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Sin pena ni gloria / Pedro Cornejo Guinassi
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Sin pena ni gloria Monólogos de un desconocido
Pedro Cornejo Guinassi
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SIN PENA NI GLORIA MONÓLOGOS DE UN DESCONOCIDO Lima, setiembre de 2010
© Pedro Cornejo Guinassi
[email protected] www.pedrocornejoguinassi.com © Códice ediciones S.A.C. para su sello editorial Ediciones El Santo Oficio Galicia 190, Santiago de Surco. Telf.: 273-2055
[email protected] Primera edición Tiraje: 200 ejemplares
Diseño de carátula: Claudia Salem Fotografía: Karim Salem
Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú: 2010-11252
ISBN: 978-612-45840-0-8 Impresión: Códice ediciones S.A.C.
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PARA JUAN LUIS, POR ESTAR SIEMPRE AHÍ. PARA TALI, POR ESTAR AHORA. PARA ORIANA, SIMPLEMENTE POR EXISTIR.
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Yo, que no fui capaz de bajar de este barco, para salvarme me bajé de mi vida. Escalón a escalón. Y cada escalón era un deseo. A cada nuevo paso, un deseo al que decía adiós. No estoy loco, hermano. No estamos locos cuando hemos encontrado el sistema para salvarnos. (…). Los deseos estaban destrozándome el alma. Podía vivirlos, pero no lo conseguí. Así que entonces los conjuré. Y uno a uno los fui dejando detrás de mí. ALESSANDRO BARICCO
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EL PRINCIPIO DEL FIN Todo lo que comienza, termina mal, poco a poco ANDRÉS CALAMARO
1 de junio de 1986. Sala de espera del Hospital Cayetano Heredia. En el televisor juegan Brasil y España por la primera fase de la Copa Mundial de Fútbol. Michel acaba de meter un tremendo pelotazo que rebota en el travesaño del arco de Carlos, desciende en picado y atraviesa la línea de meta pero el arbitro no valida el gol. Una más de las múltiples jugadas polémicas de las que están poblados los mundiales. Entretanto, mi madre se debate entre la vida y la muerte en la sala de cuidados intensivos. Su lucha no dura demasiado. Horas después se nos comunica que ha fallecido por una causa que yo prefiero ignorar u olvidar. Me acerco a su lecho de muerte. Está cubierta de pies a cabeza por una sábana y lo que más me llama la atención es la grosera hinchazón de su cuerpo pero decido no preguntar nada. Está muerta y eso es todo lo que importa. Estoy estupefacto, anonadado pero no conmovido. Ni una sola lágrima resbala por mi rostro. De alguna manera sé que se trata de una muerte anunciada. Faltaba poco para que cumpla 25 años, una edad que siempre encontré ideal para morir. No sé por qué. Lo único que sé es que «el sol nocturno de la melancolía» salió para mí a muy temprana edad, cuando era un niño lleno de heridas emocionales: amante devoto de mi madre pero víctima de su
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frialdad y de su constante ausencia física y afectiva; temeroso de las mujeres pero, a la vez, sobreexcitado con miles de fantasías sexuales en torno a ellas; rencoroso, resentido, antisocial y lleno de una infinita rabia contenida contra el mundo tal y como lo conocía. Un hervidero de sentimientos contradictorios e inarticulados que generaba un estado tal de confusión que solo podía ser domesticado, de cara al exterior, por una mente racional y analítica que, no por casualidad, se convirtió en un mecanismo de defensa intelectual frente a la hostilidad de un entorno en el que, como diría la canción de los Rolling Stones, no podía encontrar satisfacción. Que estos sentimientos de aflicción, enojo y descontento tuvieran que ver con la traumática experiencia de mi nacimiento, es cosa que ni mi psicoanalista puede afirmar con certeza. Lo que sí puedo decir es que el mío fue, como todos, un nacimiento contingente e involuntario, como resultado del cual fui arrojado a un mundo desconocido que, con el correr de los años, se me antojaría absolutamente adverso. Un lugar del que muy pronto hubiera querido salir corriendo a la nada de la que provenía. Pero también un nacimiento inesperado para mis padres que ya tenían tres hijos, el menor de los cuales me llevaba 7 años y la mayor nada menos que 13. Inesperado es, por supuesto, una manera eufemística de decir «indeseado», no planificado: un tiro al aire. Y lo digo porque, para esa época, mis padres ya se llevaban muy mal, aunque debo decir que nunca tuve la seguridad de que alguna vez se hubieran llevado bien. En todo caso, siempre me pregunté cómo dos personas tan radicalmente distintas e incluso contrapuestas –racial, social, psicológica, cultural y moralmente– se aventuraron
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a unir sus destinos hasta que la muerte de uno de ellos –mi madre– efectivamente los separó. Y es que mis padres eran como el agua y el aceite. Mi madre procedía de una familia de inmigrantes italianos que decidieron afincarse en Arequipa, en la ciudad de Mollendo, para ser más precisos. Al parecer –y esto forma parte de la mitología familiar– mi abuelo materno era un abogado muy prestigioso, adinerado, culto y de talante aristocrático. Esa es, al menos, la imagen idealizada que mi madre nos legó y que, a su vez, le fue proyectada a ella por su nana, ya que mi abuelo se suicidó cuando mi madre tenía sólo cinco años y, por lo tanto, es poco lo que puede haber recordado de él. Mi abuela, por su lado, era de origen español y vivió hasta los setenta y tantos años. Era, curiosamente, una mujer de lo más corriente, frívola y chismosa, que debe haber sido muy guapa en su juventud, porque de otro modo no sé entiende que mi abuelo –si era tan ilustrado como se cuenta– se haya casado con ella y haya tenido seis hijos (cinco mujeres y un hombre), de los cuales las dos mayores también se quitaron la vida. En todo caso, parece que mi madre heredó los rasgos de personalidad de mi abuelo: sus modales señoriales, su altivez, su humanismo y su carácter melancólico. Era, para todos los efectos, una elegante dama de la alta sociedad mistiana. Mi padre, en cambio, era un arequipeño de pura cepa. Campechano, criollo, vital y nada cultivado. Hijo de un comerciante sin mayores aspiraciones, tenía, sin embargo, esa arrogancia –mezcla de orgullo y vanidad– que ha hecho célebres a los arequipeños y que fue, supongo, lo que le dio
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alas para aproximarse a una mujer como mi madre que pertenecía a una esfera social muy distinta. Era un hombre recio, apuesto, divertido y mundano, que conocía muy bien las artes de la seducción y que sabía soslayar sus orígenes andinos, la falta de lustre de su apellido y su condición de empleado de cuello y corbata. De este modo, se las arregló para conquistar a mi madre, en momentos en que la familia de esta había perdido ya sus viejos laureles. El resultado de esa unión no pudo ser más catastrófico, entre otras cosas porque los valores de uno y otra estaban en las antípodas. Mi madre, en efecto, apreciaba por encima de todo aquello que a mi padre le tenía sin cuidado: la educación y la cultura, pero también cierto tipo de confort material asociado con el refinamiento propio de una élite social ya inexistente pero que, a sus ojos, representaba todo aquello que daba sentido a la vida. La nobleza, pues, en su acepción más compleja: como forma elevada del espíritu, como ethos que contiene dentro de sí virtudes como la inteligencia, la honradez, el buen gusto, la discreción y la decencia. Mi padre, en cambio, era un hombre que no tenía una clara conciencia de sí mismo, de su identidad ni, por lo tanto, de sus valores. No era un presunto aristócrata venido a menos, como mi madre, pero tampoco era un pequeño burgués en el sentido propio de la palabra. Era un hombre honesto y luchador, ciertamente, pero carecía por completo del sentido del ahorro y no tenía idea de lo que significaba invertir. Era incapaz de pensar en el futuro y tenía una enorme dificultad para establecer «correctamente» las prioridades en lo que a gastos se refiere. Desde luego, esto se reflejaba dramáticamente en la
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economía familiar. Era muy hábil e ingenioso para las cosas prácticas pero, por alguna razón que desconozco, no podía evitar dejar las cosas sin terminar del todo, como si la precariedad fuera una condición existencial de la que no podía desprenderse. Finalmente, era soberbio pero sentía una mezcla de admiración y envidia por la gente que tenía plata, vestía ropa fina y manejaba autos caros. Eran, pues, dos individuos totalmente disímiles: introvertida, sofisticada y distante, una; extrovertido, chabacano y sentimental, el otro. Pero, de alguna manera, se atrajeron, se desearon y se convirtieron en marido y mujer. Fueron lo suficientemente ingenuos y entusiastas para creer que el amor diluiría las diferencias o, por lo menos, las haría irrelevantes. Pero estas no hicieron otra cosa que crecer en silencio, hasta convertirse en insalvables abismos que no tardaron en distanciarlos e indisponerlos mutuamente. Su matrimonio se transformó entonces en «un infierno consentido», para usar la expresión que emplea Michel Houellebecq para denominar a esa soledad de a dos en la que suele convertirse la vida de pareja. La gran paradoja radica en que ese matrimonio, incluso una vez convertido en un cotidiano campo de batalla, también fue, para mis padres, la (sin)razón de sus vidas. Obsesionados, como estaban, por forjar una familia feliz no cayeron en la cuenta de que el bello sueño se había tornado aterradora pesadilla. El deterioro de aquella relación tuvo, sin embargo, un desencadenante: un lío de faldas de mi padre sobre el que abundan las versiones contradictorias pero que se produjo
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cuando mi madre estaba embarazada de su tercer hijo y que la afectó irremediablemente hiriendo de muerte a un vínculo que, a pesar de ello, duró, contra todos los pronósticos, tres décadas más. Seis años después del infausto suceso, nacía, por desgracia, yo, entregado a las fauces de una familia en la que la armonía y la confianza brillaban por su ausencia. Habían sido sustituidas por una pila de secretos y mentiras cuyas consecuencias empecé a padecer muy pronto –unos padres que discutían todo el tiempo, unos hermanos que se tenían recelos que no atinaba a descifrar– y que me enseñaron que la vida familiar es la mejor expresión de las inclinaciones masoquistas del ser humano: un tormento colectivo que nos autoinflingimos de manera voluntaria.
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LA NOCHE OSCURA Planet earth is blue and there’s nothing I can do David Bowie
A pesar de todo, hay una época de mi vida que recuerdo con bucólica nostalgia. La que transcurrió, aproximadamente, entre los tres y los seis años de edad. Vivíamos entonces en Huánuco, en una gran casa, con techos a dos aguas, hecha de adobe, con un enorme jardín poblado de árboles de gran envergadura y de los que caían frutas de diversa índole; con un corral en la parte trasera, lleno de gallos de pelea, gallinas, pollos y patos, y con la infaltable presencia de un perro pastor alemán llamado Oso al que yo molestaba abusando de su paciencia hasta que se cansaba y con un solo movimiento de su cabezota me tiraba al suelo y ponía una pata sobre mi pecho para mantenerme inmóvil. El juego volvía a comenzar cuando yo le mordía la oreja y él me soltaba. Pero la vida en Huánuco no solo fue entrañable sino definitoria en muchos sentidos. Fue ahí donde empezó a forjarse el indestructible vínculo afectivo entre mi hermano mayor, que me llevaba 11 años, y yo. Dos sucesos, paradójicamente violentos, han quedado registrados en mi memoria como los férreos galvanizadores de un lazo que ya
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desde entonces se vislumbraba como algo especial y distinto al que habitualmente une a dos hermanos. Una noche en que, como era habitual, mis padres habían salido, yo cogí de una despensa una botella de formol y me la bebí. No sé muy bien cómo pero el hecho es que mi hermano se percató inmediatamente de lo ocurrido y prácticamente me ahogó en leche fresca, realizándome un lavado gástrico tan improvisado como efectivo y que, obviamente, salvó mi vida. En otra ocasión, él me estaba dando de comer y yo me resistía cerrando la boca o devolviendo los alimentos. Tomó entonces una carabina de balines que tenía sobre la mesa y disparó hacia el suelo con el afán de asustarme pero el tiro cayo sobre mis pies, sin hacerme mayor daño, es cierto, pero dándome tal susto que me puse a comer sin rechistar. La primera anécdota pasó a simbolizar, en mi imaginario infantil, la protección, el afecto y la sensación de seguridad que a partir de ahí representaría, para mí, su figura. La segunda anécdota, en cambio, lejos de ser una experiencia atemorizante o intimidatoria, fue procesada por mí de una manera curiosa: vi en ella la imagen de la autoridad que, ciertamente, utilizaba el temor pero no como un fin ni como un recurso arbitrario sino como una forma de reprenderme para que hiciera lo que mejor me convenía. Desde luego, ambos hechos pueden ser interpretados y asimilados de maneras muy distintas a como yo lo hice pero lo cierto es que, en virtud de esos acontecimientos, entre otros, mi hermano se convirtió, para
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mí, en sinónimo de protección, autoridad y respeto, es decir, en una figura paterna. Pero ni siquiera la presencia de un padre simbólico, que compensaba muchas de las carencias de mi verdadero padre, podía privarme de los miedos que como ser humano comencé a experimentar desde muy niño. La oscuridad de la noche se convirtió en mi imaginación en el escenario propicio para la aparición de fantasmas y monstruos que me quitaban literalmente el sueño. No sabía yo, en esa etapa pueril, que no hay más demonios que los que uno lleva adentro, así que, como cualquier chico de esa edad –cuatro o cinco años–, empecé a forjar mis propias «calaveras y diablitos», como dirían Los Fabulosos Cadillacs. Lo curioso es que esos temores infantiles muy pronto se tradujeron en imágenes en donde la muerte de mis padres aparecía como algo inminente. En uno de esos sueños –el más recurrente– yo estaba en un barco pirata y era testigo de cómo mi padre, inmovilizado en una silla de ruedas, era arrojado al mar. En otro, también reiterado, una pandilla de brujas secuestraba a mi madre y se la llevaba con rumbo desconocido. En ambos, el telón de fondo era la noche oscura e infinita. La muerte –la de mis padres y la mía– se transformó, desde entonces, en una fantasía constante. Era como si encontrara cierto placer en imaginar cómo sería, que ocurriría si mis padres dejaran de existir. Y si bien solía despertar muy asustado de mis tanáticas pesadillas, cuando pensaba en ello
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durante la vigilia lo que sentía era una indescriptible sensación de angustia pero, a la vez, una enorme curiosidad. No por lo que hubiera «después de la muerte» –jamás tuve, pese a haber estudiado en colegios católicos, ninguna predisposición a creer en un «más allá»– sino por lo que pasaría aquí conmigo. ¿Cómo me sentiría? ¿Quién cuidaría de mí? ¿Qué cosas me perdería y qué otras podría descubrir? Porque, siendo apenas un niño, ya la muerte ocupaba un lugar importantísimo en mi mente e incluso tenía una representación figurativa de ella, tomada ciertamente de las historietas que leía: la de un hombre cubierto de pies a cabeza por una túnica completamente negra y premunido de una guadaña. Una imagen muy parecida a la que muchos años después encontraría en esa extraordinaria película de Ingmar Bergman que es El sétimo sello y que constituye un verdadero arquetipo. La noche eterna. Era así como yo imaginaba la muerte. Y tal vez de ese miedo infantil proceda la dificultad para dormir que empecé a padecer cuando ni siquiera había cumplido diez años de edad y que, luego, con el paso del tiempo, se transformaría, paulatinamente, en un insomnio feroz con el que he tenido que aprender a convivir. Porque, para mí, dormir no ha sido nunca –o casi nunca– sinónimo de placentero reposo. Por el contrario, el final del día y la ineludible necesidad de acostarse siempre significaron el ingreso a una zona peligrosa, donde deambulaban monstruos de diversa índole que podían llevarse consigo a lo que yo más quería; una zona, además, de la que, tal vez, no había retorno;
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un hueco negro, pues, en el que uno se hundía tan pronto como perdía la conciencia. En tal sentido, mi insomnio quizás no haya sido motivado por otra cosa que por mi negativa, mi resistencia a dormir en la medida en que esa experiencia estaba siempre asociada con la muerte, con una especie de muerte temporal, de la que uno resurge al despertar pero sin que exista ninguna garantía de que ello vaya a ocurrir necesariamente. Pero ¿de dónde procedían estos pensamientos? ¿Cuál fue el origen de esa «natural» inclinación hacia la muerte? ¿Por qué, desde que tengo uso de razón, siempre hubo un lado mío para el cual vivir era poco menos que un suplicio? ¿Y qué experiencias fueron convirtiendo parte de mi existencia en un viaje peligroso y nocturno por carreteras oscuras, siempre al borde del abismo? Porque, para mí, la vida nunca ha sido una epopeya, una enérgica afirmación de la voluntad ni un acto de confianza frente al mundo sino una constante huída, una retirada en busca de cobijo, de refugio, de un rincón acogedor donde esconderme, protegerme, guarecerme. O, como dice John Banville, un lugar de calor uterino donde quedarme encogido, oculto de la indiferente mirada del sol y la severa erosión del aire.
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EL PADRE DEL CORDERO Después de recibir una buena tunda y ser humillado, me sentía libre. ORHAN PAMUK
Era un chico enfermizo, frágil y sin demasiado apego a la vida. Nunca heredé la tradición paterna de resolver las diferencias con los otros a puñetes. Opté más bien por ejercitar una mente y una lengua persuasivas, manipuladoras y, si así lo requerían las circunstancias, agresivas. Haciendo una paráfrasis de la archiconocida cita podría decirse que lo mío fue, desde muy temprano, mens insana in corpore insano. En efecto, la inteligencia era, para mí, un perverso mecanismo de defensa y ataque, un arma que yo blandía – desesperadamente– para sobrevivir en medio de la jungla que era la vida escolar, en particular, y la vida social, en general. Pero, como dijo alguna vez Santiago Auserón, «la inteligencia no sirve de nada, si la cabeza te cambia de color». Y mi cabeza parecía estar, de hecho, en permanente metamorfosis, intentando adaptarse a las cambiantes situaciones por la camaleónica vía de la mímesis. Un camino que, ciertamente, me permitió eludir (casi) todo tipo de confrontación física pero que, a cambio, me volvió bastante cobarde para plantarle cara a la realidad y me convirtió en una suerte de lisiado emocional, incapaz de lidiar con mis propios sentimientos .
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Además, y por eso digo casi, había un ámbito en el que el diálogo y la razón no servían de nada: mi casa. Sí, el espacio donde supuestamente debía sentirme más seguro –el hogar– era donde me sentía más vulnerable y en peligro. Y no por gusto: fue allí donde recibí las palizas más dolorosas y humillantes. Y es que mi familia tenía como jefe a un hombre para el cual un buen golpe valía siempre más que mil palabras: mi padre. Para él aquello de «la letra con sangre entra» era una verdad que debió estar grabada a fuego en el frontis de todas y cada una de las casas en que mi familia vivió antes de disolverse tras la muerte de mi madre. Una verdad que se imponía –o que debía imponerse– por su propio peso y que, por definición, no admitía objeciones. Por lo demás, la violencia de mi padre reunía algunos atributos que le son consustanciales como manifestación de poder. Era gratuita y arbitraria, es decir, no tenía justificación ni lógica alguna. Su propósito no solo era castigar sino humillar, eliminar todo rezago de dignidad en sus víctimas, en otras palabras, anular su autoestima. Y era brutal, es decir, no tenía ningún tipo de contemplaciones respecto al dolor que podía estar produciendo. No obstante, en su descargo –si cabe– hay que decir que su violencia era completamente impulsiva y ciega. No era el resultado de una maquinación previa –mi padre era demasiado elemental para eso– sino la reacción agresiva, inopinada y generalmente desproporcionada frente a cualquier
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cosa que, desde su estrechísimo punto de vista, pusiera en cuestión su autoridad. Recuerdo, por ejemplo, que, a mediados de los años setentas, cuando tenía unos 14 años, me volví hincha del fútbol argentino cuyos torneos seguía apasionadamente a través de la revista El Gráfico que todos los viernes llegaba a uno de los kioskos que estaba ubicado cerca de nuestra casa. Para mí la semana empezaba a tener sentido en el momento en que adquiría la revista de marras y concluía el domingo luego de asistir al estadio a ver al equipo de mis amores, el Sporting Cristal. Pues bien, desde la primera vez que vió El Gráfico circulando por la casa, mi padre dejó bien sentado que no solo le disgustaba profundamente que esa publicación anduviera por ahí sino que era una suerte de objeto prohibido cuya posesión podía tener graves consecuencias para mí. Como es de suponer, y sabiendo que mi viejo no se andaba con meras amenazas, opté por leer mis revistas en las horas en que él estaba en su trabajo y ponerlas, luego, a buen recaudo de su inquisitiva mirada. Ocurrió, sin embargo, que, llevado por el entusiasmo, un día tuve la malhadada idea de decorar mi cuarto con los posters que la revista El Gráfico traía consigo. Ni bien mi padre posó su mirada en las paredes de mi dormitorio, fue presa de una ira descontrolada que se tradujo, de inmediato, en el destrozo de los afiches en cuestión y en un ultimátum dirigido hacia mí.
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Pero yo no estaba dispuesto a renunciar a lo que más alegría me daba. Entre otras cosas, porque había sido testigo de cómo, durante años, mi hermano mayor se enfrentaba a mi padre en discusiones violentas que en más de una ocasión terminaron a los golpes. La diferencia era que, conforme pasaba el tiempo, mi padre ya no podía someter con tanta facilidad a mi hermano, quien no solo se rebelaba abiertamente contra él sino que, llegado el momento, empezó a ser capaz de responder a sus ataques de igual a igual. El ejemplo de mi hermano –una de cuyas memorables broncas con mi padre tuvo su origen en la defensa que hizo de mí ante una de las habituales bravuconadas de este– caló profundamente y, de alguna manera, trazó el camino de lo que sería de ahí en adelante la conflictiva e insumisa relación con mi padre. Y el fútbol argentino siguió siendo una de las manzanas de la discordia que, tarde o temprano, tenía que conducir a un desenlace explosivo. Este se produjo a raíz de la llegada a los kioskos de un extraordinario libro publicado por El Gráfico bajo el título de «El maravilloso mundo del fútbol», un volumen de lujo, de gran formato y, por ende, bastante caro. No me acuerdo muy bien cómo pero mi padre se enteró de mi intención de comprarlo y me advirtió que él no me daría ni medio sol para adquirirlo así que era mejor que me olvidase del asunto. No contó con que yo le respondería que eso a mí no me importaba porque conseguiría el dinero por mi cuenta para tener el libro. Semejante insolencia trajo las
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consecuencias que eran previsibles: una catana de aquellas, que me dejó hecho un guiñapo ante la mirada asustada pero impasible de mi madre. Al final me compré el libro pero tuve que dejarlo en el departamento de mi hermano mayor, que para ese entonces ya estaba casado y vivía a dos cuadras de mi casa, e ir a leerlo poco a poco y a hurtadillas durante las noches so pretexto de que iba de visita. Demás está decir que la sensación de estar violando un tabú no hizo sino acrecentar al máximo el placer que supuso aquella lectura. Sin embargo, faltaría a la verdad si dijera que la relación con mi padre fue de maltrato permanente. Ya lo he dicho: la suya era una violencia gratuita, arbitraria y, por lo tanto, inesperada, que era expresión de una ciega impulsividad que no medía, en lo más mínimo, sus consecuencias. Es cierto que fuimos sus hijos quienes la padecimos de un modo particularmente feroz, pero lo es también que, en muchísimas ocasiones, sus iracundos arrebatos tuvieron como víctimas a quienes pretendieron abusar, de una u otra forma, de sus seres queridos. Sí, porque, aunque suene paradójico, mi padre nos quería y nos quería a muerte. Y hubiera estado dispuesto a dar su vida por cualquiera de nosotros. A su manera, por supuesto. Una manera casi animal. Porque mi padre amaba y odiaba como un salvaje: sus sentimientos no tenían dobleces y se manifestaban de un modo tan inmediato como instintivo, sea cual fuere el ámbito en el que se moviese: como enloquecido, supersticioso y visceral hincha del Deportivo Municipal, siempre listo para sumarse a la gresca por quítame
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estas pajas; como orgulloso, indoblegable e incluso insubordinado trabajador que perdió más de un empleo por romperle la cara a sus jefes cuando estos se ponían faltosos; como justiciero ciudadano que no dudaba en agarrarse a trompadas con el ladrón que trataba de robarle la billetera o con el policía que pretendía abusar de su poder; y, last but not the least, como padre de familia que era capaz de matar (y de morir) en defensa de su esposa y de sus hijos sin importar la envergadura de su(s) adversario(s) ni las circunstancias en que se desarrollaban los acontecimientos. Pero si hay alguna experiencia que me trae a la memoria a mi viejo de cuerpo entero es el fútbol. Era, como he dicho, fanático del Deportivo Municipal pero, por encima de ello, era un apasionado del fútbol como deporte, como espectáculo y como ritual colectivo. Recuerdo con nitidez cuando me llevó por primera vez al Estadio Nacional a ver al «Echa Muni» que había recuperado el lugar que por entonces le correspondía en la primera división del fútbol peruano de la mano de un jovencísimo «Cholo» Sotil. Corría el año 1968 y el rival era nada menos que Universitario de Deportes que venía de hacer un campañón en la Copa Libertadores de 1967 ganándole a Racing Club y River Plate de Argentina aunque eso no fuera suficiente para llegar a la final. Esa noche mágica aprendí varias cosas: que «la» tribuna a la que iría siempre con mi viejo era la Popular Sur, que la U era el enemigo jurado, que el Estadio era una suerte de zona liberada donde se me permitía decir e
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incluso gritar a voz en cuello todas las lisuras que se me ocurriesen no solo sin que se me censure sino incluso con el beneplácito de mi padre y sus amigos que me incitaban alegremente a ello. Pero también aprendí algo que no fue del agrado del viejo: que yo no sería hicha del Municipal, por mucho que él me dijera que era el equipo con la camiseta más bonita, con la barra más ingeniosa y que tenía a Sotil, junto con Cubillas, la más grande promesa del fútbol nacional en ese momento. Al final la U ganó 5 a 2 pero nos fuimos con la alegría de ver un premonitorio golazo del «Cholo» luego de driblear a varios adversarios. Desde ese día, mis fines de semana estuvieron consagrados, por lo menos hasta que entré a la universidad a ir al Estadio, sea para ver el Torneo Descentralizado de aquella época, sea para ver la Copa Perú. En ambos casos, siempre había un sentimiento, una pasión que hacía que se tratara de una experiencia suprema. De hecho, para mí y para mi padre, no había nada más importante que hacer en el tiempo libre –del trabajo, en su caso; del colegio, en el mío– que ir al Estadio Nacional a alentar a nuestros equipos: él al Muni y yo al Cristal. Tanto que hasta ahora «siento» la ansiedad que nos embargaba desde que nos levantábamos y que transformaba todo lo que hacíamos en una mera antesala del momento esperado: salir de casa para tomar el colectivo que nos llevaría al Estadio.
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Recuerdo como si fuera ayer las carreras para llegar a la boletería y comprar las entradas, carreras que no tenían ninguna otra justificación –porque siempre llegábamos tempranísimo, mucho antes de que empiece el primer partido del doblete, triplete e incluso cuatriplete programado para la ocasión– que la prisa de mi padre por estar ya sentado en las graderías, allí en Sur, en la parte alta, cerca de la tribuna de Oriente; las colas y apretaderas para ingresar al Estadio con el trasfondo intimidatorio de la policía montada repartiendo varazos a diestra y siniestra; las carretillas con «sánguches» de hot dog, de huevo o de carne –de dudosa procedencia pero a quién le importaba eso entonces– que se situaban en las afueras del recinto; el olor de las flores y de los anticuchos que se vendían un poco más allá; el grasoso pero adictivo dulzor de aquellos churros que salían de ollas llenas de aceite recalentado, el sabor inolvidable de la canchita, el maní, la «revolución caliente» y el sanguito que vendían en la tribuna y la poderosa sazón del seco de res con frejoles –con su bicarbonato más «para que no haga mal»– que se consumía en la cafetería que estaba junto a unos baños cuya pestilencia no resultaba ni remotamente incómoda. Y en medio de todo ese folclore la cariñosa complicidad con mi padre, una complicidad que terminaba cuando regresábamos a casa –con la radio portátil en la oreja escuchando los siempre polémicos comentarios de Pocho Rospigliosi, Lucho Garro, Littman Gallo u Óscar Artacho– felices si habíamos ganado, furiosos si habíamos perdido, pero nunca tristes ni aburridos y mucho menos hastiados, sino siempre renovados y recargados, palpitando
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ya los partidos de la siguiente fecha. Para que empiece de nuevo el catártico ritual de cada fin de semana. Tal vez por esa razón, es decir, porque intuía que todo aquello tenía un carácter formativo –«la universidad de la vida», como diría el legendario Leopoldo Fernández, Tres Patines– a mi padre le gustaba decir que yo me crié en la tribuna sur del Estadio Nacional. Y no le faltaba razón porque fue ahí donde asimilé todo aquello que el colegio era incapaz de enseñarme: los códigos de la calle, el roce social –entendido no como contacto con las clases altas sino más bién como proceso de «contaminación» de todos los sectores en un país que vivía una etapa de efervescencia socio-cultural generada a partir del golpe militar del general Juan Velasco Alvarado– y, por encima de todo, la experiencia de que había muchas maneras de ser y de comportarse, distintas todas ellas pero igualmente legítimas, aunque solo fuera dentro del marco multitudinario pero perfectamente acotado de un partido de fútbol. En el contexto de aquellas exacerbadas jornadas futboleras mi padre se convertía, para mí, en un gigante. Pero un gigante bueno, amoroso y protector, que poco tenía que ver con el ogro abusivo y despótico en el que se transformaba cuando estábamos en casa. Y no porque en el Estadio fuese otro, a la manera de un Dr. Jekyll y Mr. Hyde, sino porque los mismos atributos que definían su personalidad se revelaban de manera distinta en ambos escenarios. Entonces su autoritarismo se convertía en firmeza de carácter, su machismo
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en virilidad, su iracundia en coraje, su impulsividad en pasión, su arrebatada vehemencia en impetuosa energía, su brusquedad en arrojo. De ahí que, cuando íbamos al Estadio, yo me sintiera completamente a salvo, seguro de que, sea cual fuera el peligro, ahí estaba mi padre para defenderme con éxito. Y es que, para bien y para mal, mi viejo era characato hasta el tuétano, con esa famosa nevada como parte consustancial de su ser. No importaba que fuera flaco, desgarbado y, en sus últimos tiempos, macilento. No importaba que quien tuviera al frente lo doblara en peso y tamaño. Cuando la cosa se ponía caliente el hombre se transformaba y metía rodillazo, combo, cabezazo, patada y codazo con una naturalidad y contundencia que lo hacían difícil de vencer. Y es que él no peleaba con la fuerza de su cuerpo –aunque fuesen sus extremidades las que lanzaban los golpes– sino con la de su resentimiento, su frustración, su cólera. Las mismas que se ponían en acción cuando nos metía esas cueras que serían para el recuerdo sino fuera porque las heridas emocionales que dejaron eran, y son, para el olvido. Y esos sentimientos de frustración que movilizaban inconscientemente a mi padre no eran gratuitos. El hombre había crecido en medio del desamparo al que lo sometió mi abuelo –otro ejemplar de aquellos– quien, no contento con abandonarlo a manos de su hermana, se opuso –me pregunto ¿con qué autoridad moral?– a que esta le pagase los estudios
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de ingeniería mecánica en Chile, condenándolo a renunciar a sus aspiraciones y dejando en su interior una bomba de tiempo que no cesó de estallar a lo largo de su vida, haciéndola volar en mil pedazos. Pero con la misma indomable impulsividad con la que mi padre peleaba, también amaba y expresaba sus afectos. Y es que de él podía decirse cualquier cosa menos que era indiferente. Nunca olvidaré su impotente llanto, sentado en las escaleras del departamento que ocupábamos en Miraflores, cuando uno de mis hermanos –el tercero– fue metido tras las rejas por la dictadura de Velasco durante unos disturbios producidos en los alrededores de la avenida Larco. Tampoco sus incontenibles lágrimas cuando mi madre murió y él sintió, con toda la intensidad de la que era capaz, que se quedaba solo para siempre, «perdido como un perro», según sus propias palabras. Pero también es imposible olvidar sus locos arrebatos de alegría y efusión sentimental –que tanto me desconcertaban e incluso avergonzaban– cuando había fiestas familiares en las que estaban presentes sus hijos y sus nietos, haciendo realidad por un instante su sueño de ver a toda la familia unida bajo un mismo techo. El viejo era así. En sus mejores momentos, un torrente incontenible de pasión y vitalidad que impresionaba por su despliegue de energía, sus alardes de virilidad tanto como por su poder de seducción. En sus peores momentos, un verdadero energúmeno que hablaba con las manos y que no era capaz
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de entender otro lenguaje que no fuera el de los golpes. En la mayoría de los casos, sin embargo, mi padre no era otra cosa que un hombre sencillo e inseguro, incapaz de arriesgar cuando de cosas verdaderamente importantes se trataba. Al respecto, su relación con el dinero era reveladora: le quemaba las manos y, entonces, no encontraba mejor forma de librarse de la responsabilidad de administrarlo que entregándole el sobre con su sueldo a mi madre. No tenía la más puta idea de cómo invertirlo para hacerlo crecer ni de cómo gastarlo y, por lo tanto, era extraordinariamente tacaño en lo trascendente –la educación de sus hijos, por ejemplo– y olímpicamente manirroto a la hora de adquirir los últimos juguetes que la tecnología ofrecía en ese momento (llámese televisores o equipos de sonido). Su negativa a asumir un crédito hipotecario para la compra de un departamento, por ejemplo –solo explicable por su naturaleza timorata en materia económica–, nos condenó a llevar una vida de eternos inquilinos que, con el paso del tiempo, nos hizo caer irremediablemente en la escala social, para vergüenza de mi madre para quien vivir fuera de los linderos de Miraflores ya constituía, de por sí, una desgracia stricto sensu. En tal sentido, la historia de mi familia fue, desde que llegamos a Lima para quedarnos, una espiral descendente que solo tocó fondo cuando mis padres, ya liberados de la carga económica que suponía la manutención de su último hijo –o sea, yo– se toparon con la triste y desoladora realidad de que no tenían nada, de que sus respectivos sueldos de
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jubilación tampoco alcanzaban ya para nada y de que ni siquiera sus hijos estaban en condiciones de ayudarlos. Sobrevino entonces la catástrofe, una catástrofe que empezó, sin duda, con la muerte de mi madre pero que continuó luego con la miserable viudez de mi padre, su absurdo deceso y los esperpénticos esfuerzos de cada uno de sus hijos por tratar de eludir un destino cada vez más funesto.
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EL AGUJERO INTERIOR Madre, tú me dejaste pero yo nunca te dejé JOHN LENNON
¿Y dónde estaba mi madre cuando mi padre daba rienda suelta a su furia y la emprendía a golpes contra mí? La pregunta es, por supuesto, retórica. Ella siempre estaba ahí pero sin hacer nada. Como un testigo mudo, horrorizado pero, al mismo tiempo, impotente. Una presencia que era, a la vez, una ausencia. Y que solo se hacía sentir cuando la paliza había terminado y allí estaba ella para darme consuelo, flaco consuelo cuando lo que yo hubiera querido era que ella se interpusiese entre mi padre y yo y evitara o detuviera el castigo. ¿Por qué no lo hizo? Es una pregunta que siempre me he hecho y que nunca ha encontrado una respuesta satisfactoria. Porque mi madre no era una mujer sumisa y temerosa de mi padre. Por el contrario, era más bien altanera e incluso despectiva con él. Y tampoco era de aquellas madres que consideraban que una buena tunda fuera la mejor forma de enderezar a sus hijos, a pesar de que ocasionalmente recurría a un cocacho, un pellizco o un jalón de orejas para ponernos en vereda. Y, sin embargo, su inacción era reveladora de algo, o más bien de que algo le faltaba, es decir, de una carencia. Esa carencia que, desde que estuve en su útero, me transmitió a través del cordón
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umbilical, y que explica, en parte por lo menos, mi proverbial falta de autoestima. Si mi padre padeció el abandono afectivo de mi abuelo, mi madre experimento algo mucho peor. Su padre se quitó la vida cuando ella tenía cinco años. Este acontecimiento –sumado al suicidio de sus dos hermanas mayores– la marcaron para siempre. Fue un conjunto de hechos que no pudo superar jamás. Claro, en esa época ir al psicólogo era una práctica que se consideraba reservada para la gente loca y el psicoanálisis era una terapia muy poco difundida. Entonces, mi madre tuvo que cargar, sin ningún tipo de apoyo ni orientación, con el peso de esas muertes incomprensibles y fue finalmente aplastada por ellas. Yo recién me enteré de esos sucesos después del fallecimiento de mi madre y pude, entonces, comenzar a entender las razones de su carácter melancólico y, en el tramo final de su vida, francamente depresivo. Porque no me caben dudas de que, independientemente del mal que clínicamente la llevó a la tumba, ella se dejó morir. Y lo peor del caso es que sus hijos asistimos con los brazos cruzados a su caída. Una caída no sólo anunciada sino escenificada a vista y paciencia de todos nosotros. Al respecto, la recuerdo, meses antes de su muerte, haciendo todo lo posible por ocultar su desdicha, su falta de ganas de vivir, detrás de una penosa máscara dibujada por el alcohol. Temblaba visiblemente y pasaba el día sola sin hacer nada, cosa que a mí –pobre imbécil–
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me irritaba profundamente porque me parecía que su abatimiento era un síntoma de debilidad que ella no podía ni debía permitirse. En ese momento, yo creía, ingenuamente, que nuestro estado emocional dependía de nuestra voluntad y que mi madre había tirado la toalla sin que hubiera ninguna verdadera razón para ello. Sin embargo, esas razones existían: su matrimonio era un desastre y su vida había perdido todo sentido desde el momento en que se fue a Huancayo siguiendo a mi padre como siempre lo hizo: sin ningún convencimiento, simplemente porque ese era su deber como esposa o porque, a pesar de todo, la compañía de mi padre era preferible a la soledad. No obstante, tengo la certeza de que ella sabía que esa decisión sería fatal porque alejarse de sus hijos y, sobre todo, de sus nietos significaba abandonar todo aquello que le hacía sentir que su vida valía la pena. Entonces, ¿por qué lo hizo? ¿Por qué no se quedó en Lima viviendo en casa de una de sus hermanas o de uno de sus hijos? ¿Por qué optó por cortar, de la manera más absurda, la soga que la mantenía unida con el ancla de la vida? ¿Por qué, en fin, eligió suicidarse lentamente? No es fácil responder a estas preguntas, entre otras cosas, porque, como ya he dicho, el tema de los suicidios de mi abuelo y de mis tías fue siempre un tabú familiar. Un oscuro secreto de cuya existencia empecé a sospechar cuando, teniendo 20 años, me fui de casa de mis padres a vivir solo y mi viejo, con lágrimas en los ojos, me suplicó que, por favor, no siguiera
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los pasos de la familia de mi madre. Pero también porque ella vivía la vida como una fatalidad ineludible y libremente asumida. Como si su destino ya estuviera escrito de antemano y fuera inútil resistirse. Así había sido, en efecto, desde que tengo memoria. Desde aquel momento aciago en que «descubrió» la supuesta infidelidad de mi padre y todo, absolutamente todo, se derrumbó para ella. Creo que en ese durísimo trance mi madre se vió a sí misma puesta en la encrucijada decisiva de su existencia. Debía escoger entre lo que su conciencia le dictaba –dejar a mi padre– o lo que las convenciones aconsejaban –tragar saliva, hacerse de la vista gorda y continuar como si nada hubiera ocurrido. Pero ella no hizo ni lo uno ni lo otro: no le perdonó nunca a mi viejo el presunto desliz, acumuló todo el rencor del que era capaz y se resignó a seguir unida al hombre al que, desde ese instante, despreciaría para siempre. Es decir, hizo justamente lo que no debía hacer: renunciar a sí misma e inmolarse en el altar de «su familia». Ese sacrificio, sin embargo, era, para ella, la penitencia que debía cumplir por lo que le había ocurrido a su padre y a sus hermanas. Un castigo que no era susceptible de ser evitado. Casi una maldición. La desventura que se derivaría de aquella infausta decisión ensombrecería definitivamente la vida de mi madre. Pero, en realidad, el infortunio era, para ella, un estigma cuyos orígenes se remontaban a aquellas terribles muertes. En algún lugar de su inconsciente, mi madre –una mujer profundamente católica– parecía estar convencida de
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que no tenía derecho a ser feliz y que el sufrimiento era el precio que había que pagar para redimirse de la culpa por el pecado mortal en que habían incurrido mi abuelo y mis tías. Solo así puedo explicarme que mi madre haya soportado una vida en común que solo le traería decepciones y que ella somatizaría luego bajo la forma de una úlcera que no la dejaría en paz hasta el fin de sus días. No quiero decir con esto que mi madre fuese una persona permanentemente desdichada pero sí que había en torno a ella un halo de pesadumbre y desconsuelo que estaba directamente vinculado con la temprana defunción de sus ilusiones. No por casualidad uno de sus libros preferidos era Buenos días, tristeza, de Francoise Sagan. Y, aunque suene paradójico, tampoco era gratuito que uno de sus poemas favoritos fuese If de Rudyard Kipling, esa oda al poder de la voluntad a la que mi madre se aferraba como un ideal precisamente porque sabía que sus sueños se habían hecho trizas, como diría el tango, «en un abrazo que le diera la verdad». De ahí que la firmeza de su fe fuese inversamente proporcional a la conciencia de su flaqueza. Y que sus ganas de vivir fueran, paulatinamente, desvaneciéndose para dejar su lugar a un paralizante «sentimiento» de apatía. Había, en efecto, algo de estoico en el comportamiento de mi madre. No solo en su pasiva aceptación de lo que, a sus ojos, era inevitable sino también en la indolencia con la que hacía frente a sus padecimientos. Nunca la oí quejarse de
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sus dolores ni lamentarse de sus frustraciones. Pero tampoco la vi rebelarse contra ellos. Era como si para ella no hubiera lugar, en esta vida, para reclamos ni protestas. Como si el sufrimiento fuera algo tan consustancial a la experiencia de ser humano que había que aprender a convivir serenamente con él. Tal vez por ahí –la idea cristiana de que la base de la educación está en el quebranto de la voluntad– esté la explicación a la aparente impasibilidad con la que contempló las palizas que me propinó mi padre y el silencio cómplice que guardó ante los maltratos de los que fui víctima por parte de las monjas y curas de los colegios en los que estudié.
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ESCUELA CERRADA No guru, no method, no teacher VAN MORRISON
«Pegar a los hijos se consideraba un método pedagógico fundamental; las bofetadas formaban parte integrante de la marcha cotidiana de los días, como las oraciones o los deberes. En principio, no hacía falta una razón, un motivo en especial para la paliza diaria; los padres y educadores pegaban a los niños por pura tradición, para respetar las costumbres». Esta frase del escritor húngaro Sándor Marai refleja plenamente lo que fue mi vida al interior de mi familia y del colegio. Lo curioso –o mejor sería decir, lo dramático– es que Marai habla de una experiencia situada en el contexto de las dos primeras décadas del siglo XX y lo que yo viví se remonta a los años setentas de la centuria pasada. Hay cincuenta años de distancia y, sin embargo, la violencia –física y psicológica– seguía siendo la columna vertebral de la educación. No es de extrañar, pues, que al mundo le haya ido como le ha ido: después de todo, son esas generaciones que crecieron bajo el signo del terror las que, más tarde, tendrían en sus manos el destino del planeta.
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De la violencia paterna ya hablé in extenso. Ahora me toca referirme al muy amable trato que me prodigaron monjas y curas desde los 6 hasta los 16 años. El hecho de que ellas fueran mis mentoras en primaria y ellos en secundaria podría hacer creer que la intensidad de los golpes propinados para que «entrara en razón» fue aumentando gradualmente. Nada más falso. Las «madres» pegaban con la misma dureza, saña y crueldad que los «padres», y ni unas ni otros paraban mientes en la eventual fragilidad de sus víctimas. Por el contrario, parecían actuar movidos por la convicción de que el castigo era el mejor remedio para la debilidad del cuerpo, de la voluntad y del espíritu. Así lo prueba la forma tan democrática con la que repartían cachetadas, reglazos y puñetes. No importaba la naturaleza de la falta cometida: hablar en clase, llegar tarde, desobedecer al profesor, incumplir la tarea asignada, no llevar el uniforme completo, etc. Lo decisivo era que tu acción u omisión pusiera en entredicho –voluntaria o involuntariamente– la autoridad de aquellas personas en quienes nuestros padres habían delegado la responsabilidad de educarnos. En el caso de quienes estudiamos en colegios religiosos, no dejaba de ser sintomático que ellos fueran llamados «madres», si eran monjas, y «padres», si eran sacerdotes. Como si entre nuestros padres biológicos y estos «padres putativos» existiera, como de hecho existía, una identificación, una continuidad, un acuerdo tácito según el cual no sólo el maltrato estaba permitido sino que se consideraba parte necesaria y consustancial de una buena educación.
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Al respecto, recuerdo que en una ocasión, cuando estaba en secundaria, un profesor de música –¡qué brutal ironía!– agarró a golpes a un alumno porque no sabía distinguir el sonido de un violín dentro del magma sinfónico que nos hacía escuchar en un tocadiscos dizque de alta fidelidad. Pero, en su enloquecido arrebato, el energúmeno perdió los papeles y no contento con sacudirle unos buenos mamporros, empezó a estrellarle la cabeza contra la pizarra. Cuando el chico daba muestras evidentes de estar grogui, el «maestro» se detuvo, echó al estudiante fuera del salón y, dirigiéndose a toda la clase que asistía aterrada al espectáculo, nos lanzó una filípica en la que nos advertía del alto costo que podía tener para nosotros el no prestar la debida atención a lo que estaba tratando de enseñarnos. Al día siguiente, el alumno que había co-protagonizado el incidente se presentó al colegio con su padre para protestar por el abuso inflingido. Pasando por encima de las secretarias que le suplicaban que se tranquilizase, el furioso padre dirigió su pasos a nuestra aula con la intención evidente de sacarle la mierda al profesor de música. En el momento en que entraba al salón, sin embargo, ocurrió algo inesperado: padre y maestro se vieron las caras y se reconocieron de inmediato. En un sentido simbólico pero también en un sentido literal: ambos habían sido compañeros en la escuela y, seguramente, habían sufrido lo que nosotros padecíamos en ese momento. Y, en lugar de agarrarse a trompadas, se dieron un fuerte abrazo,
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intercambiaron sonrisas, se susurraron algunas frases cómplices y se despidieron. En ese momento, todos los alumnos estábamos pasmados mientras el profesor nos miraba, satisfecho, con una mezcla de superioridad y condescendencia. Ninguna otra anécdota me reveló de una manera más perfecta que era inútil pretender que mis padres me protegieran de quienes fungían de maestros. Había que apañárselas solos y para ello era preciso no ser «bueno», es decir, obediente, dócil, sino parecerlo. Y a ejercitarme en ese arte de la representación, del que dependía mi integridad, me dediqué con toda mi energía e inteligencia. Y la verdad es que mal no me fue, al menos si, en retrospectiva, comparo mi suerte con la de muchos de mis compañeros. Es cierto que no me faltaron los «tortazos», como decía una monja cuya pequeña estatura era inversamente proporcional a su sadismo, ni los castigos inquisitoriales –el que más recuerdo era uno que consistía en mantenerse arrodillado sobre unas chapitas de metal con los brazos abiertos en cruz durante horas– pero tampoco me cabe duda, a la luz de las atroces vejaciones a las que fueron sometidos otros, de que la saqué barata, muy barata. Me las arreglé, además, lo mismo que mis compañeros de clase, para tomarme mis pequeñas venganzas. Las más cotidianas iban desde «meter chongo» hasta arrojarle proyectiles y salivazos al profesor cuando estaba distraído. Pero las venganzas más dulces y las que disfruté con mayor gozo fueron de otra índole y tuvieron por objeto ya no a tal
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o cual profesor, a tal o cual cura, sino al colegio mismo como institución. La mayor, sin duda, fue volverme impermeable a todo aquello que trataban de inculcarme y desarrollar un rechazo visceral hacia todo tipo de autoridad y, en particular, hacia la autoridad religiosa. Otras fueron escabullirme para no asistir a las misas, desacatar interiormente todas las órdenes sin dar pábulo para que me reprendan y negarme sistemáticamente a participar de los retiros así como de la «vida social» del colegio. En tal sentido, haber saboteado algunas de las actividades que se organizaban para recaudar fondos para la patética fiesta de promoción y, puntualmente, haber sido el único de todas las secciones que no asistió a esa tradicional celebración, figurarán siempre en la lista de las poquísimas cosas que recuerdo con orgullo de mi paso por ese castrante y ominoso cuartel que, para mí, fue el colegio.
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HUMANO, DEMASIADO HUMANO Me gusta andar por las calles algo perro, algo máquina, casi nada hombre MARTÍN ADÁN
Siempre fui un tipo fragmentado, disociado, desintegrado, incapaz de reunir los pedazos –experiencias vitales, vínculos afectivos, relaciones sociales, recuerdos, etc.– que conformaban mi vida. Por ejemplo, desde que me mudé de Miraflores a Barranco, cuando tenía 17 años y ya estaba en la universidad, mis dificultades para manejar situaciones en las que estuvieran presentes amigos procedentes de círculos distintos se acentuaron notablemente. Cada grupo de amigos –definido por mis distintos gustos, aficiones e intereses– era, para mí, como un coto cerrado que no debía mezclarse con el otro. Lo que no sabía en ese momento es que esa resistencia a articular mis diferentes redes sociales era una expresión inconciente y autodestructiva de mi negativa a integrar los distintos aspectos de mi personalidad. Poco a poco, dejé de frecuentar a algunos de esos grupos de amigos y a frecuentar algunos otros hasta que, a partir de un determinado momento, opté por renunciar a cualquier forma de «gregarismo» y por vincularme de forma rigurosamente individual con las personas, lo que significaba evitar en la medida de lo posible reunirme con más de un
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amigo a la vez. Mis vínculos afectivos pasaron a ser no solo independientes el uno respecto del otro sino que en mi mundo interno cada uno de ellos ocupaba una suerte de compartimento estanco separado de los demás. Así, se me hizo normal ver a cada uno de mis viejos amigos por su lado y nunca, o casi nunca, juntos; mantener a mis novias al margen de mi familia o amigos; vivir en simultáneo una serie de vidas paralelas y que no tenían ninguna posibilidad de entrecruzarse en algún punto. Esto me condujo progresivamente a un estado de aislamiento que ha sido el resultado de dos actitudes contradictorias pero que produjeron el mismo efecto: el odio visceral contra mí mismo y el egoísmo más rabioso. Ambas inclinaciones se concentran en lo que se conoce como misantropía, esa aversión al trato con los seres humanos que es propia de aquellos individuos que, a través de un proceso indudablemente patológico, se vuelven a tal punto intolerantes con sus semejantes que, ante la imposibilidad de sustraerse por completo a su contacto, se limitan a soportarlo y a reducirlo al mínimo. Yo no sé si sea un misántropo pero no solo no tengo ninguna simpatía por el género humano sino que me parece tan despreciable que me identifico plenamente con el poeta César Calvo cuando expresa su deseo de nacionalizarse serpiente en su memorable libro titulado Las tres mitades de Ino Moxo. Tal vez discreparía en la elección de la especie –preferiría convertirme en un felino– pero convengo con él en su abominación de la raza humana.
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Eso no quita que, a pesar de eso, y como ser humano que soy, sienta ocasionalmente la necesidad de estar con otro semejante, en el mejor de los casos –cuando se trata de alguno de mis escasos amigos– para disfrutar de su compañía, y, en el peor, para recordarme lo canallas y miserables que somos. Basta mirar diariamente los noticieros de la televisión para constatar hasta qué punto todos los discursos que abogan por el humanismo, sea en su variante cristiana –el hombre como ser «creado a imagen y semejanza de Dios»– o en su acepción secular moderna –el hombre como centro del universo, amo y señor de la naturaleza– no son otra cosa que cháchara autocomplaciente. Ya lo dice Dostoievsky: el hombre es el único animal verdaderamente cruel, perverso, el único que mata sin necesidad, por puro placer, con saña, alevosía y ventaja. El «asesino por naturaleza», para emplear la frase que da título a la película de Oliver Stone. El criminal par excellence. Y que no solo mata sino que tortura, es decir, se regodea en el dolor ajeno. El único ser vivo que no respeta límite alguno, que sobrepasa constantemente los linderos de lo permisible y que posee una capacidad (auto)destructiva aparentemente inagotable. Para decirlo en breve, sólo el hombre puede ser siempre peor de lo que ya es. Y, para colmo de las ironías, cree que mejora, por el hecho de que, como dijera Marx, es capaz de transformar sus condiciones materiales de existencia. Cosa que no está en discusión, por cierto, pero que nada tiene que ver con el supuesto progreso moral de la humanidad.
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Por eso, cuando se difunde al mundo la noticia de que un individuo ha destrozado a hachazos a otro, que lo ha mutilado y ha guardado sus pedazos en el congelador, que se lo ha comido con su voluntaria anuencia, que ha encerrado y violado sistemáticamente a su hija y asesinado a los hijos que ha procreado con esta, en fin, cuando nos enteramos de alguna de las innumerables atrocidades que el ser humano es capaz de cometer y, de hecho, comete, resulta, por lo menos, paradójico que se diga que se trata de actos inhumanos. ¿Inhumanos? Todo lo contrario: son humanos, demasiado humanos, para usar –aunque sea fuera de contexto– la célebre expresión de Nietszche. ¿Con qué autoridad moral el hombre califica de monstruosos e irracionales esos actos cuando el único monstruo es, precisamente, el hombre, y cuando la realización de los episodios más macabros exige, justamente, una racionalidad tan rigurosa como bestial? Y esto no significa, como pudiera alegarse, que hay seres humanos «malos» que no hacen honor a su condición de tales y seres humanos «buenos» que serían los que mantienen viva la esperanza del humanismo. Porque el «monstruo» vive en todos y cada uno de nosotros, y nunca se sabe cuándo ni bajo qué circunstancias ese «monstruo» puede salir de su jaula para hacer gala de su barbarie. ¿Y la civilización? ¿Qué hace la civilización? ¿Refrena la barbarie? ¿O, por el contrario, la refina hasta extremos alucinantes? ¿O no ha sido Occidente, el «emblema» de la civilización, el que ha protagonizado los episodios más
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sofisticadamente cruentos de la historia? ¿Qué puede decirse de la guerra en su versión cibernética, aquella de la que hemos sido testigos y/o partícipes en Irak o Afganistán? Simplemente que ahora el hombre está en pleno dominio de sus facultades tanáticas y que puede realizar verdaderos genocidios con una asepsia que ni los jefes más avezados de la Gestapo hubiera siquiera soñado. La civilización, pues, como sugiere Irvine Welsh, «no erradica el salvajismo y la crueldad, solo da la impresión de volverlos menos escabrosos y teatrales». ¿Quiere esto decir que somos peores que antes? Tampoco. Los fervorosos teóricos de la decadencia como Spengler son igual de «iluminados» que los ilustrados partidarios del progreso solo que el signo se ha invertido. Ya no avanzamos sino que retrocedemos. Pero ¿en qué época la humanidad ha sido lo bastante sana como para decir que, desde entonces, no hemos hecho otra cosa que declinar? Ni la Antigua Grecia ni el Renacimiento parecen ser otra cosa que idealizaciones sin fundamento. Como también lo es, en tiempos más recientes, la puesta en un pedestal de los sesentas como «década prodigiosa». Es cierto que siempre podemos ser más abyectos de lo que ya somos pero ese es un rasgo de la humanidad de todos los tiempos. Y la barbarie de ayer no es ni mejor ni peor que la de hoy. En todo caso, siempre he encontrado muchas más razones para desconfiar del género humano que para depositar mi esperanza en él. Y muchos más motivos para morir que
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para vivir. Lo cual, ciertamente, me ha hecho un flaco favor pues me ha predispuesto anímicamente en contra del flujo natural de la vida y me ha impedido disfrutar –sin temores ni vacilaciones– de lo que ella, a pesar de todo, ofrece. Por lo demás, nunca he podido explicarme por qué la gente se aferra a la vida cuando no parece haber ninguna razón que lo justifique. Tal vez sea por miedo a la muerte. Al respecto, es harto conocido el razonamiento socrático: si no sabemos qué ocurre después de la muerte entonces no hay por qué temer, pues resulta absurdo sentir miedo ante lo desconocido. Pero, creo que en ese punto, como en muchos otros, el viejo filósofo griego estaba dorándole la píldora a sus «discípulos». Porque justamente lo que infunde más temor es lo desconocido. Y, claro, el hecho de que, como señala Henning Mankel, la muerte ataque tan al azar. Pero, además, está el dolor, el sufrimiento que está aparejado con la muerte. Un tema desdeñosa y sospechosamente soslayado por la filosofía. Porque ¿qué se puede oponer al contundente argumento de que la muerte supone un dolor físico y/o emocional que resulta aterrador para cualquiera que no esté mal de la cabeza? ¿La meditación? ¿El control mental? ¿La filosofía como consolación? ¿La fe en una vida mejor después de la muerte? Bullshit. Sólo el terror ante la inminencia de la muerte puede –aunque suene paradójico– hacer que, abrumados por la impresión, asistamos impávidos y supuestamente serenos a nuestra propia desaparición.
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LA MALDICIÓN DE PANDORA Buscarla era como buscar un refugio en el abismo. Una tentación y a la vez un suicidio. HARUKI MURAKAMI
La miré, suspiré hondo y me lo prometí solemnemente: no volvería a mirar a una chica. Cuando me hice este juramento tenía apenas 11 años. Demasiado pronto para estar decepcionado de las mujeres pero lo cierto es que ya me habían roto el corazón y me habían calentado los huevos en más de una ocasión. Y ya no estaba dispuesto a soportarlo de nuevo. Estaba terminando mis estudios primarios en un colegio mixto de monjas españolas donde la censura moral era directamente proporcional a la arrechura sexual y donde el manoseo y los chapes eran moneda corriente desde tercer o cuarto grado. Uno de mis amigos, incluso, ya alardeaba de haber debutado y no había muchas razones para dudar de ello, si tenemos en cuenta que yo era testigo de sus encerronas en el baño de la casa de una chica de la que yo estaba templado pero que, para variar, no me daba bola. Es más: tuvo el cuajo de aceptar mi declaración de amor pero de no dejarme darle más que besitos inocuos. Y la verdad es que yo ya estaba hasta la coronilla de que me tengan en pindinga porque no era la primera vez. Antes,
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me había enamorado perdidamente de un niña rubia, de ojos azules, de origen norteamericano –sí, misma Barbie– que me dijo que se lo iba a pensar y que me fue dando largas hasta que dejó el colegio. Yo lloraba como un pelotudo escuchando los discos de 45 RPM de mi hermana –ya saben: Los Iracundos, Los Ángeles Negros, Jeanette, Piero, Leonardo Favio, Sandro, Nino Bravo, Camilo Sesto, etc.– mientras daba vueltas por la sala de mi casa sin ser capaz de entender por qué el rechazo o la indiferencia de las chicas que me gustaban me hacía sufrir tanto. Para aumentar mi confusión, las vecinas de la quinta en la que vivía –chicas mayores, de 15 o 16 años, que ya habían cruzado la pista hacía rato– se vacilaban dándome unos besos con lengua que me ponían tan excitado que ni bien tenía la oportunidad de meterme al baño me masturbaba hasta más no poder. Pero, claro, esas chicas estaban fuera de mi alcance –como potenciales enamoradas, quiero decir. Y lo que yo quería era tener una «hembrita», que fuera solo mía y con la que pudiera realizar las fantasías sexuales que rondaban mi cabeza desde que descubrí en la mesa de noche de mi hermano un libro que desataría en mí el onanismo más desenfrenado: Memorias de una pulga. Ninguna experiencia erótica ulterior superaría las cotas de placer que obtuve con los orgasmos que me deparó la lectura de ese volumen. De manera que cuando me hice el juramento aquel ya sabía de lo que me iba a perder si renunciaba a las mujeres.
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Pero era consciente también de los padecimientos que me iba a evitar. Y, además, ya había descubierto que las llaves que abrían las puertas del placer estaban literalmente en mis manos. Así que la relación costo–beneficio me parecía ampliamente favorable, más aún teniendo en cuenta que en secundaria iba a estudiar en un colegio de curas que no era mixto pero sí era caro (al menos, para mis padres). Me dediqué, pues, a estudiar lo suficiente como para estar en el cuadro de honor, requisito necesario para mantener la beca que se me había otorgado. Los fines de semana, ya lo he dicho, estaban dedicados a asistir a mi templo particular: el Estadio Nacional. Por supuesto, no pude mantener el juramento por muchos años. Pero mi relación con las mujeres siguió siendo desastrosa. Nunca me fue bien con ellas. En mi adolescencia sólo supe de rechazos, mis escarceos juveniles fueron escasos y dejaron la imborrable huella del abandono, mi matrimonio fracasó rápidamente y los esporádicos romances posteriores a mi divorcio fueron un calvario y terminaron siempre mal. Y es que jamás he sabido entender a las mujeres: o me son indiferentes o me aferro a ellas con una desesperación rayana en la locura. De cualquier forma, lo cierto es que siempre salgo mal parado. Y esa es la razón por la cual nunca dejaré de arrepentirme por haber roto aquel juramento infantil. Esa es la razón también por la que se me ocurrió escribir este misógino ejercicio dialéctico:
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Mujer que no jode es hombre. ¿Quién no ha escuchado esta frase que las damas calificarían con seguridad de machista? Y, sin embargo, se trata de una expresión que forma parte del lenguaje coloquial y que es perfectamente inteligible aún cuando se trata de una suerte de oxímoron lógico e incluso si uno –y sobre todo una– rechaza el sentido de la consigna. Que es obvio y que, sin duda, refleja un prejuicio propio de lo que una feminista militante calificaría como sociedad falocéntrica, a saber, que las mujeres son per se conflictivas, problemáticas, jodidas. ¿Por qué perder el tiempo, entonces, en un enunciado ingenioso pero cuya evidencia no parece dejar espacio para ninguna reflexión? Porque, como suele ocurrir con el lenguaje, detrás o debajo del sentido manifiesto existe otro latente, connotativo y ciertamente metafórico que sí da que pensar. En efecto, al afirmar que las mujeres son «por naturaleza» jodidas, lo que se está diciendo, en primer lugar, es que es imposible que una mujer no lo sea. No obstante, la frase no nos permite inferir que los hombres per se no sean jodidos. Solo sugiere que, a diferencia de lo que ocurre en el sexo femenino, es posible encontrar, en el género masculino, individuos que no joden. La idea que queda flotando –y que es la que interesa explorar aquí– es aquella según la cual las mujeres son de una naturaleza radicalmente distinta al hombre no solo, ni principalmente, por su estructura genital y genética sino por su modo de ser, el mismo que, según la frase, queda condensado en el hecho de que joden.
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Joder, entonces, es, de acuerdo a esta expresión, un rasgo definitorio de las mujeres –necesario, dirían los filósofos– en tanto que constituye un atributo masculino apenas contingente, es decir, que puede o no estar presente. Toda mujer, en cambio, jode necesariamente porque si no jode deja de ser mujer («es hombre», lo cual es una contradicción en los términos). Esto queda categóricamente proclamado en otra máxima que pareciera gemela de la que nos ocupa: «jodes como hembra», donde nuevamente se reafirma que el joder es un predicado del sustantivo mujer y que solo por un desplazamiento semántico puede ser atribuido al hombre. Demás está decir que el término «joder» está aquí entendido en su acepción de «molestar, fastidiar» o en la de «arruinar, destrozar», mas no en la de «practicar el coito», como se dice en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. Pero algo más se desliza en esta curiosa afirmación y es que los motivos por las cuales las mujeres joden carecen de todo fundamento racional. Es decir, las mujeres joden por la sencilla razón de que no pueden dejar de hacerlo. Joder es, por así decirlo, algo que les nace de los forros, de las vísceras. Un impulso, pues, tan profundamente arraigado que no puede hacer otra cosa que manifestarse. Ahora bien, lo que la frase sugiere, además, es que a quienes joden las mujeres es a los hombres pues son estos los que no solo acuñan la expresión sino que la emplean para desvalorizarlas. Y, algo fundamental, para subrayar que las mujeres son extrañas, incomprensibles, raras. Es decir, son «lo
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otro», aquello que «nosotros» (los hombres) no somos. El sexo opuesto: nuestra némesis. Ya oigo las voces de protesta de las féminas y también de muchos varones «bien pensantes» que encontrarán estas reflexiones tan reaccionarias como ociosas. Pero, seamos francos, dejemos a un lado por un momento lo que es «políticamente correcto» y preguntémonos, como hacemos con harta frecuencia, «¿quién entiende a las mujeres?». Porque si las mujeres nos resultan jodidas, si nos complican la vida es porque no las comprendemos y porque sentimos que no nos comprenden. Y me atrevería a decir que incluso cuando creemos comprenderlas, estamos lejos de lograrlo. Como si hombre y mujer fueran dos paradigmas inconmensurables, donde no hay lugar para la comunicación sino únicamente para el malentendido. Pero ocurre que el malentendido es la condición de posibilidad y también el límite de la comunicación. Como dice Philip Roth «vivir consiste en malentender al prójimo, malentenderlo una vez y otra y muchas más, y, entonces, tras una cuidadosa reflexión, malentenderlo de nuevo. Así sabemos que estamos vivos, porque nos equivocamos». Y esto es particularmente cierto con respecto a las mujeres. Por eso la apoteosis del orgasmo es la experiencia suprema por excelencia, la única que le permite a hombres y mujeres alcanzar esa comunión que ninguna otra forma de relación –incluyendo eso que se llama amor– puede lograr. Desde luego, el orgasmo no hace que seamos más felices ni que nos entendamos mejor. Por
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el contrario, nos hace terriblemente conscientes de la ilusoria fugacidad de ese extático momento de comunión de los cuerpos y de las almas. Y, de paso, nos revela que, contra lo que los hombres nos empeñamos en creer, la mujer es esencialmente un abismo insondable que nos absorbe, nos chupa, nos exprime dejándonos completamente debilitados y deshechos. A la luz de este texto, ¿puede decirse que soy un misógino y que odio a las mujeres? Tal vez. Pero sé, al mismo tiempo, que me resultan irresistibles. Una sola mirada, el contoneo de su cuerpo, una caricia y, claro está, un buen polvo me descalabran por completo y me pueden convertir en un completo idiota capaz de hacer cosas de las que, pasado el hechizo, me avergüenzo por completo. Pero, por más esfuerzos que hago, recaigo una y otra vez en esa telaraña que las féminas saben tejer tan bien y de la que solo puedo escapar activando un viejo mecanismo de defensa: activar el congelador que llevo dentro de mí y que me vuelve insensible. Cómodamente insensible.
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N.N. Tengo un ambicioso plan: consiste en sobrevivir NACHO VEGAS
Pedro K. Así es como me conocen todos. Dicen que me parezco a un ignoto cantante de rock subterráneo limeño, que respondía a ese alias. Pero yo he visto fotos suyas y no encuentro similitud física alguna. A pesar de ello, el pseudónimo ha quedado y ya nadie me llama por mi nombre. Y de tanto escucharlo, ha acabado por gustarme. Tiene una resonancia obviamente kafkiana: ese halo plomizo, anónimo y mediocre con el que me identifico plenamente. Y del cual me siento orgulloso a pesar de todo. Claro, ustedes se preguntarán cómo puede uno sentirse satisfecho de ser un tipo corriente, sin nada que lo distinga del promedio pero ocurre que no poseer atributos llamativos es grandioso porque uno se vuelve, de algún modo, invisible. Y eso permite pasar siempre desapercibido, lo que constituye una enorme ventaja: nadie se fija en ti, ergo, nadie te jode. Y eso ya es mucho decir, por lo menos para mí. Desde luego, esta vocación por el anonimato no es casual. El sufrimiento es la mejor escuela y cuando la interacción con los demás ha sido una experiencia sistemáticamente dolorosa, uno se vuelve no sólo desconfiado sino temeroso de los otros. Y entonces uno se refugia dentro
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de sí mismo y trata, por todos los medios, de evitar todo contacto –empezando por el contacto visual– con los seres humanos. Por eso –ya que no puedo vivir encerrado en mi habitación– yo siempre voy por el mundo cabizbajo y nunca miro a los ojos de la gente. No solo porque no me gusta sentirme observado sino porque me da miedo. Cuando ello ocurre, por un descuido mío o por alguna circunstancia ineludible, empiezo a sudar y la angustia se apodera de mí. Tengo la impresión que la persona en cuestión tiene malas intenciones y, como me considero un hombre absolutamente débil y vulnerable, me acobardo fácilmente y emprendo la huída. Por eso detesto andar por la calle y odio las multitudes. Y como no sé ni me interesa manejar auto, trato de desplazarme lo menos posible y así mi vida transcurre entre mi habitación y la universidad, donde trabajo como profesor de filología. Sí, ya sé que parece inverosímil que yo, precisamente yo, que huyo de la gente como de la peste, me dedique a la enseñanza pero es que no sé hacer otra cosa para ganarme la vida. Pero ustedes se preguntarán cómo hago para sobrellevar la experiencia de estar frente a decenas de alumnos que tienen depositada su atención en mí. Pues debo decir que no ha sido fácil habituarme a ello pero lo he conseguido. Y, aunque parezca contradictorio, el hecho de que sea una masa humana la que me escucha me facilita las cosas. En primer lugar, porque no miro a nadie cuando hablo: fijo la vista en la pared que está frente a mi pupitre, me concentro en lo que voy a decir y me dejo llevar por las palabras. Entro así en una especie de trance, del cual solo salgo cuando el reloj me indica que la
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clase ha terminado. Demás está decir que no doy pie a que los alumnos participen ni hagan preguntas –mucho menos que me busquen fuera de clase– pero, al parecer, soy un muy buen expositor –claro y preciso–, lo cual me permite pasar piola sin tener la necesidad de establecer la más mínima comunicación personal con ellos. En todo caso, y como una forma de protección adicional, siempre estoy con los audífonos puestos escuchando música a un volumen muy alto y solo me los quito el tiempo exacto que dura mi perorata. Los alumnos me ven, claro está, como un bicho raro pero como soy puntual, responsable y conozco la materia que dicto, no tienen quejas. Además, suelo ser bastante relajado a la hora de corregir exámenes, de manera que rara vez desapruebo a alguien. Esa es otra manera de no llamar la atención. Así, mi vida transcurre de manera predecible, aburrida pero felizmente tranquila. Porque no hay nada peor para mí que las sorpresas, los sobresaltos, en fin, la irrupción súbita de lo inesperado. Se infiere fácilmente de ello que soy un hombre de costumbres muy rígidas: me levanto siempre a la misma hora, sigo a rajatabla una rutina prefijada de antemano y me acuesto regularmente a las once de la noche. Obviamente, no puedo impedir que ocurran cosas imprevistas o que la realidad me obligue a salir momentáneamente de mi habitual monotonía. Pero –aunque toda alteración trae consigo un fuerte componente de ansiedad y tensión emocional, que puede, incluso, conducirme a la desesperación– trato de minimizar ese riesgo, por un lado, reduciendo al máximo mi radio de actividades y, por otro, eligiendo siempre aquellas
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que impliquen el menor movimiento tanto físico como anímico. Para lo cual es imprescindible domeñar mis deseos de manera tal que sea poco, muy poco lo que necesite para vivir en paz. Desde este punto de vista, no he hecho otra cosa, a lo largo de mi existencia, que ejercitarme en el desapego –material y afectivo– siguiendo la enseñanza de los estoicos, esos grandes sabios de la antigüedad. Cómo llegué a adoptar este modo de vida es algo que no tengo muy claro. Probablemente se trate de una reacción –originalmente inconsciente y luego asumida de manera deliberada– a una infancia y adolescencia desagradablemente nómadas. Sí, los primeros cinco años de mi vida los pasé errando –por razones de trabajo de mi padre– de Lima a Huancayo, de Huancayo a Huaraz, de Huaraz a Jauja, de Jauja a Huanuco, en un viejo Opel K-det en el que, por alguna razón que no llegaba a comprender, viajábamos los seis miembros de la familia, arrumados los unos contra los otros, en las condiciones más incómodas que cabía imaginar, y por unas atroces carreteras nocturnas y llenas de niebla, en las que tampoco entendí cómo no sufrimos algún accidente fatal. Una vez establecidos en Lima, se acabaron, los viajes hasta bien entrada mi adolescencia pero continuaron los desplazamientos, ahora bajo la forma de sucesivas mudanzas de un distrito a otro. Esta tendencia a cambiar de domicilio procedía del hecho de que mis padres siempre vivieron en casas alquiladas, lo que los obligaba a estar constantemente en una precaria situación de tránsito. Esto generó en mí una profunda sensación de desarraigo que no me abandonaría
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jamás. De hecho, sólo desde que me fui a vivir por mi cuenta –cosa que ocurrió a los veinte años– he contabilizado alrededor de treinta lugares de residencia. Y no exagero: he vivido en San Borja, Miraflores, Corpac, Callao, Pueblo Libre, San Miguel, Barranco, Surco, Surquillo, Lince, San Isidro, etc. He vivido en casas, departamentos, habitaciones y hasta hoteles trasladándome de un sitio a otro a razón de una vez por año, en promedio. No obstante, esta aparentemente irresistible y compulsiva necesidad de mudarme de casa no es, en absoluto, expresión de un espíritu «gitano» o aventurero. Es simplemente el resultado de una incapacidad para «sentar cabeza», para consolidar una identidad y un espacio propios. Es, en realidad, y aunque resulte paradójico, el fruto de una personalidad transtornada que le tiene fobia a todo cambio pero que pretende compensar este déficit por la vía absurda y tortuosa de liar bártulos y llevar la mochila a otra parte cada dos por tres. Porque, a decir verdad, estos movimientos me han servido, curiosamente, para quedarme en el mismo lugar: en esa morada inmutable que es mi mundo interior. Un universo poblado de hábitos, manías, supersticiones, traumas, miedos y fantasías que se resisten a cambiar y que convierten mi vida en un predecible guión de película barata donde los hechos, los leitmotivs y los desenlaces son siempre, e inevitablemente, los mismos: una serie de capítulos inconexos gobernados por una ciega fatalidad.
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SIN PENA NI GLORIA M ONÓLOGOS
D E U N DESCONOCIDO
se terminó de imprimir en setiembre de 2010 en los talleres de Códice ediciones S.A.C. Galicia 190, Urb. Higuereta, Surco Telefax: 273 2055 Lima - Perú
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