, 33, 44 Hitler, A.: 321, 322, 323, 328, 378 Holder-Egger, O.: 168 Holmes, P.A.: 370 Holton, T.J.: 358 Honorio I, papa: 65, 80, 81, 82, 85, 86, 97, 98 Honorio II, papa: 143, 151, 152, 154, 157 Honorio III, papa: 166, 167, 174, 187, 373 Honorio IV, papa: 183, 187 Honorio, emperador: 53, 58, 73 Hontheim, N. von: 261 Hormisdas, papa: 66, 68, 70, 75 Housley, N.: 373 Houssaie, A.N.A. de la: 354 Hugolino de Ostia: 166, 167 Hugo de Provenza, rey: 120 Hugo el Cándido, cardenal: 134, 144 Hugolino de Segni, cf. Gregorio IX, papa: 166, 167, 187 Humberto de Silva Cándida, cardenal: 135, 136, 137 Hünermann, P.: 57, 62, 284, 366 Hüls, R.: 358 Hunyadi, J.: 220 Hus, Juan: 210 Ignacio de Antioquía, san: 17, 18, 19, 44 Ignacio de Loyola, san: 228, 245 Imaz, E.: 359 Incisa della Rocchetta, G.: 356 Incmaro, arzobispo de Reims: 111, 113
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Inés, emperatriz: 138, 139, 143 Inocencio I, papa: 53, 54, 74 Inocencio II, papa: 152, 153, 157 Inocencio III, papa: 93, 154, 157, 162, 163, 164, 165, 166, 168, 170, 174, 187, 285, 373 Inocencio IV, papa: 170, 171, 187, 190, 372 Inocencio V, papa: 181, 187 Inocencio VI, papa: 196, 197 Inocencio VII, papa: 205, 216 Inocencio VIII, papa: 223, 224, 240 Inocencio IX, papa: 243, 258 Inocencio X, papa: 249, 250, 258 Inocencio XI, papa: 251, 258 Inocencio XII, papa: 251, 258, 354 Inocencio XIII, papa: 252, 258 Irene, emperatriz: 104, 105 Ireneo, obispo de Lyon, san: 22, 23, 24 Isacio, exarca: 81, 82 Iserloh, E.: 375 Isidoro de Sevilla, san: 79 Jacobo I, rey: 244 Jaffé, Ph.: 55, 171, 366 Janus: 113 Jäschke, K.-U.: 372 Jasper, D.: 140, 1372 Jaubert, A.: 18 Jedin, H.: 232, 336, 358, 364, 365, 375 Jemolo, C.A.: 377 Jerónimo, san: 51 Jerónimo Emiliani, san: 228 Jesid, califa: 88 Joannou, P.-P.: 367 Joaquín de Fiore: 184 Joelsen, O.: 356 José II de Augsburgo, emperador: 255, 260 Juan I, papa: 66, 75 Juan II, papa: 70, 75 Juan III, papa: 74, 75
399
Juan IV, papa: 80, 83, 98 Juan V, papa: 86, 99 Juan VI, papa: 99 Juan VII, papa: 99, 370 Juan VIII, papa: 110, 114, 118, 130 Juan IX, papa: 118, 130 Juan X, papa: 120, 130 Juan XI, papa: 116, 119, 120, 130 Juan XII, papa: 116, 121, 122, 131 Juan XIII, papa: 131 Juan XIV, papa: 124, 125, 131 Juan XV, papa: 125, 131 Juan XVI, papa: 131 Juan XVII, papa: 125, 131, 185 Juan XVIII, papa: 125, 131, 347 Juan XIX, papa: 125, 131 Juan XXI, papa: 182, 187 Juan XXII, papa: 15, 191, 192, 193, 198 Juan XXIII: 207, 208, 209, 216 Juan XXIII, papa: 238, 332, 333, 334, 336, 337, 338, 339, 343, 352, 377, 378 Juan V Paleólogo, emperador: 197 Juan VII, arzobispo de Rávena: 113 Juan: 130 Juan, patriarca de Constantinopla: 80 Juan, san: 26 Juan Bosco, santo: 283 Juan de Capistrano, san: 220 Juan de Jandun: 192 Juan de Mailly: 116 Juan de Porto, cardenal: 177, 178 Juan: 224, 227 Juan Graciano, cf. Gregorio VI, papa: 126, 131 Juan Platino, exarca: 86, 87 Juan Pablo I, papa: 12, 345, 352 Juan Pablo II, papa: 12, 230, 231, 346, 349, 351, 352, 353, 357, 361 Juana I, reina: 194, 203 Juana, la papisa: 116 Julio I, papa: 42, 43, 45
400
LAS ELECCIONES PAPALES
Julio II, papa: 223, 224, 225, 226, 227, 228, 375 Julio III, papa: 235, 240 Justiniano, emperador: 70, 71, 72, 74, 75 Justiniano II, emperador: 87 Justino I, emperador: 66 Justino II, emparador: 77 Justino, san: 32 Kaltenbrunner, F.: 55, 366 Kamp, N.: 174 Kantorovicwz, E.: 373 Kasper, W.: 361 Kelly, J.N.D.: 361, 368, 369 Kempf, F.: 369 Kennedy, J.F.: 334 Klewitz, H.W.: 357 Knowles, M.D.: 364 Kirch, C.: 367 Kolping, A.: 297 Kottje, R.: 364 Krämer, P.: 354 Kramer von Reisswitz, C.: 357 Krause, H.-G.: 372 Kruschov, N.: 334 Kuttner, S.: 170, 357 La Brosse, O. de la: 374 Laboa, J.M.: 364, 365, 377 La Fargue, J.: 323 La Torre, F.: 356 Ladislao, rey: 207 Lagrange, M.-J.: 303 Lambertini, P., cf. Benedicto XIV, papa: 253, 258, 307, 375 Lamberto de Espoleto, emperador: 117, 118 Lambruschini, L., cardenal: 277 Landì, A.: 374 Landón, papa: 120, 130 Lariccia, S.: 378 Latourelle, R.: 378
Latreille, A.: 376 Le Bras, G.: 365 Leclercq, C.: 365 Leclercq, H.: 353 Leclercq, J.: 358 Lecler, J.: 373 Leflon, J.: 376 Legrand, H.: 363 León I Magno, papa: 56, 57, 58, 74, 80, 113, 331, 363 León II, papa: 85, 86, 98, 99 León III, papa: 101, 102, 103, 104, 105, 106, 108, 110, 130, 331 León IV, papa: 109, 110, 111. 113, 116, 130 León V, papa: 119, 130 León VI, papa: 120, 130 León VII, papa: 130 León VIII, papa: 122, 131 León IX, papa: 129, 133, 134, 135, 136, 137, 138, 139, 140, 142, 143, 156 León X, papa: 223, 224, 225, 226, 227, 229, 230, 240, 243, 375 León XI, papa: 243, 244, 258 León XII, papa: 274, 275, 289, 356, 357, 376, 377, 378 León XIII, papa: 292, 294, 295, 296, 297, 298, 299, 300, 302, 303, 305, 314, 346 León III el Isaúrico, emperador: 88, 89, 90 Leonardi, C.: 40, 367, 371 Lesourd, P.: 356 Leti, G.: 354 Levillain, L.: 369 Levillain, P.: 362 Lewenfeld, S.: 55, 366 Liberio, papa: 24, 43, 45, 47, 48, 50 Licinio, emperador: 23 Lierde, P. C. van: 357 Lino, papa: 23, 24, 25, 44 Liutprando, rey: 88, 90, 120, 122
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Llorca, B.: 364 Lo Castro, G.: 20 Loisy, A.: 303 Lorenzo: 63, 64, 75 Lortz, J.: 364 Lotario I, emperador: 107, 108, 109, 110, 121, 130 Lotario de los condes de Segni, cf. Inocencio III, papa: 162, 187 Luciani, A., cf. Juan Pablo I, papa: 345, 346, 352 Luciani, A.: 375 Luciano de Samosata: 31 Lucio I, papa: 33, 44 Lucio II, papa: 153, 157 Lucio III, papa: 159, 161, 187 Lucius Lector, cf. Guthlin J.: 355 Ludovico I Pío, emperador: 106, 107, 108, 109, 130 Ludovico II, emperador: 109, 110, 111, 114, 130 Ludovico III, emperador: 110, 115, 130 Ludovico IV el Bávaro, emperador: 192 Ludovico (Luis), el Balbo, rey: 130 Ludovisi, A., cf. Gregorio XV, papa: 245, 258 Luis II de Anjou, rey: 207 Luis IX, rey: 172, 173 Luis XIV, rey: 244, 249, 251, 376 Luis XV, rey: 254 Luis XVI, rey: 261, 267 Luis III de Mantova: 222 Lumbroso, A.: 356 Lutero, M.: 229, 230, 232, 240, 375 Luynes, A.: 254 Macarrone, M.: 47, 62, 162, 362, 363, 373, 377 Maffei, D.: 93 Magano, S.M.: 375 Magdalena de Médici: 224 Maggioni, G.: 357
401
Magi, L.: 369 Maglione, L., cardenal: 331 Mahomet II, sultán: 220, 221, 375 Maiolo de Cluny: 127 Malatesta, C.: 209 Malgeri, F.: 378 Mameli, F.G.: 333 Mandouze, A.: 368 Manfredo de Suabia: 171, 172 Manfredi, A.: 220, 375 Mann, H.K.: 359 Mann, Th.: 119, 120 Manning, H.E., cardenal: 283 Manucci, G.B.: 356 Manselli, R.: 369, 372, 373 Mansi, G.D.: 96, 366 Manzoni, A.: 321 Map, W.: 155 Marcelino, papa: 37, 44 Marcelo I, papa: 37, 44 Marcelo II, papa: 234, 235, 240 Marcelo, san.: 113 Marchione, M.: 328 Marciano, obispo de Arlés: 34 Marción, hereje: 26 Marcos, papa: 45 Marco Aurelio, emperador: 30 Marconi, G.: 326 Marcora, C.: 360 Margiotta Broglio, F.: 378 María Teresa de Austria: 255 Marié, M.A.: 49 Marinangeli, N.: 33 Marino I, papa: 114, 130 Marino II, papa: 130 Marocia: 119, 120, 121 Marsilio de Padua: 192, 193, 204 Martimort, A.: 376 Martín, J.: 365 Martin, V.: 363 Martín, san: 109 Martina, G.: 276, 282, 288, 363, 365, 376, 377
402
LAS ELECCIONES PAPALES
Martini, A.: 329 Martín I, papa: 83, 84, 98, 184, 347, 370 Martín II, papa: 183 Martín IV, papa: 183, 187 Martín V, papa: 211, 212, 214, 216, 374 Martín de Zalva: 204 Martín de Troppau (Martín Polono): 116, 172 Marx, K.: 323 Maschio, G.: 22 Masci, G., cf. Nicolás IV, papa: 188 Majencio, emperador: 37 Mastai Ferretti, G.M., cf. Pío IX, papa: 277, 289, 356 Mathieu-Rosai, T.: 361 Matilde de Canossa: 147 Mattei, R. de: 363 Mateo, san: 51, 54 Matteucci, B.: 376 Maurenbrecher, W.: 232 Mauricio, emperador: 78 Maximino I el Tracio, emperador: 29, 31, 32 Máximo el Confesor, san: 82, 83 Maxwell-Stuart, P.G.: 361 Mayeur, J.-M.: 364 Mazzarino, G., cardenal: 249 Mazzarino, S.: 368 Mazzucco, G.: 357 Meeks, W.A.: 368 Médici, A. de, cf. León XI, papa: 243, 258 Médici, L.: 223, 224, 229 Médici, M.: 224 Médici, J., cf. León X, papa: 240, 375 Médici, J., cf. Clemente VII, papa: 240 Médici de Marigneno, J.A., cf. Pío IV, papa: 240 Melecio, obispo de Antioquía: 49 Melloni, A.: 168, 170, 333, 348, 353, 373, 378
Mengozzi, M.: 376 Menozzi, D.: 378 Mercati, A: 267, 273, 319, 359 Mercati, G.: 328 Merlo, G.G.: 372 Merry del Val, R., cardenal: 304, 307, 316, 377 Mertel, T.: 279 Metodio, san: 114 Metternich, K.: 277 Mezzadri, L.: 365, 376 Miccoli, G.: 323, 324, 364, 370, 372, 377, 378 Michelini Tocci, L.: 15 Migliorati, C., cf. Inocencio VII, papa: 216 Miglio, M.: 375 Migliore, F.: 20, 377 Migne, J.P.: 50, 365 Miguel III, emperador: 112 Miguel Cerulario, patriarca de Constantinopla: 136, 137 Miguel de Cesena: 192 Milcíades, papa: 37, 39, 45, 368 Minnerath, R.: 362 Minucio Félix: 32 Mirbt, C.: 366 Moeller, B.: 364 Moisés: 102 Molien, A.: 354 Mollat, G.: 167, 373 Mommsen,Th.: 58, 64, 69, 367 Monachino,V.: 360, 362, 263, 369 Mondin, B.: 361 Montault, B.: 355 Montini, G.B., cf. Pablo VI, papa: 336, 339 Moreau, J.: 368 Morghen, R.: 372 Moroni, C.: 13, 357 Morone, J., cardenal: 233, 236, 237 Moscarelli, G.: 355 Mucanzio, G.P.: 241
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Muratori, L.A.: 253 Murri, R.: 302 Mussolini, B.: 318, 320, 321 Napoleón I Bonaparte, emperador: 260, 264, 266, 267, 268, 269, 270, 376 Narsés, exarca: 74 Nasalli Rocca, M.: 273 Naville, E.C.: 375 Nerón Lucio Domicio, emperador: 30 Newman, J.H.: 299 Nicolás I, papa: 110, 111, 112, 113, 114, 115, 130, 370, 371 Nicolás II, papa: 139, 140, 141, 142, 143, 144, 148, 155, 156 Nicolás III, papa: 182, 187 Nicolás IV, papa: 183, 187 Nicolás V, papa: 217, 218, 219, 227, 240, 375 Nicolás V: 192, 199 Niccolò da Calvi: 168 Niccolò de Boccasio, cf. Benedicto XI, papa: 186, 188 Nicodemo de Pontremoli: 225 Nitti, F.S.: 313 Norberto de Xanten (de Magdeburgo), san: 152 Nordera, L.: 377 Novaciano: 32, 33, 34, 44 Obertynski, Z.: 377 Ocáriz, F.: 362 Octaviano de Monticelli, cf. Víctor IV (V), papa: 154, 157 Octaviano de Túsculo, cf. Juan XII, papa: 121, 130 Odilón de Cluny: 127, 128 Odón cardenal obispo de Ostia, cf. Urbano II, papa: 149, 156 Odón de Cluny: 120, 127 Odescalchi, B., cf. Inocencio XI, papa: 258
403
Odoacro, rey: 58, 63, 64, 73 Ogier, L.J.: 364 Oldoni, M.: 371 Orbe, A.: 368 Orlando, V.E.: 313 Orsini, G.G., cf. Nicolás III, papa: 182, 187 Orsini, M.R., senador: 168, 169, 182 Orsini, P.F., cf. Benedicto XIII, papa: 252, 258 Ortiz de Urbina, I.: 368 Ortolan, T.: 353 Otón I, emperador: 118, 121, 122, 123, 131 Otón II, emperador: 124, 131 Otón III, emperador: 125, 131 Otón IV de Braunschweig, emperador: 163 Otón de Tonengo, cardenal: 168, 169 Ottoboni, P., cf. Alejandro VIII, papa: 258 Pablo I, papa: 94, 95, 99 Pablo II, papa: 222, 223, 240, 375 Pablo III, papa: 223, 225, 232, 233, 235, 236, 240 Pablo IV, papa: 235, 236, 240, 241 Pablo V, papa: 244, 245, 258 Pablo VI, papa: 12, 137, 303, 339, 340, 341, 342, 343, 344, 349, 350, 351, 352 Pablo, san: 19, 20, 21, 22, 23, 24, 30, 50, 92 Pablo Afiarta: 98 Pablo Samosata, obispo de Antioquía: 37 Pablo, patriarca de Bizancio: 83 Pacelli, E. cf. Pío XII, papa: 323, 326, 327, 328, 352 Pacheco y de Leyva, E.: 356, 376 Pagnotti, F.: 168 Paillat, C.: 356 Pais, Á.: 193
404
LAS ELECCIONES PAPALES
Paltinieri, S., cardenal: 172 Pamphili, J.B., cf. Inocencio X, papa: 249, 258 Pantaléon, J., cf. Urbano IV, papa: 171, 187 Panvinio, H.: 175, 361 Paulino, obispo de Antioquía: 49 Paolucci, F., cardenal: 252 Papareschi, G., cf. Inocencio II, papa: 152, 157 Paravicino Bagliani, A.: 169, 195, 360, 373 Paredes, Alonso, F.J.: 361 Parentucelli, T., cf. Nicolás V, papa: 218, 240 Paronetto, V.: 370 Paschini, P.: 360 Pascual I, papa: 106, 107, 108, 130 Pascual II, papa: 150 Pascual III: 154, 157 Pascual, archidiácono: 86, 87, 99 Passelecq, G.: 323, 378 Passionei, cardenal: 253 Pastor, L. von: 222, 225, 226, 232, 259 Pásztor, E.: 358, 373 Pásztor, L.: 356, 376 Paulino: 49 Pecci, V.G., cf. León XIII, papa: 292, 293, 314 Pedro, arcipreste: 86 Pedro Comestor: 155 Pedro d’Ailly, cardenal: 208 Pedro Damiano (Pier Damiani), san: 129, 135, 136, 137, 138, 139, 143, 372 Pedro de Blois: 155 Pedro de Luna, cf. Benedicto XIII: 205 Pedro Hispano (Pedro Giuliano): 182, 187 Pedro, cf. Sergio IV, papa: 131 Pedro Mongo: 61 Pedro, obispo de Alejandría: 49
Pedro, san: 12, 20, 21, 22, 23, 24, 30, 35, 42, 44, 47, 49, 50, 51, 52, 54, 55, 56, 57, 58, 62, 65, 68, 69, 91, 92, 95, 96, 98, 101, 102, 112, 114, 117, 118, 121, 136, 137, 138, 141, 143, 146, 153, 162, 164, 209, 215, 239, 259, 287, 294, 302, 315, 325, 334, 341, 346, 347, 353, 358, 361, 362, 363, 368, 371, 373 Pedro de Tarantasia, cf. Inocencio V: 181 Pedro el Venerable, de Cluny: 153 Pelagio I, papa: 73, 74, 75 Pelagio II, papa: 74, 75, 77 Pellegrini, L.: 358 Pellistrandi, S.: 369 Penco, G.: 364 Pennington, K.: 373 Perels, E.: 112, 114 Peretti, F., cf. Sixto V, papa: 238, 240 Peretto, E.: 16, 18 Peri, V.: 365, 369, 370 Pertz, G.H.: 91, 175 Pesch, R.: 224, 362 Petrarca, F.: 183, 194, 198 Petronila, santa: 95 Petruccelli della Gattina, F.: 355 Petrucci, A., cardenal: 230 Pflugk-Harttung, I. von: 135 Piazzoni, A.M.: 183, 370, 371 Piccioni, A.: 333 Piccolomini, E.S., cf. Pío II, papa: 220, 240, 375 Pier delle Vigne: 168, 171 Pierleoni, P., cf. Anacleto II: 152, 157 Piero della Francesca: 218 Pierre de Blois: 155 Pietri, C.: 368 Piffl, F.G.: 307 Pikaza, X.: 369 Pignatelli, A., cf. Inocencio XII, papa: 258 Pinelli, F.M.: 356
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Piniano, prefecto de Roma: 52 Pío I, papa: 26 Pío II, papa: 221, 222, 223, 227, 240, 375 Pío III, papa: 223, 225, 240 Pío IV papa: 236, 237, 240, 246 Pío V, papa: 238, 240, 306 Pío VI, papa: 259, 260, 261, 263, 264, 265, 266, 267, 271, 275, 277, 346, 376 Pío VII, papa: 266, 267, 268, 269, 270, 271, 273, 355, 357, 376 Pío VIII, papa: 274, 289 Pío IX, papa: 276, 277, 278, 279, 280, 281, 282, 283, 285, 286, 287, 288, 289, 291, 292, 294, 295, 297, 302, 305, 315, 333, 346, 355, 376, 377 Pío X, papa: 238, 287, 300, 301, 302, 303, 304, 305, 306, 307, 310, 314, 316, 331, 343, 356, 377, 378 Pío XI, papa: 315, 317, 318, 321, 322, 323, 324, 325, 326, 327, 328, 352, 374 Pío XII, papa: 323, 327, 328, 329, 330, 331, 332, 333, 334, 338, 339, 343, 348, 351, 352, 378 Piola Castelli,F.: 373 Piolanti, A.: 377 Pipino el Breve: 91, 92, 93, 94, 95, 98, 121 Pirri, P.: 377 Pirro, patriarca de Constantinopla: 83, 84 Pirunto G., cardenal: 176 Plantina, B.: 175 Platina (Bartolomeo Sacchi, llamado el Platina): 360 Poels, H.: 303 Pole, R., cardenal: 233, 236 Policarpo de Esmirna, san: 26, 44 Polisensky, J.V.: 376 Pollard, J.F.: 377 Ponti, E.: 356
405
Ponciano, papa: 28, 29, 31, 32, 44, 184, 347 Poppone, cf. Dámaso II: 129, 131 Porfirio: 31 Potthast, A.: 366 Pottmeyer, H.: 363 Poulat, E.: 304, 377 Praz, M.: 117 Prerovsky, O.: 374 Prignano, B., cf. Urbano IV, papa: 201, 202, 216 Prinzivalli, E.: 16 Procopio de Cesarea: 71 Prodi, P.: 360, 367 Provost, J.: 348, 378 Puech, H.C.: 364 Pugliese, O.: 94 Puzyna, J. cardenal: 300, 377 Quacquarelli, A.: 17 Quirini, P.: 228 Rabikauskas, P.: 134, 138 Rahner, H.: 368 Rainalducci, P., cf. Nicolás V: 192, 199 Rampolla, M., cardenal: 298, 299, 300, 307 Raniero de Bieda, cf. Pascual II, papa: 150 Ranke, L. von: 232, 359, 376 Ratti, A., cf. Pío XI, papa: 315, 316, 317, 352 Rau, R.: 105 Recchia, A.: 363 Reindel, K.: 137 Reinhard, E.: 358 Rendina, C.: 360 Rezzonico, C., cf. Clemente XIII, papa: 254, 258 Riario, P., cardenal: 224 Riccardi, A.: 363, 378 Ricardo I, Corazón de León, rey: 161 Ricardo de Capua: 143
406
LAS ELECCIONES PAPALES
Ricardo de Cornualles, rey: 171 Ricci, L.: 256 Riché, P.: 371 Richental, U.: 208 Rinaldo de Ienne, cf. Alejando IV, papa: 171, 187 Roberto de los condes de Genevois, cf. Clemente VII: 203, 216 Roberto de Somercotes, cardenal: 169 Roberto de Guiscardo: 143 Rodolfo I de Augsburgo, emperador: 179 Rodríguez, P.: 362 Romanato, G.: 377 Romano, papa: 118, 130 Romano de Túsculo, cf. Juan XIX, papa: 131 Rómulo Augústulo, emperador: 58 Roncalli, A.G., cf. Juan XXIII, papa: 332, 352 REops, D.: 364 Rossi, P.: 278 Rospigliosi, J., cf. Clemente IX, papa: 251, 258, 327, 354 Rossi, A.: 358 Rossi, M.: 356 Rossini, G.: 377 Rousseau, A.: 22 Roveri, A.: 376 Rufino, obispo de Asís: 155 Ruggero II de Sicilia, rey: 161 Roger de Hoveden: 155 Ruggieri, G.: 348, 398 Ruiz Amado, R.: 359 Rumi, G.: 377 Rutten, C.: 303 Saba, A.: 360 Sabiniano, papa: 80, 98 Sabugal, S.: 367 Sadoleto, J., cardenal: 233 Saladino: 160, 161 Salazar, A. de O.: 322
Sale, G.: 377 Saliceto, B.: 204 Sánchez Muñoz, G., cf. Clemente VIII, papa: 216 Santolaria de Puey y Cruelles, J.A. (Padre Apeles): 357 Sanzio, R.: 224 Sarto, J.M., cf. Pío X, papa: 300, 314 Savelli, G., cf. Honorio IV, papa: 187 Savonarola, G.: 226, 240 Scannabecchi, L, cf. Honorio II, papa: 151, 157 Schatz, K.: 104, 113, 285, 363, 365 Schmidinger, H.: 195, 373 Schmidlin, L.: 359 Schneider, B.: 329 Schönmetzer, A.: 57, 366 Schorlemer-Ast, B. von: 297 Schrader. K.: 282 Schulte, J.F.: 166 Schwaiger, G.: 359 Schwartz, E.: 20, 56, 66 Schweitzer, V.: 225 Scibilia, A.: 376 Scolari, P. cf. Clemente III, papa: 160, 187 Scoppola, P.: 378 Scott Latourette, K.: 365 Segismundo de Luxemburgo, emperador: 207, 208, 209, 213 Seidlmayer, M.: 204 Selem, A.: 49 Senestrey, I. von: 283 Seppelt, F.X.: 359 Septimio Severo, emperador: 31, 162 Serenthà, L.: 370 Sergio I, papa: 81, 82, 86, 87, 99 Sergio II, papa: 109, 110, 111, 130 Sergio III, papa: 116, 119, 130 Sergio IV, papa: 125 Sergio I, patriarca de Constantinopla: 81 Sergio, obispo de Caere: 48
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Sergio, san: 162 Severino, papa: 80, 81, 82, 98 Severoli, cardenal: 274 Sfondrati, F., cardenal: 242 Sfondrati, N., cf. Gregorio XIV, papa: 242, 258 Sforza, G.M.: 225 Shramm, P.E.: 371 Sicari, A.M.: 362 Siccone, cf. Juan XVII, papa: 131 Silvia: 77 Silva Tauroca, C.S.: 57 Silverio, papa: 70, 71, 72, 75 Silvestre I, papa: 39, 40, 44, 93, 94 Silvestre II, papa: 125, 131, 370, 371 Silvestre III, papa: 125, 126, 128, 131 Silvestre IV: 156 Silvestre, san: 94 Símaco, papa: 58, 63, 64, 66, 97, 104, 112 Símaco, prefecto de Roma: 53, 75 Simón de Brie, cf. Martín IV, papa: 183, 187 Simonetti, M.: 368 Simplicio: 249 Simplicio, papa: 58, 75 Sinibaldo Frieschi, cf. Inocencio IV, papa: 168, 169, 170 Siniscalco, P.: 369 Siricio, papa: 51, 52, 53, 74, 99 Sisinio, papa: 86 Sixto I, papa: 44 Sixto II, papa: 36, 44 Sixto III, papa: 56, 74, 368 Sixto IV, papa: 223, 224, 225, 240, 360, 375 Sixto V, papa: 222, 238, 239, 240, 300, 311, 336, 374 Soderini, E.: 293, 378 Sofronio, patriarca de Jerusalén: 82, 83 Sordi, M.: 369 Sotero, papa: 44
407
Spadolini, G.: 378 Stalin (Iosif Visarionovich Dzugasvili, llamado Stalin): 304, 321, 322 Stiernon, D.: 371 Sturzo, L.: 312 Suchecky, B.: 323, 378 Suenens, L.J.: 333 Suidger, cf. Clemente II, papa: 128, 131 Sulpicio Severo: 109 Swift, A.: 354 Tabacco, G.: 371, 372 Talleyrand, C.-M., obispo de Autun: 262 Taneredi de Lecce: 161 Tancredo de Boloña: 166 Tardini, D.: 336, 378 Tavernerio, B.: 171 Tebaldeschi, F., cardenal: 201 Telesforo, papa: 44 Teobaldo Buccapecus, cf. Celestino II (Teobaldo), papa: 151, 157 Teobaldo, cardenal: 160 Teodato, rey: 70, 71 Teoderico: 156 Teodolinda: 78 Teodora, mujer de Justiniano emperador: 70, 71, 72 Teodora, mujer de Teofilacto: 119, 120, 121 Teodorico, rey: 58, 61, 63, 66, 73 Teodoro I, papa: 80, 83, 98 Teodoro II, papa: 118, 130 Teodoro, presbítero: 86, 99 Teodoro Spudeo: 86 Teodosio I, emperador: 49, 50, 53, 74 Teodosio II, emperador: 55, 57 Teofilacto, harchidiácono: 94, 99, 119, 120, 121 Teofilacto de Túsculo, cf. Benedicto IX, papa: 126, 131 Teresa de Ávila, santa: 245
408
LAS ELECCIONES PAPALES
Tertuliano: 32, 51 Testa, E.: 362 Tillard, J.M.: 360 Todeschini, F., cf. Pío III, papa: 240 Tomacelli, P., cf. Bonifacio IX, papa: 204, 216 Tomás de Aquino, san: 178, 181, 193, 295, 298 Tornielli, A.: 328, 378 Toschi, M.: 348, 378 Tosti, L.: 294 Toubert, P.: 371 Trajano Marco Ulpio, emperador: 30 Tramontin, S.: 378 Trebiliani, M.L.: 377 Tristam, F.: 371 Trodo, P.: 40 Tuechle, H.: 364 Turner, C.H: 42 Turpín, obispo: 103 Uglione, R.: 368 Ugoccione de Pisa: 164, 363 Ullmann, W.: 360, 374 Unigildo: 74 Urbano I, papa: 28 Urbano II, papa: 148, 150, 156 Urbano III, papa: 160, 187 Urbano IV, papa: 171, 172, 187 Urbano V, papa: 197, 198 Urbano VI, papa: 202, 203, 204, 216, 374 Urbano VII, papa: 241, 242, 258 Urbano VIII, papa: 248, 249, 258, 259 Ursino: 48, 49, 51, 74 Valentín, papa: 26, 130 Valentini, G.: 375 Valentiniano II, emperador: 52 Valeri, B.: 372 Valeriano, emperador: 35, 36 Valla, Lorenzo: 94, 374 Valori, F.: 225
Vannutelli, S.: 309 Vartolomeev, O.: 371 Veneruso, D.: 378 Venturi, F.: 376 Verucci, C.: 377 Vian, P.: 328, 377 Viberto: 139 Vidal López, J.M.: 357 Vidal Manzanares, C.: 361 Vicaire, H.: 373 Víctor I, papa: 26, 44 Víctor II, papa: 138, 156 Víctor III, papa: 149, 156 Víctor IV (V), papa: 153, 154, 157 Vigilio, papa: 67, 68, 69, 70, 71, 72, 73, 75 Villoslada, R.: 363 Vinay, V.: 375 Violante, C.: 372 Virgilio, Publio Marone: 221 Visconti, T., cf. Gregorio X, papa: 178, 187 Vitaliano, papa: 99 Vitiza, rey: 71 Visconti, B.: 197, 198 Vittorio Amedeo II de Saboya: 252 Vittorio Emmanuele III, rey: 313 Vogel, C.: 69, 367 Wala, monge: 108 Wahrmund, L.: 376 Waley, D.: 374 Watt, J.A.: 362 Wattenbach, G.: 55, 366 Weber, C.: 358 Weiland, L.: 121, 172 Wendland, P.: 369 Wenskus, R.: 372 Wright, J.J., cardenal: 345 Zaccaria, A.M.: 228 Zacarias, comandante bizantino: 87 Zacarías, papa: 91, 92, 99
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Zambarbieri, A.: 377 Zenón, emperador: 60, 62, 75 Zimmermann, H.: 371, 372
Zizola, G.: 353 Zósimo, papa: 53, 74 Zucchi, G.M.: 354
409
Biblioteca Manual Desclée 1. LA BIBLIA COMO PALABRA DE DIOS. Introducción general a la Sagrada Escritura, por Valerio Mannucci (6ª edición) 2. SENTIDO CRISTIANO DEL ANTIGUO TESTAMENTO, por Pierre Grelot (2ª edición) 3. BREVE DICCIONARIO DE HISTORIA DE LA IGLESIA, por Paul Christophe 4. EL HOMBRE QUE VENÍA DE DIOS. VOLUMEN I, por Joseph Moingt 5. EL HOMBRE QUE VENÍA DE DIOS. VOLUMEN II, por Joseph Moingt 6. EL DESEO Y LA TERNURA, por Erich Fuchs 7. EL PENTATEUCO. Estudio metodológico, por R. N. Whybray 8. EL PROCESO DE JESÚS. La Historia, por Simón Légasse 9. DIOS EN LA ESCRITURA, por Jacques Briend 10. EL PROCESO DE JESÚS (II). La Pasión en los Cuatro Evangelios, por Simón Légasse 11. ¿ES NECESARIO AÚN HABLAR DE «RESURRECCIÓN»? Los datos bíblicos, por Marie-Émile Boismard 12. TEOLOGÍA FEMINISTA, por Ann Loades (Ed.) 13. PSICOLOGÍA PASTORAL. Introducción a la praxis de la pastoral curativa, por Isidor Baumgartner 14. NUEVA HISTORIA DE ISRAEL, por J. Alberto Soggin (2ª edición) 15. MANUAL DE HISTORIA DE LAS RELIGIONES, por Carlos Díaz (4ª edición) 16. VIDA AUTÉNTICA DE JESUCRISTO. VOLUMEN I, por René Laurentin 17. VIDA AUTÉNTICA DE JESUCRISTO. VOLUMEN II, por René Laurentin 18. EL DEMONIO ¿SÍMBOLO O REALIDAD?, por René Laurentin 19. ¿QUÉ ES TEOLOGÍA? Una aproximación a su identidad y a su método, por Raúl Berzosa (2ª edición) 20. CONSIDERACIONES MONÁSTICAS SOBRE CRISTO EN LA EDAD MEDIA, por Jean Leclercq, o.s.b. 21. TEOLOGÍA DEL ANTIGUO TESTAMENTO. VOLUMEN I, por Horst Dietrich Preuss 22. TEOLOGÍA DEL ANTIGUO TESTAMENTO. VOLUMEN II, por Horst Dietrich Preuss 23. EL REINO DE DIOS. Por la vida y la dignidad de los seres humanos, por José María Castillo (5ª edición) 24. TEOLOGÍA FUNDAMENTAL. Temas y propuestas para el nuevo milenio, por César Izquierdo (Ed.) 25. SER LAICO EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO. Claves teológico-espirituales a la luz del Vaticano II y Christifideles Laici, por Raúl Berzosa 26. NUEVA MORAL FUNDAMENTAL. El hogar teológico de la Ética, por Marciano Vidal (2ª edición) 27. EL MODERNISMO. Los hechos, las ideas, los personajes, por Maurilio Guasco 28. LA SAGRADA FAMILIA EN LA BIBLIA, por Nuria Calduch-Benages 29. DIOS Y NUESTRA FELICIDAD, por José Mª Castillo 30. A LA SOMBRA DE TUS ALAS. Nuevo comentario de grandes textos bíblicos, por Norbert Lohfink 31. DICCIONARIO DEL NUEVO TESTAMENTO, por Xavier Léon-Dufour 32. Y DESPUÉS DEL FIN, ¿QUÉ? Del fin del mundo, la consumación, la reencarnación y la resurrección, por Medard Kehl
33. EL MATRIMONIO. ENTRE EL IDEAL CRISTIANO Y LA FRAGILIDAD HUMANA. Teología, moral y pastoral, por Marciano Vidal 34. RELIGIONES PERSONALISTAS Y RELIGIONES TRANSPERSONALISTAS, por Carlos Díaz 35. LA HISTORIA DE ISRAEL, por John Bright 36. FRAGILIDAD EN ESPERANZA. Enfoques de antropología, por Juan Masiá Clavel. S.J. 37. ¿QUÉ ES LA BIBLIA?, por John Barton 38. AMOR DE HOMBRE, DIOS ENAMORADO, por Xabier Pikaza 39. LOS SACRAMENTOS. Señas de identidad de los Cristianos, por Luis Nos Muro 40. ENCICLOPEDIA DE LA EUCARISTÍA, por Maurice Brouard, s.s.s. (Dir.) 41. ADONDE NOS LLEVA NUESTRO ANHELO. LA MÍSTICA EN EL SIGLO XXI, por Willigis Jäger 42. UNA LECTURA CREYENTE DE ATAPUERCA. LA FE CRISTIANA ANTE LAS TEORÍAS DE LA EVOLUCIÓN, por Raúl Berzosa 43. LAS ELECCIONES PAPALES. Dos mil años de historia, por Ambrogio M. Piazzoni 44. LA PREGUNTA POR DIOS. Entre la metafísica, el nihilismo y la religión, por Juan A. Estrada 45. DECIR EL CREDO, por Carlos Díaz
Este libro se terminó de imprimir en los talleres de RGM, S.A., en Bilbao, el 18 de abril de 2005.