el crepúsculo de las máscaras Michel Tournier
FOTO
GG RAFÍA
“¿Es necesario hablar o escribir acerca de las obras de arte? Un cuadro, una sonata, un dibujo, ¿acaso no pueden prescindir de comentario? Sí pueden, e incluso, a veces se pretende que rechacen las guirnaldas con que los ‘críticos’ las adornan. Pero la crítica y la estética hacen caso omiso, rompen el silencio, y el pintor, a menudo, dista mucho de quejarse y presta oído atento a los discursos que suscita. El caso de la fotografía es aún más apremiante porque ninguna imagen exige más tajantemente el discurso. Una fotogafía sin leyenda no se concibe. ‘Leyenda’. Palabra admirable que procede del latín legenda, legenda, ‘algo que tiene que ser leído’. Primero, la leyenda es un escrito que narra vidas santas o maravillosas. Pero también es la explicación que acompaña e ilustra cualquier imagen. Explicación y admiración. Tales son las dos razones que hacen que la lectura de estos textos sea obligatoria, y convierten a este libro en un legendum".
Michel Tournier
Michel Tournier (París, 1924) es un destacado y famoso escritor en su país, y toda su producción ha sido traducida al castellano y al catalán. Autor de novelas, ensayos y cuentos, entre sus obras destaca la triología Viernes o los limbos del Pacífico Pacífico (1988), El rey de los Alisos Alisos (1992) y Los meteoros meteoros (1986); así como (2000) o El espejo de las ideas Gaspar spar,, Melcho Me lchorr y Baltasar (2000) ideas (2001).
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“¿Es necesario hablar o escribir acerca de las obras de arte? Un cuadro, una sonata, un dibujo, ¿acaso no pueden prescindir de comentario? Sí pueden, e incluso, a veces se pretende que rechacen las guirnaldas con que los ‘críticos’ las adornan. Pero la crítica y la estética hacen caso omiso, rompen el silencio, y el pintor, a menudo, dista mucho de quejarse y presta oído atento a los discursos que suscita. El caso de la fotografía es aún más apremiante porque ninguna imagen exige más tajantemente el discurso. Una fotogafía sin leyenda no se concibe. ‘Leyenda’. Palabra admirable que procede del latín legenda, legenda, ‘algo que tiene que ser leído’. Primero, la leyenda es un escrito que narra vidas santas o maravillosas. Pero también es la explicación que acompaña e ilustra cualquier imagen. Explicación y admiración. Tales son las dos razones que hacen que la lectura de estos textos sea obligatoria, y convierten a este libro en un legendum".
Michel Tournier
Michel Tournier (París, 1924) es un destacado y famoso escritor en su país, y toda su producción ha sido traducida al castellano y al catalán. Autor de novelas, ensayos y cuentos, entre sus obras destaca la triología Viernes o los limbos del Pacífico Pacífico (1988), El rey de los Alisos Alisos (1992) y Los meteoros meteoros (1986); así como (2000) o El espejo de las ideas Gaspar spar,, Melcho Me lchorr y Baltasar (2000) ideas (2001).
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el crepúsculo de las máscaras
Editorial Gustavo Gili, SA
08029 B arcelona Rosselló, 87-89. Tel. 93 322 81 61 México, Naucalpan 53050 Valle de Bravo, 21. Tel. 55 60 60 11 Portugal, 2700-606 Amadora Praceta Noticias da Amadora, n° 4-B. Tel. 21 491 09 36
ei crepuscuio de las máscaras Michel Tournier
Traducción de Jacqueline y Rafael Conte
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GG RAFÍA
Título original: Le crépuscule des masques Versión castellana de Jac qu eline y Rafael Con te Diseño de la cubierta: Estudi Coma Fotografía de la cubierta: A nna Magnani, San Felice, Italia, 1956 © Herbert List Asesor de la colección: Jua n Naranjo Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, la reproducción (electrónica, química, mecánica, óptica, de grabación o de fotocopia), distribución, com unicación pública y transformación de cualquier parte de esta publi cación -i nc lu id o el diseñ o de la cu bi erta - sin la previa autorizació n escrita de los titulares de la prop ie dad intelectual y de la Editorial. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y siguientes del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (CEDRO) vela por el respeto de los citados derechos. La Editorial no se pronuncia, ni expresa ni implícitamente, respecto a la exactitud de la información contenida en este libro, razón por la cual no pu ed e asu mir n in gú n tip o de responsabilidad en caso de er ro r u omisión.
© Editions Hoëbeke, París, 1992 y la versión castellana Editorial Gustavo Gili, SA, Barcelona, 2002 ISBN 84-252-1879-9 Printed in Spain
Fotocomposición: Ormograf, SA, Barcelona Depósito legal: B. 38.247-2002 Impresión: H urop e, SL, Barcelona
índice El extraño caso del doctor T o u rn ie r .................................
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Un tal T ourn achon ............................................................... Em ile Zola, fo tó g r a f o ............................................................. Un a m erican o en París: M an R a y ........................................ El oscuro lirismo de Bill B r a n d t .......................................... Jacques Lartigue, el sabio de las imágenes ..................... Herb ert List, fotógrafo del si le n c io ...................................
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¿Existe una fotog rafía fe m e n in a ? ........................................ Philippe Bonan o “las de Villadiego” ................................. El crep úsculo de las máscaras .............................................
28 34 40 48 55 62 73 80 85 96 103 110 116 123 128 131
Epígrafes de las fotografías .................................................
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Un naturalista desenfadado: Jean-Philippe Ch arbon nier Edo uard B oubat o la paz de Dios ...................................... Denis Brihat, el imag inero del L ubero n .......................... Arra igo de Luc ien Clerg ue ................................................. Mi ge nial am igo Art hur Tress ............................................. Jan Saudek o el vientre negro de Praga ............................ Muertes y resurrecciones de Dieter A p p e lt ..................... Arno-Rafaël Minkkinen o el cuerpo je ro g líf ic o .............. Patricio Lagos o el paso de la lí n e a ...................................
De siempre he practicado la fotografía y mi primer juguete auténtico fu e la Kodak de mis ocho años. Pero lo serio sólo empezó a principios de los sesen ta. En el mayor anonimato había presentado un tema para un a emisión de televisión. Y mi proyecto fu e aceptado. ¿Sepuede concebir algo semejante hoy en día ? Bajo el título Cámara oscura, se trataba de dedicar cada mes un documental de treinta minutos a un fotógrafo importante. Hicimos unos cincuenta documentales. En cada ocasión, el rodaje me obligaba a pasarme cuatro o cinco días a solas con el protagonista de la emisión, quien me acogía con los brazos abiertos, dado el injusto segu ndo plano que sufren los grandes de la fotografía. Tengo que añadir que he tenido la inmensa suerte de codearme con M an Ray, Brassai, Lartigue, Kertesz, Bill Brandt y algunos otros, hoy por desgracia desaparecidos. E l hecho de haberlos conocido me otorga el derecho de afirmar tranquilamente que poseo una cultura fotográfica absolutamente única en el mundo. La primera lección de esta educación fu e que, por des gracia, como fotógrafo yo no valía nada, y eso de forma definitiva. Sea lo que fuere, he educado mi ojo para ver, para leer la fotografía, y al pasarme a la escritura, me he atrevido a alinear palabras que me parecían dictadas por la imagen. El presen te libro ha nacido de ese dictado.
M.T.
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El extraño caso del doctor Tournier Fue en lo más caluroso del verano, en Arles y un lunes, la precisión tiene su importancia. En efecto, los lunes, la piscina municipal de Arles cierra con el objeto de que el personal disfrute de un merecido descanso sema nal. Al ignora r este detalle, Arthu r Tress y yo hab íamo s rec orrid o uno s kiló metros bajo el bochorno de las dos de la tarde para toparnos al final con las puerta s de la piscina cerrada s a cal y canto. No estáb am os solos. Un chaval de unos diez añ os com partía nuestr o chasco. Mi chasco, deb ería decir, pues a A rthu r Tress le imp ortab a u n ble do la piscina, ya que sólo vivía para su Hasselblad acoplada con un ob jetivo gra n angular, que era co mo una prolo ngació n de sí m ismo. Y preci same nte la había sacado d e su estuch e y hacía los gestos rituales previos al acto fotográfico, ante la enorme curiosidad del niño que no sospechaba lo que le estaba aguardando. Las dos, mediodía solar. La luz caía verticalmente. Arthur, de repente irresistible, como cada vez que prepara una fotografía (me consta que algún día mandará dar una voltereta al Papa o al Presidente de la República) me ruega que me quite la camisa, luego que empuje una inm und a carretilla de hierro colado, guard ada allí y que evidentemen te servía para las basuras; convence al chaval para que se acurruque dentro, cierre los ojos y abra la boca. Sin duda, le habría pedido que pusiera cara de infeliz de no ser que, por estar espontáneamente indignado y trastor nado , el niñ o n o se hub iese lam entad o: “¡Vaya po r Dios, y eso que ayer me lavó mi madre!”. Aquí está la image n sum am ente “tressiana ”, violenta, sofisticada, háb il mente distorsionada, más dramática aún por su magnífico juego de som bras. Un día, Leó n Bloy escribió a u n desc onocid o al que daba cita en una estación: “Me reconocerá con toda facilidad, pues voy vestido como un carpintero y tengo cara de bestia”. Yo también tengo cara de bestia en esa foto. Obviamente se ve al carnicero de Düsseldorf —máscara de Frankenstein y torso abollado de gorila— que se lleva a su última víctima para vam pirizarla. Tengo cara de bestia. Pero no me reconocerán tan fácilmente, pues no siempre tengo esta cara. Sí señores, existe otro Tournier, y la mejor prueba de ello es la segunda foto, tomada durante 9
aquel mismo verano del 79, en la que derrocho una exquisita afabilidad. Cierto es que se trata de un autorretrato como los que hago a veces para acab ar un rollo qu e q uier o revelar. Es verda d aqu ello de qu e si quieres ser bien serv ido, sírv ete a ti mismo. Así como me veo yo, me verán aquí, tier no, irónico, comprensivo, algo engatusador, pero sin embargo púdico, com o q uie n sabe m an ten er las distancias. En fin, como el do cto r Jekyll y Mr. Hyde. Así que doy una prim era interpretación : Tress a pesar de su amistad, o quizá por ella, demuestra en su foto una hostilidad fundamental. Su Hasselblad se convierte en un arm a de venganza. En cu anto a mí, con toda ingenuidad, me favorezco en grado sumo, engalanándome con todos los encantos y todas las virtudes que me deseo. Pero no pod em os d ejar esto así. Cocteau solía decir: “Soy un a m entira que siempre dice la verdad”. Por el contrario, la fotografía podría decir “soy una verdad que no deja de mentir”. Verdad, sin duda alguna, pues la fotografía no es más que la copia exacta, mecánica e inocente d e un a rea lidad que nadie pue de po ner en tela de juicio. Pero tam bién m entira, pues ta nto como el retr ato del re tr ata do, la fo tografía es el retr ato del fotógrafo. Ese gorila empujando la carretilla, más que Tournier, es el mismo Tress, y basta para conv encerse con m irar una colección d e otras fotos firmadas p or él en las que no desem peño n ingún papel como m ode lo: el parentesco salta a la vista. A fin de cuentas hay cierta mala fe fund am ental en el fotógrafo, lo que explica en gran parte la ingratitud de la profesión. Por una parte el fotó grafo reivind ica la dig nid ad y las ventajas del artista creador. Pre ten de que sus obras sean suyas, firmadas, respetadas y remuneradas. Todos están de acu erdo con este principio, pero en la práctica todo sucede al revés, espe cialmente en la prensa y en el mundo de la edición. El fotógrafo, conti nua m ente expoliado y humillado, no tiene d erecho a la décima parte de la consideración que se concede con toda naturalidad al dibujante o al escritor. ¿Por qué? En p arte po r su culpa, o más exactam ente e n virtud de una fatalidad propia de la fotografía. Porque de la misma manera que se quiere creador, el fotógrafo afirma de modo implícito que las cosas eran tal com o las sacó, y qu e p or ta nto él no es más que un testigo, de un a ob je tividad tan abso luta que él mismo, el fotógrafo, llega, a fuerza de ser trans parente , a deja r de existir. Eso es lo que no s dice cualq uie r fotogra fía, y los usuarios de la prensa y del m un do de la edición no desean sino tom ar lo al pie de la letra. Se necesita una atención particular o un trato de muchos años con el arte fotográfico para perforar esta afirmación paten te sobre la fotografía —n o soy más que u n acta— y desenm ascarar la per sonalidad latente del fotógrafo como deus ex machina. 10
Segund a interpretación : en el retrato con la carretilla, la perso nalidad agresiva y sadomasoquista del fotógrafo Arthur Tress oculta, como una máscara, la ya irreconocible máscara del retratado Michel Tournier. Esto pare ce un fenóm eno de posesión dem oniaca. El dem onio Tress se ha des lizado en el cu erpo de M ichel Tou rnier y le dicta unas ex presiones y unas conductas propias sólo de A.T. Sigamos. Se puede — e incluso sin dud a se debe— ten er en cuen ta el fenóm eno literario, es dec ir el he ch o de qu e el fotografiado es, en este caso, un escri tor, es decir tal escritor particular que ha publicado tal y cual obra ya con ocid a del fotógrafo. Y esto tan to más cu an to q ue A rth ur Tress leyó mis obras antes de venir a verme; fue precisam ente esta lectura la que le trajo hacia mí. Incluso se puede afirmar que ha pasado más horas a solas con mis libros que conversando conmigo. Dicho de otro modo, mis novelas se interponen como un cristal deformante entre él y yo, y cuando apunta su Hasselblad hacia mí, m ás que a mí, saca a El rey de los Alisos. Pero aunque un autorretrato está liberado de esta cortina, no es en absoluto más “auténtico”, ya que es muy posible que una pantalla de tal calidad y tal cantidad añada algo tanto a la autenticidad como a la riqueza de la ima gen. Arthur Tress fotografía por debajo de la obra, mientras que el auto rretra to se sitúa por encima. Esto plantea el problema de la relación del hombre con lo que hace, con su obra —si la tiene— , con el medio qu e h a gen erad o a su alred edo r para explayarse en ello. Es obvio que la cuestió n rebasa el m arco litera rio, pues los grandes acto res de te atro o cine, por ejem plo, im ponen al texto y al decora do su prop io yo, e incluso dan la sensación de que em anan de sí mismos; es el caso del Oeste pa ra Jo h n Wayne, de los lugares d e mala fama para Frank Sinatra, o de un universo heroico-sórdido par a Jean Gabin. Es harto conocido el estupor del gran público arrancado de rep ente de su sueño, cuando, al azar de los med ios de com unicación, des cubre a su “h ér oe ” en privado, bajo un a luz totalm ente ajena a aquella en la que suele estar inmerso; a Wayne ingresado en una clínica, a Sinatra como padre de familia, o a Gabin como un sencillo granjero normando. Este tipo de “descubrimiento” no se ha verificado en Arthur Tress. Es al autor de El rey de los Alisos, depredador de niños, a quien ha retratado, a un Tournier-Erlkóning, a un Jekyll metamorfoseado en Hyde, y me ha dejado estupefacto y abrumado por esta metamorfosis que resulta ser injusta, e incluso injustificada, porque soy de los que nunca se ponen en escena en sus propias novelas. ¿Qué pensar entonces de esa otra imagen, de ese otro autorretrato maravillosamente idealizado? Situado más arriba de la obra, aparece el 11
hombre sonriente, aliviado, liberado de sus pesadillas. A menudo los lec tores que me ven por vez primera me suelen expresar su sorpresa: real mente y a la luz de mis historias, me imaginaban de otra forma, más som brío, más zafio, más in quie ta nte . De ahora en adela nte sabré conte sta r a esa decepción mezclada de alivio: les enseñaré el retrato hecho por Arthur Tress. Les explicaré que esta carretilla infernal con su contenido jad eante ha de inte rpreta rse a la vez “fóricam ente ” (c om o la “foría” con la que el rey de los Alisos se lleva y trae a los niños) y metafóricamente, como la obra misma pegada al hombre como por una operación de apa reamiento co ntra natura. Pues aquí está el argumento decisivo del Dr. Jekyll contra Mr. Hyde. Creo en la total legitimidad de la separación de cuerpos y bienes en tre el auto r y su obra. El auto r ha de p od er ir de comp ras sin exhibir a hom bros, como un hombre-anuncio, el inmenso cartel cubierto con todos los sig nos que ha escrito. Ha de poder ligar, aunque no arrastrándola pegada al rabo, esa enorme y estruendosa cacerola. Ha de poder viajar libre y sin trastos, después de dejar en casa la pluma, el bicornio de académico y la máquina de escribir. En una palabra, ha de respetar este principio sagrado: siempre ante poner el pla cer a la obra, lo que le perm itir á sacar am plio provecho de tal poste rg am ie nto o “poste rio rid ad”. Es este princip io , aquí re speta do co n una sonrisa o allá violado con remilgos, el que ilustran, respectivamente, el au torre trato de M ichel Tou rnier y el retrato q ue le hizo Arth ur Tress.
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Un tal Tournachon Co rría el el año 18 1828 28 o 1829, 1829, cerca de los los Campo s Elíse Elíseos, os, do nd e a ho ra está Le Petit Palais, que en aquel entonces se llamaba Le Carré Marigny. Con motivo de la Fête du Roi, tenía lugar una “distribución gratuita de víve res” y algunos proveedores, encaramados en sus estrados y flanqueados po p o r g u a rd ias ia s a d e r e c h a y a izq iz q u ierd ie rd a , a r r o ja b a n p a n e s y s a lc h ic h o n e s a voleo hacia el gentío. Un poco más allá, una barahúnda todavía más furiosa rodeaba a los distribuidores de bebidas. A las vociferaciones de la muchedumbre superaba el crepitar de las carracas, el zumbido de los pitos pi tos,, las llam ll am a d as d e los v e n d e d o r e s d e m a c a rr o n e s , d e los b a lle ll e s ter te r o s y las campanillas de los vendedores de regaliz. De repente parece que un po p o te n te tro tr o p ism is m o m u ev e a la m u ltit lt ituu d h a c ia los lo s C a m p o s Elíse El íseos os.. C o m o movid movidos os po r una torm enta inm inente, la gente corre con la cabeza cabeza levan levan tada hacia hacia el cielo. cielo. Y en esto resuen a un inge nte clamor. clamor. P ero d ejemo s la pa p a lab la b ra a u n test te stig igo: o: “Lina Lin a f o r m a a c a b a b a d e p a sa r p o r e n c im a d e n o s o tros, rozando las copas de los árboles con tan vertiginosa rapidez que apenas si tuve tiempo de reconocer, una especie de globo que llevaba debajo, en una cesta de mimbre que llaman barquilla y que apenas si le llegaba a la rodilla, a ser humano, hombre o mujer, que se aferraba al cordaje... cordaje... La visión visión desapare ció, con la mism a rapidez con la qu e h abía apareci aparecido, do, mientras, mientras, con un g ran clamor, clamor, la la mu ched um bre corría preci pit p itad ad a d e trá tr á s d e esa es a m o le, le , c r u z a n d o los lo s C am p o s E líseo lís eos.. s.... Se m e e s tre tr e meció el corazón. ‘Ya estará hecho migas el pobre infeliz —dijo mi pa p a d re, re , p á lid li d o — ...Volv ...V olvam amos os T eres er esa, a, ya te h a b ía d ic h o q u e n o v in ié r a mos’”. Este testigo, que tenía entonces nueve o diez años, era un tal GaspardFélix Tournachon, que se daría a conocer más adelante bajo el seudóni mo de Nadar, hasta tal punto que Julio Verne haría de él el héroe de su Viaje a la luna bajo el nombre de Arda Ar dan n (anagrama de Nadar). Porque la terrible angustia que acababa de sentir era el paradójico preludio de una irresistible vocación por lo que entonces se llamaba la aerostación. Tendría que esperar muchos años para que llegara llegara la la oportu nid ad tantas tantas veces veces soñada. Un día consiguió qu e le adm itieran gratis en la barqu illa del globo de los hermanos Godard, que administraban esa especie de ritual de los tiempos modernos llamado bautizo del aire, en el Hipódromo, en 1111
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la plaza de L’Étoile. “Y heme allí en el aire —escribe el futuro Nadar— gozando a pleno pulmón de esta sensación de voluptuosidad infinita y única que produce la ascensión”. Sin embargo la vuelta al suelo solía ser men os em ocionante. Félix Félix,, que terminó haciéndose adop tar por el equi po p o G o d a rd , c o n o c e los a terr te rriz izaa jes je s e n n o c h e s o scur sc uras as,, b ajo aj o fu e rte rt e s to r mentas y en pleno bosque; en tejados desfondados, en medio de motines de campesinos armados con horcas y remolques; en praderas separadas po p o r seto se toss esp es p ino in o sos. so s. P e ro ta m b ié n c o n o c e el d e se m b a rc o nove no vele lesc scoo e n el césped aristocrático de un castillo, la hospitalidad risueña de los dueños, enca ntado s de esa visi visita ta po r lo menos inesperada. Por muy emocionantes que fueran estos aterrizajes, planteaban una pr p r e g u n ta q u e N a d a r h izo iz o a G o d a r d a p a r tir ti r d e sus p rim ri m e ra s ex p erie er ienn c ias: ia s: “¿Cree usted en la posibilidad de dirigir sus globos?” La respuesta había br b r o ta d o d efin ef init itiv ivaa y sin s in vaci va cila laci ción ón:: “ Ja m á s /”. De aquí en adelante, ya sabe N a d a r — y n o d e ja r á d e r e p e tir ti r lo e n sus escr es crit itoo s— q u e el glo gl o b o , al q u e deb e las m ejores ho ras de su vida, vida, no tiene ningú Sólo un a máqui nin gú n porvenir porvenir.. Sólo na voladora más pesada que el aire, será d ue ña d el cielo. cielo. El El gra n objetivo de Na N a d a r se rá la c o n s tr u c c ió n d e “u n algo al go m ás p e sa d o q u e el a ir e ” qu q u e im a gina como un especie de helicóptero movido por una máquina de vapor. Pero para construir este sueño hace falta dinero, mucho dinero, y Nadar no conoce más que un medio para hacer fortuna: organizar paseos en globo, en un globo que pueda llevar cuantos más pasajeros sea posible. Así que, con la ayuda de los Godard, construirá un enorme globo, desco munal, un verdadero ómnibus aéreo, del que cuenta la historia en un mémoire iress du d u Géant Géant.. libro que rebosa de ingenio, Les mémo El Gigante contenía 6.000 metros cúbicos de gas y podía llevar a trein ta persona s en u na barquilla, barquilla, autén tica casa casa de m imbre que pesaba 3.000 3.000 kilos. Desgraciadamente, el Gigante no conocería más que dos viajes. El pri m ero —el domin go 4 de octub re de 186 8633— acabó mo destamente en Meaux Meaux.. Salto de pulga para tal mastodonte. Quince días más tarde, en presencia de N apo leó n III y del rey de Grecia, otro inten to. ¡Est ¡Estaa vez vez es la aventura! aventura! Una fuerte brisa suroeste se lleva al Gigante y a sus pasajeros a toda velo cidad hacia Bélgica. La noche está helada pero exaltante. Para saber si el globo sube, baja o se mantiene a la misma altitud, se observa la posición de las banderolas de papel blanco sujetas en el cordaje. A la mañana siguiente, bate el récord de recorrido en globo, ya que sobrevuela Ale m ania en tre B reme n y Hannover. Pero la cuerda que perm ite abrir la vál vula de escape del globo se rompe. Imposible maniobrar para aterrizar normalmente. Demasiado desinflado para proseguir el camino, pero to davía demasiado inflado para tomar tierra, el globo empieza a dar brincos 16
fantásticos y asesinos, sembrando a sus desgraciados pasajeros por la landa “hannovriana”. La loca carrera termina en un río en el que se hun de la barquilla, com o u na nasa para cangrejos, con sus últimos ocupan tes, N adar y su mujer. El globo le daría a Nadar una gloria menos discutible a lo largo de la gu erra de 1870. El 17 de septiem bre, los parisinos se dan cue nta d e que se les ha co rtado cualquier con tacto con el exterior. Ha so nado la hora d e la aerostación. La ho ra de Nadar. Enseguida organiza una c om pañía de “aerosteros”. El 23, en Montmartre, en la plaza St. Pierre, da la señal de “sol tadlo todo” al Neptuno, que toma vuelo con 125 kilos de correo para ate rrizar un as ho ras más tard e e n Craconville, cerca de Evreux. A lo largo de los cinco m eses que d uró el sitio, 64 globos-correo ab an do na ron la capital, llevándose en total 64 aeronau tas, 91 pasajeros, 365 palomas m ensajeras y 9.000 kilos de documentos. Cinco globos cayeron en manos de los alema nes, otros dos se perdieron en el mar. Las palomas mensajeras tenían que volver a París cargadas con mensajes destinados a los sitiados. Pero cada palo m a sólo podía llevar un men saje de un gramo co mo máximo. El inagotable Nadar encontrará el medio para multiplicar casi al infi nito tan endeble rendimiento. Se acuerda de una fotografía microscópi ca —un milímetro de lado— en la que los visitantes de la Exposición de 1867 habían podido distinguir un grupo de 450 diputados. Encuentra al autor de este procedimiento —René Dagron— y lo manda por globo a Tours con todos sus pertrechos de microfotografías. En adelante, cada palo m a que em prende vuelo hac ia París se lleva en un tu bo de plu m a 18 películas de colo dió n que tienen ca da una 3 por 5 centím etros y repro ducen lo equivalente a 16 folios de un texto impreso a tres columnas; 50.000 mensajes reducidos cada uno a medio gramo más o menos. En París, cada película era colocada en el soporte de imágenes de u n micros copio fotoeléctrico, proyectada con una ampliación grande en una pan talla, y transcrita por un equipo de copistas. No era la prim era vez que N adar te nía oportu nidad de unir sus dos pasiones, la fo to gra fía y los viajes aéreos. En 1858 realizó la prim era fo to aérea de la historia, a 80 metros por encima de Petit-Clamart, lo que no suponía poco mérito, porque, dado el estado de la técnica de aquel entonces, había que fabricar in situ —por lo tanto en la barquilla del globo, y por supuesto resguardada de la luz— la placa de colodión que tenía que utilizarse húmeda y revelarse inmediatamente después de la exposición. Si los viajes aéreos de Nadar ya no son más que pequeña historia, sus retratos fotográficos permanecen como testimonios insustituibles de su época y son obras maestras indiscutibles. Sin duda le hab ría asom brad o esa 18
inversión de los valores. Como muchos de sus sucesores famosos, —Man Ray, Brassaï, Cartier-Bresson, Klein—, Nadar llegó a la fotografía a través de la pintura, o más exactamente por lo que a él se refiere, por el dibujo. Periodista e ilustrador, hab ía im aginad o fotog rafiar a las personalida des de su época, para luego, sin abusar d e su tiemp o, p od er esbo zar a lápiz su cari catura con toda tran quilidad. En su origen, la fotografía no era p ara él más que la sirvienta del dibujo. Pero poco a poco el dibujo se volvió inútil. El pan teón Nadar, concebid o en princip io como una co lección de ca ricatu ras, llegó a ser un álbum de fotos. Por su taller de la calle St. Lazare, y luego por el del Boulevard des Capucines, desfiló la Europa de los famosos, desde Liszt hasta Delacroix y desde George Sand hasta Bakunin. Para algunos, la operación encerraba algo maléfico y fascinante. Dominando terrores, fue como Balzac se hizo dagueireotipar en tre los prim eros de su época , po r el año 1842. Enseguida, la fértil imaginación del genial novelista le había proporcionado la expli cación metafísica de tan misteriosa operación, y Nadar tuvo, por dos veces, la oportunidad de escuchar cómo Balzac desarrollaba su extraña teoría. Según el autor de La comedia humana, cada cuerpo en la naturale za está compuesto de series de espectros en capas superpuestas al infini to, foliáceas y en películas infinitesimales. Por lo tanto cada fotografía es la “m on da ” (la peladu ra) de un a de estas capas — la más superficial— y su aplicación de p lano e n un a placa fotográfica. P or lo tanto, p ara cada cuer po fotografiad o y en cada to m a hay una pérdid a evidente de uno de sus espectros, es decir, de una parte de su esencia constitutiva, lo cual es una pru eba temible... Michel Braive —uno de los mejores conocedores de Nadar— ha subrayado, con razón, el escaso interés que éste parecía conceder a la fotografía de exteriores. Este gran aventurero —en el sentido más noble de la palabra— no tenía nada de cazador de imágenes. Si realizó la pri mera foto aérea de la historia, fue con la esperanza de hacer fortuna, al aplicar el procedimiento a la cartografía y a lo.s trazados catastrales. Pronto dejó a otros la explotación de esta nueva técnica. Por o tra parte, fue el prim ero en utilizar la luz artificial en fo tografía, p ero su serie de cli chés sobre los alcantarillados y las catacumbas de París no tuvo continua ción. No se tiene más que una foto de él en la barquilla de un globo. La realizó en su estudio con un a barqu illa dim inuta, colgada de un a viga. En 1886, hizo la prim era e ntrevista fotográfica al efectua r un a serie d e tom as del físico Chevreul, la víspera de su 101 cum pleaño s, m ientras con testaba a sus preguntas sobre el arte de llegar a ser centenario. Pero en sus retra tos, nunca intentó dar la ilusión de “reproducido del natural”. La vida intensa que irradia de la mayoría de sus retratos emana de la mirada, de 19
la expresión sosegada, de la personalidad exclusiva del sujeto, jamás del gesto y menos aún del decorado. A pesar de todas las tentaciones por lo pin to resc o, N adar parece haber elegido, de buenas a prim eras, algo fu n damental que otros muchos —y esto hasta hoy en día— harían tras él: sólo el rostro humano le parece digno de ser fijado sobre la película. Murió en 1910 después de tener la alegría de escribir a Louis Blériot para felicitarle por haber cru zado el canal de la Mancha en “algo más pesa do que el aire”.
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Emile Zola, fotógrafo Agosto de 1888. Emile Zola está de vacaciones en Royan. Allí está su edi tor, Charpentier, el grabador Desmoulin, y, con unos primos, su mujer Alexandrine, que se ha traído a su costurera, Je an ne Rozerot, un a m uch a cha de veintiún años que no para de cantar. El alcalde de Royan, Frédéric Garnier form a parte del grupo . Es él quien iniciará al escritor a una nueva moda, la fotografía. Zola tiene 48 años, el principio de la vejez en aquellos tiempos. Como es hom bre m eticuloso, no ignoram os nad a de su corpulencia: cien kilos, ciento catorce centímetros de cintura. Es mucho para un hombre de un metro setenta. Su carrera literaria, que empezó veinte años atrás con Teresa Raquin, estuvo marcada por etapas triunfales, La curée, E l vientre de París, L a taber na, Na na, Potbouille, El paraíso de las damas, Germinal, La tierra. Es el prim ero, el núm ero un o d e las letras francesas desde la m uer
te de Victor Hugo acaecida tres años antes. Él lo sabe. Lo que no sabe es que la vida le reserva más sorpresas. No puede sos pechar —él, que desco nfía de la política co mo de la peste— que diez añ os más tarde, al publicar Yo acuso en L Aurore se va a arro jar a lo m ás pro fun do del “asun to Dreyfus” y a atraerse los peores odios. P ero e n aqu el m es de agosto de su m adurez, Jea nn e Rozerot va a reservarle otro descubrim ien to, el del amor. Se había casado diez años antes con un a m ujer m ayor que él, Gabrielle-Alexandrine, que no podía tener hijos. Zola, que rendía el culto a la fecun didad, sufría en silencio. Sin em barg o fue un bu en marid o, dedicado por completo a su obra, en la que volcó ardores eróticos intole rables para u n p úblico de b ien. Y de re pe nt e llega esta Je an n e Rozerot —com o una rosa y un ju nco, diría él— co n sus canciones, su risa y su figu ra a la Greuze (según diría él también). Pero, además, una dicha nunca llega sola. Al mismo tiempo que el amor, otros dos descubrimientos, que concuerdan a las mil maravillas con sus aventuras, convertirían aquel vera no del año 1888 en algo memorable: la bicicleta y la fotografía. Amar a Jean ne. M ontar en bicicleta con Jea nn e. F otografiar a Jean ne. Conclusión: p ierde veinticinco kilos. Esto es tanto com o d ecir q ue vuelve a ser un m uchacho. Jeanne, la bicicleta, los niños, los amigos, el hermoso libro publicado por François-Emile Zola y Massin1 ilustran estos temas y alg unos otros 21
más, París, la exposición de 1900, Inglaterra (donde tuvo que exiliarse desde desde julio de 18 1898 98 hasta ju n io de 1899 1899). ). En total 480, 480, d e los 3.000 3.000 clichés más o menos que Zola dejó; casi tanto como las páginas que comprende su obra escrita. Como era de esperar, el mundo de la fotografía se arrojó sobre este libro libro con un a única p reg un ta en la m ente: ¿Alca ¿Alcanza nza la gran dez a del Zola novelista, el Zola fotógrafo? ¿Tiene un lugar en la historia de este arte, entre Nadar, Nadar, Eug ène Atget y Demachy? Demachy? P ara los que aprec ian y conoc en la fotografía, la respuesta sin lugar a dudas es no. Con el espíritu metó dico dico y el em peñ o q ue le caracterizaban, caracterizaban, Zola llegó llegó a ser un exce lente téc nico de la fotografía. Tuvo unas diez máquinas —de las cuales cinco siguen en manos de François-Emile Zola—. Instaló tres laboratorios de pru p ru e b a y d e rev re v elad el ad o . Es v e r d a d q u e la m a y o ría rí a d e sus p laca la cass so n te r r i ble b lem m e n te n e g ras, ra s, y p o r h a b e r h e c h o yo p r u e b a s o rig ri g in a le s d e sus o bras br as,, pu p u e d o d e c ir q u e p a r a rev re v elar el ar esta es tass plac pl acas as h a c e falt fa ltaa t e n e r p a c ien ie n c ia. ia . P e ro pien pi enso so q u e él n o so b re e x p o n ía ta n to . Es m ás b ie n la p e líc lí c u la la q u e h a ennegrecido con los años. Además, es indiscutible que el libro de Massin es apasionante y debe figurar en todas las bibliotecas. Primero, porque unas imágenes que tienen casi un siglo son siempre interesantes: cual quier do cum ento que nos restit restituye uye los los rostros rostros y los los paisaj paisajes es de un m un do tan cercano, pero desaparecido para siempre, es muy valioso para noso tros. Pero, sobre todo, estas fotos nos revelan un aspecto nuevo e importan te —aunque secundario— de la vida de un hombre de una importancia considerable. Lo cual no quiere decir que una obra artística —fotográfica o no— tenga que ser creadora. Un gran fotógrafo tiene una visión propia que constituye la firma de sus obras. Mire cien fotos de Weston, de Brassai, de Cartier-Bresson o de Boubat. Supongamos que le traen otra más, la centésimo primera, que usted ve por primera vez. La colocará sin la menor duda en la obra del artista a la que pertenece. Habrá reconocido el mu ndo que el auto r lleva lleva en sí y que proyecta d on de sea que vaya vaya.. H e via via jad ja d o con co n g ra n d e s fotó fo tógr graf afoo s. E n tod to d as p a rte rt e s — e n J a p ó n , e n C a n a d á , e n África, en Francia— he visto cómo brotaban del pavimento, de las ciuda des o de la arena de los desiertos unos rostros, unas escenas, unos paisa jes je s qu e se les p a re c ía n , q u e e ra n suyos. Sólo Só lo les falt fa ltab ab a p u lsa ls a r el b o tó n . ¿Fue cuestión de suerte? Claro que no. Se tiene suerte una vez, dos veces, a lo sumo tres. Pero no todos los días, varias veces al día. Éste es el miste rio de la creación. Nad N adaa p a r e c id o o c u r r e e n Zola. Zo la. Su uso us o d e la fo to g ra fía fí a n o es m u e str st r a de creación. A mi parecer, era muestra de una doble frustración que queda p or definir definir.. 23
Primero recordem os que nació en París París en 18 1840 40,, pero que cursó todos sus estudios en Aix-en-Provence. En el colegio de Aix, su mente algo lenta y su acento parisino son fuente de vejaciones por parte de sus compañe ros. Un forzudo le toma bajo su protección, un duro de pelar, un año mayor, que sí es de por allí. Se llama Paul Cézanne. Fue el principio de una profunda y larga amistad que conocería momentos tormentosos. Como ha escrito Armand Lanoux2, Paul sería El E l gran gra n Meaulne Mea ulness de este endeble Alain-Fournier. Pero la vocación de Cézanne era la poesía, la de Zola Zola el dibujo. Más Más adelan te inte rcam biaría n sus am biciones. P ero n o está pro p ro h ibid ib idoo p e n s a r q u e sie si e m p re h u b o e n Z ola ol a “u n p in t o r f r u s t r a d o ”. Se vería en 1886, con la publicación de su novela La L a obra obra que se inspira en la vida de Cézanne. Zola no creía en el éxito de su amigo. Escribe: “Paul po p o d ría rí a te n e r el g en io d e u n g r a n p in tor, to r, p e r o n u n c a te n d r á el g e n io d e llegar a serlo”. Y más adelante: “Paul Cézanne en el que uno puede des cubrir los rasgos geniales de un gran pintor fracasador”. Extraño y apa sionante sionante equívoco qu e se instala instala entr e estos dos gran des profe tas del siglo siglo XIX, y que llegaría hasta la ruptura de su amistad. No cabe duda de que Zola Zola tenía cuentas pen dien tes con la pintura, y que la fotografía se se be ne fició de esta deuda. Porque las fotos de Zola son más una muestra de ese arte arte impresionista que no p racticó, que de la novela socia sociall en la que llegó a ser un maestro. Zola fotógrafo habría podido ser la sombra del Zola novelista, y podríamos haber encontrado entre sus clichés “el dossier” en imágenes imágenes de la zona m inera (Germinal), del m ercado central (El vientre de de París París), ), del mundo campesino (La tierra) o de los ferrocarriles (La bestia humana). Pero nada de eso existe. Zola fotógrafo no investiga sino que contem pla, ama . Le fascinan los jar din es, las aguas, los rostros. Para Par a él, la fotografía responde a una función de celebración. Y aquí es do nd e interviene la segund segund a frustración a la la que aludíamos. El novel novelist istaa quiso apa sion ada m ente a Je an n e Ro zerot y a los dos hijos que tuvo tuvo con ella, ella, Denise y Jacqu es. P ero esa te rn u ra n o p od ía ser fel feliz iz po r que se trataba de u na familia adulterina. “La divisi división ón de esta dob le vida que me veo obligado a vivir acaba por desesperarme”, escribió. Una foto des garradora nos lo muestra en el balcón de su casa de Médan, enfocándoles con con un prismátic prismático, o, en dirección a Cheverchem ont, do nd e h abía instalado a sus tres amores para el verano. Dedica su novela El a Jeann e E l doctor Pascal a “la que m e ha dad o el real festín festín d e su ju ve n tud y me ha de vuelto mis treinta años al regalarme a mi Denise y a mi Jacques”. Hay unas escenas lamentables. Avisada por una carta anónima, Alexandrine irrumpe en el piso de la calle ca lle St. L azar az aree d o n d e su m a r id o h a in sta st a lad la d o a J e a n n e y ro rom p e las cartas de él que encuentra. Y por supuesto, lucha con la torpeza más insigne para recuperar al infiel. Pero reconozcamos que no le faltó ni 25
valor ni gen erosid ad ya que, u na vez m uer tos E mile y Je an ne , y sola con los niños, los ado ptó para qu e p ud ieran llevar el nom bre de su padre. En Lewis Carroll la fotografía hacía las veces de contacto físico con las niñas que eran su gran pasión. En Zola hace las veces de vida en familia... Retrata con empeño —casi podríamos decir con glotonería— a una Jeanne Rozerot en la que vemos cómo se va abriendo paso con los años una hermosura algo fofa, y a dos niños cuyos semblantes a veces apena dos, reflejan las fastidiosas sesiones de tomas de vista, a menudo marcadas por los arre bato s de ira del fo tógrafo . ¡Pues m enudo asunto hace cien años, el de “sacar” una foto!; y sin embargo, el academicismo de estos retratos es flagrante. Tal vez Zola demuestre cierta originalidad al adop tar a veces, para los retratos de Jeanne, el ángulo “tres cuartos espalda” que despeja la oreja y realza la nuca. Pero en general, se conforma con el grupo frontal más convencional. Es que para él la fotografía no es un terreno virgen donde explorar e inventar al mismo tiempo —como lo es el dominio literario— , sino un instrum ento dócil p ara atrap ar y recorda r; en fin, un ojo y un a m em oria. Si Zola escribe con su cereb ro y con su ima ginación, con su corazón es con lo que saca sus fotos.
1. Hoébeke/D.A.A.V.P, 1990. 2. Armand Lanoux, Bonjour, mon sieu r Zola, Grasset, París, 1978.
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Un americano en París: Man Ray Cuando Man Ray desembarcó en París en medio del chin-chin-tatachín del del 14 de julio de 19 1921 21,, le pre ced ía un a fama qu e, desp ués de ce rra rle las las galerías de pintura neoyorkinas, había de abrirle las del dadaísmo parisi no. Le había influenciado un joven pintor francés que vivía en Nueva Yoik, Marcel Duchamp, cuyo Desnudo bajando una un a esca escaler lera a había estado de moda en la exposición Armory Arm ory en 1913. Desde aquel entonces Duchamp fingí fingíaa despreciar la la pintura. Se dedicaba al ajedrez o co nstruía extrañas m á quinas hechas con paneles de colores montados sobre un eje que ponía en movim iento un motor, au ténticas esculturas móviles, móviles, las las prim eras de su géneio. Como ya sabía que todos los medios valen para expresarse, Man Ray había exp uesto bajo el título Autorretrato un lienzo que llevaba la hue lla de su propia mano rematada por dos timbres eléctricos y un botón. También había inventado la pintura con aerógrafo. En lugar de inten tar pintar contornos precisos, pegaba en su lienzo esténciles que prote gían las superficies que no se pintaban. Por fin había superado la especie de horror sagrado que la fotografía inspiraba, entonces, a los pintores. Después de fotografiar sus propios lienzos para catálogos y prensa, se le ocurrió que era posible pintar con una máquina de fofos del mismo modo que algunos pintores de antaño, e incluso de hoy, fotografían con pinc pi ncel eles es.. Se en tiend e q ue el joven a m ericano fuese acogido acogido en M ontparnasse como a uno de los suyos por Francis Picabia, Paul Eluard, Philippe Soupault, Soupault, Tristan Tristan T zara y po r todos cua ntos h ervían con ellos ellos en la gran olla dada de donde pronto saldría el surrealismo. Man Ray llevaba consi go, en todos sus viajes, un pesado baúl lleno de cuadros, lo que le había ocasionado algún que otro contratiempo en las aduanas. Breton, Aragon y Eluard p atrocina ron la prim era exposición de Ray Ray Man en la galería de Soupault cerca de Los Inválidos. En el último momento, Man Ray añadió un objeto típicamente dada que llamó Regalo: una vieja plancha cuya superficie infeiioi estaba erizada de clavos de tapicero. El objeto desapaíeció el día de la inauguración, pero Soupault, sospechoso número uno, negó ser el auto r del hurto . El éxito éxito en sociedad fue brillante p ero el fra caso comercial indiscutible. En todo caso, Man Ray se ganó a un nuevo amigo, un extraño hombrecito de unos cincuenta años, locuaz, de perilla 29
bla b lann c a y q u eved ev edoo s, b o m b ín y p a ra g u a s n e g r o , q u e p a re c ía u n e m p le a d o de po mp as fúneb res o de banco. E ra Erik Erik Sati Satie. e. Pero había que vivir, y ya que sus cuadros no se vendían, Man Ray se inclinó po r la fotografía. fotografía. Lanzado po r Cocteau, recibido po r Paul Poiret, Poiret, ado ptad o po r Picas Picasso so,, B raque y Derain, apoyado por A nna d e Noailles Noailles y el cond e E tienne d e B eaum ont, llegaría llegaría a ser el fotógrafo de un a sociedad y de una época incomparables, la única y auténtica “belle époque” de nue stro — recién pasado— sigl siglo. Fotóg rafo-pintor, M an Ray fue a la vez vez testigo testigo y un o de los los protag onis tas de un movimiento especialmente rico y cuyas repercusiones han lle gado hasta hoy. Como fotógrafo, supo mantener suficiente distancia com o para describir y juzg ar la corriente a la la que estaba íntimam ente un ido como pintor. Su libro de me m orias1rebosa de anécdotas y de reve laciones de aparente trivialidad. En ellas nos codeamos con Paul Poiret en su lujoso lujoso palacete de la call callee Saint-Honoré, ro dead o de su brillante brillante co hor te de modelos, com o u n dios oriental refinado y epicúreo; Picas Picasso so resuelto a dejar de pin tar po rqu e u na sentencia de divorcio divorcio le obligaba a abon ar a su ex ex m ujer el prod ucto de sus cuadros; Picabi Picabiaa que inau gura ba su nuevo coche deportivo, largo, bajo, de color azul celeste, con un trozo de para bris br isas as d e la n te d e l v o lan la n te, te , i n t e n ta n d o d e m o s tra tr a r c ó m o su larg la rg o b lo q u e motor de aluminio de ocho cilindros, aparentemente sencillo hasta lo ridículo, era más hermoso que cualquier obra de arte. Y luego, sobre todo, está Kik Kikii de M ontpa rnasse, con q uie n vivi vivirí ríaa Man Ray Ray du ran te años. Durante tres días, había posado para Utrillo. Entre las sesiones, él bebía vino tinto, tinto, se em bo rrach aba y le ofrecía ofrecía un a copa, pero c uan do ella inten taba ver el cuadro, la apartaba. Sólo podría verlo una vez terminado. Cuando por fin pudo mirar al otro lado del caballete, vio que había pin tado un paisaje. Varios días antes, Kiki había ido a ver a Soutine y, como sabía que apenas tenía para comer, le había llevado pan y arenques. Al entrar le invadió un hedor espantoso: un trozo de buey y unas verduras que Soutine llevaba varios días pintando se estaban acabando de pudrir encima de la mesa. Por amor al lujo, Kiki se pasaba horas en la bañera, o también, arremangada, guisaba platos que le recordaban su Borgoña natal. Al final ella también se puso a pintar e hizo obras “naïf’ pero car gadas de audacia, e incluso retratos, como el de Eisenstein que el director de cine le compró enseguida. Al morir Kiki en un hospital, todos los anti guos de Montparnasse fueron a depositar flores en su tumba. Pero Man Ray Ray nos invita a ir más allá allá de la “pe “pe qu eñ a h istoria”. En carn a una experiencia capital que se renueva de generación en generación desd e 18 1830 30 y de la que nos ofrece algo parec ido a un a versión versión surrealista: surrealista: el encu en tro de la fotografía fotografía con la pintura. E n u na o bra brillante2, brillante2, And ré 30
Vigneau recuerda la especie de pánico que se apoderó de los pintores cuando la fotografía empezó a calar hondo hacia 1840. En la cumbre de su fama, Ingres dio la medida de su desasosiego al exclamar: “¿Quién entre nosotros sería capaz de tal fidelidad, de tal firmeza en la interpre tación de las líneas, de tal delicadeza en el modelado? ¡Qué hermoso es esto de la fotografía!... ¡qué hermoso, pero no hay que decirlo...!”. En cuanto a Horace Vernet, al volver de la academia donde se había anun ciado el descubrimiento de la fotografía, declaró sin dudarlo: “Ha muer to la pintura”. Y, en efecto, la fotografía mataría cierto tipo de pintura. Primero es la pin tura d e batalla, precisame nte la de Ho race Vernet, géne ro capital al que debemos más de una obra maestra, género tan tradicional que, en 1939, el ministerio de la Guerra seguía nombrando, en confor midad con el reglamento, a un “pintor oficial de batalla” que tenía que instalarse en el frente de la drôle de guerre con sus pinceles, su paleta y su caballete. Por otra parte, también el retrato fue mortalmente golpeado por la aparición de la fotografía —y en primer lugar la miniatura—, que desa pareció casi por co m pleto . Se entie nde por qué, al confronta r algunos retratos fotográficos de Nadar con el retrato de los mismos personajes hecho por un p intor en la misma época, la inutilidad de la pintu ra irru m pe con una eviden cia bruta l. Una vez superado el prim er mo m ento de estupor, llegó un fuerte con traataque por parte de la pintura. Baudelaire —su más virulento porta voz— escribe: “En m ateria de pi ntu ra y de estatuaria, el cre do actual d e la gente de la buena sociedad, sobre todo en Francia, es éste: creo en la na turaleza. Creo que el arte es y no puede ser más que la reproducción de la naturaleza... y un dios vengador ha cumplido los deseos de esta multi tud. Daguerre ha sido su mesías. Y entonces esta gente piensa: ya que la fotografía nos da todas estas garantías desea bles de exac titud, el a rte es la fotografía. Desde ese momento, la sociedad inmunda se abalanzó, como Narciso, para conte m pla r su tosca im ag en en el m eta l”. Sin em bargo, con viene recordar que también Baudelaire se precipitó al taller de N adar con el fin de conservar su imagen para las futuras generaciones. Pero después de la guerra fría, parece que se instaura una especie de coexistencia pacífica. Da la impresión de que la pintura convive con su temible rival. Incluso sabe sacar provecho de la nueva situación y colmar las zanjas abiertas en su territorio hasta la fecha inconcluso: la reproduc ción de lo real. Ya que en lo sucesivo, el realismo absoluto se ve anexio nado por la fotografía, el pintor se encarga de explorar las tierras vírgenes de la composición y de la descomposición de lo sensible. Liberado de la esclavitud realista, se dota de unos objetivos más sutiles, más exquisitos 31
qu e le llevarán al im presionism o y al cubismo. Incluso la fotografía le pro porcio nará algunas de las claves de su nuev o re in o. De repente brota ría n los recursos del enfoq ue y de ello Toulouse-Lau trec sacaría unos efectos sorprendentes, mientras Seurat se inspiraría en el grano de los clichés subexpuestos p aia inventar el puntillismo. La reconciliación se consuma ría cuan do se les ocurrie ra a algunos pintores q ue u na fotografía, sacada o no con este fin, puede servir de “modelo” perfectamente e incluso de soporte encima del cual se aplicarían directamente sus colores. Así la usa ro n Degas y Utrillo. En esta perspectiva es como hay que entender a Man Ray. Haciendo tabla rasa de todas las clasificaciones y desde luego de todas las jerarquí as, plantea como un principio que un pincel y una máquina son herra mientas intercambiables —y en sí mismas indistintas— de la creación artística. En esa lógica no se deja impresionar más por su relativo fraca so como pintor que por su deslumbrante éxito como fotógrafo. En él, el pintor ha hecho al fotó grafo unos favores sem ejantes a los que la fo to grafía había hecho a la pintura medio siglo antes. Desarticulando las máquinas, maltratando las leyes de la óptica, trastornando las reglas de la química fotográfica, utiliza sucesivamente la granulación, la sobreim pre sió n, el rev elado negativo, el relieve, y, ad emás, in venta la solarización. Pero seguramente, con sus “rayografías” (palabra sacada de su propio apellido) es como mejor manifiesta su rechazo a la rutina. Al exponer a la luz una hoja de papel fotográfico, sobre la cual se han colocado di versos objetos —algunos translúcidos— se consigue una fotografía es quemática, abstracta, llena de efectos inesperados, que tiene para un surrealista el encanto paradójico de haber sido hecha sin máquina fo tográfica. Jamás fue Man Ray tan feliz como cuando conseguía sembrar la con fusión entre el dominio de la pintura y el de la fotografía, por ejemplo, realizando en negro y sepia un retrato al óleo de Marcel Duchamp que todos toman por una foto, o también en algunos aforismos fulgurantes, como cuando definió la pintura abstracta como “la ampliación de un detalle d e la natura leza”. Como yo tenía un despacho en Editions Pion, fui vecino mucho tiem po de Man Ray y de su esposa Juliette, que vivían en un aparta m ento en el 2 bis de la calle Férou, a la sombra de las torres de la iglesia SaintSulpice. Me acogía con amistad ese hombrecito encorvado, de ojos inte rrogadores detrás de sus gruesas gafas y que parecía salir como de un museo surrealista lleno de objetos insólitos y de lienzos obsesivos. Su curiosidad seguía al acecho, pero no se sabía qué dosis de ironía se mez claba con el entusiasmo cortés con el que saludaba los inventos de sus 32
jóvenes colegas. ¿Cóm o asom bra r a Man Ray? La últim a vez que le vi, le pregunté que a qué se dedic aba últim am ente . Me enseñó unas m in ia tu ras de una delicadeza sorprendente que parecían pinturas sobre marfil y que no eran sino fotografías en co lor realizadas según u n proc edim iento de su invención. Murió el 18 de noviembre de 1976.
1. Mail Ray, Auto portr ait, Robert Laffont, París, 1964. 2. André Vigneau, Une brève histoire de l ’art de Niepce à no s jou rs, Robert Laffont, Paris, s.d.
El oscuro lirismo de Bill Brandt Acurrucados en lo alto de una escombrera, unos mineros en paro rebus can trozos de carbón que van echando en bolsas. Una anciana se cepilla los dientes encima de un orinal. Dos criadas, con cara de odio, tocadas con cofias blancas de cintas plisadas, montan guardia ante una mesa sobrecargada de cristalería de Venecia. U n abu rrim iento envarado dom i na este salón tapizado de felpa, do nd e se ven cua tro seño res de esm oqu in, una joven sentada en un pu f ante un juego de damas. U nos chiquillos corren al fondo de un a calle resbaladiza dom inad a po r un a colum nata de chimeneas de fábrica que van vomitando hollín. Sombras de una isla: es el título que ha encontrado Michel Butor para el libro de fotografías de Bill Brandt publicado por Editions Prisma. Por supuesto, la isla es Inglaterra. Enseguida se adivinan intenciones polémicas, algo como un arreglo de cuentas entre un hombre y su propio país. He visto a Bill Brandt varias veces. Era un muchacho risueño, algo así como “el eterno estudiante”, frágil e irónico, al que su mujer prodigaba cuidados infinitos. “Pero no, en absoluto, qu iero a Ing laterra, es mi país”, me dijo m ientra s com ía cara melos, “hay que mirar mejor mis fotografías”. Miré mejor y, en mi opi nión, he entendido mejor. Como pasa con algunas personas, las imágenes de Bill Brandt ganan con el trato. Conviene convivir con ellas. Dentro de dos, diez años, las comprenderé aún mejor. ¿Existe mayor elogio para un arte que pasa por fugitivo y superficial? Lo propio de Bill Brandt es hacer caso omiso de las alternativas más evidentes, basándose en la fuerza de su intuición. Por ejemplo, la alter nativa tristeza-alegría. Estas sombras de una isla nos demuestran de manera indiscutible que al llevar el realismo hasta el límite de su negru ra, se pued e d esem boca r en un lirismo cercano a la alegría. P orq ue estas imágenes rebosan lirismo, es imposible dejarlo de lado. Estas escenas de la vida íntima de la gentry de antes de la gu erra vienen com o aureoladas de cierto trasfondo de nostalgia. A estos chavales, en el fondo del calle jó n neg ro, la belleza trág ica de este paisaje in dustria l les llevará ense gui da al cielo. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Se puede invocar la eliminación de los matices, de los grises? Bill Brandt, que revela él mismo sus pruebas, uti liza siempre papeles de extrema dureza, de modo que los blancos y los negros se entrechocan en una sinfonía deslumbrante y al final tónica. 35
Pero este tipo de explicación técnica es muy limitada. Es mejor mirar otra vez y abandonarse a la impresión de grandeza que se desprende de estas imágenes. Esta grandeza alcanza una dimensión cósmica en los pai sajes de la isla de Skye, esculpida por la erosión de los glaciares, y en los páramos asolados de Yorkshire. En Skye volvemos atrás, a la noche de los tiempos, cuando la tierra estaba “aún mojada y tierna después del dilu vio” y des truid a p or las huellas d e los pies de los gigantes. Ya no hay na da humano en aquellos terribles páramos donde la vida no se manifiesta más que por algunos huevos moteados, colocados en el hueco de una roca. En Yorkshire, la casa de Emily Bronté es azotada por las ráfagas de viento de las Cumbres borrascosas. La silueta de una vaca en el claro de luna, las manchas claras de un rebaño de ovejas entre las rocas megalíticas, una mariposa monstruosa empalada en las ramas de un árbol muerto nos recuerdan que el hombre ha pasado por allí antes de desaparecer, sin duda, definitivamente. En 1945 la car rera d e Bill Bra ndt dio un ru m bo decisivo al co m pr ar en una tienda de segunda mano cerca de Covent Carden una Kodak de madera sin obturador, que utilizaba Scotland Yard en el siglo XIX, para sacar fotos de las habitaciones donde se había cometido algún crimen. Concebida para este fin, la máq uina tiene u na abe rtura ang ular y una pro fundidad de foco igualmente fantásticas que arrastran deformaciones ópticas impresionantes. Durante quince años, Bill Brandt aprendería la fotografía con esta herramienta prehistórica, esforzándose por asimilar su lenguaje, con el fin de usarlo mejor para sus propios objetivos. Indepen dientemente de la máquina que utilizaría luego, le quedaron para siem pre las lecciones de aquel m ento r de un género nuevo. Aquellos años de investigación desembocaron en 1961 en un libro de fotos que salió bajo el título Perspectivas sobre el desnudo. Por su homoge neidad, por su riqueza y su rigor, este libro imposible de encontrar —y que fue además un fracaso com ercial— es un o de los libros de fotografías más importantes publicados hasta hoy. Levantó polémicas en los medios de la cámara oscura. Por primera vez el artista sacaba un provecho siste mático de cierta infidelidad a lo real, la exploraba en todas sus implica ciones, la desarrollaba como el tema de una fuga de Bach. Se habló de foto abstracta, de formalismo, de juego gratuito. Pero todas estas acusa ciones caen por sí solas si uno acepta considerar que a pesar de la frag mentación que el autor impone a las formas, con total libertad, los valores materiales, sin los cuales no hay fotografía válida, no sólo se respetan sino que incluso se afirman con una insistencia obsesiva. Se pueden contar las ranuras del entarimado, se siente la seda áspera de los sofás, la felpa de los sillones, la frialdad lisa de los espejos y de los cristales. En los exterio37
res marinos, los cantos rodados tienen peso, el aire huele a olor marino, e incluso se oye el fragor de las olas que se precipitan en el caracol de un enorme oído, abierto en p rim er plano. Pero sobre tod o aquí esta la carne, con sus arrugas, su vello, sus poros y el variado grano de la piel. Parece que por un sentido admirable del equilibrio de los valores, Bill Brandt se ha sumido tanto más profundamente en la materia como cuanta más libertad se tomaba con las formas. Devuelve centuplicado el realismo en profundidad, lo que le había negado al nivel de las líneas y de su juego. Parece que los grandes fotógrafos se clasifican por sí solos en dos fami lias cuya visión y cuya me ta son to talm en te distintas. Los prim ero s lo espe ran todo de lo instantáneo “reproducido del natural” y cosechan aquí y allí unas imágenes que dan testimonio de la condición hum ana. A tget es su antepasado, Cartier-Bresson su más famoso representante contempo ráneo y las fotos de R obe rt Capa u na de las cumb res de su arte. Los otros anhelan la eternidad a través del instante. El retrato, el desnudo y el bo degón son su te rr itorio . Edw ard W eston es el m aestro de esta casta cuya tradición prosiguen, en Francia, Sudre, Brihat y Clergue. Es obvio que Bill Brandt pertenece a esta línea. Pero en este caso, como en otros, este demonio de hombre sabe ir más allá de esta alternativa. Porque, único representante de su especie, baja a la calle y hace reportajes a su manera sobre el paro en 1930, la dolce vita de la flor y nata lo ndin ense o los bo m bardeos de 1940. A su m anera , claro está, pues a estos m in ero s, a estos aristócratas, a estos londin ense s am on ton ad os en el pnb, los trata corno desnudos, como bodegones. Y seguramente es lo que da su fuerza y su firmeza fascinantes a estos documentos auténticamente “sacados de lo real”. Nadie discu te que Bill B randt sea consid era do “el más grande fo tó gra fo inglés”. Pero conforme vas recorriendo su obra, te asalta una duda: ¿realmente se ha dicho todo sobre Bill Brandt? Tal vez falte por decir la última palabra.
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Jacques Lartigue, el sabio de las imágenes La tradición literaria nos ha acostumbrado a la imagen del niño en per petua ru ptura con su m edio familiar y social. A veces su felicidad se desa rrolla en una salvaje libertad que le confiere su indigencia —Gavroche, Mowgli—, o al contrario, le aplastan las obligaciones del cuerpo social pri vilegiado al que pertenece (Les malheurs de Sophie, El pequeño lord Fauntleroy). Pero, en general, nos gusta admitir que el niño pobre es más feliz que el niño rico. Los recuerdos de niñez d e Jacque s Lartigue tra storn an esta conven ción. Vemos, ¡oh sorpresa!, cómo un niño se las arregla a las mil mara villas con u na vida de p ríncipe . P orq ue lo tiene tod o este niñ o, jard ine s, criados, coches, aeroplanos. Es probable que sea uno de los primeros —estamos a prin cip io s del siglo XX— en practicar el esq uí, el dep orte del automóvil, la fotografía o el cine de aficionado. A decir verdad, merecería la pena examinar desde muy cerca la vida de Jacques Lartigue, época po r época, p orq ue encierr a, difuso y bajo mil formas, un secreto; el secreto por excelencia, el de la felicidad. Intentemos co ger infraganti esta extr añ a y maravillosa facultad. Primero se observará que tiene un sentido innato de las alegrías sen cillas, inmediatas, modestas. Para un rico ¿existe algo más difícil que disfru tar de los placeres gratuitos? No cortar de raíz, por un desprecio estúpido o por un descuido obtuso, los done s de cada día. Amar la vida es am ar p or la mañana el olor a café y a tostadas. Es maravillarse de una mancha de sol en la alfombra, del canto del gallo o del suave raspar del rastrillo del jard in ero por la gravilla de los sendero s. Quizá esto no se encuentre de manera exp lícita en las páginas d e las Memorias de J. L artig ue 1, pe ro flota en su espíritu. Yya que hablamos de espíritu, observemos que cuanto más sencilla es la alegría —el aire fresco de la mañana, el resplandor del atar decer, el olor a tierra mojada después de la tormenta, la sonrisa efímera de un niño desconocido, el leve roce de u n g atito co ntra la piern a— , más translúcida resulta en presencia de Dios. Se habla de la “fe del carbone ro”. Al observar a Jacq ues Lartigue, pre feriría ha blar de la fe del florista, del pastelero, del pajarero. Me parece que nadie como él sabe disfrutar sin segunda intención de lo que le regalan y sabe olvidar lo que le niegan . L am entar, envidiar, ven 41
garse... imposible. No sólo sabe dar —rara cualidad— sino que también sabe recibir, facultad aún más escasa. “D ura nte nu estros añ os de vacas fla cas, yo solía decirle a Florette que ya que no teníamos con qué pagar el yogur o la fruta de la cena, tanto peor, vayamos a cenara Maxim’s. Allí, en c uan to llegábamos, alguien nos invitaba”. La admiración es un estremecimiento de vida y de calor que se añade a la simple observación. No nos olvidemos que la raíz de la palabra signi fica: asombrarse. Admiración = amor + asombro. Es el amor con una fres cura que brota y se embelesa. Y nada más fácil que suscitar la admiración de Jacqu es Lartigue. Enséñele algo auténtico, un a mujer, un a fruta, un paisaje. Enseguid a admira. Pero, ¡cuidado !, su ad m iració n es comunic ati va, y no sólo par a u sted sino qu e la irrad ian la mujer, la fru ta o el paisaje, y les da al mismo tiempo un destello inesperado, haciéndolos precisa mente admirables. Y esto se encu en tra en la fotografía o en la pintur a qu e hará luego. En realidad, todo cuanto toca se vuelve flor. Este frescor que magnifica, esta disponibilidad para las alegrías senci llas nos llevan a hablar de primavera. Cada año, la naturaleza festeja a Jacques Lartigue. Esto se llama primavera. Él la espera con fervor, como algo merec ido, y cua nd o empieza, se dispone a instalarse en prim era fila y no perderse nada. Sus fotos más hermosas irradian una luz de mañana de abril; y fue uno de los primeros en utilizar la película en color2. A este respecto, ap un tarem os la peculiar función de sus “jug ue tes” pre feridos: la foto, el automóvil, el esquí, la pintura. Siempre son instrumen tos de apertura hacia el exterior, de conquista de las cosas, de la gente o de los paisajes. Sus pasiones son p asiones claras, enr ique ced oras , m ientras que las pasiones negras —el juego, el alcohol, la droga— provocan rup turas, desconexiones, dimisiones. Tres palabras que no existen en el voca bulario de Jacques Lartigue: evasión, vacaciones y retiro. En cambio, un a nueva palabra se pre senta con toda natu ralidad a quie nes le ven: juve ntud . C on motivo de su prim era exposición de pin tura en Nueva York, un perio dista le preguntó : “¿No será usted el hijo del famoso fotógrafo de mujeres de 1900?”. Claro está, no podía sospechar que el “famoso fotóg rafo” tenía o cho años cua ndo hacía aquellas imágen es inol vidables. En aquella época, dijo a su padre, que entonces tenía 35 años: “Intenta vivir otros diez años más, porque así podremos morir juntos”. Precisemos que su pad re viviría hasta los nove nta y seis años. Desgraciadamente el mundo es malo, y nadie está a salvo de las peores pruebas. A p esar de to do, las pág inas del diario de Jacques Lartigue fe ch a das en 1914-1918 podrían llamarse “del buen uso de la guerra”. Como mu chos otros, tam bién él quiso cubrirse de gloria. Jacques Lartigue, q ue ingenuamente seguía el impulso patriótico general, fue rechazado de las
filas del dios Marte. La ju n ta de clasificación —a la que se pres en tó en la misma hornada que Maurice Rostand— rechazó a este chaval de 1,80 m que pesaba 52 kilos. (Sesenta años más tarde aún no había tragado la humillación. Me dijo: “He engordado dos kilos desde aquel entonces. ¿Crees que les valdría ahora?”.) Al final iría al frente, como Cocteau, con el uniforme de camillero. Entre tanto cogió el sarampión, y su madre le leía en la cama cuentos de Zola. L uego rec up eró su fuerza física jug an do al tenis. Rodó una película “patriótica” con Jacques Feyder, con un uni forme de teniente inglés firmad o po r B urb erry’s. Pintó m ujeres desnudas en el taller Julián , calle del D ragó n, sedujo a jov enc itas gracias a su B. B. Peugeot. Tocado con una media de seda, recibió el bautismo del aire en el caza inglés Sopwith, el aparato más rápido de aquella época. Le opera ron de apendicitis. Pero el colmo de aquellos tiempos heroicos fue su pri mera gran aventura, digamos la palabra, la pérdida de su virginidad, más patriótica todavía que su película, ya que para ello eligió a M arthe Chenal, famosa can tante e in térp rete “oficial” de la Marsellesa duran te la guerra. Pertenece a la raza misteriosa de los grandes de la fotografía que se define por el poder inexplicable de suscitar coincidencias, chiripas, encuentros increíbles, en los que el azar cobra tanto menos parte cuanto que estos milagros no dejan de ocurrir a su favor, y sólo a su único favor. Un día, Lartigue estaba en mi jar dí n con su m áquin a de fotos en la man o. Yo asomo la cabeza por la lumbrera de la buhardilla. En ese instante, dos palomas blan cas se posan en el canaló n, una a la derecha, otra a la izquierda de mi cabeza. François Reinchen bach ha pu blicado u n libro de recuerdos3. En la portad a figura un adm irable retrato de u n niño de seis años: el auto r es Jacq ues Lartigue. P regu nta: ¿Por qué a Lartigu e se le ocurrió en 1927 sacar una foto de este niño? La escena transcurre en Arles do nd e se inaugura, en el museo Réattu, un a exposición de fo togra fías antiguas. En el grupo de invitados notables que van recorriendo las salas, se oye la risa de Lartigue. Se detienen ante una foto de Eugène Atget (1856-1927) en la que se ve a un púb lico d e n iños fascinados p or el guiñol del Jar dín del Luxem burgo. De repe nte un a exclamación: “¡Pero si somos mi he rm an o Maurice y yo!”. Es Jacq ues L artigue. Se asoma hacia la imag en. P or p ur o milagro, allí hay una lupa. Así que uno de los mayores fotógrafos del siglo xix había sacado casualmente —¿pero era casual?— a uno de los mayores fotógra fos del siglo XX. Se forma un corro. Confrontan las fechas. Todo parece concordar. Más adelante se comprobará de forma definitiva y casi poli cíaca: la oreja de Maurice —muy visible— es bastante característica. Se volverá a com prob ar en otras fotos, sin lugar a duda . Jacqu es ten ía e nto n ces cinco años ya qu e la foto de A tget tiene la fech a de 1899. La carita q ue 45
se distingue en el documento amarillento de Atget recuerda otro rostro regordete, despabilado, lleno de gracia y de ingenio: el del Petit Gibus en la película La guerre des boutons y de Bébert et l ’omnibus. Nada ex traño. Este joven actor se llama Martín Lartigue, y es el nieto de Jacques. Hoy en día es pinto r y hom bre de teatro. Un pura sangre no sabría mentir... Durante el otoño de 1974, se vio de repente cómo la foto de Jacques Lartigue prosperaba en todos los periódicos, semanarios y pantallas de televisión. Es que lo había elegido el nuevo presidente de la República pa ra hacer su re trato oficial, el qu e adornaría, entre otros lugares, los 32.000 ayuntamientos de Francia. Admiremos de paso esta sabrosa para doja: al hacer la foto del presidente Giscard d’Estaing, es su propia cara la que se ve por todas partes. Pero no se conoce impunemente a este maestro de la felicidad. Desde esa foto histórica, tiene mesa franca en el palacio del Elíseo. Con o sin máquin a de fotos. Después de Marthe Chenal, Valéry Giscard d’Estaing es quien cae bajo el encanto del niño mayor de ojos azules y de rizos blancos. No podía elegir mejor. Esperemos pa ra bien de Francia que lo vea a m enudo y que lo mire bie n4.
1. Jacqu es-He nri Lartigu e, Mémoires s an s mémoire, Robert Laffont, Paris, 1975. 2. Jacques Henri-Lartigue, Les Aut ochrom es de J. H. Lar tig ue 191 21 927 , Herscher, Paris, 1980. 3. François Reinchen bach, Le mon de a encore un visage, E ditions Stock, Paris, 1981. 4. Escrito en 1975.
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Herbert List, fotógrafo del silencio En primer lugar conviene recordar el lugar aparte que ocupa Hamburgo, su ciudad natal, en Alemania. Poderosa ciudad hanseática, capital del norte, puerto cosmopolita, volcado hacia los países anglosajones, Ham burg o es la a ntítesis de Munich. El hamburgués m ira p or encim a del hom bro hacia las provincias del interior, con sus pesados dialectos campesi nos, y más aún hacia este sur católico en cuyas cervecerías se desarrollaron Hitler y el nazismo; no le va nada el famoso Bl ut and Boden (sangre y tierra), doble obsesión de la ideología racista a la cual opone gustoso el espíritu y el mar. Después, conviene recordar la generación a la que List pertenecía. Nacido en 1903, está en plena adolescencia cuan do tiene luga r el desas tre de 1918. La historia añade su peso formidable a la embriaguez icono clasta y a la “liquidació n de los valores pa tern os” propios de la crisis de los quince. Yo sé con qué júbilo dionisiaco, un chaval en plena rebelión ado lescente, asiste al derrumbamiento de su país y ve cómo ponen patas arri ba y del revés sus instituciones y su “m oral”: yo te nía qu ince años en 1940. La Alemania que se viene abajo en 1918 es la de Guillermo II, una civi lización industrial y puritana que encuentra su equivalente y su modelo en la Inglaterra victoriana (a fin de cuentas, Guillermo era nieto de la reina Victoria). Aquí vive la gran burguesía con sus bancos y sus fábricas, en unos interiores asfixiados por cojines y colgaduras, humillada por el tratado de Versalles, asustada por los sublevados de Kiel, arru inad a po r las reivindicaciones sociales. Su propia juv en tud la escarnece , ya que la con sidera responsable del caos reinante . Esta juv en tud se en cie rra sobre sí misma en una especie de secta de veinteañeros que se llaman a sí mismos wandervogel (pájaros migratorios). Grupúsculos anarquizantes, con su pren sa, su literatura, sus citas, que recorr en andando, con una gu itarra como único equipaje, los bosques, los arenales y las montañas. Estos pája ros migratorios tendrían sus descendientes: los hippies... Como hab ía ganado la guerra, Inglaterra te nía un retraso de u na revo lución con relación a Alemania. Conviene leer el testimonio de Stephen Spender, un joven inglés, amigo de Herbert List, que se plantó en su pequeña sociedad en 1929. ¡Qué deslumbramiento ante esta ju ventu d solar, esta beautiful people que cultivaba la belleza del cuerpo, el nudismo, 49
el arte riguroso! Su principal fuerza era una especie de narcisismo aristo crático. H erb ert List era quien condu cía el juego , au nqu e con trastaba con esta sociedad nórdica por su pelo negro, sus ojos oscuros, las ventanas de-» sus narices abiertas y sus gruesos labios. Decían que su aspecto era como el de un “azteca” y recordaban que tenía sangre brasileña. Por su cultura cosmopolita, su libertad de pensamiento, su anchura de miras, List está a sus anchas en el Berlín de los años veinte donde conviven la Bauhaus, el expresionismo, el teatro de Max Reinhardt, la música de Kurt Weill, el cabaret de Klaus y Erika Mann. El negocio familiar de importación de café le proporciona un desahogo económico y le permite hacer viajes admirables po r Latinoamé rica y Estados Unidos. Algo muy típico, Herbert List evoluciona desde esta profusión extre mada hacia un ascetismo progresivo mediante una sucesión de negacio nes y rechazos. Primero, según parece, se aleja de la literatura e incluso de la palabra. Quita los libros de su cab ecera y cultiva con sus amigos una especie de comunión en el silencio. Más adelante, renuncia al dibujo. Se define como un “hombre sin atributos” según el título de la novela de Robert Musil. En él hay algo de dandy, de eterno ocioso. Ap rendió la fotografía con Lyonel Feining er que, a su vez, proced ía de la arquitectura. Al final fue en el terreno de la fotografía donde Herbert List dio lo mejor de sí mismo. Pero se sitúa en el lado opuesto al “testi m on io”. No esperen de él imágenes “sacadas de lo real” o espontáneas. Es el anti-Cartier-Bresson, el anti-Capa, el antiFamily of man, exposición de 503 fotos “humanistas” organizada por Edward Steichen después de la II Guerra Mundial. Más bien se reconocería en las experiencias y provo caciones de Man Ray a las que suma, además, el culto a la belleza clásica. Una de sus obras mayores —cuya aparición se aplazó con la guerra— es un hom ena je a Grecia, sus piedras, sus paisajes, sus cuerpos. En el fondo, List habr ía sido, tal vez, el fotógrafo qu e hub iera llegado a ser Cocteau de no haberse volcado en el cine. Fotógrafo del silencio y de la inmovilidad, List destaca en el retrato. Pero raras veces capta el resplandor de la sonrisa o la expresión fugitiva que atrapa al vuelo (excepto en el caso de Somerset Maugham). Es el fotógrafo de la meditación, del examen interior, de la angustiosa espera. Cada uno de sus retratos inte nta h uir del tiempo que destruye para alcan zar una eternidad que se escapa. La serenidad no es su cometido. Obra como un virtuoso con estos accesorios angustiosos que exaltan la carne a la vez que la niegan: la máscara, la mordaza, el espejo, el maniquí. Como ya sabemos, H erb ert List tenía quince años cuando el tratado de Versalles. Ahora hay que añadir que tenía treinta cuando Hitler se apo deró del poder. Su adolescencia había sido fecundada y exacerbada por 52
el fin de u n m undo . La flor de su juve ntud se vio trunc ada po r la llegada del ni Reich. Claro está, List no estaba comprometido políticamente. Había sido uno de esos intelectuales alemanes que consideraban que Hitler era realmente demasiado ridículo como para que lo tomasen en serio. Además, ¿qué lugar podía tener una libertad tan feroz como la suya en un Estado totalitario? Y por otra parte, el terror nazi se desencadenó ante todo contra estos dos pilares de la civilización occidental: el judío y el homosexual. Dos razones más para que List fuese considerado como el enemigo del nuevo régimen. Alemania, esta máquina de hacer genios, fue destrozada por el nazis mo, su guerra y su derro ta. Luego volvió la vida, prim ero tímida, po r enci ma de los m ontone s de ruinas. H erbe rt List, el fotógrafo -del silencio, bebió en una nueva fuente de inspiración en esos monum entos derrum bados, esas calles desfondadas, esas estatuas fulminadas. Nada más con movedor e instructivo que esta última adaptación de su genio particular a las nuevas condiciones que le ofrecían las miserias de la guerra: el este ta refinado, enamorado de la arqueología y de la antigüedad, “adoptan do ” las nuevas ruinas, la arqu eología e n presente, las ciudades de su patria destruida. Por supuesto se puede pensar que estas fotografías de la Alemania año cero son la parte más notable de toda su obra, porque la “ruina moder na” le ha aportado, de modo paradójico, lo que siempre le había faltado: el contacto directo con la realidad. Pero en mi opinión esto sería hacer poco caso de la reivindicación del absoluto inseparable de cualquier cre ación. Sin duda el contacto con la brutal realidad histórica, su elevación a la potencia artística constituyen una conquista fundamental de la bús queda de Herbert List. Pero, sobre todo, veo en ello el éxito brillante de un difícil término medio. Más exaltantes me parecen las cumbres alcan zadas jus to antes de la gu erra p or algunas de sus naturalezas mue rtas. El pez rojo de Santorin, las sillas de Sunion, y, tal vez todavía más, las gafas de sol del lago de los Quatre Cantons, nos llevan hacia unos abismos de silencio de d on de no se vuelve jamás. Estas imágenes pe rten ecen a la muy escasa categoría de las que tocan lo absoluto.
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Un naturalista desenfadado: Jean-Philippe Charbonnier Un hombre compra billete de lotería y gana el gordo. Se hablará de casualidad. Si juega y gana otra vez dirán que ha tenido suerte. Si juega sin para r y sigue ganando , hab rá que en con trar algo más. H ará trampas. Ante u na foto de Jean-Philippe C harbonnier, al “lector” se le ocurre : si me hubiera encontrado allí, con una máquina de fotos, habría hecho lo mismo. Después de ver veinte, treinta, cien fotos tan sorprendentes las unas como las otras, se ve obligado a buscar otra cosa. Porque todos lo hemos experimentado. Hoy en día todo el mundo viaja y saca fotos. Uno solo vuelve con unas “Charbonnier” en su caja de imágenes: precisamen te él. ¿Entonces? Comparación no es razón, y, sin embargo, quisiera abordar el miste rio mediante una analogía. He visto cómo trabajaba Charbonnier. Tam bién he visto a un ebanista, a un criador de pollos, a un pesc ador de línea. La misma palabra se presenta bajo mi pluma para expresar las diversas admiraciones q ue estos hom bres m e han inspirado: connivencia. Connivencia del hombre con la materia, aunque sea viva. Connivencia del pulga r del ebanista con la tijera, y de uno y otro con la m ade ra frutal de la que sacan una viruta fina como el papel y de perfecta regularidad. Connivencia de la mano del criador que atrapa el ave con ap arente y bru tal desenfado pero en el qu e el po llo se entrega sin resistencia, y con una confianza ciega, a este abrazo que siente como secretamente acol chado por una inmensa sabiduría. Connivencia del río con el pescador que se ha integrado en el paisaje. Ha encontrado su lugar, el previsto desde toda eternidad entre el sauce y la orilla, y si pesca y mata es lo mismo que cuando la libélula roza el agua y el sol declina en el horizon te. E incluso connivencia de Charbonnier con la ciudad, con la orilla, la casa de campo, con el transcurso de las cosas que le entregan su reflejo, como el río entrega su pez al pescador. Hay una manera carbonera de acercarse al “sujeto” que lleva a éste irresistiblemente, a entregarle la única imagen marcada —claro está— con un sello invisible: JPC. Y tan poderosa es esta incitación que, en última instancia, la imagen que se ha presentado dócilmente y que por un accidente fortuito no ha sido recogida, podrá volver a surgir más tarde y en otro lugar, como si estuviera condenada a vagar, huérfana, hasta encontrar el lugar que le 1111
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corresponde en el “mundo” de Charbonnier. Por ejemplo esta mujer musulmana con velo, que lleva una máquina de coser sobre la cabeza (hermosura plástica de esta silueta insólita, humor, imagen surrealista, porq ue a lo mejor le creció en la cabeza esta máquina, de tanto soñar con ella ). Pues esta mujer estaba en u na prim era cita en M arruecos. Cita falla da, ya que aque l día Jean-Philippe C harb onn ier hab ía salido sin su cáma ra. Nueve años más tarde, se presentaría de nuevo, pero esta vez en Kuwait como si la mujer hubiera tardado todo ese tiempo para cruzar de oeste a este el continente africano. También habría que apuntar casos de leitmotiv, como esta viejecita que Charbonnier encuentra idéntica a sí misma, de lustro en lustro, por todos los confines de Francia, a la cual, a lo mejor, no ve más que en sus “contactos”, porque suele sacarla de mane ra maquinal, inconsciente... Otra com paració n pa ra avanzar algo más. Un amigo mío es el donjuá n más perfecto. Sus conquistas no se cuentan, lo cual es una manera de hablar, ya que lleva una cuen ta escrupulosa como hacía do n ju á n por otra parte. Mucho tiem po lo he observado y acabé po r decirle: “¿Cómo lo haces? No eres ni guapo, ni brillante conversador, ni rico y tu fama es detestable. ¿Por qué no se te resiste ninguna mujer?”. — “Muy sencillo, me contestó. No soy deportista. No busco la dificul tad. Al contrario, huyo de ella como de la peste. Todo mi arte consiste en localizar a la mujer que no se resistirá. Y sólo intentarlo con ella. De allí mi constante felicidad”. A la luz de este ejemplo, se me ocurre que Charbonnier —perfecto seductor de espectáculo— no se aventura con su máquina más que cuan do su instinto le avisa que hay imagen encerrada, es decir que hay algo “a lo Charbonnier” en el aire. Aquí nos topamos otra vez con el pescador que no lanza la caña de pescar sino en el remolino abundante en peces. Es evidente que las comparaciones pierden algo de su fuerza ante la extrema variedad de los temas de Jean-Philippe Charbonnier. Este trota mundos está por todas partes: en su casa, por lo que se ve, en las carreras de Epsom, en un psiquiátrico, en una medina marroquí, entre los basti dores del “Folies-Bergére”, o en el humilde interior de las viviendas socia les. Entonces el juego consiste en buscar y definir el punto común de todas las imágenes que ha firmado, o sea, este sello JPC del que hablába mos. Primero apuntemos que, salvo contadas excepciones, se mantiene fiel al humilde realismo de los orígenes de la fotografía. Las investigaciones formales no son su cometido, sino para demostrarse a sí mismo, de vez en cuando, que domina al dedillo la técnica. Así que hay realismo, y un rea lismo duro que no se echa atrás ni ante lo cruel ni lo sórdido. Pero esta 58
fidelidad no es una esclavitud. En cada imagen de Jean-Philippe Charbonnier, uno perm anece sensible a una distancia insuperable que se cuela entre el fotógrafo y su sujeto. Un refrán alemán recomienda, en caso de cenar con el diablo, que se use una cuchara de mango muy largo. Jean-Philippe Charbonnier no se deja nunca deslumbrar por el sujeto. Su prim er re portaje fue justo después de la Liberación y trataba de la ejecución de un colaboracionista. ¡Dura prueba para un principiante! Jean-Philippe Charbonnier confiesa que le ayudó la intromisión de su cámara entre la horrorosa escena y su propia cara, como una máscara, como un escudo. Parece que nunca se ha olvidado de esta primera lec ción. Naturalista, seguro, pero naturalista desenfadado. Jean-Philippe Charbonnier creció en una familia de pintores, en un medio de artistas. De buenas a primeras, la influencia de sus orígenes no es visible en él, y menos mal. Pero en profundidad, se ha quedado con un sentido de la libertad creadora que le salva de una fidelidad literal a lo real, y que hace que un soplo de espíritu recorra toda su obra.
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Edouard Boubat o la paz de Dios Su tarjeta de presentación lo definirá profesionalmente como “gran rep orte ro intern acio na l”, y es verdad que esta obr a íntima y serena nació en la India, en China, en Portugal, en Estados Unidos, en el África negra. Boubat es uno de nuestros fotógrafos contemporáneos que suman el mayor número de kilómetros recorridos en cuarenta años. Pero uno bus caría en vano en su obra imágenes de gu erras, de h am brun as, d e seísmos o de epidemias. Mientras que el reportero fotográfico tradicional nos conmueve fácilmente, al mostrarnos a hombres o a mujeres enajenados, fuera de sí por la desgracia, a niños hambrientos, casas derruidas, tierras inundadas o quemadas, Boubat tiene el don, según parece, de que a su alrededor reinen la paz y el equilibrio. Es el reportero por antonomasia de los lugares donde no ocurre nada. Nada para la mirada burda y brutal del viajero en busca de sensaciones, pero su ojo sabe escuchar, y oye, y nos perm ite oír cómo crece la hierb a, cómo am an ece, cómo crece el niñ o y cómo corre lento y majestuoso el gran río de la vida. Precisamente Boubat nos recuerda que una cara no es más “intere sante” si es tumefacta o pustulosa, que un cuerpo no es más fotogénico porque lo haya destrozado el hambre o la lepra y que en total son más los hom bres en el m un do que viven un a vida sana y norm al qu e los que están hundidos en un infierno de sufrimiento. Lo feo es hermoso según decía Zola. Vale, contestaba H ugo, pero lo bello aún es más bello. Sin em bargo, en Boubat no se encontrará rastro de amaneramiento ni de sensiblería, e incluso antes de la palabra ternura yo preferiría para definirlo la palabra bondad, más fu erte, más viril. Cada noche de la creación del mundo, nos dice el Génesis, Dios contempló lo que había hecho y vio que aquello estaba bien. En los paisajes de Boubat hay algo de aquella mirada divina posada como una bendición sobre el fin de un día creador. Ante sus imágenes, se nos ocurre la pala bra gracia, con toda naturalidad, y no podemos decir si hay que enten derla en su sentido teológico o en el sentido coreográfico de lo insepara ble, que es en su caso la belleza del gesto y la bondad del cielo. A la mirada del fotógrafo responde aquí —algo poco frecuente— la mirada del fotografiado. Boubat no puede hacer nada sin el consenti miento de los seres, de los hombres, d e las mujeres, d e los niños a los que 63
fotografía e incluso parece que sabe atraerse la secreta amistad de los ani males y de las cosas. Los fotografiados de Boubat son incomparables por la nitidez de sus ojos en los cuales siempre se lee una señal muy discreta de entrega y de confianza. En efecto, Boubat no intenta hacerse olvidar, ser ese testigo invisible, sino que es el vidente con el que sueñan ingenuamente muchos reporte ros. Al contrario, quiere estar allí, ser admitido, acogido, después de pac tar un trato de amistad con aquellos de quienes desea la imagen. En cual quier sitio po r don de pase, desemp eña el papel de una especie de m aestro de cerem onias de unos festejos alegres y fraternales, y en ninguna pa rte su genio resplandece tanto como en las fotos de grupos. Frente a un equipo de trabajadores rumanos, una boda en un pueblo armenio, una caravana que cam ina p or un paisaje escabroso del Alto Atlas, o un a playa del océa no donde unos pescadores están recogiendo una red, él se parece a un maestro de baile que, con el gesto o con las manos huesudas de pianista o de partero, favorece cuanta alegría bailarina cabe en los seres, incluso en los más desfavorecidos, o en las cosas, incluso en las más ingratas. En la Camarga, a orillas de una pradera inundada donde vagan caba llos blancos, en un cielo cerúleo donde pastan panzudas nubes blancas como la nieve, se yergue la silueta alta y delgada de Boubat. Una racha de viento mistral inclina suavemente las hierbas acuáticas. Él espera. ¿Qué? Sus manos llevan el compás de una orquesta invisible. La mirada azul rec orre su orque sta con autoridad: los caballos, las nubes, el viento suave, las cañas, una familia de gitanos que surge de repente por el camino. Se da la vuelta hacia mí, ya que adivinará que empiezo a hacerme pre guntas y pro nu ncia esta frase p rofun da y enigmática: Estoy esperando que se organice la foto. Pienso en las palabras de Cocteau: “Ya que estas maravillas nos superan, finjamos que las organizamos nosotros”. Cocteau tendría que haberse dedicado a la fotografía. En cuanto a Boubat, él es el orga nizador de las maravillas que saca. El mundo le obedece como obedecía a Orfeo. Alza la vista. Su larga nariz aspira el viento. Impone sobre todo las manos y poco a poco los animales van formando un friso, una gitana levanta un brazo y arranca a bailar, los niños se colocan a sus pies como angelotes de Giotto, las nubes se reconstruyen como en una gran estación de luz... Boub at acerca a su cara un a Leica desgastada y patin ada como un picaporte. Por fin, las manos hacen un gesto como para borrar lo que acaba de componerse. Para aproximarse al misterio de la creación fotográfica, es interesante reflexionar sobre el doble sentido de la palabra inventar. Claro que inven64
tar es crear, sacar de la nada. Pero también —según un sentido arcaico sólo usado p or los juristas— es descub rir algo que ya existía. El hom bre que saca un tesoro en su jard ín, jurídic am ente es el inventar de ese tesoro. El fotógrafo es un inventor según este doble sentido. Pues lo que foto grafía ya existía delante de él, si no ¿cómo lo habría fotografiado? Pero al mismo tiempo, por una curiosa magia, impone su visión al mundo, inclu so se podría decir que le obliga a entregarle imágenes que, sin él, no habrían existido. He soñado o —tal vez me hayan hablado de ello— con una tradición que existe desde hace siglos en Japón y que se basa en la recogida de guijarros. C uan to más genial o inventivo es el recogedor, más idénticos entre sí serán los guijarros elegidos dentro de su variedad —aparición de un esti lo— imposibles de encontrar para otros que no sea él, y naturalmente bonitos. De modo que así habría —colocadas enjardines con arte— unas colecciones características de finales del siglo xm y de principios del siglo xvill, que se pu ed en reco noce r a prime ra vista —de la misma m anera que una capilla gótica o una porcelana de Sèvres— y que se han vuelto insus tituibles aunque nada haya cambiado profundamente en las colinas ári das, las orillas desiertas o las llanuras estériles donde los recogieron. Sólo falta la mirada del recogedor, clave perdida para siempre de este pecu liar invento. De modo que el ojo de un gran fotógrafo desempeña, a mi parecer, el papel de una especie de clave que permite descifrar un código cuand o se pon e a m irar una m ultitud o un paisaje. Inventa sus imá genes en el doble sentido: las recoge y las crea. En el terreno de la imagen, cada fotógrafo encarna, en relación con la imagen, un tipo de hombre ejemplar. Algunos son cazadores y cogen la imagen po r tram pa o la detienen en p leno vuelo con un “golpe de cáma ra”. Otros son unos enamorados algo sádicos, que no se inmutan ante el rapto o la violación. Otros también se hacen los chulos y la tratan como a un a chica sumisa y sencilla. O tros hacen como que la desprec ian y la “atra p a n ” aparenta ndo una indiferencia totalm ente conyugal. Otros por fin se ponen de acuerdo con ella, la com ponen, la embellecen, le dan el últim o toque para ofrecérnosla como un ramillete arreglado con delicadeza. Me gusta imaginarme a Boubat como un pastor, el dulce pastor de las imágenes que pastan a su alrededor, alta figura lenta y angulosa cuya sola presencia tranquiliza y sosiega. En sus brazos largos y flacos, mece de modo imperceptible la más frágil, la recién nacida antes de depositarla a nuestros pies.
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Comentarios a dos fotos de Edouard Boubat 1. Las ventanas
Pensamos en un teatro o en un jueg o de sociedad: 3 x 3 = 9 ventanas de las cuales 4 están abiertas y 5 cerradas con postigos. De estas 4 ventanas abiertas, 2 las ocupan parejas, 2 las ocupan solteros. Los dos solteros pare cen observar la ventana de la pareja de la derecha. Añadamos para d ecir lo todo, que aparentemente se trata de un edificio de la alta burguesía. La fachada está cuidada, las persianas están en buen estado. Unos frontones floridos rem atan las ventanas. En fin, hace buen tiem po y calor, a juzg ar por cómo va vestida la gente. Los datos escuetos de esta imagen no van más allá. El lector es muy due ño de florear sobre este esquema. Se nos ocurren unos “bocadillos” que podrían sa lir de las bocas de estos 6 pers onaje s. En cuanto a mí, lo qu e me llama la atención es la peculiar calidad de las relaciones de vecin dad aquí presentes. En un ambiente más popular, los vecinos se conocen, son amigos o enemigos. Sobre todo por el hecho de que los niños pelean, ju egan, com en junto s, o d uerm en un os en las casas de otros. En un medio burgués, como visiblemente es este caso, no hay com unicac ión entre veci nos. Se codean, se observan pero se ignoran. Situación paradójica hasta el absurdo, que ilustra perfectam ente esta imagen. 2. El triciclo de reparto
El sabe que este cochazo será suyo. Gracias a su labia, su arrojo, su cara bo nita, pro nto cambiará su ca rrito por un seis cilindros. Porq ue todavía no tiene la edad de la seguridad social, del INEM, de los “trabajillos” y de los “restaurantes del corazón”1. En aquel tiem po —hace 40 o 50 años— el pueb lo llano de la pro pin a hacía entrega s a domicilio, limpiaba las botas, llevaba el equipaje en las estaciones y acogía a los clientes de los grandes restaurantes bajo esos grandes paraguas rojos. La propina —en francés literalmente “parabeber” (pourboire) no se dice “paracomer” ni “paravestir”— era un regalo a cambio de un favor gratuito. Suponía el conoci miento y el respeto mutuo de un código de cortesía. Establecía relaciones ambiguas entre ricos y pobres y derribaba las barreras entre unos y otros. 69
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¿Adonde vas pequeño repartidor con tu sonrisa y tu tocado de mozo de pastelero? Vas con tu sonrisa por una sociedad que no es igualitaria, donde reina el desorden de los sentimientos y la libertad de conquista. Vas a subir a una casa señorial y llamar al timbre de una puerta de roble oscuro. Y te pregu ntas qu ién te va a abrir ¿la doncella cómplice o la seño ra enjoyada?
1. Restaurantes solidarios montados por Coluche. (N. de los T.)
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Denis Brihat, el imaginero del Luberon “No soy poeta, soy versificador”, decía Paul Valéry. En tal declaración no había sólo provocación y rabia contra la imagen ridicula del p oeta rom án tico que garabateaba un poema sublime encima de la perilla del sillín, arrastrado por el viento de la inspiración. Como yo también ejerzo, con toda modestia, la profesión literaria, saboreo toda la verdad de esta visión puram ente artesanal de un oficio man ual —man uscrito = escrito a mano— que no debe nada a los favores divinos. La artesanía del arte posee otro mérito: en su humilde soledad mezcla estrechamente la vida cotidiana con la labor profesional. Artesano en casa, el escritor, el dibu ja nte , el g ra bad or pueden —e incluso deben quizá— comer e n la m esa de trabajo y dormir en su taller. Pues ambas vidas se nutren recíprocamente: el arte saca provecho del humus de lo cotidiano, y los amores de cada día se iluminan con los destellos de la creación. Si tuviera que buscar en tre mis amigos al héroe p uro de tal fusión, creo que el nom bre de Denis Brihat sería el primero en acudir a mi mente. Los campesinos del Luberon lo vieron llegar hace ya más de cuarenta años. Había estudiado para reportero fotográfico en París. Le mandaron a la India, de donde volvió con una cosecha de imá genes admirables en torno al tema de la aceptación y de la serenidad. Nad a más alejado del am bie nte de las salas de re dacció n parisinas, que buscan co n ansiedad lo “se nsa cio nal” d e la actu alidad , co mo aq uellas tierras lejanas donde no cuenta el tiempo y donde cada gesto de cual quier hombre es semejante a un acto ritual. Denis Brihat comprendió que no había vuelta atrás. Y si volvió a Francia fue para parar ensegui da, con el material fotográfico debajo del brazo, en una borie, una de esas casitas de p ied ra en las que los campesino s provenza les gu ard an las herramientas. Nada más erróneo que la imagen de una Provenza ben decida por una eterna primavera. LIn mistral helador barre la planicie o bien un sol abrasador la quema. Por supuesto, la borie de Brihat no tenía ni agua caliente ni luz. Para lavar sus pruebas, sacaba centenares de cubos de agua de su pozo, o las dejaba en remojo en la fuente del pueblo de Bonnieux. Hace r fotos, desd e lueg o, pero ta m bién vivir. De modo que cuando iba a por setas, se pasaba horas fotografiando su cosecha, que después le servía de cena. Hay que decir que de su viaje a 73
la India volvió siendo vegetariano, un fotógrafo vegetariano, pues si bie n Denis Brihat no se priva de com er carn e, es al m undo veg etal al que le pide toda la inspiración. Durante ese período heroico, le oí varias veces quejarse de las múltiples tareas que le imponía su vida de Rob inson Cruso e sin su Viernes al lado: “Teng o más a m en ud o el hach a en la mano, la sierra o la paleta que la cámara de fotos”. Pero su sole dad, algo mon struosa, es la que fue, sobre todo, su inspirado ra. Ning ún gato o ningún perro le daban compañía. Durante un otoño se hizo amigo de un lirón. Luego, con el refrescar de las noches, el lirón se durmió para el invierno y se acabó. Nunca habla de ello Denis Brihat, pero estoy seg uro de que algunas ideas de suicidio habrán rondado a veces alrededor de su cobertizo de piedras superpuestas, como un túmulo... Como fotógrafo de la naturaleza, encon tró en el mo nte q uem ado que le rodeab a un a fuen te de temas cuya riqueza le pareció inagotable. “Para que algo se haga interesante, escribió Flaubert, basta con m irarlo m ucho tiempo”. Mirar mucho tiempo: éste es el secreto de Brihat. Desde hace muchos años, este gigante algo miope sigue andando con la misma len titud, maravillado en medio de la flora provenzal, y si de repente inclina su cuerpo de leñador, es hacia una umbela de euforbio, una corola de mejorana, el encaje de un liquen o una ballueca que un caracolillo ha venido a entorpecer. Lo ínfimo es su reino, y no hay en ello ninguna renuncia, ninguna dimisión ni repliegue sobre sí mismo por miedo a la realidad. Para decir la verdad, Denis Brihat no es en absoluto modesto. Otros dan la vuelta al mundo cada año, y preparan la maleta en cuanto se produce un terremoto o una revolución. Pero un retrato no es más que la imagen fugitiva de uno de los millares de rostros humanos que hierven por la tierra. Un paisaje no es más que una pequeñísima partícula de nuestro medio geográfico. Hay una humildad profunda en los pasos de un Brassai', de un Cartier-Bresson o de un William Klein que intentan des cubrir escenas evanescentes, gestos fugitivos, expresiones efímeras de amor o de miedo; que ilustran con menor o mayor intensidad la desga rradora insignificancia de la existencia humana, surgida de la nada y co nd ena da a volver a la nada. Por el contrario, sospechamos que Brihat se dedica a echarse en bra zos de orgías de orgullo metafísico en la soledad de su monte bajo. Porque cuando amplía una rodaja de limón hasta darle la dimen sión de un rosetón de catedral, cuando aparta una semilla de acacia o una espi ga de espliego sobre un fondo neutro —fondo de nada— alza estos dimi nutos testigos a la potencia cósmica, y sin duda alguna, es lo infinito lo 75
que pretende poseer, un infinito sustraído al desgaste del tiempo, un infinito eterno. Es así como una pequeña manzana silvestre, completa mente resquebrajada por la helada, gracias a su objetivo llega a ser el pla neta Marte o Venus o —¿por qué no?— nuestra misma tierra colgada en el vacío sideral y que va rodando con su rostro tumefacto por los espa cios sin límites. Hay algo de Leibniz en este fotógrafo que escudriña la estructura íntima de una cebolla o las carnes de una trufa partida con el sentimiento triunfante de echar una sonda en las honduras abisales del ser. Su hum ildad la vuelve a enco ntra r luego, en el estadio artesanal al que aludía antes, cuan do se trata de transform ar lo que no es sino una foto en un cuadro o en un libro. A fuerza de tanteos, ha puesto a punto una téc nica para e nm arcar y par a en cuad ernar, con el fin de ofrecer a los escasos clientes que conocen el camino de su retiro cuadros o libros de tirada limitada de una asombrosa perfección en su ejecución. Con una pacien cia de chino, seca, pega, estira, estarce, desbarba, pone títulos, barniza, numera. Y cuando ya está vendido el “cuadro”, realiza delante del com prador una oper ac ión qu e escandaliza a sus colegas: destruye el negativo corresp on dien te, ga rantizando así el carácter único de la ob ra1. ¿Volverá a temas “humanos”? Antes hablaba de ello como de una even tualidad poco probable. Supongo que se acordará de una anécdota leja na. Un a amiga le había m andad o, en un sobre de celofán, unas cejas que acababa de depilarse. ¡Qué imp rud ente gesto de burla! Enseguida, Brihat las puso en la base de su amp liado ra e hizo así una imagen gigantesca gra cias a la cual se complacía en ver el retrato abstracto, muy revelador, de su amiga. Esta composición, hecha de arcos de círculos negros sobre fondo blanco ¿acaso no re pro ducía todas las curvas —mejillas, senos, gru pa— de un cuerp o moren o, a cogedo r y flexible? Cuando exhibía este “ret rato ” delante de un visitante, no se olvidaba nunca de mencionar además que cada pelo, lejos de constituir un rasgo opaco, presentaba, bajo la violen cia de la iluminación, cierto aspecto translúcido que daba una idea de su anatomía interna. A la entrada del pueblo de Bonnieux, Denis Brihat se ha construido una hermosa casa donde vive con su mujer Solange y sus hijos Anne y Pierre. Esta felicidad construida lenta y pacientemente salió de su cáma ra de fotos y de las minuciosas imágenes que pertenecen a su vida. Los amigos de siempre, y también algunos transeúntes o forasteros, cono cen el camino empinado que sube hacia las inmediaciones de su huerto, de su vergel, de su prad era. A ntaño se decía de un niñ o trabajad or y listo que era “bueno como un santo”2. Me ha intrigado mucho tiempo el paralelo hech o e ntre dos de las palabras más hermosas del idioma hum ano. Claro, 76
había la rima, pero ¿cuál es la razón? La razón que emparenta la cordura con el arte de las imágenes, tal vez, en esta casa rústica del Luberon, es donde hallamos su mejor ilustración.
1. En mi prim era exposición en 1962 con J.P. Sudre, éste había prec oniza do la tirada única. Co mo la fotografía no es, a priori, un medio de multiplicación de las imágenes (eso es la imprenta) y que las nuestras estaban destinadas a ser contemp ladas en una pared, qu eríamos co nseguir la mayor calidad posible sin tend er a la cantidad. Pero n un ca he destru ido negativos. ¿Para qué?... (N ota del fotógrafo Dénis Brihat.) 2. En francés, “bueno como una imagen”, sage comme u ne image. (N. de los T.)
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Arraigo de Lucien Clergue En 1971, al visitar las exposiciones organizadas en Nuremberg para cele bra r el V centenario de Albert Durero, me llamó la atención el compro bar cuan profundamente solidario era aquel artista (es decir, que habla una lengua comprensible para los hombres de todos los países y de todas las razas) con su vieja Franconia natal y con su mágica ciudad. Arraigado en su tierra y en su sociedad, inseparable de su época y de sus contemporá neos, Albert Durero nos asombra por la universalidad de su obra —espe cialmente de su obra grabada—, y su ejemplo nos sugiere retener en el análisis de un artista pequeño, mediano o grande precisamente este grado de arraigo —o al contrario, de desarraigo— como una de sus característi cas principales. Lo contrario, es fácil de encontrar —desde Vinci hasta Van Gogh—, artistas cuya vida no fue sino un largo deambular, un viaje al fin de la noche para unos, de la luz para otros, de cielo en cielo, de horizon te en horizonte, para do rm ir al final en un a tierra ajena, a me nu do inhós pita, a veces hostil. En el m undo de los fo tógrafo s — tan pare cid os a los grabadores— se suele pensar en los reporteros, en los trotamundos, y entonces la categoría de los desarraigados parece imponerse por sí sola. Esto es olvidar la otra cara de la fotografía, la de los Edward Weston, o de los Bill Brandt, todos ellos hombres de tierra, sedentarios, que buscan más la ho nd ur a que la extensión. Es obvio que Lucien Clergue perte nec e a esta familia de arraigados. Con él nos invade una parte del país de Arles, su ciu dad con la plaza de toros, su Camarga, sus salinas, las orillas de Santa María y del Grau. Pero po dría en trarnos un a d uda sobre el valor universal de un a obra localizada con tanta precisión. El escollo de los desarraigados es la abstracción, un jueg o formal sin carne ni calor. Al revés, el peligro para los arraigados es encerrarse en el detalle, en lo anecdótico, en lo folclórico. Un país de provincias fuertemente compartimentadas como Alemania tiene la riqueza de sus petimetres — Spitzieg, Theth el, Th om a— deliciosos y encantadores, pero amanerados, anticuados, de poco alcance y que no van más allá del testimonio de u na época y de u na provincia. Por el contrario, en cada uno de los ámbitos que ha tocado, Lucien Clergue parece haber sabido sobrepasar los límites del provincianismo. Por supuesto que es de Arles, por nacimiento y por vocación, y pocas veces ha sacado fotografías más allá de los cincuenta kilómetros de los 81
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Alyscamps. Pero los temas que le inspiran, la fuerza con la que los trata, le otorg an cada vez más un amplio pasaje hacia lo universal. Po r ejemplo, estos toros son algo más que los protagonistas de un juego de ruedo limi tado a las lindes de España. No se trata sólo de imágenes de corridas. El toro de Clergue es la virilidad, la soledad, la muerte del monstruo-gladia dor agonizando en la arena la cual bebe su sangre y donde había que dado trazada la sombra de su combate. Ni falta que hace ser aficionado a la tauromaquia para sentirse aludido por el drama de sangre y espuma cuyas imágenes nos ponen cara a cara con la verdad. Cada uno de noso tros somos este héroe negro que cae bajo los golpes de un destino con traje de luces. Los desnudos marinos —la parte más popular de su obra— están aún más cercanos, si es posible, a los grandes mitos universales que habitan nuestro inconsciente. Cocteau lo escribió: Clergue ha sido testi go, con la cámara de fotos en ristre, del nacimiento de Afrodita creada, y acariciada por última vez, por el elemento marino. Y hay que recordar aquí que estas tres palabras fundamentales —mar, madre y materia— tie nen un a m isma raíz etimológica. Por lo que a mí se refiere, mi preferencia va a la tercera parte de esta trilogía, la que canta el légamo, el lodo fecundo, las aguas tornasoladas, las arenas locuaces, las heridas infligidas a la corteza reseca por las flechas solares, el estallido del sol en miles de ídolos trémulos y deslumbrantes. Veo en ello una vuelta a la materia virgen y blanda de antes del Paraíso, cuando el Verbo se esforzó por separar la tierra y las aguas para que pudie ra nacer la vida. Hay como una inmersión en las p ro fu ndid ades del génesis: el e ter no fem enin o y la virilidad taurin a con stituirán "etapas ulte riores, seguramente más humanas, pero menos arcaicas, menos metafísi cas, de este poema del ser escrito a grandes rasgos de sombra y de luz.
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Mi genial amigo Arthur Tress El domingo 17 de abril de 1977, teníamos cita Arthur Tress y yo, en el aeropuerto de Tánger. Él llegaba por avión de Nueva York. Yo desembar qué con mi coche, procedente de Séte. Entonces empezó para nosotros un descubrimiento de Marruecos que permanecerá en nuestra memoria como un a de las experiencias más desconcertantes. Me daría cierto repa ro pretender que “conozco” Marruecos —como cualquier otro país, por otra pa^te—, pero en fin, lo había visitado en ocasiones anteriores. También sabía que la presencia de un compañero de viaje basta para dar otro color a los encuentros, los rostros y los paisajes que lo van m arcand o. Con un gran fotógrafo, ya no es un matiz que se añada a otros, es la reor ganización a fondo de la realidad a la que uno asiste atónito. Había teni do la experiencia en Canadá y en Japón con Edouard Boubat. Allá vi cómo nacían, bajo nuestros pasos por Vancouver y por Kioto, unas esce nas, unos personajes directamente sacados de la obra de Boubat que conocía muy bien. El mismo me dio un día la co ntra pru eba de este po de r mágico. Una tarde, en Ottawa, me dijo: “Salgamos otra vez si quieres, pero estoy un poco cansado. Ya verás, no ocurrirá nada”. Y en efecto lo vi. Salimos otra vez a la descubierta, pero el mago ya no tenía fluido, las cosas y la gente ya no obedecían a su exhortación secreta para adoptar deter minada postura, para formar figuras, e interpretar escenas que fueran a lo “Boubat”. La ciudad que recorríamos no tenía más estilo que si la hubiese recorrido yo solo; yo, hombre sin genio fotográfico. Así que con Tress en Marruecos, otro Marruecos aparecería ante mis ojos, un Marruecos más conforme con el estilo de este joven judío neo yorquino cuyas fotos me hab ían d emo strado q ue te nía la fuerza de do ble gar a sus visiones más disolventes los bajos fondos de la ciudad más dura del mundo. Nos veo otra vez en Marrakech, ciudad enfervorizada, almiz clada, frenética, cínica, que toma al viajero por los hombros y ya no lo suelta. La demasiado famosa plaza Djemaa-el-Fna hierve como un gran circo permanente con sus asadores, sus malabaristas, acróbatas, bailado res, profetas, cuentistas, sacamuelas, vendedores de kif o de amor. Veía cómo a Tress no le afectaba todo aquel pintoresquismo, aquel despliegue dem asiado fácil de h orrores sublimes y de bellezas gesticulantes, y yo sabía que algo iba a ocurrir, a la fuerza, para q ue cuajara el encanto. El milagro 85
surgió bajo la apariencia de un “colega” fotógrafo. Pero ¡qué fotógrafo! El escaparate de su tienda parecía un a jau la pa ra fieras. Su especialidad: el retrato-sueño1. Cuando se presenta un cliente, empieza por someterlo a un psicoaná lisis a su manera. Luego se pone al trabajo. Pinta un decorado con efec to, junta accesorios, proporciona al cliente un traje, lo embadurna con maquillaje. Y ya eres la imagen de tus sueños secretos, tal Al Capo ne toca do con un borsalino inclinado hacia el ojo, apuntando una ametrallado ra en una calle de un Chicago sacado de la paleta de un Douanier Rousseau. O también, ceñido de un taparrabos de falso leopardo, eres Tarzán hinch and o los pectorales entre un león disecado y un a pa nter a de pan mascado, sobre fo ndo de bejucos y de helechos arborescen tes. O un pachá de las mil y una noches, que reina, ataviado con sedas y joyas, entre un sin fin de mujeres embriagadoras. Y todo esto es perfectamente serio, incluso grave, pues aqu í es la feria, no se bromea con los sueños, estos dreams qu e llenan la ob ra de Tress y cuya analogía etimológica con dramas no ha de olvidarse nunca. Aquel día, Tress, investido po r todas partes po r su pro pio universo on í rico, no hizo ni una foto. No lo probó salvo una vez, en una de las esca leras de la Mam ounia (era justo antes de la m odern ización d esmed ida de ese palace de en canto kitsch) donde intentó desquitarse. Se trataba de retratarm e, pero quería po ne r tanto de sí mismo que habr ía sido —en ese caso como en otros— más bien un autorretrato. En un descansillo polvo riento, había topado con un cactus pustuloso que estaba agonizando en esos parajes sin luz. Como sacara de sus inagotables bolsillos una de esas caretas negras para dormir de día y un par de esos auriculares que per miten escuchar música en el avión, me rogó q ue m e pu siera la care ta y los auriculares y que con una extremidad del cordón hiciera como que aus cultaba al cactus enfermo. Pero era obvio, sea dicho de paso, que no saca ría foto alguna en Marrakech. Era demasiado tarde. Dejamos la toma para el día siguiente. Luego nos olvidamos. Tampoco se hicieron fotos en Casablanca, que nos enseñaría su cara menos grata. “Casa là malquerida”, la potentísima, la menos “típica” de todas las ciudades marroquíes, vivía además bajo una amenaza grotesca y apocalíptica. Un chiflado americano, que pretendía haber anunciado la terrible colisión ocurrida unas semanas antes entre dos Boeing 707, aca baba de publicar a bocinazos qu e un marem oto cubriría la ciudad aque lla misma noche. El gran hotel El Mansour no tenía más que dos clientes: Arthur y yo, y la charla que di aquella tarde no tuvo más que un oyen te, Arthur. Fuera, hacía gris y frío. Cerca del faro de El Hank, una marea terrible aplastaba unas olas lívidas contra las rocas con un fragor de true 110
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no. Un viento empapado abofeteaba con salpicaduras de olas tres edifi cios, viviendas sociales, hechos de horm igó n bru to, y sacudía en cada bal cón guirnaldas de harapos negros y blancos. Un puñado de muchachos mo renos se entretenían m andan do un balón contra la fachada de uno de los edificios y los impactos sonaban com o puñetazos. H abía en el aire una bru talidad, una desolación, una energ ía que herían y que oprimían el corazón. Todas estas circunstancias pe rfectam ente “tressianas” estaban llenas de imágenes que sólo cobraron vida en las murallas de Rabat. Allá tuve que dejarle con una panda de adolescentes nada tranquilizadores. Con su pin ta tímida de estu diante de teología, Arthur Tress se las apañó para amansarlos y ponerlos en escena e incluso enjaularlos como fierecillas; y todo para lograr el encuadre y la composición que quería. Abramos un paréntesis para plantear —y resolver— la eterna e inge nua pregunta: ¿es un arte la fotografía? Primero nos podemos preguntar por qué esta pregunta vuelve con tanta insistencia, cuan do a nadie se le ocu rre p lantearla cuan do hablamos del grabado o del arte culinario. Es que sólo hay arte donde hay creación, y quien dice fotografía, primero dice copia mecánica de la realidad. Así que el fotógrafo no es más creador —por lo tanto artista— que es poeta el alumno que copia una poesía en su cuaderno. No más que el dueño de un magnetófono, al grabar un cuarteto de Schubert, es compositor de música. Esto sigue siendo verdad para la inmensa mayoría de los fotógrafos. ¿Qué hacen todos estos turistas de París y de Venecia? Sacan copias de la torre Eiffel y del puente de los Suspiros. Nada de creación ni de arte en tal actividad. Pero hay excepciones. Hay magos que consiguen crear, gracias a esta máquina de copiar que es la cámara de fotos. Y la creación es tanto más llamativa, sobrecogedora, atronadora cuanto menos disponible para la creación es a priori el instrumento. A esta asombrosa paradoja lleva el caminar un trecho con Arthur Tress. Les he dado algunos ejemplos marroquíes. Dos años antes, Tress había estado unos días en mi casa del valle de Chevreuse. Vivo a diez minutos andando del castillo de Breteuil. Como Arthur tenía la mañana libre, le indiqué el camino que lleva allí y yo me quedé en casa, retenido por una cita. No esperaba nada del encuentro Tress-Breteuil. Hacía mucho que conocía el estilo brutal y desoxidante de las fotos de mi amigo. Admiraba el hieratism o h elado con el que sabía agravar escenas y paisajes que refle ja ban crueld ad y locura. Por supuesto, hab ía salido con la H asselblad gran angular con la que sacaba todas sus fotos. ¿Qué iba a pensar del castillo 88
de Breteuil, encantador, claro está, pero de un orden muy formal en medio de su jardín a la francesa, aquel que siente predilección los solares y las escombreras de los suburbios neoyorkinos? Volvió dos horas más tarde, encantado y embarrado hasta las cejas. Según me dijo, acababa de hacer la mejor foto de todo su viaje por Europa. ¿Qué había ocurrido? Era muy sencillo y a la vez perfectamente increíble. Acababan de vaciar el estanq ue mayor situado frente al castillo. Chicos y chicas chapoteaban en un limo secular, agarraban a manos lle nas unas gordas carpas para ponerlas a salvo durante la limpieza; esta escena era observada por unas estatuas manieristas situadas a lo largo de los senderos. Desde hace diez y seis años que vivo en las inmediaciones del castillo, nunca había visto algo semejante. Al día siguiente, subí a Breteuil. Todo había vuelto a la normalidad . Las carpas retozaban en u n agua lim pia. Más tard e recibí la foto: el am biente helado e insólito, la silueta del gran edificio vacío al fondo, y en el primer plano este personaje despavo rido y asexuado... Todos los atributos de Tress se habían juntado en Breteuil de modo milagroso, en el tiempo que duró su paso por allí. Esta imagen tiene un sello tan propio que parece haber sido hecha en el mismo momento, en el mismo lugar y con el mismo personaje que he situado al lado (y que sin embargo está separado por todo lo ancho del océano, ya que la hizo en Nueva York). Pero ya basta de anécdotas y de circumdata. Ahora conviene intentar acercarse al meollo en torno al cual giran todas las obras de Arthur Tress y que les da, dentro de su infinita riqueza, un aire de familia innegable. Señalemos algunos temas fundamentales e intentemos darles sus “cifras”: — La polución. Dura nte m ucho tiempo el “higienism o” y el optimismo convencionales han puesto en entredicho los “lados feos” de la vida y de la civilización. El depósito de cadáveres, el matadero, el alcantarillado estaban condenados como algo indecoroso, que sólo atraía a seres per versos o degenerados. Sin embargo, Hugo había empezado con Los miserables a descubrir la herida, pero la universalidad de su genio le dejaba el campo libre. Sin embargo, a Emile Zola le insultaron p or h ab er ten ido en cuenta esta ley fundamental en su obra: nada se crea en la naturaleza o en la sociedad sin un mínimo de basuras. Entre los fotógrafos contempo ráneos, le hizo falta cierto valor a Lucien Clergue hace veinte años para empezar su carrera profesional con imágenes de ca rroñ a me dio digeridas por los lodos del Ródano. Es cierto que cualquier obra de arte —que sea poesía, pin tu ra o fotografía— también es obligatoriam en te celebración, porq ue cualquier creación implica am or. Ergo, la polución descrita por Zola o por Tress es un a po lución secretamente amada, y eso será sin duda, por ser levemente sospechado, lo que más pro fu ndam ente subleva. 89
¡Pobre polución, calumniada de modo tan cruel! ¿Sabes que los hombres sienten po r ti un a atracción inconfesable? ¿Sabes que admiran los reflejos tornasolados del aceite encima del agua, las esculturas compuestas por el am on tona m iento de las basuras domésticas — ¡qué herm osas llegan a ser nuestras ciudades c uand o hay un a h uelga de basureros!—, los humos pardizos que vomitan, en forma de coliflor, las chimeneas de las fábricas? ¿Quién no ha respirado con deleite —en la autopista francesa del Sur, especialmente en los alrededores de Feysin— las emanaciones sulfurosas que andan rondando en torno a las refinerías de petróleo? Hace un siglo que los perfumistas mezclan aldehidos p útridos con sus perfumes p orqu e éstos parecerían sosos e insulsos a nuestras narices descarriadas si no evo caran más que el olor a flor o a fruta. En este sentido, Arthur Tress ilus tra este doble aspecto del artista moderno: ha de decir inmundicia, pero como su palabra es creadora, diga lo que diga, es acto de amor. — El niño. Es el testigo privilegiado. Testigo: el que ve, que sabe, que recuerd a. Pero además: objeto qu e sirve de prueb a, que padece las adver sidades, que es el cuerpo del delito. De todos los cuerpos de delito, el cu erp o del n iño es el más enca ntado r. El niño es el objeto privilegiado del sadismo y de la necrofilia. Pero también es memoria y esperanza, pues mañana a lo mejor, una vez hecho un ser fuerte, se podría vengar. — La muerte. Asoma su hocico lívido en más de una de sus imágenes. En Arthur Tress hay una vertiente necrófila. ¡Que la siga, pero, como decía Gide, río arriba! Es que todo cadáver posee una capacidad de pasi vidad y por lo tanto de obscenidad de una temible seducción. — La opresión. La angustia de ser prisionero de una mole, de una red de co rdones o de cintas, de un em budo , de u na máscara, de un a bolsa de plástico, de estar encerrado en un tarro de pepinillos, en un cubo de ba sura, en un sumidero, un ascensor, una bajante de agua. La angustia de que te aplaste un balón, un caballo mecánico, un carro de asalto, etc. Son temas clásicos de pesadillas, pero el arte de Arthur Tress consiste en darles una terrorífica credibilidad, al colocarlos dentro de un contex to totalmente realista. Niega a la pesadilla la parte de magia que la suele hacer soportable (especialmente en nuestros cuentos de hadas infanti les). Sus imágenes nos obligan a creer lo que cuentan. Conviene añadir que le ayuda, en gran parte, el entorno que EE.UU. pone a su alcance. Pero ha demostrado que lleva su universo consigo a dondequiera que vaya. — La pareja. Son las imágenes más negras de esta obra. Son parejas que se dan la espalda, parejas sádicas, parejas calladas cuyas miradas se cruzan sin tocarse, como esta anciana frente a su gallo de cerámica, o este joven pro stituto con su chulo. Una psicología simplista concluirá que a Arthur 92
Tress le atorm en tan problemas insolubles en sus relaciones hum anas. No es tan fácil y estoy dispuesto a testimoniar lo contrario. En realidad, raras veces la obra es la imagen —directa o invertida— de la vida. Es el resulta do de una alquimia compleja, indescifrable, por lo menos en el estado actual de nue stros conocimientos. — La puesta en escena. Los fotógrafos de pro suelen ten er la religión de la autenticidad. Recogen los datos inmediatos de lo real. Cogen al vuelo las cosas y a la gente tales como se presentan en su ingenua espontanei dad. Hacer lo auténtico, lo realmente auténtico, lo de verdad. Dar “un em pu jón ” es un pecad o vergonzoso que conviene disimular lo m ejor posi ble y negarlo todo, incluso cuando a uno le cogen in fraga nti por pura casualidad. Toda esta moral a Arthur Tress le importa un bledo. No repara en medios con una total tranquilidad de alma. Ya he contado cómo en la Mam ounia de M arrakech había “con ceb ido” un retrato de mí. Suele sacar de las tiendas, de los museos, de los bastidores de teatro —o simplemen te de sus bolsillos, auténticas cuevas de Alí Baba— todos los accesorios que requ iere su foto, desde la rata disecada hasta la pipa tirolesa pasan do por la custodia, la ala bard a o el cin tu rón hem iario . Con cualq uie r otro, semejante descaro llevaría al hun dim iento de la imagen. Nos mofaríamos, nos encogeríamos de hombros. Con él, funciona. Todo funciona. Su genio consiste en reunir siempre las condiciones de una complicidad generalizada. Complicidad de las personas retratadas, de los objetos, de los paisajes, y para colmo, la nuestra. — La liberación. A menudo, este universo agobiante se abre, se libera, respira una gran bocanada de aire vivificante. Encima de la cabeza del niño sum ergido en el acuario, borbollea la superficie platea da p or el sol. Tal vez se ahogue el hombre, pero detrás, la perspectiva inmensa de un puente invita a la partida. El joven sa ltador se echa al vue lo lejos de la estruc tura m etálica que le aprisionaba. U na gran escalera se abre h acia el cielo y allá arriba se alza la pequeña silueta de un ángel. El niño ha per forado la techum bre del cuchitril do nde ha nacido, y po r el mar, fluye un vapor hacia el horizonte. A menudo, la liberación no es asequible al oprim ido, no la ve, le da la espalda a pe sar de qu e está allí, con la llave en la puerta, y nosotros somos los que nos aprovechamos. N in guna im agen de uno de los libros más im porta nte s de Tress figura en este libro. Es que se trata de un libro rigurosamente coherente, de un solo bloque, que cuenta una historia con un principio, un desarrollo y un fin. El título: Shadow. Librito alado, mágico, de una sencillez sublime. Cierto que en ello, Tress ha superado la fase necrófila, pero no por ello ha vuelto al mundo de los vivos; todo lo contrario. Ha cruzado la Estigia,
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y de ahora en adelante viajará entre las sombras, o mejor dicho, nos invi ta al viaje y a las aventuras de una sombra, la suya... De sobra se conoce el gran tema romántico del hombre —o de la m ujer— que ha p erd ido su sombra (o que la ha vendido al Diablo). Aquí se invierte el mito: nos cuenta la desdicha de un a sombra que ha p erdido a su dueño, que ha perdido a su Arthur Tress. ¿Qué puede una sombra humana “descarnada” de carne? Mucho más y mucho menos que la carne. Prim ero prisionera de u n m und o hostil y cerrado, cargada de cade nas que ella misma se ha forjado, accede a la búsqueda geográfica, astro nómica, filosófica que le entregue las llaves de su calabozo. Y ya está galo pando p or el m undo, a ra tos m onta da en un cab allo del A pocalipsis, o en un animal prehistórico, a ratos atravesando a pie desiertos de arena o de nieve, luego extraviada en la gran urbe, hech a añicos por el ado quinad o, entrecortada por los soportales, alargada por el poniente. Se pierde por laberintos, arde y se ahoga; la nu tre un a som bra de pájaro y po r fin esta lla en prodigiosas iluminaciones. Por una parte invulnerable, inexpugna ble, ligera e in m orta l, pero por otr a im pote nte , inconsistente, exangüe. Pues para que mi m ano pu eda coger, acariciar o aplastar, ha de po de r ser cogida, acariciada o aplastada. ¡No nos apresuremos a envidiar la impu nida d y la etern a juv en tud de los muertos! Cua ndo Tress me ha bló de su proyecto de libro de sombras, cua ndo vi cómo a m etrallaba con su Hasselblad su sombra o la mía don de qu iera que se dibujaran, distaba m ucho de prever la sobrecogedo ra magia del librito que iba a salir. Es un caso bastante poco frecuente donde la imagen lleva la delantera por sus propias fuerzas, al contar una historia profunda y hermosa sin la ayuda de ningún guión preescrito. Pocos títulos de capí tulo marcan el “relato” (el prisionero, la búsqueda, el viaje de las maravi llas, los antepasados, iniciación, la peregrinación, llamadas y recados, el vuelo mágico, la iluminación) sin programarlo realmente. Es exactamen te lo contrario de una novela-foto cuyas imágenes no hacen sino ilustrar un texto impuesto. No se puede hablar de Arthur Tress sin señalar esta obra —de la que es de esperar que se edite en Europa— porq ue por p ri mera vez, en mi opinión, la fotografía habla por sí sola y encuentra una poesía e incluso una metafísica que sólo ella podía expresar.
1. Encuentro utilizado más tarde en mi novela La gota de oro.
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Jan Saudek o el vientre negro de Praga 24 de marzo de 1989. Hoy, viernes santo, descubro la ciudad de Praga donde comitivas de chicos y chicas con coronas de flores celebran la lle gada de la primavera. Ciudad espléndida, que la guerra ha dejado intacta, Praga escalona por las márgenes del Moldava un impresionante conjunto de palacios, catedrales y mo num entos. A pesar de la multitud alegre, sien to el ambiente cargado de una angustia alimentada por los recuerdos de un a historia que va desde el hé roe Ja n H us hasta el actual régim en estalinista1, que pasa por la obra de Kafka y la anexión nazi. En principio estoy aquí pa ra recibir el prim er ejem plar de mi novela El rey de los Alisos en ver sión checa, y bajo el signo de este libro sombrío y brutal es como voy a perm anecer en la ciudad ; pero en re alidad estoy aquí, so bre todo, para descu brir aj a n Saudek. Lo uno n o va sin lo otro. Me explico. Unos meses antes, un tal Didier Kohn me mandó un libro de fotos con la siguiente carta adjunta: M uy señor mío, En mi estancia en Alem an ia durante las vacaciones de febrero, no me había llevado más que un libro: El rey de los Alisos. Fue un o de los grandes choques de mi vida. A q u í va adjunto u n regalito. Espero que le gusten estas fotos de Ja n Saudek al que mandaré en cuanto pueda, un a traducción a l inglés de su libro. Muy atentamente le saluda, Didier Kohn
Así fue como d escubrí a Saudek. Pero, en c ierto mod o, era un a cita de ultratumba, pues Didier Kohn murió poco después de escribirme esta carta. Me impresionaron profundamente tanto la potencia, la negrura como la ternura de estas imágenes, más aún cuando están coloreadas a m ano según la antigua técnica —utilizada antes de la película en color— y están adorn ada s con toda un a pacotilla obsoleta de encajes, coronas de flores, sombrillas, espejos de cargado s marcos dora dos, b iom bos pintado s, zapatillas de baile, sombreros de paja, etc. Estas baratijas ajadas, llevadas por seres casi siempre jóvenes —niños, adolesc entes— evocan un género muy en boga e n el siglo xvi, sobre to do en Ho land a, la “va nid ad ”. Se trata de u na natura leza m uerta qu e evoca, con algunos objetos simbólicos, crá neos, cirios apagados, relojes de arena, flores secas, la huida del tiempo y
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la insignificancia de las cosas de este mundo. El tema de la flor que se abre y luego deja caer sus pétalos es uno de los preferidos d e ja n Saudek, transportado a una segunda fase, de modo muy cruel, pero con una lógi ca ineluctable: el cuerpo de una mujer enseñado sin ningún miramiento, antes y transcurridos los años. El tema del tiempo destructor, recurrente en esta obra, sólo debe su fuerza y su originalidad a los espacios donde se pone de manifiesto. Jan Saudek p erte ne ce a la raza de los fotógrafos sedentario s. Los viajes no son lo suyo, ni el exotismo, ni lo pintoresco de las tierras lejanas. Bajar a la calle —como Nègre, Atget, Kertészh o Cartier-Bresson— para retratar la vida banal y diaria, todavía es demasiado para él. Su cueva, allí está el lugar ideal. Jan Saudek es un arraigado consciente y consentido. He nacido en Praga, en Checoslovaquia, el 13 de m arzo de 1935. Es mi patria . Me quedo aq uí... Ya n o me queda tiempo para aprender otro idioma y sus matices.
Se suele asociar fotografía y nomadismo. El americano Man Ray y el húngaro Brassai' pasaron la mayor parte de su tiempo en París. Nueva York, Londres, Madrid abren sus brazos ajan Saudek. Le ofrecen puen tes de oro. El se em pecina en q ued arse en los pocos m etros cuad rado s de su buhardilla, en los suburbios de Praga. Su “cueva” está en otra parte, y a veces vuelve allí a pasar la noche. Es el vientre negro el que ha dado a luz esta obra dorada, que merecería ser clasificada de monumento his tórico; esta cueva mágica, de muros leprosos, de suelo de tierra batida. Cuando sale de su buhardilla aérea, para recogerse en este foso, Saudek se llena de energía, como Anteo, el gigante que recobraba fuerzas al tocar la tierra. Lo más extraño es que las imágenes que de todo ello han salido no son nada confinadas, aplastadas, ni asfixiadas. Saudek no tiene nada que ver con el ideal del en terram iento de Julio Verne p ara qu ien la felicidad per fecta no podía hallarse más que debajo de los mares ( Veinte mil leguas de viaje submarino), en una mina subterránea ( Las In dias negras) o en el cen tro de la tierra, porque la desgracia siempre se relacionaba en él con las agresiones de la intemperie. Saudek lleva el cielo nublado hasta dentro de su cueva; y se reconoce el mismo cielo en varias fotos por el fino hilillo bla nco dejado por el paso de un avión, símbolo de libertad para todos los habitantes de la Europa del Este. En efecto, es un cielo de esperanza, de evasión, de liberación que aspira en su infinito al niño o a la mujer. Esta extraña ventana con cortinas de grandes rayas verticales ya pertenece al museo imaginario de los aficionados a la fotografía del mundo entero. Y claro, están los cuerpos. Sí, digo los cue rpos por qu e el cu erp o le lleva una amplia ventaja a los rostros en el universo de Saudek. Cuerpos de
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mujeres de culo y pechos desorbitados, monstruosos, que recuerdan las obsesion es de Fellini. Cue rpos de jovencitas, cue rpo s de niños. En Sau dek, no es la mujer la pareja del niño, sino que es el hombre. Pertenece a la raza de los hombres que lloran en secreto la maternidad que les es injustamente negada. Nadie mejor que él, ha ilustrado el tema del hom bre “lleva-niños” (p edófilo ). Nos da algunas pietás paternas, al modo de las de Rubens o de Santi di Tito, donde no es la Virgen María la que lleva al cu er po del C rucificado, sino Dios Pad re en majestad. Y esto nos devuel ve otra vez a E l rey de los Alisos, porque Philippe de Monés, que ha hecho el prólogo, h a visto en esta novela el libro de la vocación m ate rn a del ho m bre, un te m a cie rta m ente esen cial para mí y q ue me apro xim a a Saudek. El autorretrato que va marcando con tanta brillantez la historia de la pintura es m ucho más raro en fotografía. Es pro bable que el fotógra fo dude en volver hacia su propio rostro el arma con la que ametralla a sus coe táneo s. R echaza par a sí lo que tan gustoso hizo a los demás. Por lo con trario, el “autodesnudo” es muy poco frecuente en pintura, y, sin inves tigar demasiado, yo no conozco más que tres dibujos de Durero que m erezcan tal nom bre. Lo extra ño es que tres fotógrafos de la misma gene ración hayan hecho autodesnudos sin influenciarse unos a otros. Se trata del alemán Dieter Appelt, del finlandés Arno-Rafaél Minkkinen y dejan Saudek. El cuerp o de snu do de Jan Saudek nos llama la atención po r su sequ eda d musculosa. Es peq ue ño pero flexible y recio, y será sin dud a u n instrumento de vivir, gozar y sufrir de una eficacia sin par. Es lo opuesto exacto de la carn e bland a y rellena de sus mujeres, de la inoce nte y frágil de sus niños. Este cuerpo del artista —poco frecuente al final pero presente— le da a esta obra su firma, un “logo ” inimitable y terrible m ente convincente. Es cierto que está la exuberancia kitsch y los colores dulzones añadidos a mano. Están estas catacumbas donde se enderra el artista para celebrar sus misas negras, como los primeros cristianos sus cultos. Por encima de todo, está Praga, ciudad suntuosa y gris, que evoca tan bien “la tristeza majestuosa do nd e reside todo el placer de la trag ed ia”, según las palabras de Jean Racine. Pero también está el cuerpo sarmentoso y flexible del autor que firma estas obras con el peso de su propia carne. Todo esto es Jan Saudek. Pero también es un porvenir que sólo le pertenece a él y que es —imprevisible y so rpr en de nte — el de sus futuras creaciones.
1. Texto escrito durante el régimen anterior. (N. del A.)
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Muertes y resurrecciones de Dieter Appelt Antes del reloj de arena y de la esfera. Antes de la clepsidra y del reloj, Antes del almanaque y del calendario, Antes de que el signo se apodere del tiempo, existieron las nebulosas cuyos períodos se calculan en siglos-luz, después las estrellas cuyas palpi taciones se cue nta n e n años-luz, y po r fin la geología terr estr e, cuyas capas miden milenios. Pero esta formidable aceleración del ritmo del tiempo seguía todavía siendo antidiluviana. Porque el diluvio —quiero decir la invasión de lo húm ed o— impuso la imagen del flujo tem poral, y llenó de una vez todos los relojes de agua. En lo más oscuro de los abismos telúri cos, la unión íntima del agua y de la piedra precipitó el doble crecimien to que aproxima el dedo erguido de la estalagmita al dedo gacho de la estalactita, hasta su fusión en un extraño pilar de tripa estrangulada. Y eso no era nad a todavía. Po rque el tiempo pe rm an ec ía paralizado en una maduración mineral inmóvil. El tiempo no era translación, sino alte ración, una alteración cuyos procesos de petrificación y de fosilización hacían pensar que volvía a la eternidad en vez de alejarse de ella. Entonces surgió la vida. Y con ella el movimiento, el andar, el gesto y la carrera . Y po r tan to el cro nóm etro, es decir, el tiemp o crono-sujeto al espacio-metro. ¿Qué es la velocidad? Es el cociente del camino recorrido por el tiem po requerido para recorrerlo . El anim al es prim ero un cuerpo dotado de alas, de aletas y de patas, es decir, un móvil. El animal se define en la naturaleza por una posibilidad de translación por oposición al vege tal que no conoce más que el crecimiento. Por su hocico, su pico o sus garras, el animal añ ade la de pred ació n a la locomo ción. A estos miemb ros ele locomoción y de depredación, el hombre superpone la mano, órga no de prensión. La depredación no colma más que la necesidad alimen ticia y, en segundo lugar, sexual. La prensión está totalmente abierta, incluso a op eracion es desinteresadas. Así pues, con la mano la vía está abierta a una inversión del impulso prim ario y o rigina l, que pro yecta al hom bre hacia unos actos cuya virtu d es la velocidad y su finalida d la depr ed ac ión . Inv ersión y p or lo tanto vuel ta sobre sí misma con toda la lentitud requerida. Paul Valéry subrayó la analogía entre el pulgar oponible que caracteriza la mano humana y la
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facultad propia de la mente humana de pensarse a sí misma. Entre todas las operaciones, la más desinteresada y la única que se precia de hacerse con lentitud y mucho tiempo es sin duda alguna la reflexión, “atención del alma —dice el diccionario— que se fija en sus propias ideas para exami narlas y compararlas”. Y el mismo diccionario nos enseña que también se habla de reflexión cuando un rayo luminoso vuelve hacia su fuente des pués de dar en una su perficie re flectante. Dieter Appelt es el hombre de esta reflexión, en todos los sentidos del término. Toda su obra no es sino un esfuerzo para invertir el movimien to espontáneo que nos arroja hacia delante, con el fin de reencontrar la temporalidad inmemorial de los elementos. Primero tendremos la tentación de juzgar como una paradoja increí ble el hecho de que haya elegid o la fo togra fía como in str um ento de este retorno a la lentitud original. Desde hace ciento cincuenta años, toda la evolución de la técnica y sobre todo de la química fotográfica está volca da hacia una aceleración de la toma de la imagen. Primero se había foto grafiado durante un día entero, luego durante una hora. Pronto se llegó al segundo , luego a la fracción de segundo. Así se qu ería “rep rod uc ir del natural”, es decir, encerrar el instante más fugitivo, como se capturan moscas y mosquitos en una película pegajosa. Esta simple metáfora per mite sentir la futilidad cada vez más gratuita a la que se estaba co nd en an do la fotograíía. Dieter Appelt le da la vuelta a este extravío y plantea como principio que una fotografía posee tanto más peso y mayor ho nd u ra cuan to qu e ha exigido mayor tiempo. T oda su técnica tiende a resolver el prob lem a siguiente: ¿Cómo fotografiar despacio, a pesar de qu e todas las condiciones técnicas de la fotografía m ode rna están hech as para perm itir fotografiar a toda prisa? Siendo su fotografía una reflexión, resulta también normal que se dedi cara con predilección al autorretrato e incluso al autodesnudo. El auto rretrato es una de las grandes vías de la pintura y del dibujo. Durero, Rembrandt, Courbet, Van Gogh destacaron en este arte reflexivo. Por el contrario, se han aventurado poco en este camino los fotógrafos. ¿Por qué? Porque el arte de la fotografía —más cercano en este sentido a la depre dación animal que a la prensión h um ana (con pu lgar oponible) — se orienta hacia afuera y ansia la velocidad. Arte extrovertido por anto nomasia, se lanza a la conquista del mundo. Lentitud y reflexión. Se deduce de estas primicias cierta relación con el espacio y con el tiempo. En cuanto al espacio, el desnudo es al retrato lo que el paisaje es a la naturaleza muerta: relación de todo a partir de todo. El único autorre trato verdadero de Dieter Appelt nos lo enseñ a soplando una m anch a de
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vaho en un espejo en el que se refleja su cara: aquí la reflexión domina e invade toda la fotografía. En cambio sus autodesnudos están profunda mente arraigados en el paisaje. La arcilla cubre la piel de un caparazón, la cara de una máscara. Crece la hierba a su alrededor, debajo de él, empieza a cubrirle. El agua, la nieve, las hojas muertas cercan este cuer po bla nco de falso m uerto . Perinde ac cadáver. La famosa divisa de la orclen de los jesuítas, tan rara po r otra pa rte (pues no se ve en q ué u n cadáver puede obedecer las órdenes que se le d a ), cobra, sólo aquí, to do su se nti do. Porque está claro que si Dieter Appelt impone este añadido cadavérico al paisaje circundante, es para poder, por una sumisión total al espacio, asegurarse una requisa del tiempo. Volviendo a rec or rer este camino, él es el prim ero en llegar a la inm or talidad húmeda, tomando de nuevo en una zanja que ha cavado con sus manos la apariencia del hombre ele Tollund. LTna vez, un obrero de vina turbera de las llanuras bajas de Holanda se presentó en la gendarmería de su pueblo: al cavar, acababa de sacar a la luz un cuerpo degollado cuyo perfecto estado de conse rv ació n hacía suponer un crim en recie nte . En realidad se trataba de un mártir cuya muerte remontaba al principio de la era cristiana. La acidez de las aguas turbosas conserva perfectamente los cuerpos que allí están sepultados. Dieter Appelt es este hombre de la noche de los tiempos. Pero pronto el hombre surge de las aguas cenagosas. En la isla del Monte Isola (Lombardía) edificó un torreón de troncos de madera, der Aug en turm , la torre-ojo1. Este mirador construido sobre pilotes le sirve de médium entre cielo y agua. Allí acurrucado en los aires, como un feto en su bolsa amniótica, flota en el seno de los limbos de la inexistencia. Pero su ojo permanece fijo en el espejo ele las aguas. Lo húmedo no ha reinado siempre. La era antidiluviana se pierde en las arenas secas y ardientes del desierto. La momia envuelta en bandas atraviesa los milenios en virtud de esta misma aridez. P or u na n ueva inver sión benigna, sin duda negación de la vida, llega a ser agente de conser vación. Dieter Appelt, en mantillas como un eterno bebé, sigue siendo esta momia. Sin embargo, su dedo desc arnad o dispara la cáma ra de fotos montada sobre un trípode. La etapa siguiente salta todavía más milenios y se agarra a los megalitos. La landa bretona, anegada en las nieblas del océano, pero a la que encienden las retamas en flor, observa el corro ele los cromlech en torno al peñón central. El primer paso del cuerpo de Dieter Appelt consiste en identificarse con estas piedras: el cráneo se vuelve canto rodado, los bra zos aristas, la mano se inmiscuye en la grieta. Pero en estas piedras hay una música secreta que atestigua la presencia de un significado en rela-
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ción con la carrera de las estrellas. ¿Cuál es el secreto de los megalitos? Son relojes, las más antiguas m áquinas d e m edir el tiemp o. Luego está la última revelación. Una vez llegado a la nave inmensa de la cueva de Oppelette, Dieter Appelt siente que le van creciendo alas, y com pre nd e que ha llegado al fin de su viaje iniciático. Pero no se convier te en un pájaro profano que acaricia los vientos y las nubes. Se convierte en un ángel y su vocación es poblar los inmen sos espacios negro s del ce n tro de la tierra. Extraña, angustiosa, exaltadora metamorfosis en un ser a la vez dragón y murciélago, en el que hemos de reconocer temblando al Príncipe de las Tinieblas.
1. El Au ger turm fue com prado p or el Museo de Arte Mo derno de Berlín.
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Ar no-Rafaël Minkkinen o el cuerpo jeroglífico Pagar por sí mismo, tomarse como objeto, sacar de sí mismo la materia de su obra. Esta elección autófaga es algo corriente en literatura. “Soy la materia de este libro” escribe Montaigne al principio de sus Essais. Y des pués de él, Je an-Jacques Rousseau, Chate aubria nd, A ndré Gide han encon trad o lo m ejor de su obra al observarse y con tarse a sí mismos. En pintu ra, el autorretrato tiene gran éxito. Rembrandt, Courbet, Van Gogh no han dejado de tomarse por modelos. En su lecho de muerte, Géricault, con la mano derecha dibujaba la mano izquierda. Curiosamente, sin embargo, a los fotógrafos, tan influenciados por la pintura, les ha re pu gn ad o d ura nte mucho tiempo tal ejercicio. Es como si el apuntar contra su propia cabeza el objetivo normalmente dirigido hacia la de los demás tuviera de por sí algo suicida. Pero he aquí que, un a vez tras otra, ya lo hem os dicho, tres fotógrafos de la misma generación y sin influenciarse unos a otros han roto el tabú, y de manera más radical todavía que los pintores. El alemán Dieter Appelt, el checoslovaco Jan Saudek y el finlandés Arno-Rafaël M inkkinen han dedicado la mayor parte de su obra no sólo al autorretrato sino al autodesnudo, una empresa prácticamente desconocida en la historia de la pin tura co n la excepción de los tres dibujos de D urero ya me ncionad os. Esta excepc ión es instructiva. A juzg ar por sus auto rretrato s, es prob a ble que D urero hubie ra estado basta nte org ulloso de su persona. Tie ne trece años, veintidós años, veintisiete años y veintinueve años, cuando pin ta los cuatr o auto rretr ato s que pose emos de él. Tod os son sum am ente ha lagü eño s y el último evoca una figura de Cristo al límite d e la blasfemia. “Me río de verme tan bello en este espejo”, parece cantar como la Margarita del Fausto de Gounod. De otra naturaleza son los autodesnudos. Ahí ya no es el Du rero rebosa ndo de juven tud y de in ge nu a jacta ncia el que aparece. Está viejo, enfermo, marchito. Su cuerpo ya no es fuente de orgullo ni instrumento de placer, es un campo de dolor. Uno de estos dibujos nos mu estra a Durero con el índice de rech o dirigido hacia su cos tado izqu ierdo, con esta leyenda encima: A quí es donde me duele. En efecto, parece ser que m urió de una dole ncia del bazo. Por el contrario, la obra de Arno Minkkinen nos invita a una fiesta. Y no porque celebre las bondades de su cuerpo. Al contrario. Vuelve a
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un a serie de variaciones sobre el tema de un físico realm ente excepcional. Esquelético, inm enso — mide casi dos m etros—, rota la nariz y he nd ido el labio, anuda y desanuda su larga osamenta como lo haría con una cuer da. En oposición a Appelt —siempre de un serio bastante pesado— Minkkinen deja pasar un ligero temblor de gracia por cada una de sus fotos. Sus posturas desafían la imaginación. Exhibe su brazo, su pierna, su pie, su sexo, y ca da vez la im agen, de una perfecta sencillez, tiene algo tan novedoso que deja al observador parado de asombro. Conviene hacer hincapié en esta asombrosa unión de sencillez y de novedad. Otros inventaron la solarización, el mordentado, la rayografía, el mo ntaje y otros delirios ópticos como el objetivo fisheye. M inkkinen uti liza sin picardía una cámara de las más corrientes. Con esta cámara, más dos piernas, dos brazos, una cabeza, etc., ¿cómo hacer imágenes que no se han hecho nunca y que asombren a los que las descubren? Esta increí ble apuesta, A rn o M inkkinen la gana. Pues sí, tiene el don de deja rnos sin resuello con las fotografías de su pie o su tripa. ¿Cómo se las ingenia? Un primer elemento de respuesta se halla en el paisaje. De cada país tenemos una idea a priori difusa, pero que no deja de ser absoluta. Y de esta idea se desprenden algunas imágenes. Doineau no se concibe más que en París y Edward Weston sólo en California; August Sander no puede disoc iarse de Berlín, ni Fulvio Roiter de Venecia. A hora bie n, nos parece que A rno M inkkin en es necesariam ente u n p ro d u c to de Escandinavia y más particularmente de Finlandia. Hay en la luz de sus imágenes una nitidez, una frialdad, una parsimonia, un rigor que no se encuentran más que encima de los 60° grados de latitud norte. Sobre todo, las aguas, los medios lacustres, los espejos líquidos son signos del lago hiperbóreo. Y todo este frescor da a la desnudez del cuerpo un sig nificado muy distinto al que recibe en el sur. Nada de pereza, de langui dez, de a ba nd on o a la caricia voluptuosa del sol. Además n o hay ni som bra , ni sol en Minkkinen ; ta m poco alba ni cre púsculo en su im agin ería. Todo se baña en una luz intemporal, sin hora, sin pasado, sin porvenir. Realmente estamos en el país del verano total cuando el sol ni sale ni se pone. Además, se buscaría en vano una alusión a la meteorología. No hay intemperie en el país de Minkkinen, ni nubes, ni lluvia, ni arco iris. ¿Qué país es éste? La repuesta es simple: es una págin a en bla nco. Es la págin a do nd e van a situarse los signos formad os p or el cue rpo flexible y sinuoso de Minkkinen. El paisaje escandinavo forma el pergamino en el que M inkkinen dibuja los jeroglífico s que son sus ma nos, sus nalgas o sus pa n torrillas.
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En cu anto a este cuerp o que baila en la página blan ca del cielo o de la nieve finesa, él mismo es tan desencarnado como puede serlo una cali grafía árabe pintada con tinta china con la punta de un cálamo en un papel inm acula do. El c uerpo de Arno M inkkin en es todav ía más que el de una bailarina o el de un derviche, un cuerp o com ido hasta el tuétan o p or el signo que encarna. Hay abnegación, sacrificio, algo de holocausto en este intento, que sería trágico sin la risa que no deja de ac om pañarlo. Uno pie nsa en Nietzsche cuando can ta, al procla m ar el ev an ge lio del gay saber según Dionisos: Escuchad, he hecho u n descubrimiento mar avilloso y que además es alegre. No hay v erdad alg una que no sea leve y cantarína. No hay más verdad que la viva y ligera. La gravedad es demoniaca. No hay ningún dios que no sea risueño, bailando sobre la superficie de los grandes lagos helados.
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Patricio Lagos o el paso de la línea Yo ya conocía Brasil. Chile, este anti-Brasil, sigue siendo para mí una tie rra mítica. Durante mis años en el Museo del Hombre, el azar me había asignado el estudio de los pueblos fueguinos, últimos habitantes de la Tierra del Fuego, hoy ya desaparecidos. Había soñado mucho con este extraño país estirado por la costa oeste del continente de América del Sur, y que acaba en el legendario estrecho de Magallanes. Luego escribí mi primera novela Viernes que situé —como me lo sugería Alejandro Selkirk, el náufrago real que inspiró el Robinson de Daniel Defoe— en la mayor isla del archipiélago Ju an Fern ánde z. Así que el ind ígen a Viernes venía a ser un araucano, del nombre antiguo de Chile: Araucania. Porque los chilenos de hoy proceden de la mezcla de los invasores españoles y de los indios araucanos. Hasta que un día, un auténtico chi leno irru m pió en mi casa y me dijo, “es usted el escritor de la m are a baja. La marea baja es el gran asunto de mi vida”. Y de hecho el “reflujo” desempeña un papel preponderante en mi novela Los meteoros. Las fotos que me enseñó luego Patricio Lagos me llamaron la atención por su be lleza y su origin alidad. Fotógra fo , Patric io Lagos sólo lo es, sin em bar go, de manera secundaria, incluso terciaria, porque primero es bailarín y luego escultor. Nació el 23 de agosto de 1954 en la isla de Chiloé, de un padre oriun do de Santiago y de una madre en parte india. Ella era la segunda esposa de su padre, que se casaría cinco veces en total. De su niñez en aquella isla, que fue uno de los últimos baluartes españoles antes de La inde pendencia (1830), recuerda so bre to do las fábricas de te lare s donde tra baja ban los indios. Una de las herm anas de su m adre conoció un éx ito clamoroso pero sin porvenir, gracias a sus creaciones textiles. Los indios de Chiloé son bajitos, fornidos, y tienen pómulos salientes. Se emborra chan con chicha —sidra fermentada—, que les empuja hacia unas peleas sangrientas. Patricio Lagos recue rda tamb ién uno s jug ue tes qu e fabricaba él mismo. In gresó en Bellas Artes en Viña d el M ar y se inició en la danza, tal vez bajo la influencia de la tercera esposa de su padre, bailarina en Santiago. Su maestro era H ern án Baldrich; bailó en un o de sus ballets ins pirado en la Fedra de Jea n Racine, donde desem peña ba el papel de Hipólito y que comprendía una parte importante de improvisación.
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Paralelamente, prosiguió estudios de escenografía en la universidad de Santiago. En diciem bre d e 1977 dio el gra n salto. El no rte le llam aba desde h acía mucho. ¿El norte? Digamos el hemisferio boreal, pues no se trataba de nada menos. El paso de la línea se celebraba, en la marina de vela, con una ceremonia burlesca en el curso de la cual los "novatos” (los que fran queaban el ecuador por primera vez) sufrían algunas pruebas y humi llaciones bajo la autoridad de un Neptuno de carnaval. Patricio Lagos pasa ría a su vez la línea, pero como Alicia cuando pasa al otr o lado del espejo. Habría magia y poesía en su viaje iniciático. Que la izquierda se convierta en derecha y el derecho en revés, nada más natural. Entre los australes, sus compatriotas, el frío está al sur y la estación caliente es en enero. En tierra boreal, él tendría que acostumbrarse a hielos en el norte e inviernos en ene ro. Esto no sería excesivo si se respetara p erfec tam ente la simetría. ¡Ni mucho menos! No vivimos en un universo matemático en el que los cálculos siempre caen bien y donde los relojes ni retrasan ni se adelantan nunca. La tierra gira alrededor del sol, no según un círculo — figura perfecta— sino según una elipse, círculo febril, círculo enfermo. De ello se deduce que está, cuando más cerca en enero (perihelio) y cua ndo más lejos, en julio (afelio). Aquí pues está nuestro pájaro m igra torio, confrontado con una nueva paradoja: una iluminación y un calor que van creciendo conforme se va alejando el sol. ¡Ésta es la lógica boreal! Además están las mareas, este fenómeno típicamente boreal e incluso europeo, que toma su mayor amplitud en las costas normandas, breto nas, inglesas e irlandesas... Así pues, una marea alta arrojó en mi playa privada a este paja rraco austra l con sus su eños y sus obras. Enc alló por tanto en las playas normandas, pasmado por esas extensas llanuras glau cas y mojadas, por esos limos, esos arenales, esas rocas vestidas con algas que el reflujo crea cada día nada más que por unas horas. Paisaje efíme ro, destinado a una pronta desaparición, pero recreado enseguida con todos sus mariscos y sus crustáceos. La mar es eternamente joven; hoy es igual a como era cuando salió de entre las manos de Dios, al principio del mundo. Por el contrario, la tierra escribe su propia historia milena ria en sus rocas, en sus concrecion es, sus pliegues, que son com o las a rr u gas de un rostro muy viejo. Este rostro, la marea lo lava, lo aclara, lo refresca incansablemente, como para restituirnos nuestra tierra en su tierna infancia. La arena abandonada por la ola, es como el rostro de nuestra anciana madre reconvertido en el de una joven virgen, alegre m ente acogedora. Todo esto, Patricio Lagos lo descubre en las playas normandas y la ini ciación toma un sentido sublime cuando, además, la silueta maciza y ele-
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ga nte del M ont Saint-Michel se perfila en el cielo lejano. A esta mezcla de ete rnid ad y de juve ntu d efímera, él resp onde a su man era. Es bailarín, arte evanesc ente si lo hay. Es escultor, arte qu e se inscribe e n el má rm ol o el bronce eternos. También conserva en lo más hond o de su mem oria un recuerdo de su niñez que compartimos con él. Durante la marea baja, construíamos febrilmente castillos de arena, soberbios aunque frágiles a pesar de los paquete s de varec con los que reforzábamos sus murallas. Al volver la oleada que rodeaba y luego atacaba nuestro “fuerte”, lo defen díamos con ardor, cavando zanjas de protección, reparando las grietas, incluso atacando la ola agresiva con nuestras palas, tal Alejandro que mandaba azotar las olas rebeldes del Ponto Euxino. No son “fuerte s” lo que m odela en la arena Patricio Lagos, y no pie n sa en desafiar la ola. Más bien son “endebles”, quiero decir cuerpos aban don ado s, am antes cansados, yacientes víctimas de su último sueñ o, y estas criaturas patéticas están entregadas inermes a la caricia asesina del agua. He soñado mucho con aquellas imágenes. Se han apoderado del rela to que estaba escribiendo, esos Am antes taciturnos para quienes el silencio de la playa abandonada por el mar es símbolo de su amor difunto. Patricio Lagos aceptó que le hiciera intervenir con su nombre en mi rela to, reflejo a ntrop ófag o de los novelistas. Al mismo tiem po le he cogido sus amantes de arena, la bahía abandonada por el reflujo e incluso el Mont Saint-Michel, gigantesca linterna mágica asentada a lo lejos. Estas líneas son testimonio de este préstamo y de mi gratitud. Añadiré estos “últimos versos” de Rimbaud que me parecen evocar tan a propósito el ambiente tranquilo y trágico de algunas de estas imágenes: “La he vuelto a encontrar. ¿Q ué? L a eternidad. “Y el ma r ya se ha ido. Con el so l”.
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¿Existe una fotografía femenina? “¡Las mujeres y los niños primero!”. Esta exhortación tradicional prego nada por el comandante de un buque que se hunde parece más válida todavía cuando se trata de fotografía. En efecto, las estadísticas demues tran que las tres cuartas partes de las fotos hechas cada año en el mundo tienen po r tema mujeres o niños. Hay que añ adir que las han he cho hom bres. El hom bre —predador em pedernid o— inventó la fo to gra fía para “atrapar” lo que quiere o lo que desea “en efigie”. Apunta hacia ellos su caja mágica, y se lleva su imag en c om o un caza dor se lleva un p erd igó n en el morral. Lewis Carroll es conocido como fotógrafo y como narrador. Pero estas dos actividades se desprendían de la misma pasión, la de las niñas y en especial de Alicia Liddel. Inventaba historias para encandilar las. Las fotografiaba como un “ogro-e nam orad o”, po r no atreverse pro ba ble m ente a “tom arlas” de m anera m enos ofensiva. Esta agresividad fundamental del acto fotográfico se colma en la mujer, en el cuerpo desnudo de la mujer. Es una violación en efigie. Pero también está el reportaje de choque en el que se ve cómo un fotógrafo ametralla sin miramientos a poblacio nes despavoridas y heridas en el drama de vina guerra, de una hambruna o de un terremoto. Así pues, ¿es una fatalidad que la fotografía encierre esta dimensión de violencia? ¿Es que la miseria y el sufrimiento son incomparablemente “fotogénicos”? A esta pregunta son posibles varias respuestas. La más convincente trae a la mente a las mujeres fotógrafas. Cuando la mujer deja de ser objeto de la foto para apoderarse de la cámara, todo cambia. La mirada deja de ser la de un ave de rapiña para convertirse en la de una amiga, sobre todo, si es otra mujer la fotografiada. Estudié, lo repito, durante años en el Museo del Hombre. Una de las lecciones que tengo grabada en la memoria es la ventaja de que goza la mujer etnóloga en las inda gaciones in situ. La población estudiada la acepta mejor que a un hom bre. Se le abren las puertas. Se desata n las lenguas. Puede entrar por doquier y mirar. Se contesta a sus preguntas. Mientras que un hombre etnólogo suscita desde el primer momento un movimiento de defensa, no o curr e lo mismo con la m ujer fotógrafa. Yo paseé con Joyce Ten neson por las playas natu rista s de la Camarga. Ella se perm it ía sacar clichés que
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hubieran provocado, de sacarlos yo, reacciones de suma violencia por parte de los in tere sados. No cre o que haya “literatu ra fem enin a”. Ni Colette, ni M arg uerite Yourcenar, ni F rançoise Malle tjo ris me pare cen repre sen tar cu alquier rasgo común propio de la feminidad. Por el contrario las escritoras domesticadas por Gisèle Freund, la dulz ura de los cuerpos e ntrega dos p or Joyce Tenneson o la de las caras sorpre ndid as po r Eva Rub enstein, o tam bién el encan to sereno d e las imá genes de M artine Franck, o la tranquila audacia desprovista totalmente de pro vocación de Bettina Rheims, en toda s encuentro una calida d común. ¿Cómo definir tal calidad? Enseguida se me ocurre la palabra ternura. Pero después escribo: complicidad. Sí, eso es. Hay en los hombres, pero sobre todo en las mujeres y en los niños fotografiados por ellas un a en tre ga confiada que añade algo a la calidad humana de sus imágenes. Los grand es acon tecimientos del pasado no tuvieron su repo rtero-fotó grafo. Conozco a más de uno que llora en secreto el no haber estado allí para presencia r cóm o a Enriq ue IV le apuñala ba Ravaillac o cóm o N apole ón recorría el cam po de batalla de Austerlitz. Pero hay algo aún mejor. Al subir al Calvario, Jesucristo se encontró con Verónica. El nom bre de esta m uje r piadosa de Jerusalé n quie re decir: Imagen verdadera. Verónica secó con su velo la cara chorreando de sangre, de lágrimas y de sudor del Salvador. Y se produjo el milagro: la cara de Jesús imprimió su imagen en el velo de Verónica. Es ella, una mujer, y nadie más —ni Niepce, ni D aguerre— la que inventó la im agen verd adera , la im agen fotográfica.
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Philippe Bonan o “las de Villadiego” De Philippe Bonan no conozco más que una fina libreta que com prend e un a prim era p arte c om puesta de retratos de artistas y de escritores, segui da de algunos paisajes urbanos y rurales. En todas esas imágenes flota un am biente de extrañeza y desorientación del que, sin embargo, em ana u na felicidad paradójica cuando, por lo contrario, uno tendría que sentirse incómodo. Buscaré el deno m inado r común. Un hombre anda solo por Beaubourg. Una niña da la sensación de que va a caer dentro de un escaparate. Una vaca pace sola en un prado inmenso. Parece que estos seres vivos gozan a sus anchas de un espacio que les pertenece. De la misma manera estas dos gallinas son evidente mente dueñas de toda la granja. Philippe Bonan se reconoce por cierta calidad de vacío, un vacío benéfico, feliz, liberador. Y esto también es la clave de sus retratos. Los demás fotógrafos te “toman” en foto. Aquí, por lo contrario, estos hombres y estas mujeres no están “tomados”. Ninguna trampa les ha atrapado. Todo lo contrario. Van a salir, ya se m arch an. Se me o cu rre n unas e xpr esion es carcelarias, o mejor anticarcelarias: liberación, levantamiento de arresto, “tomar las de Villadiego”. Es el dispara dor de la cám ara de P hilippe Bo nan el que les ha dado la salida.
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El crepúsculo de las máscaras Durante mucho tiempo me he preguntado si el bagaje de la feminidad era impuesto por los hombres a las mujeres o más bien adoptado por las m ujeres p or qu e tal era su vo luntad y su instinto. Po r “bag aje ” en tie nd o los perfum es, el maq uillaje, el pein ado, la in dum enta ria y hasta los zapatos de tacones, paroxismo de fealdad y de incomodidad que resume por sí solo el estado de servidumbre secular de la mujer. Pregunta que resulta insoluble por la simple consideración de que no hay nada mejor para im po ne r algo a alguien co mo inc ulcarle la afición. P or otra pa rte, es obvio que si las mujeres son tal vez más “prefabricadas” por la sociedad que los hombres, nadie, de verdad, escapa a esta misteriosa presión del grupo que nos suministra en pretá^porter nuestros sentimientos, nuestras ideas y hasta nuestro aspecto exterior. La mu jer tiene su mo delo, qu e es la estre lla de cine o de la canción, la heroína nacional y hasta la militante políti ca. Pero para el hombre, tampoco faltan los estereotipos, y basta con citar el hombre de negocios, el oficial de carrera, el seductor, el cura, el homo sexual o el hippie como para imaginar enseguida una galería de retratos perfecta m ente co nocidos, fichados y al límite de la caricatu ra . En mi novela Gaspar, Melchor y Baltasar, creí, en un primer momento, que había inventado una nueva perversión a la cual se podía dar el nom bre de iconofilia. Se trata de lo siguiente. Desde su juv en tud , el rey Baltasar es un aficionado a los objetos de arte. De los zocos de su ciuda d trae a casa el retrato de un a don cella que cuelga encim a de su cama. Un día llega su padre y le dice que, por ser el heredero, convendría que se casara. ¿Ha pensado ya en una muc hacha? A Baltasar le coge desprevenid o y señala el retrato. Pero cuando su padre le pregunta quién es, se ve obligado a con fesar su ignorancia. Su padre se encoge de hombros y se dirige hasta la puerta . Lue go se para, retr ocede y le pid e a su hijo que le confíe el retr a to. Provisto de ese único d ocu m ento, enca rga a la policía que busqu e a la chica retratada. Acaban por identificarla. Es la hija menor de un lejano hidalgo. Entablan tratos y unos meses más tarde los dos chicos están casa dos. La vida sigue su curso, pero desgraciadamente cuanto mayor se hace la esposa de Baltasar, más se aleja del retrato querido. Y Baltasar siente cómo va decayendo su amor por su esposa. Porque tal es su aberración que primero quiere a su imagen y luego al modelo, cuando suele ser lo
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con trario lo que o curre . Y esta abe rración es la que yo había llamado ico nofilia. No tend ré la crueldad de ocultar la continuación de esta hermosa y triste historia. Baltasar había perdido por completo el cariño por la reina cu ando su propia hija, que tenía unos doce años, le preg untó quién era la m ucha cha re tratada en el famoso cuadro. La pregu nta dem ostraba desgraciadamente cuánto su madre —a la que no reconocía— se había alejado de aquella imagen arrebatadora. Baltasar miró a su hija, luego al retrato y una evidencia le golpeó como el rayo: la niña se parecía de m an era pa tente al retrato. Y presintió la amenaza d e un am or incestuoso creciente. Entonces descolgó el retrato, se lo dio a su hija y le dijo: “este retrato, es el tuyo, mi amor, cuando tengas diez y seis años. Llévatelo, míralo todos los días, pero no me lo enseñes nunca más”. Ahora bien, me di cuenta más tarde de que tal perversión “iconofílica” no era invento m ío y que re inaba desde hacía muchísimo tiem po sobre la humanidad. Querer una imagen, querer identificarse con ella o por lo menos parecerse a ella, o también, para quererla, buscar a una persona que se parezca a esta imagen ¿no es lo que los hombres han hecho toda la vida y lo que van h ac ien do cada vez más p or la gracia de la fotografía y del cine? La mo da lanzada p or las estrellas —trátese de peinad o, d e rop a o, de modo más difuso, de “estilo” en general— es muestra de esta icono filia, y no habría que creer que las mujeres son las únicas en obedecerla, porque no hace ta nto nos podía m os cruzar continuam ente , en el barrio latino, con falsos Che Guevara con boina vasca y melena. Vuelvo a leer estas páginas, y se me ocurre corregirlas, poniendo todos los verbos en pasado. Me parece en efecto que lo que acabo de escribir era verdad hace treinta años y aún lo era más hace cincuenta, pero deja de serlo cada día más. El uniforme ya no proporciona un éxito de taqui lla. Los curas visten com o to do el m un do y en el estilo star, no me parece que ni Marilyn Monroe ni Brigitte Bardot tengan descendencia. Incluso los sexos se diferencian cada vez menos. En los institutos a los que voy a charlar con los alumnos, me pregunto, a menudo, si estoy frente a un chico o una chica. Desde el corte de pelo hasta el vaquero, nada permite diferenciarlos. Después de provocar carcajadas por alguna metedura de pata mía, he aprendido a ser cuid adoso y no arr ie sg ar un “señor” o una “señ orita” que po drían resultar intempestivos. Así que, ¿es el fin de los estereotipos? ¿Se va a permitir que cada uno sea sí mismo sin máscara, pan oplia u otro uniform e? En esto tam bién hay que ser prudente, porque si es posible que estemos asistiendo a un ocaso de las máscaras, na da impide que figuras nuevas pue dan crecer en la som bra para im ponerse de repente al encarnars e en una personalidad des lumbradora. Por lo menos este eclipse de las máscaras habrá permitido
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entender su carácter artificial y provisional. La peor de las ilusiones es, con toda claridad, el tomarlas por verdades eternas, queridas por la natu raleza e inscritas en el cielo platónico. Basta con echar una mirada atrás para convencerse de que los supues tos “cánones” de la belleza son en realidad una cuestión de moda. En 1882, Nietzsche en cue ntra po r p rim era vez a Lou An dreas Salomé, joven de origen ruso que se convertiría más tarde en la musa de Rilke y de Freud. Aquel magnífico triplete hizo que un con tem po rán eo dijera: “cada vez que un escritor se ena m ora de ella, nueve meses más tarde escribe un a obra maestra”. Tenemos de Lou retratos de cuando su encuentro con Nietzsche; y nos fascina la pureza de este ro stro joven, duro y te nso , co mo esculpido con navaja, salientes los pómulos, abombada la enorme frente y recogido el pelo atrás. Pero, ¿qué escribe Nietzsche a su hermana? Le pone al ta nto de que ha conocid o a una chica cuya cultura e in teligencia hac en olvidar un físico ingrato. N ada ex trañ o en este juic io si evocamos las bellezas famosas de aquella época, desde Hortensia Schneider hasta Blanca de Antigny, cuyos encantos mullidos y rollizos despertaban el deseo de los hombres. Sí, hab ría que escribir una historia de la belleza fem enina, y nos dep a raría muchas sorpresas. En Francia, por ejemplo, hemos visto cómo se sucedían cuatro estrellas a través de las cuales es fácil distinguir cierto “tipo” que se busca a sí mismo, se encuentra, alcanza su pleno auge y decae en una especie de apoteosis amargo: Simone Simon, Cécile Aubry, Brigitte Ba rdot y Je an ne Moreau. Se parte del p equiné s y de su carita bonita y ceñuda para encam in arse hac ia la esfinge y term in ar con la me lancolía de una inteligencia de vuelta de todo, que se marca e n la boca en torn o a las comisuras caídas de Je an ne Moreau. Un rasgo co m ún a este tipo: su extrema dificultad para envejecer bien. Porque desde este ángu lo, existen tres posibilidades: no envejecer nunca (Pauline Carton, Danielle Darrieux, Michèle Morgan), envejecer bien (Gabrielle Dorziat, Simone Signoret, Françoise Christophe)... o envejecer mal. Está la belleza, está la gracia, está el encanto. Pero hablemos también de otro valor estético muy interesante: la fuerza. Durante siglos, tal vez milenios, fuerza y virilidad fuero n inseparables. Eso, hasta tal pu nt o que en la imaginación popular, el peso y el pelo constituían atributos obligados de la fuerza. El hombre fuerte tenía el tipo prehistórico y añadía la obesi dad, el pecho erizado y la barba tupida. No pod em os presc indir de la gran importancia, verdadera revolución en este campo de E. R. Burroughs con su personaje de Tarzán. Porque, indiscutiblemente, Tarzán encarna la fuerza. Pero una fuerza de un tipo completamente nuevo, lampiño y ágil. Es el héroe juv enil de barbilla y de panz a lisa. En rea lidad, esta historia de
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la barba es una clave. Porque fíjense bien: no sólo Tarzán es impensable con una barba sino que tampoco puede afeitarse todas las mañanas. Pero no hemos ido bastante lejos al hablar de héroe juvenil. In fa ntil es lo que habría que decir. Tarzán no tiene barba y nunca la tendrá, porque defini tivamente es impúber. Es un niñ o de diez años espigado y crecido en fuerza. Por eso tuvieron razón las asociaciones pur itanas am ericanas al indignarse cuando a un cineasta tonto se le antojó asociarle una mujer y obligarle a esbozar gestos torpemente eróticos. Pero si la fuerza sobrehumana ya no implica la virilidad y puede encarnarse en un niño de diez años ¿por qué no habría de caber igual m ente en un a m ujer? La convención que asociaba virilidad y fuerza arras tra en su caída la que un ía fem inidad y debilidad. Después de todo, en los hipó drom os las yeguas son igual de poten tes que los sementales y cor ren tan de prisa como ellos. La pregu nta po día pa recer teórica en los tiempos en los qu,e los logros de los hombres y de las mujeres no estaban registra dos. Asunto concluido desde hace unos cien años. Ahora se puede obser var un fenómeno interesante al que deberían de prestar atención los sociólogos y los biólogos. Año tras año, la diferencia que separa los resul tados deportivos de las mujeres de los de los hombres no deja de dismi nuir. Sí, es un hecho: las mujeres recuperan poco a poco el retraso con los hombres que les infligen siglos de humillación y de servidumbre. Ahora ya, en varias disciplinas, baten los récords que tenían los hombres hace menos de treinta años. Se anhelaba el día memorable en que una mujer se impusiera en una especialidad cualquiera, de manera absoluta, es decir, sup eran do a los cam peon es varones de la disciplina. Asunto concluido el 2 de agosto de 1990. Aquel día, a las 0 h. 19 GMT, la navegante Florence Arthaud pasó el cabo Lizart al timón de su trimarán Pierre después de atravesar el Atlántico en 9 días 21 horas y 42 minutos, superando así en más de día y medio, el récord del Atlántico en solitario que tenía Bruno Peyron desde agosto de 1987. Ninguna duda de que a esta sensacional revolución le van a seguir otros récords “absolutos” conseguidos por mujeres en todos los terrenos. H a llegado el advenim iento de una nueva Eva cuyos prototipos nos tra je ro n Califo rn ia y A lem ania del Este. Nada de grasa, un m onum ento de músculos sueltos y pulposo s que se mueven bajo un a piel sedosa. Hasta los pechos que no son sino el forro suave de los músculos pectorales y que , seguro, mo lestan m enos los movimientos de la má quina m uscular que las enojosas genitalia del hombre. El éxito es clamoroso y, fíjense bien, no sale en ab soluto del registro de la feminidad: ni huella de índole “ho m b ru na ” en esas mujeres resplandecien tes, de un a belleza estrictamente fem enina. Hay en ello un equilibrio tranquilo, paradójico, provocador, con un rizo
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de gracia además. Es que la nueva Eva hace añicos el estereotipo de la m ujer delicada y cobarde, a la vez que el del varón p rote cto r y puntilloso en materia de honor viril. Es una parte de nuestra “civilización” la que se derrumba. ¿Destrucción? Sí, pero libertad nueva, creación, humor y belleza. ¡Saludem os a la nuev a Eva de l año 2000!
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Epígrafes de las fotografías Pág 8. Michel Tou rnier, Autorretrato © M. Tournier. 12. A rth ur Tress, Michel Tournier y muchacho, Arles, 1980 © A. Tress. 14 Félix Nadar, Honoré de Balzac © Arch. Phot. Centre des monuments nationaux, París. 17 Retrato de Félix N ad ar © Arch. Phot. Centre des monuments nationaux, París. 22. Emile Zola, Jean ne vin ien do al encuentro de Zola en la carretera de Verneuil © Madame Agora Emile-Zola. 24. Emile Zola, E l encuentro © Mme A. Emile-Zola. 26. Emile Zola, Paulette Bru ha t © Mme A. Emile Zola. 28. Man Ray, Rayografia, 1927 © Man Ray Tru st / VEGAP. 34. Bill Bran dt, Rebuscando trozos de carbon © Noya Bra ndt / Bill Bra nd t Archive. 36. Bill Brandt, Desnudo © N. Br and t / Bill Bran dt Archive. 38. Bill Bran dt, H alifa x © N. Bran dt / Bill Br and t Archive. 40. Jacq ues-H enri Lartigue, Marthe Chenal en el Raci ng de París con Taho y Boby (mayo, 1916) © Association des Amis de J.-H. Lartigue. 43. Arriba: Jacq ues-H enri Lartigue, Yo en Villacoublay. Fotografía tomada po r Jean Dafy con mi cámara (noviembre, 1916) © Association des Amis de J.-H. Lartigue. Abajo: Jacques-Henri Lartigue, E n el Bois de Boulogne, Lilia n M ur al volante de mi B.B. Peugeot, 1915 © Association des Amis de J.-H. Lartigu e. 44. Jacq ues-H enri Lartigue, Michel Tournier en su casa de Choisel, 1974 © Association des Amis de J.-H. L artigue. 46. Jacq ues-H enri Lartigue, François Reichenbach, 1926 © Association des Amis de J.-H. L artigue . 48. H er be rt List, A nna Mag nan i, San Felice, Italia, 1956 © H. List / Magnum distribution. 50. H er be rt List, E l lago de los Cuatro Cantones, Suiza, 1936 © H. List / Ma gnum d istribution. 51. H erb ert List, Atenas, 1957 © H. List / M agnum distribution . 53. H er be rt List, Bañistas, Creta, Grecia, 1957 © H. List / M agnum distribution.
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56. Jean-P hilippe Cha rbonn ier, La máq uina de coser, Kuwait, 1955 © J.-P. Ch arb on nier / Agence Top. 57. Jean-P hilippe Cha rbonn ier, La Piscina, Arles, 1975 ©J.-P.-Charbonnier / Agence Top. 59. Jean-P hilippe Ch arbon nier, Bastidores del «FoliesBergère», Paris, 1960 ©J.-P C harbonnier / Agence Top. 61. Jean-Philippe Ch arbo nnier , El Dormitorio, hospicio LenoirJousserand, Saint-Mandé, 1959 © J.-P C har bo nn ier / Agence Top. 62. Ed ou ard Boubat, Plato del día, Paris (hacia 1948) © E. Boub at / Agence Top. 65. Ed oua rd Boubat, Square des Epinettes, Paris, 1951 © E. Boub at / Agence Top. 67. Ed ou ard Boubat, Lella, 1947 © E. Bo ubat / Agence Top. 68. E dou ard Boubat, Rue de Rivoli, Paris, 1989 © E. Boub at / Agence Top. 70. E dou ard Boubat, Paris, 1968 © E. Bo ubat / Agence Top. 71. Ed ou ard Boubat, Paris, XV I.0, 1954 © E. Bou bat / Agenc e Top. 74. Denis Brihat, Cerezo en otoño, 1989 © D. Brihat / Rapho. 77. Denis Brihat, Corte de kiwi 1990 © D. Brihat / Rapho. 78. Denis Brihat, El plato de peras, 1990 © D. Briha t / Rapho. 80. Lucien Clergu e, Desnudo del mar, Camarga, 1958 © L. Clergue. 82. Lu cien Clergu e, Arlequín, Arles, 1955 © L. Clergue. 83. Lucien Clergu e, El salto de la muerte, Nîmes, 1962 © L. Clergue. 86. A rth ur Tress, Michel Tournier en un hospital abandonado, Nue va York, 1984 © A. Tress. 90. A rth ur Tress, Fiat Dream, N ueva Jersey, 1971 © A. Tress. 91. A rth ur Tress, Muchacha recogiendo carpas, Choisel, 1974 © A. Tress. 95. A rth ur Tress, Silgrim/Shadoiu, Viejo San Juan, Puerto Rico, 1975 © A. Tress. 96. Jan Saudek © J. Saudek / Galerie Kamel Mennour, París. 98. Ja n Saudek © J. Saudek / Galerie Kamel Mennour, París. 100. Ja n Sau dek © J. S audek / Galerie Kamel Me nnou r, París. 101. Ja n Saudek © J. Saudek / Galerie Kamel M ennour, París. 104. Dieter Appelt, Manc ha de vaho en el espejo, 1977 © D. App elt / Van Laere Co ntem poran y Ai t. 106. D ieter Appelt, Camino del recuerdo, 1979 © D. Appelt / Van Laere C ontem poran y Art. 108. Dieter Appelt, Hu ella del recuerdo, 1979 © D. Appelt / Van Laere C ontem porany Art. 110. Arno-Rafaël Minkkinen, Autorretrato, Andover, 1988 © A.-R. Mink kinen / Galerie N.C.E., París.
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112. Arno-Rafaël Minkkinen, Autorretrato, Praga, Checoslovaquia, 1989 © A.-R. Minkkinen / Galerie N.C.E., París. 114. Arno-Rafaël Minkkinen, Autorretrato, Kuopio, Finlandia, 1987 © A.-R. Minkkinen / Galerie N.C.E., París. 116. Patricio Lagos, Arena y agua, Caroual, Bretaña, 1989 © P. Lagos / Blue Ar t Expérience . 119. Patricio Lagos, Aggelos, bahía de la Fresnaye, Bretaña, 1990 © P. Lagos / Blue Art Ex périence . 120. Patricio Lagos, Bautizo, Mont-Saint-Michel, Bretaña © P. Lagos / Blue Art Exp érience. (Publicada en Arena, bain de vie, Ed. de Lassa.) 124. Joyce T enne son, Suzanne, 1987 © J. Tenneson 125. Martine Franck, Delphine Boleret, pe scador © M. Franck / Magnum 127. Gisèle Freund, Virginia Woolf© G. Freund. 128. Philippe Bonan, N iñ a en la venta na, Paris, 1990 © P. Bonan.
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