Ventana
BOB LEMAN
Bob Leman es uno de los más interesantes y valiosos colaboradores de F&SF; con frecuencia suele utilizar una forma narrativa realista y contemporánea en la que introduce una escalofriante desviación, convirtiendo lo corriente en insólito y, a veces, en mortífero. «Ventana» se publicó por primera vez en F&SF en mayo de 1980, y es un excelente ejemplo de la técnica de Bob. Este sobrecogedor relato nos habla de un proyecto militar que está investigando la telequinesia y experimenta un increíble accidente: la desaparición de todo un edificio, unto con un investigador, y la aparición, en su lugar, de algo terroríficamente distinto de lo que parece ser.
—No sabemos qué diablos está pasando allí —le dijeron a Gilson en Washington—. Puede que sea un asunto bastante gordo. El chalado que está al mando ha intentado mantenerlo en secreto, pero el ejército se encargaba de la seguridad rutinaria, y el oficial jefe nos dio el soplo. Un proyecto de lunáticos. Al parecer, ha estado recibiendo fondos durante años sin que nadie le prestara mucha atención. Percepción extrasensorial, en nombre de Dios… Y puede que hayan encontrado algo. Al menos, eso piensa el coronel encargado de la seguridad. Averígüelo. El chalado-que-estaba-al-mando era un profesor de psicología que vestía ropas arrugadas y se llamaba Krantz. El profesor y el coronel recibieron a Gilson en el aeropuerto, y los tres se dirigieron directamente a la sede del proyecto en un sedán del ejército. El coronel empezó a hablar sin perder ni un instante.
—No sabemos qué diablos está pasando allí —le dijeron a Gilson en Washington—. Puede que sea un asunto bastante gordo. El chalado que está al mando ha intentado mantenerlo en secreto, pero el ejército se encargaba de la seguridad rutinaria, y el oficial jefe nos dio el soplo. Un proyecto de lunáticos. Al parecer, ha estado recibiendo fondos durante años sin que nadie le prestara mucha atención. Percepción extrasensorial, en nombre de Dios… Y puede que hayan encontrado algo. Al menos, eso piensa el coronel encargado de la seguridad. Averígüelo. El chalado-que-estaba-al-mando era un profesor de psicología que vestía ropas arrugadas y se llamaba Krantz. El profesor y el coronel recibieron a Gilson en el aeropuerto, y los tres se dirigieron directamente a la sede del proyecto en un sedán del ejército. El coronel empezó a hablar sin perder ni un instante.
—Gilson, tiene usted aquí algo francamente raro — dijo—. Nunca he visto nada parecido, y no hay nadie que tenga ni idea de lo que es. Krantz está tan desorientado como todos los demás. Y el proyecto es su hijito. Nosotros sólo nos encargamos de la seguridad, aunque hasta el momento no nos había hecho falta, desde luego. Ni siquiera hacía falta mantener el secreto, salvo para evitar que el público se riera hasta reventar. Lo que han montado aquí es… —Doctor Krantz —interrumpió Gilson—, sería mejor que me trazara usted un panorama completo de cuál es la situación. Por el momento no tengo la más mínima información. Krantz estaba muy ocupado encendiendo un cigarro. Exhaló una nube de humo apestoso y, a través de ella, dijo: —Nos falta un edificio prefabricado, un ordenador, cierto equipo médico y… esto…, un investigador llamado Culvergast. —Explique eso de «nos falta» —dijo Gilson. Gilson. —Se han ido. Han desaparecido. Un edificio y cuanto había dentro de él. Ya no está aquí. Pero tenemos algo a cambio. —¿Y de qué se trata?
—Creo que será mejor esperar y que lo vea por sí mismo —contestó Krantz—. Estaremos allí en pocos minutos. Cruzaban los límites del área metropolitana, consistentes en una mísera serie de suburbios que antes habían sido pueblecitos. La autopista serpenteaba por el alle que había junto al río, y los pueblecitos se esparcían a lo largo de la orilla, ninguno de ellos con más de uno o dos bloques de edificios, con sus callejuelas laterales subiendo empinadas cuestas hacia el primer risco. En una de esas moribundas comunidades dejaron la autopista; ascendieron dando brincos por un retorcido camino que trepaba por la colina, cuya superficie cambió de adoquines a grava después de que hubieran dejado atrás las casas. Más allá de la cresta del risco, el camino empezó a bajar tan abruptamente como había subido antes; después de aproximadamente medio kilómetro dieron la vuelta para meterse por un sendero cuya entrada le habría pasado por alto a quien no estuviera prevenido. Ahora se hallaban en un bosque. Los árboles no eran los originales, pues habían sido replantados, pero la primera tala tuvo lugar hacía tanto tiempo que el lugar bien podría haber sido una tierra virgen, altiva, silenciosa y un tanto lúgubre en ese día gris.
—Muy bonito —dijo Gilson—. Y, de todas formas, ¿cómo ha venido a parar hasta aquí semejante proyecto? —El lugar estaba disponible —dijo el coronel—. Ha estado disponible desde la Segunda Guerra Mundial. Lo prepararon para hacer ciertos trabajos sobre detonadores de contacto. Lo cerraron en el año cuarenta y ocho. Estuvo sin ocupar hasta que el profesor decidió quedárselo. —Culvergast es un tanto excéntrico —dijo Krantz—. No quería trabajar en la universidad…, demasiada gente, decía. Cuando oí decir que el sitio se encontraba disponible, hice una petición y lo conseguí…, junto con el coronel, aquí presente. Culvergast parecía encontrarse a gusto con el arreglo, pero supongo que tiene un tanto preocupado al coronel. —Es un chiflado —dijo el coronel—, y sus pequeños colaboradores son todavía peores que él. —Bien, ¿qué diablos estaba haciendo? —preguntó Gilson. Antes de que Krantz pudiera contestar, el chófer frenó ante una puerta de alambre que bloqueaba el camino. Estaba asegurada con una gruesa cadena y vigilada por soldados con armas. Uno de ellos, metralleta en mano, se asomó por la ventanilla.
—¿Todo bien, señor? —preguntó. —Todo bien y además llevamos bollos, sargento — contestó el coronel. Evidentemente, era una contraseña. Uno de los soldados abrió el enorme candado que mantenía asegurada la cadena—. Bastante primitivo — dijo el coronel mientras avanzaban dando tumbos por el camino de acceso—, pero servirá hasta que consigamos el equipo adecuado. Tenemos hombres con perros patrullando la valla. —Miró a Gilson—. Ya hemos llegado. Adelante, sírvase una buena ración. Era una casa. Estaba en el centro de un terreno despejado, en una isla de claridad solar, blanca, reluciente, y completamente fuera de lugar. A su alrededor se encontraba el negro enredo del bosque bajo un cielo sin sol, pero, sin que fuera posible saber cómo, el sol brillaba sobre la casa, centelleando en sus pulidas entanas y haciendo brillar los colores de los cuidados arriates de flores que la adornaban, reflejando la límpida blancura de sus líneas sobre la grisácea superficie del claro, empequeñecido por las feas hileras de edificios prefabricados que parecían medio abandonados. —No podía haber escogido un momento mejor —dijo el coronel—. Allí hace sol y aquí está nublado. Gilson no le estaba escuchando. Había salido del
coche y estaba contemplando el espectáculo, fascinado. —Jesús —murmuró—. Igual que una maldita postal ictoriana. La casa estaba hecha de madera recubierta por complejas tallas, dibujos que parecían enloquecer en los aleros del tejado, trazado en pendiente, trepando de forma cada vez más elaborada a lo largo de torres y gabletes, embelleciendo las líneas de la fachada y delineando un largo y airoso porche. El espacio entre los grandes entanales indicaba que había numerosas habitaciones y que eran muy amplias. Daba la impresión de que la casa era nueva, o quizá sólo fuera que estaba recién pintada, y que se la cuidaba con esmero. Un sendero de fina gravilla blanca conducía hasta una gran puerta para carruajes. —¿Qué opina? —preguntó el coronel—. ¿Se parece a la casita de su abuelo? A decir verdad, se parecía; era como la casa de su abuelo, más grande y perfecta, y vista a través de la lente de la nostalgia romántica, la casa de su abuelo, cuidada y mimada como nunca lo había sido la vieja granja. —¿Y esto es lo que han obtenido a cambio de un edificio prefabricado? —preguntó a su vez. —Uno igual que ése —contestó el coronel, señalando hacia una de las miserables construcciones—. Por
supuesto que el edificio prefabricado podíamos utilizarlo. —¿Qué quiere decir con eso? —Mire —dijo el coronel. Cogió una pequeña piedra y la arrojó hacia la casa. La roca subió por el aire, llegó al punto más alto de su arco y empezó a caer. De repente, ya no estuvo allí. —Vaya —dijo Gilson—. Déjeme probarlo. Arrojó la piedra como si fuera una pelota de béisbol y estuviera haciendo su mejor lanzamiento. La roca desapareció a unos quince metros de la casa. Contemplando el punto donde se había esfumado, Gilson se dio cuenta de que el suave césped de la pradera terminaba justamente bajo él. Allí donde terminaba el césped empezaban los hierbajos y piedras que formaban el terreno del claro. La línea de separación era absolutamente recta, y cruzaba el césped formando un ángulo. Cuando se acercaba al sendero, daba un giro de noventa grados y segaba la hierba, el sendero y las flores con idéntica y rectilínea precisión. —Perfectamente cuadrada —dijo Krantz—. Unos treinta metros de lado. A decir verdad, es probable que se trate de un cubo. Sabemos que la cima se encuentra a unos veintisiete metros en el aire. Supongo que habrá unos tres metros de eso por debajo del suelo.
—¿«Eso»? —preguntó Gilson—. ¿«Eso»? ¿Qué es «eso»? —Dele nombre y se lo puede quedar —contestó Krantz—. Un receptor de televisión tridimensional que tiene treinta metros de lado, quizá. Una bola de cristal cúbica. ¿Quién sabe? —Las rocas que arrojamos… No dieron en la casa. ¿Adónde han ido las rocas? —Ah. Ciertamente, ¿adónde? Conteste a eso y puede que tenga la respuesta a todo. Gilson tragó aire. —De acuerdo. Ya lo he visto. Ahora, hábleme de ello. Desde el principio. Krantz se quedó callado durante un segundo; luego, con la seca voz de un conferenciante, dijo: —Hace cinco días, el trece de junio, a las once y media de la mañana, tres minutos más o menos, el soldado Ellis Mulhivill, que estaba de guardia en la puerta, oyó lo que luego describió como «algo parecido a una explosión que no hiciera ruido». Entró en el recinto, cerró la puerta a su espalda y vino corriendo al claro. Se quedó asombrado («atontado», fue su expresión) al ver esa casa de allí en el sitio que debía ocupar el edificio prefabricado de Culvergast. Supongo que se debió quedar
parado durante un tiempo, parpadeando y tragando saliva, intentando llegar a una especie de acuerdo racional con lo que le decían sus ojos. Luego fue corriendo al puesto de guardia y llamó al coronel, que me llamó a mí. Vinimos aquí, y nos encontramos con que habían desaparecido unos novecientos metros cuadrados de tierra, un edificio y el hombre que había en su interior, y habían sido reemplazados por esto con la misma limpieza que si hubieran clavado una chincheta en un tablero de corcho. —Usted piensa que el edificio prefabricado ha ido al mismo sitio que las piedras —dijo Gilson. Era una afirmación. —Bueno, ni siquiera podemos estar absolutamente seguros de que haya desaparecido. Es imposible, eso de allí no puede estar donde lo vemos. Cuando aquí luce el sol, llueve sobre esa casa, y ahora mismo puede ver usted cómo brilla el sol sobre ella, en un día como éste. Es una entana. —¿Una ventana a qué? —Bueno…, eso parece una casa recién construida, ¿no? ¿Cuándo construyeron casas como ésa? —En mil ochocientos setenta u ochenta, o algo así… —Sí —dijo Krantz—. Creo que estamos viendo el pasado.
—Oh, por el amor de Dios —musitó Gilson. —Ya sé lo que siente. Y puede que me equivoque. Pero debo decir que eso es lo que parece. Quiero que oiga a Reeves. Ha estado aquí desde el principio. Es un licenciado que nos ayuda en el proyecto. ¡Reeves! Un hombre bastante joven, muy alto y muy delgado, se irguió como si se desdoblara desde su posición anterior, agazapado sobre una máquina de aspecto extraño que se encontraba cerca de la línea que separaba la hierba de los guijarros, y fue hacia los tres hombres. Reeves estaba entusiasmado. —Oh, desde luego que es el pasado —dijo—. Hacia el mil ochocientos ochenta. Mi chica cogió algunos libros sobre trajes de la biblioteca y las ropas encajan con esa década. Y los adornos que hay en los arneses de los caballos también son una buena pista. Eso lo saqué de… —Espere un momento —interrumpió Gilson—. ¿Ropas? ¿Quiere usted decir que allí dentro hay gente? —Oh, claro —dijo Reeves—. Una familia muy agradable. Mamá, papá, una niña, un niño, una viejecita que debe de ser la abuela o la tía. Un perro. Buena gente. —¿Cómo puede usted saberlo? —Oiga, les he estado observando durante cinco días. Están teniendo…, bueno, estamos teniendo un tiempo
estupendo allí… o entonces, o como quiera usted decirlo. Se portan muy bien unos con otros; se aprecian. Buena gente. Ya lo verá. —¿Cuándo? —Bueno, ahora estarán cenando. Normalmente salen después de cenar. Dentro de una hora, quizá. —Esperaré —dijo Gilson—. Y mientras esperamos, por favor, cuénteme algo más del asunto. Krantz adoptó nuevamente su voz de conferenciante. —En cuanto a su naturaleza, no hay nada que contar. Tenemos una ventana y creemos que da al pasado. Podemos ver por ella y, por lo tanto, sabemos que la luz la atraviesa; pero lo hace sólo en una dirección, como lo demuestra el hecho de que la gente del otro lado no se da cuenta para nada de nosotros. No puede pasar nada más. Ya ha visto lo que sucedió con las piedras. Hemos metido palos por la zona de contacto (no hay ni la más mínima resistencia), pero lo que cruza esa superficie desaparece, y sólo Dios sabe dónde va. Lo que meta por allí, allí se queda. El palo queda limpiamente cortado. Fascinante. Pero, sea lo que sea, no está en el mismo lugar que la casa. Esa zona de contacto no esta situada entre nosotros el pasado; está entre nosotros y… algún otro sitio. Creo que nuestra ventana de aquí no es más que un efecto
colateral producido por casualidad, un… un retorcimiento del tiempo que es el resultado de las tensiones existentes a lo largo de esa zona de contacto, sean las que sean. Gilson lanzó un suspiro. —Krantz —dijo—, ¿qué voy a contarle al secretario? Ha dado por casualidad con lo que quizá sea el acontecimiento más importante de toda la historia, y se lo ha tenido callado durante cinco días. No sabríamos nada de todo esto a no ser por el informe del coronel. Cinco días perdidos. ¿Quién sabe cuánto durará este fenómeno? Los científicos más destacados del país tendrían que estar aquí…, tendrían que haber estado aquí desde el primer día. Para estudiar el fenómeno tenemos que usar todos nuestros recursos. Este lugar tendría que ser un avispero en estos momentos. Y, en cambio, ¿qué me encuentro? Usted y un licenciado lanzando piedras y hurgando con palos. Y una novia que se encarga de buscar fechas de trajes. Maldita sea, es prácticamente una negligencia criminal… Krantz no pareció intimidado por sus palabras. —Pensé que diría eso —le contestó—. Pero mírelo de otra forma. Le guste o no, este fenómeno no ha sido producido por la tecnología o la ciencia. Fue puramente parapsicológico. Si podemos reconstruir el trabajo de
Culvergast, quizá podamos descubrir lo que ocurrió; podemos ser capaces de repetir el fenómeno. Pero no me gusta nada lo que ocurrirá después de que haya llamado a sus científicos, Gilson. Empezarán a tomar medidas, a hacer pruebas, harán conjeturas y montarán teorías, y ni por un solo instante aceptarán la base real de lo que ha sucedido. Cuando ellos lleguen, yo quedaré fuera del asunto. Y, maldita sea, Gilson, este fenómeno es mío. —Ya no —contestó Gilson—. Es demasiado grande. —Oiga, nosotros también hemos estado haciendo algunos experimentos por cuenta propia —dijo Krantz—. Reeves, háblele de su máquina bateadora. —Sí, señor —dijo Reeves—. Verá, señor Gilson, lo que ha dicho el profesor no es totalmente cierto, ¿sabe? A eces algo puede cruzar la ventana. Lo vimos el primer día. Se había producido una inversión térmica por encima del valle, y el mal olor de la planta química se había acumulado durante una semana. La inversión se rompió ese día y el viento, al soplar, nos mandó la pestilencia hasta aquí. Un olor realmente horrible… Estábamos observando a la familia de allí dentro y, de repente, empezaron a husmear el aire, arrugaron la nariz y pusieron cara de disgusto. Supusimos que debía de ser el olor de las sustancias químicas. En ese mismo instante
metimos un palo por la ventana, pero el extremo desapareció, como de costumbre. El profesor sugirió que quizá se hubiera producido una oscilación o algo parecido en la zona de contacto, algo que sólo existe en forma intermitente. Inventamos un artefacto para poner a prueba esa idea. Venga, échele una mirada. Se trataba de una rueda horizontal con una paleta unida al borde, que sobresalía. Al girar la rueda, la paleta se desplazaba sobre una mesa. Encima de la mesa se encontraba una tolva suspendida y, a intervalos regulares, algo caía de la tolva a la mesa, siendo golpeado inmediatamente por la paleta, que lo mandaba volando por los aires. Gilson le echó un vistazo al interior de la tolva, y arqueó una ceja en señal de interrogación. —Cubitos de hielo —contestó Reeves—. Teñidos de color naranja para que sean más visibles. Ese trasto manda un cubito de hielo a la zona de contacto cada segundo. Siempre hay alguien de guardia con un cronómetro. Hemos llegado a establecer que cada quince horas y veinte minutos la ventana se abre durante cinco segundos. Cinco cubitos de hielo lograron cruzar y cayeron al césped del otro lado. El resto del tiempo lo único que hacen es desvanecerse en la zona de contacto. —Cubitos de hielo. ¿Por qué cubitos de hielo?
—Se funden y desaparecen. No podemos ir llenando el pasado con objetos de nuestro tiempo. Sólo Dios sabe qué efecto podría tener eso. Además, son baratos y estamos mandando montones de ellos. —La ciencia… —dijo Gilson con voz algo abatida—. No sé si podré esperar para oír lo que dirán en Washington. —Búrlese cuanto quiera —dijo Krantz—. La casa está allí, y la zona de contacto también está allí. Por Dios, hemos dado con una especie de viaje por el tiempo. Y fue Culvergast el chalado quien lo hizo, no un físico o un ingeniero. —Ya que saca a relucir el tema —dijo Gilson—, ¿qué estaba haciendo exactamente su Culvergast? —Buena pregunta. Lo que estaba haciendo era… bueno, para decirlo más o menos claramente, estaba intentando encontrar hechizos. —¿Hechizos? —Sí, los hechizos que se pueden arrojar sobre algo o alguien. Palabras mágicas. No ponga cara de asco, espere un poco. En cierta forma tiene sentido. Nos dieron fondos para investigar la telequinesia…, la manipulación de la materia a través de la mente. Resulta obvio que si se pudiera aplicar con precisión la telequinesia sería un arma
maravillosa. La hipótesis de Culvergast era que, de hecho, existen personas capaces de utilizar la telequinesia, y aunque esas personas nunca parecen estar en condiciones de saber o explicar cómo lo hacen, sin embargo realizan una acción mental específica que les permite utilizar cierta fuente de energía que, aparentemente, existe alrededor de todos nosotros; en cierta medida, enfocan y dirigen esa energía. Culvergast se proponía descubrir el factor común de todos sus procesos mentales. »Hizo pasar por aquí un montón de personas a las cuales se suponía dotadas de poderes telequinésicos y, según informó, encontró en ellos algo común, una especie de truco mnemónico que funcionaba justo en el fondo del nivel verbal o, incluso, por debajo de éste. En uno de los sujetos descubrió que era un conjunto de notas musicales, en varios se trataba de una serie de palabras sin sentido, y en uno, según dijo, consistía en matemáticas de un nivel aritmético muy primario. Empezó a pasar todo eso por el ordenador, intentando eliminar lo que era simplemente ruido y la idiosincrasia personal de los sujetos, e intentó poner al desnudo la auténtica esencia efectiva del asunto. Luego propuso organizar esta esencia en palabras; palabras que moldearan las corrientes mentales de quien las pronunciara en nuestro idioma, de tal forma que
canalizaran y manipularan el poder telequinésico a capricho de quien hablara. Palabras mágicas, podría decir usted. Hechizos. »Evidentemente, había ido más lejos de lo que yo sospechaba. Creo que debió conseguir ciertas palabras, que las puso a prueba y que hizo una intentona telequinésica…, algo pequeño, como hacer que un cenicero se levantara de la mesa y flotara en el aire, quizá. Y funcionó, pero lo que obtuvo no fue una agradable y pequeña fuerza para levantar ceniceros; abrió completamente la puerta, y alguna especie de poder terrible pasó por ella. Naturalmente, es una pura conjetura, pero tuvo que ser algo parecido para causar un efecto como éste. Gilson le había escuchado en silencio. —No voy a decir que está usted loco porque puedo er esa casa, y también estoy viendo lo que les ocurre a esos cubitos de hielo —contestó por fin—. Y, de todas formas, el cómo sucedió no es mi problema. Mi problema es cuál será mi recomendación al secretario en cuanto a lo que haremos con este fenómeno, ya que lo tenemos. Una cosa es segura, Krantz: esto no va a seguir siendo su uguete privado durante mucho tiempo. Reeves lanzó una exclamación de puro dolor.
—No pueden hacer eso —dijo—. Este fenómeno es nuestro, es del profesor. Mire eso, mire la casa. ¿Quiere que un maldito montón de ingenieros empiecen a meter sus narices en eso? Gilson entendía perfectamente a Reeves. Ahora la casa estaba bañada por la luz rojiza del crepúsculo; parecía arder desde dentro con una claridad rosada. Pero, reflexionó Gilson, el crepúsculo era innecesario; los sentimientos y ese inconfesado y universal anhelo por una época más sencilla y limpia bastaban por sí solos para teñir de rosa el edificio. Se daba perfecta cuenta de que el deseo y la nostalgia que sentía alzarse en su interior eran por algo que en realidad nunca había experimentado, que el modo de vida del que la casa era un epítome para él no podía ser, de hecho, sino su propia creación, construida mediante fragmentos de novelas y películas. Y, sin embargo, sentía en su interior una gran necesidad de esa ida y esa época. Pensó que era una época amable y segura, una época en la que no hacía falta correr y el aire estaba limpio; una época en la que había gracia y estilo, donde jóvenes con chaquetas a rayas y sombreros de paja podían cortejar decorosamente a jóvenes damas con largos vestidos blancos, dejando transcurrir las largas y soñolientas tardes del verano en apacibles conversaciones
bajo la sombra de los porches. También habría alegres paseos en bicicleta por caminos en los que se agitarían las hojas de los árboles, caminos que serpentearían por entre las colinas hasta llegar a frescos claros por los que correrían veloces arroyuelos; y habría largos y deliciosos iajes en calesas tiradas por caballos pacientes y medio adormilados bajo una gran luna blanca, con un enamorado hablando en susurros apremiantes a su amada mientras los pájaros cantaban en la noche. Habría excursiones a lo largo del río, espacioso y limpio, botes que irían flotando por la corriente, acercándose a una banda de música cuyos acordes les llegarían desde la pradera. Sí, pensó Gilson, y probablemente también habría un ejestorio con todo un repertorio de adjetivos, rondando por allí, hablando sin cesar sobre cómo las cosas habían sido mucho mejores cien años antes. Si no se vigilaba un poco, pronto estaría ayudando a Krantz y Reeves, intentando mantener oculto el asunto. El joven Reeves — resultaba extraño para alguien de su edad— daba la impresión de estar irremediablemente atrapado por toda esa falsa nostalgia. Su descripción de la familia de la casa había sido francamente digna de un entusiasta adorador. Oh, sí, decididamente ya era tiempo de llamar a los chicos del cerebro y los ojos despejados. Sí, no se podía perder
ni un segundo. —Tendrían que salir dentro de muy poco —estaba diciendo Reeves—. Espere hasta que vea a Martha. —Martha —repitió Gilson. —La pequeña. Es una muñequita. Gilson le miró. Reeves se ruborizó y dijo: —Bueno…, les he dado nombres. A los niños. Martha Pete. Y el perro es Alfie. Verá, dan la impresión de que ésos son sus nombres —Gilson no dijo nada, y Reeves se puso todavía más colorado—. Bueno, usted mismo lo podrá ver. Aquí llegan. Una familia muy agradable, tal y como había dicho Reeves. Tras observarles durante media hora. Gilson estuvo dispuesto a confesar que realmente eran muy atractivos y, a su modo, tan perfectos como su casa. Eran, sencillamente, lo que hacía falta para completar la imagen, para crear un auténtico cuadro de estilo ictoriano. Mamá y papá eran guapos y seguían enamorados, los niños eran sanos, alegres y estaban contentos con su mundo. O eso le pareció mientras les observaba en el atardecer que se iba convirtiendo en noche, imaginando la tranquila y afectuosa conversación de los padres sentados en el gran columpio del porche, casi oyendo los chillidos de los niños y el ladrido del
perro mientras corrían por el prado. Ya casi había oscurecido: la suave claridad de las lámparas de aceite brillaba en las ventanas, y las luciérnagas parpadeaban en la pradera. El padre lanzó la colilla de su cigarro por encima de la barandilla, creando un arco de fuego, y se puso en pie. Después de eso vino una encantadora y breve pantomima al llamar a los niños, que protestaron como era su deber y a los que, como era deber de los padres, se les permitió jugar durante unos minutos más, al final de los cuales se les ordenó firmemente que entraran. Los niños se dirigieron con reluctancia hacia el porche y entraron en la casa mientras que el perro, que se había quedado atrás para mojar por última vez la hierba, se acercaba corriendo para reunirse con ellos. El padre y la madre entraron en la casa siguiendo a los niños y al perro. La puerta se cerró, dejando tan sólo la suave luz de las entanas. Reeves dejó escapar un largo y lento suspiro. —¿No es maravilloso? —preguntó—. Así se debería ivir, ¿sabe? Si una persona pudiera decir, sencillamente, al diablo con todas las cosas desagradables que debemos soportar en nuestra vida actual, si pudiera regresar hasta ese lugar y vivir de esa forma… Y Martha, ya ha visto a Martha. Un ángel, ¿verdad? Amigo, lo que daría yo por…
Gilson le interrumpió. —La siguiente tanda de cubitos, ¿cuándo le toca pasar? —… Poder… Ah, sí. Veamos… La última penetración tuvo lugar a las quince horas, quince minutos, usto antes de que llegara usted. La siguiente será a las seis, treinta y cinco de la mañana, si no se rompe la pauta. Y, de momento, no se ha roto. —Quiero ver eso. Pero ahora tengo que hacer unas llamadas por teléfono. ¡Coronel! Gilson no durmió esa noche y, aparentemente, tampoco lo hicieron Krantz y Reeves. Cuando llegó al claro a las cinco de la madrugada seguían allí, sin afeitar y con los ojos enrojecidos, bebiendo café de sus termos. Volvía a estar nublado y el claro se encontraba sumido en una oscuridad total, salvo por la pálida claridad que llegaba del otro lado de la zona de contacto, donde empezaba el amanecer de un día soleado. —¿Algo nuevo? —preguntó Gilson. —Creo que eso debería preguntarlo yo —dijo Krantz —. ¿Qué va a pasar? —Lo que usted esperaba, me temo. Creo que esta noche el lugar se habrá convertido en un auténtico
avispero. Y mañana por la noche me parece que tendrá suerte si encuentra usted un sitio donde meterse. Supongo que Bannon habrá estado pegado al teléfono desde que le llamé a medianoche, convocando a los científicos. Y ellos se encargarán de reunir a los técnicos, que traerán sus máquinas. Y el ejército reforzará la seguridad. ¿Puedo tomar un poco de ese café? —Sírvase usted mismo. Trae malas noticias, Gilson. —Lo siento —dijo Gilson—, pero así están las cosas. —¡Maldición! —dijo Reeves en voz alta—. ¡Oh, maldición! —Daba la impresión de que se echaría a llorar de un momento a otro—. ¿Sabe que eso será el fin para mí? Ni siquiera me dejarán entrar aquí. ¿Un maldito licenciado? ¿En psicología? No podré ni acercarme a este lugar. ¡Oh, maldita sea! Clavó los ojos en Gilson, lleno de rabia y desesperación. Ya había salido el sol, trayendo una luz grisácea al claro y haciendo brillar la casa al otro lado de la zona de contacto. No había sonido alguno, salvo el chasquido regular de la máquina enviando sus cubitos de hielo. Los tres hombres contemplaron la casa en silencio, sin moverse. Gilson tomó un sorbo de su café. —Allí está Martha —dijo Reeves—. Allá arriba. —
Un rostro diminuto había aparecido entre las cortinas de una ventana en el segundo piso, y unos brillantes ojos azules examinaban la mañana—. Hace eso cada día —dijo Reeves—. Se sienta allí y mira los pájaros y las ardillas, supongo que hasta el momento en que la llaman para desayunar. —Siguieron inmóviles, contemplando a la niña, que estaba mirando algo que se encontraba más allá de la ventana que conectaba su mundo al de ella, algo que si los dos mundos hubieran sido el mismo estaría situado a espaldas de los tres hombres. Gilson estuvo a punto de olverse para descubrir lo que la niña estaba mirando. Al parecer, Reeves había tenido el mismo impulso—. ¿Qué cree usted que estará viendo? —preguntó—. No puede ser el bosque, como ahora. Creo que es posterior a su época. ¿Quizá una pradera? ¿Con ganado o caballos? Oh, lo que daría por estar allí y ver qué es. Krantz miró su reloj y dijo: —Será mejor que nos acerquemos. Ahora sólo faltan unos minutos. Fueron hacia la máquina, que seguía enviando monótonamente cubitos de hielo a la zona de contacto. Un soldado con un cronómetro estaba sentado junto a ella, detrás de una mesa con un reloj de aspecto formidable y un montón de hojas.
—Dos minutos, doctor Krantz —dijo. —No aparte los ojos de los cubitos de hielo —dijo Krantz a Gilson—. No se pierda el momento en que ocurre. Gilson observó la máquina, levemente divertido por el prosaico ritmo de sus sonidos; plinc, cae un cubito; buf , la paleta gira; bang , la paleta golpea el cubito. Y luego la trayectoria en línea recta hacia la zona de contacto, donde se desvanece bruscamente el pequeño proyectil color naranja. Un segundo después, otro. Y luego otro. —Cinco segundos —dijo el soldado—. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Ahora. Se había adelantado un segundo en la cuenta; el cubito de hielo desapareció igual que sus predecesores. Pero el cubito siguiente continuó su vuelo y cayó sobre la hierba. Allí se quedó, reluciendo levemente. Entonces, era cierto, pensó Gilson. El viaje temporal para los cubitos de hielo. De repente, a su espalda se oyó un grito incomprensible emitido por Krantz y otro de Reeves, y luego, muy claramente y con voz angustiada, a Krantz diciendo: «¡Reeves, no!». Gilson oyó el ruido de unos pies lanzados a la carrera y, en el borde de su campo isual, distinguió algo que se movía rápidamente. Se olvió a tiempo para ver la desgarbada silueta de Reeves
que pasaba corriendo junto a él y se lanzaba hacia la zona de contacto; la cruzó y se quedó tendido sobre la hierba. —¡Estúpido! —gritó Krantz con voz enfurecida. Un cubito de hielo cruzó el aire y aterrizó junto a Reeves. La máquina hizo nuevamente bang : un cubito de hielo salió volando y se desvaneció. Los cinco segundos para acceder al otro lado habían terminado. Reeves alzó la cabeza y, por un instante, contempló la hierba sobre la que yacía. Luego, miró hacia la casa. Se puso lentamente en pie, con una expresión aturdida en el rostro. Después, una sonrisa se abrió paso muy lentamente por entre sus labios, y los hombres que le contemplaban desde el otro lado casi pudieron leer sus pensamientos: «Bueno, que me cuelguen. Lo hice. Estoy realmente aquí». Krantz estaba hablando a toda velocidad, como si no pudiera controlarse. —Seguimos estando aquí, Gilson, seguimos estando aquí, todavía existimos, todo parece estar igual. Quizá no han cambiado demasiado las cosas, quizá el futuro es algo fijo y no ha cambiado nada en absoluto con su acto. Tenía miedo de que ocurriera algo parecido a esto. Desde que llegó usted, Reeves ha estado… Gilson no le escuchaba. Estaba mirando a la niña de la
entana, aturdido, lleno de incredulidad, intentando comprender lo que veía pero no lograba creer. La conducta de la niña no era normal, no, no era nada normal. Un hombre se había materializado repentinamente sobre la hierba, surgiendo del aire, en una mañana de sol, y ella no había dado ninguna muestra de sorpresa, asombro o miedo. En vez de ello, había sonreído al instante, espontáneamente, una sonrisa que se fue haciendo más y más ancha hasta dar la impresión de que la mitad inferior de su rostro iba a partirse en dos, una sonrisa que dejaba al descubierto demasiados dientes, una sonrisa rígida, incongruente y terrible bajo sus brillantes ojos azules. Gilson sintió que se le formaba un nudo en el estómago, y se dio cuenta de que estaba mortalmente asustado. El rostro se esfumó bruscamente de la ventana; unos segundos después la puerta de entrada se abrió de par en par, y la niña cruzó corriendo el umbral, yendo hacia Reeves con furiosa velocidad, moviéndose de forma curiosamente encogida, como si estuviera medio agazapada. Cuando se encontraba a unos metros de él, dio un salto que tenía la agilidad y la sorprendente rapidez de una pulga. Los ojos de Reeves apenas si habían empezado a mostrar asombro cuando los poderosos dientecillos le
desgarraron el cuello. La niña se apartó de él y dio un salto hacia atrás. Un brillante géiser de sangre brotó del agujero abierto en el cuello de Reeves. Él lo contempló estupefacto durante un momento que pareció eterno, y luego alzó las manos para tapar la herida; la sangre borboteó entre sus dedos y corrió por sus antebrazos. Sus rodillas se doblaron lentamente hasta llegar al suelo, despacio y sin ninguna violencia, mientras que sus ojos, desorbitados por el asombro, no se apartaban de la niña. Su cuerpo osciló de un lado a otro, se estremeció y acabó cayendo de bruces. La niña le observó con ojos tan fríos como los de un reptil, la terrible sonrisa aún en el rostro. Estaba desnuda, a Gilson le pareció que en su torso había algo que estaba fuera de lo normal, como su boca. Dio la vuelta, y pareció lanzar un grito hacia la casa. Y un instante después llegaron todos, corriendo, la madre, el padre, el niño y la abuela, todos desnudos, todos experimentando esa horrible transformación en la boca. Sin pararse y sin disminuir la velocidad rodearon el cuerpo, se agazaparon sobre él y, frenéticamente, le arrancaron las ropas. Luego, sentándose sobre la hierba iluminada por el sol de la mañana, la pequeña y encantadora familia empezó su horrenda comida.
El continuo balbuceo de Krantz se componía ahora de palabras muy distintas: —Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros… El soldado del cronómetro estaba vomitando ruidosamente. Alguien vació todo el cargador de una metralleta en la zona de contacto, y el coronel lanzó un chorro de maldiciones. Cuando Gilson no pudo soportar más el repugnante banquete, apartó la mirada y se fijó en el perro, que estaba sentado en el porche, meneando alegremente el rabo con un rítmico golpeteo. —¡Por Dios, es imposible! —exclamó Krantz sin poder contenerse—. Si hubiera existido gente así en ese sitio estaría en los libros de historia, en los periódicos… ¡Dios mío, algo así no habría podido ser olvidado! —¡Oh, no diga más tonterías! —le respondió secamente Gilson—. Eso no es el pasado. No sé lo que es, pero no se trata del pasado. No puede serlo. Es…, no lo sé, algún otro sitio. Alguna otra… ¿dimensión? ¿Universo? Una de esas teorías. Los mundos alternativos, los mundos del Si, los mundos probables, como quiera usted llamarles. Sí, esas criaturas asquerosas del otro lado están en el presente. El maldito hechizo de Culvergast abrió un agujero a uno de esos mundos paralelos. Tiene que ser algo así. Y, Dios mío, ¿qué infierno de historia
han tenido para producir esas cosas? No son seres humanos, Krantz, no tienen nada de humano, sea cual sea su aspecto. «Alegres paseos en bicicleta…». ¿Cómo hemos podido equivocarnos así? Por fin, el banquete terminó. La familia se tendió sobre la hierba con los vientres hinchados, cubiertos de sangre y grasa, los párpados casi cerrados a causa del festín. Los dos pequeños de la familia se quedaron dormidos. El macho parecía muy absorto en sus pensamientos. Después de unos minutos se puso en pie, cogió las ropas de Reeves y las examinó cuidadosamente. Luego despertó a la más pequeña de las hembras y, al parecer, la estuvo interrogando durante un rato. Ella hizo gestos hacia el aire, señaló con el dedo, e imitó la llegada de Reeves y su caída sobre la hierba. Él contempló pensativo el sitio donde se había materializado Reeves y, por un instante, a Gilson le pareció que esos ojos implacables estaban clavados en los suyos, mirándole. Acabó dándose la vuelta y tras haber cruzado lentamente la hierba, todavía pensativo, entró en la casa. En el claro reinaba el silencio, roto sólo por el ruido de la máquina. Krantz empezó a llorar y el coronel a lanzar maldiciones otra vez, en tono bajo y monocorde. Los soldados parecían aturdidos. «Y todos tenemos miedo
—pensó Gilson—. Un miedo horrible». La familia de la pradera estaba realizando una horrible parodia de ordenar las cosas después de una comida campestre. Los dos pequeños habían traído una cesta y, bajo la meticulosa supervisión de las hembras adultas, recogían ahora los despojos y restos de alimento. Uno de ellos le arrojó un hueso al perro, y el soldado que controlaba el tiempo vomitó de nuevo. Cuando la pradera hubo quedado una vez más inmaculada, las dos criaturas más pequeñas se llevaron la cesta a la parte trasera de la casa, y las criaturas adultas entraron en ella. Un instante después el macho salió de la casa, vestido ahora con un traje de lino blanco. Llevaba un libro. —Una Biblia —dijo Krantz, atónito—. Es una Biblia. —No es una Biblia —contestó Gilson—. Es imposible, esos…, esos seres no pueden tener Biblias. Es otra cosa. Tiene que ser otra cosa. Parecía una Biblia; estaba encuadernada en cuero negro, y cuando el macho empezó a hojearla, evidentemente en busca de algún pasaje determinado, pudieron ver que era el mismo papel delgado y resistente en el que se imprimen las Biblias. El macho encontró su página y, según le pareció a Gilson, empezó a leer en voz alta, como si estuviera declamando, sus labios articulando
cuidadosamente las palabras. —¿Qué diablos supone que está haciendo, Krantz? — preguntó Gilson. No había terminado de hablar cuando la ventana desapareció. La casa y la hierba se desvanecieron junto con la silueta del traje blanco. Gilson distinguió fugazmente unos árboles al otro lado de un ancho abismo que se abría entre él y el bosque. Un instante después una ráfaga de iento le derribó, y el aire se llenó de polvo, objetos que olaban y el aullido del viento. El viento se detuvo tan bruscamente como había venido, y alrededor de ellos oyeron el repiqueteo de los objetos que caían nuevamente al suelo. El sitio donde se encontraba la casa ahora estaba cubierto por una nube de polvo que giraba sin cesar. Lentamente, el polvo se fue aquietando. Allí donde había estado la ventana ahora se encontraba un gran agujero en el suelo, un agujero perfectamente cuadrado que tendría unos treinta metros de lado y quizá unos tres de hondo, con la superficie tan lisa como la de una mesa. El fugaz atisbo que Gilson tuvo de él, antes de que el iento se hubiera precipitado a llenar el vacío, le había mostrado que los lados eran tan pulidos y rectos como si un cuchillo afilado hubiera cortado un queso; pero ahora
se estaban produciendo pequeños derrumbamientos a lo largo de todo el perímetro, a medida que los guijarros y la tierra iban cediendo para resbalar hasta el fondo, y los bordes se iban haciendo más irregulares a cada momento. Gilson y Krantz se pusieron lentamente en pie. —Y eso parece ser todo —dijo Gilson—. Estaba aquí, ahora ya no está. Pero ¿dónde se encuentra el edificio prefabricado? ¿Dónde está Culvergast? —Sólo Dios lo sabe —contestó Krantz. Y no lo decía con intención de ser irreverente—. Pero creo que se ha ido para siempre. Y, al menos, no al sitio donde estaban esas criaturas. —¿Qué cree usted que eran? —Tal y como dijo antes, desde luego no eran seres humanos. Tenían menos de humano que una araña o una ostra. Pero, Gilson, el modo en que se vestían, su aspecto, esa casa… —Si existe un número infinito de mundos posibles, entonces cada tipo de mundo posible existirá. Krantz no parecía convencido. —Sí, bueno…, quizá. No sabemos nada de eso, ¿verdad? —Se quedó callado durante un instante—. Gilson, esas criaturas eran aterradoras. Ni siquiera le hizo falta una fracción de segundo para reaccionar ante la
aparición de Reeves. Supo al instante que era algo desconocido y actuó de inmediato para destruirle. Y no era adulta. Creo que quizá nos sintamos más seguros no teniendo la ventana. —Amén. ¿Qué cree que le ocurrió? —Es obvio, ¿no? Ellos saben cómo usar las energías con las que Culvergast andaba tanteando. El libro…, tiene que ser un libro de hechizos. Deben de tener toda una ciencia al respecto…, cosas que han probado una y otra ez, cosas que han logrado averiguar, parte de la sabiduría que han ido recibiendo de sus antepasados. Esa criatura utilizó el libro como si fuera una herramienta rutinaria, algo de cada día. Después de que se le pasara la alegría del banquete, no necesitó más de veinte minutos para imaginar cómo había llegado Reeves hasta allí, y para saber cómo actuar. Se limitó a coger su libro de hechizos, seleccionó el que necesitaba (me gustaría ver el índice de ese libro) y dijo las palabras. ¡Puf! La ventana ha desaparecido, y Culvergast se ha quedado atrapado sólo Dios sabe dónde. —Supongo que es posible. ¡Infiernos!, incluso resulta probable. Tiene razón, realmente no sabemos nada de este asunto. De repente, Krantz pareció asustado.
—Gilson, ¿y si…? Mire, si le resultó tan sencillo eliminar la ventana, si tiene esa clase de control sobre el poder telequinésico, ¿qué le impide conseguir una ventana que dé a nosotros? Quizá ahora nos estén observando tal y como nosotros les observábamos a ellos. Ahora saben que estamos aquí. ¿Qué clase de ideas se les puede ocurrir? Quizá necesitan carne. Quizá… Dios mío. —No —dijo Gilson—. Imposible. Fue una pura casualidad que la ventana se abriera sobre ese mundo. Culvergast no tenía más idea de lo que estaba haciendo que la que tiene un chimpancé sobre el funcionamiento de una consola de ordenador. Si la «teoría de los mundos posibles» es la explicación de todo esto, entonces el mundo con el que dio es sólo uno entre un número infinito. Incluso si las criaturas de allí saben como crear estas ventanas, tienen en contra un número infinito de posibilidades a la hora de encontrarnos. Por no decir que les será imposible hacerlo… —Sí, sí, por supuesto —dijo Krantz con voz llena de agradecimiento—. Por supuesto. Podrían intentarlo eternamente y nunca nos encontrarían. Incluso si quisieran hacerlo. —Se quedó callado durante un segundo, pensando—. Y creo que desearían hacerlo. El que destruyeran a Reeves fue un puro acto reflejo, algo
que me pareció involuntario como el mover la pierna cuando te golpean la rodilla. Sabiendo que estamos aquí, ahora deben intentar alcanzarnos: si les he interpretado correctamente, les resultará imposible hacer otra cosa. Gilson recordó sus ojos. —No me sorprendería nada —dijo—. Pero ahora lo mejor será que nosotros dos… —¡Doctor Krantz! —gritó alguien—. ¡Doctor Krantz! En esa voz había el más absoluto terror. Los dos hombres se volvieron en redondo. El soldado del cronómetro estaba señalando algo con una mano temblorosa. Mientras miraban, algo blanco se materializó en el aire sobre el borde del pozo, y luego cayó para aterrizar junto a un objeto similar que ya había llegado al suelo. Apareció otro objeto; luego otro y otro. Cinco en total, dispersándose sobre un área que no llegaría al metro cuadrado. —¡Son huesos! —exclamó Krantz—. ¡Oh, Dios mío, Gilson, eso son huesos! Su voz se estremecía a punto de caer en la histeria. —Basta, cállese —gritó Gilson—. ¡Basta ya! Corrieron hacia el lugar. El soldado ya estaba allí, en cuclillas, su rostro extrañamente retorcido por el terror y las náuseas.
—Ése —dijo, señalando con el dedo—. Ése de allí. Ése es el que le arrojaron al perro. Se pueden ver las marcas de los dientes. Oh. Jesús. Ése es el que le arrojaron al perro. «Entonces —pensó Gilson—, es que ya han hecho una ventana. Deben de saber mucho sobre estas cosas para haberla conseguido tan rápidamente. Y ahora nos están observando. Pero ¿por qué los huesos? ¿Para avisarnos de que no interfiramos con ellos? ¿O es sólo una prueba? Pero, si es una prueba, entonces, ¿por qué los huesos, de todas formas? ¿Por qué no un guijarro…, o un cubito de hielo? Para ver cuáles son nuestras reacciones, quizá. Para ver qué haremos. »¿Y qué haremos? ¿Cómo podemos protegernos contra esto? Si entre los rasgos naturales de esas criaturas se encuentra el de cooperar entre ellas, entonces esa encantadora familia no perderá ni un segundo para difundir la noticia por todo su mundo, de forma que uno de estos días nos encontraremos con que un millón de esas cosas habrán cruzado simultáneamente de un salto entanas parecidas por toda la Tierra, materializándose de repente, igual que una nube de enormes langostas carnívoras, un enjambre que se alimentará con esa insensata voracidad hasta que hayan convertido el planeta
en un desierto de huesos. ¿Hay alguna protección contra eso?». Krantz había seguido un camino similar al de sus pensamientos. —Estamos en un apuro, Gilson, pero tenemos un pequeño factor de nuestro lado —dijo con voz temblorosa —. Sabemos cuándo se abre esa maldita cosa, lo hemos cronometrado exactamente. Washington tendrá que contarlo todo, tendrá que advertir al mundo entero, que lo haga a través de las Naciones Unidas o algo parecido… Sabemos en qué segundo exacto puede penetrarse por la entana. Tendremos que preparar un sistema de alarma, que cada comunidad humana del planeta haga sonar una sirena o una campana cuando sea el momento. Suena la campana, todo el mundo coge un arma y se pone alerta. Si las criaturas no han aparecido en cinco segundos, la campana vuelve a sonar y todo el mundo vuelve a lo que estaba haciendo, hasta que llegue el momento de la siguiente apertura. Podría funcionar, Gilson, pero tenemos que trabajar rápido. Dentro de quince horas y…, sí, un par de minutos, se abrirá de nuevo. Quince horas y un par de minutos, pensó Gilson, luego cinco segundos de la más horrible vulnerabilidad, y luego quince horas y veinte minutos de seguridad antes de
que llegue nuevamente el terror. Y así por… ¿cuánto tiempo? Era de suponer que hasta la llegada de las criaturas, que quizá nunca tuviera lugar (¿quién sabía cómo funcionaban sus mentes?), o hasta que el accidente de Culvergast pudiera ser repetido, otra cosa que quizá no ocurriera nunca. Se preguntó si los seres humanos podrían ivir bajo tales condiciones sin volverse locos; resultaba dudoso que la mente pudiera mantener su coherencia cuando el único futuro previsible era una interminable montaña rusa, que la haría bajar a largos valles de terror e incertidumbre para luego hacerla subir violentamente a breves puntos más elevados de tranquilidad. ¿Seguirá funcionando la mente cuando sus únicas alternativas son una muerte horrible, o una insoportable tensión que se prolonga para siempre? «¿Hay algún modo —se preguntó Gilson—, de que la raza pueda vivir sabiendo que no tiene asegurado ningún futuro más allá de las quince horas y veinte minutos siguientes?». Y entonces, perdiendo toda esperanza, vio que no les quedaban quince horas y veinte minutos, que ni siquiera se trataba de una hora, que ya no había tiempo para nada. Al parecer, la ventana no era intermitente. Materializándose en el aire, de repente se vio un desordenado montón de huesos y ropas hechas pedazos,