Catalina Quesada Los cuentos de Juana, una novela incomprendida
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no de los autores colombianos peor tratados u olvidados por la crítica hasta la fecha es sin duda alguna Álvaro Cepeda Samudio. Al margen de los sólidos esfuerzos por parte de Jacques Gilard y de Fabio R. Amaya por reivindicar su relevancia en las letras colombianas –y dejando quizás de lado su novela La casa grande (1962), que es la que más atención ha recibido–, los análisis valiosos de su obra son ciertamente escasos. Esto resulta tanto más verdad si nos referimos a Los cuentos de Juana (1972), un texto que todavía hoy, cuando hace ya más de cuarenta años de su publicación, sigue sin ser comprendido. A ello habría que añadir las pésimas condiciones de edición que, en concreto esta obra, ha padecido: todas las ediciones, incluida la primera (al cuidado de Alejandro Obregón), son pródigas en erratas, por no mencionar el poco cuidado que editores posteriores han demostrado tener con los elementos paratextuales. Un texto con ese historial, de aparición cuasi póstuma, nada condescendiente con el lector, que –para más inri– hace gala de un humor desbordante, de una irreverencia descomunal y que, en líneas generales, se sitúa lúdicamente bajo el signo de la mamadera de gallo, no podía sino estar condenado al ninguneo crítico. Existe, por supuesto, toda una serie de motivos extraliterarios, que en su día señaló Jacques Gilard y más recientemente Ariel Castillo, en los que se ha insistido suficiente1. Pero al esbozar las causas de ese desconocimiento u olvido en que cae Los cuentos de Juana no hay que perder de vista la ambigüedad genérica de la obra, ni el carácter aglutinante de la propuesta de Cepeda-Obregón, ambas tan incómodas para los taxónomos; ni el hecho de que, a diferencia de lo que sucede en Todos estábamos a la espera (1954) o en La casa grande, emparentadas ambas con Hemingway y Faulkner y, por consiguiente, claramente vinculadas con las enseñanzas de Ramón Vinyes y la cabeza más visible del grupo de Barranquilla –Gabriel García Márquez–, Los cuentos de Juana se aleje de esa estirpe de narradores y se vire hacia otras prácticas contemporáneas. Porque si la primera y la segunda obras bien podrían pasar por obras del boom, la tercera muy a duras
1. Cf. Claudine Bancelin, Vivir sin fórmulas: la vida intensa de Álvaro Cepeda Samudio, Bogotá, Editorial Planeta Colombiana, 2012.
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penas podrá ya reconocerse en ese paradigma. Y aunque el de Aracataca aparece como personaje y como referente en Los cuentos de Juana, por mor de la profunda amistad que los unió, lo cierto es que esta comparte más los aires de ciertos escritores del posboom –Manuel Puig, Guillermo Cabrera Infante o, sobre todo, Severo Sarduy– que los meramente garcimarquinos, por mucha ambientación caribe que ostente. Tanto estilísticamente como en el uso de la técnica o en la concepción de lo que debe ser la obra de arte, Cepeda Samudio se aleja de su producción literaria anterior y nos ofrece esa obra incómoda y atípica que es Los cuentos de Juana, que no puede ni debe ser leída en exclusiva a la luz de la tradición costeña o colombiana, sino más bien a la luz de un contexto latinoamericano mucho más amplio. Un autor a la hora del mundo Entre los trabajos más valiosos que se han publicado hasta la fecha sobre Los cuentos de Juana, destaca el artículo de Adolfo Caicedo2, que esboza algunas de las claves de lectura del texto que aquí comentamos. La primera de las ideas de dicho texto que sería conveniente rescatar es la que sitúa Los cuentos de Juana en esa tradición cuestionadora de las distintas formas de mímesis y que se distancia ostentosamente del realismo ingenuo (y añadamos: también del mágico). Es una circunstancia que no se evidenciaba ni en Todos estábamos a la espera ni en La casa grande y que coloca a esta obra, sistemáticamente calificada de extraña, “a la hora del mundo”, como querían los integrantes del grupo de Barranquilla. Pensemos que en 1967 habían aparecido el póstumo Museo de la novela de la Eterna, de Macedonio Fernández, así como Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, o De donde son los cantantes, de Severo Sarduy. No es necesario recordar cómo estas novelas, sobre todo la primera y la última, fueron calificadas de antinovelas, justamente por recrearse y llevar al extremo algunas de las presuntas fallas que encontramos en Los cuentos de Juana: el fragmentarismo, la discontinuidad, la ausencia de personajes con una psicología constante y unívoca, la incongruencia como técnica narrativa, entre otras.3 Si en su afán por narrar la complejidad de la historia de Colombia desde una perspectiva múltiple, abandonando lo mimético y dando paso a lo simbólico, La casa grande podía ser considerada sin grandes dificultades como novela del boom,
2. Adolfo Caicedo, “Poética del artificio fragmentado en Los cuentos de Juana de Álvaro Cepeda Samudio”, en: María Luisa Ortega et ál. (comp.), Ensayos críticos sobre el cuento colombiano del siglo XX, Bogotá, Universidad de los Andes, 2011, pp. 339-351. 3. Cf. Catalina Quesada Gómez, La metanovela hispanoamericana en el último tercio del siglo XX, Madrid, Arco/Libros, 2009.
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en Los cuentos de Juana Cepeda Samudio ya se ha distanciado suficientemente de los afanes totalizadores de sus coetáneos y se alinea más bien con la que será una de las vertientes del posboom: aquella en la que se intensifica la crisis de la representación y en la que prima la libertad estética para, trabajando con fantasmagorías y hasta con imágenes oníricas, explorar nuevas posibilidades del texto literario.4 En esa aventura, ni el humor ni el absurdo quedarán fuera; tampoco lo harán otras artes, como la pintura y, sobre todo, el cine. Con ello vemos que nuestro “experimentador tropical” –como lo llamara Jacques Gilard–5 no solo se opone con cada uno de sus libros al contexto conservador colombiano en que se inscribe –esto es, a la narrativa telúrica y costumbrista de los cuentista grecoquimbayas, al “inventario de muertos” de la novela de la Violencia y a los relatos comprometidos de la Generación del Bloqueo y del Estado de Sitio–,6 sino que, al mismo tiempo, respira los aires de renovación que van llegando al continente latinoamericano. Y no contento con ello, se sitúa, además, a la cabeza de esa ola renovadora que, aunque toma elementos de la vanguardia, se proyecta con firmeza hacia adelante. El problema, de cara a la recepción, es que esta postura casa mal con el presunto vitalismo parrandero de Cepeda y, peor aún, con el sambenito de su antiintelectualismo o antiacademicismo (prejuicios estos avivados, en no pocas ocasiones, por el propio autor). El prefacio a la obra –“The road of Excess leads to the palace of Wisdom”– actúa como una suerte de poética o manifiesto que pretende dejar sentados algunos de los principios creadores por los que se va a regir Los cuentos de Juana. Se trata, en primer lugar, de una poética del quiasmo y del entrecruzamiento, de la creación colectiva y de la disolución de fronteras, no solo entre los géneros, sino también entre las artes (la pintura y la escritura, en lo esencial, pero también el cine). De ahí que carezca de sentido eliminar los dibujos, como sistemáticamente han hecho las ediciones posteriores a la primera. Porque a pesar de que la antífrasis sea una figura ostentosamente recurrente en este texto liminar que predica la incongruencia como técnica (“para eso precisamente está la introducción: para que no lo entienda nadie”, p. 263), lo cierto es que tanto las ilustraciones como el uso del color y los juegos con la distribución del texto en la página están lejos de ser accesorios: “Pero hemos llegado a un acuerdo: Obregón va a escribir Los cuentos de Juana, esa novela que hace diez años estoy pintando”.7 El intercambio de roles
4. Donald L. Shaw, Nueva narrativa hispanoamericana. Boom. Posboom. Posmodernismo, 6ª ed., Madrid, Cátedra, 1999; Daniel Blaustein, Procedimientos miméticos y antimiméticos en obras del post-boom, Hildesheim, Georg Olms Verlag, 2011. 5. Jacques Gilard, “Álvaro Cepeda Samudio, el experimentador tropical”, Quimera, n° 26, 1982, pp. 63-65. 6. Ariel Castillo Mier, “La narrativa experimental de Álvaro Cepeda Samudio”, Cuadernos de Literatura del Caribe e Hispanoamérica, n° 4, 2006, p. 21. 7. Ibid.
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no solo está presente en los fragmentos literarios donde se recurre a la imagen o el color, sino que también la pintura se contamina del aspecto escriturario en esos abecedarios en color sobreimpresos en las páginas del libro, en la parte escrita, o en los dibujos en los que, a manera de eco, se repite el texto mismo, como sucede con los “tramojazos de color”.8 El prefacio tiene también algo de la furia rupturista del manifiesto de vanguardia, a pesar de no tratarse de un texto de juventud: Estamos cansados del arte que se hace hoy y que se ha hecho en toda la historia. Y esto hay que decirlo con letras, creo yo, porque Obregón ha estado siempre diciéndolo a gritos, a tremendos o románticos tramojazos de color, y ahora a rugosos volúmenes de bronce que no saben si volar solos o volver a la plana quietud de los lienzos, las paredes, los cartones, o las maderas. Y nadie parece haberlo oído. Vamos a ver si ahora, usando otros símbolos, más elementales y aparentemente más manoseados, van a oír la gran verdad de Obregón que vamos a gritar a coro (p 263).
Sin ser en esencia un texto de vanguardia, ese espíritu se mantiene cada vez que Los cuentos de Juana dialoga con las distintas tendencias del siglo XX de filiación vanguardista o neovanguardista: el dadaísmo, el surrealismo, el teatro del absurdo, etc. El rechazo de la lógica tradicional, así como la apuesta por la incongruencia, la incoherencia y hasta el disparate vertebran, en efecto, el libro, si bien esa pretensión de hacer tábula rasa para comenzar un arte nuevo esté tan abocada al fracaso como lo estuvo en el período vanguardista. Y hay, finalmente, una recusación del vínculo (al menos, del vínculo ingenuo) entre la realidad y la obra de arte; o más bien, una reivindicación del artificio de un arte que, sin llegar quizá al extremo propuesto por Severo Sarduy en La simulación (1982), pretende alejarse de toda mímesis o copia del natural: “Y para que quede manifiesto que el arte sirve para hacer una feria, puedo afirmar que Goya inventó las fiestas de San Isidro para hacer de su pequeño invento una gran fiesta respetable” (p. 268). Eso, junto a todos los procedimientos del prefacio tendentes a mostrar falazmente el proceso de la escritura (la mímesis del proceso, en la terminología de Linda Hutcheon) o a llamar la atención sobre el discurso mismo, en detrimento de la historia, sitúa la obra a distancia del costumbrismo telúrico o del relato testimonial, pero también lejos del realismo mágico garcimarquino, algo que, acaso, no se le perdonara en el momento de su publicación. Poco se ha insistido, cuando se subrayan los aspectos
8. Álvaro Cepeda Samudio y Alejandro Obregón, Los cuentos de Juana, Barranquilla, Editorial ACO, 1972, pp. 6-7.
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fantásticos de esta obra, en que Cepeda Samudio se aproxima más a ese escritor francotirador que fue Felisberto Hernández o a un cierto Cortázar que al propio realismo mágico, tal y como lo puso en práctica García Márquez. Es lo que sucede en los capítulos “Las muñecas que hace Juana no tienen ojos” –donde resuena Las hortensias (1949) del uruguayo–, “Desde que compró la cerbatana ya Juana no se aburre los domingos” –en el que destaca el uso regocijante de la violencia gracias a la recurrencia a lo absurdo–,9 o en “Desde que comenzaron a recortarle…”; en todos ellos se combina lo onírico con lo fantástico, más como lo harían los rioplatenses que como lo hace García Márquez, de quien en lo estilístico Cepeda se aleja radicalmente. A pesar del salto cualitativo en lo que a la técnica se refiere entre La casa grande y Los cuentos de Juana y de las ostensibles diferencias temáticas, lo cierto es que existe una cierta continuidad entre una y otra obras. Temática, por cuanto la Juana y el ambiente de los capítulos “Las muñecas que hace Juana no tienen ojos” y “Después de meditarlo…” (al principio y al final de la obra) entroncan con la novela de 1962; y formal, porque en Los cuentos de Juana se mantiene el fragmentarismo de aquella, la variedad de enfoques y puntos de vista o la pluralidad de técnicas que se suceden, que no son estrictamente narrativas, sino también teatrales, cinematográficas y hasta líricas. En efecto, el primer capítulo de Los cuentos de Juana retoma los personajes del núcleo familiar de La casa grande, a algunos de los cuales ahora, a diferencia de lo que allí sucedía, se les da nombre: las hermanas Martha, Regina y Juana, que al parecer es la menor; de las criadas, solo Isabel reaparece; y tanto el Padre como la Madre (omnipresentes, sobre todo él, pero ausentes) conservan el apelativo genérico y en mayúscula. La figura de Pablo, cuyo rol parece ser únicamente el de vender las muñecas, es la única nueva con respecto a La casa grande, pues no se lo puede identificar sin más con el Hermano. A pesar de esa concesión para con el lector de atribuir nombres a los personajes, el capítulo sigue estructurado en torno a la indeterminación y la falta de información, lo cual le dificulta la cabal comprensión de lo que sucede, máxime si el lector no conoce la primera novela. Como allí, existe una gran carga simbólica en los objetos y en las actitudes de los personajes y, tal y como Lucila Inés Mena señalara para La casa grande, prosigue el enfrentamiento entre las fuerzas del concern y del freedom (según la terminología de Northrop Frye), esto es, entre liberales o aperturistas y conservadoras o tradicionalistas.10 Pero aunque temáti-
9. Germán Vargas, “Álvaro Cepeda Samudio”, en: Álvaro Pineda Botero y Raymond L. Williams (comps.), De ficciones y realidades. Perspectivas sobre literatura e historia colombianas, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1989, p. 115. 10. Lucila Inés Mena, “La casa grande: el fracaso de un orden social”, Hispamérica. Revista de Literatura, n° 2, 1972, p. 6. Es inevitable pensar en el vínculo del capítulo con La casa de Bernarda Alba, más intenso aún que en La casa grande; cf. Elena Bastasi, “Del odio de la casa caribe a la tragedia de la casa andaluza: La casa grande de Álvaro Cepeda Samudio y La casa de Bernarda Alba de Federico
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camente se retoma, con variantes, ese conflicto familiar, técnicamente el capítulo está cercano a “los soldados”, con una clara vinculación al teatro del absurdo. Los diálogos no son obsesivos y repetitivos, como allí, pero el carácter onírico de la situación –cuyo sentido último se le escapa al lector–, la falta de motivación de las acciones de los personajes, los tintes existencialistas del capítulo o la presencia de lo disparatado e ilógico, lo convierten en un digno exponente del teatro absurdista hispanoamericano, pese a que se presenta como guion cinematográfico, con menciones constantes al movimiento de la cámara. La apertura al Caribe con que concluye el capítulo sitúa simbólicamente el resto de la narración en ese ámbito, que no es únicamente costeño, sino pancaribe, en el cual tendrá cabida toda una serie de situaciones o motivos de raigambre netamente caribeña, como acontece en “Como me han dicho que…”, con la explicación –entre mítica y fantástica– de dónde y cómo surgen los huracanes. En esa línea, se mantiene el constante rechazo de lo cachaco del grupo de Barranquilla, bien estudiado por Jacques Gilard en múltiples trabajos,11 manifiesto no solo en el tono humorístico del volumen (frente a la proverbial seriedad del altiplano) y en la elección de ambientes y tradiciones, sino también con alusiones más explícitas, como cuando se pone en boca del pintor Noé León que “eso de ir a Bogotá sí no le llama la atención” (p. 305). Sin embargo, ese pretendido triunfo de las fuerzas aperturistas se verá frustrado con el suicidio de Juana en el penúltimo capítulo, ya anunciado prolépticamente en el prefacio (suponiendo que aceptemos que se trata de un único personaje, algo que su carácter proteico dificulta). Ahí, en el espacio de Ciénaga, aparece de nuevo Isabel, la criada, y se alude a la casa paterna con el sintagma “la casa grande”. A partir de una intertextualidad explícita –la ópera de Benjamin Britten, The Rape of Lucrece (1946)– se justifica el suicidio de Juana, no queda claro si como un acto para lavar su honra (lo cual subrayaría el triunfo de las fuerzas conservadoras) o como acción un poco más absurda (el riesgo de que Dick conozca un cierto verso de dicha ópera, según se desprende del texto). Esta interpretación, tendente a dar sentido y unidad a la obra, choca con el hecho de que ésta, de un modo bastante explícito, atente contra la narra-
García Lorca”, Estudios de Literatura Colombiana, n° 18, 2006, pp. 61-77. 11. Jacques Gilard, “El Grupo de Barranquilla”, Revista Iberoamericana, n° 128-129, 1984, pp. 905-935. Este y otros trabajos, en su versión integral, corregida y definitiva pueden consultarse en Fabio Rodríguez Amaya (ed.), Plumas y pinceles. Vol. I. La experiencia artística y literaria del grupo de Barranquilla en el Caribe colombiano al promediar del siglo XX, Bérgamo, Bergamo University Press, 2009. Para un análisis de los antecedentes literarios costeños y del contexto; cf. Raymond Williams, “Los antecedentes: Álvaro Cepeda Samudio y la tradición de la novela costeña”, en: Álvaro Pineda Botero y Raymond L. Williams (comp.), De ficciones y realidades. Perspectivas sobre literatura e historia colombianas, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1989, pp. 43-53; Jairo Mercado Romero, “La cultura del cuento y el cuento de la cultura en el Caribe colombiano”, en: Jairo Montes Romero y Roberto Montes Mathew (comp.), Antología del cuento caribeño, Santa Marta, Fondo de Publicaciones de la Universidad del Magdalena, 2003, pp. 15-146.
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ción tradicional: si al concluir la lectura de La casa grande resulta posible, aunque solo en parte, organizar el caos narrativo y otorgarle al texto un sentido reorganizando las piezas que lo componen –un sentido que, por supuesto, no es inmediato–, no sucede lo mismo con Los cuentos de Juana, donde las incoherencias y las contradicciones van de la mano de la falta de hilo argumental y son acordes con la apuesta del autor de atentar contra la narratividad tradicional. Con esa defensa a ultranza de la idea de que “el relato es lo que menos importa en la narrativa”,12 Cepeda Samudio se aproxima al modo de proceder de otros autores hispanoamericanos ya mencionados, cuyos planteamientos estéticos podrían a priori parecer alejados, pero cuya práctica no lo está tanto. Así, se concreta en Los cuentos de Juana la propuesta de Macedonio Fernández en Museo de la novela de la Eterna de atentar contra el lector de desenlaces, aquel interesado únicamente en la trama, ávido por saber qué pasa, pero despreocupado por la forma. En el prólogo “A las puertas de la novela (anticipación de relato)”, subtitulado “Cómo librarse, un verdadero artista novelista, del lector de desenlaces. Receta contra esta calaña lectora”, postula la necesidad de prescindir de toda trama que pueda interesar a un lector mediocre, que es aquel que está atento nada más que al desenlace de la misma: “De Personajes descartados puede hacerse una lista; de Lectores sólo un género descarto: el lector de desenlaces; con el procedimiento de dar sustanciado todo el relato y final anticipadamente ya no se le verá más por aquí”.13 La solución ofrecida por Macedonio es sencilla: si se le adelanta el final, el desenlace que espera con impaciencia, el autor se libra de él y se queda únicamente con los buenos lectores: “El lector que no lee mi novela si primero no la sabe toda es mi lector, ése es artista, porque el que busca leyendo la solución final, busca lo que el arte no debe dar, tiene un interés de lo vital, no un estado de la conciencia: sólo el que no busca una solución es el lector artista”.14 Es justamente lo que hace Cepeda Samudio, cuando adelanta, como al desgaire, el trágico desenlace en el prefacio: “no sé pero siempre recuerdo aquel pedazo de Calderón que me hacían aprender en el colegio de Ciénaga, frente al Templete que hizo que Juana se pegara un tiro al recordar, justamente al salir del casamiento, que ella ya estaba rota” (p. 264). Tampoco le interesa a Cepeda la pintura de caracteres. En consonancia con el fragmentarismo del texto y con su repudio de la trama, el personaje de Juana es proteico, cambiante. Lejos de poseer una personalidad definida y monolítica, Juana son muchas Juanas, algunas de ellas contradictorias: colombiana y gringa de Arizona, rabiosamente contemporánea y colonial, desenvuelta y apocada, culta y
12. Jacques Gilard, “Álvaro Cepeda Samudio, el experimentador tropical”, op. cit., p. 64. 13. Macedonio Fernández, Museo de la novela de la Eterna, ed. de Fernando Rodríguez Lafuente, Madrid, Cátedra, 1995, p. 214. 14. Ibid., p. 216.
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popular. Y como cada uno de los capítulos (o viñetas) que conforman el conjunto posee un estilo diferente, tenemos Juanas con tintes fantásticos, con rasgos melodramáticos, Juanas de chiste, en un constante y metafórico proceso de carnavalización. De hecho, el modelo de la viñeta o el cómic serviría para explicar la obra, pues Juana es también una suerte de dibujo animado (sobre todo si pensamos en el trabajo de Alejandro Obregón) a cuyas aventuras y desventuras, inconexas, asiste el lector. En ese sentido, el capítulo primero puede ser visto como una especie de mise en abîme, donde se escenifica en miniatura el políptico que es Los cuentos de Juana: Sobre la mesa se amontonan pedazos de tela y muñecas, muchas muñecas. Hay muñecas por todas partes. Pero no tiradas de cualquier manera sino cuidadosamente colocadas: en nítidos montones, o sentadas, o recostadas o paradas. Las muñecas son de trapo, cosidas a mano, hechas de retazos de telas de colores y calidades diferentes. Pero las cabezas son todas iguales: el pelo hecho de flecos de lana amarilla y las caras aplanadas de cretona floreada: sobre la cretona están bordadas las bocas y los puntos rectos de las narices, pero ninguna tiene ojos (p. 272).
El motivo de la mise en abîme está, además, desarrollado en el capítulo “A García Márquez, Juana le oyó…”, a propósito del hombrecito de la lata de avena Quaker, variante americana de lo que en Europa se llamará efecto Droste.15 Asistimos aquí no solo a la humanización de las muñecas, sino también a la muñe-
15. En L’Âge d’homme (1939) el escritor francés Michel Leiris ofrece uno de los primeros ejemplos de este tipo de representación visual ad infinítum, que no proviene ni del arte ni de la heráldica, sino de la publicidad y los objetos de consumo, y que será retomado por Lucien Dällenbach: “Debo mi primer contacto preciso con la noción de infinito a un envase de cacao de marca holandesa, materia prima de mis desayunos. Un lado del envase venía decorado por la imagen de una campesina, fresca y sonrisueña, con cofia de encaje y con un envase idéntico en la mano, decorado por la misma imagen. Caí presa de una especie de vértigo al imaginar esta infinita serie de una imagen idéntica en que se reproducía un número ilimitado de veces la misma joven holandesa que, cada vez más pequeña, teóricamente, pero sin llegar a desaparecer nunca, me hacía ver su propia efigie pintada en un envase de cacao idéntico al envase en que ella estaba pintada”, El relato especular, Madrid, Visor, 1991, p. 38. Ese mismo año de 1939, Jorge Luis Borges, en el ensayo “Cuando la ficción vive en la ficción”, nos da un ejemplo similar, también relacionado con el desayuno, pero que termina señalando el vínculo con el arte y la superposición de niveles ficcionales: “Debo mi primera noción del problema del infinito a una gran lata de bizcochos que dio misterio y vértigo a mi niñez. En el costado de ese objeto anormal había una escena japonesa; no recuerdo los niños o guerreros que lo formaban, pero sí que en un ángulo de esa imagen la misma lata de bizcochos reaparecía con la misma figura y en ella la misma figura, y así (a lo menos en potencia) infinitamente… […] Al procedimiento pictórico de insertar un cuadro en un cuadro, corresponde en las letras el de interpolar una ficción en otra ficción”. Jorge Luis Borges, “Cuando la ficción vive en la ficción”, en: Textos cautivos. Ensayos y reseñas en El Hogar (19361939), ed. de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal, Barcelona, Tusquets, 1986, p. 325.
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quización del personaje de Juana, que terminará justamente como una muñeca desmembrada, posibilitando la dilogía (rota) ambas lecturas. Esa especie de “teatro lírico de muñecas” que es Los cuentos de Juana nos permite la siguiente filiación con un autor contemporáneo, a cuyo modo de proceder literariamente se aproxima en algunos momentos: el cubano Severo Sarduy.16 Ya Ariel Castillo señaló la postura concomitante de ambos autores en lo relativo a la consideración de los vínculos existentes entre la pintura y la literatura,17, pero las conexiones van mucho más allá. Con el Sarduy que escribe en los años 60 y 70 coincide Cepeda en este libro en el desapego absoluto por la trama, en el desinterés por la construcción de personajes redondos y psicológicamente bien perfilados y, en definitiva, en el afán por socavar los cimientos de la narración realista, como Sarduy reivindicara en Escrito sobre un cuerpo (1969): Todo [en el realismo], en su vasta gramática, sostenida por la cultura, garantía de su ideología, supone una realidad exterior al texto, a la literalidad de la escritura. Esa realidad, que el autor se limitaría a expresar, a traducir, dirigiría los movimientos de la página, su cuerpo, sus lenguajes, la materialidad de la escritura. Los más ingenuos suponen que es la del “mundo que nos rodea”, la de los eventos; los más astutos desplazan la falacia para proponernos una entidad imaginaria, algo ficticio, un “mundo fantástico”. Pero es lo mismo: realistas puros –socialistas o no– y realistas “mágicos” promulgan y se remiten al mismo mito. Mito enraizado en el saber aristotélico, logocéntrico, en el saber del origen, de un algo primitivo y verdadero que el autor llevaría al blanco de la página. A ello corresponde la fetichización de este nuevo aedo, de este demiurgo recuperado por el romanticismo.18
De ahí que no resulte difícil establecer la conexión entre el carácter proteico de personajes como Auxilio y Socorro, que en De donde son los cantantes experimentan diversas metamorfosis, o la Cobra de la novela homónima, y nuestra Juana que, si bien de un modo menos ostentoso que estas, se va transmutando a lo largo del libro, con una clara vocación antimimética. Pero quizá la coincidencia mayor con el cubano esté en la utilización de Juana como una especie de Dolores Rondón costeña, en la cual confluyen tradición e innovación. Si Sarduy retoma esa figura popular de Camagüey –que encarnaba el arquetipo de la mulata, tan frecuente en la literatura cubana desde la Cecilia Valdés (1839) de Cirilo Villaver16. “Teatro lírico de muñecas” es el título de la primera parte de Cobra, obra de Severo Sarduy que aparece, como Los cuentos de Juana, en 1972. En esta novela, el personaje de Cobra también sufre sucesivas metamorfosis. Aunque se trata de textos muy diferentes, en ambos se ha cuestionado la unidad de la obra y la relación de unas partes con otras, a la vez que se ha echado en falta la ausencia de trama. 17. Ariel Castillo Mier, “La poética prospectiva de Los cuentos de Juana”, Huellas, n° 51-52-53, 1997-1998, p. 106. 18. Severo Sarduy, Escrito sobre un cuerpo, en: Obra completa, tomo II, ed. crítica de Gustavo Guerrero y François Wahl, Madrid, Colección Archivos, 1999, p. 1150.
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de– como una manera de inscribirse en esa tradición literaria, y al mismo tiempo construye un texto que subvierte dicha tradición, un texto autorreflexivo y metaficcional que comporta una importante crítica de la representación y que niega que el discurso sobre la identidad sea un discurso natural, inocente, cuya fuerza radica justamente en negar su naturaleza simbólica,19 Cepeda hará algo similar con Juana, al rescatar en ella algunas de las consideradas esencias costeñas, dejar otras de lado y hacerlo con un libro y unas formas que, incorporando ciertos elementos de la tradición local, logran salirse de las márgenes de la literatura costeña y colombiana. En efecto, ya sea como protagonista, narradora, narrataria, como testigo o como mera alusión, Juana da pie a que circulen por el libro una parte de la vida cultural colombiana, escenas de la vida cienaguera o barranquillera, anécdotas y chistes privados, así como una amplia gama de técnicas narrativas y muestras de la literatura culta y popular occidental. Si en algún momento el personaje de Juana se aproxima a alguno de los creados por García Márquez (pensemos en Eréndira, con la que comparte la dedicación prostibularia, al menos en el capítulo “Juana aprendió sus primeras…”) o aparecen motivos que podrían ser considerados mágico-realistas, la similitud o la proximidad son rápidamente subvertidas gracias a una técnica que en absoluto incide en presentar la realidad como si fuera mágica.20 El ejemplo más claro es quizá el del capítulo “Juana tenía…”, en el que se nos muestra a un personaje en el que se ejecutan ciertas metáforas al pie de la letra: “Juana tenía el pelo de oro. No rubio, o dorado, como suele decirse de los cabellos amarillos. El pelo de Juana era de oro puro y las hebras le caían gruesas, metálicas, separadas, hasta un poco más abajo de los hombros” (p. 295). En consonancia con la tradicional cara de palo garcimarquina, el narrador no subraya en ningún momento lo hiperbólico de la situación ni destaca la extrañeza del caso, e incluso señala la naturalidad con que dicha circunstancia es recibida por los cienagueros: “No era que en Ciénaga, donde cada casa tiene su albino y su cuarto tapiado del que se oyen gritos, risas desaforadas, quejidos, ruidos extraños y, a veces, hasta larguísimas y muy bien dichas recitaciones de Campoamor, el pelo de oro de Juana fuera motivo de mucho asombro o mucha habladuría que hubiera llegado a molestarla” (p. 296). Sin embargo, lejos de explotar el motivo a la manera mágico-realista, Cepeda deriva hacia la crítica lúdico-poscolonial gracias al anacronismo deliberado (episodio que le sirve para introducir como personaje a un cierto Fray Bartolomé de las Casas) y a la remembranza de un episodio bíblico (el de Thamar y Amnón), pasa después a recrearse con los problemas prácticos de
19. Gustavo Guerrero, “Severo Sarduy’s From Cuba with love, 1967: Nation and Identity”, en: Alan West-Duran (ed.), Cuba: People, Culture and History, New York, Scribner’s Sons, pp. 133-135. 20. Cf. José Manuel Camacho Delgado, Comentarios filológicos sobre el realismo mágico, Madrid, Arco/Libros, 2006.
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dicha situación y termina la viñeta con una anécdota que incorpora a un personaje real, Carlos Villar Borda, y un chiste privado.21 Si bien es cierto que en episodios como este el personaje corre el peligro de caer en la órbita del realismo mágico (la fuga con el maromero recuerda no poco la de Eréndira con Ulises),22 no lo es menos que Cepeda conjura dicho riesgo con esa proliferación de datos e historias periféricas que se alargan sin dirigirse en apariencia a ningún sitio y, muy especialmente, con el uso la ironía.23 Es lo que sucede en el capítulo “El ahogado”. Si bien parte del mismo motivo que García Márquez en su cuento “El ahogado más hermoso del mundo” (1968), publicado en el volumen La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada en 1972, el resultado es completamente distinto.24 No solo, porque Cepeda parte de un guion cinematográfico que, entre bromas y veras, se atribuye al arquitecto y cineasta Luis Ernesto Arocha, sino sobre todo por los paréntesis irónicos que, a manera de acotaciones, socavan la narración y que dificultan la necesaria suspensión de la descreencia por parte del lector. Dichas acotaciones –atribuidas a Juana en la ficción–25 van desde el comentario jocoso acerca de la escasez de medios para rodar según lo establecido en el guion, a la apostilla técnica, pasando por la indicación de ciertas intertextualida21. El propio Carlos Villar Borda, periodista bogotano amigo de Cepeda Samudio, explica su presencia en este episodio en La pasión del periodismo: testimonio, Bogotá, Fundación Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano, 2004, pp. 178-179. 22. Una veta quizá explotada en el film Juana tenía el pelo de oro (2006), de Pacho Bottía. Cf. el testimonio de Marta Yances, “Paseo conversacional por el cine y los audiovisuales del Caribe colombiano”, en: Ariel Castillo Mier (comp.), Respirando el Caribe. Memorias de la Cátedra del Caribe Colombiano, vol. I, Barranquilla, Universidad del Atlántico, 2001, pp. 266-268. 23. La ironía es mucho mayor si, como señala Heriberto Fiorillo, la figura de Juana estuviera inspirada en la norteamericana Joan Mansfield. Cf. La Cueva. Crónica del grupo de Barranquilla, Bogotá, Editorial Planeta Colombiana, 2001, p. 50. Parece claro que la moda hollywoodiense de las rubias platino, desde Jean Harlow hasta Jeany Mansfield, pasando por Marilyn Monroe, hubo de tener un cierto peso en la concepción de este episodio, habida cuenta de la obsesión de Cepeda por la cinematografía. 24. Alejandro Obregón había pintado hacia 1955 la serie Ganado ahogándose en el Magdalena, a cuyas formas recuerda vagamente el dibujo que ilustra este capítulo del libro, donde también aparece dibujada la palabra ahogado. El motivo posee un largo bagaje, como refiere el comienzo de “Por debajo de este ahogado…”: “Por debajo de este ahogado ha corrido mucha agua. Y por arriba también. Cuando Luis Ernesto comenzó con su tema, Obregón lo reclamó para sí. Más tarde, Gabo, al enterarse del asunto, dijo categóricamente: “Como ninguno de ustedes se toma el trabajo de escribirlo, el ahogado es mío”. […] Mucho después se habló de filmarlo. Aquí se armó el mierdero. Angulo, Luis Vicens, Fuenmayor, Quique, andaban con el ahogado de un lado para otro. Hasta el Barón de Humboldt quiso intervenir”, p. 307. 25. “De todas maneras, la versión que Juana encontró en la caja fuerte donde Fray Bartolomé guardaba las hostias en la sacristía de la iglesia de Ciénaga, no puede ser la que escribió Luis Ernesto. Al menos las anotaciones no pueden ser de él: están en inglés. O son de Juana, o son de Fray Bartolomé”, p. 308. La utilización del participio femenino al final del capítulo –“(Si yo no estuviera segura de que he oído esto mucho antes de que Lamorisse hiciera Crin Blanc, hoy tendría muy malos pensamientos sobre Luis Ernesto)”, p. 320– hace de Juana la autora, al menos intradiegéticamente, de dichas notas.
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des o la inserción de extractos de ciertas obras, como sucede con el Ulysses de Joyce. En sus constantes metamorfosis, también se posiciona el personaje de Juana contra ciertos arquetipos femeninos de la tradición occidental, literarios o no, para terminar subvirtiéndolos, gracias a las superposiciones de la técnica acumulativa. Si en el capítulo “Juana aprendió sus primeras…” tenemos a una Juana que decide libremente dedicarse a la prostitución26 como consecuencia de sus lecturas bíblicas, en otros momentos quedan insinuados el incesto y la violación, a partir primero de la historia de Thamar y Amnón, que condensa ambas, y de la de Lucrecia, traída a colación a partir de la ópera de Benjamin Britten, The Rape of Lucrece. O se nos presenta una Juana, entre amazona y sicaria, que mata jugadores de fútbol (y eventualmente algún espectador) con una cerbatana y dardos envenenados; a una que se dirige al altar, a una que se suicida tras haberse casado y a otra que se escapa del lazo conyugal fugándose con un maromero. En otros capítulos, Juana será el pretexto para la crítica de arte o para introducir el perfil de algún artista, como sucede en “Juana tiene una amiga…” y en “Padre: José Dolores Bastos…” con la obra de la escultora Feliza Burztyn27 y con el pintor Noé León, respectivamente; o será ella misma el sujeto de la enunciación, como sucede con las anotaciones al guion de “El ahogado”. El resultado es tan desconcertante para el lector que resulta imposible forjarse una imagen monocorde de Juana. Es evidente que el interés de Cepeda no es construir un personaje que responda a tal o cual arquetipo (como sí sucedía, por ejemplo, en La casa grande); más bien se trata de, a partir de la acumulación y el exceso, ofrecer un políptico donde ninguna de las caras se anule, sino que todos los paneles o secciones tengan vigencia, superponiéndose; no es, pues, ni la Celia de Respirando el verano, de Héctor Rojas Herazo (1962) ni ninguno de los personajes femeninos creados por García Márquez, que, por muchas contracciones vitales en que puedan incurrir, responden a un modelo reconocible. Los cuentos de Juana resulta así una auténtica panoplia caribe que, gracias a la técnica de aluvión, a la ostentación de la intertextualidad y una peculiar utilización de la incoherencia y el desconcierto narrativos, se aleja
26. Cf. Adlai Stevenson Samper, Polvos en la Arenosa: cultura y burdeles en Barranquilla, Barranquilla, Fundación Cultural Nueva Música/La Iguana Ciega, 2005; Álvaro Miranda, “Las madamas de Barranquilla: progreso y prostitución”, en: Ariel Castillo Mier (comp.), Respirando el Caribe. Memorias de la Cátedra del Caribe Colombiano, vol. I, Barranquilla, Universidad del Atlántico, 2001, pp. 117-128; Rafaela Vos Obeso, “Vida amorosa y cotidianidad en la Barranquilla de antaño”, ibidem, pp. 129-140. 27. En ningún momento se menciona en la obra el nombre completo de la escultora, que también aparece en “Desde que compró la cerbatana ya Juana no se aburre los domingos”, pero es claramente identificable a partir de la descripción de su obra. Es de notar que tanto el capítulo “Juana tiene una amiga…” como la correspondiente ilustración de Alejandro Obregón o la película que un año antes estrenara Luis Ernesto Arocha –Azilef (1971)– parten de un mismo procedimiento: el trasvase de la obra de tan peculiar artista a sus respectivos campos de trabajo a manera de homenaje o comentario –literario, pictórico o cinematográfico– y la incorporación de su nombre de pila a dichos trabajos.
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de otros modos de hacer coetáneos. La charada que Fray Bartolomé de las Casas y Pujol pone en marcha en Ciénaga en el capítulo “Cuando a Fray Bartolomé…” nos puede servir, de nuevo, como figura que condensa, en mise en abîme, las distintas viñetas que constituyen la obra: La primera impresión fue realmente desconcertante. Charada en mano, paradas frente a los bastidores que habían sido colocados cada uno entre los seis tramos de columnas que forman el templete, las gentes trataban, serias y estudiosas, de escudriñar el oculto aunque aparente significado de los versos. Hacer coincidir las imágenes pictóricas de Juana con la clave poética que sin consideración alguna al lenguaje y conocimientos retóricos suministraba fray Bartolomé, no era cosa fácil (p. 328).
La novela incomprendida En el ensayo “Para una teoría del ciclo de cuentos hispanoamericano”, Miguel Gomes incluye en su corpus tanto el volumen Todos estábamos a la espera como Los cuentos de Juana, si bien este último libro no aparece analizado en el artículo, sino que tan solo se lo menciona como texto utilizado durante la investigación. Uno de los requisitos, mencionado por Gomes, para que podamos hablar de ciclo de cuentos sería el del equilibrio entre la autonomía de las partes, que deben poder ser leídas independientemente, y la supeditación al conjunto, de tal forma que ese todo que será el ciclo de cuentos sea más que la mera suma de las partes.28 Ahora bien, ¿son realmente autónomos los capítulos o fragmentos que integran Los cuentos de Juana? Y aún más, en esa necesaria subordinación al todo, ¿no gana la partida el conjunto, al ser este un políptico que pierde parte de su sentido si no lo leemos completo? Jacques Gilard, que fue el primero en lanzar la hipótesis de que no se trataba de un volumen de cuentos, se apoya en un argumento esencial: lo alejado que está Los cuentos de Juana de la manera de Cepeda de concebir el cuento. Aunque admite la posibilidad de un cambio radical (aceptando que, en caso de ser cuentos, lo sean de tipo post-salingeriano), más bien parece inclinarse por la primera opción: Los “cuentos” son solamente los pedazos contradictorios de una historia que nunca llega a constituirse. Es decir que, de todas maneras, se da un paso más con relación a La casa grande y Cepeda cuestiona más aún la noción del género “novela”, no solamente el consabido modelo decimonónico, sino también el concepto de nuestro siglo […]. Los cuentos de Juana es un enigma y un reto
28. Miguel Gomes, “Para una teoría del ciclo de cuentos hispanoamericano”, Rilce, n° 16.3, 2000, pp. 557-583.
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Lecturas inéditas (puede ser un reto malogrado, pero esta sería otra cuestión), un libro que requiere ser reevaluado o simplemente evaluado, en todo caso era otra cosa y más que la fracasada colección de cuentos de la que se ha hablado hasta ahora.29
Daniel Samper Pizano, que repara en dicho alejamiento con respecto a Todos estábamos a la espera, no es capaz, sin embargo, de concebir el volumen como otra cosa que una serie de textos fallidos, donde el caos y la mezcla genérica terminan arruinando el conjunto, que estaría igualmente alejado de La casa grande: Para la época en que los escribió Álvaro, ya estaba casi absorbido por la que fue su última febril actividad: la realización de cortometrajes. Está incluido el guión del famoso ahogado, con las aclaraciones necesarias sobre su disputada paternidad. […] Otros cuentos son también actos deliberados de piratería amistosa en que Cepeda cuanta la historia porque le gusta, no porque sea suya, y otorga el crédito debido al autor. Hay algunos temas desarrollados prácticamente en forma de pieza teatral y otros dialogados a imitación del capítulo “Soldados”. Hay viñetas breves multiplicadas tipográficamente, borradores sucintos de guión fílmico y un cuento largo con algún arraigo en escenarios y personajes de La casa grande. Y hay, a manera de introducción, un excelente reportaje a Obregón que constituye uno de los mejores trabajos periodísticos de Cepeda, lleno de locura, sorpresas, inteligencia y humor. Todo esto hace de Los cuentos de Juana una especie de collage cuya principal característica es la de mostrar cómo, para entonces, Cepeda se ha apartado de los primeros moldes de sus cuentos, trabajados dentro del short-story norteamericano, y se ha instalado con audacia técnica en la corriente de realismo fantástico que tan bien explota Cien años de soledad.30
Aunque, en efecto, Los cuentos de Juana se aleja radicalmente de la práctica cuentística de los inicios de Cepeda, el error consiste en valorar el libro, sin más, a la luz de Cien años de soledad, pues ni se inscribe en la corriente mágico-realista, como ya ha quedado señalado, ni responde a un mismo modo de concebir el género novelístico. A diferencia de él y como ya hiciera Gilard, Heider Rojas sí contempla la posibilidad de pensar Los cuentos de Juana como novela. E incluso da un paso más, al subrayar el carácter anfibio de la obra, su doble condición, al tratarse de “una colección de 21 textos que funcionan lo mismo como cuentos plenamente autosuficientes que como capítulos de una única historia. Así, el libro navega con suficiencia entre la reunión de cuentos fantásticos y la novela corta no convencional, en uno y otro caso en torno a Juana […] y a su particular sentido mágico de develar el entorno, vista ella en diferentes momentos de su
29. Jacques Gilard, “Álvaro Cepeda Samudio, el experimentador tropical”, op. cit., p. 65. 30. Daniel Samper Pizano, “Prólogo”, en: Álvaro Cepeda Samudio, Antología, Bogotá, El Áncora Editores, 2001, pp. 17-18.
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existencia”.31 En esa misma línea, aunque sin justificar demasiado su afirmación, Rafael Saavedra sentencia que “el libro no es un conjunto de cuentos, como se podría pensar a partir de su título, es una novela, la novela de Juana y no los cuentos de Juana”.32 Varios han sido, a nuestro entender, los motivos que han llevado a la crítica a considerar Los cuentos de Juana como un volumen de cuentos y no como la novela que más bien parece ser. En primer lugar, acaso, lo más obvio: el título de la obra. Están, además, su fragmentariedad, la heterogeneidad de técnicas y de voces narrativas, o la incongruencia y presuntas contradicciones del conjunto. Y por último, aunque en relación con lo anterior, la rareza misma de la obra, donde tiene cabida sin mayores problemas el absurdo, el chiste, el humor y otros elementos que en otros casos han llevado a la crítica de hablar de antinovelas y aquí han impedido, sin más, que se la piense como novela. Todo ello ha motivado que críticos como Ariel Castillo cataloguen Los cuentos de Juana como “veintidós piezas, en apariencia sin otro vínculo que la presencia de Juana –como oyente de un chiste o interlocutora de un diálogo o protagonista de una historia fantástica o testigo de acciones determinadas o cidehametiana conservadora de un texto o destinataria de una epístola o alter ego del escritor”.33 Castillo, que ha trabajado en profundidad la obra de Cepeda Samudio y acierta al apuntar muchas de sus claves, contempla la posibilidad de concebirlo como libro de cuentos, como poema lírico, como autobiografía cifrada y, finalmente, como novela, en lo que él define como libro múltiple.34 Porque lo cierto es que, en su afán por experimentar con las formas, Cepeda va a dar cabida en Los cuentos de Juana al cuadro de costumbres (debidamente pasado por el tamiz cinematográfico), al relato circular a la manera del cuento del gallo capón, al chascarrillo, etc., formas todas distantes del cuento moderno, tal y como lo concibieron Edgar Allan Poe y sus continuadores en Hispanoamérica (Horacio Quiroga, Julio Cortázar)35, pero también de la manera en que lo ejecutaron Chéjov y los autores norteamericanos que sistemáticamente son invocados al hablar de las influencias de Cepeda (Hemingway, Faulkner, Dos Passos, Steinbeck, Saroyan, Capote). Todos estábamos a la espera,
31. Heider Rojas, “Álvaro Cepeda Samudio: del movimiento interrumpido a las formas en serie”, Folios, n° 15, 2002, p. 39. 32. Rafael Saavedra, “Los cuentos de Juana”, en: Jordi Aladro-Font (ed.), Homenaje a don Luis Monguió, Newark, Juan de la Cuesta, 1997, p. 325. Aunque de manera superficial, también Otto Morales Benítez pone en duda que se trate de cuentos; cf. “Lineamientos del fabular de Álvaro Cepeda Samudio”, en: Álvaro Pineda Botero y Raymond L. Williams (comp.), De ficciones y realidades. Perspectivas sobre literatura e historia colombianas, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1989, p. 103. 33. Ariel Castillo Mier, “La poética prospectiva de Los cuentos de Juana”, op. cit., p. 103. 34. Ibid., pp. 114-115. 35. Cf. Gabriela Mora, En torno al cuento: de la teoría general y de su práctica en Hispanoamérica, ed. corregida y aumentada, Buenos Aires, Editorial D. A. Vergara, 1993.
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esos cuentos en los que, como señaló Hernando Téllez, “no pasa nada”36 y que Gilard ha catalogado como cuentos de ambiente, beben, en efecto, de la tradición chéjoviana y de la norteamericana y supusieron, lógicamente, un revulsivo en el panorama narrativo de la Colombia de los años cincuenta: En cuanto a la forma es obvio que reaccionaba Cepeda contra el cuento perezosamente concebido como un condensado de novela, sin normas propias vinculadas con su brevedad, y sobre todo contra el narrador omnisciente heredado de la novelística del siglo XIX. Hubo en Cepeda y sus amigos, más temprano que en García Márquez (quien luego superó muy pronto su retraso), una reflexión estructuralista –antes de que existiera el estructuralismo– sobre los elementos constitutivos de la narración y Cepeda puso el acento en el manejo de la voz narradora, que él quiso, más que todo, quebrantar. Todos los elementos constitutivos –narrador, espacio, tiempo, personajes– pasaron por el filtro de su análisis a lo largo de sus lecturas (cada uno de sus propios cuentos así lo demuestra), pero fue con la autoridad o el autoritarismo de una voz perentoria –muchas veces confundidos la voz narradora y el autor– con lo que quiso romper primordialmente.37
Parece obvio que quien tan bien conoció el género en su funcionamiento y lo puso a andar en su propio país está demostrando una firme voluntad por problematizar los géneros literarios en un libro como Los cuentos de Juana, donde muchas de las partes que lo conforman parecen estar justamente enarboladas para ilustrar qué no es un cuento. Dicha circunstancia se hace patente en la nota “El cuento y un cuentista”, que publica en El Heraldo el 11 de abril de 1955 y que arroja algo de luz acerca del modo en que Cepeda concibe los géneros narrativos: Yo no he escrito nunca sobre el cuento: me he limitado a escribirlos: porque creo que el cuento, como género literario independiente, no está ampliamente definido en castellano. Quiero decir que existe todavía la tendencia a confundir el relato con el cuento: de llamar cuento a la simple relación de un hecho o estado. El cuento como unidad puede distinguirse con facilidad del relato: es precisamente lo opuesto. Mientras el relato se construye alrededor del hecho, el cuento se desarrolla dentro del hecho. No está limitado por la realidad, ni es totalmente irreal: se mueve precisamente en esa zona de realidad-irrealidad que es su principal característica. La circunstancia de que la novela utilice ambas técnicas –cuento y relato– para lograr su finalidad, ha dado lugar a esa falsa
36. Hernando Téllez, Nadar contra la corriente: escritos sobre literatura, Bogotá, Ariel, 1995, p. 330. Cf. Rigoberto Gil Montoya, “Álvaro Cepeda Samudio: nuevos visos en la cuentística colombiana”, Revista de Ciencias Humanas, n° 29, 2001, pp. 55-65. 37. Jacques Gilard, “Introducción”, en: Álvaro Cepeda Samudio, Todos estábamos a la espera, ed. de Jacques Gilard, Madrid, Cooperación Editorial, 2005, p. 27.
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identificación de las dos técnicas. La novela es en realidad una serie de cuentos, unidos por uno o varios relatos.38
Por eso parece difícil aceptar esa presunta libertad con respecto a las ataduras genéricas39 y no pensar, más bien, en un autor que pretende llevar al límite la forma novelística a partir de la yuxtaposición de otras formas, con la distancia crítica que le confiere la parodia. Un tipo de novela, para decirlo con Caicedo, que se renueva, no desdeña lo inacabado, asimila diversos géneros y hace un amplio uso del fractal: “cada fragmento no es un detalle, sino un elemento que contiene una totalidad que merece ser, más que descubierta, explorada y construida por su cuenta”.40 Como sabemos, el paratexto (títulos y subtítulos, dedicatorias y epígrafes, prólogos o prefacios y divisiones internas) contribuye a configurar el horizonte de expectativas del lector. En el texto que nos ocupa, el pacto con el lector en lo que concierne al género parece estar establecido desde el título mismo, quedando estipulado, al menos en apariencia, que se trata de un volumen de cuentos. En el prefacio, sin embargo, la voz narrativa califica al texto de novela, a la vez que anuncia la importancia que tendrá lo visual: “Pero hemos llegado a un acuerdo: Obregón va a escribir Los cuentos de Juana, esa novela que hace diez años estoy pintando” (p. 263). Más adelante, uno de los participantes en ese diálogo que constituye buena parte del prefacio, emplea el sintagma cuento de Juana, no como sinónimo de patraña o cuento chino, sino como equiparable a historia (contrapuesta a la literatura). Pero acto seguido, adoptando una vez más la técnica de la mamadera de gallo –esto es, la tomadura de pelo– y recurriendo al juego de palabras, el interlocutor le da la vuelta a la expresión, para sentenciar “¿y qué es la literatura sino la gran historia del mundo bien contada?” (p. 268). Se hacen de ese modo equivalentes literatura e historia, incidiendo en la importancia de la técnica o el bien contar. Una muestra de eso se nos dará a continuación, con ese cuento bien contado de la historia costeña en 21 capítulos, donde Cepeda Samudio va a demostrar que se puede contar no solo narrativamente, sino también mediante el teatro, la pintura, la poesía y el cine, dejando bien sentado que el calificativo de renaissance man no le queda grande. Lo anterior hace pensar que el término cuentos del título no debe ser entendido, sin más, en su dimensión genérica. Si seguimos analizando el paratexto, vemos que los capítulos o partes del libro llevan dos tipos de títulos: o bien resumen el argumento o destacan un elemento fundamental (como sucede en “Las muñecas que hace Juana no tienen ojos” o “Desde que compró la cerbatana ya Juana no se aburre los domingos”) o bien
38. Ibid., p. 51. 39. Ariel Castillo Mier, “La poética prospectiva de Los cuentos de Juana”, op. cit., p. 107. 40. Adolfo Caicedo, op. cit., p. 342.
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retoman el comienzo del capítulo (“A García Márquez Juana le oyó…”, “Desde que comenzaron a recortarle…”, “Como me han dicho que…”, etc.). Aunque en Todos estábamos a la espera es una práctica habitual la de tomar la primera frase como título del cuento (“Hoy decidí vestirme de payaso”, “Vamos a matar a los gaticos”), no es propio del género cuentístico que no haya título o que se tome sin más la primera frase –truncada, además, con los puntos suspensivos– si esta no es realmente relevante, como acontece en los casos mencionados de Todos estábamos a la espera. Es lo que sucede en “Juana tenía…” o en “Como me han dicho que…”. Además, es bastante probable que dichos títulos no pertenezcan a Álvaro Cepeda Samudio, sino a Alejandro Obregón, que preparó la edición. El hecho de que no tengan título refuerza la tesis aquí defendida de que no son cuentos sino capítulos de un todo mayor, que bien puede adscribirse al género novelístico. En lo que respecta a la heterogeneidad de los capítulos como elemento determinante a la hora de concebir el libro en tanto que volumen de relatos o viñetas independientes y no como un todo, no es necesario recordar que esa es justamente la técnica narrativa empleada en La casa grande, algunos de cuyos capítulos (“los soldados” y “el padre”) fueron incluso publicados de manera exenta antes de la aparición del volumen. Ni los abundantes cambios de técnica, la polifonía o el carácter heteroglósico del texto han llevado a la crítica a pensar que La casa grande sea algo distinto a una novela, pues estos rasgos, además, están en la base del género novelístico mismo. En este sentido, el proceder de Cepeda Samudio en Los cuentos de Juana está más próximo a La casa grande que a Todos estábamos a la espera, pues la pluralidad de técnicas, narradores y puntos de vista constituyen sendas visiones del mundo de Juana. Es cierto que en alguna ocasión las informaciones pueden parecer contradictorias, como cuando en el capítulo protagonizado por Fray Bartolomé se alude a que Juana “a duras penas si entendía el más elemental español” (p. 326), mientras que en “Las muñecas que hace Juana no tienen ojos”, la hemos oído hablar perfectamente dicha lengua. Pero eso responde más a la opción del autor de apostar por la incoherencia, el anacronismo deliberado, la inverosimilitud y una lógica no muy racional como técnicas que a una auténtica falta de vínculos entre los capítulos, que por otra parte sí existen: elementos, motivos o imágenes que, de modo sutil, establecen conexiones entre las distintas partes del libro y que el lector atento sabrá descubrir. En ese sentido, el capítulo final, “Barranquilla en domingo…”, supone una suerte de recapitulación de esas escenas o viñetas presuntamente independientes, donde se añaden y eliminan elementos, pero donde, sobre todo, se trazan vínculos hasta ahora inexistentes entre capítulos (“Corte al balcón: pote de avena Quaker, lleno de dardos”, p. 363) y se evidencian dos de las figuras retóricas sobre las que se apoya la obra: la elipsis y el relato repetitivo, gracias al cual se nos narra, desde distintos ángulos una única acción (es lo que sucede con el momento en que, vestida de novia, Juana se dirige a casarse o con el relato de su suicidio). Sobra decir, por
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otro lado, que la recurrencia a la narración fragmentada le viene a Cepeda del cine, como queda patente en ese último capítulo, y que ya era esencial en su primer cortometraje, La langosta azul (1954). Siguiendo con los textos literarios y la tradición latinoamericana, hay que recordar que otras obras publicadas por esas fechas, como las ya citadas Museo de la novela de la Eterna, del argentino Macedonio Fernández, o De donde son los cantantes, del cubano Severo Sarduy adolecen de los mismos defectos; taras o defectos entre comillas, claro está, pues estos autores y obras no vienen sino a imponerle al lector un cambio en su manera de enfrentarse al texto. A partir de escritores como estos y otros posteriores, la organización de los capítulos a manera de collage o el uso ostentoso del fragmento no podrán ser vistos como problema, sino como signo de unos tiempos que se distancian a pasos agigantados de Balzac, de Flaubert, de Tolstoi o de Galdós, pero también de esa noción vargallosiana de la novela total, que, mal que bien, pusieron en práctica novelistas como el propio Vargas Llosa o Gabriel García Márquez en la segunda mitad del siglo XX, y que llevaba aparejada la idea del autor como un deicida, que rehacía la obra divina en toda su complejidad. Como ya se ha dicho, la misma novela La casa grande podría ser incluida, con matices, bajo ese marbete, pues cercana en su fragmentariedad a obras como Pedro Páramo o La muerte de Artemio Cruz, demostraba sin embargo, gracias a la recurrencia al mito y a la pluralidad de enfoques sobre unos mismos hechos, un cierto afán totalizador, una cierta voluntad por ofrecer la realidad en sus múltiples niveles, una “faulkneriana oscuridad”.41 No es el caso de Los cuentos de Juana, que poco adeuda al paradigma de la modernidad. Frente a esta obra el lector reconstructor no tiene nada que hacer, porque las piezas del consabido puzle no encajan: ni están todas, ni todas pertenecen al mismo rompecabezas. La reordenación o reconstrucción de lo fragmentado es simplemente imposible, pues no hay una historia única que recomponer; es más, habrá piezas que sobren, que el lector no sabrá dónde colocar, mientras comprende que el juego ya no es ese. Lo que no debe, pues, el lector del siglo XXI es ver en Los cuentos de Juana una obra malograda del boom, sino más bien, leerla al hilo de otras coetáneas y posteriores; una obra, que bien puede ser concebida como novela, donde, como en las de Severo Sarduy, Manuel Puig o Luis Rafael Sánchez, desaparecen las fronteras entre la alta cultura y lo popular y en la que no solo están presentes diversos aspectos de la cultura pop, que ya hacía tiempo había emergido en occidente, sino muchas de
41. Jacques Gilard, “Introducción”, en: Álvaro Cepeda Samudio, La casa grande, Bogotá, El Áncora Editores, 2012, p. 22. Cf. Robert L. Sims, “La casa grande de Álvaro Cepeda Samudio: novela, historia y multiplicidad de voces”, en: Álvaro Pineda Botero y Raymond L. Williams (comps.), De ficciones y realidades…, op. cit., pp. 73-85; Maurice P. Brungardt, “Mitos históricos y literarios: La casa grande”, Huellas, n° 51-52-53, 1997-1998, pp. 84-88.
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las claves de esa literatura en lengua española que, en 1972, todavía estaba por venir.