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Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN.........................................................................................................3 CAPÍTULO I........................................................................................ 10 EL ESFUERZO DEL ALMA......................................................................................10 CAPÍTULO II....................................................................................... 37 LA ACCIÓN DE DIOS...............................................................................................37 CAPÍTULO III...................................................................................... 59 LA UNIÓN CON DIOS..............................................................................................59 CAPÍTULO IV...................................................................................... 82 FECUNDIDAD APOSTÓLICA.................................................................................82
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INTRODUCCIÓN
El autor de estas páginas es un sacerdote que sufrió mucho y a quien el Señor colmo visiblemente. Enteramente desligado de sus notas espirituales, autorizó la publicación de parte de ellas en 1929. Virgo Fidelis, prologada por el R. P. Garrigou-Lagrange, tuvo un gran éxito en Francia y en el Canadá. Su acento «vivido» y su profunda sencillez conmovieron a muchas almas. Posteriormente, el autor, definitivamente inmovilizado por el sufrimiento, aceptó entregarnos sus papeles inéditos —él, que tan amigo era del Carmelo y que tan impregnado estaba de su espiritualidad—, con la esperanza de poder hacer todavía algún bien a las almas, a las que tanto amaba y a las cuales ya no podía llegar por sí mismo sino en lo invisible. Y murió en el mismo memento en que aparecía la primera edición de La vida oculta en Dios. El señor obispo de Limoges nos autorizó entonces a revelar que bajo el seudónimo de Robert de Langeac se ocultaba el reverendo señor Delage, sacerdote de San Sulpicio y profesor de Dogma del Seminario Mayor. El prelado concluía su escrito con este elogio, que tan hermoso es en su brevedad: «El autor vivía lo que expresaba.» La concepción de esta obrita difiere de la de Virgo Fidelis. Entre los textos reunidos por una mano fiel y religiosa, hemos escogido los que más directamente se re ferian al más sublime desarrollo de esta «vida oculta en Dios» de la que habla el apóstol, tal como se realiza en la «transformación amorosa». Estas páginas constituyen, pues, una especie de testimonio de honda vida espiritual. Sin embargo, para evitar falseamiento de perspectivas, hemos cuidado de subrayar primero el esfuerzo ascético del alma, y de evocar el ambiente de oración y de carencia en el que se coloca ella misma con la ayuda de Dios y sobre el cual los Consejos a las almas de oración insistieron ya lo suficiente como para que ahora necesitemos volver con más amplitud sobre ello. El capítulo segundo describe luego la acción de Dios en el alma. «Dios y su obra es Dios», decía San Juan de la Cruz. Esta intervención divina tiene que padecerla el alma que se ha resuelto, cueste lo que cueste, a soportar todas las pruebas interiores que el Señor juzgue necesarias para prepararla a la unión. La cual se describe luego en límpidas 3
páginas: el alma, convertida en la presa del amor divino, sosegada, tranquila, silenciosa, pero viva y amante, oye la voz de su Dios que le dice esta sola palabra: «Mira. Es la hora de las iluminaciones, de las revelaciones íntimas… Los ojos se abren.» Pero lejos de guardar celosamente para ella los favores recibidos, el alma plenamente unida a su Dios desborda de fecundidad apostólica, pues por «dondequiera que está, el amor actúa… Aun privada de los medios ordinarios de la acción, que son la palabra y las obras, sigue actuando, y tal vez más eficazmente que nunca. Le quedan la oración, el sufrimiento, la misma impotencia. Todo lo encuentra bien. Convierte en flecha cualquier madera». El ciclo de una vida espiritual profunda concluye así con la plena entrega de uno mismo a Dios y a los demás. No conviene, por otra parte, que este plan, aparentemente riguroso, equivoque al lector sobre el verdadero sentido de este libro. Porque estos «trozos escogidos» de ningún modo pretenden constituir una doctrina completa de la unión a Dios, sino que más bien quieren comunicar, a través de las palabras, una experiencia que se refiere con mucha espontaneidad. No nos hemos preocupado así, al encadenar los textos, de establecer en ellos una rigurosa continuidad de estilo. A veces el autor habla del alma espiritual en general, mientras que otras se expresa en primera persona. A menudo parece también interrumpir su discurso para hablar directamente al lector. En otros pasajes, quien habla es Cristo. Y aunque las leyes literarias de la composición hayan de padecer por tanta libertad, parece que, a cambio de ello, la lectura de estas páginas dará la impresión de un diálogo muy libre y muy cordial con un alma que ha encontrado a Dios. El estilo de esta obrita parecerá, sin duda, de una sencillez desconcertante. Los escritores espirituales conocen el drama de la expresión todavía más que los autores profanos. Pues sí difícilmente se dejan los sentimientos de un hombre definir y transmitir por él a sus semejantes, ¿qué habremos de decir de las operaciones de la Gracia en un alma? Lo que un Dios oculto y trascendente realiza allí, a su arbitrio, bajo el manto de la noche o en el alborear de una fe ya irradiante, no lo han visto los ojos ni lo han escuchado los oídos… «¿Cómo hablar, Dios mío, de la unión íntima contigo? Harían falta palabras más blancas que la nieve, más ardientes que el fuego. Estas palabras no existen. Y, sin embargo, ¿cómo callarse sobre la única cosa que verdaderamente tiene valor y que cuenta?» Y el alma gime: «¡Oh Amor!, las palabras son demasiado 4
pequeñas para contenerte y por eso las destrozas; son demasiado débiles para expresarte, y por eso las aplastas.» Pero el espiritual se resigna más fácilmente que el escritor a esa deficiencia de la expresión. La considera como una miseria más que añadir a tantas otras de que se ve acribillado y la acepta con la misma humilde dulzura con que soporta aquéllas. Por lo demás, y a su manera, la pobreza del lenguaje humano es un himno a la gloria de lo Inefable: «…puesto que (esas palabras) proclaman por su misma impotencia Tu grandeza y Tu fuerza.» El místico renunciará, pues, a torturarlas para tratar de hacer que digan lo que no pueden decir. Pero la sencillez de su estilo será una especie de escándalo para esas inteligencias carnales que querrían apreciar el valor y la intensidad de la experiencia espiritual, no por el comportamiento moral, sino por las palpitaciones de la sensibilidad y por los dones de la expresión. Piensan como el apóstol Tomás: «Sí no veo en sus manos la señal de los clavos —la señal de las heridas que el amor ha causado al alma— y meto mí dedo en el lugar de los clavos y mi mano en su costado, no creeré». Pero esas heridas son invisibles, y si la carne participó en los trastornos espirituales del alma, no guardó su huella exacta y no es capaz de expresarlas perfectamente. Lo que es espíritu sigue siendo espíritu y se mantiene más allá de lo sensible; es de otro orden. E incluso, el espíritu se deleita a veces en borrar sus propias huellas, como para desafiar a la carne. Ciertos espirituales escogen voluntariamente, tal como el Señor lo hizo en su Evangelio, los términos más sencillos para decir las cosas más sublimes. Les importa poco parecernos banales o monótonos, sí el amor les hace hallar a esas palabras usuales un sabor constantemente nuevo. «El canto de la tórtola tiene algo dulce, apacible, constante, gratamente monótono. Diríamos que es la voz de un afecto seguro de sí mismo, que para gustarse no tiene necesidad sino de repetirse sin brillo, casi sin ruido, pero también sin pausa. En el fondo del alma interior hay una voz muy semejante. Canta dulcemente y como muy bajo una melodía muy sencilla, que se contenta con unas pocas notas a intervalos muy cercanos: «¡Oh Amor, Te amo! ¡Dios mío, Tesoro mío, mi Todo, mi Amor!» Las almas interiores de todos los tiempos han cantado sustancialmente siempre, aunque sin duda con infinitas variantes, esa misma cantinela del Amor. El Amor las ha escogido, perseguido y, poco a 5
poco, ha ido invadiéndolas; a través de la muerte, las ha conducido a la vida. Las páginas que siguen serán así un testimonio vivo de ese Amor divino y de su reflejo creado, testimonio que habrá de añadirse a muchos otros. Pero tal vez se diga: ¿Para qué divulgar esos secretos interiores? La evocación de favores tan «extraordinarios» y tan raros no conseguirá otra cosa sino que los cristianos que caminan a paso mesurado por el camino «normal» den vueltas a su cabeza. Y en cuanto a los que hayan podido conocer semejantes gracias, tal vez se corra el riesgo, atrayendo la atención sobre ellas, de hacerles perder la lozanía de su alma. Para responder a esta objeción, que tiene su peso, empecemos por observar que estas páginas no van destinadas especialmente a las almas místicas, las cuales, ciertamente, existen, pero parecen ser raras. «El porqué Él se lo sabe», responde San Juan de la Cruz descorazonando de antemano nuestras explicaciones humanas. En todo caso, la extrema sensibilidad sobrenatural de los espirituales les impide echar sobre sí mismos una mirada de complacencia, y en el sentido en que Pascal decía del verdadero filósofo que éste «se burla» de la filosofía, los verdaderos místicos «se burlan» de la mística; al menos de la de los libros. Por instinto divino se dedican a conservar una perfecta desnudez de espíritu para caminar cada vez más en la Fe. Por lo demás, lo que nos parece un término, lo consideran ellos más bien como un principio; y sólo les parece que empiezan a dejarse manejar por Dios cuando se abandonan a su Espíritu. Menos todavía se dirige este libro a las almas que creen ser místicas (y que en un tiempo como el nuestro no son, ¡ay!, legión). Pues aunque imiten éxtasis y arrobamientos que casi llegan a confundir, y aunque a menudo lo hagan con una inconsciencia de la cual son las primeras víctimas; aunque a veces realicen obras casi extraordinarias, les falta en el Interior ese «no sé qué» sencillo humilde, abierto, llano, que hace huir al iluminismo y los ofrece a una auténtica iluminación sobrenatural. Haría falta que se dejasen abrir los ojos, que aceptasen, por así decirlo, cepillarse con el buen sentido de los verdaderos místicos. San Juan de la Cruz les aconsejaría que tomasen una «comida sustancial» siguiendo un poco más a su razón en lo que tiene de legítima (pues tal es el tema de una de sus máximas). Y Santa Teresa, por su parte, les propondría sencillamente otra comida: la que imponía a sus falsas visionarias: carne y descanso. 6
Resulta, pues (aunque sea bastante paradójico), que este librito se dirige a los cristianos corrientes que somos nosotros, para quienes el contacto de los auténticos espirituales es siempre beneficioso. Pues su éxito sobrenatural, si nos atrevemos a asociar ambas palabras, nos hace confiar en las energías casi ilimitadas depositadas por la Gracia en el fondo de nuestras almas y que sólo quieren poder desarrollarse allí. Pues el agua clara de la vida descendida del Trono de Dios y del Cordero hierve en nuestras entrañas, anhelando una salida para brotar en nosotros como vida eterna. Mientras tanto, murmura persuasiva en lo más íntimo de nosotros mismos aquella invitación que oyera Ignacio de Antioquía: «¡Ven hacia el Padre!» Después de todo la transformación en Cristo, de la que las epístolas apostólicas hablaban tan osadamente a los primeros cristianos, no es más que el pleno desarrollo de nuestra vida de bautizados. San Juan de la Cruz lo proclamó a su vez cuando vio en la «unión plena» la realización más profunda de aquella frase de Nuestro Señor a Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo que quien no naciere del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de los Cielos». ¿Por qué, pues, un alma interior no había de anhelar obtener desde esta tierra la plena unión de voluntad con Dios, bajo la forma en que a Éste le pluguiera darla? (y no hay en el fondo más que una perfección, más o menos rica en resonancias conscientes). «Cuando el alma hace lo que es de su parte, dice San Juan de la Cruz, es imposible que Dios deje de hacer lo que es de la suya» “. «Indudablemente, añade prudente nuestro autor, no conviene imponerse a Dios; es inútil y es perjudicial. Invita «de hecho» a quien le place. Pero espera que le deseemos, que le pidamos, que le llamemos, que le preparemos nuestra alma por un amor delicado y generoso, constante y abandonado, y tiene derecho a ello. Ése es, pues, nuestro deber.» Aun suponiendo que jamás lleguemos a tales cumbres, por pereza o negligencia de nuestra parte, o por libre voluntad divina de la otra, nos hará bien que plantemos por un momento nuestra tienda para contemplar la transfiguración de un alma, nos hará bien respirar el aire de las alturas espirituales, el cual no es otro que el Espíritu Santo, infinitamente más vivificante que los impuros soplos de la llanura. Frecuentando a los espirituales aminoramos nuestra grosería nativa, nos desprendemos de nuestras maneras de ver y de juzgar que son de aquí abajo para apreciar las cosas a la luz de lo alto. («Vosotros sois de abajo, Yo soy de Arriba» decía Cristo a los fariseos.) ¿Y no es ésta una apreciable ganancia? 7
Sobre todo cuando al frescor de la experiencia se asocia, como en el autor, un profundo conocimiento de la teología. Por haber enseñado el dogma durante largos años, Robert de Langeac había adquirido una claridad de pensamiento, un equilibrio y una seguridad doctrinal de las que no podemos sino felicitarnos, sobre todo en semejante materia. En esta escuela, no sólo aprenderemos a dilatar nuestros deseos personales a la medida del don de Dios y de su «demasiado grande amor», sino también a alimentar nuestra esperanza dentro de la prueba por la que hoy atraviesa el mundo. Viendo el caos que reina en todos los campos y el profundo desquiciamiento de los espíritus, no puede uno dejar de pensar, con un estremecimiento del corazón, que el Señor está allí, en su era, con la criba en la mano, dispuesto a cernir su trigo. Parece que nada pueda apaciguar ya ese furor justiciero suyo, que la Escritura se atreve a comparar, con su vigor habitual, al de un hombre borracho. Y, sin embargo, ¡que fácil de desarmar seria la cólera de Dios si nos dirigiésemos a su Corazón! Pues su amor lo hace tan invulnerable a nuestras oraciones que Él mismo parece asombrarse de ello en la Escritura: «¿No es Efraím mi hijo predilecto, mi niño mimado? Porque cuantas veces trato de amenazarle, me enternece su memoria, se conmueven mis entrañas y no puedo menos de compadecerme de él» (Jer. 31,20) Si, por tanto, el mundo debe ser salvado —y tiene que serlo—, no lo será ante todo por esos medios humanos, por esas técnicas que es necesario llevar a la práctica, pero cuya eficacia sigue siendo limitada. ¡Son medidas humanas, no medidas de Dios! Ahora bien, detrás de las causas segundas, la fe nos enseña que quien obra es Dios, que Él no mira al mundo como un espectador entristecido y más o menos impotente, sino que, por decirlo así, pone sus manos en la pasta humana y la amasa en todos los sentidos. Ante todo se trata, pues, de doblegar y de conciliarse a Dios. Eso es posible a aquel que cree y cuya fe viva sube en oración hacia el cielo. Pues la oración pone en movimiento ese infinito Poder al cual no teme ella mandar. Indudablemente que no tenemos demasiado tiempo para orar y que oramos mal. Pero tras la lectura de estas páginas consuela pensar en esos «amigos viejos de Dios» de que hablaba San Juan de la Cruz, que, diseminados por toda la tierra, tratan de arrancarle la salvación del mundo como antaño Abraham la de Sodoma: «Perdona, Señor, sólo una vez más: ¿Y si se hallasen en Sodoma diez justos? 8
»Y Yahvé le contestó: «Por los diez no la destruiría». ¡Que puedan llegar a ser cada vez más numerosas esas almas! Ésa es la oración que dirigimos al Señor, con Robert de Langeac: «¡Qué bueno sería, Dios mío, que hubiera en esta hora en el mundo un mayor número de estas almas robustecidas por Ti en el bien! Se diría que todo va a hundirse para siempre… La pobre Humanidad parece un hombre borracho que busca a tientas su camino. No sabe a quién con fiarse. No sabe sobre quién apoyarse… ¿Pero quién le abrirá los ojos y le enseñará el camino? ¿Quién sostendrá sus pasos vacilantes? Tan sólo las almas luminosas y fuertes, diseminadas en la masa, pueden prestarle ese servicio y llevarla hasta Ti. Haz, pues, Dios mío, que el número de esas almas redentoras aumente entre nosotros para que seas conocido, amado y glorificado y para que el mundo se salve.»
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CAPÍTULO I EL ESFUERZO DEL ALMA
LA VIDA INTERIOR Nuestra Señora del Monte Carmelo es la Patrona de la vida interior, la Virgen que nos aparta de la muchedumbre y nos lleva dulcemente hacia esas cumbres donde el aire es más puro, el cielo más claro, Dios está más próximo… y en las que transcurre la vida de intimidad con Dios. Según San Gregorio el Magno, la vida contemplativa y la vida eterna no son dos cosas diferentes, sino una sola realidad; una es la aurora, la otra el mediodía. La vida contemplativa es el principio de la dicha eterna, su saboreo anticipado. Que la Reina del cielo nos conceda, pues, la gracia de comprender el estrecho vínculo que une esas dos vidas para vivir aquí abajo como si estuviéramos ya en el cielo. Un alma interior es un alma que ha encontrado a Dios en el fondo de su corazón y que vive siempre con Él. Dios está en el fondo del alma, pero está allí escondido. La vida interior es como una eclosión de Dios en el alma. Mantengámonos en el centro de nuestra alma, en ese punto preciso desde el que podemos vigilar todos sus movimientos, para detenerlos o dirigirlos, según los casos. Vivamos o de Dios o para Dios, pero repitámonos que no se obra del todo para Dios sino cuando ya no se hace absolutamente nada para uno mismo. Se obra entonces porque Dios lo quiere, cuando Él quiere y como Él quiere, por estar siempre unidos en el fondo con Aquel de quien uno no es más que un dichoso instrumento. Dos cosas hacen falta para llegar a la perfección y a la íntima unión con Dios: tiempo y paz. Lo que da valor a los actos reflexivos del hombre es la unión a Dios por la caridad. Cuanto más profunda es esa intimidad, más valor de eternidad tienen sus frutos. Un alma cuya mirada interior, afectuosa y humilde, está siempre fija en Dios, obtiene de Él cuanto quiere. 10
Entre un alma recogida, desligada de todo, y Dios, no hay nada. La unión se realiza por sí misma. Es inmediata. El tiempo pasa; siempre se ama a Dios demasiado poco y muy tarde. ¡Qué delicado eres en tus afectos, Dios mío! Tienes en cuenta lo que de legítimamente personal hay en nosotros, y tratas al alma que amas como si en el mundo no hubiera otra cosa que ella y Tú. Creer es comulgar en la ciencia de Dios: Él ve; nosotros creemos en su palabra de testigo. En la fe, Dios habla; por la esperanza, Dios ayuda; en la caridad, Dios se da, Dios colma. Elevaos hacia Dios constantemente. Dejad en tierra a la tierra. Vivid poco con los demás.” menos todavía con vosotros mismos, pero lo más posible, si no en Dios, por lo menos cerca de Él. Cuando en el fondo de vuestra alma oigáis, dos voces contradictorias, conviene que escuchéis generalmente a la que habla más bajo. En todo caso, ésa es la que pide más sacrificios. ¡Y tiene tanto valor el sufrimiento bien entendido! Desliga y aproxima a Dios.
EL DESORDEN Y LA LUCHA Por un desorden, consecuencia del pecado original, cada facultad, dice Santo Tomás, busca su bien propio sin ocuparse del bien común, aunque el conjunto haya de perecer. Sucede entonces como cuando hay que domar a una manada de fieras. Que no se consigue sino con el látigo y sin perderlas de vista. Y si uno carece de dominio sobre sí mismo, sobre todo al principio, aquello es una jaula de fieras. No bajéis a ella so pretexto de dominarlas a latigazos. No lo lograríais. Cerrad la trampa y subid hacia Dios. ¿Cómo lograrlo? Es un secreto, pero el Espíritu Santo os lo enseñará. Además, que el Enemigo merodea siempre alrededor de las almas. Y aquellas que se le escaparon y se esfuerzan en servir a Dios le son particularmente odiosas. Para turbarías lo intenta todo. Quiere impedir que den frutos. Y para eso arremete contra las flores en cuanto éstas brotan. Pues cada flor que cae antes de tiempo es un fruto perdido para la cosecha. Y cada buen pensamiento apagado por el miedo, cada buen deseo sofocado por el te-mor, son otras tantas flores estériles. El Demonio lo sabe. Y por eso excita en el alma esos mil pequeños brotes importunos y turbadores de necia vanidad, de envidiosa susceptibilidad, de iracunda impaciencia, de 11
caprichosa avidez que molestan, inquietan, paralizan, intimidan, y acaban por dividir simultáneamente la atención del espíritu y la aplicación de la voluntad. Dios, en cambio, jamás está en la turbación o en la inquietud; por esos signos reconoceréis, pues, siempre, que aquello no es de Él. ¡Es tan sutil el Demonio para dañar a las almas de vida interior!
DESPOJO DE LA IMAGINACIÓN Un punto sobre el que hemos de insistir es la educación de la imaginación. La imaginación es la zona en que confluyen las facultades superiores y las inferiores. Adueñarse de ella tiene así la mayor importancia. Pero no se consigue fácilmente… Paciencia, pues, y tiempo al tiempo. No tenemos sobre la imaginación un poder despótico, sino político. Ganémosla por destreza. Presentémosle imágenes buenas y santas; dejémosla libre, si es necesario, vigilándola. Poco a poco, cuando las demás facultades hayan sido ganadas por Dios, formará al lado de ellas. La regla general es el Age quod agis de los antiguos. Terminar con las discusiones inútiles sobre lo que acabamos de hacer, con las preocupaciones sobre lo que hemos de hacer más tarde. Lo que hemos de vigilar, regular y dominar es la imagen que está siempre al final de la acción lo mismo que estuvo en su origen. Atengámonos únicamente a la imagen de lo que hacemos, pero sin precisarla más de cuanto sea menester. Que durante este tiempo el fondo del alma está unido muy suavemente a Dios. Insistamos mucho sobre este punto. Multiplicar las imágenes es aumentar el desasosiego, dividir las fuerzas de la atención. Durante la acción, no tengamos en la imaginación más que una imagen; la de la cosa que hagamos. En la meditación, por otra parte, en lugar de combatir las distracciones, vale más que nos volvamos hacia Dios y vayamos derechos a Él por un movimiento vigoroso del alma. Ocupad vuestro espíritu, pero en paz y con paciencia. No le deis a moler más que muy buen trigo. Que trabaje lentamente. Las lecturas inútiles no sirven más que para hacer girar la imaginación en el vacío. Pero los molinos no están hechos para girar, sino para moler. La conclusión es fácil de deducir. 12
Para ver mejor los «armónicos» de una idea principal y sus ideas afines, debilitad el sonido de aquélla. Y dedos: agrando, luego exagero. No escuchéis el rumor que se forma en vuestra alma; eso es, por lo menos, perder el tiempo. Dejad más bien que la tierra siga girando. Procurad vivir a la manera de las almas desasidas. Uníos a Dios por lo más alto del alma. No esperéis a mañana para concluir vuestros trabajos de construcción. Hacedlo desde ahora mismo. Vigilad mucho vuestras fuentes, vuestros puntos de partida, como se vigila un cruce de agujas o una cimentación. Pues sin eso, y ayudados por la lógica, podéis construir todo un edificio sobre la arena, sin punto de apoyo, en el aire. Y ya sabéis lo que sucede… A menos de que las conclusiones a las que lleguéis os adviertan por sí mismas que habéis equivocado el camino… En el descanso, suprimid despiadadamente todo ensueño imaginativo en cuanto lo vislumbréis. Dad a Dios la fidelidad de no ocuparos más que de Él y Él os dará enseguida la Gracia, para hacer lo que sea preciso y para resolver los problemas pendientes. Hay períodos en los que la «rueda de molino» es muy difícil de parar; es preciso saber soportar esas importunidades de la imaginación. No persigáis entonces a Dios, sino volved hacia Él suavemente las facultades superiores. Es lo más seguro e, incluso, lo más fácil. Velar sobre la salud, la moderación en la marcha, en la escritura, etc., ayuda mucho. Pues en la pobre máquina humana todo se relaciona. Importa mucho evitar todo lo que agita, inquieta y turba. ¿Sobre quién descansará mi Espíritu sino sobre el humilde y el pacífico? ¡Tenemos tanta necesidad del Espíritu Santo! Acordaos de que la imaginación es tanto más de temer y de vigilar cuanto que no siempre se equívoca necesariamente.
MORTIFICACIÓN DEL CORAZÓN Dad vuestro corazón a Jesús cada vez más. No esperéis para eso a ser perfectos. No, dádselo ahora. No busquéis voluntariamente ningún consuelo. Dios, que os conoce y que vela sobre vosotros, os dará los que necesitéis in tempore oportuno. Dios no quiere que procuréis el ser amado y el saberlo. Os lo concederá por añadidura, pero cuando ya no lo deseéis. Mientras tanto, 13
quiere que lo busquéis a Él sólo, siempre por todas partes, en todo, especialmente en la humillación. No busquéis nada sensible; no es sólido. Estamos compuestos de una parte espiritual y de una parte sensible; pero lo que sucede en la segunda es de orden absoluta. No debe contar prácticamente. Dios es espíritu. So1o importa, pues, lo espiritual. Si lo que le decís nada os dice, no importa. Continuad, con tal de que Él esté contento. Más bien es, preciso temer las emociones sensibles en la vid espiritual, porque son emociones agradables. Se cree uno virtuoso. Se apega uno a ellas, porque son emociones agradables. No las pidáis, no las deseéis. No os adhiráis a ellas nunca. El amor sensible proviene del conocimiento sensible. ¡Si pudierais comprender la diferencia que hay entre el mismo amor natural de Jesús y el amor sobrenatural, el verdadero amor de caridad! Suponed un alma que, sin haber recibido la Gracia, hubiese amado a Nuestro Señor sobra la tierra únicamente porque Él era hermoso y bueno… Es algo de orden absolutamente distinto. Lo sensible debe ser mortificado, eliminado, para dejar sitio a lo espiritual. Fijaos en San Juan de la Cruz: no sólo quiere que se renuncie a lo sensible, sino, incluso, en los afectos espirituales, a la alegría sentida por si misma. Sobre la tierra, no hay proporción entre nuestro conocimiento y nuestro amor. Por eso es por lo que se puede amar más de lo que se conoce. Debe bastarnos con saber que Dios es Infinitamente amable y que se le ama cumpliendo su voluntad. El conocimiento sensible es secundario, pero podemos figurarnos a Nuestro Señor de tal o de cual manera; depende de las imaginaciones. En cuanto al conocimiento intelectual, San Juan de la Cruz dice, y es verdad, que no tenemos sobre Dios más que unas ideas toscas, pero mientras Dios no nos dé luces infusas, tenemos que servirnos de ellas aunque sepamos sobradamente que son toscas. Pues nosotros no somos espíritus puros.
RENUNCIAMIENTO A LA VOLUNTAD PROPIA Nosotros probamos a Dios que le amamos cuando cumplimos su voluntad desde la mañana a la noche, cuando la cumplimos bien, cuando la cumplimos con todo nuestro corazón, no sólo en sus líneas generales, sino en sus más pequeños detalles. La amistad verdadera consiste en la unión de dos naturalezas y de dos personas en una sola voluntad. 14
Caminad con la mirada fija en lo alto. Obedeced sencillamente, inteligentemente. Y, en lo demás, en cuanto no haya pecado, haced la voluntad ajena, mejor que la vuestra. Lo que cuesta más no es la mortificación, es la obediencia, esa cesión de nuestra voluntad a la voluntad de otro. ¡Bajo qué luz tan distinta veríamos la obediencia, si viéramos en la voluntad de ese otro la de Dios! A veces, ante un pequeño sacrificio que hemos de hacer, no queremos ver la voluntad de Dios, porque si la viéramos, estaríamos obligados a seguirla. Entonces desviamos nuestras miradas para no considerar el vínculo que une indisolublemente la perfección y ese pequeñísimo sacrificio. Tenemos que reprocharnos todas las noches nuestras resistencias a la voluntad de Dios por falta de generosidad, por falta de amor y, sin embargo, un sacrificio frustrado queda frustrado eternamente… y quizá era el comienzo de una cadena de gracias que se rompió porque no supimos coger su primer anillo. La fidelidad en las pequeñeces para con un Dios tan grande seria para nosotros el comienzo de los máximos favores. Santa Teresa del Niño Jesús decía que no recordaba haber negado nada a Dios desde la edad de tres años. Desconfiad mucho de los razonamientos a los que os sintáis apegados. No son fruto normal de vuestra inteligencia, sino más bien de vuestra voluntad. No siempre veis las cosas como en realidad son, pues hay imponderables atómicos que se os escapan. Y suplís esta deficiencia con un alarde de voluntad: “Lo quiero así, pues así lo mando, y si me preguntáis el motivo os diré que es mi voluntad” (Juvenal). Es algo que hay que corregir. No dejéis hacer a Dios lo que podáis hacer vosotros mismos. Todavía le quedará mucho que hacer. No puedo actuar fuera de las indicaciones de Dios. Cada vez que me he mantenido en los límites exactamente trazados por la Providencia se ha realizado un poco de bien. Cada vez que he querido traspasarlos, aunque no fuera más que en una tilde y bajo los mejores pretextos, lo he embrollado todo y el bien no se ha realizado.
HUMILDAD No hallaréis la paz verdadera más que en la humildad. Despreciaos sinceramente delante de Dios y hacedlo cada vez más. Intentad al menos 15
hacerlo; veréis los resultados. Si pudierais llegar a mar (voluntariamente) la humillación y la contradicción, habríais dado un gran paso hacia Dios. Aceptad francamente y sin discusión interior o exterior las pequeñas humillaciones cotidianas. Procuradlo; sólo cuesta el primer paso. Podría así arraigarse el hábito. Y entonces, ¡qué alegría y qué paz! Amar que a uno le humillen y le tengan por nada es una gracia. Pedidla sin cesar, pero sosegadamente. En la práctica, reconocer que no tiene uno razón, es perder poco y ganar mucho. Aceptad humildemente no gustar a todo el mundo; querer lo contrario sería querer lo imposible. Velad sobre vuestra necesidad de criticar y de contradecir a los demás como para mejor afirmaros ante vuestros propios ojos. Decid vuestro sentir con sencillez, exactitud, claridad y brevedad; tened calma luego y orad. Continuad vuestros esfuerzos, aunque sean infructuosos. Dios os los pide para poder recompensaros. Permite su fracaso, aparente o real, para humillaros. Necesitáis de la humillación como de un freno. Cuanto más doloroso sea, os es más necesario. Pues nada nos esconde como la humillación. Y nada nos humilla como nuestros defectos. Amad vuestros defectos. Os humillan y os proporcionan la materia prima de vuestros esfuerzos. Pero corregidlos también. Acordaos del proverbio: «Quien bien ama, bien castiga». Y no traduzcáis «bien» por «mucho». Dejad a esa palabra todo su sentido de mesura, prudencia y firmeza, pero no de dureza. Consideradlos como una mina inagotable de méritos y de humillaciones. En este sentido lamentaría que no tuvierais defectos. Si alguien nos juzgara tal y como nos conocemos, nos haría sufrir mucho. Y todavía más si nos dijera su fallo. Pues nada nos duele tanto, aunque reconozcamos ser unos miserables, como una simple mirada del prójimo cuando éste nos juzga con nuestra propia medida y, por consiguiente, nos desprecia. Nuestro fondo de orgullo nos hace sentirla como un hierro candente, como una quemadura que consume. Hay almas que no pueden sobrevivir al golpe de haber cometido una falta y al menosprecio que ésta trae consigo. ¡Qué hábiles somos para responder a los reproches y cuántas precauciones tomamos para evitar la más pequeña humillación! Pero nada es tan contrario a la paz como esto. ¿Se tiene paz cuando no se puede tolerar la menor falta de consideraciones? Jamás podrá Dios conceder sus gracias a un alma que siga preocupada con estas 16
opiniones humanas que tan inexactas son a menudo; eso es buscar un bien que Dios se reservó. Y es a Dios a quien hemos de procurar agradar para que nos mire cada día más favorablemente en lugar de ingeniarnos para que los demás tengan siempre buena opinión de nosotros, haciendo valer para ello no sólo nuestros dones naturales, sino, incluso, las gracias sobrenaturales. Ahora bien, la vanidad espiritual es la peor de todas y prueba con un signo cierto que esas gracias no vienen de Dios o que Él ya no las concederá. Porque así es imposible entrar en su Reino. Se trata, pues, de practicar la humildad en la medida en que exista realmente en el alma, a fin de practicarla, de desarrollarla, de arraigaría y de hacerla progresar. Lo que hemos de encontrar es la fórmula sencilla que traduzca el hecho y de la cual salga a la vez la humillación. Si, por ejemplo, rompéis un vaso en la mesa, en vez de decir: «Qué torpe soy; siempre hago lo mismo», o «El vaso se me deslizó de entre las manos y se ha roto», etc., decid sencillamente: «He roto un vaso», en tono humilde, con el sincero deseo de no disminuir u ocultar vuestra torpeza. E incluso, en ciertos casos, no digáis nada, pero que vuestro silencio traduzca las verdaderas disposiciones de vuestra alma. No os esforcéis demasiado por hacer que broten en vosotros sentimientos de humildad, pero «ejercitaos» tal como hemos dicho, a menos de que por «sentimientos» entendáis, no gustos sensibles, sino disposiciones del alma, actitudes espirituales. ¡Oh, qué dispuestos estaríamos a recibir las gracias de Dios si tuviéramos un juicio recto y exacto sobre nosotros mismos; sobre nuestras verdaderas cualidades, reconociéndolas sin exagerarlas y refiriéndolas a Dios; y sobre nuestros verdaderos defectos y nuestras miserias, sin exagerarlas tampoco, sino viéndolas a la luz de Dios! El orgullo sería entonces imposible. Los Santos vivían bajo esta luz. Pequeñas faltas que nosotros consideramos como naderías les parecían enormes a causa de su altísima idea de la santidad de Dios y de su horror profundo por la menor imperfección. Y como estaban iluminados de una manera extraordinaria, la humildad de abyección les confundía cuando contemplaban su miseria y les hacía pronunciar sobre sí mismos unos juicios que nos asombran.
MANSEDUMBRE La mansedumbre es una de las virtudes morales más importantes para la vida contemplativa. Para que podamos dedicarnos a contemplar, nos 17
hace falta paz interior y exterior. La mansedumbre sosiega la agitación de nuestra alma, nos permite conservar esa valiosísima paz interna y externa; facilita la oración, conversación familiar e íntima con Dios; gracias a ella podemos escuchar la voz de Dios y seguirla. Hay en nosotros un poder irritativo y de reacción que nos permite luchar contra el obstáculo, contrarrestar un mal presente. Es bueno y licito en sí; sin él, no seríamos capaces de vibrar, nuestra alma se asemejaría a una tela ajada, inerte, y no podríamos reaccionar sensiblemente contra ningún mal, ni siquiera contra el pecado. Pero este apetito que en sí mismo no es malo, fácilmente se transforma en desordenado y reprensible cuando se enfada uno por cosas que no lo merecen y por razones que no son buenas. Nace entonces en el alma un deseo de venganza. Cuando se nos contraría o hiere, padecemos, y porque padecemos guardamos en el fondo del corazón el secreto deseo de hacer lo mismo cuando nos llegue la vez. Conviene así tener mucho cuidado, pues eso es lo peor que hay en la cólera, y no como contrario a la caridad para con el prójimo, a quien debemos querer bien, sino por serlo también muchas veces a la justicia. El terreno es resbaladizo; pues ese deseo de venganza plenamente consentido, salvo en el caso de parvedad de materia, podría convertirse en pecado mortal. En un alma piadosa ese sordo deseo de venganza no es plenamente consentido, pero es inquietante desde un principio: y como una corriente profunda y semiinconsciente puede inspirar toda nuestra actividad sin que nos percatemos de ello. De ahí esos alfilerazos, esas burlas, esas amables ocurrencias que tienen al final su gotita de amargura ¡Y con qué destreza se capta el momento favorable para herir, morder o pinchar! Pero no es bueno es esencialmente contrario a la virtud de mansedumbre y a la intimidad con Dios en sí mismo. Jamás un alma que guarda ese sentimiento —y ni siquiera hablo de un gran deseo de venganza, sino de ese deseo que está como escondido y que ni aún a sí mismo quiere uno confesarse—, jamás esa alma logrará la paz. Es ése un malestar espiritual muy doloroso y que impide la plena tranquilidad y el sosiego necesario para contemplar a Dios. La segunda y más corriente forma de los defectos opuestos a la virtud de la mansedumbre es la impaciencia, el mal humor. Cuando nuestro juicio es contrario sentimos irritación, descontento, rabieta. Parece que nos arrancan algo de nosotros mismos, de nuestra alma: una preferencia, un gusto por una cosa secundaria que nos agradaba, una determinación que 18
habíamos tomado ya…, sentimos la necesidad de demostrarlo por una manifestación exterior, y de ahí los encogimientos de hombros, la réplica viva, altiva, la mirada torva. Entonces es cuando debe intervenir la virtud de la mansedumbre para paralizar el apetito irascible y para reaccionar como una fuerza contra otra fuerza, para impedir que salga al exterior lo que llevamos dentro de nosotros. Tenemos que callamos. Ni una palabra. Ni siquiera una de esas frases que nos parecen tan oportunas, tan justas. No os expliquéis. Callaos. Si podéis hacerlo, hablad en un tono absolutamente moderado, totalmente amable. Pero si no sois capaces, callaos para sofocar, detener, comprimir esa erupción volcánica de la cual no sois dueños. Para poder entregarnos a Dios en la vida contemplativa, tenemos que poseernos a nosotros mismos. Un alma que no haya sabido disciplinarse no podrá lograr la paz. Se tienen más o menos dificultades, según los temperamentos, pero es preciso que los movimientos tumultuosos sean dominados por largos y pacientes esfuerzos. De lo contrario, siempre está uno ocupado en enfadarse o en haberse enfadado. Siempre está uno dedicado a rumiar en su mente las cosas dichas, por decir o que hubieran podido decirse, y la pobre alma no logrará salir de ahí. Es una madeja que no puede devanarse; apenas acabada, vuelve a empezar. Resulta imposible ocuparse de Dios durante ese tiempo. Todo el lapso de la oración transcurrirá en esta discusión interior con el que nos hirió. Y es una pena muy grande perder la propia oración. Al final, nos diremos: «¿En qué he estado pensando? He sido desdichado, he sufrido y no he orado porque no he sabido dominar esta pasión, esta corriente subterránea que se lo ha llevado todo.»
AMOR A LA CRUZ ¿No era preciso que Cristo padeciera y entrase en su gloria? (Lc 24, 26.) Si pudiéramos comprender de un modo práctico el valor del sufrimiento, no ya considerado en sí mismo, sino aceptado por amor, y en unión con Nuestro Señor habríamos comprendido casi todo el misterio del cristianismo. El sufrimiento es necesario para nosotros, pobres criaturas a quienes trastornó tan profundamente el pecado original y que aún aumentamos ese desorden con nuestro pecado. Posee el maravilloso secreto de purificamos devolviendo nuestras facultades a su primitiva 19
pureza mediante un doloroso proceso. Nuestra vida es como un tapiz mal y largamente entretejido que es preciso deshacer y rehacer por completo; como una masa de arcilla que hubiera tomado toda clase de formas, todas las cuales dejaron en ella algo de sí mismas y cuyas huellas han de borrarse ahora una tras otra. Es ésta una refundición que ha de realizarse por el fuego de la penitencia, del arrepentimiento, dolorosa detestatio peccati, por la dolorosa detestación del pecado cometido. Al mismo tiempo, el sufrimiento nos fortalece cuando es con amor. No es posible que este trabajo se haga sin una poderosa reacción de nuestra voluntad. Todas nuestras facultades se encabritan contra el aguijón, pero no queremos qua a él escapen y su acción torna a nuestra voluntad fuerte, ágil, dócil y humilde en las manos de la Voluntad divina, ordenadora de todo, y le devuelve algo del vigor de aquel don de integridad que el primer hombre perdió al mismo tiempo que la Gracia. Hay que realizar un esfuerzo para permanecer sobre el yunque mientras llueven los golpes; para no apartarse de la Cruz: Christo vonfixus sun cruci. Es preciso resistir largas horas clavado en situación de víctima tanto tiempo como Dios quiera. Pues Dios no es como los cirujanos terrenales que insensibilizan a sus enfermos. Él, por el contrario, no nos duerme, sino que a menudo hace más aguda y más dolorosa esa penetración del sufrimiento en lo íntimo de nuestro corazón hasta sus últimas fibras. No puede adormecemos. No conviene. Jesús no estuvo aletargado en la Cruz. E incluso, por un acto libre de su voluntad humana, en perfecta armonía con la voluntad divina, no quiso que los goces de la visión beatífica repercutiesen en sus facultades sensibles. A este respecto, su alma contenía como dos mundos casi cerrados entre sí. Toda su alma padecía y toda ella era dichosa. Jesús sufrió con toda su alma, fue así el Varón de dolores, y, sin embargo, jamás perdió la visión beatífica. ¡Qué misterio y qué realidad esta de gozarse al mismo tiempo en sus propios sufrimientos y en sus humillaciones!…Y así sucede a todas las almas que Jesús llama a su intimidad, empezando por su Santísima Madre Nuestra Señora de los Dolores. ¿Qué alma ha gozado más de la intimidad de Dios que nuestra dulcísima Madre? ¿Y qué alma ha sufrido más? ¡Cuánto sufrió, Ella, que era tan pura! Y todos los Santos… Esta gracia de alegría sólo la gozan quienes beben el cáliz hasta las heces. Si no se ponen en él más que los labios, no se encuentra en él más que amargura. Pero si se tiene el valor de ir hasta el fin, aunque se muera en el camino —como decía Santa Teresa —, se llega a la intimidad de Dios y se rebosa de alegría. 20
Sin duda que algunas veces nos hemos sentido iluminados sobre el sufrimiento, pero cuando nos encontramos frente a un dolor amargo, repugnante, al cual querríamos escapar a cualquier precio, necesitamos de todo nuestro espíritu de fe para mantenemos allí sin chistar, como Jesús, con Jesús y por Jesús. ¿Creéis que se ama, mientras no se ha sufrido?… Podríamos soportar razonablemente muchos sufrimientos, pero los evitamos por cobardía, pues nuestra naturaleza tiene un ingenio extraordinario para encontrar razones que no lo son, a fin de engañarse a sí misma y de pasar a su lado.
PACIENCIA Puesto que la paciencia es una gran virtud de los educadores y puesto que nosotros somos en gran parte nuestros propios educadores, mantened en paz vuestra alma lo más posible. La agitación, el desasosiego y la inquietud nada bueno producen. Tenemos que evitarlos. La paz interior es el primero de los bienes. Sin ella, los demás llegan a ser casi inútiles. Da pacem Domine, Pace vobis. Indudablemente, la paciencia es una virtud que no hemos encontrado en nuestra cuna. ¿Qué hacer, pues? Pedírsela a Dios. Él nos la dará, quizá gota a gota, pero nos la dará. Eso basta. Cuando la prueba se prolonga, la cruz nos pesa mucho. Querríamos que nos la quitasen. En el fondo, sin embargo, si Dios nos escuchase, no hay duda de que la añoraríamos luego, La máxima de San Francisco de Sales: «No pedir nada, no negar nada», volvería a nuestra memoria. Lo que hemos de hacer es orar para obtener cuando menos la gracia de la paciencia: es vivir día por día, momento por momento, sin añadir al sufrimiento del instante los sufrimientos del pasado y los sufrimientos del porvenir. Nuestra pobre alma no puede soportar tanto a la vez. Apiadémonos de ella. Si vuestra paz está un poco alterada, haced lo que dependa de vosotros para restablecerla, pero suavemente, no a viva fuerza. Empezad por ahí. No habléis, no, no actuéis, salvo en caso de urgencia, mientras no esté todo dentro de vosotros en perfecto orden. Ése era el método de San Vicente de Paúl. Os encontraréis así muy bien.
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LA FE Agradar a Dios lo es todo para nosotros. Aun cuando tuviéramos todas las riquezas del mundo, aun cuando fuéramos admirados de todos, si nosotros no agradábamos a Dios, todos esos honores y todas esas admiraciones nada valdrían. Pero si Él está contento de nosotros, si gusta de venir a visitarnos, para descansar en nuestro corazón, si se complace en nosotros… ¡oh!, entonces, todo está ganado, y las cosas de este mundo, a su vez, ya nada valen. Nuestra mayor sabiduría debería ser, pues, la de procurar agradar a Dios en todo, siempre, por todas partes, cada vez más, de tal modo que fuera cautivado por el encanto de nuestra alma. ¿Cómo lo haremos? San Pablo nos lo dice, o al menos nos indica uno de los medios indispensables: «Sin la fe es imposible agradar a Dios». Cuando queremos emprender la conquista de Dios, tenemos que empezar por ahí. La fe es la adhesión firme de nuestra mente a la palabra de Dios. Por la fe sometemos nuestra mente, nuestro corazón, nuestra voluntad. Proclamamos que Dios es la Verdad misma, que es verídico e infalible, y eso le agrada. Le honramos. Un maestro se alegra de que sus discípulos le crean, incluso cuando no entienden lo que dice. Un padre se siente contento de que sus hijos tengan confianza en él. ¡Y qué enriquecimiento para nuestra inteligencia, qué comunión en la verdadera Ciencia de Dios! ¡Él ve, nosotros creemos! Si un alma verdaderamente iluminada por la fe descansa en todo en los brazos de su Padre, y ve la Voluntad de Dios en cada uno de los pequeños deberes del momento presente, ¿cómo no ha de agradar a Dios? Durante todo el día está como al acecho para descubrirlo en las mil naderías, en los mil detalles que componen su vida. Supongamos que esta alma vaya directamente a Dios escondido bajo la especie del pequeño deber presente. Su mirada no se detiene en la envoltura de las criaturas, sino que va a la Mano que sostiene todo, que gobierna todo con suavidad y firmeza; para ella, el mundo no es más que una especie de transparente, y comulga cada instante en la voluntad de Dios. ¿Cómo no ha de agradar a Dios esta alma? Pongamos otro ejemplo. La fe nos dice que toda alma en estado de gracia posee a la Santísima Trinidad en el fondo de su corazón. Pues aquí tenemos un alma que vive de la fe. Si se pone en oración, irá directa a ese santuario interior en donde Dios se esconde y se da, a la Santísima 22
Trinidad que mora en ella. Adorará, alabará, amará, escuchará a su Dios, le hablará; tratará, por descontado que a su medida, de comulgar en esta vida divina, de decir el Verbo con el Padre, de exhalar el Espíritu de Amor que procede del Padre y del Hijo, y de volver al Padre y al Hijo con ese mismo divino Espíritu. Se olvidará de sí misma, olvidará el mundo y, liberada de las criaturas, se complacerá en esta sociedad, gustará de vivir en ella, y no saldrá de ella sino con pena, algunas veces sin haber experimentado nada, pero lo más a menudo iluminada, reanimada, fortificada. Habrá sabido agradar a Dios. ¡Qué incomparable fuerza es para nuestra voluntad saber que el más pequeño de nuestros sufrimientos, que la más pequeña de nuestras oraciones no puede perderse! Ved la diferencia entre un alma de fe mediocre y otra que cree en el valor del silencio, en el poder del recogimiento, en la posibilidad de la unión íntima con Dios, en un gran secreto, sin pretensiones, sin orgullo. En el primer caso, nos arrastramos; en el segundo, volamos y nuestra alma llega a ser cada vez más agradable a Dios, porque lo que le agrada no es nosotros escuchemos su mandato sino que lo cumplamos. Si queremos agradar a Dios, seamos almas de fe, de fe sencilla que nos penetre por entero. Juzguemos los acontecimientos a la luz de la fe, lo mismo que las pruebas y que las alegrías. Toda flojedad en la vida espiritual viene de la falta de espíritu de fe. Cuando se siente desaliento, cuando se encuentra uno menos recogido, menos mortificado, menos generoso al servicio de Dios, es que el espíritu de fe se ha debilitado. Recobrémoslo desde la base. Perfeccionemos nuestro espíritu de fe. En lugar de dejamos conducir por la pura razón y algunas veces por la sensibilidad, rectifiquemos por la fe las impresiones de nuestra sensibilidad. Cuando esa luz que hiere con sus rayos las últimas fibras de nuestro corazón nos haya hecho alcanzar la transformación completa, habrá llegado el triunfo de la fe. La fe inspirada por la caridad nos modela a imagen y semejanza de Jesús, hasta el punto de que Dios cree ver en nosotros a su Hijo.
LA ESPERANZA QUE ENGENDRA EL ABANDONO ¿Cómo no íbamos a tener en el fondo del corazón una esperanza invencible? Todo el poder de Dios está puesto a nuestro servicio para conquistarlo a Él mismo. 23
Cuantos menos derechos tengo, más espero. No merezco nada, por eso lo espero todo. Porque Tú, Dios mío, eres bueno. Nuestra verdadera dicha está escondida en lo que Dios nos da que hacer o que sufrir en el momento actual; buscarla en otra parte es condenarse a no encontrarla nunca. Lo que dios quiere de nosotros es el abandono filial y lleno de confianza. Apartad de vuestro espíritu toda preocupación por el presente y por el porvenir, y, por tanto todo lo que pueda impedirle ocuparse de Dios actualmente. No toméis las cosas por lo trágico; basta con que las toméis muy en serio. De ordinario, no son tan negras ni tan blancas como parecen. Poned mesura en todo. Pensad que la Providencia conduce todo suaviter et fortiter, apoyándose unas veces en la primera palabra y otras en la segunda. Haced como Ella; no tenemos mejor modelo. En cuanto a vosotros, tomad las cosas en el punto en que están sin volveos atrás. Dejad el pasado al pasado. Id derechos al deber presente. Repetíos sin cesar la frase de San Pablo: «Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman. Amad, pues, a Dios, o al menos tened un sincero deseo de amarlo; eso basta. Conservad la paz. Nada podemos más que bajo la dependencia de Dios. Nuestra dicha y nuestra grandeza consisten en tenerlo todo de Él. Yo le digo a menudo mi alegría de no tener ningún derecho sobre Él, pues si lo tuviera, no le debería tanto a su misericordia. Me encanta pensar que no me debe nada. Si yo tuviera algún derecho, no podría ser tan audaz, no estaría tranquilo. Nuestro Señor os dará su amor, pero quizá no de la manera que os imagináis. Es mucho más sencillo. No esperéis nada sensible… Os transformará, pero poco a poco. No os preocupéis en absoluto de las pruebas del porvenir. Vivid al día. Hallad vuestra dicha en lo que tengáis que hacer o que soportar hoy. Verdaderamente que ahí está, aunque no la paladeéis. No os preocupéis de la cantidad de sufrimientos que Dios haya de enviaros. No serán más que sufrimientos. Haced los sacrificios que se presenten hoy, lo mismo mañana y así sucesivamente. No queráis la perfección de un solo golpe. No es ésa la manera habitual de proceder de Dios. Lucha lenta, paciente, progresiva. Esos esfuerzos darán sus frutos como prueba de amor para con Nuestro Señor. Los darán poco a poco, paulatinamente. No os desaniméis ante la 24
inmensidad del trabajo. No se trabaja bien cuando se agita uno so pretexto de que hay mucho que hacer.
EL AMOR Pedid a Santa Teresa del Niño Jesús el amor sencillo, confiado, generoso y que sonríe a Dios. Es su gracia particular. ¡Qué espíritu de sacrificio y qué amor sin consuelo sensible los suyos! Rogadle que os enseñe a amar a Dios confiados y en total abandono a su dulce Voluntad de Padre. San Francisco de Sales dice que para aprender a amar a Dios no hay más treta que la de amarlo. Y en espera de amarlo hay que hacer «como si». Yo te quiero, Dios mío, pero no lo bastante. Tu amor es celoso, quiere el corazón entero. Para que el mío fuese todo tuyo, haría falta que todos sus movimientos, todos sus impulsos incluso los primeros, no tuviesen otro principio ni otro término que Tú. Mi poder de amar, no sólo como espíritu, sino hasta como ser sensible, debería estar orientado únicamente hacia Ti. En una palabra, sería preciso que el encanto de tu infinita Belleza ejerciese sobre mi corazón un dominio absoluto. ¿Cuándo llegará el momento, Dios mío, de que todo mi ser esté sometido al régimen de tu amor? El amor del alma interior es un amor fiel. Su corazón pertenece sólo a Dios y para siempre. Dios ruede esconderse, incluso puede parecer que la desdeña, que la desprecia, que la rechaza, pero no por eso deja ella de amarlo. Porque Él sigue siendo Dios y su Dios. Él es siempre digno de todo afecto y de todo amor. Y eso le basta. Tal vez el alma sienta que el aguijón de una misteriosa inquietud la penetra hasta lo más íntimo: «¿Me ama mi Dios?» Pero no espera la respuesta Pues cualquiera que sean las disposiciones de su Dios para ella, sabe que debe amarlo, amarlo siempre, amarlo cada día más. Y eso sigue bastándole. Ama, pues, y más que nunca. Lo que mejor señala la fidelidad de tu Esposa, ¡oh Dios mío!, es la perfecta serenidad con la que permanece allí donde la pusiste y en el estado interior en que quieres que esté. Sabe que Tú la quieres así; y no le hace falta nada más. Seguirá estando donde está todo el tiempo que te plazca. Como la paloma, no se mueve; espera. Y en esta solitaria espera canta su dulce cantar. Cantar que siempre es el mismo. Unas pocas palabras, unas pocas notas; eso es todo. ¡Pero cómo agrada a tu Corazón ese cántico de amor que nunca termina! Sea cual sea la estación, haga el tiempo que haga, 25
fuera o dentro, nada lo interrumpe: «Te amo, Dios mío… ¡Tú eres el Dios de mi Corazón! Mi Dios y mi Todo…»
MORAD EN CRISTO Morad en Mí Morad en Mí por el recuerdo y por la mirada de vuestra alma. Vivid en Mí. Alimentaos de Mí. Procurad conocerme, no sólo desde fuera, sino desde dentro. Leed hasta el fondo de mi Corazón. No os canséis de esta tarea. Que ella sea vuestro único negocio, la ocupación total de vuestra vida. Persistid en ella como fuente de toda luz, de toda energía, de toda alegría. Uníos fuertemente a Mí por el amor. Seréis así firmes y fuertes con mi firmeza y con mi fuerza. Nada podrá turbaros o agitaros, sino superficialmente y, sobre todo, nada podrá separarnos, salvo el pecado. Y cuando éste os amenace, apretaos más cerca de Mí con un amor más generoso y más ardiente. Y lejos de perjudicaros, esa prueba no habrá hecho más que fortalecer nuestra unión. Y Yo en vosotros — ¿Cómo moras Tú en nosotros, Jesús? —Yo estoy en vosotros como un amigo en casa de su amigo, como un huésped en casa de su huésped. Me he adueñado de vuestro corazón. He arrojado de él todo afecto rival del mío. Es mío; es para Mí por quien no cesa de latir. Soy Yo quien lo mueve. Soy el peso que lo arrastra, la fuerza que lo acciona, la luz que lo dirige y le indico el camino por el que debe avanzar. Lo he transformado espiritualmente en mi propio Corazón. Ama lo que Yo amo. Rechaza lo que Yo rechazo. Quiere lo que Yo quiero. Es como mi propio Corazón, y lo es un poco más y un poco mejor cada día. Estoy, pues, dentro de vosotros en lo más íntimo de vosotros mismos. En un cierto y muy verdadero sentido, aún soy Yo más vosotros que vosotros mismos por ese amor que os ha transformado en Mí. Mi apóstol dirá: «Vivo jam non ego…» Es eso exactamente, o también: «Qui adhaeret Domino, unus spiritus est…», un solo espíritu; por consiguiente, un solo corazón, y, si queréis, para siempre.
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BAJO LA MIRADA DE DIOS Tu mirada, Dios mío, no es sólo agradable, es benéfica. No nos encuentra amables, nos hace amables. Mirar con amor y crear y enriquecer al ser que creaste es una misma cosa para Ti, Dios mío. Que tus miradas se dignen volverse hacia mi alma y posarse dulcemente sobre ella… Nada es tan grato para mí como saber que estoy así siempre bajo tus ojos. Me parece que debo mantenerme en el más profundo respeto y en la más humilde modestia. Pero también, ¡qué luz no encontraré yo en tu mirada! Ilumina mi camino. Me enseña el verdadero valor de las cosas y me hace ver si son para mí obstáculos o medios. Y, a mi vez, me permite iluminar a los demás. Sin ella ya no sería más que tinieblas. ¡Oh mirada de mi Dios, querría fijarte en mí para siempre! Tu mirada, ¡oh Dios mío!, no es una mirada exterior al alma; es interior, íntima. El alma tiene la impresión de ser penetrada por ella como desde dentro y hasta el fondo. Esto es certísimo. Esa mirada eres Tú mismo, Dios mío, que vives en el alma y que la iluminas a un mismo tiempo sobre Ti, sobre ella y sobre todas las cosas. El alma tiene conciencia de esa iluminación interior. Se parece a un cristal purísimo que, expuesto directamente al sol, fuese atravesado por sus rayos luminosos, y que lo supiera. Pero ésa es una comparación muy débil. Porque el alma es espíritu. Y Dios es espíritu. Y nada puede dar una idea exacta de lo que sucede en el orden de la luz, cuando Dios invade el alma y la llena de sí mismo. ¡Él, que es la Verdad! ¡Dichosa el alma sin defecto y sin mancha a quien los rayos divinos puedan iluminar plenamente! ¡Es tan dulce ver así a Dios en si mismo!… Es ya un poco de cielo.
A LA SOMBRA DE LA EUCARISTÍA El alma interior, dichosísima por ser amada tan profundamente por Cristo Jesús, quiere testimoniarle a su vez el afecto que le profesa. Sabe que ahora Él habita en el Tabernáculo. Y, atormentada de amor, se retira allí cada noche para adorar, alabar, gemir, sufrir, orar y amar, muy cerca de Él, en el silencio del corazón. El alma interior entra en sí misma, cierra la puerta del santuario y se queda completamente sola con Dios. Quedan verdaderamente cara a cara, quedan, sobre todo, en una divina presencia de corazones. Al alma le parece, y es verdad, que ya no tiene que hacer sino una sola cosa: amar. Y 27
ama horas enteras, sin cansarse. Si pudiera, se quedaría allí siempre, para amar siempre. Mientras el alma interior dialoga con Jesús, al pie del Tabernáculo, vuelve a su mente el recuerdo de sus actos del día. Se pregunta si todo ha estado bien. Vislumbra los defectos que se le escaparon en el momento de la acción. No dijo bien aquella palabra, no hizo bien tal gestión, no aceptó de primera intención y con alegría aquel sufrimiento o aquella contradicción. Se ve entonces carente de gracia ante los ojos de su Amado Salvador. Lleva algunas manchitas en las manos y en el rostro. Y ello le duele, sobre todo por Él, que merecía ser mejor amado y mejor servido. Unas lágrimas de pesar le suben desde el corazón hasta los ojos. Comprende que para reparar es menester amar mucho más. Y bajo el aguijón del dolor, su amor por Jesús se aviva, es más fuerte y más ardiente que nunca; su llama es purificadora. Y así como el fuego hace desaparecer las menores huellas de orín, el ardor de la caridad borra también hasta las más mínimas imperfecciones. El alma interior no ignora este proceso y se alegra de él. Pues siente entonces que la paz perfecta vuelve otra vez a asentarse en el fondo de si misma. ¿Qué hay de más dulce para el alma interior que la sombra de JesúsHostia? Es allí donde desea sentarse la Esposa, y donde, por otra parte, la espera Él. Hay una sombra espiritual de la Custodia, como también la hay del Tabernáculo. No todos la ven ni todos se ocultan en ella. Pero quienes saben acogerse a ella, descansan allí embelesados. Pues en silencio y en paz se alimentan con un fruto dulcísimo; comen un pan sustancial, él mismo Cristo Jesús. Y poco a poco ellos mismos se mudan en ese Divino alimento. Son metamorfoseados y se transforman en Jesús. Sus apariencias siguen siendo las mismas o casi las mismas, pero lo que en ellos hay de más íntimo y de más profundo se convierte en algo muy distinto. Es Él quien piensa, habla y obra por ellos; es Él quien vive por ellos. ¿Puede haber nada más dulce para el alma que verse así transformada en su Salvador gracias a la sombra de la Hostia?
MARÍA, NUESTRA MADRE María es, verdaderamente, nuestra Madre. Nos da la vida, la protege y la defiende. Su papel maternal consiste especialmente en hacer nacer en nosotros a Jesús. No puede darlo a quien no está preparado, pero Ella misma hace precisamente esta preparación. La donación exterior del Niño 28
Jesús, que tan a menudo ha sido hecha en favor de los Santos, no es más que un símbolo de esta donación real. De no ser así, ¿para qué hubiera servido este gesto, por dulce que fuera, si se hubiese mantenido puramente exterior? Considerar a la Santísima Virgen como a nuestra Madre, como la de cada uno de nosotros en particular. Habladle como a una persona viva. En ese grado de intimidad puede haber infinitos matices, como los que hallamos en los Santos; podemos pertenecerle por diversos títulos. María es vuestra Madre. Haced todas vuestras acciones por su gracia, en su amable compañía y bajo su dulce influencia. Pensad en Ella al comienzo y renunciad a vuestras maneras de ver y de querer para adoptar las suyas. Intentadlo. Perseverad. Pedidle que os conceda a Jesús y que dé a Jesús vuestras almas. Es práctica excelente la de ofrecer los sentimientos íntimos de Nuestro Señor y de la Santísima Virgen sin detallarlos, puesto que no los conocemos. En los momentos de cansancio, descansad sencillamente junto a vuestra Madre Celestial. Vivid bajo la mirada del Divino Maestro y de su Santísima Madre. Tened confianza en su afecto por vosotros; gustad de decírselo a menudo. Es menester que nuestro corazón, que necesita ser fuerte, siga siendo dulce. Sed a un tiempo dulces y fuertes: no se pueden dosificar matemáticamente fuerza y dulzura, ternura y firmeza. Eso es todo un arte. La Santísima Virgen lo poseía. Ella sabía que el amor se prueba por el sacrificio, por las obras, y que la mejor prueba de amor que podemos dar a Dios y a las almas es nuestra propia inmolación. Podemos ganarlo todo desarrollando nuestra devoción a María ¡Qué hermoso modelo y qué buena Madre! No se sintió ligada a nada en este mundo. Estuvo totalmente transformada en Jesús y por Jesús, que le comunicó sus virtudes y su vida. Y esta vida fue una vida totalmente escondida en Dios. Ella no vio más que a Él, no quiso más que a Él. Su alma lo aspiraba y lo respiraba a cada instante. En el fondo, no constituía más que un solo ser con Él. Qui adhaeret Domino, unus spiritus est. Dios vivía en Ella. Ella vivía en Él. Todo eso fue verdad. Pero todo eso estuvo oculto.
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HALLAR A CRISTO EN SUS MANOS Hay Santos sobre la tierra, incluso en nuestros días, y Tú vives en ellos, ¡oh Jesús! Sus ojos son como tus ojos; su mirada como tu mirada; su corazón, como tu Corazón. Es bueno encontrarse sobre el propio camino a otro que es como Tú mismo. Se siente uno feliz con sólo verlo y con sólo hallarse cerca de Él. Pero, ¿qué decir de su intimidad? Habla poco. Escucha con gusto. Sobre todo, ama mucho. Comprendemos, sentimos que es así. En su compañía experimentamos la necesidad de callarnos, de recogernos y de hacer oración. No atrae hacia él sino hacia Ti. Está allí, y casi le olvidamos, como él se olvida de si mismo. No sólo hace pensar en Ti, sino que acerca a Ti, une a Ti. Ésa es su gracia. Parece que una virtud misteriosa se escapa de su corazón, se apodera del nuestro y lo arrastra hasta tu Divino Corazón. Empezamos a comprender lo que es amarte y qué dulce es hacerlo en comunión con los Santos. Lo que causa también el encanto de la mirada de los que te aman es su pureza y su arrebatadora sencillez. Es clara, límpida, luminosa. Como no viene de la carne, la ignora. No sólo no la mira, sino que no la ve. Nos percatamos de ello, y si verdaderamente tendemos a la perfección, nos alegramos. Esa mirada hace bien. Se diría que comunica algo de su pureza. Se siente uno elevado, ennoblecido, liberado y como espiritualizado. De pronto se nos abren unos horizontes desconocidos. ¡Cómo transforma todo el amor de Dios! ¡Oh! Ese amor, ¿quién nos lo dará? ¿Quién nos devolverá esa verdadera libertad? ¡Con qué ardor la esperamos de tu bondad, Dios mío!
EL ESPÍRITU DE ORACIÓN La oración es, según la definición de Santa Teresa, un íntimo comercio de amistad en el que el alma dialoga a solas con su Dios y no se cansa de expresar su amor a Aquel de quien sabe que es amada. A solas con nuestro Dios, decirle que le amamos: eso es la oración. De ahí deriva esa clara visión de la inteligencia, que nada vale sin espíritu de oración, esa inclinación constante de toda alma, corazón, inteligencia y voluntad, a dialogar con Dios. Dios es poco conocido. Pero todavía es menos amado. En esta íntima conversación es cuando el corazón adquiere un afecto sólido y profundo 30
hacia Él, un afecto que crece sin cesar. Toda vuestra ocupación ha de ser así, la de encontraros a solas con Él. Todo debe de hablaros de Él, el grano de arena que pisáis, el arroyo que fluye, la flor que se abre bajo vuestra mirada, el pájaro que trina, la estrella que brilla en el firmamento por la noche, un sufrimiento, una alegría, una orden. Todo debe de haceros pensar en Él, encaminaros hacia Él. Debéis verlo por todas partes. Tiene todas las cosas en sus manos. Os tiene entre sus manos. Os envuelve por todas partes, os penetra. Continúa la creación, os crea. Más que eso, habita, por la gracia, en el fondo de vuestro corazón. No se contenta con hacer de nosotros sus hijos, sino que vivir en intimidad con nosotros. Está muy dentro de todos nosotros para que nuestro corazón pueda amarlo como se ama a alguien que está verdaderamente presente. Y toda vuestra ambición debe ser así, la de penetrar en lo íntimo de Dios por vuestra inteligencia, para conocerlo no sólo en sus obras, sino en Sí mismo, al menos en tanto en cuanto ello es posible, y permitirle que en el recogimiento y el silencio os abra los ojos y os hable. Dejadlo que os instruya. ¡Oh, sí!, lo hace cuando dice: «Yo soy la Riqueza, la Misericordia, la Sabiduría. Yo soy el Bien, la Verdad, la Vida, la Belleza, la Bondad, el Amor. Yo soy Todo y, a la vez, somos Tres para seguir siendo todo eso en la intimidad más perfecta y más profunda, sin que nada nos distinga uno de otro, si no son las relaciones originarias que nos constituyen.» Dejad, pues, que vuestro corazón se dilate en el amor. El amor divino es una cosa misteriosa. No podemos dárnoslo por nosotros mismos, pero Dios lo vierte en el alma silenciosa, en el alma de oración. Sin duda que ese amor no siempre es consciente y sentido, pero ¡qué real es! Y entonces quiere dirigirlo todo, invadirlo todo; está presente siempre como un puntito rojo, como una chispa. Es ese puntito de fuego del que habla San Juan de la Cruz que cae en el alma, la abrasa y prende en ella un gran incendio. Vosotros debéis emprender la busca de Dios, llamarlo, correr tras Él y decirle sin cesar, de la mañana a la noche: «¿Dónde estás, Dios mío? Entrégate a mí; yo te deseo, te llamo, te busco, necesito de Ti. Tú no necesitas de mí para ser dichoso, pero yo no lo soy sin Ti. Mi corazón ha sido hecho para Ti y vivirá en la inquietud mientras no descanse en Ti. Sufre cuando se da cuenta de que no te ama, de que no te posee por entero.» Ese es el espíritu de oración: un continuo intercambio de conocimiento y de amor, un cara a cara, un diálogo de corazones. ¿Hay una vida más bella que ésta? Para eso os retiráis del mundo y se os impone 31
el silencio. Pues quien está distraído por los ruidos de fuera, no oye la voz interior; es imposible. Porque el silencio es preciso a causa de la libertad que da al alma de escuchar a Dios de hablarle, de contemplarle; porque es necesario y porque vosotros debéis de practicarlo. No os contentéis con el silencio exterior, sino asegurad el interior. Haced callar la imaginación, lo que os ocupe y os preocupe, lo que tengáis que hacer; dejad caer todo eso. Desligad el corazón de las mil naderías inútiles que lo agobian. Sacrificad todo, y entonces seréis libres. En el fondo, si ya no os amáis a vosotros mismos, amaréis más, amaréis necesariamente a Dios. El amor os elevará y os unirá. Vuestra vida será una vida de oración es decir, una vida de conversación con Dios, siempre más y siempre mejor amado. No busquéis otra cosa. Que vuestra vida sea una vida retirada; imitad a la Santísima Virgen. ¿Qué hizo Ella, durante todos sus días, sino dialogar con la Santísima Trinidad? No vivía más que para su Jesús, no pensaba más que en su Jesús, su Dios y su Hijo. Era también la verdadera Esposa del Cantar. Vivía de oración; Incluso puede decirse que murió en oración. Un alma de oración se recoge, se separa, se desliga, se mortifica, renuncia a sí misma para encontrar a Dios; pero, por otra parte, esta alma da a Dios. Un centro de luz ilumina, un manantial de energía se difunde, un foco de amor abrasa. No tenéis necesidad de inquietaros ni de buscar cómo sucederá eso. Pues por el hecho mismo de que seáis un alma de oración, contaréis entre esas almas verdaderamente mortificadas y apostólicas, que difunden en el mundo un poco más de conocimiento de Dios, un poco más de caridad.
LA CARIDAD PARA CON EL PRÓJIMO Sin la bondad que da la caridad, no puede existir el consuelo. Si vamos a visitar a alguien que no sufre, no comprenderá nuestras penas; nuestras confidencias le fastidiarán y sentiremos que nuestros sufrimientos no han sido compartidos. Si visitamos a alguien que sufre, insistirá sobre sus propios males; tan sólo las almas verdaderamente caritativas comprenden y comparten así las penas de los demás. No buscan las cosas que consuelan, sino que, como dice San Pablo, se hacen todo para todos. A pesar de nuestra buena voluntad, solemos hacernos sufrir mutuamente, nos rozamos y nos herimos sin querer, pero de modo muy real: In multis offendimus omnes. Tenemos que ser fuertes para inmolamos por la salvación de nuestros hermanos, para llevar nuestra cruz y para 32
llevar la cruz de los demás. Tenemos que ser fuertes para continuar amando con todo nuestro ser a nuestros hermanos y a nuestro Dios. Si nos esforzamos para adquirir, por actos multiplicados de caridad, más pureza, más simpatía y esa generosidad que no se paga de palabras ni se alimenta de ilusiones, sino de inmolaciones y de sacrificios, nuestro corazón llegará a ser cada vez más semejante al de la Bienaventurada Virgen María. Nosotros valemos, sobre todo y ante todo, por el corazón. «A la tarde (de la vida) te examinarán en el amor». Dios nos preguntará cómo hemos empleado ese poder de amar. Pues en definitiva, lo que nos clasifica no es la inteligencia, sino el amor. Si durante toda nuestra existencia hemos procurado hacer flexible nuestro corazón, llenarlo de mansedumbre y de comprensión, nuestro poder de amar llegará a ser fuerte, vigoroso, capaz de llevar las más pesadas cruces. Tratad de agradar a todos y en todo. Haced todos los pequeños servicios que podáis. Reflexionad antes de hablar y de obrar para evitar lo que se llama la proyección del propio yo sobre el yo de los demás, lo cual falsea el punto de vista. Disminuid los defectos, reales o no, y agradad las cualidades. Llegaréis así a ver con exactitud, es decir, como Dios. «Señor, haz que yo vea como Tú, para que ame como Tú amas». Poneos sobre los ojos los espejuelos de la caridad. No os importe que, a veces, haya un pequeño error objetivo; el daño nunca irá muy lejos. Tratad de hallar siempre a los demás buenas intenciones. Más vale equivocarse en este sentido que en el otro. Toda comparación puede ser odiosa si obliga a sacrificar sus términos. No lo hagáis. Poneos en el penúltimo lugar sin pensar en el puesto y el valor de los demás. No discutáis cuando sepáis que de ello no resultará ningún bien. Entendeos sobre el terreno de la generosidad y de lo sobrenatural, Pequeñas concesiones pueden hacer grandes bienes, sobre todo cuando se trata de almas que tienden a un gran ideal sin verlo siempre del mismo modo. Dilatentur spatia caritatis (la caridad ensancha los corazones) y los libera. Tratad de poner lógica en vuestro pensamiento, luego en vuestra vida. En cuanto a ponerla en el pensamiento de X… o de Y…, eso es cosa de Dios. Pedídselo y conservad la paz.
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Los juicios caritativos son, muy a menudo, los más cercanos verdad. Lo mejor sería no juzgar en absoluto, ni siquiera interiormente, o juzgar con una real indulgencia. Procurad ver la parte de verdad que hay en las afirmaciones de los demás antes de hacer ninguna reserva. No hagáis más que las críticas y las observaciones que cueste mucho hacer. Y aun entonces, aseguraos de que hay esperanza de fruto, al menos en el porvenir, y si no, absteneos de momento. Dejad a cada uno la impresión de que tenéis de él un gran concepto. Borraos lo más posible, pero sin parecerlo. Poned delante a los demás. Dadles ocasión de hablar e interesaos en lo que dicen. Nuestro celo debe ser ardiente, pero iluminado. Si comprobamos que es apasionado, deberemos moderarlo, pues tiende a ser ciego en la medida en que es apasionado. Ése es el consejo de la razón y de la experiencia. No os detengáis en las causas segundas, de los actos o de las intenciones ajenas, sino ved más arriba a Dios, que os pide humildad, paciencia y caridad. Debernos distinguir siempre lo objetivo de lo subjetivo, lo exterior de lo interior. Pues dejada aparte la responsabilidad anterior, eso es lo que cada cual quiere y ve en el mismo momento que importa, y eso sólo Dios lo conoce verdaderamente. Entonces uno está juzgado ya, pero por Él sólo. He ahí lo que nos hemos de repetir continuamente para comprender, o al menos soportar, lo que a veces nos parece contradictorio en la vida práctica. El alma interior jamás se burla de nada ni de nadie. No ve los defectos de los hombres ni las minucias de las cosas, o. si las ve, no los subraya con risa irónica y malvada. Sin duda que algunas veces sonríe, pero con sonrisa llena de mansedumbre, de benevolencia y de gracia. Por lo común, su palabra es sosegada, incluso grave. Sentimos que se mantiene bajo la mirada y en la intimidad de Dios. Sucede así, efectivamente, con todas sus conversaciones, como con todos sus afectos, con todos sus pensamientos y con toda su vida. Sería importante desentrañar lo que repele en nuestra manera de obrar para corregimos de ello. ¿Qué resonancia tienen en el alma de los demás nuestras palabras y nuestros actos? Esa es la cuestión.
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SILENCIO Y SOLEDAD DEL CORAZÓN Mientras haya alguien o algo entre el alma y Dios, la unión perfecta no será posible. Y es la única que da la verdadera paz. A nosotros toca, pues, hacer el vacío. El alma verdaderamente prendada de Dios se complace en vivir sobre las alturas de sí misma en profunda soledad. No hay en ello, por su parte, ni melancolía ni misantropía. Hay la clarísima convicción de que para encontrar a Dios, para hablarle, para amarle, conviene a un mismo tiempo aislarse y elevarse. Dios no habita más que sobre las alturas o, si se quiere, en las profundidades del alma. Ahí es, pues, adonde hay que ir para encontrarlo. Por lo demás, no hay medio más seguro de agradar a Dios y de obtener sus gracias que ese silencioso aislamiento sobre las cumbres. Salvo indicación contraria y precisa que venga de Dios, apartad, pues, de vuestro pensamiento a toda criatura cuando dialoguéis con Jesús. Dios quiere normalmente un alma «sola». Después de haber pedido por las almas que os estén confiadas y hablado de ellas a Nuestro Señor, quedaos solitarios en la oración. Encargad al Señor que pague vuestras deudas y luego proseguid. Es menester que el recuerdo de X… no sea en vuestra alma un obstáculo para la Gracia. Pedid a Jesús que os deje participar en el afecto que Él le tenga, de tal modo que el vuestro venga únicamente de tal fuente, y todo irá bien. Y destruid sin temor todo lo que sintáis que no viene de ahí. Me pongo contento cuando encuentro un alma que padece con el aislamiento, pero que lo acepta. Nada puede tranquilizarme más, porque todavía no he conocido una sola que haga progresos en la vida interior sin pasar por esa prueba. Es dolorosa, pero necesaria. Recordaréis que Santa Teresa decía que, para tales favores, Dios quiere un alma sola, pura y ardiendo en el deseo de recibirlos. Entonces parece que tiene uno el corazón lleno dé lágrimas. Es un sufrimiento profundo, pero… la recompensa está al: fin. Un alma que no es solitaria no progresa. No puede subir. Cuando veo un alma que no es solitaria, me digo: «No pasará, es como un camello cargado. Es demasiado rica». En cambio, cuando todas las criaturas abandonan o hieren, el alma está, según la frase de Taulero, como el ciervo acosado por todas partes, que viendo cerradas todas las salidas y no quedándole más que el estanque, se precipita en él. Cuando tengáis una pena, precipitaos en Dios. 35
Cuando Dios quiere hablar a un alma, la separa de todo, la hace entrar en una soledad profunda, y luego pone en su inteligencia algo que ella ignora completamente. De ese algo misterioso es de donde saldrá en su momento todo conocimiento explícito, como una traducción a la lengua humana de las realidades divinas. Traducción que no es arbitraria. Pues está controlada desde dentro por ese algo que, siendo en si inaprehensible, es, sin embargo, muy real. Pero aún entonces lo mejor quedará todavía por decir.
RESUMEN: EL DESPOJO TOTAL El alma quiere a su Dios a toda costa. Si hay que abandonarlo todo, lo abandonará todo; si perderlo todo, lo perderá todo. Dejará su manto, que después de todo no es de ella, en las manos de quienes quieran detenerla. Renunciará sin dolor a sus maneras propias de sentir, de pensar y de querer, como a un equipaje pesado y molesto. No pedirá ningún goce a nada. No pensará ya en ninguna cosa del mundo. No volverá a utilizar las ideas, sin duda justas, pero deficientísimas, que se hacía de su Dios. Se contentará con la fe. Y ya no querrá aquí abajo nada más, sino a Él y sólo a Él.
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CAPÍTULO II LA ACCIÓN DE DIOS
EL DESEO DE LA PERFECCIÓN El deseo de la perfección debe ser constante, pues sin ello no se suman nuestros esfuerzos. En nuestra vida habrá paréntesis, vacíos y, acaso, algo peor. Cuando un hombre que edifica una casa se detiene en su trabajo por falta de materiales o de valor para continuarla, tal vez piensa que cuando tenga valor o materiales no tendrá que hacer sino reanudar en el mismo punto su interrumpida construcción. Nada de eso. Pues durante este tiempo habrán intervenido los agentes físicos: la lluvia, el viento, la nieve, el hielo, el calor, el frío habrán ejercido su influencia. La casa se desmoronará piedra a piedra, acabará por caer y hasta sus mismas ruinas perecerán. Pues así sucede en la vida espiritual, cuando un alma deja apagarse en su corazón ese deseo de perfección: piensa que ha de poder recuperar sus ímpetus; pero no, nada de eso, aquella alma desciende hacia el abismo. Y es que acumula los obstáculos entre ella y Dios. Porque en el proceso de la perfección, «quien no avanza retrocede». Bien sé que un alma, a pesar de ésas interrupciones, puede recuperar su fervor y reparar sus períodos de imprudencia, pues Dios es misericordioso. Pero eso es misión de la misericordia; y en la vida espiritual hacen falta la sabiduría y la prudencia. Mirad, si no, las vírgenes prudentes y las vírgenes locas; también estas últimas amaban, pero su amor no fue lo bastante constante. El alma que de verdad quiere encontrar a Jesús, iluminada por el Espíritu Santo, comprende que le importa mucho no perder el tiempo en vanas búsquedas. Los menores retrasos constituyen para ella una desgracia o un martirio. Nunca es demasiado pronto para hallar a Dios.
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EL DESEO DE LA UNIÓN PLENA CON DIOS Podemos pedir la unión profunda con Dios, pero con una condición: la de que sea oculta. Conviene que aspiremos a ella. En la unión con Dios hay varios grados, varias etapas por recorrer. Pero hay que subir siempre. Podemos crecer constantemente en esta intimidad. Los teólogos, aun los más severos, dicen que un alma que ha recibido ya algunos valores místicos puede desear su continuación. ¡Qué puede haber más perfecto que esta unión, puesto que la perfección consiste en que cada cual vuelva a su principio para encontrar en él su acabamiento! ¡Qué puede haber más profundo, puesto que todo sucede en lo más intimo del alma en ese santuario interior en donde habita Dios! ¡Qué puede haber más puro, puesto que esa unión supone la armonía, el alejamiento de todo cuanto difiere de quien es la santidad misma y puesto que se realiza entre dos espíritus! ¡Qué puede haber más precioso, puesto que por ella Dios se da al alma con todos sus tesoros! ¿Dónde hallar, pues, más luz, más calor, más energía, más paz, más alegría? «Pero mi bien es estar apegado a Dios». Indudablemente, no conviene imponerse a Dios; es inútil y es perjudicial. Invita «de hecho» a quien le place. Pero espera que le deseemos, que le pidamos, que le llamemos, que le preparemos nuestra alma por un amor delicado y generoso, constante y abandonado, y tiene derecho a ello. Ése es, pues, nuestro deber. «Ven, Señor Jesús». Velad dulcemente y deseadlo siempre en paz.
SU INVITACIÓN VIENE AL ALMA DESDE DENTRO DE SÍ MISMA ¿Pero cómo esperarte realmente? ¿Dónde estás? ¿Cuál es el camino que lleva hasta Ti? Y te oigo responderme: «¡Pero si estoy dentro de ti! Si quieres encontrarme, ven adonde habito y me daré a ti.» «¡Que Tú estás en el interior, en lo más íntimo de mi alma! ¡Si yo pudiera acabar de comprender esas pocas palabras! ¡Si supiera separarme de todo, abandonarme a mí mismo, para adelantarme luego hacia Ti, acercarme a Ti y llegar al menos hasta la puerta de tu santuario, oh dulce Trinidad!»
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DIOS ES QUIEN LA ESCOGE Y QUIEN LA ATRAE Eres Tú quien escoges libremente las almas a quienes quieres convertir en tu morada permanente, a las que quieres separar de todo, purificar, enriquecer, elevar, recibir en Ti, dentro de Ti, para que te contemplen, en cierto modo como Tú te contemplas, para que te amen del modo como Tú te amas, y para que vivan —imperfecta sin duda, pero realmente— de tu vida trinitaria. «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros…». Sí, sólo Tú, Dios mío, eres el que empiezas, continúas y acabas esta hermosa labor. Sin duda que pides el consentimiento y, cuando ha lugar el concurso del alma. Pero eres Tú quien primero le enseñas que posee en el fondo de sí misma esa perla preciosa, ese tesoro oculto del Evangelio. Pues ella ignoraba su verdadera riqueza. Ella no buscaba la verdadera dicha allí donde está. Vivía sobre todo en el exterior y del exterior. No vivía en el interior y del interior porque verdaderamente no sabía. «¡Si conocieras el don de Dios!» Pero poco a poco le has instruido e iluminado. Y ha empezado a comprender. Sus ojos, atónitos y embelesados, se han abierto. Unos horizontes totalmente nuevos, infinitos, le han aparecido con dulce y agradable luz. Y no es que esta luz, al menos lo más a menudo, se proyecte sobre otras realidades que no sean las de la fe, sino que casi hace ver y coger estas realidades. Tú, Dios mío, ya no eres para el alma un ser lejano, confusamente entrevisto, abstractamente pensado, sino el Dios vivo y presente, la Verdad, la Belleza, la Bondad perfecta y concreta, la única Realidad que merece verdaderamente este Nombre. El alma comprende entonces de un modo práctico que Tú eres su Todo, que no hay nada para ella fuera de Ti y que la verdadera riqueza es la de poseerte. Y entonces te desea con un deseo ardiente, imperioso, que le asombra, le aterra y le encanta a un tiempo.
PRESENCIAS Y AUSENCIAS DE DIOS La vida espiritual, salvo en su última fase, se desarrolla así: Lo perdemos, lo buscamos y volvemos a encontrarlo: «Estás ahí, Dios mío; soy feliz al saberte presente.» Sí, Dios obra de ese modo. Viene y luego se va para que lo busquemos de nuevo. ¡Oh, cuándo acabaréis de comprender que hemos de buscarlo por Él sólo y no por el gozo que da su presencia! 39
Tenemos que recibir las gracias de Dios sin demasiado entusiasmo natural para no sentirnos demasiado abatidos cuando la gracia sensible disminuya. Conservad siempre una gran calma. Dios no actúa sino en la calma. Cuando Jesús se esconde, nos tenemos que poner a buscarlo con todo nuestr0 corazón. No podemos vivir sin Él. Sin embargo, no podemos poseerlo siempre. Tenemos, pues, que buscarlo, pero que buscarlo sin tregua. Lo encontraremos en esa alma entenebrecida a la que iluminamos, en esa alma entristecida a la que consolamos, en esa alma abatida a la que alentamos, o en esa alma dichosa de Dios a la que admiramos y a la que envidiamos. Lo encontraremos también en el Tabernáculo, en donde se esconde y en donde se da. Lo encontraremos en nosotros mismos, en el fondo nuestro propio corazón. Está allí de un modo misterioso, que no es el de la presencia eucarística, pero que, sin embargo, es muy real. En el fondo, la manera de encontrar a Jesús, por todas partes, es la de llevarlo con nosotros mismos por todas partes, lo sintamos o no. No os canséis de buscar a Dios. Decidle a menudo que se esconda en lo más íntimo de vosotros mismos y que os haga saber sin ruido de palabras que Él está allí de verdad y que está allí para vosotros. Permitidle que ilumine, que fortifique, que abrase vuestra alma. Pedidle que se digne gobernarla desde ese fondo íntimo en el que se oculta y se revela a un tiempo. Vuestro sufrimiento viene de que no veis. Haced con frecuencia esta oración del ciego: «Señor. Haz que vea»». Entonces, por no sabemos qué medio, una advertencia sobre vuestros defectos, una lectura o una palabra de Dios os iluminará y os dará la luz que buscáis. Lo que me parece, que constituye un obstáculo es el temor. Por humildad, por timidez, tenemos miedo de Dios. No vemos en Él más que la Grandeza infinita, la Omnipotencia, la Majestad, y solemos olvidar la Bondad, la Misericordia, la infinita condescendencia de ese Dios que se hizo hombre por amor hacia nosotros. Él dijo: «Venid a mí todos» y tememos ir a Él. Él ha dicho: He aquí este Corazón que tanto amó a los hombres, y temblamos de ser amados por Él. Modicae fidei!
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NECESIDAD DE LAS PURIFICACIONES PASIVAS Para amar a Dios, para amar a las almas como conviene, nos hace falta un corazón puro, desinteresado. Pureza de los sentidos, pureza del espíritu y de la intención: ésas son las dos condiciones y también los dos frutos de la verdadera dilección. El amor que Dios derrama en nuestras almas es todo espiritual; es una participación de su Espíritu. Indudablemente puesto que Dios nos hizo compuestos de cuerpo y de alma, de materia y de espíritu, todo afecto sobrenatural debe repercutir normalmente en nuestra sensibilidad. No es el alma sola la que ama, es todo el hombre. Y si el pecado original no hubiera venido a turbar el orden establecido entre nuestras facultades, no tendríamos que inquietarnos de regular nuestra sensibilidad conforme a la ley de la razón y de la fe. Pues esta regulación se haría por sí misma y muy bien. Pero puesto que el orden ha sido turbado, la primera tarea que se impone es la de restablecerlo. Puesto que nuestros sentidos buscan su satisfacción independientemente de la razón y a menudo contra ella, hay que disciplinarlos por un esfuerzo paciente y perseverante. Son servidores, no dueños. Tienen que informar, que ejecutar, y no les toca mandar y menos todavía turbar. Todas las veces que se descarrían fuera del camino recto, hemos de volverlos a él, de grado o por fuerza. Y el mejor medio de domeñarlos consiste en privarlos. Al principio murmuran, gruñen, incluso procuran amotinarse. Pero si la voluntad se mantiene firme, concluye con su insubordinación. Poco a poco se callan y acaban por obedecer. A cambio, y de vez en cuando, la voluntad deja que llegue hasta ellos, en la medida de lo posible, un poco de esa felicidad con que el amor divino la embriaga; y eso es para los sentidos un paladeo anticipado de los purísimos goces que el Cielo les reserva después de la Resurrección. Pero la Gracia prosigue su obra; va ésta del exterior al interior, de los sentidos a la memoria, y sobre todo a la imaginación. La lucha se hace más dura; también más larga. El enemigo que hemos de vencer es de una agilidad y de una movilidad increíbles. En el momento en que creemos tenerlo por fin dominado, se nos escapa de las manos. Y, sin embargo, es de máxima importancia someterlo al régimen del amor. Corresponde, en particular, a la imaginación el cometido de aportar como a pie de obra a nuestro espíritu los materiales de donde ha de sacar éste todas sus construcciones. A su vez, el espíritu la utilizará para dar relieve, color y vida a sus pensamientos, a sus deseos, a sus voliciones. Sus órdenes pasan 41
a través de ella, y es ella la que pone en movimiento todas las facultades de ejecución. Nunca se dirá lo bastante cuánto importa al alma que quiere servir a Dios, tanto interior como exteriormente, el disciplinar a esta preciosa, pero terrible potencia mortificándola. Es preciso, pues, que la imaginación aprenda también —ella sobre todo— no a preceder, sirio a seguir, no a ordenar, sino a obedecer, no a buscar lo que le place, sino a contentarse con lo que se la quiera dar. Si aun tu gracia, Dios mío, para purificarla más a fondo, la sumerge largos días en la amargura, el sufrimiento y la noche, ella tiene que aceptar esta prueba como justo castigo de sus descarríos, como necesario enderezamiento de sus vías oblicuas y tortuosas, y como indispensable preparación al papel que desde ahora tendrá que desempeñar bajo las órdenes de tu amor. Esta divina educación durará todo el tiempo que sea necesario para que los fines que Dios persigue estén asegurados. Pero también, ¡qué encanto para el alma interior cuando, una vez terminada esta tarea, se vea liberada por fin de esa importuna —cabría decir que de esa loca— y cuando se sienta reina de su propia casa y reina obedecida, respetada, amada! Cuando la sensibilidad ha quedado así bien sometida a las órdenes del amor de Dios, todavía no se ha dicho, sin embargo, la última palabra de su obra purificadora. La labor más necesaria no se ha hecho aún, o al menos no está acabada. Pues el desorden entró en el hombre y se instaló en él por las facultades superiores. Será preciso, pues, que la Gracia vuelva a subir hasta esas alturas, penetre hasta esas profundidades, para reparar lo que el pecado destruyera, y para restablecer en una armonía suficiente lo que dividiera y enfrentase. En lugar de convertirse en la medida de las cosas, la inteligencia tendrá que adaptarse a la suya. Deberá ingresar en la escuela de las realidades salidas de las manos divinas y en la de las mentes más dóciles y más penetrantes que en el transcurso de los siglos estudiaron aquéllas y se esforzaron por verlas tales y como las ve Dios que las creó, es decir, como desde dentro. Deberá sobre todo, someterse a tu propia escuela, Dios mío, que eres la eterna Verdad. Lo que le importará conocer por encima de todo es a Ti mismo. Pero nadie te conoce como te conoces Tú. Nadie sino Tú mismo puede, pues, decir lo que Tú eres. Claro que las criaturas le hablan ya mucho de Ti, ¿pero cómo van a revelarle lo que en el fondo ignoran, es decir, tu vida íntima? Cierto también que en tu bondad te dignaste enviarnos a tus profetas, y a tu mismo amado Hijo para que te explicase. Pero a Él y a todos ellos les fue absolutamente necesario emplear palabras humanas para 42
cumplir tan santa misión, puesto que entonces hablaban como hombres que se dirigían a otros hombres. ¡Cómo lograr que el Ser Infinito que Tú eres pudiera contenerse en unas cuantas sílabas de nuestra pobre lengua! Los desbordas por todas partes. Y lo que de Ti nos dicen, lejos de calmar nuestra hambre, la excita y la aviva. El ideal seria, pues, que pudiéramos entrar en tu escuela, que nos convirtiésemos en tus discípulos directos, ya que Tú estás dispuesto a. convertirte en nuestro Maestro. Pero entonces es cuando se nos impone la rigurosa purificación de nuestras facultades superiores, desde el mismo fondo de nuestra alma. Porque Tú, Dios mío, eres puro espíritu, y espíritu de santidad. Y para ser admitido en tu escuela, para escucharte, para comprenderte, para gustarte, es preciso ser puramente espíritu. Sólo que nuestra alma, hundida desde hace tanto tiempo en la materia, se halla ya como revestida de todas sus formas. Ya no sabe comprender y gustar sino lo que está en el orden de las cosas que caen bajo los sentidos. Y de tanto vivir en lo sensible ha olvidado su vida propia, que es la vida de un espíritu. Es necesario, pues, que tu amor penetre en ella para purificarla y aun osaríamos decir que para refundirla. Tarea dura, y transformación dolorosa, pero muy necesaria.
DIOS VACÍA POCO A POCO EL ALMA PARA ENTREGARSE A ELLA Tú, Dios mío, apartas al alma progresivamente de todo lo que no eres Tú. A su alrededor y en ella misma se hace el vacío. Nada que no seas Tú le dice ya nada. Sus mismos ejercicios de piedad carecen para ella de todo encanto. Ya no le alimentan. Al advertirlo se llena de inquietud. Sin embargo, y a pesar de realizarlos con escasa satisfacción y poco éxito, no los abandona, pues son para ella un motivo de pensar en Ti y de aproximarse a Ti. Ahora bien, pensar en Ti, acercarse a Ti constituye para el alma una dolorosa y deliciosa necesidad. Desde dentro, Tú ejerces sobre ella una misteriosa atracción de la que se da cuenta vagamente y que ya no le permite dedicarse a sus rezos y a su oración como solía. Ello es debido a que tu amor la envuelve dulcemente y la sitúa en ese descanso que es totalmente nuevo para ella. ¡Qué feliz es, entonces, a pesar de su turbación! Querría poderse quedar siempre bajo ese misterioso encanto, ni cuyo origen ni cuya naturaleza acaba de entender. Diría muy gustosa: «¡Señor, qué bien estamos aquí!»; y por eso cuando cesa el encanto, su 43
mayor deseo es volver a disfrutarlo. Pero Tú no sueles satisfacer inmediatamente ese deseo. Con todo, si el alma sabe mantenerse en la soledad interior, no tardarás en visitarla. Menudearás tus venidas, y cada vez te quedarás más tiempo. ¡Si pudieras quedarte siempre! ¿Y por qué no? ¿Acaso no es ése tu deseo, Dios mío, y el fin que persigues constantemente, a pesar de las incomprensiones y de las resistencias más o menos conscientes del alma? Tú eres todo felicidad. Y querrías que toda criatura que fuera capaz de ello comulgase lo más y lo antes posible en esta beatitud tuya que eres Tú mismo. Esperar al fin de la vida es demasiado esperar para tu amor. Y por eso invade tu amor poco a poco al alma fiel. Empieza por apoderarse de la voluntad, potencia para amar, y luego de las demás facultades, para unirlas a ellas, o al menos para no permitirles turbarla. Y si es necesario a tus designios, llega a inmovilizar a. los mismos sentidos para que el alma, por lo que hay en ella de más espiritual, pueda ser toda de tu amor. Restablecerás la armonía más tarde, cuando hayas hecho la conquista total y cuando Tú y ella seáis dos, pero en un solo espíritu y en un solo amor. Ésta será la hora de la unión perfecta y permanente. Tú vivirás tu vida en el a1ma y el alma vivirá en Ti con tu propia vida. Y después de esto ya no habrá más que el cielo.
DIOS ABRASA EL ALMA El amor de Dio es una llama ardiente. Antes de transformar el alma, destruye, abrasa, consume. Todo lo que le es contrario debe desaparecer. Esté periodo de la vida interior es particularmente doloroso. Es una época de purificación; el alma es arrojada al crisol; todas sus escorias suben del fondo a la superficie; ve entonces toda su fealdad y saborea cruelmente su amargura. A veces llega a experimentar la impresión de que esas lacras forman parte de sí misma y de que jamás podrá deshacerse de ellas. Pero, en el fondo, el alma es bella porque es pura, y a su voluntad le horroriza todo este mal. A quien no viera más que el efecto de estas duras tribulaciones, le parecería como calcinada por ese fuego misterioso, ennegrecida, sin forma y sin belleza. Está como desfigurada, deformada. Todos los pensamientos que poco a poco se habían apoderado de su mente y la habían hablan moldeado a su imagen, todos los afectos que se habían infiltrado en su corazón y lo habían hecho semejante a su objeto, todos los recuerdos que 44
impregnaban su memoria hasta el punto de absorberla, todo eso ha desaparecido. Durante la prueba todo ha sido cortado, arrancado, quemado. El alma ya no es la misma, y en este sentido es irreconocible. Se ha afeado con esa fealdad que resulta de la privación de una falsa belleza. Pero se ha embellecido con la verdadera belleza, con la que es una participación en la Belleza de Dios. No se destruye sino lo que se sustituye. Y el alma interior, despojada de cuanto formaba su aparente riqueza, ha empezado a revestirse de la Belleza de Dios. Para unir, el amor de Dios debe, ante todo, separar. Y aquí ya no se trata de aflojar los vínculos que unían al alma con su cuerpo, sino de penetrar en el mismo seno del alma para liberar allí lo que hay de más perfecto en ella: «el espíritu», a fin de que la unión con Dios, que es Espíritu, pueda realizarse plenamente. Sobrevienen entonces unas angustias dolorosas, deliciosas, inexpresables. Es una vida nueva que se insinúa hasta las profundidades del alma y que lo cambia todo en ella. El alma ya no se reconoce. Es otra, aunque siga siendo ella misma. La impresión de muerte es tan viva, que grita pidiendo socorro. Pero comprende que nadie puede venir en su auxilio. Le sería preciso el Cielo, y todavía no ha llegado la hora.
Y LA DEJA RECAER EN SU MISERIA NATIVA A veces, Dios mío, después de haber elevado el alma interior hasta Ti y de haberle hecho gustar los goces de tu intimidad, luminosa y sosegadamente, te place volver a dejarla caer, de pronto, hasta el fondo de su miseria nativa. La envuelven entonces las tinieblas, el frío se adueña de ella y la paraliza, y suben hasta sus labios oleadas de amargura. Le parece que su dicha no fue más que un sueño. Se siente más «pecadora» que nunca. Todo en ella le parece fealdad y mancha. Nada es puro a sus ojos, ni lo que es, ni lo que hace. Se convierte en un océano de tristeza. ¿Quién sabe si volverá a conocer nunca la alegría de los días felices? ¡Están tan lejos, y, en cambio, el mal está allí, tan real, tan universal, tan tenaz y tan profundo…! Cierto que en lo más íntimo de sí misma le queda una sorda esperanza, pero es tan débil que apenas se atreve a creer en ella.
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ACEPTAD EN PAZ LA PRUEBA El sufrimiento que provenga de vuestras tentaciones os será útil desde el momento en que rechacéis con un acto de voluntad todo lo que en vosotros se subleva contra Dios. La caridad y el egoísmo luchan una contra el otro. Y vuestra alma es su campo de batalla consciente. De ahí viene el dolor, que es— un efecto, no una causa. Es el necesario rescate de la purificación. Pero pensad que la unión, al menos la de las dos voluntades, está al término y que se realiza en ese estruendo. Y que esa unión lo es todo para vosotros. Aceptad ese estado que Dios ha querido para vosotros, entre cielo y tierra. Renunciad cada vez más a las alegrías de este mundo y esperad en paz, confiados e incluso con alegría las tan consoladoras visitas de Jesús Porque ése es el Calvario. Esa, la ley rigurosa del progreso, Y ese el camino de la unión verdadera. Permaneced, pues, en él, cueste lo que cueste; no salgáis de él jamás, por ningún pretexto. Esperad, esperad, amad, «¿No era preciso que el Mesías padeciese éstos y entrase en su gloria?» El discípulo no está por encima del Maestro. Puede suceder que os sintáis muy lejos de Dios y que, sin embargo, os aproximéis realmente a Él. No, no estáis fuera de vuestro camino. Al revés. Marcháis por él, pero no lo veis. No tenéis conciencia más que de la oscuridad y de la amargura. Pero Dios hace su tarea. Su luz os ciega. Su dulzura os hace experimentar esa impresión de cenizas y de hiel. Dios está dentro de vosotros y os fortifica. Creed eso sencilla y humildemente. ¿Adónde os lleva? A Él. Sed pacientes. Ocultad vuestra prueba. Si podéis, sonreíd al exterior, pero estad persuadidos de que nadie puede intervenir. Dios está trabajando, hay que dejarle hacer su labor. Por lo demás, nada le detendrá. Tan sólo vosotros podéis apresurarlo amando y diciendo: «Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad.» Creed nuevamente que éste es un proceso de amor. Os humilla, os purifica en el sentido espiritual y universal de la palabra, os fortifica y os templa. Sufriréis tanto más cuanto fuera más considerable la tarea por realizar y hubiera que hacerla más a fondo, pero todo eso será para vuestra verdadera dicha. Seréis dichosos cuando ya no seáis vosotros mismos y cuando todo se os haya cambiado. Es preciso orar, santificarse y esperar. No está bien que se analicen y detallen las propias pruebas. Vale mil veces más concluir de una vez, orar y acudir directa e inmediatamente a 46
Dios. Tenemos que volvernos francamente hacia Dios y darnos a Él totalmente a pesar de la repugnancia de la naturaleza. Orad, escudriñad el fondo de vuestro corazón; consultad, leed si es necesario. Pero lo que sobre todo os iluminará será la oración confiada.
CONTEMPLACIÓN FELIZ Y CONTEMPLACIÓN DOLOROSA Puede haber contemplación feliz y contemplación dolorosa, y, a veces, esta última ocultará en parte los fenómenos místicos. Pero parece que incluso en la contemplación dolorosa hay conciencia de la unión, al menos en la más alta cima del alma, pues sin eso los Santos no podrían soportar la carga de sufrimiento que Dios les impone. Parece que no hay Santo canonizado en quien no se haya reconocido esta acción mística de Dios. Podemos desear la acción directa de los dones del Espíritu Santo, en el sentido de que obligan al alma al máximo ejercicio de la caridad. Muchos autores previenen, con razón, contra lo sensible en los consuelos espirituales, pero no han de incluirse en esta desconfianza los consuelos superiores con tal de que no nos adhiramos a ellos. Cabe vivir habitualmente en presencia de Dios sin que los dones del Espíritu Santo se muevan conscientemente como tales y sin que sea necesario que tengamos unas luces especiales de las cuales nos demos cuenta. Pero también la inversa puede ser verdadera. Yo diría entonces que cabe ser contemplativo sin ser muy virtuoso y que cabe ser virtuoso sin ser todavía contemplativo. ¡Depende de tantas cosas! … De las facultades alcanzadas por la acción de Dios, de la réplica del temperamento, del carácter, de la voluntad…
PALABRAS DE DIOS AL ALMA Me parece, Dios mío, que más de una vez le plugo ya a tu amor hablar a mi alma. Sucedía por lo común en la hora en que menos pensaba yo en Ti. De repente, en lo más profundo de mi corazón, oía yo espiritualmente que una voz dulce y fuerte, precisa y penetrante, me decía una palabra, sí, a veces una sola. Y mi alma, sorprendida, inquieta y 47
dichosa a un tiempo, se sentía transformar, al ser o cumplir lo que aquella palabra le indicaba: «Ama, escucha; cállate, sígueme; busca en el fondo de ti, ten confianza; Yo soy Padre, también lo serás tú; date a Mi y Yo me daré a ti, escóndete dentro de Mi, y dame a manos llenas a las almas.» ¡Oh palabra de mi Dios, qué dulce eres para el corazón amante! ¡Qué fuerte eres también! Tú realizas lo que significas. ¡Tú beatificas!
ÉXTASIS Y ORACIÓN Mientras no otorgas esta gracia al alma, por muy cerca que esté de Ti, se da cuenta de que no está totalmente cogida por Ti. Siente como un malestar espiritual, como una especie de inseguridad. No querría ser perturbada en su dulce ocupación. Pero podría suceder que lo fuera. Lo teme. Y su temor es fundado. No están todavía rotos todos los vínculos con lo que no eres Tú. Aún mantiene cierta comunicación con este mundo sensible que nada puede darle y que, por el contrario, podría volver a llamarla a él, ¡ay!, arrebatándola todo. Sin duda ese temor es débil, sordo, casi inaprehensible, pero existe. Hace sufrir, es una traba. Verdaderamente el alma no puede elevarse para hablarte a sus anchas, cuando siente dentro de si un deseo tan vivo de hacer1o. Mientras que cuando te dignas desligaría por completo, aunque no sea más que por un instante, ¡qué alegría al encontrarse a solas contigo, casi cara a cara, y al pode decirte sin palabras todo lo que guarda para Ti en el corazón desde hace tanto tiempo! Hace entonces como si Tú no supieras nada de ello. Te lo dice todo. Se abre hasta el fondo. ¡Mira, Padre, todo es tuyo, todo es para Ti! Ya no hay criaturas que puedan estorbar tu mirada y herir tu Corazón. Ya no hay ningún obstáculo entre nosotros. Yo te hablo y Tú me escuchas. Yo te miro y Tú me contemplas complacido. Nadie nos oye, nadie nos ve. Nadie sabe que yo estoy aquí contigo, en Ti. Lo ven los ángeles…, lo ven los Santos… Pero ellos no sabrán de nuestra intimidad más que lo que Tú quieras revelares. Además, que su mirada no es indiscreta; por el contrario, se sienten dichosos de lo que ven. Y si es necesario, excitarán mi alma para alabarte, para bendecirte, para amarte todavía más. ¡Oh Dios mío!, puesto que la oración no es más que la explicación de un deseo, no se te puede explicar bien nuestro deseo de amarte, no se puede orar bien más que en éxtasis. 48
Si, Dios mío, que nuestro corazón se funda de amor por Ti. Que para ser más libre de amarte sin trabas, deje nuestra alma su cuerpo y que se arroje en Ti como en el foco del amor. ¡Que muera allí totalmente para no vivir ya más que en Ti y por Ti! ¡Oh amor, las palabras son demasiado pequeñas para contenerte, y por eso las destrozas; son demasiado débiles para expresarte, y por eso las aplastas! Pero es a mayor gloria suya, puesto que proclaman así por su misma impotencia tu grandeza y tu fuerza. ¡Oh Amor de Dios, ven, haz tu obra, abrásame, consúmeme, devórame, arrebátame! Yo me entrego a Ti, hasta el fondo, para siempre jamás, con un amén infinito.
GRACIAS MÍSTICAS Y ACTIVIDAD EXTERNA Al principio de las más altas gracias de oración, Dios empieza por absorber toda la actividad externa. Hay un trastrueque. Dios nos distrae de las criaturas y de nuestras ocupaciones, como, por desgracia, nuestras ocupaciones y las criaturas nos distraían habitualmente de Dios. Cuando el género de vida no permite este estado de absorción Dios tiene compensaciones. Pero actúa así, al menos, durante la oración. Por ejemplo, Santa Catalina de Ricci. Ni la Santa ni sus superiores se daban cuenta de lo que sucedía en ella. Era aquello una completa ligadura. Luego sucede un estado de malestar. La acción de Dios estorba la acción del alma sin suprimirla por entero. Por fin, Dios, Dueño absoluto del alma, le devuelve la posesión completa y perfecta de sus facultades, sin que ella abandone la unión divina. Se producen entonces unas obras excelentes, sin proporción con las fuerzas humanas, como las fundaciones de Santa Teresa y de la. Venerable María de la Encarnación. El alma entregada totalmente a Dios y al servicio del prójimo vive a la vez y sin esfuerzo en dos mundos diferentes. Cuando en los casos de unión total hay éxtasis, ya no hay uso de los sentidos. Pero no se confunda la levitación, la rigidez de los miembros, con el éxtasis. Pues estos fenómenos no son necesarios. Puede haber un desasimiento casi completo de los sentidos sin que los demás se percaten. Podría creerse en un adormecimiento, pues la vida física está aminorada, los sentidos sólo tienen un papel debilitado, amortiguado e incluso el vecino puede no darse cuenta de nada. 49
Este estado dura poco, pero, con alternativas de recuperación de facultades, puede prolongarse mucho tiempo. Pero el acto de la unión no puede durar in-definidamente sobre la tierra. La unión, ciertamente, es actual; es un estado que supone un acto infuso de amor de Dios. Podemos compararlo a una corriente subterránea, o a un brasero de brasas muy rojas bajo la ceniza. De vez en cuando brotan de él haces de llamas; pero si continuamente hubiese llamas, la vida no las resistiría. San Juan de la Cruz lo dice expresamente. Pero el brasero es ardiente y su irradiación puede ser muy grande.
LOS «PIANISSIMOS» DE LA UNIÓN: NUEVAS BÚSQUEDAS DE DIOS La intimidad consciente del alma con Dios no se mantiene constantemente en su grado máximo. Pues aunque en ciertas horas es muy viva, por lo común es más bien latente, sorda, semiinconsciente. En una palabra, todavía no es perfecta. En esos momentos demasiado largos que podrían llamarse los «pianissimos» de la vida interior, la unión sigue existiendo. Dios sigue siendo el bien del alma, y el alma sigue siendo el bien de Dios. Dios no duda del alma, como tampoco el alma duda de Dios. De una y de otra parte sigue existiendo la más delicada fidelidad. Y con todo, sin embargo, a veces el Esposo divino parece alejarse. Si alguien preguntase entonces al alma interior: «¿Dónde está tu Dios? ¿No te ha abandonado?», ella respondería con toda la sinceridad de su corazón: «Cierto que ya no disfruto tan vivamente de su presencia. Pero no me ha abandonado. Pues sé dónde está y lo que hace: Pastorea entre azucenas». Pues Jesús tiene otras ovejas a las que ama y de las que se ocupa. Y ellas constituyen su rebaño. Pero Dios continúa ocultándose y pasan las horas. La esperanza persiste en nuestro corazón. Puesto que Dios se oculta, ¿no tendremos que buscarlo? Y si sigue ocultándose siempre, como es su derecho, ¿no será menester que lo sigamos buscando siempre, como es nuestro deber? El alma interior debe entonces, sobre todo, proclamar muy alto y sinceramente, a pesar de que le cueste, el derecho de su Dios a entregarse cuando le plazca. Todavía no ha mucho le bastaba con recogerse, con volverse hacia el fondo de sí misma para encontrar allí a su Dios y para disfrutar en paz del gozo de su presencia y de su posesión. Pero he aquí que ahora, por más que hace para volver a ese fondo íntimo que es como el 50
lugar de su descanso para encontrar en él a «Aquel a quien su corazón ama», queda sola allí pues Dios así lo quiere. ¡Dolorosos momentos de la vida interior, en los cuales parece como si las gracias de antaño no hubieran sido más que un relámpago que se extinguió en la noche y que nunca más volverá a brillar ya! Si la fuerza divina no la sostuviera sin ella saberlo; si la paz, una paz de fondo, no. le diera una cierta seguridad de que todo está bien así, el alma interior abandonaría su búsqueda y se desalentaría. Pero no hemos de hacer tal cosa, tenemos que perseverar siempre. El alma interior no puede resignarse a la ausencia de Dios. Lo ha buscado donde solía encontrarlo, donde Él se dignaba entregarse a ella, es decir, en el fondo de si misma, pero ha sido en vano. ¿Qué hará entonces? Permanecer en una estéril inacción es imposible. El amor que no actúa no es verdadero. Puesto que el Amado no viene hacia el alma, el alma irá hacia Él. Me levanté y recorrí la ciudad… buscando al Amado de mi alma. ¿Pero dónde está? ¿Qué dirección tomar para encontrarlo? No puede estar más que en esa ciudad que es la suya, en la ciudad de Dios: «Si diéramos la vuelta a la ciudad, si visitásemos luego todas las plazas, si recorriésemos, una por una, todas sus calles, ¿no tendríamos la suerte de encontrarlo?» Y así comienza esa ardiente búsqueda. El alma interior espera encontrar a Aquel a quien ama, antes que en ningún otro sitio, en el Cielo, puesto que Él vive allí. Y lo escudriña todo. Lo recorre en todos los sentidos. Suplica a los ángeles y a los Santos, sobre todo a la Santísima Virgen María, que le hagan descubrir a su Dios. La escuchan con bondad. Se compadecen de ella. Le animan mucho a que persevere. Pero parece como si hubieran dado una consigna a todos sus amigos de la Ciudad celeste: «Callarse.» Su silencio es como un velo que envuelve y recubre al Santo de los Santos. El alma comprende que, a pesar de su vivo deseo y de su insistencia, ese velo no se levantará. Tú, Dios mío, eres un Dios oculto. Sólo Tú puedes hacer la luz en las tinieblas y mostrarte al alma que te ama. ¿Cuándo lo harás? E1 alma se vuelve entonces hacia las ánimas del Purgatorio. Tal vez le dirán ellas dónde se halla su Dios y cómo tiene que ingeniárselas para descubrirlo. Pero ¡ay!, que tampoco es más afortunada. «El mal de que padeces —le responden estas almas— es el mismo que nosotras sufrimos. No nos preocuparía el fuego que nos atormenta si poseyéramos a Aquel a quien nosotras amamos también tanto. Lo que aumenta nuestra pena, como aumenta la tuya, es que no sabemos cuándo ese Dios, tan justo y tan bueno 51
hasta en sus rigores, se dignará entregársenos por fin. Nos parece que nuestro «mal de amor» no curará nunca ¡Pobre alma!, te diriges a quien es más desdichada que tú. Si tu Esposo se digna devolverte la alegría de su dulce presencia, acuérdate de nosotras y dile que venga a buscarnos cuanto antes.» Es menester, pues que volvamos a esta tierra y que llamemos a la puerta de esas almas que sabemos están cerca de Dios. Por lo común, también ellas se esconden. Ocultan sobre todo cuidadosamente el secreto de su vida. Sin embargo, las barruntamos. Las medio adivinamos. Y discretamente, por miedo a que se nos cierren, las interrogamos: ¿Cómo haremos para descubrir el retiro de Dios? ¿Cómo atraeremos hacia nosotros a ese Dios tan bueno? ¿Cómo lo retendremos? ¿Cómo volveremos a llamarlo si está alejado? Habrá ciertamente un arte de agradarle y de conquistarle. ¿Conocéis a alguien que pudiera y quisiera enseñármelo? ¡Deseo tanto aprenderlo, pagaría tan caro por saberlo! ¿Quién se apiadará de mí? ¿Quién iluminará mi camino, quién me tenderá la mano, quién me conducirá hasta su término? ¿Quién me permitirá encontrar por fin un Director?» Y todas esas preguntas quedan sin respuesta. Pues las mejores almas son impotentes para proporcionarla mientras Dios no quiera hacerlo. Y el alma desolada sigue repitiendo así el grito doloroso de su corazón: Le busqué y no le hallé. Dios quiere que el alma interior esté humildemente sometida, como un niño, a quienes lo representan legítimamente sobre la tierra. Estaba esperando esta última actuación para recompensarlas todas de un solo golpe. Por lo demás, le gusta intervenir cuando toda esperanza parece perdida. Afirma así su independencia absoluta. Quiere que sepamos bien que Él es libre de dar cuando le place y como le place. El alma no lo ignora. Y deja así a su Dios el cuidado de concretar la hora de la, recompensa. Entre tanto continúa su camino y prosigue su búsqueda. Y he aquí que su ardiente deseo es atendido. De repente se encuentra cara a cara, por así decirlo, con su Dios. Y como antaño María Magdalena, se oye llamar por su nombre. Y no puede decir más que esta sola frase: «¡Dios mío!» ¡Qué alegría, Dios mío, para un alma que te ha buscado durante tanto tiempo y tan dolorosamente, la de encontrarte por fin! Si reflexionase, apenas se atrevería a creer en su dicha. Pero no reflexiona. Tu presencia paraliza, en cierto modo, su pensamiento. Tú estás ahí. Sus ojos interiores se clavan en Ti. Ya no ven más que a Ti. Están totalmente cautivados. No pueden desligarse de Ti. ¡Es tan bueno, es tan beneficioso, es tan dulce el 52
contemplarte, oh Dios mío, oh «Belleza siempre antigua y siempre nueva!». Además que verte, aun de esa manera imperfecta y velada que permite nuestro destierro, ¿no es ya poseerte? Eso es lo que experimenta, el alma bienaventurada ante la cual te dignas aparecer. Le parece verdaderamente que lo que ve así lo tiene ya y que realmente toma posesión de ello. Y eso no es una ilusión de su corazón.
EL DESEO TORTURANTE DE DIOS Al empezar la vida interior, el deseo de Dios es débil. Es algo sordo, apenas perceptible. El alma siente como un malestar misterioso y dulce que no llega a precisar. Se siente minada en lo más íntimo de si misma. ¿Por qué? No lo sabe claramente. El amor de Dios está actuando en su corazón, pero como un fuego que se incuba bajo la ceniza. De vez en cuando brota una chispa: un impulso eleva el alma hasta Dios. Luego, todo se serena. La oscuridad envuelve otra vez el fondo del alma. La zapa de ésta, sin embargo, no se interrumpe. Prosigue lenta, oscuramente, pero con segundad. El deseo de Dios aumenta: invade poco a poco toda el alma. Y no ha de tardar en manifestarse de nuevo. En espera de ello, ese deseo de Dios no permanece inactivo. Si pudiéramos penetrar en esta alma, veríamos que él es quien inspira, dirige y vivifica todo en ella. El alma se vuelve hacia Dios sin descanso. Lo busca siempre. Es como un hambre dolorosa. Como una sed agostadora. Como una misteriosa enfermedad que nada cura y todo lo aumenta. Es de todos los instantes. No deja descansar ni de día ni de noche. Incluso cuando el alma parece estar distraída de su dolor por las ocupaciones exteriores, lo siente siempre sordamente en el fondo de sí misma. Su herida es profunda, su llaga siempre está viva. ¡Cómo sufrimos cuando te amamos, Dios mío! Pero también, ¡qué dichoso es una padeciendo! Llega, por fin, un momento en el que este sufrimiento es intolerable. Acaba por explotar. El alma gime, llora. Clama en alta voz su pena. Le parece que abriendo así su corazón vendrá de fuera un poco de aire fresco para templar el fuego de su amor. Pero todos esos esfuerzos no hacen más que agravar su afortunado mal. Comprende más claramente que nunca que sólo Aquel que causó su herida puede también curarla., Pues el alma tiene hambre y Él es su alimento. Tiene sed, y Él es su bebida refrescante. Es pobre, y Él es su riqueza. Está triste, y Él es su consuelo y su alegría. Agoniza, y Él es su amor y su vida: 53
«¿Cuándo vendré y veré la faz de Dios?» «Muero porque no muero».
SUFRIMIENTOS PURIFICADORES, SUFRIMIENTOS REDENTORES Y APOSTÓLICOS A mi juicio, lo que hace tan largos y tan aterradores los sufrimientos del Purgatorio son las ataduras conscientes, las infidelidades directa o indirectamente voluntarias, las resistencias, todo lo que hay de falta de conformidad entre nuestra voluntad depravada y la de Dios. En las almas que han logrado elevarse hasta un grado de unión mística suficientemente alto, el desasimiento de todo lo creado puede hacerse sobre la tierra con una impresión crucificante muy dolorosa por dos razones: En primer lugar, por muy purificada que nos parezca un alma, puede tener todavía a los ojos de Dios y a los suyos propios algunos vínculos que la retengan y a los cuales haya de renunciar a toda costa. Los sabios modernos nos hablan de que en cada centímetro cúbico de agua existen de siete a ocho mil millones de microbios que, sin embargo, no vemos en ella. Pues en lo espiritual sucede lo mismo, que tampoco vemos esos átomos que, a los ojos de la santidad de Dios, parecen montañas, y lo son en realidad. «Porque tanto me da que un ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso; porque aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al grueso, en tanto que no le quebrare para volar» Pruebas que son como la traducción a lengua humana, al sufrimiento humano, del horror que tiene Dios por el menor pecado. Otras veces, el alma está realmente purificada. Y aunque sufra, no tiene la impresión de estar separada de Dios. La profunda alegría que tiene de ser suya no puede perderse. Esa alegría coexiste con el dolor más intenso. Es como cuando Jesús conservaba la visión beatífica en Getsemaní y en la Cruz. Las pruebas, sufrimientos, tentaciones de todo género que sobrevienen ya no son purificadoras, sino redentoras. Vistas desde fuera y como superficialmente, tienen el aspecto de pruebas y de tentaciones de principiantes, pero son apostólicas, pues se trata de almas que se ofrecen por otras almas y que sufren exactamente lo que el alma pecadora o principiante sufriría en aquel estado. Es el caso de San Vicente de Paúl cuando padeció dos años, según creo, aquella terrible tentación contra la fe. O el de la última prueba de Santa Teresa del Niño Jesús, que mereció un nuevo florecimiento de la fe en el mundo. Pues por lo que a 54
ella se refiere, estaba certísimamente purificada. O el de la Venerable María de la Encarnación cuando se ofreció por su hijo y por otra alma. Esa irradiación apostólica es cierta, pero no es infaliblemente atendida para determinada persona en particular. Según San Juan de la Cruz, el alma elevada al matrimonio espiritual ha llegado al estado perfecto, por más que pueda aumentar todavía su caridad como un hombre que ha alcanzado su total desarrollo. Puede todavía merecer y producir frutos cada vez más sabrosos y abundantes. Pero su purificación ha terminado, la estructura interna de la gracia, de las virtudes y de los dones ha concluido.
ALEGRÍA EN EL SUFRIMIENTO QUE CONDUCE A DIOS Yo, Dios mío, no debo proclamarte grande, liberal y magnífico solamente en el momento en que te dignas visitarme y hacerme gustar la alegría de tu dulce presencia, sino también, y tal vez sobre todo, cuando te place abandonarme, y dejarme solo en las tinieblas, en la noche fría y sin fin. Pues hagas lo que hagas, Tú eres siempre grande, liberal y magnífico. En el fondo de todo sufrimiento que viene de Ti escondes una gracia y un gozo. Si soy animoso, si sé comprender, si sé aceptar, y amar, entonces el dolor me arranca a mí mismo, me hace cruzar la zona vacía, me eleva por encima de todo y me lleva hasta Ti, para depositarme en tus brazos y sobre tu Corazón. Sí, Dios mío, del mismo modo que hay un éxtasis de gozo, hay un éxtasis de dolor. «Mi alma magnifica al Señor». ¿Qué importa el camino que conduce hasta Ti, Dios mío, con tal de que llegue a Ti? ¿No es acaso el más corto y más seguro el del sufrimiento? ¿Hay un punto del mundo que esté más cerca del cielo que el Calvario? Y si para entrar en tu gloria te fue preciso sufrir, ¡oh Jesús!, ¿cómo podemos nosotros esperar llegar a ella por otro camino? ¡Pero qué importa!, una vez más, en el fondo. Acercarse a Ti, Dios mío, unirse a Ti, ser admitido en tu intimidad; todo está ahí y sólo ahí está todo. Pues un solo momento de vida divina hace olvidarlo todo, ése es el céntuplo que prometiste Dios mío, y que nos das ya desde este mundo. Déjame decirte mi alegría, mi dicha, mi embriaguez, por sentirme en Ti, por sentirte en mí. Tú no me debes nada. Digo, sí, castigos. Y Tú me lo das todo. Lo sé, lo siento, lo capto, lo saboreo. 55
LEVÁNTATE, AMADA MÍA Levántate ya, amada mía, hermosa mía, y ven: que ya se ha pasado el invierno y han cesado las lluvias. Ya han brotado en la tierra las flores, ya es llegado el tiempo de la poda y se deja oír en nuestra tierra el arrullo de la tórtola. El invierno es la estación de las tinieblas y del frío. Las noches son largas, los días son pálidos. Ya no hay hojas, ni flores, ni frutos. Los pajarillos se callan. Todo está aletargado, todo parece muerto. También el alma interior ha tenido su invierno. Ha conocido los oscurecimientos del espíritu, los letargos del corazón, esas horas en las que todo estaba frío, en las que todo parecía muerto en ella. Ya no había luz, ni calor, ni vida. Dios se ocultaba. El alma estaba sola en un desierto sin camino, azotada por todos los vientos, sacudida por todas las tempestades. Era la hora de los misteriosos abandonos; era la agonía; era el calvario. Pero había que vivir esta hora para entrar en la gloria. ¡Pues el invierno acabó para siempre! ¡Y eres Tú, Dios mío, quien se digna anunciárselo al alma! Y tu palabra no puede engañar. Tú eres la Verdad misma. Por lo demás, el alma tiene capacidad bastante para comprobar lo que aquello significa. Podrán sobrevenir— todavía algunos retornos de tinieblas y de frío, pues la tierra no es el cielo; pero esos momentos de prueba serán poco numerosos y no durarán. El invierno acabó. ¡Gracias, Dios mío! Que las almas pasen por esta ruda estación es una necesidad que se impone a tu Sabiduría, pero que duele a tu buen Corazón. Estás como impaciente por ver alejarse a. ese duro invierno. Y en cuanto puedes, se lo ordenas. Te es entonces gratísimo anunciar Tú mismo a tu hija que su prueba ha concluido y que los días hermosos no tardarán ya en venir. Entre el invierno y la primavera media el periodo de las lluvias. Hace menos frío; está menos oscuro. Los días alargan; de vez en cuando brillan algunos rayos de sol. Pero, por lo común, cae una lluvia gris, monótona, persistente. Apenas se puede salir. El horizonte está cerrado, muy cerca, como al alcance de la mano. En lo espiritual, el alma interior conoce una estación muy semejante. En su espíritu hay menos tinieblas; en su corazón, menos frío. De vez en cuando, le parece que las cosas van a cambiar, y a 56
mejor. Pero lo más a menudo, le envuelve un velo gris. No ve muy lejos delante de ella. ¿Qué habrá detrás de esa cortina sin dibujos y sin colores? Lo sospecha, pero no lo sabe. La espera es larga, monótona, un poco fatigosa para la imaginación. El corazón permanece fiel e incluso lo es cada vez más. Pero al alma le tarda salir de esta especie de prisión. ¡Cuándo vendrás, Jesús! Y Jesús viene. Anuncia al alma que la estación de las lluvias «ha cesado», que ha desaparecido definitivamente. Y aduce en seguida la prueba: «Ya han brotado en la tierra las flores». El alma, en efecto, no es ya esa tierra endurecida por los fríos o empapada por las lluvias. Se parece al campo en primavera. Está cubierta de flores. La campanilla, valerosa y llena de esperanza, ve brotar a su lado la humilde, tímida y fragante violeta. Surgen luego el meditabundo pensamiento, y el gracioso clavel que vuelve su cabeza, un poco pesada, hacia el sol, como una imagen del alma, rebosante de vida interior y dispuesta a abrirse. Aparecen después el purísimo lirio y, por fin, la rosa primaveral de la caridad. Las flores de las virtudes se muestran en el alma por todos los lados. Forman para ella un aderezo incomparable. Es éste uno de los más bellos espectáculos que existen en el mundo. La primavera de un alma interior es algo arrobador. En este momento de la vida espiritual, los ojos del alma se abren sobre el mundo. Ve la tierra tachonada de almas en flor. Lo que ella es ahora, lo son también otras. Lo que del trabajo divino capta en si misma lo contempla gozosa en otras almas. Está asombrada, arrobada por tan hermoso espectáculo. Todo lo demás desaparece a sus ojos; ya no ve más que eso. Luego, a medida que las virtudes van desarrollándose en ella, sus ojos se abren más, su mirada se hace más penetrante. Observa mucho mejor la variedad de las formas, la riqueza de los matices y la armonía de los colores. Se ha desarrollado en ella un tacto misterioso. Una pequeñez le basta para adivinar en dónde está la obra de Dios en tal o cual alma. Le parece también que está armada de un sentido nuevo para captar los aromas espirituales, que son tan variados como las virtudes y como las almas. Pues para ella, verdaderamente, hay flores del cielo sobre la tierra. Cuando el alma tenía frío, – cuando la envolvía la lluvia brumosa y triste de la prueba, no sabía más que gemir dolorosamente o callarse; pero ahora todo ha cambiado. Dios, su verdadero sol, la ilumina, la calienta, la regocija. ¿No es ésta la hora de decir muy alto su felicidad, de cantar? Si, en verdad, «ha llegado el tiempo de la canción». Y ahora el alma interior canta. Empieza ya desde la tierra el canto de amor de la eternidad. Es ésta una melodía misteriosa. El grado de armonía de su voluntad con la 57
voluntad de Dios es su tónica. Cuanto más perfecta es la unión, más se eleva esa tónica. ¡Dichosa el alma cuya acción tiende cada vez más a la completa realización de la voluntad divina! Su voz se eleva hasta la altura del cielo, y esta última nota es la que agrada al oído de Dios. Con ella acaba aquí abajo la melodía, pero para empezar allá arriba, para siempre. Para animar al alma interior a seguirle, el Esposo le hace observar todavía que el arrullo de la tórtola se deja oír. No hubiera ésta abandonado sus cuarteles de invierno si no hubiera venido la primavera. Uno y otra obedecen a una misma ley. El canto de la tórtola tiene algo dulce, apacible, constante, gratamente monótono. Diríamos que es la voz de un afecto seguro de sí mismo, que para gustarse no tiene necesidad sino de repetirse sin brillo, casi sin ruido, pero también sin pausa. En el fondo del alma interior hay una voz muy semejante. Canta dulcemente y como muy bajo una melodía muy sencilla, que se contenta con unas pocas notas a intervalos muy cercanos: «¡Oh Amor, te amo! Dios mío, Tesoro mío, mi Todo, mi Amor.»
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CAPÍTULO III LA UNIÓN CON DIOS
DIOS, ÚLTIMO CENTRO DEL ALMA Del mismo modo que, según dicen, la piedra tiende por su peso hacia el centro de la tierra y en él se precipitaría por si misma, como en el lugar de su definitivo descanso, así también nuestra alma tiende hacia Ti, Dios mío, con todo el peso de su amor. En ese movimiento que hacia Ti la lleva podemos considerar algunos centros sucesivos, que son como jalones de etapa, o puntos provisionales de descanso, desde los cuales el alma se lanza de nuevo hacia TI, Dios mío, con una visión más clara de su fin, con un amor más impaciente y unos deseos más avivados que dan a su marcha hacia adelante una aceleración misteriosa. Pero de etapa en etapa, de morada en morada, de centro en centro, el alma llega por fin hasta TI. Y entonces su movimiento se detiene. No tiene ya razón de ser, puesto que el alma ha llegado al término de sus deseos y de su camino. Ha llegado a su fin. Y entonces descansa en él, en la definitiva y apacible posesión de su Tesoro y de su Todo.
DIOS, MORADA DEL ALMA Dios, en efecto, se ha reservado en el fondo del alma una morada en la cual ni siquiera la misma alma puede entrar sin un permiso especial suyo. Y allí precisamente es donde se introduce entonces al alma, no ya para algunos instantes, sino para siempre, según ella cree, Dios le reveló primero la existencia de esta morada. Despertó luego en ella un ardiente deseo de entrar allí. Este deseo creció. Y después de duras pruebas acaba de realizarse. El alma ha entrado por fin en la casa de su Padre. Tiene entonces la impresión de que va a habitar en ella para siempre. Pero hay más. Porque la casa de Dios es el mismo Dios. Es, pues, en Él mismo en donde hace entrar a su hija. La frase de San Pablo se convierte entonces para el alma en una realidad tangible, cabría decir que vivida. En Él vivimos y nos movemos y existimos. Vivir en Dios es, desde ahora, su 59
porción. Así, pues, el descanso, el refresco, el alimento del alma es el mismo Dios. El alma siente que le acaban de dar nuevas fuerzas; que la vida, una vida divina, circula a oleadas en ella. Le parece, no sin razón, que su Dios le ha llevado hasta lo más íntimo de sí misma y que ella se ha apoderado de Él en ese misterioso paraje en donde se confunden lo finito y lo infinito, cuando Dios estaba totalmente ocupado, como la más tierna de las madres, en dar a su hija la vida, la fuerza, la paz y la alegría. Y entonces, felicísima, el alma exclama: El mismo Dios restaura mi alma.
INTIMIDAD Cesa entonces la busca y empieza la posesión. Pues no ya en el orden del ser, sino en el orden del conocimiento y del amor, el alma y Dios no constituyen ya más que una sola unidad. Son dos naturalezas en un mismo espíritu y un mismo amor. Sobreviene así una profunda intimidad, la comunión perfecta, la fusión sin mezcla y sin promiscuidad. Estamos en Él y Él está en nosotros. Somos todo lo que Él es. Tenemos todo lo que Él tiene. Lo conocemos, casi lo vemos. Lo sentimos, lo saboreamos, lo gozamos, lo vivimos, morimos en Él Pues, efectivamente, ésta sería la hora de la muerte, si Él no quisiera que siguiéramos viviendo aquí abajo. Pero esa vida que vivimos tenemos que darla, y para eso permanecemos. Pero cuando la obra divina haya concluido, caerá el último velo y sobrevendrá la perfecta posesión de vida no terminada que se halla toda junta. Cuanto más ade1antamos, más saboreamos la perfección de Dios. Es como una progresiva invasión con momentos como de aparente detención. Viene luego una nueva ola, que llega más lejos que la primera y que parece partir de más hondo. Nada es tan dulcemente impresionante como esa extensión de la acción divina que parte de lo más íntimo del alma y se adueña hasta de la zona que linda con el mundo sensible. Acude después a nuestro corazón una ardiente plegaria. Si es verdad que te poseo, Dios mío, haz que yo te difunda. Parece entonces como si la mano extrajese de un tesoro interior y diera, diera, no cesara de dar. ¡Qué beatitud!
REALIDAD DE LA POSESIÓN DE DIOS Lo que tenemos que repetir mucho, de tanto como asombra e, incluso, a primera vista, desconcierta, es que esta posesión de Dios por el 60
alma es lo más real que hay en el mundo. Hay algunas almas que pueden decir con toda verdad: “Dios está en mí”. Y no hay en ello exageración ni ilusión alguna. Esa frase es la expresión fiel de la realidad. Cierto que esta posesión de Dios tiene grados, y muy diversos. Pero hay un fondo común a todos ellos, bien traducido por el Cantar de los Cantares: “Mi Amado es mío”. Antes, el alma interior deseaba a Dios. Lo buscaba, lo escuchaba, lo entreveía; llegaba incluso a darse cuenta de que estaba muy cerca de ella y de que ella estaba muy cerca de Él, allí, en el fondo de sí misma. Pero entre buscar a Dios y luego encontrarlo y, sobre todo, poseerlo, hay un abismo. Son cosas muy distintas, Y esa diferencia que entre ambas existe, lo es todo. Si Dios está en el alma, también el ama está en Dios. El alma se da, Dios la acepta, se posesiona de ella y el alma interior se da cuenta de esa toma de posesión. El alma no pierde su naturaleza ni su personalidad. Y, sin embargo, ya no se pertenece. Ha cedido gustosa su derecho de propiedad, y otro lo ejerce en su puesto. Y ese otro es el mismo Dios., Sólo que, lejos de empobrecerla, esa donación la enriquece. El alma da unos frutos de los cuales no creía ser capaz. Los saborea a sus anchas y juzga que tienen un delicioso gusto a eternidad. Pero, por encima de todo, experimenta una sensación de liberación, de verdadera libertad, que la extasía de gozo. Ésta es la libertad de los hijos de Dios. ¡Sufrimos tanto al ser de nosotros mismos!… ¡Somos tan dichosos al no ser ya sino de nuestro Dueño, de Dios!: Yo soy para mi Amado, y mi Amado es para mí. Cuanto más se adueña Dios de mí, mayor posesión tomo yo de Él. Todas sus riquezas son para mí. Participo de su Ciencia, de su Sabiduría, de su Poder, de su Bondad. Nadie puede comprender esta misteriosa comunidad de bienes. Es una especie de igualdad o, mejor aún, de unidad. El alma tiene la impresión, clarísima, de ser divinizada. Está dentro de Dios, es Dios en el sentido en que esto es posible para una pobre criatura. Y no contento con hacerla comulgar así en su naturaleza y en su vida íntima, Dios le hace participar en ciertos momentos en el gobierno del mundo. El consejo de la adorable Trinidad se celebra dentro de ella, y el alma asiste a él, absorta de conmovida admiración.
“MATRIMONIO” ESPIRITUAL ¿Por qué la palabra matrimonio? Por el carácter indisoluble de esta unión. Produce confirmación en gracia; por lo menos San Juan de la Cruz 61
así lo dice. Se trata de un contrato irrevocable, de una fe jurada para la Eternidad. Tú, Dios mío, amarás siempre a tu Esposa y ella te amará siempre. El alma interior así lo entiende. Tiene de ello una persuasión íntima que vale para ella, pero que no podría atestiguar fuera, puesto que no puede, probarla. Por lo demás, a pesar de esa firmísima seguridad de la que tiene conciencia, sobre toda en ciertos momentos, el alma no cree estar dispensada en lo más mínimo de las reglas de la prudencia cristiana en el ritmo ordinaria de su vida. Ve, por el contrario, con la claridad de la evidencia, cuán indispensable le es someterse a estas reglas y no apartarse para nada de las vías de la obediencia. Dios la conduce e ilumina a quienes la dirigen en su nombre. Y ella está en paz.
EL ALMA PARTICIPA EN LA VIDA TRINITARIA Tú, Dios mío, creaste las almas a tu imagen, las hiciste semejantes a Ti. Luego les comunicaste tu propia vida. Bajo las sombras de la fe creen ellas lo que Tú ves; esperan lo que Tú posees; aman lo que Tú amas, es decir, a Ti mismo. Las almas, gracias al principio sobrenatural de vida que Tú insertaste en lo más profundo de ellas, pueden, pues, alcanzarte a Ti mismo en tu vida íntima, comulgar verdaderamente en esa vida bienaventurada, decir a su manera tu adorable Verbo, producir a su vez tu Espíritu de Amor. Y luego, bajo el impulso dulcemente irresistible de ese Espíritu divino, las almas pueden refluir hacia Ti, ¡oh Padre, oh Hijo!, y reanudar constantemente, con un goce constantemente renovado, ese delicioso y sosegado proceso. ¿Hay en el mundo nada más bello que un alma que vive de tu vida, Dios mío? Llega un momento en el que quieres que el alma que así la vive bajo las sombras de la fe vea disiparse de repente esas sombras casi por entero. Una misteriosa claridad la penetra por todas partes. Está totalmente iluminada dentro de sí por ella sin que sepa bien cómo, sin que vea el foco de donde brota tan dulce luz. Bajo la influencia de ese rayo de fuego el alma se ve a sí misma viviendo de tu vida, comulgando en el conocimiento y en el amor que tienes de Ti mismo, pronunciando el Verbo del Padre, exhalando el Espíritu de Amor del Padre y del Hijo; ardiendo en la caridad del divino Espíritu, adorable Trinidad. Está más bella que nunca. Pues todo es en ella, como en Ti, orden, poder, esplendor, armonía y paz.
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CRISTO ENTRA EN EL ALMA Por fin se realiza el deseo de la Esposa y es escuchada su oración; Jesús viene a ella, entra en su jardín. ¿Cómo, Dios mío, penetras Tú en el alma que te ama? Nadie lo sabe. Ni ella misma lo sabe. Es un secreto de tu Omnipotencia y de tu Amor. Por lo demás, lo que al alma le importa no es el “cómo” de tu presencia, sino el hecho mismo de ella. Ahora bien, ese hecho es cierto. Algo misterioso y profundo, apacible y dulcísimo, ha sucedido en ella. Le ha parecido que Aquel a quien tanto ama y que hasta entonces estaba escondido en el fondo de su corazón se abría paso dulcemente como a través de la propia sustancia de ella misma y afloraba graciosamente a la cima de su ser. Es como si se hubiera producido una deliciosa eclosión del Amado hasta la región ordinariamente habitada por el alma. Pero para que el alma interior no pueda dudar de la realidad de su dicha, Jesús se digna asegurársela por Sí mismo. Le habla. A veces se sirve de la lengua común de su Esposa. Y entonces ésta oye claramente una voz que le dice dentro de ella misma: «Voy, voy a mi jardín, Hermana mía, Esposa». Pero lo más a menudo, Jesús le habla sin la ayuda de los sonidos. Con un lenguaje totalmente espiritual. El alma comprende que algo se le descubre y qué es lo que se le descubre. Todo sucede en la inteligencia pura. El alma es instruida sin ruido, sin cansancio, sin esfuerzo. No tiene que hacer más que escuchar. Por lo demás, no puede dejar de hacerlo. Pero la dulce obligación en que se encuentra de escuchar tan deliciosa palabra es para ella un encanto más. El alma también es espíritu. ¿Por qué no iba Dios a poder comunicar directamente su pensamiento a su Esposa, sin emplear la mediación de los sentidos, incluso interiores?
DIGNIDAD Y ARMONÍA DEL ALMA INTERIOR Cuando encontramos un alma interior, quedamos impresionados por su dignidad, por su soltura y por su gracia. La creeríamos de sangre real, lo cual es verdad, pues es hija de Rey, es reina. ¿No eres Tú acaso, Jesús, el Rey de Reyes? ¿No es ella tu Esposa? ¿Por qué, pues, extrañarnos? En el alma interior participa todo de esa nobleza divina; la revelan sus palabras, sus gestos, sus movimientos, sus menores pasos. Son graciosos, discretos y firmes. Al andar, no hace ruido, no atrae la atención y, sin embargo, agrada, logra su fin como sin esfuerzo. Apenas si hemos notado lo que 63
hacía, de tan ordenada como ha sido su acción; tiene el sentido de la medida. Ha obrado como había que obrar. Ha hablado como había que hablar. Era en ese momento cuando había que callarse. Pero el exterior no es más que un reflejo. Lo interior, lo que Tú, Dios mío, ves, es lo que cuenta sobre todo, y lo que es verdaderamente hermoso. Pues todo ese interior está ordenado. En esta alma son graciosos hasta los menores movimientos interiores. A Ti te agradan y Tú eres buen juez. Y es que todos están inspirados por tu amor. Que sólo él es su principio y su término. También su regla. Sí, todos los pensamientos de esta alma son pensamientos de amor. Y lo mismo sucede con todos sus deseos y con todos sus actos. En esta alma reina una profunda armonía. El Espíritu Santo, artista de hábiles manos, la está modelando desde siempre. De la voluntad, suave como la arcilla y firme como el oro, ha hecho Él un collar irreprochable que conserva perfectamente unidas entre sí a todas las demás facultades. Las facultades sensibles sirven a las facultades interiores y las obedecen. Éstas, por su parte, están a las órdenes de esa voluntad a la que el amor divino ha penetrado hasta lo más íntimo. Y todo ese mundo interior así ordenado tiene algo firme, gracioso y fuerte que agrada a tus miradas, Dios mío; es como una participación de esa armoniosa simplicidad tuya que fundamenta, me atrevería a decirlo, tus innumerables e infinitas perfecciones. Nos basta entonces una palabra para decirlo todo cuando te consideramos desde ese punto de vista: «Caridad.» Nos basta también con esa misma palabra para decirlo todo cuando hablamos de tu Esposa.
SU MODESTIA Tu Esposa ama la paz. Sus preferencias la llevan hacia una vida muy sencilla. Tiene gustos modestos. Las más humildes ocupaciones de la vida cotidiana no le desagradan; antes al contrario. Se dedica a ellas gustosamente. Trabajar en silencio su huerto; cuidar de que esté muy limpio y bien cultivado; fomentar las pequeñas virtudes; interesarse por la brizna de hierba y por la flor que se abre y se desarrolla, son cosas que le encantan. Pues, a su juicio, no hay que descuidar nada cuando se trata de hacer más agradable el propio corazón al Corazón de Dios, y de aumentar desde todos los puntos su semejanza con el de Jesús.
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SU SOLTURA Las sucesivas purificaciones han devuelto las facultades del alma interior al estado de puras facultades de conocer, amar, querer e imaginar. Han quedado descargadas de todas las formas creadas. Todo ha desaparecido de ellas. El fuego del amor lo ha abrasado todo. Incluso los hábitos de pensar, de querer, etc., han sido desarraigados, no sin grandes sufrimientos. Pero las facultades no han sido destruidas por ese proceso realizado en sus profundidades; antes al contrario. Están más ágiles, más fuertes, más aptas para el bien que nunca. Se parecen a las facultades del primer hombre que salió de las manos del Creador. Ya se trate del mundo natural o del mundo sobrenatural, de la acción o de la contemplación, las facultades, perfectamente libres, perfectamente ágiles entre las manos de Dios, operan con idéntica facilidad. Se mueven en esos dos mundos como sin esfuerzo. Van del uno al otro con perfecta soltura, gracias al conocimiento que recibe el alma de las relaciones que los unen. ¿Acaso no es Dios el Autor de esos dos órdenes? Y como consecuencia de su íntima unión con Dios, ¿no ve el alma las cosas un poco como Dios las ve, y no las quiere como Dios las quiere? Cuanto más puras están las facultades del alma, más divinas son también, y más y mejor se armonizan con las obras de Dios. De ahí esa perfecta soltura con que el alma interior pasa de la contemplación a la acción y de la acción a la contemplación.
EL SUEÑO DEL ALMA EN DIOS La vida de intimidad entre Dios y el alma empieza. Están siempre juntos, no se abandonan. Quien ve al uno ve a la otra. Diríamos que no son más que uno solo, aun cuando sigan siendo perfectamente distintos. Pero hay horas en que esa intimidad se hace mayor. Son las horas en que al cesar la actividad exterior, el alma interior vuelve a encontrarse a solas con su Dios y descansa dulcemente a su lado. Sobreviene entonces el gran silencio, el recogimiento profundo, la conversación a media voz, entrecortada por largas pausas, en las que no se oyen más que los latidos del corazón, Momentos de quietud, de verdadero y tranquilo reposo de la voluntad en Dios. Cuando el alma interior está unida a su Dios, en lo más intimo de sí misma, duerme totalmente. Su grado de unión es la medida de su misterioso sueño. 65
Se ha hecho en ella un gran vacío, luego una gran calma y, por fin, un gran silencio. Duerme totalmente. Ya no oye nada, ni ve nada, ni piensa en nada concreto. Sin embargo, vive, ama. Diríamos que ha retirado de si todo el vigor que daba a sus facultades. Ha hecho que todo descanse. Pero es para mejor amar. Concentra todas sus fuerzas en su corazón. Amar, solamente amar, amar cada vez más es su único deseo y su única ocupación. Parece muerta y vive más intensamente que nunca… Antes estaba más o menos distraída de Dios merced a las cosas. Actualmente, por el contrario, está distraída de las cosas por causa de Dios. Dios la ocupa enteramente. Se ha adueñado de ella, en alma y, a veces, en cuerpo también. Puede así decir el alma, y quienes se percatan de su estado pueden decirlo también, que «ya no está aquí». Y es muy cierto. Pues «el alma más vive donde ama que en el cuerpo donde anima» Y ahora, ama. Y ama a Dios. Luego está en Él. En fin, el alma así dormida es verdaderamente dichosa. Participa de la misma dicha de Dios. Esa dicha la invade por completo. La penetra sin que ella sepa cómo. No se pide entonces al alma ningún esfuerzo; no tiene más que recibir y que gozar en paz. Y eso es lo que hace, sencillamente. Nada puede dar una idea de este goce totalmente divino. No se parece a ninguno de los goces de este mundo. Es de orden muy diferente. Tiene una esencia distinta, por lo mismo que viene de otra fuente. No podemos encontrarle ningún término de comparación. Hay que hablar de él, pero siempre se hace mal, pues las palabras del lenguaje humano no pueden traducirlo. Lo que cabe decir es que está por encima de todos los bienes y a una distancia de ellos inconmensurable. El alma que lo experimenta tiene, pues, el derecho de gustar en paz su dicha y de permanecer dormida para el mundo todo el tiempo que le plazca.
EL ALMA SE CONVIERTE EN LA PRESA DEL AMOR DIVINO El alma interior ha sido verdaderamente conquistada por el Amor divino. Tal vez la haya asediado durante mucho tiempo. Pero, por fin, se ha apoderado de ella. Ha clavado en ella, con gritos de triunfo y de alegría, la, Cruz, que es su estandarte. Y desde ese momento reina sobre ella como vencedor. Todo es allí suyo: espíritu, corazón, sentidos y bienes. El alma interior, arrobada por haber sido conquistada así por la divina caridad, canta la belleza, la fuerza y la gloria de Dios. Había temido perder su 66
libertad si le abría las puertas de su corazón. Pero ahora comprende que la verdadera libertad consiste en hacerse esclava del Amor divino. Creía que se le iba a quitar todo, y se da cuenta de que se le ha dado todo. Pero el alma no ha sido solamente conquistada por el Amor, sino que es también su presa. Vive en Él, pero también puede decirse que es consumida por Él y que muere en Él. Un fuego interior la devora sin descanso, noche y día. Débil en su origen, este fuego crece y se convierte en un inmenso incendio. Nada se le escapa. Alcanza a todo, purifica todo, se alimenta de todo, lo transforma todo. Un observador atento se daría cuenta de que en esta alma hay algo misterioso y divino. ¡Cómo lograr, en efecto, esconder tan bien esta ardiente hoguera que no la traicione ningún resplandor! Es casi imposible. Por lo demás, llega un momento en que el mismo Dios acaba por permitir que ese incendio de amor estalle de algún modo. Conquistada primero, y víctima luego de la caridad, el alma interior se convierte así en el heraldo de Amor eterno. Lo predica, lo difunde. Poco importa el medio ambiente en que transcurra su vida, pues hasta en la más profunda soledad su programa seguirá siendo el mismo; y cuando no pueda hablar ni escribir, siempre y en todas partes podrá orar, sufrir, amar…
PUREZA, FUERZA Y RIQUEZA DE ESTE AMOR ¡Qué puro es tu amor, Dios mío! Es el amor de un espíritu por otro espíritu. Ignora lo que San Pablo llamaba la carne, y ella lo ignora también. No pertenece a su mundo; está infinitamente por encima de ella. Más aún: le hace la guerra, y una guerra despiadada. Para que pueda vivir, para que pueda desarrollarse a su gusto en nosotros, es menester que la carne se doblegue, se vaya desecando poco a poco y acaba por morir. De esa misteriosa pugna es nuestra alma a la vez teatro y premio. ¡Feliz mil veces Aquella que, para unirse a Ti, no tuvo que padecer esas crucificantes, pero necesarias purificaciones del amor! ¡Qué fuerte es también tu amor, Dios mío! Podemos apoyarnos sobre él con toda seguridad, pues jamás se nos zafa. El alma que a Él se une llega a ser tan firme e inmutable como Él. Puede sentir en sus facultades sensibles el inevitable flujo y reflujo de las emociones, pero su fondo íntimo no es turbado por ellas. Descansa sobre la tierra firme de tu amor. Si la tentación trata de inquietar su paz, el alma interior no tiene que hacer sino adherirse más firmemente a tu amor, para reducirla a la impotencia y 67
para verla desaparecer. Tu amor es su refugio, su fortaleza. Allí está en seguridad. Nadie podría alcanzarla. La protege por todos los lados. La envuelve por todas partes. Es esa nube, luminosa y tenebrosa a un tiempo, que la guía y la oculta. El alma se siente verdaderamente rodeada de una influencia misteriosa que la robustece, la da confianza, la reconforta y la vivifica deliciosamente. ¡Qué abundante es tu amor, Dios mío! Es un tesoro. Contiene todos los bienes. Es inagotable. Todo me viene de él. Es el primer don totalmente gratuito y totalmente gracioso. ¿Por qué me has querido, Dios mío? Únicamente porque has querido y porque eres bueno. Al darme tu Corazón, me lo has dado todo. ¿No eres Tú el poder infinito? ¿Y no está ese poder como al servicio de tu Amor?
LLAGA DE AMOR El mal que padece y del que se queja tu Esposa es misteriosísimo. Pero Tú que lo has causado, Dios mío, lo conoces bien… Empezaste por hacerle en el corazón una heridita tan pequeña que apenas si el alma podía sentirla. Luego, poco a poco, se ensanchó. Se hizo más profunda. El alma ya no fue sino una llaga que nadie sabía curar, y a la que todo avivaba y hacía sufrir. El dolor que destilaba esta llaga, por otra parte delicioso, llegó a ser intolerable. El alma gemía, se quejaba, gritaba. Bien sabía ella que no había más que un remedio para su mal: un amor más grande que la liberase de su cuerpo, la hiciera morir y la arrojase por fin y para siempre en tus brazos. Por lo menos ella quena sentir junto a si a su único Médico, que eras Tú, Dios mío. Pero Tú no heriste tan profundamente a esta alma amadísima sino para llenarla de Ti mismo. Tú eres el alimento de la llama que encendiste; aliméntala, pues; no puede vivir más que de Ti. Todas las almas, Dios mío, deberían ser heridas por este misterioso mal. ¿No eres Tú la Bondad perfecta y la Belleza infinita? Nuestro corazón, hecho por Ti, ¿no está hecho para Ti? ¿Por qué, pues, hay tan pocas almas que te amen de veras? Pero no hemos de volvernos contra Ti, Dios mío, sino contra nosotros mismos. Pues Tú te mantienes a la puerta de nuestro corazón, y llamas a él de mil maneras. Pero nosotros no oímos tu voz, pues hay en nosotros demasiado ruido. O si la oímos, no nos decidimos a abrir y a darle para siempre y por completo nuestra voluntad. En el fondo, nuestra alma está enferma, y de un mal que la mata; el amor de si misma; cuando debería estar enferma de un mal que la haría vivir en 68
plenitud y para siempre: el mal de tu amor, Dios mío. ¡Señor, cúranos del mal humano! ¡Señor, enférmanos del bien divino y que esta enfermedad nos haga morir!
EL ALMA, ELEVADA POR ENCIMA DE SUS FACULTADES, RECIBE LAS CONFIDENCIAS DIVINAS El alma interior es elevada, pues, por encima de sí misma. Se encuentra situada no sólo por encima de sus facultades sensibles, sino también por encima de sus facultades intelectuales; inteligencia y voluntad. Ha sido llevada por Dios hasta esa alta cumbre, hasta esa aguda cima del espíritu que parece tocar el cielo. Allí, sosegada, tranquila, silenciosa, pero viva y amante, oye la voz de su Dios, que le dice esta sola palabra: «Mira.» Es la hora de las iluminaciones, de las revelaciones íntimas, de las confidencias y de los secretos. Los ojos se abren. El alma ve la tierra como la ve desde el cielo. El alma ve el cielo como deberíamos verlo desde la tierra si supiéramos mirar. Contemplación que abarca todo, cielo y tierra, en una única mirada de profundidad infinita. Si el Amado tiene que hacer alguna confidencia, escoge ese momento. Y sin ruido de palabras, casi sin que el alma se dé cuenta, le dice lo que quiere decirla. Al volver a su vida ordinaria, el alma conserva un recuerdo general, impreciso, pero muy real, de haber sido instruida por Él. Luego, en el momento oportuno, esta enseñanza escondida en el fondo de sí misma se le aparece simplemente, sin esfuerzo, con un carácter neto, preciso, firme, seguro y práctico que la asombra y entusiasma. Bajo la influencia del Espíritu de Verdad y de Amor ha germinado la misteriosa semilla y se abre dulcemente en el instante deseado. Y aunque el Verbo divino se haya contentado con acercar a Él esta alma amada, como Él es luz, el alma ha ganado luminosidad por participación. Al volver en medio de las cosas, aquella, alma no las ve ya con los mismos ojos, no las aprecia ya del mismo modo. Ha cambiado respecto a ellas y las cosas ya no le hablan la lengua de antaño.
CONOCIMIENTO DIVINO Dios se complace en hacer ver las cosas al alma interior como las ve Él mismo. Revela sus secretos a sus amigos, y, por lo común, con tanta mayor claridad cuanto más los ama. Lo primero que les enseña con 69
precisión y claridad absolutamente nuevas es el mundo de la naturaleza, sus bellezas, sus perfecciones, la variedad de los elementos que lo componen y su perfecta armonía en la unidad. Los cielos se convierten en un libro que les expone la Sabiduría, el Poder y la Bondad de su Dios: Los cielos describen la gloria de Dios (Ps 19, 1) Luego, el mundo de la gracia se ilumina y se convierte para el alma interior en un espectáculo siempre nuevo y siempre encantador. ¡Qué bella es, en efecto, la obra de Dios en las almas! ¡Qué paciencia para esperarlas, qué misericordia para acogerlas, qué delicadeza para levantarlas, qué generosidad para amarlas! Parece como si por una sola alma se pusiera en movimiento todo: la Santísima Trinidad, y Jesús el Verbo Encarnado, y la Iglesia, su obra y su Esposa, y los Sacramentos, y la gracia, y los hombres, y el mismo mundo material: “Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman” (Rom. 8, 28). Eso es lo que contempla el alma interior después de descubrirlo en su vida personal y en la de los demás. Pero lo que Dios quiere revelarle ante todo es a Él mismo. Sin duda que no caen todos los velos de la fe; pero los que quedan no perturban las relaciones del alma con su Dios. Trata el alma con Él como si lo viera, y con tanta mayor sencillez cuanto que lo siente vivo en su corazón, lo saborea y lo posee. Esta posesión consciente es en sí misma una especie de conocimiento cuasi-experimental de Dios, como el que puede tenerse de un fruto que se viera de un modo borroso a causa de debilidad de la mirada, pero que se saborease ampliamente. Las dos fuentes de conocimiento de un solo y mismo objeto, al combinarse, dan al alma un gozo pleno, verdadero, anticipo de la felicidad eterna.
EL ALMA SE ENRIQUECE CON EL CONOCIMIENTO DE LOS ATRIBUTOS DE DIOS Cuando un alma entra por primera vez en Dios, experimenta la impresión que tendría una persona que penetrase de repente en una vasta habitación llena de los tesoros más ricos y más variados. No captaría cada uno de ellos con detalle, sino que tendría solamente una visión de conjunto. Pero esta visión le causaría un gozo único, hecho en cierto modo de todos los goces que gustaría si le fuera dado admirar cada uno de esos tesoros en particular. Tus atributos, Dios mío, son esos tesoros. Al unirse a Ti, el alma interior los ve de una sola ojeada y los saborea todos a la vez, porque Tú eres la riqueza y la simplicidad a un tiempo. Y la impresión que 70
produces en nuestro espíritu y en nuestro corazón participa de ambas. Al encanto de este gozo, tan nuevo para el alma, se añade algo inagotable, infinito, que se mezcla discreta y deliciosamente en él, como sello propio de los goces verdaderamente divinos. Poco a poco el alma se habitúa a vivir en esa celda interior. Habita en ella. La convierte en su morada. Cuando tiene que dejarla, sufre; se siente incómoda, como alguien que se encuentra fuera de su sitio. En cuanto puede vuelve a ella. Pide humildemente a su Dios que al reciba de nuevo. Dios no siempre la atiende inmediatamente. Entonces ella suplica, y espera confiada y en paz. Pero permanece allí, como verdadera virgen fiel, atenta al menor sobresalto precursor de la venida del Esposo. Llega un momento en que su Dios le hace entrar de nuevo en Él. Nuevas luces, nuevos asombros; nuevos goces también, y mucho más profundos; he ahí la recompensa de su fidelidad: “¡Muy bien, siervo bueno y fiel…; entra en el gozo de tu señor!”. (Mt. 25, 21) El gusto general que experimenta el alma en su primer encuentro con Dios se precisa y concreta poco a poco. Sucesivamente, cada uno de los divinos atributos se deja conocer mejor y saborear más. El alma los participa más a fondo y de modo más consciente. Acabamos por ser lo que amamos. Y en este caso, la cosa es tanto más fácil cuanto que Dios habita realmente en el alma. Está como al alcance de la mano. En cuanto se muestra, la voluntad se lanza hacia Él y se adhiere a Él con todas sus fuerzas. Se produce entonces como una deificación consciente del alma, ya general y confusa, ya más precisa y más clara en forma de comunión en el Poder, en la Sabiduría, en la Bondad, en la Misericordia o en algún atributo de Dios. Se hace también bajo forma de unión, ya con la Trinidad íntegra, ya con alguna de las Tres adorables Personas. Cada persona de la Santísima Trinidad (aunque esto suceda por una acción común) se asimila el alma y se la asemeja para que pueda actuar del mismo modo que aquella Persona y logre su dicha en esa acción.
DIOS REVELA ESPECIALMENTE SU PODER, SU SABIDURÍA Y SU BELLEZA Dios va revelándose progresivamente al alma interior. Le hace entrever algo del Poder y de la Sabiduría con que gobierna al mundo. Sus manos son fuertes como las de un obrero vigoroso, y flexibles como las de un artista genial. Nada escapa a estas manos divinas. Nada se 71
le resiste. Lo dirigen todo, hombres y cosas, hacia donde les place. De esas manos salen maravillas, que son como otras tantas piedras preciosas que las adornan. La Esposa se percata de lo que ese Obrero divino realiza en ciertas almas, de las obras maestras que sabe sacar del barro humano. El alma queda absorta de admiración ante todo ello. ¿Pues qué puede haber más bello, Dios mío, que el espectáculo de tu Amor en lucha con un alma? ¡Qué argucias, qué delicadezas y, a veces, es cierto, qué golpes tan tremendos para desligarla de todo! ¡Qué paciencia para purificarla a fondo, qué generosidad y qué arte para embellecerla, qué ardor para abrasarla, qué aliento tan poderoso para levantarla por encima de todo, aún de ella misma, para que pueda amarte sin medida y predicarte sin miedo! ¿Qué puede haber más hermoso que un alma de Santo? ¿No es Dios quien la ha hecho lo que es por el poder de su gracia? ¡Dichoso el que ve las manos de Dios trabajando en el mundo! En su fondo, la materia prima de este trabajo divino es la misma. Sin embargo, el estado inicial de esta materia difiere mucho, según los casos. Hay almas que nunca han conocido el pecado, al menos el pecado grave. Hay otras que estuvieron sometidas a su tiranía, pero por poco tiempo. Las hay, en fin, que descendieron todos los grados del abismo y vivieron en él largos y tristes años. Pero al Poder divino le importa poco, pues lo domina todo. Lo mismo puede hacer un Santo de un pecador endurecido que de un alma inocente Y, a veces, lo hace. Nada hay tan bello como ver la mano divina trabajando. Arranca del barro, lava, purifica, talla, corta, pule, transforma. Y no opera sólo desde fuera, sino, sobre todo, desde dentro. Sólo ella puede hacerlo. Incluso cuando se sirve de un instrumento es ella, en realidad, quien trabaja con él y por él. Es hermoso ver cómo se transforman poco a poco las almas bajo la acción divina. Son como otras tantas maravillas que salen de los dedos hábiles del Obrero divino, como piedras preciosas destinadas a adornar la Jerusalén celestial, tan numerosas, tan variadas en su forma como en su tonalidad y, por decirlo todo en una palabra, tan arrebatadoras y tan bellas. Aquí abajo sólo conocemos algunas de ellas, y, además, las conocemos mal. Para que se revele su belleza hace falta la luz del cielo. Sólo allí podremos admirar toda su riqueza y la gracia de las manos poderosas y ágiles de donde salieron. Dios es soberanamente Hermoso, la Belleza misma subsistente, el Ser único al que nada falta de lo que conviene, que es, desde siempre, infinitamente perfecto y en el cual todo es orden, unidad, simplicidad, 72
puesto que todas las perfecciones posibles e imaginables forman en Él una sola y misma realidad con Su esencia. Dios halla en el conocimiento que tiene de Si mismo un goce infinito. Es el eterno admirador de su eterna Belleza. Es, pues, la verdadera fuente y el modelo de toda belleza. Cuando me dejo distraer de Ti, Dios mío, me parece que abandono la región de la luz para entrar en la de las tinieblas. ¡Hiere tanto los ojos todo lo que no eres Tú! Para quien te ha entrevisto sólo una vez en tu inaccesible luz, ¡es ya todo tan deforme y tan feo! Incluso las criaturas que más te reflejan resultan entonces casi dolorosas de ver. ¡Ellas no son Tú, Dios mío! Y eres Tú lo que el alma quiere contemplar cada vez mejor, cada vez más fija y más profundamente. La frase de San Agustín vuelve constantemente a nuestros labios: «Belleza siempre antigua y siempre nueva, ¡te he conocido demasiado tarde, te he amado demasiado tarde!» Sí, Dios mío, Tú eres todo Bondad, todo Belleza, todo Gracia. Tú has hecho muchas criaturas bellísimas y, sin embargo, su belleza no puede contar junto a la tuya. Todo lo que hay de bello y de bueno viene únicamente de Ti. Y lo que das, no lo pierdes, pues lo posees infinitamente. ¡Oh!, hazme comprender, a mí, que quiero ser dichoso, que toda felicidad, que toda alegría está en Ti. Si yo supiera ir a Ti, embriagarme con tu Belleza, alimentarme con tu Bondad, regocijarme con tu Alegría, saborear sin fin y como sin medida tu Felicidad. Porque todo eso es posible, todo eso es cierto, todo eso es necesario: «Amarás…», y, por consiguiente, serás bueno con mi Bondad, embellecerás con mi Belleza, te embriagarás con mi dicha. ¡Oh Dios mío, que sea ahora, ahora, y siempre!
LOS DIVINOS PERFUMES El alma que se acerca a Dios experimenta, a veces, dentro de sí misma la dulce impresión de que la envuelven y penetran totalmente unos misteriosos perfumes. No se trata de perfumes naturales que afectan a los sentidos; no. Sino de que las realidades espirituales tienen unos medios de manifestarse al alma que parecen análogos a las emanaciones odoríferas de los cuerpos. En este sentido hay perfumes espirituales. Tienen el privilegio de ser no sólo mil veces más agradables que el bálsamo más exquisito, sino, además, y sobre todo, el de ser sobrenaturalmente bienhechores. Fortifican, ensanchan. Bajo su influencia, el alma se despliega; respira a sus anchas. Crece. La vida, una vida totalmente divina, le es infundida 73
desde dentro. Lo advierte, y se percata de que la causa inmediata de ello es ese misterioso perfume. Cuando Dios hace entrar al alma en relación como inmediata con las realidades espirituales, y sobre todo con Él mismo, sucede algo análogo a cuando se perciben las propiedades sensibles de los cuerpos, los perfumes, por ejemplo. La bondad de Dios tiene su aroma, como también tiene el suyo su dulzura, y lo mismo sucede con los demás atributos divinos. Parece que todo sucede como si, de hecho el alma poseyera un olfato espiritual armonizado por el Creador con los seres del orden sobrenatural, y que le permitiera reconocerlo por su olor. Cuando el alma quiere traducir al lenguaje humano lo que experimenta en su vida íntima con Dios, no encuentra mejor comparación: «Las cosas divinas me hacen gustar goces que son, para mi, en el orden espiritual, lo que en el orden sensible son los goces del olfato penetrado por el perfume de las flores.» En esa intimidad, Dios quiere hablar a su Esposa. Sus labios se entreabren dulcemente. El alma interior observa entonces toda su Gracia. Aun antes de articular un sonido, la encantan ya por su forma delicada y por el dulce perfume que exhalan. Tampoco queremos decir, ciertamente, con esto que Dios tenga labios, o que Jesús deje, por un momento, contemplar los suyos, como podría hacerlo. Sino que el alma interior y Dios están entonces tan cercanos que pueden hablarse como de boca a boca “Todo el afecto verdadero, profundo, puro, que unos labios humanos bien modelados podrían expresar por su forma, lo lee el alma interior sobre lo que, para ella, es como la boca de su Dios. En el pliegue y en el movimiento de estos labios misteriosos, comprende que agrada a su Dios y que es amada por Él. Un perfume delicioso brota de los labios divinos. Se diría que viene de lo más íntimo del Corazón de Dios. Resume en él y hace gustar al alma interior todos los encantos de los demás perfumes. ¿Por qué la esencia divina no había de tener su aroma? Así lo comprende la Esposa en la hora bendita de su unión. Ese perfume que ella puede llamar «esencial», esa «mirra purísima», le anticipa ya algo de los goces del cielo; una especie de atmósfera embalsamada la envuelve por todas partes. Se siente a la vez separada y protegida por ese medio ambiente invisible y, sin embargo, tan real. Puede entonces amar a Dios a sus anchas. Y eso es lo que hace sin razonamiento, sin esfuerzo, movida por un instinto divino que la asombra y la tranquiliza a un tiempo. Está conmovida por esa nueva manera de vivir que no conocía, al menos en este grado, pero siente que ésa es la verdadera vida, y exulta de alegría. 74
EL ALMA EXULTA El amor de Dios tiene un calor que ensancha al alma en su fondo y la llena de gozo. Bajo su influencia, el alma se siente crecer, su capacidad de dicha aumenta y al mismo tiempo se colma. Luego, siempre bajo la acción del fuego del amor, vuelve a ensancharse para llenarse otra vez. Y así sucede casi sin descanso. El alma invadida por tu Amor, Dios mío, experimenta la impresión de que se desarrolla y expande en ella una vida totalmente interior. En ciertos momentos, la oleada de calor es tan fuerte que el alma no puede ya soportarla. Es entonces cuando hasta el corazón físico se dilata, tal como se ve, por ejemplo, en la vida de San Felipe Neri, o se siente traspasado de parte a parte por una flecha, como sucedió a Santa Teresa de Ávila. Suena la hora de la plena expansión. La emoción que experimenta el alma cuando por primera vez se siente inmediatamente unida a Dios, cuando lo toca espiritualmente en el fondo de sí misma, cuando recibe ese maravilloso beso divino; en fin, cuando se da cuenta de que penetra en Dios y de que Dios la penetra por entero, es deliciosa. La idea que posteriormente se forma de su propia felicidad es la de compararse a una esponja en el océano, pero en un océano de pura dicha, conocida y gustada por todo su ser. De momento es tan dichosa, que llora de alegría. ¡Es tan bueno sentirse unida a Dios y tan amada por Él! Es tan nuevo, tan distinto a lo que imaginaba, que se siente sobrecogida por un santo temblor. Si nos atreviéramos, diríamos, para dar a entender algo de lo que sucede entonces, que la dicha le conmueve hasta la médula. A veces ocurre que el cuerpo participa algo de eso a su manera. Pero lo que experimenta no es, con mucho, lo esencial, ni lo mejor. Pues el alma tiene sus goces propios, y éstos son los únicos verdaderos. A cada visita de Dios aumenta este goce. Es el mismo, y, sin embargo, se lo saborea como si fuera nuevo. Es el goce de Dios que se infiltra deliciosamente en el alma. Y se lo saborea en Dios. Todavía aumenta el goce del alma por el descubrimiento de otras almas admitidas como ella a participar del mismo modo en la felicidad de Dios. La dicha de estas almas aumenta la suya. El mundo espiritual le ofrece un espectáculo grandioso y encantador: el de las almas arrebatadas de amor por Jesús. Todos los corazones puros que le conocen son ganados por Él. Ejerce sobre ellos una irremediable atracción. Hay flores que siguen al sol en su carrera de Oriente a Occidente. Jesús es el sol de las almas. Éstas se iluminan con su luz y se calientan con los rayos de su amor. Las atrae, las eleva, en cierto modo, hacia Él. Lo siguen con mirada 75
afectuosa y constante. Lo aman mucho, sin límites. Cuanto más puras son, más se adhieren a Él. Cuanto la tierra tiene de más noble, de más delicado, de más generoso, le pertenece. Sí, Jesús, es literalmente cierto que los corazones puros te aman con incomparable amor. Resulta dulce comprobarlo; es arrobador contemplarlo.
EL ALMA CANTA Hablar, y sobre todo cantar, es expresar en alta voz, sin temor, con felicidad, con entusiasmo, aun los sentimientos más íntimos del corazón con respecto a Ti. Tú tienes derecho, y pleno derecho, a esa manifestación sensible de la estima que el alma te tiene y del afecto que por Ti siente. Por lo demás, esa ley se impone imperiosamente al alma interior, al menos en ciertas horas… Pues si entonces le fuera preciso callar su amor, se ahogaría. Es preciso que hable, es preciso que cante, aunque esté sola. Verdad es que Tú estás siempre allí para escucharla, y eso le basta. Su voz agrada a Dios, y una voz que agrada de ese modo puede decirlo todo. Canta así con todo su ser. Diga lo que diga o haga lo que haga, todo está en calma, todo está tranquilo, todo está en orden en esta alma; impone, sobre todo, un sello de dulzura, de armonía y de paz que alegra a su Dios. Pues, para Él, su voz es dulcísima y muy agradable. ¡Qué bien recompensada queda de sus esfuerzos el alma interior, Dios mío, cuando te oye afirmarle que todo lo que dice, todo lo que hace, todo lo que sufre, se convierte en una voz melodiosa que sube hasta Ti y que te encanta! Nada hay ruidoso, duro e hiriente; pero nada tampoco amanerado, en esta voz que tanto te agrada. Por el contrario, hay algo ágil y gracioso, firme y dulce, armonioso. Y si pensamos ahora que otras almas —cuya actividad, interna y externa, perfectamente acorde con tu voluntad, se transforma en una melodía semejante— unen su voz a la de ella, creeremos oír muy por encima del fragor del mundo una incomparable sinfonía, verdadero eco y verdadero preludio del eterno Cántico. Cerraos a la tierra y abrid esa ventana de vuestra alma que da hacia el infinito. Permaneced el mayor tiempo posible en esa misteriosa soledad frente a ese horizonte ilimitado, aunque nada veáis todavía, y respirad a pleno pulmón el aire divino. Escuchad el canto de esas desconocidas almas silenciosas que aman a Dios cuanto pueden y que saben decírselo sin ruido de palabras, con sólo 76
los latidos de su corazón, todo él llama y fuego. Resuena constante en esa inmensidad. Que vuestro canto de amor se una al suyo, al de María y al de José, al de los ángeles y al de los Santos.
DIOS Y EL ALMA SE ENCANTAN MUTUAMENTE Tú amaste al alma, Dios mío, le comunicaste tu Vida, la embelleciste. Y el alma se te parece ahora hasta la confusión. La has encantado. Pero ella, a su vez, te encanta. Y ahora estáis como misteriosísimamente unidos por unos vínculos que no se ven con los ojos del cuerpo ni con los de la imaginación, que tampoco se cogen con las manos y que, sin embargo, son muy reales, muy dulces y muy fuertes. Atracción libre e irresistible que os mantiene vueltos uno hacia la otra, mutuamente unidos, arrobados, prendados una del otro. Y el alma se da cuenta de que te envuelve con su dulce influencia, del mismo modo que ella misma se siente totalmente penetrada por la tuya, ¡oh Dios mío! ¿Quién podrá decir, Dios mío, la profundidad y el poder de tal encanto? Nada se le escapa. Invade todo el ser, osaríamos decir que hasta los tuétanos. Es una divinización ab intra. Se diría que tu ser, que, sin embargo, no puede mezclarse a nada, se convierte en el mismo ser del alma. Ésta comulga —o mejor, tal vez, es comulgada— en tu plenitud. Es la dicha insondable, la paz, la alegría, la fuerza, la seguridad, la luz, el calor, la vida. Es todo. Es más que todo. Está por encima de todo. Te vemos desde dentro. Te poseemos. Te saboreamos. Somos Tú mismo. Todo ello basta para morir. Y, sin embargo, no es más que una aurora, más que un comienzo. El horizonte se dilata. Son perspectivas infinitas y seguras. El presente da a manos llenas. Parece agotar el poder de dicha del alma. ¡Y, sin embargo, el porvenir dará todavía más!
NADA GUSTA TANTO A DIOS COMO UN ALMA QUE SE IGNORA A SÍ MISMA Nada te está oculto, Dios mío. No se te escapa ninguno de los movimientos de un alma que te ama. Se diría que estás totalmente ocupado en acechar la más ligera manifestación de su amor hacia Ti. Ya puede envolverse en la discreción y en la modestia como en un velo para casi ocultarte, para ocultar a todos y a si misma lo poco que hace por Ti, según 77
le parece a ella; es tiempo perdido. No hay velo para Ti, Dios mío. El esfuerzo que realiza para guardar su secreto aumenta el encanto de su afecto. Nada te gusta tanto como un alma que busca el silencio, que se ignora a sí misma y no quiere agradar sino a Ti. Se convierte en el objeto de tus complacencias. Atrae tus miradas. Atrae, sobre todo, a tu Corazón. Le amas. Se lo dices. Y le das en mil ocasiones pruebas evidentes de tu amor. ¡Alma bendita entre todas, quién dirá tu felicidad!
DIOS ELOGIA AL ALMA SU BELLEZA Nada es tan dulce al corazón de tu Esposa, Dios mío, como oírte hacer el elogio de su propia belleza. Y no por vanidad de su parte; no, en absoluto. Demasiado bien sabe que todo lo que tiene lo tiene de Ti. Lo que le agrada es agradarte. Lo que le encanta es encantarte a Ti. Toda alma que comprende lo que Tú eres no debería tener otra ambición que ésa: atraer tus miradas y retenerlas por su auténtica belleza. Después de tantos trabajos y de tantas penas, tu obra está, pues, acabada; la contemplas. Y te agrada tanto a Ti, el Divino Artista, que la declaras perfecta y bellísima. Este elogio, tan precioso, se lo dirigen a toda alma cuando entra en tu cielo. Pero tu amor no siempre puede esperar este momento. Quiere expresarse cuanto antes. Le cuesta mucho callarse. Y habla. Dice una sola frase, ¡pero qué frase! «¡Qué hermosa eres, Amada mía! Tota pulchra es, amica mea eres lo más bello que hay en el mundo. Necesito decírtelo. No temo hacerlo. Es verdad. Tu corazón está dispuesto para oírlo. Sí, Yo, tu Dios, Yo te lo digo; no lo dudes un instante: eres bella con la verdadera belleza. Y lo serás siempre. Alégrate.» Por lo demás, hay en tu voz un acento que no engaña. La emoción que sobrecoge al alma hasta el fondo no puede tener otra causa que Tú. Sólo Tú puedes obrar en ese centro interior. Sólo Tú puedes derramar allí una tal paz, una tal seguridad, una tal beatitud. Por los frutos se conoce al árbol. Por la obra se conoce al obrero. De tu Gracia, Dios mío, podemos decir que «es más bella que la belleza». Hay en ella un encanto infinito. Cuando invade, pues, un alma, le comunica ese encanto delicado, penetrante, delicioso, indefinible. Esa Gracia está hecha de dulzura, de armonía, de agudeza, de claridad también, pero tamizada y como puntualizada. En ella nada choca, nada sorprende, nada se impone a viva fuerza. Ejerce su imperio sin permitir casi que se percate uno de ello. Envuelve en una atmósfera de paz, de silencio y de 78
santidad. Se la admira sin esfuerzo y sin cansancio. Hace olvidarlo todo. Se hace olvidar a sí misma, para hacerse paladear mejor. Tiene algo humilde, modesto, en su manera. Sí, la Gracia, tu Gracia, es «más bella que la belleza». Pero la belleza y la Gracia de un alma Interior se armonizan muy bien con la fuerza. El alma interior es un alma enérgica. Ha combatido y continúa combatiendo el buen combate. Es un alma conquistadora, que espanta a los demonios y a sus desdichados prisioneros. Un alma interior hace más daño a tus enemigos, Dios mío, que más de cien que no lo son. Por si sola vale como un ejército. Por lo demás, no lucha sola. Tú le das siempre soldados, y buenos soldados. Ella los instruye. Los forma. Les imbuye su ardor. Les comunica su energía. Los lanza al asalto. Les asegura, por fin, la victoria. En todas las épocas has enviado a tu Iglesia algunas de esas almas valientes, terribles como escuadrones ordenados, y que lo han salvado todo cuando todo parecía perdido. «¡Danos, Señor, almas verdaderamente interiores!»
LA VIRGEN MARÍA, PREFERIDA DE DIOS Bien miradas las cosas, Dios mío, parece que esa alma privilegiada, verdaderamente única, a la que llamas en el Cantar «mi paloma, mi inmaculada», que no excita los celos de ninguna alma, sino que, por el contrario, despierta la admiración y la alabanza de todas, es la dulce y pura Virgen Maria, nuestra Madre. Sólo a Ella se aplican tus magníficas palabras, sin restricción y sin límites. Es tu Hija única, Padre adorado; es tu arrobadora Madre, Jesús, Hijo único del Padre, convertido por Ella en nuestro Hermano para salvarnos; es tu Santísima Esposa, Espíritu de Amor, a quien Ella debe el ser Madre sin dejar de ser la Virgen de las Vírgenes. No hay pura criatura, ¡oh Santísima Trinidad!, que te sea tan querida como ésa. Es tu única, tu divinamente preferida. Después del Corazón de Jesús, no hay objeto más precioso de conocer ni más dulce de contemplar que el Inmaculado Corazón de la Santísima Virgen. Es un abismo de perfección, de esplendor, de belleza, de gracia, imposible de describir. El Corazón de María es la obra maestra del Espíritu Santo. Lo enriqueció con todas las perfecciones, con todas las virtudes. Sabemos que desde el primer instante de su concepción nuestra dulce Madre gozaba de todo el Amor divino. En el momento de su creación 79
volvióse hacia Dios para unirse a Él en perfección; y su amor aumentó a cada instante, pues repitió ese gesto durante toda su vida y cada vez con más hondura e intimidad. Su corazón es purísimo, es decir, sin mezcla de nada inferior a sí. La Santísima Virgen recibió desde el primer instante de su vida el poder de amar en un estado perfecto. Y lo ejerció inmediatamente. No conoció pecado ni imperfección… Su amor de las criaturas fue la expansión de su amor a Dios, y en nada turbó su inalterable, su santísima pureza. En Jesús ama a Dios, puesto que Él es, a la vez, su Dios y su Hijo. Amó a San José, a San Juan, a las Santas Mujeres, a todos los hombres que se han sucedido en el curso de los siglos. Ama a todos sus hijos con profundo y real amor, pero los ama en Dios.
EL ALMA ES ABSORBIDA POR DIOS Durante las duras pruebas que ha tenido que soportar para conquistar tu amor, duran te tus largas ausencias, ¡oh Jesús!, el alma interior no ha permanecido inactiva. Con sus trabajos, y sobre todo con sus pensamientos, ha sabido componer una miel dulcísima, de delicioso perfume. Ahora te la ofrece. Dígnate aceptarla. Le parece a esta alma como si fuera comida, absorbida por Ti. Sin embargo, no pierde lo que tiene ni la conciencia de lo que es. Y, a pesar de todo, se convierte en tu misterioso alimento, toda ella íntegra, sustancia y actos. Se convierte en Ti, sin que tengas Tú que adquirir nada, propiamente hablando. El cambio se opera íntegro en ella. Es ella la que se ha convertido en Ti. “… al contrario, tú te mudarás en mí.” (San Agustín). Verdad es que sigue siendo sustancialmente lo que es, y, sin embargo, ya no es la misma, Ve, piensa, ama, obra como Tú, contigo, en Ti. Si no está transustanciada, está transformada. ¡Dichosa e inefable transformación! Durante largos días, Dios se ha convertido en aliento del alma interior. Poco a poco la ha transformado en si mismo. Pero llega un momento en que hallándola transformada totalmente y, por decirlo así, a su gusto, se alimenta, a su vez, de esta alma así divinizada. Antes, ella se sentía interiormente fortificada por un alimento a la vez misterioso y delicioso. Gustaba, en el fondo de sí misma, una gran felicidad, una felicidad suya propia, su felicidad. Le parecía incluso que había alcanzado los límites de la beatitud posible en este mundo. Pero aquello no era nada, lo comprende ahora. Una alegría totalmente nueva acaba de brotar en su corazón. Se da cuenta de que ella es como tu propio alimento, Dios mío. 80
Tu felicidad se convierte en felicidad. Y está prendada, embriagada, fuera de sí misma. Ciertamente, el alma interior no ignora que ella nada puede añadir a tu dicha infinita. Sin embargo todo sucede en esos benditos momentos como si ella te hiciera verdaderamente dichoso. No sólo gusta el alma de su propio goce, sino también de tu alegría, de la cual le parece ser ella la causa. Ninguna comparación puede hacer comprender lo que puede ser una tal felicidad. Sería preciso corregir, sublimar hasta el infinito la, de la madre más abnegada cuando alimenta con lo mejor de sí misma a su hijo amadísimo y pone toda su felicidad en hacer dichosa a esa querida criaturita que tan metida lleva en su corazón, y pensar en María, Virgen y Madre. Y el gozo del alma interior no pasa. No se agota. Cuanto más da ella a su Dios, más le da su Dios a ella. Él es la fuente inagotable del amor. A medida que se va saciando, llena su corazón, y eso es lo que colma de gozo a su Esposa.
EL ALMA INTERIOR ES MÁS O MENOS INCOMPRENDIDA Muchas almas aun piadosas, no comprenden los impulsos del alma interior, su verdadero estado, lo que legítima sus actos. ¿Hemos de asombrarnos de ello? ¡Nada de eso! Para juzgarla con verdad sería menester poseer una ciencia muy profundizada de los efectos misteriosos del Amor divino o sufrir uno mismo del mal que ella padece. Eso es muy raro. Y el ideal, la unión de la ciencia especulativa y del conocimiento experimental, personal, todavía lo es más. Un San Juan de la Cruz, por ejemplo, no es dado al mundo, según parece, a cada generación de hombres. Pero aunque lo fuera no se le podrían someter todas las almas heridas por el mal del Amor divino. Tienen éstas que aceptar el ser más o menos incomprendidas. Es como si se planteara al alma interior esta pregunta: ¿Qué tiene tu Amado para ti más que para los demás? Y el alma podría responder: «Yo no sé como veis vosotros a mi Amado, pero yo ¡lo encuentro tan hermoso! Posee todas las riquezas, es sabio, poderoso, bueno, afectuoso. Es delicado, es firme y fuerte. Y, sin embargo, es dulce, más dulce que una madre. No, nada le falta. Cuanto más le conozco, más arrobada estoy por la infinita profundidad de sus perfecciones. Y todo eso lo posee en paz, en armonía, en orden. Es muy sencillo, no sólo en su palabra y sus maneras, 81
sino en Sí mismo. No me canso de contemplarlo y de amarlo. Es la alegría de mis ojos y de mi corazón.»
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CAPÍTULO IV FECUNDIDAD APOSTÓLICA
LA UNIÓN SE REALIZA EN LA CRUZ Los signos del afecto de Dios revisten dos formas muy diferentes: tan pronto son agradabilísimos y muy dulces, como son dolorosos y crucificantes. Dios exalta el alma, y la rebaja. La colma, y luego la aplasta. Pero la une siempre. Sí; a pesar de lo contrario de las apariencias, los contactos crucificantes unen profundamente. Y no pensamos solamente en las pruebas purificadoras del alma, preludio obligado de la unión: pensamos, sobre todo, en esos dolores redentores que experimenta tan a menudo el alma que llega a la unión transformadora y perfecta. Hay allí una comunión real con los sufrimientos de Jesús Crucificado. Hay, pues, unión, y tanto más intensa cuanto más profundos son los dolores. ¿Cómo explicar este misterio? Parece que San Pablo nos da la clave cuando dice: Estoy crucificado con Cristo. ¡Qué unión en el sufrimiento y en el amor! El alma interior está también verdaderamente clavada en la Cruz con Jesús, y por el mismo Dios, según parece. Es que cuanto más querida es un alma a su Corazón de Padre, más quiere que sea imagen viviente de su amado Hijo. De ahí el cuidado que pone en mantenerla siempre sobre la Cruz. Le hace comprender de una manera sobrecogedora que Él, el Amor, no es amado; que ella misma no le da todavía todo el amor que podría darle. Le dice también que Él, que es la Verdad, no es conocido y que ella misma no lo contempla lo bastante. Entonces el alma siente que su corazón se deshace de dolor, y en ello hay un goce secreto inefable. Es el gozo de la caridad terrenal, imperfecto sin duda si lo comparamos con el goce del cielo, pero muy superior a todas las felicidades de la tierra. Sí, el sufrimiento bien aceptado une a Dios. Diríamos que es una mano de hierro de la que primero sentimos toda la dureza, pero que aprieta al alma cada vez más deliciosamente sobre el Corazón de Dios. La amargura va disminuyendo sin cesar, el gozo va siempre en aumento y la unión se hace más íntima a cada dolor mejor aceptado; si no siempre es más sentida, al menos es siempre más perfecta y más profunda. Es que para sufrir bien 83
hay que amar mucho, y que en esas condiciones, y, por otra parte, en igualdad de circunstancias, cuanto más y mejor se sufre, más y mejor se ama. He ahí por qué el sufrimiento es un signo tan precioso del afecto de Dios.
FECUNDIDAD DE LA CRUZ Tu Esposa, Dios mío, domina el mundo desde lo alto de su amor. Pero su dominación nada tiene de duro ni de tiránico. Es todo benignidad y bondad. Esta alma ha sido situada graciosamente por encima de las demás. Ella lo sabe y lo ve tan claro como el día. Nunca lo olvida. Si contempla las cosas desde lo alto y desde lejos, es para poder iluminar a los que están en la noche y para dirigir hacia Ti a los que podrían extraviarse. Si vive sobre las cimas y cerca del cielo, es también para hacer subir a ellas a quienes están atascados en la tierra o a los que amenaza tragarse el mar. Tú lo quisiste así, divino Salvador Jesús; elevado a la Cruz, atraes todo hacia Ti. Toda alma unida a Ti por el amor eleva al mundo. ¿De dónde viene este poder sobre las almas y sobre el mundo? Sin duda del amor, pero de ese amor que se alimenta de sacrificios. Hay que decirlo: la vocación a la vida interior profunda es una, vocación al martirio. Efectivamente, el alma llamada por Dios no sólo debe pasar por las duras refundiciones de su sensibilidad y por las impotencias, todavía más dolorosas, de sus facultades superiores obligadas, como, a pesar suyo, a renunciar a su manera normal y natural de obrar, sino que se le piden nuevas inmolaciones, no tanto para ella como para los demás. Sufre por no poder amar a su Dios como Él merece serlo. Sufre al verlo tan poco conocido y tan poco amado. Más aún: siente gravitar sobre ella con todo su peso al mundo y sus pecados. El misterio de la agonía y de la Cruz se renueva para ella, y comulga en él en la medida de su amor. Su vida, como la de Jesús, es «cruz y martirio». Pero hay que decirlo también: es un martirio amado. ¿Qué mejor prueba de afecto puede dar a Jesús y a sus hermanos que aquélla? ¿Dónde encontrar una prueba de amor más auténtica? Y el fruto de la caridad es el gozo, un gozo totalmente espiritual, gustado en lo más íntimo del alma y compatible con el verdadero dolor, que llega a ser como su fuente. ¡Qué no sufriría Jesús sobre la Cruz! Y, no obstante (sin hablar de la visión beatífica), ¡cuál no sería su gozo al glorificar a su Padre y salvar a sus hermanos por sus mismos sufrimientos! Profundo misterio, es cierto, ¡pero cómo ilumina el de las almas esposas y 84
víctimas y cómo hace entrever el de su dulce Madre, Nuestra Señora de los Dolores! He ahí por qué semejante alma atrae al Rey de Reyes y lo cautiva. ¡Se siente tan dichoso al encontrarse en ella y al poder hacer que los hombres se beneficien por ella de los frutos de su inmolación! Para Él es como la renovación de los goces del Calvario, puesto que sus sufrimientos no pueden ser renovados. Y puesto que esta alma comprende tan bien sus deseos y realiza tan bien sus voluntades, ¿por qué Él, a su vez, no había de cumplir todos los deseos de su Esposa? Y eso es lo que se produce. Dios pone a su disposición todos sus tesoros. El alma puede sacar de ellos lo que quiera y distribuirlos a su arbitrio. A causa de la profunda armonía que entre ambos existe, nunca hay que temer un conflicto en este aprovechamiento. Si fuese necesario, Jesús sabría hacer comprender, desde dentro, que tal empleo no responde a sus planes, y el alma, inmediatamente, renunciaría a él sin pensar más. El alma es verdaderamente reina. Tiene todas las cosas bajo su dominación; las gobierna, tiene la impresión de que participa en tu monarquía universal, ¡oh Jesús!, y de que lo dirige todo contigo y por Ti al único fin de todo: a la gloria de la adorable Trinidad. Desde ahora, nada la sobresalta, nada la turba en su fondo. No solamente sabe y cree, sino que, en cierto modo, ve cómo todas las cosas se mueven para tu gloria, Dios mío, y para el bien-de los que te aman: “Dios hace concurrir todas las cosas para bien de los que le aman” (Rom. 8, 28) incluso sus pecados, añade San Agustín. El filósofo soñaba con encontrar por su pensamiento el orden del mundo para contemplarlo; pero el alma unida a Ti, Dios mío, lo contempla sin esfuerzo y desde mucho más arriba.
LA ACCIÓN DEL ALMA UNIDA A DIOS Toda alma que te quiere, Dios mío, es un alma fuerte, y su fuerza aumenta con su amor. Cuando te ama con todo su corazón y cuando su corazón es grande, su fuerza llega a ser una verdadera potencia. ¿Cómo sucede eso, Dios mío? Es que el amor une a Ti. Cuanto más profundo es, más perfecta es la unión contigo. Pero Tú eres el Dios fuerte. Todo ésta sometido a tu poder, el cielo y la tierra, los ángeles y los hombres. Nada sucede en el mundo sin expreso permiso de tu parte; no puede desaparecer una nación, ni morir un jilguero, sin que Tú lo hayas permitido. Ahora bien, el alma que te está íntimamente unida por el amor comulga en tu 85
poder y participa de tu fuerza. Llega a ser, para las demás, una fuente de vigor y de energía. Ordena, y la obedecemos; exhorta, y progresamos; camina valerosamente hacia Ti, y la seguimos; se lanza hacia las alturas, y hace que los demás subamos hasta allí con ella. Lo que añade mucho al encanto de esta alma es la gracia con que se desarrolla su vida y se despliega su fuerza. Tú, Dios mío, lo haces todo con dulzura y firmeza, suaviter et fortiter. El alma que te está íntimamente unida participa tanto de esta suavidad como de esta fuerza. Todo en su acción es medido, ponderado, equilibrado, armonizado. Habla como conviene hacerlo; se calla cuando es mejor callarse. Se adelanta si es preciso; se esfuma muy gustosa y sin siquiera hacer notar que se borra. Y así en todo. Eso es lo que da tanto encanto a su acción. Tiene un algo acabado, perfilado, completo, perfecto, que extasía. Nada encontramos que sobre en ella. Nada le falta. Es un fruto hermoso y bueno, de aspecto agradable, de sabor delicioso. Hay allí algo divino. «Hizo bien todas las cosas».
PODER DE ESA ALMA EN OBRAS E INCLUSO EN SILENCIO El amor que la consume por dentro se manifiesta exteriormente por la riqueza, la abundancia y la perfección de sus obras. El alma interior está serena, apacible, pero no está inactiva. Dondequiera que está, el amor actúa. Cuanto más fuerte es, más poderosa es su acción. Quiere ardientemente el bien de Dios. Trabaja sin cesar para realizarlo. Aun privada de los medios ordinarios e la acción, que son la palabra y las obras, sigue actuando y tal vez más eficazmente que nunca. Le quedan la oración, el sufrimiento, la misma impotencia. Todo lo encuentra bien. Convierte en flecha cualquier madera. Alcanza su objeto. Ilumina a los que no lo conocen. Consuela a los que no piensan en Él. En el silencio, sin ningún ruido, ignorado de todos, Él comunica la vida, la verdadera vida, la que no se acaba. ¿Por qué extrañarse de esta acción oculta y de su poder? El amor ha unido al alma interior a Dios. Dios le ha dado todo por contrato. Se ha dado a Sí mismo. Se ha convertido en su prisionero, en su cautivo. Pero, al dar y al darse, nada ha perdido de su fuerza y de su riqueza, sigue siendo el Dios bueno, constantemente ocupado en hacer bien a sus criaturas. Y del mismo modo que entre Él y el alma, su Esposa, son idénticos los gustos y los sentimientos, así también lo son el poder y el deseo de hacer el bien. Sin duda que Dios podría actuar directamente y por Si solo en las almas; pero le agrada ser no solamente artesano, sino peón. Lo cual es más 86
hermoso, más dulce también, para el alma que comulga a sabiendas en tu acción santificadora. ¡Es tan bueno, Dios mío, darte como a manos llenas! Nada es tan dulce para el alma interior como sentir que en cierto modo, tiene mando sobre Ti. Te pertenece por completo, es verdad; pero también Tú le perteneces a ella por entero. Entre Tú y ella se diría que existe la más perfecta igualdad, incluso la más real identidad, no en el orden del ser, sino en el orden del amor. El alma se siente potencia divina, amabilidad divina. Unida a Ti por el fondo de si misma, siendo una misma contigo en un sentido muy real, trata de comunicar a otros su riqueza y su felicidad. Pero todo está regulado por tu sabia Providencia, Dios mío. No le corresponde a tu Esposa escoger a tus amigos. Todo su oficio consiste en buscarlos, en reconocerlos y en darles luego, contigo y por Ti, el tesoro de tu amor.
ACCIÓN SOBRE LAS ALMAS El bien se difunde de modo espontáneo. El alma interior, rica en Dios, lo da al que se lo pide sinceramente, a unos más, a otros menos, según la voluntad de Dios y las disposiciones particulares de cada cual. Uno recibe treinta, otro sesenta, otro ciento. Pero todos padecen su benéfica influencia. Da a todos y se da toda a todos. Lo cierto es que de su afecto inteligente, abnegado, desinteresado, sobrenatural, puede decirse lo que se ha dicho del amor de una madre por sus hijos: «Cada uno tiene su parte, y todos lo tienen integro.» Así como no hay bien «que pueda entrar en comparación con Dios», que es el Bien absoluto, tampoco hay limosna comparable a la que el alma interior distribuye a todos los que a ella vienen con el corazón ávido de ese Bien de bienes. El alma interior ejerce, en efecto, un verdadero atractivo sobre las demás almas, principalmente sobre aquellas en cuyo interior actúa la gracia. Éstas comprenden como por instinto que existe una misteriosa armonía entre ellas y esa alma privilegiada. Vienen, pues, hacia ella confiadas. Se sienten seguras a la sombra de esta alma. Están persuadidas de que si pueden contarle sus penas, sus temores, sus deseos y sus esperanzas, no sólo serán comprendidas, lo que ya es mucho, sino que se verán iluminadas, consoladas, fortificadas, reanimadas. En fin, que encontrarán así, de un golpe, todo lo que les falta. Y eso es verdad. He ahí por qué es tan preciosa un alma totalmente interior. He ahí por qué, aun viviendo lo más a menudo oculta, ejerce una influencia tan profunda. 87
Aunque piensa poco en su interés personal y se olvida gustosamente de sí misma —tal vez incluso a causa de eso—, el alma interior ve que todas las cosas resultan bien para ella. Todo lo que hace le sale bien. Es que, en el fondo, su voluntad, perfectamente unida con la voluntad de Dios, llega a ser tan eficaz como ésta. Lo que el alma emprende, lo emprende sólo para Dios y según Dios. Lo que hace, es Dios, más que ella, quien lo hace en ella y por ella. ¿Por qué asombrarse, pues, de sus éxitos? Incluso lo que parecen sus fracasos acaban, en fin de cuentas, saliendo de algún modo en provecho suyo. Sucede con ella como con Jesús. Que en la hora en que todo parece definitivamente perdido es cuando, al contrario, está todo definitivamente ganado. De la muerte sale la vida; de la humillación, la gloria. La última palabra sigue correspondiendo siempre a los amigos de Dios.
MATERNIDAD ESPIRITUAL Dios da al alma interior, su Esposa, una verdadera fecundidad espiritual. Hay en el mundo algunas almas que le están unidas por el mismo Dios y a las cuales debe de alimentar como una madre alimenta a sus hijos. No es necesario que conozca a estas almas para que ante Dios las tenga ella a su cargo. Sin embargo, a veces, cuando El lo juzgue oportuno, Dios hará de modo que el hijo y la madre se encuentren. Ese encuentro será para los dos un gozo profundo, totalmente espiritual y de corazón. El alma interior no puede comunicar la vida divina sino del modo como el Padre la comunica al Hijo, y el Hijo al Espíritu Santo. La carne no entra aquí para nada, y nada hay para ella. Lo que nació del Espíritu es Espíritu y debe seguir siéndolo. En los orígenes de las familias religiosas hay siempre un alma que vive sobre las cumbres cerca de Dios. Por lo común caen sobre ella las dificultades en tan gran número como las gotas de una lluvia tempestuosa o los copos de una borrasca de nieve. Pero el amor que guarda ella en su corazón más fuerte que todo. Y así, lo que debía abatirla, la levanta. Lo que debía extinguir su llama, la reaviva. El obstáculo se convierte en medio. La ruina es el comienzo de la prosperidad. Cobra entonces todo su impulso y recorre en derechura su camino, atrayendo y arrastrándolo todo tras de sí.
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LUCHA CONTRA LOS MALOS En el mundo espiritual, el alma interior es una fuerza. Ama a Dios. Y nada es tan fuerte como el Amor divino. El alma interior lo impone a quien la conoce como tal y también a quien no la conoce. Es una fuente de energía; los débiles vienen a beber en ella. Los fuertes encuentran allí con qué fortificarse todavía más. Pero los malos la temen instintivamente. Los demonios le hacen la guerra, y, a veces, una guerra cruel. Pero es ella la que triunfa. Pues no sólo llega a rechazarlos, sino incluso a derrotarlos, por la sola acción de su corazón unido a Dios. Incluso puede expulsarlos de aquellos a quienes poseen o a quienes obsesionan. El alma tiene en su mano, a su disposición, todos los medios de que se sirvieron los Santos en el transcurso de los siglos para vencer al mundo, para derrotar al demonio y para vencerse a sí mismos. Y aunque jamás haya oído hablar de tales medios, los emplea. El Espíritu Santo, que la mueve en todas las cosas, se los hace descubrir. Ella es muy feliz luego cuando se entera de que tal Santo, o tal alma piadosa, utilizó antes que ella ese mismo procedimiento para obtener o hacer obtener la misma victoria. Hay una maravillosa armonía entre las obras de Dios, aunque estén separadas por siglos enteros. En todas las épocas, incluso en las más sombrías, ha tenido Dios sus amigos fieles, sus defensores intrépidos, sus capitanes audaces, para dirigir valerosamente el buen combate, cada uno a su manera, y para dar valor y confianza a las almas de buena voluntad.
EL AMOR DIVINO IGNORA LOS CELOS El alma interior no querría guardar esta felicidad para sí sola. Arde en deseos de difundirla. Le parece que amarla más a su Dios, a «su amigo», si lo amase en unión con otras almas a las cuales hubiera podido comunicar algunas chispas del fuego que la devora. El Amor divino ignora los celos humanos. Al darse, no se extingue, se reaviva. Sin duda que el alma interior anhela que nadie en el mundo ame a su Dios más que ella; pero si así sucede, se alegra de que ocurra. Cuanto más amado es su Dios, más feliz es ella. El descubrimiento de las almas más adelantadas que ella en la intimidad divina no hace más que estimular su ardor. Ruega por esas almas para que amen todavía más. Comulga humildemente en su amor. Su alegría es ofrecer a su «Amado» el afecto de estas almas privilegiadas. Lo ama con todo su corazón. 89
Quédate conmigo, Jesús, no me abandones; quédate siempre, siempre. Que yo te sienta allá en el fondo de mi corazón, presente y oculto a un tiempo. Haz de, mi alma el lugar de tus delicias y de tu descanso. Yo no te perturbaré, Amado mío. Me pondré a tus pies, te contemplaré, te amaré sin ruido; te daré todo lo poco que tengo. Reinarás, sobre todo, en mí, y tu reino no tendrá fin. Gracias, Dios mío, por tanta bondad. No tengo nada que decir, sólo tengo que amar. Sí, te amo. Sí, querría repetirte noche y día esta frase como la única que te agrada y que es digna de Ti; soy tuyo, Jesús mío, Dios mío; querría también ser Tú mismo, Salvador mío; quiero todo lo que Tú quieres, es decir, te quiero para mí, todo para mí, cada vez más para mí y para siempre. Quédate, Jesús mío. Consúmeme. Úneme a Ti. Divinízame.
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