JUAN ARANA CAÑEDO-ARGÜELLES
CoLECCIÓN FRONTERAS
Director Juan Arana Con el patrocinio de la Asociación de Filosofía y C iencia Contemp'oránea
LA CONCIENCIA INEXPLICADA Ensayo sobre los límites de la comprensión naturalista de la mente
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BIBLIOTECA NUEVA
CAPÍTULO
VI
La inexplicabilidad explicada La consciencia es una superficie. FruEDRI CH N I ETZSCHE, Eccehomo.
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UNA METATEORÍA DE LA CONCIENCIA
Un querido amigo, que sigue siéndolo a pesar de haberle hecho leer la mayor parte de las páginas precedentes, me dijo al acabar: « Está muy bien, pero sobre todo te dedicas a discutir lo que otros afirman sobre la conciencia. ¿Por qué no nos dices de w1a vez lo que piensas tÚ? » Si fuera susceptible diría que me estaba acusando de parasitismo intelectual: «¡Ya está bien de vivir del trabajo ajeno! ¡Ponte a andar de una vez sobre tus propios pies!» Pero no soy tan susceptible. Asumo la idea de pasar a la pequeña historia (hace tiempo renuncié a la gran historia) como recopilador y crítico. Me disgusta en cambio la idea de aumentar la entropía literaria con la pretensión de descubrir un nuevo Mediterráneo en campos tan intensamente trabajados como este. Estamos en la cultura del reciclaje y no es deshonroso contar lo que el prójimo ha descubierto, hacer balance y sentar las bases para que otros puedan lle~ar w1 poco más lejos. Me veo a mí mismo apilando junto al muro fardos que n o he liado, pero que pueden servir para que un espíritu sagaz se empine un poco más alto y acaso atisbe al otro lado. Por lo demás, poco importan las falsas o genuinas modestias. Si he titulado el libro La conciencia inexplicada, es porque defiendo que hasta ahora no ha sido explicada satisfactoriamente, a pesar de que se ha intentado de muchas maneras. Demostrar esa «no explicación» lleva tiempo y esfuerzo y justifica de por sí un libro como este. No pretendo
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triunfar donde tantos han fracasado. Ya sé que los «ingenieros de acera» 1 siempre tienen un diagnóstico a pw1to para aclarar por qué se cayó la grúa de la obra que observan ociosos, sin ser capaces por ello de ponerla de nuevo en pie. La única vez en mi vida que asistÍ a un espectáculo de lucha libre me divirtió mucho un tipo bastante canijo que, sentado en la última fila de la grada, gritaba de vez en cuando con voz atronadora: «j¡¡Ay, como baje!!! » ¿Qué habría ocurrido si los forzudos que se daban mamporros en el ringle-hubiesen replicado: «¡Pues baja de una vez, valiente!»? ¿Y qué pasaría si los Dennett, Crick, Llinás, Minsky, Edelman, etc., me invitaran a dejar de ponerles peros y pegas, para ver si a ellos les gustaban mis conjeturas? No me serviría de mucho alegar que no quiero construir una teoría alternativa, sino mostrar las grietas de las suyas. « ¡Nada de eso! -podrían replicar con bastante razón- ¡Tú has pretendido bastante más que rechazar nuestra explicación de la conciencia! De hecho, nosotros mismos hemos reconocido con toda honestidad que no lo hemos logrado del todo. Lo que sostienes es que ni siquiera hemos empezado a explicarla. En otras palabras, defiendes que somos rematadamente tontos a pesar de nuestros premios nobel y bestsellers, o bien que la conciencia es, sencillamente, inexplicable. Y eso, amigo mío, tendrás que acreditarlo un poco mejor, no yendo a la contra como hasta ahora, sino exponiéndote a que seamos nosotros los que te lancemos dardos». Por supuesto dudo mucho que las mentadas eminencias vayan a perder el sueño por mis críticas y ni de lejos aspiro a que se tomen la molestia de rebatirme. Supongo que (salvo los que ya han pasado a mejor vida) seguirán muy ocupados acabando de explicar la conciencia. Pero algunos de mis hipotéticos lectores pueden estar con ellos ames que conmigo y tal vez deseen escuchar algo de mi propia cosecha para ver si se viene abajo al menor soplo como w1 castillo de naipes. Me parece justo satisfacerles, puesto que no es de caballeros afrontar un duelo escondido detrás de un parapeto. Pase que uno se ponga de perfil para ofrecer un blanco más pequeño, pero no debe meterse en un agujero a menos que el rival haga otro tanto. Mis adversarios han tenido la gentileza de exponer bien a la vista su idea de conciencia e indicar cómo puede ser desmontada, analizada, despiezada, deconstruida y diseccionada. Es muy cómodo decir con Ortega y Gasset: «No es esto, no es esto», y dejar luego el trabajo sin hacer. Así pues, acepto mi responsabilidad y me dispongo a dejar de ser flecha para convertirme en diana.
No lo haré, sin embargo, hasta haber dejado bien sentadas algunas pumualizaciones. La primera es que mi « teoría » nace de la vergüenza torera y no de que esté convencido de su valor intrínseco. He aprendido mucho de las « malas » explicaciones ajenas, así que me toca ofrecer al prójimo el modelo al que he llegado y darle así ocasión de «aprender destruyendo», si después de todo no es tan bueno como pienso. Pero - y es la segunda puntualización-, los defectos de mi tesis no depreciarían el valor de las críticas precedentes. Ruego a cualquier lector bien dispuesto que juzgue separadamente una y otras. Sería una pena que me ocurriera como a Penrose, cuya espléndida crítica a las interpretaciones algorítmicas de la conciencia ha quedado ensombrecida por su recurso a la «ciencia-ficción» para encontrar una explicación mejor. Lo siento si dejo a mi criatura en precario y le niego la paternal protección que tiene derecho a esperar de mí. He sido padre a la fuerza y la prole de los vecinos me ha causado tantas molestias, que no quiero acallar con intimidaciones sus eventuales réplicas. Un tercer punto es que -como ya habrá sospechado el lector- la mía es menos una teoría que una metateoría. O sea: no pretendo tanto «explicar la conciencia» como «explicar por qué la conciencia es inexplicable». Así justifico el tÍtulo del libro y de paso absuelvo a mis oponentes: no es tan grave haber fallado : ¡pretendían un imposible! Aparentemente estoy bajando la puntería, pero en realidad me meto en un buen lío. Una cosa es decir que Pedro, Pablo y Juan se han equivocado y otra que nadie en el pasado, presente o futuro, consiguió, consigue o conseguirá acertar. Suponiendo que haya tenido éxito con diez o doce refutaciones, lo desmesurado es proyectar hasta el infinito la eficacia de la refutación.
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1 Si no me equivoco, esta denominación la inventó Rockefeller, a quien gustaba curiosear las obras del cenero que construyó en Nueva York. Un día lo echó del lugar un capataz. En lugar de encararse con él, ordenó que se construyera una tribuna para uso y abuso de mirones con el letrero: « Reservada a los ingenieros de acera » .
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VIRTUDES DE LA EXPLICACIÓN NATURALISTA
¿Y por qué pretendo que es imposible explicar la conciencia? ¿Por qué debe permanecer para siempre inexplicada? Muy sencillo: porque con las explicaciones ocurre como con las madres: de verdad no hay más que una. Aquí rindo tributo al naturalismo pues reconozco, en definitiva, que la única explicación de la conciencia que podría ser satisfactoria sería la naturalista, de manera que su fracaso nos deja sin repuestos aceptables para resolver el expediente. Comprender esto supone una clarificación previa del concepto de «explicación » en general y de «explicación naturalista» en particular. Para explicar algo hay que tener un concepto inequívoco de lo explicado y encontrar principios claros e idóneos para dar cuenta y razón tanto del hecho mismo de darse (su existencia) como de los modos de ese darse (su esencia). En la explicación
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«naturalista» los principios utilizados no pueden ser otros que los de las ciencias «duras», esto es, la cosmología, física, química y biología (preferentemente, la biología molecular). Subsidiariamente podrían admitirse procedimientos explicativos de las ciencias «blandas» (en concreto, los de la historia natural y las ciencias humanas, como la psicología, la sociología o la economía), siempre que quedara abierta (y casi prometida) la futura remisión de estos a los de las disciplinas ya convalidadas y reconocidas. Sostener que solo la explicación naturalista de la conciencia realmente podría explica0 seguramente me convierte en sospechoso de ser víctima del síndrome de Estocolmo: un libro entero criticando la naturalización de la conciencia y ahora salgo con que las únicas explicaciones váLdas son las naturalistas. Puede que sea así, pero, si se considera el asunto con un poco de calma, mi postura es comprensible y nada rupturista. Ya he advertido que por vocación y profesión soy un filósofo de la naturaleza. Los filósofos de la naturaleza estudiamos y admiramos el modo en que se ha conseguido reunir una cantidad inmensa de fenómenos bajo un puñado escaso de leyes y principios. Las leyes no tienen por qué imponer una necesidad ineluctable a aquello que regulan. De hecho, la mayor parte de las leyes vigentes en la ciencia no obedecen al esquema: «si se dan tales y cuales condiciones, entonces ocurre necesariamente tal y cual cosa», sino a este otro: «si se dan tales y cuales condiciones, entonces hay tal probabilidad de que ocurra tal y cual cosa». Llamamos «naturalista» a este tipo de explicación porque se supone que los principios y leyes que permiten pronosticar a priori y entender a posteriori las cosas constituyen de alguna manera su naturaleza. La naturaleza de los entes naturales está a la vez dentro y fuera de ellos. Dentro, porque sin violencia les hacen comportarse así y no de otro modo. Fuera, porque es idéntica a la de otros entes de la misma especie, género, clase, etc., de suerte que es legítimo abstraerla de cada uno de ellos y expropiársela. En una de sus patéticas escenas, Castelao dibuja un campesino gallego con el apero al hombro que espeta a sus hijos: «A nosa terra non é nosa, rapaces» . Si fuesen capaces de hablar, lo mismo dirían las piedras de la ley de gravedad, las hogueras de los principios de termodinámica, y las bacterias de las leyes de Mendel. Hay sin duda muchos o tros modos de responder a las preguntas que nos acucian. La filosofía, que inventó la explicación naturalista, también buscó decenas - quizá ciemos- de alternativas teóricas. Pero reconozcámoslo: no hay color. Si se trata de reunir lo disperso, de llevar lo múltiple a lo uno, de encontrar lo permanente en lo pasajero, lo fijo en lo variable, lo idéntico en lo diverso, al final no hay expediente más eficaz que el de las causas, principios y leyes. Cabe reivindicar la analogía de los conceptos, la polisemia de los principios, la pluralidad de las cau-
sas (¡el gran Aristóteles distinguió cuatro!). Es permisible ensayar teorizaciones que van de arriba abajo, de abajo arriba, o de lado a lado. Podemos adoptar una perspectiva externa o interna, sintética o analítica, oraánica o inorgánica. También es legítimo usar una panoplia de verbos (sobre todo si usamos la lengua alemana) para introducir toda clase de matices y gradaciones: explicar, comprender, vislumbrar, d iscernir, entender, advertir, intuir, percibir, descifrar, etc. Nadie nos prohíbe ser deductivos, inductivos, intuitivos, empáticos, racionales, lúcidos u oníricos. Cada cual es muy libre de imprimir el giro, estilo y aire que más le plazca al fruto de sus desvelos. Por último, en mano de todos está anotar si los datos que alimentan la fábrica del saber son empíricos o aprióricos, seguros o inseguros, conjeturales, probables o improbables; subjetivos, objetivos o intersubjetivos. Es responsabilidad personal e intransferible del investigador de turno decidir cuáles de estas posibilidades desechará o aprovechará y hasta qué punto. El recetario es variadísimo, pero a la hora de la verdad, insisto, la mayo ría se inclina por las generalizaciones más unívocas y rigurosas extraíbles de datos empíricos repetida e íntersubjetivamente contrastables. Eso es la ciencia natural y no por casualidad sigue reinando en una cultura que antes era occidental, pero ahora ya es planetaria. La lógica y la matemática pura admiten un tratamiento aún más riguroso, debido a que no están obligadas a contar con la perturbadora ayuda de la experiencia. Por suerte o por desgracia no todos los asuntos admiten la aplicación de los protocolos de la ciencia natural. Más aún: en la práctica no hay ni w1o solo sobre el que dichos protocolos aclaren absolutamente todo lo que nos gustaría averiguar. Las cosas que tienen que ver con el hombre y la cultura resultan normalmente mucho más problemáticas. Sin embargo, parece que algo se puede ir avanzando por esta senda y ahí está precisamente la fuerza del programa naturalista, que en definitiva defiende la estrategia de emplear el modo explicativo de la ciencia natural sin ninguna limitación en cualquier ámbito donde tengamos algo que decir. Uno es naturalista y aplica el programa naturalista cuando afirma que todo lo que es susceptible de ser conocido en el marco de la experiencia, lo es o lo será en términos de ciencia natural. En cierto sentido, para adscribirse al naturalismo hay que ser « más papista que el Papa», porque uno de los más fumes signos de identidad de la ciencia en toda su historia es ser consciente de los límites de aplicabilidad de los métodos que usa y no_ tr~sgre dirlos. Por ese motivo ninguno de los grandes fundadores de la c1enCia fue « naturalista» y los primeros en nutrir las ftlas del naturalismo fueron epígonos de corrientes científico-Hlosóficas en boga, como el cartesianismo o el newtonismo. El Hlósofo Georges Gusdorf ha efectuado un detenido estudio de lo q ue denomina «la aeneralización del paradigma newtoniano» (Gusdorf, 1971: 180-212), fenómeno que sacudió Europa
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durante todo el siglo XVIII tanto en el campo de las ciencia naturales como humanas. Es un episodio que constituye el espécimen de todas las modas naturalistas que han ido sucediéndose después. Conviene distinguir no obstante entre dos tipos de naturalismos. Al primero podríamos llamarlo «naturalismofundamentalista» por cuando defiende que una teoría o método concreto (el de Newton, el de Darwin, el de Maxwell o el que sea) es de aplicación wüversal y servirá para resolver todas las cuestiones planteadas o por plantear. El segundo sería el «naturalismo historicista», porque acepta que los métodos y teorías de la ciencia tienen ámbitos y fechas de caducidad, pero afirma que con el avance de la ciencia surgen nuevas teorías y métodos, de manera que no hay desafío cognitivo que a la corta o a la larga no pueda ser resuelto por antiguas o nuevas formas de investigación natural. Mi discrepancia respecto a ambas formas del naturalismo me obliga a validar la tesis de que algunas cuestiones muy significativas -en concreto, el problema de la conciencia- están más allá de lo que es posible responder desde cualquier teoría científica habida o por haber. Como no soy profeta ni poseo una bola de cristal con virtudes anticipatorias, tendré que abandonar el terreno de los hechos para internarme en el de lo meramente posible (o imposible).
mente y luego se comparan entre sí para encontrar constancias, pautas e identidades que trascienden a lo que en ellos hay de diverso, variable e irrepetible. Así se abstrae la regla, el nomos, la cual constituye la materia prima refinada que elabora la ciencia para lo~rar la unificación progresiva de las reglas mediante procedimientos lógico-matemáticos. Es un trabajo que se lleva a cabo en continuo diálogo con la experiencia ya conocida y proo-resivamente ampliada, por medio de pronósticos, confirmaciones, refutaciones, etc. Lo que se obtiene es un sistema de leyes en parte deducibles de principios y en parte simplemente subordinadas a ellos en una jerarquía que empieza por abajo con las leyes más concretas y culmina con las más comprehensivas. En pocas palabras: un puñado de leyes y nada más es lo que proporciona la ciencia, cuya explicación consiste básicamente en ver cómo tal fenómeno corresponde a tal categoría de casos, que a su vez están regidos por tales y cuales leyes, en cuya virtud resulta altamente probable tanto que haya ocurrido como sus propiedades más relevantes. ~zá debería yo decir a continuación algo así como: « pues bien, la conciencia en modo alguno es un fenómeno explicable en términos de leyes naturales y de su aplicación». Sin embargo, no sostengo exactamente eso, porque en buena parte, la conciencia sí que está sometida al entramado de leyes naturales que sostiene el universo. La conciencia del que se despeñe desde un risco experimentará una aceleración de 9,8 metros por segundo en cada segundo, al igual que el cerebro y resto del organismo despeñado. Hay un montón de leyes físicas, químicas, biológicas y fisiológicas que condicionan y cuasi determinan el contexto espacio-temporal de la conciencia, su encendido y apagado, sus contenidos y modos. Podemos establecer con cierta exactitud la temperatura o la concentración alcohólica en la que empezará a delirar, y las estructuras cerebrales de cuyo correcto funcionamiento depende. Sabemos seguir siquiera de lejos la actividad neuronal que se le asocia y desentrañar una gran cantidad de procesos bioquímicos que no solo la hacen posible sino que la condicionan fuertemente en un sentido u otro (Blanco, 2014: 239-240). ¿~é queda entonces fuera de la explicación natural ya disponible o de la que podemos esperar en buena ley alcanzar más adelante? Pues únicamente una sola cosa: el hecho de que mientras somos conscientes nos damos cuenta de parte de lo que nos pasa. Si tenemos curiosidad y adquirimos cultura científica sabremos de muchas leyes que pueden explicarlo casi todo2, pero nunca el fino matiz del «darse
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LIMITACIONES INTERNAS DE LOS NATURALISMOS
Para llevar a cabo mi propósito es útil recordar un libro en el que dejamos los dientes muchos estudiantes de filosofía de mi generación y que llevaba el sugestivo tÍtulo de Limitaciones internas de losformalismos (Ladriere, 1969). Allí se explicaba cómo Godel, Church, Genzen, Kleene y otros habían descubierto cosas que determinadas estrategias de investigación -las formalistas- nunca podrían conseguir. Pues bien, lo que ahora convendría escribir mutatis mutandis sería otro libro sobre «Limitaciones internas de los naturalismos». Desde luego no pretendo hacerlo ahora mismo, sino adoptar un punto de vista equiparable en lo que se refiere al asunto de la conciencia. Afirmo, en resumidas cuentas, que la conciencia está más allá de los límites internos del naturalismo. Ni más ni menos. Para alcanzar mi objetivo tendría, en primer lugar, que detectar dónde se encuentran esos límites internos, si es que los hay, y, en segundo lugar, mostrar que la conciencia se encuentrafoera y no dentro de dichos límites. Abordemos el primer punto. Hay una característica que es común a todos los planteamientos naturalistas pasados y presentes. Pienso que también se dará en los que puedan ser reconocidos en el futuro con ese adjetivo. Consiste en que adoptan el punto de vista nomológico. «Punto de vista nomológico» significa que se reúnen muchos casos análogos por medio de observaciones o experiencias contrastadas intersubjetiva-
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2 En este sentido, soy mucho más explicitO que Donald Davidson, cuyo principio de la Anomalía de lo Mental afirma en sentido bastante genérico « que no hay leyes deterministas con base en las cuales puedan predecirse y explicarse los sucesos mentales» (Davidson, 1995: 265).
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cuenta » (si fuera metaRsico añadiría quizá: « del darse cuenta en cuanto darse cuenta»).
está de más, entonces la presencia de la conciencia, lo específico de la conciencia, el « volver sobre sí» de la conciencia, no tiene ni puede tener una explicación nomológica. Así de claro. A no ser, por supuesto, que encontremos leyes naturales para las que la «conciencia » sea algo tan necesario - y por tanto tan «explicable » - como la noción de « masa » lo es a la teoría newtoniana de la gravedad. Una de las frases que más recuerdo de mi maestro es: « Lo que no es necesario es inconveniente». Altamente inconveniente se ha convertido la conciencia para la ftlosofía naturalista, precisamente porque no ven el modo de convertirla en necesaria. Lo que sí puede intentarse es confeccionar un simulacro de explicación de la conciencia. Es lo que hace Hofstadter a lo largo del libro Yo soy un extraño bucle. Sus argumentos se apoyan en el procedimiento estándar para fabricar dispositivos como un autorregulador de velocidad: construya usted una válvula conectada a un dispositivo giratorio unido al eje del motor. En virtud de la fuerza centrífuga, cuando el dispositivo gira muy rápido dos brazos que hay en él se separan, lo cual cierra la válvula que controla el suministro de combustible. La falta de gasolina hace que bajen las revoluciones del motor y el dispositivo vuelve a plegar sus brazos hasta que la válvula se abre de nuevo. Así una y otra vez. Hofstadter sostiene que el mecanismo descrito de alguna manera «es consciente» de su propia velocidad. Postula que complicando este tipo de autorregulaciones meramente físicas podríamos llegar a alcanzar la «conciencia psicológica». Pero en lo que concierne a termostatos y autorreguladores, ni quiera soy epifenomenista: opto decididamente por el materialismo eliminativista, ya que no veo la menor necesidad ni el menor indicio de que el autorregulador se dé cuenta cabal de su situación. ¿Hay alguna base para sospechar que, cuando sus brazos permanecen sin desplegar, el mecanismo sopese otras posibilidades además de la disminución de la velocidad de giro, como una eventual fuga en el sistema o el atoramiento de un muelle? No. En definitiva - y en todo caso- esa presunta conciencia sería una «conciencia reducida» de las leyes del momento angular, etc., no una «conciencia de sÍ» . El más grandioso ejemplo de «concien cia reducida» es el que generan todos los procesos de autorregulación presentes en el planeta Tierra, contemplados por Lovelock en su hipótesis de Gaia (Lovelock, 1993). Sin embargo, por este camino lo que hacemos es sumar más y más sucedáneos de « tener conciencia de esta ley» o « de aquella otra», pero no h ay modo de lograr la integración de todos ellos en una «conciencia de sÍ» . Por decirlo de un modo impropio, se trata de «conciencias que carecen de espejo retrovisor»; son conscientes de lo que casual o premeditadamente están programadas para percibir, son «conciencias» que en sí mismas no pueden ser ampliadas en lo más mínimo. Por eso es imperativo que se les adosen nuevas conciencias reducidas (de
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EL VACÍO DE LA CONCIENC I A COMO CIFRA DE SU INDEPENDENCIA
Intentaré mostrar que no sostengo la tÍpica sutileza especulativa. Hay un principio que el Código Civil español tipifica en el artÍculo 6.1, según el cual: «La ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento». Esto se refiere a las leyes humanas, porque en lo que respecta a las leyes naturales habría que reformularlo así: «El hecho de que los hombres, los vivientes o las cosas no sean conscientes de las leyes naturales para nada afecta a su vigencia». Sencillamente, al universo Le da igual que haya dentro de él QUsanos que se retuerzan al darse cuenta de su propia miseria. Ya puede imprecar Zaratustra todo lo que quiera: el astro rey pasa olímpicamente de sus amenazas y halagos. Hay una canción (en momentos solemnes me gusta escucharla interpretada por Liza Minelli) que subraya esto del modo más descarnado: Somebody loses, and somebody wins And one day its kicks then its kicks in the shins But the planet spins And the world goes round And round and round and round and round The worldgoes round Andround Andround Andround
Tremendo sin duda, aunque magnífico. A pesar de mi humanismo comprendo las razones del epifenomenismo y del materialismo eliminativista: físicamente considerada la conciencia solo es un cero a la izquierda. No debiera estar aquí3 . El planeta giraría igual de bien. No hay una sola ley (salvo el maldito colapso de la ecuación de ondas de Schrodinger, que los físicos cuánticos son los primeros en odiar) que requiera su presencia. Más adelante me referiré a otro punto de vista que trastoca bastante esta composición de lugar, pero sin apelar a él debo matizar que la prescindibilidad de la conciencia es al mismo tiempo una cifra de su independencia. Si desde la perspectiva de la ley natural la conciencia 3 La indagación de David Chalmers sobre la conciencia concluye en que riene nn carácrer no-físico (Soler, 2011: 168-169).
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esto o de aquello) para creceé. En realidad la «conciencia reducida» se resuelve ella misma en la ley o leyes naturales que la generan: la fuerza centrífuga hace que el móvil se aleje del centro de giro; eso es todo. El regulador no tiene que pasar ningún examen de física; no debe saber nada; lo único que precisa es obedecer, acatar la ley que lo gobierna como el ente natural que es. El mismo seguimiento pasivo de una ley mecánica hace que la piedra salga disparada de la honda y el brazo del regulador cierre la válvula. No es legítimo presumir mayor sabiduría ni conciencia en uno que en otra. Con toda justicia hay que decir que «no hay nada personal» en ello. La «conciencia reducida», en conclusión, no es verdadera conciencia, ni tampoco lo será la agregación de trillones de conciencias reducidas, por bien compensadas que estén unas con otras (Schrodinger, 1984: 445-448.) Nilas neuronas aisladas, ni tampoco las asambleas de neuronas aportan ninguna novedad en este sentido. La conciencia o es «conciencia de sí» -tal como empírica e inmediatamente comprobamos en nosotros mismos- o no es nada. Desde muy pronto se vio que, en lo tocante a la conciencia, las máquinas tropiezan con un abismo imposible de salvar. A finales de los años cuarenta William Grey Walter construyó unos robots pioneros que recibieron por su aspecto el familiar nombre de «tortugas» . Estas tortugas estaban ideadas para reaccionar ante el ambiente, como por ejemplo, moverse hacia la luz. De este comportamiento «abierto» resultó un inesperado «bucle» de la clase que más interesa a Hofstadter: Existían asimismo otros casos de conducta emergente. Las tortugas se hallaban equipadas de una bombilla indicadora de que estaba en marcha el motor de conducción. Cuando el aparato llegaba ante un espejo, surgía un acoplamiento a través del mundo exterior y comenzaba una oscilación. El robot se vería atraído hacia su propia luz reflejada, efecto que a su vez detendría de inmediato el motor de conducción y apagaría la luz ; al desaparecer la atracción se encendería otra vez la bombilla, etc. Sucedían otras cosas interesantes cuando se encontraban de frente dos tortugas. [... ] Walter observó que el comportamiento de las tortugas era «notablemente imprevisible». Abundaban las causas de variaciones sutiles. Por ejemplo, se registra-
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Rodney Brooks asume sin tapujos esa estrategia para desarrollar sus propios robots: « Esta fue la metáfora que elegí para mis robots. Construiría sistemas simples de control para nna conducta sencilla. Luego añadiría sistemas adicionales de control para un comportamiento más complejo, dejando todavía en su sirio y operativos los antiguos sistemas de control. Si era necesario, los sistemas más recientes podrían asumir ocasionalmente capacidades anteriores del sistema, y así se agreo-arían capa tras capa, repitiendo el proceso de la evolución natural de sistemas neuraks cada vez más complejos» (Brooks, 2003: 52).
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ron cambios en el nivel luminoso percibido por obra de pequeií.as alteraciones de la fuente de luz empleada y en razón de cambios todavía menores de voltaje en los circuitos de detección cuando los motores utilizaban más o menos corriente en respuesta a la diversidad de fuerzas aplicadas a la tortuga al cambiar el ángulo de conducción. Estos microefectos se combinaban de modos tan complejos gue resultaba muy difícil prever el comportamiento de la tortuga. l... ] A un observador le resulta más fácil describir el comportamiento de las tortugas en términos habitualmente asociados con el libre albedrío -«decidió ir a su cobertizo» - que recurrir a minuciosas explicaciones mecanicistas de determinados detalles inescrutables sobre lo que exactamente revelaron los sensores (Brooks, 2003: 29-30). Hay mucha implicación personal en la valoración de estos triviales efectos de retroalimentación. El hombre de la calle no encuentra «interesante» que objetos sensibles a lo que su cede en el exterior se conviertan en fuentes de información de sí mismos e inicien un proceso hacia el infinitO del que no saben cómo salir. En casos así los ordenadores «se cuelgan», y los altavoces acoplados a micrófonos provocan un insoportable pitido, situaciones ante las que difícilmente se extasiará n adie que no esté contagiado de la mística maquinista. Lo inédito tiene que ver aquí no con la evolución del bucle de retroalimentación (que en cuanto tal perseverará indefinidamente), sino con la incertidumbre de hasta qué puntO resistirán los dispositivos acoplados antes de romperse y dar una solución propia al impasse. Para que se produzca esta clase de bucle es esencial que el agente no se reconozca y siga «considerando» como procedentes del exterior los mensajes que se envía a sí mismo (en el caso de las tOrtugas de Walter, no se daban cuenta de que la luz que p ercibían en el espejo era la que ellas mismas emitían) . Por consiguiente, no es un bucle que nazca de una vuelta por dentro sobre sí, como ocurre con la conciencia, sino muy al contrario de una vuelta sobre sí por fuera. Brooks lo reconoce explícitamente cuando aclara: «surgía un acoplamiento a través del mundo exterior» . ¿Y cómo podría haber sido de otra manera, dado que las entidades privadas de conciencia carecen de un «interior » transitable? Al no existir esa dimensión, es imposible llenar de contenido lo «notablemente imprevisible» del comportamiento del objeto en cuestión. Si n o hay disponible una conciencia para hacerse cargo del proceso, no hay más que dos opciones en el menú: atascarse o echar los dados para iniciar al azar una nueva apuesta. Se obtiene una aclaración adicional mediante una comparación con el bucle que forma el corazón de la demostración de Godel. Allí aparece una proposición que afirma su propia indemostrabilidad formal, lo cual tiene que ser verdad para no incurrir en un contrasentido semántico.
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Pero, claro, esta consideración no es formalmente demostrable. Si entonces la añadimos como un postulado adicional al sistema formal que estábamos utilizando, se supera la dificultad concreta que habíamos encontrado, pero de inmediato vuelve a aparecer a otro nivel, porque surgen proposiciones indemostrables para el sistema formal ampliado con el postulado añadido. Para verlo hay que efectuar una nueva vuelta sobre sí de la conciencia, lo cual no es difícil para ella, porque propiamente no consiste en un « bucle» concreto y definido, sino un « bucle abierto» esto es, en un dinamismo que fabrica automáticamente todos los bucles que sean menester. En cambio, el «bucle hofstadteriano» es cerrado. Para él volver una y otra vez sobre sí es tan imposible como para el barón de Münchhausen salir de la ciénaga en que había caído tirando de su propia coleta. Cuando Roger Penrose afirma que son necesarias «leyes naturales de otro tipo » para explicar la conciencia tiene razón en lo que niega, porque es cierto que con las leyes conocidas no hay forma de hacer el trabajo. Pero se equivoca en lo que afirma, puesto que con las nuevas leyes cuya búsqueda promociona, tampoco. A pesar de la dificultad para contrastar nuestras respectivas experiencias, hay rasgos de la conciencia que a todas luces concuerdan, como la unidad y continuidad. Son raso-os difícilmente cuestionables5 que obstaculizan el hallazgo de una explicación neuronal reduccionista. Sobre ellos han incidido una y otra vez los especialistas más aurocríticos y menos doctrinarios (Prinz, 2012: 238-239). Según Eric Kandel, « la unidad de la conciencia -o sentido de uno mismo - constituye el mayor misterio por resolver del cerebro» 6• Y no es solamente que hasta ahora haya sido imposible encontrar mecanismos de conexión neural capaces de ofrecer un sucedáneo creíble de estos atributos, sino que a un nivel más básico tampoco se encuentra dónde asentar una protoconciencia, aun dejando a un lado el problema de integrar miríadas de protoconciencias en una conciencia como la que fenoménicamente detectamos en nosotros mismos. Ya llamó la atención sobre esta última dificultad el cofundador de la teoría de la evolución Alfred N . Wallace (Blanco, 2014: 237) y desde entonces acá se ha avanzado muy poco en la tarea de encontrar un modo creíble de resolverla. Es comprensible que se haya querido ir muy lejos para intentar superar este hándicap. Y el mecanismo más recóndito de todos ha sido acudir a la no-localidad y el entrelazamiento cuánticos para dotarse de armas explicativas más eficaces. De nuevo rozamos aquí puntos donde las complicaciones técnicas hacen aconsejable un respetuoso si-
lencio. Pero como he prometido no retraerme, ahí va mi dictamen de hasta qué punto se pueden encontrar aquí -como sostiene Penroseatisbos de solución. La no-localidad tiene que ver con la imposibilidad de aislar razonablemente las entidades que estudia la física de altas energías en un ámbito espacio-temporal circunscrito. Estos objetos pueden -sin perjuicio de su unidad- desdoblarse hasta cubrir distancias muy considerables, y mantener durante lapsos dilatados un estatuto ontológico en el que predomina claramente lo virtual, de manera que la actualización de los atributos asignables a dichas entidades desafían por completo las descripciones causales clásicas. Simplificando groseramente, lo que ocurre «aquí » parece influir de inmediato en lo que pasa «allí». Es como si el universo estuviera horadado por secretos pasadizos por los que cabe saltar con suma facilidad por encima de las barreras del espacio y tiempo. Todo esto es sin discusión inconcebible, misterioso y fascinante. Sin embargo, no desborda el marco nomológico de la ciencia, puesto que todas las correlaciones cuánticas son ejemplos hermosísimos de la vigencia de leyes del tipo «Si se dan tales y cuales condiciones, entonces hay tal probabilidad de que ocurra tal y cual cosa» . Son estas leyes las que definen la más radical esencia del punto de vista naturalista. Así pues, y por mucho que moleste al naturalista medio, la mecánica cuántica no deja de moverse en el plano de la más rancia ortodoxia naturalista. Eso por un lado. Por otro, al igual que no hay contradicción entre las peculiaridades cuánticas y las exigencias explicativas de la ciencia, tampoco hay en ellas el menor atisbo de «entender» la autotransparencia del yo consciente. Simplemente las propiedades de los objetos cuánticos se mueven en un plano diferente. Así pues, el error categorial no es menor al p retender dilucidar la conciencia con ayuda de la mecánica cuántica que cuando se quiso lograrlo desde la mecánica racional clásica. La mecánica cuántica tiene una enorme trascendencia filosófica, pero solo en cuanto limita las pretensiones de una descripción objetiva de la realidad natural y en cuanto ilumina las condiciones de posibilidad de dicha objetividad. No está en mejor situación que la físico-química clásica para ofrecer una explicación sustantiva de la conciencia; tan solo ofrece mejores armas que aquella para detectar y asumir los límites de la aproximación naturalista.
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Lo cual no impide que hayan sido cuestionados, por ejemplo, por Semir Zeki (Cavanna, Nani, 2014: 175-179). 6 Kandel, 2013: 546, citado por Blanco, 2014: 235.
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47. Lo ESPECÍFICO DE LA CONCIENCIA Sostengo, en resumidas cuentas, que la conciencia tiene atributos (unidad y continuidad) para los que no existe un modo creíble de explicación basado en la física (tanto clásica como cuántica), en la neurofisiología o en la psiquiatría, a pesar de la exhaustiva exploración de las lesio-
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nes cerebrales, la modularización del sistema nervioso central, el seccionamiemo del cuerpo calloso (estructura que comunica entre sí los hemisferios cerebrales) y el análisis de los trastornos de personalidad, conciencia escindida, esquizofrenias, etc. Resulta más llamativa esta unidad por cuanto contrasta fuertemente con otros aspectos de lamente. La vida emocional, por ejemplo, está muy lejos de la conciencia en este aspecto, como apuntan entre otras muchas las investigaciones de Joseph LeDoux, convincentemente resumidas en su libro El cerebro
Ni siquiera advierten lo paradójico de que el yo sea algo «a menudo inconsciente». Antonio Damasio trata de remediar la insuficiencia de esta fórmula y nos habla no de una representación, sino de una acumulación de ellas mediante un mecanismo análogo al cinematógrafo, en el que el movimiento se recrea gracias a la proyección sucesiva de instantáneas fijas: «la reactivación incesante de imágenes actualizadas acerca de nuestra identidad (una combinación de memorias del pasado y del futuro planeado) constituye una parte considerable del estado del yo, tal como yo lo entiendo» (Damasio, 2009: 275). Y si una sola clase de representaciones no fuera suficiente, siempre podría mezclarse con una segunda e incluso una tercera:
emocional: No existe la facultad de la «emoción» y no hay un único mecanismo cerebral dedicado a esta imaginaria función. Para entender los diversos fenómenos a los que nos referimos con el término «emoción», tenemos que analizar sus diferentes tipos. No podemos mezclar los hallazgos sobre diferentes emociones, sin tener en cuenta a qué tipo de emoción se refieren. Lamentablemente, gran parte de la investigación psicológica y neurológica ha caído en este error (LeDowc, 1999: 19). Profundizar en estas diferencias nos llevaría muy lejos y, no habiéndolo hecho en los capítulos anteriores, tampoco lo haré ahora. En realidad, cuando entramos en casuísticas la discusión corre el riesgo de empamanarse en pros y contras donde juegan un papel importante las preferencias subjetivas de los contendientes. Además, no es la unidad y continuidad de la conciencia mi principal punto de apoyo para defender la insuficiencia explicativa del naturalismo. El centro neurálgico de mi argumentación radica en la entraña misma de la conciencia, la constitución de un sujeto consciente ante el que aparecen y desfilan una serie de contenido/. Numerosos autores demuestran una sorprendente incapacidad para advertir este aspecto del asumo, porque no saben salir de la órbita de las objetividades, y así no tienen más remedio que convertir el yo en una representación. Veámoslo reflejado en el siguiente texto: Para John Kihltrom, el yo es una representación mental de la propia personalidad o identidad, formada a partir de experiencias vividas, de pensamientos codificados en la memoria. Todo lo que nuestra memoria episódica ha almacenado, las experiencias, las relaciones con otras personas, los éxitos o los fracasos, forma una representación (a menudo inconsciente) de lo que nuestro yo ha vivido y del modo en que lo ha hecho (Eustache, Desgranges, 2010: 56). 7 Esta crucial circunstancia da mucha fuerza a los amores que, como Tim Crane, subrayan la intencionalidad como rasgo definitorio y clave de la conciencia (Cavan na, Nani, 2014: 15-18).
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Propongo que la subjetividad emerge durante el último paso, cuando el cerebro está produciendo no solo imágenes de un objeto, no solo imá~enes de las respuestas del organismo al objeto, sino un tercer tipo de imagen, el de un organismo en el acto de percibir un objeto y responder a él. Creo que la perspectiva subjetiva surge del contenido del último tipo de imagen (Danmio, 2009: 278-279). La cárcel conceptual del naturalismo imposibilita aceptar una verdad tan elemental como esta: ames de que se dé el fenómeno de la conciencia ni siquiera tiene sentido contraponer el sujeto y sus representaciones. Ambos polos (subjetivo y objetivo) son el resultado inmediato de ella, de manera que cuando desaparece no hay evidencia alguna de que sobreviva ninguno de los dos. Desaparecida la conciencia en general, ya no hay de qué hablar ni quien lo haga8. Los fllósofos idealistas han dado mil vueltas a esta perspectiva, que incluso admite una versión teológica, según la cual la conciencia divina sostiene el universo. El agnóstico Jorge Luis Borges poetizó el motivo con unos versos memorables: Si el Eterno Espectador dejara de soñamos Un solo instante, nos fulminaría, Blanco y brusco relámpago, Su olvido (Borges, 1989: 2, 316).
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Sobre este punto ha insistido el filósofo Mariano Álvarez: «Decir "para el cerebro" es un tan ro equívoco, pues es como si el cerebro ruviera conciencia. Y algo similar ocurriría con la expresión "desde el punto de vista del cerebro". En realidad, esto nos lleva a darnos cuenta de que ineludiblemente caemos en una cierta trampa, si pretendemos hablar del cerebro al margen de la conciencia, pues no es posible decir nada sobre el cerebro si no es desde la conciel}cia. [... ] Dejemos aquí apuntada la paradoja: el cerebro no conoce ni tiene lenguaj~. El no es capaz de atribuirse nada. Solo la conciencia puede hacerlo en su lugar» (Alvarez, 2007: 48).
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Y es que el cartesiano cogito ergo sum no equivalía según su proponente a un certificado de inmortalidad, sino que, al igual que cualquier fe de vida, tenía que ser renovado puntualmente cada vez que el sujeto interesado necesitaba cerciorarse de su propia existencia (Descartes, 1977: 25). Pero no voy a hacer más comentarios en este sentido. Volveré en cambio al punto crucial de mi alegato: ¿Por qué sostengo que la ciencia natural carece de recursos para explicar el hecho puro y duro de la conciencia reducida a su mínima expresión? Me temo que desilusionaré al lector porque mi respuesta no puede ser más obvia9 : porque la ciencia no habla ni puede hablar de otra cosa que de objetividades (al fin y al cabo, ¿no está tan ufana - y con motivo- de su objetividad?). La ciencia no es capaz de resolver el problema de la conciencia porque necesariamente tiene que presuponerlo resuelto 10 • En su libro Mentey materia, el físico Erwin Schrodinger h a efectuado in extenso una reflexión particularmente penetrante sobre todo esto 11 . Según él, si la conciencia no aparece (ni puede aparecer) entre los contenidos de la ciencia es porque ella misma se ha autoexcluido de su criatura para hacer posible que exista:
Lo primitivo es la conciencia. Importa recordar que aquí estamos hablando de la conciencia prescindiendo de contextos y modalizaciones 12• En esta reducidísima expresión, la cien cia no está legitimada para hablar de la conciencia precisamente porque esta opera como presupuesto, es su condición de posibilidad. En algunas películas de cien cia ficción un hijo viaja al pasado y arregla el encuentro de sus padres, pero la ciencia seria nunca ha admitido este tipo de paradojas causales. Volver sobre sí misma sigue constituyendo para la ciencia un círculo vicioso y no hay forma de volverlo virtuoso. Ya he confesado que no pretendía que mi justificación de la inexplicabilidad de la conciencia fuera original. Me conformo con que funcione. No ocultaré sin embargo que he asumido al usarla una versión minimalista de «conciencia» que arrastra graves dificultades. En solventarlas se cifra todo el mérito que ambiciono. Dicho sea del modo más directo y brutal: «mi» conciencia quizá sea inexplicable, pero también está vacía. Así es: lo reconozco y acepto. Incluso me atrevo a agudizar la paradoja y diré que el « misterio » de la conciencia es precisamente el misterio de su insuperable levedad. Supera en varios órdenes de magnitud la que Kundera atribuye al ser. Lo usual es que un misterio lo sea por profundo e insondable, una cueva oscura llena de recovecos que nadie acaba de explorar. Sin embargo también hay laberintos de espejos, lugares inaccesibles precisamente porque cuando se logra poner el pie en ellos, ya han quedado atrás. Si la conciencia qua conciencia tuviera un «espesor», lo inexplicable sería no poder explicarla, porque siempre cabría el expediente de distinguir en ella capas, estructuras, heterogeneidades. La comprensión empieza por la disección; la fisiología, por la anatomía. En cambio, si la pura conciencia es algo infinitamente delgado, ¿dónde podríamos meter el bisturí? No hay un «dentro» de la conciencia, porque, más que tener una consistencia fronteriza, ella misma es frontera y nada más. Algo significa que la sede «física» de la con ciencia (valga la impropiedad de la expresión ) sea la corteza cerebral y no la glándula pineal, situada como es sabido en la «entraña» del cerebro. No en la médula, sino en la superficie está lo más sustancioso. Para hablar con propiedad de la conciencia conviene ser un poco menos profundo y un poco más superficial (aunque no en la usual acepción del término) . Po-
La mente ha erigido el mundo exterior objetivo del filósofo natural, extrayéndolo de su propia sustancia. La mente no podría enfrentarse con esta tarea gigantesca sino mediante el recurso simplificador de excluirse a sí misma, retirándose de su creación conceptual. De aquí que esta última no contenga a su creador (Schrodinger, 1958:
52). Cuando iba al colegio nuestro profesor nos aconsejó una vez que no h ablásemos en casa de cierto asunto relacionado con una excursión, porque -arguyó- « las madres siempre causan problemas.» Mi airada progenitora -no recuerdo si fui yo mismo quien se chivó- se encaró con él y le dijo: «Puede que las madres causemos problemas, pero ¿sabe usted?, si no hubiera madres, tampoco habría niños ni usted tendría a quién llevar de excursión ... » Si no hay madres, tampoco hay hijos, y si no h ay conciencia, tampoco ciencia. La etimología engaña aquí, porque la realidad básica y sustentadora no es designada con la voz que carece de prefijo, sino con la que lo ostenta. La ciencia es algo derivado. 9 Obvia y Eoco original. Luciano Espinosa reswne el núcleo de mi arg¡.m1enro brillantemente (Espinosa, 2011: 62), sin extraer la consecuencia antinaturalista que yo saco. La diferencia entre nosotros probablemente es que él cree en la posibilidad de una «naturalismo blando», mientras que para mí el naturalismo o es duro o no lo es. 10 Uno de los intentos más elaborados para conseguir una teoría naturalista del yo es el de Thomas Metzinger, pero presupone solapadamente una y otra vez lo que iba a explicar (Murillo, 201 1). 11 También Thomas Nagel insiste sobre este punto (20 14: 34).
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12 El texto que acabo de citar de Schrodinger no tiene en cuenta esta restricción y p or eso habla más de «mente» que de «conciencia». En consecuencia se ve abocado al idealismo filosófico, del cual estoy muy alejado. Yo afirmo que la conciencia es previa a la ciencia e independiente de la naturaleza. Sin embargo, rodo lo que emprende y realiza se convierte en naturaleza en cuanto sale de ella. En este sentido la indigencia de la conciencia en cuanto conciencia es insuperable. Nace pobre y permanece así durante roda su trayectoria mundana.
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cos se dan cuenta de hasta qué punto es verídica la afirmación de que la conciencia es algo que emerge: no es poso, es nata. Adviene a la naturaleza muy tarde, después de seis arduas jornadas de transformaciones galácticas y cataclismos telúricos. Nada ni nadie la esperaba, por eso tiene tan incómodo y provisional asiento, tanto en el mapa del ser como en el del conocer. Alguna vez he contado que, ya muy mayorcito, padecí esa enfermedad infantil que es la tosferina, y con ella tales ataques de tos que recurrentemente llegaba a perder el conocimiento. Envidioso de la capacidad que tienen los científicos para documentar empíricamente sus teorías, me dediqué a hacer una fenomenología de mis propias pérdidas de conciencia. Eran bastante previsibles cuando el picor de la garganta se agudizaba. Llegué a la conclusión de que los humanos perdemos la conciencia con pasmosa facilidad. Una puntual bajada de tensión, una breve anoxia, una subida o bajada del azúcar y ya estamos fuera de combate. La llamita de una vela describe con bastante exactitud lo que nos ocurre cuando estamos despiertos: no solo por lo vacilante del ardiente pábilo, sino porque está situado en la punta del objeto físico que lo sostiene y alin1enta. El defecto de la imagen es que la llama es, una vez más, un fenómeno físico-químico, ergo natural, que no tiene nada de «milagroso». Tampoco la conciencia es algo « milagroso» o «sobrenatural», porque es de lo más cotidiano; tanto su aparición como su desaparición, están presididas y arropadas por innumerables leyes y causas naturales. Lo radicalmente a-natural (no se me ocurre mejor palabra para designarlo) es su entraña misma. A fines del siglo XIX el Times de Londres publicó la carta al director de una respetable dama victoriana que manifestaba su total incomprensión «por el procedimiento tan repugnante elegido por Dios nuestro Señor para propagar la especie humana » . Pues bien, el expediente elegido por... (ponga el lector la palabra que su fe aconseje) para suscitar en los humanos la conciencia no merece seguramente el calificativo de « repugnante » , pero bien puede parecer « chapucero», «frágil» , «inseguro», « poco fiable », etc. ¿Por qué, entonces? Dejando aparte su inconstancia e inseguridad, ¿por qué precisamente en los cerebros del Romo sapiens sapiens (parece que hubiera que repetir dos veces lo de «sapiens» para creerlo)? ¿No podría habérsele dado conciencia a las piedras, las hortensias o los salmonetes? ¿~é tienen las neuronas y sus asambleas que no tengan las vejigas natatorias, los estambres o las estalactitas? Después de lo que he leído sobre el tema, tengo que decir que, en sí mismas, nada en absoluto. Me apresuro a añadir que sería peor que kafkiano descubrirse como la conciencia de un pedrusco enterrado en una montaña, o de un pólipo filtrando agua en un arrecife de coral. Puestos a imaginar situaciones horripilantes, pocas superan a la de un
espíritu lúcido atado a un organismo paralítico de pies a cabeza. Ni en broma quisiera volver a ver la películajohnny cogió su fusil; con una tengo de sobra para alimentar mis peores pesadillas. Pero volviendo a donde estábamos y puestos a emerger, mejor hacerlo donde convergen un buen puñado de estructuras portadoras de información y se localizan inestables configuraciones cuyas minúsculas fluctuaciones controlan el movimiento macroscópico de pies, manos, alas o aletas. O lo que es lo mismo: en la glándula pineal (si manejo la información disponible a mediados del siglo XVII) o cerca de la corteza motora y somato-sensorial (si mi información es de principios del siglo XXI). Tal vez haya aquí una explicación de la precariedad del asiento material de la conciencia: existen lugares mucho más seguros y estables, pero sin excepción son de nulo interés. Si uno pretende hacer historia, no se encerrará en una isla desierta; si quiere salir de la ignorancia, irá a donde haya maestros, libros o al menos una conexión a internet.
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ENTRE CERO E INFINITO
Salto ahora a otra pregunta obligada: ¿cuántos yos conscientes hay? 13 Con toda honestidad tengo que empezar asegurando que al menos uno: el mío. La cortesía y el agradecimiento me llevan a añadir además tantos como lectores tenga el libro. Y puestos a ser democráticos, aceptemos que todos los seres humanos adecuadamente constituidos, educados y alimentados tienen cada uno de ellos su propia alma ubicada en el correspondiente almario. Si hasta aquí hay consenso, nos movemos en una posición intermedia entre no dos, sino tres extremos: O, 1 e infinito. El cero se asigna al materialismo eliminatorio. Sería lo más cómodo de todo, pero aun suponiendo que afirme la verdad, ciertas disfunciones materiales hacen que algunos cerebros crean poseer lo que no tienen. En el uno se encuentran más de los que espontáneamente pensaríamos: en primer lugar los solipsistas, que con seguridad forman el colectivo más ferozmente insolidario de todos. En segundo, los que afirman que tan solo existe una sustancia, al modo de Spinoza. En tercero, los que mantienen que todos los yos finitos o particulares se integran y colapsan en un solo yo. Aquí hallamos de nuevo al ya mentado Schrodinger, quien asegura que cada cerebro o estructura asimilada es una ventanita por la que se asoma al mundo el yo único y pleno. Según él, «JO» es una noción que nunca
13 Hay una presentación sumaria de la oferta existente al respecto en el mercado de las ideas en Bennetr, H acker, 2003: 316-322.
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debiera flexionarse en plural, pecado que h e cometido en este mismo párrafo 14 .
cio de Leibniz), sino átomos metafísicos, seres simples y esencialmente unidos, es d ecir, « sujetos». Para Leibniz la sustancia o es psíquica, o no es. La unidad que presume en la mónada (el nombre « mónada» revela hasta qué punto identifica este autor unicidad y ser) es la unidad de la percep ción, del acto intencional que manifiesta la entraña í~t~a de la conciencia. Para poner un poco de orden en esta acumulac10n mgente de espíritus, Leibniz establece una gradación según la mayor distinción o confusión perceptiva. Así reintroduce la distinción entre conciencia y consciencia que yo he preferido obviar en este libro. Solo las mónadas que perciben y expresan el wliverso c.o~ suficien~e d~stinción son ~apa ces también de autoexpresarse y adqumr la consCiencia que las plemflca. No es momento ni lugar para discutir a fondo los puntos capitales de la propuesta leibniziana. Concedo a Leib~iz que en los 360 ~rad~s del horizonte no hay nada que posea una unidad comparable a la unidad de la concien cia. Sin embargo, ¿es menester sustancia/izarla? La noción de «sustancia» es funcional como pocas otras, pero solo p uede cumplir las numerosísimas tareas que los filósofos le asignan si no nos la tomamos completamente en serio. Es algo que Aristóteles y su escuela consiguieron hacer muy bien, atemperár:dola gracias a 1~ ar:~Logía. En cambio, cuando los racionalistas pretendieron darle un sigmficado preciso y eliminar cualquier rastro de ambiruedad, se produjo una cadena de catástrofes teóricas: según unos no había modo de comunicar las sustancias entre sí; según otro no había sitio más que para una sola; según un tercero era obligado convertir el universo en una gigantesca sopa de ojos. El concepto racionalista de sustancia es un nudo gordiano que no hay forma d e desatar; por fuerza hay que cortarlo. Por consiguiente diré que -hablando en clave racionalista- la conciencia tiene unidad pero n o es sustan cia. Si retornamos al uso aristotélico la conciencia puede muy bien ser una parte, propiedad o dimensión de las sustancias que, como el hombre, la tengan. Cómo pueda ser algo a la vez uno y parte es un interesante enigma metafísico que n o considero indispensable resolver en persona.
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La única alternativa posible es sencillamente la de atenerse a la experiencia inmediata de que la conciencia es un singular del que se desconoce el plural; que existe una sola cosa y que lo que parece una pluralidad no es más que una serie de aspectos diferentes de esa misma cosa, originados por una quimera (Schrodinger, 1986: 121 ). El principal motivo por el que rechazo esta propuesta es que no veo la razón de que ese exclusivo y solitario Superyó pierda la conciencia de su íntima unidad al mirar simultán eamente por los innumerables agujeritos que le permiten observar lo que hay aquí abajo. ¿Por qué es incapaz de reconocerse en los otros espectadores? Schrodinger responde que por una ilusión (la maya indostaní), lo cual valdría si hablásemos de los innumerables reflejos del sol en las aguas de un mar rizado, pero los yos o yoes (hay que reconocer que es duro pluralizar este pronombre) no son los reflejos, sin o en todo caso quienes los perciben. Y si sus percepcio nes son ilusorias, eso no les arrebata su personal e intransferible mismidad: un yo equivocado es tan real como otro que rebose acierto. Vayamos ahora al otro lado del espectro. La teoría de las infinitas subjetividades es el pampsiquismo. Tanta proliferación acab~ P?r depreciar los yos, sin contar con que es inevitable pensar en el ammzsmo, u~a de las primeras formas que adoptó la religiosidad humana y que no deJa de tener ciertos resabios de primitivismo. Pero si innumerable es el monto de sujetos que esta opción teórica contempla, tampoco son pocas las escuelas de pensamiento que la han adoptado, movténdose entre variantes del idealismo, espiritualismo y la teología emanatista. De entre todos sus defensore~ ~e quedo con la figur~ d~ Gottfried L~~bniz, porque más que una mtsttca busca en el pampstqmsmo la soluc10n a graves cuestiones metafísicas. La primera de rodas, la de la unidad de la sustancia, de cualquier sustancia, entiéndase bien. La tesis de fondo es que « uno» y «ser » han de convertirse, mientras que lo material es .por esencia extenso, compuesto, plural. Sentados ambos supuestos, la tdea de «sustancia material » resulta tan incongruente como la de « hierro de madera». Para ser sustancia hay que ser esencialmente una; pero la materia es por esencia multiplicidad de partes, partes que a su vez tienen subpartes y así hasta llegar no a los átomos físicos (nuevo absurdo a juiI4 José Luis González ~rós ha efectuado un atinadísimo análisis del fenó meno de la inasequibilidad de las mentes (González Quirós, 20 11: 9_2-95). Un suje~o no puede ver otro sujeta en cuanto sujeto, porque todOlo que ve hawz afitera son obJetOs, y hacia dentro solo se ve a sí mismo (y además, como de rebote).
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¿ANIMALES-MÁ~INA O ANIMALES-ALMA?
Las reflexiones que acabo de expon er autorizan a excluir cero, uno e infinito como cardinales apropiados para numerar al conjunto de los seres conscientes. Lo dicho en epígrafes anteriores hacen poco verosímil que posea conciencia quien n o tenga suficiente capacidadfls~ca (el adjetivo no es ocioso) para recopilar información del entorno e Impl~m~n tar respuestas adecuadas incidiendo en dicho entorno. O sea: asi~ila ción de información y coordinación de movimientos son los reqmSitos
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que han de cumplir las entidades físicas que aspiren a poseer algo que merezca ser llamado «conciencia » . Los espíritus puros constituyen una innegable posibilidad ontológica sobre la que me declaro incompetente. Solo hablo de los espíritus «mixtos», «encarnados» o como se les quiera llamar. Entiendo haber concedido tal prerrogativa al conjunto de los seres humanos carentes de impedimentos serios. Pero a renglón seguido las dudas proliferan: ¿Solo nosotros poseemos conciencia? ¿Cuándo surgieron los primeros hombres sobre este planeta? ¿Tenía conciencia el neandertal, el Homo erectus) el Homo habilis) los australopitecos, el ramapiqueco? ¿Son conscientes los primates, los delfines, los cánidos, los elefantes, las gaviotas? ¿En qué especie, familia, género, philum se acabó lo que se daba? ¿Y qué pasa con los marcianos, saturninos, andromedianos? ¿~é razón hay para discriminar a los computadores actuales o del porvenir, a la máquina que ganó una partida a Kaspárov, por ejemplo? Noten la astucia con que he ido acumulando suficientes preguntas difíciles para que no se note mucho si dejo algunas sin respuesta. Ya sería bastante solucionar alguna a plena satisfacción. Empezaré rompiendo otra lanza más en favor del presunto culpable de todos los males, Descartes. Son kilómetros de buen tejido los que han sido rasgados por escandalizados oponentes a su doctrina del animal-máquina 15. Lo más sorprendente es que muchos de ellos en realidad defienden la alternativa del cualquier-bicho-viviente-máquina (hombre incluido). Quizás les molesta cualquier tipo de diferenciación: o todos moros, o todos cristianos. También es posible que encuentren ofensiva no la idea de máquina en sí, sino la clase de artilugios en que el ftlósofo francés quiso convertir a los animales: meros ingenios hidráulicos a base de bombas, tuberías presurizadas, cilindros y émbolos. Ahora bien, para que esta censura no resulte intempestiva, convendría aceptar que si Descartes empleó el más avanzado tipo de máquinas disponible en el mercado de las ideas de la época - como en efecto hizo-, no cometió ningún desafuero. Lo que más molesta a muchos críticos es la discontinuidad que el dualismo cartesiano introduce en el reino de la vida (Churchland, 2001: 247). ¿Por qué hacer del hombre una excepción, cuando a veces es más fácil entenderse con el gato del vecino q ue con el vecino mismo? Aquí topamos con la ley de continuidad que Aristóteles, Newton, Leibniz y Darwin usaron con tanto éxito. Si esa es la dificultad, no sería insoluble, porque, en primer lugar, los grandes hombres mencionados admitieron la existencia de excepciones en la vigencia de la ley; en segundo porque, aun reservando la conciencia a los humanos, se puede mantener cierta
continuidad con los no-humanos; en tercero porque la ruptura de la continuidad se replantea a pesar de que dotemos de conciencia a los animales, solamente que esta vez se traslada a la franja que separa los animales superiores de los inferio res, los animales de los vegetales, los vegetales de los hongos, o los eucariotas de los procariotas. Por ese derrumbadero pronto desembocamos en el pampsiquismo. Una y otra vez olvido que estas páginas deben subordinar la reseña de lo que otros han dicho a la exposición de mi propia alternativa, sin poner mucho empeño en maquillar sus insuficiencias. Me reporto y anuncio que defiendo una neta discontinuidad entre ser consciente y no serlo. Es algo como el swing o el duende: se tiene o no se tiene. Debe tenerse en cuenta que mi discurso no es teológico ni metafísico: me muevo en un campo intermedio entre la antropología y la ftlosofía de la naturaleza, abierto además al diálogo interdisciplinar. Contemplaré dos aspectos del problema: a) ~énes podrían dentro del horizonte cósmico tener conciencia. b) Q0énes la tienen deJacto. A la cuestión a) ya he respondido. Por lo que respecta a la ciencia natural, tanto podrían tener conciencia todas las entidades mundanas como ninguna, ya que la ciencia no es competente para explicar qué es y quién la puede adquirir. Sin embargo, el sentido común dicta que la conciencia solo tendrá provecho y utilidad de asociarse a configuraciones corpóreas capaces de asimilar información y coordinar movimientos. Este ftltro deja pasar tanto al género humano como a los, digámoslo así, «animales superiores» . También a otras formas de vida eventualmente aparecidas en otros lugares del universo con prestaciones equivalentes o superiores a los animales superiores. Tampoco podrían ser excluidos dispositivos no vivos co~ ~ptit~d p~ra c~ptar informac_ión y cuyo comportamiento no sea caonco 111 este regido por mecamsmos deterministas o meramente aleatorios. En definitiva, la respuesta a a) es que están en principio abiertos a la posibilidad de la conciencia todos aquellos agentes capaces de actuar dentro del universo y hacer un uso inteligente de la información a su alcance sin que, no obstante, la ciencia natural sea capaz de explicarlos exhaustivamente ahora mismo o en un futuro previsible. Toca ahora afrontar la pregunta b). Pues bien: defiendo que son conscientes los seres que, independientemente de su aspecto, manifiestan signos de conciencia y son capaces de probarlo fehacientemente a otros seres cuya conciencia se considere indudable. Si se quiere interpretar así, defiendo que el club de la conciencia solo admite nuevos socios por cooptación. Los que desconfíen de la política en general y de la democracia en particular estarán poco satisfechos. Sabido es que Calígula nombró cónsul a su caballo. A pesar de este antecedente y de la nómina casi infinita de males perpetrados desde todos los sistemas políticos, lo
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Doctóna, por cierro, que fue anticipada por Gómez Pe re ira (Carpintero, 2000: 38).
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cierto es que se cuentan con los dedos de la mano los despropósitos a la hora de conceder derechos de ciudadanía a vivientes no humanos. Porque, digámoslo de una vez: estoy persuadido de que sobre este planeta los únicos que tenemos conciencia somos nosotros. Confieso haber estado tentado a pensar de otro modo tras observar la mirada inteligente de las vacas mientras rumian el rico pasto de los campos, la triste expresión de un perro moribundo mientras espera que el veterinario le administre la inyección que pondrá fin a sus desdichas, o las festivas piruetas de los delfines en el acuario. Pensemos en el entrenador o entrenadora que lleva años adiestrando a un inteligente chimpancé, o simplemente en el empleado del zoo que alimenta a lustrosos y aburridos mamíferos. Ambos nos contarán portentos y retarán a señalar una sola habilidad humana en la que no hayan dado los primeros pasos. Antonio Diéguez y José María Atienza han recopilado las evidencias disponibles que apuntan en esta dirección (Diéguez, Atienza, 2014). Sin embargo, no estoy regateando a los animales -sobre todo a los más aventajadosinteligencia, habilidad, cuquería, sentimientos, memoria, previsión, estrategia y muchas cosas más. Lo que afirmo es que no tienen conciencia, es decir, que carecen de la capacidad de ser espectadores de sí mismos, de constituirse frente al mundo como sujetos de conocimiento y volición. ¿Cómo podría salir de mi error si estoy equivocado? Sin duda habría que desarrollar una versión del test de Turing, enfocado a la conciencia más que a la mera inteligencia. Prohibiríamos enmascarar la apariencia del candidato, ya que no habría que « parecer humano», sino demostrar que se es un mono o un computador «realmente consciente ». Tampoco exigiríamos alcanzar metas concretas, porque cualquier tarea bien especificada que se pueda completar en un número finito de pasos puede resolverse de modo algorítmico. El test contemplaría un prolongada interacción con otros seres conscientes, con idea de manifestar si realmente hay alguien « detrás » de todos los órganos, dispositivos, instintos, instrucciones y programaciones recibidos como dotación genética o adquiridos automáticamente a partir de ellos. El procedimiento no tendría que ser infalible. Podría darse el caso de que alguna persona descubriera un buen día que llevaba diez años casada con un zombie desalmado o un robot diseñado para desorientarla. Pero estoy convencido de que en un 99 por 100 de los casos cualquier duda razonable quedaría rápidamente despejada. Mi colega Javier Hernández-Pacheco propuso una prueba bien sencilla a laque he dado en llamar «el test de Kant» . Supongamos que una mañana de estas aterriza frente a nuestra casa un vehículo con forma de disco de un bruñido refulgente. De una trampilla surge una criatura de color verde con trompetillas donde nosotros tenemos orejas. Su aspecto es amistoso, despliega un aparato electrónico frente a nuestra puerta,
masculla sonidos inauditos que tras algunos ajustes una pantalla traduce en frases castellanas inteligibles. Por señas nos anima a responder ante el o_tro micr?~ono, el cual suscita en otra pantalla raros jerogUficos que fascman al VISitante. ¡Se ha consumado un encuentro en la tercera fase ! ¿Cómo averiguamos si de verdad tiene conciencia nuestro interlocutor? Hernández-Pacheco propone indagar si el cielo estrellado sobre sus trompetillas activa los paneles de admiración que tiene al efecto y si la ley moral acelera la bomba de distribución de fluidos que hay en su interior. Si la respuesta es doblemente positiva, propone darle un abrazo, siempre que no haya riesgo de contagio o reacciones alérgicas. Desde luego no será nada fácil llegar a conclusiones definitivas en muchos casos. Más improbable todavía será que nos veamos en la tesitura de aplicar el test de Kant o cualquier otro equivalente. Mi conclusión en este asunto es que resulta más importante y decisivo ser racional (entendiendo aquí la racionalidad como sinónimo de conciencia) que humano, vital o terráqueo. Páginas atrás recogía la acusación de racismo que lanzó Minsky contra cualquiera que por principio distinga entre ellas (las máquinas) y nosotros (los humanos). Yo estaría de acuerdo si esas máquinas demostraran tener lo que según él tampoco tiene el hombre: conciencia.
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MONISMO, DUALISMO, PLURALISMO
Pasemos ahora de considerar el número de yos que hay dentro del escenario cósmico a evaluar cuántos tipos de sustancias operan en él. Aquí, ya lo siento, no puedo estar con Descartes y su calumniado dualismo. Más aceptable me parece el dualismo que mucho más recientemente han defendido John Eccles y sobre todo Karl Popper. Este último dictamina que todos los pensadores de los que sepamos lo bastante como para decir algo concreto acerca de su posición, fueron dualistas interaccionistas, hasta Descartes inclusive (Popper, Eccles, 1985: 170). En su autografía intelectual remacha: Pienso que siempre fui un dualista cartesiano (aun cuando nunca pensé que debiéramos hablar acerca de «sustancias») ; y si no un dualista, estuve ciertamente más inclinado al pluralismo que al monismo (Popper, 1977: 251 ).
Popper nunca defrauda cuando se trata de ir contracorriente y desafiar lo políticamente correcto. Pero después de solidarizarse con el estigmatizado francés se sitúa a años luz de él, ya que quita todo protagonismo a la noción de «sustancia » . Habida cuenta de lo dicho sobre este
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concepto, tengo que adherirme. En realidad, ¿de qué hablamos cuando contraponemos dualismo a monismo en el contexto de la ftlosofía de la mente? Casi todos los neurocientíficos naturalistas tienen una cultura filosófica más bien precaria, y al parecer asocian el dualismo con las creencias religiosas sobre el alma y el cuerpo, la idea de hombrecitos enredando dentro del cerebro o una actitud cicatera frente a las virtualidades explicativas de la ciencia y la aptitud de la materia para hacer cosas tan sofisticadas como «pensar». La interpretación que hacen de todo ello, cuando lo traducen a los conceptos que les son más familiares, solo puede calificarse de basura intelectual. Un neuroftlósofo naturalista con más sólido fundamento es Daniel Dennett, pues fue discípulo del ftlósofo Gilbert Ryle, que popularizó la idea del <1antasma en fa máquina». La ventaja delfantasma sobre el homúnculo es que al menos sugiere que no se trata de algo corpóreo, material, sino dotado de una consistencia muy diferente. Pero, claro, si a la hora de categorizarlo seguimos apegados al modelo racionalista de sustancia, acaba saliendo un engendro ontoló~co estomagante. El fantasma siempre acaba abriendo puertas, moviendo sillas o desplazando velas en una reunión espiritista. Además hay que contratar a un medium para invocarlo. Sin embargo, para convocar a la conciencia por lo regular basta con despegar los párpados. ¿~é clase de fantasma o de homúnculo es ese? El anestesista que vigila en un monitor las constantes del que está siendo operado sabe con bastante certeza -gracias a su ciencia- cuándo empieza a recuperar la conciencia. ¿~é magia hay aquí? Ninguna en absoluto porque, repito una vez más, casi todo lo que se refiere al funcionamiento de la conciencia humana es perfectamente natural (y por tanto comprensible desde la ciencia). Lo único que no resulta natural es la conciencia misma y algunos efectos de su intervención. Los despropósitos que se cometen en la discusión monismo/dualismo surgen porque hay quienes se dedican a manufacturar recipientes ontológicos perfectamente higienizados y estancos, a los que llaman «sustancias», y luego se empeñan en meter dentro de ellos vefis nofis todo lo que encuentran en el ancho mundo, después de pasteurizarlo convenientemente (o sea: después de «naturalizarlo»). A continuación se asombran de que no baste con una sola clase de recipientes. En eso consiste el monismo naturalista. Otros aceptan las premisas del procedimiento, pero observan que la violencia ejercida al aplicarlo provoca que muchas cajas se rompan por abajo, de manera que no acabamos de saber muy bien qué hay dentro de ellas. Es más o menos lo que predica el monismo neutrafl 6 y otras variantes más o menos sinónimas, como por
ejemplo el monismo anómalo de Donald Davidson, ya que si el principio único que propugna no obedece a leyes - y tal es el concepto que literalmente propone (Davidson, 1995: 272)- entonces, ¿qué otra cosa podemos decir al respecto sino que no sabemos absolutamente nada de él, salvo que lo proclamamos uno por mero voluntarismo de permanecer fieles a tal ~uarismo? Si lo pensamos un poco, creo que toda la fuerza que puede llegar a tener una concepción monista depende por completo de no ser neutral. Por eso tanto el monismo materialista, a partir de Demócrito, y el monismo idealista, a partir de Berkeley, han sido opciones teóricas que a nadie dejaron indiferentes. Los otros monismos 17 (pido perdón por lo brusco y poco matizado de mi juicio) no son más que eufemismos para enmascarar lo que aquí se sostiene sin paños calientes: que la conciencia es algo inexplicado y posiblemente también inexplicable. Unos pocos siguen apostando por bidones de al menos dos clases diferentes: eso defienden los dualistas. Los pfurafistas exigen tres, cinco, veintisiete o no se sabe cuántas clases distintas de envases. Para acabar de armar una buena torre de Babel, resulta que todos ellos tan pronto aplican estos esquemas al hombre, como a la vida, a la naturaleza o a toda la esfera del ser. Después conminan a cualquiera que salga al paso para que elija una de las opciones ofrecidas. Si esto es lo que hay, prefiero trazar una cruz en el casillero: «no sabe/no contesta». Entre unos y otros han conseguido echar a perder casi por completo estos conceptos y no creo que sirvan ya para plantear discusiones productivas. Ahora bien, si me ponen un puñal en el pecho y me obligan a pronunciarme, responderé: Por lo que respecta al hombre, creo que corresponde a una sustancia aristotélica, dos sustancias cartesianas, un infinitésirno de sustancia spinoziana e infinitas sustancias leibnizianas. Así pues, profeso una antropología a la vez monista, dualista, infinitesimalista e infinitista. ¿Todas por igual? Bueno, si tuviera que aterrizar en alguna parte, probablemente iría a parar cerca de Aristóteles, sin dejar de hacer algún guiño a Descartes. Pero insistiré cuantas veces sea preciso que, por gracia o culpa de la ciencia moderna, la sustancia aristotélica resulta demasiado vaga e imprecisa para la altura de los tiempos 18 • Y por culpa de sus propias rigideces, las nociones mo-
16 Exceptúo de mis reticencias el monismo neutraL de Rafael Alemai'i (Alemañ, 2012) y el monismo nouménico de Pedro J. Teruel (Teruel, 2009), aw1que no hasta el punto de adherirme a ellos. El motivo es que tanto en un caso como en otro tenemos
que ir más allá de lo que la razón o la experiencia permiten discriminar y por ramo no tiene sentido numerar la cantidad de principios o sustancias presentes. ¿Cómo averiguar si es uno o más de uno? 17 Podríamos incluir también el «monismo reflexivo» de Max Velmans ( Cavanna, Nani, 2014: 169-173). 18 Coincido en este sentido con el diagnóstico de Armando Segura: «Siendo la Física aristotélica una filosofía de la naturaleza de sentido común, una lógica de la na-
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dernas de sustancia dejan escapar demasiadas cosas. Pretenden autorizarnos a ser más tajantes de lo que permitÍa Aristóteles, pero la ciencia moderna más reciente (¡la dichosa cuántica!) ha hecho que su extremada precisión sea inaplicable. Para volver a hacer de ella un concepto válido, tendríamos que redefinir «sustancia» con más exactitud que Aristóteles 19 y menos que D escartes o Spinoza. Nunca he conseguido entender el apego del naturalismo a una noción tan metafísica, que pretende entroncar las realidades cotidianas con las raíces más profundas del ser. ¿Hasta dónde hay que profundizar para descansar en la roca madre ?¿Cien, mil, diez mil metros? Seguramente es una obsesión derivada de las fuentes ilustradas y racionalistas de la ciencia y el positivismo.
¿Acaso no hay leyes específicas, para la vida, para el hombre, para la sociedad, para la economía, para la historia ... ? Nada impide que distingamos todos los subgrupos que queramos; eso es cuestión de gustos y depende de las definiciones que hayamos establecido antes. He propuesto -mis disculpas por ser tan reiterativo- llamar natural a toda ley que obedezca al esquema: «si se dan tales y cuales condiciones, entonces hay tal probabilidad de que ocurran tales y cuales cosas» (en adelante resumiré esto denominándolo «esquema si... entonces»). Haciéndolo así resulta que las leyes formales y morales no pueden reducirse a las naturales. En cambio sí se agrupan en una sola rúbrica todas las demás, tanto las que buscan y utilizan las ciencias duras como las blandas, las físico-matemáticas como las humanas, las que rigen el mundo inorgán ico como el inorgánico. Sin excepción responden al esquema si... entonces. Otro asunto diferente es si el conjunto de todas las leyes naturales se puede deducir a partir de un único sistema axiomático cuyos teoremas comprenderían todas y cada una de las leyes que encontramos en los distintos campos. Ahora mismo resulta prematuro concluir que sí o que no, porque el entramado legal de las ciencias menos desarrolladas todavía es precario e incompleto. Pero en cualquier caso se trata de un problema más lógico que ontológico. Lo difícil y tal vez imposible sería conseguir que de unos pocos principios resulte todo lo demás, pero ampliando ad libitum el número de principios, ¿qué puede impedir conseguirlo? He defendido en otros lugares (Arana, 2012; Arana, 2014) que la cuestión de si la química se reduce o no a la física, o la biología a la química, es una cuestión que debiera interesar más a los gremios y sindicatos que a los filósofos22. La parte de la epistemología que se ocupa de los métodos de la ciencia tiene que bregar, por supuesto, con el hecho de que no sirve cualquier método para trabajar en cualquier campo, porque las condiciones de la investigación varían enormemente y requieren estrategias específicas. Pero al final siempre desembocamos en el esquema si... entonces. No seré yo quien me oponga a la idea de naturalizar al máximo el mundo inorgánico y el orgánico, el cerebro, la conducta humana y -hasta donde sea posible- todo lo que rodea a la propia conciencia. El afán de naturalizar todo lo que se pueda es muy loable y no hay
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L AS LEYES Y LOS PRINC IPIOS
H ay no obstanté un modo más práctico e inmediato de restaurar la validez de la oposición monismo/ pluralismo. ¿Por qué remitirla a una semántica tan problemática como la de la sustancia? Importa mucho menos averiguar cuántas sustancias hay que cuántos principios, dinámicas, tipos de leyes, clases de evidencias o géneros de interacción 20. Ahí podría animarme muy pronto a ser beligerante. ¿~é clases de leyes hay ? Toda clasificación arrastra algo de arbitrario, mas -en la medida que pueda resultar significativo para la presente discusión- diría que solo tres: lasformales, que son propias de la lógica y la matemática pura; las morales, que afectan a la razón práctica y a las que más adelante me referiré; las naturales, que son todas las demás21. Pero, ¿cómo es posible? tu raleza, no responde a las necesidades de la ciencia actual. Una metafísica actual tiene que estar apoyada en la plataforma de las ciencias positivas y humanas» (Segura, 20 12: 19). 19 Los intentos recientes de buscar acomodo desde una óptica aristotélica a los más recientes descubrimientos de las neurociencias son más que estimables. Destacan los nombres de John Joseph H aldane, Eleonor Sturnp, David Braine, Derek Jeffreys, An~ony Kenny, James D . Madden, Gianfranco Basti, José Manuel Giménez Amaya, José Angel Lombo, Ignacio Murillo y Juan José Sanguineti (Giménez Amaya, Murillo, 2007, Murillo, 201 O; Runyan, 20 14; Sanguineti, 201 2: 154; Lombo, G iménez Amaya, 20 13 ). 20 En este sentido me parece muy atinada la propuesta por David C halmers de un «pro_¡;erty duafism» (Cavanna, Nani, 20 14: 3-7; C halmers, 2010). Thomas Nagel propone que las leyes naturales « teleológicas» son de índole rad icalmente diversa de las leyes naturales «comunes» (Nagel, 20 14: 9 1-92). No veo la forma de hacer efectiva esa diferencia a partir de la definición de ley que estoy utilizando. Es probable que a muchos materialistas este tipo de leyes resulte inaceptable, pero desde mi p unto de vista un determinismo teleológico es tan determinista (y tan poco compatible con el modelo de conciencia que defiendo) como un determinismo de la causa eficiente o de la causa formal.
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22 En lo tocante a competencias exclusivas, los científicos con espíritu de cuerpo son muy quisquillosos. Véase cómo reacciona W illiam Calvin ante lo que interpreta una injerencia de los fís icos: «Aun así, consideremos lo raro que sería que los neurólogos esp ecularan acerca de los en igmas de la física, aunque se tratara de neurofisiólogos -y hay muchos- que hubieran estudiado varios cursos de mecánica cuántica» (Calvin, 2001: 66). No rechazo la idea de que haya materias reservadas para los especialistas, p ero en cuanto hablamos de temas de interés general (es decir,fiLosófico), los monopolios cognitivos están por completo fuera de lugar.
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que reprochárselo al naturalismo; su error consiste en querer naturalizar lo que no se puede. D espués del primer tercio del siglo X I X fue corriente pensar por un tiempo que había dos tipos de leyes naturales irreductibles entre sí: las leyes deterministas, que definirían con toda exactitud el curso de los procesos regidos por ellas, y las leyes probabilistas, que tan solo medirían la probabilidad de -o propensión a- que algo suceda a partir de cierras condiciones dadas. Las leyes probabilistas no pueden derivarse sin trampa (esco es, sin renuncia a sacarles el máximo rendimiento posible) de las deterministas, pero sí al revés: una ley determinista no es más que una ley probabilista que evalúa en el 100 por 100 la probabilidad de algo. El obstáculo para extraer la oportuna consecuencia fue que a la sazón la mecánica clásica vivía sus mejores horas, y las ciencias que operaban con probabilidades partían - aunque sin necesidad alguna- de presupuestos deterministas. A lo largo del siglo xx ha ido quedando cada vez más claro que las leyes más básicas son probabilistas, y las otras constituyen casos límite referidos a circunstancias especiales, en modo alguno excepciones o alternativas. Llegados aquí, aparecen dos preguntas clave para la suerte del naturalismo: ¿Hay algo en el devenir del universo que escape al imperio de las leyes naturales? ¿Existe ~~ún tipo de realidad que no sea íntegramente comprensible desde ellas? A la primera hay que contestar con coda evidencia que sí: las leyes probabilistas no determinan el curso de acontecimientos individuales, sino definen tendencias que solo se manifiestan en poblaciones representativas de casos semejantes. No hay ley que d etermine a un electrón a saltar de la segunda a la tercera capa del átomo en un momento dado, ni que obligue de un modo absolutamente férreo a disparar su potencial de acción determinada neurona. Por eso suele decirse que las leyes presuponen en general dos ingredientes ontológicos: la necesidad y el azar. Contra lo que a veces se piensa, este azar no conlleva riesgo alguno de que el universo se vuelva caótico, ya que se trata de un azar benigno, un azar propicio al propósitO del científico, porque cuida de que no haya sesgo alguno en la d ispersión que provoca. El determinismo equivale a una necesidad positiva; el azar que acata la ley de los grandes números23 supone una necesidad negativa: la necesidad de que no haya discriminación reconocible donde él está presente. Si la lluvia fuese un proceso de necesidad determinista, cada gota no podría
caer en un sitio diferente de donde cae. Si estuviera regido por el azar benigno, no estaría prefijado el lugar de caída de cada gota, pero sí que el conjunto de codas ellas se distribuya uniformemente por los lugares donde la probabilidad de mojarse sea la misma: cualquier otra posibilidad está p rohibida. No es impensable una lluvia tan caprichosa que nada se pueda prever de ella, ni de cad a una de sus gotas ni del conjunco que forman. En ese caso sería inútil buscar para ella leyes deterministas o probabilistas: unas partes podrían mojarse más que otras, o quedar completamente secas sin comerlo ni beberlo. El matemático Benoit Mandelbrot ha acuñado la expresión azar salvaje para denotar este azar en el que no subsiste ni un átomo de necesidad; allí donde esté presente encontraremos imprevisibilidad pura y dura (Mandelbrot , 1996: 14-20) . ¿Existe realmente el azar salvaje? Me parece casi imposible decidirlo, por9ue aunque no d~tectemos pr,opensión alguna en un deter~ i nado conJuntO de casos, srempre cabna pensar que ampliando mas y más el número de casos considerados, al final acabaría apareciendo una inclinación discriminatoria. Supongo que un naturalista que se precie tendrá que resolver dogmáticamente el dilema, negando la existencia de una entidad tan poco disciplinada. Por mi parte, no veo motivo alguno para excluir del universo cantidades de azar salvaje suficientemente pequeñas para no arruinar el orden general que con coda evidencia se da en él.
23 La ley de los grandes números «consiste en lo siguiente: si observa uno un número considerablemente grande de sucesos de la mism a clase, que dependen de causas que varían irregularmente, es decir, sin ningm1a variación sistemática en una dirección, se comprueba que las proporciones entre los números de los sucesos son aproximadamente constantes» (Poisson, 1835: 478).
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E L AZAR Y LOS H OMÚNCULOS
El examen de los ingredientes ontológicos de las leyes naturales abre una vía para replantear el tema de monismo/ pluralismo de un modo mucho más provechoso que el sustancialismo. Un naturalista clásico debería mostrarse partidario del monismo de la necesidad positiva. Es el caso de Pierre Simon de Laplace o de Albert Einstein. Un naturalista moderno (pienso, por ejemplo, en Jacques Monod) se decidiría por el dualismo de la necesidad positiva y negativa (o sea, de «azar» y «necesidad» tal como corrientemente son entendidos por los científicos). También podría elegir el monismo de la omnímoda necesidad negativa (azar benigno colmando hasta el último poro del universo). Los espíritus menos dogmáticos optarán por el dualismo de azar benigno y azar salvaje, o bien por un triadismo que integre necesidad positiva, necesidad negativa y la aleatoriedad pura del azar salvaje. ¿Dónde me situaría yo, junto con el lector si lograra convencerlo? Antes de decidirlo preguntaré cuál es la ubicación que conviene a una conciencia no naturalizada. Está claro que no congenia con el monismo de la necesidad positiva (en términos corrientes, con la «necesidad» a secas), salvo que
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echemos mano de propuestas metafísicas o teológicas muy sofisticadas, como la armonía preestablecida o la predestinación. En cambio, parece que la puerta del compatibilismo está abierta allí donde se dé carta de naturaleza tanto al azar benigno como al azar salvaje. Y no porque en sí mismos se muestren más hospitalarios con la conciencia que la necesidad positiva. En esto tienen razón Rubia, López Corredoira y todos los defensores de que azar y libertad son irreconciliables. La compatibilidad se debe tan solo a que las dos formas de azar son menos discriminantes que la necesidad positiva en la determinación de cada acontecimiento. Si la conciencia fuese meramente pasiva y se conformara con tomar buena nota de sí y de lo que la rodea, no habría conflicto alguno con ninguna de las tres fuentes alternativas de determinación. Pero, si algo quiere y algo hace, no tiene más remedio que pedir su cuota de presencia dinám ica (quiero decir: cierta capacidad de influir positivamente en algunos eventos), que sin embar~o puede ser arbitrariamente pequeña si solo se manifiesta en sistemas dinámicos complejos con alta sensibilidad a las condiciones iniciales, como parece ser el caso (Jubak, 1993: 329-361 ). Este es un punto máximamente controvertido por parte de los naturalistas. Antes de que la mecánica cuántica enturbiase las aguas se apelaba a la supuestam ente omnipresente necesidad positiva para descartar acciones dinámicas no naturalizables. Bastaba, por ejemplo, decir que contradirían la vigencia irrestricta del principio de conservación de la energía (o de la materia-energía, después de Einstein). Aunque esta refutación tan simple ya no esté disponible en el menú, los naturalistas avisados enseñan que sería absurdo pensar que algo -o alguien- manipule los procesos estocásticos. Cuando, por ejemplo, se trata de apretar el gatillo de una pistola, si la acción estuviera regida por una necesidad física positiva no habría nada que discutir, porque esta atiende a todos los casos uno por uno y solamente contempla procesos sometidos a leyes deterministas. La ley natural probabilista no es tan rígida, pero da la espalda a los eventos individuales y solo interviene cuando se trata de apretar diez o cien mil gatillos. Según el naturalista evolucionado, los sujetos conscientes presuntamente libres tampoco tienen nada que hacer en este segundo caso. Arguye que al llegar aquí los no naturalistas sacan del armario homúnculos, fantasmas y hasta enanitos calzados con las botas de las siete leguas. Es lo que en efecto hacen muchos defensores de la libertad, y no deja de ser chocante su argumento. Los homúnculos cartesianos24 se limitaban a empujar discretamente algunos cuerpos para alterar la determinación del movimiento sin modificar su cantidad
(Descartes, 1995: Il, §§ 37-40). Luego se descubrió el principio de acción y reacción (Newton, 1987: 137). En adelante los fantasmas experimentaron graves obstáculos para empujar, puesto que carecían de masa para experimentar la correspondiente reacción. Pero ahí estaba al rescate el homúnculo newtoniano, maestro en ejercer pares de fuerza y endosar a tma partecita del cerebro el empuje simétrico al que le interesaba dar a otra. Con la idea de la conservación de la energía, la cosa se puso incluso más difícil, pero providencialmente apareció el homúnculo maxwellsiano, al que bastaba dar golpes infmitesimales en lugares especialmente sensibles, tan pequeños que resultaran indetectables al calcular el monto total de energía consumida (Arana, 20 12: § 88). Y ahora, tras la mecánica cuántica, los homúnculos bohrianos tienen que tener múltiples manos y gran sabiduría, pues cuando colapsan la ecuación de ondas para que se abra o cierre un canal iónico en la neurona que conviene, han de estar atentos y provocar muchos otros colapsos de manera que no se altere la estadística. ¿~én puede creer que algo así ocurra? Mi respuesta a tan crucial objeción es que solo necesita creer en fantasmas y homúnculos quien sea tan simple como para pensar que hacen alguna falta. Los naturalistas no creen en homúnculos, pero les encanta que otros sí crean, porque disfrutan mucho rompiéndoles el juguete. Lo cierto es que tanto unos como otros cometen el error de confundir la realidad con los conceptos, nuestros modelos de comprensión del universo con el propio universo. Piensan que, si fu ésemos liliputienses viajando en una nave ultramicroscópica, veríamos a los átomos como sistemas solares en miniatura y a los electrones de color azul como la Tierra o rojo como Marte. Localizaríamos la línea de puntos que separa la esencia de los accidentes, podríamos estrechar la mano al cuanto universal de acción y cosas así. Sencillamente: las cosas en sí mismas no son como nos las representamos. Las sensaciones, los conceptos y los principios son hechuras de nuestra mente para traducir a un lenguaje inteligible algo que de otro modo resultaría inconcebible. No soy kantiano y estoy persuadido de que las representaciones pueden llegar a ser mediaciones adecuadas para empezar a conocer las cosas mismas, pero nunca para terminar de h acerlo. Por lo tanto, una cosa es el «electrón » mismo y otra - solo en parte semejante-lo que el concepto de « electrón» n os dice de él. Por un lado va el comportamiento de ese electrón y por otro -aunque guarde mayor o menor parecido con él- la descripción que hace cualquier ecuación física desarrollada para objetivarlo. Siempre hay gente que piensa que gazpacho, lo que se dice gazpacho, es el que se prepara en su pueblo. Todos los demás serían sucedáneos. De mismo modo, el naturalista tiende a confundir la realidad natural con la representación que de ella hace la ciencia. Por eso le resulta tan incómodo tener que reajustar su visión del mundo cada vez que se produce una
24 Digo carresianos y no de Descarres, porque no fue el filósofo quien incurrió en esre error, sino algunos de sus incondicionales.
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revolución científica de cierto calado. Y la hostilidad que con tanta frecuencia manifiesta hacia la física cuántica se debe a que en esta teoría queda muy clara la distancia entre realidad y representación, porque asume la radical imposibilidad de conceptos físicos infinitamente precisos y además focaliza sus ecuaciones para que describan no lo que « realmente» pasa, sino rodas las cosas que «virtualmente podrían estar sucediendo ». Así es muy difícil sostener que haya una verdad última naturalista. Volviendo ahora al punto donde estábamos, resulta que la representación : «un acto consciente de algw1a manera influye en el comportamiento del organismo en que se lleva a cabo» no es ni más ni menos verídica que la representación « la descarga de neurotransmisores por las vesículas sinápticas aumentan la probabilidad de que en la neurona adyacente se dispare un potencial de acción». Las dos pueden ser sustancialmente verdaderas a la vez, porque ninguna tiene el monopolio de la verdad y además ambas son perfectamente compatibles desde el punto de vista ló&ico (ya que ninguna de ellas involucra necesidad positiva d eterminista). ¿Y qué pasa con el homúnculo? Pues que es una representación con bases mucho más débiles que las dos anteriores, y que solo sirve para compatibilizar la primera de ellas con la equivocada idea de que a partir de la segunda podemos conseguir alcanzar la verdad, roda la verdad y nada más que la verdad. Por lo tanto, la noción de « homúnculo», además de resultar casi con roda seguridad falsa, resulta en sí misma ociosa, aunque probablemente ha cumplido una función estimable en personas que no sabían cómo compatibilizar verdades mal expresadas y mal evaluadas. En definitiva, algo parecido a quien bebe agua de un charco por ignorar que justo al lado hay una fuente potable.
nuestro propio automóvil en la brillante superficie del vehículo que nos precede. El sujeto llega hasta sí como de rebote y lo que ve entonces no resulta atractivo, precisamente porque él mismo está vacío. No es un lugar donde apetezca posarse. La conciencia in nuce está muy lejos de sufrir la tentación de la aurocomplacencia. Allí puede radicar la esencia de su dinamismo, la más profunda raíz de la voluntad: queremos porque no nos queremos, porque somos el ami-Narciso. Nos caemos mal: demasiado someros, demasiado simples, demasiado indigentes. Rodríguez Valls ha expuesto brillantemente de qué manera la angustia es la primera y más indiscutible emoción humana (Rodríguez Valls, 2015: 133-141). No podría haber sido de otro modo, puesto que es el sentimiento que mejor cuadra al descubrimiento de la libertad como contrapartida positiva de un vacío interior. Lo primero que comprende la conciencia es que le gustaría ser de otra manera: gorda, rebosante, ahíta de rodo lo que le falta, vale decir: de todo. ¿A dónde ir entonces? ¡Al mundo como primera providencia! ¿Dónde si no? Con la rabia que da el hambre y el vigor que ororga la desesperación se vuelve hacia afuera, ávida de tapar el horrible agujero que es. Esa es su extraversión. Desde luego, si de algo está lejos la conciencia incipiente es de ser una sustancia, aunque oscuramente nada desee más. Platón contó una gran mentira con la teoría de la preexistencia del alma. No es el recuerdo de la plenitud perdida lo que la asalta en primer lugar, sino la certidumbre de una insuficiencia congénita que llega hasta lo más hondo. Sabe que no ha caído de un paraíso, sino que procede directamente de la nada; tan directamente que apenas ha despegado de ella. Menos mal que se ve dentro de un cuerpo relativamente asentado que, por no necesitar, apenas la necesita a ella. Hacer un hogar en el organismo que la hospeda es su primer imperativo, a falta de otra perspectiva más prometedora. Más arriba dije que en su momento volvería sobre la ley de continuidad. Lo hago ahora y dejo constancia de una paradoja: la conciencia rompe por completo con el orden natural, pero su aterrizaje no ha podido ser más suave ni más gradual. La especie simiesca que éramos am es de hacernos conscientes estaba perfectamente integrada en su entorno. Había triunfado en la sempiterna lucha de todos contra todos. A pesar de las difíciles condiciones del Pleistoceno se las arreglaba bastante bien. Se había adaptado a escenarios muy diversos y la naturaleza le había otorgado a través de la selección natural dones sobrados para prosperar e incluso para evolucionar hacia especies aún más pujantes. Nada le faltaba, nada echaba de menos: una rica colección de instintos bien compensados, un cerebro potente con la mejor capacidad jamás alcanzada para asimilar información y coordinar movimientos ... La falta de especializaciones exógenas (zarpas, aletas, alas, cornamentas) potenciaba su
53. EL VACÍO DE LA CONCIENCIA Y SU EFICACI A CAUSAL El curso de la reflexión nos ha llevado a plantear la eficacia causal de la conciencia. ¿No es algo prematuro, incluso precipitado? Tanto insistir en la levedad ontológica de la conciencia, lo vacía que está, su ingravidez ... ¿De dónde salen estas ínfulas, este casi hablar de tú a tú a la causalidad físico-química? Algo tiene que ver con ello el conato spinoziano, pero también una propiedad suya que convendría llamar «extraversión». La conciencia arrastra una dimensión cognitiva: la aparición de un escenario cuyo telón se levanta y deja ver un panorama que por un lado apunta hacia afuera y por otro hacia dentro. El sujeto se ve a sí mismo cuando y en la medida que contempla el mundo. La autoconciencia es primariamente algo concomitante a la conciencia intencional. Es como si se viera a sí misma reflejada en los objetos, como cuando vemos
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ve~satilidad y ampliaba las pos~bilidade~ de nu~vas adquisiciones. Y por
realmente ocurrió, sino lo que desde un punto de vista físico-antropológico podrá ser la alternativa teórica más sencilla. Pues bien, la conciencia no me parece que fuera capaz de vestirse ella sola, que tomara posesión de una plataforma h asta aquel momento gestionada por la biología y los instintos, que licen ciara con o sin indemnización al equipo saliente para iniciar partiendo de cero su propia aventura. No fue así porque, consciente de su absoluta falta de todo, prefirió prolongar el contratO de los gestares que encontró y durante mucho, mucho tiempo se dejó instruir. H izo muy bien porque, al fin y al cabo, por boca de ellos hablaba la naturaleza, una sabia aunque poco innovadora maestra. Con el tiempo fue dando su propio aire al comportamiento de este monstruo (monstruo más bicéfalo que prometedor), p rimero en cuestiones de estilo y poco a poco en temas de mayor calado. Sin embargo, ¿cómo es posible que le ganara la partida a lo meramente biológico-natural, aunque fuera muy lentamente? La verdad es que no lo hizo : las espadas aún están en alto y, aunque se h an registrado J?rometedores avances, también ha habido y hay penosas regresiones (quien tenga duda de ello, que eche una mirada al mundo que nos rodea, empezan do por el O riente Medio). Aceptado eso, ¿cómo es posible sin embargo que pudiera siquiera empezar el forcejeo, por suave y gradual que se quiera imaginar? Estamos hablando de la naturaleza en su más elaborado p roductO tras miles de millones de años de selección natural, y frente a ella una especie de versión minimalista de Hamlet. ¿De qué astucias se valió, estando vacía como estaba, para abrirse paso? No encuentro mejor comparación para responder que la infección de un ordenador por un virus informático. Soy lego en la materia, pero conjeturo que el tal virus es un pequeñ o programa que n o contiene grandes ideas ni alambicamientos, pero que es capaz de situarse en la raíz más profunda de la secuencia de instrucciones que sigue el ingenio cuando se pone en marcha. En el sector de arranque, allí donde la obediente unidad central de p rocesamiento espera oír la orden inaugural, el primer « levántate y anda», se coloca el maléfico virus y echa a perder n uestro disco duro. La con ciencia no es tan mala; de hecho no es ni buena ni mala -al principio-. Pero surgió o fue puesta en el centro de gravedad de su h ospedador, en parte gracias a que la n aturaleza se había pasado de vueltas y creado una nave fácil de arrebatar. Demasiadas circunvoluciones cerebrales, demasiadas vías nerviosas de salida y reentrada para lo que p recisaba un mero « animal-máquina », por muy evolucion ado que fuera26. Fue un caso análogo al de esas empresas tan eficien-
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ah1 vino la cosa: era una espee1e demaszado abzerta a la novedad. Hasta entonces cualquier pérdida y cualquier ganancia descansaba en las mutaciones del código genético. Una alteración de la secuencia de nudeótidos daba como resultado proteínas diferentes d e las usualmente fabricadas por su metabolismo. Si resultaban provechosas o perjudiciales, era la selección natural la única en decidirlo. Mi hipótesis (ocioso advertir que muy especulativa) es que no fue una última mutación ni una sutil reordenación epigenética la que produjo el « monstruo prometedor» que dio lugar a nuestra especie. Nada de eso. En un primer momento (que pudo durar miles años) los mecanismos de la selección natural no supieron registrar ninguna variación fenotÍpica relevante. En la escenificación que monta Kubrick dentro de la película 2001, una odisea del espacio, un mono particularmente avieso descubre el potencial ofensivo de un gran hueso usado como arma ofensiva y se entrega a una orgía de destrucción. Refleja las hipótesis de Roben Ardrey (Ardrey, 1976), que estaban de moda cuando yo era joven. La historia real fue mucho más sosa. La recién llegada conciencia estaba tan cohibida que apenas hizo nada. Se veía a sí misma (al fin y al cabo «verse » es lo propio de la conciencia) demasiado torpe, demasiado indecisa, d emasiado impotente. El bicho en el que había aterrizado rebosaba vida y eficacia por todas sus articulaciones . Con nublar de vez en cuanto un ¡.>oco su satisfacción tuvo bastante. No aumentó el número de presas, ni ayudó a buscar refugios más seguros, ni a alcanzar una comunicación más fluida dentro del gr~po. El o los individuos que cargaban con ella tan solo se quedaban m1rando de pronto a las musarañas, se rascaban las orejotas, descubrían un acento diferente en las pasiones salvajes que desde siempre experimentaban. No compararía yo la aparición de la especie humana con un rayo caído del cielo o un terremoto que abre las entrañas de la Tierra. Más se pareció a la tange~cia d~, un insecto sobre ell~mo de un rinoceronte, o a un punto de mflex10n en el curso de un no, cuando empieza a desviarse d e la dirección que llevaba antes. La con ciencia desembarcó en el mundo completamente desnuda, sicut tabulam rasam25, como gustaban d ecir los escolásticos. El asunto tuvo connotaciones metafísicas y teológicas de las que, una vez más, no reniego, pero que por una decisión metodológica pospongo para otra ocasión mejor. Por eso todo lo que diga al respecto no pretende reflejar lo que 25 Estoy de acuerdo en cambio con Damasio cuando afirma que ni nuestro cerebro ni nuestra mente son tabulae rasae cuando nacemos (D amasio, 2009: 137). H e ahí otro indicio más de la titánica labor que afronta la conciencia cuando partiendo de cero ha de construir sobre un terreno ya ocupado.
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«Se ha calculado que la relación neurona sensorial, neuronas centrales y neurona motora en los seres humanos es de 1:100.000:1, y de 1:3:1 en vertebrados muy primitivos» (Rubia, 2009: 133).
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tes y rentables, que viene un inversor de fuera, lanza una «opa» y se hace con ellas. En casos así no es infrecuente que el comprador no acierte a dirigir la fábrica y acabe arruinando el negocio, a no ser que llegue a un acuerdo con el antiguo dueño para que siga llevando la gestión. _Es 1? ctu: en este caso ocurrió, sobre todo porque el nuevo amo, la conoencta (dtcho sea con permiso de Sigmund Freud), se vio absolutamente incapaz de romar las riendas del organismo en el que había aparecido como mero lujo, como un apéndice gratuito.
ve obligado a dar a la mente (o sea, lo que aquí estoy llamando «conciencia») carta de ciudadanía mundana, atribuyéndole las propiedades físicas mínimas necesarias para que pueda interactuar con las realidades físicas del m ismo modo como estas interactúan entre sí. Y entonces recae en el dualismo cuasi-sustancial que tan fácil se lo pone a quienes deseen criticarlo:
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CONCIENCIA Y ENERGÍA
Es muy posible que se me acuse de defender una tesis demasi~do sutil para hacer presente (¡y sensible!) la conciencia en el mtmdo fístco. Por el contrario, lo que propongo es muy sencillo: se basa en la elemental advertencia de que, antes de físico, el mundo es mundo. Con ello quiero decir que el adjetivo « físico» no deja de introducir un matiz restrictivo, de manera que al apellidado así dejamos fuera algunas cosas -pocas o muchas, eso no importa tanto- que son_ perf:ctamente mundanas. Lo cual significa que para reconocer la eXIstencta ~e algo como realidad mundana no tiene obligatoriamente que cumphr rodas las exigencias que es legítimo imponer a las realidades físicas. Acaso pueda aclarar esto un poco más si comparo mi posición con 1~ de al~ nos autores que defienden posturas no muy alejadas de la mta. La pnmera será la del eximio neurocientífico Wilder Penfield, adelantado en los estudios que requerían la inserción de electrodos dentro del cerebr~. Después de una carrera cientÍfica llena de éxitos publicó en 1975 un hbro titulado El misterio de la mente en que hacía balance de sus averiguaciones y optaba por un neto dualismo psico-físico: De cualquier modo y al margen del camino que se siga, la naturaleza de la mente plantea un problema básico, quizás el más arduo y trascendental de todos. En cuanto a mí, después de una vida profesional dedicada a intentar descubrir cómo el cerebro explica la mente me llega por sorpresa, en este examen final de la evidencia lograda, ~1 reconocimiento de que la hipótesis dualista se muestra como la mas razonable de ambas posibilidades (Penfield, 1977: 123). Sin atesorar su larga experiencia, poco puede añadir mi asentimiento, pero lo cierto es que coincido plenamente con él en que no h ay modo de explicar la conciencia a partir de los mecanismos cerebrales. Ahora bien, una vez reconocido y patentizado este descubrimiento, Penfield se
La mente es consciente de lo que sucede. La mente razona y toma decisiones nuevas. Comprende. Actúa como si se hallara dotada de enerP.ía propia. Adopta decisiones y las pone en práctica recurriendo a diversos mecanismos cerebrales, lo que consigue activando los mecanismos neuronales. Es de creerse que todo ello solo podría alcanzarse mediante un gasto de energía (Penfield, 1977: 113-114). El concepto de energía es un concepto físico, introducido por los científicos del siglo XIX para dar cuenta de la intercambiabilidad de las fuerzas gravitatorias y electromagnéticas con los cambios de movimiento que provocan. Así surgió la idea de cuatro tipos entrelazados de energía (cinética, térmica, potencial gravitatoria y potencial electromagnética) . Otras formas de energía distinguidas en un principio se «redujeron» luego a estas cuatro (por ejemplo, las energías química y elástica pudieron ser explicadas en función de la electromagnética). Todo proceso físico pudo entonces ser interpretado como un trasvase energético, y el devenir físico universal como un juego de redistribución de una cantidad total fija de energía sometida a una de~radación creciente por el aumento constante de la energía térmica en el balance global. El cuadro resultante era muy satisfactorio. Tanto, que se confundió la omnipresencia de los trasvases energéticos con una supuesta exclusividad de los mismos, de forma que todo lo que ocurriera en el mundo tendría que ser contabilizado en el balance total de energía dispensada por unos y absorbida por otros. Ninguna entidad podría ser reconocida como ciudadana del universo sin exhibir su tarjeta de identidad energética. En su afán por contemporaneizar con los nuevos tiempos, muchos autores «espiritualistas» se apresuraron a dotar de energía a los entes espirituales, de manera que quizá no ocupaban lugar ni eran tangibles, pero sí administraban una pizca de peculio energético (con lo cual se hacía de ellos «entes semifísicos» ). Un ejemplo notable de esta autodestructiva estrategia la ofrece el destacado filósofo francés Henri Bergson, quien en 1919 publicó La energía espiritual donde entre otros despropósitos decía lo siguiente: La conciencia opera según dos métodos complementarios: por una parte, mediante una acción explosiva que en un instante libera, en la dirección elegida, una energía que la materia ha acumulado du-
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No estará de más recordar que entre el siglo XIX y el xx surgieron numerosos proyectos de estudiar los « fenómenos espirituales» ( incluidos el espiritismo y la telepatía) con los procedimientos cuantitativos .de las ciencias naturales, a cuyo atractivo sucumbieron algunas de las meJOres cabezas de la época, incluido el propio Bergson y nada m enos que WilliamJames (James, 2009: 339-363). Es obvio que Penfleld no cae en tales d esvaríos, pero tardíamente rinde tributo al arraigado prejuicio de fisicalizarlo todo, al menos en parte, a pesar de que entre tanto la propia física había desacreditado la idea de que la energía sea una propiedad trascendental del ser. Por no ser, ni siquiera es una propiedad unívoca d; la mate~ia, ya que, c~mo exl?r.e,sa la segunda relación de indeterminacion de He1senberg, la 1mprec1S1on en su atribución está correlacionada con la imprecisión en la ubicación temporal, y el producto del margen de error al mediar ambas magnitudes es siempre mayor que una cantidad fija. ¿~é posición defiendo en este asunto? C~mo .~reo que la c~m ciencia no es algo físico, tendré que rechazar la ambuc10n de cualqt11era propiedad física relacionada con la búsqueda de leyes naturales. Hacerlo supondría una semi-fisicalización y abriría la puerta para que en el futuro la fisicalización sea completa. Penfield lo confirma cuando añade : «Cu ando se descubra la naturaleza d e la energía que activa la mente (como creo que ocurrirá), habrá llegado la hora d e que los cientÍficos estén en posibilidad de realizar un estudio válido de la naturaleza de un espíritu que no sea el del hombre » (Penfield, 1977: 126). Los entes físicos tien en propiedades físicas. Los entes n o-físicos las p oseen de otra clase, y en lo ~ue resp ecta a la co~c.iencia, .como se tr.~ta de un concepto con un fornsimo respaldo empmco (la mtrospecc10n psicológica) no estamos ayunos de pist as p ara definirlas y atribuírselas. El problema entonces es, ¿y qué pasa con la síntesis de propiedades físicas y no-físicas en entidades (como el h o mbre) que por un lado tiene una dimensión física evidente (el cuerpo) y otra no física (la concien cia)? Pu es para ser justos, tendríamos que en contrar un :ocabul~ rio y un modo de razonar estrict amente neutral, lo cual qt11ere dec1r que habría que evitar tanto los espiritua~ir:"orfismos ,c?mo. los físico morfismos. La interfaz entre matena y esp1r:tu n o es ~1Slca 111 ta~~oco espiritual. La idea d e monismo neutral podna ser aqUl de gran unhdad si consiguiésemos desacoplarlo d e la categoría d e sustancia p ara remitirlo a la de relación.
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En otras palabras, mi tesis es que la conciencia no tiene necesidad alguna de hacer acopio n i siquiera d e una millonésima de ergio, n i tampoco empujar en esta dirección o en aquella otra con w1a trillon ésima de kilopondio. Basta con que la realidad de la conducta humana no sea unívocam ente expresable en ergios y kilopondios, y n o por un déficit de aprovechamiento de las posibilidades explicativas de los ergios y kilopondios, sino porque el p rogreso de la física ha iluminado los límites intrínsecos en el uso de dichos conceptos, que desde luego n o permiten afinar en el conocimiento de la realidad lo que sería menester para predeterminar unívocamente la conducta humana. De la m ism a manera que hay que desnaturalizar la esen cia de la exJ?licación natural para poder llevar la concien cia al predio de la física (entendiendo aquí física en sentido amplio), también creo que se ejerce demasiada violencia sobre los conceptos metafísicos cuando se pretende otorgar una explicación metafísica de la conciencia. La teoría aristotélica de las cu atro causas (dejando a un lado si se trata de una teoría física o metafísica) también tiene unos límites de aplicabilidad. Y no son menos severos que los d e la mecánica, sino más, por cuanto nace de un uso generoso de la analogía. Por esta razón textos como este: Entre las interacciones causales complejas suelen destacarse las que van de arriba hacia abajo o viceversa (causalidades «verticales»), ya mencionadas páginas atrás. La causalidad alta no debe verse al modo de una causa eficiente física que se aplica a una parte espacial de un cuerpo, con consumo de energía, para modificar su estado físico. Lo típico de una causa alta en los vivientes no es que «mueva » a un cuerpo o a un sector corpóreo, sino que coordine, integre, estructure, reorganice, regule, seleccione o inhiba a las fuerzas inferiores como un todo. Esto es lo que hemos llamado en secciones precedentes de este capítulo una «formalización activa», en la que la causalidad formal del viviente incorpora la eficiencia para así dominar a la causalidad material, respecto de la cual está, de todos modos, condicionada (Sanguineti, 2014: 221).
... puedo aceptarlos com o una descripción del m ecanismo de acció n consciente desde una terminología y óptica aristotélicas, pero en modo alguno como una genuina explicación. En coherencia con la evidencia que me sustenta, tengo que seguir defendiendo que la conciencia es u na realidad inexplicada.
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SS. ¿No LLEGA DEMASIADO TARDE LA CONCIENCIA? LOS EXPERIMENTOS DE LIBET Y OTROS
Aunque la neurociencia contemporánea se haya mostrado por completo incapaz de explicar a plena satisfacción el fenómeno de la conciencia, sí ha efectuado descubrimientos que problematizan opciones teóricas rivales a la explicación naturalista. Uno de ellos tiene que ver con el seccionamiento del cuerpo calloso, estructura cerebral que conecta a través de un denso haz de fibras nerviosas los dos hemisferios cerebrales, lo cual no llega a aislar por completo uno de otro, pero sí dificulta grandemente su comunicación. De estas experiencias se han querido extraer todo tipo de consecuencias incompatibles con las interpretaciones nonaturalistas de la mente, a pesar de que Roger Sperry, su autor, no comulgaba con el modelo del cerebro entendido como una máquina previsible (Dory, 1998). Mucha mayor repercusión han tenido, no obstante, los experimentos que inició Benjamín Libet en la Universidad de California a partir de 1983, y que ha animado grandemente la discusión en torno a la aptitud de la voluntad consciente para tomar decisiones. El asunto es tan conocido que me voy a ceñir a lo esencial. En 196S se había encontrado que la actividad eléctrica de la corteza cerebral registra un potencial negativo, denominado potencial motor preparatorio, aproximadamente un segundo antes de que se produzca un movimiento voluntario. Casi 20 años después, Libet pidió a un grupo de sujetos de experimentación que tomasen nota mental del momento que decidían ejercer un movimiento voluntario concreto, como mover un dedo. Resultó que lo hacían entre 3 y 4 décimas de segundo después de la puesta en marcha del potencial motor preparatorio y solo dos décimas de segundo antes del movimiento propiamente dicho. Haggard, Eimer y otros repitieron, confirmaron y extendieron el alcance de estas pruebas. Perdón por la broma, pero aquí parece como si una vez más el interesado fuera el último en enterarse: el cerebro sabe bien lo que va a hacer, incluso se pone a hacerlo, antes de que la voluntad consciente lo decida. Esa es al menos la conclusión que han sacado autores de neta filiación naturalista. Francisco Rubia ha publicado un libro entero que toma este resultado como punto de apoyo principal. Le ha dado el provocativo título de Elfantasma de la libertad. Resume así el núcleo de su valoración: En cualquier caso, al parecer queda claro que tanto los procesos conscientes que llevan a una decisión y que tienen lugar en las regiones prefrontales y parietales del cerebro, como los procesos inconscientes que se generan en los ganglios basales y en el sistema límbico, y que son inconscientes, son procesos deterministas 9ue el presunto yo se atribuye sin ninguna base real (Rubia, 2009: 72).
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Como suele ser habitual, los carpetovetónicos somos más radicales que los foráneos a la hora de sacar conclusiones. Escuchemos, como contrapunto, la ponderada conclusión del propio Libet, en un artÍculo que responde a la pregunta de si tenemos o no voluntad libre: En cualquier caso, no tenemos una respuesta científica a la cuestión de qué teoría (determinismo o no-determinismo) puede explicar la naturaleza de la voluntad libre. [... ] Sin embargo, debemos reconocer que la experiencia casi universal de poder actuar y elegir libre e independientemente ofrece una suerte de evidencia primaJacie de que los procesos mentales conscientes pueden controlar causalmente algunos procesos cerebrales. En virtud de esro, al científico experimental le crea más dificultades una opción determinista que una opción no-determinista. [ ...] Mi conclusión sobre la voluntad consciente, una genuinamente libre en el sentido de no-determinada, es entonces que su existencia es una opción científica al menos tan buena, si no mejor, que su negación determinista (Libet, 2012: 228-229).
Está claro que Rubia es un adepto al determinismo (llamarlo «cienrífico» a estas alturas es por completo gratuito) mucho más entusiasta que Libet, cuyo reloj parece ir casi cien años por delante que el de su colega. Pero dejemos a un lado las interpretaciones de los demás y procuremos definir la nuestra a partir de - y no de espaldas a-la evidencia empírica. Lo primero que llama la atención es que se han conseguido estos llamativos resultados con la vetusta técnica del electroencifalograma, que re~istra desde fuera del cerebro ecos indiscriminados de lo que tiene lugar dentro de él. Uno esperaría que se hubiese llegado al potencial motor preparatorio a partir de técnicas alucinantes, como, no sé, insertar electrodos superfinos en lugares cruciales del cerebro. Pero no : casi parece que se podrían desvelar los secretos de la conducta aplicando un fonendo al cráneo o mediante la exploración del cuero cabelludo por unas manos expertas. Lo cual recuerda la costumbre que tienen muchos profesionales del póker, que se sientan a la mesa de juego con boina, gafas de sol y bufanda, porque recelan de que algunos tics subrepticios les traicionen y revelen al contrincante la jugada que va a hacer antes incluso de haberla decidido. Poco les falta para ponerse una escafandra, en una especie de «ami-test de Turing» : cuanto mejor ocultemos nuestra fachada humana mejor, puesto que los hijos de Eva llevaríamos nuestro sino bien a la vista, como si fuese una flor en el ojal. ¿Tan incapaces somos, no ya de ser libres, sino incluso de parecerlo? Hay sin embargo un dato inquietante: en esta carrera por conseguir llegar antes que la voluntad consciente a las decisiones aparentemente
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tomadas por ella, se diría que los neurocientíficos se han pasado bastante, porque John Dylan Haynes y colaboradores han conseguido no hace mucho anticipar pronósticos estadísticamente significativos de las resoluciones tomadas por los sujetos de experimentación ¡diez segundos antes de que se den cuenta de haberlas tomado! (Soon, Brass, Heinze, Haynes, 2008: 543-545)27. Con tres o cuatro décimas, se podría decir ~ue la conciencia se ve superada por las descargas neuronales en el sprint fmal pero con diez segundos es como si se quedara tirada en la cuneta, montada en un triciclo a pedales mientras los mecanismos inconscientes viajan raudos en un bólido de fórmula uno. Una persona medianamente veleidosa puede cambiar de opinión tres o cuatro veces en diez segundos, ¿anticiparán también rodos esos vaivenes los «voluntómetros» de segunda qeneración? Hay aquí aspectOs que chirrían bastante, porque, si la actividad neuronal tomara la decisión y mucho más tarde la conciencia levantara acta del acuerdo, nunca podríamos reaccionar con tal celeridad a nuestras propias decisiones. En menos de un segundo mi conciencia es perfectamente capaz de decidir algo, arrepentirse y anular la decisión, aunque según la interpretación que comento todavía tardará ocho o nueve segundos en conocer la primera decisión que ya ha - conscientemente- anulado. Es de locos, a no ser que la conciencia fuera un remake de la película de la vida neural, proyectada con tm retardo de diez segundos respectO a la versión original.
ninguna pista para diferenciar unos de otros más que a tiro pasado no impide a los naturalistas -inasequibles al desaliento como pocoscreer que dentro de no mucho lo serán. Por ahora ya sabríamos gracias a Libet que los procesos conscientes son más lentos y rorpes que los inconscientes y además mucho menos eficaces a la hora de excitar las neuronas motoras, que son las que en última instancia consiguen mover los músculos. Serían un poco como esos superintendentes que en las películas de policías siempre aparecen a última hora, una vez resuelto el caso, para ponerse la medalla que en justicia merece el sufrido protagonista. El siguiente párrafo del libro de Rubia revela una clara incapacidad de entender que la conciencia pueda ser otra cosa que una sustancia corpórea, única categoría ontológica de su repertorio:
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El punto de partida podría ser la afirmación de que no se ha encontrado ninguna estructura cerebral que pueda ser la base de nuestra voluntad, por más que nos resulte inconcebible estar privados de una voluntad libre. Si tradicionalmente se consideraba la libertad una potencia del alma y la superación del dualismo no admite ningún ente inmaterial que controle la materia, el cerebro, la libertad tendría que ser el producto de la actividad cerebral. De la misma manera, el yo, supuesto agente de esa voluntad, también debería tener una base cerebral, pero todavía no se ha encontrado, de manera que se sospecha que sea otra ficción (Rubia,
2009: 68).
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EL DUALISMO IMPLÍCITO
Hay muchos aspectOs criticables y rebatibles de la versión y valoración que los naturalistas dan de estos experimentos. Abunda la literatura al respecto (Soler, 2009 y Murillo, 2008). Asumo como buenos los argumentos contenidos en los trabajos que acabo de referenciar. Por mi parte voy a agregar otro relacionado con las reflexiones de este capítulo. Tengo la impresión de que al tratar la conciencia los naturalistas incurren con suma facilidad en lo que voy a llamar dualismo implícito: creer que la conciencia es realmente « algo sustancial», un eme con consistencia y separabilidad. Dentro del sistema nervioso central habría procesos conscientes y procesos inconscientes más o menos enteritOs y separables desde el principio hasta el final, aunque -naturalismo obliga- ambos serían igualmente naturales, igualmente sometidos y reducibles a la legalidad cósmica. ~e no hayamos encontrado rodavía
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fMRI.
Para obtener esros resultados, ya se ha empleado la más evolucionada técnica del
Pues bien, en línea con lo que he defendido, afirmo que el dualismo implícito de los naturalistas no es menos erróneo que el dualismo explícito de Descartes. Aquí no hay dos sustancias interactuando, ni de clase radicalmente diferente, como quiere Descartes, ni tampoco de la misma clase, como pretenden los naturalistas. No niego legitimidad a los términos «procesos neuronales inconscientes» o « procesos neuronales conscientes», como tampoco alas nociones de «cuerpo» y «conciencia » (tal como los he definido). Pero para que la cosa funcione medianamente, en ningún caso se trata de realidades a secas. En los cuatro casos estamos ante realidades que han sido sometidas a un proceso de abstracción. Lo que no es una abstracción es cada hombre concretO de carne y hueso. Pero para que siga siendo una realidad sin más hay que olvidarse de definirlo con mucha exactitud. Basta con «señalarlo» y, si queremos meterlo dentro de alguna categoría, cuidar de que no se trate de un conceptO demasiado cerrado. La «conciencia » en cambio es una realidad abstracta, porque la obtenemos «filtrando», «seleccionando» -de este hombre concretO, de aquel y del de más allá- rodo lo relacionado con el hecho de ser el sujeto perceptOr con su propio mundo interior.
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Todo lo demás se deja a un lado y por eso la conciencia deja de ser una realidad en sí, una sustancia, para convertirse en todo caso en un aspecto o dimensión de la realidad humana. Lo mismo ocurre con el «cuerpo» (en el sentido que le doy, más exacto que el h abitual): resulta de una abstracción que roma la realidad de cada « hombre » y deja fuera rodo lo que no pueda ser entendido en términos de las leyes naturales. También los « procesos neuronales inconscientes» y los « procesos neuronales conscientes» surgen como productos de sendas abstracciones que filtran la realidad « h ombre », dejan fuera un montón de cosas y crean constructos que no podrían ser separados de la realidad originaria ni con un microbisturí láser. Aceptaría que se me rebatiera con la puntualización de que rodo lo que nombramos es en el fondo tma abstracción, puesto que ningún « hombre» podría subsistir separadamente ni unos pocos segundos privado de la presión atmosférica -estallaría como una pompa de jabón-. Así es, pero hay abstracciones y abstracciones. Y los procesos neuronales conscientes e inconscientes son abstracciones bastante elaboradas, ya que en el cerebro todo está tan entremezclado que solo conceptualmente podemos separar dentro de él lo consciente de lo inconsciente. En la realidad cerebral se da una dimensión corpórea y otra consciente, igual que hay en su funcionamiento aspectos categorizables como « procesos n eurales conscientes » y otros « inconscientes». ¿~én movió finalmente el dedo? La mano, el cerebro, Pedro, sus neuronas, su conciencia, sus procesos inconscientes y también los conscientes... Sí, sí, claro, pero queremos precisar y entonces empieza lo bueno: el dedo es de la mano derecha, de manera que la mano izquierda no ha sido; Pedro estaba en coma profundo, por tanto la conciencia nada tuvo que ver; el dedo estaba en el gatillo de una escopeta apuntada a un león que se abalanzaba, de modo que la conciencia sí intervino... Y así sucesivamente. Un matiz que debe tenerse en cuenta para bieninterpretar mi posición, es que no sostengo que cuerpo y conciencia remitan a realidades disjuntas, sino a una misma realidad abstraída a partir de dos criterios diferentes (sometimiento a la legalidad natural y autotransparencia), criterios que no se dejan reducir uno a otro, aunque tampoco supone el primero la simple negación del segundo, ni agotan necesariamente entre ambos las posibilidades existenciales de la realidad abstraída. Lo cual significa que la realidad «hombre» no tiene por qué ser identificada con la simple suma de cuerpo más conciencia, ni que la parte de la realidad humana que conceptualmente separamos al considerar su conciencia no tenga nada que ver con la parte corpórea. En términos lógicos podría expresarse diciendo que el conjunto intersección entre conciencia y cuerpo no tienen por qué estar vacío. Hay aspectos de la conciencia
(sobre todo de su inserción en el cosmos a través del ser humano que habita) que muy bien pueden ser corpóreos (esto es, sometidos a la legalidad n atural) aunque la constitución de la relación sujero-objero (esto es, el surgimiento de un espacio interio r de representación autotransparente) en modo alguno es explicable por la ciencia natural ni cualquier otro instrumento cognitivo, pues al fin y al cabo todos estos resultan de ella. Fracasa cualquier maniobra tendente a excluir por principio a la conciencia del funcionamiento de la mente en aspectos tan esenciales como las respuestas moraras que emergen de ella. ¿Por qué? Porque entre procesos inconscientes y conscientes no hay una disyunción excluyente. Incluso los procesos conscientes son en un aldsimo tanto por ciento inconscientes, como el propio Rubia advierte con bastante ingenuidad:
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El procesamiento de la información que realiza el cerebro es prácticamente inconsciente: en cómo percibimos los estímulos, cómo los filtramos, cateaorizamos e interpretamos, cómo los conectamos con otros materi;j'es presentes ya en el cerebro, cómo los almacenamos en la memoria a corro o a largo plazo y cómo los expresamos en nuestra conducta y más tarde los recuperamos ... no interviene la consciencia. Con otras palabras, el ser humano no tiene ningún control sobre estas funciones (Rubia, 2009: 109-1 10). Estoy perfectamente de acuerdo con rodo el párrafo, menos con la última frase, que resulta tan incongruente como p retender que el presidente de los Estados Unidos no tiene control sobre el armamento nuclear de su país, puesto que desconoce los detalles técnicos del sistema de defensa e ignora los nombres y apellidos de todos los militares que intervienen desde que él aprieta el botón hasta que el misil sale disparado hacia su objetivo. La dimensión consciente del hombre intervine donde y cuando es menester que lo haga, no antes o después, ni a la derecha o a la izquierda. Y sobre rodo no en lugar de las descargas neuronales, sin o en perfecta complementariedad con ellas, puesto que solo juntas (y con muchas cosas más) forman el rodo unitario de la persona. La paradoja de actuar primero y darse cuenta d espués no va con la conciencia, puesto que ni «actÚa» ni «Se da cuenta» ella sola, sino conjuntamente con las otras dimensiones del ser al que pertenece. Aunque en algunos aspectos de ese ente tenga especial protagonismo, dudo que nunca llegue a tener lo que se dice un protagonismo exclusivo. En el experimento de Líber, se le ha explicado al sujeto en qué consiste la prueba, dónde ha de poner cuidad o y cuáles son las condiciones que ha de cumplir para mover el dedo. En rodo eso interviene la conciencia, al igual que la vista y el sistema auditivo.
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Decidido está que ha de mover el. ~edo y cómo ha .de hacerlo_. ~~con ciencia lo sabe y aprueba. Tamb1en que ha de mirar la P?Si~lOn del reloj en el momento que decida actuar, momento que en Si mlsmo,no tiene importancia alguna, porque puede hacerl,o «cuando .1~, de. la gana». Es muy curioso cómo en castellano se a~na una ~eclSlon mmotivada con el «dar la gana», que es algo que siempre viene de fuera. Uno mismo nunca es «su gana». En el mejor de los casos la gana tiene que ver con fluctuaciones casi entrópicas que el cuerpo va suscitando en la conciencia cuando esta quiere mantenerse en blanco. Por sí misma, lo hemos visto bien, la conciencia está vacía, salvo en lo que tiene que ver con el drama metafísico y existencial que resulta precisamente de ese vacío. Yo no diría que decido libremente cuando hago lo que me da la gana, sino que libremente decido hacer lo que a m~ biología o al primer recién llegado se le ocurra. Muy poco o nada mterviene de focto la conciencia cuando llega el momento e~acto de. pasar a la acción. Su intervención más relevante es muy antenor, prev1a desde luego al menor rastro de potencial motor preparatorio. A lo mejor, simplemente aumenta ocasionalmente en ~a parte del cer~bro la concentración de determinado neurotransmisor, lo que suscita una asamblea de neuronas que es el desencadenante próximo del movimiento observado . La conciencia ya lo había autorizado, ¿por qué inhibir un conato cualquiera que es conforme a sus especificaciones, para suscitar otro semejante poco después? No tiene sentido, a menos que uno quiera dejar claro que es dueño de la situación. Como la conciencia está atenta, fercibe el disparo de las moro neuronas correspondientes, para lo cua precisa la mediación del correspondient~ sistema neuronal perceptivo; luego inicia un movimiento volumano de sus ojos hacia el reloj (que implica una nueva colaboraci?n entre la conciencia y los procesos inconscientes, puesto que el yo igno.ra po~,com pleto cómo se las arregla el cerebro para hacerlo); a connnuac10n espera el advenimiento de la percepción visual corres~ondiente (en gran parte inconsciente) y fin~lmente roma ~ora (consClente) de codo ello para contentar al señor Libet. En el ~OnJ~nto del proceso hay tal cantidad de idas y venidas entre la cone1enc1a y el soma, que lo sorprendente es que pasen centésimas de segundo en lugar d~ sei~anas para completarlo. La única explicación es que s~ma Y, c~ncien~l~ so? aspectos distintos pero inseparables de una reahdad umca. Reivtndicar para los procesos ~eurales inconscientes la pr.iorida~ es como pretender que quien gano la carrera no fue roda la cnpulacwn de la canoa que entró en primer lugar, sino el remero que iba sentado a proa de la embarcación.
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CONCIENCIA Y LIBERTAD
Una de las animadversiones favoritas de los adherentes al naturalismo es la idea de que poseamos una libertad digna de tal nombre. Tamo se ha luchado por y cantado a la libertad que con frecuencia no se atreven a negarla lisa y llanamente, aunque siempre hay arrojados que han dado el paso al frente. El estudioso de la psique que lo ha hecho con mayor gallardía en siglo xx ha sido sin lugar a dudas Burris Frederic SI?n~er, pues llegó a titular_~no de sus libros Más allá de la libertady la ~tgmdad. No ~olo se empeno en argumentar en pro de su inexistencia, smo que pel.e~ p~ra dem~~trar que es perfectamente prescindible, de forma que 111 s1qmera debieramos echarla de menos, a cuyo fin escribió una utopía amilibertaria, U'álden Dos. Como me he ocupado de él en o~~o lugar (Arana, 2?05: 163-192), no reincidiré ahora en lo que allí d1Je. Tampoco volvere a tratar la «teoría» de la libertad de Daniel Dennett contenida en su libro La evolución de la libertad (Arana, 2005: 211-250). La suya es una contribución interesante, porque pretende que hay al~o en el hombre -y también fuera de él- que merece ser llamado .;, para lo cual recicla el vocablo y lo usa para designar una verswn denvada y subalterna de libertad. Según como se mire los esclavos también tienen libertad, por ejemplo, si se les permite elegir entre el pico y la pala para trabajar. Los humanos, como el resto de los vivientes, estaríamos encadenados a la necesidad natural, no seríamos dueños de nuestras decisiones, sino que dependeríamos de las instancias que nos constituyen y de las que somos mero corolario. Pero si en lugar de confrontarnos con ellas nos comparamos con otras instancias menos profundas, sed~ posible recobrar parte de la autonomía perdida. Un guepardo, por eJemplo, no puede dejar de cazar, pues es una imposición de la naturaleza~ pero puede muy bien escoger entre una gacela de Thompson o un 1mpala a la hora de preparar el desayuno28 . De la misma manera, según muchos naturalistas el curso de las decisiones humanas ~ería pe~fectamente anticipable si conociésemos la letra pequeña del teJemaneJe molecular del cerebro, pero como ese conocimiento no es accesib~e todavía, pode~1o~ presumir de ser más o menos libres con respecto al mcompleto conoctmtento que tenemos de nosotros mismos. Volviendo por un momento a la metáfora carcelaria, la Libertad en serio, con mayúsculas, ni siquiera se plantea dentro del centro penitenciario, pero eso En reali~ad, tampoco eso es verdad, ya que supongo que en su cerebro hay mecanisIl_los predetermmados para elegir el objetivo en virrud de su proximidad, suculencia, indiCIOS ~e que no está en ple~a forma 6sica, etc. La tesis es que, si no descendemos a detalles, podnarnos mantener una Idea -en el fondo engañosa- de que existe alguna « libertad » . 28
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no impide que haya en él muchas libertad,es con minús~ulas, c.omo la de comerse todo el rancho o dejar parte de el en la escudilla, sahr ~pasear al patio o quedarse descansando en la celda, etc. Es muy pos1ble. que bastantes reclusos de laraa duración estén más interesados en esas liber0 tades de andar por casa que en la para ellos utópica « Libert.ad» que podría otorgar cumplir la condena, recibir un indulto o evadirse. Para Dennett y los que comparten su interpretación, la naturaleza es ~na cárcel de la que nadie escapa, de manera que frente a ~11~ no ~ay L1b~rtad posible y, o bien borramos la palabra, d: nuestros ~1Cc1onanos, o b1en la redefinimos para acomodarla a la dramca reducoon d~ su alcance.. Como yo sí creo en la Libertad, pienso que c.ualq.m~ra es muy hbre de descreer en ella. También es posible dejar de dzscutt.r s1somos hbres o no en sentido fuerte, para metadiscutir si el hecho de creer o no en ~a libertad es a su vez libre u obligado. La mayor parte de los naturalistas piensan que solo los desinformados puede~ se~ir creyendo que somos radicalmente libres pero, como ya hemos 1do v1endo a lo largo de este libro, los argumentos que aportan para colmar ~sa presunta _laguna de conocimiento son muy dudosos. Resulta en particular llamanvo su obstinado apego al determinismo «científico», refractario a cualquier matización que se les haga de que ya resulta un tanto superado:
vas que llegaron hasta el gran público. No se trataba tan solo de una cuestión digamos teórica (aunque cuesta imaginar que se trate de un asunto sin repercusiones p rácticas). Entre otras cosas cuestionaban la resp?nsabilidad penal de los delincuentes, lo cual obligó a Hennig Sass, presidente de la Sociedad Europea de Psiquiatría, a salir al paso de lo que estos autores afirmaban (Gelitz, 2010: 42). También han merecido la atención de toda clase de intelectuales e incluso de los metafísicos, de lo cual puede encoptrarse un exhaustivo tratamiento en el libro del académico Mariano J\lvarez El problema de la libertad ante la nueva escisión de la cultura (Alvarez, 2007). En realidad, las consideraciones de Roth (Roth, 2003; 2004 y 2009) y Singer (Singer, 2002; 2003 y 2004) no son particularmente novedosas ; resultan más representativas que originales y desde luego poseen un mérito relevante: en lugar de recurrir a eufemismos y ambigüedades, plantean las tesis naturalistas con toda su aspereza: olvidan los paños calientes y niegan que del sistema nervioso humano pueda salir nada remotamente parecido a una decisión libre. Mejor que parafrasear sus alegaciones, las recogeré reproduciendo unos pocos pasajes signilicativos:
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En la actualidad tenemos daros que revelarían que la libre libertad puede ser una ilusión. Nadie puede afirmar que estos daros sean definitivos. No existen datos definitivos en ciencia, pero parece lógico pensar que si hemos aceptado que la mente es productO del cerebro y este es pura materia, lógicamente el cerebro tendrá que estar sometido a las leyes deterministas de la naturaleza como todo lo demás (Rubia, 2009: 99-100). Es inútil querer ilustrarles con disquisiciones sobre la presencia del azar, benigno o salvaje, dentro del panorama científico contemporá?e.o, y sobre la lejanía cada vez mayor de las cacareadas « ley~s determ.m.l~ tas » .Han decretado que entre libertad y ciencia hay una mcompanb.illdad metafísica, y opino que es una opción respetable, puesto que ha s.1do hecha haciendo uso legítimo de su libertad. Por supuesto, cualqmera tiene derecho a ejercer la opción opuesta y exponer las razones que le amparan para dar oportunidad de examinarlas a un observador neutral, dado que según parece el naturalista medio se niega a hacerlo. Es lo que he llevado a cabo en los parágrafos precedentes a propósito de los experimentos de Libet. Aunque no sea un observador neutral, supongo que nadie se opondrá a que a mi vez considere alguno de los argumentos de mayor peso alegados por la competencia. Para e~o aprovecharé el debate que h ace pocos años suscitaron dos neurofilósofos alemanes, Ge~ hard Roth y Wolfgang Singer. Sus declaraciones fueron tan provocan-
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El punto de vista de un estado de determinación del mundo fue corroborado por la circunstancia de que en el siglo X I X se puso cada vez más de manifiesto que, en contra de lo que hasta entonces se creía, no hay ningún tipo de diferencia fundamental entre la naturaleza animada y la inanimada. Las leyes físicas y químicas subyacen a todos los procesos biológico-fisiológicos conocidos hasta aho ra; no hay ningún p rincipio vital (una vis vitalis) autónomo frente a la « materia muerta» . En este contexto fue de la máxima importancia poder mostrar, en la segunda mitad del siglo xx, que esto tiene vigencia también para los procesos en el cerebro. Los fundamentos moleculares y celulares de los procesos neuronales son conocidos ... hasta en sus detalles más concretas y en ninguna parte se ha podido descubrir nada que contradiga las leyes de la naturaleza (Roth, 2003: SOS). La certeza de que nuestro querer y decidir radican en procesos neuronales del cerebro, se apoya en cada vez más observaciones independientes convergentes. Una línea argumentativa se basa en la evidencia biológica evolutiva de una estrecha correlación entre el grado de diferenciación de los cerebros y sus capacidades cognitivas. Los comportamientos de organismos primitivos se reducen indefectiblemente a los procesos neuronales de sus respectivos sistemas nerviosos. C omo la evolución es muy conservadora con sus hallazgos, los cerebros simples y altamente diferenciados se diferencian en lo esencial tan solo por el número de células nerviosas y la complejidad de su entrelazamiento. De ello se sigue que las funciones cognitivas
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complejas de los seres humanos tienen que resultar de procesos neuronales que están organizados según los mismos principios que conocemos en los cerebros de animales (Singer, 2004: 33). Este modelo de guiado neural de las acciones voluntarias es compatible, en gran medida, con el concepto débil y compatibilista del hbre albedrío. El hombre es libre en el sentido de que puede actuar en función de su voluntad consciente e inconsciente. Sin embargo, esta voltmtad está completamente determinada por factores neurobiológicos, genéticos y del entorno, así como por las experiencias psicológicas y sociales positivas y negativas, en particular las que se producen en etapas tempranas de la vida, que dan lugar a cambios estructurales y fisiológicos en el cerebro. Esto significa que todas las influencias psicológicas y sociales deben producir cambios estructurales y funcionales; de lo contrario no podrían actuar sobre nuestro sistema motor. Por último, esto supone que no existe el libre albedrío en sentido firme, sino solo en sentido débil y compatibilista. Y también significa que nadie, ni los filósofos, ni los psicólogos, ni los neurobiólogos, puede exphcar cómo funciona el hbre albedrío en sentido fuerte (Roth, 2009: 114). En todo ello tenemos el sentimiento de que somos nosotros quienes controlamos estos procesos. Pero esto no es compatible con las leyes deterministas que imperan en el mundo de las cosas (Singer, 2004: 36). Ya que se habla de organismos primitivos, diré que me sorprende el primitivismo de las argumentaciones desplegadas. Se presenta como un tritmfo para la interpretación naturalista de la mente la superación del vitalismo, cuando no fue el vitalismo, sino la teoría del animal-máquina la opción mayoritaria de los dualistas. Aquí ocurre algo semejante a lo que pasó con el tema del azar: al principio, cuando la ciencia parecía desautorizarlo, casi se equiparaba con la libertad, pero luego fue visto como incompatible con ella cuando la evolución de la ciencia lo puso de moda. Del mismo modo, cuando la mayor parte de los biólogos eran vitalistas la tesis de la omnipresencia de la vida fue empleada como argumento en pro de una igualación por arriba del hombre con la naturaleza. Ahora que la ciencia ha desacreditado el vitalismo, el rechazo de la vieja idea pretende utilizarse para la igualación de hombre y naturaleza por abajo. Lo único que no cambia en todos estos casos es la presencia de un oportunismo descarado. Reafirman los portavoces de esta sedicente revolució n neurológica que el determinismo d e la ciencia es un impedimento mayor para una comprensión no materialista de la conciencia. Así lo h arán hasta que consigan darse cuenta d e que es insostenible seguir afirmando ~1 «determinismo » de la ciencia. Entonces se las arreglarán para explicarnos que, muerto el determinismo, es imposible que la libertad sobreviva.
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Por otra parte se asume con entusiasmo digno de mejor causa el
dualismo implícito que he criticado páginas atrás. El h echo decisivo que se aporta para refutar al adversario es que tan solo el dos p or ciento de las operaciones cerebrales serían conscientes (Rubia, 2009: 98). Ignoro cómo se ha efectuado ese cálculo, pero por lo que a mí respecta con el 0,5 po r 100 o incluso menos aún sobraría. Si h ubiera que sacar alguna conclusión de este dato, sería justo la contraria a la que se alega, puesto que c?ncu_erda con el hecho de que el número de generales en un ejército es rnfenor al de soldados, lo que no implica que estos tengan mayor capacidad de decisión que aquellos. Este forcejeo con las cuotas de presencia de lo consciente frente a lo inconsciente solo se entiende desde la presunción de que los procesos inconscientes son algo así como sustancias separadas. Los conscientes t ambién deberían serlo, aparte de mucho más lentos, torpes, desinformados e impotentes. Pero lo cierto es que la libertad no es una propiedad de la conciencia) sino del hombre consciente) el cual comprende igualmente un cuerpo y po r tanto todos los procesos incon scientes, sin los cuales -no tengo inconveniente en aceptarlo - no podría sobrevivir ni un solo segundo (entre otros motivos, p orque su corazón se paralizaría al instante) . Gracias a la conciencia el hombre tiene una oportunidad (no la seguridad completa ni m ucho m enos) de controlar los procesos inconscientes sin que dejen, por supuesto, de ser inconscientes y de estar sometidos a todas las leyes naturales que les son aplicables, puesto que al fin y al cabo se trata de controlarlos directa o indirectamente, no de anularlos o de transmutarlos en procesos de otra índole. La tesis de que la naturaleza es conservadora y no abandonará así como así las conquistas que h a realizado gracias a la selección n atural es correcta, mas está muy lejos de servir para el fin que persiguen los que la alegan. Por próxima que sea la estructura somática de los animales superiores a la del hombre y por asimilable que sea la fisiología de sus cerebros a la del nuestro, es más que evidente que hay una distancia enorme entre los rendimientos que obtienen ellos y nosotros, de manera que si alguna enseñanza se deriva de la comparación, es justo la inversa de la que se pretende. Roth cree desbaratar nuestra aspiración a una genuina Libertad rebajan do el papel de la conciencia a mera consejera porque, apostilla, « nuestras decisiones conscientes se preparan y, en último término, se llevan a cabo mediante procesos emocionales inconscientes» (R oth, 2009: 113). Para él lo esencial, lo único que cuenta, es quién pronuncia la última palabra. Intervenir en el proceso de toma de decisión n o significa nada si hay intervenciones ulteriores que están en otras manos. Aquí se muestra con toda claridad que Roth opera con un dualismo implícito: desde el momento en que tercia un p roceso neuronal inconsciente, la libertad se evaporaría, porque solo puede ser atribuida a los procesos neuronales conscientes. ¿Y p or qué ha de ser así,
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salvo que se conciba que procesos conscientes e inconscientes formen dos sustancias separadas e independientes? En la sustancia única29 que constituye el hombre en su conjunto, lo consciente y lo inconsciente se mezclan no indiscriminada sino, muy al contrario, armoniosamente. Por consiguiente, la acción consciente no solo no es subvertida y anulada por los procesos inconscientes, sino muy al contrario confirmada y completada por ellos. Por otro lado, si solo la última intermediación contara, tampoco sería legítimo atribuir la responsabilidad a los procesos neurales inconscientes, sino a los procesos fisiológicos endocrinos, viscerales o musculares que por fin materializan las acciones fraguadas en la retaguardia neuronal. La palabra definitiva no sería pronunciada por los potenciales de acción de las neuronas, sino por el vaivén de los iones calcio en las fibras de miosina y actina de las células musculares. Incluso podría endosarse la responsabilidad a las partículas subatómicas presentes, de manera que al final todo quedaría diluido en una masa amorfa de operaciones imposibles de asignar a nada ni a nadie. En definitiva, la clave para decidir si realmente hay o no libertad en el hombre no está en contabilizar la cantidad de descargas neuronales que hay cuando la conciencia está despierta, ni el momento exacto en que interviene dentro del proceso de toma de decisión o de ejecución de la misma (un par de décimas de segundo antes o después). Lo único verdad eramente concluyente es averiguar si en todos esos procesos hay algo -poco o mucho, eso no importa- que el sujeto libre -el hombre- pued a reclamar como propiedad inalienable. Desde luego, no es propietario de las partículas, átomos y moléculas que lo integran: fueron traídos por los mismos azares que antes o después los llevarán. Tampoco es suyo el comportamiento de esos componentes en la medida que está regido por las leyes naturales, porque dichas leyes escapan a su control y pertenecen a la instancia legisladora de la que dependen. Pero la conciencia sí es suya; es su propiedad personal e intransferible. De h echo en ella radica su identidad, de manera que es quien es porque tiene la conciencia que tiene. Todos los d emás, de la ameba al chimpancé (salvo si eoseen conciencias bien escondidas que no hemos percibido todavía), podrían ser considerados como simples montones de átomos ligados por fuerzas interatómicas e intermoleculares. Y si la con ciencia tiene la más mínima repercusión real cosa que h asta el propio Roth parece aceptar (puesto que le atribuye al menos el papel de consejera), entonces hay una parte de su destino y comportamiento -grande o pequeña, eso da igual- que no se le puede arrebatar, que no tiene otro dueño que el sujeto a cargo. Y en eso precisamente consiste la Libertad.
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Dicho sea con rodas las cautelas que formulé en el§ 48.
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CONCIENCIA Y AFECTI V IDAD
La tradición distinguía entre entendimiento y voluntad como potencias del alma; la vida emocional quedaba relegada a un segundo plano, porque se veía en las pasiones una fachada menos espiritual de la vida anímica, con una proporción de materialidad excesiva que empañaba su prestigio. En refuerzo de esta interpretación sostenía William James que es imposible imaginar una emoción sin las respuestas físicas que la acompañan; para él las emociones no son independientes del cuerpo (Rodríguez Valls, 2014: 62-63) . Las oscilaciones de las modas intelectuales no impugnaron estas categorizaciones, pero sí trastocaron su valoración y reforzaron el papel asignado a los afectos, de forma que a veces da la impresión de que la voluntad ha sido engullida por ellos, y en lugar de la anterior tricotomía tenemos una dicotomía que opone lo cognitivo a lo emotivo. La emoción, enseñan los neurocienríficos actuales, es importante para el buen funcionamiento de la razón (Damasio, 2009: 2-3), también desempeña un papel decisivo en la intuición (D amasio, 2009: 4-5) y es asimismo imprescindible para que la memoria trabaje como es debido (Van Linden, Argembeau, 20 10). Antes la conciencia se ubicaba en la parte p resumidamente «noble» de la mente y por eso cubría sin p roblemas tanto lo intelectivo como lo volitivo (recuérdense las definiciones cartesianas), mientras que solo de un modo indirecto se relacionaba con lo pasional. Estas viejas concepciones están más vivas de lo que a veces parece, porque al empezar a girar la voluntad en la ó rbita de las emociones, se ha tendido a distanciarla también de la conciencia, convirtiendo esta última en una especie de redundancia cognitiva más bien indolente. Por eso la relegaba Roth a mera consejera, una voz que clama en el desierto de la frialdad anímica. El punto de vista naturalista no ha hecho más que reforzar esta tenden cia, seguramente porque abona el criterio de que, privada de capacidad ejecutiva, la conciencia pasaría a ocupar un segundo plano dentro del psiquismo. Su resistencia a ser explicada sería así castigad a con la pena d e irrelevancia. La queja de que el cerebro emocional no había recibido suficiente atención ha sido muy repetida, aunque de unos decenios a esta parte el déficit -si es que lo hubo- ha sido compensado hasta el punto de que algunos empiecen a sospechar que nos estamos pasando por el otro lado. Los libros de Damasio El error de Descartes. La emoción, la razón y el cerebro humano y En busca de Spinoza. Neurobiología de la emoción y los sentimientos, o el de LeDoux El cerebro emocional son solo la punta del iceberg de una pujante corriente de pensamiento científico y también filosófico. Con desgana confiesa Damasio que fue « durante el si-
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glo xx » cuando los estudios sobre las emociones fueron aparrados a un lado (Damasio, 2009: 1), no queriendo recordar que fue Descartes, frente al que tan ingrato se muestra, quien inició brillantemente esta línea de trabajo con su tratado sobre las pasiones (Descartes, 1972). No quiero yo seguir su ejemplo en esto y no me duelen prendas en reconocer el gran interés que para la investigación filosófica de la conciencia tienen los trabajos de autores como él, que han vuelto a poner la vida emocional en el punto de mira. En efecto: sus hallazgos permiten recuperar el equilibrio dentro del cosmos de la mente que se había perdido por culpa del cognitivismo (LeDoux, 1999: 32 y sigs.). Hay que entender la desnudez de la conciencia (sobre la que tanto he insistido) tanto en la dimensión cognitiva como en la volitiva y en la emotiva, lo cual significa que puede desplegarse exactamente igual de bien en cualquiera de las tres direcciones. La conciencia emerge sin saber nada, sin querer nada, sin estar afectada por nada concreto, pero sus primeros pasos tienen que ver con el descubrimiento de su vacío íntimo, el rechazo decidido a aceptarlo y la íntima conmoción que ese descubrimiento y rechazo producen en ella. Esto quiere decir que no está más predispuesta a convertirse en conciencia cognitiva que emotiva o desiderativa. Es un dato que refrenda la investigación contemporánea: « Hay un único mecanismo de consciencia, y tanto puede procesar información relacionada con hechos triviales como emociones intensas » (LeDoux, 1999: 21). Los naturalistas tienden a asimilar la conciencia con lo cognitivo y lo deliberativo, mientras que reservan para los procesos inconscientes tanto las emociones como el impulso final que hace efectiva cada decisión. Sin embargo, ahora se nos enseña que : «las respuestas del organismo no constituyen la base de una emoción. Ocurren mientras la emoción tiene lugar, pero la emoción es algo más, tiene algo más. Una emoción es una experiencia subjetiva, un arrebato apasionado de consciencia, un sentimiento» (LeDoux, 1999: 300). Por otro lado, «contrariamente a la opinión científica tradicional, los sentimientos son tan cognitivos como otras percepciones. Son el resultado de una disposición fisiológica curiosísima que ha convertido el cerebro en la audiencia cautiva del cuerpo» (Damasio, 2009: 13). LeDoux ha llegado a acuñar la expresión « inconsciente cognitivo» (LeDoux, 1999: 33) y no tengo inconveniente alguno en aceptar la idea. Ahora bien, si lo cognitivo -que con cierto simplismo se atribuía a lo consciente- es penetrado por lo que no lo es, justo será compensarlo otorgando parecida beligerancia a lo que no es inconsciente en el campo de la emoción. Según Richard Lazarus, la cognición es condición necesaria y suficiente para la emoción (Lazarus, 1994). En efecto, según todos los indicios, sentimientos y emociones nacen de una interacción, de un encuentro:
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. La teoría g,ue tengo sobre la naturaleza de las experiencias emoCionales consCientes, de los sentimientos emocionales, es increíblemente sencilla. Creo que la experiencia emocional subjetiva, como el sentimiento de tener miedo, surge cuando nos damos cuenta conscientemente de que un mecanismo emocional cerebral como el mecanismo de defensa, está activo. Para que esto suceda, precisamos al menos dos cosas: un mecanismo de defensa y la capacidad de tener el conocimiento consciente de su actividad (LeDoux, 1999: 301). . Si nos dist.anciamos un poco de la discusión para adquirir perspectiva, result~ evi?ente que la frontera entre lo emotivo y lo cognitivo es al menos tan mtnncada como la que separa la semántica de la sintaxis. No hay entre ambos territorios una línea de separación limpia y neta, sino permeable y sinuosa. Es perfectamente comprensible, porque en la vida psíq~ica s~ fusionan acción y reacción, el mecanismo que desencadena las vivencias y las resonancias hacia afuera que despiertan. Un punto i~portante sobr~ el que no deja de llamársenos la atención es la disperSlOn de las emocwnes y de su sustrato orgánico. Como resume Joseph LeDoux, <<_puede que no haya un sistema emocional en el cerebro, sino ~uchos» .\LeDo~, ~999: 1.13). En 1952 Paul MacLean introdujo la 1dea de «szstema ltmbzco» baJO el presupuesto de que había una unidad orgánica y funcional tras el complejo de emociones que CTestiona el sistema nervioso, pero lue(To se ha ido viendo que las estru~turas involucradas (corteza límbica de Broca, zonas corticales y subcorticales asociadas, amígdala, septum y corteza prefronral, todo ello en conexión con el hipotálamo) realizan ftmciones de lo más variado, lo que ha llevado incluso a cuestionar la existencia misma de dicho sistema. En definitiva, se trata de un episodio más de la historia del abandono de las concepciones modulares del cerebro (a partir del descrédito de su versión más extrema, la frenología). Antonio Damasio concluye: « la emoción resulta de la participación combinada de varios lugares de un sistema cerebral » (Damasio, 2010: 61). P~rece legítimo extraer como conclusión la dispersión del aparato emocwnal, en contraste dramático con la unidad de la conciencia. Lo cual no implica que tenga que ser esta la encargada de integrar los deshilachados fragmentos de los afectos. Es obvio que tiene que haber mecanismos naturales para hacerlo, puesto que los animales no conscientes son capaces de controlar su vida emocional con mayor eficacia (si bien menor sofisticación) que nosotros. Pero también resulta dificil de cuestion~r que la conciencia es capaz de intervenir en esos procesos recopilatonos, a veces en sentido pasivo (sufriéndolos) y a veces en sentido activo (promoviéndolos y controlándolos hasta cierto punto). Aunque no tenga acceso directo al98 por 100 o más de lo que pasa en el cerebro, bien puede reivindicar la conciencia que nada de todo lo que pasa en él
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le es ajeno. La principal diferencia entre las relaciones de la conciencia con los sistemas emocionales y las que mantiene con los perceptivos es que, mientras en estos sale a relucir más y mejor su capacidad receptiva, el intercambio con aquellos es mucho más interactivo: da y recibe, sufre y reacciona, acusa el golpe y lo devuelve. Las emociones se caracterizan por su fuerza, pero también por su plasticidad. ~e el yo consciente, tan hueco y tan endeble, vaya a afrontarlas cara a cara es tan ilógico como pretender detener un expreso a toda velocidad colocándose delante. Pero si en lugar de situarnos en mitad de la vía accedemos a la cabina del maquinista, bastará un pequeño empuje a la palanca adecuada para que la gigantesca máquina pierda fuelle y se amanse. Lo mismo ocurre con la conciencia: nada puede hacer frente a una pasión desatada, salvo hurgar entre los vericuetos del complejo somático que la suscita y alimenta para procurar optimizar el alcance de su intervención. Junto a la oreja del monarca se libran combates más decisivos que en el campo de batalla. Los humanos no tenemos más y mejores sentidos que otros vivientes: nuestras capacidades auditivas, visuales y odoríferas son notoriamente más pobres que las suyas. La conciencia ha fracasado por completo en la tarea de afinarlas y aumentarlas. En cambio, ¡qué diferencia entre nuestro plexo emocional y el de los animales en cuyos sistemas nerviosos no bulle la conciencia! ¡Cuántas pasiones nuevas, cuántos sentimientos, qué gama de matices a la hora de modularlos! «Todas las emociones animales pueden ser trascendidas en el ámbito humano: la esfera de la voluntad y del hábito, como establecíamos en un punto anterior, da lugar a virtudes y vicios propiamente humanos y a sus respectivas emotividades» (Rodrígu ez Valls, 2014: 49). Las emociones ya no son las mismas desde que sus manifestaciones tuvieron que atravesar el filtro de la conciencia. Pero lo verdaderamente llamativo es la existencia de emociones específicamente humanas (podríamos decir: emociones de la conciencia). Son las que Francisco Rodríguez Valls ha llamado emociones de « arriba-abajo»:
que hubieran podido aparecer si no es de la confrontación de la conciencia con su propio vacío. El tema requeriría un considerable desarrollo que debo dejar pendiente para mejor ocasión. Conciencia y emoción son dos aspectos de la vida mental complementarios. Opuestas frontalmente la primera no tiene nada que hacer, pero cuando sus brújulas apuntan en la misma dirección se refuerzan entre sí de modo insospechado. Por lo que a mí respecta, los textos de neurociencia que he leído poco me han enseñado: de sobra sé la diferencia que existe cuando mi conciencia remonta o baja la corriente de la pasión. Durante bastantes años este libro pesaba sobre mí como una tarea pendiente que siempre abordaba con apatía, avanzando muy poquitas páginas cada vez. Solo hace dos meses la llama de la pasión prendió y al momento todos los obstáculos que me detenían ardieron como leña seca que chisporrotea alegre en la chimenea. El esfuerzo de todo hombre cabal no ha de estar orientado a sobreponerse al soplo de las emociones, sino disponer la vela de la razón de tal manera que aquellas la empujen como un buen viento. Entonces llegan a ser lo que por derecho les corresponde: los servomotores de la conciencia.
Pero hay emociones a las que podríamos llamar de «arriba-abajo», es decir, que surgen de la contemplación de diferentes ideas o ideales y que despiertan espontáneamente un conjunco de sensaciones corporales. Eso es lo que ocurre con la comprensión de la libertad cuando se contempla como proyecto y surge la sensación de angustia o cuando se contempla la quiebra de la razón desde un lugar seguro y surge la risa (Rodríguez Valls, 2014: 50). Con la aparición y desarrollo del nihilismo en la escena intelectual europea, hemos asistido a una floración inaudita de fenómenos que solo acierto a llamar «emociones metafísicas» que, teniendo como toda emoción innegables connotaciones corpóreas, ni siquiera es concebible
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EL DESFONDAMIENTO DE LA CONCIENCIA
Hasta cierto punto tenían razón los conductistas cuando hacían de la conciencia una caja negra que era innecesario abrir. Es lo que pasa con una caja vacía, y vacía estaba la conciencia, desde luego, pero no dejaba de ser caja con vocación de llenarse o ser llenada. Para salir de su miseria se dejó instruir por la naturaleza, ciega maestra que solo sabe enseñar a través de la dialéctica muerte/ supervivencia. Gracias a la selección natural, la larga historia de la vida había colmado a la naturaleza de soluciones a todos los problemas, salvo al de aprender rápido. Y eso fue precisamente lo que hizo la conciencia: aprender muy rápidamente, limitándose al principio a copiar, como hicieron en sus periodos de despegue los japoneses, chinos y coreanos. Pero al i~al que a los pueblos asiáticos, pronto le llegó a la conciencia la hora de innovar, cansada del miope apego de la naturaleza a las respuestas prefabricadas. Como con tanta agudeza ha señalado Popper, nuestras teorías mueren por nosotros, porque la conciencia nos ofrece la posibilidad de crear un escenario (el « teatro cartesiano» del que tanto se burla Dennett) donde el cruento mecanismo de la selección natural se recrea con las garras y dientes bien limados. A la larga, el conflicto entre conciencia y naturaleza era inevitable, pero para que llegara a plantearse tuvo que precederle un largo periodo de simbiosis. Antes de convertirse en competidora, la conciencia fue muchos siglos aprendiz y secuaz. Cuando el discípulo llega a ha-
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cerse más sabio que el maestro surge la rivaLdad, pero a veces esta convive con el recuerdo de la cordialidad que amaño había. «Ahora me estorbas, pero no olvido que si me he elevado hasta donde estoy, ha sido gracias a ti » . El yo consciente sabe cuán irreconciliable es con el ello inconsciente, pero también cuánto le debe. Además, no es solo cuestión de gratitud, deseo de premiar servicios prestados. La naturaleza no debe nada a la conciencia - al menos no a la conciencia humana-. Durante eones sobrevivió y progresó sin ella. Pero allí donde la conciencia ha hecho su trabajo, la naturaleza ha perdido cualquier autonomía. No sabríamos sobrevivir tan solo a base de instintos. El camino de retorno ala selva está cerrado para el hombre, por mucho que se empeñen en lo contrario las corrientes de pensamiento neo-rousseauniano (que al fin y al cabo son un producto más de la conciencia). Pero del mismo modo que en nosotros la naturaleza se ha hecho dependiente de la conciencia, esta sigue dependiendo de aquella. Los automatismos son hoy en día tan importantes como siempre. ¿Cómo puede ser que después de miles, tal vez ciemos de miles de años, la conciencia no haya sido capaz de dejar definitivamente atrás a la naturaleza? Los japoneses ya no necesitan copiar sus automóviles de los alemanes; ahora se les ocurren modelos tan buenos como los que se diseñan en Europa. La metáfora no funciona bien en este aspecto, porque la conciencia sigue siendo discípula, no acaba de alcanzar el grado de maestra. El motivo no es anecdótico; radica en un rasgo estructural: resulta que además de su originaria oquedad, la conciencia está desfondada. Aquí el verbo tiene que ser conjugado en presente, porque es un desfondamiemo que no tiene remedio y, por consiguiente, tampoco lo tienen sus efectos. La conciencia estaba vacía cuando afloró en el sistema nervioso central de individuos pertenecientes al género Romo. Sigue estándolo, porque se comporta como un depósito agujereado. Existen muchos indicios que evidencian esta penosa circunstancia. El primero de todos, la estrechez de la propia conciencia. Resulta que además de vacía es angosta, y los intentos por ensancharla no prosperan. No sé si al lector le pasa como a mí: soy incapaz de enterarme si me hablan dos personas al mismo tiempo, o de superar esas pruebas en que la mano izquierda se enfrenta a una tarea diferente de la mano derecha. Hay personas más capaces de hacerlo, empezando por los pianistas y terminando por las personas que se ocupan de las mil tareas del hogar y la crianza de los hijos. Pero sospecho que no lo consiguen porque sus conciencias sean realmente capaces de contener muchas cosas a la vez, sino porque han desarrollado una habilidad especial para interaccionar en tiempo real con la naturaleza y aprovechar sus más amplios recursos.
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CONCIENCIA Y MEMORIA
.Otro dato significativo es la falibilidad de la memoria. Hay quien sosnene que la memoria es clave y esencia de la identidad humana y no tengo inconveniente en admitirlo, siempre que se acote que se trata de una identidad ya cerrada y como acartonada, una identidad sida. Ahora bien, ¿es así cualquier tipo de memoria? 30 Tal vez solo forma lo quepodríamos llamar « memorias de clase l » : consisten en cifrar cualquier tipo de configuración material que persiste en el tiempo. Pueden ser letras sobre un papel, altibajos en un microsurco, partÍculas magnetizadas de cierta forma, secuencias de nucleótidos, facilitaciones de ciertas sinapsis, concentración enriquecida de determinadas moléculas, etc. etc. En general, todo aquello que pueda ser reconocido una y otra vez: cada nuevo escrutinio en una rememoración. Es un tipo de memoria que la ciencia natural puede explicar perfectamente bien y por tamo es una memoria naturalizada o por lo menos naturalizable. También es susceptible de naturalización un segundo tipo, la « memoria clase Il», que es una especie de metamemoria o memoria de segundo grado, es decir, aquella que me sirve para recordar que tengo que acordarme, como cuando hago un nudo para no olvidar bajar la basura o invento una regla nemotécnica para no fallar en el examen. En principio podría ser nuevamente reiterada y tener memorias de clase superior, como si apunto el n~mero de la página donde he puesto la dirección del banco en cuya caJa fuerte guardo el manuscrito de mis memorias ... Pero nada de eso nos saca del orden natural. ¿Hay algún tipo de memoria que lo haga? La llamaríamos « memoria de clase Ü» y tiene que ser mucho más simple, radical y metafísica. ¿Por qué no el conatus de Spinoza, es decir, esa tendencia innata a persistir de todo lo que empieza a ser en el tiempo? Hay versiones físicas de la idea, como la noción de inercia o los principios de conservación (de cantidad de movimiento, momento angular, masa, energía, etc.). Como es tan genérica e inespecífica, no está condicionada por la presencia de significantes materiales, códigos ni procesos de recuperación. No es memoria de esto o de lo otro, es memoria de sí. Por eso llamaba Borges «recordarse» al despertar. La conciencia carece -es parte de sus indigencias - de memorias de clase I, clase II o superiores, pero no veo ningún motivo para negarle memoria clase O. Es una especie de inercia ontológica, la resistencia congénita de cualquier entidad, 30
No sigo la usual clasificación propuesta por Ende! Tulvingpara la memoria (episódica, semántica, perceptiva, operativa y procedimental ) porque no me interesa la d iversidad funcional y/o fisiológica que presenta, sino las alternativas que plantea su naturalización.
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sea la que sea, a apagarse como una pavesa, quedar confinada en un abrir y cerrar de ojos, pasar con el instante. Esta memoria es compatible con la vacuidad de la conciencia porque no tiene ni constituye contenidos, es pura y simplemente automemoria, lo que le da un carácter reflejo que se aviene muy bien con el volver sobre sí que constituye su esencia. Solo es posible «volver » cuando se tiene noticia implícita de dónde ha salido uno. Como no es necesariamente natural, la memoria tipo Oes muy escurridiza y nada fácil de objetivar, .fero nos llegan con cierta facilida? sus reverberaciones. Pensemos por eJemplo en el caso del hombre olvidadizo (yo mismo soy un buen ejemplo) que está constantemente descubriendo « huecos» en su memoria. ¿Cuál es el número de teléfono de mi hermana, cómo se llama ese alumno que me hizo un trabajo tan excelente, qué sinónimo de « recordar» tenía en la mente hace un momento y se me ha ido? No nos acordamos de la cosa, pero sí del vacío que nos ha dejado. Podría confundirse con la memoria clase II (es como descubrir que alguien ha vaciado la caja donde guardábamos el plano del tesoro), pero en cierro sentido también implica identificar el lugar que ames estaba ocupado por un dato y ahora está en blanco. Es una proromemoria que no va hacia adelante en la cadena de códigos y significantes, sino hacia atrás en la de agentes codificadores y donantes d e sentido. Un atisbo más de memoria clase Ola da el hombre que ha perdido no esta o aquella memoria, sino toda ella. Ya sé que apenas es posible tal cosa, pero quien padece una amnesia profunda, quien no recuerda su nombre, identidad, historia y ni siquiera el abe de su temperamento, por lo menos tiene clara conciencia - clara memoria- de que no ha surgido de la nada en ese preciso instante, que tiene un pasado, aunque no sepa cuál. Se acuerda, en d efinitiva, de sí mismo, aunque sea al modo d e una margarita que ha perdido hasta la última hoja. Hay películas en que un h ombre muy bueno trata de recordar quién ha sido y acaba descubriendo que fue un despiadado asesino. Curiosamente, recordarlo no le hace volver a serlo. Los guionistas de Hollywood tienen a veces el capricho de hacernos soñar con imposibles, pero la historia del malvado rehabilitado por la amnesia es consistente con el hecho de que la conciencia está estructuralmente vertida hacia adelante (quiere) y hacia atrás (tiene memoria clase O) pero no incondicionalmente atada a lo que ha sido. La proromemoria establece la continuidad de la conciencia en el tiempo y en ese sentido es el punto de engarce de lo físico con lo metafísico. El vacío del que parte, vacío irrellenable por su desfondamiemo, hace que la conciencia no pueda dar siquiera un pasito sin la ayuda de la naturaleza (memorias clase I y superiores) . Al descubrir que dentro de sí carece de ganchos o estanterías donde ubicar y retener cualquier clase de contenidos, busca unos y otras donde le pilla más cerca, esto es -w1a
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vez más- , en el tejido nervioso al que acompaña y que le acompaña. Ella misma no es naturaleza, pero tampoco puede autoconstruirse como tal conciencia, porque todo lo que hace recae -quiéralo o no- en la naturaleza. En ese sentido es imposible que el hombre o la mujer se hagan a sí mismos; lo que hacen es siempre otra cosa que sí mismos. Lo cual por un lado es decepcionante, por otro liberador. Cuando era joven, vino a trabajar en mi universidad un amigo que por cierto comp romiso personal había renunciado a adquirir piso, vehículo o propiedades. Unos años después ganó una p laza en otra universidad. Mi mujer y yo acudimos a despedirlo. Tan solo llevaba consigo una maleta de regular tamaño: dentro cabían todos los bienes materiales que poseía en el mundo. Al volver a casa, después de tardar bastante en encontrar sitio para estacionar, la en contramos atestada de libros y cachivaches. Entonces le envidiamos en lo más hondo. ¡ ~é grado tan increíble de libertad había conquistado gracias a su desprendimiento! Ocioso añadir que desde entonces ha crecido exponencialmente la impedimenta (¡qué nombre tan bien inventado !) que me rodea. Pero a lo que iba: el desfondamiento y vacío de la conciencia no es un capricho ni el producto de una malquerencia: es el precio a pagar para escapar d e las cadenas que impone lo corpóreo. La naturaleza es para nosotros tentación : nos tienta porque cuando claudicamos ante ella ya no tenemos que partir de cero una y otra vez, podemos vivir de las rem as, evitar la agotadora tarea de inventarnos y reinvemarnos, cesar de abrir brecha, convertirnos de una vez por rodas en esclavos disciplinados que tan solo obedecen y endosan a sus amos la responsabilidad de encontrar alimento, descanso y diversión.
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CUERPO Y CONCIENCIA
De todos modos conviene recordar que la op osición naturaleza/ libertad no se puede extremar hasta el ciento por ciento. Aquí es muy adecuada la metáfora kantiana de la paloma, que al experimentar la resisten cia del aire considera (o pod ría considerar si fuese consciente) que volaría mejor en el vacío. El amigo que he recordado n o necesitó un capitoné para trasladarse, pero sí una maleta. Verse despojado de ella hubiese sido para él tan calamitoso como para mí el incen dio de la casa donde vivo. Y es que la conciencia por fuerza ha de pactar; no es un espíritu p uro. Su conexión con el organismo que habita es mucho más íntima que la del supuesto homúnculo con su h abitáculo. Cuando era un muchacho me rompí un codo y para reducir la fractura el médico me anestesió con cloroformo. Me puso un pañuelo sobre la cara y me d ijo que empezara a contar: no llegué ni a seis ames de
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perder la conciencia (aunque en realida? no la perdí, sino_ que se a~is mó en los más extraños delirios). De mil maneras se mamfiesta cuantos recovecos tiene la interfaz entre soma y mente, y una de ellas es que en apenas cinco segundos actúan con plenitud las propiedades narcóticas de una sustancia. No hay que dar muchos aldabonazos para despertar la conciencia. Menos aún para expuls~rla del cuerpo. S_i,ambos fuesen inquilinos de una vecindad, los tabtques de separac10n tendrían que ser extremadamente delgados. Además, como ha quedado dicho, en el apartamento de la conciencia no cabe un mal perchero, de manera que todo ha de depositarse en el piso de al lado, que es el del cuerpo. Más le vale llevarse bien con él, de otro modo ... El hombre, según hemos acordado, es un animal conscie_nte, pero no del tod~. Hay cantidad de cosas que pasan en el cuerpo sm que tengamos noncía de ello. Y es preferible que sea así, porque, dado lo angosta y s~per ficial que es, la conciencia se atasca en cuanto carga con demasta~as cosas. Incluso las tareas más trabajosamente adquiridas por su medtación pueden sin pérdida ser transferidas a las dependencias natur:Jes de la persona: estoy seguro de que Rubinste~n, más d e ~na vez y rotentras reg~laba al a~dit~rio sus ins_uperables mterpreta~wnes de Chopin, renta la conoenoa entretentda con un dolor de JUanetes o cualquier prosaísmo parejo. Reconozco que mucho de lo dicho en los últimos párrafos me hacen veh ementemente sospechoso de dualismo, adscripción que no me asusta, pues tampoco es constitu_t~va d~ ~elito. Ahora ?ien_, si hubiera de expresar con justeza mi posicwn, dma que la conctenoa_ y el resto de lo que constituye la realidad del hombre (cuerp?, or_gamsmo, ~lo que sea) no se relacionan entre sí como d~s sus~a~oas ~tferentes, smo como aspectos o dimensiones de una realt~ad un~ca. St tomai?os esta realidad tal cual y la hacemos pasar a traves del ftltro naturalista, obtenemos una versión parcial de lo humano que se atiene estrictame~te a esquemas legaliformes. Podemos lla~ar <~~uerpo~> a su contemdo (confieso que no se me ocurre una destgnacwn meJo,r), aunq~e convendría tener presente que el concepto de cuerpo ast establectdo no hace referencia en rarticular a lo táctil, impenetrable, extenso, etc., sino más en genera a lo reglado, a todo aquello que vemos del hombre cuando lo observamos a través del prisma nomológico. Por su parte, «conciencia» no quiere decir alma, espíritu ni cualquier otra noción parecida, aunque tenga rasgos que la aproximan a ellas, sino, de modo paralelo, aquellos aspectos de la realidad humana que conseguimos atrapar cuando prescindimos de todo lo que no sea el mundo interior de representaciones autotransparentes. No veo problema alguno para que ambas cosas correspondan a una única sustancia: ~i que estén estrechísimamente abrazadas y conectadas a través de muln-
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ples lazos . Lo único que defiendo y creo haber anrumentado in extenso es que la «~onciencia» así señalada no puede en ~odo alguno explicarse por medw de leyes naturales y - en este sentido- no forma parte del «cuerpo » . Lo cual no es óbice para que dependa funcional y esencialmente de él en muchos sentidos. Es inexacto volver sin más la relación por pasiva, porque au~que el cuerpo se ve_enormemente influido deJacto cuando la sustanoa que lo detenta nene también una d imensión consciente, a priori_no es obligado que la tenga. Esa es la razón de que el c?nc~pto ~e zombte (como cuerpo humano moviente del que la conctencta esta ausente) sea estrafalario, pero no absurdo; mientras no creo que se tenga en pie la idea de una conciencia humana descarnada. La c?,ncienci_a h~~ana ~e entrelaza con lo corpóreo por generación, vocac~on y obltgaaon. Al tgual que los mamíferos nacen con una dependenel~ to_t~ de sus madres, la conciencia no nace de la naturaleza, pero al pnnctpto depende de ella como su nodriza. Luego se entabla entre ambas una fraternal relación de amor-odio, ya que restrictivamente considerada la conciencia es completamente incapaz de atesorar conquista algun~. P?r eso el cuerpo es el centro de los afanes conscientes y también depomano y heredero universal de los bienes y males obtenidos con el sudor de la conciencia. Sencillamente, la conciencia no fabrica conciencia:_ solo sabe generar más naturaleza. No está totalmente privada de apmud para autotransformarse, pero solo en una dimensión que tiene que ver con la ética y que enseguida trataré. A todos los efectos sustantivos, nada puede retener; tan solo es apta para labrar el cuerpo que la alberga. Es como esos mirones incapaces de sentarse y tomar las cartas, pero muy expertos en aconsejar a los jugadores cómo maniobrar. Práctic~me~te todo lo que ella consigue tiene que ver con el cuerpo. La conctencta es una forma muy peculiar de rey Midas: no es naturaleza, pero todo lo que crea y toca se vuelve naturaleza en cuanto adquiere alguna consistencia. D e ahí el reincidente error de todos los que la confunden c?,n sus resultad?s. ~a avidez de los que han apostado por la naturalizacton de la conctenoa les hace confundirla con los sedimentos que va dejando. No es -~ácil iluminar la entraña de esta paradoja. Tal vez ayude una comparacwn con la estructura de los vegetales leñosos. Se sab e que en 31
¿Constituye la suma de conciencia y cuerpo, ral como acaban de ser definidos, la sustancia toral del hombre? No veo razón alguna para asegurarlo. Ambos elementos resultan de operaciones de selección tan distintas, que no tienen por qué agotar todo el ser qu~ ha pasa_d? por amb?s H.lrros. Lo único seguro es que el cuerpo es una suma de neces1dad posmva y neganva (azar bemgno). El azar salvaje no es naruralizable ni por ramo cuerpo. Tampoco tiene nada que ver con la conciencia. H e aquí un posible tercer elemento. ~e haya o no orros escapa por completo a mi discernimiento.
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los troncos de los árboles tan solo una parte participa activamente en el crecimiento y la renovación: es el cámbium, estrecha región formada por una sola capa de células que genera sucesivamente hacia dentro capas leñosas (las que sostienen con su rigidez el edificio vegetal) y hacia afuera el tejido que se encarga de la circulación de los fluidos de la planta y luego forma la inerte protección de la corteza. Pues bien, la conciencia es como el cámbium de los organismos que la tienen : en ella se concentran las expectativas de novedad y cambio, por su mediación llegan a donde ningún otro organismo conseguiría llegar nunca, pero ella misma ni sostiene, ni metaboliza, ni protege. Desde el punto de vista funcional, lo único que hace es remediar la ceguera de la selección natural como mecanismo de búsqueda de nuevas soluciones, cuya torpeza y lentitud no discute ni el más entusiasta darwinista. Al igual que en el tronco tanto el núcleo leñoso como la exterioridad funcional y protectora en su momento fueron cámbium, casi todo lo que el hombre ha sido, el sedimento que su conducta ha dejado en forma de costumbres, virtudes y vicios, antes pasó a través de la conciencia, de manera que la conformación de la naturaleza que va adquiriendo es epítome de la historia de su libertad. La diferencia, claro, es que el cámbium no deja de ser una estructura biológica físico química que la ciencia natural explica bastante bien. Como ocurría con la conciencia, en ella se concentra el potencial de crecimiento del organismo, pero en lo demás es diferente: en las células del cámbium los ribosomas fabrican proteínas a toda marcha y las mitocondrias suministran febrilmente la energía necesaria. La esbeltez de la conciencia es mucho más perfecta; a su alrededor bullen por millones los potenciales de acción de las neuronas involucradas, pero la esencia misma, el « darse cuenta de » se despliega en una dimensión diferente que no compromete para nada los balances energéticos y que se evapora como humo con la misma facilidad con que se presenta, lo que no impide que -entre tanto- produzca alteraciones más o menos permanentes en el cerebro y en otras zonas del organismo. Pero incluso en su aspecto meramente «natural» la metáfora del cámbium es útil. Hablar de « localización » de la conciencia es completamente impropio, pero sigue teniendo sentido preguntarse dónde es más sensible su presencia. La respuesta lógica sería: allí donde la plasticidad del organismo es mayor, en los lugares donde se concentra al máximo el potencial de novedad y apertura. Eso nos lleva a las células nerviosas que median entre áreas de recepción de información sensorial y emergencia de respuestas motoras, en las puntas de los árboles dendríticos donde a mayor velocidad nacen, se desarrollan o atrofian las sinapsis y donde las fluctuaciones de los sistemas dinámicos complejos son más pronunciadas.
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MOTIVOS Y LAS REGLAS
Cambiaré ahora de ejemplo para resaltar otro aspecto de la relación entre la conciencia y el cuerpo. La filosofía práctica de Kant puede servirnos de ayuda. Para este filósofo la libertad, rasgo distintivo de lo consciente en el sentido que aquí se le ha dado, no puede estar li~ada al capricho, a los volubles deseos que nos asaltan. Todo lo que asciende de las « profundidades » (las oscuras pasiones, el sueño, el inconsciente), o proviene del cuerpo, o acaso de espíritus extraños a nosotros, pero no de nuestra libertad. La libertad es en el hombre prerrogativa exclusiva de la conciencia y su misterio es también el de una transparencia. Resulta por tanto aconsejable desoír ese continuo vaivén de los requerimientos afectivos y las pasiones. Si el cuerpo pretende ser escuchado por la conciencia, debe aprender a hablar en el lenguaje de esta. ¿Cómo propiciar el encuentro de ambas instancias ? Pues precisamente gracias a la naturaleza: el cuerpo obedece reglas, es fiel servidor de cierto tipo de necesidad; la conciencia está en cambio capacitada para prescribir reglas, sabe encauzar y dirigir la naturaleza. A través de las reglas se puede entablar entre estas dos dimensiones de lo humano un diálogo civilizado. La conciencia ha de imponer normas conformes a su propia dignidad que satisfagan las necesidades del cuerpo, al tiempo que potencian sus mejores virtualidades. Sabemos que Kant aplicó sin claudicaciones este principio a su vida. Gracias a ello consiguió llevar a cabo una obra tan monumental como la que le debemos. No obstante, en sus últimos años fue víctima de la demencia senil, extremo del que tenemos puntual noticia por culpa de su biógrafo Wasianski. Su conciencia claudicó progresivamente y se fue entregando a una naturaleza que también había entrado en un proceso degenerativo. De esta forma llegó a ser una caricatura de sí mismo (hay frívolos que toman esa caricatura por el retrato verdadero). Las normas ya no eran dictadas por la razón (esto es, por lo que él llamaba así y yo denomino conciencia), sino por las manías de un cerebro enfermo. Se le ocurrió un buen día que no era bueno transpirar (Wasianski, 1974: 226) y a partir de entonces cuando se notaba sudoroso se paraba de inmediato como una estatua para escapar a la supuesta amenaza. Y así con decenas de detalles que poblaron su vida de rarezas. Cabe concluir que su conciencia, esa conciencia admirable que hizo de él un maestro de la humanidad, no dejó que la invadiera, pues eso es imposible, pero sí que la suplantara la morbosidad de una naturaleza declinante. A pesar de todo, quien tuvo retuvo. El mismo Wasianski relata que, muy poco antes de morir, vino a visitarle el médico y lo encontró en un estado de agitación indescriptible. El secretario del filósofo aclaró al recién llegado que debía sentarse, porque aquel nerviosismo se debía a su incapacidad de levantarse y recibir como era debido al huésped.
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La conciencia inexpl icada
Tomó asiento entonces y Kant recobró la serenidad, pronunciando una de sus últimas frases inteligibles: « Todavía no me ha abandonado del todo el sentimiento de la humanidad» (Wasianski, 1974: 286-287). Soy poco partidario de lo que Kant sostiene en la Crítica de la razón pura, pero muchas afirmaciones de la Crítica de la razón práctica y la Fundamentación de una metafísica de las costumbres constituyen una aportación mayor a la filosofía de la libertad. Me indigna que algunos hayan hecho palanca sobre ellas para denigrar a este hombre. Lo presentan como un espíritu frío y adusto, incapaz de valorar el calor de los sentimientos humanos. «¡El deber por el deber, vaya patochada!», proclama orondo y satisfecho cualquier majadero. Por la misma regla de tres, puesto que el alcohol vuelve a las personas más generosas y expansivas, todos deberíamos darnos a la bebida. Lo que viene a enseñar Kant es que la simpatÍa del que está achispado no es genuina, sino prestada, junto con otras características menos deseables (susceptibilidad, ofuscación). Supongamos que diseñaran una pastilla que nos otorgara infaliblemente rodas las cualidades que hacen amable a una persona. Sé que muchos firmarían a ciegas el correspondiente recibo32, pero opino que lo lógico sería enamorarnos de la pastilla misma y no de quien la toma: cualquier otro sería igual de simpático con semejante aditivo. El dilema que entonces se plantea es el siguiente: ¿Hay en nosotros algo bueno que no se deba a la buena dotación genética, al buen desarrollo embrionario, a las buenas circunstancias que han presidido nuestra existencia, la buena educación, buenas compañías, buenas lecturas, buen traro con nuestros semejantes? ¿Hay algo más que carambolas biológico-culturales? Si no lo hubiera, arrojemos a la basura los libros d e ética, o no los arrojemos, pero démonos cuenta de que solo representan una forma de condicionamiento más. Entonces sí que habría que aceptar que la única libertad posible consiste en asumir que somos sin ninguna excepción el teatro de operaciones de azar, necesidad y nada más. A lo mejor tienen razón los que piensan así, pero no hay ninguna evidencia científica ni Hlosófica que lo certifique y, puestos a apostar, ¿por qué no apostar a fondo por la libertad, como hizo Kant? Acaso no le ~ustara beber cerveza o ir de farra con los amigotes, pero vivió a fondo la pasión más noble que un ser humano puede experimentar: creer en la excelencia de la condición humana y quemar sus naves para no desmerecer de ella. Hay muchísimas cosas en la vida cuya bondad depende del según y cómo, pero la bondad incondicionada solo la otorga la conciencia cuando con-
sigue estar atenta, no a lo que de ella sale (ya he repetido hasta la saciedad que no sale nada concreto), sino a lo que la llena sin estorbar su vocación de se~ir llenándose de cosas buenas ... hasta el infinito. El único pecado que la conciencia puede cometer (lástima que sea tan fácil caer en él) es conformarse con demasiado poco.
32 «Si algún gran poder estuviera de acuerdo en hacerme siempre pensar lo que es verdad y hacer lo que es correcto, con la condició n de convertirme en algo así como un reloj y se me diera cuerda cada mañana antes de saltar de la cama, cerraría el traro instantáneamente» . Thomas Huxley, citado en: Saralegui, 2007: 302.
33 Basándose en ciertas observaciones del espectro de quásares lejan os, John Webb y colaboradores pretendieron haber descubierto cierta variación en el valor de la constante de estructura ftna. D ichas observaciones han sido criticadas por varios motivos. Además, recientemente el margen de posible variación de la constante ha sido reduci-
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NOMOLÓGICO Y NOMOGÓNICO
Ya dije páginas atrás que iba a hacer una propuesta más bien especulativa. Habrá quien no me lo perdone, pero también quien la considere insuficiente. « Prometiste un tratamiento positivo de la conciencia. Pero recalcas tanto su vacío y desfondamiento, que lo que enseñas acerca de ella también es bastante vacuo. Sabemos cuál es según tu versión la esencia del cuerpo o dimensión natural del hombre: el sometimiento a las leyes naturales. ¿Acaso eres incapaz de encontrar una clave equiparable para orientarnos un poco mejor sobre lo que llamas "conciencia"?» Es quizá momento de recordar a N icolás Gómez D ávila cuando puntualiza: «A cierto nivel profundo roda acusación que nos hagan acierta» (Gómez Dávila, 2007: 53). D e todos modos, todavía me queda en la recámara un proyectil para intentar dar en el blanco. Disparemos pues esa última bala. Ha quedado establecido que las claves para comprender la naturaleza y lo que de ella depende son las leyes. Por consiguiente, debe estar atravesada por leyes a todos los niveles y en rodas las direcciones. Reglas conformes al esquema si... entonces forman la urdimbre y la trama del tejido universal. Presumo que en eso estamos de acuerdo. Ahora bien, ¿de dónde surgen las propias leyes?¿ Cuál es su raíz, de qué modo podría darse cuenta de ellas? Incómodas preguntas, porque suscitan la alternativa de un Legislador universal o algo parecido. Eso nos lleva a los umbrales de la teología filosófica (o bien de la antiteología), asunto que espero tratar algún día, pero desde luego no ahora. Dejemos por el momento abiertas rodas las opciones. Lo que no parece dudoso es que existe algo así como una legislación natural universal. Las observaciones de físicos y astrónomos avalan que las mismas leyes y constantes conservan su vigencia hasta donde alcanza nuestra capacidad de observación (Soler, 2014). También hay indicios de ~ue no han sufrido alteraciones significativas desde que tenemos noticia 3. En el plano teórico se ha especu-
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lado -sobre codo a partir de la idea de multiverso- con la idea de que distintas leyes y constantes regirían diversos ámbitos cósmicos. Es alg? que solo ocurriría a bajos niveles de energía, porq~e en los altos la umformidad reinaría por doquier. Hay una alternanva extremadamente osada: Max Teomark pretende que existen tantos universos como conjuntos de leyes posibles (Tegmark, 20 14), pero su propuest~ est~ sujeta a o-ravísimas objeciones y contradice por completo la expenenc1a de lo q~e ocurre en el entorno próximo (Arana, 2012: 340-342). De modo que pocas dudas hay de que vivimos en un universo sometido a unas leyes y constantes tan especiales que no parece hayan resultado y se mantengan vigentes por casualidad. Existe ajuste, incluso ajuste _fino (aunque no voy a discutir por el momento si se trata o ~o de un aJ~Ste antrópico ). ¿Por qué? Una posibilidad es no dar ninguna ImportanCia al hecho, un poco como hacía Fred Hoyle cuando afirmaba: « La g~nte se preo-unta de vez en cuando de dónde viene la materia creada. Y bten, no vie;;e de ninguna parte. La materia simplemente apar~ce: e~ ~reada » (Hoyle, 1950: 1OS). Pero sería peregrino que un naturaltsta ehgtera una opción tan gratuita, o sea, tan irracional. Darían mejor imagen si encontraran algún proceso de nomogénesis inmanente a la naturaleza, al~o semejante al « darwinismo cosmológico» que ha propuesto Smolm (Smolin, 1997), aunque esta respuesta tiene el inconveniente de que solo podría explicar la diversificación de leyes en bajos rangos de energía. Las alternativas teísta, deísta y panteísta están también ahí, pero ya anuncié que no iba a discutirlas. Lo único que necesitO ahora es constatar la presencia estable de numerosísimas leyes naturales que forman un todo unitario. Es razonable admitir que provienen de la elección por parte de un agente extrínseco, o bien ~e algún proceso inherente al propio universo. El universo es nomológtco (de otro modo la idea m isma de « naturalismo» carecería de sentido) y el hecho de serlo implica la existencia de instancias nomogónicas, generadoras de leyes. Si las leyes naturales arrastran co~sigo el presupues_t,o de que han sido establecidas, aunque ignoremos como, la mstauraczon de leyes no es propiamente un factor natural, porque no está él mismo sometido a las leyes naturales, sino que se asocia necesariamente a ellas como su condición de posibilidad.
do drásticamente, gracias a nuevas y muy precisas observaciones de laboratorio, realizadas con relojes atómicos. Es cierto q ue reelaboraciones teóricas más o m_enos retorcidas, como la de John Barrow, pueden reconciliar (aún) los d~tos observac1on~es con la tesis de una variación (por ejemplo, si esta se ha ido amorn~uan~o c~n el uempo). Sin embargo, el punto de vista dominante dentro de la comtm1dad Científica es que las medidas fiables apuntan de modo cada vez más claro a la invarianza de la constante de estructura fina. Debo esta nota a Francisco Soler.
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Una vez sentados estos presupuestos, abandono el terreno de la nomogénesis cósmica para afirmar que a lo que más se acerca la conciencia humana, una vez examinadas y desechadas las otras alternativas, es a un agente nomogónico (legislador). Varias consideraciones así lo sugieren: La primera es que el legislador en cuan ro legislador no está sujeto a las leyes que dicta, porque de otro modo se produciría un círculo vicioso. En cambio, en cuanto ciudadano, súbdito, etc., sí que está sujeto a ellas una vez promulgadas. No hay el más mínimo indicio para sospechar que la conciencia humana sea autora de las leyes de la naturaleza pero, cuando indaga la existencia de leyes que no son suyas, le es muy útil actuar como si loJuera, lo que a su vez implica distanciarse del imperio de la ley y rastrear las funciones que desempeña y su puesto en la economía global del universo. Es muy significativo que solo los humanos (los únicos de los que hay segura constancia de su carácter consciente) han conseguido ir desvelando el tejido legal de la naturaleza. La segunda es que la mirada del legislador suele y debe ser miope para el caso concretO, pero atenta a las generalidades. D e nuevo la conciencia humana deja muy poco que desear en este respecto, puestO que tiene una tendencia innata a la abstracción. No hay nada en el horizonte cósmico que se le pueda comparar. Tanto la estrechez de la conciencia como el estar privada de memoria tipo I o superior hacen comprensible la facilidad con que omite detalles concretos, soslaya lo individual y trata de unificar al máximo amparándose en lo universal. El gustO con que los seres conscientes subordinan las leyes más particulares a principios más abarcativos recuerda el afán tipificador propio de todo legislador. H ay otros dos valores que una y otro aprecian : la unidad sintética de las fórmulas y la amplitud universal de sus aplicaciones. La tercera es la importancia del momento reflexivo tanto en el legislador como en la conciencia humana. La acritud natural es ingenua y directa, carece de los alambicamientos de quien sabe por experiencia cuántas veces las consecuencias de los principios adoptados revierten sobre su primitiva validez y exigen que los reformulemos (bien lo sabe el refranero español: puesta la ley, puesta la trampa). La conciencia está estructuralmente constituida para superar muy pronto la simplicidad d e creer que quienes tiene enfrente no están volviendo una y otra vez sobre sus propios supuestas para doblegarla si se abstiene de h acer reevaluaciones críticas de sus protOcolos de acción. La cuarta y más importante tiene que ver con el h echo de que las leyes no resultan cuestionables y revisables por aquel cuya esencia se agota en cumplirlas. Hasta el momento niil:~n electroimán ha puesto en duda la corrección de las leyes de Maxwell, ni a los gases se les ocurre reflexionar sobre la justicia de la ley de Boyle-Mariotte. Es el legislador quien investiga si sería mejor formular así o asá la ley que está elaboran-
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do y, una vez puesta en vigor, se sigue preguntando si no convendría revisarla y modificarla en este punto o en aquel otro. Pues bien, el universo está lleno de súbditos rendidos que obedecen cieoamente la legislación natural. Hay en esto una rara unanimidad, salv~ una vez más la excepción de los organismos inquietados por la conciencia, porque siempre andan sospechando que las cosas podrían haber quedado establecidas mucho mejor. Dicho de otra manera: tanto para el que la interpreta, como para el que la acata o aplica, la ley es la ley; es como es, no como debiera ser; ni siquiera se les ocurre hablar de « deber ser » en este contexto. En cambio toda ley - no importa que sea natural o humana- tiene una connotación moral para quien la formula y promulga, puesto que de hacerlo bien o mal depende su éxito o fracaso como leaislador. ¿De dónde si no procederían todos los cuestionamientos d~ la existencia de Dios basados en la presencia de mal en el mundo? Cuando el fenómeno de la increencia no se había extendido y todos aceptaban que el mundo no es ni más ni menos que como Dios lo hizo, no por eso dejaban de preguntarse si no podría haberlo creado de un modo diferente. H asta el rey Alfonso X de Castilla se creyó amo rizado a darle un par de consejos sobre cómo hacer más simples las circunvoluciones celestes. La «falacia naturalista» es una figura popularizada por el fúósofo George Moore que subraya la imposibilidad de extraer leaítimamente 0 conclusión alguna sobre el « deber ser » a partir del «ser » de las cosas. Contra ella han arremetido los naturalistas empeñados en « naturaliza~» también a la ética, aunque quizá sería más justo decir que no han cepdo en el empeño de incurrir en dicha falacia. Dándole una vuelta más al asunto, diría que me parece correcto negar que el « deber ser» se derive del «ser », pero - si considerarnos la relación inversa- resulta que al menos el «ser natural» solo puede resultar del « deber ser », puesto que solo la ley lo constituye e identifica como tal y las leyes naturales son producto de una elección indudablemente «buena» para todo lo que nace de ellas. Si el « deber ser » está antes o más allá de lo que las leyes ayudan a producir, resulta que se encuentra en el mismo locus ontológico donde hemos ubicado la conciencia. Es algo que ilumina el dato de que la conciencia psicológica y la conciencia moral se encuentren tan próximas. La primera acepción del término « conciencia » establecida por el Diccionario de la Real Academia apunta a la psicolóaica: «Propiedad del espíritu human o de reconocerse en sus atribu~s esenciales y en todas las modificaciones que en sí mismo experimenta» ; mientras que la segunda alude a la moral: «Conocimiento interior del bien y del mal ». ¿Por qué eligió el genio del idioma un solo vocablo para acoger dos semánticas tan contrastadas? Está claro que porque no se le escapó la conexión profunda de ambas, aunque a primera vista se
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oculte. ¿~é tiene que ver conocerse con averiguar lo que es bueno y sobre todo con hacerlo? Ante todo hay que recordar que la conciencia es tamo querer como conocer, y que ese querer, previo a toda ley natural, tiene una direccionalidad sobre la que no es difícil montar una axiología, un criterio para distinguir el bien del mal. ¿~é d ireccionalidad? Vimos que la conciencia hwnana originaria consiste en el conocimiento del mundo fenoménico, posible gracias a su asociación con un organismo corpóreo, y que al mismo tiempo involucra un autoconocimiento. Mas ese conocimiento de sí no es nada alentador: la conciencia es estrecha} delgada y hueca: tres marcas no ya de finitud} sino de nihilidad. Como no hile muy fino, la conciencia aparece ante sí misma como una nada p or partida triple. En ese sentido, el materialismo eliminativista, el epifenomenismo y el p ropio naturalismo tienen raíces muy antiguas. Pretender h acer virtud de la debilidad es otra posibilidad: la que alimenta muchas corrientes de la espiritualidad oriental. Le reacción primera y espontánea de la conciencia frente a la deprimente imagen que vio ' cuando volvió hacia sí el espejo después de ver reflejado en él la naturaleza, tuvo que ser de rechazo, negación, huida. No le gustó esa especie de pellejo arrugado que vio. Su esencia era la lucidez, pero una lucidez hueca. Estando situada en un plano ontológico más radical de la naturaleza, su tendencia espontánea era legislar, pero ¿legislar cómo, desde dónde, para qué fin? No hay duda de que el entramado legal del cosmos tiene que proceder de un principio consciente, pero desde luego no tan endeble y privado de todo como la conciencia humana. Al no disponer de medios ni poder para legislar hacia afuera> no tuvo más remedio que hacerlo hacia dentro. Ahí está la fuente de la eticidad humana. Una eticidad que originalmente estuvo presidida por el propósito de remediar como fuera ese inmenso vacío interior: escapar de la nada propia, nada que para él representaba el mal radical. La aventura humana comenzó entonces como búsqueda de una plenitud ausente. Esto le dio un sentido, un sesgo teleológico, una escala de valor. ¿Pero cómo dotarle además de contenidos con cretos y alcanzables? Una vez más en connivencia con la naturaleza. El mono atormentado que éramos dio en pensar que no estaba bien matar más bisontes que los que su grupo p odría razonablemente comer a lo largo del invierno, que era de justicia entre~ar a la horda vecina algunas hembras a cambio de las que le h abían arrebatado, que no había por qué negar a un extraño desvalido el auxilio que imploraba ... Por supuesto que al actuar así conseguía que a largo plazo no se agotaran los alimentos, degenerara la raza o cundiese la inseguridad por doquier, pero ¿cuánto hubiese tardado la selección natural en descubrirlo, teniendo en cuenta la variabilidad de las condiciones de vida en la época de las glaciaciones? La libertad encontró su sitio en este mundo no en contra de la naturaleza, sino en consonancia con ella, potenciando
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sus efectos saludables para la especie y minimizando los perjudiciales. Poco a poco fue naciendo todo un orden de reglas y principios, que en primera instancia ayudaban a la primitiva comunidad humana a ser más eficiente y vivir mejor, pero que sobre todo confirmaban a la conciencia en ese papel de legisladora de sí misma, gracias al cual el horrible agujero en que originariamente consistÍa empezó a ser un poco menos negro.
para serlo. Pero confirma la sospecha de que hay al menos dos tipos de realidades recíprocamente irreductibles entre sí. Mejor dicho: no solo dos, sino tres: primero, las realidades que total o parcialmente obedecen las leyes naturales; segundo, la realidad o realidades inmanente(s) o trascendente(s) al universo que han introducido y mantienen en vigor las leyes; tercero, las conciencias humanas y las que eventualmente posean entidades no humanas, gracias a las cuales se ha producido una diversificación de la instancia ética. El bien ya no es algo reservado a la potencia legisladora universal, sino que reaparece aquí y allá, mezclado inextricablemente con el mal, entre aquellos que son legisladores de su propia conducta. ¿Pero cómo es posible que algo tan leve y desprovisto de todo como la conciencia pueda desempeñar un papel relevante en la economía universal? En primer lugar, gracias a que el mundo tiene el aspecto de haber sido proyectado así. Es muy improbable que sea casual la posibilidad de concentrar en un solo punto y de un modo perfectamente natural tanto contenido significativo. Los fotones recorren sin impedimento miles de millones de años luz en virtud de la transparencia sin igual de los gigantescos supercún1Ulos de galaxias, y luego unas estructuras tan refinadas como las células retiniales los captan y cifran mensajes que en el sistema nervioso central se ponen a disposición de « quien corresponda» . Y así sucesivamente. La conciencia humana no aparece sin más en un entorno hostil, surge en el momento y lugar precisos para que sus virtualidades a-naturales confluyan con los dispositivos naturales y entre ambos den lugar a la criatura más sabia y poderosa de la que haya noticia. Un escéptico dirá que la perfecta simbiosis entre conciencia y los sistemas cognitivos y motores acoplados a ella no es más sorprendente que el hecho de que la longitud de nuestras piernas sea la adecuada para que lleguen exactamente hasta el suelo: la armonía no sería en tal caso un milagro sino la consecuencia de un ajuste automático. No tengo inconveniente en aceptar la chanza, siempre que se tenaa en cuenta que mientras en el caso de la longitud de nuestras extremidades solo interviene la fuerza de la gravedad para lograr el ajuste (puesto que gobierna a ambos lados de él), en el caso de la conciencia el acoplamiento con sus fuentes de información y servomotores se produce en la confluencia de dos órdenes ontológicos bien diferentes: el nomológico y el nomogónico. Hilary Purnam finaliza una reseña de su concepción revisada de la mente con la siguiente consideración:
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CONCLUSIÓN
Comparto con los naturalistas la tesis de que es indiscutible la existencia de Lm orden natural plasmado en un vasto conjunto de leyes perfectamente ajustado para lograr el prodigio de unidad y diversidad que es nuestro universo. Pero me distancio de ellos porque estoy convencido de que no han ahondado suficientemente en los presupuestos de tal orden. ¿Cómo pueden pensar que haya leyes sin un principio o principios que las instauren? Podrá por supuesto dudarse del carácter personal o impersonal, inmanente o trascendente de la instancia legisladora. Pero resulta indudable que hay dentro o fuera del universo dos tipos de realidad irreductibles entre sí: el nomológico} al que compete cwnplir las leyes, y el nomogónico} cuyo cometido es instaurarlas. Si uno es naturalista y además coherente (ambas cosas no siempre van juntas, por desgracia) tendrá que buscar dentro del universo rastros e indicios de lo nomogónico, porque si todo en él fuera nomológico, eso se convertiría de inmediato en una prueba irrefutable de w1 poder nomogónico foera de él, lo que por cierto constituye la alternativa teórica que más aborrece. Por lo tanto, tiene que poder localizarla en el ámbito de la inmanencia34 . Pues bien : la conciencia humana es el único candidato creíble (salvo error u omisión por mi parte) de entre todos los habitantes del cosmos para ser reconocido como una fuente no naruralizable de reglas. Hay por supuesto reglas naturalizables, es decir, explicables enfonción de otras reglas, pero ese proceso no se puede llevar a término, porque no hay un único conjunto posible de reglas naturales. Por lo tanto, la fuente que buscamos tiene que ser una fuente última no naturalizable. De esa clase la única alternativa sería la que ofrece el hombre (y otros seres conscientes éticos, si es que los hay) . Evidentemente, la conciencia humana no es responsable del orden cósmico. Es demasiado estrecha, demasiado liviana, demasiado hueca 34 Si he conseguido entenderla correctamente, la propuesta de Luciano Espinosa iría en esa dirección: « Podríamos concluir que los proyectOs inco nscientes de la complejidad mencionados más arriba dan pie y se prolongan en una espontaneidad creciemememe am ogobernada y al cabo en una triple autocreación: evolutiva de la especie, histórica de la cultura y biográfica de la persona» (Espinosa, 2011: 77).
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Como bien vio James, el problema de la consciencia no existe por encima y aparte del problema de la vista, el o ído, el pensar, el recordar, el imaginar, el desear, el temer, etc. Pensar de otra manera es pensar en la consciencia como una misteriosa fuente de decorado que se
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Juan Arana Cañedo-Argüelles ha añadido al cerebro para que no tengamos exclusivamente una novia automática (Putnam, 2001: 207).
Se puede estar (yo lo estoy) en perfecto acuerdo con la letra de este texto y en completa discrepancia con su presumible espíritu. La conciencia -espero haber insistido en ello suficientemente- no es algo físicamente separable de otros aspectos tanto de la vida mental como material del sujeto que la detenta, pero posee una especificidad propia que hace que los cuerpos y seres en los que se da sean muy diforentes de si no la tuvieran. Además, esa diferencia no es posible retrotraerla a la dimensión inteligible de lo corpóreo o material, que es la dimensión de lo nomológico. En la conciencia y a través de ella emerge una dimensión de la realidad que estaba presente y activa -pero desapercibida- antes de su manifestación: la dimensión nomogónica, sin la que ni siquiera tendría sentido pensar en la otra.
Epílogo 65.
VERDADES Y BONDADES
Inicié este libro defendiendo que debemos apurar hasta las heces la copa de la verdad, sea esta dulce como la miel o amarga como la hiel. La verdad que he encontrado, en la esperanza de que no sea solo mía, es que la conciencia es algo muy peculiar que hay que poner aparte de todo lo demás y, en particular, de la naturaleza. Los naturalistas proponen una verdad diferente. En manos del lector está decidir si se acerca más a la verdad mi versión o la suya. Los argumentos en que me baso ya han quedado expuestos y he procurado recoger los suyos sin deformarlos ni oscurecerlos. En todo caso, hay suficientes referencias para remediar la eventual parcialidad de mi enfoque. Así pues, el caso está visto para sentencia. Dejando aparte cuál sea esta - y hablando offthe record- hay una pregunta en el aire con la que recogeríamos el cabo que quedó suelto en la presentación. ¿~é candidata a verdad es más dulce o, si eso es mucho pedir, menos amarga? Aquí hay una disparidad en el punto de partida, porque no me postulo como portavoz de ninguna escuela o corriente. Si alguien quiere colgarme una etiqueta 1, es muy dueño de hacerlo, pero en ningún momento he invocado otro aval que no sea mi propio crédito. He aprendido de muchos, pero no sigo incondicionalmente a ninguno. Por tanto, un eventual fracaso sería exclusivamente mío. A cambio, puedo dar una respuesta relativamente precisa a la pre1 Ojalá que no sea la de misteriano, inventada por Owen Flanagan para designar a los que no creen que la ciencia pueda llegar a resolver el misterio de la conciencia. No tengo nada contra el conceptO, pero el nombre me parece horroroso. José Domingo Vilaplana me adscribirá sin dudarlo al dualismo, aunque, como es amigo mío, me colocará en buena compañía: Chalmers, C homsky, Nagel, McGinn y Searle (Vilaplana, 2011: 210).