Alejandro Kaufman
La pregunta por lo acontecido ensayos de anamnesis en el presente argentino
Kaufman, Alejandro La pregunta por lo acontecido. Ensayos de anamnesis en el presente argentino . - 1a ed. - Lanús : Ediciones La Cebra, 2012. 344 p. ; 21,5x14 cm. ISBN 978-987-28096 978-987-28096-2-1 -2-1 1. Filosofía. CDD 190
© Alejandro Kaufman
[email protected] www.edicioneslacebra.com.ar Editor Cristóbal Thayer Esta primera edición de 1000 ejemplares de La pregunta por lo acontecido se terminó de imprimir en el mes de agosto de 2012 en Encuadernación Latinoamérica Srl., Zevallos 885, Avellaneda, Buenos Aires Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723
ÍNDICE
Postscriptum 1. ¿Reparar el mundo? Notas sobre s obre la supervivencia (2010)
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I 2. Desaparecidos (1996)
25 3. La gura del desaparecido: ¿aporía de la identidad? (1997) 47 4. Sobre desaparecidos (1997) 59 5. Sobre perdón y olvido (1998) 71 6. Tramas de barbarie (1999) 83 7. Huellas del pasado reciente en la Argentina actual (2000) 99 8. Memoria, horror, historia (2001) 109 9. Violencia, subjetividad y teoría crítica: tentativas tentativas 129 para pensar y escribir hoy en la Argentina Argentina (2001) II 10. Memorias de género, memorias ausentes (2003) 11. Crisis, pasado y presente (2002) 12. Nacidos en la ESMA (2004) 13. “Setentismo” y memoria (2005) 14. Legado paradójico de un tesoro perdido (2005) 15. Aduanas Aduanas de la memoria (2006) 16. Unanimidad, lenguaje y política (2006) 17. Los desaparecidos, lo indecidible y la crisis (2007)
141 153 167 187 197 213 223 239
III 18. Izquierda, violencia y memoria (2007) 19. Fútbol 78, vida cotidiana y dictadura (2008) 20. Notas sobre anamnesis argentinas y solución nal (2009) 21. Malvinas y memoria, dictadura y democracia (2010) 22. La crítica de la l a violencia como inquietud por la responsabilidad (2011)
255 271 285 303 317
Bibliografía Procedencia de los textos
329 341
En el decaer de esta escritura En el borroneo de esas inscripciones En el difuminar de estas leyendas Néstor Perlongher
POSTSCRIPTUM
El presente volumen ofrece una reunión cronológica, salvo el primer capítulo y apenas algún otro, de los escritos al n de cuentas representativos de una tarea de elaboración anamnética emprendida como propuesta para abordar la cuestión argentina de la memoria. De tal manera se planteaba desde el epígrafe proustiano con que se signó hace ya varios años un compromiso especíco de reexión e
intervención sobre nuestro presente postdictatorial. En este trayecto, lo inasible de la experiencia desborda los marcos tanto de la teoría como del trabajo histórico o el relato ccio nal o literario, para poner el foco en una forma conceptual y analítica de la noción freudiana de durcharbeiten , esfuerzo volcado consecutivamente sobre el devenir colectivo de la construcción social de signicaciones, en las que lo acon tecido, aquello sobre lo cual se cierne la interrogación, a la vez trama el desenvolvimiento de la experiencia social. Un análisis semejante es tanto contemplativo como vinculante, sin renuncia a la responsabilidad y el compromiso en sus dimensiones más políticas, cognitivas y dramáticas. La razón anamnética se adopta así como paradigma de la crítica y el análisis cultural, opciones que nos han ido orientando en la escritura de un texto que se quiso desde su partida bajo el actual colofón. Todo ello sin perjuicio de la mayor o menor precisión, el mayor o menor acierto de tal empresa.
Desde el punto de vista bibliográco, la compilación
proporciona una edición y articulación de textos de otra manera dispersos o extraviados, no obstante su concepción imbricada, aunque no por ello exenta de los avatares contemporáneos. Sin embargo, se ha intentado dejar de lado los textos concomitantes que podrían estar más ligados a circunstancias propias de otros debates susceptibles de distraer de lo que esencialmente se ha pretendido preceder con lo expuesto desde las primeras páginas: la postmemoria es experiencial, no vicaria, las condiciones originarias del horror persisten como dispositivos de la vida colectiva postraumática de maneras que no son obvias, ni triviales, ni transparentes. Tampoco son pasibles de normatividad ni de sujeción a un canon, sino de una crítica atenta a una escucha. Para el tejido anamnético las periodizaciones a las que se suelen someter –de manera irremediable– los acontecimientos se reconguran en relación con el propio sentido
que hace posible siquiera tan solo distinguir de qué trata esto que anima nuestros afanes y preocupaciones. Los textos no fueron sometidos a revisión argumentativa ni conceptual, ni se sustrajeron las recurrencias, identi cables como inquietudes antes que como premisas, interpretables como señalamientos que necesitan ser reiterados porque son olvidados , de modo que, antes que intelecciones, o a la vez, se conforman como enunciados conmemorativos. Querrá ser, antes que una exposición docta, un duelo de escritura; antes que una elaboración abierta a presunciones nomológicas, el ofrecimiento de un testimonio; antes que una teoría del cielo, un cuaderno de bitácora; antes que un cierre pedagógico, un recogimiento; antes que el esfuerzo de una demostración, el consentimiento con una obligación.
1. ¿REPARAR EL MUNDO? NOTAS SOBRE LA SUPERVIVENCIA (2010)
Pondré mi espíritu en vosotros, y viviréis. Ezequiel 37, 14 Desde el momento en que la meta ya está presente y, por tanto, no hay ningún camino que pueda llevar a ella, sólo la obstinación, perpetuamente en retardo, de un mensajero cuyo mensaje sea la tarea misma de la transmisibilidad, le puede devolver al hombre, que ha perdido la capacidad de adueñarse de su estado histórico, el espacio concreto de su acción y de su conocimiento. Giorgio Agamben
I. El sobreviviente es quien vive después de la muerte de otra persona o después de un determinado suceso. Lo que dene al sobreviviente es una relación –en términos de
posterioridad– con una muerte o con un acontecimiento. Sobrevivir es vivir después. Sobrevivir es vivir bajo la som bra del pasado, como también puede presumirse el orden inverso de los términos: vivir bajo la sombra del pasado es sobrevivir. Por ello la aspiración o la aceptación del olvido suponen el desprendimiento de la sombra del pasado y de la condición de la supervivencia. Vivir, olvidar. El legado es aquello que se deja o transmite a los sucesores, sea cosa material o inmaterial. En relación con lo que recibe de quien ha vivido antes , el sobreviviente dene su posesión, material o inmaterial. El legado vincula la supervivencia con la transmisión. Aquello que es producido como transmisión después de un suceso –la representación, el relato–, lo ulterior al suceso que constituye su transmi11
La pregunta por lo acontecido
sión, es aquello que lo sobrevive. Toda representación, entonces, sucede, en tanto que sucesión, como posterioridad. Toda representación, como bien se sabe, es legado de lo que ha muerto, por haber ocurrido, al formar parte del pasado. Es algo que solo podemos saber en un instante de suspenso, una interrupción sin esperanza. La esperanza como una forma del olvido. Quien recuerda no espera, y quien olvida puede esperar. El tiempo de la memoria es el tiempo que transcurre entre el suceso y su posterioridad. En la posterioridad, en tanto memoria, el tiempo se detiene. El lazo social, entendido como legado, supone una interrupción, una detención anamnética, instante en el que el después del legado se torna presencia. Cuando, como sucede en la sociedad del espectáculo, la representación se produce en forma concomitante con el suceso, el marco de inteligibilidad de la supervivencia se nos presenta como guración.
Entre las acepciones de transmitir , hay una que remite al derecho, al poder y la soberanía: transmitir es enajenar, ceder o dejar a alguien un derecho u otra cosa. La muerte de los otros contiene entre sus posibilidades la supresión del tiempo pendiente del legado. El lazo social entendido como un vínculo temporal con los muertos remite a la memoria, al olvido, a la espera. En otras palabras, a opciones heterogéneas. Contemplamos a los muertos como fundantes de lo que somos e instauramos así nuestra condición existencial, o remitimos la fundación a una deuda de memoria con ellos. El olvido que nos conduce a una apertura experiencial, viviente, es también el olvido de esa deuda. Se pregunta Agamben cuál será la tarea del arte en aquella condición en que el ángel de la historia se ha detenido y, en el intervalo entre pasado y futuro, el hombre se encuentre frente a su propia responsabilidad. Según Agamben, Kaa
contestó a esta pregunta “preguntándose a su vez si el arte podía convertirse en transmisión del acto de transmisión, es decir, si podía asumir en su contenido la tarea misma de la transmisión, independientemente de la cosa a transmitir”. 12
1. ¿Reparar el mundo? Notas sobre la supervivencia (2010)
En el suspenso que instala una imagen detenida de la alteridad se nos aparece el relato de Ezequiel, cuando narra la escena de los muertos, en medio del valle lleno de huesos. Eran muchos y estaban secos. Sobre esos huesos secos, en el relato la profecía restaura las existencias perdidas. Los huesos son el remanente de los vivos, el vínculo que la posterioridad enlaza con el pasado perdido. La interrupción ocia aquí como relato –bíblico–, relato que establece el
interrogante sobre la transmisión. El crimen perfecto, como contragura, es aquel que suprime con ecacia el cuerpo
del delito, los huesos. Hallar los huesos, cuando han sido objeto de desaparición, ¿restaura entonces el relato sobre el legado y repone el eslabonamiento interrumpido? La interrupción, el corte de la serie temporal es lo que tienen en común los opuestos de la memoria y el olvido, el victimario y la víctima, el crimen y el perdón, el exterminio y la anamnesis. La solución nal reside en el corte que
incide sobre la línea de la vida, la supresión del legado, la destrucción del remanente. La apuesta por la solución nal
es una apuesta por la destrucción del remanente. La visión de los huesos secos se nos impone como una alegoría de la continuidad anamnética que eslabonamos con el pasado. Para ello debemos detenernos, aquello que la historia nos impide. Nos albergamos en la intelección poética para detenernos, sin por ello hacer efectiva esa detención más que como instante en el que relampaguea el conocimiento acerca de lo que no nos permite detenernos. La ineluctabilidad del movimiento que nos desplaza hacia el futuro y el olvido, ineluctabilidad que puede ser –y es– relatada como progreso y equidad, es vivida –en la intuición de su detenimiento– como encierro. Enclaustrados estamos en la encrucijada entre lo inadmisible del mundo que nos contiene y la potencia para transformarlo. En el instante fulgurante de la interrupción hallamos la puerta que encontramos clausurada antes y después.
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La pregunta por lo acontecido
II. En nuestro tiempo se maniesta de modo oscuro pero consistente una gura estructurante de lo histórico social: la del sobreviviente. La gura del sobreviviente evidencia
una verdad acerca del testigo. El testigo es un sobreviviente, en tanto que no siempre el sobreviviente es un testigo. Somos sobrevivientes, pero no por ello testigos. Somos so brevivientes en tanto transitamos un lapso vital, existencial, cuyo desenlace da n a la supervivencia. Somos siempre so brevivientes respecto de alguien, pocos o muchos que han muerto, sean o no nuestros familiares, sean o no nuestros conocidos, sean o no nuestros antepasados. Vivimos después de los muertos, y por ello somos sobrevivientes. Pero nuestra intelección sobre la gura del sobreviviente
no procede de este reconocimiento de algo que en sí mismo podría considerarse simplemente evidente –sin perjuicio de que enunciarlo nunca supondrá una revelación sino una puntualización destinada a señalar consecuencias– sino del sentido que impone cierta genealogía precisa. Reconocer la gura del sobreviviente ofrece signicaciones que interesan a la discusión sobre lo que especica la actualidad.
El sobreviviente –en cuanto lo paradigmático de la -
gura– es primero y antes que nada quien estuvo destinado al exterminio. El sobreviviente ofrece testimonio sobre el suceso con su sola existencia, y sienta las perspectivas de la vida tal como puede tener lugar después del exterminio. El crimen contra la humanidad es aquello a lo que el sobreviviente ha sobrevivido. Sabemos tanto y cada vez más sobre el sobreviviente, a la vez que advienen también los ujos supersticiosos que
sustituyen al saber por un conjunto de enunciados cuya calidad y consistencia se asemejan a los términos usuales de cuando se crearon las condiciones que hicieron posible el exterminio.
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1. ¿Reparar el mundo? Notas sobre la supervivencia (2010)
Es perceptible el estado de discrepancia, malestar y rechazo que se produce en forma creciente alrededor de la cuestión del sobreviviente. Podría todo ello entenderse meramente en relación con el trauma y la culpa, pero los sobrepasan. Al sobreviviente, la condición de la supervivencia le otorga un manto de inmunidad respecto de la violencia, así como de una inversión de su potencia en relación con la violencia. El sobreviviente no ejerce violencia, no practica la venganza, el sobreviviente es inmune a la experiencia de la guerra. Que la guerra se haya vuelto extraña a la experiencia resulta afín al extrañamiento del sobreviviente respecto de la violencia. Sorprende que el sobreviviente no ejerza violencia ni venganza, pero se instaló durante años una aceptación tanto explícita como tácita de su condición de inmunidad. La gura del sobreviviente antagoniza a la categoría
agambeniana del homo sacer. Si el homo sacer puede ser asesinado, el sobreviviente es quien no puede ser asesinado, porque de algún modo ya fue asesinado en la forma del crimen contra la humanidad, y no puede ser objeto entonces ¡nuevamente! de violencia. Es también esta inmunidad la que inhabilita al sobreviviente para el ejercicio de la violencia. La dinámica descrita no sustituye ni deniega otras razones por las que el sobreviviente se abstiene de la violencia. No obstante, es esperable y verosímil que todas ellas acompañen lo decisivo de su gura. El crimen contra la humani dad conere al sobreviviente una cualidad transpersonal, una adscripción a la masa innita de la humanidad, lo une
con todos los seres humanos, en tanto había sido separado de ellos por el acto del exterminio. La supervivencia, al ha ber fracasado en separarlo de la humanidad, y al ponerse en evidencia la operación que se había ocultado y luego fracasado, procede en forma invertida: consolida la unión del so breviviente con la humanidad. Esta unión es concomitante con la necesidad colectiva de articular el lazo social que se 15
La pregunta por lo acontecido
había desenlazado en forma general al haberse cometido el crimen contra la humanidad. La condición del sobreviviente, en tanto estructurante del lazo social, instituye en forma también general un conjunto de notas matriciales que determinan profundas transformaciones en relación con el ejercicio colectivo de la violencia, es decir: la guerra sobre todo, pero también la represión social y la guerra civil. Estos cambios no tuvieron lugar en forma simultánea y conjunta en 1945, sino durante el transcurso de los años sucesivos hasta el presente. Fue necesario que se produjeran desde entonces los profundos cambios históricos que conocemos para que adquiriera inteligibilidad interpretativa la gura del sobreviviente. Desde el n de la Segunda Guerra Mundial las prácticas
de la violencia presentaron sucesivas transformaciones de índole radical. Algunas de ellas son las más evidentes, como ocurre respecto del armamento nuclear, y más en general con las llamadas armas de destrucción masiva. La noción de destrucción masiva, sustitutiva del combate y la confrontación entre destrezas y voluntades encarnadas, condujo al escenario que habitamos, en el que el ejercicio de la violencia cuenta con la condición de practicarse contra un colectivo de dimensiones inconmensurables, de manera intrínseca, estadísticamente genocida, y sin que la supervivencia tenga relación alguna con destrezas y voluntades. Sabíamos que el combate se había desvinculado de la experiencia y que era por ello que quienes retornaban del campo de batalla “no tenían nada que relatar”, pero no pudimos saber del mismo modo que los sobrevivientes, dado que la distinción de su gura se produjo años después –fue necesario el ex terminio para originarla–, tampoco tenían ni tienen relación alguna con la experiencia. Es lo que nos relata Primo Levi. Sabemos asimismo que el extrañamiento de la experiencia que alumbra al sobreviviente es parte integrante de las 16
1. ¿Reparar el mundo? Notas sobre la supervivencia (2010)
condiciones de la violencia y el exterminio, pero no podríamos saber desde el principio de qué manera la condición especíca del sobreviviente iba a extenderse a las formas
vigentes de la vida en común.
Digamos que si la losofía y la literatura pueden ayu -
darnos en la intelección del sobreviviente, su derrotero está marcado por la historia, por la historia reciente, dado que solamente a partir de los devenires colectivos es que podremos intuir su presencia y su participación en las actuales relaciones de poder y en las presentes prácticas sociales. El crimen contra la humanidad se ha convertido, de excepcional que se concebía, en rutinario. Ha ocurrido con la suciente asiduidad, no tanto como para naturalizarse,
dado que guardamos la esperanza voluntarista de que tal
normalización nalmente nunca impere, sino porque en
cambio se ha instalado en el horizonte perceptivo de nuestro aparato cognitivo. Y, sin duda, una condición ineludible de ese estado de las cosas es la asociación entre armas de destrucción masiva –casi todas las que poseen, construyen y crean las sociedades contemporáneas lo son– y población demográcamente concentrada e inconmensurable.
El ejercicio de la violencia sometida a designios políticos, algo que ni por un instante ha dejado de pertenecer al ethos de los estados nacionales, cuyo número, como el de las poblaciones, no ha dejado de crecer, prosigue su incesante tarea. Pero ahora el afán tanático de la guerra, en el marco de la tanatopolítica, ya no procede como combate, ni siquiera como confrontación, sino como ciego estallido de fuerza física destructiva sobre una población. Solamente está en discusión la magnitud del blanco y el número de víctimas. Un interminable rosario de enunciados especula vanamente sobre las delimitaciones de los estallidos, los daños colaterales y las opciones normativas. No obstante, en todos los casos se nos aparece la gura
del sobreviviente. No queremos aquí referirnos a quienes 17
La pregunta por lo acontecido
sobreviven efectivamente a tal o cual ataque, dado que en ese caso estaríamos tratando algo harto conocido. De lo que aquí se trata es del sobreviviente como gura sociopolítica.
El sobreviviente es un actor sociopolítico involucrado en el devenir histórico, y por lo tanto practicante habitual de los modos actuales de la violencia. Ese mismo sobreviviente inhibido de ejercer la violencia, e inmune frente a su descarga, es quien ahora interviene en conictos en que se ejerce la violencia, por razones de esta do, dominio territorial o económico, defensa de derechos étnicos o sociales, por las razones que impulsan los diferentes conictos que se suceden ante nuestros ojos.
No es solamente un eufemismo cínico el recurso a la salvación de vidas que se emplea como justicación del
ejercicio de la violencia en la actualidad, ni tampoco la referencia a la “defensa”. Habituados como estamos a ver en estas palabras solamente su falacia, no vemos asimismo su verdad. Vemos lo obvio: que quien “salva vidas”, en realidad mata, y que quien se deende, en realidad ataca, y
mata. Atribuimos estas contradicciones a las distorsiones que habitualmente la guerra ejerce sobre el lenguaje. La clausura que nos impide advertir la intervención de la gu ra del sobreviviente nos lleva a imponernos la clasicación
aparentemente ineludible de victimarios para unos y de víctimas para quienes sean sus oponentes. Como disponemos de esa distinción binaria, decidimos primero (en un sentido meramente alegórico, el que la precedencia sea “primera”, dado que no es por raciocinio que se establece la distinción, aunque se la justica argumentativamente) la identidad del
victimario, y por lo tanto la de la víctima. El carácter dual de los conictos entre dobles masas guerreras dene el sus trato de la distinción. Sin embargo, la presencia matricial de la gura del so breviviente en nuestra época convierte la disputa por las palabras, alegadamente referida a falacias y eufemismos, en una pendencia de otro tipo. Ambos bandos se autoconsti18
1. ¿Reparar el mundo? Notas sobre la supervivencia (2010)
tuyen como sobrevivientes, en tanto la condición que nos dene, posthumana, es de sobrevivientes, impotentes para
el ejercicio de la violencia, y sin embargo –y en ello reside una de las claves de la gura del sobreviviente– comprometidos con dar cumplimiento a la obligación de sobrevivir. Dado que la gura del sobreviviente conlleva en su corazón
una forma de antiheroísmo: la lucha es por la supervivencia, en tanto desfallecer en esa lucha implicaría dar curso al crimen contra la humanidad. El sobreviviente, entonces, no puede ser confrontado con la mera violencia, ni se puede esperar de él el mero ejercicio de una violencia ofensiva ni defensiva. Ejercerá su violencia si se ve amenazado en su supervivencia, no ya en su dominio, soberanía o voluntad de poder, no obstante que esas sean las categorías de que disponemos para describir los acontecimientos, y todavía no hemos advertido adecuadamente que están ocurriendo otro tipo de sucesos que los que conocíamos. En una confrontación violenta entre sobrevivientes, al menos uno de los dos debe hacer algo inusual en la historia de la guerra, inusual como subjetividad guerrera dispuesta a la violencia. En la historia de la guerra era tan necesaria la disposición a matar como la disposición a morir. En la guerra entre sobrevivientes aparece una nueva modalidad: el suicidio como arma de guerra. El suicidio espanta en la guerra por su ineluctabilidad, y porque parece extraño a la representación de la guerra que aún conservamos, y lo es. Anuncia formas nuevas de la guerra y la violencia. El suicida no renuncia a su vida, dado que todo soldado de alguna manera para ser soldado debe renunciar a su vida, en tanto la pone en manos de sus comandantes, al convertirse su cuerpo en arma de guerra del colectivo en confrontación. El soldado no muere necesariamente, puede sobrevivir: el suicida renuncia a esto, renuncia a la supervivencia. La renuncia a la supervivencia, valor central de la gura con temporánea del sobreviviente que nos constituye, es lo que nos espanta si no estamos preparados. Sin embargo, no es
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La pregunta por lo acontecido
ajeno a la lógica de la violencia, que implica modalidades de subjetivación destinadas a la muerte. La paradoja constitutiva de la gura del sobreviviente
es que este no puede matar ni puede ser asesinado, y no obstante debe matar y morir, porque la historia prosigue su curso después del crimen contra la humanidad al que hemos sobrevivido, y el ejercicio de nuevas formas de guerra reclama para sus fauces nuevas formas de subjetivación. El combatiente confrontado con quienes han renunciado a la supervivencia asigna en forma correlativa un valor des proporcionado a su propia vida, de modo que se convierte en denegación de su impotencia para matar, en una máquina extremada y desproporcionadamente letal, con lo cual ofende la conciencia de la humanidad, sobreviviente al crimen cometido contra ella misma, e impaciente de una paz perpetua que no sabe ni puede alcanzar. III. El exterminio no produce solamente muertos y desaparecidos, produce sobrevivientes. El sobreviviente, más allá de la satisfacción de no ser él mismo el muerto, sabe que su supervivencia le depara un vínculo con los muertos. La supervivencia es un vínculo con los muertos, una determinación relacional con ellos. También ese vínculo es el que despoja al superviviente de la suscitación de violencia o venganza, porque está embargado por la supervivencia, y la propia encarnación del vínculo lo lleva a su vez, a través del testimonio y la búsqueda de justicia, a restaurar el lazo social tal como fue vulnerado por el exterminador. El exterminador pretendió recongurar el lazo social, al
consolidarlo en una mayoría del colectivo social mediante la supresión sacricial de una minoría. El clivaje, la ex pulsión supresora de esa minoría, en tanto hasta ahora ha fracasado –en sus términos propositivos–, y no sabemos de otros resultados hasta ahora que el fracaso, sin que ello dependa de una ley que desconocemos, no es lesivo del lazo 20
1. ¿Reparar el mundo? Notas sobre la supervivencia (2010)
social por sus resultados, que serían aglutinantes en caso de vericarse, sino por el proceso mismo que, al someter
a la población a una selección bajo condiciones de horror, destituye, disuelve el vínculo intersubjetivo. Sin embargo, en los términos propositivos de los proyectos perpetradores, el exterminio ecaz y exitoso sería aquel que lograra no
solamente la supresión de su víctima, sino también la conservación del secreto sobre lo acontecido. En el caso de un éxito semejante, que no dejaría sobrevivientes, procedería como si no hubiese sucedido, como si no se hubiese derramado sangre. En ello reside la relación entre exterminio y violencia divina. La condición del sobreviviente se establece en forma experiencial directa o como postmemoria. Probablemente fuera por ello que Arendt advertía la inanidad de la historia patética de las víctimas de persecuciones, y su inconmensurabilidad con la política, porque intuyera, aunque no lo pensó de esa manera, que advenía el sobreviviente. El relato patético de la historia, la historia de las ruinas, la mente que imagina al ángel de la historia, están habitados por el sobreviviente. El sobreviviente es un irredento, aquel para quien no está destinada la salvación, salvado él mismo de la muerte, su supervivencia es la vida atrapada por la succión que el pasado produce a través de la relación con los muertos que dene su condición de sobreviviente. El sobreviviente ota
en las aguas como un náufrago, y su destino reside en la administración del naufragio.
Elías Canei se vale de la imagen del sobreviviente de
pie frente a un cúmulo de muertos. “El momento de sobrevivir es el momento del poder. El espanto ante la visión de la muerte se disuelve en satisfacción pues no es uno mismo el muerto. Éste yace, el superviviente está de pie”. La gestalt de esta formulación recuerda aquella imagen descrita por Ezequiel, la del valle de huesos secos, frente a los cuales la voz divina anuncia la restitución de la multitud.
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La pregunta por lo acontecido
Una gura literaria contemporánea nos proporciona una
imagen, en donde también el sobreviviente se encuentra de pie, como el de Canei, como Ezequiel, ante una desolación: Giovanni Drogo, el protagonista –de El desierto de los tártaros de Dino Buzzati– habitado por una melancolía kaiana, “estará un día, allá donde el camino acaba, parado a la orilla del mar de plomo, bajo un cielo gris y uniforme, y a su alrededor ni una casa, ni un hombre, ni un árbol, ni siquiera un brizna de hierba, y todo así desde tiempo inmemorial...”. De pie ante una desolación sin muertos, ni huesos, sin cuerpos ni restos. Será entonces un sobreviviente radicalmente en soledad, des-vinculado de los muertos, solo del modo por el que la supervivencia habrá alcanzado el rango de la supresión, la ausencia, la falta instituida. Es el sobreviviente que las memorias del horror luchan por exorcizar, y que sin embargo nos acecha con su gris melancolía. La paradoja kaiana acerca de que la redención tiene
lugar, pero no para nosotros, anuncia el hiato en la trama temporal en el que probablemente estemos habitando en el transcurso de la presente centuria larga. Pensarnos, creernos o sabernos sobrevivientes irredentos, insalvable encierro en que transcurrimos, nos instala en una apertura para interrogarnos antes que por el futuro, por la acción o el propósito, menos aun por la responsa bilidad, por el clinamen , por el modo en que habitamos la supervivencia.
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I
2. DE SA PAREC IDO S (1996)
Sucede con los seres “desaparecidos” que aunque se sepa que no queda ninguna esperanza, siempre se sigue esperando. Vive uno en acecho, en expectación; las madres de esos muchachos que se embarcaron para una peligrosa exploración se guran a cada momento,
aunque tienen la certidumbre de que está muerto ya hace tiempo, que va a entrar su hijo, salvado por milagro, lleno de salud. Y esa espera, según cómo sea la fuerza del recuerdo y la resistencia orgánica, o las ayuda a atravesar ese período de años a cuyo cabo está la resignación a la idea de que su hijo no existe, para olvidar poco a poco y sobrevivir, o las mata. Marcel Proust Temamos más bien que el dolor termine Así como se debilita la memoria Recuerda que no terminamos de nacer Pero que ellos, los muertos, ya terminaron de morir. Regresa de donde has venido sólo para unirte A esos muertos cuyos nombres mudos en la piedra Nos recuerdan a nosotros, que soñamos con sobrevivir Louis René des Forêts
En lo que atañe a los desaparecidos se presenta la dicultad, con respecto a la tragedia que hemos vivido, de
sostener una palabra que no puede menos que confrontar con los escasos esfuerzos que ofrecieron resistencia durante la dictadura y luego de ella. Esfuerzos de los que siempre, en la medida de nuestras fuerzas, hemos sido parte y seguiremos siendo. El carácter incalicable de las atrocidades
cometidas por los asesinos no tiene atenuantes, pero los excede, y la reexión no puede detenerse ante ningún cálculo 25
La pregunta por lo acontecido
político ni estrategia defensiva. Lo que procura es expandir el horizonte que estos inevitablemente restringen. El discurso corriente acerca de lo que hemos vivido supone que hay un orden normal, democrático, respecto del cual los exterminadores argentinos se desviaron. Aunque –entre nosotros– la existencia histórica de ese orden era débil y aun discutible, se habría instituido precisamente después de retirada la dictadura. Aquello que no conocíamos aparece justo después de su opuesto más brutal. Lo plausible de seme jante cosa radicaría en el contraste. Por oposición, el orden democrático emergente puede imaginar que se cometieron atrocidades, con anterioridad, y juzgarlas penalmente. Sin esta ilusión, estaríamos tal vez sumidos en una barbarie aun mayor. El problema radicaría en la represión ilegal, el asesinato y la tortura atroces, de decenas de miles de personas en condiciones completamente alejadas de toda semejanza con un combate. La especicidad de lo acontecido en la Argentina se concreta en la emergencia de una gura pecu -
liar, la del desaparecido. Término, como tanto se sabe, que se reproduce en otras lenguas sin traducirse, indicando su singularidad. Los exterminadores argentinos redujeron a sus víctimas al estado de un paciente, inerme, encapuchado, compartimentado, engrillado, anestesiado, arrojado al vacío desde aviones. Si se quisiera ilustrar una forma de muerte más alejada del combate, sería difícil encontrar un ejemplo más elocuente. Para llegar a esa situación, las víctimas tuvieron que ser tomadas como prisioneros. El problema parece circunscribirse al “crimen de guerra”. El tratamiento de los prisioneros en forma transgresora de normas que regularían los conictos bélicos.
El surgimiento de esas normas fue correlativo de la desmesura creciente de la guerra moderna. Tal desmesura ha ocasionado la confusión entre el estado de guerra y el esta26
2. Desaparecidos (1996)
do de paz, de modo que ambos estados se identican. “Ya
no se es capaz de distinguir entre el soldado y el carnicero”.1 Las normas existentes constituyen el recurso disponible para evitar males mayores. Sin embargo, cuando se trata del ejercicio de la crítica, y por lo tanto de la comprensión de lo acontecido, no de su mera condena, estas presunciones aparecen de inmediato como carentes de sustento. Para quienes hemos soñado otros mundos, el hecho de que nos debamos resignar a que el pensamiento de los derechos humanos constituya nuestro horizonte ético es una consecuencia de la derrota de la imaginación utópica. Las Madres desbordan el campo de lo posible. Ellas lo saben y lo dicen: no hay ética ni legitimidad compatibles con la existencia de los ejércitos modernos. Las diferencias entre terrorismo y batallas regulares, entre guerra y paz, dependen exclusivamente de condiciones relativas al poder y a la localización del enunciador. Basta considerar las armas disponibles. Por su sola existencia, por la doctrina que sostiene a organismos técnicos, profesionales, combatientes, son incompatibles con cualquier consideración que pretenda cotejarse con la ilusión de los derechos humanos. Los dispositivos nucleares, bacteriológicos, convencionales de las potencias tan luego más “democráticas”: las cadenas de mando, las mentes que organizan, diseñan y prueban esos armamentos. Carece de mayor importancia que las pruebas nucleares se hagan en el ambiente o se simulen en espacios virtuales “inofensivos”. Innitas ener gías, presupuestos y vitalidad dedicados a imaginar cómo se pueden destruir ciudades enteras y millones de vidas en instantes. Todos esos trabajos se realizan en la legalidad. No son seriamente cuestionados. Conrman que en las ins tituciones militares no existen órdenes que no sean legales. ¿Puede aceptarse moralmente la legalidad de la sola exis1. Ernst Jünger. Sobre el dolor , pág. 32. Tusquets, traducción de Andrés Sánchez Pascual. Barcelona, 1995.
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La pregunta por lo acontecido
tencia de un dispositivo de destrucción planetaria, masiva? ¿Puede aceptarse la sola existencia de “fuerzas aéreas”? Miles de individuos “legítimamente” dedicados en su cotidianeidad laboral a esperar, cada uno en su lugar en la cadena de mandos, el momento de cumplir órdenes de bombardeo nuclear. Miles, altamente calicados desde el
punto de vista técnico, económico, social, cultural, hasta democrático, se levantan cada mañana, comprometidos, dispuestos, a que el trabajo de tantos otros millones de personas, vehiculizado por enormes esfuerzos impositivos, económicos, productivos, se convierta en realización efectiva. ¿Qué grado de ceguera hace falta para hablar, sin que la lengua se caiga a pedazos, de “legalidad” en los fueros militares?2 Las órdenes son legales porque son órdenes. Las leyes de esta ciudad aceptan semejante cosa. Luego, no se trata de una ciudad. ¿Qué comunidad humana podría aceptar esto y no obstante llamarse ciudad? Si se considera la verdadera magnitud fáctica y moral de lo implicado, lo que se discute cuando se discute acerca de torturas y aberraciones versa más bien sobre problemas de detalles, cuestiones que son casi administrativas, que afectan a algunos desgraciados, mientras el resto actúa como si todo ese horror potencial no existiera. Porque el horror en su verdadera dimensión es inasimilable. Solo la más radical intransigencia puede intentar alguna compatibilidad moral con lo que ocurre. La distinción por la que una bomba que mata a ochenta personas en un edicio cualquiera de una ciudad es descrita 2. Las leyes de la guerra tal como se practican en la actualidad permiten señalar a un soldado británico que mató a sangre fría a un prisionero argentino. Permiten perseguirlo, juzgarlo y castigarlo. No permiten pensar siquiera en el signicado de que ciudades argentinas fueran rehenes nucleares de Gran
Bretaña. No permiten pensar en la calidad moral de que por recuperar para su imperio aquellas islas las fuerzas armadas británicas dispusieran en posición de ataque fuerzas nucleares. Y, de no haberlas dispuesto, tal situación cambiaría en cuanto a su intensidad y potencialidad, pero no en cuanto al signicado global de un conicto con una potencia nuclear.
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como un horror procedente de una maquinación inhumana y por otra parte el bombardeo de aldeas en las que viven niños y ancianos como actos de guerra debería ser insoportable. Y no lo es. Es mejor decirlo así: son declaraciones las que nos hacemos a nosotros mismos cuando pretendemos señalar este tipo de semejanzas. No estamos en condiciones de comportarnos con la dignidad moral que correspondería a esta semejanza. Si así fuera, mucho de lo que ocurre en cada aniversario, en cada apelación a la memoria, en cada homenaje a víctimas, aparecería con claridad en su injusticia, en su ceguera ética para el que no se encuentra en el mismo bando. Esa certeza aparece como un relámpago cada vez que las Madres asumen actitudes vinculadas con la verdad. Respecto de los crímenes cometidos por los exterminadores argentinos, no hay una zona de exterioridad desde la cual se los pueda considerar desde el punto de vista de la justicia. Las reivindicaciones de juicio y castigo constituyen un límite para evitar males mayores. Son ejemplicadoras.
Señalan. No castigan verdaderamente. No permitirían restituir la dignidad a los castigados, una vez cumplida la condena. Constituyen una forma sublimada de la guerra que culmina con estos actos. Es necesario comprender y recordar que hubo una guerra. Que una guerra no se limita a la violencia ejercida, es un fenómeno mucho más amplio. La existencia de una masa guerrera se conformó en la Argentina en el transcurso de un período de varios años. El advenimiento del gobierno constitucional de 1973 fue el intento fallido desde su inicio por contener de un modo consensual y eventualmente pacíco a
toda esa masa deseante de utopía y dispuesta a la guerra. El marco global en el que tuvieron lugar esos acontecimientos fue el de una guerra civil. Sorda, intrincada y heterogénea. El fenómeno esencial que lo denía era la existencia políti co militar de una masa articulada en proyectos de guerra diversos, en unos casos con rasgos más insurreccionales, 29
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en otros de guerra popular prolongada, en unos urbana, en otros rural. No se trataba tan solo de algunos grupos “vanguardistas”, sino de un extenso movimiento social incontrolable. La idea de que aquel movimiento hubiera podido ser combatido por medios legales carece por completo de sentido. El movimiento existía justamente porque no había legalidad respetable ni respetada. No había un orden desde el cual sostenerse para oponérsele. Décadas de conictividad insoluble lo habían engendrado. ¿Signica que la represión
tal como tuvo lugar no pudo ser de otra manera? Es necesario comprender y recordar que hubo una guerra. ¿Cuáles son las leyes propias de la guerra? Elías Canei
dice, en Masa y poder: “En las guerras se trata de matar. ‘Las las del enemigo fueron diezmadas’. Se trata de matar por
montones. Hay que acabar con la mayor cantidad posible de enemigos; la peligrosa masa de adversarios vivos ha de convertirse en un montón de muertos. Vence el que mata a más enemigos. En la guerra se enfrenta una masa creciente de vecinos. Su aumento es inquietante en sí. Su amenaza, que ya se halla contenida en el mero crecimiento, desencadena la propia masa agresiva que desencadena la guerra. En su conducción se procura ser siempre superior, es decir, tener siempre en el terreno el grupo más numeroso y aprovechar en todo aspecto la debilidad del contrario, antes que él mismo aumente su número... Se habla de ‘matanza’ y ‘carnicería’, se habla de ‘revés’. Mares de sangre tiñen de
rojo los ríos. El enemigo deja en el campo hasta el último hombre. Uno mismo se bate ‘hasta el último hombre’. Se entra ‘a degüello’. Canei cita a Jeremías, que habla de
“muertos no plañidos, ni recogidos, ni sepultados; han de yacer sobre el campo y volverse estiércol”. La conciencia de que la guerra es intrínsecamente atroz, que siempre fue terrible, pero que ahora, en este siglo, no puede dejar ningún resquicio fuera de la barbarie más extrema, no solamente no exculpa a los criminales, sino que amplía el campo de los culpables. Si se trata de oponerse 30
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al crimen, es necesario denirlo en su verdadera magnitud.
Un régimen inhumano, como es el nuestro, se corresponde con un tipo de guerra como el que nos amenaza sin pausa. ¿De qué manera se le puede aplicar a un exterminador de la dictadura argentina un castigo que a él le resulte comprensible? ¿En qué términos de verdad puede arrepentirse? ¿En qué forma puede aceptar el castigo? En ello radica la diferencia entre castigo y venganza. La venganza consiste en inigir un daño sin importar la condición espiritual del
que ha cometido una falta. Responde al odio. El castigo procura restituir a quien ha cometido una falta a una condición espiritual. En nuestros tiempos no hay tal cosa. El sistema penal es un regulador homeostático que asegura cierta funcionalidad al organismo social. Los individuos, en el sentido que nos importa, no cuentan para él. Los individuos son aplastados por la maquinaria social, sin piedad. Todos aquellos que vivimos en estos tiempos somos esencialmente culpables, porque es imposible la administración de una justicia verdadera: “La culpa es siempre indudable...” Todo es muy simple. “Si primeramente lo hubiera hecho llamar y lo hubiera interrogado, sólo habrían surgido confusiones. Habría mentido, y si yo hubiera querido desmentirlo, habría reforzado sus mentiras con nuevas mentiras, y así sucesivamente. En cambio, así lo tengo en mi poder, y no se escapará”.3 En consecuencia, cuando pedimos juicio y castigo para los culpables, sabemos qué es lo que estamos haciendo: algo que no diere en esencia de construir una cloaca para evitar que los euentes inunden las calles. Y de
esa manera tratamos a los inculpados. Por eso también las cárceles son lugares más o menos infernales en todo el mundo, y no parece haber manera de modicar esa situación.
No hay argumentos ni actitudes éticas que parezcan ser capaces de modicarla. Pedir cárcel para los culpables de
cualquier delito, sobre todo en un país como el nuestro, es una paradoja singularmente extraña. De esta manera con3. Franz Kaa. “En la colonia penitenciaria”, en La condena. Emecé, traducción
de J.R. Wilcock, Buenos Aires, 1952.
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seguiremos un cierto control, un cierto límite para las atrocidades, pero nunca conseguiremos lo deseado: que no se repitan. Se repetirán inexorablemente, como se repiten las tormentas y los terremotos, porque nada comprendemos de cómo ni por qué ocurren. El combate suspende la memoria y la conciencia. Quien recordara en el campo de batalla los dichosos tiempos de paz, preferiría tal vez rendirse o morir, en lugar de matar y destruir. El olvido se produce en el acto mismo de izar una bandera, vestir un uniforme y portar un arma, cualesquiera que sean. Las bandas de música, los desles y los rituales militares han perdido todo signicado. Los emblemas de la guerra
son ahora técnicos. Los emblemas de la guerra son conglomerados discursivos, ingenieriles, cientícos... No están
situados fuera de lo que constituiría un tiempo de la paz, separado. Desde que se ha identicado primero la cotidia neidad como concepto, y el de la performatividad después, la guerra ya no puede ser pensada como lo otro respecto de lo vivido. La guerra ha de ser pensada entonces como el trasfondo permanente del horizonte vital contemporáneo. La guerra como fenómeno abarca, ya no la contienda entre estados naciones, sino las guerras civiles y el llamado terrorismo. En ningún caso pueden establecerse verdaderas distinciones entre esas tres categorías. Sólo la retórica propagandística de los diversos protagonistas permite unas u otras deniciones.
En general, nadie está dispuesto a autodeclararse como terrorista. Este es un término que se emplea siempre respecto de terceros. Denitivamente, la atribución de una cual quiera de esas tres categorías se convierte en un problema político militar que pasa a formar parte de la lucha misma. Según cómo se calique al adversario, y según cómo se lo gre ser calicado, se obtendrán resultados en la contienda.
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El terrorista, para la conciencia corriente de nuestros días, amerita ser tratado como un delincuente desde el punto de vista del código penal. La otra categoría penalizable es la del criminal de guerra. No hay perspectiva alguna desde la cual podamos prescindir por completo de estas distinciones, porque denen cierto control sobre lo que sucede. Sin
embargo, en la perspectiva crítica, y sin dejar de considerar las nociones de lo corriente, las categorías se disponen de maneras diversas. Para la perspectiva crítica, no puede haber “nosotros” que sostenga una reexión sobre lo que
concierne a la guerra. El crítico parte de su idiosincrasia, pero a la vez se ve a sí mismo desde fuera de sí. Pensar en la guerra como condición trágica, en otros tiempos, remitía a las consecuencias del desencadenamiento de las fuerzas que un grupo de individuos fuera capaz de ejercer, sin límite. Porque el límite estaba establecido por la magnitud de las fuerzas mismas, que dependían del cuerpo humano, ayudado por instrumentos crecientemente poderosos. Al constituirse instrumentos guerreros de exterminio, las condiciones de todo conicto interhumano cambian
irreversiblemente. Se sabe que este cambio irreversible tuvo lugar en la primera guerra mundial, pero las consecuencias son impensables. Que son impensables, lo prueban los múltiples discursos circulantes acerca del dirimir violento de las diferencias entre los hombres. La cuestión de si alguien lucha por la justicia queda convertida, desde entonces, en una pregunta. Sólo queda saber cuándo una lucha puede ser descalicada como tal. La lucha contra el Tercer Reich, o
la resistencia a la dictadura militar argentina son ejemplos
en los que una actitud ética puede denirse con claridad. En
el siglo XX son excepciones. En el caso de las luchas revolucionarias aparece otro pro blema: no pueden triunfar. Nunca triunfó grupo humano alguno que pretendiera cambiar las condiciones por las que unos son esclavos y otros señores. No obstante, toda la historia que nos antecede, si nos interesa pensarlo así, nos dice 33
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que las únicas luchas que han valido la pena son las que han tenido como meta la justicia, la abolición de la esclavitud. Luchar contra la esclavitud, sabiendo que a la larga o a la corta prevalecerán los señores, implica, primero, fundamentar éticamente la propia conducta, segundo, ofrecer un testimonio a la posteridad. Un testimonio de justicia que contribuirá a ofrecer resistencia para siempre, en la memoria y en el olvido, en la lucha contra la esclavitud. En la década de los 70, la conciencia de que nalmente
prevalecería un poder contrautópico, de que el ineludible compromiso con la imaginación utópica no podría desprenderse del destino de toda revolución, tenía múltiples formas de saber y de expresión. La historia de la revolución socialista, historia moderna, no hacía más que conrmar una y
mil veces cómo terminaba cada vez el rapto del entusiasmo, la esta. Una y mil veces se reiteraba la misma lección. La esta, la bella esta, nalizaba con diferentes contingencias, pero convergente sentido. Esa esta a la que no era posible negarse corría siempre inexorablemente hacia su n.
La imaginación utópica estaba dotada de la capacidad de enunciar la verdad de la injusticia, pero no era capaz de enunciar la injusticia de su propia verdad. El instante revolucionario es efímero. En él los sujetados se liberan, pero la esclavitud vuelve en el acto en que la liberación trata de sostenerse ante sus enemigos y ante sí misma. El acto de prolongación del grito libertario agota la voz que lo emite, voz frágil y caduca que pronto se silencia aplastada por el poder que reaparece con un nuevo rostro. El acontecimiento revolucionario, repetido y fracasado siempre, presta su servicio en el gesto por el que la sujeción se quiebra como la ola que después de alcanzar su máxima altura y esplendor cae y se rompe sobre la playa. Si la historia no pudiera contener ese grito efímero, desaparecería la esperanza. La violencia es inmanente a la existencia natural o social. Situarla como un fenómeno diferenciado, como si pudiera 34
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suprimírsela, no hace más que ocultarla, anestesiar la piel que será lancinada cuando llegue la oportunidad. Suponer que hay algún orden en que la convivencia pueda eludirla solo congenia con la ingenuidad o con la infamia. Aun así, una sociedad y su época puede poseer una plenitud espiritual, y estar dotada de un saber y de una sensibilidad acerca de la crueldad, la compasión y el amor, o estas modalidades verse debilitadas hasta la extenuación. En estos casos la barbarie asume rostros paradójicos. El de la brutalidad más extrema, o el de la aparente concordia. El de una hueca hipnosis circundada por la administración más renada de
la crueldad, a la vez que por la carencia de los recursos de enunciación que la pondrían en evidencia. El juicio y la condena morales solo son pensados en términos penales, porque la insensibilidad que nos asxia, y
la pobreza del lenguaje que nos hiere requieren del auxilio de las pobres recetas y mediciones, de las miradas cuanti cadoras del código penal, inservible para estos nes. Según
el pensamiento penal, Videla es responsable de un número de delitos. Por haber dado las órdenes. El inmenso cortejo que hizo posible las acciones de Videla no es enunciable en términos penales. Y la verdadera magnitud del mal del que es tan responsable Videla como jueces, empresarios, políticos, dirigentes sindicales, eclesiásticos, profesores... se torna irrepresentable. Alimenta un resentimiento difuso o una perplejidad muda que se encauzan en la diaria experiencia de la sujeción. Es imposible encarar ninguna cuestión que merezca llamarse ética o moral sin poner en evidencia el fondo que mora en la sombra. Las faltas morales se vuelven posibles cuando hay una forma de vida que contiene aquello que se hace susceptible de ser transgredido. El homicidio emerge con el lenguaje y la conciencia de la nitud. El robo no existe en el comunis mo primitivo. El Holocausto requirió nuevas deniciones
morales y leyes que antes no existían. El genocidio, el exterminio masivo inigido de manera industrial y anónima
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son faltas posibles en las condiciones de las sociedades industriales modernas, capitalistas, con multitudes inclasicables. El crimen antecede a la ley. Se lo reconoce por el
espanto que provoca, pero cuando ocurre por primera vez, acontece fuera de las palabras. “¿Acaso soy el guardián de mi hermano?” El crimen de la desaparición es un producto
de ese estado de cosas. En denitiva, no puede ser castigado
porque no existe la ley capaz de reconocerlo. ¿Por qué las heridas no cierran, si es propio de las heridas cerrar? Las heridas cierran, antes o después. Ni siquiera la injusticia las mantiene abiertas. ¿O acaso puede decirse que están abiertas las heridas por la conquista de América? No, la injusticia simplemente se ha renovado, más o menos, sobre los descendientes de aquellas víctimas. No han quedado heridas abiertas de la guerra española, ni de la segunda guerra. Las guerras no dejan heridas abiertas. Pueden producir otras guerras, pero no mantenerse en suspenso. Las heridas no se heredan, ni se pueden mantener en el tiempo. Si la carne mortificada no muere, entonces sana. No hay tercera opción. Si las heridas permanecen abiertas, es porque la mortificación continúa, está presente, ocurre. Por lo tanto, esas heridas abiertas no nos hablan del pasado, sino del presente. ¿Qué esperábamos que hicieran los represores? Jünger nos contestaba desde 1934: “al partisano se lo emplea para operaciones que es preciso efectuar por debajo de la zona del orden... las tareas que a él le resultan adecuadas consisten en el espionaje, el sabotaje y la desmoralización... en el marco de la guerra civil, el partido al que el partisano pertenece lo emplea para operaciones que no cabe ejecutar dentro de las reglas de juego de la legalidad. Los combates de partisanos llevan en sí, consecuentemente, el sello de una malignidad especial. Al partisano no se le proporciona cobertura; cuando es capturado se lo somete a juicio sumarísimo y se lo liquida. Así como en la guerra exterior se emplea al partisano sin uniforme, así en la guerra civil se le 36
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retira, antes de lanzarlo al ataque, el carnet del partido. Eso hace que siempre permanezca incierto a quién pertenece el partisano; nunca podrá comprobarse si es miembro de un partido o del partido contrario, del espionaje o del contraespionaje, de la policía o de la contrapolicía, o de todo ello a la vez; más aún, tampoco podrá comprobarse si actúa por encargo de otros o por su propia, criminal iniciativa. Ese claroscuro forma parte de la esencia de sus tareas... Nunca será posible aclarar la responsabilidad de tales casos, pues los hilos se pierden en la oscuridad propia de los bajos fondos; en esa oscuridad se extingue toda diferenciación consciente, también la de los partidos. De ahí que sea una falta de discernimiento lo que se expresa en las diversas tentativas hoy observables que quieren hacer del partisano un héroe”.4 En 1984 , Orwell relata cómo el partido clandestino, a través de O’Brien, exige a Winston Smith su compro miso para exponerse a un destino análogo al descrito por Jünger. ¿Qué esperábamos que hicieran los represores? Qué esperábamos quienes teníamos algo que esperar. No me refiero a quienes tienen para decir “mi vida privada se vio afectada por la guerra”, sino a quienes dicen “mi vida privada era la guerra”. No esperábamos en absoluto que actuaran, como dicen los socialdemócratas que entablan comparaciones falaces con fenómenos ajenos al nuestro, con el código penal, como si las masas insurreccionales y guerreras de los 70 fueran efectivamente delincuentes. Esta guerra civil también tuvo como parte de la contienda definir cuáles eran sus términos. Perdieron todos los intervinientes. Los guardianes del orden se convirtieron en represores, en parte por su propia estrategia, y en parte por la estrategia especular de las formas que adoptó la resistencia. La resistencia no fue en esencia armada ni política. El terror arrasó con todos los “actores”. Solo pudieron resistir los organismos de derechos humanos, con apoyo internacional. Esta resistencia fue 4. Ernst Jünger. Ibídem, pág. 52.
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efectiva en muchos sentidos, pero el discurso que produjo ha de ser objeto de escrutinio. No es una descripción de lo real ni un relato de la memoria. No puede renunciar a su carácter instrumental. Defiende un orden ilusorio, y pierde eficacia por eso mismo. Basta mirar alrededor. Las condiciones en que nos encontramos, y la dirección que adopta el curso de los acontecimientos en la actualidad. Lo cierto es que quienes fuimos protagonistas en aquellos años, protagonistas de una guerra, y esto abarcó a un número incierto de personas, número que fue un múltiplo del número de desaparecidos, sabemos que no esperábamos todo lo que hicieron aunque sí todo lo que se les imputa. Lo que no esperábamos es lo mismo que no esperaba Scilingo. Scilingo está tan sorprendido como nosotros. ¿Por qué desaparecidos? Las declaraciones de Scilingo fueron uno de los sucesos más importantes en años. Requieren una escucha atenta, más que desprecio o condena. Lo confuso de su intervención se relaciona con la complejidad de lo que está en juego. Scilingo se reconoce como ejecutor de un grupo de desaparecidos, arrojados vivos y anestesiados al mar. Cumple órdenes. El acto produce repugnancia por falta de hábito: si en lugar de arrojar cuerpos vivos al mar desde el avión, arrojara desde el avión bombas sobre cuerpos vivos en tierra, ¿cuál sería la diferencia? En ambos casos, hay solamente víctimas y un verdugo. No un soldado, pero ni tan siquiera un asesino. Un verdugo es un ejecutor anónimo de una sentencia de muerte.5 ¿Dónde están los verdugos que ejecutan sentencias de muerte legítimas? En el diálogo que mantiene Scilingo con su entrevistador,6 hay un instante en el que las convicciones morales vacilan: es 5. “El aporte novedoso de las cámaras de gas es el anonimato de los verdugos frente al anonimato de las víctimas y, en última instancia la inocencia de aquellos. Porque en el sistema de las cámaras nadie mató en forma directa”. Pierre Vidal-Naquet. Los judíos, la memoria y el presente , pág. 275. FCE, selección y prólogo de Héctor Schmucler, Buenos Aires, 1996. 6. Horacio Verbitsky. El vuelo. Planeta, Buenos Aires, 1995.
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el verdugo quien arma que el fusilamiento es una inmoralidad. Es él quien, en términos anes a la solución nal , supone
que matar sin que la víctima conozca su destino equivale a sufrir menos.7 Para el entrevistador “el derecho de saber que se va a morir no se le niega a ningún ser humano. Es una medida de elemental respeto a la dignidad humana, aun en una situación límite”.8 ¿Esas son las opciones a las que deberíamos atenernos? Se sitúan en la administración de la muerte. Ambas alejadas de igual modo del combate en el campo de batalla, donde ninguno de los oponentes se encuentra en condiciones de asegurar el desenlace. La posesión de la fuerza necesaria para garantizar el resultado es lo que convierte al otro en víctima. Solamente un castigo que pudiera validarse en su dimensión moral podría quedar exento, pero no se trata de algo que nos encontremos en situación de experimentar. No obstante, hay que decir que, en principio, y aunque la historia que vivimos siguió un trayecto aberrante, las guerrillas se instituyeron en nuestro país sobre el supuesto de que serían capaces de aplicar la pena de muerte de manera compatible con principios morales. Los hechos lo desmintieron. Scilingo dice que le parece inaceptable el término desaparecido, porque él no hizo desaparecer a nadie. Eliminó al enemigo en una guerra, cosa que también podría haber ocurrido por fusilamiento. Formula un interrogante crucial: ¿quiénes los han transformado en desaparecidos? “Qué distinto hubiese sido si se hubiese sabido la verdad, si se hubiesen eliminado los desaparecidos para transformarlos en muertos”.9 Omite la participación de los organismos de 7. “Acordar una muerte misericordiosa”, palabras de Hitler. Citado por Pierre Vidal-Naquet. Los asesinos de la memoria , pág. 146. S. XXI, México, 1994. En la Argentina, la Iglesia Católica propició términos análogos. Lo que está en disputa respecto de las palabras con que los genocidas acompañan sus actos es el humanitarismo, no la inhumanidad. 8. Horacio Verbitsky. Ibidem, págs 39-40. 9. “Eliminar los desaparecidos” es la forma de que dispone Scilingo para referirse a lo que omitieron sus superiores. Es notoria la perversidad de estas palabras. Estamos discutiendo la diferencia entre “matar” y “desaparecer”.
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derechos humanos, fundamentalmente la participación de las Madres, en la constitución de la gura del desapareci do. Las “Locas de Plaza de Mayo” no admitieron lo que en una primera instancia fue una desaparición fundada en razones estratégicas (“crear incertidumbre en el enemigo”). Pero los perpetradores tampoco dieron n a esa situación, luego de que perdiera toda signicación estratégica para
ellos. Scilingo declara más tarde todavía, cuando ya se está hablando de historia, no de secretos militares. Es en este terreno encuadrado por tensiones contradictorias donde se congura un fantasma, que no es el fantasma del asesinado.
El fantasma del padre de Hamlet pide venganza porque el rey fue asesinado. Se sabe que el rey murió, con seguridad. La mentira radica en la causa. El desaparecido no es un muerto ni un fantasma. Es otra gura. Armar que las víc timas de los perpetradores desaparecieron no implica la negación de la sepultura (como en el drama de Antígona), sino la negación de la muerte misma. Aquí se huele el humo de los crematorios. Cielo y mar son receptáculos de masas anónimas de víctimas, asesinadas para que su recuerdo quede indeleble por haber sido borrado en forma tan extrema. El mal, entre nosotros, ha leído atentamente la historia.10 La movilización total no incluye ya tanto como “al bebé en su cuna”, sino a los mismos fantasmas. La ausencia imposible del cuerpo, la sustracción, las no-personas, son ob jeto del campo de batalla. Por parte de los exterminadores, como instrumentos apropiados para enloquecer de dolor a quienes los asesinados olvidaron al irse a la aventura, 10. Vidal-Naquet dice que “Toda historia es comparativista”, ibidem, pág. 255. Se reere al saber que él practica, a un rasgo metodológico. Sin embargo, ¿pue de dudarse de que la historia tiene sus lectores, y que esos lectores protagonizan la historia? Las voluntades, los gestos anticipatorios y las expectaciones, ¿no se comparan a sí mismos con la historia, en el acto de realizarse? La memoria invoca al pasado como el actor del drama histórico anticipa el olvido. La analogía no es sólo una construcción del historiador como intérprete, como sucede en la comparación entre shoá y desapariciones, sino también una correspondencia que guía a los actores.
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al disponerse en sacricio11 para la muerte y la tortura, al
entregarse a la causa de la justicia. Para los familiares de las víctimas, como referentes de las identidades sustraídas. Identidades que primero les habían sido sustraídas por la clandestinidad revolucionaria, negadora de rostros, nom bres y apellidos, documentos de identidad y títulos profesionales. Comunión de almas.12 Los familiares y las organizaciones defensoras de derechos humanos movilizan en la resistencia contra la dictadura todo lo que los militantes políticos, en grados diferentes, con distintos matices, ha bían abandonado, negligido, distraído. (Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra.) “¿Sabe qué está haciendo su hijo?” No lo sabían las madres. No se le cuenta a la madre que de noche se corren riesgos de muerte para cambiar el mundo. Porque la madre forma parte de ese mundo que hay que cambiar. La madre es la que se conforma al mundo porque es la única manera de permanecer en paz. No conoce otra cosa, a veces teme el escándalo. Cuando esa madre ingenua recibe el castigo de la desaparición de su hijo, primero no lo comprende. Luego, “muchas de nosotras, sabemos también cómo los torturaron, qué les hicieron, con qué aparatos horripilantes que jamás imaginamos...”.13 Ellas no se los imaginaron. Los hijos debimos imaginarlos, como imagina el soldado el campo de batalla que lo espera. La madre sólo puede imaginar a su hijo sano y salvo, de regreso.
11. Bataille, Teoría de la religión. Citado por Maurice Blanchot en La comunidad inconfesable , Vuelta, México, 1992, pág. 25. “Sacricar no es matar, sino abandonar y dar”. 12. Ibidem, pág. 26: “Los monjes se despojan de lo que tienen y se despojan ellos mismos para formar parte de la comunidad a partir de la cual se convierten en poseedores de todo, con la garantía de Dios; lo mismo ocurre en el kibu; lo mismo, en las formas reales o utópicas del comunismo”.
13. Historias de vida. Hebe de Bonani. Redacción y prólogo de Matilde Sánchez. Fraterna, Buenos Aires, 1985.
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La madre sigue el camino de una lenta transformación. Es una forma de martirio. “Hasta el más tonto comienza a comprender. La comprensión se inicia en torno de los ojos. Desde allí se expande... el hombre comienza a descifrar la inscripción, estira los labios hacia afuera, como si escuchara... la descifra con sus heridas”. 14 En ese trance, aparece sin embargo la Madre que no se resigna, ni olvida, ni muere. Bastaría con que aceptara lo que debería ser evidente: hubo una guerra, y el vencedor mantiene las heridas abiertas por crueldad. Esto es ya un logro para él, por sí solo. Alguna vez se sabrá que trabaja para la eternidad. Para los mil años. Para su propio nunca más. Para que nunca más los esclavos se subleven. No basta con que los esclavos nunca venzan. Los exterminadores quieren cambiar el mundo al revés. Tanta fuerza tienen que ejercer para neutralizar a la imaginación utópica. Tanta crueldad para invertir el entusiasmo de la masa deseante. La reacción debe ejercer una fuerza superior. A esa poderosa reacción, de los fascismos, totalitarismos, despliegues del mal, debe el capitalismo su supervivencia gloriosa que nos desangra y promete desangrarnos sin descanso, mientras pueda. Entonces, dice la Madre, “volví a gritar, alcé la voz para que oyeran esos miserables que ahora se reían. Seguí gritando con los ojos cerrados, agarrada de los barrotes porque cada grito me devolvía la fuerza perdida en la espera, me daba la razón y el derecho”. 15 La ambiciosa punición inigida a la imaginación utópica crea y recrea su imagen de ausencia, alrededor de esta gura vacía de la desapari -
ción, que no tiene relación con los muertos, en cuanto los excede. Así, la desaparición, es un “exceso”, pero como tal imperdonable. Porque suspende el tiempo. Sus efectos son prolongados y se destinaron a mantener lo irreparable de la pérdida. 14. “En la colonia penitenciaria”. 15. Matilde Sánchez. Ibidem.
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El crimen de la desaparición es imperdonable como son imperdonables para las futuras generaciones los residuos de plutonio. En el acto de producción está implicada una permanencia irreversible. Esta es la especicidad del cri men de la desaparición. Muertos son provocados por todas las guerras. Los dolores se perdonan y las heridas se cierran. Es así. Pero esto no cuenta para nosotros porque no tenemos muertos. Asistimos, pétreos, impotentes, adheridos al suelo como estatuas de sal, a la sustracción de lo único que se puede esperar ante la desgracia: la presencia de los cuerpos muertos. La tragedia de Antígona ha sido superada hasta hacérsenos irreconocible. El cuerpo, deshonrado, estaba ahí. Mancillado, el cuerpo no eludía el juego de la verdad. La inmensa operación, sutil y renadamente perversa de
las desapariciones es imperdonable, diríamos, ontológicamente, porque fue concebida para hacerse imperdonable. No por espíritu de venganza, que no se ha dejado ver, por otra parte. Los crímenes que son imperdonables no suscitan la venganza porque no se terminan. Permanecen sus los
acerados hundidos en la carne. Para esas heridas no hay memoria ni olvido porque solo existen en el presente. Scilingo: verdugo a punto de ser linchado, por lo menos en la imaginación, verdugo que denuncia la desmesura del crimen que no puede soportar, en el que él mismo funge como instrumento inanimado. Scilingo, que atrae la atención vindicatoria contra sí. Mientras tanto, opera lo siniestro, tal como operan las sombras, a la luz del día, pero inadvertidamente. Mientras Scilingo, un simple verdugo, señala y compromete al aparato del terror, desde otro campo, desde el campo nuestro, en el que no hay picanas ni capuchas, sino letras e ideas, reaparece lo siniestro, lo ominoso. Scilingo, al ejecutar las órdenes criminales, tropieza, luego no duerme, después denuncia la desmesura atroz, aun sin terminar de comprenderla.
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La pregunta por lo acontecido
En el mullido prado de la cultura, Víctor Massuh proere elegantes y encubiertas sugerencias “losócas”. 16 Mientras
el verdugo se ensuciaba las manos, el embajador, lejos de los acontecimientos sangrientos, recorría los despachos de la cultura. Ahora se pronuncia contra la memoria: “una in justicia inmensa vivida en el pasado no se atenúa con su evocación sistemática sino que incluso puede engendrar otra equivalente. Con el recuerdo también despertamos el odio que una vez enloqueció a un pueblo y lo manchó de sangre inocente... es un odio culpable; pero sus imágenes horrendas llegan a cubrir de modo tan persistente todo el ángulo de la mirada que en algún momento, inexplicablemente, se despierta un odio de otro signo... Un minuto de más otorgado a la descripción del mal y este cobra nueva vida... ...el enemigo es un ser humano, un potencial compañero, el punto de partida de una nueva alianza; no se pregunta qué hizo. Sólo pregunta qué quiere hacer en adelante, 16. La Nación del 8 de octubre de 1995 publicó una conferencia dictada por el “ensayista y diplomático” Víctor Massuh el 25 de setiembre anterior, “como parte del programa desarrollado por La Nación con motivo de haber cumplido este año el 125 aniversario de su fundación”. Al disertar sobre “La memoria y el olvido en la historia contemporánea”, el embajador de Videla no se limitaba a hacer uso de la libertad de expresión, como cualquiera podría hacerlo en un sitio indiferente, sino que llevaba a cabo un acto inscripto en una conmemoración de particular signicación, la de la fundación nada menos que de esa
ínclita institución, la cual en forma electiva, colocaba aquella disertación como emblema. La gravitación de Víctor Massuh en el campo cultural argentino no es la proporcionada a sus méritos, pero tampoco está relegado al ostracismo. Mientras sujetos mucho menos responsables, porque cometieron actos atroces limitados por el alcance de sus manos, no pueden caminar por las calles, Massuh participa en manifestaciones culturales que suponen una incompati bilidad concebiblemente obvia con su presencia. Y no se trata de un estigma que querríamos adjudicarle, ni tan siquiera del ejercicio de la memoria que él critica, sino de sus dichos actuales, insidiosamente –y sin reservas– apologéticos del horror. Tampoco se trata de atribuirle una importancia que no merece. Ofrece un ejemplo de cómo el debate acerca de la memoria y el olvido se encuentra restringido y requiere revisar los supuestos aceptados, antes que limitarse a la voluntariosa insistencia. Sólo un ejemplo, porque no se trata más que de uno de los centenares (?) de funcionarios responsables que ocupan lugares mucho más signicativos que él. Ocurre que compartimos con él cierta oscura
confusión acerca de la cultura.
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2. Desaparecidos (1996)
si será el interlocutor de un proyecto para colonizar otra vez el futuro... El olvido... permite el reencuentro de los adversarios bajo una nueva luz. No se exige al otro que reconozca sus errores, que pida perdón; ¿acaso se es Dios para otorgarlo? El saber si sus manos están desarmadas y son aptas para levantar el nuevo edicio, si es capaz de ser solidario
en la obra común. ¿Le negaremos esta posibilidad? Sólo el olvido de la culpa puede crear el clima necesario para otra aventura creadora”.17 Víctor Massuh y Scilingo nos han inspirado acerca de la reconciliación. Las guerras son las que se olvidan, efectivamente. Massuh ofrece ejemplos heterogéneos pero convergentes, de reconciliación, de paz. 18 No se comprende entonces por qué no nos reconciliaríamos en la Argentina. ¿Por perversidad de los memoriosos? Cuidado, podríamos despertar de nuevo al monstruo, sugiere cauto, preocupado por nuestra salud. Es fascinante, con la fascinación que produce el mal absoluto, apreciar cómo omite cuidadosamente decir en forma directa que propone olvidar lo inolvidable. 17. Este texto merece formar parte de un verdadero género, con rasgos propios. Literatura que anticipa o justica el horror, no ofrece directamente an cos al gesto crítico. Elude la impugnación al omitir toda referencia a aquello que se percibe como horroroso. Los victimarios y las víctimas saben de qué se está hablando, aun sin garantías. Los textos que conforman esta clase de literatura no suelen ser combatidos ni comprendidos cuando son escritos. Sus signicados se develan retrospectivamente. En este caso se exponen todos los
argumentos convenientes para ocultar aquello que por no haberse terminado de consumar, dado que su esencia es el no acabamiento, se encuentra presente en su continuidad. Textos que mediante sus juegos de velos y develamientos no están destinados a la polémica, sino al acompañamiento intelectual o doctrinario de ciertos actos. La relación entre cultura y barbarie encuentra aquí su manifestación más trivial. 18. La caída del muro de Berlín, la abolición del apartheid en Sudáfrica y el proceso de paz entre Israel y la OLP. El hecho de que nuestro país se haya visto involucrado en este último conicto contribuye asimismo con su rasgo sinies tro a la intervención de Massuh. Las dos bombas que estallaron en Buenos Aires, lo hicieron en conexión con la misma trama que fue responsable de los desaparecidos. Quienes no olvidan y enlazan sus memorias asesinas desmienten también al articulista de La Nación.
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La pregunta por lo acontecido
¿Necesitan las guerras que da como ejemplos sus argumentos para ser olvidadas? Es claro que los adversarios se reconcilian. No lo hacen cuando el conicto consistió en una ruptura que se inigió como ruptura, como dolor ins -
taurado para siempre. Cuando esto ocurre, y ocurrió pocas veces, ocurrió en el Holocausto y ocurrió en la Argentina de los desaparecidos, el crimen se mantiene en acto por la denegación. Si alguien tuviera dudas sobre el destino de la imposible reconciliación, haría bien en leer atentamente este discurso que La Nación toma como emblema de su aniversario. Si alguien creyera todavía que “cultura” es un término protector del horror haría bien en examinar algunos de los pasos dados por este intelectual de la dictadura, mostrándose en los salones literarios, con sus correspondientes amigos ensayistas judíos, lejos del barro y de la sangre, sólo aportándoles sus avales. Una de las tantas claves, de cuya totalidad no disponemos ni nunca dispondremos, en relación a la pregunta de “cómo pudo suceder”, se encuentra allí donde no se espera hallarla.
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3. LA FI GUR A DEL D ESA PARE CID O: ¿AP OR ÍA DE L A I DE NT ID AD ? (1997)
¿No deseas que nos entretengamos contando lo que fuimos? Es hermoso y siempre es falso... Fernando Pessoa La gura del desaparecido se dene por una condición
accidental acontecida en situaciones de aventura y peligro como la navegación o la guerra; situaciones en las que se produce la pérdida del control por parte del cuerpo colectivo de cada uno de sus integrantes. Ciertos individuos pierden contacto con el resto por tiempo indeterminado. Algunos no vuelven a aparecer nunca, y se los da por muertos. Siempre es posible que sobrevivan en otra parte, sin que el resto del cuerpo colectivo vuelva a establecer contacto con ellos. Algunos reaparecen y vuelven a integrarse a su ámbito de pertenencia. Esta condición, vinculada con el acaso, fue utilizada como arma de guerra, como estratagema para reprimir un movimiento revolucionario con escasos precedentes en cuanto a su extendido arraigo político social. El carácter natural que tiene la desaparición como destino posible de un riesgo extremo coloca a la represión en un doble plano. Detrás de lo acontecido no se encuentra la fatalidad, sino una estrategia, deliberada, negada como tal. Dicha negación contiene la amplitud del gesto implicado por la desaparición. No se trata de un número de asesinatos, sino de una negación superpuesta que signica su contrario. Al sus traer los cuerpos muertos al control del cuerpo colectivo se mantiene presente, por tiempo indeterminado, una forma especíca de terror. El discurso estratégico de la represión
no persigue ser considerado como real, sino como cobertura 47
La pregunta por lo acontecido
de una amenaza que no se puede proferir ostensiblemente sin quebrar el orden institucional del estado. La estrategia represora de la desaparición pone en entredicho el orden institucional al intentar defenderlo. Los defensores de los derechos humanos se ven llevados a enunciar los valores sostenidos por los revolucionarios al oponer al estado desaparecedor la legalidad del estado de derecho. La gura de la desaparición se desenvuelve como un conicto de identi -
dades en el que las categorías de olvido y memoria asumen rasgos paradójicos.
La reexión sobre el exterminio perpetrado en la Argentina hacia nes de la década de 1970 lleva a conside -
rar una discontinuidad complementaria de la que la propia dictadura instauró al llevar a cabo su plan de destrucción de la militancia política. A saber: de la descripción de la represión como parte de las lacras del orden instituido que serían abolidas por la revolución, represión estructurante de un régimen intrínsecamente ilegítimo que sería sustituido por otro utópico, al discurso de los derechos humanos y la condena de toda violencia. La revolución vencida, los militantes asesinados, exiliados y silenciados fueron sustituidos por otros actores, que en términos generales no habían sido participantes del proceso anterior. En años anteriores las denuncias acerca de violaciones a los derechos humanos se incorporaban al catálogo de las acusaciones contra el orden instituido, como íntimamente asociadas a este. 1 El supuesto de que la dictadura militar de 1976 era un proceso de reorganización nacional, sobre la base del caos en que se encontraba la Argentina a causa de la “subversión”, funda ba las condiciones de su elocución en términos de que el gobierno militar sostenía valores “democráticos” que iban a ser restaurados. Apelando a esos valores, la dictadura era el 1. El balance de las violaciones a los derechos humanos, en 1973, considera ba seriamente en un mismo plano casos de secuestros, torturas, condiciones carcelarias, “carencias y deformaciones en la educación”, “la salud, privilegio para pocos”, “la vivienda del explotado”, etc. Referencias bibliográcas: Foro
de Buenos Aires...
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3. La fgura del desaparecido: ¿aporía de la identidad? (1997)
agente de aplicación de la ley y el orden. La propia noción de represión “ilegal” supone que a esa dictadura le hubiera sido posible aplicar una represión “legal”. Los reclamos por la suerte de los desaparecidos se formulaban ante un eventual orden represor “legal”. La falta de respuesta a esos reclamos, aunada a las denuncias que se fueron sumando rápidamente pusieron en evidencia el denominado terrorismo de estado. Lo Olvidado en esos trances fue que en la década de 1970 existió un movimiento revolucionario que caracterizaba al orden establecido, por lo menos desde 1955, como ilegítimo, e imposibilitado de llevar a cabo ninguna clase de actos “legales”. Como siempre ha sucedido, el movimiento revolucionario tenía el carácter de una vanguardia que, en particular, se proponía llevar a cabo un proyecto de guerra revolucionaria prolongada. Ese proyecto requería el transcurso del tiempo con el n de lograr la adhesión de las
masas. El foco consistía en la promoción de la guerra revolucionaria como alternativa insurreccional respecto de otros métodos políticos o sindicales. En alianza o coexistencia indiferente con las estrategias de Perón, las organizaciones armadas alcanzaron una magnitud que, aunque insucien te para imponer en la conciencia social el espíritu revolucionario, excedió con creces la entidad de grupos armados que pudieran combatirse como delincuentes. El combate se mantuvo como puja política. Guardar silencio acerca de lo que acontecía le serviría a la dictadura para minimizar el alcance político de las organizaciones. Privadas de toda posibilidad de comunicación, tanto por la censura y el control del espacio público, como por la irradiación del terror, la lógica del foco se vio reducida a la nada. El perjuicio que podría sufrir la dictadura por sus propios métodos lo procuraba minimizar mediante el ocultamiento y la represión de toda publicidad. La sustitución de actores que se produjo como consecuencia de la represión contribuyó a homologar los aconte49
La pregunta por lo acontecido
cimientos argentinos con otros casos caracterizados como crímenes contra la humanidad. Sin embargo, esta homología daría cuenta también de las modalidades con que se emprendió la represión, inspiradas ellas mismas, en algunos aspectos, en esos otros crímenes contra la humanidad. Uno de los andariveles de esta relación es el que dene a la
destrucción de los judíos y del “comunismo” por los nazis como operaciones gemelas (Vidal-Naquet, 1994: 146). Para Vidal-Naquet “no cabe duda alguna de que la guerra ideológica contra la URSS fue, en toda Europa, el motor de la solución nal”. Para la maquinación hitleriana, los judeo-
bolcheviques eran el enemigo a exterminar. El hecho de que la matanza propiamente dicha de los judíos no conformara en ningún caso, como tal, un acto de guerra, no debe descuidar el contexto dentro del que tuvo lugar. El debate acerca de si el exterminio de los judíos fue un proyecto designado desde los inicios, o si fue en cambio algo que apareció “como tal al término del proceso (histórico), como una especie de ilusión retrospectiva” (Vidal-Naquet, 1994: 143), permanece como un dilema, que sin embargo apunta con claridad a que la guerra cambió de naturaleza con la invasión de la URSS. La organicidad que adquiere el exterminio, y que le conere un carácter ajeno a la gue rra entendida como enfrentamiento entre combatientes, se vincula desde esta perspectiva con aquella conguración
ideológica. No resulta arriesgada la conjetura, sugerida por abrumadores indicios, de la inuencia de aquel otro
modelo en el trance homomorfo que se produjo cuando, debilitada la guerrilla por la represión previa al golpe de estado de 1976, las acciones represivas que prosiguieron se constituyeron en actos de un exterminio sistematizado, desligado ya de los enfrentamientos entre combatientes que habían acontecido con anterioridad, y que tenía como meta producir un rediseño político, cultural y hasta demográco de la sociedad argentina.
La excepcionalidad del holocausto atenta contra su comprensión y exige la interrogación a la historia, en un esfuer50
3. La fgura del desaparecido: ¿aporía de la identidad? (1997)
zo por corroborar tal estado de excepción. El debate sobre la excepción se convierte en un debate a su vez político. En alguna medida, el debate sobre la memoria es al mismo tiempo un debate sobre la excepcionalidad. Esa singularidad se articula en particular con la rememoración. Obliga a redenir y revisar los criterios axiológicos establecidos.
Vidal-Naquet se remonta a un caso muy antiguo para encontrar así un parangón con el holocausto. La referencia a ese caso favorece una triangulación analítica que contribuye por su parte a sugerir el homomorsmo entre el holocausto
y los desaparecidos. En 424/423 a.c., octavo año de la guerra del Peloponeso, acontece lo que, según George Grote, fundador inglés de la historia positiva de la antigua Grecia, marcaba “un re namiento de fraude y de crueldad rara vez igualado en la historia” (Vidal-Naquet, 1994: 136). La cita es de Tucídides: “los lacedemonios estaban deseosos de tener un pretexto para enviar a los ilotas a un teatro exterior, y evitar que aprovechasen la presencia de los atenienses en Pilos para hacer la revolución. Ya con anterioridad, temiendo su ardor juvenil y su número (para los lacedemonios, el gran pro blema en sus relaciones con los ilotas había sido siempre el de tenerlos bajo vigilancia) habían tomado las medidas que aquí tenemos. Habían hecho saber que todos aquellos que, por su comportamiento ante el enemigo, estimaran haberlo merecido, debían hacer examinar sus títulos con vistas a su manumisión. A su modo de ver, se trataba de una prueba: quienes exhibieran suciente orgullo como para considerar se dignos de ser manumitidos en primer término, serían por ende los más aptos para una eventual sublevación. Se seleccionarían hasta dos mil de ellos: estos, ataviados con una corona, darían la vuelta por los santuarios como manumitidos. Poco después se los haría desaparecer, y nadie sabría de qué manera cada uno de ellos habría sido eliminado”. A continuación, Vidal-Naquet comenta: “Extraño texto, en verdad, escrito en un lenguaje parcialmente codicado. Los ilotas ‘desaparecen’, son ‘eliminados’ (lo cual también 51
La pregunta por lo acontecido
podría traducirse como ‘destruidos’), pero las palabras
que designan la matanza, la muerte, no se pronuncian, y el arma del crimen permanece desconocida... ¿bastará sa ber qué eran los ilotas? Estos formaban la categoría servil de la población lacedemonia...”. Al referirse al holocausto, acerca del cual existe una documentación innitamente
más importante que sobre aquel horrible episodio de la historia espartana (1994: 140) y compararlo con el acontecimiento relatado por Tucídides, Vidal-Naquet dice que los problemas fundamentales no son tan diferentes, aunque la comparación con los ilotas tiene sus límites (1994: 140). No obstante, y para constatar que “toda historia es comparativista” (1996: 255) hay un aspecto que adquiere el carácter de una clave analógica, en ambos casos históricos: no se sabe ni jamás se sabrá cómo desapareció cada uno (1994: 149). En el prólogo (Vidal-Naquet, 1996), Héctor Schmucler dice: “Ese cada uno que inquieta a Vidal-Naquet, hace que el relato de Tucídides hable de la Argentina”. Así, los desaparecidos se agregan sin dicultad a esa serie de acontecimientos de
excepcional singularidad. La desaparición de los ilotas forma parte de una manio bra militar, aunque de peculiar crueldad, que se agota en sí misma. Es una operación sobre el tiempo, pero que se termina. Ello queda laxamente denido por la selección.
Los ilotas se seleccionan por sí mismos. En ese acto se anticipa el equivalente de una maniobra de inteligencia ecaz
porque neutraliza un peligro real o potencial. Esos son los futuros rebeldes. No hay ambigüedad sobre quiénes son las víctimas. Se separan los más valientes de los menos. No quedan sobrevivientes ni testimonios. La sustracción de la suerte de cada uno se expresa en el holocausto como novedad por el anonimato de los verdugos frente al anonimato de las víctimas y, “en última instancia, la inocencia de aquéllos. Porque en el sistema de las cámaras, nadie mató en forma directa” (Vidal-Naquet, 1996: 275). Nos encontramos con que las singularidades que conforman a estos acontecimientos se vinculan con la matriz identita52
3. La fgura del desaparecido: ¿aporía de la identidad? (1997)
ria a la que dan origen. La muerte tiene lugar en relación a una situación que no es la del combate. El vínculo que mantiene con la guerra es indirecto. Preventivo en el caso de los ilotas, “ideológico” en el del holocausto, y una com binación de ambas cosas en el caso argentino. Las desapariciones procuran aniquilar a la “subversión”. No lo hacen solamente, como en el caso de los ilotas, eliminando a los sujetos opositores, sino instalando en la historia una huella imborrable a causa de su invisibilidad. El fantasma de un muerto sin cuerpo permanece activo indenidamente,
para recordarnos siempre que existió lo que ha de ser olvidado: en nuestro caso, la revolución. Se llaman revolucionarias aquellas épocas “en que todo parece en tela de juicio, en que la ley, la fe, el Estado, el mundo de arriba, el mundo de ayer, todo se hunde sin esfuerzo, sin trabajo, en la nada”. Cuando ocurren sucesos semejantes, que no son electivos, sino inexorables, “la li bertad pretende realizarse en la forma inmediata del todo es posible, todo puede hacerse. Momento fabuloso, del que no puede sobreponerse por entero quien lo ha conocido, pues ha conocido la historia como su propia historia y su propia libertad como libertad universal” (Blanchot, 1993: 37). El hecho de que en esos momentos decisivos hable la fábula, por lo que las fábulas se tornan en acción, vincula a la acción revolucionaria con la literatura en tanto que esta encarna a la acción: “paso de la nada al todo, armación del absoluto como acontecimiento y de cada
acontecimiento como absoluto. La acción revolucionaria se desencadena con la misma fuerza y la misma facilidad que el escritor, quien para cambiar al mundo sólo necesita alinear unas palabras. También tiene la misma exigencia de pureza y esa certidumbre de que todo lo que hace vale de manera absoluta, de que no es una acción cualquiera que se vincule a algún n deseable y estimable, sino que es el n último, el Acto Final. Ese acto nal es la nada y
sólo es posible escoger entre la libertad y la nada. Por eso, entonces, la única frase soportable es: libertad o muerte. 53
La pregunta por lo acontecido
Así aparece el Terror. 2 Todo hombre deja de ser un individuo que trabaja en determinada tarea, que actúa aquí y sólo ahora: es la libertad universal que no conoce ni otra parte ni mañana, ni trabajo ni obra. En estos momentos, nadie tiene nada que hacer, todo está hecho. Nadie tiene derecho a una vida privada, todo es público, y el hombre más culpable es aquel del que se sospecha, el que guarda un secreto, el que abriga para el sólo un pensamiento, una intimidad. Y, en n, nadie tiene ya derecho a su vida, a
su existencia efectivamente separada y físicamente distinta...” (Blanchot, 1993: 37). La revolución se lleva a cabo en nombre de un imperativo ético. En una época en la que, “al perder su romanticismo, la guerra se degrada y pasa de juego peligroso a faena sanguinaria”, ocurre que “contra el atascamiento de las estrategias convencionales, queda afortunadamente un recurso: el de la guerrilla”. “¿Qué es la guerrilla?: la porción de azar, de incertidumbre, de espontaneidad que la inteligencia militar se empeña en destruir. Lucha de los de abajo contra los de arriba, de los acionados contra los especialistas, de los
indígenas contra el extranjero, la guerrilla, antes de ser un juego con la muerte, es un juego contra la institución y la pesadez, la esta de los ignorantes contra la intelligentsia ca qui, la revancha del débil contra el fuerte y, si no la victoria del primero, al menos la parálisis del segundo” (Bruckner y Finkielkraut: 12). Lo que implica esta destrucción, hasta aquí, desde el punto de vista de lo identitario, coincide con los rasgos nómadas y antiinstitucionales de la guerrilla. Implica también la conrmación de que el ejercicio de prácticas guerreras
está determinado en el siglo XX por la barbarie. La guerrilla sería la única forma que ha podido perdurar como método de lucha por la libertad y la justicia. Tal vez lo sucedido en 2. “El terror con el que castigó el Incorruptible no debe ser confundido con el Gran Miedo –en Francia a ambos se denomina terreur– que fue resultado de la insurrección popular que comenzó con la caída de la Bastilla” (Arendt, 1988: 100).
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3. La fgura del desaparecido: ¿aporía de la identidad? (1997)
el Cono Sur durante la década de 1970 haya sido el último episodio posible. El avance técnico se vuelve portátil y se miniaturiza, los explosivos adquieren un poder tal que con mínima organización y personal es posible, casi inevitable, ejercer la mayor destrucción. El hecho de que estos desarrollos han incluido a las armas atómicas, aun no utilizadas en el contexto del terrorismo o de las guerrillas, pero supuestamente accesibles para estos, determina el n de la guerrilla
como recurso diferenciado de la guerra convencional. “Para el guerrillero vencer es disolver al enemigo y disolverse a sí mismo” (Bruckner y Finkielkraut: 12). En 1971, las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias) describían las conguraciones identitarias que se imponían como metas
en términos de “direcciones austeras y colectivas de organizaciones clandestinas de cuadros capaces de dar una lucha continua y progresiva”. Las prácticas político militares se realizaban en una trama de disolución identitaria, entendida la identidad como la conformación impuesta por el sistema que se procuraría destruir, y la imaginación utópica que convertiría la debilidad en fuerza: “aplicando una concepción táctica que detecte los puntos débiles del enemigo y aplicando esa condición fantasmal del guerrillero que reclamaba el Che, todo es posible”. Esa condición fantasmal vinculada con la debilidad es un arma de la guerrilla que tiene una cualidad moral, porque además, la “condición de agredidos es la fuente máxima de legitimidad de nuestra violencia” (FAR, en Baschei: 223-230).
Sin embargo, la condición fantasmal invierte su signo y se convierte en un rasgo negativo de las guerrillas, empleado por la represión en su contra. La ambigüedad que es propia de quienes actúan desde la clandestinidad en una sociedad que adopta crecientemente los valores de la transparencia y la visibilidad le coneren a la guerrilla un sello
siniestro. La clandestinidad, la disolución de las marcas de la identidad personal, que se mantiene mientras el militante político militar se encuentra activo, desaparecen cuando es 55
La pregunta por lo acontecido
muerto por las acciones represivas. Al morir, el guerrillero, anónimo, recupera su nombre. Muerto, vuelve a la sociedad de la que se había separado. Después de haberse extrañado de ella, de sus vínculos familiares, laborales y de amistad para provocar la destrucción revolucionaria del orden existente, si muere se integra –paradójicamente– a lo instituido. Entonces la lucha lo recupera como mártir o héroe. Es evidente que esto requiere como condición de posibilidad que el número de hombres vivos sin identidad sea mayor que el de muertos identicados. La represión encontró en la Argentina un modo ecaz de producir bajas en las las de
la militancia político militar impidiendo también la recuperación de sus nombres para el panteón guerrillero. En este acto también eximió al estado del control de los cuerpos. En favor de la represión renunció a una facultad indelegable del estado, lo cual atentó contra la propia institución estatal. La gura del desaparecido vuelve el azar y la incertidumbre
contra la guerrilla. La contrainsurgencia imita a las guerrillas. En la Argentina, produce un delirio molar , de irradiación difusa y abarcativa. Los militares torturaron y asesinaron a un número de personas en condiciones totalmente ajenas a las de un combate. Condiciones que tenían como n, mucho más que
quitar de en medio a opositores, ejercer el poder irrestricto e ilimitado sobre la vida y la muerte de sus prisioneros. Ser dioses para ellos. En contraste innito con esas particulares
condiciones, dijeron que sus víctimas habían desaparecido. No solamente que nada sabían de ellas. No podían alegar ignorancia porque habían tomado el poder contra esos mismos subversivos. No podían desentenderse de la suerte de sus víctimas, ligados como estaban, como están, a ellas para siempre. A esa tensión brutal es a lo que resulta necesario prestar atención. No se trata de lo que simplemente negaban, sino de lo que armaban al negar. Disponían
del control absoluto de todo lo que pasaba, pero “grupos paramilitares” serían ajenos a ese control. Existirían violencias invisibles responsables de las desapariciones. Todo 56
3. La fgura del desaparecido: ¿aporía de la identidad? (1997)
indicaba que cualquier cosa que fuera invisible para quien no formara parte de ellos, no podía sino ser visible para ellos. En esa contradicción deliberada radica el inicio del largo diálogo que sostuvieron con todos aquellos que reclamaron por la suerte de los desaparecidos. Diálogo que conrmó, reforzó y nalmente constituyó en forma de pa ridad siniestra la conguración de los desaparecidos. Si no
hubiera habido reclamo, se repetiría la historia relatada por Tucídides, tal como la conocemos. Hubo reclamo heroico. ¿No lo previeron? Nada lo indica. Se produjo un encadenamiento contingente de los acontecimientos. En este sentido, las Madres no luchaban por los derechos humanos. De un modo que los militares intuían también como alineado con las causas profundas que estaban en juego, las Madres alteraron el curso de los planes exterminadores. Reclamos más tibios y formales como fueron la mayoría se hubieran vinculado mejor con un resultado convencional. La locura de las madres se convirtió en acontecimiento. Lo curioso es que las madres, al triunfar en su perseverancia heroica, fracasaron desde un punto de vista “humanitario”. Aceptar que los desaparecidos estaban muertos, aceptar los cadáveres, crear las condiciones aptas para el duelo consecutivo a una guerra, enfrentamiento o represión hubiera dado término al problema. No cambiaría la magnitud de las atrocidades cometidas, pero les hubiera puesto n. La terca acometi da de las madres en lucha por la imposible verdad puso a prueba a los militares y a la mayor parte de la sociedad. No permitió –en denitiva– que desapareciera el hálito de
la esperanza utópica, aunque en forma de mito. Aquellas mujeres arrojadas al vacío del terror fueron capaces de enfrentar a los hombres más crueles de nuestra historia. Y lo lograron. El hilo de este razonamiento parece corroborar la doxa: valientes y débiles mujeres contra hombres cobardes armados. Sin embargo, aunque en el círculo restringido de los protagonistas es evidente que sucedió así, por fuera de ese círculo el reclamo de las madres conrmó y amplicó la
operación del exterminio, al ponerla en evidencia. Cuanto
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La pregunta por lo acontecido
más se exhibe lo cruel, vil y criminal del otro, mayor será su capacidad de atemorizar, y su poder se verá conrmado. ¿Es esta una armación de tipo estratégico que conduciría a actuar de otro modo con nes de reducir el poder del otro?
En modo alguno. Al contrario. Más allá de lo que digan y piensen, las madres denuncian el carácter hórrido del poder y rearman la imaginación utópica. Restituyen las luchas
a la dimensión de la tragedia. De ese modo se salen de la política y quedan solas. Solas incluso con respecto a los “derechos humanos”. Destinadas a una desmesura que nos enmudece y sin embargo nos impide callar. Este innombrable en el secreto de los nombres remite a la literatura, que nunca tuvo otro objeto verdadero que revelar, representar en palabras, lo ausente en toda representación, lo que allí se olvida (Lyotard: 1995). De ahí que el escritor se reconoce en la Revolución. “Lo atrae porque es el tiempo en que la literatura se hace historia. Es su verdad. Todo escritor que, por el propio hecho de escribir, no es llevado a pensar: soy la revolución, solo la libertad me hace escribir, no escribe en realidad” (Blanchot, 1993: 40). La escritura aparece como camino de reparación, de salvación –diríamos en otro contexto–, cuando la revolución se ha revelado como lo imposible que quedó atrás. Hanna Arendt dice que no hay nada que pueda compensarnos de esta pérdida ni evitar su carácter irreparable, salvo la memoria y el recuerdo, “el depósito de la memoria es custodiado y vigilado por los poetas, cuya tarea consiste en descubrir y crear las palabras con las que vivimos...” (290). Es un tercer camino que se abre, el más antiguo, ante las aporías del juez y del historiador, sujetos modernos guiados por la voluntad utópica y revolucionaria de alcanzar el reino de los cielos como proyecto secular, voluntad que oculta el terror como permanencia en las sombras, y ofrece el consuelo habitable de las identidades en convivencia con lo siniestro.
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4. SO BR E DES APAR EC ID OS (1997)
I. El sentido común progresista conuye alrededor de un
modelo explicativo de lo que acontece y de la historia. Una trama de crímenes inasible, por omnipresente, con sus complicidades, consentimientos y distracciones, ha terminado por alimentar el paradigma punitivo. Las disociaciones binarias encuentran así el cauce de la oposición contestataria a los males dominantes. La revolución (¿y una vez más la idea de progreso?) ha fracasado sin dejar a cambio más que un sistema inicuo. No hay dónde apoyar el pie, y el consenso se organiza como puede. La impunidad de los crímenes ha dado a luz a su contrario. El mal menor de la módica juridicidad cierra el horizonte a otras posibilidades, esperanzas o deseos. No se advierte la parcialidad e insuciencia de la
punición. El esfuerzo necesario para exigir la punición agota las energías que requeriría disponer el espíritu para un marco más amplio. La punición, al aparecer como utopía, cierra el horizonte y empobrece la esperanza. Si la noción de justicia pierde todo espesor virtuoso para limitarse a la distribución disciplinaria, queda expedito el camino para instituciones que, entre nosotros, merecen más una estoica conmiseración que un respeto expectante. El paradigma punitivo convierte la experiencia política, ciudadana, vital, en una búsqueda de individuos culpables, y así ingresa a un círculo expiatorio. La ley no se discute, y por lo tanto ya no se sabe de dónde proviene, ni quién la dicta. Si hay que 59
La pregunta por lo acontecido
reclamar punición de la manera en que nos vemos obligados a hacerlo, si la impunidad es de tal magnitud, es que el valor del reclamo se vuelve dudoso. Porque, ¿a quién puede formularse ese pedido?, ¿a quién va dirigida esa voz? Si quien se encuentra frente a nosotros, como sistema, como dispositivo discursivo, es responsable del crimen, ¿cómo pedirle justicia? Lo acontecido en la Argentina adopta el sesgo de la estetización. No hay mediación entre el reino de las sombras y el mundo de los vivos. No hay oposición entre mundos. Entre nosotros, parece que ambos están en este mundo que habitamos, y sólo fuéramos capaces de recurrir al exorcismo. La fascinación que produce lo “otro” cuando el poder manipula la ausencia se convierte en mito, y el mito acude a la reivindicación congelada. El paradigma punitivo se ha impuesto porque no disponemos de otro lenguaje que el de la objetividad de la prueba instruida en el sumario. Imposibilitados por ahora de mirar atrás, el futuro se presenta en forma de pesquisa. Y en las pistas que el sistema no se encuentra en condiciones de gestionar de ningún modo, están depositadas las esperanzas de revelación. Es justamente allí donde están más ocluidas. La victimización de la que fuimos objeto con la represión y la dictadura sangrienta prosigue con sus secuelas: se demanda al aparato entrelazado de modo ya indiscernible que ponga en evidencia sus propias miserias. En esto hay una paradoja: de conseguirse semejante empresa el dispositivo criminal quedaría expuesto a la luz del día, pero la empresa se vuelve más improbable cuando la comprensión del sentido, de las causas y de la implicación profunda y extendida no recibe ningún aliento. II. Aludir a la guerra, aun como momento diferente e inconmensurable –asincrónico– del exterminio, despierta evocaciones multiformes e incontrolables. Palabra inter60
4. Sobre desaparecidos (1997)
dicta durante años para los derrotados, emplearla ahora abre un campo de ambigüedades, tensiones y signicados
a dilucidar. Al interpretarse como intervención actual, ocasiona supuestos y consecuencias que no se siguen de modo necesario. Recordar que hubo una guerra es el punto de inicio de una tarea gravosa. Algunos toman la evocación como retorno presunto de una experiencia exenta de análisis y de espesor valorativo. Hay protagonistas de aquellas vicisitudes que parecen reasumir consoladoramente el relato de lo destrozado. Cuando lo destruido se redime por el recuerdo, parece que por eso solo se lo valorara positivamente. Sobre todo porque semejante operación anamnética se lleva a cabo siempre ante los vencedores de turno. Para estos, la simple mención del pasado aparece como pérdida propia. Para quienes no protagonizaron aquellos acontecimientos, el recuerdo opera como interpelación. ¿Qué hacías entonces, cuando tantos luchaban así? La tensión que se introduce no es simplemente porque no hubiesen luchado así, sino, porque, habiendo discrepado, ¿qué hicieron entonces? Aquí hay que decir que esta pregunta no se delimita tan fácilmente por las pertenencias a unas u otras identidades políticas, tal como se las puede identicar ahora. En el seno de lo
que fue el amplísimo campo del movimiento revolucionario político militar existieron variantes heterogéneas. Hay que leer entrelíneas en los recuerdos y en los documentos. La “violencia” no era un fenómeno uniforme ni unánime. Aunque el tiempo y el olvido hayan borrado los matices, no hay ninguna descripción monocroma que pueda dar cuenta del contexto –complejo y dependiente de otras determinaciones discursivas y culturales– que contenía a la violencia. El efecto moralizante de la violencia, en el sentido de que la “sangre derramada” tuviera un carácter de ejemplo y legitimación se produjo después de las desapariciones. En general, no dividía entre sí por razones morales a los actores políticos militares y no militares en aquellos años, como opera ahora esa distinción, sino políticas, estratégicas, incluso instrumentales. Sin embargo, la victimización 61
La pregunta por lo acontecido
operada por el exterminio y la misticación producida
por muchos de los protagonistas en los años posteriores al exterminio dieron lugar a la presencia de intensidades afectivas que oscurecen el actual debate. Caracterizar lo acontecido parece dar lugar a inferencias rápidas con respecto al presente. Esto no importaría tanto, si ya el poder con sus servicios de inteligencia siempre activos y sin el registro de las discontinuidades que presumiblemente de berían imprimirles los años de democracia no se hubiera ocupado de sublimar toda referencia anamnética al producir acontecimientos bizarros como lo fue el copamiento del cuartel de La Tablada en 1989, y como lo son los discursos políticos que confrontan los actuales conictos sociales. En
estos discursos políticos se entretejen evocaciones siniestras que convierten el olvido y la ausencia de memoria crítica en un constante estado de amenaza dirigida hacia una u otra localización. La versión más extrema del foquismo vicario de las luchas emprendidas por los verdaderos protagonistas parece prevalecer como prenda de intercambio ante cualquier conicto que alcance cierta intensidad. Toda iniciativa
contestataria se asocia mecánicamente con prácticas que –incluso en aquellos años– sólo habían sido asumidas por un sector frente al cual se alzaban otras alternativas y matices complejamente entrelazados. Foquistas (en el pasado, y su evocación vaga ahora) y represión articulan un dispositivo de hierro que convierte a cualquier expresión violenta en sucedánea presunta de terrorismo. De este modo se acalla la emergencia de fenómenos que carecen de toda relación con el núcleo productivo que se pretende. Se los acalla en la actualidad, y también en la memoria. Parece difícil discutir acerca de la entidad de las culturas revolucionarias en cuanto fueron independientes, aunque concomitantes, de ciertas prácticas denominadas terroristas. Hablar entonces de la guerra no implica una descripción graciosa de las prácticas denominadas terroristas, sino la referencia al amplio fenómeno que es necesario evocar desde una perspectiva anamnética y crítica. Porque sólo 62
4. Sobre desaparecidos (1997)
esa evocación permitirá formular preguntas que no pueden acallarse. Preguntas que se asomaron durante muchos años y que vuelven y volverán a acosarnos. Preguntas, no solamente por la justicia, sino también por el arrepentimiento. El arrepentimiento forma parte del legado que debemos soportar. No digo un arrepentimiento culposo, sino una pena trágica, al volver al pasado en la evocación, y restituir a la memoria los vagos registros de los malestares, las dudas, las sensaciones de inminencias siniestras que estaban presentes en aquellos años, y que no pudieron desviar el curso brutal de los acontecimientos. El relato positivo de la historia se presenta como una enunciación exenta de las vacilaciones inescindibles de la experiencia. Quienes hablan de la concatenación de los sucesos parecen haberlos esperado, cuando habría que decir que ni siquiera los propios asesinos deben haber previsto la magnitud de las consecuencias. Cuando algunos de los responsables de los crímenes y sus cómplices recuerdan el exterminio, lo describen con las palabras que empleaban cuando lo planearon. Palabras vacías y abstractas que no se limitaron a diseñar el mal, sino que se entregaron a él sin conciencia, y hasta con buena conciencia. Algunos se atreven a repetir esas palabras hoy, en público, y no hay por qué pensar que no lo hacen con buena conciencia (también, y tal vez no menos, en eso radica el horror). Algún caso, tal vez uno solo, testimonia acerca de la banalidad del mal como parte de su propia contrición. En el campo de las víctimas, no es fácil reconocer que el exterminio fue un acontecimiento inesperado. Durante los años de nacimiento y desarrollo del movimiento político militar se precipitaron sucesos que llevaron hasta la noche del 23 de marzo de 1976. Esa noche, el plan exterminador comenzaba a practicarse. Nadie sabía lo que iba a acontecer, ni lo preveía en su verdadera dimensión y calidad. ¿Qué signica armar, por ejemplo, que el 20 de junio de 1974 –
Ezeiza–, o aún el 22 de agosto de 1972 –Trelew– anticipaban
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La pregunta por lo acontecido
el exterminio? Sirve para referir a meros antecedentes cronológicos, no para ampliar intelección alguna. En todo caso, la conclusión puede ser la opuesta: Carlos Brocato decía en 1987 que “hasta 1972 sobrevivía en la sociedad argentina (...) el sentido de la violencia política legítima e ilegítima, aunque ya, desde luego, se estaban incubando dudas y confusiones. Basta recordar las reacciones multitudinarias que ocasionó el asesinato policial de los estudiantes Bello y Cabral en 1969 o el asesinato militar de los prisioneros de Trelew en 1972, cuya repulsa generalizada obligó a la dictadura a tratar de explicar de mil modos lo inexplicable. En esos episodios y en otros se puso de maniesto (...) un
claro sentido moral de la violencia política que seguía atri buyéndole ilegitimidad al Estado”. En cambio, más tarde, desde 1973, “esta sociedad dejó de entender quién tenía razón legítima cuando disparaba un arma, si el de izquierda o el de derecha.” (Brocato) Víctimas y asesinos se hundieron en la pesadilla del exterminio, planeado por los asesinos como un proyecto carente de consecuencias para ellos mismos, que nalmente
los sumiría en el oprobio y la vileza, fuera de su dominio. En los perpetradores hay una voluntad de autodestrucción y de entrega al mal absoluto, que está fuera de todo cálculo, fuera de toda capacidad analítica de los instrumentos “cientícos”. Lo que llama a la reexión es quiénes éramos,
qué pensábamos, qué ignorábamos aquellos que vivimos esos años que se precipitaron en el inerno. Cuáles fueron
los signos inadvertidos, cuáles los que interpretamos con un sentido equivocado. En suma, qué se puede saber de la historia, de nuestra historia, de la historia que hicimos nosotros, es una pregunta que nos lleva a aposentarnos en la inminencia de la catástrofe para preguntarnos por lo que nos fue opaco en esos días de amenaza no percibida. El horror no consiste simplemente en el hecho de que algunas personas contenidas por instituciones estatales conviertan las descripciones imaginarias del inerno en lisas y llanas
realidades, sino también, y no menos, en el carácter emer64
4. Sobre desaparecidos (1997)
gente de lo siniestro a partir de la inmediatez familiar de donde no se lo espera. Aun cuando esa inmediatez esté dada por el poder al que se combate. Aun así, apareció como algo inimaginable de esa procedencia. Y tiene que haber sido irrepresentable en última instancia para los propios perpetradores. III. El fetichismo domina en las representaciones de la historia y del presente. En cierta escala, sucede que los desaparecidos actúan como cuerpos ausentes en un sentido despojado de signicados, en el que sólo se alude a la ausencia de
la cosa. Falta el cuerpo, hay que buscarlo. El muerto como prueba es el cuerpo del delito, entonces no es un muerto, es un cadáver. Ausente, no existe; presente, se convierte en ob jeto que remite sólo entonces a los signicados en cuestión. El cadáver pasa a ser un signo que se incorpora a un ujo
instrumental. Hoy, cuando los cuerpos cobran sentido sólo para sus deudos, cuando los cuerpos deberían ser despojos destinados a los últimos cuidados, resulta que son medios, metonímicos, para elucidar instancias discursivas. Constituyen instrumentos de lucha, comunicación, relato. Se los conserva, destroza o suprime según las necesidades. Se conforma una sintaxis fetichizada en la que los inicuos y sus adversarios defensores del buen sentido disputan las contingencias técnicas que producen una verdad forense en tanto especie tanática de la clínica. Los cuerpos entrelazados con la trama viva de los hombres (eso sucede cuando los cadáveres no tienen otro sentido que el sacro de las exequias) se someten al culto idolátrico de la Muerte, de lo inerte. Hacia lo inerte se dirigen las voluntades, para buscar allí su destino impasible. Y ese paradigma metonímico excede tanto a los cuidados funerarios como a las búsquedas técnicas –que sirven no obstante a los deudos y a la justicia incumplida–,
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La pregunta por lo acontecido
cuando descubre con su discurso ostensivo lo reservado por el pudor. Por el poema, Perlongher denuncia el crimen, y mentando los cadáveres, nos habla de los muertos. Exhibe el deseo redentor al conformar la trama poética entre el ujo vital
y los crímenes ubicuos. No se trata aquí del pasado ni de “otro lugar”. No se trata de si se era vecino de un sitio del que emanaban gritos, porque tal proximidad era innecesaria para percibir lo que sucedía. Ningún acto, por ínmo
que fuera, doquiera, cualquiera que fuera su inscripción temporal dejó de estar impregnado de la presencia del crimen. Imperceptiblemente, y por lo tanto de la manera más ostensible, los cadáveres puntúan todo acontecimiento, se disponen como la orla de cada gura. Se los invoca por me dio de una letanía que invoca la puricación poética. El poe ma redime del fetichismo. Lo presente de los cadáveres es la marca de la muerte que dejan en la trama viviente. Se trata de hablar de lo que hay en nosotros. Saber quiénes somos y qué queremos. Lo dice el portador de una condición en ese entonces vilipendiada y excluida. Alguien herido en su singularidad por el poder e ignorado por el contrapoder. Quien ha perdido la vida será sepultado piadosamente. Cuando esto no ha ocurrido, se produce el escándalo: hay cadáveres. “Bajo las matas / En los pajonales / Sobre los puentes / en los canales / Hay Cadáveres // En la trilla de un tren que nunca se detiene / En la estela de un barco que naufraga / En una olilla, que se desvanece / En los muelles los apeaderos los trampolines los malecones / Hay Cadáveres // En las redes de los pescadores / En el tropiezo de los cangrejales / En la del pelo que se toma / Con un prendedorcito descolgado / Hay Cadáveres // En lo preciso de esta ausencia / En lo que raya esa palabra / En su divina presencia / Comandante, en su raya / Hay Cadáveres”. ¡Ahí también!, así como en aquello que “empuja”, “atraganta”, “traga”, “emputarra”, “amputa”, “empala”. No hay dispensa para la inmanencia del mal, no hay inocencia ni posibilidad alguna de salvación, no hay territorio inmaculado al alcance de los mortales. 66
4. Sobre desaparecidos (1997)
Cotidianidad plana, pero también buenas causas, incluso las propias y queridas por las que se ha luchado en minoría absoluta durante años. Son cadáveres porque no están enterrados, pero están entre nosotros como fantasmas, no como cadáveres. Hay cadáveres porque no hay muertos. Los cadáveres no aparecen como algo disponible para la evocación ni para la formación de imágenes. Son irrepresentables. Se los menciona como algo intangible porque han desaparecido, pero no se procura la búsqueda de la cosa, sino sólo la suspensión del escándalo. Por el contrario, el cadáver, la momia broncínea y heroicada, el cuerpo congelado para la contemplación ejemplicadora del dedo moralizador se
nos coloca enfrente como instrumento de culto idolátrico. Máscara fúnebre utilizada por sacerdotes que ocian con ella un ritual que socava la reexión y la sensibilidad, y que
nos hace olvidar lo que queríamos. Recordar el ímpetu revolucionario no nos exime de señalar las lacras, los actos injusticables, las responsabilidades
no asumidas. No nos exime de reconocer, en el pasado y en su evocación actual, las construcciones preestatales de los héroes, apurados por el bronce, la sintaxis espuria de los huesos propios y ajenos, la gestión burocrática del suicidio inducido. Los cadáveres, los huesos y los héroes silencian a los muertos y también a los sobrevivientes. Las jerarquías de méritos y la contabilidad del sufrimiento tapan la boca y rompen el corazón de los sobrevivientes, es decir de las víctimas. La crueldad y la indiferencia implicada en el hecho de ignorar la verdadera magnitud del mal: la represión radica su éxito en producir esas víctimas, en forma deliberada, técnicamente planeada, aprendida de otras barbaries exterminadoras o genocidas. Aquellos que han traicionado a sus compañeros y seres queridos y ya no pueden mirar a nadie a la cara: ahí es cuando el dispositivo criminal ha logrado su cometido como en ningún otro caso. Limitarse a constatar el daño conferido por esos desgraciados, sin se67
La pregunta por lo acontecido
ñalar la causa, dejarlos solos, como se propuso la represión que ocurriera, es un triste resultado, previsto y provocado por los exterminadores. No es extraño que leer hoy “Testimonio de los sobrevivientes” (Schmucler, 1980) resulte, para quien no lo haya hecho antes, una experiencia profundamente conmovedora y dolorosa. El relato acerca de lo que se sabía de los sobrevivientes y de los muertos era en sí mismo un testimonio que no aceptaba alinearse en la razón de estado que imperó, y que aún tiene vigencia en las políticas y en los relatos acerca de los desaparecidos. Reriéndose a alguien que abogaba
de manera estratégica por “no considerar cadáveres a los desaparecidos”, Héctor Schmucler decía: “no quisiéramos entrar en (esa) discusión escatológica”. El lenguaje destinado a las víctimas en aquel artículo histórico se refería a: cuerpos, muertos, víctimas y sobrevivientes. Aquel artículo era un testimonio en favor de la justicia, pedía piedad por los muertos y comprensión por los sobrevivientes. Rechazaba la lógica instrumental de la técnica política, y fue una de las escasas voces que, como las de Brocato y Perlongher, se mantuvieron, desde perspectivas muy diferentes, por fuera de los paradigmas punitivo y metonímico. IV. La valoración histórica universal de las luchas por la libertad y la justicia encuentra en los movimientos revolucionarios de los 70 en la Argentina un hito ineludible y fundamental. La concomitancia de acontecimientos barbáricos cometidos por algunos de sus protagonistas no le quita mérito al sentido global de esa lucha, ni el sentido global de esa lucha justica en modo alguno aquellos acontecimientos
barbáricos. El culto morboso de la Muerte y de las muertes, los actos brutales y la confusión entre verdugos, guerreros y militantes políticos que se produjo en ciertos casos no opaca ni menoscaba el recuerdo de la masa deseante de utopía de la que hemos formado parte junto con los que han muerto 68
4. Sobre desaparecidos (1997)
a manos de la represión. En otras luchas, en otros tiempos, ocurrieron también actos barbáricos. Participantes de las luchas revolucionarias de España como Simone Weil y George Orwell distinguieron entre el sentido general de la lucha, la concurrencia generalizada de voluntades justicieras, y la trágica y dolorosa sucesión de actos brutales e injusticables. Entre nosotros, sujetos que procuraron gloricar
ejecuciones a sangre fría, que confundieron efectivamente al verdugo con el guerrero y que expusieron obscenamente tal escena mandaron luego a la muerte deliberada y fríamente a decenas de jóvenes, cuando la derrota estaba sellada, y ellos, desde la protección del exilio comandaban suicidios programados. Aun así, no llegaron a cometer los crímenes contra la humanidad en los que se hundieron los represores. Aun así, pueden presentarse hoy día y enumerar la interminable lista de los actos atroces que no cometieron y que los distinguen de los asesinos profesionales del terrorismo de estado. Carecen de inocencia; si se sienten exculpados sólo pueden hacerlo por contraste con la enormidad impune del mal absoluto encarnado por los carniceros, por los horribles. V. En la Argentina de hoy pareciera haberse invertido el caso Dreyfus. No hay presunción de inocencia desde la defensa de la justicia. No prevalece el debate de ideas y la lucha por una forma de vida diferente a la impuesta. No se alterna alrededor de la pregunta acerca de cómo vivir. No hay un “caso” que induzca a la gura del “intelectual” a
la elucubración. Al revés, se reclama el castigo a culpables de delitos proscriptos por el mismo aparato jurídico que sostiene un orden inicuo y con el que sólo puede contemporizarse como un mal menor. La iniquidad da lugar a la multiplicación de los reclamos. Reclamos que sólo quedan a merced de forenses y policías, mientras que el debate de ideas es sepultado por la crónica policial del fracaso. El ánimo no se interroga sobre cómo vivir, sino sobre cómo reprimir a quienes el propio sistema asigna la transgresión legal; busca a quién someter a linchamiento o cárcel, no procura 69
La pregunta por lo acontecido
un interlocutor, ni siquiera un adversario. La política, o tan siquiera la reexión acerca de lo político, resulta abolida y suplantada denitivamente por los trámites de comisaría.
En todo caso, así es como se responde a la pregunta acerca de cómo vivir. En lugar del debate, la confección del archivo prontuarial. En lugar de la paz, la seguridad. El debate de ideas, que pone en escena las voluntades y los deseos, que enfrenta lo contingente y aleatorio con la responsabilidad y la reexión, deja lugar entonces al gobier no de lo contingente. Hacer depender los asuntos públicos de las investigaciones policiales, forenses y sus respectivos trámites, implica una renuncia a toda valoración signica tiva. La vida de los ciudadanos depende de la suerte de las huellas. ¡Ojalá dependiera! Porque los pesquisas, peritos y apuradores de trámites, salvo excepciones, constituyen un inmenso aparato que alimenta lo contingente con la reproducción del statu quo. ¿Cómo dejar la suerte de la cosa pública en peores manos? ¿Cómo suponer que el destino de una nación puede depender del esclarecimiento –en primera y en última instancia un acontecimiento instrumental– de un crimen o de un atentado? La política depende de la policía y no al revés. El honor de la etimología está salvado.
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5. SO BR E PE RD ÓN Y OLVID O (1998)
El mal radical como referencia. Postular una consideración sobre lo acontecido en la historia argentina reciente implica la necesidad de examinar las posibles referencias de un pensamiento acerca de la ética, que, tal como lo habríamos heredado, ha sido vencido por la historia. Las vicisitudes humanas, individuales o colectivas, cualesquiera que fueran, eran susceptibles de ser abarcadas por el ejercicio de la comprensión: podían conformar, hasta en sus mayores extremos, el destino plausible de cualquier ser humano. El ejercicio de la cción literaria o el ensayo sociológico no
dejaban fuera de su ámbito ninguna experiencia humana. En este sentido, la irrupción del mal radical establece el n de la cultura como práctica lingüística abarcadora de la
experiencia. El carácter convencional, construido, de toda instancia que ocupe el lugar de una moral perdida puede referirse a ese acontecimiento que suele denominarse como “Auschwi”. Para quienes hemos nacido o vivimos después
de 1945, el aprendizaje moral procede de los relatos del pasado y encuentra como única prueba, en el mejor de los casos, una posibilidad precaria en la experiencia de la vida práctica, en las inmediaciones del propio yo. En la dimensión de lo colectivo, de lo social, solo cabe constatar el cinismo, la indiferencia, la crueldad o la banalidad del mal. Somos individuos o pequeños grupos encapsulados en burbujas que encuentran una oportunidad de dialogar con el pasado, pero que no pueden hallar un marco de continuidad ni de 71
La pregunta por lo acontecido
interacción en las estructuras del presente. En el siglo XX, la presencia del mal radical introduce una sura insoluble en
la continuidad temporal-histórica y en el tejido social de las instituciones que contienen a los individuos y a los grupos. Esa sura está habitada por aquellos acontecimientos que
han cambiado irreversiblemente el mundo que habitamos. A este resultado conduce la reexión crítica de la cultura: a señalar la tarea de enfrentar esa sura, que vuelve vanas
las palabras designadas para referirse a un mundo histórico social que fue sepultado en Auschwi y en Hiroshima.
Desde entonces, los emprendimientos colectivos están enfermos de muerte. No es posible conar en otra cosa que
en los relatos del pasado y en las pequeñas historias que acontecen frente a nuestros ojos. Es la única base desde la que podríamos encontrar las condiciones necesarias para vislumbrar la esperanza de salir de la confusión extrema en la que hemos naufragado. Sociedades culpables. Sin embargo, los grados de aislamiento de los individuos y de los grupos, y los contextos, son diferentes. La adyacencia o la imbricación con el mal absoluto varían en diferentes sociedades. En algunas se han producido los núcleos desde donde el mal radical se ha irradiado en todas las direcciones. Las que ocupan un lugar central en este movimiento quedan heridas de muerte durante un periodo cuyo nal no podemos vislumbrar, pero
que suponemos muy prolongado, de décadas y generaciones. Ese es el caso obvio de Alemania, pero también, en un grado menor, de casos como el de Francia y, ahora, de esta discípula dilecta, que nos cobija y que habría de ser nuestra patria. Sociedades culpables, en las que los crímenes requirieron desde la participación directa hasta el consentimiento mudo de millones de personas. Sociedades en las que el ocultamiento de lo que se estaba perpetrando nada tenía que ver con la transgresión de una ley por otra parte inexistente, porque los crímenes eran legítimos en la legalidad vigente en aquellos años, sino con otra cosa. Suponer que los perpetradores se ocultaban sólo por el rechazo que ocasionarían 72
5. Sobre perdón y olvido (1998)
es ingenuo porque es la razón por la que ellos se decían a sí mismos que ocultaban lo que ocultaban. Contemplar antes de sentarse a la mesa, cada mediodía, cómo se golpea en la cabeza a la vaca que se va a comer poco después resulta algo indigesto. Y la tarea criminal de los SS, como decía Himmler, requería templanza. Era un esfuerzo que no podía llevar a cabo cualquiera. Eran necesarios muchos cuidados y prevenciones para conseguir que la faena se efectuara con éxito. Sabían que el ocultamiento no era tal, y que era más bien análogo a una proyección de sombras presentes por doquier. Sólo quien quisiera podría ver. El resto podría engañarse, pero la irradiación del terror quedaría garantizada, y la posibilidad de réplica anulada, al no haber nada deni do ante los ojos. De este modo, también los perpetradores obtenían un benecio de ambigüedad y protección, porque
se hacían la ilusión de que el ejercicio del mal no estaría sujeto a ningún límite. Fue el ocultamiento lo que permitió una complicidad y un consenso que se irradiaron hasta ese grado en que sobresalía lo que se denominó el silencio o la ausencia de Dios. Entonces, también muchos de los que estaban en condiciones de intervenir para combatir lo que estaba sucediendo pudieron abstenerse de hacerlo, sin consecuencias. ¿Cuál podría ser el signicado ético, para noso tros, de que los aliados se abstuvieran de bombardear las cámaras de gas, cuando estaban en condiciones de hacerlo? ¿Qué signicado puede tener aquel modelo de la punición,
llevado a cabo en los juicios de Nuremberg, que sirvió de referente para el juicio —no obstante excepcional— que llevó a la cárcel a Videla y cía., cuando no hay nada que decir sobre el mundo que asistió impávido a lo que acontecía? Ahora disponemos de una extensa biblioteca jurídica acerca de las inviables posibilidades de que un fantasmal derecho internacional tenga algo que decir al respecto. Colapso del lazo social. La experiencia argentina de imbricación con el mal absoluto tiene extensas anidades con el horror de hace medio siglo. Anidades que son electivas,
porque las genealogías intelectuales, ideológicas y técnicas 73
La pregunta por lo acontecido
de nuestros perpetradores se remontan a aquellos orígenes. Asumir que toda dimensión estructural de lo histórico social ha sufrido un colapso irreversible desde entonces, aun cuando el cuadro es matizado y las intensidades varían en lugares y momentos diferentes, es un primer paso que requiere la comprensión de que ciertos actos legaliformes llevados a cabo para hacer mínimamente sostenible la vida social se limitan a eso. Constituyen un mal menor, una gota normativa en un vacío abismal. Una revisión consecuente de los actos perpetrados haría inviable a cualquiera de las sociedades en las que esos actos fueron llevados a cabo, y señalaría una trama de complicidades y consentimientos —a través de las fronteras— de una magnitud imprevisible. Sociedades como Alemania o Francia fueron escenarios de crímenes de dimensiones indudablemente inconmensura bles con las de nuestra historia reciente pero, en cambio, presenciaron refundaciones institucionales que en nuestro país no tuvieron lugar en la medida en que hubiera sido deseable —no obstante, allí tampoco fueron sucientes—.
Ética y castigo. Lo que señala cierta reexión crítica es que la demanda de juridicidad, legalidad y punición, planteada en la forma unidimensional en que se está formulando en la Argentina actual no reconstituye una ética social ni remedia la anomia consecutiva al horror. Instituye una práctica persecutoria que resulta siempre fallida. Como dice la cita talmúdica, dios está siempre del lado del perseguido. Y Vidal Naquet mencionó el apólogo talmúdico pertinente a propósito de persecuciones semejantes a las que se postulan hoy entre nosotros. “Escrache”. El fervor popular empleado en el odio a los culpables de atrocidades y aplicado a rituales de ajusticiamiento simbólico no conduce a la justicia. Aunque se deba aceptar que no aparecen otras alternativas, y que esos rituales resultan paliativos, no cabe la complacencia. El señalamiento de los perpetradores no sustituye al castigo ni redime al pasado. Ante la ausencia de castigo es necesario 74
5. Sobre perdón y olvido (1998)
advertir que no se trata el castigo de un bien o de una medida material que se puedan reclamar. No es pan a repartir, sino que sólo puede ser aplicado por quien esté en condiciones de aplicarlo, y no se trata aquí de las personas de los jueces sino del marco social estructural que podría hacerlo con legitimidad sin disolver el cuerpo colectivo. Curiosamente, el momento utópico previo al primer período democrático postdictatorial fue el único en que existió la conciencia de esta imposibilidad y la advertencia de que sólo era posible el testimonio. Porque, aunque pueda considerarse con tolerancia y comprensión el ejercicio de aquellos rituales, hay una sola experiencia, en la actualidad, que puede contribuir en forma efectiva a una reconstitución ética. El ejercicio del testimonio y el debate cultural acerca del testimonio. La expectativa frente al arte y la poesía, de que puedan contribuir a reconstituir, entonces, el círculo de la narración. Sólo allí es donde puede hablarse de la memoria y ejercerse la crítica de la representación. Allí, la memoria es emergencia de una iluminación, o de su imposibilidad, y poco tiene que ver con la exhortación listea y denegatoria, con la voz de orden de
no olvidar, que encubre la sensación difusa de culpabilidad a la que asistimos. Esa exhortación, consigna cuasi publicitaria en la que nadie puede creer seriamente, ha ociado de
enunciación vacía y contrafóbica que será devorada por el paso de los meses, como es el destino de todo lo efímero por carente de sustancia. Aniquilamiento e impunidad. Ante la Vernichtung , y sus emulaciones criollas, sólo es posible el testimonio como confrontación, si lo que se quiere es dar lugar a una reconstrucción ética, y es imposible el perdón, porque del aniquilamiento no se vuelve. Es sin retorno. Los autores de la Vernichtung han cometido la impiedad más grande: renunciar de antemano al perdón. En ello radica el acto de suprimir los cuerpos y la marca de los cuerpos, matar y suprimir el acto de la muerte, convertir a los hombres en humo, perdidos en el cielo, o en anclas perdidas en el agua. La posesión del aparato del estado dene el acto. Un mao 75
La pregunta por lo acontecido
so que comete una, dos, veinte veces una acción semejante, es aún alguien que, por más complicidades con que pueda contar en el aparato del estado para garantizar su impunidad, tiene a la persecución como horizonte, y a la venganza de sus oponentes como posibilidad. La Vernichtung se lleva a cabo desde la suma de poder. Denominar a eso “impunidad” es ya una forma de borrar de la perceptibilidad ese aspecto. Se es “impune” frente a un dispositivo punitivo. Aquí el dispositivo punitivo es el mismo sistema de aniquilamiento. El juicio a las juntas fue un ritual de puricación
paliativo, en la medida necesaria para dotar de legitimidad al estado de derecho. Prometió sustituir al testimonio, y la cadena perpetua para los condenados hubiera sido un mal de menor grado frente a las leyes de obediencia debida, punto nal e indulto. ¿Hace falta aclarar que señalar un
presunto bien como mal menor no implica conducir una vía hacia la dispensa sino todo lo contrario? ¿Que considerar sólo al testimonio como actitud posible en un sentido ético fuerte, y al castigo de quienes el aparato jurídico puede identicar como responsables cual una medida “necesaria”, no suciente y vicaria de una crítica moral radical, nos con -
duce a la esperanza utópica y no a la conformidad con lo que acontece?
Razón procedimental. La declinación, disolución, desvanecimiento de toda reexión moral posible, de todo juicio que
pueda presumir una valoración de acontecimientos inesperados y por lo tanto no clasicados de antemano, atraviesa
a una época en la que las lógicas procedimentales son constitutivas de las matrices de la vida cultural y social. En un artículo dedicado a José Luis Cabezas, publicado en un libro que presenta una selección de fotografías capturadas por el trabajador de Noticias vilmente asesinado, el periodista Jacobo Timerman relata un recuerdo suyo, de la época de la dictadura exterminadora: “Cuando empezaron las desapariciones durante el Proceso, les propuse a los dos secretarios de Videla que estaba dispuesto a viajar a los Estados Unidos para explicar los peligros del terrorismo, a condición de que 76
5. Sobre perdón y olvido (1998)
no desapareciera más gente. Sostuve entonces la necesidad de juicios e, incluso, la posibilidad de que se fusilara a los hallados culpables bajo una ley marcial. La respuesta fue que el Papa no permitiría que se fusile a nadie. Entonces, propuse a los directores de varios diarios que hiciéramos un editorial único por semana contra las desapariciones. Nadie quiso”. Nadie daría la vida por la forma en que habría que matar a los revolucionarios y a los no revolucionarios, a los que “algo habrían hecho” y a los “inocentes”. La pregunta por el procedimiento oculta la pregunta por lo que vale la pena vivir. Por matar fusilando o con inyección letal ¿vale la pena? En la tragedia griega, Antígona muere por mucho menos: sólo por enterrar el cadáver del traidor contra su hermano. Las leyes no escritas de los dioses imponen las honras fúnebres del malvado. El malvado ha muerto en la lucha. No hay fundación simbólica de un orden gramatical, sino confrontación de formas de vivir. Singularidad de “Auschwi”. Hemos
padecido acontecimientos que, por su magnitud, carácter y modelos de inspiración, ponen en tela de juicio las bases de la civilización misma que impide la percepción de la singularidad de lo acontecido. Hay también un debate intelectual al respecto. ¿Auschwi es un problema crucial para el debate acerca de la cultura, o singularizarlo como un punto de inexión de la
historia de la humanidad es una operación intelectual ilegítima? Según cómo se conteste a esta pregunta, el estatuto de lo que pueda considerarse una crítica tendrá uno u otro sentido. Si no hay discontinuidad histórica, el orden burgués no habrá sufrido otra alteración que la revolución fracasada, desde Octubre en adelante. Reproducirla un cuarto de siglo antes del n de milenio merece, desde esa perspectiva, el castigo. Si hay discontinuidad histórica, si en Auschwi se
puso en tela de juicio algo esencial, cuya raíz no se encuentra en última instancia ni en la preocupación renacentistamoderna por lo humano, ni tampoco en las hibridaciones de lo humano con lo no humano que parecen conrmar
un cambio civilizatorio en la actualidad…, en ese caso, eso
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La pregunta por lo acontecido
esencial está más atrás en el decurso civilizatorio, y remite a la antigüedad. Lo que nos constituye hoy como entidades singulares es algo que fue creado hace algunos milenios, y señala una continuidad desde la emergencia del lenguaje, la expresión del dolor y la noción de justicia, o en otras pala bras, el deseo des eo de romper la sujeción al orden violento, a las relaciones inocentes de pura fuerza de la naturaleza. Lo que dene el mal es el saber que no hay que matar. Sin ese saber,
matar es puramente inocente, acto mecánico situado en la base de las las cosas. Saber que no hay que matar, siendo inevitable matar, constituye lo que conocemos como civilización. Saber que se constituye como lenguaje. Auschwi, para la visión crítica, instala un punto de inexión con respecto a
ese saber. Se instala como preámbulo a la metamorfosis de lo humano, a su devenir en otra cosa, cuando se hace efectiva, se organiza como práctica, una forma inocente de matar, una naturalización –tecnoindustrial– de la muerte que, de haber tenido el éxito que procuraba, hubiera modicado
radicalmente la existencia humana en su conjunto. Hubiera cometido revolucionariamente el crimen que la técnica, en el contexto de la regulación de los procedimientos (a esto se lo llama ahora ética aplicada, bioética y denominaciones semejantes), lleva a cabo en forma anestésica, impronunciada, inadvertida. ¿Pasar de una cita de Timerman a una reexión sobre Auschwi Auschwi y la bioética es un salto desmedido?
Se trata de recordar que las palabras de Timerman fueron pronunciadas, escritas, cuando el horror parecía haber quedado atrás: la actualización por él propuesta con su testimonio pretendidamente bienpensante resulta escandalosa por el silencio y la inadvertencia con que es recibido. Antes que nada, porque carece de particularidades, y muchas otras expresiones se han vertido en forma similar, antes y ahora, incluido el fallo de condena en el juicio a los comandantes. A los propios perpetradores se les da la palabra en público, con diversas intenciones maniestas (en algunos casos di dácticas, en otros, mezcla de operación de especulación editorial y manipulación de baja política), para interrogarlos 78
5. Sobre perdón y olvido (1998)
acerca de por qué no practicaron procedimientos correctos para asesinar. Por qué en lugar de asesinar ilegalmente, no lo hicieron “legalmente”. El cinismo con que se encara la relación entre la ley como procedimiento de sostenimiento del estado de las cosas y una dimensión moral mo ral ya no merece ese nombre, porque ese carácter, el del cinismo, ha quedado sepultado bajo un palimpsesto de trivialidades, trastrocamientos lingüísticos e insensibilidad al dolor y al mal. Paradigma punitivo. punitivo. Que una discusión sobre las consecuencias de una revolución fracasada lleve a una suerte de debate semejante moralmente al debate sobre las leyes de tránsito, allí radica el escándalo del olvido. El escándalo del olvido tiene lugar cuando la gura de la punición se impo ne como modelo unidimensional de interpretación y acción frente a cualquier acontecimiento conictivo o doloroso,
por heterogéneo que sea. Las series de acontecimientos que en la constitución mítica de una refundación simbólica del estado de derecho se instalan en un orden que presume de homogéneo deberían resultar tan risibles como los animales del emperador según la enciclopedia china soñada por Borges. Sin embargo, ningún niño dice que el rey está desnudo, ni que los objetos colocados todos en una misma mesa pertenecen a especies distintas y no pueden ser tratados del mismo modo. En realidad la mesa que sostiene esos objetos es una alucinación. Lere de cachet y mass media.
Ese es el precio por pagar cuando una matriz social y cultural precaria, barbárica, debe constituirse de acuerdo con los modelos disponibles, sedimentados durante centurias, y en los que las fundaciones míticas han sido olvidadas y no pueden ser objeto de manipulación. En nuestro caso, ni siquiera ese carácter de manipulación tiene los sesgos de los totalitarismos tal como los conocimos en el siglo. Se trata de un nuevo fenómeno. Existe una alianza entre el pueblo y los medios masivos. El pueblo pide efectivamente la cabeza, la sangre y la pena de los culpables y los medios masivos prestan las imágenes que 79
La pregunta por lo acontecido
realimentan el círculo. Un mundo en el que sucedió lo que sucedió en forma consentida y durante el tiempo suciente,
varios años, para que no pudiera considerarse simplemente una noche de San Bartolomé. Un exterminio perpetrado durante varios años requiere una amplia escala de silencio s ilencio y consentimiento. O de discusiones sobre los procedimientos. Para que el exterminio se llamara entonces y simplemente: “justicia”. O sea que lo que tanto se proclama como falta parece haberse debido a ese error de procedimiento. Lo posible hubiera sido hablar con ellos, tratar de convencerlos de proceder de otra manera. Lo que no es seguro es que se pueda hablar con quienes han ociado de interlocutores del
horror. Y no por falta de voluntad ni por condena moral: sólo porque no nos entendemos.
Luchar y vencer. vencer. La radicalidad y la intransigencia se trastruecan con la demanda de castigo. La intransigencia apela al coraje y a la fuerza. Requiere un parámetro objetivo que certique la entidad de lo que está en juego. Lo que se llama
lucha por los derechos humanos pertenece al plano bajo de la política. Ese plano no es negligible. Para la crítica se trata de resguardar y expandir otro plano, otra perspectiva que no coincide ni con el sentido común ni con el saber práctico. Entronizar el saber práctico ha adquirido una pátina de buena conciencia, de resolución justiciera jus ticiera de contenidos in justamente relegados durante tanto tiempo. Sin Sin embargo, el sostenimiento de valores a contramano del saber práctico es justamente lo que permite constituir cons tituir la sensibilidad radical que hace inteligible un sentimiento de justicia. Hasta la que es necesaria para comprender en una trama de sentido al llamado saber práctico. La defensa del saber práctico excluye la conictividad intrínseca de la cultura: el saber práctico
adopta un sesgo de naturalidad que le es ajeno. Y, al contrariar a los valores sólo permite la institución de un nuevo poder basado en esquemas reductores y simplicados, que
se instalan en la dominación a partir de una promesa igualadora. He ahí la trampa, o la limitación, de las promesas de igualdad. Cuando la pronta consecución de la felicidad 80
5. Sobre perdón y olvido (1998)
en la tierra exime de la dimensión trágica y enigmática de la existencia, el espíritu se entrega aliviado a lo que se presenta como un horizonte exento de las cargas pesadas de la existencia. En el fondo, el arma nuclear también promete algo semejante. Paradójicamente es consecutiva a una vida aliviada de dicultades. La guerra depende de un solo gesto
y la destrucción, de un acto instantáneo. Las cargas posteriores a ese acto son tan inimaginables, inalcanzables para la mente, que constituyen un temor a la manera de los miedos fantásticos de la antigüedad. La técnica se concentra en el arma nuclear como se concentra en las normas jurídicas, sin comprender en su trama de enunciados lo que suceda después. Cuando el mundo habrá sido destruido o cuando una vida será arruinada por la cárcel. Punición y violencia. violencia. La invocación de la impunidad como matriz unidimensional de inteligibilidad ética en la Argentina logra el efecto contrario del que persigue. Las variedades de la experiencia del mal se dispersan en una única supercie plana, el mal radical se devalúa y confunde
con las trapisondas menores y con los crímenes “comunes” o convierte complejísimos conictos político-militares en “delitos”. La sensibilidad frente a la conictividad social y
las tragicidades de la diferencia se embota y el resultado es una monológica letanía que expresa la desesperación ante una violencia cuyo origen no se reconoce, y sólo se identica con una exterioridad proyectada como ajena. La protesta se metamorfosea en cantilena impotente y desesperanzada. Un movimiento ético que basa su meridiano en una resolución contraria a todo lo que se puede desear de un mundo otro expresa así el rostro que ha adquirido. Cuando esto sucede, se produce un movimiento inhibitorio, obturador, en el campo propio de las izquierdas. Distanciarse Distanciars e de enunciados o prácticas que resultan objeto de rechazo plantea las dicultades de la conictividad interna del pensamiento. Es
ya una forma en la que el saber práctico se opone a tramas de valores. Sostener una visión crítica del saber práctico de la izquierda vuelve complicada la ecacia de las luchas.
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La pregunta por lo acontecido
Porque pone en cuestión cualquier posición de conducción o dominio. La democracia es inecaz por deliberativa. Y la
introducción de la crítica, no como acto solitario de quien está apartado en un refugio estético, sino como acto político de quien está inquieto por el mundo, se convierte en variable perturbadora del consenso y la homogeneidad. Un castigo que no puede restituir al culpable a la sociedad no es un castigo, y un acto imperdonable que no puede ser ob jeto de perdón tampoco lo puede ser de castigo. Así como no es una guerra aquel desencadenamiento de la violencia que no reconoce en su devenir la posibilidad de una paz ulterior, no es perdonable aquel acto criminal que suprime a la víctima, a la memoria de la víctima y a todo nexo lial
con la víctima. El perdón no depende sólo de quien lo otorga, alguien debe recibirlo, no hay perdón sin víctima, y eso supone no solamente el arrepentimiento, sino la presencia de un límite, la voluntad o la aceptación de un límite en la acción criminal. La emergencia del mal radical ha debilitado la perceptibilidad que tiene, en las acciones criminales, la vacilación, el arrepentimiento, hasta la piedad o la contradicción. El crimen cometido no radica en lo factual (de ahí que el testimonio no consiste en el relato objetivo) sino en volver imperceptible la condición de víctima, eliminando a la víctima en una doble operación de muerte y olvido. Una sociedad que instituye su reconstitución simbólica sobre una perspectiva unilateral de punición, que construye una protoética sin caridad y sin fraternidad, sólo tiene como destino la concomitancia con la creciente brutalización a la que estamos asistiendo. Un estado que parodia su propia razón es incapaz de garantizar aquello que justica su exis tencia frente a sí mismo. La brutalidad de los desposeídos que ingresan con violencia a la guerra social se opone al terror que padecen los que han hallado mejor suerte en la distribución de los bienes. Preguntarse si la crueldad existente en el mundo es ahora mayor que antes se desprende sigilosamente como corrosión del alma.
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6. TR AM AS DE BA RB AR IE (1999)
1. Lo que hay para decir está dicho. De lo que se trata es de quitarle la máscara a la creación de la historia, que siempre teje de modos que parecen diferentes a la luz del día. 2. La idea de que la violencia tiene causas sociales no contribuye al apaciguamiento del pánico. No despierta la solidaridad sino todo lo contrario. No la despierta porque la represión constituye un elemento fundante de lo que se denomina democracia. No es represión de lo desviado o de los márgenes. Integra el núcleo de la subjetividad. 3. Civilización y barbarie oponían en la historia diferentes sistemas de valores. La barbarie aludía a la ausencia de los valores aceptados en la “civilización”. No era que las acciones propias de la barbarie estuvieran ausentes del mundo de los valores, sino que era identicable, inteligible y objeto de
narración la colisión entre valores y acciones condenables. Esta inteligibilidad no fue, en las grandes obras, simplemente ostensible o transparente, ya que todo eslabonamiento lingüístico, mediado por la alteridad, sembraba sem braba la opacidad en el seno mismo de la representación del drama. Sin em bargo, la unidad de la tradición y de las formas de vida se sostenía alrededor de las resonancias liales que se produ cían en torno a las narraciones. La perspectiva progresista ilustrada presume que la barbarie en la actualidad consiste 83
La pregunta por lo acontecido
en la disolución de valores que antes eran estables. Es una discusión abierta, en la que la cuestión de las representaciones se transmuta en otra dirección: no es suciente decir
que los valores se han disuelto, porque entonces bastaría con ejercerlos en un sentido reactivo. El drama consistiría por consiguiente en la insistencia en achicar con las manos en un barco que se hunde, dada la magnitud del trastorno valorativo. 3.1 Sin embargo, no es tanto que se haya producido la disolución de algo que antes estaba, sino que además, valores ligados a tradiciones, entrelazados con anclajes lingüísticos, fueron sustituidos por una nueva matriz de sentido. A la vez, el lenguaje, en cuanto a las denominaciones, las categorías y los sistemas analíticos, conserva su linaje, pero se torna inconmensurable, no hay articulación a la que apelar ni a la que referirse. Las mejores expresiones de la gravedad del mal son aquellas que maniestan la imposibilidad. La
literatura que tiene plenitud para acceder a un núcleo de signicaciones relevantes es aquella en la que, siendo tan identicable aquello de lo que se trata, a la vez hace resonar
en nosotros la impotencia pesadillesca de la mudez frente al horror.
4. Para la convicción crítica, la precipitación de la calamidad anunciada marca la hora del silencio. Es el momento en que, quienes habían guardado silencio ante la apelación, ahora gritan. Y entonces es tarde. Sólo se les puede decir, “estaba dicho”, o “podría aún ser peor”. La inscripción de la mano de fuego, mené, mené, tekel, ufarsin tiene lugar no obstante cuando es demasiado tarde para cambiar el curso de los acontecimientos, pero aparece en la inminencia de la desgracia, no antes, ni tampoco después. Es el destino del signicado en las épocas más oscuras, cuando todo está per dido y no hay más esperanzas que para un oscuro y borroso porvenir. La palabra crítica es conictiva con el estado y con
la fuerza de la ley. Se la pronuncia, y es tal, si y cuando se pronuncia desde el desamparo. Quienes confunden las 84
6. Tramas de barbarie (1999)
visiones proféticas y mesiánicas con sus transposiciones totalitarias se equivocan al no distinguir entre las diferentes condiciones existenciales de la enunciación. La palabra reveladora no impone. Se priva antes que nada de la fuerza. El totalitarismo fundamentalista, aunque pronuncia palabras semejantes a las del discurso de la convicción, signica algo
diferente, porque impone, no muestra. La palabra crítica muestra y demanda, obliga en el sentido en que el desamparo invoca nuestro socorro sin medio alguno de forzar un acto. La palabra fundamentalista impone en el sentido en que el poder suscita nuestro temor a los medios expuestos para forzar un acto. 5. Nos toca vivir la culminación de un modo de vida deni do por los valores más profundamente contrarios a los que han dotado de sentido a la mayor parte de los movimientos culturales del siglo que termina. No obstante lo que se pueda decir, la sepultura de toda vocación de verdad y belleza a manos del deseo de simplicación de cualquier trama de signi caciones que ocasiona la hegemonía del ciclo inexorable del
consumo y el dinero es relativamente reciente. Entre nosotros se impuso con claridad en la última década. No porque antes el proyecto estuviera ausente, sino porque otras contingencias, como los trances sangrientos que vivimos, planteaban en cierto modo una distracción de los móviles perseguidos por los poderes, así sea por la dicultad para imponer un cierto modelo. Transcurridas esas dicultades, lo que lla -
mamos democracia coincidió con el arrasamiento, ya no de la resistencia, sino de toda voluntad de supervivencia de lo diferente. Los cambios arquitectónicos que sufrió Buenos Aires bastarían para expresar la magnitud del desastre. Un indicio temprano de lo que estaba por acontecer pudo haber sido la aparición, hacia 1987 o 1988, por primera vez en nuestro transcurso vital, de viejas casas con ventanas y puertas tapiadas para evitar su ocupación. Tal vez esta costumbre ya existiera desde antes, pero en aquel tiempo debe haber sido un presagio de violencia que lentamente se fue incubando y que tal vez aun no haya manifestado toda su potencialidad.
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La pregunta por lo acontecido
Lo implacable de las transformaciones, la constancia y el progreso del desplazamiento de millones de personas desde una forma de vida moderadamente acomodada a otra miserable, en pocos años, mientras que el resto de la población prosperaba, sembró de anuncios funestos los años que pasaron. Ahora, cuando se advierte que hay una enfermedad pestilente y mortal, de una magnitud aterradora, es demasiado tarde. Muchas de las voces que aseguran saber las causas de la violencia y que concluyen de ese saber que “hay que hacer algo ahora”, “mientras tanto”, y que hasta remedan las frases de ocasión que se dicen en otras latitudes, destinadas a situaciones conceptualmente análogas pero del todo diferentes (el sinsentido, desde cualquier perspectiva seria, según el cual hay que usar la fuerza contra el delito y contra las causas del delito, en un verdadero ejercicio del doblepensar orwelliano), muchas de esas voces, si no todas, aun inadvertidamente, aluden a lo “social” como coartada para no ahogarse en sus propias incoherencias cuando lisa y llanamente instruyen sobre la represión correcta en el país del exterminio [en especial, la madre de un desaparecido “opina” en Clarín el 15 de abril último]. Una conciencia que se allane a semejante consecuencia, cualesquiera sean los atenuantes o la gravedad de la situación, en un país con una historia reciente como la que tenemos, sólo puede sobrevivir sin enloquecer porque la desolación que nos circunda impide cualquier contraste. Un ambiente cultural, ético y político de pérdida de los contrastes. Autos en circulación, ujos de nanzas y empresarios,
torres de vidrio y adefesios horripilantes construidos para olvidar el cielo y el viento. 6. Es posible comprender la idea de que toda manifestación de cultura es a la vez una manifestación de barbarie allí donde1 la barbarie, cuando se opone a la cultura en forma de 1. Las contraposiciones entre el Centro y la Periferia, Occidente y lo otro, Europa y América Latina son problemáticas desde el punto de vista topológico e identitario. Sin embargo, es necesario denir tales problemas, así como los términos de un conicto identicable como tal.
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6. Tramas de barbarie (1999)
exterioridad, lo hace también desde fuera de los límites que conguran la identidad, desde fuera de las murallas de la
ciudad. Allí, la barbarie es exterior, o por lo menos eso dice la historia, por mucho que desde la crítica se consideren las narrativas en forma poco condescendiente. Cuando lo que se llama cultura conforma una matriz de inmanencia, no hay manera de ponerla en tela de juicio que no lo haga desde su interioridad. Y además, en esa interioridad es donde el libre pensamiento se encuentra con el juego de las contradicciones. Las luchas, culturales o revolucionarias, no ponen en peligro el llamado patrimonio cultural, porque éste es por “naturaleza” de los vencedores. Por lo tanto está destinado incondicionalmente a los revolucionarios, precisamente si vencen. Y esta aparente neutralidad del patrimonio cultural es uno de los rasgos que le coneren su carácter de barba rie. Que puede pertenecer a quien quiera que sea vencedor, con tal de que ocupe ese lugar y lo gane como corresponde, es decir, por la fuerza. Problema europeo. Esta dimensión geocultural es difícil de eludir. Europa construyó su cultura como tal matriz intersticial y denió así su propia carne. Fue
ella misma la que, debilitada y decadente desde su propio centro, abrió las puertas a tantos modos horizontales que, olvidados sus orígenes, nos permiten ilusionarnos con quimeras igualitarias, que no son otra cosa que proyectos que están tan lejos de concretarse como cualquier otra utopía. 6.1 El problema se presenta cuando se trata de leer aquella frase benjaminiana acerca del carácter jánico de cultura y barbarie desde una matriz extraña a dicha contradicción (Latinoamérica, y la Argentina en especial.) Una matriz en donde el proyecto “civilizatorio” no pasó de ser un proyecto, y donde la precariedad del retoño se conrma por el ta lante periférico. Aquí, la “cultura” sólo puede ser armativa
o ponerse en duda (desprecio, negligencia, indiferencia) en todos sus términos (es decir, desde la “barbarie” como exterioridad). Otro tanto sucede cuando la decadencia del viejo tronco da lugar a múltiples irradiaciones de presuntas equivalencias universales que, llevadas por el viento, como
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La pregunta por lo acontecido
sucede con las nubes tóxicas, caen desde el cielo en un terreno que no tiene defensas contra ellas, y producen estragos. Dejan el terreno vacío. Ocurre como con los restos arqueológicos. Persisten las construcciones centrales, destinadas a la eternidad, de piedra, en forma de ruinas. Del resto, precarias viviendas de los pueblos, no queda nada. Nuestro destino los sigue, cuando salimos al encuentro de esa nube tóxica llamada con grotesco eufemismo “globalización”, y la tierra queda arrasada. La tierra cultural queda arrasada. 7. La cuestión de la violencia, pero también la de la revolución, requiere denir el marco de la lectura, y por lo tanto
de lo que se llaman las “prácticas”. Allí donde la “cultura” constituye a la ciudad, y la dene de manera inconfundi ble, el crítico, el utopista, pueden usar el martillo, deben usarlo, porque deben oponerse a cierta consistencia, capaz de oponerse a su vez al martillo, acero contra piedra. Esa consistencia es indiscernible desde la periferia. La mirada periférica es una mirada de la exterioridad. Podemos asir la contradicción entre cultura y barbarie, advertir la barbarie en la cultura, como individuos, escritores, artistas y otros seres heterotópicos. Pero no es posible, como colectivo, o al menos no ha sido posible, en conjunto, como proyecto denir otra cosa que el gran movimiento armativo y cons tructivo de la escuela. La escuela es la única institución, productora de tramas sociales colectivas, que se ha podido construir entre nosotros con alguna perspectiva de éxito. Y si ahora se debate en la agonía, es porque en el centro no persisten los rasgos armativos que llegaron a nosotros
tal vez demasiado tarde, o que una vez arribados, luego se perdieron, tal vez para no volver más. 7.1 En la relación de exterioridad insuturable que existe entre clases sociales o grupos culturales entre nosotros se presenta también el abismo, o la falta determinada por la ausencia de aquella matriz conictiva. No hay memoria
alguna de una Bildung o Paideia que remita a semejante matriz en su fase histórica armativa. No importa el carácter 88
6. Tramas de barbarie (1999)
imaginario de tal falta, porque la ausencia tiene lugar como trama real, aunque su origen sea ilusorio, y provocado por lecturas aebradas. Sin embargo, esas lecturas son fundan tes, y en ellas radica el diálogo. Diálogo interior al Centro y diálogo con el Centro. 7.2 La adquisición de consistencia cultural es entre nosotros un proceso de individuos, a lo sumo de ciertas y excepcionales instituciones. Ocurre en forma de exilio. Contra la sociedad. La cultura contra la sociedad. La observación empírica, reiterada como lugar común, acerca del buen desempeño del individuo pampeano en el Centro tiene su justicación.
Suele atribuirse a un logro de la institución educativa. Empero, el desempeño de ese individuo requiere ciertas distinciones. Sólo podemos comprobar la adquisición de consistencia en el Centro, allí donde el terreno sostiene el peso de lo logrado y es posible tanto la comparación, como la autorización, la vericación de que no se trata de extra vagancia, locura, producción silenciada. Aquí se produce la confrontación entre cultura y barbarie en relación a un conjunto diferente de oposiciones. No solamente respecto al terreno de barbarie que rechaza y destruye a los núcleos de consistencia como objetos extraños, sino también dentro mismo de esa consistencia adquirida es donde la frase ben jaminiana se puede corroborar, pero no por fuera de ella. El individuo consistente es un exiliado, un vanguardista a veces, alguien que es rechazado y rechaza. No tiene deudas con la escuela, ni con la academia. Es un cuerpo extraño al estado y a la sociedad. Y sin embargo, luego reconoceremos cuán producto es de todo aquello. Seguramente en el origen del dispositivo de producción de consistencia, además de una borrosa memoria procedente del Centro, hallaremos también, y ahora apareciendo quejumbrosamente, a la escuela tan objeto de diatriba, pero en una relación tensa e incómoda. 7.3 La pregunta a formularse ahora es: ¿que quedó de todo aquello luego de la secuencia exterminio-ajuste? ¿Cuáles 89
La pregunta por lo acontecido
son las consecuencias culturales, en particular de lo que se ha llamado ajuste? Es muy probable que la postración que presenta la escuela, cuando se la ha reemplazado por el mercado, congure una de las claves de una catástrofe cul tural cuyas consecuencias se experimentarán en el futuro, de manera irreversible. Ya no por la pérdida de aquel proyecto meritocrático que siempre fue un fracaso, y no tuvo mayores posibilidades, dada la falta básica, fundamental que nos ha caracterizado desde antes; sino porque era una condición de posibilidad, entre algunas otras, de esta aridez con excepciones. Es dable preguntarse siquiera si quedarán ruinas, y dudar de ello. Las ruinas pueden conformar planos de consistencia suciente. No las tenemos del pasado,
pero tampoco hemos alcanzado a producirlas.
8. Las conversaciones sobre la violencia contienen un supuesto: lo deseable y posible es vivir sin violencia. La violencia es una anomalía indeseable. Procede de causas que exigen una explicación. Una vez explicadas, es de esperarse el hallazgo de una solución ecaz. El organicismo encuentra
aquí su apoteosis. La violencia es la enfermedad de la sociedad. Una sociedad sana es una sociedad sin violencia. La multiformidad y variedad de los mundos culturales requie-
ren un recorte. La demanda de no-violencia no se reere a una paz perpetua ni a un estado beatíco general. Tiene previsto un límite muy cercano al cuerpo del prorente. La
imaginación remite a un espacio sin violencia. Idealmente suele ser la ciudad. En la medida en que los acontecimientos echan tierra sobre esta pretensión, el alcance topológico de la demanda se restringe así al espacio alcanzable mediante los recursos disponibles. La imaginación y el dinero se emplean en la construcción de ese espacio dentro del cual se puede considerar ecaz la solución.
8.1 En el polo contrario a la inmediatez de las expectativas se encuentra la saturación informativa innita que da
cuenta de mundos inasibles por los cuales no es posible preocuparse. La aparición de un espíritu jurídico globali90
6. Tramas de barbarie (1999)
zante sería una respuesta para tal angustia. Si durante por lo menos dos décadas la pantalla de televisión remitía a un espectáculo doloroso sin que fuera posible experimentar ese dolor, y por lo tanto entregándose a la anestesia, ahora aparecen entidades capaces de enfrentar el mal. Hay que prestar atención a la nueva episteme emergente. El mundo es uno solo y las fuerzas dominantes, en nombre de la ley, legitiman su poder mediante la lucha contra el delito de lesa humanidad. Delito que fue creado desde una perspectiva “global”. 8.2 Entre esos dos polos oscila hoy el problema de la violencia. Un orden casi doméstico, sin ágora. Un espacio próximo, de protección. Castillos de gruesas paredes entre las que guarecerse. El exterior inmediato es salvaje. Un orden casi global, expuesto al espectáculo mediático. En la ciudad “global”, las fuerzas que cuentan con el máximo poder efectúan operaciones de ordenamiento. Propenden a instituir el orden. Señalar las incoherencias con que lo hacen no es lo más productivo, porque les es propio a las fuerzas del orden actuar según un modelo de los estratos y las transacciones. La legitimidad que obtengan tendrá relación con la visualización del “delincuente”. Y esta gura no es fácil
de construir en términos universales. En este plano no se trata de la lucha por la propiedad, como sucede en el plano doméstico. La lucha por la propiedad no tiene lugar, y la rapiña procede por los medios legítimos de la economía y las nanzas. El plano global se articula alrededor de lo que se
llama derecho a la vida. Es un principio secretamente ligado a la imperceptibilidad de la lucha por la propiedad. Hereda el dilema clásico de la puja por las posesiones. La bolsa o la vida: una ha quedado atrapada entre las redes de las abstracciones del fetichismo de la mercancía; la cuestión social de la propiedad es impensable. La otra es objeto central de la mirada técnica. Concentra los esfuerzos de la creatividad transformadora cuyo resultado es llevar hasta las últimas consecuencias la disposición de lo existente por parte del complejo tecnoeconómico. El “derecho a la vida” es el 91
La pregunta por lo acontecido
formalismo que está a la orden del día. Permite graduar, ordenar, hacer perceptibles y volver legítimos los procesos destinados a que cualquier objeto de ese derecho encuentre lubricado su pasaje a mercancía. Pinochet, Kosovo, están unidos por una trama sutil a los hallazgos de la clonación, la inteligencia articial...
9. La violencia delincuencial (matar por una moneda) es instauradora de derecho. Es mimética de la violencia hegemónica (morir por carecer de una moneda). La forma dominante de la violencia pone en cuestión el régimen jurídico vigente. Si el orden de cosas produce pobres de a millones, y en poco tiempo, ¿cuál es su legitimidad para los excluidos? ¿Cómo y por qué podrían asistir pasivamente a su caída? La pobreza como empobrecimiento, y no como un estado o un estrato más o menos hereditario y estable, aceptado durante siglos (India). El derecho que se instaura es el del darwinismo social. La represión responde a la instauración del derecho imponiendo el apartheid. Esta es la modalidad ya experimentada. 9.1 Hay tanto derecho a la vida como derecho a la propiedad. Lo que dene la realidad de ambas promesas es el
valor actuarial, que se inscribe en el régimen general de equivalencias, ya sea de individuos o bienes. 10. No estamos en condiciones de saber en qué consiste la derrota. La derrota dene en parte sus términos en la opaci dad que nos sujeta. Nunca la verdad fue más revolucionaria que ahora, ni nunca estuvo –por lo tanto– más lejos. El dominio técnico sobre lo que nos constituye llega cada vez más lejos, y lo que se le sustrae se esconde en ciudadelas más y más recónditas. Para nosotros, la barbarie no es el otro, ni tampoco la violencia que podamos exhibir, sino algo que se parece a la paz, pero nunca estuvo más lejos de ella, algo que se parece la felicidad, pero nunca contuvo tanto dolor y vacío. La barbarie no es la violencia como tal, sino la forma
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6. Tramas de barbarie (1999)
de lo ominoso que reposa en el ujo liso de los dispositivos
funcionales.
11. Estaríamos mejor si las pulsiones sacriciales se trocaran en algún equivalente de la caza de brujas. Pero hoy coexiste la comprensión histórico social más exquisita con el linchamiento y la criminalización victimizante de los oprimidos. Atrás han quedado los años en que la crítica social del orden penal o psiquiátrico hacían temblar los candados. El impulso libertario fue capturado por la seudofestividad postmoderna, y el furor represivo reapareció bajo la productividad criminalizante, al unísono de las masas consumidoras. El vidrio que separa la exhibición de una comida, en un comercio, de la mirada anhelante de un hambriento. La puerta tapiada de una casa deshabitada. Las precauciones ilimitadas con que se tratan los caudales, monetarios o simbólicos. Un canal de TV está tan custodiado como un banco. La clave de la ausencia de ágora está, no en lo que se transmite, sino en la puerta de entrada al espacio de la emisión de la presunta palabra. La retórica y el profesionalismo están custodiados igual que los bancos. Nada más lejano a la plaza pública. 11.1 La condición de la pobreza de hoy no se relaciona con la desposesión, con Penia, sino con la ostentación de la abundancia, Tántalo. Lo que violenta a los pobres no es la carencia sino la tortura del goce ubicuo e intangible. Lo adverso de una comunidad sujeta al “ascenso social” es el descenso brusco cuando la meteorología nanciera se torna
funesta. Aquello que en momentos “felices” deja a un costado en términos de resentimiento gris y entramado en neurosis (la muerte de un viajante), desencadena fuerzas telúricas cuando el desplazamiento se hace masivo y tan veloz. 11.2 Cuando las derechas señalan a los millones de pobres que no se sublevan responden con cierta razón al funcionalismo progresista. La relación entre pobreza y delito no es de causa a efecto. Lo muestra la historia, lo muestran otras culturas... En la violencia urbana y delincuencial concurren 93
La pregunta por lo acontecido
otras determinaciones. Las promesas incumplidas de la modernidad, el fracaso de la revolución y la retirada de la socialdemocracia. Después de todo eso queda sólo un régimen de maldad instituida como forma de vida. 12. En un lapso muy breve, dos acontecimientos considerados como contradictorios entre sí por el progresismo periférico –la destrucción de Serbia y el juzgamiento de Pinochet– son sin embargo hitos inaugurales de una novedad: la emergencia funcional al orden del poder de las socialdemocracias y del discurso de los derechos humanos. Ambos acontecimientos responden a una misma justicación y
anuncian el advenimiento de un tejido normativo global basado en un nuevo derecho. La oposición entre cierto tipo de fenómenos represivos, en los que se emplea como arma la inicción de dolor, y la elaboración de un conjunto de enun ciados democráticos y humanos abre la puerta a una nueva época. Al menos esto es conjeturable. La represión armada de Serbia es una práctica fundada en la misma episteme que vuelve inteligible la tortura como un acto criminal a la vez que vuelve imperceptible la barbarie cuando no interviene el dolor, en el sentido neurosiológico (es decir, técnico) de
la palabra, que es el dominante y excluyente hoy en día. Aquella represión sigue, como tantos otros fenómenos epocales, el principio de la anestesia. Es quirúrgica e indolora. Respeta las vidas humanas. Cierto que lo hace sobre todo con las propias. Pero también las ajenas: las siega por error. No se pudo armar que las decenas de millones de muertos
civiles en la Segunda Guerra Mundial fueran consecuencia de un error (el simple rechazo de la idea de que fueran legítimas las víctimas civiles se consideraba como objeción de conciencia). Impresiona la naturalidad con que se asiste a un cambio tan signicativo en relación a algo que difícil mente pueda seguir llamándose guerra con propiedad (en una nueva escala de cambios, en la historia de la guerra del siglo XX, historia que ya tornaba dicultosa esa denomina ción desde la Gran Guerra). Con tal naturalidad cunde la indignación ante los “errores” de los bombarderos, que se 94
6. Tramas de barbarie (1999)
desapercibe el acentuado cambio del discurso fundante. Se actúa en nombre de los derechos humanos, y la contradicción entre palabras y actos sólo podría sostenerse en ausencia de una crítica de los derechos humanos, y de las formas de vida que se sostienen sobre estos. En este mundo feliz no hay revoluciones en el horizonte. La traicionada, cayó para no volver, en 1989. El reformismo es ya innecesario. Está siendo reciclado, como corresponde a una época en que no hay otra forma de fricción que eso que se llama violencia, y que aparece como un “dato”, por lo tanto cuanticable,
desvinculado de la acción (en un sentido “denso” de la palabra, y no puramente fenoménico), y caracterizado como “problema” a ser “solucionado”. El mundo soñado por el reformismo es sin violencia. A Aldous Houxley le faltó predecir quiénes serían los ejecutores de la transformación del capitalismo salvaje en esta otra cosa que emerge. Ese mundo pretendido sin violencia permanece como premisa inadvertida en los intersticios de lo que se arma hoy
en día. Si los múltiples acontecimientos singulares de las vidas individuales se subsumen en categorías abstractas, útiles para denir los “problemas”, con los acontecimientos
de gran magnitud sucede algo análogo. El problema de la época son los asesinos seriales. Todos vemos las mismas películas. Es necesario investigar (es decir: “solucionar”) esta extraña anomalía que segrega la civilización como efecto adverso del progreso, dicen los progresistas. En un mismo movimiento se producen los cambios de la conciencia y los acontecimientos que certican esos cambios. Resulta difícil
imaginar algún largo proceso de sedimentación de esos que testimonia la historia de las ideas. En todo caso, la historia se ha acelerado. Pero entre los juicios de Nuremberg y la idea de juzgar a Pinochet (que es la misma por la que se pretende juzgar a Milosevic) hay una discontinuidad signicativa. Pinochet o Milosevic ya no representan el mal
absoluto ni el horror irrepresentable como lo hacían Hitler o Videla. Son más bien villanos que no respetan ciertas normas. No matan por error, sino deliberadamente, y me95
La pregunta por lo acontecido
diante violencia. Ponen en cuestión el “derecho a la vida” y justican la vigencia de un principio tan inocuo como los velos de la ideología (nalmente) permitan colegir.
Plantean problemas diferentes. El juzgamiento de Pinochet es signo de la muerte de la revolución social. Se lo puede juzgar porque murió la revolución. Las armas dependen de aquello a lo que se han de oponer, y las guardias blancas ya no son necesarias. El cambio ha sido tan brusco, que tomó por sorpresa a Pinochet en la boca del lobo socialdemócrata. El movimiento que ha permitido bombardear Serbia es el mismo que anima el juzgamiento de Pinochet. El progresismo devalúa y banaliza el carácter del mal absoluto cuando identica con una misma categorización a unos y a otros.
Es la forma que asume el olvido. La bibliografía pasible de ser citada en ayuda de estos apuntes actuales es no menos inmensa que la apropiada para oponerse a ellos (aunque menos citada, menos conocida y, sobre todo, menos comprendida). Los escritos que han caracterizado la naturaleza especíca del holocausto sólo pueden ser aplicables a las guras mencionadas al precio de una dilución conceptual
inadmisible. Al haber intentado señalar la singularidad del exterminio argentino, nos hemos comprometido con un marco analítico que establece un lazo de homología entre este y el holocausto, y de discontinuidad con los otros acontecimientos violentos mencionados. No se trata de invertir la carga de la prueba e intentar demostrar por qué determinado acontecimiento no es singular. Esto desnaturalizaría el análisis y lo volvería inocuo. Señalada una singularidad, se trata de mantener las consecuencias, en tanto sea posible. En este caso, mantenerlas lleva a una crítica más radical de lo que acontece, en lugar de la conformidad con el asombro y la ira que son producidos por aquello que aparece como anomalía porque precisamente es instituyente. 13. En la Argentina de hoy se habla de escuadrones de la muerte. Esa conversación conjetura sobre lo que estaría aconteciendo fuera de la legalidad. Es un momento interesante porque lo único que se puede constatar es el deseo 96
6. Tramas de barbarie (1999)
difuso y generalizado que pide la muerte de los niños, otra vez, una vez más. La solicitud circula, solapada e hipócrita. No proviene de arriba, sino de abajo, otra vez. Y entonces nos somete a una repugnante conversación: ¿ocurre? ¿O no ocurre? Entonces, después de haber ya experimentado una situación análoga, ¿qué cabe hacer cuando es plausible la existencia de asesinatos ilegales de sospechosos de actos de violencia? Esta conversación es indigna en sí misma. Un acto político esencial es el señalamiento del deseo de la muerte, otra vez de inocentes. Pero, por debajo de ese acto conjetural, lo que se comprueba es una situación análoga que nos induce otra vez a la complicidad o al consentimiento con una forma del horror. Otra vez, no nunca más (expresión que mejor se hubiese formulado como pregunta o como deseo, y no como aserto). Otra vez nos estamos preguntando si están matando o no están matando a los que algo habrán hecho o algo habrán de hacer. La operación de estigmatización ya está consumada. Las víctimas están marcadas. Fueron puestas allí. Se las ha colocado en la situación adecuada para justicar y producir delitos. Y, otra vez, hay que decir que
no se trata de buscar el problema solamente en el estado o en los perpetradores. Es más sutil y distante la irradiación del mal.
13.1 Algunos progresistas se sienten obligados a hacer aclaraciones cuando ponen en cuestión la represión: no justican los delitos [“salvajadas imperdonables”: Página 12,
2/5/99, contratapa]. Sienten que cuando critican el “desborde” represivo o la violencia represiva deben sin embargo expresar su rechazo a los delitos y dejar en claro que los consideran condenables. La adjetivación, por sí sola, ya establece el parangón, la equivalencia universal de los actos innombrables. La declinación ética y la ceguera cognitiva que llevan a semejante denición empalidecen, sin embar go, ante el repudio del “ejercicio de la tortura ilegal, ilegítima e ineciente” por líderes progresistas [Clarín, 15/4/99,
p. 15].
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La pregunta por lo acontecido
13.2 La demanda de punición responde a la instauración del derecho: es del mismo orden castigar a Massera o a “Fuerte Apache”. El régimen que lo requiere es el mismo. El progresismo cumple al pie de la letra con las necesidades jurídicas del sistema triunfante. 13.3 El modo en que se emplea la noción de seguridad hoy en día entre nosotros no se reere a condiciones de vida pacíca, sino a procedimientos destinados a garantizar el uso
de la fuerza contra un otro indiscernible y rabioso, al que se quiere olvidar y aplastar, al que se ha producido como una segregación viscosa del bienestar y el progreso propios. 14. “Ya la sola necesidad de recibir noticias varias veces en el día constituye un signo de angustia... Todas esas antenas de las ciudades gigantescas se parecen a enormes pelos erizados”.
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7. HUEL LAS DE L PASADO RECIE NTE E N LA A RG ENTINA ACTU AL (2000)
El uso y la circulación del término 1 impunidad como una denominación descriptiva vinculada con diversos acontecimientos políticos y sociales, y su signicación emblemática al
frente de las expresiones de demandas sociales y políticas se ha difundido en forma ostensiblemente ubicua por lo menos desde que se sancionaron las leyes denominadas informalmente como “de la impunidad”. 2 En forma que no registra relaciones históricas de continuidad, el apelativo se adhiere a circunstancias y fenómenos de muy diversa índole. Una perspectiva analítica formula descripciones de regularidades; y aplicada al caso de que se trata identica la aparición 1. Como “...el lenguaje sólo es real como momento de una ‘forma de vida’ denida, insertado en la trama de las prácticas concretas” ( Zizek: 262), se trata, más allá de los discursos mediáticos y de sus efectos, de identicar el modo en
que una enunciación se articula con prácticas transversales a distintos dominios de lo social. 2. Sería objeto de un estudio especíco la determinación de la magnitud preci sa y de la secuencia en que se instaló el uso de este término. Para los nes aquí
perseguidos es factible adoptar como válida la constatación de su ubicuidad tanto en los medios de comunicación como en expresiones de origen político y social. La identicación de las “leyes de impunidad” como fundante de este
fenómeno es, no obstante, puramente genealógica, dado que es más probable que la generalización del término se haya producido por lo menos a partir de la falta de resultados en la investigación del atentado contra la AMIA, y luego, desde el asesinato de José Luis Cabezas. Probablemente hayan sido estos dos acontecimientos los núcleos de mayor consistencia que podríamos identicar a priori sin mayores dicultades en términos de valor heurístico.
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La pregunta por lo acontecido
de series que en un lapso histórico anterior estaban ausentes como tales. Identicar una discontinuidad semejante debe
dar lugar al interrogante de las explicaciones que ofrece el contexto en que se expresa un lenguaje nuevo con respecto a su propia emergencia. En el caso, ocurre que el contexto tiene como premisa que el uso del término no es discontinuo respecto del período anterior, sino todo lo contrario. Presume su propia continuidad desde un pasado remoto, y de ese modo se omite el registro del origen. Nos hallamos ante una con guración de carácter mítico, que naturaliza sus características como pertenecientes a un pasado remoto e indetectable para la experiencia. Recorrer retrospectivamente esta senda implica efectuar una revisión de los signicados ordinarios
concernientes al olvido y la memoria. La denuncia de prácticas de corrupción por parte del poder objeto de contestación, y la inocuidad de las leyes con respecto a los sectores sociales hegemónicos son motivos clásicos de la crítica social. Sin embargo, la tradición contestataria no registra la unidimensionalidad y la intensidad con que esta categoría aparece en un amplio espectro de los discursos sociales y culturales identicables en la Argentina
de los últimos años. La presencia y la diseminación del término impunidad son sustitutivas de otras denominaciones problematizadoras de los conictos sociales, de modo que
en esta categoría se condensan (en el sentido freudiano) signicaciones heterogéneas y complejas que se subsu men en la premisa, implícita, 3 pero muy poderosa para la constitución de una trama imaginaria, de que el recurso a las normas jurídicas es tan necesario como suciente para abordar la interpretación como la gestión de los conictos,
las tensiones y los interrogantes suscitados por las vicisitudes socioculturales. La implicación radica en el carácter
3. En relación a las premisas que subyacen a prácticas culturales y perspectivas epistemológicas implícitas resulta esclarecedor recordar los análisis de Gregory Bateson sobre el valor de lo no dicho en la comunicación y sus consecuencias cognitivas. Sin perjuicio del amplio recorrido bibliográco concurrente factible
a partir de otros autores y escuelas.
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7. Huellas del pasado reciente en la Argentina actual (2000)
privativo del prejo, que indica supresión, en este caso de lo signicado por el sustantivo. Al convertirse en reivindi -
cación y descripción, el término implica con su empleo que se está poniendo en evidencia algo que estaría sustraído de la atención y de la práctica, a saber, el castigo. La denominación negativa exime de aludir en forma directa al centro aparente de la cuestión, ya que remitiría a la ley , como plexo de sentidos legítimos y vigentes, como referencia orientadora de la acción. Lo que queda desplazado en esta deriva lingüística es el hecho de que la punición se aplica, en su sentido más fuerte, al castigo de un crimen . La posibilidad de inigir un castigo es una de las potestades más exhibitivas
y problemáticas para cualquier dispositivo de poder, ya que es esencialmente a través del castigo como se expresa el poder cuando ratica lo que lo dene como tal. Las crisis
de legitimación y las tradiciones contestatarias han cuestionado severamente las matrices contextuales que harían del castigo, en las sociedades contemporáneas, un componente más de la experiencia politicosocial. 4 En la especicidad que concierne a nuestro país, la historia que sigue por lo menos al año 1930 extrema este cuestionamiento fuera de todo límite. Ningún gobierno militar logró una tradición política estable que sucediera a las alternancias en el poder y pudiera cotejarse con una democracia supuesta que por otra parte sólo logró consistencia a partir de 1984. En ese contexto se produce un acto de refundación simbólica en el cual el Juicio a las Juntas desempeña un papel fundamental, ya que, habiendo llegado la ilegitimidad histórica de los gobiernos militares hasta el extremo del exterminio, fue mediante la punición que se instaló la percepción de que un orden normativo legítimo se constituiría desde entonces. De manera que la difusión de la categoría “impunidad” no pone en cuestión a la normatividad vigente, sólo indica –imaginariamente– la omisión en aplicarla. 4. El problema del castigo tiene una dimensión adicional a la normativa-jurídica, que remite a la moral en términos ajenos en principio a cualquier criterio de eciencia procedimental.
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La pregunta por lo acontecido
Lo que resulta menos evidente para la intelección consciente es que el fenómeno complementario de desplazamiento concomitante con la condensación relacionada con el término impunidad es la atribución categorialmente moral de crimen a aquellas prácticas o acontecimientos que son designados como vinculados, precedentes o consecutivos a la denominada impunidad. El interrogante que se suscita para el análisis cultural es: ¿de qué se trata aquella práctica o acontecimiento que se conecta con una solicitud de punición? Pasar revista a aquellas prácticas o acontecimientos da lugar entonces a una serie cuya heterogeneidad es ostensible para el examen crítico, pero inconmensurable en el marco paradigmático postulado. La dialéctica explícita de punición (explícita aun con su matiz denegatorio) y la descripción criminológica de lo señalado conguran entonces un plexo de sentidos que
se insertan en una matriz de inteligibilidad y de enigmas a resolver. Así, tanto se construyen los acontecimientos noticiables como las demandas sociales. Y se trata entonces ya no de un interrogante sino de la indagación acerca de cuáles son los fenómenos heterogéneos que se ineren en forma unidi mensional de semejante “lente” epistémica. La advertencia de que el término remitiría a reclamos formulados ante el estado, en casos de transgresiones efectuadas por acción o por omisión, resultaría trivial por sí misma si no fuera que es posible advertir concomitantemente la ausencia generalizada de reclamos dirigidos a otras instancias, aparte del estado: la ausencia de guras identicables en otras direcciones. Algunos de los aconte -
cimientos involucrados originan reclamos semejantes en otros sitios, dado que por su gravedad ponen en tela de juicio el monopolio de la violencia ejercido por el estado. 5 En cambio, otros de los acontecimientos implicados asumen categorizaciones sólo marginalmente jurídicas (en situaciones 5. Es el caso de las violaciones y asesinatos de niños, como el acontecido en Bélgica recientemente, que dio lugar a manifestaciones callejeras. Las cciones
policiales hacen referencia constante a las presiones políticas sobre la policía, conducentes al esclarecimiento de los casos.
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7. Huellas del pasado reciente en la Argentina actual (2000)
o tiempos históricos diferentes a los nuestros, aquí, ahora y recientemente), en la medida en que se trata de fenómenos de carácter internacional, político-militar, ideológico, etc. En esas situaciones, el encuadramiento jurídico puede formar parte de la agenda mediática y ejercer efectos signica tivos sin absorber todo el espectro discursivo disponible en la sociedad. Ciertos ejemplos extremos [cfr.: Perl , 19/6/98, “Consideran asesinos a quienes tendrían que haber tapado el pozo donde murió Christian”; y Perl , 16/4/98, en Alan Sokal y los reyes desnudos , escribe G. Klimovsky: “También aquí, como en el caso jurídico, es de esperar que no reine la impunidad”, en referencia a las posturas epistemológicas impugnadas por el físico norteamericano] sugieren la autonomía de los actores en la producción de sentido. Es decir: no son identicables como consecutivos a efectos vinculados con agendas mediáticas, sino a creaciones originadas en el magma social, dirigidas hacia las instituciones como reclamos. Realimentan a los medios de comunicación y les coneren el evidente protagonismo “judicial” despropor cionado de que gozan, porque son precisamente los únicos dispositivos discursivos en condiciones de articularse en forma productiva con estas demandas. Se trata entonces de describir un circuito de realimentación, en el que la creación social se presenta “desde abajo” (en forma homóloga a las leres de cachet mencionadas por M. Foucault) y regenera efectos que se revierten a su vez en todas las direcciones. En la circulación discursiva concerniente a la historia argentina reciente esas dimensiones signicativas de algunos de los
acontecimientos más importantes que han tenido lugar se desvanecen o reciben una atención desproporcionadamente escasa en relación a la que sería de esperarse. Un foco de indagación “interesante” (O’Sullivan), como es el de pánico moral no resulta aplicable a las series mencionadas en la medida en que en nuestro medio no es posible denirlos, en cuanto a la circulación discursiva identica ble, como una relación “entre fuerzas de reacción y control social, los medios masivos y ciertas formas de actividad 103
La pregunta por lo acontecido
desviada”. La “sensibilización moral” no registra una relación de exterioridad entre la matriz de signicados que
atraviesan al conjunto del colectivo social y el trauma experimentado a partir del exterminio. La percepción de que la refundación simbólica de carácter democrático es “incompleta” o “insuciente” en la medida en que el par crimen/
castigo no se ha consumado de un modo inteligible debe ser cubierta con un dispositivo discursivo sustitutivo de tal magnitud y complejidad, que adquiere un carácter homólogo al de la “matriz disciplinaria” kuhniana en el sentido de que por fuera de ella no hay lenguaje posible. Así, acontecimientos noticiables que en otro contexto podrían interpretarse en el marco de los fenómenos de control social, entre nosotros se integran a un conjunto de enunciados sometidos a clausura operacional (Maturana y Varela). El concepto de clausura operacional sirve a los nes heurísti cos de denir dominios identitarios. En este caso se trata de
establecer la esfera “normal” de las prácticas sociales, ligadas históricamente a un drama inasimilable por sus rasgos bizarros y contradictorios, resueltos mediante una tragedia innombrable. Así, las eventuales acciones punitivas que se perciben como ausentes permitirían practicar un dominio de inclusión/exclusión imaginariamente capaz de superar una historia atravesada por la anomia. El término impunidad sustituiría a otros términos utilizables como rótulos para identicar estereotipadamente
conductas desviadas de las normas y valores sociales aceptados. La paradoja a la que remite nuestra historia reciente consiste en que las acciones llevadas a cabo para “reorganizar” las normas y valores fueron, a la vez, contradictorios con ellas, y objeto de un encubrimiento denegatorio. La combinación entre dicho carácter contradictorio y el encu brimiento denegatorio se instituyó paradigmáticamente en términos jurídicos. Esto fue consecuencia de que las correlaciones de fuerzas existentes en 1984 entre una dictadura exterminadora vencida en un campo de batalla internacional y el movimiento popular democrático encontraron 104
7. Huellas del pasado reciente en la Argentina actual (2000)
en el lenguaje jurídico un marco que permitió una matriz colectiva de inteligibilidad refundacional. Tal situación refundacional, de origen endógeno y de carácter precario, dado que se produjo en una intersección entre interlocutores débiles (ambos derrotados de distintos modos) implicó, como en toda institución social de carácter jurídico , el olvido de las determinaciones que la atravesaban. Olvido que no se verica en la omisión de una cadena de datos, sino en ela boraciones y transformaciones de signicados hábiles para
articular un espacio social de inteligibilidad. Uno de los mecanismos esenciales de este proceso lleva el nombre de un concepto freudiano que ha sido utilizado en el abordaje del problema de la historia y de la memoria, y en la crítica del discurso de los derechos humanos por diversos autores: la Nachträglichkeit o posterioridad.6 La posterioridad es un requisito teórico de la crítica de los discursos concernientes a los derechos humanos en cuanto al relato anamnético que promueven. Lo peculiar en nuestra historia reciente es el protagonismo que han adquirido, incomparable con otros casos por su magnitud. La noción vigente concreta que hace posible este protagonismo es el carácter sustitutivo que ha debido adoptar el movimiento de los derechos humanos ante la supresión física de sujetos sociales integrantes de la trama política de contrapoder. Quienes se encontraran en condiciones de asumir ese papel luego del 6. Según Laplanche y Pontalis “1º Lo que se elabora retroactivamente no es lo vivido en general, sino electivamente lo que, en el momento de ser vivido, no pudo integrarse plenamente en un contexto signicativo. El prototipo de ello lo constituye el acontecimiento traumático. 2º La modicación con posteriori -
dad viene desencadenada por la aparición de acontecimientos y situaciones, o por una maduración orgánica, que permiten al sujeto alcanzar un nuevo tipo de signicaciones y reelaborar sus experiencias anteriores”. (Laplanche y
Pontalis: 281). Según Freud: “Se reprime un recuerdo que sólo posteriormente se volvió traumatizante” (citado por Laplanche y Pontalis: 282). Según Zizek: “Lo que caracteriza al registro simbólico es su modo especíco de causalidad, a sa ber: la causalidad retroactiva ... la ‘ecacia simbólica’ consiste en una continua ‘reescritura del propio pasado’, en incluir huellas signicativas del pasado en nuevos contextos que modican retroactivamente su signicado”.
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La pregunta por lo acontecido
exterminio, sólo podrían hacerlo en su carácter de sobrevivientes o testimoniantes de una cultura política perdida. La viabilidad discursiva en relación a un marco político sólo ha sido posible desde entonces en términos de entramado con las estructuras dominantes. Esto puede ser explicado por la consecuencia extenuante que provoca el trauma , pero parece plausible inferir que también existen componentes de refuerzo por parte de la matriz paradigmática que vuelven indiscernible, no solo la historia constitutiva del actual ordenamiento simbólico, sino también la trama de valores y prácticas que antecedieron (y provocaron imaginariamente) el exterminio. Las series de acontecimientos heterogéneos se categorizan en una matriz de juridicidad unidimensional negando, a veces explícitamente, otras por implicación o jerarquización invertida, cualesquiera otros rasgos pertinentes, incluso indispensables. Una declaración como la que sigue, proferida en relación con el atentado contra la AMIA es ejemplar: “Hacer de esto una nueva matanza de judíos, una guerra de árabes contra israelíes o una represalia del fundamentalismo islámico contra los judíos y árabes que quieren la paz en el Oriente Medio, es alejarnos del problema y seguir pensando que la muerte, la violencia criminal, el odio, no nos atañen. Lo que pasó ayer es un problema argentino. Lo que pasó ayer no se explica porque la comunidad judía sea la más numerosa de Latinoamérica o porque nuestro país haya entrado en los conictos del Primer Mundo o porque
las fuerzas satánicas del caos atenten contra la democracia. Pasó porque la muerte, la violencia, el odio, tienen un lugar posible y hasta hoy impune en nuestra patria” (Abelardo Castillo, “La muerte a la vuelta de la esquina”. Clarín, 20/7/94, p. 24). Muerte, violencia y odio ya no son componentes indeseables de la conictividad histórico social, o
de la tragicidad de la experiencia humana, sino anomalías funcionales que un orden normativo puede excluir denegatoriamente mediante una punición en este caso abstracta
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7. Huellas del pasado reciente en la Argentina actual (2000)
e indeterminada, pero ecaz (y ecaz por abstracto) como
concepto paradigmático. La negación sincrónica de la multidimensionalidad y heterogeneidad del acontecer histórico social se complementa con otra, fundante del círculo operacionalmente clausurado, que aporta el marco diacrónico. Reconoce como emergencia el fallo del juicio a las Juntas, en el que se instituye la retroactividad jurídica y se funda un orden simbólico al armar que el movimiento revolucionario se podría haber
reprimido con métodos que no fueran los ilegales. De ese modo se sutura un linaje normativo que da coherencia a la cohesión social y se legitima la correlación de fuerzas vigente. Comienza el relato que transforma el horror innombra ble del pasado en la inquietud manipulable del presente.
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8. MEMO RI A, HO RR OR , HI ST OR IA (2001)
I No hay ciencia de la tragedia ni del dolor. No hay unanimidad establecida alrededor de las explicaciones o las teorías apropiadas para abordar el horror. Sin embargo, el horror pone a prueba todas las explicaciones y todas las teorías. Se instala como un horizonte que desmiente por sí solo la caída postmoderna de los referentes. Ningún orden múltiple, ninguna serie de variaciones alrededor de la diversidad puede admitir eso en su seno. Las diferencias en la categorización y en la ponderación de la magnitud de eso no impiden asumir la idea de que allí se encuentra el límite de lo posible para lo humano, el límite mismo de lo humano. En una época en que se inquiere y se discute sobre los límites de lo humano, aquellas experiencias abismales no pueden sino producir la mayor inquietud, y el máximo compromiso político y cultural. Todo esto, antes y además de los procesos de degradación, trivialización, monumentalización y mercantilización de la memoria. Procesos en pleno auge, lo mismo que su empleo como coartada del orden social vigente en los países hegemónicos. Partir de esta premisa para abordar el debate sobre la transmisión de la memoria en la Argentina implica abstenerse de una versión interpretativa, así como tampoco formular los límites discursivos de tal debate. En este con109
La pregunta por lo acontecido
texto nos planteamos la necesidad de un examen amplio y desprejuiciado de la historia reciente, con la convicción de que sin ese examen, despojado de toda axiomática teórica, no hay futuro que valga la pena para nuestra sociedad. Sin referencia al pasado no hay educación, y el pasado de nuestra educación fue y es muy controvertido. Si la educación supone una incorporación de las nuevas generaciones a una tradición, nuestra educación, la que nosotros hemos recibido y la que sucesivamente no llegó a transformarse tanto como sería deseable, no nos preparó ni se propuso esa relación densa con el pasado. Lo que más bien es tradición entre nosotros es una disposición de autoritarismo excluyente, potencialmente cómplice. Una tradición de divorcio entre la escuela y la realidad histórica y, por lo tanto, también la realidad presente. Nuestra escuela heredó una promesa utópica emancipatoria sin inscribirse en prácticas sociales coherentes con ella. Recibimos la herencia de décadas de desarticulación entre los discursos y las creencias, entre lo ocial y lo extraocial, entre la formalidad jurídica y las
prácticas reales. Un modo de enfrentarnos a circunstancias semejantes requeriría debatir sobre esas desarticulaciones. No se puede ni se debe presumir que a un niño que se desmaya de hambre en el aula, un maestro despreciado en las prácticas reales, aunque sacralizado en las palabras de la demagogia, haya de convertirlo en un “sujeto de derecho”, en un “ciudadano”. Lo perverso de esa práctica, que no es responsabilidad de los maestros, sino delegación de las patologías sociales de nuestra propia identidad, debería ser motivo de conmoción. Quizás ese niño podría ser enseñado a construir una huerta para proveerse, aunque fuera, de lo indispensable, como parte de una asunción de prácticas reales. Si la escuela es también la institución que incorpora a las nuevas generaciones a la cultura, digamos que tampoco se lo constata entre nosotros. No se trata de imputaciones. Los estudiantes universitarios argentinos no suelen reclamar libros ni bibliotecas. No suponen que la biblioteca es 110
8. Memoria, horror, historia (2001)
un cimiento sin el cual la universidad se desvanece en su entidad, o directamente carece de la seriedad y viabilidad que le concierne. Y no lo hacen porque han aprendido que el libro es un objeto idolatrado, lejano, relacionado con monumentos y declaraciones pomposas e intencionadas, pero sin basamento en la realidad. No lo suponen porque la biblioteca, en nuestra sociedad, suele ser un mérito de coleccionistas privados, sin signicación como impulso
instituyente importante del estado ni de la mayoría de las entidades culturales no estatales. Se trata de un rasgo cultural disperso, en cuyo contexto no se puede ignorar el descuido y la vandalización de que son objeto las bibliotecas en general, motivado por el desprecio, la indiferencia o el escepticismo por uno de los cimientos esenciales de una esfera pública. Sin bibliotecas, archivos y museos que merezcan esos nombres, no hay verdadera esfera pública. Es curioso: la nuestra es una sociedad en la que se cree que una esfera pública depende solo de la libertad de expresión y de la producción cultural de cada momento, como si la imposibilidad práctica de acceder a lo que se dijo o produjo, tan sólo ayer, no fuera también un obstáculo denitivo para
la institución de un espacio común. Sucede que el debate sobre el horror implica también un debate sobre la cultura. La bibliografía es amplia y creciente, y debería estar disponible en algún lado. Sin bibliotecas y archivos, los monumentos y los museos están inhabilitados para cumplir las metas esenciales que se les atribuyen. La constatación del pasado desborda ampliamente, por supuesto, el pasado horroroso. ¿Por qué éste tendría privilegios, si las empresas relacionadas con el pasado son objeto de abandono y negligencia? Medios de comunicación sostenidos por capitales millonarios son incapaces de tener la iniciativa de construir un registro de “inmuebles en riesgo de extinción”, como contribución a la comunidad. En cam bio no se privan de llorar lágrimas de cocodrilo cada vez que la demolición de algún bien precioso ya está a mitad de camino, de manera irreversible. Esgrimen un texto este111
La pregunta por lo acontecido
reotipado, que se suele repetir ante los hechos consumados. Tampoco hay movimientos sociales signicativos que bre guen por esta causa. Las transformaciones extremas y brutales que padece urbanística y arquitectónicamente la ciudad de Buenos Aires sugieren el deseo inmanente del olvido. El ministerio de defensa se atreve a reivindicar el uso del edicio de la Escuela de Mecánica de la Armada para otro n que el de un museo. Lo único que puede haber allí sin es -
cándalo, después de lo que ocurrió, es un museo. Pretender cualquier otra cosa, como también sucedió con el gobierno anterior, que intentó demoler ese nido del horror, es un acto criminal. No puede calicarse de otro modo. Que el escándalo no se produzca se puede explicar por dos razones: la absorción de las energías por la pasión jurídica del castigo, cosa parcialmente justicada por la complicidad que todos
los gobiernos nacionales postdictatoriales han tenido con los asesinos, y el desfallecimiento de la sociedad argentina como consecuencia de una historia despiadada de padecimientos indecibles y no dichos. ¿Por qué razón el estado y la sociedad argentinos deberían preocuparse por las bases materiales que nos vinculan con el pasado, si no lo hacían desde hace mucho? Sin embargo, un suceso signicativo
sobre un aspecto del pasado tuvo otra localización. La sustracción de la identidad de los niños nacidos en cautiverio es un hecho monstruoso en sí mismo. Para denirlo como
tal no se requieren los argumentos familiaristas, positivistas y conservadores que se suelen sostener, y que llegan a veces casi hasta el ridículo con apelaciones a la “sangre” y a los “genes” que más valdría dejar de lado. El hecho es de una crueldad y monstruosidad obvia para cualquiera que pertenezca al dominio lingüístico. En todo caso, siempre que ocurrieron cosas similares, fueron interpretadas como abusivas y nefastas en extremo. Sin embargo, hay algo en que la dictadura no reparó, en el devenir de su locura y estupidez criminales, locura y estupidez que aún persisten en grados tolerados con excesiva indulgencia por los poderes públicos, signo de su sostenida complicidad. Al provocar una si112
8. Memoria, horror, historia (2001)
tuación masiva y sistemática de sustitución de la identidad, lo cual impediría mantener el secreto que hubiera dejado el hecho en el olvido, socavaron las bases mismas del estado nacional. En nuestro país, si hay una tradición, es la del celo por la identidad, los documentos, los procedimientos de identicación, la inclusión prontuarial de los ciudadanos.
No advirtieron que erosionaban un fundamento de la propia estructura estatal. Fundamento que no reivindicaremos. Por el contrario, cualquier programa mínimo de libertades civiles, como ha sucedido en grados insucientes, ha de
proponerse el debilitamiento del sesgo policial del estado argentino en cuanto a la administración de las identidades personales. Tanto socavaron esa estructura que, luego de la dictadura, la organización que pudo hacerse cargo fue una entidad privada de carácter familiar, con heroico esfuerzo y nula colaboración o aun obstaculización por parte del estado. El de las Abuelas pasa por ser un organismo de derechos humanos como los demás por lo monstruoso del acontecimiento por el que reclaman. No se puede exagerar en ello. Hay que contar asimismo con el encubrimiento que ha ejercido el estado con respecto a los apropiadores. No obstante, se presenta una paradoja: una vez restituidas las identidades, no solamente se procuran reparar, hasta donde ello es posible, las gravísimas lesiones padecidas por los afectados (y las irradiaciones hacia la sociedad que se producen también de manera inevitable). Además, se restituye al estado, de hecho, la función de control social que había sido cuestionada por el propio estado. Los hechos monstruosos se alinean por un lado en una serie, que comprende la tortura y el asesinato de los progenitores, la entrega a apropiadores –en muchos casos también responsables de otros crímenes–, la contumacia, la mentira y la persistencia en el error a lo largo del tiempo. Pero además de todo ello, el estado toleró y apañó la circulación de un número indeterminado de identidades y documentos falsos. Lo que resulta signicativo en este caso (a diferencia de la desaparición de
personas, que supone un descalabro jurídico para los fa113
La pregunta por lo acontecido
miliares, e implica otra forma de disolución estatal) es que prácticamente cualquier nacido en determinado período en la Argentina tiene un razonable derecho a sospechar que su identidad es falsa. Se trata de una fantasía que suelen tener los niños, y que en este caso se convierte en virtual posibilidad para casi cualquiera. Los documentos de identidad de una generación se devalúan; pasan por un cierto nivel de disvaloración, porque el estado que los provee, cómplice de un cierto número de falsicaciones, las encubre, en lugar de
encargarse él de la investigación. De modo cobarde y mezquino, se deja a las Abuelas que lo hagan. Primero, como parte de la lucha general por los derechos humanos, marco en el que su acción es corrosiva. Pero con el paso del tiempo, y el pasaje a retiro o envejecimiento de muchos perpetradores con la consiguiente pérdida de su poder efectivo, aparece la astucia, el pícaro aprovechamiento de lo que han hecho las Abuelas. Entonces, grandes cómplices o compañeros de ruta de los exterminadores, las premian, les agradecen y las incluyen entre los personajes del año de la revista Gente. Es el estado de anestesia que ha dejado el horror detrás de sí aquello que permite que personajes de la cultura, la justicia, la educación, el empresariado, los sindicatos, la jerarquía eclesiástica, que deberían limitarse a un discreto ostracismo, rogando porque no se les recuerde –en el mejor de los casos– dónde estuvieron, qué hicieron y qué dijeron, cuando ocurrió lo que ocurrió, en cambio son integrantes plenos de esa presunta esfera pública de la que participan libremente para “defender”, ahora, los valores democráticos. La ausencia de archivos, bibliotecas y museos es, de nuevo, la gran deuda de nuestra sociedad con los jóvenes. Cuando hablamos de escuela y educación apenas estamos hablando de la transmisión oral que podamos ejercer aquellos, de nuevo, elogiados con hipocresía y demagogia, pero vilipendiados en la realidad, que somos los docentes argentinos, en todos los niveles. Para la memoria no hay recursos. Lo que nos lleva a insistir en los aspectos materiales de la memoria no es una epistemología patrimonialista, que no 114
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practicamos ni nos corresponde practicar. Un estado y una sociedad negligentes en estos aspectos se condenan a la po breza colectiva de signicados. Pero además, y esto es mu cho más importante para nosotros, se trata de un síntoma. Un conjunto de prácticas que revelan cuál es la verdadera relación con el pasado y con el cuerpo social, más allá de lo que se dice o de las intenciones. En la concreción de las prácticas, nuestra sociedad no se concibe a sí misma como tal, no hay agregación, falta el tejido conjuntivo que establezca el sostén del colectivo. El propio exterminio fue producto, en parte, de esa impercepción. Lo que se les ocurrió hacer no fue planeado con malévola frialdad desde el principio como una arquitectura coherente, sino que, en base a un plan general, fue adoptando un rostro cuyos rasgos se conocieron en su plenitud con posterioridad a los acontecimientos. En realidad, acontecimientos semejantes no se terminan de conocer con plenitud. Suponer que los perpetradores tendrían una conciencia distinta a las de las víctimas, sobrevivientes y testigos implicaría atribuirles una mirada sobrenatural. El móvil que los llevó a pensar que no podrían combatir a su enemigo legalmente no era en sí mismo perverso ni irreal. Es propio de nuestra cultura suponer, primero, que las leyes deben determinar las prácticas sociales, y luego, dado que eso no ocurre así, comportarse de otras maneras que se describen con relatos de la picaresca o el ingenio, en el mejor de los casos. Actuar “por izquierda”, desconar de
la publicidad de los actos, es corriente entre nosotros. Quien no actuara así no podría sobrevivir, antes y ahora. La desarticulación entre leyes y prácticas reales, la ausencia de interacción entre ambas, el hecho de que las prácticas reales no sean fuente de inspiración de los enunciados que circulan en la superestructura, salvo para la represión, lleva a que la legalidad no se constituya en descripción de lo que ocurre, sino en una utopía. Son rasgos característicos de nuestra cultura. Hay que decir, sin embargo, que no fue ese el caso del movimiento revolucionario de los 60-70, que se rebeló contra el “orden” vigente, pero también en muchos sentidos 115
La pregunta por lo acontecido
fue una revolución cultural. Intentó imponer nuevas prácticas sociales. No lo consiguió. Involucró a una parte relativamente reducida de la población. Muy signicativa, pero no
mayoritaria. Hoy se piensa que algo semejante ocurrió con los fenómenos revolucionarios en otras latitudes. Fueron regímenes autoritarios los que instituyeron lo instituyente de la revolución, y fue la impostura de un estado naciente sobre el conjunto lo que mantuvo la continuidad de los nuevos regímenes. La represión de la dictadura argentina aplicó las lecciones de dos siglos de revoluciones. Mediante el terrorismo de estado y la eliminación de una masa demográcamente signicativa es posible abortar un movimiento
revolucionario. Cuando lo que se discute radicalmente es la ley misma, no hay una legalidad situada en un meta o supranivel que pueda dirimir el conicto. Tampoco en la gue rra. Los regímenes del derecho internacional tienen mucho más que ver con un pacto entre naciones hegemónicas que con la verdad de un orden supranacional supuestamente equitativo para todos los países. De hecho, tuvo que disolverse el mundo del socialismo realmente existente y abrirse el planeta entero a los mercados capitalistas para que, por un lado, las dictaduras horrendas se hicieran artefactos inútiles del pasado, y por otro lado, se requiriera de los socios minoritarios del mercado globalizado su integración a la etiqueta civilizada. Tiende a tornarse evidente que esa etiqueta civilizada, con sus falsas conciencias y enajenaciones, es la forma de vida menos alejada de la convivencia en las actuales circunstancias. Pero admitir esta evidencia no supone ninguna concesión analítica que encubra el carácter asimétrico e injusto que asume el capitalismo en tanto que orden internacional. Cuando se perpetraron los crímenes, hace no tanto, las naciones que ahora se pronuncian por la justicia y el derecho se limitaban discretamente al nivel retórico que no afectara sus intereses. Es entonces el mercado globalizado y abierto el que exige el cumplimiento de ciertas normas mínimas que garanticen la universalización de las sociedades abiertas en el grado suciente que permita 116
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los intercambios. No hay que ser economicista en este sentido. Desde luego que hay intereses materiales y económicos. Pero también hay intereses culturales. Hay formas de vida que proteger de los intercambios. Ahora que los totalitarismos del socialismo realmente existente han depuesto las barreras, aparecen las defensas por el otro lado. Los conictos que plantean los inmigrantes que van del tercer mundo hacia el primero son la contrapartida de la juridicidad que exporta el primer mundo al tercero. Ambos movimientos son lo que tiene para ofrecer cada mundo al otro en la tendencia creciente de los intercambios. El derecho globalizado no debería ilusionarnos. Nos alivia y nos presta cierto aliento respecto de los horrores del pasado, pero trae consigo este mundo en su versión más desventajosa. Al banquillo de los acusados no llega ningún general del Pentágono, ningún Kissinger, ningún estratega de alto nivel de los que todo lo sabían, y todo lo consentían, alentaban y encubrían desde el poder hegemónico. También estos aspectos son obturados por la puesta en el centro de la escena de los aspectos carniceros del horror. Estos son los que se entregan a la atención pública para la puricación social. Lo demás, que en verdad
fue incluso más decisivo, queda en las sombras. Las razones por las que el holocausto integra en forma tan armónica los discursos político-institucionales de las naciones hegemónicas no deben ser asumidas con ingenuidad. Mientras que en la Argentina la memoria de la dictadura se enfrenta a la resistencia de importantes sectores del estado ante la necesidad ineludible de construir monumentos y museos, en Washington se erige un museo que se articula con los símbolos de la nación. Si bien es cierto que las naciones del orden actualmente hegemónico fueron las vencedoras de la Segunda Guerra Mundial, ello no basta para explicar por qué el holocausto se convirtió progresivamente, y después de un período de pesado silencio, en un argumento de buena conciencia, instalado con comodidad en el centro de los discursos legitimadores de los poderes hegemónicos. Y esto se extiende en general a los discur-
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sos de los derechos humanos. Las naciones hegemónicas organizan una ideología de la democracia y el mercado globalizados y universales, legitimados por enunciados éticos que se aplican en forma unilateral desde el centro hacia la periferia. El celo condenatorio aplicado contra los criminales latinoamericanos no persigue de ninguna manera a sus sostenedores de los países centrales. Lo acontecido en América Latina no hubiera sido posible en la forma y la magnitud que tuvo sin el consentimiento e incluso la participación y la aprobación de las naciones hegemónicas. El hecho de que este argumento sea aprovechado por los criminales del terrorismo de estado latinoamericano para justicar sus acciones carece de relevancia. Pueden usar
los argumentos que quieran. Argumentar ha quedado fuera de la esfera de sus posibilidades. No pueden participar de ningún diálogo auténtico y legítimo que no sea el de su defensa en un juicio penal. El hecho de que esto no ocurra así en la esfera pública sólo nos habla del escaso progreso que hemos alcanzado en relación con la verdad y la superación del horror. Programas de televisión que colocan frente a frente al torturador y su víctima deberían considerarse aun más graves y delictivos que una exhibición de la pornografía más sádica y ofensiva. Sin embargo, se toman con relativa naturalidad. Incluso víctimas de torturas y familiares de desaparecidos nos han gobernado todos estos años postdictatoriales, haciendo de esa terrible experiencia un empleo justicatorio de políticas de injusticia y regresión
social. Semejantes actitudes contratestimoniales no hacen más que conrmarnos la fragilidad del testimonio como tal.
La experiencia puede ser el sustrato de un curso consciente o de una reexión, pero también puede ejercer un papel en
apariencia neutral o incluso convertirse en una coartada. Por otra parte, señalar la univocidad de la mirada ética de los países centrales no supone en modo alguno dejar fuera de consideración el hecho que se ha impuesto en forma contundente con la caída del muro. Dentro de sus fronteras, y a través de algunas acciones hacia afuera que comprenden 118
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la propia persecución de criminales de guerra, constituyen las formas de vida que se pueden denir como el mal menor
en el mundo contemporáneo. No hay otra forma conocida de convivencia a la que podamos recurrir. Negarlo no sería sensato. También son esas sociedades las que experimentan lo más similar a una esfera pública, y resultan ineludibles como referencias para un juicio crítico de las formas de vida en general, si se las entiende en términos de concreciones y realidades comprobables. ¿Cómo ejercer entonces una crítica radical de la memoria? En el marco de los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial, el pensamiento crítico encuentra a la barbarie anidando en la cumbre de la cultura. El horror fue posible en forma connivente con lo más elevado de la cultura, en su exceso, no en su defecto. Uno de los pasajes conmovedores de un libro que no carece de ellos, tiene lugar cuando Jorge Semprún, en Aquel domingo , relata entre sus memorias de internado en Buchenwald cómo era la biblioteca del campo de concentración. Cómo él, un militante comunista español que conocía la cultura alemana y hablaba muy bien el alemán, por lo que recibía una cierta atención de los SS, toma ba en préstamo libros de Hegel y Goethe de esa biblioteca. “Buchenwald”, bosque de hayas, por el que se paseaban, conversando, Goethe y su amigo Eckermann. Goethe fue un nombre que los nazis pensaron darle al campo, pero nalmente se decidieron por “bosque de hayas”. El caso
argentino no contrasta con el alemán por oposición. No hemos dicho más arriba nada acerca de una presunta carencia cultural. El horror puede tener relación con el exceso de cultura, pero no con su defecto. La piedad no interroga a la cultura. La tragedia de la cultura consiste más bien en que puede ahogar y disociar la sensibilidad de maneras que resultaron sorprendentes e imprevisibles para la mayoría. Cuando se trata de discutir nuestros rasgos culturales, entonces, el problema radica en reformular los modos corrientes de relación que existen entre lo fantástico y lo real, entre los discursos y las prácticas. Constatar la negligencia 119
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y el desinterés con respecto a ciertos aspectos de lo cultural por la sociedad y el estado argentinos no destaca tanto una carencia como la contradicción entre las expectativas y los valores declarados, y las formas sintomáticas en que se desenvuelven las acciones. II Una de las diferencias que existen entre el holocausto y la represión exterminadora del Proceso atañe a lo que am bos sucesos tienen de especíco en relación a los relatos que
dan cuenta de lo acontecido. El holocausto ha dado lugar a un relato establecido. Sus perpetradores se han constituido en el paradigma del mal en forma que, en general, no suscita mayores controversias en ese aspecto. Además, no tienen entidad, o la que aún pueden mostrar es de ínma categoría,
prohibida por ley en diversos sitios, y objeto de repulsión generalizada. Cualquier debate sobre relativismo ético o losóco emplea el apelativo del nazismo como una eviden cia de los límites de lo concebible y realizable, sin que eso requiera mayor examen. Quien postule un mayor debate al respecto, se coloca de inmediato fuera de la corriente principal de los discursos disponibles. Revelar el pasado cómplice o culpable de personas en edad madura que ocupan determinados cargos públicos lleva a grandes escándalos que no admiten réplica. Lo que se discute “intelectualmente” en todo caso, no es el carácter de lo que ocurrió, sino más bien lo que permitió que ocurriera, la magnitud y el carácter de la responsabilidad, así como el problema del “después de Auschwi”. Lejos de estar resueltos, estos problemas, sin
embargo, no arrojan ninguna duda sobre la distinción absoluta entre la Segunda Guerra Mundial, por un lado, y el exterminio, por el otro, de judíos, gitanos, homosexuales, comunistas. Dicha distinción ya estaba situada en las propias acciones nacionalsocialistas, aunque se articulaba, no obstante, con la concepción de la ideología totalitaria que vinculaba la solución nal con la respectiva doctrina de la
guerra y el destino alemán. La discontinuidad entre el juicio
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de postguerra sobre lo ocurrido y lo que pensaban o creían los perpetradores es tajante y denitiva.
El drama argentino de los desaparecidos tiene características diferentes. Las que se reeren a la continuidad jurídica
e institucional de las instituciones del estado argentino son más o menos obvias o conocidas, o deberían serlo. Lo que resulta completamente distinto es lo que atañe a las relaciones de continuidad y discontinuidad entre los siguientes fenómenos. La historia argentina no registra institucionalidad democrática consistente entre 1930 y 1984. La institucionalización democrática de 1984, por diversas razones, se erige sobre un mito fundacional retrospectivo. Ese mito se basa en el supuesto de que tanto los actos de violencia del movimiento revolucionario de los 60-70 como la represión militar de los 70-80 transgredían un orden jurídico que se restituyó, con enmiendas y perfeccionamientos, en 1984. De esa manera, el Juicio a las Juntas se sitúa como el acto instituyente del retorno de la democracia. El paralelismo entre los dos actores de los enfrentamientos, al menos en el mero plano de la oposición ideológica, antes de abordar los acontecimientos reales, es una premisa ineludible de la doctrina institucional sobre la que se sostiene el estado argentino de la postdictadura. La sentencia del Juicio a las Juntas sostiene que los comandantes son condenados por haber llevado a cabo una represión ilegal. Dicha doctrina presume que podrían haber reprimido de manera legal. Este supuesto de legalidad entraña dos problemas. Primero, el mencionado de que no existía una tal legalidad que pudiera esgrimirse con la consistencia con la que en cambio podría plantearse en la actualidad, en el caso de que se produjera algún acontecimiento formalmente similar desde el punto de vista de los aparatos del estado. En segundo lugar, tal premisa trata a los actores reprimidos por la dictadura como si hu biesen sido integrantes de algún pequeño grupo terrorista o extraparlamentario, como fueron los casos europeos de las Brigadas Rojas o el grupo de Baader Meinhof. Estos pequeños grupos completamente desligados de movimiento social alguno pueden ser reprimidos en forma legal por un 121
La pregunta por lo acontecido
estado dotado de legitimidad democrática, y aún así suscitar movimientos intelectuales y artísticos enérgicamente cuestionadores del accionar de la represión legal, desde el punto de vista de los derechos humanos y los análisis de los conictos sociales, como ha sucedido en Europa con respecto al terrorismo. La descripción de los procedimientos procesistas como ilegales obtura este otro aspecto. Siempre que se ejerce la violencia en forma contraria a los aparatos del estado hay un problema, problema que apela a las energías creadoras de una sociedad para encontrar, como mínimo, un síntoma de malestar, de disfuncionalidad, de discrepancia entre lo que el poder dice de sí mismo y lo que efectivamente acontece en la realidad social. Esto implica que en ningún caso, ni aún los mencionados, de grupos irrepresentativos, que no poseen la menor pretensión de liderar movimiento social concreto alguno, es válida la mera referencia a una represión legal que hace su trabajo limpio mientras el resto de la sociedad se dedica a sus menesteres de felicidad. Que esto fuera obturado por la autoproclamada refundación de la democracia en la Argentina explica, o se imbrica de distintas maneras, con la historia de la violencia postdictatorial que no ha tenido tanto que envidiarle a la anterior, aunque no lo percibamos de esa manera (y esta falta de percepción actual es un problema esencial para el análisis de la cuestión de la memoria). Un trauma es un agente externo al sujeto que le ocasiona una lesión, y que se articula en su historia y su memoria, dando lugar a la producción de entidades signicativas,
sintomáticas o lingüísticas susceptibles de interpretación. Los traumas comprenden circunstancias accidentales para el individuo singular, pero se presentan en forma constante como conjunto en la población, en determinado período de tiempo. Por lo tanto forman parte de la historia humana. Tal parece que los exterminios, en una época en la que la población humana ha adquirido nuevas características demográcas a partir del crecimiento experimentado durante
las últimas centurias, pasan a integrar el conjunto de las posibilidades ante las que se enfrenta toda vida humana. 122
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En ese repertorio se cuentan, desde que ha emergido la cultura, las guerras, las epidemias y las catástrofes naturales. Los acontecimientos del horror plantean dos posibilidades interpretativas: o se los considera integrantes de esa nueva serie histórica, en tanto que “genocidios”, o se les atribuye un carácter singular, por su particularidad, pero también porque estarían estableciendo una discontinuidad radical en el devenir histórico. En última instancia, la discusión es indecidible. Pero distintos marcos de referencias teóricas, éticas y estéticas, plantean también diferentes consecuencias. Hemos preferido la interpretación de la discontinuidad radical, que solo es atribuible con plenitud a un acontecimiento singular, el de la solución nal. En la postguerra se plantea la posibilidad de identicar acontecimientos que
mantienen con el exterminio de los judíos distintas relaciones de similitud. Dichas relaciones de similitud no tienen ningún vínculo con el tipo de anidad que se emplea en
las ciencias para establecer categorías taxonómicas. Cuando cotejamos eras geológicas o especies de seres vivos, incluso cuando empleamos metodologías objetivistas en las ciencias sociales, estamos prescindiendo epistemológicamente de la dimensión subjetiva en el devenir histórico del objeto. Lo que determina anidades entre el fenómeno argentino
de los desaparecidos y algunas limpiezas étnicas más recientes es la inspiración nazi recibida por los perpetradores con mayor o menor conciencia, con mayor o menor deli beración. Cualquier acto humano se remite a una historia de prácticas e ideas que conguran formas de hacer y de
pensar sobre las que establecer un curso de acción actual. La historiografía puede establecer con rigor la pertinencia y el detalle de semejantes relaciones “cognitivas” entre diversos perpetradores y sus antecesores. Aun sin semejantes estudios especícos, los indicios con que contamos son sucientes para atribuir una precedencia del fenómeno de
los desaparecidos en la represión francesa en Argelia y en la solución nal. A su vez, los perpetradores franceses de
Argelia no carecieron de simpatías con el nazismo. Desde el punto de vista teórico, el carácter paradigmático del nazismo se verica en la irradiación de las inuencias que 123
La pregunta por lo acontecido
produce con posterioridad. Ello no requiere demostración de carácter lológica. Es un fenómeno histórico serial. Es
incluso un lugar común de la industria cultural, en la que la representación del mal y la crueldad extrema se remiten sin dicultad ni necesidad de mayores explicaciones a los
símbolos del nazismo. Se podría atribuir esta facilidad al triunfo de los aliados y al desplazamiento metonímico del mal expulsado de la conciencia de Occidente y radicado en los símbolos nazis, pero el nazismo es un movimiento viviente, aunque solapado en sus manifestaciones directas, que prosigue ejerciendo efectos directos sobre la actualidad. Si bien la relevancia del carácter propiamente nazi de estos fenómenos es escasa en cuanto a sus propiedades causales, desde que la historia humana ha creado el engendro del nazismo, este se encuentra disponible como fuente de inspiración para cualquiera que se reconozca en sus principios. Esta es probablemente la razón por la que en última instancia es lícito el comparativismo. Allí donde hay historia, memoria y ética, hay comprensión. Sólo puede haber lazo social, tramas de continuidad histórico social donde hay comprensión. Término que signica también inclusión. Cuando se arma que los aconteci mientos del horror no pueden ser comprendidos, se acierta en que no es posible establecer un lazo con aquello que por denición pretende mi desaparición. Esto es lo inolvidable
e imposible de recordar, porque remite más que a mi muerte, al olvido de mi muerte. Puedo recurrir a la historia cultural de los lazos trágicos, poéticos, rituales con mi muerte, culmen de lo irrepresentable para mí. Aquello que más me concierne y que no puedo ver de ningún modo imaginable. Tratándose de ciertas situaciones de lucha política o de tragedia histórica, puedo representarme la persecución, el rechazo, el dolor y el exilio. Sé por la experiencia de las generaciones que me han precedido, qué es lo que me espera en mi vida. Pero eso otro es tan diferente e incomparable, es tan imposible además de olvidar como de recordar. Entonces: no lo puedo comprender, porque no lo puedo eslabonar con ningún otro fragmento lingüístico. Pero hay otro sentido se ntido en 124
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el que sí se presenta la comprensión como gura posible. En
un sentido mucho más abarcador, la discusión sobre lo sucedido a la especie humana, al lenguaje y a la cultura, desplaza el problema de lo jurídico y de los perpetradores –plano en el que ineludiblemente los acontecimientos se eslabonan y asimilan de hecho al sistema de signos históricos–, lo desplaza al plano sistémico, epistémico y epocal. En ese plano, la comprensión, en términos de lo que ello pueda signicar
–cargados de incertidumbre y de preguntas sin respuesta– es la única vía posible para la reconstitución de una matriz de inclusión que apunte a la continuidad histórico social. Hay razones para pensar que la potencialidad para la continuidad histórico social está siendo cuestionada desde una dimensión aparentemente desvinculada de los acontecimientos del horror: a saber, la revolución industrial, de la subjetividad, y del lenguaje actualmente en curso. Si los acontecimientos del horror forman parte de la episteme que nos contiene en la actualidad, y en todo su alcance, lo que nos horroriza es más que lo ocurrido, lo que puede ocurrir. Lo que nos horroriza es el futuro. Presenticado, ahora. ¿El
castigo? ¿Lo jurídico? Integran las condiciones mínimas que requiere un estado de derecho democrático y legítimo según sus propios términos. Esos son los términos que alcanzaron ciertas formas de convivencialidad en la Europa de postguerra y que, en la actualidad, no vemos que se hayan alcanzado en nuestro país. Si la memoria está ligada al saber que asegura la continuidad de los signicados a través de las generaciones, los
acontecimientos del horror no han consistido meramente en en traumas, como pueden ser distintas experiencias terribles, como las guerras, las pestes o los terremotos. Los acontecimientos del horror han sido producidos como acciones destinadas a intervenir en la continuidad transgeneracional para producir transformaciones histórico sociales irreversi bles. Y lo han logrado. Siempre que se lo han propuesto, lo han logrado, aunque no fuera en los términos planteados explícitamente en el origen de lo planeado. Al proponerse intervenir en la historia, lo han hecho como parte del con125
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junto de marcos categoriales a los que pertenecen tanto las ideas revolucionarias de la emancipación, desde las revoluciones modernas en adelante, como el proyecto ilustrado del progreso indenido y de la superación permanente de
formas culturales abandonadas, olvidadas o destruidas. Los acontecimientos del horror son formas extremas, radicales y paradigmáticas de llevar a cabo transformaciones histórico sociales. Si se los interroga en forma supercial, como
sucede en general, aparecen como sucesos procedentes de algún exterior imaginario. Los interrogantes radicales se enfrentan con que entre el progresismo de la modernidad, las revoluciones emancipatorias y las acciones del mal radical, del horror exterminador, hay lazos, tramas y signos de inteligencia que indican su pertenencia epocal a una misma matriz. No es posible, en denitiva, abordar unos
sin señalar las relaciones complejas y contradictorias que se identican con los otros. Nuestro rostro se ve en el horror
como en un espejo. La imagen que devuelve ese espejo es insoportable si se trata de dejar intacto el mundo en que vivimos con aparente naturalidad, ya sea en forma próspera o expectante de prosperidad por los pretextos que sean. Por el contrario, para aquellos que experimentan este mundo como insoportable, la imagen que devuelve el espejo, remite si no a la comprensión que perdona, por lo menos a la que tiene lugar al enfrentarse a la imposibilidad de abarcar el problema. Esa imposibilidad, asumida como tal, puede remitir al único horizonte ético plausible en una época como ésta. Se trata de guardar un silencio cálido y reconcentrado, recon centrado, una predisposición a la im-potencia y a la abstención contemplativa. Es en el arte, la poesía, el cine, donde encontraremos algunos caminos transitables. Mencionemos como expresión pedagógica apropiada, por ejemplo, Rapsodia en agosto , la película de Akira Kurosawa. Ese lm no trata de otra cosa que de la transmisión de la experiencia trágica. En principio, las sobrevivientes no hablan. Cuando se reúnen a “recordar”, la ceremonia de la memoria consiste en permanecer sentadas en silencio durante horas. Los nietos de las sobrevivientes, cuando ven que la abuela y su amiga recuerdan así, se encuentran con el pasado de la forma en 126
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que es posible para ellos. Los niños, los nietos en el lm,
son la única esperanza, poque la generación de los hijos de los sobrevivientes sólo pueden y quieren medrar en las condiciones de dureza del capitalismo de postguerra y, por lo tanto, sólo quieren olvidar. Los niños son los que reparan el viejo armonio que les permitirá recordar, interpretar, tocar y cantar una antigua y sencilla canción que expresa la serenidad que produce la contemplación de la tragedia de vivir. El monumento que recuerda el holocausto atómico de Nagasaki está ahí, construido del mejor modo para expresar que se trata de lo inexpresable. Pero es Kurosawa quien nos muestra ese monumento. Elige entonces el momento en que los niños salen al recreo, ya que se nos presenta un monumento situado en una escuela. Mientras un grupo de sobrevivientes se acerca al monumento, mientras varios sobrevivientes ciegos –por la bomba atómica– ponen sus manos sobre el monumento, expresión de lo sublime, no representable mediante imágenes, la familia protagonista de la película asiste a la escena. Decenas de niños irrumpen gritando con esa energía inmensa que fue contenida en el aula, y que al salir al recreo presenta una imagen difícil de sustituir de la libertad, la vitalidad, el juego y la alegría. Y el marco en que los protagonistas asisten al ritual memorialismemo rialista, junto con el grupo de sobrevivientes ciegos y paralíticos que prestan sus cuidados al monumento, es ese bullicio vital que nos suscita un asombro melancólico. Es la poética de Kurosawa la que permite montar un fresco de la tragedia, sin que el componente de lo vital, lúdico y alegre se convierta en el optimismo infame y obsceno que caracteriza a las películas de Spielberg, en las que el dolor se transforma en felicidad, happy ending. Lo pedagógico, adelantándonos al debate seguro que producen las armaciones críticas que
postulamos, y que no pretendemos demostrar aquí, lo pedagógico es, en todo caso, ese debate. Porque el mero hecho de estar en contacto con una obra de arte, o con cualquier producto cultural o intelectual no garantiza los resultados. A diferencia de lo que sucede con otras enseñanzas, esto no lo podemos señalar, sólo podemos manifestar nuestra inquietud trágica, nuestro atravesamiento sensible e inte127
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lectual por la tragedia, y nuestra imposibilidad radical de mostrar eso. El nal de la película es decisivo. La abuela en loquece. Sale corriendo debajo de una lluvia torrencial con un paraguas que rápidamente se desarma e inutiliza y que sigue enarbolando en su carrera como un símbolo de la impotencia. Pero su móvil es la locura de amor, el deseo irrefrenable de cambiar el mundo. La energía que despliega la anciana en su carrera es de tal magnitud que sus familiares más jóvenes no la pueden alcanzar. Su locura es la locura de amor, locura trágica que indica lo que el legado cultural nos ha otorgado, la posibilidad de vivir en un mundo en el que “mejor es no haber nacido”.
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9. VIOLE NCIA, SUBJETI VIDAD Y TE OR ÍA CR ÍTI TICA CA:: TE NTA NTATI TIV VAS PARA PENSAR Y E SCRIBIR HOY EN LA AR GE NT IN INA A ( 2 001)
En el transcurso de los últimos años de la década de 1980 y los primeros de la década de 1990 se constituye en la Argentina un conjunto de representaciones y prácticas alrededor de la problemática de los derechos humanos en términos susceptibles de ser descriptos como pertenecientes a un “paradigma punitivo”. 1 Hacia nes de los 90, la emer gencia y consecutiva profundización de la problemática de la seguridad2 en los grandes centros urbanos demanda del análisis cultural la identicación de las formaciones
discursivas que, instituidas a partir de aquel “paradigma punitivo”, parten de las premisas que lo caracterizan y las extienden como matriz conceptual subyacente a la particular constelación discursiva, en términos de “pánico moral” que atraviesa a las representaciones de la violencia en el presente. El carácter paradigmático que adquiere la punición en el contexto actual de la Argentina se extiende en diversas direcciones y adquiere el carácter conformador de las explicaciones que denen a un núcleo paradigmático. 1. Cfr. capítulo 4. 2. Cfr. 2. Cfr. caps. 5 y 7.
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La pregunta por lo acontecido
Los acontecimientos del horror, tal como han tenido lugar en la Argentina, dan lugar a una situación en la que lazo social y esclarecimiento se vuelven términos de un par antagónico. Allí donde esto ocurrió, en la medida en que se plantee la explicitación de las consecuencias, aparece un interrogante sobre las condiciones de continuidad histórico cultural (o, en otras palabras, de conservación del lazo social). Dicha explicitación es intrínsecamente imposible, porque es imposible la realización de la investigación o el juicio necesario para determinarlas. El debate sobre la generalización de la responsabilidad no es simplemente una discusión moral, sino también una requisitoria sobre el lazo social. Ampliar la investigación a todas las acciones que, habiendo tenido lugar, fueron indispensables para que pudiera ocurrir lo que ocurrió daría lugar a una suerte de ataraxia generalizada. Ni siquiera se puede postular cómo sería, salvo en un sentido muy utópico. En parte, el debate sobre esta cuestión resulta perturbador porque activa la imaginación en una dirección extremadamente conictiva.
Si tantos han sido responsables, o bien lo sucedido se integra a la tradición, o bien se disloca la propia tradición –en el
sentido de una comunidad histórica con la que denir lazos
de continuidad–. El juicio a los comandantes fue la forma hallada para limitar la discontinuidad a una dimensión tolerable para el lazo social. En la Argentina, dicha continuidad parece articulada alrededor de la institución de una conciencia normativa, de orden punitivo, en la que es apreciable un devenir evolutivo de las formas de la violencia. Las premisas que subtienden los actuales discursos concernientes a las modalidades del “pánico moral” son homólogas de los lenguajes totalitarios que prevalecían en la dictadura. Los discursos de los derechos humanos han venido a constituir formas de transición entre las modalidades represivas ilegítimas de la dictadura y las modalidades normativas-represivas legítimas de la democracia en su era neoliberal. En este sentido es notable el papel que han desempeñado los lazos de liación, en una 130
9. Violencia, subjetividad y teoría crítica: tentativas para pensar... (2001)
historia en la que devienen sustitutivos de otros lazos, como los solidarios-utópicos. Una sociedad en extrema fragmentación, donde los vínculos se denen prioritariamente alre dedor de la propiedad y el intercambio de ujos nancieros
y devenires consumistas, sólo admite como vínculo reconocible el de las proximidades familiares más cercanas. Y el modelo se extiende en distintos ámbitos. Estar afectado pasa a entenderse como estar directamente afectado (en el sentido consanguíneo). Nociones como las de fraternidad universal o solidaridad general se tornan impracticables e inconcebibles, y disueltas sus condiciones de posibilidad.3 Por otra parte la distinción humano/inhumano atribuye el segundo término a los actores responsables de las rupturas liales, es decir, los perpetradores, de modo que se
introyecta inadvertidamente una taxonomía de lo propio/ extraño más afín a la clase de conictos violentos que tienen
lugar en la actualidad política internacional, que a cualquier noción originada en la historia de las luchas emancipatorias. Lo que nos interesa destacar es que estos fenómenos abren un campo de distinciones en el que tiene lugar la mutación de lo que distingue a lo humano, plantea la emergencia de lo inhumano en términos de metamorfosis de la especie, y señala las condiciones de posibilidad del nuevo orden.4 Una pregunta que cabe formularse es acerca de la correlación entre la reexión, la investigación, el estatuto de
los escritos –tales como los académicos y ensayísticos– que no responden en apariencia a las urgencias señaladas por los medios de comunicación y la creciente aceleración de las transformaciones culturales e histórico sociales. Un concepto de obsolescencia aplicable a los productos intelectuales podría derivarse ya no de las determinaciones de un mercado regido por criterios econométricos, simbólicos 3. Ib. 4. La obra de los últimos años de Lyotard contiene numerosas indicaciones incisivas al respecto.
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La pregunta por lo acontecido
o “materiales”, sino por la situación de metamorfosis que parece desplegarse sin pausa y sin apelación posible en un conjunto de planos superpuestos, heterogéneos y concebi bles como un exceso, una desmesura respecto de los discursos disponibles. En circunstancias tales, el uso de conceptos sometidos a cierto grado de invariancia 5 se presenta como un fenómeno acentuadamente determinado por las inercias institucionales y las necesidades simbólicas, antes que por los dictados del esfuerzo reexivo. Si se trata de atender a lo
que acontece, las categorías disponibles tienden a tensarse hasta el límite en que se trata de considerar un estado de mutación como fondo constante cuya identicación se hace
ineludible. En lo que concierne a los problemas vinculados con la violencia, la guerra y la justicia (problemas de incidencia esencial para el análisis cultural del presente argentino y de su historia reciente) la cuestión que se presenta, desde nuestro punto de vista, sería la siguiente: como conceptos, los citados son articulaciones discursivas seculares, que han atravesado la historia cultural desde sus inicios, en el sentido de que la han constituido y forman parte de lo que dene la cultura misma. Por otra parte nos hallamos ante la
emergencia de fenómenos y conceptos devinientes del campo de la tecnociencia, en donde la noción misma de novedad podría ser revisada, dado que las transformaciones en 5. “ ... los conceptos nuevos tienen que estar relacionados con problemas que sean los nuestros, con nuestra historia y sobre todo con nuestros devenires. Pero ¿qué signican conceptos de nuestra época o de una época cualquiera?
Los conceptos no son eternos, pero ¿se vuelven acaso temporales por ello? ¿Cuál es la forma losóca de los problemas de la época actual? Si un concepto es ‘mejor’ que uno anterior es porque permite escuchar variaciones nuevas y
resonancias desconocidas, porque efectúa reparticiones insólitas, porque aporta un Acontecimiento que nos sobrevuela. ¿Pero no es eso acaso lo que hacía ya el anterior? Y así, si se puede seguir siendo platónico, cartesiano, kantiano hoy en día, es porque estamos legitimados para pensar que sus conceptos pueden ser reactivados en nuestros problemas e inspirar esos conceptos nuevos que hay que crear. ¿Y cuál puede ser la mejor manera de seguir a los grandes lósofos, repetir lo que dijeron, o bien hacer lo que hicieron, es decir crear
conceptos para unos problemas que necesariamente cambian?” ( Deleuze y Guaari, 1993; 33).
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curso afectan las instancias más elementales y originarias. Una alternativa metodológica que aparece como sugerente viene dada por la necesidad de reexionar en planos con trastantes, antagónicos y en permanente movilidad: a saber, la intersección entre nociones “eternas” tal como han sido creadas en el sentido de “la institución imaginaria de la sociedad” y nuevas nociones en proceso de mutación tal como están emergiendo en el presente en un sentido instituyente. Dejar de lado una de las dos dimensiones nos arroja, en un caso, en un seudoconservadorismo falsamente nostálgico de un pasado indiscernible, y en el otro, en una apología de la novedad, o simplemente en descriptores epigonales de las transformaciones tal como reestructuran el campo de lo existente, en un sentido performativo. Desde luego, se trata de los polos extremos de un gradiente amplio. Lo que predomina entre los discursos circulantes es más bien un desplazamiento a la semiinconsciencia, o a los límites del lenguaje, en lo que concierne a la magnitud y cualidad que caracteriza a los acontecimientos a que asistimos en el contexto del presente horizonte cultural. Los fenómenos de fragmentación cuya descripción y producción se han vuelto lugar común suelen considerarse aún como variantes que comparten un fondo común: diversidades clasicables en una grilla de distinciones categoriales per tenecientes a sistemas reconocibles. Sin embargo, el esfuerzo teórico contemporáneo se había planteado una tarea más am biciosa en el plano teórico, aunque infructuosa y sin destino en cuanto a las posibles consecuencias político sociales. La noción de heterotopía tal como fue adoptada en asociación con el emblema borgiano6 de los animales de la enciclopedia china, dio lugar a cierta productividad losóca y estética,
pero es dudoso que se haya asociado a una meta esclarecedora de lo histórico social. Asistimos a un esteticismo de la heterotopía con sus promesas de libertad y diversidad, así 6. En particular, a través de la lectura que hace Michel Foucault en el prólogo de Las palabras y las cosas.
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La pregunta por lo acontecido
como de indiscernibilidad y por lo tanto inmediata desmentida de cualquier promesa, es decir, juego sensible desligado de lo que aún pudiéramos pretender como “realidad”. Por otra parte asistimos al desenvolvimiento de una concepción homogeneizante de la diversidad, en la que la reexión cul tural y política se aplana y pierde signicatividad en favor de taxonomías inocuas que derivan nalmente de nuevo en
neoesteticismos de la diferencia. Mientras tanto se trataría de formular la hipótesis de que nos encontramos frente a una hiperuidez de la materia
simbólica histórico social, a la vez que frente a un cauce de dirección indeterminable en cuanto a las constelaciones instituyentes, pero identicable como tendencia, como fuerza
que dicta un rumbo e instala una polaridad en el campo del poder. En la medida en que resulta indeterminable el carácter de lo que acontece, y por lo tanto de lo que está en juego, no es posible arribar a cierta paz descriptiva ni teórica, ni siquiera si se complacen los esquemas prevalecientes. Se trata de articular tres nudos problemáticos: En primer lugar, la serie de los acontecimientos “violentos” u “horrorosos” que tienen lugar a lo largo del siglo XX, por lo menos desde la Primera Guerra Mundial, y que establecen una discontinuidad radical con la historia precedente. En el caso de la Argentina, el suceso de los desaparecidos aporta un término signicativo a la serie. Dicha serie no se caracteriza solamente
por una casuística de intensidades, sino de cualidades. Desde las perspectivas teóricas conceptuales y estéticas se desenvuelven problemáticas especícas que dialogan con esos aconte cimientos, en términos de una crítica de las representaciones, los límites del lenguaje, la indecibilidad del horror y las consecuencias lógicas en otros planos de la realidad histórico social. 7 7. “La esencia del Gestell no se desenvuelve como destino, sino como “peligro”, Gefahr , porque el ser, en la técnica, se entrega (“se envía”) como un fondo que permanece a disposición. Ese peligro que se revela indiferentemente, según Heidegger, en lo agro-alimentario, el armamento nuclear, el endeudamiento y el hambre del Tercer Mundo, –y en el exterminio–”. ( Lyotard , 1995; parágrafo 23.)
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En segundo lugar, la constitución de una trama normativa apropiada para abordar la dislocación entre las viejas estructuras histórico políticas y las posibilidades de reanudación del lazo social a partir de un proyecto de superación del horror. En este terreno se instituye la discrepancia existente, por un lado, entre los enfoques que podríamos llamar “racionalistas críticos” (en el mejor de los casos) y, por otro lado, los “postestructuralistas” y “críticos trágicos”, que en algunos casos se superponen e intersectan. Ambos comparten una misma intensidad confrontativa con el racionalismo normativo vigente en buena parte de las ciencias sociales y el denominado “progresismo”. En tercer lugar, el problema de la tecnociencia, entendido desde una perspectiva excéntrica. Es decir: aquella que deja de lado en diversos grados el compromiso con los núcleos paradigmáticos vigentes. Esto supone una distancia variable8 –pero indispensable– desde esos núcleos. Si bien las perspectivas constructivistas y relativistas del conocimiento pueden apelar a su respectiva tradición losóca, en el contexto que estamos tratando de signicar
interesa lo que implican en sus determinaciones vinculadas con los “actos de habla”, en cuanto a las transformaciones efectivas de lo real. Además de la extensa bibliografía de corte epistemológico acerca del estatuto de lo real, aquí se trata de considerar, ya no el orden de la relación mentecuerpo, o las problemáticas de la percepción o de las representaciones, sino el proceso de mutación del receptor mismo, de las condiciones materiales de la recepción y de las modicaciones radicales en la naturaleza y los límites
entre distintas instancias.9
8. Las posibles variaciones en esa distancia y las contingencias a las que han dado lugar se pueden ejemplicar en las oscilaciones y retractaciones que
planteó Thomas Kuhn con su texto clásico, La estructura de las revoluciones cientícas (en particular, postfacio de la edición de 1969). 9. Cf. Donna J. Haraway, 1995: 256 y ss. Señala “tres rupturas limítrofes cruciales”, a saber: la frontera entre lo humano y lo animal, la distinción entre
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La pregunta por lo acontecido
Una lectura de las perspectivas de corrientes como la frankfurtiana, de autores que por n han de leerse desde
una matriz “postfrankfurtiana”, como lo hace J.-F. Lyotard, y del pensamiento heideggeriano desde una interpretación “crítica” marca el camino analítico necesario para el trasfondo teórico que permita la articulación entre la tríada problemática propuesta. La serie de los acontecimientos “límite” del siglo que naliza adquiere signicación como condición de posibilidad
de las mutaciones de la técnica. Dichas mutaciones afectan las bases categoriales de lo que somos. Constructivismo y relativismo ya no son simplemente perspectivas teóricas o conceptuales, sino expresiones de un proyecto ideológico político de transformación de lo viviente. Las luchas políticas no tienen perspectivas de articularse con lo que está en juego, dado que es el juego mismo el que se está modicando. Recordando a Wigenstein, ya no nos encontramos ante
la diversidad de juegos existentes, sino ante el juego, o los juegos, de la creación de nuevos juegos, creación que se desenvuelve inadvertidamente. Cuando aparecen ya no es posible volver atrás. Es cierto que las perspectivas teóricas de que disponemos consideran también a la historia10 como un “(organismos) animales-humanos y máquinas” y los límites entre lo físico y lo no físico. Hal Foster (1996) menciona las “escisiones que ocurren hoy con una nueva intensidad: una escisión espaciotemporal, la paradoja de la inmediatez producida a través de la mediación; una escisión moral, la paradoja de la aversión disminuida por la fascinación, o de la compasión menoscabada por el sadismo, y la escisión de la imagen corporal, el éxtasis de dispersión rescatado por el acorazamiento, o la fantasía de la descorporalización disipada por la abyección. Si cabe postular un sujeto postmoderno, es el que se hace y deshace en tales escisiones”. 10. Resulta seminal para la consideración de lo histórico desde una perspectiva problemática de este tipo, el abordaje del problema de las representaciones, los testimonios y las pruebas: “el ‘así es como fue’ es imposible, salvo credulidad
referencialista lindante con la estupidez, al menos al mismo título que el ‘así es como es’ que se le otorga al conocimiento cientíco y que sólo es producto del cienticismo. La cuestión aquí es la del referente. No es la ‘realidad’, es la
apuesta de una, varias cuestiones, situadas en una argumentación. El referente
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9. Violencia, subjetividad y teoría crítica: tentativas para pensar... (2001)
desenvolvimiento circular e inmanente, en el que lenguaje, voluntad y devenir son bras de una misma cuerda, sin que
ninguna preceda ni sea causativa de las demás. Tal vez podamos distinguir el presente por el incremento tendencial de la velocidad, como lo postula Paul Virilio, o por el incremento de la complejidad, como lo han señalado diversos autores (entre ellos el español Tomás Ibañez). De cualquier manera la mutación incremental del horizonte presente y la indiscernibilidad humana/inhumana del origen de las acciones, cuando por otra parte nos parecen atribuibles a acciones humanas, sumados a la incertidumbre esencial que acompaña a las condiciones de los cambios estructurales que están teniendo lugar, nos sitúan en el límite de lo que tal vez esté siendo pensado hoy como el “problema de la cultura”.
es invocado allí a través del juego de la mostración, de la denominación y de la signicación, como prueba aportada en favor de una tesis (anti-memorialista, en este caso). Pero esta ‘prueba’ argumentativa que a su vez debe ser probada, da lugar a una argumentación cientíca, que apuesta a lo cognitivo: ¿es ver -
dad que así fue? Por lo que su valor probatorio está sujeto a nuevas pruebas, a nueva argumentación, y así hasta el innito”. (Lyotard, 1995, parágrafo 3.)
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II
10. MEM ORI AS DE GÉNER O, ME MO RI AS AUSENTE S (2003)
1. La problemática de la memoria de los acontecimientos límite1 se estructura alrededor de los relatos, testimonios y representaciones que dan cuenta de la perpetración de un crimen colectivo. La entidad del sujeto perpetrador de ese crimen es uno de los ejes axiomáticos sobre los que se constituye la identidad imaginaria que organiza el proceso anamnético. En la lógica del acontecimiento mismo, la perpetración aglutina la diversidad y la heterogeneidad de los sujetos sociales en un solo bloque victimizado. Esta operación de aglutinación se organiza alrededor de las categorías empleadas por el actor criminal, en relación con los móviles del acto exterminador. Estas categorías responden a identidades históricas que se pretenden suprimir de la historia, así como borrar también dicha supresión. Cuando las identidades históricas de que se trata devienen en contextos culturales particulares carecen del carácter unívoco 2 que les 1. No hay denominaciones adecuadas para sucesos que se caracterizan por haber sido nombrados mediante eufemismos que integraban una neolengua, un lenguaje del mal. Los glosarios diabólicos instaurados por los perpetradores no admiten sinonimias, sino referencias siempre indirectas y aproximadas. El trabajo sobre la memoria demanda recreaciones lingüísticas especícas y
siempre discutibles. 2. Las categorías identitarias pueden tener signicados incluso opuestos se -
gún sean proferidas por sus portadores o por los perseguidores: subversivos,
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La pregunta por lo acontecido
imprimen los perseguidores en función de sus concepciones histórico sociales que pretenden imponer mediante la perpetración. Categorías como “subversivo” o “judío” no presentan rasgos que permitan denir de antemano nociones signicativas respecto de comportamientos individuales o
colectivos. Se trata de aquello que subyace al concepto de “prejuicio”. La perpetración consiste en el proyecto que tiene como meta eliminar de la historia al objeto del prejuicio. En las interacciones entre perseguidores prejuiciosos y perseguidos tienen lugar luchas de identidades, formaciones discursivas que alternan fenómenos histórico culturales reconocibles con conictos de poder, religiosos o de otras ín doles diversas. La perpetración del exterminio instaura una dimensión que traslada los fenómenos persecutorios a otro plano cualitativamente diferente. El fenómeno al que reere
esta traslación, consistente en una discontinuidad histórica radical, no fue advertido sino varias décadas después del que fue el acontecimiento paradigmático de la perpetración exterminadora, denominado metonímicamente por su localización topográca: Auschwi.3
2. El problema de la memoria se instituye cuando se advierte que los acontecimientos del horror, inicialmente situados mujeres, negros, judíos. Para unos pueden ser indiferentes o ambiguas, impensadas o hasta arbitrarias. Son los perseguidores los interesados en denir de manera inequívoca las identidades como campos delimitados e identicables
sin ambigüedad. Es también por ello que después de los exterminios acontecidos en el siglo XX, la delimitación denida de la identidad se ha vuelto problemática, ya que las operaciones categoriales de denición precisa fueron
prerrequisitos de las operaciones exterminadoras. Un corolario de los crímenes contra la humanidad es que dichas deniciones han quedado indisolu blemente ligadas a las consecuencias trágicas que recordamos, y deberá pasar mucha agua bajo el puente para que puedan darse condiciones en que ese vínculo pueda considerarse indiferente de nuevo. 3. No sólo se identica el problema mucho después de acontecido: también
se reconsideran acontecimientos anteriores con otra luz, como sucede con el exterminio armenio acometido por los turcos.
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10. Memorias de género, memorias ausentes (2003)
en la serie histórica de lo conocido, presentan una magnitud y calidad inconmensurables con el pasado histórico. Sus características suspenden cualquier juicio ético disponible, de modo tal que no se cuenta con las categorías que permitan abordar el mero relato de lo acontecido. Gran parte de los debates posteriores a semejantes acontecimientos reeren
a la construcción de nuevas categorías en aspectos que van desde el derecho y la ética, hasta la historiografía, la estética y la política. La magnitud de los sucesos se vincula esencialmente con el hecho de que fueron un ataque –como dice Hanna Arendt en su libro sobre el juicio a Eichmann– contra el estatuto del ser humano como tal. En sus propios términos, Videla lo expresó de un modo que no puede ser superado: (el desaparecido) “Mientras sea desaparecido no puede tener tratamiento especial, porque no tiene entidad: no está muerto ni vivo”. Se trata de un ataque que se propone modicar dicho estatuto en términos que requieren
la supresión física y anamnética de un grupo determinado. La supresión física no diere como tal de los innumerables
acaecimientos que registra la historia. La singularidad se instala cuando el acto material, físico, sobre los cuerpos, se convierte en un acto sobre la memoria del colectivo social. Se produce entonces una dinámica de imposible resolución entre la institución de la categoría que determina la selección y la acción sobre los sujetos concretos. Esta dinámica, independientemente de que al mismo tiempo es ocultada, resulta incompatible con el orden social al que pertenece la categoría caratulada como “peligrosa”. Es una transformación tal, que supone el pasaje de un universo de signica ciones a otro distinto. Al respecto, Roberto Esposito (1996: 159) –leyendo a Arendt– dice que: “El mal es radical justamente en la medida que se presenta como actuación de una ‘norma’ y norma absoluta él mismo. ¿El no-pensamiento de
Eichmann no coincide quizá con su más servil conformidad a la ley? Y no declara él mismo, sin sombra de autoironía, haberse atenido siempre a los dictámenes de la ética kantiana?” Es por ello que tanto la problemática de la memoria 143
La pregunta por lo acontecido
como la instauración de una normatividad apta para juzgar a los culpables de los crímenes requieren la destitución del orden normativo que dio sostén al exterminio, y una refundación normativa y anamnética que restituya el “estatuto de lo humano”. Ambas acciones son asincrónicas. Si bien las instalaciones normativas se establecen, –o procuran establecer– cuando caen los regímenes políticos exterminadores, las operaciones anamnéticas no dependen de las voluntades, ni de la conciencia, ni de la temporalidad cronológica. Emergen como resultado de prolongados procesos cuyas determinaciones no son accesibles en forma directa para el sujeto cognitivo ni para la esfera pública. Ciertos relatos anamnéticos han adquirido estatuto paradigmático, y las conceptualizaciones teóricas se organizan alrededor de esos textos, integrantes de un corpus informal.4 Al respecto, dice Enzo Traverso: “Levi y Améry no tenían opción, estaban por así decirlo condenados, clavados al recuerdo, su estancia en Auschwi estaba inscrita en su carne. Lo que los distingue
de otros supervivientes no es un recuerdo particular, que compartan con éstos como una inevitable condición existencial, sino el hecho de convertir Auschwi en la fuente
inspiradora de su obra, la imposibilidad de pensar la vida y la cultura al margen de esa ruptura. A este respecto cabe añadir que los textos de los supervivientes casi nunca son el producto de una reexión colectiva. Celan, Levi, Améry
y Antelme no se frecuentaban. A veces se comunicaban mediante un intermediario, como Levi y Améry gracias a una amiga común. Incluso solían evitar las asociaciones de antiguos deportados. El calor humano de esos lugares no favorece mucho la escritura de la memoria, que necesita soledad para decir la ‘desolación’ de la experiencia vivida. Los supervivientes no forman un grupo homogéneo y unicado
sino más bien un medio intelectual delimitado por fronteras literarias, sin redes ni sociabilidades compartidas. Quizá ni siquiera deberíamos hablar de un medio intelectual; cons4. Es el caso de las obras de Primo Levi, Paul Celan, Jean Améry y Robert Antelme.
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10. Memorias de género, memorias ausentes (2003)
tituyen una serie de círculo secreto e invisible unido por anidades electivas, más allá de las fronteras y las lenguas,
por una solidaridad y una complicidad que implican la distancia”. En el contexto anamnético, el campo discursivo que constituye la memoria establece un conjunto de tensiones dentro de las cuales se restaura potencialmente la pluralidad silenciada. Como el proceso de la memoria responde a determinaciones relativamente independientes de los “hechos” del pasado, da lugar entonces a una diversidad de voces que excede de manera signicativa lo que podría
describirse como un campo atravesado por estrategias y disputas, sin menoscabo de la legitimidad conceptual o el valor heurístico de las descripciones sociológicas. 3. En sus dimensiones institucionales, además de los fenómenos ligados a emergencias hegemónicas y contrahegemónicas propias del interior del campo de los sujetos del testimonio y la reivindicación por la justicia y la verdad, se verican instancias de exclusión discursiva que no operan
meramente por acciones procedentes en forma explícita de los sujetos dominantes, sino por determinaciones discursivas que requieren instrumentos conceptuales especícos
(en particular, los desarrollos teóricos sobre el diferendo). Dichas exclusiones encuentran su origen tanto en rasgos culturales propios del universo victimizado, como en las tramas culturales que comparte el conjunto social, así como en las categorías disponibles en el transcurso histórico postraumático. En la historia argentina reciente los relatos dominantes han recurrido a categorías políticas (articuladas sobre la restauración de tramas normativas), jurídicas (articuladas sobre la punición) o éticas (articuladas sobre el recurso a la verdad). En cambio, no han registrado en magnitudes semejantes otras dimensiones de la condición de víctima 145
La pregunta por lo acontecido
creada por el acto perpetrador. Aquellos relatos ligados al dolor, a la subalternidad, y a las dimensiones trágicas que no han hallado el eje sustancial de su articulación contraidenticatoria en el sujeto perpetrador, aún presentan una
vacancia que comprende la intervención de grupos culturales y sociales minoritarios como las mujeres. 4. El protagonismo de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo pareció dar cuenta durante muchos años de la posición que habría tenido el género en el contexto de las luchas por la memoria del exterminio procesista. La emergencia de los testimonios de mujeres de desaparecidos instaló una nueva perspectiva, con la compilación de veinte testimonios editados por Noemí Ciollaro en Pájaros sin Luz. Varias de ellas mencionan como signicativo el transcurso de dos décadas
desde el golpe de 1976 como circunstancia propiciadora de la posibilidad de dar voz y palabra a experiencias que ha bían sido silenciadas. Los testimonios de las mujeres de los desaparecidos 5 se incorporan a las extensas y complejas tramas que la pro blemática de la memoria congura en la postdictadura
argentina, en el interminable esfuerzo por reconstruir una sociedad ética y políticamente viable. En la Argentina, el acontecimiento de la desaparición dio lugar a un fenómeno que no tuvo semejante magnitud ni centralidad en otras partes: la emergencia protagónica de los testimonios de quienes se caracterizaron por su vínculo con los desaparecidos y no por ser sobrevivientes. Se trata de una consecuencia inmanente al carácter singular que tuvo la desaparición, ya que al dejar una vida en estado de suspensión se llevó a cabo una acción sobre las tramas vinculares de las víctimas, incorporándolas entonces también como víctimas directas 5. Resulta llamativo que la vacancia en un aspecto tan signicativo de las me -
morias de género a la vez reproduzca la condición de la “mujer de” en relación a lo que se expresa como denominación masculina, los desaparecidos.
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10. Memorias de género, memorias ausentes (2003)
al acontecimiento del exterminio. En tanto que en el caso del Holocausto también los familiares y allegados fueron afectados de diversas formas por el exterminio, en nuestra experiencia trágica el involucramiento de los vínculos tuvo lugar como parte de la estrategia de los perpetradores. El dispositivo exterminador de la dictadura de Videla actuó deliberadamente sobre las tramas vinculares. Esto pudo suceder en parte porque mientras el “subversivo” era alguien que “algo había hecho” como individuo, al mismo tiempo su entorno familiar y social se presumía receptor de la irradiación maléca y culpable de las presuntas acciones “sub versivas”. Las guras vinculares no compartían plenamente
la categoría culpable pero fueron destinatarias del plan de transformación histórico social que emprendió el “proceso”. Por otra parte, una de las tareas más difíciles y dolorosas es la determinación del grado en que el “proceso” fue también un emergente cultural de la sociedad a la que pertenecemos, en lugar de constituir un fenómeno procedente de alguna mítica exterioridad. En este contexto se instala tanto la sustracción de los hijos de los desaparecidos como la aparente y relativa tolerancia que tuvo la dictadura para con las Madres. Estos acontecimientos se localizan alrededor de las construcciones categoriales que la dictadura produjo y que dieron lugar, mediante las luchas de las Madres y otros actores sociales, al modo en que se conguraron las tramas
identitarias sobre las que se articula el trabajo de la memoria en la Argentina. Es en este marco donde muchos años después se inscribe el testimonio de las mujeres de los desaparecidos. Como una voz que estuvo silenciada durante décadas, viene a poner en escena desde otra perspectiva el vínculo con el desaparecido como articulador categorial de la memoria. Este vínculo tuvo como eje los lazos de sangre alrededor de madres, abuelas e hijos, incluso de familiares. “Yo creo que políticamente molestó y sigue molestando mucho la presencia de las mujeres de los desaparecidos. De hecho mi experiencia es que las mujeres de desaparecidos que actúan en organismos de derechos humanos tienen 147
La pregunta por lo acontecido
enterrada su identidad como personas autónomas. Están cristalizadas en una situación de sufrimiento permanente. Hay como una cierta psicotización, es como escuchar o ver durante años a una persona pidiendo en una esquina. Y me da mucha pena el hecho de que no hayamos podido generar un núcleo de crecimiento diferente para este sector que fue bien golpeado. Realmente bien golpeado por las estructuras familiares, sociales, laborales, y obviamente golpeado por la estructura del Estado. Y hoy es el sector que tiene que dar respuesta a los ‘sin respuesta’ que tienen nuestros hijos”.6 Subyace una trama de construcción de signicacio -
nes, luchas identitarias y formaciones subjetivas en relación con una institución percibida como cimiento del colectivo social argentino: la familia. Institución que fue impugnada, cuestionada o dejada de lado –al menos en los términos convencionales– por el movimiento sociocultural setentista. La demasía del exterminio, más allá de la mera represión del movimiento social desde el punto de vista de la negatividad, dio lugar a fenómenos de producción de subjetividad cuya dilucidación debe confrontar con obstáculos formida bles. Estos obstáculos van desde el inmenso dolor sin nom bre que se extiende en el colectivo social argentino como una mancha de aceite, hasta la culpabilidad difusa y latente, así como el hecho más inadmisible de todos: la persistencia, aunque minimizada, de los perpetradores como actores de la incipiente y frágil esfera pública postdictatorial. Algo que la noción de impunidad no alcanza a denir, ya que no se
trata de la sustracción al castigo, sino de la continuidad de sistemas de creencias que asumen formas de intervención política y cultural. Sin un círculo normativo que excluya los crímenes contra la humanidad de manera consistente del ámbito común, la institución democrática adolece de una debilidad esencial. Y por lo tanto tampoco quedan establecidas las condiciones de la labor anamnética.
6. Testimonio de Patricia Escofet, p. 76.
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10. Memorias de género, memorias ausentes (2003)
En segundo lugar, la denición propia del desaparecido
como eje de las políticas de verdad y justicia es otra de las instancias que entran en juego en las problemáticas argentinas de la memoria. En este terreno los testimonios de las mu jeres de los desaparecidos aportan múltiples esclarecimientos. Fueron quienes compartían la vida de sus compañeros, en muchos casos la militancia. “Yo creo que el tema de las mujeres de desaparecidos con hijos es un tema muy comple jo. Nosotras tuvimos mucha presencia, una presencia muy importante, la de la cotidianidad. La presencia de levantar a los chicos, darles la mamadera, responder a sus preguntas más obvias y más terribles, contestar a todos los interrogantes que tiene un chiquito que vive en una casa donde no hay un muerto. Donde hay una silla vacía. Donde la situación de la incertidumbre se convierte en una omnipresencia. Acá no hay ausencia, hay una presencia que está por encima de todo”.7 Estas mujeres son quienes tienen menos razones para reproducir una épica idealizada de las experiencias compartidas, pero también son las que protagonizaron las principales razones –y los mayores riesgos– para compartir la suerte de sus compañeros, de un modo que no concierne a los demás vínculos familiares. En este aspecto adquiere signicación el silencio al que estuvieron sometidas tanto
tiempo, porque las parejas son las únicas personas que no podrían menos que conocer y compartir las militancias de sus compañeros, y desde luego, sufrir directamente las consecuencias de su desaparición, en los casos en que no hu biesen desaparecido también. Las concepciones impugnadoras de los lazos familiares que prevalecían en los setenta no eran la única causa –además del secreto– por la que era frecuente que los progenitores ignoraran la militancia clandestina de sus hijos. El movimiento sociopolítico setentista también estuvo atravesado por un corte generacional que distribuía las lealtades políticas según ejes etarios. ... “[L]as mujeres tuvimos y tenemos una presencia muy importante, 7. Testimonio de Patricia Escofet, p. 79.
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La pregunta por lo acontecido
y (...) si no pudimos hablar antes es justamente porque era necesaria esa presencia en la cotidianidad. El estar en todos los días de nuestros hijos, de nosotras mismas y como referentes generacionales. Nosotras como referente generacional no desaparecimos. Tampoco desapareció con el desaparecido el referente generacional”. 8 Se mantuvieron en el silencio quienes estaban más cerca de los desaparecidos en la vida material, y de algún modo fueron sustituidas por la proximidad de las liaciones, restituidas por la irrupción de
la violencia criminal de la dictadura. De esta manera, el tercer grupo de cuestiones concernientes a la desaparición encuentra su propia conictividad
en relación con las tramas vinculares. A saber, la resolución del duelo, las disposiciones sobre los restos mortales (cuando tuvieron lugar trabajos como los de los antropólogos forenses) y las actitudes frente a las indemnizaciones. En todos estos aspectos los testimonios reunidos en Pájaros sin luz aparecen como perspectivas –conictivas– dolorosa mente silenciadas. El silencio es el predecesor intrínseco del testimonio. Es característico del testimonio radical el hecho de que encuentre un prolongado y denso obstáculo para establecer las condiciones de su enunciación. De acuerdo con Agamben (2000), el “testimonio no tiene nada que ver con el establecimiento de los hechos con vistas a un proceso (no es lo sucientemente neutral para ello...). En última instancia,
no es el juicio lo que le importa, y todavía menos el perdón. [...] Parece incluso que lo único que le interesa es lo que hace que el juicio sea imposible: la zona gris donde las víctimas se convierten en verdugos y los verdugos en víctimas. Es éste el punto en que los que han sobrevivido muestran un acuerdo mayor. ‘Ningún grupo era más humano que los otros’; ‘Víctima y verdugo son igualmente innobles, la lec ción de los campos es la fraternidad de la abyección’”. En
la postdictadura argentina los efectos del terror fueron tan difusos y ambiguos como lo fue la gura de la desapari 8. Testimonio de Patricia Escofet, pp. 79-80.
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10. Memorias de género, memorias ausentes (2003)
ción, y la reconstrucción postdictatorial tuvo lugar en forma precaria y parcial. No contamos con la experiencia de una situación delimitada en tiempo y lugar, como fueron los sucesos concentracionarios europeos. El testimonio, entonces, encuentra una especicidad respecto de esta otra tarea
adicional en el presente.
5. Las mujeres de los desaparecidos desempeñan un rol privilegiado desde el punto de vista de la implicación, en tanto ésta alude a un vínculo de la enunciación que diere tanto
de las víctimas como de los sobrevivientes. Corresponde a los sujetos pertenecientes a las categorías identitarias exterminadas. Dicha pertenencia congura un problema especí co y adicional que no ha sido considerado en su debida
relevancia, y suma un elemento de heterogeneidad a las series problemáticas que conguran las relaciones entre testi monio, historiografía y orden jurídico. La meta última de la represión exterminadora del proceso, además del terror que ejerció en forma contemporánea, consistió en extirpar de la experiencia del colectivo social argentino la imaginación utópica tal como se desenvolvió durante muchos años entre nosotros. Las mujeres de los desaparecidos están inequívocamente implicadas con aquello que se trató de suprimir. El silencio al que fueron sometidas, por su signicación, se
cuenta entre las consecuencias más graves que nos legó el horror exterminador. La memoria, en tanto que anamnesis, trata acerca de la busca del tiempo perdido.
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11. CR IS IS , PASADO Y P RE SE NTE (2002)
I Frente al acontecer tenemos expectativas, asumimos un elenco de posibilidades, al menos creemos que podríamos denir lo que no esperamos que suceda. La organización de
la subjetividad se establece alrededor de pautas basadas so bre expectativas y variables de esas expectativas con diversos márgenes de sorpresa e incertidumbre. Si abro la canilla espero que salga agua, si el agua no es clara, dispongo de algunas explicaciones: el tanque de agua puede estar sucio, puede haber algún problema en el servicio proveedor, y desde hace algunos años ya no podemos sorprendernos ante la posibilidad de una contaminación. No esperamos que aparezca vino ni veneno, salvo que alguien los haya colocado allí. Y si algo así ocurriera sin una explicación detectivesca daría lugar a la aparición de un cambio en nuestra organización conceptual. Si vivimos en una región en la que hay una historia de movimientos sísmicos, estaremos adaptados a esa posibilidad de múltiples maneras. Participaremos en ese caso de algo así como de una “cultura sismológica”. Si formamos parte de una sociedad de castas, fuertemente estraticada y con patrones de gran desigualdad social
heredados desde la antigüedad, asistiremos a una “cultura de la pobreza”. Situaciones de humildad extrema, que no podrían suceder en otras partes, dejarán indiferentes a los miembros de esa sociedad. 153
La pregunta por lo acontecido
El lazo gregario tiene entre una de sus razones de ser la de establecer a través del vínculo intersubjetivo los modos de organización del sistema de pautas y expectativas que sostienen los derroteros de nuestros comportamientos e intercambios simbólicos. Estos tópicos emergieron en el contexto de la reexión
sobre los procesos de modernización que vienen transformando creciente y continuamente el mundo desde hace quinientos años, o más, según cómo se distingan las periodizaciones, y según se consideren las localizaciones, originarias y centrales, o periféricas. En general, con todas las limitaciones que pueden tener armaciones sucintas como
las que aquí intentamos ensayar, los procesos de modernización se articularon sobre herencias culturales de diversa índole. Por recordar sólo un ejemplo conocido, las monarquías democráticas parlamentarias europeas, que tienen como sede algunas de las sociedades más equitativas, pluralistas y tolerantes de la actualidad, no arrasaron lisa y llanamente con el pasado, sino que lo tuvieron muy presente, valga el juego lingüístico, en el transcurso de los procesos de transformación de los últimos siglos. Tiene que llamarnos la atención que ninguno de los estados modernos repu blicanos haya aventajado a las monarquías europeas en los así llamados valores democráticos. Y también en aquellas repúblicas se verican formas de diálogo y transacción con
el pasado. No obstante, los relatos sobre la modernización tienen un sesgo trágico, de dolor y destrucción aunados al progreso y a la consecución de cotas de bienestar, justicia social y libertades públicas. En el mundo postcolonial se profundizó el abordaje de los problemas que emergieron a partir de la universalización de los intercambios culturales. Estos procesos a los que aludimos, de interacción entre herencias y transformaciones de gran escala, estuvieron atravesados por conictos mayúsculos, guerras y sacricios
de enorme magnitud. Se formaron y desaparecieron países, fueron asesinadas millones de personas y se atravesaron 154
11. Crisis, pasado y presente (2002)
sufrimientos impares. Si reexionamos sobre las desgracias
que hemos vivido durante las últimas tres décadas en la Argentina, no encontraremos nada que supere ni iguale a lo que reere la historia, sobre todo europea (incluidas las
colonias y los procesos de descolonización). Los relatos con que narramos nuestros padecimientos parecen más adecuados para otras circunstancias. Al mismo tiempo es probable que nuestros relatos sean ciegos a las verdaderas causas de las dicultades que padecemos para vivir de acuerdo con
nuestras posibilidades efectivas como colectivo social. Una de las posibles preguntas para formularnos en dirección a una relación más comprensiva de la presente crisis remite al vínculo entre nuestros relatos y descripciones y los sistemas de expectativas de que disponemos. Una reexión
sobre el particular nos dará la oportunidad de descubrir que nuestra historia está jalonada por acontecimientos que oscilan desde la mayor intensidad traumática, crueldad e infamia, hasta las formas más mezquinas de la indiferencia, el desamparo y la desconsideración. Si pensamos en otras sociedades, no encontraremos grandes obstáculos para advertir que muchos de los acontecimientos traumáticos que vivimos en el seno del colectivo social al que pertenecemos, en otros contextos son inigidos por agentes externos a los
colectivos sociales, ya sean catástrofes naturales o guerras internacionales o civiles de distinta índole. Lo que caracteriza a nuestra historia reciente no es la presencia de la pobreza, como ocurre en otras partes en las que la convivencia entre pobres y ricos constituye sistemas culturales, a veces seculares, que no anulan en absoluto la iniquidad, ni propenden a la justicia, pero, por decirlo así, son compatibles con la vida social. Son sistemas culturales habitables y conguradores de historicidad, instituidos en
términos de pautas y expectativas, y por lo tanto tolerables en ciertos términos para quienes forman parte de ellos. Ante el mundo heredado de la antigüedad, la sensibilidad moderna se sublevó frente a la desigualdad y articuló un con155
La pregunta por lo acontecido
junto de valores y prácticas que originó el mundo actual, un mundo en el que los valores están denidos en términos de
progreso igualitario al compás del desarrollo y la evolución de la tecnociencia. En los países más exitosos en los términos de este modelo es donde prosperan en mayor medida el pensamiento crítico, los movimientos contraculturales y las alternativas sobre la base de las paradojas y contradicciones que atraviesan a los procesos de modernización. No es meramente casual que sea allí donde prosperan esos movimientos, ya que el impulso modernizador contuvo antagonismos contrahegemónicos desde que nació, como parte íntegra y constitutiva del corazón que lo animaba. La ausencia de semejante clase de movimientos es un signo adicional que vale como indicador de la calidad de los procesos de modernización que tienen lugar en un ámbito determinado. En lo que concierne a nuestro país, bastaría con el ejemplo de la “píldora del día después” para señalar la incongruencia vericable entre nuestras autodescripciones
en términos de modernidad y la verdadera situación fáctica que vivimos. No es el fallo de la Corte lo que nos sugiere esta armación, sino la escasa vitalidad que tiene la reacción
contra él. No es la penalización del aborto lo que nos resulta indicativo, sino la ausencia de un fuerte movimiento en pro de la despenalización, un movimiento comparable a otros tantos que se han desplegado en nuestro país, incluso por causas igualmente justicadas y meritorias.
En el compás de los procesos de modernización, las luchas entre opresores y oprimidos, por usar una de las denominaciones posibles, tuvieron un innegable saldo a favor de unos y otros. Todos han cambiado, y mucho. No se repite el siglo XIX en el transcurso del XX, sino que emergen modalidades profundamente transformadas, tanto desde el campo de las luchas emancipadoras como desde el campo de las clases dominantes. Las transformaciones sufridas por ambas caras del acontecer social están intrínsecamente ligadas a las transacciones vinculadas con los procesos de legitimación. Cuando se verica un proceso emancipatorio, 156
11. Crisis, pasado y presente (2002)
los opresores pueden ejercer formas extremas de crueldad en las luchas represivas, pero nalmente se producen ciclos de ujo y reujo, y transformaciones recíprocas que se arti -
culan con formas de convivencia alternativas. Esto supone modos de reconocimiento recíproco, que forman parte de lo que permite establecer la diferencia entre una lucha y un exterminio. Esta diferencia no se comprende de manera ca bal en nuestro ámbito cultural. La forma de reconocimiento del otro que permite distinguir entre una guerra y la perpetración de un exterminio se verica a través de determi naciones pragmáticas. Los actos de violencia ejercidos de unos contra otros conforman una “cultura de la guerra”, en la que los contendientes comparten expectativas sobre lo que cada uno puede esperar del otro. Es obvio que esas expectativas se realizan en formas variables, pero el quid de la cuestión radica en la distancia que tiene lugar entre las expectativas y las acciones efectivas. El n de la guerra es
el dominio sobre el otro. En el transcurso de la guerra, las decisiones no se toman solamente para destruir la fuerza de agresión del enemigo, sino también, y en forma fundamental, consideran las circunstancias futuras, en las que unos y otros nalmente se van a sentar en una misma mesa.
Si nuestra actitud se funda sobre la premisa de que nunca vamos a sentarnos en esa mesa, y sólo pretendemos hacer desaparecer de la faz de la tierra al otro, actuaremos en forma concordante. No se puede dejar de señalar aquí el hecho de que esta problemática se puede considerar fundada por el acontecimiento del holocausto, ya que fue ahí donde en forma paradigmática se procedió a suprimir al otro de la existencia humana. Al otro como cultura, lengua y cuerpo. Una de las dicultades que se presentan al considerar estos
problemas radica en que las narraciones sobre las guerras contemporáneas no dan cuenta de lo que era esperable, dado que en contextos de modernización, lo que se verica
es una reformulación constante de expectativas, sobre todo con relación al desarrollo de nuevas armas, estrategias de combate y hasta modos culturales de gestionar los conic 157
La pregunta por lo acontecido
tos. Pero estos procesos tienen lugar en contextos de intercambio que comprenden desde los servicios de inteligencia hasta los medios de comunicación y los discursos políticos e intelectuales. La cuestión que nos interesa surge cuando acontece algo de tal magnitud y calidad que no se puede determinar su carácter antes de que ocurra en términos de expectativas, ni durante el acontecimiento, porque “no se puede creer que ocurra”, ni tampoco ¡después de que ocurra! Y esto ya es grave de toda gravedad, y es lo que sucede entre nosotros. En Alemania, negar el holocausto es un delito. Si hubo “negociaciones” y “estrategias de la memoria” fue durante un corto lapso, no durante años y en forma constante e irreductible. La institucionalización vigente en la actualidad, lo mismo que en el resto de la Unión Europea y en los Estados Unidos se basa sobre certidumbres ampliamente compartidas que no se discuten. No se trata de negar la validez de los razonamientos practicados por la sociología del poder y las estrategias, sino de establecer sus límites pragmáticos. Los acuerdos sobre ciertas bases éticas, aunque sean objeto de crítica para el pensamiento radical, y se les señalen hasta donde se quiera las inconsecuencias irredimibles que los caracterizan, sin embargo constituyen la base de la convivencia en términos reales y concretos. Lo que no advierten quienes argumentan de manera tan ingenua entre nosotros, hoy en día, sobre las diferencias a favor del “orden democrático” respecto de los años del proceso, es que los argumentos que esgrimen han sido formulados y tienen vigencia en aquellos países, mientras que entre nosotros sólo han tenido el valor de una promesa, en 1983, que arrojó magros resultados en la realidad, y cuyas inconsecuencias, lejos de ser meras inconsecuencias, se revelan en forma monstruosa con los quince millones de pobres más todo el conjunto de la crisis extrema que estamos padeciendo. Y esta crisis no se produjo desde anoche, sino que estuvo cultivándose pacientemente desde 1983, por lo menos. Por ello creemos que, sin menoscabar en 158
11. Crisis, pasado y presente (2002)
absoluto los logros y méritos a los que somos acreedores en estos años, debemos señalar en forma contundente y radical las que son nuestras falencias más dolorosas, porque no hay otro punto de partida desde el cual sea válido ni fácticamente plausible instituir formas de vida superadoras. II Una de las dicultades que se aprecia ni bien se trata de abordar una reexión crítica sobre un acontecimiento no -
vedoso e inesperado como el iniciado en las jornadas del 19 y el 20 de diciembre en la Argentina es la que conlleva pensar en contra de la corriente en el marco de la izquierda y el progresismo. La primera imagen, excluyente, que suscita la metáfora “en contra de la corriente”, se dirige contra lo que se supone que hay que luchar. Las clases dominantes, el neoliberalismo, el “establishment”. Del otro lado se encuentra el sujeto social oprimido, contestatario o como se lo llame según el léxico utilizado. Si en el ámbito de la izquierda, el progresismo o los comportamientos del presunto sujeto social de la historia se presentan conceptos, ideas o estereotipos que el crítico pretende considerar como la corriente contra la cual dirigirá el lo analítico que lo
inspira, habrá de enfrentar todo un conjunto de problemas. El primero de ellos deviene de que suele prevalecer en el ámbito mencionado la presunción de que lo que se dene
como sujeto histórico social constituye la sustancia del movimiento que protagoniza los acontecimientos en un sentido “progresivo”. Es impensable no coincidir con ese sujeto, ya que dicha coincidencia constituye el mandato esencial de una ética crítica. Sucede que en las mejores tradiciones de la crítica de izquierda no se pensaba que fuera fácil identicar al sujeto histórico social, y mucho menos denir sus correlaciones
con sujetos sociales concretos. Si la historia es la historia de
la lucha de clases, la ideología y la dominación, se verica
lógicamente una brecha entre los agentes sociales concretos 159
La pregunta por lo acontecido
y sus potencialidades histórico sociales. El intelectual podía contribuir a denir los términos por los que esa brecha iría a reducirse, sin garantías (aunque con conanza en el devenir
histórico), pero al mismo tiempo, al considerar e interpretar esa brecha, inevitablemente se producía algún grado de confrontación con el sujeto social concreto, dada su distancia con lo que ese sujeto social era capaz de desenvolver en la historia. Cuando esta problemática tenía vigencia, y la tuvo en magnitudes decrecientes durante mucho tiempo, el intelectual podía pensar libremente acerca del “sujeto social”. Podía entonces pensar en forma crítica respecto de ese sujeto social concreto. Esa libertad se fue perdiendo en el transcurso histórico en forma creciente muy probablemente por una razón principal: no se produjo un tránsito universal hacia una emancipación radical, sino que un país determinado conformó un poder que culminó como superpotencia burocrática nuclear en buena parte sobre la base de una construcción ideológica según la cual las doctrinas de estado de ese país, e incluso las razones de estado de ese país, se articulaban con una adhesión entre sujeto social concreto y sujeto histórico potencial que se vericaba ni más
ni menos que en las razones de estado de ese país. Durante décadas, los intelectuales disidentes que podían arrogarse la emisión de voces solitarias comprometidas con la verdad de un pensamiento autónomo y no con el pensamiento de la verdad de un estado y un partido constituyeron una ínma minoría que, por añadidura, se tendió a disolver en el mundo académico de occidente, perdiendo así el lo crítico
político que aún conservaban. Acéptense las líneas precedentes como una semblanza muy sucinta de aquello que volvemos a vivir una y otra vez en la historia. Aquí y ahora, así como ayer nomás, aquellas voces que tienen algo para decir en apariencia diferente o contrario a supuestas ideas prevalecientes en grupos culturales o políticos de cierta magnitud y trayectoria, son cali cadas como inoportunas, o simplemente no son escuchadas. Sin perjuicio de que parece haber triunfado una forma de 160
11. Crisis, pasado y presente (2002)
tolerancia que, aunque es difícil de distinguir de la indiferencia, al menos nos exime de los peligros que otrora conllevaban a veces las reexiones críticas. No es seguro que
se trate de una ganancia, aunque nunca hay que invocar a los demonios, ya que ellos se ocupan de presentarse por su propia cuenta. Primera dicultad entonces: a veces el curso del pen samiento lleva a ejercer la crítica de lo prevaleciente como protesta, contestación, oposición o como quiera que se llame. Hay una inquietud en la crítica de izquierda que se permite ser inoportuna: no se quiere dejar usar por el fascismo. Quiere ser inútil para el fascismo. No quiere esto decir que no se produzcan a veces malentendidos, pero constituir un pensamiento inútil para el fascismo es un punto de partida para una crítica socialista libertaria. Y la adhesión a determinados sujetos sociales concretos, que cuando emergen presentan facetas ambiguas, es una condición esencial del fascismo. Esta condición de soledad del intelectual se suma a deniciones inequívocamente de izquierda, lo cual supo ne discutir sobre lo que se supone que sea la izquierda. Pero son esas precondiciones las que legitiman una reexión
crítica contestataria, y de ningún modo una presunta coincidencia con cualquier número n de sujetos enunciadores de los artilugios ideológicos o de sentido común que sean. Segunda dicultad. Un agente colectivo concreto en
tránsito hacia su desenvolvimiento en términos de sujeto histórico social pertenece a la corriente histórica de la humanidad. Pero hoy ya no somos capaces de imaginar a la humanidad en los términos iluministas que pudieron tener vigencia hasta el advenimiento de la era postcolonial, durante la segunda mitad del siglo XX. Desde entonces, a las problemáticas histórico sociales ligadas a una epistemología del progreso se superponen problemáticas culturales, étnicas y lingüísticas irreductibles a los términos de lo histórico social. Por lo general estas problemáticas se subsumen en categorías que reeren a la identidad, con el consiguiente 161
La pregunta por lo acontecido
problema a su vez de la uidez e historicidad de la sustan -
cia identitaria. En este punto conviene referir una cuestión que no suele ser planteada con frecuencia en la reexión crítica social: el
hecho de que la dimensión antropológica más básica de la cuestión identitaria no remite a alguna categoría única y denitiva, sino a diversas categorías divergentes, superpues tas e históricas en su propio devenir. Si pensamos en lo que dene a un colectivo social que se identica a sí mismo como tal y es identicado en cuanto tal por otros colectivos, no de -
beremos limitarnos a un conjunto restringido de categorías. Nos encontraremos que en distintas localizaciones geográ cas e históricas existen combinaciones muy diferentes entre elementos tales como la nación, las fronteras territoriales de los países, las lenguas y las culturas, los colectivos tribales o religiosos, etc. En parte, las transacciones entre colectivos sociales comprenden el intercambio comunicacional (que hoy en día se expresa en términos tecnoeconómicos), pero también procesos de traducción entre culturas inconmensurables que no arrojan resultados transparentes y que a veces alimentan conictos de inusitada violencia. Todos aquellos que se autodenen con alguna categoría identitaria tienden a emplearla como sistema clasicatorio para el otro, que tal vez se dena a sí mismo en términos categoriales incom -
patibles con el primero. El orden internacional, que es en realidad el orden de un conjunto de naciones hegemónicas, impone en forma indiscriminada las categorías a las que los otros nos vemos obligados a adherir a la fuerza en ocasiones, por la coerción económica y simbólica las más de las veces. Entonces podemos creer que existen “países” como si esa categoría de país permitiera conjugar fenómenos equivalentes e intercambiables entre sí. Es una de las formas contemporáneas disponibles para legitimar y justicar las
desigualdades. Tal vez sería muy interesante pensar que si Estados Unidos o Francia son “países”, hay otras entidades denidas como tales que en realidad no son, no pueden ni
deben ser “países” como aquellos. Desde luego, estamos 162
11. Crisis, pasado y presente (2002)
pensando en términos de ejercicio utópico, pero parecen ser necesarios para encontrarnos en condiciones de concebir con relación a la Argentina algo que de otro modo no sería plausible. Para decirlo de alguna manera, el nuestro sería un colectivo social que pudo ser alguna vez un país, que quiso serlo, que querría serlo, que creyó serlo, pero que desde cierta fecha difícil de denir (¿1930?, ¿1955?, ¿1976? –aunque no
podamos situar ninguno de estos hitos, los tres contienen de algún modo las claves que intuimos denitivas–) comenzó
a dejar de serlo en los hechos, en las prácticas, mientras en los discursos se presumía a sí mismo cada vez más elevado entre el concierto de las naciones. En las palabras, en ciertos ámbitos culturales, en los medios de comunicación, en el discurso de los políticos, en las doctrinas pedagógicas de la escuela pública, en el lenguaje inamado de las consignas
militares y en el sentido común del colectivo en su mayoría, el conjunto de los argentinos ameritaban y propendían a ser una potencia comparable en muchos aspectos a las europeas, una democracia culta y civilizada distanciada de las imperfectas latinoamericanas, una potencia moderna periférica, en la que los tropiezos serían superados una y otra vez. De alguna manera, no podemos saber todavía en qué medida, asistimos al resquebrajamiento de esta certeza. Sin embargo, esto no signica que el conjunto de las prácticas
enunciativas mencionadas se haya desvanecido. Esto no sucede, porque esa clase de cambios es mucho más lenta que lo que el acontecimiento de ruptura puede suponer, y porque no aparece de la noche a la mañana una nueva autorrepresentación del colectivo social. Por eso, cuando se sustraen las ilusiones y los autoengaños de los que se identican como responsables de la deca dencia argentina, inmediatamente se relocalizan en forma exculpatoria, misticada e ilusoria en otro espacio simbóli co. Como todos los actores del espacio público se resquebra jaron, parece que sólo quedó incólume uno que nunca había 163
La pregunta por lo acontecido
tenido participación activa alguna en los avatares de la vida nacional y que ahora despierta, nal y solitario agente de
una protesta tardía pero tal vez salvadora.
Es demasiado tarde, el daño inigido es inconmensura -
ble y quien no había actuado antes, ahora es tan impotente como siempre. Sin embargo, hay algo que atribuirle, que en verdad es una posibilidad inédita de la historia política argentina. Este nuevo sujeto social, si es que se lo puede denir
así, no representa a nadie más que a sí mismo (ese es uno de los rasgos que alimenta la ilusión de una concurrencia con el movimiento antiglobalizador), pero esto ocurre mucho más porque en cierto modo no fue tampoco representado por nadie, no tuvo atributos, y fue cómplice por omisión de lo peor que produjo nuestra desdichada historia argentina. Si tiene un inequívoco valor sintomático para indicarnos la magnitud de la crisis, y en esto dicho sujeto social es insustituible, carece de perspectiva alguna para mostrarnos un nacimiento o un renacimiento, más allá de que el mismo n de una historia de equívocos nos coloca en el umbral
de una época. El signo de esa época no está predeterminado (¿cómo podría estarlo?) pero tampoco se observan los indicios de lo nuevo por nacer. Al contrario, los enormes peligros que nos acechan en términos de disgregación del colectivo social son la consecuencia nal de lo que se estuvo
preparando ante nuestros ojos durante mucho tiempo.
III Pretendemos desviar el foco respecto de la idea de que existen ciertos “problemas” sociales o económicos que podrían “solucionarse” por medio de alguna clase de procedimientos. Este enfoque ha prevalecido en forma utilitaria y reductora en la concepción de lo que se perló como institucionalización democrática desde 1983. A favor de nuestras limitaciones tal vez podamos armar que la Argentina
parece ser el banco de pruebas de una experiencia singular de ultramodernidad, un espacio social donde la ausencia de herencias arcaicas o incluso premodernas, ausencia en 164
11. Crisis, pasado y presente (2002)
parte ocasionada por actos criminales del pasado, establece condiciones para que las transformaciones modernizadoras acontezcan en formas que no suceden en otras partes, sin mediaciones, a través de interpretaciones brutales y con otra característica que nos dene, ahora, y nos conere sin gularidad: la Argentina ha sido durante años un espacio social paradigmático de integración y ascenso social. En esto se basó en gran medida la semejanza que se le ha atribuido respecto de otras naciones aventajadas en el concierto internacional. Pero el período postdtictatorial ha señalado una nueva condición. Como ningún otro país, en la Argentina se ha desenvuelto un modelo de la desintegración y el descenso social. En ninguna otra parte pudo suceder un desclasamiento tan extenso, una transformación regresiva de tal magnitud, sin que mediara la intervención directa de algún agente externo. Porque los organismos internacionales de crédito, repudiables por sus propios méritos, no han encontrado ningún otro caso tan inerme, tan abandonado a su suerte por sus propias clases dominantes, tan laxamente integrado como para someterse a las peores consecuencias de un proceso de modernización sin antagonismos críticos, sin resistencias signicativas, tan ilusoria e ingenuamente
asumido por la mayoría abrumadora de un colectivo social. Y si recordamos que, con toda razón, la precondición indispensable para que esto nos sucediera fue el exterminio, deberemos formular algunas puntualizaciones. El exterminio fue una precondición, pero no una causa. Nadie planeó ni anticipó la historia que hemos vivido los últimos veinte años. Las variables sociales y macroeconómicas por las que hemos pasado han acontecido en muchas otras partes sin el conjunto de consecuencias que padecemos nosotros en los términos en que los padecemos. El único recurso disponi ble para actuar sobre nosotros mismos y sobre el pasado se encuentra en el presente. La relación con la memoria no se verica meramente en la recurrencia a los archivos o a cual quier otra forma de registro de lo acontecido, sino a las consecuencias y prácticas que se consideran como respuestas e iniciativas para superar el pasado y evitar que se repita. Son 165
La pregunta por lo acontecido
las acciones concretas que practicamos en la actualidad, inspiradas por nuestra revisión del pasado, las que nos pueden garantizar alguna certeza sobre el futuro. Si estamos muy insatisfechos con nuestros representantes, la forma ecaz de volver habitable nuestro espacio
social (si no se produce la emergencia de un nuevo movimiento político, pero nada de esto está ocurriendo entre nosotros, –un nuevo movimiento no se produce chasqueando los dedos–) no es intentando suprimir en forma alucinatoria y próxima al linchamiento a un conjunto de guras culpa bles, sino creando las condiciones institucionales y políticas para que convivamos en mejores condiciones. Y aquí no se trata de señalar las falencias de los movimientos de protesta que surgieron el 19 y el 20 de diciembre, sino de señalar con desolación, la impotencia, incapacidad y parálisis de quienes ocupan espacios de representación para contestar a la protesta social de otro modo que no sea represivo o vilmente manipulatorio. Experimentamos la culminación de un devenir que durante años vericó la incapacidad de nuestro colectivo social
para refundar de manera mínimamente viable una sociedad postdictatorial de derecho. El acento estuvo puesto durante todos estos años sobre el “castigo a los culpables”, cuestión necesaria, y hasta indispensable, pero secundaria, porque construyó una cultura de la punición y sustitución del abordaje político de los conictos sociales por un indigente enfo que jurídico, tan luego en una sociedad débilmente apegada a la normatividad. No es mediante la violencia punitiva como se puede construir un espacio convivencial. No pudo anticiparse ni evitarse la situación catastróca que transi tamos y cuya superación parece tan difícil, pero nunca va a ser tarde para recurrir a la confrontación con los propios fantasmas, para asumir la verdad, para cambiar el rumbo y recrear el futuro.
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12. NA CI DO S EN LA ES MA (2004)
En lo que a mí toca, alcanzar tal destino [la muerte] no es dolor, en absoluto; en cambio, si hubiese consentido en dejar insepulto a un muerto nacido de mi misma madre, por eso sí que hubiese sufrido; mas por esto no me duelo. Sófocles, Antígona
*
I El último 24 de marzo tuvo lugar el acto con el que se materializó la decisión de convertir a la Escuela de Mecánica de la Armada en el llamado “Museo de la Memoria”. Participaban el Presidente de la Nación, Néstor Kirchner, el Jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Aníbal Ibarra, y dos hijos de desaparecidos nacidos en la ESMA. Las razones por las que la jornada se instalaba como “histórica” fueron enunciadas como parte del acto y reiteradas con posterioridad.1 Algunas semanas más tarde el matutino Página/12 publicaba como complemento de su edición un video que documentaba el acto. Realizado por Román Lejtman, ESMA, Museo de la Memoria , contiene las imágenes sobresalientes de la jornada.2 * Traducción de Leandro Pinkler y Alejandro Vigo, editada por Biblos, Buenos Aires, 1987. 1. V. Archivos de audio y fotografías del acto en hp://www.pagina12.com.ar/
especiales/24marzo/. 2. La caja que contiene el video presenta la siguiente leyenda: “El 24 de marzo de 2004 fue una jornada histórica para la democracia. Ese día, los cuadros de Jorge Rafael Videla y Benito Bignone fueron descolgados del Salón de Honor del Colegio Militar, las puertas de la Escuela de Mecánica de la Armada se abrieron para siempre y una masiva movilización popular cerró, en la Plaza de Mayo, un ciclo que permanecía abierto desde el 24 de marzo de 1976”.
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La pregunta por lo acontecido
Los acontecimientos que tuvieron lugar en esa jornada son más difíciles de identicar de lo que se podría suponer
a primera vista. Una rápida indicación del carácter problemático del acto pudo apreciarse en los días que siguieron, cuando se produjo una controversia alrededor de casi todos los aspectos que le concernían. En las semanas previas las objeciones provenían del campo afín a la dictadura de 1976, y podían interpretarse como resistencias de la complicidad frente a la imposición de la verdad y la justicia. Sin embargo, el acto suscitó dos conjuntos de reacciones que fueron ajenas a las originadas por la genealogía interna de los perpetradores y sus cómplices. En el campo democrático y progresista emergieron múltiples críticas a diversos aspectos del acto. No sólo discreparon respecto de los contenidos y enunciaciones de la jornada del 24, en particular lo acontecido en la ESMA, sino que vaticinaron un prolongado y difícil debate acerca de las características que deberá tener el Museo de la Memoria. Las discrepancias no se limitaron a diferencias sobre los contenidos o las formas del Museo, sino sobre su índole intrínseca, de modo que las críticas pusieron en evidencia que la recepción del acto fue también controvertida, cosa inesperada para la gura política que condujo la jornada,
Néstor Kirchner. El acto había sido propuesto como una inexión superadora de los impasses y retrocesos vividos du “El documental ESMA, Museo de la Memoria es un trabajo inédito, editado con exclusivo material histórico y las imágenes recogidas por cinco cámaras distintas, que trabajaron en el Colegio Militar, la ESMA y la Plaza de Mayo, durante todo el 24 de marzo de 2004. Junto a las imágenes inéditas y exclusivas, este video da un contexto histórico a la decisión política de bajar los cuadros de Videla y Bignone, y abrir las puertas de la ESMA. Por eso, en el documental se pueden observar a Videla y Bignone juntos en el Colegio Militar, a Massera justicando la represión ilegal, a miles de personas ocupando la ESMA en un
acto histórico y a León Gieco y Víctor Heredia cantando como nunca. “La memoria es fundamental. Sirve para evitar que los errores se repitan. Y consolida la transición democrática. “Precisamente, para cumplir con estos objetivos, Página/12 y Román Lejtman realizaron este histórico documental basado en imágenes propias y en archivos nacionales e internacionales”.
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12. Nacidos en la ESMA (2004)
rante décadas de luchas por los derechos humanos y como acción reparadora de la crisis de las instituciones estatales cuyo estallido culminante tuvo lugar en diciembre de 2001. El hecho de que se suscitaran voces tan divergentes y apasionadas sobre la desmesura, utilitarismo y sectarismo del acto, entre otras críticas, resulta sintomático de algo que podría denirse como el estado de la cuestión de la memo ria en la actualidad argentina en relación con el estatuto del lazo social. Las respuestas que suscitó el acto indican las dicultades existentes para denir el límite de lo que
nos une como colectivo social, de aquello que pueda dar lugar al olvido selectivo que requiere toda convivencia en un territorio delimitado por fronteras interestatales. Así
como no es concebible, en ausencia de un grave conicto
civil, que los habitantes de un país mantengan desacuerdos internos sobre el trazado de las fronteras que delimitan el territorio respecto de otros países, la ausencia de acuerdos esenciales sobre la memoria colectiva implica una diferencia de gravedad semejante. Aquello que remite a la constitución de lo común, aun cuando ocurra en forma imaginaria y sobre el antecedente de un olvido selectivo, requiere la suspensión de ciertos interrogantes y por lo tanto de las respectivas disputas. Puede haber diferencias sobre las interpretaciones de la historia, o sobre las modalidades rituales, estéticas y protocolares que articulan los símbolos patrios y las imágenes territoriales, pero no puede haber diferencias sobre las bases materiales que distinguen esas instancias territoriales. Hasta, en caso de un conicto más
generalizado, puede haber diferencias articuladas en confrontaciones, pero no puede haber diferencias sobre qué es lo que se confronta. La lógica del conicto estatal es binaria.
Que el devenir social se pueda analizar de manera multidimensional, como campo de fuerzas que subtiende líneas de conicto multidireccionales, no implica que esa perspectiva sea aplicable a los conictos de índole “estatal”, que conser -
van articulaciones duales. Una posibilidad, propia del de-
venir histórico, es la existencia de conicto en una sociedad, 169
La pregunta por lo acontecido
que se organiza entonces en forma de antagonismo, como sucede en las guerras civiles o revolucionarias. Semejante tipo de guerras interiores se resuelven mediante la lógica del triunfo y la derrota, y preceden al acuerdo, el olvido y el perdón. En cambio, los acontecimientos del horror, la supresión de la memoria y de la identidad, el exterminio, ocasionan una condición de disolución autodestructiva del colectivo social, que sólo puede superarse mediante una situación refundacional de las representaciones simbólicas que instituyen límites respecto de otros colectivos sociales, y sobre todo, respecto del pasado traumático. Si no se levantan esos muros simbólicos como garantía común de que lo acontecido no tendrá repetición, lo que sucede no es que se vaya a repetir exactamente lo sucedido: ocurrirá una continuación, un estado de suspensión del pasado traumático. Sin duda, es factible establecer conceptualmente un campo de fuerzas en disputa alrededor de las problemáticas de la memoria, a la manera en que proceden los estudios sociológicos. Sin embargo, sin una delimitación del propio campo respecto del pasado traumático, se disuelven las fuerzas de cohesión que dan cuenta de la existencia misma del campo. Es por ello que no hay debate público posible acerca de la viabilidad ética de la desaparición, el exterminio o la tortura. Las equivalencias formuladas entre distintas formas de “violencia” (genocida/revolucionaria) en el marco de los debates abiertos sobre el Museo de la Memoria descuidan, en el mejor de los casos, el cinturón protector que requiere cualquier debate y que no es susceptible de establecerse sin procedimientos simbólicos adecuados sobre los que se establezca un mínimo consenso. El acto del 24 de marzo tuvo como meta la institución o, tal vez, el anuncio público de la institución de esos límites, de ese cinturón protector. Si no tuvo ecacia inmediata fue porque no se consiguió un
acuerdo general en el corto plazo. Aunque no se puedan descartar transformaciones ulteriores, resulta pertinente identicar el escenario que se abrió a continuación y como
consecuencia del acto. 170
12. Nacidos en la ESMA (2004)
El carácter sintomático de las discrepancias va más allá de los argumentos. Si asistimos a un sepelio es muy poco probable que iniciemos una conversación en voz alta y airada sobre nuestras opiniones contrarias al servicio elegido y las estéticas de los utensilios rituales empleados para las honras fúnebres. La participación en el acto fúnebre implicará performativamente la connivencia con lo que allí suceda, porque el acontecimiento supera en gravedad, solemnidad e importancia a cualquier opinión que se sostenga sobre aspectos de carácter secundario. Ello sería posible porque habría un acuerdo inequívoco sobre la situación experimentada. El acto de la ESMA intentaba presentar una situación de esa índole. Eventuales discrepancias quedarían en un segundo plano, como sucede cuando un antrión legítimo
organiza un evento solemne, y los desacuerdos estéticos o políticos son objeto de conversaciones en voz baja, que no empañan el acto colectivamente compartido. Puede ar marse que no es lo que sucedió con el acto de la ESMA. El propio presidente debió reconocerlo y retroceder retóricamente algunos días después del acto. El 24 de marzo presentó una trama simbólica de espesor sobresaliente. Por lo tanto, las reacciones suscitadas sólo pueden ser evaluadas como circunstancias coyunturales que han de ser objeto de elaboración posterior, en lo que concierne a las críticas, pero también a los contenidos y las formas que tuvo el acto. Si hay una cualidad de la que carecen los enunciados anamnéticos en medida inconmensurable con cualquier otra serie de enunciados es la de la transparencia. Lo postulado deberá pasar la prueba del tiempo , es decir, de la rememoración. En este caso, el acto constituyó un testimonio y una promesa, dado que no se inauguraba un Museo, ni se iniciaba nada que no fuera una posibilidad. En cualquier otro caso, como la instalación de la piedra fundamental de un edicio de naturaleza diversa, se trataría de una situación 171
La pregunta por lo acontecido
protocolar y eventualmente propagandística, destinada a la prueba del cumplimiento y al destino conmemorativo. Sin embargo, en el caso de la ESMA, la naturaleza de lo acontecido es de tal magnitud, que si el acto hubiera consistido solamente en recuperar la donación que la Ciudad había hecho a la Armada un siglo atrás para hacer entrega del predio a la Nación, es decir, interrumpir la ocupación del terreno con acuerdo de los militares, pero sin mayor intervención ni iniciativa de su parte, con la nalidad de que el sitio emble máticamente más horroroso de la dictadura de 1976 fuera destinado a los nes de impedir que volviera a ocurrir lo que
allí ocurrió, si sólo se tratara de ello, el acontecimiento hu-
biera sido sucientemente signicativo. La concurrencia del
Presidente y del Jefe de Gobierno representó la soberanía del Estado de derecho sobre el conjunto del estado y la sociedad. Aquí no se estaba ejerciendo la punición sobre delincuentes probados en juicio. Por primera vez desde 1983 se instaló un evento simbólico ajeno al paradigma punitivo, la retribución jurídica de los actos aberrantes aplicada sobre individuos responsables de actos tipicados por el código penal. Semejante
estructuración discursiva tuvo preeminencia durante veinte años en forma casi exclusiva respecto de otras determinaciones institucionales anamnéticas. El castigo, en principio destinado a congurar un punto
de no retorno, un acuerdo social sobre los límites de lo que une al colectivo, al internarse en una trama de avances y retrocesos, demandas y concesiones, territorializaciones y desterritorializaciones contribuyó inequívocamente a cimentar la construcción de un muro normativo respecto del pasado. Sin embargo, también conguró tramas discursivas
que conformaron los enunciados circulantes en el conjunto social con respecto a los conictos y las diferencias, de modo
que, a través de las mediaciones del pánico moral, fuertemente sostenido y reproducido por los medios de comunicación, constituyó un modelo discursivo de homogénea circunspección en lo que atañe a la imaginación colectiva 172
12. Nacidos en la ESMA (2004)
aplicada a las formas de vida. En otras palabras, el “castigo a los culpables”, la atribución de culpas o responsabilidades a individuos, se extendió como un dispositivo de control social disgregatorio que ocultó detrás de la cotidiana denuncia, otros niveles de reexión, afección y complejidad.
Entonces, la intervención sobre un espacio físico, un lugar de la memoria por excelencia, podría haber bastado como sustento de una “jornada histórica”. Ha de ser cierto que hubo alguna desmesura, porque sucedieron varias otras cosas. Puede ser conveniente distinguir entre los aspectos que fueron puestos de relieve en forma inmediata, ya sea de modo aprobatorio o controversial, y aquellos que no fueron percibidos y quedaron en las sombras de lo que estuvo en debate. Lo concerniente a la cesión y contracesión del predio no tuvo un lugar central. En las semanas anteriores, llegó a discutirse, en los ámbitos cercanos a las instituciones militares, como un problema “educativo”, dado que en la ESMA funcionaban numerosas entidades destinadas a la educación de militares y civiles, que sufrirían cambios de localización, con la consiguiente dosis de incertidumbre. No es necesario redundar aquí sobre el carácter grotesco de la defensa del uso de aulas manchadas de sangre, atravesadas por el fantasma del horror, de muy difícil compatibilidad con los valores alegados, por otra parte plausibles de resolverse de maneras alternativas. La naturaleza política e ideológica de las autoridades institucionales presentes prevaleció en los debates suscitados, de un modo que sólo nos conrma el carácter sintomá tico de las reacciones, en el sentido anticipado arriba: para esas opiniones controversiales, el 24 de marzo último en la ESMA no sucedió algo que se justicara por encima de otras
diferencias. Hasta aquí, el debate tenía la índole del que podría haberse producido de manera más o menos trivial con motivo de la inauguración de una obra pública cualquiera.
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La pregunta por lo acontecido
En el acto de la ESMA tuvo lugar otro acontecimiento, de tal magnitud y naturaleza que sus organizadores y muchos asistentes (presentes en el acto, o atentos a sus versiones mediáticas) no esperábamos que pudiera ser compati ble con las reacciones que se suscitaron. No se trata aquí de calicar esas reacciones, sino de señalar su potencia y el
hecho de que fueron tan numerosas como inesperadas, de tal manera que ponen en tela de juicio la ecacia del acto
en el corto plazo. Los acontecimientos de la memoria instalan sagas experienciales cuyo derrotero carece de toda previsibilidad. No hay modo de establecer ningún criterio sobre el destino de la ESMA, salvo la previsión sobre el estado controversial que probablemente conserve el trayecto que ha de seguir. Sin embargo, es plausible conjeturar que algunas de las circunstancias de mayor densidad simbólica presentes en el acto están dotadas de la potencialidad necesaria para superar las reacciones suscitadas. En un futuro podrán ser olvidadas algunas de las discrepancias aducidas, y tal vez prevalezcan los rasgos sustanciales del acto. Con su sencillez conceptual, la leyenda que acompaña al video de Román Lejtman apuesta en esa dirección. Si se considera el espesor simbólico que tuvo el acto en sus aspectos testimoniales, si se escinde la dimensión testimonial de algunas declaraciones “políticas” intercaladas en ciertos tramos del acto, se podrá calibrar el rango auténticamente “histórico” de esa jornada. En este contexto, la apertura del predio, el recorrido de los testigos y el debate sobre el museo se colocan en serie con el cambio del estatuto legal del espacio ocupado por la ESMA, sin menospreciar esos aspectos de la jornada, pero otorgándoles sin embargo una importancia secundaria en relación con la dimensión testimonial que tuvo el acto.
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12. Nacidos en la ESMA (2004)
El acontecimiento de los nacidos en la ESMA
Lo inconmensurable que tuvo lo presentado en la ESMA el 24 de marzo, y que estaba orientado a denir la natura leza del acto fue el testimonio de los dos hijos, jóvenes, niños nacidos en la ESMA. La naturaleza performativa de los discursos que pronunciaron no tiene inscripción posible en la actualidad mediática ni política. Se instala pero no se inscribe, y sólo podrá signicarse a posteriori, sin que pueda pronosticarse ni determinarse tal signicación. Aquello que
se evidencia hasta el momento es que con los testimonios de ambos nacidos en la ESMA, proferidos en el sitio mismo, en el momento mismo en que con esos discursos cambiaba denitivamente la naturaleza de ese sitio, conere al acto su signicación radical e irreversible.
Es notable que la proliferación de controversias alrededor de aspectos periféricos o antecedentes del acto, secundarios y dignos de debatirse, pero ajenos a la situación de ritual de la memoria no hayan advertido esta signicación
radical. ¿Estuvimos escuchando los discursos de dos jóvenes que nos venían a decir: YO NACÍ EN ESTE LUGAR? ¿Los escuchamos? ¿Los pudimos escuchar? ¿Hay audición posible para que seres humanos nos digan, presten el testimonio de que NACIERON ALLÍ? Sólo eso hicieron: nacieron allí. ¿Podría tener alguna relevancia cualquier armación “sectaria” o “controversial” que pudieran formular en sus discursos? ¿Podría alguien reprochar un testimonio por razones semejantes? ¿Se le podría exigir a Primo Levi explicaciones sobre la relación de los judíos con el dinero? ¿Sobre las razones porque los judíos fueron odiados o perseguidos? Un tópico pertinente, susceptible de investigaciones históricas, losócas, culturales, ¿podría ser esgrimido en el lugar
de la memoria, en la ocasión del duelo, en el ritual de la
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La pregunta por lo acontecido
sepultura? ¿Cabe conversar en voz alta sobre las polémicas que suscitaba el que se sepulta, cuando vivía? Esos niños nos vinieron a decir que algo hicieron. Haber nacido, allí. Haber sabido, uno de ellos que había nacido allí dos meses antes del acto. Su solo testimonio verica la
desmesura del acto en su conjunto. ¿Puede haber reproches sobre esa desmesura? ¿Qué hubiera sucedido si los juicios a las Juntas hubiesen sido televisados? ¿No venimos de una discreción sospechosa con respecto a los testimonios? ¿Puede pedírsele prudencia al testimonio? El 24 de marzo de 2004 se puso en escena de esa manera la única manifestación anamnética que no tiene ninguna relación con los errores de las militancias de los setenta, ni con las necesidades de una crítica de las responsabilidades, ni con las demandas de la historiografía ni, por supuesto, con cualquier cosa que se pueda pensar o criticar del kirchneriskirchner ismo o peronismo. Tampoco con las manifestaciones crueles y violentas de las torturas y las desapariciones. Estos niños solo nacieron allí. Se puso en escena de esta manera la presencia radical del testimonio de lo in-humano. Entra en el orden de lo inhumano hum ano asistir asistir a la experiencia del campo de concentración y exterminio, donde además también nacen niños. Creo que lo escribo, pero no entiendo lo que estoy escribiendo. No puedo entender qué signica haber nacido en la ESMA.
No puedo imaginar la partida de nacimiento de esos niños. Supera nuestras representaciones, nuestra comprensión. El acto del nacimiento, la parición de alguien que de esa manera efectuaba su último acto humano, la maternidad de una desaparecida que además, era mujer, era madre, que después de parir ingresaba al limbo al que estaba destinada por el horror, mientras su vástago era entregado a la vileza cruel de la apropiación. ¿Habíamos sabido de esta manera acerca de un acto semejante? Parir y luego desaparecer. ¿Pueden tenerse reservas frente a semejante testimonio? 176
12. Nacidos en la ESMA (2004)
La respuesta es armativa porque se tuvieron reservas,
y por parte de respetables individuos comprometidos éticamente con el estado de derecho y con la memoria colectiva del horror de la dictadura. De modo que debemos asumir que hay algo que sucede, y que pertenece entonces a otro orden, el de las accidentadas vías que requiere este doloroso recorrido que transitamos colectivamente. Doloroso, no por el dolor en sus aspectos sensibles y sentimentales. No es la “prolongada acción pública” la que instala el dolor como instancia política y redime su potencialidad trivial de mediatización espectacular. Las signicaciones que conciernen a las problemáticas
del dolor, en cualquier aspecto que se quiera considerar, están estrechamente ligadas a la temporalidad. El duelo, la sepultura, denen un límite para el dolor y el sufrimiento.
Es la prolongación de lo que causa un dolor aquello que le otorga signicación. La duración del dolor, ya sea físico o
psíquico, es una variable decisiva respecto de la magnitud de la experiencia nociceptiva. Un dolor muy intenso pero breve puede ser olvidado con relativa facilidad. Un dolor de menor intensidad, pero prolongado, resulta mucho más acentuado por su duración. La incertidumbre sobre el futuro de la experiencia dolorosa y la comprensión de sus causas son también variables esenciales. La tortura y la desaparición son crímenes contra la humanidad, antes que por la intensidad o gravedad material o física que puedan tener las acciones concretas que las suscitan, por su continuidad y permanencia, por su prolongación en el tiempo. Por su permanencia denitiva, en el caso de la desaparición. Cualquier límite que se le pueda poner al dolor dene una localización, un n, una posterioridad habitable por el sujeto. Se podría decir que hay memoria del dolor que tiene n, pero que el dolor sin n tampoco se articula en un sentido
estricto con la memoria. Es por ello que las memorias de las torturas y las desapariciones conciernen al orden de lo sublime. Son inexpresables y literalmente inenarrables. En última instancia, hay memoria del dolor que termina, pero
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La pregunta por lo acontecido
no hay memoria del dolor que no termina, porque la memoria solo es posible con posterioridad al dolor. Consecuencias del acontecimiento
El siguiente acontecimiento, más la articulación polémica que tuvo lugar en relación con el acto de la ESMA nos traslada de nuevo a la problemática del dolor. Pocos días después del acto de la ESMA se gesta una nueva jornada histórica en la que se desenvuelven también espesas tramas simbólicas de imprevisibles consecuencias anamnéticas. El evento Blumberg. El caso del asesinato de un joven secuestrado que se convierte de inmediato en una contrapartida del acto de la ESMA. Se presenta el dolor actual frente a la supuesta memoria. Se instala el debate sobre la seguridad, sobre las víctimas actuales y futuras frente a lo que ocurrió hace más de dos décadas. Se forma un marco para el acontecimiento anamnético de la ESMA. Su negación. El índice movilizador del evento Blumberg es el dolor. Aquí es cuando algunos lúcidos analistas de la cultura ingresan en las tinieblas. El evento Blumberg se suma a la serie fantasmática de los dolientes allegados a las víctimas de la violencia. Propone un conjunto de signicaciones y
relatos para las inscripciones de la memoria. Reinterpreta, resignica, intenta hacerlo, la larga serie de víctimas que
giran a nuestro alrededor en los últimos treinta años. Si los debates de los ochenta y los noventa sobre la memoria y la punición dieron lugar a identicaciones entre delitos de
lesa humanidad y delitos sociales cuya confusión llevaba a la disolución ética y conceptual de las tramas identitarias del colectivo social argentino, el evento Blumberg ofrece el golpe de gracia. Ya no se trata del poder, dictatorial exterminador o postdictatorial corrupto (nalmente anes entre
sí para el sentido común), sino que ahora se trata de la distinción entre los “honestos” (inocentes) y los “delincuentes” “delincuente s” (culpables). El poder sólo se dene por sus respuestas a las
demandas de los “honestos”, ya no tiene relación genética 178
12. Nacidos en la ESMA (2004)
con los “delincuentes”. Ahora la relación entre el poder y los “delincuentes” pasa a ser de naturaleza técnica. Ahora se trata, ya no de la mera punición de un crimen singular cometido, sino de la instalación de grupos humanos en gu ras y estigmas de destierro destierr o y esclavitud. “El error fatal sería creerse inocente, porque se es de tal o cual país determinado, buen ciudadano, bien considerado por sus jefes y querido por sus hijos. Esto no nos impedirá ser arrestados, un día, temprano en la mañana. El que no viva con esta certeza sería bien inocente, inocente en el sentido lato del término”. (Déoe: 266). Sin embargo, cuando el horror acontece a la
vuelta de la esquina, más allá de la ventana del cuarto propio, la inocencia transita el camino, primero, de la candidez, pero muy rápidamente se interna en el universo de la culpa, la vergüenza y la responsabilidad. La siguiente serialización que propone el evento Blumberg remite a la articulación entre signicaciones y
dolor. Y es aquí donde se produce el acontecimiento del olvido, la propuesta de la selección anamnética. La continuación de la dictadura de 1976 por otros medios. El fondo de la cuestión no deja de ser simple: no es el dolor como tal lo que se comparte entre los distintos deudos. Padece todo aquel que es afectado por violencia v iolencia de cualquier naturaleza. Un banquero que pierde todas sus posesiones y se suicida en pleno pánico de la bolsa podría ser un paradigma del sufrimiento. No es el dolor del duelo, el dolor por los que murieron, aquello que nos convoca. Si se ha producido una confusión, fue en el contexto del desenvolvimiento del paradigma punitivo que tuvo lugar una disolución de las distinciones entre crímenes contra la humanidad y crímenes sociales. El dolor ligado a la desaparición no tiene manifestación porque no hay cuerpo, no hay sepultura, no hay certidum bre. El 24 de marzo asistimos al testimonio de dos nacimiennacimien179
La pregunta por lo acontecido
tos. Resultaría un error creer que ya sabíamos lo que allí nos dijeron. Algo no sabrían ni siquiera los testigos que allí hablaban. Sus voces resonarán por mucho tiempo en nuestro recuerdo. Una de las voces, la de María Isabel Prigione, se elevaba como si hablara desde detrás de una pared. Era la voz de quien no había sido escuchada es cuchada durante toda su vida. Era una voz de sufrimientos silenciados, oprimidos por la indiferencia y la impunidad. Era la voz de quien había luchado largamente contra la desesperanza. Y esa voz fue escuchada el 24 de marzo en un escenario difícil de superar. La segunda voz, la de Juan Cabandié, “descubierto” con ayuda de las Abuelas de Plaza Plaza de Mayo dos meses antes, en en una suerte de renacimiento, estaba atravesada por tensiones similares, por un mismo dolor, aunque no se manifestara en un sentido “político” y se expresara suavemente, casi como en una conversación personal. El dolor por los cuerpos insepultos supone intrínsecamente una apelación colectiva. Las desapariciones pusieron en tela de juicio la continuidad histórica del colectivo social argentino y permanecen entre las condiciones que hicieron posible la catástrofe social que aún atravesamos. No resulta incoherente que Blumberg pueda exhibir sus lágrimas de duelo y dolor sin interrupción, en tanto que es probable que en décadas no hayamos visto tal vez ni una sola lágrima de una Madre de Plaza de Mayo. El dolor por la desaparición es un dolor sordo, inarticulable, inexpresable, que se difunde sobre toda la sociedad como un corrosivo inapelable. El acto de la ESMA nos habló de cualquier cosa, menos del pasado en el sentido “histórico” del término. Nos habló del futuro de esos niños nacidos en la ESMA. Es ese futuro el que requiere nuestra atención, y eso fue lo que signicó
tanto la enunciación del 24 de marzo como su contrapartida denegatoria.
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12. Nacidos en la ESMA (2004)
II El acontecimiento del horror es una imposición del olvido, una “guerra contra la memoria, una falsicación orwe lliana de la memoria” (Primo Levi), y en su mismo transcurso las víctimas entienden que la única forma de que fracase el exterminio es si sobreviven para recordar y dar testimonio. Junto a la paradoja que se ha dado en muchos casos de que fuese imposible o difícil, durante mucho tiempo, enunciar el testimonio. En este aspecto no hay un acontecimiento que tenga lugar como tal en un lapso determinado y que después pueda ser susceptible de ser recordado u olvidado, como si hubiera arribado a un nal , , dado que en el transcurso mismo del exterminio se crean testimonios testimon ios que buscan su perduración, buscan su comunicación más allá de la propia muerte o del silencio, si se sobrevive. En la jornada inaugural del museo de la ESMA, este modo de la memoria, producido en el presente mismo del acto de la supresión y por lo tanto del olvido como destino, tuvo lugar a través de la lectura de un poema escrito en cautiverio por una desaparecida, Ana María Ponce, con la nalidad de sobrevivirla a ella como testimonio. La solución nal era la denominación esta-
blecida por los nazis para el exterminio. El acontecimiento no termina cuando naliza empíricamente: no tiene n en
el sentido de que todos aquellos que puedan pertenecer a la categoría exterminada, o incluso solidarizarse con ella, se instalan en el registro categorial del exterminio. Lo que sucedió, si fuera olvidado, podría volver a suceder. O en otras palabras, si sucedió lo que no era esperable o creíble que sucediera, por ello puede volver a ocurrir. En esta posibilidad radica la potencia del “Nunca Más”, expresión que no tiene sentido proferir respecto de acontecimientos que no pueden ser evitados empíricamente, acontecimientos como la guerra o el delito que siguen ocurriendo, y que siempre ocurrieron (el relato respectivo recibe la denominación de historia). Por eso las anticipaciones de los testimonios que tantas víctimas de exterminios se esforzaron en dejar para que sobrevivieran a su aniquilación, no tienen el sentido de 181
La pregunta por lo acontecido
la denuncia de un delito, destinada al castigo de los culpa bles, sino a evitar el éxito sustancial de la perpetración, que consiste en que el testimonio no tenga lugar. De tal manera, si el olvido reere a un acontecimiento
del pasado, y el tiempo es el mediador de la debilitación del registro en la memoria, en el caso de los acontecimientos del horror la memoria no remite al pasado, sino al presente. Así sucede de manera efectiva en el transcurso del acontecimiento exterminador, porque en esa misma circunstancia ya se está destruyendo la memoria de los destinatarios del exterminio. La destrucción de la memoria de las víctimas del exterminio opera, pretende operar, no sobre el presente o el futuro, sino también sobre el pasado. Lo que se procura es que nunca haya existido lo que se trata de suprimir. Extirpar del mundo una lengua, una genealogía, una forma de vida, un plexo deseante, nalmente: una memoria.
Las operaciones iniciales que sustraen la identidad de los individuos, el dominio del cuerpo, el nombre propio, la conciencia, y en n, la humanidad. Al sustraer la humani dad, al expulsar de la humanidad a los sujetos, aún antes de quitarles la vida, se lleva a cabo el designio de los exterminadores. Las víctimas del exterminio no son objeto de asesinato, como sucede en la guerra o en el delito, son objeto de aniquilación, Vernichtung. Hay aquí una biopolítica, un ejercicio especíco del poder sobre los cuerpos y sobre la especie, que halló su culminación en Auschwi, cuando
se realizó aquello que la modernidad incubó en la historia precedente. Sin embargo, no es ocioso denir semejante culminación en la shoá, porque es cuando de manera denitiva
e inequívoca se constituyó el auge de la construcción de la in-humanidad. Es también el modo histórico en que tal de nición paradigmática tuvo lugar. La importancia de establecer aquí un matiz radica en no menospreciar la posibilidad de que mucho antes se pudo advertir lo que sobrevendría en su magnitud ética y biopolítica, y cierto número de autores pudo preverlo. Pero es en la postguerra cuando se institucionalizan las dimensiones conceptuales y legales de lo 182
12. Nacidos en la ESMA (2004)
que recién entonces se articula en la expresión “nunca más”. Es por haber advertido el peligro para la especie que se alcanza un amplio acuerdo universal al respecto. Aun con todas las transgresiones, inconsecuencias y problemáticas de deslegitimación con que ha transcurrido la segunda mitad del siglo XX, lo cierto es que el actual orden mundial ético político se funda conceptualmente en aquella advertencia. El acontecimiento argentino de la desaparición aportó un desgraciado episodio a la imperfección con que se habría establecido una institución global del “nunca más”. Así, cuando se habla de acontecimientos del horror no se está tratando simplemente sobre el pasado. Se trata, en cambio, de abarcar en esencia las tres dimensiones temporales, tanto el pasado como el presente y el futuro. La operación llevada a cabo por los perpetradores abre una época. Establece un estatuto empírico para lo que nunca había ocurrido ni se había imaginado. Lo que acontece “no se puede creer”. Y es también por ello que resulta posible, cuando son los poderes de estados totalitarios o dictatoriales los que llevan a cabo la perpetración criminal. En la situación posterior, lo acontecido en períodos oscuros mantiene vigencia en su totalidad. En ello radica tanto el fundamento de la imprescriptibilidad como la continuidad criminal de la desaparición o la sustracción de los niños nacidos en cautiverio. Es también por todas estas razones que la memoria del horror guarda una naturaleza distintiva respecto de las memorias históricas, sobre todo en relación con las guerras. Al referir todo lo acontecido a una “guerra sucia”, de la manera en que se suelen expresar los perpetradores y sus cómplices, no sólo están negando los datos especícos del aconte cimiento sino su signicación. Apelan a recursos del sentido
común o de la memoria histórica para llevar a cabo esta operación con posibilidades de éxito. No hay mejor terreno para la dialéctica histórica de la memoria y el olvido que la guerra. Las guerras son siempre conmemoradas, relatadas y honradas. Se olvida lo que fueron en sus aspectos más 183
La pregunta por lo acontecido
dolorosos, para poner en el primer plano el rango heroico y de consolidación identitaria del pueblo o la nación que han librado las guerras del pasado. Al mismo tiempo, al haber alcanzado la paz que sobreviene de manera inevitable luego de cada guerra, sobreviene también el perdón y el olvido. Todo ello sin suprimir el recuerdo, sino resignicándolo en
función de los tiempos de paz. Los franceses que viajan de París a Londres en tren descienden en la estación Waterloo, que conmemora una derrota histórica de Francia a manos de Inglaterra. La ciudad capital del viejo imperio recuerda esa denominación de una victoria que a la vez cumple una función de bienvenida: aquella vez los vencimos, pero desde entonces estamos en paz y hemos sido aliados. Un gesto similar en el campo de los acontecimientos del horror tendría el signicado exactamente contrario. Cada cruz esvástica que se dibuja en forma de grati o aparece
de cualquier manera viene a decirnos: no nos permiteron concluir con nuestro trabajo, aún está pendiente. La sola exhibición del símbolo nazi opera como amenaza de muerte para el presente y para la eternidad, y como reivindicación de los crímenes perpetrados en el pasado. Es la razón por la que, en el orden de postguerra, se persigue penalmente la ostensión de este tipo de símbolos, lo mismo que el liso y llano negacionismo en Alemania, como delito de apología del crimen de lesa humanidad. Es el signicado que tenían los cuadros de aquellos di rectores del Colegio Militar que fueron genocidas. Su persistencia en el sitio protocolar en que se encontraban indica un signicado análogo. Y lamentablemente, huelga decir
que quienes expresaron malestar o silencio por esta modi-
cación de la simbología militar se estaban pronunciando
por el fondo de la cuestión con todas sus consecuencias e independientemente de lo que pudieran o quisieran alegar. No obstante, esto no fue considerado de esa manera. No hubo consenso al respecto.
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12. Nacidos en la ESMA (2004)
Las condiciones para el nunca más constituyen el punto de partida sine qua non de cualquier institución fundadora de un suelo convivencial viable en el mundo contemporáneo. Sólo un pacto alrededor del nunca más nos permitirá convivir sobre una mínima base de sustentación de lo colectivo. El testimonio de los nacidos en la ESMA presentado el 24 de marzo de 2004 es un paso invalorable en el largo recorrido que los luchadores por la democracia, la memoria y los derechos humanos iniciaron el mismo día en que se desencadenó el horror.
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13. “SE TE NT IS MO ” Y ME MO RI A (2005)
lo posible no se podría alcanzar si en el mundo no se reintentase siempre lo imposible. Max Weber Estamos en un tiempo que se encamina hacia una violencia pasiva total, o dicho con otras palabras, hacia la supresión sin resto del sujeto hombre mediante la puesta en práctica de un mundo virtual construido ad hoc por la técnica. Oscar del Barco
¿Cuáles son las condiciones de vigilia para la enunciación de un pensamiento, una memoria o una crítica de los “setenta”? ¿Cuáles los obstáculos que se interponen con una tarea semejante? No se menciona aquí un acontecimiento histórico cualquiera, sino aquél que precedió al horror. El acontecimiento político militar de los setenta fue el destinatario alegado de la represión exterminadora. No hay posibilidad de habitar la Argentina actual sin una cartografía de las actitudes y las posiciones respectivas. Si esto era así por el devenir intrínseco de la historia, el 25 de mayo de 2003 agregó un elemento inesperado (ahora se olvida que era inesperado): el resurgimiento de un lenguaje “setentista”. Ese día, un “día peronista”, hubo que escuchar el discurso de la asunción presidencial para asistir a la aparición de algo que se presentó de pronto, sin aviso. En esa dinámica de la aparición se verifica un rasgo del comportamiento político del peronismo. Eso que no es un partido, ni responde claramente a algún conjunto de categorías políticas universales, cuenta entre uno de sus rasgos el de la presentación brusca, emergente e inesperada de enunciaciones que irrumpen en la conciencia como la escenografía de una obra teatral, una vez que se levanta el 187
La pregunta por lo acontecido
telón. Los espectadores contemplan una escena nueva. En esta dinámica de la emergencia inesperada de un escenario radica uno de los rasgos que adjudican al peronismo su vinculación con una no racionalidad. No hay campaña electoral ni programa que hayan exceptuado anteriores accesos al poder de estos advenimientos dramáticos. Así, Menem, así Cámpora: ¿quiénes, cuántos sabían en la víspera lo que iba a ocurrir? En tanto que desde la perspectiva de lo patente, la respuesta es: unos pocos, desde una perspectiva pragmática la respuesta es “todos”. El entrecomillado se debe a la naturaleza constructivista de la unanimidad que caracteriza al peronismo, al carácter impuesto y autoritario de esa unanimidad, y también al hecho de que el trasfondo real de esa unanimidad es una amplia, muy amplia base social, que se impone así sobre el conjunto de la sociedad. Establece una instancia hegemónica que determina tres meses en un caso, diez años en otro, el ciclo que recorremos en la actualidad, por fin. Como antes sucedió con el idioma neoliberal, ahora es el idioma setentista, vagamente resurrecto, el que concita una adhesión tan extensa como inexplicable para un racionalismo convencional. De lo que se trata aquí es de señalar pragmáticamente el acontecimiento, los actos de habla que determinan un devenir político social. Frente a ellos, la oposición sucumbe, no encuentra una forma de interacción compatible con las premisas de una democracia burguesa viable. En el camporismo se produjo una guerra civil, en el menemismo aconteció un prolongado estado de pasividad ante la acumulación ostensible y trágica de víctimas de la catástrofe social incu bada y desenvuelta en esos años. En la actualidad, una extensa serie de respuestas casi increíbles a demandas sociales s ociales entrañables coexiste con un horizonte político careciente de interés para una reexión crítica, así como con la escena de
un país devastado en el que millones permanecen sumergidos en la miseria y el oprobio.
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13. “Setentismo” y memoria (2005)
Sirvan estas referencias para situar el problema de la resurrección del “setentismo”, o al menos para interrogar a esas enunciaciones salidas no se s e sabe de dónde (de un pasado clausurado por el horror). La relación entre el horror y aquello que vino a suprimir, el movimiento revolucionario político militar, no se puede reducir a un vínculo de precedencia y consecuencia. No hay algo detrás del horror que pueda abordarse “objetivamente”, sin la mediación de aquello innombrable que produjo su desaparición. ¿Puede pensarse una iniciativa político militar exenta de la responsabilidad por las consecuencias? He aquí una pregunta crucial, difícil de formular, imposible de “responder”, precisamente. Sin embargo, la formulación de esta pregunta es ineludible, acuciada por el retorno de un lenguaje “setentista” gubernamental. Nos hemos habituado a denominar el horror en forma desvinculada de aquello que lo precedió. En un inicio la tragedia de la desaparición refería a un sacricio sin causa. Después se conguró la imagen de la militancia reprimi -
da. El discurso que intentó localizar formas de heroísmo y fervor relatados por quienes no habían participado de los acontecimientos no fue mejor como imagen de la historia que las primeras versiones ingenuas sobre la inocencia de las víctimas. Habrá que ver los logros narrativos de la actual ola conmemorativa de los “setenta”. El problema para elaborar una tercera guración de la memoria radica en la
destitución del sujeto de la responsabilidad. Sin embargo,
nos queda la tarea de reexionar acerca del problema del
sujeto de la responsabilidad. Al menos, la indagación so bre algunos signos susceptibles de ofrecernos una imagen borrosa. Las condiciones para abordar la cuestión de la responsabilidad, tal como fueron heredadas de la historia de la izquierda en los primeros tres cuartos del siglo XX, muestran un aspecto desolador en lo que concierne a vericar
el contexto y los antecedentes. Podría decirse que buena parte de las teorías y prácticas de las izquierdas del siglo XX se pueden (y deben) organizar en este sentido, y podría
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La pregunta por lo acontecido
decirse también que así lo han hecho. La herencia histórica de la izquierda lleva como peso el que algunos de los crímenes más gravosos del siglo XX se cometieron en nombre de la emancipación, el comunismo y la justicia social. Tanto Tanto el caudal de las prácticas ignorantes de estos hechos, como el de las experiencias críticas son inmensos en magnitud y calidad en un sentido y en el contrario. Difícilmente pueda armarse que en el movimiento político militar de los
setenta haya prevalecido una actitud crítica hacia los crímenes cometidos en nombre de las izquierdas. No había demasiadas esperanzas para aquellos que, obligados con la pesada herencia recibida a encontrar otros caminos no comprometidos con las experiencias nefastas que nos habían precedido, participamos en las militancias de los setenta. Si el entusiasmo hacia la revolución y el utopismo justiciero no nos impedía participar de las prácticas políticas, estas mismas no hacían más que indicarnos in dicarnos día a día las sombras que se perlaban en el horizonte. No podemos saber cuántos, ni siquiera quiénes, pero aún así es factible testimoniar la existencia de compromisos trágicamente asumidos con la militancia, como el único mundo al que se podía pertenecer, a sabiendas de lo que la historia de las izquierdas indicaba como una ley perversa de los movimientos emancipatorios: el curso hacia la burocratización, el autoritarismo, la razón de estado, la pérdida –nalmente– de todas las razones
que legitimaban la lucha. Hoy mismo basta ver la pobreza argumentativa, la fácil estigmatización de quien piensa distinto, para reproducir un mismo ejercicio de la imaginación: súmesele la potestad estatal de una revolución triunfante a tales y cuales discutidores y se accederá a lo que ya desde el presente es obvio: el modo de pensar de un estado totalitario es actual y funciona. Sólo le falta el aparato estatal. Un aspecto fundamental que atañe a la responsabilidad es el que reere al amor por la verdad de intelectuales y militantes en la historia de la izquierda. Grandes números de individuos y grupos acostumbrados durante décadas a silenciar o moderar la crítica en nombre de la razón del partido. La razón del partido, la razón de estado, la razón de la confrontación, cuando un colectivo confronta con otro y la verdad 190
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es vislumbrada como debilidad, concesión, claudicación. En ello radica uno de los aspectos más problemáticos de la lucha política: el que se enfrenten colectivos de maneras más o menos violentas. “Más o menos”, la intensidad de la violencia sólo agrega un peso adicional a una cuestión presente en la lógica misma de la confrontación política. No hay destino emancipatorio si los espíritus se constriñen en lo que piensan y sienten durante la lucha. Y no hay tampoco emancipación sin lucha. En esta contradicción radica uno de los avatares trágicos de la modernidad. Describir la paradoja no resuelve la pregunta principal acerca de cómo actuar. No hay determinación para ello. Procede de otro orden la inspiración para abstenerse y dedicarse a una vida apartada o comprometerse con el momento luminoso de las luchas emancipatorias. Todas las que lo son realmente lo tienen, y nada vale la pena más que naufragar inmersos en esos momentos, aún con la conciencia desgarrada que sabe que nalmente quienes venzan serán vencedores por
haber vencido, y –por ello mismo– reproducirán la historia de los vencedores y los vencidos. La pregunta benjaminiana sobre con quién establece empatía el materialista histórico es una pregunta política radical. Los vencidos se bosquejan a cada momento, desde el principio de todo movimiento emancipatorio. Hay quienes no tienen en su destino hacer funcionar la guillotina. Aunque no sepamos quiénes sí lo tienen, podemos saber que habrá quienes caigan bajo su lo
sin haber hecho caer a nadie antes. Sólo en esas pequeñas historias permanece viviente el destello de la esperanza. No sería prudente omitir, sobre todo en el contexto de las memorias de los setenta, la concomitancia entre la institucionalización de los discursos sobre la memoria y la creación de condiciones de viabilidad para la juridicidad establecida a posteriori de los acontecimientos del horror. En la postdictadura argentina, la socialdemocracia fue la encomendada para legitimar niveles de obediencia y responsabilidad, como rezaba la plataforma electoral alfonsinista de 1983 ante el consentimiento o el silencio generalizados. Sólo los más allegados –y no todos– al movimiento de de191
La pregunta por lo acontecido
rechos humanos exigíamos distinciones más ajustadas a las dimensiones hórridas de lo acontecido en la dictadura. El pesimismo predominante en nuestro ámbito, habituado al dominio de las peores circunstancias, se autoinfunde ánimo al considerar un gran logro lo realizado durante el gobierno de Alfonsín, sobre todo con la valiosa labor de la CONADEP y el juicio a los comandantes. Logro de la institucionalidad estatal, sin duda; ajeno a las demandas de una crítica radical, desde luego (aunque no por ello menos necesario para la vida real). La tarea de la anamnesis no espera del estado una respuesta a la altura de las demandas de la verdad y la justicia radicales. Como la posibilidad de continuismo exterminador era también un riesgo relevante, no se trataba de oponerse a los logros de la democraticidad burguesa, como nunca se trató, o debió tratarse, en la historia de las izquierdas, después de todo. La pobreza y la simplicación de los
debates suele sustentar la inaudibilidad de las posiciones de crítica radical, en la medida en que estas adoptan una confrontación minuciosa y exigente con el mundo tal como es en la actualidad y como promete ser en el futuro. Es frente a esa crítica que lo dominante se caracteriza como conformista: tal como hemos heredado los debates y los pensamientos que nos inspiran desde generaciones anteriores. Frente a las memorias del “setentismo”, la convención socialdemócrata esgrime enseguida las palabras que se han enseñoreado del sentido común postdictatorial: “violencia”, “delito”, como si ambas condiciones no fueran, en sus distintas manifestaciones, intrínsecas –inseparables– de las formaciones sociales contemporáneas. En ningún instante el discurso de los derechos humanos, legitimador de un orden político estatal que el horror había vuelto inviable, ha dejado de convivir con nuevas y renovadas atrocidades de todo tipo, en todas partes, sin que las instituciones que sustentan ese discurso, con sus respectivas excepciones, se hayan visto conmovidas de un modo diferente al que nos han enseñado durante siglos las más diversas instituciones sacerdotales. Así, las entidades que producen el discurso de
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los derechos humanos regulan en la actualidad el orden de la legitimidad. No hay un mundo mejor que oponer a ese orden. Hay en cambio un mundo peor del que ese orden discursivo de la legitimidad nos resguarda (eventualmente) y del que es su consecuencia más distintiva. Ese mundo peor es el que se nos dice una y otra vez que no hay h ay que olvidar, para que no se repita. Es ese registro de la memoria el que nos resguarda de lo peor y el que nos exime también de lo mejor. Ya que son los acontecimientos del horror los que antecedieron y, más que eso, crearon las condiciones de posibilidad del mundo en el que vivimos. En el registro de la memoria, Auschwi, entre nosotros la ESMA, hicieron olvidable lo
que era inolvidable e hicieron inolvidable lo que nunca ha bía acontecido con anterioridad. En ello reside res ide la operación transformadora que constituyó nuestras actuales condiciones existenciales. Una paradoja esencial de la historia social atañe a la diferente relación que vencedores y vencidos establecen con la memoria y la historia. Los primeros saben que heredan un legado que los sustenta y legitima, pero que sólo pueden practicar si han vencido, si efectivamente ejercen la dominación. No hay gura más patética que la desfondada del
aristócrata, el tirano o el poderoso que, caídos, van por el mundo como personas comunes y corrientes. Cuando la gloria pasada ha muerto. La voluntad del poder y la gloria sólo valen en el culmen, no en el llano. Los oprimidos mantienen un legado contrastante, abrevan en la memoria de las luchas por la libertad y la justicia de todos los tiempos, que sólo se sustentan y legitiman en su verdad, y que nada deben al éxito de la empresa contestataria. En el sufrimiento del oprimido, la esperanza alentada por la memoria de las luchas es lo que permite respirar a la humanidad. Es así para Kant: lo inolvidable es el entusiasmo revolucionario de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Sin que fuera viable la realización de eso inolvidable, el deseo de lo imposible se atesoraba en la memoria de la condición 193
La pregunta por lo acontecido
humana, en pro de su mejoramiento. En el marco del mismo dispositivo argumentativo acerca de la memoria del entusiasmo se instala la instancia de la obediencia. El uso privado de la razón debe limitarse a considerar el interés del ser común (Gemeinwesen), so riesgo de su disolución. La desobediencia conduce a la disolución. La obediencia en los marcos institucionales es inexible y concomitante al uso
público de la razón. Los acontecimientos del horror designan una situación en la que la cadena institucional de mandos impone la obediencia a órdenes in-humanas. Estas órdenes ocasionan la disolución del vínculo intersubjetivo en cuyo nombre se obedecieron. Esto ocurre en un marco de legalidad en sus propios términos. Después, si los vencedores son vencidos, la legalidad se torna ilegal, pero cuando estaba vigente, y las órdenes eran obedecidas, se trataba de órdenes legales en sus propios términos. Quien no puede reconocer eso es la legalidad que adviene cuando el régimen del horror es vencido. El crítico no puede desconocer que desde el punto de vista del régimen del horror, el régimen del horror era legal. En sus términos de vigencia, las órdenes se obedecen porque las órdenes siempre se obedecen. ¿Esta formulación podría justicar algo que no querríamos ni podríamos justi car? No, si se presta atención a la reexión, y no al sonido mecánico de las palabras. De lo que se trata es de denir las
condiciones del acontecimiento del horror y sus consecuencias reales, más allá de las necesidades de legitimación de los regímenes posteriores¸ por más que nos parezcan “me jores” que aquellos. La trampa de esta consideración valorativa de los regímenes democráticos es que nos imponen la aceptación de lo inaceptable bajo caución del acontecimiento del horror que no se puede denir como inaceptable,
sino como algo que se encuentra fuera de nuestro alcance experiencial y conceptual. Nada podría hacernos claudicar de la lucha porque no se repita. Pero esa lucha sólo tendrá sentido en tanto mantengamos una misma tenacidad para establecer lo inaceptable, lo injusto de este mundo en el que vivimos. Los acontecimientos del horror se denen porque 194
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consisten en órdenes que se imparten y se cumplen con la siguiente consecuencia: “pensábamos que se puede arreglar cualquier otra cosa, así como en política, hasta cierto punto se puede arreglar casi todo. Pero no esto. Esto no debería haber pasado. [...] Allí sucedió algo con lo que no nos podemos reconciliar. Ninguno de nosotros puede hacerlo”. (Hannah Arendt) El problema no radica tanto, entonces, en la obediencia a las órdenes, sin la cual la sociedad se disolvería –para seguir a Kant–, como en la naturaleza de esas órdenes, en virtud de lo cual se ocasiona la disolución de la sociedad de un modo que Kant no pudo prever. La comprensión acerca de la naturaleza de esas órdenes adviene cuando ya no se imparten esas órdenes, sino otras frente a las cuales aquellas resultan incomprensibles. El juzgamiento postfacto, sin cuya realización no se podría vericar la expectativa de que
el horror no se repita (y es por lo tanto ineludible para vivir como vivimos), no se interroga sobre las órdenes sino sobre la obediencia, cuando lo que no se pone en tela de juicio en el mundo consecutivo al de los acontecimientos del horror es la obediencia a órdenes inadmisibles o a otras que producen consecuencias no menos inadmisibles, pero se instituyen y perciben dentro de los límites de la razón instrumental. Se juzga a los individuos que obedecieron órdenes horrorosas. No se juzga al mundo que hizo posibles esos acontecimientos y que los produjo, porque es el mismo mundo en que vivimos, y en el que se instala la ilusión de que ahora sí tenemos la capacidad de evaluar las órdenes que se nos imparten. Una creencia que no resiste un examen desprejuiciado. El acontecimiento del horror es instaurado con el propósito de transformar el vínculo intersubjetivo. Ese propósito responde a una insatisfacción profunda con la conictivi dad intrínseca de la sociedad civil ilustrada. Es una insatisfacción que responde a una genealogía. No se trata de un alien que baja de pronto del cielo, sino de un rechazo a la negatividad que constituye el fondo oscuro del pensamiento occidental, y que en su modo ilustrado asume –entre otras– 195
La pregunta por lo acontecido
la forma del entusiasmo, la revolución. Hay una contradicción esencial entre la comunidad y la responsabilidad, la imposible sutura entre el vínculo intersubjetivo y el abismo que media con el otro a quien no es posible responder, pero respecto del cual la obligación de responder es constitutiva de la condición humana. El acontecimiento del horror responde al proyecto de ruptura del nudo gordiano de la responsabilidad –a través de la obediencia– para eliminar la angustia que produce la demanda y la deuda con el Otro. No sabemos qué pasaría si una experiencia semejante triunfara en sus propios términos. No podríamos asegurar que el mundo actual sea ajeno a ese proyecto, ahora sustentado en una biopolítica del goce antes que en una biopolítica de la fabricación de cadáveres. No podríamos asegurar que ese proyecto no triunfó proteicamente, con otro aspecto. La cuestión es que nuestro movimiento revolucionario de los setenta adoleció del entusiasmo, frecuentó el lenguaje de la justicia así como también el del terror, al igual que tantas otras revoluciones históricas, antiguas y recientes. La cuestión es que nuestros acontecimientos del horror hicieron olvidar el lenguaje público de la justicia durante treinta años. Fue en los sucesos del 19 y el 20 de diciembre que reapareció el lenguaje de la justicia. El gobierno actual pronuncia palabras que fueron vueltas a articular en aquellas jornadas. ¿Las perversiones del peronismo impiden reconocerlo?
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14. LE GA DO PARAD ÓJI CO DE U N TE SORO PE RDIDO (2005)
Lo que se halla en juego es el problema del legado y su posibilidad. Ese legado, si es posible, deberá estar a la altura del deseo, la experiencia y la derrota de lo que tal vez haya sido la mayor y más extraordinaria voluntad de justicia vivida por la historia. Quizás la expresión “no matarás” sea el legado paradójico de ese tesoro perdido. Diego Tatián
Para algunos, la carta que Oscar del Barco envió a la revista La Intemperie1 representa un gesto que despierta empatía por sí mismo. Expone a su autor ante un ámbito político y cultural que más bien elude enfrentar la verdad cara a cara. Verdad, no porque la carta la encarne, sino porque encarna un compromiso, una búsqueda de la verdad, o de la responsabilidad, que para el caso es lo mismo. De un gesto como este es de esperarse en una sociedad tan autoritaria y despiadada como la nuestra un espectro que va del silencio y la indiferencia ngida hasta la agresión directa. No obs tante las excepciones, estas circunstancias demandan solidaridad, que la carta merece antes que nada. La carta vale entonces como gesto, como actitud de provocación, como apertura para una conversación, como invitación para pensar nuestro pasado. Es perturbadora por lo que a cada uno le toque: algunos admitíamos –aunque nalmente no su cediera lo peor en la mayoría de los casos–, que algo así como lo que Oscar del Barco reere en su carta podría tener
legitimidad dentro de las reglas de juego de la lucha político militar. Con eso es suciente. Algunos entre aquellos que
han vivido todos estos años con mala conciencia por otras 1. hp://www.revistalaintemperie.com.ar.
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La pregunta por lo acontecido
razones, por verse al margen de cualquier lucha colectiva por la justicia, recibieron la carta con resentimiento jubiloso al suponer como caído aquello que antes parecía hacerles frente. Una falacia que actúa como el efecto secundario que toda intervención de crítica radical dentro de la izquierda produce: el usufructo de las derechas, que viven con alegría lo que perciben como la declinación del discurso insurreccional o revolucionario de la izquierda, cuando la crítica y la reexión parecen debilitar el impulso a la lucha. Lo cierto es que en perspectiva, sólo esa crítica y esa reexión redimen
a las izquierdas en aquello que más les atañe. En cuanto a las armaciones que contiene la carta, es ocioso discutirlas
en particular, porque son los títulos de otros tantos ensayos o libros que esperan ser escritos, incluso, –o sobre todo–, por el propio Oscar del Barco. La carta demanda un compromiso de escritura sin la cual se podría debilitar el valor del gesto, porque su obra reclama un esfuerzo proporcional para este problema. Se postula aquí que la carta de del Barco fue un acto anamnético, no una presentación argumentativa. Dicho acto anamnético se manifestó mediante una provocación (Diego Tatián la homologa con el gesto duchampiano) y una escritura colérica. Que no fue una presentación argumentativa nos parece evidente a algunos. Sin embargo, la provocación consiguió con rapidez su efecto más previsible: muchos la leyeron como un paneto y se pusieron a replicar
cada palabra al pie de la letra. ¿Cómo entender que alguien habituado a escribir artículos y libros para desarrollar argumentos pudiera resumir en una carta de tres páginas una cuestión tan compleja y espinosa como la tratada? Él mismo relata la experiencia de una revelación. Al leer la entrevista a Jouvé 2 adquirió de pronto conciencia de la responsabilidad tocante al homicidio. El que la carta fuera resultado de un acto de 2. hp://www.elinterpretador.com.ar/ensayos_articulos_entrevistas-numero15 junio2005.htm.
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14. Legado paradójico de un tesoro perdido (2005)
la memoria, y el que Oscar del Barco no se desplazara ni en esa carta ni después al desarrollo de una reexión apropia da debería llamar la atención. En los debates sucesivos se comete en muchas de las intervenciones ese error fatal: se discute argumentativamente con la carta, como si se tratara de debatir acerca de un problema ético político, el de la legitimidad en el uso de la violencia. Quiero argumentar aquí que no es ese el problema (no obstante algunas intervenciones posteriores de del Barco, que no aparentan lo que pretendo postular). Al menos no lo es en esos términos. Una primera reacción que nos suscitó la carta fue el registro de que se trataba de un acto poético de provocación. Lo que hacía del Barco, así, no era trabajar sobre el concepto, sino comunicar su consternación y demandar de sus interlocutores una elaboración sobre la cuestión de la violencia de los setenta. Esa elaboración fue señalada como un punto de partida que abarcó una diversidad de tópicos conexos, entre los cuales quizás el más relevante sea el de la historia moral de las izquierdas en el siglo veinte. El debate más profundo que nos debemos en términos de elaboración anamnética, además de aquello que atañe al trauma del horror exterminador, remite a la determinación de lo acontecido en los años anteriores a la represión terrorista de estado. Esta represión alegó una serie de sinrazones que durante años dieron lugar a una retracción de las condiciones de posibilidad de la memoria colectiva acerca de las experiencias político militares de los setenta. La llamada teoría de los dos demonios, cuyos términos en apariencia emplea del Barco en su carta, presumía una simetría entre dos contendientes. ¿Pero en qué consistía esa simetría? Contra lo que se suele suponer, la simetría alegada no es la referida a la violencia recíproca (esta es la versión más vulgar y estólida de la teoría de los dos demonios), sino al carácter de ilegalidad que concernía a ambos términos de la ecuación. En tiempos institucionalmente democráticos de los setenta, y también antes 199
La pregunta por lo acontecido
en la medida en que se apostaba por la revolución y no por la mera restauración constitucional durante gobiernos militares, los actores revolucionarios habrían actuado en forma ilegal. Habrían actuado como asociaciones ilícitas insurrectas, transgresoras de la constitución nacional y el código penal, y por lo tanto eran acreedoras de un castigo por parte de las fuerzas de la ley. El problema aquí no era el de la represión, ya que eso es lo que correspondía, sino el carácter ilegal que asumió la represión de la dictadura del 76. Si hubiera actuado en los términos del código penal, sólo hubiera restado un demonio: el de los subversivos. Es de eso de lo que tanto se han lamentado intelectuales, políticos y ciudadanos en estos últimos treinta años. ¿Cómo no fusilaron a los insurrectos, o reprimieron de alguna otra forma legítima a esos delincuentes? Pero esto no es lo que dice del Barco. Él habla de otra cosa por completo diferente. No enuncia su posición sobre una renuncia de su amor a la justicia. Al contrario. Radicaliza ese amor, ese compromiso con un valor que excede a la historia y a la sociedad, y se entrega a una crítica sin límites ni precauciones. Aunque ello no garantiza los resultados. No basta con acceder a una revelación. Hay que comunicarla, y el método del shock, originado como un desprendimiento de la lógica de la guerra, impone sus propias determinaciones a una formulación que se quiere empática con una postura de abandono, pasividad, debilidad. En ello radica una contradicción inscripta no sólo en la lógica vanguardista sino en lo que ésta tiene de relación genealógica con el profetismo cuando alude a la espada o denuncia con violencia –verbal y gestual– el escándalo. Si a esa carta hubiera seguido un silencio más o menos prolongado hubiéramos tenido un escenario diferente del que tuvo lugar: en La intemperie se produjo un debate estéril y abstracto en algunas de las intervenciones, y luego aconteció una bochornosa exhibición por parte de un catálogo de compras culturales de n de semana, más digno
de ser distribuido con esos folletos que envían las tarjetas de crédito a sus suscriptores que de ser considerado como un material de lectura. Allí el acto poético de revelación mutó en 200
14. Legado paradójico de un tesoro perdido (2005)
la extravagancia de unas frases reproducidas sin piedad ni audición sensible. Se produjo un acontecimiento mediático y político desafortunado y lesivo para él mismo en primer lugar, y útil para el resentimiento jubiloso y las solidaridades culpables. Obsérvese que no atribuimos tales consecuencias a la inicial difusión de la carta, sino a algunos de los vehículos consentidos de su circulación posterior. Nos parece un pro blema de primera importancia e invocamos que los ámbitos y las modalidades conversacionales son determinantes y de ben ser objeto también de debate. No hay nada nuevo en ello, pero no obstante fueron escasas las voces que alertaron sobre la relevancia que tiene asumir la necesaria reexión sobre los
marcos conversacionales de una polémica tan delicada. Este tropiezo de la intervención de del Barco, cuya responsabilidad (de ello se trata, de responsabilidades, aun inconmensurables entre sí, como la rememorada y la actuada ahora) no le compete solo a él, sino también, y sobre todo, a quienes se solazaron en construir la escena que albergó la difusión de su gura en contextos de los que estuvo retraído y pudoroso
durante décadas. Todo ello no disminuye en modo alguno el valor de su carta, en el doble sentido del coraje y de la calidad de lo enunciado. Esas operaciones mediadoras impusieron un ritmo de urgencia a las réplicas y a las lecturas. Cuando una publicación semestral como Connes mantuvo otra temporalidad más ligada a las pausas esenciales que conciernen a una discusión como la sostenida, el bullicio amplicó el silencio, y produjo un contraste injusticado para nosotros, que se nos
devolvió como un eco irritante y agresivo. Hay que volver al punto de partida. La carta inicial y aquello a lo cual replicó, la entrevista de La intemperie. ¿Por qué se suscitó la carta de Oscar del Barco? Es un rasgo propio de la guerra el que sea olvidada en sus condiciones y rasgos esenciales. Por traumática, por contingente, por inconmensurable con la paz. Si se la recuerda, es en su faz heroica, técnica, brillante y límpida.
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La pregunta por lo acontecido
No se la recuerda propiamente, sino que se atraviesa la preparación para la guerra en tiempos de paz, la evocación épica o nostálgica, trágica o cómica. Lo traumático de la guerra constituye sólo una de sus notas inconmensurables. El dolor se registra en forma de presente o de memoria, sin que ambas dimensiones puedan equivalerse ni cotejarse. La capacidad que tenemos para sufrir y experimentar el dolor es limitada. La crueldad consiste también en poner a prueba esa capacidad, mantener a la fuerza la vigilia de las víctimas para que el sufrimiento se prolongue y sea interminable: en ello consiste la tortura, o la intimidación y desmoralización del enemigo en la batalla. La parafernalia guerrera es metonimia del dolor y la muerte. Evoca –real o míticamente– pasadas batallas en las que se combatió en forma heroica, o instala frente al enemigo la máscara del miedo. La contingencia también alimenta el olvido. La incertidumbre del desenlace socava el ritmo vital de los días. La mente se impone un horizonte previsible, y la guerra supone la caída sin concesiones de cualquier perspectiva de sustentación existencial.3 Sin embargo, el rasgo más acusado que caracteriza a la guerra es aún otro. No es la extrema violencia ni la muerte aquello que distingue en forma más radical la paz de la guerra. Es otra cosa del todo diferente. La “guerra suspende la moral; despoja a las instituciones y obligaciones eternas de su eternidad y, por lo tanto, anula, en lo provisorio, los imperativos incondicionales. Proyecta su sombra por anticipado sobre los actos de los hombres. La guerra no se sitúa solamente como la más grande entre las pruebas que vive la moral. La convierte en irrisoria. El arte 3. Es por ello que se han registrado tantos nacimientos después de algunas guerras. Dejar una pareja embarazada antes de partir (o ir al combate con ella), al revés, también puede signicar un modo de apostar a una perspectiva de
certidumbre antes de ir al incierto combate. Al menos se deja atrás una descendencia. Es difícil saber si era eso lo que hacían los guerrilleros de los setenta cuando concebían, tanto como lo hicieron. Es un problema lacerante y abierto el reclamo de algunos hijos hacia sus progenitores ausentes o sobrevivientes: ¿cómo pudieron concebir en medio del combate?
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de prever y ganar por todos los medios la guerra –la política– se impone, en virtud de ello, como el ejercicio mismo de la razón. La política se opone a la moral, como la losofía a
la ingenuidad” (Lévinas). La guerra consiste en una instalación necesariamente reversible de una condición dilemática discontinua e incompatible con la paz. “La violencia no consiste tanto en herir y aniquilar como en interrumpir la continuidad de las personas, en hacerles desempeñar papeles en los que ya no se encuentran, en hacerles traicionar, no sólo compromisos, sino su propia sustancia; en la obligación de llevar a cabo actos que destruirán toda posibilidad de acto” (Lévinas). La guerra se podría denir como aquella situación colectiva, dual
(porque se constituyen dos masas antagonistas), en la que sólo existen dos alternativas existenciales: matar o morir. La guerra es la situación en la que sólo es posible matar o morir. Quien no mate, morirá. Quien no esté dispuesto a morir, sólo podrá sobrevivir si mata. Quien no esté dispuesto a matar, deberá estar dispuesto a morir: las formas en que ello puede ocurrir son de una diversidad desconcertante, pero todas ellas se ineren del dilema esencial que dene la condición
de la guerra. Existe la posibilidad de rendirse para concluir el combate. Quien se rinde se pone a merced del enemigo al que hasta minutos antes intentaba matar y en manos del cual podía morir. Al rendirse concluye el combate, pero es “incondicional” en el sentido de que se deponen las armas y se deja la propia vida a merced del enemigo. Existe la posibilidad de desertar o huir, pero entonces es el amigo quien ejercerá las leyes de la guerra y aplicará el castigo marcial que en última instancia impondrá la muerte a quien se niegue a ser propia tropa. Existe la posibilidad de negarse a combatir, ser objetor de conciencia, pacista, pero en todos esos casos
la vida se pondrá en manos del amigo, a merced de las leyes de la guerra. Si hay misericordia, la pena no será de muerte, pero ello dependerá de las normas procedimentales. En última instancia la aplicación de la ley supone variaciones que presumen en grados y condiciones la situación dilemática de 203
La pregunta por lo acontecido
la guerra: matar o morir. Esto no depende de las opiniones, ni de las concepciones políticas, ni de las opciones personales o colectivas. La guerra es una situación dilemática colectiva que afecta a por lo menos dos grupos antagónicos que despliegan la fuerza más brutal que sean capaces de ejercer a los nes de
subyugar al enemigo. Una vez desencadenadas esas fuerzas no hay otra manera de detener la matanza que no consista en que uno de los contendientes esté dispuesto a morir en manos del enemigo o del amigo. Las contingencias pueden ser muy diversas: dos contendientes, hartos del combate y la sangre vertida, pueden ceder al unísono, pueden combatir hasta la destrucción total o casi total, pueden prolongar o abreviar el combate. Pero la guerra es eso y ninguna otra cosa: una situación en la que los contendientes sólo pueden matar o morir. No pueden optar por otra alternativa ni salir de ese dilema si no es matando o muriendo. “Los individuos son meros portadores de fuerzas que los dirigen a sus espaldas” (Lévinas). Para detener una guerra no es necesario decir “no matemos”, ni “no matarás”: es suciente con decir: “no
muramos”. Tampoco “no nos maten”, porque sólo valdría como fórmula de rendición. “No muramos” es una fórmula pacista, también pronunciada por pacistas de países muy
poderosos. No se limitan, como podría imaginarse, a pedir piedad para con el enemigo más débil. No es necesario ni, en el límite, posible. La fórmula se pronuncia en situaciones de guerra, en las que el enemigo mata al amigo. La piedad se ejerce con el amigo. En la guerra no hay asesinos unilaterales. Sólo hay guerra si hay matanza recíproca. No importa si uno de los contendientes es eventualmente animado por una causa que se alega como justa, ni si uno es fuerte y el otro débil. Hay guerra si el resultado es incierto. Si hay disposición a matar y a morir de ambos lados. Sin esa condición no hay guerra. Si una guerra se inicia sobre una gran desigualdad en las motivaciones para el combate, terminará antes y a favor del más fuerte, pero dure lo que pueda durar, será guerra, imposición de su dilema esencial mientras dure. Y la duración, en última instancia ni siquiera depende de que se 204
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llegue al combate efectivo. Existe la posibilidad de “rendirse sin combatir” frente a una amenaza. No es el despliegue efectivo de las fuerzas destructivas ni el número de muertos lo que dene a la guerra, sino el dilema ineludible que impo ne las alternativas de matar o morir. “Ríndanse o mueran” dice el enemigo, y tanto se puede combatir como presentar una rendición. Pero en este segundo caso se estará a merced del enemigo. Sólo es posible detener una guerra mediante el fervor del combate y el homicidio del enemigo, o si cesa la disposición a morir. Sin disposición a morir no hay guerra.4 Es esta condición dilemática aquello olvidado de la guerra una y otra vez. Lo más olvidado de la guerra es que es la situación en la que la muerte es la ley, y esa ley es aplicada por el enemigo y también por el amigo. Esta paradoja es tan insoslayable para entender la condición de la guerra, como de inaceptable recuerdo en la paz. La paz podría denirse
como el olvido de la paradoja constitutiva de la guerra. Es entonces objeto de olvido el pasaje de la guerra a la paz y de la paz a la guerra, una oscilación ubicua a lo largo de la historia, que seguirá repitiéndose mientras la historia cultural no modique radicalmente la naturaleza de la violencia y
el poder, la condición del lazo social y la “necesidad de comer”. El olvido hace posible tanto la guerra como la paz. El propio pasaje de un estado al otro podría denirse como un
acontecimiento del olvido. En la guerra se olvida la paz y en la paz se olvida la guerra. En otras palabras: hay perdón. Sin perdón no podría alcanzarse la paz, ni olvidar la guerra, ni repetirse el pasaje de la paz a la guerra. Por eso no es “serio” sino “utópico” decir “nunca más” a la guerra. En cambio no hay olvido ni perdón frente al exterminio, donde no hay combate entre dos fuerzas. Allí, el resultado está determinado por la certidumbre planicada de una fuerza organizada
en forma industrial sobre una víctima previamente some4. ¿No resulta llamativo que discutamos esto bajo la advocación de un himno nacional que nos solicita todos los días que juremos con gloria morir? “Morir con gloria” significa morir matando, morir en manos del enemigo y no en manos del amigo (por deserción, debilidad, objeción o quebrantamiento).
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La pregunta por lo acontecido
tida a un estado irreductible de inermidad. Es mucho más claro cómo termina una guerra –por triunfo o derrota– pero no de qué manera se inicia. En tanto que es cierto que matar no es fácil en absoluto, resulta indispensable pasar revista a las condiciones de posibilidad del homicidio colectivo. “El acontecimiento ontológico que se perla en esta negra clari dad es la movilización de los seres, anclados hasta aquí en su identidad, movilización de absolutos, llevada a cabo por un orden objetivo al que no se pueden sustraer” (Lévinas). No se pueden sustraer, porque la guerra consiste en su faz activa en la subyugación inapelable de las voluntades. En general, los participantes en la polémica, incluso el propio del Barco en parte de su carta e intervenciones posteriores, pasaron por alto la situación implicada por la guerra. El conicto que atañe a la relación entre guerra y responsa bilidad remite al punto de inicio. Es usual referir al inicio de las guerras como al momento de la responsabilidad. En esto se asemejan a otras peleas entre individuos o grupos: ¿quién empezó? El iniciador es más responsable, o incluso único responsable de lo acontecido. Por lo general se le atri buye la responsabilidad del conicto. Se discute al respecto porque también forma parte de los conictos establecer
quién empezó, o quién dio motivos para el ataque, que se suele presentar como defensa, del adversario. Suele resultar más signicativo señalar la responsabilidad de quien ini ció el conicto que casi cualquier acontecimiento posterior,
debido a la naturaleza moralmente inconmensurable de la guerra. Desde el punto de vista moral, lo único que se puede hacer respecto de las guerras es no suscitarlas, y una vez que acontecen, nalizarlas lo antes posible.
“¿Cómo viene a darse la formación de la masa bélica? ¿Qué es lo que crea en un momento determinado esta increíble cohesión? ¿Qué induce al hombre de repente a arriesgar tanto y todo? Este proceso es (…) enigmático...” “Se decide que se está amenazado de exterminio físico, y se proclama esa amenaza públicamente ante todo el mundo. 206
14. Legado paradójico de un tesoro perdido (2005)
‘Yo puedo ser muerto’, se declara, y por dentro se piensa: ‘porque quiero matar a este o a aquél’.5 Ciertamente el acen-
to debería recaer sobre la segunda frase: ‘yo quiero matar a
ése o a aquél, y por eso puedo morir yo mismo’. Pero para
empezar una guerra, para su estallido, para la aparición de la conciencia guerrera entre la propia gente sólo se permite hacer pública la primera versión. Sea o no uno el agresor, en realidad siempre se procurará crear la cción de que se está
amenazado. La amenaza consiste en que alguien se arrogue el derecho de matarlo a uno. Cada uno en el propio bando se encuentra bajo la misma amenaza: ella los iguala a todos, la amenaza se dirige a cada uno. A partir de un determinado momento, que para todos es el mismo, aquel de la declaración de guerra, a todos les puede ocurrir lo mismo. El exterminio físico, del que uno se siente habitualmente protegido por la propia sociedad, precisamente por su pertenencia a ella, se le encuentra ahora muy próximo”. (Canei)
Cuando se va a sojuzgar a un oponente, o cuando se promueve la lucha armada contra un opresor, se necesita construir la situación de guerra. Dicha situación no es espontánea ni involuntaria, sino deliberada y construida por una masa conducida por un gobierno racional. La guerra es anticipada en sus condiciones de posibilidad por la formación de una masa armada y disciplinada. El único orden social viable que conocemos es uno dispuesto en cualquier momento a entrar en guerra. Son excepcionales los colectivos sociales que se abstienen de ello. Sólo lo pueden hacer al precio de poner en riesgo su existencia. Las democracias burguesas, en la historia reciente, son formas de vida especializadas en ocultar su disposición para la guerra mucho mejor que otras formas políticas. Entre democracia y guerra hay una incompatibilidad esencial en la medida en que la democracia se atribuye fundamentos morales. Basta la disposición para la guerra, encarnada en la existencia de 5. En nuestra historia reciente, la fecha en que adviene la situación de guerra circunda 1955.
207
La pregunta por lo acontecido
símbolos, armas y ejércitos para poner en tela de juicio la autenticidad de tales fundamentos morales hasta un rango de relatividad por comparación con regímenes autoritarios o atroces respecto de los cuales las democracias prometen al menos un aplazamiento de las guerras. Sabemos con qué facilidad pueden incumplirlo y con qué hipocresía pueden apañar guerras ajenas. La creación de las condiciones de posibilidad de la guerra, en tiempos de paz, supone la institución de una sub jetividad obediente a órdenes ciegamente ejecutadas. No hay guerra ofensiva, ni defensiva, legítima ni ilegítima que pueda prescindir de la constitución de una masa obediente, convertida en un mero objeto contundente dirigido como fuerza brutal contra el enemigo. La caución ineludible que hace factible esta institución subjetiva es la amenaza de muerte por el amigo. Sin embargo, ciertas circunstancias históricas ocasionan conictos en los que la motivación para la guerra da lugar
a un impulso moral, a la defensa de una causa justa, o al sacricio honorable de los combatientes que preeren mo rir antes que vivir sojuzgados, o que preeren morir por
su propia mano antes que en una cámara de gas. Cuando guerras semejantes tienen lugar, tales combatientes no se comportan como los demás guerreros. No se limitan a la mera obediencia ni requieren operaciones tan sistemáticas sobre la disciplina. Suponen una actitud más misericordiosa que la del enemigo y una mayor disposición a morir que a matar. La carta de Oscar del Barco fue suscitada por un sórdido evento en el que se mató al amigo, no al enemigo. Las dimensiones ético políticas susceptibles de legitimar un compromiso con la lucha armada se redujeron en ese caso hasta el absurdo. En términos funcionales ese evento era constitutivo de una masa armada ciegamente asesina, que prefería aceitar las fuerzas dilemáticas de la doble masa guerrera, mediante la prescindencia de la convicción ideo208
14. Legado paradójico de un tesoro perdido (2005)
lógica y moral, y el reforzamiento de los comportamientos homicidas constitutivos de los ejércitos. Lo anamnético en la revelación que se le presentó a Oscar del Barco no fue una iluminación sobre la violencia. Oscar rememoró su consentimiento con la instalación de la situación de guerra, que es lo que se procura al matar al amigo, o aún al disponerse a hacerlo. Es la operación por la cual se garantiza la constitución dilemática de la masa guerrera, la institución subjetiva de un combatiente que obedezca órdenes. Se trata de que aun cuando el más abisal de los horrores le atenace las vísceras, no deje por ello de ser una máquina de matar, y proceda antes matando que muriendo en manos del enemigo o del amigo. Se trata de colocar al combatiente en una situación de doble vínculo: si combate muere, si no combate, muere. Oscar del Barco se sintió responsable de algo más que del homicidio: de haber consentido con la iniciación y continuación de la guerra, aquella situación que, una vez instalada, despliega fuerzas que suspenden la moral y a las que no es posible sustraerse. Haber consentido con la médula del horror de la guerra, algo que no puede acontecer sin una multiplicidad de voluntades, y rememorarlo en una época de olvidos otorga a su carta el rango de un maniesto. No
encuentra su destino en la inculpación ni en el mero arrepentimiento, sino en el cultivo de un saber histórico: el que permite oponerse a cualquier guerra futura o denunciar las presentes. La diferencia entre una masa armada moralmente competente y una banda de “asesinos seriales” radica paradójicamente en el grado de inecacia en el combate que se está
dispuesto a conceder, y de la mayor disposición a morir que a matar. En el fondo, es una de las razones por las que las causas justas no pueden triunfar en el combate. Este es el principal argumento contra la estrategia de la lucha armada con nes justicieros. Es un argumento que estaba presente
en los setenta, del cual el evento del EGP es un verdadero contraejemplo. Es intelectualmente pobre especular sobre 209
La pregunta por lo acontecido
lo que hubiera pasado si la guerrilla hubiese triunfado. Quienes estábamos entonces comprometidos con formas de la debilidad, ya lo sabíamos. Sabíamos –creíamos– que íbamos a morir como lo saben todos aquellos que saben que la justicia no está nunca del lado de los vencedores. No hay soberbia en esta aserción sino una amargura trágica. No experimentaremos esta revelación ahora quienes ya lo sabíamos. Pero también sabemos que quien experimenta esta revelación ya lo sabía a su vez. Ese saber silencioso que albergó Oscar del Barco es lo que ahora se le impone de manera desgarradora y lacerante como revelación. Tampoco estaría exento de un saber semejante hasta quien pudiera haber matado. La cuestión no radica tan solo en el acto de matar, sino en la densidad interpretativa que requieren los acontecimientos para instalarse en una trama comprensiva. Es lo que tenemos a nuestro alcance existencial: la anamnesis. La pregunta “¿qué hiciste?” no es factual, ni remite a la prueba ni a la juridicidad, sino al sentido, al relato, a un “¿qué ocurrió?” sin respuesta, que deviene en un “¿qué ocurre?” y nalmente en un “¿ocurre?” No hay aquí
expectativas para los discursos apologéticos de una épica de la memoria, ni para una epopeya de la justicia. Es tema que excede el espacio disponible el que nuestra historia setentista contuviera diversos actos criminales in justicables de los que tenemos variados grados de responsabilidad todos aquellos que pretendimos ejercer una razón crítica entonces y ahora. Pero como sucede con la acción colectiva, la responsabilidad no es homogénea ni unitaria, sino diversa y compleja. En todas las épocas implicadas hubo intervenciones moralmente exigentes en distintas formas y grados, dentro y fuera de la guerrilla y alrededor de distintas circunstancias. En Lucha Armada N°3 hay un testimonio de un débil grupo guerrillero que prerió disolverse antes que practicar el sacricio propio y ajeno. No fue
el único. Cuando hoy se habla de la guerrilla, se subsume indiscriminadamente bajo ese rótulo el conjunto de los gru210
14. Legado paradójico de un tesoro perdido (2005)
pos y modalidades que marcaron esos años. Aquellos que atravesaron un prolongado proceso de selección y reelaboración. No hubo solo dos grupos, ERP y Montoneros, sino entre una y dos docenas, que atravesaron durante años procesos de disolución y reconstrucción no ajenos a estos debates, de manera explícita o implícita, incluidos en ese proceso aquellos dos grupos. ¿Por qué subsistieron entre los comprometidos con el “tesoro perdido” comportamientos criminales, acciones injustas, talantes sádicos y autoritarios, crueldad y celebración de la crueldad? ¿Cómo se produjo el obsceno relato público del homicidio de Aramburu, pero también los cánticos entonados por miles de gargantas que lo celebraban en las calles? ¿Por qué otras voces, que existieron, no fueron escuchadas? La violencia político militar setentista no alcanzó ni a rozar el hórrido umbral que los perpetradores atravesaron más allá de todo límite. Las organizaciones político militares no formaron una entidad única, ni estatal, ni homogénea, ni coherente. Más allá de la problemática de la responsabilidad y la violencia como tópicos para un sujeto moral, no disponemos de ninguna categoría abarcadora de un sujeto colectivo de la responsabilidad político militar revolucionaria, por el carácter difuso, mutante y heterogéneo que tuvieron aquellas experiencias históricas. Y, sin embargo, para quienes aman la verdad y la justicia por sobre todas las cosas, lo acontecido resultará homologable con la bar barie. Para ellos no hay consuelo en el comparatismo entre barbaries, lo cual no signica que se las deba desconsiderar.
Desde esa perspectiva, las cartas de Oscar del Barco, Toto Schmucler y Diego Tatián formulan preguntas ineludibles. El grito de dolor y desesperación de Oscar del Barco, como también dice Toto Schmucler en la carta que nos dirige, nos encuentra en una misma empresa anamnética, aunque las palabras no sean idénticas, dieran las biografías o se pro duzcan distintas conclusiones.
211
15. AD UA NA S D E L A M EM OR IA (2006)
1. Los acontecimientos del horror nos ofrecen una profusión ilimitada de testimonios, representaciones, imágenes y relatos. Una masa discursiva e icónica se presenta frente a las sociedades y las generaciones como un interrogante sobre la viabilidad de nuestra existencia como especie. Ese interrogante no es normativo ni epistémico, sino ético. Por ello afecta a todos y a cualquiera, y también por ello suscita interrogantes sobre la transmisión intergeneracional y la pedagogía de la catástrofe. Un debate sobre cómo enseñar la teoría de la gravedad o la morfología de las cotiledóneas no presenta proximidad alguna respecto del que suscita la memoria del horror. La densidad que atañe a la enseñanza de esta cuestión es que en nuestra época se presenta ante cada ser humano como un interrogante sobre su propia existencia, sobre los límites de lo posible y lo esperable en una vida que se desenvuelva después de Auschwi. También por ello
la dimensión factual de este debate y de esta pedagogía no están en el centro de la cuestión, ya que la pregunta no es ¿ocurrió? o ¿qué ocurrió? sino, ¿cómo pudo haber ocurrido?, y ¿puede volver a ocurrir?, o aún más: ¿acaso no volvió a ocurrir? y, además, ¿no sigue ocurriendo? Entre nosotros sobresale el lm Los rubios de Albertina Carri porque se formula esas preguntas, para lo cual evi213
La pregunta por lo acontecido
dencia su afección ante los relatos de la generación anterior sobre lo que sucedió o la forma en que sucedió aquello so bre lo que se interroga: les da la espalda, se distrae, porque su interrogante aparece de manera mucho más agrante y
desgarradora en la imagen del playmobil, cuando un plato volador se lleva a sus padres desde el cielo. Su testimonio no es sobre un suceso susceptible de algo tan extravagante en este contexto como el “control epistemológico”, sino so bre la forma en que ella sobrellevó la condición de hija de desaparecidos y cómo se situó su devenir vital frente al lazo social fracturado por el horror. El malentendido no es de Albertina Carri, sino de quien confunde la inscripción testimonial de una desgracia colectiva con la descripción o la explicación histórica. Albertina Carri no tiene nada que decir sobre el mundo cultural y político desaparecido sino sobre las consecuencias de esa desaparición en el mundo cultural y político actual. Su relato no es meramente “privado” ni “cotidiano” sino político en grado sumo, porque retrata las actuales condiciones de posibilidad de la existencia en sus precariedades y desplazamientos, en sus incertidumbres y perplejidades. El testimonio nos da fe de procesos de elaboración. Es subjetivo porque esos procesos de elaboración acontecen en tanto narrativa del yo. Esas narrativas reclaman su derecho a la existencia justamente cuando Auschwi hizo lo que
hizo con los sujetos. Una vez que la muerte fue objeto de un proceso industrial sobre cuerpos en los que se abolieron las condiciones de posibilidad de una existencia subjetiva, los sobrevivientes directos o indirectos, es decir, la especie humana, se ven enfrentados a un nuevo problema. Este nuevo problema tiene una genealogía y un proceso temporal de elaboración ligado fuertemente a aquellas tramas modernizadoras que destituyeron al sujeto de sus condiciones de posibilidad históricas como agencia de su desenvolvimiento en el mundo. El soldado de la primera guerra mundial no vuelve mudo en el sentido lato de que 214
15. Aduanas de la memoria (2006)
permanece en silencio, sino en el sentido de que sus pala bras han perdido el referente, que ya no es la producción de signicación, el combate o la acción, sino solo la disposición
de su cuerpo en una máquina abstracta cuyo devenir es la destrucción masiva. Aquello a lo que se rerió Ernst J ünger con “la movilización total”. Es esa condición de pérdida de la experiencia aquello que lleva a una inmensa masa de testimonios a expresar en el terreno discursivo el equivalente al aullido de dolor, a relatar los pormenores, las minucias, los detalles del acontecer morticado de la carne. La contemplación espectacular de
esos relatos no nos hace sensibles a la experiencia como lectores o receptores, sino que nos coloca en la recepción obscena de la mirada enceguecedora sobre un éxtasis factual. En estas condiciones, justamente cuanto más nos hablen de los hechos, tanto más nos veremos empobrecidos de experiencia. Nuestro acontecer no nos volverá más humanos, sino menos humanos. No es el relato como texto o acontecimiento discursivo lo que desaparece sino las condiciones de posibilidad de la experiencia. Lo cual supone también que no es que desaparezca la experiencia, sino la calidad histórica que la caracterizó y le dio sentido en generaciones anteriores. De esta manera, por un lado se verican experiencias que se
presentan como ajenas, enajenadas de sus agentes, y por otro lado se trata de establecer las condiciones de posibilidad de un restablecimiento del relato, en el sentido de la creación de nuevas condiciones de posibilidad, claro, no de un retorno al pasado. En ello dieren los testimonios, en que no todos procuran o logran esa reconguración de las
condiciones de posibilidad del relato y de la experiencia. La paradoja que tiene lugar es que para el sobreviviente de los acontecimientos del horror, en el tiempo posterior al acontecimiento mismo tiene lugar un suceso singular: el duelo imposible. Al haberse sustraído el duelo a las condiciones de posibilidad de la experiencia, el testimonio (sin por ello 215
La pregunta por lo acontecido
negar sus valencias historiográcas o jurídicas) ocupa su lu -
gar. El sobreviviente cuenta sólo con una palabra vacía para elaborar lo que se encuentra fuera del orden de la representación. No es sólo que el duelo sea imposible, sino que se ha sobrevivido a una acción colectiva exterminadora de la categoría a la que se pertenece. Aunque esa acción colectiva haya cesado en su realización permanece en la memoria: no deberías haber sobrevivido . Otros han muerto en tu lugar y tu supervivencia está aún –y estará– sometida a una caución. La tarea exterminadora no concluyó por razonas ajenas a su propia naturaleza, porque agentes extraños impidieron la consecución de su meta, pero aún permanece, entonces, la idea de que pudo haber ocurrido lo que ocurrió y no terminó de ocurrir, y podría nalmente volver a ocurrir lo que
ocurrió, porque ocurrió. Es ante este umbral que todo sobreviviente enfrenta su destino. Considerar “si esto es un hombre” es lo que hacemos cada vez que nos enfrentamos a un testimonio. Allí se inicia un problema cuya magnitud y densidad desborda cualquier capacidad analítica o epistémica, aunque no por ello estaremos privados de ejercer una recepción crítica. Al contrario, ese será el deber al que se nos convoca con una discusión ineludible. Pero la crítica no será sobre la relación entre las palabras y las cosas, sino sobre las relaciones entre las palabras mismas. Evaluará el tenor del lenguaje y sus signicaciones, como por ejemplo lo hace Victor Klemperer.
2. Beatriz Sarlo (2005) se instala con mérito y ecacia en
esa discusión. Cualesquiera que sean las derivaciones de tal discusión, y en la medida en que la exposición propuesta se caracterice por la inteligencia y la destreza analítica que se conrma en la lectura de este libro, habremos de recorrer
sus páginas con la expectativa de ilustrarnos sobre sus argumentos y esforzarnos en el respectivo debate. Cabría no obstante preguntarse sobre la posibilidad de un diálogo o, 216
15. Aduanas de la memoria (2006)
en otras palabras, sobre si en sus páginas hay relevos o anclajes con los que otras miradas puedan establecer interlocución, o si nos encontramos ante diversos idiolectos que no se intersectan. Habría que comenzar porque ese es un rasgo que estructura buena parte del texto comentado: no pretende dar cuenta de argumentos alternativos, algo que se justicaría si esos argumentos fueran supuestamente muy
ajenos o incompatibles con las premisas que sostienen la argumentación del libro. Y habría que señalar entonces que, efectivamente, hay argumentos alternativos que dieren en
sus premisas de lo sostenido por el libro. De modo que si se comprueba la ausencia de una parte de la biblioteca de referencia de las problemáticas tratadas, cabe interrogarse sobre si se trata de una mera omisión o si se trataría más bien de conferir algún signicado a esa omisión.
Una forma de encarar el análisis en esa dirección requeriría considerar las premisas que sustentan los argumentos expuestos en este libro. ¿Cuáles son sus referentes? ¿Cuáles son las opciones categoriales que se formulan como premisas? En otras palabras, si es que hay una discusión, y no hay duda de que se la presenta, ¿quiénes son los interlocutores de esa discusión? ¿Quiénes son los lectores a los que este libro remite? En la respuesta a estos interrogantes radica también la dirección que se le requiere al comentario, dado que el comentario no está animado por el supuesto de que hay una versión mejor que otra, aunque existan muy buenas razones para optar por una versión antes que por la otra. Pero el comentario no tiene como premisa que pudiera ser deseable acudir a ningún recurso exterior a la discusión misma para obtener apoyo o sustentación para decidir el debate. El comentario, en ese sentido, se identica a sí
mismo como político, pero prescinde de las instituciones realmente existentes para validar sus argumentos. Confía en que lo que queda de la ilustración en las instituciones del conocimiento sea suciente para que el comentario sobrevi va como tal, para que simplemente sea viable por el peso de su elaboración intrínseca (entendiendo entonces el ensayo 217
La pregunta por lo acontecido
como forma y no meramente como mediación o género), sin acudir a relevos normativos. Esto es justamente algo en lo que el comentario discrepa del libro comentado, cuyas premisas se dirigen a relevos normativos e institucionales. Es más: allí procura hallar o denir a sus interlocutores. No es siquiera eso lo que el
comentario pondría en tela de juicio en principio. No se trata de optar entre los relevos normativos e institucionales y aquello que –supuestamente– estaría por fuera de esos relevos. Es la misma autora quien observó con perspicacia –alguna vez– que la mayoría de los interlocutores posibles de un libro como el comentado forman parte de las instituciones y cumplen con las normas, por más que a veces no lo reconozcan o lo nieguen. El problema es cómo se congura la validación de las in tervenciones discursivas. Cuáles son los criterios, cómo se los dene, y qué tipo de conversación se entabla al respecto. En
este libro se nos propone una conversación orientada a fundamentar una segmentación entre lo alto y lo bajo, lo académico y lo no especializado, lo experto y lo basto, lo exclusivo y lo masivo, aquello que se somete al “control epistemológico” y aquello que no recurre a la supuesta exigencia de semejante mirada. Supuesta exigencia, porque el libro omite que el “control epistemológico” es también una forma del sentido común. Hay un sentido común epistemológico, y es a él a quien se dirige el libro, a quien recurre como interlocutor, o mejor habría que decir: como receptor y ejecutor de las normas analíticas propuestas en el ámbito de las instituciones. 3. En lo que sigue, tan solo algunos puntos decisivos del texto que nos sean útiles a los propósitos de la presente discusión, dado que el libro al n y al cabo propicia el debate,
aunque sólo sea porque formula la propuesta, pero también porque las premisas sustentadas no admiten una renuncia a la posibilidad de ser confrontadas argumentativamente, 218
15. Aduanas de la memoria (2006)
por más que nos parezcan contrarias a nuestra forma de conar en la inteligencia (de modo más apegado a las con versaciones y menos a los reglamentos). La losofía de la historia de Benjamin descrita como “una
reivindicación de la memoria como instancia reconstructiva del pasado” (p. 34) sustituye a la razón anamnética –sustento de la sensibililidad redencional hacia el pasado–, por un modo subjetivo que establecería una correlación con el pasado como referente. Como tanto ha explicado Yerushalmi, no se trata de un modo distinto (instancia reconstructiva) de recuperar el pasado, sino de establecer una relación con el presente a través de un proceso de elaboración cuya orientación temporal apunta al pasado, pero sin establecer con él un vínculo referencial en cualquier sentido objetual que pueda resultar familiar al fondo objetivista que recorre la entrelínea del libro. La percepción benjaminiana no opta entre “no reconstruir los hechos del pasado” y “recordarlos”, porque no los “recuerda” sino que experimenta su signicado a través de conguraciones narrativas. Esas conguraciones narrati -
vas, las alegorías, las formas del ensayo, no dan cuenta de un recuerdo del pasado, sino de lo que los muertos nos dicen sobre el presente sin palabras ni representaciones. El “pasado presente” se maniesta como inquietud y comprensión del
presente, como relación con un aquí y ahora en deuda con el pasado, pero sin satisfacciones referenciales. Por eso no es un “recuerdo”, sino “razón anamnética”. En la siguiente página los pliegues y reversos benjaminianos son bruscamente aplanados cuando lo redencional, cifra de la operación anamnética, se convierte en “mandato de un acto mesiánico de redención”. Así, la subjetividad benjaminiana pasa a inscribirse en el régimen de la norma y la obediencia, la legislación, la culpa y el castigo. Lo judío de Benjamin –provocación de la reminiscencia sin solución y sin objeto– se convierte en avatar católico, proyección sacerdotal del ociante escolar cuyo índice se cierne sobre las palabras que uyen y circulan en -
tonces en un desorden que hay que remediar. Después, son interesantes las páginas (p. 95 y ss.) en que el libro ejemplica sobre “otras maneras de trabajar la experien219
La pregunta por lo acontecido
cia” y menciona los textos de Emilio de Ípola y Pilar Calveiro como aquellos que “comparten con la literatura y las ciencias sociales las precauciones frente a una empiria que no haya sido construida como problema; y desconfían de la primera persona como producto directo de un relato. Recurren a una modalidad argumentativa porque no creen del todo en que lo vivido se haga simplemente visible, como si pudiera uir
de una narración que acumula detalles en el modo realistaromántico”. Aquí reitera el argumento-problema que recorre el libro con relativo acierto diagnóstico. Es más discutible el desarrollo propositivo que lo acompaña. La idea de que am bos textos “escriben con un saber disciplinario, tratando de atenerse a las condiciones metodológicas de ese saber” resulta curiosísima, aunque la naturalidad con que está expuesta es seguramente persuasiva para el registro del sentido común “entrenado” al que va destinado el libro. Es notable el hecho de que pase completamente por alto que ambos textos sólo pudieron ser escritos por víctimas de la represión que, contra toda condición metodológica del saber estuvieron presos o secuestrados, sin ninguna posibilidad de intervenir en forma deliberada sobre el objeto de su reexión. Fueron víctimas
en el doble sentido de que padecieron como dolientes, pero además fueron ellos los objetos en manos del régimen disciplinario, para lo cual hay que recordar –aquí sí– el doble sentido del término –disciplinario– que olvida el libro. De Ípola y Calveiro son testigos porque fueron víctimas y no pueden volver a donde estuvieron, ni estando allí tenían ninguna otra opción que padecer la situación que vivieron, dos condiciones inconciliables con cualquier “condición metodológica” ni mucho menos un “control epistemológico”. Ellos estaban “controlados” por la represión. Y ejercieron la única facultad posible en esas condiciones: el ejercicio del pensamiento que les permitió con posterioridad presentar un testimonio altamente elaborado, y entonces sí se aplican las observaciones de Beatriz Sarlo, pero no como criterios vinculados con los saberes académicos sino como descripciones de elaboraciones reexivas sobre la propia experiencia, fuente ineludible y personal de esas reexiones. Mucho más se puede decir aún
sobre la riqueza y el interés de los textos comentados. Baste 220
15. Aduanas de la memoria (2006)
mencionar que de ningún modo de Ípola nos informa sobre un objeto de reexión y estudio según los saberes convencionales, porque no podemos acceder a ese objeto, ni él pudo tampoco hacerlo en su momento. Además, por añadidura, el objeto mismo, intransferible por fuera de aquella experiencia encarnada en la subjetividad del testigo, consistió precisamente en una reexión y un testimonio sobre las creencias,
sobre las formas narrativas con que las víctimas del encierro represivo alternaban sus días en relación con lo que les era sustraído (disciplinariamente, al conocimiento, por la pasividad contemplativa de la mirada en el encierro, y disciplinariamente, al cuerpo, por la pérdida de la libertad). De Ípola estaba preso, encerrado y en estado de inacción sociológica. Su pensamiento se asemeja más a la reexión contemplativa de un lósofo estoico de la antigüedad que a un sociólogo
moderno, dueño y actor de sus herramientas de observación y análisis. Y porque se trata a la vez de un sociólogo moderno que se sobrepuso de esa manera sobre la penuria metodológica en que se encontraba en la cárcel, el hecho de haber convertido la situación de víctima en un acto de reexión, suma
al testimonio el acto emancipatorio, reivindicatorio, diríamos redencional, de convertir el padecimiento en texto reexivo
e iluminador para la sociología. No mediante los “métodos”, ni contra ellos, pero sí a pesar de ellos. No es malo someter a juicio crítico los textos testimoniales. Lo inquietante es el recurso a un procedimiento normativo universalista que daría cuenta de esos juicios críticos, o los haría posibles. Y esta es la narración de la que da testimonio el libro: la narrativa escolar que reivindica la legitimidad de sus doctrinas “después de Auschwi”,
cuando el horror interpela radicalmente a la vida misma. El lector añoraría más bien el empleo de este mismo aparato intelectual esforzadamente empleado para la defensa de lo instituido con otro n: tal vez una reexión testimonial
que diera cuenta de cómo pudo suceder(nos) que quienes fuimos los que fuimos seamos ahora los que somos. Esa experiencia, tantas veces rozada en unos y otros textos de Beatriz Sarlo, es lo reprimido de este libro. 221
16. UNA NIM IDA D, LEN GUA JE Y PO LÍTI CA (2006)
1. Una dimensión fundamental de la problemática de la memoria concierne a su ingerencia en la cuestión del lazo social, en las indagaciones sobre lo que mantiene unido al colectivo social. Fuerzas de unión y de dispersión, categorías dicotómicas y de enlazamiento son nociones peculiarmente requeridas en tiempos en que las viejas categorías (como pueblo o nación) actúan más como persistencias lingüísticas que como agencias operativas en lo real. Dichas persistencias lingüísticas no prescinden, por ser residuales, de sus cualidades performativas. No obstante, las viejas categorías establecen interpenetraciones, como mínimo, con nuevas formas de subjetividad. Forma parte de esas condiciones residuales el que se confunda con frecuencia la descripción con la prescripción, la idea de que si sustituimos los vocablos pueblo-nación por multitud, estamos ejerciendo una acción política dispersante, adaptativa respecto de tendencias hegemónicas, a las que se rinde pleitesía mediante una subordinación del lenguaje, o bien un nuevo emprendimiento escatológico con terminologías modicadas. Nada
impide que las fuerzas organizadas de los movimientos sociales persistan en el uso de lenguajes residuales, aunque estos lenguajes operen mucho más como autodescripciones, nalmente conservadoras, que como incidencias políticas
actuales.
223
La pregunta por lo acontecido
Es lo que sucede con la exteriorización unívoca del mal radical que se proyecta hacia entidades respecto de las cuales se constituye la posibilidad de congurar representacio nes antagónicas: ellos y nosotros, los perpetradores y sus víctimas, los perpetradores y los luchadores. La matriz que sustenta estas distinciones radica en la expectativa marxista de la abolición de las clases. Se establece una homología entre la burguesía –destinada a desaparecer por la superación histórica revolucionaria– y el proletariado –destinado a ser el agente de su propia desaparición-superación histórica de la lucha de clases. El castigo sustituye a la revolución, y la distinción entre perpetradores y luchadores dene la nueva
lucha de clases. Abandonar el aspecto escatológico del marxismo es de lo más difícil, precisamente porque es su dimensión más religiosa, la que más requiere de la fe. De esa manera, la expectativa escatológica que establece distinciones en las
actuales conguraciones políticas, resulta adecuada a los nes prácticos de las acciones efectivas, que denen lo que
une intersubjetivamente a los colectivos sociales que se constituyen sobre esas bases. La impermeabilidad de las izquierdas convencionales ante los compromisos ético políticos asumidos por el go bierno y el estado argentinos en los últimos tiempos se debe a que un estado burgués débilmente igualitario y malamente distributivo (y aunque fuera más igualitario y más distributivo seguiría siendo capitalista-burgués) no puede ser considerado seriamente como un dispositivo transversal a la distinción perpetradores-luchadores, porque no se coloca claramente de un lado de la dicotomía. Otras perspectivas progresistas le exigen un republicanismo impecable o un democratismo principista y abstracto como condiciones de precedencia para establecer un reconocimiento de lo actuado en el terreno de los derechos humanos. Estas exigencias no se presentan como variables dialécticas en un contexto
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16. Unanimidad, lenguaje y política (2006)
crítico, sino como causales de la deslegitimación de todo lo actuado. 2. Se trata de reexionar sobre los discursos que forman parte de nuestro devenir histórico social situado sin reducirlos a consideraciones de sesgo universalista, aunque sin prescindir –desde luego– de dichas consideraciones. El pensamiento actual que hereda la ética política del marxismo procura abandonar la escatología sin perder lo que podríamos continuar denominando “materialismo”, aunque cernido por el tamiz del giro lingüístico. Distinguir las conguraciones categoriales que denen
la subjetividad mediante el análisis cultural de los discursos situados implica observar, entre otras cosas, las enunciaciones que en una sociedad determinada y en un período histórico largo pueden ser clasicadas sin mayor ambi güedad como “acuerdos generales estables”, “nociones no discutidas”, o “nociones invariantes”. Es cuestión de identicar tales enunciados y elaborar una descripción que se
encuentre en condiciones de atribuirles a esos enunciados ecacia en el establecimiento de anclajes intersubjetivos es tables. Las viejas nociones que constituían narrativas sobre los lazos colectivos han sido desbordadas, sin ser por ello olvidadas ni suprimidas, por modalidades que no sabemos aún qué forma adquirirán, ni si adquirirán alguna que estemos en condiciones de concebir desde nuestras actuales perspectivas. Denir casuísticas narrativas estables y compartidas
puede ser una modalidad adecuada para describir de manera ecaz las dimensiones que mantienen unido a un
colectivo social. Aquí no se trata de nada tan volátil como la “opinión pública” ni de algo que pueda ser manifestado de manera explícita por los sujetos al ser interrogados. No habría que ceder a la tentación de denominar “acuerdos” a esas narrativas estables, porque aunque sin duda debería ser factible trazar las genealogías con que se han constituido, sucede que –en la medida en que se presentan como 225
La pregunta por lo acontecido
enunciados homogéneamente compartidos– no contamos con la ayuda que los antagonismos y las dicotomías nos prestan para observar las variaciones dinámicas que se producen históricamente. Antes que nada, se trataría de identicar esas narrativas que, por su condición de naturalización
simplemente no son advertidas. Forman parte del paisaje, como si no nos tuvieran nada que decir, como horizontes de una “normalidad” no susceptible de examen. Por ejemplo, el carácter dicotómico de la distinción peronismo antiperonismo, en alguna medida estable e invariante en el transcurrir de los años, nos impone preguntarnos si se sustenta de manera imperceptible sobre alguna premisa monista que nos permita dar cuenta de las variaciones que ha presentado, sobre todo en la postdictadura, sin poner en el foco de la atención el componente disgregatorio del lazo social que esa dicotomía ha desenvuelto históricamente. La premisa monista podría consistir en un mandato de homogeneidad, evidente en los discursos populistas del peronismo, pero mucho menos evidente en la autopercepción del antiperonismo, en la medida en que no se constituyó como un discurso de convivencia antagonista con su oponente, sino en una narrativa salvíca que acompañaría el desen volvimiento histórico político de la Argentina mediante la supresión de la narrativa peronista. El fracaso de este proyecto dio lugar a regímenes de enunciaciones atravesados por odio de clase con componentes de segregación étnica y social que han conseguido, no obstante su carácter cuasi racista, subrayar las cualidades negativas del peronismo en pro de su supresión. Es interesante observar que un libro como el Qué es esto de Ezequiel Martínez Estrada, radicalmente crítico del peronismo desde la perspectiva del análisis cultural, al prescindir sistemática y consecuentemente de una actitud de descrédito sostenida por el odio de clase y el cuasi racismo, no se integró al vademécum del antiperonismo, ni es identicable en esos términos. La crítica
estradiana, verdadero contraejemplo, no quiebra un pacto profundo con los oprimidos, con las víctimas de la historia, 226
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a las que no imparte lecciones sobre cómo deberían haber sido las cosas, no obstante su tono moralista y pedagógico. Si se tratara de denir una invariante unívoca común a
los argentinos separados por la dicotomía peronismo antiperonismo, tal vez se pueda asignar al mandato de homogeneidad, junto con la inviabilidad de una articulación plural que ofreciera alternancias convivenciales en un contexto institucionalizado. Estas alternativas fracasaron por muchas razones, pero aquí nos interesaría postular la premisa homogeneizante como una invariante presente también en otras manifestaciones, y que ha llevado a los contendientes de esta dicotomía histórica a numerosas series de comportamientos de eliminación del oponente.1 3. Son otras las narrativas que se adecuan a las caracterizaciones que procuramos delimitar. Una de las más antiguas es la que concierne al reclamo territorial por las Malvinas. Ni siquiera es identicable el registro de un rechazo frontal
de cualquier grado a esa reivindicación, cosa que podría ser perfectamente factible, no porque pudiéramos proponernos semejante cosa, sino porque salta a la vista la constancia e invariabilidad con que esa narrativa ha persistido durante décadas en la Argentina, sin hesitar siquiera ante la connivencia con el horror procesista. La cuestión aquí es advertir la profunda anomalía que implica una connivencia seme jante, no por el carácter moral intrínseco de la dictadura procesista, sino por su signicación destitutiva del lazo
social. La desaparición es paradigmática como dispositivo disgregatorio del lazo social, disipadora de lo que mantiene unido al colectivo social en términos ecaces para un deve nir histórico. Solamente narrativas de gran estabilidad y e 1. Sobre todo de parte del antiperonismo hacia el peronismo, extensamente perseguido y prohibido durante años. Es necesario recordar que la violencia política de los 70 no estuvo signada por el peronismo contra el antiperonismo, sino que se rigíó por otros parámetros. Aunque esto se sabe o debería saberse o recordarse, la dicotomía peronismo-antiperonismo suele reducir la historia de los setenta a sus términos binarios.
227
La pregunta por lo acontecido
cacia adhesiva como la gura de las Malvinas han operado
en el sentido de un anclaje intersubjetivo. La importancia de las Malvinas aparece desmesurada en proporción con un territorio de gran extensión y escasamente poblado. La relevancia unívoca que se le ha conferido al tema malvinense durante décadas contrasta con el desinterés y negligencia aplicados a otras grandes extensiones territoriales. La sustentación de este aspecto de la argumentación, no obstante, no es prioritaria en este sentido, como sí lo es destacar la rara unanimidad que ha circundado al tópico malvinero, y que tampoco se compadece con los comportamientos colectivos vinculados con los costos y consecuencias de la derrota de la Guerra de las Malvinas. Allí no aparece ni una fracción de la unanimidad y cohesión con que otros colectivos sociales han enfrentado derrotas o tragedias orientadas alrededor de causas mucho menos consistentes y unánimes. Eso es lo que contrasta y destaca a la vez la rara unanimidad: que sólo remite al enunciado “las Malvinas son argentinas”. Porque tanto la guerra como sus consecuencias, tal como tuvieron lugar en la postguerra de las Malvinas, indican un colectivo social disgregado, negligente, distraído e indiferente. Todo esto no nos señala una contradicción moral, sino el carácter desligado que tiene la narrativa malvinera. Desligado del cuerpo colectivo, sólo unicado en este sentido por el enunciado, pero no
por ninguna de las demás condiciones que conciernen a un colectivo unicado alrededor de la cohesión territorial. En el límite, el de las Malvinas es un enunciado unicador
abstracto. Hasta el carácter insular y lejano de las Malvinas resulta funcional a la proyección del imaginario sobre una función de anclaje en una formulación literalmente “vacía”. Esas islas a las que nadie ha ido ni irá, ni tienen ningún atractivo, ni son económicamente signicativas en un país
como el nuestro2 , resultan objeto contrafóbico –denegato2. No se entiendan estas calicaciones como juicios de valor propios, sino
como componentes de los relatos vigentes.
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rio– de la unión de un colectivo social disperso y laxamente articulado. Otras de las narrativas de que disponemos para establecer cierta casuística con ejemplares de invariantes históricas comparten esta disociación entre un carácter fuertemente indiscutido de una enunciación unicadora y, contradicto riamente, su carácter abstracto, contrafóbico y denegatorio. Es así como esas narrativas ligan en forma dispersa a un colectivo caracterizado por su disgregación. El control social de las identidades, a través del registro de las impresiones digitales de toda la población, cuando otras instituciones estatales le han conferido un estatuto criminológico solo destinado a los sospechosos de crímenes, suele asimilarse a una condición inadvertidamente naturalizada, cuando no a una virtud pública asociada con la identidad argentina en un sentido modernista. El carácter unánime de esta narrativa del sujeto argentino constituido por un registro ciudadano con técnicas criminológicas se verica en una diversidad de
signos y síntomas. Hace poco se conoció la historia de una persona que, por no haber sido regularmente inscripta en su nacimiento, no pudo ser incluida en el registro nacional de las personas, no recibió un documento nacional de identidad, y por lo tanto –y esto se relata con naturalidad como si fuera “normal”– no tuvo derechos ni existencia como ciudadano a los nes educativos, laborales ni de salud durante
toda su infancia, adolescencia y juventud, como si fuera un paria “inexistente” que debió abordar al presidente de la nación en un acto público para que el mismísimo mandatario resolviera el problema de su “desaparición”. Los relatos que circularon en los medios de comunicación argentinos sobre el registro de las huellas digitales de todos los extranjeros que ingresaran a los Estados Unidos aportan otro caso. Esta medida norteamericana produjo protestas civiles mundiales. El lósofo italiano Giorgio Agamben publicó un
artículo en Le Monde en el que criticaba con severidad esa medida, como pensador dedicado a la problemática biopolítica, marco teórico de la crítica radical al control social de 229
La pregunta por lo acontecido
los cuerpos. Un matutino argentino de primera importancia reproducía ese artículo, como si se tratara de una opinión que aportaba perspectivas sobre el concierto político internacional, sin ninguna referencia al hecho mayúsculo de que la medida de los Estados Unidos hacia los extranjeros sólo podía tener signicación porque la población estadouni dense, lo mismo que la de los países de la comunidad europea, está exenta de todo registro prontuarial. El artículo de Agamben refería a una medida discriminatoria hacia los extranjeros. Si viviéramos en una dictadura en la que estuviera prohibido peticionar contra el registro prontuarial de toda la población, el artículo de Agamben en un diario argentino habría operado como una opinión antagonista con el orden vigente, y estaría burlando a la censura. Pero en el contexto democrático, y en ausencia de todo interés o iniciativa en el seno de la población argentina, la publicación de la intervención de Agamben resultaba un artefacto grotesco que señalaba como anómalo algo que se remitía a los Estados Unidos, como si no existiera en nuestra población una absoluta inadvertencia respecto del tema. ¿Por qué resulta de interés presentar algunos de estos relatos anecdóticos en forma de casos? Porque nosotros mismos hemos sido educados desde la infancia en la idea de que las impresiones digitales y la entidad prontuarial denen universalmente la
condición de existencia de las personas. La unanimidad al respecto se verica en la ausencia de movimientos civiles o
sociales que incluyan en sus agendas la emancipación prontuarial de los cuerpos, aquello que argumentaba Agamben cuando se negó a ingresar en esas condiciones a los Estados Unidos. Nosotros ya tenemos registradas nuestras huellas digitales, y debemos hacer un gran esfuerzo de imaginación y reexión para advertir que en el mismo país en el que la
identidad personal se homologa al registro criminológico, se creó como algo propio y original, tan original como el registro dactiloscópico, la gura del desaparecido.
Es que esos registros criminológicos sólo han desempeñado una función estructuradora de la identidad, pero nin230
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guna, podemos atrevernos a armar, desde el punto de vis-
ta de la razón por la que se las instituyó: combatir el delito. Cuando el estado emprendió la represión del movimiento revolucionario de los 70 no hizo ningún uso de las chas dactiloscópicas, ni siquiera para identicar a las alegadas
bajas en combates entre las fuerzas armadas y policiales represivas y sus antagonistas guerrilleros. Aquello aconteció como si la dactiloscopia nunca hubiese existido, lo cual nos señala, junto al carácter de las tradiciones criminológicas y de control social, una contrapartida de la unanimidad sin suras que naturaliza al registro prontuarial. Ese registro
puede dar lugar a que no se considere existente una persona no inscripta en él, pero difícilmente podamos atribuirle cualidades positivas o ecaces más extendidas o modernistas
en el sentido de la producción biopolítica de subjetividad. Postulamos que su ecacia biopolítica se ha limitado a la
demarcación criminológica de la población en tanto distinción constitutiva de la subjetividad, sin otras consecuencias que serían de esperarse en un contexto de productividad capitalista imbricada con anclajes en el colectivo social. El registro dactiloscópico –tal como se desenvolvió entre nosotros– sólo establece la posibilidad de extraerles a los sujetos un saber destinado al control social, pero ese saber nunca se destinó a un n “productivo”. Permaneció como una mera
promesa, una perspectiva que se limitó a su dimensión em blemática, y que en relación con los cuerpos de carne y hueso ejerció un papel fantasmagórico, de atribución vicaria de identidad, en sustitución de una experiencia vaciada. 4. Si la unanimidad sobre la dactiloscopia fuera el rasgo distintivo de un relato ccional, literario, tal vez nos llevaría a imaginar una población acionada al espíritu detectivesco,
pero en cambio, entre nosotros el registro dactiloscópico no sólo está exento de ningún aporte convivencial, sino que además contrasta de manera abismal con las lógicas culturales prevalecientes en lo que concierne a la policía. Resulta curioso en el sentido de ese contraste el enorme poder que tiene entre nosotros la denuncia. Suele eslabonarse en forma 231
La pregunta por lo acontecido
directa con un castigo capital. Subyace también a la lógica de la desaparición algo que está presente de manera mucho más difusa en el ethos argentino. Una falta, sin otra condición que la denuncia, resulta suciente para someter al sos pechoso al mayor de los castigos. No tenemos originalidad en ese sentido, pero sí resulta peculiar la concomitancia con el control prontuarial de toda la población. Contrastadas las prácticas dactiloscópicas argentinas con su ausencia en otros países, se fortalece la advertencia de que han consistido en la institución de una cultura del sospechado-culpable universal. Si obras como El proceso nos han persuadido de la universalidad de semejante problemática, la dactiloscopia, como fondo unánime de la historia moral de la Argentina, nos aportan una singularidad constitutiva que atraviesa otros acontecimientos y circunstancias. Veamos aquella formulación corriente durante la dictadura: el “algo habrán hecho” que se profería en la vida cotidiana, notable por el grado de unanimidad alcanzado –no obstante parcial en comparación con las narrativas antedichas– sin haber sido impuesto directamente por el terror. Es cierto que fue el terror el que creó las condiciones en que ese enunciado se estableció, pero no fue formulado “desde arriba”, sino constituido “desde abajo”. Nos proporciona una clave la modalidad con que ese enunciado se constituyó, que reside en el tiempo verbal: no hicieron, ni eran algo. Sino que habrían hecho algo. Bartleby invertido. Podría también analizarse en forma detallada la vaguedad de “algo”, pero aún más sorprendente, al desencajarse la mirada después de tanto tiempo, y reconocer como extraño lo que fue familiar, es la conjetural imprecisión del “habrán” hecho algo. En última instancia se nos remite a la ordalía. Si desaparecieron es porque eran culpables, ya que si fueran inocentes no habrían desaparecido. Sin embargo, aún así, la narrativa podría precisar un acto culpable concreto. Pero prescinde de tal concreción y se contenta con la posibilidad, con una etérea y desligada variante lingüística que sólo sostiene su consistencia sobre el castigo sufrido sin remisión a 232
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un acontecimiento representable. Dado que el castigo es la desaparición, el circuito narrativo termina en una fantasmagoría. No están quienes estuvieron, pero tampoco hay nada que decir sobre lo que hicieron. Lo único que se nos presenta como consistente en este relato es el acto mismo de la desaparición. En ese punto es donde reside la unanimidad que concierne a ese momento histórico y que prosigue hasta el presente. El único problema reconocido en forma unánime es la ilegalidad del acto de la desaparición. La represión, que fue justa porque lo que habrían hecho, y cuya concreción materializa el crimen de las víctimas y conrma su
culpabilidad (aunque a la vez, al dejar en la ambigüedad el acto criminal de las víctimas relativiza también la pertinencia del castigo), es el único anclaje del relato unánime acerca de los crímenes dictatoriales. Y es en ese movimiento donde se establece además la equivalencia entre los guerrilleros y los perpetradores. ¡Ambos eran ilegales! Esa legalidad de la que se trata no es la de los derechos humanos, desde luego, sino la de una ley despiadada e incomprensible que se aplica sin apelación posible sobre un colectivo social disperso. Hay un relato unánime sobre la legalidad que atraviesa en forma invariante y profunda al colectivo social argentino. 5. Una articulación unánime que enlaza diversos comportamientos y revela algunas de sus premisas remite a la cuestión de la legalidad. Postularemos que una narrativa de la legalidad, vinculada en forma estrecha con el paradigma punitivo, nos aporta otro de los relatos naturalizados y homogéneos de la cultura política argentina de las últimas décadas. Se presentan dicotomías en cuanto a los destinatarios de la punición, de modo que los defensores de los derechos humanos o de las luchas populares bregan por el castigo de los perpetradores, y las clases medias guardianas del derecho de la propiedad han contribuido a masicar las
internaciones carcelarias argentinas en los últimos años. La unanimidad se verica alrededor de las alegaciones puni tivas. El castigo se presenta en tanto logro a obtener como resultado de las tenaces y abnegadas luchas que reclamarán 233
La pregunta por lo acontecido
frente al estado por la penalización de los comportamientos rechazados. A la penalización se le atribuye la capacidad de instituir la posibilidad de otras formas de vida que no se denen más que por la negación. Aquello que se descri be como indeseable del pasado o del presente nunca más volverá a ocurrir si se castiga a los culpables. En cambio, asistimos a una narrativa de la impunidad, noción que explica todas las desgracias que nos vemos condenados a atravesar colectivamente. No es la acción política justiciera o igualitaria la que aún podría augurarnos otro mundo. Así, no queda más que entregarse al crepúsculo vindicativo. Esta narración unánime sobre la punición estructuró comportamientos colectivos ligados a consecuencias de gran magnitud; orientó la imaginación colectiva hacia metas que se visualizan como de primera necesidad, tales como el castigo a todos los culpables. El relato eslabona subjetividades entregadas de por vida, de manera intransigente e inclaudicable, a llenar las cárceles de culpables cuyas acciones cambian según el presunto signo político de las consignas. Presunto, porque las consideraciones críticas de la punición que han vertebrado el pensamiento crítico y el ethos de las izquierdas durante años, aquí y en otras partes, tristemente se han eclipsado y se han vuelto casi impronunciables. Los discursos garantistas, abolicionistas y convivenciales se reducen a ámbitos académicos o a débiles y minoritarios esfuerzos que no encuentran eco por lo general en los movimientos sociales ni en los medios de comunicación. El espíritu de ordalía y linchamiento ejerce su inujo
de manera masiva y sistemática a lo largo de los años de la postdictadura. Sólo se van sumando destinatarios a su prédica. Se van articulando largas listas de acontecimientos heterogéneos, yuxtapuestos de manera arbitraria, todos al servicio de la unánime pasión punitiva. El dolor y la condición de víctima quedan asociados a la impunidad. El duelo, cuando no se trata de desaparecidos, sino de otras circunstancias o tragedias en las que los muertos acreditan la elabo234
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ración de la pena, se suspende en pro de la lucha contra la impunidad y la pena, en lugar de asumirse como narración personal de una biografía, se proyecta como castigo penal sobre un culpable que, si no es localizado, da lugar a una ausencia que se vive en términos de desaparición y memoria. Incluso las excarcelaciones o las penas “insucientes” se
experimentan como desapariciones. El duelo es sustituido y experimentado como compensación penal retributiva. Es cierto que cualquier víctima de una lesión criminal puede participar de una narración semejante, y así ocurre en todas partes. El problema no radica en la saga personal de las víctimas, sino en la asunción narrativa por parte del colectivo social argentino que participa con enunciados generales de estos regímenes de frases y con la ampliación homogénea y sucesiva de una lista creciente en la que el atentado contra la AMIA, la corrupción, los accidentes de distinta índole, el “gatillo fácil”, los desaparecidos, la pobreza, todo ello constituye un mismo cúmulo de sucesos injustos, desgraciados, que responden a las mismas causas unívocas y que se resuelven monótonamente castigando a los culpables. En este dominio, la participación mediática hegemónica se ve facilitada por la univocidad de la agenda que estas series de acontecimientos constituyen. Se produce un círculo vicioso de emisión-recepción-emisión. Público y medios se realimentan de manera recursiva. La agenda mediática está expectante: como otros esperan que llegue algún accidentado apropiado para donar sus órganos físicos y responder así a la lista de candidatos a trasplantes, la industria cultural mediática espera sus diarias raciones de desgracias que orienten y sostengan las atmósferas de linchamiento y ordalía, las “denuncias” y los reclamos de “justicia”. Qué sucede después, cuando alguien es encarcelado, la innita
multitud de sufrientes penalizados que deambulan fantasmáticamente encerrados ahora, después o antes, no tiene interés alguno para la unanimidad punitiva. Esta indiferencia también es unánime. Es muy importante vericar si los per petradores de la dictadura comparten el encierro “común”, 235
La pregunta por lo acontecido
pero no es tan importante, sino nada importante, o por completo indiferente, cuál es la suerte de esos “presos comunes” que cada tanto desbordan en la esfera pública con el rostro horrendo de los sufrimientos indecibles a los que son sometidos con el consentimiento silencioso y homogéneo de una mayoría inmensa. 6. ¿Por qué las formulaciones unánimes y su relación con un sistema de creencias ligado al sentido común acerca de la legalidad tienen relevancia para el análisis cultural de nuestra historia reciente? ¿Y qué relación tiene ello con la generalización del uso injurioso de las categorías de “nazi” o “fascista” en contextos del todo ajenos a las signicaciones
de esos términos? Algunas de las narrativas unánimes que nos habitan desembocan en la caracterización de un fondo totalitario, aunque inorgánico, en el ethos político argentino. El nazismo y el fascismo son problemas decisivos para la historia reciente porque fueron legales, precisamente fueron demasiado legales. No es su legalidad lo que los descalica, sino que son ellos los que ponen en cuestión a cualquier
legalidad. Si el mundo contemporáneo requiere un discurso sobre los derechos humanos –de reciente institución– es por la deslegitimación que los regímenes totalitarios, en particular en lo concerniente a lo que hizo posible la solución nal, ejercieron sobre cualquier estatuto de legalidad. El
problema para nosotros, los argentinos, es que nuestros crímenes de lesa humanidad no se cometieron legalmente, sino ilegalmente. Los crímenes mismos fueron moralmente indiferentes a la legalidad. La legalidad como tal fue deslegitimada desde 1945 y se la rerió compensatoriamente a un
régimen judicativo supralegal y hasta extralegal, el de los derechos humanos. De esta manera se determinó la viabilidad institucional del mundo de postguerra. En este sentido, hasta el advenimiento reciente de las políticas de estado instituyentes de los derechos humanos en la Argentina, se estuvo procediendo de manera inversa a lo que el concierto universal establece en relación con los crímenes contra la humanidad, pero a la vez de manera concertada con la una236
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nimidad –en el plano de las creencias naturalizadas– del colectivo social argentino respecto de la legalidad entendida como régimen punitivo y prácticas de ordalía. El problema con el totalitarismo no radica en su índole tiránica y cruel, dado que la historia no está habitada por otra cosa que el sinfín de regímenes espantosos que se suceden en una letanía de ascensos y caídas. No habrá insistencia excesiva que nos recuerde que con el nunca más no se señala a esos regímenes cuyo advenimiento está inscripto en la condición humana tal como la conocemos. La ilustración y los sueños de paz perpetua son en principio tan ajenos como anteriores al surgimiento del nunca más. La formulación de esta negación de expectativas, que ha conseguido un estatuto unánime o cercano a la unanimidad en otras sociedades, está indisolublemente encadenada a la solución nal. Se trata de
la expectativa, el deseo, la voluntad o el sueño, ninguno de
ellos sucientemente verosímiles, de que el repertorio de las
acciones humanas no se vea ampliado por esas prácticas del horror. Se trata de que esas prácticas del horror no vuelvan a suceder en las conguraciones extremas y novedosas que
mostraron, y que deberían permanecer sólo como relato de la memoria, como un mito negativo, un anti-mito que señale lo que el mundo pudo haber sido pero no será si se conserva la rememoración de lo que ocurrió en tanto no debe volver a ocurrir. En ello radica la extrema gravedad del negacionismo, y es por ello que resulta tan alarmante y desolador que la cuestión judía y su sombra antisemita se hayan desplegado con tanto vigor y extensión en los últimos años. El régimen de enunciados del antisemitismo en sus nuevas manifestaciones invierte los términos. Ahora nazis o fascistas son muchos o todos aquellos que merecen ser injuriados en función de determinada escala valorativa. La atribución de nazismo y fascismo a los judíos, sobresaliente sarcasmo de la ilimitada creatividad discursiva que el psiquismo tanático destina a la alteridad, no es más que la cifra arquimédica de un discurso que puede tener múltiples destinatarios, como ha sucedido siempre que el judío fue 237
La pregunta por lo acontecido
perseguido. Nunca es el judío como tal más que el núcleo denso de cuyos sufrimientos irradian miméticamente las desdichas de tantos otros perseguidos y segregados, sean brujas, negros, pobres o pueblos originarios. Ahora “Kirchner es lo mismo que Hitler pero sin Auschwi”. Esta increíble declaración pública no es algo
que pueda analizarse como una mera hipérbole, ni como un exabrupto originado en una individualidad febril, sino como la manifestación nítida y polar de un régimen de enunciados mucho más amplio y extendido. Nazi y fascista son empleados como términos injuriosos. Y de esta manera se los incorpora al ethos, a lo unánimemente aceptado, dado que toda injuria comporta el revés de aquello con lo que se convive. Lo injuriado forma parte de este mundo, aunque se lo expulse a la mayor distancia posible. Sin embargo, en un mundo en que las distancias se abrevian o aún anulan, el exterminio resulta la única forma de resolver la forma más severa de expulsión. Los nazis hicieron este descubrimiento sobre uno de los aspectos cruciales de lo que hoy denominamos “globalización”: dispuestos primero a mandar a los judíos al exilio, concluyeron en que la única solución efectiva a la cuestión judía era el exterminio. En un mundo limitado –y el Tercer Reich era un mirador privilegiado y adelantado de lo que iba a ocurrir y ya estaba ocurriendo– el exilio no se distingue del cambio de vecindario. El problema de fondo es que no sabemos qué hacer con el otro para separarnos de él y unirnos a la masa unánime que nos constituya como identidad. La incorporación a la injuria de los términos em blemáticos del exterminio y la solución nal es un indicio del rostro que adquiere el mundo post-Auschwi en el que
vivimos, y un ejemplo de manifestaciones que vuelven a discurrir sobre premisas conceptualmente racistas en tanto asignan sin razón a su destinatario la exclusión moral, jurídica y política que se reserva a los perpetradores.
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17. LO S DESAPAR ECID OS, LO INDE CID IBL E Y LA CRI SIS (2007)
I Aquella declaración pública que hizo Videla cuando le preguntaron por los desaparecidos –a lo cual contestó que “el desaparecido no existe; no está vivo, ni muerto, es un desaparecido”– ocasionó la indeterminación de una de las distinciones binarias esenciales, constitutivas del lazo social: la diferencia entre estar vivo y estar muerto en tanto condición que eslabona la relación entre estado y sociedad. En lo implicado por esa formulación, la propia entidad institucional del Estado sufrió una dislocación de la que no se ha recuperado hasta la actualidad. La desaparición emergió como un conjunto de signicaciones constitutivas de un
evento indecidible e instaló un trasfondo matricial para el devenir sociohistórico en la Argentina. En primer lugar, el acontecimiento de la desaparición no instaló una paradoja, porque la relación entre la institución y el control de la vida y la muerte pueden ya ser entendidos como constituyentes de paradojas en condiciones “normales”. La indecidibilidad entre oposiciones binarias es lo que los regímenes enunciativos que sostienen el lazo social sustraen a la conciencia. La génesis de las instituciones comprende aquellos procesos por los cuales se naturaliza un orden histórico 239
La pregunta por lo acontecido
social determinado. Las distinciones entre las condiciones de existencia vigentes y el fondo indiferenciado desde el cual emergieron se ocultan entre las nubes de lo inconsciente, los límites del lenguaje, las genealogías identitarias. Es trabajo del pensamiento dilucidarlas y someter a crítica los sistemas de creencias que estructuran los discursos públicos, con los consiguientes interrogantes sobre la dimensión política, modesta o inexistente, utópica o potencial, de ese tipo de análisis. Denir como conceptualmente indecidible aquello que
los sistemas de creencias exhiben como transparente es parte
del dominio de la losofía y delimita su agónica tarea frente a
los usos lingüísticos. En segundo lugar, el acontecimiento de la desaparición no fue consecuencia de una negligencia o un retiro del Estado como suele alegarse para otros casos, como los relacionados con circunstancias económicas, porque desde el principio y en cada instante, el Estado fue la institución que produjo el acontecimiento del horror. Aquella formulación de Videla resultaba denegatoria. Explícitamente intentaba sostener una supuesta ajenidad del Estado con respecto a las desapariciones, ya que estas habrían ocurrido fuera de toda voluntad o intención por parte del mismo. Sin embargo, la asertividad de aquella formulación, como después se comprobó, resultaba inecaz como justicación porque no era una justicación, sino un enunciado performativo, no descriptivo
del acontecimiento que tenía lugar en la Argentina. Esa frase sintetizaba el devenir represivo y sus singularidades: la instalación de un estado de cosas no representable, no conceptualizable, no componible con la vida social; la sustracción de toda representación como dispositivo, que garantizaría, para los perpetradores, la realización del plan de puricación ideológica y social que se propusieron llevar a cabo. Desde entonces, lo indecidible subyace en la conguración de algunas signicaciones colectivas. El problema de la me -
moria en la Argentina del presente involucra a la actualidad, no sólo en el sentido de la vigencia del pasado reciente, sino por su carácter generador de premisas y relatos colectivos. En particular aquellos que remiten a la relación entre el Estado y 240
17. Los desaparecidos, lo indecidible y la crisis (2007)
la sociedad, lo urbano y la seguridad, las normas y las perspectivas prácticas. Se trata entonces de considerar de qué manera el pasado reciente y su rasgo de indecidibilidad operan como generadores de signicaciones que intervienen sobre
aspectos del llamado lazo social y sobre las condiciones de producción del discurso histórico. Si la historia como práctica erudita es condición de posibilidad de la institución social y de la memoria colectiva, la desaparición introduce un estado de indecisión y se interpone en el establecimiento de las referencias comunes, susceptibles de organizar los vínculos sociales de reciprocidad. Entendemos que sobre este esbozo conceptual resulta factible situar un esfuerzo de dilucidación de los avatares sociohistóricos postdictatoriales. II El comparatismo aplicado a los acontecimientos del horror trasciende en este contexto su carácter de método o modo categorial de organizar los acontecimientos. Se instala como orientador de una restitución de las referencias perdidas en el plano ético. Opera mediante testimonios ejemplares y compilaciones casuísticas (Ricoeur, 2000: 433). 1 Esta relación establece conexiones comparativas que concurren a denir un paisaje moral perdido, ya no para recobrarlo, sino para hacer viable la posibilidad de habitar el presente. Acumula detalles inhalla bles en otras experiencias históricas, tanto en lo que los dene
como en la forma en que se yuxtaponen o articulan. El relato testimonial no se enfrenta con lo acontecido en un tiempo pasado, sino con una pregunta del presente: ¿cómo fue esto posi ble? El comparatismo, en este terreno, negocia con la incredulidad. Sin embargo, en lo concerniente a las comparaciones 1. Menciona Paul Ricoeur la “Ejemplaridad de lo singular” al aludir a la relación entre memoria e historia. Tales conexiones abarcan referencias retrospectivas no necesariamente históricas, sino también literarias, anticipatorias. Es el caso de algunas de las obras de Franz Kaa, sobre las que Enzo Traverso ar ma que “su intuición no es tanto la predicción de las desgracias venideras –lo que sólo añadiría su nombre a una larga lista de anunciadores de cataclismos– como su capacidad de pregurar el horror mediante la construcción de modelos” (Traverso, 2001. El subrayado es mío).
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La pregunta por lo acontecido
entre la shoá o los desaparecidos, entre sí y con otros acontecimientos del horror, suelen presentarse dos actitudes simétricas y antagónicas: aquellas que habilitan en forma laxa y sin precauciones la formulación de similitudes de distinto orden, y aquellas escolares que legislan sobre la imaginación, establecen interdicciones y denuncian las ofensas sufridas por el corpus cognitivo. El diferendo suele tener lugar entre representantes de ambas posiciones dicotómicas. Al menos sobre esa dualidad suele denirse el problema de la singularidad del aconte cimiento abismal. La crítica de estas premisas, el recurso a la referencia de una matriz plural de signicaciones y explicacio nes requiere volver sobre lo que se distinga como singular e inconmensurable en aquellos acontecimientos. Entre otras operaciones intelectuales, resulta necesario reexionar sobre la
temporalidad y las modalidades constructivas de los relatos, ya sean históricos, ya sean anamnéticos.2 Por ejemplo: una confusión habitual sobre la singularidad de Auschwi es la que presume que este atributo sería vericable siempre que después de Auschwi tampoco hubiera acaecido nada parecido. La singularidad de Auschwi sólo requiere como condición la
ausencia de antecedentes, la vacancia de algo semejante antes de que hubiese ocurrido. Es la sola condición de singularidad ya que, al contrario, si sucedió, siempre podrá suceder, precisamente porque sucedió , y es por eso que adquiere sentido lo que llamamos memoria o anamnesis. Si su singularidad fuera ontológica (en lugar de histórico-social) e indicara una diferencia irreductible respecto de la posterioridad, aparte de que no se puede saber por qué y cómo podría garantizarse semejante pauta, no habría necesidad de recordar lo sucedido dado que nada igual podría volver a suceder. El recuerdo se confundiría con el masoquismo. Y precisamente porque sucedió, es que no sólo puede volver a suceder, sino que es de esperarse con todo derecho que ya hayan acontecido horrores susceptibles de mantener algún lazo con Auschwi, lazo más o menos visible 2. Utilizo “anamnético” en el sentido que remite al proceso de signicación
con posterioridad a aquellos acontecimientos de naturaleza traumática que no tuvieron supercie de inscripción subjetiva en su momento.
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para nosotros, más o menos oculto. Y es que el requisito para que semejante cosa resulte factible no tiene nada que ver con la “historia” ni con la “memoria” como disciplinas o como discursos, sino con el mero hecho de que lo acontecido está allí , en la historia y en la memoria, disponible para cualquiera que congure su odio destructivo bajo una inspiración que llegó al
mundo para eso, no sólo para triunfar en su hora. Llegó para realizar algo que no había sido realizado nunca antes, para mostrar que iba a ser posible realizarlo. En ese sentido importa poco que fuera ocultado de la manera ambigua en que se ocultó, ya que se ocultaba y negaba, pero al mismo tiempo se registraba en forma documental para que no fuera olvidado ni pudiera ser negado. Esta oscilación entre ocultamiento y registro es un rasgo de difícil asimilación para los historiadores, desde el punto de vista metodológico. La historia, tal como la conocemos en su carácter de práctica erudita, es ajena a una ambigüedad como esta. Los Estados nacionales, las instituciones, los grupos sociales y culturales actúan en forma historiable, memorable. Habrán de omitir, distraer, reprimir (en el sentido freudiano) o falsear (en el sentido marxista), pero siempre en función de un relato destinado a un otro viviente en el presente o en el futuro. Aunque es cierto que el nacionalsocialismo podría corresponderse con algunos rasgos de la acción colectiva incluso en ese sentido, el exterminio de los judíos tiene como destino la historia y la memoria a través del silencio y el ocultamiento del crimen colectivo. Ese ocultamiento criminal está conectado con el núcleo que dene la singularidad y radicali dad de la shoá. Desde luego, no se trata de que colectivos sociales no hubieran cometido acciones criminales antes y después de Auschwi. La novedad –como se sabe– radica en el
exterminio –industrial–, en la supresión de una identidad lingüística, cultural y religiosa. Esa identidad fue denida por el
nacionalsocialismo como étnica, pero el judaísmo es menos étnico que cualquier otra cosa. Los “judíos” no eran ostensiblemente distinguibles del resto de la población. Se confundían con ella, y en parte ese era un problema para el antisemitismo nazi, porque el mal se acentuaba si no se lo podía distinguir. 243
La pregunta por lo acontecido
No había defensa contra el mal si se carecía de una forma de advertir su presencia. En ello radicaba un aspecto esencial que fundamentaba la condena a la desaparición: lo irredimible de los judíos, dada su terquedad e “incapacidad” social última para la asimilación, radicaba en este rasgo de indistinguibilidad respecto del resto de la población. Así, la tarea de extirpar el mal requería grandes medios y esfuerzos que se justicaban
por el gran remedio que se ofrecía a la historia, y por el empeño heroico comprometido en su realización. En este sentido, la víctima del terrorismo de Estado argentino, como tantas veces fue alegado por los perpetradores, tampoco era distinguible del resto de la población, con consecuencias análogas.3 En am bos casos, algo que los sujetos peligrosos hacían, pensaban o sentían contenía el germen infeccioso que sólo se podía suprimir eliminando a sus portadores, irredimibles huéspedes de un mal incurable y contagioso. Es por ello que las referencias a la inuencia francesa sobre la represión de la dictadura argen tina de 1976 tienen pertinencia “metodológica”, pero en Argelia existían distinciones étnicas, lingüísticas y territoriales que no son comparables a las que denían las identidades per seguidas por los perpetradores nazis alemanes y por los exterminadores argentinos. Lo indecidible se instala como práctica efectiva: un sistema de clasicaciones se aplica a un dispositivo
de selección que separa, de una población homogénea para la percepción común, a los portadores del rasgo criminal. Rasgo indisoluble de los cuerpos de sus portadores. Se consideraron excepciones en ambos casos (con mucho menor frecuencia en el nazismo). Pero en ambos sucedió que quien ayer era un familiar, un conviviente, un cuñado, un amigo, un vecino, de pronto se convertía en una alteridad radical que se destinaba a la desaparición. La profundización sistemática y radical de las 3. Las doctrinas “antisubversivas”, en especial las de origen francés destinadas a la lucha colonial en Argelia, son coincidentes respecto de la indistinguibilidad de los destinatarios de la represión, pero en el caso de la Francia colonial esto se reere a la población de la colonia en Argelia, no a la propia población
de la metrópoli. Así, en última instancia las eventuales consecuencias de aquella represión serían costeadas por la población colonial.
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diferenciaciones identitarias impuestas por las perpetraciones nazi y argentina constituye una de sus singularidades más signicativas. Y su excepcionalidad también contribuye a dejar
en la sombra una de sus consecuencias más difíciles de caracterizar, los efectos que produjo sobre el conjunto de la población, no ya el terror o el destino hórrido que corrió el “otro”, sino la exteriorización crepuscular de aquello que las sociedades mantienen fuera del campo de la conciencia: las valencias del vínculo intersubjetivo sobre las que intervienen las voluntades exterminadoras para dar curso al rediseño histórico-social de un colectivo. Los nazis fueron derrotados en el campo de batalla, los perpetradores argentinos cayeron por una com binación ambigua de variables. Ninguno de ellos pudo realizar en forma acabada su proyecto. Tampoco son equivalentes ni asimilables los procesos posteriores a ambos acontecimientos, ni mensurables las consecuencias sufridas por los colectivos sociales en razón de la dislocación identitaria que sufrieron en conjunto las poblaciones a las que se sometió a semejantes operaciones de ablación demográca.
III Sobre el carácter industrializado de la muerte y la transformación sociocultural que ello implicó se escribió mucho, y basta revisar la bibliografía sobre el holocausto para relevar un tema que, de todos modos, llevó muchos años aclarar. La etnicidad judía –para volver sobre ella– es una cuestión menos evidente por la prevalencia del prejuicio: si se pudiera superar por completo toda determinación prejuiciosa, la evidencia de la extrema heterogeneidad étnica que constituye lo que se llama “pueblo judío” resultaría enceguecedora por su obviedad. Sin embargo, parece difícil señalar este rasgo fácticamente comprobable sin verse requerido a formular una serie de aclaraciones. El prejuicio, en lo que concierne a la etnicidad judía, no radica en una anomalía perceptiva o en una conguración
categorial “equivocada”, sino que procede precisamente de la misma heterogeneidad identitaria judía. Esa heterogeneidad alimenta el carácter conictivo que el pueblo judío impuso en 245
La pregunta por lo acontecido
la historia europea, al ofrecer una condición a la vez muy consistente y consecuente en su permanencia identitaria, pero en extremo heterogénea en su conguración étnica. Esto es como
referirse a la apariencia física de los judíos individuales y su capacidad de ser confundidos con cada uno de los pueblos entre los que moraban. La presencia de un grupo tan similar a cada uno de los pueblos europeos, diferentes entre sí, y a la vez con lazos tan estrechos entre ellos. En esa dualidad identitaria radica uno de los rasgos genealógicos esenciales de la “condición judía”. Por eso resulta trivial la asunción tan frecuentemente sostenida de que el nacionalsocialismo perseguía a los judíos por lo que “eran” y no por lo que “hacían” dado que lo que “eran” resultaba –según lo alegado y percibido– en un acto de distorsión identitaria para su entorno étnico cultural. Para usar un lenguaje en cierto modo gurado, digamos que los judíos fueron identitariamente entrópicos para la historia identitaria europea, tal como se representó ella frente a sí misma. Entonces: nada semejante como la shoá había ocurrido con anterioridad. Ya que sucedió, forma parte de la historia y de la memoria, y es necesario aceptar de manera radical que tal condición de existencia de una historia y de una memoria opera en los dos sentidos, no sólo en el del “bien” y el “nunca más”, sino en el sentido de que se pueda repetir. Tal repetición no tendrá lugar en las formas explícitas que tiene la memoria del nunca más.4 Cambiará de formas. Sus víctimas podrán ser otras. Se necesitará, para repetir aquella experiencia del exterminio, de una similar voluntad transformadora de la condición biológica o demográca de la población en
un territorio. Al respecto resultaría oportuno señalar –dado que se trata de “comparar”– que la magnitud del exterminio 4. El uso de la expresión “nunca más” por la CONADEP y en el célebre cierre del alegato scal en el juicio a los comandantes del proceso –por señalar esos dos casos paradigmáticos– maniesta la vigencia del comparatismo por sí solo
y con un vigor que excede cualquier reserva metodológica, en tanto procede de las luchas por la memoria de la shoá. Queda implícita la homologación, sin perjuicio de que un uso posterior en otros sucesos diera lugar a la circulación de tramas discursivas “confusas”, al equiparar acontecimientos heterogéneos con las series del horror radical.
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no viene dada solamente por sus guarismos absolutos, sino también por la proporción asesinada respecto de la población de pertenencia. De esta manera, los millones de víctimas de la shoá constituyen una parte de la población del Tercer Reich, más los territorios que también contribuyeron con la deportación de sus judíos, sin pertenecer al Reich, como Francia o Italia. En estos términos, el exterminio de algunas decenas de miles de personas en un país cuya población no pasaba de los treinta millones de habitantes, no resulta una comparación tan caprichosa como podría sugerir la abismal diferencia entre los guarismos absolutos. Por otra parte, que los nazis exterminaran judíos y los perpetradores argentinos exterminaran “subversivos” suele señalarse como una diferencia signicativa –lo es– sin tener en cuenta las vinculaciones
que los nazis formulaban entre judíos y “bolcheviques” en un sentido ideológico e incluso –podría decirse– teológico, el de una antiteología. IV Una comparación entre el campo de concentración Dachau y la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) no supondría necesariamente una suerte de entomología salvaje, por escasa erudición que fuera capaz de ostentar quien la hiciera. Las relaciones entre dos especies distintas de insectos son evolutivas. No sucedió que los insectos más modernos recibieran una inspiración de los más antiguos para ser como son. En la historia evolutiva emergen especies a través de tramas relacionales que transcurren en el tiempo crónico, sin lenguaje. En el plano de la historia y la memoria, aquellos posteriores en una secuencia temporal son sujetos susceptibles de leer los sucesos que les anteceden. Es más: han sido constituidos subjetivamente por esos sucesos . La historia y la memoria ocasionan legados que, al transmitirse, pueden dar lugar a acontecimientos completamente diversos. Ese es un trabajo para el historiador. ¿Cómo demostrar de manera empírica 247
La pregunta por lo acontecido
que Videla y Massera leyeron e interpretaron la historia y la memoria del horror? De manera similar a aquella en la que cualquier sujeto de la acción lee e interpreta el legado de la historia y la memoria en relación con su propio devenir. Esto es algo que no parece tan fácil de desestimar como análisis (por otra parte, el sujeto militar acude a la historia por su profesión; no hay guerrero sin historia de la guerra, aun cuando la historia tardomoderna de la guerra confunda sus límites con la historia del exterminio, una producción de novedad radical). Los resultados empíricos de una indagación semejante podrían ser bastante diversos y alcanzar grados divergentes de pertinencia. No es un trabajo fácil de emprender, ni obvio, pero no deja de ser plausible. En cambio, aunque no carece de legitimidad la pregunta sobre si Hitler redactó y rmó una orden escrita sobre la solución nal, o si Videla y Massera do -
cumentaron en forma homóloga cada cosa que hicieron u ordenaron, hay algo que esa pregunta corre el gravísimo riesgo de olvidar: no esperamos que los criminales dejen un registro de cada una de sus acciones para que podamos reconstruirlas “tal cual ocurrieron”, como no esperamos tener a nuestra disposición los libros contables verdaderos de la maa o de
los defraudadores. Aunque semejantes documentos pudieran existir, no deberían ser una premisa para la investigación empírica, porque el marco interpretativo de las acciones criminales impone el borrado de las huellas (es asimismo una de las condiciones que denen una acción criminal). En este caso, si
el historiador se asemeja al detective es por una doble razón. Para el trabajo historiográco habitual el tiempo es el princi pal adversario del conocimiento, es el que borra las huellas de los acontecimientos del pasado. En el caso de los sucesos del horror, en el mismo momento en que fueron concebidos se construyeron esos paradójicos instrumentos de registro y de olvido, y de borrado de las huellas. De modo que aquí el historiador tiene un doble trabajo. Pero de lo que debe estar exento es de la ingenuidad de creer que al estudiar esta clase de sucesos se encontrará con el tipo de circunstancias que rodean el grueso de los devenires históricos: los acontecimien248
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tos “normales” están sustancialmente orientados al registro, o si no lo están de manera concluyente, tampoco son sometidos a operaciones que prevean deliberadamente el olvido o la tergiversación mayúscula que caracterizaron al nazismo o a los exterminadores del proceso. Que el horror se constituya en legado, ya que también su creación persiguió esa meta, implica la expectativa de que sea reinterpretado de maneras que a su vez requieran un desciframiento. Es por ello que el alerta que formulan quienes dicen que es necesaria la memoria “para que no se repita” resulta a n de cuentas algo muy cercano a una banalidad.
Aunque no nos encontremos de ninguna manera en condiciones de subestimar la memoria entendida de esa manera conmemorativa, instituida y repetitiva, lo cierto es que si sucede de nuevo, ¿acaso lo reconoceremos? Lo que a la postre podría interpretarse como una repetición ¿vendrá anunciado? ¿Algún grupo exterminador se presentará en unas elecciones democráticas con un programa de exterminio de masas? La respuesta es obvia, y se refuerza por el hecho de que no hay nada que esperar en cuanto a una repetición, porque el medio siglo de postguerra desborda de horrores inconmensurables. En ello radica la inanidad y hasta la irritación que a veces producen ciertos reclamos acerca de la singularidad de Auschwi, porque parecen sordos o indiferentes al conjunto
de la historia reciente. Sin embargo, no alcanzan para refutar dicha singularidad, que no implica intrínsecamente ni radica en tal indiferencia a otros acontecimientos. Las relaciones genealógicas, de inspiración, de antecedencia entre “Dachau y la ESMA” atribuyen singularidad a ambos acontecimientos. Ponen el énfasis en el tópico del “judeobolchevismo”, ejercido en el exterminio argentino según múltiples testimonios sobre el tratamiento prodigado a los detenidos desaparecidos judíos. Tratamiento que no es consecuencia de “actitudes individuales”. Desde luego que no tuvimos en la Argentina un régimen totalitario con doctrina racista como fue el nacionalsocialismo. ¿Quién podría desmentir una diferencia tan notoria como ésa entre ambos fenómenos históricos? Pero lo que 249
La pregunta por lo acontecido
resulta de una ingenuidad conmovedora es concluir que entonces el antisemitismo no desempeñó un papel, con su magnitud especíca, en el acontecimiento de los desaparecidos
argentinos. Se trata de una ingenuidad problemática, porque implica una ceguera respecto de la naturaleza del antisemitismo en la Argentina, hasta cierto punto inexistente en muchos ámbitos (aunque la ceguera no deja de ser una forma, si no de antijudaísmo, al menos de indiferencia o de ignorancia al respecto), pero completamente hegemónico en otros (fuerzas armadas, jerarquía eclesiástica, justicia, por lo menos). Una vez admitido lo evidente, el antisemitismo mal disimulado que domina en ciertos ambientes político-sociales argentinos, resulta imposible mantener la distracción sobre los nexos del odio antijudío con su escuela ejemplar: el nacionalsocialismo, por no mencionar sus antecedentes militaristas prusianos, tan admirados por grupos muy cercanos a nosotros. Mejor es entonces discutir signicaciones, genealogías,
incluso hipótesis, por difícil que resulte demostrarlas, en lugar de exhibir las credenciales del conocimiento instituido para formular juicios sobre el acontecer cultural y político ligado con el horror. Por lo general, cuando se compara, lejos de ejercerse una taxonomía zoológica o botánica de los restos del pasado conservados en formol, y por débiles y hasta banales que sean con frecuencia los argumentos, lo que se está enunciando tiene como destino un debate moral. Es moral la comparación que formula un presidente argentino cuando, al recorrer Dachau, admite su equivocidad con la ESMA.5 Como presidente, reconoce la historia estatal reciente. Lleva a cabo un acto de política nacional. No nos habla de Alemania ni de la shoá, sino del horror que durante dos décadas de institucionalidad postdictatorial atravesó un proceso de elaboración colectiva que aún llevará décadas proseguir. Además, esa es la nalidad del monumento y de
los lugares conmemorativos: ofrecer al mundo un paisaje 5. Comparación realizada por el presidente argentino en su visita a Dachau en abril de 2005.
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moral que sólo puede ser inteligible para los espectadores mediante un procedimiento comparativo. De otra manera no tendrían ninguna nalidad. Si cualquiera que visitara
esos lugares necesitara remitirse a un conocimiento experto para verse en condiciones de formular un juicio, esos sitios no sólo serían inútiles, serían perversos. Por otra parte, si el presidente argentino no conoce en profundidad la problemática de la shoá (y aquí se puede parafrasear a Pessoa, ¿y quien conoce eso , qué es lo que conoce?, o a von Homansthal: ¿quién puede hablar de eso sin que las palabras se le descompongan en la boca como hongos podridos?), parece innegable que conoce la pro blemática de la ESMA. Es el presidente del gobierno que consiguió satisfacer en forma signicativa el conjunto de
las demandas de un movimiento por los derechos humanos señalado por su carácter combativo, intransigente y heroico, sin que eso resultara suciente –ni siquiera digno de in clinaciones apologéticas por completo ajenas al ánimo que impulsa estas líneas. Al referirse a la Historikerstreit,6 Paul Ricoeur (2000: 433) arma que resulta “signicativo” que
los documentos de aquella polémica “se hayan impreso en un diario de gran tirada”, dado que “la idea de singularidad ejemplar sólo puede formarse por una opinión pública ilustrada que transforma el juicio retrospectivo referido al crimen en juramento para evitar su retorno. Colocada así dentro de la categoría de la promesa, la meditación sobre el mal puede ser arrancada de la deploración innita y de la
melancolía que desarma y, más fundamentalmente aún, del círculo infernal de la inculpación y de la exculpación”. El “juramento para evitar su retorno” es una de las formas histórico-políticas disponibles para afrontar lo indecidible. Da lugar a la barrera que la sociedad necesita construir con posterioridad al horror para asegurar la viabilidad 6. El desconocimiento de esta polémica fue mencionado para descalicar “aca -
démicamente” la comparación efectuada por el presidente argentino en abril de 2005 entre Dachau y la ESMA.
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La pregunta por lo acontecido
de su lazo. Se sustenta en el testimonio, en el museo, en la prueba y en la exclusión –penalizada de manera jurídica o por condena moral– del negacionismo. Sin los testimonios de carácter moral , anamnético , de valor “historiográco” relativo que dejaron sobrevivientes como
Primo Levi, Robert Antelme o Elie Wiesel, toda esta discusión carecería por completo de sentido. Esos textos, pertenecientes –banal, literalmente– a géneros de escritura (y esto ni siquiera resulta relevante en otro contexto) formulan algo que podríamos denominar una metodología comparativa. Porque nos relatan en qué fue diferente lo que ellos sobrevivieron de cualquier otra experiencia que podamos documentar en el pasado.7 Ese interrogante, hasta cierto punto, los mantuvo con vida. Aunque fueran personas cultas que exhibieron en algunos casos una capacidad literaria sobresaliente, esos rasgos no los colocaron en el lugar en que están, sino su estatura ética, su capacidad para la reexión moral, su ejemplo como
seres humanos que dan cuenta de lo que atravesaron y de lo que no pueden dar cuenta ni hablar. Así, es falaz la discordia entre historia y memoria. Nada de lo que puedan hallar los historiadores habrá de afectar el estatuto de aquellos testimonios. Esos textos no tienen el carácter provisorio del descubrimiento cientíco, susceptible
de falsación. Son piezas únicas, singulares e incomparables por sí mismas. Y a la vez animan y justican el incesante
trabajo de los historiadores para saber más y mejor qué pasó, porque el sinsentido de lo que pasó no está sometido a una discusión intelectual, sino al recogimiento espiritual del imposible duelo.
7. “No hay escala de lo inhumano porque lo inhumano está fuera de escala, puesto que está fuera de las normas incluso negativas” (Ricoeur, 2000: 433).
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III
18. IZQ UIE RDA , VIO LEN CIA Y M EM OR IA (2007)
… las generaciones actualmente vivas son quizá, de todas las que se han sucedido en el curso de la historia, las que habrán tenido que soportar más responsabilidades imaginarias y menos responsabilidades reales. Esta situación, una vez perfectamente comprendida, deja una libertad de espíritu maravillosa. Simone Weil … a la pregunta de ‘¿puedo matar?’ se responde con el inmutable mandamiento de ‘no matarás’. Dicho mandamiento se halla situado ante la acción como Dios ante el hecho de que esa acción suceda. Pero, por más que no pueda ser el miedo al castigo lo que obliga a cumplir el mandamiento, éste es inaplicable, inconmensurable, puesto ante la acción ya realizada. Pues del mandamiento no se sigue un juicio respecto de la acción. Y así, no se puede predecir ni el juicio divino frente a ella ni su fundamento. Por lo dicho, no aciertan quienes basan en este mandamiento la condena de cualquier muerte violenta de una persona a manos de otra. El mandamiento no es criterio del juicio, sino sólo una pauta de conducta para la comunidad o la persona que, en solitario, tiene que arreglárselas con él y, en casos tremendos, asumir la responsabilidad de no observarlo. Walter Benjamin Hay que considerar la ontología crítica de nosotros mismos no por cierto como una teoría, una doctrina, ni siquiera un cuerpo permanente de saber que se acumula; hay que concebirla como una actitud, un ethos, una vía losóca donde la crítica de lo que somos es a la vez
análisis histórico de los límites que se nos plantean y prueba de su franqueamiento posible. Michel Foucault 255
La pregunta por lo acontecido
Cuando Foucault, volviendo a la pregunta kantiana acerca del signicado de la Ilustración, se remite al punto
de vista de la actualidad, no alude meramente al diferente modo de ver las cosas que el pasado recibe del presente, sino a la brecha que el punto de vista del presente abre entre el pasado y su propia autointerpretación. Roberto Esposito
I Frente el coro que certica su defunción, el interrogante acerca del signicado actual de la izquierda como variable
política, –concepto u orientación– delimita, por su sola enunciación, la secular diferencia entre oprimidos y opresores. Intervenir en esta conversación alia o compromete al
interlocutor con el campo de los oprimidos, sin que por ello quede denido en qué consiste ese compromiso. A partir de
entonces las palabras pronunciadas se someten a la tensión planteada entre el libre pensamiento y las consecuencias que esas palabras puedan acarrear supuestamente para los oprimidos. La formulación de este problema intenta enfrentar una cuestión susceptible de ser omitida como parte de un alineamiento con algo que al n de cuentas podría
homologarse a la weberiana ética de la responsabilidad. Se trata de saber en qué medida habla el abogado de los oprimidos, siempre celoso de no dañarlos, o el político, quien como lósofo está apegado a la verdad como fundamento
(o a la impugnación del fundamento como verdad). Esta caracterización excluye la posibilidad de que lo discutido sea indiferente a las consecuencias. No lo es, y de manera aun eventualmente trágica. Es una discusión expuesta a las mayores confusiones. Cuando es el poder estatal o partidario quien aduce la cuestión de las consecuencias para conducir lo que puede ser dicho o callado, el planteo que atribuye legitimidad a dicho problema queda meramente subsumido bajo el polo de los opresores. Pareciera que los oprimidos no habrán de optar por otra cosa que por la verdad, sin restric256
18. Izquierda, violencia y memoria (2007)
ciones ni límites. Sin embargo, idea tan bella no es compatible con una atención comprometida hacia los oprimidos. La contrariedad que estructura esta dilucidación reside en que izquierda, en tanto que orientación sociopolítica, signica un movimiento centrífugo respecto de la norma, la
ley y el orden imperantes. La institución es aquello respecto de lo cual la izquierda se desvía en un sentido igualitario, emancipatorio, libertario. El marxismo clásico había formulado este problema mediante el dispositivo conceptual de la extinción del estado en el contexto del socialismo. El socialismo “realmente existente” fue aquel que orientó esta formulación en un sentido contrario, hacia la derecha. En lugar de tender a su extinción, el estado y la sociedad se tornaron totalitarios, y la protección de los oprimidos frente al libre pensamiento quedó reducida a una coartada represiva. Al instalarse una desigualdad con respecto a quiénes decidirían lo que podría ser dicho o callado a los nes de
proteger la integridad de los oprimidos, se constituyó una forma de opresión, en tanto recurrió a actos que fueron desde la censura hasta el encarcelamiento y el asesinato de los disidentes. El poder se veía amenazado por las enunciaciones, sobre las cuales era necesario intervenir a los nes
de ejercer restricciones sobre ellas. El oprimido podría denirse en términos lingüísticos, como aquel susceptible de
verse afectado por los enunciados. El opresor es quien se encuentra en condiciones de poner a su favor el lenguaje. Si en nombre de los oprimidos se controla el lenguaje en forma coactiva, se instala entonces una nueva situación de opresión, en la que los protectores establecen una relación de desigualdad con los protegidos. La caída del Muro en 1989 proporcionó el sello simbólico del n de una época: aunque no se limitó a ello, indicó la
emancipación respecto de cualquier forma de limitación a la circulación de enunciados. Si persistieron otras formas de control sobre los enunciados fue al precio de nuevas elaboraciones conceptuales que permitieran legitimarlas. 257
La pregunta por lo acontecido
En efecto, algo así ocurrió con la defensa de los derechos de las mujeres y las minorías étnicas, de un modo que si bien mantiene su vigencia, atraviesa en la actualidad una zona de inestabilidad. Un signo apropiado para analizar el estado de la cuestión de las luchas sociales en las últimas décadas apunta a la situación del control de los enunciados. Este aspecto crucial de las luchas de los oprimidos por su emancipación se asienta en el control de los relatos, narrativas o enunciados que les conciernen. En cuanto a las luchas de los movimientos de mujeres y las minorías étnicas se destaca la impugnación de los discursos que son caracterizados como opresores en tanto que su conguración ilocucionaria les conere un carácter performativo en tal sentido. Se ha
considerado como una conquista de los oprimidos el logro de legislaciones susceptibles de practicar un control sobre la circulación de enunciados en contextos de democracia jurídica. Esto se ha vericado a través de un sinnúmero de
dispositivos jurídicos que también han encontrado una incipiente repercusión entre nosotros. No obstante, la adopción de normas protectoras de mi-
norías oprimidas por “discursos de odio” se verica entre
nosotros como una importación exótica, consecutiva a luchas sociales que han tenido lugar en otras latitudes. El concierto internacional establece acuerdos jurídicos que imponen prácticas no adquiridas a través de la propia historia social. Esas prácticas, entonces, encarnan en algunos grupos minoritarios que luchan por el reconocimiento e caz de los derechos invocados, pero también son objeto de operaciones discursivas por otros actores que establecen con dichas prácticas relaciones de completa ajenidad, con un desempeño que cuando no resulta inecaz es grotesco.
En ello radica la notable vena satírica de un periódico argentino como Barcelona: es entre sus páginas donde mejor se verica la comprensión cabal de distinciones que en su
desenvolvimiento en la sociedad resultan políticamente indigentes. Otras sociedades no son ajenas al problema (cfr.
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18. Izquierda, violencia y memoria (2007)
Borat), aunque con diferentes acentos, énfasis, condiciones de hegemonía o marginalidad. El abordaje político de los “discursos del odio” instaló en las izquierdas de ciertos ámbitos europeos y norteamericanos un desplazamiento en los modos de conceptualizar y describir las prácticas de la violencia. Fue en el contexto del liberalismo democratista donde ciertas prácticas lingüísticas pudieron concebirse como efectores de violencia, allí donde el marco proporcionado por la esfera pública disponía de un fondo garantista concomitante con la prosperidad de masas trabajadoras consumistas en sociedades de bienestar. Las mediaciones normativas y distributivas atenuaron en la postguerra la emergencia de violencias contestatarias. Menos evidente fue la inscripción del auge garantista y distributivo en las tramas biopolíticas cuyo devenir evolutivo las instaló de manera cada vez más privilegiada en las agendas políticas e intelectuales de izquierda. En los sistemas político sociales capitalistas, el engendramiento de desigualdad y gasto opresor son constitutivos, y la violencia contestataria es en principio ineludible. Las conguraciones biopolíticas modican radicalmente las
condiciones de emergencia de la violencia social. Si primero se desenvolvieron mediante la sublimación y la deriva del despliegue de las fuerzas antagonistas hacia la gestión de la vida, luego sumaron un acto maestro: la mediatización comunicacional-espectacular de la violencia existente allí donde –por originarse en el exterior o en los márgenes– no era sublimada por el orden biopolítico. La mediatización comunicacional instala los eventos violentos en un orden sensible biopsíquico desmaterializado. Los eventos violentos son asimilados como acontecimientos imaginarios, sin conexión con la inmediatez político social de los sujetos. Alejan el despliegue de los antagonismos violentos del marco experiencial de los sujetos y de ese modo los abstraen. La mediatización comunicacional opera de este modo sobre los eventos de violencia y los incorpora a la serie de los acontecimientos biopolíticos. La constitución de una subjetividad 259
La pregunta por lo acontecido
anestésica requiere un incremento de los estímulos aplicados a los nes de producir efectos sobre los receptores. En
ello reside el juego existente entre los actos de terrorismo y su absorción neutralizada por las redes telemáticas. Sin espectáculo telemático no habría terrorismo, y el terrorismo, tal como lo conocemos, no tendría lugar sin espectáculo telemático. Si por un lado parece irreversible la libre circulación de enunciados, por otra parte quedan establecidas así tanto las condiciones de posibilidad del terrorismo como de su exteriorización espectacular. Esto no ocurre contra la voluntad de los sujetos implicados, sino con su concierto, como sucede con todos los acontecimientos biopolíticos, en los que la agencia queda articulada con una función de nuevo tipo. Finalmente, los actores se convierten en sujetos demandantes de su derecho a formar parte de esas escenas, y el ejercicio de los derechos del sujeto emancipado se confunde con la participación ad libitum en el big brother disponible, convertido el drama entre la fruición escópica y el goce exhibitivo en el horizonte denitivo e irreductible de
la existencia contemporánea. Allí buena parte de la izquierda encuentra una forma nal de su naufragio, hacia el que
corre con entusiasmo.
II Las relaciones entre violencia y lenguaje encuentran una referencia privilegiada en la Lengua del Tercer Reich (Klemperer). La condición característica del mundo posterior al nazismo expone una paradoja: el nazismo debía ser suprimido, la sociedad alemana debía ser desnazicada.
El esfuerzo por hacer viable la existencia humana después del nazismo requería la formulación del nunca más. La naturaleza del nazismo imponía o su triunfo o su extinción. Categorialmente el nazismo debía ser sometido a una desaparición. Si bien estas circunstancias han de resultarnos indiscutibles en el terreno de las prácticas culturales y políticas, no nos parece que sean trasladables u homologables al plano del pensamiento. El nazismo, en tanto que disconti260
18. Izquierda, violencia y memoria (2007)
nuidad radical, ha de ser tratado en forma excluyente, pero en tanto que acontecimiento producido por este mundo y esta sociedad requiere ser comprendido en lo que concierne a su génesis. He aquí una paradoja de difícil trámite: en tanto conjunto de performativos criminales, su interdicción. En tanto acontecimiento histórico social, su comprensión. Comprensión en bastardilla, no referida a la dimensión empática del Verstehen , sino a su intelección como discontinuidad inscripta en la serie histórico social. Análisis cognitivo, pero ineludiblemente político. Contemplación de la historia, pero asimismo ferviente intervención para que no se repita, sea lo que fuere semejante dictum desmentido una y otra vez por la historia reciente. En el plano de la esfera pública, las instituciones y la conversación política, el nazismo está destinado a la marginación, la prohibición, la ilegitimidad. Debido a su carácter performativo, cualquier exposición a su régimen de enunciaciones implica la comisión de un crimen, un crimen que no es de opinión sino de acción lesiva hacia los destinatarios victimizados por el racismo nazi. Acción lesiva que no se debe a la apología del crimen, sino a la morticación moral
que se ocasiona a los sobrevivientes de una categoría cuyo exterminio fue decretado por la solución nal. La denición de “morticación moral” suscita de inmediato un equívoco:
el de que se trataría de un asunto meramente enunciativo sobre el Otro. Pero lo que se recuerda con esta morticación
es que el exterminio fue posible sin que el mundo interviniera, que las condiciones para que ello vuelva a suceder podrían repetirse, y que esa repetición podría verse facilitada si se abrieran las compuertas del consentimiento o la indiferencia a que se persiguiera a un grupo en particular. Es por ello que siempre que se producen manifestaciones pú blicas de racismo nazi, efectivamente acontecen agresiones reales contra los destinatarios categoriales de la agresión. Lo singular de estos sucesos no es su exclusividad, sino su carácter paradigmático, en cuanto ejemplar para su extensión a otras categorías identitarias. El modelo constituye
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La pregunta por lo acontecido
modalidades, procedimientos y expectativas que se aplican a todos los demás perseguidos y exterminados cuya presunta –y absurda– exclusión algunos suelen protestar con mala fe o ignorancia cada vez que se expone el problema de la singularidad de la solución nal.
Si no ha sido aun cuestionada la prohibición del uso pú blico de las representaciones simbólicas del racismo nazi en las instituciones políticas, en cambio ha resultado discutible en la práctica la extensión de esas interdicciones a la negación del holocausto. El postnazismo ha logrado –aunque en forma limitada– incluir el revisionismo y el negacionismo del holocausto en la serie de los debates historiográcos. La
interdicción del negacionismo, vigente en algunos países, encuentra en otros, si no su completo rechazo acompañado de la adhesión al enunciado criminal, al menos la admisión de que en lugar de tratarse de un performativo criminal, constituye en cambio una cuestión de libre pensamiento e indagación historiográca. Allí se ha producido una brecha
en el consenso sobre la protección de los destinatarios de la agresión criminal performativa. Luego, desde fecha reciente se nos ha caído sobre la ca beza una inesperada consecuencia de esta serie de operaciones sobre el sentido: el sistema de distinciones excluyentes al que se hizo acreedor el nazismo comienza a ser aplicado a otras categorías histórico sociales… En cuyo caso, otras categorías histórico sociales habrán de hacerse acreedoras al tratamiento destinado al nazismo. Un tratamiento que implica la exclusión del campo de la política y de la guerra, ambos pertenecientes con sus claroscuros al orden de la humanidad. Tratándose del nazismo, no hay política que se le asimile, ni tampoco guerra, sino solo exterminio y crimen contra la humanidad. Cuando se trate de un conicto
político o militar en el que uno de los contendientes pueda ser categorizado de la manera antedicha, no asistiremos a un conicto susceptible de resolverse por la paz, la nego ciación, el acuerdo, el diálogo, la victoria o la derrota: solo 262
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permanece concebible el tratamiento del contendiente como criminal, y el castigo penal como la única salida honrosa para la humanidad. El núcleo duro del nuevo antisemitismo radica en esta operación categorial. El Otro es nazi. El Otro no es un interlocutor. El Otro sólo puede ser relegado al orden penal del castigo, la deslegitimación político militar y cultural, la exclusión del orden del lenguaje, el escándalo. El Otro es otro porque se exime de respetar un orden normativo, una institución jurídica. El otro sólo es pasible de castigo, arrepentimiento o reforma. El otro no es un contendiente político o militar, es decir, el otro no es un par en la diferencia ni un igual a través de las diferencias que nos separan de él. El otro es un criminal. Con el delincuente, con el criminal, no establecemos una conversación acerca de sus móviles. Lo denimos como criminal en tanto no admitimos sus mó viles como posibilidad de una acción susceptible de ser incorporada al orden de nuestras expectativas. No aceptamos convivir con esos actos, ni siquiera en forma conictiva o por oposición. Muchos de los actos tipicados por el código
penal carecen de esa claridad categorial en la medida en que la criminología crítica ha demostrado que tales acciones no pertenecen a una otredad, sino que la otredad les es conferida por un sistema normalizador de control social que selecciona determinados comportamientos en el marco de las relaciones de poder vigentes en una sociedad y una época determinadas. Algunos de esos actos, en cambio, permanecen en un círculo acotado, como sucede con el propio nazismo, con la pedolia o la violación.
Habrá que recordar aquí que el racismo nazi fue fundante en la conguración de estos regímenes categoriales, para lo cual no hizo sino perfeccionar y modicar formulaciones
que los sistemas penales y normativos ya habían creado en la modernidad. El nazismo los desarrolló hasta consecuencias que resultaron inesperadas y radicales, y que después
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de su advenimiento estuvieron disponibles para quien quisiera inspirarse en ellas. III Un rasgo de la postdictadura reside en el olvido de algunas distinciones requeridas por el análisis de los acontecimientos de la violencia y del horror. El espacio simbólico en el que se desenvuelve con cierta familiaridad la clase media, espacio hegemónicamente ocupado por el consumo y la mediatización, impone la creencia de que se mantienen condiciones adecuadas para el libre pensamiento, que entonces se podría ejercer sin restricciones para discutir acerca de la izquierda. Cualquiera podría entonces ser un participante en esa conversación. En su versión más extrema se nos presenta la intervención de exterminadores de la dictadura y sus cómplices confrontados con sobrevivientes del exterminio y defensores de los derechos humanos. El negacionismo o revisionismo de las atrocidades de la dictadura podrían ser, así, objeto de un debate sometido a las reglas de la racionalidad cognitiva. Con astucia, los perpetradores se benecian de la racionalidad cognitiva, ajena a
la imposición de reglas externas al intercambio intrínseco de los argumentos. Lo que se olvida en este sentido es que la racionalidad cognitiva se sustenta sobre condiciones sociopolíticas apropiadas, que dan lugar a las condiciones de posibilidad de una conversación. Es por ello que se rechaza la tortura, no tanto porque ocasione dolor, sino porque destituye al sujeto cognitivo y le hace decir algo que no diría en otras condiciones. También la tortura nos exhibe una valencia polar de un gradiente que comprende las garantías disponibles en un contexto sociopolítico que favorezca el libre pensamiento. Sin perjuicio de que el libre pensamiento puede ser ejercido –en forma heroica y por lo tanto excepcional– por individuos que arriesguen su libertad y su vida en condiciones adversas. Un ejemplo de ejercicio arriesgado del libre pensamiento es el encarnado por la carta que Oscar del Barco dirigió a la revista La Intemperie. La repercusión 264
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que tuvo esa carta, “No matarás”, indicó la afección de una bra sensible que no estaba a la orden del día en forma
explícita: las reacciones que la carta produjo evidenciaron palabras que esperaban una oportunidad. En apariencia, resulta fácil pasar por alto el carácter problemático de la violencia de los setenta, dado que cualquier discusión de izquierda habrá de asumir –de un modo u otro– el contexto traumático que inevitablemente albergará a esa discusión. La condición traumática, evidente y conocida, parece eximir de la necesidad de una reexión especíca sobre las
condiciones en que se desenvuelve el debate. Por denegatorias o sintomáticas que se maniesten algunas posiciones,
no podrán obviar la propia implicación, ya sea porque sus exponentes participaron como militantes en la violencia político militar, o porque no lo hicieron en las las de las or ganizaciones, sino en la militancia de la izquierda política, interlocutora de aquellas, cuando no víctima directa de la represión. No es sorprendente que un debate semejante sea poco hospitalario para aquellos que no vienen del campo de la izquierda ni se asumen dentro de él, dado que haber estado comprometido políticamente en el pasado compromete también al ponente en la actualidad a un debate sobre la propia responsabilidad respecto de lo acontecido. Quien siempre se mantuvo afuera de todo ello e interviene ahora como si se estuviera discutiendo sobre la batalla de las Termópilas, y cuando no es afectuosamente recibido en la conversación invoca el derecho a la libre conversación en la polis, lo hace con la mala fe de quien niega la vigencia de los antagonismos estructurantes de la injusticia. Las condiciones sociales antagonistas que dan lugar a la injusticia son la última ratio de la izquierda, y constituyen una premisa que la carta de del Barco no abandona, como no lo hace la mayoría de quienes han participado de los intercambios epistolares más notorios. Es un debate implicado política y éticamente. No es acerca de una confesión frente a la ley, ni aguarda ninguna resolución tribunalicia, al menos en cuanto al corazón de los argumentos intercambiados, si no 265
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a las eventuales consecuencias que podrían desencadenarse o propiciarse. Quien alega haber tenido siempre a su alcance la claridad superadora de las miserias de las izquierdas podrá opinar y escribir lo que quiera sin el desgarramiento ocasionado por las propias responsabilidades, pero por ello mismo no iluminará con sus quejas un debate atravesado por implicaciones trágicas. No es que el ejercicio de la racionalidad cognitiva sea insuciente por sí solo para intervenir
en el debate: resultan estériles las especulaciones que ignoran las condiciones histórico sociales y políticas en que se desenvuelve una conversación desesperada. IV Nos preguntamos por el contexto y las condiciones necesarias para articular con lo antedicho el análisis especíco
de la violencia de los setenta, en el entendimiento de que el debate forma parte inescindible de una reexión acerca
de la violencia política en la Argentina actual. Digamos antes que nada que si en los setenta era muy difícil poner en tela de juicio la violencia, y oponerle argumentos pacistas,
dada la atmósfera de unanimidad aparente que desestima ba otras alternativas, en la actualidad ocurre algo similar en forma invertida: una atmósfera de unanimidad aparente desestima cualquier recurso a la violencia, y atribuye a la institucionalidad democrática un pacismo que, antes que
una conquista lograda mediante un proceso político, resulta una de las consecuencias más notables del trauma ocasionado por el horror exterminador. La consideración acerca de los setenta es sometida al prisma de la unanimidad actual sin registro de la densidad y la complejidad que darían lugar a una conversación mucho más cautelosa. El sujeto de la violencia político militar de los setenta –de por sí heterogéneo y cambiante– fue sometido a los horrores de la tortura, la cárcel, el asesinato, la desaparición y la sustracción de los niños. ¿Puede considerarse sensatamente en la posibilidad de hacer algo más que interrogarse por la propia responsa bilidad? ¿Es posible interrogar –juzgar– a los sobrevivientes 266
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de los acontecimientos del horror sin preguntarse a la vez por las condiciones en que ello podría hacerse? ¿Formularse estas preguntas y exponer planteos críticos implica guardar silencio frente a los relatos convencionales sobre héroes, mitos y traiciones? ¿Necesitamos algo más que reexionar,
elaborar y comprender? ¿Podemos hacer algo más que eso? Los perpetradores argentinos, en lugar de considerar a sus oponentes guerrilleros como antagonistas político militares, los categorizaron como Otros a ser exterminados. El problema comienza cuando se trata de evaluar anamnética e historiográcamente la condición categorial de aquellos
antagonistas político militares en términos de una crítica de izquierda. En primer lugar se verica una circunstancia
ubicua en los modos culturales argentinos de considerar el pasado: no hay acuerdo sobre la denición de los aconteci mientos mismos. Los símbolos y representaciones se reproducen como índices que no remiten a un corpus establecido. Circulan enunciados polémicos acerca de los acontecimientos más remotos como si fueran actuales y estuvieran en curso. En el caso de las organizaciones político militares revolucionarias que culminaron en los setenta se discute si la lucha armada que tuvo lugar durante años puede o no denirse como una guerra. Un acontecimiento dotado de
la contundencia que caracteriza a la guerra se convierte en objeto de un juicio estético fundamentado en frases hechas y prejuicios. Sin embargo, no es la calidad de los argumentos lo que importa, sino la disposición a juzgar un acontecer histórico como si fuera una obra, de la cual se puede decir: no expresa lo que pretende, y entonces someterla a la indiferencia o el desdén. A esta dicultad concurren las profundas
transformaciones –vinculadas a los devenires biopolíticos– que atravesaron la experiencia de la guerra desde hace más de cien años. En ese marco resulta de intrincada asimilación la distinción de guerras populares prolongadas o insurreccionales en una época tan ajena a semejante posibilidad como la posterior al mayo del 68, los viajes espaciales, la crisis del petróleo o el advenimiento de la revolución informá-
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tica. La lucha armada argentina estuvo situada en el umbral de una época para la cual ya no era inteligible el método, ni siquiera tampoco los nes a los que se destinaba. En suma, se verica un doble conjunto de razones subyacentes a la
actual incomprensión de la lucha armada de los setenta. En primer lugar, las mencionadas, en relación con un cambio de época que hacía visible la mutación en las condiciones de posibilidad de aquello que se denominaba revolución. No obstante, sería injusto y cognitivamente inicuo dejar de lado las determinaciones históricas, advenidas desde la Revolución Libertadora, que dieron lugar a una lucha violenta de resistencia contra las modalidades criminales de la dominación capitalista en la Argentina. Permitir primero una transformación radical en las formas de vida de las masas para después pretender anular todos los logros sociales de millones de personas dene en resumen el comportamiento de las clases dominantes argentinas durante cincuenta años. No hay racionalidad histórico social a la que se pueda reducir semejante comportamiento, inexplicable sin el recurso a teorías que den cuenta de las determinaciones tanáticas que movilizaron a un colectivo social criminal durante años. Son esos comportamientos los que conguraron
las condiciones de posibilidad de la guerra revolucionaria y la violencia insurreccional en la Argentina. La problemática de la memoria no se reduce en modo alguno al exterminio de la dictadura, sino al registro signicativo de la larga
historia de la represión que va desde la masacre –llamada piadosamente “bombardeo”– de la Plaza de Mayo, pasa por la Noche de los Bastones Largos y culmina en el racismo/ clasismo antipiquetero de nuestros días. Saga de nuestro capitalismo heteromoderno, que destina a gran parte de una población escasa, en un extenso territorio vacío, a la miseria y a la humillación sin destino ni n razonable alguno si quiera para las propias clases dominantes, beneciarias de
rentas extravagantemente desproporcionadas en magnitud, pero orientadas en perspectiva al suicidio histórico social del colectivo argentino. 268
18. Izquierda, violencia y memoria (2007)
La segunda determinación reere a las consecuencias del
exterminio de la dictadura, cuya secuela traumática ha dado lugar a condiciones de indecibilidad e irrepresentabilidad de la experiencia de la violencia. Las organizaciones político militares tenían como meta realizar una revolución social mediada por la lucha armada. La totalidad de las acciones que llevaban a cabo estaban destinadas a la esfera pública. El objetivo de los actos armados no concluía en la acción misma, sino que pretendía ejercer la “propaganda arma-
da”, difundir el método a los nes de ampliar el número de
adherentes. Dicha práctica, para tener éxito, requería como condición todo lo contrario del terrorismo: el conjunto de la población no debía sentirse amenazado por las acciones de las organizaciones. Y efectivamente así sucedió: la atmósfera que se produjo en la Argentina de los setenta era la de una guerra civil entre grupos antagonistas que afectaron las estrategias de las organizaciones, cuyas acciones, además de los propios errores y desvíos foquistas y militaristas, queda ban sumidas en un fárrago de acontecimientos brutales que fueron contemplados de manera pasiva por el conjunto de la sociedad. Pasiva, porque no se vericaron movimientos importantes de protesta pacista o contraria a la represión
ni a la lucha armada de las organizaciones. Los militantes político militares ocultaban sus identidades personales en la clandestinidad, pero publicaban todos sus actos mediante fuentes propias. En tanto que la “triple a” adoptó comportamientos similares, propios de una guerra civil con nes políticos (no obstante lo espurios y crimina les que podamos considerar esos comportamientos debido a la forma atroz en que fueron emprendidos), la dictadura del 76 se comportó de un modo simétricamente inverso: se sabía quiénes eran los responsables de lo que ocurría, pero no qué era lo que ocurría. Los actores eran públicos, pero las acciones clandestinas. Los efectos de lo que podría llamarse una propaganda represiva se ejercían en forma indirecta, y lo que se procuraba era sumir al conjunto de la población en un estado de terror. 269
La pregunta por lo acontecido
Estas circunstancias imponen obstáculos formidables a las tareas de la historia y la memoria. El valor de los documentos, los testimonios o la prensa de la época requieren un severo escrutinio de improbable resolución a través de las metodologías usuales. El análisis hermenéutico y político ideológico de los materiales consultados resulta de tal relevancia como para determinar cualquier emprendimiento historiográco, comprometido además con los debates so ciopolíticos actuales de manera ineludible. Las distinciones acerca de la valoración de los acontecimientos de la violencia, la sucesión entre la guerra acontecida hasta 1976 y el exterminio que tuvo lugar desde marzo de 1976, sin perjuicio de los antecedentes proporcionados por las actuaciones de la “triple a”, tienen una actualidad que no requiere ninguna insistencia: la historia reciente pertenece a la agenda política, cultural y mediática del presente. Una visión de izquierda sería aquella comprometida antes con los antagonismos que estructuran las condiciones de la injusticia que con las modalidades institucionales que resulten de esa inquietud. En condiciones siempre difíciles, el pensamiento crítico de izquierda no dependerá de los poderes del estado, ya sean legislativos, judiciales o ejecutivos, sino de la suerte y el destino de los oprimidos, cualesquiera que sean las tribulaciones que la inquietud por la responsabilidad ocasione a las izquierdas. En un mundo en que lenguajes y sujetos cambian incesantemente, lo invariable del ser de la izquierda es que se pregunta por la justicia, como lo ha hecho desde que se tenga memoria.
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19. FÚTBOL 78, VIDA CO TIDIANA Y DI CTADU RA (2008)
En la condición del pasado reside una forma decisiva de lo ineluctable. En el deseo de redención reside la débil chispa cuyo brillo es la única oposición concebible a lo irreversible del suceso. El pasado contiene lo que no debió haber sucedido , o si no, la insuciencia de lo sucedido. En el pasado reside
el reino de la insatisfacción, cuando no el de lo irreparable. Entre la pérdida radical de lo que no debió haber sucedido y la miseria del acontecimiento se tiende la presencia de la memoria. Dar cuenta de la memoria en relación a lo no redimido es una tarea del presente. Es ahora cuando lo que pensemos o digamos del pasado habrá de congurar
un sentido susceptible de aspirar a una realidad. El “cómo debería haber ocurrido” es tan estéril normativamente como ilusoria la fantasía del “cómo debería ocurrir”. En el imaginario colectivo contemporáneo hay un deseo a lo “Jurassic Park” de controlar el pasado, modelarlo, modicarlo. El
discurso de la memoria no es inmune a ese imaginario. Estas primeras palabras no tienen otro objeto que introducir una reexión sobre lo que hoy podemos pensar y
decir acerca de un pasado como el del Mundial del 78, en un marco denido por la amplia problematización a la que son
sometidas las conmemoraciones vinculadas con la memoria. En la medida en que la institucionalización, inscripción jurídica e industrialización cultural de la conmemoración anamnética se fueron aanzando y generalizando, se fue
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La pregunta por lo acontecido
perlando una tendencia a una crisis de legitimación de la
problemática político cultural de la memoria. Entre nosotros un hito signicativo para el señalamiento del inicio de
esa crisis fue la fundación del museo de la ESMA en el año 2004, cuando un suceso instituyente de semejante importancia fue puesto en tela de juicio por una parte del campo cultural y político del progresismo de aquel entonces. Cualesquiera que sean las contingencias que atraviesen las políticas de la memoria, indicar los problemas que atañen a las deslegitimaciones que las afectan no tiene otro objeto en exposiciones como la presente que discutir las tareas conceptuales y políticas necesarias para fundar y refundar el orden de la memoria. El Mundial del 78 fue un gran acontecimiento inmanente a las existencias anónimas de nuestra contemporaneidad, y al mismo tiempo un evento inquirido por los idealismos morales de lo que debería haber ocurrido. Es la irrevocable injusticia hacia los sujetos reales de la historia aquello que naufraga cuando se los somete al juicio implacable de una mirada sin espesor ni empatía por los vencidos. El horror se interpone con la empatía hacia los vencidos, la máxima blandura del corazón admite sólo la percepción y descripción de los grises, tal como Primo Levi ha narrado y explicado con su modo insuperable. Percibir y describir los grises supone a la vez remitir al mal, al horror, al heroísmo, a la bondad, al abandono de sí y al sacricio del otro; todo ello
sin otros parámetros que aquellos que en las experiencias límite se constituyen como objeto del testimonio. Si hay algo que aprender, es a pesar de todo ello. No se obtienen lecciones del horror. El horror no es pedagógico, ni tiene nada que enseñar, en tanto que eso mismo es lo que pretende. Es a veces un testigo-sobreviviente quien puede decirnos algo que nos haga pensar a la vez en la inviabilidad y en la continuidad del mundo. No importa aquí más que recordar algo dicho y repetido con frecuencia. Las historias del Mal y de los héroes, singulares y escasas en número, bordean la inmensa, inconmensurable multitud que habita los grises. 272
19. Fútbol 78, vida cotidiana y dictadura (2008)
Es en esa multitud donde, sin poder explicar hasta las últimas consecuencias los detalles, sabemos que residen las claves del horror. El horror encuentra sus condiciones de posibilidad en las multitudes. Sin el plan del terrorismo de estado, solución nal o totalitarismo efectivos no hay ex terminio. Pero tampoco es posible llegar a las situaciones límite sin las multitudes que acompañan, consienten o son demasiado débiles para resistir u oponerse. Se trata de la supervivencia. Ante el horror, el único relato de pureza se inicia en la muerte del sujeto. La pureza reside allí donde se nos exime del testimonio. Si hay testimonio es porque hay un sobreviviente que lo porta consigo, y la supervivencia concierne a la graduación de la vida y sus oscilaciones. No hay en todo ello exención alguna de responsabilidad, ni borramiento de las graduaciones de la responsabilidad. Al contrario, solo es posible delimitar las responsabilidades si se registran las innitas graduaciones del árbol de la vida,
sus restricciones y propensiones. Por sobre todo, cuando la mirada se posa sobre los grises en sus tonos menores, es cuanto más imperativo resulta saber lo que se piensa o dice en el transcurso del trabajo de la memoria. Calicar lo acontecido en su tiempo y contexto sin remisión al trabajo de la memoria, clausura la valoración de los acontecimientos en lugar de someterlos a escrutinio, al contrario de lo que muchas veces se hace y dice. Cuando nos disponemos a considerar una cuestión tan inmersa en la vida cotidiana como el fútbol, habremos de disponernos a considerar la manera en que toda una sociedad participó de una época histórica en sus alcances más distantes y profundos, pero a la vez triviales y efímeros. Si la vida práctica de los sujetos reales se desenvuelve entre esos valles y esas montañas, los acontecimientos del horror, que paralizan la trama vital del colectivo social bajo su gélido manto, han de aparecérsenos allí donde tuvieron lugar, en la sede intersticial de los sucesos de la vida diaria. La memoria de lo indecidible aporta el tenor problemático que habilita una discusión crítica del presente. De no llevarse a 273
La pregunta por lo acontecido
cabo una tarea semejante, siempre a contrapelo, la memoria referirá a un pasado cristalizado y divorciado en sus lazos de sentido con la actualidad del devenir colectivo. El pasado crispado por el mal ejercerá sus inuencias fatales en tanto
se delimite como una negrura nítida y superada, en lugar de habitarse en el presente como una tarea de dilucidación apareada a la acción colectiva de cara al futuro. Dos posibles preguntas sobre el gran evento del 78. La primera se desgaja en varios enunciados interrogativos. ¿Cumplió el Mundial 78 para la dictadura el papel que la dictadura imaginó y enunció? ¿Sirvió a los efectos míticos, políticos y propagandísticos que la dictadura asignó al Mundial del 78? ¿Lo hizo más que muchos otros acontecimientos dispersos e intersticiales de la vida cotidiana de aquellos años, que ni siquiera nos son perceptibles o distinguibles? ¿No es lo emblemático del acontecimiento y lo que la dictadura pretendió hacer con él aquello que nos lo hace asociar en alguna medida con la dictadura? Porque hay que decir que aun está pendiente el análisis de la correlación entre aquellas acciones que la dictadura llevó a cabo, el sentido que les atribuyó y las consecuencias concretas que tuvieron lugar en el plano de lo real. ¿En qué sentido la dictadura consiguió practicar la represión del movimiento revolucionario setentista? ¿Qué condiciones sociales, políticas y económicas dejó el Proceso como saldo que lo sucediera? ¿Hay muchos aspectos del fútbol como práctica, como institución y como identidad que habrían de modicarse en la actualidad si sometiéramos a escrutinio la
relación entre el fútbol y la dictadura? Porque esto nos lleva a otra serie de interrogantes. ¿El Mundial hubiera sido muy distinto de haber tenido lugar en la postdictadura? Esta no es una pregunta tan fácil de formular por razones ajenas al fútbol. Es difícil –también– porque no tiene una respuesta colectivamente elaborada en otros aspectos de la vida en común, como sucede por ejemplo con los grandes medios de comunicación masivos. Un fútbol que no haya saldado sus relaciones con la dictadura ¿es por ello algo que en la ac274
19. Fútbol 78, vida cotidiana y dictadura (2008)
tualidad se podría postular como un factor de continuidad con la dictadura en algún aspecto de la experiencia social? 1 El abordaje del Mundial de fútbol como fenómeno imbricado en las tramas de la cotidianidad ha sido considerado por algunos desde perspectivas heterogéneas. La imbricación en la vida cotidiana es un fenómeno ubicuo y naturalizado por un lado, y por otro fetichizado en la medida en que lo concerniente al horror dictatorial es situado en una dimensión sustraída a la vivencia cotidiana. El ocultamiento de la perpetración plantea preguntas sobre las razones por las que el horror, la tortura, la desaparición no son objeto de exhibición. Hay que reconocer primero que las condiciones del par ocultamiento/exhibición son histórico sociales, y que en la época de la dictadura el potencial exhibitivo de las imágenes de la violencia planteaba diferencias con las modalidades actuales. Todo lo concerniente a la convivencia con la perpetración, aquello que se ocultaba, sale a la luz con el n de la dictadura, y ejerce inuencias a través de
operaciones metonímicas. El contacto con el horror emana y tiñe los cuerpos, comienza con el perpetrador y sigue en forma radial hacia otros planos sociales. Un análisis de Nicolás Casullo remite a la consideración del fútbol como una actividad relativamente neutral, en tanto que tal, respecto de una dictadura. Dice desde el exilio: “… también sabíamos que el 90% de ese pueblo tan lejos, que se alegraba con los resultados favorables y las embestidas de Kempes, no estaba en la tribuna, o frente al televisor, aprobando el genocidio de las fuerzas armadas, ni confundiendo los tiros libres de Pasarella con los diagramas de los grupos de tareas. Por supuesto tuvimos plena conciencia de la instrumentación que el Estado de Terror hacía de ese mundial, y de cierto periodismo deportivo que con nombre y apellido (no sólo José María Muñoz) sirvió directamente a la maquinaria de esa manipulación. Pero también sentíamos 1. Al respecto, véase mi trabajo “Lo destituyente. Progresiones y regresiones”. En Pensamiento de los connes , Nº 22, junio 2008.
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que el fútbol signicaba, desde la larga historia de los que
poblamos por años los tablones, una biografía de recuerdos –de citas en descampados, de secretos de infancias, de voces, palabras, lenguajes, de haberlo jugado hasta la extenuación de las tardes, de entrañable periodismo deportivo, y sueños de títulos mundiales que no fuesen solo de uruguayos y brasileños– que hacían también a esa identidad intransferible, futbolística, de lo humano argentino”. (Blaustein-Zubieta: 238) En las últimas líneas de la cita se entrama la red vital de la cotidianeidad, situada en cualquier experiencia social, por penosa que sea. En la experiencia directa y llana de quienes “pueblan los tablones” el Mundial de fútbol se coloca a una distancia máxima del horror, allí donde no cuentan las fotos de Ernestina de Noble con Videla celebrando. El establishment, diremos, no vive la experiencia del fútbol en forma neutral, porque no es pasible de la cotidianeidad llana y gris, plana y trivial, en la que están sumergidas las mayorías, que reproducen su existencia, viajan por la ciudad, estudian y trabajan. Casullo prosigue: “Aquellos que nunca pudieron aceptar que la vida del ‘proletariado’
estaba también hecha, en su miseria social, de cultura festiva: un casamiento, una bailanta, un bautismo, un largo
truco con ginebra, una cinta recibida del ‘tirano prófugo’
terminada con sidra Real”. (Blaustein-Zubieta: 240) Miseria y esta se alternan en la experiencia vivencial real. No es
tan luego el fútbol la situación en la que más está presente lo dictatorial, por otra parte ubicuo, incluido el fútbol. En este aspecto se pone en tensión la distinción del Mundial de fútbol como una cuestión privilegiada respecto de otras cualesquiera que formaran parte de la vida cotidiana. ¿Una esta de casamiento? ¿La institución civil del casamiento en
la dictadura? Una experiencia indudablemente teñida por el transcurso dictatorial genocida, pero difícilmente conducente a un debate vinculado a culpas y responsabilidades, o inquisiciones relacionadas con las instituciones implicadas, tales como la familiar o el Registro Civil de la dictadura. En estos planos es cuando la inmanencia de la cotidianidad en 276
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la dictadura, lejos de exculpar a la multitud, ni de inculparla, comienza a hacer visible la agobiante sucesión de grises indecidibles que pueblan nuestra memoria colectiva. Casullo: “Pero además, pensé, no sólo el Mundial, sino todo lo que seguía transcurriendo en la Argentina, transcurría: a pesar de los torturados, asesinados y desaparecidos. Transcurrían las redacciones con periodistas que llenaban páginas, el Teatro San Martín con obras y actores renombrados, los suplementos culturales, los estudiantes en la universidad, los partidos de la AFA, los cines llenos. Algo que muy en el fondo morticaba el alma del exiliado: que la vida, allá en la
tierra de uno, transcurriese, siguiese transcurriendo, inmersa en el Mal de la historia. Muchos, entre ellos yo, creíamos sin embargo que estaba bien que así fuese: que la sociedad nunca es, afortunadamente, un intelectual de izquierda y sus bibliografías. Es sobre todo una sobrevivencia insobornable durante las noches de mierda que propone la historia. Que Luque, Ardiles y el propio Menoi, como el periodista
trabajando y el actor del San Martín y el estudiante rindiendo materias, eran la Argentina real, porque la historia no se interrumpe ni se suspende, ni entra en ningún paréntesis, y recién terminando los tiempos aciagos existe la posibilidad de repensarla”. (Blaustein-Zubieta: 240) Sin embargo, estas líneas escritas a propósito del fútbol no son planteadas por su autor para ninguna otra circunstancia, y es esto lo que nos debe llamar la atención, no que señale una absolución del fútbol, sino que el fútbol y su Mundial remiten a unas tramas corrientes, transcursos, días y tareas que no son formuladas en estos términos para otros acontecimientos (inmersos en el “Mal de la historia”). Lo que nos señala esta clave es que el uso del fútbol por parte de la dictadura exhibe una relativa independencia de la experiencia viviente del colectivo social. Entonces, cuando vemos las imágenes de los perpetradores festejando, con todo lo problemáticas que son, deben recordarnos que el fútbol es el único marco experiencial en la Argentina, en el que ciertos fenómenos de sociabilidad, tregua y neutralidad tienen lugar. En la 277
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Argentina se podría representar esta condición mediante una caricatura: el verdugo podría intercambiar expresiones futboleras en el patíbulo con su víctima sin que se modicara la hórrida asimetría que los diferencia. ¿Es ello así?
En esta momentánea apariencia de comunidad se instala uno de los interrogantes más radicales sobre la subjetividad colectiva argentina. Quien no cultiva el gusto por el fútbol se queda sin conversación posible con el desconocido, con el extraño, incluso con el enemigo durante el cese del fuego. ¿Nos ha de llevar esta observación a contemporizar con el fútbol como un gran analizador del lazo social argentino? ¿O nos hará precisamente recelar de la consistencia del lazo social que el fútbol pone bajo la caución de una apariencia? La genealogía del fútbol remitiría al reverso de la condición de lo destituyente.2 Se trata efectivamente, entonces, de considerar el Mundial del 78 como un analizador, no de la dictadura ni de la opresión experimentada, sino como un acontecimiento que es utilizable en tanto dispositivo analizador de los relatos sobre la dictadura. No se trataría, insistamos, de que el relato sobre el mundial tenga un carácter absolutorio sobre las multitudes, sino que nos permita en cambio establecer un plano analítico comparativo con el conjunto de la gris red inmanente de la vida cotidiana, que es, nalmente,
aquella que por no ser susceptible de nítida condena, al estar constituida por un continuum de graduaciones, queda entonces, sí, absuelta en forma generalizada. La principal consecuencia de todo ello es que la condena moral y política, incluso jurídica, se cierne solo sobre los perpetradores, en tanto que a su alrededor se generaliza la absolución. La actual crisis de legitimación de las memorias del horror e incluso del estatuto implícito de los derechos humanos en la Argentina encuentra su clave en estas dislocaciones categoriales e insuciencias disponibles sobre los relatos acerca
de la dictadura y sus horrores.
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La obra de Fogwill, En otro orden de cosas , es un texto iluminador para orientar los interrogantes aquí sugeridos. Estructurado en capítulos fechados entre 1971 y 1982, procede como un registro experiencial de un sujeto que atraviesa esos años mutando de maneras ¿adaptativas? Comienza como un militante revolucionario, pero en la dictadura se convierte en un empleado crecientemente involucrado en políticas de gestión de la ciudad y la cultura. El pasaje desde el sujeto revolucionario hasta el sujeto adaptado a la dictadura, comprometido con la construcción de las autopistas de Cacciatore, tiene lugar “sin atributos”. No hay dramaticidad en ese pasaje, como no la hay tampoco en la mayor parte de las experiencias transcurridas. Probablemente las únicas experiencias que comprometen el acontecer del sujeto protagónico sean el sexo y el consumo, es decir, el deseo en su forma inmanente en la gris cotidianidad. Un plexo de ujos libidinales autónomos que alternan un transcurrir sin signicación ni mayor consecuencia que la aportada
por la posibilidad de habitar una poética de la desolación. El acontecer transcurre sin melancolía ni tristeza, sino más bien con un fulgor traslúcido, consciente, sin esperanzas ni recelos. En este relato no hay lugar para la experiencia del sobreviviente ni para el testimonio. Resulta mucho más llamativa la trivialidad con que es presentada la militancia revolucionaria o la construcción de autopistas (ambas en un contrapunto que periodiza el devenir vital del protagonista sin relieve ni pathos) que la distancia con que el protagonista relata su relación con el Mundial. Lo notable de la narración es que se expone la ajenidad del protagonista frente al fútbol. Esa ajenidad no se maniesta solo como desolada
exterioridad existencial frente a los acontecimientos sino como desinterés consciente del sujeto. No se nos relata la saga de alguien que participa o nge participar de la esta
del fútbol, a la vez que no cree en ella ni establece una distancia hostil o indiferente, sino el ejercicio de un frío desdén que no participa de ningún modo de la experiencia. Allí hay algo que llama la atención: podríamos conjeturar que si la 279
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implicación “sin atributos” fue posible para el protagonista en la militancia revolucionaria o en la construcción de las autopistas, ¿por qué no lo fue también en el Mundial de fútbol? En ese contraste es donde el relato de Fogwill resulta funcional a nuestros interrogantes. La relación con el Mundial de fútbol plantea un registro diferente a otras experiencias connotadas en forma pletórica por sus signicaciones políticas, ya sea la violencia militante de los 70
o el conformismo tecnocrático de la dictadura. En el relato de Fogwill, el fútbol es otra cosa, algo que se puede ver en otro plano y con otra distancia. A la postre, desde el punto de vista de un dispositivo analizador , tanto Casullo como Fogwill nos permiten escindir, aunque de maneras distintas e incluso opuestas, al Mundial 78 de las tramas signicantes
de la dictadura, para inscribirlo en el núcleo que nos habilita para construir las condiciones analíticas de la vida cotidiana de aquellos años, en el marco de la amplia diversidad de los matices que alternan entre el horror y la insignicancia.
Ambos relatos nos remiten a una relativa neutralidad valorativa en el abordaje de la conmemoración del Mundial 78 en cuanto a sus inscripciones contemporáneas y sus relevos testimoniales. Otra cosa es considerar las especulaciones y descripciones concernientes tanto a los exterminadores como a aquellos que en esos años aun se autodescribían como antagonistas en la lucha armada (contra la dictadura –¿?–). En el transcurso de aquel año ya se vericaba el divor cio desgarrador entre las víctimas del horror, la experiencia de la derrota y la continuación de ciertas acciones militantes que denegaban lo acontecido. En las tramas de esos sucesos, relativamente ajenos a las experiencias colectivas concomitantes, el despliegue de lo relacionado con el Mundial 78 asumía rasgos muy diferentes, ya no implicados con la gris continuidad microhistórica de la cotidianidad, sino con la inscripción épica de los sujetos de la gran historia. El horror exterminador cuenta entre sus víctimas a esos relatos de la gran historia, convertida en ruinas por el exterminio, aun antes de ser relatada. No obstante, esas ruinas de la gran 280
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historia aun nos muestran sus estertores agónicos, mientras refrendan en otras instancias el entramado binario de un conicto bélico allí donde ningún rastro quedaba de se mejante evento concluido en el transcurso de 1975 por la derrota y nalizado trágicamente por el horror desplegado
por el proceso. Lo cierto es que cada nuevo mundial de fútbol, sus espectacularidades televisivas y presenciales, sus violencias juliganescas y las largas conversaciones gregarias que circundan y alimentan todo ello no nos recuerdan necesariamente al horror dictatorial. Como con pocas cosas sucede, cada vez que se nos presenta el fútbol en la vida cotidiana, nada del horror de la dictadura impregna su recuerdo, ni implica ninguna complicidad con los juegos de aquel año, ni siquiera una especial huella del inmenso trauma que aquellos años nos dejaron. En cambio, volvamos al papel incisivo del texto de Fogwill, y consideremos una imagen ubicua debida a la insistencia icónica del noticiero de las 24 horas de TN, canal nacional de cable, líder del poder mediático destituyente de nuestros últimos años argentinos. Transmitido desde su estudio vidriado con vista a la ciudad, ese noticiero, visto en todo el país a toda hora y en forma continua, presenta un emblema mudo e implícito: las autopistas de Cacciatore como horizonte inmanente del paisaje urbano, como símbolo nacional expuesto en forma de monumento viviente del pasado en el presente gris y sin atributos de la actualidad tan difícil y desgarrada de nuestra Argentina. Vemos una y otra vez el incesante movimiento de los vehículos que deslan velozmente por el fondo de ese escenario. Es así
como se representa en forma decisiva la hegemonía de los discursos actual y realmente circulantes, allí donde habita, tan imperceptible como ostensiblemente, el horror, de un modo que ningún partido de fútbol podría evocar.
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Apéndice
Hemos considerado oportuno citar en forma extensa, la práctica totalidad de los pasajes dedicados por Fogwill al Mundial 78 en su obra En otro orden de cosas . Pág. 105. “Por esos días, … prácticamente todos, … estaban excitados con los partidos por el trofeo mundial de fútbol. Se interrumpían reuniones y sesiones de trabajo para que la gente asistiese a las transmisiones de televisión o a los mismos partidos que se jugaban a pocos minutos de allí. Una tarde se suspendió el trabajo y decretaron feriado. Nadie hablaba de otra cosa. ”Él miraba las pantallas y no conseguía entusiasmarse. Llegó a conocer el nombre de los principales jugadores y a reconocerlos por su aspecto o por los rasgos de sus caras, pero miraba la pantalla y [pág. 106] pensaba en el trabajo pendiente, calculaba el tiempo perdido y se preguntaba cómo sería la vida de los que se mostraban más interesados en el tema. ”Al parecer, los más insignicantes y prescindibles del
personal exageraban su pasión –expectación, concentración, expresiones de triunfo o de ira– como una forma de revancha contra la grisura de sus vidas. Gritaban ‘¡Gol!’ o ‘¡No!’,
emitían órdenes o avisos a las imágenes de los jugadores y alentaban al equipo televisado, compartiendo con sus jefes y superiores esos instantes de igualdad que el episodio colectivo había venido a concederles. ”Él no toleraba más de unos minutos frente al televisor. Su único alivio era imaginar que era uno de los jugadores que la cámara perseguía y que tenía la misma destreza y el mismo brío que mostraban sus carreras, piques y pases de pelota. ”Pero siempre la escena se demoraba, la cámara enfoca ba zonas inactivas del campo, la voz del locutor introducía comentarios gratuitos y frases hechas y llegaba un momento en el que estar allí se volvía insoportable. 282
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”Entonces se apartaba y salía a caminar por las playas de maniobra y los baldíos del puerto, marchando a paso vivo y conteniendo el aliento como si tambiél él fuese un jugador. ”El puerto estaba prácticamente paralizado. En las parrillas había grupos pendientes de la pantalla de un pequeño televisor portátil, pero la mayoría de la gente debía estar mirando lo mismo desde sus casas o a bordo de los barcos que tenían antenas. ”Por momentos, llegaba un eco desde la ciudad: pasaba un ómnibus cargado de hombres que coreaban las sílabas ‘Ar-gen-tina, Ar-gen-tina’, y él trataba de acompasar su
marcha con ese ruido y, por instantes, sentía una vibración de fondo y recordaba el retumbar. [Pág. 107] ”Pero era un ruido discontinuo. Ni siquiera nombraban un país, las voces. ”‘Argentina’ era en ese momento un equipo de once ju gadores y un rato después volvería a ser otra cosa. O muchas cosas: una distinta dentro de cada cabeza. Para alguien sería un recuerdo, para otro la esperanza de un suceso que le trajera, por n, algo deseado durante mucho tiempo. Para
aquellos que habían quedado en la torre pendientes de la pantalla del televisor en el piso de los jefes, ‘Ar-gen-tina’ sig nicaría cada uno de los doce puntos de encuentro en que
dividían el año: el calendario de distribución de las planillas de pago”. Alabarces (2002) especica los problemas relaciona dos con la postmemoria y el abordaje conjetural de estas cuestiones.
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20. NOTAS SO BRE A NAM NES IS ARGENTINAS Y SOLUC IÓN FINAL (2009)
El carácter uido y elusivo propio de los eventos históricos, en cuanto a la dicultad intrínseca que concierne a los
relatos sobre el pasado y a sus memorias, se ve acrecentado y sobredeterminado cuando de lo que se trata es de la cuestión del exterminio. Se convocan entonces indagaciones que atraviesan las dimensiones más sensibles del problema, más allá de las problemáticas del registro (archivo) o la reconstrucción del pasado (historia), las representaciones (memoria colectiva) o las rememoraciones (memoria anamnética). Un problema acuciante en relación con el exterminio es el de la vigencia presente del conicto, los diferendos, o aún
más directamente, las causas que lo ocasionaron.
I El modo en que estamos involucrados subjetivamente con el exterminio no reside (solamente) en su proximidad histórica, ni en que tengamos (solamente) una proximidad biográca, genealógica o lial con los sucesos que se relacionan con aquél. Los tópicos que se suelen tratar acerca de las relaciones entre el pasado y los sujetos del presente requieren consideraciones especícas y singulares cuando
indagamos acerca del exterminio. El exterminio, tal como fue establecido por la experiencia paradigmática que le dio origen en nuestra época, consiste en 285
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la sustracción a la especie humana de una parte de ella, distinguida por algún criterio clasicatorio. La periodización de dicha experiencia paradigmática, la solución nal , sin perjui-
cio de su dimensión histórica factual, desde la Conferencia de Wansee hasta la derrota del nazismo en la Segunda Guerra Mundial, no da cuenta de su carácter paradigmático. En tanto que experiencia paradigmática, la genealogía de la solución nal se remonta a la historia del antisemitismo , si vamos hacia atrás, y sin que dicha cuestión sea la única a considerar hacia el pasado.1 Si consideramos la posterioridad de ese acontecimiento se nos aparece una serie de cuestiones a puntualizar. 1. La solución nal constituyó el proyecto de exterminar de la faz de la tierra, para siempre, y sin dar a conocer lo que se estaba haciendo, a una categoría de seres humanos, a quienes en general primero se aplicaba un tratamiento que determinaba la cancelación de la condición humana. La cancelación de la condición humana no remite a una ausencia o una falta deliberadas de recursos o a la privación de las necesidades, entendidas en forma convencional. El tratamiento perpetrado sobre los cuerpos puede distinguirse también de la muerte como destino nal, en tanto se hacía transitar a las víctimas por un pasaje especíco: la in-humanidad no
tiene relación tanto con el ejercicio de la violencia sobre los sujetos, como con su reducción a un estado biológico de subsistencia extralingüística. 2. Este proyecto fue inédito en la historia cultural, pero inspiró en forma ejemplar comportamientos perpetradores consecutivos desde entonces. 3. Este proyecto quedó inconcluso por una derrota militar. Todos aquellos pertenecientes a los colectivos sociales des1. Entendemos el antisemitismo como experiencia referencial de la persecución de la alteridad en la historia cultural de lo que se denomina “Occidente”. La solución nal se presentó como el dispositivo destinado a concluir con la “cuestión judía”. Dicha conclusión permitiría salvar a la humanidad de los conictos vinculados con los diferendos entre los seres humanos para arribar
a un mundo social homogéneo y armónico.
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20. Notas sobre anamnesis argentinas y solución fnal (2009)
tinados al exterminio, desde el punto de vista categorial, y solo desde ese punto de vista, pueden y deben ser considerados sobrevivientes de un destino del que fueron relevados por circunstancias político-militares. Las determinaciones que llevaron a que semejante acaecimiento tuviera lugar solo pudieron ser limitadas mediante la fuerza destructiva más brutal. 4. Se permanece como sobreviviente de un destino instalado en la historia, en la medida en que la derrota militar no modicó las causas históricas que llevaron al exterminio. El
exterminio es el resultado de un proceso histórico cultural susceptible de proseguir más allá de las condiciones en que tuvo lugar de manera factual en el marco del período en que fue efectivamente perpetrado. 5. La condena a la que fueron sometidos los seres humanos pertenecientes a las categorías distinguidas como víctimas del exterminio sigue vigente en la medida en que se trata de una categoría , una distinción cualitativa aplicable a seres humanos de la época presente o del futuro. 6. Las condiciones por las que advino un proyecto de tipo exterminador podrían no repetirse en cuanto a su realización efectiva, pero siguen vigentes como amenaza. Es por esa razón de fondo, y por ninguna otra, que en los países en que el exterminio tuvo lugar es delito el negacionismo. Porque allí, probablemente a diferencia de otras partes, no se trata de una opinión, sino de la participación del enunciador, incluso más allá de su propósito deliberado, en la genealogía conictiva que dio lugar al exterminio. Aquellos
pertenecientes a las categorías destinadas al exterminio son víctimas de una amenaza perpetua que proviene de la llamada solución nal. “El hecho de que en los campos ya no muriese el individuo, sino el ejemplar, tiene que afectar también a la muerte de los que escaparon a la medida”. 2 Resulta notable que algunas de las frases más signicativas 2. Adorno: 332.
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de Adorno sobre el particular no son precisamente las más citadas. Mientras se le atribuía la desmentida a una intervención normativa sobre la literatura, él estaba pensando en algo diferente: “…quizá haya sido falso que después de Auschwi ya no se podía escribir ningún poema. Pero no es falsa la cuestión menos cultural de si después de Auschwi
se puede seguir viviendo, sobre todo de si puede hacerlo quien casualmente escapó y a quien normalmente tendrían que haberlo matado. Su supervivencia ha ya menester de la frialdad, del principio fundamental de la subjetividad burguesa sin el que Auschwi no habría sido posible, la
del que se salvó”. Este pasaje anticipa el trauma de la supervivencia, no como algo que proviene del pasado en una forma causal o residual, sino como condición actual, vigente, presente. Haber escapado remite a los pertenecientes a las categorías condenadas al exterminio. El recuerdo de dicha supervivencia concierne a dos signicaciones antagónicas:
puede ser anamnético (al develar la frialdad requerida para eslabonar la continuidad existencial) o puede manifestarse como amenaza. La penalización del uso injurioso de emblemas nazis y del negacionismo de la solución nal protege de dicha amenaza a los pertenecientes a las categorías destinadas al exterminio. 7. El aspecto principal de esa amenaza consiste en que algo que era inimaginable, imposible de creer, que nunca había sucedido antes, y respecto de lo cual debería ser inimaginable que se repitiera, algo así, sucedió. Se sumó semejante acontecimiento a la historia, se instaló ese suceso en la serie de los acontecimientos que tuvieron lugar de manera factual. Entonces, puede volver a suceder , y no hay argumento alguno que pueda disuadir a quienes forman parte de las categorías objeto del exterminio de que ya no corren peligro.3 El peligro que corren no reside en el carácter empíricamente vericable de la amenaza en la actualidad, sino en 3. Dice perifrásticamente Reyes Mate: la razón anamnética consiste en “pensar lo impensado partiendo del hecho de que eso impensado ha tenido lugar”.
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el mero hecho de que la amenaza tuvo lugar y fue ejecutada, de modo que dio lugar a una novedad radical, instalada desde entonces en el orden antropológico, no obstante, en forma de crimen. 8. Una de las primeras respuestas que se producen consiste en la creación de legislaciones especícas que reconocen re trospectivamente nuevos delitos –el crimen contra la humanidad, el genocidio– y los castigan de manera ejemplar. Se produce una encrucijada: por un lado es necesario castigar el crimen del exterminio con una norma inexistente con anterioridad al crimen, de manera divergente respecto de los principios del derecho según los cuales la norma antecede al crimen. Pero la norma antecede al crimen cuando el crimen consiste –en términos convencionales– en una práctica eslabonada con la experiencia cultural, aun cuando se la considere indeseable y forme parte de un borde, un margen, un antagonismo. En cambio, el exterminio supone un cambio radical de los marcos disponibles de la experiencia. “…[L]a muerte se convirtió en algo que nunca había sido de temer así. Ya no había ninguna posibilidad de que entrara en la vida experimentada de los individuos como algo concordante con el curso de ésta”.4 9. Norma, ley, moral, ética, son términos todos cuya dimensión antropológica remite en denitiva a las prácticas esta blecidas, a la costumbre o a la desviación de la costumbre. Esto que llamamos prácticas, costumbres, reere a congu raciones discursivas articuladas con relatos, mitos, historias. Lo inédito de la solución nal no remite solamente a que no encontremos antecedentes históricos, sino a que no contamos tampoco con ninguna clase de relatos que antecedan a ese acaecimiento, y que por lo tanto lo hagan reconocible o asimilable para la experiencia. En ello reside la importancia del testimonio. El testimonio de las experiencias límite, en cuanto a su emergencia como un nuevo tipo de suceso experimentado por seres humanos, es la única referencia dis4. Adorno: 332.
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cursiva que puede dar cuenta del signicado de la solución nal. Sin el testimonio, las descripciones de los sucesos no
podrían tener lugar como tales, en tanto que meros registros de lo factual. A esta circunstancia concurren dos rasgos esenciales de la solución nal: a) el que fuera celosamente
ocultada, b) el hecho de que no fuera creíble que semejantes acontecimientos pudieran tener lugar.5 10. Para abordar el carácter paradigmático de la solución nal es necesario comprender que su ejemplaridad no consiste en la mera adecuación de un acontecimiento respecto de un modelo conceptual o ideal. Se trata en cambio de un evento histórico que nuevos perpetradores leen, interpretan, del cual obtienen inspiración para la realización de sus propios proyectos. Los perpetradores leen la historia. La historia no es solo del interés general del público o de los académicos. Todo aquel que se proponga un proyecto de tipo ideoló5. El discurso dirigido por Himmler a los perpetradores es una pieza esencial acerca de la solución nal. La maquinaria no debía prestarse a la corrupción de eximir a eventuales amigos: “Quiero hacer referencia aquí, con completa franqueza, a un asunto muy difícil pero que debe ser discutido ahora mismo, entre nosotros, ya que nunca lo haremos de manera pública. Tal como no vacilamos el 30 de junio de 1934 en el cumplimiento de nuestro deber cuando nos enfrentamos a los camaradas que habían cometido transgresiones y acabamos con ellos, así como nunca hablamos sobre eso, sobre esto tampoco lo haremos. Fue el tacto que, me congratulo de ello, nos caracteriza lo que hizo que nunca lo discutiéramos. Cada uno de nosotros se estremeció y, sin embargo, cada uno de nosotros supo que lo volvería a hacer si le fuese ordenado, si fuese necesario. Me reero a la evacuación de los judíos, a la exterminación del pueblo
judío. Esta es una de esas cosas que se dicen fácilmente. Todos los miembros del partido dicen: ‘El pueblo judío será exterminado’. ‘Claro, forma parte de
nuestro programa: eliminación de los judíos, aniquilación; nos haremos cargo de ello’. Y entonces llegan todos, caminando con paso lento, ochenta millones
de alemanes encomiables, cada uno con su judío decente. Claro, los otros son cerdos, pero este es un judío A-1. De todos lo que hablan de este modo, ninguno lo ha visto suceder, ninguno ha pasado por ello. La mayoría de ustedes sabe lo que signica ver cientos de cadáveres yaciendo uno al lado del otro, o
quinientos o miles. Haber dado el paso al frente y haber permanecido íntegros, salvo excepcionales casos explicables por su humana debilidad, es lo que nos ha hecho fuertes. Esta es una gloriosa página de nuestra historia que jamás había sido escrita y que no volverá a escribirse”. Discurso de Himmler citado por Emil Fackenheim, en Reparar el mundo , Sígueme, Salamanca, 2008, p. 223.
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gico, militar o político, de la naturaleza que sea, estará formulando ineludiblemente una lectura de la historia. La solución nal consolidó un tipo de acontecimiento cuya
genealogía se remonta hasta otros momentos históricos anteriores (desde la Inquisición hasta las guerras de nales
del Siglo XIX –con sus respectivos e inaugurales campos de concentración–, la Primera Guerra Mundial, y sobre todo el genocidio armenio) y lo introdujo en el acervo histórico como una práctica social más, respecto de la cual cabe aun el debate sobre si esa integración al orden de las costumbres puede aun impedirse respecto del futuro (“nunca más”). “Nunca más” no remite a la violencia, ni a la guerra, ni a las insurrecciones, sino al crimen contra la humanidad. En la interpretación que algunos hacen de la expresión del “nunca más” aplicable a acontecimientos indeseables de tipo violento, catastrócos o trágicos, lejos de plantearse una
inquietud utópica, y bajo esa apariencia, lo que se formula es un estado de complacencia y aceptación de los acontecimientos del horror, al asimilárselos a otros eventos cuya ausencia del futuro solo podría augurarse si se produjeran modicaciones de tal radicalidad que ni siquiera sabríamos
empíricamente cuáles podrían ser, en tanto carecemos de la capacidad para dar lugar a dichas modicaciones. De modo
que al formularse de esa manera un supuesto “nunca más”, solo se estaría proriendo un eufemismo, una equivalencia
trivial entre los acontecimientos del horror, el exterminio como acontecimiento propio del siglo XX y las guerras y catástrofes que han jalonado el conjunto de la historia cultural desde los tiempos más remotos. Si hemos de esperar que en consecuencia el futuro nos depare guerras, catástrofes, insurrecciones y conictos –en tanto la historia social prosiga
en condiciones de continuidad con la que conocemos–, no estaremos dispuestos de la misma manera –aún disconformista, trágica o pacista– a estar preparados para asistir a la
perpetración del exterminio. 11. En otras palabras, ¿sobre qué base podríamos reclamar “nunca más” frente a diversos acontecimientos respecto de 291
La pregunta por lo acontecido
los cuales sólo podemos esperar que sucedan una y otra vez, aunque sean extremadamente indeseables? Aquello que nos resulta indeseable sólo puede ser objeto de dos actitudes: prevenir lo que sea prevenible, de modo de volver lo menos frecuente posible su acaecimiento, y de no poder evitarse, reducir el daño, atenuar las consecuencias del acontecimiento nocivo o doloroso. El método para indagar en estas cuestiones reside en establecer una relación entre los acontecimientos de que se trate, sus antecedencias históricas, y los relatos con que se los ha descrito en el pasado. Es en ese sentido que los acontecimientos límite, del horror, del exterminio, no han acaecido con anterioridad, no hay relatos que los describan y aun cuando en nuestra época se hayan reiterado, querríamos albergar la esperanza de que no se repitan, o de que se modiquen radicalmente las condiciones que
los han hecho posibles. Cuando proferimos “nunca más”, lo que decimos es que aquello que nunca había sucedido, ni debería haber sucedido, no debería asimismo volver a suceder. Tampoco se nos presenta el enunciado “no debería haber sucedido” frente a aquellos acontecimientos que siempre sucedieron en la historia, y que es de esperar que sigan sucediendo. Decimos que el exterminio “no debería haber sucedido” porque nunca había sucedido antes algo semejante. Lo que está en juego en estas consideraciones es el estatuto de la condición humana, la identidad de la especie. Es la condición humana aquello que se vulnera y trastorna cuando se comete el crimen contra la humanidad. De nuevo: el crimen contra la humanidad no es uno especialmente terrible por su crueldad, ni por su violencia, ni por el número de víctimas, sino que es especialmente terri ble porque vulnera y trastorna la condición humana y por cómo lo hace. No declaramos crímenes contra la humanidad a aquellos que durante siglos se practicaron como parte del orden de la desgracia y la infelicidad, y fueron considerados como constitutivos de la condición humana. La condición humana se lamenta por los acaecimientos trágicos que recorren toda su historia, pero no los dene como algo ajeno a la 292
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condición de la especie. Es a ello que remite el célebre enunciado de Terencio que dice que “nada de lo humano me es ajeno”. Auschwi suspende la vigencia de ese enunciado y
lo pone radicalmente en tela de juicio. 6 II
Una de las dicultades que se presentan para conside -
rar la cuestión del exterminio reside en sus relaciones con la guerra y la violencia. En su forma paradigmática, la de la solución nal , la violencia propiamente dicha no es lo que dene y hace posible el exterminio, sino una combinación
entre modalidades industrializadas de tortura, apremio e inanición inducida, con una consecutiva eliminación física bajo una apariencia eufemística. Muerte administrada por medios técnicos. El aspecto axial del tratamiento consiste en la expropiación de la condición humana de los individuos, hasta el punto enunciado por Primo Levi: Si esto es un hombre . Toda noción convencional susceptible de considerarse como violencia resulta inadecuada e insuciente para el caso.
En el límite, resulta concebible una descripción distanciada de una noción de violencia, más bien centrada en las consecuencias y resultados, así como en la signicación de las acciones emprendidas, antes que en los eventos físicos concretos que la determinan. En esta denición del problema está comprendida su
completa diferencia respecto de la noción convencional de guerra o conicto bilateral. Se captura a una parte de la po blación con una cobertura narrativa falaz y se la somete luego a un tratamiento que exime a las víctimas de toda capacidad de defensa física, psíquica ni moral. El individuo queda reducido a un cuerpo limitado a las funciones esenciales para su supervivencia biológica. Es el cuerpo exánime de la 6. Sin embargo, lo expuesto no deja de ser problemático y discutible, aun cuando lo sostengamos como posición. El paradigma jurídico tiende a extender la categoría de crimen contra la humanidad hacia acontecimientos del pasado, ampliando y desdibujando los límites del campo aquí esbozado.
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La pregunta por lo acontecido
mesa quirúrgica o de la terapia intensiva, pero conducido a ese estado para su destrucción y olvido totales. Los procedimientos técnicos pueden ser hasta cierto punto –horrendo– comparables, por la frialdad y deliberación racional con que se llevan a cabo. La comparación no surge del observador sino del protagonista de la perpetración, quien emula aquellas acciones, asignándoles un n determinado.
La confusión entre guerra, violencia y exterminio se produce en principio, desde el punto de vista conceptual –no mediando intervenciones interesadas o cómplices–, porque se consideran solo las consecuencias últimas de cada uno de estos fenómenos, en términos de “muerte” o “supervivencia”. Las distinciones requieren ser formuladas en forma inversa, a través de la trayectoria seguida en todo el proceso, desde su inicio hasta el n. En todos los casos, la supervi vencia es consecuencia de acontecimientos indeterminados, pero solo en el caso del exterminio las acciones perpetradas tienen como propósito la eliminación física denitiva de las
víctimas, previo tratamiento. Es que el exterminio, para poder ser perpetrado con éxito, y por razones complejas, requiere primero la exoneración del individuo respecto de la especie. El individuo debe ser separado de la especie. Hasta se podría conjeturar una situación en la que la muerte fuera un aspecto secundario de la solución nal. El expulsado de la humanidad no ha sido aún asesinado, pero tampoco se lo puede considerar propiamente como viviente. El concepto que fundamenta la noción de “crimen contra la humanidad” implica esta condición de exclusión de la especie humana. La privación de sepultura es un aspecto integral y sucesivo del suceso. III La razón anamnética da cuenta de una de las formas de la memoria, aquella que no consiste en el pasado recordado sino en el pasado olvidado, en la rememoración. Lo olvidado es aquello que es olvidado por causas que se encuentran en el presente y reeren a las condiciones de la injusticia.
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20. Notas sobre anamnesis argentinas y solución fnal (2009)
La razón anamnética, en tanto que rememoración, actualiza una signicación que contribuye a la comprensión del
presente. Todo aquel movimiento o actitud que organiza la acción alrededor de la demanda de justicia, lo hace en relación con otras demandas de justicia del pasado. Rememorar que hubo injusticia y también lucha contra la injusticia es lo que hace posible una y otra vez sostener una praxis ético política en el presente. La razón anamnética es un acto que pertenece a la tradición de los oprimidos, en tanto que el olvido de lo que la anamnesis rememora forma parte de la tradición de los opresores. La anamnesis es siempre un acto de resistencia y de oposición, porque la opresión misma es indisociable del propio olvido. La naturalización de ciertas condiciones de injusticia basa su legitimación en que “siempre fue así”. En tanto que la resistencia contra la opresión basa su legitimación en que aunque siempre fuera así, “siempre” también se opuso resistencia. Pero esa emergencia de la resistencia es un acontecimiento. No es una condición permanente en tanto lo que prevalece en la historia es la opresión. Al insurrecto, al contestatario, al resistente nunca cabe preguntarle porqué hoy protesta si no lo hizo ayer; dado que si ayer no lo hizo fue en relación con las razones por las que lo hace hoy. Ayer no lo hizo porque en ello consistía la opresión de que era víctima, en no saber, no recordar o no poder actuar de un modo diferente que el dictado por el poder. En ese marco, la anamnesis es el acto por el cual se produce algo que se asemeja a un despertar. 7 De pronto se ven diferentes –e inaceptables– cosas que antes se admitían como naturales. La rememoración permite asociar indicios de bonanza, felicidad o justicia del presente con aquellos del pasado que fueron reivindicados, y que no tuvieron lugar tampoco en el pasado. La rememoración, entonces, consiste en una resignicación de distinciones, consiste en interpretar 7. La decisión libre, dice Reyes Mate, es como un nacimiento. Distingue así la dimensión política de la razón anamnética, que relaciona política con memoria.
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de una nueva manera aquello que adopta el carácter de lo indeseable. Una dicultad adicional al respecto es que ninguno de
estos procesos tiene lugar en forma unívoca ni transparente, por lo que la convicción que se adquiere alrededor de lo que consideramos como justo en relación a la opresión se constituye como una débil expresión, no obstante persistente y paradójicamente poderosa, en tanto que nada de lo que domina conrma aquello que se rememora, sino que lo
deniega. En cambio, la débil expresión de la rememoración asienta su fuerza en que, siendo débil, alcanza para sostener una convicción que se habrá de enfrentar a potencias adversas y abrumadoras. Todo relato histórico del pasado de los oprimidos invoca la comparecencia de la razón anamnética. Sin ella se convierte en ideología, relato de los vencedores, olvido, injusticia, en el sentido de que lo que se opone a la memoria no es el olvido sino la injusticia. El olvido, entendido de esta manera, no oculta el registro factual del pasado sino la violencia sobre la que se fundamenta el orden del presente, la violencia que conserva el orden del presente, la violencia que funda la vigencia del derecho. Por otra parte, el movimiento de los oprimidos por su emancipación no está exento de reproducir –en función de la victoria que pueda conseguir sobre los opresores– la reanudación de un nuevo ciclo de rememoración y olvido sostenido sobre las nuevas correlaciones del poder. Esos procesos de emancipación, objeto de estudio crítico en cuanto a la postrer inversión de los términos, no desmienten sin embargo la presencia de una legitimidad emancipatoria en su desenvolvimiento. En todo caso la violencia está presente en toda relación social, y la conciencia de esta presencia no habrá de dar lugar a una declinación ético política sino a una conrmación del papel de la rememoración como dis positivo crítico de las relaciones sociohistóricas.
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20. Notas sobre anamnesis argentinas y solución fnal (2009)
IV El ejercicio de la violencia contestataria, revolucionaria o insurreccional no es reductible –analítica ni normativamente– a una libre opción adoptada desde un punto de partida exento de las tensiones de la historia –meramente entendido como “metodología”–. Walter Benjamin distingue entre la violencia que instaura y conserva el poder, y la violencia que no pretende imponer algo por la fuerza sino acabar con la violencia de los opresores. El trance del ejercicio de la violencia de los oprimidos es históricamente concomitante con los procesos que, ante la caída de un marco institucional, lo sustituyen por otro que establece nuevas formas de poder y violencia legitimada por el mito de la institución. La tarea de distinguir entre Danton y Robespierre, entre Majnó y Trotsky, entre Rearte y Galimberti requiere –en el marco del relato histórico– la intervención de la razón anamnética. Los primeros nos reeren a la violencia que procura la justicia.
De esta violencia hay que decir que, no obstante el rechazo que experimentemos a priori respecto de toda forma de violencia, en términos ético políticos es asimilable a la que se ejerce en defensa propia. Esa que los regímenes jurídicos admiten como desgraciadamente ineluctable. Es la violencia solamente destinada a oponer resistencia a la violencia de los opresores. Para acceder al relato que la elucide, los caminos son sinuosos, porque todas aquellas experiencias, en mayor o menor medida, suelen pasar a formar parte del “botín de los vencedores”. Sin embargo, lo que tienen de entrañable como procura de justicia queda en la sombra. Y es en la batalla cultural que se reproduce entre vencedores y vencidos donde nuevamente se verica la oportunidad
para que las voces silenciadas puedan ser tenuemente escuchadas. La segunda forma de violencia, la instituyente de nuevas formas de violencia conservadora del poder, ofrece la dicultad de que tiene lugar en forma concomitante con
aquella. Un relato histórico factual puede prescindir de las herramientas conceptuales para distinguirlas. Será en el marco de las prácticas losócas, literarias y artísticas 297
La pregunta por lo acontecido
donde se podrán reanudar las experiencias anamnéticas que vuelvan a poner en evidencia la voz olvidada de los oprimidos. V Entre nosotros el debate encuentra en la actualidad varias referencias signicativas, en un contexto en el cual la
tendencia general nos señala el predominio del olvido, la aparición de discursos historiográcos y analíticos que po nen el énfasis en la equivalencia general de todas las formas de violencia, entendida esta última de manera unívoca y exenta de crítica respecto de cómo se la entiende en el sentido común. La disolución conceptual de las dimensiones indecidi bles del problema del exterminio y del crimen contra la humanidad se produce en tanto los estudios sobre la memoria se limiten a la consideración del recuerdo entendido como el conjunto de las representaciones sociales acerca del pasado. Para expresarlo en una forma aproximada y provisional: prevalecen las modalidades en que encarna en la conciencia colectiva e institucional aquello que los historiadores elaboran como relato factual. A la vez, se adopta la institucionalidad postdictatorial como categoría naturalizada del devenir sociohistórico, en lugar de considerarla como instalación mítica de un orden de conservación de las relaciones sociohistóricas existentes. El residuo traumático de la dictadura, a quienes prescinden de un análisis crítico radical, suscita el temor hacia una orfandad política abismal que se procura exorcizar con una adhesión acrítica a la institucionalidad. Por otra parte, no podemos dejar de mencionar también los enfoques que asocian el estudio de la historia reciente a una relativa o completa negligencia respecto de la institucionalidad, así como la preferencia relativa que tenemos por ella y con la que acordamos frente al horror dictatorial y a la inaccesibilidad empírica de instituciones idealmente emancipatorias. 298
20. Notas sobre anamnesis argentinas y solución fnal (2009)
La anamnesis es una práctica social que suscita riesgos respecto de referencias que proporcionen garantías de validación y seguridad. Quien quiera conservar la seguridad conceptual como prioridad no podrá entregarse al ejercicio anamnético. Lo cierto es que el ejercicio anamnético prescinde de toda clase de garantías, tanto respecto de la institucionalidad conservadora del orden, como de los propios valores de justicia que persigue: se ponen en riesgo por el acto mismo de la rememoración. VI Si el orden jurídico e institucional posterior a la Segunda Guerra Mundial dio lugar a la creencia de que se había establecido una clara distinción entre guerra y exterminio, y si bien seguimos reivindicando esa distinción por su potencia heurística y anamnética, lo cierto es que no sería solo poesía lo que no se podría hacer después de Auschwi sin
recaer en la barbarie, por volver una y otra vez a la famosa expresión adorniana. Habrá que asumir que después de Auschwi la guerra ya no es igual, incluso en tanto que ya
no lo era desde hacía tiempo, tal como Walter Benjamin y Ernst Jünger –entre otros– lo anunciaron en célebres textos. Pero aun si el problema se delimita alrededor del paradigma de la solución nal , una de las cuestiones que se ha instalado es que vivimos en el mundo que le es consecutivo a aquello. Ese mundo ha incorporado de un modo u otro la solución nal. La ha incorporado de un modo que, como sabemos, resulta trivial y falaz si se considera en el terreno de la equiparación de los sucesos. Se impone entonces el desafío de emprender una aproximación crítica hacia lo indecidible de los modelos hegemónicos. El modelo jurídico institucional concibe una guerra homologable a las formas históricas de la violencia armada, en la que las reglas clásicas del arte (de la guerra) habrían sido sustituidas por las vigentes normas del derecho internacional. Lo que el derecho internacional nos proporciona 299
La pregunta por lo acontecido
es un marco comunicativo de inteligibilidad descriptiva de los acontecimientos, pero no nos presta ayuda ni para la comprensión de la génesis de las prácticas violentas, ni para asistir a ellas de modo de posibilitar una intervención moral o política ecaz, y nalmente tampoco para ejercer
la punición de los llamados “crímenes de guerra”, siempre punibles cuando ya no hay nada que hacer, sin mencionar la innumerable serie de razones vinculadas con los poderes instituidos y mil motivos más que nos remiten a la pro blemática clásica de las limitaciones y contradicciones del derecho burgués. La sola existencia, producción y reproducción de las actuales tecnologías bélicas, armamentos, tácticas, discursos militares, concepciones demográcas y urbanas implicadas
–e indispensables para un discurso estratégico– desmiente cualquier convicción esperanzada. Aun si fuera posible reducir un análisis o un imaginario orden internacional a lo “legal”, aun limitándonos a la legalidad, el contraste entre la pragmática bélica y las formulaciones institucionales no puede ser mayor ni más deslegitimador de todo discurso normativo, ni más inocuo para cualquier pretensión de justicia o aun equidad. Los armamentos realmente existentes no pueden ser puestos en acción sin unas consecuencias muy poco distantes del exterminio, la masacre y el genocidio. Más allá del carácter criminal de la guerra por el hecho de que consiste en matar, la idea de que pueda concebirse un “crimen” de guerra por oposición a una guerra “no criminal” es una de las más notables fantasías que rigen en las ideologías actualmente hegemónicas. También en el ejercicio de la guerra de guerrillas contra las fuerzas militares de los poderes instituidos emergen formas especulares del horror y el exterminio, aun cuando estén invisibilizados –o discriminatoriamente resaltados– por razones “políticas”. Para quienes practican en muchos casos –en la actualidad– estrategias guerrilleras o minoritarias, las normas de los derechos humanos encuentran su utilidad en tanto utensilios de propaganda, un aspecto fundamental de la guerra. Hoy 300
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en día el carácter criminal y nocivo del enemigo se expresa en el lenguaje de los derechos humanos. Por otra parte, los poderes hegemónicos, al adherir formalmente a los discursos normativos vigentes, pretenden, cuando practican las guerras de las maneras en que se ejercen en la actualidad, que adhieren a las normas y los relatos bélicos clásicos. En algunos casos, en sus versiones más recientes, como las de la Segunda Guerra Mundial. El tipo de violencia bélica que se llevó a cabo en la Segunda Guerra Mundial se ha vuelto impracticable desde el punto de vista propagandístico. La muerte de miles o millones de personas vuelve ilegítimo el combate a los ojos de los telespectadores. Como siempre sucede en la guerra, cada quien lamenta las bajas de su propio lado, y es ello lo que frena eventualmente el impulso combatiente. Cualquiera que sea la medida en que se valoren las vidas de los propios ciudadanos, en cualquier conicto las muertes civiles pautan los conictos,
aun cuando ello sucede en relación con un sinnúmero de mediaciones , existiendo la posibilidad de que determinados acontecimientos bélicos concomitantes con exterminios masivos no sean tema de las agendas mediáticas y políticas durante años. Resulta tan llamativo como notable que armas de destrucción masiva (que lo son casi todas) “legales” se puedan exhibir como alardes tecnológicos y narrativos sin problema patente alguno. Las catástrofes humanitarias se lamentan solo después de que han tenido lugar. No aludimos aquí a la cuestión del tráco de armas y sus canales clandestinos,
sino a los dispositivos de la muerte, inescindiblemente im bricados con las tramas biopolíticas en las que habitamos y que resultan invisibles o se representan como inocentes. Es factible hoy en día ostentar gigantescos portaaviones nucleares, ciudades solamente destinadas al exterminio masivo, como si fueran interesantes y fascinantes fenómenos culturales, urbanos (otantes) y tecnológicos, dignos de ad miración, por dar un ejemplo caprichoso que podría referir 301
La pregunta por lo acontecido
también a complejos voladores, aviones o cohetería, cartografía y espionaje satelitales, una parafernalia devastadora. Conviene apreciar que si con tanta trivialidad aparente y fácil homologación se vinculan ética y formalmente conic tos de la actualidad con los acontecimientos de la solución nal , es porque los sucesos de la solución nal no nos habitan solamente como memorias o recuerdos del pasado, sino como límites de lo que puede suceder. Y en tanto no han sido límites, sino sucesos del mal ilimitado, habitamos un mundo en el que el desencadenamiento de la guerra enfrenta las sombras de la solución nal ya sea desde la perspectiva de la justicia o de la injusticia, de los poderes instituidos o de las fuerzas contestatarias desde las que se encare la lucha bélica. Mientras los lenguajes de la paz no vuelvan a encontrar el vigor ético político y las potencias que alguna vez encarnaron, no habrá esperanza por encima del frágil suelo de la defensa de los derechos humanos más elementales. Una condición que reduce las posibilidades de intervención a un plano homologable con la caridad. No habría que reservarle a tal suelo el desprecio ni la negligencia, tampoco la ilusión ni la promesa, sino la módica inquietud que alienta la conciencia del límite.
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21. MA LVINAS Y ME MO RI A, DICTADU RA Y DE MO CRACIA (2010)
Alrededor de la pregunta: ¿de qué manera la Guerra de las Malvinas surge en nuestra memoria como signicación concer niente al colectivo social argentino?
1. En 1982, el colectivo social argentino emprendió una guerra contra una potencia extranjera. El resultado, la derrota, no puede pensarse ni por un instante en forma independiente, pero el hecho mismo y el modo en que se enuncie constituyen un problema en sí mismos. El poder dictatorial que planeó y condujo la guerra había iniciado un declive político y social frente al cual la recuperación de las Malvinas se presentaba como una distracción y un logro susceptibles de augurarle una continuidad futura. Según su propio discurso, la dictadura venía de haber vencido en una guerra “sucia” interna, y un eventual triunfo en las Malvinas articularía una serie legitimadora de su poder declinante. La represión exterminadora que constituía uno de los núcleos centrales del proyecto de la dictadura tuvo lugar en forma exitosa desde el punto de vista de la materialidad criminal de sus actos, pero muy rápidamente colocó a la dictadura en un terreno ético político intransitable, careciente de viabilidad institucional y pragmática. La huida hacia adelante que esperaba llevar a cabo con la recuperación de las Malvinas precipitó un desenlace que ya se vislumbraba en aquellos días. 303
La pregunta por lo acontecido
Después de tantos años transcurridos, resulta plausible reexionar sobre los comportamientos de la dictadura des de una perspectiva analítica. Emprendió un curso bélico sin calcular la posibilidad de una derrota, porque ni siquiera había calculado la eventualidad de una respuesta bélica frente al acto de desembarco en las Islas. Tampoco lo había hecho respecto de la otra gran derrota que se incubaba en aquellos mismos días: la derrota profunda e irreductible que iba a sufrir tarde o temprano como consecuencia de ha ber investido de descripciones bélicas a un plan criminal de lesa humanidad, impresentable ante la historia como otra cosa que eso que fue: un crimen. 2. La institución social no se dene solamente por las de -
nominaciones jurídicas, ideológicas o religiosas con que el colectivo social se autorrepresenta. El criterio analítico que nos permite denir la entidad sociocultural efectivamente
existente como colectivo social articulado entre sus integrantes y separado de otros identicados como distintos puede
no coincidir con lo que formulen las autorrepresentaciones. Una discrepancia tal constituye por sí misma un problema sociopolítico, eventual causante de graves consecuencias. No resulta gratuito para un colectivo social adherir a una imagen distorsionada, ausente o desmesurada de sí mismo. Cuando nos referimos a la dictadura de 1976, al Proceso, solemos establecer una distinción, respecto de la cual el antagonista viene a ser la “democracia”. La justeza de esta distinción habrá de depender de la correlación que mantenga con las efectivas aglutinaciones de signicaciones que se
produzcan de manera distintiva entre la entidad “dictadura” y la entidad “democracia”. En otras palabras, habrán de ser las discontinuidades entre una y otra las que nos ha bilitarán para establecer semejante distinción. Ello requiere denir los requisitos o condiciones que especiquen cómo
caracterizar la distinción.
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21. Malvinas y memoria, dictadura y democracia (2010)
3. La condición del crimen contra la humanidad es una primera y denitiva especicación de la que habrá de ser
tributaria la distinción entre dictadura y democracia. Como sabemos, no alcanza la institucionalidad democrática para resolver una caracterización de la discontinuidad. Es necesaria pero no suciente. Una dictadura no necesariamente
se asocia a una condición criminal contra la humanidad. Mientras que la institucionalidad democrática tampoco garantiza por sí sola una exención ético política como la que aquí tratamos. Sin embargo, en nuestra historia reciente fue el crimen contra la humanidad perpetrado por la dictadura de 1976 aquello que dio n al ciclo de los golpes militares.
Se produjo una discontinuidad que con anterioridad no ha bía tenido lugar. 4. El vocablo “crimen” contiene en su composición etimológica la noción de “separación”, distinción, discontinuidad. El crimen separa del colectivo social a quien lo comete, y lo conna o excluye del territorio, en el ostracismo o en el
exilio: “Desterrado sea aquel que, debido a su osadía, se da a lo que no está bien. ¡Que no llegue a sentarse junto a mi hogar ni participe de mis pensamientos el que haga esto!” 1 Todo esto es sabido. En cambio, la experiencia que se distingue por el acometimiento del crimen contra la humanidad es una novedad histórica, social, cultural y política. El marco analítico que requiere la historia reciente demanda nuevas fórmulas metodológicas y conceptuales. El crimen contra la humanidad es perpetrado por un colectivo social contra otro, víctima del perpetrador. La guerra también es acto homicida de un colectivo social contra otro. En la guerra, las partes en colisión tienen competencia (capacidad ofensiva-defensiva) para cometer homicidio, una contra la otra. Ello no depende de ninguna mensura o vaticinio fáctico, dado que es en el desenvolvimiento violento de la confrontación que se dirime el conicto. No interviene 1. Sófocles, “Antígona”, en Tragedias , Gredos, Barcelona, 2006. p. 150.
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La pregunta por lo acontecido
solamente la fuerza bruta, sino también todo aquello que la condición humana nos conere frente al otro, todo aquello
que posibilite la supremacía de una parte sobre la otra. No
es la muerte del otro aquello que dene la supremacía, sino
la subordinación, la imposición de la voluntad, la coacción, la pérdida de la libertad, y en el límite la muerte misma, como es obvio. Pero la muerte, el homicidio, solo es parte de una confrontación cuya nalidad, claramente especicada e
incluso acordada por ambas partes, aunque ese acuerdo sea tácito, es la supremacía, la dominación, el gobierno sobre el otro. La guerra concluye con la rendición de la otra parte. La rendición, codicada culturalmente desde hace milenios,
tiene como premisa el respeto por la vida y el consentimiento a la subordinación, la supremacía del adversario o enemigo. El crimen contra la humanidad se distingue porque el homicidio se ejerce sobre una víctima inerme, a la que primero se dispone por la fuerza en una condición inapelable de indefensión, ya sea por una derrota previa en el campo de batalla, por el imperio de leyes racistas humillantes o por engaños u omisiones que ocultaron a la víctima la percepción de lo que le esperaba. El exterminio es perpetrado entonces por un colectivo social sobre otro, cuyas características identitarias son denidas por el exterminador. Esa
es otra diferencia con la guerra. En la confrontación bélica, como ambos oponentes son soberanos, la integración de cada uno de los colectivos sociales opuestos es denida por ellos mismos, no por sus oponentes. No denimos la com -
posición social del colectivo enemigo, salvo indirectamente como parte del conicto mismo, a través de alianzas o por
otros procedimientos estratégicos, pero sin posibilidad de determinación sobre aquello que solamente el enemigo decide. El exterminador, en cambio, dene a su capricho la composición del colectivo destinado al sacricio. Es por ello
que siempre se nos presenta como arbitrario, en mayor o 306
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menor medida, porque los comportamientos, elecciones, o prácticas del colectivo social victimizado no intervienen en la conguración de su identidad. La composición del colec tivo social victimizado es determinada por el exterminador en forma unilateral. Por ello, en última instancia, el colectivo social victimizado no es siquiera un “colectivo social”, porque no se ha constituido como tal en su devenir sociohistórico. El perpetrador se autodene identitariamente
por contrastación con su víctima colectiva. Los procesos de auto y hétero denición tienen lugar también en las guerras, pero –desde el punto de vista de la conguración efectiva de los colectivos sociales– es solo la autodenición aquella
que prevalece cuando dichos colectivos se establecen como naciones, grupos u otras categorías colectivas. Entre las razones (de las que no es fácil ni simple dar cuenta) por las que no se producen movimientos de venganza contra los perpetradores de crímenes contra la humanidad es necesario contabilizar este carácter laxo, disperso, identitariamente heteróclito de los colectivos víctimas de crímenes contra la humanidad. Los sobrevivientes emergen de una condición límite de la existencia como humanos, exentos por la perpetración de que fueron objeto de cualquier otro rasgo, antes del devenir reparatorio al que son acreedores con posterioridad, durante años, entre las mallas del testimonio y la memoria. La venganza individual es un acontecimiento improbable, por parte de un sujeto exento, hasta imaginariamente, de otra cosa que un colectivo de víctimas y sobrevivientes, en el que se suprimió la capacidad humana para el ejercicio de la violencia, entre las demás capacidades humanas puestas en suspenso. El sobreviviente del exterminio está en principio exento de un colectivo que lo sustente en su capacidad –individual y colectiva– para el ejercicio de la violencia. Lleva tiempo, años, recuperar esa capacidad social colectiva. En el antagonismo unilateral que se produce entre perpetradores y víctimas de crímenes contra la humanidad se 307
La pregunta por lo acontecido
verica el fracaso del proyecto exterminador: no consolida
al colectivo social sujeto de la perpetración, sino por el con-
trario, ejerce efectos dispersivos sobre aquél y nalmente lo separa de la humanidad.
5. La gran pregunta, opacada por la gravedad y densidad que atañe a toda la cuestión del crimen contra la humanidad es, aparte de que “no se repita”, ¿cómo vuelve “a la normalidad” un colectivo social que abarca a perpetradores y víctimas?2 En nuestra historia reciente se produjo una apuesta, primero, a la lucha de los movimientos de derechos humanos contra la dictadura, y en la postdictadura, por la verdad y la justicia, con énfasis durante muchos años sobre la práctica del castigo. El castigo es caracterizado como una modalidad esencial destinada a la separación de los perpetradores. Sabemos los límites que le conciernen, sobre todo cuando la juridicidad apunta a la caracterización prácticamente exclusiva de los actos atroces. En términos generales es compartida la percepción de lo limitada que es la persecución de los comportamientos atroces por parte de perpetradores acusados en los tribunales. Hay otras formas de ostracismo practicadas sobre actores esenciales de la perpetración, a través de acciones más indirectas de tipo institucional, profesional, empresarial, mediático. Un relativo consenso aparta a dichos actores de algunas dimensiones de las instituciones públicas y estatales, con limitaciones. Las mencionadas prácticas de castigo y ostracismo tienen como nalidad establecer una interrupción ecaz respecto de la conguración social en que se vericaron aquellas dos 2. La formulación de este interrogante en el contexto del presente texto da por sentado el carácter disparatado que tiene pretender una “reconciliación”, pero a la vez postula una convivencia inevitable que no puede sino ser aceptada como tal, con todas sus dicultades extremas. Cuando lo proeren los per petradores, el enunciado de la reconciliación se integra a los desvíos negacionistas. En el caso de algunos sobrevivientes o familiares, habrá que recurrir a indagaciones más profundas sobre el alma humana.
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distinciones: colectivo social perpetrador-criminal contra colectivo social victimizado. El resto de la sociedad que consintió en distintos grados, o que fue espectador del horror participa también de un modo adicional: fue un tercer actor, de algún modo sobreviviente, emergente de la operación selectiva llevada a cabo por el colectivo perpetrador. En ese sentido el tercer actor colectivo padece similares efectos disgregatorios: fue el colectivo perpetrador el que lo eximió del exterminio. Sobrevivir a semejante condición no es sin mácula, por el contrario, y no solo por las determinaciones culposas, el colectivo social espectador del horror es víctima del mismo capricho clasicatorio que llevó a otros a ser
exterminados. Se trata entonces de los salvados frente a los hundidos, para usar terminología de Primo Levi. Tal como bien decían algunos de los perpetradores argentinos, con otras palabras no muy diferentes, la única forma de “salvarse” del exterminio es perteneciendo al colectivo social exterminador. 6. De manera que la historia reciente consiste también en la construcción de un saber sobre la posterioridad de los exterminios. Qué hacer en una posthistoria para restaurar el lazo social, la convivencia, la participación sociocultural en el marco de un colectivo social que no se constituyó por imperio de una guerra victoriosa sobre otro colectivo, sino que sobrevivió a un exterminio perpetrado por una parte de la población, articulada con el aparato del Estado, desde luego, dado que sin el aparato del Estado no resulta factible el exterminio en las actuales condiciones históricas. Recuérdese aquí lo mencionado más arriba: el exterminio puede suceder a una guerra victoriosa, pero no consiste esencialmente en una masacre de prisioneros de guerra, en tanto que la práctica misma del exterminio dene o redene
la composición social del colectivo victimizado. La posterioridad de los exterminios requiere entonces la institucionalización de discontinuidades susceptibles de separar efectivamente al colectivo social perpetrador del co309
La pregunta por lo acontecido
lectivo social sobreviviente, emergente o sucesor histórico de la construcción de identidades en un territorio dado. Si prestamos atención a los últimos veinticinco años de postdictadura podremos analizar la sucesión de acontecimientos productores de discontinuidad en un sinnúmero de ámbitos y situaciones: desde el juzgamiento de las juntas de la dictadura hasta la realización de concursos docentes en las universidades públicas de la institucionalidad democrática, pasando por múltiples acontecimientos y enunciados que han tenido lugar en estos años de todas las formas imagina bles, institucionales, narrativas, testimoniales. 7. Hay sin embargo un ámbito sociopolítico que resultó ampliamente exento de cualquier ejercicio de discontinuidad con la dictadura: el de los medios de comunicación hegemónicos. Protagonistas esenciales que fueron de la dictadura, intervinientes y actores en diversos niveles de ingerencia en la perpetración, fueron y son también sujetos fundamentales de la continuidad con la dictadura porque el discurso mediático es artíce de una de las articulaciones nucleares
de lo que aglutina a un colectivo social: la construcción y circulación de discurso. La Guerra de las Malvinas constituye un momento privilegiado de la historia reciente de los medios de comunicación hegemónicos, porque mostraron en su transcurso una creatividad y una voluntad funcional inusitadas, no desmentidas, ni reparadas, ni revisadas, ni objeto de autocrítica con posterioridad. Al contrario, los años de la postdictadura fueron testigos de un prolongado trabajo de conservación de continuidades con la dictadura, de trabajo ideológico político destinado a encubrir complicidades, pero también a proseguir con el proyecto funcional de la dictadura. Más allá de la precisa valoración con que denamos la
implicación de los medios hegemónicos respecto de la dictadura, hay un componente conceptual ineludible en relación con la Guerra de las Malvinas. Mientras que respecto de los acontecimientos del horror emplearon lenguajes incalica 310
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blemente perversos, lenguajes que llegaron para quedarse en nuestra sociedad y en nuestra cultura, por otra parte esos lenguajes encubrían el horror y a la vez lo develaban. Fueron constitutivos del modelo socio político y económico que determinó a la dictadura, que durante las décadas anteriores conformaban los programas de los gobiernos de facto, y que después del n de la dictadura de 1976 logra ron por n instalarse en la discursividad civil. Cierto que
no consiguieron todavía instituciones políticas partidarias ecaces, pero lo han sido en medida mucho mayor median te una ubicua presencia transversal en la vida política de la civilidad argentina. El menemismo fue su consumación. El componente conceptual ineludible que aporta la Guerra de las Malvinas al carácter antagonista de la sociedad que concierne a los medios hegemónicos de comunicación es la mentira sistemática y uniforme sobre el suceso mismo del devenir de la Guerra. El hecho de que la mayor parte de la población fue engañada sobre lo que estaba sucediendo en el campo de batalla podría comprenderse como un acontecimiento impuesto por las circunstancias, como suele suceder en las guerras. En efecto, la guerra no atenta solamente contra la vida, como se sabe, sino, como suele decirse, su primera víctima es la verdad. La guerra no es compatible con una esfera pública liberal, en la que se practiquen los derechos civiles ligados a la expresión y la información. Es perogrullesca una armación acerca de que en todos los países en guerra se produce una declinación, debilitamiento o suspensión de la esfera pública y las libertades de expresión e información. Pero nada de ello ocurrió en la Argentina de 1982, porque ya había ocurrido desde 1976. Ya habían desaparecido decenas de periodistas, cerrado innumerables publicaciones, y todo lo demás que harto sabemos sobre las condiciones en que se desenvolvieron los medios de comunicación en la dictadura. El relato mediático hegemónico sobre lo que sucedía en el campo de batalla estuvo muy lejos de cualquier condición de supervivencia en un contexto adverso, o de un espectro 311
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en el que algunas publicaciones fueran adherentes a la dictadura y otras tuvieran un papel más tibio. En cambio de ello se experimentó una uniformidad celebratoria de una inexistente victoria, como bien se sabe. Ese no es tampoco el problema principal: en marcos sociales de represión atroz, como la que se vivió en la dictadura, no hay lugar para expectativa alguna de exención, salvo heroísmos siempre más o menos excepcionales. El grande y lacerante problema que plantea la adhesión celebratoria y altamente uniforme de los medios hegemónicos hacia la dictadura durante la Guerra de las Malvinas reside en lo que sucedió después , en el transcurso de las décadas siguientes. No sucedió nada digno de ser relatado en el sentido aquí planteado. No hubo discontinuidad. ¿Qué podría o debería haber sucedido en una sociedad en que se les mintió a todos, todo el tiempo, cuando cesó la situación que impuso dicha mentira? En el marco de los medios hegemónicos de comunicación no se vericaron discontinui dades. Fue al revés, se anudaron lazos articuladores entre dictadura y postdictadura, con oscilaciones y vaivenes, alrededor de la reivindicación implícita –por lo general– del proyecto procesista. 8. En la historia argentina reciente no se verica el nega -
cionismo de los acontecimientos del horror. A diferencia de otras experiencias límite como la del exterminio turco de los armenios o el exterminio nazi de los judíos, los perpetradores y sus cómplices no niegan que ocurrió lo que ocurrió, ni ponen en tela de juicio la dimensión fáctica ni material de los acontecimientos del horror. No niegan las
atrocidades. Las interpretan. Las reinterpretan. Conguran y reconguran los relatos. Y ello es posible porque los me-
dios hegemónicos de comunicación, a diferencia de lo que sucede en otras partes, participan de la continuidad con los relatos de la dictadura que ellos mismos producían y siguen produciendo. Todo esto ocurre frente a una sociedad exánime, pasiva y conforme con la sucesión de los discursos me312
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diáticos hegemónicos, salvo excepciones numerosas pero insucientes, al menos en comparación con los avances que
se lograron en otros terrenos vinculados con los derechos humanos. 9. Al mentir todo el tiempo a toda la población durante la Guerra de las Malvinas, y al haberse abstenido de construir una discontinuidad, aunque fuera simbólica, parcial o aun criticable, nos encontramos con que algunas de las características singulares de los medios hegemónicos argentinos pueden no entenderse del todo si no es en relación con aquel pecado original de la prensa argentina, consistente, insisto, en una mentira sistemática proferida por todo un espectro de los medios hegemónicos, sin reparación ni recticación
posterior. En una primera instancia, los medios se autodestituyeron de esta manera de su papel social institucional de representación de lo real. Incumplieron su papel social, como lo hicieron otras instituciones. A título de ejemplo señalemos a los bancos que no devolvieron dinero que les fue depositado, médicos y parteras que robaron niños, jueces que sirvieron al horror, políticos que no gobernaron ni legislaron, etc. Obsérvese que, no obstante la crisis extrema del 2001, muchas o todas esas instituciones recuperaron en forma parcial o total, aunque no sin un costo desmesurado, sus metas y destinos en tanto que tales. Y lo hicieron no necesariamente mediante procedimientos de revisión, autocrítica o autodepuración. Hubo cambios de políticas, pero sobre todo modicaciones en los comportamientos que, al
perseverar en el tiempo, adquirieron consistencia. Aunque el ejemplo no es trasladable a otras instituciones, lo cierto es que los bancos no desaparecieron para siempre, sino que recuperaron sus depósitos, y el sistema bancario es parte del colectivo social argentino, como antes de la crisis (tanto la del 2001 como también la que tuvo lugar en la dictadura).
10. Los medios hegemónicos de comunicación siguieron dos caminos principales como sendas de la continuidad de la dictadura. En primer lugar, la reducción de la problemática 313
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de los derechos humanos y el crimen contra la humanidad a un problema susceptible de una diversidad de opiniones de víctimas y victimarios. Diversidad excluyente de toda violencia, y reducción a la exposición testimonial en un plano de paridad entre torturadores y perpetradores por un lado y víctimas del horror por otro. En una segunda instancia: equiparación indistinta de toda víctima de dolor, duelo, accidentes o crímenes de cualquier naturaleza. “Madres del dolor” en igualdad de términos con “madres de la plaza”. Esta igualación ganó incontable terreno en su arraigo y naturalización en la conciencia colectiva. En segundo lugar, transposición y subsunción sistemática y generalizada de las signicaciones políticas, reexivas o informativas al
régimen del entretenimiento, bajo la conducción directa y continua de las mismas guras mediáticas que realizaron
idénticas tareas durante la dictadura. Tales operaciones de diversión tienen su correlato en un aspecto fundamental: los discursos vigentes predominantes sobre ética periodística y de la información se abstienen de instalar sus cimientos fundacionales en la dictadura, y en cambio los reeren a acontecimientos secundarios, perifé ricos o incluso anecdóticos acontecidos en la postdictadura. Realizadas por la sociedad y el estado las tareas estratégicas históricas esenciales del movimiento de derechos humanos, y no obstante el largo camino que aun queda por recorrer, un abordaje de la problemática mediática requiere fundar cualquier cimiento deontológico de las profesiones vinculadas con la prensa en el acontecimiento mediático de la mentira institucionalizada, unánime y generalizada durante la Guerra de las Malvinas. Es indispensable introducir discontinuidad con esa experiencia catastróca para la sociedad
civil e iniciar un camino fundacional en el plano de la ética y las buenas prácticas periodísticas. En ese camino, habrá que dejar atrás una idea instalada por la dictadura tanto en las prácticas mediáticas como en el público: no se puede creer en nada de lo que aparece en los medios, sólo se trata de consentir con la agenda que establecen y olvidarlo mediante 314
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el recurso del entretenimiento. La sociedad y la política son mosaicos coloreados de sectas a las que adherir o rechazar sin ingerencia en sus matices ni en sus transformaciones. El propio proceso de adhesión o rechazo constituye prácticas de entretenimiento. Esto que resumimos no es ajeno al entorno global. Es que el modo extremo en que los medios hegemónicos se monopolizaron en la postdictadura conguró
una esfera mediática que debe ser profundamente revisada si queremos consolidar una sociedad democrática habitable. 11. Así como fue un movimiento social de una creatividad y una energía inusitadas aquello que permitió instalar la pro blemática de los derechos humanos en la dictadura tardía y en la postdictadura, las reivindicaciones que necesitamos como sociedad respecto de los medios de comunicación hegemónicos habrán de hacerse visibles siempre que sean asumidas por movimientos sociales con similar capacidad y perseverancia en la lucha por una ética de la información social y pública. No es suciente con que un gobierno que
padeció en una etapa de su período institucional las peores consecuencias del régimen mediático vigente haya asumido la consumación de la ley de servicios audiovisuales. Como sucede con el conjunto de la problemática de los derechos humanos, la problemática mediática, que forma parte de aquella, requiere aún una larga tarea política y educativa en la sociedad argentina. La demanda que necesitamos representarnos es porque ciertos parámetros mínimos, aun en la era de la sociedad del espectáculo y los multimedios ultratecnológicos, muevan sus estrechos límites a niveles de coexistencia convivencial mucho mayores de los que estamos acostumbrados. Medios de comunicación industriales, cuyo negocio resida en mayor medida en la prestación de un servicio que en el permanente recurso a la alarma catastrosta y disolvente, sobre la base de la alarma de incendio
en el teatro lleno como método de atracción del público.
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22. LA C RÍTIC A DE LA V IOL ENC IA COMO INQUIETUD POR LA RE SPO NSA BI LIDA D (2011)
I. La lectura de la “Crítica de la violencia” de Walter Benjamin en el Río de la Plata, temprana localización de las primeras traducciones de sus obras al castellano, puede aportar hipótesis esclarecedoras de los acontecimientos que el mal radical produjo en estas tierras. Si una primera mirada apurada se preguntará por la tenacidad con que el lector rioplatense recurrió y recurre una y otra vez a las fuentes europeas, lecturas como las del exiliado berlinés nos permitirán intuir cierta singularidad, después de un largo trayecto surcado por distracciones y desvíos. Lo que nos permitirán comprender es que la cultura derivativa que nuestros lectores rioplatenses cultivaron y cultivan también encuentra su réplica mimética y especular en el acontecer del mal: los perpetradores se inspiraron asimismo en los paradigmas nacionalsocialistas europeos en el tortuoso designio con que practicaron el exterminio desde 1976 en adelante, el exterminio de los “desaparecidos”. Si la primera generación pretérita de traductores y lectores de Benjamin formó parte ostensible de una matriz de crítica cultural y estética, la generación de lectores que lo relee desde la ESMA lo hace después del horror de la dictadura, después del horror de la desaparición y el exilio exterior e 317
La pregunta por lo acontecido
interior, después de la cárcel y la tortura, cuando se impone la pregunta de Teodoro Adorno sobre cómo es posible vivir después del horror, sobre todo quien casualmente escapó con vida, y a quien normalmente tendrían que haber matado. Sin el recurso a este problema, la lectura y relectura de Walter Benjamin desde la ESMA no sería más que un gesto integrado al mercado y al intercambio de bienes culturales. Algo que no puede dejar de ocurrir en el mundo capitalista, en que la relación social ineludible y esencial es la del intercambio de bienes. Adorno refería a la frialdad como principio fundamental de la subjetividad burguesa sin el que Auschwi no habría sido posible. Quien lee y relee a
Benjamin después del horror lo hace imbuido de la subjetividad del sobreviviente, dispuesto a oponer la memoria frente a la frialdad burguesa que promete un transcurrir indoloro en una época sin horizontes. Se trata del sobreviviente que se niega a medrar en el olvido que toda época, pero con mayor razón la nuestra, dispone como camino trazado a la manera de una segunda naturaleza. Se plantea la pregunta por la memoria en el sentido ben jaminiano de la razón anamnética. Es una pregunta que se interroga sobre el pasado como tránsito para el interrogante radical sobre el presente como acontecer y sobre la condición de la justicia en la actualidad. Es entonces la pregunta que se compromete como una inclinación ética y política tanto con la actualidad como con el futuro del “nunca más” respecto del advenimiento del horror. La losofía de la historia de Benjamin no se lee entonces
como una reivindicación de la memoria en tanto instancia reconstructiva del pasado sino como razón anamnética –sustento de la sensibilidad redencional hacia el pasado, por un modo subjetivo que establecería una correlación con el pasado como referente. Como tanto ha explicado Yerushalmi, no se trata de un modo distinto (instancia reconstructiva) de recuperar el pasado, sino de establecer una relación con el presente a través de un proceso de elaboración cuya orien318
22. La crítica de la violencia como inquietud por la responsabilidad (2011)
tación temporal apunta al pasado, pero sin establecer con él un vínculo referencial en cualquier sentido factual que pueda resultar familiar al fondo –objetivista– que recorre alguna bibliografía sociológica o losóca. La percepción
benjaminiana no opta entre “no reconstruir los hechos del pasado” y “recordarlos”, porque no los “recuerda” sino que experimenta su signicado a través de conguraciones narrativas. Esas conguraciones narrativas, las alegorías,
las formas del ensayo, no dan cuenta de un recuerdo del pasado, sino de lo que los muertos nos dicen sobre el presente sin palabras ni representaciones. El “pasado presente” se maniesta como inquietud y comprensión del presente,
como relación con un aquí y ahora en deuda con el pasado, pero sin satisfacciones referenciales. Por eso no es un “recuerdo”, sino “razón anamnética” (rememorativa). Lo redencional benjaminiano, cifra de la operación anamnética, no es “mandato de un acto mesiánico de redención” como a veces se ha leído, ni es una subjetividad inscripta en el régimen de la norma, ni de la obediencia, ni de la legislación, ni de la culpa, ni del castigo. ¿Qué consecuencias, qué huellas, qué registros podemos identificar en la actualidad político cultural en relación con la violencia revolucionaria de los 70? La pregunta no concierne solamente a la memoria y a la historia, sino a las condiciones en que se produce, inhibe o elabora la violencia social inmanente a la vida contemporánea en común. Si consideramos la polémica sobre la carta de Oscar del Barco y la sometemos a la consecutiva y tal vez ineludible gravitación benjaminiana con que se desenvolvieron aspectos del debate de la revista La intemperie , podremos considerar la propia carta de del Barco antes que como manifestación de un pacismo abstracto, como la expresión
de la violencia implicada por toda provocación ética en la que el enunciador se interrogue en forma incondicional por su propia responsabilidad, y al interrogarse por su propia responsabilidad instale el horizonte de una interrogación general. La pregunta por la responsabilidad frente a la vio319
La pregunta por lo acontecido
lencia no reproduce el ciclo del acto y su retribución, ni del olvido y el resentimiento, ni de la negación y el reproche, sino que inquiere sobre la forma en que la violencia atraviesa los intersticios del lenguaje. II. El carácter de dispositivo en el que nos sumerge la condición contemporánea, el sistema , nos inspira la caracterización de un estado de pasividad e impotencia, de anulación de la competencia política que nos concierne. No nos encontramos en condiciones de ser responsables de lo que ocurre, o no lo podremos ser en relación con las tradiciones morales en que nos hemos formado, ni con las convenciones normativas explícitamente vigentes. La responsabilidad es regulada por el corpus doctrinario de los derechos humanos, no necesariamente por la juridicidad ni por lo que se suele llamar democracia. Lo atinente a los derechos humanos, en la medida en que se han alcanzado acuerdos universales estables, determina el único plexo normativo transcultural positivo apelable en la actualidad, aparte de las transacciones comerciales y nancieras. Si se verican diferencias,
habrán de discutirse en el alcance de las concepciones relacionadas con los derechos humanos, como en efecto sucede en un amplio espectro de comportamientos, costumbres y prácticas sociales. Sin embargo, ninguna conguración nor mativa autoriza la medida y la consistencia con que ciertos comportamientos o prácticas se encuentran en condiciones de ser rechazados con el alcance de los señalados como violatorios de los derechos humanos. La responsabilidad regulada por el plexo de los derechos humanos ejerce una débil inuencia sobre el dispositivo , por lo general de tipo postfactual. Primero tienen lugar iniciativas, creaciones colectivas de distinta índole y después se visualizan en relación con sus consecuencias morales. Es lo que tienen en común las prácticas genocidas con la emergencia de nuevas tecnologías. 320
22. La crítica de la violencia como inquietud por la responsabilidad (2011)
Junto al plexo de los derechos humanos, y en forma creciente, dada su menor antigüedad, adviene una moral vinculada con las consecuencias civilizatorias sobre el am biente, consecuencias que resultan de acciones humanas. Respecto de ese conjunto de comportamientos emerge una visualización de los límites susceptibles de asignarse al despliegue del dispositivo. En otras palabras, los derechos humanos y las relaciones con el ambiente son aquello que vuelve inteligible el problema de la responsabilidad en el mundo contemporáneo. En tanto que habíamos desarrollado una intelección limitativa de la agencia, de la competencia subjetiva para intervenir en el mundo, es por la vía de las responsabilidades mencionadas que adquiere hoy en día posibilidades de enunciación la propia competencia, la disposición para la acción. Buena parte de las descripciones y denominaciones de que disponemos desvían los debates hacia vías muertas, o estériles luchas entre identidades no vericables en el or den de las prácticas efectivas. Solemos entender aún la política de una manera que obtura la comprensión del conicto entre humanidad y mun do, donde la humanidad remite a la agencia, al despliegue de la acción, al desenvolvimiento de la razón práctica, y mundo remite a la estructura, tanto en el sentido social como de la naturaleza. Sabemos ya que no hay algo así como una naturaleza que constituya algo separado respecto de lo social, como aún se podía pensar hasta hace relativamente pocos años. “Mundo” y “dispositivo” son conjuntos tendientes a superponerse, en tanto la acción civilizatoria, en el mismo acto por el que mediante la construcción de un entorno complejo minimizó la competencia subjetiva, la está volviendo a esta blecer en la medida en que advertimos que la construcción de un entorno complejo –indistinguible crecientemente del dominio humano– es resultado de nuestras propias acciones como colectivo, como humanidad. Sucede entonces que 321
La pregunta por lo acontecido
es la política entendida como institución del estado y la sociedad aquello que ha delimitado de modo declinante su radio de acción. A la vez, una entidad que aun no acertamos a denir, dependiente de un “nosotros” existencial e histó rico, habrá de ser aquello a lo que habremos de atribuir la agencia, responsable de lo que acontece. Se suscita una referencia a las instituciones del estado y del gobierno, desde hace tiempo deslegitimadas. En particular en nuestra región rioplatense, donde cualquier esfuerzo colectivo de convivencia requiere una actitud conservadora, no solamente consensual: conservadora por la necesidad de restaurar condiciones alegadamente existentes “desde siempre” pero cuyas inscripciones en las prácticas efectivas son recientes. Ello redunda en un nivel de discrepancia entre enunciados y prácticas que oscurece muchos esfuerzos, tanto conversacionales como polémicos. En la Argentina resulta dicultoso establecer acuerdos –no
ya sobre la acción sino descriptivos– de gran alcance casi sobre cualquier asunto de interés común. A esta dicultad
concurren las repercusiones locales de las grandes transformaciones globales, en las modalidades en que se inscriben en nuestro ámbito especíco. La nuestra es una sociedad
que discrepa radicalmente sobre un mínimo convivencial respecto de la distribución de la riqueza. Un mínimo convivencial es aquella distribución de la riqueza que la mayoría del colectivo social está dispuesta a aceptar sin recurrir a un nivel de violencia destructiva de la misma riqueza en disputa. Este conicto vulnera nuestro último siglo, sin que
hayamos arribado a un mínimo acuerdo de coherencia entre el imaginario colectivo enunciable y la disposición efectiva de los principales poderes intervinientes en el juego político de la sociedad. Oscilamos entre imaginarias concordancias enunciadas en forma voluntarista o imprecisa, y estallidos de violencia criminal y destructiva cuando se verican en las
prácticas las exacciones brutales a las que han sido sometidas reiteradas veces las mayorías argentinas. Acontecimientos de extrema violencia que en otras sociedades son dirigidos 322
22. La crítica de la violencia como inquietud por la responsabilidad (2011)
en forma hétero-identitaria, en la nuestra estallan en forma disgregatoria del colectivo social, con consecuencias que en otras sociedades requieren guerras con colectivos sociales extraños para vericar grados similares de destructividad.
Estas discrepancias pueden manifestarse también como una destructividad indirecta, como estancamiento, que relega a sectores muy amplios de la sociedad a situaciones de empo brecimiento e impotencia. La discrepancia más general entre condición existencial y dispositivo atraviesa los acontecimientos sociopolíticos contemporáneos en múltiples direcciones. Induce en particular a la paradoja de que las acciones que el dispositivo requiere son inocuas desde el punto de vista de la transformación de las condiciones éticas de la vida en común, a la vez que las orientan: votar, separar el papel del vidrio, emplear nafta menos contaminante, usar bicicletas, vigilar a las ballenas, ser donante o receptor de órganos, leer diarios. Ejemplos múltiples cuya enunciación podría ser meramente anecdótica, y que suelen remitir a la problemática de la ciudadanía, nos aportan sin embargo un relato en términos de la banalidad del bien en la vida cotidiana contemporánea. El seguimiento de una corriente obediente de las nuevas modalidades normativas que se han alcanzado como suelo moral es congruente con la mayor restricción de las expectativas. A la vez, los relatos heredados sobre la historia y la acción colectiva no inciden en el devenir de los acontecimientos porque los núcleos que describen se han sustraído a la acción colectiva, se han disipado, han cambiado de forma e identidad o han adquirido características de complejidad inabordable. Y, por otra parte, lo que suceda en el plano convencional de la política, tal como había dejado de interesarnos, ejerce consecuencias cuyo alcance en particular es limitado, pero al tener lugar sobre un fondo invariante, se constituyen en aquello que adquiere una relevancia que pasa a estar en el centro de nuestro campo perceptivo, porque dichas consecuencias determinan la vida y la muerte, la paz y la violencia, el empobrecimiento o la subsistencia. 323
La pregunta por lo acontecido
Eventualmente lo hacen de maneras dramáticas y hasta trágicas, que nos imponen una consideración cuidadosa de esos acontecimientos, y una necesidad de intervenir en el terreno de lo que en otras épocas podríamos dejar a un lado como irrelevante e indigno de consideración. Deviene un problema analítico el hecho de que la institución política mantiene una relación parcial con el acontecer social. El dispositivo se le sustrae y a la vez la atraviesa. Si ignoramos a la institución política recaemos en el silencio y la pasividad, si solo la consideramos a ella, incurrimos en ingenuidad e incompetencia reexiva. Entre institución po lítica y dispositivo identicamos una intermediación, una
interfase, una entrelínea. Allí –pero no es un “lugar”– es donde se vericaría el despliegue de la acción crítica. En la
mediación entre institución y dispositivo se localiza conceptualmente aquello que podemos determinar como cohesión social. Si la institución es herencia del poder entendido como verticalidad edicante, susceptible de demolición y
caída, el dispositivo instaura la condición del poder como red, interrelaciones sin puntos de referencia altos o bajos, izquierda o derecha, molecularidad difusa inmune a las acciones puntuales, inabordable para un curso propositivo o deliberado. Entre ambos, la cohesión establece fases de intercambio de ujos que siguen las reglas de una economía
simbólica, libidinal, de masa y poder, sobre la cual sabemos muy poco. El paradigma de la revolución nos proporcionaba un punto arquimédico, susceptible de mostrarnos el umbral de la mutación sociopolítica. La institución podía ser transformada por la acción colectiva. Mantenemos un eco de aquel lenguaje, pero frente a una institución por cuyos puntos de acceso ya no obtenemos un reconocimiento del punto arquimédico anunciado. Nos dan acceso a una condición desafectada, pero no por ello negligible ni prescindible. La institución persiste, su papel ha cambiado, pero no la ha bremos de ignorar. El tardocapitalismo sustituye al socialis324
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mo por la institucionalidad democrática, pero mantiene la “electricidad”, aún más: recordando a Lenin diríamos que el capitalismo tardío es la electricidad sin el socialismo. La regulación de la electricidad nos reenvía a lo que llamamos dispositivo, una “electricidad” que tampoco es ya creación humana sino interacción con lo viviente. El dispositivo es relativamente autónomo, en el sentido que concierne a la autonomía de lo viviente. En conjunto con el mundo físico y biológico, la humanidad constituye algo para lo cual aún no disponemos de una denominación denitiva y que a falta de un consenso llamamos dispositi vo. La agencia no se localiza en la institución política sino en la intermediación con el dispositivo. Donde se puede vericar esta aserción es en las formas en que se desenvuel ve el conicto y la violencia en nuestra época. La violencia
sociopolítica no actúa por contrariedad entre fuerzas distinguibles y delimitadas, dado que lo que se confronta no es la verticalidad edicante del poder, cimentada sobre un
fundamento. La confrontación opera sobre la cohesión. La acción destructiva disuelve, disgrega, desvanece aquello que en forma contraria prevalece como cohesión, unión, vínculo y lazo. La violencia desune, desenlaza, desvincula, dispersa. La gura que se nos representa de la violencia en nues tra época es el estallido. El estallido, la explosión, signan las acciones violentas que producen nuestros aparatos de destrucción. Abarcan un rango de magnitudes que van desde las dimensiones nanotecnológicas y químicas hasta el holocausto nuclear. El estallido es la forma paradigmática de ejercer la fuerza bruta en nuestra época, destinado a vencer la cohesión que se nos opone según el blanco que denamos, blanco cuya principal característica es la magnitud de la deagración,
aplicada sobre algún punto de referencia. La magnitud de las deagraciones es producto de un cálculo estadístico. Es
rasgo del estallido la articulación entre azar y necesidad, caos y orden. Solo se puede denir el centro de la deagración y 325
La pregunta por lo acontecido
su potencia, el resto depende del caos que se desencadene con el estallido, localizado en el círculo denido por la po tencia aplicada en un punto. Cuál sea el instrumento técnico es indiferente. Puede ser un explosivo procedente de las fa bricaciones militares, dotado o exento de “inteligencia” respecto de la precisión con que alcance un punto seleccionado como centro, o puede estar constituido por cualquier entidad viviente, material o inmaterial susceptible de desencadenar una conagración. Puede ser un individuo armado con un
cinturón de explosivos, un avión de pasajeros desviado o un virus informático. Aquello que dene al estallido no es sola mente el arma que ocasiona la deagración, sino el resultado
producido en los destinatarios de la destrucción, encarnados en el dispositivo. El desorden introducido en el dispositivo sigue leyes propias, de tipo termodinámico y estadístico. El estallido establece el momento inicial de una cadena de acontecimientos sin sujeto. En el acto de la deagración hay
presente una deliberación inteligible como voluntad político militar, pero en las sucesivas y consecuentes derivaciones de la acción inicial la autonomía del dispositivo es la que se ve afectada y sus proyecciones no son más que calculables en términos ininteligibles para la subjetividad. En denitiva, no hay interrogante sobre la responsabi lidad en relación con la violencia sociopolítica que pueda prescindir de una indagación radical sobre la sociedad misma, en tanto no disponemos de una perspectiva exterior a la propia sociedad. Es como subjetividad producida por la historia social que nos vemos inquietados por las preguntas ético-políticas, sin que el resguardo –necesario pero no suciente– de la institución jurídica pueda eximirnos ni
aliviarnos de la pesada carga de la interrogación. Podremos elaborar las demandas de la memoria y la responsabilidad mientras preservemos a la vez nuestra hospitalidad hacia las preguntas radicales sobre la política y la sociedad. Lo que sabemos y pensamos acerca del acontecimiento forma parte de las relaciones entre institución, dispositivo y mediaciones. No estamos sometidos a una mera misti 326
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cación que nos exima –al develarla– de albergarnos en un exilio susceptible de amparar el pensamiento, ni tenemos competencia para enunciar el pensamiento más allá del ostracismo que acertemos a habitar. Como concurrentes de las mediaciones podremos ejercer intervenciones expropiadas de dominio sobre las signicaciones. Nuestros enunciados
serán objeto de apropiaciones heterogéneas e incontrola bles, a las que podremos asignar algunas orientaciones respecto de metas limitadas. Mantener la reexión amparada
en el secreto relativo de una lateralidad impolítica supone un resguardo necesario del patrimonio cultural de la humanidad. No nos referimos aquí a una actitud de élite frente a barbarie, esquema procedente de la tradición edicante, de
la institución vertical y cimentada, sino a nuevas formas y signicaciones implicadas en las mediaciones vigentes, del gado hilo por donde aun imaginamos el despliegue posible de la acción colectiva.
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del CBC, Buenos Aires, 1997.
4. “Notas sobre desaparecidos”, Connes Nº 4. Buenos
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5. “Notas sobre olvido y perdón”, Pensamiento de los con -
nes Nº 5. Buenos Aires, segundo semestre de 1998.
6. “Tramas de barbarie (fragmentos)”, Pensamiento de los connes Nº 6, Buenos Aires, primer semestre de 1999.
7. “Memoria e identidad: huellas del pasado reciente en la Argentina actual”, Boletín de la Biblioteca del Congreso. Identidad cultural. Buenos Aires, 2000. N° 120. 8. “Memoria, horror, historia” (Prólogo) en Memorias en presente. Identidad y transmisión en la Argentina postgenocidio. Sergio Guelerman (compilador). Norma, Buenos Aires, 2001.
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9. “Violencia, subjetividad y teoría crítica: tentativas de pensar y escribir hoy en la Argentina” en El ensayo como clínica de la subjetividad. Marcelo Percia (compilador). Lugar Editorial, Buenos Aires, 2001. 10. “Memorias de género, memorias ausentes”, Pensamiento de los connes N° 13, Buenos Aires, diciembre de 2003.
11. “Crisis, pasado y presente”, bajo el título “Nunca es tarde para cambiar de rumbo”. Puentes, N° 6. Centro de Estudios por la Memoria. La Plata, Marzo 2002. 12. “Nacidos en la ESMA”, Ocios terrestres. UNLP, La
Plata, 2004.
13. “‘Setentismo’ y memoria”, Pensamiento de los connes
N° 16, Buenos Aires, junio de 2005.
14. “Legado paradójico de un tesoro perdido”, Pensamiento de los connes N° 17, Buenos Aires, diciembre de 2005.
15. “Aduanas de la memoria. A propósito de Tiempo Pasado de Beatriz Sarlo”, Zigurat N° 6, Buenos Aires, noviembre de 2006. 16. “Unanimidad, lenguaje y política”, Pensamiento de los connes N° 19, Buenos Aires, diciembre de 2006.
17. “Los desaparecidos, lo indecidible y la crisis”. Memoria y ethos en la Argentina del presente, en Franco, Marina y Levín, Florencia (comps.) Historia reciente. Perspectivas y desafíos para un camino en construcción. Paidós, Buenos Aires, 2007. 18. “Izquierda, violencia y memoria”, Pensamiento de los connes N° 20, Buenos Aires, junio de 2007. 19. “Fútbol 78, vida cotidiana y dictadura”, Ocios
Terrestres N° 22, Facultad de Periodismo y Comunicación Social. UNLP, Número especial, 2008.
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20. “Notas sobre anamnesis argentinas y solución nal”, Pensamiento de los connes N° 23/24, Buenos Aires, abril
de 2009.
21. “Malvinas y memoria, dictadura y democracia” en La Cuestión Malvinas en el marco del Bicentenario / [compilador: Agustín M. Romero]. Buenos Aires: Observatorio Parlamentario Cuestión Malvinas, Honorable Cámara de Diputados de la Nación; Biblioteca del Congreso de la Nación, 2010. 22. “La crítica de la violencia como inquietud por la responsabilidad” en Badenes, Daniel y Grassi, Luciano (comps.) Historia, memoria y comunicación. Documentos de trabajo, Licenciatura en Comunicación Social. UNQ, Bernal, 2011.
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