Después de largos años de complacencia general respecto al status científico de su disciplina, los economistas empiezan a sospechar la existencia de serias imperfecciones en la construcción de su edificio metodológico. M ARK BLAUG examina los fundamentos de LA METODOLOGIA DE LA ECONOM IA, que se ocupa de los conceptos y de los principios básicos de razonam iento en esa parcela del conocimiento. La pregunta acerca de COMO EX PLI CAN LOS ECONOMISTAS —subtítulo del volumen— remite a la naturaleza, la estructura, los procedimientos de validación y las implicaciones predictivas de sus teorías, así como a las relaciones existentes entre la economía como ciencia y la economía política como arte. Las dos primeras secciones resumen la evolución de la nueva filosofía de la ciencia («Lo que usted siempre quiso saber, y nunca se atrevió a preguntar, sobre la filosofía de la ciencia») y la historia específica de la metodología económica (los verificacionistas, los falsacionistas y la distinción entre economía positiva y economía normativa). La tercera parte lleva a cabo una evalua ción metodológica del program a de investigación neo-clásico: la teoría del com portam iento del consum idor, la teoría de la empresa, la teoría del equilibrio general, la teoría de la producti vidad m arginal, la teoría de Heckscher-Ohlin del comercio internacional, la polémica entre keynesianos y m onetaristas, la teoría del capital hum ano y la teoría de la nueva economía de la familia. Cierran la obra un capítulo de conclusiones («¿Qué es lo que hemos aprendido hasta aquí sobre la economía?») y un útil apéndice.
Cubierta Daniel Gil
Mark Blaug La metodología de la economía A lianza Universidad
Alianza Universidad
Mark Blaug
La metodología de la economía o cómo explican los economistas
Versión española de Ana Martínez Pujana
Alianza Editorial
INDICE
P refacio..............................................................................................
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Lo que usted siempre quiso saber, y nunca se atre vió a preguntar, sobre la filosofía de la ciencia.
P a r t e . I.
1. De las ideas recibidas a las de P o p p e r.......................
19
L as ideas recibidas, 19.— E l modelo hipotético-deductivo, 20. L as tesis de la simetría, 22.— Normas «versus» práctica efec tiva, 27.— E l falsacionism o de Popper, 29.— Una falacia lógi ca, 31.— E l problema de la inducción, 33.— Estratagem as inmunizadoras, 36.— La inferencia estadística, 40.— Grados de corro boración, 43.— Conclusión fundamental, 46.
2. De Popper a la nueva heterodoxia.............................
48
L os paradigmas de Kuhn, 48.— M etodología «versus» historia, 52.— Programas científicos de investigación, 54.— E l anarquis mo de Feyerabend, 60.— D e vuelta a los prim eros principios, 64.— E n defensa del monismo metodológico, 66. P a r t e I I .-
Historia de la metodología económica.
3. Los verificacionistas: una historia del siglo xx en gran p a r t e ................................................................................... L a prehistoria de la metodología económica, 75.— E l ensayo de Mili, 79.— Las leyes de tendencia, 85.— L a lógica de Mili, 89. L as ideas económicas de Mill en la práctica, 92.— E l método lógico de Cairnes, 97.— N eville Keynes resume la cuestión, 7
75
8
Indice 101.— E l ensayo de Robbins, 106.— L os modernos austríacos,
114
¿Ultraem pirism o?, 114.— D e nuevo los apriorism os, 117.— E l operacionalismo, 119.— L a tesis de la irrelevancia-de-lossupuestos, 124.— L a característica-F, 131.— E l mecanismo dar winiano de supervivencia, 134.— Falsacionismo ingenuo «ver su s» falsacionismo sofisticado, 141.— Vuelta al esencialismo, 143.— E l institucionalismo y los modelos esquemáticos, 147. L a corriente principal, 148.
5. La distinción entre economía positiva y economía nor mativa .................................................................................
150
¿Qué es lo que hemos aprendido hasta aquí so bre la economía?
183
La teoría de la productividad m argin al.......................
199
212
218
Las funciones de producción, 218.— L a teoría hicksiana de las participaciones relativas, 221.— Contrastaciones de la teoría de la productividad marginal, 224.
10.
El retorno de las técnicas y todo e s o ............................ La medición del capital, 227.— L a existencia de una función de demanda de capital, 228.— L a significación empírica del re tom o de las técnicas, 230.
15. Conclusiones.......................................................................
281
L a crisis de la economía moderna, 281.— Medición sin teoría, 285.— E l falsacionismo una vez más, 288.— L a economía apli cada, 288.— E l mejor camino hacia adelante, 291.
L a contrastación de la teoría del E G , 212.— ¿U na teoría o un marco de referencia?, 214.— Relevancia práctica, 216.
9.
267
P a r t e IV.
La defensa clásica, 199.— E l determinismo situacional, 203.— Implicaciones competitivas a pesar del oligopolio, 207.
La teoría del equilibrio gen eral.....................................
250
Núcleo «versus» cinturón protector, 250.— Individualism o me todológico, 254.— Contenido del programa, 257.— L a hipótesis del mecanismo-espejo («screening hypothesis»), 259.— Evalua ción final, 264.
Funciones de producción de la unidad familiar, 267.-—L a adhocicidad, 270.— Algunas implicaciones, 271.— E l verificacionismo de nuevo, 275.
Introducción, 183.— L a ley de la demanda ¿es una ley?, 185. D e las curvas de inferencia a la preferencia revelada, 188.— Trabajos empíricos sobre la demanda, 192.— La importancia de los bienes G iffen, 194.— L a teoría de las características de Lancaster, 196.
8.
13. La teoría del capital hum ano........................................
14. La nueva economía de la fam ilia..................................
Evaluación metodológica del programa de inves tigación neo-clásico.
La teoría de la em presa....................................................
242
¿U n debate inútil?, 242.— L as sucesivas versiones del monetarismo de Friedm an, 244.— L a teoría de Friedman, 245.— La fase I I I del monetarismo, 247.— Recuperación del mensaje de Keynes, 248.
P a r t e III.
7.
235
E l teorema Heckscher-Ohlin, 235.— E l teorema de igualación de los precios de los factores de Samuelson, 236.— La para doja de Leontief, 237.— E l programa de investigación de OhlinSamuelson, 239.— Contrastaciones adicionales, 240.
12. Keynesianos «versus» m onetaristas.............................
La guillotina de H um e, 150.—-Juicios metodológicos «versus» juicios de valor, 152.— ¿U na ciencia social libre de juicios de valor?, 155.—U n ejemplo de ataque contra el wertfreiheit, 161. Breve bosquejo histórico, 162.— L a economía positiva paretina del bienestar, 165.— E l teorema de la mano invisible, 168.— La dictadura de la economía paretina del bienestar, 170.— E l economista como tecnócrata, 171.— L os prejuicios y la eva luación de la evidencia empírica, 175.
6. La teoría del comportamiento del consum idor.........
9
11. La teoría Heckscher-Ohlin del comercio internacional
111.
4. Los falsacionistas: una historia totalmente del siglo xx
Indice
227
Apéndice terminológico..................................................................
294
Indice de nombres............................................................................
299
Indice de m aterias............................................................................
305
PREFACIO
E n la elección de tema (contenido y método de la Economía) temo haber incurrido en dos faltas: la del aburrimiento y la de la presunción. L as especu laciones en el campo de la m etodología son fam osas por su trivialidad y su prolijidad, y ofrecen además campo abonado para toda clase de luchas intesti nas; no es posible llegar a una comprobación generalmente aceptada de las posi ciones contendientes, y se considera que una victoria en este terreno, aunque fuese alcanzable, no beneficiaría a la ciencia en sí. L a esterilidad de las conclu siones metodológicas constituye con frecuencia adecuado complemento del tedio que provoca el proceso seguido para alcanzarlas. Acusado de fastidioso y aburrido, el m etodólogo no puede refugiarse bajo un manto de modestia, ya que, muy al contrario, su figura se'yergue y se ade lanta, lista siempre, en consonancia con sus pretensiones, a aconsejar a diestro y siniestro, a criticar el trabajo de los demás, trabajo que, sea cual sea su valor, trata al menos de ser constructivo; se erige a sí mismo, en suma, como intér prete último del pasado y dictador de los esfuerzos futuros. Roy H arrod: Economic Journal, 48, 1938
10
La expresión «la metodología d e ...» suele aparecer rodeada de funesta ambigüedad. Se considera a veces que con el término meto dología designamos los procedimientos técnicos de una disciplina, y que se trata simplemente de un sinónimo algo rimbombante de la palabra método. Con frecuencia, sin embargo, se utiliza esta palabra para designar la investigación de los conceptos, teorías y principios básicos de razonamiento utilizados en una determinada parcela del saber, y es precisamente a este sentido más amplio del término al que nos referiremos en el presente libro. Para evitar malentendidos, he añadido el subtítulo Cómo explican los economistas, sugiriendo que «la metodología de la Economía» debe entenderse simplemente como la aplicación a la Economía de la filosofía de la ciencia en general. El preguntarse acerca de cómo explican los economistas los fenó menos de cuyo estudio se ocupan es, en realidad, preguntar en que sentido la Economía es una ciencia. En palabras de un eminente filó sofo de la ciencia de nuestros días: «E s el deseo de explicaciones que sean al mismo tiempo sistemáticas y controladas por la evidencia empírica, lo que genera la ciencia; y el objetivo característico de las ciencias consiste en la organización y clasificación del conocimiento adquirido sobre la base de principios explicativos» (Nagel, 1961, pá gina 4). Sin duda, la Economía proporciona multitud de ejemplos de «explicaciones que son a la vez sistemáticas y controladas por la evidencia fáctica», y, por consiguiente, no perderemos el tiempo aquí tratando de defender la idea de que la Economía es una ciencia. La 11
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L a metodología de la economía
E c o n o m ía ta m b ié n e s, sin e m b a r g o , unacienciapeculiar,distintaporejm plo de la física, porque se dedica al estudio del comportamiento humano y, por tanto, invoca como «causas de las cosas» a las razones y m otivos que m ueven a los agentes humanos; se diferencia igual mente de la sociología o la ciencia política, por ejemplo, porque, en cierta medida, logra proporcionar teorías deductivas rigurosas sobre las acciones humanas, cosa que prácticamente no ocurre en esas otras ciencias del comportamiento. En resumen, las explicaciones del eco nomista constituyen una especie concreta de un género más amplio
de explicaciones científicas, y como tales presentan ciertos rasgos pro blem áticos. ¿ C u á l e s , p u e s , lanaturaleza de las explicaciones económicas? En la medida en que dichas exp icaciones consisten en teorías definidas, ¿cuál es la estructura de dichas teorías?, y, en especial, ¿cuál es la relación existente entre los supuestos y las implicaciones predictivas de las teorías económicas? Si los economistas validan sus teorías in vocando a la evidencia fáctica, ¿resulta tal evidencia pertinente tan solo respecto de las implicaciones predictivas de las teorías, o respecto de los supuestos en que dichas teorías se basan, o respecto de ambos? Ademas, ¿que es lo que cuenta como evidencia fáctica para los eco nomistas? ¿Cómo es que teorías económicas que intentan explicar o que es, son utilizadas también en forma prácticamente idéntica para dem ostrar/o que debe ser? En otras palabras, ¿cuál es exacta mente la relación existente entre la Economía Positiva y la Economía Normativa, o en lenguaje ya pasado de moda, cuál es la relación exis tente entre la Economía como ciencia y la Economía Política como arte? hste es el tipo de pregunta de que nos ocuparemos en lo que sigue. Los economistas se han interesado por estas cuestiones desde los tiempos de Nassau William Sénior y John Stuart Mili, y una vuelta a estos autores del siglo xix para ver qué es lo que los economistas creían, correcta o equivocadamente, que estaban haciendo al practicar su disciplina, puede ser de un gran provecho para todos nosotros. Ya en 1891 John Neville Keynes consiguió recoger todo el pensamiento metodologico de los economistas de su generación, en su me recidamente famoso Scope and Method of Political Economy (Contenido y método de la Economía Política), que puede considerarse como el punto de referencia obligado en la historia de la metodo logía económica. El siglo xx fue testigo de una compilación similar contenida en The Nature and Significance of Economic Science (Natu raleza y significación de la Ciencia Económica) (1932) de Lionel Robbins, seguida unos años más tarde por un libro que obtuvo gran difusión y que mantiene tesis diametralmente opuestas a las de Rob-
Prefacio
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bins: The Significance and Basic Postulates of Economic Theory (1938) (Significación y postulados básicos de la teoría económica) de Terence Hutchinson. Más recientemente, Milton Friedman, Paul Sa muelson, Fritz Machlup y Ludwig von Mises han realizado impor tantes contribuciones a la metodología de la Economía. Resumiendo, pues, los economistas han sido desde hace tiempo conscientes de la necesidad de defender los principios «correctos» de razonamiento en su campo, y, aunque la práctica real puede tener muy poca relación con lo que se predica, la consideración de qué es lo que se predica puede tener interés en sí misma. Esta es la tarea a que se dedica la Parte II de este libro. La parte I es una introducción breve al pen samiento actual en el terreno de la filosofía de la ciencia; en ella se exponen una serie de distinciones que serán utilizadas a lo largo del resto del libro. Después de pasar revista a la literatura existente sobre metodo logía económica, en los capítulos 3 y 4 de la Parte II, en el capí tulo 5 revisamos la espinosa cuestión del estatus lógico de la Eco nomía del Bienestar. Al final de dicho capítulo, habiendo ya obtenido una visión más o menos completa de las cuestiones candentes en la Metodología de la Economía, estaremos en disposición de aplicar las conclusiones obtenidas a algunas de las principales controversias que se han dado en el campo de la Economía. En consecuencia, la Parte III proporciona una serie de casos de estudio, con los que no se pretende zanjar cuestiones controvertidas respecto de las cuales los economistas aún no se han puesto de acuerdo, sino que consiste más bien en un intento de mostrar cómo cada controversia econó mica implica cuestiones de metodología económica. El último capítulo (Parte IV) reúne los distintos cabos expuestos en un intento de al canzar unas conclusiones finales; éste es quizás el capítulo más per sonal del libro. Posiblemente haya habido demasiados autores en el campo de la metodología económica que no han considerado que su tarea consis tiese en ir más allá de la simple racionalización de las formas tradi cionales de argumentación de los economistas, y acaso sea por esta razón por la que los economistas de hoy consideran en general la investigación metodológica de poca utilidad. Hablando francamente, lo cierto es que la metodología económica ocupa poco espacio en la formación de los economistas de hoy día, pero es posible que esto esté cambiando. Después de muchos años de complacencia general respecto del estatus científico de su disciplina, un creciente número de economistas empieza a plantearse en profundidad una serie de cuestiones acerca de lo que están haciendo. En cualquier caso, un número cada vez mayor de ellos empieza a sospechar que no todo
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L a metodología de la economía
es perfecto en el edificio construido por la disciplina económica. No es mi intención enseñarles a ser mejores economistas, pero, por otro lado, la mera descripción de lo que los economistas hacen, sin implicación alguna sobre lecciones objetivas al respecto no tiene de masiado interés; en un determinado momento incluso el espectador más imparcial se sentirá dispuesto a adoptar el papel de árbitro. Al igual que otros de mis colegas, yo también tengo mis ideas acerca de ¿Qué le ocurre a la Teoría Económica?, por citar el título del libro de Benjamín Ward * , pero mi discusión no se referirá tanto al contenido de lo que hoy entendemos por Economía, sino a la forma en que los economistas tratan de validar sus teorías. Sostendré en lo que sigue que no hay nada fundamentalmente erróneo en la meto dología económica normal, tal como la encontramos en los primeros capítulos de casi todos los libros de texto de Teoría Económica; el problema es que los economistas no practican lo que predican. Cuando Laertes le dice a Ofelia que no se rinda a los avances de Hamlet, ella replica: «No hagas tú como algunos enfadosos pre dicadores/ mostrarme el empinado y espinoso camino de los cielos/ mientras como inflado y vano libertino/ él mismo se engolfa con regodeo por los caminos de la sensualidad.» En mi opinión, los eco nomistas del siglo xx se parecen bastante a esos «enfadosos predi cadores». Mis lectores podrán decidir por sí mismos si esta opinión mía queda bien defendida en este libro, pero en cualquier caso, el deseo de plantear correctamente esa defensa ha sido la razón prin cipal que me ha impulsado a escribirlo. Este libro se dirige principalmente a los estudiantes de Economía, es decir, a aquellos que han asimilado lo fundamental de la teoría económica básica, pero que encuentran difícil, si no imposible, la ta rea de elegir entre teorías económicas alternativas. Pero el interés de los economistas profesionales en los problemas metodológicos es tal, que me atrevería a esperar que incluso algunos de mis colegas llegasen a encontrar el libro interesante. Muchos otros estudiosos de las ciencias sociales — sociólogos, antropólogos, profesionales de la ciencia política e historiadores— suelen tender, o bien a envidiar a los economistas por su aparente rigor científico, o bien a despre ciarlos por considerarlos como los lacayos de los gobiernos. Posible mente no encuentren en este libro un antídoto contra la envidia, sino más bien un recordatorio de los beneficios que la economía obtiene, y siempre ha obtenido, de su orientación política. La elaboración de este libro se ha prolongado demasiado. El pri mer capítulo quedó esbozado en la Villa SerbeUoni, en Bellagio, Italia, * Alianza Universidad (A U ), 19.
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^
donde pasé el mes de noviembre de 1976, gracias a la generosidad de la Fundación Rockefeller. Cuando dejé la idílica atmósfera del Centro de Estudios y Conferencias de Bellagio, mis compromisos do centes e investigadores me impidieron volver a trabajar sobre el manuscrito durante todo el curso 1976-77, y aún después me llevo todo el año 1978 el terminarlo. Obtuve valiosos comentarios, dema siado numerosos para mi comodidad, sobre este primer esbozo de Kurt Kappholz y Thanos Skouras. Además, Ruth Towse leyó todo el manuscrito eliminando la mayor parte, si no todos, mis lapsus gra maticales. Por esta ingrata tarea le debo una gratitud mayor de la que puede pagarse con moneda al uso. M
Londres, agosto de 1980
ark
B lau g
Parte I LO QUE UD. SIEMPRE QUISO SABER, Y NUNCA SE ATREVIO A PREGUNTAR, SOBRE LA FILOSOFIA DE LA CIENCIA
Capítulo 1 DE LAS IDEAS RECIBIDAS A LAS DE POPPER
Las ideas recibidas Cualquiera que consulte unos cuantos libros de texto de uso corriente en el campo de la filosofía de la ciencia, descubrirá pronto que se encuentra ante una extraña disciplina: no se trata, como podía esperarse, del estudio de los factores sicológicos y sociológicos que promueven y estimulan el descubrimiento de hipótesis científicas; ni siquiera se trata de una reflexión sobre los principios, métodos y resultados de las ciencias físicas y sociales que intente describir, al más alto nivel de generalidad, los logros científicos más sobresalientes. En vez de ello parece consistir básicamente en un análisis pura mente lógico de la estructura formal de las teorías científicas, un análisis que parece adecuarse más a la prescripción de la práctica cien tífica correcta que a la descripción de lo que en la actualidad enten demos por ciencia; y cuando se menciona la historia de la ciencia se escribe sobre ella como si la física clásica fuese el prototipo de toda ciencia, a la que tarde o temprano habrán de conformarse todas las demás si es que quieren merecer el título de «ciencia». Esta caracterización de la filosofía de la ciencia resulta hoy un poco anacrónica, puesto que refleja las ideas de los años dorados del positivismo lógico, los que separan a las dos guerras mundiales. En el período comprendido entre la década de 1920 y la de 1950 los filó sofos de la ciencia se mostraban en general de acuerdo con lo que Frederick Suppe (1974) ha denominado «Las ideas recibidas acerca 19
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L a m etodología de la economía
de las teorías» Pero los trabajos de Popper, Polianyi, Hanson, Toulmin, Kuhn, Lakatos y Feyerabend, para mencionar solamente a los amores mas importantes, han destruido en gran parte esas ideas recibidas sin llegar a construir, sin embargo, una alternativa gene ralmente aceptada que las sustituya. En resumen, la filosofía de la ciencia es un campo en el que ha reinado una gran agitación a par tir de 1960, lo que complica la tarea de proporcionar una guía clara y simple del mismo en el espacio de sólo dos capítulos. En principio lo mas conveniente parece ser empezar con algunos de los rasgos prin cipales de las ideas recibidas, y sólo después pasar a estudiar la nueva heterodoxia, utilizando la obra de Karl Popper como puente de en lace entre las ideas antiguas y las nuevas, dentro del campo de la nlosoria de la ciencia. El modelo hipotético-deductivo Las ideas generalmente aceptadas acerca de la filosofía de la cien cia a mediados del siglo xix postulaban que las investigaciones cientí ficas se inician a partir de una observación de los hechos, libre y carente de prejuicios; siguen con la formulación de leyes universales acerca de esos hechos por inferencia inductiva, y finalmente llegan, de nuevo por medio de la inducción, a afirmaciones de generalidad aun mayor, conocidas como teorías. Tanto las leyes como las teorías son sometidas a un proceso de comprobación de los elementos de verdad que contienen por medio de la comparación de sus implica ciones empíricas con todos los hechos observados, incluyendo aqueUos a partir de los cuales se inició el proceso. Este enfoque inductivo de la ciencia, perfectamente resumido por John Stuart Mili en su System of Logic, Ractocinative and Inductive (1843) (Sistema de lógica deductiva e inductiva), y que sigue siendo hoy en día la idea que el hombre de la calle tiene de la ciencia, empezó a derrumbarse gradualmente en la segunda mitad del siglo xix bajo la influencia de los escritos de Ernst Mach, Henri Poincaré y Pierre Duhem, y a principios de nuestro siglo empezó a tomar una visión prácticamente opuesta en los trabajos del Círculo de Viena y de los pragmáticos americanos (véanse: Alexander, 1964; 19 Harré, 1967; y también Losee, 72, capítulos 10 y 11), de lo que surgió el modelo hipotéticodeductivo de explicación científica. De todos modos, no fue hasta 1948 cuando este modelo hipotético-deductivo fue formalizado y propuesto como el único tipo válido de explicación en el campo de la ciencia. Esta autorizada ver sión apareció en primer lugar en un famoso artículo de Cari Hempel
Parte I. L o que usted siempre quiso saber
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y Peter Oppenheim (1965) *, en el que se argüía que toda explica ción verdaderamente científica tiene la misma estructura lógica: in cluye al menos una ley universal, más una delimitación de los con dicionantes iniciales relevantes que en conjunto constituyen el explanans, o premisas, de las cuales se deduce el explanandum, o afirma ciones acerca del fenómeno que se trata de explicar con la única ayuda de las reglas de la lógica deductiva. Por ley universal enten demos una proposición del tipo: «en todos los casos en los que se da el fenómeno A, se da también el fenomeno B», y tales leyes uni versales pueden ser determinadas, cuando se refieren a fenómenos individuales B, o estadísticas, cuando se refieren a clases de fenóme nos B (así pues, las leyes estadísticas toman la forma: «en todos los casos en los que se da el fenómeno A, se dará también el fenómeno B con una probabilidad de p, siendo 0 < p < l » ) . Por leyes de la 1» gica deductiva entendemos el razonamiento por silogismos infalibles del tipo «si A es cierto, entonces, B es cierto también; A es cierto, luego B también lo es» (éste es un ejemplo de lo que los logicos denominan silogismo hipotético). Excuso decir que la lógica deduc tiva es un cálculo abstracto y que la verdad lógica del razonamiento deductivo no depende en modo alguno de la verdad fáctica c° nt^' nida en la premisa mayor «si A es cierto, B también lo es», ni de la contenida en la premisa menor «A es cierto». De la estructura lógica común a todas las explicaciones verda deramente científicas se sigue, como señalaron a continuación Hem pel y Oppenheim, que la operación denominada explicación implica las mismas reglas de inferencia lógica que la operación denominada predicción, con la única diferencia de que la explicación se produce después de ocurridos los acontecimientos en cuestión, mientras que la predicción se produce a priori. En el caso de la explicación parti mos de un fenómeno que deseamos explicar y descubrimos al menos una ley universal más un conjunto de condiciones iniciales que el fenómeno en cuestión implica lógicamente. E n otras palabras, para citar una causa determinada como explicación de u n fenomeno con creto hemos de someter al fenómeno en cuestión a u n a ley univer1 Se trata de una versión más cauta de la misma tesis anunciada por Hempel en 1 9 4 2 ( 1 9 4 9 ) , y que generó un gran debate entre los historiadores respecto del significado de las explicaciones históricas (véase nota 5). E n La lógica de la investigación científica de Popper, publicada por primera vez en aleman en 1 9 3 4 y después en inglés en 1 9 5 9 , pueden encontrarse fo r m u k c .Q n e s anteriores, y formalmente menos precisas, del modelo h i p o t é t ic ( > d e d u c t iv o ( 1 9 6 5 pági nas 5 9 y 6 8 - 9 ; véase también Popper, 1 9 6 2 , I I , pags. 262-63 y 3 6 2 - 6 4 y Popper, 1 9 7 6 , pág. 1 1 7 ) , y ya en 1 8 4 3 lo encontramos también en Mili ( 1 9 7 3 , páginas 4 7 1 - 7 2 ) .
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L a m etodología de la economía
sal o a un conjunto de leyes universales; por esta razón, un crítico de la tesis de Hempel-Oppenheim la ha denominado «el modelo de explicación de la ley de cobertura» (Dray, 1957, cap. 1). En el caso de la predicción, por otro lado, partimos de una ley universal y de un conjunto de condiciones iniciales y deducimos de ellos proposi ciones acerca del fenómeno que desconocemos; las predicciones se utilizan generalmente para comprobar si la ley universal se mantiene en la práctica. En definitiva, la explicación es simplemente «una pre dicción proyectada hacia el pasado». Esta idea de que existe una simetría lógica perfecta entre la na turaleza de las explicaciones y la de las predicciones ha sido deno minada tesis de la simetría, y constituye el centro neurálgico del modelo hipotético-deductivo, o modelo de la ley de cobertura, de la explicación científica. Lo característico de este modelo es que no emplea otras reglas de inferencia lógica que las de la deducción (la importancia de esta característica se verá claramente en seguida). Las leyes universales implicadas en las explicaciones no se obtienen por generalización inductiva a partir de casos particulares; se trata de meras hipótesis, conjeturas inspiradas, si se quiere, que pueden contrastarse al utilizarlas para hacer predicciones acerca de fenómenos concretos, pero que no son reducibles en sí mismas a la pura obser vación de los fenómenos. La tesis de la simetría El modelo de explicación científica de la ley de cobertura ha sido atacado desde diversos ángulos, e incluso el propio Hempel, su más acendrado defensor, se ha retractado hasta cierto punto a lo largo de los años en respuesta a dichos ataques (Suppe, 1974, pág. 28n). La mayoría de los críticos han tomado la tesis de simetría como blanco de sus ataques. Se argumenta que la predicción no tiene por qué implicar explicación, e incluso que la explicación no tiene por qué impilcar predicción alguna. La primera proposición resulta clara, en cualquier caso: la predicción tan sólo exige correlación, mientras que la explicación requiere algo más. Así pues, cualquier extrapolación lineal de una regresión normal por mínimos cuadrados es una pre dicción, sin que la propia regresión tenga necesariamente que estar basada en teoría alguna acerca de las relaciones existentes entre las variables relevantes, y mucho menos en ideas acerca de cuáles de ellas son causas y cuáles efectos. Los economistas saben muy bien que al igual que ocurre con las previsiones meteorológicas a corto
Parte I. L o que usted siempre quiso saber
plazo, pueden obtenerse previsiones económicas bastante fiables a corto plazo recurriendo a reglas empíricas que producen satisfacto rios resultados, aunque no tengamos ni idea de los por ques. En re sumen, es perfectamente obvio que se puede predecir bien sin expli car nada. . .. No queremos decir con ello, sin embargo, que sea siempre taca decidir si una determinada teoría científica, que ha demostrado una apreciable capacidad predictiva, debe dicha capacidad a la pura suerte o* a sus características intrínsecas como tal teoría. Algunos críticos de las ideas recibidas han sostenido que el modelo^ de explicación científica de la ley de cobertura se basa en ultimo termino sobre el análisis de causación de David Hume. Para Hume, lo que denomi namos causación no es sino la conjunción constante de dos aconte cimientos que aparecen uno detrás del otro en tiempo y espacio, y de los que denominamos «causa» al que aparece primero en el tiem po, y «efecto» al que aparece después, aunque no necesariamente existirá tal conexión entre ellos (ver Losee, 1972, págs. 104-6). Los críticos han rechazado este «modelo de causación de la bola de bi llar» de Hume, y han insistido en que las genuinas explicaciones científicas deben incluir un mecanismo que conecte la causa con el efecto, lo cual garantizará que la relación existente entre los dos fenómenos es realmente «necesaria» (ver, por ejemplo, Harré, 1970, páginas 104-26; Harré, 1972, págs. 92-5 y 114-32; y Harré y Secord, 1972, cap. 2). El caso de la teoría de la gravitación de Newton nos muestra, sin embargo, que la insistente exigencia de un verdadero mecanismo causaf en las explicaciones científicas, tomada al pie de la letra, puede muy bien ser perjudicial para el progreso científico. Dejemos a un lado todo lo referente a los cuerpos en movimiento, dijo Newton, excepto sus posiciones, masas y velocidades, y obtengamos una defi nición operativa de estos términos; la teoría de la gravedad resul tante, que incorpora la ley universal de que los cuerpos se atraen con una fuerza que varía inversamente con el cuadrado de sus dis tancias, nos permite predecir el comportamiento de fenómenos tan diversos como la órbita de los planetas, las fases de la luna, el flujo y reflujo de las mareas, e incluso la causa por la que las manzanas se caen de los árboles. Y sin embargo, Newton no proporcionó meca nismo causa-efecto alguno que explicase la acción de la gravedad y hasta la fecha no se ha descubierto tal mecanismo— , por lo que fue incapaz de responder a la objeción de muchos de sus contem poráneos que argumentaban que la misma idea de la gravedad ac tuando instantáneamente a distancia, sin medio material alguno que
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arrastre la fuerza — ¿dedos fantasmales moviéndose a través del va cio, quizás?— es completamente metafísica 2. Pero, por otra parte, nadie negará hoy el Extraordinario poder predictivo de la teoría newtoniana, especialmente después del uso por Leverrier de la ley de la inversa de los cuadrados en 1864 para predecir la existencia de un planeta hasta entonces desconocido, Neptuno, a partir de las aberraciones observadas en la órbita de Urano; el hecho de que la teoría de Newton hubiese cosechado tantos fra casos como éxitos (recuérdense las infructuosas investigaciones de Leverrier en busca de otro planeta desconocido, Vulcano, que explicase las irregularidades observadas en los movimientos de Mercurio), fue convenientemente olvidado. Por tanto, pues, puede afirmarse que la teoría de la gravedad de Newton es solamente un instrumento altamente eficiente para generar predicciones que son aproximada mente correctas para virtualmente todos los propósitos prácticos den tro de nuestro sistema solar, pero que, sin embargo, no consigue realmente «explicar» el movimiento de los cuerpos. En realidad, fueron consideraciones de este tipo las que llevaron a Mach y Poincaré a afirmar en el siglo xix que todas las teorías e hipótesis cien tíficas son meramente descripciones condensadas de unos fenómenos naturales que, en sí mismos, no son verdaderos ni falsos, sino simpies convenciones que nos permiten almacenar información empírica, y cuyo valor ha de venir exclusivamente determinado por el prin cipio de economía del conocimiento — esto es lo que se denomina la metodología del convencionalismo. Baste dejar sentado, pues, que la predicción, aun cuando proven ga de teorías altamente sistematizadas y rigurosamente axiomatizadas, no tiene por qué implicar explicación alguna. Pero, ¿qué decir de la afirmación opuesta? ¿Es posible obtener explicaciones sin hacer predicciones? La respuesta a esta pregunta depende claramente de qué sea lo que entendamos^exactamente por explicación, cuestión que hasta el momento hemos soslayado cuidadosamente. En el sentido más amplio de la palabra, explicar es responder a la pregunta de: 2 Sabemos que Newton era perfectamente consciente de esta objeción; en una carta a un amigo decía: « L a gravedad puede tener por origen algún agente que actúa constantemente de acuerdo con ciertas leyes, pero he dejado a la consideración de mis lectores la cuestión de si dicho agente es material o inma terial» (citado por Toulmin y Goodfield, 1963, págs. 281-82; véase también Toulmm y Goodfield, 1965, págs. 217-20; y H anson, 1965, págs. 90-1; Losee, 1972, págs. 90-3). Igualmente, la historia del concepto de hipnosis (desde el «magnetismo animal», pasando por el «m esm erism o», hasta la «h ipnosis») de muestra cómo fenómenos naturales bien contrastados, como, por ejemplo, el uso de la hipnosis como anestésico en medicina, no tienen explicación, incluso hoy en día, en términos del mecanismo causal que opera en á proceso.
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¿por qué?; es reducir lo misterioso y poco conocido a algo conocido generando así la exclamación: ¡Ah, o sea que es así! Si se acepta este uso deliberadamente impreciso del lenguaje, pare cerá claro que sí que existen teorías científicas que generan esos ¡Ah! Sin que esto signifique gran cosa en cuanto a su capacidad de predicción del tipo de fenómenos de que se trate. Un ejemplo im portante de esto, frecuentemente citado por los críticos de las ideas recibidas (por ejemplo, Kaplan, 1964, págs. 346-51; Harre, 1972, páginas 56, 176-77), es la teoría de la evolución de Darwin, que trata de explicar cómo las formas biológicas más especializadas se desarrollan a partir de una sucesión de formas menos especializadas por un proceso de selección natural, teoría que, sin embargo, no es capaz de predecir de antemano con precisión qué formas específicas más especializadas surgirán bajo ciertas condiciones ambientales de terminadas. La teoría darwiniana puede decirnos muchas cosas acerca del pro ceso evolutivo una vez que éste se ha producido, pero no nos dice casi nada acerca de dicho proceso a priori. Y no es solamente que la teoría darwiniana no sea capaz de especificar las condiciones iniciales requeridas para que opere la selección natural, sino que tampoco proporciona leyes universales definidas acerca de las tasas de super vivencia de las distintas especies bajo diferentes condiciones ambien tales. En la medida en que la teoría es capaz de predecir algo, pre dice la posibilidad de un cierto resultado, dependiendo de que otros fenómenos se den también, y no predice la probabilidad de tal resul tado en el caso en que esos otros fenómenos estén presentes de he cho. Por ejemplo, la teoría conjetura que una cierta proporción de las especies con capacidad natatoria que vivían en un medio árido sobrevivirán a la repentina inundación de su hábitat, pero no puede predecir qué proporción sobrevivirá ante una inundación real y ni siquiera puede predecir si esa proporción será mayor que cero (Scriven, 1959). _ Sería erróneo concluir que la teoría darwiniana incluye la ramosa falacia de post hoc, ergo proper hoc, es decir, la falacia consistente en inferir causación de la mera conjunción casual, porque Darwin sí que elaboró un mecanismo causal para el proceso evolutivo. La causa de la evolución de las especies es, según Darwin, el proceso de selección natural, y la selección natural se manifiesta a través de la lucha por la existencia que opera a través de la reproducción y de las variaciones aleatorias de lo que él denominó «gémulas», pro ceso muy parecido al de la selección que practican los que se dedi can a la cría de ganado. El mecanismo de la herencia en Darwin era esencialmente un sistema por el cual los rasgos provenientes de los
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padres iban mezclándose en los hijos, quedando dichos rasgos gra dualmente diluidos en sucesivas generaciones. Desgraciadamente, este mecanismo es defectuoso, ya que según él no podrían aparecer espe cies nuevas, puesto que cualquier mutación iría perdiendo fuerza al mezclarse con otras características y, después de varias generacio nes, acabaría por perder todo valor selectivo. El propio Darwin llegó a reconocer esta objeción y, en la última edición de su El origen de las especies, hizo crecientes concesiones al desacreditado concepto lamarckiano de la herencia directa de las características adquiridas, en un esfuerzo por encontrar una explicación convincente de la evo lución 3. Lo irónico del caso es que, para esa época, Mendel, desconocido para Darwin y para todo el mundo, había descubierto ya el concepto de gene, es decir, las unidades hereditarias discretas que se transmi ten de generación en generación sin mezcla ni disolución. La genética mendeliana proporciono a la teoría de Darwin un mecanismo causal convincente, pero desde nuestra perspectiva actual no afectó apreciablemente al estatus de la teoría de la evolución, que siguió siendo una teoría que explica lo que no puede predecir, cuya argumentación se sostiene únicamente sobre apoyos indirectos y a posteriori. El pro pio Darwin fue un defensor declarado del modelo hipotético-deduc tivo de explicación científica (Ghiseün, 1969, págs. 27-31, 59-76), pero el hecho es que hoy sigue representando para nosotros «el pa radigma de científico que explica pero no predice» (Scriben, 1959, página 477) 4. Sin duda alguna, por tanto, el modelo de explicación científica de la ley de cobertura, que afirma que tendremos una ex plicación científica de un fenómeno si, y sólo si, somos capaces de 3 Subrayamos con cierta satisfacción que Darw in se inspiró en las ideas de un economista, Thomas M althus, y fue decisivamente criticado por otro, Fleeming Jenkin, profesor de ingeniería de la Universidad de Edim burgo (incidental mente, Jenkin fue el primer economista británico en dibujar las curvas de oferta y demanda). En efecto, fue Jenkin el que dem ostró en una recensión de El origen de las especies (1859), escrita en 1867, que la teoría de Darw in, tal como éste la formuló, era incorrecta. Puede que fuese esta objeción la que impulsó a Darwin a incluir un capítulo nuevo en la sexta edición de E l origen de las especies, en el cual resucitaba las ideas de Lam arck (véase Jenkin, 1973, especialmente las páginas 344-45; Toulmin y Goodfield, 1967, capítulo 9; Ghiselin, 1969, págs. 173-74; y Lee, 1969). 4 Vale la pena recoger completa la cita de Scriven: «E n lugar de el Mito de la Segunda Venida (de Newton), favorito de los científicos, deberíamos reconocer la Realidad del Ya-Llegado (D arw in), que es el paradigma de los científicos que explican pero no predicen.» Teniendo in mente consideraciones semejantes, Popper (1976, págs. 168 y 171-80; y también 1972a, págs. 69 y 141142, 267-68) concluye que la teoría darwiniana de la evolución no es una teoría científica contrastable, sino más bien «un program a de investigación metafísico, un marco posible de teorías científicas contrastadles».
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predecir con la ayuda de leyes universales, no puede aplicarse a la teoría darwiniana de la evolución. Así pues, o bien el modelo de ley de cobertura es inadecuado, o bien la teoría de la evolución no será una teoría científica. Existen también otros ejemplos de teorías que parecen proporcio nar explicaciones sin hacer predicciones definidas, tales como la sico logía freudiana y la teoría del suicidio de Durkheim, aunque puede objetarse que éstas no son teorías verdaderamente científicas. Pero podemos citar un conjunto aún más amplio de ejemplos de este tipo en las numerosas y variadas explicaciones históricas que, en el mejor de los casos, proporcionan condiciones necesarias pero no suficientes >ara que ciertos acontecimientos ocurran o hayan ocurrido; lo que os historiadores explican, casi nunca es estrictamente deducible a partir de sus explanatts y, por consiguiente, no generan predicciones precisas. Existe el peligro, sin embargo, de llevar demasiado lejos esta tesis de la explicación-sin-predicción. Existen buenas razones para no fiarse plenamente de dicha tesis, y quizás la pregunta rele vante a plantear sería: cuando se ofrece una explicación que no per mite predecir, ¿ocurre esto porque no podemos obtener toda la infor mación relevante acerca de las condiciones iniciales, u ocurre porque la explicación no incluye leyes, o incluso generalizaciones amplias de algún tipo? (en cuyo caso nos están dando realmente gato por liebre).
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Normas «versus» práctica efectiva En último término, es difícil resistirse a la conclusión de que el modelo de explicación científica de la ley de cobertura excluye una gran parte de lo que algunos al menos han considerado siempre como ciencia. Pero esto es precisamente su objetivo: «decirnos lo que debe ser», y no «decirnos lo que es». Es esta función prescriptiva, nor mativa, del modelo de la ley de cobertura, lo que sus críticos en cuentran más objetable. Argumentan estos críticos que, en vez de es tablecer los requerimientos lógicos de una explicación científica, o las condiciones mínimas que las teorías científicas habrían de cumplir idealmente, aprovecharíamos mejor nuestro tiempo dedicándonos a la clasificación y caracterización de las teorías efectivamente utiliza das en el discurso científico 5. Al hacerlo así, prosiguen estos autores, 5 E n el mismo sentido, los historiadores han argumentado que el modelo de explicación histórica de la ley de cobertura, malinterpreta lo que los histo riadores realmente hacen; la H istoria es una disciplina «ideográfica» y no «nom otética», que se ocupa del estudio de acontecimientos y personajes concretos,
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nos encontraremos con que su diversidad es más patente que su si militud: no parece haber propiedades comunes presentes en todas las teorías científicas. En efecto, además de las explicaciones deductivas, tipo leyes es tadísticas e históricas que ya hemos mencionado, la biología y las ciencias sociales en general proporcionan abundantes ejemplos de ex plicaciones funcionales o ideológicas, que toman la forma de indi caciones acerca del papel instrumental que cumple un determinado elemento de un organismo en la tarea de mantener a dicho organismo en un cierto estado, o acerca del papel que la acción humana indi vidual juega en la consecución de un cierto objetivo colectivo (ver Nagel, 1961, págs. 20-6). Estos cuatro o cinco tipos de explicación aparecen en las diferentes teorías científicas, pudiendo clasificarse a su vez dichas teorías según diferentes dimensiones (por ejemplo, Suppe, 1974, págs. 120-25; Kaplan, 1964, págs. 298-302). Pero in cluso unas tipologías tan detalladas de las teorías científicas como las citadas presentan ciertas dificultades, ya que muchas teorías combi nan distintas formas de explicación, de forma que ni siquiera es cierto que todas las teorías científicas clasificadas dentro de un mismo grupo y bajo una misma denominación vayan a presentar las mismas pro piedades estructurales. En otras palabras, tan pronto como adopta mos una visión amplia de la práctica científica, nos encontramos con la dificultad de que el material existente es excesivo para permitir una única «reconstrucción racional» de las teorías, de la que cabría derivar las normas metodológicas a las que se supone han de obede cer todas las teorías verdaderamente científicas. Esta tensión entre descripción y prescripción, entre la historia de la ciencia y la metodología científica, dentro de la filosofía de la ciencia, ha sido el factor primordial causante del virtual derrocamiento de las ideas recibidas durante la década de 1960 (ver Toulmin, 1977). Esta tensión se hace también sentir en el tratamiento que Popper da a la falsabilidad y su papel en el progreso científico, tratamiento que ha demostrado ser una de las fuentes principales de la que ha y no de las leyes generales de la evolución (véase D ray, 1957; 1966). Pero la esencia del argumento inicial de Hem pel era que ni siquiera los acontecimien tos concretos pueden explicarse sin referencia a generalizaciones de algún tipo, por triviales que éstas sean, y que los historiadores normalmente proporcionan tan sólo un «esbozo de explicación», bien porque fallan en cuanto a la especi ficación de sus generalizaciones, bien porque dan por sentado, sin justificación suficiente, que aquéllas han sido ya satisfactoriamente contrastadas. E l debate respecto de las ideas recibidas entre los filósofos de la ciencia tiene, por tanto, su réplica exacta en el debate Hempel-Dray entre los filósofos de la H istoria (véase McClelland, 1975, capítulo 2, en el que puede encontrarse un resumen juicioso y puntual del tema).
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emanado la oposición a las ideas recibidas. La discusión de las ideas de Popper nos permitirá volver a la cuestión de la simetría con más elementos de juicio. El falsacionismo de Popper Popper parte de la distinción entre la ciencia y la no-ciencia, a la que él denomina criterio de demarcación, y termina con un intento de establecer normas que permitan evaluar las hipótesis científicas en términos de su diferente grado de verosimilitud. Al hacer esto, Popper se aleja gradualmente de las ideas recibidas, según las cuales el objetivo de la filosofía de la ciencia consiste en reconstruir racio nalmente las teorías imperfectamente formuladas del pasado, de for ma que éstas lleguen a adecuarse a ciertos cánones de explicación científica. Con Popper, la filosofía de la ciencia pasa a ser una disci plina dedicada a la búsqueda de métodos de evaluación de las teorías científicas, una vez que éstas han sido ya propuestas. El punto de partida de Popper es la crítica de la filosofía del Positivismo Lógico, encarnada en lo que se ha denominado el princi pio de verificabilidad del significado. Este principio estipula que to das las proposiciones pueden clasificarse en analíticas y sintéticas — o bien son ciertas en virtud de las definiciones incluidas en las mis mas, o bien son ciertas, si es que lo son, en virtud de la experiencia práctica— y a continuación declara que todas las afirmaciones sin téticas son significativas si, y sólo si, son susceptibles, al menos en principio, de contrastación empírica (ver Losee, 1972, págs. 184-90). Históricamente, los miembros del Círculo de Viena (Wittgenstein, Schelick y Carnap) emplearon el principio de verificabilidad de la significación principalmente como un aguijón con el que desinflar las pretensiones metafísicas, tanto dentro como fuera de las ciencias, sos teniendo que, incluso ciertas proposiciones que pasan por científicas, y, por supuesto, todas las proposiciones que no pretenden serlo, pue den descartarse como carentes de significación. En la práctica, el prin cipio de verificabilidad generó una profunda desconfianza respecto del uso en las teorías científicas de conceptos no-observables, tales como el espacio absoluto y el tiempo absoluto de la mecánica newtoniana, los electrones de la física de partículas, los límites de las va lencias de la química y la selección natural de la teoría de la evo lución. La metodología del operacionalismo constituye el producto típico de este prejuicio antimetafísico del Positivismo Lógico; esta teoría fue propuesta por primera vez en 1927, y alcanzó posterior mente una amplia difusión por medio de la influyente obra de Percy
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Bridgman. Para descubrir la significación de cualquier concepto cien tífico, reconoce Bridgman, tan sólo necesitamos especificar las ope raciones físicas realizadas para asignarle valores: la longitud es la medición de objetos en una única dimensión y la inteligencia es lo que se mide en los tests de inteligencia (ver Losee, 1972, págs. 181-84). Popper rechaza tales intentos de demarcación entre lo significante y lo que carece de significación, y los sustituye por un nuevo criterio de demarcación que divide el conocimiento humano en dos clases mutuamente excluyentes, denominadas «ciencia» y «no-ciencia». Aho ra bien, la respuesta tradicional del siglo xix a este problema de la demarcación afirmaba que la ciencia difiere de la no-ciencia en virtud de la utilización por la primera del método de inducción: la ciencia parte de la experiencia y procede, a través de la observación y la experimentación, a establecer leyes generales con la ayuda de las reglas de la inducción. Desgraciadamente, la justificación de la induc ción entraña un problema lógico que ha preocupado a los filósofos desde los tiempos de Hume. Para citar un ejemplo concreto: los hombres infieren la ley general de que el sol sale siempre por las mañanas de la experiencia pasada, en la que el sol ha salido cada día por la mañana; sin embargo, ésta no puede ser una inferencia lógicamente concluyente, en el sentido de que premisas verdaderas necesariamente implican conclusiones verdaderas, porque no existe garantía absoluta alguna de que lo que hemos experimentado hasta el momento persistirá en el futuro. Argumentar que la ley de la sa lida del sol por las mañanas está basada en la experiencia invariable es, en palabras de Hume, eludir la cuestión, porque lo único que hacemos con ello es trasladar el problema de la inducción del caso de que se trate, a otro caso; el problema consiste en cómo podemos inferir lógicamente algo referente a la experiencia futura, sobre la única base de la experiencia pasada. En algún momento de la argu mentación, la inducción desde casos particulares hasta la formulación de una ley universal exigirá un salto ilógico de pensamiento, elemen to que muy bien puede llevarnos a conclusiones falsas, aunque nues tras premisas fuesen ciertas. Hume no negó el hecho de que todos generalizamos constantemente a partir de los casos particulares de nuestra experiencia por costumbre y por asociación de ideas espon tánea, pero lo que negó fue que tales inferencias tuviesen una justi ficación lógica. Este es el famoso problema de la inducción. De la argumentación de Hume se sigue que existe una asimetría fundamental entre inducción y deducción, entre demostrar y no-de mostrar, entre verificación y falsación, entre afirmar la verdad y ne garla. No es posible derivar, o establecer de forma concluyente, afir maciones universales a partir de afirmaciones particulares, por muchas
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que sean éstas, mientras que cualquier afirmación universal puede ser refutada, o lógicamente contradicha, por medio de la lógica de ductiva, por una sola afirmación particular. Utilizaremos el ejemplo popperiano favorito (que en realidad tiene su origen en John Stuart Mili): ningún número de observaciones acerca de que los cisnes son blancos nos permitirá inferir que todos los cisnes son blancos, pero la observación de un único dsne negro, nos permite refutar aquella conclusión. En resumen, no es posible demostrar que algo es mate rialmente cierto, pero siempre es posible demostrar que algo es ma terialmente falso, y esta es la afirmación que constituye el primer mandamiento de la metodología científica. Popper utiliza esta asi metría fundamental en la formulación de su criterio de demarcación: ciencia es el cuerpo de proposiciones sintéticas acerca del mundo real, que es susceptible, al menos en principio, de falsación por me dio de la observación empírica, ya que excluye la posibilidad de que ciertos acontecimientos se produzcan. Así pues, la ciencia se carac teriza por su método de formulación de proposiciones contrastables, y no por su contenido, ni por su pretensión de certeza en el cono cimiento; si alguna certeza proporciona la ciencia, ésta será más bien la certeza de nuestra ignorancia. La línea que queda trazada en consecuencia entre la ciencia y la no-ciencia no es, sin embargo, absoluta; tanto la falsabilidad como la contrastabilidad son cuestiones de grado (Popper, 1965, pág. 113; 1972b, pág. 257; 1976, pág. 42). En otras palabras, hemos de pensar en el criterio de demarcación como caracterizador de un espectro más o menos continuo de conocimientos, en uno de cuyos extremos encontraremos ciertas ciencias naturales «fuertes», como la física y la química (a las que seguirán a continuación un conjunto de cien cias más «débiles», como la biología evolucionista, la geología y la cosmología) y en cuyo extremo opuesto encontraremos a la poesía, las artes, la crítica literaria, etc., encontrándose la historia y todas las ciencias sociales en algún punto intermedio, que esperamos esté más cerca del extremo científico que del no-científico del espectro. Una falacia lógica Insistamos ahora sobre la distinción entre verificabilidad y falsa bilidad por medio de una breve disgresión referente al fascinante tema de las falacias lógicas. Dado el silogismo hipotético: «Si A es cierto, entonces B también es cierto; A es cierto, luego B también es cierto», la afirmación hipotética de la premisa mayor puede divi dirse en un antecedente «A es cierto» y un consecuente «entonces,
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B es cierto». Para llegar a la conclusión «B es cierto», debemos ser capaces de afirmar que realmente A es cierto; en el lenguaje técnico de la lógica, hemos de «establecer el antecedente» de la premisa ma yor de la afirmación hipotética, para que la conclusión de que «B es cierto» se siga como necesidad lógica. Recuérdese que el término cierto utilizado en la argumentación se refiere a certeza lógica, y no a certeza fáctica. Consideremos lo que pasa, sin embargo, si alteramos ligeramente la premisa menor de nuestro silogismo hipotético como sigue: «Si A es cierto, entonces, B es cierto; B es cierto, luego A es cierto». En vez de establecer la certeza del antecedente, establecemos ahora la del consecuente, y tratamos de obtener, a partir de la certeza del consecuente, «B es cierto», la certeza del antecedente «A es cierto». Pero este es un razonamiento falaz porque ya no estamos en el caso de que nuestra conclusión ha de seguirse con necesidad lógica de nuestras premisas. Un ejemplo puede ilustrar este punto: si Blaug es un experto filósofo, sabrá cómo usar correctamente las reglas de la lógica; Blaug sabe cómo usar correctamente las reglas de la lógica, luego Blaug es un experto filósofo (cosa que no es cierta). Así pues, es lógicamente correcto «establecer el antecedente» (al gunas veces denominado modus ponens), pero «establecer el conse cuente» es una falacia lógica. Lo que podemos hacer, sin embargo, es «negar el consecuente» (modus tollens), y esto sí que es siempre lógicamente correcto. Si expresamos nuestro silogismo hipotético en forma negativa, tendremos: «Si A es cierto, entonces B es cierto; B no es cierto; luego A no es cierto». Siguiendo con nuestro ejemplo anterior: si Blaug no usa correctamente las reglas de la lógica, esta remos lógicamente justificados para concluir que no es un experto filósofo. Esta es una de las razones por las que Popper subraya la idea de que existe una asimetría entre verificación y falsación. Desde un punto de vista estrictamente lógico, nunca podemos afirmar que una hipótesis es necesariamente cierta porque esté de acuerdo con los hechos; al pasar en nuestro razonamiento de la verdad de los hechos a la verdad de la hipótesis, cometemos implícitamente la falacia ló gica de «afirmar el consecuente». Por otra parte, podemos negar la verdad de una hipótesis en relación con los hechos, porque, al pasar en nuestro razonamiento de la falsedad de los hechos a la false dad de la hipótesis, invocamos el proceso de razonamiento, lógica mente correcto, denominado «negar el consecuente». Para resumir la anterior argumentación en una fórmula mnemotécnica, podríamos decir: no existe lógica de la verificación, pero sí existe lógica de la refutación.
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El problema de la inducción Si la ciencia ha de caracterizarse por un continuo intento de fal sación de las hipótesis existentes, con objeto de reemplazarlas por otras que resistan la falsación con éxito, parece lógico preguntarse de dónde vienen tales hipótesis. Popper sigue las ideas recibidas al negar todo interés al llamado «contexto del descubrimiento», como distinto del «contexto de justificación» — el problema de la génesis del conocimiento científico queda así relegado al campo de la sico logía o de la sociología del conocimiento (1965, págs. 31-2)— y el insistir en que, en cualquier caso, y sea cual sea el origen de las generalizaciones científicas, dicho origen no se encuentra en la induc ción a partir de casos particulares. La inducción es, para Popper, un mito: las inferencias inductivas no sólo no son válidas, como demos tró Hume hace ya mucho tiempo, sino que son prácticamente impo sibles (Popper, 1972a, págs. 23-9; 1972b, pág. 53). La obtención de generalizaciones inductivas no es posible porque, en el momento en que hayamos seleccionado un conjunto de observaciones de entre el infinito número de observaciones posibles, habremos establecido ya un cierto punto de vista y ese punto de vista es en sí mismo una teoría, aunque en estado burdo y poco sofisticado. En otras palabras, no existen los «hechos en bruto» y todos los hechos están cargados de teoría — fundamental idea, a la que volveremos más adelante— . Popper, al igual que Hume, no niega que la vida diaria esté llena de ejemplos que parecen inducciones, pero, a diferencia de aquél, llega hasta a negar que éstas sean realmente generalizaciones libres de la influencia de intuiciones anteriores. En la vida ordinaria, al igual que en la ciencia, adquirimos conocimientos y los mejoramos utilizándolos a través de una constante sucesión de conjeturas y refu taciones, para lo cual utilizamos el familiar método de prueba y error. En este sentido, podríamos decir que Popper no ha resuelto real mente el problema de la inducción, una de sus pretensiones favori tas, sino que más bien lo ha disuelto 6. Para evitar malentendidos, tendremos que dedicar un momento a examinar el doble sentido que puede atribuirse en el lenguaje co 6 L a historia de la filosofía está simplemente plagada de intentos fracasados de resolver «el problema de la inducción». N i siquiera los economistas han podido resistir la tentación de entrar en el juego de tratar de refutar a Hume. Por ejemplo, Roy H arrod (1956) escribió todo un libro tratando de justificar la inducción como una form a de razonamiento probabilístico, en el que se con sideraba la probabilidad como una relación lógica y no como una característica objetiva de los acontecimientos. L a cuestión a que nos referimos incluye una serie de complicadas paradojas referentes al propio concepto de probabilidad, en las que no podemos entrar aquí (pero véase Ayer, 1970, al respecto).
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rriente al término inducción. Hasta aquí hemos venido utilizando el término inducción en su sentido lógico estricto, como aquella argu mentación que emplea premisas que contienen información acerca de algunos elementos de una cierta clase de fenómenos, con objeto de apoyar una generalización referente a dicha clase en su conjunto que sea, por tanto, aplicable a elementos no-examinados del conjunto. En Popper, lo mismo que en Hume, la inducción en este sentido no constituye argumento lógico válido; tan sólo la lógica deductiva pro porciona lo que los lógicos denominan argumentos «demostrativos» o compelentes, a través de los cuales las premisas verdaderas llevan siempre a conclusiones verdaderas. Pero en el campo de las ciencias, al igual, por otra parte, que en las formas cotidianas de pensamiento, nos vemos continuamente enfrentados a argumentos denominados también «inductivos» y que tratan de demostrar que una determi nada hipótesis se ve apoyada por determinados hechos. Tales argu mentos pueden denominarse «no-demostrativos», en el sentido de que las conclusiones, aunque de algún modo vengan «apoyadas» por las premisas, no están lógicamente «ligadas» a aquéllas (Barker, 1957, páginas 3-4); incluso si las premisas son ciertas, una inferencia in ductiva no-demostrativa no puede excluir lógicamente la posibilidad de que la conclusión sea falsa. Así pues, la argumentación: «H e visto un gran número de cisnes blancos; nunca he visto un cisne negro; por tanto, todos los cisnes son blancos», es una inferencia inductiva no-demostrativa que no se deduce de las premisas mayor y menor, con lo que ambas premisas pueden ser verdaderas sin que la conclu sión se siga de ellas lógicamente. En resumen, un argumento no^demostrativo puede, en el mejor de los casos, persuadir a una persona ya convencida, mientras que un argumento demostrativo debe con vencer incluso a sus más obstinados oponentes. La afirmación de Popper de que «la inducción es un mito» se refiere a la inducción como argumento lógico demostrativo, y no a la inducción como intento no-demostrativo de confirmar ciertas hipó tesis, intento que con frecuencia lleva consigo ejercicios de inferencia estadística 7. Por el contrario, y como veremos más adelante, Popper tiene mucho que decir acerca de la inducción no-demostrativa, o lo que a veces se denomina la lógica de la confirmación. Por todo lo di cho, quedará claro que difícilmente podremos encontrar concepto más 1 La tendencia a perder de vista el doble significado del término «induc ción» es responsable de algunos de los ataques que se han lanzado contra lo escrito por Popper en detrimento del inductivismo (véase, por ejemplo, Grunbaum, 1976). Barker (1957) nos proporciona un buen tratamiento de estas cues tiones, aunque su discusión de las ideas de Popper deja bastante que desear; véase también Braithwaite (1960, capítulo 8).
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equivoco que la idea corriente de que la inducción y la deducción son operaciones mentales opuestas, siendo la deducción la operación que nos lleva de lo general a lo particular y la inducción la que va de lo particular a lo general. La dicotomía relevante no se plantea nunca entre inducción y deducción, sino entre inferencias demostrativas que son ciertas, e inferencias no-demostrativas que son dudosas (ver Co hén, 1931, págs. 76-82; Cohén y Nagel, 1934, págs. 173-84). Sólo con que consiguiésemos garantizar la utilización lingüística del termino «aducción» para las formas de razonamiento no-demostrativas, y a las que vulgarmente se aplica el término «inducción», podríamos evitar una gran cantidad de malentendidos (Black, 1970, página 137). Por ejemplo, con frecuencia nos encontramos con afir maciones del tipo: toda la ciencia se basa sobre la inducción; la de ducción no es más que un instrumento de pensamiento que no puede servir como medio de adquisición de nuevos conocimientos, ya que es como una especie de máquina de hacer salchichas que tan sólo genera por un extremo lo que previamente se haya introducido por el otro; sólo por medio de la inducción podemos aprender algo nue vo sobre el mundo y, después de todo, la ciencia no es sino la acu mulación de conocimientos sobre el mundo que nos rodea. Este punto de vista, que prácticamente repite literalmente la argumentación de John Stuart Mili en su Lógica, es simplemente un espantoso embrollo de palabras, en el que se supone que la inducción es lo opuesto de la deducción, y que ambos son los únicos métodos de pensamiento lógico existentes. Pero la inducción demostrativa no existe, y la aduc ción no es en absoluto lo opuesto de la deducción, sino que, de he cho, constituye otro tipo de operación mental completamente dife rente; la aducción es la operación no-lógica que nos permite saltar desde el caos que es el mundo real a la corazonada que supone una conjetura tentativa respecto de la relación que realmente existe entre un conjunto de variables relevantes. La cuestión de cómo se produce dicho salto pertenece al contexto de la lógica del descubrimiento, y puede que no sea conveniente dejar de lado despectivamente este tipo de contexto, como los positivistas, e incluso los popperianos, desean, pero lo cierto es que la filosofía de la ciencia se ocupa, y se ha ocupado siempre, de forma exclusiva, del paso siguiente del pro ceso, es decir, de cómo esas conjeturas iniciales se convierten en teorías científicas por medio de su inserción y articulación dentro de una estructura deductiva más o menos coherente y completa, y de cómo esas teorías son posteriormente contrastadas con las observa ciones. En definitiva, no debemos decir que la ciencia se basa en la inducción: se basa en la aducción seguida de deducción.
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Estratagemas inmunizadoras Pero volvamos a Popper. Este autor hace frecuentes referencias, especialmente en sus primeros escritos, al modelo de ley de cober tura de las explicaciones científicas, pero se detecta también en él desde el principio una creciente desconfianza hacia la tesis de la si metría. Las predicciones tienen una importancia fundamental para Popper respecto de la contrastación de las teorías explicativas, pero esto no significa que considere el explanans de una teoría exclusiva mente como una máquina de producción de predicciones: «Considero el interés del teórico en la explicación — es decir, en el descubri miento de teorías explicativas— como irreducible a su interés pura mente técnico en la obtención de predicciones» (1965, pág. 61n; también, 1972a, págs. 191-95; Popper y Eccles, 1977, págs. 554-55; y ver la nota 1 anterior). Los científicos quieren ser capaces de expli car y por ello deducen las predicciones lógicas inherentes a sus expli caciones, con objeto de contrastar sus teorías; todas las teorías «ver daderas» lo son tan sólo provisionalmente, ya que hasta el momento han hecho frente con éxito a la falsación; dicho de otro modo, toda la verdad que conocemos se encuentra incluida en aquellas teorías que aún no han sido falsadas. Todo dependerá, por tanto, de si, de hecho, es posible o no falsar las teorías y de si, caso de que dicha falsación fuera posible, el proceso de falsación es concluyente. Hace ya tiempo, Durhem argu mentó que es imposible falsar de forma concluyente las hipótesis científicas concretas, porque siempre estamos contrastando el expla nans en su totalidad, es decir, la hipótesis concreta junto con propo siciones auxiliares, y, por consiguiente, nunca podremos estar seguros de si lo que hemos confirmado o refutado es la hipótesis en sL Así pues, cabe siempre la posibilidad de defender cualquier hipótesis frente a la evidencia empírica contraria a la misma, con lo que su aceptación o rechazo será, hasta cierto punto, una cuestión arbitraria. Pongamos un ejemplo: si quisiéramos contrastar la ley de la caída libre de los cuerpos de Galileo, terminaríamos necesariamente con trastando la ley de Galileo junto con una hipótesis auxiliar acerca del efecto de la resistencia del aire, ya que la ley de Galileo se aplica a la caída de los cuerpos en el vacío, y el vacío perfecto es imposible de obtener en la práctica; nada nos impediría entonces rechazar cual quier refutación de la ley de Galileo sobre la base de que los ins trumentos de medición no han logrado eliminar los efectos de la resistencia del aire. En resumen, concluye Durhem, los llamados «ex perimentos cruciales» no existen (ver Harding, 1976). Se dijo de Herbert Spencer que su idea de la tragedia fue una bella teoría ase
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sinada por un único hecho discordante. En realidad, no tenía por qué preocuparse: tales tragedias no ocurren jamás. Popper no sólo es consciente de este argumento de Durhem, sino que, en realidad, toda su metodología está concebida como un in tento de evitar el problema expuesto por Durhem. Puesto que Popper es considerado todavía en ciertos círculos como un falsacionista inge nuo, es decir, como alguien que cree que una única refutación basta para derrocar un teoría científica, quizas valga la pena citar su propia respuesta a la tesis de la irrefutabilidad de Durhem: D e hecho, no es posible conseguir una refutación concluyente de ninguna teoría, ya que siempre es posible decir que los resultados experimentales no son fiables, o que las discrepancias que se afirma existen entre los resultados expe rimentales y la teoría son tan sólo aparentes y que desaparecerán con el avance de nuestros conocimientos [P opper, 1965, pág. 50; ver también págs. 42, 82-3 y 108].
Es precisamente porque «no es posible conseguir una refutación concluyente de ninguna teoría» por lo que necesitamos poner límites metodológicos a las estratagemas que los científicos pueden adoptar en defensa de sus teorías, frente a los intentos de refutación de las mismas. Estos limites metodológicos no son añadidos sin importancia a la filosofía popperiana de la ciencia, sino que son absolutamente esenciales a la misma. No siempre se aprecia debidamente el hecho de que no es la falsabilidad en sí lo que distingue en Popper lo que es ciencia de lo que no lo es; el verdadero criterio de demarcación entre la ciencia y la no-ciencia en este autor es la falsabilidad más las reglas metodológicas que prohíben lo que él llamó inicialmente «supuestos auxiliares ad-hoc», denominación que posteriormente cam bió por la de «estratagemas convencionalistas», y que aparece en sus últimos escritos como «estratagemas inmunizadoras» (Popper, 1972a, páginas 15-16 y 30; 1976, págs. 42 y 44). Si leemos La lógica de la investigación científica de Popper bus cando frases del tipo: «Propongo la regla...», «adoptaremos la regla metodológica...», o semejantes, encontraremos más de veinte frases de este tipo. Nos parece instructivo incluir a continuación una mues tra de las m ism as8: 8 Para una lista completa de normas, véase Johannson (1957, capítulos 2-4 y 4-11); es éste un libro muy útil escrito por alguien que no demuestra, sin embargo, ninguna simpatía por lo que hoy en día pasa por ser filosofía de la ciencia.
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1)
. . . adoptar las reglas que aseguren la contrastabilidad de las proposiciones científicas, es decir, que aseguren su falsabilidad [1965, pág. 4 9 ]. 2) . . . sólo pueden incluirse en la ciencia aquellas proposiciones que sean contrastables intersubjetivamente [1965, pág. 5 6 ]. 3) . . . en caso de que nuestro sistema se vea amenazado, no lo salvaremos por medio de la utilización de ningún tipo de estratagema convenáonalista [1965, pág. 8 2 ]. _ , 4) . . . sólo son aceptables aquellas [hipótesis auxiliares] cuya introducción no disminuya el grado de falsabilidad o contrastabilidad del sistema en cues tión, sino que, por el contrario, lo aumenten [1965, pág. 83]. 5) Los experimentos contrastados intersubjetivamente serán, o bien aceptados, o bien rechazados, a la luz de otros contraexperimentos. Se rechazará la mera apelación a derivaciones lógicas que supuestamente habrán de ser des cubiertas en el futuro [1965, pág. 8 4 ]. 6) Sólo consideraremos una teoría como falsada si descubrimos un efecto repro d ú c e le que la refute. E n otras palabras, sólo aceptaremos la falsación si se propone y corrobora una hipótesis empírica de bajo nivel que describa tal efecto [1965, pág. 86]. 7) . . . debe atribuirse prioridad a aquellas teorías que admitan las contrasta ciones más severas [1965, pág. 121]. 8) . . . las hipótesis auxiliares deben utilizarse con la menor frecuencia posible [1965, pág. 2 7 3 ]. 9) . . . cualquier sistema nuevo de hipótesis habrá de implicar o explicar las regularidades corroboradas del antiguo [1965, pág. 2 5 3 ].
Este es el conjunto de reglas, incluyendo la propia regla de fal sabilidad, que constituye el criterio de demarcación entre ciencia y no-ciencia en Popper. Pero, ¿por qué habríamos de adoptar tal cri terio de demarcación? «L a única razón que me guía al proponer un criterio de demarcación», declara Popper, «es que resulta útil y fruc tífero, ya que con su ayuda pueden aclararse y explicarse un gran número de cuestiones» (1965, pág. 55). Pero, fructífero ¿para qué? ¿Para la ciencia? La aparente circularidad del argumento sólo desapa rece si recordamos que la dedicación a la ciencia tan solo puede jus tificarse en términos no-científicos. Queremos adquirir conocimientos sobre el mundo que nos rodea, aun cuando sólo sea un conocimien to falible, pero la cuestión de por qué una persona^ quiere adquirir tales conocimientos sigue siendo una cuestión metafísica profunda, y hasta el momento no contestada, referente a la naturaleza humana (ver Maxwell, 1972). «Las reglas metodológicas», nos dice Popper (1965, pág. 59), «son consideradas aquí como convenciones». Nótese que no trata de justificar sus reglas apelando a la historia de la ciencia, y que, en realidad, rechaza explícitamente la idea de la metodología como una
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disciplina que se ocupa del comportamiento de los científicos en ejer cicio (1965, pág. 52). Es cierto que hace frecuentes referencias a la historia de la ciencia — Einstein es para él una fuente destacada de inspiración (1965, págs. 35-6)— , pero no pretende haber proporcio nado una racionalización de qué es lo que los científicos hacen cons ciente o inconscientemente 9. Su objetivo parece ser el de aconsejar a. ,£Clen cos cómo han de proceder para estimular el progreso científico y sus reglas metodológicas son explícitamente normativas, al igual que aquella famosa norma del escolástico medieval Occam Razor, que puede ser racionalmente discutida, pero no puede ser derrocada por medio de contraejemplos históricos. En este sentido, el titulo de la obra magna de Popper, La lógica de los descubrimien tos científicos, induce a confusión en dos aspectos I0. La lógica de los descubrimientos científicos no es una lógica pura, es decir, una serie de proposiciones analíticas; en sus propias palabras «la lógica de los descubrimientos científicos debería identificarse con la teoría del mé todo científico» (1965, pag. 49) y tal teoría consiste, como hemos visto, en el principio de falsabilidad más un conjunto de reglas meto dológicas negativas repartidas por sus escritos u . Además, la teoría del método científico, incluso descrita en términos generales como una especie de lógica, no es una lógica de los descubrimientos cientí ficos, sino mas bien una lógica de la justificación, porque el problema de como se descubren hipótesis científicas nuevas y fructíferas ha sido considerado desde el principio por Popper como un tema sico lógico y, como tal, dejado de lado *. 9 A sí pues, señala Popper, N ewton creía haber estado utilizando el método baconiano de inducción, lo cual hace que sus logros sean «aún más admirables, ya que los alcanzó a pesar del inconveniente que supone el profesar unas creen cias metodológicas falsas» (Popper y Eccles, 1977, pág. 190; véase también Popper, 1972b, pags. 106-07). Incluso Einstein, asegura Popper (1976, págs. 96-7) fue durante años un positivista dogmático y un operacionista. 10 Puede que esto sea solamente una cuestión de mala traducción, ya que el título original en alemán L ogik der Forscbung quiere decir más bien Lógica de la investigación. 11 Sigue siendo normal encontrar exposiciones de las ideas de Popper que excluyen este elemento fundamental constituido por las reglas metodológicas que prohíben las «estratagem as inmunizadoras». Véase, por ejemplo Aver (1976 p ap u as 157-9); Harré (1972, págs. 48-52); Williams (1975); e incluso Mageé * E sta segunda parte de la argumentación de Blaug se refiere al título de la traducción de la obra de Popper al inglés: The Logic of Scientific Discovery (Lógica de los descubrimientos científicos), título de discutible traducción como indica la nota 10 antenor. L a versión española tradujo dicho título por L a ló gica de la investigación científica, con lo que no se plantea la confusión termi nológica a la que Blaug se refiere. (N ota del traductor.)
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La inferencia estadística Muchos comentaristas se han sentido profundamente incómodos con una concepción de las reglas metodológicas que no es, de algún, modo, una generalización basada en los logros científicos del pasado. Pero los economistas están admirablemente equipados para apreciar el valor de las reglas metodológicas puramente normativas, ya que se encuentran con ellas cada vez que estiman una relación estadística. Como nos dicen todos los textos elementales de Estadística, la infe rencia estadística supone el uso de observaciones muéstrales para in ferir algo acerca de las características desconocidas de la población en su conjunto, y al realizar tales inferencias podemos muy bien ser, o bien demasiado estrictos, o demasiado permisivos: corremos siempre el riesgo de incurrir en lo que se ha denominado error Tipo I, la decisión de rechazar una proposición que en realidad es cierta, pero también corremos el riesgo de incurrir en el error Tipo II, la decisión de aceptar una proposición que en realidad es falsa, y, en general, no hay forma de establecer una contrastación estadística que no impli que la asunción de ambos riesgos a la vez: se nos instruye para que contrastemos las hipótesis estadísticas indirectamente, por medio de una versión negativa de la hipótesis a contrastar, es decir, por medio de la hipótesis nula, H». El error Tipo I, o «tamaño» del test, con siste entonces en rechazar indebidamente Ho, y el error Tipo II, o «potencia» del test, consiste en aceptarla indebidamente. Se nos enseña además a elegir un tamaño pequeño, digamos 0,01 ó 0,05, y a maximizar la potencia consistente con dicho tamaño o, alternativa mente, fijar el error Tipo I en alguna cifra arbitrariamente pequeña y maximizar después el error Tipo II para un error Tipo I dado. Esto nos lleva finalmente a una conclusión, tal como la de que la hipótesis dada queda establecida a un nivel del 5 por 100 de signi ficación, lo cual quiere decir que estamos dispuestos a asumir el riesgo de aceptar la hipótesis en cuestión como cierta, aunque exista al menos una posibilidad de cada veinte de que sea falsa. El objeto de esta sencilla disertación en lo que se ha denominado la Teoría Neyman-Parson de la inferencia estadística consiste en de mostrar que cualquier test estadístico de una hipótesis dependerá siempre, de forma importante, de una hipótesis alternativa con la cual se compara, incluso si dicha comparación no es sino un artificio, nuestro H». Pero esto es cierto, no sólo respecto de las contrastaciones estadísticas de las hipótesis, sino de todas las contrastaciones de «aducciones». ¿Es Pérez culpable de asesinato? Bueno, depende de si el jurado le supone inocente hasta que se demuestre su culpabi lidad o le supone culpable hasta que él mismo pueda demostrar que
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es inocente. La evidencia en sí misma, siendo típicamente «circuns tancial», como se dice, no puede ser evaluada a menos que el jurado decida primero si el riesgo de cometer el error Tipo I ha de ser menor o mayor que el de cometer el error Tipo II. ¿Queremos un sistema legal en el que nunca condenemos a personas inocentes, lo cual lleva aparejado el coste de permitir ocasionalmente que queden en libertad individuos culpables, o nos aseguramos de que los culpa bles siempre serán castigados, a consecuencia de lo cual habremos de condenar ocasionalmente a algún inocente? Pues bien, generalmente los científicos temen más la aceptación de la falsedad que la falta de reconocimiento de la verdad; es decir, se comportan como si el coste de los errores Tipo II fuese mayor que el de los errores Tipo I. Podemos deplorar esta actitud por con siderarla indicio de un conservadurismo retrógrado, manifestación típica de la poca predisposición a aceptar ideas nuevas por parte de aquellos que tienen intereses Aeados en las doctrinas recibidas, o podemos saludarla como muestra de un sano escepticismo, la piedra de toque de lo mejor de la actitud científica. Pero cualquiera que sea nuestro punto de vista al respecto, necesariamente habremos de concluir que, de esta forma, lo que consideramos como reglas meto dológicas entra en la propia cuestión de si un hecho estadístico es aceptado como tal. Siempre que digamos que una relación es estadís ticamente significativa a un nivel de significación bajo, como el 5 o el 1 por 100, nos comprometemos con la decisión de que el riesgo de aceptar una hipótesis falsa es mayor que el riesgo de rechazar una verdadera, y esta decisión no es en sí misma una cuestión lógica, ni puede ser justificada simplemente con referencia a la historia de los logros científicos del pasado (ver Braithwaite, 1960, págs. 174 y 251; Kaplan, 1964, capítulo 6). En vista del carácter estadístico inherente de la moderna física cuántica (Nagel, 1961, págs. 295 y 312), las anteriores observacio nes no son únicamente pertinentes para una ciencia social como la Economía. Siempre que las predicciones de una ciencia sean de natu raleza probabilística (¿y qué predicciones no lo son?, incluso un experimento de laboratorio destinado a confirmar una relación tan simple como la ley de Boyle tendrá que contar con que el producto de la presión por el volumen nunca es una constante exacta), la idea de establecer evidencias que no necesiten invocar los principios de la metodología normativa, es simplemente absurda. La filosofía de la ciencia de Popper hubiese sido mucho mejor comprendida, la lite ratura que ha suscitado estaría mucho menos plagada de los malen tendidos que tanto abundan en ella, si hubiese hecho referencia
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explícita desde el principio a la teoría de Neyman-Pearson sobre la inferencia estadística. Por supuesto, es cierto que esta teoría de la contrastación de hipótesis no surgió de los escritos de Jerzy Neyman y Egon Pearson hasta el período 1928-1935, convirtiéndose en parte de la práctica normal durante la década de 1940 (Kendall, 1968), mientras que La lógica de Popper fue publicada por primera vez en alemán en 1934, fecha posiblemente demasiado temprana para que hubiera po dido aprovechar las ideas nuevas contenidas en dicha teoría. Pero Ronald Fisher, en un famoso artículo publicado en 1930, había de sarrollado ya el concepto de inferencia fiduciaria, que es virtualmente idéntico a la moderna teoría Neyman-Pearson de la contrastación de hipótesis (Barlett, 1968), y, además, Popper ha escrito mucho sobre filosofía de la ciencia con posterioridad a 1934. El olvido por parte de Popper de las implicaciones que la moderna teoría de la inferencia estadística tiene para la filosofía de la ciencia resulta tanto más sorprendente cuanto que dicho autor inicia su discusión sobre la probabilidad en La lógica con la sugerencia de que las proposiciones estadísticas son inherentemente no-falsables, ya que «no excluyen ningún fenómeno observable» (1965, págs. 189-90). «E s claro», sigue diciendo Popper «que la “ falsación práctica” sólo puede obtenerse a través de la decisión metodológica de considerar los acontecimien tos altamente improbables como imposibles» (1965, pág. 191). Aquí está el punto central de la teoría de Neyman-Pearson y, cuando lo consideramos desde este punto de vista, resulta obvio que el princi pio de falsación exige normas metodológicas que lo hagan efectivo. La falta de utilización de la teoría de Neyman-Pearson por parte de Popper, y particularmente su reluctancia aparente a mencionarla, quedará como uno de esos misterios irresueltos de la historia de las ideas n . Supongo que tendrá algo que ver con la oposición que 12 Lakatos (1978, I , pág. 25n) señala que «el falsadonism o de Popper es la base filosófica de algunos de los desarrollos más interesantes en el campo de la estática moderna». E l enfoque Neyman-Pearson se basa totalmente sobre el falsacionismo metodológico, pero Lakatos no comenta el hecho de que Popper ignora siempre la teoría Neyman-Pearson, que se desarrolló independientemente de la teoría de la falsación de Popper, y que en gran parte es anterior a ella. Véase también Ackerman (1976, págs. 84-5). Braithw aite (1960, pág. 199n), después de señalar la íntima conexión existente entre el «problem a de la induc ción» y los trabajos anteriores de Fisher sobre la significación de las contrastadones, que culminaron en la teoría de la inferencia de Neyman-Pearson, y que dieron lugar posteriormente a la teoría de la decisión estadística de Abraham W ald, incluye una nota a pie de página, extremadamente reveladora, en la que dice: «A unque varios autores dedicados al campo de la lógica se refieren al método de “ máxima probabilidad” de Fisher, tan sólo conozco dos trabajos en este campo: el de C. W. Churchman: The Theory of Experim ental Injerence
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Popper mantuvo toda su vida en contra de la utilización de la teoría de la probabilidad en la tarea de evaluar la verosimilitud de una hi pótesis — cuestión demasiado embrollada como para introducirla aquí— , pero sólo se trata de una suposición por mi parte. Grados de corroboración Aunque Popper niega la idea de que las explicaciones científicas sean simplemente «pases» que nos permiten inferir predicciones, in siste de todos modos en que las explicaciones científicas sólo pueden evaluarse en términos de las implicaciones que proporcionan. La veri ficación de las predicciones de una explicación teórica, es decir, la demostración de que existen fenómenos observables que son compa tibles con la explicación en cuestión, es tarea fácil: por absurda que sea una teoría, raro será que no encuentre alguna observación que la verifique. Una teoría científica sólo es puesta realmente a prueba cuando el científico especifica de antemano las condiciones observa bles que pueden falsar la teoría 13. Cuanto más exacta sea la espe cificación de dichas condiciones de falsación, y cuanto más probable sea que éstas se den, mayores serán los riesgos que corre la teoría. Si tan temeraria teoría resiste repetidamente la falsación con éxito y si, además, predice con éxito resultados que no se siguen de las demás explicaciones teóricas alternativas, se dirá que la teoría está ampliamente confirmada o, como Popper prefiere decir, que está «bien corroborada» (1965, capítulo 10). En definitiva, una teoría estará bien corroborada, no cuando esté de acuerdo con un gran número de hechos, sino cuando seamos incapaces de encontrar hechos que la refuten. En la filosofía de la ciencia tradicional del siglo xix, las teorías científicas aceptables habían de cumplir toda una lista de condicio (Nueva Y ork, 1948), y el de R udolf Carnap: Logical Foundations of Probability, que hagan referencia al trabajo de W ald o al trabajo de Neyman y Pearson, que data de 1933.» 13 Resulta interesante encontrar en un determinado momento en Darwin (1968, págs. 228-29) una puntualización tan popperiana: «S i pudiese probarse que una parte cualquiera de la estructura de cualquier especie se hubiese cons tituido exclusivamente en beneficio de otra especie, mi teoría quedaría aniqui lada, ya que tal cosa no podría haberse producido a través de la selección na tural»; cita el caso del cascabel de la serpiente de cascabel como ejemplo, pero inmediatamente elude la cuestión del comportamiento altruista, añadiendo: «N o dispongo de espacio aquí para la discusión de casos como éste.» E l problema de como explicar el altruismo en los animales sigue siendo una constante pre ocupación de los modernos sociobiólogos.
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nes, tales como la consistencia interna, la simplicidad, integridad, economía de supuestos, generalidad de explicación, y quizás incluso la relevancia práctica de sus implicaciones. Es interesante señalar que Popper lucha por reducir al máximo estos criterios tradicionales a su exigencia general de predicciones falsables. Obviamente, la con sistencia lógica es «la exigencia más general» para cualquier teoría, porque una explicación que se contradiga a sí misma será compatible con cualquier acontecimiento y, por consiguiente, nunca podrá ser refutada (Popper, 1965, pág. 92). Igualmente, es obvio que cuanto mayor sea la generalidad de una teoría, más amplio será el campo de sus implicaciones y, por tanto, más fácil será refutarla; en este sentido, la extendida preferencia por teorías científicas de creciente amplitud puede interpretarse como un reconocimiento implícito del hecho de que el progreso científico se caracteriza por la acumulación de teorías que han sido capaces de hacer frente a severas contrasta ciones. Popper arguye también, y esta es una cuestión más contro vertida, que la simplicidad de una teoría puede equipararse a su grado de falsabilidad, en el sentido de que cuanto más simple sea una teoría más estrictas serán sus implicaciones observables, y por consiguiente mayor su contrastabilidad; y que es por esta característica de las teorías más simples por lo que la ciencia busca la simplicidad en sus formulaciones (Popper, 1965, capítulo 7). No está claro que este sea un argumento convincente, puesto que el propio concepto de simplicidad de una teoría viene muy condicionado por la pers pectiva histórica en que los científicos se sitúen. Más de un historia dor de la ciencia ha señalado que la elegante simplicidad de la teoría de la gravitación de Newton, que tanto impresionó a los pensado res del siglo xix, no conmovió especialmente a sus contemporáneos del siglo xvn, y si las modernas teorías de la mecánica cuántica y de la relatividad son ciertas, hemos de reconocer que no son teorías precisamente simples 14. Los intentos de definir qué es lo que enten demos exactamente por simplicidad de las teorías han fracasado hasta el momento (Hempel, 1966, págs. 40-5), y puede que Oscar Wilde tuviera razón cuando decía, en son de mofa, que la verdad raramente es pura y nunca es simple. Pero sea como fuere, el caso es que la referencia de Popper a los «grados de corroboración» de una teoría puede sugerir la idea 14 Como ha observado Polanyi (1958, pág. 16): «L a s grandes teorías rara mente son simples en el sentido ordinario del término. Tanto la mecánica cuán tica como la teoría de la relatividad son muy difíciles de entender; tan sólo nos lleva unos cinco minutos el memorizar los hechos que la relatividad explica, pero son necesarios años de estudio para dominar la teoría y ver dichos hechos en su adecuado contexto.»
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de comparación métrica entre teorías, cuando, de hecho, este autor niega explícitamente la posibilidad de atribuir expresión numérica al grado de falsabilidad de un sistema teórico. Ante todo, no es posible falsar teoría alguna por medio de un único experimento — la tesis de irrefutabilidad de Durhem. En segundo lugar, aunque podemos exigir de los científicos que no traten de evitar la refutación de sus teorías por medio de «estratagemas inmunizadoras», debemos reco nocer el valor funcional que, en ciertas circunstancias, puede tener el seguir confiando tenazmente en una teoría refutada, en la espe ranza de que sea posible corregirla hasta capacitarla para hacer frente a las anomalías descubiertas (Popper, 1972a, pág. 30); en otras pala bras, el consejo que el popperianismo ofrece a los científicos no ca rece de ambigüedades. En tercer lugar, la mayor parte de los proble mas de evaluación de teorías suponen, no solamente un duelo entre una teoría y un conjunto de observaciones, sino una lucha a tres bandas entre dos o más teorías rivales y un cuerpo de evidencia empírica que ambas teorías explican de forma más o menos satisfac toria (Popper, 1965, págs. 32-3, 53-4 y 108). Estas tres considera ciones relegan el concepto de grados de corroboración de una teoría al papel de comparación original ex-post, que será inherentemente cualitativa (Popper, 1972a, págs. 18 y 59): Denomino grado de corroboración de una teoría al conciso informe que eva lúa el estado de la discusión crítica respecto de dicha teoría en un momento dado t, en cuanto a la forma en que ésta resuelve sus problem as; en cuanto a su grado de contrastabilidad; en cuanto a la severidad de las contrastaciones a que ha sido sometida; y en cuanto a la forma en que ha enfrentado tales con trastaciones. La corroboración (o grado de corroboración) de una teoría será, por tanto, el informe evaluador del comportamiento pasado de la misma. Al igual que la preferencia, la corroboración es esencialmente comparativa: en ge neral, lo único que podemos decir es que la teoría A posee un grado de corro boración mayor (o menor) que el de la teoría alternativa B, a la luz de la dis cusión crítica de ambas, lo cual incluye las contrastaciones realizadas hasta un cierto momento de tiempo, t. A l tratarse tan sólo de un informe sobre el com portamiento pasado, tendrá alguna influencia respecto de nuestra preferencia de una teoría sobre otras, pero no nos dice nada en absoluto respecto de su futuro comportamiento, ni respecto de la « fiabilidad» de una teoría... N o creo que los grados de verosimilitud, o la medición del contenido de verdad, o del contenido de falsedad (o, digamos, el grado de corroboración, o incluso la pro babilidad lógica) puedan llegar a determinarse numéricamente nunca, excepto en ciertos casos-límite (tales como los casos 0 y 1).
El problema de dotar de alguna precisión al concepto de corrobo ración se agrava aún más por el hecho de que las teorías rivales pue den referirse en la práctica a campos ligeramente diferentes, en cuyo
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caso ni siquiera serán conmensurables, estrictamente hablando. Si, además, cada una de ellas forma parte de un sistema de teorías más amplio, la tarea de compararlas en términos de su grado de corro boración o verosimilitud se hace casi imposible. Esta dificultad bá sica de la metodología popperiana viene muy bien expresada en la «reconstrucción racional», algo malintencionada, que de su trabajo hace uno de sus discípulos, Imre Lakatos (1978, I, págs. 93-4): Popper es el falsacionista dogmático que jam ás publicó una página: fue inventado — y «criticado»— primero por Ayer y después por muchos otros... Popperi es el falsacionista ingenuo, P o ppen el falsacionista sofisticado. E l verda dero Popper pasó de una versión dogmática del falsacionismo metodológico a una versión ingenua del mismo durante la década de 1920, y llegó a las «reglas de aceptación» del falsacionismo sofisticado en la década de 1950... Pero el Popper real nunca abandonó por completo sus reglas de falsación anteriores (ingenuas). H asta el presente ha venido exigiendo que .se establezcan de ante mano los « criterios de refutación» ; debe decidirse qué situaciones observables, caso de ser efectivamente observadas, supondrían la refutación de una teoría. Sigue considerando la «falsación » como un duelo entre la teoría y la observa ción, sin que necesariamente se vea implicada en el proceso ninguna otra teoría considerada como mejor que aquélla... A sí pues, el Popper real está consti tuido por una mezcla del Popperi junto con algunos elementos del Poppen.
La caracterización que Lakatos hace de Popper puede parecer, quizás, algo injusta, pero de lo que no cabe duda es de que, como veremos, su intento de diferenciar su propia producción de la de Popper (Lakatos = Poppers) sí que está justificada, ya que Popper concede que los científicos suelen tener una nueva teoría escondida en la manga cuando concluyen que la teoría antigua está falsada, pero no insiste en que tengan que tener tal teoría escondida en la manga o en que deberían tenerla, que es el punto central de la argumenta ción de Lakatos (Lakatos, 1978, II, págs. 184-85, 193-200; ver tam bién Ackerman, 1976, capítulo 5). Conclusión fundamental Hemos llegado así a una de nuestras conclusiones fundamentales: al igual que la lógica del descubrimiento no existe, tampoco existe una lógica demostrativa de la justificación; no existe algoritmo for mal ni procedimiento mecánico alguno de verificación, falsación, con firmación, corroboración, o llámeselo como se lo llame. A la pre gunta filosófica de: «¿Cóm o podemos adquirir un conocimiento apodíctico sobre el mundo, cuando en lo único en que podemos basarnos
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es en nuestra propia experiencia?», Popper responde que el conoci miento empírico verdadero no existe, ya se base en nuestra propia experiencia o en la experiencia de toda la Humanidad. Y aún más: no existe método seguro alguno que nos garantice que el conoci miento falible que poseemos sobre el mundo es positivamente el me jor que podemos poseer, dadas las circunstancias. El estudio de la filosofía de la ciencia puede agudizar nuestra capacidad de evaluar qué es lo que constituye el conocimiento empírico aceptable, pero esa evaluación seguirá siendo provisional en cualquier caso. Podemos pedir a los demás que critiquen nuestra evaluación de la forma más severa posible, pero lo que no podemos pretender es que exista de positado en algún lugar un método perfectamente objetivo, es decir, un método intersubjetivamente demostrativo, que pueda convencer de forma concluyente a cualquiera acerca de lo que es, o no es, una teoría científica aceptable.
Capítulo 2
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DE POPPER A LA NUEVA HETERODOXIA
Los paradigmas de Kuhn Hemos visto que la teoría de Popper es claramente normativa, generadora de unas prescripciones para la sana práctica de la ciencia que, posiblemente pero no necesariamente, surgen a la luz de los mejores logros de la ciencia en el pasado. En este sentido, la meto dología popperiana de la falsación se mantiene en línea con las ideas recibidas, aunque en muchos otros aspectos se separa de ellas. En La estructura de las revoluciones científicas de Kuhn (1962), sin em bargo, la ruptura con las ideas recibidas es casi total, ya que su énfa sis no recae sobre las prescripciones normativas, sino sobre las pres cripciones positivas. Además, la inclinación a preservar las teorías y a inmunizarlas contra la crítica, que Popper acepta de mala gana como punto de partida de la adecuada práctica de la ciencia, se con vierte en el tema central de la explicación del comportamiento cien tífico que Kuhn nos proporciona. Kuhn considera a la ciencia normal, es decir, la actividad dedicada a resolver problemas en el contexto de un marco teórico ortodoxo, como la norma, mientras que la cien cia revolucionaria, o derrocamiento de un marco teórico por otro a consecuencia de repetidas refutaciones y acumulación de anomalías, sería lo excepcional en la historia de las ciencias. Resulta tentador hacer la frase de que, para Popper, la ciencia se encuentra en un estado de revolución permanente, ya que para él la historia de la ciencia es la historia de una sucesión de conjeturas y refutaciones; 48
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mientras que para Kuhn, la historia de la ciencia se caracteriza por largos períodos en los que se preserva el status quo, y que sólo en ocasiones se ven interrumpidos por saltos discontinuos de un para digma vigente a otro, sin puente conceptual alguno de comunicación entre ellos. Para centrar el tema, empecemos definiendo los términos a em plear. En la primera edición de su libro, Kuhn emplea frecuente mente el término paradigma en el sentido que indica el diccionario, y que designa ciertos componentes ejemplares de los logros cientí ficos del pasado que siguen sirviendo como modelo para los científi cos de hoy. Pero emplea también el término en un sentido bastante distinto, que designa tanto la elección de problemas como la selec ción de las técnicas con que analizarlos, llegando incluso a veces a atribuir al término paradigma el sentido, mucho más amplio, de vi sión general del mundo; y es esta última acepción del término la que, de hecho, retienen la mayoría de los lectores del libro. En la se gunda edición de La estructura de las revoluciones científicas (1970), Kuhn admite la imprecisión terminológica de la versión anterior del mismo 15, y sugiere que se sustituya el término paradigma por el de matriz disciplinaria: «disciplinaria», porque se refiere al patrimonio común de los que practican una determinada disciplina; y «matriz», porque se compone de un conjunto ordenado de elementos de variada naturaleza, cada uno de los cuales exige ulterior especificación (Kuhn, 1970a, pág. 182). Pero sea cual sea el lenguaje empleado, el con cepto central de su argumentación sigue siendo «toda esa variada constelación de creencias, valores, técnicas y demás, compartidas por los miembros de una determinada comunidad», y sigue diciendo que si tuviese que escribir el libro de nuevo, empezaría con una discu sión sobre la profesionalización de la ciencia, antes de pasar a exa minar los «paradigmas» compartidos, o «matrices disciplinarias», de los científicos (1970a, pág. 173). Y no es que lo anterior suponga una concesión fundamental por parte de Kuhn, por la sencilla razón de que el rasgo distintivo de las ideas de Kuhn no es el concepto de paradigma compartido, sino más bien el de «revoluciones científicas», como claras rupturas en el de sarrollo de la ciencia, y especialmente la idea de la existencia de drás ticos cortocircuitos de comunicación en los períodos de «crisis revo lucionaria». Recordemos los elementos principales con los que Kuhn construye su teoría: los practicantes de la ciencia normal forman un colegio invisible, en el sentido de que están de acuerdo tanto sobre 15 M asterm an (1970, págs. 60-5) ha identificado, de hecho, 21 definiciones diferentes del término paradigm a en la prim era edición del libro de Kuhn.
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los problemas que requieren solución como sobre la forma general que tomará la solución de los mismos; además, tan sólo el juicio de los colegas es considerado como relevante a la hora de definir pro blemas y soluciones, a consecuencia de lo cual la ciencia normal es un proceso autosostenido y acumulativo de resolución de problemas concretos dentro del contexto de un marco analítico común; la inte rrupción de la ciencia normal, cuando ésta se interrumpe, viene anun ciada por la proliferación de teorías y por la aparición de contro versias metodológicas; el nuevo marco ofrece solución definitiva a problemas anteriormente no resueltos, y esta solución resulta ser re trospectivamente reconocida, aunque previamente fuese ignorada; la generación antigua y la nueva encuentran terreno común a medida que los problemas no resueltos del antiguo marco conceptual se con vierten en ejemplos corroboradores en el seno del marco nuevo; y como junto a las ganancias se produce siempre alguna pérdida de contenido, la conversión al nuevo enfoque participa de la naturaleza de una conversión religiosa, que supone un cambio de Gestalt; y a medida que el nuevo marco conquista terreno, se va convirtiendo a su vez en ciencia normal para la generación siguiente. El lector familiarizado con la historia de la ciencia pensará inme diatamente en la revolución copernicana, la revolución newtoniana o la revolución protagonizada por Einstein y Plank. La llamada revo lución copernicana, sin embargo, tardó ciento cincuenta años en com pletarse y encontró a cada paso una fuerte resistencia 16; incluso la revolución newtoniana tardó más de una generación en lograr la acep tación total en los círculos científicos europeos, y durante ese tiempo los cartesianos, leibnizianos y newtonianos se enzarzaron en agrias disputas respecto de todos y cada uno de los puntos innovadores de la teoría 17; igualmente, el paso de la física clásica a la física relati vista y cuántica en el siglo xx no supuso incomprensión mutua alg u n a ni conversiones cuasireligiosas, es decir, cambios de Gestalt, si es que hemos de creer los testimonios de los directamente implicados en 16 La teoría eliocéntrica copernicana es, por cierto, el mejor ejem plo que encon tramos en la historia de la ciencia del persistente atractivo que se ha atribuido a la simplicidad como criterio de progreso científico: la Revolutionibus Orbium Caelestium de Copérnico no llegaba a la fiabilidad predictiva del Almagesto de Ptolomeo, y tampoco se libraba de todos los epiciclos y excéntricos que plagaban la teoría geocéntrica de Ptolomeo, pero sí que era la explicación más simple disponible de la mayoría, si no de todos, los fenómenos referentes al movimiento de los planetas conocidos en la época (Kuhn, 1957, págs. 168-71). 17 Como señaló el propio Kuhn en su prim er trabajo sobre la revolución copernicana (Kuhn, 1957, pág. 259): «hubieron de transcurrir cuarenta años para que la física newtoniana llegase a sustituir por completo a la física carte siana, incluso en las universidades británicas.»
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esta «crisis de la física moderna» (Toulmin, 1972, págs. 103-5) 18. No tenemos necesidad, sin embargo, de detenernos a discutir estos puntos, ya que, en la segunda edición de su libro, Kuhn admite fran camente que su previa descripción de las revoluciones científicas adolecía de una cierta exageración retórica; los cambios de paradigma durante las revoluciones científicas no implican discontinuidades en el debate científico, es decir, no suponen elección entre teorías alter nativas pero totalmente inconmensurables; la incomprensión mutua que es de esperar entre los científicos en períodos de crisis intelec tual es sólo una cuestión de grado; y la única razón que justifica la denominación de «revoluciones» para los cambios de paradigma es la conveniencia de subrayar el hecho de que los argumentos que se utilizan para defender el paradigma nuevo contienen siempre elemen tos no-racionales que van más allá de las demostraciones lógicas o matemáticas (Kuhn, 1970a, págs. 199-200). Y, por si esto fuera poco, Kuhn sigue diciendo que su teoría de las revoluciones científicas ha sido malinterpretada como si únicamente se refiriese a las revolucio nes mayores, como la copernicana, la newtoniana, la darwiniana o la einsteniana, insistiendo en que su esquema estaba igualmente dirigido a cambios de menor importancia en campos científicos concretos, cambios que pueden no parecer en absoluto revolucionarios para los situados fuera «de cada comunidad, consistente quizás en menos de veinticinco personas como miembros directos» (1970a, págs. 180-81). En otras palabras, en su última versión Kuhn presenta cualquier período de progreso científico como marcado por un gran número de paradigmas superpuestos y entremezclados, algunos de los cuales pueden ser inconmensurables aunque, ciertamente, no todos ellos lo serán; los paradigmas no se sustituyen unos a otros repentinamente y, en cualquier caso, los paradigmas nuevos no surgen y se asientan de repente, sino que obtienen la victoria después de un largo pro ceso de competencia intelectual19. Es evidente que estas concesiones 18 Entre las muchas críticas de que el libro de Kuhn ha sido objeto, nin guna tan devastadora como la de Toulmin (1972, págs. 98-117), que sigue la historia de las ideas de Kuhn desde su primera versión en 1961 hasta su ver sión final en 1970. Para una visión bastante favorable, aunque en muchos pun tos igualmente crítica, véase también Suppe (1974, págs. 135-51). 19 E n resumen, Kuhn fue abandonando, una por una, las cuatro tesis que W atkins (1970, págs. 34-5) encontró enunciadas en su libro, a saber: a) la tesis del m onopolio paradigmático: un paradigma no tolera rivales; b) la tesis de incompatibilidad: los paradigm as nuevos son incomparables e inconmensurables con los antiguos; c) la tesis del no-interregno: no hay período de indecisión por parte de los científicos entre el abandono de un paradigma y la adhesión a otro, y d) la tesis del cambio instantáneo de visión del mundo: cuando los cien tíficos se pasan a un paradigm a nuevo lo hacen instantánea y totalmente.
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diluyen considerablemente la dramática importancia del mensaje ori ginal de Kuhn. Lo que queda, sin embargo, es su énfasis sobre el papel que juegan los juicios normativos en las controversias cientí ficas, especialmente las que se centran en la comparación de enfo ques científicos alternativos, junto con una desconfianza, vagamente formulada pero profundamente sentida, hacia los factores cognosci tivos, como la racionalidad epistemológica, en comparación con los factores sociológicos como la autoridad, la jerarquía y la identificación con un grupo, como determinantes del comportamiento científico. Lo que Kuhn parece haber hecho es fundir prescripción y descrip ción, deduciendo su metodología de la ciencia de la historia de la ciencia. En cierto sentido, La estructura de las revoluciones científicas de Kuhn no es una contribución a la metodología, sino a la sociología de la ciencia. No es, por tanto, de extrañar que la confrontación entre kuhnianos y poperianos nos lleve más bien a un impasse. En efecto, el propio Kuhn (1970b, págs. 1-4, 19-21, 205-07, 238, 252-53) sub raya las similitudes entre su enfoque y el de Popper, insistiendo en que él es al igual que Popper «un creyente convencido en el pro greso científico», aunque admite la naturaleza inherentemente socio lógica de su propio trabajo. Igualmente, los popperianos admiten como una cuestión de hecho el que «hay mucha más ciencia normal, medida en hombres-hora, que ciencia extraordinaria» (Watkins, 1970, página 32; también Ackerman, 1976, págs. 50-3), pero consideran tales concesiones al realismo como irrelevantes respecto del enfoque esencialmente normativo de la filosofía de la ciencia; en palabras del propio Popper: «Para mí, la idea de volverse hacia la sociología o la sicología (o ... la historia de la ciencia) en busca de ilustración res pecto de los objetivos de la ciencia y de su posible progreso, resulta sorprendente y decepcionante» (Popper, 1970, pág. 57).
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decir, sin ninguna noción previa de lo que es la práctica científica sana, supone cometer la falacia inductiva en el estudio de la historia del pensamiento. Si Popper tiene razón respecto del mito de la induc ción, aquellos que desean «decir las cosas como son» se encontrarán arrastrados a «decir las cosas como debieran ser», ya que, al contar la historia de la evolución pasada de una forma y no de otra, estarán necesariamente revelando sus puntos de vista implícitos sobre la na turaleza de la explicación científica. En resumen, todas las proposi ciones de la historia de la ciencia están cargadas de metodología. Por otro lado, parecería lógico que todas las proposiciones acerca de la metodología de la ciencia estuviesen también cargadas de his toria. En efecto, el predicar las virtudes del método científico igno rando completamente la cuestión de si los científicos actuales o del pasado han practicado efectivamente tal método, resultaría cierta mente arbitrario; además, en la práctica, ni el mismo Popper puede resistirse a hacer ciertas referencias a la historia de la ciencia, como justificación parcial de sus ideas metodológicas. Parece ser, por tanto, que nos encontramos cogidos en un círculo vicioso, que implica tan to la imposibilidad de una historiografía de la ciencia libre de cargas metodológicas y totalmente descriptiva como la de una metodología de la ciencia ahistórica y puramente prescriptiva 20. No existe, en mi opinión, salida efectiva a este círculo vicioso. Para justificar esta afir mación hemos de considerar la obra de Imre Lakatos, obra diseñada expresamente para convertir este círculo vicioso en un círculo de virtudes. En una serie de artículos, publicados en su mayor parte entre 1968 y 1971, Lakatos desarrolla y amplía la filosofía de la ciencia de Popper como herramienta crítica de la investigación his tórica, adoptando como máxima un párrafo de uno de los dictat de Kant: «L a filosofía de la ciencia sin historia de la ciencia es algo vacío; la historia de la ciencia sin filosofía de la ciencia es la ceguera» (Lakatos, 1-78, I, pág. 102). Esta máxima expresa perfectamente el círculo vicioso a que nos hemos referido.
Metodología «versus» historia Nuestra discusión del libro de Kuhn nos ha devuelto, comple tando el círculo, al viejo problema que plantea la relación entre la metodología normativa de la ciencia y la historia positiva de la cien cia, un problema que se ha alzado una y otra vez ante las ideas reci bidas sobre las teorías científicas a lo largo de toda una generación. El problema es el siguiente: la pretensión de que es posible escribir una historia de la ciencia «tal como realmente ocurrió», sin prejuzgar en modo alguno la distinción entre ciencia «buena» y «mala», es
20 E ste círculo vicioso viene perfectamente expresado en palabras de un dentífico que con frecuencia ha reconocido estar en deuda con Popper. Al dis cutir la paradoja que supone el tratar de contrastar la metodología científica a través de la práctica de los científicos, Peter M edaw ar (1967, pág. 169) se ñala: «S i suponemos que la m etodología no es correcta, entonces tampoco nues tra contrastación de su validez será correcta. Si suponemos que es correcta, entonces no hay razón para someterla a contrastación, ya que ésta no podrá invalidarla.» E n Lakatos y M usgrave (1970, págs. 46, 50, 198, 233, 236-38), así como en Achinstein (1974), H esse (1973) y Laudan (1977, capítulo 5) puede encontrarse evidencia adicional sobre el reconocimiento generalizado de este círculo vicioso, tanto entre los filósofos de la ciencia como entre sus historiadores.
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Programas científicos de investigación La metodología de la ciencia de Popper es una metodología agre siva en el sentido de que, según sus criterios, una gran parte de lo que denominamos «ciencia» puede desecharse como metodológica mente incorrecta. La metodología de Kuhn, por el contrario, es una metodología defensiva, ya que trata de reivindicar, en vez de censu rar, la práctica real de la ciencia21. Por otro lado, la obra de Lakatos puede considerarse como un curioso compromiso entre la ahistórica, si no antihistórica, metodología agresiva de Popper y la metodología relativista, defensiva, de Kuhn, compromiso que, en cualquier caso, se mantiene plenamente dentro del campo considerado como popperiano22. Lakatos es «menos duro» con la ciencia que Popper, pero mucho más «duro» que Kuhn, y se siente siempre más inclinado a criticar la mala ciencia con la ayuda de una buena metodología que a evaluar las especulaciones metodológicas recurriendo a la práctica científica. Para Lakatos, como para Popper, la metodología en sí no pro porciona a los científicos un formulario de reglas para resolver los problemas científicos; su. campo es el del enfoque lógico, y su conte nido un conjunto de reglas no-mecánicas destinadas a la evaluación de teorías ya plenamente articuladas. Donde Lakatos difiere clara mente de Popper, sin embargo, es en que para él la lógica de la eva luación que utiliza es al mismo tiempo una teoría histórica que in tenta explicar retrospectivamente el desarrollo de la ciencia. En su calidad de metodología normativa de la ciencia, ésta será irrefutable, ya que ha sido deducida a partir de una determinada epistemología, pero como teoría histórica, que afirma que los científicos del pasado se comportaron de hecho de acuerdo con la metodología de la falsa bilidad, es perfectamente refutable. Si la historia de la ciencia se adecúa a la metodología normativa, parece decirnos Lakatos, tendre mos razones que añadir a las puramente filosóficas en favor del fal sacionismo; y si no lo hace, tendremos razones que justifiquen nues tro abandono de los principios normativos. En otras palabras, Lakatos insiste en que, en último término, no podemos eludir la tarea de 21 Fue L atsis (1974) quien me sugirió esta distinción entre metodologías agresivas y defensivas. 22 Bloor (1971, pág. 104) sostiene, como veremos, una postura extrema al respecto, al caracterizar la obra de Lakatos como «un acto de revisión masiva, que supone una traición a lo esencial del enfoque popperiano, y una absorción total de algunas de las posiciones más características de Kuhn». Y no es sólo este autor quien ve poca diferencia entre las ideas de Kuhn y las de Lakatos (véase, por ejemplo, Green, 1977, págs. 6-7), adoptando una actitud que pres cinde del objetivo básico de la argumentación de Lakatos.
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examinar la historia de la ciencia con la ayuda de una metodología explícitamente falsacionista, con objeto de ver cuál es la amplitud real del área de conflicto 23. Lakatos empieza negando que las teorías concretas sean las uni dades adecuadas para realizar evaluaciones científicas; lo que debería mos evaluar, y lo que inevitablemente evaluamos de hecho, son gru pos de teorías más o menos interrelacionadas, o programas científicos de investigación (PCI) 24. A medida que una determinada estrategia de investigación, o PCI, se enfrenta con falsaciones, experimentará va riaciones en sus supuestos auxiliares, las cuales, como Popper ha señalado, podrán suponer un aumento o una disminución de conte nido, o como Lakatos prefiere decir, representarán un «cambio temá tico progresivo o degenerador». Un PCI será calificado de teorética mente progresivo si las sucesivas formulaciones del programa suponen un «aumento de contenido empírico» respecto de cada formulación precedente, es decir, si aquél predice algún «acontecimiento nuevo, hasta entonces inesperado»; será empíricamente progresivo si «dicho aumento de contenido empírico resulta corroborado» (Lakatos, 1978, I, págs. 33-4). Y a la inversa, si el PCI se caracteriza por la continua adición al mismo de ajustes ad-hoc que tratan simplemente de aco modar cualesquiera hechos observados, recibirá la denominación de «degenerado». Estas distinciones son relativas, y no absolutas. Además, son apli cables sobre un período de tiempo y no en un momento determi nado. El carácter vuelto hacia el futuro de una estrategia de inves tigación, como distinta de una teoría aislada, desafía la evaluación instantánea. Para Lakatos, por tanto, un PCI no será «científico» de una vez por todas y para siempre; puede dejar de serlo con el transcurso del tiempo, al ir gradualmente pasando del estatus de pro grama «progresivo» al de «degenerado» (la astrología constituye un ejemplo de esto), pero igualmente puede ocurrir lo contrario (¿la 23 A sí es, en cualquier caso, como yo leí a Lakatos. Hay que advertir que no es éste un autor que se preste fácilmente a interpretaciones precisas. Su tendencia a tratar puntos vitales en notas a pie de página, su prolijidad en cuanto a poner etiquetas a las diferentes posiciones intelectuales y a acuñar frases y expresiones nuevas, así como sus continuas referencias atrás y adelante en sus propios escritos — como si fuese imposible entender cualquier parte de los mismos sin entenderlos en su totalidad— no facilita precisamente la com prensión. 24 Si el concepto de programas científicos de investigación sorprende a algún lector por su vaguedad, recuérdese que el concepto de teoría es igualmente vago. D e hecho, es difícil definir el concepto de teoría incluso cuando emplea mos el término en un sentido restringido, puramente técnico (Achinstein, 1968, capítulo 4).
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parapsicología?). Tenemos así un criterio de demarcación entre cien cia y no-ciencia que en sí mismo es histórico, puesto que incluye la evolución de las ideas en el tiempo como uno de sus elementos cons titutivos. La argumentación de Lakatos prosigue, dividiendo los componen tes de un PCI en partes rígidas y flexibles. «L a historia de la cien cia», observa Lakatos, «es la historia de los programas de investiga ción, más que la historia de las teorías», y cada programa científico de investigación puede caracterizarse por su «núcleo», que estará ro deado de un cinturón protector de hipótesis auxiliares que han de hacer frente a la contrastación. «E l núcleo es considerado como irre futable por "la decisión metodológica de sus protagonistas” , y con tiene, además de creencias puramente metafísicas, una “heurística positiva” y una “ heurística negativa” , consistentes de hecho en una lista de lo que hay que hacer y otra de lo que no hay que hacer» (páginas 49-52). Él cinturón protector contiene las partes flexibles de un PCI y es en él donde el núcleo se combina con las hipótesis auxiliares para formar las teorías concretas y contrastables en las que se basa la reputación científica del PCI. Los términos núcleo y cinturón protector han sido claramente elegidos en un sentido irónico. Nótese, sin embargo, que en el es quema de Lakatos no está presente la obsesión positivista que ansia librarse de la metafísica de una vez por todas. Al igual que Popper (1965, pág. 38), Lakatos está convencido de que los descubrimientos científicos son imposibles sin algún tipo de recurso a la metafísica; lo único que ocurre es que la metafísica de la ciencia se mantiene deliberadamente oculta en el núcleo, de forma parecida a como las cartas de que disponen los jugadores en el juego del poker se man tienen ocultas en manos del que da las cartas, mientras que el juego real de las ciencias tiene lugar en términos de las cartas que están en manos de los jugadores,, es decir, en términos de las teorías falsables contenidas en el cinturón protector 25. 25 E l «núcleo» de Lakatos expresa una idea virtualm ente idéntica a la suge rida por Schumpeter con el concepto de «visión» en la H istoria de la Economía — «el acto cognoscitivo preanalítico que proporciona las prim eras materias para el esfuerzo analítico» (Schumpeter, 1954, págs. 41-3)— o el de «hipótesis so bre el mundo» de Gouldner, que pesa considerablemente en su explicación de por qué los sociólogos adoptan ciertas teorías y rechazan otras (Gouldner, 1971, capítulo 2). L a teoría de M arx sobre las ideologías puede interpretarse como una teoría concreta respecto de la naturaleza del «núcleo» de Lakatos; Marx tenía mucha razón al creer que la «ideología» juega un papel importante en las teorías científicas, pero estaba muy equivocado al suponer que el carácter de clase de las ideologías era decisivo para su aceptación o rechazo por parte de los científicos (véase Seliger, 1977, especialmente págs. 26-45 y 87-94).
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Lakatos argumenta que el criterio de falsabilidad de Popper no sólo exige que las teorías científicas sean contrastables, sino también que cada una de ellas sea independientemente contrastable, es decir, susceptible de predecir resultados no predichos por las teorías rivales. En tal caso, la «corroboración» popperiana requiere al menos dos teorías, y lo mismo puede decirse de los PCI. Un PCI concreto será considerado superior a otro si explica todos los fenómenos predi chos por su PCI rival y, además, hace predicciones confirmadas (La katos, 1978, I, págs. 69, 116-17). Lakatos ilustra su argumentación por medio del análisis de la teoría newtoniana de la gravitación — «posiblemente el programa de investigación de mayor éxito de la historia»— y describe entonces la evolución de los físicos que, a par tir de 1905, fueron engrosando el campo de la teoría de la relati vidad, que incluye la teoría de Newton como un caso especial, y califica de «objetivo» este paso del PCI newtoniano al einsteniano, porque la mayoría de los físicos actuaron como si creyeran en su metodología de los programas de investigación científica (MPIC). Ocurre, por supuesto, que este incidente concreto de la historia de la ciencia no supuso prácticamente pérdida kuhniana alguna de contenido en su proceso de sustitución de un PCI degenerado por otro progresivo, ya que el sistema newtoniano puede considerarse como un caso particular de la teoría einsteniana más general. Pero no toda la historia de la ciencia se adecúa tan nítidamente al con cepto de un progreso científico gradual y acumulativo en el que las viejas teorías se ven constantemente superadas por teorías nuevas, más generales. Con frecuencia, por el contrario, los aumentos de con tenido logrados por el progreso científico se producen a costa de pér didas de contenido en otras áreas, en cuyo caso nos enfrentamos de nuevo con el familiar problema kuhniano de la inconmensurabilidad de las sucesivas estrategias de investigación. En cualquier caso, Laka tos prosigue haciendo la sorprendente proposición de que toda la historia de la ciencia puede ser descrita en este mismo sentido, como la preferencia «racional» de los científicos por programas progresivos en vez de degenerados, y ello porque piensan que las ganancias de contenido exceden siempre a las pérdidas, y define los intentos de ha cerlo así como la historia interna de la ciencia (pág. 102). Por el contrario, la historia externa de la ciencia estará consti tuida, no solamente por las presiones normales del medio social y político que solemos asociar con la palabra externo, sino también por cualquier actuación de los científicos que no esté de acuerdo con la M PIC; como, por ejemplo, la preferencia de un PCI degenerado sobre uno progresivo en base a que el primero es más simple que el segundo. Lakatos no pretende decirnos ni por un momento que la
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historia interna sea toda la historia: el hacerlo implicaría suponer que los científicos son siempre perfectamente «racionales», proposición demasiado kuhniana para que Lakatos la adopte (págs. 130 y 133). Afirma, por el contrario, que la pretensión de que toda la historia de la ciencia puede explicarse como una reconstrucción racional pu ramente «interna» no se sostendrá a la luz de la evidencia histórica, pero recomienda que se dé prioridad a la historia interna, antes de ocuparnos de la externa. Lo que habría que hacer, según este autor, es «relatar Ja historia interna en el texto e indicar en notas a pie de pagina los malos pasos” de la historia real, a la luz de dicha recons trucción racional» (pág. 120), consejo que él mismo sigue en su fa mosa historia de los teoremas matemáticos de Euler sobre los po liedros (Lakatos, 1976)26. Una historia de la ciencia escrita sobre estas líneas, aventura La katos, exigiría en realidad pocas notas a pie de página dedicadas a la historia externa. En respuesta a los sermones de Lakatos basados en su propia teoría sociopsicológica, Kuhn (1970b, pág. 256) minimiza las dife rencias existentes entre ellos: «Aunque su terminología es diferente, su aparato analítico es tan próximo al mío como pudiera desearse: núcleo, trabajo dentro del cinturón protector y fase de degeneración son términos paralelos de mis conceptos de paradigma, ciencia nor mal y crisis.» Insiste, sin embargo, en que «lo que Lakatos considera historia no es historia en absoluto, sino filosofía que inventa ejem plos. Tal como él argumenta, la historia no podría tener, en prin cipio, el menor efecto sobre la posición filosófica previa que de forma exclusiva la conforma» (Kuhn, 1971, pág. 143). Lakatos responde a estos argumentos diciendo que el enfoque que él da a la historio grafía de la ciencia es perfectamente capaz de explicar a posteriori hechos históricos nuevos, es decir, hechos que resultan inesperados a la luz de los enfoques vigentes entre los historiadores de la ciencia. En este sentido «la metodología de los programas de investigación historiográficos» puede ser defendida con base a la propia MPIC, ya que demostrará ser progresiva si, y sólo si, promueve el descubri miento de hechos históricos nuevos (Lakatos, 1978, I, págs. 131-36). 26 Sería más exacto decir que este consejo era una racionalización de su historia de los teoremas de Euler, publicada por primera vez en 1964. Este chispeante trabajo, escrito en form a de diálogo platónico, así como todas sus referencias a la historia de las matemáticas, se consignan en notas a pie de página, y en ellas se demuestra que todos esos conceptos tan antiguos como «rigor», «elegancia» y «prueba», que por mucho tiempo han sido considerados como pertenecientes a la lógica pura, se han visto sujetos a una evolución his tórica tan compleja como sus conceptos científicos correspondientes de «cogitación», «sim plicidad», «necesidad deductiva», etc.
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La prueba, por tanto, nos la dará la práctica: queda por ver si la historia de la ciencia, sea natural o social, es más fructífera cuando se la concibe como una sucesión de programas de investigación pro gresivos lakatosianos que se superan constantemente unos a otros con teorías de contenido empírico creciente, en vez de cuando se la concibe como una serie continua de refinamientos paradigmáticos puntuados cada varios siglos por una revolución científica kuhniana. Los conceptos de PCI y de M PIC de Lakatos han inspirado ya toda una serie de reinterpretaciones, tanto de episodios conocidos como de otros menos conocidos, de la historia de la ciencia (ver Urbach, 1-74; Howson, 1976), incluyendo una o dos aplicaciones al campo de la Economía que examinaremos con más detenimiento en un capítulo posterior de este libro. Otros más competentes que este autor tendrán que juzgar si estos estudios demuestran o no el poder heurístico del programa de investigación metahistórico de Lakatos, pero en justicia hemos de señalar que, en último término, Lakatos se encuentra con la misma dificultad que acosó a Popper en su búsqueda de una posición intermedia entre la arrogancia prescriptiva y la hu mildad descriptiva. Como vimos anteriormente, Popper parece aconsejar a los cien tíficos lo que tienen que hacer — sin descartar, sin embargo, la posi bilidad de que puede conseguirse el progreso científico ignorando sus consejos. Igualmente, Lakatos caracteriza su M PIC como un enfoque ex-post de los programas de investigación del pasado que no puede equipararse directamente con un consejo heurístico a los científicos de hoy para que abandonen los programas degenerados y se unan a un PCI progresivo. Lakatos predica la tolerancia respecto de los PCI nacientes que hasta el momento no han logrado predecir hechos nuevos, y rehúsa la condena de los científicos que mantienen su adhe sión a PCI degenerados, siempre que admitan con honradez que su programa está, de hecho, degenerado. Añade, sin embargo, que los editores de revistas científicas estarán perfectamente justificados al rehusar la publicación de trabajos basados en PCI degenerados, y lo mismo ocurrirá con las instituciones dedicadas a promover y finan ciar la investigación, en cuanto a la dedicación de sus fondos (La katos, 1978, I, pág. 117). No resulta difícil comprender que tales distinciones equivalen a una especie de esquizofrenia intelectual, es pecialmente cuando no se fijan límites de tiempo para la actuación de los científicos, editores de revistas especializadas o instituciones de investigación. Feyerabend (1976, pág. 324 n) señala maliciosamente que «habría mucho que comentar sobre la idea de que un ladrón puede robar todo lo que quiera, y ser alabado como un hombre ho
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nesto por la policía y el hombre de la calle, siempre que reconozca ante todos que es un ladrón». Es claro que el esfuerzo de Lakatos en cuanto a separar la eva luación de la recomendación y a retener una metodología de la cien cia que sea francamente normativa, pero que sea al mismo tiempo capaz de servir de base para un programa de investigación en el cam po de la historia de la ciencia, ha de juzgarse o bien como un éxito con severas cualificaciones o bien como un fracaso, aunque sea un fracaso magnífico 27. El anarquismo de Feyerabend Muchas de las líneas tendenciales de la obra de Lakatos hacia la suavización de los rasgos «agresivos» del popperianismo y la amplia ción de los límites de lo permitido han sido seguidas y ampliadas por otros críticos recientes de las ideas recibidas, tales como Hanson, Polianyi y Toulmin, pero quien más lejos ha llegado por este camino ha sido Feyerabend 28. Todos estos escritores niegan la distinción positivista entre «el contexto de descubrimiento» y el «contexto de justificación» (véase, especialmente, Toulmin, 1972, págs. 478-84, y Feyerabend, 1975, capítulos 5 y 14). Por supuesto, todos ellos están de acuerdo en que la justificación lógica y empírica no puede reducirse a una exposición de sus orígenes históricos, pero se niegan rotundamente, a pesar de ello, a separar los enfoques ex-post de validez del estudio de la géne sis de las teorías. En otras palabras, todos ellos siguen a Kuhn y a Lakatos en su rechazo del programa popperiano que postula una filo sofía de la ciencia completamente ahistórica, tanto más cuanto que todos subrayan repetidamente el carácter esencialmente colectivo y cooperativo del conocimiento científico: es su contrastabilidad inter personal, incorporada en el concepto de resultados repetibles en for ma definida, lo que constituye el distintivo de la ciencia, siendo este distintivo el que realmente la diferencia de otras actividades del inte lecto humano. Incluso en el libro de Michael Polianyi, con su carac 27 Este fallo queda confirmado por el intento valiente, aunque poco convin cente, de reformular el concepto de M P IC en Lakatos, realizado por uno de sus discípulos: véase W orrall (1976, págs. 161-76). Berkson (1976) y Toulmin (1976) nos proporcionan otras críticas a la obra de Lakatos. 28 Hay que citar a G astón Bachelard, un filósofo francés de la ciencia poco conocido fuera de Francia, junto con los críticos ingleses y americanos de las ideas recibidas. Para comentarios sobre las ideas de Bachelard, véase Bhaskar (1975).
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terístico título Personal Knowledge (Conocimiento personal), la argu mentación basica referente al carácter de la ciencia contradice el título, al sostener que sea lo que sea lo que entendemos por cono cimiento científico, ciertamente no es un conocimiento puramente personal que no puede ser transmitido a otros (véase, por ejemplo, Polianyi, 1958, págs. 21, 153, 164, 183 y 292-94; véase también Ziman, 1967, 1978). Puede que el acuerdo no sea completo respecto de qué es lo que puede ser transmitido compulsivamente a otros, pero no existe desacuerdo en cuanto a la idea de que las teorías cien tíficas han de establecerse en términos de observaciones accesibles, en principio, a cualquier observador. Una vez que admitimos esto, sin embargo, parece obvio que las observaciones nuevas alterarán las formulaciones de las teorías, y, en consecuencia, estaremos introdu ciendo un inevitable elemento evolucionista en la evaluación de las teorías científicas. Así pues, el ataque popperiano contra «la falacia genética» que surge al mezclar los orígenes históricos con la validez empírica, se derrumba sin remedio. Otra característica persistente del nuevo enfoque sobre las teorías científicas es la idea de que todas las observaciones empíricas están necesariamente cargadas de teoría y que incluso los actos ordinarios de percepción, tales como el acto de ver, de tocar, de oír, están pro fundamente condicionados por nuestras conceptualizaciones previas; en palabras de Hanson (1965, pág. 7), para quien esta cuestión cons tituye prácticamente una idea fija: «hay mucho más que ver que lo que entra por el ojo» 29. En esta cuestión concreta, el nuevo enfoque se acerca a Popper, que señaló hace tiempo la paradoja que supone la exigencia de que las teorías sean severamente contrastadas en tér minos de sus predicciones observables, mientras que, al mismo tiem po, se sostiene que todas las observaciones son en realidad inter pretaciones que hacemos a la luz de alguna teoría. Lejos de evitar esta aparente contradicción, Popper rehúsa inteligentemente definir el término observable: «Creo que deberíamos considerarlo como un término-definido que resulta suficientemente preciso para su uso» (Popper, 1965, pág. 103, y también pág. 107n). Para algunos, esto resulta decepcionante: es como si, para cubrirnos, se nos ofreciesen ropas transparentes 30. Pero aquellos que han asimilado la tesis de irrefutabilidad de Durhem con todas sus consecuencias, y que han 29 Los economistas estarán probablemente familiarizados con los argumentos esgrimidos por Hanson, ya que vienen citados en el prim er capítulo de Samuelson: Economía (1976, págs. 10-12). ^ 30 Un escritor marxista, H indess (1977, capítulo 6), nos proporciona una critica de Popper bastante ingeniosa y nihilista, aunque variable en cuanto a su aplicación de la lógica, y que discurre sobre estas mismas líneas.
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aprendido la lección lakatosiana de que toda contrastación implica una lucha a tres bandas entre los hechos y al menos dos teorías riva les, podrán aceptar fácilmente la naturaleza necesariamente cargada de teoría de las observaciones empíricas. Pues sí, hay que reconocer que los hechos llevan en sí una carga teórica mayor o menor, pero dicha carga no provendrá necesaria mente de aquellas teorías que intentan corroborarse con su concurso. En este sentido, cabe la posibilidad de dividir los hechos en tres categorías: en primer lugar tenemos los hechos que son observaciones de acontecimientos, en los que dichas observaciones son tan nume rosas o evidentes por sí mismas que el hecho en cuestión es univer salmente aceptado como concluyente. Pero hay también muchos in feridos, tales como la existencia de átomos y genes, que no son datos de nuestra experiencia diaria, pero a los que se atribuye de todos modos el estatus de hechos incontrovertibles. Finalmente, tenemos otros hechos aún más hipotéticos, respecto de los cuales la evidencia deja que desear, o se ve sujeta a interpretaciones incompatibles (como, por ejemplo, la telepatía); el mundo está ciertamente lleno de «he chos» misteriosos, que siguen en espera de una interpretación racional (ver Mitchell, 1974). En resumen, los hechos tendrán algún tipo de independencia respecto de las teorías, aunque sólo sea porque pue den ser ciertos, aunque la teoría concreta en cuestión sea falsa; pueden también ser consistentes a bajo nivel con un cierto número de teorías cuyas proposiciones entran en conflicto a nivel más alto; y el proceso de escrutinio de los hechos supone siempre una comparación entre teorías más o menos falibles. Una vez que admitimos que el conoci miento plenamente cierto nos está negado, dejará de desasosegarnos la idea de que la forma misma en que observamos los hechos que ocurren en el mundo que nos rodea tiene un carácter teorético por naturaleza. Sin embargo, si consideramos la idea de que los hechos están car gados de teoría junto con la idea kuhniana de la pérdida de contenido entre teorías, paradigmas o PCI sucesivos, de forma que encontramos dificultades a la hora de realizar comparaciones entre dos sistemas teóricos rivales, si es que no nos encontramos con que aquéllos son literalmente inconmensurables, llegaremos a una situación en la que parecen cerrarse ante nosotros todas las posibilidades de elegir racio nalmente entre teorías científicas cuando éstas entran en conflicto. Y es esta posición de anarquismo teorético la que Feyerabend sos tiene con gran ingenio y elocuencia en su libro Contra el método, en el que llega a decir que sería más exacto describir su posición como la de un «dadaísmo petulante», en vez de calificarla de «anarquismo serio» (Feyerabend, 1975, págs. 21 y 189-96). La evolución intelec
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tual de Feyerabend como filósofo de la ciencia ha sido adecuadamente calificada como «un viaje desde un Popper ultrapopperiano hasta un Kuhn ultrakuhniano» (Bhaskar, 1975, pág. 39). En Contra el Método, Feyerabend arguye, ante todo, que no existe canon alguno de metodología científica, por plausible que sea y por firmemente basado que esté en la epistemología, que no haya sido violado impunemente en algún momento de la historia de la ciencia; además, algunos de los científicos más importantes lograron el éxito precisamente porque incumplieron deliberadamente todas las reglas convencionales de comportamiento (Feyerabend, 1975, pág. 23; véase también capítulo 9). En segundo lugar, la tesis de que la ciencia crece por medio de la incorporación de las antiguas teorías como casos particulares de las nuevas y más generales es un mito: la su perposición de teorías rivales es en la realidad tan rara que incluso el falsacionismo sofisticado se ve privado de anclaje racional (pági nas 177-78). En tercer lugar, el progreso científico, sea cual sea el procedimiento que adoptemos para concebirlo o medirlo, se ha pro ducido en el pasado, precisamente, porque los científicos nunca se vieron constreñidos por compromiso alguno con la filosofía de la ciencia: la filosofía de la ciencia es una de esas «espúreas discipli nas... que no tienen ni un solo descubrimiento en su haber», y «el único principio que no tiene un efecto inhibitorio sobre el progreso es el de todo vale» (págs. 302 y 323). La ciencia, insiste Feyerabend, es «mucho más “ chapucera” e “ irracional” que su imagen metodo lógica»; más aún, no existe criterio de demarcación que pueda sepa rarla adecuadamente de la no-ciencia, de la ideología o incluso del mito (págs. 179 y 297). «Todo vale», explica Feyerabend, «no sig nifica que no existan principios metodológicos racionales; lo que significa es que, si hemos de tener principios metodológicos univer sales, tendrán que ser tan vacíos de contenido y tan indefinidos como ese de “ todo vale” ; el “ todo vale” no expresa, por tanto, una con vicción más personal, sino que es una forma de resumir en broma los argumentos de los racionalistas» (1978, pág. 188; también pági nas 127-28, 142-43 y 186-87). En resumen, Feyerabend no está en contra del método en las ciencias, sino que más bien está en contra del método en general, incluyendo su propio consejo de ignorar todo método («para ser un verdadero dadaísta hay que ser también antidadaísta»). Pero no es sólo la metodología lo que Feyerabend quiere poner en su sitio; el verdadero blanco de su escéptica elocuencia es la in fluencia represiva que ejerce la propia ciencia, y especialmente la pretensión mantenida por los órganos científicos establecidos de que sólo ellos conocen los métodos correctos con los que descubrir la
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verdad: el poder público y la ciencia deben mantenerse separados, de forma que los padres puedan ejercer su derecho a que sus hijos aprendan magia en vez de ciencia en las escuelas estatales, si eso es lo que desean (1975, pág. 299). El único valor último, el de más alta prioridad, es la libertad, y no la ciencia. En palabras de uno de sus críticos: «Para Feyerabend, la única libertad que merece tal nom bre es la de hacer lo que a uno le salga de dentro y de la forma en que le salga de dentro» (Bhakasar, 1975, pág. 42). En definitiva, el libro de Feyerabend supone una propuesta de sustitución de la filosofía de la ciencia por la filosofía de «la imaginación al poder» 31.
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¿Qué podemos hacer con un escepticismo, relativismo y volunta rismo tan extremos que, como los de Feyerabend, consiguen aniqui lar, no sólo su propio análisis y recomendaciones, sino la propia disciplina a la que se supone estar haciendo una contribución? ¿De bemos concluir realmente, después de siglos de sistemático filosofar sobre la ciencia, que ésta es igual que el mito y que en la ciencia todo vale, lo mismo que todo vale en los sueños? Si lo hacemos así, la astrología no será ni mejor ni peor que la física nuclear; después de todo, alguna evidencia corroboradora hay que confirma la astro logía genética, y que predice las elecciones vocacionales de los indi viduos a partir de las posiciones de ciertos planetas en el momento de su nacimiento32; las brujas podrán ser tan reales como los elec-
trones — el hecho es que la gente más educada creyó durante dos siglos en la brujería (Trevor-Ropper, 1969); habremos recibido real mente la visita de supermanes procedentes del espacio exterior, por que así nos lo asegura von Dániken, utilizando el viejo truco de la verificación sin referencia a explicaciones alternativas bien contrasta das; el planeta Venus habrá salido proyectado de Júpiter alrededor del año 1500 antes de Jesucristo, habría llegado casi a chocar con la Tierra, y sólo alrededor del año 800 antes de Jesucristo se habrá asentado en su presente órbita, como Emmanuel Velikovsky quisiera hacernos creer, reivindicando así la Biblia como relación más o menos fiable de las catástrofes contemporáneas33; las plantas tendrán emo ciones y podrán recibir mensajes de los seres humanos34; las curacio nes por la fe estarán a la par con la medicina moderna; y el espiritualismo cabalgará de nuevo, como respuesta al ateísmo. Si nos resistimos a aceptar tan radicales implicaciones, hemos de tener bien claro que nuestra resistencia no puede apoyarse sobre los sólidos fundamentos de la epistemología, ni puede tampoco apoyarse en la praxis como suelen decir los leninistas, es decir, en la experien cia práctica de grupos sociales que actúan con base a ciertas ideas; en efecto, la praxis podría justificar el anticomunismo de McCarthy y el antisemitismo de los Protocolos de Sión con la misma facilidad con que justifica la creencia en una conspiración trotskista en los juicios de Moscú, ya que en realidad tan sólo es un nombre atractivo para designar a la opinión mayoritaria 35. La única respuesta que po demos dar a la filosofía del todo vale es la disciplina que proporcio nan los ideales de la ciencia. La ciencia, con todos sus fallos, es el
31 Ninguna de las críticas hechas al libro de Feyerabend Contra el Método ha podido, sin embargo, empañar su enorme «encanto», en el mejor sentido de esta palabra; es un libro que presenta una divertida falta de respeto hacia la ciencia institucionalizada, un enamoramiento de todos los marginados, incluyendo marxistas, astrólogos y Testigos de Jehová, y que se ríe tanto de sí mismo como de los demás; en realidad, resulta difícil estar seguro de si el autor nos está o no tomando el pelo todo el tiempo. Contra el M étodo mereció una gran can tidad de comentarios, y en un libro reciente Feyerabend (1978) reacciona en su forma característica contestando a sus comentaristas con el doble de páginas que aquéllos emplearon en sus comentarios, acusándoles de falta de compren sión, malinterpretación, distorsión pura, evasión de cuestiones y, lo peor de todo, acusándoles de falta de sentido del humor. Feyerabend nos asegura que existen otros métodos, diferentes de los defendidos por los científicos, que pue den complementar los procesos científicos racionales, pero cuáles sean estos mé todos, eso no nos lo dice; su contraevidencia consiste principalmente en anéc dotas personales sobre satisfactorias experiencias personales con la medicina no-ortodoxa. 32 Véase West y Toonder (1973, págs. 158 y 162-74). Kuhn (1970b, pági nas 7-10) ha sido uno de los que han argumentado que la «astrología genética» (que predice el futuro de naciones y razas enteras) debe ser admitida, según
el criterio de demarcación de Popper, como una ciencia genuina, aunque refu tada. Véase también Eyseneck (1979). 33 E l argumento de Velikovsky sería más plausible si se retrotrajese a alre dedor de un millón de años, y constituye un espléndido ejemplo de una teoría realmente erizada de predicciones, casi todas las cuales son ad-hoc\ además, ha cosechado tanto fracasos como éxitos (Goldsm ith, 1977). 34 E sta conjetura concreta carece de una teoría que la apoye y únicamente cuenta en su favor con unos pocos y sugestivos resultados experimentales, jun to, por supuesto, con su profundo atractivo psicológico (véase Tompkins y Bird, 1973). 35 Como observa Polianyi (1958, pág. 183): «C asi todos los errores siste máticos que han confundido a los hombres durante miles de años se basaban en la experiencia práctica. Los horóscopos, las incantaciones, los oráculos, la magia y la brujería, las curaciones de los curanderos y de los que practicaban la medicina antes del advenimiento de la medicina moderna, se encontraron todos ellos firmemente establecidos durante siglos a los ojos del público, preci samente por su supuesto éxito práctico. E l método científico fue creado pre cisamente con el propósito de dilucidar la naturaleza de las cosas en condiciones de mayor control, y por criterios más rigurosos, que los presentes en las situacio nes que los problem as prácticos generan.»
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único sistema ideológico autocrítico y autocorrector que el hombre ha inventado en toda su historia; a pesar de la inercia intelectual, a pesar de su conservadurismo inherente y a pesar de la tendencia a cerrar filas para mantener a raya a los heréticos, la comunidad cien tífica sigue siendo leal al ideal de competencia intelectual en el que no se permiten otras armas que la evidencia y la argumentación. Puede ser que a veces un científico determinado no esté a la altura de estos ideales, pero de todos modos la comunidad científica en su conjunto constituye el caso paradigmático de una sociedad abierta. En defensa del monismo metodológico Hasta el momento, al hablar de la ciencia, nos hemos referido muy poco a las ciencias sociales, y aún menos a la Economía. Sin em bargo, para completar las bases de nuestra discusión posterior sobre el análisis de la metodología económica, hemos de plantearnos ahora la famosa pregunta referente a las ciencias sociales: ¿existe un mé todo científico aplicable a todas las ciencias, sea cual sea el tema de que se ocupen, o deben las ciencias sociales emplear una lógica de investigación especial y propia? Hay muchos científicos de las cien cias sociales que miran hacia la filosofía de la ciencia para saber cómo pueden imitar mejor a la Física, la Química y la Biología, pero hay también algunos que están convencidos de que las ciencias sociales poseen una comprensión intuitiva de sus temas centrales de la que de alguna forma carecen los científicos de las ciencias físicas. Incluso los filósofos de la ciencia que insisten categóricamente en que todas las ciencias deben seguir la misma metodología, establecen a veces reque rimientos especiales para la validez de las explicaciones en ciencias sociales. Así, Popper, en La pobreza del historicismo, enuncia pri mero la doctrina del monismo metodológico — «todas las ciencias teoréticas o generalizadores, (deberían) hacer uso del mismo método, tanto si se trata de ciencias naturales como de ciencias sociales»— para prescribir después un principio de individualismo metodológico para las ciencias sociales: «L a tarea de las ciencias sociales consiste en construir y analizar nuestros modelos sociológicos con todo cui dado en términos descriptivos o nominalistas, es decir, en términos de los individuos, de sus actitudes, expectativas, relaciones, etc.» (Popper, 1957, págs. 130 y 136). Todo lo cual resultará, al menos, algo confuso para el principiante. Empecemos con la argumentación de la doctrina de la unidad de las ciencias, que es lo que aquí denominamos monismo metodo lógico. Nadie niega que las ciencias sociales emplean con frecuencia
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técnicas de investigación que son diferentes de las empleadas común mente en las ciencias naturales, como, por ejemplo, técnicas de participante-observador en Antropología, técnicas de encuesta social en la Sociología, y el análisis estadístico multivariante en Psicología, Sociología y Economía, en contraste con la técnica de experimentos controlados de laboratorio utilizada en la mayor parte de las ciencias físicas. Nótese, sin embargo, que quizás las técnicas de investigación no difieran más entre las ciencias sociales y las naturales tomadas en su conjunto que entre cada una de ellas tomadas separadamente. Pero el monismo metodológico no tiene nada que ver con las técnicas de investigación, sino más bien con «el contexto de justificación» de las teorías. La metodología de una ciencia es su rationale para aceptar o rechazar sus teorías o hipótesis. Así pues, mantener que las cien cias sociales deberían emplear una metodología distinta de la de las ciencias naturales equivale a defender la sorprendente proposición de que las teorías o hipótesis referentes a cuestiones sociales debe rían validarse por medios radicalmente diferentes de los que validan las teorías o hipótesis referentes a los fenómenos naturales. La nega ción categórica de ja l dualismo metodológico es lo que constituye lo que denominamos monismo metodológico. En contra de esta doctrina se alza una antigua objeción y una objeción nueva. La objeción antigua es la sostenida por algunos filó sofos alemanes del siglo xix, miembros de la escuela neokantiana, y gira en torno del concepto de Verstehen, o «comprensión». La obje ción nueva emana de algunos de los últimos trabajos filosóficos de Wittgenstein y se relaciona con el significado de las acciones huma nas, regidas como siempre lo están por normas sociales. Considere mos cada una de ellas. El término alemán Verstehen denota comprensión desde dentro por medio de la intuición y la empatia, como opuesta al conoci miento desde fuera, a través de la observación y el cálculo; en otras palabras, el conocimiento en primera persona que es inteligible para nosotros por ser hombres, en vez del conocimiento en tercera per sona que puede no tener correspondencia alguna con lo que hayamos podido asimilar en tanto que seres humanos. Es claro que los cien tíficos de las ciencias naturales carecen de este tipo de conocimiento de participante, de conocimiento de primera mano, porque les es im posible imaginar lo que es ser átomo o molécula 36. Pero los cientí ficos de las ciencias sociales, interesados como están en el comporta miento humano, pueden colocarse por simpatía en la posición de los Véase una divertida defensa de la doctrina del Verstehen por Marchlup en su «S i la materia pudiese hablar» (1978, págs. 315-32).
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agentes humanos que están analizando, pueden recurrir a la intros pección como fuente de conocimiento del comportamiento de dichos agentes, y de esta forma hacen uso de una ventaja inherente que poseen sobre los estudiosos de los fenómenos naturales. El Verstehen no será sólo, pues, una característica necesaria de las explicaciones proporcionadas por las ciencias sociales, con lo que se descalifican algunas ramas de la psicología como el behaviorismo de Skinner, sino que constituye también una fuente única de capacidad de compren sión que no existirá para el conocimiento necesariamente externo de los científicos de las ciencias físicas. La dificultad metodológica que plantea la doctrina del Verstehen es la misma que encontramos en cuanto al uso de la introspección como fuente de evidencia respecto del comportamiento humano: ¿cómo sabremos si un determinado uso del Verstehen es fiable? Si rechazamos un determinado acto de empatia, ¿cómo podra el que lo realiza validar su método? Si la validez del método empatico pu diese establecerse de forma independiente, aquél resultaría normal mente redundante. Además, podemos dudar de si la información extra obtenida por medio de la introspección y la empatia será real mente una ayuda para los científicos sociales, ya que el conocimiento de primera mano genera el molesto problema de cómo manejar aquella información que deliberada o inconscientemente, distorsiona la reali dad. En consecuencia, resulta fácil montar una defensa de la intuición y la empatia como fuente adicional de conocimiento disponible para los científicos sociales, y que pueden ser de ayuda a la hora de inven tar hipótesis acerca del comportamiento humano, pero no resulta tan fácil mantener la defensa de una ciencia social basada en el verstehen, dentro del «contexto de justificación» (ver Nagel, 1961, páginas 473-76 y 480-85; también Rudner, 1966, págs. 72-3; Les noff, 1974, págs. 99-104). Esta objeción reciente al monismo metodológico ha sido sostenida enérgicamente, e incluso de forma algo fatua, por Peter Winch, en su polémico libro The Idea of a Social Science (1958), y se relaciona con algunas de las ideas de Max Weber sobre metodología, especial mente con el concepto de tipos ideales que incorporan el significado que los agentes sociales atribuyen a sus propias acciones 37. El punto 37 L o s tipos ideales de W eber no son exactamente concepciones abstractas, sino elaboraciones concretas relacionadas específicamente con el proceso de pen samiento, con los sentimientos de los agentes humanos y con los acontecimientos resultantes de las acciones de dichos agentes (por ejemplo, el homo economicus, el capitalismo, la burocracia, etc.). E n resumen, la definición que W eber hace de sus tipos ideales incluye el Verstehen como uno de sus elementos princi pales. En parte las ideas de W eber fueron m alinterpretadas porque su expo-
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central de esta corriente de pensamiento considera que el significado no es una categoría abierta al análisis causal y que, en la medida en la cual las acciones humanas gobernadas por reglas sean el tema de estudio de la investigación social, la explicación en ciencias sociales deberá discurrir, no en términos de una concatenación física causa• ' S*n° Cn t^rm*nos ^e las motivaciones e intenciones de los individuos. En otras palabras, el conocimiento propio de las ciencias sociales sólo podrá adquirirse si se llega a «aprender las reglas», y para llegar a aprender las reglas habrá que conocer a su vez los fenó menos desde dentro, es decir, adquiriendo la experiencia que supone el actuar conforme a dichas reglas. Así pues, la reciente objeción aducida contra el monismo metodológico nos lleva, en último térmi no, a la antigua objeción en contra de la doctrina del Verstehen; ambas están sujetas a las mismas criticas, ya que no ofrecen método alguno de contrastación interpersonal con el que validar las propo siciones referentes al comportamiento gobernado por normas (Rud ner, 1966, págs. 81-3; Lesnoff, 1974, págs. 83-95; Ryan, 1970, capítulos 1 y 6). La cuestión del Verstehen y de la significación del comporta miento gobernado por normas se encuentra a la vez íntima y conrusamente ligada al principio popperiano del individualismo metodológico. Este principio afirma que las explicaciones de los fenómenos sociales, políticos o económicos podrán considerarse adecuadas tan sólo si se establecen en términos de las creencias, actitudes y decisiones de los individuos. Este principio se opone al principio de la metodo logía totalizadora, considerada por los proponentes de aquél como insostenible, y según la cual se postula que los «todos» sociales tie nen objetivos o funciones que no pueden ser reducidos a las creen cias, actitudes y acciones de los individuos que los forman. La fuerte insistencia de Popper en defender el individualismo metodológico no tiene explicación clara en sus propios escritos (Ackerman, 1976, pá gina 166), y los últimos años de la década de 1950 vieron desarro llarse un gran debate sobre esta cuestión, debate en el que Popper no participó directamente 38. Este debate consiguió aclarar ciertas confusiones que inevitable mente rodean la recomendación imperativa del individualismo meto dológico. La expresión «individualismo metodológico» fue inventada sición de las mismas no era clara: sus tipos ideales, ni son «tipos» ni son «ideales». Tanto Burger (1976) como Machlup (1978, capítulos 8 y 9) tratan ™ c 3 adecuada y experta la maltratada teoría de los tipos ideales de Weber. /m /n \ debate queda reproducido casi en su integridad tanto en Krimerman (1969) como en O ’N eill (1973); pero véase también Nagel (1961, págs. 535-44), Lukes (1973), Ryan (1970, capítulo 8) y Lesnoff (1974, capítulo 4).
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al parecer por Schumpeter, que, ya en 1908, fue el primero en dis tinguir entre individualismo metodológico e «individualismo polí tico»; el primero prescribe una forma de análisis económico que se inicia siempre a partir del comportamiento de los individuos, mien tras que el segundo expresa un programa político en el que la pre servación de la libertad individual es considerada como la piedra angular de toda acción gubernamental (Machlup, 1978, pág. 472). Popper no hace esta distinción de forma tan clara como Schumpeter la hizo, y, por consiguiente, su defensa del individualismo metodo lógico, o más bien su crítica de la metodología totalizadora, se uti liza a veces ilegítimamente como defensa del individualismo político (Popper, 1957, págs. 76-93); una tendencia similar a ésta resulta también detectable en la primera crítica hecha por Friedrich Hayek (1973) al «cientifismo», la servil imitación de los métodos de las ciencias físicas (Machlup, 1978, págs. 514-16) que parece haber ins pirado a Popper a la hora de formular el principio del individualismo metodológico 39. Igualmente, muchos de los seguidores de Popper, si no el propio Popper, deducen el individualismo metodológico de lo que se ha denominado el «individualismo ontológico», es decir, de la proposición de que los individuos crean todas las instituciones sociales y que, por consiguiente, los fenómenos colectivos son sim plemente abstracciones hipotéticas derivadas de las decisiones de los individuos. Pero aunque el individualismo ontológico es trivialmente cierto, no tiene necesariamente relación con la forma en que debería mos o no deberíamos investigar los fenómenos colectivos, es decir, no tiene por qué relacionarse con el individualismo metodológico. Una interpretación obvia de lo que el individualismo metodoló gico quiere decir consiste en equipararlo con la proposicion de que lodos los conceptos de la sociología son reducibles, y deberían ser reducidos, a los de la psicología. Pero Popper denuncia esta inter pretación como psicologismo, aunque su ataque al mismo no ha re sultado muy convincente, y una gran parte del debate sobre esta cuestión se ha centrado en la práctica sobre la distinción entre «he chos o instituciones societarios» irreducibles y «leyes societarias» posiblemente reducibles, a la luz de la cual puede interpretarse que Popper insiste sobre la conveniencia de reducir las leyes sociales a los individuos y a las relaciones existentes entre ellos. Desgraciada mente, Popper argumenta también en el sentido de que «la tarea fundamental de las ciencias sociales teoréticas... consiste en trazar 39 H ayek se ha retractado en gran parte de sus posiciones anteriores res pecto del monismo metodológico y adopta ahora una actitud que puede califi carse de popperiana-con-una-diferencia: véase Barry (1979, capítulo 2).
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las repercusiones involuntarias de las acciones humanas» (1972b pá gina 342; también págs. 124-25; y 1962, II, pág. 95; 1972a, pági na 160n). Pero, ¿cómo será esto posible si las leyes sociales no exis ten, es decir, si no existen proposiciones referentes a «todos» que sean algo más que sus partes constituyentes? Sin duda, el individua lismo teórico de la Economía y la Política en tiempos de Hobbes y Locke culmino de forma no-intencionada en la doctrina de los filó sofos escoceses del siglo xvm , pero esta no es razón para que el estudio de las consecuencias no-intencionadas de las acciones indivi duales se convierta ahora en el rasgo necesario y fundamental de las ciencias sociales. Si así fuese, ¿qué ocurriría con el imperativo del individualismo metodológico? En este punto, resultará útil señalar lo que el individualismo metodologico estrictamente interpretado (o para el caso la doctrina del Verstehen) implicarían para la Economía. En efecto, dicha meto dología excluirla todas las proposiciones macroeconómicas que no puedan ser reducidas a proposiciones microeconómicas, y puesto que pocas de ellas han sentado sus fundamentos microeconómicos, esto supondría a su vez el decir adiós a casi toda la macroeconomía reci bida. Algo erróneo tendrá que haber en un principio metodológico que tiene implicaciones tan devastadoras. La referencia a la Econo mía no resulta en absoluto ociosa, ya que el propio Popper nos ex plica que el individualismo metodológico debe interpretarse como la aplicación a las cuestiones sociales del «principio de racionalidad», o del «método cero» aplicado a la «lógica de una situación». Este método de análisis situacional, explica en su biografía intelectual, . . . era un intento de generalizar el método de la Teoría Económica (la teoría de la utilidad marginal) de form a que resultase aplicable a otras ciencias so ciales. .. este método consiste en construir un modelo de la situación social, incluyendo especialmente la situación institucional en el cual el agente actúa, de form a que quede explicada la racionalidad (el carácter cero) de su acción. Tales modelos son, por tanto, hipótesis contrastables de las ciencias sociales (Popper, 1976, págs. 117-18; también 1957, págs. 140-41; y 1972a, págs. 178-79 y 188).
Recomendaremos, en cualquier caso, el individualismo metodo lógico como postulado heurístico, ya que, en principio, resulta alta mente deseable el definir todos los conceptos totalizadores, factores macroscópicos, variables agregadas, o como quiera que las llamemos, en términos del comportamiento individual, siempre que esto sea posible. Pero cuando no sea posible, no enmudezcamos basándonos en que no podemos desafiar el principio del individualismo metodo lógico. En palabras de uno de los participantes en este debate:
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L o más que podemos pedir a un científico s o c ia l. . . es que mantenga el principio del individualismo metodológico firmemente asentado en su mente, como un ideal al que es bueno aproximarse todo lo posible. E sto nos garanti zaría al menos que ya nunca perderá el tiempo con conceptos tales como «mente de grupo» y «fuerzas im personales», económicas o de otra naturaleza; que nunca más ocurrirá que las propiedades no-observables de los fenómenos sean atribui das a entes colectivos igualmente no-observables; y que, al mismo tiempo, el científico social no se quedará con la boca abierta por razones metodológicas ante cuestiones sobre las que, con mayor o menor precisión, se pueden decir muchas cosas (Brodbeck, 1973, pág. 293).
Habiendo, pues, reafirmado el monismo metodológico, incluso en contra de la aparente disolución del tema por parte de Popper, queda claro, sin embargo, que no pretendemos negar la relativa inmadurez de todas las ciencias sociales, incluida la Economía, en relación con al menos algunas de las ciencias físicas. Incluso admitiendo que la distinción entre ciencias físicas «fuertes» y ciencias sociales «débiles» es tan sólo una cuestión de grado, hay que reconocer que tales dife rencias de grado pueden ser de considerable importancia. Ninguna ciencia social puede envanecerse de haber creado nada parecido a las leyes universales de la Química moderna, o a las constantes numé ricas de la Física de partículas, o a la fiabilidad de predicciones de la mecánica newtoniana. La comparación entre ciencias físicas y socia les resulta algo más favorable para aquéllas cuando las comparamos con la Biología, la Geología, la Fisiología o la Meteorología, pero incluso en estos casos sigue existiendo una gran distancia entre nues tros conocimientos del comportamiento humano y nuestros conoci mientos sobre los fenómenos naturales40. Puede ser que, en prin cipio, no encontremos grandes diferencias entre los métodos de las ciencias físicas y los de las ciencias sociales, pero en la práctica las di ferencias entre ellos pueden ser casi tan drásticas como las existentes entre los métodos de las ciencias sociales y los principios de la crítica literaria, por poner un ejemplo.
40 Véase Machlup (1978, págs. 345-67), que contiene un juicioso intento de abordar la importante pregunta de: ¿Son inferiores las ciencias sociales? Su respuesta es: sí, pero no tanto como parece pensar la mayoría de la gente.
Parte II HISTORIA DE LA METODOLOGIA ECONOMICA
Capítulo 3 LOS VERIFICACIONISTAS: UNA HISTORIA DEL SIGLO XIX EN GRAN PARTE
La prehistoria de la metodología económica Una diferencia sutil, aunque significativa, separa los escritos sobre metodología de los economistas del siglo xix de los del siglo xx, o más bien de los escritos aparecidos en los últimos cuarenta años. Los grandes economistas-metodólogos del siglo xix centraron su aten ción sobre las premisas de las teorías económicas, y advirtieron in sistentemente a sus lectores que la verificación de las predicciones económicas era, en el mejor de los casos, tarea harto azarosa. Se con sideraba que las premisas habían de derivarse de la introspección o de la observación casual de lo que hacen nuestros semejantes, y que, en este sentido, aquéllas podían considerarse como verdades a priori, conocidas, por así decirlo, previamente a la experiencia; un proceso puramente deductivo llevaba de las premisas a las implica ciones, pero dichas implicaciones serían ciertas a posteriori tan sólo en ausencia de causas perturbadoras. Por consiguiente, el objetivo de la verificación de las implicaciones consistía en determinar el campo de aplicación de las teorías económicas, y no en evaluar su validez. Estos autores del siglo xix desplegaron un ingenio sin límites a la hora de proporcionar razones que les permitiesen ignorar lo que parecían ser claras refutaciones de las teorías, pero nunca llegaron a establecer las bases, empíricas o de otro tipo, sobre las que hubiese sido posible rechazar una determinada teoría económica. En resumen, los grandes metodólogos británicos del siglo xix eran verificacionis75
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tas, y no falsacionistas, y predicaban una metodología defensiva des tinada a proteger a la joven ciencia frente a cualquier ataque. Si tomamos la publicación de La riqueza de las naciones en 1776 como la fecha de «nacimiento» de la Economía como disciplina inde pendiente, la naciente ciencia de la Economía Política tenía unos cincuenta años cuando Nassau Sénior publicó su Introductory Lecture on Political Economy (Conferencia introductoria a la Economía Po lítica) en 1827; se trata de la primera discusión explícita de este autor sobre los problemas de la metodología económica, discusión que elaboró y amplió una década después en su Outline of the Science of Political Economy (La ciencia de la Economía Política en líneas generales) (1836). El año de 1836 vio también la publicación del famoso ensayo de John Stuart Mili On the Definition of Political Economy and on the Method of Investigation Proper to It (Sobre la definición de Economía Política y el método de investigación adecuado a la misma) (1836), con el que dejó bien sentada su reputación como destacado comentarista de temas económicos, una reputación que se vio considerablemente reforzada con la publicación de un trabajo importante en el campo de la filosofía de la ciencia, como es su System of Logic (1844), seguido del magistral Principies of Political Economy (Principios de Economía Política) (1848). Los siguientes hitos im portantes son la obra Character and Logical Method of Political Economy (Carácter y método lógico de la Economía Política) de John Elliot Cairnes (1875) y el indiscutiblemente autorizado resumen de toda la metodología de la era clásica que John Neville Keynes nos proporciona en su The Scope and Method of Political Economy (Contenido y método de la Economía Política) (1890), un libro apa recido en el mismo año de la primera publicación de los Principies of Economics (Principios de Economía) de Alfred Marshall, y con el que comparte un enfoque metodológico conciliatorio. No queremos decir con esto que Adam Smith, David Ricardo y Thomas Malthus careciesen de principios metodológicos, sino sim plemente que no vieron la necesidad de expresarlos explícitamente, considerándolos quizás tan obvios que no necesitaban defensa alguna. Adam Smith resulta ser un caso especialmente sorprendente, ya que, de hecho, empleó formas de razonamiento radicalmente diferentes en las distintas partes de su obra. Los libros I y II de La riqueza de las naciones utilizan con profusión el método de estática compa rativa, asociado posteriormente con la obra de Ricardo, mientras que los libros III, IV y V de La riqueza de las naciones, así como la mayor parte de su Teoría de los sentimientos morales, constituyen ejemplos de utilización de la metodología característica de la llamada Escuela Histórica Escocesa.
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^ _No resulta fácil caracterizar esta metodología de la Escuela His tórica Escocesa, porque ni Adam Smith ni ninguno de los demás miembros de la Escuela emplearon nunca muchas palabras para defi nirla. En cualquier caso, tal método parece consistir, por un lado, en una firme creencia en las etapas históricas, basada en la relación entre «modos» o tipos definidos de producción económica y ciertos prin cipios de la naturaleza humana, y por otro lado, sobre un profundo compromiso con la simplicidad y la elegancia como criterios absolu tamente prioritarios de una adecuada explicación, tanto en el campo de las ciencias físicas como en el de las ciencias sociales (ver Skinner, 1865; Macfie, 1967, capítulo 2; y Smith, 1970, págs. 15-43). Adam Smith hizo en realidad una importante contribución a la filosofía de la ciencia en este campo con su trabajo, de enorme erudición, The Principies which Lead and Direct Philosophical Enquiries, Illustrated by the History of Astronomy (Principios que dirigen y encauzan la investigación filosófica: el caso de la Historia de la Astronomía), es crito alrededor de 1750, pero que sólo llegó a publicarse después de su muerte, en 1799 *. Escribiendo tan sólo sesenta años después de la aparición de los Principios de Newton, Smith describe el método newtoniano como aquel según el cual se establecen «ciertos princi pios, primarios o demostrados, en un primer momento, a partir de los cuales se explican diversos fenómenos, relacionándolos todos en una misma cadena». Dado el papel de piedra angular que juegan los sentimientos de simpatía por otros seres humanos en La teoría de los sentimientos morales, y el comportamiento que persigue ante todo el propio interés en La riqueza de las naciones, ambos libros pueden considerarse como intentos deliberados por parte de Smith de aplicar el método newtoniano, primero a la Etica y después a la Economía (Skinner, 1974, págs. 180-81). Es curioso que Smith atribuya en su ensayo sobre la Astronomía el origen de la ciencia no a la curiosidad ociosa de los hombres o a su deseo de dominar la naturaleza, sino al simple deseo de maximizar «lo maravilloso, lo sorprendente, lo admirable». Incluso su patrón para juzgar las ideas científicas era más o menudo de tipo estético que de tipo cognoscitivo, y subrayaba la ventaja que supone el ser capaces de explicar diversos fenómenos por el único y familiar principio de la gravedad casi tanto, si no más, que las ventajas que puedan proporcionar nuestra capacidad de hacer predicciones fiables. Existe una gran dosis de convencionalismo en las explicaciones que Smith elabora para la revolución copernicana 1 E l trabajo de Smith sobre Astronom ía se encuentra ahora disponible como volumen I I I de la Edición de Glasgow de: W orks and Correspondence of Adam Smith (O bra y Correspondencia de Adam Smith) (1980).
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y para la newtoniana, inspirado probablemente en el igualmente inci piente convencionalismo de Hume; es decir, Smith rehúsa describir la mecánica newtoniana como «la verdad», contrastando radicalmente con la actitud general de su época (Thompson, 1965, págs. 223-33; Lindgren, 1969, pág. 901; Hollander, 1977, págs. 134-37 y 151-52; y Skinner, 1974). Sin embargo, no tiene mucho sentido el preocu parse ahora de lo que Smith quería realmente decir con su concep ción de las teorías científicas como «máquinas imaginarias», porque su ensayo pasó totalmente desapercibido entre los economistas clásicos ingleses que le sucedieron y, en realidad, parece no haber ejercido influencia alguna sobre la filosofía de la ciencia del siglo xxx. En Ricardo, lo histórico, lo institucional y lo fáctico, que habían figurado de forma tan prominente en los escritos de Adam Smith, quedaron como telón de fondo, e incluso su filosofía social es discernible tan sólo en forma de alusiones (Hutchinson, 1978, págs. 7-10, y capítulo 2). Aunque sus ideas metodológicas hay que leerlas entre líneas, Ricardo era un claro defensor de lo que hoy denominamos «el modelo de explicación hipotético-deductivo», según el cual se niega categóricamente que los hechos puedan nunca hablar por sí mismos. No resulta fácil saber si Ricardo consideraba las predicciones de su sistema — el coste creciente del cultivo de alimentos, la pre sión de la población sobre la oferta de los mismos, la creciente parti cipación de los terratenientes en la distribución de la renta, y la desaparición gradual de las oportunidades de inversión— como ten dencias puramente condicionales o como previsiones históricas incon dicionales, ya que la piedra angular de su forma de escribir es la minimización de la distinción entre las conclusiones abstractas y las aplicaciones concretas. En realidad, Schumpeter (1954, págs. 472-73) ha denominado esta predisposición de Ricardo a aplicar modelos de un alto grado de abstracción directamente a la complejidad del mundo real «el vicio ricardiano». Por un lado, Ricardo le dijo a Malthus que su objetivo consistía en dilucidar principios y que, por tanto, «imaginaba casos extremos... capaces de mostrar el funcionamiento operativo de dichos principios»; por otro lado, estaba siempre diciéndole al Parlamento que algunas de las conclusiones de la Economía eran «tan ciertas como el principio de gravitación» 2. En cualquier caso, no hay duda de que el mensaje que sus seguidores asimilaron a partir de sus escritos fue el de que la Economía es una ciencia, no a causa de su método de investigación, sino a causa de la certeza de sus resultados. 2 Como recopilación de comentarios ocasionales de Ricardo sobre metodo logía, véase de Marchi (1970, págs. 258-59) y Sowell (1974, págs. 118-20).
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Malthus abrigaba serias dudas acerca de la metodología de Ricar do, especialmente en lo que se refiere a la costumbre de éste de diri gir la atención exclusivamente hacia las implicaciones de equilibrio a largo plazo de las fuerzas económicas, y sospechaba, aunque nunca fue capaz de expresar de forma clara esta sospecha, que había en Smith un método inductivo que era diametralmente opuesto al enfo que deductivo de Ricardo. En la práctica, sin embargo, el estilo de razonamiento de Malthus era idéntico al de Ricardo, y sus amplias diferencias en cuanto a la cuestión del valor y a la posibilidad de que se produjesen situaciones de «superproducción generalizada» no supo nían diferencias metodológicas sustanciales entre ellos. El ensayo de Mili Ricardo murió en 1823, y la década siguiente fue testigo de un vigoroso debate sobre la validez del sistema ricardiano, acompañada de un intento por parte de sus principales discípulos, James Mili y John Ramsay McCulloch, tendente a la identificación- del ricardianismo con la Ciencia Económica. Con frecuencia los períodos de con troversia intelectual engendran clarificaciones metodológicas, y esto fue lo que ocurrió durante esta fase crítica de la Economía Política clásica inglesa. Tanto Sénior como John Stuart Mili vieron ahora la necesidad de formular los principios que gobernaban los métodos de investigación de los dedicados a la Economía Política. Debemos a Sénior la primera formulación de la hoy familiar dis tinción entre una ciencia pura y estrictamente positiva y el arte im puro e inherentemente normativo de la Economía (una cuestión cuyo examen dejaremos para el capítulo 5), así como la primera formula ción explícita de la idea de que una Economía científica se basa esencialmente sobre «unas pocas proposiciones muy generales, pro venientes de la observación, o de la introspección, y que cualquier hombre, tan pronto las oye, las admite como parte de su propio pensamiento», de los cuales se deducen una serie de conclusiones que serán ciertas tan sólo en ausencia de «causas perturbadoras concre tas» (citado por Bowley, 1949, pág. 43). Sénior llegó hasta a reducir estas «pocas proposiciones muy generales» a cuatro, a saber: 1) que cada persona desea maximizar su riqueza con el menor sacrificio po sible; 2) que la población tiende a crecer con mayor rapidez que los medios de subsistencia; 3) que el trabajo, mediante la utilización de máquinas, es capaz de generar un producto neto positivo; y 4) que la agricultura está sujeta a rendimientos decrecientes (ver Bowley, 1949, págs. 46-8). Aquí, al igual que en el resto de sus escritos,
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Sénior se muestra como uno de los escritores más originales entre los economistas clásicos. De todos modos, la discusión que Mili hace de estas mismas cuestiones es a la vez más cuidadosa y más penetrante que la de Sénior y además presta mucha más atención que Sénior al problema de la verificación de las conclusiones de la teoría pura. El ensayo de Mili On the Definition of Political Economy (Sobre la definición de la Economía Política), de 1836, parte de la distin ción de Sénior entre la ciencia y el arte de la Economía Política, que es la distinción entre una colección de verdades materiales y un cuerpo de reglas normativas, para seguir luego caracterizando el objeto de la Economía, de nuevo al igual que Sénior, como una «ciencia men tal», fundamentalmente referida a las motivaciones humanas y formas de conducta de la vida económica (Mili, 1967, págs. 312 y 317-18). Esto nos lleva directamente al famoso pasaje en el que nació el denos tado concepto del homo economicus. Aunque es algo largo, vale la pena citar este pasaje casi completo, y vale la pena leerlo y releerlo: L o que hoy entendemos comúnmente por el término «Econom ía Política» . . . hace abstracción de todas las pasiones o motivaciones humanas, excepto aquellas que pueden considerarse como principios antagonistas perpetuos del deseo de riquezas, es decir, la aversión al trabajo y el deseo de goce presente de costosos placeres. E stos principios entran hasta cierto punto en sus cálculos porque no solamente entran ocasionalmente en conflicto, al igual que otros deseos, con la búsqueda de riquezas, sino que la acompañan como una especie de rémora, o impedimento, encontrándose por tanto inseparablemente unidos a aquélla. L a Economía Política considera a la H um anidad como ocupada sola mente en la adquisición y consumo de riquezas; y su objetivo consiste en mos trar cuál es la línea de acción que se vería la Hum anidad impelida a adoptar, viviendo en sociedad, si tal motivo, excepto en la m edida en la cual quede contrarrestado por las dos motivaciones antes citadas y que son sus oponentes, fuese la única consideración que influyese en sus acciones . . . L a ciencia . . . pro cede . . . bajo el supuesto de que el hombre es un ser destinado, por naturaleza, a preferir en todos los casos más riqueza a menos riqueza, sin otra excepción que la que constituyen las dos contramotivaciones ya mencionadas. Y no es que economista alguno haya sido nunca tan absurdo como para suponer que la Hu manidad está realmente constituida por tales seres, sino porque ésta es la forma en que la ciencia ha de proceder necesariamente. Cuando un efecto procede de una concurrencia de causas, aquellas causas deben estudiarse una por una, y sus lryes deben investigarse separadamente, si es que deseamos obtener, a través de las causas, el poder de predecir o controlar sus efectos . . . N o existe, quizás, acción alguna en la vida del hombre en la que éste no se encuentre bajo la influencia, directa o remota, de algún im pulso distinto al del deseo de riquezas. I,a Economía Política no pretende que sus conclusiones sean aplicables a estos aspectos de la conducta humana en los que el deseo de riquezas no constituye la motivación principal. Pero existen ciertamente algunos aspectos de los asun to» humanos en los que la adquisición de riquezas es el objetivo principal y
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explícito. Y es tan sólo de estos aspectos de los que se ocupa la Economía Política. L a form a en que ésta necesariamente procede consiste en tratar este objetivo principal y explícito como si fuese el único; lo cual constituye la hipó tesis más cercana a la verdad de todas las posibles, y que serán igualmente simplificadoras. E l economista se pregunta cuáles son las acciones que tal deseo generaría si, dentro de las áreas en cuestión, no fuese impedido por ninguna otra motivación. D e esta form a se obtiene una aproximación más cercana al orden real de los asuntos humanos en dichas áreas de la que de otro modo sería posible. E sta aproximación debe, por tanto, corregirse de forma que tenga en cuenta los efectos de cualesquiera impulsos de otro tipo, cuya interferencia con los resultados obtenidos pueda demostrarse en cada caso particular. Sola mente en unos pocos de los casos más conspicuos (tal como el importante papel que juega el principio de crecimiento de la población) se interpolarán estas correcciones en la exposición de la Economía Política; habiéndonos alejado, pues, en cierta medida en estos casos de los estrictos procedimientos puramente científicos, en beneficio de la utilidad práctica. E n la medida en la cual se sabe, o se supone, que la conducta de la Hum anidad en la búsqueda del incremento de sus riquezas se encuentra bajo la influencia colateral de cualesquiera propie dades de nuestra naturaleza distintas de la del deseo de obtener la mayor can tidad posible de riquezas con el menor esfuerzo y autonegación posibles, las conclusiones de la Economía Política dejarán de ser aplicables a la explicación o predicción de los acontecimientos reales, hasta que sean modificadas de forma que puedan tener en cuenta el grado de influencia ejercido por esas otras causas [páginas 321-23].
La definición que Mili nos proporciona del homo economicus presenta rasgos que vale la pena destacar. Mili no nos dice que de beríamos tomar al hombre en su integridad, fijando nuestras preten siones en la correcta predicción de cómo se comportará de hecho en sus actuaciones económicas. Esta es la teoría del «hombre real» que Sénior mantuvo durante toda su vida a pesar del ensayo de Mili (ver Bowley, 1949, págs. 47-8 y 61-2) y que es también el punto de vista adoptado posteriormente por Alfred Marshall y nos atrevería mos a decir que el adoptado por todos los economistas contemporá neos (ver Wbitaker, 1975, págs. 1043 y 1045n; Machlup, 1978, capítulo 1 1 )3. Lo que Mili nos dice es que hemos de abstraer ciertas motivaciones económicas, a saber, la de la maximización de la riqueza sujeta a las restricciones que suponen la renta de subsistencia y el 3 Vale la pena recordar que en la obra de Adam Smith no encontramos nada que se parezca al homo economicus construido por Mili. En Smith, los hombres ciertamente actúan según lo que para ellos constituye su propio inte rés, pero este interés nunca se concibe como dirigido únicamente a fines pecu niarios, y con frecuencia aquél es concebido como una cuestión de honor, de ambición, de estima social o de pasión de dominio, en vez de sólo como un deseo de riquezas (véase Hollander, 1977, págs. 139-43; Winch, 1978, pági nas 167-68).
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deseo de ocio, al tiempo que hemos de tener en cuenta la presencia de motivaciones no-económicas (tales como las costumbres y hábitos) incluso en aquellas esferas de la vida que entran dentro del campo normal de la Economía. En definitiva, Mili opera con una teoría del «hombre ficticio». Además, subraya también el hecho de que la es fera económica es tan sólo una parte del área total de la conducta humana. En este sentido, la Economía Política trabaja sobre dos abs tracciones: una, la conducta realmente motivada por la renta mone taria, y otra, la conducta que supone «impulsos de otro tipo». Nótese también que la teoría malthusiana de la población es ad mitida como uno de esos «impulsos de otro tipo». Con frecuencia se olvida que la presión de la población sobre los medios de subsis tencia se basa fundamentalmente, en Malthus, sobre lo que él llamaba «la pasión irracional» que lleva al hombre a tratar de reproducirse, lo cual difícilmente se compagina con la idea clásica del hombre como agente dedicado al cálculo económico. Como es bien sabido, Malthus no admitió otras limitaciones a la presión de la población que las positivas de la «miseria y el vicio» y la preventiva de la «restricción moral», que suponía posponer los matrimonios junto con la prác tica de una estricta continencia antes del matrimonio, y que Malthus nunca llegó a considerar limitación voluntaria alguna al tamaño de las familias después del matrimonio. En ediciones posteriores de su Ensayo sobre la población, Malthus concedía que la restricción moral se había convertido, de hecho, en una limitación automática en la Gran Bretaña de su época, estimulada a su vez por el propio creci miento de la población; en otras palabras, contrapuso «la pasión na tural por la procreación» a la igualmente natural tendencia smithiana que lleva a cada individuo a «preocuparse por la mejora de sus con diciones de vida» (ver Blaug, 1978, págs. 74-5). Así pues, puede considerarse que el gran problema malthusiano revierte en la cues tión empírica de hasta qué punto los matrimonios realizan de hecho cálculos económicos correctos respecto del número de hijos que debe rían traer al mundo. Es clarc, por tanto, que el concepto de homo economicus viene íntimamente asociado con la cuestión de la validez de la doctrina malthusiana, punto básico de la versión ricardiana de la Economía clásica. Hay que subrayar también que ni Mili ni Sénior relacionaron la discusión en torno al homo economicus con el papel de los motivos no-pecuniarios en la elección de ocupación por parte de los trabajado res, relación que Adam Smith señaló en el importante capítulo 10 del libro I de La riqueza de las naciones, como elemento decisivo en la determinación de los salarios (véase Blaug, 1978, págs. 48-50). Cuan do tenemos en cuenta que estos motivos no-pecuniarios suponen mu
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chas más cosas que «la aversión al trabajo y el deseo de goce presente de costosos placeres», ya que de hecho incluyen el deseo de maximi zar todo tipo de riqueza física incluso a costa de la renta monetaria, y minimizar la varianza de la renta incierta, y no sólo su valor medio, resulta claro que el problema de especificar las motivaciones que im pulsan al homo economicus es tarea algo más difícil que la planteada por Mili. En lenguaje de nuestros días, ni siquiera hoy resulta fácil decidir qué argumentos deberían entrar en las funciones de utilidad que los agentes económicos tratan de maximizar, y cuáles son lícitos dejar fuera. Las páginas dedicadas al homo economicus en el ensayo de Mili vienen seguidas inmediatamente de la caracterización de la Economía Política como «una ciencia esencialmente abstracta» que emplea «el método a-priori» (1976, pág. 325). El método a-priori se contrasta con «el método a posteriori», y Mili admite que el primero de estos términos resulta poco afortunado, ya que se utiliza a veces para de signar una forma de filosofar que no está fundada en absoluto en la experiencia: «por método a priori entendemos aquel que requiere, como base de sus conclusiones, no solamente la experiencia, sino una experiencia específica. Por método a priori entendemos (lo que normalmente se ha entendido) el razonamiento a partir de una hipó tesis» (págs. 324-25). Por tanto, la hipótesis del homo economicus está basada sobre un tipo de experiencia, a saber, la introspección y la observación de nuestro prójimo, pero no se deriva de observa ciones específicas de hechos concretos. Puesto que la hipótesis es un supuesto, puede «carecer de fundamentación alguna en cuanto a los hechos», y en este sentido puede decirse que «las conclusiones de la Economía Política, al igual que las de la Geometría, sólo serán ciertas, por tanto, en abstracto como suele decirse, es decir, sólo serán ciertas bajo determinados supuestos» (págs. 325-26). Así pues, Mili denomina ciencia de la Economía Política a un cuerpo de análisis deductivo basado sobre premisas psicológicas su puestas, y que abstrae, incluso respecto de dichas premisas, todos los aspectos no-económicos de la conducta humana: Cuando los principios de la Economía Política han de ser aplicados a un caso particular, será necesario tener en cuenta todas las circunstancias concretas pertinentes a dicho caso; no sólo examinando las circunstancias del caso general al que el caso particular en cuestión corresponde, sino también aquellas cir cunstancias que puedan darse en este caso concreto y que, por no ser comunes con las de una clase más amplia y conocida de casos, no han sido estudiadas o reconocidas por la ciencia. E stas circunstancias pueden denominarse causas perturbadoras.
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E sta es la única incertidumbre con que se enfrenta la Economía Política; y no sólo ella, sino también las ciencias morales en general. Cuando las causas perturbadoras son conocidas, los arreglos necesarios para tenerlas en cuenta no van en m odo alguno en contra de la precisión científica, ni constituyen desviaciones respecto del método a priori. L as causas perturba doras no deben ser desconsideradamente tratadas como meras conjeturas. Al igual que las fricciones en el campo de la mecánica, a las que han sido compa radas con frecuencia, fueron quizás consideradas en un principio como meras consecuencias poco conocidas, cuya presencia habría de adivinarse con ayuda de los principios generales de la ciencia; pero, con el tiempo, muchas de ellas son introducidas dentro del dominio de la propia ciencia abstracta, y se admite que sus efectos pueden estimarse por procedimientos fiables como los que se utilizan para estimar las variables que dichas causas perturbadoras vienen a modificar. Porque estas causas tienen sus leyes, al igual que las variables que vienen a modificar tienen las suyas; y a partir de las leyes de las causas pertur badoras, es posible predecir a priori su naturaleza y dimensiones, por medio de procesos semejantes a los empleados para estudiar las leyes más generales que se dice aquéllas vienen a modificar o perturbar, pero con las cuales, hablando con propiedad, habría que decir que son concurrentes. E stos efectos de las causas especiales deben, pues, añadirse o restarse al efecto general de las leyes generales [pág. 330],
Y es por esta causa, la influencia de causas perturbadoras, por lo que «el economista que no haya estudiado ciencia, sino sólo Eco nomía Política, fracasará en su intento de aplicar su ciencia a la práctica» (pág. 331). Debido a la imposibilidad de realizar experimentos controlados en los temas que implican acciones humanas, el método mixto inductivo-deductivo a priori es «la única forma legítima de investigación filosófica en el campo de las ciencias morales» (pág. 327). Y el mé todo específicamente inductivo a posteriori entra en escena «no como medio de descubrir la verdad, sino de verificarla». Nunca será, por tanto, excesivo el cuidado que pongamos en la verificación de nuestras teorías, proceso por el cual compararemos, con referencia a los casos concretos a los que tenemos acceso, los resultados que la teoría nos lleva a esperar y predecir, con la recolección más fiable posible de los hechos que real mente han ocurrido. L as discrepancias que podam os encontrar entre nuestras anticipaciones y los hechos efectivamente sucedidos es a menudo lo que dirige nuestra atención hacia causas perturbadoras de importancia que hasta el mo mento no habíamos tenido en cuenta. En realidad, con frecuencia nos descubren también errores de pensamiento, aún más serios que la omisión de las que pue den denominarse causas perturbadoras; con frecuencia nos revelan que la base misma de nuestra argumentación es insuficiente; que los datos a partir de los cuales hemos construido nuestro razonamiento incluyen tan sólo una parte, y no siempre la más importante, de las circunstancias que realmente determinan el resultado en cuestión [pág. 3 3 2 ],
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Aunque lo anterior constituye en muchos aspectos una impecable exposición del verificacionismo, Mili no llega a igualar el fracaso en la verificación de una predicción con la refutación de la teoría que la generó; para él, «una discrepancia entre nuestras anticipaciones y los hechos reales» mostrará, no que la proposición original es errónea y debe por tanto ser descartada, sino tan sólo que aquella proposi ción es «insuficiente». Los pasajes que tratan de la necesidad de verificar nuestras teo rías terminan con una soberbia formulación de las leyes de tendencia-, t
Sin duda, el hombre afirma con frecuencia, respecto de toda una clase de fenómenos, cosas que sólo son ciertas para una parte de los mismos; pero el error en estos casos consiste generalmente no en que la proposición ha sido enunciada de forma demasiado amplia, sino en que el tipo de proposición enun ciada no es correcto; se predice un cierto resultado, cuando debería haberse predicho solamente una cierta tendencia a dicho resultado: una fuerza que actúa con una cierta intensidad en dicha dirección. En relación con las excep ciones hay que decir que, en cualquier ciencia tolerablemente avanzada, no deben existir excepciones. L o que se supone una excepción a un determinado principio es siempre otro principio distinto que interfiere con el primero: otra fuerza que actúa en contra de la primera fuerza y que la desvía de su camino. No existen las leyes y las excepciones a las leyes — las leyes que actúan en el 99 por 100 de los casos, y las excepciones que lo hacen en el 1 por 100— , sino que existen dos leyes, cada una de las cuales actuando posiblemente en el 100 por 100 de los casos, y que generan un efecto conjunto al operar simul táneamente. Cuando existe una fuerza que, por ser menos importante de las dos, denominamos fuerza perturbadora, y que prevalece en un caso determinado sobre la otra fuerza, de form a que dicho caso constituye lo que comúnmente denominamos una excepción, esa misma fuerza perturbadora actuará probable mente como causa modificadora en muchos otros casos a los que nadie califi caría de excepciones [pág. 333].
Las leyes de tendencia Hemos encontrado ya leyes de tendencia en Ricardo y en Malthus, y bueno será que nos detengamos por un momento a considerar su justificación en un trabajo científico. La referencia de los economistas clásicos a causas perturbadoras de las que se decía eran capaces de contradecir las conclusiones de las teorías económicas tiene su eco en la apelación de los economistas actuales a las cláusulas ceteris paribus, que van invariablemente unidas a las proposiciones económi cas generales, o formulaciones de las «leyes» económicas 4. Existe, tanto entre el hombre de la calle como entre los estudiosos de la 4 Para una historia del uso hecho por los economistas de la frase ceteris paribus, véase Rivett (1970, págs. 144-48).
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ciencia, la extendida impresión de que las cláusulas ceteris paribus abundan en las ciencias sociales, mientras que raramente las encon tramos en la Física, la Química y la Biología. Nada más lejos de la realidad. Una teoría científica que pudiese prescindir enteramente de las cláusulas ceteris paribus habría logrado, en efecto, ser perfecta mente cerrada: ninguna variable de efectos importantes sobre el fe nómeno en cuestión habría sido omitida de la teoría, y las variables incluidas en la misma mantendrían en efecto una cierta relación entre ellas y ninguna con variables exógenas a la misma. Quizás solamente la mecánica de los cielos y la termodinámica no-atómica han llegado a aproximarse a una integridad tan perfecta (Brodbeck, 1973, pági nas 296-98). Pero incluso en el campo de la Física, las teorías tan cerradas y completas son una excepción, y fuera de la Física existen pocos ejemplos dentro de las ciencias naturales en los que el cetera relevante, en vez de quedar sometido a una condición de constancia, se encuentre, de hecho, formando parte de la teoría5. Normalmente la cláusula ceteris paribus aparece en las ciencias naturales con tanta frecuencia como en las ciencias sociales, a la hora de contrastar una relación causal; generalmente estas cláusulas toman la forma de afir maciones en el sentido de que se ignoran los efectos de todas las demás condiciones iniciales y relaciones causales relevantes que pue dan existir, aparte de las que van a ser contrastadas. En resumen, las ciencias naturales hablan de hipótesis auxiliares que aparecen en cada contrastación de una ley científica — recordemos la tesis de irrefutabilidad de Durhem— , mientras que las ciencias sociales hablan de leyes o hipótesis que se mantienen si se cumple la condición cete ris paribus. Pero el objetivo perseguido es el mismo en ambos casos, es decir, excluir del análisis todas las variables a excepción de aque llas que están específicamente incluidas en la teoría. Puede argüirse, por tanto, que casi todas las proposiciones teo réticas son leyes de tendencia, tanto en las ciencias naturales como en las ciencias físicas. Pero es cierto que existe una gran diferencia entre la mayoría de las proposiciones tendenciales de la Física y la Química, y virtualmente todas las proposiciones que se hacen en Economía y Sociología. Por ejemplo, la ley cuantitativa de caída de los cuerpos de Galileo lleva en sí ciertamente una cláusula ceteris paribus implícita, porque todos los casos de caída libre suponen la existencia de resistencias del aire en cuyo seno se produce la caída del cuerpo. Galileo empleó de hecho el concepto ideal de «vacío perfecto» para librarse del efecto de lo que él llamó «accidentes», 5 «Puede fácilmente aducirse», observa Lakatos (1978, I, pág. 18), «que las cláusulas ceteris paribus son más la regla que la excepción en la ciencia» (véase también Nagel, 1961, págs. 560-61).
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pero proporcionó estimaciones de la magnitud de la distorsión que puede resultar de los factores que, como la fricción, eran ignorados por la ley. Como acabamos de ver, Mili era perfectamente consciente de estas características de las cláusulas ceteris paribus en la mecánica clásica: «Al igual que la fricción dentro de la mecánica... las causas perturbadoras tienen sus leyes, como las causas perturbadas por ellas tienen las suyas» (Mili, 1976, pág. 330). En las ciencias sociales, sin embargo, y en la Economía en particular, es muy corriente encon trarse con afirmaciones tendenciales que carecen de cláusula ceteris paribus específica — una especie de cajón de sastre donde se mete todo lo que desconocemos— , o si existe tal especificación, ésta está expresada tan sólo en términos cualitativos, y no cuantitativos. Así, se dice que la «ley» marxista de la tendencia a la disminución de la tasa de beneficios está sujeta a ciertas «causas contrarrestadoras» y, aunque dichas causas se nombran, se mantiene que son estimuladas por la propia caía de la tasa de beneficios a la que se supone vienen a contrarrestar (Blaug, 1978, págs. 294-96). Lo que tenemos es, pues, una tasa de variación negativa, que aparece a la luz de la ley básica, y varias tasas de variación positiva que contrarrestan los efectos de aquélla; es claro que el resultado conjunto de todas estas fuerzas puede ser tanto positivo como negativo 6. En resumen, a menos que encontremos la forma de restringir de algún modo la significación de la cláusula ceteris paribus, y que pongamos límites definidos al comportamiento de las causas «perturbadoras» o «contrarrestadoras», toda la argumentación se verá incapaz de generar una sola predicción refutable, ni siquiera en términos de la dirección total de la variación en cuestión, y mucho menos seremos capaces de tener predicciones en términos de la magnitud de dicho cambio. Mili aprovechó la útil distinción hecha por Bishop Whately en 1831, entre las proposiciones tendenciales en el sentido de: 1) «la existencia de una causa que, de operar sin impedimentos, generaría un cierto resultado», y en el sentido de 2) «la existencia de tal estado de cosas, que en él puede esperarse que un cierto resultado se pro duzca», a pesar del impedimento que pueda suponer la existencia de hecho de ciertas causas perturbadoras (citado por Sowell, 1974, páginas 132-33). En palabras del propio Mili: «Con frecuencia enun ciamos un cierto resultado, cuando lo que queremos enunciar es una tendencia hacia tal resultado — una fuerza que actúa en tal dirección con una cierta intensidad. En lo que se refiere a las excepciones hay que dejar sentado que no existirán excepciones propiamente dichas 6 H e vuelto a examinar este debate marxista en Blaug (1980, capítulo 2) a la luz de las propias ideas de M arx sobre metodología económica.
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en ninguna ciencia tolerablemente avanzada» (Mili, 1976, pág. 333). Puede decirse que la distinción de Whately presenta las condiciones mínimas que ha de cumplir una ley de tendencia aceptable: tiene que ser posible decidir si cualquier proposición tendencial legítima se adecúa a la primera o a la segunda definición de Whately; de otro modo, no habremos conseguido deducir una implicación que sea falsable, ni siquiera en principio. Es evidente que ni la «ley» de la caída de beneficios de Marx ni la «ley» de la población de Malthus cumplen esta condición, y que en ambos casos las cosas empeoran aún más, porque sus proponentes sugirieron que las causas «pertur badoras» o «contrarrestadores» de la tendencia básica vienen a su vez inducidas por la propia tendencia, con lo que el primer sentido de término utilizado por Whately, la proposición tendencial, nunca podría observarse de hecho bajo ningún conjunto de circunstancias concebibles. Las proposiciones tendenciales en Economía deben ser conside radas, por tanto, como promesas que sólo quedarán redimidas cuando se haya tenido debidamente en cuenta la correspondiente cláusula ceteris paribus 7, y cuando ésta haya sido especificada, preferiblemente en términos cuantitativos. Después de la claridad extrema desplegada por Mili en su tratamiento de estas cuestiones en su ensayo meto dológico, difícilmente podemos evitar el plantearnos la pregunta de si mostró la misma claridad en su análisis de los problemas econó micos. Schumpeter (1954, pág. 537n) dijo una vez: «E l significado literal de una profesión de fe metodológica carece de interés, excepto para el filósofo... cualquier elemento criticable de una metodología carecerá de importancia siempre que podamos abandonarlo sin que ello nos fuerce a abandonar cualquier implicación del análisis asociado con el mismo», y lo mismo puede decirse de cualquier elemento recomendable de una metodología. Pero antes de volvernos a la Eco nomía de Mili para ver si ..responde a este enfoque metodológico, será útil echar un rápido vistazo a la Lógica de Mili, por ser la obra que primero atrajo la atención del público hacia este autor. Y lo haremos porque al evaluar su obra económica es importante recordar 7 En esta cuestión sigo a K aplan (1964, págs. 97-8); en sus propias pala bras: «U na ley de tendencia es aquella que se presenta como una ley en sentido estricto, a la que se llegará cuando hayan sido identificadas y tenidas en cuenta las fuerzas contrarrestadoras. Por tanto, el valor científico de una ley de ten dencia dependerá de su efectividad para servir de estímulo y guía en la investi gación de esas otras fuerzas determinantes. En sí misma, sólo será una carta de pago que circulará libremente en el mundo científico mientras pueda mante nerse la confianza del público en que eventualmente será redimida por algo equivalente a su valor nominal, y en este sentido, la cláusula de “ todo lo demás se contiene constante” no es una redención, sino otra parte de la prom esa.» [ ...]
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que Mili no fue sólo un importante filósofo de la ciencia, sino tam bién un experto lógico (por no mencionar que también era psicólogo, experto en ciencia política y filósofo social). La lógica de Mili El Sistema de Lógica de Mili no es un libro de fácil comprensión para los lectores de hoy. Como hemos visto, este libro trata con desprecio la lógica deductiva (denominada en el mismo raciocinación) a la que considera como una especie de máquina intelectual de hacer salchichas, mientras que hace apología de la lógica de la inducción, a la que considera como el único camino que nos proporciona cono cimientos nuevos. Subyacente a gran parte de su argumentación, en contramos en Mili aquí un intento de demoler todas las creencias que Kant denominó proposiciones sintéticas a priori, es decir, el intuicionismo entronizado en el área de las creencias morales primero y, posteriormente, en el área de la lógica y las matemáticas; la idea de Mili de que las matemáticas son una especie de ciencia cuasiexperimental está claramente pasada de moda. Finalmente, después de dedi car la casi totalidad del libro a la defensa del método inductivo en la ciencia y las matemáticas, Mili se vuelve en su sección final hacia la metodología de lo que él denominó las «ciencias morales» (ciencias sociales) y aquí, sorprendentemente, sí que reconoce la improceden cia de los métodos inductivos, debido a la concurrencia de causas compuestas de muchas fuerzas. Estos tres rasgos del libro que co mentamos, tomados en su conjunto, contribuyen a dificultar tanto la colocación del libro dentro de contexto como su relación con los aná lisis previos del autor dedicados a la metodología de la Economía 8. Lo que Mili tenía que decir respecto de la lógica formal queda desfigurado en gran parte por la forma indiscriminada en que juega a un tira y afloja continuo con el doble sentido del término induc ción, tratándolo a veces como una forma lógicamente demostrativa de contrastación causal, y otras como un método no-demostrativo de confirmar y corroborar las generalizaciones causales — la aducción, en nuestro lenguaje— , confundiéndose, a su vez, esta segunda acep ción con el problema del descubrimiento de leyes causales nuevas9. 8 Existen numerosos comentarios a la Lógica de Mili. En mi opinión, los más útiles son los de N agel (1950), Anschutz (1953), la introducción de McRae a Mili (1973) y Ryan (1974, capítulo 3). 9 Gamo señala Medawar (1967, pág. 133): «Desgraciadam ente, en Inglaterra se nos ha educado en la creencia de que los descubrimientos científicos recurren a un método análogo, y de naturaleza semejante, al método deductivo, es decir, el método de la Inducción — un proceso lógico de pensamiento que, a partir de simples declaraciones de hecho que surgen de la evidencia que nos propor-
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Pero aunque Mili está mezclando constantemente el origen de las ideas con cuestiones referentes a su justificación lógica, la teoría de la lógica se convierte en él esencialmente en un análisis del método científico destinado a evaluar la evidencia, y su libro se entiende mucho mejor cuando lo consideramos como un trabajo sobre mode los y métodos que cuando lo leemos como un estudio sobre lógica simbólica, entendida ésta en la acepción que atribuimos al término en el siglo xx. Los dos rasgos por los que Mili es recordado entre los filósofos de la ciencia son: su tratamiento de los cánones de la inducción, interpretados como un conjunto de reglas no-demostrativas de confirmación — los cuatro métodos de acuerdo, diferencia, resi duos y variaciones concomitantes— y su análisis de la causación, con el que trataba de resolver el «problema de la inducción» de Hume, por medio de la introducción del principio de uniformidad de la na turaleza como premisa fundamental de cualquier explicación causal. Los cuatro métodos de Mili siguen mencionándose hoy en día como un esquema elemental de la lógica del diseño de la investigación experimental, pero su tratamiento de la causación se discute hoy tan sólo con objeto de mostrar lo difícil que es contradecir la prueba proporcionada por Hume en cuanto a la imposibilidad de la certi dumbre inductiva 10. donan nuestros sentidos, puede llevarnos con certeza a descubrir leyes generales verdaderas. E sta sería ciertamente una creencia que nos incapacitaría intelec tualmente, si es que alguien creyese en ella realmente, y de ella hay que culpar principalmente a la metodología de la ciencia de Jo h n Suart Mili. L a principal debilidad de la inducción milliana era su falta de separación entre los actos mentales que supone el descubrimiento y los correspondientes a la contras tación.» 10 E l método de acuerdo afirma que «si dos o más ejemplos del fenómeno que se investiga tienen una única circunstancia en común, esta circunstancia de acuerdo entre todos los ejem plos es la causa (o el efecto) del fenómeno en cuestión»; el método de la diferencia afirma que «si un caso en el que se pro duce el fenómeno que estamos investigando, y un caso en el que aquél no se produce, tienen todas sus circunstancias en común excepto una, que se produce tan sólo en el primer caso, esta circunstancia, que es la única en que difieren los dos casos, será el efecto o la causa, o un componente esencial de la causa, de dicho fenómeno». E l método de los residuos afirma que «si separamos de cada fenómeno aquellas partes que por inducciones previas sabemos que son el efecto de ciertos antecedentes, el residuo del fenómeno será efecto de los antecedentes que quedan». Finalmente, el método de las variaciones concomi tantes afirma que «siem pre que un fenómeno varíe de una forma concreta cuando otro fenómeno varía en otra forma concreta, aquél será o bien la causa o bien el efecto de dicho fenómeno, o estará conectado con él por medio de algún tipo de causación» (M ili, 1973, V I I, págs. 390, 391, 398 y 401). A pesar de la plétora de comentarios sobre los cuatro «m étodos» de Mili, no es fácil mejorar el tratamiento que le dieron Cohén y N agel (1934, págs. 249-72); véase también Losee (1972, págs. 148-58).
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Habiendo propuesto sus cuatro métodos, tanto como ayudas al descubrimiento de leyes causales como medios para probar que aqué llas se mantienen universalmente, Mili dedica la última sección de su Lógica a las ciencias sociales, campo en el que admite francamente que dichos cuatro métodos no son aplicables. Y no son aplicables por la pluralidad de causas que operan, por la mezcla de efectos dife rentes y por la imposibilidad de realizar experimentos controlados. Por consiguiente, para las ciencias sociales Mili recomienda: 1) el «método geométrico o abstracto»; 2) el «método físico o deductivo concreto», y 3) el «método histórico o deductivo inverso». Se dice que el primero de estos métodos es de uso limitado, ya que tan sólo es aplicable allí donde una única causa produce todos los efectos. El tercero se ocupa, según Augusto Comte, de establecer las genuinas leyes del cambio histórico, basadas sobre ciertos principios uni versales de la naturaleza humana. Es el segundo método, el físico o deductivo concreto, al que se supone responde la Economía Polí tica. Se nos dice también que este es el método utilizado en astro nomía siempre que las leyes de las diferentes causas que actúan aditivamente hayan sido determinadas primero con la ayuda de los cuatro métodos, después de lo cual serán verificadas en relación con las observaciones empíricas las implicaciones deducidas de dichas le yes (Mili, 1973, págs. 895-96). En este punto, Mili inserta los pasa jes sobre el homo economicus procedentes de su ensayo de 1836 y que anteriormente hemos citado, y pasa a discutir la etiología polí tica, la anunciada aunque aún no-nacida ciencia deductiva de la for mación del carácter nacional, que se convertiría algún día, y en ello creía Mili firmemente, en el fundamento de todas las ciencias sociales. Y aún hay más en esta última sección de la Lógica de Mili: una decidida defensa del monismo metodológico; una firme adopción del principio del individualismo metodológico; y una insistencia en que el análisis positivo, y no el normativo, es la clave de la ciencia, in cluso en las ciencias sociales. Pero el repentino apoyo al método deductivo que aquí encontramos, después de cientos de páginas en las que se defiende el inductivo, por no mencionar el hecho de que la mayor parte de la discusión en esta última sección se refiere a la en tonces naciente ciencia de la Sociología y que sólo incidentalmente toca la ya madura ciencia de la Economía, parece pensado para dejar al lector totalmente confuso respecto de las ideas de Mili sobre la filosofía de las ciencias sociales. Cinco años después de terminar su Sistema de Lógica, Mili pu blicó su importante obra Principios de Economía Política, que no contiene discusión explícita alguna sobre metodología ni tampoco hace referencia retrospectiva alguna a la Lógica para mostrar que los
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Principios constituyen un ejemplo de sana metodología. No es de extrañar, por tanto, que los que criticaron las ideas de Mili en el campo de la Lógica omitiesen todo intento de averiguar si este autor practicaba en Economía lo que predicaba para la ciencia en general. Tanto William Whewell como Stanley Jevons fueron los campeones del método hipotético-deductivo de explicación científica, en directa oposición a las ideas de Mili. Whewell escribió una larga respuesta a la Lógica de Mili, en la que intentaba enfocar la filosofía de los descubrimientos científicos desde la historia de la ciencia, inspirán dose en Kant más que en Hume (Losee, 1972, págs. 120-28); y Jevons, en su contribución más importante a la filosofía de la cien cia, The Principies of Science: A Treatise on Logic and Scientific Method (1873), criticaba continuamente «las innovaciones introduci das por Mili en la lógica de la ciencia, y especialmente su doctrina del razonamiento que va de lo particular a lo particular», añadiendo que la inducción no pertenece a la inferencia lógica, sino que es sim plemente «la conjunción de hipótesis y experimentación (véase Harré, 1967, págs. 289-90; Medawar, 1967, págs. 149ff; Losee, 1972, pá gina 158; y MacLennan, 1972). Pero ninguno de ellos relacionó sus críticas a la Lógica de Mili con sus Principios, a pesar de que Whe well fue un pionero en la matematización de la economía ricardiana, mientras que Jevons fue ciertamente uno de los tres fundadores del marginalismo, que se opuso a la influencia de Mili en el campo de la Economía con tanta firmeza como se opuso a él en el campo de la Lógica. Quizás podríamos encontrar explicación a este curioso fenómeno por el que se trata a los dos Mili como si fuesen dos escritores dife rentes, en el hecho de que ni Mili ni sus críticos vieron relación al guna entre la Lógica y los Principios; para todos los propósitos prác ticos, es como si ambos libros hubiesen sido escritos por autores diferentes. Como Jacob Viner dijo una vez (1958, pág. 329): «Los Principios carecen de características metodológicas definidas. Al igual que en el caso de La riqueza de las naciones de Adam Smith, algunas de sus partes son predominantemente abstractas a priori, mientras que en otras encontramos una gran cantidad de datos fácticos y de inferencias tomadas de la Historia.» Las ideas económicas de Mili en la práctica Dediquemos ahora un momento a examinar lo que Mili hizo real mente en el terreno de la verificación de las implicaciones de sus premisas ricardianas, hipotéticas y abstractas. La doctrina que Ricardo
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legó a sus seguidores (ver 1815, 1817 y 1819) dio lugar a un buen número de proposiciones contrastables — un precio creciente del grano, una creciente participación de las rentas de la tierra en la Renta Nacional, un nivel constante de los salarios y una tasa descen dente de beneficios sobre el capital— y a su vez dependía de otras proposiciones también contrastables, y especialmente de la del cre cimiento de la población a una tasa al menos tan rápida como la de crecimiento de la producción de alimentos. Además, dada la ausen cia de libertad de importación de grano en la Inglaterra de la época, todas ellas eran proposiciones positivas, y no hipotéticas, porque Ricardo negaba drásticamente que pudiesen existir fuerzas «contrarestadoras» capaces de anular tales proposiciones, excepto «por algún tiempo» (ver Blaug, 1973, págs. 31-3). La Ley del Trigo no fue derogada hasta 1946 y los datos estadísticos disponibles para las dé cadas de 1830 y 1840 falsaron cada una de estas predicciones ricar dianas. Por ejemplo, los rendimientos decrecientes se vieron sobra damente compensados en la agricultura británica por el progreso técnico, como lo demuestra la regular caída de los precios del trigo desde los altos niveles que alcanzó en 1818; las rentas de la tierra, por su parte, no subieron probablemente en los veinticinco años que mediaron entre la muerte de Ricardo en 1823 y la aparición de los Principios de Mili en 1848, manteniéndose invariables en este pe ríodo tanto la renta por acre como su participación relativa en la Renta; a su vez, los salarios reales ciertamente aumentaron durante el período, y la población aumentó más lentamente en Gran Bretaña entre 1815 y 1848 que entre 1793 y 1815. Todos estos hechos, con la posible excepción del proporcionado por la evolución de la renta de la tierra, fueron reconocidos por Mili en sus Principios, y, sin embargo, este libro mantiene los principios del sistema ricardiano sin cualificación alguna. Mili siguió siendo un fiel defensor de la Economía ricardiana, no tanto por ignorancia de la distancia que separaba la teoría de los hechos como por el recurso continuo a diversas «estratagemas inmunizadoras», la principal de las cuales con sistía en vaciar las correspondientes cláusulas ceteris paribus de cual quier contenido objetivo que hubiesen podido tener. Una gran parte de las dificultades en este terreno pueden retro traerse a la ambigua actitud mantenida por el propio Ricardo res pecto del período temporal requerido para que las fuerzas básicas a largo plazo presentes en su sistema asegurasen su dominio sobre ciertas fuerzas contrarrestadoras a corto plazo. Se decía que la agri cultura estaba sujeta a rendimientos decrecientes históricos, porque lo más que podía esperarse del progreso técnico es que retrasase los efectos del crecimiento de los costes de producción de los alimentos,
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sin que fuese posible, sin embargo, la compensación permanente de la escasez de suelo fértil; Ricardo llegó incluso a decir que los terra tenientes carecerían de incentivos privados para introducir mejoras técnicas en la producción de alimentos. En forma similar, Ricardo reconocía que eventualmente los trabajadores podrían llegar a con sumir más productos manufacturados en vez de productos agrícolas, en cuyo caso el crecimiento de los costes de la producción agrícola no elevaría necesariamente los salarios reales ni comprimiría por tan to los beneficios. Por último, cabía también dentro de lo posible que los trabajadores empezasen a practicar la «contención moral», permi tiendo en consecuencia que el capital se acumulase a una tasa más alta que la del crecimiento de la población, lo cual alejaría de nuevo el fantasma del «estado estacionario». Pero todas estas eran meras concesiones al realismo: Ricardo carecía de teoría que pudiese expli car el progreso técnico, o las variaciones en la composición del pre supuesto familiar de los trabajadores, o la actitud de los matrimonios hacia el control del tamaño de las familias. De todos modos, es justo reconocer que Ricardo enunció sus proposiciones tendenciales en for ma de predicciones condicionales, cuya falsación por los aconteci mientos era perfectamente concebible. Por otro lado, Ricardo pensaba sin duda que sus teorías resul taban de ayuda para los legisladores, porque las distintas fuerzas contrarrestadoras eran transitorias y no lograrían de hecho contrarres tar las fuerzas básicas del sistema en un futuro previsible. Al ser presionado, tuvo que comprometerse a fijar el «corto plazo» como un período de unos veinticinco años, con objeto de poner ejemplos de los efectos a largo plazo de las variables postuladas (de Marchi, 1970, págs. 255-56 y 263), lo cual no quiere decir, sin embargo, que hubiese recomendado una espera de veinticinco años para com probar si sus teorías eran o no ciertas. El carácter general de su enfo que se oponía a la verificación, al menos si por verificación enten demos la comprobación de si una teoría resulta confirmada por la evidencia, en vez de esperar simplemente para ver si alguna circuns tan cia compensadora ha sido dejada de lado (véase O ’Brien, 1975, páginas 69-70). Se ha dicho con razón que «la posición metodológica de J. S. Mili no era diferente de la de Ricardo: la única diferencia es que Mili enunció formalmente las “ reglas” que Ricardo adoptara implícita mente» (de Marchi, 1970, pág. 266). Como hemos visto, Mili era un verificacionista, no un prediccionista: la prueba de una teoría en ciencias sociales no se centra en su fiabilidad predictiva ex-ante, sino en su potencia explicativa ex-post; Mili no creía en la tesis de si metría. Si una teoría no consigue predicciones fiables, hubiera dicho
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Mili, debería investigarse en busca de variables suplementarias con las que cubrir la distancia existente entre los hechos y los antece dentes causales establecidos en la teoría, ya que ésta será verdadera en cualquier caso en sus propios términos, a causa de la verdad con tenida en sus supuestos. Y, desde luego, esta actitud es perfecta mente reconocible en las páginas de sus Principios. Cuando se pu blicó este libro habían transcurrido ya veinticinco años desde la muerte de Ricardo, y hacía dos años que las Leyes del Trigo habían sido por fin derogadas; durante los veintitrés años siguientes Mili publicó hasta seis ediciones de los Principios, y en cada sucesiva edición se hacía más difícil negar la refutación por la práctica de virtualmente cada una de las predicciones históricas ricardianas, con dicionadas como estaban a la falta de libertad de comercio (Blaug, 1973, págs. 179-82). La teoría malthusiana de la población, en espe cial, había sido categóricamente contradicha por la evidencia fáctica, cosa aceptada por la mayoría de los economistas de la época (Blaug, 1973, págs. 111-20). Pero el problema malthusiano pesó largamente en la filosofía social de Mili, y de algún modo se las arregló para retenerlo en los Principios, como una proposición de estática-com parativa — si la población fuese menor los salarios serían más altos— al tiempo que se mostraba de acuerdo con la apreciación de que la tendencia de la población a sobrepasar con su crecimiento la produc ción de medios de subsistencia no se había manifestado de hecho en la práctica (de Marchi, 1970, págs. 267-71). La doctrina ricardiana que afirma que la protección tenderá a aumentar el precio del grano y la proporción de la renta nacional percibida por los terra tenientes recibió un tratamiento semejante (Blaug, 1973, págs. 181182 y 208), lo cual hizo virtualmente imposible la consideración de la derogación de las Leyes del Trigo como un experimento social utilizable para contrastar el sistema ricardiano. Incluso los que más simpatía sienten hacia la Economía de Mili reconocen que éste fue, como mucho, un tibio verificacionista n . La verdadera cuestión es si Mili, habiendo reconocido la creciente irrelevancia de la teoría ricardiana con el paso del tiempo, debería haber admitido, no sólo su irrelevancia, sino su falta de validez. En las sucesivas ediciones de los Principios durante el período 1848-71, 11 Como dice de Marchi (1970, págs. 272-73) en su defensa de Mili: «N o puede decirse que M ili tratase siempre de contrastar sus teorías con los he chos . . . M ili estaba a veces dispuesto a vivir con una amplia separación entre su teoría deductiva y los hechos . . . E staba dispuesto a utilizar la información fáctica en la confirmación de su teoría; pero nunca se permitía que los hechos históricos . . . se elevasen por encima de la teoría hasta un estatus propio de validez.»
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Mili fue aumentando con regularidad la longitud del período en el que se permitía al progreso técnico posponer los efectos de la ley de los rendimientos decrecientes en la agricultura, y, por consiguien te, los de la tendencia subyacente a que el crecimiento de la pobla ción excediese el crecimiento de los medios de subsistencia. En cualquir caso, si nos atenemos a la primera edición de los Principios, puede siempre argumentarse que «el período comprendido entre la muerte de Ricardo y los Principios de Mili era demasiado corto para constituir una prueba concluyente respecto de las predicciones de Ricardo», especialmente si estamos de acuerdo en que «la contras tación de predicciones no era, en cualquier caso, la piedra de toque sobre la que ni Mili ni Ricardo hubiesen estado dispuestos a rechazar sus análisis» (de Marchi, 1970, pág. 273). En cuanto a las ediciones posteriores de los Principios, ¿no sería mucho pedir de cualquier pensador, dirían algunos, el exigirle el abandono de un cuerpo de pensamiento a cuya defensa ha dedicado su vida entera? Después de todo, Mili se retractó de la doctrina del fondo de salarios, y esto es mucho más de lo que hicieron sus inmediatos discípulos, como Henry Fawcett o John Elliot Cairnes. La cuestión, sin embargo, no consiste en decidir si Condenamos o absolvemos a Mili, sino más bien en describir correctamente sus ideas metodológicas, así como la for ma en que llegó a aplicarlas en la práctica. Mili, junto con todos los demás escritores de la tradición clásica, apelaba fundamentalmente a los supuestos para juzgar la validez de las teorías, mientras que, como veremos, los economistas modernos apelan básicamente a las predicciones. Esto no significa que los auto res clásicos se desinteresasen de las predicciones; obviamente, estando como estaban implicados en la política, no podían evitar el hacer redicciones. Más bien creían que, así como los supuestos verdaderos an de generar conclusiones verdaderas, los supuestos supersimplificados, como los del homo economicus, los rendimientos decrecien tes para un estado invariable de la tecnología, una oferta de trabajo infinitamente elástica para una tasa salarial determinada, etc., han de llevar necesariamente a predicciones supersimplificadas, que nunca se adecuarán exactamente al curso real de los acontecimientos, aun cuan do hagamos serios esfuerzos para tener en cuenta las causas pertur badoras relevantes. Las causas perturbadoras omitidas de la explica ción de los acontecimientos no incluyen, después de todo, únicamente las causas perturbadoras de menor importancia relativa dentro del campo económico, sino que incluyen también causas no-económicas de mayor importancia. Así, en Economía, como explicaba Mili, con trastamos las aplicaciones de las teorías para decidir si hemos tenido en cuenta suficientes causas perturbadoras de tipo económico como
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para explicar lo que realmente sucede en el mundo real, teniendo en cuenta, además, los efectos de las causas no-económicas. Nunca contrastamos la validez de una teoría, porque las conclusiones son ciertas, son un aspecto del comportamiento humano, en virtud de los supuestos en que se basan, supuestos que, a su vez, son ciertos, en virtud de estar basados sobre hechos obvios de la experiencia humana pasada. Estamos a mil leguas, por tanto, de la generalizada idea actual de que los supuestos no han de ser contrastados direc tamente, aunque su contrastación podría ser útil de ser posible, por que, en último término, lo único que importa son las predicciones, y porque la validez de una teoría económica queda establecida siempre que las predicciones que genera se vean repetidamente corroboradas por la evidencia n . El método lógico de Cairnes Si nos quedase alguna duda acerca de cuál es realmente la meto dología clásica, un examen de la obra Character and Logical Method of Political Economy (Carácter y método lógico de la Economía Po lítica) de John Elliot Cairnes contribuiría a disiparlas; esta obra fue publicada por primera vez en 1875, y revisada en 1888, cuando la revolución marginalista estaba en su pleno apogeo y habían trans currido más de cincuenta años desde la muerte de Ricardo; sin em bargo, se hace escasa referencia en ella al marginalismo, mientras que muestra, como veremos, una creencia de Cairnes en la validez fundamental de las tendencias ricardianas, tan firme como la profe sada por Mili en su día. Si entre Mili y Cairnes observamos alguna diferencia — y se trata de una diferencia mínima— es que Cairnes se muestra más estridente y dogmático al negar que las teorías eco nómicas puedan ser refutadas por simple comparación de sus impli caciones con los hechos, matiz que puede explicarse por las diferen cias de personalidad entre estos dos autores y porque, además, Cairnes había vivido toda la época de ascenso de la Escuela Histórica Inglesa y se sentía claramente irritado por el profundo desprecio con que 12 V éase Hirsch (1980), quien, con toda la razón, reparte capones entre varios comentaristas actuales, incluido yo mismo, por nuestros comentarios sobre la diferencia entre el verificacionismo clásico y el falsacionismo moderno. Ahora me doy cuenta de que mi anterior caracterización de la metodología clásica (Blaug, 1978, págs. 697-99) estaba equivocada en este aspecto. Hirsch mantiene también que la metodología clásica es una metodología defendible, lo cual es, por supuesto, otra cuestión.
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los miembros de dicha escuela desechaban por irrealistas los postu lados de la Economía clásica (ver Coats, 1954, y Koot, 1975). ^• Cairnes parte de la conocida proposición de que la Economía Política es una ciencia hipotética, deductiva; sus conclusiones «se corresponderán con los hechos tan sólo en ausencia de causas per turbadoras, o en otras palabras, aquéllas no deben ser consideradas como verdades positivas, sino hipotéticas» (Cairnes, 1965, pág. 64). Cita a Sénior cuando dice que la Economía Política no debe ser con siderada como una ciencia hipotética, sino como una ciencia basada en premisas reales. No hay nada de hipotético en las premisas de la Economía Política, replica Cairnes, porque están basadas sobre «he chos indudables de la naturaleza humana y del mundo»; «el deseo de obtener riquezas con el menor sacrificio posible», y «las cualidades físicas de los agentes naturales, especialmente la tierra, sobre los que se ejerce la industria humana», son ambos hechos «cuya existencia y carácter pueden fácilmente comprobarse» (págs. 68 y 73). En este sentido, la Economía presenta realmente una ventaja en relación con las ciencias naturales: «E l economista parte de un conocimiento de las causas últimas. Se encuentra al inicio de su tarea en la posición que los físicos sólo alcanzan después de larga y laboriosa investigación» (página 87). Es cierto que el economista no puede en general realizar experimentos, pero puede realizar experimentos mentales, e incluso puede realizar «experimentos físicos directos sobre el suelo» (pági nas 88-93). Así pues, sus supuestos no son «conjeturas», sino que provienen de observaciones que pueden probarse «directamente y con facilidad» (pág. 95, y también pág. 100). Cairnes procede entonces a explicar qué se quiere decir cuando se afirma que la Economía Política es una ciencia hipotética, a saber, que es una ciencia que hace predicciones condicionales acerca de acontecimientos que están siempre sujetos a una cláusula ceteris paribus; en sus propias pala bras: «Las doctrinas de la Economía Política deben entenderse en el sentido de que afirman, no lo que ocurrirá, sino lo que debería o tendería a ocurrir, y sólo en este sentido sus proposiciones serán ciertas» (pág. 69, y también pág. 110). _ _ Siguen unas cuantas páginas excelentes sobre los múltiples sig nificados de la palabra inducción, incluyendo los dos sentidos del término que anteriormente hemos mencionado, en las que Cairnes afirma que el Uso del método hipotético-deductivo, como distinto del método inductivo-clasificador, es un signo inequívoco de la ma durez alcanzada por una disciplina (págs. 74-6 y 83-7). Debido a la multiplicidad de factores que influyen en la vida económica, las ver dades hipotéticas de la Economía han de ir siempre acompañadas de «aquellas formas de verificación que la investigación económica
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permite»; «la verificación sólo puede realizarse en las investigaciones económicas de forma muy imperfecta; pero si aquélla se realiza cui dadosamente, frecuentemente nos permite, de todos modos, obtener una corroboración de los procesos de razonamiento deductivo sufi ciente como para justificar un alto grado de confianza en las conclu siones obtenidas», consideración cuyo impacto queda desgraciada mente diluido cuando cita a Ricardo como «el autor que ha utilizado este recurso de la forma más libre y efectiva» (págs. 92-3). Los economistas están siempre dispuestos a considerar «la influen cia de principios subordinados que modifican los efectos de causas más poderosas», afirma Cairnes, siempre que éstos puedan estable cerse fuera de toda duda. Como ejemplos, cita el análisis de Smith sobre los salarios diferenciales para idéntico trabajo en mercados de trabajo gráficamente contiguos y la teoría de los precios internacio nales de Ricardo y Mili, como casos de teorías que nacen de los efec tos de un «principio subordinado», el de que la movilidad del trabajo es imperfecta (pág. 101). Como un ejemplo aún más claro de esto, recurre a la demostración que Tooke incluye en su Historia de los precios, respecto de que el nivel de precios en Gran Bretaña no había variado en las décadas precedentes en la misma dirección que la cantidad de dinero. Cairnes arguye que la explicación de este fenó meno reside en el aumento de los depósitos, que llegó a invertir la relación causal entre la circulación de dinero bancario y el nivel general de precios (págs. 101-04). Para remachar su argumentación añade: N o hay que suponer que la discrepancia a que hemos aludido (entre los precios y la circulación de dinero bancario) pueda llegar a invalidar la ley ele mental que afirma que, ceteris paribus, el valor del dinero varía inversamente con su cantidad. E ste principio sigue descansando sobre las mismas bases de hechos físicos y mentales que subyacen a todas las doctrinas de la Economía Política, y siempre constituirá el principio fundamental de la teoría monetaria. Lo único que aquella discrepancia nos muestra es que en el caso práctico en cuestión no se cumplió la condición ceteris paribus, y, por tanto, el hecho dis crepante no será más inconsistente con la ley económica de lo que pueda serlo la no-correspondencia de un complejo fenómeno mecánico con lo que un novato que sólo conoce las leyes más elementales de la mecánica pueda considerar con sistente con aquéllas. Una moneda que cae desde una altura llega al suelo antes que una pluma, y, sin embargo, nadie negará por ello la doctrina de que la ^ aceleración generada por la gravedad es la misma para todos los cuerpos [Cair nes, pág. 103n],
Difícilmente encontraremos un ejemplo más claro del abuso que puede hacerse de la cláusula ceteris paribus, cuando ninguno de los cetera han sido especificados y mucho menos cuantificados.
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Las leyes económicas, concluye Cairnes, «pueden ser refutadas únicamente si se demuestra, o bien que los principios y condiciones supuestos no existen, o bien si las tendencias que la ley deduce no se siguen como consecuencia necesaria de los supuestos de la misma» (página 110; y también pág. 118). En resumen, demuéstrese que los supuestos son poco realistas, o bien que existen inconsistencias lógi cas, pero no se tome nunca la refutación de las predicciones como causa del abandono de una teoría económica, especialmente porque en Economía sólo es posible deducir predicciones cualitativas (pági nas 119 y siguientes) 13. Como comprobación de que ésta no es una interpretación indebida de lo que Cairnes quería decir, consideremos su posición respecto de la teoría malthusiana de la población: la teoría malthusiana es una ley tendencial y, por consiguiente, «no es incon sistente con la doctrina de que los medios de subsistencia puedan aumentar, de hecho, con mayor rapidez que la población»; en reali dad, estaba perfectamente dispuesto a admitir que «las investigacio nes posteriores demostraron que los medios de subsistencia habían aumentado, de hecho, con mayor rapidez que la población, en la mayoría de los países y especialmente en todos los países en creci miento» (págs. 158 y 164). Y, sin embargo, la teoría malthusiana es cierta. Además, añadía, sin ella no sería posible comprender los teoremas ricardianos (págs. 176-77), comentario que, por supuesto, nos proporciona la clave de su actitud metodológica defensiva res pecto de las predicciones económicas. En otras palabras, Cairnes adoptó el programa ricardiano de investigación y, por tanto, defendía la teoría malthusiana como elemento indispensable de tal programa. Un ejemplo más redondeará la argumentación. La teoría ricar diana de la renta de la tierra no parece adecuada para predecir correc tamente lo que ocurrirá en el cultivo de las tierras nuevas de las colonias, y Cairnes reconocía este hecho. Este tipo de «fenómenos residuales» puede ser fatal para las ciencias físicas, pero no para la Economía. Cuando una doctrina de las ciencias físicas consigue explicar hechos que «parecen inesperadamente en el curso de la investigación, esto se considera siempre como una poderosa confirmación de la veracidad de dicha doctrina. Prro los principios últimos de la Economía Política, al no haber sido establei idos con base a este tipo de evidencia circunstancial, sino con base a la apela13 Cairnes negó su propia afirmación sobre la im posibilidad de hacer pre dicciones cuantitativas exactas en Economía, con su trabajo empírico sobre los efectos de los descubrimientos de oro en A ustralia; véase Bordo (1975), un trabajo que, sin embargo, trata casi desesperadamente de asimilar la metodol<>KÍa de Cairnes a la posición falsacionista moderna (Hirsch, 1978; Bordo, 1978).
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ción directa a nuestra consciencia o nuestros sentidos, no podrán verse afectados por cualesquiera fenómenos que puedan aparecer durante nuestras posteriores investigaciones . . . ni se verá afectada tampoco la teoría que está fundamentada sobre este tipo de supuestos, siempre que el proceso de razonamiento utilizado sea correcto. L a vínica alternativa que nos queda en este caso es suponer la existencia de una causa perturbadora. E n el caso que nos ocupa, es decir, el de bajo qué circunstancias podemos suponer que existirá la renta de la tierra, la consideración de dichas circunstancias no podrá afectar a nuestra fe en el hecho de que el suelo de cualquier país no será todo él igualmente fértil, y que la capacidad productiva . del suelo m ejor será limitada, ni debilitará, por tanto, nuestra confianza en las conclusiones que se deducen de dicho hecho [páginas 202-03n],
Una y otra vez, hemos encontrado en Sénior, en Mili, en Cairnes, e incluso en Jevons, la idea de que la «verificación» no es una con trastación adecuada de la validez de las teorías económicas, de su verdad o falsedad, sino que será tan sólo un método que nos permita establecer las fronteras de aplicabilidad de una teoría que es, en sí, obviamente cierta. Verificamos con objeto de descubrir si las «causas perturbadoras» pueden explicar las discrepancias que observamos en tre los obstinados hechos reales y los correctos razonamientos’ teóri cos; si observamos discrepancias ha de ser porque la teoría ha sido erróneamente aplicada, pero la teoría en sí seguirá siendo válida. Y nunca se considera la cuestión de si existe alguna forma de demos trar que una teoría es falsa 14. Neville Keynes resume la cuestión La década de 1880 ha pasado a la historia del pensamiento eco nómico como la década del famoso Methodenstreit entre Cari Menger y Gustav Schmoller, cuando la influencia de la Escuela Histórica Alemana alcanzó las costas británicas y proporcionó argumentos a Cliff Leslie y John Ingram, los más vociferantes de los historiadores nativos. El objetivo perseguido por John Neville Keynes en su The Scope and Method of Political Economy (Contenido y método de la Economía Política) (1891) era el de reconciliar la tradición de SeniorMill-Cairnes con las nuevas ideas de la Escuela Histórica, a partir de las sugerencias contenidas en la tolerante discusión metodológica expuesta por Henry Sidgwicfe en su obra Principies of Political Eco nomy (Principios de Economía Política) (1883). Pero aunque Keynes 14 E sta consideración es tan aplicable a M arx como a la corriente principal de la economía clásica (véase Blaug, 1980, capítulo 2).
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recomendaba a Adam Smith como el economista ideal por la forma en que logró combinar el razonamiento abstracto-deductivo con el histórico-inductivo, su libro revela un intento sutilmente disfrazado de defensa del método abstracto-deductivo en Economía 15. Keynes hace esfuerzos para lograr que sus ideas resulten aceptables, subra yando de continuo el hecho de que, incluso el método a priori de la Economía Política clásica, empieza y termina con la observación em pírica, mientras recuerda a sus lectores que esos verdaderos pilares del método abstracto-deductivo que fueron Mili y Cairnes hicieron ambos contribuciones importantes al análisis histérico-deductivo en sus estudios sobre la propiedad agrícola el primero y sobre el^ trabajo esclavo el segundo. Keynes pudo haber destacado la tradición hete rodoxa británica que se había mantenido en contra de las ideas de Senior-Miü-Cairnes sobre la Economía, pero en vez de ello prefirió enfrentar a Smith y Mili con Ricardo, como modelos de cómo aplicar adecuadamente las reglas del método hipotético-deductivo. El libro se inicia con un resumen perfecto de la tradición de Senior-Miü-Cairnes, que Keynes 16 (1955, págs. 12-20) consideraba constituida por cinco tesis: 1) que es posible distinguir entre una cien cia positiva y un arte normativo de la Economía Política; 2) que los acontecimientos económicos pueden ser aislados, al menos hasta cierto punto, de otros fenómenos sociales; 3) que la inducción directa a partir de hechos concretos, o el método a posteriori, resulta inade cuado como punto de partida en Economía; 4) que el procedimiento correcto es el método a priori, que parte de «unos pocos hechos fundamentales referentes a la naturaleza humana... tomados en reía, 15 E sto puede explicar el comentario un tanto enigmático hecho por Marshall en una carta a Foxwell: «E n cuanto al método, me considero a medio camino entre Keynes + Sidwick 4- Cairnes y Schmoller + Ashley» (citado por Coase, 1975, págs. 27-8). Pero M arshall fue un caso de teórico habilidoso que en todos sus escritos sobre m etodología subrayó la necesidad de recoger y ordenar los hechos, y que continuamente matizó el papel de la teoría abstracta (véase Coase, O ’Brien (1975, págs. 66-8; y también 1970, págs. 96-8) pone a Hume, Smith, Say y McCulloch en el mismo saco como grupo de inductivistas y los contrasta con el grupo de los deductivistas ortodoxos, es decir, Ricardo, Sénior, Torrens, Mili y Cairnes. Pero es dudoso que esta clasificación resista un examen a fondo. H ay que subrayar también que Keynes tan sólo hace una referencia de pasada a las protestas metodológicas que Richard Jon es realizó en solitario en la década de 1830. Quizás en esta cuestión su instinto fue más acertado que el de los miembros de la Escuela H istórica Inglesa, que tenían a Richard Jones como un pionero; en efecto, en su trabajo sobre la renta de la tierra, Jones, a diferen cia de en sus pronunciamientos programáticos, no mantiene un enfoque induc tivo general de las cuestiones económicas, sino más bien una negación explícita del supuesto ricardiano de competencia perfecta entre terratenientes (véase Miller, 1971).
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ción con las propiedades físicas del suelo y la constitución fisiológica del hombre»;^ y 5) que el homo economicus es una abstracción y que, por consiguiente, la «Economía Política es tan sólo una ciencia de tendencias, y no de hechos consumados». Finalmente, añade — lo que puede casi considerarse como una sexta tesis: M ili, Cairnes y Bagehot insisten todos ellos, sin embargo, en que debemos incluir la apelación a la observación y la experiencia, antes de que las leyes hipotéticas de la ciencia puedan ser aplicadas a la interpretación y explicación de los hechos concretos. Y a que en este momento debemos dilucidar hasta qué punto . . . se ha de tener en cuenta el efecto de causas perturbadoras. La com paración con los hechos observados proporciona una contrastación de las conclu y e s deductivamente obtenidas y permite establecer los límites de su aplicabilidad [pág. 17; el subrayado es m ío].
Su referencia a la Escuela Histórica, a la que caracteriza por man tener una visión de la Economía «ética, realista e inductiva», es igual mente sucinta: la Escuela Histórica niega todas y cada una de las cinco tesis de Senior-Mill-Cairnes y, además su actitud respecto de la intervención gubernamental en los asuntos económicos es aproba toria en vez de condenatoria (págs. 20-5) 17. A Keynes le agradaba subrayar, como anteriormente dijimos, que la Economía «empieza en la observación y termina con la observa ción» (pág. 227), y veía claramente el doble significado del término inducción, según el cual «la determinación inductiva de las premisas» al inicio de la argumentación supone una operación lógica diferente de «la verificación inductiva de las conclusiones» al final de la misma (páginas 203-04n y 227). Aunque en ocasiones hizo la observación de que las premisas en Economía «suponen poco más que la refle xiva contemplación de ciertos hechos entre los más familiares y co tidianos» (pág. 229), su libro nos sirve para recordar una vez más que, como dijo Viner (1958, pág. 328), «la introspección... era um versalmente considerada en el pasado, sea cual sea la moda vigente hoy en día, como una técnica “ empírica” de investigación, que se distinguía claramente de la intuición o de las ideas innatas». Para Keynes la introspección no es sólo una fuente de premisas económi 17 Sobre la Escuela H istórica en general, véase Schumpeter (1954, págs. 107124) y Hutchison (1953, págs. 145-52). Sobre el M ethodenstreit en particular, véase Hutchison (1973), quien concluye: «D e hecho, el M ethodenstreit no era básicamente una lucha entre dos métodos, sino más bien un choque de intereses respecto de cuál era el tema de estudio más interesante: los precios y el aná lisis de asignación de recursos o el desarrollo y cambio general de las economías e industrias nacionales» (págs. 34-5).
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cas empíricamente fundada (págs. 173 y 223), sino que «la ley de los rendimientos decrecientes puede también ser contrastada por me dio de la experimentación» (pág. 181). Sin duda es cierto que Keynes nunca se planteó la cuestión de cómo la introspección, siendo por definición una fuente de conocimiento imposible de contrastar in tersubjetivamente, puede llegar a constituir un verdadero punto de partida empírico para el razonamiento económico. Ni tampoco citó ejemplo alguno de contrastación real de la ley de los rendimientos decrecientes a través de la aplicación de una cantidad variable de factores a una cantidad fija de tierra, aunque tal contrastación había sido intentada ya tiempo atrás por Heinrich von Thünen y varios otros agrónomos alemanes. En cualquier caso, no se puede acusar a Keynes, como se acusa a los economistas clásicos, de haberse in ventado sus supuestos sin otra consideración que la de su convenien cia analítica y de dar muy poca importancia al mayor o menor rea lismo de aquéllos (véase Rotwein, 1973, pág. 365). Keynes nos proporciona también evidencia adicional respecto del tema de que el homo economicus era, en la economía clásica y neo clásica, una abstracción del «hombre real» y no del «hombre fic ticio». Como hemos visto, Mili insistió sobre la idea de que el homo economicus era una simplificación hipotética que aislaba un conjunto seleccionado de motivaciones que de hecho influyen sobre la conducta económica. Sénior estaba en esta cuestión más cerca de la idea mo derna de que se trata simplemente de un postulado de racionalidad, un supuesto de comportamiento maximizador sujeto a ciertas restric ciones. Cairnes, por su parte, retomó la posición de Mili, al subrayar que la hipótesis del homo economicus está muy lejos de ser arbitra ria, y posteriormente el homo economicus ha sido considerado de formas diversas: como un axioma, como una verdad apriorística, como una proposición obvia, como una ficción útil, como un tipo ideal, como una construcción heurística, como un hecho indiscutible de nuestra experiencia y como el esquema típico de comportamiento humano bajo el capitalismo (Machlup, 1978, capítulo 11). Ahora bien, Keynes defiende con denuedo el realismo de la concepción del homo economicus, en el sentido de que se supone que, en las condi ciones de nuestro mundo moderno, el comportamiento económico tendente a defender los propios intereses predomina sobre las moti vaciones altruistas y benevolentes (págs. 119-25). Las premisas de que la Economía parte, argumenta este autor, no se eligen en térmi nos de «como-si»: «aunque la teoría pura supone el funcionamiento de ciertas fuerzas bajo condiciones artificialmente simplificadas, no por ello deja de sostener que las fuerzas cuyos efectos investiga son la verae causae, en el sentido de que operan de hecho, y ciertamente
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operan de una forma predominante, en el mundo económico real» (páginas 223-24; también 228-31 y 240n). Sin embargo, no se nos ofrece evidencia alguna, fuera de un em pirismo casual, en defensa de dicha proposición. Así pues, los fenó menos que parecen contradecir la hipótesis del homo economicus son simplemente considerados como excepciones de la regla. En efec to, «el amor a un cierto país o a una cierta localidad, la inercia, la costumbre, el deseo de estima personal, el amor a la independencia o al poder, la preferencia por la vida campestre... se encuentran entre las fuerzas que ejercen su influencia sobre la distribución de la renta y que el economista puede sentir la necesidad de tener en cuenta» (pags. 129-31), y la doctrina de Mill-Cairnes referente a la existencia de categorías no-competitivas de trabajo, es recomendada «como una modificación de la teoría del valor recibida... que pro viene de la observación y que tiene por objeto poner las teorías eco nómicas en contacto más estrecho con los hechos del mundo real» (página 227n). Ciertamente, sólo cuando lleguemos a verificar las predicciones de una teoría económica seremos capaces de juzgar el grado de rea lismo de un conjunto concreto de supuestos, y en este punto Keynes cita la Lógica de Mili: «L a base de la confianza que se tiene en una ciencia deductiva concreta no está en el propio razonamiento a priori, sino en el acuerdo que pueda existir entre sus conclusiones y la ob servación a posteriori» (pág. 321). Pero, incluso aquí, cubre su apues ta: «Podemos tener razones independientes para creer que nuestras premisas se corresponden con los hechos... a pesar del hecho de que sea difícil obtener una verificación explícita de las mismas» (pág. 233). Además, puesto que «en todos los casos en los que se utiliza el mé todo deductivo la cualificación ceteris paribus se encuentra presente en mayor o menor medida», no debemos «suponer que una teoría ha sido derrocada porque los ejemplos de su operatividad no aparez can de forma patente ante el observador (págs. 218 y 233). Para ilustrar la perversa influencia de las «causas perturbadoras», discute Keynes el fracaso de la derogación de las Leyes del Trigo, que no consiguió generar la inmediata caída de los precios del mismo predicha por Ricardo, y redondea su argumentación con una condena a Ricardo por desplegar una «indebida confianza en la absoluta y uniforme validez de las conclusiones por él alcanzadas», y por no tener en cuenta «el elemento tiempo» y «los períodos de transición, durante los cuales se están desarrollando los efectos últimos de las causas económicas en juego» (págs. 235-36 y 238). A lo largo de estas páginas cruciales dedicadas a las «Funciones de la observación en la utilización del método deductivo» en el li
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bro de Keynes se nos hace la sugerencia, indudablemente debida a la influencia de Marshall, de que no puede esperarse que la teoría económica como tal genere predicciones directas, ya que es en reali dad «una máquina que produce análisis» y que debe ser utilizada en conjunción con una detallada investigación de las «causas pertur badoras» relevantes en cada caso (ver Hutchison, 1953, págs. 71-4; Hirsch y Hirsch, 1975). Keynes nos asegura que «la hipótesis de la libre competencia... es aproximadamente válida para un gran nú mero de fenómenos económicos» (págs. 240-41), pero no nos propor ciona guía alguna respecto de cómo hemos de determinar lo que se considera una aproximación válida en cualquier caso concreto. Su capítulo sobre «Economía Política y Estadística» resulta algo sim plista, y no menciona más técnica estadística que los diagramas. Por supuesto, la fase moderna de la historia de la Estadística, asociada con nombres como los de Karl Pearson, George Yule, William Grosset y Ronald Fisher estaba aún en sus comienzos en 1891 (Kendall, 1968). Keynes asegura que la Estadística es esencial para la contras tación y verificación de las teorías económicas, pero no proporciona un solo ejemplo de controversia económica que se hubiese resuelto recurriendo a la contrastación estadística, aunque no le hubiera sido difícil encontrar ejemplos adecuados en la obra de Jevons, Cairnes y Marshall. En consecuencia, sus lectores se quedan con la impresión general de que, puesto que los supuestos en Economía son ciertos normalmente, sus predicciones también serán normalmente ciertas, y que siempre que no lo sean, una investigación diligente de los he chos nos revelará en cada caso las causas perturbadoras ad-hoc a las que podemos atribuir la discrepancia observada. El ensayo de Robbins La esperanza expresada por Keynes y Marshall de que pudiese producirse una reconciliación entre los defensores de posturas meto dológicas diferentes no habría de tener larga vida. El nuevo siglo acababa de empezar cuando empezó a oírse en la lejanía el estruendo sordo del Institucionalismo Americano, y hacia 1914 los escritos de Thorstein Veblen, Mitchell y Commons habían generado toda una escuela de inductivismo heterodoxo que cruzó el Atlántico; el insti tucionalismo creció y se afianzó durante la década de 1920, amena zando en un determinado momento con convertirse en la corriente principal del pensamiento económico americano. Y , sin embargo, para la década de 1930 había prácticamente desaparecido ya, aunque re cientemente ha experimentado una cierta revitalización.
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Fue en este momento cuando Lionel Robbins decidió que era hora de reformular en terminología moderna las ideas de SeniorMill-Cairnes, con objeto de demostrar que lo que los economistas ortodoxos habían hecho y estaban aún haciendo tenía sentido. Había, sin embargo, en la argumentación de Robbins elementos tales como la famosa definición de la Economía en términos de medios-fines, y la afirmación del carácter no-científico de toda comparación interperso nal de utilidad, que provenían de la tradición económica austríaca, más que de la angloamericana w. En una década que se destaca por las grandes controversias eco nómicas que en ella se desarrollaron, el Ensayo sobre la naturaleza y significación de la Ciencia Económica de Robbins (1932) aparece como una obra maestra polémica que hizo furor. Como deja bien claro el Prefacio a su segunda edición de 1935, el grueso de las reac ciones que en su momento generó el Ensayo de Robbins se centró en el capítulo seis, con su insistencia en el carácter puramente con vencional de las comparaciones interpersonales de bienestar. Igual mente, en su argumentación en defensa de la neutralidad de la ciencia económica respecto de los objetivos de la Política Económica, Robbins fue ampliamente malinterpretado como detractor de las discusiones sobre política entre economistas. Por otro lado, su definición de la Economía, de tipo austríaco — «L a Economía es la ciencia que estudia el comportamiento humano como una relación entre (una jerarquía dada de) fines y medios escasos susceptibles de usos alternativos»— , y que se refería a un aspecto, más que a un tipo, del comportamiento humano (Robbins, 1935, págs. 16-7; Fraser, 1937, capítulo 2; Kirzner, 1960, capítulo 6), pronto ganó terreno y encuentra eco hoy en día en todos los libros de texto sobre teoría de los precios. «E l principal postulado de la teoría del valor», enunció Robbins (1935, págs. 78-9), «establece el hecho de que los individuos pueden ordenar sus preferencias en una cierta escala y que, de hecho, esto es lo que hacen». Este fundamental postulado es, al mismo tiempo, una verdad analítica apriorística, «un elemento esencial de nuestra concepción de la conducta en el terreno económico», y un «hecho elemental de la experiencia» (págs. 75 y 76). Igualmente, el princi pio de decrecimiento de la productividad marginal, otra proposición fundamental de la teoría del valor, se sigue tanto del supuesto de i® Robbins se distinguió entre los economistas de su época por citar con más frecuencia a autores austríacos y alemanes que ingleses o americanos. Sin embargo, estaba profundamente influido por la obra de Wicksteed: Common Setise of Political Economy (E l sentido común en Economía Política) (1910), un intento pionero de incorporar las ideas de los austríacos a la teoría econó mica británica.
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que existe más de un factor de producción escaso como de la «simple e indiscutible experiencia» (págs. 77-8). Así pues, ambos son «pos tulados cuya contrapartida real existe y nadie discute dicha existen cia... No necesitamos experimentos controlados para establecer su validez: de tal modo forman parte de nuestra experiencia diaria, que basta con enunciarlos para que sean reconocidos como obvios» (pá gina 79; también págs. 68-9, 99-100 y 104). En realidad, como Cair nes había dicho ya tiempo atrás, en este aspecto la Economía pre senta una ventaja sobre la Física: «En Economía, como hemos visto, los componentes básicos de nuestras generalizaciones fundamentales nos resultan conocidos por comprensión inmediata, mientras que en las ciencias naturales sólo son conocidos por inferencia. Hay muchas menos razones para dudar de la contrapartida real del supuesto de preferencias individuales de las que hay para hacerlo del supuesto del electrón» (pág. 105). Esto no es, por supuesto, sino la familiar doctrina del Verstehen, que siempre fue un ingrediente fundamental de las ideas económicas de la Escuela Austríaca. La doctrina del Verstehen siempre va de la mano de la desconfianza hacia el mo nismo metodológico, y también encontramos esta característica en Robbins: «Probablemente es de esperar un daño menor de la insis tencia en las diferencias existentes entre las ciencias sociales y las naturales que de la insistencia en sus semejanzas» (págs. 111-12). Igualmente, siguiendo a Cairnes, Robbins niega que puedan pre decirse los fenómenos económicos en términos cuantitativos; incluso las estimaciones de la elasticidad de la demanda, que parecen sugerir lo contrario, son en realidad muy inestables (págs. 106-12). Lo que el economista puede utilizar es el mero cálculo cualitativo, que, por supuesto, puede ser aplicable o puede no serlo en cada caso concreto (páginas 79-80). Rechaza categóricamente la contención de la Escuela Austríaca de que todas las verdades económicas son relativas respecto del tiempo y el espacio, derrama abundante desprecio sobre los institucionalistas americanos — «ni una sola “ley” merecedora de tal nombre, ni una generalización cuantitativa de validez permanente, ha surgido de sus esfuerzos»— y decididamente se adhiere a lo que desde los tiempos de Sénior y Cairnes se ha considerado como la concepción «ortodoxa» de la ciencia económica (págs. 114 y 82). A continuación, Robbins contrasta los «estudios realistas» que «contrastan la aplicabilidad de una respuesta cuando ésta se produce» y las teorías «que son las únicas capaces de proporcionar soluciones» (página 120), y concluye así: «L a validez de una determinada teoría depende de su derivación lógica de los supuestos generales de los que parte. Pero su aplicabilidad a una situación dada dependerá de la medida en la cual sus conceptos reflejen de hecho las fuerzas que
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operan en dicha situación», conclusión que ilustra después en tér minos de la teoría cuantitativa del dinero y de la teoría del ciclo económico (págs. 116-19). E incluye a continuación, como era de esperar, unas cuantas páginas sobre los peligros inherentes a toda contrastación empírica de las predicciones económicas (págs. 123-27). En su famoso y controvertido capítulo sexto, Robbins niega la posibilidad de hacer comparaciones interpersonales de utilidad que sean objetivas, porque éstas «nunca podrán ser verificadas por obser vación o introspección» (págs. 136 y 139-41). En una crítica devas tadora al uso de la introspección como fuente empírica de conoci miento económico publicada unos años después, en 1938, Hutchison (1965, pags. 138-9) señala la contradicción lógica existente entre la adopción de comparaciones /«/rapersonales de utilidad como base justificada de la teoría del consumidor y el rechazo de las compara ciones /«terpersonales de utilidad como base de la Economía del Bienestar. Y ciertamente, es curioso que Robbins esté dispuesto a confiar tanto en el supuesto de que los demás tendrán aproximada mente la misma psicología que uno mismo como base de la teoría del valor, mientras que rechaza el mismo tipo de supuestos cuando se trata del bienestar de los demás. Dicho de otro modo, si no existe método objetivo alguno para inferir nada acerca del bienestar de los demás. Dicho de otro modo, si no existe método objetivo alguno para inferir nada acerca del bienestar de los distintos agentes económicos, tampoco existirá método objetivo alguno que nos permita hacer infe rencias acerca de las preferencias de los distintos agentes económicos. Así, el supuesto de que «los individuos pueden ordenar sus prefe rencias en una cierta escala y, de hecho, eso es lo que hacen», es sin duda «parte de nuestra experiencia cotidiana», pero también es cierto que ciertos comportamientos que también «forman parte de nuestra experiencia cotidiana» vienen a contradecir aquel supuesto: esque mas de consumo mantenidos rígidamente por costumbre, a pesar de las cambiantes circunstancias; compras orgiásticas o impulsivas que pueden ser totalmente inconsistentes con cualquier ordenación previa de preferencias; consumos motivados únicamente por el deseo de aprender sobre los propios gustos por experiencia, por no mencionar el consumo motivado, no por las propias preferencias, sino por nues tra percepción de las preferencias de otros, como en el consumo que se hace por seguir la corriente, la moda, o por esnobismo (Koopmans, 1957, págs. 136-37). Los apriorismos no son ciertamente menos peli grosos en la teoría de la demanda que en la teoría de la economía del bienestar. Afortunadamente, en el caso de Robbins, disponemos por fin de las reflexiones posteriores de un metodólogo acerca de sus pronun
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ciamientos en la materia. Casi cuarenta años después de la publica ción de su Ensayo publica Robbins su autobiografía, y en ella con sidera retrospectivamente la acogida que tuvo su Ensayo sobre la naturaleza y significación de la Ciencia Económica. Se muestra poco convencido por las críticas que recibió, pero en perspectiva concede que había prestado poca atención al problema de la contrastación, tanto de los supuestos como de las implicaciones de la teoría econó mica: «E l capítulo dedicado a la naturaleza de las generalizaciones económicas adolece demasiado de lo que hoy en día se denomina esencialismo... fue escrito antes de que la estrella de Karl Popper se elevase en nuestro horizonte. Si entonces hubiese conocido su pio nera exposición del método científico... esta parte del libro hubiese sido escrita de forma muy diferente» (Robbins, 1971, págs. 149-50; también 1979). En realidad, esta primera hostilidad de Robbins hacia la investi gación cuantitativa no era un rasgo distintivo suyo, sino que era ampliamente compartida por muchos de los principales economistas de la década de 1930; consideremos al respecto las observaciones hechas por John Maynard Keynes (1973, págs. 296-7) en una carta a Roy Harrod, escrita en 1938 (las referencias a Schultz se refieren a Henry Schultz, cuya Theory and Measurement of Demand [Teoría y medición de la demanda], [ 1938] constituyó la piedra angular de la naciente Econometría): En mi opinión, la Econom ía es una rama de la Lógica, un método de pen samiento; y creo que tú no rechazas con suficiente firmeza los intentos «a lo Schultz» de convertirla en una ciencia pseudonatural. Se pueden hacer progresos útiles simplemente utilizando nuestros axiomas y máximas, pero no iremos muy lejos a menos que construyamos modelos nuevos y mejores. E sto exige, como tú dices, «una observación vigilante del funcionamiento real de nuestro sis tema». E l progreso en Econom ía consiste casi exclusivamente en la progresiva mejora lograda en la elección de m odelos... Pero en la esencia de un modelo está el que no sea posible atribuir valores reales a las variables de las funciones, ya que de hacerlo así lo inutilizaríamos como tal modelo, al hacerlo perder generalidad y su valor como método de pensamiento. Por eso es por lo que creo que Clapham con sus cajas vacías está llamando a una puerta equivocada, y creo también que los resultados que ob tenga Schultz, si es que obtiene alguno, no serán muy interesantes (ya que de antemano sabemos que no serán aplicables a otros casos que puedan surgir en el futuro). E l objetivo de los estudios estadísticos no será tanto el tratar de encontrar las variables que faltan desde el punto de vista de la predicción, sino el de contrastar la relevancia y validez del modelo. L a Economía está constituida por una ciencia que piensa en términos de modelos, junto con el arte de elegir los modelos que son relevantes para nuestro mundo contemporáneo. Y tiene que ser una mezcla de estas dos cosas porque,
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a diferencia de la típica ciencia natural, el material al que ha de aplicarse no resulta homogéneo en el tiempo en m ultiplicidad de aspectos. E l objetivo de un modelo consiste en segregar los factores relativamente constantes o semipermanentes de aquellos que son transitorios o fluctuantes, con objeto de desarrollar una forma lógica de pensamiento respecto de estos últimos, y de com prender la secuencia tem poral a que darán lugar en casos concretos. L os buenos economistas son escasos porque el don de utilizar la «observa ción vigilante» para elegir buenos modelos, aun siendo algo que no requiere técnicas intelectuales muy especializadas, parece ser bastante escaso. En segundo lugar, y en contra de Robbins, creo que la Economía es esen cialmente una ciencia m oral y no una ciencia natural. E s decir, que emplea la introspección y los juicios de valor.
Los modernos austríacos La idea de que las verdades económicas — basadas como están en postulados tan inocentes y plausibles como el consumidor maximizador con una escala consistente de preferencias, el empresario maximizador que se enfrenta con funciones de producción que tienen toda la forma y comportamiento que se les atribuye en los libros de texto, y la existencia de una competencia activa tanto en los mercados de bienes de consumo como en los de factores producti vos— exigen verificación tan sólo para comprobar que son en efecto aplicables a cada caso particular, nunca fue defendida con tanta dedi cación y elocuencia como en el Ensayo de Robbins. Pero, en cualquier caso, ésta iba a ser también la última vez en la historia del pensa miento económico en que las tesis verificacionistas serían defendidas en estos términos. En unos pocos años los nuevos vientos del falsa cionismo, e incluso del operacionalismo, empezarían a soplar en el campo de la Economía, estimulados por el desarrollo de la Econo metría y por el avance de la economía keynesiana (a pesar de la poca simpatía con que Keynes veía las investigaciones cuantitativas). Por supuesto, los viejos principios metodológicos, como los viejos solda dos, nunca mueren: tan sólo desaparecen. Y así, mientras que el resto de los economistas profesionales rechazaron, a partir de la Segunda Guerra Mundial, la complacencia en las posturas verifica cionistas, un pequeño grupo de los últimos economistas de la tradi ción austríaca han protagonizado una vuelta a una versión más ex trema de la tradición de Senior-Mill-Cairnes. Esta escuela, la llamada Economía Austríaca Moderna, toma como modelos, no a Cari Menger o Eugen Bohm-Bawerk, sino a Ludwig von Mises y Friedrich Hayek. Estos autores se inspiraron en el ata que de Hayek en contra del «cientifismo», o monismo metodológico,
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con su énfasis en el principio del individualismo metodológico, pero su inspiración más directa provino de la obra de von Mises: Human Action: A Treatise on Economics (1949), con su defensa de la praxeología, la teoría general de la acción racional, según la cual el su puesto de una acción individual consciente es un prerrequisito abso luto para la explicación de cualquier tipo de comportamiento, inclu yendo el comportamiento económico, que constituye en realidad un principio sintético a priori que habla por sí mismo 19. Von Mises adopta un apriorismo radical tan sin concesiones, que hay que leerlo para creerlo: «Lo que concede a la Economía su posición peculiar y única en la órbita del conocimiento puro y de la utilización prác tica de dicho conocimiento es el hecho de que sus teoremas concretos no son susceptibles de verificación o falsación alguna en el terreno de la experiencia... la medida última de la corrección o falta de ella de un teorema económico es únicamente la razón, sin ayuda alguna de la experiencia» (von Mises, 1949, pág. 858; véase también páginas 32-41 y 237-38; Tothbard, 1957; Mises, 1978; Rizzo, 1978). Junto con su apriorismo radical, Mises insiste en lo que él deno mina el dualismo metodológico, la disparidad esencial de enfoque entre las ciencias sociales y las naturales, basado en la doctrina del Verstehen y en el rechazo radical de cualquier tipo de cuantificación, ya sea de las premisas, ya sea de las implicaciones, de las teorías económicas (Mises, 1949, págs. 55-6 y 347-49, y 863-64). Aunque se dice que todo esto no es sino una continuación del enfoque de Sénior, Mili y Cairnes, la idea de que incluso la verificación de los supuestos resulta innecesaria en Economía es, como hemos visto, una mixtificación y no una reformulación de la metodología clásica. En resumen, los ingredientes esenciales de la metodología de esta nueva rama de la economía austríaca, que cuenta entre sus adherentes ( on nombres como los de Murray Rothbard. Israel Kirzner y Ludwig l.achmann, parecen ser los siguientes: 1) una insistencia absoluta en el individualismo metodológico como un postulado heurístico a priori-, 2) una profunda desconfianza hacia todos los agregados macroeconómicos, tales como la Renta Nacional o el Nivel General de Precios; 3) una firme desaprobación de toda contrastación cuantitativa de las predicciones económicas y, en especial, el categórico rechazo de todo lo que suene de lejos a Economía Matemática y Econometría; y, por último, 4) la creencia de que hay mucho más que aprender del estu dio de cómo los procesos de mercado convergen hacia el equilibrio <|ue del interminable análisis de las propiedades de los estados finales 19 F.stos mismos puntos de vista fueron expuestos anteriormente en su (irundprobleme del Nationaloekonomie (1933).
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de equilibrio al que se dedican la mayor parte de los economistas (Dolan, 1976, págs. 5-8 y 19-51) 20. Habría mucho que decir respecto del cuarto y último de estos principios, que se deriva de la influen cia de Hayek sobre la Escuela Moderna Austríaca, pero los tres pri meros, que provienen de von Mises, dotan a la economía continental de un tufillo antiempírico, totalmente alejado del verdadero espíritu científico. En la década de 1920, von Mises hizo importantes contri buciones a la economía monetaria, a la teoría de ciclo económico y, por supuesto, a la economía socialista, pero sus escritos posteriores sobre los fundamentos de la ciencia económica son tan disparatados e idiosincráticos que nos preguntamos cómo es posible que alguien se los haya podido tomar en serio. Como Paul Samuelson (1972, página 761) dijo una vez: E n relación con la esclavitud, Thomas Jefferson dijo que, al considerar que existe un D ios justo en los cielos, temblaba por su país. Pues bien, en relación con las exageradas pretensiones que solían sostenerse en cuanto al poder de la deducción y el razonamiento apriorístico en Economía — hechas por los escri tores clásicos, por Karl Menger, por el Lionel Robbins de 1932 . . . por los dis cípulos de Frank Knight y por Ludw ig von Mises— , yo tiemblo por la repu tación de mi disciplina. Por fortuna, todo esto lo hemos dejado ya atrás.
Sí, creo que realmente lo hemos dejado atrás.
20 Para una buena biografía de los modernos economistas austríacos, véase D olan (1976, págs. 224-27). Littlechild (1978, pág. 22), al establecer las carac terísticas de los modernos austríacos, observa que «n o hay dos austríacos que hayan estado completamente de acuerdo en cuestiones de m etodología... De todos m odos, sí que ha habido un amplio acuerdo sobre su postura metodoló gica en general, acuerdo que Kirzner ha resumido como sigue: los economistas austríacos son subjetivistas; subrayan la acción humana deliberada; no se sien ten muy felices con las construcciones que subrayan el equilibrio con exclusión de los procesos de mercado; sienten una profunda desconfianza hacia los inten tos de aplicar procedimientos de medición cuantitativa a la Economía; se mani fiestan escépticos ante las “ pruebas” empíricas de los teoremas económicos, y, en consecuencia, expresan serias reservas respecto de la validez e importancia de una gran parte de los trabajos empíricos que la profesión económica realiza hoy en (fia».
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LOS FALSACIONISTAS: UNA HISTORIA TOTALMENTE DEL SIGLO XX
¿Ultraempirismo? El año 1938 vio la publicación de The Significance and Basic Postulates of Economic Theory (Significación y postulados básicos de la Teoría Económica) de Terence Hutchison, y con ella se produjo la introducción explícita del criterio metodológico de falsabilidad de Popper en los debates económicos. El hecho de que Hutchison hubiese reconocido la importancia del criterio de demarcación de Popper ya en 1938 resulta en sí mismo destacable, ya que la Logik der Forschung de Popper (1934) era por entonces completamente desconocida, e incluso la famosa obra de divulgación de las ideas filosóficas del Círculo de Viena de Ayer: Language, Truth and Logic (Lenguaje, verdad y lógica) (1936), ignoró por completo la signifi cativa crítica de Popper al principio de verificación del significado. Hasta cierto punto, ni siquiera Hutchison se dio plena cuenta de lo novedoso del pensamiento popperiano; en efecto, aunque citó fre cuentemente a Popper, estableció el criterio fundamental de que las proposiciones económicas que aspirasen al estatus de «científicas» deberían ser susceptibles, al menos en teoría, de contrastación empí rica interpersonal, sin reconocimiento alguno hacia Popper en cuanto a dicho criterio (Hutchison, 1965, págs. 10, 26-7, 48, 49, 126, 156) 21. El principal blanco de ataques de Hutchison esan los aprio21 Resulta significativo que, al contestar unos años después a la pregunta de Frank Knight acerca de cuál era su punto de partida filosófico, Hutchison 114
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tismos en todas sus formas, pero al atacar los postulados de la eco nomía ortodoxa, que según Mises y Robbins eran intuitivamente ob vios, fue demasiado lejos, invalidando así lo que pudo haber sido un esfuerzo decisivo para la reorientación de la metodología de la Eco nomía de la posguerra. Como punto central de la argumentación de Hutchison encontra mos la idea de que todas las proposiciones económicas pueden ser clasificadas exhaustivamente entre proposiciones tautológicas y pro posiciones empíricas, siendo las primeras aquellas que no prohíben la aparición de fenómeno alguno concebible en el mundo real, y siendo las últimas aquellas que sí que prohíben la aparición en el mundo real de al menos algún fenómeno concebible (1965, pág. 13). Sea cual sea nuestra opinión acerca de tal clasificación dicotómica de las proposiciones científicas — algunos filósofos modernos han cuestionado el dogma positivista de que toda proposición puede ser claramente clasificada entre las categorías de lógicamente necesaria, o proposición «analítica», y lógicamente indeterminada, o proposición «sintética» (Nagel, 1961, pág. 371)— , lo cierto es que Hutchison tendió a ca racterizar como tautologías la mayor parte de las proposiciones eco nómicas. Al hacerlo así, desdibujó la distinción, vital en Economía, entre aquellas proposiciones que son simplemente definiciones dis frazadas y aquellas que, aunque en principio son contrastables, están formuladas de forma que deliberadamente impiden su contrastación. Por ejemplo, las proposiciones metafísicas pertenecientes al «nú cleo», tales como la creencia en que el sistema de precios invariable mente tiende a armonizar los intereses de todos los agentes econó micos, o la de que todos los agentes económicos actúan racionalmente en persecución de sus propios intereses, son en realidad proposiciones acerca del mundo real que, sin embargo, aparecen como irrefutables incluso en principio, ya que no parece que prohíban la ocurrencia de acontecimiento alguno. Igualmente, Hutchison rechazó como tau tológicas las proposiciones económicas que van acompañadas de cláu sulas ceteris paribus no-especificadas (1965, pág. 42), mientras que, de hecho, se trata simplemente de proposiciones empíricas no-contrastables referidas al mundo real. Consideremos la dos proposiciones siguientes: el establecimiento de un impuesto sobre los cigarrillos tenderá, ceteris paribus, a elevar su precio, y la imposición sobre los (1941, pág. 735) mencionó a los em piristas británicos junto con Mach, Schlick y Carnap en Viena, sin hacer referencia a Popper. Para un tratamiento posterior de las cuestiones metodológicas en Economía, ofrecido por un filósofo de las ciencias sociales que es Hutchison en todo, aunque expresado en un lenguaje diferente, véase Kauffm an (1944, capítulo 16); tampoco este autor menciona a Popper.
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cigarrillos tenderá, ceteris paribus, a reducir su precio; estas dos proposiciones no pueden ser tautologías, porque son claramente in compatibles entre sí. Tal como están enunciadas, ambas son propo siciones «sintéticas» acerca de la realidad, y ninguna de ellas es contrastable, ni siquiera en teoría, ya que el cetera no ha sido enu merado. Así pues, si una proposición es, en principio, falsable, pro hibirá algún acontecimiento o conjunto de acontecimientos concebi bles, pero la inversa no es cierta, ya que una proposición puede pro hibir la ocurrencia de algún conjunto concebible de acontecimientos y ser, sin embargo, irrefutable incluso en teoría, como en realidad lo son todas las proposiciones tendenciales cuyas cláusulas ceteris paribus no han sido especificadas. Esta crítica a Hutchison suscitó el trabajo de Klappholz y Agassi (1967). En vez de la dicotómica clasificación de Hutchison entre proposiciones analítico-tautológicas y proposiciones empírico-sintéti cas, Kappholz y Agassi proponen una clasificación en tres grupos: 1) proposiciones analítico-tautológicas; 2) proposiciones empíricosintéticas, y 3) proposiciones empírico-sintéticas que son contrastables, al menos en principio, con lo que se reduce el número de con ceptos económicos que caen dentro de la primera categoría y aumenta el número de los que caen dentro de la segunda. Hutchison, afirman estos autores, critica con frecuencia a los economistas por proponer tautologías, cuando en realidad están proponiendo afirmaciones em píricas no-contrastables: «A partir de su revisión de la Teoría Eco nómica se obtiene la impresión de que la mayoría de los economistas de su época produjeron casi exclusivamente tautologías, y ello a pesar de que su libro apareció dos años después de la publicación de la Teoría General de Keynes, y Keynes se ocupó sin duda de cues tiones empíricas» (Klappholz y Agassi, 1967, pág. 28) 22. La principal prescripción metodológica de Hutchison es que la investigación científica en Economía debería dedicarse únicamente a las proposiciones empíricamente contrastables. Desgraciadamente, se expresa de forma bastante vaga respecto de la cuestión de si la exigencia de contrastabilidad se refiere a los supuestos o a las pre dicciones de la teoría económica. En conjunto, parece subrayar más la contrastación de los postulados, lo que hoy denominamos supues tos, como el propio título de su libro sugiere, y esta impresión se 22 Hutchison tenía toda la razón al argumentar que los economistas prote gían (y lo siguen haciendo) ciertas proposiciones empíricas sustantivas, por el procedimiento de presentarlas como si fuesen tautologías y definiciones (véase Leontief, 1950; Klappholz y M ishan, 1962; y también Hutchison, 1960; Kapp holz y Agassi, 1960; Hutchison, 1966; Latsis, 1972, págs. 239-41; Rosenberg, 1976, págs. 152-55).
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ve reforzada por su respuesta a la posterior acusación de ultraempirismo que le dirigió Machlup. En efecto, en su libro (1978, pági nas 143-44) Machlup cita a Hutchison como ejemplo destacado de ultraempirismo, refiriéndose con este calificativo a aquellos que «in sisten en la verificación independiente de todos los supuestos a tra vés de datos objetivos obtenidos por medio de la observación», y propone «un programa que parta de los hechos en vez de partir de supuestos». Hutchison (1956) niega esta acusación de ultraempirismo y no encuentra dificultad alguna en demostrar que muchas de las afirmaciones de su libro acerca de la importancia de la contrastabilidad se referían, no a los supuestos, sino a «las proposiciones finales» de la Economía. En cualquier caso, el grueso del contenido de su libro sugiere lo contrario, e incluso su respuesta a Machlup, escrita casi veinte años después que el libro, contiene indicios de que Hutchison seguía con vencido de que el trabajo empírico en Economía puede ser tan útil en la contrastación de los supuestos como en la de las implicaciones de las teorías. En consecuencia, Machlup argumenta que la contras tación directa de supuestos tan fundamentales como la maximización de la utilidad por parte de los consumidores y la maximización de los beneficios por parte de las empresas, a través, por ejemplo, de en cuestas que recojan las respuestas de un gran número de consumi dores y empresarios, resulta «gratuita, si no engañosa»; ante esta crítica, Hutchison (1956, pág. 481) contesta: «N o importa, en prin cipio, si la especificación de las condiciones de una contrastación de este supuesto fundamental (el de racionalidad) se obtiene “ directa” e “independientemente” , o trabajando “ indirectamente” hacia atrás, desde las contrastaciones de las conclusiones para llegar a los supues tos de los que aquellas conclusiones se deducen.» En realidad, sí que importa, y mucho, e importa «en principio», ya que es precisamente en esta cuestión donde Hutchison se separa de Machlup y, como veremos, de Friedman y de su influyente artículo de 1953 Essay on the Methodology of Positive Economics (La metodología de la Economía Positiva). Machlup no se equivoca mucho al calificar al Hutchison de 1956, y con más razón aún al de 1938, como un «ultraempirista recalcitrante» (Machlup, 1978, págs. 49.3-503). De nuevo los apriorismos Si hemos de hacer justicia histórica al libro de Hutchison, sin embargo, habremos de recordar una vez más la fuerza que tenían
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en la década de 1930 los apriorismos, es decir, el enfoque metodo lógico que consideraba que la Economía es esencialmente un sistema de deducciones puras obtenidas a partir de una serie de postulados j provenientes de la experiencia interna, los cuales no se consideran sujetos a verificación externa alguna. En este contexto, la publica ción del libro de Hutchison fue saludada por una recensión vehe mente y bastante confusa de Frank Knight, que tenía la longitud de un artículo, en la que éste expresaba su profunda irritación ante lo que consideró como el «positivismo» de Hutchison, al tiempo que rechazaba la idea de que la verdad en Economía tenga nada que ver con la verdad en las ciencias naturales, mostraba su adhesión a la doctrina del Verstehen en Economía23, y concluía como sigue: «No es posible “ verificar” proposición alguna referente al comportamiento de “ la Economía” por ningún procedimiento “ empírico” , si es que definimos las palabras claves de esta frase como han de ser definidas para que su uso tenga alguna relevancia y precisión» (Knight, 1956, página 163; véase también 1964, pág. 168). Cuando Hutchison (1941) se reafirmó en sus posiciones, Knight volvió a la carga con el cate górico rechazo de que las proposiciones económicas referentes al com portamiento económico pudiesen ser contrastadas empíricamente, por que el comportamiento económico está dirigido hacia unos fines y, por tanto, su significación depende de nuestro conocimiento intui tivo de su carácter deliberado: M i argumento era y es que el categórico contraste que el Sr. Hutchison y tantos otros (? ) nos presentan, entre proposiciones susceptibles de contrastación y «concepciones valorativas de sentido común», y su insistencia en que sólo las proposiciones del primer grupo son admisibles en teoría económica, es una pretensión falsa y debe ser simplemente descartada. L os hechos contrastables no son realmente Econom ía... E sta incapacidad de contrastar puede o no ser considerada como «lamentable»^- pero, en cualquier caso, esa es la realidad (Knight, 1941, pág. 753; véase también Latsis, 1972, págs. 235-36).
23 Igualmente, Machlup (1978, págs. 152-53), al atacar el ultraempirismo de Hutchison, declara: «E sta es, en realidad, la diferencia esencial entre las cien cias naturales y las sociales: que en estas últimas los hechos, los datos de la “ observación” , son también resultado de interpretaciones de las acciones huma nas por parte de otros seres humanos. Y esto impone sobre las ciencias sociales una exigencia que no existe en el caso de las ciencias naturales, es decir, la exigencia de que todos los tipos de acción humana que se usan en los modelos abstractos construidos con fines analíticos han de ser "com prensibles” para la mayoría de nosotros, en el sentido de que seamos capaces de imaginar a perso nas razonables actuando (al menos algunas veces) de la forma postulada por el tipo ideal de conducta en cuestión.»
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; Resulta curioso que Knight, que se había convertido en uno de los principales oponentes a la teoría austríaca del capital, siguiese durante toda su vida sosteniendo puntos de vista metodológicos tomados directamente de Mises y compañía (ver Gonce, 1972; Hirsch y Hirsch, 1976, págs. 61-5). Hay que añadir que, en años recientes, Hutchison ha seguido insistiendo en la relevancia de las prescripciones metodológicas de Popper en el campo de la Economía, aunque concediendo que la defensa del monismo metodológico puede ser casi tan peligrosa como la del dualismo metodológico favorecido por los defensores de la doctrina del Verstehen. E n relación con los puntos de vista sostenidos por m í en un trabajo anterior (The Significance an Basic Postulates of Economic Theory), sigo manteniendo el criterio de contrastabilidad y falsabilidad en Economía. Sin embargo, aunque este trabajo puede ser considerado, en muchos aspectos, como un trabajo escép tico, su «naturalism o» optim ista me parece ahora difícilmente defendible para lo que se consideraba normal en 1938; es decir, la sugerencia de que las cien cias sociales pueden, y deben, desarrollarse sobre las mismas líneas que la Física y demás ciencias naturales... M e parece profundamente engañoso el insistir sobre ciertas similitudes generales existentes entre las ciencias naturales y las sociales (aunque tales similitudes ciertamente existen), y el afirmar que sus dife rencias son tan sólo «d e grado», sin dejar bien claro hasta qué punto esas diferencias son importantes en la práctica (Hutchison, 1977, pág. 151; véase también págs. 57, 59-60; y Hutchison, 1965, págs. vii-x).
El opéracionalismo En el mismo año en que Ayer popularizó el Positivismo Lógico en su Language, Truth and Logic, Percy Bridgman reformulaba el opéracionalismo metodológico en su obra The Nature of Phisycal Theory (La naturaleza de la Teoría Física) (1936). Un año después, Paul Samuelson empezó a escribir su tesis doctoral sobre Foundations of Economic Analysis (Fundamentos del Análisis Económico), que llevaba por subtítulo The Operational Significance of Economic Theory (La significación operacional de la Teoría Económica). La te sis fue finalmente publicada en 1948 e inmediatamente reconocida como un hito en Teoría Económica, no tanto a causa de su metodo logía como a causa de su demostración de que los supuestos norma les de maximización condicionada no son suficientes para derivar de ellos la mayor parte de las predicciones económicas: el método de es tática comparativa carecerá de contenido a menos que se especifique su correspondiente sistema dinámico, y que se demuestre que dicho
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sistema es estable: el llamado principio de correspondencia de Samuelson (Samuelson, 1948, págs. 262 y 284). Uno de los objetivos centrales de su libro, nos dice Samuelson, consiste en obtener «teoremas operacionalmente significativos» en Economía: «Por teorema significativo entiendo simplemente una hi-! pótesis sobre cuestiones empíricas que puede concebiblemente ser refutada, aunque sólo sea en condiciones ideales» (pág. 4; tambiérl páginas 84, 91-2, 172, 220-21 y 257). Resulta bastante irónico, sin embargo, que éste no es el operacionalismo tal como normalmente se entiende este término. La metodología del operacionalismo, taí como la establece Bridgman, se refiere fundamentalmente a la cons-* trucción de una serie de reglas de correspondencia que se supone conectan los conceptos de la teoría abstracta con operaciones de me dición física. La definición hace de teorema operacionalmente signi-í ficativo en Samuelson, es, en realidad, el falsacionismo popperiano expresado en el lenguaje del Círculo de Viena. Continúa Samuelson estableciendo su fundamental distinción en tre el razonamiento estático comparativo, que desde entonces ha dado, en denominarse cálculo cuantitativo, y el cálculo cualitativo. Pocas veces es posible en Economía especificar la magnitud de la variación de una o más de sus variables exógenas, pero hemos de insistir como requerimiento mínimo, arguye Samuelson, en que al menos sea posii ble determinar el signo algebraico de la variación: «La utilidad de nuestra teoría surge del hecho de que, por medio de nuestro análisis,' con frecuencia nos vemos capaces de determinar la naturaleza de las variaciones que experimentan nuestras incógnitas a consecuencia de determinadas variaciones de uno o más parámetros. De hecho, nues tra teoría carecería de sentido en el sentido operacional si no impli case algún tipo de restricción sobre las cantidades observables, que sirva de base para una posible refutación de aquélla» (pág. 7; tam bién págs. 19, 21, 24 y sig-., 257 y 350-51). De su aplicación del criterio del cálculo cualitativo a algunos de los pilares de la teoría recibida del pasado Samuelson concluye que el contenido empírico de la moderna teoría del consumidor es escaso (págs. 90, 92, 97-8, 117 y 172) y se manifiesta igualmente escéptico respecto de laá prin cipales proposiciones de la «nueva teoría del bienestar» que intenta formular hipótesis significativas sobre el bienestar sin recurrir a las comparaciones interindividuales (págs. 244 y 249). Machlup ha ridiculizado insistentemente la idea de un programa de investigación operacionalista en Economía. En una lectura poco caritativa (y probablemente poco justa también) de Bridgam, Mach lup interpreta el operacionalismo como el abandono de toda cons trucción mental en la elaboración de teorías, y a partir de esta inter
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pretación le resulta fácil demostrar que esto equivale a eliminar toda formulación matemática de las teorías. Si, por otro lado, aceptamos operaciones mentales como las funciones matemáticas, argumenta Machlup, la fuerza metodológica del operacionalismo queda en entre dicho; en efecto, las teorías que únicamente incluyesen conceptos operacionales mensurables en términos físicos no serían otra cosa que generalizaciones de bajo nivel referentes a regularidades empí ricas (Machlup, 1978, capítulo 6, especialmente las págs. 179-83). Esto resulta tan obvio que no valdría la pena mencionarlo si no fuese por el impacto emotivo que adquiere el adjetivo de la expresión «teoría operacional», adjetivo que, en cualquier caso, es empleado por Samuelson como sinónimo de «empírica». Machlup (1963, págs. 56-7) llega incluso a negar que el concepto de equilibrio merezca el cali ficativo de «operacional» — «el equilibrio es una herramienta del análisis teorético, y no un concepto operacional, y los intentos de obtener contrapartidas operacionales del mismo no se han visto co ronados por el éxito»— , consideración que parece olvidar la impor tancia del cálculo cualitativo. La idea de equilibrio no es, cierta mente, sino la predicción que las contrapartidas observables en el mundo real de las variables endógenas de los modelos económicos se mantendrán constantes en tanto en cuanto se mantengan constantes las contrapartidas en el mundo real de las variables exógenas del modelo (Finger, 1972). En resumen, una teoría operacional será sim plemente una teoría falsable. Sin mencionar el nombre de Samuelson, el propio Machlup parece implicar algo semejante cuando dice: N o es fácil saber qué es lo que realmente quieren decir con el término los economistas que utilizan la frase de «teoría operacional». N o encontramos en ellos ilustraciones ni ejemplos que aclaren dicho término . . . E s posible que los economistas, al abogar por una «teoría operacional», quisiesen decir . . . que las teorías deberían tener una relación suficiente con el mundo real, con los datos de la observación, y que esa relación sería «suficiente» si nos permitiese la verificación por comparación con la evidencia empírica (1963, pág. 66).
¡Exactamente! r Donald Gordon (1968) hace un esfuerzo más prometedor en cuan to a precisar el significado del operacionalismo en Economía. Empieza este autor de forma similar a como lo hace Bridgam, definiendo la proposición operacional como aquella que afirma o implica una ope ración que, en principio, podría realizarse, y cuyos resultados cons tituirán la contrastación de la proposición. Pero permite la «opera ción» de la introspección, además de las operaciones físicas de reco ger, compilar y computar (1968, págs. 48-9) — al igual que Bridgam admitía los experimentos mentales de lápiz-y-papel— , a consecuencia
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de lo cual su definición de opéracionalismo resulta casi imposible de distinguir de la definición popperiana de la falsabilidad. Aplica des pués Gordon el principio de correspondencia de Samuelson para reinterpretar la definición que este autor hace de teorema operacionalmente significativo, como sigue: si una relación funcional entre variables observables ha de tener significación operativa, debe de mostrarse que dicha función es dinámicamente estable; la prueba de la estabilidad de una función estará en la aplicabilidad a la mis ma del cálculo cualitativo, lo cual implica a su vez que la correspon diente cláusula ceteris paribus esté sujeta a restricciones definidas. Así pues, en la interpretación usual de las curvas de demanda, donde mantenemos constantes los gustos de los compradores, así como sus rentas y los precios de los demás bienes complementarios o sustitutivos del bien en cuestión, las rentas y precios dados son el cetera que restringe la curva de demanda a ciertas situaciones empíricamente observables, mientras que el supuesto de gustos dados es una hipótesis empírica en el sentido de que la curva de demanda no se desplazará, o se desplazará en pequeña medida, durante el período relevante. De ello se sigue que, en principio, no existe dis tinción válida entre el cálculo cuantitativo y el cualitativo. Si somos capaces de hacer predicciones cualitativas acerca de la demanda de un producto será porque su curva de demanda no se desplaza du rante el período de observación, en cuyo caso podremos predecir también su pendiente y elasticidad en términos- cuantitativos. Por otro lado, si no podemos hacer predicciones cualitativas sobre la demanda porque la curva de demanda experimenta desplazamientos, tampoco podremos hacer predicciones cualitativas acerca de las va riaciones de la demanda. En la práctica, sin embargo, la distinción entre el cálculo cuantitativo y el cualitativo resulta vital para la exi gencia de significación operativa, o mejor dicho, en mi opinión, para la exigencia de falsabilidad (Gordon, 1968, págs. 50-1). El principio importante que parece quedar establecido con esta discusión es el de que podremos inferir la existencia de algo semejante a una función de demanda bien definida y con inclinación negativa para la mantequilla, siempre que: 1) podamos predecir correctamente el signo algebraico de la variación que se producirá en la cantidad demandada de mantequilla ante una variación de precio, y 2) tenga mos buenas razones para suponer, con la ayuda del principio de correspondencia, que el mercado de la mantequilla es dinámicamente estable. En sus Fundamentos, Samuelson se basa con frecuencia en un empirismo casual a la hora de satisfacer la condición 2), dejando así a la condición 1) el papel fundamental en la obtención de teore mas operacionalmente significativos. Para ilustrar este punto, consi
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deremos la conocida argumentación con la que algunos profesores de primer curso de Economía «demuestran» la proposición de que la propensión marginal al consumo del modelo macroeconómico keynesiano debe ser menor que la unidad; en efecto, se dice, si fuese igual o mayor que la unidad el multiplicador keynesiano sería por defini ción infinito, en cuyo caso el modelo presentaría las características dinámicas de una situación de inestabilidad explosiva; pero en el mundo real no observamos tal inestabilidad explosiva y, por tanto, la propensión marginal al consumo ha de tener un valor menor que la unidad, c.q.d. En una réplica a Gordon en relación con este tipo de argumentación, Samuelson (1966, págs. 1769-70) se retracta un tanto de su anterior optimismo de los Fundamentos. El principio de corres pondencia, explica, será, en el mejor de los casos, un instrumento heurístico y «en los Fundamentos... di un salto delante como hom bre de la calle y empirista casual al afirmar que, en mi opinión, la hipótesis de estabilidad dinámica era una hipótesis “ realista” . Ya no estoy tan seguro de esto... nuestros sistemas teóricos son siempre representaciones idealizadas del mundo real, en las que se ignoran muchas variables presentes en él, y puede que sean precisamente esas variables que ignoramos las que lo mantienen estable». El cálculo cualitativo y el principio de correspondencia han sido posteriormente desarrollados y utilizados para la contrastación de las teorías económicas (ver, por ejemplo, Archibald, 1961, 1965; Lancaster, 1962 y 1966a), pero el insistir ahora sobre estas cuestiones sería adelantarnos a nuestra historia. Nos corresponde ahora prestar atención a la pieza central de la metodología económica de la pos guerra, el trabajo sobre cuestiones metodológicas que prácticamente todos los economistas de hoy han leído en algún momento de su carrera: mé refiero al «Ensayo sobre Metodología de la Economía Positiva» de Milton Friedman (1953). La tesis central de este trabajo afirma que los economistas no deberían preocuparse de adoptar su puestos «realistas», proposición que generó una tormentosa contro versia que tardó casi una década en desvanecerse24, y la argumenta 24 Tan famosa se ha hecho la tesis de Friedman, que se ha convertido in cluso en tema central de chistes muy conocidos. O ’Brien (1974, pág. 3) dice que los estudiantes de la Universidad de Belfast le contaron el siguiente chiste (yo oí la misma historia en una reunión de economistas en Bangkok, cuatro años antes): «U n economista, un ingeniero y un químico se encuentran juntos en una isla desierta y disponen de una gran lata de jamón de York, pero no de abrelatas. Después de varios infructuosos ejercicios de ciencia aplicada por parte del ingeniero y del químico que intentaban abrir la lata, ambos se volvieron irritados hacia el economista, que les había estado observando todo el tiempo con una sonrisa de superioridad en los labios. “ ¿Q ué haría usted ?” , le pregun taron, a lo que el economista contestó tranquilamente: “ Supongamos que tene mos un abrelatas.” »
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ción de Friedman es tan sutil que aún hoy es difícil encontrar dos economistas que estén de acuerdo sobre qué es exactamente lo que dijo Friedman. Esto ocurre, en parte, porque el ensayo mantiene dos tesis diferentes, que son presentadas la una como corolario de la otra, aunque en realidad poco tienen que ver entre sí. La tesis de la irrelevancia-de-los-supuestos Inicia Friedman su ensayo con la vieja distinción de Senior-KeynesCairnes entre Economía positiva y normativa, continúa afirmando la unidad metodológica esencial de todas las ciencias físicas y sociales, incluyendo las partes positivas de la economía, y prosigue con una exposición de las características de esa metodología unitaria (a pesar del tono popperiano del pasaje, no hace referencia explícita a Popper ni a ningún otro filósofo de la ciencia): Consideradas como un cuerpo de hipótesis sustantivas, las teorías han de ser juzgadas por su poder predictivo respecto del tipo de fenómenos que inten tan «explicar». Sólo la evidencia fáctica puede demostrar si aquéllas son «correc tas» o «falsas», o mejor aún, si deben ser provisionalmente «aceptadas» como válidas o «rechazadas». Como explicaré con más detalle más adelante, la única prueba relevante de la validez de una hipótesis (nótese que dice «la única») es la comparación de sus predicciones con la experiencia. L a hipótesis será rechazada si la experiencia las contradice («frecuentem ente», o con mayor fre cuencia que las predicciones de otras hipótesis alternativas); y será aceptada si sus predicciones no quedan contradichas; si una teoría ha sobrevivido a una gran cantidad de oportunidades de ser contradicha, tendremos una gran con fianza en ella. L a evidencia fáctica nunca puede «p rob ar» una hipótesis; sólo puede no-desaprobarla, que es lo que generalmente queremos decir cuando deci mos, de forma algo inexacta, que una hipótesis ha sido «confirm ada» por la experiencia [Friedm an, 1953, págs. 8-9].
Rápidamente, pasa Friedman a exponer su principal blanco de ataques, la idea de que la conformidad de los supuestos de una teoría con la realidad proporciona un medio de contrastación de la misma adicional y diferente al de la contrastación de sus predicciones. Esta extendida idea, escribe, «es fundamentalmente errónea y generadora de graves inconvenientes» (pág. 14). No sólo es innecesario que los supuestos sean realistas, sino que el que no lo sean es una positiva ventaja: «para tener importancia... una hipótesis debe ser descripti vamente falsa en sus supuestos» (pág. 14). Esta rimbombante exa geración es lo que Samuelson ha denominado «la versión extrema de la característica-F».
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No está en absoluto claro, como muchos comentaristas han seña lado (Rotwein, 1959, págs. 564-65; Melitz, 1965, págs. 40-1; Nagel, 1961, pags. 42-4 y 1968), lo que se entiende por «realismo» de los supuestos. A veces se dice que los supuestos de una teoría económica son «poco realistas», en el sentido de que son abstractos. Como he mos visto, este es sin duda uno de los sentidos que le da Friedman: los supuestos «realistas» serán descriptivamente exactos en el sen tido de que tienen en cuenta todas las variables relevantes al caso y rehúsan dejar ninguna fuera. Friedman, por supuesto, no encuentra dificultad alguna en demostrar que absolutamente todas las teorías que no sean una réplica exacta de la realidad, idealizan el compor tamiento de los agentes económicos y simplifican las condiciones iniciales supuestas, siendo, por consiguiente, descriptivamente inexac tas. Tampoco encuentra dificultades en demostrar que, si la simpli cidad es un criterio deseable para evaluar las teorías, toda buena teoría habra de incurrir necesariamente en idealizaciones y simpli ficaciones. Pero los supuestos de las teorías de las ciencias sociales, como la Economía, pueden calificarse de «realistas» en otro sentido, es decir, en el sentido de si adscriben a los agentes económicos motivaciones que nosotros, como seres humanos, encontramos comprensibles. La doctrina del Verstehen nos dice que esto es un desiderátum de la teorización en ciencias sociales. Friedman, en la última parte de su ensayo, se basa en esta interpretación de la frase «realismo de los supuestos» y la rechaza tan categóricamente como rechaza la inter pretación de la exactitud descriptiva: el que los empresarios testifi quen que persiguen la maximización de sus beneficios, o incluso el que reconozcan o no el sentido de la cuestión que se les plantea, no supone contraprestación alguna del «realismo» de lo que él deno mina «la hipótesis de la maximización del rendimiento», ya que un proceso darwiniano de rivalidad competitiva garantiza que sólo aque llos que los maximizan lograrán sobrevivir. Bajo una amplia gama de circunstancias, escribe, «los individuos se comportan como-si estuviesen persiguiendo racionalmente la maximización de sus rendi mientos esperados... y tuviesen pleno conocimiento de los datos ne cesarios para lograr su intento» (pág. 21). Podemos ahora releer la frase de Friedman: «para ser importante... una hipótesis debe ser descriptivamente falsa en sus supuestos», en el sentido de que las hipótesis han de imputar a los agentes económicos motivaciones del tipo como-si, que éstos no pueden mantener de forma consciente (sería como suponer que los jugadores de billar calculan el ángulo y aceleración de las bolas cada vez que consiguen meter una en el agujero); lo que importa es si una teoría basada en motivaciones del
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tipo como-si tiene, de hecho, capacidad predictiva. Se trata del re chazo más categórico imaginable de la doctrina del Verstehen, y equivale a una metodología del instrumentalismo: las teorías son únicamente instrumentos para hacer predicciones o, aun mejor, ma pas de inferencia que justifican las predicciones que hacemos (Coddington, 1972, págs. 12-13). Así pues, la formulación de tipo como-si de las hipótesis económicas no sólo rehúsa ofrecer mecanismo causal alguno que relacione el comportamiento de las empresas con la maximización de los beneficios, sino que excluye explícitamente la posi bilidad de una explicación de este tipo. Pero existe un tercer sentido en el que podemos sostener que los supuestos de las teorías son «poco realistas», y es quizás esta interpretación la que tienen in mente la mayoría de los críticos de Friedman. Me refiero al caso en que se cree que los supuestos son, o bien falsos, o altamente improbables, a la luz de la evidencia di rectamente observada sobre el comportamiento economico (por ejem plo, cuando se observa que las empresas practican una regla empírica fija para determinar los precios de sus productos, independientemente de las circunstancias económicas). Sin embargo, aun manteniendo su • rechazo de la necesidad de contrastar directamente los supuestos, Friedman admite el «Uso de los Supuestos como Contrastacion indi recta de una Teoría», por citar el título de una parte importante de su ensayo que generalmente se olvida (págs. 26-30). Es decir, los j supuestos de una teoría considerada como falsa con base a un empi- j rismo casual, pueden figurar como implicaciones de otra teoría más amplia, cuyas implicaciones pueden ser contrastadas, o lo han sido j ya, en cuyo caso puede demostrarse que dichos supuestos son falsos | en un determinado contexto, pero no en otros posibles. j Esto nos enfrenta con la importante cuestión de cuál es el papel I de los supuestos en la construcción de las teorías: este papel consis tirá, entre otras cosas, en especificar el campo de aplicación de dicha teoría. Como Friedman observa con razón: «el uso enteramente vá lido de los “ supuestos” para especificar las circunstancias en las que una teoría se mantiene, se interpreta con frecuencia erróneamente en el sentido de que los supuestos pueden utilizarse para determinar las circunstancias en las que una teoría sena aplicable» (pág. 19). En otras palabras, no deberíamos examinar los supuestos de la teoría de la competencia perfecta para ver si ésta es aplicable a la indus tria de los cigarrillos, porque si la teoría está correctamente formu lada la especificación de las circunstancias bajo las cuales es aplicable constituirá un componente esencial de la misma; sabemos ya de ante mano que la teoría de la competencia perfecta no es aplicable a la industria, altamente concentrada, de la fabricación de cigarrillos. Una
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vez que eliminamos cualquier referencia al campo de aplicación de una teoría, ésta se hace incontrastable, ya que cualquier refutación puede ser rechazada sobre la base de que la aplicación hecha no fue correcta. Pero, habiendo introducido esta importante clarificación metodológica, Friedman pierde inmediatamente la razón que tenía al admitir que la teoría de la competencia perfecta es aplicable a cualquier empresa, dependiendo de las circunstancias: «No existe inconsistencia alguna en considerar a la misma empresa como un competidor perfecto para unos problemas y como un monopolio para otros» (pág. 36; véase también pág. 42). Es decir, que Friedman se vuelve de nuevo a la interpretación instrumentalista extrema de las teorías económicas25. Despues de hacer la distinción de los tres sentidos en los que los supuestos pueden ser considerados como realistas o irrealistas, hay que añadir que Friedman agrava considerablemente el problema de concreción de su significado, escribiendo todo el tiempo a lo largo de su ensayo la palabra «supuestos» entre comillas, sin la menor consideración hacia el diferente estatus lógico de los distintos tipos de supuestos. Ni siquiera distingue explícitamente entre condiciones iniciales, hipótesis auxiliares y condiciones limitativas. Como ha se ñalado Archibald (1959a, págs. 64-5), los supuestos en Economía pueden referirse a: 1) proposiciones sobre las motivaciones, como las de maximización de la utilidad o los beneficios; 2) proposiciones sobre el comportamiento real de los agentes económicos; 3) propo siciones sobre la existencia y estabilidad de ciertas relaciones fun cionales; 4) restricciones sobre el conjunto de variables a tener en cuenta; y 5) condiciones bajo las cuales se supone que la teoría es ablem,e nte estaremos todos de acuerdo con Archibald (1963, pági| ñas 69-70) cuando argumenta: «Supongam os que podemos predecir con éxito alguna parte del comportamiento de una unidad económica, utilizando la teo ría A , y otra parte del mismo utilizando la teoría B ; y que allí donde A acierta j s.e e<3ulv°c a , y viceversa. Una forma de interpretar esta situación consiste en decir que disponemos de diferentes teorías para diferentes problemas, mientras que otra torma de interpretarla consistiría en considerar que tanto A como B están refutadas. ¿Cóm o procederem os? M i opinión es que tanto las predicciones ° e A como las de B forman parte de nuestro fondo de conocimientos utues, disponibles para fines que yo llamo ingenieriles, pero que tanto A como O, en cuanto que hipótesis científicas, están refutadas. Podríamos entonces in tentar la construcción de una teoría más general, que incorpore a A y a B y una parte de dicha teoría consistiría en la especificación de las circunstancias bajo las cuales se mantendría cada subteoría. Tal teoría nueva sería susceptible de refutación, puesto que dicha especificación puede ser errónea. En el caso de la mezcla monopolio-competencia, mi alegato es precisamente que se trata de una mezcla ad boc y no de una teoría más general que incluya la correspondiente pecincacion, con lo que dicha teoría no es susceptible de refutación.
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aplicable. La cuestión del realismo de los supuestos se plantea clara «que, aunque tienen significación empírica, no requieren contrastación mente de forma muy distinta para cada uno de estos cinco tipos de empírica independiente» (pág. 147). Y no es sólo que estas con tes supuestos. taciones directas, independientes, sean «gratuitas», añade Machlup, Igualmente, Melitz (1965, pág. 42) distingue entre supuestos sino que incluso son «engañosas», ya que «el supuesto fundamental «auxiliares», que se usan en conjunción con una hipótesis teórica, (de maximización) debe entenderse como una idealización que utiliza con objeto de deducir sus consecuencias lógicas, y supuestos «gene elementos tan alejados de los conceptos operacionales que su refu rativos», que sirven para deducir la propia hipótesis. A pesar del tación testimonial ha de quedar excluida» (pág. 147). Esto no signi hecho de que cada supuesto puede servir en cualquiera de estos dos fica que sea inviolable, nos asegura Machlup, porque puede ser re aspectos, dependiendo de la predicción concreta que estemos^ consi chazado junto con el sistema teórico del que forma parte, si existe derando, algunos de los supuestos más utilizados en Economía fun otro sistema satisfactorio disponible. cionan normalmente en uno de los papeles más que en el otro; en t En resumen, Machlup adopta el punto de vista de que una teoría efecto, la cláusula ceteris paribus es un supuesto auxiliar típico,; nunca quedará completamente desacreditada, incluso en contextos mientras que la maximización de beneficios es típicamente un su-: en los que se sabe que sus supuestos fundamentales son falsos, a puesto generativo. Aunque el «realismo» puede ser relevante para menos que exista la posibilidad, o la oferta de hecho, de una nueva ambos tipos de supuestos, las discrepancias que puedan existir entre teoría que la mejore. Admite que el supuesto de maximización con los supuestos auxiliares y la realidad serán más serias para la con sistente de la utilidad y los beneficios es contrario a los hechos en trastación de una teoría que la falta de «realismo» de los supuestos lo que se refiere a algunos consumidores y algunos empresarios (pá generativos, ya que estos últimos son normalmente susceptibles de gina 498), pero el problema, tal como él lo ve, consiste en que no diversas interpretaciones alternativas. Baste dejar claro aquí que toda podemos saber cual es la significación de las desviaciones de la con la tesis de la irrelevancia de los supuestos se ha visto desde el prin ducta maximizadora, excepto en el contexto de predicciones especí cipio contaminada por el uso indiscriminado del término supuestos.. ficas. Por tanto, deberíamos «aceptar el supuesto de conducta maxiMachlup, acudiendo en ayuda de Friedman, distingue toda una! mizadora como un postulado heurístico, y tener siempre en cuenta clase de supuestos, postulados o hipótesis fundamentales: los «prin-í que las deducciones que hagamos sobre esta base pueden a veces cipios heurísticos» (porque sirven de útil guía en el análisis), «postu alejarse bastante de los datos observados. En otras palabras, podemos lados básicos» (porque por el momento no han sido contestados), las* contrastar empíricamente si los resultados generados por la acción «ficciones útiles» (porque no necesitan adecuarse a «los hechos», sino de la gente se encuentran la mayor parte del tiempo razonablemente que son útiles solamente en razonamientos del tipo como-si), «reglas; cerca de lo que sena de esperar en el caso en que la gente se com de procedimiento» (porque son resoluciones acerca de los procedimien-, portase siempre como irrealísticamente se supone que lo hace» (pá tos analíticos a seguir), «supuestos definitorios» (porque son consigina 498) Esto divide el terreno metodológico, según Machlup, derados como convenciones puramente analíticas) (Machlup, 1978, entre los aprioristas radicales, como Mises, Knight y Robbins en un página 145). En cualquier teoría, estos tipos de supuestos funda extremo y los ultraempiristas como Hutchison en el otro, y con mentales vienen acompañados de lo que este autor denomina «con diciones supuestas», es decir, condiciones iniciales específicas, como ^ Igualmente, Bear y Orr (1967, pág. 195), sin apoyar totalmente la tesis de irreievancia-de-Ios-supuestos, argumentan que éstos resultan difíciles de con el tipo de caso, el tipo de ambiente y el tipo de economía a la que trastar en fcconomia y que, por consiguiente, podemos legítimamente considerar la teoría ha de aplicarse y de las que se obtendrán unos resultados , en un enfoque de segunda mejor alternativa (de second best), que los supuestos para la contrastación (págs. 148-50). Machlup está de acuerdo en que no contradicen abiertamente ninguna observación son correctos, y proceder que, para verificar una teoría (siempre habla de verificación y no de en consecuencia a contrastar directamente las predicciones. «Categóricamente falsación), las «condiciones supuestas» deben corresponderse con afirmamos», dicen estos autores, «que es erróneo rechazar las predicciones del de competencia perfecta sobre la base de que no se cumple alguna situaciones observables, pero excluye de tal escrutinio todos los su-£ modelo de las cuatro o cinco condiciones intermedias racionalizadas que los libros de puestos fundamentales. El supuesto de que los consumidores sonl texto senalan como definitorias de la competencia perfecta. Tal rechazo sería capaces de ordenar sus preferencias en una escala consistente y elijl Mi error, a causa de las dificultades con que nos encontramos a la hora de esta de que los empresarios prefieren un beneficio mayor a uno menor blecer con qué amplitud o con qué significación varía cada situación real res del ideal de competencia perfecta, o a la hora de establecer incluso cuál en condiciones de riesgo igual, son ambos supuestos fundamentales pecto puede ser el ideal de competencia perfecta».
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Zeuthen, Samuelson, Lange, Friedman, y posiblemente él mismo ocupando el terreno intermedio comprendido entre estos dos extremos; dice Machlup respecto de estos últimos: «Ninguno de ellos sostiene que no existe experiencia alguna que pudiese hacerle aban donar su teoría, y ninguno de ellos desea que sus supuestos fundamentales sean contrastados empíricamente de forma independiente de la contrastación de las proposiciones con las que vienen combina dos cuando se aplica la teoría» (pág. 495). El villano de la trama es, por tanto, el que insiste en la veri ficación directa de los supuestos fundamentales como prueba critica de la validez de una teoría, considerando tal verificación como cues tión previa a, o independiente de, la contrastación de las predicciones de la misma. Pero, ¿existió alguna vez tal villano? Lo que los críti cos de Friedman han argumentado es: 1) que las predicciones fiables no son la única prueba relevante a la hora de evaluar la validez de una teoría y que si lo fuese, sería imposible distinguir entre las corre laciones genuinas y las espúreas; 2) que la evidencia directa respecto de los supuestos no es necesariamente más difícil de obtener que los datos referentes al comportamiento de los mercados que son nece sarios para contrastar las predicciones, o mejor, que los resultados que obtenemos al examinar los supuestos no son más ambiguos que los que se obtienen al contrastar las predicciones; 3) que los intentos de contrastar los supuestos pueden proporcionarnos importantes in tuiciones que serán de ayuda a la hora de interpretar los resultados de las contrastaciones de las predicciones; 4) que si a lo único que podemos aspirar es a la contrastación de las implicaciones de teo rías basadas en supuestos que claramente se contradicen con los he chos, deberíamos exigir contrastaciones realmente severas de dichas teorías 27. Para subrayar los puntos 2) y 3), dediquemos un momento a exa minar lo que entendemos por «contrastar los supuestos». Podemos estar de acuerdo en que cualquier intento de interrogar a los empre sarios acerca de si realmente intentan maximizar sus beneficios, o ac erca de si realmente igualan su ingreso marginal a su coste mar ginal, o de si descuentan los ingresos esperados de un determinado 27*Véase Koopm ans, 1957, pág. 140; Archibald, 1959a, págs. 61-9; Rotwein, 1959, pág. 556, y 1973, págs. 373-4; W inter, 1962, pág. 233; C y e r t y Grun!>rm 1963 págs. 302-08; Melitz, 1965, pág. 39; D e Alessi, 1965; Klappholz y t í ; 1967? Págs. 29-33; Rivett, 1970, pág. 137; McClelland, 1975, págiiiiin 136-39; Coddington, 1967a; Rosenberg, 1976, págs. 155-70; N aughton 1978, rn defensa de las tesis de Friedman, véase M a c h lu p , 1978, pag. 153n; Pope y Pope 1972a y 1972b. Como resumen de algunas de las críticas hechas a inednmn, véase Boland (1979), que no concede, sin embargo, crédito suficiente a dichas críticas.
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proyecto de inversión para compararlo con el coste del mismo, es tara destinado a generar respuestas ambiguas, cuya interpretación exigirá normalmente que demos respuesta previa a la cuestión misma que se investiga. Pero es posible investigar sobre otras líneas, y en vez de preguntar: «¿Cuáles son los objetivos de la empresa?», pode mos preguntar: «¿Cóm o se toman de hecho dichas decisiones y cómo se resuelven los conflictos que puedan aparecer dentro de la empresa respecto de las decisiones estratégicas referentes a la producción y la inversión?» La teoría tradicional de la empresa considera a ésta como una «caja negra» y no explica sus mecanismos internos de toma de decisiones. Una investigación que trate de arrojar luz sobre esta «caja negra» servirá sin duda para iluminar los intentos de contrastacion de las predicciones de la teoría de la caja-negra del compor tamiento de las empresas, y en cualquier caso, en ausencia de tal investigación, será casi tan difícil contrastar las predicciones como los supuestos. Sorprendentemente, Friedman admite este argumento: el pregun tar a los empresarios qué es lo que hacen y por qué lo hacen, señala en un momento de su ensayo, es «casi totalmente inútil como medio de contrastar la validez de las hipótesis económicas», aunque puede resultar útil para «sugerir el camino a seguir en los intentos de expli cación de las discrepancias observadas entre las predicciones de la teoría y los hechos» (Friedman, 1953, pág. 31n). Así pues, parece que después de todo la contrastación de los supuestos motivacionales puede tener un papel limitado que jugar en la validación de las teo rías, que es el punto 1), y además puede resultar útil para la inter pretación de los resultados de las contrastaciones de las predicciones, punto 3), y de aquí podemos inferir también el punto 2). En reali dad, releyendo a Friedman, nos sorprende el hecho de que éste tiene mucho cuidado en no decir nunca que el realismo de los supuestos sea trrelevante sin que el calificativo vaya acompa ñado del adverbio en gran medida. En otras palabras, Friedman evita las dos versiones extremas de la tesis de irrelevancia-de-los-supuestos, o de lo que Sa muelson ha bautizado como la característica-F.
,& característica-F El debate que ha surgido en torno al ensayo de Friedman se vio considerablemente embrollado por el intento de Samuelson de redu cir la argumentación de Friedman a la «versión básica de la caracteristica-F»,^ intento durante el cual abandonó su anterior defensa del «operacionalismo» y optó por la metodología del «descriptivis-
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mo», con lo que dejó a la mayor parte de los participantes en lí | polémica con la sensación de que si la metodología de Friedman era ] criticable, la nueva metodología de Samuelson era aun peor. Según Samuelson, la característica-F aparece en dos versiones, una versión básica, que afirma que la falta de realismo de los supues tos de una teoría es irrelevante para la validez de aquella, y u a versión extrema que adscribe un mérito positivo a los supuestos poco realistas sobre la base de que una teoría que sea significativa tratará siempre de explicar realidades complejas por medio de algo más simple que la realidad misma. Ignorando la versión extrema, Samuelson concentra su ataque sobre la caracteristica-F basica: . es fundamentalmente errónea, al pensar que el irrealismo, en el sentido de inexactitud fáctica, incluso en grados tolerables de aproximación, pueda consi derarse de otro modo que como un demérito de la teoría o hipótesis en cuestión ^ ^ f e f contenido ^empírico correcto de una teoría constituye su valor, mientras que su falsedad constituye su debilidad. Considero que la idea de que una teoría es mejor cuanto mayores sean sus debilidades constituye una monstruosa perversión de las ideas científicas; y nótese que en las afortunadas ciencias exactas a nadie se le ocurre pretender tal cosa [1972, pag. 7 6 1 J.
Pero admitiendo que deberíamos preocuparnos por la inexactitud fáctica de nuestros supuestos, la verdadera cuestión es si deberíamos también descartar una teoría sólo porque se sabe que s u s supuestos son poco realistas, y en esta cuestión, sin embargo Samuelson no se pronuncia. Cuando recordamos que, incluso, Friedman afirmó sola mente que el irrealismo de los supuestos es «en g r a n medida»^ «re levante para evaluar la validez de una teoría, y si añadimos el hecho de que muchos de los supuestos motivacionales de las teorías econó micas incluyen variables que son directamente m obKtvabks con cluiremos que la vehemente condenación de la característica-F que Samuelson nos proporciona no nos enseña gran cosa. ^ Samuelson llega hasta proporcionarnos una demostración lógica del error contenido en la característica-F (1966, pags. 1775-76), pero dicha demostración presupone una teoría «euclidiana» perfectamente axiomatizada, con una estructura deductiva completa que nos ase gure que los supuestos, proposiciones teoréticas y consecuencias d los mismos, se implican todos ellos mutuamente unos a otros. Pero, de hecho, la mayor parte de las teorías económicas carecen de tal axiomatización completa, y no poseen una estructura lógica simple, y es por esto precisamente por lo que puede tener algún sentido distinguir entre los supuestos de las teorías y s u s implicaciones (véase De Alessi, 1971, págs. 868-69; Machlup, 1978, pag. 481; Pope y
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Pope 1972b, pág. 236; Wong, 1973, pág. 321). Además, incluso una teona completamente axiomatizada, que será en principio des componible en sus supuestos, no podrá ser empíricamente contras tada a menos que venga acompañada de unas condiciones iniciales y de unos supuestos auxiliares, más o menos «realistas», que propor cionen aproximaciones mensurables para las variables que aparecen en la teoría. Así pues, la demostración de Samuelson de la falac a de h¡o jM cttn .n c.-F parece referir» únicamente al papel formal de las r r ° “ “ truniento analítico con el que organizar nuestras ideas sobre el mundo, y no al papel sustantivo de las teorías como «expliAfcCW1-lld- 1975> P ^ s- “ ÍM1; Rosende FHeivTn113 °P*n* ° n’ eslabón más débil de la argumentación de Friedman es su compromiso con la metodología del instrumentaqUC Una VCZ qU? k s teorías son consideradas meramente como instrumentos generadores de predicciones, la tesis de irrelevan? * d e r , BUpU^ ° S T uIta inatacable- «La única contrastación relea j e ,una hlPótesls», nos dice Friedman, «es la comparación de sus predicciones con la experiencia». Pero tal com paración puede mostrar que una teoría determinada predice extrema damente bien, aunque no proporcione explicación alguna en función de un mecanismo causal que explique la predicción obtenida. La ciencia puede responderse, debería pretender algo más que la simple obtención de predicciones fiables. Pero en vez de cuestionar el re curso implícito de Friedman a la tesis de simetría, el propio Samuel son mvoca dicha tesis al optar por la metodología del descriptivismo: Una encuesta G allup m ostraría que existe al parecer una extendida tendenC1® * , artar f 1! terca ‘n sistenda en el concepto de «teoría» como una des cripción (estratégicamente simplificada) de regularidades observables y refutaes . . . una descripción (formalizada o no en ecuaciones) que funcione bien a la hora de describir una amplia gama de realidades observables, es toda la «explicación» que podremos obtener (o que podemos necesitar o desear) en este mundo . . .U n a explicación, como las legítimamente usadas en la ciencia, es un tipo mejor de descripción, y no es algo que en último término va más allá de a descripción [Sam uelson, 1 9 7 2 , págs. 7 6 5 - 6 6 ; también 1966, pág. 1 7 7 8 ] ,
Aparte del hecho de que la metodología del descriptivismo está úgo pasada de moda (Nagel 1961, págs. 118-29), nos preguntamos cuál es el objetivo de esta denodada insistencia en que la respuesta a la pregunta de «¿P or qué?» es siempre la respuesta a la pregunta e «¿Como. ». En último término, Samuelson se muestra casi tan defensivo respecto de la Economía como Friedman. No es de extrañar que la mayoría de los comentaristas hayan
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concluido que en la disputa entre Samuelson y Friedman no hay cuestiones metodológicas fundamentales en juego, ya que e instrumentalismo es insostenible porque la tesis de simetría es ialsa> y ® descriptivismo, aun siendo perfectamente defendible, es una meto dología excesivamente modesta, que parece más bien un instrumen, talismo para pobres (Boland, 1970; Wong, 1973). Además se ha acusado a ambos autores de no practicar lo que predican. Machlup (1978 págs. 482-83) se refiere al teorema de la equiparación inter nacional de los precios de los factores de Samuelson (ver capitulo 11) para demostrar que este autor es tan responsable de la caracteristica-F como pueda serlo Friedman, en el sentido de que también él parece inferir consecuencias significativas referentes al mundo real, a partir de supuestos cuya no-correspondencia con los hechos está ampliamente reconocida. Y Archibald (1961, 1963) ha argumentado convincentemente que el ataque de Friedman y Stigler contra la teo ría de la competencia monopolística de Chamberlain se basa en cues tiones de consistencia, simplicidad, relevancia, etc., y no en su taita de capacidad predictiva, es decir, que dicho ataque se dirige contra los supuestos de la teoría, en vez de contra sus predicciones. Pero dejando aparte estos puntos polémicos, lo sorprendente es que tanto Friedman como Machlup y Samuelson adoptan, cada uno a su ma nera lo que anteriormente hemos denominado una metodología de fensiva, cuyo principal objetivo parece consistir e n proteger a la Eco nomía de las crecientes críticas dirigidas contra el irrealismo de sus supuestos, por un lado, y contra las estridentes v i g e n c i a s de predic ciones severamente contrastadas, por otro (Koopmans, 1957, p g ñas 141-42; Latsis, 1976, pág. 10). Nos hemos ocupado ya de la pri mera parte de dicha defensa, pero no hemos dicho todavía nada de la segunda parte. El mecanismo darwiniano de supervivencia Machlup al tiempo que subraya la importancia de la investiga» E c o S m í., se — siempre dispuesto a s u t a g también lo poco concluyentes que son las contrastaciones de las h p tesis económicas. Hemos señalado ya que este autor prefiere e lenguaje del verificacionismo al del falsacionismo aunque es perfecta mente consciente de la argumentación poppenana en el sentido de que las teorías verificadas son simplemente aquellas que hasta el. m mentó se han resistido a la falsación: «L a contrastación de una hipó tesis empírica conduce, o bien a su desconfirmación, o bien a sü no-desconfirmación, pero nunca a su confirmación definitiva» (Mach-
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lup, 1978, pág 140). Con la ayuda de esta clarificación terminológica podemos considerar ahora su escepticismo respecto de las contrastaclones empíricas en un campo como el de la Economía: , J \ l0Sr ° S Cn qJU e la S Predicciones del economista son condicionales, es ” ¿ r “ S e,n condiciones específicas, pero en los que no es posible comS n o r £ T t0 f t0, S co1n diciones especificadas, la teoría subya cente no quedará desconfirmada sea cual sea el resultado de la observación Ni tampoco es posible desconfirmar una teoría cuando las predicciones tienen la forma de una cierta probabilidad menor del 100 por 100, ya que si se predice un acontecimiento con probabilidad, digamos, del 70 por 100, cualquier tipo de
¿1° que°bten8amos de su
Tan contrastación será consistente con la predicción k n r n ííh ir /1 ^ Se produ’ ese “ iles veces, podríamos verificar k probabilidad postulada por medio de la frecuencia de «éxitos» y «fracasos» Íté n ab ^ fd n n -Í°S “ tentOS dc verificar nuestras teo ^ s económicas estén abocados a la frustración, pero sí significa que la mayor parte de nuestras M b r o b te n e r'm n * * * * ? * * más 3 ^ « a c i o n e s que al tipo de verificación que Z L r a expenm entos controlados repetibles o con situaciones perfec‘“ ennC° nOCldaS / recurrentes. Y esto significa también que nuestras con testacion es no serán lo suficientemente convincentes como para generar una S c S Í nefC£Sana’ y , ell° aUn m m á o la may ° ría de Ias Personas razonables a p lic a d a s estuviesen dispuestas a aceptarlas como concluyentes y a considerar [p á g T n ^ C55r]eSPO
ntC C° m° n^ eSC° nfirmada>
decir, a darle su visto bueno
Este párrafo puede leerse como una crítica perfectamente válida del «falsacionismo ingenuo», que reformula la tesis de irrefutabilidad de Durhem, pero puede leerse también como una defensa del uso del «falsacionismo sofisticado», ya que es precisamente porque las con testaciones de las teorías económicas «están más cerca de ser ilus traciones que verdaderas verificaciones» por lo que necesitamos tantas ta! I T T 8 C° m° SCa p0 e' Pero esto implica que los economis tas deberían concentrar sus recursos intelectuales en la tarea de ge nerar predicciones falsables bien especificadas, es decir, que deberían asignar una prioridad menor a criterios como los de simplicidad, elegancia y generalidad, y una prioridad mayor a los criterios de ca pacidad predictiva y utilidad empírica. Pero resulta claro, según el tono general de la argumentación de Machlup, que este autor ordena sus prioridades precisamente al revés (ver Melitz, 1965, págs 52-60Rotwein, 1973, págs. 368-72). A lo largo de su dilatada carrera, en la que se ha ocupado repetidamente de los problemas metodológicos en Economía, Machlup ha mostrado siempre un singular ingenio para descartar todas las contrastaciones de las teorías económicas que los críticos han realizado, pero nunca nos ha dicho qué tipo de eviden cia, caso de materializarse, estaría dispuesto a considerar como una
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refutación de, digamos, la teoría neo-clásica del comportamiento em presarial, o la teoría de la productividad marginal de la demanda de factores (por ejemplo, Machlup, 1963, págs. 190 y 207). N ° tiene sentido el recomendar los trabajos empíricos, como ciertamente Mach lup hace, si éstos nunca afectan realmente a las creencias que uno m a n t i e n e , . * La actitud de Friedman hacia la contrastación empírica es algo diferente de la Machlup; en efecto, aunque está de acuerdo en que «no existe certeza en la ciencia, y la evidencia en favor o en contra de las hipótesis nunca puede quedar establecida de forma totalmente “ objetiva” » (Friedman, 1953, pág. 30), está convencido de que el programa neoclásico de investigación ha sido frecuentemente some tido a contrastación y de que, además, ha superado con éxito la ma yor parte de las pruebas a las que ha sido sometido. En primer lu gar, argumenta, hemos visto que la competencia supone un proceso darviniano que genera exactamente los mismos resultados que se seguirían si todos los consumidores maximizasen su utilidad y todas las empresas maximizasen sus beneficios, a consecuencia de lo cual el modelo neoclásico predice correctamente aun cuando sus supuestos puedan ser contratios a los hechos. (La exposición clasica de este argumento es la de Almen Alchian, y la denominaremos, por tanto, la tesis Alchian.) Más aún: Disponem os de un cuerpo de evidencia aún más importante para la hipótesi, de la maximización de rendimientos en las incontables aplicaciones de dich. hicótesis a problemas específicos y en la repetida falta de desconfirmación de sus implicaciones. E sta evidencia es extremadamente difícil de documentar, ya que está repartida entre numerosos memorándums, artículos y monografías que principalmente se ocupan de problemas específicos muy concretos eni W dé ocuparse de someter la hipótesis a contrastación Sin embargo, e “ ntinuado uso y aceptación de dicha hipótesis durante un largo periodo y los repetidos fracasos en que han terminado los intentos de formulación de alternativas cohe rentes e internamente consistentes que gocen de g e n e r a l aceptación, constituy un poderoso testimonio indirecto de su valor [págs. 22-3J .
Es éste sin duda el pasaje más frustrante de todo el ensayo de Friedman, ya que no aporta un solo ejemplo de esas «incontables aplicaciones». Ciertamente, cuando el precio de las fresas sube du rante un verano especialmente seco, cuando la crisis del petróleo viene acompañada de una fuerte subida del precio de este producto, 28 Machlup (1978, pág. 46) se ha descrito recientemente a sí mismo como «un convencionalista, en el sentido de alguien que acepta como significativa y útiles proposiciones básicas que no afirman nada, sino que son convenciones [resoluciones, postulados) referentes a los procedimientos analíticos a seguir».
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cuando los precios y las cotizaciones de Bolsa se derrumban ante la amenaza de adopcion de una política monetaria más estricta, podemos sentirnos confortados porque de nuevo la realidad no ha desautori zado las implicaciones de la hipótesis de la maximización de rendi mientos. Sin embargo, dada la multiplicidad de hipótesis que podrían explicar dichos fenómenos, nunca podemos estar seguros de que la falta de refutaciones de la misma no sea un signo de la reluctancia de los economistas a desarrollar y contrastar hipótesis heterodoxas. Resultaría mas convincente que se nos dijese qué acontecimientos economicos quedan excluidos por la hipótesis de maximización o me jor aun que acontecimientos serían los que, de ocurrir, nos obligarían a abandonar tal hipótesis Como Archibald ha señalado con razón L u ’ Pf-g ' • ’ d verdadero objetivo del pasaje sobre las «incon tables aplicaciones» consiste en «estimular la complacencia y desani mar esas revisiones escépticas de lo que se supone obvio, que son el prerreqmsito del progreso». Sugiere este autor que Friedman, a pesar de lo que dice en otras partes de su obra, no está realmente interesado en la contrastación de la hipótesis de maximización de rendimientos y que lo que intenta en realidad es confirmarla. Como sabemos, no hay hipótesis más sospechosa que aquella que por todas partes se ve confirmada por la evidencia, y además, la edad de una hipótesis y la ausencia de otra hipótesis rival generalmente aceptada no sólo no proporciona «un poderoso testimonio de su valor» por citar las propias palabras de Friedman, sino que toda doctrina falsa que en el mundo ha sido, ha sido defendida sobre estas bases. Nos queda, pues, lo que anteriormente he denominado la tesis e Alchian, es decir, la idea de que todos los supuestos motivacionales en Microeconomía pueden considerarse como supuestos del tipo «como-si». Esta tesis puede verse como una versión edulcorada de la tesis de irrelevancia-de-los-supuestos — no tiene sentido discu tir el realismo o irrealismo de los supuestos del tipo como-si, porque este tipo de supuestos no son, por definición, ni ciertos ni falsos— o bien puede verse como una reinterpretación radical de la hipótesis’ de maximización de rendimientos que, de hecho, desplaza el centro de acción racional del plano individual al social. Al basarse con tal determinación sobre a tesis de Alchian, Friedman está en realidad repudiando el individualismo metodológico que se supone normal mente parte esencial del enfoque neoclásico a las cuestiones econó micas; en efecto, en vez de deducir predicciones contrastables en-elplano-general, a partir de las acciones racionales de los agentes indi viduales en-el-plano-particular, las predicciones de la Microeconomía se obtienen de un nuevo tipo de mecanismo causal, a saber, un pro ceso de selección dinámica que recompensa a aquellos hombres de
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negocios que, por las razones que sean, actúan como maximizadores | racionales, mientras que penaliza con la quiebra a todos aquellos que ^ actúan de otro modo. No se trata, pues, de una reinterpretación beha-, viorista de la teoría tradicional, sino que se trata más bien de una teoría nueva, a la que antes me refería como la segunda tesis meto dológica de Friedman, cuyas implicaciones teoréticas son tan amplias que resulta asombroso el comprobar hasta qué punto ha ganado acepi tación sin que sus especiales características hayan merecido gran aten ción (pero ver Koopmans, 1957, págs. 140-41; Archibald, 1959a pá ginas 61-3; Winter, 1962; y Diesing, 1971, págs. 59-60 y 299-303) . La referencia hecha a un proceso de selección dinámica nos mues tra inmediatamente lo que hay de erróneo en esta apelación a la tesis de Alchian, ya que la Microeconomía tradicional es, en gran parte, si no en su totalidad, un análisis de estática-comparativa atemporal, y como tal, su fuerte son las situaciones de equilibrio y su debilidad los procesos por los que se alcanzan tales situaciones de equilibrio. «Dejemos que el determinante aparente e inmediato del comporta miento empresarial, sea el que sea: reacciones habituales, elecciones al azar, o lo que se quiera», nos dice Friedman (1953, pag. 22); «porque allí donde tal determinante inmediato lleve de hecho a un comportamiento consistente con la maximización racional e informada de rendimientos, el negocio prosperará y adquirirá recursos con los que expandirse; y allí donde esto no ocurra, la empresa tendera a perder recursos». Pero el proceso por el cual algunas empresas pros peran cuando su comportamiento efectivo se aproxima al comportamiento maximizador lleva tiempo, y no se nos proporciona razón alguna para creer que dichas empresas, habiendo prosperado en un período, actuarán consistentemente en el período siguiente; en otras palabras, es posible que las reacciones habituales lleguen a generar una tendencia acumulativa, en el sentido de que las empresas que obtienen beneficios crezcan más que las que no son rentables pero, ciertamente, las «elecciones casuales» no generaran tal tendencia. 29 Así, Harry Johnson (1968, pág 5), apoyando la tesis de irrelevancia-delos-supuestos, afirma sin cualificación alguna: «E stá demostrado . . . que tanto> a las empresas tratan conscientemente de maximizar sus beneficios o minimizar s u s c o ste? como si no, la competencia eliminará a las empresas ineficientes; y que tanto si el comportamiento del consumidor es racional como s i e s p u r ^ mente arbitrario, las curvas de demanda de un producto tenderán a presentar la pendiente negativa propia del análisis marshalliano. E n consecuencia, los eco nomistas pueden considerar a la economía como un sistema interdependiente que responde al cambio de acuerdo con ciertos principios generales de tipo racional, y pueden hacerlo con mucha mayor confianza de la que parecía justi ficada hace treinta años.» Para otros ecos de la tesis darwiniana, véase Winter (1962, pág. ln ).
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; Como Sidney Winter (1962, pág. 240) ha señalado, en su sistemá tico examen de la tesis de Alchian: Existe, por tanto, una dificultad básica en las formulaciones existentes del mecanismo de selección, una dificultad enraizada en el hecho de que las desvia ciones relativas de las diferentes empresas en cuanto a la maximización de sus beneficios puede cambiar con el tiempo. Puesto que no existe tratamiento cuid a d o » alguno del proceso dinámico por el cual ciertos esquemas de comporta miento aparecen como viables y otros como inviables, no se ha tenido suficienemente en cuenta que no es posible en general ordenar las empresas en una escala que las clasifique por su cercanía al comportamiento maximizador, ya que tal escala presupondría un determinado estado de cosas, y tal estado de cosas varia con el propio proceso dinámico.
Para poder defender la tesis de Alchian, pues, tendríamos que ser capaces de predecir el comportamiento en situaciones de desequi librio, es decir, tendríamos que completar la teoría de la empresa que normalmente utilizamos con una teoría de la entrada y salida de empresas en la industria, una teoría que explicase la aparición y desaparición de empresas en la escena económica, y esta teoría hoy por hoy no existe. Supongamos que existen rendimientos crecientes a escala en la producción, o cualquier otra fuente de reducción de costes basada en la tecnología; si una empresa no-maximizadora obene una ventaja inicial sobre otra empresa maximizadora por haber entrado antes en la industria, por ejemplo, la ventaja proporcionada por la escala puede permitir a la empresa no-maximizadora un cre cimiento^ más rápido que el de la maximizadora, haciendo así irre versible la ventaja inicial detentada por aquélla; en consecuencia, las únicas empresas que podemos observar son empresas que no maximizan sus beneficios (Winter, 1962, pág. 243). Incluso la simple presencia de productos diferenciados y la correspondiente existencia de gastos de publicidad en la industria, puede generar resultados se mejantes. Ahora bien, por supuesto siempre es posible definir un conjunto de supuestos — rendimientos constantes a escala, identidad de productos, mercados perfectos de capitales, reinversión de todos los beneficios, etc.— que respaldarían la tesis de Alchian, pero tal procedimiento nos_ llevaría a completar el círculo, enfrentándonos de nuevo con la cuestión del «realismo» de los supuestos (págs 242-45) En esencia, el problema que plantea la tesis de Alchian es el mismo que el planteado por la significación de la idea de «supervivencia del más apto» en la teoría darwiniana: para sobrevivir, lo único que hace falta es estar mejor adaptado al medio que los rivales, y lo mismo que no podemos asegurar a partir de la selección natural que las especies que de hecho sobreviven sean perfectas, tampoco
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podemos asegurar a partir de la selección economica que las empre sas que sobreviven maximizan de hecho sus beneficios. Resumiremos nuestro largo análisis del ensayo de Friedman rei terando sus tres argumentos centrales, que en conjunto proporcionan a los economistas de cualquier filiación un firme estimulo hacia la construcción de modelos abstractos prescindiendo de excesivas pre ocupaciones respecto de su fundamentación sobre supuestos poco plausibles: 1) los supuestos son «en gran medida» irrelevantes res pecto de la validación de las teorías, las cuales habran de ser juzgadas «casi» únicamente en términos de su valor como instrumento gene rador de predicciones fiables; 2) la teoría económica establecida posee una excelente hoja de servicios, según se desprende de sus «innume rables aplicaciones... a problemas específicos»; y 3) es la dinámica de la competencia en el tiempo lo que explica esta espléndida hoja de servicios, sean cuales sean los hechos o el comportamiento mante nido y las motivaciones de dicho comportamiento para los individuos. No es de extrañar, desde luego, que el persuasivo y convincente en sayo de Friedman haya servido de solaz a toda una generación de economistas. i Considerando en perspectiva la totalidad del debate que ha ro deado el ensayo de Friedman, no puede uno menos de asombrarse ante la falta de sofisticación metodológica desplegada a lo largo y ancho del mismo. La idea de que las teorías pueden dividirse clara mente entre sus componentes esenciales y que la luz de la investiga ción debe dirigirse únicamente hacia las implicaciones, sin enfocar jamás otras partes de la teoría, puede entenderse tan sólo como la reacción en contra de un siglo de bombardeo crítico dirigido hacia la teoría ortodoxa, que la Escuela Histórica Alemana protagonizó primero, y que continuaron los institucionalistas americanos. El tono de estas críticas, que invariablemente venían acompañadas de las mas sangrientas objeciones respecto de los supuestos de la teoría orto doxa sin mencionar nunca su contenido predictivo, inevitablemente generó entre los defensores de las doctrinas recibidas la idea reac tiva de que «los supuestos son en gran medida irreleyantes». Es como si varias generaciones de físicos hubiesen ridiculizado la teoría de la gravedad de Newton sobre la base de que ésta adopta el supuesto, claramente irrealista, de que la masa de los cuerpos en movimiento se concentra en su centro, lo cual pudo muy bien haber inducido a Newton a contestar que las predicciones lo son todo y los supuestos no significan nada. Enfrentados con la acusación de que no es posi ble tomarse en serio ninguna teoría que incluya supuestos contrarios a la realidad, la tesis de la irrelevancia de los supuestos resulta casi inevitable.
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Falsacionismo ingenuo «versus» falsacionismo sofisticado Estamos ya casi al final de nuestra revisión de las controversias metodológicas explícitas en el campo de la Economía moderna, y lo que queda por decir puede decirse rápidamente. Los últimos años de la década de 1950 vieron la publicación de dos libros sobre metodo ogia económica, y en ambos se negaba que la Economía fuese una ciencia. El estudio de Sidney Schoeffler: The Failures of Economics (Los fallos de la Economía) (1955) nos recuerda el libro de Barbara Wootton: Lament for Economics (Lamento por la Economía) (1938) escrito en la preguerra, aunque aquél llega mucho más lejos en su negación de las pretensiones científicas de la Economía. El argumento centrd de Schoeffer no puede ser más simple: la totalidad de la tradición hipotético-deductiva de la teorización en Economía es un callejón sin salida y los economistas deberían investigar la totalidad j . erjframad ° social, abandonando la pretensión de que existe una disciplina autónoma denominada Economía; las predicciones cientí ficas sólo son posibles cuando constituyen leyes universales que no dependen de las circunstancias, y puesto que el sistema económico esta siempre sujeto a los efectos de fuerzas no-económicas, así como a la del azar, no pueden existir leyes económicas ni tampoco, por consiguiente, predicciones económicas que merezcan el nombre de tales (Schoeffer, 1955, págs. 46 y 162). Todo ello expuesto en cincuenta y cinco páginas, después de las cuales el resto del libro consiste en el examen de una serie de casos de estudio sobre los fracasos cosechados por modelos económicos concretos. Esta diatriba totalmente negativa viene atemperada por una pro puesta positiva de creación de un tipo totalmente nuevo de disci plina económica, que sorprendentemente resulta ser una teoría ge neral de la acción racional basada en estudios inductivos sobre toma de decisiones (pags. 189-221). No tiene mucho sentido que nos de tengamos a separar lo razonable de lo absurdo dentro de la argumen tación de Schoeffer (para ello ver Klappholz y Agassi, 1967, pági nas 35-8), porque cualquier prescripción metodológica que suponga barrer por completo el conjunto de ideas económicas recibidas y em pezar de nuevo a partir de cero debe descartarse porque se excluye a sí misma; los economistas han ignorado siempre y seguirán igno rando los consejos de aquellos que pretenden que porque no podemos correr, no tiene sentido el tratar de andar. . . . J í obra Economics as a Science (La Economía como Ciencia) (1958) de Andreas Papandreu, utiliza una argumentación algo dis tinta pero igualmente radical, que gira en torno a la distinción entre modelos y teorías', para Papandreu, los modelos, a diferencia de las
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teorías, no pueden ser refutados, porque su «espacio social» rele vante no está adecuadamente caracterizado; pero incluso las «teorías básicas» han de venir acompañadas en Economía de supuestos auxi liares, o «reglas de correspondencia», que relacionan las variables teóricas de la teoría con el mundo real, y por medio de las cuales aquéllas se convierten en «teorías aumentadas», que son genuinamente refutables. Su reproche a la práctica normal en Economía se centra en que, según él, los economistas raramente formulan «teorías aumentadas», y se conforman sólo con «modelos», o con «teorías bá sicas», que son esquemas explicativos ex-post virtualmente irrefu tables (Papandreu, 1958, págs. 9-11, 136, 139 y 144-45; véase también 1963). t , .. ., Básicamente, lo que Papandreu defiende es una generalización de la tesis de irrefutabilidad de Durhem, que de algún modo inter preta como una dificultad peculiar de las teorías económicas (véase páginas 134-35). Aunque subraya este autor la importancia de la «significación empírica», parece confinar las «teorías básicas» a la es tática comparativa cuantitativa, negando que la Economía pueda envanecerse de haber generado, al menos, algunas predicciones cua litativas confirmadas. Pero nunca resulta fácil decidir qué es lo que quiere decir exactamente, porque toda su argumentación queda ente rrada bajo montañas de ese nuevo tipo de lenguaje teórico formal para economistas (ver Klappholz y Agassi, 1967, págs. 33-5; Rosenberg, 1976, págs. 172-77). El estridente positivismo de Papandreu parece haber generado un único discípulo que aplicó lo esencial de su argumentación a la teoría del comportamiento del consumidor (Clarkson, 1963); pero sobre esto volveremos en seguida (ver capitUl°E l apunto siguiente en nuestra cronología es el referente a la Filosofía Económica de Joan Robinson (1962), un librito desconcer tante, que describe a la Economía, en parte, como un estudio cien tífico sobre la sociedad y, en parte, como un vehículo de propagación de ideologías (es decir, un alegato especial de tipo apologético), pero cuyo impacto acumulativo consiste en sugerir que las id e a s económi cas recibidas tienen mucho más de lo último que de lo primero, be menciona a Popper como el que separa las proposiciones metafísicas de las científicas, y se mencionan las dificultades inherentes a toda ciencia social para generar evidencia concluyente en apoyo de sus teorías como la razón por la que la ideología se introduce con tanta frecuencia en nuestros razonamientos: «la Economía va cojeando con un pie sobre teorías no-contrastadas y el otro sobre consignas incon trastables» (Robinson, 1962, pág. 25; también pags. 3, 22-3). bl libro termina con un alegato en el sentido de que no abandonemos
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«la esperanza de que la Economía pueda progresar hasta ser una ciencia» (pág. 146), pero no ofrece guía alguna sobre la forma de lograrlo. , 1?.stI0 ®°® ,^eva a Ia primera edición del popular libro de texto de Richard Lipsey: An Introduction to Positive Economics (Intro ducción a la Economía Positiva) (1963), cuyo primer capítulo sobre el método científico supone la franca adopción del falsacionismo de Popper en su versión «ingenua», es decir, la creencia de que las teorías científicas pueden quedar refutadas por una sola y decisiva contrastación. Este «falsacionismo ingenuo» de la primera edición dio> lugar al «falsacionismo sofisticado» de la segunda: «H e abando nado la idea popperiana de la refutación y me he pasado a un enfo que estadístico de la contrastación, que acepta que ni la refutación ni la confirmación pueden ser nunca definitivas, y que únicamente podemos aspirar a descubrir, basándonos en cantidades finitas de un conocimiento imperfecto, cuál es el balance de probabilidades entre las hipótesis alternativas» (Llipsey, 1966, pág. xx; véase también pá gina 52n) . El enfoque que este pasaje revela es el mismo que se adopta en ediciones posteriores del libro31, y hasta-el momento este texto de Lipsey sigue constituyendo el modelo de Introducción a la Economía inspirada en las ideas de Popper, un modelo que constantemente subraya a lo largo de sus páginas la necesidad de establecer la evidencia empírica que favorece a una teoría concreta, y compararla con la evidencia que favorece a sus teorías rivales. Vuelta al esencialismo En este punto podemos sentir la tentación de hacernos eco de Hutchison, quien expresaba recientemente la opinión de que, actual mente, «quizas la mayoría de los economistas — aunque no todos__ estarían de acuerdo en que la principal tarea del economista consiste en mejorar las predicciones disponibles acerca del comportamiento , 30 L a fuente de esta volte-face es probablemente Archibald (1967), que re fleja la «tradición oral» de la Escuela de Economía de Londres (donde Popper fue profesor) en los primeros años de la década de 1960, en el sentido de que el verdadero Popper es el P o ppen y que el «enfoque estadístico de la contras ta ro n » , o JJopper2, no ha sido realmente sancionado por el propio Popper. En realidad, tanto Archibald como Lipsey estaban hablando a convencidos . j . sc', en. especial, los nuevos capítulos sobre metodología de la actual quinta edición del libro de Lipsey (Lipsey, 1979, capítulos 1-3), que no deben confundirse con Lipsey y Steiner (1978), la versión americana de Lipsey (1979), que. omite, sin embargo, todas las discusiones metodológicas a las que me estov refiriendo aquí.
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y los acontecimentos económicos» (Hutchison, 1977, pág. 8). Nunca resulta fácil evaluar el estado de opinión respecto de un asunto como este, pero baste decir aquí que existen multitud de indicios en el sentido de que la mayoría, si es que es una mayoría, no representa más del 51 por 100 de los economistas actuales. Los economistas radicales, marxistas y neomarxistas, poskeynesianos y neokeynesianos, institucionalistas y heterodoxos de diversas filiaciones, que en conjunto constituyen una apreciable proporción de la joven genera ción, no estarían ciertamente de acuerdo en que las teorías económi cas deban aceptarse o rechazarse en base a sus predicciones, ni tam poco en que la contrastación empírica de dichas predicciones consti tuya, por así decirlo, la Meca de los economistas de hoy. Incluso el agresivo catálogo que Benjamín Ward nos presenta en su What’s wrong with Economics? (¿Qué le ocurre a la Teoría Economica?) (1972), uno de los mejores intentos hasta la fecha de reconsiderar la Economía bajo un prisma kuhniano, niega que la falta de énfasis suficiente en las consecuencias empíricamente falsables de las teorías constituya uno de los problemas básicos de nuestra disciplina en el momento presente (Ward, 1972, pág. 173). Para comprender hasta qué punto prevalece efectivamente una metodología antipopperiana en algunos sectores de la profesión, basta con examinar la reciente contribución metodológica de Martin Hollis y Edward Nell: Rational Economic M.an (El hombre económico ra cional), que lleva por subtítulo A Philosophical Critique of Neoclassical Economics (Crítica Filosófica de la Economía Neoclásica) Este libro examina la no-santa alianza entre la Economía Neo clásica y el Positivismo Lógico, sin mencionar, sin embargo, ni a Popper ni a Lakatos, ni a positivista alguno posterior a Ayer (algu nos de los trabajos de Popper aparecen citados en la bibliografía, pero no se hace referencia explícita o implícita a sus ideas en el texto). El Positivismo, argumentan estos autores, es una filosofía falsa, que arrastra en su caída a la Economía Neoclásica; en efecto, la tesis positivista de la separabilidad entre hechos y juicios de valor es insostenible, porque todos los hechos están cargados de teoría y todas las teorías están cargadas de juicios de valor. Según ellos, es posible construir una epistemología más satisfactoria a partir del racionalismo, concepto que definen como la demostración de que existen verdades a priori de tipo kantiano: «Nuestra estrategia de penderá de nuestra capacidad de identificar lo esencial, insistiendo después en que lo que es esencial ha de encontrarse en la practica» (Hollis y Nell, 1975, pág. 254; véase también pág. 178). Los sistemas económicos han de reproducirse a sí mismos, y este hecho de la
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reproducción será, por tanto, la «esencia» del sistema económico, y lo único que puede proporcionar una base sana para la Teoría Eco nomica. El problema con la Economía Neoclásica, afirman estos auto res, es que no existe nada en su esquema que nos asegure que las empresas y consumidores serán capaces de reproducirse de período en período. Después de esto, era de esperar que se nos dijese que la Teoría Económica «sana» es la Teoría del Crecimiento, ya que se ocupa fundamentalmente, por supuesto, de las propiedades infinitamente reproducibles, o estado estacionario, de las sendas de crecimiento económico. Pero no, lo que se nos dice es que la única alternativa a la Economía Neoclásica que incorpora este aspecto esencial de la «reproducción» es la Economía clásica marxista, refiriéndose con ello a la Economía Neoricardiana, basada fundamentalmente en el trabajo de Sraffa, más que en el de Marx (Hollis y Nell, 1975, págs. 188 y 195). El capítulo con que finaliza el libro, dedicado a un breve esquema de «La Economía clasica Marxista con fundamentos racio nales», parece retractarse en gran parte de lo anteriormente dicho: dándose cuenta de repente de que el capitalismo está suieto a movi mientos cíclicos periódicos y quizas a su colapso final, los autores con ceden que «con frecuencia, los sistemas no consiguen reproducirse a si mismos», en cuyo caso resulta difícil comprender por qué se ha subrayado tanto a la «reproducción» como la esencia del problema económico. Hollis y Nell tratan de cargar a los «economistas positivistas» con el problema de la inducción, ya que creen que, al demoler la inducción, aquellos han cortado toda posibilidad de existencia de un programa neoclásico de investigación que sea fructífero. Prorrumpen en invectivas en contra de los supuestos típicos de la Economía Neoclasica, tales como los supuestos que aseguran una información per fecta, olvidando al parecer a Hutchison, quien, ya en 1938, había expuesto esos mismos argumentos, y subrayan diversas dificultades ciertas de los intentos de contrastación de las teorías económicas como si nadie antes que ellos hubiese sospechado la existencia de tales problemas. En algún sentido, que queda envuelto en el misterio, se supone que la Economía clásica Marxista escapa a estas dificulta des, aunque, por supuesto, las evita únicamente evadiendo las prue bas empíricas de validación de teorías. En realidad, resulta claro que su enfoque racionalista y esencialista del conocimiento económico no deja lugar alguno a la investigación empírico-cuantitativa. Así pues, este libro barre simplemente con todos los avances en el pen samiento metodológico a que el popperianismo dio lugar en la pos
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guerra. Nos sentimos casi tentados a decir que si estos autores hu biesen leído los numerosos y devastadores comentarios de Popper sobre la filosofía del esencialismo (Popper, 1975, págs. 26-34; tam bién Popper y Eccles, 1977, págs. 172-94; y Popper, 1976, pags. 1821), su libro hubiera quedado privado de su razón de ser. Quizás este momento resulte tan adecuado como cualquier otro para decir unas pocas palabras más acerca de la filosofía del esencia lismo, ya que dicha filosofía levantará su fea cabeza una o dos veces más a lo largo de nuestra discusión. El esencialismo se retrotrae hasta Platón y Aristóteles, para quienes el conocimiento, o «ciencia», se inicia con las observaciones de acontecimientos concretos y pro cede por simple enumeración inductiva hasta aprehender por intui ción aquello que es universal en los acontecimientos — su «esencia»— , que queda después iluminada en una definición del fenómeno en cuestión. La doctrina que afirma que el objetivo de la ciencia con siste en descubrir la verdadera naturaleza o esencia de las cosas, y en describirla por medio de definiciones, tuvo una enorme influencia en el pensamiento occidental hasta el siglo xix. Popper contrasta esta rama del esencialismo metodológico con el nominalismo metodo lógico, que Newton introdujo en debates científicos, y según el cual el objetivo de la ciencia consiste en describir, con la ayuda de leyes universales, cómo se comportan las cosas en diferentes circunstan cias, y no consiste en determinar qué son las cosas realmente. Popper ha señalado hace tiempo que el esencialismo tiene efectos perniciosos sobre las teorías sociales, porque estimula la tendencia antiempírica consistente en resolver los problemas por medio de defi niciones. Hollis y Nell nunca nos dicen, en realidad, cómo hemos de arreglárnoslas para seleccionar lo que sea la «esencia» de los sis temas económicos; se deduce de lo que dicen que esto supone abs traer «correctamente», pero no proporcionan criterio alguno que no sea un burdo realismo, para reconocer las abstracciones «correctas» de las que no lo son 32. Los adherentes al esencialismo tienden a zanjar cuestiones sustantivas recurriendo a un diccionario de confec ción propia, y Hollis y Nell ejemplifican esta tendencia a la perfec ción: la reproducción es la «esencia» de los sistemas economicos, porque... te lo digo yo. 32 Así, Nell (1972a, pág. 94) escribe en otro lugar: «D ebem os examinar el realismo de las definiciones y supuestos de nuestros m odelos, así como la medida en la cual aquéllos incorporan lo esencial. Si son realistas, el funcionamiento del modelo reflejará el del sistema economico en una form a abstracta y relativamente simple.»
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El institucionalismo y los modelos esquemáticos ¿He cubierto reajnente todo el menú posible de metodologías económicas? Algunos dirían que no, en la medida en que reconocen en los escritos de los institucionalistas americanos una forma de ex plicación que no es ni apriorista, ni convencionalista, ni operacionista, ni instrumentalista, ni descriptivista, ni falsacionista: es lo que se ha denominado modelos esquemáticos, porque tratan de explicar los acontecimientos por medio de la identificación del lugar que les corresponde en un esquema de relaciones que se supone caracteriza al sistema económico en su conjunto (Wilber y Harrison, 1978). Los constructores de modelos esquemáticos, se nos dice, rechazan toda forma de «atomismo» y rehúsan hacer abstracción de parte alguna del sistema; sus hipótesis de trabajo son relativamente concretas y próximas al sistema que se describe, y si de algún modo generalizan lo hacen por medio de la elaboración de tipologías; sus explicaciones subrayan la «comprensión», más que la «predicción», y consideran que una explicación contribuye a aumentar la comprensión si, gracias a ella, somos capaces de situar nuevos datos en el lugar que les corresponde dentro del esquema establecido. No me cabe ninguna duda de que lo anterior constituye una des cripción bastante exacta del método de algunos institucionalistas como Thorstein Veblen, Clarence Ayers, y quizás Gunnar Myrdal, pero es difícil adivinar algo que se parezca a un modelo esquemático en los escritos de John R. Commons, Wesley Clair Mitchell y John Kenneth Galbraith, autores que muchos considerarían como destacados institucionalistas. Es claro que todos estos autores se encuentran en algunos aspectos: ninguno de ellos tendrá nada que ver con concep tos como los de equilibrio, comportamiento racional, ajustes instan táneos y conocimiento perfecto, y todos favorecen ideas como las del comportamiento grupal bajo la influencia del hábito y las cos tumbres, prefiriendo considerar el sistema económico como un or ganismo vivo en vez de como una máquina. Pero esto es algo muy distinto de la contención de que todos ellos comparten una metodo logía común, es decir, un método común de validar sus explicaciones (ver Blaug, 1978, págs. 710-13 y 726-27). Puede que exista algo a lo que podamos denominar Escuela Institucionalista, pero lo que es claro es que no dispone de una metodología específica, diferente de la economía ortodoxa. Una descripción mucho mejor de la metodología práctica de los institucionalistas es la que ^C^ard (1972, capítulo 12) nos proporciona bajo la denominación de story telling (contar historias, relatar), que, según dicho autor, describe también una gran parte de la Economía
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ortodoxa, especialmente de la Economía Aplicada. Esta actividad consistente en «contar historias» utiliza el método que los historia dores denominan coligación, y que consiste en unir los hechos, gene ralizaciones de bajo nivel, teorías de alto nivel y juicios de valor en una narración coherente, por medio del aglutinante de un conjunto implícito de creencias y actitudes que el autor comparte con sus lectores. Utilizado con mano hábil, este tipo de procedimiento puede resultar extremadamente persuasivo, y, sin embargo, nunca resulta fácil explicar a posteriori por qué resulta persuasiva. ¿Cómo podemos validar uno cualquiera de estos relatos? Nos preguntaremos, por supuesto, si los hechos están correctamente rela tados, si se han omitido otros hechos, si las generalizaciones de bajo nivel encuentran en la práctica ejemplos que las contradigan, y si podemos encontrar historias rivales que se adecúen a los hechos. En resumen, recorreremos un proceso que es idéntico al que regu larmente empleamos para validar las explicaciones hipotético-deductivas de la economía ortodoxa. Sin embargo, puesto que la actividad de contar historias carece de rigor, carece de una estructura lógica definida, sus relatos serán muy fáciles de verificar y prácticamente imposibles de falsar. Esta actividad resulta, o puede resultar, tan persuasiva, precisamente porque nunca corre el riesgo de equivocarse.
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esté formulado rigurosamente, construido con elegancia, y siempre que contenga una relevancia potencial respecto de situaciones identificables en el mundo real. Como hemos visto, los economistas ac tuales predican con frecuencia el falsacionismo, pero raramente lo practican; su filosofía práctica de la ciencia puede describirse correc tamente como un «falsacionismo inocuo» 33. Para apoyar lo dicho, examinaremos el estatus empírico de un conjunto seleccionado de teorías económicas vigentes. Antes de entrar en ello, sin embargo, tendremos que hacer una disgresión para con siderar la problemática cuestión de la Economía del Bienestar. Uno de los rasgos que distinguen a la Economía de la Física, la Química y la Biología es que las proposiciones en Economía con frecuencia sirven al mismo tiempo como explicaciones de comportamiento y como normas estipuladas de comportamiento. En lo que se refiere a evaluar teorías que deducen un óptimo social a partir de ciertos juicios de valor fundamentales, la filosofía actual de la ciencia nos será de poca ayuda. ¿Será ésta la razón por la que hay tantos econo mistas actuales que no acaban de tomarse el falsacionismo en serio?
La comente principal De nuestra revisión de la metodología económica de la posguerra no hemos obtenido nada que se parezca a un consenso entre econo mistas. Pero, aun a riesgo de tener que redondear algunas aristas, cabe identificar lo que podríamos denominar el enfoque adoptado por la corriente principal del pensamiento económico. A pesar de las discusiones surgidas en torno a la característica-F, Friedman y Mach lup parecen haber persuadido realmente a la mayoría de sus colegas de que la verificación directa de los postulados o supuestos de la Teoría Económica resulta tanto innecesaria como engañosa; las teo rías económicas deberán ser juzgadas, en último término, por sus implicaciones respecto de los fenómenos que pretenden explicar. Al mismo tiempo, se sostiene que la Economía no es sino una «caja de herramientas», y la contrastación empírica mostrará, no tanto si ciertos modelos son verdaderos o falsos, sino más bien si aquéllos son o no aplicables a una situación dada. El tono metodológico pre valeciente no es sólo altamente protector de la Teoría Económica recibida, sino que es también ultrapermisivo dentro de los límites de las «reglas del juego»: casi cualquier modelo sirve, siempre que
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33 D ebo esta afortunada expresión a Coddington (1975, pág. 542).
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C ap ítu lo 5
LA DISTINCION ENTRE ECONOMIA POSITIVA Y ECONOMIA NORMATIVA
La guillotina de Hume La distinción entre Economía Positiva y Economía Normativa, entre la Economía «científica» y los consejos prácticos sobre cuestio nes de política económica, cumple ahora ciento cincuenta años, pues podemos retrotraerla a los escritos de Nassau Sénior y John Stuart Mili. En algún momento situado en la segunda mitad del siglo xix, esta distinción quedó unida, y prácticamente identificada, con la dis tinción utilizada por los filósofos positivistas entre el «ser» y el «deber ser», entre hechos y valores, entre las proposiciones declara tivas y supuestamente objetivas acerca del mundo y las evaluaciones prescriptivas respecto de sus diversos estados. Se decía, en consecuen cia, que la Economía Positiva se refería a los hechos, mientras que la Economía Normativa se ocupaba de los valores. Posteriormente, en la década de 1930, apareció la nueva Econo mía del Bienestar, que trató de proporcionar una Economía Norma tiva libre de juicios de valor, y en lo sucesivo, parecía que la distin ción entre Economía Positiva y Economía Normativa iba a centrarse en la separación de los hechos y valores no-controvertidos, por un lado, y de los valores controvertidos, por otro. La consecuencia de todo ello fue una ampliación de la Economía Positiva tradicional que permitiese incluir en ella la totalidad de la Economía pura del Bien estar, dejando a la Economía Normativa el tratamiento de los pro blemas específicos de política, campo en el que poco se puede decir 150
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respecto de los valores u objetivos, como no sea lo que digan los políticos. Nos encontramos aquí con una serie de terribles confusio nes lógicas que expusieron a los economistas a un ataque generali zado que alcanzó a la idea misma de una Economía Positiva libre de juicios de valor. Hay ciertamente mucho que aclarar en este terreno, pero después de dedicar el tiempo necesario a dichas aclaraciones, esperamos estar en disposición de reformular la distinción entre Eco nomía Positiva y Normativa como otra de las normas metodológicas popperianas, especialmente relevante para una ciencia con implica ciones políticas como es la Economía. Fue David Hume, en su 7 ratado sobre la naturaleza humana, quien estableció hace ya mucho tiempo la proposición de que «no puede deducirse el “ deber ser” a partir del “ ser” », es decir, que las proposiciones puramente fácticas, descriptivas, tan sólo podrán im plicar otras proposiciones fácticas, descriptivas, y nunca normas o pronunciamientos éticos o prescripciones que ordenen una determi nada actuación. Esta proposición ha sido correctamente denominada la «guillotina de Hume» (Black, 1970, pág. 24) por implicar una hermética distinción lógica entre el campo de los hechos y el de los valores. Pero, ¿cómo sabremos si una determinada proposición se refiere al «ser» o al «deber ser»? Por supuesto, esto no puede deci dirse sobre la base de si la frase que contiene la proposición está expresada gramaticalmente en forma indicativa o imperativa, porque existen frases expresadas en forma indicativa, como, por ejemplo, «el asesinato es un pecado», que son en realidad proposiciones sobre lo-que-debe-ser disfrazadas de proposiciones sobre lo-que-es. Ni tam poco podemos juzgar esta cuestión por el hecho de que la gente está más fácilmente de acuerdo con proposiciones que expresan lo-que-es que con aquellas que expresan lo-que-debe-ser, ya que fácilmente po drá verse que existe un acuerdo mucho menor acerca de, por ejem plo, la proposición fáctica de que el universo se originó sin inter vención supranatural alguna en un enorme estallido ocurrido hace billones de años, que el que pueda existir acerca de la proposición normativa que afirma, por ejemplo, que no debemos comer niños. Una proposición referente a lo-que-es, es simplemente una proposi ción que puede ser materialmente verdadera o falsa; una proposición que afirma algo respecto del estado del mundo, algo que es así y así, y no de otra manera — y respecto de la cual es posible utilizar métodos de contrastación interpersonal para descubrir si es cierta o falsa. Por su parte, una proposición normativa expresa una eva luación sobre el estado del mundo — aprueba o desaprueba, alaba o condena, se regocija o deplora— , y lo único que podemos hacer al respecto es emplear argumentos que persuadan a otros a aceptarla.
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Ciertamente puede objetarse que la proposición normativa de que no debemos comer niños puede ser contrastada por métodos de con trastación interpersonales (¿por un referéndum político, por ejem plo?). Pero todo lo que un referéndum político podrá establecer será que todos nosotros estamos de acuerdo en que comer niños no está bien; y nunca podrá establecer que es malo. Pero se objetará enton ces que esto es cierto también respecto de cualquier verificación o falsación interpersonalmente contrastada de una proposición acerca de lo-que-es. En último término, se dirá, una proposición fáctica y descriptiva sobre lo-que-es se considerará verdadera porque nos he mos puesto de acuerdo para acatar ciertas reglas «científicas» que nos enseñan que hemos de considerar dicha proposición como cierta, aunque puede, de hecho, ser falsa. El decir que existen «hechos en bruto» que debemos aceptar tanto si nos gusta como si no, es cometer la falacia inductiva, y además, por la teoría de la inferencia estadística de Neyman-Pearson deberíamos saber ya que la acepta ción de un hecho cualquiera en el campo de la ciencia implica nece sariamente el riesgo de una decisión tomada en condiciones de incertidumbre, lo que supondrá unas ciertas posibilidades definidas, pero no conocidas, de incurrir en error. Así pues, aceptamos o rechaza mos las proposiciones sobre bases que son en sí mismas convencio nes, y en este sentido, incluso «Los científicos, qua científicos, hacen juicio de valor», por citar el título de un conocido artículo sobre metodología (Rudner, 1953). Los juicios morales se definen normal mente como prescripciones que implican un cierto tipo de compor tamiento que es el que se supone que todo el mundo adopta en las mismas circunstancias. Pero, ¿no serán las proposiciones fácticas exac tamente el mismo tipo de juicios que afectan ciertos tipos de actitudes en vez de a ciertos tipos de comportamiento? Los filósofos morales han expresado recientemente sus dudas merca de la dicotomía ser/deber-ser, generalmente en el sentido de qur los juicios morales no son simplemente expresiones de ciertos sentimientos o imperativos que fuerzan a alguien a actuar, sino que ■.oh en realidad un tipo especial de proposiciones descriptivas sobre el mundo (Hudson, 1969; Black, 1970, capítulo 3). La argumenta ción que hemos venido desarrollando en contra de las implicaciones de la guillotina de Hume es, sin embargo, algo diferente. En ningún momento he pretendido afirmar que las proposiciones sobre lo-quedrbe ser son lógicamente equivalentes a las proposiciones sobre lo que es, sino más bien que la aceptación o rechazo de las proposi ciones sobre el ser no implica un proceso cognoscitivo muy diferente del implicado por la aceptación o rechazo de las proposiciones sobre el deber-ser; mi argumento es que no existe proposición empírica,
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descriptiva, que sea considerada cierta, que no se base sobre un consenso social definido acerca de que «debemos» aceptar dicha pro posición sobre lo-que-es. Juicios metodológicos «versus» juicios de valor Nagel (1961, págs. 492-95) trata de proteger la guillotina de Hume frente a este tipo de objeción, precisamente cuando traza una distinción entre dos tipos de juicios de valor en las ciencias sociales — juicios de valor caracterizados y juicios de valor estimativos— . Los juicios de valor caracterizados juegan en la elección del tema a investigar, la forma de investigación a seguir y los criterios a adoptar para juzgar la validez de nuestros descubrimientos, tales como la adherencia a los cánones de la lógica formal, la selección de datos en términos de normas definidas de fiabilidad, cualquier decisión explícita a priori sobre los niveles de significación estadís tica, etc.; en resumen, todo lo que anteriormente hemos denominado juicios metodológicos. Los juicios de valor estimativos, por otro lado, serán aquellos que se refieren a proposiciones evaluativas, incluyendo la deseabilidad de ciertos tipos de comportamiento humano y las consecuencias sociales que generarán tales tipos de comportamiento; así pues, todas las proposiciones sobre la «sociedad ideal» son jui cios de valor estimativos. La ciencia, como actividad social que es, no puede funcionar sin juicios de valor metodológicos, pero, según Na gel, puede liberarse, al menos en principio, de cualquier compromiso con los juicios de valor estimativos o normativos. Sin embargo, a nivel sociológico, como distinto del nivel filo sófico, esta diferencia desaparece en gran parte. En último término, no es posible escapar al hecho de que todas las proposiciones no-tau tológicas descansan, respecto de su aceptación, sobre la disposición de acatar ciertas reglas del juego, es decir, sobre ciertos criterios que, como jugadores, hemos adoptado colectivamente. Podría parecer que un desacuerdo respecto de los hechos puede resolverse por me dio de una decisiva apelación a la llamada evidencia objetiva, mien tras que un desacuerdo sobre valores morales sólo puede resolverse por una exhortación dirigida a nuestras emociones, pero, en el fondo, ambas argumentaciones descansarán sobre ciertas técnicas definidas de persuasión, que dependerán a su vez para ser efectivas de un tipo u otro de valores compartidos. No obstante, al nivel operativo de la investigación científica, la distinción de Nagel entre juicios metodo lógicos y normativos es, de todos modos, real y significativa.
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Cualquier economista reconocerá que existe todo un mundo de diferencia entre la contención de que existe una curva de Phillips, una relación funcional definida entre el nivel de empleo y la tasa de variación de los salarios, y la contención de que el desempleo es tan deplorable que deberíamos estar dispuestos a aceptar cualquier nivel de inflación con tal de vernos libres de él. Cuando un econo mista dice que debería permitirse a los individuos gastar su renta como deseen, o que nadie debería tener la posibilidad de controlar recursos materiales que le permitan emplear a otros, o que los go biernos deben ayudar a las víctimas de las inexorables fuerzas eco nómicas, es claro que dicho economista está expresando juicios de valor normativos. No existe método alguno que pueda reconciliar juicios de valor diferentes — como no sean las elecciones políticas o la lucha en las barricadas— . Y es este contraste en cuanto a los métodos de arbitrar los desacuerdos lo que presta su relevancia a la distinción de Nagel. Hemos ido un poco demasiado lejos al sugerir que los juicios normativos son de tal naturaleza que nunca son susceptibles de dis cusión racional destinada a reconciliar las diferencias que puedan existir entre distintas personas. Incluso si Hume tenía razón al negar que «lo que debe ser» pueda deducirse lógicamente de «lo que es» y, por supuesto, a la inversa, no puede negarse que las ideas acerca de «lo que debe ser» se ven poderosamente influidas por «lo que es», y que los valores que mantenemos casi siempre dependen de todo un conjunto de creencias fácticas. Esto nos indica cómo puede pro ceder el debate racional sobre un juicio de valor en disputa: plan tearemos circunstancias fácticas alternativas y nos preguntaremos si, caso de prevalecer tales circunstancias, estaríamos dispuestos a aban donar dicho juicio de valor. Un ejemplo obvio y muy conocido es el referente al extendido juicio de valor de que el crecimiento econó mico, tal como viene medido por la Renta Nacional real, es siempre deseable; pero, podríamos preguntarnos, ¿lo será incluso si perjudica en forma absoluta a las categorías más bajas de la escala de distribu ción personal de la renta? Otro ejemplo pertinente es el juicio de valor sostenido con frecuencia de que la pena capital es siempre mala. En este caso, podríamos preguntar: ¿seguiría usted sosteniéndolo si existiese evidencia incontrovertible en el sentido de que la pena capital constituye un desestímulo efectivo para los potenciales ase sinos? Y así sucesivamente. Cuando seguimos esta línea de pensamiento, nos encontramos con la distinción entre juicios de valor «básicos» y «no-básicos», o lo que yo prefiriría denominar juicios de valor puros e impuros: «un juicio de valor puede caracterizarse como “ básico” para una persona,
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si dicho juicio se supone aplicable bajo cualesquiera circunstancias concebibles, y será “no-básico” cuando esto no ocurra» (Sen, 1970, página 59). En la medida en la cual un juicio de valor sea del tipo no-básico o impuro, la discusión en torno al mismo podrá tomar la forma de una apelación a los hechos, lo cual resulta muy conve niente, puesto que existe una tradición establecida para zanjar dispu tas referentes a los hechos, mucho más firme que la aplicable a las disputas referentes a los valores. Sólo cuando hayamos destilado finalmente un juicio de valor puro — pensemos en la oposición paci fista estricta a todo tipo de guerras, o la afirmación de que «valoro esto por sí mismo»— será cuando habremos agotado toda posibilidad de análisis y discusión racional35. No hay duda de que la mayor parte de los juicios de valor que se expresan en torno a los problemas sociales son altamente impuros, y, por consiguiente, perfectamente adecuados para intentar influir por medio de la persuasión sobre los que los sostienen, argumentando que los hechos son distintos de como ellos creen que son. ¿Una ciencia social libre de juicios de valor? Una vez limpias las impurezas de los juicios de valor impuros por medio del debate racional, nos quedaremos con proposiciones fácticas y juicios de valor puros, y entre ellos se abrirá sin duda un abismo irreconciliable respecto de la interpretación que cada uno dé al concepto de «hecho» y al concepto de «valor». Incluso si supone mos que los juicios de valor son tan impuros como normalmente son, lo único que hemos demostrado hasta el momento es que la diferencia entre los métodos utilizables para alcanzar acuerdos sobre juicios metodológicos y sobre juicios de valor es una diferencia de grado, y no una diferencia sustancial; pero nada de lo que hemos dicho nos permite concluir que tal diferencia de grado no merezca que nos ocupemos de ella. La argumentación de que la diferencia es tan pequeña que puede ignorarse nos lleva al terreno de ciertos críticos radicales, que afirman que absolutamente todas las proposiciones sobre fenómenos sociales están impregnadas de juicios de valor y que, por consiguiente, care cen de objetividad. Como Nagel (1961, pág. 500) ha señalado, esta posición es demasiado extremista, ya que, o bien ella misma es la 33 Sen (1970, pág. 63) parece negar que uno pueda encontrar alguna vez un juicio de valor puro: « E s interesante subrayar que se puede demostrar que algunos juicios de valor son no-básicos, pero no es posible demostrar la existen cia de un solo juicio de valor básico.»
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única excepción a la regla, en cuyo caso ya existe al menos una pro posición objetiva que puede sostenerse respecto de las cuestiones sociales, o bien la propia proposición está cargada de valoración, en cuyo caso nos vemos constreñidos a una regresión infinita que acaba en un subjetivismo extremo en el que, simplemente, todas las opi niones cuentan por igual. Además, el rechazo de la mera posibilidad de una ciencia social «objetiva» y libre de juicios de valor suele venir revestido de toda clase de irrelevancias que terminan en la negación de toda distinción significativa entre juicios de valor metodológicos y juicios de valor normativos. La doctrina de la ciencia social libre de juicios de valor afirma, ante todo, que el estatus lógico de las proposiciones fácticas, des criptivas, sobre «lo-que-es», es sustancialmente distinto del de las proposiciones normativas, prescriptivas, sobre «lo-que-debe-ser», y en segundo lugar, que los juicios metodológicos necesarios para al canzar un acuerdo sobre las proposiciones fácticas difieren de forma importante de los juicios de valor. La pretensión de que una ciencia social puede estar libre de juicios de valor no niega, pues, que los prejuicios ideológicos se introduzcan en la propia selección de los te mas que el científico ‘ social decide investigar, ni que las inferencias que se deducen de la evidencia fáctica estén a veces influenciadas por valores de un cierto tipo, ni incluso que los consejos prácticos que los científicos sociales ofrecen estén con frecuencia cargados de juicios de valor encubiertos, que tratan de persuadir y no simple mente de aconsejar. Aquella pretensión no se basa tampoco en modo alguno en un supuesto distanciamiento impersonal de los científicos '.ocíales concretos, sino que se basa sobre los aspectos sociales de la actividad científica, sobre una tradición crítica que constantemente actúa sobre los prejuicios de los científicos concretos. Max Weber dejó esto perfectamente claro hace unos cincuenta años, cuando ela boró la doctrina del Wertfreiheit (libertad respecto de las valoracio nes), y el malinterpretarle a estas alturas realmente no tiene excusa36. Obviamente, Weber no negaba que las ciencias sociales, tal como se practican efectivamente, están entreveradas de prejuicios políticos; pero es precisamente por esta razón por la que predicó la posibilidad de unas ciencias sociales libres de juicios de valor. Además, el Wertfrciheit no significaba para él que las valoraciones que los seres hu manos hacen no puedan ser racionalmente analizadas. Por el con trario, insistió en que las Wertungdiskussionen (discusiones sobre valores) no sólo eran posibles, sino también altamente útiles. Estas 36 Véase Runciman (1972); Cahman (1964); Hutchison (1964, págs. 55-6 y •'R 9), y Machlup (1978, págs. 349-53 y 386-88).
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discusiones podían tomar la forma de: 1) un examen de la consis tencia interna de las premisas valorativas de las que pueden deri varse juicios normativos divergentes; 2) la deducción de las implica ciones de aquellas premisas valorativas, a la luz de las circunstancias prácticas a las que son aplicables; y 3) la descripción de las conse cuencias fácticas de las formas alternativas en que se materializan los juicios de valor (Weber, 1949, págs. 20-1; y Runciman, 1968, páginas 564-65). Es claro, por tanto, que la distinción de Sen entre juicios de valor básicos y no-básicos, puros e impuros, que invita a la discusión racional sobre los juicios de valor efectivamente man tenidos por la gente, concuerda completamente con el espíritu weberiano37. Entre los que atacan la doctrina del Wertfreiheit, pocos son los que tienen el coraje de sostener sus propias convicciones, ya que después de manejar todos los argumentos acostumbrados en contra de dicha doctrina, suelen terminar diciendo que estamos a favor de la verdad objetiva y de la «ciencia desinteresada», aunque nunca aclaran cómo es posible que tal cosa exista cuando lo referente al «ser» está inextricablemente unido a lo referente al «deber ser». Si no existen al menos algunas proposiciones descriptivas, fácticas, respecto de las regularidades sociales que estén libres de juicios de valor (aparte de los juicios de valor caracterizados implicados en los juicios metodológicos), parece difícil escapar a la conclusión de que tenemos licencia para afirmar lo que nos dé la gana. La negación de la objetividad en ciencias sociales es más común en la Sociología que en la Economía. En realidad, la actitud de los economistas respecto de la dicotomía ser/deber-ser, es más bien com placiente, como si creyesen que basta con establecerla claramente para que resulte obvia (ver Kappholz, 1964). No ha sido fácil, por tanto, encontrar ejemplos de economistas enredándose consigo mis mos al negar primero que la Economía pueda estar libre de juicios de valor, para acabar afirmando que, de todos modos, algunas opi niones son más válidas que otras. Pero quizás baste con un único e instructivo ejemplo. Un ejemplo de ataque contra el wertfreiheit Robert Heilbronner (1973) comienza su ataque negando la doc trina del monismo metodológico, sobre la base de que la diferencia entre las ciencias sociales y las naturales consiste en que las acciones 37 E n este punto, resulta instructivo leer a W ard (1972, págs. 13-15) sobre el sistema legal como mecanismo generador de consenso sobre valores.
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humanas están sujetas tanto a las predisposiciones latentes como a la deliberación consciente, y que, en ausencia de supuestos referentes al significado de dichas acciones, no podría derivarse conclusión alguna a partir de los hechos sociales. «E s en este punto», declara, «donde los juicios de valor entran en el cuadro». ¿Y cómo entran? Uno de los ejemplos que proporciona es el de «el prejuicio político obvio obser vable en la elección de las tareas de investigación que la profesión se asigna a sí misma» (pág. 137). En términos de Nagel, sin embar go, este es un caso de juicio metodológico, y no de juicio de valor. Concediendo que este tipo de críticas han sido ya hechas antes en numerosas ocasiones, Heilbronner continúa diciendo que prefiere examinar «un aspecto menos explorado del problema, un aspecto situado en los intersticios del propio análisis económico, más que en las premisas que subyacen al pensamiento económico» (pág. 138). Los economistas no se encuentran científicamente distanciados al ela borar sus teorías, declara Heilbronner, y nos coloca ante una ilustra ción del caso que no resulta precisamente convincente: «La falta de disposición de los economistas a aceptar el fenómeno del imperia lismo como tema adecuado de investigación, o su tozuda adhesión a una teoría benigna del comercio internacional, a pesar de estar enfrentados a la inquietante evidencia de que el comercio internacio nal no ha conseguido beneficiar a los países pobres» (págs. 139-49). Los economistas, como todos los demás investigadores sociales, aña de, no pueden evitar el sentirse emocionalmente implicados en la sociedad de la que son miembros: «Todo científico social enfoca su tarea con el deseo, consciente o inconsciente, de demostrar la fun cionalidad o disfuncionalidad del sistema social que está investigan do» (pág. 139). En vista de esta «extrema vulnerabilidad respecto de los juicios de valor», los economistas no pueden ser imparciales o desinteresados: «así pues, los juicios de valor, de tipo sociológico en parte, y en parte referentes al comportamiento, han impregnado la Economía desde sus proposiciones pioneras hasta sus representa ciones más recientes y sofisticadas» (pág. 141). En este punto, hemos de hacer una breve disgresión para comen tar el uso tan libre que Heilbronner hace del término juicios de va lor, con el que designa cualquier proposición metafísica incontrastable que pueda colorear la visión del economista, proposiciones que, en su conjunto, constituyen lo que Lakatos ha denominado el «núcleo» de las teorías. Si yo afirmo que el capitalismo ha hecho más por los trabajadores que cualquier otro sistema económico alternativo en el pasado, y que seguirá haciendo en el futuro, no estoy expresando con ello un juicio de valor, sino que estoy revelando mi visión, mi
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núcleo teórico. Afortunadamente, yo no seré juzgado por mi visión sino que lo seré por las teorías que dicha visión genera en el « c in turón protector». A menos que hagamos alguna distinción de e ste tipo, la tesis de que las ciencias sociales están impregnadas de ju icios de valor se convierte en algo trivial, ya que la impregnación valoí a tiva se considera hoy como un rasgo universal de todas las propo siciones teoréticas, y, por consiguiente, no es un problema específico de las ciencias sociales. Para demostrar que Heilbronner no es el único en meter sencillamente en el mismo saco todas las proposicio nes que no sean puramente fácticas, colocándolas todas bajo la indis criminada etiqueta de «juicios de valor», consideremos la creencia muy extendida a partir de Robbins, de que las comparaciones inter personales de utilidad son juicios de valor que no tienen lugar po si ble dentro de una Economía del Bienestar que sea «científica». Peto las proposiciones acerca de comparaciones interpersonales de utilidad no son juicios de valor, sino simplemente proposiciones incontras tables: serán, sin duda, verdaderas o falsas, pero hasta el momento no hemos encontrado el método que nos permita averiguar lo q u e son (Klappholz, 1964, pág. 105). Los juicios de valor pueden s^r incontrastables, pero no todas las proposiciones incontrastables son juicios de valor (Ng, 1972). Igualmente, existe la tendencia a definir los juicios de valor corno cualquier proposición persuasiva expresada en lenguaje emotivo, igno rando totalmente el hecho de que las proposiciones puramente des criptivas, y también las definiciones de términos, pueden ser tan persuasivas como los propios juicios de valor (Klappholz, 1964, pá ginas 102-03). Para aumentar aún más la confusión, tenemos la ten dencia, también muy pronunciada, a identificar los juicios de valor con proposiciones ideológicas (véase, por ejemplo, Samuels, 1977). Ideología es una de esas palabras para las que cada uno dispone de una definición propia con la que puede hacerla expresar lo que desee. Según la doctrina marxista de la ideología, doctrina que tan sólo vagamente podemos discernir a partir de las afirmaciones asistemáticas y a veces contradictorias de Marx y Engels (Seliger, 1977), el hombre no posee verdades, sino solamente credos, que enmascaran un cierto conjunto de intereses materiales, y esto es aplicable a todos los hombres excepto a los miembros de la privilegiada clase prole, taria y a sus concienciados portavoces (como Marx y Engels). Pero si la ideología es «falsa consciencia», distorsión de la verdad, nos será imposible reconocer la ideología como tal, a menos que dispon gamos de algún criterio no-ideológico que nos permita distinguir la verdad de la falsedad, en cuyo caso sería útil que se nos dijese cuál
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es este criterio (Ryan, 1970, págs. 224-41; Barnes, 1974, capítulo 5). Sea como sea, puede ser útil definir las proposiciones ideológicas como juicios de valor que alardean de ser proposiciones fácticas (Bergman, 1968), definición que expurga los elementos tendenciosos de la teoría de la ideología y rescata lo que en ella hay de válido. Según esta definición, los juicios de valor en sí mismos no son ideo lógicos, aunque todas las proposiciones ideológicas son juicios de valor disfrazados. Con estas clarificaciones in mente, volvamos al ataque de Heilbronner contra la doctrina de la Economía libre de juicios de valor. «No creo que los economistas deban proponerse hacer análisis libres de juicios de valor», declara; pero, añade, «debo afirmar con toda la fuerza de que soy capaz que no creo que el economista tenga el derecho, en nombre de los valores que defiende, a distorsionar los datos, promover o promulgar recomendaciones de política sin evi dencia que las apoye, o hacer pasar sus conclusiones cargadas de valoraciones por conclusiones que poseen una validez “ científica” (páginas 133 y 142). Heilbronner admite francamente que esto suena «como una contradicción de términos» (pág. 138), pero cree que es posible cuadrar el círculo, siguiendo los métodos de las ciencias na turales. Este método consiste, según él cree, en «la apertura en los procedimientos por los cuales la ciencia aborda su tarea, exponién dose a... un doloroso escrutinio en relación con sus premisas, expe rimentos, razonamientos y conclusiones». Y, «puesto que los eco nomistas realizan pocos experimentos que puedan repetirse en con diciones de laboratorio, sus resultados no son tan susceptibles de falsación como los de los de las ciencias naturales, pero pueden ser igualmente sujetos a escrutinio y crítica en un foro de opiniones ex pertas» (págs. 142-43). No podemos menos de aplaudir tales sentimientos, pero, ¿a qué viene el gastar páginas y páginas para persuadirnos de que toda la Economía está absolutamente contaminada de juicios de valor, ha biendo definido indiscriminadamente a estos últimos de forma que incluyan toda clase de proposiciones incontrastables, proposiciones emotivamente expresadas, y proposiciones ideológicas, tan sólo para llegar a la conclusión de que es posible salvar un cuerpo de descu brimientos de la Economía Positiva que parece ser misteriosamente objetivo? Y, ¿cabe la posibilidad de que lleguemos a acumular tal cuerpo de descubrimientos objetivos con prontitud si nos dedicamos a ir por ahí clamando en contra de la posibilidad misma de una Economía libre de juicios de valor?
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Soluciones a la imposibilidad del wertfreiheit El ataque que Heilbronner desencadena contra la Economía libre de juicios de valor empalidece hasta la insignificancia al lado del de Gunnar Myrdal, que ha hecho de la idea de que las ciencias sociales están impregnadas de juicios de valor uno de los temas fundamen tales del trabajo de toda una vida. Pero su solución a los problemas que crea dicha impregnación es bastante diferente de la de Heil bronner, y es diferente, en realidad, de la de cualquier otro crítico del W ertfreiheit38. La solución propuesta por Myrdal no consiste en suprimir los juicios de valor, ni en dejar claro en qué punto entrarán necesaria mente a formar parte de la argumentación, separando así la Economía Positiva de la Normativa, sino que consiste más bien en declararlos abiertamente al inicio del análisis. De esta forma, considera este autor que, por procedimientos misteriosos que no explica, la argu mentación quedará revestida de objetividad: «L a única forma en que podemos perseguir la “objetividad” del análisis teórico, consiste en exponer nuestras valoraciones claramente, de forma consciente, espe cífica y explícita, permitiendo que determinen la investigación teó rica... En sí, los conceptos cargados de valoración no tienen nada de malo si están claramente definidos en términos de premisas valo rativas claramente establecidas» (Myrdal, 1970, págs. 55-6; véase tam bién Hutchison, 1964, págs. 44-5, 48-9, 69n, 109 y 115n). También este autor define virtualmente todo lo que no es estadístico como un «juicio de valor» (págs. 73-6), pero hemos de suponer que va más allá en su radical negación de la existencia de proposiciones fácticas; o éticamente neutrales, en Economía. Porque, si es posible afirmar que la elasticidad de la demanda de importación de auto móviles en Gran Bretaña en 1979 es del 1,3, y esta cifra es cierta o falsa independientemente de mis deseos y de los demás, nos en contraremos ante al menos una proposición de Economía Positiva, cuya objetividad no depende de mi declaración de valores. Según Myrdal, es imposible distinguir la Economía Positiva de la Normativa, y las pretensiones al respecto tan sólo pueden generar frustración. Pero ¿es realmente vano el tratar de separar la contras tación de las hipótesis económicas que no recurren directamente a nuestros deseos y esperanzas, aunque sólo sea como ideal al que hay 38 Véase la sofisticada crítica del W ertfreiheit que ofrece Gordon (1977), el cual, al igual que Heilbronner, concluye que las ciencias sociales están, sin reme dio, impregnadas de valores, al tiempo que aboga de todos modos por la obje tividad como criterio de comportamiento del trabajador científico, al menos como ideal inalcanzable.
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que tender, de las expresiones de aprobación o desaprobación de lo que ocurre en el mundo? Es claro que no existe una distinción abso lutamente a toda prueba entre Economía Positiva y Normativa, lo mismo que no existe distinción absolutamente concluyente entre medios y fines; pero el declarar la ubicuidad e inevitabilidad^ de los juicios de valor, sin examinar con precisión cómo y hasta qué punto entrarán en el razonamiento económico, tan sólo puede llevar a un tipo de relativismo en el que todas las opiniones económicas son simplemente una cuestión de elección personal39. La hora de la influencia terapéutica de la distinción entre Economía Positiva y Normativa, que fuerza a los economistas a explicar sus juicios de valor, aún no ha pasado. «La distinción entre lo positivo y lo nor mativo», como ha observado Hutchison (1964, pag. 191) correcta mente, «deberá mantenerse claramente siempre que sea posible-, in cluso a costa, algunas veces, de una mayor efectividad en la persua sión». Aquí tenemos, pues, otra norma metodológica popperiana que añadir a nuestra lista anterior (capítulo 1). Breve bosquejo histórico Hasta ahora hemos aclarado la mayor parte de las cuestiones previas y podemos ya enfrentarnos con la cuestión principal: ¿cómo es posible que algunas proposiciones económicas, como las famosas equivalencias marginales de la optimalidad de Pareto, aparezcan con disfraces sutilmente diferentes tanto en la Economía Positiva como en la Normativa? Un breve bosquejo histórico de la distinción entre lo positivo y lo normativo en Economía nos ayudara a preparar el terreno para el análisis de esta cuestión. Esta distinción hace su aparición prime ramente en los escritos de Sénior y del joven Mili en forma de dis tinción entre la «ciencia» y «el arte» de la Economía Política. Estos autores fueron conscientes de que, al pasar de la ciencia al arte, necesariamente entran en escena premisas extracientíficas, éticas, y también se dieron cuenta de que se requerían elementos no-económicos tomados de otras ciencias para poder ofrecer consejos prácticos respecto de problemas concretos (Hutchison, 1964, págs. 29-31). En resumen, estos autores sostenían el punto de vista curioso, desde nuestra perspectiva actual, de que el economista, en cuanto tal, no 39 Véase Lesnoff (1974, págs. 156-8). Hutchison (1964, capítulo 2), dedicado al «Papel y fuentes de los juicios de valor y prejuicios en Econom ía», dice prácticamente todo lo que se puede decir sobre el tema.
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podrá ofrecer consejos, ni siquiera si se complementa la ciencia de la Economía con los juicios de valor oportunos, y Sénior llegó hasta decir en un momento de su vida que los economistas no debían aconsejar en absoluto (Bowley, 1949, págs. 49-55; Hutchison, 1964, página 32; O ’Brien, 1975, págs. 55-6). Cairnes, siguiendo los pasos de Sénior y Mili, se expresó, de acuerdo con su manera de ser, de forma mucho más categórica de lo que éstos nunca hicieron: «L a ciencia económica no tiene más rela ción con nuestro sistema industrial moderno que la que pueda tener la ciencia de la mecánica con nuestro actual sistema de ferrocarriles» (Cairnes, 1965, pág. 38). John Neville Keynes separó útilmente, no sólo la ciencia positiva del arte normativo, como habían hecho sus predecesores, sino también: 1) la «ciencia positiva» de 2) la «ciencia normativa o regulativa» y 3) del «arte», es decir, del sistema de re glas para la consecución de determinados fines: «E l objetivo de la ciencia positiva consiste en el establecimiento de uniformidades, el de la ciencia normativa en el establecimiento de ideales, y el del arte en la formulación de preceptos (Keynes, 1955, pág. 35). La concep ción de una «ciencia normativa» como puente entre la «ciencia po sitiva» y el «arte» de la Economía Política se acerca mucho, como veremos, a la aspiración de la moderna Economía del Bienestar. Pero la clasificación a tres bandas de Neville Keynes no ganó amplia aceptación, y otros economistas ingleses de la época se hicie ron simplemente eco de la antigua distinción entre Economía Posi tiva y Normativa sin añadirle nada nuevo (Hutchison, 1964, págs. 3241; Smyth, 1962). En el continente, sin embargo, tanto Walras como Pareto dibujaron la línea divisoria, no entre la Economía Positiva y Normativa, sino entre Economía pura y aplicada (Hutchison, 1964, páginas 41-2); y para Pareto, y seguramente también para Walras, la Economía pura incluía tan sólo la Economía Positiva y excluía tanto lo que Neville Keynes denominó la «ciencia normativa o regulativa» como el «arte» de la Economía40. Pareto afirmaba, en su famosa formulación de las condiciones de optimalidad, que la competencia perfecta maximizaría automáticamente la ofelimidad colectiva (des preciaba el término utilidad, por sus visos de cardinalidad), en el sentido de que ninguna asignación de recursos alternativa podría beneficiar a nadie sin perjudicar al menos a una persona. Desde su punto de vista, ésta era una proposición de Economía pura, comple tamente independiente de cualquier juicio de valor ético. En reali 40 Tarascio (1966, págs. 46-50 y 127-36) sostiene que Pareto, al isual que Weber, defendió, no un rígido divorcio entre los estudios puros y aplicados, sino tan sólo la minimización subjetiva de los juicios normativos en las ciencias sociales. Pero no es eso lo que yo leí en Pareto.
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dad, lo que hoy denominamos optimalidad de Pareto fue para él simplemente una definición de máxima ofelimidad colectiva; pero la ofelimidad colectiva constituía tan sólo un subconjunto de una ofelimidad social más general que pertenecía ya al campo de la So ciología, y Pareto insistía siempre en que la Economía pura, por sí misma, no puede resolver problemas prácticos (Tarescio, 1966, pá gina 8). En cuanto a situaciones distintas de las del equilibrio competitivo, Pareto no ofrecía guía alguna respecto de las variaciones que podrían aumentar o disminuir la ofelimidad colectiva. En la década de 1930, John Hicks y después Nicholas Kaldor proporcionaron contratacio nes de compensación, al definir los aumentos del bienestar económico como cualquier variación que pudiese beneficiar a alguien en sus pro pios términos, sin perjudicar a nadie. La recomendación de que una mejora paretiana potencial de este tipo (MPP) debería hacerse mo netariamente efectiva compensando de hecho a las víctimas de un cambio económico, constituía desde luego la exposición de un juicio de valor, pero la pura descripción de tal cambio como un MPP por parte del economista no implicaba juicio de valor alguno. Sobre esta débil base, que descansa en realidad sobre la sutil distinción entre una posible mejora y una mejora deseable, se erigió la «nueva» Eco nomía del Bienestar, libre de juicio de valor, poderosamente asistida por las tesis de Robbins, en el sentido de que el peor juicio de valor era el consistente en realizar comparaciones cardinales entre las uti lidades de diferentes personas 41. La optimalidad de Pareto, al igual que el conjunto de precios de equilibrio generado por un sistema de competencia perfecta, se de fine tan sólo en relación con una distribución de recursos inicial dada entre los miembros de la sociedad, y lo que se aplica a la optimalidad de Pareto es aplicable también a las MPP. Esta restricción se expresa a veces diciendo que las reglas paredañas proporcionan solamente una ordenación parcial de los estados de la Economía, ya que carece de criterio de elección entre las infinitas distribuciones potenciales de la dotación de recursos existentes. La nueva Economía del Bienestar libre de juicio de valor, tomó también como dada la distribución prevaleciente de servicios de factores, y en la medida en la cual los pagos de compensación no se recomendaran efectivamente, no recurría a juicio de valor alguno. Fue el artículo que Bergson publicó en 1938 sobre la función de bienestar social, al que Samuelson concedió un lugar predominante en sus Fundamentos, el que primero planteó la 41 Para una breve revisión de la nueva Economía del Bienestar, véase Blaug (1978, págs. 618-39 y 643-44), así como las referencias que allí se citan.
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idea de que la sociedad, expresándose a través de sus representantes políticos, compara de hecho las utilidades de diferentes individuos; estas comparaciones son, por así decirlo, recogidas en una función de bienestar social, que agrega las preferencias de los individuos en una escala social de estados de la economía. Una vez en posesión de tal función, el economista puede identificar un determinado cam bio como un MPP, y posteriormente podrá consultarse también la función de bienestar social para determinar si deberían efectuarse realmente los pagos compensatorios. Llegados a este punto, es difícil resistirse a la conclusión de que la Economía del Bienestar se confiesa abiertamente normativa, punto de vista que puede considerarse como el dominante (ver Hennipman, 1976, págs. 40-1). Sin embargo, siempre ha habido quien ha mantenido la posición adoptada por Pareto, en el sentido de que la Economía del Bienestar es una rama de la Teoría Económica Positiva, tan neutral y objetiva como cualquier otro de sus componentes. Creemos que vale la pena examinar con un cierto detenimiento los argumentos de los que así opinan. La economía positiva paretína del bienestar El herético punto de vista de que la Economía Paretiana no des cansa sobre base valorativa alguna fue defendido con gran vigor por Archibald (1959b). Su argumentación es básicamente muy simple: la Economía Paretiana del Bienestar investiga la eficiencia con que fun cionan diferentes mecanismos de satisfacción de unas necesidades dadas a la luz de las elecciones que los propios individuos realizan considerando su propio interés; así pues, los teoremas paredaños no requieren evaluación alguna de dichas necesidades (págs. 320-21). El mapa de preferencias de un individuo será idéntico a su mapa de bienestar, y la afirmación de que su bienestar es mayor en el es tado B que en el estado A nos dice simplemente que dicho individuo elegiría el B en lugar del A, si le fuese posible. Lo que la Economía Paretiana del Bienestar pregunta es: ¿bajo qué condiciones puede hacerse pasar al individuo en cuestión de A a B, sin que las posi bilidades de elección de los demás empeore, o dicho de otro modo, bajo qué condiciones se materializará una M PP? Los juicios de valor entrarán en el cuadro únicamente cuando se dé el paso decisivo hacia la prescripción (pág. 327) A2. Siempre que no entremos en el terreno 42 Archibald evita, por tanto, la equivocación de H arrod (1950, págs. 389-90) al expresar una argumentación sim ilar: «S i un individuo prefiere la mercancía o servicio X al Y , será económicamente mejor que lo obtenga. . . . E l bien eco-
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de la prescripción, nuestra argumentación no dependerá en modo alguno de actitudes de aprobación o desaprobación, y serán suscepti bles, por tanto, de refutación empírica, al igual q u e cualquier otra proposición de la Economía Positiva. Incluso «la familiar proposicion paretiana que afirma que si un mercado perfecto se encuentra en equilibrio, no existirá cambio alguno que pueda ampliar el campo de elección de un consumidor sin restringir el de algún otro» es una proposición empíricamente falsable, al menos si se expresa en tér minos de una teoría de la.demanda también falsable (pág. 325). Archibald resume así la cuestión: «Los teoremas de la Economía del Bienestar son teoremas de Economía Positiva; se refieren a rela ciones entre objetivos dados y medios disponibles. En Economía existe una única dicotomía: la existente entre la investigación em pírica acerca de cómo puede hacerse algo y las recomendaciones nor mativas acerca de lo que debería hacerse» (págs. 320-21). Hennipman (1976) es otro escritor que adopta la interpretación objetiva, técnica, de la optimalidad de Pareto: «Proposiciones como las que afirman que, bajo ciertos supuestos, la competencia perfecta es una condición suficiente para la optimalidad paretiana, y que el monopolio, los derechos de aduana y las externalidades generan pér didas de bienestar, son proposiciones positivas, que serán verdaderas o falsas, independientemente de nuestras creencias éticas o ideoló gicas» (pág. 47). La optimalidad de Pareto se basa en tres postula dos fundamentales: 1) tan sólo las preferencias libremente elegidas cuentan con preferencias individuales o varas de medir el bienestar individual (en el lenguaje popular: cada individuo es el mejor juez de su propio bienestar); 2) el bienestar social incluye el bienestar de cada individuo miembro de una sociedad (excepto el de los niños y los lunáticos), y el de nadie más que no sea miembro individual de dicha sociedad; y 3) sólo las reasignaciones de recursos decididas por unanimidad cuentan como mejoras del bienestar social. Sobre la base de estos tres postulados puede demostrarse lo que Samuelson ha denominado coloristamente el teorema de la mano invisible, la equi valencia entre el equilibrio de una economía perfectamente compe titiva y las condiciones de optimalidad de Pareto. Hennipman reconoce que los tres postulados de la teoría pare tiana son normalmente interpretados como juicios de valor, de lo que se sigue que la optimalidad de Pareto es un concepto normativo (página 51). Pero, al igual que Archibald, argumenta que el primer nómico será entonces el preferido. . . . A l juzgar las instituciones y las prácticas y hacer recomendaciones, el economista tendrá en cuenta este criterio, ya que constituye su norma de lo que es bueno y lo que es m alo.»
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postulado puede interpretarse en un sentido positivo que nos dice que las preferencias individuales se consideran dadas, sin implicar en absoluto que cada uno sea o no el mejor juez de lo que es bueno para él. Igualmente, el segundo postulado puede leerse como una negación de la existencia de intereses independientes del de la comu nidad (tales como los intereses del «Estado»), y que esto es una cuestión de hecho, y no una cuestión de gustos: «el decir que "cada individuo cuenta” es un truismo aritmético cuando el bienestar eco nómico de los miembros de una sociedad es el tema a investigar» (página 53). Finalmente, el tercer postulado, que Hennipman no discute, es simplemente una redefinición de la optimalidad de Pareto en términos del significado que Pareto mismo dio a dicho concepto; por consiguiente, este tercer postulado no nos plantea cuestiones que no nos hayan planteado ya los otros dos. Para Hennipman, como para Archibald, la quintaesencia de los objetivos de la Economía Normativa es la capacidad de hacer reco mendaciones de política, y la contribución de la optimalidad de Pa reto en este contexto es, en el mejor de los casos, bastante modesta, ya que tan sólo proporciona una ordenación parcial de estados so ciales alternativos; además, es estática, e ignora el bienestar de las generaciones futuras, excepto en la medida en la cual dicho bienestar sea tenido en cuenta por los individuos de la generación presente; y olvida^ todo objetivo colectivo que no sea de algún modo la suma de objetivos individuales. De todos modos, la teoría Paretiana, in siste Hennipman, tiene también un papel que jugar en la Economía Positiva, al detallar las implicaciones del comportamiento económico. Asi pues, la proposición de que las tarifas aduaneras, el monopolio y las externalidades traen consigo pérdidas de bienestar no debe tomarse como una recomendación en favor de la eliminación de tales fenómenos; en resumen, la demostración de la existencia de una MPP es una cosa, y la recomendación de una acción que haga algo al respecto es otra muy distinta (págs. 54-5). Todo lo que se necesita para invertir la interpretación objetiva de la optimalidad de Pareto es introducir el juicio de valor de que sería deseable eliminar las «ineficiencias» que implica la existencia de una MPP. «En esta insignificante diferencia», subraya Hennip man, «radica el centro de la controversia» (pág. 58), frase que me rece ser subrayada. Resumiendo su argumentación: si mantenemos una interpretación puramente neutral de la optimalidad de Pareto, el criterio paretiano no nos proporcionará recomendación alguna de política, y nos dirá simplemente que, cuando una cierta configura ción económica crea las condiciones en que madura una MPP, exis tirán bienes y servicios disponibles que pueden distribuirse mejorando
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las condiciones de otra persona; pero y en los casos en cuencia, no puede perdedores.
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vida de alguien y sin empeorar las de ninguna niega que tal distribución de extras sea deseable, los que alguien resulta perjudicado como conse recomendarse la compensación económica de los
El teorema de la mano invisible ¿Qué haremos, pues, con este argumento, algo forzado, de que el concepto de optimalidad de Pareto, tan claramente impregnado de ! juicios de valor, puede ser susceptible, sin embargo, de una ^nt£ir' pretación perfectamente objetiva, y libre de toda valoración? En términos puramente lógicos, la argumentación Archibald-Hennipman es impecable: la aceptación de las preferencias individuales como da tos y el tratamiento de las elecciones sociales como si estuviesen únicamente compuestas de elecciones individuales, son ambos juicios metodológicos, pero no juicios de valor. Pero al mismo tiempo, se requiere un distanciamiento realmente sobrehumano para no caer en el «simple» supuesto de que la eliminación de las MPP es algo deseable, especialmente si vamos más allá del propio Pareto y aban donamos el tercer postulado de unanimidad, permitiendo por tanto los pagos compensatorios a las víctimas del cambio económico. La Economía del Bienestar es, después de todo, la rama de la Economía que se ocupa de los criterios éticos por los cuales decidimos que una determinada situación es más deseable que otra, y hablar de una Economía del Bienestar positiva es caer literalmente en el lenouaje de la paradoja. No debemos rechazar ningún argumento sim plemente porque viola las convenciones lingüísticas, pero realmente nos parece que la defensa de la utilización de dos interpretaciones de la optimalidad de Pareto, una de ellas libre de juicios de valor y totalmente encuadrada en la Economía Positiva, y la ° t ra cargada de valoración, es algo así como tratar de partir un cabello en dos. La base de la argumentación está en el significado del teorema de la mano invisible. Es cierto que el mecanismo de mercado per mite a los individuos ser los mejores jueces de sus propios intereses; que les estimula efectivamente a actuar con independencia de lo que hagan los demás («nada de tú-ismos», como decía Wicksteed); que genera resultados colectivos en los que sólo cuentan las preferencias individuales como argumentos de la función social de bienestar; y que impone una distribución funcional y personal de la renta que no estará necesariamente en conformidad con las nociones eticas de justicia distributiva extramercado. Sólo hay que añadir a esto una
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tecnología subyacente apropiada (que excluya los rendimientos cre cientes a escala) y algunas condiciones acerca de la información y los costes de las transacciones (eliminando las externalidades que pudie ran surgir), y habremos llegado a una posibilidad de equilibrio en competencia perfecta, que es óptimo en el sentido de Pareto. Este es el teorema de la mano invisible, y para formularlo o demostrarlo sólo necesitamos, al parecer, manejar los resultados puramente obje tivos de los procesos de mercado. Así pues, el teorema de la mano invisible parece pertenecer a la Economía Positiva, en cuyo caso hay que dar a Archibald y Hennipman toda la razón. Si el teorema de la mano invisible es un teorema de Economía Positiva, será empíricamente falsable, porque la Economía Positiva es una rama de la Economía que contiene todas las hipótesis falsables de que la Economía dispone. Pero el teorema de la mano invi sible no es falsable. Como hemos visto, Archibald pretende que lo es, aunque añade francamente que lo será solamente en términos de una teoría de la demanda que sea a su vez falsable, con lo que exclu ye la existencia de curvas de demanda de pendiente positiva. Pero como más adelante demostraremos (ver capítulo 6), la teoría de la demanda existente no es una teoría refutable, ya que predice la exis tencia de curvas de demanda con inclinación positiva, con tanta facilidad como curvas de demanda de pendiente negativa. No pode mos, por tanto, excluir la posibilidad de que un equilibrio compe titivo deje al menos a algún consumidor enfrentado con una curva de demanda de pendiente positiva para al menos algún bien «tipo G iffen», a consecuencia de lo cual existirá una MPP, ya que una reducción en el precio de bien-Giffen expandirá su capacidad de elec ción, y puesto que este consumidor comprará ahora menos cantidad del bien-Giffen en vez de más, liberará recursos que aumentarán en vez de disminuir el campo de elección disponible para los demás consumidores de bienes normales. Así pues, existirá de hecho una reasignación de recursos que mejoraría las condiciones de al menos un consumidor sin empeorar las de ningún otro, lo cual contradice el teorema de la mano invisible. Y si el teorema de la mano invisible no es falsable, pertenecerá a la Economía Normativa y no a la Eco nomía Positiva. El concepto de optimalidad de Pareto y su concepto asociado de MPP no deberían confundirse con los teoremas de la Economía Posi tiva. Si esto implica que el economista ha de darnos la impresión de que existen argumentos puramente técnicos y libres de juicios de valor para ciertos cambios económicos, y que realmente los términos mismos de «eficiente» e «ineficiente» pertenecen a la Economía Nor mativa y no a la Positiva, pues tanto mejor, ya que las pretensiones
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de pronunciarse «científicamente» en cuestiones de «eficiencia», sin recurso alguno a los juicios de valor, han generado una inmensa con- ] fusión. La dictadura de la economía paretiana del bienestar Habiendo colocado a la Economía paretiana del Bienestar deci didamente dentro del campo de la Economía Normativa, no puedo resistir la tentación de hacer unos cuantos comentarios sobre los rasgos más curiosos de la moderna Economía del Bienestar, aunque constituyan en sentido estricto una disgresión del tema que nos ocupa. Los tres postulados de la Economía Paretiana del Bienestar (sobera nía del consumidor, individualismo en las elecciones sociales y una nimidad) son considerados frecuentemente como inocuos, porque son principios que reciben un asentimiento casi universal. La creencia de que casi todo el mundo acepta los postulados paretianos se inter preta muchas veces como una demostración de que la economía pare tiana está libre de juicios de valor. Estamos aquí ante otra definición sin sentido de los juicios de valor: los juicios de valor son aquellas prescripciones éticas que generan controversia. No perderemos el tiempo en criticar tal definición, pero sí que valdrá la pena subrayar que los postulados paretianos no reciben en absoluto universal asentimiento. Ciertamente, no podemos afirmar que absolutamente todo el mundo consideraría una determinada MPP como inequívocamente deseable. Y no son sólo los situados a la izquierda del espectro político los que rechazarían el postulado 1) sobre el bienestar individual, y especialmente el postulado 2) sobre bienestar social. Incluso los liberales clásicos se han rebelado recien temente en contra de lo que denominan «la dictadura de la Economía Paretiana del Bienestar», que sanciona una amplia gama de inter venciones gubernamentales para alcanzar la optimalidad de Pareto, subsanando así los defectos de la mano invisible por medio de la mano extremadamente visible de la acción gubernamental. Los libe rales, arguyen Rowley y Peacock (1975), aceptan una relación de intercambio entre la libertad y le individualismo; están dispuestos a tolerar limitaciones de la libertad individual, pero sólo si dicha limitación asegura una mayor libertad para otros; el liberalismo se preocupa esencialmente por el mantenimiento y ampliación de la libertad negativa, en el sentido de ausencia de coerción de unos indi viduos sobre otros, y esto puede entrar en conflicto con la soberanía del consumidor, postulado 1) de Pareto. En cualquier caso, las pre misas valorativas que subyacen a la filosofía del liberalismo clásico
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no pueden reducirse a los tres postulados de la Economía Paretiana del Bienestar. Sin necesidad de explorar más a fondo la argumenta ción de Rowley y Peacock, ésta nos sirve para vindicar el punto de vista de que existe en realidad una aceptación de los juicios de valor paretianos mucho menor de lo que al economista le gustaría creer. En realidad, los economistas no son muy buenos en eso de averiguar los valores que otras personas mantienen, ya que, en la medida en la cual han tratado de evadir las Wertungdiskussionen, se han prohibido a sí mismos en gran parte el análisis de los juicios de valor como área fructífera de investigación. Y la absurda tesis de que los valores no controvertidos no son juicios de valor, no ha contribuido preci samente a aclarar las cosas. El economista como tecnócrata Incluso aquellos que rechazan la idea de una Economía Paretiana del Bienestar como parte de la Economía Positiva pueden creer, de todos modos, que hay muchas cosas que el economista, en cuanto que economista, puede decir en cuestiones de política sin invocar jui cios de valor. La defensa de esta idea suele plantearse en términos de la distinción entre medios y fines, entre instrumentos y objetivos, que nos recuerda inmediatamente la famosa definición de Robbins de la Economía como aquella ciencia que estudia la asignación de recursos escasos entre unos fines dados y alternativos. Dejemos que los gobiernos decidan su «función de objetivos», y que la definan en términos de fines u objetivos múltiples para la actividad econó mica; la tarea del economista consistirá en delinear la «función de posibilidades», los costes y beneficios de las asignaciones alternativas posibles de unos medios escasos; siempre que la distinción finesmedios se mantenga estrictamente, los consejos que el economista ofrezca a los gobiernos serán, o más bien podrían ser, objetivos, li bres de juicios de valor43, y el mensaje de los libros de texto sobre el papel del economista como tecnócrata consejero de los políticos discurre precisamente sobre estas líneas. 43 Una única referencia será suficiente para documentar esta argumentación tradicional. Lange (1967, pág. 8), después de señalar que es necesario llegar a un acuerdo interpersonal sobre los objetivos de la Política Económica, sigue diciendo que «una vez que los objetivos están fijados y que se han adoptado ciertos supuestos respecto de las condiciones empíricas, las reglas de utilización “ ideal” de los recursos podrán derivarse a partir de las reglas de la lógica y verificarse por medio de las reglas de verificación. E ste procedimiento es interpersonalmente objetivo.»
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En cierto sentido, esto no es sino la dicotomía ser/deber-ser, hechos-valores, Economía Positiva-Normativa una vez más, y como tal, estará sujeta a las mismas dificultades que estas distinciones ge neraban. Lo mismo que anteriormente abogábamos en favor del di vorcio entre la Economía Positiva y la Normativa, por considerarlo clasificador como convención metodológica terapéutica, podemos aho ra recomendar el cuadro que presentan los libros de texto del con sejero económico de los gobiernos que mantiene sus propios juicios de valor escrupulosamente al margen, como un ideal al que tender, más que como una descripción de lo que realmente ocurre en la realidad. Esto es lo que Robbins intentaba cuando advertía a la pro fesión que el economista, en tanto que economista, no puede reco mendar legítimamente un curso determinado de actuación pública. Existen problemas respecto de esta distinción, sin embargo, que van más allá de las dificultades que plantea la distinción entre lo positivo y lo normativo. En efecto, la idea que hay detrás de tal distinción supone que el economista despliega el menú de posibili dades alternativas, y que entonces el que toma las decisiones elige entre dicho menú a la luz de su función de preferencias. Por desgra cia, normalmente se busca el consejo de los economistas, no sólo para dilucidar la función de posibilidades, sino también para tratar de adivinar cuál sea la función de preferencias. El responsable de la toma de decisiones busca consejo tanto respecto de los fines como respecto de los medios. Y ¿cómo podrá el economista descubrir la función de preferencias del responsable de la toma de decisiones, sin imponer la suya propia? Las preguntas al respecto obtendrán normalmente la callada por respuesta: si el responsable de la toma de decisiones es un político, tratará ante todo de maximizar su pro pio apoyo electoral y esto se consigue mejor escondiendo los objeti vos que revelándolos. Tampoco podrá el economista deducir la fun ción de preferencias del estudio del comportamiento pasado, ya que puede haber inconsistencias entre una decisión y la siguiente; o puede que la función de preferencias se haya alterado en el tiempo como consecuencia del proceso de aprendizaje con la práctica; además, las propias circunstancias son cambiantes, y esto dificulta aún más las in ferencias del pasado. Por si esto fuera poco, la idea de un único responsable de la toma de decisiones será, en todo caso, una con vención útil, ya que, normalmente, la toma de decisiones referente a la Política Económica corresponde a equipos, cuyos miembros pue den muy bien estar en desacuerdo respecto de los fines; en conse cuencia, las sucesivas políticas adoptadas pueden ser expresión de fines conflictivos, dependiendo de cuál ha sido el miembro del equipo que influyó más en cada momento. Pero si el economista no puede
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descubrir cuál sea la función de preferencias que subyace a las deci siones de política, tampoco será capaz de evaluar las decisiones to madas en el pasado, ni de mejorar las que se tomen en el futuro. A medida que se reflexiona sobre estas líneas se perfila la suge rencia de que, en realidad, algo no funciona en la purista posición, a ló Robbins, que dibuja una rígida distinción entre los medios y los fines de la Política Económica, ya que dicha distinción presupone que los responsables de la toma de decisiones eligen primero sus objetivos y buscan después las políticas que pueden ayudarles a al canzarlos. De hecho, sin embargo, cualquier responsable de la toma de decisiones inicia su actividad normal, y gradualmente empieza a definir sus objetivos a la luz de su experiencia con distintas polí ticas. En otras palabras, los responsables de la toma de decisiones no tratan de conseguir lo que quieren, sino que más bien aprenden a querer y apreciar lo que consiguen. Los medios y los fines se en cuentran indisolublemente unidos, y la evaluación de decisiones del pasado, o los consejos técnicos respecto de las decisiones futuras, buscarán en vano una función de preferencias sociales inexistente. Este enfoque del proceso de toma de decisiones, ■tan diferente del enfoque clásico de los libros de texto, ha sido enérgicamente discutido en los últimos años por algunos economistas y científicos de las ciencias políticas. La referencia más significativa al respecto es la constituida por el libro A Strategy of Decisión (Estrategia de la decisión) de Braybrooke y Lindblom (1963), que lleva el significativo subtítulo de Polity Evaluation as a Social Process (La evaluación política como proceso social)44. Braybrooke y Lindblom rechazan todo enfoque generalizado del proceso de toma de decisiones óptimas y defienden en su lugar lo que ellos denominan el incrementalismo discontinuo, que es discontinuo porque la toma de decisiones, lejos de efectuarse de una vez, se aborda por partes, y que es incremental porque considera tan sólo un conjunto limitado de políticas que difie ren tan sólo incrementalmente de las existentes; el incrementalismo discontinuo no sólo ajusta los medios a los fines, sino que explora los propios fines durante la aplicación de los medios, en un proceso qúe, en realidad, elige fines y medios simultáneamente. Es claro que Lindblom y Braybrooke han logrado un enfoque mucho más realista del papel que juegan los consejeros económicos en la toma de decisiones. Obviamente, el proceso de toma de deci 44 Véase también W ildavsky (1964, especialmente el capítulo 5); Churchman (1968, págs. 11-2) y D ror (1968, 1971), el último de los cuales contiene una crítica poco convincente de Braybrooke y Lindblom . Lindblom (1965, 1968) ha detallado la argumentación algo más desde entonces.
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siones, y especialmente el de toma de decisiones políticas, nunca con sigue más de la tercera mejor alternativa, aunque sólo sea porque el tiempo necesario para recoger la información pertinente que ase gurase la posibilidad de «hilar más fino» es el recurso más escasa Pero, ¿no sería posible retener el cuadro que presentan los libros de texto de una labor de asesoramiento económico libre de juicios de valor, puramente técnica, al tiempo que admitimos, e incluso subra yamos, que el asesoramiento económico que se dé en la realidad nunca se corresponderá estrechamente con el ideal? Pero es que te nemos aquí un tipo ideal que, si Baybrooke y Lindblom tienen razón, es imposible de aproximar en la práctica, con lo que el modelo mis mo de la función asesora contribuirá al autoengaño sistemático de los economistas. Hemos visto este tipo de autoengaño en funciona miento cuando comentábamos los estímulos prestados a la idea de que existe un campo prometedor de Economía positiva paretiana del Bienestar carente totalmente de juicio de valor, o basada en valores que son inocuos porque se supone que reciben universal asentimiento. La función de asesoramiento económico deberá basarse en últi mo término sobre hipótesis falsables pertenecientes a la Economía Positiva, es decir, sobre la demostración de que la relación empírica existente entre las variables económicas es ésta y no otra 45. En el momento en que los economistas van más allá de tales demostra ciones, entran en el campo, totalmente diferente, de la Economía Normativa, en el que su especialización, como tal, les servirá de poco, a causa de la larga tradición en que la economía moderna se ha de sarrollado, y que niega tanto los aspectos valorativos de las creencias económicas como las realidades de la política práctica. El campo de la Economía Positiva es más restringido, y el de la Economía Nor mativa más amplio, de lo que los economistas están normalmente dispuestos a admitir. 45 Así, Low e (1977) argumenta extensamente que la Economía Positiva ha perdido cualesquiera capacidades predictivas que hubiese podido tener en el pa sado, porque di moderno sistema industrial es demasiado inestable como para permitir predicciones fiables sobre su comportamiento; en consecuencia, este autor propone un método de «inferencia instrumental» como base de una nueva ciencia de la Econom ía Política, en la que los políticos fijan primero ciertos objetivos macroeconómicos y los economistas dedican luego sus esfuerzos a estu diar los incentivos privados necesarios para mantener al sistema económico en la senda que lleva a la consecución de los mismos. Pero lo que no nos explica es cómo un asesor económico, privado de la Economía Positiva, podrá arrojar luz sobre las relaciones existentes entre los incentivos privados y la acción indi vidual. Para todo un volumen dedicado a criticar la proposición de Lowe, véase Heilbroner (1969).
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Los prejuicios y la evaluación de la evidencia empírica Todas las hipótesis científicas presentan connotaciones filosófi cas, sociales e incluso políticas, que pueden generar prejuicios entre los científicos al evaluar la evidencia empírica disponible a favor o en contra de una determinada hipótesis (pensemos tan sólo en las reacciones desencadenadas entre los científicos por la teoría de la selección natural de Darwin o la teoría de la relatividad de Einstein). Los prejuicios ideológicos y los alegatos sesgados de todo tipo cons tituyen un rasgo universal del trabajo científico, cuyo único remedio esta en la crítica pública realizada por otros científicos y basada en las normas profesionales vigentes en el campo de que se trate. Hasta aquí, por lo tanto, no hay diferencia entre la Economía y cualquier otra disciplina científica. Sin embargo, existen prejuicios especiales que los economistas tienden a adoptar con más frecuencia, y que no tienen paralelo en las ciencias físicas. Una poderosa fuente de tales prejuicios especiales reside en la íntima conexión existente entre ciertas proposiciones de la Economía Positiva y proposiciones muy semejantes de la Economía Normativa. «Al menos desde los tiempos, de los fisiócratas y de Adam Smith», observó Samuelson (1948, pág. 203) en una ocasión, «ha estado siempre presente en el cuerpo principal de la literatura eco nómica la sensación de que, de algún modo, la competencia perfecta representa una situación óptima». El teorema moderno de la mano invisible proporciona un apoyo riguroso a tal sensación, ya que, bajo ciertas condiciones, el equilibrio perfectamente competitivo a largo plazo genera una asignación de recursos que es óptima en el sentido de Pareto, y toda asignación de recursos óptima en el sentido de Pa reto es una situación de equilibrio perfectamente competitivo a largo plazo. Por supuesto, esto deja de lado la cuestión de la justicia o injusticia de la distribución de recursos subyacente al equilibrio com petitivo, y muchas cosas más. Pero, de todos modos, todo economista siente en lo más profundo de su ser que el teorema de la mano invi sible no es solamente una demostración abstracta de hipotética sig nificación en la estratosfera de las ideas, sino que, de algún modo, parece pertinente tanto para el socialismo como para el capitalismo, y llega casi a proporcionar la justificación universal del sistema de precios como mecanismo de racionamiento en prácticamente cual quier economía. Y si esto no es lo que la Economía pretende en úl timo término, ¿para qué nos sirve? No resulta sorprendente, por tanto, que los economistas luchen con uñas y dientes cuando se les enfrenta con una refutación empí rica de cualquier proposición de Economía Positiva que afecte al
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supuesto de competenda perfecta. Ya que lo que está en juego en este caso no es solamente la proposición concreta que ha sido some tida a contrastación, sino toda la concepción de «eficiencia» econó mica, que presta su razón de ser a la disciplina económica. Es lógico, en estas condiciones, que la tenacidad intelectual frente a las refuta ciones empíricas y la tendencia a proteger como sea teorías ya falsadas por medio de estratagemas inmunizadoras haya estado, y siga estando, de tal modo presente en la Historia de la Economía. Como hemos visto, Heilbroner acusaba a los economistas de falta de distanciamiento en la evaluación de la evidencia empírica. Pero, ¿qué científico mantiene tal distanciamiento? No es cierto que el estudio del universo no evoque emociones, mientras que el estudio de la sociedad las evoque necesariamente. En realidad, la religión es la fuente más antigua y profunda de preconcepciones ideológicas, y la ciencia ha avanzado a base de desafiar las respuestas que la religión proporcionaba y de ir progresivamente desplazándolas. Además, cuan do los científicos de las ciencias naturales expresan puntos de vista sobre cuestiones políticas, tales como la guerra biológica, el uso de bombas de hidrógeno, la energía nuclear, la esterilización, la vivisec ción, etc., están mezclando hechos con valores, como todo el mundo, y tenderán igualmente a deformar la evidencia disponible. No es en estos términos como hemos de distinguir entre la Física y la Eco nomía. Las limitaciones de la Economía como ciencia empírica pro vienen de otras fuentes, principalmente del hecho de que los teoremas de la Economía del Bienestar están continuamente pasando del cam po de la Economía Normativa al de la evaluación de la evidencia empírica de la Economía Positiva. Los economistas tienden a pola rizarse en las categorías de «planificadores» y «defensores del libre mercado», y suelen interpretar la evidencia empírica en pro y en contra de las hipótesis económicas concretas a la luz de dichas acti tudes polarizadas (Hutchison, 1964, págs. 63 y 73-82) 46. El actual estado de cosas es casi el opuesto al que Friedman expone (1953, página 6) cuando aventura la opinión de que «las distintas predic-
dones existentes acerca de la importancia de las llamadas “ economías de escala” explican en gran parte la existencia de puntos de vista divergentes acerca de la deseabilidad o necesidad de una regulación detallada de la industria por parte del Gobierno, e incluso del socia lismo como sustituto de la empresa privada». ¿H a habido en realidad algún economista que haya llegado a creer en el socialismo o en el capitalismo empujado por la evidencia empírica disponible acerca de las economías de escala? Lo más pro bable es que los argumentos que convierten a los economistas en planificadores o partidarios del libre mercado no sean ni siquiera argumentos de tipo económico, sino de otra naturaleza. Por más que busquemos a lo largo y a lo ancho del cuerpo de doctrinas económi cas recibidas, no encontraremos un ataque o justificación bien formu lados de la propiedad privada de los medios de producción. La mayor parte de los economistas están sin duda convencidos de las ven tajas del sistema descentralizado de toma de decisiones en cuanto al ahorro de información que permite, pero, como Lange y Lerner demostraron hace ya tiempo, la propiedad pública puede coexistir con una gran parte de las virtudes del sistema de precios bajo un régimen de «mercado socialista». Existen también argumentos de tipo económico para defender la propiedad privada referentes a la ten dencia inherente hacia el dinamismo técnico que presenta un sis tema de competencia atomística, pero estas ventajas han de contra pesarse con las tendencias también inherentes hacia las depresiones recurrentes, por no mencionar las desigualdades en la distribución de la renta personal. Raras veces se discute, sin embargo, el lazo fundamental existente entre la libertad económica y la libertad polí tica, posiblemente porque los economistas se sienten en general incó modos al tener que reconocer que lo que realmente hay detrás de su preferencia por la propiedad privada frente a la pública es un razonamiento de teoría política47. Joan Robinson (1962, págs. 138139) da plenamente en el clavo en el siguiente pasaje, de maravillosa concisión:
46 Como Krupp (1966, pág. 51) ha observado con razón: «E l grado de con firmación de una teoría en su conjunto está en gran medida relacionado con los juicios de valor que reflejan, entre otras cosas, la selección de las hipótesis que la forman. N o es casualidad, por tanto, que los defensores de la teoría de la fijación competitiva de precios defiendan simultáneamente los rendimientos decrecientes a escala, un bajo grado de concentración industrial, la teoría de la inflación generada per el lado de la demanda, una elevada función consu mo, la efectividad de la política monetaria en el mantenimiento del pleno em pleo, la insignificancia de las externalidades y la sustitución como prevaleciente en general sobre la complementariedad como relación básica del sistema eco nómico.»
Cabe la posibilidad de defender nuestro sistema económico sobre la base de que, completado con elementos correctores keynesianos, es, en palabras del propio Keynes, «el mejor de que disponem os». O decir que, en cualquier caso, tan malo no es, y que los cambios siempre son dolorosos. En resumen, que nuestro sistema es el mejor que tenemos. O es posible también adoptar la línea 47 Pero no todo el mundo se siente incómodo; por ejemplo, véase Hayek (1960), Friedman (1962) y Machlup (1978, pág. 126). También, Lipsey (1969, página 309) discute francamente el atractivo político del teorema de la mano invisible.
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dura de pensamiento que Schumpeter derivó de M arx. E l sistema es cruel, in justo, turbulento, pero nos abastece de bienes, y como son bienes lo que se desea, al demonio con todo lo demás. O podem os también, admitiendo sus de fectos, defenderlo en el terreno político — la democracia, tal como la conocemos, no hubiese podido desarrollarse en ningún otro sistema y no podría sobrevivir sin él— . L o que no es posible, a estas alturas, es mantener una defensa de corte neoclásico, sobre la base de que se trata de un delicado mecanismo autorregulado que, dejado a sí mismo, generará la mayor satisfacción para todos. Soy de la opinión de que, dejando las cuestiones semánticas aparte, los cuatro puntos de defensa que Robinson ofrece cubren de hecho las posiciones que generalmente se mantienen al respecto, y que el tercer punto es el que más fuerza tiene para los que quieren «defender nuestro sistema económico».
Incluso entre la mayor parte de los economistas que creen en el capitalismo, los «defensores del mercado libre» de todas filiaciones, existen profundas diferencias respecto de la medida en la cual las des igualdades de renta son remediables en nuestra sociedad por medio de la Política Económica usual. Por ejemplo, en un estudio que trataba de revisar las ideas de los economistas académicos, de empresa y al servicio de la Administración, comparadas con las de los políticos y periodistas, Samuel Brittan (1973) nos mostraba a los economistas como una comunidad tendente a mantener unas opiniones sobre polí tica pública que los separan del otro grupo en casi cualquier punto de discusión sobre estas cuestiones; en efecto, los economistas mues tran un aprecio por el funcionamiento del mecanismo de los precios como método de asignación de recursos según las escaseces relativas y las preferencias reveladas de los consumidores, que no suele en contrarse entre los no-economistas. En cualquier caso, el que un eco nomista concreto estuviese dispuesto o no a suscribir la «ortodoxia económica liberal dependía con frecuencia de si «estaba dispuesto a considerar las cuestiones referentes a la asignación de recursos por sí mismas, en la creencia de que cualquier efecto importante e indeseado sobre la distribución de la renta podría ser compensado, o más que compensado, por medio de los sistemas impositivo y de segu ridad social» (pág. 23; véase también Kearl, y otros, 1979). No hay, pues, muchas razones que justifiquen la optimista idea de Friedman (1953, pág. 5) de que todos nosotros estamos más divididos en rela ción con los efectos ptedichos de la acción política de los gobiernos que en relación con cuestiones de valores fundamentales. Anteriormente decíamos que muy pocos mantenemos juicios de valor en estado puro y que, a pesar de la guillotina de Hume, el campo de «lo que es» invade continuamente el campo de «lo que debe ser», pero acabamos de sostener ahora que las proposiciones sobre el-ser son constantemente valoradas a la luz de proposicio
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nes sobre lo-que-debe-ser. No hay en ello paradoja alguna. La mutua interacción de hechos y valores es precisamente el combustible que mantiene encendida la llama del trabajo científico, y ello ocurre tanto en el campo de las ciencias sociales como en el de las ciencias físicas. El progreso científico se produce únicamente cuando conseguimos maximizar el papel que juegan los hechos y minimizar el que juegan los valores. Si la Economía ha de progresar, los economistas tendrán que conceder absoluta prioridad a la tarea de generar y contrastar teorías económicas falsables. En último término, tan sólo podemos confiar en el mecanismo de la contrastación de hipótesis para erradi car los prejuicios políticos y sociales a un ritmo mayor que aquel al que las nuevas circunstancias los recrean. La Meca del economista no será, pues, la Biología, como Marshall creyó, ni tampoco otra rama cualquiera de la ciencia. La Meca del economista es el propio método científico.
Parte III EVALUACION METODOLOGICA DEL PROGRAMA DE INVESTIGACION NEO-CLASICO
Capítulo 6 LA TEORIA DEL COMPORTAMIENTO DEL CONSUMIDOR
Introducción Estamos ahora preparados para utilizar nuestros conocimientos de metodología en la evaluación de las teorías económicas. Al hacer lo, debemos empezar siempre estableciendo lo que Popper llama la «situación-problema», a la que la teoría se supone va a dar solución. Este punto de partida obvio se olvida con frecuencia. A continua ción, tendremos que decidir qué es lo que la teoría predice, pero en el punto a que hemos llegado convendrá que intentemos evaluar la evidencia empírica referente a las predicciones de la teoría, sin olvi dar, sin embargo, las características de la «explicación» que subyace a la misma. ¿Proporciona la teoría un mecanismo causal que nos lleva sistemáticamente de las acciones de los agentes económicos y del funcionamiento de las instituciones económicas a los resultados predichos por la misma? Ninguna de estas cuestiones es susceptible de discusión fructífera si tan sólo disponemos de una única teoría. En efecto, las teorías sólo pueden evaluarse adecuadamente en términos de hipótesis alter nativas, por la simple razón de que la metodología no proporciona normas absolutas a las que hayan de conformarse todas las teorías: lo que nos proporciona son criterios en cuyos términos podemos cla sificar las teorías en una escala de mayores o menores posibilidades. Así pues, la evaluación de las teorías económicas consistirá esencial183
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mente en responder a la pregunta: ¿Cuál de entre todas las teorías alternativas está mejor dotada para sobrevivir? En lo que sigue presentamos un conjunto de casos de estudio, cada uno de los cuales ilustra una lección metodológica o más de una. Algunas veces, la lección que la metodología nos enseña demuestra que el contenido empírico de una teoría ha sido exagerado o com pletamente malinterpretado; otras veces, nos demuestra por qué exis ten buenas razones para retener una teoría a pesar del hecho de que haya sido refutada; y otras, nos demuestra simplemente que econo mistas destacados, con puntos de vista metodológicos bien definidos, se muestran, sin embargo, renuentes a la hora de aplicar los princi pios que ellos mismos defienden. Estos casos de estudio no han sido seleccionados al azar, ya que cada uno de ellos constituye un pro grama de investigación satélite perteneciente a un programa central más amplio que con frecuencia recibe la denominación de Economía Neoclásica, aunque la denominación de «corriente ortodoxa princi pal del pensamiento económico» sería igualmente correcta. Esto no quiere decir que tratemos exhaustivamente cada aspecto del programa de investigación neoclásico — esto exigiría toda una serie de libros para hacer justicia al tema— . Lo único que nos cabe hacer aquí es sugerir las líneas de tal evaluación generalizada de la Economía Neo clásica, al trazar algunas de las interconexiones existentes entre dis tintos subprogramas diferentes pero complementarios, y al demostrar cómo cada una de las partes del programa central más amplio reciben su fuerza de las demás partes, en el supuesto, generalmente no con trastado, de que esas otras partes están empíricamente bien corro-, boradas. A lo largo de los próximos capítulos, que constituyen la Parte III de este libro, estaremos continuamente preguntándonos: ¿Cuál es en realidad el «núcleo central» básico del programa de investigación neoclásico?; es decir, ¿qué^es lo que hace que un análisis de, por ejemplo, el crimen o la oferta de dinero, constituya un elemento de la Economía Neoclásica, en vez de serlo de la Economía Marxista, Radical, Institucional o lo que ustedes quieran? Además, habremos tic preguntarnos también: ¿En qué circunstancias deberíamos dete nernos a considerar un programa de investigación alternativo con un «núcleo» diferente y un conjunto distinto de «heurísticas» positiva y negativa, especialmente cuando dicho programa alternativo de in vestigación está dirigido a un conjunto diferente de cuestiones y viene asociado con normas metodológicas también distintas? Las respuestas i estas trascendentales cuestiones irán apareciendo a lo largo de la Parte III, y volveremos explícitamente a ellas en el capítulo final de la Parte IV.
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La ley de la demanda ¿es una ley?
ú | En la Historia de la Economía abundan las leyes proclamadas eñ letras mayúsculas: la Ley de Gresham, la Ley de Say, la Ley de la;Oferta y la Demanda, la Ley de los Rendimientos Decrecientes, la Ley de la Utilidad Marginal Decreciente, etc. Sin embargo, el tér mino ley ha ido adquiriendo gradualmente para los economistas la connotación de algo un poco pasado de moda, y los economistas de hoy prefieren presentar sus más queridas proposiciones de tipo gene ral como «teoremas», en vez de como «leyes». En cualquier caso, si por ley entendemos aquellas relaciones bien corroboradas y univer sales postuladas entre acontecimientos o clases de acontecimientos y que han sido deducidas a partir de unas condiciones iniciales con trastadas de forma independiente, pocos economistas actuales sosten drían que la Economía haya producido hasta ahora más de una o dos de estas leyes l. Pero esta recomendable modestia metodológica puede también llevarse demasiado lejos. Después de todo, los filósofos de la ciencia no se muestran muy de acuerdo acerca de las condiciones necesarias y suficientes que una proposición científica ha de satisfacer para cualificar como ley científica, y en este sentido existen diferen tes tipos de leyes que juegan distintos papeles en los diferentes tipos de teorías científicas (ver capítulo 1; también, Rosenberg, 1976, capí tulos 4-6). Así pues, cualesquiera que sean los hábitos lingüísticos de los economistas, no se puede negar que la famosa Ley de la De manda posee el estatus de ley científica. Lo que no resulta fácil de decidir, sin embargo, es si la Ley de la Demanda es una «ley determinista», una «ley estadística» o una «ley causal». Si la Ley de la Demanda se refiere a los individuos, afir mando que la cantidad demandada de cualquier mercancía por un consumidor atomístico variará inversamente con su propio monetario, puede descartarse de entrada la pretensión de que expresa una con comitancia invariable de acontecimientos. Pero si la ley se refiere 1 Samuelson (1966, pág. 1 5 3 9 ) subraya que sus años de e y erien c ia le han enseñado «h asta qué punto resultan tan traicioneras las “ leyes” en la vida eco nómica; por ejemplo, la Ley de Bowley sobre la participación relativa constante de los salarios; la Ley de Long sobre la participación constante de la población en la fuerza de trabajo; la Ley de Pareto sobre la desigualdad intercambiable de las rentas; la Ley de D enison sobre la tasa constante de ahorro privado; la Ley de Colin Clark sobre el 25 por 100 de techo a los gastos e impuestos guber namentales; la Ley de M odigliani sobre la tasa constante riqueza-renta; la Ley de M arx sobre el decrecimiento de la tasa de salarios y /o del decrecimiento de la tasa de beneficios; la Ley de Todo-el-Mundo sobre la constancia de la rela ción capital-producto. Si éstas son Leyes, la M adre Naturaleza es una criminal nata» (véase también Hutchison, 1964, págs. 94-5).
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a la conducta de mercado del conjunto de los consumidores de un producto homogéneo, será posiblemente cierto que, al menos hasta Marshall, fue considerada como una ley determinista, es decir, como una regularidad empírica que no admite excepciones. A partir de Marshall, sin embargo, ha sido considerada de hecho como una ley estadística del comportamiento de mercado, una ley que tiene una probabilidad de cumplirse cercana a la unidad, pero no igual a la unidad. Todo estudiante de primer año de Economía aprende que, sujeta a una serie de condiciones referentes a los gustos, las expec tativas, las rentas y los precios de los demás bienes, una elevación en el precio de un bien viene seguida de una disminución de la can tidad demandada, a menos que el bien en cuestión sea un bien Giffen o un bien ostentoso; en resumen, las curvas de demanda de mercado pueden tener inclinación positiva o negativa. Sin embargo, como ve remos, existe una aplastante evidencia empírica en el sentido de que la mayor parte de las curvas de demanda presentan inclinación nega tiva: la «ley de la curva de demanda con pendiente decreciente», como Samuelson (1976, pág. 61) la denomina, es de hecho una de las «leyes» estadísticas mejor corroboradas de la Economía. Por otro lado, la Ley de la Demanda puede construirse también como una «ley causal», es decir, como una ley que explica el com portamiento humano en términos de las razones, deseos y creencias de los agentes humanos «racionales», que constituyen el mecanismo causal que nos lleva desde la disminución del precio hasta el aumento de la cantidad demandada (Rosenberg, 1976, págs. 53-5, 73-7 y 108-21). Sea como sea, los economistas no afirman que los seres humanos sean «racionales» por definición, y en la medida en que no lo afirman, la Ley de la Demanda será una proposición refutable empíricamente, que se presenta en forma de ley y se refiere a las respuestas económicas que genera una variación de los precios. Además, la Ley de la Demanda no constituye una generalización inductiva a partir de un conjunto de observaciones ateoréticas. Por el contrario, se alega que dicha ley es una deducción lógica obtenida a partir de lo más cercano a una teoría totalmente axiomatizada de que disponemos en Economía: la moderna teoría estática del com portamiento del consumidor. Esta teoría tiene una larga y compleja historia, que con frecuencia nos ha sido relatada (ver Blaug, 1978, paginas 343-74 y 388-89), y que va desde el cardinalismo introspec tivo de Jevons, Menger, Walras y Marshall, pasando por el ordinalismo introspectivo de Slutsky, Alien y Hicks, hasta el ordinalismo behaviorista de la teoría de la preferencia revelada de Samuelson, el cardinalismo behaviorista de la teoría de la utilidad esperada de Neumann-Morgenstern y la teoría de las características de las mercancías
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de Lancaster, por no mencionar las teorías estocásticas más recientes sobre el comportamiento del consumidor. A lo largo de todo el pro ceso, la intención era demostrar de algún modo la idea de una curva de- demanda con inclinación negativa a partir de axiomas de compor tamiento individual fundamentales y compelentes. Después de todo, ni ‘las curvas de demanda individuales ni las de mercado son entes directamente observables; todo lo que podemos observar en cualquier momento es un único punto de la curva de demanda de un bien. Estamos, por tanto, abocados a estimar estadísticamente las curvas de demanda, y esto sólo es posible en situaciones en las que quepa adoptar supuestos muy restrictivos acerca de las condiciones de oferta del mercado en cuestión. Este problema de identificación fue expues to explícitamente por primera vez en la década de 1920, pero incluso los economistas del siglo xix reconocieron el problema implícita mente. Así, los pioneros de la teoría de la demanda sólo tenían dos posibilidades: o seguir a Agustín Cournot y Gustav Cassel en su formulación de las curvas de demanda decrecientes como una pura generalización empírica, o deducir la Ley de la Demanda a partir de un conjunto de supuestos primarios sobre el comportamiento economico. Dada la importancia de las curvas de demanda decrecientes como elemento esencial de la teoría competitiva de los precios, no resulta sorprendente que aquéllos eligiesen la segunda vía. Fue Marshall el que descubrió que la así denominada Ley uni versal de la Demanda está desgraciadamente sujeta a una posible excepción, a saber, la paradoja de Giffen, el caso en que, por expre sarlo en lenguaje moderno, el efecto-renta positivo de una variación del precio es tan grande que elimina el efecto-sustitución negativo generado por tal variación. El hecho de que Sir Robert Giffen nunca llegase en realidad a formular la paradoja de Giffen (Stigler, 1965, página 379) resulta significativo: Marshall estaba buscando, por así decirlo, la paradoja de Giffen y, por tanto, estaba decidido a encon trarla. Se dio perfecta cuenta de que, para todo propósito práctico, hemos de definir las curvas individuales de demanda como sujetas a una cláusula ceteris paribus que incluye los gustos, las expectativas sobre precios futuros, las rentas monetarias de los consumidores y todos los demás precios, excepto el que estamos considerando. Defi nida de este modo, sin embargo, no era ya posible afirmar que existe de hecho una ley «universal» de demanda. Marshall coqueteó también, como ha señalado Friedman (véase Blaug, 1978, págs. 370-72 y 389), con una interpretación de las cur vas de demanda basada en la renta-raí-constante, según la cual los precios de todos los bienes relacionados estrechamente con el bien en cuestión varían inversamente con él (en términos prácticos, divi
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dimos la renta monetaria por medio de un índice de precios de Laspeyres), de forma que «se compense» al consumidor de cualquier variación de su renta real generada por la variación del precio. Esta curva de demanda de renta-real-constante, o curva de demanda com pensada, deberá ciertamente tener inclinación negativa por las propias condiciones impuestas en su construcción, y, por consiguiente, arguye Friedman, deberíamos elegir esta interpretación como la idónea, ya que es la única que presenta implicaciones claramente contrastables. Pero, por desgracia, nunca podremos observar una curva compensada de demanda, mientras que sí que podemos observar al menos un punto de la curva de demanda de renta-monetaria-constante. La for mulación de la curva de demanda de renta-real-constante escamotea simplemente la cuestión, ya que el efecto-renta de una variación en el precio es una parte integrante del comportamiento del consumidor en el mundo real al igual que el efecto-sustitución, y dejar el primero fuera del análisis equivale a ajustar el mundo real a nuestras teorías, en vez de ajustar nuestras teorías al mundo real2. Y en la medida en la cual estemos interesados en la variación total que se produce en la cantidad demandada a consecuencia de una determinada variación del precio, tendremos que >medir tanto el efecto-renta como el efectosustitución. De las curvas de indiferencia a la preferencia revelada La descomposición de la respuesta ante una variación en el precio entre los efectos sustitución y renta, realizada por Slutsky-Allen-Hicks, y el signo invariablemente negativo del efecto-sustitución, son los únicos logros sustantivos del inmenso esfuerzo intelectual que cientos de economistas dedicaron durante más de un siglo al análisis del comportamiento del consumidor. Esta teoría, como Lancaster (1966b, página 132) dijo, «aparece hoy como un ejemplo conspicuo de cómo obtener los mínimos resultados posibles del mínimo de supuestos». La teoría no nos dice nada sobre las decisiones de los consumidores 2 Sólo con que pudiésemos ignorar a voluntad el efecto-renta de una varia ción en los precios, la teoría de la demanda sería muchísimo más simple. Así, Becker (1976, págs. 159-60) demuestra que para una am plia variedad de reglas de toma de decisiones por parte del consumidor, incluyendo las decisiones deter minadas jugimdo a los dados, las curvas de demanda del mercado seguirán pre sentando inclinación negativa (esencialmente porque las elevaciones de precios restringen el conjunto de oportunidades alcanzables, mientras que las caídas de precios lo amplían). E sta demostración supone una curva de demanda de rentareal-constante y no una curva de demanda marshalliana de renta-monetariaconstante.
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en cuanto a la adquisición de bienes duraderos, ni sobre las deci siones de ahorro o de mantenimiento de riqueza en unas formas y no en otras. Se refiere tan sólo a las decisiones de adquisición de bie nes perecederos, y en especial a la decisión de asignación de la renta disponible entre los distintos bienes perecederos, y, sin embargo, ni siquiera es capaz de predecir qué bienes serán consumidos de hecho. Lejos de generar hipótesis económicas contrastables sobre el compor tamiento de la demanda, lejos de ser inspiración y guía de la inves tigación empírica, la teoría se ha mantenido casi constantemente a la zaga de los estudios estadísticos, en vez de dirigirlos. Aunque los estudios referentes a los efectos de la renta sobre el gasto del con sumidor basados en datos de presupuestos familiares eran ya moneda corriente en la década de 1870, el papel de la renta como variable clave de la teoría de la demanda no fue teóricamente reconocido hastá la década de 1890 y no fue sistemáticamente analizado hasta la de 1930 (Stigler, 1965, pág. 211). Igualmente, los primeros estu dios estadísticos actuales sobre la demanda se iniciaron justo antes de la Primera Guerra Mundial (Stigler, 1965, págs. 219 y sigs.), y, sin embargo, el desarrollo de la teoría de las curvas de indiferencia de Allen-Hicks en la década de 1930 no incluía nada de los avances conseguidos para entonces en la comprensión empírica de la demanda. La teoría de la inferencia, que apareció después de una genera ción de críticas hostiles, aunque poco efectivas, a la teoría de la uti lidad marginal por parte del institucionalismo americano 3, reafirmó la concepción del homo economicus, como poseído de lo que Maurice Clark denominó «una pasión irracionalmente racional por el cálculo desapasionado», al tiempo que se enorgullecía indebidamente de su derivación de todas las implicaciones clásicas a partir del cálculo ordinal, en vez de del cardinal. El concepto de «indiferencia», que supone la comparación por pares de conjuntos de mercancías infini tamente cercanos unos a otros, es tan introspectivo e inobservable como puede serlo el concepto de comparaciones cardinales entre uti lidades marginales4. Esto no tiene importancia si la formulación faci 3 Para una revisión de este gran debate de las entreguerras sobre los fun damentos psicológicos de la Economía, véase Coats (1976). E l librito de Sargant Florence (1927) recrea maravillosamente la atmósfera de esta trasnochada con troversia. 4 L a obtención de las curvas de indiferencia a partir de experimentos de elección simulados tiene una larga y desigual historia, que se retrotrae hasta el intento pionero realizado en 1931 por el psicólogo Louis Thurstone y que ha sido repetido tan sólo en dos ocasiones desde entonces. Un intento reciente más sofisticado realizado por MacCrimmon y T oda (1969) generó una evidencia positiva pero dudosa respecto de las tres propiedades familiares de las curvas de indiferencia: 1) no-intersección, 2) pendiente negativa y 3) convexidad res pecto del origen.
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lita la obtención de predicciones empíricamente significativas sobre el comportamiento del consumidor, pero, de hecho, el aparato de las curvas de indiferencia no nos sirve de ayuda para averiguar de ante mano qué curvas de demanda presentan inclinación negativa y cuáles la presentan positiva, ya que nunca podemos observar directamente ni el efecto-sustitución ni el efecto-renta (el efecto-renta vendrá defi nido respecto de un nivel original de utilidad total), y no podremos, por tanto, medir el tamaño de uno de ellos para añadirlo al del otro con objeto de predecir la variación total de la cantidad demandada resultante de una variación en el precio. Lo mismo que antes, la teo ría del comportamiento del consumidor seguirá siendo una raciona lización ex-post-facto de cualesquiera variaciones experimentadas por la demanda final. Podremos, pues, confirmar la Ley de la Demanda, pero nunca podremos desconfirmarla. La exposición clásica de la teoría de la indiferencia fue presenta da en los primeros tres capítulos de Valor y Capital de Hicks (1939), y para entonces Samuelson había ganado ya la carrera al demostrar los mismos resultados clásicos a partir de un número aún menor de supuestos. La teoría de la preferencia revelada (TPR) de Samuelson se proponía purgar la teoría del comportamiento del consumidor de sus últimos vestigios de utilidad, restringiéndola a las comparaciones operacionales entre sumas de valores (cantidades por precios). Si los consumidores prefieren más bienes a menos bienes, si eligen tan sólo un conjunto definido de bienes en cada situación presupuestaria, y se comportan consistentemente en elecciones sucesivas, comprarán una cantidad menor de un bien cuando su precio suba y hubieran com prado una cantidad mayor de dicho bien caso de haberse elevado sus rentas. Esta ley generalizada de la demanda o «teorema fundamental de la teoría del consumo», como Samuelson lo denominó, incluye todas las implicaciones observables de la teoría de la indiferencia y presenta, además, la ventaja de inferir las preferencias de los consu midores a partir de su comportamiento revelado, y no al revés. Ade más, el efecto-renta en la TPR es medible en principio, ya que es el cambio de renta opuesto en signo al cambio de precio que se re quiere para restaurar el conjunto de bienes originalmente adquirido. De todos modos, la TPR es tan difícil de refutar como lo es el análisis de las curvas de indiferencia, ya que, a menos que dispon gamos de información precisa acerca de la elasticidad de demanda de una mercancía, no podremos predecir de antemano, a partir del teorema fundamental de la teoría del consumo, que la cantidad deman dada del mismo vaya a variar inversamente con su precio. Por su puesto, podemos inferir que tal resultado será tanto más probable cuanto menor sea la proporción del gasto total que se gasta en el
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bien en cuestión, pero esta inferencia se deduce de forma igualmente fácil, si no más fácil aún, a partir de la vieja teoría marshaüiana del comportamiento del consumidor. Posteriores desarrollos en este campo consiguieron axiomatizar la TPR hasta el punto en que sus supuestos y conclusiones quedasen tan firmemente conectados que el establecer la verdad de uno de ellos fuese suficiente para establecer la verdad de todos los demás, y vice versa (Houthaker, 1961, págs. 705-08). En sí, esta formulación pro porciona un ejemplo perfecto de nuestra anterior afirmación en el sentido de que (ver capítulo 4) la distinción lógica entre «supuestos» e «implicaciones» desaparece totalmente en una teoría perfectamente axiomatizada. Utilizando la TPR es posible derivar todas las propie dades conocidas de las curvas de demanda que anteriormente se derivaban por medio de las teorías ordinales y cardinales de la uti lidad. Lo que denominamos elección «racional» en teoría de la utili dad, se traduce en «preferir más a menos», «consistencia» y «transitividad» de la TPR. En resumen, la TPR y la teoría de la utilidad son lógicamente equivalentes, y la defensa original que Samuelson hace de la TPR como un nuevo enfoque al problema del compor tamiento del consumidor debe, por tanto, rechazarse por injustifi cada 5. En este sentido, la exigencia expresada por algunos metodólogos «agresivos» de que los supuestos de la TPR deben ser contras tados de forma independiente (Clarkson, 1963, págs. 55-6, 62-3 y 83) carece de sentido. No tenemos por qué argumentar, estilo Friedman, que Freud y Marx nos han enseñado que la gente no sabe por qué se comporta como se comporta y que, en cualquier caso, lo que compete a una ciencia social es trazar las consecuencias 5 Como W ong (1978) ha demostrado, en realidad Samuelson ha cambiado de opinión dos veces respecto de la finalidad de la T P R : en su artículo origi nal de 1938 (Samuelson, 1966, capítulo 1), la finalidad de la teoría consistía en derivar los principales resultados obtenidos por la teoría de la utilidad ordi nal de H icks, sin tener que recurrir al concepto de indiferencia, o sin tener que recurrir a ningún otro concepto no-observable; en un artículo escrito en 1948 (Samuelson, 1966, capítulo 9), en el que bautizó el nuevo enfoque, la T P R se convierte en la base de un método operativo de construcción de un mapa de indiferencia individual a partir de observaciones del comportamiento de merca do del individuo, resolviendo así el problema que el artículo anterior había descalificado como espúreo; finalmente, en otro artículo que data de 1950 (Sa muelson, 1966, capítulo 10), la T P R recibe otra interpretación diferente, a saber, la exploración y formulación del equivalente observacional de la teoría de la utilidad ordinal, lo cual parece entrar de nuevo en conflicto con los obje tivos tanto del primero como del segundo artículo citado. Para aumentar aún más la confusión, Samuelson ha cambiado también de opinión al menos una vez en lo que se refiere a su m etodología básica: en 1938 era «operacionalista», mientras que en 1963 se había retirado a la metodología más modesta del «des criptivism o».
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sociales no-intencionadas de las acciones individuales, y no examinar el grado de consciencia y deliberación que los individuos despliegan. La TPR constituye un caso en el que la contrastación del «realismo» de las implicaciones es lógicamente equivalente a la contrastación del «realismo» de los supuestos. El poder predictivo de la TPR con respecto a las relaciones de demanda no es, por supuesto, mejor que el de las antiguas teorías del comportamiento del consumidor, ya que también esta teoría re sulta no-falsable empíricamente, al descansar sobre proposiciones uni versales no-restringidas. Aunque la TPR suele alabarse porque pro mueve el énfasis sobre las implicaciones observables de la teoría del consumo (Houthakker, 1961, pág. 713), no.es fácil demostrar con pruebas que haya inspirado investigaciones empíricas nuevas en el campo de la demanda. Asevera esta teoría, por ejemplo, que la orde nación de las preferencias del consumidor viene revelada a través de la secuencia cronológica de sus elecciones efectuadas cuando los pre cios están variando, lo cual implica directamente que su contribución a la explicación de la demanda de bienes de consumo duradero será escasa, puesto que los servicios de estos bienes no son necesariamente consumidos en relación fija con su fecha de adquisición, y, por tanto, las elecciones referentes a bienes de consumo duradero no nos des cubrirán nada respecto de las preferencias de los consumidores (Morgenstern, 1972, pág. 1168). Pero, aparte de esta limitación, existe la dificultad mucho más importante de que se trata de una teoría de la elección referida a un único consumidor, mientras que la medición y contrastación de las hipótesis acerca de la demanda se refieren fundamentalmente al com portamiento de mercado. La teoría convencional del comportamiento del consumidor individual, sea de tipo antiguo o moderno, se en cuentra de hecho a miles de kilómetros del tipo de datos referentes al mercado con los que normalmente trabaja el economista. En el terreno del análisis empírico de la demanda, la cuestión de si pode mos suponer la existencia misma de funciones de utilidad — un con junto estable de ordenaciones de preferencias entre consumidores— pesa mucho más que el inacabable debate sobre las cuestiones teóricas de cardinalidad versus ordinalidad, o de curvas de indiferencia versus preferencia revelada. Trabajos empíricos sobre la demanda En su autorizada revisión de la investigación empírica sobre la demanda a partir de la Segunda Guerra Mundial, Brown y Deaton
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(1972) señalan que una gran parte del trabajo empírico en este campo ha sido puramente «pragmático» y realizado con escasa referencia a cualquier teoría del comportamiento del consumidor (págs. 1150-52). Incluso allí donde se realiza de hecho un esfuerzo por basarse en la teoría convencional, muchos investigadores han ignorado simplemente el problema de agregación de las demandas individuales que plantea la formulación de un comportamiento de demanda agregado, tratando en consecuencia los datos medios de demanda per capita como si proviniesen de un único consumidor con renta media per capita. En general, observaban estos autores, la teoría del comportamiento del consumidor «no proporciona lo que podría esperarse, es decir, la forma ideal de establecer experimentos en el análisis de la demanda» (página 1154). Nunca se pretendió, por supuesto, que la teoría fuese aplicable a individuos concretos, sino más bien al individuo medio estadístico. «Resulta, por tanto, razonable considerar la teoría como una fábula nada más (un paradigma, en la jerga moderna), que nos sugiere las restricciones que permitirían la solución de un problema de estimación e interpretación que de otro modo resultaría irresolu ble» (pág. 1168). En realidad, si todos los consumidores se compor tasen exactamente de acuerdo con la teoría pura del comportamiento del consumidor, las curvas de Engel serían líneas rectas paralelas y la estimación de las relaciones de demanda resultaría virtualmente im posible. Desgraciadamente, sin embargo, «no conocemos intento com pleto alguno de construir verdaderos sistemas agregados de relaciones de demanda» (pág. 1170). «L a mayor parte de los trabajos de Economía aplicada», siguen diciendo Brown y Deaton, «han subrayado en realidad la estimación más que la contrastación... La contrastación rigurosa tenía que espe rar hasta que fuese posible disponer de estimaciones de sistemas completos de funciones de demanda» (págs. 118-19). El supuesto de que las funciones de demanda son funciones homogéneas de grado cero respecto de precios y rentas monetarias, que es una de las pro piedades típicas que se supone presenta en teoría de los precios, ha sido rechazada de hecho en algunas contrastaciones de sistemas com pletos de ecuaciones de demanda (págs. 1189-95). En términos más generales, estos autores concluyen que «se ha subrayado en exceso el efecto-sustitución de las variaciones de los precios»; «para muchos propósitos prácticos, los efectos de las variaciones de la renta son de mayor importancia que los de las variaciones de los precios» (pá ginas 1157 y 1154). Finalmente, observan estos autores que «el pro blema de cómo afectan las variaciones en la distribución de la renta al comportamiento de consumo medio per capita, ...es quizás... el eslabón perdido más importante en la construcción de una teoría
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de la demanda del consumidor que sea empíricamente aplicable» (página 1158). En estas condiciones, hay mucho que decir en favor de la pro puesta de Mishan de que deberíamos hacer borrón y cuenta nueva en la teoría del comportamiento del consumidor: «después de todo el despliegue de virtuosismo técnico asociado con dichos teoremas, al economista en ejercicio no le queda gran cosa que pueda ayudarle a haber frente a las complejidades del mundo real. En realidad, no le haría ningún daño el permanecer ignorante de todas las teorías del comportamiento del consumidor, y aceptar como un acto de fe la obvia e indispensable «ley de la demanda» (Mishan, 1967, pági nas 82-3). Pero, como un acto de fe ¿hacia qué? Presumiblemente, hacia la evidencia. Y, en realidad, no hay duda de que la mayoría de los economistas, incluyendo a aquellos que repudiarían violenta mente la actitud iconoclasta de Mishan, aceptan la ley de la demanda a causa del peso de la evidencia empírica, y no a causa de los dicta dos teóricos de la teoría pura del comportamiento del consumidor. Además, como hemos señalado anteriormente, la teoría pura del com portamiento del consumidor no es empíricamente refutable, ya que la ley estadística de la demanda sólo se deriva de dicha teoría me diante la adición a la misma de un supuesto auxiliar extra que afirma la alta probabilidad de que cualquier efecto-renta positivo sea de masiado pequeño para compensar el efecto-sustitución negativo de una variación del precio. La importancia de los bienes Giffen Una ojeada por encima a los libros de texto más utilizados en Economía bastará para dejar establecida nuestra proposición de que la ley de la demanda se formula como tal ley a causa de la evidencia disponible en relación con las elasticidades-renta. Samuelson (1976, página 437n) ignora simplemente dicha evidencia, y en su libro de texto supone que todas las curvas de demanda tienen inclinación ne gativa, mientras que en nota a pie de página admite que algunas curvas de demanda pueden en realidad presentar inclinación positiva. Alchian y Alien (1964, págs. 54 y 62-4) ignoran igualmente la evi dencia estadística, pero mencionan alguna evidencia casual en favor de la ley de la demanda (por ejemplo, los precios más bajos de las frutas y verduras en temporada), declarando que aquélla «es una ley, simplemente porque describe una verdad universal y verificada respecto del comportamiento del consumo y del mercado». Lipsey
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(1979, págs. 192-93) presenta, como es típico en él, una discusión del problema completa y franca: . . . la moderna teoría de la demanda hace predicciones inequívocas solamente cuando se dispone de información exógena acerca de las elasticidades-renta de demanda . . . si no sabemos nada acerca de los efectos-renta, podremos aún aven turar una proposición de tipo probabilístico. E l grueso de la evidencia existente sugiere que si tuviésemos que adivinar, sin conocimiento previo alguno, si la curva de demanda de un determinado producto X presenta pendiente positiva o negativa, la prim era respuesta sería, con mucho, la favorita.
Stigler (1966, págs. 24, 71-2) es aún más terminante: «todas las cur vas de demanda conocidas presentan pendiente negativa». ¿Cóm o podremos convencer a un escéptico de que esta «ley de la demanda» es realmente cierta para todos los consumidores, todos los períodos y todos los bienes? Sin duda, no por medio de unos pocos (sean 4 ó 4.000) ejemplos selec cionados, ni tampoco por una demostración teórica rigurosa que no existe por que se trata de una regla empírica. Tampoco recurriremos a afirmar que es cierta, o que los economistas creen en ella, porque podríam os equivocarnos. Qui zás la prueba más convincente que podríamos presentar sería ésta: si un econo mista pudiese demostrar el fallo de esta ley en cualquier mercado concreto, o cualquier momento de tiempo, se aseguraría la inmortalidad profesional y una rápida promoción. Puesto que a la mayoría de los economistas no les desagra darían ninguna de las dos recompensas, hemos de suponer que la total ausencia de excepciones no provendrá de la falta de intentos al respecto.
Hicks (1956, págs. 66-8 y 93-4) es quizás el único economista con temporáneo que intenta racionalizar la falta de evidencia empírica en favor de las curvas de demanda crecientes utilizando un argu mento de tipo teórico: los bienes Giffen, argumenta, se observan raramente en la realidad, porque las curvas de demanda de pendiente positiva tienden a generar un equilibrio inestable; con lo que, al pa recer, implica que la mayoría de los equilibrios del mundo real son claramente estables. Hemos dicho ya lo suficiente para establecer la contención de que la consideración general de los bienes Giffen como curiosidades teóricas no está basada sino en la evaluación general de la evidencia empírica acerca de la demanda de mercado. En vista de este hecho, sin embargo, resulta sorprendente comprobar la cantidad de libros de texto que dedican páginas y páginas a exponer la intrincada teo ría del comportamiento del consumidor, mientras que casi no men cionan — y mucho menos llevan a los estudiantes a valorar— la vasta literatura existente sobre la medición empírica de la demanda. Por supuesto, existen algunas excepciones notables (por ejemplo, Baumol,
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1965, capítulo 10; Green, 1976, capítulo 9; Lipsey, 1979, capítu lo 15), pero, en general, la tendencia pedagógica de los economistas actuales se inclina hacia la atribución de una importancia decisiva a los postulados de la teoría del consumidor, mientras que consignan sus implicaciones respecto del comportamiento de demanda en los niveles superiores de la disciplina, que deberán ser estudiados, en todo caso, posteriormente. El seguir a Mishan rechazando por com pleto los axiomas, suena demasiado a una sustitución de la teoría por la evidencia empírica disponible sobre la misma, pero de todos modos la intensidad de los esfuerzos intelectuales que tradicional mente se han dedicado a los supuestos como distintos de las impli caciones de la teoría pura del comportamiento del consumidor guarda una relación casi inversa con la significación relativa de los mismos. La teoría de las características de Lancaster La evidencia empírica acerca del comportamiento de mercado es, como hemos visto, ambigua y difícil de evaluar. Aunque sólo fuese por esta razón, el examen de los supuestos de la teoría nunca resul tará redundante. Además, incluso a estas alturas, tal examen puede revelar inesperadas limitaciones; y una reelaboración de los supuestos puede muy bien generar variaciones sorprendentemente nuevas sobre viejos temas. Un caso relevante a este respecto es el del nuevo en foque que Kelvin Lancaster aplica al comportamiento del consumi dor, y que toma como punto de partida la vieja idea de que los consumidores no valoran los bienes por sí mismos, sino que los valo ran más bien por los servicios que proporcionan. El elemento nuevo que Lancaster (1966b, 1971) añade es la consideración de que estos servicios o «características» pueden ser concebidos como componen tes objetivamente mensurables, que son los mismos para todos los consumidores, y que se combinan en proporciones fijas para consti tuir un determinado bien, combinándose estos bienes a su vez en con juntos de «actividades» de consumo. El elemento personal de la elec ción del consumidor surge de la elección efectuada entre estos vectores fijos de características incorporadas a cada conjunto diferente de bie nes. Así pues, se describe a los consumidores como maximizadores, no de una función de utilidad, sino de una función de transformación, que describe la utilidad que se obtiene al transformar un conjunto particular de características en un conjunto particular de bienes. Lancaster (1966b, págs. 135, 152-3) es plenamente consciente de que puede pensarse que la nueva teoría «corre el peligro de su marse a la extensa colección de conceptos no-operacionales que el
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economista dispone», ya que la asignación de coeficientes empíricos a la tecnología de consumo presenta varios y graves problemas. Pero, en principio, insiste, la tarea es abordable y el resultado es «un mo delo mucho más rico en capacidad heurística explicativa y en capaci dad predictiva que el modelo tradicional del comportamiento del consumidor» (págs. 154-55). Una implicación fundamental del aná lisis de Lancaster es la de que los consumidores generalmente se si túan en un equilibrio de esquina en la mayoría de las dimensiones de elección que les lleva de una esquina a otra en respuesta a las variaciones de los precios, lo cual quiere decir que nunca se obser varán en la práctica ajustes continuos a lo largo de algo que puede parecerse a una curva de indiferencia. Además, se dice que la nueva teoría arroja luz tanto sobre la sustituibilidad y complementariedad «intrínsecas» entre bienes como sobre las elecciones ocupacionales, el mantenimiento de activos y el papel de la publicidad en la promo ción e introducción de bienes nuevos (págs. 144-45). Sin embargo, los ejemplos que Lancaster no proporciona respecto de las predicciones empíricas de la teoría que, según dice, son nega das por la teoría ortodoxa, resultan menos convincentes: 1) que la madera no será un sustituto próximo del pan, pero que los coches rojos de una determinada factura serán sustitutos próximos de los coches grises de la misma factura; 2) que los bienes pueden ser des plazados totalmente del mercado por bienes nuevos o por variaciones del precio; 3) que las elecciones realizadas por los trabajadores entre trabajo y ocio responderán a un esquema ocupacional bien definido; 4) que un activo monetario puede desaparecer totalmente de la eco nomía (ley de Gresham); 5) que las variaciones de los precios pueden no afectar en absoluto a las elecciones individuales; y 6) que existen ciertas discontinuidades en el espectro de elasticidades cruzadas entre bienes, que definen un grupo de bienes, y que pueden ser intrínsecos e independientes de las variaciones de los precios. Lo que ofrece dudas no es que éstas sean genuinas predicciones de la nueva teoría que no pueden obtenerse a partir de la teoría tradicional del com portamiento del consumidor, sino el si estas predicciones están bien confirmadas y, además, si las dos teorías predicen realmente cosas diferentes cuando son aplicadas al mismo conjunto de fenómenos. La «situación-problema», o cuestión empírica crítica de la teoría del comportamiento del consumidor es, como hemos visto, el signo de la pendiente de la curva de demanda de mercado de bienes, y podríamos preguntarnos, por tanto, si la teoría de Lancaster arroja alguna luz sobre la famosa cuestión de la probabilidad práctica de los bienes Giffen. El propio Lancaster (1966b, pág. 145) conjeturaba que su teoría crea presunciones nuevas acerca de la improbabilidad
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de los bienes Giffen, es decir, presunciones nuevas acerca de la mayor probabilidad de las curvas de demanda de mercado con inclinación negativa. Pero algunos de sus seguidores sugieren justamente lo con trario (Green, 1976, pág. 161; Lipsey y Rosenbluth, 1971), añadiendo que una reconsideración de la evidencia disponible les daría la razón. No podemos pretender dejar aquí resuelta esta cuestión (por carecer de tiempo y espacio para ello), pero lo que tales desacuerdos pare cen sugerir es que es demasiado pronto para saber cuáles son las implicaciones de la nueva teoría del consumo basada en las carac terísticas. Sería un error metodológico de tipo muy común hoy el insistir en que no vale la pena considerar la teoría hasta que se demuestre que las «características» de los bienes son medibles en un sentido operativo — los supuestos de las teorías deben ser «realistas»— , y en cualquier caso, el supuesto especialmente preocupante, el de las proporciones fijas en la generación de características, es una simpli ficación conveniente que no resulta estrictamente necesaria para sus implicaciones. La cuestión vital sigue siendo la siguiente: ¿cuáles son las predicciones refutables respecto del comportamiento de mercado que la nueva teoría genera? y ¿son dichas predicciones realmente «hechos nuevos» capaces de discriminar entre la teoría antigua y la nueva? No hay duda de que la teoría de Lancaster es más rica en contenido que la antigua, lo cual no es sorprendente puesto que incluye a aquélla como caso especial, pero lo que no está tan claro es si este aumento de generalidad viene o no acompañado por resul tados nuevos y sustantivos de tipo contrastable. El hecho de que lá nueva teoría haya sido poco desarrollada a partir de su formulación original, especialmente en lo que se refiere a su aplicación a proble mas empíricos, alimenta aún más el escepticismo respecto de su fe cundidad. Podemos detectar el impacto de la teoría de Lancaster en la extendida tendencia a calcular «índices hedonísticos» de movimien tos de precios teniendo en cuenta las variaciones en la calidad de los bienes, pero esto indicará, en el mejor de los casos, una influencia indirecta y no directa. En conjunto, parece cierto que la nueva teoría no ha conseguido despegar hasta el momento, y la cuestión de si alguna vez lo hará queda a la opinión de cada uno. No hay nada en la metodología económica que nos ayude a afinar nuestra opinión al respecto, ya que la metodología puede agudizar nuestra capacidad evaluativa de teorías nuevas, pero, en último tér mino, los programas de investigación, tales como la teoría de las características de Lancaster, han de demostrar su valía a través de su impacto sobre el trabajo efectivo de los economistas.
Capítulo 7 LA TEORIA DE LA EMPRESA
La defensa clásica Si la función de la teoría ortodoxa del comportamiento del con sumidor consiste en justificar la noción de una curva de demanda de inclinación negativa, la función de la teoría ortodoxa de la empresa consiste en justificar la noción de una curva de oferta de inclinación positiva. La teoría neoclásica u ortodoxa de la empresa productora de un solo producto, y que utiliza tan sólo la producción o el precio como variable estratégica en un medio estático pero altamente com petitivo, ha estado con nosotros durante 140 años (desde que Cournot la inventó más o menos en 1838), período durante el cual ha sido criticada repetidamente, especialmente respecto de su supuesto cen tral que establece que los hombres de negocios tratan de maximizar sus beneficios monetarios sujetos a las limitaciones impuestas por el esquema prevaleciente de demanda. Se ha dicho que las empresas maximizan de hecho una función dé utilidad múltiple que incluye los beneficios, el ocio, el prestigio, la liquidez, el control, etc.; que más que los propios beneficios, maxi mizan las ventas totales sujetas a un nivel mínimo de beneficios; que no maximizan los beneficios en absoluto, sino que los «satisfacen» ajustando sus objetivos a la luz de la experiencia hasta alcanzar nive les satisfactorios; que no pueden maximizar a causa de la incertidumbre prevaleciente y que, por tanto, adoptan reglas empíricas como la de la fijación del precio en función del coste total; y que lo que 199
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desean no es maximizar, sino sobrevivir, actuando en consecuencia en términos de reglas administrativas que sirven para mantenerles un paso más adelante que sus rivales. Tales críticas y sus propuestas co rrespondientes de reconstrucción de la teoría del comportamiento de la empresa han proliferado en los últimos treinta años, llegando a ¡enerar lo que algunos comentaristas han denominado la quiebra de a teoría tradicional de la empresa (Nordquist, 1967). La defensa clásica de la teoría tradicional de los libros de texto, expuesta con toda su fuerza durante el famoso debate Lester-Machlup de 1946, afirma que el análisis marginal en general y la teoría neo clásica de la empresa en particular, no pretenden proporcionar una explicación completa de la conducta del empresario en todos sus aspectos, sino que pretende más bien predecir los efectos que puedan tener ciertos cambios específicos de las fuerzas de mercado. La tan vapuleada teoría neoclásica de la empresa merece sobrevivir por su capacidad de generar predicciones verificables de tipo cualitativo, ta les como: «un aumento de la demanda llevará a una elevación tanto de la producción como de los precios de los productos»; «un aumen to de los salarios monetarios generará una disminución del empleo»; «un impuesto sobre los beneficios de las empresas no tendrá efecto alguno sobre la producción»; y así sucesivamente. La mayoría de las teorías alternativas no son ni siquiera capaces de hacer predicciones tan poco precisas como éstas, y en términos generales cuentan mejor la historia a expensas de la indeterminación de sus resultados. Hay que admitir, por supuesto, que la empresa de los libros de texto es «un tipo ideal» que difiere claramente de la realidad', por ejemplo, en lugar de concebir a los empresarios como maximizadores de un índice de preferencias que incluye rendimientos pecuniarios y no-pecuniarios, como hace la teoría de la demanda del consumidor, la función de utilidad del empresario queda reducida a los rendi mientos monetarios directamente observables; además, los elementos como el tiempo, la incertidumbre y los costes de obtención de infor mación, quedan fuera como complicaciones innecesarias. Pero de to dos modos, la teoría es simple, elegante, internamente consistente, y genera predicciones definidas de tipo cualitativo que han sido corro boradas. Tal es la argumentación de Machlup (1978, capítulos 16 y 26), y también la de Friedman, en defensa de lo que éste último llama «la hipótesis de maximización de los rendimientos» (ver capí tulo 4). Tales defensas serían convincentes si viniesen acompañadas de un examen detallado de los éxitos predictivos de la teoría tradicional. No necesitamos adherirnos a la metodología del «instrumentalismo» para estar de acuerdo en que cualquier teoría simple que prediga
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de forma satisfactoria la dirección del cambio de las variables eco nómicas fundamentales no debería rechazarse tan sólo porque esté basada en supuestos «irrealistas». Pero la dificultad se encuentra pre cisamente en la demostración de los resultados predictivos de la teo ría de la empresa y en que para tal demostración recibimos normal mente muy poca ayuda por parte de los más decididos partidarios de la misma. Después de todo, la evidencia casual contradice la teoría con tanta frecuencia como la corrobora. Por ejemplo, la teoría pre dice inequívocamente que una empresa maximizadora de beneficios que actúa en un mercado perfectamente competitivo no hará publi cidad de sus productos, ya que carecerá de incentivos para ello, puesto que la producción adicional sólo puede obtenerse con costes margi nales crecientes. Pero, de hecho, muchas empresas hacen publicidad de sus productos diferenciados, de lo que habremos de concluir, o bien que los costes marginales a corto plazo son constantes para una amplia gama de producciones observadas, en cuyo caso la mayor parte de las predicciones usuales de la teoría no se cumplirán, o bien que la estructura de mercado prevaleciente es monopolística en vez de perfectamente competitiva; sin embargo, la teoría de la compe tencia monopolística no nos proporciona predicciones claras sobre el efecto que pueda tener una variación de los costes o de la demanda sobre el precio del producto, el tamaño de planta o el número de empresas operando en la industria (véase Blaug, 1978, págs. 416-17 y 446-47). Nos queda, pues, tan sólo la triste conclusión de que la teoría neoclásica de la empresa no es aplicable a la mayoría de las empresas industriales que producen bienes finales para el consumo y que ni siquiera es aplicable a todas las empresas que producen bienes intermedios. Igualmente, la predicción de la teoría tradicional en el sentido de que una elevación de los salarios monetarios generará una caída en el volumen de empleo ofrecido por las empresas, no recibe el apoyo de la evidencia referente a las funciones de emplo a corto plazo, ya que éstas presentan una marcada estabilidad en relación con la inflación de salarios; por otro lado, si el empleo variase siem pre negativamente con los salarios monetarios a largo plazo, obser varíamos curvas de Phillips que relacionarían la tasa de desempleo con la tasa de variación de los salarios monetarios, cosa que en ge neral no observamos. Sin duda, podemos suavizar la teoría tradicional por medio de diferentes ajustes ad hoc en sus supuestos, de forma que éstos tengan en cuenta la estabilidad a corto plazo de las fun ciones de empleo y su inestabilidad a largo plazo, pero al hacerlo así perderemos tanto la simplicidad como la claridad de las predic ciones de la teoría tradicional. Como último ejemplo, consideremos la
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predicción de la teoría tradicional en el sentido de que un impuesto proporcional sobre la renta de las empresas, tal como el impuesto de sociedades, no será repercutido por las empresas a sus clientes a corto plazo, ya que el impuesto reduce el nivel de beneficios pero no el volumen de producción al cual se maximizan aquéllos. Existen prue bas abundantes, sin embargo, que aseguran que el impuesto de socie dades sí que se repercute de hecho (Ward, 1972, pág. 18) y esto constituye una pieza de evidencia relevante, aunque no necesaria mente decisiva, en contra de la teoría neoclásica de la empresa (y a favor, por cierto, de la hipótesis de la maximización del volumen de ventas). Así pues, no hay duda de que la teoría tradicional del com portamiento de la empresa no supera fácilmente la prueba del empi rismo casual. Ninguna teoría lo hace, por supuesto, pero quizás haya mos dicho ya lo suficiente para sugerir que, como evaluación de la evidencia disponible en pro y en contra de la teoría usual de la em presa, no bastará simplemente con un encogimiento de hombros y el dedo apuntando hacia el mundo real. A pesar de los tantos marcados por los críticos de la teoría tra dicional del comportamiento de la empresa, ésta ha conseguido sobre vivir en los libros de texto y en incontables aplicaciones a problemas de Microeconomía aplicada. ¿Cómo puede explicarse esta prolongada longevidad? El apreciar la teoría por su capacidad de supervivencia en vez de por su capacidad de generar predicciones empíricamente verificadas equivale a dejar sin explicar la curiosa falta de interés que la mayoría de los economistas muestran respecto del comporta miento predictivo de la teoría convencional. Ni siquiera podemos defendernos diciendo que la teoría tradicional predice tan bien o mejor de lo que puedan hacerlo las teorías alternativas del compor tamiento de la empresa hasta ahora formuladas, porque la teoría de la maximización condicionada del volumen de ventas de Baumol y la teoría gerencial de Williamson, por citar tan sólo dos de entre un gran número de teorías alternativas, implican predicciones estáticas totalmente diferentes de las de la teoría convencional, y, sin embar go, se han hecho escasos intentos de comparar los logros o fracasos respectivos de dichas teorías (pero véase Cyert y Hendrick, 1972). El problema básico reside en que no es posible evaluar la teoría tradi cional de la empresa sin evaluar la totalidad del sistema clásico de determinación de los precios, puesto que la teoría de la empresa es tan sólo un elemento de lo que constituye en realidad un programa científico de investigación más amplio en el campo de la Microeco nomía. Al alabar o condenar la teoría convencional de la empresa, necesariamente estaremos juzgando la potencialidad del programa de investigación más amplio del que aquélla forma parte integrante.
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Al colocar a la teoría de la empresa en su contexto teórico apro piado no hacemos sino tomar ideas prestadas de la metodología de los programas científicos de investigación de Lakatos (MPCI). En realidad, podemos apreciar mucho mejor la fecundidad de dicha MPCI al considerar lo que tiene que decirnos acerca de la evaluación de la teoría tradicional del comportamiento de la empresa. Conviene hacerlo por medio de un examen crítico de la denuncia hecha por Latsis de la teoría tradicional de la empresa, que constituye el primer intento que encontramos en la literatura de ofrecer un caso de estudio de la MPCI en Economía. El determinismo situacional Latsis parte de la proposición de que todas las teorías de la com petencia perfecta, imperfecta y monopolística pueden considerarse conjuntamente como partes del mismo programa neoclásico de investi gación en el campo del comportamiento de la empresa, que presenta un determinado «núcleo», un «cinturón protector» y una «heurística po sitiva» (véase capítulo 1). El «núcleo», argumenta, está formado por: «1) la maximización de beneficios, 2) el conocimiento perfecto, 3) la independencia en la toma de decisiones, y 4) los mercados perfectos» (Latsis, 1972, pág. 209; 1976, pág. 23). Sin entrar en discusiones sobre la elección de lenguaje, debemos subrayar el hecho de que el «núcleo» de un PCI está formado por proposiciones metafísicas, es decir, prácticamente irrefutables; por consiguiente, si denominamos a los elementos 1) al 4) «supuestos» de la teoría de la empresa, como se suele hacer en el lenguaje corriente de los economistas, cualquier cuestión acerca de su «realismo» o falta de él traiciona una falta de comprensión de su estatus metodológico. Con objeto de transformar este «núcleo» en una teoría de la empresa perteneciente al «cinturón protector» del programa de investigación, las proposiciones pertene cientes al núcleo deben complementarse con supuestos auxiliares, tales como «1) la homogeneidad de los productos, 2) el gran número de empresas, y 3) la libre entrada y salida de la industria» (1972, página 212; 1976, pág. 23), cuya presencia o ausencia en cada caso particular estará sujeta a verificación independiente; en resumen, podemos legítimamente preguntarnos si los supuestos auxiliares son «realistas», porque nos proporcionan los criterios de aplicabilidad de la teoría. La «heurística positiva» del PCI neoclásico consiste en una serie de directrices que se reducen a una única regla: derívense las propiedades de estática-comparativa de las teorías. Más concreta mente, 1) divídanse los mercados entre compradores y vendedores;
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2) especifíquese la estructura de mercado; 3) formúlense las defini ciones del «tipo ideal» de los supuestos de comportamiento; 4) esta blézcanse las condiciones ceteris paribus relevantes; 5) tradúzcase la situación a problema matemático extremo y examínense las condicio nes de primer y segundo orden; y así sucesivamente (1972, págs. 212213; 1976, pág. 22). La etiqueta aplicada por Latsis al programa neoclásico de inves tigación en el campo del comportamiento de la empresa es la de «determinismo situacional», porque «bajo las condiciones que carac terizan a la competencia perfecta las posibilidades de elección del responsable de la toma de decisión al decidir entre pautas alterna tivas de actuación se ven reducidas simplemente a la decisión de si permanece o no en la industria» (1972, pág. 209; 1976, pág. 25) 6. Aquí parece ignorarse el hecho de que, aparte de permanecer o no en la industria, la empresa competitiva tiene que decidir también cuánto producir, pero el centro de la argumentación es que las em presas competitivas producirán el nivel de producción que maximiza sus beneficios, o no producirán nada: «Denominaré a estas situacio nes, en las que la pauta obvia de actuación (para una amplia gama de concepciones del comportamiento racional) viene determinada úni camente por las condiciones objetivas (de costes, de demanda, tecno lógicas, de número de participantes, etc.), situaciones «de salida úni ca» o «de camisa de fuerza» (1972, pág. 211; 1976, pág. 19). En otras palabras, una vez que el responsable de la toma de deci siones, que actúa con una función de beneficios de comportamiento normal y en un mercado perfectamente competitivo, obtiene la infor mación perfecta que necesita respecto de la situación a la que se enfrenta, no hay nada que pueda realmente hacer, de acuerdo con la teoría neoclásica de la empresa, sino producir un único nivel de producción o salir de la industria. No existen en dicha teoría ni me( anismos internos de toma de decisiones, ni búsqueda de información, ni reglas que permitan tratar con la ignorancia y la incertidumbre: el problema de la elección entre líneas alternativas de acción queda reducido al mínimo que asegura que el supuesto de maximización de beneficios automáticamente señala el mejor camino. Los supuestos motivacionales de la teoría ortodoxa, concluye Latsis, podrían suavi zarse desde la maximización de beneficios hasta la huida de la ban( arrota, sin afectar a sus predicciones (1972, pág. 233; 1976, pág. 24). 6 La frase «determinismo situacional» proviene de L a sociedad abierta y sus mrminos de Popper, donde se describe a la metodología de la teoría económica i oino «un análisis de la lógica situacional».
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Pero, ¿cuáles son estas predicciones? El objetivo de la teoría consiste en contestar a preguntas como: «1) ¿Por qué se intercam bian las mercancías a ciertos precios?; 2) ¿Cuáles son los efectos de las variaciones de los parámetros (la demanda, por ejemplo) sobre las variables de nuestro modelo, una vez que se han producido los ajus tes correspondientes?» (1972, págs. 212-13). Latsis dedica poco tiem po a la consideración de este tipo de predicciones cualitativas de la teoría, bajo condiciones dadas. Se refiere aquí y allá a la evidencia que indica que las empresas altamente competitivas no se comportan a veces en la forma predicha por la teoría (1972, págs. 219-20; 1976, página 28), pero, en general, da por sentado que la teoría tradicional no presenta una hoja de servicios muy brillante en cuanto a sus pre dicciones, sin molestarse en discutir el caso a fondo. Encuentra Latsis pocas dificultades para demostrar que el recurso habitual a las condiciones de competencia perfecta como aproxima ción de la realidad no especifica los límites de aplicabilidad de la teoría tradicional de la maximización de beneficios, de forma que in cluso el comportamiento de los oligopolistas ha llegado a analizarse con los mismos instrumentos. Pero tales críticas no nos dicen nada acerca del «grado de corroboración» de una teoría. Para decir algo en este sentido, necesitamos información sobre el comportamiento pasado de la teoría, en términos de la severidad de las contrastaciones a las que se ha enfrentado y de la medida en la cual ha conseguido o no superar dichas contrastaciones (véase capítulo 1). Latsis no nos pro porciona tal información, en parte porque, según su argumento fun damental, todas las sucesivas versiones del programa han fracasado en cuanto a la generación de resultados empíricos, pero, fundamen talmente, porque de antemano se pensaba que no iban a generarlos. Por ejemplo, se supone que la solución tangencial de Chamberlain predice excesos de capacidad en el caso de muchos vendedores con productos diferenciados, e, igualmente, se supone que las teorías de la maximización conjunta de beneficios bajo condiciones de oligopolio predicen rigidez de precios. No podemos evitar el preguntarnos, por tanto, si estas predicciones se ven respaldadas o no por la evidencia. . Es difícil, por tanto, evitar la conclusión de que la caracterización de Latsis de la teoría neoclásica de la empresa como «degenerada» (1972, pág. 234; 1976, pág. 30) está basada en realidad sobre un examen de los supuestos de la teoría más que sobre el estudio de sus implicaciones contrastables. Esta conclusión se ve reforzada al considerar su discusión de las ideas de la Escuela Carnegie de com portamiento de las empresas como programa de investigación rival de la teoría neoclásica de la empresa. Adopta este autor la útil distinción, presente en los escritos de Simón, Cyert y March, Williamson y
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Baumol, entre el behaviorismo propiamente dicho y el organizacionalismo, el primero con su énfasis sobre el proceso de aprendizaje y los excesos de capacidad en un medio constantemente cambiante y tan sólo parcialmente conocido, y centrado el segundo sobre las necesidades de supervivencia de las organizaciones, y según la cual el behaviorismo se aplica a un solo responsable de la toma de deci siones, mientras que el organizacionalismo niega que tal agente único exista, e insiste en que los objetivos de los que toman las decisiones no deberían ser postulados a priori, sino descubiertos a posteriori a través de la observación del propio proceso de toma de decisiones en el mundo real. La teoría tradicional representa al que toma las decisiones por medio de una cifra, mientras que tanto las teorías behavioristas como las organizacionaüstas centran su atención sobre la naturaleza y características del agente o agentes que toman las de cisiones, y lo hacen repudiando todos los conceptos de optimización pertenecientes al «núcleo», llegando incluso a rechazar la idea de una solución analítica general aplicable a todas las empresas enfrentadas a una misma situación de mercado. Sería prematuro, arguye Latsis, el intentar una evaluación de la Escuela Carnegie como programa incipiente de investigación. Puede que el enfoque presente un potencial válido respecto de problemas para los que la teoría tradicional no resulta adecuada, pero «la teoría neoclásica proporciona algunas respuestas simples a cuestiones que no pueden ni siquiera plantearse en términos del behaviorismo» (es decir, en el terreno de la estructura y comportamiento de mercado) (1972, pág. 233). Igualmente, la Escuela Carnegie no ha logrado «predecir con éxito ningún hecho nuevo e inesperado», y «como programa de investigación, es mucho menos rico y mucho menos coherente que su oponente neoclásico» (1972, pág. 234). Pero esto no implica tampoco la superioridad de la teoría tradicional, ya que Latsis se apresura a añadir que se trata de programas de investigación inconmensurables: «Ambos enfoques son, en mi opinión, drástica mente diferentes y mutuamente excluyentes en extensas áreas» (1972, página 233) 7. 7 Loasby (1976, capítulos 7 y 11) alcanza las mismas conclusiones, basándose en Kuhn en lugar de en Lakatos en cuanto a su marco metodológico, pero es incluso más severo que Latsis en su condena de la teoría tradicional de la em presa, que ignora los procesos de decisión interna de las empresas (véase tam bién Leibenstein, 1979, págs. 481-84). E n respuesta a Latsis, Machlup (1978, página 525) se refugia gustosamente en la admisión de la inconmensurabilidad entre el behaviorismo y el marginalismo, argumentando que «un programa de investigación destinado a generar teorías que expliquen y predigan las acciones de empresas concretas no podrá nunca competir con la simplicidad y genera-
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En otras palabras, el programa de investigación neoclásico es condenado como «degenerado», aunque no tiene rival en sus domi nios, y además, la condena se basa en la lógica del «determinismo situacional» y no en la apreciación de sus predicciones empíricas. En ultimo término, por tanto, Latsis niega la esencia de la MPCI de Lakatos, ya que la teoría neoclásica se rechaza principalmente a causa de su esterilidad teórica, y sólo secundariamente a causa de su falta de corroboración empírica. No hay nada de malo en tal tipo de críti cas, pero no es lo que hubiésemos esperado de la aplicación de la M PIC a la Economía. Implicaciones competitivas a pesar del oligopolio Las economías industriales modernas se caracterizan por un sector manufacturero constituido casi enteramente por unas pocas empresas grandes para las que la estructura de mercado típica es la del oligo polio más que la de la competencia perfecta o monopolística. La com petencia entre pocos no se parece a la competencia entre muchos, principalmente porque la existencia de un pequeño número de em presas introduce el fenómeno de la interdependencia en la toma de decisiones, a consecuencia de la cual el comportamiento de cada em presa dependerá en importante medida de cuál crea ésta que vaya a ser el comportamiento de las demás, y así sucesivamente hasta el infinito. También en este punto, la historia comienza con Cournot, cuyo modelo de competencia oligopolística logró eliminar todas las interesantes complicaciones de la interdependencia mutua. Desde en tonces, se han propuesto numerosas teorías especiales del oligopolio, que han tratado de generar implicaciones definidas, a pesar de la existencia de este fenómeno de interdependencia mutua, pero que no han cosechado grandes éxitos. Pocos economistas estarían hoy en desacuerdo con el críptico resumen que Martin Shubik hace (1970, página 415) del estatus actual de la teoría del oligopolio: «La teoría del oligopolio no existe. Lo que existe es un conjunto de elementos y Componentes de modelos, algunos de ellos razonablemente bien ana lizados y otros escasamente estudiados. Nuestras mal llamadas teorías en este campo se basan sobre una mezcla de sentido común, dispa rates, unas pocas observaciones, una gran cantidad de empirismo casual y una cierta dosis de matemáticas y de lógica.» lidad de la teoría marginalista, la cual, al estar basada sobre la invención de un maximizador de beneficios ficticio, no puede pretender explicar el compor tamiento de las empresas del mundo real».
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La teoría neoclásica de la empresa resulta inaplicable a situacio nes de oligopolio, no porque sus supuestos sean «irrealistas», sino porque sus condiciones antecedentes o limitativas no se cumplen. En principio, por tanto, no tiene sentido el tratar de contrastar sus pre dicciones a través de la observación del comportamiento de Unilever o de la US Steel, ya que, cualquiera que sea el resultado de tal inves tigación, no afectaría para nada al estatus empírico de la teoría neo clásica de la empresa. De todos modos, las principales predicciones cualitativas de dicha teoría se utilizan con frecuencia en Economía Aplicada con objeto de obtener respuestas rápidas y aproximadas a cuestiones que se refieren a todo el espectro de empresas existentes, incluyendo algunas que son claramente oligopolistas. La idea que justifica esto es que, a pesar de la existencia del monopolio y del oligopolio, el proceso dinámico de rivalidad entre empresas gigantes genera resultados que se aproximan a los del proceso de competencia perfecta, de forma que, ¡oh, maravilla!, la teoría neoclásica de la empresa se convierte en una parábola útil que proporciona poderosas conclusiones incluso en situaciones que violan virtualmente todos los supuestos auxiliares.de la teoría. Se ha dicho (Lipsey, 1979, pági nas 339-40) que esta idea es tan vaga que resulta de poca utilidad a la hora de hacer predicciones y tomar decisiones políticas. Vaga ciertamente lo es, pero esto no quiere decir que tal punto de vista no implique predicciones definidas respecto del comportamiento eco nómico. En realidad, la pretensión teórica de que el comportamiento de todas las empresas se aproxima al de las empresas competitivas a largo plazo es una teoría del comportamiento de la empresa dife rente de la teoría estática neoclásica; en efecto, se trata de una teoría dinámica referente al proceso de competencia, como distinto de la teoría estática de la situación de equilibrio competitivo; distinción con la que ya nos hemos encontrado antes, cuando discutíamos la tesis de Alchian (véase capítulo 4). Al evaluar dicha teoría dinámica, nos encontramos con la difi cultad de que raramente se formula de forma que resulte contrastable, ni siquiera en principio. Se cree generalmente: a) que el gran tamaño y las barreras a la entrada son necesarios para crear un se guro contra el riesgo, que estimule la inversión innovadora: el cre cimiento requiere grandes empresas, como a Schumpeter le gustaba decir; b) que una reducción de las barreras de entrada en una indus tria oligopolista reducirá, no obstante, sus precios y costes; y c) que cuanto mayor sea el número de empresas en una industria, mayor será el grado de flexibilidad de precios en la misma, y algunas veces incluso la tasa de dinamismo técnico. Pero tales ideas casi nunca se presentan juntas en una exposición coherente de la teoría de la com
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petencia factible bajo condiciones en las que prevalece la gran em presa, aunque podemos encontrar elementos sueltos de tal teoría en Adam Smith, en John Stuart Mili y, especialmente, en Alfred Marshall (véase Peterson, 1958; Loasby, 1978; Williams, 1978, capítulo 4). Lo que tenemos es, por un lado, una teoría rigurosa del compor tamiento de la empresa bajo condiciones de competencia perfecta, teoría que no merece ya el asentimiento general de los economistas y que, en cualquier caso, no resulta contrastable bajo condiciones de oligopolio y, por otro lado, una teoría poco cuidada de la com petencia factible, que merece el asentimiento casi universal pero que está insuficientemente especificada para ser potencialmente falsable. Nos quedamos, pues, al final con una defensa casi perfecta del con cepto de equilibrio competitivo; estrictamente hablando, no es apli cable a la mayor parte de las situaciones del mundo industrial de hoy en las que estamos interesados, y, sin embargo, incluso en tales situaciones, no se sabe cómo, pero nos proporciona en gran parte las mismas conclusiones (véase Yamey, 1972). Como McClelland (1975, página 125) señala: «L a piedra angular de la Microeconomía, tanto teórica como aplicada, es la creencia de que las equivalencias margi nales del mundo neoclásico se alcanzan en grado tolerable en cual quier situación económica que queramos analizar. Hasta el momento presente, tal creencia — con la importancia que reviste— sigue siendo en gran medida una hipótesis no-contrastada.» Para algunos esta es una conclusión inevitable, ya que siempre han dudado de que el comportamiento económico pueda ser explica ble en términos de un sistema estático de equilibrio. Obras como la de Janos Kornai: Antiequilibrium (1971), la de George Shackle: Epistemics and Economics (1973), la de Brian Loasby: Choice, Cornpexity and Ignorance (1976) y los escritos de la «Nueva Economía Austríaca» (véase capítulo 4), insisten sobre el hecho de que las deciciones económicas se toman bajo condiciones de persistente incertidumbre y conocimiento incompleto; el paso del tiempo supone un cierto aprendizaje, y, por consiguiente, las decisiones económicas son, en principio, irreversibles; así pues, la economía del equilibrio, con su concepto de acción racional, no podrá aplicarse a una explicación del comportamiento económico en el tiempo. De ello se sigue que es imposible cualquier tipo de ciencia económica predictiva, puesto que el propósito de la teoría no será predecir lo que va a pasar, sino tan sólo clasificar los distintos resultados posibles (Shackle, 1973, páginas 72-3). Por supuesto, repudiamos tan radicales y antipopperianas conclu siones, y nos reafirmamos en la necesidad de llevar a la práctica el programa de «cálculo cualitativo» de Samuelson. Si la predicción
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del comportamiento económico resultase realmente imposible, si nin guno de nosotros fuese capaz de predecir nada sobre el comporta miento de otras personas, la propia vida económica, y no sólo las teorías sobre la vida económica, resultarían inimaginables. La total incapacidad de predecir los acontecimientos económicos no sólo ba rrería con nuestra teoría económica tradicional, sino que barrería también con cualquier otro tipo de Economía, así como con cualquier pretensión de proporcionar consejo a los gobiernos y empresas. Sin duda, el postulado de que los agentes económicos actúan racionalmente en persecución de sus propios intereses, con conoci miento perfecto y expectativas correctas, tan sólo tiene sentido cuan do nos encontramos en equilibrio, y esto complica la cuestión de cómo podemos alcanzar el equilibrio a partir de una situación de desequilibrio, ya que, en equilibrio, los precios de mercado incorpo ran toda la información que necesitamos, pero fuera del equilibrio nos confunden sistemáticamente. Por otro lado, ¿cómo podremos tener en cuenta las expectativas incorrectas y el conocimiento incom pleto? Existe un conjunto de expectativas correctas basado en el conocimiento completo para cada una de las situaciones económicas posibles, pero existe también una infinita variedad de conjuntos in correctos. El clasificar simplemente todos estos tipos de expectati vas correctas y todos los posibles estados de ignorancia, sigfinicará la renuncia virtual a cualquier tipo de generalización (Hutchison, 1977, págs. 70-80). Incluso Herbert Simón, con su concepto de «ra cionalidad limitada», como sustituto constructivo del concepto de «maximización en condiciones de certidumbre», no pretende ser to davía capaz de hacer proposiciones generales sobre el proceso de toma de decisiones en las organizaciones empresariales (véase Simón, 1979). En resumen, la petición de abandono del postulado de maximizaciónen-condiciones-de-certidumbre no ha sido atendida hasta ahora por ninguna propuesta realmente convincente que ponga algún otro pos tulado en su lugar. En lo que se refiere a la teoría tradicional de la empresa, sin embargo, la cuestión vital sigue siendo la de la contrastación de sus predicciones en un mundo en el que las condiciones requeridas para su aplicación raramente se ven satisfechas. Es posible que la teoría posea poca capacidad predictiva fuera de los mercados de productos agrícolas y de la Bolsa, en cuyo caso sería mejor probablemente que dirigiésemos nuestra atención hacia la consideración de las teorías del desequilibrio de la empresa, con la condición, sin embargo, de que éstas proporcionen predicciones definidas sobre los acontecimien tos económicos. Lo que no podemos hacer es seguir operando con conceptos de equilibrio al tiempo que negamos la posibilidad de
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observar sus consecuencias en el mundo real. Como Hutchison (1965, páginas 105-06) dijo hace ya tiempo: «Para justificar nuestra dedi cación a la posición concreta del equilibrio, será necesario establecer como verdad empírica el hecho de que existe una tendencia hacia tal posición en nuestro sistema económico, o que los reajustes se produ cen en general con mayor rapidez que aquella a la que se producen las perturbaciones.»
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Capítulo 8
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LA TEORIA DEL EQUILIBRIO GENERAL
La contrastación de la teoría del EG Fue León Walras quien sugirió por primera vez en 1874 que el comportamiento maximizador de productores y consumidores puede generar, y bajo ciertas condiciones ciertamente generará, una situación de equilibrio entre las cantidades demandadas y ofrecidas de cada producto y cada factor de la economía. Esta proposición respecto de la posibilidad, e incluso la probabilidad, de existencia de un equilibrio general (EG ) no fue rigurosamente demostrada hasta la década de 1930, pero mucho antes la demostración, de tipo bastante burdo, que el propio Walras había proporcionado convencía a un creciente número de economistas. En la medida en que el EG walrasiano es una consecuencia lógica del comportamiento maximizador de los agen tes económicos, la demostración rigurosa de la existencia de un EG parecía proporcionar una contrastación independiente de la validez de diversas teorías de equilibrio parcial. Sin embargo, las economías industrializadas modernas presentan con frecuencia situaciones de desequilibrio, y quizás de desequilibrio crónico, en los mercados de trabajo. ¿Podemos inferir, en consecuencia, que cuando una econo mía no presenta las condiciones de equilibrio en sus mercados, este hecho falsa teorías microeconómicas tales como la teoría del com portamiento del consumidor y la teoría del comportamiento de la empresa, basadas ambas en el comportamiento maximizador de con sumidores y empresarios? No, porque la existencia generalizada de 212
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economías de escala en ciertas industrias, por no mencionar el fenó meno de las externalidades, sugiere inmediatamente que algunas de las.condiciones iniciales del E G no se ven satisfechas, y que la teoría del E G es, por tanto, inaplicable, en vez de falsa. Podría argumentarse, sin embargo, que la teoría del EG está inade cuadamente formulada a efectos de la contrastación de su implica ción central, que nos dice que existe al menos una configuración de equilibrio para todos los precios en todos los mercados de una eco nomía. Por ejemplo, la incorporación del dinero al esquema del EG presenta dificultades, a menos que introduzcamos un supuesto de incertidumbre generalizada. Pero la teoría del comportamiento del consumidor, la teoría de la empresa, y la teoría de la productividad marginal de la demanda de factores productivos, están todas ellas basadas sobre el supuesto de conocimiento cierto de los acontecimien tos futuros. En otras palabras, cualquier intento de contrastar la teoría del E G en su conjunto implicará algo más que el arsenal tradicio nal de proposiciones microeconómicas del tipo de las que el equilibrio parcial proporciona. Sin embargo, incluso al hablar de la contrastación de la teoría del E G suena como una nota falsa, porque aunque se diesen en la realidad las condiciones de pleno empleo, difícilmente podríamos verificar la existencia del E G en todos los mercados, por simple ob servación. En cierto sentido, la teoría del E G no hace predicción alguna, sino que trata de establecer la posibilidad lógica del E G sin demostrar cómo se producirá éste, y sin siquiera pretender que dicho EG llegará a producirse como consecuencia del funcionamiento de fuerzas espontáneas. Sin duda, el propio Walras creyó que había proporcionado una explicación de cómo los mercados competitivos del mundo real alcanzarían el equilibrio a través de un proceso de tdtonnement, o de prueba y error. Pero existen serias deficiencias en la idea walrasiana del tdtonnement (véase Blaug, 1978, págs. 611-12) y hasta el momento no se ha podido demostrar que el equilibrio final para la economía en su conjunto sea independiente de la senda que nos ha llevado a él, o que, de todas las sendas posibles, la que de hecho se elige vaya a converger hacia el equilibrio. Todo el trabajo reciente del tipo del realizado por Arrow y Debreu en el campo de la teoría del E G se ha limitado a los «teoremas de existencia» — teo remas que establecen las condiciones bajo las cuales un sistema de EG presenta una solución única— y a cuestiones sobre la estabilidad del equilibrio una vez que éste se alcanza. En otras palabras, esta mos casi tan lejos como lo estaba Walras de descubrir la contrapar tida en el mundo real de esas fuerzas invocadas por la teoría del EG.
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¿Una teoría o un marco de referencia? Las demostraciones Arrow-Debreu de la existencia de un EG dependen críticamente de dos supuestos: el de que los conjuntos de producción y consumo son convexos, y el de que todos los agentes económicos poseen algunos recursos que otros agentes aprecian. La estabilidad global de tal situación de equilibrio depende, a su vez, de la presencia de ciertos procesos dinámicos que garanticen que to dos los agentes económicos conocen el nivel de la demanda agregada y de que no se realicen de hecho transacciones a otros precios distin tos de los de equilibrio. Algunos de estos supuestos pueden suavi zarse un poco, de forma que se permita la existencia de rendimientos crecientes a escala en una minoría de las industrias, e incluso de un cierto grado de competencia monopolística en todas las industrias. Pero la existencia de oligopolio, por no mencionar la presencia de externalidades en la producción y el consumo, destruyen todas las soluciones de EG , al igual que lo hacen con las del equilibrio com petitivo. Puesto que la teoría del E G carece de contenido empírico, resulta difícil justificar el término teoría, de forma que sus más conspicuos defensores se han cuidado en realidad de denominarla marco de refe rencia o paradigma (ver Hahn, 1973a, pág. 3). La cuestión operativa no consiste en preguntarse por qué hemos de necesitar tal marco, sino en preguntarse por qué hemos de seguir inviniendo recursos in telectuales escas^' en el continuo refinamiento y elaboración del mis mo. ¿Qué es 1 jue aprendemos, si es que aprendemos algo, del marco de referencia constituido por el EG , acerca del funcionamiento real de los sistemas económicos? La defensa tradicional de dicho marco consistía en afirmar que el establecimiento preciso de las con diciones necesarias y suficientes que se requieren para obtener un EG arrojauan luz en algún .sentido sobre la forma en que realmente se alcanza el E G en el mundo real. Pero, recientemente, el marco que supone el E G ha sido defendido en términos enteramente nega tivos: lo que ahora se nos dice es que facilita la refutación decisiva de argumentos generalmente defendidos y que son falsos (Arrow y Hahn, x971, págs. vi-vii). E xiste una larga e impresionante lista de economistas, desde Adam Smith hasta nuestros días, que han tratado de demostrar que una economía descenj tralizada motivada por el propio interés y guiada por señales de precios, sería compatible con una disposición coherente de los recursos económicos que podrí» considerarse, en un sentido definido, como superior al amplio conjunto de dií¡ posiciones alternativas. Adem ás, las señales de precios operarían de tal modá que tenderían a establecer dicho grado de coherencia. E s importante comprender
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lo sorprendente que tal pretensión puede parecer a cualquiera que no perte nezca a tal tradición de pensamiento . . . N o basta con afirmar que, aunque es posible inventar un mundo en el que lo que se afirma sobre la «mano invisible» es cierto, ésta no funciona de hecho en el mundo real. Debemos demostrar pre cisamente cómo y por qué podría funcionar si se diesen en el mundo real los rasgos que consideramos esenciales para que prevalezca. Al intentar contestar a la pregunta de «¿P o d ría se r?» aprenderemos mucho acerca de por qué y cuándo no puede ser.
La idea de que la «teoría» del E G es simplemente la precisión de una tradición económica tan antigua como Adam Smith, que nos permitirá demostrar cómo un equilibrio competitivo óptimo, en el sentido de Pareto, nunca se materializará de hecho en la práctica, es en el mejor de los casos una verdad a medias. Sin duda existen elementos del teorema de la mano invisible tanto en Adam Smith como en Alfred Marshall. Pero, de todos modos, el análisis SmithMarshall sobre una economía competitiva libre y factible sigue una tradición diferente de la de Walras y Pareto. Si realmente el «E G es fuerte en el equilibrio y muy débil en cómo éste llega a produ cirse» (Hahn, 1973a, pág. 327), el análisis de Smith-Marshall será, por el contrario, débil en el equilibrio y muy fuerte en cómo éste se llega a producir, ya que consiste más en un estudio del proceso competitivo que en el análisis de los resultados finales del equilibrio competitivo (Loasby, 1976, pág. 47). Pero dejando aparte los pedigrees históricos, la conexión entre la «teoría» del E G y el teorema de la mano invisible resulta ser bastante tenue. El teorema de la mano invisible es una exposición, o bien descriptiva, o bien valorativa, acer ca de la naturaleza de la competencia perfecta (ver capítulo 5), mien tras que el marco del EG no pretende describir el mundo real en ningún sentido, y, ciertamente, no pretende evaluarlo. Como francamente admite Frank Hahn (1973a, pág. 7), la cons trucción del EG : . . .-no tiene pretensiones formales o explícitas de ningún tipo: no contiene, por ejemplo, presunción alguna en el sentido de que la secuencia de estados econó micos reales vaya a desembocar en un estado de equilibrio. Sin embargo, su motivación proviene de una proposición causal muy débil: la de que ninguna secuencia plausible de estados económicos desembocará en un estado que no sea de equilibrio . . . Veremos más adelante que ésta no es una proposición es tricta, en el sentido de que no describe ningún proceso concreto en funciona miento. También es claro que, por débil que sea esta proposición, puede tam bién ser falsa.
Podemos examinar la consistencia interna del marco de EG, con cebido como un ejercicio puramente lógico, pero ¿cómo podremos
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demostrar la falsedad de «la proposición causal muy débil» que afir-1 ma que si una secuencia de estados económicos es plausible desemi bocará en una situación de equilibrio? La palabra «plausible» sugiere! una cierta referencia a las condiciones del mundo real, y, sin embar-1 go, el marco del E G carece al parecer de puente alguno que pueda! salvar la distancia entre el mundo de la teoría y el mundo de losf hechos. Relevancia práctica En cualquier caso, Hahn (1973a, págs. 14-15; 1973b, pág. 324)^ nos asegura que el marco del E G es de «gran significación práctica»! porque puede ser utilizado para la refutación de todo tipo de ideas' falsas referentes a los recursos no-reproducibles, a los tipos de cam-: bio fluctuantes y a la ayuda exterior. Pero después de defender la relevancia práctica de la «teoría» de Arrow-Debreu, Hahn (1973a, -j página 41) concede que «el paradigma se presenta, por supuesto, a i un nivel muy ambicioso de generalidad, de forma que para muchos í e importantes usos prácticos un aparato más modesto de tipo mar- ) shalliano funcionaría muy bien». Y añade un comentario aún más demoledor: N os parece, por tanto, razonable exigir que nuestra idea del equilibrio refleje el carácter secuencial de las economías reales . . . E sto requiere a su vez que los procesos de información y costes, de transacciones y costes de las mismas y también la incertidumbre y las expectativas, queden explícita y esencialmente incluidos en la idea de equilibrio. Y esto es lo que la construcción Arrow-Debreu no hace. N o creo que por ello dicha construcción sea inútil, pero lo que es cierto es que debe renunciar a cualquier pretensión de proporcionar las nece sarias descripciones de los estados terminales de los procesos económicos [Hahn, 1973a, pág. 16],
Podrían decirse muchas más cosas acerca de la densa defensa que Hahn hace de la «teoría» del EG , que a veces parece referirse al análisis del equilibrio, en general, y al análisis del EG como una versión particular del mismo 8. Lo que hace particularmente intere" Para otros comentarios sobre los argumentos de H ahn, véase Coddington (1975); Loasby (1976, pp. 44-50); y Hutchison (1977, pp. 81-87). Merece des tín arse que Coddington, al contrario que Loasby y Hutchison, niega que pue dan valorarse las teorías examinando su verosimilitud, en el sentido de «grados ilr corroboración»: hay que valorarlas y aduce, en términos de su adecuación para «sostener las tareas intelectuales que nos fijam os» (Coddington, 1975, p. 541), rn cuyo caso resultará difícil criticar cualquier teoría, incluida la «teoría» EG.
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sante la defensa de Hahn, sin embargo, al menos desde nuestro punto de vista, es su aparente adhesión a la metodología popperiana del falsacionismo, a la que no permite, sin embargo, influir a lo largo de toda la argumentación, sobre su propio compromiso con el pro grama de investigación del EG . «El estudiante de E G cree», ob serva Hahn (1973b, pág. 324), «que dispone de un punto de partida desde el que avanzar hacia una teoría descriptiva», y, sin embargo, los continuos refinamientos de la «teoría» del E G en décadas recien tes, que han ido debilitando sus axiomas y generalizando sus condi ciones de aplicabilidad cada vez más (véase Weintraub, 1977), no han logrado acercarnos a esa teoría descriptiva. En resumen, es difícil resistirse a la conclusión a la que lleva Loasby (1976, pág. 50), en el sentido de que el programa de investigación del EG ha combinado «un implacable rigor en la teoría, con una descuidada permisividad en su aplicación». Puede argumentarse que el análisis input-output es impensable sin una base previa de razonamiento de tipo walrasiano, y que in cluso la Macroeconomía Keynesiana, al menos en su versión corrien te, no es sino un modelo de E G simplificado, en el que existen tres sectores y la tasa salarial viene exógenamente determinada. No es cuestión, por tanto, de abandonar sencillamente el marco de EG , que de hecho está profundamente enraizado en el cuerpo de doctrina económica recibida y que se encuentra, por así decirlo, en la inter sección de todos los programas de investigación satélites que en con junto constituyen el PCI neoclásico más amplio. Pero sin necesidad de abandonar el edificio del EG , tal como es, lo que podemos poner en duda es la idea de que aquél proporciona un punto de partida válido desde el que aproximarnos a una explicación sustantiva del funcionamiento del sistema económico. Su principal característica ha sido la continua formalización de problemas puramente lógicos, sin la menor consideración por la obtención de teoremas falsables acerca del comportamiento económico, que es lo que, insistimos, constituye la tarea fundamental de la Economía. La extendida creencia de que toda teoría económica debe adecuarse al molde del E G si es que ha de cualificar como ciencia rigurosa, ha sido quizás responsable, en mayor medida que cualquier otra influencia intelectual, del carácter puramente abstracto, y no-empírico, de una gran parte del pensa miento económico moderno.
Capítulo 9
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LA TEORIA DE LA PRODUCTIVIDAD MARGINAL
Las funciones de producción La teoría ortodoxa de la empresa adopta el supuesto de que siem pre es posible especificar una función, denominada la función de pro ducción, que expresa el máximo volumen de producción física que puede obtenerse de todas las combinaciones técnicamente factibles de cantidades físicas de los factores de producción, dado el nivel existente de conocimientos técnicos de libre disposición, referentes a la relación existente entre productos y factores. Se acostumbra a clasificar los factores productivos en clases más o menos homogéneas, que deberían denominarse «horas-hombre», «horas-máquina» y «acrespor-año», en vez de «trabajo», «capital» y «tierra», ya que se supone que los factores en cuestión son variables-flujo y no variables-fondo. Añadiendo el supuesto, muy conveniente, de que la función de microproducción así definida es diferenciable y el supuesto estrictamente necesario de que la empresa está maximizando sus beneficios (no se valora la renta física de los empresarios), la teoría procede a derivar de ellos las funciones de demanda de factores como formas inversas de las ecuaciones de productividad marginal. Si los mercados de los productos y de los factores son competitivos, las empresas emplearán obreros, máquinas y espacio, pagando por ellos salarios, rentas de alquiler de las máquinas y rentas de la tierra, en cantidad igual a la de sus respectivos valores marginales o ingresos marginales. 218
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' Si la oferta de dichos factores productivos viene exógenamente determinada, esta teoría llega a «determinar» los salarios y las rentas. Desde el punto de vista de la empresa, sería más exacto decir que los factores productivos «determinan» los productos marginales, y que éstos «determinan» los precios de los factores. Incluso consi derando tan sólo los mercados de factores, esta teoría será sólo una «pretendida» teoría marginal de determinación de los precios de los factores según su productividad marginal, basada sobre el supuesto de que la oferta de todos los factores viene dada. Como Denis Robertson solía decir, los precios de los factores «miden» los productos marginales, y lo que «determina» los precios de los factores no es tanto la primera derivada de la función de producción, sino el com portamiento maximizador de los productores. La igualdad entre los precios de los factores y los productos marginales es una solución dé equilibrio de un conjunto de ecuaciones simultáneas, y no parece tener mucho sentido el seleccionar a la «productividad marginal» como una especie de jugador que es el que hace el primer movi miento. Por ésta y otras razones, sería muy conveniente que la frase «teoría de la distribución según la productividad marginal» desapa reciese de la literatura. La mayoría de los grandes economistas del siglo xix rehusaron agregar las funciones de microproducción de las empresas en una función de producción agregada para la economía en su conjunto, y utilizaron en vez de ello la teoría de la productividad marginal para atacar problemas especiales en el espíritu de la Economía del equi librio parcial, o bien, como Walras hizo, operaron con la idea de un conjunto totalmente desagregado de n funciones de producción. Además, estos economistas se molestaron en negar explícitamente la creencia dé que la teoría de la productividad marginal proporcionase respuestas claras a las grandes cuestiones de la propiedad privada y la justicia distributiva, ya que todos ellos habían aprendido la lec ción que John Stuart Miü les enseñara: las leyes de la distribución, a diferencia de las de la producción, pueden verse decisivamente afectadas por la acción colectiva. La idea de que la distribución funcional de la renta puede expli carse invocando simplemente los principios de la productividad mar ginal, tal como aparece en las funciones de producción más simples del tipo Cobb-Douglas, fue apuntada virtualmente por primera vez en la Teoría de los salarios de Hicks (1932), en el capítulo 6 de dicho libro concretamente. Después de algunos años, en gran parte dedicados a explorar el concepto de elasticidad de sustitución inven tado por Hicks, la revolución keynesiana hizo caer en desgracia toda una serie de temas que Hicks había suscitado. Sólo después de la
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Segunda Guerra Mundial llegó a captar la imaginación de los eco nomistas lo que Samuelson ha denominado la teoría neoclásica de la producción y la distribución. Después del artículo pionero de Solow publicado en 1957, la estimación de funciones de producción agre gadas con propósitos de medición de las fuentes del crecimiento y de obtención de inferencias sobre la naturaleza del cambio tecno lógico, se convirtió en práctica corriente en la investigación econó mica, práctica que ignoró las profundas dificultades que rodean el concepto mismo de función de producción agregada (ver Blaug, 1978, páginas 491-93). Una gran parte de este trabajo empírico resultó ser poco más que «medición sin teoría» 9, y lo que surgió en el proceso fue la teoría simplista de la productividad marginal, que caracterizó a una gran cantidad de artículos publicados en la década de 1960: uno o dos productos, dos factores, funciones de producción agregadas diferenciables por dos veces y con rendimientos constantes a escala, un factor capital maleable y homogéneo, y una relación monótona entre la relación capital-producto y la tasa de rendimiento sobre el capital, progreso técnico no-incorporado clasificado como neutral o ahorrador de factores, competencia perfecta, ajustes instantáneos e información sin costes. Incluso la «nueva Historia Económica cuantitativa» de la década llegó a infectarse totalmente de este estilo de teorización en el que se obtenían dramáticas conclusiones sobre el pasado a partir de la medición global de unas pocas variables microeconómicas bien seleccionadas (ver McClelland, 1975, págs. 194-201 y 230-37). ¿Qué inferencias prácticas pueden derivarse de la teoría simplista de la distribución basada en la productividad marginal? Los críticos radicales de la economía ortodoxa están persuadidos de que cuestio nes como las de los sindicatos, la estructura corporativa de poder, el estado de la demanda agregada y las políticas de precios y rentas de los gobiernos, todas ellas relevantes al parecer respecto de la cuestión de la distribución de la renta, quedan de algún modo rele gadas a la «sociología» por el teórico neoclásico, quien explica sala rios y beneficios a partir solamente de la tecnología, las preferencias de los consumidores y una oferta dada de factores. Este tipo de crí 9 En su autorizada revisión de la literatura sobre las funciones de produc ción, W alters (1963, pág. 11) concluía: «D espués de considerar los problemas de agregación, es fácil abrigar dudas acerca de si merece la pena emplear una concepción como la expresada por la función de producción agregada. L a gran variedad de condiciones competitivas y tecnológicas que encontramos en nues tras economías modernas sugiere que no podremos aproximar los requerimientos básicos de una agregación que tenga algún sentido, ni siquiera al nivel de las empresas de una misma industria o a nivel de sectores reducidos de la eco nomía.»
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ticas no deben descartarse con un encogimiento de hombros, pero sí que implican una cierta confusión de términos. Por teoría de la distribución, los críticos entienden una teoría de las participaciones distributivas, mientras que en la teoría ortodoxa la teoría de la dis tribución de la renta es una teoría de la determinación de los precios de los factores. En efecto, hasta Hicks no existía en realidad una teoría de la participación de los salarios y beneficios en la renta na cional que fuese generalmente aceptada; a partir de Hicks dispone mos de tal teoría, pero en cuanto a su significación precisa nos en contramos con frecuentes malentendidos. Para bien o para mal, dicha teoría no excluye la creencia de que la «lucha de clases» tenga mu cho que ver con la determinación de las participaciones relativas, e incluso con la determinación de las tasas de salarios y beneficios. La teoría hicksiana de las participaciones relativas La teoría hicksiana inserta una clasificación de las innovaciones en tres categorías relacionadas con las participaciones relativas, en una teoría normal de la determinación de los precios de los factores según la productividad marginal, llevando deliberadamente la argu mentación al nivel de la economía en su conjunto. De acuerdo con Hicks, el cambio tecnológico «neutral» lleva a una relación capitaltrabajo invariable, para precios relativos de los factores constantes; mientras que, de acuerdo con Harrod, llevará, por el contrario, a una relación capital-producto constante para un tipo de interés dado; ambos están de acuerdo en que dejaría invariables las participaciones relativas de salarios y beneficios (ver Blaug, 1978, págs. 495-502). En años posteriores se gastó una gran cantidad de energía en el intento de demostrar que estas dos definiciones se convierten en una sola si la función de producción agregada es tal que implica una elas ticidad de sustitución igual a la unidad, tal como ocurre, por ejem plo, con la función de producción Cobb-Douglas. Las mediciones que utilizaban datos agregados normalmente confirmaban la hipótesis Cobb-Douglas, pero a nivel de la industria pronto se vio la necesidad de ajustar funciones de producción que incorporaran elasticidades de sustitución no-unitarias, tales como la denominada CES (función de producción con elasticidad de sustitución constante). En tales ca sos, la evidencia se presta con gran facilidad a interpretaciones tipo Hicks, por la sencilla razón de que la teoría de Hicks es totalmente taxonómica, capaz por tanto de explicarlo todo y de no explicar nada. En una revisión muy completa de la literatura sobre el progreso técnico, publicada por Kennedy y Thirlwall (1972, pág. 49), estos
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■ autores concluyen: «N i el delicado modelo competitivo ni los desarro-, líos menores del monopolio-oligopolio nos preparan para predecir los efectos distributivos del cambio tecnológico; en el mejor de los ca sos, disponemos de las definiciones de un progreso técnico “ neutral-:, en-el-sentido-de-Harrod” o “ neutral-en-el-sentido-de-Hicks” , que nos permiten explicar sabiamente ex-post, mientras que ex-ante todo permanece en la oscuridad». Igualmente, al revisar la teoría de la dis tribución de la renta, Johnson (1973, pág. 42) no se para a medir sus palabras al subrayar la misma cuestión, diciéndonos que «la elas ticidad de sustitución, tal como se emplea en la teoría de la distri bución, es una tautología, en el mismo sentido que el concepto de elasticidad de demanda lo es también...; en ambos casos, el problema económico es la medición, y no la exposición de las implicaciones de una medición hipotética». Continúa este autor observando que «ningún aparato teorético logrará explicar la distribución funcional de la renta... en términos causales fundamentales, pero lo que puede hacerse es medir las variaciones que experimentan los factores obser vables e interpretar posteriormente estos resultados a la luz de los conceptos teóricos» (1973, pág. 191). Desgraciadamente, cuando los propios conceptos teoréticos mantienen tan sólo una tenue relación con el comportamiento microeconómico, como ocurre en el caso de la función de producción agregada, la interpretación de los resultados puede no llevarnos muy lejos. Incluso la teoría de las innovaciones inducidas, que durante un tiempo pareció ofrecer la estimulante pers pectiva de lograr una explicación endógena del cambio tecnológico como un proceso a través del cual las empresas «aprenden» a extra polar las tendencias pasadas del efecto ahorrador de factores de la tecnología, ha ido desvaneciéndose poco a poco por falta de unos fundamentos microeconómicos suficientemente coherentes (Bronfenbrenner, 1971, págs. 160-62; Blaug, 1978, págs. 506-09; Nordhaus, 1973). No es, pues, de extrañar que un libro reciente sobre la dis tribución de la renta, escrito por un «defensor cauto» de la economía neoclásica, llegue eventualmente a la conclusión de que «en el pre sente estado de nuestra ciencia la predicción de las participaciones en la renta se encuentra fuera de nuestro alcance» (Pen, 1971, pá gina 214) 10. En cierto sentido, es difícil comprender por qué a alguien le puede interesar la predicción de las participaciones en la renta. En 10 Lipsey (1979, págs. 409-10) es casi el único entre los autores de libros de texto que se muestra de acuerdo con Pen y expresa sus dudas acerca de que una teoría contrastable de la macrodistribución, si llega a existir eventualmente, sea una teoría de la productividad marginal. H icks (1965, pág. 172), sin em bargo, sigue persuadido de que al antiguo aparato le queda aún algo de vida.
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efecto, tales predicciones carecen prácticamente de relevancia para la negociación colectiva, ya que podemos hacer que las cifras tomen casi cualesquiera valores que nos interesen, dependiendo de cómo midamos dichas participaciones (Blaug, 1978, pág. 511). Ni tampoco es que las participaciones relativas constituyen un problema teórico particularmente interesante. Por supuesto, es cierto que, por defini ción, la participación del factor trabajo en la renta total es igual a la tasa media de sueldos y salarios dividida por el producto medio ob tenido por el trabajo para la economía en su conjunto; igualmente, la participación de los beneficios será, por definición, igual a la tasa media de beneficios obtenidos por el capital invertido, dividida por el producto medio del capital (o multiplicada por la relación capitalproducto). Pero los productos medios del trabajo y del capital no son variables de comportamiento en la teoría usual; los agentes eco nómicos no los maximizan o minimizan; ni los productores-consumidores, ni los trabajadores-capitalistas, responden de ellos; son sim plemente magnitudes ex-post que pueden medirse y han sido medi das, pero que, no obstante, carecen de estatus teórico. Es perfecta mente posible, por tanto, tener una teoría de la tasa de salarios o una teoría de los beneficios, sin tener una teoría de la participación de salarios y beneficios en la renta, y viceversa. Lo que importa es que las participaciones relativas son el resultado de una amplia variedad de fuerzas y que cualquier teoría que trate de abordarlas directa mente se encontrará adoptando tal cantidad de heroicos supuestos simplificadores que los resultados que puedan obtenerse de ella serán meras curiosidades analíticas. Aparte de la obediencia a la tradición del pasado, y especialmente a algunos de los problemas que Ricardo se planteó, personalmente no encuentro razón convincente alguna que justifique la obsesiva preocupación con las participaciones relativas en la renta que podemos encontrar tanto en los escritos de los críti cos de la teoría de la productividad marginal como en los de sus defensores. Mientras nos mantengamos en el campo de la teoría ortodoxa de la distribución funcional de la renta formulada en términos de equi librio general, es muy improbable que obtengamos respuestas que conmuevan al mundo. En dicha teoría, repito, puede decirse que la distribución funcional de la renta viene «determinada» por la distri bución inicial de recursos entre consumidores, sus preferencias, las funciones de producción de las empresas y las motivaciones de com portamiento de consumidores y empresas. Pero la teoría no «explica» por qué se alcanza el equilibrio, si es que se alcanza, o por qué habría de seguir alcanzándose, y en este sentido no proporciona una expli cación causal de la distribución funcional de la renta. En resumen,
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tanto la teoría neoclásica como la no-neoclásica de la distribución fun cional de la renta son teorías mucho más modestas de lo que muchos de sus enemigos nos querrían hacer creer. Como Hahn (1972, pág. 2) señala oportunamente: Denominaré neoclásica a una teoría de la distribución, si emplea un modelo de competencia perfecta en equilibrio permanente . . . E sta teoría no tiene nada sencillo que ofrecer como respuesta a la pregunta de por qué la participación de los salarios o beneficios en la renta es la que es. La cuestión viene urgida por nuestro interés en la distribución de la renta entre las clases sociales, y las clases sociales no son una variable explicativa de la teoría neoclásica . . . Por un lado, los que utilizan la teoría neoclásica no han podido resistir la tentación de hacer que la teoría genere respuestas sim ples a cuestiones motivadas socio lógicamente. Por otro lado, los economistas, impresionados por la inadecuación del modelo para responder a tales cuestiones . . . han llevado sus críticas al te rreno lógico, siendo asi que allí es donde éste se m uestra particularmente sólido.
Contrastaciones de la teoría de la productividad marginal La teoría de la determinación de los precios de los factores según su productividad marginal es una teoría muy modesta. Es también una teoría que presenta un elevado grado de abstracción, ya que está formulada en términos tan generales que la hacen virtualmente inútil para responder a cuestiones específicas acerca, por ejemplo, de la estructura salarial en los mercados de trabajo. Este punto viene muy bien ilustrado a través de una serie de preguntas planteadas por Lester Thurow (1975, págs. 211-30) en su «Do-It-Yourself Guide to Marginal Productivity» (Guía «Hágalo-Vd.-mismo» de la Productivi dad Marginal). ¿Se paga a los trabajadores su productividad marginal en cada momento concreto de tiempo, o sólo se les paga ésta a lo largo de toda una vida de trabajo? Si hay que creer en la distinción de Gary Becker, entre la «formación profesional general» y la «formación pro fesional especializada» (véase Blaug, 1972, págs. 192-99) los ingresos de los trabajadores que reciben una formación profesional general serán necesariamente menores que su producto marginal presente, siendo cierto lo contrario para los trabajadores que reciben una for mación profesional especializada. La formación profesional general se define como aquella formación que eleva la productividad del que la recibe, independientemente de para qué empresa concreta trabaje, mientras que la formación profesional especializada se define como aquella formación que tan sólo refuerza la productividad futura de los que la reciben dentro de la empresa que proporciona dicha for-
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: mación. Las empresas que operan bajo condiciones competitivas no poseen incentivo alguno que les incite a pagar los costes de una for mación profesional general, porque no tendrán seguridad alguna de ique vayan a ser capaces de retener a los trabajadores que recibieron . tal formación. Como consecuencia, los costes de los programas de formación profesional general son repercutidos en los propios bene ficiarios de los mismos, en forma de unos ingresos menores durante el período de formación. Por otro lado, los trabajadores que reciben . una formación especializada deberán ganar tanto como pudiesen ga nar en otro sitio, porque de otro modo no tendrían incentivo para permanecer en la empresa en cuestión; las empresas se recuperan de estos gastos de formación específica pagando a los trabajadores especializados una cantidad menor que su producto marginal; si con sideramos, sin embargo, el caso de los trabajadores de edad, sólo aquellos que anteriormente recibieron una formación profesional ge neral serán capaces de obtener un salario igual a su producto mar ginal; en general, pocos de los trabajadores que operan en un mer cado de trabajo perfectamente competitivo obtendrán como ingreso su producto marginal efectivo. Es claro que, en estas circunstancias, no resultará fácil contrastar la teoría de los salarios basada en la productividad marginal. Por otro lado, podemos preguntarnos si son los trabajadores indi viduales los que han de recibir su producto marginal o si los que lo reciben son más bien los grupos de trabajadores con especialización idéntica a los que se paga lo mismo, a causa, por ejemplo, de las dificultades que supone la identificación de los trabajadores mejores y peores de entre los que tienen la misma especialidad; en conse cuencia, algunos trabajadores de la especialidad recibirán más, y otros menos, de lo que estaría justificado por su producto marginal. Argu mentos similares pueden aplicarse a otros tipos de agrupaciones de trabajadores, tales como los trabajadores de un determinado sexo, edad y cualificación dentro de una determinada industria, en las que igualmente las empresas pueden pagar a los miembros del grupo el mismo salario, al menos inicialmente, a causa del problema que su pone la medición exacta del producto marginal de cada individuo. Si, como frecuentemente se dice, una gran parte del trabajo en la industria es realizado por grupos de trabajadores que coordinan sus esfuerzos, los miembros de estos equipos pueden recibir el producto marginal medio, no sólo inicialmente, sino durante toda su vida ac tiva, simplemente porque no es posible identificar su contribución particular a la producción; tampoco en este caso recibirán los traba jadores precisamente su propio producto marginal. Vemos, una vez más, los enormes problemas que plantea la contrastación de las pre-
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dicciones de estática-comparativa de la teoría de la productividad marginal. Estas dificultades existirían incluso en condiciones de competen-1 cia perfecta en los mercados de productos y factores. En el mundo real, sin embargo, muchos de los salarios que observamos se ganan en industrias que no son competitivas, que producen en condicione^ de rendimientos crecientes a escala, en cuyo caso algunos de los fao! tores habrán de recibir una remuneración menor que sus respectivos productos marginales, y esto puede muy bien ocurrirle al factor tra^ bajo. Además, los salarios que observamos pueden ser salarios de desequilibrio y, en cualquier caso, vendrán afectados por las condi-; ciones de la oferta de trabajo en los diferentes mercados locales, poc no mencionar la desigual distribución entre los trabajadores de las preferencias por los aspectos psíquicos de la renta. Quizás hemos dicho ya bastante para que se abra paso la idea de que la afamada o malafamada teoría de los salarios basada en la productividad marginal nunca ha sido formulada con suficiente de-* talle como para servir de ayuda en la explicación del esquema obser vado de salarios relativos. No es de extrañar, por tanto, que rara mente haya sido sometida a contrastación, y que los resultados de dichas contrastaciones no hayan sido concluyentes. Si una única frase pudiese resumir la evidencia empírica disponible al respecto, lo más que podría afirmarse es que la teoría de la productividad marginal predice de forma bastante correcta los cambios a muy largo plazo en las diferencias salariales entre industrias y entre ocupaciones; por otro lado, la teoría fracasa patentemente en sus intentos de predic ción de los movimientos de las diferencias salariales a corto plazo (ver Burton y otros, 1971, especialmente las págs. 275-80; Perlman; 1969, capítulos 4 y 5 ) 11. El estatus empírico de la teoría de la deter-i minación de los precios de los factores según su productividad mar ginal permanece, por tanto, poco claro. Ciertamente, esto es también así respecto de otras muchas teorías económicas, pero de todos mo dos la teoría de la productividad marginal ha cosechado más fracasos que otras teorías en lo que se refiere a la correcta especificación de su campo de aplicación a problemas concretos. La teoría ha seguido siendo, durante toda su larga historia, una tesis perfectamente gene ral, sin contenido específico.
11 E l libro de texto de Perlman sobre Economía del Trabajo se destaca de muchos de sus rivales por su acento totalmente popperiano.
Capítulo 10
EL RETORNO DE LAS TECNICAS Y TODO ESO
La medición del capital La teoría de determinación de los salarios según la productividad marginal nunca ha carecido de críticas en todas las etapas de su his toria, pero, al menos hasta época reciente, la teoría del interés ba sada en la productividad marginal había sobrevivido más o menos incólume. En la década de 1950, sin embargo, Joan Robinson, se guida por un conjunto de economistas procedentes de Cambridge cómo ella (nos referimos a Cambridge, Reino Unido), lanzaron un ataque totalmente nuevo contra la denominada teoría de la distri bución según la productividad marginal, dirigida en particular contra la simplificación hicksiana — dos factores, un producto— de la teoría neoclásica de la determinación de los precios de los factores. El vo lumen de capital de una economía, argüían estos autores, siendo como es un conjunto de máquinas heterogéneas, y no un fondo ho mogéneo de capacidad de compra, no puede valorarse en sus propias unidades técnicas, aunque aparentemente el «trabajo» y el «tierra» puedan medirse de este modo; la valoración del capital necesaria mente presupone un determinado tipo de interés, y esto significa que el tipo de interés no puede venir determinado por el producto marginal del capital, a menos que caigamos en un razonamiento circu lar; por consiguiente, la teoría de la productividad marginal no puede explicar cómo se determina el tipo de interés. 227
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Una gran parte de estas críticas caerá por los suelos en cuanto sustituyamos la formulación simplista de la teoría de la productividad marginal por la versión walrasiana desagregada, que no incluye ni implica para nada el concepto de función de producción agregada, ni tampoco la noción de volumen agregado de capital como variable económica. Además, la idea de que la agregación de los bienes de capital plantea dificultades únicas que no se encuentran en la agre gación del factor trabajo, por no mencionar la agregación de la pro ducción física, no es sino una mala interpretación muy popular (Blaug, 1978, pág. 490). Incluso si es necesario medir el capital en sus pro pias unidades técnicas con objeto de hacer comparaciones de tipo general entre economías que se encuentran en diferentes situaciones de equilibrio estacionario, la cuestión de encontrar una unidad natu ral con la que medir el capital no surgirá si lo único que nos inte resa, como ocurre siempre que nos mantengamos dentro del cálculo cualitativo, son las variaciones marginales alrededor de la posición de equilibrio. Para tales variaciones, los diferentes bienes de capital se agregan, de hecho, en un fondo de capacidad adquisitiva, y el tipo de interés de equilibrio sobre el capital monetario invertido en dife rentes actividades surgirá tan sólo porque los inversores no se inte resan por las diferentes características físicas reales de los bienes de capital. La existencia de una función de demanda de capital Pero los críticos de Cambridge tienen otra flecha que lanzar. En la teoría simplista de la productividad marginal, la intensidad de uso del capital en una economía se relaciona únicamente con los pre cios relativos de los factores; concretamente, una disminución del tipo de interés o un aumento de la tasa de salarios, necesariamente eleva la relación capital-trabajo en la economía. Pero cualquiera que sea la versión de la teoría de la productividad marginal que adopte mos, argumentan los críticos de Cambridge, no es posible demostrar que una disminución del tipo de interés necesariamente vaya a alte rar la ordenación de las técnicas disponibles según su rentabilidad en forma unidireccional, de forma que se produzca un aumento de la intensidad de capital en la economía. Esto es así a causa del fenó meno de doble retorno de las técnicas que puede producirse inclusc bajo unas condiciones estrictamente neoclásicas de competencia per fecta, perfecta información, funciones de producción microeconómi cas continuamente diferenciables y comportamiento maximizador. Se dice que el fenómeno del retorno de las técnicas destruye la cohe
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rencia lógica de la teoría neoclásica de la distribución, ya que si no existe una relación estrictamente monótona entre las variaciones del tipo de interés y la relación capital-trabajo, debemos abandonar la idea de explicar el tipo de interés en términos de la escasez relativa del capital en la economía, lo que constituye, después de todo, la esencia de la teoría del tipo de interés basada en la productividad marginal, y que en realidad deberemos abandonar toda idea de formu lar la demanda de capital como función inversa del tipo de interés. La década de 1960 fue testigo de un gran debate sobre la vali dez del concepto de retorno de las técnicas. No es necesario pasar por una revisión de la historia del «gran debate sobre el retorno de las técnicas», que culminó con la rendición incondicional de Samuel son, el cual había negado anteriormente la posibilidad del retorno, excepto en condiciones poco usuales, porque Geoffrey Harcourt (1972, capítulo 4) nos proporciona una descripción, golpe por golpe, de este episodio tan instructivo de la evolución del pensamiento económico moderno. ¿Qué es exactamente el retorno de las técni cas? El ejemplo más claro que se puede poner es el proporcionado por Samuelson en su declaración de rendición incondicional de 1966, en el que nos presenta dos procesos que exigen el mismo tiempo de producción de un determinado producto con la ayuda de cantidades desiguales de trabajo, pero sin utilizar máquina alguna (ver Blaug, 1978, pág. 532). Puede demostrarse fácilmente que el proceso que utiliza menos trabajo no será necesariamente el más beneficioso a cualquier tipo de interés, ya que si el trabajo que emplea se utiliza en un momento anterior del ciclo productivo se convertirá en el más caro de los dos procesos a elevados tipos de interés, porque sus nóminas se acumularán con mayor rapidez a interés compuesto. Tam bién resulta fácil demostrar que existen esquemas de aplicación del factor trabajo en ambos procesos según los cuales el que emplea me nos trabajo es el más beneficioso de los dos a tipos de interés bajos, mientras que será el de menor rentabilidad a tipos de interés altos, y que, posteriormente, a medida que el tipo de interés sube más y más vuelve a ser otra vez el de más rentabilidad de ambos. Este es el fenómeno del retorno, que surge en este sencillo ejemplo del efecto a interés compuesto de las variaciones del tipo de interés sobre los costes comparativos del factor trabajo aplicado en fechas diferentes en varios procesos técnicos que tardan exactamente lo mismo en pro ducir un determinado producto; en ejemplos más complicados, dicho fenómeno surge tanto de la aplicación escalonada de los factores a procesos productivos idénticos como del hecho de que la producción generada en tales procesos entra a veces como factor de producción en otros procesos.
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La significación empírica del retomo de las técnicas Todo el mundo está hoy de acuerdo en que el retorno de las técnicas es perfectamente posible, y todos admiten también que su posible presencia destruye la necesaria relación monótona entre la intensidad de capital y los precios relativos de los factores. Ahora bien, ¿cuál es la probabilidad de que se dé el retorno? Samuelson, al tiempo que concedía la validez del teorema de retorno de las téc nicas, ha expresado sus dudas respecto de su importancia empírica, y Hicks (1973, pág. 44) ha sugerido recientemente que «el retorno parece encontrarse en el límite de lo que puede realmente ocurrir». Los economistas de Cambridge, por otra parte, han insistido en que el retorno de las técnicas y su fenómeno asociado de reversión del capital (relaciones capital-trabajo más bajas en vez de más altas a medida que el tipo de interés sube) son fenómenos extremadamente probables hasta el punto de que, en realidad, constituyen la regla general, pero no han intentado medir la significación empírica del retorno en las economías reales ni han discutido tampoco el pro blema de cómo podemos intentar dicha medición. Es claro que ésta no será tarea fácil. Estrictamente hablando, las variaciones que se producen en la relación capital-trabajo como consecuencia de las variaciones en los precios relativos de los factores suponen movi mientos instantáneos entre estados alternativos de equilibrio estacio nario, cosa que se encuentra a mil leguas del proceso de sustitución de trabajo por capital en la realidad, que es en lo que todos pensa mos cuando nos enfrentamos con la proposición de que una econo mía que dispone de una abundancia de capital como la existente en América tendrá que tener un tipo de interés más bajo que una eco nomía con abundancia de mano de obra como la de la India. Enfrentados con el problema familiar de contrastar proposiciones de estática comparativa, y sintiéndose renuentes ante la investiga ción de la importancia del retorno por medio de tediosos microestudios sobre la duración de los procesos productivos y su esquema temporal asociado de factores productivos, los economistas de Cam bridge han buscado refugio en los teoremas analíticos que expresan las condiciones necesarias para que el retorno de las técnicas no pue da producirse. El más famoso de estos teoremas muestra que para excluir el retorno en un modelo de n sectores con coeficientes técni cos fijos, necesitaríamos incorporar a nuestro modelo al menos un bien de capital que sea excepcional en los siguientes sentidos: 1) to dos los factores de la economía han de entrar en la producción de dicho bien de capital, y 2) su producción ha de responder a una fun ción de producción continua neoclásica con coeficientes variables. Los
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economistas de Cambridge tienden a considerar que tales condiciones son tan estrictas que difícilmente se producirán en el mundo real, y sobre esta base concluyen que el retorno es la norma y no la excep ción (Harcourt, 1972, pág. 171n), pero otros han seguido el mismo camino y alcanzado al final del mismo la conclusión exactamente opuesta (Eltis, 1973, págs. 115-16 y 123-25). Igualmente, se ha de mostrado que la significación empírica del retorno depende de: 1) si el tipo de interés cae por debajo de un nivel crítico, y 2) de si los precios de los productos disminuyen a medida que las empresas readoptan alguna de las técnicas previamente utilizadas (Ferguson y Alien, 1970). La conclusión principal de la controversia tal como aparece en la literatura hasta el momento — y en absoluto hemos asistido aún al final de la misma— parece ser la de que la medición de la probabilidad del retorno depende de la medición del grado de sustituibilidad de los factores en una economía, y este es un tema que no es probable veamos resuelto definitivamente en un próximo futuro. Los modelos favoritos de la Escuela de Cambridge incluyen siem pre tecnologías lineales tipo Leontief — cada bien se produce en cada sector por medio de una única técnica de coeficientes fijos— y esto, naturalmente, hace descansar todo el peso de la sustituibilidad sobre la elección por parte de los consumidores de una combinación de pro ductos en vez de otra, donde las diferentes combinaciones suponen diferentes técnicas y, por consiguiente, entra la sustitución por la puerta trasera. En otras palabras, incluso en el peor de los casos, en el que la sustituibilidad queda excluida por definición, se reintroduce en definitiva algún tipo de sustitución de factores a través del esque ma de demanda final, que incluye la demanda de compradores ex tranjeros. Este resultado será aún más probable si adoptamos el aná lisis de actividades como forma de describir las posibilidades técnicas abiertas a las empresas, análisis que representa una posición inter media entre la total fijeza y la total variabilidad de los coeficientes de producción (ver Blaug, 1978, págs. 454-57). No está claro, por tanto, que la sustitución de técnicas se produzca de hecho. Si el re tomo no se produce, aún podremos tener reversión del capital (Har court, 1972, págs. 128-29 y 145-46), pero para obtener tal resultado se necesitan supuestos aún más tortuosos acerca de la tecnología — tales como amplias diferencias entre los coeficientes de producción de las diferentes técnicas— . Si no nos resulta fácil convencernos de que el retorno de las técnicas es un fenómeno corriente, más difícil aún nos resultará convencernos de que la reversión del capital vaya á producirse de hecho alguna vez.
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No hay, por tanto, nada de absurdo en la famosa declaración de «fe» de Ferguson (1969, págs. xvii y 266) en las parábolas neoclási cas hasta el momento en que «los económetras puedan proporcio narnos una respuesta». Samuelson (1976, pag. 618), en la ultima edición de su libro de texto, expresa similares sentimientos: «La ciencia de la Economía Política no posee aún conocimientos empíri cos suficientes para decidir si el mundo real se encuentra mas cerca del hipotético caso extremo representado por: a) la parábola neo; clásica o b) el paradigma del retomo simple». Tanto Joan Robinson (Robinson y Naqvi, 1967, pág. 591) como Harcourt (1972 págs. 25i 29 y 122; 1976, págs. 37 y 58) niegan, sin embargo, que la cuestión pueda nunca resolverse por medio de la evidencia empírica, ya que el retorno de las técnicas y la reversión del capital, dicen estos auto res, son proposiciones referentes a estados de equilibrio alternativos y tales posibilidades contrarias a los hechos nunca pueden ser obser vadas en el mundo real, ni siquiera en principio. Si hubiéramos de tomarnos en serio esta fantástica afirmación, ella sola se bastaría para convertir en impermeable a la refutación empírica la totalidad del programa de investigación neoclásico. En efecto, tomemos el ejemplo más sencillo posible de una predicción neoclásica: un impuesto sobre la mantequilla generará u n a elevación del precio de la misma, ya que desplaza la curva de oferta de mante quilla hacia la izquierda; consideremos los precios de la mantequilla con vistas a verificar esta predicción, asegurándonos por todos los medios a nuestro alcance de que la curva de demanda de mante quilla no se ha desplazado durante el período de observación. «¡Ah, no!», nos dirían John Robinson y Harcourt, «está usted comparando posiciones alternativas de equilibrio que suponen el paso de un tiem po lógico y no real, y, por consiguiente, su predicción, estrictamente hablando, no es susceptible de falsación empírica». Esta escapatoria haría sin duda más fácil la defensa de la teoría neoclásica, pero sólo al coste de pasarnos de la metodología del falsacionismo a la del esencialismo (ver capítulo 4). De hecho, a pesar del homenaje ren dido de labios afuera por Joan Robinson a la metodología popperiana (1977, págs. 1318-20 y 1323), los escritos de los autores de la Lscuela de Cambridge caen continuamente en argumentaciones de tipo esencialista. , , La formulación de una declaración de fe en que los económetras nos r e s o l v e r á n algún día la cuestión es a l g o m u y diferente. Tanto-la historia de las ciencias físicas como la de las ciencias sociales esta repleta de tales declaraciones de «fe», es decir, de la determinación de ignorar las anomalías lógicas q u e presenta una teoría hasta que se demuestre que son empíricamente importantes, para no dejar areas
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enteras de trabajo intelectual desprovistas de un marco teórico que las encuadre. No hay nada de irracional, como Popper y Lakatos han demostrado, en la tendencia de los científicos a mantener su adhesión a un programa de investigación a pesar de las anomalías que éste pueda presentar, siempre que no exista un programa alternativo dis ponible. Para seguir con nuestro ejemplo anterior, es como si a un economista que argumenta que un impuesto concreto sobre los pro ductores de mantequilla elevará probablemente el precio de la misma le dijese otro economista que su razonamiento está basado sobre la idea ortodoxa de que todas las curvas de demanda tienen inclinación negativa y todas las curvas de oferta la tienen positiva, y que el equilibrio se produce en el punto de intersección de ambas curvas; la moderna teoría del comportamiento del consumidor nos muestra que las curvas de demanda pueden tener inclinación positiva o nega tiva; por tanto, la proposición inicial acerca del impuesto sobre la producción de mantequilla puede ser tanto falsa como cierta. La ma yoría de los economistas enfrentados con una argumentación seme jante replicarían que, aunque las curvas de demanda con inclinación positiva son perfectamente posibles, no se presentan con frecuencia, y que el trabajo empírico sobre curvas de demanda estadísticas nunca ha conseguido generar ni siquiera un ejemplo convincente de las mismas (ver capítulo 6). Igualmente, puede admitirse que el retorno de las técnicas y la reversión del capital son fenómenos perfectamente posibles, pero hasta que se demuestre que son empíricamente signi ficativos y no sólo lógicamente significativos, los economistas harían mal en arrojar por la borda sus libros de texto sobre teoría de los precios, economía del trabajo, teoría del crecimiento y teoría del desarrollo, tan sólo porque los modelos en ellas contenidos presentan algunas anomalías difíciles de digerir n . Además, los críticos de Cambridge carecen de la fuerza necesaria para mantener sus propias convicciones antiempíricas. En efecto, ¿lle garían a negar que resulta aconsejable, en general, que la India y China favorezcan las técnicas intensivas en trabajo? (Sen, 1974). No hay duda de que, en casos particulares, tendríamos que realizar deta lladas evaluaciones de proyectos, pero ciertamente nos resultaría sor prendente encontrar una economía con fuertes excedentes de mano de obra que adoptase técnicas tan intensivas en capital como las 12 N ell (1972b, pág. 511), en una exposición pionera de las doctrinas de Cambridge, observa: «L o s bienes G iffen y las curvas de oferta de trabajo que se inclinan hacia atrás son, obviamente, casos especiales. Por el contrario, en una economía multisectorial, el retorno de las técnicas y la reversión del capital, parecen ser la regla general, y no la excepción.» No se ofrece evidencia empírica alguna en apoyo de ninguna de las dos afirmaciones.
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adoptadas en América o Gran Bretaña. Si esto es así, ¿no estamos concediendo que el retorno es insignificante en el mundo real, al menos en lo que se refiere a las comparaciones económicas de tipo general? En resumen, estaremos perfectamente justificados si retene mos nuestra teoría neoclásica de la distribución, por lo que pueda valer, Y excuso añadir que no es que valga gran cosa.
Capítulo 11
LA TEORIA HECKSCHER-OHLIN DEL COMERCIO INTERNACIONAL
El teorema Heckscher-Ohlin Ricardo encontró que la causa del comercio internacional era la relativa inmovilidad del capital entre las fronteras nacionales, y ex plicó la composición del comercio mundial por las persistentes dife rencias de productividad del trabajo existentes entre las naciones; suponiendo que los precios relativos de las mercancías varían propor cionalmente con los costes relativos del trabajo, demostró que el co mercio libre haría que cada país exportase aquellos bienes en los que poseyese una ventaja comparativa y que tal comercio crearía una situa ción para ambos países más beneficiosa que la de la autosuficiencia. La teoría ricardiana no hacía intento alguno de explicar las dife rencias de productividad subyacentes que dan lugar a las diferencias de costes comparativos entre países, que son las que, a su vez, origi nan el comercio internacional. En la moderna teoría de HeckscherOhlin, estas diferencias de productividad se atribuyen a las diferen cias de dotación inicial de factores entre países, que son las que lle van en realidad todo el peso de la explicación, ya que las causas más obvias que influyen en la composición de los bienes objeto del co mercio internacional, tales como las diferencias internacionales en la calidad de los factores, así como las diferencias existentes entre las funciones de producción de cada producto, quedan deliberadamente excluidas por definición. La teoría Heckscher-Ohlin culmina en lo que hoy conocemos generalmente como el teorema Heckscher-Ohlin 235
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cualquier caso aquél era considerado únicamente como una aproxi mación primera a las condiciones del mundo real en cuanto a dife rentes impuestos, derechos de aduana, costes de transporte, econo mías de escala, condiciones de demanda, movilidad de factores e imperfecciones de la competencia; finalmente, 4) hubo un grupo cons tituido principalmente por economistas de empresa que rechazaron tanto el THO como el programa Ohlin-Samuelson, y que se apoyaron en la paradoja de Leontief para defender sus poco cuidados modelos del «ciclo productivo» y las «diferencias tecnológicas», que explica ban la estructura del comercio de bienes manufacturados en términos fie la dinámica de la innovación en cuanto a los productos y de la información y ventajas de técnicas de marketing de que gozan los productores en países de renta alta. Fueron muy pocos los economistas que reaccionaron como lo hizo Charles Kindleberger: «Lo que Leontief ha demostrado no es que los Estados Unidos sean un país en el que el capital es escaso y el trabajo abundante, sino que el teorema Heckscher-Ohlin es falso» (citado por De Marchi, 1976, pág. 124). La mayoría de los teóricos del comercio internacional siguieron refinando la, al parecer, refutada teoría de las proporciones de factores, sintiéndose crecientemente preocupados por el continuo caudal de problemas teóricos irresueltos que la paradoja de Leontief había suscitado, como por ejemplo: ¿Qué es un factor y cómo entran los diferentes factores individuales en el proceso productivo? ¿Puede excluirse la reversión de la intensidad factorial en un mundo en el que hay una multiplicidad de factores? ¿Qué condiciones son las necesarias para asegurar que el T IPF es cierto, a medida que aumenta el número de factores? Ya en 1941, Samuelson y Stolper habían tratado de formular el teorema de que las tarifas protectoras pueden beneficiar al factor relativamente escaso tanto en términos absolutos como en términos relativos. Este teorema demostró ser una piedra angular en la historia del programa de investigación Ohlin-Samuelson. El trabajo posterior realizado sobre el T IPF pretendía demostrar la biunivocidad de la relación existente entre los precios de los bienes y los correspon dientes precios de los factores en un mundo con muchos bienes y muchos factores que se intercambian en mercados diferentes pero re lacionados, completando así la articulación de un marco de E G en el que los modelos ricardiano y ohliniano eran considerados simplemente como casos especiales, argumentando el primero desde unos precios de los factores dados hacia los precios de los bienes, mientras que el segundo argumentaba, por el contrario, desde unos precios dados de los bienes hacia los precios de los factores.
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El programa de investigación de Ohlin-Samuelson ¿Se hubiera perdido mucho si la paradoja de Leontief hubiese llegado a poner fin a la investigación en el marco del programa OhlinSamuelson? Obviamente, la respuesta a esta pregunta es una cuestión de opiniones. Baste con decir que la mayoría de los teóricos del co mercio internacional no se comportaron como si fuesen falsacionistas «ingenuos», ya que mantuvieron su adhesión a «núcleo» del pro grama Ohlin-Samuelson, proscribiendo todo intento de explicar la es tructura del comercio internacional que no se basase en la teoría de los precios de los factores centrada sobre las proporciones de éstos dentro de un marco de EG . No es fácil decidir tampoco si el progra ma Ohlin-Samuelson ha sido y sigue siendo un programa de investi gación «progresivo», en el sentido lakatosiano de ser capaz de generar una serie de hechos nuevos; la mayoría de las ideas nuevas surgidas al amparo del enfoque de Ohlin-Samuelson no han sido tanto cues tiones de hecho como conexiones analíticas entre los fenómenos pre sentes en el comercio interior e internacional (de Marchi, 1976, pá gina 123). Lo que es seguro es que el programa hizo mucho para popularizar la teoría simplista de la productividad marginal, que ha influido en todas las discusiones sobre distribución de la renta habi das en la posguerra: el modelo de comercio internacional basado en las proporciones de los factores estimuló la enseñanza de parábolas que se reducían a dos países, dos bienes y dos factores, en el con texto de funciones de producción agregadas con rendimientos cons tantes a escala, unificando así el tratamiento, tanto del comercio doméstico como del internacional, por medio de una teoría de EG con un alto grado de agregación y simplificación que prometía más de lo que era capaz de cumplir. La evaluación del programa de inves tigación de Ohlin-Samuelson no puede, por tanto, separarse de la evaluación del programa más amplio de E G de Hicks-SamuelsonArrow-Debreu, del que forma parte integrante. Resulta bastante irónico que una parte tan importante del tra bajo realizado en este campo fuese estimulado y promovido por los esfuerzos de Samuelson, el acendrado defensor del opéracionalismo en teoría económica, al menos en sus primeros años (ver capítulo 4). «La totalidad de la discusión (sobre la igualación de los precios de los factores)», observaba un comentarista, «constituye, para bien o para mal, un conspicuo ejemplo de teorización no-operacional» (Ca ves, 1960, pág. 92). Samuelson admite francamente que es de esperar que las diferencias de precios que se observan efectivamente en el mundo real difieran considerablemente de la igualación ideal de los precios de los factores que se produce bajo condiciones estáticas y de
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competencia perfecta. En cualquier caso, este autor prosiguió sus in vestigaciones sobre el T IP F en la creencia de que, de algún modo, «sí que proporciona intuiciones válidas acerca de las fuerzas que con forman el comercio mundial» (citado por de Marchi, 1976, pág. 118), afirmación que nos recuerda a la metodología del apriorismo que se supone Samuelson despreciaba (ver capítulo 4). Retrospectivamente, es difícil resistirse a concluir que: L a discusión sobre la igualación de los precios de los factores ha sido una especie de jueguecito intelectual. A l tiempo que ha generado algunos resultados incidentalmente útiles para la clarificación de la estructura de la teoría pura . . . llevándonos a la interesante conclusión de que, en ciertas circunstancias, el co mercio puede no tender siquiera a la igualación de los precios de los factores, sigue siendo d erto que ningún responsable de política ha expresado nunca el deseo de saber si el libre comercio podría encontrar respuestas que tengan al guna capacidad de explicar los hechos, estadísticos o de otro tipo, observables en el mundo real [Corden, 1965, pág. 3 1 ].
Contrastaciones adicionales Las considerables diferencias entre los precios de los factores que se observan en la realidad entre países violan claramente el TIPF. Pero si los precios de los factores no se igualan de hecho a nivel mundial, esto puede significar simplemente que uno o más de los supuestos en los que se basa el modelo de comercio internacional de las proporciones de factores de Ohlin-Samuelson, no son aplica bles. Por tanto, volvemos en último término a la cuestión de la vali dez empírica del THO , que depende esencialmente de la cuestión de si la composición del conjunto de bienes objeto de comercio viene decisivamente influida por la dotación de factores o si, por el con trario, las diferencias tecnológicas, las economías de escala y las im perfecciones de los mercados pesan más que aquélla. Esta cuestión ha sido intensamente estudiada en un gran número de trabajos em píricos surgidos después del de Leontief, la mayoría de los cuales tienden, de hecho, a refutar el THO. En palabras tomadas del último trabajo de revisión de estos intentos de contrastación de la teoría del comercio internacional14: «E l modelo Heckscher-Ohlin simple no presenta fundamentos empíricos sólidos. Cuando se tienen en cuenta explícitamente los recursos naturales y el capital humano, el modelo 14 L a teoría pura del comercio internacional ha sido repetidamente en los últimos años, en trabajos que presentaban un énfasis variable cuestión de su contrastación empírica: véase la lista comentada que Bhagwati (1969, pág. 8) y la lista más completa que ofrecen Caves y (1968, pág. xii).
revisada sobre la presenta Johnson
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cuenta con mayores posibilidades... (De todos modos), las diferencias de eficiencia entre países parecen suficientemente bien establecidas como para hacer altamente improbable que la hipótesis de la dotación de factores tenga una validez universal» (Stern, 1965, págs. 20-21). Las explicaciones del ciclo productivo, del atraso tecnológico y de las economías de escala del comercio presentan una hoja de servicios un poco mejor, pero las familiares dificultades con que se enfrentan los intentos de comparar las vagas predicciones de los modelos cuasidinámicos con las rigurosas predicciones de los modelos estáticos, es pecialmente cuando estos últimos vienen acompañados de diversas elaboraciones ad-hoc, nos impide atribuir la victoria a ninguno de los dos contendientes. Estos problemas de comparación, como dice Robert Stern (pág. 30): . . . son en parte una cuestión teórica y en parte una cuestión de metodología empírica. Por lo que se refiere a la teoría, la cuestión es que el modelo de dotación de factores tiene todavía que integrar sistemáticamente un mecanismo exógeno de cambio tecnológico y de difusión de la tecnología. H asta que se logren mayores progresos en este terreno será difícil establecer los diferentes determinantes del comercio. L a cuestión metodológica consiste en encontrar pro cedimientos válidos que nos permitan elegir entre las distintas teorías, así como seleccionar la m ejor” explicación disponible, a la vista de unos conjuntos de datos que presentan un alto grado de colinealidad.
El comercio internacional se encuentra entre los temas más anti guos de estudio de los economistas, y la teoría pura del comercio internacional ha sido, desde tiempo atrás, una de las ramas más rigu rosas de la Economía. Sin embargo, ésta ha sido también una de las ultimas areas de investigación económica en caer bajo la influencia del falsacionismo, e incluso hoy, sigue siendo un campo de especialización económica particularmente propenso a la enfermedad del for malismo. Peter Kenen (1975, pág. xii), un eminente teórico del co mercio por sus propios méritos, resumió la situación de principios de la década de 1970 con las siguientes palabras: Toda una década después de que otras especialidades hayan experimentado una transformación por la aplicación de los métodos econométricos, el comercio y las finanzas internacionales presentan una obstinada inmunidad a la cuantifi| cación. Se han convertido en el último refugio del teórico especulativo . . . Pode mos citar algunas excepciones significativas . . . pero bien poco se ha hecho para verificar las proposiciones fundamentales de la teoría del comercio internacional o para medir los efectos de las restricciones al comercio. L a teoría ha sido con siderada como verdadera en un sentido inmutable, y, por consiguiente, la tarea del teórico del comercio internacional consistía simplemente en describir sus implicaciones para el bienestar y la política económica.
Capítulo 12
Parte I I I .
KEYNESIANOS «VERSUS» MONETARISTAS
¿Un debate inútil?
Al abordar este tema llegamos al fondo de la furiosa controversia que ha rodeado las cuestiones de política macroeconómica en los úl timos años. El gran debate entre keynesianos y monetaristas acerca de la potencialidad respectiva de las políticas fiscal y monetaria ha dividido a la profesión, acumulando un volumen de literatura que podemos hoy calificar de enorme. No pretendo realizar una revisión de esta literatura que me permitiera definir las diferencias entre las dos partes y plantear la cuestión de si estas diferencias son o no irreconciliables 15. Ni siquiera intentaré una evaluación del grado en que los programas de investigación alternativos de monetaristas y keynesianos muestran signos de «degeneración», aunque hay que decir que la creciente debilidad de las iniciales formulaciones de la posición monetarista, así como la creciente disposición de los mone taristas para adaptarse a las formas keynesianas de análisis, propor cionan indicios del derrumbamiento de la contrarrevolución moneta rista. Mi objetivo en esta sección será más limitado, y consistirá en extraer dos lecciones metodológicas fundamentales del debate entre keynesianos y monetaristas. La primera es que la metodología del 15 Entre los distintos trabajos de revisión del debate en sus diferentes eta pas, he encontrado personalmente que los de Chick (1973), Selden (1977) y Mayer (1978) son los más útiles; todos ellos contienen completas bibliografías. 242
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instrumentalismo expuesta por Friedman (véase capítulo 4) tiende a convertirse con demasiada facilidad en un empirismo ingenuo o en una teoría posterior a la medición en vez de ser una medición pos terior a la teoría. La segunda es que el intento de establecer una posición teorética por medio de la falsación de la teoría rival siempre genera una concreción de las cuestiones que, como ocurrió en la con troversia que comentamos, gradualmente resuelve de hecho las prin cipales diferencias. Los últimos quince años han sido testigos de una inacabable serie de esfuerzos destinados a lograr una contrastación empírica decisiva de los enfoques keynesiano y monetarista de las causas de las fluctua ciones económicas. Un observador imparcial podría fácilmente llegar a pensar que esta discusión no ha demostrado otra cosa que el hecho de que la evidencia empírica parece ser incapaz de hacer cambiar de opinión a ningún economista. Pero una observación más detallada de la literatura revela una tendencia regular hacia el estrechamien to de la distancia existente entre los distintos puntos de vista, y en especial hacia un creciente reconocimiento de las limitaciones que presentan todas las contrastaciones al uso de la efectividad relativa de las políticas fiscal y monetaria. El debate aparece entonces no solamente como un carrusel sin fin que sólo puede llevarnos a un callejón sin salida, sino como una discusión abierta con un ritmo definido, y en la que las sucesivas posiciones adoptadas mejoran gra dualmente en relación con las que van siendo abandonadas. Al mismo tiempo, debe reconocerse que la persistencia de esta controversia, a pesar de todos los movimientos y contramovimientos efectuados en ambos campos, sólo puede explicarse en términos de un cierto «nú cleo» muy profundo de desacuerdo respecto de la capacidad de autoajuste que presenta el sector privado en las economías mixtas y, por consiguiente, respecto de la medida en la cual las políticas fiscal y monetaria son, de hecho, estabilizadoras o desestabilizadoras (Leijonhufvud, 1976, págs. 70-1). Una vez más, el debate entre keynesianos y monetaristas muestra que los economistas (al igual que otros cien tíficos) se caracterizan por su tendencia a defender su núcleo de creen cias fundamentales de las amenazas de las anomalías observadas, pri mero, por medio de ajustes realizados en las hipótesis auxiliares que rodean al núcleo central; que seguirán haciendo esto mientras les sea posible, y que sólo en raras ocasiones, cuando el «núcleo» básico haya sido refutado en todos y cada uno de los campos en los que haya librado batalla, estarán dispuestos a reconsiderarlo y adoptar un nue vo punto de partida.
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Las sucesivas versiones del monetarismo de Friedman Consideremos, en primer lugar, la posición del propio Friedman en esta controversia. Su artículo sobre «La Metodología de la Eco nomía Positiva» precedió en varios años a su primera reformulación de la teoría cuantitativa del dinero (Friedman, 1956). Un año des pués del despegue del monetarismo, publicaba este autor La Teoría de la Función-Consumo (1957), libro que puede considerarse como un buen ejemplo de su metodología en su aspecto más favorable, y en el que, después de formular una nueva teoría de la función-con sumo en términos de la renta permanente en vez de en términos de la renta anual, y de obtener de ella una serie de predicciones especí ficas y refutables respecto del gasto agregado de consumo, Friedman reexamina todos los datos cruzados y series temporales disponibles para demostrar que su teoría explicaba sin dificultad las observaciones frente a las que se había estrellado la doctrina keynesiana al uso. Cualquiera que sea nuestro veredicto último respecto de La Teoría de la Función-Consumo 16, esta obra habrá de figurar entre los trata mientos realmente magistrales que la literatura económica nos ofrece sobre la relación existente entre la teoría y los datos empíricos. Y, sin embargo, la historia de la defensa del monetarismo por parte de Fried man aparece, en contraposición, como la caricatura de su propia me todología. Empieza Friedman con la reformulación de la antigua teoría cuan titativa del dinero como una teoría, no de la relación existente a largo plazo entre el volumen del gasto agregado y el volumen de produc ción total — una especie de Macroeconomía primitiva— , sino como una teoría de la demanda de dinero por parte de empresas y consu midores. Continúa con una investigación empírica sobre la demanda de dinero en los Estados Unidos durante el período 1867-1960, su imponente obra Historia monetaria de los Estados Unidos 1867-1960, escrita en colaboración con Anna Schwartz, así como con una se rie de trabajos sobre los retardos que presentan los efectos económi cos de la política monetaria. En este punto de su argumentación, con cede el autor gran importancia a la demostración de que la función de demanda de dinero es relativamente estable y que, además, se muestra insensible a las variaciones del tipo de interés (Laidler, 1969, 16 Mayer (1972) proporciona un completo resumen y evaluación de las nu merosas contrastaciones existentes de la hipótesis de la renta permanente, y concluye que Friedman tiene razón al menos en parte, ya que la elasticidad-renta del consumo es mayor para la renta permanente que para la transitoria, pero, por otro lado, la propensión al consumo de la renta transitoria no es cero, como implica la teoría de Friedman.
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páginas 90-1). En el mismo año 1963 apareció también el famoso artículo de Friedman y David Meiselman, que presentaba el primer conjunto de estimaciones en una sola ecuación, o estimaciones en «forma reducida», del modelo keynesiano simple, con las que tra taba de demostrar que la velocidad del dinero era una variable más estable que el multiplicador keynesiano. Albert Ando y Franco Modigliani, entre otros, llegaron a la conclusión opuesta, y la American Economic Review dedicó la totalidad de la edición de 1965 a la exposición de diversas comparaciones entre formulaciones uniecuacionales de los modelos keynesiano y monetarista, con lo que quedó demostrado a satisfacción de todos que estos modelos en forma redu cida, por carecer de la debida especificación de sus ecuaciones estruc turales subyacentes, eran incapaces de discriminar entre los dos mo delos rivales (Brainard y Cooper, 1975, págs. 169-70). La teoría de Friedman Con esto hemos llegado al punto álgido del debate, que se pro dujo unos siete años después del nacimiento del monetarismo, mo mento en el cual Friedman no había proporcionado todavía una teoría explícita que fuese capaz de generar las regularidades empíricas que se supone apoyan la posición monetarista. La publicación en 1970 del artículo «Marco teórico del Análisis Monetario» de Friedman se produjo dentro de lo que podríamos llamar la Fase II del mone tarismo 17. Y hete aquí que algunos monetaristas, como Brunner y Metzler (1972, págs. 838-39 y 848-49) repudian el esquema elabo rado por Friedman y expresan su sorpresa ante el hecho de que Friedman hubiese escogido para representar su argumentación el dia grama hicksiano de la IS-LM (ejemplo típico del análisis de equilibrio estático-comparativo), al tiempo que argumentan que son las cues tiones de tipo temporal y la rapidez relativa del funcionamiento de los ajustes de precios y cantidades lo que proporciona la clave de las diferencias de enfoque entre keynesianos y monetaristas, y que, por tanto, la IS-LM no es instrumento adecuado para esta discusión. Y, en realidad, aparte de su repetida insistencia en que los monetaristas enfocan los problemas económicos en el espíritu del análisis parcial marshalliano, mientras que los keynesianos lo hacen dentro de un marco walrasiano de EG , Friedman negó que existiesen diferencias teóricas, y ni siquiera ideológicas, entre los dos campos. 17 L a Fase I viene resumida en Friedm an (1968).
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La adopción del aparato IS-LM, argumentó Friedman, era debida a su deseo de demostrar que ambos grupos comparten un terreno común y que las diferencias entre ellos se centran en los distintos supuestos dinámicos que adoptan respecto del ritmo de los ajustes , exigidos por las discrepancias existentes entre la cantidad de dinero que el público desea mantener y la cantidad que mantiene de he cho: «L a velocidad relativa de ajuste de precios y cantidades sigue siendo la clave de la diferencia de enfoque y anáÚsis entre aquellos ; economistas que se consideran keynesianos y los que no» (Friedman, 1970, págs. 210-11; véase también págs. 234-35). De todos modos, Friedman no consiguió explicar cómo se llega realmente a las deci siones relativas a la determinación de precios y cantidades en una economía como la de los Estados Unidos, y, en este sentido, no con siguió elaborar teoría alguna respecto de cómo se dividen los efectos de los cambios monetarios entre variaciones de precios y variacio nes de la producción real (Chick, 1973, págs. 111-13). En conse cuencia, la sugerencia de que la dinámica «del mecanismo de trans misión» entre el dinero y la actividad económica incorpora la clave de la disputa entre keynesianos y monetaristas, es inestable, o más bien, Friedman no proporciona método alguno que permita contras tarla. Los monetaristas han sido acusados de defender una «teoría de la caja negra» del mecanismo de transmisión, mientras que, de hecho, ven el mecanismo de transmisión como una cuestión de ajuste entre las tenencias de cartera, pero definiendo dicha cartera de forma tan amplia que no hay ninguna variable que se destaque como deter minante de las demás. En resumen, los monetaristas modelan el me canismo de transmisión, pero no proporcionan una teoría del mismo. El cálculo cualitativo es, como sabemos, un poderoso método para establecer la dirección en que opera una relación causal postu lada. Pero resulta ser un instrumento muy burdo para medir las magnitudes efectivas que dicha relación implica. Si el debate entre keynesianos y monetaristas es, como Friedman sostiene, fundamen talmente una cuestión de velocidades de ajuste ante variaciones de los distintos parámetros, lo que se necesita es el cálculo cuantitativo. La política económica intenta controlar la economía y no solamente predecir su comportamiento, y el control de una economía requiere normalmente el conocimiento, no sólo del signo de los efectos econó micos, sino de las magnitudes precisas de dichos efectos; ciertamente, algún tipo de control será posible con base al cálculo cualitativo, pero un control más «afinado» exige algo más que el conocimiento del signo de los cambios que se producen. Este fracaso en la elaboración de un cálculo cuantitativo de los cambios económicos anunciaba, de hecho, la muerte del monetarismo.
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La fase III del monetarismo En las fases I y II del monetarismo, el marco en que se desarrolla la discusión es, en gran parte, el del corto plazo keynesiano, pero el largo plazo entra en la discusión en la Fase II y llega a dominar la escena en su Fase III, que data aproximadamente de 1972. La argu mentación que ahora se maneja es la de que, cualesquiera que sean los efectos a corto plazo de las variaciones en las variables monetarias sobre los precios y cantidades, las expectativas económicas se ajus tarán automáticamente por sí mismas a las variaciones de la oferta monetaria, a consecuencia de lo cual la política monetaria tendrá poco o ningún efecto sobre la producción a largo plazo; esta es la teoría de la tasa «natural» de desempleo de Friedman, formulada a la luz de las «expectativas racionales». Entre tanto, se construyeron complicados modelos económicos, que seguían los diferentes canales por los que el dinero puede influir sobre el PNB, el PNB real y el nivel de precios. Tanto el «keynesianismo de Neanderthal», que niega que las autoridades monetarias tengan control alguno sobre la oferta monetaria, como el «moneta rismo de Neanderthal», que niega eficacia alguna a la política fiscal incluso a corto plazo, han quedado muy atrás. En cierto sentido, es verdad que los monetaristas han ganado la batalla, ya que los gobier nos prestan hoy mucha más atención a la oferta monetaria de lo que hacían hace una década, al tiempo que un keynesianismo mucho más sofisticado, que tiene en cuenta los efectos-impacto de la política mo netaria a lo largo de diversos canales y no sólo a través de los efectos de las variaciones del tipo de interés sobre la inversión, ha venido a sustituir a las versiones caricaturescas que se hicieron de Keynes en la década de 1950. En un sentido más profundo, sin embargo, los monetaristas han perdido, porque el monetarismo no ha llegado a clarificar el mecanismo causal que genera sus resultados empíricos, llegando incluso a veces a negar que dichos resultados necesitasen interpretación alguna a la luz de una teoría causal que les sirviese de apoyo, y tampoco ha logrado refutar más que una burda defor mación del keynesianismo que atacaba (Johnson, 1971, págs. 10 y 13). El keynesianismo, por su parte, demostró ser capaz de absorber las ideas monetaristas en una rama más sofisticada de la Macroeconomía, que es lo que parece estar surgiendo de esta melée de quince años de duración. Es totalmente cierto que la controversia ha persistido, y aún persiste, a pesar de montañas de evidencia empírica: está claro que los economistas no se dejan apabullar por las refutaciones empí ricas. Por otro lado, el debate ha mostrado claros signos de progreso, al superar gradualmente tanto el keynesianismo simplista como el
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monetarismo simplista, de forma que en la actualidad resulta mucho más difícil que antes clasificar a los economistas entre keynesianos y monetaristas. Recuperación del mensaje de Keynes Retrospectivamente, el debate entre keynesianos y monetarist&s de las dos últimas décadas ha de considerarse como una de las con troversias más frustrantes e irritantes de toda la historia del pensa miento económico, una controversia que recuerda con frecuencia a las peores disputas medievales. Una y otra vez, se utilizan violentos argumentos polémicos que posteriormente son retirados — la teoría cuantitativa del dinero es una teoría de la demanda de dinero que forma parte de una olvidada tradición oral de la Escuela de Chicago; la demanda de dinero es inelástica al tipo de interés y la oferta de dinero viene exógenamente determinada; las variaciones sustanciales de los precios y de las rentas son siempre consecuencia de las varia ciones de la oferta monetaria; los puntos de inflexión al alza y a la baja del ciclo económico vienen invariablemente precedidos por los puntos de inflexión en el crecimiento de la oferta monetaria; etc.— y se reservan las mejores críticas para combatir esperpentos que de forman los puntos de vista de los oponentes. Gran parte del debate consiste en hablar entre líneas y hay veces en que es difícil recordar qué es lo que realmente se está discutiendo, dificultad sentida incluso por los más directos protagonistas de la discusión 18. Discurriendo a lo largo de todo el debate, encontramos una lucha continua para imponer la propia interpretación de lo que Keynes quiso realmente decir, como si fuese imposible aclarar cuestiones importantes de polí tica económica sin antes decidir en qué difería Keynes de «los clá sicos». Puerto que la General Theory contiene al menos tres, y quizás más, versiones de la teoría keynesiana 19, existen infinitas formas en 18 Consideremos, por ejemplo, el resumen de Friedm an (1970, pág. 217): «Considero que la descripción de nuestra posición como la que afirma que el dinero es todo lo que cuenta respecto de las variaciones de la renta nominal y de las variaciones a corto plazo de la renta real, es una- exageración que con firma nuestras conclusiones. Considero la afirmación de que “ el dinero es lo único que im porta” , y punto, como una malinterpretación de nuestras conclu siones.» 19 Coddington (1976b) distingue al menos tres líneas en la interpretación de Keynes: 1) el keynesianismo hidráulico — la teoría de la renta-gasto en su variedad de diagrama de 45°, y la interpretación IS-LM , que considera el mo delo keynesiano como un caso especial, más que como una teoría general— , también conocido como «la síntesis neoclásica», o «el keynesianismo bastardo»,
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las que pueden combinarse sus elementos para formar algo denomi nado «keynesianismo». Las discusiones acerca del mensaje central de Keynes constituyen, por tanto, una especie de neblina intelectual que ha de dispersarse antes de que podamos considerar los respectivos méritos de las argumentaciones keynesiana y monetarista. Al leer este debate tiene uno a veces la sensación de que los especialistas en Macroeconomía están más interesados en la exégesis de La Teoría General que en el progreso de nuestro conocimiento sobre cómo fun ciona realmente nuestra economía. Volvemos, pues, al final de esta discusión, a la primera de las dos lecciones fundamentales que pueden sacarse del debate entre keynesianos y monetaristas. Friedman siguió en realidad la metodo logía del «instrumentalismo» en la Fase I del debate, es decir, obtuvo predicciones sin obtener explicación teórica alguna; en la Fase II, sin embargo, incluso él capituló a la necesidad de una teoría que apo! yase sus predicciones. Pero la teoría que elaboró demostró no ser adecuada para sus propósitos y, en consecuencia, adoptó en la Fase III ; una teoría completamente nueva, basada sobre la distinción entre la inflación anticipada y la no-anticipada. Así pues, en último término, el monetarismo de Friedman abandona la metodología del instrumen talismo, y lo hace al parecer no porque ésta sea defectuosa en sí misma, sino porque no resulta suficientemente persuasiva.
dependiendo del punto de vista de cada uno; 2) el keynesianismo fundamentalista — fuerte énfasis sobre la variación de las expectativas y sobre la omnipre sente incertidumbre, tal como los encontramos en el capítulo 12 de La Teoría General y en el artículo de Keynes de 1937 sobre «T he General Theory of Em ploym ent» (L a teoría general del empleo), que implica que el enfoque de Keynes no puede reconciliarse con la tradición neoclásica; y 3) el keynesianismo del desequilibrio — una reformulación de Keynes en un marco de E G en la que no existe el intermediario walrasiano, la información es incompleta e im perfecta, y los precios proporcionan señales falsas, con lo que la renta variará en consecuencia y no habrá sólo ajustes de precios. Véase también Blaug (1978, páginas 680-83 y 693-94) y Patinkin (1979).
Capítulo 13
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LA TEORIA DEL CAPITAL HUMANO
Núcleo «versus» cinturón protector Nos ocuparemos a continuación de una teoría que requiere un tra tamiento en profundidad que hasta ahora raramente ha recibido. El nacimiento de la teoría del capital humano fue anunciada en 1960 codore Schultz, pero puede decirse que su nacimiento efectivo Z , q7o'° T?.s * ños más tarde < «« »*> el Journal of Political Economy . publico un suplemento sobre «Inversión en seres humanos». 7 , voiumcn incluía, entre varios otros artículos pioneros, los capín T „ PS m\nares de Ia mon°g rafía Human Capital (Capital huma„„ l icada en 1964 por Gary Becker, obra que desde entonces se na convertido en punto obligado de referencia en este tema. Así pues, la teoría del capital humano nos ha acompañado durante más ae quince años, durante los cuales el flujo de literatura en este cam po no a cesado, e incluso parece haber experimentado un incre mento en los últimos años. El primer libro de texto dedicado ex clusivamente al tema apareció en 1963 (Schultz, 1963). Después de un periodo de cierta calma durante la segunda mitad de la década tre iQ7n industna editora de textos dio un nuevo empujón: eny 1973 nada menos que ocho autores se lanzaron al inteno, acompafíac]os por ]a rápida sucesión de publicaciones que sumaon siete antologías de los artículos clásicos sobre el tema del-capital,u™a" " T todo'esoT- Es hora, por tanto, de preguntarnos a dónde nos toao ello. ¿Ha cumplido la teoría las elevadas expectativas de 250
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sus fundadores? ¿H a progresado, en el sentido de profundizar cada vez más en los problemas que se había planteado, o presenta sínto mas de estancamiento y malestar? Nos encontramos aquí ante una excelente oportunidad para apli car la MPCI de Lakatos para ver qué es lo que tiene que decimos, si es que puede decirnos algo, acerca de la evaluación del cuerpo de ideas conocido por el nombre de teoría del capital humano. Provistos de las ideas de Lakatos, podemos empezar preguntando: ¿cuál es el «núcleo» del programa de investigación del capital humano, ese con junto de creencias puramente metafísicas cuyo abandono implicaría el abandono del propio programa de investigación? A continuación podemos preguntar: ¿Qué refutaciones se han producido dentro del «cinturón protector» del programa, y cómo han reaccionado sus defen sores ante las mismas? Por último, podríamos plantear la siguiente cuestión: ¿Es el programa de investigación del capital humano un programa «progresivo» o «degenerado»?, lo que equivale virtual mente a preguntar: ¿H a aumentado o disminuido en el tiempo el contenido empírico de dicho programa? Resulta fácil demostrar que la llamada teoría del capital humano es, de hecho, un ejemplo perfecto de programa de investigación: no puede ser reducido a una teoría única, puesto que consiste simple mente en la aplicación de la teoría normal del capital a ciertos fenó menos económicos; al mismo tiempo, constituye en sí mismo un subprograma que pertenece al programa neoclásico más amplio, en la medida en la cual consiste tan sólo en la aplicación de los conceptos neoclásicos al uso, a fenómenos que los economistas neoclásicos no habían considerado previamente. El concepto de capital humano, o «núcleo» del programa de investigación del capital humano, consiste en la idea de que la gente gasta en sí misma de formas diversas, no sólo buscando el goce presente, sino también buscando rendimientos futuros pecuniarios y no-pecuniarios. En este sentido, las gentes ad quieren cuidados sanitarios, compran voluntariamente educación y formación profesional adicional, gasta tiempo en la búsqueda de un empleo que les rinda el máximo, en vez de aceptar la primera oferta que les surja, compran información acerca de las oportunidades de empleo existentes, emigran para aprovechar mejores oportunidades de empleo, y pueden preferir, en un momento dado, empleos con una remuneración baja pero con un elevado rendimiento potencial, en vez de empleos bien pagados pero sin posibilidades de futuro. Todos estos fenómenos — sanidad, educación, búsqueda de empleo, adquisición de información, emigración y formación profesional en el propio puesto de trabajo— pueden ser considerados como gastos de inversión, más que gastos de consumo, tanto si los que los realizan
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son los individuos en su propio beneficio como si los asume la socie dad en beneficio de sus miembros. Lo que une a todos estos fenó menos no es la cuestión de quién los asume, sino más bien el hecho de que el que toma las decisiones, sea quien sea, está considerando el futuro como justificación de sus acciones presentes. Necesitamos tan sólo un supuesto adicional, a saber, que el que toma las decisiones es una unidad de consumo en vez de un indivi duo, para extender la analogía a la planificación familiar, e incluso ii las decisiones de casarse y divorciarse20. No nos sorprende hoy el encontrar consideraciones del ciclo vital aplicadas a la teoría del ahorro, pero antes de lo que Mary Jean Browman denominó correc tamente «la revolución del capital humano en el pensamiento econó mico» surgida en la década de 1960, no era tan normal el tratar gastos tales como los servicios sociales de sanidad o educación como análogos a la inversión en capital físico; y, ciertamente, nadie soñaba en aquellos días con encontrar un campo analítico común entre la economía del trabajo y la economía de los servicios sociales. No hay, por tanto, duda alguna respecto de la genuina novedad del «núcleo» del programa de investigación del capital humano. Ni tampoco existe ninguna duda acerca de la riqueza de posibilidades de investigación que la adhesión a tal programa abre ante nosotros. El «cinturón protector» del programa de investigación del capital humano está repleto de «teorías» del capital humano, correctamente designadas con tal palabra, y en realidad su lista es tan larga que difícilmente podremos proporcionar aquí una relación exhaustiva de las mismas. Pero creemos que pocos teóricos del capital humano se mostrarían en desacuerdo con la lista de las que hemos decidido destacar aquí. En el campo de la educación, la principal implicación teorética del programa de investigación del capital humano es que la demanda de educación adicional a la legalmente obligatoria responde a las variaciones de los costes directos e indirectos privados de la escola ridad, así como a las variaciones en los ingresos adicionales que pro porcionan los años adicionales de escolaridad. La idea tradicionalmente sostenida por los economistas antes de 1960 era la de que la demanda de educación adicional a la obligatoria es una demanda de un cierto tipo de bien de consumo y que, como tal, depende de los «listos dados, la renta familiar y el «precio» de la escolaridad en forma de matrículas y pagos periódicos de la misma. Existía la com•’° El programa de investigación del capital humano ha sido en realidad npllendo por Becker y otros a «la economía de la fam ilia». Véase, al respecto, el m|>(tulo 14.
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plicación de que esta demanda de consumo suponía también una «capacidad» para consumir el bien en cuestión, pero la mayoría de los economistas se sentían satisfechos con dejar a los sociólogos y psicólogos sociales la tarea de demostrar que tal «capacidad» depen día a su vez de la clase social de la que los estudiantes provenían y, en especial, del nivel educacional alcanzado por sus padres. Puesto que esta teoría de la demanda de consumo de educación anterior a 1960 nunca fue utilizada para explicar las tasas de asistencia a es cuelas y universidades en el mundo real, no importa la formulación concreta que adoptemos de la misma. La cuestión está en que la idea de que las ganancias no-obtenidas constituye un elemento importante del coste privado de la escolari dad y que los estudiantes adoptan una visión de futuro respecto de sus perspectivas de ganancias en el mercado de trabajo, hubiese sido rechazada como poco plausible en el período anterior a 1960, sobre la base de que los estudiantes carecen de la información necesaria para hacer tales predicciones y de que se sabe que, en cualquier caso, la información disponible no es muy fiable. El programa de investi gación del capital humano, por otro lado, al tiempo que considera también como dados los «gustos» y «capacidades» a que antes nos hemos referido, subraya el papel de los ingresos presentes y futuros, argumentando además que estos ingresos mostrarán variaciones a cor to plazo mucho más amplias de lo que podría justificar la distribu ción de los antecedentes familiares entre las sucesivas cohortes de estudiantes. La diferencia entre la visión antigua y la nueva es, pues, funda mental, y los supuestos auxiliares que transforman el «núcleo» del programa de investigación del capital humano en una teoría contrastable de la demanda de educación adicional a la obligatoria son tan obvios que no requieren elaboración alguna; en efecto, a causa de las imperfecciones del mercado de capital los estudiantes no pueden financiar con facilidad los costes presentes de la escolaridad adicional con cargo a sus ingresos futuros; son perfectamente conscientes de los ingresos que dejan de obtener mientras están estudiando, y por consiguiente demandan más escolaridad cuando se produce una ele vación de las tasas de empleo de los jóvenes; las diferencias salariales corrientes por años de escolaridad les proporcionan estimaciones bas tante fiables de las diferencias salariales que prevalecerán cuando entren en el mercado de trabajo unos años después; etcétera. Además, la teoría presenta dos versiones: pretende modestamente predecir la matrícula total de escolaridad no-obligatoria y, más ambiciosamente, predecir la matrícula en campos específicos de estudio dentro de la
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educación superior, e incluso la asistencia a diferentes tipos de insti-» iliciones a nivel terciario. Individualismo metodológico Tal como fue formulado inicialmente por Schultz, Becker y Mincer, el programa de investigación del capital humano estaba caracte rizado por un individualismo metodológico, es decir, por la idea de que todos los fenómenos sociales pueden y deben retrotraerse a sus fundamentos de comportamiento individual. Para Schultz, Becker y Mincer, la formación de capital humano se concibe típicamente como realizada por individuos que actúan en defensa de sus propios inte reses 21. Esta es la forma natural de abordar fenómenos como la bús queda de empleo y la emigración, pero tanto la sanidad como la educación, la recogida de información y la formación profesional, se encuentran hoy total o parcialmente bajo la responsabilidad de los gobiernos en muchos países. La familiaridad con la educación y la medicina privadas, así como la casi total ausencia de sistemas gubernamentales de formación pro fesional en el contexto norteamericano (al menos hasta 1968), sir vieron de apoyo al razonamiento en términos del cálculo privado. Allí donde, por el contrario, la sanidad y la educación están en gran parte en manos del sector público, como ocurre en la mayor parte de los países de Europa y del Tercer Mundo, nos sentimos tentados a preguntar si el nuevo programa de investigación del capital humano es también capaz de proporcionar una nueva normativa para la actua ción gubernamental. En el terreno de la educación, en cualquier caso, el programa de investigación del capital humano sí que proporcionó un nuevo criterio de inversión social: los recursos han de ser asigna dos a años de escolaridad y niveles de educación de forma que se iguale la tasa marginal de rendimiento «social» de la inversión en educación, y yendo un paso más adelante, este rendimiento igualado de la inversión en educación no debería ser menor que el rendimiento que proporcionan las inversiones privadas alternativas. Sin embargo, 21 N ótese que el énfasis que se hace sobre las elecciones individuales es la quintaesencia del programa de investigación del capital humano. Se ha dicho que la educación mejora la eficiencia de la asignación de recursos, tanto en el campo de la producción como en el del consumo, que acelera el progreso téc nico, que eleva la tasa de ahorro, que reduce la tasa de natalidad y que afecta tanto al nivel como a la naturaleza de la criminalidad (véase Ju ster, 1975, capítulos 9-14). Pero a menos que estos efectos estimulen a los individuos a demandar educación adicional, no tendrán nada en absoluto que ver con el programa de investigación del capital humano.
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este criterio normativo no fue defendido con el mismo grado de con vicción por todos los defensores del programa de investigcación del capital humano. Además, la llamada tasa social de rendimiento de la inversión en educación ha de calcularse por fuerza exclusivamente con base a los valores pecuniarios observables; los rendimientos no-pecuniarios de la educación, tales como las externalidades asocia das con la escolaridad, vienen invariablemente asociados a juicios de valor cualitativos, y estos difieren de unos autores a otros (Blaug, 1972, págs. 202-05). Así pues, ocurría que las mismas tasas sociales de rendimiento de la inversión en educación generaban con frecuencia conclusiones diferentes respecto de la estrategia educacional óptima. Por su carácter normativo, la exigencia de igualación de las tasas de rendimiento de la educación no genera problemas de contrastación empírica. Desde el punto de vista de la Economía Positiva puede resultar interesante preguntarse si los gobiernos asignan de hecho los recursos de que el sistema educativo dispone de forma que se igualen los rendimientos sociales a todos los niveles y tipos de edu cación, pero pocos estudiosos del capital humano se comprometerían con una predicción precisa de resultados basada en dicho cálculo 72. En ausencia de una teoría del comportamiento del gobierno que sea generalmente aceptada, puede excusarse a los defensores del progra ma de investigación del capital humano por su menosprecio de las implicaciones normativas de sus doctrinas. Desgraciadamente, parece bastante difícil la contrastación de cualquier predicción positiva res pecto de la demanda de educación no-obligatoria, a menos que se tengan opiniones definidas acerca de las normas que guían el compor tamiento gubernamental en el campo de la educación. El mundo real nos proporciona pocos ejemplos de países en los que la demanda de educación no-obligatoria no se vea limitada por el número de plazas que los gobiernos deciden proporcionar. Al contrastar las predicciones respecto de la demanda privada nos encontramos, por tanto, con trastando al mismo tiempo predicciones acerca de la función de oferta. ® Igualmente, resulta interesante preguntarnos qué impacto tiene la educa ción sobre el crecimiento económico, independientemente de las motivaciones que subyacen a la provisión de escolaridad formal. E l intento de dar respuesta a esta pregunta constituyó el centro motivacional de la literatura que brotó en los prim eros años de la década de 1960 en torno a la contabilidad del creci miento, pero recientes dudas surgidas acerca del concepto de función de pro ducción agregada han acabado virtualmente con el interés de los economistas por esta cuestión: véase N elson (1973), pero también Denison (1974). Retros pectivamente, parece dudoso, en cualquier caso, si el tipo de contabilización del crecimiento emprendido por Denison tiene en realidad algo que ver con las cuestiones cruciales que la teoría del capital humano se plantea (Blaug, 1972, págs. 99-100).
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Para conceder realmente su oportunidad al programa de investiga ción del capital humano tendríamos que referirnos a sistemas abiertos de educación superior, como los que existen únicamente en los Esta dos Unidos, Japón, la India y Filipinas. Estos comentarios ayudarán sin duda a explicar por qué casi la totalidad del trabajo empírico referente a la demanda de educación se ve confinado a los Estados Unidos. De todos modos, incluso res pecto de este país, resulta sorprendente la poca atención que se ha dedicado de hecho a la explicación de la demanda privada de educa ción. Casi nada estimulante se hizo en este terreno hasta 1970, e incluso hoy la demanda de educación sigue siendo un tema que sor prende por el abandono en que ha quedado dentro de la vasta litera tura empírica que ilustra «1 enfoque del capital humano. Pasemos ahora de la educación escolar formal a la formación profesional. Casi desde el principio, el programa de investigación del capital humano se preocupó del fenómeno de la formación profesional tanto como del de la educación general. La distinción fundamental de Becker entre formación profesional específica y generalizada ge neró la sorprendente predicción de que los propios trabajadores se pagan su formación profesional vía unos ingresos reducidos durante el período de aprendizaje (véase capítulo 9), contradiciendo así la anti gua idea marshalliana de que el mercado competitivo no proporciona estímulos adecuados para que los patronos ofrezcan niveles óptimos de formación en el propio puesto de trabajo. Las predicciones sobre la demanda de formación profesional se adecuaban perfectamente a las predicciones referentes a la demanda de educación, ya que la educa ción escolar es un ejemplo perfecto de formación profesional general; en realidad, el modelo de Becker tiene la virtud de que predice correc tamente que los patronos rara vez pagarán directamente la educación escolar adquirida por sus empleados, un fenómeno observado con generalidad en el mundo real y que no había sido explicado por nin gún programa de investigación alternativo (excepto, quizás, por el marxista). La distinción entre dos tipos de aprendizaje adicional al obliga torio llevó pronto a una fructífera discusión en torno a la medida en la cual la formación revierte o no totalmente en los trabajadores individuales, pero en general no logró inspirar trabajos empíricos nuevos sobre la formación de la mano de obra en la industria (Blaug, 1972, págs. 191-99). En parte, esto podía explicarse por las dificul tades inherentes que encontramos al tratar de distinguir el aprendi zaje sin costes en el propio puesto de trabajo, tanto del aprendizaje informal en el propio puesto de trabajo como del aprendizaje formal fuera del propio puesto de trabajo pero en la propia fábrica (el apren
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dizaje fuera del propio puesto de trabajo y fuera de la fábrica es otra categoría de la «formación profesional»). Por lo demás, el énfa sis de Becker sobre la formación profesional como resultado de una elección ocupacional por parte de los trabajadores parecía ignorar complejas cuestiones referentes a la oferta de formación profesional por parte de las empresas que disponen de «mercados de trabajo internos» bien desarrollados. Con todo, difícilmente podrá sostenerse que el enfoque del capital humano en cuanto a la formación profe sional haya sido sometido alguna vez a una contrastación empírica decisiva. El tema de las migraciones genera dificultades similares en cuanto a la evaluación de su grado de éxito o fracaso. Existe una rica litera tura económica y sociológica acerca de las migraciones geográficas que nos viene desde el siglo xxx, e incluso del xvm , a la que el en foque del capital humano añade bien poco excepto un pronunciado énfasis en el papel de las disparidades geográficas de las rentas reales. No hay duda de que los trabajos empíricos recientes sobre las migra ciones se han visto profundamente influidos por consideraciones de capital humano, pero no se puede hacer una evaluación clara y pre cisa del estatus empírico del programa de investigación del capital humano en el campo de la migración (véase, sin embargo, Greenwood, 1975). Nos queda, pues, por examinar la sanidad, la búsqueda de em pleo y las redes de información laboral. La virtual explosión de la economía de la sanidad en años recientes y los desarrollos consegui dos en la teoría de la búsqueda de empleo en los mercados de tra bajo, o «los fundamentos microeconómicos de la teoría del empleo», tienen ambos sus raíces en el programa de investigación del capital humano. En cualquier caso, éstas se convirtieron pronto en áreas independientes de investigación que hoy no mantienen gran relación con «la revolución que la inversión en capital humano generó en el pensamiento económico». Por tanto, no examinaremos estas áreas aquí (pero ver Culyer, Wiseman y Walker, 1977; Santomero y Seater, 1978, págs. 518-25). Contenido del programa
Si tomamos todos estos temas conjuntamente, el programa apa rece como una explicación casi total de los determinantes de los ingresos provenientes del empleo, que predice inversiones en forma ción de capital humano decrecientes con la edad y, por consiguiente, perfiles de ingresos a lo largo de la vida que son cóncavos hacia
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abajo. Sin duda el grueso de los trabajos empíricos inspirados en el i marco conceptual del capital humano ha adoptado la forma de regre siones de los ingresos de los individuos sobre variables tales como; las capacidades innatas, el sustrato familiar, el lugar de residencia, los años de escolaridad, los años de experiencia profesional, el estatus ocupacional y similares — la llamada función de ingresos. Resulta a veces difícil saber exactamente qué hipótesis es la que se está contrastando en todas estas investigaciones, aparte de la de que la escolaridad y la experiencia profesional son factores más im portantes que las capacidades innatas y el sustrato familiar. La expe riencia profesional ha quedado a su vez reducida a la formación de capital humano, argumentando que los individuos tienden a invertir en sí mismos después de terminar sus años escolares por medio de la elección de ocupaciones que prometen una formación de tipo gene ral; al hacerlo así, aceptan una reducción de sus ingresos de partida por debajo de las oportunidades alternativas que se les ofrecen, a cambio de ingresos futuros más elevados a medida que su formación empieza a rendirles. En resumen, la tasa a la que los ingresos se elevan con los años de experiencia profesional es, en sí misma, una cuestión de elección individual. Desgraciadamente, resulta imposible en la práctica separar los efectos de tales inversiones posescolares de la inversión normal en escolaridad formal, a menos que se suponga que todas las tasas de rendimiento de las inversiones escolares y posescolares se igualan en el margen. La evidencia es aplastante, sin embargo, en el sentido de que las tasas de rendimiento de los dife rentes tipos de capital humano no se igualan de hecho, o dicho de otro modo, en el sentido de que nunca se alcanza en la práctica el equilibrio en los mercados de capital humano. Con todo, sigue siendo cierto que, hasta hoy, hemos tenido que conformarnos con tasas de rendimiento de la formación de capital humano que son en realidad una media de las tasas de rendimiento de la escolaridad formal y de Ins tasas de rendimiento de diferentes modalidades de formación profesional. F.n resumen, podemos decir que el programa de investigación del
P írre I I I . Evakiae-.ÓQ mecodológici del p to g rim * de mves ugraaon
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«falsacionismo ingenuo». Lo que se requiere para eliminar un pro grama científico de investigación es, ante todo, una repetición de refutaciones; se requiere, en segundo lugar, una molesta proliferación de ajustes ad hoc destinados a evitar tales refutaciones, y en tercer lugar un programa rival que proponga explicar la misma evidencia por medio de un marco teórico diferente pero igualmente poderoso. Es posible que este rival del programa de investigación del capital humano haya hecho ya su aparición: se le conoce con el nombre de hipótesis del mecanismo-espejo (screening hypothesis) o credencialismo (credentialism), y se relaciona en alguna de sus versiones con la nueva teoría del mercado dual de trabajo o de la segmentación del mercado de trabajo. Sus orígenes provienen de la teoría de la toma de decisiones en condiciones de incertidumbre, y su impacto se deriva del descubrimiento de que el proceso de contratación de trabajadores es simplemente una especie de un género más amplio, a saber, el problema de seleccionar compradores o vendedores en presencia de una información inadecuada respecto de sus caracte rísticas. La hipótesis del mecanismo-espejo («screening hypothesis») De acuerdo con la teoría del capital humano, el mercado de tra bajo es capaz de absorber continuamente trabajadores con crecientes niveles de educación, siempre que los ingresos específicos que la edu cación proporciona sean flexibles a la baja. Puesto que el nivel de educación que se exige para cada puesto de trabajo no es una cons tante técnica, sino una variable de decisión, importa poco el que los trabajadores mejor educados sean absorbidos en ocupaciones de ingresos bajos o en el mismo puesto de trabajo que antes con ingre sos menores, con tal de que los ingresos medios por puesto de tra bajo sigan siendo los mismos; el mecanismo funciona tanto en el caso en que los sueldos y salarios vienen determinados por las caracte rísticas del puesto de trabajo como en el caso en que aquéllos vengan determinados por las características de los trabajadores. En cualquier caso, existe suficiente variabilidad de los ingresos dentro de cada ocupación como para sugerir que ambos efectos se dan simultánea mente; además, las ocupaciones pueden ser rediseñadas, de forma que quede destruida cualquier base de comparación entre los puestos de trabajo antiguos y los nuevos. En resumen, nada más ajeno del programa de investigación del capital humano que la idea de que los requerimientos educacionales de los diferentes puestos de trabajo vienen técnicamente determinados.
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Estos mercados de trabajo autorregulados pueden o no funcionar establemente, en el sentido de que mantengan la demanda de mano de obra educada continuamente en línea con su oferta, pero lo que es seguro es que no funcionarán en absoluto a menos que los patro nos prefieran los trabajadores más educados a los menos educados, manteniéndose todo lo demás constante. El programa de investiga ción del capital humano no nos dice nada acerca de por qué debería existir tal tendencia persistente en las preferencias de los empresa rios: puede ser porque los trabajadores educados poseen capacidades cognoscitivas que son escasas, puede ser porque poseen rasgos desea bles de personalidad tales como la confianza en sí mismos y el deseo de triunfar, y puede ser porque muestran un acoplamiento mejor a las reglas organizativas. Pero cualquiera que sea la razón que expli que dicha preferencia, sigue siendo cierto que todos estos deseables atributos no pueden conocerse con certeza en el momento en que se realiza la contratación del trabajador. El patrono se encuentra, por tanto, enfrentado con un problema de selección: dadas las dificulta des de predecir fiablemente el comportamiento futuro de los aspi rantes a un empleo, se sentirá tentado a considerar las cualificaciones educacionales como un mecanismo-espejo que le permita distinguir entre los nuevos trabajadores en términos de sus respectivas habili dades, motivaciones para triunfar y posiblemente orígenes familiares, es decir,''en términos de los rasgos de su personalidad más que de sus capacidades cognoscitivas; estas últimas se adquieren en gran parte en la formación en el propio puesto de trabajo, y los patronos se preocupan, por tanto, principalmente, de seleccionar a los aspi rantes a un determinado puesto de trabajo en función de su capacidad para absorber el aprendizaje. Puede que ésta no sea toda la historia, pero es ciertamente una buena parte de ella. Si esto es así, la corre lación observada entre los ingresos y los años de escolaridad, que figura de forma tan prominente en los escritos de los teóricos del capital humano, puede ocultar una correlación más fundamental en tre la escolaridad y los atributos que caracterizan a la capacidad de asimilar el aprendizaje. La contribución de la educación al crecimiento económico consiste, por tanto, simplemente en proporcionar un me canismo de selección a los patronos, y así queda abierto el camino para considerar la cuestión de si la escolaridad formal constituye en realidad el mecanismo de selección más eficiente que podríamos uti lizar para tal fin. Esta es la llamada hipótesis del mecanismo-espejo o teoría del credencialismo, que, de una forma u otra, ha sido ex puesta por un gran número de autores (véase Blaug, 1976, pág. 846). Esta tesis da lugar a la objeción de que explica con facilidad los sueldos de partida, pero encuentra grandes dificultades para ex
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plicar los de los empleados veteranos. En efecto, los ingresos no sólo presentan una alta correlación con los años de escolaridad, sino tam bién con los años de experiencia profesional, y un patrono tendrá oportunidades sobradas de evaluar el comportamiento y rendimiento de un trabajador veterano en la empresa de forma independiente, y no necesitará seguir considerando basando su juicio en las cualifi caciones educacionales del mismo. Además, la evidencia sugiere que la correlación existente entre ingresos y años de escolaridad aumenta de hecho durante los primeros diez o quince años de experiencia pro fesional, hecho que no resulta fácil de explicar por medio de esta versión débil de la hipótesis del mecanismo-espejo (véase Blaug, 1976, página 846). Sin embargo, existe una versión más sofisticada del credencialis mo, que supera estas dificultades añadiendo la consideración de que el comportamiento laboral se juzga normalmente dentro de las em presas a nivel de departamento. Cada departamento, jerárquicamente organizado, opera dentro de su propio «mercado interno de trabajo», cuya principal función consiste en mantener la producción frente a las variaciones impredecibles de la demanda, al tiempo que se mini mizan los costes del movimiento interno de mano de obra para la empresa en su conjunto. En consecuencia, los departamentos funcio nan con suficiente flexibilidad en sus plantillas como para permitir que cada nuevo contratado tenga asegurada una secuencia definida de promociones a lo largo de su vida profesional. De esta forma, ese tipo de discriminación estadística basada en los títulos formales que opera en la determinación de los sueldos de partida en la versión débil del credencialismo, se extiende a los ingresos de toda la vida activa. Esta argumentación se refuerza por medio de la introducción de diversos factores «institucionales», tales como la tendencia de los empresarios monopsonistas a compartir con los trabajadores los cos tes de la formación profesional específica, la respuesta retardada de las empresas a las contracciones cíclicas, los efectos de la contrata ción colectiva sobre la tendencia a la sustitución de trabajadores me nos educados por otros más educados, y el fenómeno del credencia lismo de los vendedores, por el que las asociaciones profesionales presionan en favor de exigencias educativas más amplias en las leyes estatales sobre licencias. La teoría del credencialismo, especialmente en su versión más sofisticada, parece rendir implicaciones radicales respecto de la polí tica educativa, ya que sugiere, por ejemplo, que no es probable que la expansión educativa tenga mucho impacto sobre las diferencias de ingresos, puesto que el aumento del flujo de graduados escolares tendrá simplemente el efecto de elevar las exigencias de los patro
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nos; los graduados escolares habrán empeorado su posición en térmi nos absolutos, pero igualmente la habrán empeorado los universita rios y, por consiguiente, las diferencias de ingresos debidas a la edu cación seguirán siendo más o menos las mismas. Sin embargo, no hay nada en esta argumentación que sea incompatible con la teoría del capital humano. La cuestión que nos ocupa es si este aumento de las exigencias de contratación puede continuar indefinidamente, lo cual implicaría que los licenciados universitarios serían sustitutos perfectos de los graduados escolares y éstos sustitutos perfectos de los que sólo tienen estudios primarios y que, por tanto, el sistema edu cativo es simplemente un mecanismo clasificatorio arbitrario. Incluso en esta versión extrema del credencialismo, seguimos utilizando una explicación de la demanda de escolaridad que es la misma que la proporcionada por la teoría del capital humano: la utilización de las credenciales educativas como mecanismo-espejo por parte de los pa tronos creará un incentivo en los empleados a producir aquellas «se ñales» que maximicen la probabilidad de ser elegidos, es decir, la posesión de una adecuada cualificación educativa, y este incentivo quedará incorporado a la tasa privada de rendimiento de la inversión en educación. Si los licenciados universitarios no son sustitutos perfectos de los graduados escolares, y así sucesivamente a lo largo de la escala descendente, existirá un rendimiento social genuino de la inversión en educación y no sólo un rendimiento privado de la misma. En tal caso, lo que la teoría del credencialismo implica es la acusación de que los teóricos del capital humano han estado midiendo una variable equivocada, ya que la tasa social de rendimiento de la inversión en educación es una tasa de rendimiento de un mecanismo de selección ocupacional concreto y no el rendimiento de los recursos invertidos rn la mejora de la calidad de fuerza de trabajo. Sin embargo, ningún defensor del credencialismo ha conseguido hasta el momento cuantilicar la tasa social de rendimiento entendida en este sentido. La hipótesis del mecanismo-espejo es claramente mucho menos iimbiciosa que el programa de investigación del capital humano, ya que no nos dice nada acerca de la sanidad ni de las migraciones geoHiáficas. Es también obvio que dicha hipótesis centra su atención Robre el lado de la demanda del mercado de trabajo, mientras que rl programa de investigación del capital humano tiene mayor fuerza, en la medida en que la tiene, por el lado de la oferta. Así, puede muy bien ser cierto que los dos programas de investigación funcionen como complementarios y no como sustitutivos. En realidad, Finis Welch ( l ‘>75, pág. 65) ha observado que «la idea fundamental del capital humano, que es la de la renta corriente que deja de percibirse a cam
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bio de la perspectiva de unos ingresos futuros más elevados, supone tan sólo que la asociación escolaridad-renta no es una asociación espúrea. Como tal, ésta es plenamente consistente con el enfoque del mecanismo-espejo, que afirma que las escuelas no hacen sino identificar habilidades preexistentes y que las habilidades que el mer cado valora son producidas en las escuelas». Si la diferencia entre ambas explicaciones consiste, en realidad, en averiguar si las escuelas producen aquellos atributos que los patronos valoran o si meramente los identifican, la evidencia empírica que podría distinguir entre am bas sera posiblemente evidencia referida a lo que realmente ocurre dentro de las aulas. Sin embargo, los dos bandos ie han dedicado a investigar con datos de mercado que permitiesen derrotar al adver sario, cuando, con toda probabilidad, ninguna contrastación sobre la que ocurre en el mercado podrá discriminar entre la explicación del mecanismo-espejo y la del capital humano, porque la cuestión no está en si la escolaridad explica los ingresos o no, sino en por qué los explica. Sería difícil encontrar un ejemplo mejor de la diferencia existente entre la mera predicción de un resultado y su explicación por medio de un mecanismo causal convincente. Para ciertos propósitos, esta diferencia carece de importancia, pero para otros resulta vital. Ade mas, la extendida creencia de que el examen del funcionamiento interno de instituciones económicas tales como las empresas y los sistemas educativos no es asunto del economista, combinada con los escrúpulos que con frecuencia se sienten ante la posibilidad de excederse de lo que es el campo propio de la Economía, pueden resultar decisivas para cortar el camino hacia la genuina explicación de una correlación observable como la examinada aquí entre la edu cación y los ingresos profesionales. Entre tanto, nos quedamos con la incómoda sensación de que los defensores del credencialismo se contentan en gran medida con veri ficar su teoría apuntando a la «inflación educacional», sin compro meterse en absoluto con predicción alguna que pudiese falsearla. Lo fundamental de una teoría contrastadle es que defina estados de cosas que no puedan darse si la teoría es cierta. Resulta a veces difí cil imaginar qué estados de cosas son los que el credencialismo ex cluye, especialmente cuando los credencialistas han evitado cuidadosa mente hasta el momento cualquier investigación sobre las «funciones de producción de educación». Pero esto no significa que el debate se reduzca simplemente a una tempestad en un vaso de agua. Lo que está en juego es la cuestión de si el mercado de trabajo genera o no señales privadas percibibles por los individuos, que sean totalmente diferentes de las señales sociales. El debate se centra sobre el signi
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ficado de la tasa social, más que privada, de rendimiento de la inver sión en capital humano. En este sentido, la argumentación se refiere a valores normativos: ¿Queremos seleccionar a los individuos en el mundo del trabajo por medio de sus credenciales educativas? De no ser así, por supuesto que la tarea de establecer otros mecanismos para la selección de trabajadores y su asignación a los diferentes puestos de trabajo no se encontrará más allá de las posibilidades del ingenio humano, pero, como ocurre con tanta frecuencia con los pro blemas normativos, nos encontramos aquí con una cuestión positiva que resolver previamente, a saber: ¿Cuál es el grado de eficiencia del sistema educativo en la asignación de trabajadores a los diferentes puestos de trabajo? Antes de unirnos a Ivan Illich en su Deschooling Society (1971) (Desescolarizar la sociedad), deberíamos tratar de res ponder a dicha cuestión. Evaluación final El propósito de nuestra discusión consistía en preguntarnos: ¿Es «progresivo» o «degenerado» el programa de investigación del capi tal humano? Ahora que hemos realizado una breve revisión de la evolución de dicho programa durante la ultima década, ¿nos encon tramos o no más cerca de poder responder a aquella pregunta? La evaluación de un PCI nunca puede ser absoluta, ya que los programas de investigación sólo pueden ser juzgados en relación con sus programas rivales que tratan de explicar el mismo conjunto de problemas. Sin embargo, el programa de investigación del capital humano carece de verdaderos rivales que abarquen un campo apro ximadamente similar al suyo. Las teorías al uso, estáticas, del com portamiento del consumidor y de la empresa maximizadora de bene ficios proporcionan alguna explicación de fenómenos tales como la matriculación en escuelas y la formación profesional en el propio puesto de trabajo, pero son totalmente incapaces de explicar la par ticipación conjunta de patronos y trabajadores en los costes de adqui sición de la formación profesional. La sociología clásica proporciona ciertamente explicaciones alternativas de la correlación existente en tre educación e ingresos; y las teorías cuasipsicológicas de los merca dos de trabajo duales o segmentados pisan, sin duda, terreno acotado por los teóricos del capital humano. La dificultad con que nos en contramos aquí es la falta de precisión en la formulación de hipótesis y, en especial, la falta de compromisos con hipótesis falsables dife rentes de las incluidas en el programa del capital humano. El pro grama marxista de investigación, por otro lado, justamente ha empe
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zado a atacar la cuestión de las diferencias de ingresos entre trabaja dores y no consigue por tanto competir con la teoría del capital humano en su propio terreno. Quedamos, pues, condenados a juzgar el programa de investiga ción del capital humano fundamentalmente en sus propios términos, lo cual es imposible estrictamente hablando — incluso el programa de investigación basado en la idea de que la tierra es plana no sal dría tan mal parado, caso de ser juzgado únicamente en sus propios términos— . Existen razones para pensar que el programa de investi gación del capital humano se encuentra hoy en una situación bastante crítica: a) porque su explicación de la demanda privada de educación aún está en espera de ser adecuadamente corroborada; b) porque ofrece consejo sobre la oferta de educación, pero ni siquiera aborda una explicación del esquema de financiación de la educación, ni tam poco de la propiedad pública de escuelas y universidades que obser vamos en la realidad; c) porque su explicación de la formación adi cional posescolar sigue prestando menor atención de la debida al papel del aprendizaje gratuito por la práctica conseguido por el sim ple paso del tiempo, por no mencionar los estímulos organizativos de los «mercados internos de trabajo»; d) porque sus cálculos sobre tasas de rendimiento muestran una y otra vez amplias diferencias de rendimiento entre los diferentes tipos de inversiones en capital hu mano, mientras que su explicación de la distribución de ingresos sigue suponiendo, no obstante, que todas las tasas de rendimiento de la formación de capital humano se igualan en el margen. Y, por último, peor aún, es su persistente recurso a supuestos auxiliares ad hoc para explicar cada resultado «perverso» que se observa, re curso que culmina en una cierta tendencia a volver una y otra vez sobre los mismos cálculos con nuevos conjuntos de datos, cosa que resulta un signo típico de degeneración en cualquier programa cien tífico de investigación. Al mismo tiempo, hemos de reconocer los méritos cuando éstos existen. El programa de investigación del capital humano se ha ale jado gradualmente de algunas de sus formulaciones primeras e inge nuas, y ha atacado con denuedo el estudio de ciertos temas tradi cionalmente poco tratados en Economía, tales como el tamaño y la distribución de la renta personal. Además, este programa nunca ha perdido completamente de vista su propósito original de demostrar que existe una amplia gama de fenómenos del mundo real aparen temente desconectados entre sí, pero que son resultado de un es quema definido de decisiones individuales, que tienen en común el rasgo de renunciar a ingresos en el presente en favor de la expectativa de unos ingresos futuros. Al hacerlo así, este programa descubrió
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hechos nuevos, tales como la correlación existente entre la educación y los ingresos de edades concretas, que han abierto ante nosotros áreas totalmente nuevas de investigación en Economía. El que este ritmo pueda o no mantenerse en el futuro es por supuesto algo hipo tético, pero hay que destacar que la hipótesis del mecanismo-espejo surgió primeramente en los escritos de los dedicados al programa de investigación del capital humano, y que hasta el momento los traba jos empíricos más fructíferos de que disponemos para la contrasta ción de las hipótesis credencialistas siguen surgiendo de entre las filas de los simpatizantes de la teoría del capital humano, y no de las de sus enemigos. Nada más fácil que predecir la evolución futura de la investiga ción científica — y nada más fácil también que equivocarse en dicha predicción— . En cualquier caso, permítaseme arriesgarme en este terreno. Con toda probabilidad, el programa de investigación del ca pital humano nunca llegará a morir del todo, pero irá desapareciendo gradualmente al ser absorbido por una nueva teoría de la señalización, la teoría de cómo profesores y estudiantes, patronos y empleados, y en realidad compradores y vendedores de todo tipo, se seleccionan mutuamente cuando sus atributos personales tienen importancia res pecto del objetivo de completar una transacción, y en el caso en que la información sobre esos atributos que cuentan esté sujeta a incertidumbre. Con el tiempo, la hipótesis del mecanismo-espejo será con siderada como la que marcó el punto de inflexión en la «revolución del capital humano en el pensamiento económico», un punto de in flexión hacia un enfoque más rico y aún más completo de las elec ciones secuenciales de los individuos durante su ciclo vital.
Capítulo 14 LA NUEVA ECONOMIA DE LA FAMILIA
Funciones de producción de la unidad familiar La teoría de Chicago sobre la familia maximizadora, denominada a veces nueva economía de la- familia, nos proporciona nuestro último ejemplo específico de la aplicación de los principios metodológicos en Economía. A partir del artículo que Gary Becker dedicó en 1965 a la asignación del tiempo, y de un trabajo anterior de Jacob Mincer y Becker sobre las tasas de fertilidad, formación de capital humano y tasas de participación de las mujeres casadas en la fuerza de trabajo, se ha ido desarrollando un amplio programa de investigación que proporciona una interpretación unitaria a la totalidad de las diversas actividades, de mercado y ajenas a él, de las familias: la decisión inicial de casarse, la decisión de tener hijos, la división de las tareas caseras entre el esposo y la esposa, la medida de su participación en el mercado de trabajo, e incluso la decisión final de disolver el vínculo matrimonial por medio del divorcio. La teoría tradicional considera a la familia como una unidad de consumo individual que maximiza una función de utilidad definida en términos de los bienes y servicios que se intercambian en el mer cado. La nueva economía de la familia, por el contrario, considera a la familia como una unidad multipersonal de producción, que ma ximiza una función de producción cuyos factores de producción son Jas mercancías que el mercado ofrece y el tiempo, las habilidades y los conocimientos de los diferentes miembros de la familia. El re 267
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sultado de este nuevo enfoque no consiste solamente en una amplia ción de los instrumentos normales de la Microeconomía a problemas normalmente asignados al dominio de la sociología, la psicología so cial y la antropología social, sino que implica también la transforma ción de la explicación tradicional del comportamiento del consumi do r23. Al igual que en la teoría de las características de Lancaster (véase capítulo 6), esta nueva teoría postula que los consumidores maximizan la utilidad atribuible a los bienes, y que dicha utilidad depende de muchas más cosas que las cantidades consumidas de los bienes; así, los consumidores no maximizarán, por ejemplo, la can tidad de viajes que hacen, sino que considerarán más bien los distin tos atributos de la actividad de viajar (rapidez, costes, comodidad, etcétera), de forma que las diferentes formas de viajar se convertirán en factores de la producción por parte de la familia del bien deseable «viajes». En realidad, habrá que introducir ahora el tamaño, estruc tura de edad, educación, raza, ocupación y otras medidas del estatus socioeconómico familiar como variables explicativas del consumo de la familia, además de las variables tradicionales tales como el precio y la renta, y dicha introducción se hará vía sus efectos sobre los precios-sombra de los servicios producidos por la familia. Este nuevo programa de investigación vendrá equipado con un nuevo «núcleo». No hay nada de nuevo en la adhesión de este pro grama al individualismo metodológico, o a la idea racionalista de que todas las decisiones familiares, incluida la decisión misma de cons tituir una familia, son el resultado de una ponderación consciente de alternativas. Pero lo que sí es nuevo es la exclusión del uso de las hipótesis generales que afirman que los gustos cambian con el tiem po y que éstos difieren entre las distintas personas. Las variaciones 23 E n palabras de Becker (1976, pág. 169): « L a teoría tradicional del con sumidor es esencialmente una teoría del consumidor individual, y es casi estéril, aunque no lo sea totalmente (el importante teorema [sic] de las curvas de demanda de pendiente negativa lo salva de la esterilidad total). E n contraste, la nueva teoría del consumidor es una teoría referente a una familia de varios miembros con funciones de utilidad interdependientes, y se centra sobre la coordinación e interacción entre los miembros respecto de las decisiones refe rentes a los hijos, el matrimonio, la división del trabajo relativa a las horas trabajadas y a las inversiones en capacitación para actividades de mercado ajenas al mercado, la protección de sus miembros contra el azar, las transferencias intergeneracionales entre sus miembros, etc. . . . L os economistas se encuentran, por tanto, en el inicio de su tarea de atribuir a la familia ese papel dominante en la sociedad que tradicionalmente le han atribuido los sociólogos, antropólo gos y psicólogos. Mientras que la teoría de la empresa no es hoy básicamente diferente de lo que era hace treinta años, la teoría del consumidor ha dejado de ser un campo estéril dentro de la Economía para transformarse en una de sus áreas más estimulantes y prom etedoras.»
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no-especificadas de los gustos en el tiempo y las diferencias no-especificadas de gustos entre los individuos pueden explicar, como sabe mos, casi cualquier comportamiento que podamos observar en la práctica. Por consiguiente, el nuevo programa de investigación de la Economía de la Familia toma su punto de partida en una «heurís tica negativa»: de gustibus non est disputandum (sobre gustos no hay nada escrito). Expresándola positivamente, esta heurística afirma que «el comportamiento humano generalizado y/o persistente puede ser explicado por medio del cálculo general del comportamiento ma ximizador de la utilidad, sin necesidad de introducir la cualificación de que “ los gustos permanecen constantes” (Stigler y Becker, 1977, página 76; también Becker, 1976, págs. 5, 7, 11-12, 133 y 144). La razón por la que se postula el supuesto de funciones de prefe rencias estables y uniformes es, por tanto, francamente metodológica, y está destinada a generar predicciones falsables definidas respecto del comportamiento así como a evitar, siempre que ello sea posible, explicaciones ad hoc basadas en variaciones de los gustos, diferencias en los mismos, ignorancia y comportamientos neuróticos o impulsi vos. Podría parecer, por tanto, que el programa de investigación de Chicago está firmemente comprometido, en una medida en que pocos programas de investigación económica lo están, con las normas me todológicas establecidas por Karl Popper. Aunque sólo fuese por esta razón, el programa merece nuestra atención. Sin embargo, este no es el momento ni el lugar para emprender una evaluación a fondo del modelo de producción familiar de Chicago. Sus líneas generales están claras, pero gran parte de sus detalles requieren mayor elaboración; la crítica del mismo acaba de empe zar24, y, sin discusión crítica, no es posible juzgar adecuadamente los puntos fuertes y las debilidades de un programa de investigación incipiente; además, una evaluación adecuada del mismo requeriría la consideración de explicaciones sociológicas y antropológicas alter nativas del comportamiento familiar, lo cual nos llevaría a adentrar nos demasiado en territorio poco explorado. Me limitaré, por tanto, a hacer algunos comentarios polémicos sobre el trabajo de Becker, que quizás resulten estimulantes para el lector y le empujen a estudiar 24 Pero véase Leibenstein (1974; 1975), Keeley (1975) y Fulop (1977), todos los cuales tratan únicamente la teoría del comportamiento relativo a la fertilidad, como una rama del nuevo programa de investigación. Leibenstein (1974, pági nas 463, 466 y 468-69) hace algunos comentarios interesantes sobre las diversas posiciones metodológicas de los diferentes miembros de la Escuela de Chicago, pero pierde la razón que podía tener al negar que la capacidad predictiva sea la contrastación decisiva de la validez de una teoría (1975, pág. 471). Véase también Ferber y Birnbaum (1977), la única crítica hasta la fecha que trata de considerar la totalidad de la nueva Economía de la Familia.
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Im nueva Economía de la Familia y a formarse su propio juicio al rr«pecto. I n ndhocicidad ( .orno hemos dicho, Becker se manifiesta decidido a minimizar Iiin estratagemas inmunizadoras, como las denomina Popper, y en «••.pedal a evitar el recurso a explicaciones ad hoc cada vez que la teoría queda contradicha por las observaciones. En cualquier caso, es torprendente la frecuencia con que, de hecho, recurre a supuestos ■i.l hoc, con objeto de obtener implicaciones contrastables. Por ejem plo, la formación de capital humano aparece en el modelo de pro ducción familiar disfrazada de inversión en la «calidad» de los hi lo s , mientras que la decisión de tener hijos se considera como una inversión en la «cantidad» de los mismos; los hijos son considerados, pues, como si fuesen bienes de consumo duradero cuyos servicios ilesean consumir los padres. El modelo predice que la renta familiar estará positivamente correlacionada, no con el número de hijos de In familia, sino con la utilidad derivada de los servicios que los hijos pioporcionan; la cantidad y calidad de los hijos son consideradas como sustitutivos en la función de producción familiar. Además, la existencia de costes de oportunidad del tiempo que la madre dedica il cuidado de los hijos hace que el aumento de la renta familiar ge nere una tendencia ahorradora de tiempo a sustituir la cantidad de hijos por su calidad; en pocas palabras, los ricos tendrán menos hijos mejor educados, mientras que los pobres tendrán más hijos peor educados. Pero esta conclusión básica del modelo respecto de la fer tilidad — una relación negativa entre renta y fertilidad, entre las dis tintas familias en un momento dado de tiempo y entre todas las familias en el tiempo— queda explicada, no por el propio modelo, ■ino por un supuesto auxiliar plausible (a saber, que la elasticidadrenta de la demanda de calidad de los hijos es sustancialmente mayor que la de la cantidad de los mismos) que se introduce para ayudar i solventar el problema original de maximización (Becker, 1976, páginas 197 y 199; véase también págs. 105-06). Igualmente, en la teoría de Becker sobre la economía del al truismo, este autor concluye que un aumento de la renta del donante uimentará desproporcionadamente sus donaciones caritativas, mien tras que un aumento de la renta de los beneficiarios de dicha caridad tendrá exactamente el efecto opuesto (pág. 275), y aquí Becker derra ma su desprecio sobre «la considerable adhocicidad» que necesita desplegar el enfoque convencional de la economía de la caridad, para
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generar esta implicación conocida y contrastada. De nuevo, esta con clusión depende críticamente de lo que supongamos, tanto respecto de la forma que adopte la función de utilidad del donante como de la forma en que el bienestar del beneficiario entre como argumento a formar parte de dicha función. Asimismo, por mencionar un último punto, Becker no puede obtener algunas de las implicaciones de su teoría del crimen, por ejemplo, la de que la fuerza disuasoria de la posibilidad de ser des cubiertos es mayor para los criminales que la de la severidad del castigo una vez convictos, sin necesidad de recurrir a supuestos arbi trarios respecto de la preferencia que los criminales muestran por el riesgo (págs. 48-9). En otras palabras, el propio método de análi sis utilizado por Becker es casi tan ad hoc como el método conven cional; el cálculo cualitativo del modelo de producción familiar está tico para un solo período se muestra sencillamente incapaz de generar conclusiones cuantitativas definidas respecto de diversos aspectos del comportamiento humano, sin la adición arbitraria de información extra. Algunas implicaciones Los propios escritos de Becker se prestan demasiado fácilmente a la caricatura, ya que emplean un complicadísimo aparato para ge nerar implicaciones muchas veces obvias, si no banales25. Su teoría del matrimonio comienza con la observación de que «puesto que los hombres y las mujeres compiten en la búsqueda de pareja, puede suponerse que existe un mercado de matrimonios» (pág. 206). Una persona decidirá casarse «cuando la utilidad esperada del matrimonio exceda a la obtenida por permanecer soltero, o a la esperada de la búsqueda adicional de una pareja más adecuada» (pág. 10). Las ven tajas del matrimonio se derivarán de las complementariedades exis tentes entre hombres y mujeres en relación con la productividad del tiempo invertido en actividades ajenas al mercado y de su capacidad de adquisición de bienes de mercado (pág. 211). Para explicar el esquema de matrimonios efectivamente realizados, Becker aplica la teoría de Edgeworth del «núcleo» de una economía de intercambios voluntarios26 para demostrar que los hombres y las mujeres se repar25 Véase la «sal gorda» con que nos obsequian Blinder (1974) y Bergstrom (1976) al bromear sobre la economía del cepillado de los dientes el primero y sobre la economía del sueño el segundo. 26 L a teoría del «núcleo» de Edgew orth considera el caso de un conjunto de agentes que poseen inicialmente una cierta cantidad de bienes en ausencia de
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tírán formando familias de tal forma que se maximice para el con junto de matrimonios la producción de «bienes», de mercado y ajenos al mercado, producidos por las familias: «Se dice que el reparto de personas entre diferentes matrimonios es un reparto de equilibrio, si no resulta posible que las personas que no están casadas entre sí en dicho reparto contraigan matrimonio y mejoren con ello» (pá gina 10). Habiendo analmdo las ventajas del «matrimonio de con veniencia» en términos de las ventajas comparativas de hombres y mujeres en cuanto a las diferentes tareas, Becker añade el siguiente comentario: L as ganancias provenientes del matrimonio dependerán también de rasgos tales como la belleza, la inteligencia, la educación, que afectan a la productividad ° 7 también> Probablemente, a la productividad de mer cado. E l análisis del re p a rto . . . implica que un aumento en el valor de los ras* “ ntq ” t’enen. 1111 e,f ecto .positivo sobre la productividad ajena al mercado, manteniéndose la productividad de mercado constante, aumentarán normalmente las ganancias obtenibles por medio del matrimonio. Seguram ente esto contribuye a explicar por qué, por ejemplo, las personas menos atractivas o menos intelir r v r r men° s P r o b ® ^ 8^ o más inteligentes [pág. 214] 27,
de casarse que las personas más atractivas
Difícilmente encontraremos en la literatura un ejemplo mejor de lo que es matar una pulga con un martillo pilón. programa de investigación de Becker presenta, sin embargo, una dificultad más seria, consistente en que el modelo de producción nada que se parezca a un sistema de precios; estos agentes son libres de for mar bloques y coaliciones que les perm itan m ejorar su situación por medio del comercio y no se permite redistribución alguna de bienes vía la actividad comer? ’u j mef i ° Si qiÍe y a , uno de los agentes estén de acuerdo con el resultado final. A m edida que el número de agentes aumenta, puede demos trarse, cosa que resulta bastante sorprendente, que: 1) el «núcleo» que contiene a todos los agentes que están de acuerdo con la distribución final de bienes j asignación de equilibrio de los bienes que resultaría del funciona^ rr!n;,,nt^V ema PTeclos en competencia perfecta, y que 2) en el límite, el conjunto de asignaciones de equilibrio com petitivo contendrá los únicos resultados que satisfarán las exigencias de la estabilidad del «núcleo». Para una (1978) SUnpllficada de este tema considerablemente difícil, véase Johansen „n<.27 E s t a a ^ rmacÍón ignora la cuestión del «am or», que sin embargo no supone una gran diferencia en ningún sentido: « A nivel abstracto, el ¿ ñ o r y otras dependencias emocionales, tales como la actividad sexual o el contacto estrecho ^ " “,2a Per.s ona en particular, pueden ser considerados como bienes f a m i l i a r ^ u me,r^ 0 ’ l no habrá que añadir por ello gran cosa a nuestro anáhsu» (Becker, 1976, pág. 233). E l libro está de hecho lleno de tales afirmaciones que rezuman autocom placenda, p or no decir falta total de gracia.
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familiar está formulado con tal generalidad que resulta compatible con casi cualesquiera observaciones. La literatura antropológica de dicada a estudiar los sistemas matrimoniales a lo largo de la historia de la humanidad se ha planteado una cuestión crucial: ¿por qué la monogamia se ha ido convirtiendo en el sistema dominante en todo el mundo, mientras que la poligamia, que antiguamente era bastante común, ha declinado drásticamente en el tiempo? Becker explica el predominio de la monogamia por ser «la forma matrimonial más eficiente» respecto de los diferentes sistemas de poligamia, basándose en el supuesto de que las ganancias de productividad que se obtienen de la unión de hombres y mujeres en familias están sujetas a rendi mientos decrecientes (pág. 211). Pero por razonable que este supues to pueda parecer, se verá fácilmente que, si los hechos sugiriesen el predominio de familias comunales constituidas por múltiples fami lias interrelacionadas, esto podría acoplarse fácilmente dentro del modelo, sin más que suponer una forma diferente para la función de ganancias obtenibles del matrimonio. En realidad, el propio Becker admite que existen supuestos sobre las diferencias de productividad entre hombres que pueden explicar la poliginia, una versión particular de la poligamia (pág. 239). En otras palabras, esta teoría no puede predecir el predominio de la mono gamia sin la adición de diversas limitaciones culturales respecto del comportamiento generacional. De hecho, la nueva economía de la familia puede demostrar que las familias se adaptan racionalmente a la división tradicional del trabajo dentro del hogar, pero ¿querrá esto decir que la propia división tradicional del trabajo es racional? Se dice que maridos y esposas asignan las tareas familiares de acuerdo con el principio de la ventaja comparativa, dadas las limitaciones que impone el mercado de trabajo, el cual condena en gran medida a las esposas al estatus de asalariados marginales. Una vez que hemos invocado la costumbre y la tradición en relación con las limitaciones de las oportunidades que ofrece el mercado, ¿cómo podremos excluir las como argumentos de las propias funciones de preferencias? (Ferber y Birnbaum, 1977, págs. 20-1). Aparte de explicar la prevalencia de la monogamia, la teoría del matrimonio de Becker se encamina también a la explicación de un fenómeno tan corroborado en la práctica como el del «empareja miento asociativo positivo», en otras palabras, que cada uno tiende a emparejarse con los de su condición, entendiendo «su condición» como definida en términos de rasgos tales como la edad, estatura, educación, inteligencia, raza, religión, orígenes étnicos, valor de sus activos financieros y lugar de residencia. La teoría de Becker pre
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dice, sin embargo, que existirá un emparejamiento asociativo negativo en relación con la capacidad de obtención de ingresos de esposos y esposas, porque éstos son sustitutos muy próximos en la producción
familiar. Esta predicción resulta ser contradicha por la evidencia disponible, pero aun así Becker argumenta que su teoría se refiere a toda clase de parejas, mientras que la evidencia disponible está ses gada, ya que tan sólo tiene en cuenta a aquellas parejas en las que la mujer trabaja (págs. 224-25). Al final de la discusión nos queda mos, pues, con unas conclusiones casi vacías de contenido, que se nos presentan como mucho más dramáticas de lo que realmente son: . . . el enfoque económico proporciona numerosas implicaciones respecto del com portamiento que son susceptibles de falsación. Por ejemplo, implica que los «iguales» tienden a casarse entre sí, cuando medimos la semejanza entre ellos en términos de inteligencia, educación, raza, orígenes familiares, estatura y otras muchas variables, y que los «desiguales» tienden a emparejarse entre sí cuando lo que medimos son ingresos y otras variables. L a implicación de que los hom bres con ingresos relativamente altos tenderán a casarse con mujeres con ingre sos relativamente bajos (manteniéndose todo lo demás constante) sorprende a muchos, pero parece ser consistente con los datos disponibles cuando éstos se ajustan de forma que tengan en cuenta la amplia fracción de matrimonios en los que la mujer no trabaja. E l enfoque económico implica también que las perso nas de alta renta se casan más jóvenes y se divorcian con menor frecuencia que otras, implicaciones que son consistentes con la evidencia disponible, pero no con las creencias vigentes. O tra implicación es la que dice que un aumento de los ingresos relativos de las esposas incrementan la probabilidad de disolu ción del matrimonio, lo cual explica, en parte, la mayor tasa de disolución de éstos que se observa entre las familias negras que entre las blancas [págs. 10-11],
Una y otra vez, esta teoría se muestra compatible con toda la evidencia conocida respecto del matrimonio y el divorcio (págs. 214, 220, 221 y 224), lo cual no resulta sorprendente dada la flexibilidad del modelo que utiliza. Por ejemplo, con objeto de combinar los bienes y servicios adquiridos, con el tiempo y habilidades poseídos por los diferentes miembros de la familia, dentro de un único agre gado denominado «renta plena», se supone que la «tecnología» fa miliar presenta rendimientos constantes a escala y que no existe producción conjunta, y que todas las «mercancías» producidas por las familias se ven afectadas de forma similar por los factores que incre mentan la productividad, tales como la educación (estos supuestos garantizan la agregación de las funciones de microproducción). El abandono del supuesto de rendimientos constantes a escala y la in clusión de la producción conjunta, así como la multiplicidad de ras gos por los que difieren entre sí los distintos miembros de la familia,
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permite explicar casi cualquier reparto de parejas que pudiera obser varse (págs. 226 y 22 8 ) 28. «¿Justifica mi análisis la creencia popular de que las mujeres más encantadoras, bellas e inteligentes tienden a casarse con los hombres más ricos y de mayor éxito?», se pregunta Becker (pág. 223). Bueno, pues sí y no: el emparejamiento asociativo positivo es generalmente el óptimo y, por consiguiente, surgirá de forma espontánea, pero no es invariablemente el óptimo, ya que las diferencias en capacidad de obtención de ingresos aconsejan un emparejamiento asociativo nega tivo. Así pues, si las mujeres bellas y con talento se casaran con hombres pobres y fracasados, ¿sería esto saludado como una sor prendente confirmación de la teoría? Finalmente, cuando añadimos «el afecto», puede ocurrir cualquier cosa: «L a mayoría de la gente i encontrará sin duda extraña y poco realista la idea de una asignación de mercado de las parejas amorosas. Y, como hemos demostrado, el afecto puede modificar en gran medida la asignación de mercado entre personas casadas» (pág. 235). En realidad, «el afecto» es per fectamente capaz de convertir una asociación negativa en positiva (página 238). El verificacionismo de nuevo
A pesar de su continua apelación a las normas metodológicas del falsacionismo, la totalidad de los escritos de Gary Becker están infectados de la opción, mucho más sencilla, del verificacionismo: partimos de la evidencia disponible sobre el comportamiento humano en áreas tradicionalmente olvidadas por los economistas y entonces nos congratulamos de haber conseguido explicar dicho comporta miento con la sola utilización de la lógica económica normal. Pero lo que nunca hacemos es generar implicaciones realmente sorpren dentes que dirijan nuestra atención hacia «hechos nuevos» hasta entonces insospechados, es decir, hechos para cuya predicción la teo ría no fuese específicamente diseñada. Además, alabamos el enfoque económico como superior a cualquier alternativa disponible, pero restringimos el campo de comparación en ventaja nuestra y nunca especificamos de hecho los enfoques alternativos a los que nos esta 28 E l abandono de estos supuestos dificulta también la estimación de las funciones de protección de la familia, y, sin embargo, resulta difícil obtener evidencia independiente que excluya los rendimientos decrecientes a escala en la producción conjunta (véase Pollack y Watcher, 1975, especialmente las pagi nas 256 y 270; 1977).
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mos refiriendo 29. Está claro que, con estas reglas del juego, no po demos perder. En sí mismo, el imperialismo económico de tipo intelectual no tiene nada de especialmente recomendable, sobre todo una vez que se reconoce, como Becker hace (págs. 8, 9 y 14), que el enfoque eco nómico no resulta aplicable con el mismo éxito a todos los aspectos del comportamiento humano. Es de suponer que la invasión de otras áreas del conocimiento por parte del economista encuentre su justificación, bien en la nueva luz que arroja sobre antiguos problemas de sociología, antropología y ciencia política, o bien por los efectos de repercusión que tales invasiones puedan tener sobre los temas tradicionales de la Economía. Cualquiera que sea nuestra opinión sobre el programa de investigación de Chicago en el primer aspecto, no puede negarse su contribución en el segundo. No cabe dudar del valor explicativo de los costes no-pecuniarios del consumo, especial mente los costes del tiempo empleado, dentro del análisis del com portamiento relacionado con los viajes, las diversiones, la educación, las migraciones, la sanidad y, ciertamente, en el contexto de la bús queda de información sobre las propiedades de los bienes y servicios de consumo duradero 30.'
Es igualmente cierto que la visión tradicional de los consumido res relacionándose con empresas en unos mercados de productos y factores en los que dichos consumidores siguen siendo esencialmente agentes decisorios individuales nos produce una cierta sensación de incomodidad. La cuestión de si el problema del comportamiento fami liar se aborda mejor considerando a los consumidores como produc tores en vez de como consumidores sigue abierta, pero, en cualquier caso, el modelo de producción familiar nos proporciona algo con lo que enfrentar el enfoque de la demanda de Lancaster. Finalmente, no podemos sino alabar un programa de investigación que se atreve a prescribir una «heurística positiva» fuerte, y ¿qué puede ser más fuerte u osado que la premisa de que todo el comportamiento hu mano refleja un intento único de maximizar una función de utilidad T ? N o Pretendo>>> se retracta G ary Becker (1976, pág. 206), «haber desarro llado el análisis suficientemente como para explicar todas las similitudes y dife rencias existentes entre los sistemas matrimoniales de las diferentes culturas y épocas. Pero el enfoque “ económico” se comporta muy bien en este terreno, y ciertamente mucho mejor que cualquier teoría alternativa disponible». Más adelante encontramos en este libro varias referencias breves a los estudios de sociólogos y antropólogos y esto es todo lo que se nos dice acerca de los análi sis alternativos no-económicos de los diferentes sistemas matrimoniales. uv -j ° j el programa de Chicago puede explicar el fenómeno de la publicidad bajo condiciones de competencia perfecta (Stigler y Becker 1977 páginas 83-7). ’ ’
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sujeta a unas preferencias plenamente estables y completamente uni formes? Tal teoría está literalmente pidiendo a gritos el ser contras tada severamente, y si hemos de creer a Popper, la severidad de las contrastaciones es la piedra de toque del progreso científico. Dudo mucho de que Becker y compañía practiquen siempre lo que predi can, pero al menos se comprometen claramente con unas normas metodológicas con arreglo a las cuales puede juzgárseles. Nada más sencillo que destrozar programas nuevos de investiga ción mediante la acumulación de objeciones referentes al «núcleo» del programa, acompañada de una selección sesgada de las teorías del «cinturón protector». El estudio de la metodología económica nos enseña lo difícil que resulta evaluar incluso los programas de investigación maduros, cuanto más los incipientes. El programa de investigación de Chicago en Economía de la Familia es hoy una empresa en marcha que ha atraído a un gran numero de seguidores Mi impresión personal es que el programa funciona bien respecto del crimen, menos bien respeto del matrimonio y la fertilidad, y bas tante mal en cuanto a las interacciones sociales; y ello, no porque no consiga deducir «teorías» sobre estos temas, sino porque dichas teorías no tienen mucho contenido. Sin duda, dentro de cinco años pensaré de forma diferente; y así es como tiene que ser, ya que hay que ser un filisteo para juzgar decisivamente un programa de inves tigación de una vez por todas.
31 Becker (1976) enumera la mayor parte de las contribuciones hasta 1975. D esde entonces han aparecido muchas más: véase, por ejemplo, Becker, Landes y Michael (1977); y Fair (1978). Véase también McKenzie y TuIloch (1975), una divulgación a nivel de libro de texto de la nueva Economía de la Familia.
Parte IV ¿QUE ES LO QUE HEMOS APRENDIDO HASTA AQUI SOBRE LA ECONOMIA?
Capítulo 15 CONCLUSIONES
La crisis de la economía moderna La década de 1960 fue una década en la que la estima pública de la Economía y la euforia profesional de los economistas llegó a su punto álgido. La década de 1970, por otra parte, se ha visto plagada de discusiones sobre «crisis», «revoluciones» y «contrarre voluciones», llegándose a veces a una verdadera orgía de autocrítica por parte de algunos de los portavoces más destacados de la profe sión. Según Wassily Leontief (1971, pág. 3), «la continua preocu pación por lo imaginario e hipotético, en vez de con la realidad obserbable, ha conducido gradualmente a una distorsión de las normas informales de evaluación utilizadas en nuestra comunidad académica para valorar y clasificar los logros científicos de sus miembros. El análisis empírico, según dichas normas de evaluación, obtiene un rango más bajo que el razonamiento matemático formal». Además, acusaba Leontief, los economistas no se preocupan lo suficiente de la calidad de los datos con los que trabajan, actitud que Leontief atribuía a la perniciosa influencia de la metodología del instrumentalismo o teorización del tipo como-si (pág. 5). Henry Phelps-Brown (1972, pág. 3) llegó, sin embargo, mucho más lejos: lo que resulta básicamente erróneo en la Economía moderna, argumentaba, es que sus supuestos respecto del comportamiento humano son totalmente arbitrarios, literalmente «caídos del cielo», y culpaba a este hábito de construir mundos ficticios del fracaso obtenido en la formación de 281
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economistas que se dediquen al estudio de la Historia. David Worswick (1972, pág. 78) expresaba sentimientos similares, añadiendo que «existen hoy ramas enteras de teoría económica abstracta que carecen de ligazón alguna con los hechos concretos y que son prác ticamente imposibles de distinguir de la matemática pura» l. Benjamín Ward dedicó todo un libro a tratar la cuestión de ¿Qué le ocurre a la Teoría Económica?, y su respuesta fue, en resu men, que la Economía es básicamente una ciencia de la política nor mativa que se adorna con la hoja de parra de un positivismo estricto. En la medida en la cual la Economía es una ciencia positiva, concluía Ward (1972, pág. 173), «el deseo de confrontar sistemáticamente la teoría con los hechos no ha constituido un rasgo destacado de la dis ciplina». Para él, sin embargo, este fracaso en la tarea de perseguir consistentemente la contrastación empírica «no constituye la dificul tad central de la Economía moderna» (pág. 173). Mi propia opinión es, por el contrario, que la debilidad primordial de la Economía mo derna consiste precisamente en su reluctancia a producir teorías que generen implicaciones refutables claras, seguida de una falta gene ralizada de disposición hacia la confrontación de dichas implicaciones con los hechos. Consideremos, por ejemplo, la preocupación expresada desde 1945 por algunos de los mejores cerebros dentro de la disciplina económica por la esoteria de la Teoría del Crecimiento, ya que in cluso los que practican este arte admiten que la moderna teoría del crecimiento no es todavía capaz de arrojar luz alguna sobre las economías reales en crecimiento2. La esencia de la moderna teoría del crecimiento consiste simplemente en el análisis del estado es tacionario al estilo antiguo, en el que se introduce un elemento de crecimiento compuesto, añadiendo el progreso técnico y aumentos 1 D os economistas, funcionarios gubernamentales, M cD ougall (1974) y Heller (1975), han hecho declaraciones más optim istas al respecto, aunque dan la razón de todos modos a Leontief, Phelps, Brown y W orswick en la mayor parte de los puntos citados. Para estas y otras expresiones de la «crisis» de la economía actual, y de las reacciones ante la misma, véase Hutchison (1977, capítulo 4) O ’Brien (1974) y Coats (1977). 2 Como admite incluso H icks (1965, pág. 183), destacado teórico actual del crecimiento, la moderna teoría del crecimiento «ha sido fértil en la producción de ejercicios académicos, pero, por lo que de momento se puede apreciar, se trata de ejercicios y no de problem as reales. N i siquiera son problemas reales hipotéticos del tipo de: “ ¿Q ué ocurriría s i . . . ? ” , donde el “ s i .. . ” es algo que pueda concebiblemente producirse. Son más bien som bras de los problemas reales, de tal modo construidos que sea posible encontrarles solución por pura lógica».
Parte IV . ¿Q ué es lo que hemos aprendido hasta aquí sobre la economía?
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exógenos de la oferta de trabajo a un modelo que, por lo demás, es un modelo de equilibrio general, estático y de un solo período. En vista de las enormes dificultades que presenta el manejo de tipos de crecimiento distintos del puramente uniforme (aumentos equipro porcionales de todas las variables económicas relevantes), la literatura se ha visto invadida de forma casi exclusiva por áridas y alambicadas elucubraciones sobre «reglas de oro» de la acumulación de capital. Clara y simplemente: nunca se ha podido observar una economía en crecimiento uniforme y, además, existen profundas razones inhe rentes por las que el crecimiento real es siempre poco uniforme y es siempre desequilibrado. La teoría del crecimiento se defiende normalmente como una for mulación abstracta de las condiciones requeridas para que la eco nomía se reproduzca a sí misma de un periodo al siguiente, de forma invariable en todos los aspectos esenciales, formulación que se su pone será posteriormente útil como punto de referencia con el cual contrastar los diferentes esquemas de crecimiento desequilibrado que puedan estudiarse. Pero si no existe correspondencia alguna entre la senda de crecimiento uniforme y la experiencia histórica efectiva del desarrollo económico, no resulta fácil ver como puede esperarse que la teoría del crecimiento arroje luz sobre las causas del creci miento desequilibrado o sobre las políticas que pueden requerirse para controlar la economía 3. Esto no quiere decir que la teoría del crecimiento sea una pérdida de tiempo, pero, dado lo extremada mente limitado de sus aplicaciones prácticas, podemos cuestionar la magnitud de recursos que han sido dedicados a dicha teoría en los últimos años. Ciertamente, más parece una actividad dedicada a re solver problemas lógicos que un desarrollo de la ciencia positiva. Pero quizás el ejemplo de la teoría del crecimiento sea dema siado fácil. Consideremos en su lugar aquella parte del programa de investigación neoclásico que más se acerca al rigor y la elegancia de la física cuántica: la moderna teoría del comportamiento del con sumidor basada sobre los axiomas de la preferencia revelada, a la que una larga lista de destacados economistas ha dedicado sus mejores esfuerzos. Como hemos visto, pocos indicios hay de que este prodigioso esfuerzo haya tenido un gran impacto sobre la estimación de curvas de demanda estadísticas. Incluso si no se reconoce este hecho, 3 Recordemos que H ollis y N ell (véase capítulo 4) consideraban el estudio de las condiciones de reproducción de una economía como la «esencia» de una Ciencia de la Econom ía como es debido. Pues bien, los sistemas economicos nunca se reproducen de form a exacta: los niños, por así decirlo, nunca se pare cen del todo a sus padres.
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difícilmente podrá sostenerse que la cantidad y calidad del esfuerzo intelectual dedicado a la racionalización de la pendiente negativa de la curva de demanda durante los últimos noventa años guarda las debidas proporciones con sus frutos prácticos en el terreno de la investigación empírica. O, para cambiar de tema, consideremos los inacabables argumen tos de los libros de texto de Economía del Trabajo, respecto de los supuestos que sustentan la mal llamada «teoría de los salarios basada en la productividad marginal» a expensas del espacio que se dedica en ellos a la consideración de lo que la teoría predice realmente acerca del funcionamiento del mercado de trabajo. Si esto no es poner el acento en lugar equivocado, ¿pueden decirme qué es? Consideremos a continuación el teorema de Heckscher-Ohlin, decisivamente refu tado en todas sus variedades de diagramas 2 X 2 X 2 , que se enseñan en todos los libros de texto de comercio internacional, y ello no tanto como una parábola con propósitos pedagógicos sino, muy al contra rio, como una explicación simplificada, pero sin duda válida, de los esquemas de intercambio de bienes entre países. Una vez más, todo el énfasis recae sobre la enseñanza de las sutilezas del teorema de Heckscher-Ohlin a expensas del tiempo dedicado a considerar la evidencia, realmente aplastante, en contra del teorema. Tomemos, finalmente, los infinitos refinamientos conseguidos por Arrow, Debreu, McKenzie y muchos otros, en la formulación de las pruebas de existencia del equilibrio general (EG). No puede negarse que este tipo de trabajo ha generado algunas ideas importantes sobre las características lógicas de las teorías económicas — el papel del inero en los modelos con certeza perfecta, la exigencia de mercados a futuros de todos los bienes con objeto de asegurar el equilibrio competitivo, la necesidad de transacciones no-competitivas de desequi librio para mantener estable el equilibrio competitivo, etc.— , pero lo que puede dudarse con razón es que esta teoría del E G haya con tribuido de forma significativa a incrementar la capacidad predictiva ,e . Economía moderna. Incluso esto no constituiría una crítica decisiva a la teoría del EG , si no fuese por el hecho de que el trabajo realizado en este área se considera generalmente situado en los pri meros puestos de la escala intelectual de la profesión de economista, destinado a constituir una parte esencial de la formación de los eco nomistas profesionales. Y, sin embargo, la teoría del EG es, como máximo, una especie de «actividad que resuelve problemas que no sotros mismos hemos creado» y el tiempo que se dedica a dominarle es tiempo que se resta al aprendizaje de los métodos empíricos de la Economía.
Parte IV .
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Medición sin teoría $ > Pero, ¿no es cierto que los economistas se ocupan masivamente de la investigación empírica? Ciertamente lo hacen, pero, desgracia damente, una gran parte de esta actividad se parece a la de jugar al tenis sin poner la red; en vez de tratar de refutar las predicciones contrastables de su disciplina, los economistas de hoy se contentan con frecuencia con demostrar que el mundo real se conforma a sus predicciones, sustituyendo así la falsación, que es tarea difícil, por la verificación, que no lo es tanto. Hemos revisado ya algunos de los ejemplos más significativos de esta actitud en la literatura referente á las' fuentes del crecimiento y en el área de la nueva Economía de la Familia. Abundan en las revistas especializadas artículos que aplitan el análisis de la regresión a todos los problemas económicos con cebibles, pero no es secreto para nadie que el éxito de tales empresas se basa con frecuencia sobre una «econometría tipo receta»: exprésese la hipótesis en términos de ecuación, estímese una variedad de for mas de dicha ecuación, selecciónese la forma que mejor se^ ajuste, descártese el resto y ajústese entonces la argumentación teórica de forma que racionalice la hipótesis a contrastar (Ward, 1972, pagi nas 146-52). Marshall solía decir que la explicación científica es sim plemente una «predicción vista hacia atrás». Pero la proposicion inversa es falsa, es decir, la predicción no es necesariamente una explicación vista hacia adelante. El trabajo empírico que no consigue discriminar claramente entre explicaciones alternativas, degenera rá pidamente en una especie de instrumentalismo sin sentido, y no exa geramos al decir que el grueso de la investigación empírica actual en Economía adolece de este defecto. ¿Exageración? Quizás, pero muchos otros autores han dicho lo mismo. Peter Kenen (1975, pág. xvi) expresa esta misma idea en forma categórica: Detecto una peligrosa am bigüedad en todo nuestro trabajo cuantitativo. No distinguimos claramente con suficiente cuidado entre la contrastaaon ae una hipótesis y la estimación de sus relaciones estructurales. L a ambigüedad en Economía es realmente rampante . . . Deberíamos dedicar más tiempo y estuerzo intelectual a la construcción de experimentos que pudiesen ayudarnos a discri minar entre hipótesis que tienen diferentes implicaciones económicas. N o basta con demostrar que nuestra teoría favorita se comporta tan satisfactoriamente o mejor incluso— que alguna otra teoría, a la hora de explicar retrospecti vamente la evidencia disponible.
Aquellos que explícitamente se rebelan contra la ortodoxia se muestran con frecuencia afectados de la misma enfermedad. Las lia-
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maclas controversias de Cambridge sobre la teoría del capital, y cuy® ^ Incluso los economistas políticos radicales, un grupo en crecidenominación más correcta sería la de controversias sobre la teoría | miento en los Estados Unidos, han dedicado la mayor parte de sus de la distribución funcional de la renta, han estado clamando durantes [esfuerzos a «contar una historia nueva», en la que se da una nueva más de veinte años sin referirse más que a los llamados «hechos estil (interpretación a los mismos viejos hechos en términos del paradigma lizados», tales como la constancia de la relación capital-producto y I J I de los conflictos de poder, en vez de en términos del paradigma de constancia de la participación relativa del trabajo, que, al ser exal lia maximización de la utilidad, como si las ciencias sociales fuesen minados cuidadosamente, resultan no ser hechos en absoluto. La cues! Ireducibles a «núcleos» seleccionados a voluntad (ver Worland, 1973; tión fundamental que se dirime entre Cambridge, Estados Unidos, yi lAplebaum, 1977). Los pocos trabajos empíricos aparecidos en la Cambridge, Reino Unido, nos dice nada menos que Joan Robinson! |Reí»zVí¿> of Radical Political Economics (Revista de Economía Políuna verdadera autoridad en el seno de dicho debate (1973, pág. xii)l Jtica Radical) sobre la economía del imperialismo, sobre la discrimino es tanto el famoso problema de la medición del capital, sino Ibación racial y sexual, sobre los rendimientos financieros de la educuestión de si es el ahorro el que determina la inversión a través Ifcación y sobre esquemas de movilidad social adolecen de falta de de las variaciones de los precios, o si es la inversión la que deterl ■hipótesis claras bien articuladas que nos permitiesen distinguir las mina el ahorro vía las variaciones de la tasa de beneficios. Es clara ■predicciones radicales de las ortodoxas (Bronfenbrenner, 1970; Lindque un modelo de crecimiento de tipo keynesiano, que asigna un pal |beck, 1971). Pero los economistas radicales tienen al menos la ex peí clave a la inversión autónoma, adquiere todo su sentido en una rusa de que manifiestan explícitamente su preferencia en el terreno situación en la que el empleo no es pleno. Por otro lado, si las políl metodológico por la relevancia social y política y no por la fiabilidad ticas fiscal y monetaria consiguen mantener el pleno empleo, parecerá “npírica, como prueba decisiva de lo que es una «buena» teoría 5. que el crecimiento depende críticamente del ahorro más que de Id ti realidad, en la medida en que pueda decirse que los economistas inversión, en cuyo caso los modelos de crecimientos neoclásicos, ante! adicales comparten una metodología común, ésta parece ser la del keynesianos, serán los apropiados. La cuestión de la primacía resl oluntarismo o la de que «el pensamiento crea la realidad». pectiva de la inversión y del ahorro es, por tanto, cuestión que del Igualmente, los austríacos de los últimos tiempos afirman deri penderá de si creemos que en el mundo real prevalece la situacióffl var sus ideas económicas del razonamiento a priori sin ayuda de la de pleno empleo o si pensamos que lo que prevalece es el equilibrio! xperiencia, y, por consiguiente, repudian la contrastación empírica con desempleo. ■; omo método para establecer la validez de sus conclusiones. De forSin embargo, en la medida en la cual el debate se ha desarrol na similar, los institucionalistas se proponen la construcción de mo liado en el contexto de la teoría del crecimiento uniforme, y puesta mios sobre el comportamiento económico en términos de esquemas que ambos contendientes están de acuerdo en que el crecimiento efinidos y se contentan con «comprender» el funcionamiento de uniforme nunca se aproxima siquiera al del mundo real, las control na economía, incluso si esta comprensión supone escaso poder de versias de Cambridge, tal como normalmente se formulan, no son predicción de la sucesión real de los acontecimientos económicos. susceptibles de resolución por medio de la investigación empírica! Por último, los marxistas se encuentran demasiado comprometidos cosa que no ha impedido a ambos contendientes el seguir batallando on la filosofía del esencialismo como para sentirse capaces de recoger sobre cada tema con redoblaba furia. Los protagonistas de tmbofl 1 guante de la contrastación empírica; por supuesto, esperan que bandos han descrito la controversia como una «guerra de paradigmas»! us profecías sean correctas, pero han creado una amplia provisión pero, de hecho, los dos paradigmas coinciden en muchos puntos a pe estratagemas inmunizadores para proteger al marxismo contra la en realidad se superponen entre sí. Retórica aparte, no hay muchd campo de elección entre los estilos de teorización de los dos Caml IK regel (1977). Como revisión más bien hostil a estas ideas, véase Blaug (1975, Bpítulo 6). bridges 4. | 5 Franklin y Resnik (1973, págs. 73-4) proporcionan una declaración metoblógica radical típica: «D esde una perspectiva radical, en la que el análisis ítá estrechamente ligado & la defensa de cambios fundamentales en el orden 4 Como revisiones llenas de sim patía hacia las teorías del Cambridge del ocial, un modelo o categoría abstracta no es solamente un instrumento estético Reino Unido, denominadas a veces «economía poskeynesiana» (existe una ramí |ic), sino que está deliberadamente pensado para apoyar los cambios que se americana de este grupo que acaba de fundar el Journal of Post-Keynesiari fienden, o para describir la naturaleza de las barreras que han de saltarse Econom ics— Revista de Economía Post-Keynesiana), véase Asimakopoulos (19771 *i que se produzcan los cambios propuestos.»
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falta de materialización en la práctica de cualquiera de sus profe En suma, los radicales, los austríacos modernos, los institucionalist^ y los marxistas tienen todos buenas excusas para no prestar atención a los imperativos metodológicos del falsacionismo. El falsacionismo una vez más Los economistas pertenecientes a la corriente principal del pe® samiento neoclásico no tienen tal excusa. Predican la importandw de someter las teorías a la contrastación empírica, pero raramente mantienen en la práctica sus normas metodológicas declaradas. Lf elegancia analítica, la economía de medios teóricos y la mayor an pliación posible de aplicabilidad conseguida por medio de simplif caciones cada vez más heroicas han merecido con frecuencia un mayor prioridad que la capacidad predictiva y la significación re! pecto de cuestiones de política. La filosofía de la ciencia vigente e la Economía moderna puede realmente caracterizarse de «falsacit nismo inocuo». Es cierto que existen todavía algunos, como Shackle y los me demos austríacos, que argumentan aún que la predicción es absoh tamente imposible en una disciplina como la Economía, ya que < comportamiento económico, al estar proyectado hacia el futuro, e totalmente impredecible. Pero estos economistas se encuentran el minoría. Para la mayor parte de la profesión la batalla en favor de falsacionismo ha sido ganada en el campo de la Economía (ojal pudiésemos decir lo mismo respecto de otras ciencias sociales). E problema consiste ahora en persuadir a los economistas de que debei tomarse el falsacionismo en serio. La econometría aplicada No es difícil imaginar poderosas razones por las cuales los eco nomistas no consiguen practicar la metodología que predican; ei efecto, todos los científicos se aferran tenazmente a programas d< investigación «degenerados» en presencia de otros niveles «progresi vos», pero los economistas son particularmente afectos a esta ten dencia, aunque sólo sea porque el sistema económico, a diferencií de los estados de la naturaleza, exigen ser evaluados y no sólo estu diados con olímpico distanciamiento. Además, la Economía toca cons tantemente cuestiones de política sujetas a políticas gubernamentales de forma que las principales doctrinas económicas no son sólo pro
gramas científicos de investigación (PCI) en el sentido de Lakatos, sino que son también programas de actuación política (PAP). Esta función dual de las teorías económicas permite situaciones en las que una determinada teoría es simultáneamente un PIC «degene rado» y un PAP «progresivo», es decir, un programa que ofrece a los gobiernos una agenda expansiva de medidas de política. (La eco nomía marxista puede ser un caso de estos, y el monetarismo en su última fase es quizás un ejemplo de la conjunción exactamente opues ta.) Tan sólo cuando una teoría define a la vez un PCI «progresivo» y un PAP «progresivo» también es cuando hablamos de una «revolu ción» del pensamiento económico (el ejemplo obvio es la Economía keynesiana en la década de 1930) 6. Sea como sea, el caso es que la Economía es, entre otras cosas, una ciencia de la política, y que esta es una importante razón que puede explicar por qué la metodología de los PCI de Lakatos no se adecúa perfectamente a la historia de la Economía, o por qué se ade cúa a la misma en cualquier caso de forma mucho más imperfecta de lo que lo hace a la Historia de la Física. Es precisamente por esta razón por lo que el intento de separar las proposiciones positi vas de las normativas en Economía, así como de especificar clara mente las condiciones que permitirían someter las proposiciones posi tivas a la contrastación con la experiencia sigue siendo hoy una tarea tan importante para el progreso de la economía como haya podido serlo nunca. t Desgraciadamente, carecemos tanto de datos fiables como de téc nicas poderosas que nos permitan distinguir claramente entre las proposiciones válidas y las menos válidas en Economía positiva, y las presiones profesionales en el sentido de «publica o perece» esti mulan continuamente el enfoque de «jugar el juego» del trabajo cronométrico que no hace nada por mejorar los datos básicos o las écnicas que normalmente se emplean para contrastar las hipótesis conómicas. Esta debilidad, no tanto de la Econometría teórica como le los procedimientos efectivos seguidos por los económetras dediados a aplicarla, nos explica en gran parte por qué los economistas c muestran con frecuencia reluctantes a seguir los preceptos del falacionismo que profesan. En muchas áreas de nuestra disciplina curre que los distintos trabajos econométricos llevan a conclusiones inflictivas y, dados los datos disponibles, con frecuencia no existen íétodos efectivos que permitan decidir cuál es la conclusión correcta, n consecuencia, siguen coexistiendo hipótesis contradictorias a ve is durante décadas o más. ÍL 6 D ebo este argumento a R. G . Lipsey.
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Para algunos, esta es una buena razón que justifica el abandono total de la Economía Aplicada. Pero ésta no constituye una alterna tiva muy atractiva porque dejaría a la Economía prácticamente sin procedimiento alguno para seleccionar, de entre la plétora de posi bles explicaciones, aquella que mejor explica los acontecimientos eco nómicos. Aun cuando argumentemos que existen otros métodos de contrastación de las hipótesis económicas, tales como los métodos estrictos de la «coligación» practicada por los historiadores de la Economía, o los métodos etnográficos favorecidos por algunos institucionalistas, las exigencias de los responsables de la política nos llevarán de nuevo de todos modos a la utilización de la Econome tría, que es la única que puede proporcionar un cálculo cuantitativo además de cualitativo. Nuestra única esperanza, por tanto, consiste en mejorar tanto la Econometría teórica como la aplicada, y en rea lidad es en esta última donde podríamos conseguir mejoras bastante rápidas con sólo que se adoptasen mejores prácticas en el trabajo del día a día. . Thomas Mayer (1980) presenta un cierto número de sugerencias concretas que podrían hacer mucho para fortalecer la pretensión de que la Economía llegue a configurarse como una «ciencia fuerte». En primer lugar, se hace eco de Leontief, al urgimos a poner mucho más énfasis en el problema de la recopilación de datos. En segundo lugar, deplora la tendencia a considerar los resultados econométricos como evidencia proveniente de un «experimento crucial» que nunca ha de repetirse; por el contrario, la mayor parte de los trabajos de Econometría Aplicada deberían tratar de repetir resultados anteriores utilizando diferentes conjuntos de datos; a medida que vayamos ba sándonos cada vez más en el peso de muchos elementos de evidencia, en vez de en un único experimento crucial, los trabajos de revisión periódica deberían reunir los diferentes elementos de evidencia con vistas a resolver las contradicciones que puedan existir entre ellos. En tercer lugar, sugiere que si las revistas especializadas selecciona sen los trabajos con base a la probable validez de los resultados que contienen, y no con base a la sofisticación técnica de las técnicas empleadas, esto contribuiría eficazmente a elevar los niveles de eva luación del trabajo econométrico. En cuarto lugar, recomienda que nos guardemos contra la manipulación de los datos, exigiendo de los autores que presenten todas las regresiones que hayan ajustado, y no solamente la regresión concreta que apoya su hipótesis. Quinto, pro pone que los autores no utilicen todos sus datos para ajustar sus regresiones, sino que dejen algunos como reserva que sirva para con trastarlas; esto nos hace volver a la anterior distinción que señalá bamos entre la estimación de una relación estructural y la contrasta-
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ción de las hipótesis económicas. Sexto, urge a las revistas especiali zadas a que publiquen artículos que contengan resultados significativos y que exijan de los autores la presentación de sus datos no-publicados de forma que su trabajo pueda ser fácilmente verificado por otros. Por último, añade que «dadas las múltiples debilidades de las técni cas econométricas, deberíamos ser suficientemente abiertos como para aceptar que la verdad no siempre se viste con los ropajes de las ecuaciones y que no siempre nace en el seno de una computadora. Hay otras formas de contrastación, como el recurso a la Historia Económica, que no deberían descartarse por arcaicas» (Mayer, 1980, página 18). El mejor camino hacia adelante He sostenido a lo largo de este libro que el objetivo principal de la Economía consiste en predecir y no simplemente en explicar y he llegado a la conclusión de que todas las doctrinas alternativas del pasado forman parte de una teoría ortodoxa de equilibrio estático el PCI neoclásico, en suma— que se ha mostrado dispuesto a ! dejarse juzgar en términos de sus predicciones. La Economía orto| doxa puede realmente vanagloriarse de haber incrementado la capa cidad predictiva de los economistas, pero al mismo tiempo hemos de subrayar hasta qué punto esa capacidad resulta limitada incluso hoy en día. No somos capaces de predecir el crecimiento del PNB j en una economía con más de un año de antelación, y ni siquiera soj mos capaces de predecir el crecimiento del PNN en sectores concretos [ de la economía con una antelación mayor a dos o tres años 1. Esto 7 Así, V íctor Zarnowitz (1968, págs. 435-36) resume los logros obtenidos en las previsiones sobre el PN B en los Estados Unidos con las siguientes pala bras: « L o conseguido por los que se dedican a hacer previsiones económicas deja en general mucho que desear, aunque incluye también algunos logros de importancia y es susceptible de mejoras en el futuro. Según un estudio reciente del N B E R , las predicciones anuales sobre el volumen del PN B para 1953-63 realizadas por unos trescientos o cuatrocientos profesionales (economistas de empresa y grupos de economistas de diferentes industrias, de la administración estatal y de instituciones académicas) contenían errores que ascendían, por tér mino medio, a unos 10.000 millones de dólares. Aunque esta cifra sólo supone .alrededor del 2 por 100 del nivel medio del PN B , los errores eran suficiente mente importantes como para crear diferencias significativas entre años buenos y años malos . . . Si los encargados de tales previsiones hubiesen supuesto que el PN B iba a aumentar cada año por el aumento medio experimentado por el mismo durante los años de la preguerra, el error medio resultante no hubiese sido mayor de unos 12.000 millones de dólares.» Igualmente, Hans Teil (1966, capítulos 6 y 7) ha demostrado que la utilización de un modelo de input-output
292
L a metodología de la economía
£. constituye ciertamente una mejora respecto de lo que puede obte-, nerse por mera extrapolación mecánica de tendencias del pasado* pero, de todos modos, es insuficiente para justificar una actitud dé complacencia respecto del estado de la moderna economía ortodoxa. Igualmente, para una amplia gama de problemas — funciones de demanda de bienes de consumo, funciones de inversión, funciones de oferta y demanda de dinero y modelos econométricos a gran es cala de la economía en su conjunto— resulta que la bondad del ajuste de una regresión durante el período de la muestra se manifiesta invariablemente como una guía poco fiable de lo que pasa en perío dos posteriores al cubierto por la muestra (Shupak, 1962; Streisler, 1970; Mayer, 1975, 1980; Armstrong, 1978, capítulo 13). Clara mente, existen aún serias limitaciones a la capacidad de los econo mistas para predecir la evolución efectiva de los acontecimientos económicos y, por consiguiente, existe también amplia justificación para el escepticismo en lo que se refiere a la corriente principal del pensamiento económico actual. | Existen hoy un cierto número de programas de investigación en Economía que expresan esta sensación de desilución con los logros pasados de la doctrina económica recibida. Los economistas radicales cuentan con su propio órgano de expresión, The Review of Radical Political Economy (Revista de Economía Política Radical), y los ins titucionalistas con el suyo (The Journal of Economic Issues — Revistá de Cuestiones Económicas— , publicada por la Association of Evolutionary Economics). Una nueva publicación, el Journal of Post-Key nesian Economics (Revista de Economía Post-keynesiana), trata de reunir a aquellos que esperan desarrollar la economía keynesiana en direcciones nuevas capaces de atacar los problemas de la inflación y de la distribución de la renta. Asimismo, otro grupo de economis tas se muestra decidido a enfocar su programa de investigación según el concepto de «racionalidad limitada» de Herbert Simón, demos trando una preocupación fundamental por los supuestos motivadonales de la teoría económica, y están a punto de lanzar un nuevo Journal of Economic Behavior and Organization (Revista del Com portamiento y Organización Económicos) que dé expresión a su insa tisfacción con la teoría económica contemporánea. En otras palabras, parece ser que estamos entrando en una era en la que los programas para obtener previsiones sobre el valor añadido de veintisiete sectores de la economía holandesa para un periodo de diez años, dada la demanda final obser vada para la economía en su conjunto, predecía mejor que una extrapolación simple de la tendencia pasada para períodos de hasta dos o tres años, pero predecía mucho peor para períodos superiores a tres años.
Parte I V . ¿Q ué es lo que hemos aprendido hasta aquí sobre la economía?
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de investigación en competencia, lejos de ser escasos, abundarán in cluso demasiado. | Sena muy conveniente que todos estos programas de investiga ción alternativos se dedicasen al mismo conjunto de cuestiones que preocupan dentro del PCI neoclásico, porque, en tal caso, podríamos elegir entre ellos únicamente, o al menos básicamente, a tenor de la evidencia empírica. Pero, por desgracia, un rasgo característico de muchos de los PCI rivales es que se plantean preguntas acerca del mundo real que son diferentes de las planteadas por el PCI neo clásico, de forma que la elección entre ellos supone difíciles enjui ciamientos sobre su potencialidad, es decir, sobre lo que prometen, en cuanto a resultados empíricos, para el futuro. No es probable, por tanto, que la metodología económica pueda decirnos cuál de estos programas rivales presenta más probabilidades de realizar en el fu turo contribuciones sustantivas a nuestro conocimiento sobre el fun cionamiento de los sistemas económicos. Lo que la metodología puede hacer es proporcionar criterios para la aceptación o rechazo de los programas de investigación, fijando normas que nos ayuden a discriminar entre el trigo y la paja. Estas normas, como hemos visto, son jerárquicas, relativas, dinámicas, y en modo alguno carentes de ambigüedades en cuanto a los consejos prácticos que ofrecen a los economistas en ejercicio. En cualquier caso, la cuestión última que podemos y debemos plantearnos respec to de cualquier programa de investigación, es la conocida pregunta formulada por Popper: ¿cuáles son los acontecimientos que, caso de materializarse, nos llevarían a rechazar el programa? Un programa que no pueda enfrentarse a esta pregunta no alcanza los altos niveles de exigencia que el conocimiento científico puede alcanzar.
APENDICE TERMINOLOGICO
B I B L IO G R A F IA
INDICE DE NOMBRES
Achinstein, P ., 53n, 55n Ackerman, R. J ., 42n, 46, 69, 268, í 297 A gassi, J ., 116, 130n,141-42, 298 Alchian, A. A ., 136-39, 194 Alexander, P ., 20 Alien, R. F., 231 Alien, R. G . D ., 186, 188-89 Alien, W. R ., 194 Ando, A ., 245 Anschutz, R. P ., 89n Applebaum , E ., 287 Archibald, G . C., 123, 127, 130n, 134, 137-38, 143n, 165-69 Aristótle, 146 . Armstrong, J . S., 292 Arro^sr, K . J., 213-14, 216, 239, 284 Ashíey, W ., 102 Asim akopoulos, A ., 286n Ayer, A. J ., 33n, 39n, 46, 114,119, 144 Ayers, C. E ., 147
Bachelard, G ., 60n Bagehot, W., 103 Barker, S. F., 34, 34n 315
Barnes, B., 160, 298 Barry, N. P., 70 Bartlett, M. S., 42 Baumol, W. J., 195, 202, 206 Bear, D . V. T ., 129n Becker, G . S., 188n, 224, 250, 254, 256, 267-77 Bergmann, G ., 160 Bergson, A., 164 Bergstrom, F. C., 271n Berkson, W., 60n Bhagwati, J ., 237 Bhaskar, R ., 60n, 63, 64 Bird, C „ 65n Birnbaum, B. G ., 269n, 273 Black, M ., 35, 151-52 Blaug, M ., 82, 87, 93, 95, 97n, lOln, 147, 164n, 186, 187,201, 220, 222224, 228-29, 231, 249n, 255, 255n, 256, 258, 260 Blinder, A. S., 271n Bloor, D ., 54n Bohm-Bawerk, E. von, 111 Boland, L . A., 130n, 134 Bordo, M ., lOOn Bowley, M ., 79, 81, 163 Bowman, M. J ., 252
316 Brainard, W. C., 245 Braithwaite, R. B., 34n, 41, 42n Braybrooke, D ., 174 Bridgman, P ., 30, 120-21, 178 Brittan, S., 178 Brodbedc, M ., 72, 86 Bronfenbrenner, M ., 222, 287 Brown, A ., 192-93 Burger, T ., 69n Burton, J . F., 226
Cahnman, W. J ., 156n Cairnes, J . E ., 76, 96-108, 112, 124, 163 C am ap, R ., 29, 43n, 115n Cassel, G ., 187 Caves, R. E ., 239 Chalmers, A. F., 297 Chamberlin, E . H ., 134, 205 Chick, V ., 242n, 246 Churchman, C. W ., 42n, 173n Clapham, J . H ., 110 Clark, J . M ., 189 Clarkson, G . P. E ., 142, 191 Coase, R. M ., 102n Coats, A. W ., 98, 189n, 282n Coddington, A ., 126, 130n, 149n, 216n, 248n Cohén, M. R ., 35, 90n Commons, J . R ., 106, 147 Con te, A ., 91 Cooper, R . N ., 245 Copem icus, N ., 50 Corden, W. M ., 240 Coum ot, A ., 187, 199, 207 Culyer, A. J ., 257 Cyert, R. M ., 130n, 202, 205
Darwin, C., 25-6, 26n, 43n D e Alessi, L ., 130, 132 D eaton, A., 192-93 Debreu, G ., 213-14, 216, 238, 284 de Marchi, N . B., 78n, 94-6, 237-39 Denison, E . F., 255n D iesling, P., 138 Doland, E . G ., 113
Indice de nombres Dray W ., 22, 28n D ror, Y ., 173n Duhem, P ., 20, 36-7 Durkheim, E ., 27
Eccless, C., 36, 39n, 146 Edgerw orth, F. Y ., 271 Einstein, A., 39, 57 Eltis, W. A ., 231 Euler, L ., 58 Eysenck, H . J ., 65n
Fair, R. G ., 277n Fawcett, H ., 96 Ferber, M . A ., 269n, 273 Feyerabend, P. K ., 20, 60, 6 3 4 , 297 Ferguson, C. E ., 231-32 Finger, J . M ., 121 Fisher, R ., 42 Franklin, R . J ., 287n Fraser, L . M ., 88n, 107 Freud, S., 27, 191 Friedman, M ., 123-28, 130-34, 136-38, 140, 148, 176, 177n, 178, 187, 191, 200, 243-49, 298 Fulop, M ., 269n
G albraith, J . K ., 147 G alileo, G ., 36 Ghiselin, M. T ., 26n G iffen, R ., 187 Goldsm ith, D ., 65n Gance, R . A ., 119 Goodfield, J „ 24n, 26n, 297 G ordon, D . F., 121-23 Gordon, S., 161 G osset, W., 106 Gouldner, A. W ., 56n Green, F., 54n Green, H . A. J „ 196, 198 Greenw ood, M. J ., 257 Griinbaum , A., 34n Grunberg, E ., 130n
Indice de nombres Hahn, F. H ., 214-16, 224 Hansen, N . R ., 20, 24n, 60-1 Harcourt, G . C., 229, 231-32 H arding, S. G ., 36 Harré, R ., 20, 23, 25, 39n, 92 H arrison, R . S., 147 H arrod, R., 33n, 110, 165n, 221-22 Hayek, F. A., 70, 111, 113, 177n Heckscher, E . T „ 235-36, 238 Heilbroner, R. L ., 157-61, 174n, 176 Heller, W. W ., 282n Hempel, C. G ., 20-2, 28n, 44, 297 Hendrick, C. L ., 202 Hennipman, P., 165-69 H esse, M ., 53n H icks, J . R., 164, 186, 188-89, 195, 219, 221-22, 222n, 230, 239, 282n Hindess, B ., 61n Hirsch, A ., 97n, lOOn, 106, 119 Hirsch, E ., 106, 119 H obbes, T ., 71 Hollander, S., 78, 81n H ollis, M ., 144-46, 283n Houthakker, H . S., 191-92 H owson, C., 59 Hudson, W. D ., 152 Hum e, D „ 23, 30, 33-4, 78, 90- 92, 102n, 151-54 Hutchison, T . W., 78, 88n, 103n, 106, 114-19, 129, 143, 145, 156n, 161-63, 176, 85n, 210, 216n, 282n, 298 Illitch, I., 264 Ingram, J ., 101 y
Jenkin, F., 26n Jevoiis, S., 92, 101, 106, 186 Johannson, J ., 37n Johansen, L ., 272n Johnson, H . G „ 138n, 222, 247 Jon es, R ., 102n Ju ster, F. T ., 254n K aldor, N ., 164 Kant, E ., 5 3 ,8 9 ,9 2
317 Kaplan, A., 25, 28, 41, 88n, 298 Kaufmann, F., 88n, 115n Kearl, J . R ., 178 Keeley, M. C., 269n KendaÚ, M. G ., 106 Kenen, P. B., 241, 285 Kennedy, C., 221 Keynes, J . M ., 110-11, 116, 248, 249 Keynes, J . N ., 76, 101-06, 124, 163, 298 Kindleberger, C ., 238 Kirzner, I. M ., 107, 112, 113n Klappholz, K., 116, 130n, 141-42, 157, 159, 298 Knight, F „ 113, 114n, 118-19, 129 Koopmans, F. C., 109, 130n, 134, 138 K oot, G . M., 98 Kanai, J., 209 Kregel, J., 287n Krimerman, I., 69n K rupp, S. R., 176n Kuhn, T. S., 20, 48-52, 54, 58, 60, 64n, 206n, 297
Lachmann, L ., 112 Laidler, D . E . W., 244 Lakatos, I., 20, 42n, 46, 53-60, 86n, 144, 158, 203, 206n, 233, 297 Lamarck, J . B., 26n Lancaster, K . J „ 123, 187-88, 196-98, 268, 276 Landes, E . M ., 277n Lange, O ., 130, 171n, 177 Latsis, S. J., 54n, U 6n , 118, 134, 203-07, 298 Laudan, L ., 53n Lee, K. K., 26n Leibenstein, H ., 206n, 269n Leijonhufvud, A., 243 Leontief, W ., 116n, 237-38, 240- 281 Lem er, A. P., 177 Leslie, C., 101 Lesnoff, M ., 68-9, 162n, 298 Lester, R ., 200 Leverrier, U., 24 Lindbeck, A., 257 Lindblom , C. E ., 174
318 Lindgren, J . R ., 78 Lipsey, R. G ., 143, 177n, 194, 196, 198, 208, 222n, 289 Littlechild, C . C., 113 Loasby, B. J ., 206n, 209, 215, 216n, 217 Locke, J . , 71 Losee, J ., 20, 23, 29, 30, 90n, 92, 297 Low e, A ., 174n Lukes, S., 69n
McClelland, P. D ., 28n, 130n, 133, 209, 220, 298 McCulloch, J . R ., 79, 102n M acDougall, D ., 237, 282n M acfie, A. L ., 77 MacGrimmon, K . R., 189n Mach, E ., 20, 24, 115n Machlup, F., 67n, 69n, 70, 72n, 81, 104, 117-18, 120-21,, 128-29, 130n, 132, 134-36, 148, 56n, 177n, 200, 206n MacKenzie, L ., 284 MacKenzie, R. B., 277n MacLennan, B., 92 M cRae, R . F ., 89n Magee, B „ 39n, 297 M althus, R „ 26n, 76, 78-9, 82, 85, 88 March, J . G ., 205 M arshall, A., 76, 81, 102, 106, 179, 186, 209, 215, 285 M arx, K ., 56n, 87-8, lO ln, 145, 159, 191 Masterman, M ., 49n Maxwell, N ., 38 Mayer, T ., 242n, 244n, 290-92 M edaw ar, P. B ., 53n, 89n, 92 Meiselman, D ., 245 Melitz, J „ 125, 128, 130n, 135 Meltzer, A. M ., 245 Menger, C., 101, 111, 186 Michael, R . T ., 277n M ili, J ., 79 M ili, J . S , 20, 31, 35, 76, 79-83, 85, 87-97, 99, 101-05, 107, 111-12, 150, 209, 219
Indice de nombres Indice de nombres Miller, W. L ., 102n Mincer, J ., 254, 267 Mises, L. von, 112-13, 115, 129 Mishan, E . J ., 116n, 194, 196 MitcheÚ, E . D ., 62 Mitchell, W. C., 106, 147 M odigliani, F., 245 M orgenstem , O ., 186, 192 Musgrave, A ., 53n, 297 M yrdal, G ., 147, 161
N agel, E ., 28, 35, 41, 68, 69n, 86n, 89n, 90n, 115, 125, 133, 153-55,158, 297 N aqui, K . J ., 232 Naughton, 130n N ell, E . J „ 144-46, 233, 283n Neben, R . R ., 255n Neumann, J . von, 186 Newton, I., 2 3 4 , 26n, 39n, 44, 57, 77, 140, 146 Meyman, J ., 42-3 N g, Y.-K., 159 N ordhaus, W. D ., 222 N ordquist, G . L ., 200
O ’Brien, D . P „ 94, 102n, 123n, 163, 282 Ohlin, B., 235-40 O ’Neill, J , 69n Oppenheim, 21-2 Orr, D ., 129n
Papandreou, A. G ., 141-42 Pareto, U ., 162-64, 168-69, 170- 215 Patinkin, D ., 249n Peacock, A. T ., 170-71 Pearson, E ., 42, 43n Pen, J „ 222 Períman, R., 226 Peterson, S., 209 Phleps Brown, E . H ., 281 Plato, 146 Poincaré, H ., 20, 24 Polanyi, M ., 20, 44n, 60-1, 65n
Pollak, R. A ., 275n Pope, C. L „ 130n, 132 Pope, D „ 130n, 133 Popper, K ., 20, 26n, 29-34, 36-9, 41-8, 52-7, 59-61, 63, 65-6, 69-72, 110, 114, 119, 124, 142-44, 146, 183, 204n, 233, 269-70, 277, 293, 297 Ptolemy, C., 50n
Resnik, S., 287 Ricardo, D , 76, 78-9, 85, 93-7, 99, 102, 105, 223, 235 Rivett, K ., 85n, 130n Rizzo, M. J., 112 Robbins, L ., 106-11, 113, 115, 129, 159, 164, 171-72, 298 Robertson, D . M ., 219 Robinson, J ., 142, 177, 227, 232, 256 Rosen, S., 258 Rosenberg, A., 116n, 130n, 133, 142, 185-86 Rosenbluth, G ., 198 Rothbard, M. N ., 112 Rotwein, E „ 104, 125, 130n, 135 iRowley, C. R ., 170-71 Rudner, R. S., 68-9, 152 Runciman, W. G ., 157 Ryan, A ., 69, 89n, 160, 298
Samuels, W. J ., 159 Samuelson, P . A ., 61n, 113, 119-24, 130-34, 159, 164, 166, 175, 185-86, 190-91, 194, 209, 229-30, 232, 236240' Santomero, A . M ., 257 Sargant Florence, P ., 189n Say, J . B., 102n Schlick, M ., 29, 115n Schmoller, G ., 101, 102n Schoeffer, S., 141 Schultz, H ., 110 Schultz, T. W., 250, 254 Schumpeter, J . A ., 56n, 70, 78, 88, 103n, 208 Schwartz, A., 244 Scriven, M ., 25, 26n
319 Seater, J . J., 257 Secord, R. F., 23 Seliger, M ., 56n, 159 Selden, R. T ., 242n Sen, A. K , 155, 157, 233 Sénior, N. W., 76, 79-82, 98, 101-04, 107-08, 111-12, 124, 150, 162-63 Shackle, G . S. L., 209 Shubik, M., 207 Supak, M ., 292 Sidgwick, H ., 101 Simón, H . A., 205, 210, 292 Skinner, A. S., 77-8 Slutsky, E., 186, 188 Smith, A., 76-8, 81n, 82, 92, 99, 102, 175, 209, 214-15 Smyth, R. L ., 163 Solow, R., 220 Sowell, T ., 78, 87 Spencer, H ., 36 Sraffa, P., 145 Steiner, P. O ., 143n Stem , R. M ., 241 Stewart, I. M. T., 297 Stigler, G . J „ 187, 189, 195, 269, 276n Stolper, W ., 238 Streissler, E ., 292 Suppe, F., 19, 22, 28, 51n
Tarascio, V. J., 164 Theil, M „ 291n Thirwall, A. P., 221 Thompson, M. F., 78 Thünen, J . H . von, 104 Thurow, L. C., 224 Thurstone, L ., 189n Toda, M ., 189n Tom pkins, B., 65n Tooke, T ., 99 Toender, J . R., 64n Torrens, R ., 102n Toulmin, S., 20, 24n, 26n, 28, 51, 60 Trevor-Roper, H . R., 65 Tullock, G ., 277n
320 Urbach, P .,
Indice de nombres 59
Veblen, T ., 106, 147 Velikovsky, E ., 65 Viner, J., 92, 103
Wachter, L . M .( 275n W ald, A., 43n Walker, A ., 257 W alras, L ., 163, 186, 212-13, 215, 219 W alters, A. A ., 220n W ard, B., 144, 147, 157n, 202, 282, 285 W artofsky, M. W ., 297 W atkins, J . W. N ., 51n, 52 Weber, M ., 68, 156-57, 163n W eintraub, E . R ., 217 Welch, F., 262 W est, J . A ., 64n Whately, R ., 87-8 Whewell, W., 92 W hitaker, J . K ., 81
I N D I C E D E M A T E R IA S
W icksteed, P ., 107n W ilber, C. K ., 147 W ildavsky, A ., 173n W ilde, O ., 44 Williams, K ., 39n W illiams, P . L ., 209 W ilüamson, O . E ., 2 0 2 ,2 0 5 Winch, D ., 81 Winch, P ., 68 Winter, S. G ., 130n, 138-39 W iseman, J., 257 W ittgenstein, L ., 29, 67 Wong, S., 133-34, 191n W ootton, B., 141 W orland, S. T ., 287 W o rra llJ 60n W orswick, G . D . N ., 282
Yamey, B. S., 209 Yule, G ., 106
Zarhowitz, V ., 291n Zeuthen, F., 130 Ziman, J ., 61
aducción, 35, 40, 89, 294 altruismo, Econom ía del, 270 análisis de actividades, 231 análisis input-output, 217, 231, 291n apriorismo, m etodología del, 75, 8384, 102, 107, 109, 112-14, 119-20, 129, 147, 240, 294 astrología, 55, 64 axiom atizadón de teorías, 132-33,191
behaviorismo, 68 bien G iffen, 169, 186, 194-97, 233n brujería, 64-5 búsqueda de empleo, 251, 254, 257
Cálculo cualitativo, 108, 120-23, 142, 200, 209, 228, 246, 296 cuantitativo, 120, 122, 246; ver también predicción capital demanda de, 228 característica-F; ver tesis de la irrelevanda de los supuestos 321
características, Teoría de las — de Lancaster, 196-98, 268, 276 causación, análisis de, 23, 90 causas perturbadoras, en la Economía Clásica, 79, 8 3 4 , 96-7, 103, 106 denda concepto de, 20, 30-1, 37-8, 64-6 historia de la, 19, 28, 38, 48, 52-5, 57-8, 63, 92 metodología de la; ver también fi losofía de la, 29, 52-3 normal, 48-9, 50, 52 revolucionaria, 48-51, 59 dentifism o; ver monismo metodológico derre de los sistemas teóricos, 86 cinturón protector, en Lakatos, 56, 58, 159, 251-52, 277 Círculo de Viena, 20, 29, 114, 120 d áusulas ceteris paribus, en Economía, 85-8, 98-9, 105, 115-16, 122, 128, 187 crimen, teoría del, 271 crisis de la moderna Teoría Económi ca, 281-82 Cobb-Douglas, 219, 221 coligadón, método de, 148, 290
■>22 comparaciones interpersonales, de uti lidad, 107, 109, 159, 162 competencia como proceso, 136-39, 208 factible, 209, 215 concepto de — perfecta, 106, 129n, 175, 204, 209, 214-15 competencia monopolística, teoría de la, 135, 201, 205 comportamiento del consumidor, teo ría del, 120, 142, 186, 283 contexto de descubrimiento, 32, 35, 60 de justificación, 32, 59-60, 167-68 convencionalismo, metodología del, 24, 77, 136n, 147, 294 contrastación de los, 130-31 contrastabilidad, ver falsabilidad corroboración, grados de, 43-5, 57, 99, 205, 216n criterio de demarcación, 29, 30-1, 3738, 56, 63, 65n, 142, 294 ■ curva de demanda compensada, 188 interpretación de la, 122 inclinación negativa de la, 186-88, 188n, 190, 194-95, 198 curva de oferta con inclinación positiva, 199 curva de Phillips, 154, 201
deducción, 20-1, 34-5, 75, 89, 91 demanda de escolaridad, 252-53, 256, 262, 265-66 efectos, 109 efecto-renta y efecto-sustitución so bre la, 188-90, 193, 195 elasticidad de, 108, 222 estudios estadísticos sobre la, 189, 192-94, 196, 283 Ley de la, 185-87, 194-95 teoría falsable de la, 166, 169 descriptivismo, metodología del, 131133, 147, 191n, 295 desempleo, tasa natural de, 247 dinámica, 208, 246
Indice de materias distribución, teoría de la, 219, 221, 223-24 doctrina del fondo de salarios, 96 doctrina de Verstehen, 67-9, 108,112, 118-19, 125, 297 Durhem, Tesis de Irrefutabilidad de, 37, 45, 61, 135, 142, 295 Econometría, 110-13, 241, 284-85, 288-92 Economía como ciencia, 79, 110, 179 como un arte, 79 definición de la, 107, 171 — Positiva versus — Normativa, 80, 91, 124, 150-51, 160-63, 165, 171-72, 289 Economía de la Familia, 267-77, 255 Economía del Bienestar; ver también optimalidad de Pareto Economía de la Sanidad, 251, 253, 257, 262 Economía del Desequilibrio, 139,284 Economía Keynesiana, 111, 219, 242, 244-45, 248, 289 Economía N eoclásica, 184, 293 Economía post-keynesiana, 144, 286n, 292 Economía Radical, 144, 287-88, 292 educación y crecimiento económico; ver también Teoría del Capital Hu mano elasticidad de sustitución, 219, 221 elasticidad-renta, 195 empresa, teoría de la, 200-06, 210 equilibrio, concepto de, 121, 147, 210-
211 a largo plazo, 79 estabilidad del, 122-23, 213-14 general versus parcial, 212-13, 245 equilibrio general, teoría del, 212-17, 237-39, 245 Escuela Austríaca, 107n, 209, 287-88 Escuela Cam egie de comportamiento de la empresa, 205-06 Escuela Histórica alemana, 101-03, 108, 140 inglesa, 97, 105
Indice de materias Escuela Histórica Escocesa, 76-7 esencialismo, metodología del, 110, 145-46, 232, 287, 295 establecer el antecedente (modus ponens), 32 v establecer el consecuente, 32 Estadística, H istoria de la, 106 estática comparativa, método de, 138, 205, 230 estratagemas inmunizadoras, en Popper, 36-40, 45, 93, 176, 270, 287, 295 explicación concepto de, 24-5, 36, 133, 183 estadística, 28 funcional, 27-8 histórica, 26-8 modelos de, 20-2, 28, 36 extem alidades, 214, 236, 255
falacia, 53 falacia genética, 61 falacias lógicas, 31-2 falsabilidad, 31, 37-9, 44-5, 114, 116117, 119, 122 falsación, 30-3, 36, 38, 43, 285 falsacionismo, metodología del, 29-31, 48, 54-5, 97n, lOOn, 111, 114, 121, 147, 216, 232, 288, 295 ingenuo, 37, 46, 135, 143, 23 9 ,2 5 9 inocuo, 149, 288 sofisticado, 46, 63, 135, 143; ver también estratagemas inmunizadoras ■ fertilidad, 267, 269n fiduciaria, 42 filosofía de la ciencia, 19-20, 35, 37n, 46-7, 60, 63 Física Cuántica, 41, 44 formación profesional, general y espe cífica, 224,254-59,264-65 función de ingresos, 258 funciones de producción, 218-21,227, 239, 274
Galileo, Ley de caída de los cuerpos de, 36, 86
323 grupos no-competitivos, en Mili y Cair nes, 105 guillotina de Hum e, 145, 150-55,178 gustos, cambios en los, 268-69
hechos cargados de teoría, 33-4, 62, 144 estadísticos, 41 heurística, positiva y negativa, en La katos, 56, 184, 203, 269 hipnosis, concepto de, 24n hipótesis de la maximización de las ventas, 202 hipótesis del mecanismo-espejo (screen ing hypothesis), 259-66 hipotético-deductivo método, 91, 98-9, 102 modelo de explicativo, 20-2, 26, 28, 36, 78-9, 148, 295 H istoria Económica cuantitativa, 220 homo economicus, concepto del, 80-3, 91, 96, 103-05
ideas recibidas sobre las teorías, 1920, 22, 48, 52, 60-2, 296 ideología, teoría de la, 56n, 142, 159160 igualación de los precios de los facto res, teorema de, 134, 236, 239-40 impuesto sobre los beneficios de las empresas, 202 inconmensurabilidad de las teorías, 46, 57, 62, 206 incrementalismo discontinuo, 173 individualismo metodológico, 66, 69-71, 91, 137, 254, 268, 295 ontológico, 70 político, 70 inducción, 20, 30, 34-5, 89, 98, 102103, 295 problema de la, 30, 33-5, 42n, 90, 145 inductivo/a método, 78, 89
324 inferencia demostrativa, 34-4 estadística, 40-3 inductiva, 20 no-demostrativa, 34-5,89 innovación, teoría de la, 222 institucionalistas, 106, 108, 140, 144, 147-48, 189, 288, 292 instrumentalismo, metodología del, 126-27, 133-34, 147, 200, 2 4 2 4 3 , 249, 285, 295 introspección, 68, 83, 103, 109, 111,
121 juicios de valor, 150, 152-61, 170-71 caracterizadores, 153 evaluativos, 153-54 metodológicos, 38-9, 153, 155,162 puros e impuros, 154-55
Ley de Boyle, 41 leyes deterministas, 185-86 en Economía, 185 en la Ciencia, 185 estadísticas, 185-86 universales, 20-1, 25, 27, 30, 141147 leyes de tendencia, 85-8, 94-5, 115, 296 leyes del trigo, .93, 9 5 ,1 0 5 liberalismo, 170-71 libre comercio, 236 lógica de la confirmación, 34 de la evaluación, 54 de la justificación, 39, 46 del descubrimiento, 39, 46; ver también deducción, inducción
Macroeconomía, 71, 112, 123, 217, 242; ver también Economía Key nesiana marxista Economía, 289
Indice de materias ideas — sobre metodología econó mica, 87n, 287 ley — del decrecimiento de la tasa de beneficios, 87-8 matemáticas, H istoria de las, 58 maximización de los rendimientos, hi pótesis de la, 125,136-38,200, 202 matriz disciplinaria, 49 maximización de beneficios, 199-200, 204 mecánica newtoniana; ver gravedad, teoría de la métodos, 77 revolución, 50-1, 77 mecanismo causal, 25, 133, 183 mecanismo de supervivencia darwiniano medición del, 227-28 reversión del, 230-31 mercados a futuros, 284 mercados internos de trabajo, 257, 261, 265 metafísica, en la Ciencia, 56 methodenstreit, 103n m etodológico/a dualismo, 67, 112, 119 monismo, 66-9, 70n, 72, 91, 108, 111, 119, 124, 157, 295 nominalismo, 146 metodológicas, reglas; ver también juicios de valor metodológicos, 3940, 48, 54 método abstracto-deductivo, 89, 91-2,
102 en la economía clásica; ver también método hipotético-deductivo metodología agresiva, 54, 191, 294 como disciplina, 48, 54, 293 defensiva, 54, 76, 100, 134, 294 económica, 76, 293 normativa versus positiva, 48, 52, 54, 60 migración, 251, 254, 257, 262 Mili, cuatro m étodos de, 90-1 M P C I (metodología de los programas científicos de investigación), en La katos, 57-9, 203, 207, 251, 296
Indice de materia? M P P (mejora paretiana potencial), 164-65, 167-70, 296 modelo de explicación de la ley de cobertura; ver modelo hipotético-de ductivo modelo IS-LM , 245-46 modelos esquemáticos, metodología de los, 147, 287, 296 monetarismo, 242-49,289 monogamia, 273 motivos no-pecuniarios, en las eleccio nes ocupacionales, 82, 99
negación del consecuente (modus tollens), 32 núcleo, en L akatos, 56, 58, 115, 158, 184, 203, 206, 239, 243, 251-53, 268, 277, 287, 95 núcleo, teoría del, 271
Occam, cuchilla de, 39 oligopolio, 205, 207-09, 214 operacionalismo, metodología del, 29, . 111, 119-21,147, 191n, 239, 296 optim alidad de Pareto, 162, 164-70, 175, 215
paradigmas, en K uhn, 48-52, 58, 62, 214 paradoja de G iffen, 187 paradoja de Leontief, 237-38 parapsicología, 56 participaciones relativas, 221-24 P C I (programas científicos de investi gación), en Lakatos, 55, 62, 296 degenerados, 55, 57, 59, 205, 242, 251, 288 incipientes, 59, 198, 206, 269, 277 progresivos, 55, 57-9, 198, 239, 251, 276-77, 288, 296 planificadores versus partidarios del li bre mercado, 176-79 pleno empleo, 213
325 pragm atistas, 20 praxeología, 112 praxis, metodología de la, 65 predicción, 21-2, 24, 27, 36, 41, 4344, 96, 106, 109, 112, 124, 130, 143144, 147, 204-05, 213, 241, 249, 288 previsiones económicas, 23, 290-92 previsión perfecta, supuesto de la, 145-46, 203 positivism o lógico, 19, 29-30, 144 preferencia revelada, teoría de la, 186, 190-92 principio de correspondencia de Sa muelson, 120-21, 123 proposiciones analíticas, 29, 115-16, 294 operativas, 121-22 sintéticas, 29, 31, 115-16, 144, 296; ver también proposiciones auxiliares proposiciones analíticas, ver proposi ciones proposiciones auxiliares, 36, 55-6, 86, 127, 133, 142, 203, 243 proposiciones sintéticas, ver proposi ciones psicologismo, 70 publicidad, 197, 201, 276n
racionalidad, principio de; ver tam bién homo economicus, 71, 105, 117, 210, 292 realismo de los, 123-28, 139-40 relatar, contar historias (storytelling), 147-48, 296 rendimientos a escala constantes, 239, 274 crecientes, 214, 226 decrecientes, 275n rendimientos decrecientes, 79, 96,273 ley de los, 104, 107-08, 185 renta permanente, hipótesis de la, 244 retom o de las técnicas, fenómeno del, 228-33 revolución copernicana, 50-1 revolución darwiniana, 51 revolución Einstein-Planck, 50-1
Alianza Universidad 326 satisfacer, 199 segmentación de los mercados de tra bajo, 259, 264 selección natural, en Darwin, 25-6, 29, 43n silogismo, hipotético, 21, 31-2 simplicidad, concepto de, 4 4 ,1 2 5 ,1 3 4 135 situación-problema, en Popper, 183 sociología del conocimiento, 33 de la ciencia, 52 supuestos en Economía, 105, 110, 122, 123, 126-28
titonnement, 213 tautología, 115-16 telepatía, 62 teorema de la mano invisible, 168-69, 175, 177n, 215, 295 teoremas de existencia en, 213, 286 Teoría Cuántica del dinero, 244,248 teoría darwiniana de la evolución, 2527, 29, 175 teoría de la gravedad, 23-4, 29, 44, 57, 72, 77-8, 86, 140 teoría del crecimiento, 282-83, 286 teoría de las curvas de indiferencia, 189-90 teoría de la productividad marginal, 136, 219-28, 239, 284 teoría de la relatividad, 44, 57, 175 teoría malthusiana de la población, 7879, 82, 88, 100 teoría ricardiana de la renta, 100
Indice de materias teorías, concepto de, 20, 28-9, 44, 55n, 142 teorías del ciclo productivo en el co mercio internacional, 237, 240-41 termodinámica, 86 Tesis de Alchian, 125, 136-39, 208, 294 teoría de los estadísticos de NeymennPearson, 40-2, 152, 296 Teoría del Capital Hum ano, 250-59, 267 tesis de simetría, 22, 36, 94, 133, 296 T H O (Teorema Heckscher-Ohlin), 235241, 284 tesis de la irrelevancia de los supues tos, en Friedm an, 123-34, 138,140, 295 tipos ideales, en Weber, 68 totalismo, metodológico, 69, 71
V olúm en es publicados 273
Karl Jaspers: Origen y meta de la
historia 274
Manuel García-Pelayo: Los mitos
políticos 275 276
277 278 279 280
Nicolás Ramiro Rico: El animal ladino y otros estudios políticos Leszek Kolakowski: Las principa les corrientes del marxismo. 1. Los fundadores Benjamín Ward: ¿Qué le ocurre a la teoría económica? ■ Francisco J. Ayala: Origen y evo lución del hombre Bernhard Rensch: Homo sapiens. De animal a semidiós J. Hintikka, A. Macintyre, P. Winch y otros: Ensayos sobre explicación
y comprensión 281 Antología de la literatura española de mediados del siglo XVII a me diados del XVIII. Selección y no tas de Germán Bleiberg
ultraempirismo, metodología del, 129, 296
117,
verificabilidad, 31, 296 como principio de significación, 29 verificación, 30, 32, 75, 101, 111-12, 130, 134, 285 verificacionismo, metodología del, 75, 85, 94-5, 97n, 275 verosimilitud, grados de; ver también corroboración, 29, 45 voluntarismo, metodología del, 287
T. W. Moore: Introducción a la teoría de la educación 283 E. H. Carr, R. W. Davies: Histo ria de la Rusia Soviética. Bases de una economía planificada (1926282
1929). Volumen I, 1.* parte 284
E. H. Carr, R. W. Davies: Histo ria de la Rusia Soviética. Bases de una economía planificada (1926-
285
Alberto Recarte: Cuba: economía y poder (1959-1980)
286
Kurt Gódel: Obras completas
1929). Volumen I, 2.1 parte
287. y . A. Hobson: Estudio del imperia
lism o
288
W ertfreiheit,
156-62 289 290
291 292 293 294
Francisco Rodríguez Adrados: El . mundo de la lírica griega antigua H1. J. Eysenck: La desigualdad del hombre Santiago Ramón y Cajal: Recuer dos de mi vida: Historia de mi labor científica Mark Nathan Cohén: La crisis ali mentaria de la prehistoria Wolfgang Stegmüller: La concep ción estructuralísta de las teorías Norman Cohn: En pos del Milenio Imre Lakatos: Matemáticas, cien cia y epistemología
295 P. D. King: Derecho y sociedad en el reino visigodo 296 Gerd Brand: Los textos fundamen tales de Ludwig Wittgenstein 297 Preston Cloud: El cosmos, la Tierra y el hombre 298 Emilio Lamo de Espinosa: La teoría de la cosificación: de Marx a la Escuela de Francfort 299 Elliot Aronson: El animal social, in troducción a la psicología social 300 José Ferrater Mora y Priscilla Cohn: Etica aplicada. Del aborto a la violencia 301 María Cruz Mina Apat: Fueros y revolución liberal en Navarra 302 Cario M. Cipolla: Historia econó mica de la Europa preindustrial 303 Jesús Mosterín: La ortografía fonémica del español 304 J. Blondel, M. Duverger, S. E. F¡ner, S. M. Lipset y otros: El Go bierno: estudios comparados 305 Curt Paul Janz: Friedrich Nietzsche. 1. Infancia y juventud 306 Jonathan Bennett: La «Crítica de la razón pura» de Kant. 2. La dialéc tica 307 G ilbelrt Harman. Jerrold J. Katz, W. V. Quine y otros: Sobre Noam Chomsky: Ensayos críticos 308 Henri Frankfort: Reyes y Dioses 309 Hannah Arendt: Los orígenes del totalitarismo. 1. Antisemitismo 310 William Berkson: Las teorías de los campos de fuerza. Desde Faraday hasta Einstein 311, y 312 Franco Venturi: El populis mo ruso 313 Ramón Tamames: El mercado co mún europeo 314 Leszek Kolakowski: Las principales corrientes del marxismo. II. La edad de oro 315 Gerald Holton: Ensayos sobre el pensamiento científico en la épo ca de Einstein 316 Atlas de música 317 Víctor Sánchez de Zavala: Funcio nalismo estructural y generativismo 318 Jean Piaget: Estudios sobre lógica y psicología
319 A. J. Ayer: Parte de mi vida 320 Cristóbal Colón: Textos y docu mentos completos 321 Lloyd de Mause: Historia de la Infancia 322 Sir Macfarlane Burnet y David O. White: Historia natural de la enfermedad infecciosa 323 Stuart Hampshire: Spinoza 324 Marvin Harris: El materialismo cultural 325 Ferrán Valls i Taberner, Ferrán Soldevila: Historia de Cataluña 326 Talcott Parsons: El sistema social 327 Kathleen Newland: La mujer en el mundo moderno 328 Anthony Kenny: Wittgenstein 329 José Lorite Mena: El animal para dójico 330 Joseph D. Novak: Teoría y prácti ca de la educación 331, 332 Edmund Husserl: investigacio nes lógicas 333 Jean Piaget y otros: Investigacio nes sobre las correspondencias 334 Antonio Gómez Mendoza: Ferroca rriles y cambio económico en Es paña ( 1855-1913 ) 335 Hannah Arendt: Los orígenes del totalitarismo. 3. Totalitarismo 336 Svend Dahl: Historia del libro 337 Harald Fritzsch: Los quarks, la ma teria prima de nuestro Universo 338 Ramón Tamames: Estructura eco nómica internacional 339 Frederick J. Newmeyer: El primer cuarto de siglo de la gramática generativo-transformatoria ( 1955-1980) 340 Pedro Laín Entralgo: La medicina hipocrática 341 Richard Sennett: Autoridad 342 Julián Zugasti: El bandolerismo 343 Curt Paul Janz: Frledrich Nietzsche, 2 344 Francisco Tomás y Valiente: Go bierno e Instituciones en la España del Antiguo Régimen 345 John Tyler Bonner: La evolución de la cultura en los animales 348 Roberto Centeno: El petróleo y la crisis mundial
347 348 349
350 351 352 353 354 355 356 357
Javier Arce: El último siglo de la España romana ( 284 -409 ) Guillermo Araya: El pensamiento
de Américo Castro Imre Lakatos: La metodología de los programas de investigación científica Howard F. Taylor: El juego del C.l. Bernard d'Espagnat: En busca de lo real Pedro Laín Entralgo: Teoría y rea lidad del otro K. S. Schrader-Frechette: Energía nuclear y bienestar público Alvin W. Gouldner: Los dos mar xismos José Luis Martínez: Pasajeros de indias Julián Marías: Antropología meta física Policía y sociedad democrática. Compilado por José María Rico
Luis Diez del Corral: El pensa miento político europeo y la mo narquía de España 359 Crisis en Europa 1560-1660 . Com 358
pilación de Trevor Aston
i. Bernard Cohén: La revolución newtoniana y las transformacio nes de las ideas científicas 361 Leszek Kolakowski: Las principales corrientes del marxismo, III 362 José Manuel Sánchez Ron: El ori gen y desarrollo de la relatividad 360
363
Gustav Henningsen: El abogado de
las brujas. Brujería vasca e Inqui sición española 364
Margaret S. Mahler, Otto F. Kernberg y otros: Diez años de psico
análisis en los Estados Unidos ( 1973- 1982 ).
Compilación
de
Ha-
rold P. Blum 365 366 367 368
369
E. H. Carr: Las bases de una eco nomía planificada 1926-1929 Agustín Albarracín Teulón: La teo ría celular Robin J. Wilson: Introducción a la teoría de grafos I. Prigogine e I. Stengers: La nue va alianza (Metamorfosis de la ciencia) Teodor Shanln: La clase incómoda
370
Pedro Laín Entralgo: La relación
371
Enrique Ballestero: Teoría econó mica de las cooperativas Michael Ruse: La revolución darwinista Julián Marías: Ortega. 1. Circuns tancia y vocación Julián Marías: Ortega. 2. Las tra yectorias Paro e Inflación. Perspectivas ins titucionales y estructurales. Com
372 373 374 375 376
médico-enfermo
pilación de Michael J. Piore Carlos Pereyra: El sujeto de la His
toria 377 Howard Newby y Eduardo SevillaGuzmán: Introducción a la sociolo gía rural 378 Manuel Ballbé: Orden público y mi litarismo en la España constitucio nal ( 1812-1983 ) 379 Anthony A. Long: La filosofía he lenística 380 Dennis C. Mueller: Elección pú blica 381 M.* Carmen Iglesias: El pensa miento de Montesquieu 382 Rita Vuyk: Panorámica y critica de la epistemología de Piaget, 1 ( 1965-1980 )
383 Juan Marichal: Teoría e historia del ensayismo hispánico 384 G. W. F. Hegel: Lecciones sobre filosofía de la religión. 1. Intro- ducción y concepto de la religión 385 B. J. McCormick: Los salarios 386 Enrique Anderson Imbert: La crí tica literaria: sus métodos y pro blemas 387 Del cálculo a la teoría de con juntos, 1630-1910 . Una introducción histórica. Compilación de I. Gattan-Guinness
388 Earl J. Hamilton: El florecimiento del capitalismo 389 Harían Lañe: El niño salvaje de Aveyron 390 Howard E. Gruber: Darwin sobre el hombre 391 Gwyn Harries-Jenkins S Charles C. Moskos Jnr.: Las fuerzas ar madas y la sociedad 392 Pedro Laín Entralgo: La espera y la esperanza 393 Carlos Moya: Señas de Leviatán
394 Jesús Mosterín: Conceptos y teo rías en la ciencia 395 Arno J. Mayer: La persistencia del Antiguo Régimen 396 E. Roy Weintraub: Microfundamentos 397 Antonio Tovar: Vida de Sócrates 398 Cartas de particulares a Colón y relaciones coetáneas. Recopilación 399
y edición de Juan Gil Fernández y Consuelo Varela Jeremy Cherfas: Introducción a la
ingeniería genética 400 Adam Ferguson: Cuando muere el dinero 401 E. H. Carr: Historia de la Rusia soviética. Bases de una economía planificada 1926-1929. Volumen III, parte I 402 E. H. Carr: Historia de la Rusia soviética. Bases de una economía planificada 1926-1929. Volumen III, parte II
403 E. H. Carr: Historia de la Rusia soviética. Bases de una economía planificada 1926-1929. Volumen III, parte III
404 Paul Veyne: Cómo se escribe la historia 405 Paul Forman: Cultura en Weimar, causalidad y teoría cuántica 19181927 406 Daniel Bell: Las ciencias sociales desde la Segunda Guerra Mundial 407 La nueva historia económica. Lec turas seleccionadas. Compilación de P. Temin
408 Robert K. Merton: Ciencia, tecno logía y sociedad en la Inglaterra del siglo XVII 409 Marc Ferro: La Gran Guerra (19141918) 410 Carlos Castilla del Pino: Teoría de la alucinación 411 Douglas C. North: Estructura y cambio en la historia económica 412 José Ferrater Mora: Fundamentos de filosofía 413 Javier Tusell: Franco y los cató licos 414 Curt Paul Janz: Friedrich Nietzsche. 3. Los diez años del filósofo errante 415 Antonio Domínguez Ortiz y Ber nard Vincent: Historia de los mo riscos
416
Luis Angel Rojo: Keynes: su tiem
po y el nuestro 417
Jean-Paul Sartre: El ser y la nada
418
Juan Pablo Fusi: El País Vasco.
419
Antonio Rodríguez Huáscar: Pers
Pluralismo y nacionalidad
pectiva y verdad
420
José María López Plñero: Oríge
nes históricos del concepto de neurosis
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Hermann Heller: Escritos políticos
422
Camilo J. Cela Conde: De genes, dioses y tiranos. La determinación biológica de la moral