La Sociedad Lipófoba
Las sociedades modernas se han vuelto “dipófobas”: odian l a grasa.
La medicina ve en la obesidad un problema de salud pública: la consideran un factor de riesgo, que importa reducir para prevenir numerosas enfermedades, especialmente cardiovasculares.
Existe una situación contradictoria, por una parte la medicina durante décadas pide a la población que adelgace mediante acciones que no han logrado ser exitosas. Por otra parte, cada vez más psiquiatras y nutricionistas condenan más el culto a la delgadez, poniendo guardia contra los efectos nefastos de los regímenes Lo Grueso y lo Graso
El rechazo a la obesidad puede traducirse por un repudio a los obesos.
La grasa, en la crónica de las costumbres alimenticias de la mayoría de los pueblos, suele ser muy apreciada y hasta solicitada. Existe una asimilación tradicional de lo graso a la festividad, a la abundancia, a la riqueza y la glotonería lipófila que se observa en numerosas culturas.
El régimen adelgazante parece hacer su primera aparición en 1864 con una publicación “Letter on Corpulence” (Banting) sobre un régimen preescrito a los diabéticos. El libro tiene un enorme éxito y el régimen estará presente en el siglo siguiente.
El umbral socialmente definido de la obesidad ha bajado. La variabilidad cultural de las normas y de las etiquetas sociales es indiscutible, pero lo que varia es menos la noción de exceso de peso (la obesidad) que las normas y los criterios que la definen, los l os límites que la bordean.
Ha habido en todas las épocas, una relativa ambivalencia en las representaciones de la grasa y de la gordura.
El ascenso de la lipofobia
Lo que caracteriza a nuestros contemporáneos, y que resulta diferente a todo lo que ha ocurrido en el pasado, es que parecen desear un cuerpo absolutamente desembarazado de toda huella de adiposidad: sólo el músculo es noble.
La grasa se ha convertido cada vez más en objeto de temor y burla.
Desde finales del siglo XIX la lipofobia ha ido en ascenso, operando simultáneamente en 3 frentes distintos: la medicia, la moda y la apariencia corporal; la cocina y la alimentación cotidiana.
Hasta el siglo XX el hombre con una cantidad razonable de grasa tenía un signo de respetabilidad, porque se pensaba en términos económicos, como un capital o un ahorro. Las connotaciones comienzan a cambiar a medida que se acercaba este siglo, la obesidad se muestra más a menudo como manifestación del acaparamiento egoísta, en un contexto claramente político. La grasa pasa de ser una reserva de seguridad, a ser visto como un abuso parasitario, acumulación irracionable, una retención perjudicial.
De echar carnes al desecho de carnes
La búsqueda de una protección contra los imprevistos de la vida se convertirán en un componente esencial de la civilización individualista que confiará cada vez más en la medicina y en la ciencia la tarea de determinar el camino para protegerse contra las incertidumbres.
A partir de los años 50´ la imagen medico-científica de las grasas se modificó profundamente. El colesterol comienza a ocupar un lugar importante del discurso médico y en el imaginario de la morbosidad.
La visión diabólica del colesterol
El exceso de colesterol es reconocido como uno de los principales riesgos de las enfermedades cardiovasculares.
Se abre un fuerte debate sobre el saber médico como un proceso de construcción de la enfermedad en tanto situación social marcada por el signo de la desviación. Otra parte del debate concierne a la efecicacia de
las
medidas
medicamentos,
en
contra la
la
hipercolesterolemia,
prevención
de
las
régimen
o
enfermedades
cardiovasculares.
Otras críticas se abren en torno a la hipótesis que las tasas del colesterol demasiado bajas presentarían otros peligros.
Los grandes grupos agroalimentarios en primera instancia se esfuerzan por contradecir o minimizar las acusaciones que perjudican sus productos, pero cada vez más han ido adoptando la estrategia contraria e ir intentando explotar los mercados potenciales que abren las inquietudes dietéticas.
(Leer conclusión de esta parte en la 318)
Reforma y Utopismo Alimentarios
Existe desde muy larga data un utopismo alimentario, es decir, un tipo de intento normativo tendente a reformar más o menos radicalmente las elecciones y las conductas alimenticias. El proyecto racionalizador suele estar ligado, a la acción de ciertas instituciones coercitivas.
Las presiones que se ejercen para buscar mejorar las conductas alimenticias plantean cierta cantidad de problemas. Generan dificultades epistemológicas, particularmente aquellas que se refieren al status del saber científico con respecto a toda acción normativa.
Otro tipo de dificultades es de orden metodológico y técnico, se ha supuesto en las tentativas de reformas alimentarias que el actuar del hombre en materia alimentaria es completamente maleable, subestimando o ignorando completamente las funciones sociales y culturales de la alimentación, en concreto su papel central en la identidad.
Se ha confundido saber nutricional y comportamiento alimentario, creyendo
que
la
modificación
de
uno
debería
entrañar
automáticamente la del otro, cosa que no ocurre.
Hay dificultades éticas, en tanto las costumbres alimenticias no son simples hábitos individuales. No hay hábitos alimenticios sino sistemas culinarios, estructuras culturales del gusto, practicas sociales cargadas de sentido. Esto significa sin duda que al querer cambiar la alimentación de un pueblo se pretende modificar un tejido en el cual están inscritos sus gustos, valores, y quizás parte del equilibrio sobre el cual reposa.
La Obesidad masculina
La representaciones de la corpulencia y de la grasa masculinas se apoyan en una base simbólica común, la corpulencia de un hombre remite directa o indirectamente a un problema central: el reparto de la comida, es decir, la riqueza.
El cuerpo revela como el individuo participa en el juego social, como aplica la regla primera del reparto de l a comida.
Obeso benigno y obeso maligno
Doble estereotipo del gordo
Obeso benigno: hombre rollizo, extravertido, dotado para las relaciones sociales, actúa normalmente de animador.
Obeso maligno: es el mejor de los casos un enfermo, depresivo, egoísta desenfrenado sin control sobre sí mismo.
La grasa como estigma social
La posición de un obeso en la categoría positiva o negativa parece resultar de la relación entre los rasgos físicos y la imagen social de la persona.
Cuando la profesión o función del sujeto gordo implica la utilización de la fuerza, algunos entrevistados no lo veían como gordo sino como fuerte.
La estigmatización social, de la obesidad por ejemplo, es el producto de un desfase, de una disonancia entre identidad social virtual y real.
La relación estigmatizante determina o sobredetermina no sólo el juicio estético que referimos a la apariencia, no sólo el juicio moral o afectivo que referimos a la personalidad, sino también el rango que atribuimos a tal o cual categoría, según tal o cual estereotipo. En este sentido para que un obeso sea aceptado como “gordo bueno” hace falta que exista cierta adecuación, una congruencia entre su imagen social y su corpulencia.
El “buen gordo” debe restituir bajo una forma cualquiera el exceso de comida convertida en exceso de peso, para poder compensar su ausencia en el juego de la reciprocidad, esta restitución puede tomar la forma de una transacción simbólica. Esta transacción la podemos observar cuando el gordo toma acciones bufonescas, se transforma en un burro de carga, confidente, etc. Sin embargo, nunca podrá convertirse de verdad en un miembro como los demás, es el precio que debe pagar para no ser totalmente rechazado.
En el otro extremo esta el obeso que rechaza la transacción simbólica, este “obeso maligno” se aparta deliberadamente de las reglas del juego social.
Durante mucho tiempo la corpulencia fue la forma corporal del poder, sin embargo con el advenimiento del individualismo, aquello que da ahora testimonio al cuerpo ya no es tanto el poder social, sino más bien el dominio (individual). Estos valores se encarnan en el ideal de la delgadez, posiblemente la forma moderna de la santidad.
El cuerpo femenino
la lipofobia moderna, se ejerce de un modo mucho más manifiesto en el cuerpo de las mujeres que en el de los hombres. Se trata de un ideal de belleza, que escapa en efecto a la realidad, donde una ínfima minoría de mujeres es biológicamente capaz de encarnar este ideal.
El culto moderno de la delgadez femenina parece desprovisto de todo antecedente histórico verdaderamente comparable.
La historia de la imagen del cuerpo femenino construida por las culturas occidentales parece caracterizarse por la plasticidad, de trata a este cuerpo como cera maleable.
Al menos a través de este siglo las modificaciones concernientes al ideal del cuerpo femenino han afectado no sólo al peso y al grosor del cuerpo global, sino también a la talla, es decir, a las proporciones en general, considerando especialmente la relación entre caderas, cintura y pecho. Lo que caracteriza a este periodo es sin duda, la musculatura y el vigor del cuerpo.
El recorrido de la apariencia de la mujer opera en un doble movimiento: en el vestido y el cuerpo de la mujer occidental. Uno va del vestido al cuerpo, es decir de darle mayor importancia al vestido hacia la perdida de relevancia de la vestimenta, para pasar a centrar la atención en el cuerpo mismo de la mujer.
El otro movimiento va de la madurez a la juventud, es decir, la sociedad adulta vuelve su mirada hacia la nueva cultura juvenil que impulsa giros lingüísticos o hábitos indumentarios. Es así como todas las mujeres deben ser jóvenes, eterna e ineluctablemente. Ellas son las responsables de dominarlo, controlarlo y moldearlo.
En la mayoría de las sociedades tradicionales lo que se asocia a la gordura en la mujer es la fecundidad. Es así como el adelgazamiento del modelo corporal coincide con un cambio de las costumbres y a la división de los papeles entre los sexos, por lo cual la mujer ya no se encuentra confinada solo al ámbito privado y a la reproducción.
La valorización social de la delgadez ha puesto también en el tapete una patología que afecta más comúnmente a las mujeres que son los trastornos del
comportamiento alimentario, constituyendo el objeto de preocupación creciente en los medios médicos.
Podemos notar que la tiranía de la delgadez no deja de tener sus efectos, especialmente en el plano de las respuestas sociales y del sentido de la enfermedad.
En una época lipófoba, por otra parte, las anoréxicas pueden encontrar fácilmente un discurso de justificación aceptable.
Hace falta sin duda que se debilite el enmarcamiento social de las conductas alimentarias.
Por otra parte la alimentación cotidiana se ha vuelto casi completamente individualizada, por lo cual incluso podría decirse que comer ha dejado de ser una práctica socializada, siendo actualmente la delgadez y la fealdad de la grasa la única estructura normativa y compartida.
El modelo de la delgadez es un objetivo propuesto por la cultura, sin los medios de alcanzarla, y hasta biológicamente inaccesible, los regímenes desordenados preceden a la bulimia…
La situación moderna se caracteriza cada vez más por las manifestaciones del individualismo.
La alimentación humanan necesita estar estructurada, y es a la vez estructurante desde el punto de vista individual. La alimentación está ligada a los j uicios morales. Asi si comer es pensar, el comer tradicional está pensado para el comiente.
El problema central se ha vuelto ahora el de la regulación del apetito individual ante unos recursos casi ilimitados.
Biológicamente la evolución no ha preparado a nuestros organismos para la abundancia,
al
contrario
existe
una
inadecuación
de
las
regulaciones
homeostáticas que funcionan con datos falsos, a este desajuste se agrega a la gastro-anomia la crisis de los marcos culturales del comportamiento individual. Ante esta problemática se torna impescindible la apertura a un nuevo orden de libertad y de madurez alimentaria. Nos hace falta interiorizar en nuestros sentidos para redescubrir a la vez nuestros alimentos y nuestro cuerpo.