Si pudiera decirte: la fusión fusi ón de dos mujeres es una arquitectura arquitectura que la civilización civil ización ha complicado. Adrienne Rich
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Los domingos no llama nadie por teléfono. Me levanto relajada y miro el interior de la habitación. La pared del fondo me traga con los ojos de un r etrato etrato mío hecho hecho hace tiempo. tiempo. Estoy Estoy mir ando de frente a la cámara y los ojos ojo s están vivos, transmiten una serenidad que todavía me contagia. Es una mirada clara, diría que un tanto ingenua. Me preparo una taza de café y abro el balcón. Me gusta recibir el sol directamente sobre mi cuerpo, es una de las sensaciones que todavía me hacen dichosa. La calle se traga los coches que bajan y desaparecen desaparecen al fo ndo. Hace unos días me imaginé dentro de uno de esos automóviles tratando de llegar puntual a una cita. El encuentro era conmigo misma pero en otra ciudad. Yo debía tener cuatro o cinco años más. Fue curioso. Llegué a esa ciudad en menos de una hora y en la cafetería de un hotel céntrico me esperaba yo misma mirando la hora. Estaba más delgada y me había cortado el pelo. ~ Mi cuerpo recibe el sol y termino el café. Veo mi sombra proyectada en la pared y la relaciono con la mujer que seré. No parecen de la misma persona. Me pesa el alma. Ambas tomamos un café en una mesa apartada y cuchicheamos. No sé qué nos decimos. Podría inventármelo pero no lo logro. Es un día hermoso. hermoso . Pront Pro nto o llegarán lleg arán los hijos del matrimo matrimo nio del segundo y los padres del matrimonio del tercero y el novio de la joven del sexto y los suegros del matrimonio del ático. Ya huelo los pasteles que traerán y puedo oír el sonido de los tapones de las botellas. La escalera olerá a estofado, a paella y a colonia de bebé. Pronto todos los inquilinos se darán besos en cada una de sus mejillas y se sentarán alrededor de una mesa mientras se sonríen mutuamente. Los domingos todo el mundo debe de hacer lo mismo porque nunca suena el teléfono. Termino la taza de café y me preparo otra. Mientras remuevo con la cucharilla el líquido, me apercibo de que el hotel que imagino es un lugar donde nunca he estado. La cara del recepcionista es la del mismo hombre que nos dio las llaves de la habitación 315 aquella vez. ¿Hace tres, cuatro, cinco años? ¿Cuándo te conocí, H.? Yo vestía un traje de chaqueta de lino blanco. Te encontré en la mesa junto a la ventana del vestíbulo. Estabas muy hermosa, irradiabas una mirada parecida al retrato del fondo de mi
dormitorio. Las sillas del hotel que me imagino son las mismas que tenías en tu casa. Es curioso, las mesas parecen las de aquella pensión del norte, y los casilleros de las llaves son como los buzones donde el bedel de la univer univer sidad deja cada mañana la correspondencia. Ahora os veo a las dos. La que yo seré dentr dentr o de unos uno s años y la que tú, H. H., eras antes. antes. Curioso Curio so encuentro . ~ Ha llegado el matr matr imonio del segundo y sus dos hijos, junto junto con co n los padres padr es de la mujer. Han aparcado aquí mismo. Puedo oler todavía el rastro de humo que ha dejado el tubo de escape. Vienen con la tarta envuelta en papel celofán. Ahor Ahor a entrar entrar án los niños y comenzarán a patear patear y a pedirle a g r itos itos a su madre que quieren la tarta, que lo único que quieren es la tarta. El padre se encenderá un cigarrillo y pondrá cómodos a sus suegros. Son gente civilizada. En cambio, los de arriba no tienen bastante con el encuentro familiar de los domingos, también los sábados se reúnen. Me voy a poner una camisa, hace frío. Paseo y me imagino mis huellas en la habitación. Los lugares donde has estado mucho tiempo adquieren la personalidad de quien los ha ocupado. La cama también tiene una hendidura en el lado donde duermo cada noche. Muchas noches me g usta escapar escaparme me y lo consig o. Voy hasta tu casa cor r iendo. Soy hermosa y los muchachos me miran al pasar. Después me cruzo con una mujer que tiene más años que yo. Posee la misma boca, la misma lengua, la misma laringe, la misma tráquea, los mismos pulmones, el mismo anhelo. Debo ser yo. Paso cor co r r iendo. Voy a tu casa, H. H. ~ En tu tu casa me encuentr encuentr o co n una mujer a la que no he visto nunca. Te pregunt preg unto o con la mirada. Insisto en saber por qué está allí. Me dices que me adentre al dormit dor mitor or io y me invitas invitas a echarme a tu lado sobr e la cama. Miramos iramo s el techo, techo, la lámpara, la bo mbilla, los filamentos. filamentos. ~ Tengo que comprar unas sábanas nuevas. Mañana iré a buscarlas. Los domingos todo se detiene. Los domingos me caigo de los tejados de todas las casas que tuve. Fue la religión cristiana la que impuso el domingo. Los judíos tienen el sábado. Los musulmanes tienen el ramadán. Los domingos termina todo y debes volver a r econsiderar tu exist existencia encia..
~ Yo estoy a tu lado. Hemos estado toda la noche haciendo el amor. Te has acurrucado junto a mí como si me fueses a perder. Estás viviendo la pérdida con una antelación sorprendente, tus gestos configuran una sospecha, no una realidad. Sin embargo, yo no te quiero perder, yo no quiero perder nada y menos a ti que estás sobre mí mientras me cuentas cómo te has imaginado una casa para las dos. Dices que la ventana dará al mar y que desde la cama veremos volar las gaviotas. Tu cama es gr ande. ande. Podemos Podemos ver una pared fr ente ente a nosotras y yo te sugiero que en la pared pongas un espejo espejo o una percha, percha, algo. Me agota esa pared desnuda. No puedo imaginar nada cuando la miro atentamente. A pesar de tenerte entre mis brazos me siento sola. Una angustia profund pro fundaa me pisotea el el alma y me agar r o a ti mientr mientr as te te digo que pongas algo en la pared. Luego me dices que la casa soñada tendrá también una cocina muy grande. ~ El olor del guiso de cordero de los vecinos de abajo me despierta el apetito. Miro la nevera y saco una tarta de manzana. Corto un trozo y se me atraganta. La tristeza ha formado un bolo en mi garganta. Toso, no puedo tragar nada. El olor a cordero me repugna, tengo que cerrar la ventana, así tampoco oiré los ladridos del perro. También penetra en mí el olor de tu cuerpo. Eras más oven, tenías algunas canas. Yo recuerdo frases como: «compartiremos lo que haga falta», «te he amado a ti», «los narcisos me gustan», «torres de marfil», «un baile diurno», «en Praga me encontré con un viejo amor», «eres la ternura», «viajaremos este verano». Yo te decía: «la luna no me gusta», «el dolor es un pensamiento del alma», «siempre vienen solas», «te quiero tanto», «júramelo», «más cerca, aquí», «vente al mar», «te invito a comer». Cuando cierro los ojos para imaginarte, tus labios forman un dibujo que me recuerda dos montañas prisioneras de la tierra. Yo no sé si has sido la misma siempre porque por que te te r ecuerdo ecuerdo como si fueses dos, o tr es, o cuatro mujeres. Mucha Muchass veces me despierto con la ilusión de estar en otro lugar y me veo jugando en la orilla del mar. Construyo castillos y parece verdad la sensación cuando toco la arena. Los dedos adquieren una sensibilidad que me provoca dicha. Sentir mi tacto sobre tu cuerpo, sentir tu tacto sobre el mío. La imaginación es un don que nos desplaza a raros lugares donde no hemos estado nunca pero a los que
siempre podemos regresar. Yo te decía «te amo» y la palabra se me queda en la garganta, como el bolo de alimento que no he podido tragar. «Te am...» ~ Hambre, no apetito. Ya están descorchando la botella de cava en el piso de arr iba y los bebés se han despertado al unísono. Todos hemos olido el co rder o y todos desearíamos comerlo a la misma vez. Debo reconstruirlo todo. Me dijo el analista que lo hiciera, y que para reconstruirlo debo tener en cuenta la presencia de la muerte. Reconstruir para amontonar los restos. Me molesta la televisión de la vecina octogenaria del tercer o. Supongo que no r ecibe a nadie los domingos, pero tampoco los lunes, ni los sábados. ¿Y si es judía? Seguramente no estaría sola. Vuelve a aparecer la mujer que seré dentro de unos años. No sé por qué, pero no me resulta familiar. Se desenvuelve bien con los cubiertos. Está en un restaurante y come con dos personas más. A una no la conozco, ¿quién es? Mira de soslayo hacia la puerta como si esperasen a alguien. Efectivamente, hay un lugar desocupado en la mesa con el servicio puesto. Las otras dos personas hablan y beben vino. Yo no hablo pero bebo. Estoy triste. Parezco una sombra de la percepción de la realidad. ~ Me gustaría seguir estirada aquí, en esta terraza, con el cuerpo desnudo, hasta que se vaya el sol. Los domingos de invierno son mejores que los de verano. Tienen la singularidad de hacerte sentir que estás realmente en tu casa porque la calle te parece inhóspita. Tu casa era una televisión apagada y una olla con caldo, también una almohada y una estantería de libros. Tu casa era un sofá y un pequeño infierno cuando amanecía y sentías la inconsistencia de tus sentimientos. Maldecías tu casa por que también sentías la necesidad de escapar de tu cultura y de tu patria. Te dabas cuenta de que tu casa configuraba un espacio irreal marcado por lo que te habían dado antes de nacer, una heredad en la que los dones ya estaban repartidos. Luego estaban las habitaciones del inconsciente, esas que se abren cuando las certezas de la existencia pesan demasiado y decides refugiarte en aquello que todavía no sabes. Y pienso ¿esto es una casa? Ya veo quién entra en el restaurante. Otra mujer. Pero ¿quién es? Aún no la he conocido. Se sienta frente a mí y me dice que hace calor. Tiene una mano
vendada y huele a un perfume que no conozco. Qué curioso, dejo de sentir el penetrante olor del cordero y solo huelo ese perfume. No es posible. No puede ser. Cierro lo s ojos y bor ro esa escena de mi mente. No quiero saber lo que va a suceder después. ~ Me preparo un par de huevos pasados por agua. También corto lechuga y la aderezo con mucho aceite de oliva. Se ha ocultado el sol. Ya están tomando la tarta todos los vecinos de la escalera, es la hora. También ha comenzado el telediario de las tres. Es terrible, el ruido es espantoso. No puedo estar en la cocina y me tengo que ir al pequeño comedor, pero allí es peor porque los niños de arriba y los bebés de abajo imponen su presencia con carreras y llantos detrás de una pelota. Los domingos las familias se encuentran para exorcizar su soledad. Quisiera saber cómo reaccionará la esposa del vecino del sexto cuando se vayan sus suegros. Cuando tenga que volver a poner la sartén para cocinar y cuando se aperciba de que su barriga cada vez es más protuberante y justifique su falta de deseo convencida de que los orgasmos son una invención de la juventud. No tengo edad para nada —dice mientras pela patatas—. No tengo edad par a salir a la calle y buscar un trabajo. ¿Quién me va a contratar con este cuerpo? No sirvo ni para barr er escaleras. Además, no voy a encontrar trabajo, así que para qué pensarlo. Tengo cuarenta y siete. Ayer mismo era una chiquilla. Qué guapa era Dios mío, qué guapa era. Y la fotogr afía que hay sobre la estantería del comedor muestra a una joven con un vestido estampado, media melena y una boca sonriente. Tiene una dentadura perfecta y sus ojos brillan de alegría. Realmente era muy guapa. No ha llegado a ser hermosa porque su existencia no conoció gradaciones de la realidad. Mi imaginación se va. Siempre se aleja como si no estuviera presente en todas las escenas. ~ La ciudad está rodeada de una neblina que anuncia contaminación. Desde este balcón puedo ver como se mueven los automóviles unas calles más abajo. Debería proponerme comenzar a comer pero no tengo apetito. Ayer compré gambas. Me gustan las gambas a la plancha con mucho perejil por encima. Son rojas y me recuerdan a las cucarachas negras. Si las gambas fuesen negras no me las comería porque me repelerían. El color de los alimentos es tan
importante como su aroma, como su textura. Lo negro no me lo como. Lo blanco tampoco. Me seducen los colores contrastados. Mi color es el verde unas mañanas y el azul algunas tardes. Mi color es también el amarillo. El negro me lo como en las pesadillas. ~ Tus bragas eran negras. Decías que la ropa interior debe ser negra antes de hacer el amor y después te ponías unas bragas blancas. Los dos color es que me perturban cubriéndote el sexo. Miro el día en el calendario. Es pequeño, de sobremesa. Me lo regalaron en un museo de provincias. Hay una página que en la parte superior muestra un dibujo al carbón del artista vivo que ya tiene su propio museo. En la parte inferior, ocupando solo una tercera parte de la página puedes ver gráficamente el mes. Día por día. Los festivos están recuadrados con un color verdoso. Me gustan los colores indefinidos en los lugares concretos, como los domingos. La voluntad de quien diseñó el calendario era la de que esos días tuviesen un color distinto. En el dorso del pequeño calendario de sobremesa te encuentras con una estúpida frase del pintor como, por ejemplo, decir que por debajo del silencio de una ciudad hay ruido y que ese ruido lo produce la respiración de la melancolía y del otoño. Las ciudades pequeñas y las ciudades grandes. Las provincias. Las naciones. Los países. ~ Te imagino, H., en aquella silla, encogida, pintando el paisaje que percibías a través de la ventana. Lo sincero casi nunca es real. El arte hoy me conmueve menos. Me conmueve tu fotografía. Estás desnuda y llevas sobre el cuerpo una especie de arcilla blanca. Pareces salida de la tierra. Te has colocado un gorro de nadadora en la cabeza y dejas caer tus dedos largos en el vacío. No te veo la cara, la imagino, intuyo quién eres porque te digo: «Ten cuidado, todavía no estás conmigo». ~ Vivías en mí. La fotografía todavía reina en mi habitación entre mis papeles. Yo te convocaba cada instante y no venías. Eras tantas que no puedo imag inarte con un solo rostro; por eso en la foto prefiero no verte los ojos ni la cara, solo el gesto. Me tomo los huevos uno a uno. Primero golpeo la cáscara superior,
luego hundo una cucharilla y me abro paso entre la yema y la clara, unto la viscosidad en un trozo de pan. Escucho la sintonía de un programa de televisión y el sonido de los automóviles. Pienso en las gambas y decido dejarlas para la noche. Suena el teléfono. Me produce una extrañeza tan grande que me paraliza. Descuelgo el auricular y una voz femenina pregunta por mí. Quiero comprar su piso, he visto el anuncio. ¿Dónde? No recuerdo haber puesto en venta mi casa. No importa, no quiero venderla. Miro a través de la ventana y veo un azul espeso, casi blanco, las nubes comienzan a difuminarse y después llegará la noche. Toda la tarde para mí. ~ Antes de tomar el tren para ir por primera vez a tu ciudad vi la portada de una revista en la que una mujer sacaba la lengua. Me pareció que aquel gesto obsceno carecía de finalidad. Me compré la revista porque dentro había un artículo que me interesaba. La coloqué en el bolsillo de mi abrigo. Bajé al andén. Me introduje en el vagón y tomé asiento. Respiré pensando en tu cuerpo. Respiro pensando en tu cuerpo. Toda la tarde para mí. ~ Me voy a la cocina y abro el tambor de la lavadora. Introduzco ropa blanca y me detengo agachada mirando hacia arriba. Veo el fregadero desde otra perspectiva, también el reloj de pared y las tuberías. Cambio de plano y miro el interior de la lavadora. Me quedo un rato pensativa. Primero me atraviesa un sobrecogimiento. Como si un rayo me hubiera penetrado y a la vez, sin producirme dolor alguno, confirmara una sensación que debía manifestarse con temblor, con miedo. ~ Unos días antes yo había dejado la casa de G. después de haber estado haciendo el amor. ¿Cómo decirlo de otra manera? Nos metimos en su cama vestidas y poco a poco nuestros besos intensos nos hacían sentirnos mejor. Me gustaba tanto mirarla. No era capaz de imaginarme una semana con ella, ni siquiera una noche entera. Aquel instante era todo lo que deseaba. Tuve un temblor que me duró mucho rato y noté el suyo. Sin embargo faltaba algo que solo se inscribe en el terreno de lo profundo, no de lo real. Quedamos complacidas y miramos la hora. Después yo subía la calle buscando un taxi. Mientras
caminaba sentía una gran desazón. La corazonada de la soledad. Sentí la desesperación de no esperar de los instantes más de lo que pueden ofrecer. Busqué en el rincón de mis recuerdos una sonrisa amable, un signo de vida, un fragor de antaño. Cruzó un taxi que paré para que me llevase a mi casa. La sensación de no tener nada. Conté las monedas que me quedaban. El frío tacto. Mis dedos poco antes desprendían ternura, era cuestión de dejarla salir, de que escapase de su escondite. Apretaba mi cuerpo contra el suyo como si solo fuese un cuerpo, y yo sentía que quería tenerlo todo entre mis brazos. Hasta en los momentos más dichosos faltaba algo. Mi angustia aumentaba cuando percibía por la ranura de mi imaginación que todo aquello formaba parte de una realidad que se fugaba. Sentía su cuerpo en aquella fuga de pensamientos. Me apercibo de mi sentimiento porque me reincorporo escuchando el sonido de la lavadora. Echo de menos una camisa, un pijama, unas manos que no sean mías. ~ Me extiendo sobre el sofá. Se escuchan los portazos que dan los vecinos. Las familias comienzan a separarse. Pronto no se oirá nada. Debería poner una lámpara en el techo, la bombilla produce demasiado fulgor. Debería parapetarla con algo. Debería comprarme un reproductor de DVD y cambiar el sofá de lugar. Por ejemplo, si lo enfocara hacia la ventana vería cómo anochece. Debería terminar de leer la novela que comencé hace casi un mes y también debería llenar la nevera de alimentos. Me sostengo sobre el sofá. En casa de G. el perro lamía la pata de la silla. Los perros me producen desazón. Son animales serviles y fieles hasta la muerte. La fidelidad sin concesiones. Ahor a no veo mi so mbra pr oyectada en la pared. Los intersticios de lo que nos deja libres evocan vocablos impronunciables. Ahora los pensamientos se liberan, como si transitasen frente a un paisaje idílico. Cuánto poder tiene la cultura. Por algo aquello que me produce paz se proyecta en una naturaleza suave. Un riachuelo, unas montañas bajas, un prado ver de, una casa en el fondo con una chimenea. ~ Me veo en una casa de una sola planta. Hay una chimenea y estoy preparando la comida. Abro una botella de vino blanco. Miro hacia afuera y la tarde es esplendorosa. Siento un escalofrío de vida que me inunda. Te estoy esperando.
He sacado la ropa de la lavadora y he tendido una camisa y dos bragas tuyas. La sensación que me produce ver la ropa bamboleándose se parece a un nacimiento. He puesto tu ropa intercalada con la mía. Pienso en la duración de las frases que se pronuncian en voz alta y en lo que se dice hacia dentro simultáneamente. Son discursos que solo se conocen en veladas donde todo es relativo pero a la vez su elocuencia no deja dudas. Llega una mujer de unos cuarenta y cinco años. Me dice que ha paseado frente al mar durante dos horas. También me dice que mis labios brillan. Le ofrezco una copa de vino y el olor de las alcachofas cocinadas. Vivimos en una casa rodeada de montañas bajas unto a un riachuelo. ~ Cuando me dejó el taxi frente a mi casa me alegré. Lo que me sucede con G. no es amor. Mi alegría se manifestó porque me desnudé rápidamente para introducirme en la cama sola con el cuerpo gozoso. Lo peor fueron los sueños. Te vuelvo a ver en la habitación 315. Esta dicotomía que en la vigilia me enloquece. Mi cuerpo escindido de mi alma. Ya anochece. El domingo ha pasado por fin. Enciendo la televisión y un locutor con aspecto de intelectual nos anuncia una velada previsible. ¿Quién ama a un locutor? Vuelve a sonar el teléfono. Qué extraño. Mi extrañamiento es real porque no hago caso de las señales acústicas y miro fijamente el televisor. Descuelgo. Me dicen que mañana no tengo que dar la clase y que prepare una presentación de un libro para la tarde. Pregunto qué libro es. Me dicen que lo recibiré a primera hora del lunes. Mejor. Descansar de paisajes cotidianos. ~ Ahora me traga el televisor. Siempre hay algo que me traga, pero no me atrapa. Ni siquier a los dedos de G. Ni siquiera el sueño de una casa. Debí meter la pata hace unos días, cuando después de la comida con G. le dije que estaba harta de esperar. ¿O no le dije eso? Vete a saber lo que se dice cuando has tomado unas copas de más. Si has tomado esas copas precisamente porque esperas a alguien para que te dé lo que necesitas, porque lo que necesitas piensas que alguien te lo puede dar. Es un equívoco. Qué difícil acertar. Por ejemplo: no beber, no soñar, no inventar, no investigar, no prever, no falsear, no decir. Decir es un peligro. Mi analista me diría que estoy en un lugar peligroso, que mi inconsciente me traiciona. Los enigmas ya están
consensuados para que no se adivinen. Me dijo ¿qué esperas? Me quedé muda. Una espera otra vez nacer. Pero ¿cómo dices eso? ~ G. siempre me amenaza con quedarse. Apareció hace unos meses en un bar. No tengo ganas de recordarlo. Terminé hablando demasiado, como si por alguna razón yo tuviese la necesidad de desprenderme de fragmentos de mi vida relatándoselos a una persona que no conocía. Era la necesidad de hacer inteligible el discurso que llevaba dentro. Me comprendió y quiso saber más. Sus ojos muy abiertos me escuchaban. ~ Escribo en un posavasos «En marzo no hay días». He bajado el volumen del televisor y veo al presentador involucrado en un programa estúpido. Miro la frase que acabo de escribir. Comienzo una carta mentalmente. Se la voy a enviar a G. Quizá termine escribiéndole: «No debiste». Ese comienzo no me gusta. ¿Quién soy yo para juzgar? ¿para aconsejar? No debió de amarme nunca. Yo estoy rota. Lo saben los semáforos y los ojos de los ancianos. Lo saben los peldaños de las escaleras y los libros abiertos. En marzo no hay días y tú no debes amarme así. Ahora ya no te necesito y mi herida es más pequeña que la tuya. No nos protegemos lo bastante. Nunca nos protegemos, aunque seamos conscientes de nuestra intemperie. Abro una botella de vino blanco y me sirvo una copa. Está muy frío. El sabor afrutado me lleva a ti otra vez. Mediante un mismo objeto, gesto y sabor, me traslado a unos instantes dichosos. Tú, G., no eres H. Tampoco yo soy la que era. Tengo unos años más. ¿O meses? Si lo contabilizo en días, ¿cuántos?, ¿mil? Yo no soy ella tampoco. Me recuerdo llena de cosas por hacer. Cualquier momento del día era un acontecimiento realmente importante siempre con la expectativa de que el tiempo pasaría para acercarme a H. Tú no eras muerte. Miro el posavasos y ahor a solo puedo ver «no hay días», el resto de la frase está oculta porque he apoyado la copa. ~ Me levanto encorvada como si ya fuese anciana. Veo mi sombra proyectarse
en la pared. Voy hacia la cocina. Estoy ajustando la tapa de una olla a presión. El reloj de la pared suena muy alto, me aturde el sonido del paso del tiempo. Mis manos están llenas de pecas y las veo bastante arr ugadas. Destaca en la piel el recorrido sinuoso de unas venillas azules. También sobresalen protuberantes arterias. No tengo anillos. Mis uñas están bien recortadas y muy limpias. De pronto me veo reflejada en la tapa de la olla. No es posible que esa sea yo. Siento una paz interior penetrante. Me llega hasta aquí, hasta esta habitación donde existe una mujer junto a un televisor encendido. No sé si estoy sola, me da lo mismo. La complacencia llega de un lugar que todavía ignoro. Es una sensación que aún no he estrenado. Es como si ya no me quedaran cosas importantes por hacer. ~ ¿Y qué me queda ahora por hacer? No tengo sueño. Colocar sobre los pensamientos conclusiones y sobre las conclusiones dudas. De tantos pensamientos emergen también preguntas. Apago el televisor. Los ejercicios de la memoria reconstruyen el tiempo. Enciendo un cigarrillo, el primero del instante. Quisiera que cupiese en un gesto soez la palabrería que se me escapa simbolizada en actos de desamor. Me dices, G., que no entiendes mi entrega en la cama y mi desvinculación sentimental. Yo no tengo más que respuestas que quizás no comprendas. Mi cuerpo está escindido de mi emotividad, lo han practicado muchos hombr es durante siglo s y nadie les ha preguntado por qué. Identificación emotiva, eso es lo que más me importa. Te he dicho que lo quiero todo cuando estoy en la cama, y recorro con los ojos el paisaje de tu dormitorio desordenado y sórdido. También te miro a ti mientras observo tus titubeos. No entiendes cómo. No sabes por qué. No sabemos y nos entregamos. Vas a venir esta noche. Me has llamado. Me has dicho que quieres venir, que necesitas venir, que quieres hablar conmigo, que quieres estrenar una botella de vino conmigo, que me odiarías pero que no puedes odiarme. Es agradable que un domingo por la noche venga alguien. También venía ella. Las noches. Siempre llega alguien. ~ Miro a través de la ventana y ya todo está oscuro. Veo también las ventanas de los edificios próximos. Algunas están sin luz, otras desprenden una calidez que me atrapa. Me gustaría saltar desde aquí hasta esas ventanas y entrar en el
hogar de uno de esos seres felices. La mesa puesta, la televisión encendida, una madre que desde la cocina pregunta si falta algo en esa mesa, un padre que hace callar al niño pequeño, una hermana que suena con su primer amor. Yo me uno a ellos y participo de la cena. La sopa es excelente y sienta bien en invierno. Rodeada de esta familia a la que no he visto nunca pienso en ti. Hay una fotografía familiar sobre la televisión, debe tener unos treinta años. La oven que sonríe es la mujer que ahora nos prepara la cena. A su lado hay alguien que tiene tus ojos, tu mirada, tu boca. Tu manera de besarme aquellas noches me estalla en la cabeza y miro a mi alrededor. No sé dónde estoy. Quiero una copa de vino pero no veo la botella. El hombre sube el volumen de la televisión y llaman a la puerta. Yo me quiero ir pero me he convertido en un miembro de esa familia. Me quiero ir porque he estado toda la tarde metida en el armario y he roto la barra de las perchas. Se han caído los abrigos y las chaquetas sobre mí. Me he ido corr iendo del interior del armario y todavía no se han dado cuenta de la catástrofe. Me quiero ir porque te has revelado tal como eras. Ahora te veo más cerca. Aparto la vista de la ventana del edificio de enfrente y eres como si fueses yo, pero llaman a la puerta. —Soy yo. —Pasa. —El cielo estaba destrozando las nubes por que se hinchaba y no quería llover. No sabes cuánto hemos tardado en llegar por culpa del cielo. —¿Te vas a quedar un tiempo? —Siempr e es impr eciso . Cuento el tiempo desordenadamente y no sé si hoy es mañana, pero siempre te quiero con la voluntad de quien ama para siempre. —Deja que te toque la car a, todavía no sé si eres real. —He atravesado un mar para llegar hasta aquí, también deshice mi equipaje varias veces. —Eres mentira. No eres real. Los domingos no viene a ver me nadie. —Soy yo. Pero todavía no me conoces. —¿La que me atrapa entre sus dedos y me dice que se quiere doblar ante las pasiones asegurando lo contrario? —No. —¿La que me habla de sus antiguos amores mientras enciende un cigarrillo como si yo fuese una interlocutora invisible y luego pone música para rememorar lo que sucedió cuando me mira de reojo? —No. —Creo que me he dormido. Tú no eres real.
—Déjame entrar. ~ Esa persona entra a mi casa. Se abre paso con un maletín en la mano. Llega hasta la sala y se sienta sobre una silla. Saca de su maleta un par de libros cuyos títulos y autores desconozco, parecen extranjeros, rusos o polacos, no lo sé. Luego me mira. Tiene los ojos verdes. Me mira y yo le miro. Pasan varios minutos, o días, o años. No lo sé. Me doy cuenta de que es muy tarde pero como no tengo que dar la clase me tranquilizo. Sigo mir ándola. —¿Cómo te llamas? —le pregunto— Tú no eres G. —Deberías saber lo por que cuando se producen encuentros así nos reconocemos. —¿Te soñé en otra vida? —Salgo de un autocar. He recorrido muchos kilómetros. No ha parado ni una sola vez. No había bocadillos ni tabaco. No he podido leer porque íbamos a una velocidad vertiginosa. Era de noche y yo veía tu rostro reflejado en la ventanilla. Mi impaciencia me trasladó aquí. —Prefer iría que te acer cases a mi lado. ¿No escuchas un avió n? —Sí. Déjame un lug ar aquí. Se instala en mi cama. Yo la acompaño y me echo junto a ella. Nos ponemos un pijama a rayas y ella saca el libro ruso o polaco. Cuando abre la primera página yo miro sus labios y me sobrecojo. Pero vuelvo a estar sola. ¿Qué sucedió? Debí quedarme dormida. La televisión y esa luz que proyecta, qué desagradable. La apago. Es tarde. Muy tarde. ~ G. ha dejado un mensaje en el contestador. Quiere verme mañana mismo, esta noche no puede venir. Me voy a la cama y miro la esquina donde unos minutos antes la mujer del sueño se había incor porado a mi lado. Si la viese por la calle la r econocería. Recuerdo el poema de Baudelaire.
Ailleurs, bien loin d'ici ! Trop tard ! Jamais peut-être ! Car j'ignore où tu fuis, tu ne sais où je vais, Ô toi que j'eusse aimée, ô toi qui le savais !
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Recuerdo ciudades donde no estuve nunca. Ahora estoy en la vieja casa del mar. Qué alegría siento al mirar tras los
ventanales. No veo a nadie a mi lado. Probablemente estoy sola y si hay alguien no advierto su presencia. El espejo ovalado dibuja mi rictus. Soy otra. Ahora la edad que tengo es indefinida. Estoy excitada porque ando de un lado para otro como si esperase algo. ¿Una carta? Veo un ordenador portátil sobre una mesa. No es mío. Estoy seg ura de que no es mío . Lo conecto y me voy a un archivo que se llama Miamor.doc. Está amaneciendo. Probablemente yo soy la autora del relato. Me da miedo leerlo. Escucho las gaviotas. La sensación de espera es agr adable. Me preparo un zumo de naranja y abro el documento: Los domingos no llama nadie por teléfono. Me levanto y miro el interior de la habitación. La pared del fondo me traga con un vacío absoluto. La marca de un retrato que durante mucho tiempo estuvo all í me insinúa presencias que jamás existieron. Me preparo una taza de café y abro el balcón. Me gusta recibir el sol directamente sobre mi cuerpo. Es una de las sensaciones que todavía me hacen dichosa. La calle se traga l os coches que bajan y desaparecen al fondo. Hace unos días me imaginé dentro de uno de esos automóviles tratando de llegar puntual a una cita. El encuentro era con H. Yo tenía dos años menos. Fue curioso. Llegué a esa ciudad lejana en menos de una hora. Me esperabas en la cafetería de un hotel céntrico mirando la hora. Yo todavía no me había cortado el pelo. «Tengo prisa», me dijiste. Tengo prisa. Siempre creí que me invadías demasiado. No sé por qué estoy aquí. Hemos habitado dos casas durante más de trescientas noches. Varias ciudades y libros. Mírame a los ojos, te dije. Mírame a los ojos. Pero tenías tanto miedo.
Amanece. Mi cuerpo está invadido de rayos de sol. Desconecto el ordenador y me quedo pensativa. El relato no está terminado. De alguna manera eso exige que me lo invente, pero soy demasiado perezosa para inventar finales. Me levanto y me pongo el bañador. Salgo a la playa para adentrarme en el mar. Nado y nado. Soy dichosa. Lo noto porque cada vez que levanto un brazo para avanzar, un instante de mi vida queda fijado para siempre a la memoria. ¿Hablo de una persona? ¿Me estoy refiriendo a alguien? Es azul todo. Hasta el cielo es azul. ~ Hoy es lunes. Todos los vecinos trabajan y el edificio se ha quedado casi vacío. Puede que la anciana del tercero está ensimismada mirando la televisión u ojeando un libro. Libros. Yo tenía que presentar uno hoy pero no me lo han enviado todavía. Cuando cumplí cuarenta y dos años me regalaron un libro: La metafísica y el cuerpo. Trataba sobre ese tema tan extraño. Me lo regaló G. Sigue empeñada en conquistar ese amor que no puedo darle. No quiero acordarme de ella ahora. Es demasiado temprano. Hoy me llamará. Me siento sola. Abro otra vez la puerta de la terraza y salgo desnuda justamente porque creo que lloverá. El impacto del frío en mi cuerpo me despierta. ¿Dónde
estarás ahora, H.? Ayer entraste en mi cuarto, yo lo vi. Te sentí y te he soñado. También te he visto en la habitación 315. ¿Quién eres? Deseo de perfección, de un lleno absoluto. Estuviste conmigo varios años. Me descalzo pensando en tu nuca. Estás en el pasado y en el porvenir. No, ahora no. Ahora siento un poco de cansancio de tanto salir y entrar entre escenas donde la realidad es lo de menos. Primero ser fuerte para destruir toda la maleza, para poder con ella, para despejar el paisaje. Después ser lúcida para levantar la piedra que no se ve. Me apetece un trago. Beber por las mañanas es estimulante. No cada mañana. No cada día. Lo que se repite cada día cansa. Eso lo aprendí de ti. Gestos nuevos para la mirada cansada de observar la misma calle. Plenitud en la duda y en la improvisación, en lo que no es deliberado y cae. Todo cae. Ahor a comienzan a caer gotas de lluvia sobre mí. Celebro mi cuerpo. Celebro mi sueño y celebro la manera de estar sola contigo. Ahora vuelvo a verte. Llueve con más fuerza. Se empeña el cielo en chorrear. Sigues con el pelo corto y te toco cada una de las arrugas de tu cara suave. No son muchas pero has envejecido. ¿Cuánto? No lo puedo saber. Me excita tu belleza antigua. Me excita la decrepitud de tu cuerpo. El paso del tiempo me excita. No estás lejos de mí aunque te hayas ido. Sé que me piensas porque ha caído una hoja de árbol en la terr aza. Es una señal. Me gustaría atravesar el armar io y salir a otro lugar. Pero me quedo esperando que suene el teléfono. ~ Estamos en la casa frente al mar. Yo ya me he bañado y tú apareces inquieta, con un dolor de cabeza muy grande. —He bebido —me dices—. He bebido por tu culpa. ¿Culpa? Me coges fuerte, me aprietas. El mar se balancea. Me pides hondura en el sentimiento y me deshago en tu boca. No existe otra manera de darlo. ¿Metáforas? No. Comerte entera. Te estoy comiendo. Comiendo con las manos, luego los brazos. Después quiero comerme tus senos y te vas. Te vas para servirte otra copa. Quiero que me expliques, que me digas, pero no te salen palabras, solo un fulgor en la mirada que se apacigua hasta que llego a desear comerme también tus ojos. Me dices: —Tengo todavía el recuer do de o tro gr an amor, per o me doy cuenta de que no era tan gr ande. ¿Cómo conseguir entenderlo ? Mientras pensaba que aquella sensación era lo enorme, al rato me quedaba sin verdades. —Piensa en los instantes fugaces, en los momentos en los que cuando se
parte en dos lo que has sentido surge un centro que lo ocupa todo, una especie de absoluto del que no eres consciente. —Pensar en unas pier nas dobladas, en alguien que te g rita y que te echa de casa. Pensar en un aroma concreto. Pensar en la música. ¿Cómo se recomponen las notas? —Debes pensar que de todo fue la mitad o quizás ni eso. —Pienso que rechazo aquel ar oma concreto. —Bebe. ~ Estás doblada, como si te doliese el vientre. Te acerco un cojín y te toco la espalda. Tienes unos cincuenta años. Cada surco de tu cara es una excusa para detenerme en ti. Pienso en la desolación, en la amar gura, en cuerpos cer rados por falta de estímulos. En mentes que se desengañan de tanto imaginar montañas. Pienso en avenidas y en hoteles y caigo a tu lado. Mereces que te diga que el tiempo no existe. Pero me temo que ya lo sabes. —Hace tanto tiempo que te conozco que no sé dónde ubicar te. ~ Me tomo una copa de coñac. Es como si hubiese cerrado un álbum de fotos. Decido que no voy a salir de casa y desconecto el teléfono. Decido que voy a estar todo el día navegando entre lo que se sabe y lo que no se ignora. Comienza a llover con muchísima fuerza. Un rayo inunda la habitación de su luz. Me quedo en mi casa. Vuelvo a mirar hacia la calle. Los coches suenan. La gente que hay dentro de los coches tiene prisa. Va hacia algún lado. Sentirse perdida cuando vas a un lugar es hermoso. Capturo un fragmento de tiempo en el que no sé lo que hacía pero puedo comprender perfectamente las sensaciones que tenía. Era una escalera. La percepció n de escaleras. De muchas escaleras. ~ Llega G. demasiado temprano. La recibo vestida. Su rostro no me evoca nada. Me pide explicaciones. Me pide deseo. Me habla de su familia, de su trabajo, de las estaciones de metro. Bordea lo que quiere decir porque no sabe decirlo. Me quito la r opa. Se la quita. Son las once de la mañana. —¿Por qué me miras así? ¿Qué piensas?
—Algo muy fuer te. —¿Que me quieres matar? —No, no es eso. —¿Qué? Dímelo. —Es que me da ver güenza. —Dímelo. —Que tú eres la per sona. No me quiere matar. No soy la persona. ¿No ha entendido que el amor se lo come todo? Quiero que se vaya. Se ha subido sobre mí y ha estado tocando hasta el fondo de una superficie que siempre conservo ilesa. He sentido un gran placer pero no he podido unirme a sus labios. Mientras lo sentía se disparaba una música que nadie oía. Salía de mi alma, no de mi cuerpo y me desintegré en el instante. Tanto desmembr amiento. ~ Veo tus ojos. Aunque mire los ojos de G. solo puedo ver los tuyos. ¿Dónde estás? Te anuncias en todos los signos y no apareces. Es el fragor de mi alma perdida. Siento el destello de un desamor sobre otro. Escaleras. Peldaños. Zapatos que suben y bajan. G. no se va. Fuma mucho. Me habla a borbotones sin decirme nada. Me canso porque el exceso de coñac anuncia una dejadez absoluta. Me dejo llevar de un silencio interior que solo yo conozco, ni siquiera te lo puedo transmitir a ti. Quedamos en llamarnos la semana que viene. Me ducho frotándome con la crin. Quiero que se vaya su olor de mi cuerpo. Lo que deseaba era efímero y se ha cumplido. Mientras me ducho te veo en otra ducha. También estás con otra persona. Es una mujer más joven que tú. Tiene un cuerpo atlético y te acaricia mientras te extiende con una mano abón por toda tu silueta. ¿Dónde estás? Has hecho el amor y te han reñido porque no ofreciste tu vida a cambio. Estamos iguales. ~ Todo aquello que te preguntas merodea alrededor de un sentimiento. Los celos. Puedes hacer lo que quieras, o hurgar en el pasado cuanto gustes, porque éste ya no volverá. El presente es tuyo. Puedes hacer lo que desees de verdad. Yo también puedo. Qué delicadeza poderlo hacer. Qué secreto más sabio. Celos no se pluraliza: es celo. Es cuidado, diligencia, o el esmero que pone alguien en hacer algo. No me sirve la definición. Recelo de alguien, de
que cualquier afecto o bien que disfrute o pretenda llegue a ser alcanzado por otro. Esto se acerca más. Pero solo es una definición. Es el alma lo que impor ta y te lo dije hace años. Te dije: —¿Sabes que ya no me importan los cuerpos? —No te entiendo. —Sí. Lo que deseo es un alma. Idea trasnochada. Desechable. ¿Qué es un alma? El fondo de un pozo y su superficie. El resto del recorrido no importa. Un alma a estas horas, con tanto coñac encima. Un alma que me llame por teléfono. Qué risa. ~ G. se ha ido. Me alegro. Me siento limpia y con la satisfacción de haber gozado de un cuerpo. No se escucha nada. Solo esta tormenta cuyo sonido me sorprende de vez en cuando. Veo resplandores donde no los hay. Surge lo de antaño. Debo pensar. Si el sentimiento me traspasa estaré perdida. Otra vez esa escena. El restaurante. Somos tres. ¿Quién es la tercera? Nos implica en algo. Me miras como cuando me amabas. Somos cómplices pero algo nos separa. La complicidad denota un alejamiento que nos hace vulnerables. Pedimos más vino. ¿Quién es? No la veo. Tú y yo sí nos vemos. Pasa la escena y sigue lloviendo. Me encuentro en una soledad absoluta y me recreo. Debería pensar otra vez en comer algo. Prefiero dejarme llevar de esta sensación tan placentera equivalente al justo tiempo que pasa. Ahora no me gustaría integrarme a la familia de la ventana de enfrente. Ni siquiera a mi pasado ni a mi futuro. Me quiero quedar aquí, donde estoy ahora. Sola. Que pasen los años en este estado. Entre la casa del mar y la casa que tuvimos o tendremos. O la que nunca pudo construirse. Navegar entre tantos tiempos es distinto. Me pone túnicas contra el desnudo. ~ Sigue lloviendo. G. se ha dejado el paraguas. Se habrá metido en el coche sin pensar en ello. Me envuelve cierta ternura hacia ella. De pronto me siento culpable. No quiero crear vínculos entre las dos. Ella lo sabe. Sabe que aunque no sea su deseo acepta porque le gusta aventurarse. Estoy segura de que le atrae la inestabilidad, la sensación de fugacidad, el placer sin artimañas emotivas. Hay días en los que a mí eso no me gusta. Hoy por ejemplo. Me huelo la piel y el olor que desprendo es agradable. Jabón y poros que hace
poco ardían sin quemar. Me voy a la habitación 315. También jabón y poros que ardían estallando en cada esquina. ~ La primera vez que nos vimos tú tendrías unos treinta y cinco. Nos citamos después del primer encuentro en una de las ciudades que más odiabas entonces. B. significaba para ti el regreso a un lugar que te hizo desdichada, no infeliz. Eras feliz, me dijiste. Me dijiste: «Fui feliz pero muy desdichada.» —¿Cómo es ese sentimiento? —Se transmite a través de lo que sientes y de lo que ves, como si una dicotomía profunda abriese un abismo entre la que eres y tu pro pia coraza. —Entonces ser desdichada es como ser feliz con tristeza. —No, con pena. —¿Por qué? —Por que sabes que no has llegado a tu lugar. ~ En la cafetería del hotel nos encontramos con varias colegas. Tú tomabas té a las doce de la noche. Tenías un aro en el dedo anular de la mano derecha. Tu alianza. Bebías té y me mirabas a los ojos. Las cuatro o cinco congresistas se debatían en una discusión que ahora no recuerdo. Todo me parecía vulgar ante tus gestos. Me llamé perfeccionista. Me dije que mi punto de vista estético predominada sobre los cuestionamientos teóricos de aquella discusión. Sacudí la ceniza que había caído de mi cigarrillo. Me dije que mi punto de vista ético consistía en aclarar aquella situación. Alguien dijo que la poesía no está al servicio de la literatura o algo así. Nos volvimos a encontrar. Yo bebía ginebra. Utilizaba el alcohol como un elemento liberador. La copa en la mano. Tu alianza en tu dedo. Las bocas de aquellas mujeres hablando. Tu boca. No sé qué hice después. La siguiente escena fue en la cama. ~ Me asomo otra vez al balcón. Llueve menos. Miro hacia el cielo y respiro hondo. No pienso en nadie. Me apetece fumar. Recuerdo el poema de Pessoa: Pasado mañana, sí, solo pasado mañana... Me pondré mañana a pensar en pasado mañana, Y así será posible, pero hoy no...
No, hoy nada; hoy no puedo, la persistencia confusa de mi subjetividad objetiva, el sueño de mi vida real, intercalado el cansancio anticipado e infinito un cansancio de mundos para tomar un tranvía... esta especie de alma...
Saco del armario unos pantalones negros y se cae una chaqueta de la percha. De la chaqueta penden varios años de vida. Se cierne sobre el suelo como una sombra que chilla. La recojo y la vuelvo a colocar en su sitio. Los fantasmas de la realidad no son como los de los sueños. Me invade la idea de fumar. Pienso que debería cortarme el pelo mientras me lo recojo para bajar al estanco. Se me cae la vida mientras me cepillo los dientes. No tenía otro cepillo para ti. Yo creo que no importaba. Con G. siempre importa, aunque toleró durante un tiempo que no importase. ~ Abrí la nevera y saqué un par de cervezas sin preguntarte si te apetecía. Me dijiste que querías otra cosa. Te acercaste a un borde de la cama y me atrajiste contra ti. Fue eternamente lento. La sensación se me quiebra dentro y las astillas me producen dolor. Me pongo una camiseta con rapidez y bajo la escalera casi saltando, como si me echasen de mi casa un tropel de brazos que tienen los dedos como los tuyos. Y en cada dedo aquella alianza. La estanquera está alegre. Me da envidia la estanquera. Tiene una peca en la frente y una verruga en la barbilla de la que nacen dos pelillos que no acaban de situarse en su lugar. La estanquera vive en el estanco. La parte de arriba del local es un piso con tres hijas y está separada. Una de las hijas es deficiente mental y la otra tiene varios novios. La estanquera está un poco calva pero se tiñe el pelo. Me gusta estar en el estanco. Hablamos de la vida, de películas, de nadadoras famosas, del tráfico, de la velocidad, de paisajes verdes y de lo malo que es fumar. Me imagino que soy su hermana y que la visito cada vez que me necesita. Su estanco es como un pequeño hogar porque huele a lentejas o a sopa, también a sábanas y a ropa tendida. Yo me sitúo detrás del mostrador y le miro los o jos diminutos. Siento ternura y un gran deseo de fumar. ~ Regreso a mi casa poseída por el deseo de volver a encerrarme. Aunque todas las ventanas estén abiertas, son solo aberturas. Las personas con las que
me cruzo me parecen feas, derrotadas, ensimismadas en un sentimiento fatalista que no acabo de comprender. Cuando G. me mira o me habla no parece verdadero. Veo a esas personas y recuerdo a G. Qué asociaciones más caprichosas. Todo les parece perfecto a quienes no exteriorizan sus sentimientos. Tienen una hora para cenar, otra para tomarse una copa, otra para preparar su trabajo. Cuando sucede lo contrario. Cuando no tenías planeado salir y deambulas, cuando cancelas una cita, cuando se te ocurre trabajar a horas intempestivas, todo es imprevisible. Me pregunto si es más seguro lo imprevisible. No lo sé. Miro el buzón. Nada interesante. Dejo la correspondencia sobre la televisión. Me hago un hueco en el sofá y me tiendo. Miro la bombilla y pienso otra vez que debería parapetarla. Ahora no me molesta porque la luz de la sala es natural, proviene del exterio r. ¿Dónde estaré dentro de diez años? Cierr o lo s ojo s y veo a una mujer que ya reconozco: el pelo corto y más delgada. Los mismos dedos, la misma tráquea, las mismas piernas, los mismos ojos. La mirada no parece la misma. Está leyendo y junto a una taza de café descansa un libro. ¿Quién lo escribió? ¿Qué libro es? No puedo verlo. Ni siquiera intuirlo. Está pensativa y recuerda un sofá como el de mi casa. Recuerda a una mujer estirada sobre el sofá, con el pelo más largo, los ojos cerrados. Recuerda también a otra mujer. Eres tú. Quiero poseerte en todos los tiempos pero me sucede algo curioso. No te sucede a ti ni a mí, sino a las dos que yo soy. Tú me llamaste por teléfono después de haber estado toda la noche en la habitación 315. Dos días después lo volviste a hacer desde otra ciudad. ~ —Te echo de menos. —Yo también. Necesito verte. No sé qué me sucedió . Entró en juego un resorte que tenía reprimido. No se trataba de tocarte ni de besarte sino de la proximidad con tu piel. Eras un espacio inabarcable con la mirada. Solo eras posible hacia adentro. —Todavía no he olvidado a U. Soy muy fetichista. Pero noto su desplazamiento, su ida a otro lugar, lejos de mi alma. No la he olvidado porque pasé con ella cinco años. No fueron cinco años seguidos. —¿Me vas a explicar algo que solo te pertenece a ti? —No. Solo quier o decir te que no la he olvidado pero que la estoy olvidando. —¿Olvidar? Nada se olvida.
—Bueno, la tengo menos presente. —¿Y cómo te sientes? —Como si r enacier a, pero todavía me caigo de lado algunas veces. Pensé en un lápiz pequeño con el que yo subrayaba los párrafos que me interesaban de los libros, y en los versos de algunos poemas. Aquella mañana no encontraba el lápiz. Lo había estado buscando debajo de la cama, en la mesita de noche, en la estantería de la habitación, en la mesa de la cocina y entre los vasos. Pero no aparecía. Me fui al poema de Adrienne Rich y leí lo que subrayé unas horas antes de conocerte: Ciudad de imprevistos, tu mapa es real es la maraña de todas nuestras líneas de la vida. El instante en que un sentimiento penetra el cuerpo es político. Esta caricia es política. Sueño a veces que flotamos en el ag ua
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tomados de la mono... y nos hundimos sin terror.
Pensé en los cuerpos que se diluyen en otros cuerpos y en la pasión que se transforma en nada. En los sentimientos que nos penetran sin que advirtamos la hora, solo el instante. En los instantes que esa pasión reaparece junto a otro cuerpo. Y me imaginé un cuerpo sin alma. Pero no era posible porque me tragaba una corr iente de sensaciones que impedían recor dar r ostro alguno. Sin embargo, en algún lugar estaba tu cara, en alguna parte debía estar tu alma. Me sacudió un temblor entre las piernas que se subió hasta el pecho y allí me hundieron una lanza de fuego. Un sentimiento político porque yo había elegido y lo hice desde el lado más r esbaladizo, desde el agujero donde todo se divisa por que ya se sabe. Y vi como se diluía aquella mujer de la que me hablaste. Yo también estaba desconfigurada. Todo era neblina. El lápiz apareció debajo del sofá. Lo tomé entre los dedos y me lo puse en la boca para evocar un beso muy hondo. ¿A quién? ~ Me reincorporé y fui a la estantería, quería leer algo que me hiciera olvidar el vaivén al que me sometía la memoria. Ningún libro era lo suficientemente atractivo. Había dejado de llo ver y se escuchaban los cantos de los pájaros. Las gotas de lluvia acumuladas caían por las paredes de los edificios. Los coches estaban húmedos. La calle mojada. Sentí sed y me bebí dos vasos de agua. Paseé por la casa con los brazos cruzados como si buscase algo, como si
esperase de un momento a otro un acontecimiento imprevisible. La lanza de fuego estaba ahora en mi estómago. Sentía el ardor de los días que no se terminan nunca porque son prolongaciones de otros días. El tiempo era circular y me asediaba en cada uno de los rincones de mi casa. Me fui a la cocina y abrí la nevera. Saqué una botella de vino blanco. El sabor afrutado del vino me alivió el escozor que me produjo la idea de la lanza de fuego. Sentí entonces una señal de agua, una invasión de líquido en mi alma mientras miraba un calendario de sobremesa. ¿Esto es estar sola? Me vi otra vez en una situación parecida. Yo vivía en otra ciudad. Aún no te había conocido. Me veo bebiendo en un bar. No puedo r epro ducir la escena exactamente. ~ ¿Acaso sea la traición una manera de actuar basada en el despecho? En realidad no existe traición sino un ejercicio distinto de la libertad. Una escisión entre un pacto no verbal hecho entre dos. Nadie jura nada nunca. Solo durante un instante creemos poseer a otra persona concediéndole a ese momento la categoría de eterno. Pero todo es vulnerable. Sin embargo siempre queda el reguero de la duda que otorga la seguridad en sí misma. O al contrario, no lo sé. ¿Me das otra cerveza? Fría no, mejor dámela natural. La traición es un fantasma que aparece por primera vez en nuestra formación sentimental. Está buena la cerveza. Me gusta esa mujer que se mueve en la esquina de la barra. Parece dichosa. ¿Traiciono a alguien mirándola? Sigo pensando que todo es vulnerable. Ahor a me apetece mirar. No solo mirarla. Sino mir ar los anaqueles llenos de bebidas. La puerta que no se abre nunca. La gente que se queda y fuma. La poca firmeza de mis gestos. Creo que estoy bebiendo demasiado. La mujer del otro lado de la barra me mira. Se borra la angustia. Tiene rostro propio. Me estoy liberando. Me uno a ese rostro y no me confundo. Le pido una cerveza y creo que nos vamos a ir juntas. ~ La cama. Nací en una cama antigua. Era de mi bisabuela. No había hospitales en el pueblo donde nací. Mi madre rompió un barrote de la cama apretando para que yo saliera. Mi padre no estuvo presente porque le daba miedo. Mi padre entró cuando ya me habían cortado el cordón umbilical. Me dio un beso y yo lloraba. Mi madre me apretaba con todo el cuerpo. Sentía su calor. Sentía su dolor y su felicidad. Mi padre me dio más besos. Luego me envolvieron en
un cuerpo extraño que no era la piel de mi madre. Recuerdo mi nacimiento como si me desgajaran todavía. Yo quería no saber nada. Gritaba de llanto. No veía nada. Solo sentía. Eso es lo que se recuerda siempre. El sentimiento, cuando penetra en el cuerpo, acaba por configurar tu personalidad. ~ Mírame a la cara —le dije a la extraña—. Mírame a la cara. Mírame a los ojos. Le dije a la extraña. Mírame a los ojos. Todo el sexo era todo el sexo. Ni más ni menos. Qué agr adable. Sentí la traición co mo una especie de consuelo. Sentí que el sentimiento de la traición ya estaba vencido. El cuerpo con el que compartía aquel momento estaba aislado de mi sentimiento. Me apretaba muy fuerte contra su corazón y tan unidas estábamos que me veía en tu ciudad. Viajaba mientras la extraña me decía palabr as que no r ecuerdo. Yo tenía el don de aparecer en tu silla y de ubicarme en tu bañera. El paisaje verde de tu país fue visitado por mi mente curiosa y me salían al encuentro palabras que nunca me dijiste. Tener que imaginarlo todo es un esfuerzo que rompe el cor azón. Tu mudez se representa en el viaje que he organizado entre los brazos de esta extraña. Y sin embargo siento que te estoy traicionando porque la herida es demasiado profunda todavía. Mi cuerpo no puede saber de otros con entera libertad porque tu alma habita en mis intersticios. La extraña me besa y la aparto porque acabo sintiendo repulsión. Todo menos un beso con ella. Párrafos de la memoria de ayer se caen rodando al lado de la cama y mis discursos son parecidos a mis sueños. Pero esta vez no voy a estar contigo ni un minuto más. Puedo controlar este viaje sin necesidad de partirme en dos. Mi llanto es secreto y se nutre de misterio. Releo la carta que nunca te envié. ¿A quién amo en realidad? No te conozco. Me doy cuenta de que no te conozco. Te quiero hermosa. Te quiero libre. No quiero verte abatida por cuestiones que podrías dominar. Me llega el reflejo de tus titubeos y sufro en la misma proporción en la que te amo. Sigo sin saber nada de ti. No llamas. Te quedas callada. También necesito tu fortaleza. Ya no me apetece tu cama. Es como si alguien hubiese robado el cofre de un lugar sagrado. No quiero a una persona tan atormentada. Llena de sentimientos opuestos. Me da miedo incluso esta carta. Hasta tacho frases. No te llamo. No te veo. Me interno entre los cortinajes. Tengo miedo. ~
Ahor a recuerdo a G. Siempre recuerdo a G. También recuerdo a aquella mujer del bar. Recuerdo la casa en el mar, pero sobre todo, te recuerdo a ti, mi amor. Mi amor. ¿Cómo taladrar ese sentimiento? Ahora no puedo. Estás lejos y próxima a la vez. La extraña me dio placer porque respondía a mi necesidad. Mi necesidad duró un par de horas. Mi deseo todavía sigue intacto. Se fue pronto. No podría recordar su cara, solo su perfil, y no es más que el perfil imaginado. Con cuántos fantasmas hacemos el amor. Yo todavía no te conocía. Pero ¿te conozco? ¿Te conozco ahora? Lo vivo como un sentimiento desconocido aunque nos hayan pasado tantas cosas. ~ Decididamente me levanto. Conecto el teléfono otra vez. Son las cinco de la tarde. Debería llamar a un lampista. Se me ha ocurrido poner una ducha en la terraza para bañarme desnuda al amanecer. ¿Dónde estarás? ¿En qué lugar estoy yo? Trenes. Autocares. Aviones. Casas. Tiempo. Todo fragmentado en secuencias que se mueven con la misma intensidad y sin embargo parecen repetitivas. Nos citamos después de un mes de haber estado en la habitación 315. Venías vestida de negr o. Me voy a volver loca. Ojalá suene el teléfono. ~ —Ya no tengo regueros de recuer dos. —¿No? Te imag ino en Oporto. — Imagíname aquí. —No puedo. —Estoy. —Sí, pero no puedo imag inar te. —Bueno, so y varias. —No, eso no, er es tú. —No te equivoques. Vengo limpia de rastros inmóviles. —Te deseo. No me traiciones. —Ven. —Es circular. —Es redondo. —No quier o llevar el peso . —No, yo lo reparto contigo . —No te vayas o tra vez por favor, no me dejes sola. Hurgar en la herida cada vez es más duro y tu compañía me alivia.
—Imagíname en Oporto. Estamos en la estación y vamos a tomar un tren. ¿Recuerdas? Nos sentamos una frente a la otra y nos amábamos con las miradas. —Los trenes sostienen tu cuerpo en varias dir ecciones. ~ Anochece. Las estrellas no se ven. Mi casa se ha iluminado de bombillas no parapetadas por lámparas. He abierto las ventanas. Mi casa es mi cuerpo. Llegaste a mi casa después de un tiempo. Te tomé entre mis brazos y no recordé nada. La traición. ¿Qué era la traición? Yo me había vestido con una túnica. Tenía el pelo corto y había envejecido. Lloré cuando llamaste y no recuerdo nada. El sofá lo invoca. Invoca lo que tiene que llegar. Llegaste como una avenida repleta de escaparates y de coches. Cuánto entretenimiento. Tú también habías adquirido una nueva presencia. Tenías los dedos más delgados y todo el cabello eran canas. Me trajiste seis libros y una botella de vino. ~ —¿De dónde vienes? —te dije. —Vengo de lo que tiene po rvenir. Vengo para estar contigo un tiempo. A veces presiento que tu estancia quedaría quebrada por la cotidianidad, por eso prefiero imaginarte intempestiva y fortuita. Dijiste que ibas a estar conmigo una semana y que después te marcharías porque no te gustaba estar en un mismo lugar mucho tiempo. Te dije que sí y abrimos la botella. No puedo ver qué sucedió después. No puedo verlo aunque intente ser objetiva con mis fantasías. Pero te veo. Te veo delgada y leve, tal como te encontré bastantes años antes. ~ Mi sentimiento es una autopista. Estoy en un autocar frente a la ventanilla delantera. Los semáforos y la detención del vehículo en una gran estación de servicio donde bajamos todos los pasajeros. Montañas negras rodeadas de hoteles luminosos. Más allá, las líneas paralelas de la autopista. La barra del bar está llena de bocadillos y de hombres y mujeres que levantan las manos y la voz como si no hubiesen comido ni bebido nunca. Me alejo del g riterío con una botella pequeña de vino. Me siento en la zona del parking y mientras miro las montañas negras que rodean aquella estación de servicio, espero
impaciente la hora del reencuentro. Cuando volvemos a subir todos los pasajeros cuento las siguientes estaciones que nos vamos dejando atrás. Lo veo todo desde la ventanilla. Voy a una ciudad que no es la mía. Tengo cinco años menos. ¿treinta y seis, treinta y siete? Estoy atenta a la car retera. Vamos a unos cien kilómetros por hora. Calculo los kilómetros que faltan todavía. ~ G. me llama. Tiene urgencia de verme. Le digo que su urgencia brota de un lugar común: el cuerpo. Yo prefiero seguir en el autocar yendo hacia tu ciudad. No lo entiende. Tampoco se lo explico. Me veo en la casa de la montaña. Todavía no te conozco. Me veo con cinco años menos y tú no estás. ¿Quién hay? ~ Estoy sola, paseando a lo largo de la estancia. Termino de cocinar algo especial, no sé qué es, pero parece que espero a alguien. Me veo introduciendo en el horno una fuente y después mir ándome en el espejo. Tengo el pelo lar go y una túnica negra. Descorcho una botella de vino y me acerco a la chimenea. Remuevo la leña encendida con unas tenazas de hierro y avivo las llamas con un fuelle. El fuego me ofrece compañía. Espero a alguien sin ansiedad. Con el tiempo las sensaciones puntuales no se perciben. Solo existen en el momento en que se sienten. La ansiedad no puede reconstruirse. Solo es real mientras se experimenta. Los recuerdos de la ansiedad se fracturan, se parecen a las estelas de polvo que sale de los muebles donde lo guardas todo. Escéptica me levanto del sofá y observo la noche. Los vecinos han llegado porque escucho sus pasos, el olor de sus comidas, los comentarios que se hacen, los portazos que dan cuando se introducen en su casa. Debería dor mirme para soñar, pero fumo. Estás allí y allá, pero no aquí. Marco el número de G. Le digo que venga mañana. ~ Martes. Me llaman de la universidad y digo que estoy enferma. Lo estoy. No quiero presentar libros ni asistir a reuniones. Estoy enferma. Mi enfermedad se curaría con tu presencia. Soy consciente, pero ¿dónde estás? Iré al médico y le diré: «Es la enfermedad del amor, necesito días». No es una enfermedad. Es una necesidad, ¿por qué no iba a serlo? Estoy bien. Respiro bien. Mi pulso es
nor mal. Camino despacio. No vomito. No estoy enfer ma. Estoy buscándote. La enfermedad es una anomalía or gánica pasajera o mor tal. Esto en cambio es un sentimiento que solo es posible vivir mediante la experiencia profunda de lo que perdura. Lo vivo así. Como si fuese un crecimiento y una disminución a la vez. Es una anomalía normal. ¿Qué es lo normal? ¿Mirar la televisión con quien vives y comentar los programas? ¿Decidir qué se va a cenar hoy? ¿Apuntarse a un gimnasio? ¿Hacer oposiciones? ¿Tomar una ginebra con tónica? ~ Lo normal es que amanezca y siga mirando a través de la ventana. Yo inmóvil. Tú estática. Las dos solitarias. Solitarias pero no solas. Aborrezco que alguien me hable, que alguien me interrumpa. He ido a buscar el pan y también he comprado alimentos. No sopor taba a nadie en el supermer cado. Se ro mpía mi sensibilidad, mi hilo hacia ti. No soportaba a la gente con los carritos llenos de comida artificial, con aquellos olores a perfumes diversos. No soportaba el llanto de los niños y me decía que tiene que haber niños para que el mundo continúe. Por mí se acabaría el mundo. ~ Cinco años antes. No apareces. No te recuerdo. Saco la bandeja del horno y veo un pescado envuelto en sal. Me chupo los dedos después de apartarle la sal. Es demasiado largo el instante de poner el tiempo allí, donde me imagino que ha sucedido algo que no puedo recordar. Son varios los que se sientan alrededor de una mesa. Estoy sola porque noto la sensación todavía. Hay botellas vacías y salimos a un jardín. He bebido varios vasos de vino blanco y me duele el estómago . Me enjuago la car a con un chor ro de agua fría. Alguien me toma de la cintura y yo me giro. Es G. Estamos celebrando algo porque veo velas encendidas Casi me arrastro para llegar al cuarto de baño. Alguien me sostiene. Apagamos las velas todos juntos. El cielo es negro. La gente ríe y aplaude. De pronto te veo a ti, no es posible. Voy con pereza hasta una silla y me acurruco porque tengo mucho frío. Es esta silla, la misma donde estoy sentada ahora. Mi cuerpo de martes también se hunde en su respaldo. Me toco las rodillas y siento un escalofrío. Miro hacia el fondo y te veo en una fotografía. Enciendo un cigarrillo y fumo compulsivamente. Tienes los ojos alargados, como si se te hubieran estirado de tanto estar fijos en el papel. El
amor se revela con todo su perímetro de lados discontinuos. Me pregunto qué estarás haciendo ahora y con quién. Tu última carta está escrita desde la ciudad que odias. Dices que has ahondado en el sentimiento y que encuentras dolor porque no has aprendido a amar sin tópicos. Dices que me necesitas pero que prefieres comenzar a olvidarme. Ya sé por qué estoy enferma. Descubro una enfermedad que se llena de distancia y de letras abigarradas donde se puede leer: «Paseé y me metí en el mar, nadando una ola me sacudió y no té tu cuerpo. Todo esto hace un daño terrible. El impacto de la ola me ha producido un cardenal en el brazo». También me dices que: «quieres una casa, regresar a la casa de la montaña»; «regresar a la casa de la orilla»; «leo a tus poetas preferidas. He encontrado sabiduría en el desgajamiento»; «frontales días que se diluyen solos»: «pintar una puerta»; «sentir el frío de la mañana como compañía de varias en las tardes confusas de un ven, acércate a mí, que lo hondo no es un agujero. Excava hacia arr iba. Lo hondo no hunde. De tu templo a las siete, de tu temblor, salgo festiva y mi cuerpo se dice». ~ Voy al escr itorio y ar ranco una hoja de papel de un bloc. Me enciendo otro cigarrillo. Ya recuerdo con quien estábamos en aquel restaurante. La tercera era alguien que estaba muy interesada en publicar tu obra. Te habías convertido en una escritora de cierto éxito. Habíamos estado juntas varias veces. Nuestros cuerpos tenían una fragancia especial en aquella cena porque olíamos a lo mismo. Ni siquiera el penetrante aroma de aquellos platos eclipsaba nuestras certezas. Cruzamos nuestras miradas solo dos veces por temor a ser descubiertas. La mujer aquella insistía en que te fueras con ella a otra ciudad. Te quería para ella. Es sorprendente: lo percibo ahora. Me llega como si el recuerdo hubiese estado congelado hasta este momento en el que ayudada por un cigarrillo desvelo cualquier pormenor, cualquier grieta. Grietas. El techo de la cocina tiene una muy larga. Tengo que llamar a un albañil para que lo arregle porque también se filtra humedad. Debería prepararme algo para comer pero no tengo apetito. Realmente estoy enferma. No he engañado a los de la universidad. ~ Me levanto y retiro la foto para no seguir recordando tu cara. Estás tan presente que mi imaginación es más poderosa que mis propios ojos. Me
sacude un temblor. Me recuerda la longitud de tus brazos, la seguridad de tus brazos. En la carta me dices que te vas a esa ciudad con aquella mujer, que estoy presente en todos tus actos pero que vas a explotar si me sigues amando así. Exploto yo, y de mi cabeza salen todos los segundos que he vivido. Necesito a alguien, no puedo seguir estando sola. De mi cabeza salen partículas de tu aliento que se depositan sobre la silla donde estoy sentada y dibujan la forma de un pájaro que no vuela. Agacho la cabeza y pongo mi mano sobre la sien, en la parte derecha de mi cabeza. Llaman a la puerta. Debe ser G. ~ Durante un instante pienso que no es G. y que eres tú quien sube la escalera. El corazón muestra su poder arrasando cualquier atisbo de realidad fingida. Estrujo la carta con mi mano y te abro la puerta. Estás hermosa, como si te hubiese besado alguien un instante antes. —No me voy a ir a la ciudad de B. —me dices. —Quisiera quedarme contigo. Te puedo leer un poema. —Los po emas no sir ven par a nada cuando se acer ca el instante del dolor. He venido para no quedarme. —¿Has visto a mucha gente por la calle? —Todas no eran tú. —Ven, pasa. Todo está cálido. Hasta la ventana irradia una luz que parece amarilla. —Te quier o abrazar hasta comer te, pero ¿qué haré contigo dentro ? ¿cómo podría devor arme yo? ~ Llaman insistentemente y me doy cuenta de que la realidad se impo ne. G. llega envuelta en un perfume que no me desagrada. Se adentra en mi casa en silencio. Toma asiento en mi silla y me dice que me desea. Me veo dentro de tu estómago, soy varios trozos de carne con ojos. Visito el interior de tus pulmones, paseo por tus intestinos, me agarro a tu riñón, fumo sobre tu hígado, miro con curiosidad tu corazón y me introduzco en tus venas. Llego, como un impulso de sangre caliente, al centro de tu órgano. Estoy dentro de ti. Disuelta. Masticada. Triturada. Es el máximo acercamiento. Mientras tanto las manos de G. me aprietan y yo no las rechazo. Le sugiero que es mejor que
tomemos una copa. Paso por la sala con rapidez y miro a través de la ventana. ~ Los vecinos están poniendo la mesa. La mujer mira hacia mi ventana y nos cruzamos la mirada. Me voy un rato con ellos mientras busco la botella. Estoy sentada también alrededor de la mesa. Mi padre me riñe porque llegué tarde la noche anterior y me dice que no es correcto que una mujer ande sola hasta altas horas de la madrugada. Me lo vuelve a decir y grita. La mujer se para en seco y decide no servir la comida hasta que el hombre, mi padre, se calme. Yo estoy temblando porque no sé dónde ocultarme. Pienso en el armario, y en bodegas con muchas cajas, en lugares abigarrados de objetos. Regreso con la botella de coñac y dos copas. Miro la hora. Enciendo o tro cigarr illo. ~ Tu presencia lo invade todo. Cuando digo todo quiero decir eso exactamente. Ya me he sentido dentro de ti, ahora es posible cualquier cosa. Me estás abrazando como aquella noche en la habitación 315. G. toma un trago lentamente y yo le acompaño. Me dice que me nota ausente. Yo reivindico esa ausencia. Soy una mitad que necesita escapar de o tra parte de mí. Me convierto en mi propia enemiga. Me estoy yendo de una casa corriendo, a una velocidad vertiginosa. Vuelo a través de avenidas y voy a tu odiada ciudad. Penetro en tu cama y me meto entre vosotras dos. No te dejo tranquila porque te muerdo los senos, te los chupo, mientras la otra intenta atravesar mi solidez, tú notas un espasmo porque sabes que quien está realmente allí soy yo. Te amo. La otra te toma y te besa la boca y yo me meto entre la boca de ambas como un chorro de saliva. Soy vuestra saliva. Los dedos de la otra te tocan y yo me convierto en la yema de sus dedos. Soy un espíritu que se convierte en alma. La otra te está atrapando entre sus brazos y yo me interpongo a modo de piel. Tú sientes la suya aunque sabes que es la mía y sonríes. Te guiño el ojo. Te habla pero no sabes lo que dice porque me estás mirando a mí que ya estoy convertida en sábana. Te habla la voz de quién quieres realmente escuchar y somos felices durante un instante. Somo s muy felices. ~ G. me dice que quiere ser feliz conmigo y se me cae la copa de la mano. No recordaba que estaba con G. Se me había olvidado. Comienza a besarme y noto
una boca espesa que me produce un rechazo visceral. Me aparto. Pero de pronto entras tú en mi saliva, dibujas mis labios de nuevo. Me entrego. Qué extraña manera de tenerte, de acercarme a ti. ~ Mi analista jugaría con mis proyecciones. Creo que voy a dejar de asistir a esas sesiones tediosas donde se confirma lo que ya sé. Si no te veo te imagino. Tal es el poder de este amor. G. me dice que quiere vivir conmigo. Le sirvo otra copa. Me sorprende su entusiasmo. Yo no quiero vivir contigo. Yo-noquie-ro-vi-vir-con-tigo. Se cae el día de pronto. ¿Por qué hago esto? Ya no más duchas frotándome con crin. Ya no más copas. Ya no más orgasmos en soledad. Me quito las envolturas que me aproximan y me alejan de ti y me quedo sola. Le digo a G. que no vuelva más, que deseo estar sola. Le digo a G. que me deje en paz. Me tomo otra copa. Creo que estamos vaciando la botella. Todavía falta mucho día para que se termine. Para mí ya ha concluido. El alcohol me hace miserable y lúcida a la vez. Estoy introducida en tu tráquea. Creo que voy a enloquecer. ~ Escucho los pájaros que aletean alrededor de mi ventana. Me he quedado sola. ¿Cuándo se fue G.? Me he dormido. Tengo ganas de vomitar. Voy al lavabo y me miro en el espejo. Descubro unas canas. También un rictus que no reconocía. Me veo como si fuera otra. Estoy mirando a otra. Miro intensamente los ojos de la otra. El estómago me produce una arcada de asco y vierto sobre el suelo un vómito acuoso y maloliente. El líquido se expande y me voy lentamente del cuarto de baño. Siento un pánico que me obliga a apartarme de mi propio rostro. Me voy hacia la mesita de noche y abro el cajón de las fotografías. Necesito verte, mi amor. Necesito encontrar tus ojos, la peca de tu cuello, las dos líneas de tus labios, la mirada intensa de la fotografía donde estás echada sobre mí. Tan cerca que te quiero besar pero el desvarío me produce otra arcada y vomito en el suelo de la habitación. Veo las sábanas revueltas. Huelo a G. Me tumbo sobre la cama deshecha y coloco tu fotogr afía frente a mí, muy cerca, formo con mi mano un pequeño túnel y me asomo a través de él. Eres una verdad que existe. ¿Dónde estás? Cejas arqueadas. Cabello corto. Hace unos meses. ¿Cuántos? Estabas a mi lado y te dije:
—Ya no fumo. —Yo quiero un cigarrillo . —Conozco los cuentos de las niñas que se fuer on por camino s equivocados y se encontrar on con lobos. —Me he olvidado el tabaco. No tengo . —Lobos que atrapan y que se co men los ojos y la boca. —Te quiero tanto. Me gusta pronunciar tu nombr e a solas cuando fumo. —Vamos a ir nos pronto a la casa del mar. —¿De verdad? Siempr e he soñado con esto. Si el mar no fuese profundo solo sería agua. Las casas cerca del mar están hechas de agua profunda. Bésame y te lo daré todo. —¿Te quita las ganas de fumar que te bese? —Me impo ne una quietud que se acelera de una maner a extraña. —Te voy a co mer. ~ Otra vez estoy dentro de ti. ¿Cómo salgo? He vomitado lo que no era parte tuya. Quiero curarme. Debería salir a la calle y dar un paseo pero ya anocheció y me dan miedo los automóviles y los bares abiertos. Aquella fue la última noche. Después recibí tu carta. Te fuiste por la mañana temprano a la ciudad aquella que tanto odiabas. Nos pasamos la noche sin decirnos nada. Nunca había mirado tanto a alguien. Luz de la tarde, de la lámpara, de velas, de oscuridad y luego de amanecer. Nos apretamos todo lo que pudimos tenías miedo de que se te escapara el tren. —Te llamar é cuando lleg ue —me dijiste. —Puedo r esumir mis instantes en una espera honda. —Yo puedo vivir con cualquiera sabiendo que tú existes —me dijiste. —¿No sabes romper vallas? —te contesté. —Claro que sí. —Me quier es de una maner a tradicional, me quier es porque te alejas. También me quieres porque me acerco. Pero todo eso no es amor sino el deseo de que exista. ~ Me llama una taquicardia conocida que me vincula a ti. Me ducho. Limpio de vómitos el suelo. Quiero alegrarme, celebrar que estoy viva. Conocer los
recovecos más raros y a los que debo mi existencia real. Quiero conocerlo todo. Las razones por las que una se va y se agrieta en la huida. Las razones por las que una se queda y se agr ieta en la estancia. Las razo nes del tiempo. ~ Me visto. La calle y mis miedos. Saco mi mejor chaqueta y llamo a un taxi. La calle es larga y honda. Ahora me traga ella. Le digo al taxista que pare. Me mareo. Me encuentro en medio de una avenida donde circulan muchos automóviles y me mareo más. Entro en una cafetería y me siento sobre un taburete. Pido una ginebra y me voy hacia atrás con la imaginación. Me regodeo sentada con las piernas cruzadas. Tengo tabaco. ¿Sabes? Tengo tabaco. Las realidades que se ven desde este taburete me alegran. No hay nadie como yo y todos somos iguales. La singularidad de la diferencia. No quise estar contigo ni seguirte. No quisiste seguirme. Seguirnos. Todo es vulgar. Ahora estoy otra vez borracha y voy a decir cosas terribles y reales. La civilización ha complicado la unión entre dos personas tan iguales. Quiero racionalizar este sentimiento. Te decía. Quiero entender por qué se olvida. Pero si no nos olvidamos nunca. Me contestabas. Y te viniste a pasar unos días conmigo. Tu ciudad estaba lejos y vivías con alguien. Aprovechaste un permiso de dos meses para compar tirlos conmigo. Hace mucho tiempo de eso. Me tambaleo, creo que los pensamientos fluyen distorsionados, sin orden. Amo lo que a pesar de la fugacidad parece eterno. Comenzamos a hacer planes. Unos proyectos que parecían verosímiles. Estoy en este bar otra vez y tú estás a mi lado. La gente entra y sale. Es ridículo sublimar de esta manera por el simple hecho de no poder estar contigo. Me apoyo en la barra como si me fuese a caer. Estoy dando una imagen patética. Se acerca la camarera y me dice que me vaya a casa. No me quiero ir. No quiero irme a mi casa. Quieres dedicarte a tu profesión y te vas un par de semanas antes de lo previsto. Ya te escribiré. Miro al frente y veo un espejo donde se refleja una mujer que parece tener unos años más. Estás conmigo. Tu presencia me borra la inquietud y me pregunto cuál es el contenido del amor. Me calma sentir tu mano. No me dices nada, solo bebes junto a mí y escuchamos la misma música. ~ Debí llegar a casa empujada por la inercia de los caminos que se han recor rido muchas veces. Estoy sobre la cama y los o bjetos g iran alrededor de mi cabeza.
Es miércoles. ¿Qué instinto me obliga a calcular el tiempo a cada instante? ¿Qué conciencia efímera es la que se cuela dentro de mí y me aprieta hasta hacerme daño? Hoy no voy a beber nada. Quiero vivir este día sin ti con el entusiasmo de los seres que andan desprotegidos. Me eduqué yo misma en el amor y quizás por eso no sé ser racional. Reparto los instantes con libre albedrío y desajustadamente. El tiempo se encoge o se estira según una voluntad profunda que no puedo controlar. ~ Ando de arriba abajo, con las manos atrás. Pienso que soy un filósofo importante y que acabo de salir en la televisión para asegurar que el final del milenio fue catastrófico porque nadie ha indagado lo suficiente en el conocimiento de la escisión de perso nalidad. Quiero leer pero tengo prisa. He recibido una carta donde se me invita a impartir una conferencia sobre el olvido. Debo tenerla escrita la semana que viene. Me desplazaré a la ciudad de B. Me gusta la idea de ir a esa ciudad para impartir la conferencia. Me siento frente a la mesa de la cocina y pongo una olla sobre el fuego, introduzco unas verduras. Busco un bolígrafo y comienzo a escribir. Los principales errores que se cometen antes de emprender una tarea intelectual son de índole emo tiva. Me sirvo un café y pienso en el olvido. No existe el olvido. ¿Cómo voy a escribir de algo que no existe? Sorbo café y enciendo un cigarrillo, el cuarto de la mañana. Me miro reflejada en el cristal de la ventana y descubro que no me he peinado. Pienso en el olvido y mi memoria recorre pasadizos donde nunca había entrado. Cada vez recuerdo más escenas, más secuencias, más instantes. Estamos en el vestíbulo de un hotel. ¿Dónde? Tenemos ganas de hablar y de tocarnos. Nos dan la llave de la habitación y te aprieto contra mí dentro del ascensor. Cuánto tiempo sin verte. Luego me dices que tire tu reloj y tu anillo. Me los pones en la mano y me repites que los tire. Siento que nadie puede amar a alguien muy diferente. Yo ya me he quitado de mi muñeca el reloj para ofrecértelo. Somos parecidas. Nos adentramos en el dormitorio. La ventana está orientada a un paisaje de edificios y de luces encendidas. Me echo sobre la cama y dejo nuestros relojes en el cuarto de baño. La memoria me trae un presente que me produce escalofríos. Me acerco a ti todo lo que una se puede acercar a alg uien. Lo pró ximo sería que nos aniquiláramos para dejar la pasión sosegada. Entiendo la muerte, te digo. Avanzamos a través de una avenida dentro de un taxi y me dices: entiendo la muerte. Los pasadizos negros de la muer te son habitaciones blancas paseadas junto a ti.
~ Me siento tras el escritorio y tomo la pluma para comenzar a escribir. Una parte de mi cerebro está atravesado por una emoción que no me deja ser libre del todo. Es la reverberación de nuestras uniones. Hoy son dudas. El infierno se pasea por el otro lado de mi cabeza y soy una persona escindida. Escucho a los vecinos del piso de ar riba. En realidad todos vivimos bajo el mismo techo y la intimidad se reduce a los parapetos que forman las paredes. Los oigo respirar y removerse sobre la cama. No siento envidia de esos cuerpos que adivino desasosegados por la costumbre de verse cada día a la misma ho ra. No puedo comenzar la co nferencia porque no tengo capacidad para abstraer me. ~ Hace unos días fui a una clase de yoga con una amiga y nos hicieron sentarnos en el suelo sobre una amplia toalla blanca. El lugar era cuadrado y el air e muy denso porque había demasiadas personas echadas sobre sus toallas. La profesora nos indicaba los movimientos oportunos que ella misma ejercía con el cuerpo. Dobleces extrañas para las rodillas. Singulares maneras de sentarse. Cantos que salían del estómago. Quienes estábamos allí nos mirábamos confundidos. Ni siquiera nos habíamos visto nunca y aquella intimidad vacilante me ponía nerviosa. Me puse a reír en un momento sublime del ejercicio. Recordé tus ojos transparentes mirándome a menos de diez centímetros de distancia. Me quedé abatida sobre el suelo y no pude continuar con aquellos extraños ejercicios. La profesora se acercó para instigarme a continuar pero yo ya estaba en otra parte. Dejé que terminara la clase mientras un abatimiento me producía cierta serenidad. Era el olvido. El hecho de sentirme rodeada de tantas personas que no conocía bajo la iluminación de una tenue reverberación provocada por una lámpara me consoló de la soledad. Mi amiga me dijo que no volvería a aquel lugar. Se había sentido violenta y el aire era tan denso que hubo un momento en el que pensó que iba a vomitar. Le produjo tanto asco sentir el aire expirado por todo aquel grupo en sus pulmones. Yo me reí otra vez y no dije nada. A veces recuerdo uno de aquellos ejercicios y lo ejecuto para tenerte cerca. No puedo escribir. Paseamos por una ciudad que no tiene mar y me tomas de la mano. Yo cuento las personas que descubro asomadas a los balcones. Me conduces a un café oscuro en el que entramos indecisas. Me escrutas mientras te digo que no
me apetece beber nada. Tomas un té con menta y me dices que lo hermoso es siempre el presente. Te tienes que ir dentro de cuatro horas. Tienes el maletín en la consigna de la estación. No sabes cuándo volveremos a vernos. Cuento las personas que hay tomando té. No sé qué hacemos en esa ciudad. Se me ha olvidado. Busco el álbum de fotografías y rescato las que nos hicimos ese día. El tiempo es la unión de la conciencia de la muerte con la de la disparidad de las emociones que se viven y no se recuerdan. Todo es olvido. Me tomas de la mano otra vez, como si la mano fuese la verdad, como si tuviese más poder la mano que mi propia presencia. La parte por el todo de mi persona. Miro el reloj y ya solo quedan tres hor as. La angustia de las despedidas es un puente en el vacío. ~ —Mi ser enidad depende de la inquietud —me dices. —El hor ror al vacío es lo que temo cuando te dejo en la estació n, como si la calle por la que regr esaré después la hubiesen trajeado de negr o. —Deberíamos irnos a la casa de la montaña, aunque me desaso sieg an las gr andes planicies sin g asolineras ni paradas de autobús. —¿Por qué no podemos ir nos? —¿Me querr ás dentro de un año ? ~ La seguridad de los guardias de tráfico cuando paran una hilera de automóviles. La seguridad de quien se dirig e al banco para cobr ar un talón que lleva doblado en la cartera. La seguridad de las parejas que convocan a la familia y a los amig os para que sean testigos de la ceremonia que los va a unir. No tuvimos ceremonia. Los ritos son necesarios para simbolizar nuestros actos. Besarnos en las puertas de los trenes. Ceremonias de reencuentros. Me preparo otra taza de café y me dispongo a pasar la noche en vela para escribir mi conferencia. Abro la ventana y entra el aire nocturno. La luz de la ventana de los vecinos de enfrente está apagada. Todos están sobre sus confortables camas. Yo también estoy sobre una cama de ochenta por dos. Se bambolea la toalla que he dejado tendida. Su movimiento evoca tu cuerpo. Un cuerpo mojado que se seca después de una ducha. Me produce un gran consuelo oír a mis padres andar por la casa, asegurándose de cerrar la puerta de la calle. Apagando las luces y cuchicheando. Tiene efectos de sonajero para mi alma.
Un alma que se consuela escuchando un sonajero que mueve la propia dinámica del instante. Me doy la vuelta y cierro los ojos. Le pido a Jesús que no me deje ir al infierno y le prometo ser buena. Hago mi acto de contrición y me arrepiento de haber insultado a mi hermana y de haberme reído de la maestra. Me imagino el infierno tal como me lo enseñaron las monjas en la clase de religión: unas diapositivas que reflejaban un espacio en llamas de las que emergían brazos y cabezas de gente que gritaba. Los gritos no se oían pero lo s podías deducir por la expresión de sus rostro s. Qué dolor, el infierno. En otra diapositiva el demonio. Un ser rojo con una terrible cornamenta. En su mano derecha un tridente. La sonrisa del demonio era simpática. El ilustrador no nos transmitió el terror del infierno en la figura del demonio. Le digo al demonio que seré buena y que no le haré nada malo. Ni a él ni a Jesús. Seré buena. Me duermo. Las luces apagadas. Llegar á el día sig uiente. ~ Mi caligrafía es irregular y logro comenzar a escribir algo coherente. Fumo. El aire nocturno. La niña que duerme enfrente. Tú y la ciudad donde duermes también. Me pregunto dónde estarás. La niña que te habita también tiene miedo del infierno. Estoy segura. ~ Me quedo dormida sobre el sofá. Está amaneciendo. He logrado escribir algo. Debo preparar la bolsa de viaje para impostar que queda menos tiempo. Pero menos tiempo ¿para qué? El valor del tiempo es relativo, como el de la propia esencia de la vida. Muchas veces estoy muerta. Vivo más en las pesadillas que andando de un lugar a o tro sin dirigir me a parte alguna. Siento un gran rencor por la vida. Muerdo sus aristas con la impotencia de quien se quiere comer una sandía sin un cuchillo para cortarla a gajos. Tengo que mancharme la cara, hundirla en el fruto para llegar al centro, pero no llego. Caen de la comisura de mis labios pequeños r eguero s del jugo r ojo y me quedo con la sensación de no haberme comido el fruto entero. Rencor porque no te tengo y ni siquiera deseo estar muerta. El rencor es un sentimiento noble porque me tranquiliza. Es mi manera de vengarme de lo que aparentemente es fácil. La existencia está llena de matices que nos hacen infelices, de hendiduras donde la cavidad del deseo es demasiado profunda y el aire no la or ea. El deseo se petrifica y nace un soliloquio que solo entiende lo inteligible.
Rencor de no llegar hasta ese fondo con la propia ventilación de mis ideas y de mis proyectos. ~ ¿Me querrás dentro de un año? Cabe en una caja de zapatos el eco de aquella frase. O quizás he sido yo la que no ha encontrado la manera de orear su deseo. Me encojo mientras la mañana se abre y comienza a entrar el sol a través de la ventana. Me desnudo. Salgo para recibirlo. El sol. Las vitaminas del sol que a mediodía comienza a ser peligroso. Es jueves. ~ Estamos caminando sobre la orilla del mar, dejamos nuestras huellas marcadas. Miro hacia atrás y veo un reguero de pasos. Mis manos están llenas de pecas y ya no puedo leer sus palmas de tanta raya como hay acumulada. Alguien le tuvo miedo alguna vez a envejecer y lo exorcizó escribiendo. Pienso en Clarice Lispector y en Fleur Jaeggy. Sus relatos de gente que envejece, donde la decrepitud física es un problema que emerge de los temores de la pluma joven que los inventó. Tu mano está delgada y arrugada. Siento rencor hacia las jóvenes, pero giro la cabeza. Tengo el pelo muy corto y me duele el sol sobre la nuca. Caminamos perpetradas por un deseo de andar que anula cualquier posibilidad de decirnos algo. Estás hermosa. Las frases que no nos decimos forman oráculos en nuestra manera de andar. Con el tiempo se economiza porque ya está todo dicho y solo se dice aquello que resulta realmente relevante. La sabiduría es contar con poco para necesitar menos. ~ No veo esa fotografía en mis álbumes porque no la hice nunca y sin embargo parece tan real la imagen. Llaman por teléfono mientras me preparo un café. Hola, soy G. Te he echado de menos. Esta tarde estoy ocupada. No importa, pasaré por allí y te prepararé la cena. Una avenida llena de locomotoras se instala en mi cabeza. Humo del vapor que desprenden y ruido de ruedas contra las vías. ~ Te vuelves a instalar en mi reducto de tiempo. Escenas aisladas que se
completan gracias a la persistencia de la mente y a su voluntad de redondear lo que no se recuerda sino en brumas. La mujer aquella te llevó a su ciudad y yo me invento ahora con quien estás porque necesito un personaje real para continuar co n mis divagaciones. ~ Terminábamos de cenar en una ciudad donde habíamos coincidido deliberadamente. Vestías de negro y te habías cortado el pelo todavía más. Tus gafas eran distintas y el rictus de tu boca no me evocaba instantes contigo. Sospeché que no me querías. Cuando se instala el mal de la desconfianza y el infierno de los celos se vive en una pesadilla donde todo lo que el sujeto ve y siente produce angustia. Recordé la diapositiva del infierno y elegí estar entre aquellas cabezas que se lamentaban de sus cuerpos quemados. Se sentó a tu lado R. Yo me instalé en un mundo irreal porque la enfermedad del amor nos hace ver cosas inverosímiles. Eso lo sabe cualquiera, incluso quien padece el mal sabe que está atrapada por una fuerza y su voluntad no sabe de leyes. Mejor sería perder la conciencia y desasirse de lo que nos parece evidente. Te besó los labios y me miraste de reojo como diciendo: «Es una buena amiga y nos queremos mucho pero resulta inofensiva para mi corazón». Yo leí la inscripción de unas tablas cuya letra cuneiforme se me hacía extraña pero no ininteligible. Ya no me amabas. Eso lo saben los letreros de publicidad cuando alguien los apaga. También lo sabe el carnicero a cuya tienda ya no entra nadie porque sospechan que la carne ya no es un alimento fiable. Lo sabe el hombre del tiempo que tiene en cuenta el grado muy alto de contaminación sobre la ciudad en la que vive. ¿Cómo se sabe lo cierto? ¿Cómo esquivar el mensaje real? Me duele la cabeza; debería comer algo, creo que en la nevera todavía queda queso. ~ Llegamos a P. al atardecer. Un taxi nos dejó en un hotel frente al Elba. Me sorprendió la belleza de la ciudad, su luminosidad.. La habitación era amplia pero la ventana daba a un patio interior. Lo recuerdo como si hubiese ocurrido hace unas horas. Hoy mismo, por qué no. Toma, me dijiste. Sacaste de un bolsillo una cajita con un anillo. Hoy hace un año. ¿Ves como te sigo queriendo? Los aniversarios, esa invención para justificar la circularidad del tiempo. El anillo se quedó en la misma habitación porque se lo tragó el
desagüe mientras me cepillaba los dientes. Lo hermoso y lo casual convierten algunos actos en indicios de tragedia. En sospechas elaboradas a través de siglos de supersticiones. No quisimos salir aquella noche. Me mirabas a los ojos y yo me veía reflejada otra vez en los tuyos. Yo era un diminuto rostro que miraba perplejo hacia el otro lado de un semblante, con una expresión de espanto y sorpresa que me hacía pensar en lo hermoso de una manera pura y nítida. ~ El viento empuja las persianas y las cierro. Avivo el fuego de la chimenea. La casa de la montaña está fría. Mis manos están frías. Sentí voluptuosidad al soplar sobre los leños recién estrenados por el fuego. La imagen del infierno se encendió un instante. Había preparado pollo con champiñones y no esperaba a nadie. Me llevé el ordenador y lo puse en marcha, quería trabajar unos días en soledad. Abrí el documento Miamor.doc para continuar el relato. Era la historia de dos mujeres que no se conocen y se van encontrando en distintos lugares. ~ Escribo: Yo siempre me he enamorado de la misma manera. De pronto alguien me entra por los ojos y me enamoro. Pero contigo fue distinto. Yo no había hablado contigo, yo no me había fijado en ti, yo no estuve ni siquiera diez minutos contigo... y de pronto te vi. Llevabas una copa en la mano y me dije, tengo que decirle algo. Surgió de lo profundo, de otro lugar. No sé explicarlo, no sé por qué...
~ El viento azota con violencia las persianas y siento miedo. Veo a un hombre vestido de negro, alto y delgado, tiene las córneas rojas, como si fuese un vampiro, qué miedo. Cuando era pequeña la figura del vampiro me asustaba pero también sentía cierta atracción. Yo dormía con la ventana abierta y el hombre entraba en mi cuarto. Cuando acercaba su boca a mi cuello me despertaba gritando, entonces entraba mi madre a la habitación y yo me abrazaba a ella. Es mi primer recuerdo del miedo. El hombre de negro está entrando por la puerta de la cocina. Me levanto y miro todos los rincones de la casa de la montaña. No veo a nadie, pero la presencia del hombre de negro es latente. No puedo irme corriendo porque el coche no tiene gasolina. Tampoco
puedo abrir la puerta porque se ha atascado y siento sus pasos tras de mí. Están resonando en toda la casa. Grito. El sonido de mi pavor espanta el miedo. Me calmo. Cierro el documento y apago el ordenador. Enciendo todas las luces. Soy una niña muy pequeña que quiere salir de la casa sin ventanas y que no encuentra aberturas. Me bebo una copa de coñac, luego otra. Todo vuelve a su lugar. El fuego crepita y siento la soledad de mis cincuenta años. Los debí atravesar sola porque estaba en un bar. No siento dolor alguno, es como si el recuerdo de haber amado for mase una nube de clarividencia. ~ Te fuiste a la ciudad B. y me llegaban noticias tuyas a través de las tarjetas postales que me enviabas. Alguna carta de vez en cuando pero cada vez más espaciada. Luego llegó aquella página del periódico. Estaba sentada sobre un taburete y yo hablaba con la camarera. ~ Miro con rencor el equipaje. Introduzco la confer encia sobre el o lvido en una carpeta y me aseguro de que la fecha de los billetes de avión sea la correcta. Faltan tres días. El lunes a las ocho de la mañana iré a tu ciudad invitada por la universidad. Mientras me sirvo una cerveza repaso mentalmente las cuestiones más importantes de mi discurso con la seguridad de que todo va a salir bien. Me pregunto si asistirás. ¿Dónde estás? Es probable que estés en otro lugar, hace tanto tiempo que no sé de ti. Ya me veo paseando por la calle de la arboleda que llevaba hasta tu casa. Estoy atrapada por imágenes que me perturban. G. me ha invitado a comer, le he dicho que prefiero no salir de mi casa. No soporto a nadie. Ha insistido y traerá ella la comida. Le he dicho que sí. En realidad ¿por qué iba a decirle que no? Entre el sí y el no existe una distancia que en línea recta representa los dos puntos más lejanos, sin embargo no son los más remotos porque están dentro de la misma línea. Otra cuestión sería que el sí estuviese colocado en una línea distinta a la del no. Hablaríamos de cosas distintas. La maleta para el viaje brilla como si le diera el sol. G. se mete en la cocina y saca de una bolsa un pollo asado. Ella es ágil. Se mueve como si un vientecillo surgido de sus mismas entrañas le empujara. En pocos minutos todo está listo y estamos sentadas frente a frente. Miro de reojo hacia la ventana. Es un día hermoso . La luz penetra hasta el mismo plato de comida y expande sus aristas reverber antes. Sus ojos no se atreven a mirar me y enfocan
un trozo de pollo. Me siento dichosa porque ya me veo en tu ciudad. Sé que la protección de un sueño es todo lo que me alimenta. Se apodera de mí un deseo inmenso de besar a G. pero me contengo porque comienza a hablarme. No la escucho. No es porque no me interese lo que me dice sino por que mi memoria está en otro lugar y ha cerrado sus puertas. ~ El sonido del barco después de introducirme con el coche. Todos alineados en aquel garaje marino. El movimiento del agua se sentía dentro y me mareé. Me dijiste que acabábamos de entrar en una travesía que solo duraría cuatro horas. Subimos a cubierta y estuve las cuatro horas tumbada en una hamaca mirando un cielo plomizo cuyo espesor no transmitía más que inquietud. ~ G. indaga con la mirada aunque no dice nada. Mastica lentamente con cierta tristeza. No la había visto nunca así. Regreso de mi ilusión sobre la hamaca y me siento su lado. Oímos la sirena de una ambulancia y nos asomamos a la ventana. Los camilleros entran en el portal de mi casa. Escucho sus pasos firmes y ágiles, pasan junto a mi puerta y se detienen en el tercero. Asustada abro la puerta para ofrecerme como acompañante de la anciana. La sacan y la tienden sobre la camilla. Yo estoy detenida y a la vez horrorizada. Los ojos azules de la anciana se clavan en los míos. Bajo la escalera tras ellos. La introducen en la ambulancia. Cierran las puertas traseras con un golpe seco. La ambulancia se aleja otra vez. Me invade una gran inquietud que me revuelve el estómago, solo siento la mirada de la anciana. He visto la muerte. Me ha mirado. ~ Bloques de pisos diseminados aquí y allá. Balcones con ropa tendida bamboleándose. Casas pareadas con pequeños jardines delanteros y un sol de usticia cayendo sobre los primeros kilómetros de tu ciudad. Aparqué frente a tu casa. Me abriste la puerta con reticencia porque esperabas que fuese cualquier otra persona. Todavía tenías los ojos con alguna legaña y la cama estaba caliente de tu cuerpo. Me sacaste la ropa y yo me dejaba hacer. Diez minutos después notaba la suavidad caliente de tus sábanas. Estuvimos jugando debajo de ellas durante mucho tiempo, como si acabáramos de conocernos,
improvisábamos un encuentro casual bajo aquella superficie lisa y blanca. El eco de tu sonrisa se quedaba en mi corazón como una reserva de alegría. Mis ojos escrutaban con una curiosidad propia de la niña que yo había sido. Entonces me di cuenta de que la pared enfr ente ya no estaba desnuda. ~ —¿Un reloj? —¿Te gusta? —¿Por qué un reloj? —Me acompaña. Muchas mañanas te siento cerca po rque el tic-tac da cuenta del tiempo que nos une y disipa la sensación de vacío. —Voy a quedar me cuar enta y tres horas contigo. Solo nos levantamos para tomar zumo de fruta. La licuadora provocaba un ruido demasiado molesto. Los vecinos del piso superior se pasaron una tarde entera con la televisión encendida. ~ Mis articulaciones están resentidas. G. se ha marchado porque se ha puesto nerviosa con la escena de la ambulancia. Hoy es viernes. Te quiero ver más alegre, me ha dicho. Te quiero ver como eras antes de todo. Como cuando naciste. Pero si nací llorando. Seguro que después sonreíste. Los llantos de los niños no son de dolor sino de desgajamiento. Al notarse solos en el espacio y en el tiempo gritan, pero no es de dolor. Te prometo que sonreiré la próxima vez. Me miro en el espejo y sonrío después de oír el suave portazo. G. baja la escalera deprisa. Como si huyera de mí. Queda todavía café. Me lo bebo. Enciendo la televisión. Ando de arriba abajo de la casa, como si quisiera desprenderme de la poca fuerza que tengo y mis articulaciones me duelen más. Siento otra vez esa angustia que me obliga a acurr ucarme como si nada tuviera sentido. Solo deseo estar ovillada y que mis pensamientos se disipen. Pero ¿qué pensamientos? Me veo reflejada en el cristal de la ventana, la luz de la lámpara provoca una distorsión en la imagen que recibo de mí. Te veo. Estás en un hotel, esperas a alguien. La ciudad debe de ser grande porque el hotel tiene muchas habitaciones. Veo más de quinientas. Tienes en la mano una taza llena de té y miras a través de la cristalera con impaciencia. Entro yo. Estoy más delgada y evidentemente me he cortado el pelo. Te levantas como si hiciese mucho tiempo que no nos vemos. No puedo oír lo que me dices y yo
tampoco puedo escuchar la respuesta. Nos abrazamos y noto tu cuerpo apretado junto a mí. Mis articulaciones se resienten. Es como si me fuese a quebrar. Me estremezco . ~ Estoy sola, sacudo mi cabeza y levanto los hombros, como si me quisiera despojar del sueño. G. se ha dejado el tabaco y el encendedor. Voy al dormitorio y me echo sobre las sábanas todavía revueltas. Me preguntas varias cosas, ahora me llega el eco de tu voz. Solo alcanzo a distinguir su timbre, luego se hace comprensible. Fumo sobre la cama. No quiero dormirme. Repaso mentalmente el principio de mi conferencia. Debo hablar como si todo el texto me lo supiera de memoria, como si el papel fuese una ayuda a todo lo que yo ya tengo escrito. De tu voz salen las cuestiones principales de mi discurso. El olvido es el rincón que se queda olvidado en la fisura más diminuta del inconsciente. Cualquier día, de ese lugar, surgirán escenas fragmentadas que el sujeto no tenía conciencia de haber vivido, entonces comenzará a creer en la predestinación mediante una suerte de metáforas que asociará a su propia realidad como si las hubiera inventado otra persona. Muchas veces los elementos de comparación están demasiado alejados y no se es capaz de asociar nada aunque todo suene familiar... Qué raro, escucho el piano de la vecina del tercero. ¿No estaba en el hospital? ¿No se la han llevado hoy mismo? ¿No hemos cruzado una mirada determinante y cómplice? Está tocando las Gymnopédies de Satie. Tu voz se aleja porque el sonido del plano se sobrepone como un absoluto. La música entra a través de mi ventana y puedo verme en otro ángulo. Estoy sentada y me miro. Nos miramos ambas. Somos la misma. ~ La extraña confluencia de nuestro s cuerpos fo tografiados en distintos espacios. Uno las dos fotografías. En la que tú apareces aparentas unos treinta y seis años y tienes un rictus de dolor. Nos habíamos reencontrado después de varios meses sin saber la una de la otra. Venías de Sudamérica. América es un continente que siempre me ha parecido lejano. En mi imaginario soy incapaz de distinguir la existencia de un sur y un norte. América es compacta, entera. Yo en cambio en la fotografía aparento tener menos edad, y sin embargo también se dibuja un rictus de dolor. Apro ximo las fotogr afías y las uno, como
si nos las hubiésemos hecho juntas. Es una trampa que me sirve para imaginarme la reducida atmósfera que aprieta a la fantasía. Acepto la evidencia y me instalo en el sofá. ¿Qué es el olvido? Dentro de poco, el lunes, estaré en tu ciudad. ~ ¿De qué estamos hechas? Las frases de los libros se descomponen ante mis ojos y siento la cercanía como una amenaza. Me aturde el sonido de los automóviles que pasan a lo lejos. Los viernes la gente se va. Siempre de un lugar a otro, moviéndonos, ocupando los instantes en capturar realidades que se fugan. Quiero estar junto a los que conducen acompañados, instalarme en el asiento de atrás y tener planes para el día siguiente. Quiero ser aquella mujer que nos hablaba a través de un micrófono en el autocar mientras nos explicaba a los turistas la hermosura de Roma. Quiero que sus manos sean las mías porque seguramente tenían a quien tocar aquella tarde y conocían además de memoria el r ecorrido de un tacto. Me instalé en el asiento para protegerme de los demás. Avanzábamos por una avenida. La soledad era la metáfora de una ausencia. Me parecía vulgar sentirme tan aislada y a la vez tan dependiente. Tenía la sensación de que el avión que me conduciría a ti se disolvería en el espacio. Encima de las nubes forman sus carreteras. Qué iba a hacer yo disuelta en aquel metaespacio. Al parecer la dicha tiene que ver con la soledad feliz. Eso me dijiste. La mujer que nos explicaba el recorrido a través del micrófono cerraba los ojos y formaba breves pausas entre una oración y otra. Le miré la línea de los labios y me parecier on ajenos. ~ Te fuiste a la ciudad de B. Estoy colocando los libros en la estantería y me percato de un ligero dolor de espalda. No puedo dormir. Hace horas que dieron las doce y no puedo dormir. Somos centenares los insomnes en esta ciudad. He terminado de escribir la conferencia y miro otra vez los billetes de avión para asegurarme que el día de la partida será el lunes. Unas cincuenta horas. Sensación de náusea como cuando regresé de la casa de G. una noche después de haber cenado con varias personas. El taxista me miraba a través del retrovisor y yo contaba las travesías que todavía quedaban para llegar a mi casa. El taxi paraba en todos los semáforos. Fue un suplicio porque sentía el vino que había bebido en mis arterias y en mi cerebro. Lo sentía recorriendo
todas mis venas principales y accediendo a las secundarias. Las calles representaban el interior de mi cuerpo, embotelladas de coches, obstruidas de alcohol. No había consuelo en la memoria. La casa de la playa quedaba muy lejos, era un punto negro observado tras la ventanilla de un tren. La capacidad de inventar se había detenido en el instante en que me do rmí de pena. Soñé que el sofá tenía un asiento escondido tras el respaldo y sentí que respirabas desde aquel extraño lugar. Sentir la presencia de quien no está es un don que se concede solo dentro de algunos sueños. Metáforas de la realidad generadas por el inconsciente siempre capaz de crear las asociaciones más inverosímiles. Paseábamos por una calle muy ruidosa llena de bulliciosos vendedores de todo tipo de cosas. Camisas, sanguinolentos hígados, peces espada, botas para niños, juguetes de plástico, mandarinas, coliflores, ropa que nos probamos entre aquel gentío. ~ El cielo se veía a través de las aberturas que formaban las lonas de los tenderetes. Iluminada te apreté la mano y me sentí muy feliz. Te habían publicado tu segunda novela y nos escapamos de aquel congr eso para recorrer las calles de una ciudad desconocida para ambas. Celebramos nuestras ciento siete noches diseminadas en no se sabe cuántos meses. Me levanté súbitamente y lo vomité todo. Primero un líquido blancuzco y después los espasmos me hicieron sacar algo de bilis. Tosí con la cabeza inclinada frente a la taza del inodoro. En el hotel aquella noche todo parecía perfecto, hasta te habían dejado un ramo de rosas frescas que inundaron de olor el dor mitor io. Odio las flor es me dijiste, y detesto las r osas por que son el símbolo de la cursiler ía. ~ Volví a la cama y me quedé dormida. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Está amaneciendo. ¿Dónde estás? Tu última car ta está fechada desde la ciudad de B. y me dices que has cumplido más año s y que te sientes sola, pero matizas. Distingo dos tipos de soledad. Existe una de la que no eres consciente mientras no sientas la angustia de la muerte, esa angustia provocada seguramente por la incertidumbre que nos ofrece la edad puesto que a medida que el tiempo pasa menos sabemos de nosotras mismas. Otra soledad se conforma en las entrañas de tu ser y aunque sientas la presencia de alguien no existe consuelo posible. Es la rara peculiaridad de nuestra condición.
Alimentamos el deseo de amar para aliviar esa necesidad de ahuyentar la
angustia. Hoy hará calor. Creo que no voy a dormir. Miro otra vez las dos fotografías y las separo. Siento deseos de romperlas. A qué tanto espanto de quedarme sin fetiches. El vecino de abajo se acaba de levantar y tose mucho. Me molesta esa invasión de sonidos en esta diáfana conciencia de soledad. Saco de la nevera un trozo de carne para que se descongele. Me preparo un zumo de naranja y cojo el teléfono. Me siento enferma. No me apetece trasladarme para dar una conferencia. Saco un libro de la estantería. Están en uego siempre las tres realidades que nos habitan. Mi deseo de sacar el libro de la estantería queda satisfecho al realizar el acto, después no siento curiosidad alguna por leer el contenido. Al tanto estoy pensando en la conferencia y en la posibilidad de no ir a tu ciudad, pero también pienso en la casa del mar y me veo dentro de diez años. Incendio de imágenes que se constituyen precisas y divergentes. Si pongo la mano sobre la mesa pienso en sacarla y en llevarla hasta un cajón. Si decido mirar hacia la ventana, capturo solo el ángulo de la pared donde veo mi fotografía. Si leo, la imaginación se me va a cualquier parte como si el acto de leer fuese a perjudicar ir remediablemente la capacidad de recordar. Tengo sueño. El trozo de carne se está descongelando. La tarde aquella llegaste de improviso. El sentimiento de posesión también es una fantasía. ~ Fue después de una cena, yo estaba harta de las conversaciones de la gente y me retiré a mi dor mitor io dejando a los invitados enzarzados en una discusión sobre estética. Sentí tu voz un rato después de acostarme. Me sobresalté sin creer que estabas allí. Me habías escrito diciéndome que te quedarías unas semanas más en Sudamérica, aunque no me mencionaste que no ibas a estar sola. En la página del diario estabas con aquella mujer. La realidad formaba dos bloques compactos. En uno yo me removía sobre la cama y oía tu voz ininteligible. En el otro te acercabas a mí mientras procurabas no hacer ruido. Solo sentía el de los cuchicheos de la gente. ~ Saco una cazuela de barro y vierto aceite. Troceo unos pimientos y dejo que se doren. Pongo la carne sobre ellos. Busco la tapa del diámetro más grande, en su reverso se refleja mi rostro durante un instante. Debería haber comenzado por dorar la cebolla. Siento la cercanía de algo doloroso, no es la muerte, es
peor que la muerte. Morir deja las cosas que tenías por hacer en un rincón y qué importan. Mi transformación refleja en el reverso de la tapa de aluminio unos labios hundidos y unos ojos entrañables solo para mí. El olor de la comida me abre el apetito pero a la vez me transporta a un restaurante lejano. ~ El sofá es cómodo. Mi cabeza sobre dos cojines. La televisión muestra sus imágenes en voz baja. Me hundo en el sofá sin mirarla. Oírla me calma, me hace compañía. Juego a que estás. Siento angustia, el agujero originario que me enarbola en compañías deseadas. Todos los lugares del mundo atravesados por un ojo sobre un atlas. Cosas así me provocan una ensoñación irreal. Coso imaginariamente el dobladillo de un pantalón que me pondré para una fiesta. Mi pereza aguijonea la quietud. Debo salir. Esta casa me hunde. Ya han cenado los vecinos del piso de abajo, los oigo hablar, no entiendo qué dicen. Me molestan. ~ Pusiste tu mano sobre mi frente y me apretaste hasta que comencé a sentir un calor que me quemaba. Tenías el pelo blanco aunque el rostro no había envejecido. Conservabas el rictus de dolor de la fotografía y olías a cuando me amabas. Lloro. Las esquinas del dormitorio se convierten en días del calendario aislados, desgajados. Los días rojos se escapan a través de la ventana y se van a la casa de la playa. El ordenador está encendido y la pantalla muestra la histor ia inconclusa que alguien comenzó a escr ibir una vez.
Créditos
© Concha García, 2 009 © Editorial EGALES, S.L. 2015 Cervantes, 2. 08002 Barcelona. Tel.: 93 412 5 2 61 Hortaleza, 64. 28004 Madrid. Tel.: 91 522 55 99 www.editorialegales.com ISBN: 978-84-164 91-06-3 Diseño gráfico de portada: Nieves Guerra Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Notas [←1] ¡En otro sitio, lejos, muy tarde, acaso nunca! / Pues no sé a dónde huyes, ni sabes dónde voy, / ¡Tú, a quien yo hubiese amado! ¡Sí, tú, que lo supiste!