LOS PADRES APOSTÓLICOS (SIGLOS l-ll)
Después de la Ascensión del Señor al Cielo y de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, los Apóstoles, cumpliendo el mandato de Cristo, se dispersaron por todo el mundo entonces conocido para llevar a cabo la misión que el Señor mismo les había confiado: id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 19-20). Muy pronto, comenzando por Jerusalén y por Judea, el Cristianismo se extendió por toda Palestina y llegó a Siria y Asia Menor, al norte de Africa, a Roma y hasta los confines de Occidente. En todas partes, los Apóstoles y los discípulos de la primera hora transmitieron a otros lo que ellos habían recibido, dando así origen a la Tradición viva de la Iglesia. Los primeros eslabones de esta larga cadena que llega hasta nuestros días son los Apóstoles; de ellos penden, como eslabones inmediatos, los Padres y escritores de finales del siglo I y primera mitad del siglo II, a los que habitualmente se denomina apostólicos por haber conocido personalmente a aquellos primeros. El nombre proviene del patrólogo Cotelier que, en el siglo XVI, hizo la edición príncipe de las obras de cinco de esos Padres, que según él «florecieron en los tiempos apostólicos». En esa primera edición, figuran la Epístola de Bernabé (que entonces se supuso equivocadamente que había sido escrita por el compañero de San Pablo en sus viajes apostólicos); Clemente Romano (que efectivamente, según el testimonio de San Ireneo, conoció y trató a los Apóstoles Pedro y Pablo); Hermas (a quien erróneamente se identificó con el personaje de ese nombre citado por San Pablo en la Epístola a los Romanos); Ignacio de Antioquía (que muy bien pudo conocer a los Apóstoles), y Policarpo (de quien San Ireneo testimonia explícitamente que había conocido al Apóstol San Juan). A estas obras se unieron poco a poco las de otros Padres o escritores de esa época que se fueron descubriendo: la «Didaché» ( «Doctrina de los Doce Apóstoles»), que es el más antiguo de estos escritos; la homilía llamada «Secunda Clementis» (se atribuyó por algún tiempo a aquel gran Obispo de Roma), y otras obras, como las «Odas de Salomón» o los pocos fragmentos de Papías de Hierápolis que se conservan. Característica común de este grupo de escritos, no muy numeroso, es que nos transmiten la predicación apostólica con una frescura e inmediatez que contrasta con su vetusta antigüedad. Son escritos nacidos en el seno de la comunidad cristiana, casi siempre por obra de sus Pastores, destinados al alimento espiritual de los fieles. La Iglesia estaba entonces recién nacida y, aunque desde el principio tuvo que sufrir contradicciones (basta leer el libro de los Hechos de los Apóstoles), no permitió el Señor que la asaltaran, en esta época tan joven, grandes herejías como las que surgirían más tarde. Como escribe el antiguo historiador de la Iglesia, Hegesipo, sólo «cuando el sagrado coro de los Apóstoles hubo terminado su vida, y había pasado la generación de los que habían tenido la suerte de escuchar con sus propios oídos a la Sabiduría divina, entonces fue cuando empezó el ataque de errores impíos, por obra del extravío de los maestros de doctrinas extrañas». Estos , como los hemos llamado, no se proponen defender la fe frente a paganos, judíos o herejes (aunque algún eco de tal defensa se encuentra de vez en cuando), ni pretenden desarrollar científicamente la doctrina, sino que tratan de transmitirla como la han recibido, con recuerdos e impresiones a veces muy personales. Su estilo es, por eso, directo y sencillo;
hablan de lo que viven y de lo que han visto vivir a los primeros discípulos: aquellos que conocieron a Cristo cuando vivía entre los hombres y tocaron —como afirma San Juan—al mismo Verbo de la vida (cfr. 1 Jn 1, 1). La datación de estos escritos va desde el año 70 (en vida, por tanto, de algunos de los Apóstoles) hasta mediados del siglo II, cuando muere Policarpo de Esmirna, que había conocido al Apóstol San Juan. Un largo arco de tiempo, cuya parte final se superpone a los comienzos de la segunda etapa, la de los apologistas y defensores de la fe, que pondrán los fundamentos de la teología y pasarán el relevo de la Tradición —superando numerosas persecuciones, de dentro y de fuera—a los que serían las luminarias de los grandes Concilios ecuménicos de la antigüedad. JOSÉ El
ANTONIO tesoro
de
LOARTE los
Padres
Rialp, Madrid, 1998
Suelen llamarse padres apostólicos los autores de los escritos más antiguos del cristianismo (fuera de los que constituyen el Nuevo Testamento), que pertenecen a la generación inmediata a la de los apóstoles. En su mayor parte son cartas, instrucciones o documentos de carácter muy concreto y ocasional. No hay en ellos pretensión de exponer de manera ordenada o sistemática el mensaje cristiano, sino que responden a determinadas exigencias concretas de las cristiandades en un determinado momento. De ahí que predominen los temas más bien morales, disciplinares o cultuales sobre los propiamente dogmáticos, y que su contenido doctrinal no aparezca como muy rico o profundo. Sin embargo, se insinúan algunas de las que habían de ser líneas fundamentales del pensamiento cristiano: la Iglesia fundada sobre la tradición de los apóstoles, claramente diferenciada del judaísmo y con cierta organización cultual y administrativa; el valor soteriológico de la encarnación y muerte de Cristo, Hijo de Dios; el bautismo y la eucaristía como sacramentos fundamentales, etc. Suelen incluirse entre los padres apostólicos: Clemente Romano, el desconocido autor de la Didakhe o Doctrina de los doce apóstoles, Ignacio de Antioquía, Policarpo de Esmirna, el autor de la llamada carta de Bernabé, Papías de Hierápolis y Hermas. Algunos de sus escritos, particularmente la primera carta de Clemente Romano, la carta de Bernabé y el Pastor de Hermas, parece que llegaron a tener en ciertas cristiandades una autoridad y consideración análogas a las de los escritos apostólicos que se incluyen en el canon del Nuevo Testamento. JOSEP VIVES Los Padres de la Iglesia
Ed. Herder, Barcelona, 1982
LOS PADRES APOSTÓLICOS Bajo esta denominación, que es del siglo xvii, se comprende a una serie de escritores cristianos del siglo i o de principios del ii y algún otro relacionado con ellos, caracterizados por una especial proximidad a los Apóstoles. Es una cercanía en el tiempo, hasta el punto de que algunos llegaron a conocer a los Apóstoles personalmente, o a través de alguno de sus discípulos inmediatos, lo que les hace testigos privilegiados de la primera tradición; si tenemos
en cuenta que alguno de sus escritos es probablemente anterior al evangelio de San Juan, advertiremos hasta qué punto parte de esta literatura es temprana. Pero es una cercanía también en el fondo y en la forma de sus escritos, que recuerdan los del Nuevo Testamento; además, igual que éstos, no suelen ser tratados sistemáticos sino que obedecen a las necesidades concretas de unas determinadas comunidades, a unas situaciones específicas; quizá por eso nos dan informaciones aún más valiosas. Estos escritos proceden de áreas geográficamente alejadas, pertenecen a géneros diferentes y tratan de temas distintos. Siguiendo un orden que quiere ser cronológico, y aunque la relación podría ser algo distinta, son: 1. La Didajé. Es fundamentalmente un conjunto de normas morales y de organización interna; posiblemente es del siglo 1, aunque tal vez se incluya materiales de la primera mitad del siglo u; quizá su origen es sirio o palestino. 2. SAN CLEMENTE DE ROMA, el tercer sucesor de San Pedro, escribió una Carta a los Corintios poco después del año 96, anterior por tanto al Evangelio de San Juan, y con un estilo que recuerda al de las cartas de los Apóstoles. 3. De SAN IGNACIO, obispo de Antioquía, se conservan siete cartas; las escribió en su camino hacia Roma, a donde era llevado hacia el año 110 para sufrir el martirio. 4. De SAN POLICARPO, obispo de Esmirna, tenemos también una carta, relacionada con las anteriores, y escrita hacia el año 130 o algo después. 5. PAPÍAS, obispo de Hierápolis, oyó predicar a San Juan y escribió hacia el 130; sólo nos ha llegado algún pequeño fragmento de sus escritos. 6. De antes del año 138 es también una llamada Epístola de Bernabé, de autor desconocido, quizá de Alejandría. 7. De un tal HERMAS se conserva el Pastor, una obra escrita bajo la forma de un apocalipsis («revelación») y que parece estar redactada en parte en tiempos de Clemente de Roma y en parte entre el 140 y el 150. 8. De mediados de siglo es también un escrito, falsamente atribuido a San Clemente de Roma con el nombre de Segunda Carta a los Corintios. El conjunto de todas estas obras cabe en un volumen de proporciones reducidas. Sin embargo, su importancia es grande, especialmente la de la Didajé, y la de las cartas de Clemente de Roma y de Ignacio de Antioquía.
La Didajé Didajé es una palabra griega que significa «enseñanza» y con la que se suele conocer
abreviadamente la obra llamada «Instrucción del Señor a los gentiles por medio de los doce Apóstoles» o también «Instrucciones de los Apóstoles». Es una colección de normas morales, litúrgicas y de organización eclesiástica que debían de estar en vigor ya desde algún tiempo, recopiladas ahora sin pretender ordenarlas ni hacer una síntesis. Tenía tal prestigio en la
antigüedad, que Eusebio de Cesarea tuvo que hacer notar que no se trataba de un escrito canónico. Sin embargo, después se perdió, y no fue recuperada hasta finales del siglo xix, cuando se encontró en un códice griego del siglo xI del patriarcado de Jerusalén. La época de su composición no se conoce, aunque se ha investigado con mucha atención. En general, se puede resumir lo que sabemos diciendo que, si por su contenido, que parece reflejar una situación ya alejada de la era apostólica, se podría suponer que es del período que va del año 100 al 150, la ausencia de citas de los Evangelios sinópticos y otros argumentos hacen pensar que es muy anterior, quizá de los años 50 al 70; ahora se suele opinar que podría muy bien pertenecer ya al siglo i, al menos en algunas de sus partes. A lo largo de sus 16 capítulos, en general muy breves, se encuentra una profusión de consejos morales, presentados bajo el esquema del camino de la vida y el de la muerte, así como instrucciones litúrgicas y normas disciplinares. Respecto a la liturgia, son interesantes las normas que se dan para la administración del bautismo, que al parecer se solía hacer por inmersión en los ríos, aunque se admitía el bautismo por infusión, derramando agua sobre la cabeza; la prescripción del ayuno antes del bautismo, y de los ayunos en los días señalados, que son los miércoles y los viernes, distintos a los de los judíos; los ejemplos que se dan de plegarias eucarísticas; y la insistencia en la necesidad de purificación, tanto para la Comunión como para la oración en general; también se alude a la Eucaristía como sacrificio. Respecto a la jerarquía, no se describe con detalle su organización; se habla de obispos y diáconos, pero no de presbíteros; el papel que dentro de la jerarquía tienen los profetas itinerantes es aún considerable. Se regula la asistencia a los peregrinos, recordando la necesidad de trabajar para no ser gravosos a los hermanos. La palabra «iglesia» se utiliza con el sentido de asamblea, de reunión de los fieles para la oración; pero también con el otro sentido de Iglesia universal, el pueblo nuevo de los cristianos, subrayando especialmente que esta Iglesia es una y santa. Es de la Didajé de donde arranca la comparación de la unidad de la Iglesia con la del pan hecho de muchos granos de trigo que se hallaban antes dispersos por los montes.
San Clemente de Roma y su epístola a los Corintios
Según San Ireneo, al que debemos la lista más antigua de obispos de Roma, y tal como se recogió mucho más tarde en el canon romano de la misa, es el tercer sucesor de San Pedro: Lino, Cleto, Clemente; quizá conoció a San Pedro y San Pablo. Parece que era de origen judío. Sólo nos ha llegado un escrito suyo, la Epístola a los Corintios. Por los datos que ella misma nos da referentes a una segunda persecución, que sería la de Domiciano, parece que fue escrita poco antes del año 96. Era tan apreciada que aún en los tiempos de Eusebio de Cesarea, según él nos dice, se seguía leyendo en las reuniones litúrgicas de algunas Iglesias; de hecho, aunque la carta obedece a unas circunstancias determinadas, está escrita de manera que tenga un valor permanente y pueda ser leída ante la asamblea de los fieles.
El suceso que la motivó es muy interesante en sí mismo. En Corinto, la comunidad había depuesto a los presbíteros, y el obispo de Roma, al parecer sin ser solicitado, interviene para corregir el abuso, con unas expresiones que parecen ir más allá de la normal solicitud de unas Iglesias por otras y que se comprenden mejor desde la perspectiva del primado de la sede romana: Clemente casi pide perdón por no haber intervenido antes, como si éste fuera un deber suyo. Además, la epístola presenta el testimonio más antiguo que poseemos sobre la doctrina de la sucesión apostólica: Jesucristo, enviado por Dios, envía a su vez a los apóstoles, y éstos establecen a los obispos y diáconos. Los corintios han hecho mal al deponer la jerarquía y nombrar a otras personas; la raíz de estas discusiones es la envidia, de la que da muchos ejemplos, bíblicos en especial, y Clemente les exhorta a la armonía, de la que también da muchos ejemplos, sacados hasta del orden que se observa en la naturaleza. Incidentalmente, la epístola nos atestigua la estancia de San Pedro en Roma, la muy probable de San Pablo en España, el martirio de ambos, y la persecución de Nerón. La resurrección de la carne ocupa también un lugar importante en la epístola. Se distingue además claramente entre laicado y jerarquía, a cuyos miembros llama obispos y diáconos y, a veces, presbíteros, nombre con el que parece englobar a unos y a otros; la función más importante de éstos es la litúrgica. Recoge también una oración litúrgica, muy interesante, que termina con una petición en favor de los que detentan el poder civil.
San Ignacio de Antioquía
Como hemos dicho, Ignacio escribió sus famosas siete cartas de camino hacia Roma, a donde era llevado a sufrir el martirio. Cuatro fueron escritas desde Esmirna a las Iglesias de Éfeso, Magnesia, Tralles y Roma; en ellas les da las gracias por las muestras de afecto hacia su persona, les pone en guardia contra las herejías y les anima a estar unidos a sus obispos; en la dirigida a los romanos, les ruega que no hagan nada por evitar su martirio, que es su máxima aspiración. Las otras tres las escribió desde Tróade: a la Iglesia de Esmirna y a su obispo Policarpo, a los que agradece sus atenciones, y a la Iglesia de Filadelfia; son semejantes a las otras cuatro, añadiendo la noticia gozosa de que la persecución en Antioquía ha terminado y, en la dirigida a Policarpo, da unos consejos sobre la manera de desempeñar sus deberes de obispo. Estas cartas son una fuente espléndida para el conocimiento de la vida interna de la primitiva Iglesia, con su clima de mutua solicitud y afecto; nos muestran también los sentimientos de Ignacio, llenos de amor a Cristo. A través de ellas, Ignacio deja ver con especial claridad la pacífica posesión de algunas de las verdades fundamentales de la fe, lo que resulta aún de mayor interés por lo temprano de su testimonio. Así, Cristo ocupa un lugar central en la historia de la salvación, y ya los profetas que anunciaron su venida eran en espíritu discípulos suyos; Cristo es Dios y se hizo hombre, es Hijo de Dios e hijo de María, virgen; es verdaderamente hombre, su cuerpo es un cuerpo verdadero y sus sufrimientos fueron reales, todo lo cual lo dice frente a los docetas (del griego dokéo, parecer), que sostenían que el cuerpo de Cristo era apariencia.
Es en estas cartas donde encontramos por vez primera la expresión «Iglesia católica» para referirse al conjunto de los cristianos. La Iglesia es llamada «el lugar del sacrificio»; es probable que con esto se refiera a la Eucaristía como sacrificio de la Iglesia, pues también la Didajé llama «sacrificio» a la Eucaristía; además, «la Eucaristía es la Carne de Cristo, la misma que padeció por nuestros pecados». La jerarquía de la Iglesia, formada por obispos, presbíteros y diáconos, con sus respectivas funciones, aparece con tanta claridad en sus escritos, que ésta fue una de las razones principales por las que se llegó a negar que las cartas fueran auténticas por parte de quienes opinaban que se habría dado un desarrollo más lento y gradual de la organización eclesiástica; pero esta autenticidad está hoy fuera de toda duda. El obispo representa a Cristo; es el maestro; quien está unido a él está unido a Cristo; es el sumo sacerdote y el que administra los sacramentos, de manera que sin contar con él no se puede administrar ni el bautismo ni la Eucaristía, y hasta el matrimonio es conveniente que se celebre con su conocimiento. Respecto a éste, Ignacio sigue de cerca la enseñanza de San Pablo: que las mujeres amen a sus maridos y los maridos a sus mujeres, como el Señor ama a su Iglesia; pero a los que se sientan capaces les recomienda la virginidad. En el saludo inicial de la carta a los romanos, Ignacio se excede y trata a la Iglesia de Roma de forma distinta a como trata a las demás, con especiales alabanzas. El tono general de la salutación se puede tomar como un testimonio del primado de Roma, aún de mayor interés por provenir del obispo de la sede de Antioquía: una sede antigua, que cuenta a San Pedro como su primer obispo, establecida en una de las ciudades mayores y más influyentes del Imperio, en la que además comenzaron a llamarse cristianos los seguidores de Cristo. Alguna de sus frases, aunque de interpretación difícil, subraya esta impresión: es la Iglesia «puesta a la cabeza de la caridad», cuyo significado más probable parece ser que es la Iglesia que tiene la autoridad para dirigir en lo que se refiere a lo esencial del mensaje de Cristo. Para San Ignacio, la vida del cristiano consiste en imitar a Cristo, como Él imitó al Padre. Esa imitación ha de ir más allá de seguir sus enseñanzas, ha de llegar a imitarle especialmente en su pasión y muerte; es de ahí de donde nace su ansia por el martirio: «soy trigo de Dios, y he de ser molido por los dientes de las fieras, para poder ser presentado como pan limpio de Cristo». Por otra parte, esa imitación viene facilitada porque Cristo vive en nosotros como en un templo y nosotros llegamos a vivir en Él; por eso los cristianos estamos unidos entre nosotros, porque estamos unidos a Cristo.
San Policarpo de Esmirna y su epístola a los Filipenses
Según San Ireneo, Policarpo había sido discípulo de San Juan, y hecho obispo de Esmirna por los Apóstoles. Su prestigio era grande, y trató con el papa Aniceto de la unificación de la fecha de la Pascua, que en las Iglesias de Asia era distinta, sin que llegaran a un acuerdo. El año 156 Policarpo murió mártir; conocemos los detalles de su martirio por una carta contemporánea que lo relata y que forma por tanto parte del grupo que en sentido amplio llamamos actas de los mártires, y que estudiaremos más adelante. De las varias cartas que Policarpo escribió a Iglesias vecinas y a otros obispos, de las que tenía conocimiento Ireneo, nos ha llegado sólo una Epístola a los Filipenses, con la que acompañaba una copia de las de San Ignacio; en realidad, es probable que se trate de dos cartas escritas con
unos años de diferencia y que al ser copiadas juntas han llegado a unirse, pues la nota acompañando al envío no parece estar muy de acuerdo con la extensión y el tipo de temas que se tratan después y que recuerdan la de Clemente de Roma a los corintios. En ella insiste en que Cristo fue realmente hombre y realmente murió; que hay que obedecer a la jerarquía de la Iglesia (por cierto, menciona sólo presbíteros y'diáconos en Filipos), que hay que practicar la limosna, y que hay que orar por las autoridades civiles.
Papías de Hierápolis
De nuevo según San Ireneo, Papías había escuchado a San Juan en su predicación, y era amigo de Policarpo. Escribió una Explicación de las sentencias del Señor, en la que al parecer mostró poca discreción, tanto en los comentarios como en la crédula aceptación de muchos testimonios que debían de ser poco de fiar. Esta obra se ha perdido; pero nos ha llegado un fragmento de ella, recogido por Eusebio de Cesarea, que es importante por la información que da sobre los evangelios y sus autores. Papías era milenarista, es decir, creía que después del juicio habría mil años más de vida en un mundo renovado, opinión que como veremos aparece en más de un autor.
La Epístola de Bernabé
La llamada Epístola de Bernabé, atribuida antiguamente al compañero de San Pablo, ciertamente no es suya, y no es propiamente una carta sino un tratado teológico. Nada se sabe de su autor, pero se piensa en Alejandría como su lugar de origen o de formación, tanto por las influencias que revela de Filón como por el uso que de ella hicieron los teólogos de Alejandría. En la primera parte de este escrito se explica que la ley de los judíos estaba desde el principio dirigida a los cristianos, y tenía un sentido espiritual que aquéllos, al interpretarla literalmente, no entendieron: por eso todo el culto judío es tan rechazable como el pagano; la actitud antijudía es extrema. La segunda parte expone los caminos del bien y del mal, de modo semejante a la Didajé, ilustrados con un gran número de preceptos morales y una lista de pecados y vicios. La epístola señala también el comienzo de esa interpretación alegórica de la Escritura hecha por cristianos, que será luego tan querida de los alejandrinos. En este escrito, entre otras cosas se afirman: Cristo estaba ya presente cuando Dios creó el mundo, y se encarnó para poder padecer; en el bautismo, Dios adopta al hombre como hijo, imprime su imagen en su alma, y le transforma en templo del Espíritu Santo; en lugar del sábado se celebra el domingo, en que resucitó Cristo; la vida del niño está protegida por la ley de Dios ya desde el seno de su madre; finalmente, el autor cree también en el milenio.
Hermas y su Pastor
El Pastor, aunque tiene la forma de un libro de visiones y revelaciones, de un apocalipsis apócrifo, se suele tradicionalmente estudiar con los Padres Apostólicos. Su autor, Hermas, parece ser judío de origen o de formación; había sido vendido como esclavo y enviado a Roma, donde consiguió ir abriéndose paso; como liberto se dedicó a los negocios y compró algunas
fincas, que luego había ido perdiendo; sus hijos apostataron en la persecución y vivían mal, y con su mujer no se llevaba demasiado bien, según él mismo nos va contando. Se ve en él a un hombre piadoso; es posible, como afirma el fragmento muratoriano del que ya hablaremos, que fuera hermano del papa Pío I (140-150); parece que comenzó a escribir el Pastor a comienzos del siglo o antes, pero que la redacción definitiva es de este último período. Hacia el principio del libro, Hermas cuenta cómo la Iglesia se le aparece en una visión, bajo la forma de una anciana que exhorta a la penitencia; la anciana le muestra una torre en construcción, para decirle que las piedras que no sirven han de labrarse por la penitencia, y tienen que hacerlo pronto, antes de que se acabe de construir la torre; luego es un ángel el que se le aparece, bajo la forma de un pastor, que es el que da nombre al libro, para insistirle igualmente en la necesidad de la penitencia y para proclamar una serie de mandamientos y de parábolas, las cuales encierran también preceptos morales. El objetivo principal del libro es esta exhortación a la penitencia; se trata de la penitencia pública sacramental, que sólo se puede recibir una vez después del bautismo, y que abarca a todos los pecados sin ninguna exclusión, lo cual es un dato muy característico de Hermas. Esta penitencia hay que hacerla ya enseguida y ha de producir una conversión profunda y una enmienda verdadera, pues la santificación que produce en el alma es comparable a la del bautismo. En todo este contexto, la Iglesia se presenta como necesaria para la salvación, una Iglesia que es la primera de las criaturas, y por esto se aparece como anciana, y que es también una torre mística, la Iglesia de los escogidos y de los predestinados. Se entra en ella por el bautismo, que es un auténtico sello, y tan necesario que, según Hermas, los apóstoles descendieron al limbo para bautizar a los justos que habían muerto antes de Cristo. Es en cambio poco claro lo que Hermas nos dice de Cristo: no utiliza este nombre ni el de Logos, habla de Dios Padre, llama Hijo de Dios al Espíritu Santo (lo cual es un error) y nombra luego al Salvador, hecho hijo adoptivo como premio por sus sufrimientos y unido así a las otras dos personas (lo que es otro error). En cuanto a los preceptos morales, distingue entre lo que está mandado y lo que está aconsejado, y dice que un ángel bueno y otro malo influyen en el corazón del hombre; respecto al matrimonio, permite las segundas nupcias; también manda repudiar a la adúltera, aun cuando su marido no puede volver a casarse mientras ella viva. Bajo la imagen de siete mujeres, da una lista de siete virtudes, que son la fe, continencia, sencillez, ciencia, inocencia, reverencia y caridad.
Escritos falsamente atribuidos a San Clemente de Roma
La llamada Segunda epístola de San Clemente a los Corintios no es, como ya hemos dicho, de San Clemente, y tampoco es en realidad una carta; más bien parece una homilía, la primera que tenemos. Pero sí es de la época y estilo de los Padres Apostólicos. Su interés es notable. La divinidad y la humanidad de Cristo se muestran con toda claridad. La Iglesia es el cuerpo místico de Cristo, esposa suya y madre de los cristianos; existía, aunque estéril y sin carne, antes de la creación del sol y de la luna. El bautismo es un sello que se ha de conservar entero; existe una penitencia para los pecados cometidos después del bautismo, a la que se exhorta a los cristianos. Las buenas obras son necesarias, especialmente la limosna, que es el medio principal para conseguir el perdón de los pecados, aun mejor que el ayuno y la oración.
En cambio, los escritos que siguen ni siquiera pertenecen a este período. Si los mencionamos aquí y no en otro lugar es sencillamente para no apartarnos del uso común. Son: Las dos Cartas de San Clemente a las vírgenes, que hay que situar hacia la primera mitad del siglo iii. Se trata en realidad de una sola carta, dividida después en dos, y es una de las fuentes más antiguas para el conocimiento del ascetismo cristiano primitivo. Las Pseudo clementinas, un largo relato novelado construido alrededor de la figura de San Clemente. Escrito probablemente en las primeras décadas del siglo IIl, quedan de él fragmentos considerables, las Homilías y las Recognitiones; su finalidad es instruir en la fe y dar argumentos que sirvan para defenderla. ENRIQUE MOLINÉ LOS PADRES DE LA IGLESIA
Edic. Palabra. Madrid 2000
Tomado: http://mercaba.org/TESORO/apostolicos.htm
PADRES APOLOGISTAS (SIGLOS lI-llI) Esta segunda sección abarca desde la mitad del siglo II hasta finales del siglo III. Defensores de la fe se puede llamar a aquellos Padres y escritores eclesiásticos que, una vez pasado el tiempo más cercano a los Apóstoles y a sus discípulos inmediatos, recogieron la antorcha de la enseñanza evangélica y la transmitieron a los grandes Padres de los siglos IV y V. Se trata de una época especialmente interesante, porque estos hombres tuvieron que hacer frente a graves peligros, que amenazaban —cada uno a su modo—la existencia misma de la Iglesia. Un doble peligro, de carácter externo, está representado por el rechazo del Evangelio por parte de los judíos y por las cruentas persecuciones de las autoridades civiles. Frente a las falsas acusaciones de que eran objeto —ateísmo, ser enemigos del género humano, y otras de más baja ralea—, los cristianos responden con el ejemplo de su vida y la grandeza de su doctrina. Algunos de ellos, bien preparados intelectualmente, toman la pluma y escriben extensas apologías—a veces dirigidas a los mismos emperadores —con la finalidad de confutar esas acusaciones calumniosas. Brillan los nombres de San Justino, de Atenágoras, de Teófilo..., entre otros muchos. Otro peligro—más insidioso, y mucho más grave —fue la aparición de herejías en el seno de la Iglesia. Se trata fundamentalmente de dos errores: el gnosticismo y el montanismo. Mientras el primero es partidario de un cristianismo adaptado al ambiente culturalreligioso del momento—y, por tanto, vaciado de su contenido estrictamente sobrenatural—, los montanistas predicaban la renuncia total al mundo. Las corrientes gnósticas—con sus variadísimas ramificaciones y formas de expresión, algunas quizá de raíces anteriores al Cristianismo — constituyen el primer intento sistemático de dar una explicación racional de la fe, adaptándola a la cultura de su tiempo y acogiendo los mitos de las religiones orientales. Para eso no dudan en mutilar gravemente los libros sagrados, rechazan arbitrariamente los pasajes que les estorban, y se inventan revelaciones de las que sólo ellos serían depositarios, al margen de la Jerarquía de la Iglesia. Este espíritu gnóstico, en formas diversas, ha estado siempre presente en la historia, también en la actualidad. El montanismo, a su vez, incurre —por razones en parte opuestas —en el mismo rechazo de la Jerarquía. Los montanistas (llamados así a causa de su fundador, Montano) esperaban de un momento a otro el fin de todas las cosas y proponían a los cristianos el alejamiento completo del mundo, concebido como lugar de perdición. Se mostraban muy rigoristas frente a los que habían pecado; y quienes no se adherían a sus ideas eran considerados como extraños a la Iglesia, que sólo se encontraba —según ellos—en sus propias comunidades. Uno y otro error organizaron una propaganda muy eficaz y amenazaron gravemente la fe y la existencia misma de la Iglesia fundada por Cristo. El montanismo ponía en peligro su misión y carácter universales; el gnosticismo atacaba su fundamento espiritual y su carácter religioso, y fue con mucho el más peligroso. En estas circunstancias, el Espíritu Santo —que asiste invisiblemente a la Iglesia, según la promesa de Cristo, y le asegura perennidad en el tiempo y fidelidad en la fe —suscitó hombres de inteligencia privilegiada que, empuñando las armas de la razón, con un análisis cuidadoso de la Sagrada Escritura, hicieron frente a estos errores y mostraron el
carácter «razonable» de la doctrina cristiana. Comenzaba de este modo el quehacer propiamente teológico, que tantos frutos daría en la vida de la Iglesia. Entre estos Padres y escritores destaca San Ireneo de Lyon, que reúne en su persona las tradiciones de Oriente y Occidente; luego, en Oriente, Clemente Alejandrino, Orígenes, y San Gregorio el Taumaturgo; en la Iglesia de Roma, Minucio Félix y San Hipólito; finalmente, en torno a Cartago, en el norte de Africa, Tertuliano, San Cipriano y Lactancio. J. A. LOARTE El tesoro de los Padres
Rialp, Madrid, 1998
Los escritos de los padres apostólicos iban dirigidos a las comunidades cristianas, para su instrucción y edificación.. Pero a partir del siglo ll aparecen escritos de autores cristianos dirigidos a un público no cristiano, con el propósito de deshacer las calumnias que se propalaban acerca del cristianismo y de informar acerca de la verdadera naturaleza de esta nueva religión. Estos autores se suelen agrupar bajo el nombre de «apologetas», aunque no siempre su intención se limitaba a la simple apologética o defensa del cristianismo: en muchos de estos escritos hay además una verdadera intención misionera y catequética, con el propósito de ganar adeptos para el cristianismo entre aquellas personas que se interesaban por el peculiar modo de vida de los cristianos. En este aspecto los apologetas representan el primer intento de exposición escrita del mensaje cristiano en forma inteligible para los no cristianos. Algunas veces estos escritos pretenden ir dirigidos a las autoridades o representantes del Estado que perseguían al cristianismo, intentando mostrar la inocencia de los cristianos con respecto a los crímenes de que se les acusaba y la inanidad de las razones en que se fundaba la persecución. En otras ocasiones, tales escritos se dirigían a un público más general, y pretendían disipar las acusaciones de irracionalidad y de superstición contra el cristianismo, mostrando a las clases cultas, especialmente a los filósofos, la razonabilidad, coherencia y bondad intrínseca de los principios cristianos, o disipando las calumnias groseras que corrían entre las clases populares acerca del cristianismo. La polémica que surgió muy pronto entre el judaísmo y el cristianismo tiene también un lugar importante en los escritos de algunos de los apologetas, los cuales intentan señalar las diferencias entre el judaísmo y el cristianismo, y la superioridad de este úItimo. Es natural que al pretender expresar el mensaje cristiano de una manera inteligible y atractiva para los no cristianos, los apologetas lo hicieran en lo posible según las categorías mentales propias de la época. La apologética representa así el primer intento de verter el cristianismo a las categorías y modos de pensar propios del mundo helenístico. En este intento de adaptar el cristianismo a la mentalidad grecorromana, se subrayan más aquellos aspectos que podían más fácilmente ser comprendidos dentro de aquella mentalidad: la bondad de Dios, manifestada en el orden del universo, que era ya un tema predilecto de la filosofía helenística; su unicidad probada con argumentos en los que se combinan elementos de la tradición bíblica con otros provenientes de la filosofía de la época; la excelencia moral de la vida cristiana como coincidente con el antiguo ideal de la "vida filosófica", basada en la moderación de las pasiones y en la sumisión a los dictámenes de la recta razón; la esperanza de una inmortalidad vagamente presentada como la verdadera realidad que prometían los misterios del paganismo. En cambio, el
misterio de la salvación por Cristo crucificado y resucitado, que los paganos más difícilmente podían comprender, queda un tanto como en segundo plano o como en tono menor. Sin embargo, en manera alguna se puede decir que los apologetas presentaran un «cristianismo desvirtuado», convertido en mera filosofía. Insisten en que mientras toda filosofía no tiene otra garantía que la de la razón humana falible, el cristianismo se funda en la revelación de Dios, hecha primero en la Escritura y luego en el mismo Verbo de Dios encarnado, y en que la salvación que espera el cristiano es un don gratuito de Dios, más allá de todo lo que puede prometer filosofía alguna. La aportación más importante de la apologética cristiana primitiva es la de que Dios es el Dios universal y salvador de todos los pueblos, sin que ante él valga la distinción entre judíos y griegos. Esto había sido, por una parte, elemento esencial de la predicación de Pablo, y por otra, era algo que empezaba a ser reconocido por el mejor pensamiento filosófico de la época. Los apologetas, al recoger la doctrina del Dios único y salvador universal de todos los hombres, aseguraron el triunfo definitivo del cristianismo frente al politeísmo pagano. Con todo, con respecto al paganismo pueden verse en los apologetas dos actitudes muy distintas. Mientras algunos —Taciano, Teófilo, Hermias— condenan sin más y en bloque toda la cultura pagana como incompatible con el cristianismo, otros —Justino, Atenágoras, Arístides— saben estimar positivamente los valores que los paganos habían alcanzado con la razón natural, y tienden a representar el cristianismo como complemento y coronación de los mismos. JOSEP VIVES Los Padres de la Iglesia
Ed. Herder, Barcelona, 1982
LOS APOLOGISTAS GRIEGOS La opinión pública sobre los cristianos
A medida que avanzaba el siglo II, los cristianos, a pesar de que eran una minoría insignificante, comenzaban a ser bastante conocidos; o, mejor dicho, mal conocidos. No debían de llevar muchos años en Roma cuando ya habían sido oficialmente acusados de haber provocado el pavoroso incendio que asoló la ciudad en tiempos de Nerón y que los contemporáneos llegaron a sospechar si no habría sido ordenado por el propio emperador. Esta acusación oficial y maliciosa apunta a la difusión previa de otras calumnias en los ámbitos palatinos; calumnias que fueron posiblemente lanzadas o fomentadas por judíos influyentes en aquellos círculos, ya que para muchos de ellos, como le había ocurrido antes a San Pablo, el cristianismo era una herejía peligrosa que había que erradicar como fuera. La llamada persecución de Nerón, del año 64, consecuencia del incendio de Roma, fue una explosión súbita aunque breve, y de gran crueldad aunque limitada a la ciudad de Roma; según la tradición, en ella sufrieron el martirio San Pedro y San Pablo. Pero actuó además
como poderoso altavoz de las calumnias contra los cristianos, a las que parecía dar un refrendo oficial. Tácito, al hablarnos de este suceso, describe a los cristianos como gente culpable de muchos crímenes, que se pueden resumir, dice, en el desprecio que sienten por el género humano. La imagen pública que se extenderá a partir de este momento va a ser de este estilo: los cristianos son gente reclutada entre lo peor de la sociedad que, llevados de su misantropía, se retiran de la vida ordinaria y normal; desprecian los ideales, costumbres y religión de sus mayores y se convierten por tanto en un cáncer para la sociedad; viven además de una manera desarreglada; y por todas estas cosas han de engendrar la ira de los dioses sobre la sociedad que los tolera en su seno. La imaginación popular añadiría pronto algunos adornos. Tenemos testimonios repetidos de la tenacidad con que el vulgo, y algunos que no lo eran, retenían unos infundios que se habían extendido tempranamente: en sus reuniones, los cristianos escondían un recién nacido bajo un montón de harina y, al que iba a ingresar en la secta, vendándole los ojos, le hacían dar cuchilladas a la harina que después, con horror, veía teñida de sangre; celebraban sus fiestas con estos banquetes, que terminaban, con las luces apagadas, en una orgía general; además, adoraban la cabeza de un asno, cosa que también se decía de los judíos. Una y otra vez, pese a su disgusto, se verán obligados los cristianos a aludir a estas monstruosidades para negarlas. En adelante será cada vez más frecuente que la primera información que el hombre de la calle reciba sobre los cristianos sea la que corresponde a estas perspectivas no ya deformadas o caricaturescas, sino completamente falsas. Por lo que sabemos, la atención de los intelectuales comenzó a ser atraída algo más tarde, y conocemos las opiniones de algunos de ellos. Hacia la mitad del siglo II, Frontón de Cirte, en Cirene, el preceptor de los emperadores Antonino Pío y Marco Aurelio, repetía las mismas habladurías con gran seguridad, poco menos que como si él mismo hubiera sido testigo presencial de esos desmanes. Por ese mismo tiempo, Luciano de Samosata se burlaba de los cristianos, como había hecho de tantas otras cosas y personas, en un escrito satírico, Sobre la muerte de Peregrino. Peregrino es un vividor que se introduce entre los cristianos; con sus supercherías, se convierte en un gran personaje de la secta; y acaba por pasar como confesor de la fe, rodeado del fervor popular, cuando en realidad el motivo de que esté en la cárcel es el asesinato de su padre; sin embargo, los cristianos sólo le abandonan cuando descubren que ha incumplido una de sus reglas. No hay acritud en la burla de Luciano; los cristianos no son gente peligrosa, sino unos pobres infelices. De hecho, Luciano no sabe casi nada de ellos, excepto las habladurías que sin duda corrían por la plaza pública. Marco Aurelio, el emperador filósofo, iba a ser más o menos de la misma opinión que Luciano, aunque fue más allá, y su desprecio le llevó a decir que estos hombres eran merecedores de la muerte por su espíritu de rebeldía y por su tonta terquedad. Es algo más tardío, de las últimas décadas del siglo, el más serio ataque intelectual al cristianismo. Nos referimos al Discurso de la doctrina verdadera, de Celso, obra conocida por los numerosos y amplios pasajes que unos setenta años más tarde copió Orígenes, al refutarla párrafo por párrafo en su Contra Celso. No consta que el escrito tuviera un gran eco en su tiempo, pero sí se trata de un ataque muy meditado. Celso conoce mejor el cristianismo; ha hablado con cristianos; ha leído los Evangelios y parte del Antiguo Testamento, y está familiarizado con otros escritos cristianos; expone las doctrinas de esos hombres y lo que, según él, se deduce de ellas; y su juicio es completamente negativo y
lleno de agresividad. Jesús y sus Apóstoles no eran más que unos vagabundos hinchados con su propia importancia, sus doctrinas son un desafortunado revoltijo de verdades ya sabidas, y su actitud no deja de ser un peligro para la sociedad. Es absurdo que el mundo pueda ser creado de la nada, o que Dios hable a los hombres, y aún más que baje a la Tierra, pues Dios es absolutamente trascendente e inmutable; Jesús era, como mucho, un mago que conocía la magia de Egipto. Además, los cristianos se niegan a razonar, y muestran su propia insensatez al creer firmemente en cosas indemostrables; hacen sus prosélitos entre lo más bajo e ignorante de la población; ridiculizan la religión de sus mayores; su palabra sólo la escuchan los criminales, que así se animan a seguir con sus crímenes; y, por tanto, no hay que tenerles ninguna compasión cuando el poder los persigue.
La rectificación: la fe y las costumbres de los cristianos son admirables
Éste es más o menos el ambiente en el que surgieron los escritos de defensa o apologías (del griego apología, defensa). Estos escritos van por tanto destinados a un público muy diferente a aquel para el que escribían los Padres apostólicos. Las apologías se dirigen a los paganos o, a veces, a los judíos; no se dirigen a los cristianos, a los que sin embargo debía de reconfortar su lectura, al comprobar que sus doctrinas y su género de vida eran defendidas con argumentos aceptables para cualquier hombre de buena voluntad. Los temas que se abordan en las apologías corresponden a los infundios del ambiente; unos cuantos de entre ellos suelen aparecer en la mayoría de las apologías, aunque con distinto énfasis. Así por ejemplo: los cristianos no son ateos, sino que adoran al único Dios, el mismo que los mejores de los filósofos paganos llegaron a descubrir; no son infieles al Estado, aunque se nieguen a adorar a los dioses falsos o al mismo emperador, a quien sin embargo pagan los impuestos y sirven; no atraen males a la sociedad por no adorar a los dioses, pues éstos no son nada, o son demonios, ya que enseñan y fomentan el mal con el culto a menudo depravado que se les da; por el contrario, atraen bienes, al orar al verdadero Dios por el mismo Estado y sus autoridades. Los cristianos no sólo son inocentes de las inmoralidades que se les achacan, sino que su comportamiento, entre ellos y con los que no son cristianos, es moralmente mucho más elevado que el de los paganos; no son tampoco gente rara que huye del mundo, sino que comparten todos los afanes de sus conciudadanos, a quienes procuran ayudar en todo. También se protesta de la inicua ley que condena a los cristianos por el mero hecho de serlo; no se puede condenar por un nombre, sin averiguar qué significa, sin molestarse en saber qué son y cómo viven los cristianos y qué es lo que hacen o dicen que merezca el castigo: esto no es un comportamiento ilustrado, digno de emperadores que cultivan la filosofía. A todo esto suelen unir los apologistas, de manera y con intensidad variada, la acusación de que a menudo entre los paganos sí que se dan los vicios de que ellos acusan a los cristianos, y aun peores; otras veces su actitud es más amable, y procuran en cambio convencer al lector pagano sin herirle; y otras hacen ambas cosas. También varía la actitud de los apologistas ante la filosofía pagana, ante el saber en general y el arte; unas veces es de aprecio, como en San Justino, y otras de repudio, como en Taciano.
En general se puede sin embargo decir que las apologías del grupo de los llamados apologistas griegos son griegas hasta en su concepción, y tratan de mostrar que el cristiano no sólo se conforma con los ideales aceptados por el helenismo, sino que el cristiano es el único capaz de encarnar de verdad ese ideal. Las apologías dirigidas a los paganos raramente se apoyan en textos sagrados, que no tienen ningún valor especial para sus lectores. Por lo mismo, la presentación que hacen de la doctrina de Cristo se suele ceñir a aquellos de sus aspectos que de alguna manera se hallan ya cerca de la mentalidad del público pagano. Se busca conseguir de él una actitud de comprensión y benevolencia, con la esperanza, a veces claramente manifestada, de su posterior acercamiento a la fe; pues aunque la intención fundamental de estos escritos es que se deje vivir en paz a los cristianos, el interés proselitista no deja de estar presente. La forma más usual de las apologías dirigidas a los paganos es la de un alegato dirigido unas veces al pueblo y otras al emperador o a la suprema autoridad local o provincial, aunque siempre con la intención de que sea ampliamente leído. Otras veces, tanto estas apologías como las dirigidas a los judíos, toman en cambio la forma literaria de un diálogo. En las apologías dirigidas a los judíos, la argumentación era lógicamente distinta. Aquí sí se usa el Antiguo Testamento, y en general se muestra que la revelación antigua era una preparación de la nueva, y que la ley vieja ha sido substituida por la nueva del Evangelio; varían de un autor a otro los términos con que se describe esta abrogación y la culpabilidad que se atribuye a los judíos que no la han aceptado; en algún caso extremo, de manera semejante a lo que ocurría en la Epístola de Bernabé que ya hemos descrito, la repulsión hacia el judaísmo es extrema. Podríamos ilustrar lo dicho sobre el contenido de las apologías con el esquema de una de las más breves y mejor escritas que nos han llegado, el Discurso a Diogneto. El autor dirige su obra a Diogneto, que puede ser un nombre propio pero también un título dado al emperador («conocido de Zeus»), para responder a su interés por conocer la doctrina y la vida de los cristianos. Comienza refutando la idolatría: las imágenes a las que se adora no son dioses, sino objetos hechos por los hombres y que no pueden valerse por sí mismos; también los judíos están equivocados, pues aunque adoran al Dios verdadero, lo hacen con ritos innecesarios y ridículos, a los que conceden gran importancia. Los cristianos en cambio, que viven en este mismo mundo sin huir de él, que usan el mismo vestido y la misma lengua y viven en las mismas ciudades, están en el mundo como si no fueran de él; son como el alma del mundo, aborrecidos por éste y sin embargo dándole vida. Sus convicciones son tan firmes que no vacilan en dar la vida para no abandonarlas; pues no se han inventado su doctrina, sino que la han recibido de Dios, que se ha manifestado últimamente, enviando a su Hijo amado para que nos revelara lo que desde un principio tenía preparado para nosotros; además, el Hijo de Dios nos ha librado de nuestra culpa sufriendo por nuestros pecados. Exhorta después a Diogneto a conocer a Dios Padre y a amarle a Él y al prójimo para que, viviendo en la tierra, pueda contemplar al Dios del cielo.
Las apologías
Estudiaremos ahora el grupo de los primeros apologistas, que eran griegos. Más adelante, a fines del siglo II, nos encontraremos con apologías latinas (Minucio Félix, Tertuliano) y luego con las de autores más tardíos, pues el género estaba destinado a tener una larga
vida; basta considerar que una de las obras más importantes de San Agustín, La ciudad de Dios, es en gran parte una apología. Pasaremos pues revista, con una cierta brevedad, a las obras de los apologistas griegos, en las que nos limitaremos a señalar alguna particularidad notable dentro de estas características generales que hemos avanzado. Hay que tener en cuenta, por otra parte, que aun cuando estos autores son fundamentalmente conocidos por sus apologías, escribieron también otras obras, algunas de las cuales se conservan, y que serán brevemente descritas bajo el correspondiente autor. Cronológicamente, se pueden clasificar como sigue las apologías de los apologistas griegos: a. hacia los años 123/124, bajo el emperador Adriano, las de CUADRATO (¿Epístola a Diogneto?) y ARÍSTIDES DE ATENAS; b. bajo el emperador Antonino Pío (138-161), las de ARISTÓN DE PELLA y SAN JUSTINO MÁRTIR; c. bajo el emperador Marco Aurelio (161-180), las de TACIANO EL SIRIO, MILCÍADES, APOLINAR, ATENÁGORAS DE ATENAS, TEÓFILO DE ANTIOQUÍA, MELITÓN DE SARDES y HERMIAS. Los primeros apologistas
En los años 123 ó 124, CUADRATO presentó en Atenas una apología al emperador Adriano (117-138) que se ha perdido. Es posible que esta apología sea precisamente la Epístola a Diogneto que hemos resumido más arriba, y que hasta hace poco se solía poner en una fecha más avanzada del siglo, hacia su final. A menudo, esta carta se clasifica también entre los escritos de los Padres Apostólicos. Por los mismos años 123 ó 124, ARÍSTIDES DE ATENAS, filósofo, también dirigió una apología a Adriano. El autor dice de sí mismo que llegó al conocimiento de Dios por la necesidad de explicarse el orden del universo; expone los errores de bárbaros, griegos y judíos, en contraste con la verdad de los cristianos y con la elevación de sus costumbres. Los apologistas del tiempo de Antonino Pío
En tiempos del emperador Antonino Pío (138-161) hay registrados dos autores. Uno es ARISTÓN DE PELLA, que hacia el 140 escribió la primera apología contra los judíos, titulada Discusión entre Jasón y Papisco sobre Cristo, que se ha perdido. El otro, SAN JUSTINO MÁRTIR, es el más importante de los apologistas griegos, y su obra no se limita a las apologías. Justino nació en Palestina, en la antigua Siquem, de padres paganos, y parece que su conocimiento del judaísmo lo adquirió más tarde. Él mismo nos cuenta su itinerario espiritual en busca de la verdad, y cómo acudió a diversos maestros de diferentes escuelas filosóficas, hasta que encontró el cristianismo. Llegado a Roma, puso una escuela en la que enseñaba su filosofía, la cristiana, y allí, por las envidias de un maestro pagano que seguía la filosofía cínica, Crescente, fue denunciado como cristiano y murió mártir, probablemente en el año 165. Se conserva el relato auténtico de su martirio, basado en actas oficiales. Obras suyas fueron un Libro contra todas las herejías, otro Contra Marción, un Discurso contra los griegos y una Refutación de tema semejante, un tratado Sobre la soberanía de Dios y otro Sobre el alma, y aun algún otro. Pero a nosotros nos han llegado sólo tres
escritos: dos apologías contra los paganos (Apologías) y otra contra los judíos (Diálogo con Trifón).
Las dos Apologías están dirigidas al emperador Antonino Pío y fueron escritas alrededor del año 150; probablemente son dos partes de la misma obra, que luego se desdobló. En ellas se pide al emperador que juzgue de los cristianos sólo después de escucharles, pues no es sensato condenar a alguien por un nombre, el de cristiano, sino sólo por crímenes reales. Expone luego la doctrina cristiana, tanto en lo referente a las creencias como a la moral y el culto, amonestando de nuevo al emperador y añadiendo que aun cuando las persecuciones están provocadas por los demonios, no pueden dañar a los cristianos, que también así llegan a la vida eterna. El Diálogo con Trifón es el más importante de estos escritos apologéticos. Trifón es un judío al que Justino encontró en Éfeso y con quien probablemente trató de algunas de estas cuestiones, escritas mucho más tarde, después de las dos Apologías. La argumentación de Justino se apoya mucho ahora en el Antiguo Testamento, base aceptada por los dos interlocutores; Justino expone que la ley de Moisés era provisional, mientras que el cristianismo es la ley nueva, universal y definitiva; explica por qué hay que adorar a Cristo como a Dios, y describe a los pueblos que siguen a Cristo como el nuevo Israel. Seguramente el pensamiento de Justino queda sólo parcialmente reflejado en estas obras de apología, dirigidas por tanto a los no cristianos. En ellas trata de mostrar aquellos extremos en que coincide la enseñanza de los filósofos, especialmente la de los platónicos, y la fe de los cristianos. Su concepto de Dios es tan absolutamente trascendente, que piensa que no puede establecer ningún contacto con el mundo, ni siquiera para crearlo, si no es a través de un mediador, que es el Logos (en griego, la razón); al principio el Logos estaba de alguna manera en Dios, pero sin distinguirse realmente de Él; luego, justo antes de la creación, emanó de Dios con el fin de crear y de gobernar el mundo; sólo después de esta emanación parece pensar Justino que se constituye el Logos en persona divina, aunque permanece subordinado («subordinacionismo») al Padre. El Logos nos revela al Padre, y es el maestro que nos lleva a Él. Pero esta doctrina sobre el Logos tiene aún otro significado para Justino. El Logos en toda su plenitud sólo apareció en Cristo, pero de una manera tenue estaba ya en el mundo, pues en cada inteligencia humana hay una semilla del Logos, capaz de germinar. De hecho, germinó en los profetas del pueblo de Israel y en los filósofos griegos; y por este origen común, no puede haber contradicción entre el cristianismo y la verdadera filosofía; con mayor razón, dice, puesto que Moisés fue anterior a los filósofos, y éstos tomaron sus verdades de él. Justino es el primer escritor que completa la comparación entre Adán y Cristo de San Pablo con la comparación entre Eva y María. Es uno de los primeros testimonios del culto a los ángeles, cuyo pecado interpreta como pecado de la carne, pues piensa que tienen una cierta corporeidad; también piensa que los demonios no irán al fuego eterno hasta el momento del juicio final y que hasta entonces vagan por el mundo tentando a los hombres: especialmente, tratando de apartarles de Cristo. Justino es también milenarista. Tiene especial importancia el testimonio de Justino sobre la Eucaristía. Describe la celebración eucarística que tiene lugar después de la recepción del bautismo, y la de todos los domingos; el domingo, dice, se ha elegido porque en este día creó Dios el mundo y resucitó Cristo. Primero se hace una lectura de los Evangelios, a la que sigue la homilía;
después se dicen unas oraciones rogando por los cristianos y por todos los hombres, seguidas del ósculo de paz; luego viene la presentación de las ofrendas, su consagración, y su distribución por medio de los diáconos. El pan y el vino, consagrados, son ya el Cuerpo y la Sangre del Señor, y esta ofrenda constituye el sacrificio puro de la nueva ley, pues los demás sacrificios son indignos de Dios.
Los apologistas del tiempo de Marco Aurelio.
Bajo Marco Aurelio, el emperador filósofo (161-180), tenemos otra serie de apologistas, algunos de los cuales parece que escribieron en el ambiente creado por la persecución de este emperador (176-180). TACIANO EL SIRIO, nacido de una familia pagana y en Siria, seguramente en la zona cercana al imperio persa («nacido en tierra de asirios», dice de sí mismo), y con una gran antipatía hacia todo lo griego, se convirtió quizá en Roma, donde acudió a la escuela de Justino; como su maestro, había llegado al cristianismo después de una larga búsqueda de la verdad entre los filósofos. Pero a diferencia de Justino, Taciano rechaza completamente no sólo la filosofía de los griegos, sino toda su cultura y sus costumbres. Regresó a Oriente hacia el 172, y dio origen a una secta rigorista, llamada de los encratitas, que proscribía el matrimonio, el comer carne y el beber vino, hasta el punto de que en la misma Eucaristía lo substituyó por agua. De sus obras sólo dos se conservan. Una, que al parecer era la más importante de todas y que se puede reconstruir con las traducciones que tenemos, es el Diatessaron; se trata de una concordia de los cuatro evangelios, hecha con objeto de presentarlos en un solo relato continuo; parece que fue muy utilizado, incluso en la liturgia, durante un largo tiempo; su traducción al latín fue posiblemente la primera versión latina del Evangelio. La otra obra es el Discurso contra los griegos, una apología que, más que una defensa frente a los paganos, es un ataque virulento y desmesurado contra todo lo griego, al que añade la exposición de algunos puntos de la religión cristiana: Dios, el Logos, el pecado original, los demonios y su actividad, la posibilidad de que el hombre se haga inmortal si sabe rechazar completamente la materia, el misterio de la encarnación, la conducta de los cristianos; la religión cristiana, dice, es la más antigua de todas, pues Moisés es anterior a cualquier pensador griego. De MILCÍADES, nacido en Asia Menor y discípulo de Justino, y de APOLINAR, obispo de Hierápolis, no se conservan las apologías que escribieron por este tiempo, ni tampoco ningún otro de sus escritos. En cambio, de ATENÁGORAS DE ATENAS, contemporáneo de Taciano, se conserva una Súplica en favor de los cristianos, escrita hacia el 177 y dirigida a Marco Aurelio y a su hijo Cómodo, asociado al Imperio; está escrita con elegancia y moderación, con abundantes citas paganas, y en ella refuta las acusaciones acostumbradas: los cristianos no son ateos, sino monoteístas, como algunos de los mejores pensadores paganos; no son culpables de canibalismo, pues aborrecen el asesinato, y por eso no van al circo y respetan la vida del niño más pequeño; no sólo no organizan las orgías de que se habla, sino que tienen en gran aprecio la castidad. De este mismo autor se conserva además un discurso Sobre la resurrección de los muertos, donde explica que lejos de ser imposible o inconveniente para Dios que los muertos resuciten, es muy razonable, para que el cuerpo reciba con el alma el premio o el castigo de las obras en cuya ejecución también participó.
Trata Atenágoras, por primera vez, de demostrar filosóficamente que sólo puede haber un Dios. Explica, con más claridad que los anteriores, la divinidad del Logos, evitando aun las apariencias de subordinacionismo; utiliza también alguna expresión especialmente afortunada al hablar de la Trinidad, aunque usa el término «emanación» al referirse al Espíritu Santo. Habla también de la existencia de los ángeles. Al explicar cómo los cristianos han recibido la doctrina que profesan, contrapone la inseguridad de las enseñanzas de los filósofos con la certeza de la revelación hecha por Dios a unos hombres elegidos. Trata también del aprecio a la virginidad y de la indisolubilidad del matrimonio, que está orientado hacia la procreación. TEóFILO DE ANTIOQUÍA, según Eusebio de Cesarea, fue el sexto obispo de aquella sede, nació de padres paganos cerca del Éufrates, en los confines del Imperio cercanos a Persia, y recibió una educación helenística. Era ya mayor cuando se convirtió, después de un estudio profundo de las Escrituras. De sus obras quedan sólo los tres libros A Autólico, un amigo frente al que defiende el cristianismo, que fueron escritos poco después del 180. En ellos trata del Dios verdadero y de la idolatría, contrasta las enseñanzas de los profetas con las fábulas griegas, y por fin describe la superioridad del comportamiento moral de los cristianos, refutando de paso las famosas calumnias. Repite la idea de que Moisés es más antiguo que cualquier filósofo. Sus otras obras parece que versaban sobre las Sagradas Escrituras o que atacaban algunas herejías. Teófilo es el primero que usa la palabra trías para referirse a las tres personas divinas juntas. Es también el primero que distingue entre la Palabra inmanente en Dios (Logos endiácetos) y la Palabra proferida por Dios (Logos proforikós). Piensa que la inmortalidad del alma no es algo natural, sino un premio a la obediencia a Dios, idea que volveremos a encontrar alguna vez. MELITÓN DE SARDES, obispo de esta ciudad, en Lidia, escribió hacia el 170 una apología destinada a Marco Aurelio. Esta apología se ha perdido, aunque conocemos un detalle, por un fragmento conservado: Melitón subraya que desde la aparición del cristianismo las cosas han ido mucho mejor para el Imperio. De las muchas obras suyas cuyo título nos es conocido, sólo nos ha llegado una Homilía sobre la pasión del Señor, descubierta recientemente; en ella domina la idea de la preexistencia de Cristo, que se encarnó en la Virgen para rescatar al hombre del pecado, de la muerte y del demonio. De HERMIAS, posiblemente del siglo III, se tiene solamente una breve sátira, el Escarnio de los filósofos paganos.
Puede darnos una idea de la extensión de las apologías que hemos descrito, el número de páginas que ocupan en la edición de la BAC que citaremos enseguida en los textos. La mayor parte se sitúan entre las 15 páginas (Discurso a Diogneto) y las 70; más largo es el Discurso contra los griegos de Taciano, con 100 páginas, pero a todas las supera el más importante autor del grupo, San Justino, cuyo Diálogo con Trifón ocupa 250 páginas, y su Apología en dos partes otras 100 páginas. ENRIQUE MOLINÉ LOS PADRES DE LA IGLESIA
Edic. Palabra. Madrid 2000 Tomado: http://mercaba.org/TESORO/apologistas.htm