MADE IN CUSCO CUENTOS
Mario Guevara Paredes
MADE IN CUSCO (cuentos)
Mario Guevara Paredes
MADE IN CUSCO (Cuentos) © Mario Guevara Paredes Dirección:
[email protected] Ilustraciones: Mario Curasi & Taller El Buho
Edición: © Alternativa El Diario - Editores Cusco, agosto del 2011
PATRICK Al verte parece que el tiempo vuelve atrás. Recuerdas el colegio, donde compartimos la misma aula. En esa época, yo venía de un colegio de curas y estaba tan hinchado de escuchar la santa misa todos los días, que sabía de memoria parábolas y preceptos religiosos. En cambio tú ya habías recorrido muchos colegios. Desde la primera vez que te vi, formando fila en el patio del plantel, me impresionaste. Cuando la mayoría de los alumnos usaban el cabello corto, tú lo usabas largo, porque te importaban un carajo las órdenes impartidas por la dirección. Al salir del colegio, los dos galones rojos de tu hombrera se convertían en cuatro. Te quitabas la insignia de la camisa y la corbata que te molestaba llevar anudada al cuello y en una esquina de cualquier calle, parado con tu impecable uniforme caqui, tus zapatos lustrados con el reverso de la l a cristina y masticando chicléts Adams, cireabas a las colegialas. Lo hacías tan bien, que vi cómo las enamorabas y varias de ellas cayeron en tus redes. Aunque no eras un Adonis, tenías tu piedra, como decían los compañeros. ¿No recuerdas cómo nos hicimos amigos? Fue una mañana friolenta en que ingresé al aula (el profep rofesor de Historia Universal, al que llamábamos el Ostrogodo, aún no llegaba) y me senté en una carpeta vacía del fondo y como yo, para ti, era un monse más, que todavía escuchaba a Palito Ortega, mientras tú ya conocías a los Beatles, Jimi Hendrix y Rolling Stones, te acercaste hacia mí y con el rostro enojado dijiste: esa carpeta está ocupada. Me hice el sueco, como si no escuchara. De respuesta recibía un golpe tan fuerte, aquí en el pómulo izquierdo, que todavía hoy lo siento. Los compañeros rieron al ver que me saltaban las lágrimas. Sin embargo, pese a todo, nos hicimos amigos. Donde ibas te seguía, parecía tu sombra. Conocías todos los lugares por
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donde era posible fugar del colegio. Escapábamos trepando el cerco de adobes que colinda con un convento, pasábamos por las narices de los frailes sin que éstos se dieran cuenta y salíamos por el enrejado que da a una plazoleta. Otras veces escalábamos la puerta metálica cubierta con alambre de púas por donde ingresaban los camiones recolectores de basura. También por cualquier ventana sin vidrio del primer piso. Contigo fui al baratillo del mercado, en donde era fácil vender libros, corbatas y cristinas, que recolectabas haciéndole el avión a los compañeros. Con ese dinero nos íbamos al cine. Nuestro preferido fue en el Colón. Allí ingresábamos sin comprar boleto, bastaba con darle de bollo unos cuantos soles al boletero. El proyector era tan viejo que a cada momento se cortaba la película. Zapateábamos y rechiflábamos para que continuara la función. Fue en el Colón donde me hice hombre, como ustedes decían. Pagaste de tu bolsillo a una putita que venía al cine en busca de soldados, porque estos cojudos siempre andaban con dinero. Con ella ingresé al baño maloliente y, en un abrir y cerrar de ojos, salí desconcertado al descubrir algo nuevo. Los tombos que hacían batidas en los cines nunca nos llevall evaron; tus amigos de la Policía te avisaban dónde y cuándo iban a hacer redada. ¡Cómo te gustaban las películas y cómo fantaseabas con ellas! Cuando vimos el Anónimo Veneciano, te imaginabas enamorando a Florinda Bolkan en el cafetín de bohemios de la calle Espaderos y sentado en una banca de la Plaza de Armas la besabas, ante la mirada libidinosa de esos viejitos que como lagartijas se calientan al sol, y a media noche, con luna que se hundía en el horizonte, caminabas abrazándola por las l as calles solitarias. En esa época, creía todo lo que decías. Me mostrabas un reloj cualquiera y afirmabas que era el más costoso del mundo. Sacabas del bolsillo el llavero diciendo que eran las l as llaves de tu Pontiac, último modelo, que lo guardabas para las vacaciones de fin de año. En realidad, el único objeto con rue-
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das que tenías en casa era la vieja bicicleta Hércules. Llegase a ser Presidente de aula, porque convenciste a todos contándoles tus aventuras amorosas. Me consta que hiciste hi ciste muchas actividades, entre ellas una rifa que no tenía premios, pero igual vendimos los boletos. Alquilamos el Colón y proyectamos una película que al final tenía otro título, lo cual obligó a los espectadores a rechiflar para que les devolviéramos sus entradas. Ganamos bastante dinero de las actividades, pero nunca rendiste cuenta. Cuando hicimos la excursión a Quillabamba, nos mataste de hambre. Tú y el auxiliar de la sección se fueron al burdel y se bebieron con las putas el dinero de la comida. No olvido que me enseñaste a fumar, siempre andabas con tu cajetilla de Commander en el bolsillo. Nos íbamos a la cancha de fútbol y en las desoladas duchas fumábamos hasta atosigarnos sin que se diera cuenta el Tumbamulas, ese chimpancé de un metro noventa que era el regente del colegio. Otras veces, para varias de onda, como decías, escapábamos del colegio y nos íbamos a la Plazoleta de San Cristóbal y desde allí, mirando la vieja ciudad, volábamos fumando marihuana. Sé que lo hacías por seguir los pasos de Jimi Hendrix, John Lennon y Mick Jagger. Ya para bajar a la Plaza de Armas, en el descenso de ese largo vuelo, nos echábamos colirio a los ojos y masticábamos chicléts para que nuestras viejas no se dieran cuenta. A fin de año, tú, que fuiste un pésimo estudiante, saliste invicto. Con regalos solías sobar las espaldas a cada profesor. Yo, tu amigo, repetí de año. Quisiste congraciarte conmigo y fuimos a la calle Plateros y en el Azul, ese bar que abría sus puertas hasta la madrugada, bebimos ron compartiendo nuestra mesa con empedernidos alcohólicos; era la primera vez que bebía, por eso me llevaste a rastras a mi casa. Al día siguiente mi viejo por doble motivo me desolló el cuerpo a latigazos. Pasaron los años y un día te vi en la calle, retornando de la capital. Yo, para ese entonces, no terminaba aún la secunda-
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ria. Al principio no te reconocí, después asombrado me dije: allí está el loco Wilfredo Armendáriz, y sonriendo me acerqué. Nos abrazamos y rememoramos el tiempo pasado. Recuerdo, entre otras cosas, que me preguntaste por la mocosa de mirada lánguida que se enamoró perdidamente de ti y a la cual esperabas todas las tardes en una esquina de la calle Arequipa, porque si las monjas te veían rondar por la puerta del colegio llall amaban a la policía. Te encontré cambiado, tenías el pelo corto, teñido de rubio, usabas lentes Ray-ban Ra y-ban para protegerte del sol y vestías terno y corbata. En esa oportunidad me hiciste creer que habías ingresado de cadete a la marina, a donde sólo entran blanquiñosos, rubios y con apellido apell ido extranjero, como tú decías. Me hablaste de viajes fantásticos en barcos de guerra y de romances que tendrías con exóticas mujeres de los puertos donde anclarían. Lo último que supe de ti fue que perdiste a tu madre. A tu padre no lo conociste. Como único hijo que eras, ella te brindaba todo lo que deseabas. El golpe fue muy duro y como no estabas hecho para el trabajo, te diste a la farra y terminaste en las cantinas con todo lo que ella te dejó. Al final dicen que acabaste en la calle. Yo seguí el camino que eligieron mis padres. Me vine a Lima. Ingresé a la universidad y estudié en la facultad de leyes. Ahora que el tiempo pasó, no me reconoces; los dos envejecimos, tú más que yo. A decir verdad estoy obeso y la calvicie me persigue; pero tengo una agradable mujer que juega canasta cada fin de semana, residencia con piscina en Monterrico y auto último modelo. Mientras tú tienes otro nombre, te llaman Patrick y estás sentado en el banquillo de acusados, más solo que cuando abriste los ojos al mundo. mundo. Dentro de poco esta corte te sentenciará por haber asaltado un banco a mano armada. Como fiscal penal que soy, fui el que pidió quinq uince años de prisión, porque no olvido el día en que me golpeaste en el aula, delante de los compañeros.
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GUÍA PARA TURIST TURISTAS No es simple jactancia, pero encontraron en mi modesta persona al mejor guía para turistas. Soy la revelación del oficio. No sólo porque hablo infinidad de idiomas, desde los más antiguos hasta los más nuevos. Puedo leer todo tipo de jeroglíficos y petroglifos. También descifro kipus, técnica que aprendí de mis antepasados, los inkas, quienes qu ienes me legaron sus conocimientos. Ustedes se preguntarán de dónde salió este espécimen con pinta de huaco Mochica que todo lo sabe. sa be. Pues salí del vientre de mi madre y sin comentarios para no ofender su inmaculada memoria. Bueno, ya que se s e encuentran en estas tierras paradisíacas, donde toda marca extranjera es bienvenida, les diré: ¿tienen intis?, porque mis consejos son muy valiosos. Antes sólo hacía trueque por mis servicios. No cobraba. Hasta que me tope con un jeque árabe que, satisfecho por mi trabajo, dijo que apenas pisara Tierra Santa me enviaría el vehículo más veloz que tenía para transportarse en el desierto. d esierto. ¿Saben que mandó el sarraceno ese?, un camello decrépito llamado Solimán que había participado en la Guerra de los Seis Días. Y eso no fue todo; en las ancas el infeliz animal tenía incrustada la placa metálica de la escudería del Jeque. Por eso, ahora sólo acepto dinero contante y sonante. Bueno, como pagarán en intis, lo primero que deben saber al arribar a esta ciudad, patrimonio cultural del mundo, y por ende del otro, es confiar en todos y no preocuparse de nada, dado que vuestra salud es lo más importante. Se los dice el mejor guía para p ara turistas. Cuando visiten un mercado de artesanías para llevarse un recuerdo de mi país y salgan sal gan sin pasaporte, cámara fotográfica y sin sus queridos dólares, no lloren ni se rasguen las vestiduras, ya que experimentaron el trabajo de un verdadero artis-
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ta que durante años perfeccionó el manejo de sus dedos para hacer obras de arte. Además, siéntanse felices, pues ellos también son coleccionistas. No sería raro que vuestras pertenencias sean debidamente catalogadas en sus museos particulares. Ahora, si por allí tropiezan con un policía dotado de gran cultura y modales refinados -como todos nuestros policías lo sony les pide dinero para investigar el asunto, as unto, dénselo sin pérdida de tiempo, ya que tarde o temprano les mandará un télex al lugar de vuestra procedencia indicándoles que encontró sus pertenencias en el museo particular del comandante. Si de casualidad están en un restaurante y aparece una jauría de niños famélicos pidiendo comida, no se hagan de la vista gorda, porque esos niños son Boy Scouts, aunque aunqu e no vistan pantalón corto ni sombrero de explorador. Lo único que hacen es llevar comida a las palomas de los parques, las cuales, por no estar sindicalizadas, no reciben subvención del Estado. Se los dice el mejor guía para turistas. Como vinieron a divertirse y tenemos modernos centros nocturnos donde todo se cobra en moneda nacional, no pongan cara de pocos amigos si en el mercado negro les dan pocos intis por un fajo de dólares: con ellos podrán parrandear durante semanas. Si usted se siente terriblemente solo tomando pisco sour en un centro nocturno y se le sienta a la mesa una de tantas adolescentes que pululan en el local, al toque admítala y seguramente escuchará que su padre es funcionario de Estado y que gana un dineral haciendo contrabando. No piense que le toma el pelo y créale todito porque le dice la verdad. También le contará que siempre quiso viajar por el mundo, pero como no quiere sangrar al papá ni romper el chanchito, que es un recuerdo de bautizo, usted invítela y tal vez en el transcurso del viaje reciba una propuesta de matrimonio. Y si es así será afortunado porque no encontrará mujer como las nuestras. Se lo digo yo, que conviví con un sinnúmero de
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extranjeras. Y usted, amiga turista, que se enamorará rápidamente de un brichero al descubrir en el lecho a un bárbaro latino que supera ampliamente las técnicas del Kamasutra, no le pregunte por su pasado ni nada por el estilo, sino cásese sin condiciones y lléveselo a su país. Y por favor no lo muestre a sus amistades como souvenir, porque lo irritará. Si allí se pasa encerrado todo el día mirando televisión, no le diga que vaya a trabajar ya que herirá su extremada susceptibilidad. Y antes que se aburra de usted y se decida por otra gringa, cómprele el pasaje de vuelta y regréselo a nuestro país. Se los dice el mejor guía para turistas. Como sentirán gran fascinación al caminar por nuestras calles, siempre limpias como todo mercado informal, no se asusten si de pronto escuchan una explosión, que seguramente es un coche bomba, porque alguien festeja sus trasnochados cumpleaños. Y si observan a cientos de policías que se mueven risueños, metralleta en mano, deteniendo a incautos transeúntes para preguntarles dónde es el festejo, no les hagan caso y sigan caminando, ustedes son intocables. Ahora, si tienen afición por las drogas, especialmente por la coca, consúmanla sin problemas. Aunque no olviden que aquí premian la adicción con veinte años de prisión. Y para que vuestra estadía sea más placentera, dispondrán de celdas especiales con aire acondicionado, televisión y bar particular. Pero si quieren salir antes de que les llegue el indulto por buena conducta, tenemos expertos en abrir túneles, incluso bajo la mirada infalible de los vigilantes. Sólo pagarán una pequeña póliza de seguros al consorcio de topos que abrirán un túnel desde la prisión hasta vuestras embajadas. Bueno, después de todo, si no lograran salir vivos de mi país, lo harán dentro de valijas diplomáticas, posiblemente porque no siguieron mis consejos al pie de la letra. Se los dice el mejor guía para turistas.
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LA OBSESIÓN DE NICO BILBAO A nadie le pareció extraño que Nico Bilbao Bil bao no regresara de la última expedición que hiciera al Gran Paititi. Porque después de meses siempre retornaba maltrecho y exhausto con la misma noticia: que estuvo a un paso de encontrar la fabulosa ciudadela inka. Quienes lo conocíamos sabíamos de memoria las historias del fracaso de sus expediciones. Unas veces era por causa del guía: un machiguenga que sólo avanzaba cuando le daba la gana, comía por cinco personas y en playas bordeadas de aplastante vegetación, siempre evitaba dormir con el rostro en dirección del río, dizque se llevaría corriente abajo sus complicados pensamientos. El pendejo del guía, como Nico decía, los abandonó en mitad de camino y para colmo de males había fugado con los pocos víveres que tenían. Otras veces, echaba la culpa a la naturaleza, ya que descargaba torrenciales lluvias acompañadas de truenos y relámpagos andantes que cubrían de bruma el camino, donde no podían ver más allá de las narices. En esas oportunidades, maldecía a los Apus por no ser benignos con él, y eso que antes de cada expedición pagaba tributo a la Pachamama con costosas ofrendas que hubiesen hecho empalidecer a los Altomisayoq del mundo andino. Cuando se trataba de la prensa y la televisión, no sólo nacional sino extranjera, era otra la historia de sus expediciones. En extensos y planificados reportajes, mostraba fotografías que evidenciaban las bondades de la travesía, donde se le veía con el rostro demacrado, la barba crecida y el cabello descuidado, la mochila descolgándose de los hombros y el machete en mano. Después, relataba que descubrió petroglifos grabados en una inmensa mole al borde del sendero y que sus profundos conocimientos de arqueología confirmaban que no esta-
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ba equivocado de camino, porque esos signos señalaban s eñalaban la ruta infalible para encontrar el Paititi. Además, los petroglifos demostraban la teoría que había elaborado durante años de estudios concienzudos en bibliotecas y archivos de monasterios, que Eldorado buscado afanosamente por los primeros invasores de tierra americana, no era otra cosa que el Paititi. Para que la historia de la travesía fuese más verídica, contaba que tuvieron que atravesar incontables ríos infestados de alimañas, se descolgaron por cataratas tan grandes como rascacielos, y si no murieron de picadura de víbora fue porque todos portaban un diente de ajo en el bolsillo izquierdo. Cuando le interrogaron sobre el posible hallazgo de la ciudadela inka, Nico, con voz entrecortada por la emoción, afirmaba que de lo alto de una montaña que arañaba el cielo, pudieron entrever a lo lejos el Paititi cubierto de una ligera bruma. Pero renunció al gran descubrimiento que hubiese dado vuelta al mundo, porque uno de los gringos que costeaba la expedición, empezó a llorar inconsolablemente. No concebía encontrarse frente a la mayor ciudadela precolombina buscada desde siglos atrás por intrépidos aventureros. Y antes que el mal del lagrimeo cundiera entre los demás gringos que comenzaban a ponerse susceptibles en extremo, la expedición levantando equipos regresó con sigilosa rapidez. Sin embargo, Nico concluía el reportaje sentenciando que su próxima expedición encontraría definitivamente el Paititi, pero ya no participarían pa rticiparían en la empresa gringos maricones, sino gente de probada p robada experiencia en esos menesteres. Para esa época, Nico tenía en su haber varias expediciones. Persuadió a un general, quien alucinado por los incalculables tesoros que prometía la ciudadela inka (los cuales le servirían para mudarse a un distinguido di stinguido y confortable balneario de Miami) dispuso que un grupo de soldados dirigidos por un capitán graduado en comando en la Escuela de las Américas,
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sobrevolara en helicóptero la región donde supuestamente se hallaba el Paititi. Semanas después de incansable búsqueda, búsqu eda, lo único que encontraron fue la enmohecida armadura de un castellano que se había perdido en la enmarañada vegetación. También convenció al vicario de una prominente parroquia, el cual recordando a fray Hernando de Luque, que subvencionó la empresa de Francisco Pizarro para descubrir el misterioso Virú, fundió la custodia de oro macizo con incrustaciones de piedras preciosas que era el orgullo de nuestra ciudad. El cura estaba convencido que la historia se repetiría para ser reconocido por las generaciones venideras como el mecenas que hizo posible el hallazgo del Paititi. Pero sus sueños de conceder al Papa un diezmo de lo encontrado y cubrir de oro la bóveda y el altar mayor de su parroquia, se fueron intempestivamente al diablo. Sólo encontraron en la travesía una tribu Wachipaeri, según el cura, infieles, a los cuales se comprometió de por vida a catequizarlos, porque si regresaba al Cusco con las manos vacías sería crucificado por sus indignados feligreses. Pese a sus incontables fracasos, la fama de Nico había traspasado las fronteras. Se le citaba constantemente en libros y revistas dedicadas a los misterios que encerraba el Paititi. No había año que dejara de viajar al extranjero a dictar conferencias invitado por sociedades protectoras de monumentos arqueológicos. Con los dólares que le pagaban los crudos, como Nico decía, siempre nos reunía en el Corsario, ese bar de la calle Procuradores, donde dejaba hasta el último céntimo. En esas noches de parranda, y antes de que el amanecer nos sorprendiera totalmente ebrios, toda su conversación giraba en torno a la ciudad perdida de los inkas. Para angustiarlo, le manifestábamos que el Paititi no existía, sólo era un mito de los muchos que inventaron los nativos americanos para sacarse de encima a los invasores españoles. Nico, visiblemente alterado, nos reprochaba nuestra infeliz ignorancia, citándonos a
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Howard Carter y Heinrich Heinrich Schliemann. Schliemann. A ellos también los trataron de locos, locos, pero la historia les dio razón, acotaba. No sin antes habernos relatado las peripecias que atravesó Carter en el Valle de los Reyes para encontrar la tumba real de Tutankamón. También contaba cómo Schliemann soñaba desde niño con descubrir la antigua Troya. Después, con su acostumbrada autosuficiencia, comentaba que ambos hallazgos quedarían empequeñecidos cuando él encontrara el Gran Paititi. Además, se burlaba al decirnos que no nos daría un cobre de los tesoros que hallaría. Así, como le cuento amigo, Nico organizó una nueva expedición, porque estaba convencido de que esta vez sí encontraría la ciudadela inka. Para la empresa comprometió a un grupo de alemanes, quienes, financiados por la National Geographic, habían buscado infructuosamente ciudadelas Mayas en la insondable selva del Yucatán. Después de semanas de penosa travesía, la expedición arribó a la tribu Wachipaeri. Allí se enteraron de una sensible noticia: el cura que se proponía catequizarlos había sucumbido ante una nube de flechas por haber intentado violar a una de las mujeres del curaca; en la agonía dijo que no se arrepentía de su acción evangelizadora, porque al inmolarse en manos de los salvajes las puertas del cielo se le abrirían. La expedición apaciguó el iracundo ánimo del curaca al al obsequiarle una carabina con mira telescópica. Esa noche de plenilunio, Nico, sintiéndose como en sus mejores tiempos, convenció a los alemanes para festejar de antemano el descubrimiento que los cubriría de gloria. Acompañados del curaca empezaron a tomar masato hasta desconocerse completamente. Los alemanes, sintiendo ecos de nostalgia de su lejano país, comenzaron a bailar y cantar estruendosamente ante la mirada impasible de los nativos. Nico, enfebrecido por el masato, tomó una fuerte dosis de ayahuasca que le ofreció el brujo de la tribu para que se reencuentre con el espíritu de sus antepasa-
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dos vascos. Después de permanecer inmóvil, en actitud de recogimiento, con la mirada dilatada y absorta en la cima de una montaña bañada por la luna, empezó a tener una extraña visión donde se le escuchaba vociferar contra los demonios disfrazados de jaguares emplumados que custodiaban el Paititi. Aún en estado de éxtasis, se desnudó ante la mirada azorada de los alemanes, y corriendo en dirección de la montaña para realizar el vuelo del águila, se perdió en la inmensidad i nmensidad de la noche. Cuando retornaron los alemanes convertidos en seres espectrales, les arranqué lentamente la infeliz historia. Estuvieron semana tras semana, dentro de la intrincada floresta sin encontrar el camino a la civilización. Pero como usted exclusivamente vino a entrevistar a Nico Bilbao, escriba al mundo que él regresará después de encontrar el Gran Paititi.
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NOCHE DE BRUJAS ¿Por qué seguí con la mirada detenida en la mampara del café? Si se fue silenciosamente ofendida. ¿Será posible que aún la saliva queme mi garganta y los ojos me aprisionen dentro del cenicero donde se consume fugazmente el cigarrillo bordeado de carmín? Acaso no estuve prevenido para ese momento. Basta de elucubra-
ciones y saca tus pupilas del cenicero y deteniéndolas en la mampara que muestra la calle call e ensombrecida, observarás opacamente ese rostro de facciones delicadas y pálidas que q ue creíste conocer alguna vez y que hoy se desvanece d esvanece bruscamente, como si formara parte de una larga pesadilla. Sufro una alucinación, ella no regresará, porque lo nuestro acabó, dices. Pues entiendes que terminó como un torbellino lo que dejaste empezar. Quiero recordar todo, pero algo me ata la memoria. Suelta las ataduras y dirige tus pensamientos a ese amanecer de Quito y trata de recordar la habitación del hotel débilmente iluminada por la luz de los faroles y ella desnuda y sudorosa sobre el lecho se despedía besándote y con voz apagada te confesaba que dentro de unas horas dejaría el país y tú, sorprendido, le instabas a quedarse sin saber que regresaba a la estrecha y obtusa rutina. Lo presentía. Y si le pregunté en el bus que nos conducía a Otavalo, fue porque no quería que nada perturbara nuestra intimidad y allí, la muy cínica, sutilmente dejó entender que no tenía compromiso alguno, sino eventuales compañeros. Qué fácil es recordar, aunque
por dentro revientes de cólera por todas las estupideces que decía la mentirosa sanguijuela, como el día que se conocieron inesperadamente en Zumbahua cuando asistieron a esa feria y concurso de bandas folklóricas y lo primero que preguntó fue si eras casado y después, cuando anochecía en el café de Latacunga, te contaba sus historias tristes de niña sufrida y también sus hazañas con ocho enamorados y veinticinco declara-
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ciones de amor que, según dijo, tenía registradas en su diario que celosamente guardaba en casa. Pienso que tienes razón, al punto que tengo ganas de lanzar una sonora carcajada, ya que todo me parece increíblemente risible. ¿Y por qué no?, lanza todo lo que
tengas dentro de ti y no te detengas tratando de fumar nerviosamente; más aún sabiendo que la infeliz pensaba íntimamente que todo quedaría fuera de vuestras fronteras, pese a que lo pasaron tan bien en el transcurso del viaje. No sabía que todo lo había pensado fríamente, al extremo que dudó que nuestra relación se prolongaría hasta aquí, dado que se decidió por lo más cómodo y fácil como es volver con su marido que, según dócilmente afirma, es funcionario de Aduanas cargado de dinero, mientras con un pintor como yo, bohemio y aventurero, no tendría futuro. Esos recuerdos aún te
perturban ya que se oscurece tu rostro y la sangre hierve de impotencia en tus venas, como cuando tuvo el coraje de decirte que no te enojaras, sabiendo que estabas tan enojado, tan terriblemente enojado y confuso que eras capaz de d e apretar y ahogar ese delicado cuello que tantas veces acariciaste y besaste, y te exasperaste aún más cuando suelta de huesos dijo que todo acabó, sabiendo que fue ella la que no quería terminar vuestra relación, ya que en sus delirios de amor anotó una dirección; así, apenas finalizara tu exposición en Quito, vendrías al Cusco para continuar este tórrido romance, y qué encuentras: una insensible vagabunda que, arrepentida de las cosas que hizo, te dice que todavía te sigue apreciando. Eso suena bonito: antes me amaba, pero ahora me aprecia. Por supuesto que suena bonito, si recuerdas ese atardecer, cuando sentados y abrazados en una banca de la Plaza del Teatro dijo que q ue jamás se arrepentiría, porque conoció a un hombre con sus problemas y gracias a ellos pudo aprender más; ya que habías depositado confianza en ella a pesar de todo, por quererla y aceptarla como era; por todo eso, antes dijo que te amaba, como nunca había querido a sus innumerables enamorados y, ¡ahora la muy puta te aprecia!,
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¿cierto? No sigas. Pronto estallaré en pedazos y no podré contenerme, porque confié en su carita de moscamuerta, sus palabritas de amor y las historias siempre tristes con las cuales me engatusó haciéndome perder la cabeza. Deja que todo estalle de una vez, no trates de
contener nada, el tiempo se encargará de cicatrizar las heridas que intentas matar apresurando el licor del vaso, mientras enciendes cigarrillo tras cigarrillo, te quedas furiosamente pensativo, cuando "Todo cambia" en voz de Mercedes Sosa se difunde en el local. Ahora no sé ni quién soy, dices. Es verdad, no eres el mismo que la maldita desdichada conoció, porque esta noche de brujas donde todos felices se s e cubren el rostro con máscaras para ocultar sus frustraciones, tu mente se extravía por lugares que los dos frecuentaron y tus dedos, con los cuales bosquejaste su aborrecido retrato, se adormecen. Busco una respuesta a todo y sólo surge de mi mente, como un dardo incandescente, esa frase: seamos amigos. Sí, con qué facilidad pronunció
seamos amigos para limpiar su puta conciencia; fueron amantes, pero no amigos, eso que lo recuerde muy bien. ¿Por qué me provocó al decirme que esas cosas no se olvidan, por qué? Pues, lo hizo adrede para que no la olvidaras, pero como sabes que es la la mujercita más sincera y abnegada, incapaz de acostarse con otro que no sea su maridito, no debe importarte un carajo que se olvide o no. Pero casi suplicando me pidió que no sea tan duro y que la comprendiera. Que no espere comprensión de ti, jamás comprenderás a esa infeliz. Aún la puedo ver pálida y temblorosa tratando de decirme que se le hacía tarde y que se iba; y yo, sacando, no sé de dónde toda la fuerza de mi sangre, le grité al rostro: ¡vete al infierno, puta!
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CAZADOR DE GRINGAS Como le contaba, la gente nos ve como a bicho raro. Cuando camino por la calle bien aparrado de una gringa, al instante percibo sus miradas que dicen: "feo y enano y con con una gringa mamacita". Pero usted sabrá que no es nada fácil computar gringas. Este oficio, no se ría, aunque no crea es un oficio como cualquier otro que tiene ventajas y desventajas. Figúrese que se encuentra con una gringa neurótica y feminista que le transfiere sus problemas. ¿Y qué me dice de las l as frígidas? ¿Conoció a una frígida? ¿No conoció? Mejor no las conozca, porque ni un volcán en erupción las calienta. Ni qué hablar de las fumonas que sólo vienen al país a vacilarse con todo tipo de drogas. ¿Que si yo fumo drogas? La verdad es que alguna vez lo hice, pero no gusto de ellas y no es mi estilo computar gringas por ese medio, aunque algunos bricheros lo hacen. También llegan las que buscan exóticas aventuras, porque en sus países andan tan mecanizadas que se olvidaron de esa palabrita llamada amor. Es por eso que gustan de nosotros los latinos y dicen que somos ardientes y cariñosos. ¿Quiere saber sobre la extranjera de anoche? Bueno, a esa gringuita la conocí en la taberna Qhatuchay. Apenas ingresé al local, la vi y me dije: así me la recomendó el médico; no se ría, es cierto, era bonita la fulana, usted la conoce y no me dejará mentir. Estaba sola en una de las la s mesas, mirando embobada al grupo de invidentes que interpretaban una canción andina. Como le digo, me impresionó sobremanera y como hacía días que andaba pateando latas, mis bolsillos silbaban de pena. Ahora el dinero no alcanza y eso me pasa desde que se marchó la norteamericana con quien conviví durante meses. La gringa era cosa seria. Imagínese que se enamoró locamente de mí, al extremo que prometió enviarme el pasaje para visitarle. La
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experiencia me enseñó que de esas promesas sólo viven los tontos. Pero no me quejo de los meses que pasamos juntos. Tenía mujer, que más parecía maniquí de feria comercial; habitación en un hostal céntrico y comida de lo mejor. Figúrese que mis bolsillos siempre aparecían con dinero y todo por darle a la gringa un poco de amor. Y pensar que con ese dinero me emborrachaba hasta quedar nublado y ella, sumisa como toda esposa, me soportaba. ¿Y sabe por qué? Si algo me reprochaba, reprochaba, pues se iba su andean-lover. Las gringas podrán decir muchas cosas de mí, pero nunca que no las hice felices. ¿Que no me vaya por la rama? Bien, iré i ré al grano. Como le decía, la vi y al toque me acerqué a su mesa. En este oficio la competencia está al día. Ahora cualquier aprendiz de brichero te gana por puesta de mano y eso jode, porque las probabilidades de computar gringas se reducen a cero. Además, la gringa de anoche era nórdica de nacimiento. Aunque no le miento al decirle: fuese de donde fuese igual la hubiese enamorado. Ya podrá imaginarse que hacía días andaba como un cazador al acecho por lugares que frecuentan las gringas: plazoletas, cafetines, tabernas y complejos arqueológicos, hasta la noche de ayer en que la pude encontrar. Lo interesante de ella, como usted pudo comprobar, es que hablaba español. Dijo haberlo aprendido durante su estadía en Cataluña, veraneando en las tórridas playas de la Costa Brava. De no haber sabido español hubiésemos dialogado en inglés, idioma que domino desde que me inicié en este oficio. ¿Que cuánto tiempo llevo brichando? A decir verdad deben ser como diez años. a ños. Ahora recuerdo que la primera gringa que computé fue una sudafricana que era un sueño de mujer y créame que por primera vez perdí los papeles, mejor dicho me enamoré, al extremo que la seguí hasta Corumbá, en Brasil, donde se me acabaron los últimos soles que tenía y tuve que qu e regresar tirando dedo. Como ve, no todo es felicidad en este oficio. Conozco a muchos bricheros
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que de tan mala vida envejecieron prematuramente y ahora las gringas no darían un solo puto dólar por ellos. Continuando con la nórdica, le diré que su profesión de sicóloga si cóloga -según ella, le ayudaba a conocerse mejor y por ende a los demás- tampoco fue problema porque le cambié sus esquemas. ¿Que cómo fue? Pues se lo contaré. Con la gringuita utilicé una vieja artimaña que siempre me dio buenos resultados. Se trataba de convencerla de que este encuentro no era casual, sino que se debía al magnetismo que irradia esta ciudad, haciendo posible que q ue esta noche nos encontráramos, pues hacía tiempo la conocía en sueños. Sonriendo trató de explicarme sobre los sueños, citando no sé si a Jung o Adler. Como ve, la gringa intentaba conducirme al campo de la sicología. Entonces, para trastocarle sus teorías, le manifesté que como iniciado en la práctica del conocimiento del mundo andino, tenía otra manera de percibir la realidad. Y no era la realidad simple que ve la mayoría de la gente, sino la realidad que está dentro de la l a misma realidad. Y frente a ello, las intuiciones clínicas y psicoanalíticas nada tenían que hacer, ya que mi percepción provenía y se sustentaba en toda una creencia milenaria que sólo se transfería a los elegidos. Ser elegido significaba haber pasado por diversas etapas de conocimiento, en las cuales el desapego por las cosas materiales es una de nuestras principales cualidades. Bueno, no crea que toda la noche nos pasamos hablando, no señor, también tomamos nuestras cervecitas que ella necesariamente tenía que pagar. Además, entre conversación y conversación, le agarraba la mano y susurrándole dulcemente al oído, salíamos a bailar. Como bailo de maravilla no sólo huayno, también salsa y rock, la condenada gozaba cuando la hacía girar como a trompo. Al final, la gringa quedó convencida de que este encuentro era mágico y por efecto de la conversación y la cerveza, afirmaba ser la reencarnación de una valkiria que se había perdido en el tiempo. Salimos de la taberna cuando las mesas estaban
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vacías y los mozos se aprestaban a limpiar el local. Como afuera hacía frío, la abracé y caminamos bajo los portales de la Plaza de Armas, donde niños de rostros demacrados y soñolientos se acercaban a ofrecernos cigarrillos o pedirnos dinero. La noche era totalmente nuestra. Así, entre besos y abrazos deambulamos por calles silenciosas hasta llegar al hostal en el que pernoctaríamos. En la penumbra de la habitación y echado sobre una cama matrimonial, empecé lentamente a desnudarla mientras la besaba y la acariciaba. Todo marchaba a pedir de boca. Cuando me disponía a realizar el contacto final, usted me entiende, ocurrió lo inesperado. La gringa, abriendo desmesuradamente los ojos, se desprendió con violencia de mis brazos y, saltando de la cama, prorrumpió a gritar y lloriquear de una forma tan escandalosa que despertó al hostal. Como se podrá imaginar, yo estaba aturdido y desesperado por lo que acontecía y temiendo que la conquista se truncara, me acerqué para tranquilizarla; pero la muy histérica, olvidándose de lo amorosa que estuvo, se me abalanzó como una gata enloquecida, intentando desfigurarme el rostro. Créame que nunca hago uso de la violencia y menos con mujeres indefensas. Por eso, no pensé que al atizarle el golpe la iba a dejar inconsciente. Cuando trataba de reanimarla y estando todavía en cueros, llegaron ustedes y sin mediar palabra alguna arremetieron a golpes, poniéndome de cara en la pared. Insulso fue protestar, ya que me callaron a punta de varazos y mentadas de madre. Lo demás usted lo sabe, porque estuvo cuando me trajeron esposado a esta comisaría. Ahora que se convenció de mi inocencia y de lo jodido que es ganarse la vida en este país, no dudara en dejarme en libertad, señor comisario.
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DESDE EL FONDO OSCURO Total, tarde o temprano tenía que venir. No sabes cuánto me costó decidirme, porque de valiente no tengo nada. Aunque en la escuela de oficiales nos enseñaron a no temer al enemigo. Pero lo que no nos dijeron, es que el enemigo a veces está en nosotros mismos. Bueno, la verdad, no vine aquí a molestarte con mis disquisiciones filosóficas, sino a detallarte, cómo se desencadenaron los acontecimientos. Para empezar, nos conocimos en ese campeonato de fulbito. Pues era aniversario de la Policía Nacional. Tú defendías los colores de la delegación de Granada, mientras que yo sacaba la cara por la de Santiago. Quién pensaría que el encontrón que tuvimos, cuando intentábamos despejar con cabeza la pelota que venía con cierto efecto, cambiaría el curso de d e nuestras vidas. El impacto fue tan fuerte que ambos caímos pesadamente al pavimento. Al recobrar el conocimiento, observé que sangrabas de la ceja izquierda, mientras que yo de la ceja derecha. Fuimos trasladados al servicio de emergencia del Hospital Regional, donde nos suturaron ligeramente las heridas. Al salir del nosocomio, te dije en son de broma, que lo ocurrido eran gajes del oficio, y para que no hubiese malos entendidos, la próxima vez que nos encontráramos, para reivindicarme, yo invitaría chelas bien heladas. Semanas después, un atardecer de setiembre, cuando deambulaba por el centro de la ciudad, nos encontramos. Mejor dicho, tropezamos, en Mantas con San Bernardo. Para que la ocasión no pasara desapercibida, y como ambos estábamos de franco, te invité a tomar chelas. Al principio, cortésmente obviaste la proposición. Pero insistí, de tal forma, que aceptaste la invitación, siempre y cuando no nos pasemos de vuelta, dijiste. Ingresamos al Wifhala, ese bar de la calle
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Heladeros, donde nos apoderamos de una mesa. Vinieron las chelas, con ello la conversación. Si bien recuerdo, comentábamos de lo jodida que es la vida policial. En tu caso era aún más jodido, pues como subalterno, sufrías constantes maltratos de tus jefes, dijiste molesto. Además, el sueldo no alcanzaba, a lcanzaba, debido a eso muchos de nosotros, para sobrevivir, nos recurseábamos recibiendo coimas. Después, en confianza, contaste que estabas casado. Y que eras muy feliz en tu compromiso. Decías haber encontrado la mujer de tu vida. Pero ella era mucho menor que tú, aunque para el amor no hay edad, dijiste. Yo, por mi parte, venía de la capital. Antes había servido en el Norte, en Cabo Blanco, conocido puerto del litoral, donde dizque pescaba merlines un famoso escritor norteamericano. Ahora, felizmente, estaba destacado en esta ciudad. Bueno, entre otras cosas, manifesté que era soltero, sin compromiso. Aunque hacía unos años, estaba comprometido, pero la hembrita, al enterarse que andaba sacándole la vuelta, me mandó al mismísimo diablo... Las horas pasaban lentamente. Pero no nos importaba porque brindábamos el habernos conocido. Nos sinceramos de tal manera, que en la euforia de nuestra embriaguez, decidimos ser hermanos de sangre. Porque nuestras cejas, ya cicatrizadas, así la reclamaban. Nos abrazamos efusivamente y pedimos más chelas para sellar el compromiso. Al borde de la medianoche, cuando faltaba lana para seguir bebiendo, decidiste que te acompañara a casa. Afirmabas tener un preparado sólo para amigos íntimos. Al principio no quise ir. Pero tú tercamente insististe, así que accedí a acompañarte. Tomamos un taxi. Al rato estábamos en tu departamento. A tu mujer no le hizo gracia nuestra llegada, pues se levantó terriblemente molesta. Pero tú ni caso que le hiciste y, sacando la botella de chuchuhuasa que la tenías bien encaletada, continuamos bebiendo. No recuerdo cómo llegué a casa. Al día siguiente tenía una resaca de puta madre, que ni el ceviche del
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mediodía pudo atenuar. Pasado ese primer encuentro, nuestra amistad se consolidó paulatinamente. Sin embargo, después no había fin de semana que no pasara en tu departamento. Al principio, no me di cuenta que tu mujer me miraba de forma extraña. Supuse que era su habitual forma de ver. Pero no fue así. Si al inicio fue hostil conmigo, después se puso coquetamente amabilísima. Hasta empezó a tutearme y llamarme de mi apodo de niñez, como sólo mi madre y amigos íntimos solían hacerlo. Además, la muy jodida se arreglaba y pintaba para mi llegada, ya que antes andaba torpemente descuidada. Tú, ni cuenta te dabas, porque estabas como acojudado. Para colmo de males, afirmaba que me parecía a su hermano mayor, el cual había fallecido de equívoco, porque los médicos en vez de operarle de la próstata, le habían operado del páncreas. Bueno, dicen que la carne es débil y uno mete las cuatro donde no debe. Pero te juro, que yo no fui el que inició esa delicada y trabajosa implantación de cuernos. Pues los hombres proponen y las mujeres disponen. Y como dice la canción, todo empezó como jugando, ya que tu mujer se entregó sin pausa ni vacilación. La primera vez que lo hicimos, me sentí como una pequeña mierda, tan despreciable fue mi comportamiento, que me pegué una reverenda borrachera, prometiéndome para mis adentros que nunca más lo intentaría. Durante días, evité encontrarme contigo. Sin embargo, una mañana, muy temprano, llamaste ll amaste por teléfono, reprochándome el porqué no iba al departamento. También, si algo me disgustaba debía comunicarlo, porque para eso están los amigos, dijiste. Así, otra vez, sin querer, retorné al nidito de d e amor. Tu mujer, como si no hubiese pasado nada, con su dosis de sarcasmo, dijo: "Seguramente está enamorado, debido a eso, ya no nos visita". En esa oportunidad, recuerdo que bebimos como condenados. Tu mujer preparaba los tragos, y sentada en
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medio de los dos, compartía la conversación. Tú, como siempre, estabas nublado que ni cuenta te dabas que ella se insinuaba subiéndose la falda y mostrándome los relucientes y provocativos muslos. Así acabamos la fiesta. Tú, durmiendo la mona en el sofá y yo acostándome con tu mujer. Desde aquel reencuentro amoroso, donde la mala leche me empujó de vuelta en brazos de tu mujer, la relación continuó invariablemente. No podía creer que eso sucediera, ya que estaba decidido a dejarla. Como entenderás, se me metió el demonio de la carne en el cuerpo y no había forma de sacármelo. Pero a decir verdad, tal vez cedí a los encantos de tu mujer, porque me encontraba demasiado solo en esta ciudad. Bueno, apenas ella se enteraba que estabas de servicio, me informaba, y yo presto iba en su búsqueda. Así estaban las cosas, hasta que por causa del destino, te destacaron a la delegación d elegación donde trabajaba. Para mí fue sorpresa, como si diosito se acordara de este humilde servidor, porque estarías a mi total disposición. Tú, contento por la designación, organizaste una fiesta, donde sólo estaríamos los tres, dijiste. Esa noche estuviste efusivo, al extremo de pedirme que fuera padrino del hijo que posiblemente vendría. Como siempre bailamos y bebimos hasta el amanecer. Después de los festejos, te integraste de lleno a la delegación. Parecía mentira, que tenerte cerca, hacía que yo respirase tranquilo. Antes, se me helaba el culo, con solo pensar que podías descubrirnos. Y no era para menos. Pues en casos similares, los infieles recibían del marido una lluvia de plomo. Pero como eso no iba a suceder, ahora que trabajabas en la delegación, elaboré un plan de emergencia para tenerte lejos de casa. Por ese motivo, cada vez que en provincias altas, abigeos, robaban el ganado de humildes campesinos, te enviaba pronto de comisión. Y tú, presto, sin objetar, obedecías las indicaciones, porque en la Policía las órdenes se cumplen sin dudas ni mur-
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muraciones. Durante ese tiempo, en que estabas en misión, me tiraba a tu mujer. A veces pensaba que lo sabías todo y te hacías el cojudo. Pero no fue así. Porque los acontecimientos que se sucedieron me demostraron lo contrario. Pues ese día infausto, i nfausto, cuando me encontraba encamado con tu mujer, apareciste de sorpresa en el departamento. No sé que motivó tu regreso porque estabas de comisión. Pero no importa. A decir verdad, recuerdo que, parado en el umbral de la puerta, nos miraste largamente, como queriendo entender lo inentendible. En esas circunstancias demás estaba pedir perdón, pues los hechos estaban consumados. Pero, lo que más jode es que no dijiste palabra alguna. Luego saliste al pasadizo. Después de unos segundos, que parecían una eternidad, escuchamos una fuerte detonación, que todavía hoy repercute en mis oídos. Finalmente, ahora estamos solos en este cementerio donde hace poco acaban de enterrarte. Bueno, la verdad, no vine aquí a molestarte con mis disquisiciones filosóficas, sino a detallarte, cómo se sucedieron los acontecimientos.
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NIÑA VENENO Llegó Patrick, y dijo: «La niña veneno está en manos de Dios». Y no podía ser de otra manera, solo en sus manos podía estar después de la descontrolada vida que llevó, me dije. *** Cómo serán las cosas, tú que eras la más bonita del barrio, la más pretenciosa, la más deseada por los muchachos que se morían por estar contigo. La más estudiosa del colegio, y seguiste siéndolo, dicen, también en la universidad, donde empezaste a estudiar la carrera de turismo. Allí, Al lí, entre todas las chicas, te eligieron la reina porque eras la más hermosa del claustro. Bueno, eso dijeron. Pero cuando te conocí, siempre andabas sobrada, a nadie le dabas bola. Sabías lo que tenías, y en vano muchos trataban de enamorarte y tú ni les dirigías la mirada. Parecía que andabas en otro mundo, pues éste de seguro no era el tuyo. En las fogatas bailables, que se realizaban los viernes en la noche, adonde era costumbre acudir, tú eras la más solicitada. Los muchachos con insistencia te rondaban para sacarte a bailar y tú ni por asomo les dabas importancia. No sé qué buscabas, tal vez un príncipe azul, como mi hermanita, ahora ahora madre de cinco cinco rapazuelos, que cuando era niña siempre decía, pronto vendrá mi príncipe azul, y lo único que consiguió en la vida fue a un agente blanquiñoso, rubio y de ojos claros. Pero de azul sólo tenía el uniforme de la baja policía. Demás está decir que tú lo tenías todo en demasía: belleza, inteligencia y un futuro promisor. Bueno, eso comentaban los amigos cuando nos reuníamos en las noches en alguna esquina de nuestro barrio. Asimismo, sabíamos de tus gustos por los muchachones de La Salle o Salesianos, mientras que nosotros estudiantes ciencianos no éramos de tu agrado, por-
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que no teníamos a nuestra disposición el automóvil de papá, que era empresario o funcionario de algún banco de la ciudad. Además, éramos tan misios que tampoco teníamos dinero para invitarte al “Chef Víctor” o al Restaurant “Roma”, de la Plaza de Armas; sólo teníamos dinero para comprarnos un barquillo de vainilla en el famoso “¡Oh! Qué Rico”, de la calle Almagro. Asimismo, nadie, ni mis amigos más íntimos sabían que yo estaba templado de ti, al extremo de que te seguía sigilosamente cuando salías del colegio en compañía de tus amigotas; eso sí, a una decena de metros sin que tú lo notaras. Parecía tu ángel guardián, observando cada gesto, sonrisa y palabrota que manifestabas estando totalmente eufórica. A parte de ello, los días domingos, en las matinés del cine “Garcilaso”, donde toda la muchachada cusqueña se reunía, te esperaba impaciente impaciente sentado en la primera fila de la platea alta. Como siempre, al poco rato, ingresabas con tu mancha ocupando las butacas centrales de la platea baja. Desde arriba, observaba tus movimientos y de los que se encontraban a tu alrededor. A veces, sentía rabia infinita cuando coqueteabas con esos hijitos de papá. Entonces, acabada la película era el primero en salir del local y te esperaba enfrente del cine para observar a que salieras. No sabes cuántas veces hice lo mismo sin que tú lo notaras. Como la vida va y viene, acabada la secundaria me marché del país. Salí como muchos que se fueron a buscarse un mejor porvenir fuera de nuestras fronteras. El país elegido fue uno del Caribe. Allí tuve que trabajar en diferentes oficios. Fueron años jodidos porque me encontraba de ilegal. Esa E sa situación me alarmaba, pues me podían deportar. Cuando arreglé los papeles habían pasado varios años. En todo ese tiempo siempre estabas presente en mí, aun cuando me encontrara en brazos de otras mujeres. No podía olvidarme de esa época de adolescente platónico, en la que me pasaba días y días pensan-
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do en ti. Mas llegó el día en que decidí regresar porque me ganó la nostalgia de encontrarme de nuevo con mi país. Cuando retorné al Cusco y por ende al barrio, lo primero que hice fue preguntar por ti. Los amigos decían que habías dejado la universidad. Que te habías convertido en brichera, y que un gringo regordete y colorado te había llevado a los United States, pero no decían a qué Estado de ese desconsided esconsiderado país. Entonces, pensé: siempre le gustaron los blanquiñosos con dinero, y de seguro será feliz. Aunque me jodía, para mis adentros, que estuvieras fornicando con un crudo de porquería. Después de lo que me informaron i nformaron los amigos, no quise indagar más sobre tu paradero. Me dediqué a hacer mi vida. Aunque la mujer con la que me casé, y con la que tengo unos pequeñuelos, no sabe nada de ti. No obstante, la enamoré pensando solo en ti. Fue así que, un fin de semana, cuando andaba en tragos en compañía de Patrick, y por lo avanzado de la noche y no habiendo bar donde donde beber, beber, nos dirigimos al “Takuchi”, esa cantina de mala vida, ubicada en la calle San Agustín, la cual abría sus puertas hasta cuando aparecía el alba. Al ingresar en el local, sentí un fuerte estremecimiento. Quedé estático y la respiración se s e me paralizó. No podía creerlo. Tú, la más bonita del barrio, la más pretenciosa, la más deseada por los muchachos, bebías descontrolada con unos asiduos borrachines. Como el local estaba repleto de parroquianos, y no habiendo lugar donde sentarnos, Patrick y yo tuvimos que arrimarnos al mostrador y empezar a beber beber parados. La impresión de verte allí hizo que se me acentuará más la borrachera. Por ese motivo pedí una botella de ron y nos confundimos en ese bullicio de voces y humo a cigarrillo que despedían esas gargantas aguardentosas. Por un instante, nuestras miradas se
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cruzaron, y descubrí que habías cambiado; no eras más la niña bonita que conocí. La mala vida había dejado una huella indeleble en tu hermoso rostro. No sabes, cuán apenado me sentí al verte en ese estado y más aún cuando uno de tus acompañantes susurrándote al oído oído te instaba a irte a la cama, y tú, coqueta, le decías que pronto saldrías con él. Pagué la cuenta, y olvidándome de Patrick, salí de la l a cantina terriblemente encabronado. No recuerdo cómo llegué a casa, porque deambulé por las calles y plazas recordando mis días d ías de adolescente platónico; esos interminables días en los que sólo pensaba en ti y en nadie más que en ti. Luego de esa noche de tragos, deseé borrarte para siempre de mi memoria. Sin embargo, por más que lo intentaba, no podía porque estabas muy metida dentro de mí. Y mucho más, luego que me contaron que tu vida se jodió el día que conociste al cowboy de John Fortunick, avecinado en Los Ángeles, California, y dizque dueño de una flota de camiones, cuando el muy pendejo era un simple chofer de tráiler, pero como era blanquiñoso, rubio, ojos azules y con muchos dólares en el bolsillo, pensaste haber encontrado tu príncipe azul. Cuando descubriste la verdad era demasiado tarde. Además, el susodicho llegaba de madrugada y oliendo habitualmente a whisky, y te trataba como si fueras una cualquiera. Y para colmo de males, el muy cabrón, era un empedernido mujeriego. Esa vida infame, de maltratos y constantes humillaciones, marcó tu espíritu. Y sin que lo notaras, poco a poco, te habituaste a los tragos. Entonces, cierto día abandonaste al tal John, a consecuencia de los golpes que te aplicó por el solo hecho de decirle que lo ibas a abandonar. Al recobrar tu libertad, algo en ti había cambiado, ya no eras la misma. Te volviste irascible y desinhibida. No creías en nada ni en nadie. Y todo por culpa de ese gringo hijueputa.
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Pasado un tiempo, los que te conocieron por esos lares l ares dijeron que paseaste tu singular figura por bares de San Diego y Ciudad Juárez, donde algunos —hijos de la chingada— te hicieron famosa con el sobrenombre de «niña veneno» por lo letal y corrosiva en que te habías convertido. *** Después de todo, ahora que te encuentras en manos de Dios como dijo Patrick, es posible que halles sosiego como predicadora en esa Iglesia del Séptimo Día, donde acudiste por expreso llamado de nuestro Señor, testigo de mi platónico e irrenunciable amor.
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IN EXTREMIS Sonó el teléfono. Eran las seis y treinta. "Tan temprano y jodiéndome el sueño", dijo José, mostrando en el rostro soñoliento un gesto de disgusto. La noche anterior había bebido y sentía los estragos de la borrachera. Otra vez el teléfono. Levantó el auricular y escuchó la voz de Ángel. Era una voz dolida y gangosa: "¡Compadre me cagaron... me cagaron compadre...!". José, sorprendido, sólo atinó a preguntar: "¿Dónde estás?". Ángel respondió entrecortadamente: "En la esquina de Pachacutec con con Wayna Capac". José, se levantó de la cama, y mientras se vestía, pensaba: "Como siempre, el muy huevón, fue asaltado". Dedujo por la forma en que recibió la llamada. Salió a la calle y tomó el primer taxi. Cuando arribó al lugar indicado, Ángel estaba totalmente ebrio, apoyado a un poste de alumbrado público. Al acercarse a éste, pudo observar que tenía una brecha en la cabeza, con coágulos sanguinolentos. Por la herida supuso que había recibido un contundente golpe. "Felizmente la cosa no es para mayores", se dijo para sí, José. "Compadre me cagaron... me cagaron...", repetía Ángel. José, intrigado, preguntó qué le había pasado y por qué tenía esa brecha en la cabeza. Ángel, conteniendo las lágrimas, empezó a hablar pausadamente. Dijo que la noche anterior había asistido a la misa de octavo día, celebrada a instancias del fallecimiento del suegro. Después de la liturgia, se retiraron a casa de los suegros, donde honrarían el deceso del patriarca de la familia. Una vez allí, después de cenar el plato favorito del difunto, empezaron a beber beber cubas libres. La reunión se realizaba en forma tranquila sin presagiar lo que ocurriría. En la madrugada, ya ebrios, Ángel, para su desdicha, se puso a comentar sobre la herencia que tocaría a su compañera, mejor dicho, esposa. Bastaron esas palabras para que se encendiera la de
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San Quintín. El cuñado mayor, para colmo oficial de policía, fue el primero en descargarle un golpe en el rostro, diciéndole: "Mantenido de mierda, cómo se te ocurre hablar de herencias, cuando mi querido padre recién ha fallecido". Ángel, adolorido por el impacto, comprendió que era imposible trabarse a golpes con con el cuñado: primero, primero, porque no era un peleador callejero, y segundo porque alguna vez vez intentó alistarse de misionero en un monasterio dominico. Además, recordando a Jesús de Nazaret, quien había afirmado, enfáticamente, que si te dan un golpe en la mejilla, no respondas a la agresión, sino pon delicadamente el otro cachete; por lo cual no reaccionó violentamente, y también también por respeto a su mujer y a la madre de ésta. Después, como como si todo todo estuviese fríamente calculado, el otro cuñado intervino propinándole en la cadera un furibundo puntapié, lo cual cual hizo que Ángel Ángel cayera pesadamente al piso. Las patadas continuaron hasta que recibió en la cabeza un ignominioso golpe. Casi moribundo por la paliza, salió despavorido a la calle, hasta llegar a la Estación Central Central de Policía de Wanchaq, donde puso la denuncia respectiva por intento de asesinato... José, pasmado por por el el relato, relato, sólo sólo atinó a decir: decir: "Pero cuñao, cómo se te ocurrió hablar de herencias, herencias, cuando tu suegro recién había fallecido". Ángel, retrucó: "Que se vaya al carajo mi suegro, incluyendo a la cojuda de mi mujer". Lo que más le dolía, era que su pedacito de cielo , como él llamaba a la susodicha, se había puesto de lado de sus hermanos. hermanos. José, preocupado por la situación, conminó a Ángel para que lo acompañase a casa, porque en el estado deplorable en que se encontraba, difícilmente podría concurrir al médico legista, donde tendría que relatar la injustificada y desalmada agresión perpetrada por sus cuñados... Una vez en casa, José trajo trajo una taza de café para Ángel, pensando que se le pasaría la borrachera. Sin embargo, embargo, éste seguía ebrio maldiciendo a sus cuñados. Una vez que tomó el
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café, se dirigió a los servicios para lavarse el rostro y limpiarse el terno cubierto de polvo. Después, salieron a la calle y enrumbaron en taxi donde el médico legista. En todo el trayecto, repetía: "Ahora sí se jodieron mis cuñados, porque ésta no se los perdono ni por san putas". Recordó que años atrás, sufrió igual paliza por obra de uno de los cuñados, porque dizque éste la había palpado las nalgas a la mujer de aquél. aqu él. En esa oportunidad, Ángel fue a parar al mismísimo hospital, donde estuvo postrado en cama todo un miserable mes. Mas, el cuñado cuñado que fue detenido, salió libre de polvo y paja porque tenía influencias en la policía... Cuando llegaron donde el médico legista, Ángel ingresó solo al consultorio, mientras José se quedó esperándolo. Todo el tiempo que duró la entrevista, éste se pasó pensando en Ángel y en las consecuencias que traería su denuncia. Veía a su amigo divorciado de su mujer y los problemas que esa decisión acarrearía en sus pequeños hijos, y todo por una maldita borrachera. borrachera. Después de media hora en que estuvo conversando con el médico legista, Ángel, salió diciendo que éste le había indicado dirigirse al hospital Lorena, donde le suturarían la herida que tenía en la cabeza. En el trayecto, Ángel todavía con evidencias de embriaguez, maldecía haberse casado con esa mujer, ya que su santísima madre, que en paz descanse, le había aconsejado: "Hijo mío, no te cases con ésa porque te traerá problemas". Pero él, siempre terco como una mula, había desoído sus palabras y se casó con su pedacito de cielo, sin el consentimiento de la familia. Al llegar al Hospital, José se despidió diciéndole que tenía cosas que hacer. También le sugirió que después que le curaran las heridas lo mejor que podía hacer era buscar un hostal, porque después de lo sucedido ni por asomo se acercara a cercara a casa. Ángel asintió el consejo y se despidieron. Otra vez sonó el teléfono. Eran las tres de la tarde, y José escuchó la voz temblorosa de Ángel: "¡Compadre la l a cagué..., la
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cagué compadre..!". José, sorprendido, se preguntó: "El muy imbécil, seguramente seguramente fue donde su mujer y metió un lío de la patada". Ángel seguía llamándolo: "Compadre quiero que vengas, estoy en un hostal de la calle Afligidos". José tomó tomó un taxi, pensando: "Ese cojudo cree que me sobra el dinero para ir a buscarlo cada rato". Al llegar al hostal, encontró a Ángel echado de bruces sobre la cama. Sobre la mesita de noche había pastillas y desinflamantes. José, intrigado, preguntó: "¿Cómo es que la cagaste cuñao?, o es que hiciste alguna barrabasada después que te advertí que no complicaras las cosas". Ángel, que ya había recobrado la lucidez, empezó a hablar lentamente. Dijo que recién recordaba que la noche anterior, después de la misa de octavo día del fallecimiento del suegro, se despidió de sus cuñados y acompañó a la señora a casa, y una vez allí, le dijo que tenía que hablar de negocios con un amigo de promoción y que después de dialogar regresaría regresaría temprano. temprano. Estaba feliz, porque ese día habían leído el testamento dejado por el suegro, y para sorpresa suya, éste le había legado a su esposa: un departamento, cuenta bancaria y automóvil incluido; no era para menos su felicidad, acotó. acotó. Y fue fue así que, dirigiéndose a la Plaza Regocijo, ingresó al “Kamikase” para festejar su buena suerte; en el pub encontró a los locos de siempre confundidos en un enjambre de crudos, mejor dicho, gringos y gringas, que bailaban desenfrenadamente. desenfrenadamente. Una vez allí, después de la plática, vinieron los tragos. La noche avanzaba, y él se sentía el hombre más feliz de la tierra, porque ya sabía qué hacer con el deslumbrante Mazda; lo utilizaría para levantar a cuanta hembrita se le pusiera delante. Ángel, un instante, se quedó pensativo como queriendo recordar algo. Después, hablando pausadamente, continúo con la narración. Dijo que siguieron bebiendo, y para demostrarles a sus amigotes que él pronto saldría de misio gracias al suegro, compró una botella de Johnnie Walker, etiqueta negra de doce años. Pero ellos no sabían que
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gastaba el pago de llamadas a la telefónica de España. Bebieron hasta morir, mezclando whisky con cerveza. Amanecía cuando Ángel decidió decidió retornar a casa feliz de la borrachera. borrachera. Al llegar al departamento, subió al segundo piso donde se encontraba su habitación, mas encontró a la esposa despierta, quien visiblemente alterada, le increpó por la vida disipada que llevaba. Era tanto el bullicio que hacía la mujer, que despertó a sus pequeños hijos. Ángel, molesto y contrariado por la discusión, y para no escuchar más las infames recriminaciones, hecho una tromba bajó por por las escalinatas hacia el primer piso, con la intención de seguir seguir bebiendo. Para su mala suerte y por el estado de ebriedad en que se encontraba, chocó con inusitada violencia con el dintel de las graderías, cayendo pesadamente por las escalinatas hasta el primer piso. Por un momento quedó privado, obnubilado por oscuras e incongruentes visiones, donde las ideas se le cruzaron, al extremo de estar firmemente convencido, de que había recibido una andanada de golpes de parte de los cuñados. Luego, tratando de incorporarse, todavía adolorido, se tocó la cabeza cabeza y observó sangre en la mano. Fue tanta su impresión, que subió hecho un energúmeno hacia la habitación de su pedacito de cielo , y gritándole: "Perra de mierda, tú y tus hermanos me quieren matar...", le propinó un violento golpe en el rostro. Después, derribando todo lo que encontraba al paso, salió precipitadamente a la calle, hasta llegar a la Estación Central de Policía de Wanchaq, donde asentó la denuncia respectiva por intento de asesinato...
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USTED, NUESTRA AMANTE ITALIANA Permítame decirle, señora, de usted estábamos enamorados. Era amor de adolescente. Desde la primera vez que la vimos en la pantalla grande nos subyugó. Usted poseía un rostro divino que irradiaba inocencia. Y por qué no decir también, pecado; pero un pecado celestial y tentador que nos conduciría a extremos insospechados, que sólo el tiempo y la vida iban a descubrir. Es por eso que la amábamos, y ahora pasado los años la recordamos. Y sepa, señora nuestra, en aquella época, nosotros éramos colegiales que nos abríamos a la vida. Una vida placentera, sin contratiempos, como todo adolescente quisiera disfrutar en este planeta. Sin embargo, eran los años setenta. Años de conflictos mundiales. La época de los hippies, hippi es, que preconizaba la no violencia, y el amor libre terminaba inexorablemente. La guerra del Vietnam, donde se eclipsó el poderío bélico yanqui, finalizaba. El Frente Sandinista de Liberación Nacional, después de años de lucha contra la dictadura somocista tomaba el poder en Nicaragua. En nuestro país, los militares, dizque progresistas, todavía permanecían en el gobierno. Pero nosotros, simples estudiantes de colegio, sólo pensábamos en usted. Aunque por allí apareciese una Ornela Mutti, María Schneider o Silvia Kristel, siempre pensábamos en usted. Porque ellas no tenían el glamour que usted poseía y regalaba a discreción a sus insufribles admiradores. Es por eso que de usted estábamos enamorados. Cada beso, cada caricia, cada palabra, que brindaba en la pantalla, era algo al go que sentíamos como nuestro. Al extremo que teníamos envidia de sus acompañantes de turno, pues ellos nos quitaban la oportunidad de poseerla en nuestros sueños. Ahora que frisamos canas y las arrugas nos surcan el rostro, recordamos cómo escapábamos del colegio para sólo
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verla. No le miento al decirle que parecían de película nuestras evasiones. Nos trasladábamos al final del pasillo del segundo piso, donde sorteábamos el pequeño muro de protección y caminábamos por el tejado de un depósito de materiales adyacente, para luego descolgarnos por una pared de piedras, descendiendo pesadamente a la calle Desamparados. Otras veces fugábamos por un convento de franciscanos, donde los frailes pollerudos, correa en mano, nos perseguían por los recovecos del claustro. Sin embargo, exhaustos y sudorosos, lográbamos nuestro cometido, para luego trepar por un enrejado que daba a la plaza San Francisco. Entre nos, le confieso que importaban un bledo los castigos del director del plantel si nos encontraban fugando, porque usted se merecía esa acción riesgosa y muchísimo más, según nuestro intrépido código de honor. Bueno, si no escapábamos del colegio, nos citábamos en el local de la Mutua de Empleados, de la calle Tecsecocha, donde funcionaba un amplio y viejo billar. Allí, jugábamos partida tras partida, apostando nuestras magras propinas hasta que dieran las tres de la tarde, la hora de la l a matiné. Ahora, si no alcanzaba el dinero para las entradas, nos dirigíamos raudos al “Baratillo” “B aratillo” de la calle Túpac Amaru, donde vendíamos nuestros libros, cristinas y corbatas. A veces, también, nuestra ropa de uso diario. Entonces, era posible que, desde una solitaria butaca de la platea alta del cine “Ollanta”, ocultándonos de las constantes batidas que realizaba la policía para llevarse a los que se hacían la vaca y no asistían al colegio, la viéramos, deleitándonos con la forma tan candorosa de tratar a sus amantes de turno, quienes embobados caían rendidos a sus pies. Nosotros, impávidos, sin desprender la mirada de la pantalla, observábamos cada acto amoroso que usted acometía. No sabe el impacto que esas escenas producían en nosotros, que todavía no teníamos enamoradas. Y de haberlas tenido, necesariamente tendrían que parecerse a usted, nuestra amante italiana.
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Al salir del cine rumbo a nuestras casas no dejábamos de pensar en usted. En la noche, en la penumbra de nuestras habitaciones, sospechábamos que se nos aparecía en sueños. Los más osados, recordando la película e imaginando sus deslumbrantes formas, realizaban forzados y coordinados masa jes en sus pequeñas virilidades, para luego quedar mojados y colapsados con tanta ternura. Aunque esa ternura sea penada por la sacrosanta y decrépita religión católica. Bueno, B ueno, después de todo, siempre estábamos pendientes de las películas que protagonizaba y llevábamos recortes de éstas en nuestros libros y cuadernos. Aunque no lo crea, usted era la comidilla del salón, y mientras unos hablaban de fútbol, recordando el último partido del Cienciano contra el el Alianza Lima —donde el equipo rojo, en el estadio Garcilaso, con las tribunas atiborradas de espectadores, había ganado al blanquiazul—, nosotros comentando sus películas cambiábamos la conversación. Al final, todos estábamos comprometidos con usted, y deseábamos impacientemente tenerla otra vez en la pantalla. Y es así que se nos hizo costumbre hablar de sus películas y de los juegos eróticos que realizaba usted con —nuestros odiados rivales— los galanes de turno. Asimismo, le comento que, en una oportunidad, nosotros, sus más fervientes seguidores, tuvimos que liarnos a golpes con otro grupo de estudiantes, los cuales dijeron que Edwige Fenech derrochaba mayor sensualidad que usted y que de lejos la llevaba, ya que q ue poseía un cuerpo hermoso, incomparable, de diosa italiana. En efecto, la Fenech es italiana, pero compararle con una diosa, sólo era producto delirante de unos enanos mentales que confundían una rosa con una margarita, con el perdón de la Edwige que tenía sus atributos bien desarrollados, y sus películas gustaban porque ella llenaba la pantalla con sus exuberancias, pero jamás se iba a comparar con usted, que no tenía necesidad de mostrar impúdicamente sus bondades, sino cuando la ocasión así lo reque-
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ría. Además, digan lo que digan esos insensibles y pequeños granujas, usted, para nosotros, es y será siempre única. Pasó el tiempo, se fue nuestra adolescencia. Nos hicimos hombres. Algunos nos casamos, otros no, porque no encontramos la mujer deseada. Entonces, siendo la vida un lento transcurrir de recuerdos, usted siempre estará en los nuestros. Como esta noche, en que nosotros, sus más devotos admiradores, bebiendo un tinto en la vieja taberna y escuchando “El último romántico” de Nicola di Bari, la recordamos con inmensa ternura porque llenó gran parte de nuestra adolescencia, usted, Laura Antonelli.
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ÍNDICE PATRICK GUÍA PARA TURISTAS LA OBSESIÓN DE NICO BILBAO BILBAO NOCHE DE BRUJAS CAZADOR DE GRINGAS DESDE EL FONDO OSCURO NIÑA VENENO IN EXTREMIS USTED, NUESTRA AMANTE ITALIANA ITALIANA
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MARIO GUEVARA PAREDES Cusco. Escritor, Guionista y Promotor Cultural. Fundador y director de Origen Origen,, revista de arqueología y Sieteculebras,, revista andina de cultura. Editor de Sieteculebras Moment: Une Revue de Photo. Photo . Sus cuentos han aparecido en diversas revistas nacionales e internacionales, y ha sido traducido al inglés, alemán, italiano, hebreo y holandés. Su r: Tres Ha publicado El desaparecido (1988); Fuego del Sur: narradores cusqueños (1990); Cazador de gringas & otros cuentos (Cusco, 1995); Matar al Negro (2003) y Usted, nuestra amante italiana (2010). Sus cuentos están incluidos en importantes selecciones o antologías de literatura literatura peruana en el país y el extranjer extranjero. o.