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Un testigo priviligiado de todo esto fue aquel escritor, minucioso y meticuloso, de lo sagrado en la vida cotidiana, aquel francés de baja estatura llamado Leiris. En su estudio de la posesión espiritual en la población de Gondar en Etiopía, donde estuvo en 1933, concluyó que algunas posesiones eran genuinas, algunas falsas y la gran mayoría eran un poco de ambas. Esto representa un verdadero problema para los estudiantes de ontología. Hasta los antropólogos más sofisticados rehúyen de las implicaciones que esto tiene para nuestro concepto de la verdad y del ser. Mission está entrando en calor para abordar su gran tema, pero entonces el gordo se convierte, de repente, en un costaguano que se pone a acechar por los alrededores del claro como un bufón que actúa su papel, pero lo adorna de “hijo’eputa… maricón”, “hijo’eputa… maricón” y los peregrinos estallan en risas. Diez minutos más tarde llega otro espíritu, esta vez se trata de una viejecita llamada Ana que proviene de la gran ciudad petrolera. Entra retorciéndose, sin mayores problemas, al cuerpo del gordo y éste se encoge, arrugando su voz como una pasa, hasta hablar con vocecita minúscula y, en inglés, invitar al Capitán Mission y al Presidente del Tribunal Supremo a manifestarse, acabar con esta payasada de espectáculo y mejor ponerse a platicar. Los peregrinos gritan y vociferan entusiasmados cuando el Presidente, aterrado de que su espíritu se escapará, intenta salvar su dignidad y mantener su teoría del drama. Mission, por su parte, se muestra sereno, calmado y compuesto: después de todo está en sus dominios; éste es su territorio. Insiste en llamarlo Territorio-D, pero ¿qué importa el nombre? Aburridos de tanto chisme y del inglés, Ana es desechada y se ve sustituida por otro costaguano que (cosa extraña para un facineroso) ordena a los peregrinos que se organicen en parejas y se internen en la noche para construir sus propias mesetas; en cada pareja, un individuo recostado, rodeado por velas encendidas en la negra noche, mientras el otro observa. A algunos les da velas blancas, a otros velas moradas. Las blancas son para purificaciones, las moradas para quienes son víctimas de brujería; coloca un fatal montón de velas en la mano de Mission: en la mañana éste se da cuenta de que eran velas de un subido color púrpura. En el cuento “Benito Cereno”, Herman Melville relató la historia de un barco de esclavos africanos que llegan a dominar a sus amos y, al aproximarse otro barco, pretenden ser todavía sumisos cautivos y obligan a la tripulación blanca a actuar como si todavía estuvieran al
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mando y los negros fueran sus esclavos. La historia es célebre por la extraña atmósfera que el capitán de la otra nave percibe mientras está a bordo del barco de esclavos: unas cosas parecen genuinas, otras son claramente falsas, la mayoría ni lo uno ni lo otro… La prisión en la ciudad petrolera donde había ocurrido la matanza hacía unos meses también tenía algo de esa atmósfera: había una clara fabulación de la realidad, generada por el entendido entre los prisioneros más poderosos y sus carceleros. Los grupos de defensa de derechos humanos, que vinieron de EUA, ya habían hecho sus indagaciones y ya se habían ido. Los indios de la Guajira habían sido trasladados a otra prisión y el juez que había presidido sobre la matanza había sido destituido un día antes de presentar cargos contra la Guardia Nacional. Los reos de esta prisión de máxima seguridad vestían ropa de ci viles y dominaban los patios interiores la mayor parte del día; era evidente que muchos de ellos portaban armas, así fueran cuchillos. Los rumores afirmaban que también había abundancia de pistolas; la cocina no tenía comida, la clínica no tenía medicinas y había apenas un puñado de guardias (sin armas ni uniformes) en el interior de la prisión. Afuera, sin embargo, estaba la Guardia Nacional. Era una extraña y explosiva mezcla de libertad y encarcelamiento; una anarquía oprimente de prisioneros que controlaban a otros prisioneros a través del terror y el comercio en el interior, mientras que en el exterior estaba el cordón militar; un cordón que, con dinero e influencia, podía romperse en cualquier momento a pesar de su disposición hacia lo brutal. (Desde ninguna perspectiva, sea como un hecho o como una metáfora, podía esto asemejarse al modelo del panopticon .) Los guardias nacionales lucían apuestos y fieros cuando posaban para una foto; se ajustaban los chalecos antibalas, las boinas rojas, y destellaban de armamento a los pies del Cristo de tamaño real que colgaba de la cruz a la entrada de la prisión: una fuerza que era preciso tomar en cuenta. Sin embargo, Aguito, el cabecilla de una de las dos bandas de prisioneros involucradas en la masacre, solía escabullirse por las noches; salía de la cárcel para ir a atender sus asuntos y regresaba temprano en la mañana. El detalle es: ¿por qué se molestaba en regresar todas las mañanas? Un día el juez se sorprendió al recibir una llamada de Aguito que le quería pedir su consejo para la venta de unas pinturas de Picasso
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que habían sido robadas de una galería en Texas dos meses antes y que habían llegado hasta él. En la semana que el Capitán Mission pasó en ese lugar, un prisionero “se escapó” (si ésa es la expresión adecuada para las circunstancias) y otro más fue acuchillado de muerte. Más o menos éste era el promedio semanal. Una vez corrió el rumor de que había habido una revuelta y la Guardia Nacional entró a la prisión corriendo en una larga línea recta mientras se blandían machetes oxidados por doquier. Dentro de la cárcel los prisioneros eran “libres”: libres de comprar y vender los artículos de primera necesidad, así como las drogas y las armas que la Guardia Nacional misma les vendía, o que les permitía infiltrar. Sin esta libertad no hubieran podido subsistir, pues la prisión no ofrecía virtualmente nada que pudiera considerarse artículo de primera necesidad. Esta prisión es una ilustración perfecta de aquella confluencia de fuerza y de fraude que otorga su particular constitución al Estado del todo y que explica la fantástica creación de esa entidad conocida como economía nacional. Sin el acordonamiento operado por la fuerza (y por el fraude) esta economía de infiltración no funcionaría. Es oficial y, a la vez, extraoficial; nunca se puede tener lo uno sin lo otro. El punto en cuestión no es, por lo que toca a la corrupción, ni descriptivo ni moralista: el punto es precisamente la necesidad absoluta de mantener la ley para que la corrupción pueda ocurrir. En semejante situación —cuya existencia es global, por más que varía de intensidad entre un EstadoNación y otro— la economía de infiltración que gobierna el tabú y la transgresión genera una riqueza y una satisfacción del deseo a través de una prohibición que, en sí misma, transgrede. Estamos muy lejos de los modelos de la oferta y la demanda que, desde la perspectiva de la economía de infiltración, se convierten en algo simplón, al grado de rayar en lo patético. La mano invisible de Adam Smith no es nada cuando se la compara con la magia del Estado y el secreto público de
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lo oficial y lo extraoficial, un secreto en el que acechan los espíritus de aquellos muertos que la historia ha entregado como herencia al Estado del todo. En el patio frontal de la prisión había un pequeño busto del Libertador, desproporcionadamente pequeño en relación con la alta columna que lo sostenía (¿un Libertador con las proporciones de la cabeza de un alfiler?) En la espalda tenía un agujero de bala, como si nadie, durante la matanza, hubiera tenido los pantalones de dispararle de frente y a la cara, es decir, como si nadie hubiera tenido los pantalones para desfigurarlo. En el muro frontal de la prisión, en el lado que da a la calle, es decir el lado que da hacia la libertad (si es que esta palabra es la adecuada para tales circunstancias) habían pintado un tríptico: en un lado estaba la bandera y el escudo nacionales, en el centro un retrato del Libertador y en el otro lado estaban escritos los siguientes dos lemas como si los pronunciara el Libertador: Usted formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso. El pueblo que ama su independencia por fin la logra.
Los reos, colgados entre los barrotes del segundo piso, hacían el amor en lenguaje de señas, con las reas que estaban a varios cientos de metros de distancia. A cuatro cuadras de la iglesia, a media hora de la prisión si se va en coche, uno de los muchachos del coro, que se llamaba Jesús, llevó a Mission una noche de viernes, ya tarde, a una casa de hormigón al fondo de un empinado barranco en un barrio de clase media baja. Ahí, en la parte trasera había un cobertizo cuyo techo era un plástico negro que revoloteaba con el viento. En la pared de adobe se anunciaba el precio de la consulta. Estaba muy oscuro y le preguntaron a Mission si la camisa que llevaba era azul o negra; parecía una pregunta extraña. —¡Azul! —respondió. Del cobertizo provenía una voz apretujada y muy aguda. Se sintió tranquilo cuando vio a una mujer de unos cuarenta años con el pelo
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pintado de rubio y con la expresión de una abatida madre angelical, acompañada de un joven de cara fofa que hablaba un perfecto inglés. Sonreían como si fueran poseedores de un gran secreto. Le dijeron a Mission que se quitara los zapatos y que entrara en el cobertizo (que, estrictamente hablando, era un centro). Una pared entera estaba ocupada por un inmenso portal. A la izquierda había una estatua como de un metro del Indio Guaicaipuro, a la derecha una estatua igual de grande del Negro Primero y en el centro una estatua gigantesca de la reina de los espíritus. En la extrema derecha se apreciaba una estatuilla de color bronce y de unos treinta centímetros del Libertador. El resto del espacio estaba densamente retacado de una multitud de veladoras, retratos y figurillas de diversos espíritus. Estaba oscuro, excepto por las velas y por la luz de un débil foco que había sido envuelto en una tela roja. El foco de atención de los que estaban adentro era una voz temblorosa y muy aguda que no parecía provenir de ninguna parte pero se extendía por todas partes. En realidad se trataba de un tipo robusto, escondido bajo un sombrero vaquero, que hablaba (si ésa es la palabra adecuada) con una anciana de pelo cano; saludó cordialmente a Mission, se bajó el sombrero todavía más e invitó a que le hicieran preguntas sobre el mundo de los espíritus; el joven de la cara fofa traducía de inmediato sus respuestas meticulosamente al inglés, cosa que irritó a Mission: las respuestas, al igual que las preguntas, parecían formuladas según un modelo y eran totalmente irrelevantes. Abruptamente y sin ninguna ceremonia el espíritu se despidió, tomó la mano de Mission y lo persignó con la señal de la cruz, evacuando el cuerpo justo a tiempo para la llegada del espíritu del Indio Kinka. Éste se quitó la camisa y se sentó con las piernas cruzadas en el suelo, tenía una pluma en el cabello; al parecer no hablaba español y sólo gruñía con petulancia, como si acumulara una gran furia. —¡Está enojado de veras! —susurró alguno, temeroso. Salpicó todo su cuerpo con ron, de manera que ahora brillaba bajo la luz tenue. En la oscuridad, junto al portal apenas iluminado, entre una miríada de imágenes, su rostro empezó a estirarse y rellenarse hasta que parecía haber adoptado los rasgos bruscos de los caciques que se vendían en forma de bustos de yeso en las tiendas de magia, o de las monedas de oro que diseñó Vallenilla para el dictador en la década de los cincuenta. En verdad era una transformación sorprendente.
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Unos jóvenes que llevaban en la cabeza cintas con los colores patrios salieron de la oscuridad para pararse a un lado de él como resguardándolo. Había una niña de unos nueve años que el indio levantó tomándola de la cintura hasta que quedó cara a cara con la estatua de la reina de los espíritus; la niña empezó a temblar. La abatida madre angelical codeó a Mission y aseveró, conocedora: —Cuando la niña cumpla trece años un espíritu descenderá sobre ella. Mission sonrió. El espíritu bajó a la niña pero ésta se quedó literalmente hipnotizada frente a la reina de los espíritus unos diez minutos mientras el indio empezó a conversar con Mission, lamentando el destino de los indios que los españoles habían cazado y exterminado como perros. —Adiós —dijo sin más y bendijo a Mission con un fuerte apretón de manos. Fue entonces cuando llegó Billy, Billy el de la Corte Malandra, es decir, la corte de los criminales. Traía puesto un sombrero de fieltro, sostenía una lata de cerveza en una mano y un cigarro en la otra. Sacaba agresivamente la panza y entre una fumada a su cigarro y un sorbo a su cerveza, pronunciaba, con inmensa satisfacción: —¡Focky Fock! ¡Focky Fock! Daba palmadas en el hombro a los jóvenes de junto y todos se reían. La suya era una historia más bien triste: de bebé, su madre lo abandonó en un montón de basura, lo salvó una negra pobre que lo crió junto con sus muchos hijos. Al crecer, Billy veía cómo sus hermanos y hermanas se morían de hambre. No había en aquel lugar otra manera de obtener dinero que darse al crimen, así que Billy se puso a robarle a los ricos para darle a los pobres. Después de relatar su historia, su voz se fue perdiendo en la oscuridad. —Y robé a los ricos para poder darle a los pobres —repetía la abatida madre de angelical rostro. La niña dejó de temblar; era ya casi medianoche. Entonces un rugido que podía destrozar los tímpanos llenó todo el valle; luego, la chillante sirena de una patrulla. Era una redada: había motocicletas dando círculos en un frenesí de sirenas y motores en plena potencia… el motor se detuvo y entró (si una palabra tan banal puede emplearse para describir el ingreso de una divinidad) el joven policía más apuesto, más inmaculado y con el uniforme más perfectamente planchado que jamás había montado una motocicleta.
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Aunque llegaba tarde a la sesión era muy bienvenido. Afuera, Mission no pudo sino admirar su motocicleta: igualmente inmaculada, inmensa y elegante, pulcra, blanca y cromada, con una luz azul intermitente. —Igual que en Los Ángeles —dijo el policía. Mission preguntó a la abatida madre de rostro angelical cuánto le debía. —Nada —contestó ella. Ya había contribuido con una gran botella de ron. Cuando se disponía a marcharse le pidieron que saludara a un joven regordete que llevaba unos shorts blancos con el trasero sucio; era un muchacho tímido, fuera de lugar y fornido, de unos veintisiete años. Mission le ofreció la mano y dio un paso atrás sorprendido. ¡Él era la materia !; era el médium para los espíritus, ¡el cuerpo que ellos poseían! La transformación era más que sorprendente; era, ya de plano, una cosa de maravilla: no era sino un jovencito, común y corriente, fuera de lugar y, acaso, insignificante, que se la pasaba mirando hacia el piso (él, que había sido poseído por los muertos, por los viejos vaqueros de las grandes llanuras, por los indios de los altos Andes que, con su recio andar, atravesaban siglos de dolor y de hecatombe, por los criminales de los barrios bajos de la capital; él que, poseído por el indio, había levantado a una niña temblorosa, sosteniéndola cara a cara frente a la reina de los espíritus); ahora estaba envuelto en esa suerte de gracia que sólo viene con la timidez. Al día siguiente, Mission llevó algo de ropa a la lavandera del sacerdote católico. La puerta se abrió y ahí estaba, de pie, una hermosa señora con la cara de un ángel abatido; era ella quien lavaba la ropa del sacerdote. De la noche anterior no quedaba rastro alguno… Usted formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso. El pueblo que ama su independencia por fin la logra.
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En la víspera del cumpleaños del Libertador, 24 de julio de 1990, Virgilio llevó a Mission a otra parte de la montaña: esa zona se llamaba Quiballo y, tan sólo de oírla nombrar, Katy torció la boca en señal de asco, pues para ella se trataba de un lugar inmundo y deleznable; aclaró que era la parte de la montaña adonde iba la gente que quería hacer cosas malas. A Mission le habían dicho que habría muchísima gente por el cumpleaños del Libertador, pero cuando llegó con Virgilio a las ocho de la noche sólo encontraron un carro. No hay palabras para describir lo lúgubre del lugar; Mission sintió que su desesperación se acumulaba y estaba, ahora sí, a punto de estallar, como si Quiballo diera rienda suelta a todos esos sentimientos que, sobre la montaña en general, lo habían estado agobiando durante tanto tiempo. Y es que, a pesar de lo que Katy y tantos otros le habían dicho, no era que Quiballo realmente fuera tan diferente, funesto y maligno, en comparación con el brío y la bondad de las otras partes de la montaña; no era que existieran dos partes separadas y homogéneas, una positiva y la otra negativa. Más bien, a su modo, tanto Quiballo como el resto de la montaña eran mezclas de todas estas cosas y el poder que manaba de la montaña provenía precisamente de esta mezcla. El problema, pues, era que este grado de ambigüedad se resistía, por un lado, a la lógica y a lo estático, pero exigía, por el otro lado, la existencia contigua de ambos. Se trataba de algo imposible de contener y se establecía un ritual precisamente para sacar provecho de esta imposibilidad mientras que, por el otro lado, se daban esos intentos sensibleros de la mente consciente para desentrañar las imposibles ambigüedades, sometiéndolas a una territorialización que pudiera conferirles sustancia clara (por ejemplo, lo malo de Quiballo en contraste con la exaltación de los otros lugares, como Sorte, donde había [81]
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ido la primera vez con Ofelia hace muchos años). Sin embargo, ¿acaso no estaba él, retrospectivamente, practicando esta misma maniobra sobre sí mismo, al manipular sus recuerdos, abrazando contra su pecho la belleza y la gracia trascendental de aquel día en la montaña con Ofelia, un recuerdo que se había tornado ahora mucho más precioso por la desaparición de ella y por la posterior esperanza de que sus caminos se encontraran algún día? La hija de Katy ya había traído aquí antes a Mission; habían deambulado por la otra margen del río y en un punto habían encontrado una hoja de periódico sobre la que se había quemado, con pólvora, una cruz de Caravaca. Era magia para matar a un niño, le había aclarado ella, como si nada. Mission recordó que esa primera vez que había estado en Quiballo había encontrado verdaderas hordas de gente, gente con las barrigas envueltas en los colores patrios y con trajes de baño de color rojo, el rojo de la guerra y del indio, gente apiñada frente a los altares, algunos apenas iban a ser poseídos, otros ya gritaban, otros entraban en trance, algunos perdían el control y otros lo recobraban, o acorralaban al enemigo y eran purificados: el sagrado vaivén de las olas del éxtasis y la decadencia a través de miradas vacías en el lodo bajo los cielos imperiales, hedor de desperdicios, empapados periódicos, mo jados cartones de jugo, plástico rojo, contenedores de pólvora, latas de refresco, cajetillas de cigarro, talco, fruta podrida y montones de comida apilada sobre los altares evaporándose al calor tropical, raíces que se extendían como venas varicosas por el suelo y que pertenecían a árboles que goteaban allá arriba. La siguiente ocasión Virgilio se negó a llevarlo. Arguyó que ya estaba oscuro y negaba con la cabeza. No había manera de convencerlo: explicó que era muy peligroso, que a un cura lo habían asaltado hace poco y le habían robado todo lo que traía. Virgilio sabía exactamente la cantidad de dinero que le habían robado, hasta el último centavo. Así que Mission se encontró un asiento en un jeep repleto que lle vaba a doce personas y un niño en el toldo, empapado por la lluvia. Llegaron como a las siete y media de la noche, se oía el sonido de los tambores; en la distancia, las flamas proyectaban sombras saltarinas sobre montones de estatuillas y altares, abajo, el suelo estaba resbaloso; arriba, el cielo era de un negro profundo; cuando pasaron por unos cobertizos resguardados olió a sudor viejo, había una reja de acero de más de dos metros de altura que alguna oficina del gobierno
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había instalado sobre bloques de concreto y que había coronado de alambre de púas: y es que Quiballo no sólo tenía la reputación de los espíritus malignos, sino que, además, era donde los guardias tenían sus oficinas y sus casas. Todo lucía y olía como si se estuviera a punto de cruzar la frontera hacia el apocalipsis: el lodo mezclado con mierda, el sudor rancio, la podredumbre, esa forma de estar ahí, sentado nomás, con la televisión a color en la que una multitud brinca con una banda de rock; todos mirando en silencio, sólo viendo y sin moverse. A la espera del apocalipsis… Sin estallidos catastróficos; sin destrucción creativa; sin vomitar violencias que habían sido dirigidas al interior… sólo una putrefacción que se intensifica y se hincha, en la que la vida y la muerte se confunden en una ciénaga turbulenta de formas en perpetuo estertor. “¿Nos causaría náusea el objeto si no ofreciera nada deseable?” En dirección al río los tambores sonaban más fuerte y estaban acompañados de un grito rítmico: “Fuerza” “fuerza”… ¿o era acaso el sonido del río? En el estacionamiento pasaban autos y autos. El conductor del jeep dijo que en fin de semana podían llegar hasta unas quince mil personas; más bien eran como dos mil, poco menos. Conforme nos acercamos, a lo largo del río se percibían claramente puntos de luz: senderos serpentinos que iban bordeando charcos y campamentos de plástico que reflejaban, a la luz de las velas, los recorridos sobre el cuerpo de un hombre que gritaba, poseído, o deteniéndose en el cuerpo de una mujer acostada y en trance, con el cuerpo cubierto de hierbas, licor y esponjosos trozos de bofe. En el hueco del tronco de un árbol había un hermoso altar gobernado por las estatuas de las Tres Potencias, pero que también tenía a la India Mara bajo un busto broncíneo del Libertador, tenuemente iluminado por una gruesa veladora con los colores patrios: era un grupo de peregrinos que venía del estado fronterizo de Apure. Mission habló con uno de ellos, un soldador, que le explicó que estaban preparando tanto “la materia” como “el alma” pero que el hombre que pegaba de gritos se había topado con dificultades; justo en ese momento el hombre empezó a temblar y entró en trance. A todo alrededor había otros grupos en diversas fases de posesión: Mission iba de grupo en grupo, dando tumbos como un borracho encaprichado, con sus sentidos tambaleándose. Más adelante, junto al río, finalmente todo estaba en calma: era
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el ojo del huracán. Al otro lado del río, junto al puente había unas treinta personas fumando puros, estaban en cuclillas frente a un altar muy grande, en un espacio recubierto con azulejos, de unos cinco metros de ancho y que parecía como si lo hubieran construido en la década de los cincuenta. Continuamente rompía el silencio alguno que carraspeaba, juntaba flema y luego escupía jugo de tabaco. Éste era el lugar donde se solicitaba la venia a la reina de los espíritus para cruzar el río e internarse propiamente en la montaña. Era el único altar en el que literalmente todos se detenían antes de ingresar a la montaña. Ninguno aquí pasaba más que un muy ligero trance. Las Tres Potencias parecían surgir de la pared de azulejos, presentándose, hombro con hombro, en el centro del altar; parecían emanar de la bandera nacional. A su derecha, debidamente reservado y deferente, el Libertador se hallaba de pie, espada en mano, sobre un promontorio de cemento azul. Junto a este impresionante portal había una casita de madera, era como una casa de muñecas excedida de tamaño, pintada de rosa y levantada un metro del piso; tenía un frágil balcón. La puerta delantera era de vidrio pero tenía un candado, así que Mission tuvo que poner las manos sobre el vidrio y pegar la cara para ver algo. A pesar de que había una linterna que titilaba con una luz roja, adentro estaba oscuro. Sin embargo, alcanzó a distinguir una estatua de tamaño real de la reina de los espíritus con encajes y velos, rosas inmensas y
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una cadena dorada (luego le contarían que éste era “un regalo de La Guyanía”, una misión que provenía de aquel lejano estado del mismo nombre). A todo su alrededor había regalos o, mejor, dicho, pagos por las mandas que había concedido; había dinero y muchos, pero muchos vestidos de novia, todos colgados a un lado. El hijo de José le contó que eran vestidos de novias de verdad. Oscurecido por los vestidos podía verse un cuadro de un oficial del ejército. Parecía haber muchos retratos más detrás de los vestidos: los oficiales del ejército pagan sus mandas con estos retratos. A un lado colgaba también el retrato del Libertador. De todas las cosas que Mission había visto en la montaña esta frágil casita le pareció la más extraña: un relicario de milagros que se habían pagado con retratos de soldados y ondulantes encajes de novias, todos almacenados junto al Libertador.
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En el primer portal alguien había dibujado un mapa de la geografía espiritual de la montaña según un itinerario a partir de Quiballo. Gracias a este mapa Mission pudo darse cuenta de que se trataba de un río mágico casi tanto como de una montaña mágica: la línea de la fuerza espiritual seguía el lecho del río según lo mostraba una cadena de innumerables altares en el mapa, la mayoría de ellos, supuso, formando sus estanques propios en el lecho del río y con los nombres de los espíritus que habrían de ser invocados en cada punto: don Juan de las Potencias, la India Hechicera Jenoveba (escrito Hechise- ra ), Makumba, Juan del Chaparro, Gran Chacao, Mister Burburo y Cha[n]go de Nigeria, Indiana, Cacique Coromoto, Tamara Castillo, Cacique Mara, Cacique Sorocaima, Cacique Atahualpa, Juan el Borracho, don Juan de la Calle, Negro Pío… y muchos más. La bandera nacional aparecía en un lugar prominente, dos tercios camino arriba, junto con letras muy grandes que anunciaban la Fortaleza del Libertador; después de ella la línea del poder espiritual se desviaba en una tangente y ascendía hasta las tres casas correspondientes a las Tres Potencias y, junto a ellas, la cueva de la Negra Dorotea. Junto al mapa había un letrero de metal que, con letras grabadas, decía: El dominio de la Reina de los Espíritus es sagrado. Respételo y no lo profane con envidias ni maldad. Este sitio es un santuario donde sólo debe practicarse lo bueno. Todo aquel que intente hacer el mal será castigado. Ésta es la ley de la reina: amor, solidaridad, comprensión. En la montaña, 31 de enero de 1976. Edmundo Rosal
Junto había una advertencia de color verde, con apariencia oficial y con letras blancas muy grandes, había sido instalada por el servicio de parques del gobierno y en ella se leía un largo listado de prohibiciones. Mission notó que, según esta advertencia, quedaba tajantemente prohibido tomar fotos y practicar sacrificios . Un hombre descalzo, llamado Bolívar, que más bien parecía un duende y que vestía andrajos endurecidos y amarillentos de tanto su-
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dor, llevó a Mission a la Fortaleza del Libertador. Llovía a cántaros; la subida era empinada y resbalosa, el arroyo rugía. —Entre más arriba estás, más espiritual se vuelve todo —aclaró Bolívar—. Allá abajo, a la entrada de la montaña, el poder casi se agota. Es un concepto aterrador: ese continuo desgaste, esa socavación de la base que lo obliga a uno a ir siempre más y más arriba. Después de subir durante media hora cruzaron el arroyo y llegaron a una cueva horadada en la roca misma; el interior estaba pintado con las franjas de los colores nacionales, ya un poco descoloridos; los inmensos árboles formaban una suerte de telón de fondo, con sus hojas brillantes por la lluvia. Había siete jóvenes agazapados alrededor de un retrato del Libertador protegido con cristal y colgado sobre un pequeño altar junto con dos banderas nacionales, una era pequeña y surgía de la roca, la otra, más grande, estaba semipleglada a un lado del altar. El espacio resbaloso era tan angosto que la gente parecía un grupo de escaladores que pendían unos de otros con apenas nada de espacio para moverse: santos y espíritus posados al filo de la nada. Bolívar se puso en cuclillas a un lado, feliz de ya no estar bajo la fría lluvia y prendió un tabaco que había encontrado en el altar. La gente aquí estaba siendo poseída por turnos. Un joven en shorts rojos, mojados, estaba acostado de espaldas, con los hombros temblando y el estómago salido; sobre su pecho desnudo había hierbas y medicinas, sobre la frente tenía la forma de la cruz pintada con miel, lo mismo en codos y rodillas para que la posesión fuera menos violenta. Estuvo temblando durante una media hora y luego se levantó y casi se cae por el precipicio mientras otro tomaba su lugar. Había aquí una mezcla de rutina y sensacionalismo que incomodaba a Mission. Cuando el siguiente se acostó, alguien sacó un montón de agujas ensartadas con listones delgados de color rojo, azul y amarillo. Todos daban fuertes bocanadas a sus puros para concentrar el poder mientras vertían ron y Cinzano sobre aquel cuerpo ahora inerte. Después de unos breves momentos de estar temblando, el hombre lanzó un grito agudísimo, tan espantoso que era como si todo su ser hubiera sido expulsado en semejante vociferación. Le pusieron una bata roja con bordes dorados, pues había sido poseído por Santa Bárbara y sus compañeros se ocuparon de inmediato de hincar agujas en sus mejillas y muslos. Corporizada e inmovilizada de esta manera, con sangre que brotaba de los colores de la patria, Santa Bárbara profirió sus
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bendiciones y consejos desde esta cueva entallada en la montaña y bañada por la lluvia. El tiempo se había detenido, como fango. La gente se movía como si sus miembros, de pronto, fueran de plomo, con una lentitud infinita y con absoluta determinación, y se miraban unos a otros fijamente. Incluso Bolívar se acercó y participó en el extraño “abrazo” de brazos cruzados con la santa, que es como comienza su bendición. Se le informó con gran solemnidad que tenía un enemigo pero que encontraría trabajo. Santa Bárbara era la santa patrona de este hombre poseído; él siempre trabaja con ella y sabe de antemano que será ella quien lo poseerá. —Te puedes dar cuenta —explicó Bolívar a Mission— porque cuando está poseído, está de veras poseído. No tres cuartos, ni a medias, ni más o menos, sino ¡completamente! Por eso es que aguanta tanto tiempo. Y así continuó el asunto, con los colores nacionales de la cueva opacándose poco a poco… la joven que guiaba a estos muchachos estaba recostada, medio dormida, sobre el lodo negro, casi donde caía la incesante lluvia. Llevaban ya tres días en este lugar. Bolívar comentó que hay más mujeres que trabajan como guías que hombres, “porque ellas tienen más alma que los hombres”; y si son hombres, a menudo son homosexuales. —Lo cual implica —explicó Bolívar con su tono melodramático—, correr el riesgo de ser arrestado y que te manden a un campo de concentración que está cerca de Puerto Boyacá en la selva; además luego te obligan a andar cargando una credencial del Departamento de Salud que certifica que no tienes ninguna enfermedad venérea o sida. Para algunos es una manera de salir del ejército, pero luego nadie te quiere dar trabajo. Se ponía muy nervioso: lo inquietaba la posible crecida del arroyo, lo inquietaban los espíritus, lo inquietaba todo. —Y si la Guardia Nacional te halla usando la bandera o la imagen del Libertador de este modo… ¡cuidadito! —advirtió. Ya hacía frío cuando bajaron, con dificultad, al caer la tarde, encaramándose entre raíces y peñascos, siguiendo el río torrencial, con la mente obnubilada y la cara azotada por la lluvia. Más tarde, al hacer sus notas, Mission escribió sobre el letargo que lo paralizaba. ¿Estaría condenado, como los poseídos, a nunca recordar lo ocurrido?
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Mucho peor: no le importaba en lo absoluto. Era como si hubiera quedado reducido a la misma rutina exótica de ojos vidriosos de la gente de la cueva. Al final, la que se robaba el espectáculo era la apatía. Los cohetes iluminaban el cielo con sus estrellas ígneas, sólo para permitir, luego, a la oscuridad dominarlo todo de una manera aún más definitiva. Este letargo no sólo afectaba a Mission, el mirón. Lo peor era que parecía afectarlos a todos, estaba en todas partes. El alma se encogía como un caracol cuando tocaba lo divino, y se retraía hacia las más inaccesibles partes de su ser, dejando capas calcificadas de abyección como carne endurecida. Las poquísimas energías que Mission conseguía juntar acaban diluyéndose en una creciente frustración, socavándose a sí mismas por su inhabilidad para expresar, como lo puso en sus notas “con mayor precisión lo increíblemente extraño que fue todo anoche en Quiballo… muy parecido en verdad a la primera noche en Sorte” (adonde había ido aquella primera vez, en 1983, con Ofelia, en su primera visita a la montaña). Cuando releyó esto, al principio no percibió el detalle de su propia referencia: no había escrito “el primer viaje a Sorte” con Ofelia, sino más bien, fue “la primera noche en Sorte”. Considerado en términos generales, aquel viaje había estado colmado de belleza y de sorpresas. Sin embargo, la noche anterior a la subida había sido muy diferente y, si bien en retrospectiva la noche fue lo necesario para el día que siguió, el punto crucial era precisamente que ese día sí llegó y que después de un día de arduo trabajo, la pólvora tronó y, zarandeándose allá arriba en el Palacio del Libertador, Dante encontró a su Beatriz o, mejor dicho, Haydée, después de la oscura confusión del bosque, sí encontró a su Libertador. Por el contrario, aquí en Quiballo, a pesar de su entera y compleja totalidad, era como si nada tuviera sentido más allá del cobertizo de los guardianes. Dicho de otro modo, la montaña que se abre desde lo lúgubre de Quiballo era como el interior mismo del cobertizo de los guardianes, sólo que amplificado. La narrativa se había quedado atorada en la atmósfera, indicios vaporosos tan densos como la nada coagulada de la noche, empapada, allá afuera, y el martilleo del kitsch espiritual de los altares, ahí adentro. Era como las espirales sin trayectoria que los guardias, en Sorte, dibujaban en la tierra de su cobertizo mientras daban vueltas al pie de la montaña, hace ya muchas noches. Era el espíritu que generaban colectivamente al mascullar nefastas advertencias sobre el peligro de la montaña, con las cejas alzadas, la expresión vidriosa, advertencias recubiertas con cera de veladoras y humo de
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puros que se queda adherido a los encajes y brocados de los muchos vestidos de la reina; el rancio aire se vuelve aún más pesado debido a que la montaña permite a los espíritus concentrarse, dar vueltas y vueltas, moverse invisibles en su búsqueda de un cuerpo. ¿Acaso no le había aclarado Virgilio, mientras limpiaba su taxi en uno de aquellos caminos de provincia, que esta nación estaba llena, sencillamente repleta, de toda suerte de espíritus que acechaban en los estanques, en los oscuros drenajes, desesperados por ocupar un cuerpo agradable y caliente? Cuando los médiums espirituales quieren hacer daño a alguien invocan precisamente a estos espíritus. ¿Y no le había dicho la mujer de Virgilio, Zaida, de la que ahora estaba separado y que antes había sido una poderosa curandera espiritual, hábilmente asistida por sus hermosas hijas, que en todas partes hay espíritus en busca de un cuerpo? Pero hay otros que también andan en busca y que no son tan inocentes; precisamente uno de éstos a ella la empezó a ahorcar y la hubiera matado lentamente de no haber sido porque abandonó la montaña de una manera total pura absoluta e ingresó al templo de los evangelistas, donde ahora se acababa la garganta cantando todos los días y a veces hasta dos veces por día. Y es que precisamente éste es el peligro: la apertura de la materia para que entre el espíritu está cargada del peligro del demonio. Esto hace todavía más maravilloso el gran teatro de la montaña, que se representa sobre semejante cuerda floja: los indios belicosos, los africanos que hablan inglés, los costaguanos vulgares y la amable viejecita de la ciudad petrolera, sin mencionar el travestismo y la hermosa Negra Francisca… La montaña siempre ha tenido este poder para transformar el miedo y lo tenebroso en lo carnavalesco. Sin embargo, su aspecto más genial no radica en esto, que es algo sencillo: mera dialéctica, reversos, codependencias, los dos lados de la misma moneda que conocemos bien; no necesitas de una reina de los espíritus ni de la magia del Estado para darle la vuelta. Virgilio manejó lentamente de regreso a la ciudad; en el camino le dieron un aventón a una mujer que contó que hacía poco había sido curada: la había poseído el Ánima Sola y si seguía en el mundo de los vivos era de puro milagro. Mission aprovechó la oportunidad para entablar una conversación profesional con José sobre su opinión de “la velación”, es decir, del momento en que colocan el cuerpo boca arriba en el piso, frente al portal y, rodeado de un círculo de flamas, entra en trance. ¿Cómo
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funcionaba?, ¿por qué lo hacían? Mission todavía estaba intrigado y era suficientemente ingenuo como para pensar que habría respuestas claras y que José, con la inocencia de la juventud, lo sabría. Era un viejo truco: Mission era hábil, pero también lo era José, que empezó no con los vivos, sino con los muertos; no con los cuerpos, sino con los espíritus, a los que concedió muy poco tiempo, pues se trata de espíritus “de baja luz” (o sea, de un bajo nivel de luminosidad) si los comparas con, por ejemplo, el Libertador y su corte, que son espíritus “de alta luz”. Los de baja luz sólo están hambrientos de luz y siempre están ansiosos por avanzar en su camino hacia la luz y, así, pueden ser convocados fácilmente con oraciones o con la misa católica para invadir el cuerpo de algún enemigo. Los espíritus de baja luz son estúpidos, como perros, y rápidamente los puedes comprar si tan sólo les prometes un cuerpo; cosa que, naturalmente, a menudo causa problemas. Mission se maravilló de semejante pensamiento económico del mundo de los espíritus: ¡puedes avanzar hacia la luz, es decir acercarte al Libertador si te vendes como un asesino! Y si no como un asesino, al menos sí como ¡un experto en mutaciones que se cuela en el cuerpo del otro! Qué mundo terrible en el que vivimos… la enfermedad del poder. El mundo del psicótico juez Daniel Paul Schreber en el que los cuerpos devoran otros cuerpos, se hinchan de poder y, para adquirir más calor, entablan guerras como hacían los llaneros del Viejo Oeste, siempre en busca de más tierras a lo largo de la línea fronteriza. O como aquel profesor de un último piso, con su cuerpo que crece cada minuto, a un lado de calaveras e impresiones de su computadora, y que planea engullir a todos los profesores del cuarto piso para usarlos como composta en el laboratorio de la azotea que está dedicado a preservar o, al menos, a estudiar, lo que queda de la flora y la fauna del mundo. ¿Qué saben ellos de ciencia?, gruñía, autorreflexivo, pero sus palabras ya se perdían en un ataque vil de la hermeneusis cuando se dio cuenta, con un estremecimiento enfermizo, de que su poder de adaptación a la posmodernidad se había agotado. —Ahora bien, en la velación —continúa José—, una persona entra en trance y el espíritu que la posee se ve obligado a hablar por la boca del que está en trance: “yo le causé este dolor de cabeza”, “yo le produje ese dolor de estómago” y así sucesivamente. Luego corresponde al curandero extraer al espíritu; el espíritu puede incluso confesar quién lo puso dentro del cuerpo; a veces el curandero tiene que pedir ayuda de otros espíritus.
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Mission recordó lo que antes le había dicho Virgilio sobre que el país estaba infestado de espíritus de baja luz, que éstos se hallaban bajo toda roca, en cualquier desagüe o charco, doliéndose por obtener un cuerpo, dispuestos a hacer lo que fuera para purificarse. Mission podía apreciar aquí una visión muy original y dinámica del moderno Estado-Nación. Y no es que faltaran, en lo absoluto, algunos temas intelectuales interesantes y genuinos; por ejemplo: ¿cómo podía la búsqueda de la purificación hacer uso de metodologías tan impuras y por qué tenían que recurrir a tantas porquerías? Y no es que le afectara a Mission: la transgresión siempre ha sido su juego. La única frontera por cruzar aquí es la del gusto, le aseguró al Presidente del Tribunal Supremo, mientras su mente se remontaba a las escenas junto al río en las que el indio acechaba en la tierra retumbante sobre el suelo mullido de la bochornosa noche, junto al cuerpo humano que flota sobre el talco, con velas blancas en las coyunturas, la de la entrepierna, un jeroglífico listo para explotar hacia el futuro. Ahora bien, esto no sólo ocurría en Quiballo; no, de ninguna manera… Rocordó entonces algunas historias que Katy le había contado de Sorte: como cuando los de la Guardia Nacional (con quienes lle vaba la mejor de las relaciones) le contaron de su reciente balacera con los guerrilleros en otra entrada de la montaña (seguramente una pura fantasía) y cómo —continuó ella— a través de alguna extraña serie de asociaciones, un hombre y una mujer extranjeros acababan de ser asaltados; el hombre asesinado y la mujer violada, tendida boca abajo sobre la espalda del asesinado. No sorprende, pues, que su hija jamás entre en la montaña sin un machete escondido en la ropa. Mission recordó a aquel hombre de mediana edad, musculoso y medio calvo, que le contó en una panadería de la capital que un amigo suyo había sido poseído en la montaña y él lo vio, con sus propios ojos, descuartizar a una mujer; primero la decapitó, luego le corto el tronco en dos. Lo había obligado a hacerlo, dijo el calvo, el mismo demonio, y le hizo advertencias de que jamás volvieran
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a pararse en ese lugar. Él, por su parte, abandonó inmediatamente todo aquello y se convirtió en un testigo de Jehová. Sus ojos parecían proyectar fuego mientras contaba su historia, ahí, anónimamente, junto al mostrador de cromo y vidrio que contenía el pan y las galletas recién horneadas. Ahora es un solitario día entre semana y Mission se siente triste, así que va a visitar a Zambrano. Se siente ansioso aunque no atina a saber por qué razón. Le está empezando a afectar: no quiere bajar del taxi para no quedarse solo; el taxista lo mira raro; el taxista lleva un sombrero vaquero y es un fervoroso creyente de la reina de los espíritus. Pacientemente espera a que Mission se decida. Finalmente, Mission baja del auto y lentamente cruza el río y camina, solo, hacia los árboles donde una amiga suya fue violada por los guardias hace algunos años. Un ciempiés se arrastra en un portal abandonado, ¿será un espíritu de las guerras anticoloniales? Jamás le habían parecido los árboles tan altos, la tierra tan desolada. Un loco que tenía agujeros en los zapatos se acerca salpicando agua por la margen del río y masculla algo sobre que lo asaltaron dos tipos con pistolas. Mission cruza el río de vuelta y se dispone, sintiéndose aliviado, a encontrarse con Zambrano. Han pasado ocho años desde que hablaron por última vez, cada uno absorbido por su propia misión, y ahora Zambrano estaba tan absolutamente instalado en su misticismo que se mostraba completamente racional aunque se considerara a sí mismo un brujo. Zambrano aclaró enfáticamente que él mismo nunca había sido poseído por espíritus. ¡Oh no!, parecía estar excesivamente preocupado por la autenticidad y le aseguró al extranjero que noventa y cinco por ciento de todas las posesiones de espíritus que ocurrían aquí eran falsas. Además de eso, había “mucho invento” como eso de los vikingos y de Eric el Rojo. Sentado, se puso a contemplar el más allá, con sus bermudas cafés a cuadros, secándose el sudor; su dogma se mantenía gracias al constante influjo de nicotina y pepsi sumergidos en los abundantes rollos de grasa de su estómago. La gran mayoría de los que lo buscan para una cura, dice, sufren de alguna enfermedad psicosomática; muy pocos son los afligidos por la invasión de algún espíritu. Un ejemplo de estos últimos, sin embargo, fue la esposa de un capitán de la Guardia Nacional que había sido poseída por el espíritu de un muerto que estaba enamorado de ella y, tal y como era de invisible, ¡copulaba con ella frente a los ojos del
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capitán! El capitán estaba asombrado: ¡su propia esposa cogiéndose a sí misma (así lo parecía) o cogida por un espíritu dentro de ella! Zambrano, manteniendo un tono clínico, hablaba de “contorsiones extrañas”. Necesitó la ayuda de cuatro hombres muy fuertes de la Guardia Nacional para sostenerla mientras exorcizaba al espíritu junto al río. Su cara se tornó monstruosa durante la lucha y en un punto del exorcismo su cuerpo de plano se alzó del suelo. Los ojos de Zambrano temblaban igual que las fofas capas de grasa de la parte inferior de sus brazos levantados. Todo estaba en silencio. Las historias de lo extremo eran a tal grado abundantes y en tal medida naturales en la montaña que sólo podías concluir que eran extensiones de su mismo poder sagrado: un equivalente verbal de los portales creados para las posesiones espirituales, mágicos puntos de entrada esparcidos por toda la superficie de la montaña, heridas abiertas al cielo que derraman el aura de los muertos que se ha concentrado en la corte de la reina de los espíritus. ¡Qué recurso! Igual que el petróleo, cuya producción es un secreto de Estado muy bien guardado. Sólo que este recurso, en vez de usarse para petrodólares que hinchen el monedero del Estado, este tesoro de autorrenovable muerte viviente podría llegar a poseer, mediante un desenfrenado gasto público, a todo un Estado-Nación. ¿Y eso quién podría jamás exorcizarlo?, cavilaba Mission.
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Los dramas de posesión espiritual en la montaña mágica pueden, por lo tanto, considerarse como similares a los cuentos de un narrador, historias dramatizadas que se caracterizan porque durante sus ensa yos se convoca a la muerte al escenario del cuerpo humano vivo para ejemplificar, a través de la repetición de las representaciones, la autoridad de esa muerte que prevalece en el origen de la forma narrativa. Lo que ocurre, sin embargo, no es mucho más que una obsesión por el ensayo mismo, como si por tales medios pudiera destilarse una autoridad abstracta o metaautoridad. Esta autoridad abstracta, cuya deuda tanto a la muerte como al narrador ha sido puesta en duda por la modernidad, es precisamente la que se escurre, como racionalidad formal, hacia el fundamento de la ley y la burocracia modernas, inclu yendo en buena medida también al Estado moderno. Con esta noción del exceso de una autoridad de muerte que se transforma en una abstracción de la cosa en-sí y queda recogida mediante el ensayo continuo, podemos pensar en la imagen del animal humano que finge la muerte como una forma de defensa, imagen que se halla en el fundamento mismo de la asombrosa crítica de Nietzsche al poder en Occidente y que Horkheimer y Adorno desarrollaron con su noción de “la organización mimética”: una apropiación primitivista de la facultad mimética que resulta crucial para la institución del poder como racionalidad en la organización burocrática moderna, de la cual el modelo ejemplar es el Estado. En este sentido subrayan la importancia de una “mímesis de lo muerto” en la que el espíritu subjetivo “sólo domina a la naturaleza ‘desanimada’ imitando su rigidez y disolviéndose él mismo como espíritu ‘animista’ ”. Esta mímesis de lo muerto como la fuerza vital de la razón administrativa y legal nos abre la perspectiva de toda una nueva manera de pensar la muerte y el Estado; se plantea la posibilidad de una historia [95]
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de la mímesis de las formas de la muerte involucradas fatalmente con la inteligencia social de la organización corporativa moderna y con el engaño, no menos que con el funcionamiento de las formas del Estado y sus epistemologías del sujeto como sujeto del ser estatal. Así, el cogito ergo sum , con toda su importancia para el nuevo individuo de la modernidad, se convierte en un “muero, luego existo” y una vez más el enfoque se revierte, a través del primitivismo de la modernidad, a la labor de lo negativo. Así pues, qué conveniente, qué rico en posibilidades para la representación estatal, resulta la posesión espiritual (especialmente bajo el manto y la influencia de la reina de los espíritus). Ya que aquí la mímesis de lo muerto no sólo es la forma artística política por excelencia, continuamente repetida y retrabajada, y no sólo se pone la obsesión misma obsesivamente al servicio del embellecimiento del espacio de la muerte que se crea como un monumento a la violencia fundacional, sino que, además, la muerte se conjuga mediante la vaga figura de una consorte para la figura legitimadora del Libertador, de manera que se consolida la “economía de infiltración” del tabú y la transgresión en la que la autoridad, impartida por las apariencias de los moribundos, se cosecha primero en el cuerpo que yace en trance, totalmente quieto en su halo de llamas, y luego en aquellas actuaciones frenéticas de miradas ausentes y cuerpos que se convulsionan. La primera modalidad, la de la quietud, es la “velación”, en la que el cuerpo imita la muerte como un cadáver: un cuerpo beatificado y embellecido que se metamorfosea, según lo estipula la doctrina, en materia pura y, como tal, está listo para la segunda modalidad. La segunda modalidad es la del cadáver-cuerpo que se torna “vivo” por la incorporación del espíritu poseedor. Aquí la imagen y el cuerpo se interpenetran en lo que podríamos llamar el “teatro de fisonomías”. La posesión espiritual en la montaña mágica, como el cine y la fotografía, magnifica la fisonomía; se trata de la práctica oscura (pero segura por ser tan común) de interpretar lo interior a partir de lo exterior; interpretar el carácter y la disposición humanos a partir de la cara; sólo que en el caso de la posesión espiritual hay una suerte de inversión fisonómica: ocurre que en ella el interior presume (o se presume) que ejerce su magnificación fisonómica en el exterior: el espíritu está escrito con grandes letras sobre la pantalla móvil que es el cuerpo donde ahora está albergado. La escenificación de la montaña de la reina de los espíritus es, así pues, un escenario dual interconectado, la escenificación del cadáver
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y la escenificación de las fisonomías. Si, por una parte, se debe precisamente a la mímesis de lo muerto (como vida del ser estatal) que las extrañas rigideces corporales de la posesión espiritual encuentran una escenificación apropiada (primera modalidad), así, por otra parte, el juego con la historia queda escrito en la masa móvil del cuerpo que espera la llegada del espíritu durante el teatro de las fisonomías (segunda modalidad). La primera modalidad ordena y predetermina la segunda como lo hace el lado burlón de la fuerza tumescente del tabú, que es la que confiere al cuerpo su esplendor. Este lado burlón de la mímesis de lo muerto es el “estado de emergencia” en el que se desata una forma completamente diferente de la mímesis estatal. Ahora el cadáver salta a la vida: la acción intensa es la que está al mando y en ella la excepción es la norma, produce, pues, simulación, disimulación, celeridad, abruptos cambios de ritmo y, sobre todo, la presencia del soberano espiritualizado como el encargado de decidir acerca de tales excepciones. No obstante, no podría hacer esto (ni la excepción podría convertirse en la norma) sin el “trabajo de muerte” bajo la supervisión de la reina de los espíritus. El trabajo de muerte, como lo sugirió Walter Benjamin, otorga la autoridad que el narrador requiere y este trabajo implica la repentina revelación de una secuencia de imágenes del yo en movimiento (así lo consideraba Benjamin), en el interior de un moribundo en el momento en que la vida llega a su fin. ¿Acaso esta memoire involontaire que se activa con la sensación corporal y la circunstancia corporal (en este conmovedor caso, con el final de la vida) no podría externarse como una versión dramatizada de sí misma, como en la posesión espiritual? Aquí debemos estar muy conscientes de que, para la mayoría de las personas y durante la mayor parte de la historia mundial, la posesión espiritual fue la norma. La modernidad erradicó, por venganza, cualquier endeble capacidad que Occidente pudo tener para movilizar a la muerte de esta manera. No podemos sino especular las riquezas que el narrador de Benjamin hubiera tenido a su disposición si esta modalidad se hubiera dramatizado y si la dependencia del trabajo de muerte, a veces obvia, a veces escondida, hubiera sido más recurrente. Lo único que ahora nos queda es la muerte de la muerte… Semejante teatro requiere de un escenario en el espacio y el tiempo, como ocurre precisamente en esta excolonia con su espacio de
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muerte construido a partir de la poética estatal de la guerra anticolonial y mezclada con un triunfalismo apocalíptico. La montaña de la reina de los espíritus es el intento supremo de escenificar una y otra vez justo este espacio siempre móvil. Al mirar el pasado hacia adelante, la revelación de muerte crea una extraña dimensión espacio-temporal y lo hace, simultáneamente, con una arrasadora revelación por lo que toca a la autoconciencia. Esto es lo que está en juego en aquella paradoja con la que Benjamin sugiere que la imagen-secuencia que se le revela al moribundo consiste en “visiones de sí mismo por las que él se encontró a sí mismo sin estar, en ese momento, consciente de ello”; la muerte provee, con este extraño vuelco de índole pictórica, una instancia primordial de lo que Benjamin consideraba el punto central de su método de la imagen dialéctica . Es como si la muerte revelara una alteridad irreductible en el yo , a saber, la persona (palabra que etimológicamente significa “máscara”) social cuando está por cerrarse el telón de su vida; ya que la función social de la muerte consiste en iluminar la misma actuación de papeles, y esto se aplica con particular fuerza a la metamuerte, es decir, la experiencia formativa de la modernidad que permite ver una nueva belleza en lo que se desvanece con la muerte de la muerte.
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—Después de que la muchacha se fue —dijo Zaida—, solía sentir el frío de los espíritus que pasaban detrás de mí. Aunque se había ido, sus espíritus seguían aquí. Un día estaba afuera moliendo maíz y hasta mí llegaba el olor de humo de puro: mis hijos estaban encendiendo los puros que la muchacha había dejado. El olor me agradó. Entonces, sentí cómo me invadía una oleada de frío; alcancé a percibir luces en uno de esos desagües… ¡mi alma me había abandonado y el espíritu de Lino Valle había entrado en mí! —Yo estaba ahí —interrumpió la hija—. Yo misma toqué su cuerpo y estaba completamente frío. Su espíritu la había abandonado y en su lugar había llegado un espíritu proveniente de ese desagüe, ¡era una mujer de Valencia! —La siguiente vez fueron cuatro espíritus: Lino Valle, la reina María Lionza, la reina Margarita y don Martín Canete. Cuando te hallas en semejante estado puedes curar a las personas, puedes ayudarlos a conseguir dinero, o en su vida amorosa —explicó Zaida. ¡Sí! A Zaida la poseyó incluso la reina de los espíritus, y muchas veces. Es más, había sido poseída ¡hasta por su suegra!, ¡quien, naturalmente, se dedicó a regañarla!, ¡lo puedes creer! Ahí la tienes, poseída por su suegra, que se atreve, ¡nada menos que a reprenderla y reprocharle cualquier cantidad de cosas! —Sientes una fuerza, una gran fuerza —respondió cuando él le preguntó qué se sentía ser poseído—. La sientes por todo el cuerpo, especialmente en los brazos, como si alguien estuviera atándote; es una fuerza exterior a ti. La espalda y los hombros se te hinchan, como si alguien te estuviera inyectando aire y luego ya no sientes nada hasta que vuelves a la normalidad. Luego te sientes cansada y adolorida unos tres días, especialmente en los músculos de los hombros. El Negro Felipe era el que venía más a menudo. Solía decir que necesitaba [99]
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ron y que todos debían tomar ron. ¡Podía tomarse siete botellas! Y era muy vulgar. Le decía a las mujeres que andaban en busca de hombres. Me llegaron tantos espíritus que no me acuerdo de todos, pero una cosa sí te digo. Los espíritus ¡no son buenos para nadie! ¡Tú nomás eres su instrumento! Luego vino María Lionza; ella llevaba una capa y una corona, y luego, hubo un demonio disfrazado de María Lionza. Ése fue el espíritu que me causó la enfermedad. —Yo me la pasaba siempre llorando: ¡ya no era mi madre! —interrumpió de nuevo su hija Nieves. Zaida se echó a reír. Esta conversación que Mission entablaba para sondear la historia espiritual resultó una conversación muy peculiar porque las posesiones quedan más allá de la memoria o, para ser más exactos, están partidas entre dos zonas irreconciliables, una de las cuales generalmente es imposible traer a la memoria. El sujeto se partía y luego, por así decirlo, se evaporaba. Una vez una mujer se acercó a Zaida y le dijo: “¡tú eres la que me curó!”, pero Zaida no la recordaba en lo más mínimo; su hija dijo que sí, que la había tratado, pero Zaida había estado poseída y no tenía ningún recuerdo de eso. La primera persona a la que curó después de que se le metió el espíritu de Lino Valle fue una pequeñita de un año y medio que ningún doctor podía curar. Había contraído sarampión y tenía vómito y diarrea y Zaida la curó en la casa con hierbas; no estuvo poseída pero sí invocó a las Tres Potencias, fumó puros y recitó el Padre Nuestro. Esa misma noche la niña empezó a mejorar y en tres días estaba totalmente compuesta. —Una vez, temprano en la mañana —continuó—, en un sueño se me apareció un carro que venía de la capital con mucha gente. Había dos niños que vomitaban sangre, un niño y una niña. En el mismo sueño, yo preparaba una velación con muchas plantas y uvas y manzanas… ¡Ese mismo día llegaron a mi casa! ¡De la capital! Fuimos a la montaña, al mismo lugar cerca de Sorte que yo había visto en el sueño, y reproduje la misma velación que había visto en mi sueño; incluso el portal, todo igual. Ella no usaba retratos ni estatuillas, pero sí usaba velas: rojas, azules, amarillas y blancas. —De ese color son los rayos que ves venir de allá arriba cuando estás trabajando —explicó—. Un día me trajeron a una muchacha de diecinueve años. Los doctores de la capital decían que moriría. En Valencia decían lo mismo. Un compadre mío me recomendó con la familia así que me la trajeron, vomitaba sangre. Me fumé un tabaco y
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me di cuenta de que probablemente estaba poseída, así que la llevamos a la montaña e hicimos una velación. Mi banco era Nieves pero resulta que ese día estaba enferma y tenía un tumor en la cabeza, así que ¡tuve que aventármela yo sola! Me poseyó una reina, la reina Yermina, que pertenece a la montaña Buchicaluri, y luego la reina Margarita que también pertenece a la Corte India. La primera reina expulsó al espíritu que causaba la enfermedad y la segunda proporcionó los nombres de las medicinas que necesitaba. La muchacha se compuso. Virgilio no aparecía por ninguna parte. Ocurrió también una vez que los doctores concluyeron que a su hija Nieves era imposible hacerle una cirugía; sólo podían administrarle drogas. Tocó a Zaida entonces emprender la cirugía, que llevó a cabo con todo éxito gracias al espíritu de José Gregorio. Después Zaida realizó con éxito operaciones de hernia y cáncer del hígado, pero, poco a poco dejó de hacerlo. —Poco a poco, si trabajas con los espíritus, acaban matándote. Yo me di cuenta de que al final los espíritus siempre son traidores y de que me había convertido en un instrumento de malignidad. Mission creyó entender, más o menos… Virgilio le había contado varias veces, mientras iban dando tumbos por los caminos en su taxi, que Zaida se había enfermado de la garganta y que habían ido de doctor en doctor, gastaron mucho dinero, incluso tuvieron que vender su camión, del que dependía su ingreso, hasta que un día, en la ciudad, ella oyó a un evangelista de Puerto Rico y sintió alivio inmediatamente. —Era como si me quitaran una espada que traía enterrada en la espalda —precisó Zaida. Fue en ese preciso instante cuando se dio cuenta de que su enfermedad era resultado de las posesiones y de que tendría que renunciar a su vocación. A partir de ese momento, consideró la montaña y todo lo que ella representaba como obra del demonio; pero, con semejante revelación, ¿qué sería de Virgilio, tan apasionado por la montaña? Unos días después, Nieves me explicó (acompañada por su hermano al que le había caído una viga en la cabeza hacía varios años y había quedado absolutamente incapaz de hacer nada que no fuera acompañar a su madre al templo evangelista dos veces al día) que su padre y su madre estaban esencialmente separados, aunque seguían viviendo bajo el mismo techo. Tenían ya mucho tiempo así; desde que la amante de Virgilio, una mujer que vivía a un par de cuadras de
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distancia, valiéndose de magia, había hecho imposible que él durmiera con Zaida. Incluso, esta mujer había perseguido a Zaida durante mucho tiempo, años antes de que tuviera su primera experiencia con espíritus. Zaida luego me confirmó que sí, que durante muchos años, antes de ser poseída, había sentido que no era libre, se sentía humillada; sentía que siempre le ocurrían cosas extrañas. Así, pues, fue que Mission se vio de vuelta en Quiballo, de regreso a esas escenas bajo árboles lúgubres que gotean con el rocío de la montaña. Fue ahí con Nieves; en su mente (llena de asombro) él seguía a la espera de Ofelia, de algún ser ligeramente familiar que mejor pudiera medir lo no familiar. Sabía que algún día la encontraría… y precisamente ese día corrió con suerte. Ofelia acababa de regresar de España, de las islas Canarias, para ser exactos, a donde había ido a curar a un loco. De hecho, no había llevado a cabo la cura en España sino aquí, ¡en la montaña! Esperaba a que la persona estuviera dormida en las islas Canarias y entonces se dejaba poseer aquí mismo por el Indio Tamanaco, el espíritu indio que se representa como una cabeza segada por los españoles. Había
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sido una faena muy difícil, tuvo que admitir, conseguir que el espíritu de un indio hiciera esto. Lo último que un indio quería era curar a un español. Usó a su hijo como su banco. La cura fue tan exitosa que la familia del loco la invitó a España. Eran ricos y tenían un restaurante; le mostró a Mission algunas fotos. En el trance, Tamanaco le reveló que era la tía del loco quien le había causado esto por pura envidia de la riqueza de su hermana. La madre del loco quedó impresionada. —¡Sí! —aclaró Ofelia—. Hay muchos curanderos de aquí que se van a las islas Canarias y trabajan con la reina de los espíritus. No sólo había regresado, sino que ahora era la dueña de uno de los cobertizos, el más grande que estaba al final de la hilera. Construido con lámina, este cobertizo elevado era como un establo. Albergaba un restaurante: cuatro mesas, un refrigerador para refrescos y, atrás, ocupando casi un tercio de todo el espacio, se hallaba el altar más recargado y más extravagante que cualquiera podría imaginar. ¡Lo había armado todo la misma Ofelia! ¡Ofelia! Era abrumador: te acometía desde una docena de ángulos al mismo tiempo, como un escenario poblado de espíritus de todas las formas y tamaños; con todos los colores radiantes, proyectaban sombras y cada uno emergía de ellas cuando captaba tu mirada y descentraba el cuadro que habías antes formado. La mirada de Mission se detuvo en la estatua de yeso de más de un metro de la reina de los espíritus; tenía la cara pálida pero alegre, una túnica color bermellón y una corona de oro, llevaba adornos dorados y un gran crucifijo dorado que colgaba de su cuello con un cordel de los colores patrios. A sus pies estaba la efigie de yeso de las Tres Potencias, con ella misma en el centro, y había otra figura suya con una bata azul y sosteniendo un arco de satín rosa con las estatuas del Indio Guaicaipuro y el Negro Felipe a cada lado. Había un Cristo con una túnica púrpura, con una corona de espinas y cargando una inmensa cruz negra. A su lado había una estatua de color bronce que representaba a una reina de los espíritus desnuda, montando con muslos robustos un roedor de la selva con hocico puntiagudo: una copia de la estatua que fue erigida en el camellón de la carretera en la capital, frente a la universidad, en la época del dictador en la década de los cincuenta. Bajo estas figuras podían verse vikingos envueltos en diáfanos satines con los colores de la nación, con brillantes yelmos y largas barbas rubias. Había al menos dos versiones de Lino Valle, el célebre hierbero y ermitaño, una arriba de la otra en un gabinete de madera con puertas de vidrio; en
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una estaba con traje café y corbata, en la otra aparecía en su atuendo de ermitaño fumando un puro, como pudo haber sido su gusto en aquellos largos años solitarios en la montaña mágica. También estaba, como siempre, el Doctor José Gregorio Hernández, dócil y afable, sosteniendo su estetoscopio, junto con muchos africanos que estaban regiamente sentados entre cabezas de indios, hombres y mujeres, algunos con tocados de guerra. El conjunto estaba envuelto en listones y rodeado de velas y telas color rojo y púrpura con brillantes flores de todos los colores y todos los tamaños esparcidas alrededor. Había dos grandes cromos de Jesús en la pared de lámina y un peculiar cromo color gris de un remolino de agua que tenía un lujoso marco: era el regalo de agradecimiento de un musulmán por una cura y tenía versos del Corán. Ofelia había recorrido un largo camino desde aquella modesta visita de 1983 al Palacio del Libertador. Pero lo mismo se puede decir de Mission. Animada por la serenidad de Ofelia y por la magnificencia de su altar, Nieves se tornó platicadora. Su voz quejumbrosa fluía como los hilitos de agua que corrían frente a los altares mientras la oscuridad de Quiballo se espesaba como se espesa una sopa de garbanzos. No obstante, entre las sombras, se dibujaba claramente la figura de su padre y su preocupación por él; era una vieja historia y su voz ya se notaba cansada: habían intentado todo, pero sin éxito. El asunto era que tomaba demasiado y la raíz del problema era que su amante lo había embrujado usando su propio esperma de manera que ya no podía tener relaciones sexuales. Obsesionado con su potencia viril, había gastado una pequeña fortuna, alrededor de 500 dólares, inyectándose la medicina que se usa para fortalecer a los sementales, al grado de que hace poco tuvo una erección permanente que lo obligó a tener una intervención quirúrgica para desalojar toda la sangre congestionada. Y todavía sigue inyectándose. —Es un trabajo peligroso —comentó Ofelia. En una ocasión, al oír el nombre de Antonio Ricaute, el líder, el héroe a caballo, Virgilio había citado, de inmediato y con el semblante encendido: “¡Yo muero, pero la patria se salva!” ¿Acaso no se representaba al Libertador siempre de manera monumental, permanentemente fijado en bronce y mármol, de pie sobre un semental como lo muestra el libro de texto escolar que Virgilio ha guardado
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con tanto cuidado? ¿No era, entonces, decidida y grotescamente con veniente, que Virgilio, por su parte (especialmente porque ya no le estaba permitida la entrada a la montaña), se inyectara elíxires que le aportaran las facultades de un semental en una suerte de desquiciado ritual fingido de posesión espiritual que, precisamente en su extremosa oscilación de arriba a abajo, entre spleen e ideal, expresaba de una manera asombrosa la misma ansiedad del Estado que se esfuerza por recuperar el control de sus emisiones? ¿Quién sabe? Quizá todo hubiera sido diferente si la montaña se hubiera quedado sólo en el reino de la selva de los símbolos y las correspondencias naturales (es decir, en las manos de las Tres Vírgenes y Lino Valle, el profesor-ermitaño), sólo como un conjunto de voces que manan de los árboles y no tienen nada que ver con caballos, ni con la magia seminal de los héroes.
SEGUNDA PARTE
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Se supone que Virgilio no debía visitar la montaña, ya no. No sólo por lo que le había ocurrido a Zaida, sino por el poder que la montaña ejercía sobre él: lo tenía como un verdadero cautivo, lo fascinaba a la vez que lo aterraba. Ahora, cada vez que la visitaba, se quedaba afuera, como un espectador, tímido, no como antes, cuando estaba con su padrino, el ermitaño santo, el profesor Lino Valle. Ahora, sólo miraba como a través de un lente, en la oscuridad; ahora veía formas y fantasmas que antes no estaban ahí. Mission fue el que le dio una excusa para ir a la montaña. Sin embargo, se mostró bastante renuente mientras conducía su viejo Ford, desde la plaza dedicada al Libertador, por entre el laberinto de callecitas de un solo sentido, pasando panaderías, tiendas de magia y feas casas de concreto, para llegar al camino que dirige a la montaña. Siempre llevaba consigo a su nieto. Quizá porque a él le gustaba ir a la montaña, quizá porque Zaida lo obligaba como una manera de mantener una mirada vigilante en el asunto. Zaida tenía el rostro más ancho que Mission había visto en toda su vida. Cuando sonreía, su cara se extendía hasta las cuatro esquinas del mundo y de sus ojos manaban las estrellas del cielo. No tenía un solo diente. Durante ocho años había sido una célebre curandera de la montaña. La primera vez que oyó de la reina de los espíritus fue cuando llegó, a principios de los años cuarenta, a vivir en este pueblo al pie de la montaña, pero nadie —lo declara enfática— trabajaba en aquel entonces en este tipo de cosas. Nadie iba a la montaña. Lino Valle, quien después se volvería famoso como hierbero, Celestino Soto y Rodrigo, fueron los primeros médicos en ir a la montaña. Lo que es más, en aquellos tiempos los médicos ¡no eran poseídos! Lino Valle llamaba a los espíritus con su mente y ellos respondían; ¡pero no a través de [109]
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su boca!, ¡oh, no! (siempre se cubría la boca con la mano): se trataba de una voz que provenía de los árboles y daba una explicación de la enfermedad. El médico nunca hablaba, sólo se sentaba a un lado y alguien anotaba lo que la voz decía. Fue muchos años después, a mediados de los sesenta (así creía recordarlo) que la gente empezó a ser poseída. Era gente de las ciudades, de la capital; y no había nada de todas estas cortes que tienen ahora en torno a la reina de los espíritus. Ni siquiera el Indio Guaicaipuro. Don Juan de Quiballo, don Juan de Sorte, don Juan de Yaracuay sí existían, por supuesto, pero entonces ni siquiera las Tres Potencias existían y no había nada de este asunto con la bandera. Lo que es más: se han equivocado completamente en la apariencia de la reina de los espíritus: en realidad ella tiene una abundante cabellera rubia. Mission estaba atónito. ¡abundante cabellera rubia! La figura fundacional de aquella violencia que inauguró el patetismo de la nación (esto según Zambrano, el obeso profesor allá en la montaña) ¡tenía una abundante cabellera rubia! La antigua Diosa de estas tierras cálidas y de estas montañas que se precipitan sobre mares cristalinos y caribes feroces (según Katy y sabrá Dios cuántos antropólogos), la esencia femenina esencial y la confluencia de rito e historia capaz de hacer estallar el corazón, ¡tiene una abundante cabellera rubia! Claramente, con esto Zaida añadía un nuevo cariz; ella veía siempre lo nuevo, no lo viejo, y la fuente de inspiración no yacía en la montaña sino en la ciudad. Con su casa a la sombra misma de la montaña, ella era la auténtica desautenticadora: ella era de aquí, los demás eran de otra parte. Ella era como una roca: no tenía un solo hueso místico bofo, en ella no había superchería ni charlatanerías de mirada vidriosa. Cuando sonreía, se iluminaban las cuatro esquinas del mundo: era una verdadera sonrisa, una sonrisa que regalaba libertad al mundo. Virgilio entró en la conversación; cuando se encontraba en ésta, su casa de mujeres, tendía a desaparecer, pero ahora su mente estaba dando vueltas por aquellos polvorientos caminos de mulas que, en los años treinta, llevaban a la montaña. En aquellos tiempos, al final del sendero había tres figuras y tres reinas de los espíritus: María Lionza, Isabela y Margarita. También andaba por ahí Don Juan de Sorte. Él era el tío de María Lionza, ¡ah! y también estaba el espíritu de Don Martín Canete, que venía de Coro. Él era el padrino de María Lionza En esto Virgilio se distinguía de Mission: lo que él sabía de historia
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y de antropología espiritual lo sabía por los espíritus mismos; ellos le contaban quién era quién y de dónde venían y así sucesivamente. Un archivo vivo de los muertos en la mejor tradición positivista. “Que los hechos hablen por sí mimos, y quiero decir que realmente hablen !” ¡Cómo habían cambiado las cosas desde que él era niño y rondaba por esos caminos de mulas para visitar a las reinas, María, Isabela y Margarita! Ahora bien, ¿por qué asombrosa magia se había insertado algo así de poderoso en aquel polvoriento recorrido que antes sólo conocían las mulas y los campesinos, algo que dominaba a Virgilio con un fervor igual al que se reservaba para la adoración de las reinas de los espíritus; ¡y no sólo a Virgilio! Esta otra cosa era la cosa del Libertador , y aunque pudo parecerle extraño a Virgilio despertarse un día y encontrar la montaña en absoluta algarabía con la ópera festiva del Estado del todo, él no era de ninguna manera (¡oh, no!) inmune a la cosa del Libertador . Tan sólo hace unos días, por ejemplo, Mission había estado en la montaña con Virgilio, en Sorte, y al pasar el portal junto a los cobertizos de lámina vieron una hermosa estatua recién colocada del Negro Primero con un gran medallón con los colores patrios pintado en su pecho. El Negro sostenía decorosamente una pintura de la Corte Li- bertadora , es decir, los generales blancos de las guerras anticoloniales. En el centro del cuadro se hallaba el Libertador.
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Los espíritus de la Corte Libertadora tienen un estatus muy alto y sólo rara vez (si acaso) descienden a poseer los cuerpos de los vivos. Ese día, sin embargo, en Sorte, un poco más adelante, cruzando el río, al entrar en el bosque, Virgilio y Mission se encontraron con un portal magnífico, quizá de unos seis metros de largo, vibrante por tantas velas encendidas, estatuas, retratos y flores. En la parte superior colgaba un inmenso y admirable estandarte con el nombre bordado de José Antonio Páez. Después del Libertador, Páez fue el general más famoso de la violencia fundacional del Estado del todo. En ciertos sentidos cruciales, había sido su opuesto: no era de la clase alta sino un hombre rudo, tosco, bajo de estatura con un pecho como barril y hombros musculosos, no provenía de la capital sino de las amplias praderas que se extendían al otro lado de la capital, era un “primero entre iguales” de aquel lugar que era hogar de vaqueros negros que blanden machetes. Por mucho tiempo después de la guerra, la estrella de Páez estuvo en ascenso, mientras que el Libertador moría en el exilio, allende el mar, disilusionado y olvidado, con su sueño de liberación vuelto añicos. En ese lugar había quizás unos treinta jóvenes dando vueltas; los abogados recibidos vienen aquí a apoyar a sus amigos que se acaban de recibir. La guía era muy bajita (casi como Páez mismo), una mujer inteligente y alerta, de la capital, de cuarenta y dos años, con el pelo rojo, teñido. Su entusiasmo y su generosidad no tenían límites. Aunque había nacido en la capital y no tenía ningún vínculo con la provincia, su pasión dominante y su destino —podríamos decir— era ser poseída por los espíritus de las llanuras, esas llanuras que se asociaban también con Páez, con sus generales y con sus vaqueros ferozmente leales, como el Negro Primero, a quien Virgilio y Mission habían visto cuando entraron a la montaña aquel mismo día, con todo y su medallón de los colores patrios y la pintura de la Corte Libertadora. ¡Y fueron en verdad hombres de las llanuras quienes la poseyeron esta vez! Guerreros, según precisaba. Tenían más de cien años de edad, insistía, como José Antonio Páez, José Tomás Boves y Antonio Ricaute. Grandes hombres, dirigentes, aunque se hallaran en bandos opuestos de las guerras anticoloniales o de las guerras derivadas de esas guerras, aunque se dedicaran luego a matarse entre sí. “¡Yo muero pero la patria se salva!”, eso era lo que Virgilio había recitado al oír el nombre de Antonio Ricaute; entonces empezó a hablar de las guerras anticoloniales; más bien era como si rezara una
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letanía: no era posible detenerlo; el hombre era una enciclopedia andante, un sumo sacerdote dedicado a la memoria de los caudillos y de las batallas. Era como si les infundiera nueva vida, y de educación sólo tenía hasta el quinto año. Finalmente, concluyó: —En cuanto a lo que pasó con el Libertador —dijo, tomando un poco de aliento—, fue una cosa de perfección … como Dios. Frente al portal una mujer pidió una falda amplia; su voz era la de una negra pobre, temblaba violentamente: había sido poseída por la nodriza del Libertador y empezó a dibujar formas humanas con talco en el suelo. Uno por uno fue recostando a los abogados que apenas llevaban algo de ropa; éstos cayeron en un profundo sueño. La mujer continuaba temblando y se caía a menudo. —No resiste —susurró Virgilio. La recostaron en el suelo. Ahora la pequeña mujer, la guía entraba en el círculo: también ella había sido poseída. Tomó una vara, alguien le pasó un sombrero de ala ancha. Comenzó a dar vueltas por el claro, era un ser transformado, con los labios salidos y la barbilla hacia arriba; hablaba con un acento extraño: el acento de un rudo habitante de las grandes llanuras, con su chaqueta roja de seda que tenía la cruz de Caravaca primorosamente bordada en el dorso: un extra de protección. Tomó un puro encendido y empezó a dar puñetazos, golpeando los abdómenes de los abogados que yacían en trance en el suelo frente al portal. Un día, de una esquina oscura de su cuarto, Virgilio había sacado amorosamente un libro y lo había sacudido; muchas de sus páginas tenían la esquina doblada como separadores de la lectura, Las aventu- ras del Libertador: Autobiografía , de V. Romero Martínez. En la cubierta se declaraba con grandes letras y en negritas: Primera edición, 1972, 12 000 ejemplares, Segunda edición, mismo año, 12 000 ejemplares. Tercera edición, 1973, 10 000. La cuarta edición, fechada en 1976, fue de 20 000 ejemplares. La primera página era una copia facsimilar de una carta mecanografiada del ministro de Educación del Estado del todo. Las letras de la máquina de escribir destacaban extrañamente en relación con el resto del libro. Parecían primitivas e improvisadas. SE RESUELVE Por decreto del ciudadano presidente de la República y de acuerdo con las reglas de los órganos técnicos de la Presidencia y de conformidad con la disposición del Artículo 63 de las Reglas Generales de
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la Ley de Educación, Las aventuras del Libertador. Autobiografía queda autorizada como lectura complementaria para usarse en el cuarto, quinto y sexto grados de Educación Primaria, así como en los Ciclos Básico y Diversificado de Educación Media.
La carta tenía un número de folio que había sido estampado con un ángulo ligeramente inclinado. No. 00146
El libro estaba dedicado a Carmen: mi compañera de luz un puerto seguro en mis jornadas de aflicción. Seguían breves capítulos de texto supuestamente escritos por el Libertador durante su aventurada vida, cada capítulo se titulaba “paso” y estaba encabezado por una ilustración. Las ilustraciones eran muy curiosas: no eran pinturas del Libertador sino pinturas de pinturas del Libertador o pinturas de estatuas del Libertador. El “Paso 17” estaba encabezado por un dibujo burdo de una estatua ecuestre del Libertador, diseñada por un italiano y erigida en Bogotá. El “Paso 20. Todos serán ciudadanos” estaba encabezado por un dibujo de una estatua en Lima, Perú, del Libertador montado en un caballo encabritado, parado en sus dos patas traseras. El “Paso 10, La infinita melancolía” estaba encabezado por un burdo dibujo del Arc de Triomphe de París. En estas ilustraciones el énfasis en la representación de segundo orden de las formas estatuarias dejaba claro que la vida del Libertador quedaba reducida (¿o deberíamos decir elevada?) a monumentos. Esta dialéctica de la reducción y la elevación es digna de mención porque presenta la característica primordial del fetiche: registrar la representación antes que el ser representado, el modo de significación a expensas del objeto que está siendo significado. Las estatuas, así petrificadas, y más enfáticamente los dibujos de las estatuas, engendran cierta magia de muerte que establece una concordancia entre la metaimagen y el poder de los espíritus. Sin embargo, el resultado de esto es que, en ocasiones, el elemento cómico apenas puede restringirse: el hecho precisamente de que ha sido fatigosamente restringido mediante acartonados ritos de recono-
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cimiento de las ficciones fundacionales de la identidad es prueba del secreto a voces de la confluencia de lo oficial con lo cómico que hace del kitsch la estética apropiada para la magia del Estado. La “Oda a la estatua del Libertador” de Miguel Antonio Caro, publicada en 1883, ha sido descrita como la más notable conmemoración literaria del nacimiento del Libertador (“una composición pesada pero efectiva”). No es una oda al Libertador, ¡sino a su estatua! Por la misma época en que se componía esta “Oda a la estatua”, el ensayista José María Samper expresó sus sentimientos de admiración siguiendo un esquema según el cual “el Libertador que pretendo describir es el Libertador que siento elevarse ante a mis ojos como una estatua colosal…” Este metaorden de la representación sirve para agudizar la apreciación, de quienes estamos mágicamente protegidos del conjuro mágico, de que es precisamente esta apenas lograda restricción de lo cómico (más que la represión de la verdadera historia) lo que da a los monumentos sus poderes como fetiches: la aturdidora incapacidad para reírse ante aquello que todos, secretamente, tememos como el absurdo cómico de la histeria del Estado por autorrepresentarse. Ya que el gran deseo del monumento es su necesidad de desfiguración. Así como el Führer que, en el diseño de sus monumentos, interpolaba cómo se imaginaba que lucirían cuando estuvieran en ruinas, el monumento se erige como un testimonio de la energía sagrada acumulada por el tempestuoso pasaje entre sacrilegio y sacrificio, entre lo demoniaco y lo divino. El problema es que, mientras que el arte de este pasaje tempestuoso es como una segunda naturaleza para los magos y hechiceros que han poblado la historia, no es tan sencillo para la maquinaria del Estado moderno logar lo mismo sin parecer torpe o estúpido. Dado el poder que está detrás de esto, no obstante, nadie se atreve a reír, no sólo por miedo a represalias, sino precisamente por el poder que deriva de este específico riesgo de lo absurdo. Por otro lado, lo que más llamaba la atención del libro de texto de Virgilio no era sólo la representación a través de la monumentalización sino la total crudeza de tal representación y la coexistencia de esa crudeza con la intimidad . Hay un tipo de poder, como el de los reyes y las reinas, los santos y los dioses, en el que la bajeza y la trascendencia se rodean mutuamente de manera que producen poder mediante el juego de las sombras que una proyecta sobre la otra. Así ocurría, por ejemplo, con los
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dioses griegos, tan famosos por sus flaquezas demasiado humanas; el problema es que nunca sabes cuándo se mantendrán distantes de la esfera humana y cuándo serán débiles y descenderán desde sus cumbres olímpicas. La famosa “arbitrariedad del poder” se refiere directamente a este desconcertante dominio de la bajeza. En Inglaterra adoran a la reina; cuando ella se da a la tarea de mostrarse públicamente y estrechar manos, cuando ingresa a la sala de algún pobre obrero, la gente dice: “¡Caray!, ¡pero si es tan humana!” Se sienten complacidos por su sencillez, por el simple hecho de que tiene los pies sobre la tierra . Más que complacidos, quedan verdaderamente eufóricos; convencidos de que algo muy especial acaba de ocurrir. La gente nunca para de hablar de esta capacidad para “descender”. Gracias a esta capacidad queda virtualmente definido lo “elevado”, es decir, la realeza. De hecho, quedan más que complacidos y más que eufóricos: están absolutamente perplejos y conmovidos por el misterio de las maneras de lo regio y lo bajo. Sin embargo, no expresan este misterio, pues están desconcertados por la extraña capacidad de lo majestuoso para agacharse. Lo táctil juega aquí un papel importante: ¡ser tocado por la realeza!, al menos por un rey. Esto solía curar la tuberculosis, también conocida como “el mal del rey” (nótese aquí el encuentro de los opuestos). Luego, está también el acto de estrechar la mano: el solemne tirón hacia arriba y hacia abajo: tesis, seguida de antítesis; un continuo bombeo a la dialéctica hasta que los rostros se derriten en sonrisas genuinas mientras los ojos se acoplan en oscuros estanques de reconocimiento. Es algo fugaz; pero por más fugaz que sea, se convierte, por supuesto, en la pesadilla del cuerpo de seguridad de un presidente: él sencillamente no para de estrechar manos… ya no hay voz, ya no hay brazo, pero continúa la sonrisa. Y qué hay de esas irresistibles ganas que tiene la gente para ver a la reina en situaciones indecorosas, en el retrete, por ejemplo: un tema típico. Es como Bataille fascinado por las ganas de reír en la presencia del cadáver. No podemos sino reírnos de la falsa solemnidad del rostro de quienes trabajan en una agencia funeraria. Ningún monumento carece de su parte inferior. Este bombeo dialéctico es un aspecto esencial del arte de gobernar. Su impulso generativo provee de alimento al mundo como un efec- to de lo oficial . La misma crudeza de las reproducciones garantiza esto: así, la posición ligeramente inclinada del No. 00146 y la tipografía mecano-
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grafiada de la carta del ministro de Educación del Estado del todo acentúan la perfección de lo oficial. Luego está el asunto de la lengua austera (en este libro que es para niños, ya ves) que caracteriza a los títulos de cada capítulo y les da un estudiado estilo burocrático: “Paso 20: Todos serán ciudadanos”, encabezado con un dibujo de la estatua del Libertador en un caballo encabritado; el pie de ilustración anuncia, con negritas: “Adán Tadolini: Monumento ecuestre del Libertador, Plaza del Libertador, 1874; copia del original en Lima, Perú, inaugurado en 1858”. Un elemento importante de este lenguaje de seriedad y sensatez podría parecer, a primera vista, extraño: una propiedad de animación mágica que hace a la estudiada jerga burocrática cómplice en la práctica de la idolatría, idolatría que ya de por sí está latente en todos los monumentos. En el caso del libro de texto de Virgilio, la animación mágica se estimula con la voz de presunta intimidad y cercanía que permea a todo el texto por el hecho de que el Libertador mismo se dirige, con toda familiaridad, al alumno directamente desde ultratumba o (quizá deberíamos decir) desde el Panteón Nacional. Es como si todo el mundo quedase reducido a una vocecita que resuena en tu oreja, la voz de Dios, la voz de tu conciencia, una pulga que te pica con palabras humanas justo en el lugar en donde tu sensato interior se topa con el gran mundo de allá afuera y cada uno se enrolla en el otro en un estallido de posesión espiritual en el que el Libertador habla dentro de ti, convirtiéndose en ti mismo, con un tono confesional, abriéndote su corazón y su alma y liberándola así para que siga otros destinos. Su tono al hablar, además, lo hace sonar un poco cansado, como si supiera que sus palabras y su imagen habrán de ser reproducidas y copiadas un sinfín de veces, gastados trozos de una vida que serán usados y gastados luego por todas las generaciones futuras. Al sacudir el polvo de la cubierta del volumen, Virgilio se parece más bien a una enfermera, se parece a una madre que, con gesto suave, busca eliminar los pesares de ese hombre cuya imagen, como el hígado de Prometeo, está destinada a sufrir el eterno sacrificio del consumo y la reproducción. ¿Y qué podemos decir de este hombre, ya viejo, que cuida tan amorosamente un libro para niños? ¿Acaso no se puede discernir en esto precisamente la raíz principal de la magia del Estado, así como el propio efecto de lo oficial, y no sólo por la combinación de la muerte y el niño, sino en la imaginación que el adulto tiene de la imaginación de ese niño?
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IGNOMINIA MUCOIDE : FUNDACIÓN DE ESTADO COMO POSESIÓN ESPIRITUAL
A pesar de que en las capitales de Europa y en Estados Unidos ya se emprendía la construcción de su apoteosis, él murió en el exilio, rodeado de apenas un puñado de compañeros, tosiendo hasta echar los pulmones por la tuberculosis en la calurosa costa de Santa Marta; él, que había comandado enormes ejércitos y había derrotado definitivamente a la caballería española de Murillo; él, que había cambiado el destino de todo un imperio y trajo nuevas naciones a un Nuevo Mundo. Aclamado como el Libertador, en apenas unos pocos años vio su fama evaporarse bajo el sol del trópico. Ahora bien, por cierta extraña desviación de la imaginación histórica, el Otro Lugar lo resucitó una década después. ¡Y vaya que lo resucitaron! ¡Lo hicieron en serio! Se comisionaron estatuas que llegaron de París y de Estados Unidos; los barcos crujían bajo el peso de tanto mármol. Una cosa de prodigio. El retorno del exiliado… y ya ni mencionemos la obsesión por recuperar sus restos, traerlos desde la flamantísima nueva república al poniente donde sus atribulados huesos habían ido a encontrar un último reposo. Pero de reposo no habría casi nada: querían sus restos, insistieron en reavivar su espíritu, y en la absoluta radicalidad de los alegatos de derecho de posesión de sus restos definieron la noción misma de nación. El general Pérez promulgó ante el Congreso en 1842: “Nadie tiene el derecho de ir y buscarlos más que la nación a la que pertenecen”. Habían pasado doce años desde que el Libertador había muerto, sepultado bajo los vituperios de este mismo Congreso. En otras palabras, se trataba sencillamente de un acto fundacional consistente en una posesión espiritual operada por el nuevo Estado. Un barco llamado La Constitución fue enviado a bordear la costa. [118]
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Simón Camacho, parte de la delegación, se reunió con el joven cónsul francés, Próspero Révérend, que era médico y, habiendo estado en Santa Marta desde 1828 había atendido al Libertador en sus últimos días y había conservado como reliquia de todos esos años un diminuto trozo de mucosa bronquial seca que había sido extraída del pulmón del Libertador en la autopsia y que, según los reportes de Camacho, “tenía una forma un tanto oblonga, era porosa y se parecía a las más diminutas espinas del esqueleto de un pescado”. Próspero Révérend se aferraba con estimación infinita a esta mucosa seca que seguía envuelta en el mismo papel en el que había sido depositada durante la autopsia doce años antes. Tenía la intención de enviarla a Francia, en caso de que a él le llegara la muerte lejos de su familia. Así es como, de una mano a otra mano familiar y, a través de esas manos, de nación en nación, la anticipación de la muerte, si no es que el miedo ante ella, funciona para transferir la mucosa del hombre que, en el exilio, había muerto tosiendo. ¿Podría haber un vínculo más íntimo entre las naciones que el que se establece gracias a este intercambio de ignominia mucoide, con forma extraña, que había sido extirpado de un cadáver? Ahora bien, ¿en virtud de qué extraña lógica del tabú y la transgresión, en virtud de qué extraña mezcla de licencia médica y sabiduría ritual, puede un acto de un materialismo tan perfectamente bajo, llegar tan naturalmente a glorificar al Estado del todo? La posesión espiritual asume que es posible la continuidad no tanto después de la muerte como durante la muerte. No obstante, hay razones para creer que el moribundo mismo ya ha perdido toda esperanza de liberación, toda esperanza de continuidad. —Es ingobernable —dijo él—. Los que sirvieron a la revolución ya han surcado todo el mar. Ya se veía a sí mismo como esclavo de un destino no menos coagulado, no menos cuajado que aquel pequeño fetiche del médico francés. No había salida; la Ilusión de la Libertad. Aquí la muerte pulula como un fermento constante y no como una conclusión. Le recomendaron llamar a un cura para que le administrara la extremaunción. —¿Cómo podré jamás salir de este laberinto? —preguntó—. ¿Y usted? —se dirigía ahora al doctor Révérend—. ¿Usted qué vino a buscar en estas tierras? —La libertad —respondió Révérend. —¿Y la encontró?
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—Sí, mi general. —Bien, ha sido entonces más afortunado que yo, pues yo aún no la encuentro. Regrese a Francia… Una noche, pues, lo oyeron decir: —¡Vámonos!, ¡vámonos!… no nos quieren en esta tierra. ¡Vámonos, muchachos!… suban a bordo mi equipaje. No obstante, los que vinieron por su cuerpo años más tarde estaban absolutamente determinados a encontrar continuidad. Camacho llegó a oír a los muertos hablar (igual que Lino Valle bajo los árboles, con la mano cubriéndose la boca) y nosotros, que estamos aquí mucho tiempo después de esos doce años de supresión y exilio, nosotros que llegamos mucho después de esos espléndidos años formativos de olvido —seguidos por un siglo y medio de monumentalización ya no con mucosa reseca, sino con bronce, mármol y yeso—, ¿necesitamos ahora que nos instruyan sobre la importancia de la muerte para el Estado del todo, sobre la importancia de los fundamentos espirituales del ser estatal como una organización dentro del halo de los muertos que se desprende y se proyecta? No se diferencia en lo absoluto de aquel “segundo funeral” que el etnólogo francés Robert Hertz describía en relación con las llamadas “sociedades primitivas”. En el primer funeral el cuerpo se desecha hasta que los líquidos se drenan y la carne se marchita y consume para llegar a la pureza blanca del esqueleto. Luego, para el segundo funeral, que ocurre meses o años después, en una ceremonia debidamente ejecutada con bombo y platillos, los ritualistas se ponen a trabajar en la renovación ósea de las aspiraciones y fabulaciones del grupo como un todo, así, se abalanzan a la escenografía de un cosmos salvajemente desgarrado. En este punto la muerte puede con facilidad bifurcarse hacia lo carnavalesco, con el glorioso telón de fondo de la transgresión e incluso el sexo licencioso, pero con el Libertador este torbellino de muerte se reincorporó y recondujo, por el contrario, hacia la perfección del misterio perturbador: la patria vestida toda de luto, bajo el estruendo de cañones que resuenan “lúgubremente”, metrallas sostenidas verticalmente a lo largo de la costa, embarcaciones que “surcan las olas con un silencio sólo interrumpido por el rechinido de los remos y el murmullo de las aguas”; los capitalinos jubilosos en su congoja presencian cómo los restos del Libertador “retornan a su tierra natal con paso sosegado y dilación fúnebre”. Sin embargo, cuando consideramos el destino de este cuerpo del padre, más fuerte en la muerte de lo que jamás hubiera podido ser en
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vida, podemos discernir la conformación de otro cuerpo, no sólo de júbilo y de pesar mezclados, sino también, conforme se divide entre el Estado y el pueblo, un cuerpo de lo grotesco, un grotesco subterráneo que entrelaza entidades que vacilan indeterminadamente entre el ser y el llegar a ser en el resplandor de la otredad de cada cual, irradiada por unos restos que van siendo ya cada vez más sagrados. Y es que el continuo llegar-a-ser del Estado se funda, en otras palabras, en el continuo perecer del cuerpo del Libertador que se con vierte en el cuerpo del pueblo y este continuo perecer depende, a su vez, de la capacidad no tanto de resucitar su imagen continuamente sino de ser poseído por su espíritu en virtud de esa imagen. La imagen debe, así pues, traer de vuelta a los muertos, pero, a la vez, debe poder ser símbolo de su no existencia. Quizás en ninguna parte se reconozca esto de una manera tan pasmosa como en aquella
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ilustración mágica, tan común que se puede adquirir por apenas unos centavos en las perfumerías y en los mercados de toda la república: es una tarjeta común que funge como imagen de lo que bien podríamos llamar la metamuerte titulada “Fragmento del Testamento del Libertador”, en la que él mismo relata el abandono de su cuerpo y de su alma mientras agoniza. No sólo es un testimonio de la enunciación de su propia muerte, sino que además es prueba de la genialidad de esta cultura popular que ha aprovechado esta imagen para insistir en el poder de una presencia específica dentro de la disolución y, naturalmente, la posesión espiritual subraya este circuito entre el ser y la nada mediante la representación del mismo. Es aquí propiamente donde la muerte, mediadora del espíritu del Estado y el cuerpo del pueblo, encuentra su tarea más ardua, sin la cual no existiría el lenguaje: la tarea de conferir vida a los ires y venires de la figuración misma. La muerte, pues, acentúa las posibilidades imaginativas que pueden darse en el juego de sombras que tiene lugar en el Estado del todo; es ella la que facilita esa sacudida de la realidad que nos proyecta hacia lo desconocido y que subyace en toda transformación mágica de una figura cualquiera en figura retórica. En su delirio se refirió a su exilio: “¡Vámonos!; suban mi equipaje a bordo. No nos quieren en este país. ¡Vámonos!” El barco que había de llevarlo lo aguardaba ya en el puerto, era el navío de los muertos. El 17 de diciembre de 1830, a la una de la tarde se embarcó para su travesía final hacia una tierra de gloria, una gloria que habría de crecer como crecen las sombras proyectadas por el sol que declina.
Este pasaje es de un meticuloso historiador alemán refugiado que escribía durante la segunda guerra mundial. Es el relato de la vida del Libertador que los eruditos académicos consideran todavía como el más respetable. “El barco que habría de llevarlo lo aguardaba ya en el puerto, era el navío de los muertos.” Consideremos este navío: ¿dónde está aguardando?, ¿a dónde se dirige?, ¿qué tipo de travesía ofrece? Este navío es el navío de la figuración: es la muerte misma y, aunque nada puede ser más literal que el cadáver mismo, heraldo de la nada, la naturaleza perfectamente concreta de este finis es precisamente lo que este navío, con su maravillosa capacidad para el viaje, proporciona. La muerte también su jeta y domina al escritor, que en esta situación se halla poseído por sus imaginaciones: imaginaciones de la terminación, el exilio, el de-
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lirio, la muerte inminente tras la brutal guerra colonial que alcanzó su clímax con la victoria final y el cambio histórico de dimensiones mundiales. El material se apresura a dirigir su pluma —que en todo lo demás ha sido muy sobria— hacia la escenificación del “aborda je”; ¿abordaje de qué? “El barco que habría de llevarlo lo aguardaba ya en el puerto”: uno puede ver la embarcación a la espera, balanceándose en el muelle, anclada en el azul profundo de la bahía, este balanceo es como si los tablones de madera y las velas se esforzaran, como si estuvieran en empatía con la desesperación del exiliado y su autocompasivo sentido de lo práctico; sólo para entonces arrancar esta realidad de su atracadero: el barco no es un barco ordinario, mi estimado, es más grande que la vida misma y, a la vez, menos que ella: “era el navío de los muertos”. Así nos balanceamos, hacia adelante y hacia atrás, esforzándonos en el muelle; se tiene aquí la necesidad del objeto, ese objeto que es pasado, ese objeto que fue. Ahora bien, no todos los restos del cadáver llegaron al nuevo Estado del todo: se dice que aquella nueva nación de la que se trajeron los restos conservó un órgano, el corazón, y que éste fue enterrado en una urna en Santa Marta. No obstante, ese corazón nunca se ha encontrado. Pero ¿cómo se iba a encontrar? Después de doce años ya no habría ni corazón ni nada. Esta extracción fantasiosa del corazón opera de manera similar al “hecho” de que, una vez enterrado, “ desapareció ”, porque la ausencia de ese objeto material (aunque mortal), la creación de su nada y el olvido de que fue un algo, es precisamente lo que genera la liberación espiritual. Éste es el detalle que empuja al biógrafo de nuevo al vórtice de la figuración y la carne, de la metáfora y el cuerpo, porque él, también poseído por el poder espiritual de la imagen del objeto ausente, reproduce con palabras la representación de una posesión espiritual al escribir que este incidente es un símbolo del proceso por el cual el Libertador ingresa al reino del mito: “ Su corazón no está bajo tierra, confinado en paredes de arcilla; su corazón vive y late en cada pecho sudamericano ”. Esta oración arde en la página. Es sólo una metáfora, podría decirse, pero como si la metáfora no fuera esencial para el artificio por medio del cual podemos captar el sentido de lo literal. Imaginemos a los hombres que extraen el corazón del cadáver y luego entierran esta “metáfora” (para poner la idea de manera literal), fortificando así el espíritu; o imaginemos a aquellos que dijeron que tales hombres
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existieron, o al hombre que escribió las palabras citadas, en las que el mito y la figura se deslizan a través de la materialidad del corazón del muerto para entrar en un hiperrealismo. Imaginemos, sobre todo, el efecto que estas imaginaciones nuestras tienen sobre los recursos poéticos de la lengua y del espíritu en los que la sustancia muere para abrir paso a la figuración. Imaginemos, también, un siglo entero, anterior a la escritura de estas palabras, de órganos imposibles que desaparecen y reaparecen en el espíritu que irrumpe a través de cavernas subterráneas de arcilla; imaginemos a ese joven, Simón Camacho, que desciende de la cubierta de La Constitución , cargado similarmente de la conversión de sustancias en poder sagrado, pero ahora en el punto fundacional: reúne huesos humanos con una mezcla de impresiones santificables que están habituadas al aire salobre, al calor seco y a los amaneceres rojos que se deslizan sobre los frescos patios de la hacienda española de techos planos a un par de kilómetros tierra adentro desde la bahía de Santa Marta, al pie de la Sierra Nevada, donde el Libertador había muerto; se integra al escenario; esboza una pintura; establece una escena de muerte entretejida con recuerdos selectos como si creara un amuleto. Ahora bien, éste no es un amuleto ordinario: es la resurrección de la idea misma del Estado que confiere enorme poder a sus fuerzas y lo traslada para siempre a un punto más allá de toda representación (como lo prueba esa histeria con la que, en el futuro, se intentará reproducirlo una y otra vez). ¿Y cómo lo consiguió este joven Camacho? Por supuesto, él era sólo un engrane de esta maquinaria, una maquinaria que, además, ya era vieja y que se adaptaba a condiciones particulares en las que la Iglesia y el Estado, el mago y el guerrero, tenían que desembarazarse del torbellino de la guerra colonial para reconstituir una base sagrada de poder a partir del segundo funeral, el que de veras cuenta. El segundo funeral : en una hermosa casa colonial de un solo piso, rodeada de tugurios y violencia pero con amplios balcones y azulejos mediterráneos cubiertos de musgo bajo señoriales eucaliptos, se encuentra uno de los muchos museos del Libertador; se trata, virtualmente, de un altar en cuyas paredes pueden verse tres asombrosas ilustraciones de la entrada (o la planeada entrada) de los huesos del Libertador a la capital. Estas imágenes también se reproducen en las memorias de Camacho y todo parece indicar que fueron la base del diseño ritual del evento formativo del nuevo Estado; el diseño en sí se
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confeccionó en París. ¿Y quién sería enviado a París para coordinar la construcción del vehículo mágico en el que los sagrados restos entrarían en la capital, la planeación del Arco del Triunfo por el que pasaría y los magníficos paños de terciopelo púrpura de la iglesia donde se guardarían los restos? Nada menos que el italiano Agustín Codazzi, el hombre que tenía además la tarea de trazar el mapa de la nueva nación y, de este modo, fijar sus fronteras, ya que no su virtualidad. La figura central de este aparato de creación de Estado era un falo inmenso, el catafalco, creado específicamente para recibir los restos del Libertador. Con una altura de quince metros, su prepucio de paños adornados con borlas descendía hacia unos escalones austeros con tres “indios” de pie y una mujer con el pecho descubierto en cuclillas al pie de la inmesa erección. Y si bien el médico francés, Próspero Révérend, había guardado, por la abyecta sacralidad que inspira el cadáver, un trozo de mucosa coagulada, extirpada durante la autopsia, y sabrá Dios cuántas personas desde Haití hasta Lima podrán anunciar cualquier día de estos que poseen un trozo del cabello del Libertador; y si bien Virgilio ahora se inyecta fluidos capaces de estimular a un semental y se le rasan los ojos con la perfección absoluta de la cosa del Libertador , lo que tenemos aquí ya es algo que alcanza otro nivel: se trata de una culminación en la que la muerte es capaz de hinchar prodigiosamente el
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órgano primigenio del Estado, un órgano que brota de la indianidad y eyacula disparando estrellas de plata sobre una cascada de velos y paños de terciopelo púrpura con arabescos de oro. ¿La verdad o sólo una verdad de fantasía? ¿Existió realmente este objeto-órgano fuera de su representación?, ¿existió esta “cosa que creó al Estado”? Tenemos certeza de los disparos en la segunda venida y en las repetidas venidas posteriores al acto original de posesión espiritual del Estado que, así, surgió de las cenizas de la guerra. Ahora bien, esta guerra no tiene fin… El 4 de junio de 1987 se publicó en el diario El Universal un artículo titulado: “El presidente Lusinchi bautizó dos obras sobre el Libertador”. Se incluía una fotografía del presidente de la nación, parado al pie de una estatua del Libertador (idéntica a la estatua que se encuentra al lado de la reina de los espíritus al pie de la montaña encantada. Como si fuera un sacerdote, el Presidente se encuentra bautizando dos libros sobre el Libertador: el primero, del que he estado citando en las páginas previas, escrito por Gerhard Masur y el
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segundo escrito por August Mijares; ambos fueron coeditados por la Presidencia de la República y la Academia Nacional de Historia; del volumen de Mijares se tiraron 100 000 ejemplares que, según el artículo, serían distribuidos masivamente de manera gratuita. El presidente declara: “Tenemos interés en llevar al Libertador a lo más profundo de nuestro pueblo y también queremos utilizar al Libertador —y estoy seguro de que él se sentirá contento—, como un instrumento de política; un instrumento de política cuando se le quiere vulnerar con intención política […] El Libertador en pensamiento y acción fue un hombre que luchó por la hermandad de nuestros pueblos. Tuvo siempre […] en su actuación pública una visión latinoamericanista y ecuménica. Fue un hombre universal, extraordinario […] y por eso su vida ha trascendido”. Si se ha representado al mismo Presidente, en la cúpula del espacio público, en el acto de bautizar vidas del Libertador; si se lo ha representado públicamente afirmando que está seguro de que el Libertador se sentirá contento con esto; es decir, si el Presidente asume para sí la presencia vital y temperamental de este espíritu divino y lo valida como una fuerza que no sólo vive en el presente sino que, además de una manera crucial también lo crea , entonces no se necesita mucha imaginación para identificar esto con el trabajo no menos fantástico de Ofelia, la médium de espíritus que, en el Palacio del Libertador y en la pequeña cascada en la montaña de la reina de los espíritus, afirma, con su pragmática manera, que este espíritu es bueno para el negocio, el dinero y las cosas del gobierno. Ella también está cosechando la abundancia que mana del poder de la historia de un Estado-nación; un Estado que se ha vuelto etéreo al asumir la corporalidad del espíritu de un muerto a caballo. El Presidente hábilmente sigue en esto a Ofelia y ella sigue al Presidente. En ello radica el círculo mágico: él actúa en representación del Estado y ella actúa en representación de sus clientes en desgracia, que se ven movilizados por una pasmosa circulación de imágenes y conmociones efervescentes; entre estas conmociones, una de las más asombrosas (en el esquema nacional de las cosas) la constituyen los intentos de golpe militar, el más reciente de los cuales, emprendido por un coronel Chávez (que después fue encarcelado), inspiró el siguiente hechizo que circuló masivamente por las ajetreadas calles de la capital:
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Chávez nuestro que estás en la cárcel, santificado sea tu nombre, venga a nosotros, tu pueblo, hágase tu voluntad, la de nuestro país, la de tu ejército, danos hoy la confianza ya perdida y no perdones a los traidores así como tampoco perdonaremos a los que nos traicionan No nos dejes caer en la corrupción y líbranos del Presidente Amén.
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Su imagen está en todas partes: en los muros, en los timbres, en las escuelas, en el dinero, en las cimas de las montañas, en las prisiones y en el zócalo de cada ciudad y de cada pueblo, en todas partes. El joven cura español mueve la cabeza: los viejos en la plaza se quitan el sombrero frente a su estatua. —¡Lo consideran un santo! ¡Me piden que dé misas en su honor! Un hombre muerto… ¡De acuerdo!, haré eso pero lo de tratarlo como santo eso sí que no, ¡nunca! Ahora bien, ¿qué importa más aquí, la imagen o su ubicuidad? ¿La imagen, o la obsesión que impulsa esta frenética reproducción y exhibición que deja temblando a la Iglesia? En un ensayo titulado “La vida ejemplar del Libertador”, publicado en 1942 podemos leer: A cada momento oís nombrar al Libertador. Su nombre aparece diariamente en los periódicos innúmeras veces. Sus retratos son incontables: de frente, de perfil, de cuerpo entero, en busto. Pintado en colores, en negro; en suntuosos marcos dorados o en humilde cañuela de cedro; a caballo, en triunfo apostólico; a pie, espada al cinto; en traje de guerrero, en traje civil; con un legajo de papeles, signo del legislador. Fijo con tachuelas a la pared; en la casa del rico, en la choza campesina que se destaca del cerro sobre el azul del cielo o el verdor de la campiña. Su rostro, grave y pensativo, no podéis olvidarlo. Lo tenéis en las estampillas de correo en las cartas de vuestros padres, de vuestros hermanos y de vuestros amigos, y en vuestras propias cartas. Está en las blancas monedas de plata y en las relucientes amarillas monedas de oro. Si vais a una oficina pública, lo encontraréis en sitio principal, junto con la bandera y el escudo de la Patria. La plaza mayor y más lujosa de la ciudad mayor de nuestro país se llama plaza del Libertador. Y en casi todos [129]
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los pueblos de nuestro país, donde hay una sola plaza, se llama la plaza del Libertador, y si no hay más de una plaza construida, lleva el nombre del Libertador.
Y así continúa… A veces ha de parecer que todo el país se ha convertido en un mausoleo con estatuas del Libertador que, como clavos, aseguran rotunda y macizamente al Estado del todo. Este nombrar, pintar y relatar, con palabras y con piedra, con pintura y con bronce; todo este esfuerzo, visible a través de las imágenes, denota un amor descomunal (si no es que una ansiedad inquebrantable). Todo este esfuerzo (y no sólo la meta en sí), esta constante dedicación a la imagen (que empezó con el Congreso de 1842), su incansable ubicuidad es algo tan serio que uno no puede más que reír y luego de reír, quedarse paralizado por el miedo de que recaiga sobre uno alguna anónima venganza; y precisamente ese momento de miedo, ese momento de caída libre es sagrado. ministerio de cultura
Estuvo toda la tarde esperando en el Ministerio de Cultura a que le dieran una carta con la que podría investigar en archivos la construcción de los monumentos conmemorativos de la muerte del Libertador y de las guerras anticoloniales. Había mucha gente esperando y el lugar se sentía como un consultorio de dentista, sólo que aquí la gente se paraba, daba vueltas y estaba más ansiosa. Un joven se quejaba amargamente: a pesar de ser compositor, nadie había querido escuchar su requiem para el Libertador, compuesto recientemente, porque el Libertador no está muerto…
La magia de esta figura que sirve como conmemoración (y créanme que hay mucha magia ahí) es testimonio del exceso de esfuerzo que se derrama por los bordes del objeto por recuperar; el Estado
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inspira una suerte de incesante vómito de la imagen del Libertador que se parece a la hecatombe que ocurre durante un sacrificio y que alcanza lo sagrado a través de la extravagancia de la pérdida intencional. La imagen ya no es el hombre aquel sino el derroche en sí mismo. De la misma suerte, la posesión que se practica en este Otro Lugar atrae la mirada hacia el espíritu que ha resucitado. Es del todo cierto que la atrae hacia su imagen, pero más importante aún que la imagen recordada —y, sin embargo, íntimamente mezclada con ella en una complejidad e intensidad consumadas— es la floritura sensacional que acompaña al acto mismo de posesión, algo que bien podríamos denominar el exceso que se requiere en el esplendor de las imágenes. Su imagen está por todas partes, pero no se trata de un panóptico de persecución visual; no se trata de un ojo visible o invisible que te está observando detenidamente en todo momento y adonde vayas. Si acaso, sería lo contrario: es un ojo como el Sagrado Corazón de Jesús que, con una guirnalda de espinas y torpemente, se representa como si latiera en la mitad de su pecho, generando una imagen hipnótica que exige que la mires y que también exige, en el intercambio de miradas, obediencia. Por supuesto que uno no la mira verdaderamente (así como nadie verdaderamente mira con detalle el Sagrado Corazón de Jesús); está ahí como una presencia porque el recuerdo, la conmemoración, exige una imagen, se pierde en esa imagen y, así, la imagen prolifera mientras el populacho busca anhelante, por una extraña compulsión, su mirada vacía en una búsqueda que está condenada a durar toda la eternidad. Su imagen está por todas partes: es un controlado frenesí del kitsch que domina todo el paisaje civilizado; los puentes, las estaciones de autobús, el dinero, las envolturas de los puros… por supuesto que su estatua es el centro de todo asentamiento, poblado, villa, pueblo y ciudad; estas estatuas lo clavan firmemente a la tierra mientras su caballo extiende sus alas hacia el cielo. No sorprende que los hombres lancen al aire sus sombreros: es como si, finalmente, ya no quedara nada… nada por representar más que está efusión. Ahora bien, esto no es menos aterrador que absurdo, un absurdo rayano en lo cómico: es como una caída desde las imponentes alturas, con un galope que, con energía sagrada, bate esa mezcla de miedo y absurdo que no es posible articular más que con arte ingenuo (pero autoconsciente), a la deriva entre el gentío que pasa (y que lo percibe
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fugazmente cuando mira la plaza central) o flotando, en oleadas, por la carretera. No hay más perfecta expresión de la cultura de lo oficial que ese vacío de los ojos que, en las figuras del Libertador, miran al pueblo con una conspiración de silencio, un silencio que calla que se trata de un mero juego, un juego estúpido pero necesario, terrible y profano. Uno de estos días guiñará un ojo y al día siguiente estaremos todos muertos. No es un asunto de risa en lo absoluto: basta recordar a
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aquel joven en el Ministerio de Cultura… Cualquiera que sea la causa de este tabú que (como todo tabú) combina las fuerzas de la naturaleza y de las deidades, en cierto momento ha de vincularse no sólo con un terror innombrable a la retribución sino también con el sentido de incomodidad que suele acompañarlo y que hace que la lengua entre en espasmos de absurdos que no parecen acabarse. La montaña de la reina de los espíritus es la quintaesencia de esto y Quiballo es el lugar donde alcanza su máxima perfección. Este silencio no puede romperse; excepto por los eslóganes pintados en las paredes: paredes de escuelas, tanto en el lado que da a la calle como en el interior, cárceles, puentes, plazas centrales, estaciones de policía, estaciones de autobús… es decir, donde sea que se encuentre una buena pared. El equivalente verbal de los retratos es el eslogan, una sentencia oracular que también es equivalente de esos monumentos que pueden congregar a la muerte, a la memoria y al Estado; con la ventaja de que el eslogan es más ágil y se acomoda mejor a la modernidad de la era de las carreteras, en la que los centros sagrados van cediendo ante los movimientos nomádicos, de eslogan en eslogan… En la pared del banco, en letras enormes: SI LA NATURALEZA SE OPONE, LUCHAREMOS CONTRA ELLA Y HAREMOS QUE NOS OBEDEZCA
Tales fueron las palabras inmortales del Libertador y ahora forman parte de la naturaleza a tal grado que no es necesario luchar contra ella ni controlarla. Es el último giro, el último matiz del fetiche; y no sólo ocurre en las ciudades: en la pared de una estación de policía atrincherada con sacos de arena, a un costado de la carretera que cruza un remoto poblado, a un lado del retrato del Libertador, está pintado: EL QUE ABANDONA TODO POR SER ÚTIL A SU PATRIA, NO PIERDE NADA Y GANA CUANTO LE CONSAGRA
¿De dónde provienen estas palabras? ¿Quién las pronuncia? Tales preguntas son apremiantes, pero se disuelven: bajo ellas se alzan, perfectamente acomodadas, unas pilas de sacos de arena, listas para el ataque armado… ¿Y de dónde provendrían tales ataques? ¿Y cómo se podrían denominar?…
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¿citas? ¿revelaciones? ¿obsesiones? ¿encantamientos? ¿graffiti ? ¿extractos? ¿capitulares? ¿comerciales? ¿eslóganes? UN PASO IMPRUDENTE PUEDE SEPULTARNOS PARA SIEMPRE
En un pasaje memorable (puesto que ya va siendo mi turno de citar…) imbuido con la majestad de su tema y titulado “Las masas invisibles”, Elias Canetti nos recuerda que: “en cualquier parte de la tierra en que haya hombres encontramos la idea de los muertos invisibles”. Aquí la imagen es la de una vasta y conflictiva horda de muertos que ejerce su presión a través del tiempo, inmanente en la configuración del mundo, un elemento más de la naturaleza, por decirlo así, como el viento, la lluvia y las estrellas. Basándose en la historia antigua y la etnografía, Canetti conjura la imagen de los fantasmas que llenan la tierra, el mar, el cielo, los ríos y los bosques; a los que habría que añadir los fantasmas de las carreteras, puentes, túneles (triunfos de la modernidad), así como los de los timbres del correo y los billetes que usamos como dinero (talismanes del Estado que aseguran la fantasmal red del equivalente general). Las masas invisibles obsesionan a los vivos al grado de que se con vierten en una parte esencial de la vida misma. Entre los celtas de las Tierras Altas de Escocia, refiere Canetti, la masa invisible de los muertos se designa con una palabra especial: sluagh . Los muertos no tienen descanso: vuelan en grandes nubes de ida y vuelta, como los estorninos sobre la faz de la tierra; siempre retornan a los lugares de sus pecados terrenales; libran batallas en el aire como los hombres sobre la tierra; en las noches escarchadas, luminosas, se les puede oír y ver: avanzan y se repliegan. Después de una batalla, su sangre tiñe de rojo farallones y rocas. La palabra ghairm significa “grito, llamada” y sluagh-ghairm era el grito de guerra de los muertos. Más tarde se convirtió en la palabra slogan , añade Canetti, que no deja de puntualizar: “los gritos de combate de nuestras masas nodernas derivan de los ejércitos de muertos de las Tierras Altas escocesas”. Canetti concede mucha importancia a las masas invisibles: él mismo deambula como un muerto entre las huestes de ángeles y santos que nublan los cielos de las religiones. “El espíritu de los creyentes está poblado de tales imágenes de masas invisibles”, asegura y has-
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ta contempla la aseveración de que las religiones comenzarían con ellas. Así, nos aproximamos a una ecuación de la fe con la presencia obsesiva de las masas invisibles y, al aproximarnos, es lícito empezar a considerar otras masas: las masas de la modernidad a las que los muertos han transmitido el poder, especialmente la de la posteridad en forma de niños: esa masa perenne de neófitos y de potencial protoplasmático de criaturas en cuyo nombre se justifica tanta política estatal. No hay ningún ejemplo en el que el circuito entre significado e impulso corporal, que une lo oficial con lo extraoficial, sea más edificante que en el uso de los niños y, más específicamente, en el uso de la confusión intencional que genera una iconografía pueril creada por adultos para representar y para beneficiar al Estado. Considérese la siguiente escena: un flamante libro de gran tamaño sobre la arquitectura del país, publicado en la capital, en la década de los ochenta; las páginas están ilustradas con magistrales fotografías a color; al final del libro hay una maquetación a doble página: a la izquierda hay una linda imagen de la bandera nacional, presumiblemente pintada por un niño en la burda pared exterior de una casa; a la derecha, tenemos el comentario del autor que funciona como epílogo del libro: Lo popular es sincero, lo popular es obvio, lo popular es humano, a veces simple y crudo, pero humano. Los sentimientos no necesitan de erudición… Cuando un niño pinta la bandera en la fachada de una casa y escribe: “Ésta es la bandera de mi país” se revela un gran sentimiento. Lo que importa es lo que trae dentro, no el exterior. Lo popular es la espina dorsal de la nación.
Aquí lo importante es la inspirada confusión producida por el intercambio, operado por el Estado, entre el mundo adulto y el mundo infantil. Considérese ahora la introducción a ese texto primigenio del Estado del todo: el libro de texto escolar prescrito para los grados básicos, Mi historia de mi país: Educación básica , publicado en la capital en 1986: La historia es como un espejo mágico en donde vemos reflejado el rostro de nuestro pueblo en el pasado, el presente y el futuro… Necesitamos adquirir
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conciencia de este rostro colectivo en nuestra juventud para que siempre nos acompañe y nos otorgue la oportunidad de crear y recrear nuestra existencia en el futuro. El fortalecimiento de este sentido de pertenencia a nuestra historia y a nuestro país produce hombres unidos por un cordón umbilical al proceso histórico que nos ha formado en todo momento.
La voz autoral en estas páginas iniciales de un libro de enseñanza para niños se dirige, con toda la astucia que el inconsciente político es capaz de reunir, a ambos , al niño y al adulto, como si un adulto, el autor, explicara y legitimara una práctica pedagógica específica a otro adulto pero necesariamente al alcance de los oídos de un niño que, así, se encuentra en la posición de estar incluido en su exclusión y excluido en su inclusión, como ocurre, en todo caso, habitualmente, pues los niños están incluidos/excluidos de las conversaciones de los adultos cuando éstos intercambian opiniones y hasta confidencias como si los niños, aunque físicamente presentes, estuvieran mentalmente ausentes (esta práctica adquiere su aspecto más cómico cuando los adultos “confidencialmente” bajan la voz, de manera que el niño, que en este escenario se ha vuelto invisible por su niñez, acaba
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por prestar aún más atención a lo que se dice). El punto es que, en la misma medida en que esto confiere al niño una posición epistémica fascinante (en parte un chismoso permitido, en parte un idiota, en parte una suerte de hada), también posibilita aún más increíbles posibilidades al artificio del adulto que habla por el Estado en nombre de este niño y pinta los espíritus de los muertos. El ser estatal, podríamos decir, alcanza así sus dimensiones más profundas, en las que la masa invisible de los muertos se mezcla con la versión que un adulto tiene de lo que puede ser la imaginación que un niño tiene de esa masa. Aquí lo ingenuo ha encontrado su hogar, aquí la imaginación estatal de lo que es la imaginación del niño se une con la imaginación del espacio de muerte de la violencia colonial y anticolonial según se representa en una suerte de tiempo de juguetes sacado de un tiempo de soldados, polimórficamente perverso. La magia del Estado no se funda sólo en el espacio de muerte (como en la montaña mágica de la reina de los espíritus) sino, de una manera mucha más siniestra, en diversas combinaciones de un miedo y un absurdo inarticulable que une a la muerte y a los niños (como cualquier vistazo a los diarios de cualquier país actual lo puede demostrar).
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En el circuito de intercambio entre ese guiño del ojo que está por ocurrir y la muerte que es inminente, en el intercambio entre lo absurdo y lo oficial, el arte de lo ingenuo y lo ingenioso acumulan sus medios para actuar; éstos se hallan congelados en la imagen de la pared de la escuela, la estación de policía, la prisión y también el altar popular. Es aquí donde se lleva a cabo el intercambio crucial, el mismo intercambio de poderes que ocurre entre la reina de los espíritus y el Libertador, icono de la violencia de las guerras anticoloniales que crearon un Estado y que ahora se diluyen con el embate, ola tras ola del kitsch pueril, mientras que ella, en su infraespacio silvestre y marginal, de modos tanto obvios como oblicuos, también mantiene la presencia de esa violencia fundacional. Ahora bien, lo que verdaderamente resulta revelador, fascinantemente revelador es, por supuesto, qué elementos de esa violencia fundacional ella extrae de las sombras del kitsch : todo lo seductor y siniestro en la furia de reduplicación de esa imagen, por lo demás desenfadada y alegre, de un hombre montado en un caballo blanco que mueve las patas, piafando al ritmo que le marcan. Mediante la elusiva asociación de esta pareja sagrada formada por el Libertador y la reina de los espíritus, lo sagrado negativo que existe en el interior de lo sublime estatal no es que se esconda sino, más bien, resulta la representación misma del escondite , un secreto público que queda expuesto de forma intermitente gracias a la presencia sumergida de una abyección feminizada en el seno de la misma violencia fundacional de la Ley que está representada por el Libertador a horcajadas sobre su montaña de muertos. A veces ni siquiera hay que esperar la súbita revelación que proviene del extraño emparejamiento de la reina con Él, porque ya en la circulación de Su imagen, ya en la imagen por sí misma , puede darse esa [138]
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ruptura y los poderes contaminantes de lo extraño emergen de Él sin que se precise de ninguna otra presencia o ayuda. Si bien ella tiene su monte él también está montado (y no sólo en el sentido de “ montado a caballo” sino también de “montado sobre las paredes” de todos los edificios oficiales como se muestra aquí al lado con una imagen del interior de la estación de policía en el pueblo más cercano a la montaña mágica de la reina. Arriba de la televisión, la pared entera se dedica a la imagen del Libertador, absorbido por la energía de su corcel de impresionante pecho que, además, queda acentuada por los surcos de sus sombras testiculares. ¿Pero quién está al mando en esta imagen? ¿El jinete diminuto o el caballo masivo? Parece como si el hombre se hundiera en el animal de una manera tal que el instinto brutal recibe con esta imagen una suerte de altar. La crudeza del dibu jo parece intencional: hubieran podido emplear, en todo caso, el acostumbrado icono oficial. Ocurre que esta crudeza de la técnica pictórica sugiere, por sí misma, una actitud ante la representación misma. Quizás esta crudeza nos aproxime a lo que Walter Benjamin, en su ensayo de 1920 sobre la teoría legal del Estado moderno se refería con su concepto del ser espectral de la policía en las democracias: ¿espectral por la manera en que la policía ocupa y aprovecha una suerte de tierra de nadie de violencia que se da entre la creación y la ejecución de la ley? ¿No es acaso una imagen que provoca temor? En parte podría deberse a su estratégica falta de conclusión, porque el pintor —eso es lo que dicen los policías— aún está por terminar su obra; como si, un día, esa crudeza quedará absuelta por una figura de sublime perfección… pero ¿acaso no es precisamente esta falta de conclusión el signo poderoso de la difusa interminabilidad de la mediación ramificadora de lo oficial en lo extraoficial (que es, con toda exactitud, el ámbito en el que medra la policía)?
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Y si la función de esta erupción de lo sagrado en la pared interior de la estación de policía es señalar y, por lo tanto, atestiguar esta confluencia para ti, a través de mí, entonces debemos reconocer que existe un primitivismo específicamente genital y un erotismo animal que se estimula inevitablemente en la confluencia de la violencia y la razón: una confluencia en la que la policía, en grado monstruoso y antinatural, arguye Benjamin, confunde la violencia que funda la ley con la violencia que mantiene esa ley. Según su argumento, esta mezcla monstruosa confiere a la policía su estratégica carencia de forma, como la pintura no concluida: “Su poder carece de forma, del mismo modo que su presencia es fantasmal, imposible de tocar, borrosa en todo sitio en la existencia de los Estados civilizados”. No sólo fantasmal, piensa, sino también podrida: el reino abyecto del objeto fóbico, putrefacción espectral en uniformes azules y botones dorados, camisas caqui perfectamente planchadas, lentes oscuros reflejantes y chalecos antibalas. ¿Qué hay entonces de la célebre definición del Estado moderno como el que mantiene el monopolio del uso (legítimo) de la violencia?, ¿y qué hay de la definición, igualmente célebre, que enfatiza la racionalidad burocratizada? ¿Estamos obligados a pensar no sólo en grupos de hombres armados y prisiones, no sólo en pirámides estatales de archiveros y reglas y reglamentaciones, sino también —y seguramente éste es el punto, arrollador y cabal, en el que la violencia y la
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razón se funden— en fantasmas e imágenes y, sobre todo, intangibilidad nauseabunda y amorfa ? Todo parece indicar que sí; todo parece indicar también que en su podredumbre esta misma espectralidad abre una puerta al ejercicio de rituales mágicos de reversión que captan el poder obsesivo del Estado para alterar el destino mismo. Yolanda Salas de Lecuna nos refiere, por ejemplo, que los policías, según se cuenta, invocan mágicamente al Libertador para volverse invisibles cuando emprenden una misión peligrosa y que los soldados han llegado a recurrir también al Libertador para parecer más numerosos de lo que son, infundiendo, así, terror en el enemigo, que acaba por huir (el enemigo aquí son los propios ciudadanos e inmigrantes pues muy rara vez se trata del ejército de otro Estado soberano). No importa en lo absoluto que estos relatos puedan ser “puro” folclor, una suerte de fantasía popular sobre lo que ocurre en las encubiertas instalaciones de la policía. Todo lo contrario: gracias a estos relatos podemos vislumbrar tanto la producción como la naturaleza de la magia del Estado en forma de mística paranoica: la invisibilidad de las fuerzas de seguridad y la confusión estratégica del número y las fuerzas de los cuerpos armados actuando a nombre del Estado no sólo son un par de componentes del poder real del Estado que se despliegan comúnmente en todo el mundo, sino que, dada la penumbra paranoica que el ser estatal continuamente exuda, es imposible establecer una frontera clara para decidir cuándo estas propiedades son mágicas y cuándo no lo son. Por otro lado, precisamente a todo lo largo de los difusos límites de esta penumbra, la esfera de las imágenes penetra el cuerpo (tanto el colectivo como el individual) y precisamente por esta intensidad paranoide de límites difusos, el enlace cuerpo-imagen del ser estatal acaba por ser susceptible, inevitablemente, de reversiones que se llevan a cabo mediante otras formas de ritual surreal. La penumbra paranoica genera un flujo espectral a través del cual Leviatán, con apariencia tanto monstruosa como divina, da vuelta a su rostro maldito, ya que estos mismos poderes de confusión y de ilusión pueden revertirse en contra del Estado y la gente común puede aprovecharlos para liberar reos o para eludir el servicio militar (una obligación estatal que se promueve con un brío y un drama público realmente considerables): “El Libertador puede salvar a los que van al ejército. Puedes pedirle esto porque él también sufrió y luchó contra el gobierno. Si alguien le pide con todo su corazón que su hijo no sea reclutado, él lo comprende bien porque él también sufrió”.
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En la petición al Libertador, en forma de plegaria (¿qué otra forma de solicitud existe?), se ruega a la reina de los espíritus y a otros espíritus importantes que presten su auxilio para ser admitidos en presencia del Libertador. Las últimas líneas versan: Por mí y por mi casa solicito permiso para invocar al espíritu del Gran Libertador y suplico humildemente, con todo mi corazón, que se me conceda en esta hora sagrada la siguiente petición: Préstame tus ejércitos de liberación para conquistar a todos mis enemigos.
A pesar de la insistencia terminológica ( ejército , liberación , conquis- ta ), no se está apelando aquí a la Fuerza (en el sentido vital y crudo de una fuerza armada) sino a la Confusión, pues a pesar del énfasis masculino en el heroísmo que se despliega tanto en el Estado como en la cultura popular, todo parece indicar que la confusión , la herramienta del zorro y de los débiles, es la principal herramienta que hay que emplear contra la persecución. Considérese, por ejemplo, a un curandero frente a su altar: está pidiendo protección al Libertador, protección contra la persecución y la envidia. En un momento se pone a mezclar esencias: tres esencias, cada una de las cuales está contenida en un frasco con un color y un nombre específicos: •
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Confusión Amansa Guapo Dominación
El azul de Confusión, dice el curandero, debe predominar porque la Confusión (junto con el retrato del Libertador) son los ingredientes clave en el combate contra la persecución, pues la persecución misma se concibe como un tipo de dialéctica, una suerte de despliegue de confusiones entrelazadas que se oponen a confusiones contrarias… aquí es crucial la imagen de lo circular. Es como el rostro, representado en el dinero, que te puede sacar de la prisión. —En la casa de cualquiera —dice el curandero— lo primero que encuentras es un retrato del Libertador. Siempre hay uno: no sólo
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es alguien que hizo historia, sino alguien que consiguió algo grandioso… Para poner en acción el sistema de movilización lo primero es el dinero: si necesitas resolver un problema, puedes tomar una foto palpable del Libertador y un billete de alta denominación [de la moneda nacional], y si tienes un problema personal grave o alguien de tu familia está en prisión, hay que tener un retrato del Libertador, poner un vaso con agua, encender una veladora y hacer la súplica con toda devoción. Tu problema se resolverá. —Es como si la imagen del Libertador fuera la que opera el milagro. —La fe es indispensable; siempre. Es como si el Estado y la población estuvieran atados a la inmanencia de un círculo inmenso de fuerza mágica reversible; en la práctica se da como el intercambio sin fin de cierta antigua fuerza que es como un obsequio y que llamamos la parte maldita ; es el mismo intercambio que atrae la mirada del ciudadano hacia los ojos tristes del Libertador, en espera del guiño del ojo que ocurrirá un día después de nuestra muerte, el intercambio que oscila, una y otra vez, entre él y la reina de los espíritus durante la escenificación de la escondida interioridad: el intercambio que no sólo permite la reversibilidad sino que, además, se edifica sobre su doble cara, como lo hace sobre la muerte y su magia. No debe alarmar a nadie el hecho de que esto es un relato, el relato de la presencia estatal: no podría ser de otro modo, siendo los poderes tan poderosos, siendo sus unidades tan vinculantes, siendo su circularidad tan perfecta que al final, como al principio, brilla en él el poder fantástico del espíritu envuelto en la objetividad del cuerpo y en la objetividad de la espada. Hobbes describió esta circulación de la parte maldita en términos de un mítico pacto de alianza que crea al Estado, un pacto que cada cual celebra con cada cual para escapar de la violencia del Estado de naturaleza. Puesto que los pactos sin espadas no son más que palabras, el pacto requirió de que la violencia del estado de naturaleza no sólo fuera abolida sino que, más bien, se transfiriera al nuevo Estado y pasara a formar parte constitutiva de esta nueva fuerza emergente de la historia mundial que, así, tenía las cualidades para recibir el nombre de Leviatán, aquel monstruo bíblico que, aunque se había vuelto contra Dios, era visto por Hobbes, en tanto que símbolo del Estado, como “ese dios mortal que no es sino un hombre artificial, aunque de mayor estatura y robustez que el natural”, el punto en cuestión es que, sin importar cuán obviamente
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inexacta es esta fábula desde el punto de vista histórico, resulta una explicación reveladora de los principios mitológicos que forzosa e inevitablemente se ven involucrados en la formación del Estado moderno, que no pueden ser articulados por ninguna historia pero que todas las historias requieren. Es decir: estas historias sobre la creación del Estado no sólo son historias fantásticas sino que —y ahí está el detalle—, precisamente como fantasías, son tan esenciales para lo que se proponen explicar que todo asunto con el ente llamado Estado será, obligatoriamente, un asunto con este núcleo de ficción, cuya redacción misma, con sus objetivos reales y serios, presupone tanto el teatro como la posesión espiritual. Considérese, por ejemplo, la realidad del acuerdo que genera al “Estado del todo”. El acuerdo entre los hombres que crean el Estado, dice Hobbes, “es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y la misma persona”. Sin embargo, ¿cómo podemos entender la teoría de la representación —política y epistemológica— de esta unidad real cuya realidad Hobbes se preocupa en enfatizar con tanto esfuerzo, esta unidad que es “algo más que consentimiento o concordia”? Es algo más que simbolismo y que metáfora; es una unidad tan real que los cuerpos mismos parecen fundirse todos en uno y parecen encarnar en el cuerpo que los representa. Éste es un fenómeno tan material que, como el fetiche, debe convertirse en algo místico y el lenguaje resulta insuficiente, como no sea el lenguaje de los espíritus: un lenguaje que está específicamente diseñado para la articulación de paradojas, para la suspensión de la incredulidad a lo largo del difuso límite en donde la necesidad de decir lo indecible reina conjunta y parejamente con la amenaza o el ejercicio de la violencia justificada por lo social. En pocas palabras, éste es el lenguaje de la encarnación del espíritu y la unidad que Hobbes describe es tanto la de la posesión espiritual como la del teatro que la representa, como cuando describe a esos hombres que pactan el acuerdo como si estuvieran ligados al cuerpo del Leviatán como si se tratara de actores, con lo que introduce al “Estado del todo” hacia nuevos escenarios ya que las escenas del disfraz (no menos que las de la fuerza o del fraude) emergen del interior mismo de la racionalidad del contrato. Así, el arte histriónico del curandero mide sus fuerzas con el arte histriónico que constituye al ser estatal: el curandero con su “foto palpable”, por medio de la cual coge materialmente el rostro del Libertador en su teatro de reversión ritual, absorbiendo los poderes
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míticos del contrato social, traba su violento combate empleando la confusión, su confusión con una confusión contraria, y extrae la magia del Estado moderno gracias a una teoría, que podríamos catalogar de “posterior a Hobbes”, del Estado posmoderno pero que, sin duda le debe mucho a Hobbes o —podríamos decir— al espíritu mismo de Hobbes. El místico en todo esto no es el curandero sino el Estado. La circulación que subyace al pacto que celebra cada cual con cada cual es, pues, un asunto contradictorio y curioso, un asunto del Estado del todo como doble y como redoblado, obsesionado y abyecto; un Estado del todo, sin embargo, que funciona y que contiene un secreto conocido por todos, no es tanto un acuerdo como un acuerdo de estar en acuerdo, no tanto una creencia como una fantasía acordada que, retrospectivamente, no es sino una fórmula de la regresión infinita sancionada por el poder mítico (del pacto) que provee un campo, expansivo y en verdad espectral, para toda suerte de fetichismos del cuerpo y de la espada en todo el mundo. En esto resulta fundamental la espada, que en la figura del Leviatán es tanto intrínseca como extrínseca al elemento del intercambio de regalos que produce el pacto, mediante el cual la violencia del estado de naturaleza se convierte en el aura natural del Estado. Pues, aunque la espada está ahí sólo como un último recurso, vive, como amenaza, en un presente perpetuo que es igual al de lo sublime que, a su vez, es indispensable para el mantenimiento del contrato; un contrato que, si ha de ser efectivo, debe fundarse en la buena voluntad entre las partes contrayentes. Lo más trascendental de esta coagulación de fuerza y buena voluntad es el obsequio que está en juego en la metamorfosis que se requiere para la creación del Estado: el autosacrificio mediante el cual cada individuo renuncia a su capacidad de violencia para cederla al Estado. El argumento de Hobbes debe ser que este obsequio es el epítome de la razón. Hobbes pone las palabras en boca propia de los hombres que firman este pacto: “autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho de gobernarme a mí mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho y autorizaréis todos sus actos de la misma manera”. Rousseau es igualmente claro en cuanto a que se trata de algo más que una renuncia o una cesión, tiene una cualidad que se asemeja al obsequio; involucra, pues, la cualidad de obsequiar, como cuando dice que una persona debe darse
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a sí mismo a todos los demás . “Cada uno de nosotros pone su persona y todo su poder en común bajo la suprema dirección de la voluntad general, y en nuestra condición asociada recibimos a cada miembro como una parte indivisible del todo.” Al igual que Hobbes, Rousseau concibe el contrato como sagrado. Si hemos de pensar en la renuncia a nuestra capacidad de violencia como un obsequio y este obsequio es un sacrificio, no debemos olvidar que la noción de sacrificio es la que confiere misteriosamente la santidad y lo hace a través de la destrucción, a menudo violenta. Bataille escribió que “el sacrificio destruye aquello que consagra” y éste es el destino necesario e ineludible de la parte maldita que está reservada a los dioses y al Leviatán. En la versión de Hobbes la parte maldita sería la violencia del estado de naturaleza que se transfiere al Estado por medio de un contrato inconcebiblemente racional. De hecho, la propia racionalidad del contrato que constituye el pacto depende del sacrificio místico que implica y, en este Otro Lugar del que estamos hablando, la parte maldita se manifiesta en la motaña de la reina de los espíritus como un algo que es, a la vez, sagrado y sucio, santificado y prohibido, la peligrosa “parte de abajo” de la pureza estatal sin la que ni el Libertador ni el Leviatán podrían representar una “unidad real”. El azul de Confusión es, por lo tanto, más que una argucia táctica en una escaramuza que se emprende contra la vanguardia de la destreza estatal, pues su poder consiste en lo que revela la reina de los espíritus en el pacto sagrado del ser estatal. Al recurrir a la imagen del Libertador, el curandero ingresa a lo que podríamos llamar la interioridad del famoso pacto por el cual la sociedad, de un solo golpe, se estableció a sí misma y al Estado en la “escena” en la que el obsequio y el contrato interpenetran mutuamente su ser. El curandero se aventura hacia esta zona de la parte maldita y habla el lenguaje del exceso ritual del bien y del mal que corresponde a los dioses. Tal renegociación de los términos del pacto es apenas difícil pues la reversión ritual del poder en la imagen del Libertador siempre ha estado presente como algo potencial en la imagen misma, como ocurre en aquella pared del interior de la estación de policía y como lo trae a la superficie el emparejamiento del Libertador con la reina de los espíritus, quien proporciona, a la sombra de él, por ejemplo, en la montaña mágica, los terribles y sagrados poderes de la transgresión que fluyen toda vez que se ingresa a ese lugar que equivale a la madre
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misma por medio de los altares diseminados a todo lo largo del cuerpo de la montaña que es el pueblo. Mas, ¿qué tipo de obra dramática es ésta? Tenemos el drama de la circulación a través de la metamorfosis de los obsequios como en el pacto sagrado en el que lo general se creará a sí mismo mediante la entrega de sí mismo a una violencia superior y concentrada, para fundar, así, el Estado y la sociedad. Está también el drama “totémico” que se vincula con el de la memorialización obsesiva de la violencia fundacional y que se dramatiza con un grupo de hermanos que crean la Ley a la sombra del cuerpo de la madre y de ahí deriva esa avanzada de la Ley que conocemos como la policía, con su cualidad de confusión ingeniosa, su cualidad espectralmente borrosa, incluso podrida, abyecta, que se acomoda tan bien al juego de la magia y la contramagia. Sin embargo, el más importante y menos detectado por todos los psicoanálisis y las filosofías políticas es el drama que está en deuda con la silenciosa tensión del absurdo cómico salpicado de miedo, lo indecible que brilla a través de los ojos del retrato del Libertador que está en cada pared, cada estampilla de correos, cada billete que emite el banco y cada estatua. Esta iconografía pueril ejecutada por los adultos es la que detona e impulsa la teatralidad caricaturesca de la posesión espiritual y su capacidad de literalización —como ocurre en la montaña mágica— que introduce la metáfora y toda la historia nacional a un cuerpo humano que gesticula. La iconografía del naïf estatal, que combina el espacio de muerte con el niño y que permite que el arreglo visual de la imagen (como en el dinero o en la pared de la estación de policía) se dispare desde el absurdo oficial que inspira miedo y, así, pueda ingresar, ya transformado, al dominio de la posesión espiritual en la montaña mágica, no como tragedia, según se entiende comúnmente (que es de donde la violencia del pacto sagrado deriva) sino como un puro gasto del elemento del obsequio en el pacto parecido a lo que Nietzsche reservó para el mimetismo peculiar del abandono dionisiaco. Así, la magia de la reversión, que está como incrustada en la magia del Estado y que redirige la parte maldita, es una magia que encuentra su quintaesencia en la caricatura y la literalización; una gestualidad abrupta no para desmitificar, sino para acentuar grotescamente, para representar su naturaleza escondida; esto se consigue mediante una falsa insistencia que toma las cosas tal y como parecen y las materializa, como cuando se hace un fetiche de un líquido azul con el
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nombre Confusión y se lo manipula en relación con un retrato del padre de la violencia, fundada en la ley, que aparece sobre una cara de un billete de la moneda local; no es sólo una foto, sino una foto palpable… todo ello sobre el cuerpo de la madre y, así, se escenifica, como magia del Estado, una exhibición intermitente de lo abyecto con su mano dura y sus irascibles poderes de contaminación.
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Su imagen está en todas partes, empezando por el nombre mismo de la moneda y el retrato en la mayoría de las denominaciones de los billetes. Algunos billetes exhiben una copia de algún monumento erigido en conmemoración de la victoria de las guerras anticoloniales; otros muestran al Libertador en mármol, a caballo, sobre una montaña de muertos que han sido apilados en los campos de batalla de la violencia fundacional; al final es la única montaña que existe, en los hechos y en la imaginación, como la montaña encantada de la reina de los espíritus. Así, cada transacción monetaria involucra al Libertador. “El Libertador se desplomó hoy frente al dólar…” “Doce libes por un paquete de seis…” El sentido se desgasta con el uso —uno pensaría—, pues el nombre se borra con la cosa que nombra, un buen ejemplo de la noción de Nietzsche de la metáfora que pasa por verdad conforme la cara en la moneda se desgasta. Pero un Viernes Negro (el nombre lo dice todo), el 18 de febrero de 1983, cuando el Estado de este Otro Lugar hizo las primeras movidas, en décadas, hacia la devaluación para apuntalar la debilitada economía, el editor de una revista semanal fue enviado a la cárcel por deshonrar al Libertador: su crimen había sido imprimir en la cubierta de la revista una cruz negra sobre la fotografía de un billete. Justo sobre el rostro del Libertador. ¡Cárcel! La desfiguración, si ocurre en el acto mismo del desvanecimiento del valor, lo magnifica; anula lo sagrado que subyace en lo mundano habitual y, así, ilumina lo que Nietzsche veía como el brillo desvanecido por el uso que se convierte en la ilusión de una verdad fáctica incuestionable. La desfiguración pone en reversa esta operación habitual al rondar entre el folclor y la jerga burocrática, no menos [149]
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que entre un triste estado de ánimo y los emocionantes indicios del desastre, el término Viernes Negro se difunde con la grácil facilidad del anonimato a través de todo el reino hasta que estimula la cruz negra sobre la cara del Libertador, cuyo reino quedó ennegrecido ese viernes que ahora se ha convertido en leyenda. La desfiguración es un crimen extraño y se torna aún más insólito por el cuestionamiento del valor que dirige lo mismo contra el dinero que contra el Estado y, de hecho, contra el valor mismo. El profesor Vickers, en su libro sobre teoría del dinero de 1959, escribe: “en la larga historia de los intentos por explicar el funcionamiento del sistema económico, ningún problema ha merecido mayor número de interpretaciones que el de la teoría del dinero”; advierte con evidente irritación que: “el problema del dinero se ha convertido en las tierras de caza de toda suerte de charlatanes y chiflados”; pero sería mejor no irritarnos, será mejor preguntarnos por qué el dinero ofrece semejantes tierras de caza y si, de hecho, es posible no ser un charlatán o un chiflado en tales terrenos. En verdad resulta curioso que el dinero sea tan poco problemático y se dé tan por sentado cuando, en realidad, se le consignan tareas genuinamente milagrosas. Karl Marx empezó su análisis del dinero citando a Gladstone con aquello de que ni siquiera el amor ha enloquecido a tantos hombres como lo ha hecho la reflexión sobre la naturaleza del dinero. Que conste: no el dinero sino la reflexión sobre el dinero. Marx está agobiado en tal medida con la preocupación por la circulación (es decir, la importancia de la circulación para el valor) que él también parece afectado por esta locura. Como por una bola de boliche, ha sido derribado por la literalidad del dinero (¡con todo y la forma redonda de su cuño!). Empieza la discusión de las monedas y los símbolos del valor aclarando que el hecho de que “el dinero tome la forma de moneda, brota de su función como medio de circulación”. Capta este asunto de la redondez de muchas otras formas también: a veces con formas que, literalizando, dan vueltas a la redonda, otras veces mediante su genialidad para el sarcasmo (que, en sí, constitu ye una retórica especial de circularidad para transformar el valor), como cuando escribe que: “el oro circula porque tiene valor, mientras que el papel [moneda] tiene valor porque circula”. Ahora bien, por mucho tiempo el dinero ha desempeñado dos funciones simultáneas, por ser, a la vez, una medida del valor y un mediador de intercambio en la inmensa rueda de circulación que lla-
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mamos economía. Que el dinero pueda hacer esto se debe a cambios asombrosos y de raíces profundas que ocurrieron en la naturaleza de la sociedad, cambios que permitieron una intrincada traslación en una dirección y luego en otra, entre la particularidad concreta y el universalismo abstracto. El dinero es la suma y la medida de este extraordinario logro cultural. Otro modo de decir esto es observar que, debido a que la casi totalidad de las cosas, especialmente el trabajo humano, se ha convertido en una mercancía que puede comprarse en el mercado, el dinero sir ve a la vez como medida y como mediador de cosas que son, de otro modo, muy diferentes. En la infinitud de la diversidad (sale petróleo; entran autos, municiones y videos) el dinero habla con una sola voz y es la medida común de todas las cosas. Ya tan sólo esto debería conferir al dinero un respeto que raya en lo sagrado. De hecho, el dinero —observa Karl Marx— funciona en el capitalismo como el “equivalente general del valor” y el valor es fuerza de trabajo solidificada. A horcajadas sobre la montaña de los muertos, remachando el Estado del todo al corazón candente de la tierra misma, el Libertador es prueba fehaciente de esto. Ya que él es en verdad ese Universal cuyo surgimiento victorioso del espacio de muerte fundó el Estado y ahora endosa el valor; él es aquel en cuya imagen el dinero no sólo facilita el intercambio de lo diferente sino que permite también otras lecturas de Marx: lecturas en las que el dinero es el portador de fuerza de trabajo espiritual solidificada, organizada por el Estado del todo que, a fin de cuentas, no sólo diseña, imprime, acuña, regula y avala el dinero como Dios lo hace con el hombre, es decir, a Su imagen y seme janza (dando continuidad con ello a aquella magnífica operación de salvamento y recuperación de los restos sagrados que inició en 1842), sino que, además, es la Deidad misma, el Estado como depositario de redención, no menos que como promesa o aval de crédito del que depende toda la circulación de monedas y billetes, como dependen de Dios los ángeles y las peregrinas almas del purgatorio. A horcajadas sobre la montaña de los muertos, esculpido en la corrugada masa de granito, el Libertador es prueba fehaciente de esto. Sin embargo, sabemos que no está solo; sabemos ya bien hacia cuál otro reino —el reino de ella— se escapan los espíritus de esos muertos para huir de su inmovilidad de granito. El equivalente general del valor resulta ser algo escindido, escindido entre la estatua de todas las plazas públicas y las sombras alargadas que la reina proyecta sobre los rostros de esa misma plaza al caer el sol.
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Surge entonces el cuestionamiento sobre qué constituye a esa autoridad que, una vez estampada como efigie sobre metal o impresa sobre papel, lo convierte en dinero. “La autoridad pública impresa sobre el metal es la que lo convierte en dinero”, escribe Nicholas Barbon en su “Discurso concerniente al nuevo dinero…” (en respuesta al Sr. Locke) publicado en Londres en 1696 y citado por Marx en 1876. Compárese con la siguiente aseveración de Bill Clinton (8 de marzo de 1994): “La confianza es la moneda del reino”. Producto eminentemente social, esta autoridad que, una vez plasmada en el dinero, lo convierte en dinero, es la quintaesencia de la circularidad y está fundada en la ficción de que el Estado del todo puede pagar y pagará al portador de su dinero (que se presenta como un pagaré a la ciudadanía y, de hecho, a todo el mundo). Por supuesto que el Estado jamás podría pagar si todos sus ciudadanos quisieran cambiar su dinero por valor “real” y, sin embargo, sería muy raro encontrar un solo ciudadano que en verdad contemple semejante posibilidad. El asunto crucial es que la circulación se sostiene porque en última instancia —una instancia que jamás debe llegar— se puede recurrir al tesoro . El tesoro debe permanecer bajo candado, lejos de la circulación, en algún lugar privilegiado exterior y seguridad máxima que se vuel ve a llenar con fantasías de poder y abundancia gracias tanto a los que circulan sus pagarés en los aparadores de las tiendas y en las calles como a los que transfieren por fax sus millones en las pantallas de las instituciones financieras mundiales. Si fuéramos a detenernos un momento y preguntar con seriedad si el Fuerte Knox —como un castillo de cuento de hadas, rodeado de aterradoras bases militares y escuelas de entrenamiento— verdaderamente tendría suficiente oro para avalar todos esos dólares norteamericanos, muy pronto tendríamos que cambiar la pregunta y empezar a plantear cuestionamientos sobre confidencialidad y misticismo: que si la función del Fuerte de mantener el valor del dinero y, con él, el sistema monetario mundial tiene, en realidad, todo que ver con su expresión mítica de: primero, la capacidad de ser exterior a la circulación, segundo, la fuerza fabulosa del oro y, tercero, la destreza militar desplegada en la protección del tesoro. Como la Tumba del Soldado Desconocido que brilla en su oscuro vacío, Fort Knox era un espacio de fundamental tabú, repleto de las más descabelladas imaginaciones y resulta un verdadero tributo a la era moderna en la que vivimos el hecho de que ni siquiera la particu-
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laridad concreta del oro, ni la de Fort Knox se requieren ahora para conferir presencia y cuerpo al universal abstracto que el dinero es capaz de mediar a todo lo largo y lo ancho del orbe. Sin embargo, la idea y la necesidad de la idea perviven: como ocurre con el Banco Mundial y las instituciones creadas en Bretton Woods que, precisamente porque ellas mismas se hallan externas a las leyes de la circulación y del mercado libre, son capaces de dictar los términos de la miseria a incalculables millones de personas con la consabida cantaleta de la libre competencia y las leyes sagradas del mercado. “Ellos no tienen que rendir cuentas a nadie”, aclara Susan George, que además señala que esta exterioridad le ha permitido al banco no sólo controlar los mercados globales sino, también, obtener inmensas ganancias en el ínterin. Así, concluye, junto con Fabrizio Sabelli, que: “No sabemos a ciencia cierta cómo llamar a este sistema, pero ciertamente sabemos que no es capitalismo”; si acaso, es algo similar a la Iglesia medieval. Igualmente crucial para “la autoridad pública que, plasmada sobre el metal, lo convierte en dinero” es el hecho banal de que su circulación, que es una fuerza vital, depende de que los ciudadanos de todos y cada uno de los estados-nación estén de acuerdo en estar de acuerdo en el valor y en la función del dinero. Hemos de añadir, a la ficción de aquel tesoro reluciente y externo al sistema de circulación, esta otra ficción: la del acuerdo en estar de acuerdo, que es un atributo interno y habitual, podríamos decir, de la circulación misma. En cuyo caso no debe sorprender que el dinero, símbolo y medida del valor, está, en sí mismo, repleto de la interioridad de un alma atormentada y autoinquisitorial por lo que toca a su propio valor y a la relación entre realidad y ficción. El dinero —si se quiere— es premoderno en tanto que, aunque haya extraños poderes que derivan de su pertenencia al sistema de circulación, esos poderes parecen emanar no del sistema —si acaso ésa es la palabra adecuada— de circulación sino de la sustancia física del dinero “mismo” y ésta es probablemente la razón principal de por qué existen reglas tan estrictas contra la desfiguración de las divisas (como lo evidencia la preocupación de Adam Smith por el valor real del dinero). Apenas capaz de contener su mal genio (casi podemos verlo dando de golpes en la mesa) denuncia que: “en todos los países del mundo, es mi creencia, la avaricia y la injusticia de príncipes y estados soberanos que abusan de la confianza que les han depositado sus súbditos, han disminuido gradualmente la cantidad real de metal que, originalmente, estaba contenida en sus monedas”.
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En esta preocupación acerca de la sustancia interna del valor, encontramos la presencia del soberano… y no sólo su presencia, sépase, sino, además, su presencia en tanto que avaricia e injusticia. El presidente Clinton sólo le atinó a medias cuando dijo que la confianza es la moneda del reino. En todo caso, el valor como una presencia que insinúa algo sólido y físico, como un metal, se funde con el aura inmanente del ser principesco y, al hacerlo, el misterio del dinero —sobre cuya reflexión más hombres han enloquecido que incluso sobre la reflexión amorosa— nos recuerda la máscara, la fuerza y el fraude, como cuando Smith se anima a observar que con la manipulación de la moneda a manos del príncipe, la apariencia puede triunfar sobre la realidad de manera que el mundo del valor real y —asunto de igual importancia— la medida confiable de ese valor, quedan sujetos a una ley de entropía y a la pérdida continua. Sin importar cuánto pueda expandirse la riqueza de las naciones, las misteriosas manipulaciones del príncipe amenazan con traer decadencia debido a la devaluación (pero nunca, que conste, desfiguración) de la moneda. Igual que la energía del mundo, el valor del mundo queda agotado porque el príncipe se ha encaprichado en vez de conformarse con todos esos preceptos que la historia nos reserva como mandatos burgueses relacionados con la época de escasez y con las decisiones racionales, aunque lo que realmente está en juego aquí no es el príncipe sino el resentimiento burgués y el miedo a la posibilidad de un tipo radicalmente diferente de ciencia económica —no soñada siquiera por nuestro acuñador de la mano invisible— y que tiene menos que ver con la lógica basada en medios y fines de la escasez o la producción que con el derroche y el encubrimiento. Porque el príncipe es, por supuesto, un gran encubridor y un gran derrochador. Smith observa que “por medio de estas operaciones, los príncipes y estados soberanos que recurrieron a ellas fueron capaces, en apariencia, de pagar sus deudas y cumplir sus obligaciones con una cantidad menor de plata de la que, en otras circunstancias, hubiera sido necesaria”. Y si el Estado del todo debe siempre personificarse, como lo hace en la figura de un príncipe, entonces, con la misma justicia —pues aquí estamos hablando de eso, de justicia y, por lo tanto de la ley, tanto como del dinero, del valor y de las apariencias—, el príncipe se verá convertido en un monumento edificado no sólo sobre el dinero sino del cual se derrama y brota el dinero, pues el tesoro queda
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liberado por un acto de descarga sagrada codicionada a la muerte del príncipe… siempre a la muerte. Isabel S. Alderson nos ha dejado una descripción del (segundo) entierro glorioso del Libertador, cuando sus restos (in)mortales desfilaron por las calles de la capital en 1842. Su padre había conocido personalmente al Libertador. Esta memoria se publicó en 1928 en el Boletín del Archivo Nacional de la Historia . Incluso en este boletín académico, la primera oración del artículo debe dar “presencia” al muerto con un acto de exquisito equilibrio entre lo sagrado y lo profano, y no lo hace a través de lo personal, lo nostágico, o a través de la memoria de algún individuo (su padre, por ejemplo), sino, más bien, sutituyendo a la persona por el personaje y al personaje por el monumento del Libertador que está ubicado, a horcajadas, sobre su tumba en la catedral de la capital, un monumento de “mármol del más puro blanco”. Podemos acceder a la intangibilidad del espíritu a través de la solidez del monumento. A cada lado del Libertador hay una figura. En un lado está la figura de la abundancia que derrama monedas. En el lado opuesto la figura de la justicia, con los ojos vendados, que sostiene su balanza. Aquí, pues, en el mármol más puro, vemos la escena del dinero , dinero derramado y dinero derramándose , que conlleva los sentidos de: dinero rebosante, dinero que se desborda, dinero que gotea, dinero que se descarga, dinero en hemorragia… al lado del Libertador que está, al lado de la Ley, a horcajadas sobre sus huesos sagrados en la catedral. El dinero, dice Karl Marx, funciona en el capitalismo como el equi valente general del valor y el valor es fuerza de trabajo solidificada. Sin embargo, ¿qué es este valor?, ¿qué es esta fuerza de trabajo solidificada? A veces se puede leer a Marx y a los otros grandes economistas de su era (la era en que los filósofos del mundo cambiante aún se preocupaban por cosas como el “valor”) como si estuvieran en busca de una secreta piedra magnética, en busca de un “Fuerte Knox” del valor y, como si hubieran concluido que esta piedra magnética, esa quintaesencia reside en el “trabajo”. ¿Pero en dónde reside el valor del trabajo? Bueno, éste reside en… ¡en el valor de las mercancías que se requieren para reproducir el trabajo!
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De nuevo el círculo, la Gran Rueda que retumba, y de nuevo la figura del príncipe que interviene para recordarnos que el “trabajo” no es sólo una fuerza como la que se mide en caballos de fuerza, o una sustancia natural que se compra y se vende como la gasolina sino que también (y siempre) es un asunto de mandato y sumisión, un asunto de control sobre la fuerza corporal y creativa de otro ser humano, aunque éste estará afectado no por la política, en sí, no por la esclavitud o la servidumbre o la familia, sino por la “libertad del mercado”, la libertad por la que se luchó en aquella violencia fundacional contra el mercantilismo y el poder colonial de manera que se pudiera abrir el comercio mundial y establecer los derechos civiles de la ciudadanía en vez de las castas y la esclavitud. Uno de los grandes triunfos intelectuales del marxismo consistió en indagar cómo la persona había sido traducida a obrero y cómo el obrero había sido traducido por la cultura del mercado a objeto de trabajo reificado y cómo, por lo tanto, el dominio sobre las personas se ejerce a través del anonimato de los mecanismos de mercado, cómo la crueldad y la explotación y toda suerte de degradaciones y glorias se efectuaron a través del lenguaje de los números, la eficiencia y las sustancias. Sin embargo, en el esfuerzo por trazar este movimiento de la literalidad de la persona a la abstracción del número y el objeto, parece que a menudo se perdió de vista tanto el impulso original de investigar las condiciones para la libertad humana como el reconocimiento de que la noción reificada de “trabajo” era precisamente un mecanismo de control sobre personas y cuerpos. Como lo pone Adam Smith (y es fundamentalmente de Smith, de Petty y de Ricardo de quienes Marx toma la “teoría del valortrabajo”), el valor de cualquier mercancía es igual a la cantidad de trabajo que esa mercancía permite adquirir y disponer al que la posee. La palabra disponer aquí nos deja ver la naturaleza voluntaria de las transacciones implicadas en la teoría del valor-trabajo . Estamos acostumbrados a que Smith, al interpretar el presente burgués, lo imponga forzadamente sobre la historia mundial y luego lo reinterprete como si ese presente fuera una consecuencia; ahora bien, en la cuestión del trabajo encontramos, precisamente, el punto original de tal interpretación. Smith lo explica así: “El trabajo fue, pues, el precio primitivo, la moneda originaria que sirvió para pagar y comprar todas las cosas. No fue con el oro ni con la plata, sino con el trabajo como se compró originariamente en el mundo toda clase de riquezas; su valor para los que las poseen y desean cambiarlas por
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otras producciones es precisamente igual a la cantidad de trabajo que con ellas pueden adquirir y disponer”. El valor, por lo tanto, especialmente en el estado de libertad que ha creado el mercado autorregulatorio, es, en última instancia, una disposición sobre el trabajo, por medio de una disposición sobre las personas como cosas. El problema de lo particular en relación con lo abstracto se reafirma a sí mismo en la ecuación del valor y por eso el príncipe, que es quien dispone, siempre debe figurar en el valor, mucho más cuando está detrás de él, como ocurre, literalmente, con “la otra cara de la moneda”. Ahora bien, en el Estado libre, entonces, donde todas las mercancías se pagan a un precio justo y donde se ha abolido la esclavitud y tantos han muerto en pro de la libertad durante la violencia fundacional, todo en aras de la soberanía nacional y el gobierno republicano, ¿cómo es posible que el trabajo pueda crear plusvalor?, ¿por qué misteriosa alquimia puede el trabajo, aun sin la fuerza que existía en los tiempos coloniales, producir más valor, al fin de cuentas, del que tenía al principio, si, según las reglas del mercado, se paga por él su valor de mercado? Inevitablemente llegamos aquí a la discusión de Marx sobre el dinero en relación con la extraña arquitectura y dinamismo de la forma de mercancía (una arquitectura que él ve a través de los ojos de Hegel y su permanente preocupación por el valor como subyacente a la relación entre lo particular concreto y lo universal). El dilema para Hegel consistía en cómo privilegiar lo concreto pero, a la vez, también la universalidad que permite discernir una diferencia y que, por lo tanto, sirve como base de comparación y tasación. En sus Elementos de filosofía del derecho , por ejemplo, Hegel hace pasar el dinero por este molino histórico-ontológico cuando escribe: “el valor de una cosa puede ser muy diverso en relación con las necesidades, pero si se quiere expresar no lo específico sino lo abstracto del valor se tendrá entonces el dinero. El dinero representa todas las cosas, pero en la medida en que no expone la necesidad misma, sino que es sólo un signo de ella, es a su vez gobernado por el valor específico que expresa de un modo sólo abstracto”. En este extraño poder simbólico y circular por antonomasia del dinero, que media entre lo concreto y lo abstracto, pues, se funda el exquisito problema de la retórica que media entre palabras y cosas, entre universales abstractos y particulares concretos y, muy especial-
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mente, entre la metaforización y la literalidad —al grado de que sólo el monumento estatal puede servir para detener esta interacción con la blanca pureza de su mármol: el padre acompañado por la hemorragia del dinero, por un lado, la justicia en el otro lado, esta justicia ciega que exige del padre tanto la fuerza de las armas como la mística de la muerte. Esto nos recueda que, aunque el dinero ciertamente resume el problema de inefable complejidad de la representación, oscilando entre (la ilusión de) lo concreto y (la conversión en artefacto de) lo abstracto, sólo lo consigue gracias a una autoridad central que se halla fuera del dinero mismo, a saber, el Estado que, sin embargo, se caracteriza, por siempre estar más allá… por ser, él mismo, no sólo escurridizo sino un generador de máscaras y de interioridades que lo definen. Como el dinero, el Estado está constituido, pues, por la materia del alma. La más importante de todas las mercancías, la fuerza de trabajo, nos proporciona la mejor ilustración del dilema del plusvalor (aunque no su solución). El poseedor de esta mercancía la vende a su empleador como una fuerza de trabajo abstracta y universal cuyo valor es lo que Marx (siguiendo a Adam Smith y a Aristóteles) llama “valor de cambio”. No obstante, como toda mercancía, esta fuerza de trabajo es consumida por el comprador (es decir, la persona que llega a “poseerla”) no como un abstracto valor de cambio sino como un concreto y particular valor de uso. El cambio de lo abstracto general a lo concreto particular es, pues, el primer paso del circuito, el primer paso del flujo mediado por la moneda. El comprador de la fuerza de trabajo despliega luego su nueva posesión en su modalidad carnal y corpórea como un valor de uso concreto y particular para crear “valor de cambio” (es decir, fuerza de trabajo abstracta y universal) en la forma de mercancías que habrán de venderse, cerrando así, más o menos, el círculo; el truco alquímico consiste en que, una vez cumplidas escrupulosamente todas las reglas de la libertad de mercado, la transferencia de Estado entre valor de uso y valor de cambio es lo que crea el plusvalor. En resumen, la arquitectura dinámica de la forma de la mercancia es precisamente este círculo que se cumple con el intercambio de venta y compra en el que el valor abstracto se transforma en modalidad carnal para fortificar el valor abstracto. Una mercancía es un compuesto híbrido, sensible a los procesos, de uso y valor de cambio, de concreción y abstracción, cuyas partes separadas se unen, se separan y luego vuelven a unirse, en un gran círculo, mediado por el dinero,
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de compra y venta, de posesión y desposesión, separación, intercambio, unión y creación de plusvalor. El punto persistente de todo este fenómeno asombroso aunque cotidiano es su habilidad para el aumento de valor como resultado de su abstracción que encarna , su capacidad para atravesar la ruta circular de la abstracción a la particularidad concreta y regresar con algo más —tal y como una persona poseída por el espíritu de los muertos regresa con algo más, regresa con el poder mágico de corregir y remediar las pruebas y tribulaciones del viaje de la vida misma. Estar o no de acuerdo con Marx es menos importante que identificar la relevancia del proceso de circulación y metamorfosis de su argumento, ya que al seguir el círculo de su pensamiento nos sensibilizamos de las propiedades de éste y podemos, entonces, ejercer nuestros propios rodeos y negociaciones, conscientes del poder que la circulación ejerció sobre la teoría económica en ciernes… por ejemplo: obsesionó a los teóricos mercantilistas y dio lugar a imágenes muy vívidas, aunque variadas: Hobbes y los autores anteriores del siglo xvi lo comparaban con la sangre mientras que otros lo comparaban con el alma y Bacon declaró que “el dinero es como el Estiércol: no es bueno a menos que se reparta”. Resulta curioso que Marx mismo está también obsesionado con la circulación. Sus obras están literalmente plagadas de alusiones biológicas y mágicas que se esfuerzan por hacer justicia a lo que él percibe como los extraños poderes de la circulación. Nunca nos deja olvidar que “la economía” es un proceso social de incansable actividad circulatoria de cualidades que interactúan y fuerzas cuyo despliegue implica cambio y novedad. Su prosa está salpicada de principio a fin por referencias a la formación de cristales a partir de líquidos, líquidos que retornan a ser cristales, metamorfosis, metabolismo social, el encuentro dramático de la vida y la muerte e incluso la alquimia. De todo ello resulta crucial que la función generadora de valor del trabajo como lo mide y lo media el dinero: depende totalmente de la circulación, y la circulación implica transformación, muy especialmente la transformación en espiral entre la particularidad concreta de cualquier trabajo dado y la corporeización de este trabajo como abstracto y universal en la mercancía que el trabajo ha ayudado a modelar, y, el dinero es el que media en esta última capacidad, tan absoluta•
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mente común y a la vez tan misteriosa, de transferencia sin cesar que confiere carnalidad a la abstracción, y a través de la cual, además, se crea el valor. Ahora, consideremos la posesión espiritual , la dramatización de la corporeización y la descorporeización; consideremos especialmente ese teatro que encarna la fuerza espiritual de una Idea Universal bifurcada sexualmente y que, a través de una conglomeración de espíritus vinculados a una jerarquía levemente centralizada, está coronada por el aura del Libertador y acompañada “como una sombra” por la reina de los espíritus.
Un rasgo crucial de este teatro de posesión espiritual es que la circulación de los espíritus de los muertos a través de los cuerpos humanos vivos es un movimiento paralelo a la circulación de la magia fantasmal del Estado-Nación a través del “cuerpo” de la sociedad; como cuando el Presidente de la República invoca, como parte de la faena diaria del gobierno el “espíritu” del Libertador y Ofelia, la curandera en la montaña de la reina de los espíritus, a su vez, invoca también a ese espíritu pero como un “hecho literal”. Aquí todo gira en torno a la necesidad e imposibilidad de hacer encajar ese espíritu en un hecho literal. Así, la posesión espiritual en la montaña mágica, en la marginalidad del mundo profano, reencarna como “hecho literal” aquella inquietante cualidad de la metáfora soterrada en la mezcla abyecta de absurdo y miedo que constituye la habilidad kitsch de la autorrepresentación del Estado del todo. La montaña de la reina de los espíritus es el manantial de trabajo espiritual que libera y descarga el excedente consumido por el Estado del todo y que incluye, entre sus autorizaciones, la de endosar la moneda y la circulación del Libertador mismo. •
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Hasta aquí en cuanto a la función generadora de valor del trabajo… lo que Ofelia llama “mi trabajo”. No sorprende que, con el dinero en el centro de todo ello, se lo ha llamado un espacio merodeado por maniáticos y charlatanes. Intentemos sosegar un poco este vertiginoso círculo preguntando a Marx sobre la fuente del valor que el dinero media y mide e intentemos seguir su argumento de que el valor no emana de una fuente ni del intercambio en sí mismo, sino de la metamorfosis del objeto o el servicio intercambiado; es decir, que el valor depende de la transformación .
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La naturaleza de esta transformación es de una magia desconcertante. De hecho, el propio Marx se refiere a este proceso mediante el cual una mercancía se intercambia por dinero y el dinero se usa para comprar otra mercancía como un fenómeno alquímico. Se trata de una de sus metáforas favoritas: la circulación y las transformaciones subsecuentes ocurren como si se llevaran a cabo en el interior de lo que llama una “retorta alquímica” (una retorta es un frasco de vidrio en el que se colocan los reactivos químicos para aplicarles calor; en el caso de los alquimistas se refiere a la mezcla de químicos con un metal innoble, como el plomo, para convertirlo en un metal precioso, como el oro). Como veremos, toda su teoría depende, para su exposición, decididamente de alusiones mágicas organizadas según una serie de cuadros en cascada. Cuando se lee a Marx con esto en mente se ve claramente que el famoso concepto del “fetichismo de la mercancía” no es sino la punta del iceberg . Ni siquiera en sus momentos más sarcásticos puede Marx escapar de los misterios que envuelven al dinero y lo convierten en ese espacio donde merodean maniáticos y charlatanes; todo lo contrario: su texto parece acoger estos misterios y abrazarlos con alegría hasta el instante justo previo a quedar aplastado por ellos. Antes que desmitificar, lo que hace, en realidad, es oponer un misterio con otro misterio y su propia teoría es, por necesidad, cómplice de la alquimia misma de la que parece mofarse. En ningún aspecto de su exposición se manifiesta más profundamente esta complicidad que en la importancia que confiere a la magia de los muertos y a la corporeización del espíritu como un asunto vital para la arquitectura y la circulación de la forma de mercancía. De hecho, aquí resulta tan dramático como un médium espiritista que nos conduce a través de la circulación capitalista de la metamorfosis del poder: emplea el lenguaje típico del sacrificio religioso en el que el trabajo es el fuego sagrado. Esto ya es, de por sí, bastante extraño, pero luego ¿a qué viene toda esa insistencia en la muerte?, ¿por qué resulta tan indispensable para el valor trabajar tan continuamente con los muertos?: El trabajo vivo tiene que hacerse cargo de estas cosas [maquinaria, hierro, madera y hebra], resucitarlas de entre los muertos, convertirlas de valores de uso potenciales en valores de uso reales y activos. Lamidos por el fuego del trabajo, devorados por éste como cuerpos suyos, fecundados en el proceso de trabajo con arreglo a sus funciones profesionales y a su destino, estos valores
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de uso son absorbidos, pero absorbidos de un modo provechoso y racional, como elementos de creación de nuevos valores de uso, de nuevos productos. […] Al transformar el dinero en mercancías, mercancías, que luego luego han de de servir de matematerias para formar un nuevo producto o de factores factor es de un proceso de trabajo; al incorporar a la materialidad muerta de estos factores la fuerza de trabajo viva, el capitalista transforma el valor, el trabajo, pretérito, materializado, muerto, en capital, en valor que se valoriza a sí mismo, en una especie de monstruo animado que rompe a “trabajar” como si encerrase un alma en su cuerpo.
Ahora bien, sin importar cuál sea la función exacta de la muerte en la retorta alquímica del capitalista moderno, que convierte el metal innoble en metales preciosos, Marx comprende bien que ésta gira en torno a la contradicción puesto que la magia de la alquimia puede desatar sus extraordinarias metamorfosis sólo si los opuestos interactúan en el intercambio de la circulación. La alquimia, podríamos decir, decir, es la ciencia aplicada de la muerte y de la contradicción en el laboratorio de la modernidad. La primera metamorfosis que tiene lugar en la retorta alquímica ocurre cuando la mercancía se vende por dinero; esta primera metamorfosis interactúa con la segunda y, necesariamente, sólo se ve completada por ella: cuando el dinero se usa para comprar otra mercancía. Marx no deja la más mínima duda de que este proceso se modela según el patrón de una representación dramática: “La metamorfosis total de una mercancía encierra, en su forma más simple, cuatro extremos y tres personajes”, en una dramatización en la que la forma de la mercancía: 1] aparece en escena, 2] se vacía de sí y 3] vuelve posteriormente a sí pero ya 4]hinchada de un valor aumentado; es decir: M—D—M’. Para ser congruente con esto, Marx no puede evitar el lenguaje de la magia así como el de la teatralidad: un lenguaje de misteriosas apariciones y desapariciones, de vaciarse de sí, de cosas que se convierten en otras cosas y de cristalización y licuefacción: “Y lo mismo el dinero, que empieza siendo la cristalización fija del valor en que se convierte la mercancía”, pero también escribió (junto con su amigo el joven Friedrich Engels en un famoso manifiesto de 1848), que con el capitalismo moderno: “todo lo sólido se desvanece en el aire”. Podríamos pensar en la circulación como algo orgánico y fluido (y habría, por supuesto, buenas razones para ello), pero la circulación del tipo alquímico que aquí se analiza se mueve con un ritmo
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diferente, una suerte de tambaleo que de modo más o menos ciego, va dando dando tumbos tumbos a través de de conmociones conmociones e impulsos impulsos epilépticos producidos por conjuntos que se componen y se descomponen en un tenso encuentro: concurrencias, emparejamientos, transferencias y desconexiones negociadas. Estos círculos de síncopas tambaleantes son en verdad milagrosos porque alcanzan su culminación, por más efímera que sea, en el fuego difuso de una crisis crónica en la que la excepción es la regla. Aquí está, pues, el Estado inimaginable de crisis permanente, la escena mágica de la filosofía (no menos que de la vida cotidiana) en nuestros alquímicos tiempos y si lo que debería ser una conexión íntima (como la conexión entre la venta y la compra: ¿existe acaso una intimidad mayor?) se prolonga demasiado, obstruyendo así la interacción de las metamorfosis, entonces, como lo explica Marx con todo encanto, la unicidad de todo el proceso se reafirma produciendo una crisis (como ocurre constantemente en lo que los economistas llaman “el ciclo del negocio”). Así pues, las antítesis y las contradicciones que están inmanentes en las mercancías y que, en la circulación, unen a las interacciones metamórficas, divergen de manera que crean sus propios tipos de movimiento. ¿Será posible que el teatro de la posesión espiritual no sea un mero acoplamiento privilegiado de cuerpo y espíritu sino que sea, sobre todo, este milagroso teatro de la síncopa tartamuda de la crisis perpetua en la circulación y que detona la crisis interminable inter minable de la corporeización de lo particular en lo universal, concediendo así equilibro al Estado del todo, incluso mientras se perfila hacia la siguiente estremecedora crisis de la soberanía, es decir, de hecho, la soberanía misma? Y si el papel del cuerpo en este teatro es hincharse, hincharse de alma y de interioridad dramatizada, como el Estado mismo —este cuerpo humano que ha de verse purificado diligentemente a través de velaciones , en silencio, en los altares de la montaña mágica, para recibir al espíritu con actuaciones gloriosas de la corporeización; este cuerpo por tanto tiempo condenado al mundo del tabú de lo ambiguamente impuro—, no olvidemos que la posesión espiritual es la que nos permite leer de manera diferente (leer a Marx y, por lo tanto, al capitalismo de modo diferente) para volvernos mucho más conscientes del juego alquímico de la muerte en la contradicción; no olvidemos, además, que esta lectura alquímica (como una ciencia aplicada de la contradicción en el laboratorio de la moder-
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nidad) es, en sí misma, tanto circular como tambaleante, llegando, conveniente y finalmente, a su punto inicial gracias a la interacción serpenteante y circular entre el tabú y la transgresión en donde la naturaleza, plagada de crisis, de la soberanía pasa a través travé s de la reina de los espíritus. Así que aquí, al final de nuestro círculo, aparece de nueva cuenta no sólo el elemento inferior y oculto de la habilidad estatal en la figura de esta mujer que es la reina de los espíritus sino también la figura de la deformación como en el caso del hombre encarcelado por desfigurar el rostro del Libertador en la cara de la moneda. Pues ¿acaso no es por virtud de cierta disposición hacia la muerte y la negación que la desfiguración convoca convoca investiduras sagradas que de otro modo se pierden en la cotidianidad de las cosas, una que lleva hacia la cárcel y la otra hacia la montaña montaña de la reina? A través de la profanación profanación y el sacrilegio, la desfiguración genera valor, un inspirado padecimiento del alma que es prueba del poder mágico del tabú (y que le rinde homenaje), en el que muchas formas de alquimia subyacen latentes y no sólo las que podrían ocasionarte la cárcel. ¡Escuchen todos! A un hombre le preguntan sobre sobre el Libertador, Libertador, un hombre hombre que es bien conocido por su pasión de cantar en los velorios. Alguien quiere saber qué piensa la gente acerca del Libertador en este soleado Otro Lugar y lo que diga llegará a incluirse en una suerte de libro etnográfico publicado por la editorial de la Universidad del Libertador, en la capital, para el bicentenario del nacimiento del Libertador. De entrada aclaremos que este hombre es un archidesfigurador. archidesfigurador. Dice como sigue: —En un velorio o en un altar lo primero que encuentras es un retrato del Libertador. En la casa de cualquiera también lo primero que encuentras es un retrato del Libertador. Siempre hay uno: no es sólo alguien que hizo historia, sino alguien que consiguió algo grandioso. ¡Y tienes que pedirle algo! Así es nuestro nuestro sistema y también también el de los extranjero extranjeros, s, porque si no estás con el Libertador no vas a conseguir nada; uno le hace una petición para obtener algo. Para poner en acción el sistema de movilización moviliz ación lo primero es el dinero: si necesitas resolver un problema, puedes tomar una foto palpable del Libertador y un billete de alta denominación y si tienes un problema personal grave o alguien de tu familia está en prisión, hay que tener un retrato del Libertador, poner un vaso con agua, prender una veladora y hacer la súplica con toda devoción. Tu problema se resolverá.
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—Es como si en realidad fuera la imagen del Libertador la que opera el milagro. —La fe es indispensa indispensable; ble; siempre. En todo caso, estén conscientes e incluso tengan cuidado, ustedes etnógrafos y ustedes etnografiados, de aquellos que plantean preguntas para el bicentenario del Libertador, alimentando la magia de la moneda en la corriente, en el gran ciclo de traducción tartamuda de sentido y fuerza que se propulsa hacia arriba a través de la jerarquía de clase y de raza y que convierte, alquímicamente, lo literal en lo metafórico, para luego redescender hacia las masas y recircular de nueva cuenta “lamido por el fuego del trabajo…”
Sobre todo tengan mucho cuidado de las falsificaciones, pues abundan los falsificadores de moneda, capaces con sus manos pacientes y ojos avisores de (di)simular hasta el más mínimo detalle; como si la semilla diseminada por su muerte en los tan idénticos fragmentos memoriosos de moneda se empeñara en proliferar y emprender locas escapadas de gastos exuberantes, no sólo en el reino de la copia a través de la posesión espiritual sino también en la copia que llevan a cabo las fábricas artesanales del inframundo con sus ritos de secretos y de exactitud, preludios de la entrada a los circuitos legales del intercambio. Así que compete al Estado del todo asumir la dirección de esto y designar cuánto debe imprimirse y cuánto debe circular y de qué forma, color y tamaño y qué ilustraciones debe llevar. Mientras lo interrogan, todo esto lo intuye el hombre desfigurador gracias a su conciencia de la magia del dinero, intuye que hay algo en juego detrás de esta ilustración oficial que circula de mano en mano como las almas de los muertos esparcidas por todo el país y que pasan a través de cuerpos impuros de los vivos en oleadas de miedo y de deseo. El hombre interrumpe el circuito por un momento y pone el retrato del Libertador a trabajar. Este hombre está en todas partes. “Parte detective, parte adivino”, así es como se describió a Paul Levy de Merrill Lynch en la primera plana de The Wall Street Journal , el 2 de enero de 1987, después de su decimoquinto viaje hasta aquí desde Nueva York para confirmar la salud del Libertador Libert ador.. El artículo Journall desató una tormenta de protestas aquí porque los ecodel Journa nomistas que recopilan datos, especialmente los de organizaciones como Merrill Lynch, no se supone que sean detectives (que investigan crímenes oscuros) y definitivamente no deben ser adivinos (que
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emplean la magia para aseverar lo oculto), aunque eso es precisamente lo que los caprichos de la economía y los secretos de Estado extrajeron de la conducta —por lo demás poco interesante— del señor Levy en tanto que economista trabajando para los súper ricos del mundo. Y es que por acá el Journal pega muy duro y la gente está ya sensible al más mínimo indicio de ridículo en lo que se refiere a asuntos de soberanía, como los que tienen que ver con quién tiene permiso para hablar de asuntos tan delicados como “la economía”. De hecho, su misma indignación frente a la noción de adivinación en la cuestión de la moneda es una prueba de la santidad que confieren a la nación y a su dinero. Y este hombre está en todas partes. Lo que debe llamar nuestra atención es: primero, los hilos misteriosos que combinan lo secreto con lo sagrado y, segundo, el hecho de que la entidad que con gusto nosotros unificamos como el Estado parece mantener cierta información en secreto. Tal información incluye no sólo las meras políticas (como, por ejemplo, si se dicta una devaluación o no y en qué medida) sino también datos aparentemente duros y consolidados como la producción petrolera. Datos como éstos equivalen a secretos de Estado y no deben ser revelados o, si lo son, lo más probable es que sean falsos para tener cierto efecto en el mercado. Luego, están otros secretos como el problema de las compañías multinacionales con sus mil y una maneras diferentes de definir y esconder sus números bajo el velo de los Estados-Nación, como si se tratase de fichas de aquel juego de “¿dónde está la bolita?”, ya no digamos de los despreocupados supuestos sobre la producción y el consumo del sector campesino, así como, por supuesto, las descabelladas especulaciones sobre el llamado “sector de servicios” que representa nada menos que ¡el cuarenta por ciento del pnb!, y esto es sólo el comienzo… En otras palabras, la base para la contabilidad nacional (modelada, por supuesto, según sistemas diseñados en París y luego importados acá), incluyendo los índices fundamentales, como el pnb, es una completa falsificación. Pero incluso llamar a algo “una completa falsificación” parece infundir cierto falso sentido de seguridad y, por lo tanto, subestima rotundamente el grado colosal de incertidumbre, engaño, artimaña e ignorancia que mantiene a flote empresas tan pantagruélicas como la nave del Estado.
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No se trata solamente de que estos indicadores económicos primordiales se basan, por una parte, en una secuencia de adivinanzas —inspiradas algunas, otras no tanto— y, por otra parte, en mentiras intencionales; más importante que esto es el hecho, enormemente revelador, de que, tan sólo porque llevan el imprimatur del Estado moderno, estas cifras adquieren en la práctica un estatus de veracidad devastadora que, bajo ninguna circunstancia, merecerían y que, en este sentido, es mucho más importante que la confidencialidad o el engaño intencional, puesto que estos últimos al menos ofrecen una suerte de indicio de esa acostumbrada fantasía según la cual hay un orden motivado y tranquilizador real detrás del cual, seguramente, conspira alguna persona o cosa. Mucho más importante que esto es la genuinamente sagrada confidencialidad que se adquiere ya sea a través de la negación de lo confidencial o, más potente todavía, a través de la afirmación de que sí hay confidencialidad cuando, en la realidad, el verdadero secreto es que no hay ningún secreto. Con esta última estocada maestra, el teatro de la interioridad escondida se pone en juego y el Estado del todo asegura su estatus sublime. Todo esto lo intuye naturalmente el desfigurador cuando se le interroga… La tarea del señor Levy, según The Wall Street Journal , consistió en analizar tendencias políticas “en naciones en las que [a diferencia de los Estados Unidos, por supuesto] la política se juega sobre todo en la oscuridad, afectando el crecimiento económico de modos que sólo pueden conjeturarse”. Ahora ya sabemos bien desde el abyecto reino de quién se proyectan estas sombras: ese traicionero y poderoso reino de ella, de la reina, al cual el detective-adivino ingresa, más bien como antropólogo-adivino. En una típica visita de tres días a la capital de esta tierra soleada, se la pasa muy ocupado entrevistando a informantes: gente que administra agencias de intercambio de divisas, edita revistas de economía, dirige bancos, etc. … el señor Levy tiene presentimientos de sus presentimientos: ésa es la clave. El señor Prunhuber, por ejemplo, que dirige un pequeño boletín y que migró a este país desde Nueva York en 1921 le suelta “una conjetura interesante”: que el país ya agotó, él piensa , todas sus reservas de su propia moneda, es decir, del Libertador, y si eso es cierto, el señor Levy piensa , entonces el gobierno tendrá que imprimir más dinero para financiar su presupuesto y eso seguramente agudizará la inflación. El señor Levy toma notas en su cuadernillo: en un almuerzo muy caro con un empresario agrícola muy importante, el señor Levy
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oye que el gobierno no va a la par con la comunidad empresarial y su interlocutor ya está preguntando a parientes y amigos en otros países que cómo se las arreglan con la inflación. El señor Levy concluye entonces que el sector privado se halla hundido en el pesimismo y no tiene ánimo ni disposición y eso podría ser un grave impedimento para el crecimiento económico: el ánimo, finalmente, lo determina todo. Un economista viejo y experimentado del banco central le cuenta que la fuga de reservas de dólares norteamericanos es mayor de lo que se sospecha y que algunos de estos dólares se han ido para consolidar al Libertador en los mercados de divisas extranjeras. El señor Levy se queda atónito: la situación es mucho peor de lo que él creía. El Libertador será aún más débil sin la intervención del banco central. Entonces emite su conclusión: “La política es ahora una variable más importante a considerar: esta gente está viviendo en un paraíso de necios”. Todo esto lo intuye naturalmente el desfigurador cuando se le interroga. Y este hombre está en todas partes. Y ella también.
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¿Qué extraña fuerza es esta que vaga, en los espacios públicos, con la imagen del padre y que busca derechos de tránsito a través de la memoria, una memoria luminosa gracias a la presencia de su consorte sombría, la reina de los espíritus, que sonríe enigmática desde su montaña con los espíritus de los muertos? ¿Qué extraña fuerza es esta que hace del espacio público una infinitud de réplicas de su montaña encantada y elige puntos estratégicos para que la firma del Libertador marque la consumación de señales sagradas? EL QUE ABANDONA TODO POR SER ÚTIL A SU PATRIA, NO PIERDE NADA Y GANA CUANTO LE CONSAGRA
¿Cuál es el estatus de este graffiti estatal que se cierne entre lo absurdo y lo espantoso, pero se aproxima a la santidad? Nótese su propagación por todo lo ancho y lo largo del Estado-Nación, como en un minúsculo asentamiento de apenas tres o cuatro cabañas. Nótese también el aura típica de la presencia estatal, los signos de la paranoia: esos signos del miedo que te provocan miedo. A lo largo de las paredes de la estación de policía hay costales de arena en los que se recargan, holgazaneando, tres policías con sus negras pistolas, no menos conspicuas que su metralla. Resguardan uno de esos retenes que se pueden hallar por doquier en este democrático Otro Lugar donde la gasolina es más barata que el polvo y abundan los coches. Sale el petróleo, entran pistolas, munición, videos y autos. Un día Mission se detuvo en uno de estos retenes; dos hombres uniformados y otro vestido de civil estaban sentados, en su pequeño templo, “viendo” el tráfico. El que estaba vestido de civil era pequeño [169]
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y sostenía en la entrepierna una pistola plateada que apuntaba hacia el tráfico pero que se escondía bajo el alféizar de la ventana. ¿Qué imaginaba que iba a ocurrir? ¿NO SON ÉSTAS LAS BARRERAS, LOS ALTARES Y LAS MÁGICAS PUERTAS DE ENTRADA DEL ESTADO MISMO?
Mientras pasas en tu auto, a paso de tortuga, comprimiéndote como un resorte, aguardando sólo a que el policía, con el arma lista, te haga el gesto de que puedes continuar, ¿no se parece tu estudiadísima despreocupación, tu estudiada indiferencia a esos rostros zombis de los que caen bajo trance, acostados con brazos y piernas separados frente a un portal en la montaña de la reina de los espíritus? ¿Durante ese breve momento de tensión, que parece durar infinitamente, no estás realmente poseído por un espíritu: el espíritu del Estado? En tales momentos, habrás de recordar que: UN PASO IMPRUDENTE PUEDE SEPULTARNOS PARA SIEMPRE
Si recordamos que el primer ejemplo que da Arnold Van Gennep de los ritos de paso es el cruce de las fronteras territoriales, como si este paso espacial fuera el ritual elemental, o sea, el ritual en su forma más primitiva, valdría la pena reflexionar con mayor detalle en la capacidad para generar misterio y en la cualidad teatral de los rituales estatales cotidianos ; no sólo en aquellos espectáculos espléndidos que demarcan la centralidad del poder, sino en los pequeños y cotidianos ritos de paso… como el que se siente al pasar esos retenes policiales que son tan abundantes. Por supuesto que este rite de passage no es tanto un traslado de un estatus social a otro, de la juventud a la edad adulta, por ejemplo, sino una transición purificadora a partir de un estatus potencial de criminalidad, y cuya purificación sólo dura hasta que llegas al siguiente retén, donde recomienza el proceso de purificación (o, al menos, así lo esperamos). La lógica es perfectamente reversible porque estos retenes pueden ser interpretados no como purificadores sino como contaminantes, en tanto que declaran a todos los que pasaron por ahí como sospechosos y sucios. Recordemos al individuo “vestido de civil” sentado con su pistola plateada, escondida, pero apuntando hacia el tráfico… pasar frente a este individuo no implica necesariamente quedar purificado o
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redimido de esa extraña culpa que ser integrante del Estado moderno parece implicar, de hecho, lo más probable es que uno se sienta afortunado de haber aguantado con éxito el acoso de esta perturbadora irracionalidad y, por lo menos en esta ocasión, haber sido bendecido por el pequeño milagro de cruzar indemne. Bueno, hasta el siguiente retén… Hablar de lo milagroso en este mundo absolutamente secular, en este mundo de fortines de concreto, sacos de arena, lentes oscuros y chalecos antibalas, equivale meramente a plantear, de nueva cuenta, el misterio de la presencia de Dios en la modernidad; el misterio, en otras palabras, de la naturaleza problemática de Su muerte y, por lo tanto, la posibilidad terrible de que en la modernidad Dios no ha dejado de existir pero, a la vez, ya no está presente como Dios, sino que existe como un Dios Muerto que, por lo tanto, está equipado con poderes que rebasan con mucho los del Dios Vivo, puesto que, como todos los muertos, tiene entre sus bendiciones, la capacidad para poseer a los vivos, especialmente mediante la teatralidad que se da en lo cotidiano del Estado. Ocurre a veces que estas producciones cotidianas, por más rutinarias que sean, estallan y alcanzan la escala de lo espectacular, sólo para mantener la explosiva promesa de Su presencia mortal que, de otro modo, está contenida en detalles diminutos, en la promesa que subyace dormida detrás del contrato que la estatua suscribe con la cara del gentío en la plaza pública. Como nos demuestra Bataille en su ensayo sobre aquella inmensa aguja de piedra, el obelisco, llevado del antiguo Egipto a la Francia moderna para proporcionar cierto cuerpo a la imagen imperial del Estado, esta promesa de una presencia mortal, que no es menos poderosa que la de un sol remplazado, es una fuerza que emana de lo concreto de las imágenes “que una suerte de sueño lúcido pide prestado al reino de la muchedumbre” (y no olvidemos aquí el más concreto de todos los símbolos de la modernidad: el contreto mismo). A veces una presencia que se esconde en las sombras de estos sueños prestados del reino de la muchedumbre sale a la superficie, otras veces las figuras que rutinariamente ignoramos repentinamente destacan. Esto debe recordarnos el punto esencial de aquel comentario de Robert Musil (de hace ya muchas décadas) sobre la invisibilidad y la media vida de los monumentos, que viven sin ser vistos por el gentío que pasa. Ahora bien, tenemos que subrayar más ese “pasar”, la naturaleza atomizada pero fluida de este gentío, pues representa todo un nuevo
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conjunto de circunstancias para presenciar el poder de los muertos y la figuración de este poder como un ente estatal. Para ser un pensador que en alguna ocasión eligiera el exceso de velocidad delirante de los automóviles como una evocación del gasto como sensación y como filosofía, llama la atención que Bataille prefiriera dirigir su atención a un centro —y, por lo tanto, a una tensión de periferia central—: la plaza pública, su obelisco y su gentío, en vez de considerar la calle y la carretera que desdibuja la territorialidad mientras la atraviesa el automóvil (que está registrado en los archivos del Estado y es conducido bajo la licencia del Estado). Y es que no podemos ignorar el hecho de que este movimiento de la plaza pública a la carretera es un movimiento del cuerpo y de la mente tan diferente como es diferente su imagen y que la magia del Estado se percibe con igual intensidad en este conjunto de monumentos que desterritorializa que en la erección del monumento que territorializa y “que una suerte de sueño lúcido pidió prestado al reino de la muchedumbre”. Ahora bien, la naturaleza del obsequio que el sueño lúcido, en ambos casos, pide prestado a la muchedumbre no admite comparaciones, de manera que efectúa una transferencia de movimiento entre ambos (entre la estática y la dispersión no menos que entre la estatua y la muchedumbre) en ese punto indefinible en el que uno de ellos se convierte en el otro, quizás, por ejemplo, en la Tumba del Soldado Desconocido. Pues aunque Él se halla sentado, con la espalda tiesa como muerto, y viene a la vida a caballo sobre ese granito corrugado que es la montaña de los muertos que cayeron en las batallas de las guerras anticoloniales (y las guerras dentro de esas guerras), tenemos otro tipo de velocidad, completamente diferente, que se agita en la base de esa montaña de cuerpos y que irrumpe y fluye como un gran río de la muerte, a través del Arco del Triunfo y de la Tumba del Soldado Desconocido, y que luego se extiende como una llanura de concreto blanco en su derecha monotonía de calor resplandeciente sobre el campo de batalla en el que se decidió el destino de las naciones para luego convertirse en el sistema de carreteras que se extiende a través de todas ellas. Aquí en la carretera existe un espacio aún más prominente para el monumento, tanto por lo que toca a su invisibilidad rutinaria como por sus repentinos destellos de descarga sagrada —especialmente cuando se le amenaza con el más amado y a la vez más temido de los actos: la desfiguración—. Pues si la desfiguración es lo que trae a la superficie la cualidad sagrada de las cosas estatales, si ésta es la
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fuerza que se requiere para exteriorizar lo sagrado interior, entonces también debemos estar conscientes de la amplia gama de actividades estatales cuya razón principal de existir se basa precisamente en su capacidad para atraer y prevenir tal desfiguración y así mantener, a través de una suerte de sagrada masturbación, la base cuasi religiosa del Estado moderno. Marzo de 1988: Previo al trabajo de campo. Llegada. Son las 6:00 de la mañana, cansado, rodeado de hombres que hablan de dinero y de cómo ganar más, luego un silencio, se forman colas para pasar por migración (nótese el uso de la frase, casi familiar, casi animista: “por migración”, como si fuera algo provisto de mente, etc.). Los hombres ponen todos la Cara , es decir sus rostros asumen una Figura particular y acarrean a sus familias, como ovejas que podrían salirse del corral, con los pasaportes bien aferrados en la mano, como si se tratara de talismanes cargados de magia en virtud de su capacidad de transmisión de la espermática economía del Estado. El Oficial de Migración ordena bruscamente a Mission que se ponga a un lado, declarando, sin expresión visible, que necesita una visa. Mission indica que nunca la ha necesitado; otros “extranjeros” se le unen, cercados por esta tierra de nadie que existe entre los Estados-Nación (y que, de hecho, los constituye) en donde viven los que no requieren visa (si se puede llamar vida, ustedes que, trasquilados de toda esperanza de identidad, han tenido que ingresar por aquí). No hay modo de saber qué ocurre; los ríos de cuerpos cruzan la puerta de entrada arrastrando los pies, agradecidos por el sello que acaban de recibir. El ambiente se puebla de ruidos sordos y golpes: esa percusión sin la cual no es posible ningún
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rito de paso: paf , paf , zas , zas . Es como un saludo ritual de metralla. La sala está dominada por el sonido de un puño que, provisto de un sello de goma entintado, golpea los documentos, y por un frotar y arrastrar de los pies que produce cada individuo mientras sonríe, agradecido, al individuo sin expresión que estampa los documentos, y luego cruza en dirección al Otro Lado. Mission apela a alguien que parece un oficial superior (nótese como se cuela inmediatamente la terminología). El Superior declara: —¡Él no necesita visa! —¡Sí! La necesita —responde otro. Luego otro, réplica viva del Libertador, con bigote y apretando los dientes como si fueran la reja de una fortaleza, dicta. —¡Momento! ¡Mantenga la calma señor! Hela ahí, la estilística de último recurso de la violencia… “Mantenga la calma…” Mission espera “pacientemente” como aquel hombre del campo que esperó toda su vida frente a la puerta de la ley. Transcurren veinte minutos, como dando tumbos por las compuertas de la zona gris, intermedia… Recuerda: UN PASO IMPRUDENTE PUEDE SEPULTARNOS PARA SIEMPRE
Finalmente, percibe la luz: hábilmente desliza veinte dólares y se expide su “visa”. Dos hippies alemanes, convencidos de que hallarán justicia, se rehúsan a ingresar en esa zona intermedia, fría y húmeda de la corrupción y se quedan en el redil meneando sus largas cabelleras… Dos días después, en el campo camino a la carretera que conduce a la montaña mágica, en un Fiat rentado en las afueras de la ciudad de Valencia. Rachel conduce y, al mediodía, hace un calor infernal; el resplandor te pica los ojos con sus dedos de hierro. Llegan a un retén y cruzan un punto de entrada con una luz verde donde deberían darles un recibo, pero no se lo dan. Rachel se orilla al acotamiento de la carretera, baja del auto y regresa caminando a la caseta para pedir el recibo. De un edificio bajo, cercado en un lado por sacos de arena, emerge un policía. La escena es similar a las imágenes de Vietnam durante la guerra, sólo que ésta es una democracia en paz consigo misma y con el mundo exterior. Otro policía, con pistola, está apoltronado junto a la pared. El primer policía está furioso: algo atroz está ocurriendo, algo que está más allá de la comprensión de
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los simples mortales: se niega a escuchar, exige que Rachel le muestre su licencia, la toma y se la lleva al otro lado de la carretera, al Edificio Oficial, el que tiene los sacos de arena, esas verrugas anales de un Estado asediado por un enemigo invisible. Ellos se quedan en el coche; cada vez hace más calor, la luz deslumbrante rebana el aire en tajos de gimiente tejido nervioso. Después de un rato se acerca otro policía para decirles que están haciendo llamadas para cerciorarse de la validez de su licencia. —Estarán llamando a Dios —aventura Mission, en broma. Es Jueves Santo y todas las dependencias oficiales están cerradas. Diez minutos después el primer policía regresa a decirles que no pueden continuar porque la licencia de Rachel no es una licencia internacional; luego otro policía, que parece su superior, de pelo casi a rape, chaleco antibalas y lentes oscuros como goggles , se dedica a reprenderlos como si fueran criminales o niños. —Sólo pueden conducir aquí con una licencia internacional; es absolutamente obligatorio. No pueden moverse de aquí. ¿Y por qué cruzaron la caseta con la luz roja? —No había ninguna luz roja —aclaran. —La culpa es del personal de la carretera: debieron cerrar el paso o dejar a alguien a cargo. Este hombre no escucha; no puede escuchar porque proviene de un lugar lejano donde la luz es mucho más deslumbrante que aquí, el lugar de la gente especial, consumida por la impaciencia, la gente que sella talismanes, la gente que, manteniéndose en las alturas, chorrean victoria y esperan el momento en que el caballo del Libertador habrá de estampar sus cascos sobre la tierra, esperan a que los alemanes dejen de menear sus largas cabelleras y presten atención a los asuntos del Estado. El oficial continúa su interrogatorio en busca de secretos de Estado, como destripando el mundo para sacar la verdad, con una bayoneta que destella al sol, reprimiéndolos por su pronunciación del español. Se aleja y les ordena que esperen ahí. Sin embargo, ellos pisan el acelerador y salen disparados, invocando, por su parte, a otro tipo de dioses… ¡sí!, un momento de éxtasis. Esa noche , cuando van por un camino de terracería en dirección a la montaña mágica, los detiene la policía. Es Semana Santa y se espera la llegada de multitudes de peregrinos. La policía ha formado una barrera a la altura del primer altar, el portal del Indio Macho a la entrada de la refinería; las luces centellean. Son persistentes en
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sus preguntas pero no muestran hostilidad; se tornan cálidos una vez que se aborda el tema de la reina de los espíritus, a la que veneran con respeto; afirmar que su montaña es un monumento nacional. En Quiballo, allá adelante, afirman, hay una mujer que es poseída por un vikingo y habla en inglés. La policía les advierte de lo peligroso que es estar en la montaña, pero también señalan, por supuesto, que cuentan con huestes de soldados y policías desplegados por toda la zona. Aquí tenemos, pues, otra zona de peligro como los retenes con sus casetas de observación atrincheradas con sacos de arena. Sólo que aquí los guardias han traducido a la reina de los espíritus como “monumento nacional” con un gesto que, a la vez, confirma y anula su importancia. Es curioso tener un “monumento nacional” que también es un hervidero de peligros y está rodeado por la policía. ¿Cómo hubiera interpretado esto el autor de La rama dorada ? Conquistador: carreteras y modernidad ; sea verdad o sea mentira, una de las primeras cosas que oyes de los dictadores y que parece sinónimo de ellos es su entusiasmo por movilizar a la gente, con suma velocidad… un flujo de personas, cuerpos en huida a lo largo de un periodo, desde las gloriosas ruinas del Partenón hasta los campos de Auschwitz. Está, por un lado, el necesario espectáculo del Centro, eso es muy cierto, pero también está, por otro lado, esta fabulosa contracorriente: las magníficas vías de los emperadores romanos a todo lo ancho de la Europa bárbara, el Autobahn y el carro del pueblo, ese pequeño Volks-Wagen, y está Mussolini que enriqueció el vocabulario político del siglo xx al “hacer que los trenes llegaran a tiempo”, el gobierno de los EUA que, inspirado por las más grandes obras estatales de la historia de la humanidad, la Gran Muralla china, emprendió la construcción de una inmensa red de carreteras interestatales de costa a costa, en caso de invasión totalitaria, inaugurando, al mismo tiempo, la costumbre del Sello Presidencial y el reverso del mismo dólar: EN DIOS CONFIAMOS
¿Y no son acaso estas inmensas versiones de la Autobahn , desde Long Island hasta Big Sur, los verdaderos monumentos de la modernidad, el equivalente de las grandes pirámides y los obeliscos del antiguo Egipto, sólo que mucho más vinculados con el culto a los muertos, además de contar con su vital elenco de obras de arte interactivas? Al acelerar y andar de ronda por este monumento de lo
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moderno, consumiendo kilómetros, hemos de reflexionar por qué la circulación o el “transporte” (el mismo término que se usa en la montaña mágica para la posesión espiritual) es un asunto tan importante para la imagen del dirigente. Sin importar cuánto se inclinan nuestros sentimientos por la libertad de la huida al volar en carretera, cuando aceleraramos “por la libre”, hemos de admitir que la relación entre tal huida y el Estado, entre los carros y la policía es particularmente tenaz. En Estados Unidos, cuna de la libertad y la movilidad (que generalmente se equiparan) la licencia de conducir ha funcionado, en la práctica, durante décadas, como la identificación oficial emitida por el Estado; algo que, en otras circunstancias, se rechazaría en aquel país porque huele a dictadura. El uso del auto como control social se ve quizá mucho más claramente cuando una sociedad está a punto de dar el gran salto adelante hacia el transporte de camiones y automóviles (como lo estuvo este soleado Otro Lugar en la década de los cincuenta, cuando se vivía “a todo tren” gracias a la exportaciones petroleras). En 1939 había casi 18 000 autos registrados. Veinte años después, se ensamblaban unos 9 000 autos por año. Cuatro años después, en 1963, esta cifra se había duplicado y para 1973 se ensamblaban unos 66 000 autos por año (en comparación con los apenas 21 000 de la vecina república de Costaguana que tiene el doble de población pero no tiene petróleo). En 1982 se producían alrededor de 155 000 automóviles al año, ¡y qué importancia y significación tenían!: Chevies y Fords norteamericanos sedientos consumidores de gasolina como el gran Conquistador blanco que arrasa las carreteras del país en una llamarada de brillante poder macho, enteramente automático. Lo único que faltaba para completar este paquete era un cuerpo de policía con chalecos antibalas… La expresión chévere , que en el español de este lugar llegó a significar “magnífico” proviene, de hecho, de Chevie . Mission solía escucharla en los años setenta, importada en la pobre Costaguana junto con san José Gregorio de los labios de cortadores de caña que se habían colado al otro lado de la frontera y habían estado en este Otro Lugar. Por supuesto que para ellos era algo así como un sueño llegar a poseer un automóvil, pero al menos tenían la palabra y, así, todo lo que les rodeaba podía ser bautizado con ella y adquirir un estatus de esplendor, sometido al escrutinio constante hasta que produjo su destello completo de esplendor y la palabra mágica hizo erupción
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proyectándose más allá de su forma vehicular: chévere … la palabra expandió nuestro universo. Playa Cayagua: cuando llegaron, ellos eran los únicos en todo el lugar (con excepción de la familia López) que tenían su propio quiosco en la arena y han estado aquí por más de treinta y seis años. El primer día Mission anduvo en trance, perdido entre tanta belleza, calor y soledad. Comían galletas y jitomates y compraron cerveza helada con el señor López. Sus dos hijos, de uno y tres años, nunca antes habían visto el océano. El ocaso traía un fresco remanso después del calor intenso del día y de la tensión de conducir por esa carretera angosta que zigzagueaba por la pendiente montañosa. Alguien aseguraba que la carretera se contruyó como una ruta de escape para el presidente que había gobernado el país por casi treinta años, desde comienzos del siglo, y que unía sus haciendas y bases militares con la costa (el antiguo centro económico de la colonia, gracias a la exportación de cacao de las plantaciones esclavistas, pero que ahora se hallaba totalmente aislado excepto por el delgado listón de este camino proclive a las avalanchas). La luna, suspendida por un instante sobre los acantilados, era una delgada creciente que apenas dejaba adivinar su forma esférica. Colgaron sus hamacas entre los cocoteros de la arena. Las estrellas ardían en el cielo. El primer auto llegó a las 11:00 de la noche. Luego llegaron más, ocupando el trecho entre la playa y la selva. Encendieron fogatas que alimentaban con gasolina: tenían que tener fuego… En la mañana salieron de sus autos norteamericanos achaparrados, Fords y Chevies ; eran hombres barrigones en shorts y mujeres en biquini con paliacates en el pelo, como las que salían en los comerciales de cerveza de la televisión del quiosco de los López donde transmitían el concurso Miss Universo frente a una multitud absorta. Algunos autos se atascaron en la arena. Era sorprendente constatar cómo sus conductores genuinamente creían que sus autos podían —y debían— llegar a cualquier parte que ellos desearan. En la tarde bajaron a la playa algunas camionetas: Toyotas y Range-Rovers de doble tracción, camionetas de la clase media alta, con luminarias de ocho faros instaladas en el techo, primas hermanas de aquellos Ford Broncos de los escuadrones de la muerte en El Salvador y Colombia; se instalaron directamente sobre la arena suelta de la playa. Una gran Range Rover roja pasó a toda velocidad rozando la línea del agua apenas a un metro de donde estaban jugando los niños. En la tarde los otros coches se fueron y las
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Range Rovers empezaron a jugar carreritas, de tres en tres, a todo lo largo de la playa. El sol, carmesí, se ponía tras los acantilados. Una camioneta se atascó y luego otra, que intentaba jalarla, también se atascó. Luego la primera quedó libre, pero una tercera que intentaba jalar a la segunda también se atascó. Cayó la noche. Podías verlos remover la arena con una pala, sus chicas sentadas adentro, en las camionetas, con los motores que rugían y los faros que proyectaban su luz sobre la playa mientras todos juntos se hundían cada vez más en esa arena cada vez más suelta. Una y otra vez, alguna de las camionetas, aún sin atascarse o recién extraída de la arena, pasaba rugiendo a través de la noche en busca de más amarras y más cable para jalar, iban hasta el poblado cercano de negros, descendientes de los esclavos que antiguamente habían trabajado en las plantaciones de cacao. Cuando pasaban a toda prisa, hallando su ruta por entre los cocoteros, una estela fosforescente de resplandeciente luz hilvanaba su camino. En total eran cinco camionetas. Las que no estaban atascadas formaban un arco alrededor de las que habían quedado atascadas. Los hombres encendían cigarros y se afanaban con la pala, sudando con sus brillantes trajes de baño, rojos, azules y amarillos, y luego subió la marea. La playa era ahora un campo de batalla. A todo lo largo de casi un kilómetro, podían verse los surcos que habían dejado las camionetas en sus carreras. Luego estaban los grandes hoyos que los hombres habían cavado para liberar sus autos y los que generaban las llantas que daban vuelta sin cesar tratando de liberarse: el conjunto se había convertido en un ritual no premeditado a las fuerzas de la modernidad y, al contemplar esta mezcla de pánico y belleza, de peligro y destrucción, con estos motores que rugían y chillaban hasta lo más profundo de la solitaria noche, era imposible no pensar en la otra ladera de esta cordillera costera, en la montaña mágica de los muertos. La arena empezó a hincharse y el agua ascendía centímetro a centímetro lamiendo esta mágica maquinaria de la transportación moderna. Por supuesto que éste era un ritual muy complicado, en tanto que sólo en parte había sido diseñado conscientemente, y luego fracasó rotundamente hasta convertirse en algo genuinamente sagrado. Con esos antiquísimos elementos del juego y la velocidad, incorporando la televisión, comerciales de cerveza y reinas de la belleza, junto con las poderosas y complejas emociones que encarnan los autos, estas personas habían elegido este paraíso como el escenario de su vio-
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lento acto de desfiguración. Sin embargo, por encima y más allá de estas motivaciones, apenas vislumbradas pero hondamente sentidas, había aquí, configurado por los diseñadores de estas camionetas y compartido por todos ellos, otro nivel de ritual que se llevaba a cabo en el escenario de la justicia divina. Sin embargo, nadie sabía que, sin importar cuántas camionetas quedaran atascadas o fueran rescatadas, siempre llegarían más; nadie sabía que estas máquinas de doble tracción habrían de transformar afanosamente la naturaleza y permitirían que gente como ésta, la gente de las ocho luminarias, llegara a lugares donde previamente sólo habían caminado campesinos con sus burros y donde sólo las olas habían acariciado y lamido lentamente la arena con un ritmo que iba acompasado con la luna. ¿Sería ésta la razón por la que en este Otro Lugar, más automovilizado que indus- trializado , con sus ciudades en las que se había vuelto imposible vivir debido al exceso de autos, se levantó, con esa luna que cuelga de lo alto de los acantilados sobre el impetuoso mar, la reina de los espíritus, señora de las serpientes y los dragones, cada vez más constreñida en su cada vez más sagrada selva, en el horizonte de la extremidad humana, sobre esa franja de carmín que el sol ha dejado tras de sí? “La Muerte del Monumento” , así lo llamó el inimitable Lewis Mumford, en su libro de 1938, La cultura de las ciudades , convencido de que el liviano espíritu de la modernidad era enemigo del monumento. Mumford percibió una íntima conexión entre la monumentalización y la posesión espiritual (el monumento es resultado de la obsesión de los vivos por perpetuarse a sí mismos después de la muerte) y vio en el monumento un retorno a la adoración de la Casa de los Muertos, es decir, a las civilizaciones y las ideologías políticas en las que la muerte era un arma de obediencia segura y convincente. Para él, ahora todo eso habría de desaparecer (y con justicia). Mumford apelaba al sentido de ligereza y al viaje, a la movilidad y al nomadismo, para afirmar que nuestras ciudades modernas deben ser organismos autorrenovables cuya imagen dominante no ha de ser el cementerio, donde no debe molestarse a los muertos, sino el campo, el prado y los jardines: lugares radiantes de vida, planos, sin ningún monumento a la vista, un lugar donde los muertos se mantienen alejados. Pero este drama de un modernismo que contrapone al monumento y a la Casa de los Muertos, su ligereza y capacidad de viaje, no considera debidamente la peculiar afinidad que mantiene unidos a los opuestos. En realidad, la velocidad y el control parecen tener una
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necesidad apremiante de monumentalización y necesitan crear espacios sagrados. Considérese, por ejemplo, el memorándum de la Galería de Arte Nacional de diciembre de 1987 en el que se propone la restauración de la estatua de la reina de los espíritus que se levanta en el centro mismo del viaducto de la capital. Aquí, la Casa de los Muertos y la ciudad moderna parecen alentarse mutuamente y, a la vez, confrontarse con una oposición mezquina. Poniendo en riesgo sus vidas, los devotos han toreado autos a través de varios carriles de acelerado tráfico, durante décadas, para poner sus ofrendas y sus plegarias entre el aplauso atronador de los escapes y los relucientes cuerpos de los autos. La estatua, que fue construida por Alejandro Colina durante el gobierno del dictador a inicios de la década de los cincuenta, llama la atención por ser absolutamente diferente a cualquier otra iconografía de la reina de los espíritus (comúnmente representada como una recatada Virgen María europea): aquí se la representa completamente desnuda con tetas inmensas y muslos enormes aferrándose al lomo de una figura con aspecto de roedor que tiene un hocico descomunal de forma fálica; es una Danta, una habitante de la selva amazónica. Justo en la misma época en la que Colina trabajaba en esta escultura, cabe notar que muchas de las figuras míticas y muchos iconos favoritos del Estado estaban siendo recreados con un impresionante espíritu de dramatismo y de exageración, súper-kitsch a más no poder, por Pedro Centeno Vallenilla, a quien, según se cuenta, el propio dictador había animado a regresar a su tierra natal para pintar murales en el Capitolio y el cuartel militar central de la ciudad capital, tras el éxito que había conseguido en la Italia fascista y en Washington D. C., Centeno, que se inspiraba en el folclor pero tenía un ojo muy aguzado para el cuerpo desnudo indígena y africano, diseñó las feroces cabezas de indios de las monedas doradas del cacique que se acuñaron desde entonces. Precisamente estas cabezas son las mismas que ahora se yerguen como estatuas y retratos en las tiendas de magia de toda la nación. Centeno Vallenilla y artistas similares explotaron con suma destreza la colorida tradición popular en beneficio de las pasiones de los gobernantes. Lo popular, por su cuenta, luego hizo suya esta enriquecida forma de autoridad. Movido por una honda pasión por todas las cosas relacionadas con lo indígena, Colina había esculpido, ya desde 1933, varios indios grotescos en un ámbito místico en la principal base militar del país al
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borde del ahora contaminado y estéril lago Valencia; el monumento había sido comisionado por el entonces presidente, en los últimos años de su gobierno, el célebre Gómez, cuyas palabras de conmemoración aparecen en una placa en la que expresa su admiración profunda por “la raza aborigen”. A pesar de las buenas intenciones de Colina, es digno de notar que las encomiendas que recibió para pro yectos sustanciales de estatuaria “india”, provinieron precisamente de las dos dictaduras del siglo xx. El memorándum de la Galería de Arte Nacional en relación con la necesidad de restaurar la estatua de la reina de los espíritus de Colina en el centro del viaducto de la capital dice lo siguiente: Su rareza, originalidad e irremplazable carácter dan a este monumento un valor que justifica diversas medidas encaminadas a rescatarlo y revalorizarlo para que su importancia pueda difundirse a través de la cultura de la nación. Los componentes materiales moldeados por la fuerza espiritual del escultor para crear este testimonio de nuestra antigüedad, este símbolo ahora amenazado por la ciudad en donde fue erigido como un gesto victorioso, estos componentes materiales están ahora, minuto a minuto, sucumbiendo ante las mismas fuerzas que se enfrentan a la humanidad. El dióxido de azufre y el dióxido de nitrógeno, las partículas de materia como el carbón, el hollín, el polvo de carbón, el plomo y el monóxido de carbono están amenazando la estabilidad de la obra y produciendo la disociación de sus materiales constituyentes, severamente agravada por la vibración sin cesar que sufre el pedestal que soporta el peso que sostiene al mito y que ahora tiembla y puede perder parte de su integridad de una manera irreparable por el incesante y continuo paso a altas velocidades del tráfico de la capital.
Es como si la estatua misma estuviera siendo poseída por el tráfico y por la modernidad, sacudiéndose y temblando por el peso del mito, incluso mientras muere. El propio Colina fue atropellado por un auto en las calles de la capital en 1972 y quedó inválido hasta su muerte. Murió sin poder concluir su proyecto de una estatua desnuda del Libertador ofreciendo su espada de la justicia a Dios. Su hija afirmó que era un darwinista y un agnóstico que no creía en lo absoluto en la reina de los espíritus. Concluyó su primera escultura a los diecinueve años y la tituló “La pena del indio”. Debido al tráfico nos tomó casi una hora cubrir los cinco kilómetros para llegar al departamento de su hija. Era imposible entrar en su
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edificio pues, por razones de seguridad, estaba completamente bloqueado; el interfono no servía y no había portero. Afortunadamente, los automóviles entraban y salían por el estacionamiento trasero y se usaba esta entrada en vez de la entrada principal. Ya no tenía sentido construir puertas para gente; quizás esta modalidad de entrada prefiguraba la sociedad como un todo, una suerte de cochera gigantesca… Una vez en el interior, Mission tuvo que subir por las escaleras varios pisos porque el elevador no funcionaba. ¿Habría funcionado alguna vez? Una vez que llegó, sin embargo, era sumamente difícil escuchar lo que ella decía. A pesar de que los pisos estaban recubiertos de azulejo y las ventanas estaban firmemente cerradas, el ruido del tráfico del exterior era verdaderamente ensordecedor. Mission se preguntaba cómo podía esta mujer ganarse la vida dando clases de canto operístico y, dada su opinión de que el país estaba más corrupto de lo que siquiera se podía uno imaginar, cómo podía mantener su excelente buen humor. Las carreteras y lo sagrado: el retén de la policía no es el único altar que se puede encontrar en la carretera. También está la cruz al lado del camino que marca una muerte por accidente automovilístico. Estas cruces se pueden encontrar por doquier en Latinoamérica, donde los carros constituyen una causa principal de muerte. En Colombia, por ejemplo, tristemente famosa por sus décadas de crueldad y de violencia, la tercera causa más común de muerte no es el AK47 ni el machete, sino el asesino vehículo motorizado y la gran mayoría de las muertes automovilísticas ocurren en las ciudades. Los accidentes de este tipo no sólo causan más muertes que los infartos o el cáncer, sino que las víctimas también son superiores a los 5 000 muertos al año por la guerrilla, la violencia relacionada con el narcotráfico y los asesinatos paramilitares. Mientras que estos últimos se consideran actos de violencia política, los accidentes de tráfico no. Es decir, de manera curiosa, estas muertes se consideran “aceptables”. Este hecho es un comentario hondamente significativo sobre la modernidad. Recientemente, cuando entrevistaron a una oficial del gobierno colombiano, Zaida Barrero de Noguera, sobre las muertes relacionadas con automóviles, afirmó que: “las calles de Colombia se han convertido en escenas de guerra”; pudo ilustrar con eficacia su punto durante la entrevista precisamente por esta inesperada conexión entre automóvil y guerra. Al no ser consideradas tan “naturales” como
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las muertes por infarto o cáncer, pero al no ser tampoco de naturaleza sociopolítica, estas muertes y las discapacidades derivadas de los accidentes automovilísticos ocupa un lugar especial entre natura y cultura, una tierra de nadie en la que las causas mecánicas y el lado equivocado de la fortuna se ponen hombro con hombro en un instante sangriento. El accidente automovilístico —tanto en su variedad del primer mundo como en la del tercer mundo— es el equivalente moderno del “milagro que salió mal”, el momento en el que “todo hubiera sido tan diferente, si acaso…”, el momento en el que la causalidad se pesa en la balanza y deja mucho que desear, el momento en que el azar se transforma en destino. Algunos dicen que estas cruces se ponen en el lugar del accidente como remembranza, pero a esto se puede responder que no se ponen cruces en los lugares donde alguien muere de enfermedad o vejez. Otros afirman que la cruz está ahí para aplacar al espíritu agraviado que, de otro modo, atormentaría a los vivos y que esto también debe hacerse con los espíritus de los ahorcados y los suicidas; pero entonces ¿por qué se pone la cruz precisamente en el lugar del accidente?, ¿por qué no se pone sólo sobre sus restos en el cementerio y se acabó? ¡No! La cruz siempre se pone tanto en el lugar preciso donde ocurrió el accidente, el “choque”, como en el cementerio. Aquí la lengua establece una interesante conexión pues choque se usa tanto para “accidente automovilístico” como para traducir el inglés shock , es decir, “conmoción” y cada vez que se habla de choque se combinan ambos sentidos.
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En su célebre ensayo sobre la representación de la muerte, escrito a principios del siglo xx, el etnólogo francés Robert Hertz concluía con la observación de que había ciertas muertes que ninguna cantidad de rituales podía apaciguar y que la muerte violenta era una de ellas. Lo que vemos aquí con la colocación de la cruz en la escena del choque es un exceso de esfuerzo ritual muy por arriba de lo normal que, sin embargo, no garantiza poder contener el flujo del “momento sangriento”. En otras palabras, la cruz al lado del camino surge obligadamente como una imagen consecutiva que mana poder sagrado, poder que, a su vez, puede aumentar toda vez que se lleve a cabo un esfuerzo ritual mayor. Era una calurosa tarde de agosto, el sol declinaba en el cielo por la carretera que serpentea entre los dos pueblos más cercanos a la montaña mágica. Dos camiones estaban estacionados en el acotamiento; sus jóvenes conductores mostraban esa compactada postura de semitrance y daban grandes bocanadas a sus tabacos frente a un hermoso altar que consistía en tres capillas como de casa de muñecas con sus puntiagudos techos de dos aguas, una pegada a la otra, de unos dos metros de alto. —¿Por qué se levantó este altar? —preguntó Mission. —Un camionero murió quemado, entre las llamas, después de un choque en esta misma curva —contestaron. Se levantó la cruz y luego otro camionero vino aquí a pedirle al espíritu que le otorgara un favor y el espíritu concedió el favor. ¡El espíritu escuchó! ¡El espíritu le prestó atención! A partir de entonces se desarrolló un culto y la gente fue constru yendo un altar más y más elaborado; en esta casita, con sus velas encendidas, se encuentra el Indio Guaicaipuro, a la izquierda; la reina de los espíritus en su santuario, a la derecha, y el venerable doctor José Gregorio Hernández en el centro. Los camioneros, que llevan y traen productos por esta tierra soleada (sale petróleo, entran autos, municiones y videos…), son la fuerza primordial que teje la circulación de mercancías y la mantiene en una red mágica de muerte: altares incrustados en el arrebol de la muerte que emana de los sacrificios que, en los choques, con sus propios cuerpos, ellos hacen para la economía nacional. Piensa en el carnet (el término común para las identificaciones expedida por el gobierno) de un camionero, Domingo Antonio Sánchez, que se puede adquirir en las tiendas de magia. La cara cambia de carnet en
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carnet… en unos es idéntico a un policía. En vida fue un solo individuo pero su alma mágica, según se la representa con imágenes de su rostro cuando estuvo vivo, es extrañamente múltiple y está marcada con la fuerza espiritual del anonimato, como ha ocurrido también con la Virgen o con Jesús, ya no digamos con los indios y negros y el Libertador mismo que han ingresado a aquella masa de los muertos de la que hablaba Canetti. Al reverso de la imagen del rostro se puede leer la siguiente oración: ORACIÓN AL HERMANO DOMINGO ANTONIO SÁNCHEZ ¡Ay, ánima bendita de DOMINGO ANTONIO SÁNCHEZ!, tú que recorrías las carreteras del país, las conocías como la palma de tu mano conduciendo tu transporte para ganarte el sustento de tu familia. Fuiste chofer ejemplar y de buen corazón con tus compañeros del volante y de los demás conductores. Perdiste la vida un día en la carretera Carora-Puente Torres. Tus compañeros del volante te construyeron una capilla para poder encontrarse contigo y prenderte una veladora. Tú, estando moribundo, dijiste estas palabras: “Todo conductor que tenga fe en mí yo lo cuidaré en todo, y más aún en caso de accidente”. El que lea esta oración y la lleve consigo siempre estará protegido por mí. Dios te cuide, conductor. Se reza un Padre Nuestro y un Ave María.
El impacto mágico del Estado de conmoción o shock deriva de algo más que ser la causa, en tanto que choque , de una muerte violenta que se propaga al más allá, a un lugar donde no obtiene ningún descanso; con su movimiento de voltereta entre la remembranza y la amnesia, su recargada estática de anticipación y reflexión, el estado de conmoción también resume, como proceso y efecto, lo que se pone en juego en el viaje de la magia a través del tiempo. Así, por lo que toca al cuerpo humano, la magia de la conmoción no es menos una exploración del tiempo que un tipo de historiografía y, para el caso, un tipo muy importante. Marcel Mauss captó algo de esto cuando sugirió que la magia no sólo es una reacción frente a la conmoción sino su propio componente también, que cuando la cotidianidad se ve bruscamente alterada, se activa este estado de
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conmoción y —según lo describió— “la sociedad vacila, inquiere, aguarda”. La vacilación, con su tensión y su esperanza, con su capacidad para encender la imaginación por esa concatenación de azar y tragedia ocasionada por el impacto físico violento es, muy adecuadamente, el signo mismo de la modernidad, como nos lo recuerda Wolfgang Schivelbusch cuando interpreta la nueva fisiología humana del ritmo de shock (a partir del viaje por tren en la Europa del siglo xix) como un hecho y, a la vez, una metáfora de lo moderno. En sus “Tesis sobre filosofía de la historia”, escritas en París en la víspera de la segunda guerra mundial y poco antes de que su desesperación ante la idea de ser capturado por la Gestapo lo condujera al suicidio en Port Bou, Walter Benjamin argüía de la siguiente manera sobre lo que consideraba un perfil especialmente importante de la conmoción física en el ámbito del pensamiento moderno y la filosofía de la historia: “Del pensar no sólo forma parte el movimiento de los pensamientos sino también su detención. Cuando el pensar se para de repente en una constelación saturada de tensiones, entonces le produce a ésta un choque por el que se cristaliza como mónada”. El intérprete, como “materialista histórico” —continúa en su argumento—, aborda un objeto histórico única y exclusivamente cuando éste se le presenta como mónada. ¿Y qué es una mónada? Una mónada es una unidad absoluta en la que la divinidad y la imposibilidad de tal unidad se combinan. Es el momento de muerte-
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quietud, caracterizado por tal sosiego y tal calma que prefigura, a la vez que oculta, la terrible energía de su interior, una unidad donde no puede haber ninguna y que explota con la promesa de la redención. ¿Y cómo es que uno encuentra una mónada así o, para el caso, cómo es que uno la reconoce cuando se le presenta? ¿Acaso no es verdad que la mónada asume la imagen de lo estáticoexplosivo que el surrealismo popularizó con su contrafuerte de disimilitudes sobre un campo de fuerza de choque y acaso, no es la cruz al lado de la carretera (igual que la locomotora abandonada en el bosque) un ejemplo crudo pero esencial de esta imagen? ¿Y acaso no es verdad, además, que todo el punto del monadismo es su relación con las formas-tiempo, es decir, su capacidad para coagular y licuar cristales de tiempo en relación con la historia real, real , teniendo en mente aquella observación triangulada triangul ada de Hegel de que la historia es tanto la forma en que la contamos como los hechos reales, y que en esta peculiar duplicidad la historia sólo alcanza una existencia con la existencia del Estado mismo en el que, finalmente, la razón ha desplazado a Dios como el mecanismo que articula lo particular con lo general? Sin embargo, el punto es precisamente que esa articulación nunca puede alcanzarse, no importa cuánto se saquee el tesoro de los espíri-
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tus de los muertos. El monadismo ronda en otras leyes de la historia, muy diferentes, en las que el sentido se funda en la espera, como un impulso carnal y nervioso, previo al gran salto a lo desconocido donde “ni siquiera los muertos estarán a salvo”. La modernidad ha creado todo un cementerio de fallidos intentos con fragmentos de razón a medio pulir que están a la deriva entre basureros de arrebatos emocionales desechados. Al contemplar contemplar este poder poder autoabsorbente autoabsorbente forjado con ensamblajes de violencia y muerte, el grado en el que la mística de la violencia original de la conquista y de las guerras anticoloniales se ha fundido en la iconografía popular con la violencia de lo moderno es francamente sobrecogedor. Y es que, junto con los héroes promovidos por el Estado, como el Libertador en su caballo blanco, y junto con la enigmática reina de los espíritus, que se cierne allá en lo alto, como la luna que se levanta sobre el mar carmesí, señora de las serpientes y de los dragones, ¿quién podría olvidar al santo más venerado en esta tierra, el venerado doctor José Gregorio Hernández, atropellado por un carro al cruzar una calle de la capital en 1919? 19 19?
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Lustroso y terso. Impenetrable. Tan pesado que los barcos crujen y se tambalean. Y muy caro. Hablamos del Mármol, un ser imponente ya nomás por su ánimo franco y directo, moteado de una tortuosa historia: venas que sobresalen y se agotan en sinuoso frenesí, tales que, en un día de quietud, con la oreja pegada a su fría superficie, podría aún revelarte los rugidos de la tierra, su insolente compresión que todo lo retuerce. Sin embargo, contémplalo ahora en su serenidad: excavado y cincelado, fresco a la vista y fresco al tacto, liberado de la tierra ardiente y, como el bronce, ideal para las estatuas. Un comentario de 1942 reza: “En las plazas hay bustos y estatuas que lo representan. En los días de agitación, en los días de alarma, en los días de las grandes resoluciones, en los días de júbilo, la muchedumbre se reúne alrededor de su efigie: imagen del padre, rodeado de amor y la confianza de su descendencia. La mera contemplación de su estatua parece elevar el espíritu y dignificar el pensamiento de los hombres”. El escultor puede adivinar la forma que se esconde bajo el mármol; el escultor también crea el molde, a partir de una idea, y en ella se vierte el bronce fundido. El esfuerzo se queda ahí adentro y en todo momento se afana por irrumpir a la superficie, como si la sustancia sustancial acentuara la antítesis de la sublime trascendencia de una idea a la que la sustancia misma confiere límite y figura. Una estatua es un sitio para la meditación filosófica, un sitio donde fuerza e imagen pueden encajar. La posesión espiritual comparte estas propiedades de la estatua. La posesión espiritual encarna idea e ideales también, los encajona [190]
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en una gesticulante caja humana, humana, la caja de cuerpo. Todavía más ví vido resulta el uso de la palabra materia para para referirse al ser humano como sustancia, como aquello que después de muchas purificaciones queda lista para recibir y, por lo tanto, materializar espíritus. espíritus. La semejanza con la estatua se vuelve evidente en la velación, cuando el cuerpo humano yace con brazos y piernas abiertas en su halo de llamas frente a un altar altar,, en una quietud máxima, en una quietud insoportable; este cuerpo inerte se está reconfigurando a sí mismo como pureza y se definirá como materia pura para, un día, ser habitado por un espíritu, sólo que aquí (a diferencia de la estatua) el cuerpo yace horizontal, extendido sobre la superficie de la tierra. Sólo una vez que ha sido animada e impulsada a la vida por el espíritu, la figura se levanta. Ahora bien, en su prolongada inmovilidad, extendido sobre el suelo, el cuerpo ingresa, por así decirlo, en un trance de muerte. Se convierte en un símil de cadáver que es algo más y algo menos que la muerte, pues el cuerpo no es más que el inicio, la materialización de la muerte que, con los ritos funerarios y la desaparición de la carne, se vacía pero, a la vez, está lleno de poder, repleto de la inmaterialidad, repleto de memoria, de imagen y de espíritu. El cadáver es un sitio poderoso para la abyección y el tabú, un poder sagrado, mórbido y ambivalente que se inclina, como la misma reina de los espíritus, hacia el mal, precursor de un reflujo, quizá del reflujo de un poder benéfico, pero ciertamente recargado, como un manan-
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tial que ha sido comprimido con la absoluta quietud de esta actuación como cadáver y que derriba inmensos ritmos de quietud y descomposición y los transforma en una proporción escenificada de tiempo pro yectado bajo los árboles que lloran: la quietud marca el tiempo de la nada en el que nada cambia ni cambiará. Éste es el primer tiempo. El segundo tiempo, que se interseca con éste, es el tiempo del embellecimiento del cuerpo recostado sobre la filigrana de talco frente a los vivos colores y figuras del altar. Alrededor de éste arde el halo, rayos divinos de luz que proviene de las velas implantadas, verticales y derechas, en la tierra alrededor del cuerpo. Esta materialización-espiritualización que ocurre al mismo y preciso momento es un paralelo del paso del bloque de mármol a la figura que vemos en la estatua. Debido a esta trascendencia, la gente no habla de posesión sino de transportación espiritual y con este claro sentido de huida, de vuelo, podemos discernir otro factor de la corporeización del ser majestuoso, no la dura impenetrabilidad del mármol sino la móvil fluidez de la masa, del pueblo en el interior del mármol solemne. La posesión espiritual, así, echa mano tanto de los aspectos transformativos e imaginativos de la representación estatal como de la dureza del mármol y del bronce, aprovechando, pues, a los muertos en combinación con el cuerpo humano vivo para escenificar la ductibilidad tanto como la literalización. En los primeros años de la Unión Soviética, como un gesto poderoso para la iconografía estatal de un pueblo, Lenin prefirió las estatuas im-
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permanentes, fabricadas con materiales frágiles o suaves, como el yeso, en vez del mármol, el bronce o el granito. En el Otro Lugar, poseídos por la montaña encantada de la reina de los espíritus, apenas podemos discernir este mismo desvanecimiento en las innumerables tiendas de magia de cada ciudad y cada pueblo (hasta los más diminutos poblados), donde el yeso es el que gobierna el motín de impulsos figuracionales: exactamente el mismo tumulto de formas que ocurren con la posesión espiritual en la montaña mágica. Todo este desvanecimiento que se concentra y se disipa, una y otra vez, destello y fugacidad, está en armonía con el ser-y-no-ser de la Reina de los Espíritus —que se ve contrapuesto, naturalmente, por la solidez y firmeza de Él—. Incluso cuando está moldeado en yeso, a Él siempre se le pinta de modo que parece de bronce. Por oposición a esta meditada maquinación de lo real majestuoso, ella es una presencia temperamental, el médium arremolinado que desafía toda representación. Claro que hay pinturas y estatuas de ella, pero con la excepción de aquella imagen perturbadora de la reina como el centro de las Tres Potencias, todas sus otras representaciones parecen ser como declaraciones de que a ella no se le puede realmente representar; e incluso la aterradora imagen incluida en las Tres Potencias, podría también pensarse del mismo modo debido precisamente a su perturbadora naturaleza. Por eso es que ella queda mejor representada no por una obra de arte sino por una montaña, y lo que importa no es tanto la montaña como silueta, sino la montaña como masa, como un bloque, como irregularidad en la masa misma. Ella proporciona, a la vez, inefabilidad y espacio representacional; con esto me refiero a que existe no tanto como una figura sino como la posibilidad misma de la figuración. En el caso de Él, por el contrario, su tarea es ubicar, fijar, centrar, definir una clara silueta en el espacio; por destino, Él ha de estar en mármol o en bronce, en mármol falso o en bronce falso, en cada asentamiento, aldea, pueblo y ciudad de todo el territorio. Ella es la médium sin-sustancia que es
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indispensable para toda representación y que la prefigura, mientras que el Libertador es la forma de la forma. Cuando están juntos se acoplan para crear el teatro del espíritu-literalización, y sin embargo el pueblo, a diferencia de Lenin, prefiere la permanencia y la claridad que viene con el mármol. —A él lo quiero de mármol, aunque me cueste más —dijo ella—. En mármol puedes verlo con más claridad. Yo tengo fe en el mármol. El Estado también. Quizá se deba a que entre más dura sea la sustancia, más huidizo es el espíritu que ella puede albergar. Considérese el monumento estatal en Carabobo: virtualmente la pieza central de la escenificación estatal de la posesión espiritual, edificado para conmemorar el evento que se considera la victoria decisiva de la guerra anticolonial. Este complejo monumental es impresionante, incluso para un Estado-Nación literalmente repleto de estatuas del Libertador y de otros hombres y caballos libertadores destacados. A menos de ochenta kilómetros de la montaña encantada de la reina de los espíritus, se construyó en 1921 por órdenes del más célebre dictador, Juan Vicente Gómez quien, después de su muerte en 1935, sería llamado El Tirano . En 1930 mandó construir la ampliación al complejo de Carabobo para conmemorar el centenario de la muerte del Libertador. Es, por lo tanto, un buen ejemplo, un ejemplo monumental, podríamos decir, de cómo la magia del Estado está saturada de muerte, doblemente en este caso si se considera que el mismo Gómez ha pasado a la historia, según se cuenta ahora, como el mayor asesino de todos los tiempos, célebre por una crueldad y tiranía que hiela los huesos (y que ha servido de contrapunto para que posteriores regímenes democráticos desdibujen la suya), un presidente que, como todos, mantenía, según se dice, relaciones ilícitas con la reina de los espíritus. Abundan las historias, epílogos a ciertas mitologías, que conectan con historias todavía más anti-
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guas: historias del asesino y de la reina de los espíritus actuando en el corazón mismo de los secretos de Estado, y, sin embargo, todavía produce cierta conmoción encontrarse, de vez en cuando, su estatua, pequeña y desenfadada, en los altares de la montaña. Nada —al parecer— podría esclarecer con mayor eficacia este campo de ilusiones como la piedad cristiana incrustada en estas manifestaciones de la cultura popular (sin importar cuánto se parezca a la Virgen María). Ahora bien, con Gómez como un santo, si no es que un dios, hay muy poco margen para sentimentalismos baratos y esperanzas pueriles de que la redención habrá de seguir al sufrimiento, o de que la virtud y la humildad sean recompensadas. Carabobo: El Libertador, montado en su caballo allá en lo alto, se yergue sobre una montaña de muertos y mira al arco del triunfo erigido sobre la tumba del soldado desconocido. Un santuario de muerte en granito y mármol que pesa onerosamente sobre la llanura extendida de esta plaza cubierta de concreto blanco. En Masa y poder Canetti afirma que “cuanto mayor es el montón de muertos entre los que uno se yergue con vida, cuanto más a menudo se viven tales momentos, tanto más intensa e ineludible se hace la necesidad de esta supervi viencia”. El concreto y el modernismo: ¡El Mármol ha muerto! ¡Viva el Mármol! Viva la muerte. No obstante, el poder centralizado es también poder difuso y horizontal como los cuerpos que acumulan fuerza durante la velación frente a los altares de su montaña encantada. Y ahora viene el concreto: el mármol de la democracia y del gobierno y republicano, el “mármol de los pobres de la modernidad”, que extiende su manto sobre los campos de batalla bañados en sangre donde el Negro Felipe, leal hasta el último momento, luchó descalzo. A diferencia del mármol, el concreto puede verterse sobre todas las cosas y en cualquier lugar, imponiendo una asimetría a un mundo cada vez más fluido. Ol vídemonos del “marco de referencia del carpintero” como el ejemplo de contraste con las cabañas de hierba y las estructuras circulares de los verdaderos primitivos que se hallaban más en su elemento con las aves y con la salida de la estrella de la mañana; en vez de eso, pensemos de forma más moderna y con el “marco concreto de referencia” que surge de los afloramientos marmóreos de los muertos plantados en la carnicería de la violencia original. Olvidémonos del suelo. Olvidémonos del subsuelo. Todo es una materia de cemento que se desparrama por la superficie entera de la tierra en trazados complicados
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que sujetan el territorio con entramados tiesos y túneles cuya monumentalidad es fácil de usar. ¡Pensemos concretamente! ¡El mármol ha muerto! ¡Que viva el mármol! Montaña Mágica: Igual que la montaña mágica, el complejo monumental estatal de Carabobo deriva su poder del aprovechamiento y dominio de las inquietas almas de los muertos. A pesar de las diferencias, la montaña encantada está basada en este modelo estatal en la misma medida en que la montaña es el modelo en el que Carabobo se basa. Su absoluta inmensidad es una declaración de que aquí, en Carabobo, la naturaleza está dominada por la visión estricta del “aparato de estado”. La interminable y estéril superficie de esta naturaleza de concreto sobre la que caminamos hasta el Arco del Triunfo que se yergue sobre la Tumba del Soldado Desconocido no admite ningún desorden, ningún rodeo por caminos que serpentean bordeando arbustos rebeldes, intrincadas raíces y peñascos desparramados por aquí y por allá entre múltiples arroyos y portales que atrapan la mirada. Aquí en Carabobo no hay desperdicios anegados ni mariposas que inesperadamente zigzagueen en bandadas de color electrizante atraídas por la mierda humana y por la fuerza sobrenatural de los muertos. Absolutamente todo el punto del diseño estatal, se diría, es obsesional en vez de excremental, mantiene apretado en vez de soltar
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y desencajar, mantenimiento del tabú en vez de transgresión del tabú, negación en vez de negación de la negación. Pero incluso esto es una sobregeneralización simplista porque seguramente el poder del monumento estatal como preservador del tabú también se funda en la transgresión del tabú, y también recurre a la teatralidad del cadáver para animar y vivificar al ser estatal. En todo lo oficial hay un movimiento oscilante de desenmascaramiento parcial, un sí y no que rompe el tabú, una suerte de strip-tease de la historia como memoria violenta, ahora inactiva pero inquietante tras las formalidades del granito y el concreto solemnes; una violación del tabú relacionada con la matanza y con el teatro del cadáver que hace a los humanos humanos y, simultáneamente, una obediencia incuestionable a esos mismos tabúes, todo lo cual crea una efusión de sobrecogimiento sublime. En este asunto el cuerpo es un indicador crítico: en Carabobo la intención es mantener el cuerpo del espectador tan derecho y vertical como una estatua paralela al poder del granito de la muerte en un drama de rigidez, mientras que en la montaña el cuerpo ya no es el cuerpo del espectador sino, por el contrario, el cuerpo del espectáculo, el vehículo-cadáver de transportación, desnudo hasta la serenidad, así como expuesto a la salvajez del espíritu que se consume en cacofonías y ritmos de tambor y “¡Fuerza! ¡Fuerza!” mientras el cuerpo, una vez poseído por el espíritu, se contorsiona y retoza, se va de lado y asume siluetas de recortes entre las flamas de las velas y bosques de símbolos que resguardan las puertas del altar acurrucado en los pliegues de la roca o las nudosas raíces de un árbol. Aquí el ritmo es el de la unidad de velocidad para el montaje que recorta espacios mutables frente a la negrura del cielo nocturno: un cruce arrítmico del inconstante mar de la existencia, que gesticula ebrio como una marioneta que se tuerce entre la tersa rigidez de su forma marmórea y la flexibilidad orgánica de su humana forma corporal que ha sido liberada, una estatua que ha adquirido vida pero no sabe bien cómo ni por qué y tuerce las rodillas, fuerza los codos hacia adentro y tiene la mirada completamente fija. ¡Sí! Tenemos aquí una relación corporal con lo sagrado totalmente diferente de la que exige la presencia solemne como en Carabobo (topónimo que puede tomarse literalmente para significar “cara de bobo”) donde los dos cuerpos, el observador y el observado, la estatua humana y la estatua de piedra, se encuentran cara a cara, erguidos, firmes, implacables, abriendo un surco en el espacio del cielo con una quietud insoportable que sólo se rompe por
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la respiración o por el paso de una nube ocasional. El Arco del Triunfo también ha de ser un portal, ¿no? Arnold Van Gennep nos confirma exactamente esto en su famoso librito sobre los ritos de paso publicado al inicio del siglo xx. La palabra arco es, de hecho, sinónimo de portal y el portal es, en la cultura occidental, el verdadero origen de la forma empleada para significar el paso de un estado del ser a otro estado del ser. El Arco del Triunfo erigido por el estado, nos explica el autor, es sencillamente la magnificación del portal; pero nosotros quisiéramos desarrollar esto un poco más, pues percibimos en este desarrollo no sólo una continuidad de la fusión del guerrero y el sacerdote en esa forma compuesta del rey, el emperador y el estado moderno mismo, sino también una identificación cada vez más estrecha de la magia del estado con el ser guerrero y con tal cortejo a la muerte que el Arco del Triunfo viene a significar el paso por el que el estado adquiere su madurez. Hacia allá iremos, pues, penetrando en lo impenetrable por fin. Una carrerita atravesando la Tumba del Soldado Desconocido, con las piernas a todo lo que dan… Profanación: pasar por el Arco del Triunfo, ese inmenso coño de piernas musculosas, el hombre convertido en estatua. El Soldado Desconocido ha escapado en una más de sus brillantes actuaciones personificando la oculta interioridad. A pesar de estar resguardado y vigilado por soldados inamovibles con uniforme color escarlata y espadas ceremoniales, está en la natu-
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raleza misma de lo sagrado permitir ciertos escurrimientos… Ya escribiría aquel célebre autor en la Viena de 1912, seguramente chupando con ímpetu un tabaco: “Detrás de estas prohibiciones parece existir algo, un algo que justificaría la teoría de que son necesarias porque ciertas personas y cosas pueden cargarse de un poder peligroso que es transmisible por el contacto con ellas como si se tratara de una infección”. Se esforzaba por señalar, en este punto, la cercanía —si no es que la identidad— entre tabú , sagrado , impuro , peligroso y asombroso , y luego advierte que algunas personas o cosas tienen más de este poder peligroso que otras y que el peligro es proporcional a la diferencia entre el potencial de las cargas. Así es como se da el flujo centrífugo o, digamos, “el escurrimiento” de espíritus desde el interno núcleo de ente monoteísta del estado hacia las abundantes regiones que lo circundan y están menos cargadas; de ahí ese escurrimiento que surge del vacío del tumulto espiritual de la Tumba del Soldado Desconocido, que sostiene ese Arco del Triunfo presionando sobre la tierra, y que se dirige hacia el cielo. Pues aquí, en esta sepultada contorsión de vacío con espíritu nos enfrentamos al punto fantasmal de enlace y separación en el que, para que el estado del todo verdaderamente sea un todo, lo profano debe encontrarse —aunque no puede encontrarse— con lo sagrado en una crepitante descarga de fuego sagrado; el punto en el que, para citar a un padre fundador de la sociología que escribía en el mismo año que nuestro mago vienés sólo que en París —de donde se ha importado y hacia donde se ha exportado tanto modelaje monumental por los diversos Otros Lugares europeos—, para citarlo en este asunto espinoso del contagio de lo sagrado: “el medio profano y el medio sagrado no son tan sólo diferentes, sino que están cerrados el uno al otro: entre ambos existe un abismo. Debe pues existir en la naturaleza de los seres sagrados una razón particular que haga necesario ese estado de aislamiento excepcional y de mutua exclusión. Y en efecto, por una especie de contradicción [las cursivas son mías], el mundo sagrado se ve como inclinado por su misma naturaleza a expandirse hacia aquel mismo mundo profano que por otro lado excluye: a la vez que lo rechaza, tiende a desplazarse hacia él a partir ya del momento en que se le aproxima. Es esta la razón de que sea necesario distanciarse y crear, de alguna manera, el vacío entre ellos”. Por una especie de contradicción … A la vez que lo rechaza, tiende a des- plazarse hacia él . ¿Qué clase de contradicción es ésta? ¿Será que la “contradicción” de “lo sagrado” se expresa mejor si no sólo se refiere a
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dioses, ritos y prohibiciones, sino en primer lugar y sobre todo a la incesante energía de una fuerza misteriosa que se derrama, que escurre por el poder incesante de la atracción y la repulsión? La palabra contradicción apenas puede débilmente sugerir esto, por ello es que debemos poner esta fuerza en primer lugar, esta fuerza que a la vez confiere estructura a sí misma y provoca disolución de sí misma, ante nuestros propios ojos, cada vez que siquiera pensamos en “lo sagrado”. Y en ningún momento es más frenética como fuerza misteriosa para la estructuración y la destrucción como cuando alcanza el poder y la violencia en la forma de autoridad solemne lo mismo en algún lugar remoto que en nuestro hogar. Imaginemos la tensión que existe bajo este movimiento de expansión que, a la vez, es repulsión aquí, en su fuente misma, en la sombra bajo el Arco donde yace la Tumba. ¿Es posible mantener el abismo necesario de tensión entre la diseminación y la repulsión de un modo que no sea por el continuo tormento del movimiento, una constante evacuación de su nada en una persecución interminable de un cuerpo? Imaginemos esta Tumba del Soldado Desconocido, el espacio de muerte privilegiado que funda al estado como un todo, escurriéndose, derramándose espíritu por espíritu desde su cavernoso interior y, en vez de encogerse con cada emisión, expandiéndose con cada escape hacia la libertad, evacuando como loco para crear ese imposible pero indispensable espacio intermedio; y entre más lo sagrado se gasta y se derrocha a sí mismo, filtrándose como el concreto a partir del mármol por todas partes del territorio soberano, más espíritus han de ser evacuados para que el vacío pueda tener vacuidad. La Tumba al Soldado Desconocido carece, así, de fondo, es abismal, y el mundo del espíritu, no menos que el mundo de la carne, es, antes que otra cosa, un mundo en movimiento, inestable, imparable. Imagina estos espíritus surgiendo de la tumba como ángeles alados, cruzando el territorio soberano, atraídos hacia la montaña encantada que se yergue detrás de la llanura, para surgir ahí como imágenes encarnadas, temblorosas, inseguras de lo que se espera de ellas. Nietzsche nos recuerda el fallecimiento de la metáfora que acaba siendo una forma de literalidad, acaba siendo la ilusión de la verdad misma, canónica y obligatoria. Así pues, el arte más grande en el arte de la creación de verdad es el arte de ese arte para esconderse a sí mismo, el fallecimiento de la metáfora y la figura para permanecer, cuando mucho, como una presencia fantasmal que ronda lo real de la realidad.
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Pero ahora el fantasma emerge de la tumba completamente encarnado y alado, en busca de otros teatros: teatros de cuerpos y encarnación en donde la metáfora revitalizada, busca la literalización para permanecer viva y mantener el inquietante poder de la muerte. —¡Maldición! ¡Han cruzado el abismo de un salto! Apenas un brinquito y luego un salto desde la tumba de mármol hasta la masa montañosa de la reina. Salpicado de espíritus en fuga que se lanzan desde la plataforma de vuelo del campo de batalla a la búsqueda de la montaña de la reina, el cielo atormentado es un espejo de los revueltos charcos y los turbulentos riachuelos por donde han pasado a todo lo largo y lo ancho del estado del todo. El escurrimiento se propaga (a pesar de la repulsión) por toda la red de canales, drenajes y vaporosas estelas en el cielo hasta convertirse en una insaciable búsqueda de cuerpos, primero el de ella, luego el tuyo. Esto añade reverberaciones a una atmósfera ya densamente cargada de secuelas y repercusiones del traslado de espíritu a través de cuerpos. El aire húmedo pende cargado de promesas. De hecho, según la ya mencionada teoría de la religión, no es en la fuente ni en la esencia donde encontramos al ser sagrado sino en el movimiento , definido como contagio, y este movimiento se convierte, en la práctica, en un movimiento masivo de circulación, un contagio, que hace olas en paradas impredecibles y comienza a través de una heterogénea multiplicidad de sustancias, escenarios y sitios que, en virtud de efervescentes y transformativas oleadas a través de túneles, muros de la cárcel, dibujos en los libros de texto, editoriales en los diarios, timbres de correo, nombres de aseguradoras, universidades, compañías camioneras, estatuas, plazas públicas, murales de escuela, estaciones de policía, bigotes, dinero, memoria y el cadáver, confiere una forma espiritual definitiva al estado del todo. El pasaje que conduce al Arco del Triunfo está delimitado por dieciséis estatuas negras, ocho a cada lado y cada una sobre su pedestal blanco: una por cada general o dirigente militar célebre de las guerras anticoloniales de comienzos del siglo xix. Entre estas dieciséis estatuas frente al arco del triunfo, sin embargo, hay una que no correponde a un oficial del ejército. De ella sólo se consigna el nombre: Pedro Camejo. Y luego, abajo, se puede ver grabado: Negro Primero . Es exactamente la misma figura que aparece, con este nombre o con el nombre
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Pedro Primero en Carabobo.
Pedro Primero en una estatua popular.
Pedro Primero como una de las Tres Potencias.
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de El Negro Felipe en todos esos altares de la montaña encantada a unos ochenta kilómetros de distancia de ésta, su presentación oficial a cargo del estado en este campo de batalla, y que Katy tanto quería y veneraba. Mientras que los soldados en sus flamantes rojos uniformes de la violencia fundacional se ocupan incansablemente de la exacción de prohibición y revelación en el solemne strip-tease del cadáver, allá en la montaña mágica los peregrinos semidesnudos son capaces de retrabajar ese teatro de tabú y transgresión y redoblar la magia del estado al ofrecer la hospitalidad tanto de sus altares como de sus cuerpos a estos refugiados que se escapan de la Tumba con estremecidos impulsos de diseminación y de repulsión. Allí, también vestidos de rojo en su mayoría, pero este color ahora interpretado como el color de los indios (a quienes el tirano Juan Vicente tanto admiraba), el color de la guerra y del valor, los peregrinos de la montaña encantada dan cuerpo y otorgan carne al espíritu del bien y del mal que subyace al ser solemne. Así pues, con sus gesticulaciones, con sus cuerpos torcidos hacia adentro en las articulaciones, afrontan a su enemigo, exorcizan la brujería, la pobreza, la envidia y la enfermedad y se convierte en un Otro en ese gran drama, trágico y absurdo, del Estado-Nación, cuya verdad eterna, sin tiempo, operática y melodramática, no es menos santa que malvada.
TERCERA PARTE
EL TEATRO DE LA JUSTICIA DIVINA
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LANCES DE MUSCULATURA , TAXIMETRÍA Y CINE DADÁ
Apenas un breve encuentro, el día de la Nochebuena de 1987, camino al poniente en un Ford Conquistador , el modelo más grande que la Hertz tenía en renta. Era un conquistador moderno, muy amplio, muy blanco, lindamente cromado y con aire acondicionado para afrontar las rudas fuerzas elementales de una naturaleza vengativa. Como suspendidos por unos amortiguadores que nos permitían casi planear, flotábamos por la carretera como una nube. El viento silbaba desde el océano gris; las olas rezumaban una espuma que se acumulaba en temblorosos montones, al borde de la disolución, en la playa desierta bajo el relumbrante calor. Esporádicamente aparecía algún carro, como un espejismo perdido entre las ondas del calor, que pasaba silbando con sutil haz acústico por la carretera y se derretía, luego, en la distancia siguiendo el borde de la arena. Entra la playa y la carretera, asfaltado testimonio de modernidad del país, había edificaciones de tabiques de concreto, a medio derruir, que los bañistas de los pueblos cercanos y de la capital usaban como restaurantes y bares. Nos detuvimos en uno, donde estaba sentado un hombre blanco, astuto, de baja estatura y con una gorra de beisbol de Firestone; pedimos cerveza y pescado que, de inmediato, la negra que estaba adentro empezó a freír. —¿De dónde vienen? —preguntó, con la autoridad de dueño del lugar. Le contamos que veníamos de la montaña mágica (que está como a dos horas de camino) y su rostro se ensombreció. —No debían llevar ahí a sus niños —aseveró. Nos aclaró que era peligroso porque los espíritus podían llevár[207]
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selos o causarles alguna enfermedad. Ante nuestra incredulidad, se puso a menear la cabeza. —¿De dónde son? —preguntó. Aprovechando el pesado acento de nuestro español decidimos fingir. —De Costaguana —respondimos. En realidad habíamos pasado ahí una buena parte de nuestras vidas y, además, era agradable remitirnos a un lugar que, en estas circunstancias, sólo podía resultar confuso. Ahora habríamos de jugar el juego del nacionalismo. Su semblante reflejó de inmediato una lucha interna entre incredulidad y diplomacia. —No es cierto, no somos de Costaguana —corregimos. De inmediato su rostro se iluminó. —No me agradan los costaguanos —reveló. Un tipo bajito que disfrutaba su chauvinismo en la playa con unos extranjeros mientras esperaban a una mujer que freía pescado, nada más. En su imaginación, Mission ya lo veía, con todo y gorra de Firestone, en la montaña mágica, extendido en el suelo sobre la bandera nacional, con brazos y piernas abiertos, poseído por el Libertador y rodeado de indios en shorts rojos. —Pero ¿por qué no le agradan? —Porque cuando empiece la guerra los costaguanos que viven aquí conformarán una quinta columna. Era muy peculiar: no se trataba de si había una guerra con Costaguana, como lo planteaba el discurso oficial (noticias de primera plana, el estado, con espuma en la boca y practicando bravuconerías, haciendo un escándalo), ¡no!, ésta era una calmada aseveración que estaba más allá de eso. El planteamiento definitivo, omnisciente: “cuando empiece la guerra…” Era como si supiera algo que los demás no sabíamos y este conocimiento del secreto le dispensaba cierta tranquilidad. ¿Y de dónde se sacó este asunto de la “quinta columna”? Claro… rumores varios de melodrama revolucionario, cacerías de brujas, el enemigo interior… ¡una quinta columna, de verdad! Resultó que en la década de los cincuenta había habido un operativo de inteligencia al servicio de la policía de seguridad nacional, recién creada por el entonces presidente, la SN: una bola de matones, según la opinión generalizada. —Y ¿qué es lo que hace concretamente un operativo de inteligencia? —preguntó Mission.
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El viento soplaba desde el mar sosegado y de vez en cuando pasaba algún auto veloz por la carretera, apenas a centímetros de distancia de su desvencijada mesa. Su respuesta fue asombrosa: tan sencilla como inesperada. Por unos instantes las pilas de espuma que el viento había amasado al borde de la playa dejaron de temblar. Dijo que trabajaba de taxista en la capital y que se dedicaba a escuchar a sus pasajeros, anotar sus trayectorias y direcciones y animarlos a conversar con franqueza para sondear sus pensamientos e ideas. Comimos el pescado, nos metimos a nuestro Conquistador y Charles tiró para la carretera hacia Coro. Es algo tan cierto que se ha convertido en cliché —¿y acaso no es el cliché precisamente eso que circula, que resume y que va adquiriendo cada vez más poder gracias a su circulación?—: lo primero que hacen los forasteros en un nuevo país es preguntarle al taxista la verdad de las cosas, cómo es la cosa desde adentro, qué es lo que de verdad ocurre, los secretos que determinan la figura de la situación nacional. Como si se creyera que todo conductor está cercano a una fuente de información y de opiniones no sólo encubiertas sino ya de plano misteriosas, que van de los asuntos del corazón a los secretos de estado porque el conductor ha estado en tantos lugares y ha llevado a tantas y tantas personas. Durante un rato el taxista y el extraño compartirán el mismo espacio, cerrado y en movimiento, aislado por una parte, pero participando, por la otra, del tráfico que los rodea, que halla su ruta serpenteando entre los congestionamientos a través de casas, parques, monumentos, oficinas, tiendas y almacenes. El extraño es como una vasija que está disponible para llenarse y está pagando por un servicio; el extraño es débil e ignorante en muchos sentidos, pero tiene, a la vez, cierta aura… por esta razón el conductor suele darse a la conversación: es como el informante que gusta de hablar con el antropólogo. La vulnerabilidad del extraño puede atraer al conductor: el extranjero aprecia de manera instintiva esto y extrae del conductor la información y el entendimiento secreto “de la situación”. “¿Qué tan popular es el presidente?”, “¿qué piensa la gente realmente” y demás… Estos asuntos de amplio panorama resultan todavía más impresionantes porque se entremezclan con filosofías y especulaciones personales de escala menor en la extraña intimidad del taxi.
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Por esta razón, el hombre de la gorra de Firestone, que tan hábilmente había invertido los papeles, era una verdadera revelación: infiltrado por lo oficial en el corazón de lo popular , se dedica a usar las costumbres populares y la sutileza dialéctica de los entendidos en los que se basan estas costumbres para hacer circular esos entendidos, para filtrarlos hacia la inteligencia militar. Se aprovecha de aquellos que sacan provecho, no tanto de él personalmente, sino de andar en taxi por la modernidad, con esos breves chispazos de contacto que generan intimidad en el anonimato de la ciudad. La palabra taxi viene de taxímetro ; el término en inglés cab (taxi- cab ) viene de los hansom cabs , es decir los coches tirados por caballos y que tenían instalado un dispositivo de medición que calculaba dinero en términos de la distancia recorrida en el Berlín, el París o el Londres de comienzos del siglo pasado. Precisamente porque se trata de una transacción financiera y urbana, el conductor y el extraño están unidos por un vínculo personal y potencialmente místico: un vínculo que no es herencia de la tradición, sino que ha sido creado, manufacturado, por la modernidad misma. El hombre de la gorra de Firestone era alguien a quien le había llegado su momento en la historia: su importancia radica en que, para nosotros los extraños, evoca la naturaleza de la circulación entre lo popular y lo estatal, así como algunas de las profundidades que dicha circulación atraviesa. Ahora bien, un punto de igual importancia: a través de la sorpresa de la revelación, a través de la repentina inversión de papeles, nos recuerda que la circulación, no menos que la revelación, depende de la intermitencia, la transposición y la conmoción. Revelación implica desenmascaramiento; entiéndase éste como la inversión (que data de la Ilustración) de una práctica medieval. El desenmascaramiento implica, a su vez, circulación pero añade un giro particular: la máscara había añadido algo nuevo mientras acumulaba su tenso poder a través del secreto público que iba fabricando; el desenmascaramiento, por su parte, recupera este poder al hacer que circule hacia el frente lo que se escondía detrás. Si esto parece demasiado elaborado, basta con tomar el ejemplo del estado y de cómo se presta deliberadamente al lenguaje de las máscaras en la turbulenta estela de la teología política: como en la obra del fallecido Philip Abrams donde nos dice que el estado no es la realidad que existe detrás de la máscara del ejercicio de la política, sino que es la máscara misma que nos impide ver el ejercicio de la política tal cual es.
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Sólo que, entonces (y sin querer prolongar innecesariamente la ansiedad epistémica que esto genera), ¿qué es lo que vemos, si ver significa sólo la manera en que nos impiden que veamos? ¿Cómo, si partimos de la ilusión, podríamos estar seguros jamás de la desilusión? ¿Cómo es que lo que parece ser la máscara (es decir, “el ejercicio de la política”) es realmente los que está detrás de ella, mientras que aquello que se supone que está detrás (es decir, el estado) resulta ser la máscara misma? El taxista voltea a vernos fijamente a la cara. La confusa figura de la máscara sólo es útil en la medida en que, en vez de querer arrancarla, podamos reconocer y hasta establecer una empatía con su capacidad para confundir, que implica que evaluemos el hecho de que lo importante no es que esconda algo sino que también genera verdad. Podríamos llamar a esto el “efecto máscara” que se caracteriza por su facilidad para aparentar tener sentido, por unos instantes, pero luego pierde toda comprensibilidad; mas luego la recupera y así mantiene un movimiento circular como de ondas en el que los elementos componentes (la realidad y la irrealidad, lo de enfrente y lo de atrás, la máscara y el desenmascaramiento, nuestro ver y nuestro no ver) siempre están invirtiendo papeles. La montaña mágica proporciona, naturalmente, el teatro de este teatro, pero en los Estados-Nación en los que no existe semejante escenario tan complejo de todas maneras existen las mismas vertiginosas ondas de impulsos que, así, se extienden de las esferas oficiales a las extraoficiales de la sociedad y luego van de regreso. En la sumisión al mando Franz Kafka logró percibir verdaderas aventuras del sistema muscular, y no dejó de relacionarlas con un movimiento revolvente que involucra al aire y a la música. La fecha: 1911; el lugar: la Compañía Judía de Teatro de Praga. En su descripción del representante del gobierno (uno de los pocos cristianos que se hallaban en el salón), escribe: “todo ello me produjo un temblor en las mejillas. El representante del gobierno […] es un pobre hombre, dominado por un tic facial que, especialmente en la parte izquierda del rostro (aunque arrastrando en gran parte la derecha), contrae y distiende la cara con la casi despiadada velocidad, quiero decir con la misma fugacidad que la aguja segundera del reloj, y también con idéntica regularidad. Cuando le llega al ojo izquierdo, casi lo borra. Para esta contracción, se le han desarrollado en la cara, por otra parte completamente ajada, unos pequeños músculos nuevos. La melodía
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talmúdica con sus preguntas precisas, sus conjuros o explicaciones: el aire pasa por un tubo y se lleva consigo el tubo, y una gran rosca, orgullosa en su totalidad, humilde en sus espirales, desde unos inicios diminutos y remotos, se vuelve hacia el interrogado”. El tic se mueve con la misma rapidez, pero también con la misma regularidad, de la manecilla segundera, a través de esta tierra baldía facial, al compás de una melodía revolvente que confunde la gran relación binaria de materia y espíritu por una transmutación de sustancia e imagen para formar ensamblajes (como los que se pueden encontrar en los altares o portales de la montaña de la reina de los espíritus). Naturalmente, el más destacado de estos ensamblajes es el ritual de posesión mismo, en el que el rito establece la equivalencia entre imagen y espíritu, el rito fija al espíritu en el cuerpo humano mediante variadas impulsiones-imágenes en una serie de contracciones como de choque que empiezan en las piernas y los brazos y luego proceden al centro del cuerpo y a la cabeza, dominando especialmente los ojos y la lengua. Existe una infinitud de modelos para reflexionar sobre esta desconcertante traslación entre signo y fuerza, materia y espíritu, y quizás incluso todas las religiones pueden pensarse como intentos por controlar la energía que está encapsulada ahí. El cine dadá presenta un nuevo modelo que nos parece apropiado para la modernidad de la montaña mágica. Thomas Elsaesser nos proporciona una manera de pensar el cine dadá que se aviene muy bien tanto a la montaña mágica de la reina de los espíritus como al lugar que tiene esa montaña en la circulación de energía y de señales en el ser sublime; nos explica que el cine produjo entre los dadaístas un modelo no sólo de representación del cuerpo en relación con el ámbito social, sino también un modelo de transmisión de la noción de obra de arte como un evento; no como un objeto “sino como circuitos de intercambio de diversas energías e intensidades, de los diversos estados de agregación a los que se puede someter la materia entre la sustancia y el signo, mediante un acto de transposición, ensamblaje, división e intermitencia”. Esta interesante actitud frente a la asombrosa transferencia de ida y vuelta entre el impulso y la imagen sugiere la peregrina —pero totalmente real— posibilidad de que la legitimación del estado moderno se apoya en un vasto movimiento de transposición entre lo oficial y lo no oficial. Ahora bien la posesión espiritual es un paradigma para este movimiento.
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La circulación entre lo oficial y lo no oficial involucra al lenguaje mismo: toda figuración presupone, ciertamente, una circulación. Cuando, por ejemplo, el Presidente de la república invoca (y así debe hacerlo) el espíritu del Libertador en las ceremonias públicas (como lo hará todo maestro de escuela y todo oficial de mayor o menor rango en todo el país), podríamos, al reflexionar en el asunto, optar por considerar esto como un mero giro retórico, figurado, poético de la expresión: no lo dice literalmente —podremos pensar—; es (sólo) un “giro” de la frase, una escapada o “fuga” poética y, por lo tanto, es, en un sentido terriblemente real, irreal. No obstante, pensar así equivale (hablando de metáforas) a que nos “importe un comino” el artificio que require el poder de figuración; ese artificio que insiste en que, verdaderamente, de un modo loco pero absolutamente necesario, la figura (retórica) podría, en cierto sentido revelador, ser real y concreta o podría haber participado de lo real en algún momento crucial de su poética suplantación en aras de un toque divino, como, por ejemplo, en los incongruentes ensamblajes y combinaciones que ya mencionamos, improbables en sí mismos pero constituidos por posibilidades reales y que aspiran a verdades nuevas y superiores, como ocurre de modo tan especial en el caso de la fundamentación espiritual del Estado-Nación en esa montaña mágica donde los espíritus de los muertos se literalizan y donde ser poseído por la historia es tanto un asunto de materia como la materia del asunto. La metáfora es, dicho de otro modo, esencial para el arte mediante el cual se crea el sentido de lo literal y se capta todo su potencial. En cuanto a la naturaleza de este arte, la gran rueda del sentido aquí no sólo está basada en el estado sino en una muerte artística mediante la cual la metáfora se autodestruye para dar nacimiento a la literalidad, cuya realidad sólo alcanza su fuerza enfática gracias a que se ve asediada, poseída de esta manera. Lo real es el cadáver de la figuración y para ésta el ritual del cuerpo, como ocurre en la posesión espiritual, es la más perfecta declaración; una declaración que suministra ese curioso sentido de lo concreto (un sentido que tanto la figura como la metáfora necesitan) pero, simultáneamente, perturba precisamente ese sentido con otro del espectáculo y del artificio en el “teatro de la literalización”. El tic de la retórica oficial, que se mueve a través de ese baldío de la cara que es, a la vez, ventana y máscara del alma, adquiere su poder gracias al fantasma que asedia en lo real y que, como la magia del estado, se extrae mediante ritos no oficiales de posesión espiritual
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en los que los fantasmas pueden, así sea en un espacio restringido y cerrado, unirse claramente con los vivos. Aquí estamos hablando nada menos que del fundamento social para la figuración y, por lo tanto, de la calidad carnal del lenguaje mismo. Así, es preciso notar que las distinciones necesarias entre los muertos y los vivos, no menos que las distinciones entre lo oficial y lo no oficial, son, en un grado crucial, distinciones determinadas por la clase social y por la raza, puesto que, con mucho, son los pobres (especialmente los pobres de la ciudad) quienes satisfacen esta necesidad desesperada de un cuerpo. La tarea de los pobres es suministrar al discurso solemne referentes concretos: prehistóricas imágenes oníricas de indios y negros entreverados con el romance primermundista de la Colonia; este Otro Lugar está animado por elementos de un exotismo primermundista que circula como poder espiritual y que asedia los cuerpos de los vivos; tragedia de primera vez…
Esta apropiación corporal que llevan a cabo los muertos señala una infinitud de vida a través del medio del cadáver embellecido que ningún estado, en estos días de triste decadencia del cuerpo político, puede darse el lujo de ignorar. Hasta el Presidente del Tribunal Su-
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premo (especialmente el Presidente del Tribunal Supremo) reconoce esto, aunque se inquiete por la profanación de la bandera y tome las cosas acaso demasiado literalmente. Su pensamiento siempre acaba regresando al asunto de la reina de los espíritus; concluye que la raíz del problema debe estar ahí, en ese impulso de profanación que resulta tan accesible en asuntos del estado, mientras el espíritu absoluto se afana frenéticamente, junto con el absurdo mudo, por equilibrar las exigencias opuestas de la violencia y la razón. Que la magia esté en el estado mismo y no en el pensamiento mágico de la ciudadanía —considera— es un punto que exige sutileza. Sin embargo, no se puede negar que hay tan sólo un paso de distancia para que la gente emprenda el acto voluntariamente y sea capaz de crear magia con esto, permitiendo que sus propios cuerpos se disuelvan en el poder espiritual del estado con horrorosas muestras de exageraciones miméticas. ¡Ser poseído por el espíritu de un cacique del siglo xvi! ¡O por un vaquero negro descalzo, del siglo xix, que lucha por la libertad! ¡O por el Libertador mismo, y ponerse a toser sangre! Luego está el asunto del ánimo… ¡el ánimo lo es todo!; ser poseído por el ánimo, generarlo… ¿y te fijaste en el tamaño de aquella bandera?, ¿y las agujas que perforaban las mejillas y que llevaban los colores patrios?, ¿viste esos ojos sin fondo y esas miradas fijas?… El Presidente del Tribunal ha reflexionado profundamente en los símbolos del estado y en los puntos en que coinciden con la doctrina de la libertad de expresión. Ha sopesado con toda minucia la separación de la Iglesia y el Estado, y sin embargo no ha quedado aún satisfecho con el estatus de estos símbolos: ¿son sacrosantos? Seguramente… pero ¿cómo podrían ser sagrados con un estado tan enfáticamente secular? ¿Será que los símbolos de lo enfáticamente no sagrado son, a su vez, enfáticamente sagrados? Una página de la historia equivale a todo un volumen de lógica (magistrado Holmes). Le da vueltas la cabeza: aquí hay un vacío que ha sido creado históricamente; un espacio que está demasiado vacío para su propio bien. ¡Profanación! ¡Sí! Cuando se profanan los símbolos del estado, emerge forzosamente el tema de lo sagrado, y no emerge como símbolo, sino con fuerza corporal. ¡Ah!, ¡pero qué cosa más peculiar!, musas del Presidente del Tribunal Supremo, ¡es tan peculiar que gracias a este término nunca tuvimos que declarar abiertamente como sagrados los símbolos del estado. Es como un secreto: arrebatamos a los dioses el dominio que por derecho es suyo, o quizá, más bien, conspiramos con ellos.
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El primer acto público de la guerrilla del M-19, su bautismo y, por así decirlo, su salto al escenario de la historia, fue el robo de la espada del Libertador en enero de 1974. Álvaro Fayad, comandante general del M-19, más tarde torturado, liberado y finalmente asesinado por el ejército, fue el que la robó y luego le contó a la periodista Olga Behar lo que su acto significaba. El Partido Comunista no mostró en aquel momento ningún entusiasmo y declaró que la espada no era más que una pieza de museo. Fayad increpó que la guerrilla comunista nunca había mostrado ningún interés por el nacionalismo mientras que el M-19, por el contrario, siempre había considerado que tenía que inspirar el sentimiento de lo nacional y que sus intenciones, por ello, se centraron en la espada que se resguardaba en el museo del Libertador, la casa donde había residido al pie de la montaña en lo que ahora es el centro de la ciudad. Fayad explicó: “no era simplemente retomar toda la historia del Libertador, era recomenzar su lucha, agrandarla, era volver a que la nación, que fue construida siguiendo la espada, volviera otra vez a estremecerse, a continuar esa historia, por eso tomamos la espada”. Fayad sintió algo especial al tomar la espada. Después de maniatar a los guardias del museo encañonándolos con la pistola, rompió el cristal de la vitrina donde se hallaba la espada. En su relato detalla: “El silencio es sepulcral en esa casa colonial, antigua, vieja. Uno mismo siente el silencio. Ese momento fue mágico. Fue grandioso. El silencio lo hace más profundo. No pude romperlo, le vuelvo a dar. El cristal suena de pronto como si hubiera estallado en millones de pedazos y los vidrios caen al suelo. Meto la mano por un costado de la urna y saco la espada y las espuelas. Las echo en una mochila de esas que hacen los indígenas”. [216]
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Reconocemos aquí la magia: es similar a la de la montaña de la reina de los espíritus, sólo que Fayad no pretende salvarse a sí mismo sino rehacer un Estado-Nación entero. Notamos que su instrumento principal aquí no es la fuerza de las armas sino la fuerza del ritual, de la transgresión, el acto sacrílego que se torna sagrado en sí mismo y por sí mismo, con el robo de la espada del estado para derrocar a este estado. Fayad es un revolucionario; los peregrinos de la montaña encantada no lo son. No obstante, la magia que están robando y que están generando al perpretar ese robo es la misma. El ritual aquí es un acto de desfiguración que permite que emer jan los poderes sagrados; concretamente en este caso, los poderes emergen de la tremendamente evocativa herida de ambivalencia que, en el aura secular del estado moderno, proviene de un altar en forma de museo. La desfiguración es el más sagrado de los actos porque no sólo libera y expone la magia interior sino, además, duplica esa magia y lleva, pues, en relación con la fuerza del Libertador, la marca inconfundible de la reina de los espíritus misma. Esto es, además de encantamiento, éxtasis. Este encantamiento no proviene tanto de la historia sagrada de los muertos como de la conmoción, el choque violento del rompimiento, la música de los fragmentos, los añicos… por eso es que esta ruptura ha de ser más que una reapropiación del pasado, más que la reapropiación de una espada que estaba en una urna que se ha convertido en tumba, que se ha convertido en útero. Fayad también extrae las espuelas del Libertador, extrayendo así, gracias a esta asociación, gracias a su corcel mágico, el supremo embellecimiento viril del gallo de pelea. El instante de rompimiento de ese cristal se ha convertido en algo tan importante en estos actos de sacrilegio y despojo como el impulso de reintegrar el todo para que vuelva a ser completo. Y es que la música de los añicos siempre estuvo presente en el utópico celo revolucionario, en el propósito gallardo, con las espuelas hiriendo los flancos del animal, ese caballo que es, a la vez, el brioso impulso de la historia y el Estado-Nación mismo, con su majestuosa blancura que, encabritado, se yergue. ¿Quién monta este animal hacia el ocaso, como se representa en los manuales escolares de historia, unido, hombro con hombro, con el Presidente del Tribunal y el Capitán Mission? ¿Quién más si no el Libertador, cuyas espuelas Fayad deposita, hábilmente, junto con la espada, en una de esas mochilas que hacen los indios? El relato de Fayad de este extático acto de redención se torna todavía más icónico cuando se considera que cercano a la vitrina de la
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espada, si no es que de plano contemplándola desde arriba, cuelga el retrato de 1819 del Libertador, pintado por José Pedro Figueroa, en el cual, el Libertador abraza firmemente a una enigmática y pequeña mujer, una india, con rasgos de española pero adornada con los símbolos europeos de América (perlas y frutas, arco y flechas). Esta mujer-muñeca, América misma, que ha sido liberada ahora de la opresión colonial, pasa, en este su momento de independencia al abrazo firme y protector del Libertador. Esta mujer debe ser la reina de los espíritus, la anticipación, podríamos decir, de la reina de los espíritus, aguardando su montaña. Lo más asombroso y extraño de la pintura de Figueroa no es sólo cómo anticipa por un siglo o siglo y medio, la futura llegada de la reina, sino cómo, además, anticipa su íntima y mágica relación con el Libertador. Fayad, con todo y su magnífico rompimiento del cristal, no hace mucho más que reactivar el eterno retorno que siempre tiene lugar en la creación violenta y la ruptura violenta del ser estatal a través de la forma femenina. Por supuesto que esta espada es la misma del juego de palabras de Hobbes, y si en inglés la palabra sword contiene a la palabra word
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es porque en la espada cuajan la palabra y la fuerza con la pureza de sus extremos; así, en la mano de Fayad la espada hace mucho más que sólo simbolizar las propiedades mágicas del aparato estatal y su relación con la violencia. La espada ha adquirido las propiedades de un fetiche a través de la desfiguración. Lo que vale la pena destacar aquí no es sólo la brillante espontaneidad del drama ritual que implica el robo de Fayad, sino una específica —aunque en buena medida no reconocida— forma artística del sacrilegio, que el Partido Comunista, que opera desde un entendido más utilitario y realista de la política, no fue capaz de visualizar al llamar a la espada un mero “aparato de museo”. Lo que presenciamos en este relato (como Claude Lévi-Strauss sugiere para el caso del incesto y de la bestialidad) es el sacrilegio como una inversión del sacrificio (Lévi-Strauss considera que el sacrificio implica la mediación entre los extremos gracias a un objeto que los conecta no metafóricamente sino metonímicamente y que se extingue en el proceso). Este objeto es, por supuesto, la espada en la que la palabra y la fuerza cuajan en la unidad de sus extremos. Al eliminar el objeto —y, por lo tanto, la contigüidad entre los extremos—, el sacrificio produce un espacio vacío que se llena ahora por la comunión con la deidad mediante una suerte de contigüidad compensatoria. Lo que distingue al sacrificio del sacrilegio —y, a la vez, los conecta— es la manera en como percibimos este vacío cargado, la marca de lo sagrado. Puesto que, mientras que en el sacrificio lo que satisface es el vacío, en el sacrilegio el llenado del espacio con los extremos, más que satisfacer, estalla y se derrama en cascadas que proliferan… Al robar la espada (como ocurre con la posesión espiritual) se deposita una carga inmensa en el teatro de la metonimia, en la literalización de la metáfora: se provoca que la espada actúe su naturaleza de espada combinando, en su extremidad, la fuerza y la palabra —tarea que ahora se convierte en algo electrificante en su sencillez puesto que la función específica de la espada estatal es mediar entre fuerza y palabra, como nos lo recuerda Hobbes: “Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras”. Ahora bien, cuando Fayad toma en la mano la espada, se queda impresionado con su pequeñez. Sin embargo, según prosigue en su relato, cuando la empuña: “¡Qué sensación tenerla, empuñarla! No es un arma vieja, tengo en mi mano la verdadera historia de nuestro
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país, una historia que queremos recomenzar […] Uno lo siente a él al empuñar esa espada, se siente la presencia del Libertador y se siente un inmenso compromiso”. Dice Bataille que “el sacrificio destruye lo que consagra”, en cuyo caso el sacrilegio no es simplimente la inversión del sacrificio sino, más bien, la reduplicación del sacrificio, pues implica el sacrificio del sacrificio, la pérdida de la pérdida. Fayad también fue sacrificado: torturado, liberado, luego asesinado durante un prolongado tiroteo con el ejército. Fue una secuencia de sacrificios, de violencia, de pérdidas, de gasto improductivo. Toda guerra de guerrillas inivita a estos actos de derroche y gasto solemne, entre más sangre derramada, mejor. Por otro lado, la espada no fue simplemente robada en un acto de sacrilegio, sino que, como veremos, se perdió para la historia misma. Ésa también es una forma de pérdida, la desaparición, desaparición del objeto mismo. Pero, ¿cuánto más exigente es la pérdida que se necesita para el sacrificio y para el sacrilegio cuando estos mismos rituales se transforman en el absurdo cómico del terror de estado? Como fetiche, el cuidado que se prodigó a esta espada robada fue mucho mayor del que recibió jamás del estado. Un compañero cayó en las manos de la policía; no sabía exactamente dónde habían escondido la espada pero sí sabía en qué parte de la ciudad estaba. Fayad y sus compañeros sabían perfectamente que las autoridades lo torturarían y serían capaces de invadir y saquear cada una de las casas de ese barrio para recuperar la espada, así que tenían que llevarla a otro sitio. La metieron “en una caja, con vaselina, con toda la protección del aceite, una capa de plástico después, otra de vaselina, otra de alquitrán. Se fue agrandando, agrandando, hasta que la introdujimos en un cajón inmenso de madera, parecía un ataúd. No cabía en el baúl del carrito y se quedó la mitad por fuera”. Al extremo de la parte que sobresalía le ataron un trapo rojo como bandera. Algo se añade y el objeto se hace grande y más grande, ¿cuándo dejará de crecer este vigoroso poder del fetiche, con grasa y plástico, ahora en un ataúd que queda salido de la cajuela de un carro que deambula por las calles más macabras de la capital para evitar a la policía? Decidieron tomarse una foto con la espada razonando que si la policía ya sabía, de todas maneras, quiénes eran, no tenían nada que
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perder y sí todo que ganar mostrándose al público de esta manera. De nueva cuenta tuvieron que poner en riesgo su vida para cruzar la ciudad, ahora para buscar una cámara fotográfica, sólo para descubrir que ninguno de ellos sabía cómo usarla. De todos modos lo intentaron y cada uno posó con la espada, pero las fotos eran de tan mala calidad que serían impublicables. Cuando Olg Behar entrevistó a Vera Grabe, también del M-19, ésta relató que, todo el tiempo que el ejército la estuvo torturando, una de las preguntas más persistentes era que dónde estaba la espada. Podía escuchar con claridad los gritos de Fayad en la celda anexa y su resistencia le dio las fuerzas, aseguró, para mantenerse y resistir. En su distinción entre violencia mítica y violencia divina, Walter Benjamin precisa que la primera exige sacrificio, mientras que la segunda lo acepta. La primera preserva la ley, mientras que la segunda la destruye. En nuestra historia la violencia mítica confronta dramáticamente el sacrilegio cometido por la violencia divina, ya que debemos reconocer que durante sus primeros años, las operaciones del M-19 no sólo se caracterizaron por su compromiso con el teatro político (como lo demuestra este robo de la espada) sino también por su compromiso, a veces explícito, a veces indirecto, con una política populista que se mostraba profundamente ambivalente en cuanto a asumir el poder del estado en vez de destruir ese poder. Al final —pero no hay final— la violencia divina que autorizaba la lucha revolucionaria por parte del M-19 perdió ante la fuerza mítica de la ley que crea estado y el M-19 abandonó las armas y se incorporó al parlamento para luego sufrir una humillante derrota en las elecciones. Los gritos de Fayad y los gritos de Vera Grabe siguen vivos para asediar el evento del abandono de las armas y la violencia divina regresa a la incubadora de la revuelta popular y de los sueños, apenas reprimidos, del apocalipsis. Pero nosotros, que registramos la violencia que el aparato policiaco infligió en los cuerpos de los integrantes del M-19 e igualmente registramos la violencia de la guerrilla, no podemos nunca cometer el error de igualar o equiparar estas dos violencias, incluso si estamos obligados a tratar de comprender su necesario y terrible entrecruzamiento. En cuanto a la espada robada del Libertador, la vida real retoma la trama justo en el mismo punto en que los gritos nos asedian y lo hace a través del teatro vivo del kitsch , lo cual es un testimonio más de la mezcolanza del absurdo y de la violencia mítica en la formación del terror estatal.
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En marzo de 1990, los diarios reportaron que Jaime Bateman, el legendario líder del M-19 (que murió misteriosamente en un vuelo a Panamá cuando cruzaba el Darién) había encomendado la espada a Fidel Castro con la condición de que la devolviera cuando el M-19 consiguiera llevar la revolución al poder. Mas como no habían asumido el poder ni tampoco la revolución, Fidel Castro se negó a devolverla. Así, el M-19 llevaría el caso de la espada robada a la Organización de los Estados Americanos para que se hiciera justicia, mientras tanto, la espada descansa con Fidel… hasta que venga la revolución. Sin embargo, sabemos que el Libertador tenía muchas espadas, quizá más de las que pudiéramos contar, y la diferencia entre la violencia mítica del estado y la violencia divina de la destrucción de la ley se sostiene, finalmente, en la ilusión de que una espada vale por todas las espadas, ilusión que la presencia de la reina, soberana del mundo de las almas, concede al mundo de los estados de la espada. Porque el Libertador no sólo aprieta con firmeza su espada, sino también a su reina de los espíritus, que es América, abyecta pero distante, marcando así el ingreso, a través de la tierra, a los poderes sublimes de la desfiguración mágica que promete la libertad. Así regresamos a la visión del estado moderno como el escenario privilegiado de lo genuinamente inventado, que se vincula con la espesura, la densidad, las pantallas, los interminables escenarios que involucran de algún modo la dramatización de la interioridad escondida. Que sea el destino de la mujer marcar esto y su magia, probablemente sea una cosa muy conocida, pero que siempre provoca conmoción, ya que lo que no puede articularse, por definición (y ésta es la única profundidad que vale la pena discutir), es el horror del absurdo mudo de la violencia sobre la que todos los estados no sólo se fundan sino, también, es posible que se hundan, con sus intentos por extraer sacralidad del espacio de muerte y la imaginación del niño.
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LA PEREGRINACIÓN COMO MÉTODO
Peregrinación es lo que hace la gente que va a la montaña y es análogo a traducción: traducción de la casa al altar, traducción de lo profano a lo sagrado y (no por último menos importante) traducción de voces oficiales a voces no oficiales. La peregrinación proporciona un modelo de “explicación como traducción” con el que también podríamos simpatizar: no es uno que pretende objetividad universal y se aferra a las metáforas de causalidad que trascienden por encima de lo particular concreto, sino, más bien, es una modalidad de activar la actividad que no borra la imagen del evento o del objeto sino que mantiene el fantasma de lo traducido dentro de la traducción, permitiéndonos, así, ser testigos de la presencia en el interior del otro, la huella y el acto intermedios, como ocurre entre las voces oficiales y la no oficiales, o entre los manuales de historia y los portales mágicos en una montaña, o entre un “pueblo” totalizado y su imagen reflejada en el espejo (mágico) de la construcción histórica del Sujeto. Ser peregrino significa viajar en calidad de tic a través de este nervudo baldío de impulsos faciales y esperar la iluminación que llegará con la interrupción del circuito: una suerte de obsequio en el que la imagen y el cuerpo se quedan trabados. Un altar que facilita la posesión espiritual también es parecido: es una “explicación” del tipo de explicaciones que estoy ofreciendo aquí, incluso si me elude como algo para cambiar el mundo, un círcu lo de intercambio que se interrumpe por el obsequio, que toma la forma de un altar y que aquí se llama portal porque conduce a un lugar más allá del círculo, así como el obsequio derivado de epitomar el círculo de la sociedad necesariamente rompe el circuito del intercambio. No puede contenerse en las ecuaciones de la obligación (dar, recibir, pagar). Muchas explicaciones simplemente se quedan en el círculo del intercambio: un ritual en el sentido de repetición inconsciente y [223]
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EL TEATRO DE LA JUSTICIA DIVINA
obsesiva. Otras no sólo permiten la ruptura sino son justo eso, testimonios del gasto improductivo, la necesidad del derroche. ¿Qué hay entonces del mundo imaginado que se despliega ante tus ojos justo en este momento, provocado por mis palabras y mis imágenes? ¿Acaso no estamos, en la segura guarida de nuestra lectura, viendo que nos ven y siendo poseídos, transformados por otros mundos, en camino hacia otros mundos, primero ellos, luego nosotros? ¿Y no es esto acaso (nuestra presencia, nuestros empujones para entrar, nuestro testigo, nuestro ser mostrados) la más extraña de todas las cosas de esta entera extrañeza o, si no eso, al menos el ingrediente más crucial para la ocurrencia de lo extraño y, por lo tanto —lo que es lo mismo pero dicho de otro modo—, acaso no estamos haciendo lo carnal metafórico y la imaginación material, acaso no somos, aquí y ahora, en nuestra precisa y ocupada corporeidad un arco en el vasto circuito del intercambio por intensidades diversas, y transmutamos sustancia y signo mediante un acto de transposición (con todos sus ensamblajes, divisiones e intermitencias)? ¿Y no es ésta acaso la forma de este texto que transpone y que tienes en tus manos… “la melodía talmúdica con sus preguntas […] una gran rosca, orgullosa en su totalidad, humilde en sus espirales, desde unos inicios diminutos y remotos se vuelve hacia el interrogado”? Hacia el interrogado… esto nos trae de vuelta a la peregrinación como método que circula entre lo sagrado y lo profano, que no tanto explica como absorbe el choque de lenta descarga y da figura a las figuras de otros ritos que oscilan en la desdibujada pero brillante luz de la transgresión subyugada a la Ley del Padre, un blanco que nunca se alcanza por la presencia de la madre, perturbadora, inmensa, tachonada de altares centelleantes, portales hacia los secretos envueltos con nubes que se elevan desde la llanura. La tarea de una buena parte de la antropología cultural, así como también de ciertas ramas de la historiografía, ha sido, y continuará siendo cada vez más, el almacenamiento en la modernidad de esas que se consideran prácticas premodernas, como la posesión espiritual y la magia, contribuyendo así, para bien o para mal, al repertorio de literalidades autoritarias y distanciadoras sobre el que se funda tanto de nuestro lenguaje contemporáneo en su tendencia a conjurar lo de aquel entonces y lo de más allá con propósitos contemporáneos si no ya con iluminación profana.
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los títulos añadidos por el traductor que aparecen marcados con asterisco [*] son versiones canónicas en español, de textos cuyo idioma original no es el inglés, y que son diferentes de los que se tomaron las citas textuales para la traducción.
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ÍNDICE
agradecimientos
9
advertencia preliminar
11
primera parte
LA CORTE DE LA REINA DE LOS ESPÍRITUS
13
1. LA REINA DE LOS ESPÍRITUS
15
2. LA MONTAÑA
29
3. LOS ALTARES
48
4. EN ESPERA DE OFELIA : EL PRESIDENTE DEL TRIBUNAL SUPREMO ES POSEÍDO POR EL CAPITÁN MISSION
57
5. BILLY THE KID Y LA ECONOMÍA DE INFILTRACIÓN
71
6. LETARGO SAGRADO
81
7. MÍMESIS DE LO MUERTO
95
8. TRAICIÓN ESPIRITUAL
99
segunda parte
LA CORTE DEL LIBERTADOR
107
9. LA INFINITA MELANCOLÍA
109
10. IGNOMINIA MUCOIDE : FUNDACIÓN DE ESTADO COMO POSESIÓN ESPIRITUAL
118
11. EL KITSCH SURGE DONDE EL MIEDO EMPALMA CON EL ABSURDO MUDO
129
[231]