Matemos todos todos a Constance Sobrecubierta None Tags: General Interest
Matemos todos a Constance Ray Bradbury
Dedico este libro ,con cariño,a cariñ o,a mi hija AIEXANDRA,sin cuya cu ya ayud a yudaa quizá q uizá no habría hab ría llega do nunca nun ca el e l Tercer Milenio.
ERA UNA UNA NOCH NOCHE E oscura y torment tor mentosa. osa. ¿Es ésa una manera de atrapar al lector? Bueno, Bueno, era entonces una noche tormentosa con una lluvia oscura que calaba cal aba hasta los huesos en Venice, Californi California, a, y los relámpagos hacían añicos el cielo. Llovía desde la puesta del sol y todo indicaba que llovería hasta el amanecer. Ninguna criatura se movía bajo baj o ese diluvio. Las persianas de las casas estaban bajas, tapando luces trémulas donde las aves noctámbulas velaban noticias malas o peores. Lo único que se movía bajo aquella catarata, hasta diez kilómetros al sur y diez kilómetros al norte, era la Muerte. Muert e. Y alguien que corría a toda prisa escapando de la Muerte. Para aporrear la delgada puerta de mi bungalow frente al océano. Sobresaltándome, encorvado sobre la máquina de escribir, cavando tumbas, mi remedio para el insomnio. Estaba atrapado en una sepultura cuando, en plena tormenta, sentí los golpes en la puerta. La abrí de repente y encontré… a Constance Ratti Rattigan. gan. O, como la conocía todo el mundo, m undo, La Rattigan. Rattigan. Una serie de relámpagos destellaron destellar on y crujieron en el cielo ciel o y fotografiaron, blanco, negro, blanco, negro, una docena de veces, a Rattigan. Ratti gan. Cuarenta años de triunfos y desastres metidos met idos en un moreno cuerpo de foca. Piel bronceada, un metro cincuenta ci ncuenta y cinco, ahí viene, ahí va, nadando a lo lejos lej os al atardecer, volviendo entre las l as olas, decían, al amanecer, para quedar varada en la playa a toda hora, ladrando con las bestias marinas media milla mar adentro o descansando en su piscina junto al océano, un martini en cada mano, completamente completament e desnuda al sol. O bajando de repente repente a la sala sal a de proyección del sótano para verse a sí misma corriendo, intemporal, por el pálido cielo raso, con Eric von Stroheim, Jack Gilbert o los fantasmas de Rod La Rocque, Rocque, y dejando después la risa muda m uda en las paredes del sótano, volviendo a desaparecer entre las olas, una presa rápida que ni el Tiempo ni la Muerte podían atrapar. Constance. La Rattigan. –Dios mío, mí o, ¿qué haces aquí? – gritó, grit ó, con lluvia ll uvia o lágrim l ágrimas as en el rostro rost ro aturdi at urdido do y bronceado. broncead o. –Dios mío mí o -dije-. -dij e-. ¿Qué haces hace s tú? –¡Contesta –¡Contest a a mi pregunta! pregunt a! –Maggie está en el este, este , en un congreso congr eso de maest m aestros. ros. Trato Tra to de term t erminar inar mi nueva novela. novel a. Nuestra Nuestr a casa, tierra adentro, está desierta. Mi viejo casero me dijo que el piso de la playa estaba vacío, que viniera a escribir escri bir y a nadar. Y aquí estoy. Dios mío, Constance, Constance, entra. ¡Te vas a ahogar! –Ya me he ahogado. ahogad o. ¡Déjame ¡Déjam e pasar! pasar ! Pero Constance Constance no se movió. Durante un largo rato se quedó temblando a la luz de las enormes cortinas de relámpagos rel ámpagos y el posterior rugido r ugido de los truenos. Por un momento pensé que veía a la mujer que conocía desde hacía años, exuberante, exuberante, saliendo a brincos y saltos salt os del mar, cuya imagen im agen había presenciado en el cielo raso y las l as paredes de la sala de proyección de su sótano, atravesando a nado la vida de Von Stroheim Stroheim y otros ot ros mudos fantasmas. Después Después eso cambió. Se quedó allí all í en la puerta, empequeñecida por la luz l uz y el sonido. Se encogió hasta ser una niña, apretando un bolso negro contra el pecho, protegiéndose del frío, cerrando los ojos ante algún desconocido terror. Me costaba creer que Rattigan, la est rella de cine ci ne eterna, hubiera ido a visitarme en medio de los truenos. –Entra, entra e ntra -repetí -repe tí.. –¡Déjame –¡Déjam e pasar! pasar ! – insis i nsistió tió con un susurro. susur ro. Se me echó encima y me hostigó la l a lengua con un salobre beso de aspiradora.
Cuando estaba atravesando la habitación se le ocurrió volver y rozarme la mejilla con los labios. –Caray, qué buen sabor s abor -dijo-d ijo-.. Pero, un momento, mome nto, ¡esto ¡ estoyy asustada! asust ada! Se acurrucó empapándome empapándome el sofá. Busqué una toalla enorme, le quité el vestido vesti do y la envolví. –¿Haces esto est o a todas toda s tus mujeres? muj eres? – dijo dij o mientr mi entras as le l e castañetea cast añeteaban ban los dientes. dient es. –Sólo en las l as noches oscuras y torment tor mentosas. osas. –No se lo contaré cont aré a Maggie. Maggie . –Por Dios, quédate quéda te quieta, qui eta, Rattigan. Ratti gan. –Eso es lo l o que toda la vida vi da me han dicho los hombres. hom bres. Después te clavan clava n una estaca est aca en el corazón. –¿Los dientes dient es te castañetean casta ñetean porque estás es tás medio m edio ahogada ahog ada o porque estás está s asustada? asust ada? –Veamos. – Agotada, Agota da, se hundió hundi ó en el sofá-. sofá- . Corrí todo el camino cami no desde mi m i casa. cas a. ¡Creía ¡Creí a que no estabas aquí, hace años que te fuiste, pero, ay, qué bueno es encontrarte! ¡Sálvame! –¿De qué, por el amor de Dios? –De la Muerte. Muer te. –De eso nadie se salva, sal va, Constance. Constanc e. –¡No lo digas! di gas! No vine vi ne a morir. mor ir. ¡Estoy aquí, a quí, Dios mío, mí o, decidida deci dida a vivir vi vir para siempr si empre! e! –Eso, Constance, Constance , sólo es una plegari pl egaria, a, no la l a realidad. real idad. –Tú vas a vivir vi vir para p ara siempr si empre. e. ¡Tus libr l ibros! os! –Cuarenta años, tal t al vez. –Cuarenta años no son poca poc a cosa. A mí m í me m e vendrían vendrí an muy bien. bi en. –A ti te t e vendría vendrí a bien un trago. tra go. Quédate ahí. ahí . Saqué media botella botell a de Cold Duck. –¡Por Dios! Dios ! ¿Qué es eso? es o? –Detesto –Detest o el whisky whis ky y ésta ést a es una bebida barata ba rata,, para escri e scritore tores. s. Toma. –Es cicuta. cicut a. – Constance Constanc e bebió e hizo una mueca-. mueca- . ¡Rápido! ¡Otra cosa! c osa! En nuestro cuarto de baño para enanos encontré una petaca de vodka, guardada para las noches en las que quedaba muy lejos el amanecer. Constance me la sacó s acó de las manos. –¡Ven con mamá! mam á! Se tomó un trago. –Despacio, Constance. Const ance. –Tú no tienes tie nes mis m is calam ca lambres bres de muerte. muer te. Terminó otros tres tragos y me dio la petaca con los ojos cerrados. –Dios es bueno. bueno . Se recostó en las almohadas. –¿Quieres saber algo de esa cosa maldit mal ditaa que me m e perseguía perse guía por la oril or illa? la? –Un momento. moment o. – Llevé la l a botella botel la de Cold Duck a los labios labi os y bebí-. bebí -. Cuenta. Cuenta . –Bueno -dijo -dij o Constance-. Constance- . La Muerte. Muert e. EMPEZABA A DESEAR que hubiera algo en aquella petaca de vodka vacía. Temblando, encendí la pequeña estufa de gas del vestíbulo, registré regis tré la cocina, coci na, encontré una botella de Ripple. –¡Caramba! –¡Caram ba! – exclam exc lamóó Rattigan-. Ratti gan-. ¡Eso ¡ Eso es tónico t ónico para par a el cabello! cabell o! – Tomó un trago tra go y se estre es tremeci meció-. ó-. ¿Dónde ¿Dónde estaba? est aba? –Corriendo –Corrie ndo a toda prisa. pris a. –Sí, pero per o aquello aquell o de lo que estaba escapando venía ve nía conmigo. conm igo. El viento golpeó la puerta. Le apreté la mano m ano hasta que cesaron los golpes. Entonces levantó el bolso grande y negro y
temblando me entregó un librito. –Toma. Leí: Guía Telefónica de Los Ángeles, 1900. –Dios mío mí o -susurré. -susur ré. –¿Quieres que te diga por qué traje tr aje esto? e sto? – preguntó. pregunt ó. Pasé de la letraAala G y ala H, seguí por la M y la N yla O,hasta el final. Los nombres, los nombres de un año perdido, los nombres, ay, sí, los nombres. –A ver si te das cuenta -dijo - dijo Constance. Empecé por el principio. princi pio. A de Alexander, Alexander, Albert y William Wil liam.. B de Burroughs. Burroughs. C de… –Demonios -susurré-. -susur ré-. 1900. Estamos Estam os en 1960. – Miré M iré a Constance, Constance , pálida páli da debajo debaj o de aquel eterno eter no bronceado de verano-. Estas personas. Sólo unas cuantas están todavía vivas. vi vas. – Miré los nombres-. De nada sirve llamar a la mayoría de estos números. Este es… –¿Qué? –Un Libro de los l os Muertos. Muer tos. –Tienes razón. r azón. –Un Libro de los l os Muertos Muer tos -dije - dije-. -. Egipcio. Egipc io. Recién Reci én sacado de la tumba. t umba. –Recién sacado. sa cado. Constance esperó. –¿Esto te t e lo envió envi ó alguien? algui en? – preguntépre gunté-.. ¿Había una nota? –No tiene por qué haber una nota, ¿verdad? Pasé más páginas. –No. Como casi todas las personas pe rsonas que aparecen aparec en aquí ya no están, est án, signifi si gnifica… ca… –Que pronto enmudeceré. enm udeceré. –¿Serás el e l últi úl timo mo nombre nom bre en estas es tas páginas pá ginas de los muertos? muer tos? –Sí -dijo -di jo Constance. Const ance. Fui a poner más fuerte la calefacción y sentí un escalofrío. –Qué cosa horribl horr ible. e. –Horrible. –Horribl e. –Las guías telefóni tel efónicas cas -murm - murmuré-. uré-. Maggie dice que qu e les grito, grit o, pero eso e so depende de las guías telefónicas, y del momento. –Todo depende. Ahora… Sacó del bolso un segundo librito librit o negro. –Abre esto. esto . Lo abrí y leí: «Constance Rattigan», y su dirección de la playa, y pasé las pri meras páginas. Todas estaban ocupadas por apellidos con la letra A. –Abrams, Alexander, Ale xander, Alsop, Als op, Allen. Continue. –Baldwin, Bradley, Bradl ey, Benson, Burton, Burt on, Buss… Y sentí que un frío me agarrotaba los l os dedos. –¿Todos éstos ést os son amigos am igos tuyos? t uyos? Conozco los l os nombres. nombr es. –¿Y…? –No todos, pero per o sí la l a mayoría, mayor ía, enterra ent errados dos en Forest Fores t Lawn. Desenterrados Desenter rados esta e sta noche. El regist r egistro ro de un cementerio -le respondí. –Y peor que el de 1900. –¿Por qué?
–Lo regalé hace años. A los Hollywood Holl ywood Helpers. No tuve valor para borrar bor rar los nombres. nom bres. Se acumulaban los muertos. muert os. Quedaban Quedaban unos pocos pocos vivos. Pero regalé el librito. li brito. Ahora vuelve a ser mío. Lo encontré esta noche, cuando volví de nadar. –Dios mío, mí o, ¿nadas con c on este est e tiempo? ti empo? –Llueva o truene. t ruene. Y esta est a noche, al volver, volver , encontré encontr é esto est o en el patio, pati o, como una lápida. lápi da. –¿Sin una nota? not a? –Al no decir nada, dice di ce todo. –Caramba. Agarré con una una mano la vieja guía y con la otra el pequeño libro de direcciones direcci ones y números de Rattigan. –Casi dos Libros Li bros de los l os Muertos Muer tos -dij - dije. e. –Sí, casi cas i -dijo -di jo Constance-. Const ance-. Mira Mir a aquí y aquí y tambi t ambién én aquí. Me mostró tres t res nombres en tres páginas, cada uno rodeado rodeado por un círculo de tinta roja r oja y con una cruz al lado. –¿Esos nombres? nom bres? – inquiríinqui rí-.. ¿Tienen algo a lgo de especi e special? al? –Sí, tienen t ienen algo a lgo de especial es pecial.. No están muert m uertos. os. Al menos m enos eso creo. Pero Per o los han ha n señalado, señal ado, ¿verdad? ¿ver dad? Con una cruz. ¿Qué significa eso? –¿Que están marcados m arcados para morir m orir?? ¿Que son los l os próximos? próxi mos? –Sí, no, no lo l o sé, sólo sól o que me da miedo. mi edo. Mira. Mi ra. Su nombre, allí delante, tenía un círculo de tinta roja además de la cruz. –¿El Libro Libr o de los Muertos Muert os y además adem ás una list l istaa de los que podrán morir m orir pronto? –¿Qué sensación sensaci ón te da tener eso en la l a mano? –Una sensación sensaci ón de frío fr ío -dije-di je-.. De mucho frío. f río. La lluvia golpeaba el techo. –¿Quién podría podrí a hacerte hacer te algo al go así, Constance? Dame nombres. nom bres. –Hay diez mil m il que podrían podrí an hacerlo. hacer lo. – Constance Const ance hizo hi zo una pausa para calcul ca lcular-. ar-. ¿Me creerí cr eerías as si digo novecientos? Docena más, docena menos. –Dios, son demasia dem asiados dos sospechosos. sospe chosos. –¿Repartidos –¿Reparti dos a lo l o largo lar go de treint tr eintaa años? No son tantos. t antos. –¡No son tantos! tant os! – exclam e xclamé. é. –Hacían cola col a en la l a playa. playa . –¡No tenías tení as que invit i nvitarl arlos os a entrar! ent rar! –¿¡Cuando todos gritaban grit aban Rattigan!? Ratt igan!? –No tenías la obligaci obl igación ón de escuchar. escuc har. –¿Qué es esto, est o, un renacim renac imient ientoo bautista? bauti sta? –Lo siento. sient o. –Bueno. – Constance tomó el últi úl timo mo trago t rago de la l a botella botel la e hizo hi zo una mueca-. m ueca-. ¿Me ¿ Me ayudarás ayudar ás a encontrar a ese cabrón o a esos dos cabrones si los Libros de los Muert os fueron enviados por tipos raros distintos? –Constance, no soy detecti det ective. ve. –¿Cómo es que te recuerdo r ecuerdo medio medi o ahogado en el canal con c on Shrank, aquel aque l psicópata? psi cópata? –Bueno… –¿Cómo es que te vi en Notre Dame, Dam e, en los l os Fenix Studios, St udios, con c on el Jorobado? J orobado? Por favor, ayuda a mamá. –Deja que lo l o consulte consul te con la l a almohada. alm ohada.
–Ni se te t e ocurra ocurr a dormir dorm ir esta e sta noche. Abraza estos e stos viejos viej os huesos. huesos . ¡Ahora…! Constance se levantó con los dos Libros de los Muertos y atravesó la habitaci ón para abrir la puerta que llevaba a la lluvia l luvia negra y al oleaje que devoraba la orilla y apuntó con los libros. libr os. –¡Espera! –¡Espera ! – gritégri té-.. ¡Si quieres quier es que te t e ayude, los l os necesit neces itaré! aré! –Bravo. – Constance Constan ce cerró cerr ó la puerta pue rta-. -. ¿Cama y abrazos? abrazos ? Pero nada de educación educaci ón física. fí sica. –No entraba en e n mis mi s planes, plane s, Constance Consta nce -aclaré. -acl aré. A LAS TRES MENOS CUARTO, en medio de la tormenta oscura, un rayo tremendo se incrustó en la tierra detrás de mi bungalow. Estallaron truenos. Los ratones murieron en las paredes. Rattigan se sentó de golpe en la cama. –¡Sálvame! –¡Sálva me! – gritó. gri tó. –Constance. – Miré Mir é a través tr avés de la l a oscuridadoscur idad-.. ¿Hablas sola, s ola, con Dios o conmigo? conm igo? –¡Con quien me m e escuche! escuche ! –Te escuchamos escucham os todos. todos . Me abrazó. El teléfono sonó a las tres de la mañana, la hora a la que mueren todas las almas si necesitan morir. Levanté el auricular. –¿Quién está est á en la cama conti c ontigo? go? – preguntó pregunt ó Maggie Maggi e desde algún a lgún país paí s sin si n lluvias ll uvias y sin tormentas. torm entas. Escudriñé el rostro rostr o bronceado de Constance, Constance, con el cráneo blanco perdido debajo de aquella aquell a carne de verano. –Nadie -dije. -di je. Y casi era verdad. A LAS SEIS DE LA MAÑANA el alba estaba allí en algún sitio, pero no se la veía a causa de la lluvia. Los relámpagos seguían destellando y sacaban fotos a la marea que se estrellaba contra la orilla. Un rayo increíblemente fuerte cayó en la calle, cal le, y supe que si alargaba el brazo descubriría descubrirí a que el otro lado de la cama estaba vacío. –¡Constance! –¡Constanc e! La puerta estaba tan abierta como la salida de un escenario, con la lluvia que tamborileaba en la alfombra y las l as dos guías telefónicas, la l a grande y la pequeña, habían habían caído al suelo y tendría tendrí a que buscarlas. –Constance -dij - dijee consternado, const ernado, antes a ntes de echar una mirada mi rada alrededor al rededor.. Al menos se puso el vestido, vest ido, pensé. Llamé por teléfono a su número. Silencio. Me puse el impermeable y caminé penosamente por la costa, cegado por la lluvia, y me detuve delante de su casa con aspecto de fortaleza árabe, que estaba intensamente int ensamente iluminada il uminada por dentro y por fuera. Pero no se movía ninguna sombra en ninguna parte. –¡Constance! –¡Constanc e! – grit gr ité. é. Las luces siguieron allí, y con ellas el silencio. Una ola monstruosa embistió la orilla. Fui hacia las olas buscando las huellas de Constance. No había ninguna. Gracias a Dios, pensé. Pero Pero las habría borrado la lluvia. l luvia.
–¡Me alegro al egro por ti! – grité. gri té. Y me marché. MÁS TAR TARDE DE iba por por el camino cami no polvoriento, entre los árboles selváticos s elváticos y las matas de azaleas silvestres, silvest res, llevando dos paquetes de seis. Golpeé en la puerta de Crumley, adornada con tallas africanas, y esperé. Golpeé de nuevo. nuevo. Silencio. Dejé uno de los paquetes delante delant e de la puerta puert a y retrocedí. Después Después de respirar ocho o nueve veces, la puerta se abrió lo l o suficiente como para permitir perm itir que una mano manchada de nicotina agarrara la cerveza y la metiera m etiera dentro. dentr o. La puerta se cerró. –¡Crumley! –¡Cruml ey! – grit gr ité. é. Corrí hasta la puerta. –Vete -dijo -di jo una voz desde dentro. dent ro. –Crumley, –Cruml ey, es el Loco. ¡Déjame ¡Déjam e entrar! entr ar! –Ni pensarlo pensar lo -dijo -di jo la l a voz de Crumley, Crum ley, ahora a hora líqui l íquida da porque ya había abiert abi ertoo la prim pr imera era cerveza-. cer veza-. Llamó tu mujer. –Maldita –Maldi ta sea se a -dije -di je en voz baja. baja . Crumley tragó saliva. –Dijo que cada ca da vez que se s e va de la l a ciudad ciuda d tú te t e caes del muell m uellee en un guano profundo pr ofundo o picas pi cas a golpes de karate un equipo de enanas lésbicas. lésbi cas. –¡No dijo eso! –Mira, –Mir a, Willi Wi lliee -por Shakespeare-, Shakespear e-, yo soy s oy viejo viej o y no soporto soport o ni esas es as procesiones proce siones fúnebres fúnebr es ni esos hombres cocodrilo que bucean por los canales a medianoche. Suelta el otro paquete. Es una suerte que exista tu mujer. –Maldita –Maldi ta sea se a -comenté -com enté en e n voz baja. baj a. –Dijo que adelant ade lantará ará el regreso regre so si no paras y desistes desi stes.. –Es capaz de hacerl ha cerloo -mascull -ma scullé. é. –No hay nada como una u na mujer muj er que adelant ade lantaa el regreso r egreso para arruina ar ruinarr el caos. Un momento. mom ento. – Se tomó un trago-. Tú estás bien, William, pero no, gracias. Dejé en el suelo el otro paquete de seis y puse encima encim a la guía de 1900 y la libreta libret a personal de teléfonos de Rattigan y retrocedí retr ocedí unos pasos. Después Después de un largo rato aquella mano m ano apareció de nuevo, acarició acarició los l os libros como quien lee l ee un texto en Braille, los apartó y agarró la cerveza. Esperé. Finalmente se volvió a abrir la puerta. La mano, curiosa, buscó a tientas los libros y se los llevó. –¡Bien! – exclamé. excla mé. ¡Bien!, pensé. ¡Dentro ¡Dentro de una hora, Dios mío…, me llamará! ll amará! UNA UNA HORA HORA MÁS TARDE, TARDE, Crumley Crum ley llamó. ll amó. Pero no me dijo «William». –Rayos y centell cente llas as -dijo-. -di jo-. La verdad es que sabes atrapar atr apar a la gente. gent e. ¿Qué pasa con estos maldit mal ditos os Libros de los Muertos? –¿Por qué dices di ces eso? es o? –Es que nací en una morgue, mor gue, me crié en un cementer cem enterio, io, me m e matric mat riculé ulé en el Valle Vall e de los Reyes cerca de Karnak, no sé si en el alto en el bajo Egipto. Algunas noches sueño que que estoy envuelto en creosota. ¿Quién no sabe que que un libro está muerto m uerto si se lo l o sirven con la cerveza? –No has cambiado, cambi ado, Crumley Cruml ey -dije. -di je. –Ojalá hubiera. hubi era. ¡Cuando ¡ Cuando cuelgue, llam l lamaré aré a tu t u mujer! muj er! –¡No lo hagas! hagas !
–¿Por qué? –Porque… -Me -M e interr int errumpí, umpí, sin ali a liento, ento, y farful f arfullélé-:: ¡Te ¡ Te necesito! necesi to! –No digas tonter t onterías. ías. –¿Oíste lo que he dicho? –Lo oí -dijo -di jo entre ent re dientes di entes-. -. Dios mío. m ío. –Te veré en la l a casa de Rattigan. Ratti gan. A eso de la l a puesta puest a del sol. Cuando Cuando salen cosas de las olas para atraparte. at raparte. –En la casa cas a de Rattigan. Ratt igan. Colgó antes de que pudiera hacerlo yo. LA CON CONSIGN SIGNA A ES: ES: todo por la l a noche. Nada Nada al mediodía; m ediodía; el sol brilla bril la demasiado, demasi ado, las sombras esperan. El cielo arde y nada se atreve a moverse. No es divertido diverti do exponerse exponerse al sol. La diversión llega con la noche, cuando cuando las sombras debajo de los árboles ár boles levantan la falda fal da y echan a volar. Llega el viento. Caen las hojas. Retumban los pasos. Las vigas y las tablas del suel o crujen. De las alas de los ángeles de las lápidas cae polvo. Las sombras planean allá all á arriba como cuervos. Antes del alba mueren las farolas far olas y por un breve rato la ciudad se queda ciega. Es entonces cuando empiezan todos los buenos misterios, mist erios, cuando perduran todas las aventuras. El alba no ha llegado nunca. Todo Todo el mundo contiene el aliento ali ento para rodear las tinieblas, ti nieblas, conservar el terror, pillar las sombras. Fue entonces natural que mientras las olas oscuras se estrellaban contra una costa más oscura me encontrara con Crumley en la arena, delante de la enorme fortaleza f ortaleza árabe blanca que era la casa de playa de Constance. Nos Nos acercamos y miramos mir amos dentro. Todas las puertas estaban todavía abiertas de par en par y dentro alumbraban unas potentes luces mientras mientr as Gershwin Gershwin aporreaba un rollo de piano la en 1928, una y otra vez, en tres tiem pos, sin la atención de nadie salvo Crumley y yo, que caminábamos entre mucha música músi ca pero sin Constance. Abrí la boca para pedir perdón por haber llamado a Crumley. –Bebe y cállate. cáll ate. Crumley me metió met ió una cerveza en la mano. –Quiero saber sa ber -prosigui -pr osiguióó- qué demonios dem onios signi s ignific ficaa todo esto. es to. – Hojeó el Libro Lib ro de los l os Muertos Muer tos personal de la Rattigan-. Esto y esto y esto est o otro.. Había círculos de tinta roja r oja alrededor de media docena de nombres con cruces muy marcadas que alguien acababa de dibujar. –Constance creía c reía,, y yo tambi ta mbién, én, que las l as marcas m arcas indicaban indi caban que los l os dueños de esos nombres nom bres estaban e staban aún vivos, pero quizá no por mucho tiempo. ti empo. ¿Tú qué piensas? –Yo no pienso nada -dijo -dij o Crumley-. Cruml ey-. Este Est e picnic picni c es tuyo. t uyo. Estaba listo lis to para par a viajar viaj ar a Yosemit Yosem itee el fin f in de semana, y apareces tú como uno de esos productores de cine que mejoran el sabor de los guiones meando de vez en cuando cuando una escena. Más vale que salga ya para Yosemit Yosemite; e; tienes esa mirada m irada de conejo salvaje con intuiciones. –Un momento. moment o. – Porque se s e había puesto en e n marcha-. mar cha-. ¿No quieres qui eres comprobar compr obar o descart des cartar ar cuáles cuál es de esos nombres están todavía vivitos vivi tos y coleando y cuáles han estirado la pata? Levanté la libreta y se la l a tiré para que tuviera que atraparla. La libreta libr eta quedó abierta en una página donde había una cruz más que inmensa junto a un nombre casi tan grande como si f igurara en un cartel de circo. Crumley frunció el ceño. Leí el nombre al revés: Califia. Calif ia. Reina Califia. Bunker Hill. No había dirección. Pero había un número de teléfono. Crumley, con el ceño fruncido, no podía podía quitarle quitarl e los ojos de encima. –¿Sabes dónde queda que da eso? – pregunté. pr egunté.
–Bunker Hill, Hill , sí, claro clar o que lo sé. s é. Yo nací unas pocas calle ca lless al norte. norte . Una verdadera verdader a olla oll a de grill gri llos os de mexicanos, gitanos, irlandeses irl andeses de tubo de estufa por la ventana, escoria blanca y negra. Solía ir allí a mirar mir ar la Funeraria Callahan y Ortega. Tenía la esperanza de ver cuerpos de verdad. Dios Dios mío, Callahan y Ortega, qué nombres, nombres, allí en el centro de Juárez II, vagos de Guadalajara, flores muertas m uertas de Rosarita Beach, putas de Dublín. Dublín. ¡Asqueroso! – gritó Crumley de repente, furioso al oír sus propias historias de viajes, casi vendiéndose para mi siguiente expedición-. ¿Me oíste? ¿Estás escuchando? ¡Dios mío! –Te oí -dije-di je-.. Entonces, Entonces , ¿por qué no llamam ll amamos os a uno de esos números núm eros con c on círculo cír culo rojo r ojo para par a ver qué hay encima o debajo de la tierra? Y antes de que pudiera protestar agarré la libreta y corrí por la duna hasta la piscina al aire libre de Rattigan, intensamente iluminada, con un teléfono supletorio en una mesa de patio con tapa de cristal, esperando. No me atrevía a mirar a Crumley, que no se movió mientras marcaba. Respondió Respondió una voz a largos miles de kilómetros kilómetr os de distancia. El número ya no estaba en servicio. Maldita sea, pensé, y entonces: ¡Espera! Llamé con rapidez a información, informaci ón, conseguí un número, número, lo marqué mar qué y alargué el teléfono para que Crumley oyera. –Callahan –Callaha n y Ortega, buenas noches -dijo -dij o la voz, voz , con sonoro sonor o acento acent o irlandés, irl andés, sali s alida da del escenario escenar io del Abbey Theatre. Sonreí con desenfreno. Vi que Crumley se movía, nervioso. –Callahan –Callaha n y Ortega -repi - repiti tióó la voz, ahora más m ás alta, al ta, perdiend pe rdiendoo los estr e stribos. ibos. Una larga pausa. p ausa. Yo no abrí la boca-. ¿Quién demonios llama? Colgué antes de que llegara Crumley. –Hijo de puta put a -dijo, -di jo, atrapado. at rapado. –¿A dos o tres tr es calles cal les de donde naciste? naci ste? –Cuatro, cabrón ca brón maquinador m aquinador.. –¿Y qué se te ocurre? ocurr e? Crumley agarró la libreta de Rattigan. –¿Casi, pero per o no exactament exact amente, e, un Libro Libr o de los Muertos? Muert os? – dijo. di jo. –¿Quieres probar con otro otr o número? númer o? – Abrí la l a libreta li breta,, pasé páginas pá ginas y me detuve det uve en la letra let ra R-. Aquí hay uno, sí señor, aún más interesante que el de Reina Califia. Califi a. Crumley bizqueó. –Rattigan, –Ratti gan, Mount Lowe. ¿Qué clase de Rattigan Ratti gan vive en Mount Lowe? Es el siti si tioo adonde el enorme enorm e tranvía rojo que no funciona desde hace media vida llevaba ll evaba a miles de personas para comer al aire libre. Los recuerdos ensombrecieron el rostro de Crumley. Mencioné otro nombre. –Rattigan. –Ratti gan. Catedral Catedr al de Santa Vibiana. Vibi ana. –¿Qué clase de Rattigan, Ratt igan, santo s anto Dios, Dios , se esconde es conde en la l a catedral cate dral de Santa Vibiana? –Hablas como com o un católic cat ólicoo convertido. convert ido. – Estudié Est udié el ceño de Crumley, Crum ley, ahora a hora permanent per manentement ementee fruncido-. ¿Quieres saberlo? Yo salgo hacia allí. Di tres pasos falsos antes de que Crumley soltara una palabrota. –¿Cómo demonios dem onios vas va s a ir i r sin si n carnet de conducir conduci r y sin si n coche? No me di vuelta. –Tú me vas a llevar. ll evar. Hubo Hubo un largo e inquietante silencio. si lencio.
–¿Verdad? – insis i nsistí tí.. –¿Sabes cómo cóm o diablos diabl os encontrar encont rar en e n Mount Lowe el sitio si tio por donde pasaba pas aba el tranvía? tra nvía? –A mí me m e llevaron ll evaron mis m is padres pa dres cuando cua ndo tenía tení a dieciocho diec iocho meses. m eses. –¿Eso signifi sign ifica ca que nos puedes guiar? gui ar? –Tengo excelente excele nte memor m emoria. ia. –Cállate –Cállat e -dijo -di jo Crumley Crum ley mient m ientras ras arroj a rrojaba aba media me dia docena doce na de botell bote llas as de cerveza cer veza dentro dent ro del cacharrocacharr o. Sube al coche. Subimos, dejamos a Gershwin aporreando aporreando los rollos roll os de pianola en París y partimos. partim os. –No digas nada -pidió - pidió Crumley-. Cruml ey-. Limít Lim ítate ate a mover la cabeza cabe za hacia haci a la izquier i zquierda, da, la derecha o adelante. –NO SÉ SÉ POR QUÉ estúpido estúpi do motivo mot ivo hago esto e sto -mascu - masculló lló Crumley, Cruml ey, casi conduciendo por el carril carr il contrario de la calle-. cal le-. Dije que no sé por qué estúpido motivo… –Ya te oí -dije, -dij e, mirando mi rando cómo cóm o se acercaban acer caban las l as montañas m ontañas y las estribaci estr ibaciones. ones. –¿Sabes a quién qui én me recuerda r ecuerdas? s? – bufó Crumley-. Cruml ey-. A mi primera prim era y única úni ca mujer, muj er, que sabía engatusarme con sus formas y tamaños y grandes sonrisas. –¿Yo te engatuso? engat uso? –Niégalo y te t e tiro ti ro del coche. Cuando me m e ves venir, veni r, simul si mulas as estar est ar resolvi r esolviendo endo un crucigram cruci grama. a. Vas más o menos por la cuarta cuart a palabra cuando te quito el lápiz lápi z y te aparto de un empujón. –¿Hice eso alguna a lguna vez, vez , Crumley? Cruml ey? –No me pongas furios f urioso. o. ¿Miras ¿Mi ras las l as señales seña les de tránsit tr ánsito? o? Hazlo. Ya. Explícame Explí came por qué demonios dem onios pusiste en marcha esta tonta expedición. Miré la libreta de teléfonos de Rattigan que llevaba sobre las rodillas. –Dijo que andaba anda ba escapando. escapa ndo. De la Muerte M uerte,, de uno de los l os nombres nombr es que hay en e n esta est a guía. Quizá uno de ellos le envió esto est o como regalo envenenado. envenenado. O quizá iba al encuentro de ellos, como estamos estam os haciendo nosotros, corriendo hacia uno para ver si es el pecador que se atrevió a enviar diccionarios macabros a actrices aniñadas e impresionables. –Rattigan –Ratti gan no es una niña -se - se quejó quej ó Crumley. Cruml ey. –Lo es. No habría habrí a sido si do tan grande gr ande en la l a pantalla panta lla si dentro dent ro de toda t oda esa acrobaci a crobaciaa sexual no hubiera hubier a conservado tanto de Niña Meglin. No No es la vieja Rattigan la que está asustada; es la colegiala colegial a aterrada que corre por el bosque oscuro, Hollywood, Hollywood, lleno de monstruos. –¿Estás inventando invent ando otra otr a de tus t us histori his torias as descabell desc abelladas? adas? –¿Tienes esa e sa sensación? sens ación? –Sin comentar com entarios. ios. ¿Por ¿ Por qué uno de esos amigos am igos afic a ficionados ionados a la tint t intaa roja roj a le mandó dos guías llenas de pésimos recuerdos? –¿Por qué no? Constance Const ance en su época amó am ó a muchas mucha s personas. pers onas. Por lo tanto, t anto, años a ños más má s tarde, tar de, de una u otra manera m anera muchas personas la odian a ella. Fueron rechazadas, abandonadas, abandonadas, olvidadas. Se hizo famosa. Ellos quedaron con la basura al borde del camino. cami no. O quizá quizá ahora son viejos de verdad y se están muriendo y antes de irse quieren arruinar todo. –Estás empezando e mpezando a hablar habla r como com o yo -dijo -di jo Crumley. Crum ley. –Dios me libre, li bre, espero es pero que no. Es decir… decir … –No importa. impor ta. Nunca serás se rás Crumley, Crum ley, así as í como com o yo nunca seré se ré Julio Jul io Verne hijo. hi jo. ¿Dónde demonios dem onios estamos? Miré rápido hacia arriba. –¡Oye! – dijedi je-.. Es aquí. ¡MountLowe! ¡Mount Lowe! Donde murió muri ó el viejo vi ejo y enorme en orme tren tre n rojo, hace mucho m ucho tiempo. tiem po. El profesor Lowe -añadí, leyendo un repentino recuerdo en el lado oscuro de m is párpados-
fue el hombre que inventó la fotografía fot ografía con globos durante la guerra de Secesión. –¿De dónde sacas eso? – exclam exc lamóó Crumley. Cruml ey. –No lo sé -dij - dije, e, agitado. agit ado. –Estás lleno l leno de informaci infor mación ón inútil. inút il. –Ah, no lo sé -dij - dije, e, ofendido-. ofendi do-. Estamos Est amos en Mount Lowe, ¿de acuerdo? Que se llama ll ama así a sí por el profesor Lowe y su tranvía Toonerville que trepaba t repaba a la cumbre, ¿de acuerdo? –Sí, sí, sí , por supuesto s upuesto -dijo - dijo Crumley. Cruml ey. –El profesor prof esor Lowe inventó inve ntó la l a fotografí fot ografíaa con globos, glo bos, que ayudaba a obtener imágenes im ágenes del enemigo enemi go en la gran guerra de los estados. Los globos, y un nuevo invento, los trenes, t renes, hicieron que ganara el Norte. –Está bien, bi en, está est á bien -refu - refunfuñó nfuñó Crumley-. Crum ley-. Ya bajo del coche listo li sto para pa ra trepar t repar.. Me asomé por la ventanilla y miré el camino cubierto de hierbajos que subía por una larga cuesta entre las crecientes sombras nocturnas. Cerré los ojos y recité: –Hay cinco kilóm ki lómetr etros os hasta hast a la cim c ima. a. ¿De veras quieres quier es caminar cam inar?? Crumley miró con odio hacia donde empezaba la montaña. –No, claro que no. – Volvió a subir al coche coc he y cerró cer ró de golpe gol pe la portezuel por tezuela-. a-. ¿Hay alguna al guna posibilidad de caer por el borde de ese maldito y estrecho sendero? Sería nuestro fin. –Siempre –Siemp re existe exi ste una posibili posibi lidad. dad. ¡Adelante! ¡Adelan te! Crumley llevó el cacharro hasta el pie del sendero en su mayor parte tapado t apado por la maleza, apagó el motor, bajó, caminó, pateó la tierra y arrancó algunos hierbajos. –¡Aleluya! –¡Alelu ya! – exclamóexcl amó-.. ¡Hierro, ¡Hier ro, acero! ace ro! ¡La ¡ La vieja viej a vía, no se molest m olestaron aron en arrancada ar rancada,, la enterr e nterraron! aron! –¡¿Ves?! – dije. dij e. Con el rostro carmesí, Crumley Cruml ey volvió a subir al coche, que casi se hundió. –¡Muy bien, bi en, sabelotodo! sabel otodo! ¡El ¡ El maldit mal ditoo coche no arranca! ar ranca! –¡Pisa el arranque! ar ranque! –¡Maldit –¡Mal ditaa sea! Crumley pisó a fondo. El coche empezó a vibrar. vi brar. –¡Maldit –¡Mal ditos os niños sabihondos! sabihondos ! Estábamos subiendo.
9 EL CAMINO MONTAÑA ARRIBA era un páramo por partida doble. La estación seca había llegado temprano y quemado la hierba silvestre hasta dejada crujiente y marchita. Con las últimas luces del día toda la ladera, hasta la cima, era del color del trigo, freída por el sol. Crujía mientras avanzábamos. Dos Dos semanas antes, alguien había arrojado arr ojado un fósforo y toda la estribación estri bación había estallado en llamas. Había sido noticia de primera plana en los periódicos y había alumbrado los informativos de la televisión: las llamas era tan bonitas… Pero ahora ya no estaba el fuego, que se había llevado los restos rest os calcinados y la sequedad. Había Había olor a incendio i ncendio apagado mientras mientr as Crumley y yo serpenteábamos subiendo por el sendero s endero perdido de Mount Lowe. Lowe. –Me alegro al egro de que no puedas ver ve r lo que hay por este e ste lado -dij - dijoo Crumley-. Cruml ey-. Una pendiente pendi ente de trescientos metros. Me apreté las rodillas. Crumley se dio cuenta. –Bueno, quizá sea s ea sólo sól o una pendiente pendie nte de ciento cient o cincuenta cincue nta metr m etros. os. Cerré los ojos y con los párpados apretados recité:
–El ferrocar fer rocarril ril de Mount Lowe era mitad mi tad eléctr el éctrico ico y mita m itadd funicular funi cular.. Crumley, picado por la curiosidad, dijo: –¿Y? Aflojé las rodillas. –La línea líne a férrea fér rea se s e inauguró inaugur ó el 4 de julio jul io de 1893, con pastel past el y helado he lado grati gr atiss y miles mi les de pasajeros. pasaj eros. La Pasadena City City Brass Band iba en el primer coche tocando «Hail, «Hail, Columbia». Pero como estaban a punto de entrar en las l as nubes habían cambiado a «Nearer My God to Thee», que hizo llorar por lo menos a diez mil personas en el camino. Más tarde, mientras iban llegando a la cima, decidieron tocar «Upward, «Upward, Always Upward». Upward». Los Los seguía, en tres funiculares, la l a orquesta Los Angeles Symphony; los violines en un coche, los bronces en un segundo y los timbales tim bales y los instrumentos inst rumentos de viento en el tercero. En la confusión, se olvidaron del director direct or y de su batuta. Más tarde subió el Salt Lake City Mormon Tabernacle Choir, también en tres coches; las l as sopranos en uno, los barítonos en otro y los bajos en el tercero. tercer o. Cantaron «Onward, «Onward, Christi Christian an Soldiers», lo cual parecía muy m uy apropiado mientras desaparecían en la niebla. Se informó que mil kilómetros de tela roja, blanca y azul cubría todos los tranvías y trenes y funiculares. Cuando finalmente acabó el día, atribuyeron a una mujer semihistérica, que admiraba al profesor Lowe por lo que había hecho para para materializar mater ializar el ferrocarril ferrocarr il de Mount Lowe y sus tabernas y sus hoteles, estas est as palabras: «Alabado sea Dios por todas sus bendiciones, y alabado sea también tambi én el profesor Lowe», Lowe», lo que hizo llorar ll orar de nuevo a todo el mundo m undo -seguí balbuceando. –Vaya -dijo -dij o Crumley. Cruml ey. –El Ferrocarr Ferr ocarril il Eléctric Eléct ricoo del Pacífic Pací ficoo llegaba ll egaba a Mount M ount Lowe, a la l a Granja de Avestruces Avestruce s de Pasadena, al Zoológico de Leones Leones de Seleg, a la l a Misión San Gabriel, a Monrovia, al Rancho de Baldwin y a Whittier -añadí. Crumley masculló algo al go entre dientes y siguió conduciendo en silencio. Tomando eso como una señal, dije: –¿Ya hemos llegado? l legado? –Qué cobarde -dijo - dijo Crumley-. Cruml ey-. Abre los l os ojos. ojos . Abrí los ojos. –Creo que hemos hem os llegado. ll egado. Era cierto, pues allí estaban las ruinas de la vieja estación de ferrocarril, y más allá unos cuantos puntales carbonizados del pabellón consumido por el fuego. Bajé despacio y me quedé mirando con Crumley kilómetros de tierras t ierras que bajaban eternamente hacia el mar. –Cortés nunca nu nca vio nada na da mejor mej or -dijo -di jo CrumleyCrum ley-.. Es una vista vi sta magnífic magní fica. a. Hace que uno se s e pregunte pregunt e por qué no reconstruyeron todo. –Cosas de la l a políti polí tica. ca. –Siempre –Siemp re ocurre ocur re lo l o mismo. mi smo. Ahora, en un siti si tioo como éste, és te, ¿dónde demonios demoni os encontrare encont raremos mos a alguien llamado Rattigan? –¡Allí! –¡Allí ! A unos unos treinta treint a metros de distancia, dis tancia, detrás de una enorme mata mat a de pimenteros, había una pequeña casa de campo medio hundida en la tierra. tier ra. El fuego no la había tocado, pero la lluvia le l e había gastado la pintura y dañado el techo. –Tiene que haber hab er un cuerpo cuer po allí all í -dij - dijoo Crumley Cruml ey mientr mi entras as caminábam cam inábamos os hacia haci a ella. ell a. –Siempre –Siemp re tiene t iene que haber un cuerpo. c uerpo. De lo l o contrari contr arioo ¿qué hacemos hacem os aquí? aquí ? –Ve a mirar. mir ar. Yo me quedaré aquí odiándome odi ándome por no haber traído t raído más alcohol. alcohol . –Vaya detective. detect ive.
Caminé hasta la casa y me divertí forzando la puerta. Cuando la puerta finalmente gimió y cedió, retrocedí tambaleándome, asustado, y miré hacia adentro. –Crumley –Cruml ey -dije -di je al fin. –¿Sí? – dijo di jo Crumley, Crum ley, a veinte veint e metros met ros de distancia. dist ancia. –Ven a ver. –¿Un cuerpo? – preguntó pr eguntó –Algo aún mejor mej or -dije, -di je, impre i mpresionado. sionado. ENTRAMOS EN UN LABERINTO de papel prensa. Un laberinto… qué demonios: una catacumba con pasillos estrechos entre un montón de periódicos viejos, el New el New York Times, el Chicago Tribune, el Seattle New News, s, el Detroit el Detroit Free Press. Press . Un metro y medio a la izquierda, i zquierda, dos a la derecha y un camino en el medio m edio por el que uno podía avanzar asustado por avalanchas aval anchas que amenazaban con aplastar y matar. –¡Dios mío! m ío! – jadeé. –Y que lo digas diga s -se -s e quejó CrumleyCrum ley-.Jesús .Jesús,, debe de haber habe r aquí apilados, apil ados, en capas, ca pas, diez di ez mil mi l diari di arios os y periódicos dominicales. Mira, debajo amarillos y encima blancos. ¡y no una pila sino diez docenas, un centenar! Porque la catacumba de papel prensa se alargaba entre las sombras s ombras crepusculares y se torcía tor cía perdiéndose de vista. Fue un momento, dije más tarde, t arde, comparable a cuando lord Carnarvon abrió abrió la tumba t umba de Tutankamón en 1922. Todos Todos esos viejos titulares, ti tulares, esos montones de necrológicas, ¿adónde conducían? Más y más pilas de noticias. Crumley y yo avanzábamos furtivamente, casi sin espacio para barrigas y traseros. –Dios mío mí o -susurré-susur ré-,, si alguna a lguna vez se produjera produj era un verdadero ver dadero terrem t erremoto… oto… –¡Ya se produjo! produj o! – dijo di jo una voz en el otro ot ro extremo ext remo del túnel t únel atesta at estado do de periódicos, peri ódicos, un grito gri to de momia-. ¡Tiró las pilas! ¡Casi me aplastaron! –¿Quién está est á ahí? – chilléchil lé-.. ¿Dónde demonios demoni os está? est á? –Qué gran laberint labe rinto, o, ¿verdad? ¿verda d? – gritó gri tó con alegrí al egríaa la voz de la momiamom ia-.. ¡Yo mismo mi smo lo l o construí! const ruí! Ediciones extra matutinas, últimas noticias vespertinas, suplementos especiales de carreras, historietas dominicales, ¡lo que se te ocurra! ¡Cuarenta años! Una biblioteca museo de noticias no aptas para ser impresas. i mpresas. ¡No te detengas! A la vuelta de la esquina, a tu i zquierda. ¡Estoy por aquí, en algún sitio! –¡Muévete! –¡Muévet e! – jadeó j adeó Crumley-. Cruml ey-. ¡Tiene ¡ Tiene que haber ha ber un espacio es pacio con c on aire air e fresco! fr esco! –¡Eso es! – anunció anunci ó la voz seca-. seca- . Estás cerca. cerca . Gira a la l a izquierda. izqui erda. ¡Prohibi ¡ Prohibido do fumar! fum ar! Este maldi m aldito to sitio es una trampa de titulares en caso de incendio: «Hitler Asume el Poder», «Mussolini Bombardea y Arrasa Etiopía», «Muere Roosevelt», Roosevelt», «Churchill Construye Telón de Acero». Sensacional, ¿verdad? Doblamos una última esquina entre altas pilas decrepes impresos y encontramos un claro en el bosque. Al otro lado del claro había un catre militar. Sobre el catre había algo que parecía un largo montón de tasajo o una momia momi a salida, rampante, ram pante, de la tierra. tierr a. Había un olor fuerte. No está muerto, pensé, ni está vivo. Me acerqué despacio al catre, con Crumley detrás. Entonces identifiqué identif iqué el olor. No era olor a muerte, sino a alguien muy sucio. El montón de harapos se movió. Viejos jirones de una manta se desprendieron de una cara parecida a las marcas mar cas de agua en un terroso bajío. Una tenue grieta de luz destelló entre ent re dos párpados marchitos.
–Disculpad –Disculpa d que no me levante levant e -tembl -t emblóó la boca marchit marc hita-. a-. Hace veinte vei nte años que no estoy est oy de pie. pie . Soltó un cacareo que casi lo mató. Empezó a toser. –No, no, estoy bien bi en -susurró. -sus urró. La cabeza cayó ca yó hacia atrás-. atr ás-. ¿Dónde ¿ Dónde demonios demonio s te has meti me tido? do? –¿Dónde…? –¡Te he estado est ado esperando! esper ando! – dijo di jo la l a momiamom ia-.. ¿Qué año es? ¿1932? ¿ 1932? ¿1946? ¿1950? –Se está acercando acerca ndo a la respuesta. respues ta. –1960. ¿Qué te parece? par ece? –Ha dado en el blanco bl anco -dijo -di jo Crumley. Crum ley. –No estoy chifla chi flado do del todo. t odo. – De la boca boc a seca y polvorienta polvori enta del de l viejo vi ejo sali s alióó una voz trém t rémulaula-.. ¿Me traes los víveres? –¿Víveres? –¿Víveres ? –No, no podía ser. ser . Es un chico chi co que trae t rae la l a comida comi da para perros por ese callejón call ejón de papel prensa, pr ensa, lata l ata a lata, para que la maldita m aldita cosa no se caiga. Tú no eres ese chico, ¿verdad? Miramos hacia atrás y dijimos que no con la cabeza. –¿Te gusta mi ático? áti co? Signific Signi ficado ado original ori ginal:: sitio si tio donde solían sol ían encerrar enc errar a personas pers onas para par a que no pudieran salir a hacer locuras. Le dimos un significado diferente y subimos el alquiler. ¿Dónde estaba? Ah, sí. ¿Qué os parece este tugurio? tuguri o? –Una sala de lectura lect ura de Ciencia Ci encia Cristiana Crist iana -dij - dijoo Crumley. Cruml ey. –Qué locura -dijo - dijo Ramsés II-. II- . Empecé en 1925. No podía parar. par ar. Robo con violenci vi olencia, a, menos men os violencia que robo. Todo empezó un un día en el que me olvidé de tirar ti rar a la basura los l os diarios de la mañana. Pronto acumulé una semana y más de basura impresa: impr esa: ¡Tribune! ¡Times! ¡Daily New News! s! Aquello de la derecha es 1939. A la izquierda: 1940. Una Una pila detrás: det rás: 1941. ¡Cuánto orden! –¿Qué ocurre si s i busca busc a una fecha fec ha especial especi al y está e stá metr m etroo y medio medi o por debajo debaj o de la superfici superf icie? e? –Trato de no pensar en eso. Dime Dim e una fecha. fe cha. –Nueve de abril abri l de 1937 -escapó -esca pó de mi lengua. –¿Por qué diablos di ablos quieres quiere s esa fecha? – dijo dij o Crumley. Cruml ey. –Deja preguntar pregunt ar al muchacho muchac ho -dijo -dij o un susurro susur ro debajo debaj o de la manta mant a de polvo -.Jean -.Jea n Harlow, muerta muer ta a los veintiséis veinti séis años. Envenenamiento urémico. Funerales mañana. Forest Lawn. En En las exequias cantarán a dúo Nelson Eddy y Jeanette Jeanett e MacDonald. –¡Dios mío! m ío! – estall esta llé. é. –Muy inteli int eligente, gente, ¿verdad? ¡Más ¡ Más preguntas pr eguntas!! –Tres de mayo m ayo de 1942 -brotó - brotó de mi boca. –Muerte –Muert e de Carole Carol e Lombard. Lombar d. Accidente Accident e aéreo. aére o. Gable llora l lora.. Crumley me miró. –¿Es eso de lo l o único que sabes? ¿De estrell estr ellas as de cine ci ne muertas? muer tas? –Deja en paz al a l chico chi co -dijo -di jo la l a vieja viej a voz dos metr m etros os por debajode bajo-.. ¿Qué hacéis aquí? –Vinimos… –Vinim os… -dijo -di jo Crumley. Crum ley. –Tiene que ver con… -dije. -di je. –No. – El viejo viej o levantó levant ó una torment tor mentaa de polvo con los pensamient pensam ientos-. os-. ¡Tú ¡ Tú eres una continuación! conti nuación! –¿Continuación? –¿Continuac ión? –La última últi ma vez que alguien al guien subió subi ó a Mount Lowe para tirars ti rarsee al vacío, v acío, fall f alló, ó, regresó regr esó abajo abaj o y fue atropellado por un coche que le curó la vida. La última últim a vez que vino alguien fue… ¡hoy al mediodía! –¿¡Hoy!? –¿Por qué no? Ven y encontra enc ontrarás rás al a l carcamal car camal ahogado en polvo, pol vo, nada de revolcones r evolcones desde el 32.
Vino alguien hace unas horas horas y gritó por esos túneles t úneles de malas noticias. noti cias. ¿Recordáis aquella fábrica de mazamorra caliente cal iente del cuento de hadas? Al decirle «¡Arranca!», empezaba a producir mazamorra. mazamorr a. El niño lo puso en marcha. Olvidó la palabra «Para». La maldita mazamorra mazam orra inundó el pueblo entero. La gente tenía que comer la l a mazamorra para abrirse abri rse paso de una puerta a otra. Pero yo no tengo mazamorra, sino papel prensa. ¿Qué acabo de decir? –Que alguien alguie n gritó… grit ó… –¿El pasillo pasi llo entre entr e el London el London Times y Le Figaro? Sí. Una mujer, rebuznando como una mula. Los gritos me m e vaciaron la vejiga. Amenazaba con derribarme las pilas. ¡Un empujón y esto cae como si fueran fichas de dominó, gritó, y toda esa maldita arquitectura impresa me aplastaría! –Supongo que los terrem ter remotos… otos… –¡Los sufrí! suf rí! Hacían tembl t emblar ar «Desborde «Desbor de del Río Rí o Yang-tsé» Yang-tsé » y «Victoria «Victor ia de Il Duce», pero pe ro aquí estoy. Ni siquiera el grande, en el 32, logró derribar mis pilas de póquer. En fin, esa mujer furiosa enumeró a gritos todos mis vicios y exigió ciertos papeles de años especiales. Le dije que probara en la primera fila de la izquierda, después en la de la derecha; todo el material sin clasificar está arriba. Oí cómo luchaba contra las pilas. ¡Sus maldiciones m aldiciones podrían haber provocado pr ovocado «El «El incendio de Londres»! Se fue pitando, cerrando con un portazo, buscando un sitio desde donde saltar . No creo que la haya atropellado un coche. ¿Sabéis quién era? No os he dicho nada. ¿Lo adivináis? –Yo no -dije, -dij e, estupefact est upefacto. o. –¿Veis aquella aquel la mesa m esa tapada t apada de arena ar ena para gatos? Tira la l a arena, arena , levanta levant a lo que está escrito escri to con letr l etraa elegante. Fui hasta la mesa. Bajo una mezcla de serrín serr ín y lo que parecía excrementos de pájaros, encontré dos docenas de invitaciones idénticas. –«Clarence Rattigan Ratti gan y…» Hice una pausa. –¡Léela! –¡Léela ! – dijo di jo el viejo. viej o. –… «Constance Rattigan Ratti gan -dije, -di je, ahogando a hogando un grito, gri to, y proseguípr oseguí-.. Tienen el e l gusto gust o de anunciar anunci ar su boda en la cima de Mount Lowe Lowe el 10 de junio de 1932 a las tres de la l a tarde. Escolta de coches y trenes. Se servirá champán.» –¿Eso te dio di o donde más má s te duele? – dijo dij o Clarence Clarenc e Rattigan. Ratt igan. Levanté Levant é la mira m irada. da. –Clarence Rattigan Ratti gan y Constance Consta nce Rattigan Ratt igan -dije - dije-. -. Un momento. mom ento. ¿No ¿ No debería figura f igurarr el nombre nombr e de soltera de Constance? –¿Quieres decir que parece parec e un incesto? inc esto? –Es muy raro. r aro. –No entendéis entendéi s -dijero -di jeronn aquellos aquell os labios la bios con c on voz ronca-. ronca -. ¡Constance ¡Const ance me m e hizo cambiar cambi ar el nombre! nombre ! Era Overholt. Overholt. Decía que ni loca cambiaría cambiar ía su apellido apelli do de primera por uno usado y de segunda, segunda, así que… –¿Lo bautizaron bauti zaron antes ant es de la l a ceremoni cere monia? a? – aventuré. avent uré. –Nunca me habían habí an bautizado bauti zado pero acabé aceptándol ace ptándolo. o. El diácono di ácono episcopal epi scopaliano, iano, en e n Hollywood, pensó que estaba chiflado. ¿Alguna vez vez tratasteis tratast eis de discutir con Constance? Constance? –Yo… –¡Si la l a respuesta res puesta es sí, sí , no te creo! c reo! «Ámame o déjame», déjam e», cantaba. cant aba. Me gustaba la melodí m elodía. a. Me puso pus o el aceite bautismal y me ungió. El primer idiota norteamericano que quemó la partida de nacimiento. –Que me lleve ll eve el diablo diabl o -dije. -di je. –A ti no. A mí. m í. ¿Qué mira m iras? s? –Lo miro mir o a usted. ust ed.
–Sí, ya sé s é -dijo-. -di jo-. No parezco gran gr an cosa. No era gran cosa c osa en esa es a época. ¿Ves ¿ Ves ese trast t rastoo brill bri llante ante encima de las invitaciones? i nvitaciones? La manivela de latón lat ón del motorista motorist a del tranvía de Mount Lowe. A Rattigan le gustaba la manera m anera en que yo hacía sonar ese latón. ¡Yo, el motorista del tranvía de Mount Lowe! Jesús! ¿Hay alguna cerveza por ahí? – añadió de repente. Junté saliva. –¿Usted afirm af irmaa que fue el prime pr imerr mari m arido do de Rattigan Ratt igan y después de spués pide pi de cerveza? cerve za? –No dije que fuera su primer pri mer marido, mar ido, sino si no sólo uno de ellos. ell os. ¿Dónde está est á esa cerveza? c erveza? El viejo se pasó los labios por las encías. Crumley soltó un suspiro y sacó algo de los bolsillos. –Aquí tiene ti ene cerveza cer veza y chocolati chocol atinas. nas. –¡Chocolatinas! –¡Chocolat inas! – El viejo vie jo sacó sa có la lengua l engua y puso una encima. encim a. Dejó que se s e derriti derr itiera era como com o si fuera f uera una hostia-. ¡Chocolatinas! ¡Mujeres! ¡No puedo vivir sin las dos cosas! Se incorporó para tomar la cerveza. –Rattigan –Ratti gan -le -l e recordé. recor dé. –Ah, sí. La boda. Subió Subi ó al tranví t ranvíaa y el tiempo ti empo la l a enloqueció, enloque ció, creyó cr eyó que era creación creaci ón mía, mí a, se me me declaró y después de la luna de miel, una noche, descubrió descubrió que yo no tenía nada que ver ver con el clima, cli ma, le salieron sali eron carámbanos y se largó. Mi cuerpo ya no volverá a ser el que era. El viejo se estremeció. –¿Eso es todo? t odo? –¿Qué quieres quiere s decir deci r con que «eso es todo»? t odo»? ¿Tú lograbas logr abas doblegarl dobl egarlaa en dos de cada tres t res intent i ntentos? os? –Casi -susurr -s usurré. é. Saqué la guía telefónica de Rattigan. –Esto nos dio di o la pista pi sta para pa ra llegar l legar a usted. uste d. El viejo escudriñó su nombre dentro de un círculo de ti nta roja. –¿Por qué habría habr ía de enviar e nviarte te alguien al guien aquí? aquí ? – Después de tomar t omar otro trago t rago se quedó meditandomedi tando-.. ¡Un momento! ¿Tú eres algo así como un escritor? escrit or? –Algo así. –¡Vaya, es eso! es o! ¿Cuánto hace h ace que la l a conoces? –Unos años. –Un año con Rattigan Ratti gan equivale equiva le a mil m il y una noches. Perdido Perdi do en el Tren Fantasma. Fanta sma. Caray, hijo. hi jo. Apuesto a que rodeó rodeó mi nombre con un círculo rojo r ojo porque quiere que escribas su autobiografía. Empezando por mí, viejo y fiel amigo. –No -dije. -dije . –¿Te pidió pidi ó que tomaras tom aras notas? –Nunca. –Hombre, qué gran gr an idea sería. serí a. ¿Alguien ¿Algui en ha escrito escr ito un libro li bro más m ás desenfrena dese nfrenado do que Constance, Constanc e, más colérico que Rattigan? ¡Un best-seller! best-seller ! Te acuestas con Rattigan y te levantas cubierto cubiert o de pulgas con lentejuelas. ¡Baja ¡ Baja corriendo y busca un editor! ¡Yo tendré regalías por las revelaciones! r evelaciones! ¿De acuerdo? –Regalías. –Regalía s. –Ahora dame otra o tra chocolatina chocolat ina y más m ás cerveza. cer veza. ¿Quieres ¿Quier es oír oí r aún más m ás tonterí t onterías? as? Dije que sí con la cabeza. –Aquella otra ot ra mesa… m esa… -Una - Una caja de naranj n aranjas-. as-. Una lista list a de invita i nvitados dos a la l a boda. Fui hasta la caja de naranjas y hojeé algunas al gunas cuentas hasta que encontré encontré un papel de calidad y lo miré mientras él decía: –¿Alguna vez te t e preguntaste pregunt aste de dónde viene vie ne el nombre California Calif ornia??
–Eso ¿qué tiene ti ene que ver…? ver …? –Cierra el pico. pi co. Los hispanos, his panos, cuando marcharon marc haron de México M éxico hacia ha cia el norte en 1509, llevaban ll evaban libros. En uno, publicado en España, había una reina amazona que gobernaba un país de leche y m iel. La Reina Califi Califia. a. El país que gobernaba se llamaba California. Los españoles echaron un vistazo a este valle, vieron la leche, comieron la miel y pusieron a todo el nombre de… –¿California –¿Calif ornia?? –Así que revisa re visa esa list l istaa de invita i nvitados. dos. Miré y leí: –¡Califia –¡Cali fia!! ¡Dios mío! mí o! ¡Hemos ¡Hem os tratado tr atado de llamar ll amarla la hoy! ¿Dónde está ahora? –Eso es lo l o que quería querí a saber la Rattiga Rat tigan. n. Fue Califia Cali fia quien predij pr edijoo nuestro nuestr o matrim mat rimonio onio pero per o no nuestra ruina. Así que Rattigan me atrapó atr apó con la llave de un candado y llenó este lugar de vagos y champán de mala calidad, cali dad, todo por culpa de Califi Califia. a. «¿Dónde «¿Dónde diablos está?», gritó hoy, desde el otro extremo del túnel t únel de papel prensa. «jTú tienes que saberlo!», gritó. «¡Soy inocente!», grité en respuesta hacia el túnel. t únel. «¡Vete, Constance! Constance! Califia nos arruinó arr uinó a los dos. Ve y mátala, y después mátala de nuevo. ¡Califia!» La momia se recostó, exhausta. –¿Usted dijo di jo todo t odo eso hoy al a l mediodí m ediodía? a? – le l e pregunté. pregunt é. –Algo parecido pareci do -dijo -dij o el viejo vi ejo con un suspiro-. suspi ro-. Mandé a Ratti Rat tigan gan a buscar busca r sangre. sangr e. Espero que encuentre a esa astróloga papanatas… -La voz cambió de tono-. ¿Más chocolatinas? Le coloqué la chocolatina en la lengua. La chocolatina chocolatina se derriti derr itió. ó. Se puso a hablar hablar con rapidez. –No lo creerás creer ás viendo vie ndo este est e prodigio prodi gio desplum des plumado, ado, pero tengo t engo medio medi o millón mi llón en el banco. b anco. Puedes ir ir a mirar. Hice respiración boca a boca a la Bolsa de Wall Street no para matarla, sólo para dormirla. Desde 1941, 1941, pasando por Hiroshima, Enewetale Enewetale y Nixon. Dije compra IBM, compra com pra Bell. Ahora tengo esta enorme finca fi nca con vistas a LA., un un retrete portátil detrás y el Glendale Market manda m anda a un niño con carne de cerdo en conserva, ají enlatado y agua embotellada. ¡La gran vida! ¿Habéis terminado de investigar mi pasado? –Casi. –Rattigan, –Ratti gan, Rattigan Ratt igan -prosi - prosiguió guió el viejo-. viej o-. Está Est á bien para pa ra unas carcajadas carca jadas y unos aplausos. apl ausos. De vez en cuando escribían sobre ella en esos periódicos. Saca uno de la parte superior de cada pila, cuatro a la derecha, seis a la izquierda, i zquierda, todos diferentes. Dejó un rastro de caracol camino cam ino a Marraquech. Hoy volvió para limpiar la caja del gato. –¿Llegó a verla? ver la? –No hizo falta. fal ta. Ese grito grit o descosería descos ería a Rumpelsti Rumpel stilts ltskin kin y volverí vol veríaa a coserlo. coser lo. –¿Sólo quería quer ía eso, es o, la direcci di rección ón de Califia? Cali fia? –¡Y los periódi per iódicos! cos! Llévatel Ll évatelos os y vete vet e al infie i nfierno. rno. Ha sido si do un divorcio divor cio largo, l argo, sin si n tregua. tr egua. –¿Me puedo quedar que dar con esto? es to? Levanté una invitación. –¡Llévate –¡Llévat e una docena! Los únicos que aparecier apare cieron on fueron los chicos c hicos que Rattigan Ratti gan usa como com o pañuelos de papel. Los arrugaba y los tiraba ti raba por encima del hombro. «Siempre se puede encargar más», decía. Llévate las invitaciones. Roba los periódicos. ¿Cómo dijiste que te llamabas? –No lo dije. dij e. –¡Gracias –¡Graci as a Dios! ¡Fuera! – dijo dij o Clarence Clarenc e Rattigan. Ratt igan. Crumley y yo nos abrimos paso con cautela entre las torres laberínticas, tomamos prestados ejemplares de ocho periódicos diferentes de ocho pilas diferentes y estábamos a punto de salir por la puerta cuando un niño con una caja cargada nos obstruyó el paso.
–¿Qué llevas llev as ahí? ahí ? – dije. dij e. –Comestible –Comest ibles. s. –¿Sobre todo t odo bebidas? bebidas ? –Comestible –Comest ibless -dijo -di jo el niño-. ¿Él sigue si gue ahí dentro? dentr o? –¡No volváis! volvái s! – El grito grit o de Tutankamón Tutankam ón salió sal ió de las l as lejanas l ejanas profundidades profundi dades de la l a catacumba cat acumba de periódicos-. ¡No estaré aquí! –Sí, está est á allí all í -dijo -di jo el niño, dos tonos más m ás pálido. pál ido. –¡Tres incendios i ncendios y un terrem ter remoto! oto! ¡Uno ¡ Uno más en el e l futuro! f uturo! ¡Siento ¡Sie nto que se s e acerca! acer ca! La voz de la momia se apagó. El niño nos miró. –Es todo tuyo. t uyo. Di un paso atrás. –No te muevas, mueva s, no respir r espires. es. El niño metió un pie por la l a puerta. Crumley y yo no nos movimos, no respiramos. y el niño ni ño desapareció. CRUMLEY LOGRÓ DAR LA VUELTA con su cacharro y conducirnos cuesta abajo sin caer por el borde. En el camino se me llenaron los ojos de lágrimas. –No lo digas. digas . – Crumley Cruml ey evitó evit ó mirarm mi rarme-. e-. No quiero quier o oído. Tragué saliva. –Tres incendios i ncendios y un terremo ter remoto. to. ¡Y ¡ Y faltan falt an más! más ! –¡Fue eso! – Crumley Cruml ey frenó fr enó de repenterepe nte-.. No digas lo l o que piensas, pie nsas, maldi m aldita ta sea. s ea. Claro Clar o que habrá otro terremoto: terrem oto: ¡Rattigan! ¡Ratti gan! ¡Nos hará pedazos pedazos a todos! ¡Fuera, fuera, y a pie! – Tengo miedo a las alturas. al turas. –¡Muy bien! bi en! ¡Cierra ¡Ci erra la boca! Descendimos bajo veinte mil leguas de silencio. En la calle, en medio del tráfico, eché un vistazo a los periódicos, uno por uno. –Caramba -dije-, -dij e-, no sé s é por qué nos dejó llevados l levados.. –¿Qué ves? –Nada. Cero. Ni cinco. ci nco. –Dame. Crumley agarró los periódicos y usó un ojo para mirar las noticias y otro para mirar el camino. Empezaba a llover. – «Emily Starr, muerta a los veinticinco años», leyó. –¡Cuidado! – grité gri té al desviarse desvia rse el e l coche. coche . Ojeó otro periódico. –«Corinne Kelly Kell y se divorci di vorciaa de Von Sternberg.» Ster nberg.» Arrojó el periódico por encima del hombro. –«Rebecca Standish Standi sh hospital hospi talizada. izada. Se apaga con rapidez r apidez.» .» Otro lanzamiento, otro periódico. –«Genevieve Carlos Carl os se casa c asa con el e l hijo hi jo de Goldwyn.» ¿Y qué me m e import im porta? a? Le di otros tres periódicos entre ramalazos de lluvia. Todos terminaron en el asiento trasero. –Dijo que no estaba e staba chiflado. chif lado. ¿Y ¿ Y qué? Revolví las noticias. –Hay algo que se nos escapa. esca pa. Él no guardarí guar daríaa todo esto e sto porque por que sí. sí . –¿No? Los locos colecci c oleccionan onan cosas de locos. locos . –¿Por qué Constance…? Const ance…? – Me M e interrum int errumpí-. pí-. Espera. –Estoy esperando. esp erando.
Crumley seguía aferrado al volante. –Dentro del periódico, periódi co, página pági na de sociales soci ales.. Foto grande. gr ande. ¡Constance, ¡Const ance, Dios mío, veinte veint e años más m ás oven, y la momia, el tipo que está allá arriba, más joven, con más carne, aspecto bastante pasable, la boda, y de un lado el ayudante de Louis B. Mayer, Marty Krebs, y del otro, Carlotta Q. Califi Califia, a, famosa astróloga! –Quien aconsejó aconsej ó a Constance Constanc e que se casara c asara en la cima cim a de Mount Lowe. La astróloga astról oga pronostica, pronost ica, Constance se tira a la piscina. pi scina. Busca la página de necrológicas. –¿Necro…? –¡Búscala! –¡Búscal a! ¿Qué ves? –¡Cielo –¡Ciel o santo! sant o! ¡El horóscopo diari di arioo y el nombre: nom bre: Reina Califia Cali fia!! –¿Qué pronostica pronost ica el horóscopo? ¿Algo bueno? ¿Pasable? ¿Pas able? ¿Es un buen día dí a para empezar empeza r a preparar pr eparar un jardín o para casarse con un imbécil? imbécil ? ¡Léelo! –«Semana feli f eliz, z, día feliz. fel iz. Acepta Acept a todas las propuest pr opuestas, as, grandes gra ndes o pequeñas.» pequeña s.» Y después, ¿qué ocurre? –Tenemos que encontrar encontr ar a Califi Cal ifia. a. –¿Para qué? –No olvides que también tam bién ella el la tiene t iene un círculo círc ulo rojo r ojo alrededor al rededor del nombre. nom bre. Hay que verla ver la antes ant es de que pase algo horrible. Esa cruz roja significa signif ica muerte muert e y entierro. ¿De acuerdo? –No -dijo Crumley-. Cruml ey-. ¡El ¡ El viejo vie jo Tutankamón, Tuta nkamón, allá al lá en la cima ci ma de Mount Lowe, sigue si gue vivito vivi to y coleando, y su nombre también está dentro de un círculo círcul o de tinta roja, roj a, con una cruz al lado! –Pero siente si ente que están está n a punto de d e ir a buscarlo. buscar lo. –¿Quién? ¿Constance? ¿Const ance? ¿Ese prodigioso prodigi oso renacuajo? rena cuajo? –Bueno, el viejo vi ejo está es tá vivo. vi vo. Pero eso es o no signifi si gnifica ca que no hayan haya n liquidado li quidado a Califia. Calif ia. El viejo viej o Rattigan no nos dio mucho. Quizá ella nos pueda dar más. Todo lo que necesitamos necesitam os es una dirección. –¿Nada más? Oye. – Crumley Cruml ey viró vir ó de repente repe nte hacia hac ia el bordillo bordil lo y se s e bajó-. bajó- . La mayoría mayor ía de la l a gente no piensa nunca, Constance Constance no pensó, nosotros no pensamos. Hay un sitio en el que nunca miramos. mir amos. ¡Las Páginas Amarillas! ¡Qué pifia! i Las Páginas Amarillas! Atravesó la acera, entró en una cabina telefónica a buscar en unas gastadas Páginas Amarill as, arrancó una y volvió con ella al coche. –Un teléfono teléf ono viejo, viej o, inútil inút il.. Pero quizá qui zá haya una direcci di rección. ón. Me puso la página en la cara. Leí: REINA CALIFA. Quiromancia. Quiromancia. Frenología. Astrología. Necrología Necrologí a Egipcia. Egipci a. Tu vida es e s mía. Bienvenido. Bie nvenido. Y la maldita dirección zodiacal. –¡Así que Constance Const ance nos dio di o la pista pi sta para llegar l legar a la reli r eliquia quia egipcia egi pcia y la reli r eliquia quia nombra nom bra a Califi Cal ifia, a, que dijo cásate con la bestia! besti a! – exclamó Crumley, tan al borde de un soponcio soponcio como nunca lo había visto. –¡Eso no lo l o sabemos! sabem os! –Claro que no. Tenemos que averiguarl averi guarlo. o. Metió otra marcha y fuimos rápido a ver. SUBIMOS SUBIMOS EN EL EL COCHE COCHE hasta cerca del Pabellón de Investigación Invest igación Psíquica de Reina Califia, Califi a, en pleno centro de Bunker Bunker Hill. Crumley lo l o miró con malhumor. mal humor. Después le hice una seña con la cabeza y vio lo l o que para par a él era un encantador encanta dor espectác es pectáculo: ulo: FUNERA FUNERARIA RIA CALLAH CALLAHAN AN Y ORTEG ORTEGA. A. Eso le levantó el ánimo. –Es como volver vol ver a casa ca sa -confesó. -c onfesó. Nuestro cacharro se detuvo. Bajé.
–¿Vienes? – dije. di je. Crumley se quedó mirando por el parabrisas, las l as manos apoyadas en el volante, como si todavía estuviéramos en marcha. –¿Por qué será se rá que todo t odo lo que hacemos ha cemos parece marchar marc har siempr si empree cuesta cuest a abajo? abaj o? – dijo. dij o. –¿Vienes? Te necesit ne cesito. o. –Apártate. –Apártat e. Había subido la mitad de los escalones escal ones de concreto e iba por el agrietado paseo de cemento cuando se detuvo y contempló la ruinosa casa parecida pareci da a una pajarera. –Parece la l a casi pasteler paste lería ía donde hacen h acen tus galletas gall etas de la desgracia. desgrac ia. Seguimos subiendo. Por el camino cami no encontramos un gato, una cabra blanca y un pavo real. El pavo real desplegó los mil ojos, mirándonos pasar. Llegamos a la puerta. Al llamar, me cayó sobre los zapatos una ventisca de copos de nieve de pintura, impropia de la est ación. –Si eso es e s lo que sostiene sost iene esta es ta construc cons trucción, ción, no durará mucho -coment - comentóó Crumley. Cruml ey. Golpeé en la puerta con los nudillos. Dentro se oyó como si empujaran una enorme caja fuert e por un suelo de madera. Pusieron algo pesado contra el otro lado de la puerta. Volví a levantar la mano, pero dentro una voz aguda de gorrión gritó: –¡Vete! –Sólo quiero… quie ro… –¡Vete! –Cinco minutos mi nutos -dij - dije-. e-. Cuatro, Cuatr o, dos, uno, por el amor am or de Dios. Dios . Necesito Necesit o su ayuda. –No -chilló -chil ló la l a voz-, yo necesito necesi to la l a tuya. Mi mente se puso a dar vueltas como un fichero giratorio. Oí a la momia. Repetí sus palabras. –¿Alguna vez se s e preguntó pregunt ó de dónde.viene dónde.vi ene el nombre California Calif ornia?? – dije. dij e. Silencio. La voz aguda se volvió casi un susurro. susurr o. –Maldita –Maldi ta sea. se a. Traquetearon tres cerrojos. –Nadie sabe eso e so de Californi Cali fornia. a. Nadie. La puerta se abrió unos centímetros. –De acuerdo, dame dam e -dijo -di jo la l a voz. Salió una mano como una grande y rechoncha rechoncha estrella estrell a de mar. –¡Ponla ahí! a hí! Puse mi mano sobre la suya. –Dale la vuelta. vuelt a. Le di la vuelta, poniendo la palma hacia arriba. ar riba. La mano de la mujer apretó la mía. –Calma. Su mano masajeó la mía; su pulgar circunnavegó las líneas de mi palma. –No puede ser -susurr - susurró. ó. Más movimientos silenciosos mientras me pasaba el pulgar por las almohadillas debajo de los dedos. –Es -dijo -dij o ella ell a con un suspiro. sus piro. Y entonces: –¡Te acuerdas acuer das de cuando cua ndo naciste! nacis te! –¿Cómo lo supo? s upo? –¡Debes de ser se r el séptimo sépti mo hijo hi jo de un séptimo sépti mo hijo! hi jo!
–No -dije-, -dije -, no tengo t engo hermanos, herm anos, soy hijo hij o único. –Dios mío. mí o. – Su mano saltó salt ó sobre la míam ía-.. ¡Vas a vivir vi vir para siem s iempre! pre! –Nadie vive para siem s iempre. pre. –Tú sí. No tu cuerpo. Pero Per o sí lo l o que haces. haces . ¿Qué es lo l o que haces? haces ? –Creía que mi vida estaba es taba en e n sus manos. m anos. La mujer soltó una risa entrecortada. –Dios mío. mí o. ¿Un actor? actor ? No. El hijo hij o bastardo bast ardo de Shakespeare Shake speare.. –Shakespeare –Shakespear e no tuvo hijos. hi jos. –Entonces, de Melville Melvi lle.. El hijo hi jo ilegí i legíti timo mo de Herman Herm an Melvil Mel ville. le. –Ojalá fuera f uera cierto. ci erto. –Lo es. Oí que el enorme peso detrás de la puerta se apartaba apart aba deslizándose sobre ruedas chirriantes. El portal se abrió abri ó de par en par. Vi a una mujer inmensa con una inmensa túnica real r eal de terciopelo que retrocedía ret rocedía sentada en un trono metálico metál ico con ruedas hasta el fondo de la habitación. Se detuvo junto a una mesa en la que había no una sino cuatro bolas de cristal, cristal , que chispeaban reflejando la luz de una lámpara Tiffany Tiff any verde y ámbar. La Reina Califia, astróloga, quiromántica, quirománt ica, frenóloga, pasadóloga y futuróloga, estaba hundida dentro de ciento cincuenta montañosos kilos kil os de carne demasiado sólida, lanzando rayos X con la mirada. Entre las sombras abultaba una enorme caja fuerte de hierro. –No muerdo. Entré. Crumley me siguió. –Pero no cierre ci erress la puerta puert a -añadió. -añadi ó. Oí que el pavo real gritaba en el patio y me atreví a tender la otra mano. La Reina Reina Califia retrocedió r etrocedió como si la l a hubieran quemado. –¿Conoces a Greene, el novelist novel ista? a? – dijo di jo con voz entrecort entr ecortada-. ada-. ¿A ¿ A Graham Greene? Dije que sí con la cabeza. –Escribió –Escrib ió sobre sobr e un sacerdote sacer dote que había ha bía perdido per dido la l a fe. Después, Después , ese sacerdot s acerdotee presenció pres enció un milagro mil agro que él mismo había obrado. La impresión ante la fe renovada casi lo mató. –¿Y qué? –Y qué. – La mujer muj er clavó cl avó la mira m irada da en mi m i mano m ano como si estuvi es tuviera era desconecta des conectada da del brazo-. brazo- . Válgame Dios. –¿Le está ocurriendo ocurri endo eso a usted? us ted? – dijedi je-.. ¿Qué fue de ese e se sacerdot sac erdote? e? –¡Ay, Dios mío! mí o! –¿Perdió –¿Perdi ó usted su fe, su poder curativo? curat ivo? –Sí -murm -m urmuró uró la mujer. muj er. –¿Y ahora mismo, mi smo, en este est e momento, mom ento, lo l o ha recuperado? rec uperado? –¡Maldit –¡Mal ditaa sea! ¡Claro que sí! sí ! Llevé la mano al pecho para cegada. –¿Cómo lo adivi a divinó? nó? – pregunté. pregunt é. –No adiviné nada. na da. Me asust a sustaa mucho. Vio la invitación a la boda y el periódico en mi mano extendida. –Has ido a verlo ver lo -dij - dijo. o. –Usted ha mira m irado. do. Ha hecho trampa. tr ampa. Eso provocó una sonrisa y después un bufido. bufi do. –La gente rebota r ebota en e n él y term t ermina ina aquí. aquí .
–Supongo que no con demasia dem asiada da frecuenci fr ecuencia. a. ¿Puedo sentarm sent arme? e? – dije-. di je-. Me caeré caer é si no lo hago. La mujer señaló con la cabeza una silla sill a a unos metros de distancia, dist ancia, una distancia segura. Me dejé caer en ella. Crumley, a quien no prestábamos atención, parecía malhumorado. mal humorado. –¿Qué decía usted? us ted? – pregunté-. pregunt é-. La gente gent e no visita vis ita mucho al viejo. viej o. Nadie sabe que está est á vivo en en Mount Lowe. Lowe. Pero hoy fue alguien allí y le l e gritó. –¿Ella le grit gr itó? ó? – Los recuerdos re cuerdos casi c asi derritie derri tieron ron la l a enorme enorm e montaña-. mont aña-. Yo no la l a dejaría deja ría entrar. entr ar. –¿A ella? –Siempre –Siemp re es un error erro r -Reina -Rei na Califia Cali fia echó una mirada m irada a las bolas de cristal cri stal-- adivinar adi vinar futuros, futur os, y peor aún contarlos. Yo doy indicios, no hechos. No digo a la gente qué acciones t iene que comprar, qué carne tiene que pedir prestada. Para los regímenes, r egímenes, sí, vendo vitaminas, vitami nas, hierbas chinas, pero no longevidad. –Acaba de hacerlo. hacer lo. –Tú eres difere di ferente. nte. – Se ladeó. Las ruedas debajo de la enorme enor me sill si llaa chillaronchil laron-.. Tienes el futuro f uturo por delante. Nunca había había visto un futuro fut uro tan claro. Pero estás en un terrible terr ible peligro. Veo todo el tiempo ti empo que tienes que vivir, pero alguien podría destruir dest ruir eso. ¡Ten cuidado! Hizo una larga pausa, cerró los ojos y después dijo: –¿Eres amigo am igo de ella? el la? Sabes Sabe s lo que quiero quier o decir. decir . –Sí… y no -dij - dije. e. –Todo el mundo m undo dice eso. Es blanca bl anca y negra negr a y una verdadera ver dadera fier f iera. a. –¿De quién estamos est amos hablando? –No hace falta fal ta decir dec ir nombres. nom bres. Yo no la dejé dej é entrar. entr ar. Hace una hora. Miré a Crumley. –Estamos –Estam os recuperando rec uperando el tiempo, tie mpo, nos estamos esta mos acercando. a cercando. –No lo hagáis -dijo -dij o CalifiaCalif ia-.. Por como com o gritaba, gri taba, pensé pe nsé que podía podí a tener tene r un cuchill cuchi llo. o. «¡Nunca te lo perdonaré!», gritó. «Nos diste mapas de carretera carreter a incorrectos, para bajar en vez de subir, para perder en vez de encontrar. ¡Que te ases en el infierno!» infi erno!» Después oí cómo se marchaba mar chaba en el coche. No dormiré esta noche. –Aunque suene ridícul ri dículo, o, ¿dijo ¿dij o adónde iba? i ba? –No es nada ridícul ri dículoo -explicó -expl icó Califi Cal ifia-. a-. Se me m e ocurre ocurr e que como com o fue prim pr imero ero a ver a ese viejo vi ejo tonto t onto en Mount Lowe, que que ella dejó después de una mala noche, y a continuación conti nuación me vio a mí, m í, que la había incitado a casarse con él, bueno, ¿por qué el próximo no habría de ser el pobre tonto que celebró la ceremonia? ¡Quiere reunirnos a todos para arrojarnos a un precipicio! –No haría eso. es o. –¿Cómo lo sabes? s abes? ¿Cuántas ¿Cuánt as mujeres muj eres hubo en tu vida? vi da? Tímidam Tím idamente, ente, reconocí: reconocí : –Una. La Reina Reina Califia se s e secó la cara con un pañuelo de tamaño suficiente como para cubrirle cubri rle medio pecho, recobró la calma y despacio se fue acercando a mí, impulsándose i mpulsándose sobre las ruedas con delicados empujones de zapatos increíblemente increíbl emente pequeños. No No podía apartar la mirada m irada de aquellos pies tan diminutos comparados con el vasto territorio de arriba y la enorme cara lunar asentada sobre aquel espacio. Vi el fantasma de Constance ahogado debajo debajo de tanta carne. La Reina Califia cerró los l os ojos. –Te está utiliz uti lizando. ando. ¿La amas? am as? –Con cautela. cautel a. –No te quites quit es la l a ropa y no n o apagues el motor. mot or. ¿Te pidió pi dió que la l a dejaras deja ras encint e ncinta? a? –No con tantas tanta s palabras. pal abras.
–Nada de palabras, palabr as, sólo sól o niños bastar ba stardos dos que nacen nace n muertos. muer tos. Parió Par ió monstr m onstruos uos portoda port oda la cuenca c uenca de Los Ángeles, Ángeles, por el asqueroso Hollywood Hollywood Boulevard, Boulevard, por la calle principal. pri ncipal. Quémale la cama, esparce las cenizas, llama a un sacerdote. –¿Qué sacerdote, sacerdot e, dónde? –Te pondré en contact con tacto. o. Ahora… -La mujer m ujer hizo una pausa, negándose negá ndose a escupir es cupir el nombre-. nom bre-. Nuestra amiga. Nunca acierta. Uno de de sus trucos, aterrorizar aterr orizar a los hombres. hombr es. Una hora hora con ella es suficiente. Se amotinan amot inan en las calles. call es. ¿Conoces ¿Conoces el juego del tío tí o Wiggly? Bueno, Bueno, el tío tí o Wiggly dice ¡da diez saltos hacia atrás, corre hacia el Gallinero, detente! –¡Pero ella el la me m e necesita! necesi ta! –No. Ella se aliment ali mentaa de los l os desperdici desper dicios. os. Benditos Bendit os los malvados mal vados que saborean s aborean la l a maldad. mal dad. Tus huesos amasarán su pan. Si ella estuviera aquí, la atropellaría con la silla. Dios mío, las ruinas de Roma son obra suya. Caray -añadió-. Deja que te mire mir e de nuevo la palma. La enorme silla crujió. cr ujió. La pared de carne amenazó. –¿Me va a quitar quit ar lo l o que vio en e n mi mano? –No. Me limit li mitoo a decir deci r lo l o que veo en una palma palm a abierta.¡ abier ta.¡Tú Tú tendrás tendrá s otra otr a vida después de spués de ésta! ésta ! Rompe en pedazos pedazos ese periódico. Quema la invitación invitaci ón a la boda. Márchate de la ciudad. Dile que se muera. Pero díselo desde el otro otr o extremo del país, por teléfono. t eléfono. Ahora, Ahora, ¡fuera! –Desde aquí ¿adónde ¿a dónde voy? –Que dios me m e perdone. – La mujer muj er cerró cer ró los lo s ojos y murmurómur muró-:: Fíjate Fíj ate en e n esa invita i nvitación. ción. Levanté la tarjeta y miré. –Seamus Brian Br ian Joseph Jos eph Rattigan, Ratt igan, catedr ca tedral al de Santa Sant a Vibiana, Vibiana , celebrant cel ebrante. e. –Ve y dile que su hermana her mana está e stá en dos tipos t ipos de infierno, infi erno, y que envíe agua a gua bendita. bendit a. ¡Lárgate! ¡Lár gate! Tengo mucho que hacer. –¿Qué, por ejempl ej emplo? o? –Vomitar –Vomit ar -dijo -di jo la l a mujer. muj er. Apreté con firmeza al padre Seamus Brian Joseph Rattigan en la palma palm a sudorosa, retrocedí y choqué contra Crumley. –¿Quién eres? ere s? – dijo di jo Califia, Cali fia, notando por fin mi m i sombra. som bra. –Pensé que lo l o sabía sabí a -dijo -di jo Crumley. Crum ley. Salimos y cerramos la puerta. Toda la casa se movió bajo el peso de ella. –Adviérteselo –Adviért eselo -gritó -gri tó Califia Cali fia-. -. Dile Dil e que no vuelva. vuel va. Miré a Crumley. –¡No te adivinó adi vinó el futuro! futur o! –A veces el Señor se acuerda de uno -dijo -di jo Crumley. Crum ley. REGR RE GRESA ESAMOS MOS descendiendo descendiendo por la escalera escaler a de cemento, y bajo la pálida páli da luz de la luna, junto al coche, Crumley me miró a la cara. –¿A qué se debe ese es e aspecto aspect o de perro perr o rabioso? rabi oso? –¡Acabo de ingresar ing resar en una iglesi i glesia! a! –¡Sube, por Dios! Subí, sintiendo fiebre. –¿Adónde vamos? –A la catedral cat edral de Santa Vibiana. –¡Dios bendito! bendi to! Apretó el botón de arranque.
–No. – Exhalé-. No podrí a soportar soport ar otro ot ro encuentro encue ntro cara c ara a cara. c ara. Vamos Vam os a casa, cas a, James, Jam es, una ducha, duc ha, tres cervezas y a la l a cama. Pescaremos a Constance al amanecer. Pasamos por Callahan y Ortega Ortega con agradable lentitud. lentit ud. Crumley casi parecía feliz. feli z. Antes de la ducha, las cervezas y el sueño, pegué siete u ocho primeras planas de periódicos en la pared sobre mi cama, donde podría despertarme despertarm e por la noche con la esperanza de encontrar soluciones. Todos los nombres, todas las fotos, todos los titular t itulares es grandes y pequeños pequeños guardados por razones misteriosas o no misteriosas. Allí detrás, Crumley soltó un bufido. –¡Santo Dios! Di os! ¿Vas a comulgar comul gar con notic no ticias ias que estaban est aban muerta mue rtass en cuanto cuant o quedaron impresas? impr esas? –Sí, es posible posibl e que al amanecer amanec er caigan cai gan de la pared y se s e deslicen desl icen debajo de bajo de mis párpados y se queden pegados pegados al adhesivo creativo de mi cerebro. –¡Adhesivo creat c reativo! ivo! ¡Bushido japonés ¡Bushido japonés!! ¡Toro ¡Tor o americano! amer icano! Una vez que esas cosas se s e desprenden despr enden de la pared como tú, t ú, ¿se propagan? –¿Por qué no? Si no siembra sie mbras, s, no recoges. re coges. –Espera mient m ientras ras mato m ato esto. es to. – Crumley Crum ley bebió bebi ó un trago-. tr ago-. ¿Te acuest a cuestas as con puercoespi puer coespines nes y te te levantas con pandas? – Asintió Asintió con la cabeza ante todas t odas aquellas fotos, nombres y vidas-. ¿Constance está ahí, en algún sitio? –Oculta. –Métete –Métet e en la l a ducha. Montaré Mon taré guardia guardi a sobre las necrol ne crológicas ógicas.. Si se mueven, grit gr ito. o. ¿Qué te parece pa rece una margarita antes de dormir? –Pensaba que no lo l o preguntarí pregunt arías as -dije. -di je. LA CATEDRAL de Santa Vibiana nos esperaba. El centro de Los Ángeles. El barrio bajo. Al mediodía, viajando hacia el este, evitábamos los bulevares principales. –¿Viste If –¿Viste If I Had a Mill Mi llion ion de W. C. Fields? Compraba Compraba coches viejos y embestía embestí a a los conductores imprudentes. Estupendo -dijo Crumley-. Por eso odio las carreteras. carr eteras. Me dan ganas de matar a alguien. ¿Me escuchas? –Rattigan –Ratti gan -dije-di je-.. Pensaba que la conocía. conoc ía. –Vaya. – Crumley Cruml ey rió ri ó con dulzura-. dulz ura-. Tú no conoces a nadie. Nunca escribirá escri biráss la gran novela novel a americana porque no sabes distinguir dist inguir un burro de un carro. carr o. Tú exageras el personaje donde no hay ningún personaje, así que tienes que inventar príncipes prínci pes de cuentos de hadas, lecheras vírgenes. La mayoría de los escritores escr itores ni siquiera pueden hacer eso, y tú lo consigues con inventiva y esfuerzo desmedido. Deja que esos realistas se conformen conform en con recoger excrementos de perro. Yo no abrí la boca. –¿Sabes cuál es tu t u problema? probl ema? – ladró ladr ó Crumley, Cruml ey, y después despué s suavizó suavi zó la voz-. Amas a personas person as que no merecen ser amadas. –¿Como tú, Crum? Me miró con cautela. –Bueno, lo mío m ío no import i mportaa -admit -adm itió-. ió-. Tengo más agujeros agujer os que un colador, col ador, pero per o no me he caído por ellos. ¡Un momento! – Crumley pisó pis ó el freno-. ¡El Papa está en su segunda casa! Miré la catedral de Santa Vibiana en medio de la desolación en cámara lenta del barrio bajo, muerto desde hacía mucho tiempo. –Jesús -dij - dijee- habría habr ía construi cons truido do aquí. ¿Entras? ¿Entras ? –¡Que me lleve l leve el e l diablo! di ablo! ¡Claro ¡Clar o que no! Me M e echaron echar on a patadas pata das de un confesi c onfesionari onarioo a los doce años, cuando me despellejaba las rodillas persiguiendo a mujeres fantásticas. –¿No vas a comulgar com ulgar nunca más? más ?
–Cuando me muera. m uera. Baja, Baj a, tío. tí o. De Reina Califia Cali fia a la Reina Rei na de Los Ángeles. Ángeles . Bajé. –Rézame un avemar av emaría ía -dij - dijoo Crumley. Cruml ey. DENTRO DE LA CATEDRAL estaba vacío, poco después del mediodía, y una penitente esperaba unto al confesionario cuando llegó un sacerdote y le indicó por señas que entrar a. La cara del sacerdote confirmó que yo estaba en el sitio correcto. Cuando salió la mujer, me zambullí, tímido, en el otro lado del confesionario. En la ventana enrejada se movió una sombra. –¿Y bien, hijo hi jo mío? m ío? –Perdóneme, –Perdónem e, padre -solté-sol té-.. Califia. Cali fia. La otra puerta del confesionario se abrió de golpe, mientras se oía un juramento. Yo abrí la mía. El sacerdote se echó hacia atrás como si yo le hubiera disparado. Era el recuerdo de Rattigan. Ratti gan. No esbelta dentro de cuarenta y cinco kilos ki los de carne color bronceado de foca, sino metida en una esquelética percha de alambre de sacerdote renacentista florentino. Los huesos de Constance Constance estaban allí ocultos, pero la carne que re cubría los l os huesos tenía palidez de calavera, y los labios del sacerdote no tenían hambre de cama y desayunos pecaminosos sino de salvación. Allí estaba es taba Savonarola rogando a Dios perdón por sus apasionadas peroratas, y Dios callado, con el fantasma fantasm a de Constance ardiéndole en los ojos y mirando desde la calavera. Al padre Ratti Rattigan, gan, desgarrado, le parecí inofensivo salvo por aquella palabra, y señaló con la cabeza la sacristía, me hizo entrar y cerró la puerta. –¿Eres amigo am igo de ella? el la? –No, señor. –¡Muy bien! bi en! – Se contuvo-. con tuvo-. Siéntate. Siént ate. Tienes Ti enes cinco ci nco minutos. mi nutos. El cardenal está esperando. esperan do. –Entonces vaya. va ya. –Cinco minutos mi nutos -dij - dijoo Constance desde de sde dentro dent ro de la l a máscara más cara de aquel gemel g emeloo genético-. genéti co-. ¿Y bien? bie n? –Acabo de visitar… visi tar… –A Califia. Califi a. – El padre padr e Rattigan Ratt igan exhaló exha ló con desesper de sesperación ación control c ontrolada-. ada-. La Reina. Rei na. Envía aquí a quí a las l as personas a las que no puede ayudar. ayudar. Tiene su iglesia, que no es la mía. m ía. –Constance ha vuelto vuelt o a desaparecer desapa recer,, padre. –¿De nuevo? –Eso es lo l o que ha dicho di cho la Reina, es decir, decir , Califia. Calif ia. Le ofrecí el Libro de los Muertos. Muert os. El padre Rattigan lo hojeó. –¿Dónde conseguiste conseguis te esto? es to? –Constance. Dijo Di jo que alguien al guien se s e lo había habí a enviado. envia do. Para asusta a sustarla rla o quizá para lasti l astimar marla, la, sólo s ólo Dios sabe. Quiero decir que sólo ella sabe si es una amenaza real. –¿Crees que pudo pu do haberse escondido escondi do para compli co mplicar car la l a vida a todo el mundo? – El padre Rattig Rat tigan an se quedó pensando-. Yo Yo mismo mism o tengo dudas. Pero también están est án los que entonces quemaron a Savonarola y ahora lo ensalzan. Una extraña mezcla de pecador y de santo. –¿Verdad que hay algún a lgún parecido, par ecido, padre? – me m e atreví atr eví a decir-. decir -. ¿No es que muchos pecadores pecadore s se volvieron santos? –¿Qué sabes tú t ú de Florencia Flor encia en 1492, cuando Savonarola Savona rola obligó obli gó a Botticel Bott icelli li a quemar quema r sus pinturas? pint uras? –Es la única úni ca época de la que sé, s é, señor, señor , padre. Entonces Savonarola Savon arola,, ahora Constance… Const ance… –Si Savonarola Savonar ola la l a conociera, conocie ra, se s e suicidar suic idaría. ía. No, no, déjame déj ame pensar. pe nsar. Tengo hambre ha mbre desde el amanecer. Aquí hay pan y vino. Comamos y bebamos algo antes de que me desmaye. El buen padre sacó una una barra de pan y una jarra del armario arm ario de la sacristía sacri stía y nos sentamos. sentam os. El
padre Rattigan cortó el pan y sirvió sirvi ó una pequeña pequeña cantidad de vino para él, y una cantidad grande para mí, que acepté de buena gana. –¿Baptista? –¿Baptis ta? – dijo. dij o. –¿Cómo lo adivi a divinó? nó? –Prefiero –Prefi ero no revelar r evelarlo. lo. Empiné la copa. –¿Me puede ayudar a yudar con Constance, Const ance, padre? padr e? –No. Ay, Señor, Señor, quizá qui zá sí. sí . Me volvió a llenar la copa. –Anoche. ¿Puede ser? ser ? Me quedé en el confesi c onfesionari onarioo hasta hast a tarde. tar de. Sentía… Sentí a… como si s i estuvier est uvieraa esperando a alguien. Finalmente, cerca de la medianoche, m edianoche, una mujer entró en el confesionario y durante un largo rato no habló. Al cabo de un tiempo, como Jesús llamando a Lázaro, insist í, y ella se se echó a llorar. llorar . Salió todo. Pecados por kilo y por tonelada, pecados del año pasado, de hace diez años, de hace treinta, no podría parar, y seguía y seguía, una sucesión de noches atroces, sin fi n, y por último calló y estaba a punto de mandarle rezar unas avemarías cuando la oí correr. Miré en el otro lado del confesionario confesionari o pero sólo olí perfume. Ay, Señor, Señor. Señor. –¿Perfume –¿Perfum e de su hermana? her mana? –¿Constance? – El padre padr e Rattigan Ratt igan se s e arrell arr ellanó anó en la l a silla si lla-. -. Aquel perfum pe rfumee era un doble fuego f uego infernal. Anoche, Anoche, pensé. Tan cerca. Si Crumley Cruml ey y yo hubiéramos venido entonces. –Tiene que irse, i rse, padre pa dre -dije. -di je. –El cardenal carde nal esperará es perará.. –Bueno -dije-, -dij e-, si regresa, regre sa, ¿me ¿m e puede llam l lamar? ar? –No -dijo el sacerdot s acerdote-. e-. El confesionari confesi onarioo es tan t an privado pri vado como la l a oficina ofi cina de un abogado. ¿Tan afectado estás? –Sí. Distraído, hice girar el anillo de boda en el dedo. El padre Rattigan se dio cuenta. –¿Tu mujer muje r sabe todo esto? es to? –Más o menos. m enos. –Eso suena a moral m oral de charcuterí charcut ería. a. –Mi mujer m ujer confía confí a en mí. mí . –Las mujeres, muj eres, que Dios las l as bendiga, bendi ga, hacen eso. e so. ¿Crees que merece mer ece la pena salvar sal var a mi m i hermana? her mana? –¿Usted no lo l o cree? –Yo, Dios mío, mí o, me di por vencido venci do cuando afirm af irmóó que la respiraci respi ración ón artifi art ificial cial boca a boca era e ra una postura del Kama Sutra. –¡Constance! –¡Constanc e! A pesar de eso, padre, padr e, si aparece de nuevo, ¿podría ¿podr ía llam l lamar ar a mi m i número núm ero y colgar? col gar? Sabría que me está anunciando su llegada. –Sabes buscar busca r las la s cinco ci nco patas al gato. gat o. Dame tu t u número. númer o. No veo en ti tanto tant o a un baptist bapt istaa como a un buen cristiano. Le di mi número y también el de Crumley. –Que suene sólo sól o una vez, padre. pa dre. El sacerdote estudió los números. –Todos vivimos vivi mos de la ladera. l adera. Pero Per o algunos, algunos , por mil m ilagro, agro, echan echa n raíces. raí ces. No te quedes esperando. es perando. Quizá no suene nunca nunca tu teléfono. Pero te daré el número númer o de mi ayudante, Betty Kelly, por si acaso. ¿Para qué haces todo esto?
–Ella estaba e staba a punto de arrojarse arroj arse a un precipici preci picio. o. –Ten cuidado de que no te arroje arroj e con ella. el la. Me M e avergüenzo avergüe nzo de haber dicho eso. es o. Pero de niña patinaba por la calle y se detenía en medio del tráfico a reírse. Me clavó una mirada brillante como una aguja. –Pero ¿por qué te cuento esto? es to? –Es mi cara. –¿Tu qué? –Mi cara. ca ra. Me M e miro mi ro en los l os espejos espe jos pero per o nunca me m e pesco. La expresión expresi ón siempre siem pre cambia cam bia antes ant es de que pueda atraparla. Tiene que ser una mezcla de Niño Jesús y Gengis Khan. Vuelve Vuelve locos a mis m is amigos. am igos. Eso relajó un poco los huesos del sacerdote. –¿Te parece correcto corre cto «idiot «i diotaa sabio»? sabi o»? –Casi. Los matones m atones de la escuel e scuelaa me mira m iraban ban y me daban una buena paliza. pali za. ¿Qué decía decí a usted? ust ed? –¿Decía algo? al go? Sí, bueno, bue no, si aquella aquell a mujer muj er gritona gr itona era Constance, Const ance, y su s u voz parecía pare cía difere di ferente, nte, entonces me dio órdenes. ¡Imagínate, ¡Imagí nate, órdenes a un sacerdote! Me dio un plazo. Dijo que volvería en veinticuatro horas. Debo perdonarle por completo todos los pecados, veinte mi l en total. total . Como si yo pudiera conceder una absolución tan masiva. Le dije que tendría que perdonarse a sí mi sma, y pedir perdón a los demás. Dios te t e ama. «No, no me ama», dijo. dij o. Y se fue. –¿Volverá? –¿Con palomas palom as en los l os hombros hombr os o con rayos? r ayos? El padre Rattigan me acompañó hasta la parte delantera de la catedral. –¿Y qué aspecto aspect o tiene? ti ene? El de una sirena si rena que canta c anta para pa ra atraer at raer a los mariner mar ineros os y hacer que se ahoguen. ¿Tú ¿Tú eres un pobre marinero? mari nero? –No, padre, sólo sól o alguien algui en que escribe esc ribe sobre gente gent e que vive vi ve en Marte. Mar te. –Espero que esa es a gente sea más m ás feliz fel iz que nosotros. nosotr os. ¡Un moment m omento! o! Dios mío, m ío, ella el la dijo di jo una cosa. c osa. Que iba a cambiar de templo. Y que quizá no regresaría a mojarme las orejas. –¿A qué templo tem plo iría i ría,, padre? –Al chino. Chino Chi no y de Grauman. Graum an. ¡Vaya «templ «t emplo»! o»! –Para muchos m uchos es un templo. tem plo. ¿Usted ¿Ust ed ha estado est ado allí? all í? –Para ver Rey ver Rey de reyes. reye s. El patio delantero me pareció superior a la película. Tienes aspecto de salir corriendo en cualquier momento. –Para el nuevo templo, tem plo, padre. padr e. El chino. chi no. El de Grauman. Graum an. –No te acerques acer ques a las l as pisadas pi sadas en las arenas movedizas. movedi zas. Muchos Muc hos pecadores pecador es se han h an hundido allí al lí.. ¿Qué película están dando? –Abbott y Costell Cost elloo en Jack and the Beanstalk. –Lamentable. –Lament able. –Lamentable. –Lament able. Eché a correr. –¡Cuidado con las arenas movedizas! -gritó el padre Rattigan mientras yo salía por la puerta. Mientras atravesaba at ravesaba la ciudad yo era un globo de aire caliente lleno l leno de Grandes Esperanzas. Esperanzas. Crumley seguía golpeándome en el codo para calmarme, calmarme. Pero teníamos que llegar a aquel otro templo. –¡Templo! –¡Templ o! – murmur m urmuróó Crumley-. Cruml ey-. ¿Desde cuándo un programa progr ama doble dobl e margina mar gina al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo? –Rayos y centell cente llas. as. Crumley encendió la radio del coche.
–… tardes… tar des… -dijo -di jo una voz-. voz -. Mount Lowe… –¡Escucha! – dije dij e con el estómago estóm ago hecho un bloque bl oque de hielo. hi elo. La voz dijo: –Muerte… –Muert e… policía… poli cía… Clarence Cl arence Rattigan… Ratti gan… víctim víct ima… a… -Una explosión expl osión de estáti está tica-. ca-. Extraño Ext raño accidente… víctima asfixiada, asfixiada… viejos periódicos. ¿Recordáis los hermanos del Bronx? ¿Los que guardaban guardaban pilas de viejos periódicos peri ódicos que se les cayeron encima y los mataron? mat aron? Periódicos… –Apágala. Crumley apagó la radio. –Pobre alma al ma perdida per dida -dije - dije.. –¿De veras estaba es taba tan t an perdido? perdi do? –Perdido a más no poder. –¿Quieres que pasemos pasem os por allí al lí?? –Pasemos por allí al lí -dije -dij e al fin, sollozando. soll ozando. –No lo conocías conocía s -dijo -di jo CrumleyCrum ley-.. ¿Por qué esos e sos sollozos? sol lozos? Se estaba yendo el último coche de la policía. policí a. El furgón de la morgue se había ido hacía rato. rat o. Al pie de Mount Lowe quedaba quedaba un solo policía policí a subido a la moto. Crumley sacó la l a cabeza por la ventanilla. –¿Hay algo que nos impida im pida subir? subi r? –Yo -dijo el agenteage nte-.. Pero ya me m e voy. –¿Hubo periodistas periodi stas?? –No, no valía la pena. pen a. –Claro -dij - dije, e, sollozando sol lozando un poco más. más . –Vale, vale val e -refunfuñó -r efunfuñó Crumle Cr umley-, y-, espera es pera a que nos pongamos pongam os en camino cam ino antes ant es de vomit vom itar ar eso. Esperé, desmoronándome en silencio. El policía de la moto se marchó y esa tarde hicimos un largo viaje hasta el templo de Karnak en ruinas, hasta el destruido dest ruido Valle de los Reyes y hasta la desaparecida El Cairo. Eso, al menos, es lo que dije por el camino. –Lord Carnarvon desenterró desent erró a un rey, nosotros nos otros enterramos enter ramos a otro. otr o. No me desagradar desa gradaría ía tener t ener una tumba como ésta. –Tonterías –Tonterí as -dijo -di jo CrumleyCrum ley-.. Tonterías. Tonter ías. En la cima de la montaña m ontaña no había ruinas, sólo una enorme pirámide de periódicos peri ódicos en la que hurgaba una topadora conducida por un analfabeto. El tipo subido a la máquina no podía imaginar im aginar que estaba segando las protestas de Hearst en el 29 ni los estallidos de McCormick en el Chicago Tribuneen el 32. Roosevelt, Hitler, Baby Rose Marie, Marie Dressler, Aimee Semple Sempl e McPherson, enterrados una y otra vez, cohibidos para siempre. Solté una palabrota. Crumley tuvo que contenerme para que no saltara a rescatar VICTORIA EN EUROPA o HITLER MUERTO EN BUNKER BUNKER o AIMEE AI MEE SALE CAMINAND CAMI NANDO O AL MAR. –¡Tranquilo! –¡Tranqui lo! – murmuró mur muró Crumle Cr umley. y. –¡Pero mira m ira lo que hace ha ce con todo t odo ese inesti i nestimabl mablee materi mat erial! al! ¡Suéltame, ¡Suélt ame, maldit mal ditaa sea! Salté para tratar de agarrar antes de que fuera tarde dos o tres primeras planas. En una Roosevelt Roosevelt había ganado las elecciones, en otra había muerto, muert o, en una tercera había sido reelecto y después estaban Pearl Harbor e Hiroshima al amanecer. am anecer. –Dios mío mí o -susurré, -susur ré, apretando apr etando contra c ontra las costi c ostill llas as aquellas aquel las cosas precios pr eciosas. as. Crumley recogió «VOLVERÉ», DIJO MACARTHUR.
–Te entiendo enti endo -reconoció-r econoció-.. Era un cabrón, ca brón, pero per o el mejor m ejor emperador emper ador que Japón J apón ha tenido t enido jamás j amás.. El tipo que conducía la siniestra máquina se había detenido y nos miraba como si fuéramos parte de la basura. Crumley y yo dimos un salto sal to atrás. Él se abrió paso hacia haci a un camión ya cargado de MUSSOLINI MUSSOLINI BOMBARDEA BOMBARDEA ETIOPÍA, ETIOPÍ A, SE CASA JEANNETTE MACDONALD, MACDONALD, MUERE AL JONHSO J ONHSON. N. –¡Peligro –¡Peli gro de incendio! i ncendio! – gritó. gri tó. Miré cómo volcaban medio centenar de años en el contenedor de escombros. –Hierba seca se ca y papel de periódicos, peri ódicos, elementos elem entos infla i nflamabl mables es -refle -r eflexioné xioné en voz alta-. alt a-. Dios mío, mí o, Dios mío, ¿qué pasaría si…? –¿Qué pasaría pasarí a si qué? –Si en alguna al guna fecha fech a futura fut ura la l a gente usara periódi pe riódicos, cos, o libros l ibros,, para encender fuego. –Ya lo hace -dijo - dijo Crumley-. Cruml ey-. En las l as mañanas m añanas de invierno, invie rno, mi m i papá metía met ía papel pape l de periódi pe riódicos cos debajo debaj o del carbón de la estufa y encendía un fósforo. –De acuerdo, pero per o ¿qué me m e dices de los libros? li bros? –Ningún idiota idi ota usarí us aríaa un libro li bro para par a prender fuego. Espera. Esper a. Te veo en la l a mirada mi rada que vas va s a escrib es cribir ir una enciclopedia de diez toneladas. –No -dije-. -dije -. Quizá un cuento con c on un héroe que huele a queroseno. queros eno. –Vaya héroe. Caminamos por un campo de muerte donde estaban desparramados días, noches, años, medio siglo. Los periódicos crujían como cereal bajo nuestros pies. –Jericó –Jeri có -dije. -di je. –Que alguien alguie n traiga tra iga una trompeta trom peta y sople. s ople. –Un trompetazo tromp etazo o un grito. gri to. Últim Últ imament amentee ha habido habi do muchos gritos. gri tos. En la l a casa de Reina Califi Cal ifiaa o aquí, dirigidos al rey Tutankamón. –Y está el sacerdote, sacer dote, Ratti Rat tigan gan -dijo -di jo CrumleyCrum ley-.. ¿Acaso Constance Consta nce no intentó int entó volarl vol arlee la iglesi i glesia? a? Pero mira, estamos est amos en la playa de Omaha, Normandía, encima de la sala de mando de Churchill, sosteniendo el maldito mal dito paraguas de Chamberlain. ¿Lo estás secando? –Estoy vadeando, vadea ndo, a un metr m etroo de profundidad. prof undidad. Me M e pregunto pregunt o cuál habrá ha brá sido si do la sensaci s ensación ón en ese último últim o segundo, cuando cuando el viejo Rattigan se ahogó en estas aguas. Los falangistas de Franco, la uventud de Hitler, los rojos de Stalin, los disturbios de Detroit, el alcalde La Guardia leyendo las tiras cómicas dominicales, ¡qué muerte! –Al diablo diabl o con todo eso. e so. Mira. Mi ra. El resto de catre funerario de Clarence Rattigan brotaba de un revoltijo revolti jo de DESCAL DESCALAB ABRO RO BURSÁTIL, y CIERRAN BANCOS. Recogí un desecho final. Nijinski bailaba en la sección de teatro. –Un par de locos loc os -dijo -di jo Crumley-. Crum ley-. ¡Nijinski ¡Niji nski y el e l viejo vi ejo Ratti Rat tigan, gan, que guardó guar dó esta est a crític crí tica! a! –Tócate los l os párpados. párpa dos. Crumley hizo lo que le l e pedía. Los dedos le quedaron mojados. –Caray -dijo-. -di jo-. Esto es un cementer ceme nterio. io. ¡Muévet ¡ Muévete! e! Agarré TOKIO PIDE LA PAZ… Y después después pusimos rumbo al mar. Crumley me llevó en el coche a mi viejo apartamento de la playa, pero llovía de nuevo y miré el océano que amenazaba con ahogarnos ahogarnos a todos con una tormenta torm enta que podía golpear a la l a puerta a medianoche y traer a Constance, muerta, y al otro ot ro Rattigan, también muerto, y aplastarme la cama con lluvia y algas. ¡Caramba! Arranqué de la pared los periódicos de Clarence Rattigan. Crumley me condujo de regreso a mi pequeña casa rural vacía, si n
tormenta en la costa y vodka escondido escondido junto a la cama, cam a, el Elixir de Crumley, y dejó las luces encendidas y dijo que llamaría más tarde esa noche para ver si mi alma estaba decente, y se marchó. Oí golpes de granizo en el techo. Alguien que aporreaba la tapa de un ataúd. Llamé Llamé a Maggie a través t ravés de un continente de lluvia. – ¿Oigo a alguien que llora? – preguntó. HACÍA HACÍA TIEMPO TIEMPO que se había puesto el sol cuando sonó mi teléfono. –¿Sabes qué hora hor a es? – dijo di jo Crumley. Crum ley. –¡Ay, Dios mío, mí o, es de noche! noc he! –La gente, al a l morir m orir,, nos quita qui ta muchas m uchas energías. ener gías. ¿Terminaste ¿Termi naste de llorar? ll orar? No soporto a las hermanas herm anas lloronas ni a los l os hijos bastardos que andan con pañuelos pañuelos de papel. –¿Soy tu hijo hi jo bastardo? bast ardo? –Corre a la l a ducha, cepíl ce píllat latee los dientes dient es y busca busc a el Daily el Daily News en el porche. Te toqué el timbre pero estás perdido. La Reina Califia ¿te adivinó el futuro? Tendría que haber adivinado el suyo. –¿Está…? –Vuelvo a Bunker Hill Hil l a las l as siete si ete y media. m edia. ¡Espérame ¡Espéra me delante del ante de la puerta puer ta con una u na camisa cami sa limp l impia ia y un paraguas! Estaba delante de la puerta con una camisa limpia l impia y un paraguas a las siete si ete y veintinueve. Cuando Cuando subí al coche, Crumley me agarró la barbilla barbi lla y me examinó exam inó la cara. –¡Vaya, parece parec e que dejó dej ó de llover! ll over! Y subimos rugiendo hacia Bunker Hill. De repente, al pasar por delante de Callahan y Ortega, tuvimos otra sensación. No había había coches de la policía ni furgonetas de la morgue. –¿Conoces una cerveza cer veza escocesa esc ocesa llam l lamada ada Old Peculiar Pecul iar?? – dijo dij o Crumley Cruml ey mientr mi entras as nos acercába a cercábamos mos al bordillo-. Mira ese fiasco delante de la casa de Reina Califia. También miré el periódico que llevaba en las rodillas. Califia no daba para titulares. Estaba enterrada cerca de las necrológicas. «Renombrada «Renombrada vidente, famosa por películas pelí culas mudas, muere al caer. Alma Crown, Crown, alias Reina Califia, fue encontrada en los escalones escal ones de su residencia de Bunker Bunker Hill. Los vecinos informaron informar on haber oído gritar a su pavo real. Mientras lo buscaba, Califia cayó. Su libro La libro La química de la quiromancia qui romancia fue un éxito de librería librer ía en 1939. Sus cenizas serán esparcidas en el Valle de los Reyes egipcio, donde, según algunos, nació Califia.» –Estupideces –Estupi deces -dij - dijoo Crumley. Cruml ey. Vimos a alguien en el porche delantero de la casa de la l a Reina y nos acercamos. Era una joven veinteañera, de pelo largo y oscuro y colorido gitano, retorciéndose retor ciéndose las manos, gimiendo, gimi endo, soltando lágrimas y apuntando con la cara hacia la puerta. –Horrible –Horribl e -se lamentabalam entaba-.. Ay, qué horrible, horri ble, qué horrible. horri ble. Abrí la puerta y miré dentro. –No, no, Dios mío. mí o. Crumley se acercó a mirar la desolación. Porque la casa estaba completamente vacía. Todos los cuadros, bolas de cristal, cartas de tarot, lámparas, libros, l ibros, discos y muebles habían desaparecido. Alguna extraña empresa de mudanzas se había llevado todo. Entré en la pequeña cocina, abrí cajones. caj ones. Limpios, vacíos. La despensa: nada de especias ni de fruta enlatada. enlat ada. El aparador estaba vacío, así que el pobre perro no había comido nada. En su dormitorio, el armario ar mario estaba est aba repleto de perchas pero no había ningún vestido de tamaño de
una tienda de campaña, ni medias, ni zapatos. Crumley y yo salimos a mirar el rostro de la joven gitana. –¡Vi todo! – gritó, gri tó, señalando se ñalando en e n todas direcciones dire cciones-. -. ¡Robaron ¡Robar on todo! Son pobres. ¡Pretextos ¡Pret extos!! ¡Pobres! Enfrente, cuando se fue la policía, me tiraron al suelo, viejas, hombres, niños, chillando, riendo, entraban y salían corriendo, llevando sillas, cortinas, cuadros, libros. ¡Agarra esto, agarra aquello! ¡Una fiesta! Una hora hora y quedó vacía. ¡Fueron a aquella aquella casa! Dios mío, mí o, qué risas. ¡Mirad ¡Mir ad mis manos, la sangre! ¿Queréis los trastos de Califia? ¡Id a golpear puertas! ¿Vais a ir? Crumley y yo nos sentamos a los lados de ella. ell a. Crumley le agarró la mano m ano izquierda. Yo la derecha. –Hijos de puta -decía - decía con voz entrecor ent recortadatada-.. Hijos de puta. –Eso es todo t odo -dijo -di jo CrumleyCrum ley-.. Puedes irte i rte a casa. No queda nada que cuidar. cui dar. No hay nada dentro. de ntro. –Ella está e stá dentro. dentro . Se llevaron ll evaron su s u cuerpo, pero pe ro ella el la sigue si gue estando est ando allí. all í. Esperaré Esper aré hasta has ta que ell e llaa me diga que me vaya. Los dos miramos por encima del hombro de la muchacha la puerta con mosquitera mosquiter a y algún corpulento fantasma invisible. –¿Cómo sabrás sabr ás que quiere qui ere que te vayas? vaya s? La gitana se secó las lágrimas. –Lo sabré. –¿Adónde vas? – dijo di jo Crumley. Crum ley. Porque yo estaba atravesando la calle. Llamé a la puerta puert a de la casa de enfrente. Silencio. Volví a llamar. Miré por una ventana lateral. lateral . Vi formas de muebles en el suelo, donde no tendría que haber muebles, y demasiadas lámparas, y alfombras enrolladas. Pateé la puerta y solté solt é una palabrota y fui al medio m edio de la calle y estaba a punto de gritar en cada puerta cuando la muchacha gitana se acercó a tocarme el brazo. –Ahora puedo irme ir me -dij - dijo. o. –¿Califia? –¿Calif ia? –Ha dicho que puedo. –¿Adónde vas? Crumley señaló su coche con la cabeza. La muchacha no podía podía dejar de mirar mir ar la casa de Califia, Califi a, el centro de toda California. Californi a. –Tengo amigos ami gos cerca cer ca de la l a plaza plaz a del Gallo Rojo. ¿Podrías…? ¿Podría s…? –Podría -dijo - dijo Crumley. Cruml ey. La gitana volvió a mirar el palacio de una reina, a punto de desaparecer. –Volveré mañana m añana -dijo. -di jo. –Ella sabe s abe que lo l o harás -dije. -dij e. Pasamos por delante de Callahan y Ortega, pero esta vez Crumley ni miró. Guardamos silencio camino a la plaza pl aza con nombre de gallo de cierto color. Dejamos a la l a gitana. –Dios mío mí o -dije -dij e mientr mi entras as regresába re gresábamosmos-,, es como com o cuando murió mu rió un amigo, ami go, hace años, años , y entró entr ó una avalancha de inmigrantes inmigrant es de Cuernavaca que agarraron su colección de fonógrafos de 1900, sus discos de Garoso, sus máscaras mexicanas. La casa quedó como las tumbas egipcias, vacía. –Así es ser s er pobre pobr e -dijo -di jo Crumley. Crum ley. –Yo crecí pobre. pobr e. Nunca robé. –Quizá nunca tuvist t uvistee una buena oportunida opor tunidad. d. Pasamos una última vez por delante de la casa de la Reina Califia.
–Es cierto cier to que ella el la sigue s igue allí al lí dentro. dentr o. La gitana git ana tenía tení a razón. –Ella tenía t enía razón. r azón. Pero tú estás est ás loco. l oco. –Todo esto -dij - dije-. e-. Es demasia dem asiado. do. Demasiado. Demasi ado. Constance Constanc e me da dos malas ma las guías guí as telef t elefónicas ónicas y huye. Casi nos ahogamos bajo veinte mil leguas de viejos periódicos. Ahora, una reina muerta. Empiezo a pensar si el padre Rattigan estará bien. Crumley detuvo el coche contra el bordillo, cerca de una cabina telefónica. tel efónica. –¡Toma una moneda! En la cabina telefónica marqué el número de la catedral. –¿El señor…? señor …? – Me ruboric r uboricé-. é-. ¿El padre Rattiga Rat tigan… n… está est á bien? –¿Si está est á bien? ¡Está ¡Est á en el confesionar confes ionario! io! –Me alegro al egro -dije - dije como un tonto-, t onto-, y espero esper o que la persona que está est á confesando confes ando esté est é bien. –¡Nadie -dij - dijoo la vozvoz - está est á siempr si empree bien! Oí un chasquido. chasquido. Me arrastré arrastr é de vuelta al coche. Crumley me miró m iró como un perro mirando mi rando la comida. ¿Y bien? –Está vivo. vi vo. ¿Adónde vamos? vamos ? –Quién sabe. De aquí en adelante, adel ante, este e ste viaje viaj e es una forma form a de retir re tiro. o. ¿Conoces los l os retiros ret iros católicos? catól icos? Fines de semana largos y silenciosos. sil enciosos. Cierra la trampa. tram pa. ¿De acuerdo? acuerdo? Fuimos en el coche hasta el Ayuntamiento de Venice. Crumley bajó y llamó a l a puerta. Desapareció durante media hora. Cuando Cuando volvió, metió la cabeza por la ventanilla del lado l ado del conductor y dijo: –Ahora oye esto. est o. Acabo de pedir pedi r una semana se mana de baja por enfermedad. enfer medad. Y vaya enfermedad. enferm edad. Tenemos una semana para encontrar a Constance, proteger al sacerdote de Santa Vibiana, resucitar a los Lázaros y pedir a tu mujer muj er que me impida im pida estrangularte. Di que sí con la cabeza. Asentí. –¡Durante las próximas próxim as veinti vei nticuatr cuatroo horas no hablas sin permi pe rmiso! so! Ahora ¿dónde ¿ dónde demonios demoni os están est án esas malditas guías telefónicas? Le entregué los Libros de los Muertos. Crumley, detrás del volante, los miró con el ceño fruncido. –¡Di una últim úl timaa cosa y cállate! cáll ate! –¡Tú sigues sigue s siendo si endo mi compinche! compi nche! – solt s olté. é. –Qué pena -dijo -dij o Crumley, Cruml ey, y pisó pis ó el aceler ac elerador. ador.
18 REGRESAMOS A LA CASA de Rattigan y nos quedamos en la orilla del mar. Era media tarde y tenía las luces todavía encendidas; el sitio era como una luna llena y un sol naciente de arquitectura. Gershwin tan pronto maltrataba Manhattan como París. –Apuesto a que lo l o enterraro enter raronn en el piano -dij - dijoo Crumley. Cruml ey. Sacamos Sacam os uno de los l os Libros Libr os de los l os Muertos, el de los números telefónicos de los amigos personales de la Rattigan, la mayoría fríos y enterrados, y repetimos repetim os lo que habíamos hecho antes. Lo recorrimos página a página, con una creciente sensación de mortalidad. En la página 30 llegamos a la R. Allí estaba: el teléfono muerto de Clarence Rattigan y una cruz roja cristiana sobre el nombre. –Maldita –Maldi ta sea. se a. Revisemos Revise mos de nuevo a Califia Cali fia.. Hojeamos hacia atrás y allí estaba, con grandes rayas rojas debajo del nombre y una cruz. –¿Eso quiere quier e decir…? deci r…? –Quien haya puesto pues to este est e libro li bro en manos m anos de Constance Const ance señaló seña ló todos t odos los nombres nombre s con tint t intaa roja roj a y
una cruz, lo entregó y después mató a las primeras pri meras dos víctimas. vícti mas. Quizá. Me estoy quedando medio vacío. –O, esperando que Constance viera vi era las l as cruces cr uces rojas r ojas de tinta, tint a, antes ant es de que los l os asesinara ases inaran, n, se dejara dej ara llevar por el pánico esa noche que vino corriendo corriendo y los matara mat ara sin querer con los gritos. grit os. ¡Dios mío! Examinemos las demás cruces cr uces y rayas rojas. Examinemos la anotación de Santa Vibiana. Vibiana. Crumley pasó las páginas y exhaló. –Cruz roja. roj a. –¡Pero el padre Rattiga Rat tigann sigue vivo! – dije-. dij e-. ¡Caramba! ¡ Caramba! Subí cansinamente por la arena hasta el teléfono que Rattigan tenía al lado de la piscina. Marqué el número de Santa Vibiana. –¿Quién habla? habl a? – contestó cont estó una voz seca. sec a. –¡Padre Ratti Rat tigan! gan! ¡Gracias ¡Gra cias a Dios! –¿Por qué? –Soy el amigo am igo de Constance. Const ance. El idiot i diota. a. –¡Maldit –¡Mal ditaa sea! – exclamó exclam ó el sacerdot s acerdote. e. –¡No confiese confi ese a nadie nadi e más esta noche! –¿Me estás est ás dando órdenes? ór denes? –¡Padre, usted está vivo! Quiero decir deci r que, bueno, si podemos podem os hacer algo para par a protegerl prot egerloo o… –¡No, no! – exclamó excl amó la l a voz-. ¡Vete a aquel a quel otro ot ro templ t emploo pagano! ¡Al ¡ Al sitio sit io donde dan da n Jack and the Beanstalk! Colgaron el teléfono de golpe. Miré a Crumley, Crumley me miró a mí. –Busca por Grauman Graum an -dije. -di je. Crumley buscó. –Chino, sí. sí . Y el nombre nom bre de Grauman. Graum an. Y un círculo cír culo rojo r ojo y una cruz. c ruz. ¡Pero ¡ Pero él murió muri ó hace años! – Sí, pero parte de Constance Constance está enterrada enter rada allí, o escrita escr ita allí all í en cemento. Te lomostraré. ¿Última oportunidad para ver Jack and the Beanstalk? -Si calculamos bien el tiempo -dijo Crumley-, la película habrá terminado. 19 NO TUVIMOS QUE CALCULAR bien el tiempo. Cuando Cuando Crumley me dejó delante del Otro Templo, la grande y ruidosa y anim ada y romántica y lacrimosa lacrim osa catedral de celuloide, cel uloide, había un letrero letr ero en la roja r oja puerta principal pri ncipal china, CERRAD CERRADO O POR POR REFOR REFORMAS, MAS, Y algunos algunos que entraban y salían. En el patio delantero delanter o había algunas personas pers onas metiendo meti endo los zapatos en las pisadas. Crumley me dejó y se largó. Me volví para mirar la enorme fachada de la pagoda. Diez por ciento china, noventa por ciento cient o Grauman. El pequeño Sid. Era, decían algunos, un verdadero renacuajo, el octavo munchkin del Cine Enano, todo el met ro veinte rebosando de fragmentos de películas, bandas sonoras, Kong chillando en el Empire State, Colman en Shangri-la, amigo ami go de Garbo, Dietri Dietrich ch y Hepburn, Hepburn, mercero de Chaplin, Chaplin, compinche compi nche de golf con Laurel y Hardy, Hardy, guardián de la llama, llam a, coleccionista de diez mil m il Pasados… Sid, el que echa cemento, impresor impr esor de pies bellos y planos, pidiendo y consiguiendo autógrafos en la acera. Y allí estaba yo, en un río de lava de firmas fir mas de fantasmas fantasm as que habían abandonado abandonado el número de sus zapatos. Miré a los turistas que se probaban en silencio los pies en la amplia extensión de pisadas de cemento, riendo por lo bajo. Qué templo, pensé. Hay más creyentes aquí que en Santa Vibiana.
–Rattigan –Ratti gan -susurré -sus urré-. -. ¿Estás ¿Est ás aquí? aquí ? SE DECÍA DECÍA QUE CON CONSTAN STANCE CE RATTIGA RATTIGAN N tenía los pies más pequeños de todo Hollywood, Holl ywood, quizá de todo el mundo. m undo. Le hacían los zapatos en Roma y se los enviaban por avión dos veces al año porque los viejos se habían derretido a causa del champán que le servían pretendientes pret endientes enloquecidos. Pies pequeños, dedos dedos delicados, zapatos diminutos. dim inutos. Lo demuestran sus pisadas, grabadas en el cemento de Grauman la noche del 22 de agosto agost o de 1929. Las chicas que probaban el tamaño de sus pies descubrían que eran inmensos y lamentables y abandonaban abandonaban con desesperación esas pisadas. De manera que allí estaba, solo en una extraña noche en el patio delantero delanter o de Grauman, el único lugar en el muerto e insepulto Hollywood adonde adonde los compradores llevaban l levaban sueños para conseguir reembolsos. La multitud despejó el lugar. Vi las pisadas de Rattigan a unos siete metros de distancia. Me quedé helado. Porque un hombre hombre pequeño con trinchera negra y sombrero de ala ajustable sobre la frente acababa de meter los zapatos en las pisadas de Rattigan. –Dios santo sant o -dije, -di je, ahogando ahoga ndo un grito-. gri to-. ¡Encajan! ¡Encaja n! El hombre pequeño se miró los zapatos diminutos. dim inutos. Por primera vez en cuarenta años, se ocupaban las pisadas de Rattigan. –Constance -susurr - susurré. é. Los hombros del hombrecito se encogieron. –Detrás de ti -susurré. -susur ré. –¿Eres uno de ellos? ell os? – oí que decía decí a una voz debajo deba jo del enorme enorm e sombrero sombr ero oscuro. osc uro. –¿Uno de qué? – dije. dij e. –¿Eres la l a Muerte Muer te persigui per siguiéndome? éndome? –No, un amigo que trata tr ata de seguir siéndolo. sién dolo. –Te he estado est ado esperando esper ando -dijo -di jo la l a voz, sin si n moverse, mover se, los l os pies plantados plant ados firme fi rmement mentee en las l as pisadas pis adas de Constance Rattigan. –Eso ¿qué signifi si gnifica? ca? – dijedi je-.. ¿Para qué esta búsqueda insensat i nsensata? a? ¿Estás ¿Est ás asustada asus tada o haciendo una broma? –¿Por qué dices di ces eso? es o? – preguntó pregunt ó la voz, voz , escondida. escondi da. –Demonios -dije-. -dij e-. ¿Qué es esto? ¿Una treta tret a barata? barat a? Alguien Alguie n dijo dij o que quizá quiz á querías querí as escribi esc ribirr tu vida y necesitabas que alguien te t e ayudara. Si esperas que yo lo haga, no, gracias. Tengo cosas mejores que hacer. –¿Qué es mejor mej or que yo? – dijo dij o la voz, voz , volviéndose volvi éndose más m ás pequeña. pequeña . –Nada, pero ¿la ¿l a Muerte Muer te te t e persigue pers igue de verdad o estás e stás buscando una vida vi da nueva, Dios sabe de qué clase? –¿Qué cosa mejor me jor que la morgue m orgue de tío t ío Sid? Si d? Todos los nombres nombre s con nada debajo. d ebajo. Pregunta Pr egunta lo l o que quieras. –¿Te vas a dar vuelta vuelt a y mirarm mi rarme? e? –Entonces no podría p odría hablar. hablar . –Esto ¿es una manera mane ra de ayudarte ayuda rte a destapar dest apar tu t u pasado? El ataúd ¿está ¿ está medio medi o lleno ll eno o medio me dio vacío? vací o? Esas marcas rojas en el Libro de los Muertos, ¿las hizo otro o las hiciste tú? –Tuvo que ser algún a lgún otro. ot ro. De lo contra c ontrario rio ¿por ¿ por qué habría habr ía de estar tan asustada? as ustada? ¿Esas marcas m arcas de tinta roja? r oja? Tengo que buscarlos, buscarlos, descubrir cuáles están est án ya muertos y cuáles están a punto de morir mori r pero aún siguen con vida. ¿Tienes alguna vez la sensación sensaci ón de que todo se está cayendo a pedazos?
–Tú no, Constance. –¡Sí, por el amor am or de Dios! A veces me duermo duerm o Clara Bow y me despiert despi ertoo Noé, mojada moja da con vodka. ¿Tengo arruinada la cara? –Una preciosa precios a ruina. rui na. –Sin embargo… em bargo… Rattigan miró mi ró hacia Hollywood Boulevard. –Antes había habí a turist tur istas as verdaderos. verd aderos. Ahora son camisas cam isas rotas. rota s. Todo está est á perdido, perdi do, joven..El joven. .El muell mue llee de Venice se hundió, hundió, las vías del tranvía se sumergieron. sum ergieron. Hollywood Hollywood y Vine, ¿siempre estuvo allí? –Una vez. Cuando el Brown Derby colgaba col gaba en las l as paredes pare des caricat car icaturas uras de Cable y Dietric Diet richh y los maîtres maît res eran príncipes prí ncipes rusos. Robert Taylor y Barbara Stanwyck pasaban pasaban por delante en su descapotable. ¿Hollywood ¿Hollywood y Vine? Vine? Tú plantaste allí all í tus pies y conociste la pura alegría. alegrí a. –Es muy agradable agr adable lo que dices. di ces. ¿Quieres ¿Quie res saber s aber dónde ha estado est ado mamá? mam á? Rattigan movió el brazo. Sacó unos recortes de periódicos de debajo del abrigo. Vi los nombres Califia y Mount Lowe. Lowe. –Yo estuve allí, al lí, Constance -dije-. -dij e-. El viejo viej o fue aplasta apl astado do por un pajar paj ar de notici not icias. as. Dios mío, m ío, parecía par ecía como si hubiera muerto m uerto en la falla fall a de San Andrés. Andrés. Me parece que alguien empujó las pilas. pil as. Un entierro indecente. ¿Y Reina Reina Califia? Una caída por la escalera. Y tu hermano, el sacerdote. s acerdote. ¿Visitaste a los l os tres, Constance? –No tengo que contesta cont estar. r. –Déjame probar p robar con c on una pregunta pregunt a diferent dif erente. e. ¿Te gustas? gust as? –¿¡Qué!? –Mira. –Mir a. Yo me gusto. gus to. No soy perfect per fecto, o, claro, cla ro, pero per o nunca me m e acosté acost é con nadie nadi e si sentía sentí a que era er a frágil. ¡Montones ¡ Montones de hombres dicen revuélcate, vive! Yo no. Aunque Aunque me lo sirvan en un plato. Así, sin pecados, suelo no tener pesadillas. Hubo, sí, un momento cuando era niño en el que me escapé de mi abuelita, me escapé y la dejé varias calles call es atrás, de manera que volvió a casa llorando. l lorando. Todavía Todavía no me lo puedo perdonar. O haberle pegado al perro, cosa que hice una sola vez. Y eso todavía m e duele, treinta años más tarde. No es una lista muy larga, ¿verdad?, para sufrir pesadillas. Constance se quedó muy quieta. –Ay -dijo-, -dijo- , cómo me m e gustaría gust aría tener tus sueños. s ueños. –Si me los pides pi des te t e los presto. prest o. –Pobre chico chi co tonto tont o e inocente. inoc ente. Por eso te quiero. quiero . ¿Podré, en e n la puerta puer ta del cielo, ciel o, cambiar cambi ar mis m is viejas vi ejas pesadillas de hollín por alas de ángel frescas y limpias? –Pregúntaselo –Pregúnta selo a tu hermano. her mano. –Hace tiempo tie mpo que me m e tiró ti ró por la escaler es calera. a. –No has contestado contes tado a mi pregunta. pregunt a. ¿Te gustas? gust as? –Lo que veo en el espejo, espej o, sí. sí . Pero lo l o que está est á en el cristal cri stal,, muy dentro, dent ro, me m e asusta. asust a. Me despier de spierto to tarde, por la noche, con todo eso nadando nadando detrás de mi cara. Dios mío, qué tristeza. trist eza. ¿Me podrás ayudar? –¿Cómo? Tú y tu espejo, espej o, no sé cuál cuá l es cuál. Qué está delante, del ante, qué está est á detrás. detr ás. Constance movió los pies. –¿No te puedes quedar quieta? qui eta? – pregunté-. pregunt é-. Si digo «luz «l uz roja», roj a», no te t e muevas. mueva s. Tienes los pies pi es clavados en el cemento. Entonces ¿qué? Vi que sus zapatos se desesperaban por por soltarse. soltar se. –¡La gente nos mira! mi ra!
–El cine está cerrado. cerr ado. La mayoría mayor ía de las l as luces l uces están est án apagadas. apagadas . La entrada entr ada está est á vacía. vací a. –Tú no entiendes. enti endes. Tengo que irme. irm e. Ya. Miré las puertas de Grauman, todavía abiertas, mientras entraban algunos trabajadores con materiales y herramientas. herramientas. –Es el próximo pr óximo paso, pero, per o, Dios mío, m ío, ¿cómo ¿cóm o llego ll ego hasta hast a allí? all í? –Camina, eso es todo. –Tú no entiendes. enti endes. Es el e l juego j uego de la l a rayuela. rayuel a. Tiene que haber otros senderos de pisadas pis adas hasta has ta la la puerta, si logro encontrarlos. ¿En qué dirección salto? Se le movió la l a cabeza. El sombrero oscuro cayó al pavimento. El bronceado pelo de Constance, cortado al rape, quedó a la vista. Seguía mirando hacia adelante, como si le asustara mostrarme la cara. –Si digo «en marcha», mar cha», ¿qué pasará? pa sará? – pregunté. pregunt é. –Me iré. ir é. –¿Y nos volveremos volver emos a encontrar? encont rar? ¿Dónde? –Sólo Dios sabe. s abe. ¡Rápido! ¡Rápi do! Di «en marcha». m archa». Están a punto de darme dar me alcance. al cance. –¿Quiénes? –Todos los demás. de más. Me matar m atarán án si yo no mato mat o primero. prim ero. ¿A ti t i no te t e gustaría gusta ría que yo murier mur ieraa ahora mismo? mism o? ¿Te gustaría? Dije que no con la cabeza. –¿Preparada, –¿Prepar ada, lista, li sta, ya? – preguntó. pre guntó. –Preparada, –Prepara da, lista, li sta, ya. Y se fue. Zigzagueó a través del patio delantero, doce rápidos pasos a la derecha, otros doce a la i zquierda, pausa, y dos docenas más de pasos por un tercer ter cer grupo de pisadas, donde se detuvo como si se hubiera topado con una mina. Sonó la bocina de un coche. Volví Volví la l a cabeza. Cuando Cuando miré hacia atrás, la puerta de Grauman se tragó una sombra. Conté hasta diez para darIe una verdadera ventaja y después me incliné a recoger los l os diminutos zapatos que había dejado metidos en sus propias pisadas. A continuación me acerqué al pri mer grupo de pisadas donde ella había hecho una pausa. SalIy Simpson, 1926. El El nombre era er a sólo un eco de un tiempo perdido. Seguí hasta el segundo grupo de pisadas. Gertrude Erhard, 1924. Un fantasma de tiem po aún más borroso. Y las últimas últi mas pisadas, más cerca de la l a puerta. Dolly Dawn, Dawn, 1923. Peter Pan. ¿Dolly ¿Dolly Dawn? Me rozó una fugaz niebla de años. Casi recordé. –Demonios -murmuré -mur muré-. -. No puede ser. ser . Y me preparé para que el falso palacio chino del tío t ío Sid me tragara t ragara con su enorme y oscura boca de dragón. ME DETU DETUVE VE AL AL SALIR SALIR por las puertas de color carmesí, porque con la misma m isma claridad que si estuviera allí hablándome, oí que el padre Rattigan gritaba: –¡Lamentable! –¡Lament able! Lo que me hizo sacar el Libro de los Muertos de Rattigan. Ratti gan. Sólo había buscado nombres, y ahora busqué un sitio. Allí estaba, en la letra l etra G: Grauman. Seguido por una dirección y un nombre: Clyde Rustler. Rustler. Rustler, pensé, Dios mío, dejó de actuar en 1920 después de trabajar con Griffith y Gish y de verse implicado impli cado en la muerte en la bañera de Dolly Dimples. Y allí estaba su nombre -¿vivo?-, en un bulevar donde te enterraban sin previo aviso y te borraban de la historia como borraba el tío Joe Stalin a sus
camaradas, usando una goma de borrar con pólvora. Y, me latió con fuerza el corazón, había tinta ti nta roja alrededor alr ededor de su nombre y una doble doble cruz. Rattigan -miré la oscuridad detrás de la puerta roja-, Rattigan, sí, pero Clyde Rustler, ¿tú también estás aquí? Alargué la mano y apreté un picaporte metálico m etálico y una voz detrás de mí anunció con desaliento: –¡No hay nada que robar r obar ahí dentro! dentro ! A mi derecha había un sin techo flaco, vestido con diversos tonos de gris, hablando al universo. Sintió mi mirada. –Adelante. – Le leí los labios l abios-. -. No tiene ti ene nada que perder. perder . Mucho que ganar, ganar, pensé, pero ¿cómo se excava una enorme enorme tumba tum ba china llena de cinematográficos cinematográfi cos parpadeos blancos y negros, una una pajarera de aves que van y vienen por el aire, fuegos artificial arti ficiales es que rebotan en una enorme y voraz pantalla, veloces como la memoria, rápidos como el remordimiento? El sin techo esperó a que me autodestruyera con los recuerdos. Asentí. Sonreí. Y con la misma prontitud prontit ud que Ratti Rattigan, gan, me hundí en la oscuridad del cine.
22 DENTRO DEL VESTÍBULO había un ejército congelado de culis chinos, concubinas y emperadores, vestidos con cera antigua, desfilando desfil ando hacia ninguna parte. Una de de las figurillas fi gurillas de cera parpadeó. –¿Sí? Dios mío, pensé, un afuera loco, uno adentro loco l oco y Clyde Rustler pudriéndose hacia los noventa o noventa y cinco. El tiempo cambió. Si me zambullera fuera de aquel sitio, encontraría una docena de autocines con camareras adolescentes llevando hamburguesas sobre patines. –¿Sí? – volvió vol vió a decir de cir el maniquí m aniquí chino de cera. c era. Me metí velozmente por la primera puerta de entrada y recorrí el pasillo debajo del palco, desde donde miré hacia arriba. Era un enorme acuario oscuro, submarino. Se podía imaginar un millar de fantasmas cinematográficos, cinematográfi cos, asustados por susurros como cañonazos, subiendo hasta hasta descascarar el cielo raso y desaparecer por los respiraderos. Por allí navegaban invisibles la ballena de Melville, Old Ironsides, el Titaníc. El Bounty, surcando las aguas para siempre, no llegando ll egando nunca nunca a puerto. Fijé la mirada m irada hacia arriba, pasando por los múltiples palcos hasta llegar a lo que en otra época se llamaba el cielo de los negros. Dios mío, pensé, tengo tres años. Aquél Aquél fue el año en el que los cuentos de hadas chinos hechizaron mi cam a, susurrados por una tía favorita, cuando creía que la muerte era un pájaro eterno, un perro silencioso en el patio. Mi abuelo aún no había yacido en una una caja en una funeraria, mientras mi entras Tut se levantaba de la tumba. t umba. ¿Por qué, pregunté, era famoso Tut? Por estar muerto m uerto desde hacía cuatro mil años. Vaya, Vaya, ¿cómo lograba eso? Y allí estaba yo, en una enorme tumba debajo de la pirámide, pirám ide, donde siempre había deseado estar. Si levantabas las alfombras del pasillo, encontrabas los faraones perdidos, enterrados con barras de pan fresco y brillantes ramitas de cebollas; comida para el largo viaje a la Eternidad. Nunca Nunca deben arruinar esto, est o, pensé. Tienen que enterrarme aquí. –No es el Cementer Cem enterio io de Green Glade -dijo -di jo el viejo viej o chino de cera allí al lí al lado, l ado, leyéndome le yéndome la l a mente. ment e. Yo había había hablado en voz alta. alt a. –¿Cuándo construyeron constr uyeron este es te cine? ci ne? – murmur m urmuré. é.
La vieja figura de cera soltó solt ó un diluvio de cuarenta días: –En 1921, uno de los primeros. prim eros. No había nada aquí, a quí, algunas al gunas palmer pal meras, as, casas cas as de labranza, l abranza, casas de campo, una calle mayor de tierra, ti erra, chalés pequeños construidos para atraer a Doug Fairbanks, Lillian Gish, Mary Pickford. La radio no era más que una caja de cerillas de cristal cr istal con auriculares. En eso nadie oía el futuro. Abrimos a lo l o grande. La gente venía caminando o en coche de todas partes. Los sábados por la noche había auténticas auténti cas caravanas de fanáticos del cine. Todavía no habían empezado a construir el cementerio en Gower y Santa Santa Monica. Se llenó con el apéndice roto de Valentino en el 26. En la noche de inauguración del cine Grauman, Louis B. Mayer llegó ll egó desde Selig Zoo en Lincoln Park. De allí sacó el león l eón de la MGM. Malo, pero nada de dientes. Treinta bailarinas. Will Wi ll Rogers hacía demostraciones con el lazo. l azo. Trixie Friganza cantó su famosa «I Don't Care»y acabó como extra en una película de Swanson en 1934. 1934. Baje, Baje, meta la nariz en los viejos vi ejos camerinos cameri nos del sótano: allí encontrará ropa interior de chicas a la moda que se morían morí an de amor por Lowell Lowell Sherman. Un tipo atildado, atil dado, de bigote, que murió de cáncer en el 34. ¿Me está escuchando? –Clyde Rustler Rustl er -solt - solté. é. –¡Santo Dios! Di os! ¡Nadie ¡ Nadie lo conoce! ¿Ve allá al lá arriba ar riba aquella aquell a vieja viej a sala sal a de proyección? proyec ción? Lo enterra ent erraron ron vivo allí en el 29, cuando construyeron la nueva sala de proyección en el segundo palco. Miré los fantasmas f antasmas de niebla, lluvia l luvia y nieve del paraíso buscando el Gran Lama. Mi amigo entre las sombras dijo: –No hay ascensor. ascensor . ¡Doscientos ¡Dosci entos escalones! escal ones! Un largo ascenso, sin sherpas, hasta un vestíbulo intermedio intermedi o y un entresuelo y después otro palco y otro más en medio de tres mil asientos. ¿Cómo se complace a tres mil clientes?, me pregunté. ¿Cómo? Si los niños de ocho años no orinaban tres veces durante tu película, ¡era ¡ era un éxito! Subí. A mitad de camino me detuve para sentarme, sentar me, jadeando. De repente no era casi un niño sino un viejo. LLEGUÉ A LA PARED TRASERA del Monte Everest y llamé a la puerta de la vieja sala de proyección. –¿Es quien yo creo que es? – exclamó excl amó una voz aterror ate rrorizada. izada. –No -dije sin levanta l evantarr la voz-. Soy yo, para asist as istir ir a una últim úl timaa función funci ón de la tarde tar de después de cuarenta años. Ésa fue una ocurrencia genial: regurgitar el pasado. La voz aterrorizada se calmó. –¿Cuál es la l a contraseña? contr aseña? La tenía en la punta de la lengua, con voz de niño. –Tom Mix Mi x y su caballo caba llo Tony. Hoot Gibson. Ken Maynard. Maynar d. Bob Steele. Steel e. Helen Twelvetrees. Twelvet rees. Vilma Vilm a Banky… –Basta. Pasó un largo rato y entonces oí que una araña gigantesca rozaba el panel de la puerta. La puerta se quejó. Asomó una sombra sombra plateada, una metáfora met áfora viva de los fantasmas fantasm as blanquinegros que había visto titilar sobre la pantalla hacía toda una vida. –Nunca viene nadie nadi e aquí -dijo - dijo el hombre hom bre viejo, vi ejo, muy m uy viejo. viej o. –¿Nadie? –Nadie llama ll ama nunca a mi puerta puert a -dijo -di jo el hombre de la cara c ara de plat p lataa y cabello cabel lo de plata pl ata y ropa r opa de plata, blanqueado por setenta años de vida bajo una piedra en un sitio alt o y contemplando desde allí la irrealidad irr ealidad diez mil mi l veces-. Nadie sabe que estoy aquí. Ni Ni siquiera siquier a yo.
–Usted está est á aquí. Usted es Clyde Cl yde Rustler. Rustl er. –¿Lo soy? Por un momento pensé que iba buscar debajo de los tirantes y de las l as mangas. –¿Tú quién eres? er es? Asomó la cabeza, como una tortuga. Dije mi nombre. –Nunca oí hablar habl ar de ti. t i. – Miró M iró hacia h acia la l a pantall panta llaa vacía-. vacía -. ¿Eres ¿Ere s uno de ellos? el los? –¿Las estrel est rellas las muert m uertas? as? –A veces suben. Fairbanks Fai rbanks vino vi no anoche. –¿El Zorro, Zorro , D'Artagnan, Robin Robi n Hood? ¿Le golpeó en la puerta? puer ta? –Arañó. Estar muerto muer to tiene t iene sus s us problemas probl emas.. ¿Tú vienes viene s o te vas? Entré rápidamente, antes de que pudiera cambiar de idea. Los proyectores miraban hacia el vacío en una habitación que parecía una cámara mortuoria m ortuoria de Chung King. King. Olía a polvo y arena y celuloide acre. Había una sola silla s illa entre los proyectores. Como había dicho, no iba nadie a visitarlo. Miré las paredes abarrotadas. Debía de haber allí tres docenas de fotos colgadas, algunas en marcos baratos, otras en marcos de plata y algunas de ellas simples recortes de viejos números de la revista Silver Screen, fotos de treinta mujeres, todas diferentes. El hombre viejo, muy viejo, dejó que se le dibujara una sonrisa en la cara. –Mis queridas queri das novias, novi as, de cuando cua ndo yo era un u n volcán en e n actividad. acti vidad. El viejo más viejo de todos los viejos me miró desde detrás de un laberinto de arrugas, las que se te forman cuando buscas en la nevera a las seis de la mañana y sacas los martinis prebatidos de la noche anterior. –Tengo la puerta puer ta cerrada ce rrada con llave. ll ave. Pensé que estabas est abas ahí fuera, fuera , gritando. gri tando. –Yo no. –Alguien fue. f ue. Salvo eso, nadie nadi e ha venido veni do por aquí desde que murió m urió Lowell Sherman. – Eso hace dos necrológicas en diez minutos. mi nutos. Invierno de 1934. Cáncer y neumonía. –Eso no lo sabe s abe ¡nadie! ¡nadi e! –Pasé patinando pat inando por delante delant e del Coliseum Col iseum un sábado de 1934, 193 4, antes de un partido part ido de fútbol f útbol.. Lowell Sherman entró gritando grit ando de alegría y ladrando. l adrando. Conseguí Conseguí su autógrafo y le l e dije: «Cuídese». Dos Dos días más tarde murió. –Lowell Sherman. Sherm an. – El viejo, vi ejo, muy m uy viejo, viej o, me miró m iró con un nuevo brill br illoo en los ojos-. ojos- . Mientra Mie ntrass tú vivas, él también vivirá. Clyde Rustler se desplomó en la única silla y volvió a mirarme de arriba abajo. –Lowell Sherman. Sherm an. ¿Por qué demonios demoni os subiste subi ste todas esas escaler es caleras? as? Hay personas pers onas que se han muerto subiendo. El tío Sid subió un par de veces, dijo basta, constr uyó la cabina de proyección mayor trescientos metros más abajo, en el mundo real si es que el mundo real existe. Nunca bajé a ver. ¿Y qué? Porque vio que yo recorría con la mirada m irada su nido primitivo primi tivo entre aquellas aquell as paredes cargadas de docenas de caras para siempre jóvenes. –¿Te gustaría gusta ría saber algo más m ás de estas es tas leonas gatas callejer call ejeras? as? – Se incli i nclinó nó y señaló-. señal ó-. Se llam l lamaba aba Carlotta o Midge Mi dge o Diana. Era una coqueta coqueta española con ese «no sé qué» y falda fal da hasta el ombligo, una reina romana recién salida del baño de leche de DeMille. Después era una vampiresa llamada Illysha, una mecanógrafa llamada Pearl, una jugadora de tenis inglesa: Pamela. ¿Sylvia? Dirigía un atrapamoscas nudista en Cheyenne. Algunos Algunos la llamaban «Hanna Dura de Corazón Vampiresa Vampiresa del
Salón». Vestida como Dolly Madison, Madis on, cantaba «Tea for Two», «Chicago» «Chicago» salía de repente de una enorme caparazón de almeja como la l a perla del paraíso, paraís o, la moda Flo Ziegfeld. Echada por su padre a los trece años por conducta indecorosa, un ser humano que maduró rápido: Will a -Kate. Trabajaba en un restaurante chino barato: Lila Lil a Wong. Consiguió Consiguió más votos que el presidente, presi dente, concurso de belleza en Coney Island, 1929: 1929: la nada común Willa. Will a. Se bajó del tren nocturno en Glendale: Barbara Jo; al día siguiente, casi directora de Glory Films: Anastasia Alicie Grimes… Se interrumpió. Levanté la mirada. –Lo que nos trae tr ae a Rattigan Ratt igan -dije - dije.. Clyde Rustler Rustler se paralizó. paral izó. –Usted dijo dij o que no subía subí a nadie aquí desde des de hace años. años . Pero… ella el la vino vi no aquí hoy, ¿verdad? ¿Quizá a mirar las fotos? ¿Vino o no vino? El viejo, muy viejo, clavó la mirada en las manos polvorientas y después, despacio, se levantó hasta poner la cara a la l a altura de un tubo de latón que había en la pared, uno de esos dispositivos que se usan en los submarinos para gritar órdenes. –¿Leo? ¡Vino! ¡Propina ¡Propi na de dos dólares! dól ares! Una vocecita vocecit a chilló chil ló en la l a boquilla boquil la de latón: l atón: –¡Usted no bebe! be be! –Ahora sí, Leo. ¡Y perros perro s calient cal ientes! es! La boquilla boquilla de latón chilló de nuevo y calló. El viejo, muy viejo, gruñó y se quedó mirando la pared. Pasaron cinco largos y terri bles minutos. Mientras esperábamos abrí la libreta y apunté los nombres garabateados en las fotos. Entonces oímos el traqueteo de los perros calientes y el vino que subían en el montaplatos. Clyde Rustler Rustler miró m iró como si hubiera olvidado aquel pequeño montacargas. Tardó Tardó una eternidad en abrir el vino con un sacacorchos enviado por Leo desde allí abajo. Sólo había una copa. –Una -se disculpódi sculpó-.. Tú primer pri mero. o. No tengo miedo m iedo al contagio. contagi o. –No tengo nada que contagi c ontagiar. ar. – Bebí y entregué entr egué la copa-. El viejo viej o bebió y vi que se le l e relajaba rel ajaba el el cuerpo. –¿Y ahora? – dijo-. di jo-. Deja que te t e muestre mues tre unos recorte rec ortess que pegué. ¿Por qué? La semana s emana pasada una desconocida me llamó desde abajo. Esa voz en el teléfono. teléf ono. En En una época fue la enfermera interna int erna de Harry Cohn, Cohn, y nunca decía sí, sino si no ¡sí, sí, sí , Harry, sí! Dijo que buscaba a Robin Locksley. Robin Locksley. Robin Hood. A Robin Robin de Locksley. Una actriz flor de un día adoptó ese nombre. Desapareció en el castillo castill o de Hearst o en su cocina trasera. t rasera. Pero de repente esa voz, años más tarde, preguntó por Locksley. Me asustó. Busqué en las latas y encontré la única película que rodó en 1929, cuando se impuso de veras el sonido. Mira. Acomodó la película películ a dentro del proyector y encendió la lámpara. La imagen im agen brotó inundando la enorme pantalla. En la pantalla una mariposa dio vueltas, agitando alas vaporosas, bajando para soltarle la sonrisa, la risa, antes de salir corriendo, perseguida por caballeros blancos y villanos negros. –¿La reconoces? reconoce s? –No. –Probemos con esto. est o. Puso en marcha la película. La pantalla se animó con un ardiente montículo montícul o de fuegos níveos, una aristócrata rusa, fumando cigarrillos largos y lánguidos, retorciendo el pañuelo, alguien había muerto o iba a morir. –¿Y bien? – dijo di jo Clyde Rustler, Rust ler, esperanzado. espera nzado. –No.
–¡Inténtal –¡Int éntaloo de nuevo! El proyector iluminó ilumi nó la oscuridad con 1923; una chica chica masculina masculi na trepando a un árbol para hacer caer fruta, riendo, ri endo, pero debajo de la pechera se le veían pequeñas manzanas silvestres. -Tomboy Sawyer. ¡Una chica! ¿Quién? ¡Caray! El viejo llenó la l a pantalla de una docena más de imágenes, comenzando con 1925, 1925, terminando termi nando con 1952, abiertas, cerradas, misteriosas, obvias, luminosas, oscuras, salvajes, serenas, bellas, sencillas, tercas, inocentes. –¿No conoces nada de eso? Dios mío, mí o, he tenido te nido que devanarm de vanarmee los sesos. Alguna razón tiene tie ne que haber para que haya guardado guardado esas malditas maldit as secuencias. ¡Maldita ¡Maldit a sea, mírame! míram e! ¿Sabes cuántos años tengo? –¿Noventa, noventa novent a y cinco? ci nco? –¡Diez mil m il!! Dios mío. m ío. ¡Me ¡ Me encontraron encont raron flota f lotando ndo en una cesta ces ta en el e l Nilo! Nil o! Caí cuesta c uesta abajo con c on las Tablas. Apagué Apagué el fuego de la zarza ardiente. Marco Antonio dijo: «Suelta los perros de la guerra», y los solté. ¿Yo conocía todas esas maravillas? maravil las? Me despierto despiert o por la noche golpeándome golpeándome la cabeza para acomodar los sesos. Cada vez que casi he conseguido conseguido la respuesta, muevo m uevo la cabeza y los sesos se desacomodan. ¿Estás seguro de que no recuerdas esas secuencias o esos rostros de la l a pared? ¡Dios mío, qué misterio! –Yo estaba a punto de decir de cir lo mism m ismo. o. Subí aquí porque subió subi ó otra otr a persona. persona . Quizá esa es a voz que llamó desde abajo. –¿Qué voz? –Constance Ratti Rat tigan gan -dije. -di je. Dejé que la niebla se le disipara detrás de los ojos. –¿Qué tiene tien e ella ell a que ver con esto? est o? – se preguntó. pr eguntó. –Quizá ella ell a sepa. La última últi ma vez que la vi estaba con los pies metidos met idos en e n sus propias pr opias pisadas. pisada s. –¿Y piensas que ella ell a podría podrí a saber a quiénes quién es pertenecen pert enecen todos t odos estos est os rostros ros tros,, qué signifi si gnifican can todos los nombres? Un momento. Del otro lado l ado de la puerta… supongo que fue hoy. No puede puede haber sido ayer. Hoy ella dijo: «¡Entrégamelas!». –Entregarle –Entregar le ¿qué? ¿qué ? –Demonios, ¿qué ves en e n este est e maldit mal ditoo sitio sit io vacío vací o que pueda entregar ent regar a alguien? algui en? Miré las fotografías de la pared. Clyde Rustler vio mi mirada. –¿Por qué podría podr ía quererl quer erlas as alguien? al guien? – dijo-. di jo-. No valen nada. Ni siquiera siqui era yo mism m ismoo sé por qué diablos las clavé cl avé ahí. ¿Acaso son esposas esposas o antiguas novias? –¿Cuántas fueron f ueron suyas? suya s? –Me faltan fal tan dedos para contarl cont arlas. as. –Una cosa es segura: s egura: Constance quería q uería que se las l as entregar ent regara. a. ¿Estaba ¿Est aba celosa? cel osa? –¿Constance? Hay gente agresiva agr esiva en la calle; call e; ella el la era er a agresiva agres iva en la cama. ca ma. Quería Querí a agarrar agarr ar a todas t odas mis bellezas, quienquiera que fueran, y pisarlas, hacerlas trizas, quemarlas. Adelante. Termina el vino. Yo tengo cosas que hacer. –¿Qué, por ejempl ej emplo? o? Pero estaba rebobinando los fragmentos de películas en el proyector, fascinado por mil y una noches pasadas. Recorrí la pared garabateando furiosamente los l os nombres debajo de todas las fotos, y después dije: –Si Constance Consta nce regresa, regr esa, ¿me ¿m e avisará? avis ará? –¿Por las la s fotografí fot ografías? as? La tira t iraré ré por la escaler es calera. a. –Eso lo dijo di jo algún al gún otro. otr o. Sólo que no era desde des de el segundo palco pal co sino si no al infier i nfierno. no. ¿Por qué la l a tirarí ti raríaa
usted? –Tiene que haber hab er una razón, r azón, ¿verdad? ¿ver dad? ¡No me acuerdo! ¿Y por qué dijist dij istee que habías habí as subido subi do hasta hast a aquí? ¿Y cómo me llamaste? –Clyde Rustler. Rustl er. –Ah, sí. Él. Acabo de acordarme. acordar me. ¿Sabías ¿Sabí as que soy s oy el padre padr e de Constance? Const ance? –¿¡Qué!? –El padre de Constance. Constance . Creía que te lo había habí a dicho. Ahora puedes irte i rte.. Buenas noches. noches . Salí y cerré la puerta dejando allí dentro dentr o a aquel hombre, quienquiera que fuese, y aquellas fotografías, de quienquiera que fuesen. A LLEGAR A LA PLANTA BAJA, avancé con cautela hasta el fondo del cine y miré hacia abajo. Después bajé al foso de la orquesta, me acerqué a la pared trasera tr asera y observé por una puerta un largo vestíbulo que se reducía r educía perdiéndose en la noche total y en una noche dentro de esa noche, donde estaban todos los viejos camerinos cam erinos abandonados. Tuve la tentación de decir un nombre en voz alta. Pero ¿qué pasaría si esa persona contestara? A lo lejos, en el fondo de aquel oscuro pasillo, creí oír el zumbido zumbi do de un mar oculto, o de un río que corría entre las sombras. Di un paso adelante y retrocedí. Oí que aquel océano oscuro subía y bajaba golpeando de nuevo nuevo una orilla infinita. infi nita. Entonces di media vuelta y me alejé al ejé subiendo por la cerrada oscuridad, saliendo sali endo del foso a los pasillos donde ya no quedaba nadie, nadie, corriendo hacia las puertas puert as que permitían permití an salir a un cielo ciel o nocturno intensamente deseado. Llevé los zapatos increíblemente increíblem ente pequeños de Ratti Rattigan gan hasta sus pisadas y los coloqué con cuidado para que encajaran. En ese instante sentí que mi ángel de la guarda me tocaba el hombro. –Has vuelto vuelt o de ultrat ult ratumba umba -dij - dijoo Crumley. Cruml ey. –Ya lo creo -confirmé -confi rmé,, mirando mi rando el ancho y rojo roj o portal port al del cine chino c hino de Grauman Graum an con todas t odas aquellas criaturas cinematográficas que nadaban en la oscuridad. –Ella está e stá allí all í dentro dent ro -murmur -m urmuré-. é-. Ojalá Ojal á supiera supi era cómo cóm o sacaría. sacar ía. –Quizá con un poco de d e dinamit dinam itaa atada ata da a un fajo fa jo de bille bi lletes. tes. –¡Crumley! –¡Cruml ey! –Perdón, me m e olvidé olvi dé de que estábam es tábamos os hablando habl ando de Florence Flor ence Nightingal Night ingale. e. Di un paso atrás. Crumley contempló los diminutos zapatos de Rattigan metidos en pisadas hechas en el suelo hacía mucho, mucho tiempo. – No son exactamente zapatos de color rubí -dijo.
25 EN EL COCHE COCHE,, ATRAVESA ATRAVESANDO NDO LA LA CIUDAD, CIUDAD, íbamos íbam os en cálido cáli do silenci si lencio. o. Yo trata t rataba ba de describir el enorme mar negro de Grauman. –Está ese es e gran sótano s ótano camer ca merino, ino, quizá qui zá lleno ll eno de cosas cosa s de 1925, 1930. Tengo el present pr esentim imient ientoo de que ella podría estar allí. –No gastes sali s aliva va -aconsejó -acons ejó Crumley. Crum ley. –Alguien tiene t iene que ir allí all í a ver. ve r. –¿Tienes miedo m iedo de hacerlo hacerl o solo? –No exactamente. exactam ente. –¡Eso signifi si gnifica ca que sí! sí ! Cállate Cáll ate y cúbrem c úbremee las espaldas. espal das. Pronto Pront o llegamos ll egamos a lo de Crumley. Cruml ey. Me puso pus o una cerveza fría contra la frente.
–Tenla ahí hasta hast a que sientas si entas que te ha curado las l as ideas. i deas. La dejé allí. Crumley encendió la tele y empezó a recorrer los canales. –No sé qué es peor -dijo-, -dij o-, tu t u parloteo parl oteo o las l as notici not icias as del canal local. local . –El padre Seamus Rattigan… Ratti gan… -contó -cont ó la tele. t ele. –¡Un momento! mom ento! – grité. gri té. Crumley volvió atrás. –… catedral catedr al de Santa Sant a Vibiana. Vibiana . Y una tormenta de estática y de nieve. Crumley golpeó la maldita tele con el puño. –… causas naturales natur ales.. Se rumoreaba rum oreaba que sería serí a futuro fut uro cardenal… car denal… Otra ventisca. Y la tele dejó de funcionar.-Pensaba arreglarla -dijo Crumley.Los dos miramos su teléfono, diciéndole que sonara.Los sonara.Los dos saltamos.Porque salt amos.Porque ¡sonó! ERA ER A UNA UNA MUJER, MUJER, la ayudante del padre Rattigan, Betty Kelly, con dificultades dificult ades de expresión, que intentaba hacerse entender por tercera vez, pidiendo clemencia. Le ofrecí la poca clemencia de que disponía: ir a visitarla. –No tardes, tardes , o moriré mor iré yo también tam bién -gim - gimió. ió. Cuando Cuando llegamos Crumley y yo, Betty Kelly estaba fuera, delante de la l a catedral de Santa Vibiana. Estuvimos allí all í un largo rato hasta hast a que nos vio y nos hizo un rápido gesto casi inconsciente con la mano antes de bajar la mirada. Nos acercamos a ella. Le presenté a Crumley. Cruml ey. –Lo siento sient o -dije. -dij e. Ella levantó la cabeza. –¡Así que tú t ú eres el que hablaba con el padre! pa dre! – dijo-. dij o-. Dios mío, entremos. entre mos. Las puertas grandes estaban cerradas con llave por la noche. Entramos por una puerta lateral . Dentro se tambaleó y estuvo a punto de caer. La sostuve y la l a llevé a uno de los bancos, donde se sentó adeante. –Vinimos –Vinim os lo antes a ntes posibl p osiblee -dije. -di je. –¿Tú lo conocías? conocí as? – La mujer m ujer estaba esta ba sin alientoali ento-.. Todo es tan t an confuso… confus o… ¿Teníais ¿Teníai s a alguien al guien en común, un conocido, un amigo? –Un pariente parient e -dijo -di jo CrumleyCrum ley-.. Con el mism m ismoo apellido. apell ido. –¡Rattigan! –¡Ratt igan! Ella lo l o mató. mat ó. ¡Un momento! mom ento! Me aferró la manga, m anga, porque yo yo estaba de pie. –Siéntate –Siénta te -jadeó- jadeó-.. No quiero decir que haya sido si do un asesinato. asesi nato. Pero Per o ella ell a lo mató. m ató. Me senté, helado. Crumley dio un paso atrás. Ella me agarró agarr ó del codo y bajó la voz. –Ella estaba e staba aquí hasta ha sta tres t res veces ve ces por día, en el confesiona conf esionario, rio, cuchicheando cuchic heando y después despué s desvariando. El pobre padre parecía haber recibido un disparo cada vez que ella salía, pero ell a casi no terminaba termi naba de irse, se quedaba por allí hasta que el padre se caía caí a de hambre, no podía comer y en el mueble bar quedaba poco licor. Ella dejaba delirar. delirar . Después yo miraba en el confesionario: vacío. Pero el aire olía como si hubiera caído allí un rayo. Ella gritaba siempre lo mismo. –¿Qué? –«¡Los estoy est oy matando, mat ando, los estoy matando! m atando! – gritaba-. grit aba-. Y los lo s seguiré segui ré matando m atando hasta ha sta que no quede ninguno. ¡Por amor de Dios, ayúdeme ayúdeme a matarlos! matar los! Después mataré al resto. r esto. ¡Los mataré a todos! t odos! ¡Me los quitaré de encima, los quitaré de mi vida! ¡Después, padre -gritaba-, seré libre, limpia! ¡Pero ayúdeme a enterrarlos enterrarl os para que no vuelvan! ¡Ayúdeme!» »-¡Fuera de aquí! ¡Márchate! – gritaba gri taba el padre-. Dios mío, ¿qué me estás est ás pidiendo? »-¡Ayúdeme »-¡Ayúdeme a alejarlos, alej arlos, rece para que no vuelvan, para que sigan muertos! ¡Diga que sí!
»-¡Fuera! – gritó el padre esta vez, y entonces ella dijo dij o cosas peores. –¿Qué, por ejempl ej emplo? o? –Dijo: «¡Entonces maldit mal dito, o, maldit mal dito, o, maldito mal dito,, maldit mal ditoo sea!» sea! » Gritaba Grita ba tan fuerte fuert e que la gente se s e iba. Yo oía su llanto. El padre debía de estar en un estado de shock. Luego oí ruido de pasos corriendo en la oscuridad. Esperé a que el padre Rattigan hablara, dijera al go. Entonces Entonces me atreví atr eví a abrir la l a puerta. Él estaba allí. allí . Y callado porque… estaba muerto. En ese punto la secretaria dejó que las lágrimas le cayeran por las mejillas. –Pobre hombre hom bre -dijo-. -di jo-. Esas horrible horr ibless palabras pal abras le l e produjeron produj eron un paro par o cardíaco, cardí aco, como com o casi me lo lo provocaron a mí. Tenemos que encontrar a esa espantosa mujer. Obligada a tragarse l as palabras para que él pueda vivir de nuevo. Dios Dios mío, mí o, ¿qué estoy diciendo? Él está allí desplomado como si ella ell a le hubiera chupado la sangre. ¿Tú la conoces? Dile que ha hecho lo peor que podía hacer. Eso; l o he dicho. Ahora Ahora que he vomitado, ¿dónde me podré limpiar? Cómo lamento lam ento todo esto. Me miré el traje casi esperando encontrar allí el asqueroso vómito. Crumley fue hasta el confesionario y abrió las dos puertas y miró hacia el oscuro interior. Me acerqué a él y aspiré aspi ré hondo. –¿Lo hueles? hueles ? – dijo dij o Betty Kelly-. Kelly- . Arruinado. Arruina do. Le he dicho di cho al cardenal c ardenal que lo derri de rribe be y lo queme. que me. Aspiré hondo una vez más. Olía un poco a carbón y a fuego de Santelmo. Crumley cerró las puertas. –De nada servirá servi rá -dijo -di jo Betty Bett y Kelly-. Kelly- . Ella todavía todaví a está est á allí. all í. Lo mismo que él, pobre alma, muerto m uerto de cansancio y muerto muerto. muert o. Dos Dos ataúdes, uno al lado del otro. Que Dios nos ayude. Te Te he agotado. Tienes el mismo mi smo aspecto que tenía t enía el pobre padre. –No me diga eso -pedí -pe dí sin si n fuerzas. fuer zas. –No lo haré -dij - dijoo la mujer m ujer.. Y llevado por Crumley, Crumley, llegué ll egué como pude a la puerta. NO PODÍA DORMITAR, no podía estar despierto, no podía escribir, no podía pensar. Al fin, confundido y enloquecido, enloquecido, muy tarde, llamé ll amé otra vez a Santa Vibiana. Cuando Cuando por fin atendió at endió Betty Kelly, sonó como si estuviera en una cueva de tormentos. torm entos. –¡No puedo hablar! habla r! –¡Rápido! – supliqué-. supli qué-. ¿Recuerda ¿Recuer da todo lo l o que dijo dij o ella ell a en el confesionari confesi onario? o? ¿Cualquier ¿Cualqui er otra ot ra cosa cos a importante, trascendental, diferente? –Santo Dios -dijo - dijo Betty Kelly-. Kel ly-. Palabras Palabr as y palabras pal abras y más palabras. palabr as. Pero espera. espera . ¡No paraba de decir «tienes que perdonarnos a todos»! ¡A todos y a cada uno! En En el confesionario sólo estaba est aba ella. A todos nosotros, decía. ¿Estás ahí todavía? –Aquí estoy esto y -dije. -dij e. –¿Quieres algo más? m ás? –Por ahora no. Colgué. –A todos -murmur -m urmuré-. é-. ¡Perdónanos ¡ Perdónanos a todos! Llamé a Crumley. –No me cuentes cuent es -adivi -a divinó-. nó-. No te puedes pue des dormir. dorm ir. Y quieres que nos encontrem enc ontremos os en lo l o de Rattigan Ratt igan en una hora. ¿Vas ¿Vas a registrarle registr arle la casa? –Sólo a hurgar hur gar un poco, de manera mane ra amist am istosa. osa. –¡Hurgar! ¿Qué es eso, una un a teoría teor ía o una corazonada? corazonada ? –Puro sentido sent ido común. com ún. –¡Eso se lo l o vendes a los inocente i nocentes! s! Crumley Crum ley desaparec des apareció ió de la l a línea. lí nea.
–¿Me habrá habr á colgado? colga do? – pregunté pregunt é al espejo. e spejo. –Te ha colgado -dijo -dij o el espejo. es pejo. SONÓ SONÓ EL EL TELÉFO TELÉFONO NO.. Lo levanté como com o si estuviera al rojo roj o vivo.-¿Es el marciano? – preguntó una voz.-¡Henry! – exclamé.-Sí, soy yo -dijo -dij o la voz-. Es una locura, pero te t e echo de menos, hijo. Qué tontería que diga eso un hombre negro a un piloto de plati llo volante. – Nunca había oído nada mejor -admití - admití con un nudo nudo en la garganta. – Caramba -dijo Henry-, si te pones a llorar, ll orar, cuelgo. – No lo hagas. – Me sorbí la nariz-. nariz- . ¡Dios mío, Henry, qué bueno bueno es oír tu voz! – Eso significa que has ordeñado la vaca y conseguido un cubo de algo que no voy a nombrar. ¿Quieres que sea educado o mal educado? – Las dos cosas, Henry. Henry. El mundo se ha vuelto loco. Maggie está en el este. Tengo aquí a Crumley, Crumley, por supuesto, pero… –Eso significa signi fica que necesitas necesi tas a un ciego para pa ra que encuentr e ncuentree la salida sali da de un establo est ablo lleno l leno de establos, esta blos, ¿verdad? Vamos, Vamos, déjame sacar el pañuelo. – Se sonó la nariz-. ¿Dentro de cuanto necesitas esta nariz que todo lo ve? –Ayer.-¡Salgo –Ayer.-¡Sal go para ahí! ahí ! Estoy Est oy en Hollywood, visit vi sitando ando a unos impr i mpresenta esentables bles negros.-¿Conoces negros.- ¿Conoces el cine chino de Grauman?-¡Claro que sí!-¿Dentro de cuánto tiempo podremos encontrarnos allí ? – Dentro del tiempo que quieras, hijo. Te esperaré con los zapatos de claqué de Bill Robinson. ¿Visitamos otro cementerio? – Casi. Llamé a Crumley para decirle decir le adónde iba, que podría llegar tarde a lo l o de Rattigan pero que llevaría a Henry conmigo. – Los ciegos guiando a los ciegos -dijo. -dij o. ESTABA EXACTAMENTE donde dijo que estaría: en las excelentes pisadas de bailarín de Bill Robinson, que que no habían sido desterradas desterr adas a aquel desaparecido cielo ciel o de negros sino que seguían allí all í delante, donde miles de peatones blancos podían verlas. Tenía el cuerpo erguido e inmóvil, pero sus zapatos seguían con serenidad sobre las huell as de Bill Robinson. Tenía Tenía los ojos cerrados, lo l o mismo que la boca, ensimismado ensim ismado en algo agradable. Me detuve delante de él y exhalé. La boca de Henry Henry estalló estall ó de repente. –¡Doble el placer place r con Wrigle Wr igley, y, doble la diversi di versión ón con Doblementa Doblem enta de Wrigley, Wri gley, con c on chicle chicl e Doblementa! ¡No, yo no quiero! – Se echó a reír y me aferró af erró por los codos-. ¡Dios mío, qué buen aspecto tienes! No me hace falta falt a ver para saberlo. ¡Tu voz siempre me ha sonado como la de esas personas que están en la pantalla! –Eso te pasa pas a por meter m eterte te a ver tantas t antas películas pelí culas.. –Déjame tocart t ocarte, e, muchacho. mucha cho. ¡Eh, has estado esta do tomando tom ando muchas much as malt ma ltas! as! –Se te ve muy bien, bi en, Henry. –Siempre –Siemp re me m e pregunté pregunt é qué aspecto aspe cto tengo. t engo. –Tu forma, form a, Henry, nace del sonido s onido del claqué de Bill Robinson. –¿Tengo los pies pi es meti m etidos dos en sus zapatos? zapat os? Di que sí. s í. –Encajan a la l a perfección. perf ección. Gracias por venir, veni r, Henry. –Tenía que hacerl hac erlo. o. ¡Hace muchísi m uchísimo mo tiem t iempo po que no saqueamos saque amos cementeri cement erios! os! ¿Qué clase cl ase de cementerio hay aquí? Miré la fachada oriental de Grauman. –Fantasmas. –Fantasm as. Eso es lo que dije di je cuando cua ndo a los seis años me m e colé en el cine c ine y vi todas esas cosas c osas blancas y negras lanzando miradas lascivas lasci vas en la pantalla. El Fantasma que toca el órgano se ha arrancado la máscara y sube diez metros para matarte con los ojos. Imágenes altas y anchas y pálidas y casi todos los actores muertos. Fantasmas. –Tus padres ¿te oían oí an decir deci r esas cosas? –¿Ellos? –¿Ellos ? Jamás Jam ás les le s soltaba sol taba prenda. pr enda.
–Qué buen hijo. hijo . Huelo incienso. inc ienso. Tiene que ser s er de Graumano Graum ano Qué categoría. categor ía. Nada de nombre n ombre chino. –Vamos, Henry. Voy a sostener sos tener la puerta. puer ta. –Oye, qué oscuro está e stá ahí dentro. dent ro. ¿Traes ¿Trae s una lint l interna? erna? Siempr Si empree es agradable agr adable tener una linter li nterna na y dar la impresión im presión de que sabemos lo que estamos haciendo. –Tómala, –Tómala , Henry. –¿Fantasmas, –¿Fantas mas, dijist dij iste? e? –Sesiones de espirit espi ritism ismoo cuatro cuatr o veces por día durante dur ante treint t reintaa años. –No me agarres agarr es por el e l codo; me haces hace s sentir sent ir inútil. inút il. ¡Si me m e caigo, cai go, pégame pégam e un tiro! ti ro! Y echó a andar, andar, rebotando apenas por el pasillo hacia el foso de la orquesta y los grandes espacios más allá y debajo. –¿Está oscureci os cureciendo? endo? – preguntópr eguntó-.. Deja que encienda enc ienda la l a lintern li nterna. a. La encendió. –Mira. –Mir a. – Sonrió-. Sonri ó-. ¡Así está mejor! mej or! EN EL OSCURO SÓTANO SIN LUZ había habitaciones y habitaciones y habitaciones, todas con las paredes cubiertas de espejos y los reflejos reflejaban y volvían a reflejar el vacío que miraba el vacío, pasillos de un mar sin vida. Entramos en la primera, la más grande. Henry hizo hizo girar la l a linterna linter na como si fuera el haz de un faro. –Muchos fantas f antasmas mas aquí abajo. aba jo. La luz chocó y se hundió en las profundidades oceánicas. –No son como los l os fantasma fant asmass de arriba ar riba.. Más espeluz e speluznantes nantes.. Siempre Siem pre me m e han intri in trigado gado los espejos espej os y esa cosa que se llama reflejo. r eflejo. Estás ahí repetido, ¿verdad? ¿A uno uno o dos metros de distancia, detrás del hielo? – Henry alargó la mano para tocar el cristal-. ¿Hay alguien ahí detrás? –Tú, Henry, y yo. –Maldita –Maldi ta sea. se a. Cómo me m e gustarí gust aríaa saberlo. saber lo. Avanzamos Avanzamos siguiendo la fría frí a hilera de espejos. Y allí estaban. Más que fantasmas. fantasm as. Graffiti sobre s obre el cristal. crist al. Debo de haber haber aspirado de repente, porque Henry Henry movió el haz de la linterna l interna hacia mi m i cara. –¿Ves algo que yo no veo? –¡Dios mío, m ío, sí! sí ! Alargué la mano hacia la primera prim era fría frí a Ventana del Tiempo. Mi dedo quedó quedó manchado con un débil débil rastro de viejo lápiz de labios. –¿Y bien? – Henry se s e inclinó incl inó como com o para mira m irarr con atención at ención mi m i descubri des cubrimi mientoento-.. ¿Qué? ¿Qué? – Margot Lawrence. R.I.P. octubre de 1923. 1923. – ¿La escondió alguien aquí detrás del cristal? crist al? – No del todo. t odo. Y a un metro met ro de distan di stancia, cia, otro ot ro espejo: espe jo: Juanita Juanit a López. Verano del 24. – No me trae ningún recuerdo. – Siguiente espejo: espej o: Carla Moore. Navidad de 1925. – Eh -dijo Henry-. Película muda, pero un amigo que ve me habló de ella durante una función de tarde. ¡Carla Moore! ¡Estaba muy bien! Moví la linterna. –Eleanor Twelvetre Twelve trees. es. Abril del 26 -leí - leí.. –Helen Twelvetrees Twelvetr ees actuaba act uaba en The Cat and the Canary. –Ésta puede haber sido s ido su herma h ermana, na, pero tantos tant os nombres nombr es eran er an falsos fal sos que nunca nunc a se sabe. sa be. Lucille Lucil le LeSueur LeSueur se convirtió en Joan Crawford. Lily Chauchoin Chauchoin renació como Claudette Colbert. Gladys Smith: Carole Lombard. Cary Grant Grant era Archibald Leach.
–Podrías dirigir diri gir un concurso televisi tel evisivo. vo. – Henry extendió ext endió los l os dedos-. dedos- . ¿Qué es esto? es to? –Jennifer –Jennif er Desee, 1929. 1 929. –¿No murió? muri ó? –Desapareció, –Desapareci ó, allá all á por la l a época en que la hermana her mana Aimee Aim ee se hundió hundi ó en el mar y salió, sal ió, renacida r enacida,, a la costa de la alegría. –¿Cuántos nombres nom bres más? m ás? –Tantos como com o espejos. espej os. Henry se tocó la punta de un dedo con la lengua. l engua. –jÑam-ñam! –jÑam- ñam! Pasó mucho muc ho tiempo, ti empo, pero… pe ro… lápiz l ápiz de labios. labi os. ¿De qué color? col or? –Tangee Orange. Summer Sum mer Heat Corro Lanvier Lanvi er Cherry. Cherr y. –¿Por qué crees cr ees que esas e sas damas dam as escribi esc ribieron eron sus nombres nombre s y las l as fechas? fec has? –Porque, Henry, no eran e ran muchas m uchas damas. dam as. Una sola sol a mujer muj er firm f irmóó con todos los diferentes nombres. –¿Una mujer muje r que no era er a una dama? dam a? Tenme el e l bastón bas tón mient m ientras ras pienso. pi enso. –No tienes bastón, Henry. –Es curioso curi oso cómo cóm o la mano m ano siente sie nte cosas cos as que no están es tán allí al lí.. ¿Quieres ¿Quiere s que yo adivine? adi vine? Dije que sí con la cabeza aunque Henry Henry no veía; sabía que sentiría sentirí a la brisa producida por los movimientos movimi entos de mi cabeza. Quería que lo dijera, necesitaba necesit aba oírIe decir aquel nombre. Henry sonrió a los espejos, y su sonrisa se multiplicó por cien. –Constance. Sus dedos tocaron el cristal. –La Rattigan Ratti gan -dijo. -di jo. HENRY VOLVIÓ A INCLINARSE para rozar con el dedo una firma rojiza y llevarla después a los labios. Caminó hasta el siguiente espejo, repitió el gesto y dejó que la lengua adivinara. –Sabores diferen di ferentes tes -coment - comentó. ó. –¿Como mujeres muj eres difere di ferentes? ntes? –Vuelvo a recordar rec ordar todo. – Cerró Cerr ó los ojos oj os con fuerzaf uerza-.. Dios mío, m ío, Dios mío. Montones Montone s de mujer m ujeres es pasaron por mis manos, m anos, por mi corazón, vinieron y se fueron sin ser vistas; vi stas; todos t odos esos sabores. ¿Por qué siento esta congestión? –Porque yo siento si ento lo l o mismo. mi smo. –Crumley –Cruml ey dice que cuando abres abr es el grifo gri fo hay que apart a partarse. arse. Eres un buen chico. –No soy un chico. –Parece que tuvieras tuvi eras catorce cator ce años, como cuando cua ndo te cambi ca mbióó la voz y tratast tra tastee de dejart dej artee bigote. bigot e. Henry caminó un poco poco más y tocó, y después miró con ojos ciegos el viejo residuo que tenía en los dedos. –¿Todo esto tiene t iene que ver con Constance? Const ance? –Es un presenti prese ntimi miento. ento. –Tienes un estóm e stómago ago fuerte; fuer te; lo sé por las l as cosas cosa s tuyas que me has leído. le ído. Mi M i madre m adre dijo di jo una vez ve z que vale más algo al go resistente en esa parte part e del cuerpo que dos cerebros. La mayoría de la gente usa demasiado el cerebro, cuando debería escuchar esa cosa que tiene debajo de las costil las. ¿El gan… ganglio? Mi madre nunca le daba ese nombre. Lo llamaba llam aba «la araña doméstica». Cuando topaba con algún político estúpido, siempre se ponía la mano en el estómago. Si la araña se movía, sonreía: sí. Pero si la araña se hacía un ovillo, cerraba los ojos: no. Así eres tú. Mi madre m adre te leyó. Dice que no escribes esas
historias raras con el cerebro. Tú te diviertes con la araña que tienes debajo de las costillas. costill as. «Ese chico -dice mi madrem adre- nunca se enfermará, nunca se dejará envenenar por la gente, porque sabe vomitar, haciendo cosquillas a esa araña ar aña para que se distienda y suelte. Ese chico -diceno trasnocha ni se da a la mala mal a vida, envejeciendo mientras aún es joven. j oven. Sería un gran médico: sabría llegar directamente al dolor y arrancarlo.» –¿Tu madre madr e dijo dij o todo eso? es o? Me sonrojé. –Una mujer que tuvo doce hijos, hijos , enterró enter ró a seis, se is, crió c rió al resto. r esto. Un marido mari do bueno y otro otr o malo. mal o. Se le ocurrían excelentes ideas para aflojar el cuerpo, para liberar las tensiones. –Me gustarí gust aríaa haberla haberl a conocido. –Todavía está es tá por aquí. Henry se llevó la palma al pecho. Contempló los espejos que no podía ver, sacó las gafas negras del bolsillo, bolsil lo, las limpió li mpió y se las puso. –Ahora me sient s ientoo mejor. mej or. Rattigan, Ratt igan, con c on todos estos nombres, nombre s, ¿se había vuelto vue lto loca? ¿Alguna vez estuvo cuerda de verdad? –Cuando estaba en el agua. La oí nadar lejos l ejos con las focas, ladrando, ladr ando, un espírit espí rituu libre. li bre. –Quizá tendría ten dría que haberse habers e quedado por allí. all í. –Herman Melvi M elvill llee -mascul -m ascullé. lé. –¿Puedes repeti r epetirr eso? –Tardé años en e n termina ter minarr de leer l eer Moby Moby Dick. Melville Melvill e tendría que haberse quedado en el mar, con su cariñoso amigo Jack. ¿Tierra firme? Vivir allí le destrozaba el alma. En tierra envejeció treinta treint a años dentro de un cobertizo aduanero, más muerto que vivo. – Pobre hijo de puta -murmuró -murm uró Henry. – Pobre Pobre hijo hij o de puta -repetí en voz baja. – ¿Y Rattigan? ¿Crees que tendría que haberse quedado tierra adentro y no en esa caprichosa vivienda de la playa? –Era un sitio si tio grande, blanco, bl anco, brilla bri llante nte y encantador e ncantador,, pero una tumba tum ba llena ll ena de fantasm f antasmas, as, como com o esas películas de allí all í arriba, arri ba, de quince metros de alto y cincuenta ci ncuenta años de ancho, ancho, como estos espejos, y una mujer que los odia por razones r azones desconocidas. –Pobre hija hij a de puta put a -mascul -m asculló ló Henry.-Pobre Henry.- Pobre puta put a -dije -di je yo. –VEAMOS –VEAMOS ALGO ALGO MÁS -dijo Henry-. Henry- . Enciende las luces para que yo no tenga que usar el bastón. bas tón. –¿Sientes –¿Sient es si las luces l uces están es tán encendidas enc endidas o apagadas? apagadas ? –Qué chico tonto. t onto. ¡Léeme ¡ Léeme los l os nombres! nombr es! Lo agarré del brazo y caminamos por delante de los espejos espej os mientras yo iba leyendo los nombres. –Las fechas fecha s debajo debaj o de los nombres nombre s -ordenó -or denó Henry-. ¿Se ¿ Se van acercando acer cando al presente? present e?
1935.1937.1939.1950.1955.
Y con los años nombres, nombres, nombres, nombres, todos diferentes. difer entes. –Hay uno de más -dijo -dij o Henry-. ¿Hemos ¿Hem os termina ter minado? do? –Ultimo –Ultim o espejo espej o y fecha. Treinta Treint a y uno de octubre. oct ubre. Del año a ño pasado. –¿Cómo es que todo te t e ocurre ocurr e en Halloween? Hall oween? –El destino dest ino y la l a Providencia Provi dencia aman a man a seres enclenques enclenque s como com o yo. –Has dicho la l a fecha, fecha , pero… -Henry - Henry tocó el frío frí o cristal cri stal-. -. ¿No hay nombre? nom bre? –Ninguno. –¿Vendrá ella el la a añadir a ñadirlo? lo? Va a aparecer apar ecer haciendo ha ciendo ese e se ruido rui do que sólo sól o un perro perr o oye, con las l as luces luc es apagadas. Ella… –Cállate, –Cállat e, Henry. Miré los espejos espej os en la noche del sótano por donde corrían los fantasmas como com o sombras. –Hijo. – Henry me m e agarró agarr ó del brazo-. br azo-. Salgamos Sal gamos de aquí. –Una última últi ma cosa. cos a. Di una docena de pasos y me detuve. –No me digas. digas . – Henry inhaló-. inha ló-. Se te ha acabado el suelo. Miré hacia abajo y vi una boca de alcantarilla alcantari lla redonda. La oscuridad se hundía allí sin si n fin. –Parece vacío. va cío. – Henry aspiró-. aspir ó-. ¡Un desagüe de tormentas! –Sí, detrás det rás del teatro. teat ro. –¡Carajo! –¡Caraj o! Porque de repente pasó por por debajo un chorro de agua, una una marea limpia li mpia que olía a verdes colinas coli nas y a aire fresco. –Llovió hace ha ce unas horas. hor as. El agua a gua tarda tar da una hora en llegar ll egar aquí. aqu í. La mayor m ayor parte par te del año el tubo de desagüe está seco. Ahora debe de tener un pie de profundidad, desde aquí hasta el océano. Me incliné para palpar el lado interior de la boca. Peldaños. –¿No vas a bajar? baj ar? – adivinó a divinó Henry. –Está oscuro osc uro y frío, f río, y el mar m ar queda muy lejos, l ejos, y si uno se descuida desc uida puede ahogarse. ahogars e. Henry aspiró por la nariz. –¿Crees que ell e llaa vino por ahí a control c ontrolar ar esos eso s nombres? nombr es? –O entró por el cine ci ne y bajó. baj ó. –¡Oye! ¡Más ¡M ás agua! Una racha de de viento, muy fría, frí a, subió suspirando por el agujero. –¡Jesús! –¡Jesús ! – exclamé. excl amé. –¿Qué? Miré con atención. –¡Vi algo! al go! –¡Si no lo l o viste vist e tú, lo l o vi yo! El haz de la linterna saltó como loco por la habitación espejada mientras Henry me apretaba el codo y se tambaleaba apartándose del agujero. – ¿Vamos en la dirección direcci ón correcta? – Dios mío -dije-. ¡Espero que sí! EL TAXI NOS DEJÓ EN LA ACERA detrás de la enorme fortaleza árabe blanca de Rattigan. –Señorial-di –Señoria l-dijo jo Henry, y agregó-: a gregó-: Ese taxímet taxí metro ro marcó ma rcó de más. m ás. De ahora en adelante adel ante voy a conducir conduci r yo. Crumley no estaba allá delante junto a la orilla sino más arriba, junto a la piscina, con media docena de vasos de martini, dos ya vacíos. Los miró cariñosamente cari ñosamente y explicó: –Ahora estoy est oy listo li sto para pa ra parti par ticipar cipar en tus ridículas ridí culas rutinas. ruti nas. Estoy Est oy fortalec fort alecido. ido. Hola, Henry. Henry,
¿no te arrepientes de venir de Nueva Nueva Orleans a meterte en esta est a peliaguda investigación? –Una de esas bebidas bebi das huele huel e a vodka. ¿Es cierto? cier to? Eso acabará a cabará con mi arrepenti arrepe ntimi miento. ento. Di un vaso a Henry Henry y agarré otro deprisa para mí m í mientras mi entras Crumley observaba ceñudo mi silencio. silenci o. –A ver, cuenta cuent a -dijo. -di jo. Le conté lo de los espejos en el sótano del cine Grauman. –Además -expli - expliqué-, qué-, he estado haciendo listas li stas.. –Un momento. moment o. Me has quitado quit ado la borracher bor racheraa -dijo -di jo CrumleyCrum ley-.. Déjame tomar toma r otro. ot ro. – Levantó Levant ó un vaso remedando un brindis-. Muy bien, lee esas listas. –El niño de la tienda t ienda de comesti comes tibles bles en e n Mount Lowe. Los vecinos de Reina Califia Cali fia en Bunker HilI. Hil I. La secretaria del padre Rattigan. Ratti gan. El proyeccionista del cine chino de Grauman. Henry intervino. –¿Ese caballer cabal leroo del cine ci ne de Grauman…? Graum an…? Describí a Rusder, escondido escondido entre pilas pil as de viejas películas películ as con fotos en las paredes de todas las mujeres tristes de nombres perdidos. –Oye -dijo -dij o Henry-. ¿Hicist ¿Hic istee la list l istaa de esas esa s damas dam as de las l as fotos fot os allá all á arriba? arr iba? Leí lo que tenía apuntado: –«Mabel. –«Mabel . Helen. Maril Ma rilee. ee. Annabel. Hazel. Hazel . Betty Bett y Lou. Clara. Pollyanna…» Pollya nna…» Crumley se enderezó en la silla. –¿Hiciste –¿Hicis te una list l istaa de los l os nombres nombr es que había habí a en los espejos espej os del sótano? sóta no? Dije que no con la cabeza. –Estaba oscuro os curo allá al lá abajo. aba jo. –Esto es pan comido. comi do. – Henry se dio di o un golpecit golpec itoo en la cabeza-. cabeza- . Hazel. Annabel. Annabel . Grace. Pollyanna. Pol lyanna. Helen. Marilee. Betty Lou. ¿Detectas las similitudes? A medida que salían de los labios de Henry, yo los marcaba en la lista li sta escrita escrit a a lápiz. Una coincidencia perfecta. En ese momento hubo un relámpago. Las luces parpadearon. Oíamos el oleaje que embestía salando la playa de Rattigan mientras la pálida luz lunar plateaba la costa. Rugió un trueno. Me dio tiempo para pensar y decir: –Rattigan –Ratti gan tiene ti ene una colección col ección completa compl eta de los anuarios a nuarios de la Academia con todas las fotos, f otos, edades, papeles. Compite en todo. Eso cuadra con las fotos de arriba y los espejos de abajo, ¿verdad? El trueno retumbó, las luces l uces se fueron y volvieron. Entramos y buscamos los anuarios de la Academia. –Busca los nombres nombre s del espejo espej o -aconsejó -acons ejó Henry. –Ya lo sé, ya lo sé -gruñó Crumley. Crumle y. Media hora más tarde teníamos treinta años de anuarios de la Academia cargados de recortes. –«Ethel, Carlotta, Carlot ta, Suzanne, Suzanne , Clara, Clara , Helen» -leí. -l eí. –Constance no puede odiarlos odia rlos a todos. –Es lo más m ás probable probab le -dij - dijoo Henry-. ¿Qué más m ás tiene t iene en los estant e stantes? es? Una hora hora más tarde tar de encontramos algunos álbumes de consulta sobre actores, llenos l lenos de fotos que se remontaban a un lejano pasado. Uno tenía en la portada port ada el nombre]. Wallington Walli ngton Bradford. Leí: Leí: «Alias Tallullah Two, alias Swanson, Gloria Gloria in i n Excelsius, alias Funny Face». Face». En la parte trasera de mi m i cabeza sonó una campana. Abrí Abrí otro álbum y leí: –«Alberto –«Albert o Quickly. Presti Pr estidigit digitador ador rápido. r ápido. Hace todos t odos los papeles en Grandes Grandes ilusiones. il usiones. En Canción de Navidad hace de Scrooge, Marley, las l as Tres Navidades, Fezziwig. Es Santa Juana sin arder. Alberto Quickly. Transformista. Nació en 1895. En libertad.»
Volvió a sonar la campana. –Un momento moment o -dije. -di je. Me M e sorprendí sorpr endí murmur m urmurando-. ando-. Fotos, Fot os, espejos, espe jos, y ahora hay aquí a quí un tipo, t ipo, Bradford, que es todas las mujeres. m ujeres. Y después hay otro tipo, ti po, Quickly, que es todos los hombres, cada hombre. – La campana dejó de sonar-. ¿Constance los conoció? Como un sonámbulo, fui a buscar el Libro de los Muertos Muert os de Constance. Allí estaba. Bradford en una página, página, cerca del comienzo del libro. l ibro. Quickly hacia el final. –Pero no hay círcul cí rculos os rojos roj os alrededor al rededor de los nombres. nombre s. Eso ¿qué quiere qui ere decir? dec ir? ¿Están vivos vi vos o muertos? –¿Por qué no vamos vam os a ver? ver ? – dijo dij o Henry. Hubo Hubo un relámpago. relám pago. Las luces se apagaron de nuevo. En la oscuridad, Henry pidió: –No me digas, digas , déjame déjam e adivinar. adivi nar.
34 CRUMLEY CRUML EY NOS NOS DEJÓ DEJÓ junto a la vieja casa de apartamentos y se marchó m archó a toda prisa. –Ahora -dijo -di jo Henry-, ¿qué hacemos hacem os aquí? aquí ? Dentro del edificio, recorrí con la mirada el hueco de la escalera de tres pisos. –Buscamos a Marlene Marl ene Dietric Diet richh sana y salva. s alva. Aun antes antes de llamar llam ar a la puerta, sentí el perfume a través t ravés de la madera. Estornudé y golpeé. –Dios mío mí o -dijo -dij o una voz-. No tengo nada que ponerme. ponerm e. Se abrió la puerta y allí all í estaba un ondeante quimono con una reliquia victoriana victori ana dentro, contoneándose para para terminar term inar de encajar en él. Dejó de retorcerse y me m e midió los l os zapatos, los huesos de la rodilla, los hombros y finalmente me miró cara a cara. –J. Wallingt Wal lington on Bradford? Bradfor d? – Carraspeé-. Carra speé-. ¿El señor Bradford? –¿Quién pregunta? pregunt a? – dijo dij o con curiosidad curi osidad la criat cr iatura ura desde des de la puerta-. puert a-. Santo Sant o Dios. Entra. Entr a. Entra. Entra . ¿Y quién es esa otra cosa? –Soy el Ojo que Ve de este chico. – Henry exploró explor ó el airea ire-.. ¿Aquello es una sill si lla? a? Me parece pa rece que me voy a sentar. Es cierto ciert o que hay aquí aquí un olor muy fuerte. fuert e. No lo digo por nada. nada. El quimono soltó una ventisca de confeti y nos invitó a entrar con un amplio movimiento de manga. –Espero que no estéi e stéiss aquí por negocios. negoci os. Sentaos Senta os mientr mi entras as mamá ma má sirve s irve una ginebra. ginebr a. ¿Grande o pequeña? Antes de que pudiera pudiera decir algo él ya había llenado un vaso grande de licor azul cristalino. crist alino. Bebí un sorbo. –Muy bien, bien , chico -dijo -dij o Bradford-. Bradford- . ¿Te quedas cinco c inco minut m inutos os o pasas pasa s la noche? Dios mío, m ío, se ha sonrojado. ¿Esta visita tiene t iene que ver con Rattigan? –¡Rattigan! –¡Ratt igan! – exclamé-. exclam é-. ¿Cómo ¿Cóm o lo supo? su po? –Estuvo aquí y se fue. fue . Cada unos pocos años Rattigan Ratt igan desapare de saparece. ce. Es así como se s e divorcia divor cia de un nuevo marido, de un viejo amante, am ante, de Dios o de su astróloga. astr óloga. ¿Quién sabe? Asentí, estupefacto. –Vino hace años a preguntarm pregunt armee cómo hacía yo. Todas esas personas, persona s, dijo. dij o. Constance, Constance , ¿cuántas ¿cuánt as vidas de gata has tenido tú? ¿Mil? ¿Mi l? ¡No quieras saber por qué chimenea me escapé, debajo de qué cama me escondí! –Pero… –Nada de peros. La Madre Tierra Tierr a sabe todo. t odo. Constance inventó invent ó a Freud, y añadió a Jung y a
Darwin. Darwin. ¿Sabías que se acostó con los l os directores de los seis estudios? Fue una apuesta que hizo con Harry Cohn Cohn en el Brown Derby. Derby. «Exprimiréa Jack Warner War ner y a sus hermanos herm anos hasta que se les caigan las orejas» -dijo. »"¿Todos el mismo año?", exclamó Cohn. Cohn. »"Sí, claro que sí -dijo - dijo Constance-. ¡En una semana, con descanso el domingo!" »"¡Te apuesto cien a que no puedes!", dijo Cohn.»"Digamos Cohn.»"Digamos que mil y trato hecho", dijo Constance.»Harry Constance.»Harry Cohn la miró m iró con ferocidad. f erocidad. »"¿Qué »"¿Qué garantía me m e ofreces?" »"Yo »"Yo misma", mism a", dijo Rattigan. »"¡Venga »"¡Venga esa mano!", m ano!", exclamó Cohn. »Constance »Constance empezó a mover todo el cuerpo. "¡Toma esto!" Arrojó las bragas a las l as rodillas de Cohn Cohn y salió corriendo. Sin aliento, J. W. Bradford siguió contando: –¿Sabéis que una vez fui f ui Judy Garland? Después Despué s Joan Crawford, Crawfor d, después Bette Davis. Fui Bankhead en Náufragos. en Náufragos. Una verdadera verdadera trotacalles trotacal les nocturna, trasnochadora, rompecamas. ¿Necesitáis ayuda para encontrar a Rattigan? Ratti gan? Puedo hacer hacer una lista li sta de sus descartes. descart es. Algunos cayeron en mis rodillas. ¿Queréis decir algo? –¿Existe –¿Exist e alguna personalidad personal idad suya su ya real por ahí? ahí ? – pregunté. pregunt é. –Dios mío, mí o, espero esper o que no. ¡Qué terri t errible ble sería se ría encontrarm encontr armee en la cama conmi c onmigo go mismo! mi smo! Rattigan. Ratti gan. ¿Estuvisteis alguna vez en su casa de la playa? Artie Shaw paró allí una vez, después de Caruso. Lo Lo enamoró cuando tenía trece tr ece años. Le hizo subir por la l a pared de La Scala. Al terminar term inar con Lawrence Tibbett, él cantaba soprano. Mandaron un coche patrulla de paramédicos a su casa en 1936, cuando al resucitar boca a boca a Thalberg Thalberg lo metió meti ó en el cementerio cementeri o de Forest Lawn. Lawn. ¿Estáis bien? –A mí acaba aca ba de caerme caer me encim enc imaa una caja caj a fuerte fuer te de diez tonelada t oneladas. s. –Toma más má s ginebra. gine bra. Lo dice di ce Tallulah. Tall ulah. –¿Nos ayudará a encontrar encontr ar a Constance? Const ance? –Ningún otro otr o puede hacerlo. hacer lo. Le presté pr esté todo mi m i vestuari ves tuarioo hace un mil m illón lón de años. a ños. Le di los artículos de maquillaje que me sobraban, le enseñé a perfumarse, a asombrar las cejas, a levantar las orejas, a acortar el labio superior, a agrandar la sonrisa, a meter o sacar pecho, a caminar con mayor o menor presencia. Yo era un espejo delante del que ella posaba, viéndome mirar, mir ar, parpadear, fingir remordimiento, remordim iento, atención, desesperación, regocijo, cantar en una jaula de oro, lanzarse l anzarse en picado dentro de un pijama, pijam a, salir nadando a braza. Andaba Andaba con una cola de caballo de adolescente, levantando l evantando un enjambre de bailarinas. bailari nas. Cuando Cuando se fue, era otra persona. Eso fue hace diez mil vodeviles. Con aquello podía competir con otras actrices por otros papeles en películas, o quizá robarles los hombres. »Muy bien, muñeco -dijo J. W. Bradford mientras escribía escr ibía en un bloc-. Aquí hay más nombres de quienes amaron a Constance. Nueve Nueve productores, diez directores, cuarenta y cinco actores sueltos suel tos y una perdiz en un peral. –¿Alguna vez dejó dej ó de moverse? move rse? –¿Viste esas focas f ocas que andan a ndan por las l as aguas delante delant e de donde vive? vi ve? Resbaladiza Resbal adiza como el aceite, aceit e, más rápida que el mercurio, m ercurio, se metía met ía en la cama como com o un rayo. Númerouno Númerouno en la maratón de Los Ángeles mucho antes de que esa maratón existiera. Podría haber sido presidente del directorio de tres estudios, pero terminó term inó haciendo de Vampira, Vampira, Madame Defarge y Dolley Madison. ¡Toma! –Gracias. –Gracias . Eché una una ojeada a una lista que habría llenado dos veces la Bastilla. –¡Ahora perdonadme, per donadme, pero pe ro Mata Mat a Hari tiene t iene que cambiarse cambi arse!!
¡Zip! Se abrió el quimono. ¡Zip! Agarré a Henry Henry del brazo y volando bajamos la escalera y salimos a la l a calle. –¡Eh! – grit gr itóó alguien-. algui en-. ¡Un ¡ Un momento! moment o! Di media vuelta y miré hacia arriba. Jean Harlow-Dietrich-Colbert se asomó por encima de la barandilla con una salvaje sonrisa, sonris a, esperando a que Von Von Stroheim le rodara r odara un primer plano. –Hay otro como com o yo, aún más m ás loco. loc o. ¡Quickly! ¡Quickl y! –¡Alberto –¡Albert o Quickly! – exclamé-. excla mé-. ¿Está vivo? vi vo? –Actúa en un club cl ub nocturno noctur no por semana se mana y después de spués va a centros cent ros de rehabil r ehabilita itación. ción. Cada vez ve z que lo arreglan un poco, repite la gira de despedida. Con sus noventa noventa y tantos, dijo que encontró a Constance (¡mentira!) (¡menti ra!) en la Ruta 66 cuando tenía, Dios mío, cuarenta, cincuenta años. En un viaje a campo traviesa recogió r ecogió a esa machona de pechos sospechosos. sospechosos. La convirti convirtióó en una estrella mientras m ientras sus actuaciones se iban i ban desdibujando. Ahora Ahora dirige un théâtre intime en la sala. Cobra a la gente los viernes por la l a noche para ver a César apuñalado, a Antonio sobre la espada, a Cleopatra mordida. m ordida. – Bajó flotando una hoja de papel-. ¡Ahí tienes! ¡Y algo más! –¿Qué? –Connie, Helen, Annette, Annet te, Roberta. Rober ta. ¡Constance ¡ Constance no se presentó pres entó a más m ás leccione l eccioness sobre sobr e cómo cambi c ambiar ar de vida! La semana pasada. Tenía que haber vuelto y no apareció. apareci ó. –No entiendo -grit - grité. é. –Yo le había enseñado cosas cos as oscuras, oscu ras, lumi l uminosas, nosas, fuerte f uertes, s, suaves, suave s, apasionadas, apasi onadas, tranqui t ranquilas, las, una especie de papel nuevo que andaba buscando. buscando. Venía a aprender más. m ás. Quería ser una persona nueva. Quizá como era al principio. Pero no sabía cómo ayudarle. ¿Cómo se libera a l os actores de los papeles que interpretan? W. C. Fields aprendió a ser a ser W. C. Fields en el vodevil. Nunca Nunca se soltó de ese yugo. Y entonces apareció Constance diciendo: dici endo: «Ayúdame «Ayúdame a encontrar una nueva personalidad». Yo le dije: «Constance, «Constance, no sé cómo ayudarte. Busca a un sacerdote que te meta met a en una nueva piel». En mi cabeza sonó una gran campana. –Bueno, eso es todo t odo -dijo -di jo Jean Jea n Harlow-. ¿Te confundí c onfundí pero te t e divertí diver tí?? Chao. Bradford desapareció. –Vamos, llam l lamemos emos a Crumley Cruml ey -propuse -pr opuse sin si n aliento. ali ento. –¿Por qué estás es tás tan agitado? agi tado? – preguntó pr eguntó Henry. –Tenemos que hablar con Alberto Albert o Quickly, el e l conejo conej o que entra ent ra y sale sa le de la l a chistera chis tera,, el fantasm f antasmaa del padre de Hamlet. –Ah, ése -dijo -di jo Henry. DEJAMOS A HENRY con unos parientes de voz suave en Central Avenue y después Crumley me llevó a la casa de Alberto Quickly, noventa y nueve años, años, primer «maestro» de Rattigan. –El primer pri meroo -dijo-. -dij o-. El expert e xpertoo en el sistem sis temaa Bertill Berti llion, ion, que recogió r ecogió las huell hue llas as digital digi tales es de Constance desde el dedo gordo gordo del pie hasta el codo y las rodillas. r odillas. En el vodevil se lo había conocido como Señor Metáfora, y actuaba, completa, La completa, La tienda tie nda de antigüedades y cada uno de los niños de Fagin en Oliver Twist mientras Twist mientras el público gritaba «Compasión». Era Era más morboso que Marley, más pálido que Poe. Quickly, exclamaban los críticos, orquestaba réquiems para desbordar el Támesis con mareas tristes tris tes cuando, como Tosca, se lanzaba a la eternidad. Metáfora-Quickly decía todo eso con locuacidad, con alegría, mientras yo lo miraba allí sentado en su sala escenario. Rechacé con la mano la caja de pañuelos que me ofrecía antes de invitarme invitarm e a escuchar su Lucia, loca l oca de nuevo.
–Basta -exclam - exclaméé por fin-. f in-. ¿Qué me dice di ce de Constance? Const ance? –Casi no la l a conocí -dijo-, -dij o-, ¡pero ¡pe ro a quien qui en sí conocí fue f ue a Katy Kelleher, Kell eher, 1926, mi primera prim era discípul di scípula! a! –¿Discípula? –¿Discí pula? – mascul m ascullé, lé, mient m ientras ras encajaba e ncajabann las piezas. piezas . –¿Recuerdas a Molly Moll y Callahan, Calla han, 1927? –Apenas. –¿Y a Polly Riordan, Ri ordan, 1926? –Casi. –Katy fue Alicia Ali cia en el País Paí s de las l as Maravil Mar avillas, las, Molly Moll y fue Moll M ollyy en Mad en Mad Molly M olly O'Day. O'Day. Polly fue Polly of the t he Circus, Circus , el mismo año. Katy, Molly, rally: todas Constance. El torbellino entró sin nombre y salía famoso. fam oso. Le enseñé a gritar gritar:: «¡Soy Polly!» Los productores exclamaban: «¡Sí, sí, lo eres!» er es!» La película se rodó r odó en seis días. Después la cambié para que se metiera meti era en la garganta de Leo el León. «Soy la bonita Katy Kelly.» «¡Lo eres!», rugía la manada de leones. Su segunda película, ¡hecha en cuatro días! Kelly desapareció y entonces Molly Moll y trepó a la torre torr e de la radio RKO. RKO. Fue entonces Molly, Polly, Dolly, SalIy, Gerty, Connie… ¡Y Constance saltando de un estudio a otro! –¿Nadie se dio di o cuenta nunca de que Constance Const ance desempeñaba dese mpeñaba más de un papel? papel ? –¡Sólo yo, Alberto Albert o Quickly, le l e ayudé a conseguir c onseguir la fama, f ama, la fortuna f ortuna y las caricias cari cias!! ¡El cerdo de oro or o engrasado! Nadie supo nunca que algunos de los nombres de las l as marquesinas de Hollywood Hollywood Boulevard eran nombres que Constance había inventado o tomado en prést amo. ¡Podría haber caminado cami nado por el patio delantero de Grauman con zapatos de cuatro números diferentes! –¿Y dónde está ahora Moll M olly, y, Polly, Poll y, SalIy, SalI y, Gerty, Connie? Conni e? –Ni siquiera siqui era ella el la lo l o sabe. Aquí hay seis sei s direccio dir ecciones nes diferent dif erentes es en doce veranos diferent dife rentes. es. Quizá se se ahogó entre la hierba alta. alt a. Los años son un excelente escondite. Dios te esconde. ¡Ocúltate! ¿¡Cómo me llamo!? Dio una voltereta lateral completa a través de la sala. Oí el grito de aquellos huesos viejos. –¡Qué tal! tal ! Hizo una mueca de dolor. –¡Señor Metáf M etáfora! ora! –¡Por supuesto! supu esto! Cayó redondo. Me incliné sobre él, él , aterrorizado. Abrió un ojo grande. –Me salvé sal vé por pato. pat o. Ponme algo a lgo debajo debaj o de la cabeza. Asusté Asust é a Rattigan, Ratt igan, que salió sali ó corriendo corr iendo -sigui - siguióó parloteando-. Era lo más m ás lógico. Después de todo, soy Fagin, Marley, Scrooge, Hamlet, Quickly. Alguien como yo tenía que ser curioso y tratar de averiguar en qué año vivía ella, o incluso si existía. Cuanto más viejo era, más celos cel os tenía de las ganancias y las pérdidas de Constance. ¡Esperé ¡Esperé demasiado tiempo a lo largo de los años, así como Hamlet esperó demasiado para matar al asqueroso malvado que mató al fantasma f antasma de su padre! Ofelia y César clamaban clam aban por una matanza. El recuerdo de Constance convocaba convocaba estampidas de toros. t oros. Así que cuando cumplí los noventa pedían venganza. venganza. Como un imbécil, le l e mandé el Libro de los Muertos. Así que Constance debe de haber haber huido de mi locura. l ocura. Llama una ambulancia -añadió el Señor Metáfora-. Metáf ora-. Tengo dos dos tibias tibi as rotas y una hernia de ingle. ¿Escribiste todo eso? –Más tarde. t arde. –¡No esperes! espere s! Escríbel Escr íbelo. o. Dentro de una hora yo y o estaré esta ré en el Vahalla acosando a las estat e statuas. uas. ¿Dónde ¿Dónde está mi cama? Lo acosté. –Tómese las l as cosas con más calma calm a -dije-di je-.. El Libro Libr o de los Muertos, Muert os, ¿dice ¿di ce que se loenvió lo envió a
Constance? –Hubo una feria feri a medio medi o tonta tont a en la l a Film Fil m Ladies Ladi es Leage el mes pasado, en la que vendían ve ndían cosas cos as usadas que pertenecieron a actores. Conseguí Conseguí algunas fotos de Fairbanks y una partitura partit ura de Crosby, y allí, te lo juro, estaba la guía telefónica que había tirado Rattigan, con todos los nombres de los amantes. Dios mío, yo fui la serpiente en el paraíso. Arrastrado a la maldición por una moneda de diez centavos, miré las l as listas list as y bebí el veneno. ¿Por qué no provocar pesadillas a Rattigan? Ratti gan? La localicé, le dejé el Libro de los Muertos Muert os y salí corriendo. corr iendo. ¿Eso la asustó de verdad? –Ay, Dios mío, mí o, vaya si la asustó. as ustó. – Miré Mir é la cara c ara sonrie s onriente nte del señor Quickly-. Quic kly-. ¿Entonces usted no tuvo nada que ver con aquella pobre alma alm a perdida que vivía en Mount Lowe? Lowe? –¿El primer pri mer imbécil im bécil de Constance? Constanc e? ¿Ese viejo vi ejo estúpi es túpido do está est á muerto? muer to? –Lo mataron mata ron los l os periódicos. peri ódicos. –Eso hacen los l os críti crí ticos. cos. –No. Le cayeron encima enci ma toneladas t oneladas de viejos viej os ejempl eje mplares ares del Tribune. –De un modo o de otro, ot ro, siempr si empree matan. mat an. –¿Y usted no acosó ac osó a Reina Califia? Calif ia? –Esa vieja viej a Arca de Noé; dentro de ntro de ella ell a hay dos de cada especie. espe cie. Alta/baj Alt a/baja, a, fría/ fr ía/cali caliente. ente. Le dijo di jo a Constance adónde adónde tenía que ir y Constance fue. ¿También ella está muerta? m uerta? –Se cayó por la l a escalera. escal era. –Yo no la hice hic e tropezar. tr opezar. –Después estaba est aba el sacerdote… sacer dote… –¿Su hermano? herm ano? El mism m ismoo error. error . Dios mío, m ío, la l a mandó al infie i nfierno. rno. Y Constance obedeció. obedeci ó. ¿Qué lo mató? ¡Dios mío, todo el mundo está muerto! –Ella le l e gritó. gri tó. Creo que fue ella e lla.. –¿Tú sabes qué le grit gr itó? ó? –No. –Yo sí. –¿Usted? –Ayer, en medio me dio de la l a noche, oí voces y pensé pens é que estaba est aba soñando. Esa voz, tenía tení a que ser ella. ell a. Quizá todo lo que le gritó a ese pobre sacerdote, me lo l o gritó a mí. mí . ¿Quieres oído? –Estoy esperando. esp erando. –Ah, sí. Esto Est o es lo l o que gritó: gri tó: «¿Cómo vuelvo, vuel vo, dónde queda el e l siguient si guientee lugar, lugar , cómo vuelvo?» –¿Volver adónde? adónde ? Detrás de los párpados de Quickly se agitó agit ó un rápido pensamiento. Soltó un bufido. –Su hermano herma no le dijo di jo adónde tenía tení a que ir i r y ella el la obedeció. obedec ió. Y a fin fi n ella ell a dijo: dij o: «Estoy «Est oy perdida, perdi da, muéstreme muéstrem e el camino». cami no». Constance Constance quieren que la encuentren. ¿Es eso? –Sí. No. Dios mío, m ío, no lo l o sé. –Ella tampoco. t ampoco. Quizá por eso e so gritó. gri tó. Pero Per o mi casa está es tá construi cons truida da con ladril la drillos. los. Nunca se s e cayó. –Otras sí s í cayeron. caye ron. –¿Su viejo viej o marido, mar ido, Califi Cal ifia, a, su hermano? her mano? –Es una larga lar ga histori his toria. a. –¿Y tú todavía todaví a tienes ti enes que recorr r ecorrer er varias var ias mil m illas las antes a ntes de dormir? dorm ir? –Sí. –No acabes como com o esta est a vieja viej a gallina gall ina loca, l oca, que pone huevos hue vos del color del siti si tioo donde me dejas. dejas . Bufanda roja. Huevos Huevos rojos. Alfombra azul. azul . Azules. Camisola morada.Morados. Ése soy yo. ¿Ves esta
sábana escocesa? Era totalmente blanca y se lo dije. –No ves bien. – Me miró mi ró con atenciónat ención-.. Hablas mucho. m ucho. Estoy hecho polvo. Adiós. Y cerró de golpe los ojos. –Señor -dije. -di je. –Estoy ocupado -murmuró-mur muró-.. ¿Cómo me m e llamo? ll amo? –Fagin, Otelo, Otel o, Lear, O'Casey, Booth, Scrooge. –Ah, sí. Y se puso a roncar.
36 VOLVÍ EN TAXI AL MAR, a mi pequeño bungalow. Necesitaba pensar. Y entonces se oyó un golpe como de un mazo en la puerta puert a que daba al mar. mar . ¡Pum! Salté a sostenerla antes de que se cayera. Me cegó un destello de luz que salió de un solo cristal cri stal brillante bri llante y redondo metido meti do en un ojo malo. –¡Hola, Edgar Wallace, Wall ace, estúpi es túpido do hijo hij o de puta! puta ! – gritó gri tó una voz. voz . Retrocedí, horrorizado de que me llamara Edgar Wallace, ¡aquel escritorzuelo barato! –¡Hola, Fritz Fri tz -chil - chillélé-,, maldit mal ditoo estúpido est úpido hijo hi jo de puta! put a! ¡Entra! ¡ Entra! –¡Estoy entra e ntrando! ndo! – Fritz Fri tz Wong aporreó a porreó la alfombr al fombraa como si llevar l levaraa pesadas botas milit mi litares. ares. Dio un taconazo mientras agarraba el monóculo y lo sostenía en el aire y me enfocaba-. ¡Estás envejeciendo! – exclamó con entusiasmo. –¡Tú ya eres ere s viejo! vie jo! – exclamé exclam é yo. –¿Insultos? –¿Insul tos? –¡Uno recibe reci be lo que da! –Baja el volumen, volum en, por favor. f avor. –¡Tú primer pri mero! o! – gritégri té-.. ¿Sabes lo l o que me has llam l lamado? ado? –¿Mickey –¿Mick ey Spillane Spil lane es e s mejor? mej or? –¡Fuera! –¿John Steinbeck? Ste inbeck? –¡De acuerdo! Baja la voz. –¿Así está est á bien? – susurró. susur ró. –Todavía te t e puedo oír. oí r. Fritz Wong ladró una sonora carcajada. –Ése es mi m i buen hijo hi jo bastar bas tardo. do. –¡Ése es mi padre ilegí i legíti timo mo e infie i nfiel! l! Nos abrazamos con brazos de acero en medio de un ataque at aque de risa. Fritz Wong se secó las lágrimas. –Ahora que hemos hem os termi ter minado nado con las l as formal for malidades idades -tronó-, -tr onó-, ¿cómo ¿cóm o estás? est ás? –Vivo. ¿Y tú? –Apenas. ¿Por qué tardan t ardan tanto t anto las l as provisi pro visiones? ones? Saqué la cerveza de Crumley. –Basura para par a cerdos -dijo -dij o Fritz-. Frit z-. ¿No tienes t ienes vino? – Tomó Tom ó un largo lar go trago tra go e hizo hiz o una mueca-. muec a-. A ver. – Se sentó sent ó pesadamente pesadam ente en e n mi única sil s illala-.. ¿En qué puedo ayudarte? ayudar te? –¿Qué te hace pensar que necesito necesi to ayuda? –¡Siempre –¡Siem pre necesit neces itas as ayuda! ¡Un momento! mom ento! No soporto esto. e sto. Salió a la lluvia ll uvia pisando fuerte y volvió con una botella de Le Corton, que abrió en silencio con un
elegante y brillante sacacorchos de plata que sacó del bolsillo. Yo saqué dos frascos de mermelada viejos pero limpios. Fritz los miró con desprecio mientras servía el vino. –Mil novecientos novecie ntos cuarent cua rentaa y nueve -dij - dijo-. o-. Un gran año. a ño. ¡Espero ¡Esper o sonoras exclamaciones exclam aciones!! Bebí. –¡No te tomes t omes eso e so de un trago! t rago! – gritó grit ó Fritz-. Frit z-. ¡Por ¡ Por Dios, inhalar i nhalar ¡Respira! ¡Respir a! Inhalé. Hice girar el vino. –Bastante –Bastant e bueno. –¡Dios santo! sa nto! ¿Bueno? –Déjame pensar. p ensar. –Maldita –Maldi ta sea. se a. ¡No pienses! pie nses! ¡Bebe con la l a nariz! nari z! ¡Exhala ¡Exhal a por las l as orejas! ore jas! Me mostró cómo, con los ojos cerrados. Hice lo mismo. –Excelente. –Excelent e. –Ahora siéntat sié ntatee y calla. cal la. –Ésta es mi casa, Frit Fr itz. z. –No, ahora no lo l o es. Yo estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada apoyada en la pared, y él se elevaba allí all í a mi lado como César a horcajadas de un hormiguero. hormi guero. –Ahora -dijo-di jo- suelt s ueltaa todas las novedades. Las puse en fila y las solté. Cuando terminé, Fritz se levantó de mala gana y volvió a llenar mi frasco de mermelada. –No te lo mereces m ereces -mascull -ma sculló-, ó-, pero per o no estuvist est uvistee mal bebiendo ese e se vino vi no añejo. Cállate. Cállat e. Tómalo Tómal o a sorbos. –Si alguien al guien puede solucionar soluci onar lo l o de Rattigan Ratt igan -dij - dijo, o, sorbiendosorbi endo- soy yo. Tranquilo. Tranqui lo. Abrió la puerta a la hermosa e interminable lluvia. –¿Te gusta esto? –Me encanta. encant a. –¡Tonto! Fritz se atornilló el monóculo para echar una larga mirada a la costa. –La casa de Rattig Rat tigan an está est á allí all í arriba ar riba,, ¿verdad? ¿Y lleva siete siet e días sin volver? vol ver? ¿Se habrá muert m uerto? o? Es la emperatriz del campo de batalla, sí, pero nunca se la encontrará muerta. Un día sencillamente desaparecerá y nadie sabrá qué ha sucedido con ella. ell a. Sirvió lo que quedaba del Le Cortan, Cortan, odiando el frasco de mermelada, merm elada, amando el vino. Estaba libre, desempleado, dijo. No rodaría películas durante dos años. Demasiado Demasiado viejo, decían. –Soy el acróbata acr óbata más m ás joven j oven en cualquier cual quier cama de tres continentes conti nentes -protestó-prot estó-.. Ahora Ahora tengo entre manos la obra Santa Juana de Bemard Shaw. Shaw. Pero ¿cómo se hace el reparto de esa obra teatral increíble? Mientras tanto, preparo una novela de Julio Verne de dominio público, libre y cristalina, crist alina, con un productor poco fiable y borde que no dice nada y roba mucho, así que necesito necesit o que un escritor de ciencia ficción de segunda fila, tú, trabaje a destajo en esa torpe obra maestra. Di que sí. Antes de que pudiera contestar… Se produjo un enorme enorme diluvio dil uvio y un estampido de fuego y truenos, durante el cual Fritz ladró: –¡Estás contratado! contr atado! Ahora ¿tienes ¿ti enes algo al go más que mostra mos trarr y contar? cont ar? Mostré y conté. Las fotos recortadas de los viejos viej os periódicos y pegadas con cinta adhesiva en la pared sobre mi
cama. Fritz casi tuvo que acostarse, maldiciendo, para mirar las malditas imágenes. –Con un ojo, después despué s de perder per der el otro en un duelo… duelo … –¿Un duelo? – exclam exc lamé-. é-. Nunca diji di jiste… ste… –Calla y lee los l os nombres nombr es debajo debaj o de las la s fotos fot os al director dire ctor alemán alem án cíclope. cíc lope. Leí los nombres. Fritz los repitió. –Sí, la l a recuerdo. recue rdo. – Alargó Alar gó la mano m ano para tocar-. tocar -. Y aquélla. aquél la. Y, sí, sí , ésta. ést a. Dios mío, m ío, qué fichero fich ero de delincuentes. –¿Trabajaste –¿Trabaj aste con todas o con alguna? al guna? –A algunas logré l ogré doblegarl dobl egarlas as en dos de cada tres t res intent i ntentos os en un motel m otel de Santa Bárbara. Bár bara. No me me acto. Las cosas son o no son verdad. –Nunca me has mentido, ment ido, Fritz. Fri tz. –Te he mentido, ment ido, pero per o has sido si do demasiado demas iado estúpi es túpido do para darte da rte cuenta. Polly. Poll y. Molly. Moll y. Dolly. Parece Par ece un número barato de campaneras cam paneras suizas. Un momento. No puede ser. Tal vez. ¡Sí! Estaba inclinado, ajustando el monóculo, entornando los ojos. –¿Por qué no me m e di cuenta? c uenta? Dum Dummkopf mkopf Pero Pero pasó tiempo entre entr e una y otra. Años. Esa y aquella y aquella otra. ¡Dios mío! –¿Qué, Fritz? Frit z? –Son todas la l a misma mi sma actriz, actr iz, la l a misma mi sma mujer. muje r. Diferent Dif erentee pelo, diferent dife rentee peinado, peina do, diferent dif erentee color, color , diferente maquillaje. m aquillaje. Cejas gruesas, cejas finas, nada de cejas. Labios pequeños, labios grandes. Con Con pestañas, sin pestañas. pest añas. Trucos femeninos. La semana pasada se me m e acercó una mujer en Hollywood Hollywood Boulevard y dijo: «¿Me conoce?» «No», «No», dije. «Soy fulana», dijo dij o ella. Le estudié est udié la nariz. nari z. Cirugía plástica. Le miré mi ré la boca. Cirugía plástica. plásti ca. ¿Las cejas? Cejas nuevas. Además, Además, había perdido quince kilos y se había vuelto rubia. r ubia. ¿Cómo demonios podía saber quién era? Esas fotos, ¿de dónde dónde las sacaste? –De Mount Lowe… –Aquel tonto tont o bibliot bibl iotecari ecarioo de periódicos. peri ódicos. Subí allí al lí una vez a document doc umentarme arme.. Abandoné la tarea. t area. No podía respirar entre todas aquellas malditas pilas de noticias. ¡Llámeme, grité, cuando liquide esto! El imbécil del primer marido de Constance. ¡Cómo logré dirigida en por lo menos tres películas sin adivinar nunca sus cambios! ¡Dios! Una diablilla diablill a dentro de un diablo dentro de la carnívora esposa de Lucifer. –¿Sería porque -dije - dije-- en esos es os años andabas a ndabas cortej cor tejando ando a Madene Made ne Dietrich? Dietr ich? –¿Cortejando? –¿Cortej ando? ¿Lo llaman ll aman así? a sí? – Fritz Frit z soltó sol tó una carcaj ca rcajada ada y se apart a partóó del borde bor de de la cama-. cama- . Arranca esas cosas de ahí. Si he de ayudarte, necesitaré esa basura. –Hay más como com o éstas ésta s -dije-di je-.. En el cine ci ne chino de Grauman, en la vieja viej a cabina cabi na de proyección, proye cción, el el viejo… –¿Aquel lunátic luná ticoo de mala ma la muert m uerte? e? –Yo no diría dirí a eso. –¡Por qué! Tenía un carret c arretee faltant fal tantee de Atlant de Atlantica, ica, una película mía mí a para la UFA. UFA. Fui a verlo. Trató de atarme a una silla y me hizo tragar a la fuerza viejas series de Rin Tin Tin. Amenacé con arrojarme por desde el palco y me dejó marchar mar char con Atlant con Atlantica. ica. ¿Qué te parece? Esparció las fotos por la cama y les lanzó la ardiente mirada de aquel monóculo. –¿Dices que hay ha y más fotos como éstas és tas arriba arri ba en el cine de Grauman? –Sí -dije. -di je. –¿Te importa im portaría ría viajar viaj ar mental m entalment mentee a ciento ci ento cincuenta ci ncuenta kilómet kil ómetros ros por hora en un Alfa Romeo para
llegar al cine chino de Grauman en menos de cinco minutos? Me quedé pálido como la cera. –No te importa im portaría ría -dijo -dij o Fritz. Frit z. Dando Dando tumbos, salió sali ó a la lluvia. l luvia. Cuando caí dentro, su Alfa Romeo ya estaba viajando viaj ando a la velocidad de un cohete espacial.
37 –LINTERNA, –LINTERNA, FÓSFOR FÓSFOROS, OS, LÁPIZ LÁPIZ Y BLOC BLOC por si tuviéram tuvi éramos os que dejar dej ar una nota. not a. Miré en los bolsillos. –Vino -añadió -añadi ó Fritz-, Frit z-, por si los l os maldi ma lditos tos perros per ros del acantilado acanti lado no tuvier t uvieran an brandy. Nos fuimos pasando una botella botella de vino mientras m ientras estudiábamos est udiábamos la avalancha de escaleras oscuras que llevaban a la vieja cabina de proyección. Fritz sonrió. –Yo primero. prime ro. Si te caes, ca es, no me m e gustaría gusta ría agarrart agarr arte. e. –Vaya amistad. ami stad. Fritz avanzó por la oscuridad. Yo avanzaba avanzaba detrás, haciendo girar el haz de la l a linterna. –¿Por qué me m e ayudas? – dije dij e sin aliento. ali ento. –Llamé a Crumley. Cruml ey. Me dijo di jo que va a estar est ar todo t odo el día dí a escondido escondi do en la cama. Ya mí, andar por ahí con lerdos y retrasados como tú me m e purifica la l a sangre y me renueva el corazón. Cuidado con con esa linterna, linter na, que me puedo caer. –No me tientes ti entes.. Moví la luz arriba y abajo. –Lamento –Lament o tener que decírte decí rtelo lo -se -s e sinceró si nceró FritzFri tz-,, pero uno da lo que recibe. r ecibe. ¡Tú eres mi décimo décim o hijo hij o bastardo con Marie Dressier! Ahora estábamos más arriba, en territorio de hemorragia nasal. Llegamos a la parte superior de la segunda galería. Fritz estaba furioso con la altura, pero encantado de oírse despotricar. –Explícamel –Explíca meloo de nuevo -dij - dijoo mientr mi entras as seguíamos seguí amos subiendos ubiendo-.. Hemos subido. sub ido. ¿Y ahora qué? –Ahora tenemos tenem os que bajar baj ar tanto t anto como com o lo que hemos subido. s ubido. Los nombres nom bres en e n los espejos e spejos del sótano. Una catacumba de cristal. –Llama -dijo -dij o finalm fi nalmente ente Fritz Fr itz.. Golpeé en la puerta de la sala de proyección y la puerta se abrió hacia dentro y vimos las luces l uces tenues de dos proyectores, uno de ellos ell os encendido y funcionando. Pasé el haz de la linterna por la pared y aspiré sobresaltado. –¿Qué? – dijo dij o Fritz. Frit z. –¡No están! están ! – dije-. di je-. Las fotos. fot os. Las han sacado s acado de las l as paredes. par edes. Consternado, recorrí con la luz los espacios vacíos. Todos los «fantasmas» de la habitación habían desaparecido. –¡Maldit –¡Mal ditaa sea! Jesús! ¡Dios mío! m ío! – Me detuve det uve y solté sol té una palabr pa labrotaota-.. ¡Santo ¡Sant o Dios, estoy est oy hablando hablan do como tú! –Hijo mío, m ío, hijo hi jo mío m ío -dij - dijo, o, contento, content o, Fritz-. Fri tz-. ¡Mueve esa luz! l uz! –Silencio. –Silenc io. La moví despacio hasta apuntar con pulso vacilante a algo colocado entre los proyectores. Era, por supuesto, el padre de Constance, erguido y frío, frí o, tocando con una mano un interruptor de la máquina. Un proyector proyector funcionaba a toda t oda velocidad con una cinta que pasaba por la lente y volvía, en una
espiral que se repetía una y otra vez cada diez segundos. La pequeña puerta por la que pasaban las imágenes para llenar la pantalla del cine estaba cerrada, así que las imágenes quedaban atrapadas, empequeñecidas, en el lado interior interi or de esa puerta, pero si uno se inclinaba incli naba y se fijaba bien, veía… … que pasaban SalIy, Dolly, Molly, Holly, Gaily, Nellie, Roby, Sally, Dolly, Holly, una y otra vez. Estudié al viejo Rattigan, Ratti gan, que se había quedado quedado duro en la silla, y no supe bien si su s u mueca mostraba triunfo o necesidad. Miré hacia aquellas paredes ahora vacías de SalIy, Holly, Dolly, Dolly, pero el que se las había llevado no se había dado cuenta de que el viejo, al ver que le arrebataban arrebat aban la «familia», «famili a», había puesto en marcha aquella cinta para conservar el pasado. O… O… Sentí que el alma alm a se me caía a los l os pies. Oí la voz de Betty Kelly gritando gri tando lo que había gritado grit ado Constance: Constance: Perdóneme, Perdóneme, perdóneme, erdóneme. Y a Quickly recordando: ¿Cómo ¿Cómo vuelvo, cómo vuelvo, cómo vuelvo y lo recupero? Recuperar ¿qué? ¿Su otro yo? Esto ¿te lo hizo alguien?, pensé, mirando al viejo muerto. ¿O te lo hiciste tú mismo? Aquellos Aquellos blancos ojos de mármol már mol no se movieron. movier on. Apagué Apagué el proyector. Todas las caras seguían circulando por mi retina, la hija bailarina, la mariposa, la vampiresa china, la marimacho payaso. –Pobre diablo-s dia blo-susurr usurré. é. –¿Lo conoces? – dijo d ijo Fritz. Frit z. –No. –Entonces no es e s un pobre diablo. diabl o. –¡Fritz! –¡Fri tz! ¿Alguna vez tuvist t uvistee corazón? coraz ón? –Sólo un by-pass. by-pa ss. Hice que lo quitar qui taran. an. –¿Cómo puedes vivir sin él? é l? –Porque… Fritz me dio el monóculo. Llevé el frío cristal a un ojo y miré. –Porque -dijo-di jo- soy s oy un… –¿Un maldito maldi to y estúpi es túpido do hijo hij o de puta? puta ? –¡Un ojo de buey! – dijo dij o Fritz-. Frit z-. Vamos -añadió-. -añadi ó-. Este Est e sitio si tio es una morgue. m orgue. –Siempre –Siemp re lo l o fue -dij - dije. e. Llamé a Henry y le pedí que fuera f uera en taxi al cine de Grauman. Pronto. EL CIEGO CIEGO HENR HENRY Y nos estaba esperando en un pasillo pasi llo que llevaba l levaba al foso de la orquesta y de allí al lí a los camerinos ocultos del sótano. –No me cuentes cuent es -dijo -di jo Henry. –¿Qué, Henry? –Lo de las fotos en aquella aquel la cabina cabi na de proyección. proye cción. ¿Kaput? Ésa es la jeri j erigonza gonza de Fritz Fri tz Wong. –Igualmente –Igualm ente -dij - dijoo Fritz. Frit z. –Henry, ¿cómo lo adivinast adi vinaste? e? –Lo sabía. – Henry clavó cla vó la mira m irada da ciega cie ga en el foso-. foso-. Acabo Acabo de visitar los espejos. No necesito bastón, y mucho menos linterna. Lo que hice fue alargar la l a mano y tocar el cristal. cri stal. Así supe que tenían que haber desaparecido las fotos de arriba. Fui palpando quince metros de cri stal. Limpio. Limpi o. Habían Habían quitado todo. Por lo tanto… -Miró -Mir ó las invisibles invisi bles alturas-. alt uras-. Allá arriba. No queda nada. ¿Verdad? ¿Verdad? –Verdad. Exhalé, un poco aturdido. –Quiero mostr m ostraros aros algo. al go.
Henry se volvió hacia el foso. f oso. –Un momento. moment o. Tengo la lint l interna. erna. –¿Cuándo aprenderéis? aprender éis? – se burló bur ló Henry mient m ientras ras bajaba. ba jaba. Lo seguí. Fritz miró con ferocidad nuestro desfile. –¿Y? – dije-. dije -. ¿Qué esperas? espe ras? Fritz se puso en movimiento. –MIRAD. – Henry apuntó con la l a nariz nari z a la l a larga lar ga hilera hil era de espejos e spejos-. -. ¿Qué os dije? di je? Avancé Avancé por el pasillo pasill o de cristal, tocando t ocando con la luz de la linterna y después con los dedos. –¿Y qué? – gruñó Fritz. Fri tz. –Había nombres nombr es y ahora ahor a no hay nombres, nom bres, así a sí como c omo había habí a fotos fot os y ahora ahor a no hay fotos. f otos. –Te lo dije di je -insi - insisti stióó Henry. –¿Por qué será se rá que los l os ciegos cie gos nunca son s on mudos? – dijo dij o Fritz. Frit z. –Con algo tienen ti enen que ocupar ocupa r el tiempo. ti empo. ¿Quieres ¿ Quieres que q ue recite reci te los l os nombres? nomb res? Dije los nombres de memoria. –Te olvidaste olvida ste de Carmen Carme n Carlotta Carlot ta -dij - dijoo Henry. –Ah, sí. Carlott Carl otta. a. Fritz miró hacia el techo. –¿Y quién se llevó l levó las l as fotos fot os de arriba ar riba?? –Y dejó limpi li mpios os los espejos. espej os. –Por lo tanto t anto es como si s i todas t odas esas esa s damas dam as no hubieran hubi eran existi exi stido do nunca -dijo -di jo Henry. Se inclinó hacia los espejos y los l os fue rozando con la punta de los dedos ciegos, uno, uno, otro y otro más. –Sí. No queda nada. Maldita Maldi ta sea. se a. La pintura pint ura con la l a que estaban est aban escritos escr itos esos nombres nom bres se s e había endurecido. Costó mucho trabajo quitarlos. quitarl os. ¿Quién? –Henrietta, –Henriet ta, Mabel, M abel, Gloria, Gloria , Lydia, Alice… Ali ce… –¿Bajaron todas a quitados? quita dos? –Sí y no. Ya hemos hem os dicho, dic ho, Henry, que todas t odas esas esa s mujeres muj eres vinier vi nieron on y se fueron, f ueron, nacier nac ieron on y murieron y escribieron sus nombres, como quien graba lápidas. –¿Y? –Y esos nombres nombr es no fueron f ueron escrit esc ritos os al mismo mi smo tiem t iempo. po. Así que desde de sde los años veinte, vei nte, esas es as mujere m ujeres, s, esas damas, lo que fueran, bajaron aquí a practicar practi car sus exequias, un entierro de una. Cuando miraban en el primer prim er espejo veían una cara, y cuando pasaban pasaban al siguiente, la l a cara había cambiado. –Me parece pare ce que exageras. exage ras. –Entonces, Henry, Henr y, lo que hay aquí es e s un gran gra n desfile desfi le de funeral f unerales, es, nacimie naci mientos ntos y entierros enti erros,, todo hecho con el mismo par de manos y con la misma pala. –Pero la escritura escri tura -Henry alargó al argó la l a mano en el vacíova cío- era difere di ferente. nte. –La gente cambi ca mbia. a. Ella Ell a no podía decidirse decidi rse por una vida ni por cómo vivida. vi vida. Así que se detenía det enía delante del espejo y limpiaba el lápiz de labios y pintaba otra boca y se quitaba las cejas y pintaba otras mejores, o se ensanchaba los ojos y levantaba el nacimiento del pelo e inclinaba el sombrero como una pantalla o se lo quitaba quit aba y lo tiraba, o se sacaba el vestido vest ido y se quedaba aquí en cueros. –¿En cueros? – Henry sonrió-. sonri ó-. Ahora entendist ent endiste. e. –Calla -dij - dije. e. –Vaya trabajo traba jo -prosigui -pr osiguióó Henry-. Garabatear Garaba tear esos espejos es pejos y mirar mi rar los cambi ca mbios. os. –No ocurrió ocurri ó de la noche a la l a mañana. maña na. Una vez al año, quizá cada dos años, años , aparecerí aparec eríaa con una boca más pequeña o una silueta más estilizada y le gustaba lo que veía y salía para convertirse en esa
persona durante medio medi o año o sólo un verano. ¿Tú qué piensas, Henry? Henry movió los labios y murmuró: –Constance. Claro Cl aro que sí. s í. Nunca olía ol ía igual i gual dos veces. – Se movió movi ó arrastr arr astrando ando los pies, tocando los l os espejos hasta llegar a la boca de alcantarilla abierta-. Estoy cerca, ¿verdad? –Un paso más y caes dentro, de ntro, Henry. Miramos el agujero redondo en el cemento. De abajo llegaron sonidos de vientos que soplaban desde San Fernando, Glendale Glendale y quién sabe de dónde más… ¿De Far Rockaway? Rockaway? La escasa corriente corri ente de agua de lluvia se deslizaba allí dentro, un mero hilito que apenas alcanzaba para enfriarse los tobillos. –Un callejón callej ón sin salida sali da -dijo -di jo Henry-. Henry- . Nada arriba, arr iba, nada abajo. Indici I ndicios os de que alguien al guien se s e ha ido. id o. Pero ¿adónde? Como en respuesta, un grito tremendo salió sali ó del oscuro agujero del suelo. Todos saltamos. –Jesús! – gritó gri tó Fritz. Fri tz. –¡Cristo! –¡Cris to! – chillé chil lé yo. –Señor -dijo -di jo Henry-. Henry- . No puede ser Molly, Moll y, Dolly, Holly, Holl y, ¿verdad? ¿verda d? Repetí ese rosario en silencio. Fritz me leyó los labios y soltó una palabrota. El grito se oyó otra vez, más lejos, como si se lo estuviera llevando la corriente. Me brotaron lágrimas de los ojos. Salté hacia adelante y me balanceé sobre la boca de alcantarilla. Fritz me agarró del codo. –¿Oíste? –¿Oíste ? – grité. gri té. –¡Nada! – dijo di jo Fritz. Fri tz. –¡Ese grito! gri to! –Es el agua -dijo -dij o Fritz. Frit z. –¡Fritz! –¡Fri tz! –¿Me estás est ás trat t ratando ando de menti me ntiroso? roso? –¡Fritz! –¡Fri tz! –Por como dices Fritz Frit z es como com o si mintie mi ntiera. ra. No miento. mi ento. ¡Si ¡ Si eso es e s lo que qu e quieres, quier es, maldi m aldita ta sea, s ea, métete dentro! – ¡Suéltame! –¡Si tu t u mujer muj er estuvier est uvieraa aquí, ella ell a te empuj e mpujaría aría,, dummkopf. Miré la boca de alcantarilla abierta. Hubo otro grito a lo lejos. Fritz lanzó un juramento. –Tú vienes conmi c onmigo go -dije. -di je. –No, no. –¿Estás asustado? asust ado? –¿Asustado? – Fritz Frit z se quitó qui tó el monóculo monócul o del ojo. oj o. Fue como si le l e quitaran quit aran el tapón de la sangre. sa ngre. Su tez bronceada se volvió pálida. El ojo le empezó em pezó a llorar-. ¿Asustado Fritz Wong? ¿De una maldita y estúpida cueva oscura subterránea? –Perdón -dije. -di je. –No pidas perdón per dón al mayor m ayor direct di rector or de la l a UFA en la histori his toriaa del cine. Volvió a colocar el ardiente monóculo en la cuenca del ojo. –Muy bien. bien . ¿Qué hacemos ahora? – exigió-. exigi ó-. ¿Busco un teléf t eléfono ono y llamo ll amo a Crumley Cruml ey para que te saque de este agujero negro? ¡Tú y tu maldita pulsión puls ión de muerte adolescente! –No soy adolescente. adoles cente. –¿No? Entonces, ¿por ¿ por qué veo agachado a gachado junto j unto a ese es e maldito mal dito agujero agujer o a un tonto tont o olímpi olí mpico co a punto punt o de saltar a una corriente de dos centímetros centímet ros de profundidad? ¡Adelante, ¡Adelante, desnúcate, ahógate en la cloaca!
–Dile a Crumley Crum ley que vaya con el coche hasta hast a el desagüe de sagüe de torme t ormentas ntas y que me busque a medio m edio camino del mar. mar . Si ve a Constance, que la agarre. Si me encuentra a mí, que me agarre agarr e aún más rápido. Fritz cerró un ojo para apuntarme con el fuego del otro, puro desprecio debajo de un cristal. –¿Aceptarás –¿Aceptará s que te t e dirij dir ijaa alguien algui en que ha ganado gana do el Oscar? Oscar ? –¿Qué? –Baja rápido. rápi do. Cuando choques contra c ontra algo, no te t e detengas. dete ngas. ¡Nada, ¡ Nada, allí all í abajo, abaj o, podrá retener r etenerte te si si corres! Si la ves, dile que trate de alcanzarte. ¿Entendido? –¡Entendido! –¡Entendi do! –Ahora muere muer e como un perro. perr o. O… -agregó con c on el ceño c eño fruncidofrun cido- o vive como c omo un encorvado encor vado que atravesó el infierno. –¿Nos encontramos encontr amos en el océano? –¡Yo no estaré esta ré allí al lí!! –¡Claro que estarás! est arás! Fritz se tambaleó t ambaleó hacia la puerta del sótano, hacia Henry. –¿Tú quieres quier es seguir segui r a ese es e idiota? idi ota? – rugió. r ugió. –No. –¿Te asusta asust a la oscuri os curidad? dad? –Yo soy la oscurida osc uridadd -dijo -di jo Henry. Se marcharon. Lanzando Lanzando maldiciones germanas, germ anas, bajé a las nieblas, brumas brum as y lluvias de la l a noche. DE REPENTE REPENTE ESTAB ESTABA A en México, Méxi co, 1945. Roma, 1950. Catacumbas. Lo que tiene la oscuridad es que puedes imaginar, en una dirección, momias de pared a pared arrancadas de las tumbas porque no pudieron pagar el alquiler funerario. O pilas de huesos como leña, calaveras con las que se puede jugar al polo lanzándolas por el césped con la maza. Oscuridad. Y yo atrapado entre entre caminos cami nos que llevaban a los crepúsculos eternos de México, a la eternidad et ernidad debajo del Vaticano. Oscuridad. Miré la escalera es calera de mano que conducía a la seguridad: el ciego ci ego Henry Henry y el airado Fritz. Frit z. Pero hacía rato que habían salido a la luz y a las chifladuras del patio delantero del cine Grauman. Oí el oleaje que golpeaba como un enorme corazón, quince kilómetros corriente corri ente abajo, en Venice. Allí, caramba, estaba la seguridad. Pero veinte mil metros de oscuro suelo de concreto me separaban del salado viento nocturno. Ahogué Ahogué un grito grit o porque… Un hombre hombre pálido salió sali ó de la oscuridad arrastrando arrastr ando los pies. No es que que caminara desgarbadamente, pero tenía tení a algo raro en el cuerpo, en las rodillas rodil las y los codos, la manera en la l a que se le balanceaba la cabeza o la manera en que le colgaban las manos, m anos, como aves muertas. Su mirada me paralizó. –Te conozco -grit -gr itó. ó. Se me cayó la lintern li nterna. a. Él la l a levantó leva ntó y exclam exc lamó: ó: –¿Qué haces aquí abajo? – Su voz rebotó rebot ó en las la s paredes pare des de concreto-. concr eto-. ¿Tú no eras…? eras …? – Dijo mi nombre-. ¡Claro! Dios mío, m ío, ¿te estás est ás escondiendo? ¿Te vas a quedar aquí? Supongo Supongo que te tengo que dar la bienvenida. – En las sombras, su pálido brazo agitó agit ó mi linterna-. li nterna-. Vaya sitio, ¿eh? Llevo aquí un
montón de años. Bajé a ver. Me quedé para siempre. Muchos amigos. ami gos. ¿Quieres conocerlos? Dije que no con la cabeza. El hombre soltó un bufido. –¡Caramba! –¡Caram ba! ¿Por qué habrías habrí as de querer quer er conocer conoce r a estos es tos imbéci i mbéciles les subterráneos? subter ráneos? –¿Cómo es que sabes mi m i nombre? nom bre? – dijedi je-.. ¿Fuimos ¿Fuim os compañeros com pañeros de colegio? colegi o? -¿No te acuerdas? ¡Rayos y demonios! –¿Harold? – dijedi je-.. ¿Ross? En alguna parte cayó una una sola gota de un grifo soli tario. Añadí más nombres. Se me llenaron l lenaron los ojos de lágrimas. lágrim as. Ralph, Sammy, Arnold, Arnold, amiguetes del colegio. Gary, Phili Philip, p, que se había marchado a la guerra, Dios mío. –¿Tú quién eres? er es? ¿Cuándo te t e conocí? –Nadie conoce a nadie nunca nunc a -dijo, -di jo, retroc r etrocediendo. ediendo. –¿Eras mi m i mejor m ejor amigo? ami go? –Siempre –Siemp re supe que tú tendría t endríass éxito. éxi to. Siempr Si empree supe que yo me perderí per deríaa -dijo -di jo a un kilómet kil ómetro ro de distancia. –La guerra. guerra . –Yo me morí mor í antes ant es de la l a guerra. guerr a. Me morí m orí después de spués de la guerra. guer ra. No nací nunca. Entonces, Entonce s, ¿qué importa? La voz se iba apagando. –¡Eddie! Ed. Edward. ¡Eduardo, tienes t ienes que ser Eduardo! El corazón me m e latía lat ía con fuerza, f uerza, levanté levant é la voz. – ¿Cuándo llamaste por última vez? ¿Asististe a mi entierro? ¿Te enteraste siquiera? –Nunca me enteré ent eré -dij - dije, e, acercándome acer cándome un poco más. má s. –Vuelve cuando quieras. qui eras. No hace falta fal ta golpear. gol pear. Siempr Si empree estaré est aré aquí. aquí . j Un momento! mom ento! ¿Buscas a alguien? – gritó-. ¿Qué aspecto tiene ella? ell a? ¿Me oyes? ¿Qué ¿Qué aspecto tiene ella? el la? ¿Tengo razón? ¿Sí o no? –¡Sí! – barboté. barbot é. –Se fue en esa e sa direcci di rección. ón. Hizo un movimiento con mi linterna. –¿Cuándo…? –Ahora mismo. mi smo. ¿Qué hace aquí en el Infierno Infi erno de Dante? Dant e? –¿Qué aspecto aspect o tenía? tení a? – dije dij e de repente. re pente. –¡Chanel número núm ero 5! –¿Qué? –¡Chane!! Eso hará que las ratas r atas vengan corriendo. corr iendo. Será Ser á muy afort a fortunada unada si llega ll ega a las l as olas. ol as. «¡Cuidado con la playa de los musculosos!» m usculosos!» -le grité. grit é. –No lo hiciste. hici ste. –«¡Quédate!», –«¡Quédate! », grité. gri té. Ella El la está es tá por aquí. Chanel número númer o 5. Le quité quit é la linterna li nterna de las manos y apunté con ella hacia su cara de fantasma. fantasm a. –¿Hacia dónde? –¿Por qué? Soltó una sonora carcajada. –Dios mío, mí o, no lo sé. s é. –Hacia allí al lí,, sí, hacia allí. all í. Su risa rebotó en todas direcciones. –¡Un momento! mom ento! ¡No veo nada!
–No hace falta. fal ta. ¡Chane!! ¡ Chane!! Más carcajadas. Hice girar la linterna. Ahora, mientras él parloteaba, oí algo así como un cambio de tiempo, un cambio estacional, una lluvia lejana. l ejana. ¡Un lecho seco, pensé, pensé, pero que no era seco, una riada, ese maldito sitio si tio con agua hasta el tobillo, hasta las rodillas, después anegado hasta el mar! Llevé el haz de la linterna lint erna arriba y alrededor. Nada. El sonido iba en aumento. Llegaban más susurros. No era un cambio de estación, el paso del tiempo ti empo seco al tiempo ti empo húmedo, sino susurros de personas, no lluvia en el suelo del canal sino el golpe de pies descalzos en el cemento y el murmullo al descubrir algo, discusiones, curiosidad. Personas, pensé, Dios Dios mío, mí o, más sombras como ésta, ést a, más voces, el clan completo, compl eto, sombras y sombras de sombras, como los fantasmas silenciosos del cielo raso de Rattigan, espectros que subían y bajaban, iban y venían y desaparecían como gotas de lluvia. ¿Y si los espectros cinematográficos cinemat ográficos se hubieran escapado de su proyector y de las pálidas pantallas del cine ci ne Grauman, y soplara el viento y los fantasmas fantasm as se hubieran ido cubriendo de telarañas y de luz y hubieran descubierto descubiert o que tenían voz? ¿Qué pasaría, sí, qué pasaría? pasarí a? ¡Estúpido! Apagué Apagué la luz, porque el loco del canal pluvial pl uvial seguía mascullando mascull ando y refunfuñando refunfuñando cerca. Sentí su aliento caliente en la mejilla y retrocedí tambaleándome, temiendo iluminarle la cara, temiendo temi endo cerrar de nuevo la compuerta para detener la riada ri ada de voces fantasmagóricas, porque ahora eran más fuertes y estaban más cerca. ¡La oscuridad me envolvía, la muchedumbre invisible se iba acercando, y sentí que me tiraban de las mangas para agarrarme, sujetarme, atarme, y las lejanas voces que parecían lluvia sonaron más cerca y supe que tenía que soltarme solt arme y echar a correr como un demonio y confiar en que todos fueran fenómenos sin piernas! –Yo… -me quejé. quej é. –¿Qué te pasa? pasa ? – exclamó excl amó mi m i amigo. am igo. –Yo… –¿Por qué estás es tás asustado? asust ado? Mira. Mi ra. ¡Mir ¡ Mira! a! ¡Mir ¡ Miraa allí! all í! A empujones, a empellones, me llevaron por la oscuridad a una oscuridad aún más densa, que era un grupo de sombras y después de carne. Una Una multitud multi tud reunida alrededor de una forma que lloraba y se lamentaba y añoraba y era el sonido s onido de una mujer ahogándose ahogándose en la oscuridad. Mientras la mujer gemía y gritaba y lloraba y callaba antes de volver a lamentarse, me fui acercando poco a poco. Y entonces a alguien se le ocurrió levantar un mechero y encenderlo de manera tal que la pequeña llama azul creció hacia una criatura despeinada, envuelta en un chal, aquella alma quejumbrosa. Inspirado, otro mechero brotó en la noche con un silbido y produjo una llama firme. firm e. Y después después otro y otro, llama tras llama, como luciérnagas reunidas en un círculo hasta que hubo suficiente luz. Y flotando dentro del círculo para exteriorizar aquel sufrimiento, aquella exaltación, aquel cuchicheo, aquellos sollozos, aquella voz de repentinas decla-raciones, decla- raciones, había seis, doce, veinte pequeños fuegos azules más, levantados l evantados y sostenidos para encender la voz, para darle una forma, para destacar el misterio. Cuantas más luces de luciérnagas, más alto chillaba la voz, pidiendo algún invisible regalo, reconocimiento, solicitando atención, exigiendo vivir, pidiendo resolver aquella forma, aquella cara, aquella presencia. –Si no fuera fue ra por las voces, ¡perder ¡ perdería ía las l as fuerzas! fue rzas! – se lament l amentó. ó. ¿Qué?, ¿Qué?, pensé. ¿Qué era aquello? ¡Me resultaba resul taba conocido! Casi lo adivinaba. adivi naba. Casi lo sabía. ¿Qué? –Las campanadas camp anadas bajan baj an del ciel c ieloo y sus ecos e cos persist per sisten en en los l os campos. cam pos. Sobre el silenci si lencioo del campo, c ampo,
¡las voces! – exclamó. ¿Qué? ¿Qué? ¡Casi! Conocido, Conocido, pensé. Ay, Dios, ¿qué era aquello? Entonces una ensordecedora corriente de viento tormentoso centelleó hacia el lejano mar, empapado de olor a sal y de estruendos atronadores. –¡Tú! – grit gr ité-. é-. ¡Tú! ¡ Tú! Y todos los fuegos se apagaron transformándose en gritos dentro de la absoluta oscuri dad. Dije su nombre, pero la única respuesta fue un torrente torr ente de gritos entre entr e una avalancha de pies en total desbandada. En medio del rugido y la prisa y las protestas, una carne suave me rozó el brazo, la cara, la rodilla y desapareció mientras mi entras yo gritaba grit aba «¡Tú!» y «¡Tú!» de nuevo. nuevo. Había un inmenso tiovivo, un remolino de oscuridad del que sólo brotó una llam a que se encendió cerca de mi boca y una de las extrañas bestias soltó una maldición al verme y gritó: «¡Tú, tú la asustaste! ¡Tú!» Y todos alargaban las manos para intentar agarrarme agarr arme hasta que caí de espaldas. –¡No! Giré y di un salto, esperando con fervor que fuera hacia la costa y no hacia los f antasmas. Tropecé y caí. La linterna me saltó salt ó de la mano y rebotó por el suelo. ¡Dios mío, mí o, pensé, qué pasará si no puedo recuperada…! Caminé a gatas. –¡Ay, por favor, fa vor, por favor! Y mis dedos se cerraron sobre la linterna, que me resucitó la carne, me puso de pie, tambaleante, con la marea negra detrás, y eché a correr como un borracho. ¡No ¡No te caigas, pensaba, aférrate a la l a luz como si fuera una cuerda, no te caigas, no mires mi res atrás! ¿Están cerca, están próximos, hay otros esperando? ¡Dios bendito! En ese momento el sonido más glorioso glori oso resonó en el canal. Allá delante había un resplandor, como el amanecer a las l as puertas de cielo, el fuerte canto de una bocina, ¡una avalancha de truenos! Un coche. coche. Las personas como yo piensan mediante imágenes de películas, breves y excitantes excit antes como relámpagos. ¡John Ford!, pensé, ¡Monument Valley! ¡Indios! ¡Pero allí estaba la maldita caballería! Allá delante, viniendo hacia mí desde el mar… Mi salvación, un viejo cacharro. Y casi de pie en el asiento delantero… Crumley. Chillando las peores palabrotas que había usado jamás, lanzándome las más repugnantes maldiciones pero contento de haberme encontrado y maldiciendo de nuevo a ese maldito imbécil. –¡No me mates m ates!! – grité. gri té. El coche frenó a mis pies. –¡No mientra mie ntrass no salgamos sal gamos de d e aquí! – chilló chil ló Crumley. Crum ley. La oscuri os curidad, dad, alumbrada alu mbrada por los faros, far os, retrocedió. Yo estaba paralizado y Crumley hacía sonar la bocina, agitando los brazos, escupiendo dientes, quedándose ciego. –¡Tienes suerte suert e de que este es te maldi m aldito to coche haya podido podi do entrar entr ar aquí! aquí ! ¿Qué te pasa? Me volví para mirar la oscuridad. –Nada. –¡Entonces no necesitas necesi tas que te lleve! l leve! Crumley pisó el acelerador. Subí de un salto y aterricé con tanta tant a dureza que el cacharro se estremeció. estrem eció.
Crumley me agarró la barbilla. –¿Estás bien? –¡Ahora sí! sí ! –¡Tenemos que salir sal ir marcha mar cha atrás! atr ás! –¡Pues salgam sa lgamos os marcha mar cha atrás! atr ás! – grité. grit é. Las sombras som bras se s e acercaban acer caban amenazador am enazadoras-. as-. ¿A ¿ A ochenta kilómetros por hora? –¡A noventa! Crumley lanzó una mirada de odio a la noche. –Satchel Paige decía decí a que no hay que mirar mir ar atrás. at rás. Una docena docena de figuras bamboleantes bamboleant es entraron en la l a zona de luz. –¡Ahora! – chil c hillé. lé. Salimos… A cien kilómetros por hora, marcha atrás. –¡Llamó –¡Llam ó Henry! – grit gr itóó Crumley-. Cruml ey-. ¡Preguntó ¡ Preguntó dónde estaba est aba ese imbécil im bécil y estúpido est úpido marci m arciano! ano! –Henry -dije -di je sin si n aliento. ali ento. –¡Llamó –¡Llam ó Fritz! Frit z! ¡Dijo ¡Dij o que eras era s dos veces vec es más má s estúpido est úpido de lo l o que decía decí a Henry! –¡Lo soy! ¡Más ¡ Más rápido! r ápido! Más rápido. Oía las olas. SALIMOS DEL DESAGÜE en el coche y miré hacia el sur, a unos cien metros, y ahogué un grito. –¡Dios mío, m ío, mira! m ira! Crumley miró. –Allí está la casa ca sa de Rattiga Rat tigan, n, a menos me nos de cien ci en metros. met ros. ¿Por ¿ Por qué nunca nos n os dimos dim os cuenta cuent a de que el desagüe estaba tan cerca? –Es que nunca lo l o habíamos habíam os usado como c omo Ruta 66. –Así que si nosotros nosotr os pudimos pudim os venir por él desde el cine chino ch ino de Grauman, Graum an, Constance podía ir ir desde aquí hasta Grauman. –Sólo si estaba esta ba chiflada. chif lada. Caramba. Era una fábri f ábrica ca de chilli chi llidos. dos. Mira. Mi ra. Había una docena docena de delgadas marcas de virajes en la arena. –Huellas de biciclet bici cleta. a. En la bici b iciclet cletaa hacía hací a el viaje vi aje en e n una hora. Fantástico. Fantást ico. –Dios mío, mí o, no, yo no la l a veo andando en e n biciclet bici cleta. a. Me levanté en el coche para volverme a mirar hacia el túnel. –Está allí al lí.. Dudo de que se haya ha ya movido. movi do. Está all a llíí dentro dent ro todavía, tod avía, yendo ye ndo a algún alg ún otro sitio, sit io, no viniendo aquí. Pobre Constance. –¿Pobre? – estal es talló ló CrumleyCrum ley-.. Dura como un rinoceront ri noceronte. e. ¡Sigue ¡Si gue compadecié com padeciéndote ndote de esa e sa fulana ful ana barata y llamo a tu mujer para que venga a apretarte las tuercas! –No he hecho nada malo. m alo. –¿No? – Crumley Cruml ey no quitó quit ó el pie pi e del acelerador aceler ador durante dura nte el resto rest o del viaje vi aje por la oril or illala-.. ¡Tres días entrando y saliendo frenéticamente de piojosos consultorios de quiromancia, subiendo a galerías chinas, escalando el monte m onte Lowe! Un Un desfile de perdedores, todo por una falda de primera pri mera que gana el Oscar a la acumulación de pérdidas. ¿Me equivoco? ¡Quítame el rollo de la pianola si me he equivocado de melodía! –¡Crumley! –¡Cruml ey! Creo que la vi en ese desagüe. des agüe. ¿Te parece par ece que podía podí a limi li mitar tarme me a mandada m andada al diablo? diabl o? –¡Por supuesto! supu esto! –Mentiroso –Menti roso -dij - dije-. e-. Tú bebes vodka y meas mea s zumo zum o de manzana. ma nzana. Te tengo t engo calado. cal ado.
Crumley aceleró. –¿Qué quieres quiere s decir? deci r? –Que eres un monaguil m onaguillo. lo. –¡Carajo, –¡Caraj o, déjame déja me conducir conduc ir este e ste cacharro! cacharr o! – Aceleraba, Acele raba, frenaba, f renaba, los l os ojos entornados, entor nados, apretando apr etando los l os dientes-. Te escucho. Tragué saliva y dije: –Eres un niño ni ño soprano. Hacías senti s entirr orgullosos orgul losos a tu padre padr e ya tu t u madre madr e en la l a misa mi sa de gallo. gal lo. Caramba, he visto el espíritu debajo de tu piel, en películas donde simulabas que no tenías lágrimas en los ojos. Un camello camell o católico con una espalda quebrada. Los Los grandes pecadores, Crum, se vuelven grandes santos. Nadie es tan malo m alo que no merezca una segunda oportunidad. –¡Rattigan –¡Ratt igan ha tenido teni do cien! –¿Jesús habría habrí a llevado ll evado la cuenta? cuenta ? –¡Maldit –¡Mal ditaa sea, claro c laro que sí! sí ! –No, porque alguna algun a noche lejana l ejana llamar lla marás ás a un sacerdot s acerdotee para que te bendiga, y ese sacerdot sa cerdotee te llevará de vuelta a una noche de de Navidad cuando cuando tu padre estaba orgulloso y tu madre lloraba l loraba y mientras cierras los ojos estarás tan contento de regresar a casa que no tendrás que ir a mear para ocultar las lágrimas. lágrimas . Todavía Todavía no has perdido la esperanza. ¿Sabes por qué? –Demonios, ¿por qué? –Porque yo –Porque yo quiero que no la pierdas, Cromo Quiero que seas feliz, quiero que al volver a casa tengas algo, cualquier cosa, antes de que sea demasiado tarde. Deja que te cuente una histori a… –¿A qué viene ahora aho ra toda t oda esta est a cháchara? cháchar a? Acabas de escapar e scapar por los l os pelos pel os de una tribu t ribu de lunáticos. lunát icos. ¿Qué viste en ese canal de desagüe? –No lo sé, no estoy e stoy seguro. s eguro. –¡Dios mío, m ío, espera! es pera! – Crumley Cruml ey hurgó en la guantera guant era y con un grito gri to de alivi al ivioo descorchó descorc hó un pequeño frasco y bebió-. Ya que tengo que que quedarme aquí sentado mientras mientr as la marea mar ea baja y tu aire caliente cal iente sube… habla de una vez. Y hablé: –Cuando tenía tení a doce años un mago de una feria fer ia ambulant am bulante, e, el señor Eléctr El éctrico, ico, vino vi no a mi ciudad natal. Me tocó con su espada llameante llam eante y gritó: «¡Vive para siempre!» ¿Por qué me dijo eso, Crumley? ¿Había algo en mi cara, en mi manera m anera de actuar, de estar de pie, de sentarme, sentarm e, de hablar, de qué? Lo único único que sé es que de algún modo, al quemarme con aquellos ojos grandes, me dio el futuro. Al salir de la l a feria me m e quedé junto al tiovivo, oí que el calíope cal íope tocaba «Beautiful Ohio» y lloré. Sabía que había ocurrido algo increíble, algo maravilloso e indescriptible. Tres semanas más tarde, con doce años, empecé a escribir. Desde entonces he escrito todos los días. dí as. ¿Por qué, Crumley, Crumley, por qué? –Toma -dijo -di jo CrumleyCrum ley-.. Termina Term ina esto. es to. Bebí el resto r esto del vodka. –¿Por qué? – volví vol ví a decir de cir en voz baja. baj a. Entonces le tocó t ocó hablar a Crumley: Cruml ey: –Porque vio vi o que eras un bobo románti rom ántico, co, un recipi re cipiente ente perfec pe rfecto to para par a la magia, magi a, un soñador que descubría sombras en los techos t echos y decía que eran reales. Dios mío, no lo sé. Siempre parece que acabas de salir de la ducha aunque te hayas estado revolcando en caca de perro. No soporto tu inocencia. Quizá fue eso lo que vio Eléctrico. Eléct rico. ¿Dónde está ese vodka? Ah, sí, se acabó. ¿Has terminado de hablar? –No -dije-. -dije -. Como el e l señor Eléctric Eléct ricoo me señaló s eñaló la l a dirección dir ección correcta, corre cta, ¿no ¿ no debería deberí a yo corresponderle? ¿Me guardo al señor Eléctrico para mí m í o dejo que me ayude a salvarla? –¡Estupideces –¡Estupi deces de adivi a divinos! nos! –Presentim –Present imient ientos. os. No conozco otra ot ra manera m anera de vivir. vivi r. Cuando me m e casé, los amigo a migoss advirti advir tieron eron a
Maggie que yo no llegaría a nada. –«Me voy a la l a Luna y a Marte Ma rte -le dije-. dij e-. ¿Quieres ¿Quie res acompañar a compañarme?» me?» Y mient m ientras ras cami c aminas nas hacia haci a el «bendígame, padre» y una muerte feliz, ¿no eres capaz de invitar a Rattigan? Crumley se quedó mirando hacia adelante. –¿Dices todo t odo eso en seri s erio? o? Alargó la mano y me tocó debajo de los ojos y llevó ll evó los dedos a la lengua. –Auténticas –Auténti cas -masc - mascull ulló-. ó-. Sal. Sal . Tu mujer muj er dijo di jo que llora l lorabas bas al ver guías guí as telef t elefónicas ónicas -dijo -dij o en voz baja. baj a. –Quizá guías guía s telefóni tel efónicas cas llenas l lenas de personas person as perdidas perdi das en los l os cementer cem enterios. ios. Si abandonara abandonar a ahora, no me lo perdonaría nunca. Y no te perdonaría a ti si me lo impidieras. Después Después de un largo rato r ato Crumley bajó del coche. –Espera -dij - dijoo sin mira m irarme rme-. -. Voy a orinar. ori nar.
42 VOLVIÓ DESPUÉS DESPUÉS DE UN LARGO RATO. –La verdad es que sabes lastim last imar ar muy m uy bien a alguien algui en -dijo -di jo mient m ientras ras subía s ubía al cacharro. cacharr o. –No agitar. agitar . Sólo mover. m over. Crumley me miró mi ró ladeando la cabeza. –Eres un bicho bi cho raro. rar o. –Tú también. tambi én. Avanzamos Avanzamos despacio por la orilla oril la hacia la casa de Rattigan. Yo iba callado. –¿Tienes otra o tra pelota pelot a de pelo pel o en el estómago? estóm ago? – preguntó pre guntó Crumley. Crum ley. –¿Por qué -dij - dijee- alguien al guien como com o Constance es un rayo, ra yo, una foca foc a amaestr amae strada, ada, una artis ar tista ta de la l a cuerda floja, un ser humano alegre y divertido, y al mismo momento la encarnación del demonio, una malvada que hace trampa con las cartas de la vida? –Pregúntaselo –Pregúnta selo a Alejandro Alejandr o Magno -dij - dijoo Crumley-. Cruml ey-. Mira M ira a Atila Atil a el Huno, que adoraba los l os perros; perr os; también Hitler. Piensa en Stalin, Lenin, Mussolini, Mao, el coro de herreros del infierno. Rommel, buen padre de familia. ¿Cómo hace uno para acariciar gatos y cortar cort ar cuellos, hornear galletas gall etas y personas? ¿Por qué amamos a Ricardo III, que echaba niños en barriles de vino? ¿Por qué la tele no es más que repeticiones repeti ciones de Al Capone? Dios Dios no dice nada. –Yo no pregunto. Él nos dejó dej ó en libert li bertad. ad. Desde que nos quitó quit ó la correa, cor rea, todo t odo depende de nosotros nos otros.. ¿Quién escribió «La malta hace más que Milton para justificar la actitud de Dios hacia el hombre?» Yo lo re escribí y agregué: «y Freud mima a los niños e impide que se los castigue para justificar la actitud del hombre hacia Dios». Crumley soltó un bufido. –Freud era un garbanzo perdido perdi do en una ensalada ensa lada de fruta. frut a. Siempre Siem pre he creí c reído do que a los l os rufianes ruf ianes sabelotodo hay que romperles los dientes. –Mi padre padr e nunca rompió rom pió mis m is dientes di entes.. –Eso porque eres er es una tart t artaa de Navidad medio m edio rancia r ancia que nadie quiere quier e comer. come r. –¡Pero Constance Const ance es hermosa! –Tú confundes la l a energía energí a con la belleza. bell eza. En el extranjer extr anjero, o, las chicas francesas franc esas me m e dejaron dejar on pasmado. Pestañean, saludan con la mano, bailan, hacen el pino para demostrar que están vivas. Demonios, Constance Constance es puro ácido de batería y cortocircuitos. cortocir cuitos. Si alguna vez reduce la marcha, se pondrá… –¿Fea? ¡No! –¡Dame eso! es o!
Me quitó las gafas de la nariz y miró por ellas. –¡Color de rosa! ¿Qué aspecto aspect o tienen ti enen las la s cosas sin ella e llas? s? –Sin ellas el las no hay ninguna cosa. –¡Fantásti –¡Fantá stico! co! ¡Con lo l o que hay para par a ver! –Tenemos París Par ís en e n la prima pr imavera. vera. París Par ís en e n la lluvi l luvia. a. París Parí s en la l a Nochevieja. Nocheviej a. –¿Has estado esta do allí? all í? –Lo vi en el cine. París. Par ís. Dame Dam e las gafas. –Las tendré tendr é hasta hast a que hayas tomado toma do lecciones lecc iones de vals con el ciego c iego Henry. Crumley metió mis gafas en su bolsillo. Mientras estacionábamos el cacharro delante del castillo blanco, vimos dos formas oscuras junto a la piscina al borde del océano, debajo debajo del paraguas, para protegerse de la luz l uz de la luna. Crumley y yo subimos por la duna y miramos miram os al ciego Henry y al airado Fritz Wong. Había martinis servidos en una bandeja. –Sabía -dij - dijoo Henry- que después de spués de andar a ndar por ese tubo t ubo de desagüe buscarías buscar ías algo a lgo para par a tomar. tom ar. Toma. Bebe. Agarramos Agarramos los vasos y bebimos. Fritz empapó el monóculo m onóculo en vodka, vodka, se lo puso y dijo: –¡Así está es tá mejor m ejor!! Y después terminó de beber. EMPECÉ EMPECÉ A COL COLOC OCAR AR sillas plegables junto a la l a piscina. pisci na. Crumley me miró ceñudo y comentó: –No me lo digas; di gas; a ver si s i adivino. adi vino. Éste Ést e es el final fina l de una novela de crimen crim en y mister mi sterio io de Agatha Agat ha Christie, y Poirot ha reunido a todos t odos los habituales sospechosos junto a la piscina. pisci na. –No digas tonter t onterías. ías. –Continúa. Continué. –Esta sill si llaa está est á aquí por el coleccionis colecc ionista ta de periódi pe riódicos cos viejos vi ejos de Mount Lowe. –¿Que declarará declar ará in absentia? -In absentia. Esta siguiente silla es para Reina Califia, desaparecida hace mucho tiempo, con su quiromancia y sus golpes en la cabeza. Seguí en movimiento. Tercera silla: el padre Rattigan. Cuarta silla: el altísimo operador del cine chino de Grauman. Quinta Quinta silla: si lla: J. W. Bradford, alias Tallulah; Garbo; Swanson; Colbert. Colbert. Sexta: profesor Quickly, alias Scrooge; Nicholas Nickleby; Ricardo III. Séptima si lla: Yo. Octava Octava silla: sill a: Constance. –Un momento. moment o. Crumley se levantó y prendió su distintivo en mi camisa. –Nos vamos a sentar senta r aquí -dijo -dij o FritzFrit z- y escuchar es cuchar a una Nancy Drew de cuarta… cuart a… –Guarda ese monóculo m onóculo -dij - dijoo Crumley. Cruml ey. Fritz guardó el monóculo. –Ahora -dijo -di jo CrumleyCrum ley-,, ¿qué? Yo andaba andaba atareado detrás de las sillas. si llas. –Para empezar, em pezar, yo soy Rattigan Ratt igan corrie cor riendo ndo bajo la l a lluvia ll uvia con dos Libros Libr os de los l os Muertos. Muer tos. Algunos Alguno s ya muertos y algunos a punto de morir. Coloqué los dos libros sobre la mesa de tapa de cristal. –Todos sabemos sabem os ahora ahor a que Quickly, Quickl y, en un arranque ar ranque de locura locur a nostálgi nostá lgica, ca, envió envi ó un libro, li bro, con todos t odos los muertos, muert os, para asustar a Constance. Ella salió corriendo corri endo de su pasado, pasado, de sus recuerdos de una vida rápida, furiosa y destructiva.
–Y que lo digas diga s -comentó -com entó Crumley. Crum ley. Esperé. –Discúlpame –Discúlpa me -dij - dijoo Crumley. Cruml ey. Recogí el segundo libro, las listas telefónicas más personales de Constance. –Pero ¿qué pasarí pas aríaa si Constance, golpeada por el viejo viej o Libro de los Muerto M uertos, s, volviera volvi era a conectar c onectar con sus penas, su pérdidas en aquel pasado, y decidiera que para desembarazarse de él tendría t endría que matarlo, matarl o, persona por persona, una una por una? ¿Qué ¿Qué pasaría si ella el la hubiera subrayado en rojo aquellos nombres y después se hubiera olvidado? ol vidado? –Muchas hipótesi hi pótesiss -dijo -di jo Crumley Crum ley con un suspiro. suspi ro. –Deja que el idiota idi ota exprese expr ese su teoría. teor ía. – Frit Fr itzz Wong se colocó el e l monóculo m onóculo en el ojo oj o y se incli i nclinó nó hacia adelante-. ¿Así que la Rattigan va matar, mutilar o al menos amenazar su pasado? Ja? -dijo con profunda preocupación alemana. –¿Ésa es la l a próxima próxi ma escena? es cena? – pregunté. pr egunté. –Acción -dijo -di jo Fritz, Fri tz, divert di vertido. ido. Yo me balanceé detrás de la primera silla vacía. –Henos aquí, al final fina l de la l a vieja viej a línea lí nea de tranví t ranvíaa en Mount Lowe. Fritz y Crumley asintieron, viendo la momia que estaba allí, envuelta en titulares. –Un momento. moment o. – El ciego ci ego Henry entornó ent ornó los l os ojos-. ojos -. De acuerdo, acuer do, estoy est oy allí. all í. –Allí está su primer pri mer marido, mar ido, su primer prim er gran gra n error. err or. Ella Ell a sube a arrasar arra sar los l os periódicos peri ódicos donde están est án archivadas todas sus viejas personalidades. personali dades. Los arranca de las pilas, como hice yo, y da un grito final. final . No se sabe si produce el derrumbe con las manos o con ese últim o chillido. chilli do. El hecho es que que un torrente de malas m alas noticias notici as ahoga al conductor del tranvía de Mount Lowe. Lowe. ¿De acuerdo? acuerdo? Miro a Crumley, Cruml ey, que se queda boquiabierto después de decir «de acuerdo». Asiente, y Fritz hace lo mismo. mism o. Henry lo percibe y dice también que sí con la cabeza. –Silla –Sill a número númer o dos. Bunker Hill. Hil l. Reina Califia. Calif ia. Adivinadora Adivi nadora de futuros, futur os, aseguradora asegur adora de desti de stinos. nos. Me agarré de la silla como si estuviera empujando aquel enorme elefante sobre patines. –Constance grit gr itóó delante delant e de la puerta. puert a. Califia Cali fia no fue asesina as esinada, da, como com o no fue asesina as esinada da la reli r eliquia quia egipcia de Mount Lowe. Lowe. Claro que Rattigan le gritó, pidiéndole pidi éndole que retirara todas t odas las asquerosas predicciones que le aseguraban el futuro. Califia Califi a había desenrollado un mapa de papiro y Constance lo había seguido, ciega como un murciélago… perdón, Henry… Henry… con todo entusiasmo. ¿Mentía Califia? Califi a? ¡No! El futuro ¿era maravilloso? maravil loso? ¡Claro que sí! Pero avanzado el juego, Constance Constance quiso que se retractara. Califia no habría tenido inconveniente en desdecirse, en contar mentiras nuevas y seguir viviendo pero, alarmada, cayó por la escalera hacia su s u tumba. No fue crimen sino pánico. –Eso en cuanto cuant o a Califia Cali fia -dijo -dij o Crumley, Cruml ey, tratando tr atando de disimul disi mular ar su aprobaci a probación. ón. –Escena tres, tr es, toma t oma uno -dij - dijoo Fritz. Frit z. –Escena tres, tr es, toma t oma uno, sill s illaa número númer o tres. tr es. – Di unos pasos-. pasos- . Este es e s el confesionari confesi onarioo de Santa Vibiana. Fritz acercó su silla. Su monóculo era el destello destel lo de un faro que examinaba exami naba mi pequeño escenario privado. Con un movimiento movimi ento de cabeza me ordenó continuar. –Y aquí está est á el generoso ge neroso herma he rmano no de Rattigan, Ratt igan, trat t ratando ando de llevada ll evada por el buen cami c amino. no. Cuando Califia decía «blanco», él gritaba gri taba «negro», y quizá después después de tormentosos años de pecado brutal, él se llevó las manos a la cabeza y la echó de la iglesia. Pero ella regresó, delirando, reclamando la absolución, exigiendo a gritos purifícame, perdóname, soy de tu misma carne, cede, ríndete, pero él se tapó los oídos con las manos y le devolvió los gritos, y sus gritos, no los de ella, lo mataron.
–Eso es lo l o que tú dices di ces -coment - comentóó Fritz Frit z con un ojo oj o cerrado, cerr ado, apuñalándolo apuñal ándolo con co n el fuego f uego del monóculo-. Demuéstralo. Si vamos a rodar esto como una maldita película, escríbeme la hora de la verdad. Cuéntame Cuéntame cómo se mató m ató el sacerdote con su propia ira. ir a. ¿De acuerdo? acuerdo? –Pero ¿quién ¿qui én demonios demoni os es aquí a quí el detective detec tive?? – intervi int ervino no Crumley. Cruml ey. –El niño prodigi pr odigioo -dijo -di jo Fritz Fri tz con voz cansina, cansi na, sin si n mirarl mi rarlo, o, sin dejar de disparar dis pararme me rayos r ayos con el cristal óptico-. Su próxima afirmación determinará si se lo contrata o se lo despide. –No me he presenta pre sentado do para ningún ni ngún trabajo tr abajo -dije - dije.. –Ya lo has conseguido cons eguido -dij - dijoo Fritz-. Frit z-. Si no se te t e despide despi de de una patada pat ada en el culo. Yo soy el director direc tor del estudio y tú estás est ás negociando conmigo. ¿Cómo ¿Cómo sabes que el sacerdote se mató? mat ó? Solté el aire. air e. –Porque lo oí respir r espirar, ar, le l e miré mi ré la l a cara, cara , lo vi correr. corre r. No soportaba soport aba que Constance Const ance entrara ent rara de una manera en las olas y saliera de otra. Ella era aire caliente del desierto, él era niebla. Choque. Relámpagos. Cuerpos. –¿Sólo confli conf lictos ctos de un sacerdote sacer dote y una mala mal a hermana? herm ana? –Un santo. Una pecadora pecador a -dije. -di je. Fritz Wong se enderezó en la silla con un brillo en la cara y una sonrisa impía. –El trabajo tr abajo es tuyo. ¿Crumley? ¿Crum ley? Crumley dio un respingo pero finalmente asintió. –¿Como prueba? prueba ? Está bien. bi en. ¿Qué más? más ? Fui hasta la silla siguiente. –Ahora estamos est amos en e n el cine ci ne chino de Grauman, arriba, arri ba, es de noche, tarde, t arde, se s e está est á proyectando proyect ando una película, hay imágenes en la pantalla, fotografías en la pared. Todas las personalidades anteriores de Rattigan pegadas allí, listas l istas para ser arrancadas. Y el único hombre que la conoce de verdad, verdad, un vago de leyenda, su padre, el guardián de la llama impura. Pero tampoco él la quiere, así que ella entra y roba las fotos que demuestran demuestr an su pasado. También También tiene ti ene que quemarlas porque no le gustan todas sus personalidades anteriores. Esa irrupción ir rupción final produce un shock al padre, como a los demás. Desgarrado por partida doble, ya que después después de todo es su hija, deja que se lleve ll eve las fotos pero pone esa película que se repite repit e girando sin parar, Molly, Moll y, Dolly, SalIy, Holly, Holly, Gala, Willa, Sue… La cinta sigue pasando y los rostros siguen iluminados cuando llegamos demasiado tarde para salvarlo a él y las fotos robadas. Falso asesinato número cuatro… –Entonces ¿J. ¿ J. Wellingt Wel lington on Bradford, Bradfor d, alias ali as Tallulah Tall ulah Bankhead y Crawford y Colbert Colber t está es tá todavía t odavía vivo y no es una víctima? – dijo Crumley-. ¿Ocurre lo mismo con el transformista Quickly? –Están vivos vi vos pero no por mucho m ucho tiempo. ti empo. Son tan t an frágil frá giles es como com o cometas come tas en e n una larga la rga torme t ormenta. nta. Constance despotricaba despotricaba contra ellos… el los… –¿Por qué? – dijo di jo Crumley. Crum ley. –Porque le enseñaron enseñar on todas las maneras maner as de no ser s er ella el la mism m ismaa -dijo -di jo Fritz, Fri tz, orgull or gulloso oso de su perspicacia-. No hagas esto, haz aquello, no hagas aquello, aquello, haz esto. Ricardo III te t e dice cómo ser la hija de Lear, Lady Macbeth, Medea. Para Para todo se usa la misma m isma vara. Así, ella ell a se convirtió en Electra, Electr a, Julieta, Lady Godiva, Godiva, Ofelia, Cleopatra. Bradford decía. Rattigan hacía. Lo mi smo con Quickly. ¡Mira cómo corre Connie! Ella tenía que presentarse en el umbral de ellos para desvestirse, tirar a la basura sus parlamentos, quemar las críticas. Los maestros ¿pueden desenseñar desenseñar?, ?, exigía Constance. «¿Quién «¿Quién es, qué es Constance?», era la esencia de su declaración. Como eran maestros maest ros de avanzada, no sabían dar marcha atrás. atr ás. Eso llevó a Constance a… –A los camerin cam erinos os del sótano -dije-. -dij e-. Claro Cla ro que había habí a que arrancar ar rancar las fotos f otos de arriba, arri ba, pero después de spués era necesario borrar las l as pruebas de sus personalidades anteriores en los l os espejos. Raspar, borrar, eliminar, elim inar, nombre por nombre, año por ano.
Al acabar tomé un trago y me callé. call é. –El tren tr en de Asesi de Asesinato nato en el Orient Express, Expr ess, ¿está entrando en la estación? – dijo Fritz, recostándose en la silla sil la como César en el baño. –Sí. –Además -dijo - dijo Fritz Frit z Wong con su s u sonoro acento a cento gutural gut ural germánicogerm ánico-,, ¿estás ¿est ás libre l ibre para aceptar ac eptar trabajar en un guión titulado Las titulado Las muchas muertes de Rattigan, Ratti gan, y comenzar el lunes, quinientos por semana, diez semanas, veinte mil más si finalmente rodamos la maldita película? –Acepta el dinero diner o y echa a correr c orrer -dijo -dij o Henry. –Crumley, –Cruml ey, ¿quieres ¿quie res que acepte la ofert of erta? a? – pregunté. preg unté. –Las ideas no son buenas pero será se rá una gran gr an película pelí cula -dijo - dijo Crumley. Cruml ey. –¿¡No me crees!? cr ees!? – exclamé. excla mé. –Nadie puede estar es tar tan loco l oco como diji di jiste ste -contestó -conte stó Crumley. Crum ley. –Dios mío, mí o, ¿para qué he estado est ado aquí vomit vom itando ando todo lo l o que pasa por po r mi cabeza? Me hundí en la silla. –No quiero vivir vi vir -dije - dije.. –Sí, claro cl aro que quiere qu ieres. s. Fritz se inclinó hacia adelante mientras escribía algo en un bloc. Allí decía quinientos a la semana. Puso encima un billete de cinco ci nco dólares. –¡El sueldo sue ldo de tus t us primer pri meros os diez minutos! min utos! –Entonces ¿casi ¿ casi crees lo que digo? di go? No. – Aparté el e l papel-. papel -. Si la idea i dea no se le l e ha ocurrido ocur rido a uno de vosotros, no sirve. –Yo te creo -dijo -dij o una voz. Todos Todos miramos mi ramos al ciego Henry. –Firma –Firm a el contra c ontrato to -dijo- dijo-,, pero ¡hazle ¡ hazle firmar fir mar un documento docume nto donde diga di ga que cree cre e todo lo l o que dices! dic es! Vacilé, y después me puse a garabatear mi manifiesto. Refunfuñando, Refunfuñando, Fritz firmó. firm ó. –Esa Constance -gruñó-. -gruñó- . ¡Increí ¡Inc reíble! ble! Se te present pr esentaa en la l a puerta, puert a, se te t e arroja arr oja encima enci ma como com o una maldita serpiente. ¡Carajo! ¿A quién le importa si ella se suicida? ¿Por qué tiene que andar asustada de su propia guía telefónica y buscar a todas t odas las personas estúpidas que la llevaron ll evaron cuesta abajo en el camino del paraíso? ¿A ti te asustarían asustarí an las guías telefónicas? tel efónicas? ¡No, claro que no! Tenía Tenía que haber una razón para que ella echara a correr, a buscar. Una motivación. ¿Por qué, Dios mío, por qué todo ese trabajo? ¿Para conseguir qué? Un momento. Fritz se interrumpió. i nterrumpió. De repente palideció, y después fue recuperando el color. –No. Sí. No, no podría podrí a ser. No. Sí. ¡Sí! –Si ¿qué, Fritz Fr itz?? –Me alegro al egro de hablar ha blar solo -dij - dijoo Fritz-. Frit z-. Me alegro alegr o de escucharm escuc harme. e. ¿Alguien ¿Alguie n me oyó? –Tú no has dicho dic ho nada, Fritz. Fri tz. –Así que hablo habl o solo y me escuchái es cucháiss a escondidas, esc ondidas, ja? ja? -Ja -dije. Fritz me atravesó at ravesó el corazón con la mirada. Apagó su enfado con un un trago de martini marti ni y dijo: –Hace un mes, dos meses, mes es, se arrojó arroj ó sobre mi m i escri es critori torio, o, jadeando. jadea ndo. ¿Era cierto, ci erto, gritó, gri tó, que yo estaba empezando a preparar una nueva película? ¿Una película que aún no tenía nombre? «Ja», reconocí. «Sí, puede ser.» «Y ¿hay un papel papel para mí?», m í?», preguntó en mi hombro, en mis rodillas. «No, «No, no», dije. «Sí, tiene que haber. Tiene que haber. Dime, Fritz, ¿qué es esa película?» No tendría que habérselo
dicho nunca. ¡Pero lo hice! –¿Qué película pelí cula era, er a, Fritz? Fri tz? –«El proyecto proyec to que tengo t engo está est á por encima enc ima de tus posibili posibi lidades», dades», dije. di je. –Sí, pero per o por Dios, Fritz, Frit z, ¡di cómo se llama lla ma la l a película! pelí cula! Fritz no me prestó atención. Miró con el monóculo el cielo estrellado, hablando solo mientras lo escuchábamos secretamente. –«No puedes actuar act uar en ella», el la», dije. di je. Constance Const ance se echó e chó a llora l lorar. r. «Por favor», f avor», supli s uplicó. có. «Hazme una rueba.» Yo le dije: «Constance, es algo que nunca nunca podrás ser, algo que nunca fuiste». – Fritz tomó tom ó otro trago tr ago del vaso-. La Dama de Odeans. –Juana de Arco! –Ay, Dios mío mí o -exclamó -excl amó ellael la-.. Juana! ¡Aunque sea ya lo l o único, tengo que hacer ese papel! ¡Tengo que hacer ese papel!, dijo el eco. ¡Juana! Hubo Hubo un grito en mis m is oídos. Llovió. Corrió agua. Se encendieron una una docena de mecheros, que apuntaron apuntaron a la mujer muj er triste tri ste y llorosa. ll orosa. –Si no fuera fue ra por las voces, ¡perder ¡ perdería ía las l as fuerzas! fue rzas! Las campanadas campa nadas bajan baj an del ciel c ieloo y sus ecos e cos persisten en los campos. Sobre el silencio del campo, ¡las voces! El público subterráneo se quedó sin aliento: Juana. Juana de Arco. –Ay, Dios mío, mí o, Fritz Frit z -exclamé-excl amé-.. ¡Dilo ¡Dil o de nuevo! –¿Santa –¿Santa Juana? Di un salto atrás. Mi silla cayó. Fritz siguió hablando: –Yo dije: «Constance, es demasia dem asiado do tarde». tar de». Ella Ell a dijo: dij o: «Nunca es demasiado demas iado tarde». t arde». Y yo dije: di je: «Escucha, te haré una prueba. Si la pasas, si puedes hacer la escena de Santa Juana de Shaw… Imposible, pero si puedes, el papel es tuyo». Constance Constance se desmoronó. «¡Espera!», exclamó. «¡Me estoy muriendo! muri endo! Espera, ya vuelvo.» Y salió corriendo. –Fritz, –Frit z, ¿sabes lo que acabas a cabas de decir? decir ? – pregunté. pregunt é. –¡Maldit –¡Mal ditaa sea! ¡Claro que sí! sí ! ¡Santa Juana! –Ay, Dios mío, mí o, Fritz, Frit z, ¿no te t e das cuenta? cue nta? Nos ha confundido confundi do lo que dijo di jo al padre Rattiga Rat tigan. n. «¡He matado, he asesinado! Ayúdeme a enterrarlos», gritó. grit ó. Nosotros Nosotros pensamos que se refería referí a al viejo Rattigan arriba en Mount Lowe, a Reina Reina Califia en Bunker Hill, pero no, maldita sea, ella no los asesinó. ¡Ella buscaba ayuda para matar a Constance! –Repite eso e so -dijo -di jo Crumley. Crum ley. –«Ayúdeme a matar m atar a Constance», Constanc e», decía decí a Constance. Constance . ¿Por qué? ¡Por Juana de Arco! Ésa es la respuesta. Necesit respuesta. Necesitaa hacer ese papel. Se ha estado preparando para él todo este mes. ¿No es así, Fritz? –Un momento, moment o, mientr mi entras as me quito y me vuelvo vue lvo a poner pone r el monóculo. monócul o. Fritz me clavó la mirada. m irada. –¡Mira, –¡Mi ra, Fritz Fr itz!! No está est á preparada prepar ada para ese papel. papel . ¡Pero ¡Per o sólo hay ha y una manera ma nera de que q ue pueda ser Santa Juana! –¡Maldit –¡Mal ditaa sea, dila! di la! –Fritz, –Frit z, lo que tuvo que hacer h acer fue f ue apartarse apart arse de ti, replegarse repl egarse,, hacer un largo lar go y duro examen exam en de su vida. Tuvo que que matar, una por una, todas sus personalidades, enterrar todos sus fantasmas para que, cuando todas esas Constances Constances estuvieran muertas, muert as, ella pudiera venir a hacer la prueba y quizá, sin ninguna certeza, conseguir el papel. Nunca Nunca ensu vida ha tenido teni do un papel como ése. Ésta era su gran oportunidad. Y la única manera de aprovechada era matar el pasado. ¿No te das cuenta, Fritz? Ésa
tiene que ser la respuesta a lo que ha estado ocurriendo durante la última últ ima semana, sem ana, con todas esas personas, con Constance apareciendo, desapareciendo y volviendo a aparecer. –¡No, no! – dijo di jo Fritz. Fri tz. –Sí, sí -dije -dij e yo-. Hemos tenido teni do la respuest r espuestaa todo el e l tiem t iempo po delante dela nte de las l as narices, nar ices, pero sólo sól o me di cuenta cuando dijiste el nombre. Santa Juana es la meta de toda t oda mujer que haya existido jamás. jam ás. El sueño imposible. El sueño inalcanzable. –Que me lleve ll eve el diablo. diabl o. –¡No, Fritz! Frit z! – dijedi je-.. ¡Que Dios te t e bendiga! bendiga ! ¡Lo has resuelto! resuel to! Ahora, Ahora, si encontramos a Constance y le decimos decim os que puede ser, que quizá tiene una oportunidad, que tal vez… -Me interrumpí-. Fritz -dije-. Contéstame. –¿Qué? –Si de repente r epente apareciera apareci era Constance Const ance como com o la Dama Dam a de Odeans, si fuera increíbl incr eíblement ementee joven, cambiada de algún modo extraño, ¿le darías el papel? Fritz me miró con el ceño fruncido. –¡Maldit –¡Mal ditaa sea, no me presione pr esiones! s! –No te presiono pres iono -dij - dije-. e-. Mira. Mi ra. ¿Hubo algún al gún momento mom ento en el e l que ella e lla hubiera hubier a podido hacer hac er el papel de Dama de Orleans? –Sí -dijo -di jo después des pués de un moment m omento-. o-. ¡Pero ¡Per o entonces entonce s era entonces entonce s y ahora es ahora! ahora ! –Escúchame bien. ¿Qué ¿ Qué pasaría pasarí a si por un mil m ilagro agro se te present pr esentara? ara? Cuando pienses pi enses en ella, ell a, delante dela nte de ti, no pienses en su pasado. Cuando Cuando recuerdas la mujer que conociste, ¿si te pidiera pidi era el papel se lo lo darías? Fritz meditó, levantó el vaso, lo vació, lo volvió a llenar con líquido de una botella de cristal esmerilado. –Dios mío, mí o, quizá podría. podría . ¡Pero no me presione pr esiones, s, no presiones pre siones!! –Fritz –Frit z -dije-di je-,, si pudiéramos pudiér amos encontr e ncontrar ar a esa e sa Constance Consta nce y ella el la te t e lo pidier pi diera, a, ¿estarí ¿est arías as al menos dispuesto a darle una oportunidad? –Ay, Dios -rezongó -rez ongó Fritz-. Frit z-. ¡Sí! ¡ Sí! ¡No! ¡ No! ¡No lo sé! sé ! –¡Fritz! –¡Fri tz! –¡No grites, grit es, maldi m aldita ta sea! s ea! ¡Sí! ¡ Sí! ¡Un ¡ Un sí con reser r eservas! vas! –¡Muy bien! bi en! ¡De acuerdo! ac uerdo! ¡Estupendo! ¡ Estupendo! Ahora, si… si … Mis ojos se movieron solos, escudriñando la orilla hasta la lejana entrada del desagüe de tormentas. Cuando aparté la mirada ya era demasiado tarde. Crumley y Fritz se habían dado cuenta. –El chico chic o sabe dónde está Medea en este momento mom ento -dijo - dijo Crumley. Cruml ey. ¡Sí, Dios mío, pensé, claro que lo sé! ¡Pero mi m i grito grit o la había espantado! Fritz enfocó con el monóculo la entrada del desagüe. –¿Saliste –¿Sali ste por allí al lí?? – preguntó. pregunt ó. –No, gracias a este est e chico -dijo -dij o Crumley. Cruml ey. –Me rescatar res cataron on -dije, -di je, sint s intiéndom iéndomee culpable. culpa ble. –¡Y vaya rescate! res cate! Para empezar, em pezar, no tendrías tendr ías que haberte habert e metido met ido en ese es e sumidero. sumi dero. Quizá encontraste a Rattigan y después la perdiste. ¡Quizá!, pensé. ¡Ay, Dios Dios mío, mí o, vaya si la encontré! –Ese desagüe -dijo - dijo Fritz Frit z Wong, pensati pens ativo-. vo-. Por casualidad casual idad ¿te ¿t e habrás equivocado equivoca do de dirección? dir ección? –¿Si me m e habré qué? – dije, dij e, estupefact est upefacto. o. –Aquí en Hollywood, en un sit s itio io tan t an chiflado chif lado -dij - dijoo Fritz-, Frit z-, ¿acaso ¿ac aso existe exi ste una sola direcci di rección? ón? ¿No
habrá desagües en todas direcciones? –Sur, norte, nort e, oeste oest e y… -Hablé más despaci de spacio-. o-. Este… Est e… -dije -di je arrast ar rastrando rando la l a voz. –¡Este! – exclamó excla mó FritzFri tz-.. Ja, este, este! Dejamos que nuestros pensamientos discurrieran discurri eran por las colinas y bajaran bajar an hacia Glendale. Nadie Nadie iba nunca a Glendale, excepto… Si alguien estaba muerto. Fritz Wong hizo girar el monóculo en el feroz ojo derecho y escudriñó el horizonte del est e, esbozando una sonrisa maravillosamente perversa. –Carajo -dij - dijo-. o-. Esto Est o nos dará dar á una gran escena final f inal.. No hace falta fal ta guión. gui ón. ¿Quieres ¿Quiere s que te t e diga dónde está Rattigan? ¡En el este! ¡Se ha ido a la tierra! –¿Se ha ido a qué? – dijo di jo Crumley. Crum ley. –Zorra astut as tuta, a, gata veloz. Rattig Rat tigan. an. Se ha ido i do a la tierra ti erra.. ¡Cansada, avergonzada avergonzad a de todas toda s sus vidas! vi das! Escóndelas todas en una alfombra final de Cleopatra, enróllalas, enróll alas, deposítalas en el banco de la Eternidad. Fundido. Oscuridad. Oscuridad. Allí lo que sobra es tierra. ti erra. Nos hizo esperar. –Forest Lawn -dijo. –¡Fritz, –¡Fri tz, allí a llí es donde entierr ent ierran an a la l a gente! gente ! –¿Quién dirige dir ige esto? es to? – preguntó pr eguntó Frit Fr itz-. z-. Tú te t e equivocaste equivoc aste de dirección, dir ección, hacia el aire ai re libre l ibre,, el mar, m ar, la vida. Rattigan fue hacia el este. La muerte la llamaba por las dos docenas de nombres. Ella contestó con una sola voz. –Estupideces –Estupi deces -aseguró - aseguró Crumley. Cruml ey. –Estás despedido de spedido -dijo -dij o Fritz. Frit z. –Nunca me contrat cont rataron aron -afir -a firmó mó CrumleyCrum ley-.. ¿Cuál es el próxim pr óximoo movimi movi miento? ento? –¡Ir a demostra demos trarr que tengo t engo razón! – dijo dij o Fritz. Frit z. –Entonces -pregunt - preguntóó Crumley-, Cruml ey-, ¿Ratti ¿Rat tigan gan bajó por ese desagüe des agüe y caminó cam inó o fue f ue en coche o la llevaron en coche hacia el este? –Así -dijo -di jo FritzFri tz- es como com o lo film f ilmarí aríaa yo. ¡Una películ pel ícula! a! ¡Delici ¡ Deliciosa! osa! –Pero ¿a qué tendría tendr ía que ir i r a Forest For est Lawn? – protest pr otestéé débilment débil mente, e, pensando que quizá yo mism m ismoo la había mandado allí. –¡A morir! mori r! – dijo di jo Fritz Fri tz en tono t ono triunfa tr iunfal-. l-. ¡Lee el cuento de Ludwig Bemelman Bemelm an sobre el viejo vi ejo muerto que se pone una vela encendida en la cabeza, se cuelga flores alrededor del cuell o y camina, en un entierro individual, hasta su tumba! Constance hace lo mismo. Ha ido a morir una última vez, ¿verdad? Ahora Ahora ¿pongo en marcha mi coche? ¿Me seguirá alguien? ¿Y vamos por encima encim a o nos metemos directamente por el desagüe? Miré a Crumley, Crumley me miró a mí y ambos miramos al ciego Henry. Henry sintió nuestra mirada y dijo dij o que sí con la cabeza. Fritz ya se había ido, llevándose ll evándose el vodka. –Ve tú delante dela nte -dij - dijoo Henry-. De vez en e n cuando suelta suel ta alguna al guna palabrotra palabr otra para que yo pueda orientarme. Crumley y yo fuimos hacia el viejo vi ejo cacharro de Crumley, seguidos por Henry. Henry. Delante, en su coche, Fritz Fritz pisaba pi saba el acelerador y hacía sonar la l a bocina. –¡Está bien, alem a lemanote! anote! – gritó gri tó Crumley. Crum ley. Puso en marcha el motor, que hizo algunas ruidosas explosiones. –Maldita –Maldi ta sea, se a, ¿por dónde dó nde se llega l lega al primer prim er atasco? at asco? Nos detuvimos junto a la salida del desagüe, miramos hacia dentro y después hacia la carretera.
–¿Por cuál vamos, vamos , sabelotodo? sabel otodo? – preguntó pr eguntó CrumleyCrum ley-.. ¿Por el Infierno Infi erno de Dante Dant e o por la Ruta 66? – Déjame Déjame pensar -dije. -dij e. – ¡Ay, no, no, tú no! – gritó Crumley. Fritz Fri tz se había ido. Miramos Miram os a lo largo de la playa y no vimos su s u coche por ningún lado. Miramos hacia la derecha. Allí, alejándose por el túnel, había dos luces l uces rojas. – ¡Carajo!-exclamó Crumley-. Cruml ey-. ¡Se ha metido en el canal de desagüe! ¡Qué imbécil! –¿Qué hacemos nosotros? nosotr os? – pregunté. pr egunté. –Nada -exclamó -excl amó CrumleyCrum ley-.. ¡Sólo podemos hacer esto! e sto! Pisó el acelerador. acele rador. Viramos Viram os bruscament brus camentee y nos zambullimos en el túnel. –¡Qué locura! locur a! – grité gr ité.. –Impresiona –Impr esionante nte -dij - dijoo Crumley. Cruml ey. –Me alegro al egro de no poder ver esto -dijo - dijo Henry desde el asiento asient o trasero, tr asero, hablando al a l viento vi ento que le daba en la cara. Subimos a toda velocidad por el canal de desagüe, tierra adentro. adentr o. –¿Podemos seguir? seguir ? – gritégri té-.. ¿Qué altura alt ura tiene t iene el e l canal? canal ? –La mayor parte part e tiene ti ene algo al go más de tres tr es metr m etros os de altura al tura -gritó -gri tó CrumleyCrum ley-.. Cuanto más m ás nos internamos, más m ás alto es el techo. Los torrentes bajan de las montañas m ontañas de Glendale, Glendale, así que el canal tiene que ser grande de verdad para recibir toda t oda esa riada. ¡Un momento! Delante de nosotros, el coche de Fritz casi había desaparecido. –¡Idiota! –¡Idi ota! – dije-. dij e-. ¿Sabe de verdad adónde a dónde va? –¡Sí! – dijo dij o Crumley-. Cruml ey-. Recto Rect o hasta hast a el cine c ine chino chi no de Grauman Grauma n y después, a la izquier i zquierda, da, al maldit mal ditoo huerto de mármol. El ruido de nuestro motor era terrible. t errible. En medio de ese estruendo est ruendo vimos delante de nosotros una marea de aquellos lunáticos que me habían asaltado. –¡Dios mío! m ío! – grité-. grit é-. ¡Los ¡ Los vamos a atropell atr opellar! ar! ¡No frenes! frene s! ¡Qué ¡ Qué locos! ¡Sigue! ¡Sigue ! Avanzábamos Avanzábamos a toda velocidad por el canal. Nuestro motor rugía. r ugía. La historia deLos Ángeles Ángeles desfilaba a nuestro lado, en las paredes: pictogramas, graffiti, ilustraciones delirantes de vagabundos de 1940, 1930, 1930, 1925, rostros e imágenes i mágenes de cosas terribles terr ibles y nada vivo. Crumley pisó el acelerador a fondo. f ondo. Nos Nos lanzamos hacia la enloquecida muchedumbre subterránea subterr ánea que nos recibía con horribles gritos gri tos y chillidos. chill idos. Pero Crumley no reducía la velocidad. Nos abrimos paso entre ellos, apartándolos contra las paredes. Se levantó un fantasma, agitándose, farfullando. farfull ando. ¡Ed, Edward, Eddie, ay, Eduardo!, pensé. ¿Eres tú? –¡Nunca te despedis de spediste! te! – despotric despot ricóó el fantasm f antasmaa antes ante s de desmorona des moronarse. rse. Yo lloraba mientras corríamos dejando atrás mi culpa. Nos alejamos de todo aquello, y cuanto más nos alejábamos más aterrorizado estaba. –¿Cómo demonios dem onios hacemos ha cemos para saber s aber dónde estamos? estam os? – preguntépr egunté-.. Aquí no hay ninguna ni nguna indicación. Y si la hay, no la vemos. –Creo que puede haber ha ber -dijo -di jo CrumleyCrum ley-.. Sí, tenemos t enemos que fijarno fi jarnos. s. Porque había había letreros let reros en las paredes, garabateados con tiza, algunos pintados con letras letr as negras. Crumley redujo la marcha. En la pared delante de nosotros alguien al guien había grabado un montón de crucifijos y viñetas de lápidas. –Si nos podemos podem os guiar guia r por Fritz, Frit z, estamos est amos en e n Glendale -comentó -com entó Crumley. Crum ley. –Eso significa signi fica… … -dije. -di je. –Sí -dijo -di jo CrumleyCrum ley-.. Forest Lawn.
Encendió Encendió los faros altos al tos y empezó a virar a derecha e izquierda i zquierda mientras mientr as avanzábamos despacio, y vimos una escalera de mano m ano que llevaba hasta una reja tapada por una boca de alcantarilla en el techo del túnel y el coche de Fritz Frit z debajo y él fuera del coche y subiendo por la escalera. Una serie de cruces acompañaban la escalera hasta arriba. Bajamos del coche y fuimos hasta la l a escalera y empezamos a trepar t repar por ella. Hubo un ruido metálico fuerte por encima de nosotros. Vimos la silueta de Fritz y la boca de alcantarilla apartada, y el comienzo de una suave lluvia mojándole moj ándole los hombros. Subimos por la escalera en silencio. Por encima de nosotros, Fritz gritaba y hacía gestos. –¡Subid de una vez, imbéci i mbéciles! les! Miramos hacia abajo. No íbamos a dejar por el camino al ciego Henry. LA TORMENT TORMENTA A HABÍA HABÍA PASADO PASADO pero persistí persi stíaa la llovizna. ll ovizna. El cielo era un cielo engañoso: prometía promet ía mucho y daba poco. –¿Hemos llegado? l legado? – dijo dij o Henry. Desde la puerta del Forest Lawn Cemetery miramos mir amos hacia dentro, una amplia ladera cubierta de lápidas incrustadas como meteoritos en la hierba. –Dicen que ese sitio sit io tiene t iene más m ás votantes vot antes que Paducah, Kentucky, Kentu cky, Red River, Wyoming, Wyomi ng, o East End, Azusa -comentó Crumley. –Me gustan gust an los cementeri cement erios os anticuados ant icuados -dijo -dij o Henry-. Cosas por las l as que uno puede pue de pasar la mano. m ano. Tumbas en las que uno se puede acostar acostar como si fuera una estatua o a las que se puede traer a la novia de noche para jugar al doctor. – ¿Alguno de vosotros vio la enorme hoja de parra que tiene el David? – preguntó preguntó Fritz. –He oído -dijo -di jo Henry- que cuando lo l o trajer tra jeron on no tenía tení a ninguna hoja, así as í que estuvo es tuvo por ahí cuarenta años, tapado por una lona, para que las viejas con zapatillas de tenis no se ofendieran. El día antes de que le pegaran la hoja de parra tuvieron tuvier on que alejar de allí a los integrantes de un congreso del Instituto Instit uto Braille, que andaban sin guantes. La gimnasia que hacen los vivos a medianoche en los cementerios se llama juegos preliminares. Lo mismo, hecho por los muertos, se llama juegos posliminares. Estábamos allí bajo la llovizna, mirando hacia las oficinas del cementerio. –Se ha ido a la tier t ierra ra -oí - oí que murm m urmuraba uraba alguien. al guien. Yo. –Vamos -dijo -di jo CrumleyCrum ley-.. En treint tre intaa minutos mi nutos la l a lluvia ll uvia de las l as colinas col inas llega l lega abajo. a bajo. La corrient cor rientee se llevará nuestros coches hasta el mar. Miramos hacia la boca de alcantarilla abierta. Oíamos el arroyo que murmuraba debajo. –¡Dios mío! m ío! – dijo dij o Fritz-. Frit z-. ¡Mi ¡ Mi coche coc he antiguo! anti guo! –Vamos -dijo -di jo Crumley. Crum ley. Atravesamos la calle y nos zambullimos a toda prisa en el edificio. –A ver, ¿por quién qui én preguntamos pregunt amos?? – dije-. dij e-. Y ¿qué preguntam pr eguntamos? os? Por un momento se encontraron nuestras miradas, sumidas en una confusión total. –¿Preguntamos –¿Pregunt amos por po r Constance? Constanc e? – dije. di je. –Habla con sensatez sen satez -dijo -dij o Crumley-. Cruml ey-. Preguntam Pr eguntamos os por todos t odos esos titul ti tulares ares y nombres nombre s de los l os periódicos. Todos esos alias escritos con lápiz de labios en los espejos del camerino del sótano. –Repítelo –Repítel o -dijo -dij o Henry. –Sólo estoy est oy usando metáf m etáforas oras circunst ci rcunstancial anciales es -respondió -r espondió Crumle Cr umley-. y-. ¡Tenemos ¡ Tenemos que damos prisa! pris a! Entramos a paso ligero en las enormes enorm es salas de muerte muert e o, para decido de otro modo, en el país de los empleados y los archivos.
No tuvimos que sacar un número y esperar, ya que un hombre hombre muy alto alt o con pelo rubio platino y tez de ostra se deslizó desl izó hasta la recepción r ecepción y nos desdeñó como si fuéramos fuéram os desechos de una lavandería. lavandería. Puso una tarjeta en el mostrador y desafió a Crumley a que se la llevara. –¿Usted es Grey? – dijo dij o Crumley. Cruml ey. –Elihu Phill Phi llips ips Grey, como puede ver. –Estamos –Estam os aquí para comprar com prar tumbas t umbas y parcelas. parcel as. En la boca de Elihu P. Grey apareció una sonrisa invernal que se quedó allí, como com o una niebla. Con un movimiento de prestidigitador, mostró un mapa y una hoja de precios. Crumley hizo como si no viera eso. – Primero Prim ero tengo una lista. Buscó la hoja con todos los nombres que yo había anotado pero pero la puso al revés delante delant e de Grey, quien quien la escudriñó en silencio. sil encio. Crumley sacó entonces un fajo enrollado de billetes billet es de cien dólares. –¿Me puedes tener esto, chico? – dijo, dij o, lanzándomel lanz ándomelo. o. Después, dirigi di rigiéndose éndose a Grey, preguntó-: pregunt ó-: ¿Conoce ¿Conoce usted estos nombres? –Conozco todos los l os nombres. nombr es. Grey volvió a refugiarse en el silencio. Crumley soltó una blasfemia entre dientes. –Recítalos, –Recíta los, chico. c hico. Yo recité los nombres, uno por uno. –Holly Morgan. Mor gan. Grey hojeó hojeó rápidamente el archivo. –Aquí está. está . Sepultada Sepult ada en 1924. –¿Polly Starr? Starr ? Otra rápida búsqueda. –Aquí. 1926. –¿Y Molly Circe? –Sí. 1927. –¿Emily –¿Emil y Danse? –1928. –¿Todas enterrada ent erradass aquí, aquí , con seguridad? segur idad? La expresión de Grey se agrió. –No me he equivocado equi vocado nunca en mi vida. Pero Per o es extraño. ext raño. – Revisó Revi só las la s fichas fi chas que había ha bía sacado-. s acado-. Raro. ¿Están todas emparentadas, pertenecen todas a una misma familia? –¿Qué quiere usted decir? decir ? Gray clavó en los nombres aquella mirada ártica. –Porque, como com o puede ver aquí, están e stán todas t odas sepulta sepu ltadas das en un lugar l ugar de la l a superfic super ficie, ie, en una misma mi sma construcción gótica de piedra. –¿Puede repetir repe tirme me eso? es o? – Crumley Cruml ey salió sal ió de su s u aburrim aburr imient ientoo y agarró agarr ó las fichas-. fich as-. ¿Qué? ¿ Qué? –Es raro ver personas per sonas con co n todos esos e sos apelli apel lidos dos diferent dif erentes es enterra ent erradas das en una mism m ismaa tumba, tum ba, una morada con ocho estantes para ocho miembros de la misma familia. –Pero no son una famili fam iliaa -dijo -di jo Fritz. Fri tz. –Raro -dijo -di jo Grey-. Grey- . Extraño. Extra ño. Yo me sentía como si me m e hubiera caído un rayo. –Un momento moment o -susurré. -sus urré. Fritz y Crumley y Henry me miraron. mirar on. Gray enarcó las cejas níveas.
–Ss-sí. –Ss-sí . – Con eso creó cr eó dos largas l argas sílabas-. síl abas-. ¿Y bien? –¿La casa tumba? t umba? ¿La bóveda famil fam iliar iar?? Tiene que haber un nombre nom bre en el e l pórtico. pórt ico. ¿El ¿ El nombre nombr e cincelado en mármol? mármol ? Grey escudriñó las fichas, haciéndonos esperar. –Rattigan –Ratti gan -dijo. -di jo. –¿Está seguro? s eguro? –Nunca me he… –¡Sí, ya sé! ¡Otra ¡ Otra vez ese nombre! nom bre! Todos contuvimos el aliento. –Rattigan. –Ratti gan. Su voz fría brotó de una boca que parecía una trampa de acero. Soltamos el aire. –No pueden estar esta r todas toda s metida me tidass allí al lí en una bóveda -dij - dijee al fin. f in. Grey cerró los ojos. –Yo… –Ya sé, ya sé -me apresuré apresur é a decir. deci r. Miré a mis amigos. –¿Estáis –¿Estái s pensando lo mism m ismoo que yo? –Dios mío mí o -murmur -mur muróó Crumley-. Cruml ey-. Carajo. Cara jo. ¿Nos puede explicar expli car cómo cóm o se llega l lega a la tumba t umba de Rattigan? Grey garabateó algo en un pequeño mapa. –Fácil de encontrar. encont rar. Tiene delante del ante flore f loress recién rec ién puestas. pues tas. La puerta puert a de la l a tumba tum ba está est á abierta abie rta.. Mañana habrá allí un funeral. –¿A quién entier ent ierran? ran? Todos Todos esperamos con los ojos cerrados, cerr ados, suponiendo que que sabíamos la respuesta. res puesta. –A Rattigan Rattiga n -dijo -dij o Grey, casi sonriendo-. sonri endo-. A alguien alg uien con el e l nombre nom bre de Constance Const ance Rattigan. Ratt igan. LA LLUVIA ERA TAN CERRADA que desapareció el cementerio. Lo único que veíamos mientras íbamos cuesta arriba en un cochecito eléctrico eran monumentos que pasaban a nuestro lado. Delante, el chaparrón borraba el camino. Yo llevaba sobre las rodill as un mapa con una flecha y el nombre de la zona. Nos detuvimos. –Está allí al lí -dijo -dij o Crumley-. Cruml ey-. ¿Azalia ¿Azal ia Gardens? Gardens ? Parcela Parcel a dieciséi diec iséis. s. El edific edi ficio io neopaladiano. neopal adiano. La lluvia nos golpeó como una cortina y el parpadeo de un relámpago nos mostró una tumba con delgadas columnas paladianas a cada lado de una alta puerta metálica, que estaba entreabierta. –Así, si quiere quier e salir, sal ir, sale -dijo -dij o Henry-. Y si quiere quier e invitar invi tar a alguien, algui en, lo invita i nvita.. jRattiga jRat tigan! n! La lluvia se levantó y sopló y la tumba t umba esperó mientras mientr as los truenos tr uenos rodaban por por el lejano lej ano borde del cementerio. La puerta abierta tembló. Crumley casi habló solo: –¡Dios mío! m ío! Constance Const ance se enter e nterró. ró. Nombre Nombr e tras tr as nombre. nom bre. Año tras tr as año. Cuando term t erminaba inaba con c on un número, una cara, una máscara, alquilaba al quilaba una tumba y se s e guardaba en ella. Y ahora, para conseguir el papel que le puede dar Fritz, vuelve a matar todas sus personalidades. No entres allí, Willie. –Está adentro aden tro ahora a hora -aseguré - aseguré.. –Estupideces –Estupi deces -dij - dijoo Crumley-. Cruml ey-. ¿Maldi ¿M aldita ta intui i ntuición? ción? –No. – Sentí un escalofrí escal ofrío-. o-. Una maldi ma ldita ta corazonada. cor azonada. Hay que salvar s alvarla. la. Bajé del cochecito. –¡Está muerta! muer ta! –Igual la salvar s alvaré. é.
–¡Ni lo sueñes! – dijo dij o Crumley-. Cruml ey-. ¡Estás ¡ Estás arrestado! arre stado! ¡Vuelve aquí! aquí ! –Es cierto cier to que tú t ú eres la ley, l ey, claro, cla ro, pero per o también tam bién mi m i amigo. am igo. Yo estaba est aba empapado em papado de lluvi l luviaa fría. frí a. –Maldita, –Maldi ta, maldi m aldita ta sea. se a. ¡Adelante! ¡Adela nte! ¡Corre, idiota idi ota estúpido! es túpido! Te esperarem espera remos os allá al lá abajo. abaj o. Yo ni borracho me quedaré aquí para ver cómo sale tu cabeza volando por esa maldit a puerta. ¡Ven a buscamos! ¡Maldito seas! –¡Un momento! mom ento! – exclamó excla mó Fritz. Fri tz. –¡Un momento mom ento un cuerno! cue rno! Fritz arrojó arroj ó un frasco pequeño que que me golpeó en el pecho. Temblando bajo el aguacero frío, clavé en Fritz una larga mirada m irada mientras mient ras Crumley, echando pestes, bajaba despacio del coche. Estábamos en el enorme campo mortuorio ante una puerta de hierro abierta y una puerta de tumba abierta mientras la lluvia amenazaba con llevarse los cuerpos de la tierra. Cerré los ojos y bebí el vodka. –Preparado –Prepara do o no preparado prepar ado -murmur -m urmuré-, é-, allá al lá voy. –Maldita –Maldi ta sea se a -dijo -di jo Crumley. Crum ley. ERA UNA NOCHE OSCURA y TORMENTOSA. –Dios mío, mí o, pensé, ¿de ¿ de nuevo? Pies que corrían. Un grito. Un relámpago, relám pago, un trueno, unas pocas noches atrás. ¡Y aquí, Dios Dios mío, otra otr a vez lo mismo! mism o! Las puertas del cielo se abrieron abri eron de golpe y cayó un diluvio diluvio en la oscuridad, oscuri dad, y yo al lado de una tumba fría con alguien loco y quizá muerto en la profunda oscuridad. Para, me dije a mí mismo. Toca. La puerta exterior crujió. La puerta interior chilló. Estábamos en la entrada de la tumba t umba de mármol y el sol se había ido i do para no volver nunca más y la lluvia había venido decidida a quedarse para siempre. siem pre. Estaba oscuro, pero había tres pequeñas lámparas votivas encendidas y temblando a causa de la corriente de aire que entraba por la puerta. Todos Todos miramos mir amos el sarcófago sar cófago que había había abajo, a nuestra derecha. Allí estaba el nombre de Holly. Holly. Pero no había tapa en el sarcófago, que estaba vacío salvo por una fina capa de polvo. Nuestra mirada subió hasta el siguiente estante. Los relámpagos parpadeaban fuera, entre la lluvia. Retumbaban los truenos. tr uenos. En el siguiente estante estaba tallado en mármol el nombre de Molly. Pero tampoco había tapa, y el sarcófago estaba vacío. La lluvia empapaba la puerta allí detrás mientras mirábamos el penúltimo y el último estante y las cajas de mármol. márm ol. Vimos los nombres de Emily Emil y y Polly. Vimos que uno estaba desocupado. desocupado. Temblando, alargué la mano para explorar el penúltimo sarcófago. Mis dedos sólo tocaron aire. Holly, Polly, Molly y Emily, pero los parpadeos de los relámpagos rel ámpagos no mostraban cuerpos ni restos. Miré aquel recinto reci nto final y empezaba em pezaba a levantar la mano cuando se oyó un débil débil jadeo j adeo y algo parecido a un llanto frío, lejano. Bajé la mano y miré a Crumley. Él se fijó en el último sarcófago y al fin dijo: –Chico, es todo t odo tuyo. – Arriba, Arr iba, en las sombras, sombr as, alguien al guien volvió vol vió a inhalar i nhalar-. -. Muy bien, bi en, todo el mundo m undo fuera. Todo el mundo salió a la lluvia persistente. En la puerta, Crumley se volvió para mirar a su hijo loco. Me dio una linterna, me m e deseó buena suerte con un movimiento de cabeza y salió. Estaba solo. Di un paso atrás. Se me cayó la linterna. Casi sufrí sufr í un colapso. Tardé un largo rato en encontrada y
levantar el haz de luz, mientras el corazón me latía con desenfreno. –Tú -susurré-, -susur ré-, allí. all í. Dios mío, ¿qué significaba aquello? –Soy yo -susurré. -susur ré. Más fuerte. –Vine a buscarte. buscar te. –¿Y qué? – murmuró mur muró la sombra. som bra. A mis espaldas, la lluvia caía como una sólida cortina. Los relámpagos titilaban. Pero todavía no había truenos. –Constance -dij - dijee al fin f in a la l a forma for ma oscura osc ura en el e l estante est ante superior s uperior,, detrás detr ás de la l a cortina cort ina de sombras s ombras que creaba la lluvia-. ll uvia-. Escucha. Y al fin dije mi nombre. Silencio. Hablé de nuevo. ¡Dios mío, pensé, está muerta muert a de verdad! ¡Basta! ¡Fuera, vete, maldita sea! Pero cuando empezaba a darme vuelta, al iniciar el movimiento, ocurrió. La sombra que estaba allí arriba, con rostro sin rostro, se animó apenas. Más que oír aquella sombra, la sentía. –¿Qué? – exhaló. Mi pulso se aceleró, contento de la l a vida, de cualquier vida, de cualquier latido. lati do. –Mi nombre. nom bre. Lo repetí. –Ah -murmuró -murm uró alguien. al guien. Lo que me aceleró aún más el pulso. Me aparté de la lluvia y fui hacia el frío aire de la tumba. –He venido a salvar sa lvarte te -susurr - susurré. é. –¿Y qué? – se quejó quej ó la voz. voz . Era apenas una leve danza de mosquito en el aire, que no se oía, no, que no estaba allí. allí . ¿Cómo podía hablar una mujer muerta? –Buenas -dijo -di jo el susurrosusurr o- noches. noches . –¡No te duermas! duer mas! – grité-. grit é-. ¡Si ¡ Si te t e duermes duerm es no podrás podr ás volver! vol ver! No te t e mueras. muer as. –¿Por qué? – murmur m urmuróó la voz. –Porque -dije -di je boqueando-, boquea ndo-, porque lo digo di go yo. –Porque lo dices. dices . Un suspiro. ¡Dios mío, pensé, di algo! –Porque lo dices -repiti -re pitióó una borrosa borr osa sombra. som bra. –¡Sal de ahí! – musitémusi té-.. ¡Ése no es e s tu lugar! l ugar! –Sí. Una vibración apenas perceptible. –¡No! – exclamé. excl amé. –Lo es -alentó -al entó aquell aqu elloo entre entr e las sombras. sombr as. –Te ayudaré a salir sali r -dije. -di je. –¿De qué? – preguntó pregunt ó la sombra s ombra.. Y después, con terribl ter riblee miedo-: mi edo-: Muertas. Muert as. ¡Todas ¡ Todas están est án muertas! muer tas! –¿Muertas? –¿Muert as? –Muertas. –Muert as. ¡Tienen ¡Ti enen que estar es tar muertas! muer tas! ¿Lo están? están ?
Por fin un relámpago iluminó ilum inó las oscuras parcelas y un trueno golpeó la tumba. Me volví para mirar los prados de piedra, las colinas de brillantes losas con nombres regados por la lluvia. Y las lápidas estaban iluminadas por los fuegos del cielo y se convirtieron en nombres escritos en espejos, fotos pegadas en paredes, nombres escritos escri tos en papeles, y de nuevo nombres en espejos espej os y fechas que el agua llevaba por un desagüe mientras las fotos caían de las paredes y la película se deslizaba dentro del proyector para hacer bailar rostros en una pantalla de plata diez mil kilómetros más abajo. Fotos, espejos, películas. Películas, espejos, fotos. Nombres, fechas, nombres. –¿Están allí al lí todavía? todaví a? – dijo di jo la l a sombra som bra en el estante esta nte superior supe rior de la tumba. t umba. –¿Fuera, en la lluvi l luvia? a? Miré hacia la larga colina del cementerio. La lluvia caía sobre una docena y un ciento y un millar de lápidas. –No deberían estar e star allí all í -dij - dijo-. o-. Creía Creí a que se habían ha bían ido i do para siem s iempre. pre. Pero Per o entonces entonce s empezaron em pezaron a golpear en la puerta, a despertarme. despertarm e. Nadaba Nadaba hasta donde están mis amigas, am igas, las focas. Pero por mucho que me alejara me m e esperaban en la orilla. orill a. Las que susurran y quieren recordar lo que yo quiero olvidar. – Vaciló-. Vaciló -. Así que si no podía escapar es capar de ellas ell as tendrí t endríaa que matar ma tarlas las una por una, una por una. ¿Quiénes ¿Qui énes eran? ¿Yo? Así Así que dejé de perseguirme a mí m í misma mi sma y las perseguí pers eguí a ellas y descubrí una por una dónde estaban enterradas y las volví a enterrar. enterrar . 1925, después 1928, 1930, 1935. 1935. Donde se quedarían eternamente. Ahora llegó el momento de acostarse y dormir para siempre. De lo contrario, me podrían llamar llam ar otra vez a las tres t res de la mañana. m añana. Entonces, Entonces, ¿dónde estoy? La lluvia caía fuera de la l a cripta. Hubo un largo momento de silencio. –Tú estás aquí, Constance Const ance -dije-di je-,, y yo estoy est oy aquí, escuchando. e scuchando. Después Después de un rato r ato Constance dijo: –¿Se han ido, no queda nadie nadi e en la l a orill ori lla, a, puedo nadar de vuelta, vuelt a, sin si n temor? tem or? –Sí, Constance Consta nce -dije-di je-,, están est án enterrada ente rradass de verdad. ver dad. Hiciste Hici ste el e l trabaj t rabajo. o. Alguien tenía t enía que perdonarte, perdonar te, y ese alguien tenía que ser Constance. Sal de ahí. –¿Por qué? – dijo di jo la l a voz del estante esta nte superi s uperior or de la l a tumba. tum ba. –Porque -dije-di je- todo esto es to es absurdo, pero te t e necesitan. necesi tan. Así que, por favor, descansa un momento y después dame la mano y deja dej a que te ayude a bajar. ¿Me oyes, Constance? El cielo se oscureció. Los fuegos se apagaron. La lluvia caía borrando las piedras y las l ápidas y los nombres, los nombres, los l os nombres tallados tall ados para que duraran pero que se disolvían en la hierba. –¿De veras me m e necesitan? necesi tan? – fue f ue el desesperado desesper ado susurro. susur ro. Y con los ojos llenos de fría lluvia, dije: –Sí. –¿Sí? –Sí -dije-di je-.. El patio pat io está es tá vacío. vací o. Han sacado las l as fotos. fot os. Los espejos esp ejos están e stán limpios. lim pios. Ahora sólo quedamos tú y yo. La lluvia lavaba las piedras invisibles i nvisibles hundiéndose en la hierba inundada. –Ven -dije -dij e en voz baja. baj a. Caía la lluvia. El agua se deslizaba desli zaba por el camino. Los monumentos, las piedras, las l as lápidas y los nombres habían desaparecido. –Constance, una un a última últ ima cosa. –¿Qué? – susurró. susur ró. Después Después de una larga pausa dije: dij e: –Fritz –Frit z Wong está est á esperando. esper ando. Se ha term t erminado inado el guión. Se han ha n construido const ruido y están está n listos li stos los platós. pl atós.
Cerré los ojos e hice un esfuerzo por recordar. Entonces, por fin, acudieron las palabras: «Si no fuera por las voces, perdería las l as fuerzas. – Vacilé antes de continuar-: Es en las campanadas donde oigo las voces. Las campanadas bajan del cielo y sus ecos persisten. persist en. Sobre el silencio del campo, cam po, las voces. Sin ellas perdería las fuerzas». Silencio. Se agitó una sombra. Se movió una forma blanca. Las puntas de aquellos dedos salieron salier on a la oscuridad oscuri dad y después la mano y después el delgado brazo. Más tarde, tras un largo silencio, una respiración respir ación honda, una una exhalación, Constance Constance dijo: –Bajo. LA TORMENTA HABÍA PASADO. Era como si nunca hubiera existido. El cielo estaba limpio, sin una nube a la vista, y soplaba una brisa fresca fr esca como para limpiar lim piar una lápida o un espejo o una mente. Yo estaba en la playa delante de la fortaleza fortal eza árabe de Rattigan con Crumley y Henry, Henry, bastante callado, mientras Fritz Wong examinaba la escena para tomas a distancia y primeros planos. Dentro de la casa dos hombres vestidos con monos blancos se movían como sombras y en ciert o modo me recordaban a monaguillos, la mente de un escritor enloquecido asociando ideas, y deseé que que de algún modo, por disparatado que fuera, pudiera estar allí all í el padre Rattigan, Ratti gan, que pudiera pudiera ser una de aquellas figuras de blanco bl anco limpiando la casa con un incensario y una lluvia de agua bendita bendita para resantificar resantifi car un sitio siti o que probablemente nunca había tenido nada de santo. ¡Dios ¡Dios mío, mí o, pensé, traer a un sacerdote para purificar un antro de perdición! Dentro, los pintores que raspaban y limpiaban las paredes para poner pintura nueva, trabajaban tr abajaban sin pausa, desconociendo a quién pertenecía aquella casa y quién había vivido en ella. Fuera, en una mesa junto a la piscina, pis cina, había cervezas servidas para Crumley, para Fritz, para Henry y para mí, y vodka por si cambiábamos de est ado de ánimo. El olor a pintura fresca fr esca era vigorizante; prometía una lunática lunáti ca redención y un eco de perdón. perdón. ¿Pintura nueva, vida nueva? Sí, Dios mío, por favor. –¿Hasta dónde va a llegar? ll egar? Crumley miró las olas grandes, a cien metros de la orilla. –No me lo preguntes pr eguntes -dijo -dij o Henry. –Anda con las focas f ocas -expli - expliqué-. qué-. Tiene Tie ne allí all í un montón m ontón de amigo a migos. s. ¿Oyes eso? Las focas ladraban, no sé si de manera más o menos m enos fuerte. Era un sonido alegre que hacía juego con la pintura fresca fr esca en una casa vieja renovada. –Di a los pintores pint ores que cuando le pinten pint en el buzón bu zón dejen espacio espaci o para un solo s olo nombre, nom bre, ja? ja? -pidió Fritz. –De acuerdo -dijo -d ijo Henry. Ladeó la cabeza y después de spués frunció f runció el ceño. ce ño. –Lleva un largo l argo rato ra to nadando. nadando . ¿Qué pasaría pasarí a si finalm fina lmente ente no vuelve? vue lve? –No sería tan malo m alo -opinó - opinó Henry-. Henry- . A ella le gusta gus ta el agua cerca cer ca de la l a costa. cost a. –Olas después despué s de una torme t ormenta, nta, muy m uy buenas para par a practicar pract icar surf. surf . ¡Oye! ¡Qué ¡ Qué fuerte fuert e fue ésa! és a! El tipo de ruido que sirve para un efecto teatral. Coincidiendo de manera perfecta, un taxi se detuvo con un rugido en el camino detrás de la casa de Rattigan. –¡Dios mío! m ío! – dije-. dij e-. ¡Ya ¡ Ya sé quién es! Se oyó un portazo. Apareció Apareció una mujer avanzando con esfuerzo por la arena que separaba la casa de la piscina, los l os puños cerrados. Se irguió delante de mí como un alto alt o horno y levantó los brazos. –¡A ver, explícat expl ícate! e! – gritó gr itó Maggie. Maggie . –¿Cómo? – gimot gi moteé. eé.
–¡Cómo! Se armó de valor y me asestó un terrible golpe en la nariz. –Pégale otra ot ra vez -propuso - propuso Crumley. Crum ley. –Uno más de propina pr opina -sugir - sugirió ió Fritz. Fri tz. –¿Qué pasa? – preguntó pr eguntó Henry. –¡Cabrón! –Ya lo sé. –¡Hijo de puta! –Sí -dije. -di je. Me golpeó por segunda vez. La sangre salió a borbotones. Me corrió por la mejilla y me empapó las manos levantadas. Maggie dio un paso atrás. –Ay, Dios mío mí o -exclamó-excl amó-,, ¡qué he hecho! –Pegarle –Pegarl e a un hijo hi jo de puta put a y cabrón cabr ón -respondió -re spondió Frit Fr itz. z. –Exacto -dijo -d ijo Crumley. Cruml ey. –¡No os metáis met áis en esto! est o! – gritó gr itó Maggie-. Maggie -. Que alguien al guien traiga t raiga una tirit ti rita. a. Miré el flujo brillante que tenía en las manos. –Las tirit ti ritas as no servirá ser viránn de nada. –¡Cállate, –¡Cáll ate, mujerie muje riego go estúpido! est úpido! –Una sola -dij - dijee con un gemido. gem ido. –¡Quédate quieto! qui eto! – gritó gri tó Maggie, Ma ggie, y volvió vol vió a levantar l evantar el puño. Yo me quedé quieto quieto y ella se s e rindió. –No, no, basta, basta -exclamó-excl amó-.. Dios mío, m ío, esto es to es terribl terr ible. e. –Adelante, me lo l o merezco mer ezco -dije. -di je. –Ah, ¿sí? ¿Te lo l o mereces? mer eces? –Sí -dije. -di je. Maggie miró con ferocidad las olas lejanas. –¿Dónde está? ¿Allá fuera? f uera? –En algún sitio. si tio. –¡Espero que q ue no vuelva nunca! –Yo también. tambi én. –¿Qué demonios demoni os signifi si gnifica ca eso? –No lo sé -dij - dijee con la mayor suavidad suavida d posible-. posibl e-. Quizá sea ése és e su siti si tioo natural. natur al. Quizá tenga ahí amigos, amigos ami gos mudos, y quizá prefiera quedarse con ellos y no volver nunca más. –Si lo hace, la l a mataré. mat aré. –Entonces le l e conviene convie ne quedarse quedars e allá. all á. –¿La estás está s defendiendo, defe ndiendo, condenado? c ondenado? –No, sólo digo di go que le convendría convendrí a no haber vuelto vuelt o nunca. Siempre Sie mpre era más m ás feliz fel iz en días como c omo éste, és te, después de una tormenta, cuando las olas están bien y se han ido las nubes. La vi algunas de esas ocasiones. No bebía en todo el día, se internaba todo el tiempo en el mar y siempre estaba la promesa de no regresar. –¿Qué te pasa? pasa ? ¿Qué le pasa pa sa a ella? el la? –Nadie lo sabe. s abe. Ocurre todo el tiempo. tie mpo. No buscaré buscar é excusas. excusa s. Son cosas que pasan porque por que sí, y de repente descubres que todo se ha ido al demonio. –Sigue hablando, habl ando, así quizá pueda pued a entenderte entende rte..
–No, cuanto más m ás hable habl e menos se me entenderá. entender á. Ella Ell a estuvo est uvo perdida perdi da durante durant e mucho much o tiempo. ti empo. Ahora quizá se haya encontrado. No lo sé, hubo muchas cosas insensatas. Le prometí prom etí que si salía nadando con todos esos nombres, podría volver al agua con uno solo. Promesas, promesas. Lo sabremos cuando salga del agua. –Cállate. –Cállat e. Tú sabes que te amo, a mo, ¿verdad, ¿ve rdad, cabrón cabr ón estúpido? estúpi do? –Lo sé. –A pesar de todo t odo esto, est o, rata rat a de albañal, al bañal, te sigo si go queriendo. queri endo. ¿Es esto est o lo que todas las l as mujer m ujeres es tienen ti enen que aguantar? –La mayoría mayor ía -dij - dije-. e-. La mayorí m ayoría. a. Nada de explicaci expl icaciones. ones. Nada de razones. r azones. Horribl Horr ibles es verdades. ver dades. El perro sale a dar vueltas vuelt as por ahí. El perro vuelve a casa. El perro sonríe. Tú le pegas. Él te perdona que le perdones. Y se prepara para una vida de soledad. sol edad. Yo no quiero quiero una vida de soledad. sol edad. ¿Y tú? –Yo, Dios mío, mí o, no lo sé. s é. Límpiat Lím piatee la nariz. nari z. Me la limpié. Más sangre. –Lo siento sient o -dijo -dij o ella. ell a. –No lo sientas. sie ntas. Es lo últi úl timo mo que debes de bes hacer. hacer . No lo hagas. –¡Un momento! mom ento! – dijo dij o Henry-. Escuchad. Escuc had. –¿Qué? – dijim dij imos os todos al unísono. uní sono. –¿Lo sentís? sentí s? – preguntó pre guntó Henry. –¿Si sentim sent imos os qué, maldi m aldita ta sea? s ea? –La ola, la l a ola más grande, gr ande, que viene vi ene ahora hacia aquí -murm - murmuró uró Henry-.Y Henry-. Y que trae algo. Allá lejos ladraban las focas. Allá lejos se encrespaba una enorme ola. Crumley, Fritz, Henry, Maggie y yo contuvimos contuvimos el aliento. Y la ola llegó. l legó. This file file was cr eated with BookDesigner BookDesigner program prog ram
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