Quien habla es terrorista En el capítulo nueve, ‹‹Quien habla es terrorista››, de su libro Vionencia y autoritarismo en el Perú: bajo la sombra de Sendero y la dictadura de Fujimori, JoMarie Burt responde a la pregunta de por qué en la década de los noventa la sociedad fue incapaz de articular una oposición efectiva al régimen de Fujimori, señalando que en el Perú, a pesar de que se produjo un cambio de sistema — pasando de un modelo corporativista a uno democrático en los años ochenta— hubo importantes factores (esencialmente políticos) que influyeron en la desmovilización de la sociedad civil en los noventa, a tal punto de desorganizarla y privarla de esgrimir opinión alguna. Asimismo, muestra el papel que tuvo el miedo de la sociedad por causa del terrorismo, a través de los atentados y asesinatos; y del gobierno autoritario de Alberto Fujimori, que aprovechaba la coyuntura para lograr esta desmovilización mediante medidas antidemocráticas. En el último lustro de los años ochenta, la sociedad peruana luchaba contra dos problemas endémicos que cada vez iban degradando la confianza, tanto hacia el Estado como entre las mismas personas. Por un lado, el país vivía en hiperinflación, producto de una mala política económica del gobierno de Alan García, y cuyas consecuencias se agudizaron conforme los alimentos iban escaseando; esto, según Burt, minó las perspectivas a largo plazo y produjo un pensamiento de supervivencia de las personas, primando los intereses particulares ante la sofocante crisis. Por otro lado, el terrorismo había encontrado la manera de cómo mantener al país entero al borde de la desesperación, sosteniendo un pensamiento de la violencia como forma de purificación y de único instrumento de cambio. Los ejemplos más evidentes son los atentados con coches bombas o el ataque a los grupos que querían mantenerse al margen en la lucha armada. También cabe señalar que la violencia no solo venía por parte de los grupos subversivos, sino también del Estado. Por ejemplo, en el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación aludido por Burt, “aproximadamente 70 mil personas fueron víctimas de violencia política: el 54 por ciento a manos de grupos subversivos y el 40 por ciento a manos de fuerzas estatales”. Estos dos factores, unidos a la incompetencia del Estado para combatirlos y el fracaso de las organizaciones políticas tradicionales, terminaron por generar una insatisfacción popular unida de una cultura de miedo. Por ende, estaban dispuestos a dejar de lado ciertos derechos con la esperanza de que un Estado con mano dura y autoritario pueda librarlos de esa situación. Cuando Alberto Fujimori llegó al poder el año 1990, el país se encontraba en el contexto mencionado anteriormente; entonces, el Estado aprovechó esta situación
para así poder desarticular a la sociedad mediante dos tácticas: la primera, el clientelismo; y la segunda, la instrumentalización del miedo. En primer lugar, el clientelismo consistió en un Estado paternalista de quien el ciudadano dependa en todo sentido. Estas relaciones clientelistas debilitaban a los grupos de oposición y organizaciones autónomas como la CGTP, SUTEP, o partidos como Izquierda Unida. En segundo lugar, y la medida en la cual Burt se centra en todo el capítulo, es la instrumentalización del miedo —aquella que no necesitaba necesariamente de represión, sino de dejar sin alternativas a la sociedad civil—, la que se exteriorizó desde dos ángulos. La violencia real se manifestó a través de la militarización y entrega de un poder casi absoluto a las Fuerzas Armadas mediante la creación de escuadrones de la muerte (como el Grupo Colina), los cuales originaron miedo en la sociedad en la lucha contrainsurgente. Los casos que la autora menciona son el asesinato del secretario general de la CGTP, la masacre en Barrios Altos y el secuestro y posterior asesinato de estudiantes y profesores de la universidad Enrique Guzmán y Valle. La violencia por omisión se basó principalmente en la deshumanización de las instituciones como la PNP o el Poder Judicial, los que no respetaron los derechos humanos de aquellos que pretendían oponerse al régimen, los que además eran amenazados constantemente. Los dos factores mencionados, sumados a un gobierno extremadamente autoritario, trajeron consigo la oposición latente, que Burt ejemplifica con algunas entrevistas a activistas que si bien mostraban su incomodidad por el régimen, no podían exteriorizarla, porque los tildaban de terroristas. Fujimori contaba, en otras palabras, con la aceptación de la sociedad, mediante el consenso autoritario: “El resultado fue un creciente sentido común en favor de soluciones de mano dura y fuera de la ley ante los problemas de violencia y caos económico”. Jo-Marie Burt, luego de mostrarlos los antecedentes y la manera de cómo el Estado aprovechó para implantar políticas del miedo, se centra en una segunda parte. Alberto Fujimori había reactivado la economía, controlado la hiperinflación y acabado con Sendero Luminoso; sin embargo, a pesar de esto, siguió manteniendo las tácticas que desmovilizaron a la sociedad. Por ejemplo, mantuvo el discurso antidemocrático y continuó la represión a los opositores, pero esta vez con la compra de canales de televisión y de la prensa escrita, para así mantener desinformada a la población. Burt concluye, en primer lugar, que la oportunidad política crea el contexto para que ocurra la movilización social, y que se debe tomar en cuenta los elementos que el Estado use. En el caso del Perú (del gobierno de Fujimori), cada uno de
estos elementos contribuyó no solo a crear, sino también a mantener una sociedad debilitada y desmovilizada.